Los Siete Locos Roberto Arlt
Los Siete Locos Roberto Arlt
Los Siete Locos Roberto Arlt
De Los siete locos, que llevó al cine Leopoldo Torre Nilsson y que
presentamos con un esclarecedor prólogo de Mirta Arlt, ha escrito Juan
Carlos Onetti: "...había nacido para escribir sus desdichas infantiles,
adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban.
Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales
interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar
piadosamente que Arlt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el
idioma de los mandarines; pero sí dominaba la lengua y los problemas de
millones de argentinos, incapaces de comentarlo en artículos literarios,
capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude —hosco,
silencioso o cínico— en la hora de la angustia. Hablo de arte y de un gran,
extraño artista."
Los siete locos es una novela del escritor argentino Roberto Arlt editada en el
mes de octubre de 1929. En la misma se desarrollan algunos de los
problemas planteados por el existencialismo filosófico. Las cuestiones
morales, la soledad, la angustia ante el sin sentido de la vida y la desolación
de la muerte son temas recurrentes en la arquitectura metafísica de sus
protagonistas. Es una obra de lúcida crítica social a la Argentina de los años
30. Los siete locos culmina con Los lanzallamas, novela que Arlt editaría en
1931.
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Roberto Arlt
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PRÓLOGO
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viviría, ni un traje decente, ni una alegría que lo reconciliaría con el vivir; él no había
hecho nada por el placer de su materia, mientras que a su espíritu no le fue negada ni
la geografía de los países para quienes los hombres aún no han descubierto máquinas
para llegar».
El primer rechazo, el que marca su iniciación en la ascesis, comienza para los dos
a los siete años. Remo Erdosain-Roberto Arlt son extraños en todas partes; la escuela
los martiriza por igual. Sus padres desdichados sin saberlo se vuelven feroces con el
hijo. Y el hijo sentirá esa ferocidad como una némesis divina, implacable. Dios no lo
quiere, no lo ama, no proyecta sobre él su misericordia sino la mirada de su ojo cruel
y obsesivo. ¡Qué diferencia con los otros escolares que durante los recreos hablan con
placer de sus casas y de sus padres!
Se le considera malo o estúpido; ve cómo excita la reacción hostil, cómo su
existencia provoca sufrimiento a quienes lo rodean sin poder hacer absolutamente
nada para compensar y darse satisfacción a si mismo. Luego el adolescente será
excluido de la Escuela de Mecánica de la Armada; demasiada imaginación es la
nueva culpa. Y la serie de rechazos sigue materializando los rechazos sustanciales, a
los que se suman luego sus propios autoagravios ante los fracasos como inventor,
como empleado, como marido. En el medio de las «buenas personas» al que se
empeña en pertenecer, ser Remo Erdosain o ser Roberto Arlt implica ser considerado
casi anormal.
Rechazado por el hogar paterno, rechazado por su familia política y por su propia
mujer, Silvio Astier-Remo Erdosain-Balder-Arlt son finalmente soslayados por el
medio intelectual que los menosprecia, o si no los menosprecia abiertamente no los
distingue en la medida de su autovaloración. Ante los consagrados no cuentan.
Erdosain-Arlt, a su vez, se acercan a pocos y esos pocos son también marginados
en su mayoría. Si hubieran podido consagrarse como «tenderos» (el término es
significativo por la fobia de Roberto Arlt contra el mundo del mercader y del
traficante) habrían estado en paz con su familia, con la sociedad y hasta quizá con
Dios.
Por el particular temple de su angustia creadora Roberto Arlt se asume en el
personaje de ficción como el Genet de Sartre asume su ser abyecto. Autor y personaje
conllevan ese mal «en orgullosa soledad» que llenan de invención y creación. Y en
cada personaje de Los siete locos, la novela más catártica de Arlt, se puede detectar
la interferencia de uno de los modos del ser del creador. No podemos vaticinar cómo
se hubieran canalizado las toxinas de la angustia de no ser Roberto Arlt un creador.
Lo importante es que Remo Erdosain personaje y Roberto Arlt autor-personaje
arrojan el saldo creador de la novela existencial de la Argentina del 30, una época que
política y filosóficamente está haciendo penosamente y a los tumbos un país que otea
salidas a través de lo descabellado. Y esto convierte a Roberto Arlt novelista en el
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autor visionario de su generación. Los siete locos son paradigma de una conjugación
humana que se habría de materializar en la segunda mitad del siglo XX, paradigma
que se nos ha hecho familiar hoy a través de la novela, el cine y el teatro de las
últimas dos décadas. Pero ya en Erdosain-Arlt nuestro presente comienza a librar su
batalla. Este personaje es profundamente argentino, y dentro de la Argentina
ciudadano, y, como ciudadano específicamente porteño. Y sin embargo este hombre
tan nuestro se vincula por su actitud hacia lo divino y lo social con el hombre de otras
latitudes pero de la misma época. Desvinculados del Dios cristiano del amor y de la
sociedad que les había dado sentido de pertenencia, el Yank de O'Neill, por ejemplo,
o los seis personajes pirandelianos anticipan en pocos años la temática de Los siete
locos. En ellos comienzan a tener nombres los problemas que se agudizaron en otros
hombres de otros lugares atacados por los mismos síntomas. Son los que encarnan
ese literal estar arrojados a la existencia; los protagonistas de lo que Heidegger
denomina «situación de yecto», y que, como Erdosain, comparten el descubrirse
creación divina negada. Despiertan a su realidad de seres que deambulan en un viaje
sin rumbo en busca de su propio sentido, el sentido que perdieron junto con la
coherencia religiosa, filosófica, política y estética. Sus vidas que una vez semejaron
una partitura se ven de pronto descalabradas. El ser que era una partícula de Dios es
sólo un ser ab-yecto. Los personajes que una vez se sabían religados a su autor viran
sin rumbo en la inutilidad de su autonomía. La lucidez proyecta una luz fría sobre su
condición de libertados que pugnan por asirse de los cabos sueltos del libre albedrío.
Los personajes parodian la libertad humana que se ve recíprocamente reflejada en los
personajes. Todos igualmente sueños de la mente de un creador, e igualmente
arrojados a la existencia que les obsequia con el fardo de su engañosa autonomía.
De ahí en más el ser arrojado a la existencia acciona hasta quedar sin aliento,
hasta el extravío de Los siete locos, hasta la santidad de Genet. Dios Padre ha
encontrado un nombre bonito para jerarquizar el rechazado llamándolo «libre
albedrío». Y forman legiones los personajes que giran en remolino de presunto
peregrinaje en busca del sentido de sus vidas. Habría que ser humilde, pero la
consigna de los que acusan el golpe es Non serviam. No se someterán, no obedecerán,
dejarán crecer en ellos el mal. Ya no invocarán fáusticamente al diablo, serán satanes
y castigarán al padre que los ha desconocido. Pero el Padre vive dolorosamente en
ellos y dificulta la práctica del mal, entibiando la fragua en que se templarán
malvados. El autor no puede, en el caso de Los siete locos, liberar a Erdosain del
cordón umbilical que lo decide en definitiva Erdosain-Arlt, de quien el narrador
omnisciente conoce sus pensamientos: «Sabía que estaba irremisiblemente perdido,
desterrado de la posible felicidad que siempre, algún día, sonríe en la mejilla más
pálida: comprendía que el destino lo abortó al caos de esa espantosa multitud de
hombres huraños que manchan la vida con sus estampas agobiadas por todos los
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vicios y sufrimientos».
Ahora bien, ser a la vez autor y personaje no es excepcional, se vuelve
excepcional en este caso porque simultáneamente se está expresando la intimidad de
una época y sus temas máximos de preocupación con rasgos de genialidad. Y esos
rasgos de genialidad se manifiestan -como sucede a menudo en los escritores
originales- en la fundamental incapacidad de sujetarse a los cánones de la novelística
apreciada en su medio y en su tiempo, y en la capacidad, por otro lado, de crear su
propia temática y su propio sistema de «discurso literario», despreocupándose de las
técnicas, y echando mano, según los dictados de su propia creación, a la
omnisciencia, al monólogo interior directo, al diálogo dramático o al soliloquio. La
índole de lo expresado dicta la forma.
Y la posibilidad de ser, a la vuelta de los años, tan cabalmente personaje, autor y
época es la resultante de una ecuación situacional, es el encuentro del escritor y su
circunstancia.
Un argentino de varias generaciones carecería, seguramente, de la posibilidad de
registrar esa realidad. Carecería de la porosidad necesaria a la sensibilidad para que
ciertos matices se vean registrados, procesados y mostrados a través de la palabra.
Si en lugar de pertenecer a un hogar de pequeña burguesía extranjera, hostil al
medio y a la vez teutónicamente calvinista, en la concepción del hombre y la moral,
Roberto Arlt hubiera pertenecido a un medio mullidamente ubicado en la realidad del
país, habría recibido informaciones diferentes de esa misma realidad, y la ecuación
resultante habría sido cabalmente diferente. Pero Roberto Arlt no estaba inmunizado
contra nada. Y del mismo modo que las enfermedades endémicas no atacan con la
misma virulencia a los organismos que ya vienen atávicamente conviviendo con ellas
que a los extranjeros que las contraen, Roberto Arlt resulta personalmente un
paradigma del hombre que está fundando una nacionalidad en las grandes ciudades
nuevas, queridas y hostiles.
La situación personal que condiciona la lente del autor y del personaje está
definida en pocas palabras en el capítulo titulado «Los sueños del inventor»: «Tenía
necesidad de estar solo, de olvidarse de las voces humanas y de sentirse tan desligado
de lo que lo rodeaba como un forastero en una ciudad en cuya estación perdió el
tren».
En ese estado de hipersensibilidad todo puede maravillar pero también
sobrecoger. Las revelaciones son inesperadas, insólitos los entusiasmos, imprevisibles
las reacciones. Naturalmente ese estado es el menos apto para la visión rasante u
objetiva. Todo se vuelve un poco monstruoso; se registra con lenguaje figurado y por
analogía. La imaginación permanece activa para transformar el significado literal de
las palabras en connotaciones referidas a un estado interior que debe volverse
comunicable al lector. Así, por ejemplo, la propia pena se convierte en «búhos
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saltando de una rama a otra de su desdicha». Y en ese constante ejercicio del doble
plano de lo mimético -lo mimético realista externo y lo mimético realista interno- los
paisajes y los seres por momentos se des-figuran ante nuestra vista, dinámicamente, a
la manera futurista, o yuxtapuestos en forma de planos geometrizados como el
cubismo. Asimismo proliferan las aleaciones humanas y metálicas. Y en ese
distanciamiento y en esa geometrización del paisaje aflora la mirada del forastero en
una ciudad en cuya estación perdió el tren. Y esa mirada se proyecta sobre el resto de
los practicantes de la ascesis de la abyección, de los místicos sin saberlo, y también
sobre si mismo y sus propias sensaciones.
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monstruoso estallará en mi y yo me convertiré en otro hombre».
La gran humillación de Erdosain-Arlt en definitiva es no tener capacidad de
convertirse en el gran ofensor de la sociedad y del padre eterno. Sentir que se está
enfermo de cobardía, y que ella es una enfermedad específicamente ciudadana.
Erróneamente había supuesto que por la ascesis de la abyección adquiriría esa
valentía feroz que añoraba para ser realmente a imagen y semejanza de Dios. Ese
Dios implacable que arroja su creación a la existencia, arropada sólo con el libre
albedrío para defenderse de la verticalidad de los humilladores y mandatarios del
máximo humillador: el Creador. De ahí en más cada personaje es una pequeña isla,
un punto luminoso fugaz y «luego todo es de noche otra vez». Sólo permanece el
orden inmutable de un cosmos indiferente. Los siete locos realizan ordalías fabulosas
en la esperanza de modificar su propia a alquimia interior, escapar a los
condicionamientos de las coordenadas que los abarcan. Por momentos tienen
extremada clarividencia sobre el modo en que los valores tradicionales han minado su
interioridad y hace imposible su «resurrección», pero en definitiva sólo alcanzan a ser
precursores de los verdaderos ascetas de la abyección que, Roberto Arlt y Remo
Erdosain, vislumbran en el futuro.
MIRTA ARLT
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CAPITULO PRIMERO
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LA SORPRESA
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Sin embargo, Erdosain no se movía de allí... Quería decirles algo, no sabía cómo,
pero algo que les diera a comprender a ellos toda la desdicha inmensa que pesaba
sobre su vida; y permanecía así, de pie, triste, con el cubo negro de la caja de hierro
ante los ojos, sintiendo que a medida que pasaban los minutos su espalda se arqueaba
más, mientras que nerviosamente retorcía el ala de su sombrero negro, y la mirada se
le hacía más huida y triste. Luego, bruscamente, preguntó.
—¿Entonces, puedo irme?
—Sí...
—No... Entréguele los recibos a Suárez y mañana a las tres esté aquí, sin falta,
con todo.
—Sí... todo... —y volviéndose, salió sin saludar.
Por la calle Chile bajó hasta Paseo Colón. Sentíase invisiblemente acorralado. El
sol descubría los asquerosos interiores de la calle en declive. Distintos pensamientos
bullían en él, tan desemejantes, que el trabajo de clasificarlos le hubiera ocupado
muchas horas.
Más tarde recordó que ni por un instante se le había ocurrido preguntarse quién
podría haberlo denunciado.
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ESTADOS DE CONCIENCIA
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era un inventor fracasado y un delincuente al margen de la cárcel— le dejaba en las
cavilaciones subsiguientes una rabiosa acidez y los dientes sensibles como después de
masticar limón.
En estas circunstancias compaginaba insensateces. Llegó a imaginarse que los
ricos, aburridos de escuchar las quejas de los miserables, construyeron jaulones
tremendos que arrastraban cuadrillas de caballos. Verdugos escogidos por su fortaleza
cazaban a los tristes con lazo de acogotar perros, llegándole a ser visible cierta
escena: una madre, alta y desmelenada, corría tras el jaulón de donde, entre los
barrotes, la llamaba su hijo tuerto, hasta que un «perrero», aburrido de oírla gritar, la
desmayó a fuerza de golpes en la cabeza, con el mango del lazo.
Desvanecida esta pesadilla, Erdosain se decía horrorizado de sí mismo:
—¿Pero qué alma, qué alma es la que tengo yo? —Y como su imaginación
conservaba el impulso motor que le había impreso la pesadilla, continuaba: —Yo
debo haber nacido para lacayo, uno de esos lacayos perfumados y viles con quienes
las prostitutas ricas se hacen prender los broches del pórtasenos, mientras el amante
fuma un cigarro recostado en el sofá.
Y nuevamente sus pensamientos caían de rebote en una cocina situada en los
sótanos de una lujosísima mansión. En torno de la mesa movíanse dos mucamas,
además del chofer y un árabe vendedor de ligas y perfumes. En dicha circunstancia él
gastaría un saco negro que no alcanzaba a cubrirle el trasero, y corbatita blanca.
Súbitamente lo llamaría «el señor», un hombre que era su doble físico, pero que no se
afeitaba los bigotes y usaba lentes. El no sabía qué es lo que deseaba de él su patrón,
mas nunca olvidaría la mirada singular que éste le dirigió al salir de la estancia. Y
volvía a la cocina para conversar de suciedades, con el chofer que, ante el regocijo de
las mucamas y el silencio del árabe pederasta, contaba como había pervertido a la hija
de una gran señora, cierta criatura de pocos años.
Y volvía a repetirse:
—Sí, yo soy un lacayo. Tengo el alma de un verdadero lacayo —y apretaba los
dientes de satisfacción al insultarse y rebajarse de ese modo ante sí mismo.
Otras veces se veía saliendo de la alcoba de una soltera vieja y devota, llevando
con unción un pesado orinal, mas en ese momento le encontraba un sacerdote asiduo
de la casa que sonriendo, sin inmutarse, le decía:
—¿Cómo vamos de deberes religiosos, Ernesto? —Y él, Ernesto, Ambrosio o
José, viviría torvamente una vida de criado obsceno e hipócrita.
Un temblor de locura le estremecía cuando pensaba en esto.
Sabía, ¡ah, qué bien lo sabía!, que estaba gratuitamente ofendiendo, ensuciando su
alma. Y el terror que experimenta el hombre que en una pesadilla cae al abismo en
que no morirá, padecíalo él mientras deliberadamente se iba enlodando.
Porque a instantes su afán era de humillación, como el de los santos que besaban
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las llagas de los inmundos; no por compasión, sino para ser más indignos de la piedad
de Dios, que se sentiría asqueado de verles buscar el cielo con pruebas tan
repugnantes.
Mas cuando desaparecían de él esas imágenes, y sólo quedaba en su conciencia el
«deseo de conocer el sentido de la vida», decíase:
—No, yo no soy un lacayo... de verdad que no lo soy... —y hubiera querido ir a
pedirle a su esposa que se compadeciera de él, que tuviera piedad de sus
pensamientos tan horribles y bajos. Mas el recuerdo de que por ella se había visto
obligado a sacrificarse tantas veces, le colmaba de un rencor sordo, y en esas
circunstancias hubiera querido matarla.
Y bien sabía que algún día ella se entregaría a otro y aquél era un sumado
elemento más a los otros factores que componían su angustia.
De allí que cuando defraudó los primeros veinte pesos, se asombró de la facilidad
con que se podía hacer «eso», quizá porque antes de robar creyó tener que vencer una
serie de escrúpulos que en sus actuales condiciones de vida no podía conocer.
Decíase luego:
—Es cuestión de tener voluntad y hacerlo, nada más.
Y «eso» aliviaba la vida, con «eso» tenía dinero que le causaba sensaciones
extrañas porque nada le costaba ganarlo. Y lo asombroso para Erdosain no consistía
en el robo, sino que no se revelara en su semblante que era un ladrón. Se vio obligado
a robar porque ganaba un mensual exiguo. Ochenta, cien, ciento veinte pesos, pues
este importe dependía de las cantidades cobradas, ya que su sueldo se componía de
una comisión por cada ciento cobrado.
Así, hubo días que llevó de cuatro a cinco mil pesos, mientras él, malamente
alimentado, tenía que soportar la hediondez de una cartera de cuero falso en cuyo
interior se amontonaba la felicidad bajo la forma de billetes, cheques, giros y órdenes
al portador.
Su esposa le recriminaba las privaciones que cotidianamente soportaba; él
escuchaba en silencio sus reproches y luego, a solas, se decía:
—¿Qué es lo que puedo hacer yo?
Cuando tuvo la idea, cuando una pequeñita idea lo cercioró de que podía
defraudar a sus patrones, experimentó la alegría de un inventor. ¿Robar? ¿Cómo no se
le había ocurrido antes?
Y Erdosain se asombró de su incapacidad llegando hasta reprocharse falta de
iniciativa, pues en esa época (tres meses antes de los sucesos narrados) sufría
necesidades de toda naturaleza, a pesar de que diariamente pasaban por sus manos
crecidas cantidades de dinero.
Y lo que facilitó sus maniobras fraudulentas fue la falta de administración que
había en la Compañía Azucarera.
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EL TERROR EN LA CALLE
Sin duda alguna su vida era extraña, porque a veces una esperanza apresurada lo
lanzaba a la calle.
Entonces tomaba un ómnibus y bajaba en Palermo o en Belgrano. Recorría
pensativamente las silenciosas avenidas, diciéndose:
—Me verá una doncella, una niña alta, pálida y concentrada, que por capricho
maneje su Rolls-Royce. Paseará tristemente. De pronto me mira y comprende que yo
seré el único amor de toda la vida, y esa mirada que era un ultraje para todos los
desdichados, se posará en mí, cubiertos los ojos de lágrimas.
El ensueño se desenroscaba sobre esta necedad, mientras lentamente se deslizaba
a la sombra de las altas fachadas y de los verdes plátanos, que en los blancos
mosaicos descomponían su sombra en triángulos.
—Será millonada, pero yo le diré: «Señorita, no puedo tocarla. Aunque usted
quisiera entregárseme, no la tomaría». Ella me mirará sorprendida; entonces yo le
diré: «Y todo es inútil, ¿sabe?, es inútil, porque estoy casado». Pero ella le ofrecerá
una fortuna a Elsa para que se divorcie de mí, y luego nos casaremos, y en su yate
nos iremos al Brasil.
Y la simplicidad de este sueno se enriquecía con el nombre de Brasil que, áspero
y caliente, proyectaba ante él una costa sonrosada y blanca, cortando con aristas y
perpendiculares al mar tiernamente azul. Ahora la doncella había perdido su empaque
trágico y era —bajo la seda blanca de su vestido sencillo como el de una colegiala—
una criatura sonriente, tímida y atrevida a la vez.
Y Erdosain pensaba:
—No tendremos nunca contacto sexual. Para hacer más duradero nuestro amor,
refrenaremos el deseo, y tampoco la besaré en la boca, sino en la mano.
Y se imaginaba la felicidad que purificaría su vida, si tal imposible aconteciera,
pero era más fácil detener la tierra en su marcha que realizar tal absurdo. Entonces
decíase entristecido de un coraje vago:
—Bueno, seré «cafisho». —Y de pronto un horror más terrible que los otros
horrores le destornillaba la conciencia. El tenía la sensación de que todas las muescas
de su alma sangraban como bajo la mecha de un torno, y paralizado el entendimiento,
embotado de angustia, iba a loca ventura en busca de lenocinios. Entonces supo el
terror del fraudulento, el terror luminoso que es como el estallido de un gran día de
sol en la convexidad de una salitrera.
Se dejó arrastrar por los impulsos que retuercen al hombre que se siente por
primera vez a las puertas de la cárcel, impulsos ciegos que conducen a un desdichado
a jugarse la vida en un naipe o en una mujer. Quizá buscando en el naipe y en la
hembra una consolación brutal y triste, quizá buscando en todo lo más vil y hundido
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cierta certidumbre de pureza que lo salvará definitivamente.
Y en las calurosas horas de la siesta, bajo el sol amarillo caminó por las aceras de
mosaicos calientes en busca de los prostíbulos más inmundos.
Escogía con preferencia aquellos en cuyos zaguanes veía cáscaras de naranja y
regueros de ceniza y los vidrios forrados de bayeta roja o verde, protegidos por
mallas de alambre.
Entraba con la muerte en el alma. En el patio, bajo el recuadrado cielo azul, había
generalmente un solo banco pintado de ocre, y sobre él se dejaba caer extenuado,
soportando la glacial mirada de la regenta, mientras esperaba la salida de la pupila,
una mujer horrorosa de flaca o de gorda.
Y la meretriz le gritaba desde la puerta entreabierta del dormitorio, en cuyo
interior se escuchaba el ruido de un hombre que se vestía:
—¿Vamos, querido? —y Erdosain entraba al otro dormitorio, zumbándole los
oídos y con una niebla girante en las pupilas.
Luego se recostaba en el lecho barnizado de color de hígado, encima de las
mantas sucias por los botines, que protegían la colcha.
Súbitamente sentía deseos de llorar, de preguntarle a esa horrible morcona qué
cosa era el amor, el angélico amor que los coros celestiales cantaban al pie del trono
de Dios vivo, pero la angustia le taponaba la laringe mientras que de repugnancia el
estómago se le cerraba como un puño.
Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas.
Erdosain se decía:
—¿Qué he hecho de mi vida?
Una rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la
meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya,
movía lentamente la mano mientras él entristecido se decía:
—¿Qué es lo que he hecho de mi vida?
Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que
por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces,
asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin
haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a
hundirse más en su locura que aullaba a todas horas.
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UN HOMBRE EXTRAÑO
A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y Avenida de Mayo. Sabía que su
problema no tenía otra solución que la cárcel, porque Barsut seguramente no le
facilitaría el dinero. De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos tocándose por los pulgares
sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión agria, abotargada, en su cara
amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz ganchuda, las mejillas flácidas y
el labio inferior casi colgante, le daban la apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje color de canela, y, a momentos,
inclinando el rostro apoyaba los dientes en el puño de marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su aburrimiento tenía el aspecto de un
tratante de blancas. Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de Erdosain que
iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó con una sonrisa pueril.
Aun sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain, que pensó:
—¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain fue:
—Y, ¿te casaste con Hipólita?..
—Sí, pero no te imaginas el bochinche que se armó en casa...
—¿Qué... supieron que era de «la vida»?
—No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabes que Hipólita antes de «hacer la calle»
trabajó de sirvienta?...
—¿Y?..
—Poco después que nos casamos fuimos mamá, yo, Hipólita y mi hermanita a lo
de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de esa gente? Después de diez años
reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y
ella nos vinimos por un camino y mamá y Juana por otro. Toda la historia que yo
inventé para justificar mi casamiento, se vino abajo.
—¿Y por qué confesó que fue prostituta?
—Un momento de rabia. ¿Pero no tenía razón? ¿No se había regenerado? ¿No me
aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a ellos?
—¿Y cómo te va?
—Muy bien... La farmacia da setenta pesos diarios. En Pico no hay otro que
conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una controversia y no quiso agarrar
viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su extraño amigo. Luego le
preguntó:
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—¿Jugás siempre?
—Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado el secreto de la ruleta.
—¿Qué es eso?
—Vos no sabes... el gran secreto... una ley de sincronismo estático... Ya fui dos
veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero esta noche salimos con Hipólita para
hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
—Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las tres primeras bolas, una a
cada docena. Si no salen tres docenas distintas se produce forzosamente el
desequilibrio. Marcas, entonces, con un punto la docena salida. Para las tres bolas que
siguen quedará igual la docena que marcaste. Claro está que el cero no se cuenta y
que jugás a las docenas en series de tres bolas. Aumentas entonces una unidad en la
docena que no tiene alguna cruz, disminuís en una, quiero decir, en dos unidades la
docena que tiene tres cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que
las mayores y se juega la diferencia a la docena o a las docenas que resulten.
Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de reír a medida que su
esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba loco. Por eso replicó:
—Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen el alma llena de santidad.
—Y también a los idiotas —arguyó Ergueta clavando en él una mirada burlona, a
medida que guiñaba el párpado izquierdo—. Desde que yo me ocupo de esas cosas
misteriosas, he hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa
atorranta...
—¿Y sos feliz con ella?
—...creer en la bondad de la gente, cuando todo el mundo lo que tira es a hundirlo
a uno y hacerle fama de loco...
Erdosain, impaciente, frunció el ceño, luego:
—¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste, según tus propias
palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casas con una prostituta porque
eso está escrito en la Biblia; hablas a la gente del cuarto sello y del caballo amarillo...
claro... la gente tiene que creer que estás loco porque esas cosas no las conoces ni por
las tapas. ¿A mí no me tienen también por loco porque he dicho que habría de instalar
una tintorería para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que
estés loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de
amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la ruleta me
parece medio absurdo...
—Cinco mil pesos gané en las dos veces...
—Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos no es el secreto de la ruleta,
sino el hecho de tener una hermosa alma. Sos capaz de hacer el bien, de emocionarte
ante un hombre que está a las puertas de la cárcel...
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—Eso sí que es verdad —interrumpió Ergueta—. Fíjate que hay otro
farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó cinco mil pesos... y
después vino a pedirme un consejo. ¿Sabes lo que le aconsejé yo? Que lo amenazara
al padre con hacerlo meter preso por vender cocaína si lo denunciaba.
—¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el alma del viejo haciéndole
cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se arrepentiría toda la vida. ¿No es
así?
—Sí, en la Biblia está escrito: «Y el padre se levantará contra el hijo contra el
padre»...
—¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás predestinado... El destino
de los hombres es siempre incierto. Pero creo que tenes por delante un camino
magnífico. ¿Sabes? Un camino raro...
—Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en todas las ruletas el dinero
que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y reedificaré el gran templo de Salomón...
—Y salvarás de la angustia a mucha gente buena. Cuántos hay que por necesidad
defraudaron a sus patrones, robaron dinero que les estaba confiado. ¿Sabes? La
angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que hace... Hoy roba un peso, mañana cinco,
pasado veinte, y cuando se acuerda debe cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es
poco... y de pronto se encuentra con que han desaparecido quinientos, no, seiscientos
pesos con siete centavos. ¿Te das cuenta? Esa es la gente que hay que salvar... a los
angustiados, a los fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión grave se disolvió en la
superficie de su semblante abotargado; luego, calmosamente, agregó:
—Tenes razón... el mundo está lleno de «turros», de infelices... pero ¿cómo
remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué forma presentarle nuevamente
las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?...
—Pero si la gente lo que necesita es plata... no sagradas verdades.
—No, es que eso pasa por el olvido de las Escrituras. Un hombre que lleva en sí
las sagradas verdades no lo roba a su patrón, no defrauda a la compañía en que
trabaja, no se coloca en situación de ir a la cárcel del hoy a la mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
—Además, ¿quién no te dice que eso sea para bien? ¿Quiénes van a hacer la
revolución social, sino los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos,
toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la
van a hacer los cagatintas y los tenderos?
—De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la revolución social, ¿qué hace
ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo de un brazo a Ergueta, exclamó:
—Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabes? He robado seiscientos pesos
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con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado izquierdo y luego dijo:
—No te aflijas. Los tiempos de tribulación de que hablan las Escrituras han
llegado. ¿No me he casado yo con la Coja, con la Ramera? ¿No se ha levantado el
hijo contra el padre y el padre contra el hijo? La revolución está más cerca de lo que
la desean los hombres. ¿No sos vos el fraudulento y el lobo que diezma el rebaño?...
—Pero, decíme, ¿vos no podes prestarme esos seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
—Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y haciendo chasquear la yema de los
dedos, exclamó ante el mozo del café que miraba asombrado la escena:
—Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la esquina volvió la cabeza, vio
que Ergueta movía los brazos hablando con el camarero.
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EL ODIO
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acosado por la envidia y ciertos sufrimientos atroces que no tenían motivo de ser.
Una noche dijo Gregorio, en presencia de la esposa de Erdosain, que raramente
asistía a esas conversaciones, pues se quedaba en otro cuarto cerrando la puerta para
no escuchar las voces:
—¡Qué notable sería que me volviera loco y los matara a ustedes a tiros,
suicidándome luego!
Sus ojos oblicuos estaban fijos en el rincón sudeste del cuarto, y sonreía
mostrando los dientes puntiagudos, como si las palabras que antes había dicho no
pasaran de una broma. Pero Elsa, mirándolo muy seria, le dijo:
—Que sea la última vez que hables de esta manera en mi casa. Si no, no volvés a
pisar aquí.
Gregorio trató de disculparse. Pero ella salió y en toda la noche no volvió a
dejarse ver.
Continuaron los dos hombres charlando, el otro más pálido, la frente estrecha
cargada de tumultuosas contracciones, pasándose a momentos la ancha mano por su
cepillo de cabello color de bronce.
Erdosain no se explicaba el odio que le había cobrado a Barsut. Le suponía
grosero, mas ello se contradecía con ciertos sueños de Gregorio, en los que aparecía
en descubierto una naturaleza vaga, extraña, delicada, movida por los más
inexplicables sentimientos.
Otras veces su grosería aparente o real, trocábase en repugnante, y frente a
Erdosain, que reprimía su indignación desdibujando en los labios un esquince pálido,
Barsut amontonaba obscenidades sin nombre, por el solo placer de ultrajar la
sensibilidad del otro.
Era un duelo invisible, odioso, sin un fin inmediato, tan irritante que Erdosain
después que Barsut salía, se juraba no recibirlo al otro día. Pocas horas antes de
anochecer ya Erdosain estaba pensando en él.
Muchas veces el otro llegaba, y antes de sentarse comenzaba a hablar.
—¿Sabes?... he tenido un sueño raro anoche.
Y clavados los ojos en el rincón sudeste del cuarto, sin sonreír, con una expresión
casi dolorosa en el semblante sucio, con barba de tres días, Barsut monologaba
lentamente, contaba sus terrores de hombre de veintisiete años, la preocupación que
le había dejado en el entendimiento el guiño de un pez tuerto, y relacionando el pez
tuerto con la mirada fisgona de una anciana alcahueta que quería que se casara con su
hija que se dedicaba al espiritismo, derivaba la conversación hacia cada absurdo que
de pronto, Erdosain, olvidándose de su rencor, se preguntaba si el otro no estaría loco.
Elsa, indiferente a todo, cosía en la habitación medianera, mientras un profundo
malestar inmovilizaba a Erdosain.
Percibía éste una vibración de impaciencia, entrechocando sus dedos por los
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nudillos, y el esfuerzo efectuado para ocultar este temblor, lo fatigaba. Si pronunciaba
alguna palabra lo hacía con extraordinaria dificultad, como si tuviera rígidos los
labios por un baño de cola.
Apoyando un codo en la mesa y corrigiendo la rodillera de su pantalón, Barsut se
quejaba a veces de que nadie le quería, mirando largamente a Erdosain al decir esto.
Otras veces se burlaba de sus presentimientos y de un fantasma que decía ver en un
rincón del excusado de la pensión donde vivía, fantasma que era una mujer
gigantesca con una escoba entre las manos y los brazos delgados y la mirada arpía.
En algunas oportunidades admitía que si no estaba enfermo terminaría por estarlo.
Erdosain, fingiéndose cuidadoso de su salud, le preguntaba por los síntomas,
aconsejándole reposo y cama, y como insistiera sobre esto. Barsut, malévolamente, le
replicó una vez:
—¿Te molesta tanto mi presencia?
Otras veces Barsut llegaba siniestramente alegre, con una jovialidad de ebrio
taciturno que le ha pegado fuego a un depósito de petróleo, y espatarrándose en el
comedor,
palmeteándolo a Erdosain en la espalda, con insistencia molesta, le preguntaba:
—¿Cómo te va? ¿Qué tal? ¿Cómo te va?
A Barsut le centelleaban los ojos, y Erdosain permanecía allí triste, encogido,
preguntándose qué era lo que lo apocaba en presencia de ese hombre, que siempre
permanecía sentado en la orilla de la silla y espiando obstinadamente el rincón del
comedor.
Y evitaban el mirarse a los ojos.
Había entre ellos una situación indefinida, oscura. Una de esas situaciones que
dos hombres que se desprecian toleran por razones independientes de sus voluntades.
Erdosain odiaba a Barsut, pero con un rencor gris, tramposo, compuesto de malos
ensueños y peores posibilidades. Y lo que hacía más intenso este odio era la falta de
motivos.
A veces dábase a trenzar las imágenes de alguna venganza atroz, y con el ceño
fruncido compaginaba desastres. Pero al otro día, al llamar Barsut a la puerta de calle.
Erdosain se estremecía como una adúltera a la llegada de su esposo, y hasta una vez
llegó a encolerizarse con Elsa, porque demoró en abrirle la puerta a Barsut,
agregando a modo de comentario destinado a ocultar su cobardía ante ella:
—Va a creer que no queremos recibirlo. Para eso es mejor decirle que no venga
más.
Faltaba el motivo concreto, y ese rencor subterráneo su extendía en él como un
cáncer. Erdosain encontraba en cada gesto de Barsut razones para encorajinarse y
desearle muertes atroces. Y Barsut, como si presintiera los sentimientos del otro,
parecía ejecutar ex profeso las groserías más repugnantes. Así, Erdosain no olvidó
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jamás este hecho:
Fue un anochecer en que habían ido a tomar un vermouth. Acompañando la
bebida, el mozo trajo un platito de papas en ensalada, con mostaza. Barsut clavó con
tal avidez el escarbadiente en un trozo de papa que volcó la ensalada sobre el mármol
ennegrecido por el roce de las manos y la ceniza de los cigarrillos. Erdosain lo
observó, irritado. Entonces, Barsut, burlándose, recogió pedazo por pedazo y al llegar
al último restregó con éste la mostaza derramada en el mármol, llevándoselo después
a la boca con una sonrisa irónica.
—Podrías lamer el mármol —observó Erdosain asqueado.
Barsut le dirigió una mirada extraña, casi provocativa. Luego inclinó la cabeza y
su lengua enjugó el mármol.
—¿Estás contento?
Erdosain palideció.
—¿ Te has vuelto loco?
—¿Qué? ¿Te vas a hacer mala sangre?
Y de pronto Barsut, riéndose, amable, disuelta esa especie de frenesí que lo había
enfoscado toda la tarde, se levantó diciendo futilezas.
De ese hecho no se olvidó ya más Erdosain: la cabeza rapada, color de bronce,
inclinada sobre el mármol y una lengua adherida a la viscosidad de la piedra amarilla.
Y muchas veces imaginaba que Barsut lo recordaba a través de los días con el
odio que se le toma a las personas a quienes se han hecho demasiadas confidencias.
Pero no se podía dominar, porque apenas llegaba a la casa de Erdosain, volcaba en las
orejas de éste cubos de desdichas, aunque sabía que Erdosain se regocijaba con ellas.
Y es que Remo provocaba sus confidencias, y las provocaba con una transitoria
pero espontánea compasión, de manera que Barsut sentía desvanecerse su rencor
hacia el otro, cuando éste le aconsejaba seriamente. Mas su odio se desenroscaba
furiosamente, cuando una rápida y furtiva mirada de Erdosain le revelaba que en éste
se desvanecía la piedad y aparecía un maligno goce ante el espectáculo de su vida en
parte deshecha, pues aun cuando tenía dinero para vivir mediocremente de renta,
sufría el terror de volverse loco como había acontecido con su padre y sus hermanos.
De pronto Erdosain levantó la cabeza. El negro de cuello palomita había
terminado de empulgarse y ahora los tres «macrós» se repartían fajos de dinero bajo
la ávida mirada de los choferes que, desde la otra mesa, soslayaban con el vértice del
ojo. El negro parecía que, bajo la influencia del dinero, iba a estornudar, tan
lamentablemente miraba a los rufianes.
Erdosain se puso de pie y pagó. Luego salió diciéndose: —Si Gregorio me falla le
pediré al Astrólogo.
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LOS SUEÑOS DEL INVENTOR
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país de la alegría, olvidado de la Limited Azucarer Company.
¿Qué había hecho de su vida? ¿Era ésa o no hora de preguntárselo? ¿Y cómo
podía caminar si su cuerpo pesaba setenta kilos? ¿O era un fantasma, un fantasma que
recordaba sucesos de la tierra?
¡Cuántas cosas se movían en su corazón! ¿Y el otro que se había casado con una
prostituta? ¿Y Barsut con su preocupación del pez tuerto y la primogénita de la
espiritista? ¿Y Elsa que no entregándosele lo arrojaba a la calle? ¿Estaba loco o no?
Hacíase esta pregunta porque por momentos le extrañaba una esperanza que había
surgido en él.
Se imaginaba que desde la mirilla de la persiana de algunos de esos palacios lo
estaba examinando con gemelos de teatro cierto millonario «melancólico y
taciturno». (Uso estrictamente los términos de Erdosain.)
Y lo curioso es que cuando él pensaba que el «millonario melancólico y
taciturno» podía observarlo, componía un semblante compungido y meditativo, y no
le miraba el trasero a las criadas que pasaban, fingiendo estar inmovilizado por la
atención que prestaba a un gran trabajo interior. Porque se decía que si el «millonario
melancólico y taciturno» veía que él le miraba el trasero a las criadas, deduciría de
ello que no estaba tan preocupado como para merecer su compasión.
Tan es así, que Erdosain esperaba que el «millonario melancólico y taciturno» lo
mandara llamar de un momento a otro al observar su semblante de músculos
endurecidos por el sufrimiento de tantos años.
Tanto creció esta obsesión aquella tarde, que de pronto creyó que un granuja de
chaleco y rayas rojas y amarillas que estaba en la puerta del hotel examinándole
descaradamente, era el espía del «millonario melancólico y taciturno».
Y el criado lo llamaba. El lo seguía. Cruzaban un jardín erizado de cactus,
entraban a un salón y permanecía solo durante unos minutos. Todo el edificio estaba a
oscuras. Una lámpara brillaba en un rincón del salón. Sobre la ménsula del piano,
piezas de música esparcían la fragancia de los papeles tocados siempre por manos
femeninas. En el alféizar de una ventana cubierta de linones violetas estaba
abandonada la cabeza de mármol de una mujer. Veíanse forrados los almohadones de
las fraileras de géneros que parecían pinturas cubistas, y sobre el escritorio había
ceniceros de bronce negro y polichinelas de mil colores.
¿En qué circunstancia de su vida había estado en el interior de esa sala que ahora
se presentaba a su imaginación? No podía recordarlo. Pero veía un gran marco de
ébano cuyos biseles paralelos retrepaban hacia un cielo raso blanquísimo, que
volcaba su luz de yeso sobre una marina: cierto siniestro puente de madera, bajo
cuyos contrafuertes ciclópeos hervía una multitud de hombres borrosos, manchados
por sombras rojizas, y que acarreaban grandes bultos frente a un proceloso mar de
hierro colado, sanguinolento, del que se levantaba en ángulo recto un muelle de
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piedra obstaculizado de fraguas, rieles y guinches.
En aquella sala se movía Elsa cuando aun era su novia. Sí quizás, pero, ¿para qué
recordarlo? El era el fraudulento, el hombre de los botines rotos, de la corbata
deshilachada, del traje lleno de manchas, que se gana la vida en la calle mientras la
mujer enferma lava ropas en la casa. El era todo eso y nada más. Por eso lo había
mandado llamar el «millonario melancólico y taciturno».
Erdosain, gozoso en el ensueño, en parte hecho plástico, por los espacios de
tiempo e imágenes reconstruidas a expensas del gran señor invisible, no quería
detenerse ya en su entrevista con el «millonario melancólico y taciturno» que le
ofrecía dinero para hacer prácticos sus inventos, sino que semejante a esos lectores de
folletines policiales que apresurados para llegar al desenlace de la intriga saltean los
«puntos muertos» de la novela, Erdosain soslayaba determinadas construcciones
interesantes de su imaginación, y se restituía a la calle, aunque en la calle se
encontraba.
Entonces, abandonando la esquina de Charcas y Talcahuano, o de Arenales y
Rodríguez Peña, echaba a caminar apresurado.
Y los excesos eran desplazados por desmedimientos de esperanza.
Triunfaría, ¡sí!, triunfaría. Con el dinero del «millonario melancólico y taciturno»
instalaría un laboratorio de electrotécnica, se dedicaría con especialidad al estudio de
los rayos Beta, al transporte inalámbrico de la energía, y al de las ondas
electromagnéticas, y sin perder su juventud, como el absurdo personaje de una novela
inglesa, envejecería; tan sólo su rostro empalidecería hasta adquirir la blancura del
mármol, y sus pupilas chispeantes como las de un mago seducirían a todas las
doncellas de la tierra.
Caía la tarde y de pronto recordó que el único que podía salvarle de su horrible
situación era el Astrólogo. Esta ocurrencia removió todos sus pensamientos. Quizás
el otro tenía dinero. Hasta sospechaba que pudiera ser un delegado bolchevique para
hacer propaganda comunista en el país, ya que aquél tenía un proyecto de sociedad
revolucionaria singularísimo. Sin vacilar, llamó un automóvil y le indicó al chofer
que le llevara hasta la estación Constitución. Allí sacó boleto para Témperley.
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EL ASTRÓLOGO
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¡Ah! ¿Es usted?... Pase. Le voy a presentar al Rufián Melancólico.
Atravesando el vestíbulo oscuro y hediondo a humedad, entraron a un escritorio
de muros rameados por un descolorido papel verdoso.
La habitación era francamente siniestra, con su altísimo cielorraso surcado de
telarañas y la estrecha ventana protegida por el nudoso enrejado. En el enchapado de
un armario antiguo, arrinconado, la claridad azulada se rompía en lívidas penumbras.
Sentado en un sillón forrado de raído terciopelo verde estaba un hombre vestido de
gris, renegrida onda de cabellos le soslayaba la frente, y calzaba botines de cana
clara. Onduló el amarillo guardapolvo del Astrólogo al acercarse al desconocido.
—Erdosain, le voy a presentar a Arturo Haffner.
En otra oportunidad, el fraudulento hubiérale dicho algo al hombre que el
Astrólogo llamaba en su intimidad el Rufián Melancólico, quien, después de
estrechar la mano de Erdosain, se cruzó de piernas en el sillón, apoyando la azulada
mejilla en tres dedos de uñas centellantes. Y Erdosain remiró aquel rostro casi
redondo, con laxitud de paz, y en la que sólo denunciaba al hombre de acción de
chispa burlona, movediza, en el fondo de los ojos, y ese movimiento de levantar una
ceja más que otra al escuchar al que hablaba. Erdosain distinguió a un costado, entre
el saco y la camisa de seda que usaba el Rufián, el cabo negro de un revólver.
Indudablemente, en la vida, los rostros significan poca cosa.
Luego el Rufián volvió nuevamente la cabeza hacia un mapa de los Estados
Unidos de la América del Norte, al cual se dirigió al Astrólogo recogiendo un
puntero. Y ya detenido, con el brazo amarillo cortando el azul mar del Caribe,
exclamó:
—El Ku-Klux-Klan tenía sólo en Chicago 150 mil adherentes... En Missouri,
100.000 adherentes. Se dice que en Arkansas hay más de 200 «cavernas». En Little
Rock, el Imperio Invisible afirma que todos los pastores protestantes están adheridos
a la hermandad. En Texas domina absolutamente en las ciudades de Dallas, Fort,
Houston, Beaumont. En Binghamtom, residencia de Smith, que era Gran Dragón de
la Orden, se contaban 75.000 adeptos, y en Oklahoma éstos hicieron decretar por las
Cámaras un «bill» suspendiéndolo a Walton, el gobernador, por perseguirlos, de tal
modo que prácticamente el estado se encontraba hasta hace poco tiempo bajo el
control del Klan.
El guardapolvo amarillo del Astrólogo parecía la vestimenta de un sacerdote de
Buda.
Continuó el Astrólogo:
—¿Sabe usted que quemaron vivos a muchos hombres?...
—Sí —asintió el Rufián—; leí los telegramas.
Erdosain examinaba ahora al Rufián Melancólico. Así lo llamaba el Astrólogo,
porque el macró hacía muchos años había querido suicidarse. Fue aquél un asunto
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oscuro. Del día a la noche, Haffner, que hacía tiempo explotaba a prostitutas, se
descerrajó un tiro en el pecho, junto al corazón. La contracción del órgano en el
preciso instante de pasar el proyectil lo salvó de la muerte. Luego, como es natural,
continuó haciendo su vida, quizá con un poco de más prestigio por ese gesto que
ninguno de sus camaradas de rapiña se explicaba. Continuó el Astrólogo:
—El Ku-Klux-Klan reunió millones...
Se desperezó el Rufián y contestó:
—Sí, y al Dragón... ¡ese sí que es un Dragón!, se le procesa por estafador...
El Astrólogo se desentendió de la réplica:
—¿Qué es lo que se opone aquí en la Argentina para que exista también una
sociedad secreta que alcance tanto poderío como aquélla allá? Y le hablo a usted con
franqueza. No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a
creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la
entienda. Creo que no se me puede pedir más sinceridad en este momento. Vea que
por ahora lo que yo pretendo hacer es un bloque donde se consoliden todas las
posibles esperanzas humanas. Mi plan es dirigirnos con preferencia a los jóvenes
bolcheviques, estudiantes y proletarios inteligentes. Además, acogeremos a los que
tienen un plan para reformar el universo, a los empleados que aspiran a ser
millonarios, a los inventores fallados —no se dé por aludido, Erdosain—, a los
cesantes de cualquier cosa, a los que acaban de sufrir un proceso y quedan en la calle
sin saber para qué lado mirar...
Erdosain recordó la misión que lo llevó a la casa del Astrólogo, y dijo:
—Tendría que hablar con usted...
—Un momentito... estoy en seguida con usted —y siguió—: El poder de esta
sociedad no derivará de lo que los socios quieran dar, sino de lo que producirán los
prostíbulos anexos a cada célula. Cuando yo hablo de una sociedad secreta, no me
refiero al tipo clásico de sociedad, sino a una supermoderna, donde cada miembro y
adepto tenga intereses, y recoja ganancias, porque sólo así es posible vincularlos más
y más a los fines que sólo conocerán unos pocos. Este es el aspecto comercial. Los
prostíbulos producirán ingresos como para mantener las crecientes ramificaciones de
la sociedad. En la cordillera estableceremos una colonia revolucionaria. Allí, los
novicios seguirán cursos de táctica ácrata, propaganda revolucionaria, ingeniería
militar, instalaciones industriales, de manera que estos asociados el día que salgan de
la colonia puedan establecer en cualquier parte una rama de la sociedad... ¿Me
entiende? La sociedad secreta tendrá su academia, la Academia para Revolucionarios.
El reloj suspendido del muro dio cinco campanadas. Erdosain comprendió que no
podía perder más tiempo, y exclamó:
—Perdone que lo interrumpa. He venido para un asunto grave. ¿Tiene usted
seiscientos pesos?
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—El Astrólogo dejó su puntero y se cruzó de brazos:
—¿Qué es lo que le pasa a usted?
—Si mañana no repongo seiscientos pesos en la Azucarera, me pondrán preso.
Los dos hombres miraron curiosamente a Erdosain. Debía sufrir mucho para
haber lanzado así sus pedido. Erdosain continuó:
—Es preciso que usted me ayude. He defraudado en unos cuantos meses
seiscientos pesos. Me denunciaron en un anónimo. Si no repongo el dinero mañana,
me pondrán preso.
—¿Y cómo es que usted robo ese dinero?...
—Así, despacio...
El Astrólogo se acariciaba la barba preocupado.
—¿Cómo ha ocurrido eso?
Erdosain tuvo que explicarse nuevamente. Los comerciantes, al recibir la
mercadería, firmaban un vale en el que reconocían deber el importe de lo adquirido.
Erdosain, en compañía de otros dos cobradores, recibía cada fin de mes los vales que
tenía que hacer efectivos durante los treinta días restantes.
Los recibos que éstos decían no haber cobrado quedaban en su poder hasta que
los comerciantes se resolvían a cancelar la deuda. Y Erdosain continuó:
—Fíjense que la negligencia del cajero era tal, que nunca controló los vales que
nosotros decíamos no haber cobrado, de manera que a una cuenta hecha efectiva y
malversada le dábamos entrada en la plantilla de cobranza con el dinero que provenía
de una cuenta que cobrábamos después. ¿Se dan cuenta?
Erdosain era el vértice de aquel triángulo que formaban los tres hombres
sentados. El Rufián Melancólico y el Astrólogo se miraban de vez en cuando. Haffner
sacudía la ceniza de su cigarrillo, y luego, con una ceja más levantada que la otra,
continuaba examinando de pies a cabeza a Erdosain. Al fin terminó por hacerle esta
extraña pregunta:
—¿Y encontraba alguna satisfacción en robar?...
—No, ninguna...
—Y entonces, ¿cómo anda con los botines rotos?...
—Es que ganaba muy poco.
—Pero ¿y lo que robaba?
—Nunca se me ocurrió comprarme botines con esa plata.
Y era cierto. El placer que experimentó en un principio de disponer impunemente
de lo que no le pertenecía se evaporó pronto. Erdosain descubrió un día en él la
inquietud que hace ver los cielos soleados como ennegrecidos de un hollín que sólo
es visible para el alma que está triste.
Cuando comprobó que debía cuatrocientos pesos, el sobresalto lo volcó hacia la
locura. Entonces gastó el dinero en una forma estúpida, frenética. Compró golosinas,
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que nunca le apetecieron, almorzó cangrejos, sopas de tortuga y fritadas de ranas, en
restaurantes donde el derecho de sentarse junto a personas bien vestidas es
costosísimo, bebió licores caros y vinos insulsos para su paladar sin sensibilidad, y
sin embargo carecía de las cosas más necesarias para el mediocre vivir, como ropa
interior, zapatos, corbatas...
Daba abundantes limosnas y solía dejar a los mozos que le servían cuantiosas
propinas, todo ello para acabar con los rastros de ese dinero robado que llevaba en su
bolsillo y que al otro día podía sustraer impunemente.
—¿De modo que no se le ocurrió comprar botines? —insistió Haffner.
—Realmente, ahora que usted me lo hace observar, me parece curioso a mí
también, pero la verdad es que nunca pensé que con plata robada se pudieran comprar
esas cosas.
—Y entonces, ¿en qué gastaba el dinero?
—Doscientos pesos le di a una familia amiga, los Espila, para comprar un
acumulador e instalar un pequeño laboratorio de galvanoplastia, para fabricar la rosa
de cobre, que es...
—La conozco ya...
—Sí, ya le hablé de eso —repuso el Astrólogo.
—¿Y los otros cuatrocientos?
—No sé... Los he gastado de una manera absurda...
—Y ahora, ¿qué piensa hacer?...
—No sé.
—¿No conoce a nadie que le pueda facilitar?...
—No, nadie. Le pedí a un pariente de mi mujer, Barsut, hace diez días. Me dijo
que no podía...
—¿Lo meterán preso, entonces?
—Es claro...
El Astrólogo se volvió al macró y dijo:
—Usted ya sabe que cuento con mil pesos. Esa es la base de todos mis proyectos.
Yo a usted, Erdosain, lo único que puedo darle son trescientos pesos. También, mi
amigo, ¡qué cosas hace!...
De pronto Erdosain se olvidó de Haffner y exclamó:
—Es que es la angustia, ¿sabe?... Esa «jodida» angustia la que lo arrastra...
—¿Cómo es eso? —interrumpió el Rufián.
—Dije que es la angustia. Uno roba, hace macanas porque está angustiado. Usted
camina por las calles con el sol amarillo, que parece un sol de peste... Claro. Usted
tiene que haber pasado por esas situaciones. Llevar cinco mil pesos en la cartera y
estar triste. Y de pronto una idea chiquita le sugiere el robo. Esa noche no puede
dormir de alegría. Al otro día hace temblando la prueba y sale tan bien que no queda
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otro remedio que seguir... lo mismo que cuando usted se intentó matar.
Al pronunciar estas palabras, Haffner se incorporó sobre el sillón y se tomó con
las manos las rodillas. El Astrólogo hubiera querido imponer silencio a Erdosain. Era
imposible, y éste continuó:
—Sí, como cuando usted se intentó matar. Yo me lo he imaginado muchas veces.
Se había aburrido de ser cafishio. ¡ Ah, si supiera el interés que tenía en conocerlo!
Me decía: Este debe ser un macró extraño. Claro está que de cien mil individuos que
como usted viven de las mujeres se encuentra uno de su forma de ser. Usted me
preguntó si yo sentía placer en robar. Y usted, ¿siente placer en ser cafishio? Dígame:
¿siente placer?... Pero, ¡qué diablo!, yo no he venido aquí para dar explicaciones,
¿saben? Lo que necesito es plata, no palabras.
Erdosain se había levantado, y ahora apretaba, temblando, entre sus dedos, el ala
del sombrero. Miraba indignado al Astrólogo, cuya galera cubría el estado de Kansas
en el mapa, y al Rufián, que se introdujo las manos entre el cinto y el pantalón. Este
volvió a acomodarse en su sillón forrado de terciopelo verde, apoyó la mejilla en su
mano regordeta, y sonriendo burlón, dijo calmosamente:
—Siéntese, amigo, yo le voy a dar los seiscientos pesos. Los brazos de Erdosain
se encogieron. Luego, sin moverse, lo miró largamente al Rufián. Este, insistió,
recalcando las palabras.
—Siéntese con confianza, amigo. Yo le voy a dar los seiscientos pesos. Para eso
estamos los hombres.
Erdosain no supo qué decir. La misma tristeza que estalló en él cuando el hombre
de la cabeza de jabalí le dijo en el escritorio que podía irse, la misma tristeza le
enervaba ahora. ¡Entonces, la vida no era tan mala!
—Hagamos esto —dijo el Astrólogo—. Yo le doy los trescientos pesos y usted
otros trescientos.
—No —dijo Haffner—. Usted necesita esa plata. Yo, no. Para eso tengo tres
mujeres.— Y dirigiéndose a Erdosain, continuó—: ¿Ha visto, amigo, cómo se
arreglan las cosas? ¿Está satisfecho?
Hablaba con socarrona calmosidad, con cierta cachaza de hombre de campo que
siempre sabe que la experiencia que tiene de la naturaleza le permitirá encontrar una
salida en la situación más complicada. Y Erdosain recién ahora percibió el candente
perfume de las rosas y el gotear de la canilla en el barril que por la ventana
entreabierta se escuchaba. Afuera ondulaban los caminos, iluminados por el sol, y el
peso de los pájaros doblaban las ramas de los granados, consteladas de asteriscos
escarlatas.
Nuevamente en los ojos del Rufián brilló la chispa de luz maliciosa. Con una jeta
más levantada que la otra aguardaba la explosión de júbilo de Erdosain, mas como
ésta no llegó, dijo:
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—¿Hace mucho que usted vive de esa manera?...
—Sí, mucho.
—¿Se acuerda usted que yo le dije una vez que de esa forma, aunque usted no me
confiaba nada, no se puede vivir? —objetó el Astrólogo.
—Sí, pero no quería hablar del asunto. No sé... esas cosas que uno no puede
explicarse por qué las calla a las personas con quienes más confianza tiene.
—¿Cuándo va usted a reponer ese dinero?
—Mañana.
—Bueno, entonces le voy a hacer un cheque ahora. Lo tendrá que cobrar mañana.
Haffner se dirigió al escritorio. Sacó del bolsillo la libreta de cheques y escribió
firmemente la suma, firmando después.
Erdosain pasó por ese viaje sin movimiento de un minuto con la inconsciencia del
que se encuentra frente a la perspectiva de un sueño, y que luego más tarde se
recuerda, para afirmar que en determinadas circunstancias la vida está empapada de
un fatalismo inteligente.
—Sírvase, amigo.
Erdosain recogió el cheque, y sin leerlo lo dobló en cuatro pliegos, guardándolo
en su bolsillo. Todo había ocurrido en un minuto. El suceso era más absurdo que una
novela, a pesar de ser él un hombre de carne y hueso. Y no sabía qué decir. Ya no los
debía, y el prodigio lo había obrado un solo gesto del Rufián. Este acontecimiento era
un imposible de acuerdo con la lógica que rige los procedimientos corrientes, y sin
embargo nada había ocurrido. Quería decir algo. Nuevamente examinó la catadura
del hombre apoltronado en el sillón de terciopelo raído. Ahora el revólver estaba de
relieve bajo la tela gris del saco, y Haffner, displicente, apoyaba la azulada mejilla en
sus tres dedos de uñas centelleantes. Deseaba darle las gracias al Rufián, pero no
sabía con qué palabras hacerlo. Este comprendió, y, dirigiéndose al Astrólogo, que se
había sentado en un taburete junto al escritorio, dijo:
—¿De manera que una de las bases de su sociedad será la obediencia?...
—Y el industrialismo. Hace falta oro para atrapar la conciencia de los hombres.
Así como hubo el misticismo religioso y el caballeresco, hay que crear misticismo
industrial. Hacerle ver a un hombre que es tan bello ser jefe de un alto horno como
hermoso antes descubrir un continente. Mi político, mi alumno político en la sociedad
será un hombre que pretenderá conquistar la felicidad mediante la industria. Este
revolucionario sabrá hablar tan bien de un sistema de estampado de tejidos como de
la desmagnetización de un acero. Por eso lo estimé a Erdosain en cuanto lo conocí.
Tenía mi misma preocupación. Usted recuerda cuántas veces hablamos de la
coincidencia de nuestras miras. Crear un hombre soberbio, hermoso, inexorable, que
domina las multitudes y les muestra un porvenir basado en la ciencia. ¿Cómo es
posible de otro modo una revolución social? El jefe de hoy ha de ser un hombre que
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lo sepa todo. Nosotros crearemos ese príncipe de sapiencia. La sociedad se encargará
de confeccionar su leyenda y extenderla. Un Ford o un Edison tienen mil
probabilidades más de provocar una revolución que un político. ¿Usted cree que las
futuras dictaduras serán militares? No, señor. El militar no vale nada junto al
industrial. Puede ser instrumento de él, nada más. Eso es todo. Los futuros dictadores
serán reyes del petróleo, del acero, del trigo. Nosotros, con nuestra sociedad,
prepararemos ese ambiente. Familiarizaremos a la gente con nuestras teorías. Por eso
hace falta un estudio detenido de propaganda. Aprovechar los estudiantes y las
estudiantas. Embellecer la ciencia, acercarla de tal modo a los hombres que de
pronto...
—Yo me voy dijo Erdosain.
Se iba a despedir de Haffner, cuando éste dijo:
—Entonces, un momento, oiga.
Salieron el Astrólogo y el macró un instante, luego regresaron, y al despedirse en
la puerta de la quinta Erdosain volvió la cabeza para mirar al hombre gigantesco, que
con el brazo encogido les hacía los gestos de un saludo.
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LAS OPINIONES DEL RUFIÁN MELANCÓLICO
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prestarme cien pesos? Entonces esa mujer se desata, está contenta. Al fin la sucia
plata que gana le sirve para algo, para hacer feliz a su hombre. Claro, los novelistas
no han escrito esto. Y la gente nos cree unos monstruos, o unos animales exóticos,
como nos han pintado los saineteros. Pero venga a vivir a nuestro ambiente,
conózcalo, y se va a dar cuenta de que es igual al de la burguesía y al de nuestra
aristocracia. La mantenida desprecia a la mujer de cabaret, la mujer de cabaret
desprecia a la yiranta, la yiranta desprecia a la mujer de prostíbulo, y, cosa curiosa,
así como la mujer que está en un prostíbulo elige casi siempre como hombre a un
sujeto de avería, la de cabaret carga con un niño bien o un doctor atorrante para que
la explote. ¿La psicología de la mujer de la vida? Está encerrada en estas palabras,
que me decía llorando una mujercita a quien largó un amigo mío: «Encoré avec mon
cul je peu soutenir un homme». Eso no lo sabe la gente ni los novelistas. Un
proverbio francés ya lo dice: «Gueuse seule ne peut pas mener son cul».
Erdosain lo contemplaba estupefacto. Haffner continuó:
—¿Quién la cuida como el cafishio? ¿Quién la cuida cuando está enferma,
cuando cae presa? ¿Qué sabe la gente? Si un sábado a la mañana la oyera usted a una
mujer decirle a su «marlu»: «Mon chérí, hice cincuenta latas más que la semana
pasada», usted se haría cafishio, ¿sabe? Porque esa mujer le dice «hice cincuenta
latas» con el mismo tono que una mujer honrada le diría a su marido: «Querido, este
mes, por no comprarme un traje y lavarme la ropa, he economizado treinta pesos».
Créame, amigo, la mujer, sea o no honrada, es un animal que tiende al sacrificio. Ha
sido construida así. ¿Por qué cree usted que los padres de la Iglesia despreciaban
tanto a la mujer? La mayoría de ellos habían vivido como grandes bacanes y sabían
qué animalita es. Y la de la vida es peor aún. Es como una criatura: hay que enseñarle
de todo. «Por aquí caminarás, frente a esta esquina no debes pasar, a tal 'fioca' no hay
que saludarlo. No armes bronca con esa mujer». Todo hay que enseñárselo.
Caminaban junto a los bardales, y en el dulce atardecer las palabras del macró
abrían un paréntesis de estrañeza en Erdosain. Comprendía que se encontraba junto a
una vida substancialmente distinta a la suya. Entonces, le preguntó:
—¿Y cómo se inició usted en la «vida»?
—En ese tiempo era joven. Tenía veintitrés años y una cátedra de matemáticas.
Porque yo soy profesor —añadió orgullosamente Haffner—, profesor de
matemáticas. Con mi cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de la calle Rincón
encontré una noche a una francesita que me gustó. Hace de esto diez años.
Precisamente en esos días había recibido una herencia de cinco mil pesos de un
pariente. Lucienne me agradó, y le ofrecí que viniera a vivir conmigo. Tenía un
cafishio, el Marsellés, un gigante brutal, a quien veía de vez en cuando... No sé si por
la labia, o porque era lindo, el caso es que la mujer se enamoró, y una noche de
tormenta la saqué de la casa. Fue eso una novela. Nos fuimos a las sierras de
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Córdoba, después a Mar del Plata, y cuando los cinco mil pesos se terminaron, le
dije: «Bueno, adiós idilio. Se terminó». Entonces ella me dijo: «No, mi querido,
nosotros no nos separaremos más».
Ahora iban bajo las bóvedas de verdura, ramas entrelazadas y ábsides de tallos.
—Yo estaba celoso. ¿Sabe usted lo que es estar celoso de una mujer que se
acuesta con todos? ¿Y sabe usted la emoción del primer almuerzo que paga ella con
plata del «mishé»? ¿Se imagina la felicidad de comer con los tenedores cruzados,
mientras el mozo los mira a usted y a ella sabiendo quienes son? ¿Y el placer de salir
a la calle con ella prendida de un brazo mientras los «tiras» lo relojean? ¿Y ver que
ella, que se acuesta con tantos hombres, lo prefiere a usted, únicamente a usted? Eso
es muy lindo, amigo, cuando se hace la carrera. Y ella es la que se preocupa de que
usted se consiga otra mujer para que la explote, ella es la que la trae a su casa
diciendo: «vamos a ser cuñadas», ella es la que la varea a la primeriza para que
levante únicamente «viajes» para usted, y cuanto más tímido y vergonzoso es usted,
más goza ella en destruir sus escrúpulos, en hundirlo en su basura, y de pronto...
cuando menos se acuerda se encuentra enterrado hasta los pelos en el barro... y
entonces hay que bailar. Y mientras la mujer está metida hay que aprovechar, porque
un día le da una viaraza, enloquece por otro, y con la misma inconsciencia con que lo
siguió a usted se sacrifica de nuevo. Me dirá usted: ¿para qué necesita una mujer un
hombre? Mas, desde ya, le diré: Ningún dueño de prostíbulo va a tratar con una
mujer. Con quien trata es con su «marlu». El cafishio le da a Una mujer tranquilidad
para ejercer su vida. Los «tiras» no la molestan. Si que presa, él la saca; si está
enferma, él la lleva a un sanatorio y la hace cuidar, y le evita líos y mil cosas
fantásticas. Vea, mujer que en el ambiente trabaja por su cuenta termina siendo
siempre víctima de un asalto, una estafa o un atropello bárbaro. En cambio, mujer que
tiene un hombre trabaja tranquila, sosegada, nadie se mete con ella y todos la
respetan. Y ya que ella, por un motivo o por otro, eligió su vida, es lógico que por su
dinero pueda darse la felicidad que necesita.
«Claro, para usted todo esto es nuevo, pero ya se va ir haciendo. Y si no, dígame:
¿cómo se explica que haya 'fioca' que tenga hasta siete mujeres? El taño Repollo
llegó en sus buenos tiempos a tener once mujeres. El gallego Julio, ocho. No hay
francés casi que no tenga tres mujeres. Y ellas se conocen, y no sólo se conocen, sino
que saben vivir juntas y rivalizan en quien le da más, porque es un orgullo ser la
preferida de un hombre que los sosiega a los pesquisas más prepotentes de una sola
mirada. Y pobrecitas, son tan locas, que uno no sabe si compadecerlas o romperles la
cabeza de un palo».
Erdosain se sentía anonadado por el desprecio formidable que ese hombre
revelaba hacia las mujeres. Y recordaba que en otra oportunidad el Astrólogo le había
dicho: «El Rufián Melancólico es un tipo que al ver una mujer lo primero que piensa
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es esto: Esta en la calle rendiría cinco, diez o veinte pesos. Nada más».
Y ahora sintió Erdosain que el hombre le repugnaba. Para cambiar de
conversación, dijo:
—Dígame... ¿Usted cree en el éxito de la empresa del Astrólogo?
—No.
—¿Y él sabe que usted no cree?
—Sí.
—¿Y por qué usted lo acompaña?
—Yo lo acompaño relativamente, y de aburrido que estoy. Ya que la vida no tiene
ningún sentido, es igual seguir cualquier corriente.
—¿Para usted la vida no tiene sentido?
—Absolutamente ninguno. Nacemos, vivimos, morimos, sin que por eso dejen las
estrellas de moverse y las hormigas de trabajar.
—¿Y se aburre mucho usted?
—Regular. He organizado mi vida como la de un industrial. Todos los días me
acuesto a las doce y me levanto a las nueve de la mañana. Hago una hora de ejercicio,
me baño, leo los diarios, almuerzo, duermo una siesta, a las seis tomo el vermouth y
voy a lo del peluquero, a las ocho ceno, después salgo al café, y dentro de dos años,
cuando tenga doscientos mil pesos, me retiraré del oficio para vivir definitivamente
de mis rentas.
Y en realidad, ¿cuál va a ser su intervención en la sociedad del Astrólogo? Si el
Astrólogo consigue dinero, guiarlo en la junta de mujeres y en la instalación del
prostíbulo.
—Pero usted, en su interior, ¿qué piensa del Astrólogo?
—Que es un maniático que puede tener o no éxito.
—Pero sus ideas...
—Algunas son embrolladas, otras claras, y, francamente yo no sé hasta dónde
quiere apuntar ese hombre. Unas veces usted cree estar oyendo a un reaccionario,
otras a un rojo, y, a decir la verdad, me parece que ni él mismo sabe lo que quiere.
—¿Y si tuviera éxito?...
—Entonces ni Dios sabe lo que puede ocurrir. ¡Ah!, a propósito, ¿usted le habló
de cultivos de bacilos del cólera asiático?
—Sí...sería un magnífico medio de combate contra el ejército.
Desparramar un cultivo en cada cuartel. ¿Se da cuenta? Simultáneamente, treinta
o cuarenta hombres pueden destruir el ejército y dejar que las masas proletarias hagan
la revolución...
—El Astrólogo lo admira mucho a usted. Siempre me ha hablado de usted como
de un individuo que tiene grandes posibilidades de éxito.
Erdosain sonrió halagado.
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—Sí, algo estudia uno para destruir esta sociedad. Pero volviendo a lo de antes: lo
que yo no concibo es su posición respecto a nosotros...
Haffner se volvió rápidamente, midió de una mirada a Erdosain como extrañado
de los términos de éste, y luego, sonriendo burlonamente, agregó:
—Yo no estoy en ninguna posición. Entiéndame bien. A mí no me perjudica
ayudar al Astrólogo. Lo demás, sus teorías, las tomo a cuenta de conversación. El es
para mí un amigo que piensa instalar un negocio, previsto y tolerado por nuestras
leyes. Eso es todo. Ahora, que el dinero que él gane con ese negocio lo invierta en
una sociedad secreta o en un convenio de monjas, personalmente no me interesa. Ya
ve usted entonces que mi actuación en la famosa sociedad no puede ser más inocente.
—¿Y a usted le resulta lógico pensar que una sociedad revolucionaria se base en
la explotación del vicio de la mujer?
El Rufián frunció los labios. Luego, mirando de reojo a Erdosain, se explicó:
—Lo que usted dice no tiene sentido. La sociedad actual se basa en la explotación
del hombre, de la mujer y del niño. Vaya, si quiere tener conciencia de lo que es la
explotación capitalista, a las fundiciones de hierro de Avellaneda, a los frigoríficos y
a las fábricas de vidrio, manufacturas de fósforos y de trabajo. —Reía
desagradablemente al decir estas cosas—. Nosotros, los hombres del ambiente,
tenemos a una, a dos mujeres; ellos, los industriales, a una multitud de seres
humanos. ¿Cómo hay que llamarles a esos hombres? ¿Y quién es más desalmado, el
dueño de un prostíbulo o la sociedad de accionistas de una empresa? Y sin ir más
lejos, ¿no le exigían a usted que fuera honrado con un sueldo de cien pesos y llevando
diez mil en la cartera?
—Tiene razón... pero, entonces, usted ¿por qué me facilitó el dinero?
—Eso es harina de otro costal.
—Pero a mí eso me preocupa.
—Bueno, has tal a vista.
Y antes de que Erdosain pudiera contestarle, el Rufián tomó por una diagonal
arbolada. Andaba apresuradamente. Erdosain le miró un instante, luego echó a
caminar tras él, y le alcanzó junto a una quinta. Haffner se volvió irritado, y ya
estridente exclamó:
—¿Se puede saber qué es lo que quiere usted de mí?...
—¿Lo que quiero?... Quiero decirle esto: Que no le agradezco absolutamente
nada el dinero que me ha dado. ¿Sabe? ¿Quiere el cheque? Aquí lo tiene.
Y, efectivamente, se lo alcanzaba, pero el Rufián lo examinó esta vez
despectivamente:
—No sea ridículo, ¿quiere? Vaya y pague.
Los alambrados ondularon ante los ojos de Erdosain. Sufría visiblemente, porque
palideció hasta quedar amarillo. Se apoyó en un poste, creía que iba a vomitar.
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Haffner, detenido ante él, le preguntó condescendiente:
—¿Se le pasa el mareo?
—Sí... un poco...
—Usted está mal... tiene que hacerse ver...
Caminaron unos pasos en silencio. Como el exceso de luz le molestaba a
Erdosain, cruzaron la vereda, que estaba en la sombra. Llegaron así hasta la estación
del ferrocarril.
Haffner caminaba lentamente por el andén. De pronto se volvió a Erdosain:
—¿Nunca le ha ocurrido a usted tener antojos crueles acerca de las personas?
—Sí, a veces...
—Qué raro... porque ahora estaba recordando la manía que tuve un tiempo de
inducir a la prostitución a una muchacha que estaba ciega...
—¿Y todavía vive?...
—Sí, ahora está embarazada. ¿Se da cuenta? Una ciega embarazada. Un día de
estos lo voy a llevar. La va a conocer. Un espectáculo interesante, le prevengo. ¿Se da
cuenta? Ciega y preñada. Es mala, siempre anda con agujas en las manos... Además
es golosa como una cerda. A usted le va a interesar.
—Y usted piensa...
—Sí, en cuanto el Astrólogo instale el prostíbulo la primera que va a entrar va a
ser ella. La tendremos escondida: será el plato raro...
—¿Sabe que usted es más raro que ella?
—¿Por?...
—Porque uno no puede explicárselo a usted. Mientras que usted me hablaba de la
ciega, yo pensaba en lo que me había contado el Astrólogo. Que usted tuvo relaciones
con una mujer honesta, que el azar llevó a esta mujer honesta a su casa y que usted la
respetó. Más aún, déjeme hablar: esa mujer lo quería a usted, era virgen, ¿por qué la
respetó?
—Eso no tiene importancia. Un poco de dominio de sí mismo, nada más.
—¿Y el caso del collar?
Erdosain sabía, por el Astrólogo, que el Rufián le había pedido una prueba
material de cariño a una bailarina; que ésta, ante otras mujeres, se había desprendido
de un magnífico collar que le regalara un amante, un viejo importador de tejidos. La
escena fue curiosa, porque el viejo se encontraba en las inmediaciones. Haffner
recibió el collar y ante el asombro de todos lo sopesó, examinó el quilate de las
piedras, y luego se lo devolvió sonriendo burlonamente.
—Lo del collar es sencillo —repuso Haffner—. Yo estaba un poco bebido. Eso no
me impedía saber que el gesto que yo hacía me daría un prestigio enorme entre esa
canalla del cabaret, sobre todo en las mujeres, que son un poco fantasiosas. Lo
curioso del asunto es que media hora después vino el viejo que le había regalado el
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collar a René a darme humildemente las gracias por no haber querido yo aceptar el
regalo. ¿Se da cuenta? Desde otra mesa había seguido tembloroso la escena, y si no
intervino fue por temor a suscitar un escándalo. Pero había temblado por el destino de
su collar.... Ya ve usted cuánta suciedad... pero allí viene el tren a La Plata. Querido
amigo, hasta pronto... ¡Ah!, concurra a la reunión que el miércoles hay en la casa del
Astrólogo. Va a encontrar otros más interesantes que yo.
Erdosain cruzó pensativo a la plataforma donde salían los trenes para Buenos
Aires. Indudablemente, Haffner era un monstruo.
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EL HUMILLADO
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Erdosain se ruborizó.
—Quizá usted tenga razón... disculpe...
—Y como usted no ganaba para mantenerla...
Apretando el cabo del revólver en el bolsillo de su pantalón, Erdosain miró al
capitán. Luego, involuntariamente, sonrió pensando que nada tenía que temer, ya que
podía matarlo.
—No creo que pueda causarle gracia lo que le digo.
—No; sonreía de una ocurrencia estúpida... ¿Así que también le contó eso?
—Sí, y además me habló de usted como de un genio en desgracia...
—Hablamos de tus inventos...
—Sí... de su proyecto de metalizar las flores...
—¿Por qué te vas, entonces?
—Estoy cansada, Remo.
Erdosain sintió que el furor le encrespaba la boca en malas palabras. La hubiera
insultado, mas al pensar que el otro podía aplastarle la cara a puñetazos retuvo la
injuria, replicando:
—Vos siempre estuviste cansada. En tu casa estabas cansada... aquí... allá...
también allá en la montaña... ¿te acordás?
No sabiendo qué responder, Elsa inclinó la cabeza.
—Cansada... ¿qué es lo que tenes cansada vos?... Y todas están cansadas, no sé
por qué... pero están cansadas... Usted, capitán, ¿no está cansado también?
El intruso lo observó largamente.
—¿Y qué entiende usted por cansancio?
—El aburrimiento, la angustia... ¿no se ha fijado usted que éstos parecen los
tiempos de tribulación de que habla la Biblia? Así los nombra un amigo mío que se
ha casado con una coja. La coja es la ramera de las Escrituras...
—Nunca me di cuenta de eso.
—En cambio yo sí. A usted le parecerá extraño que le hable de sufrimientos en
estas circunstancias... pero es así... los hombres están tan tristes que tienen necesidad
de ser humillados por alguien.
—Yo no veo tal cosa.
—Claro, usted con su sueldo... ¿Qué sueldo gana usted? ¿Quinientos?
—Más o menos.
—Claro, con ese sueldo es lógico...
—¿Qué es lógico?
—Que no sienta su servidumbre.
El capitán detuvo una mirada severa en Erdosain.
—Germán, no le haga caso —interrumpió Elsa—. Remo está siempre con esa
historia de la angustia.
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—¿Es cierto?
—Sí... ella, en cambio, cree en la felicidad, en el sentido de «eterna felicidad» que
estaría en su vida si pudiera pasar los días entre fiestas...
—Detesto la miseria.
—Claro, porque vos no crees en la miseria... la horrible miseria está en nosotros,
es la miseria de adentro... del alma que nos cala los huesos como la sífilis.
Callaron. El capitán, ostensiblemente aburrido, examinaba sus uñas,
cuidadosamente lustradas.
Elsa miraba fijamente tras los rombos del velo, el semblante demacrado de aquel
esposo que tanto quisiera un día, en tanto que Erdosain se preguntaba por qué existía
en él un vacío tan inmenso, vacío en el que su conciencia se disolvía sin acertar con
palabras que ladraran su pena de un modo eterno.
De pronto el capitán levantó la cabeza.
—¿Y cómo piensa usted metalizar sus flores?
—Fácilmente... Se toma una rosa, por ejemplo, y se la sumerge en una solución
de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el
nitrato a plata metálica, quedando de consiguiente la rosa cubierta de una finísima
película metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común
procedimiento galvanoplastia» del cabreado... y, naturalmente, la flor queda
convertida en una rosa de cobre. Tendría muchas aplicaciones.
—La idea es original.
—¿No le decía yo, Germán, que Remo tiene talento?
—Lo creo.
—Sí, puede ser que tenga talento, pero me falta vida... entusiasmo... algo que sea
como un sueño extraordinario... una mentira grande que empuje la realización... pero,
hablando de todo un poco, ¿esperan ustedes ser felices?
—Sí.
Otra vez sobrevino el silencio. En torno de la lámpara amarilla los tres semblantes
parecían tres mascarillas de cera. Erdosain sabía que dentro de breves instantes todo
terminaría y escarbando en su angustia, le preguntó al capitán:
—¿Por qué vino usted a mi casa?
El otro vaciló, después:
—Tenía interés en conocerlo.
—¿Le parecía divertido?
—No... le juro que no.
—¿Y entonces?
—Curiosidad de conocerlo. Su esposa me habló mucho de usted en estos últimos
tiempos. Además, nunca imaginé encontrarme en una situación semejante... en
realidad, no podría explicarme por qué he venido.
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—¿Ha visto usted? Hay cosas inexplicables. Yo, desde hace un rato, trato de
explicarme por qué no lo mato de un tiro teniendo el revólver aquí, en el bolsillo.
Elsa levantó la cabeza hacia Erdosain, que estaba a la cabecera de la mesa... El
capitán preguntó:
—¿Qué es lo que lo contiene?
—En verdad, no sé... o... sí, tengo la seguridad de que es por esto. Creo que en el
corazón de cada uno de nosotros hay una longitud de destino. Es como una
adivinación de las cosas por intermedio de un misterioso instinto. Lo que ahora me
sucede, lo siento comprendido en esa longitud de destino... algo así como si lo
hubiera visto ya... no sé en qué parte.
—¿Cómo?
—¿Qué decís?
—No era porque vos me dieras motivo... no... ya te digo... una certidumbre
remota.
—No lo entiendo.
—Yo sí me entiendo. Vea, es así. De pronto a uno se le ocurre que tienen que
sucederle determinadas cosas en la vida... para que la vida se transforme y se haga
nueva.
—¿Y vos?
—¿Usted cree que su vida?
Erdosain, desentendiéndose de la pregunta, continuó:
—Y lo de ahora no me extraña. Si usted me dijera que fuese a comprarle un
paquete de cigarrillos, a propósito, ¿tiene un cigarrillo usted?
—Sírvase... ¿y luego?
—No sé. En estos últimos tiempos he vivido incoherentemente... aturdido por la
angustia. Ya ve con qué tranquilidad converso con usted.
—Sí, siempre esperó él algo extraordinario.
—Y vos también.
—¿Cómo? ¿Usted, Elsa, también?
—Sí.
—¿Pero usted?
—Siga, capitán, yo lo entiendo. Usted quiere decir que lo extraordinario de Elsa
está ocurriendo ahora, ¿no?
—Sí.
—Pues está equivocado, ¿no es cierto, Elsa?
—¿Vos crees?
—Decí la verdad, vos esperas algo extraordinario que no es esto, ¿no?
—No sé.
—¿Ha visto, capitán? Siempre fue ésa nuestra vida. Estábamos los dos en silencio
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junto a esta mesa...
—Callate.
—¿Para qué? Estábamos sentados y comprendíamos sin decirnos, lo que éramos,
dos desdichados, de un desigual deseo. Y cuando nos acostábamos...
—¡Remo!
—¡Señor Erdosain!
—Déjense de aspavientos ridículos... ¿no se van a acostar ustedes acaso?
—De esta forma no podemos seguir hablando.
—Bueno, y cuando nos separábamos teníamos esta idea semejante: ¿y el placer
de la vida y del amor consiste en esto?... Y sin decir nada comprendíamos que
pensábamos en lo mismo... mas cambiando de tema... ¿piensan ustedes quedarse aquí
en la ciudad?
Súbitamente Erdosain tuvo la fría sensación del viaje.
Le pareció verla a Elsa en el pasamano, bajo la hilera de vidriosos ojos de buey,
contemplando el hilo azul de la distancia. El sol caía en los amarillos trinquetes de los
mástiles y en los aguilones negros de los guinches. Atardecía, pero ellos permanecían
con el pensamiento fijo en otros climas, a la sombra de las camareras, apoyados en la
pasarela blanca. El viento soplaba yodado en las olas y Elsa miraba las aguas a través
de cuyo enrejado cambiante se animaba su sombra.
Por momentos volvía la carita empalidecida y entonces ambos parecían escuchar
un reproche que subía de lo profundo del mar.
Y Erdosain se imaginaba que les decía:
—¿Qué hicieron del pobre muchachito? («Porque yo, a pesar de mi edad, era
como un muchacho —decíame más tarde Remo—. ¿Usted comprende, un hombre
que se deja llevar la mujer en sus barbas... es un desgraciado... es como un muchacho,
comprende usted?»)
Erdosain se apartó de la alucinación. Aquella pregunta que le surgió, estaba
ahondada contra su voluntad en él.
—¿Me vas a escribir?
—¿Para qué?
—Sí, claro, ¿para qué? —repitió cerrando los ojos. Sentíase ahora más que nunca
caído en una profundidad no soñada por hombre alguno.
—Bueno, señor Erdosain —y el capitán se levantó—, nosotros nos retiramos.
—¡Ah, se van!... ¿Se van ya?
Elsa le tendió su mano enguantada.
—¿Te vas?
—Sí... me voy... comprendes que...
—Si... comprendo.
—No podía ser, Remo.
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—Sí, claro... no podía ser... claro...
El capitán describiendo un círculo en torno de la mesa, cogió la valija, la misma
valija que Elsa trajo el día de su casamiento.
—Señor Erdosain, adiós.
—A sus órdenes, capitán... pero una cosa... ¿se van... vos, Elsa...vos te vas?
—Sí, nos vamos.
—Permiso, me voy a sentar. Permítame un momento, capitán... un momentito.
El intruso reprimió palabras de impaciencia. Tenía unos brutales deseos de gritar
a ese marido: «¡A ver, firme, imbécil», mas por consideración a Elsa se retuvo.
De pronto Erdosain abandonó la silla. Con lentitud fue hasta un rincón del cuarto.
Luego, volviéndose bruscamente al capitán, dijo con voz muy clara, en la que se
adivinaba el contenido deseo de que fuera suave:
—¿Sabe usted por qué no lo mato como a un perro?
Los otros se volvieron alarmados.
—Pues porque estoy en frío.
Ahora Erdosain caminaba de un lado a otro de la habitación, con las manos
cruzadas a la espalda. Ellos lo observaban, esperando algo.
Por fin, el marido, sonriendo con un gesto, esguince pálido, continuó suavemente,
languidecida su voz en una desesperación de sollozo retenido:
—Sí, estaba en frío... estoy en frío. —Ahora su mirada se había tornado vaga,
pero sonreía con la misma sonrisa, extraña, alucinada—. Escúchenme... esto no
tendrá explicación para ustedes, pero yo sí le he encontrado la explicación.
Sus ojos brillaban extraordinariamente y su voz enronqueció a través del esfuerzo
que hizo por hablar.
—Vean... mi vida ha sido horriblemente ofendida... horriblemente magullada.
Calló, deteniéndose en un ángulo de la pieza. En su rostro se mantenía la sonrisa
extraña del hombre que está viviendo un sueño peligroso. Elsa, repentinamente
irritada, mordía la punta de su pañuelo. El capitán, de pie, junto a la valija, aguardaba.
De pronto Erdosain sacó el revólver del bolsillo y lo arrojó a un rincón. La
«Browning» desconchó el revoque del muro, golpeando pesadamente en el suelo.
—¡Para lo que sirve este trasto! —murmuró. Luego, con una mano en el bolsillo
del saco y la sien apoyada en el muro, habló despacio—: Sí, mi vida ha sido
horriblemente ofendida... humillada. Créalo, capitán. No se impaciente. Le voy a
contar algo. Quien comenzó este feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando
yo tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía: «Mañana te pegaré».
Siempre era así, mañana... ¿Se dan cuenta?, mañana... Y esa noche dormía, pero
dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a media noche para mirar
asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, mas cuando la luna cortaba
de barrote del ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo. Más
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tarde me despertaba otra vez, al sentir el canto de los gallos. La luna ya no estaba allí,
pero una claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo me tapaba la cabeza
con las sábanas para no mirarla, aunque sabía que estaba allí... aunque sabía que no
había fuerza humana que pudiera echarla a esa claridad. Y cuando al fin me había
dormido para mucho tiempo, una mano me sacudía la cabeza en la almohada. Era él
que me decía con voz áspera: «Vamos... es hora». Y mientras yo me vestía
lentamente, sentía que en el patio ese hombre movía la silla. «Vamos», me gritaba
otra vez, y yo, hipnotizado, iba en línea en línea recta hacia él: quería hablar, pero eso
era imposible ante su espantosa mirada. Caía su mano sobre mi hombro obligándome
a arrodillarme, yo apoyaba el pecho en el asiento de la silla, tomaba mi cabeza entre
sus rodillas y, de pronto, crueles latigazos me cruzaban las nalgas. Cuando me
soltaba, corría llorando a mi cuarto. Una vergüenza enorme me hundía el alma en las
tinieblas. Porque las tinieblas existen aunque usted no lo crea.
Elsa miraba sobresaltada a su esposo. El capitán, de pie, cruzados los brazos,
escuchaba aburrido. Erdosain sonreía con vaguedad. Continuó:
—Yo sabía que a la mayoría de los chicos los padres no les pegaban y en la
escuela, cuando les oía hablar de sus casas, me paralizaba una angustia tan atroz que
si estábamos en clase y el maestro me llamaba, yo lo miraba atontado, sin darme
cuenta del sentido de sus preguntas, hasta que un día me gritó: «¿Pero usted,
Erdosain, es un imbécil que no me oye?» Toda la clase se echó a reír, y desde ese día
me llamaron Erdosain «el imbécil». Y yo, más triste, sintiéndome más ofendido que
nunca, callaba por temor a los latigazos de mi padre, sonriendo a los que me
insultaban... pero tímidamente. ¿Se da cuenta, capitán? Lo insultan a usted... y usted
todavía sonríe tímidamente, como si le hicieran un favor al injuriarlo.
El intruso frunció el ceño.
—Más tarde —permítame, capitán—, más tarde me llamaron muchas veces «el
imbécil». Entonces súbitamente el alma se me recogía a lo largo de los nervios, y esa
sensación de que el alma se escondía avergonzada dentro de mi misma carne, me
aniquilaba todo coraje; sintiendo que me hundía cada vez más y mirando a los ojos al
que me injuriaba, en vez de tumbarlo de una cachetada, me decía: ¿Se dará cuenta
este hombre hasta que punto me humilla? Luego me iba; comprendía que los otros no
hacían más que terminar lo que había comenzado mi padre.
—Y ahora —repuso el capitán— ¿yo también lo hundo?
—No, hombre, usted no. Naturalmente, he sufrido tanto, que ahora el coraje está
en mi encogido, escondido. Yo soy mi espectador y me pregunto: ¿Cuándo saltará mi
coraje? Y ése es el acontecimiento que espero. Algún día algo monstruosamente
estallará en mí y yo me convertiré en otro hombre. Entonces, si usted vive, iré a
buscarle y le escupiré en la cara.
El intruso lo miró sereno.
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—Pero no por odio, sino para jugar con mi coraje, que me parecerá la cosa más
nueva del mundo... Ahora, puede usted retirarse.
El intruso vaciló un instante. La mirada de Erdosain, intensamente agrandada,
estaba fija en él. Tomó la valija y salió.
Elsa se detuvo temblorosa ante su esposo.
—Bueno, me voy, Remo... era necesario que esto terminara así.
—Pero, ¿tú?... ¿tú?...
—¿Y qué querías que hiciese?
—No sé.
—¿Y entonces? Quédate tranquilo, te pido. Ya te dejé la ropa preparada.
Cambiate el cuello. Siempre le haces pasar vergüenza a una.
—Pero tú, Elsa... ¿tú? ¿Y nuestros proyectos?
—Ilusiones, Remo... esplendores.
—Sí, esplendores... pero ¿dónde aprendiste esa palabra tan linda? Esplendores.
—No sé.
—¿Y nuestra vida quedará siempre deshecha?
—¿Qué querés? Sin embargo yo fui buena. Después te tomé odio... pero ¿por qué
no fuiste también igual?...
—¡Ah!,sí... igual... igual...
Lo aturdía la pena como un gran día de sol en el trópico. Se le caían los párpados.
Hubiera querido dormir. El sentido de las palabras se hundía en su entendimiento con
la lentitud de una piedra en un agua demasiado espesa. Cuando la palabra tocaba en
el fondo de su conciencia, fuerzas oscuras retorcían su angustia. Y durante un
instante, en el fondo de su pecho, quedaban flotando y estremecidas como en el
fangal de un charco, sus hierbajos de sufrimiento. Ella continuó con la voz
apaciguada por una resignación interior:
—Ahora es inútil... ahora yo me voy. ¿Por qué no fuiste bueno vos? ¿Por qué no
trabajaste?
Erdosain tuvo la certidumbre como él, y una piedad inmensa lo hizo caer al borde
de la silla, aplastada la cabeza sobre el brazo estirado en la mesa.
—¿Así que te vas? ¿De veras que te vas?
—Sí, quiero ver si nuestra vida mejora, ¿sabes? Mira mis manos —y
desenguantando la diestra la presentó magullada por los fríos, mordida por las lejías,
picoteada por las agujas de la costura, oscurecida por el hollín de las cacerolas.
Erdosain se levantó, envarado por una alucinación.
Veía a su desdichada esposa en los tumultos monstruosos de las ciudades de
portland y de hierro, cruzando diagonales oscuras a la oblicua sobra de los rascacielos
bajo una amenazadora red de negros cables de alta tensión. Pasaba una multitud de
hombres de negocios protegidos por paraguas. Su carita estaba más pálida que nunca,
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pero ella lo recordaba mientras el aliento de los desconocidos se cortaba en su perfil.
«—¿Dónde estará mi muchachito?»
Erdosain interrumpió su proyección de futuro:
—Elsa... ya sabes... vení cuando quieras... podes venir... pero decí la verdad, ¿me
quisiste alguna vez?
Despaciosamente levantó ella los párpados. Sus pupilas se agrandaron. La voz
llenaba el cuarto de calidez humana. A Erdosain le parecía vivir ahora.
—Siempre te quise... ahora también te quiero... nunca, ¿por qué nunca hablaste
como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida... que el otro a tu lado es la
sombra de un hombre...
—Alma, mi pobre alma... qué vida la nuestra... qué vida...
Un rizo de sonrisa encrespó dolorosamente los labios de ella. Elsa lo miró
ardientemente un instante. Luego, con la voz seria de promesas:
—Mira... espérame. Si la vida es como siempre me dijiste, yo vuelvo, ¿sabes?, y
entonces, si vos querés, nos matamos juntos... ¿Estás contento?
Una ola de sangre subió hasta las sienes del hombre.
—Alma, qué buena sos, alma... dame esa mano —y mientras ella, aun
sobrecogida, sonreía con timidez, Erdosain se la besó—. ¿No te enojas, alma?
Ella enderezó la cabeza grave de dicha.
—Mirá Remo... yo voy a venir, ¿sabes?, y si es cierto lo que decís de la vida... sí,
yo vengo... voy a venir.
—¿Vas a venir?
—Con lo que tenga.
—¿Aunque seas rica?
—Aunque tenga todos los millones de la tierra, vengo. ¡Te lo juro!
—¡Alma, pobre alma! ¡Qué alma la tuya! Sin embargo, vos no me conociste... no
importa... ¡ah, nuestra vida!
—No importa. Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás sólito,
de noche. Estás solo... de pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... ¡yo que he
venido!
Estás con un traje de baile... zapatos blancos y tenes un collar de perlas.
—Y vine sola, a pie por las calles oscuras, buscándote... pero vos no me ves, estás
solo... la cabeza...
—Decí... habla... habla...
—La cabeza apoyada en la mano y el codo en la mesa... me miras... y de pronto...
—Te reconozco y te digo: Elsa, ¿sos vos, Elsa?
—Y yo te contesto: Remo, yo vine, ¿te acordás de esa noche? Esa noche es esta
noche y afuera sopla el gran viento y nosotros no tenemos frío ni pena. ¿Estás
contento, Remo?
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—Sí, te juro que estoy contento.
—Bueno, me voy.
—¿Te vas?
—Sí...
El semblante del hombre se deformó en la súbita pena.
—Bueno, ándate.
—Hasta pronto, mi esposo.
—¿Qué dijiste?
—Te digo esto, Remo. Espérame. Aunque tenga todos los millones del mundo, yo
vuelvo.
—Bueno... entonces adiós... pero dame un beso.
—No, cuando vuelva... adiós, mi esposo.
De pronto, Erdosain lanzado por un espasmo sin nombre, la cogió brutalmente de
las manos por los pulsos.
—Decíme: ¿te acostaste con él? —Soltame, Remo... yo no creía que vos... —
Confesa, ¿te acostaste o no? —No.
En el marco de la puerta se detuvo el capitán. Una flojedad inmensa relajó los
nervios de sus dedos. Erdosain sintió que caía y ya no vio más.
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CAPAS DE OSCURIDAD
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con la placenta de tinieblas que blindaba su realidad atroz.
Cada vez más fuerte se hacía en él la revelación de que estaba en el fondo de un
cubo de portland. ¡Sensación de otro mundo! Un sol invisible iluminaba para siempre
los muros, de un anaranjado color de tempestad. El ala de un ave solitaria soslayaba
lo celeste sobre el rectángulo de los muros, pero él estaría para siempre en el fondo de
aquel cubo taciturno, iluminado por un anaranjado sol de tempestad.
Luego, la capacidad de su vida quedó reducida a aquel centímetro cuadrado de
sensibilidad. Hasta se le hacía «visible» el latido de su corazón, y era inútil querer
rechazar la espantosa figura que lo lastraba en el fondo de aquel abismo, un momento
negro y otros anaranjado. Con que aflojara un poquito tan sólo su voluntad, la
realidad que contenía hubiera gritado en sus oídos. Erdosain no quería y quería
mirar... pero era inútil... su esposa estaba allí, en el fondo de una habitación tapizada
de azul. El capitán se movía en un rincón. El sabía, aunque nadie se lo había dicho,
que era un dormitorio diminuto, de forma hexagonal y ocupado casi enteramente por
una cama ancha y baja. No quería mirarla a Elsa... no... no... quería, pero si le
hubieran amenazado de muerte no por eso hubiera dejado de estar con la mirada fija
en el hombre que se desnudaba ante ella... ante su legítima esposa que ahora no
estaba con él... sino con otro. Más fuerte que su miedo fue su necesidad de más terror,
de más sufrimiento, y de pronto, ella, que se cubría los ojos con los dedos, corría
hacia el hombre desnudo, de piernas tiesas, se apretaba contra él y ya no rehuía la
cárdena virilidad erguida en el fondo azul.
Erdosain se sintió aplanado en una perfección de espanto. Si lo hubieran pasado
por entre los rodillos de un laminador, más plana no podría ser su vida. ¿No quedaban
así los sapos que sobre la huella trincaba la rueda de la carreta, aplastados y
ardientes? Pero no quería mirar, tan no quería que ahora veía con nitidez cómo Elsa
se apoyaba sobre el cuadrado pecho velludo del hombre, mientras que las manos de él
recogían las mandíbulas de la mujer para levantar el rostro hacia su boca.
Y de pronto Elsa exclamaba: «Yo también, mi querido... yo también». Su
semblante había enrojecido de desesperación, los vestidos se atorbellinaban en torno
del triángulo de sus muslos blancos como la leche, y con los ojos extasiados en el
rígido músculo del hombre que temblaba, ella descubrió la crin de su sexo, sus senos
erguidos... ¡ah!... ¿por qué miraba?
Inútilmente Elsa... sí, Elsa, su legítima esposa, trataba con la mano pequeña de
abarcar toda la virilidad en una caricia. El hombre, bajo el aullido de su deseo, se
apretaba las sienes, se cubría los ojos con el antebrazo; pero ella inclinada sobre él, le
clavaba este hierro candente en los oídos: «¡Sos más lindo que mi esposo! ¡Qué lindo
que sos, Dios mío!».
Si lentamente le hubieran torcido la cabeza sobre el cuello para tornillar en su
alma, profundamente, esa visión atroz, no podría sufrir más. Padecía tanto que de
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interrumpirse ese dolor, su espíritu estallaría como un shrapnell. ¿Cómo es que el
alma puede soportar tanto dolor? Y sin embargo quería sufrir más. Que encima de un
tajo le partieran el dorso con un hacha en varias partes... Y si en cuatro trozos lo
hubieran arrojado a un cajón de basura hubiera continuado sufriendo. No había un
centímetro cuadrado en su cuerpo que no soportara esa altísima presión de angustia.
Todas las cuerdas se habían roto bajo la tensión del espantoso torno, y
repentinamente una sensación de reposo equilibrio sus miembros.
Ya no deseaba nada. Su vida corría silenciosamente cuesta abajo, como un lago
después del quebrantamiento de su dique, y, sin dormir, pero con los párpados
cerrados, el desvanecimiento lúcido era más anestésico para su dolor que un sueño de
cloroformo.
Notablemente latía su corazón. Con dificultad movió la cabeza para separar el
cuero cabelludo de la almohada recalentada, y se dejó estar sin otra sensación de vivir
que esa frescura en la nuca y el entreabrirse y cerrarse de su corazón, que, como un
ojo enorme, abría el soñoliento párpado para reconocer las tinieblas, nada más. ¿Nada
más que la tiniebla?
Elsa estaba tan lejos de su memoria que en esa hipnosis transitoria le parecía
mentira haberla conocido. Quién sabe si existía físicamente. Antes podía verla, ahora
tenía que hacer un gran esfuerzo para reconocerla... y apenas la reconocía. La verdad
es que ella no era ella ni él era él. Ahora su vida corría silenciosamente cuesta abajo,
se sentía en un retroceso de años, el niño que miraba un árbol verde sombreando el
desaparecer continuo de un río entre algunas piedras con manchas rojas. El mismo,
era una cascada de carne en las oscuridades. ¡Vaya a saber cuándo terminaría de
desangrarse! Y sólo era notable el cerrarse y entreabrirse de su corazón que como un
ojo enorme abría su párpado soñoliento para reconocer la oscuridad. El foco eléctrico
de la mitad de cuadra filtraba por una hendidura un ramalazo de plata que caía sobre
el tul del mosquitero. Su sensibilidad se recobraba dolorosamente.
El era Erdosain. Se reconocía ahora. Arqueaba con un gran esfuerzo la espalda.
Por debajo de la puerta que cerraba la entrada al comedor se distinguía una franja
amarilla. Se había olvidado de apagar la luz. El debía... ¡ah, no!, no, Elsa se ha ido...
él debe seiscientos pesos con siete centavos a la Limited Azucarer Company... pero
no, ya no los debe, si tiene un cheque...
¡ Ah, la realidad, la realidad!
El oblicuo paralelogramo de luz que llegaba desde la calle a platear el tul del
mosquitero, era la noción de que vivía como antes, como ayer, como hace diez años.
No quería ver esa raya de luz, como cuando era pequeño, no quería «ver esa
claridad que estaba allí, aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera
espantar esa claridad». Sí, semejante a cuando su padre le decía que al otro día le iba
a pegar. No era lo mismo ahora. Aquella otra claridad era azulada, ésta de plata, mas
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tan estridente y anunciadora de lo verdadero como la luz antigua. El sudor le
humedecía las sienes y el cerco de cabellos. Elsa se había ido y ¿no vendría más?
¿Qué diría Barsut?
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LA BOFETADA
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—¿Se fue?
Erdosain arrugó el ceño, examinó al soslayo los zapatos del otro, y entrecerrando
los párpados, espiando con esa mirada filtrada a través de las pestañas la angustia de
Barsut, dejó caer lentamente:
—Sí... se... fue... con... un... hombre...
Y guiñando el párpado izquierdo como el farmacéutico Ergueta, inclinó la cabeza.
Bajo la bronceada raya de sus cejas, fieramente aguardaban sus pupilas.
Erdosain continuó:
—¿Ves? Allí está el revólver. Los pude matar y sin embargo no lo hice. Qué
curioso animal es el hombre, ¿no?
—¿Y vos te dejaste llevar la mujer en tus barbas?
En Erdosain el odio antiguo exasperado por la humillación reciente se convertía
ahora en un motivo de júbilo cruel y con la voz temblorosa en la garganta, reseca la
boca de rencor, exclamó:
—¿Qué te interesa a vos?
Una enorme bofetada lo hizo trastabillar sobre la silla. Más tarde recordó que el
brazo de Barsut retrocedía y avanzaba amasando su carne. Se tapó el rostro con las
dos manos, quiso escapar a esa mole que siempre avanzaba sobre él como una fuerza
desencadenada de la naturaleza. Su cabeza golpeó sordamente contra el muro y cayó.
Cuando volvió en sí Barsut estaba arrodillado a su lado. Notó que tenía el cuello
desprendido y unos hilos de agua le corrían hasta la garganta. Desde el tabique nasal
le subía por el hueso un dolor titilante, y a cada momento le parecía que iba a
estornudar. Las encías le sangraban lentamente y bajo la inflamación de los labios se
notaba la superficie dentaria.
Erdosain se levantó trabajosamente y cayó sobre una silla; Barsut estaba tan
pálido que dos llamas parecían escapar de sus ojos. De los pómulos a las orejas, haces
de músculos trazaban dos arcos temblorosos. Erdosain tenía la sensación de
bambolearse en un sueño interminable, pero comprendió cuando el otro lo tomó del
brazo, diciéndole:
—Mirá, escupime a la cara, si querés, pero déjame hablar. Es necesario que te
cuente todo. Sentáte... así, ahí. —Erdosain se había levantado inconscientemente—.
Oíme, hacé el favor. Vos ves ¿no? Yo puedo matarte a trompadas... recién se me fue
la mano... te juro... si querés te pido perdón de rodillas. Qué querés, soy así. Mirá...
ah... ah... si la gente supiera.
Erdosain escupió sangre. Una franja de temperatura le abrazaba la frente
entrándole por las sienes y yéndole a punzar hasta la nuca. La espalda se le encorvó
tanto que dejó apoyada la cabeza en la orilla de la mesa. Barsut, al verle así, le
preguntó:
—¿Querés lavarte la cara? Te va a hacer bien. Espera un momento, no salgas.—
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Y corrió hacia la cocina, de donde volvió con la palangana llena de agua—. Lávate.
Eso te va a hacer bien. ¿Querés que te friccione? Mirá, perdóname, fue un impulso.
Vos, también, ¿por qué guiñaste un ojo como burlándote? Lávate, haceme el favor.
Erdosain, en silencio, se levantó y sumergió varias veces la cara en la palangana.
Cuando le faltaba la respiración retiraba el rostro de la superficie del agua. Luego se
sentó y el aire le evaporaba la humedad de los cabellos, junto a las sienes. ¡Qué
cansado estaba! ¡Ah, si lo viera Elsa! ¡Cómo lo compadecería! Cerró los ojos. Barsut
arrimó la silla a su lado y dijo:
—Es necesario que te cuente todo. Si no lo hiciera me sentiría un canalla. Ya ves,
te hablo tranquilo. Mirá, si no lo crees poneme la mano en el corazón. Te soy sincero.
Bueno, yo... yo te... yo te denuncié a la Azucarera... yo fui el que mandó el anónimo.
Erdosain ni levantó la cabeza. El u otro ¡qué importaba!
Barsut lo miró: esperaba quién sabe qué palabras, y dijo:
—¿Por qué no decís nada? Sí, yo te denuncié. ¿Te das cuenta? Yo te denuncié.
Quería hacerte meter preso, quedarme con Elsa, humillarla. ¡No te imaginas las
noches que he pasado pensando que te meterían preso! Vos no tenías de dónde sacar
la plata y forzosamente ellos te denunciarían. ¿Pero, por qué no decís nada?
Erdosain levantó los párpados. Barsut estaba allí, sí, era él, y decía todas esas
cosas. De los pómulos a las orejas, bajo la piel, el reflejo de los músculos temblaba
imperceptiblemente.
Barsut bajó los ojos, apoyó los codos en las rodillas como si se encontrase frente
a un fogón, y con voz lenta insistió.:
—Es necesario que te cuente todo. ¿A quién sino a vos le podría contar todas
estas cosas que hacen doler el corazón? Dicen, y es cierto, que el corazón no duele,
pero créelo, a momentos me digo: ¿para qué vivir? ¿A dónde va la vida si yo soy así?
¿Te das cuenta? Vos tenes que ver todo lo que he cavilado pensando estas cosas.
Mirá, ni debía contártelas. ¿Cómo es eso que uno le hace una canallada a una
persona, luego se acerca a ella y le cuenta sus más íntimos secretos, y no siente
remordimientos? Yo mismo me he dicho muchas veces: ¿Por qué no siento
remordimientos? ¿Qué vida es esta si hacemos una barbaridad y no sentimos nada?
¿Comprendes vos esto? De acuerdo a lo que hemos estudiado en el colegio, un
crimen termina por volverlo loco al delincuente, ¿y cómo es que en la realidad vos
haces un crimen y te quedas lo más tranquilo?
Erdosain continuaba con la mirada fija en Barsut ahora la imagen de aquel
hombre se depositaba en el fondo de su conciencia. Las fuerzas de su vida ceñían el
pálido relieve de una malla tan intensa que el calco que se verificaba en aquellos
instantes ya nunca más se borraría.
—Mirá —continuó Barsut—, yo sabía que me tenías rabia, que de haberme
podido matar lo hubieras hecho, y eso me alegraba y entristecía a un tiempo.
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¡Cuántas noches me acosté pensando en el modo de secuestrarte! Hasta se me ocurrió
mandarte una bomba por correo, o una víbora en una caja de cartón. O pagarle a un
chofer para que te atropellara por la calle. Cerraba los ojos y las horas se me pasaban
pensando en ustedes. ¿Vos te pensás que la quería a ella? —Erdosain observó más
tarde que en la conversación de esa noche Barsut evitó llamar a Elsa por su nombre
—. No, no la he querido nunca. Pero me hubiera gustado humillarla ¿sabes?
Humillarla porque sí: verte a vos hundido para que ella me pidiera de rodillas que te
ayudara. ¿Te das cuenta? Nunca la he querido. Si te denuncié fue por eso, para
humillarla a ella que siempre fue tan orgullosa conmigo. Y cuando vos me dijiste que
habías defraudado a la Azucarera, una alegría de salvaje me revolvió las entrañas. Y
no terminabas de hablar cuando yo me dije: bueno, vamos a ver ahora dónde termina
su orgullo.
Erdosain dejó escapar la pregunta:
—¿Pero vos la querías?...
—No, no la he querido nunca. ¡Si supieras lo que me ha hecho sufrir! ¿Quererla
yo a ella, que nunca me dio la mano? Cada vez que me miraba me parecía que me
escupía a la cara. ¡Ah, vos fuiste el marido, pero nunca la conociste! ¡Qué sabes vos
qué mujer es ella! Mirá, te podría ver morir y no tendría un gesto de lástima. ¿Te das
cuenta? Me acuerdo. Cuando la casa Astraldi quebró y ustedes se quedaron en la
calle, si ella me hubiera pedido todo lo que yo tenía, se lo hubiera dado. Le hubiera
dado toda mi fortuna para que me dijera «gracias». Nada más que gracias. Para que
me dijera esa palabra yo me hubiera quedado sin nada. Un día que entablé una
conversación me contestó: Remo es suficiente hombre para ganar para nosotros dos.
¡Ah, vos no la conoces! Sería capaz de verte morir sin hacer un gesto. Y yo pensaba.
¡Cuántas cosa, Dios mío, pasan por la cabeza de un hombre! Me tiraba en una cama y
me ponía a imaginar cosas...vos habías asesinado a un hombre... era necesario
salvarte y entonces ella me venía a pedir que te ayudara y yo, sin decirle una palabra
de mis sacrificios, corría de un lado a otro. ¡Qué mujer, Remo! ¡Qué mujer! Me
acuerdo de cuando cosía. Me hubiera quedado al lado, ¿sabes? sosteniéndole la
costura, y yo sabía que no era feliz con vos. Lo veía en la cara, en su cansancio, en su
sonrisa.
Erdosain recordó las palabras que Elsa había pronunciado hacía una hora:
—No importa... Estoy contenta. ¿Te das cuenta de tu sorpresa, Remo? Estás
sólito de noche, estás solo... De pronto, cric... la puerta se abre... y soy yo... yo, que
he venido.
Barsut continuó:
—Y claro, yo me preguntaba qué era lo que le hacía soportar la vida a tu lado, al
lado de un hombre como vos...
—Y vine a pie sola por las calles oscuras, buscándote, pero vos no me ves, estás
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solo, la cabeza...
Erdosain sentía que las ideas se le atorbellinaban en la superficie del cerebro
como un remolino de agua. El cono gigante hundía la espiral hasta la raíz de sus
miembros. Torbellino cuyo roce suave arrancaba a su alma una ternura dolorida,
nueva. ¡Qué buenas las palabras de Elsa, qué extraordinario contenido!
—Siempre te quise. Ahora también te quiero... nunca ¿por qué nunca hablaste
como esta noche? Siento que te voy a querer toda la vida, que el otro a tu lado es la
sombra de un hombre.
Erdosain tenía ahora la certidumbre de que estas palabras salvaban para siempre
su alma, mientras que Barsut amontonaba una envidiosa angustia:
—Y yo hubiera querido preguntarle a ella qué es lo que encontraba a tu lado,
abrirte el pecho delante de ella y demostrarle hasta cansarla que vos eras un loco, un
canalla, un cobarde... Te juro que digo estas palabras sin rabia.
—Lo creo —repuso Erdosain.
—Ahora mismo, yo me pregunto, mirándote: ¿Con qué ojos mira una mujer a un
hombre? Eso es lo que nunca sabremos. ¿No te parece? Vos para mí eras un
desgraciado, al que de un revés se lo saca uno de adelante. Pero para ella, ¿quién eras
vos? Ese es el punto oscuro. ¿Lo supiste alguna vez? Decíme francamente: ¿supiste
vos en tu corazón qué hombre eras para tu mujer? ¿Qué es lo que ella vio en vos para
sufrir tanto a tu lado, y soportarte como lo hizo?
¡Qué gravemente conversaba Barsut! Sus enronquecidas preguntas requerían una
contestación. Erdosain lo sentía en sus inmediaciones no como a un hombre, sino
precisamente como a un doble, un espectro de nariz huesuda y cabello de bronce que
de pronto se había convertido en un pedazo de su conciencia, ya que como ésta en
otras circunstancias, él ahora le dirigía las mismas preguntas. Sí, era probable que
para vivir tranquilo fuera necesario exterminarlo, y la «idea» se reveló fríamente en
él.
—Semejante a una espada entrando en un bloque de algodón —diría más tarde
Erdosain.
Barsut ni remotamente se imaginó que en aquel instante, Remo acababa de
condenarlo a muerte. Explicándome luego las circunstancias de esa concepción,
Erdosain me decía:
«¿Usted ha visto a un general en un campo de batalla?... Pero para hacerle más
accesible mi idea le diré como inventor: Usted busca durante cierto tiempo la
solución de un problema. Usted sabe, tiene la seguridad de que la clave, el secreto,
está en usted, pero no lo puede conocer, tan cubierto está el secreto de capas de
misterio. Y un día, en el momento más inesperado, de pronto el plan, la visión
completa de la máquina, aparece ante sus ojos, deslumbrándolo con su fácil exactitud.
¡Es algo maravilloso! Imagínese un general en un campo de batalla... todo está
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perdido, y de pronto, clara, precisa, se le aparece una solución que jamás había
soñado concebir, y que, sin embargo, tenía allí, al alcance de su mano, en el interior
de sí mismo. Yo, en aquel instante, supe que tenía que hacerlo matar a Barsut, y él,
frente a mí, amontonando palabras inútiles no se imaginaba que yo, con la boca
hinchada, la nariz dolorida, retenía una alegría estupenda, un deslumbramiento
semejante al que se experimenta cuando lo que se ha descubierto es fatal como una
ley matemática. Quizás existe también una matemática del espíritu cuyas terribles
leyes no son tan inviolables como las que rigen las combinaciones de los números y
de las líneas1. Porque es curioso. Aquella bofetada que aun me hacía sangrar la encía,
como el cuño de una prensa hidráulica estampó en mi conciencia las líneas definitivas
de un plan de muerte. ¿Se da cuenta? Un plan son tres líneas generales, tres
admisibles líneas rectas, nada más. Y en tumulto, se amontonaba mi regocijo sobre
ese relieve en frío cuyas tres sintéticas líneas encerraban esto: secuestrar a Barsut,
hacerlo matar y con su dinero fundar la sociedad secreta como deseaba el Astrólogo.
¿Se da cuenta usted? El plan del crimen surgió espontáneamente en mí, mientras que
el otro hablaba tristemente de nuestras dos almas condenadas. El plan apareció en mí
como si lo hubieran estampado en una plancha de hierro a miles de libras de presión.
«¡ Ah! ¿Cómo explicarle? De pronto yo me olvidé de todo retenido por una
contemplación helada, llena de gozo, algo así como la aurora que descubre un
trasnochador consuetudinario que lo alivia de su cansancio en la mañana que sucedió
a una noche llena de fatigas. ¿Se da cuenta? Hacerlo asesinar a Barsut por un hombre
que imperiosamente necesitaba dinero para llevar a cabo una idea genial. Y esta
nueva aurora que latía en mí estaba tan perfectamente individualizada que muchas
veces, más tarde, me he preguntado qué secreto llega a encerrar el alma de un hombre
que, sucesivamente, le van mostrando horizontes nuevos, descascarando sensaciones
que para él mismo son un asombro por su origen aparentemente ilógico».
En el curso de esta historia he olvidado decir que cuando Erdosain se
entusiasmaba, giraba en torno de la «idea» eje con palabras numerosas. Necesitaba
agotar todas las posibilidades de expresión, poseído por ese frenesí lento que a través
de las frases le daba a él la conciencia de ser un hombre extraordinario y no un
desdichado. Que decía la verdad, no me cabía duda. Lo que muchas veces me
confundió fue la pregunta que a mí mismo me hice: ¿de dónde sacaba ese hombre
energías para soportar su espectáculo tanto tiempo? No hacía otra cosa que
examinarse, que analizar lo que en él ocurría, como si la suma de detalles pudiera
darle la certidumbre de que vivía. Insisto. Un muerto que tuviera el poder de
conversar no hablaría más que él, para cerciorarse de que en apariencia no estaba
muerto.
Bersut, sin darse cuenta de todo lo que acababa de ocurrir en el otro, continuó:
—¡Ah!, vos no la conociste.., no la conociste nunca. Fíjate, escucha lo que te voy
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a contar. Una tarde fui a verte, sabía que no estabas, quería encontrarme con ella,
verla no más, aunque fuera. Llegué sudado, no sé cuántas cuadras caminé al sol antes
de resolverme.
—Igual que yo, al sol —pensó Erdosain.
—Y eso que vos sabes que a mí no me faltaba plata para tomar un automóvil, y
aun cuando pregunté por vos, ella, sin moverse del umbral, me contestó:
—Disculpe, no lo hago pasar porque no está mi esposo. ¿Te das cuenta qué perra?
Erdosain pensó:
—Todavía hay un tren para Témperley.
Barsut continuó:
—Y yo, que te veía tan pobre hombre, me dije: ¿qué le habrá visto Elsa a este
infeliz para enamorarse de él?
Con tranquilísima voz le preguntó Erdosain:
—¿Y en la cara se me nota que soy un infeliz?
Barsut levantó la cabeza, extrañado. Durante un momento mantuvo inmóviles las
translúcidas pupilas verdosas en su interlocutor. El lienzo de luz que caía sobre él y
Erdosain interponía una distancia de ensueño. Y Barsut se comprendía tan fantasma
como el otro, porque moviendo penosamente la cabeza, como si repentinamente
todos los músculos del cuello se le hubieran enrigecido, contestó:
—No, mirándote bien pareces un tipo agarrado por una idea fija... vaya a saber
qué.
Erdosain repuso:
—Sos psicólogo. Naturalmente, yo no sé todavía en qué consiste esa idea fija,
pero es curioso, lo que nunca se me ocurrió fue que vos pensaras en quitarme mi
mujer... Y la tranquilidad con que decís esas cosas...
—No me negarás que te soy franco...
—No...
—Además, quería humillarla... no robártela, ¿para qué? Si yo sabía que nunca me
querría.
—¿Y en qué lo adivinabas?
—Eso es lo que no sé. Porque uno hace ciertas cosas que no se puede explicar.
Porque te trataba y vos me tratabas no pudiéndonos «pasar». Venía porque viniendo
te hacía sufrir y sufría. Todos los días me decía: No iré más... no iré más... Pero en
cuanto llegaba la hora, me ponía nervioso. Era como si me llamaran desde algún lado,
y entonces me vestía apurado... venía...
Erdosain de pronto tuvo una idea singular, y dijo:
—Hablando de todo un poco... No sé si sabrás que esta mañana me hablaron en la
Azucarera del anónimo. Si no rindo cuentas me ponen preso mañana. El único
culpable, y creo que no tendrás inconveniente en admitirlo, de que esto pase sos vos,
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de modo que me tenes que facilitar la plata. ¿De dónde voy a sacar esa cantidad?
Barsut se irguió asombrado.
—Pero, ¿cómo? ¿Después que yo resulto cornudo y apaleado, después que Elsa
se va y hago una infamia, el que te tiene que dar la plata soy yo? ¿Vos estás loco?
¿Con qué ventaja te voy a dar seiscientos pesos?...
—Con siete centavos...
Erdosain se levantó.
—¿Esa es tu última palabra?
—Pero, comprendé, ¿cómo yo?...
—Bueno «m'hijo»... Paciencia. Ahora haceme el favor de irte, que quiero dormir.
—¿No querés que salgamos?
—Estoy cansado. Déjame.
Barsut vaciló. Luego, levantándose y con el sombrero cogido de un ala, salió
torpemente de la pieza.
Erdosain escuchó el golpe que hizo la puerta al cerrarse, caviló ceñudo un
instante, buscó en su bolsillo una guía de ferrocarriles, miró el horario, luego volvió a
lavarse, y ante el espejo se peinó. Tenía el labio amoratado, una mancha roja
bordeábale la nariz, así como otra circunvalaba la sien, junto a la entrada del cabello.
Miró en derredor buscando algo, vio el revólver caído, lo recogió y salió. Pero
como dejara la luz encendida, volvió y apagó la lámpara. Todo estaba oscuro ahora,
como el rastro de una luz brilló ante sus ojos y salió. Por segunda vez en aquel día iba
a la casa del Astrólogo—
1 Nota del Comentador: Este capítulo de las confesiones de Erdosaìn me hizo pensar más tarde si la idea del
crimen a cometer no existiría en él en una forma subconsciente, lo que explicaría su pasividad frente a la agresión
de Barsut.
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«SER» A TRAVÉS DE UN CRIMEN
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Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. No existo ni para el
capitán ni para Elsa, ni para Barsut. Ellos si quieren pueden hacerme meter preso,
Barsut abofetearme otra vez, Elsa irse con otro en mis barbas, el capitán llevársela
nuevamente. Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser. Un
hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es.
Ahí están esos hombres. Seguramente tienen mujer, hijos, casa. Quizá son unos
miserables. Pero si alguien tratara de invadir su casa, de arrebatarles un centavo o de
tocarles la mujer, se volverían como fieras. ¿Y yo por qué no me he rebelado? ¿Quién
puede contestarme a esta pregunta? Yo mismo no puedo. Sé que existo así, como
negación. Y cuando me digo todas estas cosas no estoy triste, sino que el alma se me
queda en silencio, la cabeza en vacío. Entonces, después de ese silencio y vacío me
sube desde el corazón la curiosidad del asesinato. Eso mismo. No estoy loco, ya que
sé pensar, razonar. Me sube la curiosidad del asesinato, curiosidad que debe ser mi
ultima tristeza, la tristeza de la curiosidad. O el demonio de la curiosidad. Ver cómo
soy a través de un crimen. Eso, eso mismo. Ver cómo se comporta mi conciencia y mi
sensibilidad en la acción de un crimen.
«Sin embargo, estas palabras no me dan la sensación del crimen del mismo modo
que el telegrama de una catástrofe en China no me da la sensación de la catástrofe. Es
como si yo no fuera el que piensa el asesinato, sino otro. Otro que sería como yo un
hombre liso, una sombra de hombre, a la manera del cinematógrafo. Tiene relieve, se
mueve, parece que existe, que sufre, y, sin embargo, no es nada más que una sombra.
Le falta vida. Que diga Dios si esto no está bien razonado. Bueno: ¿qué es lo que
haría el hombre sombra? El hombre sombra percibiría el hecho, pero no sentiría su
pesantez, porque le faltaba volumen para contener un peso. Es sombra. Yo también
veo el suceso, pero no lo contengo. Esta debe ser una teoría nueva. ¿Qué diría un Juez
del Crimen de conocerla? ¿Se daría cuenta de lo sincero que soy? ¿Mas cree esa
gente en la sinceridad? Fuera de mí, de los límites de mi cuerpo, existe el
movimiento, pero para ellos la vida mía debe ser tan inconcebible como vivir al
mismo tiempo en la Tierra y en la Luna. Yo soy la nada para todos. Y sin embargo, si
mañana tiró una bomba, o asesino a Barsut, me convierto en el todo, en el hombre
que existe, el hombre para quien infinitas generaciones de jurisconsultos prepararon
castigos, cárceles y teorías. Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese
terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales,
guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado sino el hombre
antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y
sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existencia, como sólo el mal afirma la
presencia del hombre sobre la tierra. Y yo sería el Erdosain, previsto, temido,
caracterizado por el código, y entre los miles de Erdosain anónimos que infectan el
mundo, sería el otro Erdosain, el auténtico, el que es y será. Realmente, es curioso
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todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es
triste. Infinitamente triste. Mas la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me
dice que la vida no debe ser así. Si yo descubriera la particularidad de por qué la vida
no puede ser así, me pincharía, y como un globo me desinflaría de todo este viento de
mentira y quedaría de mi apariencia actual un hombre flamante, fuerte como uno de
los primeros dioses que animaron la creación. Con todo esto me he ido a las ramas.
¿Lo veo o no al Astrólogo? ¿Qué dirá cuando me vea llegar otra vez? Quizá me
espere. El es, como yo, un misterio para sí mismo. Esa es la verdad. Sabe tanto hacia
dónde va como yo. La sociedad secreta. Toda la sociedad se resume en él en estas
palabras: sociedad secreta. Otro demonio. ¡Qué colección! Barsut, Ergueta, el Ruñan
y yo... Ni expresamente se podía reunir tales ejemplares. Y para colmo, la ciega
embarazada. ¡Qué bestia!
El vigilante de la estación pasó por segunda vez ante Erdosain. Remo comprendió
que llamaba la atención del hombre y entonces, levantándose, se dirigió hacia la casa
del Astrólogo. No había luna. Los arcos voltaicos lucían entre las aéreas enramadas
de las bocacalles. De alguna quinta salían los sones de un piano y a medida que
caminaba, su corazón se empequeñecía más, oprimido por la angustia que le producía
el espectáculo de la felicidad que adivinaba tras de los muros de aquellas casas
refrescadas por las sombras, y frente a cuyas puertas cocheras se hallaba detenido un
automóvil.
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LA PROPUESTA
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pesos que se necesitan, si para conseguir veinte mil pesos usted tuviera que matar a
un individuo, ¿usted qué haría?
El Astrólogo se incorporó en la silla, quedando ahora su cuerpo, soliviantado por
el asombro, en ángulo recto... Y aunque su cabeza estaba erguida por los
pensamientos que en él había suscitado Erdosain, aquélla parecía pesar
prodigiosamente sobre sus hombros. Restregóse las manos y escrutó el rostro de
Remo.
—¿Por qué se le ocurre, hacerme esta pregunta?
—Es que he encontrado el candidato que tiene veinte mil pesos. Lo podemos
secuestrar, y si se niega a firmarnos el cheque lo torturamos.
El Astrólogo frunció el ceño. Ante los enigmas que encerraba esa propuesta, su
perplejidad acrecentóse, y con los dedos de la mano izquierda comenzó a hacer girar
el anillo sobre el anular de la derecha. La piedra violeta pasaba a cada instante frente
a la cadena de bronce, y aunque él mantenía el rostro inclinado, bajo la línea de sus
cejas, sus pupilas horizontales escudriñaban el rostro de Erdosain. Y la nariz torcida
cobraba en esa posición el vigor de una defensa con el mentón hundido en la negra
tela del corbatín.
—A ver, explíqueme todo eso, porque yo no entiendo ni una palabra.
Ahora se había incorporado y su rostro parecía desafiar una lluvia de golpes.
—Es fácil y genial. Mi mujer esta noche se ha ido a vivir con otro hombre.
Entonces él...
—¿Quién es él?...
—Barsut, el primo de mi mujer... Gregorio Barsut, vino a verme y a confesarme
que fue él quien me denunció a la Azucarera.
—¡Ah!... ¿Fue él quien lo denunció?...
—Sí, y para colmo...
—Pero, ¿por qué motivo lo denunció?...
—¡Qué sé yo!... Para humillarme... En fin, es medio loco. Un individuo que vive
frenéticamente. Tiene veinte mil pesos. El padre murió en un manicomio. El va a
terminar también allí. Los veinte mil pesos son la herencia de una tía por parte del
padre.
El Astrólogo se cogió la frente. Estaba más perplejo que nunca. A él le interesaba
el asunto, mas no lo comprendía. Insistió:
—Cuénteme todo con detalle, ordenadamente.
Erdosain recomenzó su relato. Narró todo lo que conocemos. Hablaba despacio,
meticulosamente, pues había desaparecido de él esa tensión nerviosa que precedía a
la propuesta que le hizo al Astrólogo.
Ahora estaba sentado al borde de la silla, la espalda arqueada, los codos apoyados
en las rodillas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento. La
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piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante le daba la apariencia de un
tísico. Un cúmulo de iniquidades salía de su garganta, sin interrupciones, sordamente,
como si recitara una lección estampada al frío en el plano de su conciencia. El
Astrólogo, tapados los labios con los dedos, lo escuchaba mirándolo extrañado. Se
había imaginado muchas cosas, mas no tantas.
Con una lentitud derivada del exceso de atención para no equivocarse, Erdosain
acumulaba angustias, humillaciones, recuerdos, sufrimientos, noches que paso sin
dormir, riñas espantosas. Dijo entre otras cosas:
—Le parecerá mentira a usted que yo, yo que he venido a proponerle el asesinato
de un hombre, le hable de inocencia, y, sin embargo, tenía veinte años y era un chico.
¿Sabe usted qué clase de tristeza es esa que le hace pasar a uno la noche en un
asqueroso despacho de bebidas, perdiendo el tiempo entre conversaciones estúpidas y
tragos de caña? ¿Sabe lo qué es estar en un prostíbulo y de pronto contenerse para no
llorar desesperadamente? Usted me mira asombrado, claro, veía un hombre raro,
quizá, pero no se daba cuenta de que toda esa rareza derivaba de la angustia que yo
llevaba escondida en mí. Vea, hasta me parece mentira hablar con precisión como lo
hago. ¿Quién soy? ¿Adonde voy? No lo sé. Tengo la impresión de que usted es igual
a mí, y por eso he venido a proponerle el asesinato de Barsut. Con el dinero
fundaremos la logia y quizá podamos remover los cimientos de esta sociedad.
El Astrólogo lo interrumpió:
—Pero, ¿por qué usted ha procedido siempre así?...
—Eso es lo que yo no sé. ¿Por qué usted quiere organizar la logia? ¿Por qué el
Rufián Melancólico continúa explotando mujeres y lustrándose los botines a pesar de
tener fortuna? ¿Por qué Ergueta se casó con una prostituta y dejó a la millonaria?
¿Cree usted acaso que yo he tolerado la bofetada de Barsut y la presencia del capitán,
porque sí? Aparentemente soy un cobarde, Ergueta un loco, el Rufián un avaro, usted
un obsesionado. Aparentemente somos todo eso, pero en el fondo, adentro, más abajo
de nuestra conciencia y de nuestros pensamientos hay otra vida más poderosa y
enorme... y si soportamos todo es porque creemos que soportando o procediendo
como lo hacemos llegaremos por fin hasta la verdad... es decir, a la verdad de
nosotros mismos.
El Astrólogo se levantó, avanzó hasta Erdosain y, poniéndole la mano sobre la
cabeza, dijo caviloso:
—Tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos místicos sin saberlo. Místico es el
Rufián Melancólico, místico es Ergueta, usted, yo, ella y ellos... El mal del siglo, la
irreligión nos ha destrozado el entendimiento y entonces buscamos fuera de nosotros
lo que está en el misterio de nuestra subconciencia. Necesitamos de una religión para
salvarnos de esa catástrofe que ha caído sobre nuestras cabezas. Me dirá usted que yo
no le digo nada nuevo. De acuerdo; pero acuérdese que en la tierra lo único que
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puede cambiar es el estilo, la costumbre, la substancia es la misma. Si usted creyera
en Dios no habría pasado esa vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría
escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo. Y lo más terrible es que para
nosotros ha pasado ya el tiempo de adquirir una creencia, una fe. Si fuéramos a verlo
a un sacerdote, éste no entendería nuestros problemas y sólo acertaría a
recomendarnos que recitáramos un Padre Nuestro y que nos confesáramos todas las
semanas.
—Y uno se pregunta qué es lo que debe hacerse...
—Ahí está. Lo que debe hacerse. En otras épocas para nosotros hubiera quedado
el refugio de un convento o de un viaje a tierras desconocidas y maravillosas. Hoy
usted puede tomar un sorbete a la mañana en la Patagonia y comer bananas a la tarde
en el Brasil. ¿Qué es lo que debe hacerse? Yo leo mucho, y créame, en todos los
libros europeos encuentro este fondo de amargura y de angustia que me cuenta de su
vida usted. Vea Estados Unidos. Las artistas se hacen colocar ovarios de platino y hay
asesinos que tratan de batir el récord en crímenes horrorosos. Usted que ha caminado
lo sabe. Casas, más casas, rostros distintos y corazones iguales. La humanidad ha
perdido sus fiestas y sus alegrías. ¡Tan infelices son los hombres que hasta a Dios lo
han perdido! Y un motor de 300 caballos sólo consigue distraerlos cuando lo pilotea
un loco que se puede hacer pedazos en una cuneta. El hombre es una bestia triste a
quien sólo los prodigios conseguirán emocionar. O las carnicerías. Pues bien,
nosotros con nuestra sociedad le daremos prodigios, pestes de cólera asiático, mitos,
descubrimientos de yacimientos de oro o minas de diamantes. Yo lo he observado
conversando con usted. Sólo se anima cuando lo prodigioso interviene en nuestra
conversación. Y así le pasa a todos los hombres, canallas o santos.
—Entonces, ¿lo secuestramos a Barsut?
—Sí. Ahora hay que ver de qué modo podemos apoderarnos de él y del dinero.
El viento removió el follaje. Erdosain quedó unos segundos mirando la franja de
luz que por la ventana entreabierta caía sobre los granados. El Astrólogo había
corrido su silla hasta el armario de modo que apoyaba la cabeza en el tablero ocre, y
sus dedos jugaron nuevamente con el anillo de acero haciéndolo girar ante sus ojos.
—¿Cómo nos apoderaremos? Es muy fácil. Yo le diré a Barsut que he averiguado
dónde se encuentra el capitán con Elsa...
—Sí, eso está bien. Pero, ¿cómo lo ha averiguado usted? Es lo que no va a dejar
de preguntarle el otro...
—Diciéndole que me he dirigido a la Dirección del Personal del Ministerio de
Guerra.
—Perfecto... muy bien... clarísimo...
Ahora el Astrólogo se había incorporado vivamente y miraba interesado a
Erdosain.
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—Y con el pretexto de que convenza a Elsa para que vuelva otra vez a mi lado, lo
traemos.
—Admirable. Deje que piense un poco. Todo lo que plantea usted... claro... está
muy bien. Ah... dígame una cosa, ¿tiene parientes él?
—Salvo mi señora, no.
—¿Y dónde vive?
—En una pensión. La hija de la dueña es bizca.
—¿Qué dirán cuando desaparezca Barsut?
—Podemos hacer esto, que es admirable. Le enviamos a la patrona un telegrama
desde Rosario, firmado por él, diciendo que le envíe los baúles a un determinado
hotel, donde usted estará viviendo bajo el nombre de Gregorio Barsut.
—Esto mismo. ¿Sabe que usted lo ha estudiado muy bien? Es perfecto el plan.
Cierto es que todo se presta, el capitán, las direcciones del Ministerio, no tener
parientes, el vivir en una pensión. Es más claro que una jugada de ajedrez. Está bien.
Dicho esto comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación. Cada vez que
cruzaba ante la reja de la ventana, el jardín oscurecía o en el armario se volcaba una
sombra que llegaba hasta los tirantes del techo. No le faltó razón a Erdosain, cuando
dijo que el plan era nítido «como si lo hubiera estampado en una plancha de hierro a
miles de libras de presión». Y mientras en la habitación las botas del Astrólogo
resonaban sordamente en cada paso, Erdosain se lamentaba ya de que el «plan» fuera
tan simple y poco novelesco. Le hubiera agradado una aventura más peligrosa, menos
geométrica.
—¡Qué diablo! ¡Esto no tiene gracia! ¡Así cualquiera es asesino!
—¿Y Gregorio no tiene relaciones con la bizca?
—No.
—¿Y por qué usted me habló de ella, entonces?
—No sé.
—¿Y usted no tiene miedo de tener remordimientos después que «eso» suceda?
—Vea, yo creo que eso sólo ocurre en las novelas. En la realidad yo he hecho
acciones malas y buenas y ni en un caso ni en el otro he sentido ni la mayor alegría ni
el menor remordimiento. Yo creo que se ha dado en llamar remordimiento el temor al
castigo. Aquí a uno no lo ahorcan, y sólo los cobardes...
—¿Y usted?...
—Permítame. Yo no soy un hombre cobarde. Soy un frío que es distinto. Razone
usted. Si impasiblemente me he dejado llevar la mujer, y abofetear por un individuo
que me traicionó, ¿con cuánta más razón asistiré impasiblemente a la escena de su
muerte, siempre que ésta no sea una carnicería?
—Cierto. Es muy lógico. Todo en usted es lógico. ¿Sabe usted, Erdosain, que es
un individuo interesante?
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—Lo mismo decía mi esposa. Esto no le impidió irse con otro.
—¿Y usted lo odia a él?
—A veces. Depende. Quizá en mí pueda más la repulsión física que el odio. En
verdad, odio no, porque nunca podemos odiar a las personas que sabemos son
capaces de hacer exactamente las mismas canalladas que nosotros.
—¿Y por qué quiere matarlo, entonces, usted?
—¿Y por qué quiere usted fundar la sociedad?
—¿Y cree usted que ese crimen va a tener alguna influencia en su vida?
—Esa es la curiosidad que tengo. Saber si mi vida, mi forma de ver las cosas, mi
sensibilidad, cambian con el espectáculo de su muerte. Además, que tengo ya
necesidad de matar a alguien. Aunque sea para distraerme, ¿sabe?
—¿Y usted quiere que yo le saque las castañas del fuego?
—¡Claro!... porque para usted en estas circunstancias, sacarme las castañas del
fuego equivale a tener veinte mil pesos para instalar la sociedad y los prostíbulos...
—¿Y cómo se le ocurrió a usted que yo era capaz de hacer «eso»?
—¿Cómo? Hace mucho tiempo que lo he observado. Pero la convicción de que
usted era un hombre de embarcarse en una aventura peligrosa se me ocurrió hace un
año cuando lo conocí en la Sociedad Teosófica.
—¿A ver?...
—Me acuerdo como si fuera ahora. Una carbonera, a su izquierda, estaba
hablando del periespíritu con un zapatero. ¿Usted no se ha fijado qué predilección
tienen los zapateros por las ciencias ocultas?
—¿Y?
—En esa circunstancia usted se dirigió a un caballero polaco que mantenía
relaciones con el espíritu de Sobiezki.
—No recuerdo...
—Yo sí. El caballero polaco, usted mismo me lo dijo más tarde, era peón de
albañil... Usted y el caballero polaco pasaron de Sobiezki a discutir sobre el «sentido
de orientación de las palomas» y usted contestó: «Para mí la única importancia que
tiene el sentido de orientación de las palomas es servir como intermediarias en un
chantage», y allí usted comenzó a explicar... Bueno, cuando usted terminó de hablar,
entre el asombro del polaco, la carbonera y el zapatero, yo me dije: este hombre es un
audaz en disponibilidad...
—¡Jajá! ¡Qué muchacho es usted!
—Perfecto.
—Usted debe tomar en cuenta esto: es un mecanismo que se desmonta en tres
submecanismos que tienen que marchar armoniosamente, aunque son independientes.
Vea: El primer mecanismo es el secuestro. El segundo, la estada de usted en Rosario,
donde pedirá y recibirá el equipaje con el nombre de Barsut. El tercero, asesinato y
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procedimiento para hacerlo desaparecer.
—¿Destruiremos el cadáver?
—Claro. Con ácido nítrico o si no con un horno donde... Si es horno hay que
tener un mínimo de quinientos grados para carbonizar también los huesos.
—¿Y de dónde ha sacado usted esos datos?
—Ya sabe que soy inventor. Ah, de los veinte mil pesos podemos dedicar una
parte para fabricar la rosa de cobre en gran escala. Ya he encargado su fabricación a
una familia amiga. Posiblemente uno de los muchachos ingrese en la sociedad.
Además, días pasados se me ha ocurrido un cambio electromagnético para la máquina
de vapor de Stephenson. Bueno, lo que yo he ideado es cien veces más sencillo.
¿Sabe usted lo que a mí me haría falta? Irme un tiempo afuera, estar en la montaña,
descansar y estudiar.
—Y usted podría ir a la colonia que organizaremos...
—¿Entonces está conforme con el plan?
—¡Ah! Una cosa. El dinero, ¿de dónde lo sacó Barsut?
—Hace tres años vendió una propiedad que le tocó en herencia.
—Y lo tiene en caja de ahorros...
—No, en cuenta corriente.
—¿Así que no vive del interés?
—No, lo va gastando de a poco. De a doscientos pesos mensuales. Dice que antes
de terminar con esa suma habrá muerto.
—Es curioso. ¿Y qué tipo es él?
—Fuerte. Cruel. El secuestro va a tener que estudiarlo muy bien, porque se
defenderá como una fiera.
—Muy bien.
—¡Ah!, antes de que me vaya. ¿Usted le dirá algo de esto al Rufián?
—No. Es un secreto entre nosotros. El Rufián participará como organizador de
los prostíbulos, nada más. ¿Usted paga mañana en la Azucarera, no?
—Sí.
—Ahora que me acuerdo, conozco a un impresor. El será quien nos haga la
circular del Ministerio de Guerra.
Erdosain paseóse un instante por la habitación.
—El secuestro es fácil. Usted va a Rosario y con un telegrama pide los baúles. Lo
que ocurre es que cuando uno se encuentra frente a la comisión de un delito...
—Es que no será el único que cometeremos...
—¿Cómo?...
—Y claro. Otra de las cosas que me preocupa es el mantenimiento del secreto en
la sociedad. Yo había pensado lo siguiente. En cada punto del estado habrá una célula
revolucionaria. El comité central radicará en la capital. Entonces, este comité estaría
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organizado de la siguiente forma: jefe de capital de provincia, miembro del comité
central, jefe del distrito de provincia, miembro del comité de la capital de provincia,
jefe de villa principal, miembro del comité del distrito cabeza.
—¿No le parece muy complicado a usted?
—No sé, se estudiaría. Otros detalles de organización que se me han ocurrido son:
cada célula dispondrá de un transmisor y receptor radiotelegráfico, siendo además
obligación que cada diez asociados adquieran un automóvil, diez fusiles, dos
ametralladoras, debiendo a su vez cien miembros costear el precio de un aeroplano de
guerra, bombas, etc., etc. Los ascensos serán por disposición del consejo superior, las
elecciones de categoría inferior se regirán por votaciones calificadas. Pero es hora de
acostarse. Dentro de un rato tiene tren... ¿o se quiere quedar a dormir aquí?
En realidad Erdosain no tenía nada que hacer. Ya el reloj había dado las tres de la
mañana y las palabras que pronunciara el Astrólogo pasaron por su entendimiento,
casi borrosas. No le interesaba nada. Quería irse, eso era todo. Irse lejos.
Estrechó la mano del otro; el Astrólogo lo despidió en la gradinata y Erdosain,
agobiado, cruzó la quinta. Cuando volvió la cabeza en las tinieblas, la ventana
iluminada ponía un rectángulo amarillo suspendido en el centro de la oscuridad.
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ARRIBA DEL ÁRBOL
Amanece. Erdosain avanza por el sendero que bordea la vereda rota junto a las
quintas. La frescura de la mañana penetra hasta la más remota celdilla de sus
pulmones fatigados. Aunque arriba el espacio negrea, y toda esta oscuridad desciende
a aproximar las cosas a los ojos, pues las distantes son invisibles en el horizonte. Por
el canal de callejones, rojean lentamente unas fajas verdegrises.
Erdosain avanza pensando:
—Esto es triste como el desierto. Ahora ella duerme con él.2
Rápidamente la claridad aguanosa del alba colma los callejones de vahos
blanquecinos.
Erdosain se dice:
—Sin embargo, hay que ser fuerte. Me acuerdo de cuando era chico. Creía ver
caminar, por las crestas de las nubes, grandes hombres con el pelo rizado y chapados
de la luz los verticales miembros. En realidad caminaban dentro del país de Alegría
que estaba en mí. ¡ Ah!, y perder un sueño es casi como perder una fortuna. ¿Qué
digo? Es peor. Hay que ser fuerte, ésa es la única verdad. Y no tener piedad. Y
aunque uno se sienta cansado, decirse: Estoy cansado ahora, estoy arrepentido ahora,
pero no lo estaré mañana. Esa es la verdad. Mañana.
Erdosain cierra los ojos. Un perfume que no puede discernir si es de nardo o de
clavel, riega la atmósfera de un misterioso embalsamiento de fiesta.
Y Erdosain piensa:
—A pesar de todo es necesario injertar una alegría en la vida. No se puede vivir
así. No hay derecho. Por encima de toda nuestra miseria es necesario que flote una
alegría, qué sé yo, algo más hermoso que el feo rostro humano, que la horrible verdad
humana. Tiene razón el Astrólogo. Hay que inaugurar el imperio de la Mentira, de las
magníficas mentiras. ¿Adorar a alguien? ¿Hacerse un camino entre este bosque de
estupidez? ¿Pero cómo?
Erdosain continúa su soliloquio con los pómulos teñidos de rosa:
—¿Qué importa que yo sea un asesino o un degradado? ¿Importa eso? No. Es
secundario. Hay algo más hermoso que la vileza de todos los hombres juntos, y es la
alegría. Si yo estuviera alegre, la felicidad me absolvería de mi crimen. La alegría es
lo esencial. Y también querer a alguien...
El cielo verdea a lo lejos, mientras que la poca elevada oscuridad envuelve aún
los troncos de los árboles. Erdosain frunce el ceño. De su espíritu se desprenden
vapores de recuerdo, neblinas doradas, rieles brillantes que se pierden en el campo de
una tarde abovedada de sol. Y el rostro de la criatura, una carita pálida, de ojos
verdosos y rulos negros, escapando debajo de un sombrerito de paño, se eleva de la
superficie de su espíritu.
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Hace dos años. No. Tres. Sí, tres años. ¿Cómo se llamaba? María, María Esther.
¿Cómo se llamaba? La dulce carita ocupa ahora con su temperatura un anochecido
espacio de ensueño. ¡Se acuerda de tantas cosas! El estaba sentado a su lado, el viento
movía sus rizos negros, de pronto extendió la mano y entre la yema de los dedos
tomó la ardiente barbilla de la criatura. ¿Dónde está ahora? ¿Bajo qué techo duerme?
¿si la encontrara, la reconocería? Hace tres años. La conoció en un tren, conversó
algunos minutos con ella durante quince días, y después desapareció. Eso es todo y
nada más. Y ella no sabía que estaba casado. ¿Qué es lo que hubiera dicho de
saberlo? Sí, ahora se acuerda. Se llamaba María. ¿Pero importa algo eso? No. Había
algo más hermoso en todo aquello, la dulce fiebre que caía de sus ojos a momentos
verdes y a momentos pardos. Y su silencio. Erdosain recuerda viajes en ferrocarril;
está sentado junto a la criatura que ha dejado caer la cabeza sobre su hombro, él
enreda los dedos en los rizos y la criatura de quince años tiembla en silencio. Si ella
supiera ahora que él proyecta matar a un hombre, ¿qué diría? Posiblemente no
entendiera esa palabra. Y Erdosain recuerda con qué timidez de colegiala levantaba el
brazo y apoyaba la mano en sus mejillas ríspidas de barba; y quizá esa felicidad que
es la que él perdió es la que se necesita para borrar del semblante humano tanto
vestigio de fealdad.
Erdosain se examina ahora con curiosidad. ¿Por qué piensa tantas cosas? ¿Con
qué derecho? ¿Desde cuándo los candidatos a asesinos piensan? Y sin embargo, hay
algo en él que le da las gracias al Universo. ¿Consiste en humildad o en amor? No lo
sabe, pero comprende que en la incoherencia hay dulzura, se le ocurre que una pobre
alma al enloquecer abandona con gratitud los sufrimientos de esta tierra. Y más abajo
de esta piedad, una fuerza implacable, casi irónica, le tuerce el labio con un mohín de
desprecio.
Los dioses existen. Viven escondidos bajo la envoltura de ciertos hombres que se
acuerdan de la vida en el planeta cuando aún la tierra era niña. El encierra también a
un dios. ¿Es posible? Se toca la nariz, adolorida por las trompadas que recibió de
Barsut, y la fuerza implacable insiste en esa afirmación: El lleva un dios escondido
bajo su piel doliente. ¿Pero el Código Penal ha previsto qué castigo puede aplicarse a
un dios homicida? ¿Qué diría el Juez de Instrucción si él le contestara: «Peco porque
llevo un dios en mí»?
¿Mas no es cierto? Este amor, esta fuerza que él conduce en el amanecer, bajo la
humedad de los árboles que gotean rocío en la oscuridad, ¿no es una virtud de los
dioses? Y nuevamente de la superficie de su espíritu se desprende el relieve de aquel
recuerdo: Una ovalada carita pálida que tenía los ojos verdosos y rulos negros a veces
arrollados a la garganta por el viento. ¡Qué sencillo es esto! No necesita decir nada,
tan perfecto es su arrobamiento. Aunque nada de improbable tendría que se hubiera
vuelto loco pensando en la colegiala bajo los árboles que gotean humedad. Si no,
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¿cómo se explica que su alma sea tan distinta a la que lo endemoniaba por la noche?
¿O es que en la noche sólo pueden concebirse pensamientos sombríos? Aunque así
sea no importa. El es otro ahora. Sonríe junto a los árboles. ¿No es magníficamente
idiota esto? El Rufián Melancólico, la Ciega depravada, Ergueta con el mito de
Cristo, el Astrólogo, todos estos fantasmas incomprensibles, que dicen palabras
humanas, que tienen una palabra carnal, ¿qué son junto a él que apoyado en un poste,
junto a un cerco de ligustro, siente el avance de la vida que llega a tocarle el pecho?
Es otro hombre, y por el solo hecho de haber pensado en la criatura que en un
vagón de tren dejaba caer la cabeza sobre su hombro. Erdosain cierra los ojos. El acre
olor de la tierra le escalofría. Un vértigo sube de su carne cansada.
Otro hombre avanza por el camino. Un silbato bronco llega desde la estación.
Otros hombres de gorra o sombrero torcido cruzan a la distancia.
En realidad, ¿qué diablos hace allí? Erdosain guiña un párpado, tiene conciencia
de que le está haciendo trampa a Dios, de que representa la comedia de un hombre
que no ha podido desviar la maldición de Dios. Sin embargo, ante sus ojos pasan a
momentos ráfagas de oscuridad, y una especie de embriaguez sorda se va apoderando
de sus sentidos. Quisiera violar algo. Villar el sentido común. Si por allí hubiera una
parva le prendía fuego... Algo repugnante abotarga su rostro: son las expresiones
torvas de la locura; de pronto mira un árbol, da un salto, alcanza una rama, se aferra a
ella y prendiéndose con los pies al tronco, ayudándose con los codos, logra
encaramarse hasta la horqueta de la acacia.
Le resbalan los zapatos en la corteza lustrosa, los ramojos le fustigan
elásticamente el rostro, alarga el brazo y se coge a una rama, asomando la cabeza por
entre las hojas mojadas. La calle, abajo, sigue en declive hacia un archipiélago de
árboles.
Está arriba del árbol. Ha violado el sentido común, porque sí, sin objeto, como
quien asesina a un transeúnte que se le cruzó al paso, para ver si luego puede
descubrirlo la policía. Hacia el este, sobre lo verdinoso del cielo, se recortan fúnebres
chimeneas; luego, montes de verdura como monstruosos rebaños de elefantes
rellenan los bajos de Bánfield, y la misma tristeza está en él. No es suficiente haber
violado el sentido común para sentirse feliz. Sin embargo, hace un esfuerzo y dice en
voz alta:
—¡Eh! bestias dormidas: ¡eh!, juro que... pero no... yo quiero violar la ley del
sentido común, tranquilos animalitos... No. Lo que quiero es pregonar la audacia, la
nueva vida. Hablo desde encima del árbol, no estoy «en la palmera», sino en la
acacia: ¡eh! bestias dormidas.
Rápidamente decrecen sus fuerzas. Mira en redor casi extrañado de encontrarse
en semejante posición, de pronto el semblante de la remota criatura estalla en él como
una flor, e inmensamente avergonzado de la comedia3 que representa, baja de la
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planta. Está vencido. Es un desgraciado.
2 Nota del Comentador: Sólo más tarde supo Erdosain que a aquella hora Elsa se encontraba en compañía de
una hermana de caridad. Un solo gesto torpe del capitán Belaunde bastó para darle conciencia de su situación y se
arrojó del automóvil. Entonces se le ocurrió dirigirse a un hospital, siendo albergada por la hermana superiora, que
se dio cuenta de que frente a ella tenia a una mujer desequilibrada por la angustia.
3 Nota del Comentador: Dos explicaciones me dio Erdosain respecto a esta comedia. La primera es que sentía
un placer inmenso en simular un estado de locura, placer que comparaba «al del hombre que habiendo bebido un
vaso de vino finge que está borracho ante sus amigos, para inquietarlos». Sonreía tristemente al dar estas
explicaciones, y me manifestó que al descender de la acacia estaba avergonzado con la misma vergüenza que el
desdichado que en Carnaval se disfraza, preséntase ante un grupo de gente y sus gracias, en vez de hacer sonreír a
los desconocidos, les arrancan una frase despectiva. «Sentía tal asco de mí mismo, que hasta se me ocurrió
matarme, y lamenté no tener el revólver encima. Luego, al desvestirme en mi casa, me di cuenta de que en la calle
había olvidado que llevaba el arma en un bolsillo del pantalón».
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CAPITULO SEGUNDO
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INCOHERENCIAS
Los días que sucedieron al secuestro de Barsut, los pasó Erdosain encerrado en el
cuarto de una pensión, a la que se trasladó provisoriamente después de liquidar su
deuda con la Limited Azucarer Company. Le había cobrado terror a la calle. No
pensaba nunca en el proyectado secuestro de Barsut, y hasta dejó de visitar al
Astrólogo. Se pasaba el día en la cama, con los puños apoyados en la almohada y la
frente aplastada sobre éstos. Otras veces permanecía horas con los ojos clavados en la
pared, por la que le parecía trepaba una delgada neblina de sueño y de desesperación.
Durante aquel período no pudo nunca reconstruir el semblante de Elsa.
—Se había alejado tan misteriosamente de mi espíritu, que me costaba un gran
esfuerzo recordar los rasgos de su fisonomía.
Luego dormía o cavilaba.4 Trató, aunque inútilmente, de preocuparse de dos
proyectos que consideraba importantes: el cambio electromagnético para máquinas de
vapor, y el de una tintorería de perros, que lanzaría al mercado canes de pelambre
teñido de azul eléctrico, bull-dogs verdes, lebreles violetas, foxterriers lilas, falderos
con fotografías de crepúsculos a tres tintas en el lomo, perritas con arabescos como
tapices persas. Estaba tranquilo: una tarde se durmió y tuvo este sueño:
Sabía que era novio de una de las infantas. Este suceso acompañado del hecho de
ser lacayo de su majestad, Alfonso XIII, le regocijaba inmediatamente, pues los
generales le rodeaban, haciéndole intencionadas preguntas. Un espejo de agua mordía
los troncos de los árboles siempre florecidos en blanco mayor, mientras que la
infanta, una niña alta, tomándole del brazo, le decía ceceando:
—¿Me amáis, Erdosain?
Erdosain, echándose a reír, le contestó con grosería a la infanta: un círculo de
espadas brilló ante sus ojos y sintió que se hundía, cataclismos sucesivos desgajaron
los continentes, pero él hacía muchos siglos que dormía en un cuartujo de plomo en
el fondo del mar. Tras del vidriado ventanuco iban y venían tiburones tuertos,
furiosos porque sufrían de almorranas, y Erdosain se regocijó silenciosamente,
riéndose con risitas del hombre que no quiere ser oído. Ahora todos los peces del mar
estaban tuertos, y él era Emperador de la Ciudad de los Peces Tuertos. Una muralla
eterna circundaba el desierto a la orilla del mar, el cielo verde se oxidaba en los
ladrillos del muro, y en las paredes de las torres rojas, las olas entrechocaban
miríadas de peces gordos y tuertos, monstruosos peces ventrudos enfermos de lepra
marina, mientras que un negro hidrópico amenazaba con el puño a un ídolo de sal.
Otras veces, Erdosain evocaba tiempos pasados y en los que había previsto los
sucesos actuales, como le dijera aquella noche al capitán. Sufrimientos sordos,
merodeos en torno de una realidad que ahora le hacia decir:
—Tenía razón, no me equivocaba.
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Así, recordaba que una noche conversando con Elsa, ésta, en un momento de
sinceridad, le confesó que de haber sido soltera, no se habría casado, sino que hubiera
tenido un amante.
Erdosain le preguntó:
—¿En serio decís eso?
De la otra cama, terca, Elsa respondió:
—Sí, hombre, tendría un amante... ¿para qué casarse?...
Fenómeno curioso: Erdosain tuvo súbitamente la sensación del silencio de la
muerte, un silencio paralelo como un féretro a su cuerpo horizontal. Posiblemente en
aquel instante, en él se destruyó todo el amor inconsciente que el hombre siente por
una mujer, y luego le permitirá afrontar situaciones terribles, que serían insoportables
de no haber sucedido previamente aquel fenómeno. Le parecía ahora encontrarse en
el fondo de un sepulcro, pensó que jamás vería la luz, y en ese silencio liviano y
negro que colmaba la habitación se movían los fantasmas despertados por la voz de
su esposa.
Más tarde, explicando esos momentos, recordó que se mantenía inmóvil, en la
cama, temeroso de romper el equilibrio de su enorme desdicha, que aplomaba
definitivamente su cuerpo horizontal en la superficie de una angustia implacable.
Su corazón latía pesadamente. Parecíale que cada sístole diástole tenía que vencer
la presión de una elástica masa de fango. Y era inútil que desde allí él intentara mover
las manos para alcanzar el sol que estaba más arriba. Y la voz de la esposa repetía aún
en sus oídos:
—No me hubiera casado. Tendría un amante.
Y esas palabras, que para ser pronunciadas no habían requerido sino el espacio de
dos segundos de tiempo, estarían ahora resonando toda la vida en él. Cerró los ojos.
Las palabras estarían toda la vida en él, arraigadas en su entraña como un crecimiento
de carne. Y sus dientes rechinaron. Quería sufrir más aún, agotarse de dolor,
desangrarse en un lento chorrear de angustia. Y con las manos pegadas a los muslos,
tieso como un muerto en su ataúd, sin volver la cabeza, reteniendo el galope de su
respiración, preguntó con voz sibilante:
—¿Y lo hubieras querido?
—¿Para qué?... ¡Quién sabe!... Sí; si era bueno, ¿por qué no?
—¿Y dónde se hubieran visto? Porque en tu casa no iban a tolerar eso.
—En algún hotel.
—¡Ah!
Callaron, pero ya Erdosain la veía en la firme desdicha de su vida, avanzar por la
acera de una calle empedrada con lascas de río. Ella se adelantaba por la ancha
vereda. Un tul oscuro le cubría la mitad del semblante, y encaminándose hacia el
lugar donde la conducía el deliberado deseo, avanzaba con rápidos y seguros pasos. Y
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deseoso de martirizar aún lo poco de esperanza que le quedaba, Erdosain continuó,
con una sonrisa falsa que ella no podía distinguir en la oscuridad, y la voz suave, para
que Elsa no reparara en el furor que estremecía sus labios:
—¿Ves? Así es lindo, en un matrimonio, poder hablar de todo con una confianza
de hermanos. Y, decíme, ¿te hubieras desnudado ante él?
—¡No digas estupideces!
—No; decíme: ¿te hubieras desnudado?
—¡Y... claro! ¡No me iba a estar vestida!
Si de un hachazo le hubieran partido la columna vertebral, no quedaría más
rígido. La garganta se le resecó como si por ella entrara un viento de fuego. Su
corazón apenas latía; por sobre los sesos sintió correr una neblina que se le escapaba
por los ojos. Caía en el silencio y la oscuridad, se sumergía en la nada por un muelle
descendimiento, mientras que la firme parálisis de su carne cúbica subsistía para que
la sensación de la pena se estampara más profundamente. Calló, y, sin embargo, él
hubiera querido sollozar, arrodillarse ante alguien, levantarse en ese instante, vestirse
e ir a dormir en el atrio de alguna casa, en el umbral de una ciudad desconocida.
Enloquecido, gritó Erdosain:
—¿Pero te das cuenta... te das cuenta de lo horrible de esto, de lo espantoso que
me has dicho? ¡Yo debía matarte! ¡Sos una perra! ¡Yo debía matarte, sí, matarte! ¿Te
das cuenta?
—¡Pero qué te pasa! ¿Estás loco?
—Vos has deshecho mi vida. Ahora sé por qué no te me entregabas, ¡y me has
obligado a masturbarme! ¡Sí, a eso! Me has hecho un trapo de hombre. Debía
matarte. El primero que venga podrá escupirme en la cara. ¿Te das cuenta? Y
mientras yo robo y estafo, y sufro por vos, vos... sí, vos estás pensando en eso. ¡En
que te hubieras entregado a un hombre bueno! ¿Pero te das cuenta? ¡Un hombre
bueno! ¡Así, un hombre bueno!
—¿Pero estás loco?
Rápidamente se vestía Erdosain.
—¿Dónde vas?
Echóse a cuestas el sobretodo; después inclinándose sobre la cama de la mujer,
exclamó:
—¿Sabes adonde voy? A un prostíbulo, a buscarme una sífilis.
4 Nota del Comentador: Refiriéndose a esos tiempos, Erdosain me decía: «Yo creía que el alma me había sido
dada para gozar de las bellezas del mundo, la luz de la luna sobre la anaranjada cresta de una nube, y la gota de
rocío temblando encima de una rosa. Mas, cuando fui pequeño creí siempre que la vida reservaba para mi un
acontecimiento sublime y hermoso. Pero a medida que examinaba la vida de los otros hombres, descubrí que
vivían aburridos, como si habitaran en un país siempre lluvioso, donde los rayos de la lluvia les dejaran en el
fondo de las pupilas tabiques de agua que les deformaban la visión de las cosas. Y comprendí que las almas se
movían en la tierra como los peces prisioneros en un acuario. Al otro lado de los verdinosos muros de vidrio
estaba la hermosa vida cantante y altísima, donde todo sería distinto, fuerte y múltiple, y donde los seres nuevos
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de una creación más perfecta, con sus bellos cuerpos saltarían en una atmósfera elástica.» —Entonces le decía:
«—Es inútil, tengo que escaparme de la tierra.»
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INGENUIDAD E IDIOTISMO
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carne.
—Tampoco nos tuteábamos, porque me era agradable era distancia que interponía
entre nosotros el usted. Además yo creía que a una señorita no se la tutea. No se ría.
En mi concepto, la «señorita» era la auténtica expresión de pureza, perfección y
candidez. A su lado yo no conocí el deseo, sino la inquietud de un arrobamiento
delicioso que me llenaba de lágrimas los ojos. Y era feliz porque amaba con
sufrimiento, ignorando el fin de mi deseo, y porque creía que era amor espiritual toda
esa convulsión orgánica y terrible que me postraba dichoso ante la quieta mirada de
ella, una mirada limpia que me penetraba con lentitud las subcapas más estremecidas
del espíritu.
En tanto hablaba, yo lo miraba a Erdosain. ¡El era un asesino, un asesino, y
hablaba de matices del sentimiento absurdo! Continuaba:
—Y la noche del día que nos casamos, ya solos en la pieza del hotel, ella se
desnudó con naturalidad frente a la lámpara encendida. Ruborizado hasta las sienes,
yo volví la cabeza para no mirarla y que no descubriera mi vergüenza. Luego me
quité el cuello, el saco y los botines y me pues bajo las sábanas con los pantalones
puestos. Sobre la almohada, entre sus rizos negros, ella volvió el rostro y dijo
sonriendo con una risa extraña:
—¿No tenes miedo de que se te arruguen? Sácatelos, zoncito.
Más tarde, una distancia misteriosa la separó a Elsa de Erdosain. Se entregaba a
él, pero con repugnancia, defraudada quién sabe en qué. Y él se arrodillaba a la
cabecera de su cama, y le suplicaba que se le diera un instante, mas la mujer, con voz
sorda de impaciencia, le respondía casi gritando:
—¡Déjame tranquila! ¿No ves que me das asco?
Refrenando un terror de catástrofe, Erdosain se hundía otra vez en su cama.
—No me acostaba, sino que permanecía sentado, casi apoyada la espalda en la
almohada, mirando las tinieblas. Yo sabía que no había ningún objeto en estar
mirando las tinieblas, pero me imaginaba que ella, compadecida de verme así,
abandonado en la oscuridad, terminaría por apiadarse y decirme: «Bueno, vení si
queras». Pero nunca, nunca, me dijo esas palabras, hasta que una noche le grité
desesperado:
—¿Pero vos qué te pensás... que voy a estar masturbándome siempre?
Y entonces ella, serenamente, me contestó:
—Es inútil: yo no debía haberme casado con vos.
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LA CASA NEGRA
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tonel que lo contiene.
Luego recaía que ese cuerpo era el que envasaba sus cavilaciones, las nutría con
su sangre cansada; un miserable cuerpo mal vestido que ninguna mujer se dignaba
mirar y que sentía el desprecio y la carga de los días, de la que sólo eran responsables
sus pensamientos que nunca habían apetecido los placeres que reclamaba en silencio,
tímidamente.
Erdosain se sentía apiadado, entristecido hacia su doble físico, del que era casi un
extraño.
Entonces, como un desesperado que se arroja desde un séptimo piso, él se
arrojaba en el delicioso terror de la masturbación, queriendo aniquilar sus
remordimientos en un mundo del que nadie podía expulsarlo, rodeándose de las
delicias que estaban alejadas de su vida, de todos los cuerpos más distintos y
hermosos, para los que se necesitarían una suma inmensa de existencias y dinero para
gozar.
Era aquél un universo de ideas gelatinosas, roto en pasadizos donde la obscenidad
se vestía con las sedas y puntillas y terciopelos y guipures más costosos; un mundo
resplandeciente en su pulpa crepuscular. Transitaban en él las mujeres más hermosas
de la creación, desconocidas tersas que por él descubrían sus senos de manzana,
ofreciendo a su boca, agriada por innobles cigarrillos, labios fraganciosos y palabras
pesadas de sensualidad.
Y ya eran doncellas altas, finas y pulidas, ya colegiales corrompidas, un mundo
femenino y diverso del que nadie podía expulsarle, a él, pobre diablo, a quien las
regentes de los prostíbulos más destartalados miraban con desconfianza como si fuera
a defraudarles el importe de la fornicación.
Cerraba los ojos y entraba en la ardiente oscuridad, olvidado de todo, como el
fumador de opio que al entrar al asqueroso fumadero donde el patrón chino huele a
excremento, cree recobrar el cielo.
Y por un momento deslizábase subrepticiamente hacia el placer clandestino,
avergonzado, mas con la impaciencia de un jovenzuelo al entrar por primera vez en
un lenocinio.
El deseo zumbaba como un tábano en sus oídos, pero nadie lo podía arrancar ya
de la oscuridad sensual.
Era esta oscuridad una casa familiar en la que perdía súbitamente las nociones del
vivir común. Allí, en la casa negra, le eran habituales los placeres terribles, que de
haberlos sospechado en la existencia de otro hombre le habrían separado para
siempre de él.
Aunque esta casa negra estaba en Erdosain, entraba en ella haciendo singulares
rodeos, tortuosas maniobras, y una vez traspuesto el umbral sabía que era inútil
retroceder, porque por los corredores de la casa negra, por un exclusivo corredor
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siempre enfardado de sombras, avanzaba a su encuentro, con pies ligeros, la mujer
que un día en la vereda, en un tranvía o en una casa, le había envarado de deseo.
Como quien saca de su cartera un dinero que es producto de distintos esfuerzos,
Erdosain sacaba de las alcobas de la casa negra una mujer fragmentaria y completa,
una mujer compuesta por cien mujeres despedazadas por los cien deseos siempre
iguales, renovados a la presencia de semejantes mujeres.
Porque ésta tenía las rodillas de una muchacha a quien el viento soslayaba la
pollera mientras esperaba el ómnibus, y los muslos que recordaba haber visto en una
postal pornográfica, y la sonrisa triste y desvanecida de una colegiala que hacía
mucho tiempo había encontrado en el tranvía, y los ojos verdosos de una modistilla
con la pálida boca rodeada de granos que los domingos salía, al atardecer, con una
amiga, para bailar en esos centros recreativos, donde los tenderos empujan con sus
braguetas sublevadas a las mocitas que gustan de los hombres.
Esta mujer arbitraria, amasada con la carnadura de todas las mujeres que no había
podido poseer, tenía con él esas complacencias que tienen las novias prudentes que ya
han dejado las manos en las entrepiernas de sus novios sin dejar por ello de ser
honestas. Iba hacia él. Tenía las nalgas contenidas por una faja ortopédica, que dejaba
libres sus senos ligeramente combados, y sus modales eran irreprochables como los
de una señorita educada que sabe razonar, lo cual no le impide dejar que su novio
pierda los dedos en el corpiño entreabierto por un olvido.
Luego caía en los abismos de la casa negra. ¡La casa negra! Erdosain, de aquellos
tiempos conservaba un recuerdo abominable; tenía la sensación de que había vivido
en el interior de un infierno, cuyo contenido diabólico lo acompañaba a través de los
días, y aun a pocos de los de su muerte, perseguido por la justicia. Cuando volcaba su
memoria hacia aquella época se exaltaba sobriamente, una llama roja brillaba ante sus
ojos, y tal era su doloroso furor, que hubiera querido de un salto llegar hasta más allá
de las estrellas, quemarse en una hoguera que limpiara su presente de todo aquel
terrible pasado, persistente e inevitable.
¡La casa negra! Aún me parece tener ante los ojos el semblante enrigecido del
hombre taciturno, que de pronto levantaba la cabeza hacia el cielorraso, luego bajaba
los ojos hasta ponerlos a la altura de los míos y sonriendo fríamente, agregaba:
—Vaya, dígales a los hombres lo que es la casa negra. Y que yo era un asesino. Y
sin embargo yo, el asesino, he amado todas las bellezas y he luchado en mí mismo
contra todas las horribles tentaciones que hora tras hora subían de mis entrañas. He
sufrido por mí, y por los otros, ¿se da cuenta?, también por los otros...
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LA CIRCULAR
El secuestro se llevó a cabo diez días después de la fuga del Elsa. El día catorce
de agosto Erdosain recibió la visita del Astrólogo, mas, como había salido, al regresar
encontró tirado bajo la puerta un sobre. Este contenía una circular falsificada, del
Ministerio de Guerra, comunicándole a Erdosain de la supuesta dirección del capitán
Belaunde y una curiosa posdata que decía así:
«Lo esperaré hasta el día veinte todas las mañanas de diez a once, en compañía de
Barsut. Llame y entre sin esperar. No venga a visitarme solo».
Erdosain leyó la carta del Astrólogo y quedó pensativo. Se había olvidado de
Barsut. Sabía que tenía que matarlo, luego tal determinación se cubrió de tinieblas, y
los días que ocupaban el intervalo, y que transcurriera embotado, se fueron para
siempre. «Tenía que matarlo a Barsut». La explicación de la palabra «tenía» podría
encontrarse como la característica de la locura de Erdosain. Cuando le interrogué a
ese respecto, me contesto: «Tenía que matarlo, porque si no no hubiera vivido
tranquilo. Matar a Barsut era una condición previa para existir, como lo es para otros
el respirar aire puro».
Así, no bien hubo recibido la carta, se dirigió a la casa de Barsut. Este vivía en
una pensión de la calle Uruguay, cierto departamento oscuro y sucio ocupado por un
fantástico mundo de gente de toda calaña. La patrona de tal antro se dedicaba al
espiritismo, tenía una hija bizca y en cuanto a los pagos era inexorable. Pensionista
que se retrasaba veinticuatro horas en pagarle, estaba seguro que al llegar la noche
encontraba sus baúles y trastos arrojados en el centro del patio.
Llegó atardecido a la casa del otro. Precisamente estaba Gregorio afeitándose
cuando entró Erdosain a su pieza. Barsut se detuvo pálido, con la navaja sobre la
mejilla, luego mirándolo de pies a cabeza a Erdosain, exclamó:
—¿Qué es lo que querés vos aquí?
«Otro se hubiera indignado —comentaba más tarde Erdosain—. Yo le miré
sonriendo 'amistosamente', porque me sentía amigo de él en aquellos momentos, y sin
decir palabras le alcancé la carta del Ministerio de Guerra. Una alegría inexplicable
me mantenía inquieto, recuerdo que estuve un minuto sentado en la orilla de su cama,
luego me levanté poniéndome a pasear nerviosamente por la pieza».
—Así que está en Témperley. ¿Y vos querés que vayamos a buscarla?
—Sí, eso es lo que quiero. Y que vos vayas a buscarla.
Barsut murmuró algo que Erdosain no entendió, luego con las manos empezó a
friccionarse los músculos de los brazos y la epidermis se sonrojó suavemente. Iba a
afeitarse los bigotes, sostuvo la navaja en el aire y volviendo la cabeza, dijo:
—¿Sabes? Creí que nunca tendrías el coraje de visitarme.
Erdosain sostuvo la estriada mirada verde, realmente aquel hombre tenía la faz de
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un tigre, y después de cruzarse de brazos, arguyó:
—Es cierto, yo también creía eso, pero ya vez, las cosas cambian...
—¿Tenes miedo de ir vos solo?
—No, lo que tengo es interés de verte a vos en la aventura...
Barsut apretó los dientes. Con el mentón empapado de espuma jabonosa y la
frente arrugada poderosamente consideró a Erdosain y terminó por decir:
—Mirá, yo me creía un canalla, pero creo que vos... vos sos peor que yo. En fin,
que sea lo que Dios quiera.
—¿Por qué decís que sea lo que Dios quiera?
Barsut se detuvo frente al espejo, apoyó los puños en la cintura, y lo que dijo no
le sorprendió a Erdosain, que con el semblante sereno escuchó estas palabras:
—¿Quién me dice que esta circular no esté falsificada y que vos me tiendas una
«cama» para asesinarme?
«¡Qué curiosa es el alma del hombre! —comentaba luego Erdosain—. Yo escuché
esas palabras y ni un solo músculo del semblante se me alteró. ¿Cómo Gregorio había
adivinado la verdad? No lo sé. ¿O es que él tenía también la mala imaginación mía?»
Encendió un cigarrillo y le contestó estas únicas palabras:
—Hacé lo que quieras.
Pero Barsut, que estaba en vena de conversar, repuso:
—¿Pero por qué no? Decíme: ¿Por qué no? ¿Qué tendría de extraño que vos me
quisieras matar? Es lógico. Te quise robar la mujer, te denuncié, te di una paliza, ¡qué
diablos!, tendrías que ser un santo para que no tuvieras ganas de matarme.
—¿Un santo? No, m'hijo, no lo soy. Pero te juro que mañana no te mataré. Algún
día sí, pero mañana no.
Barsut se echó a reír alegremente.
—¿Sabes que sos notable, Remo? Algún día me matarás. ¡Qué curioso! ¿Sabes lo
que me interesa de todo eso? La cara que pondrás al matarme. Decíme, ¿vas a estar
serio o te vas a reír?
Las preguntas habían sido hechas con gravedad amistosa.
—Posiblemente esté serio. No sé. Creo que sí. Vos comprenderás que matarlo a
otro no es juguete.
—¿Y no tenes miedo a la cárcel?
—No, ya que si te matara tomaría antes mis precauciones, y tu cadáver lo
destruiría con ácido sulfúrico.
—Sos un bárbaro... A propósito, yo tengo una memoria más floja: ¿pagaste en la
Azucarera?
—Sí.
—¿Quién te dio el dinero?
—Un rufián.
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—Tenes pocos amigos, pero buenos... Entonces, ¿a qué hora me vas a venir a
buscar mañana?
—A las ocho va ese hombre al comando... así es que...
—Mirá, no termino de creer que sea cierto, pero si Elsa está allá le voy a dar
tantos sopapos que te prevengo que tendrán que pasar muchos años para que se los
olvide.
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TRABAJO DE LA ANGUSTIA
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de la pieza a oscuras. Pedazos de antigua existencia, pero inconexos, pasaban como
empujados por un viento, ante mis ojos. Nunca llegué a explicarme el misterioso
mecanismo del recuerdo, que hace que en las circunstancias excepcionales de nuestra
vida, de pronto adquiera una importancia casi extraordinaria el detalle insignificante
y la imagen que durante años y años ha estado cubierta en nuestra memoria por el
presente de la vida. Ignorábamos que existían aquellas fotografías interiores y de
pronto el espeso velo que las cubre se rompe, y así, esa noche, en vez de pensar en
Barsut me dejé estar allí, en ese triste cuarto de pensión, en la actitud de un hombre
que espera la llegada de algo, de ese algo de que he hablado tantas veces, y que a mi
modo de ver debía darle un giro inesperado a mi vida, destruir por completo el
pasado, revelarme a mí mismo un hombre absolutamente distinto de lo que yo era.
«En realidad, el crimen no me preocupaba mucho, sino otra curiosidad: ¿de qué
forma me manifestaría después del crimen? ¿Sufriría remordimientos? ¿Enloquecería,
terminaría por irme a denunciar? ¿O sencillamente viviría como hasta el presente,
adolorido de esa impotencia singular que le daba a todos los actos de mi vida una
incoherencia que ahora usted dice son los síntomas de mi locura?
«Lo curioso es que a momentos sentía grandes impulsos de alegría, deseos de
reírme para simular un paroxismo de locura que no existía en mí; mas quebrantado el
impulso trataba de figurarme de qué forma lo secuestraríamos a Barsut. Estaba seguro
de que se defendería, pero el Astrólogo no era hombre de intervenir sin previsión en
una empresa. Otras veces me planteaba el problema mediante qué forma Barsut había
adivinado que la circular del Ministerio de Guerra estaba falsificada y me admiraba
de haber conseguido aquella perfecta presencia de espíritu, cuando volviendo hacia
mí la cara jabonada, dijo casi irónicamente:
«—Mirá qué curioso si la circular estuviera falsificada.
«En realidad él era un canalla, pero yo no le iba a la zaga; la diferencia quizá
consistiría en que él no experimentaba curiosidad por sus bajas pasiones como la
sentiría yo. Además, a mí no me importaba nada en aquellas circunstancias. Quizá
fuera yo el que lo matara, quizá fuera el Astrólogo, el caso es que había arrojado mi
vida a un recoveco monstruoso, en el que los demonios jugaban con mis sentidos
como con los dados metidos en un cubilete.
«Llegaban ruidos lejanos: el cansancio se infiltraba por mis articulaciones; a
momentos me parecía que la carne, como una esponja, chupaba el silencio y el
reposo. Ideas torvas se me ocurrían respecto a Elsa, un rencor taciturno me enrigecía
los músculos en los maxilares; hasta sentía la pena de mi pobre vida.
«Sin embargo, la única forma de rehabilitarme ante mí era asesinándolo a Barsut,
y de pronto me veía de pie junto a él; estaba atado con sogas gruesas y echado sobre
un montón de bolsas; de él sólo era nítido el verde perfil del ojo y la nariz pálida; yo
me inclinaba suavemente encima de su cuerpo, esgrimía un revólver, le apartaba
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dulcemente el cabello de las sienes y le decía en voz muy baja:
«—Vas a morir, canalla.
«Los bulto se estremecía, yo levantaba el revólver, apoyaba el caño en la piel
sobre la sien y nuevamente repetía en voz muy baja:
«—Vas a morir, canalla.
«Los brazos se removían bajo las gruesas ligaduras, era una desesperada faena de
huesos y de músculos espantados.
«—¿Te acordás, canalla, te acordás de las papas, de la ensalada volcada encima
de la mesa? ¿Tengo ahora esa cara de infeliz que te preocupaba?
«Mas intempestivamente sentía vergüenza de decirle esas villanías, y entonces le
decía, o no, no le decía nada, tomaba una bolsa y le cubría la cabeza: bajo la arpillera
tupida, la cabeza se removía furiosamente; yo trataba de apretarla contra el piso para
asegurar la eficacia del balazo y la posición segura del caño del revólver, y la
arpillera resbalaba sobre los cabellos y todos mis esfuerzos eran inútiles para domar
el coraje de esa fiera, que ahora resoplaba sordamente para escapar de la muerte. Si se
desvanecía este sueño, me imaginaba viajando por el archipiélago de la Malasia, a
bordo de un velero en el océano Indico; había cambiado de nombre, mascullaba
inglés, mi tristeza era quizá la misma, pero ahora tenía brazos fuertes, la mirada
serenísima; quizás en Borneo, quizás en Calcuta o más allá del mar Rojo, o al otro
lado de la Taiga, en Corea o en Manchuria, mi vida se reedificará».
Cierto es que ya no eran los sueños del inventor ni del nombre que descubría unos
rayos eléctricos, tan poderosos como para fundir moles de acero como si fueran
lentejas de cera, ni presidiría la mesa vidriada de la Liga de las Naciones.
En otros momentos el terror avanzaba en Erdosain: tenía la sensación de estar
engrilletado, la terrible civilización lo había metido dentro de un chaleco de fuerza
del que no se podía escapar. Veíase encadenado y con el traje de rayadillo, cruzando
lentamente en una columna presidiaría, entre médanos de nieve, hacía los bosques de
Ushuaia. El cielo estaba arriba blanco como una chapa de estaño.
Esta visión le enardeció; aciegado del furor lento, se levantó, caminando de una
parte a otra del cuarto, tenía intenciones de golpear las paredes con los puños, hubiera
querido horadar los muros con los huesos; luego se detuvo en la jamba de la puerta,
se cruzó de brazos, nuevamente la pena retrepó hasta su garganta, era inútil cuanto
hiciera, en su vida había una realidad ostensible, única, absoluta. El y los otros. Entre
él y los otros se interponía una distancia, era quizá la incomprensión de los demás, o
quizá su locura. De cualquier forma, no por eso era menos desdichado. Y nuevamente
el pasado se levantó por pedazos ante sus ojos; la verdad es que hubiera deseado
escaparse de sí mismo, abandonar definitivamente aquella vida que contenía su
cuerpo y que lo envenenaba.
¡Ah!, entrar a un mundo más nuevo con grandes caminos en los bosques, y donde
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el hedor de las fieras fuera más incomparablemente dulce que la horrible presencia
del hombre.
Y caminaba, quería extenuarlo a su cuerpo, agotarlo definitivamente, aplastarlo
por el cansancio hasta tal grado que le fuera imposible modular una sola idea.
5 Nota del Comentador: Posiblemente algún día escriba la historia de los diez días de Erdosain. Actualmente
me es imposible hacerlo, pues no entraría en este libro otro tan voluminoso como el que ocuparán las dichas
impresiones. Téngase en cuenta de que la presente memoria no ocupa nada más que tres días de actividades reales
de los personajes y que a pesar del espacio dispuesto no he podido dar sino ciertos estados subjetivos de los
protagonistas, cuya acción continuará en otro volumen que se llamará Los lanzallamas. En la segunda parte que
preparo y en la que Erdosain me dio abundantísimos datos, figuran sucesos extraordinarios como la «Prostituta
ciega», «Aventuras de Elsa», «El hombre en compañía de Jesús» y la «Fábrica de gases asfixiantes».
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EL SECUESTRO
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Tallos, pasteles de todos los verdes y árboles, creaban informes edificios
vegetales, crestados por penachos flexibles y bifurcados por laberintos de leñosidades
rojas. Esto bajo el aire que ondulaba suavemente, de forma tal, que esas fantásticas
construcciones del botánico azar parecían flotar en una atmósfera de oro, que tenía la
lucidez vitrea de un cristal cóncavo, reteniendo en su esfericidad el profundo hedor
de la tierra.
—Linda la mañana —dijo Barsut.
Y ya no hablaron más hasta llegar al frente de la quinta.
—Aquí es —dijo Erdosain.
Barsut dio un salto atrás y mirándolo con una agudeza increíble, exclamó:
—¿Y cómo sabes que es aquí, si no hay número?
Comentando más tarde esta incidencia, Erdosain decía:
«Puede afirmarse que hay un instinto del crimen, un instinto que le permite a uno
mentir instantáneamente sin temor a incurrir en contradicciones, un instinto que es
como el impulso de conservación y que en el momento más agudo de la lucha le
permite encontrar recursos de salvación casi inverosímiles».
Erdosain levantó la vista y con un aplomo inesperado para él y sorprendente
después, le contestó:
—Porque vine ayer a dar vueltas por acá. Quería ver si veía a Elsa.
Barsut lo miró dudando.
Hubiera afirmado que Erdosain mentía6, pero el amor propio le impedía
retroceder, y Erdosain llamando, golpeó fuertemente con las palmas de las manos.
Tapándole hasta la mitad del rostro el ancha ala de un sombrero de paja, y en
mangas de camisa, se detuvo frente al portón de alambre pintado de rojo el Hombre
que vio a la Partera.
—¿Está la señora? —preguntó Barsut.
Bromberg, sin contestar, corrió el cerrojo y abrió el portón: luego se internó en un
sendero que torcía hacia la casa entre el eucaliptal, y los dos hombres lo siguieron.
Repentinamente una voz gritó:
—¿Dónde van ustedes?
Barsut movió la cabeza. Bromberg giró sobre los talones, y como si se hubiera
roto algún resorte de su brazo, éste se alargó semejante a un rayo.
Barsut abrió la boca en un frenesí de aire, doblándose instantáneamente la parte
superior de su cuerpo. Iba a apretarse el estómago con las manos, pero el brazo de
Bromberg dilató el ángulo de otro golpe, y bajo el cross de mandíbula entrechocaron
los dientes de Barsut.
Cayó, y aplastado entre el pasto parecía estar muerto, con sus piernas encogidas y
los labios ligeramente entreabiertos.
Apareció el Astrólogo, y Bromberg, serio, casi triste, se inclinó sobre el caído.
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El Astrólogo lo tomó por la coyuntura de los brazos, con los dedos en garfio bajo
los sobacos, y en esta forma lo condujeron hasta la cochera abandonada. Erdosain
hizo correr sobre los rodillos el portalón pintado de color ocre, olor de pasto seco y
un torbellino de insectos escapó de la tarbea negra. Introdujeron al desvanecido hasta
un box: una gruesa cadena estaba asegurada a uno de los pilares por un candado.
El Astrólogo aseguró con el extremo de ésta por encima del tobillo, el pie de
Barsut, hizo varios nudos con los eslabones, luego lo aseguró con un candado,
rechinó éste al abrirse, y Erdosain, enderezándose sobre el caído, dijo mirándolo al
Astrólogo:
—¿Ha visto? La libreta de cheques no la tiene encima.
Eran las diez de la mañana. El Astrólogo miró el reloj y dijo:
—Tengo tiempo de tomar el rápido que llega a Rosario a las seis. ¿Quiere
acompañarme hasta Retiro?
—¿Cómo, va a Rosario?
—¿Y, si tengo que hacerle el telegrama a la dueña de la pensión? ¿Usted tiene el
número?
—Sí, todo.
—Es lo mejor para apoderarse del equipaje de Barsut sin despertar sospechas.
¿En la pensión no tiene nada más?
—Sí, el baúl y dos muletas.
—Perfectamente. Dejémonos de charlas y vamos al grano. A las seis estaré en
Rosario, le hago el telegrama a la vieja, usted se da una vuelta mañana a las diez y
haciéndose el zonzo pregunta si Barsut no llegó todavía a Rosario, y como yo no he
llegado, usted agrega que sabe que me han ofrecido un importante empleo, etc., etc.
¿Qué le parece?
—Muy bien.
*****
6 Nota del Comentador: En una conversación que Barsut mantuvo con el Astrólogo, dijo que la noche anterior
al secuestro había pensado en la posibilidad de una emboscada para asesinarlo, y que a último momento sólo le
impidió retroceder el amor propio.
La treta ideada por Erdosain y llevada a cabo por el Astrólogo tuvo éxito, y éste
resolvió que el día miércoles se llevara a cabo la primera reunión en la que se
conocerían los «jefes».
El día martes, a las cuatro de la tarde, Erdosain recibió la visita del Astrólogo,
quien le avisó que el miércoles de esa semana, a las nueve de la mañana, se reunirían
los jefes en Témperley.
El Astrólogo permaneció en compañía de Erdosain unos minutos, y cuando éste
bajaba la escalera, examinando sobresaltado su reloj, dijo a aquél:
—Caramba... son las cuatro, tengo que ir a un montón de sitios... lo espero
mañana a las nueve... ¡Ay! yo he pensado que el único que podía desempeñar el
puesto de Jefe de Industrias era usted. Bueno, mañana conversaremos... ¡Ah!, no se
olvide de presentar... mejor dicho, de prepararse un proyecto sobre turbinas
hidráulicas, un tipo para usina de montaña, sencillo. Sería para la colonia y los
trabajos de electrometalurgia.
—¿Cuántos kilowats?
—No sé... eso debe estudiarlo usted. Habrá hornos eléctricos... en fin, arrégleselas
usted. Además, ha llegado el Buscador de Oro, mañana él le dará detalles más
concretos. Prepárese para que no lo sorprenda el asunto. Diablo, se hace tarde... hasta
mañana... —arreglándose la chistera llamó a un chofer que pasaba y se acomodó en el
automóvil.
Al día siguiente, Erdosain, caminando por las veredas de Témperley, observaba
asombrado que hacía mucho tiempo que no gozaba de una emoción de sosiego
semejante.
Caminaba despacio. Aquellos túneles vegetales le daban la sensación de un
trabajo titánico y disforme. Miraba deleitado los senderos de grano rojo en los
parques, que avanzaban sus láminas escarlatas hasta los prados, manteles verdes
esmaltados de flores violáceas, amarillas y rojas. Y si levantaba los ojos, se
encontraba con aguanosos pozales en el cenit, que le producían un vértigo de caída,
pues de pronto el cielo desaparecía en sus pupilas y le dejaba en los ojos una negrura
de ceguera, aclarándose el pensamiento en un furtivo mariposeo de átomos de plata,
que a su vez se evaporaban, transformándose en terribles azulencos ásperos y secos,
ahora en lo alto, como cavernas de azul metileno. Y el placer que la mañana suscitaba
en él, el goce nuevo, soldaba los trozos de su personalidad, rota por los anteriores
sufrimientos del desastre, y sentía que su cuerpo estaba ágil para toda aventura.
—Augusto Remo Erdosain —tal como si pronunciar su nombre le produjera un
placer físico, que duplicaba la energía infiltrada en sus miembros por el movimiento.
Por las calles oblicuas, bajo los conos del sol, avanzaba sintiendo la potencia de
7 Nota del Comentador: En la segunda parte de esta obra daremos un extracto de la libreta de Barsut.
El Astrólogo continuó:
—Al principio, ese pensamiento me pareció una de las tantas estupideces que
abundan en sus divagaciones... Sin embargo, terminé por preguntarme
involuntariamente por qué el dinero puede convertir en dios a un hombre, y de pronto
me di cuenta que usted había descubierto una verdad esencial. ¿Y sabe cómo
comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna podía
comprar la suficiente cantidad de explosivo como para hacer saltar en pedazos un
planeta como la luna. Su postulado se justificaba.
—Ciertamente —rezongó Barsut, halagado en su fuero interno.
—Entonces me di cuenta que toda la antigüedad clásica, que los escritores de
todos los tiempos, salvo usted que había escrito esta verdad sin saber explotarla, no
habían concebido jamás que hombres como Ford, Rockefeller o Morgan fueran
capaces de destruir la luna... tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las
mitologías sólo pudieron atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba
de hecho un principio: el comienzo del reinado del superhombre.
Barsut volvió la cabeza para examinar el Astrólogo. Erdosain comprendió que
éste hablaba seriamente.
—Ahora bien, cuando llegué a la conclusión de que Morgan, Rockefeller y Ford
eran por el poder que les confería el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la
revolución social sería imposible sobre la tierra porque un Rockefeller o un Morgan
podían destruir con un solo gesto una raza, como usted en su jardín un nido de
hormigas.
—Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.
—¿El coraje? Yo me pregunté si era posible que un dios renunciara a sus
poderes... Me pregunté si un rey del cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar
de sus flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di cuenta que para
privarse de ese fabuloso mundo había que tener la espiritualidad de un Buda o de un
Cristo... y que ellos, los dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían
jamás su exacción. En consecuencia, tendría que acontecer algo enorme.
—No lo veo... Yo escribí ese pensamiento guiado por otros móviles.
—Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad, las multitudes de las enormes
tierras han perdido la religión. No me refiero a la católica. Me refiero a todo credo
teológico. Entonces los hombres van a decir: «¿Para qué queremos la vida?...» Nadie
tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha
cercenado toda fe. Y en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre
la tierra una peste incurable... la peste del suicidio... ¿Se imagina usted un mundo de
gentes furiosas, de cráneo seco, moviéndose en los subterráneos de las gigantescas
Y leyó:
«Cada pupila abona 14 pesos por semana en concepto de gastos de comida y tiene
que comprar en la casa, la yerba, azúcar, kerosene, velas, medias, polvos, jabón y
perfumes.»
«Fuera de todos gastos podemos contar con una entrada mínima de dos mil
quinientos pesos por mes. En cuatro meses hemos recuperado el capital invertido.
Con el cincuenta por ciento de las entradas líquidas instalaremos otros lenocinios, el
veinticinco por ciento será destinado a cubrir las deudas, y la otra tercera parte se
destinará al sostenimiento de las células. ¿Se autoriza el gasto de diez mil pesos o
no?»
Todos inclinaron la cabeza aprobando, menos el Buscador de Oro, que dijo:
—¿Quién es el revisor de cuentas?
—Se elegirá terminado todo.
—De acuerdo.
—¿Usted también, Mayor?
—Sí.
Erdosain levantó la cabeza y miró el pálido semblante del pseudo-sargento, cuyos
ojos aviesos se habían detenido en una mariposa blanca que movía sus alas en lo
verde, y esta vez no pudo menos que decirse cómo era posible que el Astrólogo
moviera tales comediantes. Pero el Astrólogo lo interpretaba:
—Usted, señor Erdosain, ¿cuánto necesita para instalar el taller de
galvanoplastia?
—Mil pesos.
—¡Ah! ¿Usted es el inventor de la rosa de cobre? —le dijo el Mayor.
—Sí.
—Lo felicito. Yo creo que la venta tendrá éxito. Naturalmente hay que metalizar
flores en gran cantidad.
—Así, es. Yo he pensado agregar el ramo de fotografía. Salvaría los gastos del
taller.
—Eso queda a su criterio.
8 Nota del Comentador: Esta novela fue escrita en los años 28 y 29 y editada por la editorial Rosso en el mes
de octubre de 1929. Sería irrisorio entonces creer que las manifestaciones del Mayor han sido sugeridas por el
movimiento revolucionario del 6 de setiembre de 1930. Indudablemente, resulta curioso que las declaraciones de
los revolucionarios del 6 de setiembre coincidan con tanta exactitud con aquellas que hace el Mayor y cuyo
desarrollo confirman numerosos sucesos acaecidos después del 6 de setiembre.
9 Nota del Comentador: Más tarde se comprobó que el Mayor no era un jefe apócrifo, sino auténtico, y que
mintió al decir que estaba representando una comedia.
Después que salió Haffner, Erdosain, que tenía deseos de conversar con el
Buscador de Oro, se despidió del Astrólogo y el Mayor. Erdosain se encontraba
nuevamente inquieto. Antes de retirarse, e! Astrólogo le dijo en un aparte:
—No falte mañana a las 9, hay que cobrar el cheque.
Se había olvidado de «aquello». De pronto Erdosain miró en derredor como
aturdido por un golpe. Necesitaba conversar con alguien; olvidarse de la negra
obligación que ahora aceleraba los latidos de sus venas, bajo el ardiente sol del
mediodía.
El Buscador de Oro le fue simpático. Por eso se acercó a él y le dijo:
—¿Quiere usted acompañarme? Quisiera conversar con usted de «allá abajo».
El otro lo observó con sus ojillos chispeantes, y luego dijo:
—Cómo no. Encantado. Usted me ha sido muy simpático.
—Gracias.
—Sobre todo por lo que me ha dicho de usted el Astrólogo. ¿Sabe que es
formidable su proyecto de hacer la revolución social con bacilos de peste?
Erdosain levantó los ojos. Le humillaban casi esos elogios. ¿Era posible que
alguien le diera importancia a las teorías que pensaba?
El Buscador de Oro insistió:
—Eso y los gases asfixiantes es admirable. ¿Se da cuenta? ¡Dejar un botellón de
acero en el Departamento de Policía, a la hora que está ese bandido de Santiago!
¡Envenenarlos a todos los «tiras» como ratas! —Y lanzó una carcajada tan estentórea
que tres pájaros se desprendieron en un gran vuelo de arco de un limonero—. Sí,
amigo Erdosain, usted es un coloso. Peste y cloro. ¿Sabe que revolucionaremos esta
ciudad? Ya me lo imagino ese día, los comerciantes saliendo como vizcachas
asustadas de sus madrigueras y nosotros limpiando de inmundicia el planeta con una
ametralladora. Doscientos cincuenta tiros por minuto. Una papa.
Y después cortinas de cloro o de fosgeno... ¡Ah!, habría que publicar en los
diarios sus proyectos, créame...
Erdosain interrumpió el panegírico con esta pregunta:
—¿Así que usted encontró el oro, no?... el oro...
—Supongo que no creerá en esa novela de los «placeres».
—¿Cómo novela? ¿Así que el oro...?
—Existe, claro que existe... pero hay que encontrarlo.
Tan profunda era la decepción de Erdosain, que el Buscador de Oro agregó:
—Vea, hermano... yo hablé con usted porque el Astrólogo me dijo que podía
hacerlo.
—Sí, pero yo creía...
Ese mismo día, poco antes de llegar Erdosain al último tramo de la escalera en
caracol, distinguió, detenida en el rellano, a una señora envuelta en un abrigo de lutre
y toca verde, que conversaba con la patrona de la pensión. Un «ahí viene» le hizo
comprender que era a él a quien esperaban, y al detenerse en el pasillo, la
desconocida, volviendo el rostro, ligeramente pecoso, le dijo:
—¿Usted es el señor Erdosain?
—¿Dónde he visto esta cara? —se preguntó Erdosain al responder
afirmativamente a la desconocida, que entonces se presentó:
—Soy la esposa del señor Ergueta.
—¡Ah! ¿Usted es la Coja! —mas súbitamente, avergonzado de la inconveniencia
que asombró a la patrona hasta hacerle mirar los pies a la desconocida, Erdosain se
disculpó:
—Perdón, estoy aturdido... Usted comprende, no esperaba... ¿quiere pasar?
Antes de abrir la puerta de su habitación, Erdosain volvió a disculparse por el
desorden que encontraría en ella la visita, e Hipólita, sonriendo irónicamente, le
replicó:
—Está bien, señor.
Sin embargo a Erdosain le irritaba la mirada fría que filtraba las transparentes
pupilas verdegrises de la mujer. Y pensó:
—Debe ser una perversa —pues había reparado que bajo la toca verde, el cabello
rojo de Hipólita se alisaba a lo largo de las sientes en dos lisos bandos que cubrían la
punta de sus orejas. Volvió a observar sus pestañas fijas y rojas y los labios que
parecían inflamados en la sonrojada morbidez del rostro pecoso. Y se dijo: —¡Qué
distinta a la de la fotografía!
Ella, detenida ante él, le observaba como diciéndose:
—Este es el hombre —y él, inmediato a la mujer, sentía su presencia sin
comprenderla, como si ella no existiera o estuviera distante de él por muchas leguas
del rumbo interior. Sin embargo, estaba allí y era preciso decir algo, y no
ocurriéndosele otra cosa, dijo, después de encender la luz y ofrecerle una silla a la
señora, ocupando él el sofá:
—¿Así que usted es la esposa de Ergueta? Muy bien.
No terminaba de comprender qué es lo que hacía esa vida implantada de pronto
en su desconcierto. Le soliviantaba el alma una ráfaga de curiosidad, pero hubiera
querido estar de otro modo, sentirse familiar al semblante de la mujer, cuyas ovaladas
líneas tenían algo de rojo del cobre, como esos rayos de sol de lluvia, que en los
cuadros de santos brotan en mil haces de entre un pináculo de nubes. Y se decía:
—Yo estoy aquí, pero mi alma, ¿dónde está? —Y tornó a decir—: ¿Así que usted
A las dos de la madrugada, aun andaba Erdosain entre murallas de viento, por las
calles del centro, en busca de un lenocinio.
Un rumor sordo jadeaba en sus orejas, mas siguiendo el frenesí del instinto
caminaba a la sombra que las altas fachadas arrojaban hasta el afirmado. Una tristeza
horrible estaba en él. En ese momento no tenía rumbos.
Sonámbulo, marchaba, con los ojos inmóviles en las flechas niqueladas que en los
cascos de los vigilantes hacían relucir en las bocacalles los cilindros de luz que caían
de los arcos voltaicos... Un impulso extraordinario arrojaba su cuerpo a en largos
pasos... Así venía Plaza Mayo, y ahora, por Cangallo, dejaba atrás la estación del
Once.
Una tristeza horrible estaba en él.
Su pensamiento, inmóvil en un hecho, repetía:
—Es inútil, soy un asesino —mas, de pronto, al aparecer el cubo rojo o amarillo
del zaguán de un lenocinio, se detenía, vacilaba un instante bañado por la neblina
rojiza o amarillenta, luego, diciéndose—: Será en otro —continuaba su camino.
Silencioso, a su lado, rodaba un automóvil en la veloz desaparición, y Erdosain
pensaba en la dicha que no tendría nunca y en su juventud perdida, y su sombra se
adelantaba rápidamente en las baldosas, luego perdía longitud, e, iniciándose
pisoteada, brincaba sobre sus espaldas u oscilaba en la reja brillosa de una
alcantarilla... Mas su angustia se hacía a cada instante más pesada, como si fuera una
masa de agua, fatigando con una marea la verticalidad de sus miembros. A pesar de
esto, Erdosain se imaginaba que, por beneficio de su providencia, había entrado a un
prostíbulo singular.
La regenta le abría la puerta del dormitorio, él se arrojaba vestido encima del
lecho... en un rincón hervía el agua de una olla sobre el quemador de kerosene...
súbitamente entraba la pupila semidesnuda... y deteniéndose asombrada de un motivo
que sólo él y ella conocían, la ramera exclamaba:
—¡Ah! ¿sos vos?... ¡vos!... ¡por fin viniste!...
Erdosain le respondía:
—Sí, soy yo... ¡Ah, si supieras cuánto te he buscado!
Mas como esto era imposible que aconteciera, su tristeza rebotaba como pelota de
plomo en una muralla de goma. Y bien sabía que siempre sus anhelos de ser
súbitamente compadecido, por una ramera desconocida, serían durante el
desenvolverse de los días, ineficaces como esa pelota, para horadar la vida espesa.
Nuevamente se repitió:
—¡Ah! ¿sos vos? vos... ¡Ah! por fin viniste, mi triste amor... —pero todo era
inútil, él no encontraría jamás esa mujer, y una energía despiadada, de desesperación,
11 Nota del Comentador: Diríale más tarde Hipólita al Astrólogo: «Me arrodillé frente a Erdosain, en el
momento en que se me ocurrió la idea de extorsionarlo a usted, aprovechando la confesión del proyecto del
Semi incorporado en un sofá, con los brazos cruzados y la galera echada sobre la
frente, el Astrólogo meditaba esa noche sus preocupaciones, en la oscuridad del
escritorio. La lluvia batía en los cristales de la ventana, pero no la escuchaba
ensimismado en numerosos proyectos. Además, le ocurría algo extraño.
La proximidad del crimen a cometer aceleraba en el espacio de tiempo normal
otro tiempo particular. Recibía así la sensación de existir sensibilizado en dos
tiempos. Uno natural a todos los estados de la vida normal, otro fugacísimo y pesado
en los latidos de su corazón, escapándose entre sus dedos trabados por la meditación
como el agua de un cesto.
Y el Astrólogo, retenido dentro del tiempo del reloj, sentía deslizarse en su
cerebro el otro tiempo rapidísimo e interminable que como una película
cinematográfica, al deslizarse vertiginosamente, hería con las imágenes que
aparejaba, su sensibilidad, de un modo impreciso y fatigante, ya que antes de percibir
con claridad una idea ésta había desaparecido para ser substituida por otra. Tal que,
cuando miraba el reloj encendiendo un fósforo, comprobaba que el tiempo
transcurrido era de minutos, mientras que en su entendimiento esos minutos
mecánicos, acelerados por su ansiedad, tenían otra longitud que ningún reloj podía
medir.
Sensación que lo retenía en la oscuridad, a la expectativa. Comprendía que
cualquier error cometido en dicho estado podría serle fatal más tarde.
El asesinato del hombre Barsut no le preocupaba mayormente, sino las
precauciones que debía tomar para que ese hecho no adquiriera importancia indebida.
Y aunque pretendía preparar una coartada, ello era dificultoso. Tenía la sensación de
que el que así cavilaba en las tinieblas no era él, sino que estaba contemplando a su
doble, un doble forjado de emoción y que tenía su apariencia exacta, con la cara
romboidal, brazos cruzados y la galera echada sobre la frente. Sin embargo, no podía
darse cuenta de qué naturaleza eran los pensamientos de ese doble tan íntimamente
ligado a él y tan distante de su comprensión. Porque juzgaba que su sentimiento de
existir era en aquellos instante más efectivo que la existencia de su cuerpo. Mas tarde,
explicando dicho fenómeno, dijo que era la conciencia de la distinta velocidad del
tiempo que duraban sus emociones, dentro del otro tiempo mecánico, como aquellos
que dicen «aquel minuto me pareció un siglo».
Imposibilidad de pensar que no dejaba de ser importante, ya que se trataba de
quitarle la vida a un hombre, paralizar la circulación de sus cinco litros de sangre,
enfriar todas sus células, borrarlo de la vida como una mancha de un papel blanco
eliminando todo rastro en la superficie. Como tan grave problema no se apartaba del
Astrólogo, éste sentíase dentro del tiempo mecánico del reloj, el hombre físico,
Erdosain permaneció a los pies de la Coja quizá una hora. Las anteriores
emociones se disolvían en su actual modorra. Sentíase extraño a todo lo ocurrido en
el transcurso del día. La angustia y la malevolencia se endurecían en su pecho como
el fango bajo el sol. Permanecía, sin embargo, inmóvil, sometido al poder de la
somnolencia oscura que se desprendía de su cansancio. Pero su frente se arrugaba. Y
a través de la niebla y de la oscuridad crecía su otra desesperación, el temor sin
esperanza de verse perdido como un fantasma a la orilla de un dique de granito. Las
aguas grises trazaban franjas de distinta altura que corrían en opuesta dirección.
Chalupas de hierro llevaban borrosas gentes hacia remotos emporios. Habían allí,
además, una mujer acicalada como una cocotte, con un barboquejo de diamantes y
que apoyaba los codos en la mesa de una taberna y se apretaba las mejillas entre los
dedos enjoyados. Y mientras ella hablaba, Erdosain se rascaba la punta de la nariz.
Mas como esta actitud no era explicable, Erdosain recordó que habían aparecido
cuatro mocitas con el vestido hasta las rodillas y el pelo amarillo desgreñado en torno
de sus caras caballunas. Y las cuatro mocitas, al pasar a su lado, alargaron un platillo.
Fue entonces cuando Erdosain se preguntó: «¿Es posible que puedan alimentarse
haciendo sólo eso?» Entonces la estrella, la cocotte, que bajo la barbilla tenía una
papada de brillantes, le respondió que sí, que las cuatro mocitas vivían limosneando,
y comenzó a hablar de un príncipe ruso, con su voz más femenina, cuyo género de
vida, aunque ella trataba de aparejarlo, no condecía con el que llevaba las cuatro
mocitas. Y recientemente entonces Erdosain pudo explicarse satisfactoriamente por
qué razón se rascaba la punta de la nariz mientras la preciosa hablaba.
Mas su tristeza creció cuando vio la silenciosa gente, volver la cabeza, subir a los
vagones de un convoy largo, que tenía todas las persianas bajas. Nadie preguntaba
por itinerarios ni estaciones. A veinte pasos de allí, un desierto de polvo extendía su
confín oscuro. No se divisaba la locomotora, pero sí escuchó el doloroso rechinar de
las cadenas al aflojarse los frenos. Podía correr, el tren se deslizaba despacio,
alcanzarlo, trepar por la escalerilla y quedarse un instante en la plataforma del último
vagón, viendo cómo el convoy adquiría velocidad. Erdosain estaba aún a tiempo para
alejarse de esa soledad gris sin ciudades oscuras... pero inmovilizado por su enorme
angustia, quedóse allí mirando con un sollozo detenido en la garganta, el último
vagón con las ventanillas rigurosamente cerradas.
Cuando lo vio entrar en la curva de los entrerrieles que cubría la muralla de
niebla, comprendió que se había quedado sólo para siempre en el desierto de ceniza,
que el tren no retornaría jamás, que siempre continuaría deslizándose taciturno, con
todas las persianas de sus vagones estrictamente cerradas.
Lentamente retiró el rostro de las rodillas de Hipólita. Había dejado de llover. Sus
12 Nota del Comentador: La simulación del asesinato de Barsut fue resuelta por el Astrólogo, a última hora, y
después de un largo coloquio con aquél.
13 Los personajes de esta novela continúan su accionar en la obra «Los lanzallamas».