El Tesoro Del Capitan Morgan Capitulo 1

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Capítulo 1 El tesoro del capitán Morgan

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Capítulo 1 El tesoro del capitán Morgan

Capítulo 1
Yo viví la aventura pirata más
emocionante de todas

Creo que todos los piratas del mundo (o


«filibusteros», como nos gusta llamarnos a
nosotros mismos) tenemos algo en común:
nuestras aventuras siempre son las más
emocionantes que nadie vivió jamás. Solo te
hace falta reunirte con un grupo alrededor de
una hoguera, con el murmullo del oleaje a lo
lejos, la arena fresca bajo los pies y una
brocheta de pescado que llevarte a la boca, para

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darte cuenta de que todos nosotros tenemos la


típica anécdota que siempre contamos a los
demás para presumir o, sencillamente, para
recordar tiempos mejores. Y da la casualidad de
que, a lo largo de mi vida, conocí a un montón
de piratas: Francis Drake, Grace O’Malley, Mary
Read, Calico Jack, Anne Bonny… ¡Hasta
navegué con algunos de ellos! Sin embargo, la
historia que siempre cuento en esas veladas
nocturnas en torno al fuego sucedió cuando
solo tenía quince años. Por aquel entonces, aún
vivía en Isla Tortuga, nunca antes había ido a
navegar por el mar y apenas sabía nada del
mundo.
Todo comenzó cuando la Hermandad de
Piratas de Isla Tortuga convocó una reunión
urgente para tratar algo que llevaba a sus
miembros de cabeza desde hacía décadas: la

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ubicación del tesoro del capitán Morgan. Era


una de esas leyendas de las que todos los
jóvenes de Isla Tortuga hablábamos casi
susurrando, con una mezcla de admiración y
temor reverencial; yo, personalmente, no
conocía a nadie que hubiera navegado con él
(aunque algunos piratas se jactaban de haberlo
hecho cuando habían abusado del ron, un vicio
que, por cierto, a mí nunca me pareció nada
recomendable). Y su fortuna se había perdido
junto con la única copia del mapa que había
existido jamás, que él mismo había redactado
de su puño y letra.
Muchas veces, mis amigos y yo
fantaseábamos acerca del antiguo tesoro,
preguntándonos si contendría oro, joyas o
piedras preciosas. Unos decían que consistía en
la mayor cantidad de riquezas que alguien

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había conseguido acumular a lo largo de la


historia; otros, que se trataba de un fabuloso
prodigio robado a una civilización antigua. Las
teorías eran innumerables y a mí me fascinaba
escuchar todas y cada una de ellas.
Como se podrán imaginar, cuando supimos
que la Hermandad de Piratas iba a reunirse en
el Fuerte de la Gaviota, todos dejamos lo que
estábamos haciendo, ya fuera tejer redes de
pesca (tremendo aburrimiento), carenar algún
barco (otro aburrimiento casi igual de grande) o
trepar a los cocoteros (un aburrimiento que,
además, te dejaba las uñas pulverizadas), y nos
dirigimos a toda prisa hacia el punto de
encuentro, al que, por supuesto, no habíamos
sido invitados. Se suponía que solo los
miembros oficiales de la hermandad podían
estar presentes durante las deliberaciones,

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pero, al final, terminaban haciendo la vista


gorda, y más en ocasiones señaladas como
aquella.
Incluso las gentes de mal vivir tienen ciertas
reglas. Es algo de lo que te das cuenta si te crías
en un lugar como Isla Tortuga, entre chozas
podridas, altos cocoteros y filibusteros
sanguinarios. Cuando era joven, la norma más
importante era esta: si el gran maestre de la
hermandad te convocaba, tenías que acudir a
su llamada. Ni el pirata más temible se atrevía a
desobedecer esa orden.
Yo solo había visto al capitán Barnabas en
un par de ocasiones. El hombre, que había
ocupado el puesto de gran maestre luego de la
desaparición del legendario Barbanegra en las
proximidades de la Florida, poseía unos ojos
verdes permanentemente entrecerrados y una

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cicatriz en forma de mordisco de tiburón que le


surcaba la mejilla. Aunque era un hombre ya
entrado en años, tenía un innegable encanto y
un aire de autoridad que no pasaba
desapercibido. Y eso era importante.
Normalmente, los piratas iban a sus anchas:
cada capitán poseía su propio barco, su
tripulación y sus aspiraciones, y únicamente se
reunían para beber ron y pavonearse de sus
respectivos botines. No obstante, más de uno
había terminado atacándose a cañonazos con
algún colega por, ejem, discrepancias sobre a
quién correspondía abordar cierto barco
mercante. Hacía falta un liderazgo firme para
evitar esas cosas, y Barnabas era un tipo listo.
Sabía que el tesoro de Morgan podía
desencadenar una auténtica guerra civil entre
piratas, por lo que lo prudente sería convocar a

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los capitanes más reconocidos y dejar que ellos


mismos decidieran quién iba a asumir el
mando.
Y ahí estaba yo, María de Salinas, una
mocosa de quince años con un sueño: hacerse a
la mar.
Aunque empezaba con mal pie. Llegaba
tarde al Fuerte de la Gaviota porque, como de
costumbre, había tenido que cuidar de mis
hermanos pequeños y atender las exigencias de
los mayores. Era la trigésima nieta de una pirata
retirada y la tercera hija de una pareja de
pescadores, por lo que mi vida consistía en
tejer redes, beber leche de coco y soñar con
tesoros enterrados en el Caribe. No había
estudiado, ya que en la Tortuga no había
escuelas, pero conocía una amplia variedad de
palabrotas en diferentes idiomas, lo cual ya era

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algo.
Mamá se enojaba cuando le decía que quería
formar parte de la tripulación de un barco
pirata, así que procuraba evitar el tema. No
obstante, ni todo el amor que sentía por ella me
hubiera impedido intentarlo. Los sueños hay
que perseguirlos: si no lo haces, te terminan
matando.
Enfurruñada por no haber podido escuchar
el saludo inicial de Barnabas, me escurrí como
una anguila entre los demás chicos y estiré el
cuello para ver bien.
—Como ya saben, hermanos —estaba
diciendo el gran maestre en ese instante—,
nadie ha podido encontrar el tesoro del capitán
Morgan; el mapa desapareció hace tiempo. Sin
embargo, todos hemos estado trabajando muy
duro y llegamos a la conclusión de que solo

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puede hallarse entre Isla Fortuna e Isla Azulada.


—¡Pero hay más de un mes de navegación
entre esas dos islas! —protestó Ronnie el Bajo.
—Y un montón de islotes entre ambas —
murmuró Ronnie el Alto.
—Las grandes misiones nunca son sencillas
—replicó Barnabas—. Hace falta mucho valor
para liderar esta, por eso pido a los capitanes
más valientes que se presenten voluntarios.
Ese era el momento que todos estaban
esperando. Suspiré, feliz de haber llegado a
tiempo; los otros chicos se apretujaron y
empezaron a cuchichear, pero yo seguí atenta a
lo que hacían los filibusteros.
Tres de ellos se adelantaron.
Los conocía bien, tan bien como al propio
Barnabas y a sus piratas de confianza: los dos
Ronnies y Polly Manorrota, que sonreía con su

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boca de rana. No es que tuviera relación con


ninguno de ellos; sencillamente, en Isla Tortuga
solo hablábamos de sus aventuras o, mejor aún,
de sus desventuras. A fin de cuentas, un
capitán afamado era menos divertido que uno
caído en desgracia.
El primer aspirante era un tipo alto y
musculoso, de tez negra como la brea, que
llevaba un inquietante parche de seda en el ojo.
—¡Capitán Ojorrojo, capitán Ojorrojo,
capitán Ojorrojo! —empezó a vitorear su
tripulación.
El hombre los acalló con un gesto.
—No sé qué estamos haciendo aquí —dijo
con su voz de tormenta—: todo el mundo sabe
que la Furia de Leviatán es el barco más grande
y robusto de Isla Tortuga —sonrió mostrando
una hilera de dientes de oro— y su capitán, el

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más fuerte y valiente.


Su tripulación aplaudió. Otros piratas
protestaron; claramente, ellos preferían a sus
respectivos jefes.
La segunda aspirante hizo una mueca. Era la
más joven, alta y hermosa, llevaba el pelo rubio
recogido en una coleta embreada y calzaba
botas de tacón. Además, su casaca, aunque
sucia, tenía los botones de plata.
—¡La capitana Oriana es su mujer! —gritó
alguien.
La joven dedicó una ostentosa reverencia a
Barnabas, los Ronnies y Polly.
—No niego que antes los piratas éramos
hatajos de bestias con mucha fuerza y poco
cerebro —dijo suavemente—, pero las cosas
cambiaron. Nuevos tiempos, nuevos
filibusteros: mi barco, la Caprichosa, está

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dotado de brújula, astrolabio, telescopio… y una


capitana que no confunde la isla de La Española
con un risco lleno de mejillones.
Su discurso fue recibido con risotadas; a
juzgar por la expresión sombría de Ojorrojo, la
anécdota debía de referirse a él.
Entonces la tercera aspirante se adelantó.
La fama de Yijun había llegado a todos los
rincones del Caribe: la mujer había pirateado en
los mares de China y de Japón antes de navegar
hasta las Américas. Desde luego, su experiencia
era innegable.
La propia Yijun sabía que esa era su mejor
mano.
—Está bien ser fuerte o inteligente, al igual
que poseer barcos grandes o bien dotados. Mis
hermanos saben lo que dicen y, sin duda, son
apasionados. Eso es un punto a su favor.

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Ojorrojo y Oriana intercambiaron una


mirada recelosa, pues sabían que aquello tenía
que ser una trampa.
En efecto, lo era.
—Pero todos sabemos la cantidad de piratas
apasionados que fueron pasto de tiburones,
¿verdad? —Se oyeron murmullos de
asentimiento—. Ojorrojo promete guiar a la
tripulación con arrojo; Oriana, con inteligencia.
Yo, por mi parte, prometo traerla de regreso a
casa. ¡Embarquen en el Calavera de Sirena y
serán recompensados!
Un estampido sacudió el Fuerte de la
Gaviota. Casi todos acogieron las palabras de
Yijun con gritos de apoyo; muchos golpearon el
suelo con las botas y algunos incluso
cometieron la estupidez de malgastar munición
disparando al aire.

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Barnabas levantó la mano para pedir


silencio. Como los piratas no callaban,
desenvainó su alfanje. Entonces le hicieron
caso: poco a poco, el jolgorio se convirtió en un
zumbido de respiraciones agitadas.
—Contamos con tres capitanes de gran valía
—dijo el gran maestre—, así que propongo lo
siguiente: que todos zarpen en sus respectivos
barcos para buscar el tesoro. De este modo,
cubrirán más territorio y volverán antes. ¿Qué
me dicen?
—¡Es una buena idea! —exclamó Ronnie el
Bajo, siempre fiel a Barnabas, y otros piratas lo
apoyaron.
—Está decidido, entonces. —El gran maestre
parecía satisfecho—. Ojorrojo, Oriana, Yijun:
tienen esta noche para reclutar a quien quieran
que se una a su tripulación. Como saben bien,

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deberán entregar a todos los agraciados un pase


de navegación con el símbolo de su barco.
¡Mañana temprano zarparán desde el puerto!
Sentí que mi corazón daba un vuelco: había
llegado el momento de convencer a uno de los
tres capitanes de que me admitiera como
grumete.
Ojorrojo era el que estaba más cerca, por lo
que me apresuré a dirigirme hacia él.
—¡Capitán, un minuto de su tiempo…! —
empecé a decirle, pero alguien me empujó—.
¡Ay!
Otros tres jóvenes más altos y fuertes que
yo me habían tomado la delantera y lo
rodeaban, hablándole todos a la vez. Decidí no
quedarme de brazos cruzados.
—¡Eh! —grité, llamando la atención de los
cuatro—. ¡Yo estaba primero!

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Ojorrojo se dio vuelta hacia mí y me miró de


arriba abajo. Después me dio la espalda. Capté
el mensaje de inmediato: no estaba interesado
en lo que una mequetrefe como yo pudiera
ofrecerle.
Decepcionada, fui al encuentro de Oriana,
que se encontraba rodeada por una corte de
admiradores. Al menos, esos no parecían tan
brutos como los que habían acudido a Ojorrojo
en primer lugar.
—¡Capitana! —exclamé con nerviosismo—.
¿Puedo hablar con usted un momento?
Oriana me observó como si hubiera topado
con un insecto repulsivo y fascinante al mismo
tiempo.
—Fuera de mi vista, mocosa —dijo con su
marcado acento italiano.
Su cohorte de aduladores rompió a reír.

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Humillada, me fui arrastrando los pies.


Yijun era mi última posibilidad. Ella, a
diferencia de los otros, se mantenía un poco
apartada de la gente, consultando algo en un
pequeño cuaderno. Llevaba unos diminutos
lentes de montura redonda sobre su nariz
chata.
—¿Capitana Yijun? —susurré sin demasiadas
esperanzas.
Ella alzó la mirada. No me mandó a volar de
inmediato, de modo que continué:
—Eh… Esto… ¿Por casualidad no tendría
usted un huequito en su barco? Verá, soy joven
todavía, pero como poco y no me asusta el
trabajo duro…
—¿Experiencia navegando? —me
interrumpió ella con tono seco.
—¿Navegando? Pues… ¡A veces salgo a

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pescar en el barco de mis padres! —Compuse


mi mejor sonrisa de vendedora de cocos.
Yijun resopló.
—No me hagas perder el tiempo, por favor —
dijo entre dientes—, y, si quieres un consejo,
tampoco se lo hagas perder a los otros. Crece
cinco años y quince pulgadas, sal a navegar de
verdad unas cuantas veces y podrás dirigirte a
los mejores capitanes de la hermandad.
Luego de pronunciar esas palabras, se alejó
taconeando y abandonó el Fuerte de la Gaviota.
Poco a poco, Ojorrojo, Oriana y los demás
hicieron lo mismo. Supuse que querrían pasar
su última noche en tierra en alguna taberna de
Isla Tortuga, brindando con ron y
vanagloriándose por adelantado de lo ricos que
serían cuando hubieran encontrado el tesoro de
Morgan.

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Mientras tanto, yo me quedaría en mi isla,


con mis redes que tejer, mis barcos que limpiar
y mis uñas hechas polvo.
«No —pensé—, me niego».
Tenía que encontrar un modo de convencer
a alguno de los capitanes de que me aceptara
en su tripulación. «Piensa, María». ¿Qué podía
hacer para impresionarlos? Tal vez, si realizaba
una gran hazaña a medianoche, se correría la
voz de que yo era algo más que una joven con
ínfulas. Podía izar la bandera pirata en el pico
más alto de la cordillera Dentadura, trepar al
mástil del Barco Encallado, una vieja reliquia
que permanecía atrapada en la arena desde
hacía siglos, o capturar al Rey de los Monos, el
dichoso mono aullador que les había robado el
sombrero a la mitad de los miembros de la
hermandad. Algo lo bastante grande como para

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atraer la atención de los capitanes, pero no


como para que mis padres se pegaran el susto
de su vida.
O a lo mejor podía hacerme pasar por alguno
de los jóvenes a los que sí habían aceptado en
sus tripulaciones. Había observado que una de
las muchachas que rodeaban a Ojorrojo se
parecía bastante a mí, solo era un poco más alta
y corpulenta; si ella había obtenido un pase de
navegación, podía intentar robárselo y
reemplazarla. Salí del Fuerte de la Gaviota, la
busqué con la mirada y enseguida la localicé
junto a sus compañeros. En efecto, los tres
llevaban pases de navegación en sus manos; no
obstante, era imposible saber si se los había
entregado el propio Ojorrojo o alguna de las dos
capitanas.
Aunque tal vez hubiera una solución más

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cómoda… y más arriesgada: convertirme en


polizona. Meterme en cualquiera de los tres
barcos y, una vez en alta mar, obligar al capitán
o capitana a aceptarme como miembro de su
tripulación. Quizá lo hiciera o quizá me arrojara
al agua; sin embargo, no lo averiguaría si no lo
intentaba.
Bien, tenía tres planes y una sola noche por
delante, por lo que debía escoger uno. Pero
¿cuál de todos?

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Y ahora tú decides...
¿Qué hace María para unirse a la
tripulación de algún capitán?

A) Llevar a cabo una hazaña


impresionante

B) Robarle el pase de navegación a la


chica que se parece a ella

C) Entrar en uno de los barcos como


polizona

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Copyright del texto © África Vázquez Beltrán, Víctor Panicello 2023. Copyright de esta
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