La Brujula Del Peregrino Pedro Terron
La Brujula Del Peregrino Pedro Terron
La Brujula Del Peregrino Pedro Terron
Calixti
3
Título original: La brújula del peregrino
Pedro Terrón, 2006
Revisión: 1.0
Agradecimientos
l rastro de siete estrellas de fuego me condujo hacia la Feria del Libro de Madrid. Allí conocí
E Kalixti. Allí conocí a Pedro Terrón, quien en el rincón de una caseta blanca, atendía a los
aficionados de la saga con un cariñoso desparpajo que con el tiempo he descubierto es «marca
de la casa».
Conectamos enseguida. Me habló del proyecto y, generosamente, me obsequió los dos primeros
volúmenes de su obra.
Así empezó todo.
Descubrí entonces a un narrador nato, jovial y preciso. Hallé a un fabulador, a un hacedor de
vidas e historias que es capaz de tallar una saga diferente a las conocidas hasta ahora. Una saga en
donde la lucha incesante del bien y del mal está en el centro de uno mismo, donde la búsqueda de la
identidad nos lleva hacia la felicidad esquiva y la amistad heroica.
El primer libro de esta colección, La ciudad perdida, emerge como una luz que titila en medio de
la noche de la Humanidad, esa noche que sigue soplando a pesar de los siglos y el progreso
científico de nuestra civilización.
En La llave del amanecer, segunda entrega de Kalixti, Pedro Terrón se viste con la piel de
Dámeris, su hermosa heroína, para regalarnos aventura, misterio, romance dentro de las exóticas
tierras de Sudamérica.
Esta vez es el turno de La brújula del peregrino, novela que apenas terminé de leer me impulsó a
conversar con Pedro para sumar esfuerzos en esta edición y desvelar así, el celoso secreto que
encierra.
Creo que ha llegado el momento de hacerlo.
La búsqueda de las estrellas continúa. Y con ella, la historia de dos almas gemelas más allá del
tiempo, salpicada de hallazgos arqueológicos, citas clandestinas, locuras temporales y viajes a
civilizaciones remotas. Encontrarás a tus amigos como si acabases de cruzártelos ayer: Runy,
Dámeris, Miros Tolsen, Jorge, Sirion, Yarami… Personajes llenos de encanto que se enfrentan a su
imprevisible destino con el coraje de los héroes imperecederos.
La «nueva vieja vida» de Runy, rescatada de su más lejano y turbulento pasado, es una aventura
apasionante. En ella, el muchacho impulsivo se convierte en un hombre entero; y el príncipe
orgulloso aprende al fin a ser rey. Con la habilidad de un narrador maduro y el respeto de un sencillo
aprendiz, Pedro nos invita a acompañar a Runy, convertido esta vez en el príncipe Kasim, para
enfrentarnos con él a la amenaza de un enemigo invisible, al laberinto de una selva impenetrable, a la
sabiduría de los viejos reyes, al amargo sabor de la venganza o a la prueba más difícil de todas: el
amor verdadero.
Prepárate para este fascinante viaje al pasado —cita ineludible en todas las novelas de la saga
—, que ayuda a Runy y sus amigos a comprender el misterio del presente, el riesgo que amenaza a
nuestra civilización y el poder curativo de las estrellas.
En definitiva, Kalixti en estado puro.
Santos Rodríguez, Editor.
SIGLO IV DE NUESTRA ERA
ace meses que no nos vemos y, después de tanto tiempo, aún no sé cómo encabezar este
H e-mail: ¿Querido Runy? ¿Querido Anur? ¿Querido Enuros? ¿Cuántos nombres más te
pertenecen y te esperan ocultos en tus vidas pasadas?
Quizá nunca tengamos la oportunidad de saberlo, aunque el camino de estrellas que parece
extenderse ante nosotros apenas si acaba de empezar. Lo que sí puedo decirte es que, después de que
nos despidiéramos, regresé a Orlando, al museo y a John, pero nada volvió a ser como lo recordaba.
Por una parte, el miedo a que Chalmu[1] volviera para acabar conmigo tardó bastante tiempo en
disiparse. Y por otra, la disciplina arqueológica convencional me resultaba ahora torpe, casi pueril.
Y aunque mis nuevos conocimientos abrían infinitas posibilidades de investigación, no podía
compartir los más relevantes con nadie sin ser tachada de loca o de farsante. A pesar de todo, podría
decirse que, en líneas generales, mi vida se parece otra vez bastante a la que fue antes de conocernos.
Ya sabes, trabajo de archivo, becas de investigación, ciclos de conferencias y sencillas veladas
caseras. De ahí que me haya decidido por fin a escribirte, refugiada en el salón de máscaras dónde
una vez se rompió aquella que me condujo hasta ti.
Hace un par de semanas, visité a mis padres en Nueva York y hablamos de cómo me iban las
cosas desde que no nos veíamos. Ya puedes suponer que omití la mayoría de mis descubrimientos
más recientes en el campo de la historia y la arqueología, así que lo más interesante de nuestro
encuentro fue lo que ellos me contaron. Te parecerá increíble, pero mis padres escogieron la
Polinesia para celebrar su luna de miel y viajaron por Bora Bora y Tahití hasta la tierra que allí
llaman el «Sur». ¿No lo adivinas? Me estoy refiriendo al reino de Tonga, la tierra de mis primeros
antepasados. Imagino que he conseguido sorprenderte, mi viejo amigo español. Pues espera y sigue
leyendo. Recorrieron el archipiélago, que hace 25 años era aún más hermoso y salvaje, y allí
escucharon la leyenda de Dámeris, la princesa elegida para viajar al cielo a lomos de un león alado.
El nombre les gustó tanto que decidieron ponérselo a su primera hija. Por eso me llamo Dámeris,
igual que la primera vez que nos vimos en nuestra existencia más remota, cuando tú eras un noble
tartesio demasiado fogoso y yo la voluntaria de Tongatapu.
Te confieso que, a veces, me despierto en mitad de la noche con la desagradable sensación de
haber estado colgada de una cuerda sobre una poza llena de cocodrilos hambrientos. Y aunque
enseguida me doy cuenta de que sólo ha sido una pesadilla, tampoco puedo olvidar que el incidente
sucedió de verdad. Pero no todos los sueños relacionados con Kalixti son terribles. En ocasiones,
recuerdo el momento en que descendimos al fondo del mar y rescatamos la Llave del Amanecer entre
los restos de un galeón olvidado o evoco la calidez de tu sonrisa al recuperar las Copas con Alma. Y
en todo momento siento el poder de la estrella que escondimos juntos en el corazón de la selva para
encontrarla tres siglos después.
Durante mucho tiempo, las experiencias vividas aquellos días han ocupado mi mente y
transformado mi percepción del mundo. En el fondo, como sucede siempre que una zona de sombras
—del pasado de la Humanidad o de uno mismo— se ilumina de pronto, apenas obtuve respuestas
pero sí infinidad de preguntas. Pues, hasta donde yo sé, la mayoría de los voluntarios del proyecto
Amarkún desconocen aún su verdadera condición, e incluso que su vida no comienza en su último
nacimiento, sino hace miles de años, antes de que Erkos se hundiera bajo las aguas del Atlántico.
Pero Sirion sabe quiénes son y dónde se encuentran hoy, los protege con vuestra ayuda y aguarda el
momento en que los conducirá a Kalixti para hablarles de la misión que emprendimos juntos en la
antigüedad.
Si esto es así y cada vez que uno de nosotros vuelve a nacer, en otro lugar y con otro cuerpo, lo
hace sin ningún recuerdo de sus vidas anteriores, ¿cómo supo Sirion en esta vida que él era aquel
joven maestro de la primera Hermandad de las Estrellas? ¿Acaso los kalixtinos gozan de la facultad
de recordar sin ayuda sus existencias pasadas o son capaces de controlar la reencarnación? ¿Ha
estado Sirion esperándonos desde el principio, preguntándose durante generaciones cuándo
reaparecerían las estrellas solares y los voluntarios de la Hermandad?
¿O sólo esta vez, por circunstancias que soy incapaz de imaginar, Sirion descubrió como el resto
de nosotros quién era realmente y qué papel jugaba en esta historia increíble?
¿Y Zoten? Si también ha vuelto a reencarnarse ¿cómo alcanzó a conocer su verdadero origen?
¿Cómo entró en contacto en el presente con quiénes la secundaban en aquella empresa que provocó el
hundimiento de la Atlántida? ¿Existe otro modo de evocar vidas anteriores aparte del sillón de
Kalixti que tú y yo conocemos? ¿Por qué Zoten permanece en la sombra? ¿Dónde están ahora Chalmu
y los hombres oscuros?
Preguntas. Demasiadas preguntas para las que apenas tengo ninguna respuesta. De un modo u
otro, hay una cosa de la que sí estoy segura: todo lo que nos sucede tiene su significado. Y el
significado último hay que buscarlo donde todo empezó: acudimos a Kalixti por primera vez desde
los lugares más apartados de la Tierra, para convertirnos en depositarios de un poder que cambiaría
el curso de la Historia. Quisieron comprobar que éramos dignos de semejante responsabilidad
sometiéndonos al juego de las siete puertas. Y todos conseguimos salir airosos al primer intento.
Todos menos tú.
He llegado a la conclusión de que, si no superaste las pruebas cuando lo hicimos los demás, fue
porque algo importante, perdido en el transcurso de los siglos, debía regresar contigo al presente.
Los individuos se reencarnan, es cierto, pero cada vez que esto sucede sus antiguos objetos
personales se quedan atrás, luego se dispersan y finalmente desaparecen. Por eso, al visitar el
Templo en esta vida, eres el único de los voluntarios que hoy conserva el objeto que cada uno de
nosotros obtuvo al pasar aquellas pruebas: el medallón de Karnú.
De los demás, ninguno está en condiciones de saber qué habrá sido de su propio medallón. Pero
tú tienes el tuyo, imagino que escondido en algún cajón de tu casa de Ibiza. Eso me ratifica en la idea
de que el final de nuestra aventura tendrá lugar en ESTA vida. Y me pregunto una y otra vez qué
peligro nos ayudará a sortear esa extraña pieza en esta extraña partida de ajedrez. En cualquier caso,
te ruego que no te pongas en contacto conmigo. Por mucho que me guste pensar que esto pueda
suceder, me basta con saber que en cualquier momento, tarde o temprano, sucederá. Y no creo
necesario ni sensato anticiparnos a los acontecimientos. Porque he oído decir infinidad de veces que
nuestro destino está escrito en las estrellas, pero nunca lo había creído… hasta ahora.
Fdo. Tu alma gemela.
IBIZA. FINALES DE FEBRERO DE 2005
entado frente a mi abarrotada mesa de trabajo, medito por enésima vez cómo voy a superar el
S mal bache que estoy atravesando. Aunque tratarlo como bache suena a eufemismo: socavón
sería el término más apropiado.
Mirando sin ver, ignorando las letras e imágenes de la pantalla encendida del ordenador portátil,
la mente se devana en hallar soluciones para la crisis generalizada que atenaza mi vida. Lástima que
la nave industrial donde decidí refugiarme no potencie precisamente la inspiración.
Más allá del despacho me rodean válvulas, reguladores, manómetros y un sinfín de cachivaches.
Muchas piezas alrededor, que con su silencio acentúan un sentimiento difícil de soportar: me siento
solo, muy solo.
Ni siquiera la fiel presencia de Sulituán, mi incombustible submarino amarillo, logra paliar la
embriagadora sensación de soledad. En estos momentos únicamente siento la compañía de una
maleza de ideas dispersas agolpándose en el aire irrespirable de mi cabeza y del cerrado edificio.
Mucho antes de que sonara el despertador puse los pies en el suelo, no podía seguir por más
tiempo en la cama. Le dije a Mónica, mi mujer, que ciertos asuntos pendientes requerían un tiempo de
reflexión y vine hasta aquí para tratar de vislumbrar el rumbo correcto. Aquí, en mi segunda casa, en
mi pequeño reino, en mi Valhalla como diría un guerrero vikingo.
No seré vikingo pero sigo siendo el guerrero de siempre. Aunque me siento un Runy distinto de
aquel Rafael Ulloa Navas del Yelmo que un buen día, pronto hará cuatro años, se cruzó con un objeto
luminoso que cambió su vida. En verdad no sé si fue aquella joya, aquella estrella de siete puntas la
que me transformó. Quizás fuese todo lo que se ocultaba tras su intenso brillo: sus otras seis
hermanas, las siete puertas, los siete voluntarios, el Proyecto Amarkún, la ciudad perdida, los
kalixtinos, las reencarnaciones y, como no, los ojos más verdes del mundo.
Lo cierto es que ya no soy él mismo. Soy la suma de todos los que fui en el pasado. De los que
conozco y de los que me quedan por conocer. Siempre y cuando mis múltiples problemas financieros
no acaben antes conmigo.
Sin paños calientes: estoy arruinado. Lo cual, para mi desgracia, empieza a ser más habitual de lo
que quisiera. Los apuros económicos se presentaron de improviso. Durante el 2004 gané bastante
dinero organizando viajes por el fondo del mar para los turistas, pero todo se truncó cuando una
señora, al descender por la escalerilla de acceso al submarino, cayó al suelo y sufrió una fractura en
el tobillo.
Luego vino la denuncia, el seguro, la inspección y… el cierre temporal. Nos clausuraron el
negocio por falta de seguridad y exigieron una serie de medidas complicadas y caras que deberían
adoptarse en un plazo determinado.
Necesitábamos una solución inmediata. Varado Sulituán, hacían lo propio con nuestra fuente de
ingresos. Pero el tiempo pasaba y la solución se demoró mucho más de lo previsto. Presentamos un
sinfín de recursos y alegaciones pero no hubo forma de acelerar las cosas. Y cuando prácticamente
se habían resuelto las modificaciones exigidas, vino lo peor. Nuestro cliente más importante —la
cadena de agencias de viaje— llegó a un acuerdo con otra empresa de rutas submarinas y ocurrió lo
inevitable: decidieron rescindir el contrato que manteníamos con ellos. Ese golpe fue tan directo a
nuestra línea de flotación como el crochet al hígado del boxeador. Nos dejó doblados. Hundidos.
Con todo el dolor de mi corazón, tuve que despedir al excelente equipo que había formado,
incluyendo a mi amigo Jorge, a la sufrida Mónica e incluso a mí mismo. Lo dicho, la ruina total.
Y no acabaron ahí las desgracias. La situación empeoró de tal forma que el banco empezó a
perseguirnos, a reclamar las cantidades pendientes de los dos créditos concedidos. Llegó un
momento tan desagradable que incluso devolvieron los recibos domiciliados. La luz, el teléfono, el
gas… Todas las compañías querían cobrar bajo amenazas de que nos iban a cortar el suministro. Ni
Mónica ni yo teníamos trabajo. Al tener que realizar las modificaciones al submarino y cortarse el
flujo de dinero tan de golpe, el pequeño capital del que disponíamos, ese que ahorramos con tanto
esfuerzo, se evaporó ante nuestras empobrecidas narices casi en un abrir y cerrar de ojos.
No quise plantear el problema a mis padres porque sabía el resultado y sus consecuencias. Una
nueva suma a mí ya abultado saldo deudor y otra, más sentida, en su saldo de preocupaciones. Y
ninguno de ellos se merece sufrir por mí. No tienen la culpa de tener un hijo al que le gusta pisar en
todos los charcos.
Fue entonces cuando recurrí a mi amigo, ángel de la guarda, hermano y, ahora, socio financiero:
Miros Tolsen, que pudo prestarme lo justo para ayudarme a tapar los agujeros más urgentes.
Aunque la situación dejó de ser dramática, los problemas no han desaparecido. Hay que seguir
adelante y el negocio no ha levantado cabeza. Pero no es ésta mi única preocupación. Mi vida
sentimental ha sufrido tanto o más que la económica. Con Mónica estoy viviendo los días más
difíciles desde que nos conocemos. De un tiempo a esta parte, igual que el efecto de un dañino virus,
todo lo que nos rodea se ha contagiado de un caos difícil de controlar. La incertidumbre, la
necesidad y la rutina, entre otros males, han conseguido desgastar nuestra relación de un modo
alarmante.
Hasta que nos casamos, ella había vivido con comodidad. Sus padres tienen buenos trabajos y
jamás pasó apuros. La dura presión de la ruina está resultando una prueba demasiado severa para sus
jóvenes espaldas. Y más aún con la responsabilidad de sacar adelante a un hijo de tres años, nuestro
pequeño Alberto. Ahora que mi mente divaga a vueltas con estos pensamientos, recuerdo algunos
comentarios del maestro Sirion. Según él, todo lo que nos ocurre en la vida tiene su razón de ser.
Muchas pruebas son difíciles de superar y es precisamente en su dificultad donde se esconde el
verdadero aprendizaje. Lo importante es tener valor para enfrentarse a ellas.
Quizá sería conveniente que Mónica conociese al sabio kalixtino. Aunque, pensándolo mejor,
sólo le faltaba eso. Descubrir que su marido esconde una doble vida de aspirante a superhéroe,
además de codearse con familiaridad con seres extraterrestres, ya sería el remate.
Atrapado entre las gruesas y persistentes redes de mis cavilaciones, un simple sonido logra
devolverme a la frescura de la mente en blanco. El ordenador emite un pitido indicando que acaba de
llegar un nuevo correo electrónico. Conecté el portátil a Internet porque aguardo, como agua de
mayo, el e-mail de una empresa francesa interesada en comprar el submarino. Una decisión tan
amarga como necesaria y terriblemente dura de tomar. Tendrá el alma llena de tuberías y su piel
metálica resaltará pintada de un amarillo escandaloso, pero ese sumergible es mucho más que un
transporte, mucho más que un negocio: es un trozo de mi vida.
Aunque, en estos momentos, por muy doloroso que resulte, no puedo sucumbir ante
sentimentalismos. Preciso venderlo para poder recuperarme.
Aturdido por una extraña mezcla de esperanza y tristeza, me acerco hasta casi aplastar la nariz
sobre las catorce pulgadas de LCD, anhelando encontrar el mail que devolverá la paz y el orden a mi
vida.
Enseguida compruebo que el mensaje recién llegado es sólo basura digital, un power point
enviado por un desconocido, que debe portar algún simpático retoque en photoshop o un montón de
tías en pelotas. Y la verdad es que no tengo el cuerpo para bromas de ninguna clase. Vuelvo a la
bandeja de entrada dispuesto a eliminar el mensaje y dejarme de elucubraciones vanas. Sin embargo,
cuando estoy a punto de apretar el botón de borrado, los dedos se detienen al recordar otro correo
que sí posee la capacidad de animar mi espíritu en los momentos difíciles. Uno que me envió una
mujer de mirada increíble, de la que no sé nada desde hace demasiado tiempo. Así lo acordamos y
así he cumplido. Aunque el obligado distanciamiento resulta un incómodo castigo que, en más de una
ocasión, me hubiese gustado romper.
La yema de mi dedo, como si tuviese voluntad propia, decide perdonar la vida al correo que
acaba de entrar y después varía su punto de mira. El ratón del ordenador se desliza hasta situarse
sobre la línea que buscaba. Al instante, una nueva pantalla muestra ante mis ojos un texto que he
leído y releído hasta la saciedad, pero que anhela un nuevo repaso. El antiguo correo de Dámeris me
atrae como la flor al colibrí.
Dominado por un cúmulo de sensaciones imposibles de olvidar, cierro la tapa del portátil y me echo
hacia atrás buscando el apoyo del respaldo. Sin poder evitarlo, aunque tampoco lo pretendo,
mentalmente repaso algunas de las frases que acabo de leer y las letras se convierten en imágenes.
Cuando llevo unos segundos rememorando emocionantes escenas entre cocodrilos y hombres
oscuros, me invade la melancolía por el pasado y una inmediata sensación de derrota presente. Como
le ocurría a Dámeris, preguntas y más preguntas… ¡Lo que yo quiero son respuestas, cualesquiera
que sean! Me incorporo y salgo del despacho para entrar en la nave. Necesito estirar las piernas y
los sentidos.
—¡No te muevas! —Ronca una voz con potencia.
Clavado por la sorpresa observo fijamente al intruso que acaba de irrumpir desde el extremo
opuesto de la estancia con la fuerza de un ciclón. La desafiante figura va toda envuelta de negro hasta
la cabeza. Sólo los ojos quedan al aire. Unos ojos en actitud tan amenazadora como el filo de su
espléndida catana, el único objeto peligroso que distingo.
Realmente me abría asustado si no hubiese abierto la boca. Esa voz es inconfundible: pertenece a
Jorge, mi mejor amigo.
—¡Eres un fantoche!
—No soy ningún fantoche, soy tu peor pesadilla —trona sin cambiar el tono ni el desafío de su
flexionada pose.
El «inquietante» salteador, en su intención de trasmitir mayor credibilidad al personaje, trata de
intimidarme efectuando una demostración de sus habilidades. Levanta los brazos y, con el arma bien
asida por la empuñadura, corta el aire violentamente hasta impactar en un lateral del banco de
madera que domina el centro de la sala. La catana está tan afilada que la hoja se clava profundamente
en una de las veteadas patas del mueble.
—Como rompas el banco que heredé de mi abuelo yo sí que voy a ser tu peor pesadilla.
Mi tono consigue asustarlo. De inmediato, procura sacar el filo de su prisión. ¡Menudo asaltante!
No es capaz de desclavar el arma. Sigo parado en mi lugar, esperando a ver cómo acaba tan
imprevista y patosa exhibición. Al tercer intento, haciendo acopio de toda su energía, agarra con las
dos manos y tira de la catana con las fuerzas que le quedan. El tirón ha sido tan desproporcionado
que se va hacia atrás con un impulso fuera de control. Sin poder frenar el cuerpo, arremete contra
unos tubos de hierro que se encontraban apoyados en la pared más próxima. Salgo corriendo para
impedir el desastre pero llego tarde y Jorge se va al suelo arrastrándolo todo en su caída. Acto
seguido, uno de los tubos impacta con gran estruendo en mitad del cuadro eléctrico. Varios chispazos
estallan iluminando la nave para, después, dejarla en penumbras. Acaba de destrozar la caja que
protegía los diferenciales. Bonita forma de finalizar su actuación.
Por fortuna, aunque nos hemos quedado sin suministro eléctrico, la claridad es más que suficiente
gracias a los rayos solares que atraviesan las lucernas.
—Yo… Yo no quería… Ha sido un accidente —tartamudea Jorge con cara de espanto después
de quitarse el pasamontañas que le cubría el rostro—. Y como ha sido un accidente, pues que pague
el seguro.
—Si los del seguro se enteran de que eres mi amigo, me echan de la compañía con toda
seguridad.
—Perdóname, sólo quería darte una sorpresa…
—Pues no debes preocuparte. ¡La sorpresa ha sido espectacular! —comento antes de dar una
patada al grueso tubo que quedó materialmente encastrado en el cuadro eléctrico.
Cuando cae al suelo descubro que la descarga fue tan virulenta que el canto del tubo se ha
fundido. Con mucho cuidado, procuro subir el diferencial general para averiguar si tenemos algo de
luz. Cierro los ojos e impulso el interruptor hacia arriba rogando un milagro. Pero está claro que no
estoy en racha. Seguimos sin corriente.
—Deberías llevar un cartel con un distintivo de «Peligro Público».
—Tampoco es para tanto. Si es que ya no hacen los cuadros eléctricos como antes. Éstos se
escoñan con cualquier golpecito.
Con Jorge no puede uno enfadarse, no sirve de nada. Hace años que llegué a esa conclusión. Tal
como él mismo apunta, la solución será que el seguro se haga cargo de los desperfectos.
—¿Se puede saber de qué vas disfrazado? —Investigo cambiando de tema y de humor.
—¿Tú flipas o has comido flores? ¿Acaso no se nota? ¡Pero tío, que voy de ninja! Me lo ha
dejado un colega que lo usó en un concurso de disfraces y quedó el tercero. Me lo he puesto para ver
cómo me sentaba. Pienso llevarlo en la fiesta que organizaremos en el restaurante.
Jorge, desde que dejó de trabajar conmigo, convenció a su padre para dirigir el pequeño pero
atractivo restaurante que tienen en la zona más comercial de Santa Eulalia (turística población
ibicenca). El trabajo no es que le entusiasme pero era la mejor opción disponible. Debo reconocer
que, a pesar de ser una calamidad con los papeles, el negocio le va viento en popa gracias a lo
dicharachero y buen relaciones públicas que siempre ha sido.
—Faltan varias semanas para esa fiesta —le recuerdo.
—Ya, pero quería empezar a creerme el personaje. Además, me apetecía darte primero un buen
susto y después contarte una buena noticia.
—Con el susto has triunfado, ahora sólo falta saber si la buena noticia se acerca a la insuperable
entrada que acabas de bordar.
—Juzga por ti mismo: te he conseguido una entrevista de trabajo muy, pero que muy interesante
—dice hinchando pecho.
—¿Como cuánto de interesante?
Conociéndole, podría tratarse de cualquier cosa. Lo mismo puede ser un cargo como
corresponsal en San Petersburgo que un puesto de camellero en Yemen del Norte.
—El lunes nos espera en el poblado fenicio de Sa Caleta el responsable del museo arqueológico
de Ibiza y Formentera en materia de investigaciones.
—Explícate mejor.
—Ese hombre es cliente y amigo de mi padre desde hace mogollón —su progenitor, además del
establecimiento que regenta Jorge, posee otros dos más en la capital—. Ayer por la tarde fui al
restaurante que tenemos en el puerto de Ibiza para recoger unas cajas de vino que necesitaba. Cuando
llegué, vi a mi padre charlando animadamente con un comensal. Me acerqué y lo reconocí de
inmediato. Era Don Armando. Enseguida participé en la conversación y me enteré de que andaban
buscando un buen submarinista. Entonces fue cuando le hablé de ti. Al poco rato comentó que estaría
dispuesto a contratarte siempre y cuando llegaseis a un acuerdo económico razonable y demostrases
tu valía. Le expliqué que eso estaba fuera de toda duda.
Debo reconocer que lo ha conseguido, ha vuelto a sorprenderme. La noticia suena a música
celestial en mis oídos, tan faltos últimamente de este tipo de alegrías.
—Si los del museo necesitan un buzo es porque intentarán localizar algún vestigio hundido, está
muy claro. ¿Te dijo cuáles son sus intenciones?
—No se atrevió a desvelar mucho más. Al parecer, pretenden realizar numerosas incursiones
submarinas en los fondos próximos a Sa Caleta.
—Ese antiguo poblado me fascina. Y los alrededores, para que te voy a contar. Sabes que llevo
buceando por aquella cala desde hace años.
—Por eso insistí en asegurar que tú eras el buzo que andaban buscando, el buzo perfecto. Puede
que incluso necesiten del submarino.
—¿A qué hora has quedado?
—Pasaré a recogerte sobre las nueve. Iremos en mi coche.
¡Cómo puede cambiar tu destino y tu humor en pocos minutos! Dos nuevas aventuras a la vista. La
primera, montar en coche con Jorge, la segunda mucha más gratificante: la posibilidad de trabajar y
disfrutar con una de mis grandes pasiones. Sumergirme en las profundidades es algo que me subyuga.
Cuando buceo todo se transforma en un mundo de sensaciones distintas; de silencios y murmullos; de
luces y oscuridades. Flotando en la intimidad del mar la vida se torna más bella, más pacífica,
incluso más trascendental. Rodeado de agua y paz me olvido de la hipoteca, los créditos y las
discusiones. Es mi reducto inviolable.
P UNTOS DE VISTA
a mañana fue pródiga en noticias. Poco después de que Jorge se marcharse, escuché por fin el
L sonido de un correo electrónico nuevo. Ya no había luz, pero el ordenador portátil tenía la
batería cargada. Gracias a ello pude leer el mensaje que estaba esperando. La empresa que
pretendía el submarino se dignaba a dar señales de vida, aunque para plantear una propuesta tan
ridícula como aquélla, más les habría valido emplear su tiempo en otros menesteres. El e-mail
confirmaba su intención de adquirir el sumergible pero a un precio irrisorio, inadmisible. Sulituán
vale tres veces más de lo ofertado.
Acabo de contarle a Mónica la última odisea del imprevisible Jorge y, seguidamente, la
conversación tomó otros derroteros no tan quijotescos. Estamos discutiendo la oferta de compra
recibida y, para variar, no nos ponemos de acuerdo.
—Lo que tienes que hacer es vender ese dichoso submarino, buscarte un buen trabajo y poner los
pies en el suelo. Ya tienes treinta años, va siendo hora de que madures y dejes de fantasear. Te
recuerdo que estás casado y tienes una familia que mantener —plantea con acaloramiento.
La de veces que habré escuchado esas frases en los últimos tiempos. Muchas más de las
deseadas. Comprendo sus temores, su rechazo hacia mis negocios, a un trabajo inestable, a las
dificultades. Mónica es una persona que ante todo valora y necesita seguridad.
—Sólo pido más tiempo para sacar a flote la empresa. Yo no tengo la culpa del accidente ni de
todo lo que sucedió después.
—Pero eres culpable de ser tan obstinado. Debes reconocer que no eres un buen empresario.
Tengo muy claro que ése no es tu camino.
—Ahora. No es mi destino ahora, pero puede serlo el día de mañana.
—El día de mañana te volverá a pasar cualquier otra cosa y así andaremos dando tumbos y más
tumbos. No seas tan cabezota y aprovecha la oportunidad de vender el submarino. Hazme caso.
Mónica en estos momentos se ha tomado el asunto como un pulso y piensa luchar hasta el final,
hasta que abandone definitivamente el mundo de los negocios. Tengo ese convencimiento.
Por otro lado, si accedo a sus pretensiones sería como renunciar a mí mismo y creo que jamás
debemos dejar atrás nuestros sueños. Yo no me veo atado a un monótono trabajo para el resto de mis
días. Al menos mientras tenga oportunidades.
—Desprenderme de Sulituán ahora, significaría desaprovechar la posibilidad de recuperarnos y
no estoy dispuesto a tirar la toalla así como así. El contacto de Jorge en el museo puede ser una
excelente ocasión para salir del bache y quiero demostrártelo.
—Mucho vas a tener que demostrar porque ya estoy harta. Muy harta. Yo no sé vivir así, sin
saber de qué vamos a comer mañana. Sólo te digo una cosa; tú veras lo que haces.
Se ha puesto en pie y me mira fijamente con el rostro dominado por el desencanto y la ausencia
de fe. Ha dejado de creer en mí y en mis palabras. Tampoco la culpo por ello: no he sido capaz de
generar los recursos suficientes para mantener a mi familia de una manera controlada, sin agobios ni
golpes de timón desesperados.
—Creo que la intransigencia no es la mejor solución. Deberías concederme un margen más
amplio —propongo en un intento de suavizar la tensión del momento.
—Por mí ya está todo dicho. Ya has disfrutado de un margen suficiente. Mi opinión es que te
deshagas del submarino y de la empresa. Y no me apetece seguir hablando del tema. Me voy a la
cama, estoy cansada.
La cama. Nuestra cama. Un lugar que ha sufrido tantos reveses como penas nos afligen. En los
últimos tiempos, entre las sábanas escasean las ternuras. Ya no se prodigan las caricias como antes.
La intimidad del dormitorio se ha vuelto páramo, sin esbozo de pasión alguna. Y cuando la cama de
una pareja se enfría, algo más profundo se apaga. Un delicado asunto que no parece preocuparle tanto
como el capítulo económico.
SA CALETA
or fin es lunes. Un lunes del que llevamos poco más de nueve horas consumidas y ya se ha
P convertido en un día especial para mí. Extremadamente especial. De lo que negocie en unos
minutos puede depender mi futuro. Sobre mis espaldas sobrevuela un jaque en toda regla.
Mónica dejó muy clara su postura y su firmeza. Salir airoso del lance no va a resultar nada fácil, me
encuentro ante una situación que requiere un movimiento tan preciso como convincente.
Ella no entiende, o prefiere no entender, por qué no acepté la oferta de compra planteada por la
compañía francesa. Se niega a aceptar el hecho incuestionable de que no estoy dispuesto a
desprenderme de Sulituán por un precio de saldo. Sigue empeñada en demostrarme que la vida de un
asalariado es mucho más segura que la de un terco empresario con alma de loco aventurero. Lo cual
resulta tan obvio que no admite discusión posible. Sin embargo, debería comprender que muchas
personas buscamos otras motivaciones distintas a la seguridad de una nómina a fin de mes.
Por fortuna, la peligrosa tensión acumulada se suavizó bastante durante el fin de semana. Su
padre, profesor de literatura en el mejor colegio de la isla, le ha conseguido un confortable trabajo
como profesora de inglés en el mismo centro escolar. La persona que desempeñaba esa labor ha sido
contratada por la Universidad Autónoma de Barcelona y deberá incorporarse a su nuevo destino
antes de finalizar el mes. A primeros de marzo, Mónica será la encargada de enseñar «la lengua de
Shakespeare» a los más benjamines. Va a ser un bonito reto para ella. Hace años que terminó
filología inglesa pero nunca ejerció como maestra. Además, esto nos garantiza plaza en el colegio
para nuestro hijo el próximo curso.
La buena noticia ha sido como un bálsamo de aceite. Se encuentra mucho más relajada y la
tirantez entre ambos ha remitido de un modo considerable. Aunque la situación sigue distando de ser
la ideal, al menos hemos conseguido damos una pequeña tregua.
Cómo cambia la vida cuando menos lo esperas. Justo hace una semana los dos estábamos sin
trabajo, con discusiones continuas y con pocas perspectivas de una solución a corto plazo. Aquel
mismo lunes, de forma casual, me encontré con la madre de Jorge paseando a su perro. Charlamos
apenas unos minutos pero fueron suficientes para que detectase, sin apenas ahondar, el calibre de mis
pesares. Es una mujer sensitiva, vital y siempre dispuesta a participar en iniciativas enfocadas a los
más necesitados. Esa mañana yo era un necesitado. Con su acostumbrada amabilidad, me recomendó
encender una vela y recitar una oración a San Judas Tadeo, patrón de los casos difíciles y
desesperados. Como el mío. Cumplí a pies juntillas sus recomendaciones y hoy, siete días después,
mi mujer ha conseguido un empleo junto a su padre y yo voy camino de un proyecto inesperado que
podría espantar las penurias económicas de mi vida durante un buen tiempo. Probar para creer.
Sentado como copiloto, me dirijo con Jorge a Sa Caleta, lugar donde se encuentran los restos del
pintoresco poblado que los antiguos fenicios construyeron junto a la bonita cala del mismo nombre.
Tan rojo como el color de la camisa que lleva puesta, el flamante Alfa Romeo vuela a las órdenes de
Jorge, que toma las curvas con la soltura de un campeón de rallyes.
—¿Qué tal Mónica? —se interesa al ver que no estoy tan hablador como de costumbre.
Nos conoce bien a los dos y es consciente de la mala racha que estamos atravesando.
—Bastante mejor. Todavía anda de cabeza con la historia del submarino y los negocios en los
que me puedo embarcar, pero está más tranquila.
—Si logras convencer a los del museo, ya verás como cambiará de opinión.
—Lo dudo. Ya sabes que no le gusta nada mi faceta de empresario. Pero si consigo llegar a un
acuerdo con esta gente, al menos podríamos dejar atrás el mal rollo que arrastramos desde la movida
de la denuncia.
—Mi colega te va a ayudar todo lo que pueda, me lo dijo ayer cuando volvimos a hablar del
tema.
Aunque en boca de Jorge parece más bien un amiguete del barrio, su «colega» es en realidad un
experto donde los haya en arte púnico y romano, además de un respetado jefe de departamento dentro
del museo.
—Estoy intrigado por saber qué van a necesitar exactamente. Ojalá pueda alquilarles el
submarino y mis servicios tanto tiempo como necesiten. Y ojalá que sea mucho.
—Insistí pero no quiso adelantarme nada, se limitó a comentar que la decisión la tomarán entre
todos. Pero tú tranquilo, yo sé que su opinión va a pesar más que ninguna. Según tengo entendido, el
resto de técnicos no controlan nada de buzos ni de submarinos. Si lo convences, apenas vas a tener
competencia. Con la facilidad de palabra que tienes, el asunto está «chupao». Ya verás.
—Si me contratan te deberé un favor bien grande. Eres un amigo.
—¡Colegas hasta el fin del mundo! ¡Más allá, ya veremos!
Tal como circulamos, es posible que lleguemos al fin del mundo a poco que se descuide, pues
Jorge conduce el coche como si estuviésemos en el último rally de la temporada. Traza curva tras
curva del mismo modo que lo haría alguien que se jugase los puntos para ganar el mundial. Y desde
mi accidente, este tipo de carreras me atemorizan de tal forma que el asiento y yo nos convertimos en
un solo ser.
—¡La guardia civil! —grito de golpe.
—No los veo —mira a todas partes.
—Allí, a la derecha.
—¡Oh, oh! Me temo que no puedo dar la vuelta. Espero que no sea un control de velocidad.
En cuanto alcanzamos su posición, una pareja de guardias civiles nos echan el alto. El más joven
hace una seña para que detengamos el coche junto al suyo.
Con las gafas de sol bien caladas, unas botas negras relucientes y una amplia libreta entre las
manos, se acerca con paso tranquilo pero autoritario.
—Buenos días —saluda rozándose el ala de la gorra—. Circulaba usted bastante rápido para lo
que son estas carreteras, ¿no le parece?
—No crea, señor guardia, estos coches tampoco corren tanto —dice Jorge con desparpajo. Pero
todos sabemos que su Alfa desboca ciento cincuenta caballos nada menos. Será mejor mantenerse al
margen por si debo actuar como copiloto serio y responsable.
—Tiene suerte de que se trate de un control de paso y no de velocidad. Eso sí, espero que tenga
todos los papeles en regla. Enséñeme la documentación del coche, el carné de conducir y el recibo
actualizado del seguro.
Este buen hombre no sabe lo que dice. ¿Jorge un papel en regla? ¿Recibo actualizado del seguro?
¡Me troncho! Cómo se nota que no lo conoce.
—Verá usted, es que yo para los papeles soy un poco desastre. —¡Qué modesto! ¡Un desastre
completo! Suerte que en el restaurante no toca ni una sola factura—. Por cierto, una pregunta, la
documentación esa de la que me está hablando, ¿son unas hojas verdes o blancas?
Lo sabía. El guardia lo mira con una cara de sorpresa matutina en la que empieza a materializarse
un gesto de enojo.
—¿Está insinuando que no la lleva encima? —Afila la voz y la mirada.
Según habla, levanta la mano derecha blandiendo un bolígrafo casi tan inquietante como la
pistola que le cuelga del cinto. Mi buen amigo, captando la directa del agente, se apresura a
contraatacar con la desenvoltura que le caracteriza.
—Tenerla, la tengo. No se sulfure, señor guardia. Si estar tiene que estar.
Me echo las manos a la cara intuyendo la multa que le va a caer. Sin embargo, él, controlando la
situación como si fuese el protagonista de un spot publicitario, hace un movimiento muy pausado y
abre la guantera. En cuanto se vence la tapa, cae una caja de preservativos y otras dos están a punto
de seguir el mismo camino. Echo las manos intentando frenar la avalancha. Recojo la del suelo y
pongo el arsenal sobre el salpicadero. Luego miro de reojo al agente.
El de la benemérita observa cada vez más expectante. Supongo que se estará preguntando, igual
que yo, para qué lleva este inconsciente tres docenas de condones encima. O se cree un semental
insaciable o simplemente aprovechó una oferta del 3x2. Conociéndole; ambas cosas.
Aún sin los preservativos, la guantera aparece repleta de papeles desordenados. Jorge, ni corto
ni perezoso, agarra el montón de papalotes entre las manos y se lo entrega al agente que, a duras
penas, contiene la marea que se le viene encima.
—Será mejor que busque usted mismo, le aseguro que yo no sé muy bien lo que me pide.
Dentro de un rato puede que ría abiertamente, pero en este momento tan delicado —la entrevista
que me aguarda— y con el guardia delante, no me salen las carcajadas.
El cada vez menos paciente servidor de la ley no sabe cómo reaccionar ante la descarada
maniobra del conductor, cuando algo de lo que tiene entre sus manos le llama la atención. Evitando
que no se le caiga nada, con mucho cuidado, tira de una tela que asoma entre las hojas revueltas. De
pronto, asiendo la prenda entre los dedos, airea un provocativo tanga de color rojo que permanecía
escondido entre los documentos. Tierra trágame.
—Eso no es mío, no vaya usted a pensar. Es que colecciono las braguitas de las chicas con las
que…
Lo que nos faltaba por oír. No dejo que termine la frase, con un codazo le doy a entender que ya
se ha lucido bastante.
Jorge, para rematar, recupera la lencería sin pedir permiso y el guardia civil, todavía con el
brazo en alto y los dedos pellizcando el aire, arruga una cara que hace juego con el verde de su
vestimenta. A punto de estallar, no mueve ni un solo músculo. Apuesto a que sus ojos asustarían si
los cristales negros permitieran verlos.
Ha llegado el momento de actuar.
—Debe perdonar a mi amigo. Realmente es un auténtico desastre con los papeles, como ha
podido comprobar. Disculpe mi atrevimiento pero es que llevamos bastante prisa. Nos dirigimos a la
antigua ciudad fenicia donde nos aguardan los responsables del museo de Ibiza para resolver un
asunto importante. ¿Podríamos buscar luego la documentación que solicita y entregársela al regreso?
Mi rápida intervención obra el milagro. El agente experimenta una transformación radical.
—¿Así que son ustedes las personas que están esperando? Haberlo dicho antes. Precisamente el
control que montamos es porque la Consellería de Educación y Cultura ha concedido al museo una
zona de uso restringido para investigadores y personal autorizado. Nosotros mantenemos el control
de accesos. Pueden pasar.
—Lo que sí tengo es el carné de conducir —interviene Jorge mostrándolo con orgullo.
—Aquí tiene, le devuelvo todos sus papeles —dice el guardia civil quitándose un peso y un
pesado de encima—. Circule con un poco de moderación.
Soberbia, la actuación de Jorge ha sido soberbia. Se podía haber llevado un cerro de multas y,
sin embargo, se marcha de rositas como si tal cosa. Será un completo desastre, pero debo reconocer
que es un tipo con suerte.
Y su suerte parece ser contagiosa, yo también he salido muy bien parado de la reunión que acabamos
de mantener con su contacto, con su «colega». Don Armando ha resultado ser una excelente persona,
un hombre que vive por y para el museo y la investigación de campo. En cuanto Jorge me lo presentó
enseguida lo reconocí, él también es cliente de mi padre. Varias veces ha comprado en nuestra tienda
de antigüedades, detalle que ambos hemos recordado y valorado de una manera muy positiva.
Conseguir su apoyo supone aumentar considerablemente las probabilidades de que mis
propuestas sean aceptadas por el resto de integrantes del proyecto. Cada vez tengo más ganas de
incorporarme a esta investigación, todo lo que me rodea colma con creces las expectativas que
palpitan dentro de mí. Desde el bello paraje de la zona, pasando por el profundo aroma a piedra
antigua, a historia olvidada, hasta los poco agraciados barracones que han instalado en un
improvisado campamento próximo al asentamiento fenicio. Todo me resulta agradable.
—Adelante —el responsable de investigación del museo nos ha conducido hasta la puerta del
hangar con mayor tamaño.
Dejamos atrás una antesala que usan como almacén y nos adentramos en una amplia estancia
donde reposan diversas piezas embaladas a conciencia. Frente a los bultos, a escasos metros de mí,
una mujer enfundada en una bata blanca trabaja de espaldas sin detectar nuestra presencia. A la altura
de la nuca lleva un lápiz sujetando la abultada cabellera. No puede escuchar nuestros pasos porque
unos auriculares taponan sus oídos. Ensimismada con alguna canción y provista de un respetable
martillo, intenta desclavar los anclajes de unas largas y resistentes cajas. Nuestro guía alza la voz
para ser escuchado.
—¡Doctora!
De pronto, la investigadora desconecta el minúsculo aparato y se da la vuelta. En cuanto me ve,
queda sorprendida, muy sorprendida. Tanto, que el martillo se le escapa entre los dedos y cae
machacándole el pie desnudo apenas sujeto por una finísima chancla. Atenazada por una turbación
tan intensa como imprevista, no siente ningún dolor. Muy al contrario: su rostro, iluminado por el
brillo placentero que se experimenta ante una visión inesperada, rebosa alegría.
Mi reacción resulta casi idéntica a la suya. Bañado por el mismo asombro, permito a un
confortable relámpago adueñarse de mi cuerpo hasta el átomo más ínfimo. Sus ojos tienen la culpa.
Unos impresionantes ojos verdes profundos y enormes, ensalzados por unas pestañas largas y
rizadas, me regalan la mirada más arrebatadora que he experimentado en mi vida. En esta vida y en
las otras. Dámeris sigue tan bella y radiante como la última vez que nos vimos, como la primera,
como todas.
De pronto, mi archivo de existencias pasadas recupera una escena muy similar vivida por Enuros
y la Dámeris de aquel entonces, cuando las estrellas sólo eran un proyecto[2]. La diferencia más
notable es que en esta ocasión han sido sus hermosos dedos quienes han sufrido la desagradable
caricia del martillo. Es curioso, tengo la sensación de que las vidas que vivimos y sus particulares
situaciones se repiten de un modo u otro y que eso tiene que significar algo. Pero en este momento
sólo tengo una certeza que lo ilumina todo: Dámeris está aquí. Ahora sí puedo afirmar con rotundidad
que lo que me rodea colma con creces cualquier expectativa.
—Ella es Dámeris Bossy —no hacía falta que la presentase. Nos conocimos hace unas vidas. Me
pregunto qué se le habrá perdido a mi alma gemela entre estas pequeñas y azuladas calas ibicencas.
La doctora en arqueología tarda más de la cuenta en reaccionar y recoger la herramienta del
suelo. Debo actuar con rapidez y naturalidad para no levantar sospechas.
—Me llamo Runy, soy uno de los buzos candidatos a participar en la investigación —avanzo
unos pasos y, sin dejar de admirarla, estrecho su mano.
—¿Runy tiene algo que ver con Rafael Ulloa? —se interesa ella con cierto aire de despiste.
—Así es —afirma muy seguro el responsable del museo, quien no da muestras de haberse
percatado de nuestra complicidad—. Se trata del último de los entrevistados. Le acompaña un buen
amigo que tenemos en común, Jorge Ortiz Manrique.
—Jorge Manrique —dice mi amigo, deshaciéndose de un plumazo del apellido de su padre,
como siempre que se presenta ante una mujer hermosa y cultivada. La arqueóloga posa sus ojos en él,
captando el juego de inmediato:
—He leído tus poemas. Muy buenos, por cierto.
Jorge la mira complacido. Cada vez que alguien le recuerda la coincidencia de su nombre con el
de aquel bravo y noble caballero, tan diestro con la pluma como con la espada, siempre recita una de
sus frases predilectas.
—Ni miento ni me arrepiento. Es un verdadero placer —aprovechando la circunstancia, con una
sonrisa de buzón, avanza muy decidido hasta plantarle dos besos en las mejillas. Jorge, con su
descaro innato, está en su salsa. Por si acaso, lo sujeto discretamente para mantenerlo a raya, pero él
está lanzado:
—A mi juicio, creo que Runy es la persona idónea para desempeñar la labor de rescate en el
fondo del mar. Además de poseer un submarino y ser un excelente buceador, es un enamorado de la
historia, sobre todo de las antigüedades.
—Doy fe de ello —confirma el supervisor, dando a entender su veredicto.
—Olvidé comentar que, además de escribir poesía, yo también buceo y llevo el botijo mejor que
nadie —se aventura a comentar Jorge obnubilado por la irresistible belleza de mi otra mitad. De
repente, le embriagan unas ganas locas por formar parte de la selecta plantilla.
Ignorando el comentario, el jefe de investigación del museo pretende conocer cuál es la opinión
de la arqueóloga para zanjar el asunto.
—Miss Bossy, me gustaría saber si tiene algún inconveniente en que Runy sea el encargado de
llevar a buen puerto las prospecciones bajo el mar.
—Estaré encantada de trabajar con él, Don Armando —su mirada y su comentario me llenan de
una satisfacción difícil de explicar en una hora.
—Bien, en ese caso y ya que también hemos llegado a un acuerdo económico, pasado mañana
puedes incorporarte a nuestro equipo. Como vamos algo justos de fechas, sería conveniente que antes
de empezar mantuvieras una reunión con la doctora, como me gusta llamarla. —Dámeris sonríe—,
ella te explicará mejor que yo cuáles son los objetivos del proyecto. Ya matizaremos los detalles del
contrato. Bienvenido a bordo —estrechándome la mano da por sellada una, espero, fructífera
relación laboral.
Si ha sido San Judas Tadeo le doy un millón de gracias por haberme concedido mucho más de lo
que pedí: un sueldo casi de futbolista, un trabajo con un reto fascinante y una compañera de trabajo
más fascinante todavía. Presiento que esta noche me va a costar conciliar el sueño.
Irremediablemente, dos ojos verdes serán los culpables.
CONFESIONES
l fin de semana pasó con inmensa lentitud. Si me hubiesen preguntado cómo fue, respondería
E con el consabido «tranquilo». Un eufemismo para tratar de disimular una realidad bastante más
prosaica. Aburrido sería la expresión correcta, adjetivo que algunos debiéramos emplear con
más frecuencia de la que nos gustaría.
Los momentos más gratificantes me los ha proporcionado mi hijo, al que le he dedicado el mayor
tiempo posible, porque en cuanto comience a trabajar de nuevo apenas si podré verle y disfrutar de
su cariño incondicional. «Berto» es un chico muy alegre siempre dispuesto a jugar al aire libre,
sobre todo al balón y a los coches. Pasé un buen rato siendo tan niño como él, haciendo carreteras en
la arena.
Con Mónica la situación ha mejorado ostensiblemente. Decidió cambiar su actitud por otra más
pasiva y ya no capto en ella la crispación que le dominaba en las últimas semanas. Ahora se limita a
no tocar el asunto monetario y con ello se conforma. Al fin y al cabo, los dos tenemos nuevos
ingresos. Aunque nuestra cama sigue marcada por la escasez de encuentros y el justo nivel de pasión
que mostramos bajo las sábanas.
Debo admitir que estaba deseando la llegada del lunes para volver al trabajo. Cómo cambia todo
cuando estás entusiasmado con nuevos proyectos o te relacionas con personas que llenan tus vacíos.
Apenas ha transcurrido una semana desde que disfruto el nuevo empleo y los días se me han
pasado volando. Será porque la experiencia de sentir tan cerca a Dámeris supera las mejores
previsiones. Cada mañana cuando me levanto tengo ganas de venir a trabajar aunque sólo sea por
estar a su lado, por verla. Ella es la razón de mi cambio. Durante la jornada buscamos cualquier
excusa para estar juntos. Un vestigio por limpiar, una revisión del material, un rastreo con Sulituán o
un qué se yo. Todo ello, al margen de los dos o tres cafés que tomamos al cabo del día. Por cierto,
pésimo café donde los haya. Ahora bien, a su lado sabe a pura gloria.
El corto espacio de tiempo que llevamos compartido lo hemos empleado para conocernos más
profundamente. Ocho días han bastado para descubrir que su compañía es una verdadera delicia. Es
inteligente, culta y avispada por demás. Gusta de conversar, sus carcajadas afloran con facilidad y
posee esa pizca de picardía que me encandila.
Si tuviese que fijarme en el otro lado de la balanza, en sus defectos, poco podría destacar. Hasta
ahora todo han sido galanteos y parabienes. Tan solo alguna que otra vez da muestras de su genio,
que lo tiene y no escaso.
Esta tarde, cumplí con mi compromiso y he guiado a Dámeris hasta uno de los rincones más
llamativos de toda la isla. Disfrutamos de un bello y recóndito saliente junto al mar, nos encontramos
en la cantera abandonada de Sa Pedrera des Savinar. Un hombre tan poético y altivo como los
contornos de sus talladas paredes.
Sobre el terreno, los perfilados vanos muestran la intimidad de la montaña, la claridad de su
alma. Estamos pisando la misma veta blanquecina de la cual se extrajo el bloque de piedra que
usaron para modelar la losa con la estrella. Hemos venido a inspeccionar la zona y poder avanzar en
una investigación que está resultando bastante más lenta de lo que yo creía. Todavía no hemos
localizado ningún vestigio que sea digno de mención, ni tampoco hemos atisbado rastros que
iluminen el camino hacia nuestra ansiada joya cósmica. Según la teoría de un buen amigo, es una
buena señal. El dice que todo lo que va lento es porque va por buen camino. El tiempo le dará o le
quitará la razón.
Cuando estamos finalizando nuestra labor de prospección y recogida de muestras, suena el móvil
de Dámeris.
—Hola John —escucho su voz antes de separarse unos metros.
Mientras ella habla, recorro con nostalgia el paisaje que nos rodea. Hacía tiempo que no
contemplaba el curioso y llamativo buda que un ermitaño japonés grabó sobre una pared en los años
sesenta. Ha pasado mucho desde que correteaba brincando sobre las antiguas heridas de estas
inmensas moles de roca de mares. Una vez más vuelvo a admirar la eficiente manera de trabajar de
aquellos esmerados canteros.
Dámeris ya se ha reunido conmigo y me saca de mis cavilaciones. Entonces caigo en la cuenta de
que su conversación ha terminado antes de lo que pensaba.
—Has tardado muy poco en despachar a tu novio.
—Lo normal, como siempre.
El comentario suena a rutina desde la primera a la última letra. Ahora que surge la ocasión, tengo
curiosidad por saber cómo le va con él.
—¿Van bien las cosas?
Aparta la mirada para perderla entre las brumas del horizonte, hoy más difuso que de costumbre.
Pronto vuelve a recuperar la perspectiva de mis ojos.
—Hace poco hemos superado una racha más bien regular —¡vaya! Debe ser un mal endémico de
las almas gemelas. Será que ambas mitades necesitan vivir circunstancias parecidas para que el
Universo consiga enredar de tal modo que pueda acercar sus destinos.
—Yo también he pasado una mala racha con Mónica —le manifiesto abiertamente, por si le
apetece sincerarse.
Mientras juguetea con las muestras de roca que lleva entre las manos, denota cierta reticencia a
hacer comentarios al respecto. Decido llevar la iniciativa y la invito a sentarse en el suelo sobre una
improvisada alfombra de arena. Compartir comodidades puede ayudar a compartir intimidades. Una
vez sentados, comienzo a hablar dispuesto a ser yo quien rompa el hielo.
Con un tono suave, sin dramatismos, termino de narrar las vicisitudes más destacadas y los
sentimientos generados en mi azaroso mundo interior durante los últimos meses. Conforme brotaban
las palabras, sentía una emergente necesidad de compartir más experiencias. Necesitaba confesarme
y con nadie lo podría haber hecho mejor que con ella. Por la sensación de alivio que experimento
ahora, sé que acerté. Quizá sea porque en el fondo yo también anhelo que Dámeris haya vivido una
experiencia parecida a la mía.
Después de agotar mi turno, intuyo en ella una predisposición a compartir sus vivencias. El
inmenso sosiego que se respira en este lugar invita a ello.
—Qué curioso, mi historia tiene el mismo trasfondo que la tuya. Muchas de las diferencias que
mantengo con John también son a causa del trabajo. Tengo una profesión que me llena plenamente y
no comparte que le dedique tanto tiempo. Yo comprendo sus quejas pero, salvo protestar, tampoco es
que plantee grandes soluciones. Como es muy hogareño, apenas le gusta salir de casa. Y cuando
salimos, casi siempre lo hacemos con los mismos amigos, que son buena gente, no lo discuto, pero yo
necesito tener un grupo de amistades y entretenimientos más amplio.
—Admítelo, te aburres.
He sido demasiado brusco. Sincero, pero directo en exceso. Ella guarda silencio sopesando la
contestación.
—Es posible. Aunque no todo es queja. John es una gran persona y tiene a su favor una larga lista
de virtudes. Además, me inspira mucha confianza y mucha tranquilidad. La mayoría de las mujeres lo
considerarían el novio perfecto.
—La mayoría puede, pero… ¿y tú?
Dámeris saca un cigarrillo del pantalón y lo enciende pausadamente.
—Depende del día. A veces hecho en falta esa chispa que me gustaría tuviese. Pocas veces
consigue sorprenderme y creo que a todas nos gusta que nuestra pareja tenga un lado más… no sé si
la palabra excitante es la más correcta pero se le aproxima. Con él debo renunciar a ciertas
«locuras» —de pronto, pone freno a su lengua al darse cuenta de la expresión que seguro delatan mis
ojos—. En fin, eso es lo que hay. Qué se le va a hacer. Yo tampoco quiero aburrirte con mis
pequeñas miserias. Cuéntame algo de Kalixti, hace mucho tiempo que no sé nada de Sirion y
compañía.
—No me aburres para nada, te escuchaba con mucho interés —apunto por si sirve de algo—.
Pero es curioso que preguntes precisamente ahora por las novedades sobre Kalixti, porque te tengo
reservada una sorpresa al respecto —digo incorporándome y tendiéndole la mano.
Dámeris sonríe intrigada y, tirando el cigarrillo, se coge para que la alce. Una vez en pie, se
sacude los pantalones mientras yo consulto el reloj y miro hacia la pista de tierra que conduce a la
cantera.
—Qué hora es, veamos… Sí, lo descubrirás inmediatamente. Ya sabes la fama de puntuales que
tienen por el norte de Europa.
Antes de que tenga tiempo de deducir lo que eso significa, un ruido de motocicleta suena a lo
lejos, acercándose rápidamente hacia nosotros. Dámeris aún no ha caído en la cuenta, puesto que el
motorista lleva casco y no hay modo de reconocerle hasta que se detiene a unos cuantos metros y se
lo quita para sacudirse la rubia cabellera de la cara.
—¡Miros!
La doctora me entrega las muestras con precipitación y corre hasta nuestro amigo vikingo para
darle un gran abrazo. La risa de Tolsen resuena poderosamente.
—¡Vaya, yo no tuve ese recibimiento! —digo al reunirme con ellos.
—Ya sabes que los noruegos tenemos mucho tirón, Runy.
—Vete al polo, chaval.
Dámeris, sin soltar al recién llegado, me pasa un brazo libre por el hombro y nos estruja con
alegría.
—Veo que seguís igual… ¡Es estupendo estar todos juntos otra vez!
—Las estrellas nos guían, querida —dice Miros haciéndose el interesante—. Sólo hay que seguir
su estela.
Traspasado el puente levadizo y caminando a lo largo de las murallas, al otro lado de la plaza de
Vila, está el restaurante La Oliva, donde el eficiente noruego —que ya conoce esta isla como si fuese
suya—, ha reservado mesa para tres junto a una ventana abierta al Mediterráneo. Después de
decidirnos por los boquerones marinados, el carré de cordero y la lubina a la sal, nos miramos unos
a otros, como si esperásemos que alguien hablase primero. Dámeris, que de algún modo se siente la
recién llegada aunque sea Tolsen el que acaba de aparecer, es la primera en romper el encantador
silencio en el que las miradas se envían complicidades y secretos cósmicos compartidos en todas
direcciones.
—La última vez que nos vimos fue cuando acababa de instalarme en Filadelfia…
—Es cierto, ha pasado mucho tiempo. Y más aún desde que coincidimos los tres. Por cierto, he
traído una cosa que os encantará.
Miros saca de su pequeña bolsa de viaje que siempre le acompaña un puñado de fotografías y se
las tiende a Dámeris con una amplia sonrisa. Echo un vistazo por encima de la copa de vino y las
reconozco inmediatamente: son las fotos que sacamos en el fondo del océano, donde el Santo Cristo
de Maracaibo guarda aún todos sus tesoros. Todos menos uno, la llave del amanecer que me
perteneció cuando aún era el arahuaco Anur, y que ahora preside la exposición del tesoro de
Pacarina en la hermosa ciudad de Kalixti.
—Ya no me acordaba de que sacaste todas estas fotos, Runy. Mira el galeón… es increíble.
—En ésta sales tú acercándote al pecio —comentó señalando la silueta de una submarinista tan
estilizada e irreal como una sirena.
—Tenéis una mejor —interviene el noruego—, creo que es la última.
Dámeris pasa las fotos una por una, embobada, hasta llegar a la que el vikingo nos ha indicado:
de la cubierta del pequeño barco que nos sirvió para localizar la llave, descubro una foto que no
había visto hasta ahora y que debió sacarnos el propio Miros. En ella, enfundados en nuestros trajes
de neopreno con el báculo de Anur entre las manos, Dámeris y yo nos miramos intensamente, ebrios
de aventura y magnetismo recíproco bajo el sol de las Cíes.
Dámeris levanta la vista y sonríe azorada.
—¿Puedo quedármela?
—Claro —dice Tolsen, quien, después de un rápido vistazo a la arqueóloga y a su alma gemela,
carraspea y pasa a la sorpresa siguiente—. Y ahora, las últimas novedades.
Dámeris se vuelve hacia él después de guardar la foto en su bolso.
—¿Hay más?
—Sí. Yarami ha visitado Kalixti.
Esta vez la sorpresa nos impacta a los dos. La única comunicación que he tenido con Miros en los
últimos días ha sido para avisarle de la presencia de Dámeris en Ibiza y arreglar este encuentro con
un simple sms. Pero los acontecimientos más recientes son una novedad también para mí.
—¡Caramba! ¿Hay otra voluntaria que conoce la historia de las estrellas?
—Pues sí. Ahora ya somos cuatro.
La conversación se interrumpe bruscamente con la llegada del camarero que reparte los platos
sobre la mesa. Una vez servidos, Dámeris se inclina hacia Tolsen bajando un poco la voz y le anima
a continuar:
—La guerrera nepalí… ¿la llevaste tú hasta Sirion?
—Antes de que lleguemos a eso me gustaría explicaros algo de su vida. La Yarami actual es
camboyana, nació en una aldea a pocos kilómetros de la capital Phnom Penh. Siendo prácticamente
una niña la secuestraron junto a otra de sus hermanas y la obligaron a prostituirse durante casi tres
años. Su historia es dramática aunque, dentro de lo malo, tuvo suerte. Una ONG llamada AFESIP
logró rescatarlas de aquella pesadilla. Ella, en agradecimiento, cuando se hizo mayor se convirtió en
una defensora acérrima de sus ideales. La tienes que conocer, es introvertida por la experiencia
vivida, pero peleona como ella sola. Es tan luchadora que en su afán de rescatar a otras chicas
maltratadas, hace tan sólo tres días arriesgó demasiado y se vio envuelta en un altercado con uno de
los grupos más peligrosos que se dedican a cometer este tipo de abusos. Para salvarla, tuve que
intervenir empleando tecnología kalixtina. No os podéis imaginar lo que es aquello, el tráfico de
esclavas sexuales y los lugares donde las explotan… Es como una sucursal del infierno en medio del
paraíso. Y no se andan con bromas allí. Hubo un momento realmente delicado en el que me
dispararon varias veces a bocajarro. Por fortuna, llevaba el campo de fuerza a modo de chaleco
antibalas, pero aquella demostración de poder fue suficiente para que Yarami comprendiera que yo
no era un mero turista inusualmente valeroso. Así que, cuando llegamos a un lugar seguro, me vi
obligado a explicarle toda la verdad. Luego sucedió lo inevitable: cuantas más explicaciones daba,
menos se creía ella.
Dámeris y yo asentimos sin pasar bocado. Miros prueba el cordero y sigue adelante:
—La única solución era llevarla directamente a Kalixti y que saliera de dudas. Sabéis
perfectamente que sentarse en un sillón de regresiones es así de efectivo. Recuerdo que al despertar
de la reencarnación se encontraba bastante confusa, como desbordada por los acontecimientos.
Revivir en pocos minutos una de sus vidas pasadas la impactó profundamente.
—Normal —interviene Dámeris—. ¿Cómo te sentirías tú si estás luchando contra criminales de
ese calibre en un antro camboyano y de pronto llegas a la paz de Kalixti, a la belleza de sus edificios,
al aire suavemente perfumado y a esos sillones tan mágicos? Vamos, es para pensar que has llegado
al mismísimo cielo.
—Eso fue lo que tú creíste cuando te cogí en el Salto del Ángel[4], ¿recuerdas?
Los tres reímos sin poder evitarlo y la conversación se interrumpe para repartir vino en las
copas. Cada uno se abstrae durante unos instantes y se ocupa de su comida, aprovechando la pausa
para ordenar los pensamientos. Yarami, la pequeña guerrera… Un voluntario más, el cuarto, ha
tomado conciencia de su papel en la aventura de las estrellas. Qué puede significar precisamente en
este momento, es algo que no alcanzo a deducir. Pero no puede ser casual, qué duda cabe.
—Perdonadme necesito ir al cuarto de baño.
He debido tardar más de la cuenta, cuando regreso Dámeris ya tiene la carta de postres en la
mano.
—La princesa de Tongatapu me ha estado poniendo al día de sus novedades, que tampoco son
menores —dice Miros mientras indica al camarero que se acerque—. Tomaremos el postre de la
casa, gracias.
El mozo recoge los restos de nuestro pequeño homenaje y se marcha a cumplir con el nuevo
pedido.
—Así que ya sabes que otra estrella late en el fondo del Mediterráneo —susurro mirándolos—.
Quizá más. Puede que arrojaran varias aquí por un motivo que desconocemos.
—Yo sólo estoy segura de que la estrella amarilla nos espera ahí abajo. Y que vamos a dar con
ella —sonríe maliciosamente—. Al fin y al cabo, el Sulituán también es amarillo…
Un cierto rubor anima las mejillas de mi alma gemela. Hemos bebido de una cosecha excelente y
la noche parece capaz de cumplir cualquier promesa. Levanto la vista y compruebo que mi fiel
vikingo comparte la misma impresión.
—Tengo el simbo en el acantilado, para marcharme en un par de horas. ¿Os apetece rematar allí
la velada?
—Me encanta tu moto, podrías prestármela mientras estoy aquí, para moverme con más libertad. Te
prometo que cada vez que vengas, yo misma pasaré a recogerte.
El vikingo saca un llavero del bolsillo y se lo lanza suavemente por toda respuesta. Después,
cruza la gruta del acantilado hasta el simbo y saca un par de cascos.
—Pruébatelos y dime cuál te queda bien.
Dámeris se incorpora y hace lo que le pide el noruego. Al verla con el casco de motorista, la
camiseta de tirantes y el pantalón de bolsillos, no puedo evitar una punzada de deseo.
—Luego dices que no te gusta el riesgo, pero se diría que has nacido para él.
Miros confirma mi opinión con un sonriente movimiento de cabeza. Pero Dámeris no parece tan
complacida. Se quita el casco y lo deja sobre el sillín de la potente motocicleta.
—No es lo mismo conducir una moto que esquivar ráfagas de metralleta, bombas y cocodrilos.
Ya sabes lo que opino al respecto y por eso quiero participar lo menos posible en vuestras misiones.
—Yo diría que no quieres participar, ni poco ni mucho.
—Mira Runy, lo mío es la arqueología. Y si eso sirve para encontrar una estrella, me doy por
satisfecha.
—Tranquila, princesa —interviene el rubio con gesto cordial—. Nosotros respetamos tu postura.
Dámeris me mira, como si sólo le importase mi opinión.
—Yo me conformo con que estés aquí.
Su sonrisa despeja el aire de la cueva, mientras un pitido reclama la atención de Miros Tolsen.
Conozco esa señal: es una llamada procedente de Kalixti, pero en estos momentos en los que mi alma
gemela ha vuelto a sentarse a mi lado en el suelo, ni siquiera Sirion puede moverme del sitio.
—Ahora vengo.
Miros salta sobre nosotros y se mete en la nave dejándonos solos.
—Perdóname. No quise ponerte en una situación incómoda.
—Ya lo sé, Runy. No importa.
La miro fijamente hasta que ella saca un cigarrillo. Me giro para que no me vea sonreír. He
vuelto a ponerla nerviosa.
Mi amigo regresa entonces a la reunión.
—Es Sirion y parece preocupado.
—¿Ha sucedido algo importante?
—Charlamos muy poco, apenas un minuto. Simplemente dijo que quería vernos en persona lo
antes posible. Runy ¿puedes retrasar tu regreso a casa un poco más?
—Llamaré a Mónica.
Marco el número en el móvil y me aparto ligeramente.
—Hola.
—¿Dónde estás?
—En La Oliva, cenando con la directora de la expedición y otro colaborador. Te llamo porque
nos vamos a retrasar más de lo previsto.
—Ya. Esperaba que vinieses pronto hoy. «Berto» no se ha acostado todavía.
Conozco el significado de ese comentario. Dentro de un segundo mi hijo estará al teléfono.
—Hola, papi… ¿Cuándo vienes?
—¿Qué haces levantado? Deberías irte ya a la cama.
—Es que yo quiero que vengas tú…
—Ya lo sé, campeón, pero aún estoy trabajando. Mañana te llevo yo a la guarde ¿vale?
Un silencio infantil me aprieta el alma.
—Vale…
—Pórtate bien con mami, ¿ok?
—Ok, papi.
—Runy…
Es Mónica de nuevo. Sé que está en su derecho, pero detesto que me pase al pequeño al teléfono
cuando voy a defraudarle.
—No quiero ser la esposa aguafiestas, es un papel que me sienta horriblemente. Sé que estás
apurando una buena oportunidad y quiero apoyarte. De veras lo quiero.
—Mónica…
—No te sientas mal. Aquí todo está controlado…
No sé qué decir, en estos momentos me reconozco culpable por creerme víctima de un chantaje
que no era tal.
—¿Me oyes? Quédate el tiempo que necesites. No te voy a contabilizar las horas. ¿Vale?
—Vale.
—Voy a acostar a Alberto.
—Dale un beso al enano de mi parte.
—Mis besos no son los tuyos.
Cuelgo el teléfono con un suspiro hondo. Me pregunto que se dirán las parejas en Kalixti cuando
uno de los dos va a llegar tarde a casa.
—Ya estoy disponible.
Al incorporarme observo en Miros un gesto de inquietud.
—Por el tono de Sirion, podría tratarse de algún asunto delicado.
Volteo la cara y miro a mi alma gemela.
—¿Vamos?
—¿Yo también? —pregunta desconcertada.
—Sugirió que recogiéramos a Yarami —dice el rubio, levantando su pequeño petate y
arrojándolo al interior del simbo—. De Dámeris no hizo ningún comentario.
—¿No le lías informado de que ella estaba aquí?
—No me ha dado tiempo.
—En cualquier caso, ya sabes que el maestro acepta de buen grado que hayas decidido
mantenerte al margen del proyecto Amarkún… Bueno, relativamente al margen. Él siempre va a
respetar tu voluntad, y si te apetece venir puedes hacerlo sin ningún problema, eres una de las
antiguas voluntarias. Sirion siempre tiene las puertas abiertas para que vayas a Kalixti cuando
quieras.
Dámeris es un mar de confusión. Sabe que su destino está ligado a las estrellas, aunque sólo sea
en calidad de arqueóloga como ahora pretende. Es sólo la posibilidad de enfrentarse a situaciones de
violencia impredecible lo que la ha llevado a tomar esa decisión. Pero ahora está con nosotros, a la
puerta del simbo.
—Creo que viajaremos juntos.
La noticia me llena de satisfacción.
—Bienvenida a bordo.
—No me líes.
En Camboya acabamos de comprobar que Yarami ha resultado ser una muchachita aparentemente
apacible llamada Dará. Muy morena de tez, de rostro alargado, ojos oblicuos y penetrantes, baja
estatura y aspecto fino y delicado. Se asemeja a las muchas lugareñas que hemos visto al salir a su
encuentro en medio del sofocante calor de la abigarrada capital Pnom Penh.
Las presentaciones se efectúan sobre la marcha, mientras nos dirigimos de regreso al pequeño
garaje que Tolsen tiene alquilado a poca distancia de la embajada francesa, donde Dará desempeña
su empleo. Un trabajo del que ha podido salir antes de la hora esgrimiendo «motivos personales».
No imagino a nadie capaz de negarle algo a la dulce y discreta asiática que camina junto a la
arqueóloga americana como lo haría un humilde asistente. Aunque al ver a Dámeris y a Yarami
juntas, sonriéndose e intercambiando cortesías en una mezcla de inglés y francés improvisada para la
ocasión, no puedo dejar de pensar que las apariencias engañan y que las guerreras de otra época sólo
necesitan una nueva batalla para manifestarse.
El trayecto desde Asia es tan breve como un suspiro. Ya estamos en Kalixti: la ciudad perfecta.
Tan bella y bien perfumada como aseguraba Dámeris hace un rato. Lástima que, a pesar de disfrutar
un día maravilloso, como siempre por estos lares, no hayamos tenido tiempo para pasear y gozar de
ella. Nuestra visita no es de placer, así que nos dirigimos directamente al lugar de reunión. Allí, en
un pulcro y luminoso salón de forma oval, aguarda un nutrido grupo de científicos y maestros. Que yo
sepa, salvo cuando recibieron a los antiguos siete voluntarios, nunca habían participado tantos
kalixtinos en un encuentro relacionado con el Proyecto Amarkún. Junto a Sirion hay sentadas otras
ocho personas alrededor de una espléndida mesa igualmente ovalada, entre las que sólo reconozco a
Gariel y a Bendal. No hace falta recorrer sus caras una por una para darse cuenta de que el asunto es
bastante más serio de lo que imaginábamos. El maestro agradece la prontitud de nuestra respuesta y
entra en materia sin más dilación.
—Nuestros técnicos han confirmado hoy que, dentro de pocas semanas, se va a producir un
desastre en la Tierra.
Su rostro intenta disimular la honda preocupación que le acompaña, pero Sirion no es tan buen
actor como científico. Los cuatro invitados nos miramos inquietos.
Para apoyar la explicación que se avecina, uno de sus colaboradores toma la iniciativa bajando
la intensidad de la luz y convirtiendo la mesa sobre la que nos apoyamos en una inmensa pantalla
similar a la de un ordenador. La diferencia es que el cristal parece haber desaparecido. Acaricio la
superficie y me doy cuenta de que sigue siendo tan sólida y dura como antes, aunque la materia no sea
visible. Lo que si vemos ahora son las imágenes de una especie de mapa en movimiento, que prende
su brillo en los ojos de todos.
—Observad el centro del gráfico —señala con la mano.
Unas líneas quebradas, con vida propia, se mueven ante nosotros con la inquietante arritmia de un
electrocardiograma que emitiera un mal pronóstico.
—Fijaos en este punto —indica un lugar donde la línea se convierte en un pico que sube
exageradamente—, cuando alcancemos esta posición sucederá la catástrofe.
—¿A qué tipo de desastre te refieres? —le interrumpe Dámeris cada vez más nerviosa—. ¿Se
puede fumar aquí dentro?
Todos nos volvemos hacia ella.
—Necesito fumar —justifica mirándome con ese genio que le asoma por los ojos de vez en
cuando y que apenas recordaba.
Nadie se opone y Sirion decide intervenir, activando un dispositivo del cuadro de mandos que
tiene a su derecha. En pocos segundos, como por arte de magia, se abre el techo de la sala y
desciende una esfera transparente de color violáceo.
—Puedes dejar aquí dentro el cigarrillo, es una bola energética que absorbe todo tipo de humos,
cenizas y partículas nocivas para la salud.
Dámeris, algo descolocada, sigue las instrucciones al pie de la letra. Luego vuelve a mirarme
como si estuviese pensando que habría sido mejor quedarse en casa.
—Perdonadme por la interrupción. Continúa, por favor. Dinos qué es lo que va a ocurrir.
—Según nuestros cálculos, el próximo día veintiocho de marzo a las 23,09, hora local, se va a
producir otro fuerte terremoto en Indonesia.
La noticia nos hace enmudecer y recordar aquellas escenas sobrecogedoras de la tierra devastada
tras los efectos del último tsunami. La sombra de una nueva tragedia se cierne sobre nuestras cabezas
cubriéndonos de incertidumbre.
—¿Va a ser tan fuerte como el de diciembre de 2004? —Ahora soy yo quien da muestras de su
nerviosismo.
—Normalmente, los reflejos de terremotos anteriores suelen ser más tibios, pero en este caso es
muy probable que sea casi tan potente como el anterior. Vuestro planeta es un ser vivo y lo único que
hace es protegerse. Hasta ahora venía reaccionando con un patrón de conducta determinado; sin
embargo, a raíz de tanto maltrato que le estáis infligiendo y a otros cambios que todavía desconocéis,
sus reacciones resultan más imprevisibles. Tal como sucedió en diciembre pasado.
—Dámeris no está al corriente de lo que probasteis en aquella ocasión —digo, dando pie a
Sirion para la ponga al día.
—Runy se refiere a que en el primer seísmo decidimos realizar una prueba que hasta ahora nunca
se había intentado. Te lo resumiré en pocas frases. Aquí en Kalixti disponemos de una tecnología
diseñada para elevar la vibración de la Tierra y conseguir que cuando tiemble lo haga de un modo
más suave. Algo más suave, tampoco vayas a creer que este sistema es la panacea. Además, nosotros
no somos sus dueños y tampoco podemos actuar en contra de sus necesidades —aclara el maestro
por si teníamos alguna duda—. En el anterior terremoto sabíamos que las sacudidas iban a ser muy
fuertes, por esa razón decidimos incorporar las tres estrellas que habéis encontrado a nuestro sistema
de reducción de temblores. Por desgracia, sólo logramos aplacar ligeramente las sacudidas. Tres
estrellas son pocas para conseguir un efecto más determinante.
—Es una pena que no tengamos las siete —ahora es Miros Tolsen quien habla.
—Os contaré un secreto. Si vuestra humanidad estuviese compuesta por personas evolucionadas
y decidieran en un momento determinado unir todos juntos sus energías, podrían canalizar tal
cantidad de poder que conseguirían proezas sorprendentes. Incluso aplacar la fuerza de huracanes y
terremotos.
Dámeris lo mira con una expresión de incredulidad. Aun así, prefiere no comentar nada al
respecto, sabe que los kalixtinos no mienten. Supongo que su cabeza en estos momentos debe andar
poco más o menos como la mía: procesando datos.
—Sólo faltan veinticuatro días para que suceda el desastre. Es prácticamente imposible localizar
las cuatro estrellas que faltan en tan corto espacio de tiempo —el noruego sabe de qué habla.
Buscando estrellas es todo un maestro—. Por si no las encontramos, ¿tenéis alguna otra fórmula para
aminorar los efectos del próximo terremoto?
—Como os he explicado, sólo conozco dos soluciones. Una sería que toda la Humanidad se
pusiera de acuerdo, cosa poco probable, ya que en vuestro mundo cuanto más habéis avanzado
tecnológicamente, más habéis retrocedido espiritualmente. La otra consistiría en afinar nuestro
sistema de reducción de temblores con todas las joyas cósmicas que tengamos. No hay más. —Sirion
es un hombre conciso y directo.
Eso significa que necesitamos encontrar cuantas más estrellas, mejor. El problema radica en que
hasta ahora más bien han sido ellas las que nos han encontrado a nosotros. Surgen de improviso,
cuando nadie lo espera.
—Creo que es el momento de explicar por qué he decidido volver a Kalixti. —Dámeris recorre
con su mirada verde a todos los presentes, pero se dirige al maestro—. Cuando Miros Tolsen le
habló a Runy de tu llamada, tuve la sensación de que debía acompañarles. Ahora voy comprendiendo
por qué.
Mi alma gemela emplea poco más de tres minutos en describir cuáles son sus objetivos y los de
su museo. Justificó que no había querido comunicar nada a los kalixtinos porque mantiene toda la fe
intacta para encontrar la estrella sin recibir ayuda extra. Ninguno de los presentes ha objetado nada
al respecto. Para esta gente el habré albedrío es un derecho sagrado de toda persona. Por esa misma
razón también comprenden y valoran mi postura de respetar la voluntad de ella.
Nada más finalizar la exposición, vuelve el rostro hacia mí. No necesita hablarme, lo hacen sus
bellos ojos. Por si en algún momento llegué a dudar, me está diciendo que la estrella será para los
kalixtinos. Cualquier vida es infinitamente más importante que el mayor de los reconocimientos
profesionales.
—En cuanto la encontremos, vendrá a Kalixti de inmediato —dice ella muy convencida—. Sólo
espero que los hombres oscuros no hagan acto de presencia.
—Por fortuna —intervengo para su tranquilidad—, parece como si la tierra se los hubiese
tragado.
—De hecho, creo que es más bien lo contrario —dice Sirion—, lo más probable es que ni
siquiera estén en la Tierra.
—Así que están ocultos en algún lugar del exterior. Resulta desconcertante el tiempo que llevan
sin dar señales de vida —apunta Miros Tolsen con ganas de ajustarles las cuentas—. ¿Sabéis ya de
dónde venían?
Tolsen formula la pregunta dirigiéndose a uno de los ingenieros encargados del asunto. Lo ha
reconocido porque fue él quien nos reveló el inquietante resultado del estudio que realizaron sobre
los impactos sufridos por la simba en Venezuela.
—Existen varios planetas donde se pudieron fabricar sus armas, pero todavía no hemos
localizado el sitio exacto. Pudo ser en cualquier laboratorio o fábrica encubierta. Son un grupo bien
disciplinado y lo que es peor, muy bien dirigido.
—¡Para! ¡Para! ¿No me digas que los hombres oscuros también son extraterrestres?
—Desconocemos si son de aquí o de fuera, sin embargo, los rayos que disparaban sus armas son
vórtices de energía generados por una tecnología bastante más avanzada que la terrestre. Y la
nuestra, como sabes, sólo produce material defensivo.
La bola ya tiene un nuevo cigarro y su dueña no consigue aminorar los nervios. Quien sí
demuestra una serenidad a prueba de bombas es Yarami. Todavía no ha intervenido en la
conversación. En realidad, apenas ha hablado desde que llegamos.
—En cualquier caso, lo que sí sabemos es que en este momento no existe ninguna concentración
de energía de ese tipo en la Tierra. De ser así, lo habríamos detectado. Para eso tenemos capacidad
suficiente, la Tierra es nuestra área de influencia directa y si hubiera un solo arma de esa clase
podríamos localizarla.
Dámeris parece tranquilizarse. Por lo menos no hay que temer ningún ataque mientras los
kalixtinos no digan lo contrario. Pero el ingeniero continúa hablando.
—Sabíamos que nos enfrentábamos a gente que usa una ingeniería avanzada. Hace pocos años,
MirosTolsen y Runy fueron atacados por una extraña criatura en el interior de la isla griega de
Santorini[5]. Tras no pocos esfuerzos, finalmente logramos capturarla y pudimos realizar un estudio
en profundidad. La sorpresa vino al descubrir que se trataba de una especie que no existe en vuestro
planeta. Tardamos meses en averiguar su ficha zoológica y procedencia. Se trataba de un Caratapu,
simio de gran tamaño que habita muy lejos de aquí. Y lo peor fue comprobar que aquella horrible
bestia había sufrido una gran transformación tanto en tamaño como en comportamiento. Todo se
debía a un meticuloso experimento genético llevado a cabo por científicos bastante más avanzados
que los vuestros.
—Y bastante más siniestros —añado, incapaz de contenerme.
—¡Qué estáis diciendo! —Interviene Dámeris—. ¿Para qué quieren ellos transformar un bicho
cómo ése? ¿Y por qué lo trajeron hasta la Tierra?
Conociéndola, no sé si es conveniente que Dámeris sepa tanta información. Pero el ingeniero ya
está dándole una respuesta.
—No lo sabemos. Por ahora sigue siendo un misterio. Lo único que pudimos comprobar es que
envejeció muy rápido, a los dos años de su captura murió de senilidad precoz. Descubrimos que la
atmósfera de la Tierra le afectaba de un modo tan voraz como esa agresividad que alteraba su
comportamiento natural —explica otro de los investigadores que nos acompañan.
—Tú no debes preocuparte por estos temas. Piensa que ocurrieron en el pasado y no parece
probable que vuelvan a suceder. —Sirion, tan atento como siempre, ha llegado a la misma conclusión
que yo. Cuanto menos sepa ella de hombres oscuros y monstruos genéticos, mucho mejor—. Se está
haciendo tarde y mañana es día de escuela.
El maestro aprendió bien la lección, le hizo mucha gracia la frase que aprendí de mi padre. Con
ella suele finalizar las reuniones que mantiene con nosotros. Ahora que la escucho me siento
aliviado, al menos sé que no va a haber más sorpresas por hoy.
—Pero yo tengo todavía muchas dudas pendientes. Y ya que estoy aquí me gustaría resolverlas.
—Yo también.
Por fin ha hablado Yarami, que al atraer las miradas de todos, parece recogerse sobre sí misma.
—Estaré encantado de responder una por una todas vuestras preguntas, pero son tantas y tan
profundas que necesitaríamos lloras para contestarlas como merecen.
Decido intervenir:
—Te recuerdo que mañana a primera hora tenemos una intensa y complicada prospección en
submarino.
Dámeris parece sopesar el tiempo que vamos a emplear tantas personas en aclarar sus dudas y
comprende que no es el momento. Una vez más, tenemos una misión urgente que cumplir.
LA TORRE DEL PIRATA
an pasado varios días de escuela y seguimos sin sacar buenas notas, estamos casi como al
H principio. En nuestra investigación, los descubrimientos a destacar son más bien escasos: un
par de pecios interesantes —ninguno con la antigüedad exigida—, restos aislados de barcos,
el esqueleto de una avioneta… Como si el mar sólo se atreviese a hablar de pequeños secretos. En lo
referente a esculturas de Damas señoriales y estrellas de siete puntas, nada más que silencio. Su
hermoso silencio azul.
Mi incorporación al equipo ha introducido una novedad a la que ninguno de los colaboradores de
Dámeris por la parte de Pennsylvania están acostumbrados: la prospección submarina. Mike, Kev y
Gladis han hecho mucho trabajo de campo, pero siempre sobre tierra firme. Mientras tanto por la
parte española, todos isleños al fin y al cabo, hay cierto desinterés por el asunto: están aburridos de
agua. Eso permite que, después de las excursiones inaugurales de la semana pasada en honor de los
americanos, Dámeris haya repartido las tareas de forma que, en la mayor parte de los casos seamos
nosotros los encargados de recorrer la costa con Sulituán.
La doctora empieza a impacientarse. En más de una ocasión brotó ese carácter latino heredado de
su madre que enciende la mitad de su sangre y pudimos escucharla jurar en arameo o alguna otra
lengua muerta en las que es especialista. Cuando eso ocurre es mejor dejarla en paz hasta que se
apaga la primera llamarada. Sus nervios tienen doble justificación, para ella es mucho lo que está en
juego.
Por fortuna, ayer «cambió el viento». Cuando apenas llevábamos tres cuartos de hora rastreando
con nuestro sofisticado sonar de barrido lateral —sofisticado en nuestro mundo, en el de Sirion, una
antigualla—, de repente, una formación sospechosa, alertó a mi alma gemela. Paramos motores y
decidimos investigar más de cerca. Una intensa luz barrió las sombras del fondo y pronto dejó
entrever un tesoro perfectamente mimetizado con el entorno marino.
Habíamos localizado un antiguo navío del siglo XV o XVI, pronto lo sabremos. Lo más interesante
es que iba cargado con roca de mares de Sa Pedrera y abre nuevas vías de exploración. Hoy, cuando
ya hemos acabado nuestra labor de rescate, me encuentro en compañía de Dámeris sobre la cubierta
del barco que usamos como apoyo.
—Estoy convencida de que hemos encontrado una pista fiable —comenta rebosante de
optimismo.
—Tú eres la experta. Además, supongo que tu museo tendrá motivos para frotarse las manos: este
hallazgo puede garantizarles la recuperación de una buena parte del capital invertido.
—En eso te equivocas. Este tipo de descubrimientos no son nada rentables. ¿Sabes lo que cuesta
sacar ese barco de ahí? No hay dinero para semejante rescate. Todo cambiaría si estuviese lleno de
oro. Pero en este caso y en otros muchos repartidos por toda vuestra geografía, no es viable. Cuestión
de presupuesto, lisa y llanamente.
—Vaya, pensé que todo aquello digno de conservarse se recuperaba para las futuras
generaciones.
—Bienvenido al frustrante mundo de la arqueología.
Apoyada junto a una amarra de estribor y armada con unos potentes prismáticos, repasa la costa
más próxima. Nos encontramos a menos de dos kilómetros de tierra firme.
—Cualquier edificio de los alrededores también nos puede arrojar algo de luz.
Tras un primer rastreo con los gemelos, pronto descubre el baluarte más llamativo que hay por
estos contornos. En la cornisa, un punto blanco destaca entre el verde de los árboles y el azul del
cielo.
—¿Qué es aquel torreón de allí arriba?
—La torre del pirata —contesto lleno de orgullo—, mi bastión preferido.
—Ibiza… Cada día me sorprende más. Pensaba que era un reclamo turístico o un lugar para
desmadrarse y está resultando ser un mundo digno de conocerse en profundidad. Tiene mucho por
descubrir.
—Cuando conozcas toda la magia que se esconde en algunos de sus rincones, te enamorarás de
ella.
—Es difícil enamorarse —contesta de forma automática.
—Lo difícil es mantener la pasión… Por Ibiza, me refiero.
—Pues a qué esperas, consigue que me enamore.
—De buena gana lo haría, si supiera cómo.
Enseguida capta el doble sentido. Me está mirando fijamente pero no atisbo a vislumbrar qué
estará pasando por su cabeza en estos momentos. Y ella lo sabe.
—¡Bueno, qué! ¿Vas a llevarme a la torre del pirata o tendré que hacerlo sola?
—Si estás dispuesta a caminar te enseñaré lo mejor de «Gymnesia».
—Gymnesia, isla de hombres desnudos, tal como la denominaba Avieno, el famoso poeta latino.
Desde siempre os ha gustado a los ibicencos enseñar vuestras intimidades.
Mi acertijo se ha hecho añicos. Inocente de mí, por un momento había olvidado que Dámeris es
una experta en historia.
—¿No compartes esa afición?
—¿La del nudismo? ¡Pues no! No me gusta pasear desnuda en sitios públicos.
—Será en esta vida porque en otras eras naturista acérrima. Y bien que te pavoneabas de ello.
Recuerdo los apuros que sufrió el pobre Enuros intentando demostrar su autocontrol. Penoso
autocontrol dicho sea de paso.
—Eso fue hace mucho tiempo —justifica después de reír al recordar la escena—. Ahora soy
bastante más pudorosa.
—Una verdadera lástima, alguna de las playas con más encanto son nudistas. ¿Te las vas a
perder?
—No me líes. Por ahora lo único que quiero conocer es la torre redonda de allá arriba —señala
con la cabeza.
—Tus deseos son órdenes, Dama de las Estrellas —beso su mano al más puro estilo caballeresco
—. En un suspiro estaremos allí. Prepárate a viajar en el tiempo.
No en vano nos aguarda un torreón que atesora varios siglos a sus espaldas. Un espacio capaz de
trasladarte a épocas sombrías de piratas sarracenos aterrorizando a la población.
Hemos alcanzado nuestro destino a fuerza de piernas. Tras una subida coronada con menos
dificultades de las previstas, conquistamos la cumbre. Nos hallamos al pie de un acantilado a más de
doscientos metros sobre el nivel del mar, al pie de un enclave estratégico, con un mirador de un
encanto difícil de igualar. Como ya he disfrutado en muchas ocasiones de la belleza de estas vistas,
prefiero deleitarme con la hermosa expresión de asombro que viste mi acompañante, cuando divisa,
en primer plano, la torre redonda de Es Savinar y, al fondo, recortando el cambiante horizonte, la
misteriosa isla de Es Vedrá junto a su hermana Es Vedranell. Islotes muy próximos al lugar donde
localizamos el carguero con las rocas de marés.
—Vamos a disfrutar el paisaje desde el mejor sitio —propongo acelerando la marcha.
Escalamos hasta alcanzar la parte superior del torreón, un espacio circular protegido por un
grueso pretil. Apoyados en él, contemplamos la majestuosa estampa que tenemos delante. Somos muy
afortunados, el día fue ventoso y limpió de brumas todo el escenario. Apurando los últimos rayos
solares podemos distinguir incluso las costas de la península.
Una puesta de sol indescriptible envuelve un decorado de postal. La más bella instantánea de
cuantas vi en este lugar hasta la fecha. Y tenía que ocurrirme junto a ella, no podía ser de otra forma.
Frente a nosotros, un lienzo vivo se llena de tonos rojizos que prenden fuego a la línea del
horizonte. Mientras, en el firmamento, los dioses se divierten jugando a pintar abanicos de arena
azulada. El Universo sabe muy bien cómo enredar cuando estamos juntos. Hoy debe ser un día
especial, nos está regalando lo mejor de sí mismo. Hay momentos en los que uno tiene la obligación
interior de dar gracias por sentirse un privilegiado. Imposible mejorar el panorama y la compañía.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, este entorno es un sueño. —Dámeris con cada gesto, con
cada mirada va comprendiendo el significado de mis afirmaciones acerca de Ibiza.
—Muchas parejas vienen hasta aquí y se quedan extasiadas viendo estos atardeceres.
—No me extraña, es un rincón muy romántico. Habrás venido con Mónica más de una vez.
Mi expresión se nubla un poco con su último comentario.
—Hace ya tanto de eso que me parece otra vida.
Dámeris comprende que ha entrado en terreno frágil y cambia de tono:
—Aunque esta torre me da a mí que no se construyó precisamente para que los novios hiciesen
manitas.
—Estás en lo cierto. Se edificaron como defensa y vigilancia ante posibles ataques. Seguramente
conocerás nuestra historia y sabrás que esta isla sufrió innumerables asaltos y atropellos en el
pasado. Hay muchos torreones como éste diseminados por todo el litoral —disfruto al descubrir dos
cosas: mi nueva y desconocida faceta como profesor y la profunda atención que ella presta a las
explicaciones—. Deberías saber que tus pies pisan la famosa torre del pirata, así denominada
gracias a una novela de Blasco Ibáñez de título Los muertos mandan.
—Definitivamente has equivocado tu vocación, deberías ser guía turístico —interviene con una
sonrisa irónica.
—¿Qué crees que hacía con Sulituán hasta que tú llegaste? Contarles estas cosas a extranjeros
menos exigentes que la «Doctora» Bossy. De todos modos, tengo más atributos… pero están ocultos.
—Algunos hombres sólo sabéis presumir de «eso» y poco más.
Ahora soy yo el que ríe para ver por dónde me sale.
—Como hombre no me gusta presumir de «eso», no es mi estilo. Hablaba de la honradez, la
valentía… ¿a qué te referías tú?
—A lo mismo, por supuesto —responde con agilidad—. Se nota de lejos que eres un valiente
exagerado —vuelve a sonreír con sorna.
Ya estamos enzarzados, para variar.
—Comprobemos cuán sobrada anda de valor vuesa merced —digo incorporándome—. Vamos a
ver si te atreves a contemplar la puesta de sol sentada en el borde del pretil.
—¡Pero qué dices! ¿Quieres que nos rompamos la crisma? Desde aquí hay una buena bofetada.
—Mira cómo es de grueso el muro, debe tener casi un metro. No hay peligro. Venga, no seas tan
cobarde.
En cuanto oye esa expresión cambia como de la noche al día.
—De acuerdo. Vamos a hacernos una foto de «alto riesgo» —sugiere antes de retirarse hasta la
parte más alejada del círculo. Necesita enfocar con amplitud de campo.
—¿Alto riesgo? ¿Te refieres a una foto naturista? —planteo mientras desenfunda su cámara y
saca el trípode de la mochila.
—Qué más quisieras. Me refiero a algo un poco más sofisticado: una toma sentados en el mismo
borde apoyando espalda contra espalda. Y para que sea perfecta, buscaré un enfoque donde aparezca
Es Vedrá recortada sobre el fuego del atardecer.
—Espalda contra espalda, un enfoque recortando el fuego del atardecer. ¡Madre mía! ¿Esto es un
posado para la revista National Georomantic o qué?
—Los modelos suelen estar más calladitos. Anda colócate para que pueda encuadrar.
—¡Encuadrar y todo! ¡Yo quiero una copia!
—Se va a ir la poca luz que queda. ¡Vamos, ponte ya!
Doy un salto y me encaramo al pretil manteniendo la figura erguida cerca del saliente.
—¿Estoy bien así o debería mostrar más pecho? —digo y me desabrocho los botones de la
camisa con gesto de provocación.
—¡Por mí, como si enseñas el culo! —exclama con enojo. Sabía que iba a aguantar poco.
—Tus deseos son órdenes, Dama de las Estrellas. Si hay que enseñar el culo, ¡pues se enseña y
punto! —Arrojo la camisa al suelo y empiezo a bajar la cremallera de los pantalones.
—Pero… ¿Qué haces? Te la estás ganando.
Cómo me divierte este papel. Sin hacerle ningún caso, sigo a lo mío como si fuese un Boy en
plena actuación. Lo peor es que este escenario es mucho más estrecho y peligroso. Me contoneo a
pocos centímetros del borde.
Dámeris sale como un cohete y viene hecha una furia dispuesta a ponerme firmes. Antes de que
llegue, intento quitarme a toda prisa la otra pernera del pantalón. Pero las prisas no son buenas para
nada: con los nervios perdidos, tropiezo y caigo de rodillas hacia delante. En un gesto instintivo
extiendo las manos pero no hay nada donde sujetarse, ningún asidero impide que el cuerpo asome
más allá del torreón. Afortunadamente, las providenciales manos de Dámeris, hoy mi ángel de la
guarda, llegan a tiempo y aferran con fuerza mi cintura antes de que pueda caer al vacío.
Me doy la vuelta y observo que todavía mantiene la cara desencajada. Nos abrazamos como si
hubiésemos salido indemnes después de un accidente de coche tras dar varias vueltas de campana.
En cuanto recupero el habla, necesito bromear para expulsar el miedo que aún me atenaza.
—¿Te imaginas que alguien haya visto la escena? Seguro que estará pensando en lo mal que
andan algunos: subirse hasta lo alto de un torreón para tirarse en gallumbos, mientras su chica trata
de impedírselo. Y además, hacerse una foto del trance… —Ambos dejamos escapar una liberadora
carcajada.
—¡Qué susto me has dado! Nunca más vuelvas a hacerlo.
Prisioneros entre los brazos del otro, nos miramos intensamente como hasta ahora nunca nos
habíamos atrevido. Soy capaz de sentir las palpitaciones desbocadas de su corazón latiendo sobre mi
pecho.
—Por lo que veo, no tienes ganas de perderme.
—Eres incorregible… —comenta en tono cariñoso mientras sigue recuperando el resuello, por
supuesto sin soltarme. Seguimos muy abrazados.
—¿Qué hubiese pasado si me caigo?
—Prefiero no pensarlo.
Habla con sus labios casi pegados a los míos.
—¿Insinúas que sientes algo por mí?
—No insinúo, afirmo que eres demasiado inquieto, demasiado indiscreto y que lo nuestro puede
ser muy complicado. Fin del capítulo.
Con suavidad, sus brazos se apartan lentamente, como si le doliese despegarse. Las miradas
dicen mucho más que las palabras, no reprimen lo que sienten: una atracción que se ha multiplicado
por cien en apenas dos semanas, y por doscientos en poco más de un minuto.
JUEGO INCONFESABLE
n una sala repleta de penumbras y horas de sueño, un pequeño pero vigoroso flexo ilumina
E sobre una mesa cargada de antigüedades y cansancio. Bañadas por la luz, unas manos de mujer
se afanan en recuperar el esplendor que perdió una pequeña vasija romana con el pasar de los
siglos. Dámeris lleva enfrascada en su trabajo todo el día. No me ha visto llegar ni tampoco ha
escuchado mis pasos. La música se lo impide. Su pequeño y potente equipo vibra al son de una bella
obertura que escapa a mis escasos conocimientos sobre música clásica.
A pesar de ser sábado, ha preferido seguir investigando por su cuenta. Yo no tenía que estar aquí
pero… no sé cómo atajar lo que me está ocurriendo. En mi interior se libra una verdadera batalla.
Por una parte, no olvido que estoy casado con Mónica y que, a pesar de lo mucho que se ha enfriado
nuestro cariño, tampoco sería justo engañarla. Hasta ahí, un lado de la balanza. Pero en toda balanza
hay dos platos. Y el otro plato se va llenando a un ritmo vertiginoso. Y pesa, ya lo creo que pesa.
Resulta muy difícil luchar contra esa evidencia. Vivir día a día con el encanto natural de Dámeris,
compartir secretos que el resto de la humanidad desconoce, trabajar codo con codo para encontrar
nuestra próxima estrella… es una aventura tan apasionante que desborda.
De pronto, la música cambia diametralmente de estilo, las notas han pasado del clasicismo a la
modernidad. Empieza a sonar un viejo lema de Alex Ubago titulado Sin miedo a nodo.
Mientras se esparce la melodía, me acerco a ella sigilosamente hasta conseguir, sin gran
esfuerzo, situarme a sus espaldas, apenas a un palmo de distancia. Casi rozando la espesa melena,
soy capaz de sentir su lenta respiración. Disfruto un instante aún, mientras la arqueóloga continúa con
su labor. Le envuelve tal grado de concentración que el resto del mundo no existe para ella. Ni
siquiera yo.
—¡Bonita vasija! —exclamo de sopetón, alzando la voz justo en su oído.
—¡Joder! ¡Qué susto me has dado! —Protesta tras recoger la pieza que se le escapó entre las
manos—. Eres un poco capullo, ¿lo sabías?
—Pues no, no lo sabía. Ahora bien, si tú lo dices, yo te creo. Parece ser que eres toda una
entendida en la materia.
Está guapísima mirándome con la cara encendida de puro genio. De buena gana me abofetearía si
pudiera, lo leo en sus ojos.
—No te hagas el gracioso. Ten cuidado con provocarme, sabes que te puedo.
—Estoy temblando de miedo —bromeo hurtando el objeto que limpiaba con tanto esmero—. ¡Es
muy tarde, se acabó el trabajo!
Me encanta soplar entre las llamas de su ardiente temperamento. Es un verdadero placer aunque a
veces sea yo quien resulte chamuscado.
—Deja de jugar con esa pieza. Es muy valiosa, así que dámela —ordena conteniéndose a duras
penas.
—Vas a tener que quitármela.
—No tengo ningún problema en recuperarla.
Era justo lo que pretendía. Tiene demasiado orgullo para dejarse avasallar.
Antes de que lo intente, echo las manos a la espalda escondiendo la vasija detrás de mí. Este tipo
de juegos con Dámeris empieza a ser demasiado frecuente, pero soy incapaz de evitarlo. Han pasado
tres días desde que conquistamos la torre del pirata y seguimos avanzando sobre el filo de una
navaja, acercándonos cada día un poco más.
En este preciso momento, Dámeris se arrima sin reparos intentando coger el tesoro que le robé.
Inclino la espalda hacia atrás para ponérselo más difícil. Aún así, no ceja en el empeño.
La situación mejora por momentos, según va apretándose contra mi cuerpo disfruto su hermosa
anatomía abrazándome con fuerza.
—Creo que estás demasiado cerca, ¿no te parece?
—¿Y eso te pone nervioso?
—A mí no, pero a ti sí.
—¿Tú crees?
Dámeris cambia de expresión y transforma su cara en el vivo retrato de la picardía. De una
manera tan descarada que sorprende, acerca los labios como si pretendiera besarme. Lo hace tan
despacio y de un modo tan sensual que me hipnotiza. Está a poca distancia y sigue acercándose sin
prisas. Parece disfrutar cada centímetro que se acerca a mi boca saboreando la excitante oportunidad
que el destino nos brinda. Cuando está a casi un milímetro de rozarme, de repente siento un tirón en
las manos y pierdo la vasija. De un plumazo he pasado de halcón a jilguero. Debo ser masoquista
porque vuelvo una y otra vez a sufrir su escarnio. Y lo peor de todo es que empieza a gustarme.
—Siempre te sales con la tuya. Pero ten cuidado, en cualquier momento pueden cambiar las
tornas.
—Perdona si lo pongo en duda —sonríe dibujando un gracioso mohín con la boca. Por un instante
he sentido verdaderas ganas de besarla sin contemplaciones, pero logro contenerme.
Desde que estuvimos en la torre, entre los dos existe una especie de juego inconfesable. Nunca lo
hemos hablado, aunque ambos nos morimos de ganas por darnos un beso, por saber cómo saben
nuestros labios en esta vida.
Ninguno se atreve a ser el primero en intentarlo. Y a pesar de las barreras que nos frenan, cada
día aumentan las ganas por dar ese paso. Ver quién de los dos es capaz de conseguir que el otro se
lance, parece haberse convertido en nuestra competición particular. Por hoy, he vuelto a perder.
Ella está escuchando mis pensamientos con los ojos y decide cortar por lo sano.
—Entretenida tu actuación aunque un poco torpe. Ahora, si me disculpas, tengo mucho que hacer.
—Por mí puedes seguir currando hasta mañana. Sólo había venido a recordarte que dentro de dos
horas empieza la fiesta que ha organizado tu museo. Sería un feo por tu parte que la arqueóloga más
famosa del mundo mundial se la perdiera.
Los americanos saben cómo sacarle el máximo rendimiento a sus éxitos, hasta aquellos que aún
no se han producido. En tiempo récord alquilaron y engalanaron un bello palacete para comunicar
por todo lo alto su presencia en Ibiza.
Esta vez el rostro de Dámeris no muestra una expresión de superioridad, tan sólo refleja el
olvido de sus compromisos. Un lapsus imperdonable. Le queda poco tiempo para una ducha rápida,
descolgar su mejor vestido y pintarse algo la pestaña.
COMPARTIR LA MISMA LUNA
a noche apunta buenas maneras. El palacio recién restaurado que se eleva sobre un
L promontorio frente al mar, entre Figueretas y Playa d’en Bossa, es un prodigio de salones,
patios y terrazas sucesivas, que mezcla armoniosamente el blanco estilo ibicenco con la
extraña propuesta en piedra de dos siglos atrás. Los restos de la antigua construcción, que un
visionario de principios del XIX planeó para sí mismo como quien diseña un grandioso juguete,
conforman un laberinto singular que los restauradores han respetado con todos sus recovecos,
escalinatas y jardines. La decoración de la fiesta, profusa en antorchas, consigue estilizar cada
detalle, definiendo volúmenes y sombras, mientras una música perfecta acaricia el aire. En cierto
modo, me recuerda a un edificio de Kalixti, incluso por sus aromas. Y saberme citado aquí con mi
alma gemela acentúa ese parecido.
He llegado temprano. Nada me retenía en casa. Mónica ya me advirtió hace días que no se
sentiría cómoda en medio de arqueólogos, políticos y gorrones ávidos de canapés. Ni siquiera la
circunstancia de que Jorge fuese a estar allí, en calidad de responsable del catering, la ha animado a
cambiar de opinión. De hecho, organizó su propio fin de semana con Alberto visitando a unos primos
suyos en Mallorca, sin plantearse un solo instante la posibilidad de que yo quisiera acompañarles. Se
diría que conocernos tan profundamente ya sólo sirve para hacernos daño, porque lo cierto es que,
como ella seguramente ha previsto, les he dejado marchar con un desagradable sabor de boca en el
que se mezclan a partes iguales la decepción y el alivio.
Según parece, ahora no me conformo con tener muchas vidas consecutivas, sino que necesito
varias a la vez. Y por muchas vueltas que le doy, no acierto a descubrir cómo voy a salir de ésta.
Respiro hondo y me acerco al primer grupo que se ha formado en el centro del salón principal.
Todo el mundo ha aprovechado la llegada gradual de invitados para curiosear por el edificio y ahora
comentan sus maravillas. Y eso que no han visto, ni podrán ver, lo mejor. En la zona restringida, en
la parte más alta, hay una azotea que se eleva hasta la luna.
De pronto siento una llamada silenciosa pero inconfundible: los ojos más verdes del mundo
acaban de llegar a menos de un metro de distancia. Dámeris ya está aquí. Mi anfitriona apenas se
parece a la que me acosó hace pocas horas. Ya envuelta en un vestido de finos tirantes y ajustado
talle que abruma mi atención y la de todos los presentes. El intenso azul que se ciñe a su cuerpo se
abre en dos escotes de los que quitan el hipo, para mostrar esa espalda que parece de seda y la
rotundidad de un busto que no precisa prenda que lo sujete. Y por si esto fuera poco, se ha recogido
el pelo en un moño del que cuelgan rebeldes un puñado de rizos negros como el pecado.
Si llego a encontrarla con este aspecto cuando la avisé de la proximidad de la fiesta, la habría
besado irremediablemente y sería el perdedor de nuestro juego. Estoy convencido.
Ni que decir tiene que es la mujer más bella de la reunión. Con mucha diferencia diría yo, y no es
pasión de alma gemela. Para ser justos y sin ánimo de ser presumido, haríamos una buena pareja.
Pensando en la categoría de la velada me he puesto un elegante pantalón haciendo juego con una
camisa tan ajustada como su vestido. Por imposición, el remate lo cumple una americana blanca que
realza los bronces de mi piel curtida por el sol.
A juzgar por la forma en la que me mira con el rabillo del ojo, mi atuendo cuenta también con su
aprobación incondicional. Pero los responsables del proyecto por parte de nuestro museo demandan
ahora todo su interés, así que decido relajarme y alcanzar una copa de vino de la bandeja más
próxima, para escuchar las opiniones de mi valedor en el proyecto y la bella Doctora Bossy.
—Me he tomado la libertad de invitar al equipo del Metropolitan. Al fin y al cabo, son ustedes
compatriotas.
El rostro de Dámeris no se altera ni lo más mínimo. Hay que ser su alma gemela para darse
cuenta de que la noticia le cae como un jarro de agua fría. Como no parece que tenga cigarrillos a
mano —en su pequeño bolso dudo que quepa una cajetilla— pesco otra copa al vuelo y se la tiendo
con una sonrisa de apoyo.
—Gracias, Runy —y volviéndose de nuevo hacia el director de investigación—. Me parece bien,
Don Armando, siempre es positivo intercambiar impresiones entre colegas.
Mike, Gladis y Kev, que acaban de incorporarse al círculo a tiempo de conocer la identidad de
los invitados sorpresa, no son tan buenos controlando sus emociones, pero asienten con la cabeza al
unísono de forma un tanto cómica.
Y yo aprovecho su aparición para robarles a su jefa por unos instantes y dejarles a cargo de las
relaciones públicas. Es la primera vez que me quedo a solas con Dámeris desde que comenzó la
fiesta.
—Debo reconocer que en cuanto te restauras un poquito y dejas a un lado esos pantalones con
bolsillos, ganas un montón. Incluso apetece mirarte.
—Si los ojos de muchos pudiesen morder, a estas horas ya me habrían comido entera. Incluidos
los tuyos.
—¿Todas las arqueólogas sois así de creídas o es algo que va implícito en los poco
evolucionados genes de las morenas de ojos verdes?
Dámeris capta inmediatamente mi invitación a frivolizar, aunque sea a costa de nosotros mismos,
y cambia de tono.
—Implícito… Poco evolucionados genes… Me sorprende que uses un vocabulario tan extenso —
sonríe maliciosamente—. ¿Llevas mucho tiempo practicando la frase?
—Incluso me la he escrito.
Sonreímos como si no hubiese nadie más. Pero el espejismo se disuelve rápidamente. El
consejero de cultura y otras personalidades a las que apenas si conozco de vista, llegan en grupo
cerrado pero afable y al reconocer a mi acompañante enfilan hacia nosotros.
—Perdóname.
—Son todo tuyos.
Dámeris me confía su copa y se adelanta hacia el consejero mientras recompone su actitud para
transformase en la imagen ideal de arqueóloga americana. Besos, apretones de manos, sonrisas de
alta política… hasta que un camarero se interpone en mi campo de visión y me pregunta con gesto
aburrido.
—¿Otro vino, señor?
—Gracias, Mario. Pero lo de señor, sobra. ¿Has visto a Jorge? —Es uno de sus camareros de
confianza.
—No. Pero si quieres, puedo avisarle de que estás aquí.
—No te molestes, ya lo sabe. Probablemente estará ocupado.
Dejo las dos copas medio vacías, cojo un Rioja y me dispongo a esperar.
Media hora más tarde, las labores diplomáticas y divulgativas de la doctora Bossy no han concluido
aún y yo he probado casi todas las delicias del buffet. Afortunadamente, los políticos y su corte se
han vuelto a retirar, en un grupo igual de compacto y afable que el que formaban a su llegada. Pero a
juzgar por el remolino de invitados que envuelve a la anfitriona, la arqueología enfundada en azul
apasiona a todo el mundo y no puedo hacer nada para evitarlo. Ésta es su fiesta.
Dámeris parece leerme el pensamiento porque, cada vez que tiene ocasión, me lanza una mirada
suplicante, rogando que la rescate. La última fue hace poco menos de un minuto, cuando hicieron su
aparición los «engreídos» del Metropolitan.
Han llegado tarde, como ejerciendo un privilegio reservado a las estrellas, y no precisamente las
de siete puntas. Saludan a derecha e izquierda sin detenerse, en dirección al grupo donde nuestra
expedición al completo departe con otros asistentes a la velada. Bueno, la expedición al completo
no. Dejo en la barandilla mi copa, hace rato vacía, y me dirijo también hacia el grupo. Presiento que
mi presencia no estará de más en esta ocasión: Dámeris le ha pedido un cigarrillo a Kev y se da
fuego con rapidez.
—Querida señorita Bossy…
Un hombre de pelo gris impecablemente vestido de Armani, sin duda el jefe, hace una discreta
reverencia que no consigo clasificar (¿Harvard, Yale…?) y abarca con un gesto al resto de su
equipo. Habla en español. Un español tan impecable como su traje.
—Ya conoce al profesor Robson.
—Mark…
—Dámeris…
—La doctora Spencer, experta en arte púnico…
—Doctora…
—Doctora…
Las presentaciones se prolongan durante un par de minutos, mientras una nube de camareros
ofrece bebidas a los recién llegados. Dámeris facilita también los nombres y cargos de sus
colaboradores americanos y españoles, incluyéndome a mí, que cierro la ronda de besos y apretones
de manos.
—Me agrada comprobar que tiene un equipo notable, señorita Bossy —al tipo del traje de
Armani parece gustarle tanto llamar «señorita» a Dámeris como al responsable de nuestro museo
llamarla Doctora. Y a ninguno se nos ha escapado ese detalle. Pero él continúa hablando—. Así la
apuesta cobra más interés. Aunque le advierto que para manejarse con los fenicios, lo más efectivo
es tener muuucho dinero.
—¿En euros o en dólares? —Intervengo desde mi rincón, con una sonrisa helada—. Parece que
vuestra moneda va un poco a rueda últimamente.
El muy presuntuoso es el único que ni me mira, pero eso es lo que me da la medida de su furia.
—Me gustaría que conociese a nuestro buceador, señorita Bossy, aún no se lo he presentado.
Paul Evans…, Dámeris Bossy.
Un norteamericano grande como una torre se abre paso para colocarse al lado de su jefe cual
perro de presa y mirar a mi alma gemela con unos ojos que parecen taladrar el azul de su vestido. He
oído hablar del tal Evans. No vive en Ibiza, pero es una leyenda del espeleobuceo en medio mundo.
Un deportista de élite que asoma la cara en los papeles de vez en cuando para hacer declaraciones de
prima donna.
—Un placer vernos de nuevo, preciosa. Espero que podamos bucear juntos antes de que esto
acabe. Me gusta que mi acompañante esté bien provista de «oxígeno».
—Veo que sigues tan «galante» como de costumbre.
Dámeris busca un lugar donde apagar el cigarrillo, pero no hay ningún cenicero cerca, así que
extiende la mano hasta la copa del buceador y lo deja caer en ella.
El silencio es tan brusco que sólo se escucha el pfff de la brasa apagándose al contacto con el
vino, y la música de fondo, más apagada aún.
El americano también está dispuesto a ser elocuente.
—Encontrar restos en el mar es tan fácil como localizar una colilla en una copa de vino barato.
No sé de qué conoce Dámeris a este arrogante pintamonas, pero avanzo hasta colocarme junto a
ella. A mí no me tocan las mujeres y el vino en un solo día:
—No has buceado aún en las grutas de Ibiza, ¿verdad?
—No. Prefiero cobrarme piezas más difíciles —me contesta sin dejar de mirar a mi alma gemela.
—Pues te recomiendo que te concentres en lo que vas a hacer. No pasa mucho tiempo sin que nos
encontremos algún buzo experto con la boca pegada al techo de una cueva. Ya sabes lo que se dice:
«siempre son los mejores nadadores los que se ahogan».
Evans se pone lívido. Pero, afortunadamente para todos, el responsable de investigación del
museo de Ibiza toma cartas en el asunto con celeridad cogiendo al jefe del Metropolitan por el codo.
—Dejemos las fricciones. Si me permite, me gustaría comentarle algunos aspectos de los restos
que podrán encontrar en la zona donde se han instalado…
Cuando el tipo vestido de Armani cede a la invitación y comienza a alejarse, todo su séquito se
desplaza con él. Dámeris y sus tres compatriotas, en cambio, no se han movido del sitio. Pero nuestro
diplomático jefe de investigación, que ya ha logrado encaminar a los del Metropolitan hacia el otro
extremo de la sala, regresa un momento sobre sus pasos y, con un gesto que no admite réplica, anima
al equipo de Dámeris a seguirle.
—Runy, tú quédate con la doctora. Será mejor que no removamos más el asunto. Sácala a bailar,
en fin, haz lo que quieras. Nosotros nos ocuparemos de estos… ¡de estos capullos!
Nos hemos quedado solos de nuevo.
—Creo que don Armando tiene razón —dice Dámeris al fin.
—¿En qué? ¿En que son unos capullos? Ahora sé por qué eres toda una experta.
—No, en que deberías sacarme a bailar. Después de poner a Paul en su sitio, debo admitir que te
lo has ganado de sobra —comenta endulzando el rostro.
—Tú y tu cigarrillo tampoco lo habéis hecho mal…
Mi adorada arqueóloga se hecha a reír y algunos rezagados se giran hacia nosotros. Gracias a
Dios, ninguno regresa. Y por si no tuviese motivos suficientes de gratitud, justo en ese momento
cambia la música. La luz se atenúa mientras suenan los primeros acordes de una balada de Luis
Fonsi. De golpe, el ambiente se transforma y varias parejas que estaban dispersas por la pista se
juntan y comienzan a bailar abrazados. Pero Dámeris me mira de un modo que me bloquea por
completo.
—¿Acaso tienes miedo de bailar conmigo?
—¿Quién dijo miedo habiendo hospitales? Bailaría, pero toda esta gente me está sobrando. Si no
fuese por eso, incluso me atrevería a susurrarte frases como Hoy nos toca compartir la misma luna —
remato, parafraseando al cantante puertorriqueño.
—Es cierto, aquí hay demasiados mirones. Además… —añade observando al grupo de
«colegas» al otro extremo de la sala— algunos lo tomarían como una provocación algo burda. Pero
yo no me quedo sin bailar contigo.
Sin pedir permiso me agarra de una mano y tira de mí hacia el exterior. Ya fuera, subimos unas
escaleras laterales que dan a un pequeño mirador donde conversan varios invitados. Ignorándolos,
Dámeris sigue arrastrándome por un nuevo tramo de escaleras, éstas mucho más angostas que las
anteriores. Si lo que intenta es intrigarme, lo ha conseguido sobradamente, no sé adónde pretende que
vayamos.
Después de atravesar varias dependencias cortadas al público, llegamos al pie de una musculosa
puerta que permanece cerrada entre penumbras. Ahora empiezo a entender lo que pretende. Lástima
que Jorge se quedó con la llave cuando al comenzar la fiesta me mostró el otro lado, donde está la
mejor vista del palacio. Si me hubiera vuelto a cruzar con él se las hubiese pedido. Pero entretanto,
mi guía echa un vistazo hacia atrás y abre su reducido bolso cogiendo algo con los dedos. Luego me
mira con cara de niña revoltosa. Ahora soy yo quien, nervioso, vigilo la retaguardia. Cuando vuelvo
a mirar para seguir sus movimientos, la puerta se rinde gracias al concurso de una fina tarjeta de
crédito.
—¿Quién eres tú y qué has hecho con Dámeris?
—Vamos juntas en el mismo lote. ¿Vienes?
Atravesamos la sala donde se esconden las cámaras del servicio de catering y tomamos el
pasillo que asciende hacia la izquierda. Poco después, somos los dueños de la azotea.
—¿Es ésa la luna que querías compartir?
Alza la vista para contemplar el luminoso disco suspendido en la negrura de la noche. En el cénit
del edificio nada nos impide mirar hacia el cielo. Aparte de la luna, pocas luces se atreven a salpicar
el inefable firmamento.
—¿Te parece suficiente pista de baile? —sigue preguntando.
Cambio el ángulo de visión y miro hacia lo único que no se ha restaurado de todo el palacio:
rodeado de un pequeño jardín se levanta orgulloso un viejo cenador de piedra.
El lugar es perfecto, lo supe en cuanto lo vi. Y me estremece pensar que Dámeris, cuando lo
visitó a solas durante los días previos a la fiesta, pensó lo mismo que yo hace unas horas.
El Mediterráneo de fondo, la complicidad de la noche y el idílico entorno son un verdadero
regalo. Sin embargo, ahora que hemos conseguido materializar la idea que tuvimos por separado,
todo se me antoja un poco fácil y predecible.
De repente, algo llama mi atención. A cierta distancia, jardín adentro, distingo un objeto tras un
seto graciosamente recortado. Justo lo que me hacía falta. Podría servir para llevar a cabo una
ocurrencia mucho más de mi estilo.
—Tú y yo nos merecemos una pista de baile realmente única, más cerca de la luna.
Dámeris frunce el ceño.
—Miedo me das. ¿Qué estás tramando?
Ahora soy yo quien coge su mano hasta llevarla al pie del espléndido cenador rodeado de
columnas.
—El sitio es ideal, lástima que no podamos bailar aquí —dice señalando el centro del espacio
circular—. Imagino que bajo estas lonas habrá sillas y alguna gran mesa. No creo que llevemos la
ropa más adecuada para mover muebles llenos de polvo.
—No pensaba bailar aquí abajo, sino ahí arriba —digo mirando hacia el techo del cenador.
—Pues ya me explicarás cómo vas a hacerlo sin una escalera.
—Si la hubiera, ¿te atreverías a subir conmigo?
—Tú tienes fijación con las alturas —afirma esbozando una sonrisa.
—Te doy mi palabra de caballero que hoy ni me arrimo al borde.
Por un instante calla y otorga o, al menos, me concede el beneficio de la duda. Con paso
decidido, me adentro por uno de los paseos del pequeño jardín hasta llegar junto al seto que oculta
los materiales sobrantes de la reciente obra, algunas herramientas y una hermosa escalera de muchos
peldaños y madera recia.
—Es lo suficientemente ancha y larga como para escalar sin peligro —explico al cogerla y
comprobar su respetable peso y dimensiones.
Dejando la americana a un lado, tenso los músculos para levantar la escalera y apoyarla en el
saliente superior del cenador. Hago una prueba para comprobar su firmeza y después exagero una
reverencia caballeresca invitando a mi dama a subir primero.
—Estás loco, ¿lo sabías? —ríe en voz baja, pensando el mismo adjetivo para sí misma—. ¿Estás
seguro de que el techo es completamente plano?
—Desde aquí abajo no se ve ninguna cúpula. Pero la mejor manera de asegurarse es subir a
comprobarlo.
—Necesitaremos algo de luz ahí arriba.
—¿Llevas fuego en ese proyecto de bolso? —Queda pensativa y, luego, asiente—. Pues aguarda
un momento.
Retorno al jardín y salto por encima de los sacos de arena hasta llegar a una pila de antorchas
apagadas que algún bendito ha abandonado allí después de iluminar el resto del palacio. Agarro dos
y vuelvo con ellas junto a Dámeris.
—Las encenderemos arriba.
Sus ojos brillan a la luz de la luna como si las antorchas ya estuviesen ardiendo. Mirando hacia
las estrellas, comienza el ascenso. Cuando lleva unos cuantos peldaños y los bajos de su vestido
alcanzan la altura de mis ojos, detiene la marcha y vuelve la vista atrás.
—Ni se te ocurra mirar hacia arriba.
—Me comportaré como un auténtico caballero hasta el final. Tras comprometerme con un gesto
tan serio como requería la situación, empiezo a subir detrás de ella mirando al frente. El trayecto
será corto, apenas cuatro metros de aventura.
Sin miedo a nada, enciendo las antorchas y las dejo en el suelo con cuidado, a un par de pasos de
donde Dámeris se ha detenido. Está esperándome en el centro mismo del círculo.
… mantengo la esperanza
de ser capaz algún día de no esconder las heridas…
Me reúno con ella que, sin decir palabra, agarra mis manos y las posa sobre sus caderas.
Dámeris está agradablemente desconocida. Antes de que pueda reaccionar estamos bailando tan
pegados que parecemos un solo ser.
… que me duelen al pensar que te voy queriendo cada día un poco más,
¡cuánto tiempo vamos a esperar…!
Mi pareja se mantiene en silencio, disfrutando música y letra. No hace falta decir nada, su cuerpo
habla por ella. Se abraza a mí como lo haría una mujer temerosa de perder lo que más ama. Resulta
difícil de explicar lo que siento al tenerla entre mis brazos, pero firmaría por estirar este momento
hasta el infinito.
—Dije que iba a susurrarte palabras y aquí las tienes —y mi voz acaricia su oído con frases
prestadas—. Acomodado en tu pecho hasta que el sol aparezca, me voy perdiendo en tu aroma, me
voy perdiendo en tus labios que se acercan susurrando… palabras que llegan a este pobre
corazón, voy sintiendo el fuego en mi interior…
Dámeris, sintiendo cómo arde el suyo, me sorprende llevando la iniciativa. Con la yema de sus
dedos acaba de recorrer mi espalda entera, de arriba a abajo. Sólo la barrera de mi cinturón bajo la
camisa la hace detenerse. Vuelvo al silencio. En poco más de un minuto la temperatura ha subido
muchos grados. Ella lo sabe y decide avanzar un paso más. Levanta la cara y roza su mejilla con la
mía hasta que, de pronto, toma la decisión de buscar mi boca. Una boca que se deshace de
impaciencia pensando en besarla hasta desgastarnos, como dice la letra de la canción en este preciso
instante.
Pero, de repente, todo cambia. Me ha dado el beso en la mejilla, junto a la comisura de los
labios, y empieza a cantar con dulzura socarrona:
—Me muero por explicarte lo que pasa por mi mente, me muero por
intrigarte y seguir siendo capaz de sorprenderte…
Ahora soy yo quien lleva la iniciativa. Mis dedos acarician hasta el final de su espalda surcando
el dibujo de la prenda íntima que se afirma bajo su ropa. La tela del vestido es tan fina que tengo la
sensación de estar acariciándola sobre la misma piel, pero ella no muestra la más mínima objeción.
Únicamente ha dejado de cantar. Es el momento.
Entonces abro los labios, soplo con suavidad y empiezo a besarla aspirando suavemente su
cuello. Lo hago despacio, sorbito a sorbito. El efecto es fulminante, noto como se estremece. Incluso
se le ha escapado un leve gemido. Se nota que en esta vida no había probado la sensación de mi boca
sobre su piel.
—Me dijiste que te comportarías como un auténtico caballero hasta el final…
—Mentí.
Loco de ganas, me preparo para besarla. Toda ella está dispuesta. Cuando estoy a punto de
hacerlo, la beso justo en el borde de sus labios. Le he devuelto la jugada. Me echo hacia atrás para
disfrutar su expresión, pero ella me lo impide. Sin importarle perder el juego inconfesable, agarra la
camisa tirando de mí hasta regalarme su boca.
Nos besamos como si hiciera mil vidas que no lo hacemos. Los labios abrasan, queman de puro
gusto. Cierro los ojos y creo estar más allá de las estrellas.
TESTIGO MUDO
l domingo ha transcurrido extrañamente calmo y silencioso. Sé que Dámeris iba a llevar a sus
E amigos americanos a hacer una visita eminentemente turística por el centro histórico de Ibiza,
porque Gladis tiene que volar a Madrid a por unas muestras que les facilitará el Museo
Arqueológico Nacional y, como tiene conocidos allí, quiere llevarles algún regalo. No me han
invitado a acompañarles en sus compras y se lo agradezco. Después del beso de ayer no sabría muy
bien cómo comportarme, aparte de que me siento bastante confuso.
Tengo que admitir a mi pesar que me siento ilusionado como un niño, pero no soy ningún crío,
sino que tengo uno. A vueltas con ese pensamiento en la cabeza, suena el teléfono.
—Hola, Runy.
—Hola, Mónica. ¿Qué tal va todo? ¿A qué hora llegáis?
—Cómo que a qué hora llegamos. Te dije que pasaríamos la semana en Mallorca.
—No me dijiste nada de eso.
—¿No te lo dije o no me prestaste atención? Esta semana el colegio inglés está de fiesta. Por eso
nos vinimos, Berto puede faltar cinco días a la guardería. No sé dónde tienes la cabeza…
—Si hubiera sabido que eran unas vacaciones en toda regla, hubiese buscado la fórmula para
acompañaros.
—No lo creo —el silencio suena como un grito—. Dejémoslo. Acabas de empezar con ese
empleo y no ibas a estropear su plan de trabajo nada más llegar.
—Está bien, pásame a Alberto.
Ni siquiera un adiós. Si quiero tener un anticipo de lo que puede ser una relación si nos
separamos, éste es bastante ilustrativo. —¡Papi, tengo un balón nuevo!
Está anocheciendo cuando Jorge llega a mi casa acompañado por varias latas de bebida isotónica. Se
presenta con un andrajoso macuto que usa desde hace años como bolsa de deporte y una camiseta,
empapada en sudor, haciendo juego con su revuelta cabellera. Tenía un partido de tenis en el club de
sus padres.
—Vengo a hacer compañía al «Rodríguez». Pon las noticias a ver cómo ha quedado la Fórmula
1.
—¿No lo has visto en directo?
—Sí. Pero es para recrearme.
Ríe su gracia, se sienta en mi sitio favorito, acciona el mando a distancia, abre una nueva lata y
me lanza otra.
—Siéntate, tío —comenta como si fuese el dueño de la casa.
—Gracias, hombre, muy amable.
Ocupo un rincón del sofá y compruebo que hemos llegado justo a tiempo. En el podio, vemos a
Alonso esparciendo cava a diestro y siniestro.
—Anoche te vi.
Me vuelvo a mirarle, pero Jorge sigue con la vista fija en el televisor.
—¿Sí?
—Encontré una puerta abierta, al pasar, descubrí que bajabas con la arqueóloga del techo del
cenador, con antorcha y todo. Tranquilo, sólo te vi yo… esta vez. ¿Sabes lo que estás haciendo? —
Jorge se vuelve tan juicioso que sorprende—. Tu padre conoce a Armando y no hace falta que te
explique cuál es la principal cualidad para ser un jefe de «investigación» en un museo.
—Cuál.
—Pues ser un buen observador, hombre. ¿Es que te has vuelto loco o qué?
—Si estoy loco es cosa mía.
—Cono, pareces Alex Ubago.
El casi testigo de nuestro desliz, aprovechando el silencio, apura un sorbo y me mira fijamente.
—Esa americana está «cañonetti», no lo discuto, pero te diré una cosa, tú no flipas, tú has
comido flores de verdad. Tienes una mujer que vale su peso en oro y… —Y, tras una pausa, se pone
tenso— te pones a tontear como si fueses un quinceañero. Y para tonteo irresponsable ya estoy yo.
—No es lo que tú piensas.
¿Cómo le explico a Jorge todo lo que debería saber? ¿Cómo puedo justificar que siento por
Dámeris tal cúmulo de sentimientos que me arrebatan la cordura? ¿Cómo?
—Mira, Runy, no te engañes. Para que me entiendas mejor, hoy la cosa va de canciones, esa tía
«es una rosa de un millón de espinas».
—Si comparas a Dámeris, no lo hagas con espinas, hazlo con estrellas.
—¿Una chica de un millón de estrellas? —Hace un aspaviento y me mira sorprendido—. Nunca
te escuché cosas así. ¡Te has enamorado! ¿Cómo has podido?
Me recrimina una actitud que se escapa a nuestro entendimiento. ¿Cómo se puede controlar una
fuerza tan incontrolable como impredecible? Si el amor fuese tan sencillo, no lo valoraríamos del
mismo modo.
En sus treinta años que va a cumplir, jamás lo había visto tan serio.
—Tú lo que tienes es un gran problema.
TATUAJE
a lo advirtió ella en la torre del pirata; lo nuestro puede ser muy complicado. Es innegable que
Y así es, pero en estos momentos ninguno de los dos quiere pensar en ello. Aunque lo que se dice
pensar, pienso y mucho. No logro quitármela de la cabeza ni un instante.
A pesar de todo, desde la noche del sábado tratamos de mantener la distancia. Hemos hablado
del tema y los dos coincidimos en que ninguno quiere hacer daño a su pareja. Sin embargo, resulta
obvio que tampoco deseamos romper lo nuestro. Complicada situación en la que no somos capaces
de encontrar el equilibrio del que suelen hablar los kalixtinos. Dicen que la solución a los problemas
está en el equilibrio, que debemos huir de los extremos. Pero tengo mis dudas acerca de si esta teoría
también es aplicable a nuestra enredada relación.
No recuerdo haber sido precisamente un romántico. Hasta ahora, porque acabo de comprobar que
cuando dos almas gemelas se encuentran, aparecen o surgen nuevas cualidades o facetas que viven en
cada uno como si estuvieran esperando a que el otro viniese para despertarlas. Y no se trata
simplemente de un irresistible juego. Lo que siento por Dámeris es mucho más. Muchísimo más
profundo. Sin apenas darme cuenta, en tan corto espacio de tiempo y de una manera tan imprevisible,
debo admitir que, como bien dice Jorge, me he enamorado.
Y el amor puedes vivirlo o evitarlo. Sólo en eso podemos decidir.
He pasado con Mike y Kev toda la mañana a unos cinco kilómetros de la costa norte ibicenca. La
jornada está siendo nula en avistamientos, no hemos divisado nada que sea digno de mención y, para
colmo de males, hemos tenido una doble avería: una válvula del compartimiento estanque y el
magnetómetro. Y podemos dar gracias que no haya sido el sonar de barrido lateral. Ahora mismo
estoy esperando la llegada de los técnicos encargados de que Sulituán funcione como un reloj.
Me encuentro en una de las calles principales de la bella Portinaitx, la población más cercana.
Acaban de sonar las dos en algún campanario y estoy impaciente por saber cuánto van a tardar en
llegar y cuánto en arreglar el estropicio. Si se demoran mucho vamos a perder todo el día y la verdad
es que no andamos precisamente sobrados de tiempo. Los días pasan y cada vez estoy más
convencido de que acabaremos por recurrir a los kalixtinos para dar con los restos que pueden
ocultar la estrella amarilla.
De pronto escucho un aviso de mensaje en el móvil. Sólo faltaría que fuesen los mecánicos
argumentando alguna excusa para no venir. Compruebo el número y me llevo una agradable sorpresa,
no son ellos, es Dámeris. Es el primer mensaje que recibo de ella. Supongo que habrá preferido
enviar un SMS en lugar de hablar conmigo. No sabe dónde estamos y desconoce si tenemos cobertura
o no. Muerto de curiosidad, lo abro y leo: «Te recuerdo que tienes que llamar al director del museo.
Te veré en la fiesta».
Me había olvidado por completo de la velada en el restaurante de Santa Eulalia. Jorge al fin
tendrá ocasión de vestirse de ninja y yo no he pensado en nada que ponerme para la ocasión.
Bastantes cosas tengo ya en que pensar. Dámeris ha hecho fenomenal en recordarme la llamada.
Había quedado con Don Armando en confirmar si vamos a seguir con las prospecciones en esta zona
o cambiaremos de emplazamiento. Mucho me temo que con el nuevo contratiempo han cambiado los
planes. Cuando veo acercarse la furgoneta de los mecánicos, marco el teléfono del museo para
comunicar la última fatalidad.
—Todavía nos queda un buen rato, Runy. Bastante, bastante rato. Lo mejor que podéis hacer es
aprovechar para dar una vuelta. Nos estáis estorbando, más que otra cosa, la verdad.
—Está bien, Juan. Salgamos de aquí y dejémosles trabajar tranquilos —miro a Kev y Mike.
Saltamos al exterior del submarino y empezamos a caminar por el puerto. Mike se ha apuntado a
un curso de buceo desde que llegó y está ansioso por intentar una inmersión en mar abierto.
—Cojamos un barco, Runy. Ahora tenemos tiempo. Kev y el piloto pueden esperarnos en
cubierta.
—No sé, Mike. ¿Seguro que estás listo?
—Contigo puedo bajar seguro.
Miro el reloj y compruebo que hay tiempo de sobra. Aunque lo que de verdad me preocupa es
que todavía no tengo disfraz para esta noche. Podría ser cualquier cosa, porque la temperatura, a
pesar de la época del año, nos está regalando una suavidad casi veraniega.
—Haremos un intercambio, Mike. ¿Qué tal dibujas?
LA FUERZA DEL PASADO
ntes de ponerme la cazadora para salir, compruebo el efecto que hace la estrella rodeada de
A símbolos egipcios que Mike me dibujó en la espalda. El efecto es convincente y resulta
providencial que mi pelo esté bastante largo esta temporada. No es comparable a la melena de
Anur, pero servirá. Cuando llegue al restaurante, dejaré la cazadora y los pantalones en el coche. Y
espero que haga calor allí dentro.
De los que componemos el equipo, Jorge sólo ha invitado a Don Armando, a Dámeris y a mí. La
Goleta está a rebosar de piratas, vampiros, trogloditas y chicas de charleston. No será difícil dar con
un ninja vestido de negro en medio de tanto colorido, sólo espero que nadie tire un cigarrillo sobre
mis sandalias o me roce con él las piernas desnudas.
—¡Aquí, Runy!
Jorge me hace una seña desde un extremo de la barra y camino abriéndome paso hasta llegar a su
lado.
—Hola, samurai.
—Que voy de ninja, tío, no te enteras. Y de qué te has disfrazado tú. ¿De Conan?
—Dejémoslo en un guerrero de las estrellas.
Me doy la vuelta y muestro el dorso completamente tatuado con las siete puntas y los signos
egipcios. Sólo se le ven los ojos pero bastan para demostrar su asombro.
—¡Cómo mola! Pues nada, tómate algo antes de la batalla. Ah, mira, hay viene Armando con tu
problema cogido del brazo.
Jorge agita la mano para que nos localicen. En medio del gentío, soy incapaz de distinguir de qué
se ha disfrazado Dámeris, sólo veo su hermosa sonrisa y el fuego de sus ojos verdes posados en mí.
Don Armando, con traje de Almirante, sujeta su mano tirando de ella. Al fin se detiene junto a
nosotros y el jefe de investigación se retira para cederle sitio a su doctora favorita, que hace una
reverencia.
—La señorita Marina de Mondoñedo, hija del gobernador de Maracaibo, les presenta sus
respetos, caballeros.
Miro de reojo a mi amigo. Si no llevase el pasamontañas puesto, comprobaría que su «cañonetti»
le ha dejado con la boca abierta. A mí me sucede lo mismo, aunque por distintos motivos. Una vez
más el pensamiento de las almas gemelas ha funcionado como uno solo. Y el vestido del siglo
dieciocho que Dámeris se ha conseguido. —Dios sabe dónde—, recuerda realmente a aquel vestido
que hice pedazos hará unos 300 años, para huir con ella de los corsarios holandeses en dirección a la
selva[6].
Si hay algo que me apasiona es conquistarla cada día, sorprenderla con nuevas ocurrencias. Pero
su capacidad de respuesta es aún mejor. Por eso la seducción a su lado se transforma en un juego tan
adictivo.
—¿Una cerveza, señora duquesa o lo que sea? —dice Jorge bajándose el pasamontañas para
recuperar el resuello.
—Gracias.
—¿Armando?
—Sí, si. Hace bastante calor. ¡Parece que el tiempo se hubiera vuelto loco!
Dámeris y yo aún no hemos podido dejar de sonreímos.
Jorge quiere poner de moda en Ibiza los bailes lentos que se estilaban hace décadas. La otra noche
fue en el palacete y hoy le toca el turno a su restaurante con terrazas incluidas. De nuevo nos
encontramos en la más elevada, la que está sobre el propio establecimiento. Aquí en un rincón entre
penumbras y rodeados por una marea de parejas que se aprietan unas a otras, bailamos al son de una
melodía que no es la nuestra.
—Somos unos insensatos —murmura de pronto mi compañera de baile—, y no lo digo por lo que
crees, sino por que miles de vidas dependen de nosotros… y aquí estamos, comportándonos como
dos chiquillos.
—También he estado pensado en ello, te lo aseguro. Pero, en realidad, sabes tan bien como yo
que si las cosas se ponen difíciles y el tiempo se agota recurriremos al maestro para que nos ayude a
encontrar la estrella.
—Lo sé.
Esta confesión parece relajarla. Abrazados nos dejamos llevar por la música.
A mitad de la segunda canción, escucho a Dámeris.
—¿No crees que tus manos están… como lo diría… bastante más al sur de lo políticamente
correcto?
—Igual que yo, ni entienden ni quieren entender de política. Van por libre. Creo que intentan
comprobar si tu trasero es tan firme como era el de Marina.
Veo que la situación, lejos de intimidarla, la divierte. Sin el más mínimo rubor y mucho más
descaradamente que yo, agarra mis nalgas con brío. Directamente sobre la piel.
—Yo también quiero saber si tu culo es tan perfecto como era el de Anur.
Inmediatamente retiro las manos del peligroso territorio en que se movían. Nadie se fija en
nosotros, pero intuyo a Dámeris capaz de comprobar otros atributos de Anur que, para mi desgracia,
no igualo en esta vida. La escasa tela de mi taparrabos podría incitar a odiosas comparaciones.
Cómo me gustaría aprovechar esta oportunidad única. Puede que nunca más volvamos a ser el
guardián del amanecer y la hija del gobernador. Las ocasiones son para aprovecharlas. Don Armando
quedó abajo en animada charla con viejos amigos y Jorge estará vacilando por cualquier rincón
oculto tras el enigma de su disfraz. Tengo una idea que sólo tiene justificación hoy. Esta noche.
—¿Por qué no nos vamos ahora mismo? —propone ella, justo cuando pensaba emplear
exactamente las mismas palabras. Esto de las dos mitades es un tema a estudiar.
—Me lo has quitado de la boca.
Poco después, salimos del restaurante sin rumbo fijo. Simplemente avanzamos hasta encontrar un
espacio agradable. Un destino apartado y discreto. Al final decidimos aparcar el coche a cierta
distancia de la carretera. Escogimos un bello rincón junto al pie de dos árboles, tan similares, que se
parecen a nosotros. Son como dos almas gemelas.
—Abriré el techo —comenta ella a la par que acciona el mecanismo de apertura.
—Me parece una buena idea, necesitamos testigos.
—¿Qué testigos?
—Las estrellas —contesto señalando las luces del firmamento que han decidido acompañarnos.
—¿Por qué necesitamos a las estrellas como testigos?
—Para nuestra próxima locura. ¿No la imaginas?
—Esa mirada tuya, a veces me da miedo.
—Piensa qué podríamos hacer hoy siendo quienes somos.
—Pensaba que eras más romántico. Nada de sexo en el coche.
—Frío, frío —digo riendo y, al momento de calmarme, le regalo una mirada tan imprevista como
mi petición—. Marina de Mondoñedo, ¿quieres casarte conmigo?
Ella, no sé bien si Dámeris o Marina, se cubre la cara con las manos mientras ríe. No lo
esperaba.
—Estás loco lo sabías. Y yo más que tú por querer casarme contigo.
Después, me concede un beso, fugaz como una estrella de verano.
Con el vehículo descubierto y las ventanillas bajadas, tomo la cinta de casete que guardaba en la
guantera y la introduzco en la única boca disponible. Hemos cogido el 4x4 del museo y aquí no hay
cargador de CD’s.
—Sin miedo a nada, supongo.
—Es nuestra música nupcial —aclaro.
—En una cosa estoy de acuerdo. No podíamos haber elegido mejores ropas para la ocasión.
—Estás preciosa. Igual que entonces. Igual que lo estarás la próxima vez.
—¿Qué próxima vez? Ya me estás liando.
—Pienso casarme contigo siete veces en esta vida.
Ríe tan abiertamente que si hubiese dicho veinte veces también habría aceptado. Sus ojos están
radiantes cuando vuelve a mirarme.
Tomo sus manos entre las mías y hablo acariciándola con la voz.
—Yo, Rafael Ulloa Navas del Yelmo, Caballero de las Estrellas, te quiero a ti Dámeris Bossy
como esposa y prometo amarte todos los días de esta vida. Y, si hay otras, te buscaré donde quiera
que vayas.
Ella no ha parado de sonreír mientras pronunciaba cada una de las palabras, como si un rapto de
vergüenza la embargase por dentro. Arrebatada por una emoción que hasta ahora no conocía, trata de
recomponer la compostura.
—Te acepto.
Sobre nuestra posición, proveniente del espacio exterior, desde las infinitas estrellas, creo
imaginar un coro de voces diciendo: puedes besar a la novia.
Tras satisfacer los labios, compruebo que ningún abrazo es como el de ella. Ninguno.
EL METROPOLITAN CONTRAATACA
o hubo noche de bodas. Me pidió que la llevase hasta la puerta de su hotel y nos dimos las
N buenas noches con un beso casi doloroso, que supo a muy poco.
Esta mañana, las cosas parecen complicarse. Lo supe en cuanto encendí la radio. Entre
otras noticias locales, el locutor comenta que los del Metropolitan de Nueva York han decidido
atacar con su artillería más pesada: el talonario. Hace unos días contrataron el otro submarino
turístico de la isla y lo han puesto a su servicio.
Apenas ha terminado la noticia cuando recibo un sms de Dámeris: «Tenemos problemas. Te
espero en el campamento».
Con una mueca de incertidumbre cojo la cazadora que sigue sobre el sillón donde la dejé ayer y
me dirijo hacia el coche, que aún tiene el techo abierto pero esta vez al cielo de la mañana.
con una sonrisa dulce, que esconde un poso de tristeza, levanta y abre una mano para recorrer su
rostro de arriba a bajo. Como si colocara sobre su faz una máscara imaginaria.
Hemos apagado los móviles, las prisas, los relojes y hasta la luz del techo. Todo. Todo excepto el
fuego que nos abrasa por dentro. Ahora mismo solamente lucen las dos velas que encendí y coloqué
en el suelo cerca del colchón. Desprovistos de luz eléctrica, el tiempo retrocede de verdad muchas
vidas hasta que el espíritu de Marina y Anur se apodera de nosotros entre estas cuatro paredes que
parecen su cueva.
Sin hablar, ambos decidimos a la vez echarnos sobre las sábanas. Ella, sin pedir permiso —no lo
necesita—, pulsa la tecla del radio-casete y enseguida comienza a sonar una melodía que conocemos
muy bien: Sin miedo a nada.
Dámeris, acostada a mi izquierda, reposa apoyando la cabeza en la almohada con el cojín azul
entre los brazos. Entonces repara en el último detalle y su sonrisa se acentúa en la penumbra del
almacén: he llenado el techo de estrellas que brillan en la oscuridad.
—Ya sabes, las estrellas son nuestros testigos.
Sin dejar de sonreír por ese toque tan infantil, las mira en silencio durante unos momentos.
—Aquellas que están tan bien colocadas tienen la misma forma que la constelación de mi signo
zodiacal. Supongo que estas otras pertenecerán al tuyo —explica señalando con el índice.
Por un instante, he tenido la sensación de estar al aire libre contemplando una noche estrellada.
Mi otra mitad señala como si conociese las grandezas de la bóveda celeste.
—Y creo saber quiénes son aquéllas tan juntas que resaltan sobre las demás —cambia de
dirección y apunta hacia dos estrellas gemelas que sobresalen por tamaño y luminosidad—. Somos tú
y yo.
Dejando a un lado el cojín se echa sobre mí besándome profundamente. Las llamas de las velas
parecen tomar fuerza y llenan la estancia de cálidas formas y colores.
Una vez más, Dámeris toma la iniciativa. Con suma delicadeza ha desabrochado los botones de
mi camisa y decide probar el tacto y la musculatura que me perfila el torso.
—Qué piel más suave tienes —suspira después de recorrerla entera con sus delicadas manos.
Sin parar de besarme, se centra en los pantalones vaqueros. Poco después sólo visto un ajustado
bóxer de color negro.
Para no quedarme atrás, con la misma delicadeza que ella empleó, consigo despojarla de sus ropas.
No de todas, la lencería es una de mis debilidades. Son prendas para disfrutar. Es un auténtico regalo
para la vista admirarla a la luz de las velas, apenas vestida, esperándome. Sentimos unas ganas
irrefrenables de acariciarnos, de explorarnos por dentro y por fuera sin represión. Es ahora cuando
se aproximan nuestras almas, cuando se reconocen.
Una vez más descubro que el cuello es su punto débil, en cuanto mis labios se esmeran con los
sorbitos, escucho los primeros y suaves gemidos. Se está deshaciendo de gusto. Tanto que, sin ningún
rubor, me roba la última prenda. Al instante siente la emoción de mi sexo rozando entre sus muslos.
Cada vez más alterada, me da la espalda para que pueda desabrochar el sujetador. Después de
hacerlo, aprovecho la postura para apretarla entre mis brazos mientras las manos se derriten sobre
sus firmes pechos, el ombligo y la tersura que encuentro más abajo.
Qué sensación más deliciosa es poder recorrerla entera, por todas partes. Sentir mis manos libres
por primera vez es una experiencia que quiero dejar grabada en mi memoria, con cada milímetro de
piel hasta ahora inexplorada.
Decido ir más allá y consigo que se eche boca abajo. Siento que en estos momentos se dejaría
hacer todo lo que me atreviese a probar. Suavemente vuelvo a recorrer la espalda entera empleando
dedos y labios. Al llegar sobre la única prenda que le queda, la bajo con ambas manos mientras la
boca acaricia sus nalgas y los dientes se entretienen dando mordisquitos donde les apetece. Dámeris
disfruta cada detalle por atrevido que sea. Tras quedar completamente desnuda, está tan excitada que
se da la vuelta para que siga besándola por delante.
Muy pronto, mi cara y su depilado pubis compiten en suavidad. La situación está resultando tan
increíble que he tomado la decisión unilateral de hacerle el amor otro día. Hoy quiero sentirla en mi
boca, sorbo a sorbo. Ella parece estar de acuerdo.
Cuando mis labios se permiten la libertad de probar la ternura que desbordan sus rincones más
íntimos, Dámeris, loca de gusto, arquea el cuerpo mientras sus puños aprietan fuertemente las
sábanas. Saborear su excitación me permite gozar tanto o más que ella.
La música ha dejado de sonar. No importa. Las notas las ponemos nosotros. Siguiendo el ritmo
que me dicta el temblor de su cuerpo, permito que mis dedos aumenten su placer. Poco después, ya
no aguanta más. A punto de estallar, sus manos me tiran del cabello para apretar con fuerza mi cara
contra su sexo. Seguidamente, se deshace en jadeos y fuertes gemidos que siguen creciendo hasta casi
gritar.
Después el silencio. Un silencio pleno, inmortal.
TESTIGO LOCUAZ
s lunes y Mónica aún no ha regresado. Sé que los lunes no imparte ninguna clase y que los
E martes alterna con otro profesor, que seguramente va a sustituirla mañana. Así que el
miércoles a más tardar estará de regreso y aún no sé lo que va a suceder.
Pero parece que el Universo sigue enredando para que otras preocupaciones más urgentes me
impidan pensar en ello. Hoy hemos tenido nuevas noticias de Evans. A primera hora ha descubierto
un pedazo de losa que podría ser la tapa de un sarcófago. Dámeris me envió la sorpresa a través del
móvil.
Ese buceador está empezando a cansarme.
Una vez más, en el hangar me esperan únicamente los norteamericanos. Las caras de los reunidos
parecen mía réplica de las que tenían hace sólo dos días.
—Con qué no iban a encontrar ni un resto ¿eh?
Dámeris frena en seco a Kev.
—Calentándonos no resolveremos nada.
Kev se disculpa sinceramente con un gesto que le agradezco. Antes de intervenir y de que
Dámeris encienda un pitillo —tengo que echarle una mano con este vicio— escuchamos el ruido de
un claxon de furgoneta fuera.
—Y ahora qué pasa.
Entonces, Jorge entra en el hangar como en el salón de mi casa. Llega hasta la mesa y me da una
palmadita en la espalda.
—Qué tal, Runy… Duquesa…
—Jorge, estamos en medio de una emergencia.
—Ya lo sé, también me he enterado de la noticia. Por eso estoy aquí.
—¿De veras?
—Tengo una información que os va a encantar.
Conozco a mí amigo. En cierto modo, se está pavoneando, pero nunca le he visto hacerlo sin
algún motivo.
—Somos todo oídos. Tú dirás.
El resto del equipo guarda silencio a regañadientes y se dispone a escucharle.
—Bueno, pues no sé si sabéis que el catering de vuestra fiesta gustó mucho…
Especialmente a los pijos de la otra excavación. La que está al norte.
—Sí, sí, pero al grano.
—Vale, vale. El caso es que no se les ha debido ocurrir que tú y yo podíamos ser amigos, porque
nos han encargado también a nosotros desde bocadillos hasta cenas…
De pronto empezamos a poner interés, Jorge lo nota y saca pecho.
—… la última, anoche mismo. Como habíamos dado el día libre a los que trabajaron en la fiesta
de disfraces —su mirada se vuelve algo más elocuente o a mí me lo parece—, fui yo a encargarme
del tema. Me pareció un poco raro que se quedaran el jefe y su gran buceador a cenar allí solos en el
campamento, pudiendo hacerlo en su hotel o en cualquier otro sitio.
—Al grano, Jorge, al grano.
—Pues nada. Que hablaban de una pieza en concreto y de lo que pensaban hacer con ella.
Supongo que creían que un camarero de Ibiza no sabe de inglés más que la carta de su restaurante. O
ni tan siquiera se lo plantearon, como si sólo fuese un mueble, ¡los muy…! —Hago un gesto de
impacienta y él retoma el hilo—. Ya, ya… El caso es que la pieza mencionada la tenían allí mismo.
Se trataba de un pedrusco. Estaba sobre una mesa bien envuelta, pero se veía que era un pedrusco, no
sé si me entendéis. Pesado y plano como una losa.
El silencio alrededor de Jorge es ahora absoluto.
—Y aunque, con tanto ir y venir, no llegué a ver el objeto en sí, tuvieron que desenvolverlo allí
mismo, porque al regresar una de las veces que fui a por cosas a la furgoneta, el paquete ya no
estaba. Pero había un arcón metálico junto a la puerta. Juraría que la habían guardado en él.
—Eso no significa nada. No sé a dónde quieres ir a parar.
—Pero es que no me escuchas, Runy. ¿No te he dicho hace un momento que hablaban en inglés
como si yo no existiera? Por lo que pude entender, iban a introducir esa piedra en el mar, para
rescatarla luego. Pensé que era una especie de ejercicio de simulación. Como en Estados Unidos lo
ensayáis todo… Que si simulacro de incendio, que si simulacro de catástrofe…
—Lo hemos entendido, Jorge.
—Bueno. Pues eso. Para mí que ese pedrusco que pronto enseñarán como si fuese un antiguo
hallazgo encontrado por sus buzos, es el mismo que descansaba sobre su mesa cuando les serví la
cena a Evans y a su jefe.
Dámeris se incorpora y, durante un minuto, camina abstraída alrededor de la mesa, pensando en
cuál debe ser el siguiente paso.
—Para comprobarlo necesitaríamos unas muestras de ese trozo de losa —dice al fin, mirándome
—. Ésa será la parte ilegal, pero es un pequeño mal por un bien mucho mayor.
—¿De qué cantidad hablamos? —interviene Jorge muy sonriente—. ¿Podría bastar con el polvo
que se depositase en su envoltorio?
Dámeris camina hacia él. Está empezando a ver en mi amigo cualidades que nunca hubiese
imaginado.
—Podría.
—Entonces ya está.
—¿Qué está?
—Ya sabes lo desastre que soy, Runy. Anoche al recoger el tinglado, metí las bolsas de basura
en la trasera de la furgoneta. Pero aún siguen ahí.
Dos minutos después, el equipo arqueológico de Filadelfia y sus amigos de Ibiza nos inclinamos
sobre una gran bola de papel de estraza y plástico de burbujas que Gladis desenvuelve con mucho
cuidado. Su sonrisa lo dice todo.
—Será suficiente.
Dámeris alza la cabeza y nos recorre con mirada decidida.
—Empiezo a intuir de dónde han sacado ese «pedrusco» como tú dices. Creo que es un pedazo
de la misma losa que nosotros tenemos. Concretamente, el que le falta. Pero antes necesito hacer unas
comprobaciones. Tengo un modo de averiguar en qué momento de su historia reciente se partió esa
losa en dos. Si lo que dice Jorge es cierto, alguien debe informar al Metropolitan de la clase de
piratas que les está sacando el dinero. El prestigio de ese museo no puede verse comprometido por
esa gentuza.
Los ojos de Dámeris vuelven a ser los de una guerrera.
LAS DOS DAMAS
einticuatro horas después, la situación ha empeorado aún más. Don Armando, sentado en el
V mismo hangar donde nos reunimos el día anterior, confirmó una nueva sorpresa nada
agradable: ayer a última hora, nuestros competidores descubrieron el sarcófago sobre el que
reposó en su tiempo la losa que nosotros tenemos y un rodete completo idéntico a los de la Dama de
Elche. La buena noticia es que no encontraron nada más. Ninguna figura completa ni tampoco objetos
relucientes de siete puntas. Sin embargo, el hallazgo fue tan descorazonador como inquietante.
Resulta más que sospechoso la localización de tantos descubrimientos de esta índole en la misma
jornada. Con los antecedentes que tenemos sobre la mesa, resulta indudable que algo huele mal.
Todavía no puedo demostrar mis conjeturas pero estoy tras la pista. Estoy en Kalixti.
He venido hasta la ciudad perfecta porque han cambiado las reglas del juego. La cosa está fea.
Muy fea. Los gerifaltes del museo de Filadelfia, que llegaron anoche ya nerviosos, hoy se han
desmoronado por completo. Con la noticia, todo su proyecto se viene abajo, sus dólares se han
hundido en la profundidad de un mar asolado y vacío. Y Dámeris puede hundirse con ellos. Mientras
tenga fuerza en estas venas, no lo consentiré. Por esa razón han cambiado las reglas.
Acabo de tomar una decisión sin contar con ella. No sé si habré hecho bien pero mi fuero interno
era lo que me dictaba. Al margen de cualquier otra consideración, faltan pocos días para que se
produzca el terremoto y no podemos correr riesgos. Necesitamos emplear nuevos métodos para
encontrar la joya lo antes posible.
Aprovechando que Dámeris está almorzando con la plana mayor del museo de Ibiza y
Pennsylvania, yo intento desesperadamente localizar otras piezas bajo el mar que nos conduzcan al
brillo que necesitamos, a la estrella, y, de paso, demuestren las malas de artes de Evans y su
pandilla.
Gracias a las ínfimas muestras que extraje de nuestra losa, los ingenieros kalixtinos buscan en
estos momentos restos hundidos en las costas ibicencas con la misma composición. Necesito seguir
cualquier rastro que tenga alguna posibilidad, y éste es el único que verdaderamente las tiene.
Mientras ellos realizan las labores de rastreo, nosotros vinimos a tomar un tentempié. Al decir
nosotros, me refiero a Tolsen, Sirion, Bendal, Gariel, Shina, algunos técnicos y yo.
Acabamos de degustar la sana y sabrosa comida kalixtina y, esperando a que confirmen
resultados, nos encontramos departiendo en la sobremesa.
El lugar, la compañía y las tribulaciones de mi alma me empujaron a sincerarme con Sirion. En
cuanto pudimos situarnos algo separados del resto, vacié mi interior. Apenas sin quererlo, al menos
de un modo consciente, ha surgido la controvertida relación que mantengo con Dámeris y Mónica y
confesé al maestro los vaivenes de mi mundo personal. Salvo la intimidad de nuestro refugio, está al
corriente de todo lo demás. Incluso conoce los detalles de nuestra boda estelar, al estilo kalixtino,
diría.
Pensé que reprobaría mi forma de actuar, pero el maestro tiene otra forma de impartir sus
lecciones.
—La mayoría de las almas gemelas que comparten encarnación están predestinadas a
experimentar vivencias íntimas. Lo que te está pasando con Dámeris es algo normal. Sobre todo en
esta época, en estos momentos tan especiales que atravesáis en la Tierra —me gustaría saber
exactamente a qué se refiere. De inmediato, percibe mi inquietud—. Hace pocos años comenzó una
nueva etapa en vuestro sistema solar que afecta tanto a vuestro planeta como a sus habitantes, aunque
no seáis conscientes de ello. Sin embargo, no es el momento de profundizar en ese tema. Por ahora,
lo fundamental es que aceptéis esta encarnación como la más importante de todas las que habéis
vivido hasta la fecha. Los que estáis vivos actualmente en la Tierra tenéis una oportunidad única para
evolucionar de un modo excepcional.
—Suena a que realmente va a ocurrir algo grande.
—Como nunca antes sucedió. Pero, repito, ya te hablaré de este asunto cuando estés preparado.
No pretendas comprender logaritmos neperianos si estás aprendiendo ecuaciones de primer grado.
Lo importante ahora es que sigas con esas ganas de descubrir cómo funciona la vida. Todavía os
queda mucho por trabajar y mucho por aprender. Simplemente recuerda que de un tiempo a esta parte
todo sucede con enorme rapidez. El que se esfuerce por mejorar, avanzará. En cambio, otros muchos
se quedarán atrás.
El maestro detiene su discurso al contemplar mi cara de preocupación.
—Me gustaría saber si esos cambios están relacionados con alguna hecatombe.
—En tu planeta siempre ha habido y siempre habrá catástrofes naturales. Además, hay que añadir
el maltrato que le estáis infligiendo. Te daré un dato significativo, arrancar del subsuelo el petróleo
es como extraer la sangre de la Tierra. Todo ello sin contar los efectos nocivos que genera el
consumo de este tipo de combustible. Pero yo te hablaba de otro asunto que también guarda relación
aunque es bien distinto.
—Y por mucho que insista no vas contar nada más, ¿verdad?
—Puedes estar tranquilo de que serás uno de los primeros en saberlo. Tú juegas un papel
importante en esta historia que afectará a toda vuestra humanidad.
—¿Yo?
Me mira expresando bondad en su rostro. No obstante, sé que no habrá ninguna revelación más.
Pero las palabras del que considero mi maestro me sobrepasan y logran, en cierto modo,
confundirme.
—Es normal que te encuentres confuso —de seguir así, pronto no necesitaré hablar para
comunicarme con él—. Precisamente en las situaciones de duda es cuando uno busca y avanza. Si
tienes un trabajo rutinario, relaciones personales habituales o ausencia de problemas dignos de
mención, en definitiva un nivel de vida muy confortable, entonces poco puedes aprender. Y no lo
haces porque tu parte más superficial se niega, tiene miedo de perder su cómoda existencia para
buscar por caminos, más arduos aunque mucho más enriquecedores. En el sentido de aprendizaje, se
entiende. Como es tu caso en estos momentos.
—Estar a la vez con Dámeris y Mónica genera un cúmulo de sentimientos difíciles de digerir.
—A eso me refería. La vida de las personas que tienen un cierto grado de evolución suelen ser
intensas en experiencias. En ocasiones, bastante duras. Como dije, éste es un periodo especial para
vosotros en el que todo puede suceder. Es muy probable que compartas situaciones con Dámeris que
sólo con ella vas a poder vivir. Con nadie más.
—Entonces, ¿qué pasa con Mónica?
—Lo mismo. Junto a ella compartirás otras vivencias distintas que también necesitáis
experimentar, también tienen su justificación y esconden su enseñanza. Para ambos. Saber vivir es
saber despertar la conciencia y comprender el significado de las lecciones que recibimos para luego
asimilar y poner en práctica lo aprendido. De ese modo evolucionamos —tardaré tiempo en asimilar
lo que acaba de exponer—. Cada lección es un círculo que se cierra si captas el mensaje y lo pones
en práctica. Tú, por ejemplo, tienes varios círculos abiertos. Sin ir más lejos, aún no has averiguado
por qué te casaste con Mónica.
—¿También eso tiene un sentido?
—Ya lo creo. Si estás «despierto», algún día conocerás los motivos. En un momento de tu vida
todo encajará como las piezas de un rompecabezas. Mientras tanto, muchas cosas pueden suceder,
desde compartir experiencias con ambas, hasta preferir a una de ellas o incluso quedarte solo. Serás
tú quien decidas y saques conclusiones. Eres el dueño de tu destino.
—Me pregunto por qué tiene que ser todo tan complicado. Hablas de la vida como si fuese una
sucesión de círculos concéntricos, pero últimamente yo la veo más como una espiral que me
arrastra…
—Es una espiral donde el miedo es el mayor enemigo. Aparcándolo, lograréis avanzar en vuestra
evolución. Muy pronto serás consciente de que detrás de cada complicación siempre hay una
enseñanza. Todo guarda su razón de ser.
—¿Incluso mi atípica boda con Dámeris?
—Piensa que, cuando os casasteis bajo las estrellas, de alguna forma se formalizó una relación
entre ambos que tiene la validez que vosotros queráis darle. El Universo respeta vuestras decisiones,
vuestro libre albedrío es sagrado.
De pronto, se acerca uno de los ingenieros encargados del rastreo.
—Hemos localizado varias piezas bajo el mar.
—Gracias, enseguida vamos para allá —contesta sin sorpresa.
—Sabías perfectamente que las íbamos a encontrar.
Sirion, tan solo da una leve sonrisa por respuesta.
—Es una pena que este rastreador no sea capaz de detectar las estrellas.
—En eso radica su poder y su supervivencia —dice el maestro—. Están a salvo de cualquier
tecnología, incluso de la nuestra.
—Lo sé. ¿Vamos?
—Antes de regresar, tengo un último mensaje para ti. Es de alguien muy especial que te aprecia
—sonríe con un guiño de complicidad—. «No te olvides de comentarle a Runy que no se crea nada
de lo que has dicho. Que pruebe. Que la vida es probar. Recuerda que vivir y sentirse vivo son cosas
muy distintas».
—Os agradezco a los dos vuestro tiempo y paciencia —miro a todas partes por si siento cercano
el aleteo de unas alas de dragón.
—¡Vive y aprende! ¡Sobre todo, aprende!
Las palabras pronunciadas por el kalixtino repican en mi mente ahora que tengo delante esos ojos
verdes que tanto me llenan. Estamos cerca de Sa Caleta, dilucidando el modo de actuar.
Dámeris ha demostrado saber muy bien lo que hace: sacó a su gente en Filadelfia de la cama y les
puso a rastrear todo el recorrido burocrático de la losa que tenemos en nuestro poder. Desde el
inventario efectuado por la policía cuando se incautó la pieza al traficante de antigüedades, hasta su
adquisición y catalogación por parte del museo. Y acertó. Unas horas después recibíamos un buró fax
con una descripción de la pieza tomada por un funcionario meticuloso con su trabajo. El texto no
dejaba lugar a errores. La tapa que se encontró en el almacén de pescado estaba prácticamente
entera. En alguna «parada» de su viaje, había perdido el trozo que, según Evans y los suyos,
rescataron del fondo del Mediterráneo.
—¡Qué estúpidos! Se la han jugado sin necesidad… y desde luego que van a perder. Ésa es la
mejor baza que he puesto sobre la mesa durante la comida. Aunque mis jefes todavía no tienen claro
cuál va a ser su decisión, ahora es cuando ha empezado de verdad la guerra —es fácil anticipar su
final aunque tarde en producirse—. De momento, tenemos la tarde libre, mañana se pronunciarán.
—Estarás de acuerdo en que la situación se ha complicado y mucho.
—No hace falta que lo jures.
—Que seguimos sin una pista fiable para encontrar el resto de la dama, que seguimos sin la
estrella y que nuestro tiempo, el mismo tiempo de los indonesios, se está agotando.
—¿Adónde pretendes llegar?
—A una solución inmediata que impida a los tramposos salirse con la suya.
—Lo cual equivale a decir que vamos a necesitar ayuda kalixtina.
—Sabes que ellos no van a llevar la estrella a Kalixti. Así que tú decides.
—Está bien. Ya no tiene justificación empeñarse en hacerlo sin apoyo. Llama a Miros Tolsen
para encargarle dos pastillas como aquellas que usamos al descender hasta los restos del Santo
Cristo He Maracaibo. Recuerdo que Miros comentó que eran indetectables por los equipos
guardacostas.
—Guardo aquellos mini-submarinos en mi nave. Aunque cuenta con el noruego para
acompañarnos.
—¿Cómo entonces?
—Como entonces.
Convencerla ha sido bastante más sencillo de lo que imaginé. Lo demás, será fácil:
—Mientras tanto, tenemos algo mejor que hacer que cruzarnos de brazos o comernos las uñas.
—¿Qué más cosas quieres hacer? —Será la indigestión del almuerzo por lo que ahora no se
muestra tan despierta.
—Tenemos toda la tarde para nosotros. Antes de ir a buscar la estrella y las demás sorpresas,
hay tiempo de sobra para acercarnos en la moto a escuchar Sin miedo a nada… y demostrarlo.
—¡Buf! Creo que van a ser demasiadas emociones para hoy.
Ella comprende perfectamente que la próxima vez que pisemos nuestro particular y escondido
reino, nos dejaremos llevar y terminaremos haciendo lo que tanto deseamos. Decidimos prolongar la
espera para saborear aún más el momento de hacer el amor, pero los dos sabemos que nuestro deseo
ha crecido tanto que ya no habrá más retrasos.
—Encontrar la estrella y rozar juntos el cielo en el mismo día será algo inolvidable.
—Amor mío, tengo tantas ganas de hacerlo como tú, pero no creo que sea el mejor momento.
Tienes mi palabra de que mañana te voy a volver loco de verdad.
—Sigo pensando que mi plan es más… —insisto pero no puedo hablar, un beso lleno de
sentimiento me lo impide.
Después de probar el dulce sabor de sus labios cualquiera la contradice.
—Está bien, tú ganas.
—No te vas a arrepentir —susurra en mi oído estrechándome con uno de esos abrazos que todo
lo pueden.
Como en los viejos tiempos, Miros Tolsen nos ha revisado los equipos y se ha quedado en el barco
mientras descendemos hacia lo profundo. Antes de la inmersión, le hablamos a Dámeris de nuestra
visita a Kalixti para poder dirigirnos al lugar exacto sin perder ni un minuto. No hubo reproches, los
tres entendemos que la estrella es lo primero.
Según las señales que emite el sofisticado localizador kalixtino que llevo en las manos, bajo
nuestra posición se encuentra el primero de los objetos detectados antes de sumergirnos.
La sangre se acelera cuando una especie de fantasma de piedra, casi enterrado, emerge ante la luz
de nuestros espléndidos equipos. Moviéndonos con los inconvenientes de la profundidad, extraemos
la arena sin descanso hasta palpar una figura pétrea, una Dama, de eso no hay duda. Es una lástima
que se encuentre terriblemente deteriorada. Le faltan los dos rodetes y podría ser igual a la de Elche
o a cualquier otra de civilizaciones de la época. Dámeris parece decepcionarse.
—La subiremos después. Vayamos hasta donde detecto la siguiente pieza. La tengo ya localizada
—a pesar de la abrumadora cantidad de agua, la tecnología kalixtina permite que nos comuniquemos
con una excelente calidad de sonido.
—¡Mira! Es otro sarcófago. Eran dos —grita la arqueóloga con la emoción a flor de piel.
Frente a sus dilatadas pupilas descansa el voluminoso hallazgo, que parece haberse conservado
en buenas condiciones. La losa está levemente desplazada sobre el cajón, pero la ranura no despide
ningún brillo. ¿Nos encontramos ante el escondite de la estrella amarilla? Pronto lo sabremos.
Dámeris no aguarda mi ayuda, estira los brazos y desplaza con esfuerzo la tapa del sarcófago.
Decido colaborar devorado por la impaciencia y, al fin, en medio de un silencio sobrecogedor,
miramos en el interior de la tumba. Lo que nos espera desde hace quién sabe cuántas generaciones es
una figura casi informe, plácidamente dormida, inmóvil como un enigma. Cuando conseguimos
sacarla de su escondite, la efigie de una bella estatua aparece frente a nuestras temblorosas manos
conforme vamos apartando la granulada arena de sus contornos. Es como si un escultor divino la
fuese creando entre soplidos lentos y cadenciosos. Así se desprenden los gráciles y finos granos del
tesoro que han protegido tanto tiempo. Protegido con mimo a juzgar por la profusa pigmentación que
todavía cubre sus hermosas facciones. Está intacta.
—¡Qué espectáculo y qué sorpresa! No es la dama de Elche pero sus rodetes laterales son
idénticos. Es evidente que se trata de una representación de la misma y misteriosa dama. Quienquiera
que fuese.
Preferiría haber encontrado la estrella, pero sólo por ver la reacción de Dámeris, ha merecido la
pena. Merece disfrutar su sueño hecho realidad, aunque sólo sea por unos momentos, antes de volver
a la acción. Resulta fascinante ser testigo único de este encuentro mágico entre la mujer que ha
recorrido tantas vidas conmigo y la representación perfecta de otra mujer misteriosa, rescatada del
pasado.
Al ver la escultura entera y recordar la otra que hemos dejado atrás, de pronto caigo en la cuenta
de un comentario que acaba de hacer la arqueóloga.
—¡Lo tengo! Ya sé cómo desenmascarar a los del Metropolitan y además mañana mismo —ella,
bajo la enorme y transparente burbuja que usamos como escafandra, sigue con los ojos fuera de las
órbitas—. Luego te explico, busquemos primero la estrella.
Intensa jornada
a búsqueda terminó muy tarde y con un sabor agridulce. La miel la pusieron los vestigios: un
L sarcófago vacío, una losa con su inscripción completa, las dos Damas y diversas piezas
antiguas depositadas en el hueco interior de las figuras. Sin embargo, no quise subir a la
superficie ninguno de los tesoros. Echaría por tierra mi estrategia.
En el otro lado, en la parte más agria: la estrella de fuego no apareció por ningún lado. Y bien
que la buscamos. Pusimos todo nuestro empeño empleando tecnología terrestre, avances kalixtinos y
nuestra paciencia personal. Que fue generosa hasta la extenuación.
Con noche cerrada, ya acusábamos el cansancio y la tristeza de admitir por fin la evidente y
cruda realidad: nuestras convicciones eran puro espejismo. La inscripción de la losa terminó por
convencernos. Hijo de la estrella atlante, tradujo mi erudita compañera. Al no haberse encontrado
restos de inquilinos en el de Evans ni tampoco en el nuestro, entendió que aquellos sarcófagos debían
viajar a algún lugar para que sus futuros propietarios encontrasen reposo eterno. Y que lo hacían con
la figura funeraria en su interior para facilitar el transporte.
La estrella de fuego seguía tan perdida como al principio. No hizo falta comunicar el resultado a
los habitantes de la ciudad perfecta, para ellos, la búsqueda se retransmitió en directo. Tan sólo
pudimos intercambiar miradas de decepción.
En vista del oscuro panorama y ya sabiendo que los sarcófagos no conducían a las joyas
cósmicas, Sirion decidió ejecutar el plan B. No sé cómo denominan en Kalixti a los planes
imprevistos. Con lo previsores que son, ni tan siquiera sé si los tienen.
Sea como fuere, tenían preparada una solución alternativa donde los protagonistas éramos
nosotros: los voluntarios. Habían fabricado tres asientos especiales para hacer regresiones: uno para
Yarami, otro para MirosTolsen y el tercero, que guardo en mi despacho, para Dámeris y para mí.
¿Hacia que época, en que cultura buscaremos las estrellas? Ése es el punto débil del plan del
maestro.
Anoche, viajamos a Camboya beneficiados por la diferencia horaria pero, al regresar, llegamos
de madrugada. Nos fuimos a descansar unas pocas horas, hoy nos aguardaba una jornada intensa en
acontecimientos.
El zafarrancho comenzó temprano. Antes de nada, nos pusimos en contacto con la televisión
local, gracias a Don Armando, y con las nacionales a través del gabinete de prensa que informa de
los acontecimientos del museo. Cualificados profesionales que demostraron su buen hacer y
celeridad.
El siguiente paso de mi plan fue visitar personalmente a los jefes de la doctora Bossy. Estaban
todos en el hangar, discutiendo aún sobre las medidas a tomar respecto al asunto de la losa, cuando
interrumpimos la reunión. En pocos minutos, sus rostros tornaron decepcionantes ojeras por miradas
de euforia contenida. Habíamos logrado, al margen de éxitos académicos, que sus dólares cambiaran
el anterior mar estéril por otro sembrado de abundancia. Tras invitarlos a observar personalmente
las labores de rescate, salimos en dirección al puerto.
Tuvimos suerte en un detalle importante. Los restos perdidos se encontraban a poca distancia de
Portinaitx, relativamente cerca del lugar donde se averió Sulituán. Si hubiesen reposado en un rincón
más lejano, su hallazgo no habría resultado creíble en términos arqueológicos. Resultaría muy
evidente prospectar otros fondos perdidos en la inmensidad del Mediterráneo sin una justificación
que soportase tal rastreo. No podíamos buscar en un lugar concreto y a unas horas intempestivas sin
una razón previa. Dicho de otro modo, nuestra actuación habría resultado tan sospechosa como la de
nuestros enemigos. Por fortuna, los rastreos de días anteriores en aquella franja, justificaban por qué
ahí y no en otro sitio.
Precisamente ésa era mi mejor baza, demostrar que los restos del naufragio se encuentran en el
noroeste de Ibiza y no en el este, donde se mantiene anclado el barco del Metropolitan. Allí, en
aquella zona situada frente a Cala Llonga, a muchos kilómetros de distancia, afirman haber
localizado la porción de losa y el rodete.
Hablando de esa pieza, fue precisamente el comentario que Dámeris hizo anoche acerca de los
adornos que flanqueaban la figura desenterrada lo que me dio la clave para demostrar el fraude del
equipo neoyorquino.
La guerras se ganan volviendo contra el contrario sus propias armas: con las cámaras de
televisión como testigos, rescataríamos los hallazgos del fondo del mar al más puro estilo americano.
Allí mismo, en la cubierta del barco, la escultura mutilada iba a hablar por sí misma. El rodete que
poseen los del Metropolitan encajaría en nuestra dama rota. Lo cual demuestra que nuestros
antagonistas no encontraron la pieza donde ni cuando aseguran.
Y para desmoronar totalmente su montaje, solicitaremos un análisis profundo que revele el grado
de humedad impreso en sus vestigios. Esas rocas llevaban un buen tiempo fuera del agua. El tiempo
que estuvieron en su poder.
El destino nos sonríe, se han cumplido todos los pronósticos. Está siendo un día intenso pero
agradecido, las fichas de dominó han caído en el orden y en la dirección correcta. Desde la primera
hasta la última.
Varios reporteros gráficos se personaron a la hora prevista tan puntuales como los gerifaltes
americanos y comentaron los aspectos más interesantes de la situación, como si fuesen a hacer un
recorrido turístico de primera clase. Embarcamos en el puerto de la capital y pusimos rumbo hasta
llegar a las coordenadas exactas. Don Armando y Dámeris ejercieron su papel a la perfección,
supieron dar las explicaciones oportunas y se preocuparon de que los reporteros tomaran debida
nota.
En realidad, mi parte fue la más sencilla de todas. Pura rutina. En menos tiempo del previsto, un
buen puñado de antigüedades bastó para llenar la cubierta de enigmas pendientes y arte olvidado.
Tras los breves discursos de Don Armando y su homónimo estadounidense, un sinfín de fotografías y
entrevistas improvisadas en la banca de popa, regresamos a puerto con la satisfacción del deber
cumplido. El día de pesca había sido un completo éxito.
Ahora mismo, cuando son las dos de la tarde y el estómago se resiente por el maltrato, contemplo
un panorama para almacenarlo en las retinas: Dámeris es el centro de atención, incluso más que
aquella noche cuando lució su hermoso vestido azul. Rodeada de periodistas ávidos de detalles y
jefes babeantes, en estos momentos se siente la mujer más feliz del mundo.
Esta tarde, en el calor de nuestro refugio, puede que realmente llegue a serlo.
La miro por última vez, antes de despedirme.
—Nos vemos a las siete en punto.
Nuestras radiantes miradas inundan la isla entera sin que ninguna de las personas que nos rodean,
sean conscientes de ese mar de deseo.
Pasan unos minutos de la hora señalada y, aunque almorcé poco y apenas he dormido, me siento
especialmente eufórico. Apostado frente al edificio donde descansa el viejo almacén, aguardo la
llegada de mi secreta esposa. Cada segundo dejado atrás es una llamarada que aviva la impaciencia.
Hacer el amor con Dámeris y convertirnos en un solo ser, es una experiencia demasiado excitante
como para permanecer tranquilo.
¿Por qué no llegas? ¡Necesito verte! Miro el reloj y apenas han pasado cinco minutos desde la
última vez. Sin embargo, ya hace más de media hora que quedamos y la impaciencia se ha
transformado en intranquilidad. Lo mejor será llamarla al móvil y salir de dudas. Es posible que haya
surgido algún imprevisto.
—¿Dámeris?
—Hola Runy. Perdona que no te haya llamado pero es que… es que he tenido una visita que no
esperaba —su voz, tensa y nerviosa, está incómoda y no sé por qué—. Ha llegado John. Le llamé
para darle la sorpresa de las Damas y me la dio él a mí. Estaba en Barcelona por asuntos de trabajo
que ya había resuelto.
Decidió tomar un avión y se ha presentado de improviso para felicitarme en persona.
Me siento tan estupefacto que no articulo palabra alguna. Era lo último que pensaba escuchar. Al
ser consciente del molesto silencio, reacciono haciendo un esfuerzo por mantener un tono cordial.
—Eso significa que hay cambio de planes —sabe a qué me refiero.
—Mucho me temo que sí. Va a quedarse unos días y le estoy enseñando la isla. Si te parece bien,
ya hablaremos mañana.
—De acuerdo —contesto igual que un autómata.
De un día que podría haber sido inolvidable hemos pasado a uno para olvidar.
Al llegar a casa, veo las maletas abiertas y un flamante balón de fútbol en medio del salón. En la
mesa hay restos de cena y un yogurt vacío. Doy gracias al reloj por la hora que es: Alberto debe estar
ya durmiendo en su habitación. No podría enfrentarme a su alegría.
—Hola, no hagas ruido.
Mónica me mira desde la puerta hacia los dormitorios sin moverse. Me acerco y le doy un beso.
—Creí que volverías por la mañana.
—Conseguí que dieran mis clases.
—Si me hubieras llamado, habría ido a buscaros.
—No te preocupes. Jorge fue a recogerme al puerto —sonríe débilmente—. Ya me he enterado
de la noticia de «las Damas de Ibiza». Te felicito.
Quizá sea el cansancio, pero no parece hacerla demasiado feliz.
—Gracias.
Guardamos silencio hasta que decido ir a recoger el plato y el yogurt de la mesa.
—Yo me ocuparé de esto.
—Entonces me voy a la cama.
Me acosté hace un buen rato para intentar dormir pero no hubo manera. La cabeza seguía atrapada
con lo sucedido esta tarde. El nombre de John martilleaba mis sienes como lo haría el pico de un
pájaro carpintero. Sin poder evitarlo, la pesadilla continuó martirizándome hasta que, hará pocos
minutos, todo empeoró. De pronto empecé a sentir una sensación horrible. Un dolor que nacía de las
entrañas, a cada minuto más intenso, iba adueñándose de mi interior como si mordiesen cientos de
colmillos afilados. Acabo de averiguar la causa de mis males. Sé lo que está ocurriendo pero no
puedo aceptarlo: Dámeris está haciendo el amor con su novio. Y lo peor es saber que lo está
haciendo ahora y en este preciso instante. El sufrimiento es insoportable.
Imposible seguir acostado. Necesito levantarme y hacer algo para no volverme loco.
—¿Te ocurre algo? ¿Estás bien? —pregunta Mónica preocupada.
—No me pasa nada, tan sólo estoy un poco indispuesto. Será la cena. Tranquila que enseguida
vuelvo —me excuso antes de cerrar la puerta en dirección a la cocina.
Sentado en el sofá del salón, tan sombrío como mi alma partida en dos, sujeto un vaso que arde entre
los dedos sin sentir dolor alguno. Físico, se entiende. Con las manos temblorosas preparé una
infusión para intentar ahogar la rabia, la impotencia, la tormenta de sentimientos dolorosos que
afligen mi espíritu desgarrándome por dentro. En mi vida había sentido un dolor tan terrible. No lo
puedo soportar, cierro los ojos y veo las manos de John abrazándola, acariciando su piel desnuda y
entonces mi sangre se vuelve más abrasiva que el mismo ácido sulfúrico. No sé cómo hacer frente a
una situación que me supera y contra la que tampoco sé luchar. ¡Qué desesperación! Ni en la peor de
mis pesadillas habría pensado algo semejante. Me aguarda la noche más larga y triste de mi vida.
HUESUDAS Y GRANDES
noche, cercanas las seis de la madrugada, Mónica me despertó en el sofá del salón.
L Escasamente llevaría media hora dormido. Como un zombi regresé a la cama donde pude
encontrar algo de paz hasta que gruñó el despertador mucho antes de lo deseado. Después
llevé a Alberto a la guardería. Mi cabeza era una auténtica tormenta mientras el pequeño me contaba
sus aventuras en Mallorca y todo el que se cruzaba con nosotros me felicitaba por el éxito de los
últimos descubrimientos. La televisión puede hacerte popular en sólo día.
Finalmente, logré dejar al niño con su maestra. Le abracé muy fuerte y salí de allí con el corazón
en la boca.
Al pie de los árboles gemelos, en el mismo coche y sentados del mismo modo que el día de nuestra
boda secreta, esta vez nos miramos de forma distinta. Muy distinta. Dámeris, bastante inquieta,
aguarda a conocer el porqué de mi comportamiento. Enciende un cigarrillo y eso acentúa aún más mi
expresión de tristeza.
—¿Puede saberse qué te ocurre, mi amor? Estás terriblemente abatido. Te noto tan distinto que no
pareces tú.
Intenta cogerme las manos pero deniego el ofrecimiento.
—Si estoy así es porque necesito decirte algo muy serio.
—Mi amor, no me asustes.
—Anoche, cuando estaba en la cama intentando con todas mis ganas quedarme dormido, me
invadió la sensación más horrible que he sentido nunca. Tan dura que no deseo volver a vivirla
jamás —respiro hondo para tomar fuerzas—. No me preguntes cómo lo supe pero sentí en un
momento determinado que estabas haciendo el amor con John.
Para desgracia de ambos, Dámeris baja la mirada inmediatamente con un gesto de
arrepentimiento. No sabe qué decir, se limita a quedarse con la cabeza agachada.
—Podría decirte incluso la hora exacta. Cada vez que lo recuerdo, un sentimiento abrasador me
quema por dentro. No te puedes imaginar como dolió y sigue doliendo. Ningún otro tormento puede
compararse.
Ella sigue hecha un ovillo encogiéndose más y más.
—Es cierto… Lo hicimos. No pensé que pudieras enterarte —habla, por fin, sin poder levantar la
mirada.
—Ayer, a pesar de que no encontráramos la estrella, era el hombre más feliz del Universo porque
estaba convencido de que íbamos a hacer el amor por primera vez. Iluso de mí, creía que te morías
de ganas por hacerlo.
—¡No digas eso! A mí me apetecía tanto o más que a ti. Te lo prometo. Pero John es mi novio y
también tengo sentimientos hacia él. Tienes que aceptarlo —escuchar su confesión desgarra aún más
la herida. Ahora soy yo quien no puede soportar su expresión de súplica y bajo la mirada—.
Comprendo cómo te sientes pero…
—¡No! No comprendes lo que siento porque no lo has sufrido. Imaginas cómo puedo sentirme,
que es algo muy distinto.
—Ya no puede evitarse, sucedió, pertenece al pasado. Míralo de esa forma.
—Lo nuestro sí que pertenece al pasado.
—Por favor, no digas eso, Runy.
—Es mucho mejor dejarlo ahora que llevamos poco tiempo. No me encuentro con ánimo para
soportar otro castigo como el de anoche.
Ni tampoco me imagino perderla más adelante si sigue creciendo en mí este sentimiento tan
abrumador. Perderla cuando mi hijo haya empezado a olvidarme.
—No te precipites, ya te advertí que lo nuestro podía ser muy complicado. Tú también tienes
relaciones con tu mujer y no me quejo.
—Yo, ayer, sentí que lo estabas haciendo en ese preciso momento. Y puedo jurar que no es lo
mismo. Además, es muy triste que digas eso, porque hace ya tiempo que Mónica y yo prácticamente
no nos rozamos. Ni siquiera ayer, que regresaba de su viaje y me felicitó por nuestro éxito. Lo cierto
es que, si no consigo remediarlo, creo que voy a perderos a las dos —respiro hondo, tratando de
calmarme, pero es inútil.
—Procura entenderlo… entenderme —insiste.
—No puedo. Yo en tu lugar me habría comportado de otra forma distinta. No has cumplido tu
palabra, ¿recuerdas? ¡Dijiste que me ibas a volver loco…! Por desgracia, con eso sí cumpliste.
Dámeris se da la vuelta sin hacer ningún ademán por defenderse.
—Me niego a padecer nuevas torturas. Es demasiado insoportable para mí. Sólo espero que al
separarnos desaparezca esa extraña capacidad que he desarrollado para saber cuándo haces el amor.
Mis palabras nos hieren a los dos, pero no acierto a encontrar otras en este momento.
—Ya he tomado una decisión y no quiero volverme atrás.
El nudo que oprime el plexo solar me estrangula por dentro como dos manos, huesudas y grandes,
apretando con saña. Cuatro semanas han bastado para amarla con todas mis fuerzas y no sé cuántas
voy a necesitar para olvidarla. Ahora empiezo a entender las palabras de Sirion. No es el momento.
Ella no va a abandonar a John, y yo haré lo posible por no perder a Mónica.
—Me habría encantado casarme contigo las siete veces que te prometí, siento no poder cumplir
el compromiso —mi voz se entrecorta por la emoción, una emoción que puedo soportar a duras
penas gracias a que no me mira fijamente el verde de sus ojos—. He decidido dar los quince días de
rigor al museo y presentar la baja voluntaria.
Dámeris sigue con la cabeza girada mirando hacia el exterior.
—Hasta aquí hemos llegado juntos.
Sin conseguir que hable ni cambie de postura, tomo su mano derecha entre las mías y le doy en
ella un beso de despedida. En cuanto mis labios prueban su piel, retira la mano para cubrirse la cara.
Está llorando desconsoladamente.
—No llores, te lo ruego. No me lo pongas más difícil todavía.
Intenta rehacerse pero no lo consigue. Ha necesitado un esfuerzo titánico para levantar el rostro
roto por el llanto.
—¿Cómo voy a vivir sin tus románticos detalles, sin tus líos, tus besos, tus locuras? —balbucea
mientras dos lágrimas surcan la tristeza de sus mejillas.
Me mira con los ojos empapados y la cara llena de pena. De pronto me invade el ahogo de una
necesidad imperiosa. Necesito sentirla mía aunque sólo sea durante unos pocos segundos. Necesito
vivirla una vez más. Tan hundido como ella, la estrecho entre mis brazos y vuelvo a temblar con esa
emoción que nos embriaga cuando nos abrazamos. Emoción hoy multiplicada por mil. Ambos
tememos que sea el último de nuestros abrazos especiales, el último para compartir el cúmulo de
sensaciones que transmite todo su ser. De pura desesperación, mis manos adquieren la capacidad de
poder captarlo y retenerlo para que, por mucha distancia que haya entre ambos, por muchos años que
pasen, pueda recordar siempre lo que siento en estos instantes.
Si tuviese el valor suficiente admitiría que en el fondo de mi alma lo que me impulsa a tomar esta
decisión es el miedo a sufrir. En contra de lo que reza nuestra canción, no puedo aparcar el miedo a
sufrir. Qué paradoja.
Cuando todavía estamos abrazados y sin querer despegarnos, suena con insistencia una llamada
de Miros Tolsen en mi comunicador. El momento no puede ser más inoportuno.
—Cógelo —dice Dámeris enjugándose las lágrimas.
Tras una larga espera, finalmente conecto con él.
—Yarami quiere vernos urgentemente —comenta el noruego de inmediato—. Dice que es
importante.
—En ese caso, recógela y pasad a buscarme para ir juntos hasta Kalixti —propongo, intentando
disimular la tristeza que me invade.
—Ésa no es su idea. Primero quiere hablar contigo de un asunto muy personal. Ni tan siquiera a
mí me ha revelado de qué se trata. Tan solo comentó que nos espera en su casa de Pnom Petih. Pero
necesito algo de tiempo. Os recogeré dentro de dos lloras.
Dámeris, que también escucha sus palabras, lucha por controlar las emociones y hace un gesto
con la cabeza rehusando viajar.
Los dos sabemos que ha terminado un viaje inolvidable, irrepetible. No se encuentra con fuerzas
ni ánimos para emprender uno nuevo.
¿QUIÉN ES YARAMI?
i en los peores momentos mi despacho me ha parecido un lugar tan desolador como hoy.
N Necesito hacer algo. Atravieso la penumbra y deposito sobre mi mesa el portátil que traía en
el coche, donde lo metí esta tarde para convencerme de que la aventura arqueológica había
acabado.
Lo enciendo y espero a que cargue los programas. Después abro el correo. No sé me ocurre nada
mejor que hacer, aparte de mirar a mi rededor descubriendo huellas de Dámeris por todas partes: el
sillón de Kalixti, una foto con todo el equipo de Pennsylvania y hasta mi propio medallón de Karnú,
que de un modo automático he sacado de su cajón y pesa en mi mano como un fracaso.
Miro la pantalla y veo que han entrado una docena de nuevos e-mails. Todos ellos, qué ironía,
dándome la enhorabuena por el hallazgo de las estatuas y el sarcófago. Salvo el último. No identifico
quién puede ocultarse tras la dirección upali@tnet.kh hasta que veo el Asunto —disculpas.
Enseguida compruebo que el mensaje recién llegado es sólo una frase. Una frase escueta y
abrumadora: «Espero que algún día me perdones».
Me levanto de la mesa y salgo del despacho, apartando todo a mi paso hasta llegar frente al
banco de trabajo de mi abuelo, donde mi furia se apaga y se convierte en tristeza. Me arrodillo para
apoyar la cabeza sobre el único mueble que, por alguna razón, decidí rescatar del viejo almacén
mucho antes de que Dámeris reapareciera en mi vida.
—Para ser alguien que acaba de convertir a la Dama de Elche en las trillizas de la antigüedad,
tienes una curiosa manera de celebrarlo. Pero no me extraña.
Jorge me mira desde la puerta de acceso. Esta vez no viene vestido de ninja ni está para bromas.
Me incorporo y nos miramos sin hablar. Nos conocemos hace tanto tiempo que sobran las
explicaciones. Hasta el fin del mundo, y después… también.
—Ayer llevé a Mónica a tu casa.
—Me lo dijo.
—«Berto» iba dormido en la parte de atrás del coche. Si no, yo no me habría tenido que enterar
de lo mal que están realmente las cosas. Runy, Mónica no sabe nada de tu… problema, ni ha
conocido a nadie. Pero está pensando en dejarte.
Y mi amigo empieza a moverse para relajar la tensión.
—¿Te queda alguna cerveza en la nevera?
—Si hay, estará caliente. La nevera no funciona.
—Es igual, me la tomaré de todas formas.
Entonces, siento que vibra mi comunicador. Tolsen ya está en Ibiza.
—Jorge, te agradezco que hayas venido a avisarme. De verdad necesitaba que alguien me lo
dijera y nadie mejor que tú para hacerlo. Pero tengo que irme urgentemente.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a arreglar las cosas.
Sin añadir nada más, me dirijo hacia la salida. Jorge, en cambio, permanece en su sitio.
—¿No vienes?
—Me quedaré a tomar esa cerveza, si no te importa.
—Está bien, como quieras. Pero, por Dios te lo pido Jorge: No toques nada.
Sentada frente a nosotros con expresión compungida, se encuentra una joven llamada Dará, más
conocida por Yarami. Una mujer tan hospitalaria como reservada. Desde que llegamos a su humilde
casa todo han sido ofrecimientos. Finalmente, ambos agradecimos su generosidad degustando unas
sabrosas piezas de fruta. No sé si es una reacción de autodefensa por la que me aferró a cualquier
cosa para mantener la mente ocupada, pero estoy muy intrigado con su misteriosa convocatoria. Me
llama poderosamente la atención descubrir qué asunto personal tiene pendiente conmigo. Es de
agradecer que no necesitemos traductores kalixtinos. Mi francés (herencia preciosa de mi abuela
materna) es casi tan bueno como el de Miros y el de la pequeña camboyana.
Después de preguntar por la ausencia de Dámeris y obtener de mi parte un gesto evasivo, se
remanga los puños de su brillante camisa azul dispuesta a desvelar los motivos que justifican tanta
urgencia.
Antes de empezar a hablar me mira fijamente con una expresión entre apenada y arrepentida.
—Runy quiero hablar contigo porque ha llegado el momento de hacerte una confesión. Siento
mucho el daño que te causé hace tiempo.
Me extrañan sus palabras.
—No recuerdo que me hayas hecho daño alguno desde que nos conocemos. Como no fuese algo
que me hiciste en aquella encarnación que compartimos cuando se crearon las siete estrellas, no
encuentro otra explicación.
Toma aire para enfrentarse a lo que tanto la inquieta.
—No fue en ésa ni en ésta de ahora. Lo que ocurrió entre nosotros sucedió en otro tiempo y lugar.
Hoy he viajado en el sillón de las vidas y lo he visto.
La revelación nos deja perplejos. Mi cerebro trata de encajar a toda prisa su afirmación pero le
faltan demasiados datos para hacerse una composición de lugar.
—¿Cómo sabes que hemos compartido más encarnaciones?
—No perdamos tiempo ahora: sé que eras tú. Y puedes confirmarlo viajando hasta allí.
Precisamente en esa encarnación sucedieron los hechos que son la causa de mis pesares.
—Yarami, no debes preocuparte por lo que me hiciste entonces. Yo te perdono. Eso pertenece al
pasado.
—Mi pasado está lleno de heridas. Pero algunas pueden cicatrizar y ésta lo liará.
—Explícate, por favor. Me tienes en ascuas —insisto, esbozando una forzada sonrisa.
—Lo entenderéis mejor cuando os explique mis intenciones. Tengo un plan que puede
conducirnos hasta la cuarta estrella: la de color verde.
Los dos abrimos los ojos y oídos exageradamente ante una conclusión irrefutable: ella ya la ha
visto.
Siento el corazón tan dolorido que me había olvidado incluso de la estrella.
—Entregártela a ti, Runy, será el único modo de alcanzar la paz.
—Vas a tener que explicarnos muchos detalles.
—Ya he pensado en ello y creo que la mejor manera de poder hacerlo es que tú mismo recuerdes
todo lo que pasó entre nosotros —al decir esto, señala el sillón de Kalixti con un suave ademán—.
Todos sabemos lo importante que es encontrar una estrella como sea y es muy posible que tengamos
la oportunidad de conseguirlo en menos de veinticuatro horas.
Una invitación así no puede ser rechazada, lo veo en sus ojos. Me incorporo dispuesto a
descubrir otro fragmento de mi pasado, esta vez con Yarami. Pero quizá Dámeris esté también allí,
esperándome. Entonces reparo en la belleza del nombre con que Dará ha bautizado al lugar donde me
estoy sentando en este momento: el sillón de las vidas.
—Después de tu regresión os explicaré cómo localizarla. Si estás dispuesto a viajar al pasado,
muy pronto te remontarás hasta el año 388 d. C., hasta el corazón de una de las islas más bellas del
mundo. Su antiguo nombre: Ceilán.
Escucharlo provoca y evoca en mi mente escenas de civilizaciones milenarias, de misteriosas
ciudades olvidadas entre la espesura de la jungla.
ISLA RESPLANDECIENTE
a luz del sol juguetea entre blancos pétalos todavía húmedos de rocío. Su cálido despertar
L acaricia un sinfín de flores plantadas con gusto y armonía. Entre todas, resalta la piel rosácea
de un nutrido grupo de orquídeas bailando al son caprichoso que marca el viento. ¡Las más
bellas orquídeas de Oriente! Al menos, eso es lo que cree mi padre: su cuidador, que no su dueño.
Según él, ningún ser vivo es propiedad de nadie, todos estamos aquí de paso. Tan solo somos
compañeros de viaje en nuestro largo camino de vuelta al origen, al íntimo.
La de veces que he escuchado esta frase suya. Desde que dejó de luchar con las armas, se ha
convertido en aprendiz de filósofo y maestro jardinero. Al margen de seguir con su complicada y
agobiante tarea fundamental: gobernar a nuestro pueblo.
Hace tiempo que cambió vainas y espadas por azadas y rastrillos. Ahora su lucha, entre otras,
consiste en dejar fluir a la naturaleza para que brille con todo su esplendor. Y a buena fe que lo
consigue; ha logrado transformar el espacio que me rodea en un hermoso jardín de juncias, flores y
charcas. Lo construyó inspirándose en el recuerdo de los jardines de Sigiriya, el lugar más fascinante
de nuestra inmensa isla.
Mi padre, que la conoce de norte a sur, está convencido de ello. Yo todavía no he tenido la
oportunidad de comprobarlo. Soy joven y me falta mucho por recorrer de esta porción de tierra a la
que llamamos «Isla Resplandeciente», auténtico paraíso que casi acaricia el sur de la India.
Si mi padre es el rey, resulta evidente que yo soy el príncipe. Mejor dicho, un príncipe, un
príncipe sin derecho a corona, ya que soy el segundo de tres hermanos y sobre mis hombros no
reposa la insigne y espinosa labor de reinar, de lo cual me alegro enormemente. Con el corazón en la
mano, yo no valgo para ser rey. Soy demasiado impetuoso y poco protocolario. Al margen de que
todo soberano debe tener una buena reina que le acompañe. Hasta ahora ninguna mujer me ha
convencido lo suficiente.
Me llamo Kasim, tengo la tez bastante oscura, la complexión atlética, soy algo más alto que la
mayoría y mi aspecto general resulta agradable. Por dentro, a pesar de imperar un talante
inconformista y, en ocasiones, impulsivo, soy responsable con el trabajo y suelo cumplir a rajatabla
con los proyectos que me encargan. Tal énfasis demuestro en el cometido de mis funciones, que gané
a pulso el cargo que ocupo: supervisor de ciertas construcciones de carácter público. Y me siento
feliz de haberlo conseguido por méritos propios, sin influencias. Mi trabajo me costó. Años de
estudio, que todavía continúo, mucho esfuerzo personal y mucho ejercicio en este brillante cerebro
que recibí y del cual me siento muy orgulloso, ya que, orgullo, me sobra.
Es posible que peque de altanería, estoy dispuesto a admitirlo. Mi padre, uno de los hombres más
sabios que conozco, dice que la vida me enseñará a controlar mi ego en lugar de que sea él quien me
domine. Puede que sea cierto pero, de momento, con un año menos del cuarto de siglo, no estoy por
la labor de cambiar. Fuera de la estricta autodisciplina que me he marcado en el trabajo, soy un
hombre libre que se deja llevar por sus impulsos, por la sed de vivir la vida intensamente. Las cosas
me van bien y estoy a gusto conmigo mismo.
¡Y cómo no voy a estarlo con esta agradable sensación que experimento al hollar la frondosa
hierba que me acompaña por todas partes! El aire se impregna del aroma de multitud de estambres
que dan la bienvenida al paseante. He vuelto al hogar tras cinco meses de ausencia. Tuve que ir a una
apartada región rica en maderas y frutales para revisar la terminación de diversas obras que se
habían demorado más de la cuenta. Una labor dura pero gratificante. A pesar de mi condición de
príncipe, tengo que ganarme la vida igual que cualquier narubo. Mi padre así lo dispuso y bien que se
lo agradezco; aprendí a amar las responsabilidades y sentirme útil.
Al fondo, entre tupidos mantos de jacintos y jazmines, distingo la figura agachada de mi
progenitor. Creo que no me ha visto. Recuerdo que cuando era pequeño solía esconderme en los
lugares más inverosímiles para sorprenderle. Toda mi obsesión era darle un buen susto, aunque
nunca conseguí mi objetivo, siempre me descubría antes. Parecía tener un sexto sentido, un ojo en la
nuca con el que me espiaba sin saberlo.
Han pasado los años y ya no tiene tanta fuerza ni agilidad como antaño. Sin embargo, sigue
disfrutando de la envidiable intuición que le acompaña desde que mi memoria alcanza a recordar.
Procuraré no hacer ruido para darle la sorpresa de mi regreso.
Lo tengo localizado junto al macizo de plantas más grande que hay por los alrededores. Pisando
con sumo cuidado voy escondiéndome entre los numerosos árboles que nos rodean. Doy un pequeño
rodeo y vuelvo a espiarle, estará a una veintena de metros. Casi a gatas, reviso los puntos donde
puedo vigilar sin ser visto.
Después de un silencioso zigzagueo, he conseguido esconderme a la espalda de un enorme
matorral. No lo veo pero sé que mi padre está al otro lado. Esta vez lo tengo muy cerca, sólo tengo
que salir y pillarlo desprevenido. Quizá en esta ocasión vea cumplido el añorado sueño de mi
infancia.
—Por fin te…
¡No está! Ha desaparecido. ¡Pero si apenas deje de verlo unos instantes! Me agacho y giro la
cabeza para intentar localizarlo. Antes de que pueda reaccionar, un pegote de barro, bien empapado,
me alcanza en mitad de la frente. Mi cara y el largo cabello recogen las salpicaduras.
—El leopardo cazado por el ciervo.
Escondido entre los espesos tallos de lirios, escucho la serena voz de Karbán: mi padre. El rey.
Hombre de pocas carnes y muchas virtudes.
—¡Padre! ¡Qué alegría verte! —digo según me acerco para darle un abrazo.
—Tienes buen aspecto, Kasim, a pesar del barro que mancha tu rostro.
Sonrío pasándome la mano por la frente.
—Tú también. Te noto rejuvenecer por momentos.
—En este lugar existe una energía que me protege y me da fuerzas —asegura tras separarse
después del fuerte apretón—. Todo lo que hago por el jardín, me lo devuelve multiplicado por mucho
más.
Habla como si el bosque y las plantas tuviesen vida propia. Como si una energía, que no veo ni
siento, nos envolviera a todos formando un solo ser. Ésa es su convicción.
—¿Has venido a quedarte o vas a seguir viajando? —Mi padre parece tener la rara cualidad de
meterse dentro de mí, sabe de sobra que nunca permanezco mucho tiempo en casa.
—Me quedaré hasta que se celebre la fiesta del Manhatba. Luego volveré a partir; nuestro reino
es grande y necesita mejorar en muchos lugares. Debo cumplir con mis obligaciones.
El rey me mira orgulloso pero contesta el padre.
—Tu primera obligación como ser humano es cumplir con lo que has venido a hacer a esta vida.
Sus palabras, una vez más, aquietan mis ideas de tal forma que no sé qué responder. Callo un
instante esperando a saber por dónde sigue.
—¿Vas a participar este año en la carrera de elefantes?
—Ésa es mi intención. Llevo meses entrenando. Ya sabes que siempre viajo sobre Baruka.
—Esa elefanta tiene más arrugas que yo. Difícilmente vas a poder ganar como hiciste hace dos
años, cuando participaste por última vez.
—Baruka, al igual que tú, sigue estando en una envidiable forma. Los dos parecéis eternos.
—Y lo somos, pero nuestros cuerpos se gastan y están más gastados de lo que imaginas.
Contestación para meditar en ella.
—Tiene casi treinta años pero es más fuerte e inteligente que ningún otro elefante —afirmo, tan
satisfecho de mi afirmación como del aire que siento en la cara.
—Hablando de años, tú tienes veinticuatro y también eres fuerte e inteligente. Has tenido varias
oportunidades para casarte, ¿vas a seguir soltero por mucho tiempo?
—Padre, hemos hablado de eso otras veces, ya sabes lo que pienso de las mujeres.
—En nuestra sociedad hay muchos que piensen como tú, pero no comparto esa opinión. La mujer
no es inferior al hombre, es una parte del mismo ser. Somos dos mitades que se necesitan y se
complementan.
—Ellas no son como nosotros. Ni tienen nuestra fuerza ni inteligencia, y si me apuras, ni siquiera
nuestros sentimientos.
—Tus comentarios me entristecen. No las conoces bien, nunca te has preocupado de llegar al
fondo de su corazón.
—¿Acaso alguna se ha preocupado del mío? Tan solo he visto en ellas el interés de casarse con
un príncipe.
—Kasim… Kasim… Todavía te falta mucho por aprender, tienes un camino muy largo por
delante. Hace un momento te dije que tenías que cumplir con lo que has venido a hacer. Bien, pues
debes hacerlo junto a tu otra mitad.
—Ya sé que tú crees en almas gemelas, y que hombres y mujeres somos iguales, sin embargo,
antes de Sigiriya pensabas de otra forma.
Su mirada se alza hacia el horizonte recordando un capítulo de su vida que marcó un antes y un
después. Todavía con la mirada perdida se vuelve para hablar con voz queda.
—Lo que ocurrió en Sigiriya fue el final de una forma de pensar y el inicio de una nueva manera
de entender la vida. Aquella desgracia me sirvió para comprender lo que son las almas gemelas.
Supe que tu madre era una mujer especial para mí y lloré como un niño su pérdida. Todavía hoy la
añoro casi como entonces. Nunca sabes cuánto amas a una persona hasta que la pierdes.
—Sé que tus palabras son ciertas, nunca más volviste a tener una mujer. Y si tú no las necesitas,
yo tampoco.
A su rostro, serio y nostálgico, se le añade un gesto de pesar.
—Antes de que tu reluciente cabellera peine canas, escucharé de tu boca una confesión
admitiendo que estabas equivocado.
—Ya lo veremos —comento agachando la mirada—. Dudo que alguna sea capaz de hacerme
cambiar de idea.
—Dejemos a un lado ese tema. ¿Tienes hambre?
—Sería capaz de comerme un búfalo entero.
—Hemos preparado una comida que no es tan exagerada, pero sí mucho más sabrosa.
Ayudo a mi padre a recoger los aperos y nos preparamos para regresar a palacio. Caminando
junto a él, me doy cuenta del respeto y seguridad que transmite. A su lado creo ser invencible.
EL BANQUETE DEL REY
a noche no puede ser más encantadora. Mi padre reúne cada año a sus amigos, familiares y
L colaboradores más jóvenes justo antes de que comiencen las fiestas; y está vez el banquete de
la juventud y mi cena de bienvenida se ha convertido en una sola velada donde poder
reencontrarme con todas las personas a las que quiero.
Allí me aguardan mi hermano mayor y mi pequeña hermana Alea, que se ha convertido en una
linda joven. Les estrecho con fuerza y enseguida me preguntan por el encargo que acordamos antes de
mi partida.
—Tranquilos —susurro para que Karbán no se entere de nuestros planes—. He traído el regalo.
Me lo harán llegar en el momento justo.
Antes de que pueda añadir nada más, mi amigo Arondu se acerca con dos hermosas
acompañantes de la nobleza naruba y se apresura a presentarme a la joven de su izquierda. Según me
explica, es la mujer que mi hermano pretende convertir en su esposa, aunque el noviazgo aún no se ha
hecho oficial.
Al primer vistazo, debo admitir que es bella y discreta. No ha levantado la mirada hasta que me
acerco para estrechar sus manos.
—Mi hermano Lanka es el hombre más bondadoso que he conocido y apenas necesita nada para
sentirse feliz. Así que cuidado complacerle en lo poco que te pida y también serás dichosa.
—Gracias, príncipe.
Arondu me presenta a la segunda joven, pero mi interés toma ahora otros derroteros. Acabo de
reparar en que echo de menos a un amigo.
—¿Dónde está Yuba?
—No ha podido regresar para compartir contigo esta noche magnífica —responde Arondu—.
Pero prometió que llegaría a tiempo de verte ganar la carrera.
a cena, aún sin búfalos, resulta tan deliciosa como prometió el soberano. Y los asistentes se
L complacen ahora saboreando un postre de pasas que nuestro cocinero sólo realiza una vez al
año. Mi hermano Lanka, aunque ocupa el puesto a la derecha de mi padre, asoma la cabeza con
frecuencia y mira en mi dirección para comentarme cualquier anécdota de las que se han producido
en mi ausencia, mientras su acompañante sonríe y observa.
Alea, ahora que ve como sus pretendientes empiezan a revolotear, empieza a considerarse tan
independiente como sus hermanos y se ha sentado en el otro extremo del salón, en compañía de sus
amigas y algunos jóvenes narubos de reconocida valía, como mi amigo Arondu. La joven que
deseaba presentarme al comienzo de la cena, ha terminado en ese mismo grupo y parece algo
decepcionada.
Es entonces cuando mi hermana, alzando su voz cantarina para que pueda oír claramente sus
palabras, se dirige a mí imitando intencionadamente el tono de mi padre:
—Y ahora que has vuelto, querido Kasim. ¿Piensas seguir soltero por mucho tiempo?
Mis ojos recorren toda la sala, donde las conversaciones parecen haberse apagado
repentinamente y algunas de las más hermosas jóvenes narubas dirigen su atención hacia nosotros.
—Salvo tú, Alea, no conozco a ninguna entre todas las aquí presentes que vea en mi a un hombre,
sino sólo a un príncipe.
El comentario produce un inmediato murmullo de desaprobación entre las mujeres, que han
venido con sus mejores galas a mi casa para darme la bienvenida. Pero también, según mi forma de
ver las cosas, para comprobar si el más joven de los herederos de Karbán ha decidido por fin buscar
a la que será su dueña. Ahora ya conocen la respuesta.
Mi prudente hermano, en cambio, sólo ve la parte ofensiva de mi declaración y decide intervenir
para suavizar de nuevo el tono de la velada:
—Basta con prestar atención a tus palabras, Kasim, para saber el motivo. No ven al hombre,
porque todavía te comportas como un muchacho.
A pesar del cariño con el que Lanka hace esta pequeña broma, no puedo evitar mi enojo. De
niño, solía recordarme con la palabra o la fuerza que era el mayor, pero ahora podría vencerle en
ambos sentidos.
Me había olvidado del rey: antes de que una réplica inoportuna salga de mis labios, mi padre
posa una mano sobre mi hombro, suave pero firmemente.
—Para ser un hombre, lo importante no es haber desarrollado los músculos, sino tener los
nervios templados. En las batallas y en los afectos. No lo olvides, Kasim.
Sus palabras me aplacan de inmediato y su mirada me transmite su parecer. He sido irrespetuoso
con nuestras invitadas y no está dispuesto a que sume un nuevo error soltándole una impertinencia a
mi hermano. Más aún cuando éste acaba de resolver la situación de la forma más hábil: restando
importancia a mi comentario. Así que me inclino hacia delante y le hago una reverencia con la cabeza
al sucesor de mi padre, admitiendo el revolcón que acaba de darme con una sonrisa franca.
En ese preciso momento, el sirviente al que instruí antes de que empezara el banquete, hace su
entrada con una gran caja. Es el regalo de sus hijos al gran Karbán y todo lo demás se disipa en el
acto. Me levanto haciendo una seña a mi hermano y a la pequeña Alea, que se incorporan
rápidamente para reunirse conmigo en el centro de la sala, en torno a la sorpresa que he hecho traer
desde la India y que me ha acompañado durante todo mi viaje hasta casa.
Mientras los tres sostenemos la caja frente a su sorprendido destinatario, mi hermano mayor toma
la palabra:
—Padre: Todos los años celebras para nosotros El banquete de la juventud. Y te estamos por
ello profundamente agradecidos. Para manifestártelo con generosidad, en esta ocasión hemos querido
entregarte un regalo. Un regalo muy especial que a lo mejor te produce cierta extrañeza. Pero si lo
hemos escogido es porque es un objeto que se aprecia cuando se es joven. Y no hay nadie en este
salón que sea más joven que tú.
Mi padre, rebosante de orgullo, se levanta y abre la caja para mirar en su interior. Un relámpago
de nostalgia y de fiereza cruza por sus ojos cansados mientras extiende la mano para mostrar el
regalo a todos los presentes: es un sable con empuñadora de oro y gemas, templado con lava de
volcán y enfriado en sangre de tigre. El último tesoro de un rey que no necesita armas para gobernar
a su pueblo y que conquistó con su brazo ese derecho.
RECUERDOS Y MÁSCARAS
levo tres días en casa y me siento pletórico de fuerzas. He descansado tanto que reboso energía
L por todas partes. Quizá sea porque hoy es un día especial para nosotros, celebramos la fiesta
más importante del año: el Manhatba. Una celebración muy arraigada en nuestras costumbres
para agradecer al íntimo, Creador de todas las cosas, la fortuna de estar vivos y habitar un mundo
fértil y limpio.
Cada vez que llega este gran día, lo primero que hago al despertar es pensar en la suerte que
tengo. Y no es para menos. En estos momentos me encuentro en los jardines de palacio degustando un
exquisito desayuno a base de crema de leche de búfala, frutas desecadas y miel. A mi alrededor, una
confiada calma envuelve a las plantas y a los animales sueltos que dormitan por los alrededores.
Ajeno a quienes se desperezan, el sol alegra cada palmo de terreno de esta magnífica ciudad donde
se alza nuestra residencia.
Me siento profundamente agradecido por disfrutar tanta bendición.
Nuestra capital se llama Polonnaruwa y está situada en la parte central, ligeramente al noreste de
la Isla Resplandeciente. La mitad de ella, todo el norte para ser exactos, es el reino que administra y
mima Karbán; aquí vivimos los narubos. El resto pertenece a los malabos, el otro pueblo hindú que
comparte con nosotros este bello territorio desde hace unos cuantos siglos. Tanto unos como otros
pertenecemos a la misma raza, somos oriundos de la India.
La historia de nuestros dos pueblos es simple. Por desgracia, simple y sangrienta. Hace muchos,
muchos años, desembarcó en estas latitudes un joven príncipe que trajo tras de sí una legión de
seguidores. En poco tiempo, con la ayuda de otro príncipe hindú, derrotó a los poco beligerantes
veddas, nativos que vivían plácidamente en la isla desde tiempos inmemoriales.
Tras la victoria, los príncipes sometieron a los antiguos habitantes y se repartieron el hermoso
territorio en dos partes: la región septentrional para los narubos y la del sur para los malabos. Al
principio, la convivencia fue pacífica. Aislados los veddas, ambos pueblos hindúes vivían sin
grandes conflictos, sólo pequeñas desavenencias de poca importancia.
Con los años, se exploró todo lo explorable. Así fue como se descubrió Sigiriya, una
espectacular roca rojiza de doscientos metros de altura y una pequeña meseta en su parte superior.
Próxima a la cima, se alzaba majestuosa la gigantesca silueta de un león con las fauces abiertas. De
ahí su nombre. Sigiriya significa «La Roca del León».
Aquella roca, aquel paraje excepcional, se convirtió en un punto estratégico ambicionado por
ambos bandos. Desde la parte más elevada se divisaban varios kilómetros alrededor y para alcanzar
la cumbre sólo se podía acceder a través de una angosta escalera de piedra. Era el enclave ideal para
construir una fortaleza inexpugnable.
A esa misma conclusión llegaron los avispados descendientes de aquellos primeros príncipes
que, dicho sea de paso, acabaron autoproclamándose reyes de las dos incipientes comarcas.
Sigiriya fue el inicio de las tensiones. Curiosamente, el inicio y el final.
Con los años, las disputas por la propiedad de la montaña roja se fueron envenenando. El punto
álgido llegó cuando un consejero del rey Malabo descubrió una resplandeciente estrella de fuego.
Joya que se encontró por casualidad escondida dentro de una roca situada en la misma cúspide. Este
hecho iba a cambiar el rumbo de nuestra historia.
Ambos reyes se apresuraron en señalar que la fascinante estrella de luz era un objeto sagrado con
un gran poder que provenía del cielo. Aquella brillante pieza, que sólo llegaron a contemplar unos
pocos privilegiados, se convirtió en el objeto más codiciado por los dos pueblos.
Los narubos reclamaron su posesión porque se localizó en Sigiriya. La Roca del León estaba en
su territorio y tenían todo el derecho del mundo a reclamarla. Sin embargo, los malabos no pensaban
del mismo modo. Ellos la encontraron primero y nadie se la iba a arrebatar así como así.
La ofuscación fue en aumento y los contendientes no estaban dispuestos a ceder o renunciar a sus
lícitas prerrogativas. El conflicto acabó como suelen acabar las disputas cuando la ambición ciega a
la cordura: luchando entre hermanos. Una guerra civil, una guerra entre clanes que ha durado
centurias.
La eterna pugna, nunca tuvo un claro favorito. Las fuerzas eran muy parejas. Físicamente somos
tan semejantes que incluso en la agresividad nos parecemos. Nuestra bravura en la lucha era similar
y lo mismo sucedía con el armamento y número de combatientes. Los pequeños ejércitos no
disponían de un arma que fuese capaz de inclinar la balanza en un sentido u otro.
Así ocurrió durante mucho tiempo, hasta que un sanguinario rey Malabo conquistó tres cuartas
partes de la isla e impuso su dominio. Como es lógico, en el territorio anexionado se encontraba la
perla de la corona: Sigiriya y su estrella. Tanto le entusiasmaba ese paraíso rocoso, que el monarca
ordenó construir en la cima un opulento palacio que ostentase todo su poder. Y para engalanarlo aún
más, rodeó la parte inferior de la montaña con bellos y extensos jardines.
Aquella primera gran victoria sucedió hace ya dos siglos. Durante ese tiempo, los malabos
disfrutaron de la hegemonía territorial y acabaron por acomodarse. Y acomodarse significa empezar
a morir. Al menos eso es lo que opina mi padre. El destino le dio la razón.
Mucho después de aquellos acontecimientos, hará un cuarto de siglo, mi progenitor, Karbán, fue
nombrado rey del pequeño territorio que les quedaba a los narubos. Accedió al trono por la muerte
repentina de su padre. Contaba sólo veinte años, estaba casado y tenía un niño recién nacido. Sin
embargo, a pesar de su juventud, era un hombre tan resolutivo y hábil que en escaso tiempo consiguió
granjearse el respeto y la confianza de sus súbditos. Le bastaron unos cuantos meses y un puñado de
valientes para mantener a raya a sus belicosos vecinos. El reducido reino se convirtió en un bastión
impenetrable. Los malabos tenían un enorme león de piedra, pero los narubos tenían otro más grande
de carne y hueso.
Apenas cinco años después, Karbán había mejorado. Se hizo grande como padre, acababa de
nacer su tercer hijo, y como rey, con logros tan loables que sus súbditos lo adoraban. Una vez
conseguida la estabilidad como gobernante, decidió ejecutar la siguiente fase de verdadero proyecto.
Paso a paso, metro a metro, empezó la reconquista de las tierras perdidas actuando por las
regiones más asequibles. El bravo ejército que capitaneaba no era temido por su número sino por su
disciplina y arrojo. Alguien había sido capaz de inculcarles esos valores. Alguien que sabía el poder
de se esconde en ellos.
Karbán, con paciencia y astucia, fue venciendo etapa tras etapa con la precisión de un
matemático. Un matemático que sólo sumaba. Sus huestes, con cada nueva victoria, se habían
convertido en una perfecta máquina de guerra a la que las bajas estimulaban y las heridas endurecían.
El plan resultó ser una operación exacta. Llegó donde quiso: llegó a Sigiriya.
Tomar la Roca del León y poseer la estrella de fuego suponía tener el control, alcanzar el poder
soberano absoluto. El fin de la guerra. Lo que tanto anhelaba.
Con el ejército pletórico de moral y fuerzas, situó a sus regimientos en los puntos estratégicos.
Pero el enemigo todavía no se había rendido y lo peor estaba por llegar. El rey malabo, bien
pertrechado tras los muros de su fortaleza, se hizo fuerte en la cumbre de Sigiriya y dispuso el grueso
de sus tropas alrededor de la montaña. Las paredes verticales de la Roca eran prácticamente
inaccesibles a no ser que se escalasen. Pensó que sería la mejor táctica.
Karbán ya suponía tal defensa y optó por hostigar los flancos más débiles con ataques nocturnos.
En cuestión de días, la estrategia dio los frutos previstos obligando a sus contrincantes a realizar un
ataque precipitado. Era la única manera de evitar el desgaste paulatino. Una mañana tan gris que ni el
sol se dignó a asomarse, fue la escogida para el gran enfrentamiento. Ambos ejércitos tronaron en
cruel batalla. Un combate que tendría un claro vencedor. La contienda fue corta y volvió a decantarse
del bando narubo. Los malabos, muy diezmados, no tuvieron más remedio que retirarse. Sin un líder
al frente y con la moral desangrándose por cada una de sus heridas, pronto comprendieron que no
serían capaces de vencer. Su rey quedó aislado en la lujosa residencia que dominaba la cúspide.
Mi padre, para evitar muertes innecesarias, se limitó a aislar Sigiriya y luego esperó a que los
sitiados tuvieran que salir en busca de provisiones y se rindieran.
Ante aquella situación, el rey Malabo jugó su última y desesperada baza. Una noche cerrada, un
grupo de sus mejores soldados escapó de Sigiriya a través de una pasadizo secreto que conectaba la
cima con los jardines de la parte inferior.
Tres días después y a una hora similar, regresaron por el mismo conducto con la misión
cumplida. Traían su botín bien amordazado. Habían llegado hasta Polonnaruwa secuestrando a la
esposa de Karbán, mi madre.
A la mañana siguiente, el soberano malabo envió a sus emisarios para comunicar a los oponentes
la decisión que había tomado: su vida, la de sus guerreros y una porción de territorio a cambio de la
reina.
Mi padre amaba tanto a su mujer que accedió a las pretensiones y así lo hizo saber. Cuando los
enviados regresaron a Sigiriya para comunicar la decisión, la reina tomó la suya propia. No podía
consentir que por ella se malograse una campaña de tanto esfuerzo y de tantas pérdidas. Sin que
ninguno pudiera sujetarla, se lanzó al vacío desde la cumbre. Entregó su vida para que nadie pudiese
negociar con ella. Así de sacrificada y generosa era mi madre.
Cuando Karbán conoció la noticia se encerró durante horas y horas en absoluta soledad. No se
sabe lo que ocurrió en aquellos momentos, no se sabe cuánto lloró su muerte. Al salir de su refugio,
la rojez de los ojos delataba el sufrimiento padecido. La amaba con toda la grandeza de su corazón.
Que es inmensa, puedo jurarlo. Sin su alma gemela, todo cambiaba. La guerra y muchas otras
iniciativas que puso en marcha las emprendió para vivir en paz, para vivir con ella ese merecido
descanso.
Su sacrificio le sirvió para comprender que aquella cruenta guerra no se iba a cobrar nuevas
víctimas. A lo sumo, una más. La suya o la del otro rey. La suerte estaba echada. Decidió retar al
monarca malabo a un combate en lo alto de Sigiriya. Si perdía, los narubos volverían a sus territorios
del norte. La oferta era demasiado tentadora para rechazarla. Solo cabía una contestación. Una
contestación afirmativa. Para el rey Malabo, negarse suponía morir de hambre en compañía de sus
fieles servidores.
Así fue como combatieron los dos soberanos entre el aire puro que soplaba aquella fresca
mañana en la cima de la montaña roja. La montaña ensangrentada. Muy pronto se hizo notar que el
sable de Karbán tenía una causa más noble por la que luchar. El recuerdo de la reina insufló a su
brazo la fuerza necesaria para que, en cada golpe, descargase la amargura de su pérdida. Pocos
espadazos tuvo que repartir para que su enemigo llegase a una conclusión; al igual que en el campo
de batalla, ésta iba a ser la última de sus derrotas.
En un lance del combate, ante el empuje de una empuñadura mucho más firme y convencida, el
dueño de la hermosa villa junto a la que luchaban perdió su arma al borde mismo del precipicio.
Allí, en aquel lugar, con un pie asomando por el abismo, el rey de los malabos llegó a una nueva
conclusión. Tan solo le quedaba un camino por seguir. Ni tan siquiera Karbán pudo impedir que se
despeñara en un salto que no conseguiría acallar la carga de sus pesares.
Tras aquellos tristes sucesos, todo cambió. A pesar de su aplastante victoria, en un gesto de
generosidad que le honraba, que demuestra la grandeza de su espíritu, Karbán entregó a los malabos
la misma parte de territorio que poseían antes de la disputa por la estrella. Luego ordenó derribar
hasta la última piedra del palacio que dominaba Sigiriya. No era conveniente dejar rastros de
antiguas heridas.
Cuando mi padre regresó de aquel enfrentamiento, decretó que los dos pueblos seguirían su
camino sin molestarse entre ellos. Narubos y malabos avanzarían según su destino y vivirían sin
entorpecerse los unos a los otros.
Al poco tiempo, los vecinos del sur nombraron un nuevo monarca, que todavía sigue reinando en
la actualidad. Por fortuna, resultó ser bastante más prudente que su predecesor. Cuando llevaba unos
meses en el poder, algo insólito ocurrió entre los dos reyes. Fue un capítulo tan enigmático que
consiguió acabar con el oscuro pasado de conflictos, batallas y muertes sin sentido. Mi padre y él
firmaron una paz que permitió la llegada de una tolerancia como nunca antes habíamos tenido entre
nuestros pueblos.
Y así ha sido hasta la fecha. Durante estos años que llevamos sin luchar, han cambiado muchas
cosas; sin embargo, es difícil evaporar todo el odio destilado durante siglos. Aún quedan dudas y
resquemores en algunos corazones. Sin ir más lejos: en el mío.
Debo admitir que no soy un amante de la cultura malaba. Me cuesta mucho olvidar que ellos
fueron los causantes de la muerte de mi madre y no entiendo cómo mi padre pudo perdonarlos. Él
dice que trate de hacer lo mismo, pero por más que lo intento no lo consigo. Quién sabe, a lo mejor
con el tiempo se borran por completo las cicatrices.
Al volver al presente me doy cuenta de que los recuerdos se han adueñado de mis sentimientos y mi
cuerpo. Sin apenas darme cuenta, estoy con los ojos cerrados cómodamente echado sobre una
alfombra de mullidos cojines. El desayuno y la calma del lugar, invitaban a ello.
De pronto, siento un movimiento sigiloso muy cerca. Sé que una presencia inquietante me vigila.
Reacciono y, al abrir los párpados, una visión espantosa me roba el aliento a menos de un palmo de
distancia.
—¡Ah! —grito espantado mientras lanzo el puño.
Una máscara kolam rueda por el suelo rota en varios trozos.
—Ja, ja, ja… ¡Vaya susto que te has llevado! Tenías que haber visto tu cara. Estabas muerto de
miedo.
—Y tú vas estar muerto de verdad dentro de muy poco —digo mientras masajeo mis nudillos
doloridos.
Me pongo en pie y miro al causante de la pesada broma con cara de pocos amigos. Es Yuba, mi
mejor amigo. Si es que se puede llamar así a alguien que te despierta de una ensoñación poniendo
delante de tus narices una máscara horripilante. La más tétrica y siniestra que encontró entre la
extensa colección que guarda mi padre como un tesoro.
De Yuba se podría escribir un libro entero. Su mediana estatura y su poco peso le dan un aspecto
dinámico, ágil. Y en el rostro alargado de nariz saliente le brillan unos ojos tan vivarachos como
inquieto es su espíritu. Juntos nos ha pasado de todo. Incluso hemos tenido más de un tropiezo con
nuestro paciente rey.
Pero cuanto tiene Yuba de zascandil e irresponsable se le perdona por el buen corazón que le late
en el pecho. Es un hombre muy preocupado por los desfavorecidos, le encantaría vivir en una
sociedad donde todos estuviéramos riendo el día entero. Aunque hay veces que me desborda con sus
disparates, que puede con mi escasa paciencia.
Vuelvo a contemplar los pedazos de la máscara esparcidos por el suelo y agarro a Yuba por el
cuello.
—Kasim, ¿qué vas a hacer? Recuerda que los esfuerzos no son nada recomendables, pronto será
la gran carrera.
Sin escuchar sus advertencias, sigo agarrándole con fuerza mientras lo arrastro hacia uno de los
estanques más próximos.
—¿No se te ocurrirá echarme al agua? —pregunta con una cara parecida a la que he debido poner
yo hace un instante.
—Sólo pretendo ahogarte, nada más. Será poco rato.
Conozco a Yuba desde que empecé a gatear. Sabe que acepto bien las bromas y que me gusta
bromear cuando procede. Y ahora no es que proceda, ¡es una obligación!
—Kasim. ¡Qué llevo puesta ropa de fiesta!
—Ir bien vestido es una elegante forma de morir con honor —asevero cuando estoy a punto de
llegar al borde del agua.
Como soy más alto y fuerte que él, en cuanto me acerco a la orilla lo empujo sin dudarlo. Yuba,
con la agilidad de un mono, me agarra por el blusón arrastrándome en la caída.
Al chocar con las aguas, empezamos a reír mientras luchamos a hacernos ahogadillas. Cuando
llevamos un tiempo forcejeando, unas voces revientan nuestra diversión.
—¿Quién ha roto la máscara de la noche oscura? —El tono del rey suena más regio y guerrero
que nunca.
Los zarandeos cesan de golpe mientras los dos nos miramos con las ropas encharcadas y los
pelos revueltos. Agarrados por las solapas, intuimos que la escena es muy cómica pero ninguno de
los dos tiene ganas de reír.
—No quise hacerlo —acierto a decir con la voz entrecortada—. Fue un accidente…
Karbán se dirige hasta donde nos encontramos. Seguimos cogidos el uno al otro sin intención de
soltarnos. El miedo nos lo impide.
—¿Se puede saber qué estáis haciendo? Dentro de dos horas es la gran carrera y vosotros
retozando como lo que sois, un par de delincuentes. ¡Salid inmediatamente del agua!
Obedecemos sin rechistar para quedarnos uno junto al otro al borde del estanque, chorreando
agua.
—Kasim, cuando termine la carrera quiero verte en la sala de las máscaras kolam. Por si no lo
sabías, esa pieza era una de las más valiosas de la colección; la fabricaron con un barro especial que
se extrae cerca de Ratnapura, en una aldea perdida entre las selvas —asevera con el rostro bien
serio.
No me atrevo ni a respirar, mucho menos a protestar. Ratnapura es una población situada a más
de cien kilómetros. Como tenga que ir a buscar una hasta allí, ahogaré a Yuba con mis propias
manos.
LA GRAN CARRERA
os corrales donde descansan los elefantes se encuentran en la parte trasera del palacio. Según
L llegamos, la nariz se queja. Aunque los cuidadores son los mejores del reino, el olor que
domina en el aire no es precisamente un perfume suave y refinado.
Acompañado por Yuba y Arondu, atravieso las altísimas puertas de los corrales mientras
seguimos discutiendo sobre el último episodio.
—Deja al destino que actúe —dice Yuba—. Ahora es momento de pensar en la carrera.
—Eres un inconsciente, no podemos tardar más de tres días en partir hacia el puerto de
Trincomalee. Sabes que allí nos esperan para descargar y organizar el próximo cargamento de
estucos y rocas. La construcción de la nueva dagoba (stupa, edificio religioso) se tiene que cumplir
en los plazos previstos. Si tenemos que ir a buscar una máscara para mi padre todo se va a retrasar.
—No os preocupéis por esa cuestión —dice Arondu con aplomo—, yo os cubriré las espaldas.
—Agradezco tu buena voluntad, pero tú también tienes asuntos que atender. No comprendo por
qué se complican siempre las cosas. —Luego lo hablamos— apunta Yuba. —Baruka te espera.
Es el primer comentario acertado que le escucho en varios días.
Al acariciar la trompa de mi compañera de fatigas percibo lo nerviosa que está. Noto su
intranquilidad porque no para de mover la cabeza de un lado a otro. Es tan sensible que presiente lo
que se avecina. Le espera un gran esfuerzo. Hace un par de días disputamos una carrera previa para
poder estar entre los mejores. Allí comprobamos que este año hay mucha y dura competencia. Sabe
que lo tenemos difícil.
—Tranquila mi amiga, todo va a salir bien —digo palmeando afectuosamente su lomo.
—Los únicos que os pueden hacer sombra son el elefante de Anuradhapura y el de ese malabo
engreído que viene de la capital.
—Lo conozco —dice Arondu—. Se llama Sinrén, es el hijo de un noble muy respetado entre su
pueblo.
—Puede que él sea un vanidoso pero su animal es grande, fuerte y joven. Lo he visto correr y
será un gran contrincante —admito de forma abierta.
—Kasim, olvídate de él, Baruka es mucho mejor. —Yuba puede ser un irresponsable pero nunca
pierde la fe. Siempre anima, pase lo pase.
No obstante, sé las posibilidades con las que cuento. La carrera será muy reñida.
Tras un corto paseo en el que hemos estirado piernas y patas, los cuatro llegamos a la extensa
explanada que se ha habilitado para el espectáculo. El día es radiante, ideal para contemplar la
carrera, pero complicado para los corredores: reina un calor excesivo que, unido a la humedad del
ambiente, endurecerá aún más la competición.
Pesares a un lado, la alegre luz del sol hace brillar el inmenso mosaico de colores que nos rodea.
En los graderíos hay gentes venidas desde los rincones más alejados de la isla y las mujeres lucen
sus mejores saris. El público abarrota todo el recinto esperando uno de los acontecimientos más
destacados de estas fiestas. Las carreras de elefantes tienen una gran aceptación entre nuestro pueblo.
La gloria del triunfo supone un pequeño tesoro en forma de rubí y un gran tesoro en forma de
reconocimiento. El nombre del ganador y su elefante quedarán grabados para la posteridad en la gran
puerta de entrada al salón de celebraciones.
Más pendiente de la competencia, observo los nueve ejemplares que han llegado a la final. Son
magníficos. Altos, con anchas patas y poderosos cuartos traseros. Sin duda alguna, los mejores
elefantes de toda la isla.
Competiremos por la calle número cuatro, junto al participante de Anuradhapura y a Sinrén, el
malabo estirado que permanece inmóvil, inalterable sobre su enorme paquidermo.
Subo a lomos de Baruka con facilidad y echo un último vistazo a la infinidad de caras que nos
miran, entre ellas la de mi padre. Han preparado un entarimado especial para sentar a los invitados
más relevantes. Allí se encuentra Karbán acompañado por varias personalidades del séquito
personal del monarca malabo. El rey ha excusado su presencia por sufrir una molesta enfermedad que
le impide viajar.
Me enorgullece estar aquí. Esta competición es un reto apasionante que sería el sueño de
cualquier habitante de la isla, ya sea malabo o narubo.
Ha llegado el momento de rezar una breve oración que me ayude a encontrar el equilibrio y nos
conceda protección a mí y a Baruka. Cierro los ojos y me concentro durante unos instantes hasta
alcanzar el silencio interior. Mi elefanta ha dejado de moverse, como si también ella estuviera
murmurando una plegaria. Y poco a poco, el ruido ambiente nos traslada de nuevo a la línea de
salida.
Tras la petición espiritual, miro a la izquierda y compruebo que Sinrén me está observando con
un gesto de sobrada confianza. Lleva un turbante rojo en la cabeza y una colorista indumentaria de
talle amplio. Con la mano izquierda agarra la cadena que su montura lleva sujeta al cuello y con la
derecha sostiene un pincho más alargado de los que solemos usar por estas tierras.
Le devuelvo la mirada dando a entender que no me impresiona lo más mínimo su aire de
suficiencia. Es más, esa actitud me espolea para ganarle. Acaricio a mi elefanta y le hablo en tono
animoso, creo que intuye mis intenciones de ir a por todas.
Yuba está detrás de nosotros vigilando el enganche que Baruka tiene en la pata izquierda trasera.
A una señal, todos los ayudantes soltarán los anclajes para que los nerviosos ejemplares puedan salir
corriendo.
De repente, se oye el sonido agudo de un cuerno y el responsable de dar la salida levanta un
pañuelo negro. El público se prepara para la inminente arrancada de los elefantes y más que animar,
ruge de emoción. La tensión aflora y siento el bufido del cuerno royéndome la entrada del estómago.
Algunos animales se encabritan y pegan recios tirones. Uno de los que están más alejados se
levanta sobre los cuartos traseros, el jinete a duras penas se aguanta y tiene que sujetarse con fuerza.
Falta muy poco para salir y mis manos están sudando. Los nervios se desatan y echan a volar hacia
los espectadores cuando el responsable alza la fina tela de color verde. Da comienzo la carrera.
Los elefantes que nos flanquean salen como una exhalación y enseguida toman la cabeza. Pronto
Baruka saca la casta que lleva dentro y ganamos velocidad. El aire me golpea en la cara y agita con
fuerza mi larga cabellera.
—¡Gurba! ¡Gurba! —animo a voces con un idioma que los dos entendemos.
Ella parece escucharme y sigue acelerando, muy pronto llegaremos a la primera prueba: recoger
una anilla que cuelga de una soga un metro por encima de nuestras cabezas. El objetivo es atravesarla
con la pica de hierro que llevamos en la mano derecha. Si no ensartas la anilla a la primera, no
puedes continuar. Debes volver para cogerla y luego seguir la carrera. El movimiento sobre un
elefante que se desplaza a gran velocidad es bárbaro. El cuerpo parece que se va a desmontar de un
momento a otro y, por tanto, resulta muy difícil tener buena puntería.
Estamos llegando. Es posible que algunos ya la hayan cogido, pero no quiero mirar. Mis ojos
están fijos en esa pieza redonda que se acerca a pasos agigantados. Alzo el brazo y compruebo que la
mano oscila mucho más de lo que quisiera. Debo conseguir que el codo quede libre, que no influya
tanto el bamboleo. Apunto con los dientes prietos por la tensión y la punta de hierro entra por el
centro. La argolla de madera pende en la pica. ¡Lo conseguimos!
En un suspiro echo un vistazo a ambos lados. El griterío es ensordecedor y el suelo tiembla a
nuestro paso. A pesar de que han regado, la monstruosa marcha levanta polvo y piedras. Vamos en
cuarto lugar pero estoy convencido de que muy pronto pasaremos al tercero. De reojo veo a dos
concursantes que están dando la vuelta para recoger la anilla que dejaron atrás.
Olvidándome de ellos, compruebo cómo nos acercamos al siguiente obstáculo: un enorme
balancín de madera que los elefantes deberán subir hasta hacer contrapeso y caer al otro lado para
seguir la carrera. Esta prueba es para mí la más difícil. Primero hay que frenar el ímpetu del animal y
después conseguir que suba por la rampa con rapidez pero con cuidado. El golpe de la ancha tabla, al
inclinarse, puede ocasionar una peligrosa caída.
Cuando estoy a pocos metros, con la pica indico que hay que reducir velocidad. Ella, muy
obediente, reacciona bien y sube la rampa despacio. En este instante levanto la cabeza y veo que el
elefante que va delante de nosotros sufre un tremendo traspié y cae con gran estrépito. El jinete rueda
por el suelo hacia la derecha, con tan mala suerte que el enorme animal que circula a pleno pulmón
en dicha calle, lo atropella hundiéndole el pecho con un brutal pisotón. Por fortuna, nosotros pasamos
sin contratiempo. No hemos arriesgado y eso ha hecho que no adelantemos al tercero, pero como el
segundo cayó hemos avanzado un puesto.
—¡Ánimo, Baruka! —grito cada vez más eufórico.
Nuestros competidores no se despegan, la distancia se mantiene y nos acercamos sin cambios al
obstáculo del terraplén. Ahí mi elefanta se encontrará más a gusto.
A muy buen ritmo, nos aproximamos a la corta pero pronunciada subida. Cada vez estamos más
cerca del segundo participante. Cuando las patas de Baruka se clavan en la rampa ya casi estamos a
la par. Una sacudida me desplaza hacia la izquierda según bajamos la cuesta, pero enseguida
recupero la posición. Al hacerlo me doy cuenta de que sacamos más de una cabeza al elefante que
atropelló al jinete de Anuradhapura. Tan solo tenemos por delante al líder de la prueba: el malabo
con su enorme coloso.
Poco falta para llegar al último y más pesado obstáculo; cargar con un tronco hasta llegar a la
meta y depositarlo sobre un soporte preparado para tal fin. Quien lo consiga será el vencedor.
Cada vez creo que tenemos más posibilidades de ganar. Espoleado por mis convicciones empujo
a Baruka.
—¡Puedes lograrlo!
De pronto, Sinrén acaba de precipitarse y su animal ha cogido el tronco pero no lo ha hecho por
el centro y corre con él apoyado en el suelo. Eso le va a restar velocidad. Hay que aprovechar la
situación. En un momento de máxima concentración, procuro que la elefanta agarre el leño por el
mismo centro y… lo consigue.
A estas alturas de la carrera los animales acusan cierto cansancio y la velocidad ha descendido.
Sin embargo, seguimos recortando distancias. De seguir así pronto nos pondremos en cabeza y
todavía nos sobrarán metros para llegar a la meta con una holgada ventaja.
Sinrén intuye lo que puede ocurrir y gira la cabeza. Su mirada ya no resulta tan altiva. El rostro
empieza a desencajarse. No necesito mirarle para saberlo. Su posición no es cómoda; si detiene la
marcha para coger mejor el tronco, lo adelantaremos y no tendrá ninguna opción. Su única
posibilidad es llegar arrastrando el leño de cualquier forma.
Apenas faltan poco más de treinta metros y ya casi estamos a la par. ¡Intuyo la victoria!
—¡Vamos! ¡Vamos! —Vuelvo a gritar pletórico.
De improviso, el malabo hace un movimiento con la pica y su elefante gira la trompa para sacudir
nuestro tronco con el suyo. Baruka no esperaba el golpe y pierde el grueso madero. Sin tiempo
material para modificar su ritmo de carrera, sufre un tropezón con el inoportuno leño. A causa de la
velocidad dobla las rodillas en un brusco movimiento hacia delante. Con la enorme sacudida casi me
caigo de cabeza. Por suerte, en última instancia he tenido la agilidad suficiente para agarrarme a una
de sus orejas.
Enseguida recupero la posición y doy las órdenes precisas.
—¡Umba! ¡Umba! —grito muy alterado.
Baruka sigue con las patas delanteras arrodilladas. Haciendo un gran esfuerzo se incorpora y
vuelve a recoger el tronco pero ya todo es inútil, Sinrén acaba de llegar a la meta y está a punto de
colocar el madero en su sitio. Unos instantes después lo hacemos nosotros en segundo lugar.
Desciendo de las alturas con la sangre encendida. Me agacho y veo que Baruka tiene las rodillas
llenas de tierra y varias heridas.
Sin pensarlo dos veces me dirijo al que se cree ganador, quien todavía no ha descendido de su
cabalgadura.
—¡Baja de ahí! ¡Tramposo! —grito airadamente.
—¿Tramposo? Todo el mundo ha visto que has perdido. No soy un tramposo, soy el ganador.
—¡Baja si no quieres que además te llame cobarde!
Varios de los organizadores que estaban en la meta aguardando la llegada, intervienen para
apaciguar mis ánimos.
—Kasim, tranquilízate, vuestros troncos chocaron. Fue un accidente.
—Yo sé que no fue un accidente. Lo hizo de forma deliberada —afirmo tajante.
Los supervisores se miran entre ellos. Llevados por un sincero deseo de imparcialidad, sólo se
preguntan cómo cumplir con su obligación. Observo sus miradas y denotan disconformidad con mis
justificadas quejas, pero tampoco pretende contrariar al hijo de Karbán. Mi linaje los intimida. La
situación es incómoda, no puedo permitir que la posición de príncipe sea motivo de favoritismo.
Instintivamente vuelvo la mirada hacia la alejada tarima de las personalidades. Las pupilas buscan la
expresión de mi padre. A pesar de no distinguirlo bien por la distancia, capto su semblante.
Enseguida comprendo que las protestas sólo conseguirán comprometer a los responsables de la
prueba y al anfitrión de la fiesta. Los jueces aguardan mi reacción. Muy a mi pesar, sé lo que debo
hacer.
—Está bien, no quiero entrar en polémicas. Acepto el resultado.
—Gracias por tu comprensión, príncipe —el supervisor de mayor rango, con vivas muestras de
apuro, hace el comentario a la par que me saluda haciendo una reverencia con la cabeza.
Me doy la vuelta para coger a Baruka y volver a casa, esas heridas necesitan atención. Pero antes
de despedirme, miró fijamente a Sinrén para hacerle saber que tiene un nuevo enemigo. Y antes de
apartar la mirada, mordiendo con los ojos le digo quién ha sido el ganador de la carrera.
CONFIDENCIAS
os tres amigos caminamos a buen paso por el ala oeste de palacio. Atravesamos un amplio
L corredor donde la luz que entra por los ventanales rasga el sombrío interior igual que un
cuchillo afilado separa el pellejo de la carne.
Vengo acompañado por Yuba y Arondu para negociar con mi padre. Aunque un poco precipitada
por la falta de tiempo, acabamos de planear una salida airosa al asunto de la máscara. Cuando se
trata de competir con Karbán hay que tenerlo todo previsto. Nadie es mejor estratega que él.
Vamos caminando aprisa, no tenemos tiempo de contemplar las hermosas telas que han colgado
para engalanar las paredes. Estamos algo nerviosos porque todavía no sabemos cuál va a ser el
sermón que nos espera o el castigo que merecemos.
Seguimos adelante sin pronunciar palabra hasta llegar a la entrada del inmenso salón que
contiene las máscaras. La pared de nuestra derecha está completamente abarrotada de caretas
fabricadas en infinidad de materiales. Las hay de barro negro, rojo, ocre. De madera de acacia, de
caoba, de satín. De metal, de piedra, hasta de lava de volcán hay piezas. Ignoro de dónde sacó tal
cantidad de arte y misterio en forma de rostro.
Mi padre nos aguarda sentado sobre un confortable cojín de bellos tonos dorados situado al
fondo de la sala. Nos hace una seña con su mano para que tomemos asiento. Está degustando una
bebida mientras el ambiente se deja abrazar por el denso perfume que desprenden los inciensos
encendidos. Parece relajado, pero con él las apariencias pueden llevar a engaño.
Sin abrir la boca, los tres nos sentamos sobre mullidas esteras de colores vivos.
—Yuba y Arondu, ¿vosotros también queréis acompañar a Kasim en su peregrinaje? —suelta de
sopetón en cuanto nos ve acomodados.
¿Peregrinaje? Eso suena más lejos y prolongado de lo previsto.
—No majestad, yo sólo estoy aquí para ayudarles en la búsqueda. Ellos dos se consideran
culpables, pero tienen asuntos pendientes que atender y necesitarán una mano extra para localizar una
máscara igual a la que rompieron. —Arondu sabe expresarse con soltura y qué tono debe emplear.
Está muy acostumbrado a negociar con gentes de todo tipo.
—La pieza que han destrozado era única. Única e inimitable. Nunca más se podrá hacer otra
igual.
¡Por las barbas de un búfalo sarnoso! Peregrinajes, máscaras imposibles de copiar… la cosa está
empeorando por momentos. Me pregunto cuántas sorpresas desagradables quedan por oír.
—Majestad, yo soy un artista con las manos, modelaré una igual aunque me lleve dos años
hacerla.
—Yuba, no es que dude de tus dotes innatas para el arte. Me consta que eres voluntarioso y hábil,
pero tus manos nunca podrán reproducir lo que no conocen.
Los tres seguimos callados, nuestro rey está más enigmático esta tarde de lo que en él es habitual.
A pesar de todo, no lo veo molesto, ni tan siquiera contrariado. Si el kolam roto era tan especial
debería sentirse mucho más disgustado de lo que aparenta.
Como seguimos mirándole expectantes, él continúa hablando.
—Nadie puede volver a hacerla porque esa máscara era muy particular. Por la parte interior
llevaba tallado el rostro exacto de un vedda que conocí hace años. La fabricó colocando un barro
especial sobre su propia cara. A partir de ahí la fue trabajando hasta obtener el resultado que visteis
antes de que se rompiera.
—Padre, perdóname. No sabía que ese objeto era tan valioso. Pero es que me llevé un susto de
muerte y…
—La culpa es mía, jamás debí tomarla. Yo soy quien debe ser castigado —la faz compungida de
Yuba es todo un poema al arrepentimiento.
—¿Quién está hablando de castigos? —pregunta Karbán dibujando un gesto apaciguador.
Una vez más, los tres amigos intercambiamos miradas de desconcierto.
—Nadie os va a castigar. Solamente Kasim tendrá que cumplir con una misión. Una misión
secreta —dice mi padre mirándome a los ojos como nunca había hecho hasta ahora.
Sentados con las piernas en la posición de loto, nos hemos quedado atónitos. La noticia ha
echado por tierra todas nuestras previsiones. Veníamos en busca de una reprimenda y nos han dado
algo muy distinto. Todavía no salgo de mi asombro. ¡Una misión secreta! Y, por el tono de nuestro
soberano, promete ser una auténtica aventura. No me asustan las correrías, sin embargo, una inmensa
intranquilidad recorre mi cuerpo de pies a cabeza: ¿Por qué soy el único que puede conocerla?
—Eres el único que puede saber en qué consiste porque te afecta sólo a ti. El fin mismo de la
misión serás tú quien deba resolverlo.
Como suponía, antes de que pudiese plantear la pregunta él ya tenía preparada la respuesta. Pero
ahora surge una duda todavía más preocupante: si mi padre es la persona más cualificada que
conozco, el más inteligente y además tiene el poder, ¿por qué no se encarga personalmente de
cumplir una misión que, a priori, parece delicada?
—Ha llegado el momento de conocer cuál será tu cometido —de nuevo vuelve a adelantarse. Va
tan por delante de mí que parece un adivino—. Os rogaría que me dejaseis a solas con Kasim.
Sin perder tiempo, mis amigos se levantan para irse. Antes de salir, ambos me miran con el
mismo gesto. En sus rostros se mezclan temores y dudas. Tengo la sensación de que intentan darme
ánimos en un asunto que intuyen complicado y puede que incluso peligroso.
El temor a la reprimenda ha dado paso a un sentimiento de responsabilidad avasallador.
Rebasado por los acontecimientos, lo mejor será ensanchar oídos y mente. Presiento que voy a
enfrentarme a la prueba más importante de mi vida.
LA MISIÓN
ras una breve charla en la que mi padre se dedicó a alabar la buena carrera que hice esta
T mañana y el autocontrol que mantuve, cambia de actitud y vuelve a recuperar la expresión
seria que nos barrió la sonrisa de un plumazo cuando vio el kolam hecho añicos por el suelo.
Vuelve a ser rey.
—No es fácil para mí explicarte todo lo que necesitas saber. La verdad es que el asunto de la
máscara me ha pillado desprevenido. Pensaba que nunca llegaría a pasar. Que era la profecía de un
pueblo regido por supersticiones.
Definitivamente el enigma que rodea a esa dichosa pieza va subiendo en intensidad. Cada
comentario de mi padre exalta el innato espíritu aventurero que viaja conmigo. Me muero de ganas
por conocer todos los detalles.
—¿A qué te refieres?
—Un año después de la última batalla por el control de Sigiriya, un extraño vedda se presentó de
improviso en una noche tan oscura como su tez. Lo recuerdo perfectamente, venía solo, iba descalzo,
llevaba un morral entre las manos y vestía un simple taparrabos de color anaranjado. Salió de entre
las sombras después de haber burlado a todos los guardias de palacio. Desde algún sitio oculto
aguardó a verme sin compañía y luego se acercó sentándose a mi lado como quien visita a un buen
amigo. No temí por mi seguridad porque el aspecto de aquel hombre era casi el de un anciano. Un
delgado y desvalido anciano con cara de buena persona.
—Qué hombre más raro.
—Madhuni, así se llama, no es raro, es especial.
—¿Qué quería de ti?
—Contarme una antigua y secreta historia de sus antepasados.
—¿Puedo conocerla yo también?
—Al romper la máscara kolam ganaste ese privilegio.
Con esos precedentes, no sé si la historia me va entusiasmar.
—El inicio del relato que narró se perdía en la noche de los tiempos. Ni tan siquiera el amable
anciano supo explicarme bien su origen. Al parecer, un antiguo mercader que visitó por primera vez
estas islas, cambió una luminosa estrella de siete puntas por un barco cargado de ricas mercancías.
Aquellas pertenencias eran propiedad de un grupo de veddas que vivían cerca de las costas. Desde
el principio, el brillo de la joya cautivó a sus nuevos propietarios.
—¿Te refieres a la estrella resplandeciente por la que lucharon durante siglos malabos y
narubos?
—A esa misma.
Su voz no tiembla lo más mínimo. Hice bien en ensanchar oídos y mente.
—Los veddas enseguida concedieron un carácter sagrado a la joya y nombraron un guardián para
protegerla. En realidad se trataba de una especie de peregrino encargado de llevarla a todos los
rincones para que pudiera ser admirada. Estaban convencidos de que el resplandor de su aura
despertaba las consciencias de los seres humanos —me mira de un modo como si él también
aceptase esa creencia—. Así fue como la estrella comenzó su periplo viajero. Peregrino tras
peregrino, recorrió varias veces toda la geografía de la isla hasta que uno de sus custodios implantó
una peregrinación a la inversa. Serían los interesados quienes, una vez al año, vendrían a venerar la
estrella. El lugar escogido para ello fue la montaña de Sigiriya.
—Imagino que todo se truncó cuando aquel consejero malabo la descubrió dentro de una roca.
Lástima que acabase en malas manos: las nuestras.
—Éstas en lo cierto, sin embargo, aquella misteriosa pieza les había revelado su propio destino.
Ellos ya sabían que un pueblo extranjero terminaría por llevársela. También estaban al corriente de
la disputa por la posesión y que permanecería en manos infieles durante muchos años. Incluso
conocían el final de la historia: un rey justo y generoso la recuperaría para entregarla al último
peregrino de la estirpe de custodios.
—Presiento que tú eres ese rey justo y Madhuni su último peregrino.
—Siempre tuviste una mente muy despierta. Pero no fue todo tan sencillo. El anciano me acababa
de contar una antigua leyenda que bien podía ser una hábil artimaña de algún avispado para
conseguir la estrella con muy poco esfuerzo. Era evidente que debía demostrar sus palabras.
—¿Qué hizo entonces?
—Abrió su morral y extrajo dos piezas semicirculares hechas con una madera muy tostada. Dijo
que era una brújula.
—¿Una qué…?
—Una brújula.
—Qué extraña palabra.
—Lo mismo pensé yo. Por eso volví a insistir en la necesidad de una demostración que
justificase su calidad de auténtico guardián, de custodio. Si no, jamás le entregaría la joya. Fue en
ese momento cuando se levantó con mucha calma y dijo con una voz tan delicada como su propia
figura: «No necesito permiso para recuperar lo que es nuestro; sin embargo, tú has ganado el honor
de comprobar cómo la encuentro sin necesidad de conocer su escondrijo». Sus palabras me asustaron
por primera vez. Puesto en pie, observé el funcionamiento de aquel sorprendente invento llamado
brújula. Tomó las mitades y con ellas formó un círculo completo. En cuanto las unió, tres destellos
que provenían de unos cristales encastrados en su interior brillaron en la oscuridad de la noche. De
inmediato supe para qué servía aquel artilugio, estaba indicando el lugar donde había escondido la
estrella. No se desvió lo más mínimo, andando tranquilamente llegó al mismo lugar donde la enterré
justo hacía un año. Nos encontrábamos en una esquina de palacio. Entonces se apagaron dos chispas
y lució una con tal intensidad que deslumbraba. Era la señal. Sólo tuvo que cavar un poco y la joya
latió en sus manos como si reconociese a su verdadero dueño. No necesité más pruebas.
—Aquel vedda terminó por sorprenderte. Supongo que ya no guardas la estrella de fuego.
—Cuando se la devolví, él me concedió dos regalos y un cargo. Primero me entregó una mitad de
la brújula, luego, abrió de nuevo su talega e hizo lo propio con la máscara kolam que rompiste. Por
último, dijo que me acababa de convertir en uno de los dos custodios encargados de proteger cada
una de las partes. El cargo era irrevocable.
—¿A quién entregó la otra mitad?
—La otra mitad fue para el nuevo rey malabo, pero supongo que ahora que ha enfermado no
tardará en tener un nuevo custodio.
—Háblame del vedda.
—De vez en cuando, Madhuni se presenta sin previo aviso. No lo necesita, se invita cuando
quiere. Durante las veladas que pasamos juntos aprendí tanto, que descubrí lo ignorante que soy. Fue
en una de ellas cuando explicó que si se rompía la máscara era porque el mal acecha. De ahí su
nombre: kolam de la noche oscura. Es el hombre más sabio que conozco. Espero que tú también
aprendas mucho a su lado.
—¿Voy a conocerlo también? —pregunto entusiasmado.
Mi padre me observa con una expresión que muestra su condescendencia. En su mirada descubro
que en esta ocasión no he sido tan sagaz. Antes de que vuelva a hablar, ya he comprendido.
—Él dijo: «quien rompa la máscara será el nuevo custodio».
Y yo añadiría: un cargo irrevocable.
LO ÚLTIMO QUE ESPERABA
vueltas con mis cavilaciones, camino con paso largo entre los árboles y plantas que parecen
A espiar mis movimientos. Desde esta tarde todo resulta inquietante. La noticia de la misión se
ha instalado en mi mente y no permite que nada más la distraiga. He quedado con mi padre en
la puerta de entrada de la dagoba situada en la espesura de los jardines del sur. Allí me entregará la
mitad de la brújula.
Voy un poco justo de tiempo, dijimos que nos encontraríamos cuando el sol se ocultara más allá
del último pico y ya no se distinguía su silueta recortada en las paredes que dejé atrás.
De pronto, unos gritos no muy lejanos quiebran de golpe la tranquilidad reinante. Las voces
parecen de reyerta y suenan al fondo del jardín.
¡La pagoda! ¡Allí está mi padre! Un nerviosismo extremo me sube por las entrañas al escuchar
golpes de metal. ¡Alguien está luchando con sables! Corro todo lo que dan sí las piernas hasta que
veo un grupo de hombres a lo lejos, en el mismo lugar del encuentro.
Rodeado de cuatro bandidos, mi padre está luchando solo, con la bravura de un veterano que no
puede ganar.
—¡Padre! —grito después de ver como una afilada hoja lo atraviesa por la espalda.
A pesar de la herida, sigue combatiendo con toda su fuerza. Cuando estoy más cerca, el rey
consigue abatir a uno de sus agresores, que cae junto a un quinto enemigo ya sin vida. Demasiados
contrincantes incluso para Karbán. Antes de llegar, uno de ellos hunde el filo en su vientre.
Siento tanta furia en el corazón que no distingo nada más que la empuñadura de un arma que
reposa en el suelo. La tomo a toda velocidad y entro en combate de inmediato. Intervengo como un
vendaval repartiendo golpes y cuchilladas a diestro y siniestro. Sólo tengo ganas de matar. No me
reconozco, sólo deseo destrozarlos antes de que acaben con el hombre que más admiro y por quien
estaría dispuesto a dar la vida un millar de veces.
En medio de la refriega, se producen unos instantes de gran confusión y después de ensartar a dos
enemigos, no soy capaz de evitar que el último asesino con vida clave un gran puñal en el pecho de
mi padre. El rey, haciendo un postrer esfuerzo, consigue atravesar su costado. El sicario apenas
esboza una mueca de dolor cuando mi ancha hoja le corta la cabeza de un solo tajo.
Tras verla rodar, me vuelvo para ayudar a mi progenitor quien, arrodillado en el suelo, trata
estoicamente de aguantar el dolor y la sangre.
—¡Padre! —Vuelvo a gritar.
Haciendo un terrible esfuerzo levanta la mirada y sus ojos lo dicen todo. Está grave. Muy grave.
—Kasim… tengo poco tiempo.
—No digas eso —balbuceo mientras intento abrir su casaca ensangrentada.
Como un manojo de nervios rasgo sus ropas y compruebo que llene varias puñaladas por las que
se le escapa la vida rápidamente.
—No pierdas el tiempo, yo sujetaré las heridas mientras vas a buscar la brújula.
—Tú eres lo primero.
—Hay cosas más importantes que yo —el rey agarra mi mano con fuerza mientras sus ojos me lo
ordenan con una fe inquebrantable. Sé que no lo voy a convencer.
—¿Dónde está?
—Dentro. En cuanto pases la puerta ve a la derecha y empuja la piedra número siete de la
hilera… número siete. ¡Por lo que más quieras… corre!
Incapaz de contradecir su deseo, entro en la dagoba e inmediatamente me fijo en la pared de
piedra. Cuento según las indicaciones y empujo con decisión. Al instante, un quejido retumba en el
pequeño recinto. La pieza se hunde hacia adentro y, dos hileras por debajo, otra piedra del mismo
tamaño sale hacia fuera. Observo que es un recipiente perfectamente disimulado. Echo un rápido
vistazo y dentro encuentro una caja de madera. La abro y descubro lo que supongo será la mitad de la
brújula.
Muerto de nervios y empapado en sudor, salgo de nuevo al jardín y regreso corriendo junto a mi
padre. Echado boca arriba, permanece inerte. Temiendo lo peor, trato de incorporarlo con mucho
cuidado. En cuanto me siente, abre los ojos y su mirada se transforma en un gesto de tranquilidad.
—No te preocupes por mí… voy a un lugar… a un lugar donde estaré en paz.
—¡Por favor! No te mueras. Todavía te necesitamos mucho. Yo te necesito…
—Quiero que saques todo… todo lo bueno que hay en ti… Te felicito por tu trabajo… has sido
un buen hijo.
Está agonizando, le ha costado un gran esfuerzo acabar la frase.
—Tú sí que has sido el mejor padre —digo con los ojos inundados de lágrimas.
Karbán, sin miedo a morir, sonríe con esa sonrisa franca que siempre lo acompañó. Luego,
todavía tiene redaños suficientes para entregarme el hermoso sable que le regalamos. No sirvió para
salvarle la vida pero sí para cumplir con su cometido de custodio. La mitad de la brújula está a
salvo.
—Cumple con la misión y… cuida de nuestro… pue… blo.
Agarrándome del brazo, siento como la mano se afloja apagándose como el último hálito de vida
que termina de escapar entre sus labios.
—¡Padre! ¡Padre!
Abrazado a él, lloro desconsoladamente al soportar un dolor tan intenso que desgarra hasta lo
más profundo de mi ser. Un dolor que todo buen hijo ruega por sentir lo más lejano posible. Un
sufrimiento tan inesperado y penoso que acaba de destrozar todo mi universo. Todavía no soy
consciente de lo desamparado que me voy a encontrar. He perdido mi punto de referencia, mi norte,
mi ejemplo a seguir. He perdido a mi padre.
¡CÓMO CAMBIA LA VIDA!
noche tardé poco en convencer a Barujo. Resultó ser bastante más sencillo de lo previsto.
A Incluso llegamos a un acuerdo económico casi sin regateos. La verdad es que tuve el viento a
favor, fue una suerte que tuviese que partir hoy mismo. Según me contó, tenía previsto acudir a
la capital malaba en compañía de dos comerciantes de la península de Jaffna (Norte de la Isla).
Pretende actuar como intermediario en diversas operaciones comerciales, principalmente seda y oro,
un mercado todavía por legislar. Igual que la ambición de Barujo.
Esta mañana cuando desperté bien temprano, sentía frío. No es que fuese una madrugada
destemplada, la temperatura era y es muy agradable. Pero la tristeza emponzoñada que me atenaza y
la incertidumbre ante lo que me aguarda han enfriado el sol en mi interior.
Justifiqué el viaje ante mis hermanos como una promesa pendiente con nuestro padre. Insistieron
en saber de qué se trataba pero no revelé ni un ápice de la misión, simplemente me centré en asegurar
que estaría fuera un tiempo indeterminado y que volvería sano y salvo.
Paseo por los corrales bostezando como el día. He venido a despedirme de Baruka. La buena
noticia es que sus heridas, al igual que las mías, han mejorado mucho. Pero por muy bien que se
encuentre, no puede viajar conmigo, voy de incógnito. La elefanta lleva grabados en la frente
símbolos reales, sería como gritar a los sospechosos que los estoy buscando.
El objetivo es pasar lo más desapercibido posible, sólo así estaré a salvo de curiosos que me
puedan entorpecer. Para estar más irreconocible, decidí no volver a afeitarme hasta la vuelta y
mandé cortar el cabello de manera que cambiase mi apariencia. Para darle el último toque a esta
nueva identidad, visto la ropa de los campesinos. Es decir, poca.
—Cuida bien de ella hasta que vuelva —digo a quien se va a encargar de su bienestar. Y antes de
decirle adiós, jugueteo con su trompa de la manera que más le gusta.
Según me alejo y monto sobre otro elefante, Baruka mira con ojos tristes. No comprende por qué
no puede acompañarme.
Tercer día.
Está lloviendo a cántaros. Hemos caminado todo lo que permitía el mal tiempo, pero después de
varias horas sin que el temporal amainase, el gigante del norte dijo que podríamos descansar y pasar
la noche en una cueva ancha y segura que conocía. Estaba casi en la misma ruta que llevábamos,
apenas hemos tenido que desviarnos unos cientos de metros.
Acabo de atar fuera al elefante y me estoy acomodando en la gruta que se convertirá por esta vez
en nuestra confortable habitación. Lo de confortable es un decir, porque el terreno que pisamos es tan
pedregoso que resulta difícil acomodar la espalda con dignidad. Una noche así puede ser muy larga.
Observo las tímidas llamas que alimentan nuestra hoguera a la entrada de la oscura caverna y
decido intervenir.
—Ese fuego necesita más fuerza —ordeno después de comprobar que mi manta sigue empapada.
El comentario, inconsciente, ha dejado al descubierto mis hábitos de mando. Debo ser más
humilde, no quiero que los mercaderes descubran el príncipe que llevo escondido bajo la piel. La
primera vez que hablé con Barujo le dejé bien claro que no revelase mi verdadera identidad. Ellos
creen que soy el hijo de un agricultor narubo que desea replantar sus tierras con semillas de Kandy.
Y deben seguir creyéndolo.
—Voy a echar más leños —digo sin más, tratando de enmendar el error.
Tras la cena, sentado junto Barujo trato de hablar sin que nadie más pueda escuchar las palabras.
—Si amainan las lluvias, mañana podríamos llegar a nuestro destino —comento para abrir la
conversación.
—No te hagas ilusiones. No veo un cambio en el tiempo. Ponte en lo peor y piensa que
llegaremos pasado mañana.
—Bien, vamos a suponer que así sea. Yo me alojaré en la posada para caminantes que dices que
hay en las afueras. ¿Y tú? ¿Dónde lo harás?
—Espero que en la residencia del rey —comenta con cierto tono de revancha—. Siempre he sido
uno de sus invitados y ahora que está tan delicado, con mayor razón. Traigo medicinas que he hecho
ex profeso para él. Los que me obligaron a dejar el palacio ahora van a tener que admitir que se
equivocaron al echarme.
No tengo ningún interés en llevarle la contraria.
—Si estás dentro, todo irá mucho mejor. Podrás recibir información o facilitarme la posibilidad
de que yo también pueda entrar.
—Te presentaré al cocinero del rey como si fueses un agricultor experto en plantas, hortalizas y
condimentos. Luego tú tendrás que apañártelas como mejor puedas.
—No soy ni mucho menos una autoridad en la materia pero puedo defenderme.
Por la cuenta que me trae, eso espero.
Sexto Día.
Finalmente llegamos a la capital, a Kandy, aunque nos retrasamos un día más de lo previsto. El
monzón nos castigó duro durante la última parte del viaje. Por fortuna, ahora mi cuerpo se encuentra
seco y descansado.
Las heridas cicatrizan con rapidez, los curanderos que me atendieron antes de partir hicieron un
emplasto de plantas que es una bendición. Estoy en esa fase donde las costuras tiran y los cortes
pican a rabiar. Señal de que sanan a buen ritmo.
Esta mañana me encuentro en las despensas reales. La estrategia de Barujo funcionó como estaba
previsto, antes de descansar como invitado me presentó a Majidmo, el cocinero real. Su actuación se
limitó a asegurar que era un buen recolector de hierbas, verduras y raíces. Gracias a su embuste, el
orondo guisandero mayor me ha hecho varios encargos que vengo a traer en persona.
—Este jengibre no es tan bueno como aseguras —duda el maestro de pucheros rascándose su
prominente barriga.
El comentario me pone en un pequeño aprieto. Al igual que las demás hortalizas, lo conseguí en
lugares que me recomendó el propio Barujo. Pero se supone que el experto soy yo y debo saber
mucho más que el cocinero sobre la materia.
—Aguarda a probarlo con tus especialidades —contesto con el mejor de mis aplomos.
—La reina es muy exigente, mucho más que el rey. Desde su llegada nos hace la vida imposible
—dice para justificarse.
—¿Hace mucho que está aquí?
La pregunta trastoca la mente de mi interlocutor. Me mira preguntándose dónde he estado
encerrado para no saberlo.
—¿De dónde vienes, muchacho?
—Vengo desde las regiones del norte. Allí sabemos poco de reyes y reinas —puede que fingirme
ignorante de asuntos que le atañen tan directamente consiga aflojar su lengua.
—Aquí puede que sepamos mucho, aunque en ocasiones no nos gustaría conocerlos tanto.
—Debe ser complicado convivir tan cerca de ellos —voy por buen camino.
—No lo digo por nuestro monarca, él es una excelente persona.
—Entiendo. Por lo que se ve, es ella la que tiene un carácter más fuerte que el propio rey.
—Desde que él enfermó, la reina se ha vuelto prepotente y engreída. Quizá ya lo era antes, pero
al menos lo disimulaba.
Estoy de suerte, he dado con un cocinero parlanchín y yo necesito saber mucho más de lo que sé.
—Lleva tiempo enfermo, ¿verdad? —Vuelvo a preguntar mientras descargo las últimas hortalizas
y me enjugo el sudor de la frente.
—Pronto hará dos meses. Lo sé porque ése es el tiempo aproximado que lleva ella tan altiva y
dominante.
Está claro que intenta decirme algo más, pero todavía no tiene la confianza necesaria.
—Se ve que la conoces bien.
—Enseguida la calé. Esa mujer tiene escrito en la cara lo que busca.
El cocinero tiene aspecto de hombre rudo y poco avispado, pero sus palabras dicen lo contrario.
Veamos que tal anda de vanidad.
—Me sorprende que seas capaz de descubrir sus intenciones desde la cocina.
Sus ojos me miran retándome.
—No hay que ser un adivino para saberlo. El rey está muy enfermo y, si muere, ella podrá
casarse con quien quiera. Es muy joven y bella, seguro que ya tiene un candidato.
—Según tus palabras, parece que pronto habrá un nuevo monarca y no parece gustarte mucho la
idea.
El cocinero hace un gesto que denota advertir su ligereza de lengua. Y yo acabo de darme cuenta
del mismo defecto en mí. Me he precipitado.
—Sólo me encargo de las comidas, allá ella con lo que haga.
Majidmo se cierra como una ostra.
—Mañana te espero con las últimas especias —dice según agacha la cabeza para dar vueltas a un
sofrito que va cogiendo color y aroma.
—Vendré un poco antes, luego vuelvo a salir de viaje —advierto antes de irme.
Hace un gesto afirmativo con la cabeza pero sigue pendiente del guiso, no tiene ganas de seguir
hablando.
Doy media vuelta y salgo a un patio que lleva a la parte trasera de palacio. Miro por los
alrededores y no veo ni oigo a nadie. Las oportunidades son para aprovecharlas. Me agacho y en
lugar de salir hacia la calle decido arriesgarme y avanzar por un corredor que conduce al interior del
edificio.
Soy consciente de haber encontrado una excelente manera de recorrer algunas dependencias del
palacio real con cierta impunidad. Necesito utilizar esta situación para realizar tantas pesquisas
como me sea posible antes de emprender viaje hacia la misteriosa estrella. La misión aguarda.
Después de caminar unos metros, llego a un nuevo patio mucho más amplio donde confluyen
cuatro pasillos. Escondido tras unas columnas, miro hacia arriba y observo la primera planta. Según
me contó Barujo, allí están los aposentos de la reina. Después de los comentarios del cocinero siento
una fuerza que me empuja a averiguar todo lo que pueda sobre esa antipática mujer. Nunca se sabe
quién puede estar detrás de lo que ando buscando.
Reviso la zona y observo una robusta planta enredadera que sube hasta los primeros ventanales.
Sería muy fácil subir y echar un vistazo sin ser visto. Al ser un patio interior es difícil que puedan
descubrirme.
Cuando estoy decidido a salir y cruzar el patio, observo al fondo del pasillo situado a mi derecha
una figura que se acerca. Camina despacio y sin hacer ruido. No se ha percatado de mi presencia,
desde su posición no puede verme. Al poco, llega hasta la puerta que está más cerca de la
enredadera. Muy intrigado, aguardo a ver qué pretende.
Tras pensarlo unos segundos sale a la luz del patio y decide echar una última ojeada. Es un
hombre joven con turbante rojo. En estos momentos mira hacia donde me encuentro y la claridad
ilumina su rostro justo antes de empezar a escalar. Lo reconozco inmediatamente: es Sinrén. Además
de subir a los elefantes le gusta trepar por las plantas que conducen a alcobas reales. La sangre se
agolpa en mi sien hinchando las venas de rabia. De buena gana saldría al patio y le daría muerte.
Pero necesito estar seguro.
Apenas hay cuatro metros desde el suelo hasta la primera ventana. Sin mayores complicaciones,
Sinrén llega arriba y asoma la cabeza para ojear el terreno. Una última mirada hacia atrás y, de un
salto, se cuela dentro.
No debo perder ni un segundo más. Salgo de mi escondite, cruzo en pocas zancadas el patio y
comienzo a subir con la misma facilidad que empleó mi antecesor. Una maraña de ramas gruesas
aguanta bien mi peso. Cuando llego a la parte alta escucho a dos personas hablando. Asomo
ligeramente la cabeza para espiar aunque sólo sea por el rabillo del ojo. Enseguida compruebo que
la reina está vuelta de espaldas mientras Sinrén sostiene una de sus manos en actitud
inequívocamente amorosa. Están bastante cerca, si miran hacia la ventana podrían descubrirme. Será
mejor apartarme de su campo de visión y, de paso, vigilar el resto del recinto.
Aunque ya no puedo verles procuro aguzar el oído mientras me agarro con fuerza. Esta
conversación promete no tener desperdicio. Sólo espero que el patio permanezca desierto el tiempo
suficiente para no ser descubierto mientras escucho.
—Debes tener paciencia, pronto estaremos en disposición de dar el siguiente paso.
El comentario de la reina me da a entender que he llegado en el momento preciso.
—La paciencia no es precisamente una de mis virtudes.
Será en lo único en que coincidimos Sinrén y yo.
—No sabemos cuánto más va a durar —vuelve a decir ella.
—Convendría averiguar lo antes posible dónde guarda la mitad de la brújula.
Escuchar su confesión me nubla la vista. Es evidente que este par de desalmados guardan alguna
relación con la muerte de mi padre. Tengo tanta rabia contenida que la rama se contrae por lo fuerte
que la aprieto. Durante un instante he sentido la tentación de desenfundar mi cuchillo y atravesarlos a
los dos sin piedad. Pero antes necesito saberlo todo.
—Es difícil que nos lo diga así, sin más —advierte la reina.
—Si estuviese agonizando, si creyese estar cerca de la muerte, entonces revelaría el escondite.
Según explicó, no puede irse sin dejar un sucesor para manejar el asunto, tendrá que confiar la
estrella a alguien.
Mis sospechas se confirman. Sinrén es algo más que un noble joven y fatuo. He tenido que llegar
hasta el corazón del reino malabo para verle como realmente es: un estratega de la oscuridad con una
mortífera compañera de viaje. ¡Bien sabía el vedda que cuando se rompiese la máscara kolam el mal
se desataría en torno al misterio de la estrella resplandeciente!
—Todavía se puede agravar más su estado de salud. Después sólo sería cuestión de permanecer
casi siempre a su lado. No podemos correr el riesgo de que confiese el secreto a cualquiera de sus
hijas antes que a mí.
—Y sólo así podríamos casarnos.
—Ya hemos hablado de que debemos dejar pasar un tiempo, nadie debe sospechar nada. No
vamos a correr ningún riesgo —de pronto, se calla—. ¿Qué miras? ¿Has visto algo? —las preguntas
de Suna me ponen alerta.
Antes de que conteste Sinrén ya estoy llegando a la parte de abajo para esconderme en el pasillo.
Yo tampoco quiero correr ningún riesgo. Tengo una venganza que cumplir.
P IEDRA DE SANGRE
gazapado junto a una apartada cabaña que usan los jardineros de palacio, espero a que
A aparezca la desapacible figura de Barujo. Mientras llega, mi cabeza recrea con asombrosa
precisión la escena que viví hace unas horas cuando le expliqué lo sucedido durante la
inesperada incursión a la primera planta.
—Te repito que ésas fueron sus palabras. La reina pretende empeorar la salud de su marido
porque quiere casarse con Sinrén, supongo que sabes quién es —ésas fueron exactamente mis
palabras. Barujo se encontraba tan impactado que ni contestó. Al principio no salía de su asombro.
Me extrañó bastante su reacción, nunca pensé que la noticia le iba a afectar tanto. Su rostro, primero
se agrió y después se endureció como una piedra de sangre.
—Sinrén es hijo de la mano derecha del rey. Su padre es un hombre recto y de sabio parecer.
Tiene mucha influencia en este reino —comentó con la mente aún confusa.
—Él será un consejero fiel y leal, pero su vástago es el peor de los traidores —afirmé
categóricamente.
—Ella sí que es peligrosa. Suna es la piel del demonio. Merece un castigo, un castigo ejemplar.
Debería ser violada por leprosos y su cuerpo mostrado en cueros en la calle principal de Kandy.
Le miro con determinación. Barujo demuestra sentir un desprecio por esa mujer casi tan grande
como el mío. Es entonces cuando me asalta una idea arriesgada pero demoledora. Tan siniestra, que
incluso he llegado a asustarme de mí mismo. Pero han pasado varias horas y la idea ha dejado de ser
un malvado deseo para convertirse en un proyecto meditado y terrible. Sólo estoy esperando a que
llegue Barujo para ponerlo en práctica.
El curandero acaba de hacer acto de presencia, momento que aprovechamos para resguardarnos
entre las últimas sombras del atardecer. Por estos rincones no ronda ni un alma.
—He estado pensando sobre lo que dijiste y creo que tienes razón. Yo también pienso que Suna
merece ser violada. Pero no deberíamos castigar a los leprosos con tan desagradable tarea. Ese
privilegio le corresponde a alguien que tenga una razón poderosa para hacerlo.
—¿Qué quieres decir? —pregunta, dubitativo.
—Que seré yo quien la viole —suelto de golpe.
Barujo arruga el entrecejo muy sorprendido. No esperaba una propuesta tan despiadada por mi
parte. Mirando hacia el suelo demuestra que tiene muchas dudas al respecto. Está perplejo, se le ve
absorto, perdido entre sus pensamientos.
—Creo que ella está detrás de la conspiración que rodea la muerte de mi padre. Si esta noche
entramos en su habitación y la fuerzo, voy a tener dos satisfacciones: una, vengarme y, otra, poner
muy nervioso al enemigo. Vamos a contraatacar.
—Todavía no sé si es una buena idea.
Mi cómplice no para de atusarse el bigote con un movimiento compulsivo. La noticia lo ha
descentrado de tal forma que parece estar frente a mí su cuerpo vacío, sin nada dentro.
—Escucha mi plan, Barujo. De madrugada, nos adentramos en sus aposentos y le tapamos la cara
para que no pueda vernos. Cuando termine con ella, le diré en un susurro que conocemos su trama.
Eso hará crujir sus intrigas y seguro que cometerán algún error que los delatará. Así podremos
desenmascararlos. Necesito descubrir a los conspiradores. Sólo podré descansar cuando haya
acabado con todos ellos.
El curandero sigue cavilando para sus adentros sin escuchar las últimas palabras, como si yo no
existiera. Ahora sí que capto su mente funcionando al máximo rendimiento. De pronto, parece
recuperar la brillantez perdida y habla muy convencido.
—Está bien, ejecutaremos tu venganza. Tan sólo necesito un par de horas para organizarlo todo.
Prepárate porque esta noche habrá cacería. Vamos a cazar reinas perversas —dice con un extraño
cambio de semblante y de actitud.
Ahora es él quien me desconcierta. Más que sus palabras, me han asustado sus ojos. La maligna
expresión de sus ojos.
CACERÍA NOCTURNA
a madrugada inunda de silencios el gran patio. Apoyado en tierra y sujeto al enramado que da
L acceso a la primera planta, pienso en la situación. Estoy en una región que no es la mía, solo,
sin amigos y voy a perpetrar una fechoría que jamás se me pasó por la cabeza llegar a cometer.
Lo que daría por estar sentado a la luz de la luna en los bellos jardines de Polonnaruwa. Lo que
daría por estar al lado de Karbán escuchando su serena voz al recordar cualquier hazaña perdida en
su memoria. Lo que daría por estar en casa.
Pero no es tiempo de lamentaciones, sino de venganzas. Miro hacia arriba por si Barujo hace la
señal. Llevo un buen rato aguardando su presencia. La espera aquí entre tinieblas se hace
insoportable. Los nervios perlan mi frente de sudor. ¿Dónde se habrá metido? Por un instante pienso
en la posibilidad de que me traicione. En este terreno tendría pocas posibilidades de escapar, sería
una presa fácil.
Antes de que mi mente siga haciendo conjeturas, un sonido quiebra la calma de la calurosa noche.
Barujo, desde las alturas, me hace un gesto con la mano. Firme y decidido, empiezo a escalar
tratando de hacer el menor ruido posible. La enredadera aguanta sin quejarse.
Llego arriba y salto a la misma galería donde conspiraban Sinrén y la reina. Todo está a oscuras,
tan sólo permanecen despiertas unas llamas cansinas situadas en los cuencos con aceite que hay
dispersos por los pasillos. Sus reflejos dan vida al puñal de mi compinche. Yo no he desenfundado
el mío.
El curandero señala que debemos avanzar callados. Conoce bien cada pared, cada esquina. Va
delante guiando mis dubitativos pasos en la penumbra. Enseguida nos adentramos en un corredor
donde distingo dos habitaciones próximas. Con los hombros pegados a la piedra avanzamos hasta
situarnos junto a la más cercana.
Mi cómplice, muy seguro, asoma la cabeza más allá de los cortinajes. Sin volverse a mirar, hace
un ademán. Con la premeditación y sigilo de un leopardo, nos colamos dentro. Al pasar, un rayo de
luna conspira para ayudarnos a observar la estancia. En un instante compruebo que el dormitorio es
muy amplio y está bellamente ornamentado. Y que la cama, coronada por el perfil de una forma
humana, se encuentra a escasa distancia de la pared orientada al norte.
Suna está de espaldas durmiendo con su larga cabellera extendida sobre las sábanas. En estos
momentos los nervios me mantienen rígido como un sable. Barujo, sin embargo, se mueve con más
decisión. La oscuridad y él parecen aliados. Sin detener su felino paso, coge del suelo un mullido
cojín con su mano izquierda mientras, con la otra, sigue aferrando el puñal.
Se ha situado en la cabecera de la cama dispuesto a ejecutar un movimiento rápido y preciso. Yo
prefiero aguardar a que realice la operación. Mis latidos en estos momentos son tan fuertes que temo
despertar a la reina.
El curandero cumple su parte con endiablada precisión, aprisiona la cara tapada por el cojín
mientras su fría daga se insinúa nerviosa en un cuello más nervioso todavía. La víctima no ha tenido
la menor oportunidad. Al principio intentó defenderse pero cuando sintió la afilada hoja cejó en su
empeño.
Con la situación controlada, me acerco al pie de la cama. Sin querer pensar en lo que voy a
hacer, aparto con mucha decisión la sedosa y fina sábana. Luego, arrodillado entre sus piernas,
remango hasta arriba el vestido de su majestad. Ahora convertida en una mujer sin rostro, sin reino,
sin orgullo.
Mis ojos se han habituado a la oscuridad y alcanzan a descubrir un bello cuerpo desnudo. Se nota
que cuida mucho su aspecto físico. El contorno de la figura es digno de una reina y la piel huele a
esencias mucho más agradables que sus mezquinas intenciones.
Apoyo las manos en sus rodillas y separo las piernas sin ninguna delicadeza, no es placer lo que
vengo a darle. Empujo con fuerza mientras Suna intenta encogerse. Está muy cerrada. Penetrarla me
ha costado mucho más de lo que imaginé. Finalmente, he conseguido mi propósito después de
sujetarle las nalgas con las manos. Al hacerlo me he dado cuenta de que tiene una cicatriz en la parte
alta, casi en la cadera. A partir de ahora tiene otra en el corazón, mucho más profunda y también
indeleble.
Echado sobre mi camastro repaso cada instante vivido. La cacería resultó un éxito. La honra de la
reina fue mancillada. Ahora que ya pasó, me doy cuenta de que la venganza es como una droga que te
posee, que te esclaviza. Si eres débil y te dejas arrastrar por ella te conviertes en un ser diferente y
temible. En alguien como yo.
AIRE DENSO Y DRAMÁTICO
yer, en este mismo lugar, una bandada de patos recortaba con grácil vuelo el anaranjado disco
A solar. Faltaba poco para su ocaso y recuerdo que no había una sola nube que impidiera
disfrutar el espectáculo. La puesta de sol fue majestuosa.
Hoy, el día no parece hermano del de ayer. El cielo está encapotado y amenaza lluvia. Hace poco
que amaneció pero ya se puede intuir lo plomiza que va a ser la jornada. También es mala suerte,
hemos pasado unos días de buen tiempo y precisamente esta mañana que debo emprender viaje, el
monzón se insinúa a punto de llorar sus anchas lágrimas.
Previsiones al margen, transito las calles en calma. Todavía no están llenas del bullicioso
colorido de transeúntes y vendedores enzarzados en regateo de precios. Voy caminando tranquilo, sin
prisas, dando un corto paseo.
No es que me sienta un héroe, ni mucho menos, pero me encuentro mejor que hace días. Mi padre
opinaba que la venganza es una agridulce consejera de la que es mejor huir. Era un hombre sabio.
Haberme resarcido de una manera tan dura y despreciable es difícil de asumir y mucho más de
justificar, pero no me arrepiento. Pasó y prefiero no darle más vueltas.
Acabo de traspasar las abiertas puertas de palacio. En cuanto entregue los condimentos que me
pidió el cocinero mayor, partiré a entregar la mitad de la brújula. Después volveré para terminar la
segunda parte de la venganza. Sinrén no se va a librar de mi ira.
Según alcanzo la amplitud de la despensa que antecede a las cocinas, veo un revuelo de personas
cuchicheando muy alteradas. Por sus expresiones, algo grave ha debido ocurrir.
—¿Qué ha pasado? —pregunto al llegar.
—Una desgracia… una desgracia —dice una joven sirvienta.
Atenazada por los nervios, alza las manos una y otra vez hacia el cielo tratando de implorar
clemencia o protección.
—¿Qué desgracia? —pregunto agarrándola con fuerza de los brazos.
La muchacha reacciona fijándose en mí; no obstante, prefiere callar. Una mujer de edad, vestida
con sari y pañuelo azul, presencia la escena. Se acerca y libera a mi prisionera. Aunque también está
visiblemente nerviosa, habla con calma.
—Ha muerto la reina.
La noticia me hiela la sangre. Esperaba cualquier otro revés menos ése. Miro al alrededor y la
confusión es manifiesta. Las mujeres, muy inquietas, se mueven de un lado a otro sin saber qué hacer,
cómo reaccionar ante una desventura semejante. Trato de averiguar lo ocurrido.
—¿Cuándo murió?
—No lo sabemos, sólo nos han dicho que hace un rato la encontraron sin vida en su habitación.
El corazón se desboca al máximo recordando la extrema tensión de anoche. Todavía no salgo de
mi asombro.
—¿Alguien sabe cómo fue? ¿Qué pasó? —pregunto hondamente preocupado.
—Colgada, estaba colgada. Yo la vi —insiste la más joven llorando de nervios.
—Se ahorcó. Fue un suicidio —aclara la señora mayor.
Realmente estoy estupefacto. Si me pinchan no me sale sangre. Jamás pensé que una mujer como
Suna iba a reaccionar de esa manera.
En nuestra cultura, por desgracia, la violación es una práctica bastante común para obligar a las
jóvenes a casarse contra su voluntad. Desde antaño siempre hemos considerado que las mujeres que
pierden su virginidad antes del matrimonio, aunque sea por violación, dejan de tener valor. Y, para
evitar esa vergüenza, muchas se ven obligadas a casarse con sus violadores.
Sin embargo, no era éste el caso. La reina llevaba casi un año casada con el rey. Y añadiría un
detalle más, estoy seguro de que Sinrén había satisfecho los apetitos sexuales de su majestad en más
de una ocasión. Era, por tanto, una mujer experimentada. Y por las palabras que le escuché, además
de experimentada era una mujer de carácter.
Por otro lado, no comprendo esa reacción de fragilidad ante un escarceo sexual no deseado
cuando su objetivo era enviudar a cualquier precio para casarse con su amante. Una estrategia que
debía llevar fraguando durante mucho tiempo y que debía acrecentar su ambición en estos momentos,
a un paso del triunfo. El suicidio no tiene ningún sentido. No me gusta nada el cariz que está tomando
el asunto.
Apesadumbrado, avanzo hasta la cocina y veo al obeso cocinero hablando con un hombre de
porte distinguido. Lo saludo con un gesto de cabeza y levanto el saco que llevo entre las manos.
—¿Dónde dejo esto?
—Déjalo en el suelo, luego lo organizaremos —contesta con cara de preocupación.
Los dos nos miramos recordando la conversación del día anterior. Ninguno tiene ganas de hablar.
—Me marcho. Cuando regrese a Kandy volveré a pasar por aquí por si necesitáis más especias.
Me despido alzando la mano mientras él prosigue con su interrumpida conversación. Seguirán
hablando sobre lo único que importa hoy aquí: la muerte de su reina.
Ya en la calle, respiro un aire menos denso y dramático que el de palacio.
La noticia de la muerte me ha pillado por sorpresa. No era eso lo que yo buscaba. El plan ha
sufrido un giro inesperado y será mejor esperar en la posada a que Barujo haga acto de presencia.
A media mañana, entra en mis aposentos la figura del curandero revestida de un gesto insondable.
—Supongo que te habrás enterado de la noticia —dice antes de nada.
—Llegué temprano a las cocinas. Hacía poco que habían encontrado el cadáver de Suna y la
servidumbre estaba descompuesta.
—El asunto se ha puesto complicado y he decidido adelantar el viaje a Ratnapura. Fuera me
están esperando los dos comerciantes de Jaffna. Nos vamos a buscar rubíes. Creo que ya he cumplido
con la mitad de mi trabajo.
—Todavía queda pendiente comprobar si ellos dos eran los únicos conspiradores. Pero estoy de
acuerdo, has cumplido con una parte del trato y es preferible dejar que las aguas se calmen.
—Las circunstancias han empeorado. Deberíamos negociar otras condiciones. Mejorarlas —dice
rascándose el ralo bigote.
—Lo hablaremos en el camino. Quiero salir de esta ciudad cuanto antes.
SOSPECHAS
ronto anochecerá y ya tenemos cabaña donde guarecernos y poder descansar. Está a pocos
P kilómetros de una aldea intermedia con nuestro destino. Apretamos el paso y logramos
alejarnos de la enlutada ciudad. No paramos prácticamente para casi nada. Tan solo comer y
bañar a los elefantes en un río que encontramos al paso. El resto, más que caminar hemos trotado
acuciados por la imperiosa necesidad de poner tierra de por medio. Cada paso que dimos
alejándonos de Kandy era un peso que me quitaba de encima.
Volveré cuando sea el momento oportuno. Ahora debo cumplir con el último encargo que prometí
a mi padre.
Me encuentro en compañía de Barujo recogiendo leña para preparar la hoguera. Los dos
queríamos estar a solas para comentar ese resquemor que nos lleva atormentando todo el día.
—Cuéntame con detalles qué pasó en palacio —apremio en cuanto compruebo que nadie más
puede escucharnos.
—El revuelo que se formó fue monumental. El cuerpo de la reina lo descubrió una sirvienta al
amanecer. Hubo un rato que todo eran gritos y carreras. Salí a ver qué ocurría y enseguida pude
comprobar que Suna estaba muerta, los curanderos reales me permitieron acercarme hasta ella. La
señal del cuello no dejaba lugar a dudas, era evidente la forma en que se había suicidado.
—¿Y no te parece extraño todo esto? No es normal esa desesperación. Máxime cuando tenía tan
cerca conseguir su propósito.
Tú que la conocías bien según me dijiste, ¿crees que se quitó la vida por lo que hicimos anoche?
Barujo parece abstraído. Resulta imposible saber lo que está pensando.
—Cuesta aceptar que fuese por la violación —dice al fin—. No era de esas mujeres que se
vienen abajo ante una adversidad de este tipo. Por cierto, el rey al enterarse de la noticia ha
empeorado.
—¿Se está muriendo?
—No es tan grave, pero ha entrado en una crisis de la que le va a costar mucho salir.
Aprovecho el diagnóstico tranquilizador para reordenar las ideas.
—Sabes, incluso he llegado a pensar que alguien habría podido asesinarla.
Barujo me mira con una expresión que desconozco en él. No sé si es porque opina igual que yo o
porque cree todo lo contrario. Mirándome fijamente, empieza a hablar.
—Esta mañana, el máximo consejero del rey y sus acólitos inspeccionaron el cuerpo de Suna
para averiguar la causa de la muerte y yo les eché una mano. Al descubrir restos de semen y no
encontrar signos de violencia, finalmente aceptaron que la reina mantuvo relaciones sexuales con un
hombre y que, arrepentida o asustada, decidió suicidarse para que no se supiera. Afortunadamente, la
única señal que pude dejar en su cuerpo fue algún puntazo del puñal en el cuello, pero tenía tantas
marcas de la soga que era imposible que nadie pudiera sospechar nada.
—Por lo tanto, tú también crees que se suicidó.
Sus ojos se achican un poco antes de responder.
—Si no fue así, entonces tú regresaste para matarla —afirma de sopetón—. Es evidente que
Sinrén sin su futura reina no tiene nada que hacer. Con ella se han esfumado sus posibilidades de
convertirse en rey. Ha perdido toda opción. Tu escabroso plan funcionó, la jugada ha sido perfecta.
Ahora debe estar desesperado y será más vulnerable. Podrás acabar con él en cuanto se descuide.
Su razonamiento me ha dejado con la boca abierta. El destino se ha aliado conmigo para hacer,
como él dice, una jugada maestra. Una jugada que, sin pensarlo, salió redonda. Vengo la muerte de
mi padre y tengo el camino libre para volver más adelante y quitar de en medio a quien más ganas
tengo de castigar: Sinrén. Estoy convencido de fue él quien ordenó asesinarle.
Sin embargo, regreso a la realidad con una certeza que me consuela e inquieta a partes iguales; yo
no fui. No soy un asesino. La reina se suicidó o alguien la mató. Por un momento pierdo el rumbo y
dudo. La situación es tan imprevista que no sé si me conviene engañar a Barujo y decirle que fui yo o
contarle la verdad.
—Pues te equivocas en tus deducciones. Anoche, cuando salí de palacio me fui directamente al
huerto donde dejaste las especias para el cocinero real. Hacía buena noche y allí me tumbé un rato.
Eché una cabezada pero desperté pronto, estaba desvelado. Cuando empezaba a amanecer decidí
coger el saco y llevarlo hasta las cocinas. Entonces me enteré de lo que había ocurrido. Te aseguro
que yo no tengo nada que ver con esa muerte.
Al sincerarme, ahora es él quien no sabe qué decir.
—Te creo —dice por fin—. Yo sólo trato de protegerte, en mí puedes confiar.
—Y sigo confiando.
Nos miramos sin pestañear siquiera, sabiendo perfectamente que estamos mintiéndonos el uno al
otro.
—Aún así, tengo algunas sospechas. No me estarás ocultando algo de información, ¿eh? —dice
achinando los ojos.
—Puedes estar tranquilo que no te escondo nada.
—Lo digo porque se rumorea en un círculo muy allegado a la realeza que el rey conoce dónde se
encuentra la auténtica estrella resplandeciente. Ya sabes, esa que concede el poder a quien la tenga.
Es posible que Suna también supiese el lugar exacto.
Por el comentario que hizo a Sinrén, estoy seguro de que ella no sabía dónde se esconde.
Observación que oculté a Barujo para evitar que se entrometiese en mi misión. Sería peligroso que
de repente se interesara por estrellas perdidas. En un gesto instintivo, echo mano al zurrón que llevo
colgado. Toco la caja que esconde la mitad de la brújula y veo que el movimiento no le ha pasado
desapercibido a mi acompañante.
—Supongo que tu padre nunca te comentó nada al respecto. O quizás esté equivocado y sepas
algo que prefieres compartir conmigo. Mis labios permanecerán sellados igual que lo estarán en el
asunto de la reina.
Esa advertencia sobra, siempre será su palabra contra la mía. Nadie podrá demostrar que fui yo
quien la violó.
De pronto, me pongo en guardia. A la defensiva. Demasiadas preguntas, demasiadas miradas y
demasiados resquemores. No me fio de él, pero tampoco quiero que lo detecte. Otra vez ha vuelto a
mirar de reojo al zurrón que siempre llevo colgado a la espalda. Con tanta suspicacia de por medio
conviene ser muy diplomático.
—Ya te he dicho que no hay nada que contar. Ni voy a ser rey ni tengo noticias de estrellas, no
me interesan. Me conformo con vivir en las apacibles playas del norte cuando todo esto acabe. Y si
tú prefieres tener un terreno en la costa, puedo negociar con mi hermano alguna propiedad que te
interese. ¿No eso lo que querías decirme esta mañana?
Barujo parece relajarse ante la perspectiva de un nuevo acuerdo.
—Veo que entendiste mis palabras. Hay una isla al norte de Kalpitiya que podría ser mi
recompensa por haberte ayudado.
—Todavía no hemos terminado el trabajo. No podré descansar hasta que haya acabado con todos
los que conspiraron contra mi padre.
—Cuando lo hayas conseguido, ¿será mía la isla?
Es un premio razonable a cambio de su colaboración y, llegado el caso, ya buscaré la forma de
convencer a mi hermano. Aún queda un largo camino y, si quiero recorrerlo entero, no serán los
limpios de espíritu mis mejores compañeros de viaje.
—Cuenta con ello. Pero antes tendremos que ajustar las cuentas hasta el último culpable.
Necesito a Barujo, pero va a tener que ganarse cada palmo de su isla.
HUMO VERDE
ué sucede? ¿Qué locura es ésta? Veo un enorme dragón, albo como la nieve, que habla
¿Q con aterciopelada voz.
—¿Quién eres? —Me atrevo a preguntar.
—Soy Karnú, el guardián de la Hermandad de las Estrellas. Vengo para avisarte de que
tengas mucho cuidado. Corres peligro de…
¡Qué ocurre…! ¡Dónde está el dragón! ¿Quién me sujeta las manos?
—Despierta Kasim. Esto no es un sueño. Es la realidad. Y la realidad dice que me has engañado. —
Barujo, sueños aparte, me acaba de despertar de la peor manera que podría hacerlo. Soy su
prisionero y me ha robado la mitad de la brújula.
Con ella entre las manos se cree el amo del mundo. El dragón albino quería advertirme de algo,
pero temo que ha llegado demasiado tarde.
—No he mentido. No sé de qué estás hablando —protesto mientras terminan de atarme las manos
entre los dos comerciantes. Si es que pertenecen a tal gremio, que me extraña.
—¡Basta de embustes! —dice gritando con los ojos fuera de sus órbitas—. Esto es la mitad de un
artefacto que sirve para localizar la estrella de fuego.
—¿Cómo lo sabes? —Aunque lleva la mitad de una estrella de siete puntas grabada en la parte
de abajo, me sorprende que conozca su función. Mi padre no se lo dijo, de eso no me cabe la menor
duda. Tuvo que ser Sinrén o Suna.
—Yo soy quien hace las preguntas. Quiero que me digas ¿a qué persona o dónde pensabas llevar
esta pieza? —balbucea lleno de ira.
—Te he preguntado cómo sabes eso porque ni tan siquiera yo sé para qué sirve ese objeto.
La única posibilidad que tengo de salvarme es engañándole.
—¡Mientes!
Enfurecido, me abofetea sin remilgos. Empiezo a ser consciente de lo peligroso que puede ser
este hombre. Debí haberlo comprendido cuando me secundó con tanta destreza la noche de la
violación. Cuánta razón tenía mi buen amigo Yuba.
—¡No creas que te vas a salir con la tuya! —Se desgañita retorciendo la boca de pura maldad—.
Traedlo hasta aquí.
El curandero se acerca hasta un árbol próximo que presume de tronco ancho y recto.
—Te repito que estás equivocado, esa pieza la encontré hace tiempo en Trincomalee. Me da
suerte, por eso la llevo siempre.
Mi mente no descansa un instante, busco una escapatoria creíble mientras empiezo a encajar
piezas. Cuando Suna comentó a Sinrén que todavía podían empeorar la salud del rey se refería a que
alguien podría hacerlo sin esfuerzo. Alguien como Barajo. Qué torpe fui al no saber interpretar
aquella confesión velada.
No comprendo cuál es su grado de implicación en esta trama cada vez más oscura, pero atufa a
que la siniestra mano del curandero se esconde detrás de alguno de sus resortes.
—Muy pronto vamos a averiguar si dices la verdad. Atadlo al árbol con la cabeza bien fija.
Su más forzudo compinche me aplasta contra la rugosa corteza y, sin el más mínimo cuidado,
comienza a atar la cabeza fuertemente al tronco. Como siga apretando con tanta presión, mi frente
terminará por estallar. En poco rato ha conseguido fijaría de tal forma que no puedo ni girar el
cuello. Luego, con la misma energía, ata mis manos y pies al grueso madero. Tengo el cuerpo
totalmente inmovilizado. Tras cumplir la orden del brujo, se retira dejando atrás a su compañero, al
comerciante más humilde de los tres, a Rayimo. No sé muy bien la razón, pero su nombre vino de
pronto a mi mente con inusitada claridad.
—Espero que algún día me perdones —dice en un susurro. Y antes de que pueda responderle, se
aleja sin mirarme para dejar paso a Barujo, que llega hasta mi posición armado con una extraña y
gruesa tira de incienso.
—¿Vas a decirme todo lo que sabes o prefieres que yo lo averigüe?
Acerca mucho su rostro para tratar de asustarme.
—No tengo nada que contar.
—Eso vamos a comprobarlo. Esta tira que parece incienso, en realidad es una mezcla de hierbas
que tienen el poder de hacer confesar a los culpables. Es el humo verde de la verdad. Cuando aspires
sus vapores perderás la conciencia y te convertirás en mi esclavo. Contestarás a mis preguntas
contándome todo lo que sabes.
Como sea cierto estoy perdido.
—Espero no haberme pasado en la composición y que tampoco aspires más de lo necesario. Los
efectos de estas hierbas son imprevisibles, incluso podrías morir. ¿Tienes miedo? ¿Prefieres hablar o
seguimos adelante?
Tengo la sensación de que me está engañando, no es más que una treta sucia para ver si confieso.
—Te repito por enésima vez que no tengo nada que ocultar. Esa pieza es un objeto raro, sólo eso.
Con la mirada salpicando chispas, da media vuelta y se retira hasta la hoguera donde reposan las
últimas brasas. Después de atar el extraño incienso en un palo largo, lo enciende con los rescoldos.
Tratando de no aspirar el humo verde que desprende, se acerca dispuesto a intimidarme.
—Tú lo has querido —amenaza, estirando el brazo que sostiene la vara con el intrigante incienso
temblando en la punta.
Sus compinches observan la escena guardando también una cierta distancia. Todos parecen tener
mucho miedo en aspirar ese veneno.
Con el incienso bajo mis narices, empiezo a temer lo peor. El humo es muy molesto, se cuela por
las fosas nasales abrasando por donde pasa. Intento apartar la cabeza pero no puedo, está fuertemente
atada y no consigo ni ladearla.
Aguanto la respiración pensando en la manera de escapar pero nada puedo hacer atado. Estoy a
punto de ahogarme, necesito respirar. Cuando ya no puedo más doy una bocanada de aire y aspiro
una gran cantidad de humo verde. Los pulmones me estallan, la mente se me va, no puedo controlar
mi grado de conciencia. Lucho por seguir despierto pero no veo nada. Todo se ha vuelto negro,
negro… No siento… no…
¿DÓNDE ESTOY?
ué dolor de cabeza! Parece que va a reventar. Todo me pesa sobremanera, sólo tengo
¡Q conciencia de estar echado boca arriba con los ojos cerrados. Necesito abrirlos para saber
dónde estoy, para saber qué ha pasado.
—¡Mis ojos! ¡Mis Ojos! No veo, no veo nada. ¡Ayuda! Que alguien me ayude —grito por si
alguien está cerca para socorrerme. Me incorporo y al sentarme vuelvo a gritar como un poseso—.
¡Necesita ayuda!
—Tranquilo, tranquilo, ya estoy aquí. Pensaba que nunca ibas a despertar.
Oigo la voz agradable de una mujer que, por su timbre, debe ser bastante joven.
—Lo veo todo negro, no veo absolutamente nada. ¿Qué me ha pasado? —digo extremadamente
nervioso.
—Tampoco nosotros lo sabemos. Ayer te recogimos cuando veníamos a la aldea. Estabas atado a
un árbol, tus captores te dejaron allí abandonado y huyeron al sentir que veníamos por el camino. Es
lo único que puedo explicarte.
Sigo muy aturdido, mi mente divaga sin rumbo fijo. No tengo ni retengo ni una sola imagen en mi
cerebro. Nada. Negrura total y ausencia de recuerdos. De la escena que está relatando no recuerdo ni
el más mínimo detalle. ¿Qué me habrán hecho?
—¿Te encuentras bien? —vuelve a decir.
La situación es para volverse loco. No sé nada, ni dónde estoy, ni cuál es mi aspecto, si joven o
viejo, si alto o bajo, moreno o blanco. No me acuerdo de quién soy. ¡Qué desesperación!
—Antes no era ciego, estoy seguro porque no sentiría la angustia que ahora me embarga.
—En ese caso tranquilízate, es posible que tu ceguera tenga solución —insiste la suave voz.
—¿Quién eres? —pregunto estirando las manos para sentirla.
—Me llamo Dhalvia, ¿y tú?
—No lo sé.
—¡Cómo no lo vas a saber! Haz un esfuerzo.
—Te repito que no lo sé —contesto abruptamente—. ¡Ni siquiera sé cómo me llamo!
—Está bien, está bien. Serénate. Quizás aquellos desalmados te hicieron algo y te han dejado así.
¡Así! ¿Cómo? Si no puedo verme ni apenas tener conciencia de mí mismo.
—Estoy ciego, me he quedado sin vista y sin pasado.
—Podría haber sido peor.
—¿Ah, sí? ¿Qué es peor? ¡Dime!
—Peor sería estar muerto.
—No sé qué decirte.
—Nunca digas eso. Vivo, tienes al menos la oportunidad de recuperarte, de saber quién eres.
En estos momentos tan duros me cuesta creerlo. Mi ceguera es tan oscura como mi estado de
ánimo, incapaz de encontrar las ganas de vivir.
De pronto, sus manos toman las mías y siento, además de su calor, una sensación de paz que
consigue tranquilizarme por primera vez desde que he despertado.
—Te prometo que yo voy a ayudarte.
Esta joven debe ser un ángel, no hago más que demostrar mi ofuscación y mal humor y ella sigue
empeñada en alegrarme la mañana. O la tarde, qué sé yo.
—¿Ya ha amanecido?
—Hace un buen rato que salió el sol. Llevas más de un día sin conocimiento.
Ahora comprendo tanta debilidad.
—¿Dónde estoy?
—Estamos en un poblado chiquitín llamado Kitulgala. Estamos a unos quince kilómetros al sur de
Kandy, una ciudad grande.
Ese nombre resuena en mi vacía cabeza como un badajo, pero no consigue despertar mis
recuerdos.
—Excepto hablar, creo que he olvidado todo lo demás.
—No te angusties, yo te enseñaré lo que necesites saber —dice sin dejar escapar mi mano y mis
frágiles ánimos.
—¿Por qué quieres ayudarme? ¿Eres una mujer que se dedica a proteger a los desvalidos?
—Sólo soy una persona que también necesita ayuda y a quien alguien enseñó la ley de la causa y
el efecto. La ley que rige nuestros destinos. Hoy te ayudo a ti y más adelante la vida me ayudará a mí.
—Sabia postura si es que esas leyes existen.
Tengo ganas de levantarme, de estirar este maltrecho cuerpo.
—Ayúdame a incorporarme —solicito, tratando de aceptar lo que no sé si llegaré a aceptar algún
día.
Me apoyo en su hombro y consigo enderezarme con cierta facilidad. Noto el cuerpo dolorido
pero sano. Me palpo por unas zonas en las que siento cierta tirantez y descubro algunos costurones de
cicatrices en la piel.
—Tienes tres heridas bastante serias y además recientes. Tengo la sensación de que podrías ser
una especie de guerrero, pero hace mucho tiempo que nuestros pueblos no batallan.
—¿A qué pueblo pertenecemos?
—Aunque somos de la misma raza, no sé a qué cultura perteneces tú. Yo soy malaba y los
habitantes de esta población también. Vivimos en la región central de la isla resplandeciente.
Bello nombre que mi cabeza trata inútilmente de convertir en imágenes. Dentro de mí todo es
negrura. La única luz que logro percibir es la voz tierna de Dhalvia.
—¡Maldita sea! Ningún nombre consigue despertar mi memoria —enrabietado, vuelvo a
protestar.
—Ya volverán los recuerdos. No los empujes y algún día despertarán.
Por el tono parece jovencita, pero su forma de expresarse es la de una mujer madura.
—¿Tienes muchos años?
—Sólo veintiuno.
Me sorprende que sean tan pocos.
—Presiento que conmigo vas a madurar. Vas a necesitar toda tu paciencia —comento con amarga
ironía.
De repente, siento unos pasos que vienen corriendo. Alguien se acerca salpicando piedrecillas.
—¡Qué bien! Ya se ha despertado. No se va a morir.
Escucho a un chiquillo vivaracho y locuaz que acaba de entrar en este lugar desconocido para mí.
Oigo perfectamente su respiración entrecortada por la carrera.
—¿Quién acaba de llegar?
—Pues yo, Kaladi. Ayudé a traerte en el carro que te condujo hasta aquí. ¿Lo sabías? —dice con
un desparpajo que desarma.
—No lo recuerdo —vuelvo a repetir con amargura.
Estiro las manos y palpo una cabeza menuda con un cabello largo y lacio. Al hacerlo, él se da
cuenta enseguida.
—¿No ves nada? ¿Eres ciego?
—Nuestro invitado está convaleciente, por ahora ha perdido la memoria y no recuerda su pasado.
—Dhalvia está atenta y trata de suavizar las preguntas.
Antes de esperar respuesta, vuelve al ataque.
—Ya tengo doce años y soy pastor de búfalos. ¡Ah! Y tengo un mono que se llama Chencalí.
Sigo tocando al muchacho que es un puro nervio. Cuando rozo su hombro, un bicho peludo me da
un buen susto.
—Ja, ja, no tengas miedo, es Chencalí. Siempre se acerca a los extraños por si le dan comida.
En eso tiene razón, soy un extraño incluso para mí mismo. Sin embargo, estas gentes me acogen
de buen grado, deben ser muy hospitalarios.
—Me gustaría saber si estamos en una cabaña o en alguna choza y quién es su dueño.
—Aquí vive toda mi familia —el muchacho no para de hablar.
—¡Kaladi! —grita una voz acercándose.
—¡Bueno! Ya está aquí la pesada de mi hermana Inet.
—Se puede saber dónde te habías meti…
Un silencio repentino se hace en la cabaña al llegar una nueva mujer.
—Me alegra saber que ya estás bien —dice en cuanto reacciona. No veo su rostro pero se diría
un tanto sorprendida.
—No sabe nada de nada —se adelanta Kaladi.
—Quiere decir que no guarda ningún recuerdo. Ni tan siquiera sabe cómo se llama —interviene
Dhalvia.
—En ese caso habrá que buscarle un nombre —por su predisposición, intuyo que el niño acaba
de aceptar a un nuevo hermano mayor y un nuevo entretenimiento. Encontrarme un apodo.
EL CAMPESINO CIEGO
an pasado ocho días desde que desperté, desde que nací a esta nueva y oscura vida. El negro
H sigue siendo mi único color. Ahora soy consciente de que, cuando lo tenemos, no valoramos
el don de la vista como se merece.
Consternado, no recuerdo absolutamente nada de mi existencia anterior. A veces me dan ganas de
abrirme la cabeza y apretar con las manos el cerebro para que confiese y diga quién fui.
Muchas son las preguntas que se agolpan en la mente. Algunas crean una ansiedad que crece
conforme van pasando las largas jornadas. Daría lo que fuese por saber si existe una familia
esperándome. Si estoy casado o tengo hijos deben estar muy preocupados por mí. Si pudiese me iría
a buscarlos, pero ¿adónde?, ¿hacia qué lugar? Ésa es mi impotencia.
Si soy padre, espero que escoger el nombre de los niños me costase mucho menos que elegir el
mío propio. Durante tres días he estado pensando cómo me gustaría llamarme. Mi nueva familia
intentó colaborar y Kaladi sugirió la idea de que fuese Mahandi, como se llama el lugar donde me
encontraron.
No suena a nombre de un guerrero pero, como tampoco siento inclinación por las armas, al final
decidí admitirlo.
En el supuesto caso de que antes lo fuese, mi vida ha dado un vuelco impresionante, ahora soy
campesino por necesidad. Ayudo a estas humildes gentes a cultivar sus fértiles tierras. Y no me
desagrada el trabajo en absoluto. Reconozco que es muy duro no poder ver lo suficiente para hacer
las tareas de una manera más rápida, pero al menos me siento útil.
Y soy útil gracias a esa bendición de mujer que es Dhalvia. Al segundo día me afeitó y aseó.
Incluso después de hacerlo, se atrevió a comentar que estaba muy guapo. Supongo que sería para
darme ánimos. No tengo conciencia de tal afirmación. Lo que sí puedo confirmar es la dulzura con la
que consiguió rasurar mis mejillas. Sus manos transmitían una sensación tan agradable que habría
estado horas allí sentado, sintiéndolas.
Siempre voy cogido de su brazo, va conmigo a todas partes. Tiene un sentido del sacrificio que
jamás pensé pudiera tener nadie. Ella y Kaladi son mis guías, mis adorables guías. Siempre de buen
humor y con ganas de bromear a pesar de que en multitud de ocasiones muestro el lado más triste de
mi calvario.
Hoy ha sido una extenuante jornada en el campo. Estamos cansados pero satisfechos. Después de
cenar, como casi todas las noches, nos hemos puesto a charlar sobre diversos temas. Sajismu, el
padre de Kaladi, es un hombre que ha viajado mucho y conoce bien gran parte de la isla.
—Padre, cuéntale a Mahandi que una vez estuviste en la montaña roja —el inquieto y risueño
muchacho interviene siempre que puede. Tiene una curiosidad innata que desborda, no para de hacer
preguntas.
—La Roca del León ¡Qué lugar más bello! Un paraíso incomparable rodeado de selvas por todas
partes —su tono suena grandilocuente. Por la manera de hablar, esa roca debe ser digna de
contemplarse—. Antes de la gran batalla recuerdo que nuestro anterior rey decidió recomponer las
pinturas que decoraban desde antaño una de sus alisadas paredes. La primera vez que estuve allí
quedé maravillado con los dibujos, con la inmensa mole, con el palacio que todavía existía… En
Sigiriya todo es magnánimo.
La sonoridad de ese último nombre reverbera en mi atormentada mente buscando claridad.
—¿Qué motivos son los que aparecen en esos grabados? —indago por si pueden arrojar algo de
luz, y nunca mejor dicho.
—Principalmente son mujeres, bellísimas mujeres.
—Asparas o bailarinas celestiales, así es como se las llama.
Dhalvia ha llegado sin darme cuenta.
—¿Una mujer interviniendo en una conversación de hombres?
He planteado la pregunta con la impresión de que no debe ser algo muy corriente. Juraría que
ellas tienen vetadas ciertas cosas. En mi interior está muy arraigada la creencia de que deben guardar
obediencia y respeto al hombre y no pueden intervenir en sus asuntos a no ser que se les dé permiso.
—Pido perdón, yo sólo traía agua con canela para que os refresquéis.
Tras excusarse y servir las bebidas, no se atreve con más comentarios. Atento, escucho sus pasos
al alejarse. Quedo un instante pensando en su contestación, me extraña que una joven aldeana sepa
más que un hombre de edad que ha viajado tanto.
—¿Podríamos ir a ver las bailarinas de Sigiriya, padre? —Kaladi no descansa nunca, siempre
está buscando nuevas aventuras.
—Tú no puedes ver esos dibujos.
—¿Por qué? —pregunta con sana inocencia.
—Porque están haciendo cosas que no entenderías. Todavía no tienes edad para ello.
Supongo que deben representar escenas amorosas que a un niño le iban a llamar mucho la
atención. Sobre todo si ese jovencito se llama Kaladi.
—¡Qué no tengo edad! ¿Y cuántos años hay que tener?
—Cuando cumplas veinte te llevaré a verlas.
—No entiendo por qué tienen que pasar ocho años hasta que pueda ir. ¿Me puede pasar algo en
los ojos si voy ahora?
—Pues sí, se te pueden caer —contesta su padre sin pensarlo.
—¡Lechuzas! ¿Y cómo puede ser que con doce años se me caigan y con veinte no?
El padre está acorralado, intuyo que no le quedan más salidas.
—Kaladi, basta ya de atosigarme. Toma dos cocos y vete a jugar con Chencalí y tus amigos.
—Siempre me tengo que ir cuando hago muchas preguntas —protesta el muchacho.
—Así aprenderás a preguntar menos.
—¡Pero si tú siempre me dices que preguntar es de sabios! Y yo quiero serlo.
De nuevo ha metido a Sajismu en un apuro. Este chico es un fenómeno.
—Tú casi eres más sabio que yo. Si nos dejas tranquilos para toda la noche, mañana por la tarde
echaremos una carrera de búfalos a ver si me ganas.
—¿De veras? Me parece estupendo, pero yo elijo primero el búfalo que más me guste.
Una vez más, venció el más joven.
—Bien, estoy de acuerdo. Ahora toma los cocos y que te diviertas.
—¡Vamos Chencalí! —Las pisadas del niño y sus amigos se marchan corriendo como en ellos es
habitual.
—Este hijo mío muchas veces me supera. Tiene tanta vitalidad y tantas preguntas almacenadas
que agota. Lo malo es que ya no tengo la paciencia de antes.
—Es un muchacho encantador. Noble de corazón, alegre y con unas ganas de aprender tan
grandes que todo le llama la atención.
—Qué me vas a contar que no sepa. Mis otros cuatro hijos no son así, éste es especial. Desde
muy niño siempre decía que cuando fuese mayor traería un elefante a casa.
Poseer uno de estos animales es algo impensable para la gente de esta humilde aldea. Según me
explica Sajismu, además de su simbología —pues en nuestra cultura es un animal sagrado—, el
elefante constituye un camino al desarrollo, al crecimiento de la agricultura, la construcción, el
transporte, al bienestar en definitiva. Un paquidermo de buen tamaño es capaz de superar la fuerza de
veinte hombres y, bien amaestrado, puede realizar infinidad de trabajos muy útiles para la
comunidad. Su poder se puede transformar en ese progreso tan escaso y necesario entre estas pobres
gentes. Para ellos, ser dueños de un elefante adiestrado es un tesoro inalcanzable. Un sueño.
—Yo siempre le digo que nosotros nunca tendremos para comprar un elefante, pero él no se
rinde, siempre contesta lo mismo —algún día ganaré lo suficiente para regalarte uno bien grande—.
Tengo muchas esperanzas puestas en él. Por estas tierras se necesitan personas con esa ilusión, con
ese empuje.
Son las palabras de un padre desbordado pero muy orgulloso de su retoño.
Después de una larga conversación, amena y distendida, la velada llega a su final. Para estas
personas sencillas, uno de sus mejores entretenimientos es conversar por las noches alrededor de una
hoguera acompañados por el arrak, un fuerte licor de coco muy típico en la comarca. Tal y como ha
sucedido en esta ocasión celebrando la llegada de la luna nueva.
Tras un pintoresco y ruidoso brindis, se disuelve la reunión. Se nos ha hecho tarde y mañana es
día de trabajo. El sol saldrá a su hora y no habrá concesiones.
Con pocas ganas de retirarme y tras despedir a mi anfitrión y sus vecinos, me levanto para tantear
el sendero con la fina vara. Tan solícita como de costumbre, enseguida se acerca Dhalvia. Siempre
me acompaña hasta la cabaña donde vivo gracias a la hospitalidad de esta buena gente.
Llevamos caminado un buen trecho cuando siento un malestar en el ambiente. Mi acompañante
está muy callada, no ha dicho una sola palabra.
—¿No tienes ganas de hablar esta noche?
—¡Pues no!
Rozando su piel, sé que está molesta y también sé la razón.
—Mi ángel de la guarda se ha enfadado —digo para contentarla.
—No soy un ángel, sólo soy una mujer.
Que el cielo me asista, vaya tono que ha empleado. Incluso a oscuras soy capaz de captar lo
satisfecha que se siente de serlo.
—No era mi intención ofenderte con lo que dije antes.
—Pues lo has hecho. Me he sentido humillada.
Su voz no afloja ni en el tono ni en las formas.
—Para ser mujer tienes mucho temperamento.
—¿Cómo que para ser mujer? ¿Es que nosotras no tenemos derecho a ser temperamentales?
¿Acaso es un privilegio exclusivo de los hombres?
No sé si me encuentro en condiciones de contestar. Acabo de descubrir que su dulzura no la hace
menos impetuosa si la ocasión lo merece.
—Pensaba que por aquí erais más sumisas y obedientes.
—Yo no soy de este poblado. Y lo que defiendo no tiene nada que ver con la sumisión o la
obediencia, tiene que ver con la equidad.
—¿Qué equidad? —pregunto haciéndome el ignorante.
Dhalvia detiene la marcha y, aprovechando que estamos solos, trata de explicarse.
—La de los hombres con las mujeres. Hablo de la disposición de ánimo que debe tenerse para
dar a cada uno lo que merece. Sabes muy bien a qué me refiero. No tienes un pelo de tonto.
Sus críticas palabras, aunque brotan de un fuerte impulso interior, mantienen un regusto a halago.
—¿De veras crees que soy inteligente?
—Estos pocos días me han bastado para conocerte mejor. Hemos pasado muchas horas juntos y
sé que eres recto, trabajador, culto y refinado. Por eso estoy convencida de que no eres un guerrero,
ni un campesino. Y después del comentario de esta noche creo que vienes de una familia acomodada.
Pero tienes un defecto que no soporto en un hombre, te crees superior a nosotras.
—Vaya lección que me estás dando. Pero deja ya de fruncir el ceño.
—¿Cómo sabes…?
Estiro el brazo y tengo la fortuna de poner los dedos justo en su entrecejo. Enseguida compruebo
que ya no lo arruga. Acerco la otra mano y empiezo a acariciar sus cejas, los ojos, los pómulos
redondeados y la suavidad de sus mejillas. Quieta como una estatua, no esperaba mi reacción. Nunca,
hasta ahora, me había atrevido a comprobar cómo eran sus facciones. Estilizadas facciones.
Sigo con el recorrido y mis dedos rozan el borde de sus labios. Tiernos y más anchos de lo que
esperaba, alteran mi templanza interior mientras el cuerpo vibra con una agradable sensación que
hasta ahora no conocía. O no recordaba.
Dhalvia, muy nerviosa, opta por sujetar y apartar mis manos con delicadeza.
—Perdona el atrevimiento, sentí la necesidad de saber cómo es tu rostro. Por cierto, me gustas
mucho más con el ceño sin fruncir.
—Eres muy listo. Has conseguido desarmarme y ya no sé por dónde seguir.
—En ese caso lo haré yo.
Sin dejar que suelte mis manos, la miro del mismo modo que lo haría si pudiera verla.
—Debo admitir que tu contestataria actitud no me disgusta. Tengo la cabeza vacía de orgullos y
desigualdades. Es posible que antes pensara que los hombres estamos un peldaño por encima. Pero
quién sabe, quizás tú has conseguido que cambie de opinión.
—Se está haciendo tarde, mañana nos espera un buen día de trabajo. Te acompañaré hasta la
entrada.
Con pesar, siento como escapa de la prisión de mis manos. Agarrándome del brazo, sigue
adelante aunque la noto desconcertada, creo que mi atrevido comportamiento consiguió alterarla
tanto o más que a mí.
—Sólo dos preguntas más.
—Eres libre de preguntar lo que gustes, igual que yo soy libre de responder.
Seguimos caminando.
—Veo que esta noche no voy a conseguir apaciguarte. Mis dudas son sencillas. Yo también he
tenido el mismo tiempo para conocerte y sé que eres recta, trabajadora, culta y refinada. Y tus manos,
hablo de las que sentí los primeros días, eran suaves y delicadas, dime ¿de dónde vienes y quién te
enseñó lo de las asparas de Sigiriya?
—Antes vivía en Kandy y un familiar cercano me contó lo bellas que son las pinturas que hay en
la Roca del León.
¿Satisfecho?
—Eso significa que tú también vienes de una familia acomodada. Lo cual plantea una nueva
pregunta, ¿qué haces aquí?
—Siento desilusionarte, pero eso es una tercera duda y ya has superado la cantidad por hoy.
—Ja, ja, no seas tan dura conmigo. Yo, que sólo soy hombre, no sería así de desagradable y
contestaría.
Guarda silencio. Creo que el pellizco en su orgullosa alma de mujer está haciendo efecto.
—Digamos que necesito alejarme durante un tiempo y éste es un buen lugar para hacerlo.
—Interesante. Me pregunto cómo una…
De repente, unos dedos se posan en mi boca impidiéndome hablar. Sentir sus yemas en los labios
ha sido tan sensual como inesperado.
—Buenas noches Mahandi, que descanses.
Frente a la entrada de la cabaña, se despide en un tono suave y amistoso.
Sé que no debo insistir. Bastante tengo por hoy. Ha dicho que descanse pero va a ser difícil
conciliar el sueño después de haber rozado sus labios, que ella rozase los míos y que los dos nos
rozásemos por dentro.
MÁS CERCA
uarta semana de negrura y cada vez siento en mí una desazón mayor. Tengo una necesidad de
C ir hacia algún lugar que desconozco, como si tuviese algo pendiente. Esa sensación me
angustia. Pensaba que mi ceguera iba ser temporal pero empiezo a tener que convivir con una
realidad nada halagüeña.
Sin embargo, no me resigno y procuro mantener la ilusión de recuperar la vista algún día o,
cuando menos, mi vida pasada. Desde ayer, varias imágenes han aparecido en mi cerebro como
relámpagos en una noche de tormenta. Fueron fogonazos en la espesura de la selva, al pie de
hermosos edificios y junto a corpulentos elefantes. Apenas unos destellos pero han bastado para que
mi maltrecha esperanza se aferre a ellos como un naufrago a un madero en la inmensidad de un mar
solitario.
Es un avance importante. Eso es lo que piensa Dhalvia, de quien también me gustaría saber más
de lo que sé. La joven sigue escondiendo un misterio pendiente de desvelar; cada vez que hablamos
de su pasado, prefiere cambiar de tema. Yo no recuerdo el mío, pero ella parece ignorar el suyo.
La buena noticia es que nuestra relación, si se puede llamar así, avanza por buen camino. Atrás
quedaron olvidadas discrepancias. Es agradable, alegre, sabe conversar de muchos temas y tiene una
intuición especial a la hora de adelantarse a mis deseos. Lo cual me llama mucho la atención.
Seguimos siendo inseparables, necesito de su ayuda para desenvolverme. Lejos de cansarse, continúa
con la misma abnegación del primer día. Escuchar esa voz tan melódica consigue que olvide mi
ceguera y mi ausencia de historia.
Desconozco si lo que siento es lo mismo que percibe un enamorado. En mi vacío interior no se
almacenan experiencias para poder comparar. Pero una cosa es bien cierta, cada vez que nos
quedamos a solas y acaricio su piel por cualquier circunstancia, el cuerpo se deshace por fuera
mientras el alma se estremece por dentro.
La tarde se está haciendo excesivamente larga. Aguardo con impaciencia a que termine nuestra
jornada. Ya debe faltar poco, empiezo a calcular muy bien los tiempos. En cuanto regresemos, le voy
a pedir a Dhalvia que me acompañe a esa peña escondida que hay a las afueras del pueblo. A esa de
cantos desgastados sobre la que depositamos hierbas para conversar cómodamente.
De pronto, un grito espanta mis pensamientos.
—¡Una serpiente! —vocea una mujer.
—¡El búfalo! —chilla otra aún más alterada.
Tras los gritos, se escucha un galope lejano.
—¡Cuidado! El búfalo del carro se ha desbocado.
En un instante la situación se vuelve caótica, tan solo oigo voces de mujeres chillando y el
retumbar de un gran animal acercándose.
—¡Apártate, Mahandi! —Escucho a una distancia difícil de calcular.
Sigo inmóvil porque no sé hacia dónde debo dirigirme. Los nervios me impiden hacerlo, si me
muevo puede ser aún peor.
Un enfurecido galope se acerca cada vez con más fuerza. El terreno tiembla bajo el peso de las
pezuñas y sigo tan estático que ni el aire se atreve a mecer mis cabellos. Por los agudos gritos, el
desenlace es inminente.
De improviso, siento un tremendo golpe en un costado y caigo al suelo rodando en compañía de
unos brazos tan firmes como delicados. Unos brazos cuya dueña tiene una voz incomparable.
—¿Te encuentras bien? —resopla Dhalvia.
’—Creo que sí —titubeo con la boca casi pegada a la suya.
Los dos somos un ovillo en el suelo, pero me siento tan a gusto que no quiero levantarme ni
separarme de ella.
Pronto llegan al lugar los que han visto toda la escena.
—Le has salvado la vida. Podría haber sido un golpe fatal —asegura un hombre tirando de mí
para incorporarme.
—Pensaba que ese enorme bicho te iba a despanzurrar. Ha faltado muy poco para que lo hiciera.
Vaya susto. —Kaladi se abraza a mí con fuerza.
—Nunca pensé que pudieses correr tanto, la verdad es que tú también te has jugado el pellejo —
asegura una voz madura hablando de mi salvadora.
—Muchas gracias, Dhalvia. Es la segunda vez que me rescatas en tres semanas.
—Al final voy a empezar a creer que realmente soy tu ángel de la guarda.
TANTRA: CANALIZAR EL FUEGO
net, voy a dar un paseo con Mahandi, luego nos vemos en casa —escucho a pocos metros.
— I La hermana de Kaladi, además de compañera de habitación, es la mejor amiga de
Dhalvia. He averiguado que mi guía y ángel personal también es invitada de esta familia
digna de admiración por su generosidad y trato. Ella vive en la casa con los padres y hermanas de
Inet mientras yo convivo con sus hermanos y unos primos en otra cabaña. Los habitantes de este
pueblo tienen un curioso concepto de la vida en el que todo es de todos.
Cuando los dos llevamos un rato caminando en animada charla, se me ocurre una idea.
—Hoy voy a ser yo tu guía —propongo cambiando los papeles—. Agárrate a mi brazo.
—¿Adónde vamos?
—Voy a tratar de conducirte justo delante de la roca donde nos hemos sentado varias tardes.
Cuando no ves con los ojos, tu cuerpo suple esta carencia viendo con el resto del ser, es como si
amplificaras los demás sentidos. Hay veces que tengo la impresión de percibir sensaciones por todos
los poros de la piel. Ahora mismo mis pies van caminando por una senda que han trazado muchos
pies antes que los nuestros y soy capaz de sentir cada inclinación, cada arruga del terreno. Incluso
soy capaz de medir el tiempo que tardo en pisar aquel montículo o atravesar aquella pradera.
Después de un buen paseo salpicado de bromas y concentración, detengo la marcha.
—Ángel salvaguarda de búfalos desbocados, podéis tomar asiento.
Tras exagerar título y reverencia, con la mano aplasto la hierba que hay en el centro de la peña.
La medición ha sido perfecta.
—¡Cuánto honor! —Agradece con esa risa abierta que tanto me gusta escuchar.
—Después de haberme salvado, es lo mínimo que puedo hacer. Si no hubieses estado cerca o no
te hubieses atrevido a intervenir, ahora no estaría aquí.
—Parece como si nuestros destinos estuvieran predestinados a cruzarse. Si yo no hubiese venido
caminando por ese sendero aquel día, tampoco nos habríamos conocido.
—Y si la serpiente no hubiese espantado al búfalo tampoco me habrías salvado. El destino no
está escrito, lo escribimos nosotros con cada paso que damos —no sé en qué parte de mi negra
memoria escondía semejante sentencia.
—Es posible, sin embargo hay personas que parecen predestinadas a conocerse. Como si el
Universo confabulara con ellos para organizar un encuentro casual o causal, no lo sé muy bien —se
nota que ella también tiene dudas por resolver.
—¿Estás insinuando que el Universo quería que tú y yo nos conociéramos?
—Llámalo como quieras, el caso es que nos hemos encontrado.
Toma mis manos entre las suyas y su gesto cariñoso me anima a dar un paso más.
—Amigo Universo, te doy infinitas gracias por haberme puesto en mi camino a una mujer tan
encantadora como Dhalvia.
Grito mirando hacia el cielo con los brazos abiertos.
—Bonitas palabras. Yo también me siento muy afortunada por haberte conocido. Eres un hombre
muy especial, al menos para mí.
—Eso es porque has conocido a pocos —me atrevo a bromear.
—He tratado con muchos hombres, te lo aseguro.
El comentario hace que vuelva a surgir la oscuridad de su pasado.
—No ha sonado nada bien eso de que te has relacionado con muchos hombres —hablo marcando
un tono más serio.
—No es lo que piensas. He tenido trato por otras circunstancias. Todavía soy muy joven.
—Me da igual lo que hayas sido, lo que importa es lo que eres. Y eres una mujer maravillosa. Si
tuviera memoria no recordaría ninguna igual.
—Eso es porque has conocido a pocas —dice estallando en una carcajada.
Es un momento que debo aprovechar. De pronto, me atrevo a besar el dorso de su mano en un
gesto que demuestra lo que siento por ella.
Las manos tiemblan tanto como mi voz.
—Dhalvia, tengo que decirte que… que…
—¿Que qué?
—Que esto es más difícil de lo que pensaba.
—¿A qué te refieres?
Sabe de sobra a qué me refiero, pero se va a llevar una sorpresa.
—Que me gustas, que te amo, que estoy loco por ti desde la primera vez que escuché tu hermosa
voz. Que me muero de ganas por estar contigo, por abrazarte, por sentir el calor de tus besos, por…
No me ha dado tiempo a decir nada más. Unos labios tiernos y carnosos sellan los míos
regalándome un sabor tan dulce que me gustaría guardarlo en la memoria para no olvidarlo jamás.
Pase lo que pase en mi cabeza, por muy negra que esté.
—¡Y yo que pensaba que te iba a costar expresar tus sentimientos!
—Tenía miedo de que me rechazaras por mi ceguera.
—Una mujer enamorada no se fija en eso. Su amor está muy por encima. Y yo te amo como nunca
había amado.
Esas palabras son un bálsamo para mi alma atribulada. Necesito volver a sentir sus labios. Un
nuevo beso nos lleva por caminos sin transitar. Por sentimientos dormidos, olvidados o pendientes
de vivir. En mi caso, es difícil de saber.
Ha pasado un rato largo y tengo la impresión de que pronto anochecerá. Hemos perdido la noción
del tiempo e incluso del espacio. Hubo momentos en que parecíamos no existir flotando en no sé que
cielo. Al volver a nacer como adulto, no tengo ninguna experiencia en el amor. Todas las sensaciones
son nuevas para mí y ésta es mucho más intensa de lo que cabía imaginar.
Cuando vuelvo a tener conciencia del cuerpo, siento la suavidad de su cara apoyada sobre mi
pecho y recuerdo un comentario de días anteriores.
—La otra noche, dijiste que alguien te había enseñado la ley de causa y efecto. Me dejaste muy
intrigado, ¿a qué te referías?
—Conocí a un vedda muy particular. Era un ser entrañable, sabio, generoso y con otras muchas
cualidades más que serían largas de enumerar. Tuve la ocasión de convivir con él durante un tiempo
y aproveché la oportunidad para aprender esa y otras leyes que llamaba Universales. Me instruyó
sobre muchos y variados asuntos. Según él, todo lo que hacemos o dejamos de hacer son hechos que
tendrán en el futuro una consecuencia para nosotros. Cada causa, inexorablemente, tiene su efecto. Lo
bueno, cosas buenas y lo malo, cosas malas. Y con todo aprendemos.
—Escuchándote me siento como un niño. Cuéntame algo de sus enseñanzas que llamara tu
atención.
—Muchas de ellas consiguieron sorprenderme, aunque unas más que otras.
—Entonces describe algo que tenga que ver con nosotros, con el amor.
—Hay un tema muy interesante, pero no sé… me da cierta vergüenza contarlo.
—La vergüenza es una limitación que tú misma te impones. Es una barrera que nos impide
comportarnos como nos gustaría. Quien la supera se convierte en una persona libre.
—¡Vaya! Durante un momento me has recordado a aquel vedda. De algún modo tú también eres
sabio.
—No trates de escabullirte, ¿me vas a contar eso que te da tanta vergüenza?
Una delicada risa se confunde entre los sonidos de la naturaleza.
—Este momento es tan bueno como cualquier otro para vencerla —la voz es pura decisión.
Presiento que su excesiva timidez tiene el tiempo contado—. Es algo acerca del amor entre hombre y
mujer. Del amor físico y espiritual.
—Mis oídos están dispuestos a escuchar. Explícate y aprenderé.
—En ese terreno todavía nos queda mucho por descubrir. —Dhalvia toma aliento y continúa
hablando—. El vedda me explicó que la energía sexual del hombre y la mujer son diferentes y
complementarias. Cada uno viene a ser un polo distinto de esa misma fuerza y cuando se unen, la
energía fluye entre los dos amantes cerrando el círculo. Si saben canalizar ese fuego correctamente
pueden llegar a sentir unas vibraciones indescriptibles.
Sus últimas palabras se adueñan de mi mente sin que ninguna puerta las retenga.
—Debes perdonar mi ignorancia pero no alcanzo a entender lo que quieres decir.
—Lo que te estoy contando es una antigua técnica que él llamó tantra. Un método difícil de
ejecutar a la perfección. Sería algo así como la parte mística del acto, el sexo sagrado, para que lo
entiendas. Dominarlo requiere conocimiento y una larga temporada de prácticas. Si la pareja está
formada por almas gemelas es posible que tengan ciertas ventajas: tardar menos en lograr su control
y alcanzar éxtasis más intensos.
Varios términos empleados por Dhalvia abren mi mente de par en par. Si los recuerdos vuelven
algún día a acomodarse en mi interior, será gracias a ella.
—Según lo que cuentas, si dos almas gemelas hacen el amor sentirán esa energía de una manera
especial.
—Supongo que sí —el tono ha sonado a teoría por comprobar.
—¿Tú crees que somos dos mitades?
No contesta. La pregunta ha sido espontánea, demasiado espontánea. Guarda un silencio que me
despista. ¡Lo que daría por poder ver su cara!
—Se me ocurre una forma de averiguarlo —dice con atrevimiento.
Destronada su vergüenza, presiento que esta noche no se han acabado las emociones.
—Él decía que simplemente con cerrar los ojos y acariciar sin límites a tu amor, puedes llegar a
sentir esa energía. Lo importante es hacerlo sin miedos, sin pensar, dejando a un lado la mente. Es el
corazón quien nos tiene que guiar.
—¿Estás dispuesta a acariciarme sin límites?
—No lo sé. Todo es cuestión de probarlo.
—Dhalvia, me tienes sorprendido. Eres increíble.
—No cantes victoria todavía. Igual me quedo a mitad de camino.
Oigo que está haciendo algo con los brazos.
—Para comprobarlo se me ocurre que podríamos estar los dos en las mismas condiciones. Voy a
vendarme los ojos con mi pañuelo.
Su iniciativa me satisface, así podríamos sentir lo mismo.
—Deja que sea yo quien te lo ate.
Dhalvia se ha vuelto de espaldas para facilitarme la labor. Logro hacer dos nudos en la tela
mientras se forma otro en mi garganta. Ya con los ojos vendados, nos convertimos en siluetas furtivas
recortando el atardecer. Somos dos ciegos. Dos ciegos aprendiendo a verse.
Dejando a un lado incómodos temores, me estrecha con ganas y los dos quedamos un rato así, sin
movernos. Sólo sintiéndonos el uno al otro mientras una suave ráfaga de aire impregna de aromas
cálidos el ambiente.
Todo mi ser se ha vuelto muy sensible. Tengo la certeza de que una energía nos envuelve como un
soplo en movimiento, sutil, apenas perceptible.
Dhalvia está desconocida, sus manos recorren mi espalda desnuda sin que sobre un pedazo de
piel. En ocasiones, perder los ojos es perder la vergüenza.
Ambos queremos ir más allá y las cuatro manos se atreven a jugar hasta el nacimiento de nuestras
espaldas. Sus firmes y respingones glúteos, a pesar de sentirlos sobre la tela que los esconde, me
excitan de una forma que jamás pensé pudiera conseguir un simple abrazo. Aunque éste, de simple,
tenga poco.
No sé si me va a permitir ser más atrevido pero mi fuego interior abrasa. Abrasa y empuja hacia
territorios por conquistar. Los dedos buscan nuevas sensaciones bajo las finas lelas. Superada la
barrera, mis manos acarician la suavidad que encuentro en el inicio de sus nalgas.
De repente, un destello quebranta mi goce. Una enorme agitación me sobrecoge de pies a cabeza.
He sentido un fogonazo atronador que acaba de despertar una parte de mi mente. ¡De mi pasado!
El causante de tal conmoción es algo que acabo de encontrar, mejor dicho: de rozar. Una señal
que me deja tan helado, que el fuego interior se ha vuelto gélido como un témpano. Dhalvia tiene una
cicatriz en la parte alta de las nalgas, casi en la cadera. Sé que no es la primera vez que toco esa
vieja herida.
¡No puede ser! ¡Es imposible! ¿Qué está ocurriendo? Ella y yo no nos conocíamos de antes, ¿o
quizá sí? ¿Será una fantasía de mi mente o es que realmente me estoy volviendo loco?
Estoy tan asustado que me tiembla todo el cuerpo. Dhalvia lo nota y casi tan espantada como yo
se aparta y me sujeta.
—¿Qué te pasa? —pregunta con la voz entrecortada.
—¿Por qué no me has contado toda la verdad? ¿Qué pasó hace tiempo entre nosotros?
—Me estás asustando. No te entiendo, ¿qué quieres decir?
—Tú y yo ya nos conocíamos. Hemos estado juntos antes, lo sé porque esa cicatriz que tienes
casi en la cadera no es la primera vez que la toco. Ya la rocé cuando hicimos el amor.
Un silencio escandaloso se adueña del anochecer.
—¡No! ¡No! ¡No puede ser verdad! ¡Tú no, por favor! —Dhalvia me ha dado un empujón y,
súbitamente, parece desquiciada. Está gritando y llora de rabia, de desesperación—. ¿Cómo pudiste
hacerlo?
—¿De qué estás hablando?
—Ningún hombre había rozado mi cicatriz. ¡Ninguno! Sólo tú. Sólo tú y ese maldito violador al
que he odiado como nunca llegué a pensar que odiaría. ¡Y los dos sois la misma persona!
No para de gritar y hacer aspavientos. A pesar de la ceguera soy capaz de ver la amargura en sus
ojos llenos de lágrimas, en esa voz tan desgarrada como lo está su espíritu.
—Acompañado por ese criminal que me amenazaba con el cuchillo en la garganta, en pocos
minutos matasteis una de mis mayores ilusiones. Yo era virgen y tú me robaste lo más bello que
podía regalar: mi virginidad.
Presa de ira, se acerca y me abofetea una y otra vez en un ataque de histeria que no sé cómo
detener. Estoy tan aturdido que no encuentro la manera de reaccionar. Con cada bofetada se me clava
una nueva imagen en el cerebro; escenas oscuras que desfilan en mi mente como un baile amargo de
hieles y arrepentimientos.
—No eres quien pensaba. Te dedicas a violar, a cometer atrocidades. No imaginas el terrible
dolor que me has causado. Y el de hoy es peor todavía. Necesito alejarme de ti. Jamás podré volver
a mirarte a la cara. ¡Nunca! No quiero volver a verte en toda mi vida.
Sus últimas palabras me abrasan de dolor. Me siento incapaz de pronunciar una sola que la pueda
retener. Llorando con una pena y una amargura inconsolables, sale corriendo. Huye. Huye de quien le
ha partido el corazón en dos ocasiones.
No encuentro palabras que describan mi desolación. El golpe ha sido brutal. Igual que un cántaro
destrozado intentaría unir sus pedazos, así trato yo de ordenar las ideas. Pero la recuperación del
pasado está siendo tan traumática como insoportable.
Buceando en la negrura resquebrajada de mi memoria empiezo a recordar cada detalle de aquella
noche. De aquella aciaga noche en la que no estaba solo. El portador de un puñal tan implacable
como su dueño, guió mis pasos y mis instintos más bajos para cometer un delito que sangrará mi alma
hasta vaciarla.
Qué paradojas guarda el destino en cada recodo. Encontré lo que tanto anhelaba. Qué ironía tan
terrible: recupero mi historia y pierdo a la primera mujer que he amado de verdad en esta vida. Hoy
sé que será la única.
LO NECESITO
He venido caminando todo lo rápido que daban de sí los pies y mi vara. Debo estar en los
alrededores de la cabaña, pero no escucho a nadie.
—¿A quién buscas, Mahandi?
Oír ese nombre me produce ahora una profunda tristeza. Es mi nombre de ciego, pero también el
único que pronunciaron los labios de Dhalvia cuando aún me amaba. Sin embargo, he vuelto a ser
Kasim, el príncipe maldito, el violador, el hombre que ella ha jurado odiar mientras viva.
—Mahandi ¿qué te sucede? —De nuevo, es el abuelo de Kaladi quien habla.
—Busco a Dhalvia —respondo hacia el lugar de donde procede la voz.
—Se ha marchado. Volvió a Kandy con mi nieta Inet.
—¿Cuándo?
—Ya hace bastante. Se levantaron pronto y partieron tras despedirse de todos. Encontré muy
triste a Dhalvia cuando me dijo adiós. Le ha dado mucha pena dejar este lugar.
La noticia me hace tambalear, era lo último que esperaba oír. Pero mi intención sigue siendo
hablar con ella cuanto antes, no soporto este sentimiento desgarrador que me maltrata desde anoche.
—Es muy importante que la encuentre. Ahora no puedo explicar las razones, porque necesitaría
tiempo y eso es precisamente lo que me falta.
—Yo te llevaría hasta Kandy, mis piernas han recorrido muchas veces ese camino, pero ya no
tengo fuerzas para hacerlo. Si tuviese la vitalidad de mi nieto lo haría encantado.
—Kaladi me ayudará. ¿Sabes si está trabajando en la plantación?
—Sí, allí está en compañía de toda la familia.
—Gracias, abuelo —en cuanto me despido, la vara busca inquieta el sendero que lleva a la parte
norte del pueblo.
Debería ir a Nuwara Eliya para decirle al misterioso vedda que me robaron la mitad de la
brújula, pero en estos momentos sólo llevo una idea en la cabeza: necesito recuperar a Dhalvia, lo
necesito.
UN DRAGÓN CON MUCHAS CABEZAS
a cara de angustia que debí poner fue razón suficiente para que el padre de Kaladi le diera
L permiso de acompañarme en busca de su hermana. A pesar de su corta edad, conoce
perfectamente el camino hasta la capital y está encantado de emprenderlo conmigo.
Cogimos algunas provisiones, a su inseparable Chencalí y partimos enseguida. Nos sacan mucha
ventaja, con el inconveniente añadido de que yo en algunas zonas no puedo moverme tan rápido como
quisiera. Pero el muchacho repite sin cesar que nadie domina este territorio mejor que él, porque más
que ninguna otra persona del poblado, él ama la jungla; y me asegura que, cuando hemos atravesado
por lugares cubiertos de vegetación y allí mi paso se hacía demasiado lento, en realidad estábamos
atajando más de lo que imagino.
Lo cierto es que Kaladi siente por fin el orgullo de ser el jefe de una expedición y, prácticamente,
el adulto de este pequeño grupo, pues mi desconocimiento del terreno sumado a mi ceguera me
convierten en un ser desvalido a merced de la selva. Chencalí, el tercer expedicionario, parece
cumplir también todas las órdenes de su amo, porque sólo le escucho dárselas una vez.
El muchacho parlotea sin cesar explicándome cada paso del recorrido, cada obstáculo que puede
suponerme un tropiezo o un choque. Y al mismo tiempo, consigue introducir en la conversación sus
sueños infantiles, sus grandes proyectos como domador de elefantes y sus difíciles preguntas, que
trato de sortear como puedo.
A pesar de la locuacidad de mi pequeño compañero de viaje, durante el camino he tenido tiempo
de pensar. De pensar y echar de menos a las personas que dejé atrás en Polonnaruwa. Cómo me
gustaría tener el apoyo en estos momentos de Yuba y Arondu. ¿Qué estarán pensando? Hace mucho
tiempo que no tienen noticias mías, igual que mis hermanos.
Cuando vas andando con el brazo en alto y los ojos cerrados para evitar que te dañen las ramas,
la cabeza se entretiene en dar vueltas y vueltas a los asuntos que más te preocupan. En mi caso,
demasiadas vueltas y demasiados problemas. Recuperar la vista, recuperar la brújula y recuperar a
Dhalvia. Encontrar al vedda, encontrar a Sinrén y encontrar a Barujo. La misión se ha convertido en
un dragón con muchas cabezas.
—Yo no estoy cansado pero tú si lo pareces. Tienes mala cara. —Kaladi detiene la marcha y
deposita en mis manos nuestra ración de agua—. Llevamos horas andando y está anocheciendo. Creo
que éste es un buen sitio para pasar la noche.
El muchacho es incansable. Parece tener el mismo don que mi padre: absorber la energía de la
jungla. Cree que estoy cansado y posiblemente así sea pero, si por mí fuera, continuaría buscándola
incluso de madrugada.
—Estoy de acuerdo. Será mejor descansar y recuperar fuerzas; ellas también lo habrán hecho. Es
posible que nos saquen poca ventaja, hemos caminado aprisa.
—Ya lo creo, tú y yo somos los mejores —comenta dando una cariñosa palmada en mi hombro
para tratar de infundirme ánimos. Sabe que los necesito. Realmente me quiere como a un hermano.
Siento como Kaladi está desatando la soga que llevamos atada a la cintura para no perdernos y
caminar con cierta independencia.
—¡Abajo Chencalí! —Ordena a su mono—. Aquí podemos dormir. Hay unas rocas que nos
protegerán y tenemos al lado dos árboles muy grandes.
—Eres un buen explorador y lo que es mejor: un gran amigo. Te agradezco mucho lo que estás
haciendo. Vas a recorrer unos cuantos kilómetros por mi culpa.
—No te preocupes por eso. A mí me gustan muchísimo las aventuras. Cada vez que me deja mi
padre, aprovecho para ir a cualquier sitio. Además, por la cara que pusiste esta mañana sé que
quieres encontrar a Dhalvia cueste lo que cueste.
—En eso tienes razón: cueste lo que cueste.
Repito tras dar un buen trago y recuperar parte del vigor perdido en el camino.
—Sería conveniente recoger algo de leña —comento dejando en el suelo el agua y un pequeño
hatillo que llevo colgado en la espalda.
—Estamos de suerte: en este lugar hay mucha, sólo tenemos que agacharnos para cogerla. Será
mejor hacer un fuego cuanto antes. Toda la tarde ha estado muy nublado y puede llover en cualquier
momento.
Libre de ataduras, me inclino para tantear el terreno buscando ramas gruesas. Kaladi aprovecha
la situación para preguntar algo que lleva todo el día rondándole la cabeza.
—Mahandi, ¿por qué se ha ido Dhalvia sin despedirse de ti? ¿Tiene algo que ver con lo que
ocurrió anoche? ¿Por eso no querías venir a dormir a casa?
Los niños se dan cuenta de todo. Pero tampoco le puedo confesar que soy un príncipe narubo,
violador y vengativo. Sin embargo, algo voy a tener que contarle. El esfuerzo que ha hecho después
de tantas horas se merece una recompensa.
—Te confiaré un secreto —hago una pausa para preparar la noticia—. Amo a Dhalvia y quiero
casarme con ella, pero hubo un malentendido que necesito aclarar antes de que sea tarde. Es una
mujer demasiado valiosa como para dejarla marchar.
—Si yo fuese mayor tampoco la dejaría escapar. Es guapísima y muy simpática. Y conmigo
siempre ha sido muy cariñosa.
—En verdad que lo es —digo suspirando su pérdida.
—A tú derecha hay un tronco seco.
Aparto la hojarasca para localizarlo, pero no lo consigo. Entonces siento un movimiento próximo
y escucho a Chencalí lanzar un agudo chillido.
—¡Cuidado!
Oigo los rápidos pasos del niño y tengo la sensación de que se lanza a por algo que está casi
rozando mi mano.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Cómo duele! —se queja un instante después entre espeluznantes alaridos.
Yo sigo inmóvil, petrificado por el susto. Pero enseguida reacciono.
—¡Kaladi! ¿Qué ocurre? —Según hablo trato de localizarlo manoteando en el aire.
—¡Me arden los brazos!
—¿Qué te ha pasado? —insisto cuando alcanzo a encontrarlo tumbado en el suelo entre quejidos.
—Estabas a punto de meter la mano en un nido de serpientes. Me han mordido dos. Duele mucho,
Mahandi. ¡Haz algo! ¡Quítame este dolor! Por favor, por favor.
¡Dios mío! Ojalá pudiera ver qué serpientes le han atacado. Algunas de las que habitan en estas
selvas tienen una mordedura muy dolorosa y mortal. Su veneno podría matar en pocas horas a un
hombre adulto y fuerte. Y Kaladi es todavía un niño.
—Intentaré quitarte el dolor, pero tengo que hacer sangrar las heridas para sacarte el veneno.
—¡Esto es insoportable! ¡Haz lo sea!
Kaladi se retuerce llorando por el sufrimiento.
—Tengo algo para aliviarte —en realidad, el alivio tiene forma de cuchillo.
Qué desesperación buscar sin ver nada. Mis manos se arañan con los hierbajos tratando de
localizar el dichoso macuto. Cada segundo puede ser crucial, debo evitar a toda costa que el veneno
se extienda por su cuerpo.
—No encuentro el hatillo —digo casi al borde de un ataque de nervios.
—Está allí, yo te lo traigo —propone el sufrido muchacho entre gemidos de dolor.
En cuanto lo deposita en mis manos, rápidamente busco el arma que le puede salvar la vida. ¡Ya
lo tengo!
—Kaladi, dime el punto exacto donde tienes las mordeduras.
—Cerca de la muñeca, dame tu mano. ¡Cada vez duele más! Se me está hinchando alrededor de la
herida.
Mis dedos se convierten en un rastreador afinadísimo. Muy pronto compruebo un pequeño bulto
cuya parte superior se ha convertido en un minúsculo cráter.
—Cierra los ojos y muerde esto.
En el momento de terminar la recomendación, le doy un palo que encontré junto a mis rodillas.
Después, la punta del cuchillo se hunde en el foco de dolor. Oigo nuevos quejidos y sollozos más
lastimeros a cada instante.
—Eres un valiente —digo después de escupir todo lo que he podido succionar de la primera
mordedura—. ¿Dónde está la otra?
Agarra mis dedos y los posa sin hacer comentarios, sólo escucho su respiración acelerada
tratando de soportar la tensión.
—Vuelve a cerrar los ojos. Ya queda muy poco.
Hago la misma operación con más rapidez si cabe.
—¡Ya está! Ahora te pondré dos torniquetes para que el veneno no se extienda.
Con el cuchillo corto un trozo de la soga y lo ato a su brazo, luego, con una rama que él mismo
me tiende, retuerzo la cuerda hasta que intuyo la presión adecuada. Ya no se puede hacer más. Como
no veo, espero haber dado el corte en el lugar adecuado y ruego haber llegado a tiempo para que la
peligrosa ponzoña no viaje por sus venas; al menos, no en cantidades que su cuerpo sea incapaz de
resistir.
—Me sigue doliendo mucho.
—Es mejor que procures descansar todo lo que puedas —intento tranquilizarle.
Para colmo de males empiezan a caer las primeras gotas de lluvia. Al levantarme con él en
brazos, comento:
—Oriéntame hasta los árboles.
Con voz quejumbrosa me va indicando hasta una zona donde mis pies comprueban que el terreno
es bastante liso. Estamos bajo el tupido manto de hojas que nos servirá de techo. Mis ojos no pueden
confirmarlo, pero intuyo que nos enfrentaremos a una noche tan negra como mi suerte.
Ha pasado un largo rato que no sabría precisar con seguridad. Acostado al lado de Kaladi, ni su
mono ni yo hemos dejado de cuidarlo un solo instante. Como tenía mucho frío, lo arropé como pude,
esperando que las finas ropas que trajimos le brindaran el calor de su abrazo. No ha dejado de
llover, aunque por ahora el techo arbolado aguanta bastante bien. Tenemos varias goteras que nos
mojan, pero podría ser mucho peor.
Con sumo cuidado trato de tocar sus brazos. Mis manos comprueban que los tiene muy hinchados,
la piel se ha dilatado tanto que está tirante. Es posible que a estas horas tenga la carne ennegrecida.
Está viviendo momentos cruciales, lleva un buen rato delirando por la fiebre.
Al volver a taparlo se despierta entre suspiros profundos.
—Me encuentro muy enfermo —comenta en voz baja.
—Te sentirás así durante un rato más.
—¿Me pondré… bien?
—Pues claro que sí. Todavía tienes que ganar muchas carreras de búfalos a tu padre.
No sé si habrá esbozado una sonrisa, quiero creer que sí. Lo arropo con mimo y pongo la mano
sobre su frente. Las próximas horas serán vitales.
Cuando cesó la lluvia, el silencio me venció y he dado una ligera cabezada. La última vez que toqué
a Kaladi seguía con mucha fiebre y tenía el brazo tan inflamado que perdió incluso la forma.
Alzo la manta y al tocarlo de nuevo compruebo que sigue muy hinchado. Pongo la mano en su
frente y parece que la fiebre ha remitido. Al tacto, está más fresco. Debe encontrarse muy cansado, ya
no tiembla. Permanece completamente inmóvil.
De pronto, temo lo peor. Con los nervios a flor de piel, me arrodillo a su vera y le palpo el
pecho.
—Kaladi, por favor dime algo.
Sólo escucho el sonido del viento soplando entre los árboles. Ya no siento su respiración.
Tiritando como él hizo en sus últimas horas, apoyo la cabeza para comprobar, con los ojos
empapados, que su corazón dejó de latir.
Chencalí emite un gruñido con el que parece preguntar cómo está.
—Kaladi no volverá a jugar contigo, ahora son otros sus compañeros de juego.
Levanto el cuerpo del muchacho y lo estrecho amorosamente, bramando de dolor. Mi guía en la
oscuridad, mi valiente cazador de elefantes, mi niño. Ahora, la selva que tanto amabas te ha hecho
suyo, pero también te pertenece. Para siempre.
Siento el aleteo de una bandada de pájaros pasar sobre nuestras cabezas, volando a poca altura
bajo los árboles, como si recogiera el espíritu del pequeño para llevarlo muy lejos, mientras sus
últimos amigos en esta tierra implacable, un mono al que él puso nombre y este pobre ciego, no
podemos hacer otra cosa más que llorar y velar su cadáver.
Kaladi, jamás olvidaré lo que hiciste por mí. Jamás te olvidaré, hermano. Nadie podrá
demostrarme nunca mayor gesto de generosidad. Donde quiera que estés, ve en paz.
QUÉ NOCHES MÁS LARGAS
oy incapaz de hacer fuego y no pude quemar su cuerpo en una pira funeraria. Aunque pudiera
S prenderla tampoco lo habría hecho. Sin vista, me niego a ser el causante de un incendio que
arrase este frondoso bosque y en el que yo mismo podría perecer. Tras enterrar su cuerpo junto
a los árboles, poner una señal y orar por él, he decidido aventurarme a encontrar un sendero que
lleve hacia algún lugar.
Necesito caminar, salir de aquí y mantener la mente despejada; el recuerdo de Kaladi es
demasiado doloroso. Dispuesto a partir, pienso que todo sucede por alguna razón, cada prueba sirve
para fortalecerse. O, al menos, ése es mi consuelo. Sólo pido llegar a comprender por qué un niño de
doce años tuvo que dar su vida para que yo pueda seguir con la mía.
Hace unas semanas, cuando desperté y comprobé que me había quedado ciego, sentí rabia y
desesperación. Hoy todo ha empeorado, y mucho; no he podido dormir, sigo sumido en una negrura
que se ha vuelto espantosa, me he extraviado en una selva perdida en los confines de esta inmensa
isla —debo encontrarme a mucha distancia del poblado más cercano—, tengo la comida justa para un
almuerzo y mi única compañía es un mono encaramado al hombro y demudado por la tristeza. Sin
embargo, me he dado cuenta de que tengo algo que no tuve en aquel pésimo día; la plena convicción
de que, pase lo que pase, venga lo que venga, voy a salir adelante. Mientras el hálito más
insignificante sea capaz de soplar en mis venas lucharé por enmendar los errores y cumplir con lo
prometido.
Con la moral renovada y la ayuda del cuchillo me he fabricado una buena vara. Al ser más gruesa
que las anteriores, apartará mejor las ramas. A la espalda llevo el hatillo con la manta, la cántara con
agua que recogí en una charca de lluvia y mi nuevo guía: Chencalí.
Estoy dispuesto.
Llevo horas caminando sin apenas descanso, durante este tiempo no he sido capaz de detectar ni un
solo sendero. Pero no pierdo la esperanza.
Por la temperatura del ambiente distingo el día de la noche que, por cierto, se acerca
rápidamente. Por fin tuve algo de suerte, hace un rato descubrí una zona plagada de bayas y moras,
cargué en la manta todas las que pude y seguí camino.
Creo que será mejor encontrar un buen lugar para descansar. La firme vara se encargará de
tantear troncos hasta encontrar alguno que sea ancho y pertenezca a un árbol bien espeso. A su
alrededor es posible que haya terrenos secos. El monzón ha vuelto a descargar sin misericordia.
Segundo día.
Echado en el suelo sobre la manta, hago balance de las cosas más importantes que han sucedido
hoy. Es decir, muy pocas. La jornada ha sido tan poco fructífera como la de ayer. Apenas nada que
destacar ni nada que echarme a la boca. Se acabó la comida.
Tengo varias misiones pendientes de solventar pero mucho me temo que antes voy a tener que
superar la más difícil: sobrevivir.
Tras cenar las últimas bayas, de nuevo me enfrento a una noche absoluta. Qué largas se hacen.
Cuánto echo de menos mi cama y a mis seres queridos. En estos momentos tan tristes y solitarios,
ciertas cosas se añoran mucho más. Te das cuenta de lo que realmente es importante y aprendes a
distinguir lo vital de lo superfluo.
Ahora que me siento tan desvalido es cuando valoro todo lo que perdí. No hace mucho tiempo, a
menos de cien kilómetros, era un príncipe, un personaje influyente y respetado. Hoy, me di cuenta de
lo frágiles que en realidad somos. Me he convertido apenas en un ser indefenso y despojado de la
más ínfima de sus posesiones. No tengo nada. Tan solo una dura lección de la que sacar
conclusiones.
Tercer día.
Tercer día y tercera noche. Hoy también ha sido malo. Encontré poca comida y un susto para
olvidar. Estaba recogiendo agua de un pequeño arroyo cuando sentí un rugido aterrador y, acto
seguido, un numeroso aletear de aves huyendo. Algún leopardo habrá cazado una buena presa, y
estaba bien cerca, pensé.
La situación me asustó por primera vez. Un animal con esa fortaleza, me despedazaría en pocos
segundos. Hice lo que mejor podía hacer: escapar en sentido contrario al rugido de la fiera. Pero mis
pies, al huir tan precipitadamente, se lastimaron con arbustos y rocas. Los tengo muy doloridos y
llenos de pequeñas heridas.
Cuarto día.
Empiezo a sentirme cada vez más débil, he debido perder unos cuantos kilos. Apenas como y no
paro de caminar deambulando por la selva sin rumbo fijo. No he cruzado ni un solo sendero. Igual
estoy tan perdido que me encuentro en el corazón de la jungla más inhóspita. La desesperación es
total. Maldigo mi suerte una y otra vez.
Para quien no ha pasado por una experiencia de este tipo, si le cuento que hablo con Chencalí
como si se tratase de un amigo vivo, probablemente piense que me he vuelto loco. Sin embargo no es
así, me siento muy cuerdo y reconozco que ha sido una inmensa suerte tenerle conmigo. Muchas
veces, su traviesa compañía llena los vacíos que reinan en la oscuridad de mi noche sin fin.
Nos compenetramos a la perfección, cuando abandona la seguridad de mi hombro es porque ha
encontrado comida. Se ha convertido realmente en un auténtico guía. Consigue incluso avisarme de
posibles peligros. Si se encoge y queda muy quieto, en esas ocasiones intuyo que lo más
recomendable es imitar su gesto.
Hoy me atreví a probar varios frutos de los que él saborea. He comido plantas que no había
probado en la vida. Algunas amargaban pero no me sentaron mal. Como siga por estos derroteros voy
a convertirme en el primer príncipe salvaje de la historia.
Quinto día.
Las fuerzas me abandonan. Ahora camino mucho menos porque los pies me duelen horrores. He
recogido varios cocos del suelo y con eso me conformo. Voy a dedicar lo que queda de día a
descansar y recuperarme. Temo que el destino tenga preparada para mí una nueva escala o algún
obstáculo inimaginable que me complique aún más la existencia.
Las escasas vestiduras que me cubren el cuerpo se van desgastando con los roces y tirones de la
selva. Algo parecido ocurre con mis orgullos, poco a poco, jirón a jirón, van quedando atrás,
prendidos en las ramas de los árboles que jalonan mi camino hacia ninguna parte.
Cuando la jungla se apaga y los sonidos cambian hasta convertirse en el murmullo disperso de
una gran respiración, el sobrecogedor silencio te incita a liberar pensamientos que llenen el vacío.
¿Dónde estará Dhalvia? ¿Qué estará haciendo? Y luego vienen las preguntas que tanto me martirizan
al recordar la noche de la violación. ¿Qué hacía ella en aquel aposento propiedad de la reina? ¿Por
qué me engañó Barujo? ¿Quién es realmente Dhalvia?
Séptimo día.
Mi ropa desapareció, se la tragó la selva. La única prenda que me queda es un escueto taparrabos
hecho con los últimos harapos y un precario calzado de hojas que me veo obligado a renovar cada
pocas horas. El día de ayer fue tan triste como mi vida, el cielo no paró de llorar. Durante todo este
tiempo nada destacado sucedió: negrura, soledad y cansancio. Sólo hablo para dirigirme a mi padre
o a Kaladi, su presencia se ha convertido en algo tan palpable que casi puedo sentir el calor de sus
cuerpos.
Hoy, por fin, paladeo una buena noticia. Después de una dura caminata, tuve un hallazgo. Tropecé
con una cierva que estaba agonizando con una flecha clavada en el costillar. Saqué el cuchillo y puse
fin a su dolor. Enseguida pensé que el cazador podía estar muy cerca, pero al tocar la herida
comprobé que tenía la sangre seca. El pobre animal igual tardó más de un día en rendirse.
Fuera como fuese, mi moral ha subido hasta las nubes. Es evidente que no estoy muy lejos de
algún lugar habitado. ¿Pero dónde? ¿En qué dirección debo encaminar los pasos?
Esas respuestas las meditaré más tarde, ahora es tiempo de dar buena cuenta de los trozos de
carne que estoy paladeando a pesar de estar cruda. No tengo con qué hacer fuego. No puedo cocinar,
pero en estas condiciones tan extremas poco importa. Sólo son trozos de carne, los animales la
comen tal cual y yo no voy a ser menos. En este caso, por primera vez ser ciego es mía ventaja.
Acabo de despertar de una buena siesta y noto el cuerpo mucho más entonado. El aporte de
energía ha sido tan revitalizante que me siento nuevo. Una vitalidad similar debe sentir Chencalí;
escucho como brinca de un lado a otro jugueteando por los alrededores.
He decidido proseguir camino allá dónde me dicte el corazón. Tengo el presentimiento de que
vamos a encontrar un sendero muy pronto.
Recojo lo poco que puedo llevar: el cuchillo, la cántara que contiene mis últimas raciones de
agua y un pedazo grande de carne envuelto en hojas que no sé por cuanto tiempo será comestible con
esta humedad.
De repente, mi peludo compañero lanza un aullido y viene a refugiarse en mi hombro. Con toda la
rapidez de la que soy capaz, aferró el cuchillo y me pongo en guardia. El mono está más asustado que
nunca, tiembla de miedo mientras se agarra con fuerza a mi cuello.
Tenso como la cuerda de un arco, aguardo en silencio. Trato de rastrear sonidos que me puedan
ayudar a saber a qué nos enfrentamos. Poco tardo en averiguarlo y la noticia no podía ser peor. Un
grave rugido deja muda a la jungla. Es un leopardo adulto y ha sonado tan cerca que no tenemos
escapatoria. Los árboles, donde quiera que se encuentren, están demasiado lejos. Elegí para comer
un terreno despejado y ahora sólo puedo maldecir mi falta de previsión y morir por ella.
Pero la muerte no parece tener prisa y eso me desconcierta; un leopardo nunca ruge con tanta
antelación antes de atacar. Su presa escaparía.
El segundo rugido suena de pronto, a unos diez o quince metros, y me deja completamente
paralizado. Pero el ataque no se produce.
—¡Calla ya, Sigiriya! Deja de gruñir —dice una voz de hombre—. No tengas miedo, está
domesticado. Me lo encontré siendo un cachorro y va conmigo a todas partes.
Mi corazón vuelve a latir, aunque no logro articular respuesta alguna. Lo único que soy capaz de
pensar es que sigo vivo y estoy de nuevo frente a otro ser humano.
—Ya veo que encontraste la pieza que se me escapó ayer —comenta con cierta desilusión—.
Llevo cazando en esta selva desde que era niño. Me ha extrañado mucho verte, es muy raro encontrar
gente por estos sitios. ¿Te has perdido?
La voz se mueve y no sé si dirijo mis palabras hacia donde se encuentra el cazador… o su
leopardo.
—Soy ciego y me dirijo a Kandy. Viajaba en compañía de un muchacho, pero murió por la
mordedura de dos serpientes. Llevo días vagando de aquí para allá y no sé ni dónde estoy.
—Pues has tenido mucha suerte. Incluso viendo, puedes pasar semanas sin encontrarte a nadie
por los alrededores.
—Estaba dispuesto a seguir caminando el tiempo que hiciese falta, necesito ir a la gran ciudad —
insisto.
—No te lo aconsejo. Pareces demasiado débil y esos pies necesitan cura y descanso. Además, te
has alejado mucho de tu destino, ibas en dirección opuesta.
Su comentario enfría mis ilusiones de reencontrarme pronto con Dhalvia.
—¿Hacia dónde vas tú?, si es que vas a algún sitio —pregunto con desánimo.
—Quiero llegar a casa antes del anochecer. Mi destino es Nuwara Eliya.
Escuchar el nombre de ese lugar es como recibir una bofetada de aire fresco en el rostro. Tengo
la impresión de que alguien me ha guiado entre junglas y manglares. Alguien que conoce el mejor
camino para este famélico y atribulado caminante. Durante los últimos días, tuve en muchas
ocasiones la sensación de que no estaba solo. Karbán y Kaladi fueron mis guías desde el más allá.
Un misterioso vedda me está esperando. Qué ironía: ahora que ha llegado el momento, el destino
de la estrella resplandeciente está en manos de un anciano y un príncipe ciego.
MADHUNI
n cuanto nombró Nuwara Eliya me faltó tiempo para explicar mi verdadero destino: un vedda
E con una estrella señalada en el entrecejo. Madhuni, me informó el cazador con regocijo.
Regocijo que yo también celebré. Lo conoce muy bien, son grandes amigos. Al parecer, su
refugio se encuentra más cerca de aquí que la treintena de casas que componen Nuwara Eliya: el
poblado de la eterna primavera.
Todavía puedo evocar mentalmente la belleza de un paisaje de mi isla en esa estación, y el aroma
del aire me ayuda a hacerlo en medio de la negrura que vela mis ojos.
Los veddas son gente entrañable con los visitantes. Su amabilidad me la ha demostrado
sobradamente la persona que va a mi lado guiándome con el brazo. Inmediatamente dejó todo para
conducirme hasta el escondite de este solitario personaje que vive alejado de cualquier vestigio de
civilización. Como mi salvador me ha explicado mientras caminábamos, su casa es una gruta
olvidada en mitad del bosque.
Ya hemos alcanzado nuestro destino.
—Aguarda un momento. Hemos llegado antes de lo que acostumbro y no lo veo, pero no puede
andar muy lejos —comenta el guía soltándome el brazo—. ¡Madhuni! ¡Madhuni!
Si está en los alrededores seguro que habrá escuchado las voces. Su nombre ha sonado alto y
claro en medio del camino. Tan solo se oye el trinar de los temerosos pájaros que nos observan.
Me ha parecido escuchar un tímido movimiento de ramas perdido entre los árboles.
—¿Quién me busca? —pregunta de pronto una voz serena acercándose.
Imagino que será la misma que escuchó mi padre aquella noche hace unos cuantos años. Su
recuerdo me estremece.
—Traigo a un muchacho que pregunta por ti.
—No hace falta que hables más. Este joven que te acompaña tiene cierto aire a un rey que conocí
hace un tiempo.
—Te dejo en buena compañía. Debo marcharme, pero volveré mañana. Buena suerte.
—Muchas gracias por haberme traído hasta aquí —me despido inclinando la cabeza en un gesto
de profundo agradecimiento.
—¡Vamos, Sigiriya!
Sus pasos se alejan ladera abajo y, enseguida, la voz del anciano demanda mi atención justo
delante de mí.
—Así que tú eres hijo del gran Karbán. ¿Qué tal está?
En su tono, suave y cálido, percibo cierta añoranza, la del amigo que recuerda a otro a quién hace
tiempo no ve. Eso aumenta mi congoja. Soy portador de las peores noticias.
—Por lo visto no necesito presentarme, ya sabes quién soy. Me llamo Kasim y siento decirte que
mi padre murió. Lo asesinaron.
Un hondo suspiro es su primera respuesta. Después, noto su mano sobre mi brazo, una mano seca
y encallecida, pero firme.
—Siento mucho su muerte. Tu pueblo ha perdido un gran hombre, pero no dejes que la venganza
te domine.
—¿Cómo sabes…?
—Tu cara habla por ti.
—¿Y qué más dice?
—Eres ciego y antes no lo eras. La última vez que te vi fue hará cinco años, acababas de vencer
en la carrera de elefantes y recuerdo que tu mirada estaba tan viva como la de tu padre.
—Hace menos de tres meses, estos ojos todavía disfrutaban su compañía. La ceguera vino
después. Después de encargarme una delicada misión que consistía en localizar este lugar recóndito
para entregarte la mitad de la brújula que él custodiaba y que yo no he sido capaz de proteger.
—Así que tú rompiste la máscara y eres su nuevo guardián.
—Menudo guardián, si tú supieras… —Aunque no lo veo, no puedo aguantar su mirada y,
avergonzado, agacho la vista—. Me han robado el trozo de brújula.
—El mal acecha. Presiento que, a pesar de tu juventud, tienes mucho que contar. Acompáñame a
mi humilde morada y hablaremos con tranquilidad. Necesitas recuperarte por dentro y por fuera.
Embriagado por un suave aroma a esencias y plantas medicinales, acabo de contarle los sucesos que
desencadenaron mi desgracia. He preferido obviar la noche de la violación, porque entiendo no es de
su incumbencia. Lo único que conseguiría confesando este triste episodio sería ensombrecer nuestro
encuentro, convirtiéndome ante el vedda en un indigno hijo de mi padre. Tras escuchar en silencio
todo el relato, apoya sus delgadas manos en mi rostro para abrir los párpados.
—Los ojos están bien, el daño se esconde en tu interior.
—¿Estás seguro?
—Sin lugar a dudas. Barujo usó más ingredientes de los necesarios y los mezcló con alguna
planta venenosa cuando intentó eliminarte.
Sus palabras añaden un nubarrón a mi atormentado espíritu: durante la confesión, en ningún
momento revelé su nombre.
—¿Cómo sabías que era él?
—Yo le revelé la técnica del humo verde. Pero se la enseñé hasta donde quise. Nadie sabe todos
los componentes exactos y las proporciones que llevan.
—No comprendo por qué instruiste a semejante desalmado.
—Será mejor que conozcas algunos detalles. Una de las veces que fui a Kandy al mercado de
especias, pasé a saludar a Bhindané, su rey. Siempre lo hago en memoria de las largas temporadas
que disfruté en su palacio. Nos une una buena amistad. Hace años le curé una extraña enfermedad que
sus médicos no atajaban. Al recibirme, propuso que me quedase en palacio como responsable de su
siempre delicada salud. Y una vez más lo rechacé; mi destino en esta vida es otro. Pero aunque
decliné su amable invitación, me comprometí a enseñar diversas técnicas a algunas de las personas
de su entorno. Una de esas personas era Barujo, un curandero con buenas manos y malas artes.
Aprendió rápido… y aprendió mal.
Ahora que el maestro ha mencionado el entorno del rey malabo, recuerdo el relato de mi amada
acerca de un enigmático vedda. Un vedda idéntico a Madhuni.
—¿Conoces a una mujer llamada Dhalvia? Tiene que ser un familiar o alguien muy cercano al
monarca.
—Entre sus hijas y familiares directos no recuerdo a nadie con ese nombre. Y te puedo asegurar
que conozco a toda su familia y a la mayor parte de las personas que le rodean. Quizá sea una mujer
de su servicio.
Compartiendo esa misma suposición, he llegado a pensar que podría tratarse de una de sus
sirvientas. Sin embargo, esa conjetura tampoco resulta convincente; aquella habitación era
demasiado grande y lujosa como para que la ocupase un miembro de la servidumbre.
¿Por qué dormía bajo el mismo techo que el rey?, me pregunto una y otra vez. El misterio sigue
tan candente que abrasa por dentro. Dhalvia, me muero de ganas por desvelar tu enigma, por
descubrir tu impenetrable secreto.
—Esa joven te importa mucho, ¿verdad?
Mi cara debe ser muy elocuente.
—¿Tanto se nota?
—Tus ojos miran al vacío inexpresivos pero al hablar de ella se han vuelto extremadamente
locuaces. Dicen que estás loco por tenerla. ¿Me equivoco?
—Añoro tanto su recuerdo que daría cualquier cosa por volver a estrecharla entre mis brazos. Lo
que siento por Dhalvia jamás lo había sentido.
—Amigo Kasim, la vida da más vueltas de las que imaginas. Si tenéis un destino común, puedes
estar tranquilo: volverás a verla.
—Ya me gustaría poder hacerlo.
—¿De veras te gustaría contemplarla?
—Esa pregunta me parece cruel.
Él guarda silencio esperando mi reacción. ¡Empiezo a entender!
—¿Quieres decir que puedo recuperar la vista?
—Es probable. ¿Has oído hablar de la ayurveda?
La sangre bulle por mis venas con una ilusión difícilmente explicable.
—Sólo sé que es una ciencia muy antigua que sirve para curar.
—Ésa es la aceptación popular, en realidad se trata de una técnica ancestral que consiste en
mantener un equilibrio perfecto en el ser: cuerpo, mente y espíritu. Deriva de dos palabras sánscritas;
«ayur» que significa vida y «veda» que se traduce por conocimiento. Es un sistema basado en los tres
doshas que son las tres energías vitales del cuerpo.
No me encuentro con ánimo para lecciones de medicina. Pero no degustaría que notase que
empiezo a impacientarme.
—Mucho me temo que tus explicaciones escapen a mi escasa formación en estos temas. Te lo
pondré más fácil; si existe alguna posibilidad de sanarme, puedes hacer lo que sea, tienes mi
permiso. Con el tiempo, espero estar en condiciones de poder aprender mucho más acerca de este
apasionante arte curativo que mencionas.
—De la ayurveda tan sólo emplearé algunos de sus secretos. Te aseguro que no va a ser tan
sencillo. Como dije, el problema está en tu interior. Varios nervios están dañados y necesitan una
ayuda especial para que vuelvan a funcionar correctamente.
—Haré lo que sea.
—Será mejor que lo sepas cuanto antes. Ya que estás tan decidido, te contaré la manera de
conseguirlo. En primer lugar deberás guardar reposo absoluto. Vas a pasar la mayor parte del día
echado sobre un montón de hierbas y hojas. A las pocas jornadas te empezará a doler casi todo el
cuerpo. Y no creas que van a ser sólo unos días, probablemente tengas que soportar esa posición al
menos cuatro o cinco semanas, quizá más. Al final los dolores pueden ser terribles, habrás perdido
masa muscular y te sentirás muy débil. Durante todo ese tiempo sólo te incorporarás para comer,
hacer tus necesidades y beber los jugos que prepare. Tendrás que hacer vahos diarios con pócimas
que huelen a vómitos putrefactos. Y aún así, no es totalmente seguro que vuelvas a ver. ¿Sigues
decidido a intentarlo?
—He dicho que haré lo que sea necesario.
—Me gusta ese poder de convicción, te aseguro que lo vas a necesitar.
—Estaría un año si hiciese falta. Cualquier cosa por recuperar la vista. Por tener la oportunidad
de ver el rostro de Dhalvia.
RESISTIR LO IRRESISTIBLE
Tras el humeante suplicio, el maestro se siente tan animado como yo y toma la palabra.
—Ahora empieza otra vida para ti. No la desperdicies.
—Puedes jurarlo.
—Apenas has recuperado la vista y ya la tienes nublada por el odio. Creo que tendré aún mucho
trabajo contigo, Kasim. Si tu padre no tuvo ocasión de enseñártelo cuando estabas a punto de
convertirte en un hombre, seré yo quien te lo diga: lo difícil no es recuperar los músculos, sino
templar los nervios.
Abrumado por los recuerdos, inclino la cabeza ante mi maestro.
—Sí me lo dijo. La última vez que cené con él.
—Pues va siendo hora de que sigas su ejemplo. Descansa ahora. Mañana empezarás a ejercitar el
cuerpo y, sí eres tan inteligente como creo, también usarás la cabeza. De nada te servirá lo uno sin lo
otro.
Los días pasan sobre las laderas de Nuwara Eliya y mis ojos las contemplan con la fascinación con
la que un niño contempla el mar por primera vez. Como dice Madhuni, la vista es un don muy
preciado, pero la naturaleza que es capaz de contemplar lo es mucho más. Hace varias tardes, nuestro
amigo cazador me trajo un arco y me invitó a acompañarle. Era mi arma con el que no practicaba
desde que era casi un niño, pero según me dice él muy complacido, parece que no he olvidado las
primeras lecciones. Gracias a ello, he podido sustituirle durante estos últimos días, en los que tuvo
que viajar a Kandy. Su mujer y sus hijos se han quedado con el leopardo. Me hubiera gustado tenerle
conmigo, pero entiendo que Ratnemá le confía el cuidado de los suyos cuando tiene que ausentarse
durante largos períodos de tiempo.
El maestro me anima a moverme lo más posible, a practicar la caza y reconocer de nuevo el
mundo iluminado por el sol: «No hay mayor desgracia que ser ciego en la isla resplandeciente».
Sus palabras nunca me decepcionan. Cada día, a la puesta de sol, regresa de recoger plantas del
bosque y las ordena con mimo en el interior de la cueva, explicándome con cariñosa minuciosidad
para que sirven, cómo florecen, cuánta vida retienen y qué regalan. Sus enseñanzas rara vez son
directas. Prefiere dispersarlas por la conversación, como lo haría un campesino sembrando una
buena cosecha.
Mi corazón va aplacando su odio y mis miedos adquieren el lugar que les corresponde. He
jugado mal y he perdido. Así que tengo que pagar el precio, un precio altísimo. Pero ésas son las
reglas.
—Creo que estás listo.
El maestro lo dice sin levantar la vista de sus raíces de jengibre, después de un duro día de
trabajo.
—¿Es que vas a echarme?
Madhuni sonríe y me mira con ojos de niño:
—Creo que por mucho tiempo que pases aquí, no aprenderás nunca a guisar. ¿Para que me sirves
pues?
Reímos como dos amigos, que es en lo que nos hemos convertido.
—¿Alguna enseñanza que hayas olvidado?
—Sólo decirte lo mismo que les digo a cada hijo de esta aldea cuando parte y a los hijos de los
reyes que me han visitado: ha sido una causalidad del destino y un gran honor conocer a otro ser
humano.
—¿No vas a explicarme nada sobre la brújula?
—No hay nada que explicar. La estrella está oculta por el último peregrino y la brújula señala el
lugar exacto. Si los custodios no son capaces de ponerse de acuerdo para juntar sus dos mitades,
nunca podrán encontrarla. Pero todo eso ya lo sabes. Lo que seguramente ignoras es que la estrella
sólo aparece si así debe ser.
—Según me explicó mi padre, los veddas tuvisteis un visión gracias a la joya resplandeciente.
¿Sabes si él experimentó alguna cuando la tuvo en su poder?
—Era tanta la sangre amada que había derramado para conseguirla que se limitó a guardarla
dónde nadie la encontrase, excepto yo. Sólo una vez tocó la joya y fue cuando accedió a
entregármela. Dijo que durante un instante, mucho más largo de lo que en realidad fue, se vio
acompañando a tu madre en la otra vida. Allí supo que las almas gemelas existen y que ellos dos lo
eran.
Ahora comprendo por qué estaba tan convencido de ello y no guardaba rencor a los malabos.
Sabía que volverían a estar juntos.
—Te gustaría saber adónde vas.
—¿Acaso tú lo sabes?
—Todos los seres humanos estamos hechos de dos mitades. Somos brújulas en el Universo
buscando el lugar de partida. Durante todas nuestras vidas aprendemos a caminar por innumerable
senderos que conducen al mismo lugar, al Origen, al Creador, al Infinito. De donde salimos.
Está atardeciendo y mis ojos, más vivos que nunca, se vuelven hacia la puerta de la cueva, que
recorta un paisaje de selvas y arroyos hermoso e indescifrable. Nuestro fiel amigo del pueblo vuelve
de su viaje a Kandy y asciende rápidamente por el sendero agitando la mano.
Como si no quedase nada por decir, Ratnemá irrumpe en la caverna para comunicarnos una
noticia sucedida hace pocas semanas: el rey malabo ha muerto. El vedda suspira profundamente,
mientras Sigiriya acude a frotarse contra mis piernas, fuertes de nuevo, dispuestas para emprender
camino:
—Es hora de que regreses. Pero recuerda: el final todavía no ha llegado. A estas alturas es
posible que Barujo tenga las dos mitades y haya ido en busca de la estrella. No quiero ni pensar qué
ocurriría si cayese en sus manos.
—Yo mismo se las cortaría.
UNA CEREMONIA REAL
an pasado tres semanas desde que mis ojos dejaron atrás las sombras y cuatro meses desde
H que mis pies abandonaron Polonnaruwa. Desde entonces han cambiado muchas cosas. Por
fuera me siento muy recuperado, mi cuerpo casi vuelve a perfilar la atlética figura que vestía
hace un trimestre. Sin embargo, el mayor cambio se ha producido en mi interior. Aquel vengativo
muchacho que partió a la aventura cargado de odio, de orgullo, de desprecio hacia la mujer y de
altanería se ha convertido en un hombre capaz de enfrentarse a su destino.
Madhuni me aconsejó cortar menos manos ajenas y más defectos propios. Espero comportarme
como un digno alumno suyo, pero sé que todavía debo mejorar en muchos aspectos. Cuando pienso
en Sinrén y Barujo, mi vista se vuelve a nublar con el espeso velo de la venganza. Tengo que hacer
verdaderos esfuerzos para controlar mi furia. Y es algo que necesito dominar cuanto antes ya que
estoy entrando en las pulcras cocinas del palacio real de Kandy y no sé lo que voy a encontrarme. Mi
principal objetivo es averiguar dónde se encuentra el curandero.
No conozco mejor sitio donde recabar la información que busco sin levantar sospechas. Ojalá
que Majidmo, el redondo cocinero, se acuerde de mí y siga teniendo la lengua tan larga como
entonces.
Nada más entrar en su oloroso reino de pucheros y marmitas, compruebo que todos los presentes
van de un lado para otro contagiados de un mismo frenesí. Chencalí, mi inseparable compañero,
divisa un tesoro de frutos secos y salta al suelo.
—Cuánto tiempo sin verte. Has debido hacer un largo viaje, muchacho.
—Ni te lo imaginas —confieso satisfecho al comprobar como el jefe de cocina me recuerda
perfectamente.
—Veo que has venido con un amigo bastante hambriento —dice señalando al mono que juguetea
mordisqueando un coco sin partir—. Te noto cambiado. Tu aspecto es distinto aunque me costaría
explicar en qué. Pareces más delgado o más mayor, no sabría decir.
Ha acertado en ambas cosas, pero eso no me preocupa.
—¿Qué tal va todo por aquí? —indago sin entrar en explicaciones.
—Pues imagínate, con la boda de por medio esto es una auténtica casa de locos —efectivamente
ésa es la sensación.
Cada vez que aparezco por estas latitudes, una noticia imprevista tiende a cambiar mis planes.
Espero que en esta ocasión no vuelva a suceder lo mismo que entonces. En cualquier caso, siempre
resulta más agradable una boda que un suicidio.
—¿Alguien va a casarse?
El cocinero me mira como si no diese crédito a lo que acaba de oír.
—Pero chico, tú en qué mundo vives. ¿Acaso no sabes que Belinia, la hija mayor del rey
contraerá matrimonio dentro de dos semanas?
—Acabo de llegar esta misma mañana. Llevo fuera mucho tiempo y cuando me fui no tenía
noticias de que hubiese un casamiento real tan próximo. ¿Quién va a ser el afortunado que se despose
con la princesa?
—Si apenas sabías quién era la reina Suna, a este joven tampoco lo conocerás. Se llama Sinrén.
El corazón me da un vuelco. Estaba sujetando un manojo de cilantros entre los dedos y, después
del comentario, sólo es un montón de hojas molidas en mi puño. Ya no resulta tan agradable la
noticia. Pienso en Madhuni y las venas vuelven a deshincharse, no quiero que mi confidente haga
conjeturas gratuitas. Debo serenarme.
—¿Dónde se va a celebrar la ceremonia?
—Está previsto que se celebre en los jardines de palacio. Será un enlace por todo lo alto, habrá
cientos de invitados, músicos, artistas y no sé cuántas sorpresas más. Hoy estamos bastante atareados
porque la princesa ha bajado acompañada por su futuro esposo y nos ha confiado la preparación de
los platos que se servirán en el banquete. Dentro de un rato degustarán lo que estamos cocinando y
estoy tan nervioso como un aprendiz.
Su tono de voz y la amplia sonrisa transmiten una enorme satisfacción por la confianza en él
depositada.
—Ya veo que andáis ajetreados. ¿Acaso la boda surgió de improviso?
—No me atrevería a decir tanto pero sí es cierto es que ha sido bastante precipitada. Será mejor
que te ponga al corriente de los últimos acontecimientos.
—Te lo agradecería.
¡Hay que ver lo que le gusta hablar a este hombre!
—Todo viene como consecuencia de la muerte del rey.
El suceso se veía venir. Falta saber si Barujo aportó su pequeño y siniestro grano de arena en el
desenlace final. Aunque tampoco es algo que me quite el sueño, su pérdida no afecta a mis planes.
—¿Cuándo ocurrió?
—Murió hace tres semanas, justo dos días después de anunciar el casamiento de su hija. Su
muerte fue repentina, nadie lo esperaba. Se había recuperado de su enfermedad y decidió viajar hasta
las playas del sur. A los pocos días de su regreso, una noche se retiró a descansar y ya no despertó.
Los consejeros reales acordaron que la boda no debía retrasarse porque nuestro pueblo necesita
imperiosamente nuevos reyes. Belinia, la hija mayor, y su prometido, el tal Sinrén, se van a convertir
en los próximos monarcas del reino malabo.
Majidmo piensa que no lo conozco, aunque por lo visto él tampoco. Poco sabe este cocinero de
cara sonrojada la desgracia que le ha caído encima a su pueblo. Y a los narubos también. Nuestro
rey, es decir mi hermano, va tener que relacionarse amistosamente con el asesino de nuestro padre.
No estoy dispuesto a consentir semejante barbaridad pero no acierto a imaginar cómo podría
desbaratar esa boda. Si encontrara el modo, lo intentaría aunque me fuese la vida en ello.
—Has comentado que será una ceremonia por todo alto y que acudirán muchos invitados. ¿Sabes
si asistirá nuestro amigo Barujo? Hace mucho que no sé de él.
—Uno de los consejeros me confirmó que estaba invitado. Como no tenemos reyes, ellos se
encargan de organizar el evento. A pesar de que al final el paciente muriera, el Consejo Real está
satisfecho por el tratamiento que empleó en la enfermedad. Durante sus últimas semanas, Barujo se
encargó de vigilar la salud de nuestro rey.
¡De vigilar! Yo más bien diría de exterminar. Con la mitad de la brújula en su poder es evidente
que sólo le interesaba la otra parte. Aún me escuece el comentario que hizo aquella tenebrosa
mañana, cuando interrumpió mi sueño entre voces y zarandeos. «Esto es la mitad de un artefacto que
sirve para localizar la estrella», dijo sin titubeos. Prueba palpable de que disponía de información de
primera mano. Karbán nunca se lo habría revelado. Tan sólo el rey Malabo, en un momento de
debilidad, podría haberlo hecho. O la malograda Suna, suponiendo que su esposo agonizante le
hubiese confiado el secreto. Pero no es momento ni lugar para devanarme los sesos en desentrañar un
misterio que, por ahora, no puedo resolver.
—Como te he dicho, hace tiempo que no veo a Barujo y me gustaría saludarle, ¿sabes si se
encuentra en palacio?
—Llegas tarde, se marchó ayer por la mañana. Al parecer les aguarda un largo camino. Lo sé
porque él mismo me lo confirmó al pasar por aquí para recoger unas sacas con provisiones.
—¿Iba acompañado?
—Vino escoltado por dos personas que no conocía. Recuerdo que uno era grande y fuerte. Tenía
cara de bruto. Llevaba en la mano una pica de las que usan los que montan elefantes.
Este hombre más que una fuente es un manantial de información. Ha quedado claro que los falsos
comerciantes viajan con él, sólo queda confirmar cuál es su destino y objetivo; detalles que se me
antojan sospechosamente conocidos.
—Pues yo pasaba por aquí para decirte que voy a ir a buscar las mejores especias de la isla.
Según he averiguado se encuentran en el noroeste. Por cierto, ¿te comentó Barujo adónde se dirigía?
—Simplemente dijeron que tenían que desplazarse a un lugar muy alejado pero que regresarían
antes de la ceremonia. Supuse que sería algún encargo del Consejo para la boda.
¡Lástima! Por un momento llegué a pensar que el ambicioso curandero habría cometido el error
de hablar más de la cuenta. Pero me temo que no es tan charlatán como el rey de los sofritos.
Debo darme prisa. Es posible que Barujo y sus perniciosas mañas acabaran por lograr una
confesión del moribundo monarca. Desde que murió, él o sus secuaces han tenido tiempo suficiente
para localizar la segunda mitad y preparar este viaje en busca de la estrella. Si en estos momentos
marchan juntos, nada bueno traman.
Inesperadamente, se acerca algo nerviosa una joven cargada con una bandeja de oro macizo y, sin
prestarme atención, habla en voz baja al oído del cocinero.
—Viene la princesa Belinia.
De improviso, se escucha a mi espalda una voz dulce y segura por encima de todas.
—Majidmo, estoy aquí de nuevo porque me gustaría hacer un cambio de…
¡No puedo creerlo! ¡Es ella! Esa voz es inconfundible. La reconocería entre un millón. Preso de
anhelos y temores, me vuelvo hacia su dueña como un relámpago. Y con el relámpago… el rayo. Me
deslumbra el rayo de luz que es su rostro. Un rostro hermosísimo que ha empalidecido en un solo
instante: al verme se ha quedado paralizada, no ha podido ni terminar la frase. El último hombre que
pensaba encontrarse en este mundo lo tiene delante tan petrificado como ella. Belinia es Dhalvia.
Ninguno de los dos se atreve a moverse, ni tan siquiera a respirar. Por mi forma de admirarla
comprende que he recuperado la vista. Lo sé porque está leyendo muchas cosas en mis ojos. La pena
es que no soy capaz de leer en los suyos del mismo modo. Acabo de aprender que las mujeres nos
aventajan en esa virtud.
—Dhalvia —me aventuro a balbucear de un modo casi imperceptible. Dudo mucho que se haya
escuchado más allá de mis labios, pero juraría que la futura reina ha sido capaz de leer en ellos.
Nadie habla, los presentes están contemplando la escena, rígidos por la tensión que se ha creado
entre nuestras miradas. Soy incapaz de apartar mis ojos de los suyos, de sus bellos y rasgados ojos
negros. Es un momento tan intenso que todo lo demás desaparece de mi campo de visión. Por un
momento, sólo estamos ella y yo.
—Creo que me confundes —dice endureciendo el gesto.
Todavía no ha acabado de hablar cuando Chencalí deja de comer semillas y salta sobre ella con
total confianza. La ha conocido tan bien como yo.
—Ruego me disculpes alteza, a mí y a mi mono —avanzo hasta coger al pequeño simio que no
quiere despegarse de ella. Tanto me acerco que percibo el delicado aroma que perfuma su piel
envuelta en un vaporoso vestido verde. Haciendo un esfuerzo por no abrazarla, sigo hablando—. Os
confundí con otra persona que se parece mucho a su alteza —hago una reverencia para salir
airosamente de la situación.
—Algunas personas se parecen o parecen lo que no son.
Una sutil invitación a que abandone cualquier intento de acercamiento. Su postura sigue siendo
inflexible. Y seguir conversando sería comprometerla. Una retirada a tiempo puede ser una guerra
ganada.
—Me marcho, Majidmo —comento, despidiéndome de él con un gesto amistoso. Luego, me
vuelvo para contemplarla, casi admirarla, una vez más—. Alteza, ha sido una causalidad del destino
y un gran honor conocer a otro ser humano.
Es la misma frase que usó Madhuni al despedirme y estoy seguro de que la empleó con ella.
Antes de abandonar la estancia, compruebo que ha captado el mensaje; en su mirada se refleja un
atisbo de curiosidad insatisfecha. Lo cual, en una mujer como Dhalvia o Belinia —que más da—,
podría ser una puerta abierta.
Salgo de palacio pellizcándome con fuerza en los brazos. Necesito comprobar que lo ocurrido no
es un sueño. Me siento tan entusiasmado que nadie puede ser más feliz que yo en toda la isla.
¡La he encontrado! O el destino lo hizo por mí.
Tiembla Sinrén. No sé cómo conseguiste embaucarla pero esa boda envenenada no se celebrará
mientras yo viva. Ni siquiera sé cómo voy a intentarlo ni el lío en el que me voy a meter. Sólo hay
una cosa segura: volveré para casarme con ella.
LA PERSECUCIÓN
i me acompañasen el maestro o mi padre, ahora mismo les estaría oyendo decir que la vida te
S envía señales continuamente y que, si estás despierto, serás capaz de reconocerlas. Hoy más
que nunca esas señales me indican que ya debería estar muy lejos de Kandy. Y en lugar de estar
a muchos kilómetros me encuentro en el centro de la ciudad rodeado de animales, carruajes y aperos
de lo más variado, por no mencionar la imponente algarabía que reina a mí alrededor. Necesito un
buen búfalo y un carro pequeño y ligero. Espero encontrarlos entre el hervidero de puestos y
viandantes que se arremolina en una de las calles principales.
Cuando ya hace rato que alcancé la zona de chalaneo más animada, tengo la sensación de que he
llegado tarde. Estamos tocando el final de la jornada y a estas horas los mejores ejemplares ya se
habrán vendido. Por fortuna, el dinero no es ningún problema. Madhuni, haciendo gala de un
desapego total por la riqueza, me regaló varios rubíes de diferentes tamaños y purezas. En una
faldriquera llevo la pequeña fortuna que me entregó sin darle mayor importancia. Dijo que comprase
con ellos lo que hiciese falta para encontrar la estrella.
Afanado en la tarea de ver reses, procuro darme mucha prisa, porque algunos mercaderes
comienzan a atar sus animales y dan por terminadas las ventas. A estas horas, quien no haya
comprado difícilmente lo hará en el poco tiempo que resta.
De pronto, diviso un búfalo de bella estampa y enorme alzada. Su dueño negocia con varios
compradores interesados en llegar a un acuerdo. La negociación está tensa, por las voces que dan no
parece que estén cercanas las posturas. Si no hay acuerdo es mi oportunidad.
—Éste el mejor toro de la comarca, no estoy dispuesto a malvenderlo. Sube un poco más y será
tuyo —escucho decir al desarrapado propietario. Por su aspecto, no comprendo como puede ser suyo
un ejemplar tan caro. Pero no debo juzgar por las apariencias, ni tengo tiempo de regatear.
—Toma, amigo. Te pago mucho más de lo que vale, pero necesito este búfalo inmediatamente —
expongo con autoridad acariciando el blanco pelaje del poderoso macho.
Pongo en su mano un rubí sin pulir que podría valer casi el doble de lo que pide. Agarro la brida
del toro y tiro de él sin que nadie ponga objeción alguna. El mercader todavía no sale de su asombro
y el resto de los presentes se apartan de mala gana. Aquellos que intentaban conseguir un buen
precio, me miran con cara de pocos amigos. Más bien de enemigos confirmados. No quiero
entretenerme más, los cuchillos que llevan al cinto no me inspiran excesiva confianza.
Pocos metros más abajo de donde realicé la primera compra, un artesano de la madera, tan
nudoso como una rama seca, muestra con orgullo un ágil carro de dos ruedas. Es muy probable que
no necesite vocear más las excelencias de su producto. Quizá sea mi día de suerte… y el suyo.
Tras varias incursiones en bulliciosos comercios de la ciudad, empiezo a creer que, efectivamente,
hoy es un gran día. Me voy muy satisfecho. Llegué a un buen acuerdo con el fabricante de carros,
adquirí provisiones, compré un equilibrado y potente arco con su juego de flechas y me adueñé de un
sable digno de un rey. No puedo pedir más. Pagué por todo bastante más de su valor, pero a cambio
conseguí lo verdaderamente importante: comprar en tiempo récord. Hoy más que nunca el tiempo es
oro. En mi caso, el tiempo son rubíes.
Intentando comer algo sin detener la marcha, enfilo la vía principal camino de las afueras. El
carro es ligero pero un tanto incómodo, lo cual no es óbice para que el brioso búfalo tire de él con
pasmosa facilidad. Si no hay ningún contratiempo y fuerzo el ritmo, mañana al mediodía podría
alcanzar a Barujo.
Hablando de contratiempos se avecina uno que no esperaba. Al alcanzar el último edificio de la
ciudad, un amplio recinto dedicado a la preparación de tinturas, tres individuos me cierran el paso.
Escondidos tras la caseta de entrada, aparecieron de improviso.
El más fuerte agarra las riendas y detiene la marcha del animal. Al observarle veo que se trata de
la persona que deseaba comprar el toro por debajo de su coste. Mucho me temo que ahora intenta
conseguirlo a un precio bastante más económico.
A los otros dos no los reconozco, pero no voy a esperar a que se presenten.
—¡Arre! —grito dando un latigazo en los cuartos traseros.
La res se encabrita y sale espantada hacia el interior de la fábrica. El que sujetaba las riendas
sigue agarrado a ellas sin pretender soltarse, aunque será difícil que aguante: el poderoso animal, con
más de mil kilos de peso, tiene tanta fuerza que lo lleva arrastrando por el suelo. Mientras, sus dos
compinches intentan obligarme a detener el carro saltando sobre mí.
Al primero lo echo fuera de una patada en el cuello, pero el otro consigue su propósito y me
agarra por la ropa enzarzándonos en feroz pelea, mientras Chencalí chilla de terror en un rincón del
carruaje. Forcejeamos encima del vehículo dándonos golpes de puño. Afortunadamente no ha
desenvainado el cuchillo del cinto. Necesita las dos memos para golpearme y aferrarse al carro, que
cada vez se bambolea con más violencia. Cuando mi enemigo me permite respirar, miro hacia
adelante y veo que hemos aumentado la velocidad considerablemente. Quien sujetaba las riendas ha
desaparecido, debió quedar atrás pisoteado por las temibles pezuñas del búfalo. El animal va
desbocado corriendo sin control por la zona de trabajo donde se almacenan los tintes y cuelgan
algunas telas empapadas de tinturas. Los trabajadores huyen despavoridos.
He distraído mi atención demasiado tiempo y recibo un golpe en el mentón que me deja medio
conmocionado. Intento recuperarme agachando la cabeza para protegerme de la lluvia de golpes,
mientras pienso en una acción arriesgada; necesito acabar con él… ¡Ya!
Dejo que el asaltante se coloque sobre mí, cediéndole la iniciativa. Cuando más confiado está
golpeándome, me encojo con rapidez y apoyo los pies en su estómago. Con todas mis ganas lo
empujó hacia arriba fuera del carruaje. El desdichado sale volando por los aires hasta caer de
cabeza en un pozo de tinte y queda tendido en él retorciéndose de dolor.
Mi preocupación ahora es frenar la furia del búfalo. Echo un vistazo y compruebo que estamos
saliendo de la fábrica por la parte trasera. Sentado y bien sujeto, observo que las riendas han
quedado sobre la ancha espalda de la res, justo donde resalta la joroba. Recupero mi arco del
revoltijo de compras que tabletean en el fondo del carro y, con grandes dificultades, trato de
«pescar» las riendas antes de que sea tarde y volquemos. Presiento que no voy a conseguirlo.
Entonces Chencalí, al que imaginaba acobardado en su rincón, salta sobre mi brazo y corre con
agilidad a todo lo largo del arco hasta atrapar las cintas de cuero que bailan sobre la grupa del toro.
—¡Vamos Chencalí, agárrate fuerte y tráemelas!
¡Ya las tengo! Un recio tirón consigue reducir la velocidad y el nerviosismo del búfalo.
Salto a tierra y compruebo los daños: salvo algunos trazos de tintura que nos cruzan el cuerpo
como latigazos, el asalto no ha producido mayores consecuencias. Palmeo las poderosas ancas del
toro que aún respira aceleradamente.
—Está bien, tranquilo… tranquilo. Salgamos cuanto antes de aquí o no les alcanzaremos.
Chencalí salta a mi hombro y le dedico una caricia de gratitud —muy bien, amigo, Kaladi estaría
orgulloso de ti.
Recojo las riendas y emprendemos la marcha en pos de Barujo sin perder un instante. El tiempo
sigue avanzando y la carrera contra mi desventaja también. Una pugna con sólo dos participantes y
una única recompensa: la estrella de fuego. Acabar segundo no tiene premio de consolación.
K URUNEGALA
esconocía por completo dónde se encontraba ese lugar. Madhuni tuvo que sacar un vetusto y
D curtido mapa pintado sobre una piel de mono para indicarme el emplazamiento dónde había
escondido la joya resplandeciente. Él no necesita brújula para encontrarla. Pero su respuesta
fue menos concisa de lo que me hubiese gustado: la enterró al pie de una enorme roca negra llamada
Etagala. Extraño lugar para ocultar tan extraña pieza. Según señaló, la gran roca se alza dominante
junto a una población famosa por sus bellos y antiguos templos. Una ciudad que sí tengo ubicada en
la cabeza y que antaño soñé con poder visitar. Su nombre: Kurunegala. Está situada al noroeste de
Kandy, a unos dos días de camino si paras a descansar. Llevando un búfalo joven, fuerte y rápido, se
podría llegar en una jornada completa con noche incluida. Siempre y cuando haya buena luna.
Tuve suerte, anoche lucía una bien hermosa. Era cuestión de aprovecharla. Como decía mi padre,
las noches no tienen pared y la nuestra tampoco las ha tenido. Después de la cena descansamos un
rato tan breve que no supo a nada. Luego, ya de madrugada, disfrutamos de otro más largo justo antes
del bello amanecer. Espectáculo que me hubiera gustado ver desde la cima de la roca negra. El
maestro se deshizo en halagos a la hora de describir cuán hermosos son de contemplar desde allí
arriba y mi corazón no pudo evitar un pensamiento lánguido hacia Belinia. ¡Cómo me gustaría
disfrutar uno de ellos en su compañía!
La mañana muestra un sol pleno de vitalidad, pero nuestros cuerpos no lucen tan lozanos y se
resienten por el gran esfuerzo. Aunque mi búfalo es un luchador infatigable y no ha protestado nada.
En eso me recuerda a mí añorada Baruka: parece saber que sólo nos vale ganar y sigue apretando la
marcha. En cambio, mis músculos no responden de igual modo. El largo tratamiento de Madhuni para
recuperar la vista me agotó más de la cuenta y el tiempo de recuperación se me antoja ahora
demasiado corto. No estoy tan pletórico como pensaba.
En estos momentos lo que más temo es el encuentro con Barujo y sus cómplices. Si debo
enfrentarme a tres enemigos bien descansados, antes necesitaré recobrar la plenitud de fuerzas.
Gracias a mantener una marcha constante, poco después de mediodía ya estamos atravesando una de
las calles que circundan la bella Kurunegala. Pero no hay tiempo de detenerse a gozar con los
misterios de la ciudad. Estoy demasiado cerca de mi destino y cada paso que damos, aunque sufrido,
es un nuevo acicate para seguir adelante.
Madhuni, con el mapa en la mano señaló la situación correcta de la gran roca. No hacía falta, por
el tamaño y por su color se ve desde varios kilómetros a la redonda. Es como una caracola
gigantesca en lo alto de una loma. Ahora que apenas faltan unos cientos de metros, caigo en la cuenta
de que no nos hemos topado con Barujo. Solamente cinco elefantes se cruzaron en nuestro camino.
Ninguno de ellos iba montado por el grandón que le acompaña.
El sol está alto y fuerte, calienta de veras sobre mis espaldas y sobre la negra piedra que tiene una
temperatura casi ardiente. Hemos llegado. El lugar parece solitario, no veo a nadie por los
alrededores; solamente los árboles mudos y un rastro difuso de pisadas de elefante y algún carro.
Muy a mi pesar intuyo que he perdido la carrera. Sería la segunda que pierdo en pocos meses y
ambas contra mis peores enemigos.
Según el maestro, la estrella está enterrada en un rincón de la pared norte. Me oriento mirando al
sol y efectivamente compruebo que debo encontrarme a poca distancia de nuestro destino final. Sigo
el reguero de huellas y confirmo, desolado, que se dirigen al mismo lugar que yo busco. Desde hace
un rato, una extraña sensación invadió mi estómago y se niega a abandonarlo. Pensaba que cuando
alcanzase este lugar y momento estaría mucho más ufano, pero no ha sido así.
En un recodo bien protegido, distingo a cierta distancia un montón de tierra situado a la vera de
un hoyo demasiado sospechoso. Con las pocas ganas que tengo de correr, acelero el paso y me
arrodillo ante una especie de sarcófago profanado por algún ladrón. Mucho me temo que conozco su
nombre. Barujo no se ha preocupado ni tan siquiera de cubrir el escondite. Una tapadera ligeramente
rectangular aparece tirada sobre la hierba junto al hueco practicado en el duro terreno. El agujero
tendrá dos palmos de ancho por otros tantos de profundidad. Al palpar con la mano, todavía siento la
frescura en su interior. Aunque no soy un experto juraría que lo abrieron hace pocas horas. Doy la
vuelta a la tapa y observo que tiene perfilado un relieve con una estrella de siete puntas. Es el
escondite, no hay duda. Pero no hay ni rastro del cofre que contiene la joya resplandeciente. He
llegado tarde, pero por la mínima.
Apoyado en la parte más baja de la inmensa mole negra, el mundo se me cae encima. Pesa
demasiado sobre mis hombros. En estos momentos no podrían cargar ni el liviano peso de Chencalí
que, sentado frente a mí, mueve la cabeza mirándome como si quisiera consolarme.
Me siento un fracasado. No fui capaz de cumplir con la misión. He fallado a mi padre. Una vez
más me doy cuenta de lo terrible que es la venganza. Si no hubiese querido cobrármela a toda costa,
habría llegado hasta Madhuni con tiempo suficiente para venir a buscarla. A estas horas la estrella
reposaría en un santuario seguro.
No sé qué hacer. Me encuentro tan decepcionado que me faltan ideas. La mente se niega a seguir
empujando y el cuerpo se contagia de su apatía. Necesito descansar, dormir. Recordando las últimas
jornadas vividas me siento muy, muy cansado. Y lo que es peor: hundido por la derrota.
CARA A CARA
uándo la oscuridad es total, la llama más pequeña se convierte en una inmensa luz. Qué verdad
C encierra esa frase. Estoy convencido de ello porque experimento un cambio en mí.
Desconozco si esta descomunal roca azabache tiene alguna composición especial, pero de lo
que sí estoy seguro es que descansar en su regazo reconforta en grado sumo. Tras el reparador sueño
y un consistente almuerzo, mi sesera empieza a cavilar con nuevos bríos.
De pronto he caído en la cuenta de lo rematadamente torpe que he sido. En lugar de protestar y
maldecir, como hacemos siempre cuando las cosas no nos salen como pensamos, debería haber
buscado soluciones nuevas, alternativas al problema. Si lo hubiese intentado antes habría llegado a la
misma conclusión que acabo de obtener hace un momento. Barujo llegó hasta aquí por el mismo
camino que yo he usado, no hay otro. ¿Cómo es posible que no nos hayamos cruzado con él?
Barajando las diversas posibilidades he llegado a la conclusión de que hay dos hipótesis que
tienen más consistencia que el resto. Puede ser que encontrase el cofre con el tiempo suficiente para
regresar a Kurunegala antes de que yo atravesase la ciudad. No sería raro que lo hubiese hecho, para
descansar y avituallarse antes de emprender camino de nuevo. O bien que hayan prescindido de esa
parada y regresado por otro lugar distinto, con el fin de ocultar el botín en algún recóndito escondite.
De las dos opciones, una resulta muy difícil de comprobar, pero la otra es bastante asequible. La
tengo a tiro de piedra. Estoy decidido a recorrer la ciudad de cabo a rabo. Si están allí, recuperaré lo
que nunca debieron profanar.
Residencias palaciegas, ornamentados templos y antiguas dagobas son víctimas inertes de una voraz
vegetación que los engulle a paso lento, pero que aún salpican de nobleza el carácter de esta ciudad
venida a menos. ¡Cuántos edificios con su orgullo dormido! Abandonados sin una causa aparente a
sus enemigos mortales, el tiempo y la selva. Nostálgicos reductos de tiempos pasados y esplendores
perdidos.
Soy un enamorado del arte y en otras circunstancias incluso hubiera disfrutado del paseo, pero no
es en los palacios ni en los templos desiertos donde tengo que buscar a Barujo, sino en lugares donde
se puede obtener alimento y descanso sin llamar la atención, donde los viajeros venidos de cualquier
parte se mezclan sin hacerse preguntas antes de seguir camino.
Ya he avanzado mucho, en esta ocasión la tarea ha sido bastante más sencilla de lo que había
supuesto: interrogué a varias personas por los lugares para hospedarse y dar refresco a los animales.
Enseguida supe el lugar donde podría estar alojado Barujo y sus secuaces. Sólo existe una posada en
toda la ciudad.
A pesar de que haya descendido el trasiego de visitantes, la hospedería se mantiene indemne contra
viento y marea. Comentaron que acoge un buen número de habitaciones y unos corrales amplios para
elefantes, búfalos y otros animales.
Cuando estoy a punto de traspasar la ornamentada puerta principal, ajusto bien el sable y
compruebo la tensión del arco y de mis nervios. Recuento las flechas y me cuelgo el carcaj. Todo
listo. Con un hormigueo en el estómago paso adentro observo los abigarrados relieves cubriendo
toda la pared que se muestra altiva a mi derecha. Tras caminar una veintena de pasos, llego a un
mostrador donde aguardan dos sirvientes con ropajes gastados por el uso.
—Busco a un hombre llamado Barujo —explico al de mayor edad. Un personaje de escasa
estatura, con rostro y carnes también escasas, pero que luce una amplia y servicial sonrisa.
—No recuerdo a nadie con ese nombre.
Debe conocer sobradamente a todos los huéspedes, porque ha contestado de inmediato.
—Es delgado, lleva un fino bigote y le acompañan dos comerciantes. Uno de ellos muy alto.
En mi mano, ha aparecido como por arte de magia el último rubí de mi faldriquera.
—¡Oh sí! Muy alto y muy grande —dice levantando las manos con exageración. A su lado debe
parecer un verdadero gigante—. Ya sé de quién me hablas, aquí se presentó como Ongo, un tratante
que estaba de paso. Venía con dos personas más. Nunca había visto a nadie tan enorme como su
amigo. Era casi como Etagala.
La noticia me llena de tranquilidad… en parte. Lo mejor es que, por fin, los encontré. Lo peor: el
nerviosismo que se apodera de todo mí ser. En plena ciudad va a ser muy complicado enfrentarse a
tres contrincantes. Máxime si entre ellos figura una bestia con más de cien kilos de músculos.
—¿Se encuentran ahora mismo en la posada?
Aguardo la respuesta con un nudo en la garganta.
—No están. Llegaron ayer por la tarde. Venían con dos elefantes y un carro. Pero hoy, a media
mañana, decidieron partir. Según tengo entendido se marcharon después de terminar su trabajo que,
por cierto, tuvo que ser muy breve; apenas unas horas.
Agradezco efusivamente la información entregándole la piedra y salgo del lugar en busca del
carro que dejé en la parte trasera.
También es casualidad. Creo que cuando yo llegaba a Kurunegala y tomaba una calle secundaria,
ellos deberían ir saliendo por la principal. Por esa razón no nos encontramos. De lo cual ahora me
alegro. Con lo cansado que estaba, si nos hubiésemos enfrentado yo habría llevado la peor parte,
estoy convencido. Sin embargo, en el camino de vuelta es posible que tenga una mejor oportunidad.
Hace ya un buen rato que anocheció y nos encontramos a mucha distancia de las últimas y
humildes casas que nos vieron pasar. Estaban próximas a la bifurcación donde se separan los
caminos; uno a Kandy y, el otro, hacia Dambulla y Polonnaruwa, esa añorada ciudad donde deben
estar aguardando alguna noticia sobre mi paradero mi hermano Lanka y mi hermana Alea, mis
amigos, Baruka… Todo lo veo demasiado lejano en este momento y lugar. Como si hubiesen pasado
años.
Agradezco sobremanera la poderosa mano del destino aliándose conmigo; podemos viajar de
noche gracias a una magnífica luna y a la ausencia total de nubes. Ni tan siquiera necesito usar la
lámpara de aceite y, de ese modo, difícilmente podrán descubrirnos entre las sombras. He decidido
perseguirlos cuando reina la oscuridad, porque durante el día es complicado acercarse sin ser visto.
Desconozco dónde se encontrarán pero no sería extraño que pronto nos topásemos con ellos.
Estoy seguro de que vuelven sin ninguna prisa. Ya tienen lo que buscaban.
La falta de visibilidad nos obliga a ralentizar el paso, pero gracias a la luna avanzamos más
rápido que anoche. Mientras las fuerzas acompañen procuraremos mantener el ritmo, deteniéndonos
lo justo para no agotarnos. Sentado sobre la ruda tabla del carro, con las posaderas y la espalda
doloridas por las horas y el continuo traqueteo, me pregunto cómo voy a reaccionar cuando encuentre
a Barujo y sus cómplices. Tendré que obligarles a devolver la estrella y no se negarán por las
buenas. Veremos entonces si Ratnemá el cazador tenía razón y mis viejas lecciones dan su fruto de
sangre.
Pero hay algo más, algo que me tiene completamente obsesionado. Necesito resolver un asunto
pendiente que se clavó en lo más profundo de mi alma aquella horrible noche, cuando descubrí que
había violado a Belinia en lugar de a Suna. El odioso curandero tiene que darme unas cuantas
explicaciones, al margen de aclarar algunas sospechas que me rondan la cabeza desde entonces.
Cuando llevo un rato pensando en alguna estratagema que me permita encararme con ellos, el
corazón se acelera. Realmente estoy en racha, me ha parecido divisar una luz a lo lejos.
Tenso las bridas para que el sudoroso búfalo aminore la marcha. Llegando al siguiente recodo
del camino, a más de un centenar de metros, hay un fuego junto a una de las escasas cabañas que
flanquean la ruta hasta Kandy. Será mejor apartarse del sendero y echar un vistazo campo a través.
Guardando una distancia prudencial, ato el carro a un árbol y obligo a Chencalí a acostarse en él.
Se le ve tan asustado como yo. Me mira y sin moverse se aplasta a la madera tapándose él sólo con
una tela. Intuye que va a ver refriega.
Lo primero será averiguar quiénes son esos viajeros. Despacio, procurando no hacer ningún
ruido, me acerco hasta donde considero prudente hacerlo. Rodeado de anchos árboles y protegido
por las sombras, analizo el terreno y la situación.
He conseguido situarme a poco más de treinta metros del objetivo. Levanto la cabeza sobre unos
arbustos y una nueva desilusión se apodera del ambiente: sólo distingo dos figuras sentadas junto al
fuego. Todavía están demasiado lejos para reconocer sus caras. Sigo avanzando entre los matorrales
y el ulular del bosque. Al fijarme nuevamente, todo cambia. El contorno de la silueta más fornida
aleja mis temores: es casi tan grande como Etagala. Reconozco a los personajes que descansan
iluminados por las llamas de la hoguera. Son el grandón y Barujo. Siguiendo con la exploración
solamente distingo un elefante y un carro, lo cual significa que el otro comerciante se ha adelantado o
ha emprendido un camino distinto. Ahora que ya sé a quién me enfrento y dónde, debo pensar la
estrategia definitiva. Al menos, es un alivio haber eliminado a un enemigo antes de la batalla.
Agazapado en mitad de la penumbra, calculo mis posibilidades y llego a la conclusión de que mi
única ventaja es la sorpresa. El soberbio arco que compré en Kandy se muestra muy inquieto entre
mis manos. Ya cargado con una flecha de arpón abierto que, clavada a corta distancia, ocasiona
serios destrozos. Firme y templado, decido actuar.
Sigilosamente, avanzo escondiéndome hasta alcanzar el grueso tronco de un árbol caído que está
situado a unos pocos metros frente al fuego. Respiro hondo y aprieto los dientes. ¡Alla voy!
—¡Quietos! ¡No os mováis! —grito tras salir de mi escondite con el arma tensada al máximo.
Los dos reaccionan con presteza y se incorporan en una fracción de segundo. Con la punta
señalando a uno y otro alternativamente, voy avanzando para asegurar un posible disparo. Me alegro
de haber escogido esta posición, las llamas situadas frente a ellos ayudan a seleccionar mejor el
blanco en caso de que el arco se vea obligado a hablar por mí y ellos aún no pueden verme con
claridad.
Cuando al fin lo hacen y me reconocen, la figura más corpulenta se agacha para coger algo del
suelo. Con inusitada rapidez para un hombre de su estatura y peso agarra un cuchillo ancho con
intención de lanzármelo. Por su parte, Barujo hace ademán de tomar su arco. No puedo impedir
ambos movimientos con un solo dardo. Debo escoger.
Suelto los dedos y la flecha sale disparada. Observo el corto y veloz vuelo hasta que atraviesa el
cuello del gigante. Al mismo tiempo, veo un objeto puntiagudo que se acerca a mi cara. Azuzado por
la tensión, el cerebro da la orden precisa y mi cuerpo esquiva el puñal en el último instante. Un acto
reflejo que me sorprende incluso a mí mismo.
Sin apartar la mirada del frente, alzo mi diestra para coger una nueva flecha del carcaj. Cuando
ya estoy montando el arco veo que Barujo está haciendo lo propio con el suyo. Hay que moverse con
extrema rapidez. Nos miramos con el relumbrar de la hoguera prendido en los ojos, mientras nuestros
músculos se tensan obligando a la madera a alcanzar su posición más incómoda.
Cuando nos apuntamos el uno al otro, el tiempo se detiene. Ninguno de los dos se atreve a
disparar. Ladeados para ofrecer un blanco menor, aguardamos un momento de debilidad en nuestro
oponente. En la apacible noche, rota por la lucha, sólo se escuchan los sonidos guturales que salen de
la destrozada garganta del hombre caído en el suelo sin poder mover brazos y piernas. La punta de
hierro es muy probable que le haya partido el cuello y nada se puede hacer por él. Prefiero no
reflexionar, temo que si lo hago no tendré fuerzas para enfrentarme a mi peor enemigo. Y nunca
volveré a tener una oportunidad semejante. Necesito aprovecharla.
—La estrella que tienes no es tuya, será mejor que la devuelvas.
Su rostro acusa el esfuerzo de mantener tenso el arco. Aún así, puedo percibir una mueca de
asombro cuando le menciono la joya.
—Me sorprendes, Kasim. Estaba convencido de que habías muerto. En aquel incienso coloqué el
suficiente veneno como para matarte. Ya veo que me equivoqué.
—Te has equivocado muchas veces en tu vida. Deja en el suelo el arco y entrégame lo que te he
pedido.
Inmóviles como dos figuras de barro próximas a desmoronarse, seguimos apuntándonos al
corazón.
—Llegas tarde. En estos momentos va en dirección a un lejano destino.
Por el tono y su expresión de seguridad, el comentario suena a verdadero. Y si realmente lo es, la
situación es de nuevo incierta.
—¿A quién se la vas a entregar?
—No seas ingenuo, sabes que no gano nada con decírtelo.
Es preciso confirmar o desechar sospechosos.
—¿Tal vez a Sinrén?
—¡Ay, Kasim! Pensaba que eras bastante más inteligente. ¿Cómo va a ser ese mal nacido? Ya
deberías saber que le odio. Me robó una reina.
No puedo consentir que a mí también me robe la mía. Pero la revelación de Barujo echa por
tierra una de mis creencias, la de que eran cómplices. Por fin descubro que se trataba de todo lo
contrario: eran competidores.
—Tú la mataste.
—Tú tuviste la culpa.
—¿Yo? Creo que desvarías —tratarlo de loco puede ser peligroso, pero enervará su orgullo.
—No menosprecies mi inteligencia, príncipe arrogante. Mi plan era perfecto pero ella me
traicionó, no lo supe hasta que tú la desenmascaraste. Confirmarme que Sinrén era su amante fue un
varapalo demasiado duro. No lo podía creer —es cierto, aún puedo recordar la cara descompuesta
de Barujo cuando se lo conté—. Le di lo que se merecía.
La conversación se alarga y los brazos se resienten. Barujo sabe que no puede aguantar mucho
más y empieza a tener miedo: está ante un tirador joven que no tiene prisa. Pero no se va a rendir, lo
veo en su mirada. A esta distancia tan cercana, los dos acertaríamos aunque no fuésemos grandes
arqueros.
Sólo hay un camino: arriesgar.
De repente, llevando la cuerda a su máxima tensión sin que lo espere, doy un gran salto hacia mi
izquierda. En pleno vuelo suelto la cuerda y la flecha corta el aire con tanta velocidad y precisión
que Barujo no tiene ninguna oportunidad. Un quejido seco y profundo sale de su boca mientras su
disparo se dirige en la dirección justa, pero falto de fuerza. Soltando el arco para restañar la herida
de su hombro con ambas manos, aún tiene tiempo de descubrir que ha fallado el tiro. La saeta quedó
clavada a mis pies, en medio de la hierba.
Me levanto como una exhalación y salgo corriendo hacia mi oponente quien, olvidando la flecha
que le desgarra la carne, se prepara para luchar cuerpo a cuerpo. Pero no está en condiciones de
hacerlo. Antes de que pueda echar mano a su cuchillo, le doy un tremendo puñetazo en la mandíbula y
Barujo cae al suelo como un saco lleno de cocos.
Inmediatamente, compruebo que su compañero el gigante yace ahogado en su propia sangre. Ha
dejado de moverse. Miro ahora hacia el bosque, por si un ataque imprevisto del desaparecido tercer
hombre pudiera producirse. Pero no, ése está ya muy lejos. Barujo lo ha dicho con la satisfacción de
quien sabe su tesoro a buen recaudo. Y le creo.
Tendido y todavía conmocionado, intenta abrir los ojos.
—He tenido suerte, sigo vivo. Pero tú no tanta: sigues vivo. Y ahora vas a decirme cuanto quiero
saber.
—Pierdes el tiempo, no voy a contar nada. Lo negaré todo —protesta entre lamentos.
—Piénsalo mejor: no tengo que decirte a ti, curandero, lo que vivirás en ese estado si no te
arranco la flecha y te aplico una cura como es debido —un relámpago de temor le ensombrece el
rostro—. Percibe la humedad de la noche, la herida no tardará en pudrirse. Después vendrán la
fiebre y la debilidad. Dentro de unas horas, apenas podrás moverte; estarás a merced de las fieras.
Eso si tienes suerte, porque a lo mejor se limitan a esperar que te hayas muerto para devorarte a
gusto.
Le cojo de la túnica cubierta de sangre y le agito para que sepa cuánto dolor tendrá que soportar
antes de que todo acabe.
Ahora está listo para responder.
—¿Porqué mataste a Suna? ¿Cuál fue su traición?
—Tenía un acuerdo con ella: gracias a mis fórmulas secretas acabaríamos con el rey sin dejar
rastros que nos inculpasen. Luego habría tiempo de sobra para pensar en el casamiento.
—Usaste tus famosos filtros y hechizos de amor para que ella se enamorase de ti y luego Suna los
usó para enamorar al rey. ¿Planeabas su muerte con la intención de usurpar el trono?
Barujo asiente con mirada retadora. Se diría que en cierto modo disfruta de compartir con alguien
lo que él considera una muestra de su talento.
—Pero todo cambió cuando entendiste que ella no pensaba casarse contigo, sino con otro —el
hechicero aparta la vista, incapaz de admitir su descuido—. Supongo que la estrella fue un hallazgo
inesperado. ¡Habla!
Barujo vuelve a mirarme. En este terreno sí se siente seguro. Sabe que no la localizaré sin él.
Pero el lugar donde pueda encontrarse ahora la joya es el único secreto por el que está dispuesto a
morir.
—El astro resplandeciente apareció en escena cuando una noche el monarca empezó a delirar a
causa de la fiebre. Relató a su mujer la historia de las dos mitades de un objeto que, al juntarse,
señalaban el lugar donde se escondía la famosa estrella de siete puntas…
Yo mismo voy encajando piezas a medida que escucho su confesión: Suna, cegada por el deseo
de conseguir la joya y todo lo que representa su posesión, ordenó robar la mitad de la brújula a mi
padre, asesinándole si hacía falta. Imagino que describiría a Barujo qué aspecto debía tener cada
parte y por eso él la reconoció al encontrarla en mi zurrón.
Aún queda algo por decir. Algo que necesito saber a toda costa:
—Puede que tus pócimas sean eficaces pero fallaron con tu reina, Sinrén la conquistó.
Comprendo que quisieras vengarte de ella, pero Belinia no tenía ninguna culpa, no merecía ser
víctima de tus sucias maquinaciones. ¡Eres un ser despreciable!
—No creas que tú eres mucho mejor yo. Lo que hiciste no es digno de alabanza —me responde
con una sonrisa malvada—. Aquel día, cuando explicaste la trama que urdían Suna y ese carroñero,
me sentí confundido, lleno de ira al descubrir su traición. Luego, cuando trazaste el plan para
violarla, volviste a darme la solución al problema. Mi venganza iba a ser doble. Hace un tiempo,
Belinia sospechaba que yo estaba manipulando la salud de su padre. Convenció a varios consejeros y
logró echarme de palacio. Entonces decidí que algún día iba a pagar caro por ello. Yo sólo me serví
de tu venganza para cumplir la mía. Aquella noche fue completa. Todavía recuerdo los ojos
desorbitados de Suna cuando la estrangulé con mis propias manos.
—Nos vamos a Kandy.
—Nunca podrás demostrar nada. Será tu palabra contra la mía. Sin pruebas no hay delito.
—Eso ya lo veremos. Y ahora toma, muerde este palo, lo vas a necesitar.
INCRIMINACIÓN
a princesa y sus consejeros te aguardan —dice un joven de rostro afilado y grandes ojos
— L saltones.
Ha llegado el momento. Respiro hondo y sigo sus pasos hasta llegar a un salón muy
amplio donde destaca, a mano derecha, un escalón elevado sobre el que reposa un cómodo asiento
ocupado por Belinia: severa, inmóvil y completamente vestida de blanco, como la estatua de una
diosa bella y terrible. Todo el Consejo malabo acompaña a la futura reina en esta difícil entrevista.
Es el primer acto oficial en el que participa como candidata al trono.
Con paso sereno y firme, camino hasta situarme frente a ella. Hago una leve reverencia y aguardo
a que tome la palabra. Belinia no sale de su asombro, me observa intrigada y confusa. Debe pensar
que soy su pesadilla, ella esperaba recibir a Kasim, el hijo del rey narubo, no a un forajido como yo.
Al verme aquí, plantado a sus pies, la sorpresa la ha hecho enmudecer. Jamás llegó a pensar que
podría ser un auténtico príncipe. Por su mirada sigue sin creerlo.
—¿Puede saberse qué clase de broma es ésta?
Los consejeros muestran extrañeza al oír sus palabras. Mirándose unos a otros, ninguno se atreve
a decir nada ante la patente crispación de la princesa. No me queda otro remedio que llevar la
iniciativa.
—Alteza, mi nombre es Kasim y vengo a explicaros por qué he traído a Barujo hasta Kandy.
En este mismo instante, el perverso curandero sigue retenido en una dependencia de palacio hasta
que se compruebe que mi incriminación tiene solidez. Pero, dado el curso que están tomando los
acontecimientos, no estoy seguro de que mi acusación llegue a formularse siquiera. Belinia se ha
incorporado visiblemente ofendida.
—¡Tú no eres hijo de Karbán! Confiesa, ¿quién eres?
Un hombre de barba canosa y turbante rojo se dirige a ella tratando de calmarla. Vi a ese hombre
en Polonnaruwa, durante las celebraciones del Manhatba.
—Belinia, este joven en verdad es un príncipe narubo llamado Kasim. Mi hijo Sinrén compitió
con él en la última carrera de elefantes. Aunque está más delgado y no lleva ropas ni joyas que lo
identifiquen, puedo asegurar que es él, no hay duda.
Acabo de reconocer al padre de mi mayor adversario. Probablemente el único que sigue vivo y
libre de cargos. Pero ahora no puedo pensar en ello. Belinia y sus consejeros aguardan mi siguiente
intervención.
—Te ruego disculpes mi pobre atuendo pero hace meses que estoy ausente de palacio. Sería una
historia larga de contar y creo que no es el momento oportuno para hacerlo. Ahora el asunto que nos
ha reunido es otro muy distinto. Barujo confesó esta madrugada ser el autor material de la muerte de
la reina Suna y, probablemente, de tu padre, rey de los malabos.
Ante el peso de mi denuncia, decide sentarse a escuchar o a recuperar el equilibrio perdido, no
sabría decirlo. Sus hermosas facciones se agudizan con los peores recuerdos de su pasado más
reciente y reflejan un hondo pesar. Diría que la situación sobrepasa su capacidad para asimilar tantas
y tan duras emociones. Pero consigue sobreponerse y sus ojos se clavan en los míos. La miro sin
pestañear, procurando darle a entender que tengo mucho que contarle. Desgraciadamente, no estamos
solos.
—Él niega todas las acusaciones y asegura que sufrió un ataque por tu parte sin mediar
provocación —interviene un miembro del consejo en tono tajante.
—Era de esperar. Como es lógico, no va confesar un magnicidio como el que cometió, así, sin
más. Él cree que no hay pruebas suficientes para demostrar su culpabilidad, pero se equivoca.
—Deberías sopesar tus palabras, príncipe Kasim, tienes que estar muy convencido para
exponerte a hacer una afirmación de este tipo. ¿De veras crees que podrías demostrarlo? Piensa que
está en juego tu reputación y credibilidad —advierte con cautela el padre de Sinrén.
—Conozco la manera de hacerlo, pero necesito tiempo. Si me concedéis dos semanas, espero
poder aclarar todo lo que sucedió. Mi intención es proponer al Consejo volver a reunirnos de nuevo
en esta misma sala justo un día antes de la boda. Puedo asegurar que va a merecer la pena.
Con la mirada reto a los presentes. Después de observarlos a todos, sé que están dispuestos. Tan
sólo me falta saber la respuesta de Belinia. Con ella es diferente, sigo sin ser capaz de traspasar su
armadura. Sólo me queda invocar su bondad de corazón y el valor de su estirpe:
—Apelo a vuestra buena voluntad de mantener relaciones cordiales con nuestro pueblo. Aunque
sólo sea por la memoria de nuestros padres creo que deberíais concederme esa oportunidad.
Mis palabras han conseguido al fin doblegarla. Aunque su gesto apenas se suaviza, sus ojos me
dicen que va a consentir. Sé que tiene muchas preguntas pendientes de resolver y yo tengo las
respuestas que busca. Es preciso que conozca toda la historia sin que falte el más mínimo detalle.
Muy pronto pienso aliviar sus pesares.
—Quiero descubrir toda la verdad. Por lo tanto, si el Consejo lo considera oportuno, te
concedemos el tiempo que solicitas. Dada tu postura y convicción, deduzco que sabes mucho al
respecto, y yo necesito saber.
ALIVIAR SUS PESARES
sta tarde localicé a Inet y la convencí para que hiciese de intermediaria. Si mi amada confía en
E ella, yo también lo haré. Previamente a explicarle cuáles eran mis intenciones, tuve que pasar
por un amargo trance: comunicarle que su hermano, el valeroso Kaladi, había muerto por
salvar mi vida. Reaccionó como si ya supiese la noticia. Chencalí se lo había hecho saber cuándo se
abrazó a ella. Con gestos y gimoteos dio a entender lo mucho que echa de menos a su amo. Antes de
que le contase los detalles, sus ojos nadaban en lágrimas. Sin embargo, nada empañó el afecto que
siente por mí y me demostró que es una persona fiel y de absoluta confianza. Lo cual significa que
Belinia, aunque justificase una razón de peso para abandonar el palacio y marchar a su humilde
poblado convertida en Dhalvia, no le ha contado nuestro doloroso secreto.
Tras el mal trago, expuse con transparencia cuál es mi verdadera identidad y cuál mi
planteamiento. Me marcho y no volveré a Kandy hasta el juicio. Antes de partir necesito tratar con
Belinia un asunto muy importante que no puede esperar tanto tiempo. Y preciso verla a solas, sin
pretendientes que la vigilen ni miradas que nos cohíban. En un ambiente donde ella se sienta segura.
La sirvienta y amiga supo hacer su trabajo a la perfección. De nuevo me he visto huyendo de la
luz y buscando las sombras de la noche. Tras una breve incursión en la primera planta, me hallo en el
punto de encuentro. Ella accedió a verme en sus aposentos.
Quizá sea ésta la mejor manera de superar la difícil prueba que el destino nos deparó. Debo
admitir que es una mujer valiente. Los dos volvemos a encontrarnos en el lugar del crimen. Cara a
cara en su dormitorio. Pocas mujeres serían capaces de hacerlo. Además de amarla, la admiro.
—¿Qué es eso tan urgente que necesitas confiarme? —Su voz resuena en la madrugada tan
solemne como su serena presencia.
Sentada sobre el lecho, lleva el cabello recogido y luce el mismo sari blanco que llevaba en la
recepción, pero la expresión de su rostro es todavía más distante y fría si cabe. Esta noche parece
más inquebrantable que nunca.
—Antes de llegar a eso necesito explicar otras cuestiones…
—Si pretendes excusarte por tu comportamiento, pierdes el tiempo. No hay excusa posible ni
pienso escuchar nada que me haga recordar un capítulo de mi vida que pertenece al pasado.
Lamentable pasado del que no quiero acordarme. Murió.
No me ha dado ninguna opción. Su rostro refleja el estado interior en el que se encuentra. Toda
ella es una puerta cerrada e inaccesible. Pero sé que detrás vive una mujer muy distinta, una mujer
incomparable por quien merece la pena luchar. Y al que merece la pena defender, suceda lo que
suceda.
—Hace un tiempo descubrí a Sinrén y Suna conspirando contra tu padre. Pretendían eliminarlo
para después casarse y reinar sobre vuestro pueblo.
Belinia se pone bruscamente en pie:
—¡Me niego a creer tus palabras!
El asunto, lejos de suavizarse, puede empeorar aún más. Pero al menos he conseguido fijar su
atención en un problema distinto al que tanto la martiriza. Intuyo que ése es el único camino.
—Comprendo que sea difícil de aceptar y mucho más en tu caso. Muy pronto podría convertirse
en tu esposo. Imagina compartir lecho con alguien que pretendía acabar con la vida de tu propio
padre.
—¿Por qué me torturas de esa manera? ¿Por qué he tenido que conocerte? Cada vez que estás
cerca de mí aparece un nuevo sufrimiento.
Retiene las lágrimas a duras penas tras los enrojecidos párpados. Pero es necesario que alguien
le abra los ojos. Siempre será mejor que sufra un desengaño ahora que todavía está a tiempo, a
vivirlo después cuando todo resulte mucho más doloroso. Nosotros mismos somos la prueba.
—Dime, ¿qué quieres de mí? ¿Acaso no has tenido ya suficiente con haberme partido el corazón?
—Ante todo no quiero que sufras más, ni ahora ni nunca. He venido a demostrar la culpabilidad
de Barujo y a desenmascarar a ese impostor que pretende casarse contigo.
—Es cierto que nunca me has mentido, pero tendrás que demostrar cada palabra que dices. La
única razón por la que he querido recibirte es por la memoria de mi amado padre. Aseguras conocer
toda la verdad. Bien, demuéstralo. No podré descansar hasta que el causante de su muerte se
encuentre cara a cara con la justicia. No deseo venganza. No quiero rebajarme tanto. Sólo puedo
compadecerme de esa persona, ya que su alma permanecerá sucia para siempre. Mi padre y Madhuni
me enseñaron a tener compasión y a no ser cruel. En esta vida de sufrimiento se dieron cuenta de que
al hombre no lo hace más fuerte la guerra sino el amor.
—Primero demostraré lo que digo y luego demostraré que te sigo queriendo —expongo con
vehemencia.
Pero Belinia no me escucha, necesita sacar todo lo que lleva dentro. Y debo dejar que se
desahogue.
—Te presentas ante mí con aires de grandeza y no eres capaz de ver más allá. Me siento apenada
por tu alma ciega. ¿Sabes lo que me da más pena de ti? Que no hayas logrado comprender el tormento
que me ocasionaste. Me has matado por dentro. Me has arrebatado mi bien más preciado. Ya te
escuché aquel día que dijiste que las mujeres no somos iguales que los hombres, y ¿sabes qué? Me
alegro de no serlo para no ser como tú. Utilizas a las mujeres para darte placer. Destruyes corazones,
pero eso a ti, ¿qué más te da? Sólo buscas tu propio bien, cueste lo que cueste. No te preocupas por
el sufrimiento de nadie. Sólo por el tuyo propio. Quien es capaz de hacer algo como lo que hiciste,
no tiene perdón posible. Eres despreciable y por mucho que lo intentes no lograrás limpiar tu falta,
porque si algún día aprendes de tus errores, te darás asco a ti mismo. No podrás seguir viviendo en
paz. No basta con arrepentirse.
Reconozco que hasta ahora no he sabido valorar cuánto daño le causé, pero empiezo a
entenderlo. Puedo imaginar su dolor porque el mío en estos momentos es insoportable. Sus durísimas
palabras acaban de matar mis ilusiones, han cercenado de cuajo la convicción de que podría
perdonarme. Pensaba que iba a hacerlo pero me equivoqué. Nunca lo hará.
—Todo fue una siniestra manipulación. Barujo me engañó y me hizo creer que eras la reina Suna.
Ella estaba detrás del asesinato de mi padre y… reconozco que obré mal, muy mal. Ahora me
arrepiento de lo que hice. Jamás debí cometer esa vejación, ni tan siquiera ella se merecía semejante
castigo. Me dejé llevar por la ceguera de la venganza y cometí el peor de los crímenes: ultrajar lo
que más amo en esta vida.
—Manchaste mis sábanas de sangre y mi alma de amargura. La virginidad que me arrancaste
soñé muchas veces entregársela al amor de mi vida. Tú me arrebataste ese sueño. Me sentí tan
destrozada que necesitaba huir, escapar de Kandy a cualquier sitio. Inet me ayudó mucho y propuso
marchar una temporada a la aldea donde viven sus padres. Su familia no me conocía, tan sólo sabían
mi nombre. Por esa razón lo cambié por el de Dhalvia. Luego el azar quiso que te volvieras a cruzar
en mi vida para hacerme sufrir aún más.
Comprender su pena me rompe el alma por dentro.
—Jamás intentaría hacerte daño.
—Pues lo hiciste y no sabes cómo. Es tarde para lamentaciones. Ahora quiero que te marches.
Que vayas donde tengas que ir y hagas lo que tengas que hacer para demostrar que tus palabras son
ciertas. Ignoro tus razones pero tampoco deseo saberlas. No cambiaré la fecha de mi boda. Si no
vuelves antes del día en el que me comprometeré para siempre, no regreses. Luego, sólo te pediré un
favor: que desaparezcas de mi vida. No quiero volver a verte. Olvídate de que existo. Regresa a tu
patria y controla tu parte del reino.
—Mi patria está donde estén tus ojos y no necesito más reino que tu piel.
De repente, el silencio se adueña del lugar aportando un soplo de aire fresco. La frase ha calado
en ella.
—Hermosas palabras que caen en terreno baldío. Y no estoy dispuesta a regarlas. No insistas
más, te lo suplico.
Sus ojos se apartan de los míos y buscan la ventana para mirar muy lejos.
—Dime por lo más sagrado que ya no sientes nada por mí y me iré —exclamo apurando un
último intento.
Por un instante se vuelve de nuevo hacia mí. Lo intenta pero no puede soportar mi mirada y,
sollozando, se da la vuelta.
—Me niego a seguir sufriendo. Ya está todo dicho. Ahora, te ruego que me dejes a solas —
murmura dándome la espalda.
Incapaz de reaccionar, roto y desmadejado, salgo de la estancia sin tener fuerzas para echar la
vista atrás. Hoy más que nunca espero que existan otras vidas, en ésta no voy a encontrar su perdón.
DE NUEVO EN CASA
ensaba que la vida me había tratado con excesiva dureza, que ya había sufrido bastante. Para mi
P desgracia, no ha sido así. Hace cuatro días que regresé al palacio de Polonnaruwa, mi casa,
pero al hacerlo tuve que enfrentarme a una nueva tragedia, una más que volvió a sumirme en un
estado de profunda tristeza: mi hermano Lanka hace tan solo una semana que falleció. Era lo último
que esperaba oír. Él, tan joven, tan lleno de vida, tan bondadoso. La noticia volvió a descentrarme
por completo. He perdido a otro de mis seres queridos y los narubos a su rey. Y con él se fue la poca
calma que necesitaba encontrar en el que se me antojaba mi último reducto de paz.
Ignorando mi destino y tratando de resolver el delicado momento que vive nuestro pueblo, mi
hermana estaba dispuesta a asumir la corona. Una carga excesiva para sus jóvenes e inexpertas
espaldas.
Al verme llegar, su cara se llenó de alivio, de alegría, de esperanza y de llanto. Los dos lloramos
amarga y largamente. Demasiada tensión acumulada, demasiadas pérdidas. Pensaba que en poco más
de cuatro meses había perdido a su padre y a sus dos hermanos. Creyó que había quedado sola en la
vida.
Entre lágrimas, a duras penas pudo explicar que nuestro hermano mayor murió como
consecuencia de una enfermedad repentina y que los médicos nada pudieron hacer por él. Esta
mañana, indagando, nadie supo darme un diagnóstico preciso; simplemente unas fiebres muy altas
acompañadas de fuertes dolores de estómago. Pudo haber sido cualquier infección desconocida.
Lleno de amargura, no puedo evitar un pensamiento que sé inútil: si mi maestro y sus hierbas
hubiesen estado aquí, quizás ahora mi hermano estaría vivo.
Nuestro palacio, sin mi padre y mi hermano, se hace enorme, se ha convertido en un desierto de
paredes y suelos huérfanos de la fuerza que ellos insuflaban. Su recuerdo, unido al del amor que
perdí, me sumió en un estado de apatía y desolación total. Fue como si todo el orden que había en mi
vida, esa torre ancha y confortable que disfruté desde niño, se hubiese desmoronado sin que hubiesen
quedado ni tan siquiera los cimientos. Así de abatido me he encontrado durante tres días enteros.
Tres días con sus inacabables noches.
Ni la familia, ni los amigos, con Arondu al frente, ni la pobre Baruka, pudieron consolarme. Sólo.
Quería estar solo. Profunda y dolorosamente solo. Necesitaba sufrir en silencio, llenarme de dolor
para expulsarlo de mi ser, de mi vida para siempre.
Esta mañana, con el primer rayo de sol, he decidido poner en práctica lo que aprendí en la selva,
primero de un chiquillo y después de un anciano. No puedo seguir así, tengo que mirar hacia
adelante. Enfrentarse a la adversidad es la única manera de que las llagas no queden dentro de ti
macerando un dolor constante. Ésa es una lección que tardé en aprender. Pero ahora lo sé: incluso
cuando la oscuridad parece adueñarse de todo lo que somos y de todo cuanto amamos, no hay otro
camino. Perder un padre y un hermano como los míos es realmente duro, pero mucho peor sería no
haberlos tenido tal como fueron. Eloy me doy cuenta con diáfana claridad de que mi vida a su lado ha
sido un privilegio. Debo estar agradecido por tener la inmensa fortuna de haber aprendido en su
compañía. Mi forma de ser, de actuar y ese tesoro que son mis valores se los debo en gran parte a
ellos. En especial a mi padre. Y sólo cuando me aparté de su ejemplo, cometí los errores terribles
que ahora me propongo reparar.
Ha sido necesario perder la vista y recuperarla con indecible sufrimiento para darme cuenta de
que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Mi padre y mi hermano ya no me abandonarán. Su
memoria y sus recuerdos irán conmigo siempre, donde quiera que vaya. Nadie puede arrebatarme
eso. Y, además, según mis creencias, me queda el consuelo de saber que estarán disfrutando el cielo
que tanto merecen. El que yo tengo que ganar. Desde este mismo instante.
Ayer por la tarde el Consejo de sabios se reunió con carácter extraordinario. Todos en nuestro reino,
incluidos ellos, pensaron que el príncipe Kasim había muerto y nunca regresaría. Mi vuelta ha
supuesto una pequeña revolución, un resurgir en los amplios objetivos que se habían fijado los
consejeros. Abatidos consejeros hasta que he llegado. Tenían sus dudas al respecto de mi hermana.
Es muy joven, apenas una niña.
En la reunión hubo unanimidad: confían plenamente en mis posibilidades como monarca. Sin
excepción, me conocen perfectamente, varios de ellos fueron asesores de mi padre desde que tengo
uso de razón. Por ese motivo me extrañó que defendieran cualidades en mí que ni tan siquiera yo
vislumbro.
El consejero más respetado tomó las riendas desde el principio y, tras justificar los valores a los
que antes hacía mención, expuso con una naturalidad pasmosa, con una sencillez que desarmaba, la
petición del Consejo para que aceptara convertirme en rey de los narubos. Y lo dijo como si se
tratara de una decisión fácil de tomar.
Por una parte me sentí profundamente halagado, orgulloso por escuchar sus palabras de apoyo;
sin embargo, sobre mis espaldas cargan tal cantidad de dudas que me impiden compartir su
convicción. Cuando expuse con sinceridad mis temores y falta de experiencia, el más mayor intervino
para revelar un pequeño secreto —te pareces a tu padre más de lo que imaginas. Siendo ya rey, era
tan impetuoso y aventurero como tú— ésas fueron sus palabras.
Tras una larga e intensa sesión, finalmente expliqué y razoné cuál es mi postura en estos precisos
momentos. No quise ahondar en detalles que pudieran socavar su opinión respecto a mí persona, pero
les di a entender que antes de ser coronado debía resolver ciertas cuestiones bastante delicadas.
Asuntos que podían afectar a nuestras relaciones con los malabos si actuaba en calidad de rey.
No quiero aprovecharme de esa ventajosa pero conflictiva posición. Yo, Kasim, me metí en un
embrollo del que tengo que salir solo, sin inmiscuir a mi pueblo. Ésa fue la razón por la cual
pospusimos la aceptación del peso de la corona. Peso que para mí sería un verdadero orgullo, un
privilegio poder llevar.
Hasta entonces, esperando ser merecedor de tal honor, ha llegado el tiempo de, sin vilipendiar a
nadie, encarar a los indignos como merecen y hacer justicia, de asumir errores y asimilar lo
aprendido. Decidido estoy, sólo pido fuerzas para, llegada la situación, tener el pulso tan firme como
mi actual voluntad.
A quien estoy esperando es a Yuba, lo tenemos todo dispuesto para partir de inmediato. Desde ayer
aguardo su llegada con impaciencia. Sabía que regresaba de un viaje de tres semanas. Después de
Trincomalee, estuvo por el norte inspeccionando otras edificaciones.
Un tono de voz fuerte y alegre me saca de mi ensimismamiento.
—¡Kasim!
—¡Yuba!
Es de agradecer que estemos sanos y fuertes, con el abrazo que nos hemos dado podríamos
habernos hecho daño. Tal es nuestra alegría por estar juntos de nuevo.
—Antes de nada quiero decirte que siento mucho la muerte de tu hermano. En cuanto desperté me
pusieron al corriente.
—Gracias —contesto sin soltarle.
—¡Qué alegría siento! Pensaba que nunca más volvería a verte.
—Yo sí que lo pensé. Durante un tiempo me quedé totalmente ciego, incluso llegué a aceptar que
nunca recuperaría la vista. Por fortuna estaba equivocado, la recuperé completamente. Y hablando de
ver, te veo exactamente igual a como te dejé. Sigues teniendo esa misma cara de truhan siempre
dispuesto a cometer al gema nueva fechoría.
Los dos reímos abiertamente. El más que yo. Sus risas dan a entender que no me equivoco.
Pasados unos momentos en los que parece digerir la poca información que le he dado sobre mi
ausencia, me mira como intentando ver más allá de mis ojos.
—Te noto cambiado. Apenas han pasado unos meses que en ti parecen años. Te encuentro más
maduro, más hecho. Impones más respeto.
Incluso Yuba, que nunca solía fijarse en estos detalles, ha sido consciente de los cambios que se
han producido en mi interior. Supongo que él también ha madurado a tenor de los acontecimientos.
—Demasiadas experiencias para tan corto tiempo. Mucho por relatar. Mucho. Y me encantaría
poder compartirlo contigo. Conversar largamente sentados en los jardines de palacio, pero no hay
tiempo que perder, Arondu nos aguarda en los corrales —explico apoyando una mano sobre su
hombro—. Debemos partir enseguida. Siento mucho que apenas hayas tenido unas pocas horas para
descansar.
—Llegué de madrugada pero no me siento fatigado. La noticia de saber que estabas bien me ha
dado fuerzas.
—Me alegro porque las vas a necesitar.
GRANDEZA DE ESPÍRITU
ella estampa la que se recorta sobre una alfombra de tupidos y variopintos verdes. Tres
B enormes elefantes y cuatro jinetes, ésa es la silueta que perfilamos sobre la frondosa selva que
quedó atrás. Una imagen que resume como ninguna otra nuestro modo de vida en la isla
resplandeciente.
El soberbio grupo de hombres y bestias cubre a buen paso los últimos cientos de metros que
quedan para alcanzar nuestro primer destino. Arondu y Yuba me acompañan viajando juntos sobre el
mismo transporte. A su lado, viene un experto amaestrador de elefantes sobre una poderosa mole de
músculos y arrugas, con paso ligero a pesar de sus enormes patas. Por delante de ellos, voy montado
sobre mi inseparable Baruka en compañía del zascandil de Chencalí.
Voy abriendo la comitiva. Debo hacerlo así porque soy el único que conoce a estas gentes
amables y hospitalarias. Aunque lo de conocerlas es un decir. Conozco sus voces pero no sus caras.
En breve arribaremos a una aldea en la que he vivido durante más de un mes y que, sin embargo,
ahora voy a ver por primera vez. Una pequeña y pintoresca población que mis ojos, esta vez sí,
podrán disfrutar. Kitulgala dejará de ser una sombra en mi mente.
A doscientos metros escasos vemos las primeras cabañas y los primeros aldeanos que, inquietos,
deambulan de un lado a otro.
Poco después, saliendo de no se sabe dónde, una recua de niños se agolpa a la entrada del pueblo
esperando la llegada de los forasteros. Son escasos los viajantes que se aventuran por estas hermosas
latitudes y más aún subidos a tan magníficas monturas. Ver elefantes amaestrados de este tamaño
resulta todo un acontecimiento, de ahí la creciente expectación que estamos levantando.
Según van creciendo las humildes chozas ante nuestros ojos, así aumenta la expresión de asombro
en los rostros de los asistentes. Ya no hay niños sólos, en estos momentos me atrevería a afirmar que
pocos vecinos faltan al improvisado y numeroso comité de bienvenida.
—¡Es Mahandi! —anuncia a gritos una mujer.
Ese nombre ha llegado al rincón más profundo de mi alma y ha desenterrado una parte de lo
vengo a superar.
Enseguida se oyen otras voces pronunciándolo con júbilo. Cuando ya estamos llegando, varias
personas se acercan a recibirnos. Desde que divisé Kitulgala bordeando el azul del horizonte, me
embriaga una sensación extraña. Ahora que desmonto, esa sensación se duplica.
Muchas manos se acercan a la vez, quieren transmitir un saludo amistoso. Procuro devolverlo
aunque resulta difícil, con la algarabía no soy capaz de reconocer ninguna voz. Al menos una de las
caras que se aproximan me resulta familiar, pertenece a una joven que no esperaba encontrar por
aquí. Es Inet, la fiel sirvienta de Belinia.
—¡Qué agradable sorpresa! Te imaginaba en Kandy.
—Tengo el encargo de recoger unas orquídeas para la ceremonia que sólo se crían por estas
tierras, mañana vuelvo a la ciudad. Pero hablando de sorpresas la tuya ha sido enorme. Pensaba que
eras un vagabundo y ahora te veo manejando un elefante digno de un rey.
—Y todas tus suposiciones son ciertas —es evidente que no sabe quién soy realmente. Belinia,
entre otros muchos, también posee el don de la discreción. Prefirió no explicar nada. Inet no estuvo
presente en la recepción que mantuve con los consejeros malabos en presencia de la futura reina y no
conoce mi linaje.
—¿Qué has querido decir? No entiendo.
—Tengo algunas cosas que contarte. Si me explicas cómo encontrar a tu padre, prometo sacarte
de dudas.
A estas alturas, una nube de curiosos se arremolina alrededor de los elefantes. Arondu y Yuba
siguen montados, no saben qué hacer ante semejante recibimiento.
—Mi padre está en el río. Hubo una crecida y la corriente se llevó una parte del puente que
usamos para ir a las plantaciones del norte.
—¡No desmontéis! ¡Nos vamos enseguida!
Mis amigos casi lo prefieren, no saben cómo responder al entusiasmo de mi pueblo adoptivo.
Baruka se agacha para que Inet pueda subir. Luego, sigo el mismo camino. Sus espaldas son anchas,
cabrían bastantes personas más aquí arriba.
Llegamos a la ribera de un río en el que me bañé varias veces pero no reconozco. Paso a paso he
vuelto a recorrer los senderos que hollé con una vara en la mano y tinieblas en el corazón. Pero
desde lo alto todo resulta distinto. Nuestra ventajosa posición nos permite divisar, al fondo, varios
hombres trabajando en el margen izquierdo. Pronto llegaremos hasta allí y, hasta que eso suceda,
tendré tiempo suficiente para intentar quitarme de la cabeza la idea de visitar aquella roca en la que
pasé tantos ratos con Belinia. Aquel rincón, testigo mudo de cómo nos enamoramos y cómo nos
separamos.
Intento no pensar en ello. No es el momento.
Inet no percibe la marejada de sentimientos, simplemente vibra de emoción con la improvisada
aventura. Alzando la mano, saluda desde lejos a su padre y a sus compañeros, quienes, con cara de
asombro, se preguntan qué hace todo el pueblo siguiendo a cuatro forasteros montados sobre estos
espléndidos ejemplares. Los aldeanos, empujados por un soplo de curiosidad insatisfecha, han
venido detrás de nosotros como hechizados por una melodía encantada.
De pronto, cuando estamos a menos de cincuenta metros, la parte del puente que quedaba en pie
se desmorona y cae al agua. Los hombres que se encontraban al borde hacen aspavientos en señal de
peligro. Todo parece indicar que alguien quedó prisionero bajo el tramo derruido. Sin esperar ni un
segundo, azuzo a Baruka y salimos todo lo rápido que podemos. El amaestrador me sigue a poca
distancia.
Los braceros intentan mover el amasijo de piedras que sepultó a su compañero pero no logran
levantarlo. La tarea no va a ser fácil, pues el agua les llega casi por el pecho. Pero hay que actuar
con suma rapidez.
—¡Haceos a un lado! —Grito entrando con Baruka en el río—. ¡Voy a tratar de rescatarlo!
—¡Date prisa! —suplica Inet a mi espalda.
Baruka obedece mis instrucciones ejecutándolas a la perfección. Levanta el empedrado con la
trompa, haciendo un gran esfuerzo, y ayudados por el otro elefante lo apartamos del lugar donde
cayó. Inmediatamente, el padre de Kaladi y otros dos hombres consiguen rescatar al joven que había
quedado atrapado.
Está vivo y muy vivo. Con espasmódicos aspavientos muerde el aire según va entrando en sus
pulmones. Luego, tose y echa agua por la nariz y la boca. Tras inhalar nuevas bocanadas y seguir
expulsando líquido, se encoge de dolor palpándose el pecho. Debe estar herido, no tiene fuerzas para
salir por su propio pie y sus compañeros tienen que ayudarle.
—¡Hermano!
De un salto, Inet se arroja al río sin que pueda evitarlo, cayendo donde el caudal arrastra más
agua. Temiendo otra desgracia, me lanzo desde la cabeza de Baruka y consigo atraparla entre los
brazos; estiro el cuerpo, apoyo los pies en el fondo y logramos salir de la trampa apartándonos de la
corriente. El embate no era tan fuerte como temía. En pocos metros, avanzamos hacia la orilla sin
ningún problema. Al llegar a ella, vemos que han tendido al joven de costado sobre el prado que
linda con el cauce. Todavía debe tener agua en los pulmones, pues sigue tosiendo río por la nariz y la
boca. Continúa sin apenas moverse y sin abrir los ojos, aunque poco a poco parece que va
serenándose.
—¿Cómo estás, hijo? —le pregunta Sajismu cuando capta una ligera mejoría.
Al oír su voz, lo he reconocido por fin. Ahora comprendo su desesperación y la de Inet.
—Estoy mejor —el muchacho entreabre los ojos y aspira con fuerza. Luego trata de incorporarse
—. Pensé que iba a morir… Hubo un momento en el que respiré bajo el agua… Ahora me duele más
el golpe de la cabeza y el pecho.
Tras palparse de nuevo el torso, levanta los brazos lentamente, para posar sus manos en el cuero
cabelludo. Descubren sus ropas y tiene rasguños y varias contusiones fuertes. Al repasar su cabello,
observamos que un par de brechas sangran con abundancia. Una mujer mayor se acerca con trapos y
tapona las heridas.
—No son tan graves. Tú las has tenido peores —dice la anciana mirando al padre quien, tan
compungido como emocionado, da gracias alzando la vista al cielo.
—No pude hacer nada, estabas tan cerca… llegué a pensar que no te sacaríamos con vida.
Algo más tranquilo se vuelve hasta encontrar mi posición. Ya en pie, me abraza con viva
expresión de agradecimiento. La delgada figura de su hija reconoce la misma gratitud y, todavía
empapada de río, secunda el ejemplo de su padre.
—Me siento en deuda contigo. Te estoy infinitamente agradecido por haber salvado a mi hijo.
—A éste sí he podido salvarle, pero Kaladi no tuvo tanta suerte.
Los tres seguimos abrazados, prisioneros por la emoción y el recuerdo.
Resulta paradójico que mi intervención haya influido de una forma tan decisiva en la vida de los
dos hermanos. Tan paradójico como el signo contradictorio de mi influencia: la muerte de uno y la
salvación del otro.
Es noche cerrada pero abierta a la esperanza. De forma imprevista, nos encontramos inmersos en una
celebración fruto de la frescura y espontaneidad de este pueblo envidiable. La noche se ha
convertido en una fiesta de agradecimiento por lo ocurrido. Un canto a la amistad, a la concordia. Un
encuentro en el que muchos vecinos se han animado a danzar con los bailes tradicionales de la isla.
Es un acto no protocolario, pero da la sensación de ser una fiesta de bienvenida a un personaje de
la realeza. Las pinturas en la frente de Baruka me delatan. Me encuentro sentado en un lugar
preferente, un espacio dedicado a los ancianos, que hoy han cedido el protagonismo a sus
inesperados visitantes.
Tras finalizar una de las danzas rituales con mayor raigambre, siento un impulso interior para
hacer uso de la palabra. Muy decidido, me levanto y dirijo mis pasos hasta alcanzar un lugar
predominante. Aquí no soy rey ni lo seré nunca, pero en esta ocasión me gustaría expresarme como lo
haría un soberano.
De pronto, al verme en pie, todos guardan silencio. Tan solo se escucha el crepitar de los fuegos
y el retumbar de mis latidos.
—Amigos, esta noche es para mí un momento especial, una oportunidad para expresar el hondo
sentimiento que me embarga desde que volví a transitar por Kitulgala. Una aldea donde aprendí y
sigo aprendiendo gracias al destino y a vosotros. A vosotros porque sin saber mi origen ni mi cuna,
me entregasteis lo mejor de cada uno. Hoy habéis vuelto a demostrarlo. Mi nombre no es Mahandi
sino Kasim, soy príncipe narubo y puede que me convierta en su futuro rey —hago un breve
paréntesis para observar las caras de quienes me rodean. Ninguno parpadea—. No sé si algún día lo
seré, todavía me siento indeciso. De lo que no tengo ninguna duda es que si llego a serlo, lucharé
cada día por convertir esta isla en un territorio común donde todos seamos lo que en realidad
deberíamos haber sido siempre: hermanos.
Aprovecho otra parada y hago un gesto que enseguida capta el amaestrador. Algo alejado,
aguardaba mi señal. De inmediato cumple con las instrucciones acordadas. Tan obediente como él,
su elefante le acompaña con docilidad hasta el lugar donde me encuentro. Su exigente aprendizaje va
impreso en el andar, con cada movimiento. Nadie se espanta ante la imponente figura. Confiado en su
tranquilidad y en la presencia del cuidador, agarro su trompa y dirijo al animal hasta situarlo frente
al lugar donde permanece sentado el padre de Inet.
—Recuerdo como si fuese hoy aquel anochecer en el que me explicabas con pasión de padre las
esperanzas que tenías depositadas en Kaladi. Esas esperanzas tenían fundamento. Nunca vi su cara,
pero sentí muchas veces la grandeza de su espíritu. Igual que pude vislumbrar, desde mi ceguera, tu
deseo de ver algún día llegar a Kaladi tirando de un hermoso elefante que él mismo habría
amaestrado. Hoy ha llegado ese día —callo un instante viendo su reacción de sorpresa—. Si existe
vida más allá de la muerte, tu hijo estará aquí y ahora, en este preciso momento y lugar. Me gustaría
que sintieras su etérea presencia sonriendo al entregarte este magnífico ejemplar, el mejor de nuestro
reino. Dijo que ganaría para ti uno de los más grandes y ha cumplido su palabra. Aquí está. Lo ganó
con creces.
Su memoria inunda el ambiente de una intensa emoción. Observo al padre con sus ojos llenos de
lágrimas. No es el único: los míos le acompañan y, por primera vez en mucho tiempo, siento que mi
espíritu se libera de muchas de sus sombras.
ESCUCHANDO AL MAESTRO
trás dejamos Nuwara Eliya y su envidiable primavera. —Dejaremos los elefantes aquí y
A continuaremos el camino a pie.
Arondu y Yuba obedecen sin decir palabra. El amaestrador quedó en el pueblo de Kaladi,
y allí permanecerá hasta que sus gentes hayan aprendido lo necesario para manejar con soltura al
elefante que les entregué hace dos noches.
Baruka y su compañero de correría comienzan a dar buena cuenta de su ración de hojas. Tienen
mucho bambú donde saciar el apetito. Mientras, nosotros emprendemos la marcha por el sendero que
conduce a la cueva de Madhuni, a través de una selva que se eleva en suave pendiente hasta los
dominios del viejo peregrino.
Aflojo el paso para aspirar la especial pureza del aire y escuchar la música del agua circulando
por los arroyos, cuando, todavía lejos, encaramos la humilde pero incomparable morada de mi
maestro. De pronto, Chencalí pega un respingo y salta desde el hombro hasta mi pierna. Desde allí,
se queda mirando fijamente hacia el interior del bosque y, al momento siguiente, echa a correr y
desaparece.
—Kasim…
La voz de Arondu se quiebra nada más pronunciar mi nombre y enseguida me doy cuenta del
motivo. Un enorme leopardo nos observa, avanzando cadenciosamente desde la entrada de la cueva
hacia nosotros.
—No os mováis.
Tampoco lo habrían hecho, porque el miedo les ha paralizado. Doy algunos pasos y me arrodillo
ante la fiera cerrando los ojos, para sentir su poderoso aliento una vez más. El animal llega hasta mí
y restriega su cara contra mi cara.
—Hola, Sigiriya. Me alegro de verte.
—Bienvenidos a vuestra casa —se escucha cerca. Tengo grabada esa voz muy dentro de mí.
Levanto la cabeza y veo llegar al viejo vedda, con Chencalí subido en su hombro, y a Ratnemá, que
al ver la actitud de mis amigos llama a su leopardo con voz tajante. Mis ojos están fijos en Madhuni:
—Maestro…
No digo más, me dirijo hacia él y, simplemente, nos fundimos en un efusivo abrazo.
—Os estaba esperando —comenta con una sonrisa—. Aunque Ratnemá ya se marchaba.
El cazador también sonríe, pero después de un rápido espaldarazo al antiguo ciego y una
inclinación de cabeza hacia los desconocidos, anima a Sigiriya a seguirle y emprende el camino del
pueblo.
—¿Nos esperabas? Me encantaría tener tu clarividencia, Madhuni.
—No creas ver en mí una persona con poderes, soy tan sencillo como vosotros. Pero hace un rato
cogía hierbas y, a lo lejos, divisé vuestro primer elefante.
Yuba rompe a reír y el vedda le mira complacido.
—¿Qué os ha impulsado a tres jóvenes a visitar a un anciano como yo en un lugar tan apartado
como éste?
—No eres un anciano, todavía tienes muchas ganas de aprender, de descubrir cosas, de vivir la
vida plenamente.
—Gracias, Kasim, por hacer una definición tan exacta de lo que es ser joven y gracias por
incluirme entre ellos.
Su capacidad para trasladar sabiduría a los demás me envuelve de nuevo. Cuando convivimos
durante semanas, demostró muchas veces que es un hombre con una sensibilidad especial. Incluso sin
verlo, lo comprobé. Ser ciego me sirvió realmente para sentir matices que poco a poco he vuelto a
perder. Y había olvidado esa cualidad tan suya de hacernos ver que, a veces, somos más sabios de lo
que creemos. En ocasiones, basta simplemente con estar atentos a lo que decimos. Breve y sencilla
lección. Si estás despierto.
—¿Gracias? Como tú sueles decir, no tienes por qué dármelas. He venido con mis dos mejores
amigos, Arondu y Yuba, porque debo enfrentarme a un juicio bastante delicado —al presentarlos,
ambos hacen una reverencia que Madhuni devuelve—. Desde la última vez que nos vimos he vivido
tal cantidad de experiencias que necesitaré un buen rato para poder relatarlas.
—No hace falta ser adivino para hacerse una idea. Tus correrías han sido intensas, lo llevas
escrito en la cara.
—Casi todas ellas se podrían resumir en una sola frase: necesito demostrar la culpabilidad de
Barujo en la conspiración que acabó con la muerte de mi padre y del rey malabo.
Incluso aquí, en mitad de este apartado bosque, la acusación ha sonado con una rotundidad que
asusta. Tan grave, que ha hecho temblar los cimientos de mi todavía titubeante personalidad de
acusador.
—El asunto se barrunta complejo y venenoso. Te puede salpicar si no andas con pies de plomo.
¿Has sopesado bien todos los detalles? —indaga, observándonos a los tres fijamente.
Lo ha hecho de tal manera que sus pupilas dan la sensación de poder atravesar nuestros cuerpos
escudriñando más allá, en los pliegues de nuestras almas. La acción resultó tan fugaz y efectiva que
su mirada recoge y asimila las conclusiones obtenidas de un modo tan desconcertante como preciso.
—Será mejor que demos un paseo. Tengo que terminar un trabajo pendiente para el que necesito
recoger unas plantas que están algo retiradas de aquí. Acompáñame, no tardaremos. Tus amigos
pueden refrescarse en mi casa mientras tanto. Hay una cántara llenada con agua de manantial dentro
de la cueva, salvo que se la haya bebido el leopardo.
Yuba ríe de nuevo y empuja a Arondu hacia la entrada de la caverna. El maestro les sigue con la
mirada.
—Vamos Kasim, pronto anochecerá y tienes mucho que contarme.
—Cuando te ocurre una experiencia en la vida, bien sea con personas o a través de hechos
aislados, y tienes la sensación de que quedaron asuntos por aclarar, deudas pendientes o experiencias
por vivir, ese círculo sigue abierto en tu destino. Es un sentimiento tan palpable que vive dentro de ti
y ocupa su sitio. Lo notas. Algo en tu interior sabe que tienes una historia incompleta, un capítulo que
no acabó porque antes tienes que pasar por otras vivencias que te ayuden a comprender, a disolver
ese nudo que impide completar el círculo. Con el paso del tiempo, es muy probable que vuelvas a
encontrarte con esa persona o con esa situación del pasado que no se solventó totalmente. El
reencuentro resolverá la situación de una manera u otra, porque algo habrá cambiado. Entonces
sabrás qué camino tomar. Si se trata de una persona, puede que entre de nuevo en tu vida o
desaparezca para siempre. En cualquier caso el círculo se cerrará y sacarás tus propias conclusiones.
Con la familia de Kaladi, tenías un círculo pendiente y lo has cerrado. Te felicito por cómo lo has
hecho, Kasim. Tu padre estaría orgulloso.
Su voz, que durante muchos días fue mi único asidero, me devuelve la tranquilidad que necesito
para encarar las difíciles pruebas que aún me aguardan. Hemos hablado de la captura de Barujo, de
mi regreso a casa, de mi paso por Kitulgala. Pero, en realidad, el viejo sabio sigue esperando.
—Todavía hay algo más, maestro.
Madhuni guarda silencio y mira hacia la selva. Al ver que no puedo continuar, vuelve sus ojos
hacia mí y sonríe con condescendencia.
—Príncipe: a veces olvidas que todas las cosas tienen dos mitades, como la brújula del
peregrino.
—¿Qué quieres decir?
—Que la mujer que amas es la hija del rey malabo. ¿No es eso lo que querías decirme? Escucha
Kasim, el día en que llegaste a mi casa para curarte de todas tus cegueras me preguntaste por una
mujer llamada Dhalvia. Entonces no supe decirte quién era ella, pero no tardé mucho en comprender
que Dhalvia y Belinia eran la misma persona. Cada rey debía tener un sustituto para salvaguardar el
secreto de la estrella resplandeciente y estaba escrito en el cielo que la rotura de la máscara Kolam
era la señal de que tu padre iba a morir. Probablemente, él también lo sabía. Su destino estaba unido
al del rey malabo, como el destino de Belinia está unido al tuyo.
—No comprendo…
—Meses antes de tu llegada, cuando su padre se puso enfermo, Belinia vino para aprender lo que
tú sabes ahora: que la estrella protege a nuestros pueblos, siempre que la causa de quienes la guardan
sea noble.
—La ley de la causa y el efecto…
—Así es.
—¿Pero por qué no me lo dijiste entonces?
—Porque tú guardas tus secretos y yo los míos. Y cada cual los revela cuando cree que el
momento ha llegado.
Inclino la cabeza con profundo pesar. Quizá algún día pueda reparar mi falta, que ahora es doble.
Haber abusado de Belinia y habérselo ocultado a mi maestro. Madhuni posa su mano sobre la mía.
—Tu destino más inmediato depende en gran medida del resultado que obtengas en el
complicado proceso al que te vas a enfrentar. Y has venido hasta aquí buscando consejo.
—Consejo y puede que algo más —le interrumpo.
—Conociendo a tu padre y sin desmerecer su simiente, veo que tus palabras guardan una
estrategia escondida, tal como él haría. Te felicito. Siempre es aconsejable ocultar tus movimientos
al enemigo. Y mucho más en este caso. Después de escucharte, de una cosa estoy seguro: vas a tener
que lidiar solo. Y, además de estar solo, te moverás en un terreno hostil, sin apoyos. Porque tus
amigos sólo te acompañarán hasta la puerta que vas a cruzar. Así que será mejor que no sepan nada
de lo que te propones: el único secreto es aquel que no se comparte.
Una nueva enseñanza que sabré tener presente.
—Por otro lado, Belinia necesitará pruebas tan evidentes que nadie pueda rebatirlas. La conozco
bien, tiene un gran corazón pero puede ser inflexible en sus decisiones —no hace falta que lo asegure
—. Ella no sabe nada de la brújula, pues su padre aún no le había confiado su mitad cuando vino a
verme y eso me obligó a guardar silencio sobre su existencia y su finalidad. De manera que el éxito
de tu misión va a depender exclusivamente de ti.
Ambos compartimos la misma opinión. El maestro se agacha a coger una bella flor con infinita
ternura, como si estuviera pidiendo permiso a la Naturaleza para arrancarla. Tras depositar el botín
en el morral, se sienta a descansar en un grueso tronco caído a los pies de un manantial.
Reposando en su trono veteado de años y nudos, levanta la mirada con una expresión severa en el
rostro. No en señal de disgusto, sino más bien para tratar de transmitir una recomendación seria y
profunda.
—Mi buen amigo Kasim, se aproxima uno de los asuntos más delicados que encontrarás en toda
tu vida. Incluso si llegas a reinar, posiblemente no vuelvas a enfrentarte a semejante prueba. Si
resuelves con fortuna la situación, te habrás ganado el derecho a ser rey. Nadie lo pondrá en duda.
Ahora bien, corres un grave riesgo, según se decante la contienda así lo hará tu destino.
Revelando firmeza en el gesto, observo a Madhuni con la intención de transmitirle mi decisión.
No necesito hablar. Sabe que no hay vuelta a atrás y estoy dispuesto a llegar hasta las últimas
consecuencias. En su fuero interno se alegra de que así sea.
—La vida te ha enseñado mucho en estos meses. Has hablado lo justo, eres comedido y sabes qué
decir y cuándo hacerlo. Y ésa es una virtud tan importante como la cuestión en sí. Pero —sabía que
había algún pero—, no debes confiarte ni abarcar más de lo que puedas manejar. A pesar de ser tan
discreto, sospecho, si permites esa licencia a mis canas, que dos asuntos roban toda tu energía; uno
es la acusación y el otro… ese secreto que sólo tú sabes. Si pretendes resolver ambos a la vez, el
fracaso será inevitable. Es preciso que te centres en el que ahora necesita mayor atención. Sólo en
ése. No dejes que otros sentimientos te distraigan.
—Será difícil, pero lo intentaré.
—Otro detalle más. No permitas que las artimañas de tus enemigos te distraigan. Estate atento a
todo. ¿Has oído bien? A todo —lo ha dicho con tal énfasis que un desconocido escalofrío ha
conseguido estremecerme.
—Maestro, cada palabra, cada recomendación tuya permanecerá grabada a fuego en mí hasta que
resuelva felizmente el asunto. Y aún después.
—Estoy convencido de que lo intentarás con todas tus fuerzas. Y ahora… cuéntame por qué brilla
en tu mirada una chispa más refulgente que el sol de mediodía.
LA CUERDA DE MI DESTINO
omo un adolescente recién salido de la amplia y segura sombra de los padres, así me siento.
C Madhuni sabía bien lo que decía. Estoy sólo, ni tan siquiera han permitido que mis amigos me
acompañen. Lo que daría ahora mismo por tener a mi vera al maestro y todavía más por
empaparme del temple y la confianza que transmitía mi padre con su sola presencia. ¡Cuánto echo en
falta sus consejos!
Hace dos días que llegamos y tres desde que perdimos de vista la humilde morada de Madhuni.
En este corto espacio de tiempo he comprobado la expectación desatada en Kandy ante la resolución
de la muerte de los reyes malabos. Mi litigio con Barujo se extendió hasta los confines de la isla.
Soy invitado de palacio, pero todas las miradas que encontré recelan de mi presencia.
Por fortuna, Yuba y Arondu vinieron conmigo. Aunque nada les he dicho de cómo voy a enfrentar
este difícil proceso, espero que hayan sabido cumplir los delicados encargos que les solicité con la
fidelidad y discreción de las que son capaces. Hasta ese momento, su compañía alivió la tensa y
lenta espera. Desesperantes horas las soportadas para superar la puerta que en estos momentos acabo
de cruzar. La entrada a la gloria o al averno, pronto saldré de dudas.
Con parsimonia, observo cada detalle de la estancia, no quiero que nada escape a mi control.
Voy a seguir al pie de la letra las instrucciones del maestro. Doy unos pasos para situarme en el
lugar, para tratar de integrarme y estar en armonía con el entorno, como me recomendó Madhuni que
hiciese antes incluso de respirar, antes de oler este agradable perfume que se mantiene en el aire
gracias a las tiras de incienso que arden en varios puntos del salón.
El lugar es amplio y reviste cierta austeridad, no es tan ostentoso como otras dependencias. Aquí
se palpa una atmósfera cargada de una solemnidad diferente. Al parecer, se usa para celebrar juicios,
reuniones de consejeros y casos especiales o extraordinarios. Como el nuestro.
El sol, que hace poco despertó, consigue contrarrestar con su alegría la seriedad que se encierra
entre estas cuatro paredes que ocupan casi toda un ala de palacio.
Frente a mí, con la luz solar de espaldas, destaca una Belinia tan regia y solemne como la propia
sala. Flanqueándola, aguardan silenciosos y ceñudos los mismos consejeros que asistieron a la
reunión de hace, hoy, justo quince días. A mi derecha, en el alargado lateral, reposan sobre esteras
de colores sobrios media docena de personajes ataviados con bellos ropajes. Por su aspecto diría
que son personas influyentes entre los malabos. Deben serlo, lo que vamos a dilucidar se ha
convertido en un asunto de Estado.
A la izquierda, en pie, dos guerreros y sus armas vigilan a un acusado que, en medio de la
estancia, sentado en el mismo centro, se encuentra en actitud desafiante. Barujo, con serena e
inquietante postura de confianza, me mira altivo y seguro de sí mismo. Sorprende encontrarlo en
semejante disposición. Debe tratarse de una meditada estrategia, seguro que tendrá bien concebida su
defensa.
Por la postura y forma de moverse, se diría que está recuperándose con celeridad de la herida.
Luce unas ropas que parecen recién estrenadas, un bigote bien perfilado y una cara que desprende un
aspecto lozano, como si hubiese dormido larga y plácidamente.
Mi aspecto, comparado con el suyo, refleja todo lo contrario. Por la tensión de la figura y el
rictus del rostro, se diría que soy yo el inculpado. Tal es la concentración que experimento. Y no
quiero cambiar de táctica, no quiero aflojar ni el cuerpo ni la mente. Es mucho lo que está en juego,
demasiado para mis intereses.
Relajarse podría suponer, en un descuido, desviar el rumbo hacia el desastre, y no permitiré que
esto suceda.
Todo está dispuesto para que dé comienzo la sesión. Uno de los consejeros se levanta para
indicar el procedimiento que seguiremos.
—Kasim, tú serás quien hable primero. Deberás explicar con todo tipo de detalles en qué te
basas para acusar a este hombre. Después de escuchar tu incriminación, él tendrá derecho a
defenderse. Si admite su culpabilidad el proceso se acabará; si por el contrario niega los cargos,
podrás realizar todas las preguntas que estimes necesarias y Barujo tendrá la obligación de
contestarlas sin esconder ninguna información. Cuando concluya tu interrogatorio, seremos los
miembros de este Consejo quienes planteemos tantas cuestiones como sean necesarias para
esclarecer los hechos. Por último, nos retiraremos a dilucidar nuestra postura y poder emitir un juicio
definitivo. ¿Alguna duda?
Tras su exposición nos mira esperando una respuesta. El hechicero hace un gesto dando a
entender que todo le ha quedado muy claro y yo hago otro en señal de aprobación.
—En ese caso, príncipe, tienes uso de la palabra.
Llegó el momento de la verdad, mí verdad frente a sus más que probables mentiras. El momento
de afilar la lengua y aguzar el ingenio. Antes de comenzar, hago un repaso mental a la estrategia y
otro a la sala y sus ocupantes, en particular a Belinia. Durante un breve destello se cruzan nuestras
miradas, pero enseguida compruebo que prefiere mantenerse totalmente al margen de cualquier
influencia. Entonces empiezo a hablar.
—Y hasta aquí, la acusación contra este individuo.
De este modo, termino una intervención que me ha llevado varios minutos exponer con detalle.
Tuve que desgranar minuciosamente cada recuerdo almacenado en la memoria. Una por una, fui
recitando las frases que Barujo reveló mientras nuestros arcos se amenazaban y aún después. Mi
discurso ha sido directo y contundente. Es la mejor manera de transmitir seguridad y demostrar que
mis palabras son ciertas.
—Es tu turno, Barujo —apunta el consejero sin levantarse.
El curandero ha permanecido impertérrito ante la lluvia de acusaciones que vertí sobre él. Se
limitó a observarme sin pestañear, como si estuviese esperando confiado, muy confiado en su
inminente intervención. Se incorpora al fin lentamente, mientras recorre a los consejeros con la
mirada desde el primero al último, hasta que sus ojos terminan fijándose de nuevo en mí con una
frialdad pavorosa. Ahora ya sabe qué he venido a decir y qué he venido a callar. Lo que acaba de oír
el Consejo es la verdad, pero no toda. Aún compartimos el secreto de un acto infame cuyo
descubrimiento nos arrastraría a ambos. Ésa es mi única garantía de que guardará silencio. Y sin
embargo, es imposible saber lo que piensa Barujo. Decida lo que decida, la lucha va a ser a muerte,
de eso no me cabe ninguna duda.
—Casi todo lo que acaba de exponer Kasim es mentira, una sarta inmisericorde de embustes. Tan
sólo pretende conseguir su velado objetivo, una meta que hoy, astutamente, calló para sí. ¡Pero voy a
desenmascararle! ¡Voy a desvelar su delito! Pretende adueñarse de la estrella de siete puntas por la
que tanta sangre se ha derramado entre nuestros pueblos.
El inicio de su actuación ha sido tan deslumbrante que consiguió cegar a su auditorio. Empiezo a
comprender que durante las dos semanas que ha permanecido recuperándose no ha perdido el tiempo.
Quince días han sido más que suficientes para elaborar su propio plan de ataque. Y mi enemigo
parece un hombre tan hábil con la dialéctica como con los venenos.
—Su padre, aunque no lo aparentase, se encontraba enfermo, sufría una dolencia que iba minando
su entendimiento. A marchas forzadas iba perdiendo la memoria junto a sus demostradas capacidades
intelectuales. Estaba al corriente de ello porque yo mismo lo traté en su momento. Cuando empezó a
sentirse cada vez peor, Karbán quiso recuperar la estrella para los narubos y decidió utilizar al más
impetuoso e inconsciente de sus hijos. Encomendó a Kasim una misión que él ya no tenía fuerzas para
llevar a cabo: encontrar la otra mitad que le faltaba de un objeto llamado brújula. Se trata de un
artilugio separado en dos mitades que, al unirse, permite localizar la estrella. Según Karbán, el rey
malabo custodiaba esa otra mitad en algún lugar secreto. En un paradero que sólo él conocía.
Tengo a Barajo a menos de dos metros; podría lanzarme sobre él ahora mismo y romperle el
cuello antes de que los guardias fuesen capaces de reaccionar. Pero ésa sería su victoria, aunque
fuese la última. Y él lo sabe. Es tan desalmado que no le importa airear un secreto que cuidé mucho
de no revelar en mi exposición. Si la estrella vuelve a ser un tema de dominio público podría
desembocar en una nueva y cruenta guerra. Sin embargo, a él parece no importarle. Parece como si
basara su defensa en un plan para sacar tajada del brillante objeto que tiene en su poder. Que alguien
de su entorno mantiene en su poder.
—Este príncipe altivo que se atreve a acusarme, nos persiguió sin tregua hasta dar con nosotros
en un bosque donde estudió el lugar y el momento para atacarnos. Aquella noche se presentó
buscando un culpable que cargase con el asesinato de la reina y, de paso, comprobar si el rey malabo
me había confiado alguna pista que le condujera hacia ese extraño objeto del que hasta ese momento
jamás habíamos oído hablar. Nos pilló tan desprevenidos que no pudimos hacer nada. De un flechazo
en la garganta asesinó al comerciante que me acompañaba y luego, a sangre fría, me disparó en el
hombro. Necesitaba mantenerme con vida, quería un chivo expiatorio que cargara con sus culpas.
Le sobra desvergüenza para permitirse el lujo de realizar una pausa mientras deja que sus
palabras penetren en el auditorio. Transmite tal seguridad que él mismo se está creyendo sus propias
mentiras. Pero no es el único: los miembros del Consejo empiezan a mirarme con la duda reflejada
en sus morenos rostros.
—Quisiera finalizar mi defensa negando rotundamente que tuviese algo que ver con el asesinato
de Suna o con la muerte de su esposo. Nadie pone en duda que falleció a causa de su enfermedad. —
Barujo se toma un respiro para acompañar su actuación de un repugnante gesto de tristeza—. Y
añado algo más: ahora soy yo quien acusa a este hombre como sospechoso del magnicidio. Su
desmesurado afán por encontrar la estrella le pudo llevar a reclutar un sicario que torturase a la reina
para que confesara todo cuanto supiera. Existe un dato revelador; el cocinero real puede demostrar
que Kasim se hizo pasar por un recolector de especias para investigar en este mismo palacio.
Sospechoso, muy sospechoso resulta su proceder. Quizá haya llegado el momento de que sea él quién
demuestre su inocencia.
Si se ha atrevido a utilizarlo, a pesar de haber sido él quien me lo presentó, es seguro que ha
resuelto de algún modo cómo ocultar su papel en el engaño. Referirse al cocinero ha sido un acierto
por su parte. Es la primera prueba consistente que se esgrime ante el Consejo. Barujo es mucho más
peligroso de lo que cabía suponer. Cualquiera que no conozca la verdad, puede creer su
argumentación. De hecho, ha conseguido dar un vuelco al proceso, pues los consejeros parecen
convencidos de la autenticidad de sus palabras. Incluso quien lleva la voz cantante. Éste, con
expresión muy seria, se vuelve para preguntarme.
—¿Tienes algo que decir, Kasim?
—¡Por supuesto! Es evidente que Barujo ha tenido mucho tiempo para meditar sus patrañas. Pero
nadie puede dar crédito a semejante montaña de mentiras, que no tienen ninguna consistencia. Por
atreverse, incluso se ha atrevido a afirmar que mi padre quería buscar la estrella con esa cosa de
nombre impronunciable. Sólo una mente enfermiza como la suya es capaz de inventar una fantasía
semejante —afortunadamente, y aunque Barujo y yo sabemos que la brújula es real, su existencia
resulta muy difícil de creer. Ha sido sencillo sembrar la duda entre los consejeros y mi enemigo
jamás podrá demostrar que miento sin desprenderse de su tesoro. Es lo mejor para mí y para la
estrella—. La prueba evidente de que todo cuanto ha dicho es falso se resume en una sola pregunta,
¿por qué no se defendió de este modo cuando lo traje a Kandy? Si ésa fuese la verdad, lo habría
denunciado entonces, de eso no me cabe la menor duda.
—Tuve miedo de que el Consejo malabo creyese antes a un príncipe que a un simple curandero
—se apresura a justificar.
Encorajinado, de nuevo compruebo que sabía de antemano cuáles iban a ser las preguntas y
cuáles sus respuestas.
—El argumento del acusado se cae por su propio peso —manifesto con vehemencia—. Es
absurdo que decida capturar y entregar a un sospechoso, trayéndolo hasta aquí desde tan lejos, para
tratar de implicarme en un asunto tan delicado. Una conspiración en la cual ninguna sospecha recaía
sobre mi persona. Habría sido mucho más sencillo mantenerme al margen.
—O quizás no —vuelve a intervenir Barujo—. Si encontrabas un culpable, el asunto de la reina
quedaría zanjado y podrías utilizar tu gesto de buena voluntad para seguir investigando sobre el
paradero de la brújula.
Ese comentario demuestra la astucia de su planteamiento. Ha conseguido situar la acusación en un
punto donde la balanza se halla en un término medio. En taciturno equilibrio. No puedo demostrar mi
acusación igual que él no puede demostrar la suya. Muy a mi pesar debo admitir que su plan es
perfecto: llegar a una situación donde sólo se mantengan su palabra contra la mía. El veredicto del
jurado no puede ser otro: La libertad le aguarda a no ser que yo lo remedie.
—Te recuerdo que no has contestado a la cuestión que planteé —insiste.
—Es cierto que tuve contacto con el cocinero real —negarlo sería contraproducente, pues la
propia Belinia fue testigo de mi última conversación con él—. Admito que necesitaba despejar
ciertas dudas que mantenía respecto a la muerte de mi padre y pensé que él podría ayudarme.
Mi justificación ha sonado menos creíble que algunas de las suyas. Por un instante, el silencio se
adueña del salón aliviando tensiones. Aprovecho la circunstancia para observar a Belinia. Parece
aceptar la teoría de Barujo y su rostro, acosado por traumáticos recuerdos, refleja una pena que no
alcanza a disimular. Empieza a dar crédito a sus palabras porque encajan con lo sucedido entre
nosotros dos. Ya le expliqué que mi intención era violar a Suna y no a ella, lo cual coincide con la
insinuación del curandero. Es fácil llegar a la conclusión de que podría tratarse de una maniobra mía
para intimidar a la reina y conseguir arrancarle todo lo que supiera acerca de la brújula. Tengo la
sensación de que cada vez está más convencida de ello.
Vuelvo a sentir, clavadas en mi corazón, mil dagas de fuego.
El consejero que está sentado a su diestra, el de mayor rango, hace una seña a la persona que
dirige el proceso. Al instante, se levanta para hablar.
—Nos encontramos ante una situación imprevista y necesitamos un tiempo para reflexionar. Por
el momento se disuelve la reunión hasta nueva orden —propone sin entrar en más detalles.
—¡Un momento!
De golpe, todos se vuelven mirándome con especial atención. Mis dos palabras resonaron con
tanta seguridad y poder que los ha retenido en sus puestos.
—Antes dije «hasta aquí la acusación contra este individuo», pero no es el único.
Los rostros me escrutan con mayor avidez, pero nadie hace ademán de tomar la palabra.
—Hay otro hombre que está relacionado con la muerte de mi padre y quién sabe si también con la
de vuestro rey —continúo, mientras avanzo unos pasos—. Acabo de admitir que hablé con el
cocinero y lo hice porque precisaba investigar dicho asunto. Quiero demostrar que ése era mi único
objetivo y no otro, tal como pueden llegar a pensar algunos de los presentes —hablo sin apartar la
mirada de Belinia.
Un murmullo incómodo recorre la sala. Cuando al fin remite, el moderador interviene.
—Tu nueva acusación rompe el orden del proceso, pensábamos que sólo era uno el inculpado. Es
a Barujo a quién debemos juzgar.
—Sin pretender ser irreverente, creo que debemos juzgar a todos los culpables. Sean quienes
sean. Es más, el hecho de que intervenga esa nueva persona puede servir para que se resuelva el caso
de una manera más rápida y definitiva.
El noble malabo se encuentra tan confundido como el resto. Volviéndose hacia la presidencia,
trata de captar un gesto de aprobación en Belinia o en el Consejero Superior.
Se miran entre ellos y, tras cierta reticencia, finalmente dan a entender que apoyan mi propuesta.
—Los miembros de este Consejo ruegan expongas con claridad cuáles son tus intenciones
exactas. Más que nada, por tratar de evitar nuevas sorpresas y ceñirnos a un plan de trabajo concreto.
—Antes de que salgáis para mantener vuestra reunión, convendría que escuchaseis las
declaraciones de una segunda persona, otro sospechoso a quien me veo obligado a acusar. Alguien
que quizás tenga mucho ver con lo que podría ser una trama bien planificada. Estoy convencido de
que su participación puede arrojar la luz suficiente para que podáis emitir un veredicto justo.
Mi comentario no se ciñe exactamente a la realidad, pero consigue que Barujo pierda la
compostura por primera vez. Inquieto, se agita mirando con ansiedad mal contenida a todos los
consejeros. Tampoco él contaba con esta sorpresa.
—Esperemos que tu propuesta sea tan interesante como señalas. Aceptamos una nueva
incriminación. Sea quien sea el culpable, debe ser juzgado —rompiendo el protocolo, quien habla es
el padre de Sinrén, el Consejero Superior. El más distinguido de los nobles malabos.
—En ese caso, yo también quiero manifestar que sería conveniente que se persone el cocinero
real. Así podré demostrar la teoría que defiendo —exige el hechicero.
—Estás en todo tu derecho. Será llamado conjuntamente con el nuevo acusado de Kasim. Ahora,
príncipe, dinos el nombre de esa persona para enviar a buscarla —advierte el mismo consejero tras
hacer un comentario a Belinia en voz baja.
Revelar la personalidad del sospechoso va resquebrajar algo más que la buena voluntad del
Consejo. Sólo una persona sabe de quién estoy hablando: Belinia. Durante toda la sesión ha estado
temiendo que ocurriera el desastre que se avecina. Noto que se encuentra mucho más nerviosa que el
propio Barujo. No quiere volver a oír ante toda su corte lo que tuvo que escuchar la última vez que
hablé con ella a solas.
—Dinos su nombre y lo traeremos ante ti.
Ha llegado el momento de saldar la última cuenta, pero las caras que me rodean rebosan tal
expectación, que mis palabras parecen resistirse a cobrar vida. Aunque no quiero alargar más el
escandaloso silencio.
—Se llama Sinrén.
Una explosión en la sala habría causado menos impacto. El ambiente se ha condensado tanto que
ni la espada más afilada sería capaz de atravesarlo. Nadie se atreve ni a respirar. Se miran unos a
otros negándose a aceptar lo que acaban de oír mientras Belinia, apesadumbrada, se cubre el rostro
con una mano.
—Esto es inaudito. ¿Cómo te atreves a insinuar semejante disparate? —Es el padre de mi
enemigo quien ha gritado lo que está en la mente de todos.
—Te juro, por la sagrada memoria de mis padres, que me ha costado un terrible esfuerzo tomar
esta decisión. Nadie pone en duda tu honorabilidad y rectitud a la hora de resolver los asuntos más
delicados del reino. Gracias a esos contrastados valores ocupas el cargo más relevante dentro del
Consejo. Me consta que eres el consejero más respetado y distinguido, de ahí mis temores. Sin
embargo, apelo a tu indiscutible integridad para plantear la acusación confiando en que tu sentido de
la justicia se mantendrá por encima de todo y de todos. Incluyendo a tu hijo. Acabas de mencionar
que sea quien sea el culpable deberá ser juzgado. Ninguno de los presentes pone en duda tus
palabras. Y yo, menos que nadie.
Ahora voy a tener la ocasión de comprobar si Madhuni estaba en lo cierto al describirme al
padre de Sinrén como un hombre de honor. De momento, mi razonamiento ha conseguido moderar su
indignación.
—La manera de exponer tu petición ha sido muy habilidosa, digna de un hijo de Karbán. No
obstante, debo plantear una advertencia que no debes tomar como amenaza. Si dañas la imagen de mi
hijo sin poder demostrar su culpabilidad, también estarás dañando mi buen nombre. Por ello, te ruego
seas extremadamente cauto en tu acusación dadas las consecuencias que podría acarrear. Antes de
seguir adelante sería conveniente meditaras con cautela la decisión.
Todos en esta sala sabemos que en situaciones de semejante gravedad la distancia entre una
advertencia y una amenaza tiene el grosor de un cabello. A partir de aquí, la cuerda de mi destino se
va a mantener en un peligroso vaivén y un solo paso en falso podría ser fatal. Lo sé. Pero ya no
puedo volverme atrás.
—Soy consciente del riesgo que corro y de lo mucho que está en juego. A mi entender, tan solo
hay dos opciones posibles: actuar como debo o arrepentirme toda la vida por no haber luchado lo
suficiente para descubrir toda la verdad —mi postura y mi expresión son inflexibles. Él intuye lo que
ya es irremediable—. Insisto en que Sinrén se persone para que pueda aclarar cierta cuestión que le
incrimina en este proceso.
—¡Avisad a mi hijo y al cocinero! Que se presenten de inmediato en esta sala —ordena con el
corazón y su ecuanimidad en un puño.
No necesito recorrer los rostros uno por uno para percibir que todos los asistentes están en mi
contra, desde el primero al último.
Un sirviente ataviado con su uniforme nos informa en voz alta.
—El cocinero no se encuentra en palacio, acudió a visitar a un familiar y regresará por la noche.
La noticia insufla nuevos bríos a mi vapuleado ánimo. Yuba ha cumplido lo que le encargué, sabe
Dios con qué artimañas. ¿O quizá ha sido Barujo el artífice de su desaparición?
—Está bien —dice el conductor del proceso—. Puedes retirarte.
Cuando sale él, hace acto de presencia un Sinrén sorprendido y descompuesto. Su actitud dista
mucho de ser tan altanera y gallarda como suele acostumbrar. Aunque para los presentes, su rostro
contraído por la rabia pueda parecer la viva imagen de una justa indignación, a mí no puede
engañarme. Cuando estuve ciego, aprendí a oler mi propio miedo y ahora el suyo se apodera del aire;
puedo sentirlo tan claramente como el aroma a incienso que perfuma la sala. Pero, dada la situación,
conviene observar todos sus movimientos, es muy posible que surjan detalles que puedan aportar
datos reveladores. Cada mirada, cada gesto es una señal a tener en cuenta.
Con intención de intercambiar algunas frases, el recién llegado avanza hasta situarse frente a su
progenitor y Belinia. El consejero que conduce el proceso pone en antecedentes a Sinrén y, una vez
terminada su breve intervención, le advierte de las graves acusaciones que he presentado contra él.
El acusado no vuelve en ningún momento la cara hacia su padre, intuyo que no podría mantener su
mirada. Se limita a gesticular con la cabeza y mantener la calma a duras penas.
El consejero le invita a sentarse, pero Sinrén prefiere continuar de pie mientras dure la sesión.
Ahora que su atención se dirige hacia mí, parece haberse serenado notablemente. Me extraña este
cambio de actitud tan repentino, aunque no tengo más remedio que seguir adelante, sea cual sea su
estrategia.
Empiezo el acoso depositando en sus largas manos una joya que escondía entre mis ropas.
—¿Reconoces este anillo?
—Es una pieza que lleva el sello de mi familia, pero no es mío —advierte adelantándose a
cualquier ofensiva.
—Lo sé. Se lo arranqué a uno de los que participaron en la muerte de mi padre. ¿Quién encargó
los anillos y cuántos se fundieron?
Planteo las preguntas observando al acusado y, de reojo, a su padre. Supongo que también debe
conocer la respuesta. Así me aseguro una contestación fiable.
—Fui yo y solicité en total diez piezas.
Excelente noticia, una serie tan reducida acorta los posibles sospechosos. Podría tener suerte.
—¿Los encargaste por algún motivo especial? ¿Alguno de ellos era para ti?
—Se hicieron para premiar a los tres sirvientes más antiguos que tenemos, a dos familiares y a
ciertos proveedores con los que mantenemos buenas relaciones. Ninguno fue para mí.
—Conociendo la ajetreada vida de tu padre, supongo que fuiste tú el encargado de entregarlos.
Hace un gesto afirmativo.
—En ese caso, imagino que conocerás a todas las personas que poseen uno, ¿verdad?
No tiene prisa en contestar, se le ve muy confiado y comprendo su confianza, sabe que pronto se
escurrirá como un pez en el agua.
—Me temo que no —afirma tras pensarlo sobradamente.
—¿Quieres hacernos creer que sólo diez personas merecen tener un anillo de ese tipo y no sabes
quiénes son?
—Yo conozco a los primeros dueños, pero algunos ya no son los propietarios actuales —justifica
con una leve sonrisa de triunfo.
—Explícate mejor.
—Hace más de un año que se repartieron los anillos. Que yo sepa, al menos uno de los sirvientes
y uno de los comerciantes, han fallecido. Lo cual significa que sus herederos han podido vender el
anillo en cualquier mercado de cualquier población de ésta extensa isla. Tú mismo podrías haberlo
comprado —llegado este comentario, sí se atreve a levantar la mirada para desafiarme. Por primera
vez, nos encontramos frente a frente desde la carrera de elefantes, ya tan lejana—. Y me gustaría
añadir algo más, un dato que los consejeros deben conocer; yo fui uno de los que acudió para tratar
de identificar a los asaltantes que intervinieron en la muerte de tu padre. Me fijé muy bien en todos
ellos y ninguno llevaba puesto anillos de oro, estoy seguro.
Nos escrutamos sin ninguna piedad. Ambos sabíamos que, en cuanto recordara ese detalle, se iba
a escapar entre mis débiles redes. Sus palabras son ciertas. Nuestros investigadores solicitaron la
colaboración de muchos invitados y alguien me dijo que había participado Sinrén.
Aquel día cometí una grave equivocación de la que me arrepiento: le quité el anillo al agresor en
el mismo jardín donde luchamos. Y lo hice antes de que llegara nadie. Antes de tener testigos. Tras el
primer momento de confusión, no medité las consecuencias y me precipité. Por un lado no quería que
desapareciese una prueba tan valiosa. Por otro, yo había decidido ya investigar por mi cuenta. Hoy
sé que fue un error, y los errores se pagan. Siempre.
Pero el exceso de confianza también. Y Sinrén está ahora muy seguro de sí.
Tan rectilíneo y corto como el viaje de una estrella fugaz, hago un repaso entre los miembros del
jurado para calibrar la situación. El resultado es negativo, no veo a los presentes con ánimo de
apoyar mi línea de acusación. Y Belinia permanece rígida e inexpresiva como una hermosa máscara.
Descartado el asunto del anillo. Es tiempo de pasar a un nuevo capítulo: el asunto más delicado y
peligroso que debo lidiar.
—Me gustaría que nos explicaras cómo era tu relación con la reina Suna.
—Yo diría que cordial —contesta escuetamente.
—Creo que ese término no se ajusta a la realidad. He averiguado que os conocíais desde la
infancia.
—Así es.
—Y es de dominio público que ambos os gustabais.
—De eso hace bastante tiempo. Fueron cosas de jóvenes, nada de importancia.
—No comparto esa opinión. Para dos personas que se conocen desde siempre y que han
experimentado una… podríamos decir cierta atracción, es evidente que entre ellos existe un vínculo
que trasciende la mera cordialidad. Por lo tanto tiene su importancia.
—Que fuese amigo de la reina considero que no es algo que resulte significativo. Suna tenía
bastantes más y no creo que por esa circunstancia se les deba catalogar como sospechosos de su
muerte.
Ha conseguido salir airoso, pero sigue en un terreno que le incomoda, lo noto. Y creo saber el
motivo. Todos los aquí presentes le tratan desde que era un niño. Le conocen mejor que yo.
—No hemos tardado mucho en pasar de la cordialidad a la amistad declarada —observo con la
vista fija en su padre—. Y no creo que a nadie le quepa ninguna duda respecto a tu disposición para
destacar en todo aquello que emprendes y más aún si engrandece tu reputación. Seguro que tú mismo
debías considerar esa amistad con la reina por encima de la de cualquiera. La cuestión es… cuánto.
Dinos, Sinrén. ¿Existía una relación sentimental entre vosotros?
De pronto, una algarabía de quejas inunda el ambiente salpicándolo de improperios en voz baja
hacia mi persona. Es el momento más delicado y tenso del proceso. Era previsible.
—¿Fuisteis amantes? —insisto haciendo caso omiso a las protestas.
La pregunta consigue cortar el alboroto inmediatamente. El silencio vuelve a reinar en la estancia
mientras los ojos malabos se clavan en Sinrén con la esperanza de escuchar una contestación
negativa.
—No tuve ninguna relación amorosa con la reina. Simple amistad, sólo eso.
Aunque contesta desviando la mirada hacia el jurado para no aguantar la mía, se oye algún que
otro suspiro de alivio en la cargada atmósfera. No esperaba otra cosa. Ellos nunca interpretarán sus
gestos del mismo modo que yo lo hago.
Como era de suponer, Sinrén no iba a confesar ante su futura esposa. Para ella resultaría
demasiado denigrante su faceta de pretendiente por interés y, para el Consejo, sería un verdadero
escándalo que el futuro rey consorte hubiese mantenido una relación adúltera con la anterior reina,
engañando al que, de no haber fallecido, se hubiese convertido en su suegro.
Es hora de esgrimir la acusación más contundente.
—Yo mismo fui testigo de una conversación en la balconada que conduce a los aposentos reales
de este mismo palacio. Escondido en la enredadera por la que tú trepabas, escuché perfectamente
cómo tramabais empeorar la salud del rey. Una vez conseguido vuestro propósito, sólo era cuestión
de esperar un tiempo prudencial para desposaros y usurpar el trono. ¡Ten valor y admítelo!
—¡Jamás se me ocurriría algo semejante! —De inmediato, busca con la vista una vez más el
apoyo de los asistentes.
Nuevos murmullos arrecian en el salón.
—¡Ya basta! Kasim, me has decepcionado —el padre de Sinrén se ha levantado para mejor alzar
la voz—. Tu actuación contra Barujo no ha sido ni mucho menos tan impecable y convincente como
esperaba. De rebote te salpica una acusación imprevista. Luego, cambiando el sistema del proceso,
implicas a un nuevo sospechoso. Comienzas la exposición basándote en un anillo que, sin dudar de tu
palabra, resultó ser una prueba endeble, sin fundamento, casi pueril. Y terminas con la acusación de
que la reina Suna engañaba a nuestro admirado rey con un hombre que va casarse con nuestra
próxima reina, lo cual me parece un insulto, un agravio que debería ser considerado como una falta
de consideración muy grave hacia nuestro pueblo. A pesar de todo ello y mostrando un gesto de
buena voluntad, me gustaría olvidar mi anterior advertencia. Me he dado cuenta del sufrimiento, el
dolor y la amargura que sientes por la pérdida de tu padre. Prefiero entender que tu comportamiento
se debe a una reacción inconsciente por castigar a los culpables y mitigar la rabia que te abrasa por
dentro. Dicha circunstancia eximente unida a tu condición de posible monarca de una cultura vecina y
amiga, son motivos suficientes para dar por zanjado este asunto sin que por nuestra parte exista nada
censurable hacia tu persona.
A pesar de la situación, no puedo dejar de admirar el temple y la locuacidad de los que hace gala
el padre de Sinrén. Sin apenas esfuerzo, le ha bastado un soplo para ponerme un pie en el vacío. Pero
todavía me queda el otro encima de la cuerda. Mi estrategia mejor guardada.
—¡Puedo demostrar mis palabras!
Y para reforzar tal afirmación, planteo el reto marcando una expresión de dureza en el rostro,
mientras el cuerpo se alza y se detiene solemne como la estatua de un templo. Procuro que mis ojos
transmitan una seguridad tan palpable que los consejeros entiendan que estaba aguardando este
momento, que forcé esta situación de una manera premeditada para poder llegar al verdadero
objetivo, aún por desvelar.
Algunos de los nobles que pretendían levantarse para abandonar la sala, vuelven a quedar
petrificados. Incluida Belinia. Al observarla más detenidamente, tengo la impresión de que sigue tan
confundida consigo misma como decepcionada conmigo. Al igual que el padre de Sinrén, esperaba
mucho más de mí. Y no la censuro. Toda la fuerza que aparenté en la conversación que mantuvimos
en sus aposentos antes de regresar a Polonnaruwa, parece haberse diluido en el aire como una
modesta tormenta de verano. Pero la curiosidad brilla en sus ojos, en los ojos de todos, y eso es
ahora lo único que importa.
—Ten cuidado con lo que afirmes —insiste el consejero más respetado—. Podrías tropezar en un
terreno especialmente resbaladizo y peligroso.
—Las pruebas se encuentran muy cerca de aquí —respondo sin pestañear—. Si me acompañáis
os las mostraré.
Y al término de mis palabras envío la mano por delante señalando la salida del salón.
Los consejeros aguardan una señal del máximo dirigente quien, sumamente pensativo, fuera de
sitio, sigue en pie junto a mi amada. La expresión del rostro habla por él. Mejor dicho, no habla. Se
encuentra tan ausente que no sabe cómo reaccionar ni cómo actuar. Sería conveniente brindar al
padre de Sinrén una última justificación que le empuje a tomar la decisión que me interesa.
—Después de lo que aparenta ser una desafortunada actuación por mi parte, es comprensible que
te asalten dudas. En tu lugar yo también las tendría —darle a entender que su posición me parece
razonable es el modo más rápido de acercarme a él—. No obstante, creo que deberías reparar en la
honrosa ocasión que he brindado tanto a tu hijo como a Barujo. Ambos tuvieron su oportunidad y no
la aprovecharon. Si fuesen hombres de honor, admitirían que están relacionados con la muerte de
nuestros monarcas, pero resulta obvio que carecen del valor suficiente para confesarlo. Sin embargo,
y compartiendo tu condescendencia, volveré a ofrecerles una oportunidad. La última.
Los dos acusados me miran dando a entender que el honor les queda muy lejos. Semejante virtud
no vive en ellos y si lo hace está tan escondida, tan sepultada en el fondo de sus almas que ni siquiera
se percibe un asomo. Ambos permanecen en pie ignorándose el uno al otro. El nuevo cariz que ha
tomado el proceso los mantiene tan desconcertados como al resto. Quizás piensen que se trate de una
burda artimaña para intimidarles, un último y desesperado intento que les incite a descubrir su
crimen.
—Lo preguntaré una vez más. ¿Confesáis vuestra participación en los hechos tratados en este
proceso?
Sus miradas se cruzan por primera vez y con la vista lo dicen todo. Siguen siendo antagónicos,
pero saben que su salvación depende de un mismo silencio.
—Soy inocente. No tengo nada que ver con tus acusaciones —contesta Barujo adelantándose.
—Yo tampoco —añade el pretendiente de Belinia.
Creen que no tengo pruebas suficientes, que nunca podré demostrar nada. Allá ellos.
El dubitativo padre de Sinrén aguarda acontecimientos. Haga lo que haga, todos secundarán su
postura. Acercarlo a mi terreno se ha convertido en mi próximo objetivo.
—Como habrás podido comprobar, cumplí con lo que dije —afirmo mirando al cada vez más
intranquilo consejero—. Repito con voz alta y clara, puedo demostrar que estos dos hombres son
culpables. Su cobardía me obliga a invitar a todos los presentes a abandonar la sala y trasladarnos a
otra muy próxima.
Para arrastrarlos fuera del lugar es necesario llevar la iniciativa. Sin mirar atrás, sin tan siquiera
detenerme a comprobar si vienen, doy la vuelta con la intención de franquear la salida. Presos de un
desconcierto e indecisión a los que no están acostumbrados, finalmente optan por averiguar si mis
palabras son ciertas. No les queda otro remedio.
Ahora soy yo quien empieza a sentirse más seguro. Con mi empuje consigo salir de un territorio
hostil para adentrarnos en otro que probablemente sea bastante más favorable a mis intereses.
Vuelvo la vista y compruebo que todos siguen mis pasos. En primer lugar los sospechosos y los
soldados; tras ellos, con sereno caminar, Belinia y los miembros del Consejo.
Enseguida alcanzamos nuestro destino, apenas distaba treinta metros de la sala del juicio. Soy el
primero en llegar y detenerme frente a la entrada de una estancia tan amplia como la que dejamos
atrás. Antes de penetrar en un lugar medianamente iluminado, antes de que crujan los cimientos del
edificio y las convicciones de muchos de los que me acompañan, debo hacer una última advertencia
que volverá a sorprenderlos.
—Nadie puede pasar a la estancia excepto los dos acusados y yo.
GARZAS BLANCAS
l requisito que he impuesto para demostrar la verdad de mis palabras ha vuelto a llenar de
E incertidumbre al grupo. Negarles el paso ha sido tan osado como necesario. Pronto
descubrirán la razón. Mientras llega ese momento, todos juntos, demostrando tanta paciencia
como escepticismo, permanecen inmóviles al pie de la amplia entrada.
Los dos implicados se adentran en el lugar pisando con tiento y observando todo lo que nos
rodea. No hay mucho que ver: estamos en una sala que normalmente se dedica a la oración y, por
tanto, carece de muebles. Sólo viste sus paredes con lacias sedas bordadas y una bella escultura
cercana a la pared de enfrente rinde tributo a la armonía universal. No hay más. Nada más.
Según avanzamos, me fijo en las gráciles figuras de la escultura que nos aguarda a menos de diez
pasos. Son cuatro garzas blancas esculpidas en piedra y dotadas de un realismo tal que en cualquier
momento pueden remontar el vuelo. Una de ellas, la más alta, sostiene en el pico abierto una pequeña
tela de color azul y blanco. A su lado, otra más menuda agacha la cabeza para recoger ramas del
suelo. Allí, en un hueco disimulado, una tira de incienso debe llevar un buen rato quemándose a
juzgar por los restos de ceniza.
En cuanto llegamos a sus dominios, los tres aspiramos su peculiar perfume, una penetrante
fragancia que nos envuelve como el abrazo de una bella mujer. El sahumerio recuerda vagamente a
sándalo mezclado con otra planta aromática más intensa.
Hemos caminado hasta situarnos junto a la garza, que parece esperar nuestra llegada para
entregarnos el tesoro de su pico. Tomo entre las manos la suave tela y observo, una vez más, la
extraña inscripción que lleva marcada. Para mí no esconde ningún misterio: anoche, en un rincón del
jardín, Arondu se la entregó personalmente a Inet para que la colocase en este preciso lugar del que
ella misma me habló en su poblado.
Con la gasa bien cogida, indico a Barujo y Sinrén que aguarden mi regreso sin separarse de las
blanquecinas aves zancudas. Se miran el uno al otro, incapaces de descubrir el significado de mis
actos y allí los dejo, envueltos en la olorosa nube mientras camino hacia la concurrida entrada.
Rodeado del silencio que impera en esta esquina de palacio, me sitúo frente a Belinia y al padre
de Sinrén, alzo la tela y se la entregó a la bella dama que me mira con gesto austero. Al instante, sus
negros ojos cambian de expresión y se iluminan llenos de curiosidad y sorpresa. El signo grabado
sobre seda consiguió el milagro.
—¿Reconoces el dibujo? —pregunto mirándola fijamente.
—Sí, conozco muy bien a la persona que lo hizo. Por el contrario, desconozco cómo llegó hasta
aquí.
—Cada enigma a su tiempo. ¿Podrías decir a los presentes a quién pertenece y qué significa?
Calla un momento y se vuelve hacia los nobles malabos para cerciorarse de que será escuchada
por todos.
—El color blanco combinado con el azul significa la verdad y este signo tan raro que aparece en
el centro representa al elemento aire —explica sujetando la tela con una mano y señalando el dibujo
con la otra—. Por lo tanto, se trata de un mensaje que viene a decir «la verdad está en el aire». Lo ha
hecho un venerable personaje que algunos de vosotros conocéis bien; se llama Madhuni. Estoy
convencida de ello porque es un lenguaje de signos que él creó y tuvo la paciencia de enseñarme —
habla con la voz entrecortada por el inesperado recuerdo de otra época en la que no conocía las
sombras del corazón humano.
Cuando los tiernos labios de Belinia pronuncian en voz alta el nombre del vedda, siento un
movimiento súbito a mis espaldas. Conozco al dueño de las pisadas que se alejan de las garzas a
toda prisa. Me vuelvo con velocidad hacia él y levanto la mano como si fuese la flecha de un nuevo
arco a punto de ser disparado.
—¡Ni se te ocurra dar un paso más!
Si antes reinaba cierto silencio, el de ahora es sepulcral. No se oyen ni las respiraciones. Sólo
los latidos desbocados de quien intentaba huir.
—¿A dónde vas? ¿Tienes prisa… Barujo?
Sabía que en cuanto escuchase el nombre de Madhuni asociaría ideas y trataría de escapar. Se le
nota muy alterado, no sabe qué decir. Desde aquí soy capaz de sentir las gotas de sudor que han
brotado de golpe en su frente y amenazan con inundarle el rostro. El curandero desearía usar uno de
sus potingues para desaparecer como una palabra en el aire. Pero me temo que esa habilidad no se
encuentra entre su repertorio.
—Estoy mareado. Necesito salir a respirar aire puro —y mirando a todas partes por si descubre
alguna otra vía de escape, da un nuevo paso para enfilar la única salida.
—¡Quieto! —exclamo cortándole el camino.
Los presentes no entienden lo que sucede y empiezan a impacientarse. Es tiempo de poner cada
cosa en sitio y a cada uno donde merece.
—¿Puedo saber qué ocurre aquí? —Belinia supo interpretar a la perfección el mensaje oculto del
maestro, pero no es capaz de asociarlo con la situación que estamos viviendo.
—Ocurre que Barujo ha descubierto mi plan. Aunque ya es demasiado tarde para él. Ha
reconocido ese humo verde que acabamos de respirar, sabe que puede ser su condena —afirmo sin
dejar de mirarle. Luego cambio de acusado—. Sinrén, ya no es necesario que permanezcas ahí por
más tiempo, puedes venir.
Hago una señal con la mano y el otro sospechoso decide acercarse hasta donde el curandero se
mantiene con la espalda encorvada y las manos sujetando su frente, como si realmente estuviera
indispuesto. Y es probable que empiece a estarlo de verdad, de puro miedo.
—Kasim —interviene el Consejero Superior— te ruego que seas más preciso y aclares todo este
embrollo.
—Haré algo mejor, en unos instantes será Barujo quién os lo explique.
A mí alrededor sólo veo caras extrañadas. De pronto, empiezo a notar los primeros síntomas de
un ligero sopor. Es la señal. Ha llegado el momento de revelarles mi verdadera estrategia.
—Hace tres días estuve con Madhuni en el bosque. Allí le expliqué que hoy me enfrentaría a un
proceso sumamente complejo y delicado: necesitaba demostrar la culpabilidad de unas personas que
negarían todo cuanto yo dijera. No habría manera de conseguir que confesaran a no ser que algo o
alguien consiguiera arrancarles la verdad, para salvaguardar la paz entre nuestros pueblos. Fue
entonces cuando tomó la decisión de brindarme su ayuda. El plan que se me ocurrió era sencillo.
Muy simple para él, inalcanzable para mí. Le pedí que elaborase tiras de incienso con el humo de la
verdad, el humo ligeramente verdoso que estáis contemplando alrededor de las garzas.
—Ahora lo comprendo todo —dice Belinia—. Por esa razón el mensaje de Madhuni decía La
verdad está en el aire. En el aire que acabáis de respirar vosotros tres. Según lo que acabas de
explicar, el sahumerio que envuelve a las garzas y sus alrededores tiene la propiedad de mantener en
trance a quien lo aspire para que conteste siempre la verdad, ¿estoy en lo cierto?
Hemos tenido el mismo maestro y por eso me consta que es toda una experta en el tema; sabe que
existen infinidad de aromas, infinidad de esencias que guardan celosamente una cualidad, una
propiedad distinta, un secreto por compartir. Y acepta de buen grado que si alguien es capaz de
abstraer y sintetizar tales propiedades, ése es el viejo peregrino.
—En efecto, alteza. Es un incienso tan sumamente complejo que sólo Madhuni conoce la
composición exacta. Averiguó las flores, raíces y plantas adecuadas, la manera de recolectarlas, los
gramos de cada sustancia y el orden preciso para hervirlas y secarlas. Descubrió el método para
extraer sus esencias y condensarlas en tiras de incienso de modo que, al quemarlas, dichas esencias
mantengan vivo su espíritu transformando a quien aspire el humo verde que emanan. Sólo él domina
ese intrincado secreto. Sólo él.
—¿Pretendes hacernos creer que esa humareda tiene la facultad de obligar a quien la aspira a
decir la verdad, aunque ello le condene ante todos los presentes? —Apunta el padre de Sinrén,
todavía sin aceptarlo.
—Así de simple y efectivo. Vais a poder comprobarlo enseguida.
Cada vez estoy más aturdido. La dosis que respiré, aunque breve, está haciendo su efecto. Es
preciso que me dé prisa en rematar las explicaciones. Sólo espero que Belinia sea capaz de captar lo
que trato de advertirle en este momento y, sobre todo, entienda que lo hago para protegerla a ella más
que a mi mismo.
—Tenéis que preguntar sobre aquello que deseéis saber exactamente y os lo diremos. Tenedlo
presente, porque según se formulen vuestras preguntas, las respuestas descubrirán diferentes aspectos
ocultos de lo que ha sucedido y nosotros conocemos —mis ojos no se han apartado de Belinia ni un
solo instante y ella parece entender por fin el matiz que se esconde en mis palabras—. Una cosa más:
si, por cualquier motivo, interrumpís el interrogatorio, tendréis que volver a concretar lo que
preguntáis para obtener la verdad al respecto.
Situado frente a Barujo percibo que el efecto del humo ha calado en él con mayor rapidez que en
mi organismo. Los ojos delatan su estado, el fuerte narcótico que acaba de inhalar le obliga a
mantener los párpados semicerrados y el cuerpo en un estado de relajación palpable, con flojera de
miembros.
—Será mejor sentarle —indico a los dos soldados. El curandero, sin ofrecer ninguna resistencia,
se sienta en la posición de loto ayudado por las fuertes manos de los guerreros. Mientras tanto,
Sinrén sigue su ejemplo sin que nadie le asista, él probablemente sea el más afectado por haber
respirado mayor cantidad. Como en esta ocasión el incienso no ha sido adulterado con veneno,
ninguno de los tres corremos peligro de sufrir la más mínima enfermedad o lesión. Tan sólo es una
especie de borrachera, sin alcohol y sin resaca.
—Tú que eres el Consejero Superior, creo que deberías asumir el control del proceso,
planteando a cada uno de nosotros todas las preguntas y dudas que estimes oportunas.
—En ese caso empezaré por Barujo, ya que fue el primer acusado.
El padre de Sinrén se acerca al extrañamente relajado hechicero. Le mira y permanece en
silencio unos instantes, como si necesitara ese tiempo para imbuirse de las cualidades de un nuevo
oficio que puede suponer incluso la condena de su primogénito. Enseguida, el Consejero recupera el
aplomo y comienza el interrogatorio.
—Me gustaría conocer todos los detalles desde el principio. Deseo que expliques dónde, cómo y
qué relación tuviste con Suna.
El inculpado le mira como si estuviese en otro mundo donde la vida de éste careciera por
completo de importancia.
—La conocí aquí en Kandy hace más de dos años —a pesar de su estado de trance, alucinado y
soñoliento, no se le traba la lengua. La voz suena recia y serena—. Por aquel entonces, yo pasaba
largas temporadas en esta ciudad prestando mis servicios a diferentes personajes. Con ella tuve una
relación bastante estrecha porque una conocida de ambos le reveló el secreto de mis filtros de amor.
Suna estaba en edad casadera y pretendía cazar a un personaje influyente, con riquezas, con poder.
Era una mujer sin escrúpulos y muy ambiciosa. Por eso me gustaba. Por eso le propuse algo que ni
siquiera ella se había atrevido a soñar: casarse con el rey malabo. Al ser viudo y llevar tiempo solo,
con los filtros adecuados sería fácil conseguir que se enamorara de una joven atractiva e inteligente
como ella. Suna sabía que sin mi ayuda jamás podría lograrlo y, puesto que yo tenía acceso directo al
monarca, establecimos un pacto que nos interesase a ambos. Me comprometí a convertirla en reina y
ella a mí en su esposo cuando lograse acabar con el rey. Así fue como, tras un tiempo de preparación
de filtros, pruebas y citas concertadas, conseguí mi propósito: logré que se casara con el soberano
sin que nadie sospechase.
El padre de Sinrén y los demás comienzan a darse cuenta de la eficacia del incienso de la verdad.
Del mismo modo que empiezan a conocer sin tapujos la peligrosa personalidad del curandero. Un
personaje realmente siniestro, aunque en este estado parezca más inofensivo que un niño de pecho.
—Necesitamos saber si fuiste tú quien la mató y por qué lo hiciste.
—Yo la maté —contesta sin reflejar en su cara ningún arrepentimiento—. Lo hice porque me
traicionó vilmente. Encaramado a la enredadera que da a la planta de los aposentos reales, Kasim
escuchó a Sinrén y a Suna conspirar a mis espaldas. Tramaban desposarse en cuanto hubiesen
acabado con la vida del rey. Al principio no quise creerle, pero enseguida comprendí que Kasim me
ofrecía la posibilidad de vengar todos los agravios que había recibido en este palacio. Por eso,
aquella noche…
—¡Dinos cómo mataste a Suna, maldito brujo! ¡Eso es lo que queremos saber!
Es Belinia quien ha intervenido. A pesar de la somnolencia cada vez más profunda que me
atenaza, aún logro percibir que entendió mi receta para burlar la peligrosa eficacia del humo. ¡Qué
victoria más amarga!: Sólo mi alma gemela podía evitar que nuestro terrible drama se hiciera
público, ese secreto que nos ha separado irremisiblemente.
La nueva pregunta surte en Barujo el efecto deseado. El curandero continúa hablando de lo que
sucedió aquella noche, reanudando su relato desde el momento en el que la verdadera reina apareció
en escena.
—Penetré en los aposentos de la reina y le pregunté si era verdad lo que afirmaba el príncipe
narubo. Ella lo negó al principio, pero su actitud no resultaba en absoluto convincente. Sus muchos
nervios daban a entender todo lo contrario. Entonces la obligué a que me demostrara que nada había
cambiado, que nuestro plan seguía adelante. Se entregó a mí, pero seguí sin creerla. Después de todo
lo que había sucedido, aquello no podía ser sino una farsa. Decidí cogerla por el cuello y empecé a
apretar con fuerza. En cuanto noté que se asfixiaba, aflojé y volví a plantearle la misma pregunta.
Antes de que contestara le sugerí que si no quería casarse conmigo podríamos llegar a un nuevo
acuerdo. Ella se tragó mi patraña y confesó que las palabras de Kasim eran ciertas. Su plan consistía
en llegar a ser viuda lo antes posible, adueñarse de la estrella, contraer matrimonio con Sinrén y
someter toda la isla. Entonces, insistió, me concederían una parte de sus dominios. ¡Pretendían
acallarme a cambio de migajas! Ilusos. Según ella, sólo se trataba de cambiar nuestro acuerdo por
otro más ventajoso para mí. Pero ¡quién mejor que yo para reconocer una puñalada por la espalda
antes incluso de que me la asestaran! Una vez descubiertas sus verdaderas intenciones y sus nuevas
mentiras, volví a estrechar su garganta con las manos y apreté, animado por la ira que me enloquecía.
Suplicó, pataleó y gimoteó inútilmente. No cesé de oprimirla hasta que dejó de moverse.
Tardó en morir menos de lo deseado. Me hubiera gustado verla sufrir durante mucho más tiempo,
pero, en cualquier caso, ya estaba hecho. Luego sólo tuve que colgarla para simular el suicidio.
Los rostros de los consejeros no dan crédito a una confesión explicada con tanta transparencia y,
a la vez, con tanta crueldad. Entre los nobles hay uno que se encuentra más desolado que los demás;
el padre de Sinrén se ha resquebrajado, se ha venido abajo. El acusado acaba de proclamar a los
cuatro vientos las falsedades de su hijo. Suspendido entre el aire y el humo, queda pendiente saber
hasta qué punto está involucrado en el caso. Aunque todavía falte por escuchar la confesión de Sinrén
y le reste una brizna de esperanza, una remota posibilidad de que Barujo sea un embustero enfermizo
y haya mentido incluso bajo los efectos del narcótico, una sensación interior lo advierte y predispone
a lo peor. Su rostro es la viva imagen de la decepción.
Situado frente a Barujo y Sinrén, le gustaría mostrar aunque fuese un leve atisbo de indulgencia
hacia su heredero, pero se lo impide una amarga sensación que le invade desde lo más profundo de
su ser. Para un padre como él, escuchar una confesión deshonrosa en boca de su propio hijo puede
ser un castigo demasiado duro. Entonces Belinia, tan intuitiva como siempre, decide intervenir de
nuevo para evitarle el desagradable calvario.
—Es momento de empezar a asumir las responsabilidades a las que deberé enfrentarme cuando
sea reina. Antes de terminar con Barujo, deberíamos comprobar la veracidad de este método
contrastando su confesión con la de Sinrén. Y creo que debo ser yo quien se enfrente a tal cometido.
Valiente postura la suya al asumir tan ingrata tarea. Belinia se rebela como la persona más entera
del grupo. Ha sufrido de un modo tan doloroso en los últimos meses que este nuevo revés parece no
afectarle tanto como a otros. Quizá sea porque creyó mis palabras aquella noche en su alcoba. Y
aunque no quiso aceptarlo delante de mí, la duda ya anidaba en su corazón.
Tensa pero decidida, su majestad yergue el espíritu y la cabeza dando un paso hacia Sinrén. Aquí
y ahora necesita conocer, de una vez para siempre, la verdadera personalidad de su prometido.
—Quiero que hagas un resumen con los detalles más importante de tu relación con Suna.
Sinrén, con los ojos entreabiertos y el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, comienza a
relatar los hechos con una voz clara y tranquila. En su estado de embriaguez mental, mucho más
profundo que el mío, no reconoce a quien plantea la pregunta, se limita a contestar empujado por una
inconsciente inercia.
—La conocí siendo prácticamente una niña. Su familia era propietaria de un humilde pero selecto
telar que suministraba prendas a los reyes y a su extenso séquito. Por aquel entonces, mi padre se
encargaba de controlar todo el género que llegaba a palacio, de ahí la relación que mantuvimos en
nuestra adolescencia. Cuando crecimos, llegamos a la conclusión de que estábamos hechos el uno
para el otro. Pero Suna era demasiado ambiciosa e impaciente. Terminó por rechazarme
argumentando que, a pesar de compartir la misma edad, me consideraba demasiado joven y tardaría
mucho tiempo en poder darle el tipo de vida que ella pretendía. Tras separarnos, seguí sintiendo por
ella lo que siempre había sentido, pero no quería hacerme ilusiones y traté de olvidarla. Con ese
objetivo, y también por despecho, intenté conquistar a la hija mayor del rey. Belinia era la mujer más
poderosa de la corte malaba. Con toda probabilidad, sus hijos serían los herederos al trono y su
marido reinaría con ella a la muerte de su padre. Si quería llegar a lo más alto, no existía una opción
mejor. Pero, tras un tiempo de vanos intentos, no conseguí otra cosa que buenas palabras por su
parte.
Alrededor de Sinrén, el silencio es ya tan abrumador como hostil, pero él continúa hablando,
incapaz de comprender la gravedad de sus declaraciones.
—Después de este nuevo fracaso, necesitaba un cambio de aires y decidí recorrer la isla para
extender el comercio familiar. Un buen día me sorprendió la noticia de que Suna iba a convertirse en
nuestra flamante reina. Me costó creerlo y, mucho más, aceptarlo. Regresé a Kandy. Ya por entonces
mi padre era consejero personal del rey y yo tenía acceso a palacio con total libertad. Así que, al
poco de casada, aproveché aquella circunstancia para beneficiarme de nuestra buena relación y
negocié un acuerdo con ella para el suministro de elefantes y otros animales, una de las actividades
más importantes que lleva desempeñando mi familia durante generaciones. Con el transcurrir de los
meses y la frecuencia de nuestros roces surgió la pasión entre los dos. Fue entonces cuando me
propuso acabar con el rey empleando uno de los venenos que Barujo manejaba. Uno que, según él, no
dejaba rastros. De ese modo tan simple y eficaz, acabaríamos con el estorbo que supone un rey
mayor y aburrido. Ahora que ya mantenía la posición social que tanto anhelaba, pretendía cambiarlo
por mí, un esposo joven que sabría cubrir todas sus exigencias. Cuando cortejaba a Belinia, yo había
especulado con la posibilidad de sentarme en el trono malabo, así que no me resultó difícil retomar
mis sueños, que ahora además podrían cumplirse de la mano de la mujer que amaba. Acepté su
proposición inmediatamente.
Al oír estas últimas palabras, un suspiro ronco escapa de la garganta de su padre. Pero Sinrén
tiene aún mucho que decir. Y nada en este mundo es ya capaz de impedirlo.
—Durante un tiempo, la situación parecía estar controlada. El veneno iba desempeñando poco a
poco su mortal función. El monarca se debatía entre enfermedad y enfermedad, entre achaque y
achaque. Pero, en uno de ellos, sobrevino un giro inesperado: una noche, el rey pensaba que iba a
morir y reveló a Suna la existencia de un objeto misterioso conocido por el nombre de brújula. Antes
de perder el conocimiento, tuvo tiempo de mencionar ciertos detalles interesantes. Tales como para
qué servía, de cuántas partes estaba compuesta y quiénes eran los responsables de custodiar dichas
porciones. Así averiguamos que el descubrimiento servía para encontrar la famosa estrella de siete
puntas, objeto que suponía un nuevo aliciente para nuestro futuro reinado. Tardé poco en convencerla
de que los malabos, con el respaldo de la joya, podríamos recuperar la hegemonía de la isla
resplandeciente. Era tan ambiciosa o más que yo y la sensación de gobernar todo el territorio nos
devoró por completo. Aquél era un sueño que no se podía comparar a ningún otro. Lo teníamos bien
calculado: necesitábamos de nuevo a Barujo para arrancar el secreto al rey y luego conseguir la otra
mitad de la brújula, que poseía Karbán. Suna utilizó con maestría todo su poder de persuasión para
lograr embaucarle. El curandero enseguida estuvo de acuerdo, tardó poco en poner en marcha un plan
para conseguir con sus contactos recuperar la mitad custodiada por el rey narubo. Sólo era cuestión
de tiempo. Barujo lo hizo pensando que se sentaría en el trono con Suna, pero eso nunca iba a
suceder. En cuanto consiguiéramos la estrella, nuestro tesoro, nos desharíamos de aquel molesto y
pernicioso individuo. Yo mismo me encargaría de quitarlo de en medio. Nunca me gustó ese
hechicero de mirada e inquietudes más oscuras que las nuestras. Los planes se iban desarrollando
con arreglo al trazado previsto, parecían rodar sin sobresaltos hacia nuestro impaciente destino. Un
destino que, un mal día, se rompió de improviso, quedó destrozado y reducido a polvo de desierto.
Sin saber cómo ni por qué, Suna apareció ahorcada. No había ninguna explicación lógica. Mi reina
estaba muerta, tan muerta como mis expectativas. De esa forma tan trágica como incomprensible
acabó mi relación con ella.
A pesar del efecto sedante que gobierna mi intelecto, he sido capaz de asimilar toda la
conversación con fluidez. La suficiente para aclarar las últimas dudas que mantenía sobre este
arrogante y codicioso malabo. Aun escuchando la confesión de Barujo la noche que lo capturé, en mi
interior palpitaba la idea de un Sinrén con mayor protagonismo en la muerte de mi padre. Digiriendo
cada frase, cada palabra que ha vertido su boca, todos los indicios señalan a un conspirador
principal, un instigador que parece ostentar ese cargo en exclusiva: Barujo.
Manteniendo el esfuerzo por permanecer lo más despierto posible, observo a una Belinia que
madura a pasos agigantados, a golpe de disgustos, de pruebas duras que la vida, sin ninguna piedad,
le obliga a seguir afrontando. Con el rostro endurecido por la tensión de los últimos minutos, trata de
guardar la compostura ante unas declaraciones que vuelven a sumirla en el vértice de la decepción,
del desengaño que ha sufrido con el género masculino. Con los varones más jóvenes.
Recordando a su progenitor, a Karbán o al mismo padre de Sinrén, siente nostalgia de aquella
generación. No es preciso mirarla para leer en su elocuente silencio la añoranza de hombres rectos,
nobles e íntegros como los de antaño.
Pero el desencanto y la amargura que amenazan con someterla no le impiden seguir cumpliendo
con sus obligaciones. Parece decidida a que ninguna situación quebrante su firme voluntad, está
dispuesta a averiguar hasta el último detalle acerca de Sinrén. Respira hondo, como tratando de
recuperar las fuerzas perdidas y vuelve a entrar en combate.
—Habíamos de tu próximo casamiento…
—Con la extraña muerte de Suna, todos mis proyectos se desbarataron. Era demasiado duro e
inaceptable. Ya me había hecho a la idea de que iba a convertirme en soberano y no podía consentir
ni admitir que el destino me arrebatara ese sueño. Varias semanas después de la tragedia, tuve la
fortuna de cruzarme de nuevo con Belinia, en un momento muy delicado de su vida, recién llegada de
un largo viaje del que regresó muy cambiada. Nunca la había visto de ese modo. Todavía hoy
desconozco las razones que la sumieron en aquella severa melancolía. Por circunstancias de mi
trabajo iba a pasar un mes en palacio, período que aproveché con intensidad para acercarme a ella y
cortejarla. El destino me servía en bandeja de oro una oportunidad que no podía desaprovechar. En
esta segunda ocasión todo resultó mucho más fácil. Apuré al máximo su debilidad y supe sacar
partido; logré convencerla de que ningún otro joven de la nobleza reunía tantas cualidades para ser
su esposo. Ella necesitaba un brazo donde apoyarse y el mío estuvo en el momento y lugar oportunos.
Como no quería que se me escapase una segunda reina, enseguida le propuse matrimonio. Corría el
riesgo de que volviese a rechazarme; sin embargo, jugaba con la ventaja de saber que necesitaba a
alguien que la comprendiese y le ayudara a olvidar la causa de su melancólico comportamiento.
Ganada su confianza, aceptó. Mi plan había funcionado con exactitud, el destino volvía a mostrarse
generoso conmigo; muy pronto llegaría a ser rey. Aunque no estaba enamorado de ella, físicamente
nadie discute que es una auténtica belleza y no tiene malos sentimientos. Si bien, todo hay que
decirlo, desde que cambió tiene un carácter más difícil y cuesta mucho llegar a ella. Estoy
convencido de que ningún hombre sería capaz de enamorarla. No es ese mi objetivo, yo me conformo
con mucho menos, o mucho más, según se mire. Lo que realmente importa es ver cumplida mi ilusión:
ser el próximo rey.
A la futura reina no le restan dudas ni preguntas. Belinia, ya ha escuchado suficiente, prefiere no
ahondar en detalles que acabarían generando más asco del que amenaza con inundarle las entrañas.
En algún lugar habrá un hombre que merezca su amor sin que la viole o la engañe.
Discretamente, revisa el estado de ánimo de quien iba a convertirse en su suegro. Sueño tan roto
como sus anhelos. Ambos lo saben. Preocupada por él y por su aspecto de efigie derruida, vuelve a
llevar la iniciativa.
—Nadie va a poner en entredicho tu capacidad como padre y, mucho menos, en la impecable e
imprescindible labor que desempeñas para nuestro pueblo. Si queréis que acepte el trono, tan sólo
voy a imponer una condición —dice recorriendo a los presentes para terminar mirando con fijeza al
Consejero Superior—. Deseo que sigas manteniendo tu cargo, que seas mi colaborador más
destacado. Entre otras muchas de tus virtudes, necesito esos sabios consejos que siempre te
acompañan.
—Infinitas gracias, alteza. Tu apoyo incondicional en estos penosos momentos es un orgullo y un
honor que sabré corresponder como mereces. Aunque podría nombrar cien calificativos que me
perturban, todos ellos negativos, tengo aún fuerzas suficientes para continuar. Si deseas que prosiga
el interrogatorio con Kasim, puedo hacerlo.
—No me cabe la menor duda y alabo tu entereza y entrega; sin embargo, prefiero proseguir yo
misma planteando preguntas e incógnitas que todavía necesito desvelar —de pronto, la figura de
Belinia se agita con cierto nerviosismo y cambia de expresión y de interrogado. Ha llegado mi turno
—. Dime, Kasim, ¿pensabas que los malabos éramos culpables de la muerte de tu padre?
—Estaba totalmente convencido de ello —las palabras fluyen sin que mi consciente sea capaz de
evitarlo.
—¿Por dicha razón viniste a investigar a nuestro palacio?
—Así es. Pensaba que el anillo que quité al asesino pertenecía a algún familiar de los reyes o de
la nobleza. Sospechaba de Sinrén. Por eso decidí venir a investigar personalmente haciéndome pasar
por recolector de especias. La búsqueda de la verdad requería asumir algunos riesgos…
—Me gustaría saber por qué nos engañaste hace un rato cuando negabas la existencia de la
brújula.
—Ante todo debo evitar más derramamiento de sangre entre malabos y narubos. Mi padre luchó
por ello y yo seguiré haciéndolo. Cuando Barujo planteó la teoría de la brújula, entendí que sería
sencillo desacreditar la existencia de un objeto tan extraño que ya de por sí resulta difícil de creer.
Si antes de seguir hablando conseguía que el curandero confesara su crimen, la brújula y sus
misterios, con un poco de suerte, quedarían al margen de la investigación. Mi único objetivo es que
la estrella de fuego no vuelva a ser motivo de disputa.
La respuesta parece satisfacerla. A pesar del aturdimiento, la sensación de no tener cuerpo físico
y disfrutar un estado de paz desconocido, soy consciente de cada gesto, cada movimiento que sucede
a mi alrededor; y he podido percibir un destello de luz iluminando sus ojos durante un breve instante.
—¿Tienes la estrella en tu poder?
—No.
—¿Sabes dónde está?
—Sólo sé que la esconde alguno de los secuaces de Barujo. Al menos, alardeó de ello la noche
que nos enfrentamos.
De un modo tan natural como ella, mi amada deja a un lado su porte real y se deja llevar por su
curiosidad femenina.
—Una última pregunta, ¿cómo lograste entrar en esta cámara, dejar la tela con el mensaje de
Madhuni y encender el incienso?
—No fui yo. No quería levantar sospechas por si alguien me descubría. Así que le pedí a un fiel
amigo que le encargase hacerlo a tina de tus sirvientas. Sólo tuvo que decirle que era un asunto de
vital importancia para ti.
Le sobra inteligencia para saber a qué sirvienta me refiero. Satisfecha con mis contestaciones, da
un giro para enfrentarse a su gran enemigo. Nuestro gran enemigo, que casi con toda certeza es el
causante de la muerte de nuestros padres: Barujo.
Para prestar la atención que exige el definitivo interrogatorio, necesito recuperarme por completo
y cuanto antes. Observo la situación y compruebo que los asistentes se centran en el curandero, saben
que él esconde las claves más importantes, es el protagonista. De forma discreta voy apartándome
mientras el grupo se arremolina a su alrededor. Por un instante parecen olvidarse de mí y tengo la
oportunidad de realizar una maniobra sin que se percaten. Disimuladamente, agarro una minúscula
piedra cristalina que escondía entre los pliegues de mi ropa. Es un secreto que Madhuni elaboró con
sus propias manos. Se trata de un compuesto de sales olorosas que contrarrestan el efecto del humo
verde. Con el mineral bien cogido, acerco los dedos a las fosas nasales para respirar su nauseabundo
olor. Casi hiede tanto como los apestosos vahos que soporté para recuperar la vista. Ojalá que
vuelva a ocurrir otro milagro. Haciendo un esfuerzo supino, cierro la boca y respiro con tanta
intensidad que el olor martillea mí frente hasta casi reventarla. Una gélida sensación me invade hasta
el último de los cabellos; después, el milagro sucede. Enseguida cuerpo y mente reaccionan, me
estoy despejando rápidamente, como si el incienso aspirado se disolviese en un remolino de aire
puro ascendiendo hacia el cielo.
Mucho más lúcido, pero comportándome como si siguiera bajo los efectos del narcótico, vuelvo
a concentrarme en la situación y en sus protagonistas. Estoy listo para escuchar esa verdad que llevo
tanto, tanto tiempo esperando.
—Explica qué sucedió tras el asesinato de Suna —ordena Belinia a Barujo mostrándose cada vez
más segura y decidida.
—Después de estrangularla, una molesta congoja se adueñó de mi ser. No por su pérdida, por
ella no sentí ningún remordimiento, pero la sensación de no poder alcanzar la meta deseada se hacía
insoportable. Tanta planificación había servido de muy poco. Por fortuna, pocas horas después, a la
mañana siguiente, todo iba a cambiar. Tuve un golpe de suerte y robé a Kasim la mitad de la brújula.
Pieza que había dejado escapar la persona en quien confié para arrebatársela a Karbán. Ya tenía
medio tesoro. La estrella se había convertido en mi principal objetivo. Con ella trazaría una nueva
estrategia. Puede que no acabara siendo rey de los malabos pero sí podía llegar al cargo de
Consejero Superior de los narubos. Y tendría más influencia que el mismo rey, ya que éste se
comportaría como yo dijese. Gracias a mí, él habría conseguido su puesto. Tras la fase de
proclamación vendría el siguiente paso que consistiría en cambiar los miembros del Consejo actual
por otros más afines. Con su apoyo y el respaldo de la estrella, prepararíamos un nuevo ejército
capaz de conquistar toda la isla. Mi plan se ejecutaría lo antes posible, sin dilación, anticipándonos a
que los malabos pudieran reaccionar. Como consecuencia de los últimos acontecimientos, ése era mi
nuevo proyecto. Una vez diseñado, ardía en deseos de acometer y solventar el requisito más
inmediato: localizar la segunda parte de la brújula. Ya tenía una mitad en mi poder, pero acababa de
asesinar a Suna; era conveniente mantenerse alejado de Kandy durante un tiempo. Volvería a palacio
cuando se hubiesen calmado las aguas. Entonces podría acosar al rey con más libertad. Estuve varias
semanas ausente y, al regresar, supe que su majestad se había recuperado bastante de los achaques y
de la repentina pérdida de su esposa. Los médicos le recomendaron reposo total en un ambiente
marino; un descanso en las playas del sur. Según acordaron, no permitirían visitas, así que tuve que
aguardar su venida otras tantas semanas más. Al fin regresó y, a los pocos días de volver a ocupar su
palacio, aproveché con astucia la manera de colocar en sus aposentos la última porción de incienso
de la verdad que guardaba, el último fragmento de todos los que robé a Madhuni. Aquella noche
encendí la tira poco antes de que se acostara. Llevar mi plan a buen término requería de cierta
habilidad, porque el incienso que iba a emplear estaba mezclado con un poderoso veneno. Ya lo
había usado con Kasim para cerciorarme de que la pieza robada era realmente la mitad de la brújula.
Escondido a pocos metros de la estancia real, vigilé hasta que llegó el momento preciso y, con la
nariz y la boca bien tapadas, actué con la rapidez que requerían las circunstancias. Le hice la única
pregunta que me interesaba y el rey, tan inocente como un niño, reveló sin quejas dónde escondía su
parte de la brújula. Satisfecha mi curiosidad, salí del lugar y dejé que el incienso se consumiera y
consumiera al soberano. A la mañana siguiente no despertó.
—¡Asesino! —Un tremendo puñetazo se estrella contra la cara de Barujo—. ¡Tú mataste a mi
padre! —Belinia sigue golpeándolo hasta que los consejeros intervienen sujetando a la futura reina,
que llora de rabia e impotencia. El padre de Sinrén trata inútilmente de calmarla, pero ella no quiere
serenarse.
—Alteza, te ruego me dejes terminar a mí el interrogatorio. Comprendo que debe ser muy duro
para ti. En estos casos, lo más aconsejable es tomarse un descanso.
—Ya me encuentro mejor. Prefiero seguir aquí aunque seas tú quien a partir de ahora plantee las
preguntas —afirma Belinia, en un decidido intento por calmarse.
—Como desees —contesta el padre de Sinrén antes de dar la vuelta para situarse de nuevo frente
a Barujo. Seguidamente, vuelve a tomar las riendas del proceso—. Todavía quedan algunas dudas
pendientes de resolver. Volvamos hacia atrás en el tiempo, cuando nuestro rey reveló a Sima la
existencia de las dos partes de la brújula. Acabas de mencionar que escogiste una persona de tu
confianza a quien le encargaste recuperar la mitad de la brújula que custodiaba mi admirado Karbán.
Me gustaría saber cómo y por qué decidiste que fuese esa persona, cómo sucedieron los hechos
posteriores y si fuiste tú quien ordenó asesinar al rey narubo.
El curandero ha escuchado la pregunta como si nadie le hubiese golpeado. Sigue sentado como si
tal cosa. El humo verde lo mantiene sumido en una nube de ensoñación que le impide entender o
recordar qué ha ocurrido, a pesar de que una parte de su cara empieza a hincharse visiblemente. Bajo
los efectos del alucinógeno no siente dolor, pero mañana será otro cantar.
—Cuando Suna me reveló el secreto que le había confiado su esposo moribundo, un inesperado
regocijo invadió mi cuerpo entero. La estrella de siete puntas es un objeto que siempre me fascinó.
La reina pretendía que se la entregara y yo le aseguré que lo haría, pero mentí. No iba a permitir que
semejante poder acabase en tan torpes manos. En cuanto pude quedarme a solas tracé un plan para
conseguir las dos mitades. Ya casi tenía una, era cuestión de tiempo que el rey malabo terminase
facilitando su escondite. El bastión más difícil de conquistar era Karbán. Se encontraba
perfectamente de salud, no necesitaba mis servicios y, aunque los necesitase, jamás me haría llamar.
Yo tenía vetada la participación en cualquier asunto de palacio, él se encargó de que así fuese.
Nunca podría acceder al monarca, necesitaba a alguien de su entorno, a una persona de la que nunca
sospechase. Un contacto que mantuviera su confianza pero que, a la vez, estuviese dispuesto a
traicionarle. Yo conocía a ese hombre. En cierta ocasión mantuvimos una fructífera relación
comercial. Tenía un encargo para conseguir un par de hermosas esclavas muy jovencitas, mercancía
de primera calidad. Ese individuo viaja mucho y mantiene buenos contactos en toda la isla. Antes de
lo pactado me proporcionó las dos muchachas. Quien las había solicitado quedó verdaderamente
satisfecho y, en alguna que otra circunstancia, habíamos vuelto a colaborar. Cuando le expliqué el
asunto de la brújula el caso fue muy distinto. Aunque la envidia y el deseo de ser alguien importante
lo dominan, al principio se asustó sobremanera. Sentía un gran respeto por Karbán, me atrevería a
decir que pavor. De hecho, en cuanto tuvo la oportunidad de actuar, ni se atrevió a intervenir. Se
limitó a enviar a sus cinco secuaces, gente de la que dispone cuando es necesario en esta clase de
asuntos. Yo no le ordené que asesinara a Karbán, eso fue decisión suya. El rey fue un gran guerrero,
en su juventud habría vencido con facilidad a tres o cuatro adversarios, por esa razón envió a todos
sus hombres juntos a luchar contra él. Ya mayor, cinco fueron demasiados. Habrían logrado el
objetivo de no ser por Kasim, su intervención evitó que la pieza cayera en nuestras manos. Pero días
después, finalmente, a las pocas horas de eliminar a la reina Suna el destino me ofreció la porción de
brújula sin apenas esfuerzo. Y aquel golpe de azar pudo convertirse en un mejor botín si el príncipe
narubo no hubiese sobrevivido a mi veneno. De haber muerto, tan sólo una persona impediría que
alcanzase el objetivo de situar a mi aliado en el trono narubo: su hermano Lanka.
¡Mi hermano! La revelación penetra en mi cabeza como la punta de un sable en la carne más
tierna. Un escalofrío me hiela las venas crispándolas de dolor. La terrible verdad que atraviesa mi
mente de un golpe, consigue dejarme tan estupefacto que ni el humo verde de cien inciensos me
habría hecho efecto. Acabo de deducir quién es el compinche de Barujo, el inductor del asesinato de
mi padre, el personaje que amargó mi existencia llevándome a cometer atropellos tan dolorosos
como violar al amor de mi vida.
Sé quién es, pero no puedo admitirlo. Me niego a creer que se haya vendido de una forma tan vil
y repugnante. Me niego a entender que fuese capaz de hacer lo que hizo. Me niego a aceptar que un
compañero de la infancia, al que siempre he concedido mi cariño, sea más miserable que el
mismísimo Barujo. Me niego a descubrir que Arondu es el mayor enemigo al que me he enfrentado.
De un triste fogonazo, todo encaja. Si yo hubiese muerto cuando Barujo intentó envenenarme,
únicamente la existencia de mi hermano habría impedido que Arondu llegase al trono. Eliminándolo,
despejaban el camino. Sólo restaría conquistar a mi hermana para usurpar el poder. Un poder que el
hechicero manejaría a su antojo.
Ahora soy yo quién es capaz de reconstruir los hechos sin necesidad de escuchar la voz rasgada
de Barujo. Aquella tarde, cuando me acompañaban mis dos amigos, aquella tarde en la cual mi padre
me reveló el escondite de la brújula, ahora sé que quien escuchó escondido nuestra conversación no
fue Sinrén sino Arondu. Yuba y él se habían separado nada más salir de la estancia, ambos me lo
confirmaron. Tuvo tiempo más que suficiente para esconderse en el lugar adecuado antes de que
Karbán mencionara el lugar donde nos íbamos a encontrar para entregarme la pieza. Seguramente, él
mismo consiguió en alguno de sus viajes el anillo de oro que llevaba uno de los sicarios y lo utilizó
como primer pago de un encargo que iba a resultar muy costoso. El remate de esta historia tan
entristecedora es que, usando alguno de esos venenos que no dejan huella, debió asesinar al joven
rey de los narubos, a mi pobre hermano. Y no sería de extrañar tampoco que para enamorar a mi
hermana haya usado alguna de esas pócimas que usa ese enemigo de la raza humana llamado Barujo.
Ojalá sea así, porque entonces el sentimiento hacia Arondu de la única familia que me queda se
disipará como el aire viciado se aparta ante la brisa.
Es tiempo de impartir justicia.
—La explicación ha quedado clara, pero no nos has dicho aún cuál es el nombre de tu aliado —
insiste el padre de Sinrén.
—Se llama Arondu —confiesa Barujo sin el más mínimo rubor.
Al unísono, todas las miradas se fijan en mí. Muchos se sienten culpables por no creerme,
llegaron a pensar que yo pretendía poseer la estrella. Ahora que conocen la verdad, se preguntan si
también este descubrimiento estaba previsto y por eso elegí a mi «amigo» como uno de mis
acompañantes. Pero sólo tiene que ver mi expresión para comprender que no es así. Y de pronto
reparo en las terribles bromas que nos depara el destino: el mismo hombre que me ha ayudado a
desenmascarar a los culpables entregándole a Inet la tela pintada y las tiras de incienso, pagará por
sus crímenes dentro de unos instantes. No sé si Madhuni pudo leer en su emponzoñado corazón el día
que lo conoció, pero ahora recuerdo su insistencia en no revelar a mis amigos el significado de mis
peticiones. «El único secreto es aquel que no sé comparte».
Belinia ordena a los soldados que vayan a buscar al nuevo inculpado de inmediato y acercándose
con cuidado observa mis reacciones para evaluar mi estado de conciencia.
—¿Kasim? —Duda con la voz entrecortada, como si temiera despertarme de un mal sueño.
Su cercanía me hace reaccionar.
—Me encuentro más despejado. Se nota que he sido el que menos humo respiró —aseguro
mientras disimulo incorporándome con un movimiento lento y medido.
—¿Oíste la confesión del hechicero?
—Para mí desgracia, la escuché perfectamente.
—¿Cómo te encuentras?
—Si dijese que dolido o decepcionado sería quedarse muy corto. Lo que siento es algo confuso
todavía. Arondu era amigo mío desde que alcanza mi memoria, crecimos juntos.
De pronto callo porque veo que llega él, custodiado por los soldados. Según se acerca, el grupo
se abre en dos mitades y él avanza sin armas entre los presentes mirando a ambos lados. Precediendo
a los guerreros se sitúa frente al curandero y Sinrén, que son los únicos que permanecen sentados en
posición de loto; el resto nos mantenemos en pie expectantes. De reojo, se ha fijado en mí pero no
percibe nada extraño, aún se muestra con cierta seguridad.
—Barujo, me gustaría que repitieras con quién estabas compinchado para conseguir la estrella y
cuál era vuestro plan. —El Consejero Superior pretende llegar al final cuanto antes.
El hechicero ha vuelto a explicar una vez más todos los pormenores confirmando hasta la última de
mis sospechas. Pronunció alto y claro el nombre del traidor que ordenó la muerte de Karbán, aseguró
que él mismo había facilitado un veneno rápido y efectivo para que ese mismo traidor asesinara a mi
hermano, admitió que también le había suministrado todo tipo de filtros y pócimas para que intentase
enamorar a mi inocente hermana, reconoció que su objetivo era convertir a Arondu en rey de los
narubos y, por último, reveló que, poco antes de que yo lograse capturarlo, acababa de entregar la
estrella a Rayimo, el otro comerciante del norte, quien se había ofrecido para hacérsela llegar al
propio Arondu.
Tras explicarse de una manera amplia y contundente, expresando sus opiniones sin coacción de
ningún tipo, el instigador de semejante conspiración calla y permanece sentado como si no hubiese
revelado nada importante, como si fuera algo cotidiano que sucede cualquier día.
Arondu está totalmente obnubilado, no entiende qué tipo de enajenación mental ha trastornado a
su mentor. ¿Cómo puede ser que aquel hombre, máxima expresión de la maldad y dotado con una
sobresaliente inteligencia, confiese impunemente sus crímenes amparado en la ingenuidad de una
inocente criatura?
Repasando la expresión que reflejan los rostros de los presentes, no le queda otra alternativa que
contraatacar.
—¿Se puede saber por qué Barujo está diciendo semejante cantidad de estupideces? —Ahora
que lo veo actuar me doy cuenta de lo bien que ha representado su papel durante tantos años.
—Significa que ese hombre está confesando una vez más que tú eres culpable de, al menos, dos
asesinatos. Del mismo modo que él también cometió otros dos por los que va a tener pagar —dice el
padre de Sinrén, rojo de ira.
Arondu mira a su alrededor y se da cuenta de que no puede seguir mintiendo. Se acabó su farsa,
no puede engañarnos durante más tiempo. Arquea los ojos, revisa la situación y comprueba que está
perdido y acorralado. Hace un gesto de abandono, como dando a entender que no tiene escapatoria.
Afloja la tensión del cuerpo y se da la vuelta tranquilamente, tratando de mantener o justificar una
postura digna.
De improviso, echa mano del arma del soldado más próximo y, dándole un fuerte empujón,
desenvaina su sable hacia nosotros. Antes de que nadie pueda actuar, sacude el arma con genio
obligándola a surcar el aire a gran velocidad. Barujo sigue en su estado de ensoñación incluso
cuando el afilado metal le abre el cuello de un lado al otro. No ha sentido la brutal cuchillada. El
curandero se echa mano y, con visible espanto, comprobamos el profundo corte que tiene. Le ha
destrozado todas las venas y se le puede distinguir hasta la garganta. Impresiona ver la herida abierta
con la sangre saliendo a chorro.
Quedamos paralizados, circunstancia que Arondu sabe aprovechar con la astucia de un leopardo.
Tenía bien estudiados sus movimientos para apoderarse de Belinia como rehén en apenas un salto
que cubre con su sable. La retiene tirando con fuerza de su cabellera. Nadie esperaba que, rodeado
de tanta gente, se atreviera a algo así, pero ahora es tarde para lamentar nuestra torpeza.
Sabía que era un buen guerrero, jugando me lo demostró muchas veces. Pero nunca le he visto
actuar de este modo tan expeditivo. Acaba de herir de muerte a Barujo y no parece inmutarse. La
vida de un ser humano no le importa nada en absoluto y temo que a mi amada pueda ocasionarle el
mismo daño sin que le tiemble el pulso. La punzante arma roza con peligro la hermosura de su cuello.
—¡Dejadme salir o la princesa morirá conmigo!
El soldado que sigue armado le hace frente, pero no se atreve a intervenir, sería demasiado
expuesto. Los demás seguimos tan sorprendidos como estáticos. He tardado en reaccionar ante su
salvaje ataque pero no puedo quedarme cruzado de brazos.
—Arondu, no cometas más locuras. Por Barujo ya nada se puede hacer. La ley de la causa y el
efecto impartió justicia. Él se lo ganó. Sin embargo, Belinia no tiene nada que ver contigo, es mejor
que la dejes libre.
—No seas ingenuo, Kasim ¡Ni lo sueñes!
—Será mejor que hablemos.
—Si das un paso más le rebanaré el pescuezo —por la irracionalidad de sus ojos le creo muy
capaz de hacerlo. Está junto al cadáver de Barujo, por si me queda alguna duda.
—Quiero proponerte algo que sólo escuches tú. Por favor, esperad ahí en la entrada, me gustaría
hablar a solas con Arondu —propongo, dirigiéndome hacia los consejeros.
—Habla aquí, no entiendo qué puedes decirme a solas.
—Sólo hay una puerta de salida. Hay ocho consejeros, dos soldados más los que pronto llegarán.
No tienes escapatoria salvo negociar conmigo. Acerquémonos hasta la estatua de las garzas y
escucha la propuesta. Si no te convence, te dejaré marchar con tu rehén. Tienes mi palabra de honor.
La cara de Arondu cambia por completo, ahora empieza a creer que tiene al menos una
oportunidad. Me conoce bien, muy bien. Y sabe que mi palabra es lo más grande que tengo. Que
jamás falto a ella. Jamás.
Mientras yo avanzo cautelosamente y el retrocede arrastrando del pelo a Belinia, alcanzamos las
garzas y la nube de humo verde que las envuelve. Por ahora, mi estrategia funciona, en estos palacios
son muy comunes las salas perfumadas con sahumerios de todo tipo, Arondu no sospecha nada. Y si
lo hiciese sería de mí, nunca del aire que respira. Donde siempre le vencí fue en los juegos de
inteligencia. Sólo espero que las sales contrarresten el efecto del humo un poco más.
Tras alargar la conversación todo lo que he podido, empiezo a sentir los síntomas del narcótico. Será
conveniente comprobar hasta qué punto le ha afectado a él.
—Definitivamente, lo mejor será huir los tres juntos hasta la costa oeste. Belinia en uno de sus
puertos te proporcionará un barco que te lleve hasta alguna de las muchas islas que hay por la zona.
Allí podrás pasar el resto de tus días, desterrado pero como un rey, ¿acaso no era ése el acuerdo al
que llegaste con Barujo?
—Escucha bien lo que voy a decirte, Kasim, sólo aceptaría tus condiciones si decides realizar
todo el trayecto bien atado —contesta con visibles muestras de encontrarse bajo la influencia del
humo de la verdad.
—Barujo confirmó que la estrella está en tu poder. Yo también acepto tus exigencias si confiesas
dónde la escondiste.
—La enterré junto al pozo que hay en el jardín del ala norte del palacio real en Polonnaruwa. Es
un lugar muy discreto, nunca hay nadie por los alrededores.
Aunque contesta sin apenas reconocerme, la mano que sujeta el arma todavía está demasiado
tensa para intentar nada. No conviene precipitarse, la condensación del humo es bastante espesa y
está actuando con enorme rapidez. Muy pronto dispondré de una mejor oportunidad. El narcótico lo
embriaga cada vez más.
—Una última cuestión, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué te dejaste enredar por alguien como Barujo?
—Hubiera hecho lo que hiciese falta con tal de conseguir demostrar lo que yo valgo. He pasado
mi vida soportando la suerte que no merecían los hijos del rey. Vivíais en un gran palacio, disponíais
de los mejores elefantes, las mejores ropas, las mejores fiestas. Cuando paseábamos por las calles
todos te admiraban con odiosas miradas y gestos de complacencia, no parecía haber nadie más. ¡Yo
era quién merecía tales privilegios! Toda la vida tragándome las ganas de gritar al mundo que soy
mejor que vosotros, más fuerte, más guerrero, con más capacidades. No es justo. Yo soñé muchas
veces con tener la oportunidad de hacer algo grande para que el pueblo valorase mis condiciones de
gobierno. Pero mis sueños nunca podrían hacerse realidad, sólo era un servidor de alto rango. Pero
un servidor y nada más.
—Eras mi amigo. Si en lugar de dejarte llevar por la envidia y la vanidad hubieses sido más
libre, te habrías dado cuenta de que ya eras un privilegiado. Seguramente, otros muchos te
envidiarían. Tú y Yuba disfrutasteis de las comodidades de palacio, de sus elefantes, de sus ropas,
de sus fiestas. Todo lo mío era también tuyo. Mi hermano confiaba en ti. Y mi hermana hubiera sido
capaz de amarte.
—Eso ya no importa. —Arondu, completamente ebrio de humo, parece sumido en un pozo
insondable. Mucho le va a costar salir de ese oscuro agujero, una senda que nadie puede recorrer por
él.
Ahora que lo observo con más detenimiento aprecio un par de detalles significativos; mi odio se
ha esfumado y él mantiene los párpados alicaídos. Es la señal. Llegó el momento de desarmarle.
—Necesito que me prestes un instante tú sable para saber cuántas piezas tiene la empuñadura.
Con un torpe movimiento se mira extrañado preguntándose cómo llegó el arma hasta su mano.
Después, sin plantear la más mínima oposición, me entrega el sable convertido en un ser totalmente
inofensivo. El incienso de Madhuni habría que suministrarlo de forma constante a muchas personas
en este mundo.
Conseguí mi objetivo: salvar a Belinia sin correr ningún riesgo. Satisfecho, compruebo que se
encuentra arropada por una profunda somnolencia de la que tardará en salir. Es conveniente apartarla
cuanto antes del influjo verde.
Mientras los soldados se hacen cargo de Arondu, la tomo entre mis brazos para acompañarla
hacia la salida. Para sentirla tan cerca sin oponer la más mínima resistencia, sin rechazarme.
Presiento que podría estar disfrutando del último roce, la última oportunidad de ceñir mis manos a la
suavidad de su piel. Si por mí fuera, pediría permiso para abrazarla hasta que despertase
suavemente. Sin importarme que fuesen horas o días.
Para mi desgracia, en cuanto desenterremos la estrella y volvamos a esconderla en un lugar
secreto, cada uno tomará su camino para vivir experiencias alejadas. Cada uno con las obligaciones
propias de su cargo. Cada uno en su mundo.
Y, entonces, ¿qué será de mí? ¿Cómo va a ser mi vida sin ella? Sin sus ojos, sin sus risas, sin su
olor. Condenado a vivir al margen de sus caricias, de sus labios. Ignorando sus días buenos y malos,
sus anhelos y temores, su paz y su genio. ¿Qué va a ser de mí?
¿Por qué merezco semejante castigo? ¿Por qué?
CAMBOYA, MARZO DE 2005 EL PLAN
n uno de los barrios más populosos de Phnom Penh, despierto en la humilde habitación del
E pequeño piso que posee Dará. De vuelta a Camboya, de nuevo en el siglo XXI, todavía siento la
amargura de su ausencia. Sigo vivamente impactado por la encarnación que acabo de extraer
del cajón de mis archivos. Recuperarla, sirvió para comprobar lo complicadas que son mis vidas con
Dámeris.
—Así que el e-mail que recibí antes de venir, era tuyo.
—Sí: «Espero que algún día me perdones».
Será difícil dejar a un lado las muchas emociones y sentimientos que se agolpan en mi interior.
Pero no es momento ni lugar para sacar conclusiones, para cerrar círculos pendientes. Ya tendré
tiempo cuando regrese a Ibiza. Es hora de comprobar, de una vez por todas, dónde se esconde la
estrella esmeralda. La amarilla tendrá que seguir esperando.
—Como has podido comprobar tú mismo, en aquella vida no me comporté como lo haría la
antigua Yarami que vosotros conocisteis. De hecho, en la vida que recordé no era una mujer sino un
hombre. Un hombre débil de espíritu que se dejó llevar por las malas influencias.
—Me ha quedado muy claro que en aquella vida fuiste Rayimo. Tan claro como el lugar donde se
escondía la joya cósmica: junto al pozo del ala norte de palacio. Lo desconcertante viene ahora.
Cuando Kasim fue a buscarla, cuando fui a desenterrarla, descubrí con estupor que allí sólo había
tierra removida. La estrella había desaparecido. Alguien profanó aquel rincón impunemente. Ver el
hoyo vacío me ha impresionado tanto que consiguió despertarme de la regresión. Necesito saber
cómo terminó aquella historia y presiento que sólo tú la conoces —clavo los ojos en Yarami.
—Tus conjeturas son ciertas. Sólo yo conozco el final. Después de tanto tiempo, por fin, vas a
saberlo tú también. Efectivamente, yo robé la estrella que Arondu había enterrado junto al pozo. En
realidad daba lo mismo dónde lo hubiese hecho. No conocía ese escondite pero tenía las dos mitades
de la brújula, así que la habría localizado aunque estuviese escondida en el fin del mundo.
—No comprendo cómo podías tener tú las dos mitades. Barujo y Arondu eran tan listos como
desconfiados. Me extraña que te dejasen a ti un objeto tan codiciado. Quien la tuviese en su poder,
también tendría la estrella.
—Estás en lo cierto, ninguno se fiaba del otro, por eso decidieron quedarse cada cual con su
mitad. Terminaré de explicarte —toma aliento—. Cuando los tres encontramos la estrella y dejamos
atrás la ciudad de Kurunegala, llegamos a un río donde nos separamos. Yo tenía que llevar el botín y
una mitad de la brújula a Arondu, mientras Barujo y mi otro compañero debían seguir camino hasta
Kandy.
—Cuando hablas de tu otro compañero te refieres al gigantón —ella asiente—. Entonces hablas
del trayecto que seguían cuando capturé al curandero.
—Supongo que sí. Para cuando el príncipe Kasim les dio caza, yo ya me había marchado. Pero
déjame que te explique lo que pasó en el río. En aquel apartado lugar, Barujo volvió a alardear de
sus verdaderas intenciones. Después de todo ¿cómo iba a renunciar a la estrella, cuando su posesión
significaba el poder absoluto? Así que se preparó para engañar también a su cómplice. Como te he
dicho, había llegado al acuerdo de entregarle la estrella y la mitad de la brújula al amigo de Kasim.
Él se convertiría en rey y la estrella suponía todo un espaldarazo. A Barujo parecía no importarle,
sólo buscaba una isla en el norte más otras posesiones que ya había negociado. El acuerdo era
favorable para sus intereses, pero la ambición del brujo era un saco con un enorme agujero. Fue
entonces cuando trazó una de sus astucias. Como Arondu nunca había visto la brújula, le entregaría
una mitad falsa. Así él tendría las dos mitades buenas y podría recuperarla cuando quisiera.
—Ese Barujo era realmente temible.
Yarami sonríe acercándose más, para descubrirme el último secreto.
—Pero cometió un error: fiarse de mí.
Miros Tolsen se rasca la melena rubia. Aún no ha comprendido nada. Mientras, Yarami continúa
hablando:
—Tiempo después de arrebatarte la mitad que custodiabas, me encargó tallar una réplica idéntica
a la tuya. Rayimo, igual que yo en esta vida, era muy diestro con las manos. Logró imitar una copia
prácticamente exacta al original y, además, completa. Entonces, el curandero cometió su segundo
error: me explicó su jugada y yo se la jugué.
—¿Le diste el cambiazo a Barujo? —No puedo evitar reírme ante la perfecta simplicidad del
engaño—. No eras tan torpe como aparentabas.
—Ante una oportunidad inmejorable, decidí arriesgarme, cobraría una pequeña fortuna por
entregar la estrella y, después de recuperarla, podría volver a venderla a los malabos por otra fuerte
cantidad. Ésa era la mejor manera de rentabilizarla al máximo.
—Lo que me sorprende es cómo pudiste engañarle, era muy listo y no se fiaba ni de su propia
sombra. No entiendo cómo no comprobó la brújula antes de nada.
—Estás en lo cierto. Antes de separarnos efectuó delante de mí una última prueba. Luego,
introdujo las piezas dentro de una saca y la dejó junto a otras provisiones en el carro tirado por su
búfalo. Estuve muy atento a todos sus movimientos. Yo tenía una saca igual a la suya con la brújula
falsa. Había meditado bien la estratagema. Al primer descuido, logré cambiar una saca por la otra sin
que nadie se percibiera de la maniobra.
—Tu idea fue tan sencilla como arriesgada. Si Barujo te hubiese descubierto, te abría cortado el
cuello allí mismo.
—Tuve suerte. Tras ejecutar el plan, quedé tranquila… quiero decir tranquilo. Rayimo sabía que
el hechicero tardaría poco en ocultarla en algún lugar secreto. Un escondite al que regresaría bastante
después, si es que volvía. Dependiendo de sus circunstancias con Arondu. Lo cual significaba que yo
tendría tiempo para negociar su venta y protegerme el día de mañana por si hacía falta.
—Pues fíjate si tardó poco en esconderla que esa misma noche, cuando yo lo capturé ya no la
llevaba encima. Recuerdo que registré todas sus pertenencias y no apareció la saca por ningún lado.
¿Qué sucedió después?
—De regreso a Polonnaruwa fui casi de paseo. Cuando llegué cumplí con el encargo y recogí mi
porción del botín. Antes de abandonar la ciudad esperé varios días hasta que, una noche sin luna,
decidí comprobar la efectividad de la brújula. Tardé poco en localizar la guarida de la estrella y
desenterrarla. Ni tan siquiera me preocupé de volver a tapar el agujero: Arondu no me resultaba nada
simpático.
—Y luego, ¿a quién se la vendiste?
—A nadie. Rayimo murió al poco tiempo. Cuando regresaba de enterrar la brújula, fue presa
fácil para dos leopardos. Aunque son animales que cazan por separado, una pareja adulta me devoró
hasta los huesos.
—Ahora que ya sé cómo acabó toda la historia. Tengo especial curiosidad por saber cómo
supiste que el sillón de las vidas debía llevarte hasta aquella época en la historia de Sri Lanka y no a
otro momento y lugar.
—A mí lo que me gustaría es ver esa dichosa brújula, para enterarme de qué estamos hablando.
En cuanto MirosTolsen concluye su queja, Yarami se levanta y da unos pasos hasta situarse junto
a la pared situada a nuestra derecha. Allí, sobre una escueta repisa de madera, descansa un sencillo y
colorido cesto. Lo toma entre sus manos y extrae una pieza de color oscuro: la brújula del peregrino.
—Esto responderá las preguntas de ambos.
Mi sorpresa es tal que me incorporo para cogerla.
—¿Cómo es posible que esté ahora en tu poder?
—No lo está. Lo que tienes en las manos es la primera réplica que tallé…
—No comprendo. ¿La que le diste a Barujo?
—Déjame terminar. No es la primera que tallé entonces, sino la primera que tallé en esta vida.
Yarami nos explica cómo, durante su esclavitud en el prostíbulo, se refugió en los pequeños
trabajos con madera para no enloquecer.
—Siempre que no tenía que atender a los clientes, me sentaba sobre mi camastro y trabajaba en
alguna figura. Creo que, en cierto modo, aquello me hacía sentir… limpia.
Los dos hombres guardamos silencio por temor a ofenderla con nuestra sola presencia.
—Pero, cada vez que trabajaba la madera, una talla surgía entre mis manos de un modo
recurrente y nunca supe el motivo… hasta esta mañana. Vosotros sabéis que ahora tengo un empleo
en la embajada de Francia —nos mira y sigue hablando—, bien, pues el destino ha querido que el
embajador actual, ya que se retira y regresa a su país dentro de unos días, decidiese organizar una
jornada especial para presentar a su sustituto a las autoridades camboyanas y de otros países con los
que ha mantenido buenas relaciones. Entre ellos, algunos mandatarios de Sri Lanka. Personalidades
que han aportado varias obras para su exposición en una interesante muestra, que se celebrará
mañana en la propia embajada, aquí en Phnom Penh. Ya podéis imaginaros cuál es la pieza más
interesante que va a ser expuesta.
—La brújula.
—¡Exacto! Nada más verla, sentí un escalofrío de esperanza. No podía ser casual que yo hubiese
reproducido aquel objeto de madera cientos de veces. Debía existir alguna razón, así que consulté el
catálogo inmediatamente. La pieza estaba fechada en el siglo IV y procedía de Sri Lanka. Pensé que
era la mejor pista que iba a encontrar y vine corriendo a sentarme en el sillón.
Miros Tolsen recoge de mi mano la réplica y nos mira sonriente.
—Nosotros no necesitamos brújula. Si lo he entendido bien, tú misma escondiste la estrella, así
que sabes dónde está. Iremos a buscarla.
Por fortuna, en el lugar donde nos hallamos no hay edificios, ni tan siquiera se ha urbanizado. Sin
embargo, este rincón situado cerca de una hermosa playa al este de la Isla Resplandeciente
(verdadero significado de Sri Lanka), no se parece según Yarami a cómo estaba la última vez que
ella lo vio. El tsunami que arrasó estas costas en diciembre pasado, tuvo la culpa. Acabamos de
comprobar que el mar arrancó la joya de su escondrijo sepultándola en algún punto desconocido. La
hemos buscado por los alrededores pero ha sido inútil. La estrella verde se resiste a caer en nuestras
manos.
—Y ahora qué. ¿Pretendéis que con la tecnología kalixtina rescatemos la brújula de la embajada para
localizar el lugar exacto en el que puede estar?
Dará nos sirve un té. Estamos de nuevo en Camboya.
—Ojalá pudiéramos, Runy, pero la distancia es demasiado grande —dice Miros Tolsen—. El
tele-transportador sólo funciona en distancias cortas, ya lo sabes. Y ese edificio es demasiado
grande, por no hablar de los previsibles controles de seguridad. No se puede entrar allí con un
aparato semejante debajo del brazo.
—Si os digo la verdad, no estaba tan segura de encontrarla sin brújula —interviene Yarami—.
Recordaba dónde la escondí y había visto imágenes de la catástrofe… Aunque, precisamente por eso,
tenía un plan alternativo y necesito vuestra ayuda para llevarlo a cabo. Una sola persona no podría
hacerlo. Se trata de utilizar la misma táctica que empleó Rayimo en el pasado.
—¿Te refieres a dar el cambiazo?
—Eso es. He visto el original y puedo asegurar que tenemos una brújula lo suficientemente
parecida —nuestra compañera se permite la valoración, sopesando la calidad de la obra que tiene
entre las manos—. Las incrustaciones de ámbar que le faltan las imitaré con cristales que uso en mis
manualidades.
—¿Tú crees que serás capaz de obtener un resultado aceptable?
—En nuestro poblado, a las mujeres nos enseñan a trabajar con las manos desde muy niñas. Allí
casi todo lo fabricábamos nosotras. No será como la auténtica pero servirá. La remataré esta misma
noche porque la exposición es mañana y sólo dura un día. —Yarami habla con firme determinación
—. Había pensado que llegaseis antes del buffet…
—¿Cuándo será eso?
—Alrededor del mediodía. Debéis estar en Phnom Penh con al menos una hora de antelación.
—Habrá que tener en cuenta las seis horas menos que hay con respecto a España. Es decir,
tendríamos que llegar sobre las cinco de la tarde, según nuestro reloj.
—Es cierto, no había caído en ello. Volviendo al plan… yo estaré esperando dentro de la
embajada, en la zona de accesos. Allí os entregaré unos pases de prensa que me encargo
personalmente de elaborar. Una vez en el interior, podréis pasear por todas las dependencias del
edificio principal. Luego os hago un plano. A eso de las once y media dejaré mi puesto en la entrada
y podré ir a la sala donde está la mitad de la brújula. Cuando llegue, os haré una señal con la mirada
para que dé comienzo vuestra actuación. ¿Podréis inutilizar las cámaras que vigilan la zona?
Miros hace un gesto afirmativo con la cabeza.
—Para eso sí que nos basta un reloj de pulsera made in Kalixti.
—Perfecto, si con alguno de sus adelantos se consigue que las cámaras no funcionen durante un
minuto, tendré tiempo suficiente para dar el cambiazo. Sólo restará evitar que los presentes se
percaten de la sustitución. Para lo cual, necesito que uno de vosotros consiga llamar la atención del
público.
—¿Tienes alguna idea? —No sé por qué pregunto. Conociéndola, estoy convencido.
—Con esto —recoge unas piezas de una estantería y levanta las manos. En cada una de ellas
muestra una pequeña bola. En la izquierda de color blanco y en la derecha de color gris—. Uno de
mis antiguos «clientes» es uno de los mejores químicos de este país. En cierta ocasión me facilitó
estos compuestos que estáis viendo. Se trata de dos combustibles sólidos que, al mezclarse bien, se
activan y generan un calor muy rápido. Diez segundos después de terminar la mezcla, ya están
ardiendo. Y si derramas ciertos líquidos, las llamas se multiplican. Me los regaló por si algún día
necesitaba salir de un aprieto, ¡como si aquello no fuera estar en uno bien grande! Más de una vez
pensé en usarlos para prenderle fuego a aquel horrible lugar, pero ahora me alegro de no haberlo
hecho. La idea es pegar con disimulo la mezcla en una de las cortinas de la entrada. Ya he
comprobado que se adhiere muy bien a los tejidos. Cuando se produzca el pequeño incendio,
aprovecharé el revuelo para cambiar las piezas.
—Me parece un plan un poco arriesgado, sobre todo para ti.
—Donde hay esfuerzo hay recompensa —dice inalterable.
—Haznos ese plano y repasemos punto por punto el cometido de cada uno.
Ahora que hemos aceptado el plan de la camboyana, me pregunto cuál será la brújula que está en
la embajada, ¿la auténtica o la copia exacta que Yarami entregó a Barujo para engañarle?
Apenas han pasado unas cuantas horas desde que rompí con Dámeris pero parece que ha pasado toda
una vida. Para mí, así ha sido. Hará unos treinta minutos que llegamos de vuelta a Ibiza. Aunque esa
vuelta también guarda su buena dosis de intranquilidad. El día fue tan largo e intenso que sólo tengo
ganas de llegar a casa y descansar. Si es que puedo.
Estoy llegando a la nave donde también descansará Sulituán cuando acabe su trabajo. Sólo he
venido a recoger el ordenador portátil de mi despacho. Mañana voy a necesitarlo.
Al pie de la fachada, la llave se cuela en la cerradura y abro sin encontrar oposición. Ya he
vuelto a dejarme el almacén abierto. Debo tener cuidado, últimamente ando bastante más despistado
de lo habitual.
Paso dentro y enciendo la luz. Todo permanece en calma, tal y como suele estar, salvo la puerta
de entrada a mi despacho. Estoy seguro de haberla cerrado.
Por si acaso, me pongo en guardia acercándome sigilosamente. Al llegar junto a la pared, apoyo
la espalda como tantas veces he visto hacer a los policías en pantalla. Me asomo con disimulo y no
oigo ningún ruido sospechoso. Empujo la puerta de golpe y entro dispuesto a todo.
¡Dios mío! Es Jorge, está como muerto sentado sobre el sillón. Salgo disparado y trato de
espabilarle en cuanto descubro que tiene pulso. Tan solo parece inconsciente.
—¡Jorge! ¡Jorge! ¡Despierta! —Lo zarandeo, pero no reacciona.
Se me ocurre darle un cachete en la cara para despertarlo de cualquier manera.
—¡Cómo osas abofetearme, malandrín! ¿Dónde está mi espada? ¿Dónde estoy? —Reacciona muy
confuso.
—Jorge, menos mal que estás bien. Me has dado un susto que te cagas.
—¡Aquí no se caga nadie! ¡Y yo no soy Jorge! ¡Soy Don Alonso de Titulcia! ¿Quién sois vos? ¿A
qué lugar me habéis traído? ¿Por qué vestimos de estas formas? ¡Hablad de una vez por todas!
Acabo de mirar el cuadro de mandos del sillón y no tiene ninguna luz, lo cual significa que este
insensato se sentó en él, empezó a enredar, lo activó y, como no estaba conectado a la corriente, se
ha quedado sin batería en mitad de una regresión y ahora se cree el personaje que fue en aquella
época, sea cual sea.
A ver cómo le explico yo la situación.
—Me llamo Runy, soy tu mejor amigo y estamos en siglo XXI.
—Claro: y yo soy la reina de Inglaterra —muy alterado, mira a todas partes—. ¡Diantre…!
¿Dónde está mi espada?
Lo cojo por los brazos y le hablo con mucha tranquilidad. Quizá sea mejor llevarle la corriente.
—Si me permitís, os demostraré que digo la verdad. Esto de aquí es un sillón que posee la
cualidad de recuperar vidas pasadas para…
—¡Apartaos de mi camino! Vos no sois más que un orate —con mucha indignación, decide salir
del despacho—. ¡He tenido que topar con el tonto del pueblo!
Ofuscado, sale por la puerta y luego se detiene. De pie, frente a la espaciosa nave industrial
repleta de extraños aparatos, sus esquemas mentales se vienen abajo. Incapaz de seguir avanzando, se
vuelve y me mira terriblemente desconcertado.
—¿Qué clase de pócima del demonio me habéis hecho beber?
—Os aseguro que ninguna. Realmente estamos en el siglo XXI y os lo voy a demostrar. Salgamos
a la calle y podrá comprobarlo, vuesa merced —no sé si el tratamiento será correcto, pero la
reverencia ha sido como si él fuese un noble y yo su lacayo.
En cuanto salimos al exterior no da crédito a lo que está viendo: luces encendidas, edificios
modernos, coches circulando y personas vestidas con extraños ropajes. Un impacto demasiado fuerte
para su titubeante cabeza. De nuevo, pasa dentro del almacén más asustado que confuso.
—¿Cómo es posible? —se pregunta, con la misma expresión que vestiría el Quijote en la peor de
sus ensoñaciones.
—Don Alonso, yo se lo explicaré en unos momentos…
Con este contratiempo no contaba. Debo llamar a Sirion de inmediato para que me ofrezca una
solución rápida y segura. Pero mi amigo me agarra fuertemente del codo y me habla con recobrado
aplomo.
—Una petición os ruego. Tenéis que trasladarme a mi época cuanto antes. Vos sois el culpable de
haberme traído a este tiempo y debéis dar promesa de que me acompañaréis hasta que de nuevo
regrese a gobernar mis tierras castellanas.
Tomo aliento profundamente, para mantener también la poca cordura que me queda:
—Está bien, Don Alonso. Tenéis mi palabra.
¿DÍA D, HORA H?
noche llegué tarde a casa y con Jorge, literal y físicamente, a cuestas. Le expliqué a Mónica
A que estaba borracho perdido y no era plan de permitirle que cogiese el coche. Ella se extrañó
mucho, primero porque no olía a alcohol y segundo porque mi amigo hace tiempo que no se
coge una de campeonato. Y, a juzgar por su aspecto, ésta debía serlo. Cargué con él como si de un
fardo se tratase y lo eché en la cama del único cuarto que tenemos libre.
Finalmente, Sirion me recomendó dejarlo dormido con un rayo suave y no forzar una nueva
regresión. Según explicó, mi amigo volverá a recuperar su personalidad por sí mismo. Sin
concederle mayor importancia, aconsejó acompañarlo a todas partes porque despertará de una forma
natural, en cualquier momento o situación, lis cuestión de tiempo.
Afortunadamente, Mónica pudo llevar a Alberto a la guardería de camino a su trabajo y Jorge aún
seguía durmiendo cuando nos quedamos solos en la casa. Aproveché entonces para hacer algunas
llamadas. En el trabajo comuniqué la decisión de abandonar el proyecto dentro de quince días y,
aunque sorprendidos, aceptaron la decisión. En el museo solicité un día de vacaciones que
concedieron sin objeciones. Ni tan siquiera me acerqué por el campamento. Trataba de evitar
cruzarme con ella. No me encuentro con fuerzas para enfrentarme al verde de sus ojos. Ni tampoco
quiero dejar sólo a Jorge por mucho tiempo. El maestro kalixtino advirtió que los efectos de su
desdoblada personalidad podían superar incluso las cuarenta y ocho horas. No me imagino que
excusa voy a poner a su padre si mañana no aparece por el restaurante. Ni tampoco me imagino
pasando otro día junto a este inigualable personaje.
Menudo elemento el tal Don Alonso. Llevo todo el día con él y he tenido tiempo de escuchar
algunas pinceladas de su rocambolesca historia, de lo mucho que viajó a Francia —habla un francés
perfecto para la época— y de sus múltiples lances por cuestiones de honor o de faldas. Orgulloso,
comentó poseer un latifundio en el término municipal de Titulcia, al sur de la provincia de Madrid,
casi lindando con Toledo. Al parecer fue un noble y amigo personal del rey de Castilla y León, Juan
II, con quien se codeaba de tú a tú.
Podrá ser todo un poderoso hacendado y un respetable miembro de la aristocracia; sin embargo,
para mí, es Jorge en versión caballeresca. Eso sí, un Jorge de más edad, mayor facilidad de palabra,
acostumbrado a mandar y tan aficionado a la espada como a las mujeres. Le gustan todas. Bueno, casi
todas. Las que parecen hombres con el pelo corto y pantalones, no son de su agrado. El resto, corren
peligro de ser abordadas si se acercan a menos de diez metros. Es un conquistador empedernido.
Tengo que vigilarlo estrechamente para que no abuse de su afición favorita: coleccionar prendas
íntimas de cualquier mujer que osa penetrar en su territorio. Ahora comprendo de dónde le viene esa
afición al Jorge actual. En aquella antigua vida tuvo que ser una verdadera obsesión. He tenido que
intervenir en varias ocasiones para evitar que lleve a cabo sus propósitos. Aunque, dicho sea de
paso, este Alonso de Titulcia maneja con tanta habilidad su arrolladora desvergüenza que varias de
las asaltadas probablemente hubiesen acabado perdiendo sus intimidades con agrado.
Tan solo pido al Universo que me conceda un respiro y contenga al insigne caballero a fin de que
podamos cumplir nuestra misión sin contratiempos.
Hace un rato que soportamos la humedad de Camboya. Por ahora, el plan de Yarami se está
cumpliendo con exactitud. Llegamos cinco minutos antes de las once. A esa hora local, Don Alonso,
el cuarto miembro del comando, se convirtió en el periodista más antiguo de la Historia. El distintivo
que lleva colgado al pecho lo acredita como miembro de la prensa del siglo XV. Es todo un
acontecimiento observar cómo se asombra ante el nuevo mundo que contempla a cada paso. Lo que
más le llama la atención son las provocativas formas que tienen de vestir las mujeres, sobre todo las
occidentales. Está mañana tomó prestada una hermosa vara de madera que mi abuelo labró con sus
propias manos y, cual caballero armado de noble y regia espada, señala mujeres sin descanso,
soñando quizá con reclamar de todas ellas el derecho de pernada.
Ya en el interior del edificio, nos encontramos rodeados por un nutrido grupo de franceses que
visitan la exposición. Los fotógrafos y periodistas, los auténticos, aún no han empezado a entrar en el
edificio, pero lo harán. Creo que ha llegado el momento de repasar algunos detalles importantes.
—Voy a comprobar las frecuencias del sistema de seguridad —digo a Miros Tolsen.
En cuanto el noruego asiente con la mirada, me doy la vuelta para encarar la puerta del salón
principal. Como si estuviera paseando, camino hasta situarme debajo de una cámara de vigilancia.
Sujeto a la muñeca izquierda llevo un reloj kalixtino que realiza diversas funciones. Observo la
información que aparece en la esfera del reloj y dejo ajustada la referencia para entorpecer su señal
cuando me indique Yarami.
Tras cumplir mi cometido, doy un repaso a los objetos situados al fondo. Allí, a poco más de una
docena de metros, distingo un objeto que, aún estando en un rincón apagado, brilla con luz propia y
me Unía el alma de recuerdos. Incapaz de apartar la mirada, sigo avanzando hasta situarme delante
de la brújula que me abrió los ojos a otra vida. Sus dos mitades están separadas y las gotas de ámbar
que la decoran permanecen mudas. Sólo espero que aún funcione. Este simple trozo de madera
cambió la historia de Serendib, de aquel hallazgo inesperado, de aquella isla resplandeciente. En mi
cabeza bullen mil emociones creando un revoltijo de sentimientos que podrían perjudicar el fin de la
misión. Será mejor volver con el noruego y el de Titulcia.
Enseguida distingo la larga cabellera del rubio por encima del resto de cabezas.
—¿Dónde está Jorge? —pregunto al comprobar que no se encuentra entre las personas que nos
rodean.
—Pensé que se había ido contigo —dice Miros mientras se le cambia la cara por completo.
—¡Tenemos que encontrarlo cuanto antes! No me fío un pelo de él.
Volvemos a mirar para cerciorarnos y, luego, tomamos caminos distintos.
—Nos repartiremos el edificio. Busca tú por esa ala y yo iré por esta otra.
Con el corazón bombeando sangre a un ritmo endiablado, rebusco entre los asistentes y echo
vistazos a cada una de las dependencias que voy encontrando en mi camino.
Agotada la planta baja, subo de dos en dos los peldaños que conducen al piso de arriba. Por
estos nuevos pasillos descubro que pasean muchos menos visitantes y camareros, pero al fin veo a un
joven ataviado con la indumentaria del personal de servicio. Me dirijo a él en francés:
—¿Ha visto por aquí a un hombre delgado paseando con un bastón?
—¡Oh sí! —Contesta el funcionario, con amable sonrisa—. Entró en aquel salón del fondo, en el
Moliere.
—¿Qué hay dentro?
—De manera temporal, es la biblioteca. El señor pasó con la mujer del futuro embajador y luego
cerró la puerta.
No quiero ni pensar qué tipo de proposiciones le estará haciendo a la señora embajadora en estos
momentos. Sólo faltaba, para liar aún más las cosas, que Don Alonso decida incluir a la dama entre
sus conquistas y acabemos ocasionando un altercado de proporciones diplomáticas.
Cuando distingo la puerta sobre la que destaca un cartel con el nombre del escritor francés, llamo
con los nudillos. Temiendo lo peor, abro las dos puertas correderas y paso a la sala casi flotando. E
inmediatamente, realizo la operación a la inversa cerrando las hojas a mi espalda, para que nadie
pueda curiosear.
La escena que encuentro resulta extrañamente tranquilizadora. Casi al fondo, junto a un ventanal y
rodeados de libros, los dos hablan en animada charla. Ella sonríe sus gracias mientras él galantea
moderadamente, agarrando una de sus blancas manos.
Al dar el tercer paso hacia su posición, la mujer se altera de pronto, hace un aspaviento y lanza
un pequeño grito.
—Un bicho —grita en francés señalando al aire.
Don Alonso sale al quite y espanta a una polilla de buen tamaño que sobrevuela con impunidad la
refrigerada atmósfera de la sala.
—Te ayudaré con la mariposa —digo acercándome a la pareja.
—Atrás, mentecato. Demostraré a esta bella dama que soy capaz de ensartar a ese bichejo con la
punta de mi espada —y asiendo su bastón igual que un florete, se pone a dar estocadas a diestro y
siniestro con el rostro encendido de entusiasmo.
La «primera dama» de la embajada observa a su defensor con cándida admiración. Mientras, él,
sujetando un pañuelo amarillo en su mano izquierda que no sé de dónde sacó, intenta con la diestra
resolver el desigual duelo a golpe de estoque.
La infeliz polilla, acosada sin descanso por las continuas florituras de Don Alonso, opta por
tomarse una tregua posándose en una de las hojas de la puerta de entrada. El de Titulcia decide
aprovechar la circunstancia para lanzar un último y certero sablazo. Flexionado frente a la puerta, se
concentra durante un instante y, al fin, estira el puño con fuerza justo cuando alguien descorre las
puertas de la biblioteca.
El estoqueador no puede detener su envite y propina un fuerte golpe con la punta del bastón en los
testículos del distinguido caballero que acaba de entrar. La estocada es demoledora: el pobre hombre
se dobla como si fuese un cuatro con los ojos saliéndose de las órbitas.
Llegamos hasta él y lo cogemos en volandas para sentarlo en el sillón más próximo.
—Mon chéri —suspira con preocupación la señora que estaba con Jorge—. Es mi marido —
explica en tres palabras. Más que nada porque él no puede hablar. Sigue conteniendo con la mano el
dolor de su entrepierna. Mantiene los ojos cerrados, no sé si pidiendo ayuda al cielo para no perder
ninguno de sus atributos o para no estrangular al infame Don Alonso.
—Ya estoy mejor —dice al cabo de un rato. En cuanto vuelven los colores a sus mejillas—.
Déjeme su pañuelo, por favor.
El embajador toma prestada la tela que Jorge apretaba en la mano y comienza a secarse el sudor
que brota generoso de su frente. Una tela que, al fijarme mejor, descubro que no es tal pañuelo. ¡Son
las bragas de la señora embajadora! ¡Y qué bragas! Por su abultado tamaño deben ser tan grandes
como las velas de un galeón.
Antes de que se produzcan males mayores, intervengo de inmediato y recojo la prenda con la
excusa de servirle un vaso de agua de un bidón próximo. A pesar de todo, parece que no ha sido tan
grave como pensé en un principio. Después de beber, se encuentra algo más entonado.
Tras despedirnos cortésmente, agarro con fuerza un brazo de mi desquiciante amigo, le entrego su
floreado y amarillento trofeo y salimos hacia la sala donde ya debe estar esperando Yarami. Una
última mirada hacia atrás me permite ver cómo el embajador comienza a incorporarse
precavidamente. Dicho mal y pronto: mañana va a tener un dolor de cojones.
Miros Tolsen aguardaba nervioso a la entrada de la exposición principal. Le expliqué
brevemente la situación y le entregué el reloj para que se ocupase personalmente de desactivar los
dispositivos de seguridad. Yo me encargaré de prender fuego a la cortina. No quiero volver a dejar
solo a Jorge ni un solo instante.
Yarami ya se encuentra muy próxima a la brújula y busca disimuladamente la mirada del noruego,
para intervenir. Bastante tenso, aguardo la señal oportuna de la camboyana, sujetando firmemente a
Don Alonso del brazo.
—Ni se le ocurra moverse de mi lado.
En este preciso momento, el vikingo hace su seña indicando que acaba de desactivar las cámaras.
Poco después, nuestra joven compañera confirma su predisposición a ejecutar la parte más delicada
e importante del plan. Es mi turno.
Saco los dos componentes que me facilitó Yarami y comienzo a mezclarlos con discreción. El
problema radica en que los combustibles son muy densos y cuesta hacer una masa homogénea. Debo
darme prisa porque ya empieza a subir bastante la temperatura.
—Traiga para acá, botarate, esto es cuestión de maña y fuerza.
Y Jorge me arrebata el compuesto de las manos sin que pueda evitarlo.
—¡Ah! ¡Esto quema!
Grita, sopla y luego no se le ocurre otra cosa que lanzarlo hacia su izquierda.
Ha tenido una fatídica puntería. El futuro embajador, que se reincorpora en estos momentos a la
reunión con paso rígido, apoyándose levemente sobre el hombro de su mujer, recibe el impacto al
mismo tiempo que nos reconoce. En cuanto divisa a Jorge, instintivamente mira hacia abajo para
comprobar si todo sigue en su sitio. Al hacerlo, se percata de una extraña bola que está junto a las
suyas y produce un intenso calor. Un calor exagerado. Durante unos segundos no sé cómo actuar.
Hasta que, de repente, la bola se enciende y los pantalones comienzan a arder.
El embajador, espantado, empieza a brincar y chillar como un poseso. Eso sí, en francés:
—¡Mis pelotas! ¡Que me abraso las pelotas!
Don Alonso, muy dispuesto, roba un vaso de naranja a una visitante que observa la escena
estupefacta.
—¡No se lo eches! —Acierto a decir.
Pero ya no tiene remedio. La naranja se derrama sobre el pantalón del embajador y las llamas, tal
como advirtió Yarami, se avivan con fuerza. Salgo empujando a los curiosos que se arremolinan a
nuestro alrededor y llego hasta el extintor más cercano.
La recepción se ha convertido en un sálvese quien pueda. Unos gritan ¡un médico!, otros, ¡fuego!
¡Fuego! La gente corre de un lado a otro y el escenario se transforma en una casa de locos.
Con el extintor entre las manos, persigo al diplomático que parece todo un atleta. Menudos saltos
está dando mientras grita y se golpea sobre las llamas. Sin perder más tiempo, enchufo con la
manguera y en un segundo el fuego se apaga. Pero esta vez, el chamuscado diplomático no ha perdido
el habla. Muy al contrario.
—¡Él! ¡Ha sido él! —No para de decir, señalando a Jorge con el dedo—. ¡Deténganlo! ¡Es
extremadamente peligroso!
Ante tal desbarajuste, los responsables de seguridad optan por lo más lógico: cumplir las órdenes
del que será su nuevo jefe. Dos gorilas se acercan al incendiario para prenderle. En ese instante
llegan más personas hasta donde nos encontramos.
—Soy médico —interviene una mujer con aspecto eficaz, abriéndose paso entre los curiosos—.
Lo primero será quitarle la ropa.
Era lo único que le faltaba al embajador, enseñar sus tostadas vergüenzas en público.
—Llevémoslo a otra habitación —aconseja la doctora como si me hubiera leído el pensamiento.
Miros Tolsen se reúne conmigo con la excusa de colaborar en su traslado. No ha podido ser más
oportuno, porque de pronto escucho la voz alterada de Jorge.
—¡Soltadme si no queréis que os sacuda más que a un olivo! —Veo a Don Alonso sujeto por los
brazos entre los dos guardias de seguridad.
Dejo que los demás se ocupen de ayudar al embajador y me doy la vuelta. Enseguida intuyo lo
que se avecina y me reincorporo al grupo que asiste al herido para susurrar rápidamente en el oído
del noruego:
—Pase lo pase, no intervengas en el jaleo. Después de echar una mano, ve a buscar el coche y
nos esperas con el motor encendido en la esquina donde acaban los jardines de la embajada. Luego
hablamos.
Él asiente mientras la médico dirige al grupo de improvisados camilleros hacia la puerta más
próxima y yo vuelvo a desmarcarme con naturalidad. Pero antes de que consiga dar un paso para
apaciguar los ánimos, el imprevisible Jorge consigue liberar su brazo derecho y, al grito de —«Por
Titulcia»— asesta un sonoro bastonazo en las manos a uno de sus captores. El fortachón que lo
sujetaba intenta golpearlo con la zurda mientras lo sujeta con la derecha, pero su prisionero esquiva
el golpe y aprovecha la circunstancia para, con un recio tirón, liberarse totalmente.
Aunque intentan golpearle, los mantiene a raya con el bastón. Declino intervenir todavía, no es el
Jorge ibicenco quien actúa sino el bravo Don Alonso, un hombre acostumbrado a este tipo de lances.
Aprovechando la agilidad de un cuerpo joven y en forma, el caballero se mueve con seguridad y
gráciles movimientos. Enseguida resuelve un par de quiebros y suelta dos terribles bastonazos secos
y certeros. Con uno de ellos deja sin sentido al contrincante más alto. Él sólo se basta para
defenderse.
Vuelvo a mirar al vikingo y, ya libre de carga, veo que se encamina hacia la salida. Un gesto
basta para que entienda que tiene que dejar fuera de servicio todo el sistema de grabación de las
cámaras de seguridad.
Afirma con la cabeza y da media vuelta dispuesto a cumplir mis órdenes.
De pronto, me doy cuenta de un detalle en el que no había caído. Observo la identificación que
lleva colgada al pecho Don Alonso y recuerdo que sus apellidos son los reales, puesto que en esta
misión no deja de ser un «espontáneo» de última hora. No como en nuestro caso, que usamos
documentos falsos.
Es evidente que para escapar necesitaremos seguir empleando la fuerza. Acaba de llegar un
nuevo contrincante para luchar contra el improvisado profesor de esgrima. En el mejor de los casos,
si logramos huir, revisarán los nombres de los periodistas registrados e investigarán. Así que será
cuestión de tiempo que la Interpol localice a Jorge y llegue hasta mí. No queda más remedio que
destruir también el ordenador de accesos.
Aprovechando que nadie osa ponerse al alcance de su bastón me planto ante él con ademán
desafiante y, guiñándole un ojo, apelo a su espíritu más combativo:
—Don Alonso, necesito que siga armando bulla durante unos minutos más. Tengo que resolver
otro asunto y enseguida vuelvo a ayudarle.
El consumado espadachín está en su salsa, es capaz de blandir el bastón y hablar al mismo
tiempo.
—¡No me cogeréis vivo! —grita en impecable francés a los desconcertados guardias. Y antes de
empujarme lejos de sí como al peor de sus enemigos, susurra con vehemencia—: vaya y no tarde.
Después de ver como dobla uno de sus oponentes, salgo andando a buen paso y, cuando giro una
esquina para encarar el pasillo que conduce a la entrada, me cruzo con dos guardias más en dirección
hacia donde se bate Don Alonso. Uno de ellos va hablando por radio, probablemente para pedir
refuerzos. Si acuden oíros, va a complicarse mucho la situación.
Tratando de aplacar los nervios, llego hasta el vestíbulo de entrada y respiro hondo. A la
izquierda, un nuevo guardia termina de hablar también por radio. Necesito quitármelo de en medio.
Me acerco hasta él con premura.
—¡Rápido, una señora se ha desmayado y necesita ayuda! —Gesticulo con vehemencia para no
dejarle pensar.
—¿Dónde?
—Al final del pasillo a la izquierda. ¡Corra! Puede ser grave.
El hombre sale a escape y yo quedo situado junto a mi objetivo. Me encuentro al pie de una
joven, de aspecto occidental, que maneja un ordenador portátil para controlar el acceso de prensa.
Afortunadamente, no hay periodistas registrándose aún. Es cuestión de aprovechar la circunstancia.
Saco las otras dos bolas incendiarias que llevaba encima por si surgían imprevistos y me acerco
con decisión hasta donde está la chica.
—Si gritas… será lo último que hagas —le digo mezclando los componentes con la mano
mientras no le quito ojo de encima—. Retírate lentamente.
La mujer levanta la cabeza y queda petrificada. Sin perder más tiempo, fijo el combustible sólido
en el frente del ordenador, sobre las teclas. El calor me indica que muy pronto aparecerán las llamas.
—Levántate con cuidado —ordeno sin dejar de amenazarla con unos ojos que no admiten réplica.
Obedece mis instrucciones como si realmente la apuntase con un arma de fuego. Por ahora nadie
se ha percatado de que la bola empezó a arder. El poco público que hay en el recibidor, muy lejos de
nosotros, está más interesado en lo que pueda suceder al fondo del pasillo.
Cuando aumentan las llamas, me dirijo hacia un jarrón con flores frescas situado en la repisa más
próxima. La joven se aparta hasta el rincón sin atreverse a levantar la voz. Tomo el ramillete y lo
dejo en el suelo, para derramar el agua sobre el ordenador. Al instante se produce una sonora
descarga y una llamarada cubre todo el ordenador y parte de la mesa. Se apagan las luces y el
incendio capta la atención de los presentes. Antes de que nadie pueda reaccionar agarro el extintor
más próximo y salgo con él entre las manos hacia donde está Don Alonso.
Los visitantes me miran tan asustados que nadie se cruza en mi camino. Corro por el pasillo
vaciando el extintor —así no podrán usarlo y, hasta que encuentren uno, el fuego ya habrá acabado
con el portátil—. Cuando deja de escupir espuma ya estoy llegando. Lo arrojo dentro de una sala
abandonada, para que tarden el mayor tiempo posible en hallarlo, y luego sigo corriendo.
Entro dispuesto a cualquier iniciativa desesperada, pero de inmediato compruebo que no va a
hacer falta: Don Alonso ha dejado fuera de combate a todos sus adversarios, menos a uno que
permanece en pie sujetando la porra en actitud defensiva.
—¡Por Titulcia! Qué poco me han durado. Quizá traiga alguno más detrás de usted —dice con el
rostro empapado de sudor y los ojos tan vivos como la punta de su bastón.
—¡Déjelo ya! Corra hacia aquí. ¡Rápido! —Me doy la vuelta para regresar por mis pasos,
recurriendo por primera vez a mi intercomunicador kalixtino—. Miros. ¿Dónde estás?
—Llegando a la puerta principal.
—Bien. Espéranos con el coche en marcha. Vamos para allá.
Los asistentes a la exposición se han refugiado en las salas, apenas han quedado curiosos por los
pasillos. Así que escapamos sin obstáculos. Miro hacia atrás y veo al insigne caballero a unos
cuantos metros de mí, trotando con entusiasmo apenas contenido. El último guarda ni tan siquiera se
atreve a perseguirnos.
Justo cuando estamos a punto de salir por la puerta de entrada, acceden a la embajada cuatro
policías. Éstos sí que vienen armados con pistolas. Imposible dar la vuelta, no hay tiempo.
Llego jadeando hasta su posición y les digo muy nervioso.
—Por allí, vayan por allí. Los he visto al final del pasillo.
Ellos acaban de llegar. Todavía no saben qué está ocurriendo ni quiénes son los causantes del
revuelo. Pero Jorge disipa sus dudas:
—¿A que están esperando, inútiles?
Los cuatro cruzan corriendo el recibidor. Creo incluso distinguir que uno de ellos se lleva la
mano a la gorra en señal de obediencia hacia «el señor de Titulcia».
Con el camino despejado, salimos hasta llegar al coche de Tolsen. Pero en cuanto montamos unos
instantes después, se escuchan sirenas de fondo y vemos salir a los últimos guardias que entraron
mirando hacia todas partes. Posiblemente, la misma chica de recepción les advirtió de su error.
Salimos quemando ruedas, mientras uno de ellos dispara al aire para intimidarnos. Sigo
observando sus movimientos hasta que doblamos la esquina. Parecen dirigirse hacia un vehículo
próximo.
El noruego conduce al límite, no del coche, sino el suyo propio. No podemos permitirnos el lujo
de golpes inoportunos; tenemos que llegar sanos y salvos hasta el almacén donde aparece y
desaparece el simbo.
—Están arreglando la calle de la entrada principal, así que entraremos por la parte de atrás —
explica el rubio.
En cuatro minutos, llegamos hasta un portón ancho y desvencijado. Cuando descendemos del
coche, sentimos el ulular de las sirenas acercándose peligrosamente. Miros consigue abrir la puerta
en el mismo momento en que asoma el primer coche patrulla al fondo de la calle. Pasamos al patio y
lo cruzamos como tres exhalaciones. Ya dentro del garaje−hangar, Don Alonso vuelve a observar
con admiración la nave, pero no se altera. Como es la segunda vez que sube en este invento, cree que
en estos tiempos es algo muy normal viajar de este modo.
—¡Los oigo al otro lado de la puerta!
—Y ahí se van a quedar —comenta el vikingo con cara de satisfacción.
Un segundo después de hablar, ya no estamos en Asia. Cuando se atrevan a entrar los guardias,
será tarde. Nos buscarán por todas partes pero sólo encontrarán el hueco que dejamos antes de
desaparecer a un metro de sus narices.
Ya a salvo, sólo algunos pensamientos perturban nuestro bien merecido descanso. ¿Qué habrá
pasado con Yarami? ¿Qué mitad de la brújula descansa en la exposición de la embajada? ¿La falsa o
la verdadera?
EL PRESTIGIO DEL METROPOLITAN
a intrépida camboyana llamó para tranquilizarnos sobre su estado, se encontraba bien. Aunque
L bien es una palabra que se queda corta para definir su estado. Transmitía felicidad hasta por
los botones del teléfono móvil. Aprovechando el mayúsculo revuelo que produjo la actuación
del no menos mayúsculo don Alonso, consiguió sacar la brújula escondida entre los pliegues de su
vestido. Nos felicitó porque no tuvo ni un solo espectador y dispuso de mucho más tiempo del
previsto para dar el cambiazo.
La parte negativa se la llevó, con creces, el señor embajador. Además de seguir untándose
cremas durante unos cuantos días más, le han recomendado que cuando vaya al baño, sujete su parte
más sensible con cuidado. A juzgar por el tamaño de las llamas, añadiría con mucho, mucho cuidado.
Después de todo, ha tenido suerte, terminará recuperando la lozanía perdida.
En otro orden de cosas, dos días después del altercado, tuve el enorme placer de comprobar
cómo actúan las dos mitades cuando se juntan y crean un solo ser: la brújula del peregrino. A cierta
distancia de la playa de Sri Lanka y orientados por la señal que emitían los cristales ámbar, Yarami
supo guiarnos hasta un punto exacto donde sólo lucía uno de ellos con un brillo cegador. Habíamos
llegado. La voluntaria, llevada por el ansia de saldar una deuda pendiente desde hacía siglos,
desenterró la estrella con sus propias manos. Había quedado atrapada entre raíces, hierbas y tierra
húmeda, en los arrebatos de un manglar cercano.
Después de limpiar nerviosamente la estrecha caja que la protegía, abrió la tapa y su fulgor
compitió con el sol. Aquel remanso de jungla se llenó de tonos verdes y de añorados sosiegos.
Yarami depositó en mis manos la joya cósmica y descansó. Sintiendo la plenitud del momento, supo
que había cerrado un círculo pendiente. Le di un fuerte abrazo que ella correspondió con más fuerza
todavía. Pocas veces he visto a una persona irradiar tanta alegría como aquella menuda mujer:
pequeña por fuera y cada vez más grande por dentro.
Ese mismo día, la estrella también descansó junto a sus hermanas en las profundidades del
Atlántico, en Kalixti.
A las 23,09, hora local, tal como predijeron los sabios kalixtinos, el mar tronó en Indonesia. La
Tierra dio un quejido asentando el reflejo de aquel movimiento que ocasionó en diciembre pasado
tanta desolación. Todo sucedió muy rápido. No puedo evitar revivir la sensación de angustia que
sufrimos en aquellos breves instantes. Con el alma encogida, los presentes empujábamos con todas
nuestras fuerzas para que las cuatro estrellas aplacaran el terremoto. A los pocos segundos de
comenzar el seísmo, los técnicos detectaron que el resultado no iba a ser el que pretendían. Los
temblores continuaron y tan solo se pudo apaciguar ligeramente sus estertores. La buena noticia fue
que, al menos, se había conseguido evitar la presencia de los temidos tsunamis.
Poco después, Sirion habló con nosotros en una sala aparte. Apesadumbrado, admitió que habían
fallado en sus predicciones. El tipo de energía que emiten las joyas cósmicas no actúa sobre los
desastres naturales del planeta. Lo cual significa que los terrestres seguimos teniendo la máxima
responsabilidad a la hora de cuidarlo. Después de enfatizar sobre el asunto, terminó aprovechando la
ocasión para concienciarnos ante un hecho inesperado que acontecerá en el futuro afectando a toda la
Humanidad.
Desconozco la etiología del acontecimiento. Sin embargo, por la expresión del maestro, podría
tratarse de un fenómeno de gran envergadura. Empiezo a conocerlo y sé cuándo calla, cuándo se
reserva información y su porqué: los alumnos todavía no estamos preparados. Hasta entonces habrá
que seguir buscando estrellas y mejorar como personas. Despertando conciencia, como él dice.
Otras muchas personas despertaron también. La noche que regresamos de Camboya, sentados en
una terraza del puerto, Jorge sufrió unos instantes de desvanecimiento y, al abrir los ojos, por fin
volvió a ser el que era. Ese Jorge Manrique tan inconsciente, ligón, enreda y desorganizado de
siempre, pero con ese mismo gran corazón que le pierde, con ese sentido de la amistad que le
convierte en un AMIGO con las letras muy grandes. No recordó nada de su regresión, ni de sus
tierras castellanas, ni de su rancio abolengo. Mejor así.
También despertaron los miembros del departamento de investigación en el Metropolitan de
Nueva York. Y tomaron sus medidas, como no podía ser de otro modo. Una delegación llegada desde
los Estados Unidos se ocupó de viajar hasta el campamento de la costa norte de Ibiza y descabezar al
flamante ventajista que utilizaba restos arqueológicos robados para darle alas a su reputación. Por lo
que Mike me contó ayer tarde, también el sarcófago era un falso hallazgo. El enamorado de los trajes
de Armani tenía un almacén repleto de obras obtenidas en el mercado negro para «encontrarlas»
donde más conviniera y una de ellas era la tumba que «descubrieron» en el fondo del Mediterráneo,
de donde mucho tiempo atrás debió ser rescatada sin ninguna publicidad.
Lo que sucedió luego parece una jugada del destino especialmente diseñada para la separación
de dos almas gemelas. Una nueva Dama con idénticos rodetes fue descubierta en el corazón de
Paraguay por tres indígenas que recogían leña en el corazón de la selva. Ellos la denominaban La
Diosa del Sueño.
La noticia coincidió con las últimas decisiones del Metropolitan: Llegar a un acuerdo de
colaboración con el Museo de Filadelfia para cofinanciar los trabajos de lo que ha dado en llamarse
el «Proyecto Dama». El máximo responsable del mismo sería la Doctora Dámeris Bossy. Pero ella
declinó el ofrecimiento y traslado la jefatura al bueno de Mike. Quería viajar a Paraguay e investigar
las conexiones entre aquel hallazgo y los que han tenido lugar en Ibiza y Elche.
Dicen que soldado que huye, sirve para otra guerra.
UNA CENA SIN DISFRACES
a Goleta tiene todas las mesas ocupadas, pero en el restaurante de Jorge no necesito hacer
L reservas. He traído a Mónica para darle una excelente noticia: el Sulituán vuelve a estar en el
negocio del turismo, puesto que el otro submarino disponible se ha quedado al servicio de la
expedición conjunta que ahora lidera mi amigo Mike. La cadena de agencias de viajes me llamó esta
mañana con una nueva oferta que me apresuré a blindar y mejorar, en concepto de «indemnización».
Jorge nos recoge en la barra y nos conduce a la mejor mesa para dos de todo su local, que acaba
de quedarse libre. Mónica está preciosa y mi amigo también ha reparado en ello:
—No sé cómo lo haces, pero tienes el mismo tipazo que cuando os conocisteis en aquel curso de
submarinismo. Deberías darles la receta a mis exnovias, maldita sea.
Mi mujer ríe profundamente halagada y siento que, por fin esta noche, algo entre nosotros será
diferente.
—En realidad es puro truco, Jorge —le responde ella—. Como los hallazgos de ese tal Evans.
—Qué fuerte, ¿no? —Dice mi amigo—. He decidido bautizar ese escándalo como «doping
arqueológico».
Esta vez, reímos todos, mientras Jorge nos conduce a la mesa, nos dice que no necesitamos la
carta —yo sé mejor que nadie cuál es la especialidad de hoy— y nos deja solos.
Sin más preámbulos, le cuento las novedades sobre mi recién reactivado negocio mientras ella
me mira con verdadero interés, contagiándose poco a poco de mi entusiasmo, probando el vino,
retocándose el cabello con la discreción y el encanto de una compañera capaz de todo. Incluso de
darme una nueva oportunidad. Finalmente, guardo silencio y espero, pero Mónica no dice nada.
—¿Sigues convencida de que Sulituán sobra en mi vida, que debería cambiar el trabajo y buscar
una dedicación más reposada y con menos riesgo? Sí es así, te aseguro que no hay nada más
arriesgado que eso, sobre todo si hablamos de personas con un carácter como el mío, enemigo
visceral de lo rutinario.
—Está bien, Runy. Tú ganas. Seguiremos como hasta ahora.
—Espero que no. Lo deseo con todo el corazón.
Mónica sonríe dulcemente y extiende la manos sobre la mesa para coger las mías.
—¿Sabes lo que pienso? Que hace mucho que no buceamos juntos y deberíamos volver a hacerlo.
EL INFINITO EN UNA BALDOSA
stoy muy cerca de mi destino. Hará media hora fui a despedirme de Dámeris. Desde aquel
E funesto día de ruptura, poco o nada hemos conversado. Se dedicó a preparar su marcha y yo
también.
Buscaba actividad continua para impedir que mi cabeza se acordara de ella. A pesar de mi
empeño, muchas más veces de las previstas su recuerdo se adueñó de un territorio que me niego a
escuchar. Quise que el corazón perdiera la batalla en favor de la mente, de la razón.
Fui al museo de Ibiza para rescatarla y despedirme de ella a solas. Lo necesito. Mañana parte su
avión. Al llegar, uno de los vigilantes aseguró haberla visto salir con su bolso colgado del hombro
hacía un cuarto de hora. Indagando, encontré a un compañero que supo darme más explicaciones.
Deseaba dar un último adiós a la isla y quería hacerlo desde un sitio especial para ella. En un rincón
que no reveló.
En ese preciso instante tuve la sensación de verla sentada en el lugar al que estoy llegando. Hasta
coronar esta mágica cima he tenido que sortear algunos obstáculos. Entre otros, casi cuatro metros de
escalera.
Ahí está, sentada en la parte superior del cenador contemplando cómo el Mediterráneo se pierde
en la lejanía. Nos hallamos en la espléndida terraza donde una noche bailamos como un solo ser.
Ahora que admiro su figura recortada sobre las sombras del ocaso, me gustaría darle una sorpresa
abrazándola por la espalda, pero antes de que pueda decidir, Dámeris se vuelve muy sorprendida.
—¿Qué haces tú aquí?
—Pura intuición. Sigo siendo tu alma gemela, ¿lo habías olvidado?
Su rostro mira de nuevo al frente y permanece inmóvil cuando me siento junto a ella.
—Aunque lo intente, creo que no lo olvidaré mientras viva. Cada vez que te acercas a mí, un
extraño cosquilleo me persigue. Es inevitable ponerme nerviosa.
—Ya somos dos. Tú también me desequilibras en cuanto te veo.
—Muy pronto dejaremos de sentir esa sensación.
—Esta vez el Universo ha enredado para que nos separemos.
—Pueda que sea lo mejor —por su boca salen palabras que sus ojos niegan.
—Me cuesta mucho aceptar que mañana ya no estarás aquí, que no podré verte.
—Tengo que irme cuanto antes —me mira como si ocultara un secreto. Luego, sigue hablando—.
No sé cómo lo haré pero necesito sacarte de mi corazón… John me ha pedido que me case con él.
Vuelve a retirar la mirada. Le faltan fuerzas para confirmar su decisión. No necesito ver su gesto
para conocer la respuesta.
—Comprenderás que no te dé la enhorabuena.
—Sólo quería que lo supieras.
Contemplando su perfil, azotado por la brisa, y el verde de sus ojos, más brillante que la última
estrella, no puedo acallar el sentimiento que me abrasa por dentro.
—Puede que el destino me prive de escuchar tu voz, niegue el placer de sentirme dentro de ti y
castigue mi alma sabiendo que serán otros los brazos que te den calor en esta vida, pero tienes mi
palabra de honor que si hay otras, te buscaré donde quiera que vayas.
—¿Por qué me dices esas cosas? ¿No entiendes que me rompes en dos cada vez que sueltas esas
frases tan tuyas? ¿No te das cuenta que no quiero que me enamores más? —se queja con amargura.
Tiene razón. Es todo un dilema. Por una parte no quiero hacerla sufrir pero, por otra, me gustaría
enamorarla tanto que decidiera no marcharse nunca. Y sus palabras, en el fondo, parecen decir lo
mismo. Mucho me temo que Dámeris tiene tanto miedo como yo a sufrir. Aunque nos neguemos a
admitirlo.
—Perdóname. Contigo cuesta controlarse —haciendo un esfuerzo, cambio de actitud—. Te he
traído un regalo.
Procurando mantener el pulso firme, muestro mi medallón de Karnú y, antes de que pueda
oponerse, lo deslizo sobre la cabeza de mi alma gemela para verlo lucir sobre su pecho como una
lágrima de oro. Dámeris lo aprieta contra su corazón y sonríe con valentía.
—Guárdalo bien y cuídate mucho.
—Tú también, Runy.
Los dos nos miramos dudando la forma de despedirnos. Un beso en la boca sería excesivamente
peligroso. En la cara, tan insulso como distante. Necesitamos algo intermedio. Pongo un dedo en mis
labios y, después de besarlo como si fuese ella, lo poso en los suyos. Ella repite el gesto cerrando
los ojos.
A los dos nos cuesta abandonar una terraza inigualable por muchas razones. Puestos en pie, al
retirar las antorchas que olvidamos aquella noche, descubrimos un extraño dibujo trazado en el
suelo. Imitando el gesto de nuestras bocas cuando se besaron por primera vez, sus llamas se
extinguieron dejando un mensaje. Para que jamás olvidemos el destino que nos aguarda al final de
nuestras vidas, lo grabaron a fuego: el Infinito en una baldosa.
DOS AÑOS DESPUÉS…
os años después del juicio. Dos años después de que Sinrén acabase desterrado en una
D alejada y solitaria isla. Dos años después de que Kasim y Belinia fuesen nombrados rey y
reina de sus respectivos pueblos, el destino quiso volver a reunirlos.
Sucedió en Polonnaruwa. La capital de los narubos se convirtió durante unos días, como todos
los años, en un hervidero de gentes venidas desde todos los rincones de la isla resplandeciente para
celebrar el Manhatba. Desde que los jóvenes reyes tomaron las riendas de sus cargos, las relaciones
entre ambos pueblos fueron mejorando paulatinamente. La fiesta, al ser tan aceptada entre la
población, suponía una excelente oportunidad para seguir avanzando en un mayor grado de
convivencia.
Kasim, en esta ocasión, no pensaba invitar personalmente a su reina vecina. Ya lo hizo el año
pasado y ella declinó la invitación excusándose con diplomacia. Esta vez cambió de estrategia,
solicitó a Samba, un noble consejero con quien le unía una gran amistad, que invitase a Belinia a tan
señalada celebración.
Para su sorpresa, el venerable consejero, también respetado entre la corte de los malabos,
confirmó al heredero de Karbán la buena nueva de que ella había aceptado asistir. La reina se
hospedaría en el hermoso palacete que el noble poseía cerca del palacio real.
Las fiestas se sucedieron con éxito de público, de organización y de concordia. El rey se
encontraba satisfecho. No encontró la estrella enterrada junto al pozo del ala norte, pero había estado
en compañía de otra estrella que brillaba con luz propia. Belinia estaba tan radiante como todo el
firmamento.
El único capítulo desagradable aconteció la última noche del Manhatba. Alguien había entrado en
sus aposentos reales robando el caballito de mar que un día le regalase Madhuni, el entrañable
maestro con el cual mantenía contactos esporádicamente.
Kasim se alarmó. Ese alguien mostraba un extraño comportamiento, había penetrado
impunemente en un territorio que parecía conocer con familiaridad y obró de un modo inusual.
Quienquiera que fuese, se permitió el lujo de escoger. No se llevó ni una sola joya, nada de gran
valor. Su objetivo era una pequeña figura por la que Kasim sentía una especial devoción. El atípico
salteador, para terminar de confundirlo, dejó una pista escrita con las indicaciones para recuperar la
pieza. El soberano debería acudir solo y de madrugada hasta el palacio de Satuba y allí, en una
determinada sala, recuperaría el hipocampo.
Tras meditar la decisión correcta, finalmente aceptó el reto. Provisto de su mejor arma, Kasim
logró llegar a su destino sin ser descubierto. Cuando entró, una llama iluminaba escasamente el lugar
mientras una tira de incienso se consumía en el interior de una hornacina. Allí no había nadie. Sólo
dos caballitos de mar colgaban alegres en el centro de la estancia. Estaban unidos por sus largos
rabos y parecían moverse gracias al baile de brillos que reflejaban sus contornos al recibir los
destellos de la chispeante luz. Uno de aquellos caballitos era el suyo.
Cuando intentó alargar la mano para cogerlo, una figura de mujer atravesó las sombras y se coló
dentro. El rey narubo desenfundó la afilada hoja, pero ella, en un alarde de frialdad, ni tan siquiera se
inmutó. Despacio, con sencillez, apartó el velo que cubría su rostro y la belleza de unos ojos negros
deslumbró al monarca. Fue entonces cuando Belinia tomó la palabra con el gesto adusto.
—¿Puede saberse qué estás tramando?
—No seas tan suspicaz —dijo Kasim guardando el arma—. Sé tanto como tú. Presiento que la
misma persona que me robó el caballito de mar hizo lo propio con el tuyo.
La joven, al escuchar estas palabras, se fijó en las dos figuras que seguían engarzadas y llegó a
idéntica conclusión.
—¿Cómo conseguiste el hipocampo?
—Me lo entregó la misma persona que a ti.
—¡Madhuni! ¿Dirías que está detrás de todo este enredo?
—Estoy convencido. Al maestro le gusta enseñar de muy diversas formas. Ahora sólo falta saber
cuál es la lección que tenemos que aprender esta noche.
—Creo que puedo adivinarlo —dijo Belinia, mucho más tranquila—. Él me dijo que dos
caballitos de mar, uno frente a otro, eran la representación de las almas gemelas. Tal y como están
situados los nuestros.
—Sigue con tus deducciones. Por ahora, yo también las comparto.
Aquella afirmación sonaba a música celestial en sus oídos. La reina empezaba a aceptar esa
posibilidad y Kasim parecía resurgir de sus cenizas.
—Una de las últimas veces que le visité, me recordó que las almas gemelas viven relaciones
complicadas. En ocasiones, muy duras, pero que siempre tienen un mensaje positivo. Sin embargo, no
alcanzo a entender qué puede tener de positiva nuestra experiencia.
—Quizá no sepas que gracias a esa circunstancia, que me afectó tanto, he cambiado las leyes de
mi pueblo. Sabes que entre nuestras malas costumbres, cuando un hombre viola a una mujer ésta es
repudiada por todos. Y si el violador quiere, puede casarse con ella. Postura que me parece una
atrocidad.
—Estoy totalmente de acuerdo.
—En cuanto llegué al trono impuse una ley que defendía a la mujer y castigaba al delincuente.
Quien se atreva a cometer semejante atropello será castrado de inmediato. Y aún he hecho más por
vosotras, considero que sois iguales que los hombres y tenéis los mismos derechos. Y todo ha sido
gracias a aquel suceso por el que nunca encontraré sosiego.
—Si Karbán escuchase a su hijo, se hubiera sentido orgulloso —en aquellos momentos Kasim
recordó una conversación que mantuvo con su padre sobre las mujeres. Hoy, más que nunca, le
hubiese gustado tenerlo cerca. Un escalofrío repentino confirmó que la presencia de un rey había
escuchado sus palabras. Incluso fue capaz de percibir su franca sonrisa.
—Admiro tu valentía, yo no he sido capaz de avanzar tanto como lo has hecho tú. Nosotros
todavía no tenemos leyes tan justas. Ahora empiezo a entender lo que Madhuni quería enseñarme. Si
el objetivo es conseguir que se acaben este tipo de maltratos de una vez por todas, y si dos personas
tienen que sacrificarse, estoy de acuerdo en que sean almas gemelas para que puedan soportarlo
mejor —poco a poco, ella comenzaba a ser consciente del cambio que necesitaba obrar en su
interior.
—Es como si el destino preparase las circunstancias adecuadas para que así ocurra.
—Y en este caso, tú y yo nos hemos tenido que sacrificar para que se acaben los abusos.
—Alguien tenía que hacerlo —el joven rey, sereno en el porte, mantenía su convicción con
aplomo.
—Sin lugar a dudas, Madhuni ha estado aquí antes que nosotros.
—De pronto te veo muy convencida.
—Mira el denso ambiente que ha formado la tira de incienso y observa su tonalidad.
Kasim giró la cabeza supervisando cada detalle. Alrededor de la llama pudo distinguir volutas de
fino humo verde serpenteando en el aire. Color, textura y fórmulas que sólo el vedda sabía manejar.
Era evidente que les había preparado una trampa tan cariñosa como necesaria. Los dos monarcas
comprendieron en ese instante que un suero de la verdad especialmente diseñado para ellos los
envolvía con sincero abrazo.
—Madhuni vive en tu patria. Quizás la lección de hoy sirva para que cuando regreses a tu reino
consigas implantar las mismas leyes.
Entonces, Belinia miró fijamente a Kasim y le bastó la manera de hacerlo para asegurarle que así
lo haría. Él, que estaba convencido de haber perdido la felicidad para siempre, aprehendió algo más
en aquel silencio. Supo que ninguna mujer habría perdonado su atropello. Ninguna salvo la otra mitad
de su ser, de su brújula. Y supo algo más: a través del perdón ella encontraría de nuevo la luz del
sendero.
Belinia aspiró hondo, muy hondo. Antes de besarle, quería que estar completamente segura de la
verdad de sus palabras. Sólo entonces se atrevió a repetir:
—Mi patria está donde estén tus ojos y no necesito más reino que tu piel.
Notas
[1] Kalixti: La llave del amanecer. <<
[2] Kalixti: La ciudad perdida. <<
[3] Kalixti: La llave del amanecer (pag. 67). <<
[4] Kalixti: La llave del amanecer. <<
[5] Kalixti: La ciudad perdida (final). <<
[6] Kalixti: La llave del amanecer. <<
PEDRO TERRÓN MARÍN nació en Valencia, es hijo de padres extremeños, se educó en Cataluña
y actualmente reside en Madrid. Técnico en marketing y publicista de profesión, curioso e
investigador por vocación, vive enamorado de la historia y los grandes enigmas de la Humanidad.
Con su primera novela descubrió un proyecto personal comprometido: aportar un pequeño grano de
arena para que este mundo sea tan maravilloso como su ciudad perdida: Kalixti.