04 Odero

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LITERATURA EN TEOLOGÍA.

LA OBRA DE TOLKIEN

JOSÉ MIGUEL ODERO


UNIVERSIDAD DE NAVARRA
PAMPLONA

A lo largo de su historia, el saber teológico se ha desarrollado en íntima


relación con la lectura cristiana de la Biblia y a menudo en diálogo con la
filosofía y la ciencia histórica. Pero sólo en las últimas décadas la literatura
en cuanto tal ha sido objeto de un especial interés en el ámbito de la ciencia
teológica. El interés profesional de los teólogos por la literatura (no ya el me-
ramente personal y privado), la percepción de que el arte literario puede ser
fuente de conocimiento teológico, el proyecto de una teología narrativa, todo
ello ha surgido gracias al trabajo de personalidades como Charles Moeller,
Romano Guardini, Hans Urs von Balthasar o Alfonso López Quintás. Con su
acierto para acercarse al arte literario y elevar así la calidad de su obra teo-
lógica, estos autores y otros han logrado de modo razonable y legítimo abrir
a la teología una puerta de acceso a la literatura 1. ¿Qué método o forma de
hacer han utilizado estos teólogos para conseguir enriquecer a la teología
con este arte?
Charles Moeller en obras muy diversas, pero particularmente en los volú-
menes de su “Literatura y cristianismo en el siglo XX” (1953-1993) se propu-
so explicar las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) mediante
una exposición de las grandes preocupaciones patentes o latentes en auto-
res literarios contemporáneos 2. Apostando por un elenco bastante inteligente
1
Cf. J. M. ODERO, “Teología y literatura”, en: J. MORALES (ed.), Actas del XVIII Simposio
Internacional de Teología de la Universidad de Navarra” (Pamplona 1998) 131-144.
2
Ya antes algunas editoriales católicas habían publicado obras colectivas de interés religio-
so y teológico, donde unos escritores aportaban testimonios sobre temas propios de su oficio
literario; por ejemplo, cuál es el camino del hombre hacia la fe o cómo influye la fe en el queha-
cer creativo artístico. En estos casos era usual elegir a los colaboradores entre escritores católi-

Revista Española de Teología 63 (2003) 63-98


64 J. M. ODERO

y flexible de posibles clásicos contemporáneos, Moeller mostró de modo


práctico cómo temas y textos aparentemente profanos (en el sentido de que
explícitamente sus autores no deseaban referirse a Cristo ni a Dios) pueden
ser teológicamente relevantes. Charles Moeller abrió los ojos de toda una
generación al hecho de que podía realizarse una hermenéutica teológica de
la literatura profana de calidad.
En el pontificado de Juan Pablo II los teólogos se han familiarizado con el
principio fundamental de dicha hermenéutica: Si el camino de la Iglesia es
Jesucristo y, por tanto, pasa necesariamente por el hombre, entonces en
todo aquello que sea palpitantemente humano –en lo auténtica y hondamen-
te humano– está la imagen de Dios. La tarea del teólogo radicará en revelar
esa huella divina, hacerla explícita y presentarla como tal ante la humanidad.

TEXTO Y AUTOR EN LA HERMENÉUTICA LITERARIA

En la critica literaria del siglo XX se fue imponiendo un postulado (para


algunos se trata de un axioma indiscutible) de carácter objetivista. Podría
enunciarse así: En la hermenéutica de cualquier texto artístico sólo debe
atenderse al texto mismo, excluyendo sistemáticamente cualquier observa-
ción del autor literario sobre la intencionalidad o sentido de dicho texto 3.
Esta limitación que la hermenéutica literaria se autoimpone tiene como fin
asegurar una suficiente objetividad a las ciencias de la literatura. El sentido
de la obra literaria no puede depender ni única ni fundamentalmente de las
supuestas emociones sublimes e inefables del poeta. Si fuera ese el caso, la
hermenéutica literaria estaría sometida a un grado de subjetivismo que la
privaría de cualquier respetabilidad científica. Grandes críticos como T. S.
Eliot mostraron los callejones sin salida a los que inevitablemente conducían
esos ramalazos del romanticismo más radical 4.

cos. Es más, se prefería escoger a aquellos que podrían denominarse escritores confesional-
mente católicos; es decir a los que elegían temas explícitamente religiosos como trama de sus
obras y a los que escribían literatura con una finalidad apologética o moralizante. Sobre este
telón de fondo destaca la novedad y el riesgo del proyecto que Moeller se propuso. En efecto, él
decidió no limitarse a comentar autores católicos.
3
Obviamente el autor es libre de introducir ese tipo de observaciones en el texto mismo. De
esta forma objetiva sus intenciones al textualizarlas. El texto deja de resultar hermenéuticamente
problemático, pero posiblemente ello va en detrimento de su universalidad y de su valor literario.
4
Cf. T. S. ELIOT, The Use of Poetry and the Use of Criticism: Studies in the Relationship of
Criticism to Poetry in England (London 1970); P. SALINAS, El defensor (Bogotá 1948).
LA OBRA DE TOLKIEN 65

Cualquier texto literario que no se revele por sí mismo al lector culto, sino
que precise ulteriores aclaraciones o claves de lectura, constituye un fracaso
del artista, pues la creación artística no existe cuando lo creado es impercep-
tible o indescifrable, cuando no es vehículo de comunicación. Un texto her-
mético no puede poseer calidad artística (obviamente esta máxima sólo tiene
vigencia para obras escritas en el lenguaje materno del lector o en algún otro
que conoce suficientemente).
Ahora bien, ¿es razonable prohibir al autor que sume su voz a la de sus
lectores? Es más, teniendo en cuenta que el autor de un texto habrá dedica-
do a crearlo mucho más tiempo del que conlleva una lectura detenida del
mismo y que habrá volcado en él una intensidad intelectual y emotiva singu-
larísima, ¿acaso no sería lógico prestar a sus comentarios una especial
atención?
El artista deja en su obra una huella de su ser, aunque es posible que el
autor no tenga conciencia psicológica de haber dejado impresa esa huella.
Su Weltanschaung, y especialmente sus convicciones y actitudes más pro-
fundas, laten en las obras que escribe 5. Todos esos factores están presentes
cuando el autor decide si algo es verosímil, conveniente y excelente (bello),
de forma que puede ser incorporado a su obra. Entre los elementos decisivos
que motivan una normativa estética y literaria se halla la fe en Dios, su au-
sencia o su rechazo.
En definitiva, la interpretación objetiva de la obra literaria exige dejar ha-
blar en primer lugar al texto mismo, pero la misma objetividad impone ceder
luego la palabra a su autor. Sin caer en ningún psicologismo, es preciso re-
conocer que tanto la voz explícita del autor como también su voz implícita –
la que resuena en su biografía– constituyen igualmente claves hermenéuti-
cas razonablemente legítimas.

5
Así, por ejemplo, las fuertes convicciones religiosas y éticas de Tolkien –al igual que tantos
otros rasgos de su personalidad: su amor a los árboles o la desconfianza ante los métodos
empleados para industrializar su país natal– no podían por menos de haber dejado su huella en
su obra, tan extensa y tan espontáneamente escrita. Pues una huella no deja de serlo por el
mero hecho de haber sido producida inconsciente e inintencionadamente. Dicho con otras pala-
bras: la huella no intencionada es un auténtico signo, un elemento realmente presente en el
texto literario, por lo cual debe ser interpretado. Y, en esa interpretación, la referencia al autor
literario como persona resulta ineludible.
66 J. M. ODERO

LA LITERATURA DE J. R. R. TOLKIEN

Con estas breves consideraciones metodológicas, es posible emprender


el estudio de un autor concreto, para ilustrar así en qué consiste la herme-
néutica teológica de la literatura. Nos proponemos afrontar a continuación un
caso especialmente complejo: la literatura de ficción elaborada por Tolkien,
en especial su conocida obra El Señor de los Anillos 6.
A diferencia de Milton, Hölderlin, Dostoievsky, Ibsen, Rilke o Camus, hay
autores que no se dejan citar. Es decir, una antología de párrafos originales
extraídos de las grandes obras de ciertos autores –que se muestran rebeldes
a la hora de ser interpretados– sólo aporta una luz exigua sobre el sentido de
sus obras. Tampoco un discurso meramente explicativo acerca del contenido
de esos textos antológicos (enhebrándolos según el orden interno del relato)
alcanza un grado de comprensión suficiente. Quien ya ha leído esas obras
de arte intuye que ese tipo de discurso más bien elude y oculta lo que hay de
más valioso en dichas obras. El fenómeno al que nos referimos acontece
posiblemente cuando el lector se enfrenta a La Ilíada, Don Quijote de la
Mancha, Hamlet o David Copperfield. En cualquier caso, uno de los expo-
nentes más clamoroso de la situación que acaba de señalarse se encuentra
quizá en El Señor de los Anillos, cuyos tres tomos fueron publicados por
Tolkien entre 1954 y 1955.
El mejor punto de partida para comprender esta rebeldía hermenéutica
del texto tolkieniano se halla posiblemente en el estudio de la génesis de El
Señor de los Anillos; es decir, en el proceso de determinar la historia del
texto en cuestión. John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) comienza a traba-
jar en los prolegómenos de esta obra mientras estudia Filología en Oxford,
años antes de la I Guerra Mundial 7. Herido en la batalla del Somme, durante

6
La bibliografía científica sobre la literatura de Tolkien es abundante, aunque de valor muy
desigual; cf. R. C. WEST, Tolkien Criticism: An Annotated Checklist (Kent, Ohio 21981); J. A.
JOHNSON (ed.), J. R. R. Tolkien: Six Decades of Criticism. A Bibliography of the Works of Tolkien
and the Critical Response, 1922-1984 (Westport, Conn. 1986); W. G. HAMMOND-D. A. ANDER-
SON, J. R. R. Tolkien: A descriptive Bibliography (Winchester, UK 1993).
7
Entre las biografías dedicadas a este autor sobresale la de H. CARPENTER, J. R. R. Tolkien:
A Biography (London 1977; London 21992), trad. española: J. R. R. Tolkien: Una biografía (Bar-
celona 1990); citaremos esta obra en su edición inglesa. Otra fuente histórica ineludible es H.
CARPENTER, The Inklings: C. S. Lewis, J. R. R. Tolkien, Charles Williams, and their Friends
(London 1981). Carpenter trabajó en ambos estudios con ayuda de gran cantidad de documen-
tos inéditos. Entre las biografías en castellano sobresale por su calidad: E. SEGURA FERNÁNDEZ,
El mago de las palabras. J. R. R. Tolkien (Barcelona 2002). También es aceptable la de P. AR-
GUIJO DE ESTREMERA, Tolkien (Madrid 1992). Las escritas por J. Pearce y D. Grotta, aunque se
LA OBRA DE TOLKIEN 67

su convalecencia en Inglaterra asume el proyecto de crear una mitología


británica 8. Hasta su muerte trabajó en ese magno designio, produciendo
miles y miles de páginas de pura ficción mítica, que sólo póstumamente se-
rían publicadas por su hijo Christopher 9. Muy joven gana la cátedra de Midd-
le-English y Anglo-Saxon en Leeds y desde 1925 trabajará como profesor en
Oxford. Tolkien, católico desde los doce años, reparte su tiempo entre su
familia, el estudio de los más antiguos manuscritos ingleses y la creación
literaria de un mundo mitológico.
El cosmos literario que surge de su pluma tiene una historia y una geogra-
fía que se van perfilando progresivamente a lo largo de medio siglo, hasta
alcanzar un detallismo increíble. Tolkien crea varias lenguas para los pueblos
que lo habitan, algunas tan minuciosamente desarrolladas como el Middle-
English que él conocía y estudiaba profesionalmente. Los grandes poemas y
relatos de su mitología, una vez escritos, le ofrecen la oportunidad de dotar a
su mundo fantástico incluso de una historiografía: textos donde se explica el

hayan difundido bastante, dependen de una hermenéutica literaria demasiado simplista y en


ocasiones incurren en falsedades obvias sobre el sentido de los textos tolkienianos.
8
El ingente legado literario de Tolkien deberá ser juzgado desde lo que fue su ideal: recrear
una mitología para Inglaterra. Indudablemente el paisaje de sus narraciones y el carácter de sus
personajes poseen en general un distintivo aire británico. Respecto a este último punto es preci-
so distinguir con Chesterton la idiosincrasia tradicional del pueblo inglés –la cual aún despunta
en las novelas de Dickens– y el estereotipo difundido en los últimos siglos de lo que sería el
carácter típicamente inglés: estirado, flemático, inmisericorde y extravagante. Desde el punto de
vista histórico este retrato sólo corresponde a una minoría: algunos ingleses de los últimos si-
glos, partidarios del “cosmopolitanismo británico”. Por el contrario respecto al pueblo inglés, que
es el auténtico protagonista de la larga historia de Britania, no pasa de ser una caricatura gro-
tesca. Con sentido del humor, Tolkien afirmaría de sí mismo: “Yo soy de hecho un hobbit en
todo, menos en el tamaño. Porque me encantan los jardines, los árboles y las antiguas tierras de
labor; fumo en pipa y prefiero la buena comida casera (no congelada); me gustan las setas,
tengo un sentido del humor muy socarrón, me acuesto tarde y me levanto tarde, y no viajo de-
masiado” (CARPENTER, J. R. R. Tolkien..., o. c., 98; cf. 179s.). Un crítico tan perspicaz como C.
S. Lewis relató la importancia de la larga coda final que cierra El Señor de los Anillos: “Deja una
impresión de profunda melancolía”. Muchos años antes, ya Tolkien había explicado que tanto
esta melancolía (la de una persona realista que no ha perdido sus ideales) como también la
capacidad de crecerse ante las dificultades, eran rasgos distintivos del carácter inglés: cf. J. R.
R. TOLKIEN, The Monsters and the Critics, and other Essays (London 1983) 15; J. CHANCE, Tol-
kien’s Art: A Mythology for England (Lexington, Kentucky 2001).
9
Tras la muerte del Profesor Tolkien, su hijo Christopher –que llagaría a ocupar la misma
cátedra de Filología que el gran autor detentara en Merton College, Oxford– ha ido editando
esos ricos materiales poéticos. Primeramente publicó una antología de los mismos: J. R. R.
TOLKIEN, The Silmarillion (London 1979). Más adelante ha publicado los manuscritos tolkienianos
de forma prácticamente exhaustiva.
68 J. M. ODERO

proceso de transmisión de tradiciones y de otros textos con valor supuesta-


mente histórico.
Las mil páginas de El Señor de los Anillos narran episodios que transcu-
rren en poco más de un año (ficticio) de esa gran historia mítica. Lo singular
de este relato es que el marco histórico que implícitamente lo encuadra esta-
ba ya escrito; de modo que cientos de relatos perfilados a lo largo de dece-
nas de miles de folios, constituyen su contexto implícito pero real (en cuanto
literatura). Esta circunstancia tiene el efecto de otorgar a El Señor de los
Anillos una dimensión absolutamente novedosa en la literatura moderna.
Porque la perspectiva de este entramado diacrónico latente (al cual se refie-
ren los personajes como historia, una historia que afecta también a los luga-
res que recorren los personajes) se hace presente en la mente del lector
como un horizonte consistente (aunque extraño a nuestro mundo contempo-
ráneo), como un tapiz de fondo muy semejante al que constituye nuestra
percepción real de una catedral medieval o de antiguo castillo 10.
Una característica capital de creación literaria tolkieniana radica en la
prioridad temporal de lo filológico respecto de lo mitológico. La literatura de
Tolkien se origina a partir de su vocación filológica y de su dedicación
profesional a estudiar las antiguas lenguas británicas y nórdicas. Su mismo
autor describía El Señor de los Anillos en términos filológicos, como un
“ensayo de estética lingüística” 11. Este aspecto ha sido muy inteligentemente
estudiado por el Prof. Thomas Shippey, el cual sostiene que El Señor de los
Anillos es un experimento filológico revolucionario, una obra de Filología.
Siendo Tolkien un filólogo por profesión y afición, veía en la Filología una
ciencia que no sólo se ocupaba en estudiar lenguajes, sino que incluía
necesariamente el estudio de la literatura y de la creación literaria, pues la
lengua encuentra su consumación en la obra de arte. Esta convicción explica
por qué la enraizada afición de Tolkien a crear lenguajes –lo que denominó

10
Fue deseo suyo haber publicado una parte de ese corpus legendarium simultáneamente a
El Señor de los Anillos; sin embargo, consideraciones editoriales muy comprensibles hicieron
imposible lo que hubiera sido una obra inmensa, editorialmente inviable en aquellos momentos.
Tolkien pudiera muy bien haber aplicado a ella la imagen con que describe la calidad del Beo-
wulf: una torre construida con sillares de otros edificios más arcaicos que han sido derruidos; cf.
J. R. R. TOLKIEN, Beowulf: The Monsters and the Critics: Proceedings of the British Academy
(1936) 25-12. El texto de esta conferencia está recogido también en J. R. R. TOLKIEN, Los Mons-
truos y los Críticos y otros ensayos (Barcelona 1998) 16ss.
11
H. CARPENTER-C. TOLKIEN (eds.), The Letters of J. R. R. Tolkien (London 1981) n. 131,
143; trad. española: Cartas de J. R. R. Tolkien (Barcelona 1993); citaremos esta obra en su
edición original inglesa.
LA OBRA DE TOLKIEN 69

su “vicio secreto”– acabará desarrollándose en forma de creación literaria,


escribiendo una obra singular de literatura 12.
Enamorado de la palabra y de las lenguas, Tolkien llegó a dominar multi-
tud de dialectos antiguos sajones, alemanes y escandinavos, así como el
contenido de los textos más antiguos de esas culturas. Pronunciar una pala-
bra ancestral y también algunos de los términos de sus lenguas ficticias –los
lenguajes privados que él mismo creó–, era para Tolkien como un encanta-
miento, algo que le sugestionaba más que la música, y que despertaba en él
una fuerte excitación emocional. Es un hecho que a menudo estas palabras
sugerían a Tolkien el esbozo de un relato, tras lo cual él se comprometía en
la elaboración concienzuda de esa historia. De acuerdo con este parangón,
las historias (mitos literarios) surgieron de su pluma espontáneamente 13.
Tolkien hablará así de un crecimiento vegetal de su obra, porque las
semillas de las palabras se desarrollaron por sí mismas en el sustrato del
fundamento olvidado. El material fundamental utilizado para construir la
mitología tolkiniana es la cultura inglesa (sajona, europea y cristiana) tal
como ha quedado plasmada en el lenguaje. Sobre esa base, Tolkien actuó
como un jardinero, colocando ordenadamente los relatos en el terreno de su
universo mítico y podando ramas inútiles que rompían la simetría o
empañaban la consistencia del conjunto. Su tarea literaria conscientemente
ejercida como trabajo, estuvo orientada hacia la arquitectura del jardín, es
decir, se centró en crear la coherencia y consistencia del relato 14.
La vena filológica de su inspiración literaria junto con la obsesión del autor
por la armonía explican en parte que sus relatos tomaran la forma de una
prosa marcadamente poética y musical, más evocadora que descriptiva o
conceptual.

12
Vid. TH. A. SHIPPEY, J. R. R. Tolkien: Author of the Century. A Philology for England (New
York 2000).
13
Sobre la relación intrínseca entre lenguaje y mito, cf. J. R. R. TOLKIEN, “Un vicio secreto”,
en: ID., Los Monstruos y los Críticos..., o. c., 251-254; vid. K. F. CRABBE, J. R. R. Tolkien (New
York 1981); trad. esp.: J. R. R. Tolkien (México 1985).
14
Cf. J. M. ODERO, “Tolkien, el jardinero literario de Fairyland”: Nuestro Tiempo 347 (1983)
112-119.
70 J. M. ODERO

UN GÉNERO LITERARIO SINGULAR

El experimento literario tolkieniano que acaba de describirse no tiene pa-


rangón –ni siquiera remoto– en la historia de la narrativa moderna.
La percepción de esta singularidad debería bastar para que un lector con
conocimientos literarios o con sensibilidad descartara el tópico simplón de
clasificar El Señor de los Anillos como literatura juvenil. Desarrollando una
idea de Chesterton, Tolkien mostró muy radicalmente lo que hay de absurdo
en el uso común de este tipo de categorías (cuentos infantiles o literatura
juvenil); un uso que a menudo presupone concebir al joven lector de obras
literarias como si fuera un marciano, es decir conlleva un modo de tratar a los
jóvenes fuertemente lastrado por la errónea fantasía de que constituirían una
extraña raza sui generis, diversa a los seres humanos.
Por el contrario, padres y maestros saben muy bien que en muchos jóve-
nes lectores la obvia ausencia de acervo cultural se halla contrapesada por
una mente extremadamente despierta, aguda, sensible, fresca y sin prejui-
cios. En definitiva, el lector joven posee, pues, una mente notablemente hu-
mana. En cualquier caso, el hecho de que una obra literaria sea especial-
mente apreciada por los jóvenes puede explicar que un librero la coloque en
la misma sección que ocupan otros relatos no sofisticados e incluso simples.
Pero este motivo puramente comercial no justifica que el crítico literario utilice
las expresiones literatura juvenil o bien literatura infantil como si estas expre-
siones designaran –sin más precisiones– géneros literarios. Y evidentemente
sería una aberración que el conocedor de las ciencias literarias clasificara
bajo categorías de origen pragmático (comercial) relatos como Treasure’s
Island o The Lord of the Rings 15.
Otra característica singular de El Señor de los Anillos es esa relación de
intertextualidad que media entre esta obra y el extensísimo corpus literario
que sólo póstumamente sería publicado, pero que había ido construyéndose
a lo largo de los cuarenta años precedentes 16. Tolkien poseyó la habilidad
artística de conseguir que ese corpus se hiciera presente de modo implícito
en el texto de El Señor de los Anillos, de modo que el lector puede intuir su

15
Cf. J. R. R. TOLKIEN, On Fairy Stories. Esta conferencia pronunciada en St. Andrews Uni-
versity el 8-III-1939 fue publicada luego en 1947, dentro de una obra colectiva; y más tarde en
muy diversas formas, siempre acompañada de algunos relatos del autor. La edición más con-
gruente y satisfactoria desde el punto de vista científico es la realizada por Christopher Tolkien,
donde aparece acompañada por otros ensayos filológicos y literarios del autor: J. R. R. TOLKIEN,
The Monsters and the Critics, and other Essays (London 1983).
16
El trabajo de Tolkien en su mitología aparece documentado desde 1918.
LA OBRA DE TOLKIEN 71

existencia, percibiendo la narración como parte de una tradición existente,


aunque desconocida para él 17.
En definitiva el autor consigue un nuevo modo de infundir historicidad en
su relato; la intensidad de ese efecto literario es originalísima e inédita. El
lector accede a una vivencia aguda y muy poco frecuente, pues goza con la
impresión de estar leyendo una crónica histórica 18. En este sentido, cabría
calificar El Señor de los Anillos como una diégesis multidimensional, holográ-
fica.
En un primer momento esta obra podría clasificarse simplemente como el
relato de una aventura, en la cual los protagonistas deben alcanzar una meta
a pesar de múltiples obstáculos. El Señor de los Anillos narra el viaje de un
grupo de personajes (la Compañía del Anillo), los cuales han de llevar a cabo
una importante misión; y concluye con el regreso de una parte de ellos a su
tierra –La Comarca de los hobbits–, mientras otros emprenderán un misterio-
so viaje en los Puertos Grises.
La obra presenta, en efecto, un neto carácter narrativo. Con notable habi-
lidad expositiva y gran sentido estético Tolkien va desarrollando linealmente
la aventura acerca del destino del Anillo. A la luz de la Poética de Aristóteles
cabe apreciar que el autor no descuida ninguno de los tres elementos esen-
ciales de estos relatos: la creación de múltiples caracteres consistentes, así
como la vivacidad que imprimen a la narración peripecias (sucesos inespera-
dos) y agniciones (revelaciones acerca de los caracteres), todas ellas inge-
niosas y convincentes 19.

17
Muchos lectores se sumergen en la narración con un interés acelerado. Incluso personas
sin hábitos de lectura, pueden quedar tan subyugadas por el texto que les duele tener que dejar
el relato para proseguirlo al día siguiente. En la génesis de este efecto literario se halla la per-
cepción de la narración ficticia como relato histórico. Las numerosas referencias y alusiones a
realidades y acontecimientos pasados permiten al lector adivinar que tras cada personaje y tras
los lugares que pisan Frodo y sus compañeros existe un mar de intrigantes historias. El escena-
rio de El Señor de los Anillos es una gran Historia, plena de aventuras y desventuras.
18
Un excelente estudio sobre el ritmo narrativo de la obra es el de V. FLIEGER, A Question of
Time: J. R. R. Tolkien's Road to Fäerie (Kent, Ohio 1997).
19
Sin duda, no pueden faltar lectores que se sentirán perdidos, confusos y molestos al
enfrentarse a un universo de ficción tan complejo y fantástico. El Autor, dando pruebas de un
talante auténticamente liberal, aceptaba sin protesta que los aficionados a la literatura hiperrea-
lista no disfrutaran con la lectura de su gran obra. Igualmente preveía que tampoco simpatiza-
rían con su relato quienes desean mantener el control emocional durante sus lecturas de ficción,
mediante un estudiado y sistemático alejamiento que resiste con fuerza el poder encantador de
un relato y evita simpatizar con el narrador.
72 J. M. ODERO

La narración, por otra parte, está evidentemente en las antípodas de la


novela realista o costumbrista. Se trata de una historia fantástica, intenciona-
damente ucrónica (es decir, no se sitúa en ningún momento de la historia
humana, aunque su aire arcaico parece remitir a una muy lejana prehistoria).
El carácter ficticio aparece radicalmente polarizado. El autor descarta desde
el principio la posibilidad de que su relato contenga un discurso asertórico
que pueda afectar a la existencia histórica del lector 20.
Ahora bien, El Señor de los Anillos no es simplemente un repertorio de
aventuras fantásticas. El texto incluye canciones y poemas, que el lector
atento reconoce como piezas clave de su arquitectura. Pero además el relato
entero –en su lengua inglesa original– resulta especialmente apto para ser
leído en voz alta; ello se muestra especialmente en la fonetización de sus
momentos climáticos, pues entonces se revela un valor poético latente en lo
que parece prosa. En realidad toda la narración del Anillo está dotada de un
neto carácter épico, poemático 21.
La estructura de este singular poema no se funda obviamente en la rima,
sino en el ritmo de las frases. Y los recursos poéticos son todos ellos arcai-
zantes (por ejemplo, la aliteración); análogos a los que se hallan en aquellos
textos ingleses más antiguos, como el anónimo Beowulf (ca. 800) 22.
A la luz de estas observaciones El Señor de los Anillos se manifiesta co-
mo un poema épico, escrito en lo que cabría denominar hoy prosa poética de
registros mayores. Es una narración subyugante, que no se contenta con ser

20
Entre sus personajes aparecen “los mortales” –hombres como nosotros–, pero estos
hombres conviven con otras personas variopintas. Los Elfos son unos artistas inmortales, los
Enanos poseen una increíble pericia técnica, Bárbol es un “pastor de árboles” y participa él
mismo de la naturaleza arbórea; los orcos se comportan como seres intrínsecamente malvados,
crueles y mezquinos, cuya inhumanidad deforme y egoísta a veces raya en lo cómico. Gandalf y
Saruman son Magos, criaturas espirituales que adoptan libremente un vínculo permanente con
la materia, y aparecen así dotados de corporeidad; Tolkien constituye a estos Magos en auténti-
cas quimeras, que –como centauros o como los dioses de Homero– no pueden ser, no pueden
darse en la realidad; de modo que el lector ha de limitarse a imaginarlos.
21
He tenido la satisfacción de dirigir la investigación de Eduardo Segura al respecto: E.
SEGURA, Análisis narratológico de “El Señor de los Anillos”. Introducción a la poética de J. R. R.
Tolkien (Tesis doctoral - Universidad de Navarra; Pamplona 2001), actualmente en prensa.
22
Los mejores estudios filológicos e históricos al respecto se hayan recogidos en TH. A.
SHIPPEY, The Road to Middle-Earth (London 1982); trad. española de E. Segura: El camino a la
Tierra Media (Barcelona 1999); vid. también V. FLIEGER, Splintered Light. Logos and Language
in Tolkien's World (Grands Rapids, Michigan 1983). Acerca de la aliteración, estructura vertebral
del verso inglés arcaico, cf. J. R. R. TOLKIEN, “Sobre la traducción de Beowulf”, en: ID., Los Mons-
truos y los Críticos..., o. c., 86ss.
LA OBRA DE TOLKIEN 73

entretenida; constituye un canto sublime a la condición humana, en su carac-


terística mortalidad. En definitiva nos encontramos ante una obra que se
resiste a ser encuadrada dentro de un esquema apriorístico de los géneros
literarios 23.

INTERPRETAR EL SEÑOR DE LOS ANILLOS

Muchos de quienes han leído esta obra intuyen que el gozo literario más
inmediato de esa lectura –fundado en su carácter de narración fascinante–
está acompañado por otra dimensión estética, que se experimenta en forma
de múltiples percepciones de una belleza aguda: belleza de la tierra, belleza
de un estilo de vida, belleza de determinadas acciones 24.
Y casi unánimemente los lectores de El Señor de los Anillos barruntan en
esta obra literaria una relevancia existencial para sus vidas, vislumbran en
ella la cuestión por el sentido del hombre. Esta percepción confusa suele
expresarse también confusamente. Una de las fórmulas más comunes y
desafortunadas al respecto consiste en calificarla como una discurso sobre el
Bien y el Mal. Obviamente desde esta obscura y obtusa observación resulta-
ría muy fácil concluir que la obra de Tolkien es maniquea 25.
La gran mayoría de estudios académicos sobre ella, tras comprobar que
en El Señor de los Anillos es muy difícil encontrar lo que puede denominarse
citas trascendentes –es decir citas con un contenido filosófico, ético–, han
procedido a aplicar al relato el método concordista. Su idea es hallar correla-
ciones entre personajes, situaciones y acontecimientos que se encuentran en

23
La singularidad de El Señor de los Anillos reside en una labor de creación literaria callada
pero eficaz; realizada ininterrumpidamente durante medio siglo; presidida por el principio de
unificarla en forma de tradición literaria coherente; y llevada a cabo mediante un trabajo que fue
a la vez artísticamente genial (espontáneo) y minucioso (casi artesanal). Fruto de ese esfuerzo
ingente es una pieza literaria probablemente única en la historia de la literatura.
24
Cf. J. M. ODERO, “La poética de Tolkien”: Suplemento cultural de ABC, 29-V-1983, I-III.
25
Buscar alegorías y paralelismos religiosos en las obras de Tolkien será siempre forzarlas,
violentar texto y contexto, así como insultar al autor, poniendo en cuestión la sinceridad de afir-
maciones tan tajantes como la siguiente: “No hay que sospechar la existencia de alegoría
–escribía Tolkien–. Habrá, supongo, una moral, como en cualquier cuento bien narrado. Pero no
es lo mismo. Incluso la lucha entre la oscuridad y la luz (como dicen algunos, pero no yo) es
para mí tan sólo una fase particular del relato, quizás un ejemplo de sus constantes, pero no la
constante. Además los actores son individuos que, naturalmente, contienen elementos universa-
les, si no estarían vivos del todo, pero nunca representan esos elementos como tales” (CARPEN-
TER, J. R. R. Tolkien..., o. c., 206).
74 J. M. ODERO

el texto de Tolkien y categorías filosóficas, históricas, teológicas o sociológi-


cas del mundo real 26.
El principal presupuesto de este método consiste en aceptar que lo escrito
por Tolkien posee un carácter alegórico. Si el texto mismo no nos ofrece
esas citas trascendentes que den razón de la profundidad intuida en El Señor
de los Anillos, entonces ¿no podría suponerse que el autor ha escrito su
relato de forma codificada? Tolkien habría empleado una clave o cifra al re-
dactar su obra, con el fin de ocultar esos contenidos trascendentes que afec-
tan al lector, pero que éste no es capaz de detectar con exactitud.
Llegados a este punto, debe realzarse que el método concordista presu-
pone un juicio de intenciones respecto a Tolkien. Y como las intenciones de
una conciencia son de suyo opacas a los demás seres humanos, parece
necesario en este asunto escuchar la voz al autor, como recurso más lógico
y adecuado para salir de dudas al respecto. Por otro lado, ello sería un deber
elemental de justicia, correspondiente al derecho de autodefensa ante una
acusación. En efecto, el método concordista o alegórico presupone objetiva-
mente que el autor ha asumido al escribir una actitud de cálculo, e incluso lo
convierte en sospechoso de astucia y de manipulación. Además, ¿qué arte
cabría atribuir a un escritor que parece no saber decir lo que en realidad que-
rría significar? 27. ¿No es preciso, pues, dejar que el autor pueda defenderse
de esas acusaciones explicando su propósito?
En los prolegómenos metodológicos analizados al comienzo del presente
artículo abrimos al autor la puerta de la sala procesal donde se enjuicia su
propia obra. En el caso de Tolkien cabe aducir aún dos consideraciones ulte-
riores que avalan la conveniencia de escuchar su palabra: 1) En primer lugar,
el hecho de que Tolkien cultivó el hábito inveterado de releer, retocar y re-

26
El concordista más popular en la actualidad es Joseph Pearce. Su hermenéutica literaria
gira alrededor de unos esquemas muy simplistas, que cuajan en frases confeccionadas según
esquemas como los siguientes: En Gandalf vemos la prefiguración de Juan Bautista, Boromir
representa al hombre en su condición caída; el Anillo es el emblema del pecado y Frodo –su
portador– representa a Cristo cargando con la Cruz a cuestas; el relato tolkieniano de la crea-
ción es paralelo al que aparece el libro del Génesis; etc. Vid. J. PEARCE, Tolkien: Hombre y mito
(Barcelona 2000); ID. (ed.), J. R. R. Tolkien: Señor de la Tierra Media (Madrid 2001); ID., “Finding
Frodo's Faith”: National Catholic Register (January 2002). Pero todos esos supuestos paralelis-
mos señalados carecen de fundamentación científica; a menudo no responden a la realidad –tal
es el caso de la referencia al Génesis bíblico– y, en general, se trata de similitudes extrínsecas,
consolidadas por un fuerte prejuicio subjetivo (el deseo de ver en una obra de pura ficción per-
sonajes bíblicos con disfraces exóticos).
27
Ingenuamente los concordistas –que siempre profesan un gran aprecio y admiración por
Tolkien– ignoran que su metodología lleva implícita una descalificación ética y literaria del autor.
LA OBRA DE TOLKIEN 75

formar sus escritos constantemente, ejerciendo así el papel de crítico de sus


propios escritos hasta el final de sus días. 2) Su autoridad científica como
Profesor de Lengua Inglesa en la Universidad de Oxford 28.

PRINCIPIOS HERMENÉUTICOS TOLKIENIANOS. SABIDURÍA Y FICCIÓN

Aunque resultaría ingenuo y erróneo suponer que la voz de Tolkien vaya


a ser la única fuente hermenéutica de su obra, sin duda algunas de sus afir-
maciones poseen una relevancia decisiva a la hora de descartar ciertos mé-
todos exegéticos. Además proporcionan algunas pistas prometedoras sobre
la dirección correcta que puede tomar una interpretación auténtica y seria de
sus escritos artísticos.
En primer lugar debe destacarse que, tanto en su correspondencia como
en sus ensayos teóricos, manifestó reiteradamente desconfianza y disgusto
hacia las narraciones alegóricas. Además rechazó en múltiples ocasiones y
del modo más tajante la opinión de que El Señor de los Anillos albergara
alegoría alguna; descalificaba así el concordismo aplicado a su obra, denun-
ciándolo como pura arbitrariedad. Actitudes de astucia o de esoterismo con-
trarían frontalmente los principios estéticos de Tolkien y también la historia
del texto que analizamos. Él se consideraba a sí mismo en buena parte es-
pectador y testigo en la génesis de su obra literaria, la cual crecía en su men-
te como un organismo vivo; es decir con una especial espontaneidad, como
si el mito tuviera vida propia. En su desarrollo espontáneo se manifestaba
una organicidad insospechable, que asombraba al autor.
El Señor de los Anillos fue escrito por un Tolkien situado casi en estado
de trance, por un autor apasionado, inspirado y sorprendido ante el texto que
su pluma iba creando. Desde un punto de vista psicológico un autor tan ab-
sorto en su tarea creativa piensa que mientras escribe no tiene tiempo para
reflexionar sobre su sentido, pues esa reflexión comportaría detener el flujo
espontáneo de la narración (y entonces, ¿no sería probable que ese precia-
do fluir cesara abruptamente?). Por otra parte, quien además intuye el valor
excepcional de la imponente fuerza inspiradora que empuja su proceso crea-
dor, desechará lógicamente la posibilidad de retomar las riendas y proseguir
la narración como proyecto individual, dirigido hacia un fin preconcebido y

28
En definitiva, Tolkien fue sin duda el revisor más concienzudo de El Señor de los Anillos.
Probablemente nadie lo habrá leído y releído con mayor atención. Y, a diferencia de otros escri-
tores, él tenía una cualificación académica excepcional para analizar su propio escrito.
76 J. M. ODERO

calculado. Estas circunstancias explican por qué Tolkien acabó esta obra sin
poseer una conciencia clara de cuál podía ser el sentido preciso de su narra-
ción. Según expresó años más tarde y con cierta frecuencia, sólo mediante
sus numerosas relecturas del libro se le fue revelando un sentido filosófico y
teológico implícito en el texto, dimensiones de sentido que anteriormente
habían permanecido ocultas ante sus ojos.
En fin, la ficción de Tolkien se engendró en unas condiciones tales que la
sitúan en las antípodas de la literatura de tesis; es decir, Tolkien piensa que
al arte literario no es compatible con la propaganda o con cualquier tipo de
predicación, ya sea progresista, moralizante, política, ilustrada, etc. En con-
secuencia, establecer paralelismos entre personajes o situaciones del mundo
de la ficción y la historia real de la Iglesia o los misterios de la fe resulta ser
una pésima metodología. Tal concordismo, ajeno a la historia del texto,
desemboca en interpretaciones arbitrarias y desorientadoras 29.
Pero, si esta obra literaria no predica unas ciertas tesis o afirmaciones,
¿es por ello ajena a la dimensión cognoscitiva y sapiencial del hombre? La
literatura de ficción, ¿es de suyo ajena al aprendizaje y al conocimiento?
Es típico del hombre poder interesarse por las historias ficticias, las cuales
se desarrollan en otros mundos, en situaciones distintas a las reales
–actuales y pasadas–. Tolkien los denomina “mundos secundarios”. Cuando
esas historias están bien contadas, cuando son creadas con arte, pueden
llegar a fascinarnos, a encantarnos. A través de la palabra –sugiere Tolkien–
el narrador ejercita una cierta magia, en cuanto es capaz de crear una histo-
ria verosímil que encanta al lector (o al oyente). Ese encantamiento es el
vehículo que hace posible vivir virtualmente en el mundo secundario creado
por el narrador. Esta magia requiere una técnica, un saber hacer –saber con-
tar, manteniendo el interés del lector– 30.
Una buena historia mal contada echa a perder el efecto mágico, el encan-
tamiento o la fascinación que la trama de ese relato posibilitaba. El arte de
narrar incluye en primer lugar la capacidad de despertar la atención del lec-
tor, suscitar en él el atractivo por la intriga, e introducirlo eficazmente –sin
violencias, con naturalidad– en la lógica interna del relato. Por el contrario,
ante un relato mal contado el lector advierte el intento de manipular su mente

29
Sobre los fundamentos para una hermenéutica de la literatura de ficción, cf. J. M. ODERO,
“Filosofía y literatura de ficción”: Anuario Filosófico 30 (1998) 487-517.
30
En el vocabulario tolkieniano magia es casi sinónimo de arte, y su significado está íntima-
mente relacionado con lo que hoy denominamos técnica. De modo que la magia narrativa no es
ni más ni menos sobre-natural que el hombre mismo.
LA OBRA DE TOLKIEN 77

mediante trucos de magia barata. Desde ese momento decidirá posiblemente


que no vale la pena continuar siguiendo el hilo narrativo, pues el texto ha
perdido su atractivo. Cuando un relato deja de distraer al lector, cuando ya
no capta su atención, sino que lo aburre, entonces es que se ha roto el pacto
de lectura que daba consistencia y credibilidad a la ficción; se ha roto al des-
velarse las trampas y desleales recursos empleados por el autor.
Gracias al arte narrativo el lector experimenta la libertad de poder emigrar
libre y razonablemente al mundo secundario propuesto por el escritor. Si el
narrador capta su atención, es gracias a la habilidad literaria que posee el
autor para presentar atractiva e interesantemente un mundo imaginario. El
efecto estético creado por este arte es la “credibilidad literaria” del texto, gra-
cias a la cual el lector percibe la consistencia del mundo secundario y acepta
el pacto de lectura propuesto por la obra de ficción.
Es preciso resaltar ahora que el contenido del relato constituye el elemen-
to más importante de la técnica narrativa. Por esta razón dicho contenido es
denominado trama del relato; en efecto, al igual que un tapiz, el relato se
apoya y sustenta siempre sobre esa trama o guión. En este sentido Aristóte-
les señalaba que el elemento fundamental del mito es lo que sucede en el
relato, aquel acontecimiento que es relatado y el modo de ordenar el relato
(su,stasij) 31.
Los mitos literarios suscitan y satisfacen una cierta curiosidad, de modo
que el afán más nítido del lector consiste en saber lo que pasa (en un mundo
de ficción). Esto lleva a sospechar que el valor de los mitos tiene alguna rela-
ción con el deseo de sabiduría, que es un deseo humano primordial. Aristóte-
les yuxtapone al comienzo del primer libro de su Metafísica dos sugestivas
afirmaciones: “Todos los hombres desean naturalmente saber. (…) El aman-
te de los mitos es, en cierto modo, amante de la sabiduría” 32. Según esto, la
capacidad sapiencial de un mito es “señal cierta de su potencial literario”, de
su valor artístico 33.
Hace cien años una persona culta habría afirmado que el deseo de saber
sólo se realiza en la experiencia sensible y en el conocimiento científico, de
modo que la ficción y el mito no tendrían nada que ver con la verdad. Hoy en
día, sin embargo, tenemos elementos de juicio suficientes para dudar de una
tesis tan rígida. Las explicaciones físicas, biológicas y paleontológicas sobre

31
ARISTÓTELES, Poética XXII, 1458a 15s. Citamos esta obra por la edición ya clásica de V.
GARCÍA YEBRA (ed.) (Madrid 1992).
32
ARISTÓTELES, Metafísica, A, 982b 17-18.
33
R. YARNAL, “Aristotle’s Definition of Poetry”: Noûs 16 (1982) 524.
78 J. M. ODERO

el origen del cosmos, de la vida y del hombre suscitan interés, a pesar de


que contienen a menudo una carga imaginativa muy considerable. ¿Por qué
el hombre desea que se le explique a través de historias hipotéticas el origen
de todas esas cosas? Por otra parte, un científico sabe que la ciencia tiene
un alcance muy limitado: sabemos poco. Por ejemplo, un sabio percibe qué
lejos se encuentra de la exactitud de una observación de laboratorio la im-
precisión imaginativa que caracteriza los relatos acerca de la evolución; en
ellos aparecen hechos verdaderos, pero mezclados con teorías inexperimen-
tables y con fantasías que harán sonreír dentro de dos siglos a nuestros des-
cendientes.
El interés que despiertan los relatos de ciencia-ficción se explica porque el
hombre desea saber y porque ese deseo se extiende a realidades profundas,
fundamentales. Deseamos saber de dónde venimos, qué somos, qué pode-
mos esperar del futuro. Deseamos saber algo de todo eso, aunque sea a
tientas y oscuramente, mientras tenga visos de verosimilitud. Esos tanteos
nos pueden ayudar a reflexionar, abren nuestra mente a considerar posibili-
dades nuevas. Los universos fantásticos creados por nuestra mente pueden
proyectar una luz nueva sobre la vida real, esa luz permite percibir la vida de
modo nuevo, examinarla críticamente y poder evaluarla 34.
Entonces, ¿cuál es el itinerario legítimo para alcanzar sabiduría mediante
relatos de ficción? La respuesta a esta cuestión exige estudiar la narración
de ficción considerada como mito literario.

VERDADES MÍTICAS

El concepto de mito es equívoco. El uso más generalizado de esta pala-


bra tiene un fuerte componente peyorativo. Mito es así sinónimo de “fábula o
ficción alegórica, especialmente en materia religiosa”. Ha de advertirse que la
nota más característica y notoria del término fábula es precisamente ésta:
aquello que no es real ni verdadero 35. Por eso no es sorprendente que mito
signifique igualmente aquel “relato o noticia que desfigura lo que realmente
es una cosa, y le da apariencia de ser más valiosa o más atractiva”.

34
Cf. Y. PARK, “The Function of Fiction”: Philosophy and Phenomenological Research 42
(1982) 424.
35
Fábula significa ante todo “relación falsa, mentirosa, de pura invención, carente de todo
fundamento. Ficción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad”.
LA OBRA DE TOLKIEN 79

Ahora bien, el significado etimológico de mito carece de esa connotación


peyorativa. En griego mu,qoj significa primariamente palabra, discurso o
relato; el verbo con la misma raíz (muqe,omai) significa hablar, expresar,
narrar. En definitiva, la etimología de mito no remite a lo falso, inexistente o
increíble. Su sentido primigenio apunta al lenguaje humano como tal, a la
capacidad de hablar y a una de sus manifestaciones más primitivas: hablar
para narrar una historia 36.
Ateniéndonos a estos antecedentes lingüísticos, parece muy útil distinguir
tres sentidos del término mito: a) el sentido específico que la antropología
cultural y la filosofía le asignan, un sentido que ahora no vamos a definir 37; b)
el sentido usual que emplea el hombre de la calle; c) su significado estricta-
mente literario.
El uso coloquial de la palabra mito suele resaltar su connotación negativa
(algo que no es real ni verdadero) 38; aunque también se emplea esta expre-
sión (y otras pertenecientes a su campo semántico) en sentido positivo, pero
fuera del contexto de lo específicamente literario 39.

36
Evidentemente la mentira supone la existencia del lenguaje; e igualmente no podría ha-
cerse literatura sin acto lingüístico. Todo hecho lingüístico consiste en un hacer la palabra, la
cual media entre la realidad y el concepto. Hablar es crear o forjar signos arbitrarios de las co-
sas; el lenguaje siempre supone un fingimiento (éticamente inocente), que consiste en una
lúcida sustitución de las realidades por las palabras que significan dichas cosas reales. En este
sentido, el habla establece ya el fundamento de cualquier tipo de ficción. En consecuencia todo
acto literario –en cuanto se diferencia netamente del uso pragmático del lenguaje– siempre se
manifiesta reduplicativamente como ficción. En definitiva, la literatura fantástica o de pura ficción
aparece así como un desarrollo natural del arte literario.
37
En realidad las distintas escuelas de pensamiento definen los mitos de modo muy diverso,
pero todas ellas lo conciben como ciertos textos o temas (motivos intelectuales) que ejercen un
poderoso efecto social. Curiosamente tanto filósofos como antropólogos ignoran el mito literario;
debido a esta omisión, de modo sistemático refieren lo mítico a un efecto que no es literario o
artístico, sino de otro género muy distinto.
38
Por ejemplo: “Eso que crees es un mito” (tu creencia no se ajusta a la realidad, es falsa).
“Hermes en un dios de la mitología griega” (el nombre Hermes no tiene correlato real, pues
Hermes es un personaje mítico; es decir, Hermes es sólo el nombre de un personaje que apare-
ce en relatos poéticos arcaicos, a los cuales algunos griegos de la antigüedad erróneamente les
atribuían valor de verdad). “Todo eso son mitos” o “No me vengas con mitos” (se rechaza que
ciertas historias sean verdaderas, pues resultan increíbles).
39
“Marilyn Monroe es un mito del cine” (la actriz ha gozado de una fama excepcional, debido
a elementos que es difícil precisar). “John F. Kennedy gozó de un prestigio mítico” (atrajo la
simpatía de muchedumbres muy diversas en el ámbito mundial, que lo admiraban y simpatiza-
ban con su figura por motivos emocionales).
80 J. M. ODERO

Sólo muy recientemente se ha utilizado el término mito en ciertos ámbitos


académicos para referirse a un fenómeno estrictamente literario. Se trata de
un concepto descriptivo y funcional, que no conlleva connotaciones positivas
ni negativas. En el sentido más amplio del término (el más ceñido a su etimo-
logía) mito señalaría cualquier relato literario; pero este sentido es inusual.
Hoy en literatura se designan como mitos algunos relatos arcaicos y su temá-
tica, cuando la historia de la literatura da fe de que estos temas han suscita-
do la inspiración de escritores muy variados a lo largo del tiempo. La pervi-
vencia y actualidad literarias de esos temas revelan que no son anecdóticos
ni circunstanciales, sino que aluden por el contrario a lo humano en cuanto
tal, al modo de ser específico de la persona humana. De ahí que a tales te-
mas pueda atribuirse una cierta universalidad. A partir de ahora utilizaremos
el término mito sólo en este último sentido: en cuanto mito literario.
Es característico de los mitos –que son siempre relatos de ficción– un
cierto alejamiento del presente. El narrador crea mundos secundarios que no
son los que aparecen cada día en los informativos televisados. Pero el esca-
pismo de los auténticos mitos no es una huida de la realidad. El mito puede y
debe ser, más bien, “una huida de la ignorancia” 40. Los mitos tienen que ver,
pues, con el deseo de saber, porque nos llevan indirectamente a la contem-
plación de la realidad. El mito es vida desarrollada literariamente, “una llama-
rada de realidad” 41.
La tesis de Aristóteles (compartida por Tolkien) es que los mitos están
relacionados con la realidad, aunque esa relación es difícil de describir. Los
mitos, observa Tolkien, toman su energía de la realidad, “transformando la
experiencia en otras formas y símbolos” 42.
Para explicar la relación del mito con la realidad Aristóteles acuñó el tér-
mino mímesis, imitación. Los mitos imitan involuntariamente a la realidad, sin
reproducirla sistemáticamente, como es el caso de los relatos de la ciencia
histórica. Los mitos, en cambio, sólo imitan la realidad analógicamente 43. En
otras palabras, el mito hace aparecer ante nosotros mundos imaginarios,
pero que necesariamente tienen alguna semejanza con el mundo real, por-
que para pensarlos el autor sólo ha podido partir de su experiencia real. El
mito es una forma de pedagogía adecuada a la naturaleza del hombre; con-

40
Cf. J. J. GARCÍA-NOBLEJAS, Poética del texto audiovisual (Pamplona 1983).
41
R. CHASE, “Notes on the Study of Myth”: Partisan Review 13 (1946) 346.
42
The Letters of J. R. R. Tolkien..., o. c., n. 73, 85.
43
Cf. GARCÍA-NOBLEJAS, o. c., 202; H. LAUSBERG, Manual de retórica literaria II (Madrid 1968)
452.
LA OBRA DE TOLKIEN 81

siste en lo que Platón denominaba en su teoría de conocimiento eikasía, es


decir aprender a través de imágenes 44.
Cuando el lector se escapa de la realidad circundante y, fascinado por el
relato de ficción, se introduce en un mundo secundario, lo hace activamente,
viviendo la situación narrada. Es obvio que esta autoimplicación presupone
que el lector pueda percibir (inobjetivamente) las reglas del juego narrativo.
Los universos secundarios nunca pueden ser arbitrarios: tienen leyes y ca-
racterísticas propias, diferentes en parte del mundo que rodea al lector. Esas
leyes bien precisadas, que otorgan al relato lógica interna y consistencia
literaria, son las reglas de juego que hacen posible la interacción entre el
acto de narrar y el de atender a la narración 45. Proponerlas y aceptarlas son
los dos momentos del pacto de lectura que es planteado por el autor y que
puede ser aceptado por el lector. Sólo bajo estas condiciones se cierra el
pacto narrativo, que hace posible la apreciación de una ficción literaria con
valor artístico.
Vivir el mito exige que el lector ponga en juego su propia experiencia.
Algunas reglas del juego pueden ser distintas de las que rigen mi experiencia
actual del mundo, pero en el relato deberán ser usadas con coherencia, do-
tándolas de necesidad (ficticia). Además esas leyes puramente ficticias del
mundo secundario deben ser reducidas, pues para vivir el relato el lector
precisa establecer con facilidad una correlación analógica con el mundo real
que es objeto de su experiencia directa.
El alejamiento de la realidad inmediata que el mito ofrece hace posible un
nuevo modo de pensar con libertad, pues el lector es capaz por unos mo-
mentos de sacudirse el yugo de los prejuicios dominantes en la cultura de su
época: los idola fori o tópicos de la opinión pública, según la expresión de
Francis Bacon 46. Por el contrario, cuando una cultura es incapaz de producir
44
Cf. PLATÓN, República VI.
45
Este punto está lúcidamente desarrollado en “The Ethics of Elfland” por G. K. CHESTER-
TON, Orthodoxy (London 1908) cap. 4.
46
La literatura de pura ficción (fantasía) es un vehículo muy apto para la educación ética, en
cuanto presenta casos singulares y no teorías abstractas sobre la praxis: cf. B. BETTELHEIM, The
Uses of Enchantment (New York 1975) 5. En este sentido, Martín Buber explicaba una mala
experiencia pedagógica: al explicar teóricamente lo que es la mentira, su discurso fue ocasión
para que sus alumnos menos brillantes pusieran su atención en los beneficios pragmáticos de
mentir: cf. su ensayo “The Education of Character”, en: M. BUBER, Between Man and Man (New
York 1978) 105. Chesterton, por su parte, observaba que los relatos populares –los tradicionales
cuentos (fairy tales)– muestran de un modo muy eficaz la diferencia entre lo que uno puede
hacer (lo que es posible realizar, al menos en teoría) y lo que uno debe hacer, aquello que real-
mente es conveniente y apreciable: G. K. CHESTERTON, What's Wrong with the World (New York
82 J. M. ODERO

literatura de ficción y se limita a pintar la vida tal como aparece (o como la


presentan los medios de opinión), entonces dicha cultura no es capaz de
responder a la pregunta capital: ¿cuál es el sentido de mi vida y de la vida de
quienes me rodean?
A través de los mitos conocemos mejor el mundo y nos conocemos mejor
a nosotros mismos; e incluso es posible –afirma Tolkien– averiguar algo so-
bre Dios. Pero este último tipo de conocimiento requiere un proceso herme-
néutico muy sofisticado. Por ejemplo, el mito tolkieniano expuesto en el con-
junto de sus escritos contiene elementos éticos y religiosos (una mitología),
pero esta religión y mitología no pretenden trascender el ámbito de lo pura-
mente ficticio 47.
Platón sostuvo que algunas verdades sólo pueden aprenderse a través de
mitos literarios. “¿No podría ocurrir –comenta al respecto Josef Pieper– que
la realidad con verdadero alcance para el hombre no posea la estructura de
conocimiento objetivo sino más bien la de suceso, y que en consecuencia no
se pueda captar de modo adecuadamente justo en una tesis, sino en una
imitación de la acción, o –lo que es lo mismo– en una historia?” 48.
Cuando sus lectores preguntaban a Tolkien sobre el sentido de su obra
(¿De qué trata?), él respondía: “No trata de nada más que de sí misma. Des-
de luego no tiene intenciones alegóricas ni tópicos morales, religiosos o polí-
ticos” 49. Pero simultáneamente insistía: “Pienso que los relatos de ficción
tienen una manera característica de reflejar la verdad. Creo que las leyendas

1910) 59. Parece que muchos científicos, hombres de negocios, artistas, etc. son incapaces de
tener en cuenta esta diferenciación –sin la cual resulta imposible considerar la dimensión ética
de nuestras acciones–; de modo que una misma persona superdotada para una actividad inte-
lectual o técnica puede comportarse al mismo tiempo como un imbécil moral, como un gran
ignorante desprovisto de humanidad.
47
Cf. J. M. ODERO, “Sobre Gandalf y la religión en Gondor”: Estel 11 (Barcelona X/XI-1995)
9-15. Tuve oportunidad de orientar la Tesis Doctoral en Teología de Ricardo Irigaray, la cual
contiene sin duda la más ordenada y documentada exposición de esa mitología tolkieniana: cf.
R. IRIGARAY, Tolkien y la fe cristiana (Tesis Doctoral - Universidad de Navarra; Pamplona 1996).
Se ha publicado en Argentina: R. IRIGARAY, Elfos, hobbits y dragones. Una investigación sobre la
simbología de Tolkien (Buenos Aires 1999).
48
J. PIEPER, Sobre los mitos platónicos (Barcelona 1984) 22. La escritora y crítico literario
Flannery O’Connor afirmaba análogamente que relatar una historia ficticia “es un modo de decir
algo que no puede ser dicho de otra manera… Cuando cuentas una historia, es porque una
afirmación resultaría inadecuada”: F. O'CONNOR, Mystery and Manners (New York 1990) 96; cf.
J. M. ODERO, “Flannery O'Connor. Más allá de la novela”: Nuestro Tiempo 396 (1987) 48-51.
49
The Letters of J. R. R. Tolkien, o. c., n. 165, p. 220.
LA OBRA DE TOLKIEN 83

y los mitos están formados en gran parte con verdades que sólo de ese mo-
do pueden ser recibidas” 50.

LA VERDAD DE LA PRAXIS

Los mitos siempre hablan de lo que Aristóteles denominó peripecias, es


decir, acontecimientos inesperados que suceden a protagonistas (los carac-
teres o personajes). Utilizando el lenguaje coloquial cabría decir que resulta
esencial para un mito literario estar lleno de acción. El tema de los mitos es
siempre, pues, lo que hacen las personas y lo que les sucede. Los griegos
utilizaban el término praxis para referirse a la acción o actuación de personas
conscientes y libres, capaces de orientar sus propias vidas, alcanzando la
felicidad o errando en su intento.
Pues bien, según Aristóteles –Tolkien concuerda en esto con él–, la fic-
ción es siempre una cierta semejanza de la vida humana, de las actuaciones
afortunadas o desacertadas de los hombres, de las decisiones que los hacen
felices o bien desgraciados (mi.mhsij pra,xewj)51. Si una narración literaria
fantástica está escrita con autenticidad, entonces las acciones desacertadas
de los personajes –aquellas que en realidad les impiden alcanzar la felicidad,
es decir los actos éticamente malos– estarán seguidas por consecuencias
desafortunadas; y las acciones buenas aparecerán como origen de situacio-
nes felices 52.
Obviamente el autor literario no puede ejercer simultáneamente el papel
de moralista; más es concreto, no es propio del arte seleccionar algunos
principios de tipo ético y aplicarlos luego como leyes al mundo secundario
que recrea su diégesis. Este modo de proceder ha de ser denunciado como
moralismo pseudoliterario, pues inyecta artificialmente teorías morales (o
amorales) en el relato por fines no artísticos. Esa artificiosidad manipuladora
es contraria a la naturaleza del arte.
El principio del arte auténtico se halla en el genio del autor, en su intuición
de la honda humanidad que ha de haber asimilado mediante sus propias
experiencias vitales. El quehacer artístico consiste en saber crear personajes
y narrar situaciones que se desarrollen con espontaneidad, que se desplie-

50
The Letters of J. R. R. Tolkien, o. c., n. 181, p. 233; cf. n. 153, p. 194.
51
ARISTÓTELES, Poética VI, 1449b 24. Sobre la utilidad de esta Poética para la hermenéutica
de la literatura de ficción, cf. ODERO, “Filosofía y literatura de ficción”, a. c., 491-498.
52
ODERO, “Filosofía y literatura de ficción”, a. c., 492s.
84 J. M. ODERO

guen a partir de su propia dinámica interna. Cuando un escritor posee esa


técnica narrativa y la ejerce con una mínima autenticidad artística (renun-
ciando a instrumentalizar maquiavélicamente su talento al servicio de intere-
ses individuales), entonces sus relatos resultan verosímiles. La chispa de
genialidad se revela en el hecho de que al escribir su relato el escritor es
capaz de ver con agudeza el modo verídico como esas situaciones deben
resolverse. Entonces la narración escrita resultará ser un eco de la relación
intrínseca que existe en el mundo real entre actuar mal (es decir, incurrir en
un error moral) y ser infeliz. Esa correlación no habrá sido generada por pre-
juicios ni será fruto de una fría reflexión, sino el signo de una intuición aguda
y genial acerca de cómo somos los hombres.
A diferencia del pensador ético, el artista no puede contentarse con saber
en teoría que esa relación es verdadera. La singular sensibilidad artística del
autor reside en percibir de un modo casi sensible y experimental dicho nexo.
Sólo a partir de esa experiencia del ser del hombre (intuición o visión) puede
iniciarse la segunda fase de la creación literaria: relatar historias donde la
habilidad artística consiga mostrar de modo igualmente sensible y creíble
cómo la acción malvada conduce al desastre, a la destrucción de la persona
y de su humanidad.
En definitiva, lo característico de la narración artística consiste en que el
mito muestre verosímilmente lo verdadero. Cuando una obra literaria lo con-
sigue, entonces resplandece en ella la claridad de la verdad práctica o ética;
acontece una revelación luminosa de nuestro ser personal, de nuestra hu-
manidad. Tal claridad es el constitutivo esencial de la belleza y sublimidad de
un texto literario.
Ética y literatura coinciden, pues, en su común interés por la relación en-
tre praxis y felicidad. La ética tiene como misión mostrar con rigor intelectual
y sistematicidad científica cuáles son en general las acciones buenas, y ex-
plicar porqué lo son. De otro lado, la literatura de ficción crea situaciones
concretas y singulares, donde los personajes actúan con libertad; el autor
literario ha de intuir y presentar verosímilmente las consecuencias de esas
acciones libres en el destino de sus personajes.
El estudio de la ética hace posible alcanzar certezas teóricas sobre el
modo como encaminar nuestras vidas. La ficción literaria permite al lector
adquirir certezas sobre cuál es el modo auténticamente humano de vivir,
pero dichas certezas no son teóricas sino existenciales y cuasi-
experimentales.
En ocasiones se da la circunstancia de que el lector no es un hombre
mezquino ni engreído, sino una persona con nervio que busca la verdad so-
bre su vida, alguien que pone en ello esfuerzo y mantiene una disposición
LA OBRA DE TOLKIEN 85

joven, abierta hacia las verdades éticas. En esos casos es probable que la
lectura de las grandes obras artísticas revele ante él el modo de experimen-
tar si las acciones descritas en el texto son realmente buenas o malas, justas
o injustas. A través de la ficción literaria es posible, pues, alcanzar conviccio-
nes profundas sobre lo que está bien y lo que está mal en nuestro vivir, en
nuestras acciones. Es típicamente literario que en ese momento de certeza
ni el autor ni el lector sepan explicar porqué las cosas son así. Hay visión
inteligente, pero no raciocinio.

FE CRISTIANA Y MITO LITERARIO

Respecto a su obra El Señor de los Anillos Tolkien escribió: “En las revi-
siones retiré todo aquello que pudiera ser considerado como religión” 53. ¿Por
qué un autor que resultaba ser sincera y hondamente católico procedió a lo
que cabría describir como una revisión desacralizadora o secularizante de su
magna obra? 54.
La decisión tomada por el autor inglés no era un contrasentido, pero en-
cierra una paradoja, la cual es preciso explicar. ¿Qué motivó esa extraña
depuración? Quien lea atentamente su correspondencia encontrará allí la
respuesta a este interrogante. Tolkien no sólo veía en la revelación de Cristo
el auténtico camino hacia la salvación, sino que amaba apasionadamente el
Evangelio. No le pasó tampoco inadvertido el hecho de que la economía
divina de salvación se fundamenta en la entrega amorosa que Dios hace a
los hombres de su Palabra. Según esta economía, la palabra salvadora nos
llega precisamente en forma de relatos. Los relatos contenidos en la Sagrada
Escritura son intrínsecamente veritas salutaris.
En este sentido puede hablarse literariamente del mito cristiano, expre-
sión que sólo designaría a la Biblia en cuanto texto literario (sin connotar en
modo alguno falsedad o irrealidad). Tolkien empleó este enunciado en sus
primeras conversaciones con C. S. Lewis, y esta categoría es la que hizo
posible que Lewis superara los prejuicios más arraigados que lo mantenían

53
The Letters of J. R. R. Tolkien, o. c., n. 142, p. 172. Un precedente de interés al respecto
lo pone de relieve el mismo Tolkien, al destacar que el encanto del poema Beowulf era producto
de un proceso de arcaización. Su anónimo autor cristiano logró en su época ese efecto arcaizan-
te “repaganizando” el lenguaje de su poema épico: cf. J. R. R. TOLKIEN, “Beowulf, los Monstruos
y los críticos”, en: ID., Los Monstruos y los Críticos..., o. c., 38-57.
54
CARPENTER, J. R. R. Tolkien..., o. c., 133.
86 J. M. ODERO

alejado de Dios. Tolkien le explicó que lo peculiar de este bellísimo mito cris-
tiano consiste en que su Autor literario es el Señor del universo y de la histo-
ria, alguien que podía componer un gran drama literario y luego ponerlo en
escena. Al haberlo decidido Dios así, el mito cristiano fue también historia y
realidad. En todo ello radica su singularidad excepcional. La intención de
Tolkien durante esa conversación radicaba en hacer ver a Lewis que Dios es
poeta y que la historia de Cristo (history) fue prevista y creada antes por ese
Dios Poeta como un bellísimo mito literario (story) 55.
Tolkien era, como buen británico, un hombre realista con los pies bien
asentados en el suelo. Por esta razón no se le escapaba el hecho de que el
mundo de la prensa y de la calle no es proclive en absoluto a tener en cuenta
estas sutiles distinciones entre la verdad del Evangelio cristiano y el mito,
máxime teniendo en cuenta el carácter peyorativo de este último término. Es
muy probable que fuera este tipo de consideraciones lo que le decidiera a
desacralizar su propio mito literario. Al retirar de su relato cualquier señal
religiosa cortaba de raíz la posibilidad de que El Señor de los Anillos pudiera
ser visto por algunos lectores como un saber de salvación. Su autor deseaba
evitar a toda costa para su relato la apariencia de misticismo religioso, propio
de tantos relatos míticos ancestrales surgidos en diversas culturas. La fasci-
nación del libro debía ejercerse en el plano estrictamente literario y estético,
frustrando la tentación de un posible gnosticismo y atajando proféticamente
una manipulación sectaria de su literatura al estilo New Age.
Los Evangelios son narraciones singularísimas, pues están dotadas de la
capacidad de suscitar la conversión, la fe y el amor teologal hacia Dios. Tol-
kien quiso distinguir netamente entre el Evangelio cristiano –que salva al
hombre– y el resto de narraciones o mitos literarios, todos los cuales carecen
de eficacia soteriológica intrínseca 56.
En definitiva, la convicción de Tolkien era que no hacía ningún bien al
lector insertar en la acción de su ficción literaria personajes cristianos, ni
mucho menos diálogos, consideraciones y signos relacionados con la fe cris-
tiana o con la religiosidad humana. Respetaba que otros autores –entre

55
Éste fue el tema de la conversación que C. S. Lewis mantuvo con su amigo Tolkien el
mismo día en el cual comenzó a revivir su fe cristiana; un proceso que culminó más tarde, cuan-
do Lewis –echando por la borda años de ateísmo– comenzó a rezar de rodillas una noche, solo
en su habitación; vid. C. S. LEWIS, Cautivado por la alegría (Madrid 2002); cf. J. M. ODERO, “J. R.
R. Tolkien y C. S. Lewis”: Nuestro Tiempo 435 (1990) 62-77; J. M. ODERO-M. D. ODERO, C. S.
Lewis y la imagen del hombre (Pamplona 1993).
56
Sobre este tema, vid. J. W. MONTGOMERY (ed.), Myth, Allegory, and Gospel: An Interpreta-
tion of J. R. R. Tolkien, C. S. Lewis, G. K. Chesterton, Ch. Williams (Edmonton 2000).
LA OBRA DE TOLKIEN 87

otros, su gran amigo Lewis– siguieran diversos caminos. Pero repugnaba a


su sensibilidad mezclar en el mismo caldero literario elementos totalmente
ficticios con las verdades salvadoras que son objeto de la fe católica, una fe
en Dios que él atesoraba como la realidad más firme de su vida 57.
No faltaron lectores que aseguraban haber percibido en su obra ecos de
la santidad cristiana o la belleza singular de algunos misterios de la fe. Su
epistolario revela que, cuando notificaban a Tolkien estas reacciones, él se
limitaba a constatar el enraizamiento que esas realidades sobrenaturales
tenían en su propia alma, manifestando a la vez sorpresa y una gran alegría.
Él nunca había sospechado que esas luces bellísimas y grandiosas pudiesen
ser percibidas con ocasión de la lectura de su obra literaria 58.
Que ciertos lectores intuyan una atmósfera cristiana en El Señor de los
Anillos no puede fundarse en modo alguno –como ya hemos analizado– so-
bre una cierta presencia temática (explícita o alegórica) de los misterios cris-
tianos en dicha obra 59. La poética tolkieniana postula que la calidad de la
literatura de ficción supone en un primer momento la exigencia de esponta-
neidad creativa, algo que él denominaba crecimiento vegetal del tema mis-
mo, desarrollo orgánico y vital de la historia o narración. Ello conlleva que el
autor adquiera una experiencia de sí mismo como cierto espectador privile-
giado de aquello que va sucediendo en la historia narrada. Según su propio

57
Quizá esta sería la discrepancia más notable entre Tolkien y J. K. Rowling, la creadora de
Harry Potter. La brujería es una idea brumosa, en cuanto designa simultáneamente un recurso
literario tradicional en los cuentos de hadas pero públicamente presente en el mundo real; por el
contrario, nadie espera encontrar en el Amazonas una tribu de hobbits o de elfos. Un lector
experimentado puede tener la seguridad de que las aventuras de Harry Potter no contienen
apología alguna de magia o brujería. Pero el teólogo comprende que bastantes padres cristianos
adopten una actitud recelosa acerca de las consecuencias reales y nefastas ocasionadas quizá
por esos relatos en la educación de sus hijos, por ejemplo hacer poco creíble la doctrina de la
Iglesia al respecto (cf. CIC nn. 2116s.). Ha de tenerse en cuenta que son muchos los países
donde la brujería, el vudú, el satanismo y los adivinos mantienen y acrecientan una clientela de
personas supersticiosas; New Age no duda en tomar elementos de esos ámbitos. En Estados
Unidos han intervenido activamente en esta polémica de hecho los directivos de Witches Against
Religious Discrimination (WARD); cf. V. W. DUDRO, “Is Harry Potter Good for Our Kids?”: St.
Joseph Covenant Keepers Newsletter 6,4 (July/August 2000); J. KOMSCHLIES, “The Perils of
Harry Potter. Literary device or not, Witchcraft is real and dangerous”: Christianity Today 44, n.
12 (2000) 113; M. L. BETSCH, “Book Battle Pits Wiccans Against Christians” (CNSNews 19-VII-
2002); T. COLLINS, “Harry Potter Agent of Conversion”: Envoy Magazine 5,3 (2002).
58
Cf. The Letters of J. R. R. Tolkien, o. c., n. 142, p 172; n. 328, p. 413.
59
Tolkien nunca pretendió insertar (siquiera implícitamente) moralejas o referencias positivas
hacia los valores cristianos que él personalmente veneraba y vivía, a menudo heroicamente.
88 J. M. ODERO

testimonio, “los cuentos aparecieron en mi mente como cosas dadas; siem-


pre tuve la impresión de estar registrando lo que ya estaba allí de algún mo-
do, y no de estarlo inventando” 60. La ética que Tolkien se impuso a sí mismo
como escritor es incompatible con cualquier tipo de astucia reflexiva, incluida
la que comportaría introducir alegorías en la narración.

CAUSALIDAD: EL ARTE COMO “SUB-CREACIÓN”

Entonces, ¿cómo puede explicarse que lectores de un relato de ficción


experimenten la evocación de los misterios de la fe cristiana, cuando en di-
cho relato no son mencionados ni aludidos?
Las luces de lo cristiano sólo aparecen en la obra literaria tolkiniana des-
pués de reflejarse en muchos espejos. Un ejemplo de ello: El lector puede
adivinar que una mente sabia y bondadosa dispone estupendamente las
aventuras de Frodo, aun cuando el texto jamás haga referencia a la Provi-
dencia. ¿Está, pues, el autor afirmando con ello que existe un Dios Providen-
te? La respuesta es: Evidentemente, no.
Suponer otra cosa sería ridículo, porque Tolkien sabía muy bien que la
providencia que opera en un relato de ficción no es sino la providencia del
propio autor. Indudablemente es Tolkien mismo quien determina cuál es el
destino feliz o desgraciado de sus personajes. El creador providente que
actúa dentro de El Señor de los Anillos se llama J. R. R. Tolkien. Él era ple-
namente consciente de ello. Quizá por este motivo a veces parece amañar
demasiado evidentemente una situación, que concluye demasiado bien.
Quien conoce a Tolkien es capaz de captar entonces que el autor ha dirigido
al lector un leve gesto de complicidad, un guiño irónico en medio de la trama:
Tú y yo sabemos que esto es sólo ficción; así que el miedo que acabas de
pasar no debe quitarte el sueño… 61.

60
CARPENTER, J. R. R. Tolkien..., o. c., 180.
61
Viene a ser algo así como el humor de un prestidigitador que desvela por un instante los
ases que lleva en la manga. Pero enseguida prosigue la función, y la magia asume incluso la
humorada, porque los ases se convierten en palomas. Análogamente Tolkien admite las mismas
licencias que suele tomarse el narrador oral de un cuento. Pero siempre advertirá que esos
guiños (referencias al pacto de lectura) han de ser apenas una breve alusión, tan discreta que
no corte el hilo de la narración ni deje evaporar la magia del mundo secundario. En este punto
se advierte una diferencia fundamental entre las historias de Tolkien y obras como La historia
interminable de Michael Ende o Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carrol, pues en estos
últimos relatos la acción narrada está acompañada de una reflexión explícita y tematizada sobre
LA OBRA DE TOLKIEN 89

Es comprensible que algunos lectores, desconociendo la Poética tolkie-


niana, acudan a la alegoría y echen mano del concordismo, que es una sen-
da interpretativa fácil de entender (se limita a establecer correlaciones simé-
tricas entre la realidad y lo que parece un espejo distorsionado de dicha
realidad). Ahora bien, ya hemos mostrado cómo respecto a la obra de Tol-
kien el concordismo resulta ser una vía muerta, un callejón sin salida, un
imposible.
Para responder a la cuestión planteada es preciso explorar nuevos cami-
nos. La solución exige olvidarse por un momento de los temas abordados en
El Señor de los Anillos, e indagar más bien cuál es la naturaleza de la crea-
ción literaria.
A este respecto debe considerarse que, en realidad, el autor literario nun-
ca es el creador de todo lo que hay en su obra. Escapa a la capacidad hu-
mana producir –como Dios Creador– una novedad absoluta y sin preceden-
tes, una obra que no contenga elementos preexistentes al acto artístico. La
creación artística más brillante –hemos ya señalado– aporta la novedad de
una conformación y un sentido, los cuales ordenan y dan nueva vida a mate-
riales que le fueron dados con anterioridad al autor. En el caso del escritor
los materiales con los cuales trabaja son principalmente el lenguaje en el
cual escribe y una rica tradición cultural. Tolkien subraya este hecho cuando
describe al hombre como un “subcreador” 62.
En contraposición a los pensadores religiosos iconoclastas –como es el
caso de los musulmanes–, Tolkien está convencido de que el hombre nunca
se manifiesta más plenamente como criatura e imagen de Dios Creador que
cuando lo imita subcreando. Cuando el artista crea espontáneamente un
universo maravilloso en el cual se desarrolla una historia emocionante, lejos
de desafiar a Dios o jugar a ser dios, está manifestando por el contrario la
gloria del único Creador 63.

su carácter ficticio, ya sea imaginativo u onírico. Por el contrario, el Harry Potter de J. K. Rowling
evita ese prurito cultista y sigue en este punto la ruta narrativa tolkieniana.
62
Cf. J. M. ODERO, “Subcreación. El mito en la poética de Tolkien”: Estel 7 (Barcelona XI-
1994) 28-33.
63
En su cuento Hoja de Niggle (1945), Tolkien plantea muy sugestivamente cuál es el senti-
do que la creación artística posee para un cristiano. El hombre está llamado a desarrollar la
Creación de Dios, puede contribuir a embellecerla, trabajando así casi codo con codo junto a
Dios. Además tiene la seguridad de que su trabajo, si es verdaderamente humano (éticamente),
puede alcanzar de Dios el don de una sobrenatural pervivencia de su obra en la vida eterna, lo
cual constituye quizás la más honda aspiración del artista.
90 J. M. ODERO

PRAGMÁTICA DE LA NARRACIÓN: LA “APLICABILIDAD LIBRE”

En un poema dedicado a su amigo Lewis puede leerse: “A través del


hombre subcreador se refracta refulgente en múltiples matices una luz que
proviene del único foco blanco y que se combina indefinidamente en formas
vivas, que se mueven de mente en mente” 64. La poética tolkieniana sostiene
que el lector sólo puede encontrar a Dios en una obra literaria de modo indi-
recto. Concretamente, en cuanto el texto artístico puede ser ocasión para
que algunos lectores reflexionen sobre el sentido de su propia vida. Por
ejemplo, la presencia real de Dios, Padre amoroso, puede ser revelada,
cuando una narración como El Señor de los Anillos suscita en un cierto lector
esta reflexión: ¿No es sorprendente que súbitamente mi propia vida me pa-
rezca ahora una aventura guiada por una mano providente? Porque ahora se
me ha ocurrido que en mi vida ha sucedido y sucede algo análogo a la histo-
ria fantástica que estoy leyendo…
En Narratología este tipo de consideraciones constituye la dimensión
pragmática del texto. La Pragmática narrativa estudia el influjo del texto ficti-
cio sobre sus lectores.
Como cualquier obra de arte, el mito literario debe poseer cierta universa-
lidad, la cual aparecerá siempre encarnada en la historia de personajes sin-
gulares. En el mito late algo humano universal; esta universalidad es lo que
hace posible que lectores muy variados puedan ver en el mismo mito la
realidad de sus propias vidas. Es decir, la universalidad singular de las na-
rraciones de ficción permite su confrontación con la experiencia personal del
lector. El lector que vive activamente una narración mítica está comparando
las peripecias de los personajes con su propia experiencia vital. La confron-
tación se ejerce en dos sentidos correlativos, creando así un movimiento
circular:
a) En primer lugar, la experiencia del lector le permite juzgar la verosimili-
tud del relato, de modo que es su sentido de la realidad lo que lleva a consi-
derar el relato verosímil o inverosímil, interesante o aburrido, aleccionador o
manipulador.
b) En un segundo momento, el relato puede influir sobre nuestra visión de
la vida, porque la literatura de ficción ofrece un apoyo a la reflexión moral: las
peripecias de los personajes y las consecuencias que sus acciones conllevan

64
“Mitopoeia”, en: J. R. R. TOLKIEN, Árbol y hoja, y el poema “Mitopoeia” (Barcelona 1994).
LA OBRA DE TOLKIEN 91

permiten al lector plantearse espontáneamente qué sucede en la vida real 65.


Los acontecimiento ficticios corroboran o ponen en duda sus propias viven-
cias y opiniones sobre el vivir: ¿De hecho vale la pena comportarse así,
reaccionar ante determinada situación de aquel modo? Aunque antes nunca
me lo había planteado, quizá este modo de actuar sea lo mejor.
Tolkien denominaba “aplicabilidad” a la capacidad de los mitos para influir
sobre nuestra vida. La aplicación del mito (fruto de su confrontación con la
vida) es competencia inalienable de cada lector.
La aplicación de un mito se realizará con más libertad cuanto mayor sea
la distancia entre el mundo secundario y el de las circunstancias personales
del lector. Paradójicamente el distanciamiento –el no verme directamente
involucrado o comprometido en la figura del protagonista– me permite mayor
objetividad de juicio a la hora de decidir si es o no verosímil el resultado afor-
tunado o nefasto que en la ficción conllevan ciertas acciones. En este sentido
se ha escrito que “el potencial literario de un texto está en su falta de inter-
pretación”; en otras palabras: el mito debe limitarse a contar una historia sin
imponer una tesis 66.
Esta norma ética que rige la creación artística no presupone escepticismo
alguno; por el contrario constituye un homenaje a la libertad humana. El rela-
to supone que existe una verdad moral que opera en los personajes y en la
vida, pero toca a cada ser humano descubrir su realidad y vigencia existen-
cial. El mito –subraya Pieper– apela a la responsabilidad del lector: ¿Qué
pienso yo al respecto? ¿Estoy convencido de que lo mentado por el mito
existe realmente 67.
Si el happy-end de un relato me resulta inverosímil, porque me parece
que no es la consecuencia lógica o natural de las premisas narradas, enton-
ces la narración me resultará inconsistente y falsa. Es importante hacer notar
al respecto un dato de experiencia: Muchos lectores son capaces de aprobar
el comportamiento moralmente correcto de un personaje ficticio, a pesar de
que las acciones de esos mismos lectores se hayan regido hasta entonces
por los criterios opuestos. La lejanía del mundo secundario me permite ser lo

65
La vivencia atenta y simpática del relato conlleva la incoación de una cierta “experiencia
vicaria”, que no tiene el poder revelador de la experiencia, pero abre al lector hacia la posible
existencia de experiencias nuevas –moralmente muy aprovechables–; cf. V. GUROIAN, “Awake-
ning the Moral Imagination. Teaching Virtues Through Fairy Tales”: The Intercollegiate Review
(Fall, 1996).
66
YARNAL, a. c., 92.
67
Cf. PIEPER, o. c., 44s.; 73.
92 J. M. ODERO

suficientemente libre como para dejar que la conciencia moral haga valer el
pondus de la verdad práctica, de modo que mis emociones se rijan según
esa verdad. Ante la belleza artística puede acontecer esa maravilla liberado-
ra: Ser capaz de decidirme a adoptar nuevas pautas morales de conducta,
sin verme interiormente forzado a acallar la voz de la conciencia, sin sentir la
necesidad de autojustificar a toda costa mi vida pasada.
Las reflexiones de Tolkien sobre la influencia que El Señor de los Anillos
iba despertando en algunos de sus lectores le llevaron a bosquejar una
pragmática narratológica muy cercana a la que contiene la teoría de la narra-
ción ideada por Paul Ricoeur 68. Tolkien sostenía que su relato, sin contener
en modo alguno elementos alegóricos, era ciertamente susceptible de una
“libre aplicabilidad” por parte de cada lector. El lector inteligente interpreta
aquello que lee. Ante algunas situaciones bellamente expuestas se siente
interpelado a calarlas, a comprobar activamente su consistencia, con el fin de
asegurar la verdad literaria de esas situaciones. La actividad refleja y crítica
del lector consiste en evocar sus propias experiencias y utilizarlas como pie-
dra de toque que autentifique la plenitud artística de una escena. De este
modo cabe que el lector de El Señor de los Anillos se plantee ante determi-
nados sucesos de aquel universo ficticio y secundario: Pero, ¿acaso no
acontece algo similar también en mi vida real? ¿No he tenido yo alguna vez
el vislumbre de que las cosas son así, y de que esta actitud o aquella deci-
sión son verdaderas y bellas? En definitiva se insinúa en el espíritu una
aventura: ¡Quizá vale la pena dar un nuevo rumbo a mi vida, romper el cas-
carón de la rutina, sacudirse gregarismos de rebaño y apuntar valientemente
hacia lo más bello y heroico!

LITERATURA, EVANGELIZACIÓN Y TEOLOGÍA

La comparación entre el mundo real de la experiencia y el mundo secun-


dario de la ficción es a menudo espontánea y no refleja; por eso los mejores
mitos pueden convencer inmediatamente, sin necesidad de reflexión, porque
despiertan una fuerte simpatía hacia una praxis más humana. El arte desata
el sentido del bien y la capacidad de verdad del propio lector.

68
Ricoeur no menciona la aplicabilidad del texto ni se detiene a considerar el papel de la
libertad en la Pragmática narrativa, pero ofrece interesantes observaciones sobre el modo de
realizarse lo que denomina la “aplicación” de texto; cf. P. RICOEUR, Temps et récit III: Le temps
raconté (Paris 1985) 255ss.
LA OBRA DE TOLKIEN 93

El mito es capaz de conmover al lector, despertando en él emociones tan


fuertes que lo hagan capaz de evitar una actitud habitual o de emprender un
modo nuevo de actuar. Aristóteles opinaba que los mitos literarios estaban
destinados sobre todo a excitar miedo y compasión. La literatura se muestra
así como un medio de conversión existencial, la cual se lleva a cabo median-
te una purificación de los sentimientos (kátharsis) 69. El mito puede actuar
como un intenso terremoto espiritual de los afectos humanos, capaz de de-
rrumbar la falsa consistencia del prejuicio y del error moral.
Tolkien opina que la transformación más importante que el relato puede
operar en el lector consiste en despertar en su corazón una emoción positiva
(en este punto difiere de Aristóteles y de su apelación al miedo). La narración
posee la capacidad de inducir alegría. Se trata además de una alegría muy
particular; Tolkien la describe así: “no es esencialmente escapista ni evasi-
va” 70.
La alegría del lector tendría lugar cuando la narración aborda un cambio
radical (metábasis) en la situación del protagonista; y el cambio más contun-
dente y enérgico que el relato puede crear consiste en un vuelco imprevisto y
gozoso de la acción. Analizando El Señor de los Anillos, se distingue muy
claramente la metábasis que marca el clímax de toda la acción mítica. Se
trata de un movimiento que pasa por dos momentos:
1) En primer lugar el protagonista afronta una discatástrofe; con este tér-
mino nos referimos a lo que se entiende usualmente por catástrofe: un even-
to desgraciado que provoca la experiencia presente del dolor y anticipa el
fracaso inminente 71.

69
Cf. ARISTÓTELES, Poética VI, 1449b 24-28.
70
TOLKIEN, “On Fairy Stories”, en: Los Monstruos y los Críticos..., o. c., 187. Si la “función
principal” del mito radica en provocar esta emoción gozosa, entonces el teólogo podría describir-
la como una experiencia incoativa de la fe en Dios: cf. J. M. ODERO, “Experiencia de la fe”: Estu-
dios Eclesiásticos 62 (1987) 207-214.
71
En el ámbito literario, el término griego katastrofh, (catástrofe) se refiere en realidad al
final o desenlace de una obra literaria, especialmente al de la tragedia; no parece casualidad
que los helenos designaran lo que debía ser meramente un tecnicismo artístico mediante una
raíz verbal que significa abatir, destruir. Las tragedias no podían tener una final feliz. Aun hoy la
palabra catástrofe designa en primer lugar la “última parte del poema dramático, con el desenla-
ce, especialmente cuando es doloroso”. Esta nota de dolor y desastre se conserva en la aplica-
ción del mismo término a otras composiciones literarias y, por último a los acontecimientos
desgraciados de la vida humana: “suceso infausto que altera gravemente el orden regular de las
cosas”.
94 J. M. ODERO

2) De modo súbito, pero verosímil, la discatástrofe se transforma en euca-


tástrofe: una irrupción violenta de la dicha, el advenimiento de la salvación 72.
Cuando sobreviene la eucatástrofe, el momento discatastrófico preceden-
te no sólo queda superado sino además desenmascarado, pues desde la
perspectiva que ofrece el final de la aventura se revela con claridad que la
angustia sufrida en los momentos difíciles fue causada en gran parte por la
pequeñez anímica del protagonista. Una eucatástrofe literaria dispuesta con
genialidad y arte es capaz de desatar en el lector una honda emoción, donde
la alegría quizás se mezcle con el llanto. Esta alegría –dirá Tolkien– es tan
intensa y aguda que trasciende el evento descrito en el relato mítico: “Es
evangelium (buena nueva), en cuanto permite una visión fugaz de la Alegría,
alegría que se sitúa mas alía de los muros de este mundo, aguda como un
dolor” 73. Según Tolkien en ese momento se produciría un cortocircuito entre
el mundo secundario y la realidad. Y entonces acontecería el portento: desde
el universo de ficción saltaría una chispa de realidad.
En medio de esa conmoción del espíritu que se produce en el lector ten-
dría lugar un agudo movimiento reflexivo, tan poderoso que incide honda-
mente en convicciones subliminales pero básicas, las cuales se prestan en-
tonces a ser asumidas implícitamente en la propia experiencia personal de la
vida real. La emoción inicial vivida en cuanto experiencia virtual y vicaria por
el lector, sería reduplicada y transfigurada por una relámpago de realidad
que brota de la propia vida del lector mismo. La irrupción de la realidad con-
sistiría en una percepción, “un lejano barrunto o un eco del evangelium del
mundo real” 74. El teólogo está en condiciones de reconocer en qué consiste
ese “evangelium del mundo real”, puede dar un nombre a esa noción: es la
Providencia de Dios, es Dios que hace concurrir todo lo que sucede hacia el
bien de los hombres (Rm 8,28).
Cuando un escritor cristiano afronta en su obra el estado del hombre real,
aflora en su narración lo que Tolkien denominaba “la gran eucatrástrofe”: el
nacimiento de Cristo, su muerte y su resurrección 75. La gloria y el gozo de

72
Aquí confluye la emoción (páthos) con las peripecias y agniciones. La novedad del con-
cepto es la causa de que Tolkien creara el neologismo eucatástrofe. Y el neologismo tolkieniano
nos ha forzado a crear otro neologismo para designar al desenlace nefasto: discatástrofe.
73
TOLKIEN, On Fairy Stories, o. c., 187.
74
Ibíd. 189. Tolkien precisa que esta función evocadora es una “extraña cualidad” de los
mejores relatos de fantasía, la más grandiosa y la que acredita mejor su clasicismo, su valor
literario universal.
75
Cf. ibíd. 189s.
LA OBRA DE TOLKIEN 95

esos acontecimientos han inspirado un nuevo modo de hacer literatura, fun-


dado en una emoción de intensidad y alcance antes insospechables. Esa
emoción es la Alegría (Joy) que cautivó a C. S. Lewis (por parafrasear el
título de su relato autobiográfico). El mito cristiano ha dejado atemáticamente
una impronta decisiva en la historia de la literatura.
El teólogo podrá constatar incluso que otros muchos mitos literarios escri-
tos en el seno de culturas muy diversas contienen el eco del gozoso Evange-
lio de Cristo o bien su presentimiento, expresado en forma de esperanza. Por
esta razón, también esos mitos de la literatura universal pueden suscitar en
el cristiano el gozo de la fe cristiana 76.
Si la lectura de El Señor de los Anillos provoca en algunos lectores una
alegría profunda, entonces posiblemente desarrollará también una función
propedéutica respecto al Evangelio. ¿Cómo esta obra de ficción puede facili-
tar la apertura de los corazones ante la revelación de Cristo? Por razón de su
aplicabilidad. La lectura del relato ficticio y fantástico puede tener el efecto de
hacer verosímiles algunas verdades prácticas (morales) predicadas por Cris-
to, puede mostrarlas como bienaventuranzas salvíficas. De este modo el
texto da pie a que el lector intuya cuasi experimentalmente la relación esen-
cial que media entre la praxis cristiana y la felicidad humana, la sintonía que
existe entre ambas. Un ejemplo luminoso mencionado en la correspondencia
de Tolkien es el episodio que versa sobre la destrucción del Anillo. Si la mi-
sión de Frodo finalmente se lleva a cabo es gracias a su actitud misericordio-
sa con Gollum. ¿No es probable que muchos lectores hayan podido acceder
entonces a una cierta verificación literaria de aquella enseñanza netamente
evangélica: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia” (Mt 5,7)? 77. Estas consideraciones entresacadas de la expe-
riencia conllevan un importante corolario cultural. La literatura fantástica, a
menudo ignorada o menospreciada por la crítica literaria oficialista, puede
llegar a ser en algunos casos algo más que un pasatiempo: contiene un po-

76
Se trata de un gozo que no excluye el dolor, porque aún es sólo alegría esperanzada,
propia de quien ve a lo lejos lo que aun no posee. “Cuando por la poesía o por la música... nos
encontramos bañados en lágrimas, no es por un exceso de placer..., sino por un pesar impacien-
te, enojado por nuestra incapacidad de asir ahora, por completo, aquí, sobre esta tierra, de una
vez y para siempre, esos goces divinos y arrebatadores de los que a través del poema o a tra-
vés de la música no alcanzamos sino fugaces e indefinidas vislumbres”: E. A. POE, “The Poetic
Principle”, en: ID., Complete Works (New York 1902).
77
Esa misma peripecia narrativa ilustra otro fenómeno recurrente de la Historia de la Salva-
ción: que Dios elige para realizar obras grandes “instrumentos desproporcionados: para que se
vea que la obra es suya”; J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino (Valencia 1939) n. 475.
96 J. M. ODERO

tencial pedagógico-moral inigualable y puede ser un medio de evangeliza-


ción.
San Agustín explicó ya en su De magistro –y el Profesor que era Tolkien
bien lo sabía–: que ni el mito (un texto) ni tampoco un buen maestro son
capaces de enseñar; propiamente no enseñan nada. Los recursos externos
no pueden ser sino meras ocasiones y ayudas para que el discípulo com-
prenda y aprenda, encontrando la verdad que antes no poseía. La grandeza
del mito consiste, pues, en situar al lector frente a las grandes verdades de la
vida, invitándolo a correr el riesgo hermoso de creer que también mi vida
humana real, con sus contrariedades y catástrofes, puede culminar en un
gran gozo 78. El mito puede ser, pues, un vehículo apto para proponer al cre-
yente o al no creyente la verosimilitud y belleza de la fe cristiana –es decir,
su carácter razonable–, mostrando que vale la pena creer, porque es creíble
que esta fe salva al hombre y le hace feliz. “Por supuesto –aclara Tolkien–
que no entiendo que los evangelios sean sólo una historia (fairy-story); pero
quiero decir con energía que cuentan una historia: la más grande. El hombre,
que es un narrador de historias, debía ser redimido de un modo congruo con
su naturaleza: por medio de una historia (story) conmovedora. Pero como el
autor [de los evangelios], es el supremo artista y el autor de la realidad, esa
historia fue creada también para ser, para ser verdadera en el plano primario
[en la realidad histórica]” 79.
Cristo nos ha salvado muriendo y resucitando realmente. Pero la salva-
ción se nos aplica a través de la fe, y san Pablo hacía notar que esa fe nos
llega ex auditu (Rm 10,17), a través del relato conmovedor que la Iglesia
conserva fielmente de esos hechos salvadores de Cristo, a través del evan-
gelio cristiano.
El evangelio es Palabra salvadora. En cuanto Palabra de Dios –que es su
autor principal– contiene en grado sumo la perfección apelativa y conmove-
dora de la mejor literatura narrativa. Esa palabra primero fue concebida como
misterio y designio, luego quedó realizada en la historia. Y desde entonces la
Iglesia nos la narra como historia, como evangelio, mediante un relato verídi-
co 80.

78
Platón intuyó “la idea de que exista como un mensaje con una capacidad curativa intrínse-
ca” (J. PIEPER, o. c., 68). Así relata el mito del soldado que resucita tras haber comprobado que
el alma vive mas allá de la muerte; Platón concluye que ese mito “podría también salvamos a
nosotros, si creemos en él” (República 621 c 1).
79
The Letters of J. R. R. Tolkien, o. c., n. 89, pp. 100s.
80
TOLKIEN, On Fairy Stories, 189s.
LA OBRA DE TOLKIEN 97

Tolkien, como artista, desea hacer constar que el fulgor de la gran literatu-
ra divina –el evangelio cristiano– destaca cuál es el lugar propio de la literatu-
ra humana: “Aventura y fantasía continúan y no pueden dejar de continuar,
porque el hombre redimido sigue siendo hombre” 81. La literatura fantástica
puede ser hoy una fuente de legítima y elevada satisfacción estética; en oca-
siones actuará incluso como un principio evangelizador. Esto último será
posible en la medida en que sus autores posean genio artístico (el saber
hacer literario) y en virtud de que –por cauces misteriosos– el hombre está
siendo santificado, de modo que el autor literario puede tener la gloria de
actuar como instrumento libre de Dios salvador.
Obviamente, la magia del narrador puede ser empleada también para
propagar errores éticos, suscitando artificiosamente en el espectador senti-
mientos de miedo ante conductas perfectamente honradas. Por esta causa
desconfiaba Platón de los poetas de su tiempo, que en sus mitos mostraban
a los dioses ejerciendo actos vituperables 82. Hay que hacer notar, sin embar-
go, que este poder antimoralizante y deshumanizador del arte nunca podrá
superar los límites de la mera persuasión. Este arte nunca es capaz por sí
sólo de crear o forzar propósitos inmorales en los sujetos. La emotividad
suscitada por la narración puede conmover los principios morales –rectos o
erróneos–, pero en medio de esa conmoción la persona permanece libre
para decidir si la nueva propuesta ética que ahora se ofrece es aplicable a su
vida o bien sólo consiste en oropel falso e indeseable 83.
Tolkien nunca se cansó de resaltar que el valor de una obra literaria de-
pende siempre y en todos sus aspectos (incluida su función pragmática) de
su calidad artística. El Señor de los Anillos es ante todo una bella leyenda
ucrónica. El hiato que su Autor estableció entre ese mundo de pura ficción y
la imagen del mundo actual es esencial para su eficaz función pragmática o

81
Ibíd. 190.
82
Tolkien, por su parte, se refiere quizás a este poder dañino cuando en sus obras describe
la magia violenta y seductora de Sauron (goetheia), distinguiéndola de la magia artística de los
elfos . Cf. J. M. ODERO, J. R. R. Tolkien: Cuentos de hadas: La poética tolkieniana como clave
para una hermenéutica sapiencial (Pamplona 1987) 71-75.
83
Las reflexiones expuestas hasta ahora pretenden llevar a cabo adecuadamente la
interpretación de El Señor de los Anillos. Pero en ellas encontramos unos principios
hermenéuticos sumamente sugestivos para interpretar otras obras de ficción que son también
relatos fantásticos: cf. J. M. ODERO, “Apologías y literatura”, en: C. IZQUIERDO (ed.), Teología
fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio (Bilbao 1999) 497-565; J. M. ODERO,
“Ross Macdonald. Buscar la verdad a través de la sordidez”: Nuestro Tiempo 523/524 (1988) 82-
88.
98 J. M. ODERO

aplicativa. Así paradójicamente un texto marcadamente fantástico ha ejercido


de hecho una incisiva función transformadora (catárquica) en el ánimo de
varias generaciones de lectores, ampliando los horizontes axiológicos de su
existencia e interpelándolos hacia una nueva praxis. Sin duda esa interpela-
ción ha encaminado el ansia de Dios que anima íntimamente los corazones
humanos. Todo ello manifiesta el interés teológico de El Señor de los Anillos
y de otras muchas obras de ficción.

Resumen.- La literatura puede ser considerada como un lugar teológico. Una hermenéutica
teológica de la obra literaria persigue objetivos extra-literarios, pero no sería científica sin anali-
zar y asumir críticamente los principios de la hermenéutica literaria. Se estudian algunos de
estos principios: la consideración del género literario; la primacía hermenéutica del texto y el
valor atribuible a las consideraciones críticas del autor literario. A continuación se aborda una
hermenéutica teológica de la principal obra de Tolkien: El Señor de los Anillos. La determinación
de su género literario es posiblemente una tarea utópica. Su carácter ucrónico, extremadamente
fantástico, plantea el problema de la relación entre ficción y verdad; la ficción o mito literario
tiene que ver con al verdad de la praxis humana, con su dimensión ética. La parte de la Narrato-
logía más decisiva teológicamente es la Pragmática. La obra de Tolkien sólo indirectamente
puede ser para el lector una guía hacia la verdad práctica, e incluso hacia la fe cristiana: a través
del proceso de “libre aplicabilidad” que posibilita el relato. Los teólogos que deseen aprovechar
el potencial teológico de la literatura deben dominar las ciencias literarias, pues la hermenéutica
de obras como la analizada muestra la ingenuidad de un uso más inmediato de temas y citas
literarias.

Summary.- Theology can make use of Literature as a helpful source of ideas. The theological
hermeneutic of Literature look for extra literary goals, but its scientific character should be extre-
mely respectful of literary methods. Therefore the theologian must analyse and critically assume
the principles of literary Hermeneutics, introducing himself in Theory of Literature. Some of these
principles are reviewed here: the work out of literary genre; the hermeneutical primacy of the text
itself, and the question for the hermeneutical value of the author's remarks. Next, a theological
hermeneutic of Tolkien's “The Lord of the Rings” (his main work) is advanced. The task to deter-
minate its literary genre is possibly an utopia. Its unhistorical set up is extremely fantastic, and
pose the problem of what would be the relation between fiction and truth. Fiction or literary myth
deals with the true human praxis, with the ethical dimension of our actions. Tolkien's work is not
intended to be a sort of normative guide in ethics (far for it even in religious matters) for the read-
er. Only in an oblique way the book can convey some practical truth to the reader. The “free
applicability” of Tolkien's text makes possible that the reader could apply to his life some ethical,
even religious truths (when verified by the reader's experiences). Theologians who wish to assu-
me Literature as a theological source, should master also literary sciences, learning its specific
methods. Otherwise they will be shameful on methodological naiveté.

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