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Por Que Marx Tenia Razon

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SELLO Ediciones Península

COLECCIÓN Atalaya
FORMATO 15 x 23 cm. - RÚSTICA CON
Otros títulos de la colección Atalaya SOLAPAS
Terry Eagleton
El dilema de España (Salford, Reino Unido, 1943) es profesor de Li- SERVICIO
Ser más productivos para vivir mejor «Este libro se originó a partir de una única y llamativa posibilidad: ¿y si to- teratura Inglesa en la Lancaster University, de
Luis Garicano das las objeciones que se plantean más habitualmente a la obra de Marx Teoría Cultural en la National University of Ire- PRUEBA DIGITAL
land y profesor visitante en la University of VÁLIDA COMO PRUEBA DE COLOR
estuvieran equivocadas? ¿O, cuando menos, aun no siendo desatinadas del
Notre Dame. Se doctoró en el Trinity College EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.
La justicia desahuciada todo, sí lo fueran en su mayor parte?

Terry Eagleton
España no es país para jueces de Cambridge y fue profesor en el Jesus
Elpidio José Silva Con esto no pretendo insinuar que Marx no diera jamás un paso en fal- College, en la Manchester University y en DISEÑO 22-01-2015 Marga
so. No soy de ese género de izquierdistas que, por un lado, proclaman de- diferentes centros académicos de Oxford.
La Tercera República votamente que todo es susceptible de crítica y, al mismo tiempo, cuando Discípulo de Raymond Williams, Eagleton ha EDICIÓN
Construyamos ya la sociedad de se les pide que propongan aunque solo sean tres puntos importantes unido los estudios culturales con la teoría
futuro que necesita España que se puedan reprochar a las tesis de Marx, reaccionan con malhumora- literaria, el marxismo y el psicoanálisis. Ha
CARACTERÍSTICAS
Alberto Garzón Espinosa do silencio. Yo mismo tengo mis propias dudas acerca de algunas de las publicado alrededor de cuarenta libros, en-
ideas marxianas y creo que este libro lo pondrá suficientemente de ma- tre los que destacan Ideología (1997), La idea IMPRESIÓN 2 tintas (negro + rojo pantone
¿Hay derecho? nifiesto. Pero la verdad es que Marx tuvo la suficiente razón a propósito del de cultura (2001), El portero (2004); La es- 485 C)
La quiebra del Estado de derecho razonable número de cuestiones importantes como para que llamarse tética como ideología (2006), Terror santo

Por qué Marx tenía razón


y de las instituciones en España marxista pueda ser una descripción juiciosa de uno mismo.» (2008), El sentido de la vida (2008), Sobre
Sansón Carrasco el mal (2010), Razón, fe y revolución (2012) y
PAPEL Folding 240grs
TERRY EAGLETON El acontecimiento de la literatura (2013).
La gran vergüenza PLASTIFICADO Brillo
Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol
Lluís Bassets UVI

Leones contra dioses «Terry Eagleton recupera algunas de las objeciones más comunes al mar- RELIEVE
Cómo los políticos derrotaron a la prima xismo y las contesta una a una, de una forma clara, alejada de tecnicismos
de riesgo y perdieron la oportunidad de y a menudo humorística.» London Review of Books BAJORRELIEVE
modernizar España
John Müller «El libro obliga a volver a Marx, a leerlo a la luz de Eagleton o contra Eagle- STAMPING
ton, y a buscar en su extraordinaria fuerza, otra vez, la fuente posible de una
¿España sin Cataluña? salida a eso que se define como “nuestra tumba”: el capitalismo.» El País FORRO TAPA
Crónica personal de sesenta días
de discordia: del Once de Septiembre
al 9-N

Terry Eagleton
Joan Tapia
GUARDAS

Tras el Portón de Bronce


INSTRUCCIONES ESPECIALES

Por qué Marx


La realidad vaticana en la era del
papa Francisco
Arturo San Agustín

Vacunas, las justas


¿Son todas necesarias, eficaces y seguras?
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e tenía razón
p
www.facebook.com/ediciones.peninsula Diseño de la colección: Departamento de Arte
Miguel Jara www.edicionespeninsula.com y Diseño, Área Editorial Grupo Planeta
www.planetadelibros.com 9 788499 423906 ¿Y si todo lo que siempre se le ha recriminado Ilustración de la cubierta: © Edmon de Haro

fuera falso?

14 mm.
Terry Eagleton
Por qué Marx tenía razón
¿Y si todo lo que siempre se le ha recriminado fuera falso?

Traducción de Albino Santos Mosquera

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Título original inglés: Why Marx Was Right

© Yale University, 2011

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito


del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación
pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones
establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español
de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar
o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;
91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Todos los derechos reservados.

Primera edición en este formato: marzo de 2015


Primera edición: octubre de 2011

© de la traducción: Albino Santos Mosquera, 2011

© de esta edición: Grup Editorial 62, S.L.U., 2015


Ediciones Península,
Pedro i Pons, 9-11, 11.a pta.
08034 Barcelona
edicionespeninsula@planeta.es
www.edicionespeninsula.com

victor igual - fotocomposición


book print - impresión
depósito legal: b-2477-2015
isbn: 978-84-9942-390-6

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ÍNdicE

Prefacio 11

capítulo 1 15
capítulo 2 25
capítulo 3 42
capítulo 4 72
capítulo 5 110
capítulo 6 128
capítulo 7 156
capítulo 8 173
capítulo 9 188
capítulo 10 201

conclusión 225
Notas 227
Índice analítico 239

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El marxismo está acabado. Tal vez tuviera cierta relevancia en un


mundo de fábricas y de revueltas por hambre, de mineros del car-
bón y de deshollinadores, de miseria generalizada y de concentra-
ción de las masas obreras. Pero no tiene sentido alguno en las ac-
tuales sociedades occidentales postindustriales, caracterizadas por
una diferenciación por clases cada vez menor y por una creciente
movilidad social. No es más que el credo de quienes son demasiado
obstinados, temerosos o ilusos como para aceptar que el mundo ha
cambiado para siempre y para mejor.

El final definitivo del marxismo sería una noticia que resonaría


como música celestial en oídos de los marxistas de todo el mun-
do. Estos podrían por fin dejar de manifestarse y de organizar
piquetes, regresar al calor de sus sufridas familias y disfrutar de
una velada hogareña en vez de asistir a otra tediosa reunión
de comité. Los marxistas no quieren más que dejar de ser mar-
xistas. En este sentido, ser marxista no se parece en nada a ser
budista o ser multimillonario. Es más bien como ser médico.
Los médicos son unas perversas criaturas con tendencia a la au-
toanulación, pues eliminan la fuente misma de su trabajo y su
sustento curando a pacientes que, una vez sanos, ya no los nece-
sitan. La tarea de los radicales políticos es similar, pues consiste
en llegar a ese punto en el que dejarían al fin de ser necesarios
porque se habrían cumplido sus objetivos. Llegado ese momen-
to, serían libres de retirarse, quemar sus pósteres del Che Gue-
vara, retomar aquel violonchelo que llevaban tanto tiempo sin
tocar y conversar sobre temas más fascinantes que el modo asiá-
tico de producción. Si dentro de veinte años quedan aún mar-
xistas o feministas, será una verdadera pena. En la esencia mis-
ma del marxismo está el que sea una empresa estrictamente
provisional; de ahí que quien invierta en ella toda su identidad
esté cometiendo un claro error de concepto. Que siga habiendo

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vida después del marxismo es precisamente lo que justifica la


existencia del marxismo.
Esta (por lo demás) seductora imagen presenta únicamen-
te un problema. El marxismo es una crítica del capitalismo:
concretamente, la más perspicaz, rigurosa y exhaustiva crítica
de su clase jamás formulada y emprendida. Es también la úni-
ca crítica de ese estilo que ha transformado grandes zonas del
planeta. de ello se desprende, pues, que mientras el capitalis-
mo continúe activo, el marxismo también deberá seguir en
pie. solo jubilando a su oponente podrá pedir su propia jubi-
lación. Y la última vez que lo vi, el capitalismo parecía estar
tan batallador como siempre.
La mayoría de quienes critican actualmente el marxismo
no discuten ese punto. Lo que afirman, más bien, es que el
sistema se ha transformado hasta extremos casi irreconocibles
desde los tiempos de Marx y que, por eso mismo, las ideas de
este han dejado de ser relevantes. Antes de que examinemos
esta afirmación más a fondo, vale la pena señalar que el propio
Marx era perfectamente consciente de la naturaleza siempre
cambiante del sistema que él se dedicó a cuestionar. Es preci-
samente al marxismo al que debemos el concepto de las dife-
rentes formas históricas del capital: mercantil, agrario, indus-
trial, monopólico, financiero, imperial, etc. Así pues, ¿por qué
un hecho como el de que el capitalismo haya cambiado de
forma en décadas recientes iba a desacreditar una teoría que
concibe el cambio como esencia misma de ese sistema? Ade-
más, el propio Marx predijo el declive numérico de la clase
obrera y el aumento pronunciado del trabajo intelectual. Esto
es algo que examinaremos un poco más adelante. También
previó lo que hoy llamamos globalización, cosa extraña para
un hombre cuyas ideas son supuestamente arcaicas. Aunque
tal vez el carácter «arcaico» de Marx es lo que hace que siga
siendo relevante hoy en día. Quienes lo acusan de obsoleto
son los adalides de un capitalismo que está retrocediendo rá-
pidamente hacia niveles victorianos de desigualdad.

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En 1976 eran muchas las personas que en Occidente creían


que el marxismo tenía un argumento razonable que defender.
En 1986, buena parte de ellas habían dejado ya de considerar
que fuera así. ¿Qué fue exactamente lo que sucedió entre tan-
to? ¿Habían tenido hijos y el peso de la paternidad y la mater-
nidad los había abrumado? ¿O acaso algún nuevo estudio ha-
bía conmocionado al mundo poniendo de manifiesto el
carácter falaz de la teoría marxista? ¿Tropezamos con un viejo
manuscrito perdido de Marx en el que este confesaba que todo
había sido una broma? desde luego, no fue por la consterna-
ción que nos causó descubrir que Marx trabajó a sueldo del
capitalismo, porque eso era algo que ya habíamos sabido todo
este tiempo. sin la factoría textil Ermen & Engels de salford,
propiedad del padre de Friedrich Engels, industrial del ramo,
es muy posible que un pobre crónico como Marx no hubiera
logrado siquiera sobrevivir para escribir sus invectivas contra
los empresarios del textil.
Algo había pasado, sin duda, en el transcurso del periodo
en cuestión. A partir de mediados de la década de 1970, el sis-
tema occidental experimentó ciertos cambios cruciales.1 Hubo
una transición desde la producción industrial tradicional a una
cultura «postindustrial» de consumismo, comunicaciones, tec-
nología de la información y auge del sector servicios. Las em-
presas pequeñas, descentralizadas, versátiles y no jerárquicas
pasaron a estar a la orden del día. Los mercados se desregula-
ron y el movimiento obrero fue objeto de una salvaje ofensiva
legal y política. Las lealtades de clase tradicionales se debilita-
ron, al tiempo que otras identidades (locales, de género y étni-
cas) cobraron mayor relevancia. La política pasó a entrar cada
vez más de lleno en el terreno de la gestión y la manipulación.
Las nuevas tecnologías de la información desempeñaron
un papel clave en la creciente globalización del sistema, im-
pulsada cuando un puñado de empresas transnacionales optó
por distribuir la producción y la inversión por todo el planeta
en busca de las fuentes de rentabilidad más fácil. Buena parte

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de la producción fabril se deslocalizó hacia países de salarios


bajos del llamado mundo «subdesarrollado», lo que indujo a
algunos occidentales de mentalidad localista a concluir que las
industrias pesadas habían desaparecido ya de la faz de la tierra
en su conjunto. A raíz de esta movilidad global se produjeron
migraciones internacionales de carácter masivo y, con ellas, el
resurgimiento del racismo y del fascismo en respuesta a la
afluencia torrencial de inmigrantes pobres a las economías
más avanzadas. Los países «periféricos» se veían sometidos a
un régimen de explotación de su mano de obra, a la privatiza-
ción de servicios públicos, a recortes en las prestaciones socia-
les y a una relación real de intercambio comercial desigual
hasta extremos surrealistas, mientras que, por otro lado, los
nuevos ejecutivos de las naciones metropolitanas cambiaban
de imagen con respecto a sus predecesores: con barbas de va-
rios días y cuellos de camisa desabrochados y sin corbata, estos
genios de los negocios modernos mostraban su lado sensible
desviviéndose por el bienestar espiritual de sus empleados y
empleadas.
Nada de esto sucedió porque el sistema capitalista estuvie-
ra flotando en la despreocupación y el optimismo, sino más
bien por todo lo contrario. su por entonces recién estrenada
belicosidad —como la mayoría de formas de agresividad—
obedecía a la profunda ansiedad que lo invadía. si el sistema se
volvió frenético, fue por la depresión latente en que se hallaba
sumido. Lo que impulsó aquella reorganización fue, por enci-
ma de todo, el repentino apagón del boom de posguerra. La
intensificación de la competencia internacional estaba forzan-
do a la baja las tasas de rentabilidad, secando las fuentes de
inversión y ralentizando los índices de crecimiento. Hasta la
socialdemocracia había pasado a ser una opción política dema-
siado radical y cara. El escenario era, pues, el propicio para el
ascenso de Reagan y de Thatcher, quienes ayudaron a des-
mantelar el tejido industrial tradicional, a coartar al movi-
miento obrero, a dejar que el mercado se desatara, a fortalecer

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el brazo represor del Estado y a capitanear una nueva filosofía


social: la de la más descarada codicia. El desplazamiento de
las inversiones desde el sector de la industria al de los servi-
cios, las finanzas y las comunicaciones fue la reacción a una
crisis económica prolongada, y no el salto que nos sacó de un
viejo panorama desolado para impulsarnos hacia un nuevo
mundo feliz.
Aun así, es dudoso que la mayoría de los radicales que
cambiaron de opinión sobre el sistema entre las décadas
de 1970 y 1980 lo hicieran simplemente porque se hubiera
reducido el número de fábricas textiles existentes. Eso no fue
lo que los indujo a abandonar el marxismo, a la vez que las
patillas y las cintas del pelo, sino más bien su convencimiento
creciente de que el régimen al que se enfrentaban no iba a dar
su brazo a torcer tan fácilmente. No fueron tanto las ilusiones
despertadas por el nuevo capitalismo como la desilusión ante
las escasas posibilidades de cambiarlo la que resultó decisiva
en ese sentido. Hubo, justo es reconocerlo, un número sobra-
do de antiguos socialistas que racionalizaron su pesimismo
proclamando que, si no se podía cambiar el sistema, tampoco
había necesidad alguna de transformarlo. Pero lo que resultó
concluyente de verdad fue la falta de fe en una alternativa.
Porque el movimiento obrero había quedado tan maltratado
y ensangrentado, y el retroceso de la izquierda política era tan
contundente, que el futuro parecía haberse esfumado sin dejar
rastro. Entre algunos de los componentes de las filas de la
izquierda, la caída del bloque soviético a finales de la década
de 1980 no hizo más que profundizar el desencanto. Tampo-
co ayudó que la corriente radical más exitosa de la era moder-
na, el nacionalismo revolucionario, estuviera prácticamente
agotado por entonces. El factor que más contribuyó a engen-
drar la cultura del posmodernismo, con su rechazo de los
llamados grandes relatos y su anuncio triunfal del «fin de la
historia», fue el convencimiento de que el futuro iba a ser
simplemente más de lo mismo que ya teníamos en el presente.

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O, en palabras de un eufórico posmoderno: «el presente con


más opciones».
Lo que contribuyó más que ninguna otra cosa a desacredi-
tar el marxismo, pues, fue la sensación de impotencia política
que se había ido apoderando de mucha gente. Resulta difícil
mantener la fe en el cambio cuando el cambio mismo parece
estar fuera del orden de prioridades, aunque sea en el momento
que más se necesita esa fe (a fin de cuentas, si uno no se resiste
a lo aparentemente inevitable, jamás sabrá cuán inevitable era
en realidad). si los débiles de ánimo hubieran logrado aferrarse
a sus antiguas tesis durante un par de décadas más, habrían sido
testigos de cómo ese capitalismo exultante e inexpugnable a
duras penas lograba mantener abiertos los cajeros automáticos
de las sucursales de los grandes bancos en 2008. También ha-
brían visto todo el continente situado al sur del canal de Pana-
má desplazarse decididamente hacia la izquierda política. El
«fin de la historia» parece haber tocado a su propio fin. Ade-
más, y en cualquier caso, los marxistas deberían estar más que
habituados a la derrota. Ya habían conocido catástrofes mayo-
res que esta. El sistema en el poder tiene siempre las probabili-
dades de cara, aunque solo sea porque cuenta con más tanques
que quienes se oponen a él. Pero el desplome de tan embria-
gadores ideales y efervescentes ilusiones como los de finales de
la década de 1960 resultó especialmente difícil de asumir por
parte de los supervivientes de aquella era.
Así pues, lo que restó plausibilidad al marxismo no fue un
supuesto cambio de pelaje del capitalismo. de hecho, la reali-
dad fue justamente la contraria: en lo que al sistema respecta,
las cosas siguieron como siempre, pero más aún que antes. Lo
irónico de la situación, por lo tanto, es que los mismos factores
que contribuyeron a que el marxismo fuese objeto de rechazo
otorgaban renovada credibilidad a sus reivindicaciones. se vio
abocado a la marginalidad porque el orden social al que se
enfrentaba, lejos de tornarse más moderado y benigno, se vol-
vió más despiadado y extremo que antes. Y esto hizo que la

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crítica marxista de ese orden resultara aún más pertinente. A


escala global, el capital estaba más concentrado y se compor-
taba de forma más predatoria que nunca, mientras que el ta-
maño de la clase trabajadora no hacía más que aumentar en
realidad. Empezaba a vislumbrarse la posibilidad de un futuro
en el que los megarricos vivieran refugiados y parapetados en
sus vecindarios exclusivos de acceso restringido y protegidos
por vigilancia armada de los mil millones aproximados de ha-
bitantes de los asentamientos urbanos marginales, hacinados
en sus fétidas casuchas y rodeados por torres de vigilancia y
alambradas. En semejantes circunstancias, afirmar que el mar-
xismo estaba acabado era como decir que los bomberos esta-
ban pasados de moda porque los pirómanos se habían vuelto
más hábiles e inventivos que nunca.
como ya predijera Marx, en nuestra propia época las de-
sigualdades de riqueza se han profundizado hasta niveles ex-
traordinarios. La renta actual de un solo multimillonario mexi-
cano equivale a los ingresos de sus 17 millones de compatriotas
más pobres. El capitalismo ha creado más prosperidad de la
que nunca antes había contemplado la historia, pero el coste
(por ejemplo, en términos de la indigencia casi absoluta de mi-
les de millones de personas) ha sido astronómico. según el
Banco Mundial, en 2001, 2.740 millones de personas vivían
con menos de dos dólares al día. Nos enfrentamos a un futuro
probable de Estados nuclearizados en guerra por el control de
unos recursos escasos, escasez que es consecuencia en buena
medida del propio capitalismo. Por vez primera en la historia,
nuestro modo de vida preponderante tiene el poder no solo de
engendrar racismo y propagar el cretinismo cultural, de im-
pulsarnos a la guerra o de conducirnos como ganado a campos
de trabajos forzados, sino también de erradicarnos del plane-
ta. El capitalismo actuará antisocialmente si le resulta rentable
hacerlo, y hoy en día eso podría significar una devastación hu-
mana de una escala inimaginable. Lo que solía ser fantasía apo-
calíptica no es hoy más que sobrio realismo. El tradicional es-

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logan izquierdista, «socialismo o barbarie», ya ha dejado de ser


una mera floritura retórica: nunca antes fue tan tristemente
pertinente. En tan funestas condiciones, como bien ha escrito
Fredric Jameson, «es necesario que el marxismo vuelva a ha-
cerse realidad».2
Las espectaculares desigualdades de riqueza y poder, las
guerras imperiales, la intensificación de la explotación, el cre-
ciente carácter represor del Estado: si todas estas son caracte-
rísticas del mundo actual, no lo fueron menos de la realidad
sobre la que el marxismo ha reflexionado tradicionalmente y
contra la que lleva actuando desde hace casi dos siglos. Es de
esperar, pues, que tenga algunas lecciones que enseñar al pre-
sente. de hecho, el propio Marx quedó especialmente conmo-
cionado por el proceso de extraordinaria violencia mediante el
que, en su propio país de adopción, inglaterra, se fue forjando
una clase obrera urbana a partir de un campesinado desarrai-
gado de su anterior entorno, y ese es un proceso que Brasil,
china, Rusia y la india están viviendo en la actualidad. Tris-
tram Hunt señala que el libro de Mike davis, Planet of Slums,
que documenta las «apestosas montañas de mierda» que son
los extensos asentamientos urbanos marginales que nos en-
contramos en ciudades como las actuales Lagos o dhaka, pue-
de ser leído como una versión puesta al día de La condición de
la clase obrera, de Engels. En un momento en el que china se
está convirtiendo en la fábrica del mundo, según Hunt, «las
“zonas económicas especiales” de Guangdong y de shanghai
evocan inquietantes reminiscencias del Manchester y el Glas-
gow de la década de 1840».3
¿Y si lo anticuado no fuera el marxismo, sino el capitalismo
en sí? Marx creía, ya en tiempos de la inglaterra victoriana,
que el sistema había perdido todo su fuelle. Aunque en su mo-
mento de máximo apogeo había favorecido el desarrollo so-
cial, pasado este, se había convertido en una rémora, más que
en un factor de prosperidad. Para él, la sociedad capitalista
derrochaba fantasía y fetichismo, mito e idolatría, por mucho

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que alardeara de su modernidad. La propia explicación que


esta daba a su éxito (una petulante fe en la superioridad de su
propia racionalidad) no dejaba de ser una forma de supersti-
ción. si, por una parte, el capitalismo era capaz de progresos
asombrosos, en otro sentido estaba obligado a correr denoda-
damente solo para seguir donde estaba. El límite final del ca-
pitalismo, según comentó Marx en una ocasión, es el capital
mismo, pues la reproducción constante de este es una frontera
más allá de la cual no se puede aventurar. Así pues, este régi-
men histórico —el más dinámico de todos— exhibe un curio-
so carácter estático y repetitivo. Y el hecho de que su lógica
subyacente se mantenga bastante constante es uno de los mo-
tivos por los que la crítica marxista sigue conservando la ma-
yor parte de su validez. Esta crítica solo perdería vigencia si el
sistema fuese verdaderamente capaz de romper con sus pro-
pios límites y trascenderlos inaugurando algo inimaginable-
mente nuevo. Pero el capitalismo es incapaz de inventar un
futuro que no reproduzca ritualmente su presente (el mismo
de siempre, aunque, eso sí, «con más opciones»).
El capitalismo ha propiciado grandes avances materiales.
Pero por mucho que su modo de organización ha tenido tiem-
po de sobra para demostrar esa supuesta capacidad suya para
satisfacer todas las necesidades y las reivindicaciones humanas,
hoy parece más alejado de conseguirlo que nunca. ¿cuánto es-
tamos dispuestos a esperar hasta que se muestre a la altura de
lo que de él se espera? ¿Por qué continuamos consintiendo el
mito que abona la vana esperanza de que la fabulosa riqueza
generada por el modo de producción capitalista acabará lle-
gándonos a todos y a todas tarde o temprano? ¿Acaso sería el
mundo tan indulgente (tan prudentemente dispuesto a esperar
la evolución de los acontecimientos) con parecidas promesas
incumplidas si estas vinieran de las filas de la extrema izquier-
da? Por lo menos, los derechistas que admiten que siempre
habrá injusticias colosales en ese sistema, pero que así son las
cosas, pues las alternativas son aún peores, son más honestos (a

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su descarado modo) que quienes predican que todo terminará


saliendo bien. si en el mundo hubiera personas ricas y perso-
nas pobres en el mismo sentido en el que las hay negras y blan-
cas, entonces las ventajas de los acaudalados podrían acabar
extendiéndose con el tiempo a los necesitados. Pero decir que
algunas personas están en la miseria mientras otras llevan vidas
económicamente prósperas se parece más bien a afirmar que el
mundo está dividido entre policías y delincuentes. El caso es
que lo está, pero que si nos quedamos únicamente en ese he-
cho, estaremos ocultándonos a nosotros mismos la verdad: que
es que hay policías precisamente porque hay delincuentes.

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