ANTONIO COLINAS ... Selcción de Algunos Poemas Wps

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ANTONIO COLINAS ...

Selección de poemas

La Prueba

Mira: a punto estás de penetrar en el bosque.

Vas a dejar la casa blanca de la cima,

tan plácida, tan llena de música y sosiego,

y ahí te espera el bosque impenetrable.

Irremediablemente deberás cruzarlo:

el bosque que desciende por ladera escabrosa,

el bosque en que no hay nadie

y el bosque en el que puede haber de todo,

el bosque de humedades venenosas,

morada de lo negro,

y de una luz que enturbia la mirada.

Entra en él con cuidado y sal sin prisas,

mas nunca se te ocurra abandonar la senda

que desciende y desciende y desciende.


Mira mucho hacia arriba y no te olvides

de que este tiempo nuestro va pasando

como la hoz por el trigo.

Allá arriba, en las ramas,

no hay luces que te ciegan, si es de día.

Y si fuese de noche,

la negrura más honda la siembran faros ciertos.

Todo lo que está arriba guía siempre.

Mira: te espera el bosque impenetrable.

Recuerda que la senda que lo cruza

–la senda como río que te lleva–,

debe ser dulce cauce y no boa untuosa

que repta y extravía en la maraña.

Que te guíe la música que dejas

–la música que es número y medida–

y que más alta música te saque

al fin, tras dura prueba, a mar de luz.

(De Los silencios de fuego)


Fe de vida

Esperar junto a este mar en el que nacieron las ideas

sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas.)

Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,

el aroma del azahar, la noche de las orquídeas

en las calas olvidadas.

Sólo permanecer viendo el ave que pasa

y no regresa; quedar

esperando a que el cielo amarillo

arda y se limpie con los relámpagos

que llegarán saltando de una isla a otra isla.

O contemplar la nube blanca

que, no siendo nada, parece ser feliz.

Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,

sobre las olas que pasan,

como remo perdido.

O seguir, como los delfines,


la dirección de un tiempo sentenciado.

Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,

que se adormecen entre narcisos y faros.

Dejadme, no con la luz del conocimiento

(que nació y se alzó de este mar),

sino simplemente con la luz de este mar.

O con su muchas luces:

las de oro encendido y las de frío verdor.

O con la luz de todos los azules.

Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,

que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,

a los días tensos, a las ideas como cuchillos.

Ser como olivo o estanque.

Que alguien me tenga en su mano

como a puñado de sal.

O de luz.

Cerrar los ojos en el silencio del aroma


para que el corazón –¡al fin!– pueda ver.

Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.

Dejadme compartiendo el silencio

y la soledad de los porches,

la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme

con el plenilunio de los ruiseñores de junio,

que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.

Dejadme con la libertad que se pierde

en los labios de una mujer.

(De Libro de la mansedumbre)

Zamira ama los lobos

Zamira ama los lobos.

Yo quisiera ir con ella a buscarlos

a las tierras más altas,

donde los robledales rojos de Sotillo


han perdido sus hojas en las fuentes,

allá donde los caballos

beben el agua helada de las cascadas

y se espera la nieve

como una bendición.

Tú y yo estamos en este hospital

esperando a la muerte.

No la muerte tuya ni la muerte mía,

sino la de aquellos que nos dieron la vida.

Y éstos, ¿a quiénes pasarán,

cuando mueran, sus muertes?

Tú y yo esperando el final,

el vacío del límite,

mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros

como un cuchillo inocente.

Y es que, esperando la muerte de los otros,

esperamos un poco la muerte nuestra.

Quizá, por ello, Zamira ama los lobos.


Quizá, por ello, yo deseo también

salir a buscarlos con ella este mes de diciembre

a los páramos altos, a los prados remotos.

Y podríamos ver los espinos,

y las brasas de sangre del sol

en mimbrales morados.

Puesta ya en nuestros ojos

la venda de la nieve,

que no pensemos más, que ya no nos deslumbre

el acre resplandor de los quirófanos.

Zamira ama los lobos,

quiere escapar del laberinto de piedra y cristal

del dolor.

Zamira: partamos y no regresemos.

(De Tiempo y abismo)


Letanía del ciego que ve

Que este celeste pan del firmamento

me alimente hasta el último suspiro.

Que estos campos tan fieros y tan puros

me sean buenos, cada día más buenos.

Que si en tiempo de estío se me encienden las manos

con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno

los sienta como escarcha en mi tejado.

Que cuando me parezca que he caído,

porque me han derribado,

sólo esté arrodillándome en mi centro.

Que si alguien me golpea muy fuerte

sólo sienta la brisa del pinar, el murmullo

de la fuente serena.

Que si la vida es un acabar,

cual veleta, chirriando en lo más alto,

allá arriba me calme para siempre,

se disuelva mi hierro en el azul.


Que si alguien, de repente, vino para arrancarme

cuanto sembré y planté llorando por las nubes,

me torne en nube yo, me torne en planta,

que sean aún semilla mis dos ojos

en los ojos sin lágrimas del perro.

Que si hay enfermedad sirva para curarme,

sea sólo el inicio de mi renacimiento.

Que si beso y parece que el labio sabe a muerte,

amor venza a la muerte en ese beso.

Que si rindo mi mente y detengo mis pasos,

que si cierro la boca para decirte todo,

y dejo de rozar tu carne ya sembrada,

que si cierro los ojos y venzo sin luchar

(victoria en la que nada soy ni obtengo),

te tenga a ti, silencio de la cumbre,

o a ese sol abatido que es la nieve,

donde la nada es todo.

Que respirar en paz la música no oída


sea mi último deseo, pues sabed

que, para quien respira

en paz, ya todo el mundo

está dentro de él y en él respira.

Que si insiste la muerte,

que si avanza la edad y todo y todos

a mi alrededor parecen ir marchándose deprisa,

me venza el mundo al fin en esa luz

que restalla.

Y su fuego

me vaya deshaciendo como llama

de vela: con dulzura, despacio, muy despacio,

como giran arriba extasiados los planetas.

(De Tiempo y abismo)


PARA OLVIDAR EL ODIO

(11 de marzo de 2004)

Acaso lo más duro y lo más cruel

no sea el abrir violentamente

lo negro en lo blanco:

en la armonía el caos,

en ojos inocentes un cuchillo de ira,

en los labios más tiernos de juventud

la muerte.

Acaso lo más duro sea el odio:

ese odio que establece diferencias,

ese odio que se mama en pecho de odio,

ese odio que se enseña y que se aprende,

que enarbola banderas como pústulas

y que niega brutalmente el amor.

¿Hasta cuándo en el mundo la dualidad más cruel,

la ausencia de armonía?
Nuestra patria es el mundo

y, en él, nuestros pulmones

inspiran armonía y espiran honda paz,

inspiran honda paz y espiran armonía.

Por eso, hoy sabemos ya muy bien

que, como primavera temprana,

como ojo inocente, como labio muy tierno,

nunca cesa esperanza de germinar: lo hace

con mayor rapidez que las mareas de sangre.

Este jueves de marzo no llovía

lluvia de odio:

llovían manos mansas,

que a todo y hacia todos se tendían,

suavemente,

como marea de música,

sólo para sanar, para sanarnos.

Por nada cambiaremos esa lluvia de manos bondadosas.

Son las manos de un fuego que es amor,


un fuego que no quema.

Son esas manos que siempre se entregan

y que nunca reniegan de palabras, ideas, sentimientos.

Marea del amor, más poderosa

que el odio que se mama y que se escupe,

que la sangre violada.

Muchacha muerta que en la fotografía

levantas dulcemente tu rostro hacia el cielo,

muchacho muerto que pones tu oído en la tierra

como para escuchar sólo música:

estáis, en realidad, durmiendo, durmiendo, durmiendo.

No turbéis más su sueño.

No turbéis más sus sueños.

(De Desiertos de la luz, 2008)

¿Conocéis el lugar?
¿Conocéis el lugar donde van a morir

las arias de Händel?

Creo que es aquí, en este espacio

donde se inventa la infinitud de los amarillos;

un espacio en el centro del centro de Castilla

en el que nuestros cuerpos podrían sanar para siempre

si tus ojos y mis ojos

mirasen estos páramos

con piedad absoluta

y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse

para hacernos su ofrenda

en rosales de sangre.

En este espacio hay un fuego blanco

en el que viene a expirar esa música

que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!

¿Conocéis el lugar donde van a morir

las arias de Händel?

Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,


donde los ruiseñores serenan la alameda

y la alameda serena a los ruiseñores,

y con la emanación

húmeda del tomillo más nocturno,

acude un enjambre de estrellas

a venerar la última espina de Cristo.

Es el lugar donde la luz

llora luz,

y la catedral de los cardos

alza su grito de silencio,

y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,

y el pueblo amurallado y muerto

asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,

no sé si como un salmo

o como una corona de piedras inciertas.

¿Conocéis el lugar donde van a morir

las arias de Händel?

Está aquí, en el centro del centro de Castilla,

donde por los linderos morados


se tensa, como un arco, la luz;

es un espacio en que la nada es todo

y el todo es la nada,

y en el que junio joven viene por los montes

vertiendo de su copa oro líquido.

Es un lugar en el que el espacio y el tiempo

sólo son una hoguera

que arde y que mantiene su combustión

gracias a nuestras vidas (quiero decir:

gracias a nuestras muertes).

La música que más amáis

aquí tiene su tumba.

Es la música que, a través de la respiración de las espigas,

viene a morir en la luz que respiran nuestros pechos.

(De Desiertos de la luz)

Quédate aquí, no partas en la noche.


Quédate aquí, no partas en la noche.

La ciudad de David ya está a oscuras

y en el valle maldito de la Gehenna,

se despiertan abismos, espíritus de muertos.

Sé una de las jóvenes que tornan,

ascendiendo en fila por la escala de piedra,

con aceite en su lámpara,

con su lámpara ardiendo brotando de lo oscuro.

Allá abajo la noche

ya rueda por los montes morados,

pero en esta ciudad tiene que haber

una morada en paz y que dé paz.

Verás que en esa casa hasta lo que es más duro

(las piedras), llegará a dormirse dulcemente

encima de tus ojos.

Quédate aquí, no partas en la noche,

pues hay en la ciudad sagrada una morada


en la que, siendo noche, luce el día

a la hora en que tiemblan en círculo sereno

las llamas de las lámparas,

los ángeles de fuego.

Habrá llegado al fin ese momento

de que sea el silencio y no la sangre

lo que discurra por las venas ciegas,

lo que aún hará más dulce

el canto o el concierto de los cuerpos.

Quédate aquí, no partas en la noche

porque detrás de estos sombríos muros

tiene que haber una morada tierna

donde, callando en la quietud suave,

se nos entregue todo

en el momento de cerrar los párpados,

en el instante de apagar las lámparas.

Dentro de esa morada puede haber

una estancia que quedará en penumbra

y que, aun siendo de piedra, se pondrá a girar


como música en torno de los cuerpos

ebrios de plenitud.

Quédate aquí, no partas en la noche,

no te pierdas deprisa por senderos rocosos,

pues si sigues bajando llegarás

al campo de la sangre del ahorcado.

Todo lo que buscaste inútilmente

a lo largo del día por este laberinto

de signos y de símbolos de la ciudad antigua,

lo encontrarás seguro si te quedas

a oír en el silencio una música

que no se oye, la marea silente

que se lleva a los cuerpos,

que los va extraviando en su ebriedad,

y luego los retorna a su centro.

Escúchame: espera que te diga las palabras

que mereces, sin que abra la boca,

sin que mueva los labios.


Será esa morada que te espera

la que desvelará el último misterio

que de tan lejos viniste a buscar.

Deja que vuelvan a su mudo origen

los sentidos, los gestos que no salvan de la herida

de vivir en los límites, de un vivir sin vivir.

Que retorne a sí mismo el corazón

para acallarse y para acallarnos.

No bajes hacia el valle de los muertos

que dicen estar vivos: allí está –en el lugar

de los estercoleros– la traición,

el territorio del poder malsano

de las tinieblas.

Quédate aquí, no partas en la noche:

se encenderán las lámparas, lucernas

del olvido, y se irán deshaciendo las penumbras

del vano pensamiento.

No busques en la noche lo que tienes


en tu interior, posado en la palma

tendida y abierta de tu mano,

con la que ya me estás diciendo adiós.

Quédate aquí, no partas en la noche: oirás

cómo dentro de ti y de la piedra

brama la luz.

(De Desiertos de la luz)

Morada de la luz

El hosco cielo va rodando arriba

y amenaza sobre los montes negros.

Al fin será esta casa mi morada

y hasta lo que es más duro en ella (el muro

de piedra tan rotundo),

dormirá sosegado en mi pupila.

En esta casa el tiempo es la ternura


y siempre callo hasta que sea el silencio

lo que discurra dentro de mis venas.

En mi morada no hay días ni noches.

Mi morada es mi día y es mi noche.

Cada mínima estancia es azotea.

Floto en su soledad, bebo en su sombra;

si asciendo a los desvanes de la luz

desciendo hasta un saber que ya no sabe.

La casa, en quietud, está girando

–planetario de amor–

en torno del remanso de los cuerpos.

En ella voy, sin ir, a cada sitio

y a sus goces regreso sin marcharme.

Todo cuanto busqué, aquí lo encuentro.

Esta morada es mundo sin el mundo.

En ella suena música que arrastra hacia el sin fin,

marea en la que voy

y vengo (¡mas tan quieto!)


recibiendo respuestas sin palabras

a preguntas que no mueven mis labios.

Y siento que tú estás aquí, aunque no estés,

y que yo estoy en ti, aunque no estoy.

Centro donde te veo al fin ¡tan cierta!;

centro donde, por fin, no estando tú,

en plenitud estás para salvarme.

Al fin el corazón ya ha retornado

a escucharse a sí mismo.

¡Qué dulzura este ir cerrándose a todo

para poder abrirse y comprenderlo todo:

nada hermosa que llega acariciando

mi piel para acallarme,

para acallarme aún más, y serenarme!

Morada del amor, con sus anillos

de silencio que silban, mas no ahogan,

porque la sangre de los nuestros ya

no está para dolernos.

(La sangre de los nuestros ahora es sólo


la luz de cobre que está ardiendo lenta

en torno de la copa del ciprés).

¡Morada en la marea de la vida,

marea en la morada de la luz!

(De Desiertos de la luz)

Epitafio para nuestra amiga Hsiu-Hsian Wu

Desde tu isla grande de Taipei

llegabas hasta este noroeste

de todos los olvidos

en busca de más luz,

sin saber que es aquí

donde muere la luz.

Ahora, de repente, es muy negra la luz

y tu cabeza, como la de Orfeo,

viene rodando, entre las piedras de oro


de esta ciudad que amaste,

como un turbulento fuego negro.

Regresarás un día siendo luz

que ni duele ni muere.

Esa luz que nosotros no vemos,

esa luz que tú ves

y que ya eres.

(Inédito)

Cuatro retratos de mujer

Casi cuarenta años llevaba sin saber

dónde empezaba y dónde terminaba

el sueño de humo azul

de este valle de Atzaró,

el que me perturbara entonces para siempre


una tarde cobriza de invierno.

Tuviste que llegar tú, Mary Wu,

una noche de agosto

con tu piano, con tus manos, con

aquella melodía,

(“La canción de la luz cristalina”, de Joyce Tang),

para que desvelases el secreto

que estaba muy oculto

en el verde más verde

de los árboles opulentos,

en el abismo de las dos fuentes,

en la calma del estanque rebosante

de luna amarilla,

en el silencio de los rebaños como muertos,

en el secreto negro del pozo blanco,

en el secreto blanco del alma verde

de la isla.
II

Reconozco muy bien esa tristeza

de que hablas en tu carta.

Sientes que, de repente, te has quedado

sin las raíces de tus sueños hondos,

aquellos que viniste a comprobar

que eran ciertos,

que realidad se hicieron

en la ciudad de las piedras de oro.

Ahora has regresado

a tu isla de Kalymnos,

a tus costas de Jonia,

y te has dado cuenta

de que tú misma eres ya una isla.

Mas tienes que pensar que esas raíces

que aquí echaste, que crees ya perdidas,

aún están arraigadas profundamente en ti.

Te tocará ahora rescatarlas


a través de esos símbolos tan bellos

que tú muy bien conoces:

la mar, la nave, el ciprés, las ruinas,

y Homero, tu Homero;

o de esas ermitas tan azules, tan blancas,

donde lo griego y lo cristiano un día

se fundieron

para alcanzar el conocer más alto.

Quizá porque debías propagar

el saber y el sentir de tus antepasados

(razón y amor)

te has visto obligada a retornar

a tu tierra.

No debes estar triste

porque en este continente nuestro

le estén cortando cada día más

las manos y las alas

al espíritu,

a quienes, como tú, nos han traído


hasta aquí una ofrenda.

Tu ahora estás en esa Grecia extrema

donde, adormecidas, aún descansan

las semillas fecundas

de lo que fuimos, somos y seremos.

De ellas germinarán nuevas raíces.

No debes estar triste.

Tú ahora estás donde nace la luz.

Nosotros nos quedamos

en este occidente

donde una noche avanza

–sobre la escarcha de los páramos,

sobre un desierto de mieses cansadas–,

hacia los montes más negros,

los que preludian un océano

de olvidos.

III
(Clara en los Uffizi)

Ibas despreocupada paseando

por las salas del museo de los Uffizi,

sin saber hacia dónde dirigir tus dos ojos;

avanzabas quizá con el cansancio

del que ha recorrido Florencia todo el día.

No sabías que, de repente, allí

te iba a asaltar un poderoso símbolo:

el de la inesperada Belleza,

el ideal sublime de Belleza y Verdad,

ese que (todavía) nos hace a los humanos

más humanos.

Botticelli fue el nombre del artista.

“La Primavera” el cuadro.

No supiste qué hacer

y te quedaste muda.

Simplemente dejaste que hablase el corazón.

Y te pusiste a llorar.
Y llorabas,

y llorabas.

A la Verdad y a la Belleza sólo

le faltaban el gozo tus lágrimas.

IV

No sé si esa muchacha

amamantada de temor, de dolor, de terror,

puede ser a la vez otras muchachas,

pues creo haberla visto en otras ocasiones.

Por ejemplo, quemada por el sol,

con su ardorosa tez,

como de barro cocido,

y sus ojos abiertos

a una lluvia de agujas de arena,

allá en los desiertos de Tinduf.


Pero antes creí haberla visto,

escapando de una negra borrasca de espinos,

corriendo desnuda,

crucificada en un aire de napalm.

¿O acaso estaba ella muy serena,

de rodillas,

abriendo la esperanza en este mundo,

a la luz de una vela,

con sus manos plegadas

como alas de paloma,

allí donde un día estuvo el cráter,

la furia en llamas de Hiroshima?

(A veces me parece que esa calma sublime

de unas manos unidas,

de unos ojos cerrados,

la vi en otra muchacha, también de Extremo Oriente,

que tenía su nuca a la sombra

de un enjambre de bayonetas.)

Mas no creo que debamos ir tan lejos


para encontrarnos con esa muchacha.

Aquí, muy cerca, la podemos ver

sin una gota de odio,

con la sonrisa más clara y más dulce,

a pesar de sus piernas amputadas.

¿O quizá ella estaba muy lejos,

con esas mismas piernas

aprisionadas en un pozo, con

el agua-fango, con el agua-muerte

acariciándole la boca,

lamiéndole

el borde de los labios?

¿O estaba apedreada en un terreno áspero,

cercada por impávidas miradas masculinas?

¿O exánime y exangüe, rescatada

para su tumba de olvido,

muerta,

colgada entre los brazos de su hermano?

El temor, el dolor, el terror


no pueden evitar que esa muchacha

–que sí es y que no es otras muchachas–

nos traiga paz, piedad

y un poco de esperanza a este mundo.

Con sus manos cerradas o sus manos abiertas,

con sus ojos abiertos, o cerrados, o sajados,

con su sola presencia, esa muchacha

aún le devuelve al mundo

la infamia que de él ha recibido.

Viva o muerta devuelve con su rostro

el abismo

al abismo.

El laberinto invisible

Para el que sabe ver

siempre habrá al final del laberinto

de la vida

una puerta de oro.


Si la atraviesas hallarás un patio

con musgo, empedrado,

y en él dos cedros opulentos con

sus pájaros dormidos.

(No encontrarás ya aquí la música de Orfeo,

sino sólo silencio.)

Cruza el patio, verás luego otra puerta.

Ábrela.

Ya dentro, en la penumbra,

verás un muro

y, en él, unas palabras muy borrosas

de cuya sencillez brota una luz

que, lenta, pasa a ti y te devuelve

al fin la libertad,

la plenitud de ser:

“Sean siempre alabadas

las palabras dulcísimas

que sanan: paz y bien”.


Después, ya en soledad profunda,

verás que te hallas frente a otra puerta

que aún no puedes abrir,

porque no es el momento:

la que quizá te lleve a otro laberinto,

al laberinto último, invisible.

¿De él habrá salida?

(Sólo queda esperar,

esperar al amparo seguro

de esas letras borrosas

que sanan.)

Signos en la piedra

Sigue la senda de las piedras musgosas,

la que conduce a la gran roca,

a la raíz del ara,

a la raíz eterna

del tiempo.
Mira la nieve humilde de la cima

tutelar,

donde se cierra el círculo

que se abriera en tu infancia,

donde se abre la noche del ser

en la luz que es más luz,

donde ya no hay preguntas

ni respuestas.

En esa nieve posa tus dos ojos.

Luego, pósalos en el ara

y respira profundo.

Posa también tus manos:

que se aquieten tus manos como palomas,

que echen raíces

en el silencio helado de la piedra.

Verás en ella señales muy leves,

signos dictados por el firmamento,

los símbolos de un tiempo infinito

que va huyendo de ti,


mas que a la vez está en tu interior:

revelación del alma que no muere.

No podrás ir más allá.

No debes ir más allá.

Tarde del 31 de diciembre de 1936

Piensa el sentimiento, siente el pensamiento.

(Miguel
de Unamuno)

En esta última hora, debo pensar el sentimiento

para neutralizar el combate atroz de mi carne con el más allá,

el combate de la que pronto habrá de ser mi tumba

con el más allá.

Debo pensar el sentimiento


para llevar mi razón y mi libertad

al límite extremado del fuego y del hielo.

Pero también, en este desamparo

–como quien juega su última carta–

debo sentir, sentir mi pensamiento,

enternecerlo, acunarlo como a niño,

llorarlo, compadecerlo, perdonarlo,

para que emoción, dulzura y piedad

neutralicen en mí definitivamente

la inutilidad de la razón furiosa.

¿Dónde el término medio de los filósofos,

el hueco, o nido, o el regazo

de la madre-esposa, de la esposa-madre,

para que pudiera al fin adormecerse

el niño que yo fui, el niño que (acaso) aún yo soy?

Se estrelló mi palabra con la piedra del mundo.

Mis razón ya no puede ordenar

el oro y la sabiduría de estos muros;

mi razón poderosa no me pudo salvar del laberinto


de esta ciudad que –siempre, siempre,

a través de las agujas con nieve de sus torres–

me llevaba a un más allá

de angustiosos vacíos

y a un más acá de palabras airadas.

Y, sin embargo, cómo se apaciguaba mi razón

si me asomaba a lo hondo del pozo del claustro,

cuando oía murmullo de agua de fuente,

cuando sacaba a apacentar mi espíritu

por las ásperas cumbres,

por senderos ateridos y amoratados,

bajo los cementerios en llamas del cielo.

Siempre quise, pero en realidad no pude,

pensar mi sentimiento, sentir mi pensamiento.

Mas ahora lo que siento es la derrota de mi cabeza

sobre el abismo de esta mesa camilla

y cómo se desorbitan mis ojos

sedientos de verdad, sedientos


del infinito afán de conocer.

Los “Hunos y los Hotros” desgarraron mis labios.

Cristo: ¿qué hay detrás del agua negra

de la catarata de tu cabellera?

Retírala un momento con tu mano sangrante.

(Si quieres, lo podrías hacer arrancando tu mano

del clavo del madero.)

Desvélame

qué puede haber detrás

de tu dolor y el mío,

de tu noche y mi noche.

¡Desvélame el Misterio!

Hay frío cainita este mes de diciembre por las calles.

Arde el brasero a los pies

de mi soledad,

pero se está extinguiendo por minutos

la brasa de mi vida.

Mis manos ya no pueden sostener mi cabeza.


Mis nervios y mis huesos ya no sienten

sed de inmortalidad,

(ni tampoco la lepra de la envidia).

¿Hacia dónde irá ahora mi alma?

En este terrible límite del año que termina,

del tiempo que se escapa,

ya no sé si pensar o sentir,

ya no sé si sentir o pensar.

Después de tanta ardua batalla, sólo sé

que, si pienso mi muerte,

la siento ascender por las venas

como una paz perpetua.

La Madre de Todas las Fosas

Dicen que la Madre de Todas las Fosas

se encuentra al otro lado del océano,


cerca de una frontera y de un muro metálico,

aunque pudiera hallarse en otros sitios,

(acaso en la sima de un mar muy cercano).

Junto a ella duerme un sueño de esperanza

la desesperación de muchos hombres

y mujeres que huyen

de la ciudad-infierno:

del acoso, el disparo, el hambre y la sed.

A veces éstas llevan, con la bala

que les quitó la vida,

un hijo en su vientre;

o, cruzando el desierto por la noche,

tienen al hijo vivo abrazado

al miedo de sus rostros.

La muerte no es la vida que soñaron.

¡Son ya tantas las quejas, tantas

esas declaraciones que a nada comprometen,

tantas las fotos, tantas las palabras


sobre la integración y las riquezas

del ilusorio paraíso, donde

los cuerpos pueden ser

materia de mercado,

o perder lo más grave

(el alma) habitando una chabola

con su televisor, bajo un cielo gris

plagado de antenas!

Aún no sabemos que la solución

puede hallarse en la raíz del ser,

allí donde el hombre acarició la tierra

que daba frutos,

besó la leña que le daba el fuego,

la piedra que fue ara,

y respiró la paz

en la luz.

Por ello, acabad

con la mercadería humana consentida,

llevad el agua a sus pozos secos,


devolvedle el agua a cada manantial

de sus aldeas,

que regrese el verdor a sus cultivos

y al monte sus rebaños.

Ofrecedles el pan de su maíz o de su trigo,

el vino de su viña,

la sombra de aquel árbol de su puerta,

su mesa de madera y el descanso

de su cama con sábanas de estrellas.

Dejad que el ser que huye

pueda seguir sembrando en su tierra,

que en ella reencuentre el verdadero

paraíso de su sangre.

Dejad a esa mujer

(que hasta el nombre ha perdido)

que pueda llevar flores a la tumba

sin flores de su madre

y no que ella duerma para siempre

en el olvido
de la Madre de Todas las Fosas.

Un libro de infancia

Padre: tú me trajiste un día

de un viaje

un libro de cuentos de Andersen.

Yo era entonces un niño

enfermo en su lecho;

yo no era un lector

ni era un poeta.

Sólo era un niño

muy pequeño y enfermo

que intuía otros mundos

cuando veía temblar

de noche, en las cortinas,

sombras negras.

Pero llegó la luz

a mi vida, pues olvidar no puedo


el placer que sentí al recibir

el libro entre mis manos.

Y no era porque fuese un regalo,

no era por el don, feliz, de recibirlo.

Era quizás porque en el libro aquel

tú pusiste un mundo

con tus manos

en mis manos.

Y se llenó de luz la habitación,

y ya no había seres misteriosos

que me atemorizaran al temblar

de noche las cortinas.

Y recuerdo muy bien

que, antes de abrir las páginas del libro,

ya sentí en mi interior un sublime placer

que describir no puedo.

Luego, salí a los campos y sané,

pero perdí el libro,

y con él se perdió
mi infancia

y aquel placer incluso de sentir

que hay otra realidad:

ésa en la que aún yo creeré

por siempre,

aunque jamás la vea.

¿Qué fue de aquellas músicas?

¿Qué fue de aquellas músicas de un tiempo

en Europa, las de mi juventud?

Me recibió Milán

con las nieves de enero

y con aquel concierto para oboe

de Marcello.

Creo que, desde entonces, ya no he sido el mismo.

Pocos días después se reafirmó

aquella especie de metamorfosis


en el Teatro Lírico: I Musici

escribieron el júbilo encendido

de Vivaldi en mis ojos.

¿O fui otro al seguir cada paso, cada gesto

de la pequeña-grande Carla Fracci

en el Preludio a la siesta de un fauno?

Sí, sentí que era otro en la Scala,

al escuchar las sinfonías de Mahler

(cincuenta años después de que él muriera)

como una mar serena que ascendiera,

como una tormenta que llegó,

conducida por las manos

de Claudio Abbado.

¿O la transformación del que fui en el que soy

se dio aquella noche en que llovía mansa-

mente sobre la estatua de Leonardo

da Vinci?

Pasaban relumbrando

los coches mientras dentro del teatro


la voz de ángel de Mirella Freni

nos iba ofrendando cada aria

de La Bohème.

(Durante el entreacto, me asomé

a la terraza.

La lluvia

había cesado.

La plaza y sus palacios

eran de plata.)

¿Qué fue de aquellas músicas de entonces?

¡Fueron tantas y tan

turbadoras, casi como un veneno que embriagara!

Músicas en países y en anocheceres

inesperados, mientras fuera

cada estación del año

tejía tramas de oro, de niebla, o de escarcha

en mis pestañas.

¿Y aquel concierto en el Conservatorio de

Ginebra, que dieron los alumnos de Nikita


Magaloff?

Un año antes yo había escuchado

a Nikita Magaloff.

Me asaltó su piano en el Teatro

Donizetti de Bérgamo

mientras fuera arreciaba una borrasca

que tronchaba las ramas de los árboles.

El Arte de la Fuga,

aquella matemática celeste

de las notas de Bach

me serenó una noche en la catedral

de Berna.

Más tarde, escucharía a Bach interpretado

por Ritcher, tras la puerta cerrada

de un palacio de Bonn,

mientras fuera el otoño discurría

con sus llamas

por las aguas del Rin.

(A Bach lo interpretaba aquella noche


Sviatoslav Ritcher, no Karl Ritcher,

el que nos entregó acaso las mejores versiones

de los Conciertos de Brandenburgo.

En el 5º y el 6º conciertos, Bach y Karl

Ritcher nos demostraron

que el hombre y su Arte

pueden ser en la vida algo más que ceniza

para la muerte.

Y yo acababa siempre escapando

hacia la otra orilla

de los lagos alpinos.

Llevaba en el bolsillo de mi abrigo

un libro de Rousseau que no leía:

Las ensoñaciones del paseante solitario.

Y cuando anochecía,

regresaba yo solo

en el último barco

hacia las temblorosas

luces de la otra orilla.


O, de día, ascendía a las montañas.

Seguía los senderos por los bosques

hasta que, ya en la cima, me tumbaba

sobre la nieve, bajo un sol

de hielo azul.

Acaso lo que hacía era huir

de aquellas músicas

que me enloquecían dulcemente al privarme

de la razón común.

¿Y las inesperadas melodías

de Praga en cada esquina, aquel Mozart

que volvía a sonar en la capilla

donde él había actuado siglos antes?

¿Y aquella melopea del incienso

combinada con cantos ortodoxos

en iglesias con frescos desconchados

en el monasterio

de Nauzí?

Fueron tiempos muy duros aquellos, parecidos


a heridas que sangraban sólo música

para a la vez sanarme y enfermarme,

para enfermarme y para sanarme.

¿Qué fue de aquellas músicas de un tiempo

en Europa, las de mi juventud?

Me extraviaron, me hicieron perder

la razón.

Mas, perdiéndola,

encontré otra razón más poderosa

para mi vida.

Desde entonces,

creí en algo más que en la ceniza

y mi razón no es ya

razón para la muerte.

21-XII-2014
Bajo las alas negras de los abetos

He visto a la mujer que guía a los caballos

de los ojos dorados

que se ha detenido al anochecer

en el cruce de los caminos,

bajo las alas negras de los abetos.

Parece no saber a dónde ir.

La mujer que guía a los caballos

viene de bañarse en las aguas de la noche

y con agua salpica sus cabezas para atraer el alba.

Ella lo hace como una ofrenda.

Ellos lo aceptan como una bendición

y vuelven sus grandes ojos

para saludar a la primera luz de azufre,

la que quema los labios del monte;

luz que pasa a sus ojos

y de ellos a los de la mujer,

que sonríe callando.


La mujer que guía a los caballos

ha venido por una senda

de limones y de naranjas caídos

que nadie recoge.

Pequeños soles abatidos son los frutos

que manchan de oro rojo sus pies

y los cascos de los caballos.

No sé por qué, ante esta aparición,

recordé mi infancia y, con dificultad,

unos versos de Puskin:

“Acaso se deba al silbo del ruiseñor

el temblor de la hierba de los prados.

Los bosques oscuros se inclinan hacia la tierra,

pero debajo cuánta muerte yace”.


Últimas preguntas de Miguel de Cervantes

Malhadado, ¿de dónde vine y hacia dónde irá

ahora mi vida

tras las puertas cerradas,

tras los caminos muertos?

Los caminos no van ya a ningún sitio:

son ellos los que vienen hacia mí.

Hoy yo soy el camino.

Hoy ya soy el camino sin camino.

¿Y por qué viene ahora a mis ojos cerrados

un sueño de humedades muy verdes?

Cervantes: una aldea, sólo un sueño

allá en el noroeste

con los lobos vagando

por la nieve, entre robles y castaños;

un pueblo no muy lejos de un lago

donde acaso nacieron, o vivieron, o murieron

mis ancestros, ¡quién lo sabe!


¿Por qué asoma hoy ese paisaje

a los dos lagos ciegos de mis ojos?

Cervantes: el origen

que mi vida errabunda ignoró.

Cuando acaba la vida

ya todo es un sueño para el hombre.

¿Y si yo hubiese muerto en Italia?

¿Y si yo hubiese muerto en Lepanto?

¿Y si yo hubiese muerto en Argel?

¿Y si hubiese muerto en las Indias,

como yo supliqué, en pago a mis servicios?

¡Quizás hubiera sido otra gloria la mía!

Olvidar no he podido una frase

que aún sangra en mis ojos

cerrados: “Busque por acá

en que se le haga merced”.

¿Logra la libertad quien la persigue

con desesperación
o está la libertad dormida en nuestros pechos,

esperando a que hagamos germinarla?

Y aquella otra frase, en dolor destilada,

la que fue perla o gota

de oro, esencia de mi vida?

¿Cómo era aquella frase que un día escribí?

“Porque la libertad, amigos,

porque la libertad,

porque…”

¿Y para qué tanto camino inútil

por tus huesos, malhadado?

¿Por qué el griterío de ventas y de cárceles,

tanta cansada barda de mi patria amada

bajo una lluvia de cenizas, bajo

soles de cal?

¡Y pensar que yo vi los palacios

de Roma, de Florencia!

Nunca olvidé los versos

que en Italia leí:


eran música

que todavía arde

en mis labios morados.

Ludovico Ariosto: aquel ritmo

de tus versos

lo murmullo aún

para espantar a esa muerte cierta

que ya veo a los pies de mi cama

con su antifaz de niebla:

Le donne, i cavalier, l`arme, gli amori…

¿Era así el ritmo de aquel verso primero,

el que yo traspasara hace sólo tres días

a mis palabras últimas,

aquellas que dictara para el prólogo

de mi Persiles:

El tiempo es breve, las ansias

crecen, las esperanzas menguan…

¡Cuán breve fue el tiempo

y cuán largo este adiós!


Siento frío.

Hermanas: ¿por qué fuisteis

como un desasosiego continuo para mí?

Esposa: ¿por qué no estuve más

a tu lado?

Hija: ¿por qué no me bastaba y te bastó

mi amor y tu amor?

Madre: ¿en dónde estás ahora?

¿Voy hacia ti o voy hacia un abismo?

Busquen los que aquí quedan

la gema que se esconde

debajo de gigantes y molinos,

de farsas, burlas y de trampantojos

de la vida diaria, engañosa.

La vida de un hombre es algo serio

cuando la rigen conciencia y consciencia.

“Porque la libertad, amigos,

porque la libertad,
porque…”

Sí, ahora ya recuerdo

las palabras exactas que escribí:

La libertad es uno

de los más preciosos dones

que a los hombres dieron los cielos […]

por la libertad, así como por la honra,

se puede y debe aventurar la vida.

Siempre hubo una vela encendida en mis noches,

en la noche del ser y del no ser.

Y el nombre de su luz, de aquella llama

era sabiduría.

Sabiduría: ¿te encontré y te perdí,

o te logré salvar con mis palabras?

Yo también te llamaba humanismo,

o a veces piedad.

Te encontré en mis desvelos nocturnos,

cuando a mi alrededor aullaban

los perros, las tormentas.


¿Y de qué me sirvió sabiduría

si ahora, extraviado, no sé a dónde voy?

Quítate el antifaz, Señora Muerte,

y dime a dónde vamos.

¿Florecerán un día mis cenizas?

¿Será posible el eternizarse

cuando llegue el silencio absoluto?

Malhadado: en mis pestañas tiemblan

aún esas amadas brasas de la sabiduría,

las que aventé en palabras,

en sílabas de luz.

Hoy mismo ofrendaré con humildad

mis libros

–el libro que es mi vida–

al Gran Lector de Vidas.

Malhadado, ¿a dónde voy?,

¿hacia qué luz o hacia qué abismo?

Sabed, los que quedáis aquí

que hoy mismo espero estar


en el paraíso

de los pobres.

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