Dosis de Pubertad

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Álvaro J.

Medina G

DOSIS
DE PUBERTAD
DOSIS
DE PUBERTAD

E l pueblo se sumerge en la última


noche de sus ferias. La luz de los faroles
ilumina tenuemente las calles polvorientas
que desembocan en la Plaza Castellanos. La
colman habitantes en espera del baile de
clausura. La otra plaza, la del mercado, está
prácticamente a oscuras y solitaria; son
pocos los faroles que la alumbran. Mi padre
estaciona la camioneta en sus alrededores.
Él es un hombre en el esplendor de su
madurez. Yo soy aún un muchacho que ha
concluido los estudios de secundaria.
Venimos, como en ocasiones anteriores, de
la Capital de la República y nos dirigimos a

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Tierra Abastecida a vacacionar, lugar de mi
tierna infancia. Lentamente nos apeamos
del vehículo. Cercioramos que quede
seguro. Cruzamos la plaza y nos
adentramos por un callejón estrecho en
penumbra. Salimos de él, viramos a la
derecha y nos enrumbamos por La Ronda
El Torbellino. La luna asciende en un
firmamento azul profundo, salpicado de
estrellas titilantes. El viento arrulla la copa
de los árboles. Pinceladas de nubes grises
cubren por momentos aquel sol de la noche.
Llegamos a la Plaza Castellanos. La
engalanan luminarias para la ocasión. La
circundamos. Entramos finalmente en una
taberna. En los espejos del bar se
multiplican escenas pintadas con vivos
colores en las paredes del local. Son una
secuencia de momentos estelares de las

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ferias del pueblo: casetas de guadua donde
se baila; la banda de músicos en una retreta;
juegos de azar y meriendas bajo toldos de
lona; una versión completa de la corrida de
toros que incluye una entrada del animal y
—en una imagen burlesca inusual— al
matador en su féretro descendiendo a la
fosa mientras el cura lo despide con una
bendición y la cuadrilla agita pañuelos
blancos; reinas que saludan con besos al
aire a sus admiradores, y caballos de paso
en exhibición. Repasamos con la mirada el
interior del local queriendo familiarizarnos
con él. Nos sentamos.
—Buenas noches. Aguardiente y
tabacos —solicita mi padre mientras cortés
alaba la gracia de la joven que nos atiende.
Yo detallo el gesto y sonrío con timidez.

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Llega el licor. Una canción suena en la
rocola. Mi padre levanta la copa. Yo lo
sigo. Las encontramos suavemente en el
aire para brindar: «¡Salud!».
Intercambiamos una sonrisa cómplice.
Estoy sorprendido, ¿mi papá convidándome
a unas copas si siempre se ha mantenido a
raya con el licor? Sin comentarios al
respecto bebemos un primer trago. Así doy
inicio a una desagradable experiencia.
Mitigamos el impacto del primer
aguardiente saboreando un casco de
naranja. En otro acto de liberalidad mi
padre me brinda un cigarro. Dando una
vuelta a la copa sobre su eje, insto a mi
padre:
—Bueno, papá, continúa con la historia
de cómo heredó el abuelo la tierra. Entre
bocanadas de humo él evoca:

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—Bien, escucha. Me acuerdo que ese
día llevaba vestido un pantalón corto sujeto
con calzonarias, una camisa blanca y
alpargatas. Entré en el rancho. No estaban
mis hermanos ni mi padre. Fui al cuarto de
él. Trepe hasta el último cajón del armario
que ya nadie abría. Escarbe y encontré la
peinilla de carey y el escapulario enredado
en ella, que eran de tu abuela. Me baje del
mueble. Salí contento y silbando. Encendí
la lámpara de petróleo. Ya entraba la noche.
Estando en ello, llegaron mi hermana y mi
hermano. Cada uno tría un canasto con
frutas y venían riendo. Pasaron a la cocina.
Fui hacia ellos. Me saludaron entre bromas.
Ella me dio una mandarina. El me lanzó
una chirimoya queriendo desafiar mis
reflejos. La agarré en el aire con una mano.
Ni para dar las gracias abrí la boca. Mi

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hermano salió de la cocina, luego del
rancho. Lo seguí. Nos sentamos en un
banco hecho por nuestro padre. A esas
horas ya extrañaba su presencia. Mi
hermana llegó hasta nosotros y se sentó en
medio de los dos. Ella es la mayor. Le
pedimos que nos relatara algún cuento. Nos
pregunto cuál queríamos escuchar. Mi
hermano pidió «La Flor de Lirolay». Pensé
en Pulgarcito, mas con mi silencio estuve
de acuerdo. Ella nos tomó de la mano e
inició el relato. Mi hermano recostó la
cabeza en el brazo de ella; así mismo lo
hice yo, pero claro, bien debajo de su
hombro. Con mis ojos de pichón vi en la
inmensidad del cielo, casi inmóviles,
grandes nubarrones y en el fondo azul
oscuro, vi pasar una estrella fugaz —tu
abuela decía que eran almas que iban al

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cielo, y cuando las veía besaba el
escapulario—. De haber estado yo en la
fachada opuesta del rancho, habría
observado a la luna alzarse sobre los
cultivos de maíz, más allá de los cuales
estaban los cafetales. Ahora se que a esos
atardeceres se les dice bellos. Entonces me
sumí en un apacible vacío de tiempo; el
corazón me palpitó al ritmo de mi tenue
respiración. Las palabras de mi hermana
fueron haciéndose realidad en mi fantasía.
Ella sabía narrar aquellos cuentos con un
encantamiento arrullador. Por instantes creí
que su voz era el aroma de los árboles de
pomarrosa, traído hasta mí por la brisa
cálida. A cada situación le daba un acento
especial y a cada personaje lo dotaba de
viva voz. Estando a punto de terminar el
relato, vi a lo lejos cabalgar un jinete que

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me saco de mi embeleso y me devolvió a la
realidad. Cuando ella dijo «Colorín
colorado, este cuento se ha acabado», la
cabalgadura se detuvo frente al rancho. Era
nuestro padre. Sentí alivio al verlo. Fuimos
corriendo a su encuentro. Antes de
desmontarse nos miró sonriente a los tres.
Luego ató la rienda, se inclinó y nos abrazó.
Entramos en el rancho. Mi hermana se
dispuso a avivar el fuego de la hornilla de
carbón para calentar la comida. Mi padre
anunció: «Después de comer les doy una
noticia». Mi hermana sirvió con diligencia
la mesa. Comimos en silencio pero con
amenidad. Al terminar, nuestro padre
encendió su acostumbrado tabaco. Solía
deleitarse con unas cuantas bocanadas.
Esperamos que comenzara a hablar.
Estábamos intrigados. Apagó el cigarro y

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dijo con voz triste, «Ocurrió algo que con
pesar se esperaba. El patrón murió esta
mañana mientras me encontraba en el
pueblo. Hice los arreglos del entierro por
encargo de doña Nativa. Ella lo llora sin
consuelo. Se resigna, dice, porque pronto se
volverán a encontrar. Ahora lo están
velando. Mañana será sepultado...». Hizo
mi padre una pausa para respirar profundo,
apretó la base del cráneo contra el pliegue
de la espalda, cerró los ojos y frunció la
frente. Estaba agotado. Agregó: «Don
Primigenio nos lego el rancho y parte de la
tierra». Lo dijo secamente y nos miró con
cariño... Esto que parecía ser una buena
nueva, me hizo exclamar en mi interior
«¡Córcholis! ¿El rancho y la tierra
nuestros?» Hasta entonces en la intimidad
de mi ser me sentía pertenecer a ellos; mas

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había otra ley que yo ignoraba. Y remató mi
padre con firmeza, «Esta noche, antes de
que se acuesten, recen con fervor una
oración en nombre de vuestra madre, y
luego otra en señal de agradecimiento por el
alma de don Primigenio. Sumercé —se
dirigió a mi hermana— encárgate de ello.
Debo regresar al pueblo».
Yo escucho absorto el relato. Mi padre
hace una pausa; surte las copas de
aguardiente. Me pregunta accesible:
—¿Continúo?
—Sí —afirmo con interés mientras llevo
decidido la copa a mis inexpertos labios.
Afuera, cascadas de destellos coloridos
se precipitan desde lo alto del cielo. En la
tarima instalada en la Plaza Castellanos los
expertos polvoreros disparan los primeros
voladores que anuncian la apertura del

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baile. Se agita el jolgorio, que se prolongará
hasta el amanecer, al ritmo de la orquesta
invitada.
***
Nace el día. Canta el Gallo del Alba. Ha
varias horas que la perinola tierra comenzó
un nuevo giro sobre su eje en torno al
ardiente astro.
Despierto perezosamente. Siento como
si la cálida mano de mi madre acariciara
mis cabellos como otras ocasiones. Ese
contacto afectuoso, que gozo por un
momento en mi interior, deviene en
sorpresa. Son los primeros rayos del sol que
juguetean en mi rostro Demoro unos
instantes en ubicarme en el cuarto y en la
cama en que he amanecido. Sacudo la
cabeza como queriendo volver en mi y
rescatar la memoria. Siento resonar en ella

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el eco de música, voces ininteligibles y de
las explosiones de los juegos pirotécnicos
de la noche anterior. Imágenes del baile y
destellos de colores abigarrados cruzan las
penumbras de mi mente. Por momentos
creo estar aún en el bar, entre el olor del
aguardiente, el humo de los cigarros, o
danzando en la plaza, o en un retrete
agobiado por las nauseas. Veo una copa
rodar sobre una mesa y precipitarse en el
vacío. Antes de que se estrelle contra el
piso, termino de despertar sobresaltado.
Levanto aturdido la cabeza. Permanezco en
silencio como si descansara de una jornada
extenuante. Miro el entorno y descubro la
presencia de mi padre. Ya se ha levantado,
bañado y vestido. Toma una taza de café.
Socarronamente me pregunta:
—¿Reiniciamos el camino?

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Yo, un poco más ubicado en este
mundo, sólo atino a responder con un gesto
afirmativo de cabeza. Tengo los labios
resecos, me molesta la aspereza y
pastosidad de la lengua y el vaho a
aguardiente, a tabaco y a nauseas que
expele mi boca. Tengo los ojos sensibles. El
sol que penetra en la alcoba encandila mi
vista. Me agobia un malestar que me
contrae el estómago. Me resulta deprimente
e insoportable el deterioro de mi mente y
cuerpo. Experimento por momentos el
vértigo de precipitarme oscilante en el vacío
de una caída libre sin control. Me
avergüenza la precariedad de mi estado. Es
horroroso. Me ofende que mi lucidez
hubiese claudicado ante el poder del
alcohol. Pienso, como queriendo darme
alivio: «Hacia mediodía estaré mejor».

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Miro de reojo a mi padre. Este intuye mi
malestar.
El chorro del agua de la ducha en algo
me recupera. Dejamos el hospedaje. La
población está sumida en el silencio del
reposo que sigue a una noche de jarana. Un
viejo perro echado perezosamente levanta
un parpado y me mira con un atisbo de
sorna despreocupada. Entramos en la
camioneta. Mi padre decide darse un
instante de vanidad. Se mira en el espejo
retrovisor. Saca su fina peinilla de carey y
ordena su cabellera. Toma con su mano
derecha el escapulario que pende de su
cuello. Lo besa, como dice que lo hacía mí
abuela. Aspira profundamente el aire
fresco de la mañana. Se acomoda en la silla.
Pone en marcha el automotor. Abandona
despacio la población. Me aclara en suave

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tomo, como queriendo no herir mis
sensibles tímpanos: «No deseaba pasar la
noche fuera de casa. Sin embargo resultó
agradable. ¿Satisficiste tu deseo de unos
tragos?». Guardo silencio.
El camino polvoriento va quedando
atrás. La población desaparece por
momentos entre la frondosidad del paisaje.
La torre de la iglesia se obstina por
sobresalir entre los requiebres de los verdes
cerros. Su veleta permanece impasible
acariciada por el sol. Las campanas también
reposan. Busco el lucero matutino entre la
inmensidad del cielo azul. No lo hallo.
Entre los recuerdos borrosos de mi mente
maltrecha, escucho entre ecos la voz de mi
padre que indaga, como si no lo supiera:
—¿Qué año terminaste?

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—Undécimo, papá —respondo
queriendo mostrarme orgulloso, no obstante
soñoliento.
Mi padre sonríe contento. Me pregunta
con acento casi afirmativo y con sutil dejo
burlón «¿Undécimo? Estás avanzado ¿Y
qué año inicias?» Exprofeso en el acto
acelera el motor.
—Papá, sabes que ingresaré este año a la
universidad —apunto lacónico. Mis
palabras parecen tragárselas el ruido del
motor.
La camioneta desemboca en la carretera
principal Vía Colombia. Mi padre lee la
señal de conmensuraciones: «Tierra
Abastecida 250 K». Se ajusta el cinturón de
seguridad y musita cadencioso: «Deseo con
gusto un jugo de naranja, un caldo de
costilla, chocolate y huevos pericos para

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desayunar». Fija su atención en la vía y
cambia de velocidad. Yo dejo que mi
estado gástrico y el porvenir decidan
respecto a mi apetito mientras llegamos a
casa.
Derrotado por la somnolencia, desgonzo
la cabeza. Una ligera onda nerviosa sacude
ligeramente mi cuerpo. Es cuchó en las
oquedades de mi cerebro el repicar
electrónico de un teléfono y la voz de mi
padre que se desvanece en las
profundidades de la penumbra de mi mente:
«Si amor, ya estamos en camino…». Trato
de levantar el rostro, entreabro los ojos y la
mirada se me pierde en la perspectiva de la
cinta asfáltica, que se proyecta entre
oscilaciones hacia su punto de fuga, y me
adentro en la profundidad de la
inconsciencia del sueño.

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Epílogo
Aprendí a ser prudente con los tragos.
Mi padre, por su parte, dejo el cigarro.
Él, mi madre, mi esposa y yo,
estimulamos nuestras cálidas
conversaciones hogareñas degustando
pomposos vinos.
Sigo creyendo que las estrellas fugaces
son almas que se despiden de la tierra.
¡Córcholis! También aprendí que la
propiedad privada sobre un habitad es una
extensión connatural a la intimidad de
nuestro furo interno.
Agradezco la generosidad de don
Primigenio y doña Nativa

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FIN

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