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Objetivo Objetivo de aprendizaje 11


aprendizaje Aplicar estrategias de comprensión de acuerdo con sus propósitos
de lectura:
 resumir
 formular preguntas
 identificar los elementos del texto que dificultan la
comprensión (pérdida de los referentes, vocabulario
desconocido, inconsistencias entre la información del
texto y los propios conocimientos) y buscar soluciones

Gabriel García Márquez


Espantos de agosto
De Doce cuentos peregrinos, Buenos Aires, Sudamericana, 1992.

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el
castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en
aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto,
ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles
abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil,
abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja
pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos
preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo
íbamos a almorzar.
—Menos mal —dijo ella— porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su
credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea
de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor
refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde
no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su
aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la
visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era
difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil
personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero
Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.
—El más grande —sentenció— fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido
aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos
habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó
cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho
donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra
que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media
noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el
sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el
corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras
suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin
asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus due- ños
sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir
un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y
la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido
la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con
muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una
habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de
Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el
sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante
sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en
piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en
un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna
de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas
recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene
en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más
de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en
la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas
de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De
modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas
antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa
oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los
gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les
ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y
nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la
planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían
nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes
del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de
gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y
continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la
ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. "Qué tontería
—me dije—, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos". Sólo entonces me
estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el
último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres
siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos
habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y
las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama
maldita
Actividad

Extrae las ideas centrales del cuento. Luego, elabora un resumen sobre el cuento en tu
cuaderno.

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