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SELLO Ediciones Destino

COLECCIÓN Áncora y Delfín


FORMATO 13,3 x 23

Finny
Rústica con solapas
Otros títulos de la colección Finny es una chica observadora y rebelde
Áncora y Delfín que lleva toda la vida intentando escapar de SERVICIO 2º noviembre

Justin Kramon
la obsesión de su madre por convertirla en una
Una reina en el estrado «dama», de las citas sentenciosas de su padre y

Justin Kramon Finny


Hilary Mantel las miradas de reproche de su hermano por no PRUEBA DIGITAL
comportarse «como debería». Y entonces, VALIDA COMO PRUEBA DE COLOR
EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.
Encuentro en Berlín cuando ya cree imposible que alguien pueda
Pepe Ribas comprenderla, conoce a Earl Henckel, un chico
tan especial como ella, y a su padre, un curioso DISEÑO 15 octubre Sabrina
Y entonces sucedió algo maravilloso profesor de piano con narcolepsia. Juntos pasan
Sonia Laredo momentos maravillosos pero, por supuesto, EDICIÓN
Earl no tiene lugar entre las cosas que Finny
debe hacer, así que sus padres deciden
Cada cual y lo extraño Justin Kramon ha recibido el premio
mandarla al internado Thorndon.
Felipe Benítez Reyes de la Michener-Copernicus Society of
Lejos de enderezarla, su estancia allí sólo será America, Best American Short Stories,
El pantano de las mariposas el principio del camino hacia su libertad. Una el Hawthornden International Writers’
Federico Axat temeraria amistad, su relación con Earl y un Fellowship y la fundación Bogliasco.
peculiar accidente familiar le descubrirán las CARACTERÍSTICAS
Es profesor de la Escuela de Escritores
El caso del mayordomo asesinado vertiginosas posibilidades del amor y la pérdida, Gotham en Nueva York y en la Escuela
y la lanzarán a una aventura extraordinaria que IMPRESIÓN 4/1
Marco Malvaldi
de Jóvenes Escritores de Iowa. Tiene cmyk + Pantone 7500
abarca veinte años y dos continentes.
veintinueve años y vive en Filadelfia.
Tanto correr
Mariano Quirós «Impresionante debut, Kramon es un verdadero
hallazgo.» Publishers Weekly PAPEL Estucado brillo doble cara
Premio Francisco Casavella 2013
«Imaginemos que metemos a Charles Dickens PLASTIFÍCADO Brillo
Claire DeWitt y la ciudad de los muertos
en una máquina del tiempo y le pedimos que
Sara Gran UVI -
escriba un crossover ambientado hoy en día en
Estados Unidos. El resultado sería una novela
La mala luz parecida al astuto, encantador y subversivo RELIEVE -
Carlos Castán debut de Justin Kramon.» Finantial Times
BAJORRELIEVE -
Los corruptores «El ingenioso y mordaz reparto de personajes
Jorge Zepeda Patterson te traslada al mundo de Roald Dahl.» Time Out STAMPING -
New York
FORRO TAPA -

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http://twitter.com/EdDestino 1279 Diseño de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño.
www.facebook.com/edicionesdestino Área Editorial Grupo Planeta
www.edestino.es Fotografía de la cubierta: © www.desmotivaciones.es GUARDAS -
www.planetadelibros.com Áncora y Delfín Fotografía del autor: © Eleftherios Kostans.

INSTRUCCIONES ESPECIALES
-

C_finny_ok.indd 1 25 mm 15/10/13 15:42


Finny
Justin
Kramon
Traducción del inglés
de Francisco López Martín

Ediciones Destino
Colección Áncora y Delfín
Volumen 1279

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Finny conoce a un chico

Al nacer, su padre le puso el nombre de Delphine, en


honor a la ciudad del oráculo griego, pero, como ella
siempre había tenido sus propias ideas sobre cosas como,
por ejemplo, los nombres, la llamaban Finny desde que,
siendo ya lo bastante mayor, así lo había querido. Era un
nombre que sonaba a irlandés y que pegaba con su elegan-
te cabello pelirrojo, y lo cierto es que a Finny siempre le
había encantado todo lo irlandés, aunque ignoraba el mo-
tivo. Tenía un hermano mayor llamado Sylvan, proba-
blemente porque su padre, Stanley Short, quería conti-
nuar la tradición de las iniciales S. S., cosa que siempre
hacía pensar a Finny que a continuación iba a venir el nom-
bre de un barco.* Le parecía absurdo dejar que otra perso-
na decidiera cómo tenías que llamarte el resto de tu vida
—‌imagínate que hubiese sido Osito Pooh o Estropajo—,
conque fue ella quien tomó esa decisión.
Finny era una chiquilla fuerte y traviesa, segura de sí
misma y valiente, con un pelo tan rojo como un tomate
maduro, pecas en la nariz, mejillas que parecían salpica-
duras de barro y unos mofletes hinchados como el pan
cuando empieza a esponjarse, esos que a las tías ancianas
les gusta pellizcar. A veces, cuando lo hacían, Finny les pa-
gaba con la misma moneda. No era la clase de niña que se

* Del inglés steamship, SS es el acrónimo naval que se usa como


prefijo para indicar que se trata de una barco de vapor.

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dejaba hacer carantoñas o se derretía cuando le decían
que era adorable. En cierta ocasión, a los cuatro años, su
tía Louise le pellizcó una mejilla y Finny le dio un pelliz-
co tan fuerte en el pecho que su tía gritó de dolor y la dejó
caer. El suelo era de linóleo y, cuando chocó contra él, to-
dos pensaron que se había matado. Entonces, Finny se
echó a reír: había arrancado el botón del bolsillo de la blu-
sa de su tía y lo tenía aferrado en su puño sudoroso.
La madre de Finny, Laura, era una mujer alta y hue-
suda, de boca pequeña y nariz afilada. No era nada del
otro mundo, pero sabía arreglarse para resultar atracti-
va. Usaba horquillas, suéteres vistosos y elegantes faldas
negras. Tenía una sonrisa cálida, hablaba con timidez y
coquetería y los adultos solían dirigirse a ella como si
fuera Finny, con un tono de voz un poco más alto, suma
amabilidad y palabras sencillas. Finny la veía transfor-
marse en una niña alegre y curiosa para sus invitados y
no le gustaba su pose, su sumisión voluntaria, su afán
irrefrenable de llamar la atención. Finny llevaba camise-
tas de fútbol gastadas y vaqueros cortados cuyos hilos le
colgaban por debajo de las rodillas. Siempre tenía un codo
despellejado o una pantorrilla magullada por haberse
peleado después de clase. Le gustaba el kickball y duran-
te cierto tiempo pudo con casi todos los chicos de su clase
en los juegos de lucha libre a los que dedicaban el recreo.
Laura era inflexible con la limpieza y el arreglo per-
sonales: para salir de casa había que estar pulcra y acica-
lada. «Por desgracia, la gente te juzga por tu aspecto», le
había dicho a Finny. Expresaba sus creencias como si
fueran verdades objetivas.
Finny le había respondido: «¿Y cómo tengo que ves-
tirme para parecer una huérfana?».
Para no bañarse, Finny decía que ya lo había hecho el
día anterior y que con eso bastaba o se metía en la bañera
y no usaba jabón o sólo se lavaba las piernas, pero no los
brazos. Se lavaba los pies con el champú: hacía cualquier
cosa con tal de confundir a su madre y demostrarle lo

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poco que le importaban esos preparativos y disfraces es-
merados. Salía de la bañera chorreando, con las uñas su-
cias, barro en las mejillas y el pelo tan enmarañado como
un cuenco de espaguetis. Tenía que peinarse después de
salir de la bañera, pero durante cierto tiempo, cuando te-
nía siete u ocho años, dejó de hacerlo. Se limitaba a pei-
narse por delante y luego se colocaba el pelo de manera
que, cuando Laura la inspeccionaba antes de meterla en
la cama, parecía que lo tenía perfecto, aunque por detrás
lo llevaba tan lleno de nudos que su hermano, Sylvan,
empezó a llamarlo «el nido de ratas».
A Finny le gustaba aquello. Hacía posturitas frente
al espejo, delante de Sylvan, colocándose los brazos de-
trás de la cabeza o inclinando la barbilla para imitar las
coquetas poses que las mujeres adoptaban en las revistas.
«Mi hermoso nido de ratas», decía, mientras se lo atusa-
ba como si saliera en un anuncio de champú. Apartarse
tan descaradamente de las ideas de su madre le resulta-
ba emocionante, como exhibirse con la ropa interior de
Laura en la cabeza. Sabía que a Sylvan lo ponía nervioso
—‌él siempre intentaba portarse como era debido—, pero
su hermano no iba a contárselo a nadie. No era un chivato.
Por la mañana y por la noche, Finny empezó a llevar
el pelo recogido para esconderlo. Una noche en la que le
resultó imposible, se puso una boina vieja de un disfraz
de Halloween. Laura le dijo que se la quitara y, cuando
vio lo que había debajo, regañó a Finny y la hizo ir a la
peluquería para que se lo desenredaran. Hicieron falta
cuatro horas y a la madre de Finny le costó el triple de lo
habitual, porque tuvieron que trabajar tres peluqueras al
mismo tiempo. Mientras aquellas jóvenes peinaban a Fin-
ny como si fuera un caniche de concurso, Sylvan, senta-
do en el sillón de al lado, le dijo que estaba preciosa.
—Cállate —‌dijo Finny—. ¡Ay!
—Pareces una tarta de fresa —‌dijo Sylvan.
Le dio muchísima rabia que la comparasen con un
postre.

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—¡Pues tú te pareces a lo que tiro a la taza del váter
cuando estoy mala! —‌gritó en medio de la peluquería.
Fue lo más asqueroso que se le ocurrió y a una de las jó-
venes se le cayó el cepillo.
—Lo siento —‌dijo Laura y lanzó a Finny una mira-
da de advertencia.
El padre de Finny era socio de un pequeño bufete de
abogados en Baltimore, pero la familia vivía en un barrio
residencial, muy lejos del centro. En la mesa, su padre
sólo hablaba de «grandes hombres». Era su tema favori-
to de conversación y, cuando tenían invitados, le gustaba
sondear su opinión al respecto. Hasta decía que algún
día escribiría un libro, si es que lograba ordenar sus
ideas. Le gustaba citar frases de grandes hombres, aun-
que no vinieran a cuento: «Los buenos artistas toman
prestado; los grandes roban», soltaba cuando la conver-
sación tocaba cualquier tema remotamente relacionado
con el arte. A continuación, añadía con voz más solem-
ne: «Picasso». Sólo el nombre; nunca «Lo dijo Picasso» o
«La idea es de Picasso». Otra de sus frases favoritas era
«Dios no juega a los dados»; a Finny le parecía una ad-
vertencia, como si Dios te dijera que no te metieses con
Él. Acto seguido, Stanley decía: «Einstein», como quien
dice «amén» después de rezar. El nombre bastaba para
exigir respeto y lo lanzaba como un signo de puntuación
con el que poner fin a lo que había querido dejar claro.
Stanley era un hombre bajito, pelirrojo, con gafas re-
dondas de montura metálica y una nariz un poco grande
para su cara. Padecía del estómago y después de comer
tomaba pastillas de Pepto-Bismol como si fueran cara-
melos de menta. No le gustaba anunciar para qué iba al
cuarto de baño exactamente, de modo que, cuando tenía
que levantarse de la mesa para ocuparse de su vientre,
siempre decía que iba a lavarse los dientes y los apretaba,
como para demostrar a qué se refería. A veces se lavaba
los dientes tres y cuatro veces por la noche. El Pepto daba
a su aliento un olor a leche y mentol, como de helado de

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menta, que, como Finny recordaría siempre, era lo pri-
mero que notaba al despertar los domingos por la maña-
na, cuando su padre iba a sacarla de la cama.
Sylvan era un año mayor que Finny y parecía tragar-
se todo lo que decía Stanley o, como mínimo, no ver ra-
zones para oponerse a ello. Cuando Stanley exponía sus
teorías sentado a la mesa y explicaba cómo y por qué esos
grandes hombres eran tan geniales, Sylvan asentía con la
cabeza o hacía preguntitas para animar a su padre. Con
el tiempo, Finny llegó a la conclusión de que nada en el
mundo agradaba más a Sylvan que aquel espectáculo,
ver a su padre tan concentrado, tan entusiasmado. «Fi-
jaos en Jefferson, en Rousseau, en Spinoza», decía Stan-
ley. De pequeñita, Finny se giraba y miraba por toda la
habitación, casi con la esperanza de encontrar a esos gran-
des hombres agachados bajo el mantel de flores o junto al
aparador de mármol en el que la madre de Finny guar-
daba la bandeja cuarteada de color verdeazulado para
servir los dulces y las tarjetas de felicitación de cumplea-
ños y Pascua que hubieran recibido.
—Todos creían en la autosuficiencia racional del
hombre, en la capacidad de las personas para hacer el
bien, aun cuando rara vez obren así.
Sylvan asintió enérgicamente con la cabeza y a conti-
nuación preguntó:
—¿Qué es auto-sufí-ciencia?
Finny se rió.
—Es algo que tú tienes —‌le contestó.
—No digas tonterías —‌dijo Sylvan.
—Pues sé normal —‌replicó Finny.
—Callaos —‌dijo Laura— y dejad que vuestro padre
termine de hablar.
Entonces, Finny se puso a dar de comer al perro,
Raskal (por Raskólnikov; Crimen y castigo era el libro
con el que Stanley se había enamorado de Dostoievski),
por debajo de la mesa. Le gustaba coger trocitos de pes-
cado y patata de su plato y deslizarlos en la boca de Ras-

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kal, como si fueran mensajes secretos. Raskal estaba de-
licado del estómago, igual que Stanley. Era un perro de
raza cobrador dorado, perezoso, gordo y asmático y,
cuando tomaba comida humana, tenía ventosidades que
no pasaban inadvertidas. En cuanto Finny empezó a no-
tar un olor extraño, oyó decir a su padre: «Fiiinnny»,
con la voz elevándose a lo largo de su nombre, como si se
subiera el volumen de un equipo de música.
—¿Qué? —‌dijo Finny.
—Maldita sea —‌dijo Stanley—. ¿Es que no puedes
estarte quieta y escuchar?
—Estoy escuchando.
—No le des al perro comida para personas.
—No le doy al perro comida para personas, sino co-
mida para perros.
—La comida que hay en la mesa es comida para per-
sonas y la comida para perros está en el cuarto del perro.
—A veces las personas comen comida para personas
en el cuarto del perro, mientras el perro come comida
para perros —‌dijo Finny.
—Lo importante es que no debes darle de lo que es-
tamos comiendo, Finny.
—Pero, papá, ¿cómo voy a darle de comer lo que es-
tamos comiendo? —‌dijo Finny, levantando las manos
como si fuera la pregunta más absurda del mundo. Sabía
que aquello irritaría a Stanley, quien intentaba estable-
cer la diferencia entre los grandes hombres y los hom-
bres mediocres, no entre la comida para personas y la
comida para perros.
—Sube a tu habitación —‌le dijo a Finny.
—Pero...
—¡He dicho que subas!
Stanley se puso rojo y la fulminó con la mirada. No
es que a Finny le gustara irritar a su padre, ponerlo en el
disparadero, pero cuando hablaba de sus grandes hom-
bres era como si no se dirigiese a ella, como si se lo ofre-
ciera a Sylvan con un guiño.

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En cierta ocasión, cuando Sylvan y Finny eran mu-
cho mayores y estaban hablando por teléfono sobre su
padre, Sylvan dijo:
—Siempre me acuerdo de las comidas. Papá era el
centro de atención.
—El caso es —‌dijo Finny— que siempre parecía di-
rigirse sólo a ti, ¿no te parece?
—Creo que era sólo porque yo lo escuchaba. Tú eras
mucho más lista que yo, la verdad. Papá sabía que lo te-
nías calado.
Era algo muy propio de Sylvan: mezclar todas las pie-
zas y recomponerlas de una manera que resultara agra-
dable para que todo el mundo pareciera serio y bieninten-
cionado. Ella nunca lo había visto así y no estaba segura
de si su hermano sólo lo decía para hacerla sentirse me-
jor ante algo que no podía cambiar.
—Pero ¿y aquella vez que me burlé de él? —‌dijo
Finny intentando llevar la conversación a un terreno
menos resbaladizo, el de una historia tonta con la que
pudieran reírse los dos.
Se refería al día en que su padre la había regañado
por dar de comer a Raskal por debajo de la mesa y, por
alguna perversa razón, cuando dejó de gritar, ella había
dicho: «Aristóteles». Había sido una sola palabra, pero
la había pronunciado con una voz que imitaba clara-
mente la de Stanley cuando citaba a los grandes hom-
bres.
—¿Qué has dicho? —‌preguntó Stanley.
—Nada.
—Te he oído.
—No he dicho nada.
—No me imites, Finny.
—Yo no imito —‌dijo Finny sin poder contenerse—:
robo.
Los ojos de Stanley se encendieron.
—¡Fuera de aquí! —‌gritó y empujó la mesa, de
modo que los platos tabletearon.

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Por teléfono, Sylvan dijo a Finny:
—Nunca lo había visto tan enfadado.
—Ni yo —‌dijo ella—. Me asustó un poco, la verdad.
—No creo que hayas tenido miedo nunca, Fin.
—Te equivocas, Syl. Tenía más miedo de lo que po-
díais imaginar.

Finny creció en el norte de Maryland, en la zona de on-


duladas tierras de labranza al oeste de la Interestatal 83,
justo al sur de la frontera con Pennsylvania. La casa de
los Short se alzaba sobre una colina y desde las ventanas
de la parte posterior se veía todo el valle: los maizales, los
grupos de árboles, los pastos para los caballos, todo sur-
cado de vallados y caminos de grava para la entrada de
vehículos y salpicado de grandes casas solariegas. Desde
la ventana de su dormitorio, aquel paisaje le parecía a
Finny un enorme edredón de colores chillones. El aire
olía a hierba y polvo, a madreselvas al final de la prima-
vera, a estiércol de caballo cuando sembraban los agri-
cultores. Aquella extensión de terreno tenía casi diecio-
cho kilómetros de perímetro, según el cuentakilómetros
del coche. (Stanley se había encargado de averiguarlo un
domingo, con Sylvan de copiloto: informaron de sus ha-
llazgos nada más entrar en casa. «Diecisiete coma siete»,
dijo Stanley, y Sylvan asintió con la cabeza.)
Los recuerdos de infancia de Finny eran un revoltijo
de impresiones: vallas viejas, el tacto de la hierba mojada
bajo sus pies y el chasquido que producía al caminar so-
bre ella, el cenagoso aire del verano, el polvo de los dien-
tes de león, los días nevados en los que todo quedaba
blanqueado, las brillantes y frescas tardes otoñales que
daban paso a los anocheceres de plata, las colinas como
un gran mar verde que ondulara en la distancia. Sólo en
la parte más lejana parecía allanarse la tierra. En el hori-
zonte, se veía algo así como una cinta verde-gris, que po-
dían ser árboles o incluso montañas, una frontera. Estaba

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demasiado lejos para decirlo con seguridad. Sin embar-
go, de pequeñita, Finny siempre se imaginaba que iba
hasta allí y aquel lugar lejano y mágico se mezclaba en su
cabeza con las ideas que se hacía sobre su futuro, con lo
que había más allá de aquella casa.
Otra cosa que Finny recordaba eran las mañanas de
los domingos. Era el único día en el que Stanley no iba al
despacho de abogados y se quedaba con su familia. Stan-
ley adoraba a la madre de Finny. Lo demostraba por la
ceremonia con la que le abría las puertas y le retiraba las
sillas en las reuniones sociales. Además, al menos un do-
mingo al mes, le servía el desayuno en la cama. Era un
cocinero espantoso y todos sus platos quemaban la boca
de tan picantes. Incluso cuando preparaba una torrija,
empleaba una combinación de condimentos y técnicas
de preparación con la que obtenía la esencia misma del
picante abrasador. Algunos restaurantes de vanguardia
de Nueva York habrían apreciado sus secretos.
Los niños se metían en la cama con Laura y, como
Stanley hacía siempre comida de sobra, la ayudaban a
acabársela.
La madre de Finny comía contenta y decía: «Stanley,
me mimas demasiado. Eres demasiado bueno». Siem-
pre. Sylvan y Finny se quedaban en la cama con ella y
probaban las sobras carbonizadas del desayuno de Lau-
ra, mientras Stanley les sonreía desde el sillón.
Sin embargo, en cierta ocasión, Finny dijo:
—Pero ¿cómo puedes comerte esto?
—Pues porque, para mí, no hay mejor comida en el
mundo —‌dijo Laura.
—No sueles comer fuera de casa, ¿verdad, mamá?
—‌preguntó Finny.
Stanley metió baza:
—¿Sabíais que Henry James asistió en Inglaterra a
ciento diez cenas en un solo año?
—¿De verdad? —‌dijo Sylvan.
—Sí. O a lo mejor es que lo invitaron ciento diez ve-

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ces. Comoquiera que sea, fue una marca sin preceden-
tes. Y, mientras tanto, estaba escribiendo Retrato de una
dama. Sólo puedo explicármelo si pretendía recoger in-
formación, observar la decadencia y el derroche de una
sociedad moribunda, para escribir sobre el gran poten-
cial desperdiciado del hombre.
—Pero, Retrato de una dama, ¿no trata de una dama?
—‌preguntó Finny.
—Sí —‌dijo Stanley, confuso—. ¿Por qué lo pregun-
tas?
—Has dicho «el potencial desperdiciado del “hom-
bre”».
—Ah —‌dijo Stanley—. Al decir «hombre» —‌expli-
có con su voz más profesoral—, empleaba la palabra en
un sentido amplio. Me refería a todos nosotros, colectiva-
mente, en el sentido en que un gran hombre dijo en cierta
ocasión: «La ley hace buenos a los hombres». —‌Hizo una
pausa para dar peso a su cita y a continuación dijo—:
Santo Tomás.
—Entonces, ¿por qué no dices «la gente»? —‌pre-
guntó Finny. Sabía que todo dependía de cómo se dijera
la palabra, pero, aun así, le resultaba irritante.
—Porque es más sencillo de la otra forma —‌dijo Syl-
van, y miró a su padre, que asintió con la cabeza.
—Pero eso es un error —‌dijo Finny con voz quebra-
da, dejando al descubierto su ira. Sabía que aquello no
tenía importancia alguna, pero el comentario se le había
quedado atragantado.
—Sea un error o no —‌dijo Stanley—, se trata de una
convención.
—Pues es una convención estúpida —‌dijo Finny,
deseosa de seguir hablando, de no dar su brazo a torcer,
de dejar claro lo ridículas que le parecían todas las con-
venciones de su padre. Sintió los ojos de su familia clava-
dos en ella, la sonrisa de su madre como una barrera que
la empujaba hacia atrás.
—Hablando de damas —‌dijo Laura, mientras lan-

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zaba a Finny una mirada de lo más elocuente—, no estoy
segura de que ahora mismo te estés portando como tal.
—Mamá, aunque tuvieras pene, te portarías como
una dama. —‌Finny no estaba segura de lo que había que-
rido decir, pero estaba tan nerviosa que las palabras se de-
rramaban por su boca, como el agua de un vaso rajado.
—Lo que has dicho es asqueroso —‌dijo Laura, y
Finny advirtió que aspiraba entrecortadamente y estaba
a punto de echarse a llorar—. Con lo a gusto que estába-
mos desayunando —‌barbotó Laura—. ¿Por qué, cuan-
do todo va bien, acabas estropeándolo?
—Cariño —‌dijo Stanley levantándose del sillón y
acercándose a ella—, no es nadie.
Lo que dijo Stanley en realidad fue: «No es nada»,
pero, por alguna razón, Finny lo oyó mal.
Stanley puso la mano en el hombro de Laura.
—¿No crees que ya es suficiente, Finny? —‌dijo
mientras abrazaba a su mujer como la prueba misma de
lo que Finny había estropeado.
—¡Esta comida sabe a quemado! —‌gritó Finny, y
salió de la habitación haciendo sonar con fuerza las pi­
sadas.
—No es cierto —‌oyó que su hermano decía a su pa-
dre, mientras ella se alejaba por el pasillo.
Parecía haber algo en su familia que Finny no logra-
ba entender. O tal vez fuera su familia la que no la en-
tendía. Todos sus acuerdos, sus normas, sus rituales, sus
defensas y sus pactos estaban envueltos en una nube de
misterio, en una bruma que Finny no estaba segura de
que fuera a desaparecer a la luz de la experiencia.
Finny se pasó aquella tarde en su habitación, primero
intentando contener las lágrimas y luego prorrumpien-
do en lloros fugaces y sensibleros. Apretó la cara contra
la almohada y aulló, con voz trémula por el llanto. Pensar
en aquello, en el aspecto que tenía en aquel instante, la
ponía enferma. Si sus padres o su hermano hubieran en-
trado durante una de esas breves concesiones al dolor, lo

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más probable es que Finny hubiera saltado por la venta-
na o hubiese fingido que intentaba ahogarse con la almo-
hada: cualquier cosa con tal de que nadie la viera así, tan
vulnerable, tan afligida. Se veía a sí misma como el abe-
dul del jardín de sus padres, que crecía muy lejos de los
otros árboles porque, a la sombra de éstos, se marchita-
ría. A solas, en cambio, crecía lozano. Quería ser así, tan
diferente, tan solitaria, tan fuerte.
Imaginaba formas de llamar su atención. Podía cla-
varse un cuchillo en la camiseta y derramarse un poco de
kétchup encima para que pareciera que se había apuña-
lado. O podía coger un pendiente de su madre y fingir
que Raskal se lo había tragado. O colocar fotos de muje-
res entre las páginas de los libros de los grandes hombres
de su padre. Pero todas esas ideas parecían absurdas, un
tanto torpes. Podía verlos moviendo la cabeza, como si
hubiera tropezado con el cordón del zapato o se hubiese
puesto sin querer la ropa interior encima de los pantalo-
nes. Pensarían que no tenía remedio, como una tostado-
ra que quemara el pan o una mesa que se tambalease y a
la que tuvieran que acostumbrarse porque ya habían sol-
tado la pasta.
De modo que hizo lo único a lo que le veía sentido.
Se escapó.
Se dirigió a la puerta de cristal corredera de la parte
posterior de la casa. Pensó que podría ser complicado
marcharse sin que la viera nadie, que su madre podía
preguntarle adónde iba o que su hermano la pararía para
ver si había llorado y ella tendría que inventarse alguna
historia sobre sus alergias o sobre que acababa de echarse
un sueñecito. Pero la casa estaba tranquila. Todos esta-
ban en los cuartos, en alguna parte, viendo películas, le-
yendo o trabajando. A veces, Finny se imaginaba a su
padre con sus grandes hombres como a un niño con sus
soldados de juguete, colocándolos en fila y haciendo que
lucharan, mientras con la boca simulaba el sonido de las
ametralladoras.

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Abrió la puerta, salió y la cerró tras de sí.
Era otoño. Descendió por la colina hasta el vallado
que rodeaba los pastos de los caballos, detrás de su casa.
Empezó a caminar junto al vallado, por entre la alta hier-
ba. Algunos caballos avanzaban a su lado. Hacía fresco,
fuera, y Finny no había cogido un abrigo; llevaba sólo
una pequeña sudadera verde que le encantaba ponerse,
con una capucha que a veces llevaba atada de tal modo
que sólo se le veían los ojos y la nariz. Llamaba a la suda-
dera «la parca verde». El sol estaba bajo y brillaba en sus
ojos y el aire tenía un olor otoñal a humo. La brisa le traía
de vez en cuando el olor almizclado de los caballos, y
también el de las hojas crepitantes, la tierra, la hierba y el
estiércol.
Al final del vallado, Finny tomó el camino de tierra
que cruzaba el viejo viñedo, abandonado desde hacía
años. A uno y otro lado, algunas frondosas viñas se em-
parraban por una espaldera de alambre y formaban un
muro verde un poco más alto que Finny. Entre las grie-
tas de la tierra dura brotaban algunas plantas que se en-
roscaban a las viñas. A Finny le encantaba ir allí sola;
aquel lugar era mágico para ella, como las colinas que
apenas alcanzaba a divisar desde la ventana de su habita-
ción. Daba patadas a las piedras y escuchaba el raspar de
sus suelas en el suelo polvoriento. Le encantaba ese soni-
do, la sensación cortante del aire frío en su rostro, sus
manos hundidas en los tibios bolsillos de la parca verde.
Pensó en su madre. «Es casi la hora de comer», diría
Laura. «¿Dónde está Finny?»
«No lo sé —diría Stanley—. ¡Sylvan! ¿Sabes dónde
está tu hermana?»
Dejó atrás el viñedo, alejándose cada vez más de su
casa. Siguió el camino que serpenteaba por las colinas en
que las vacas pastaban por las tardes. Nunca había llega-
do más lejos, pero siguió caminando. Pasó por delante de
un establo ruinoso, con el techo hundido y la barandilla
de la entrada caída, en forma de X, y luego por delante

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de un pequeño estanque con una fuente que alguien ha-
bía construido en su propiedad. Finny oía el ruido del
agua. En el estanque había algunos pájaros de aspecto
exótico que debía de haber comprado el propietario. Te-
nían picos largos y puntiagudos y rayas negras alrededor
de los ojos. Las plumas estaban veteadas de colores vivos:
púrpura, dorado, verde. Miraron a Finny con sus ojos
pintados y expresión seria y arrogante, como las mujeres
con abrigos de piel y grandes bolsos de cuero que Finny
había visto en la avenida Madison, cuando había estado
en Nueva York. Vio una pluma azul y plateada sobre la
hierba, junto al estanque; la cogió y se la metió en el bol-
sillo.
Subió por una empinada loma cubierta de cebolla sil-
vestre, por lo que olía a comida. Cuando estuvo cerca de
la cumbre, donde la loma se volvía plana, vio un prado
más allá de otro vallado. Sin embargo, aquél estaba en
mal estado y, cuando Finny intentó subirse a él, cedió
bajo su peso. Estaba a punto de cruzarlo cuando uno de
los travesaños se rompió; Finny lanzó un grito y se cayó
de espaldas.
En realidad, no llegó a caer. Algo la detuvo, la sostu-
vo y la depositó cuidadosamente en la hierba.
—Gracias —‌dijo Finny, antes incluso de ver quién la
había salvado.
—De nada —‌dijo la voz de un muchacho, como vio
Finny al darse la vuelta. Era más bajo que ella y un poco
regordete de cara. Finny nunca había visto un cuerpo
como el suyo. Parecía el de un hombre, con sus anchos
hombros y sus fuertes brazos, pero era más pequeño y
tenía más cortas las piernas. Recordaba a una imagen
formada por dos: el tronco de un adulto y las piernas de
un niño.
—Te he visto acercarte al vallado —‌dijo el mucha-
cho— y sabía que no aguantaría. Una vez me hice daño
con él. Iba a avisarte, pero ya te habías subido. —‌Tenía
una voz aguda y una forma de hablar un tanto apocada,

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que no cuadraba con su cuerpo de adulto. Finny notó
que las mejillas se le arrebolaban un poco mientras le ha-
blaba.
—Gracias —‌repitió Finny, sin saber qué más decir.
No estaba segura de que él no estuviera buscando cum-
plidos.
Sin embargo, el muchacho se limitó a decir:
—Vamos. Voy a enseñarte la forma más sencilla de
cruzar.
Caminaron un poco a lo largo del vallado hasta lle-
gar a un punto en el que se habían roto dos travesaños,
de manera que bastaba con que se agacharan un poco
para pasar por debajo del más alto.
—Es más fácil pasar por debajo que por encima.
—Sobre todo para ti —‌dijo Finny sin saber por qué.
Las palabras habían salido de su boca, sin más; era su modo
de probar a las personas: presionar un poco para ver si
ellas también lo hacían. Pero lo que acababa de decir pare-
cía una maldad y Finny quiso disculparse. Al fin y al cabo,
él le había salvado la vida.
Sin embargo, el muchacho se limitó a reírse.
—Sí —‌dijo—, quepo en lugares estrechos.
Finny aún quería disculparse, pero el muchacho ca-
minó hasta el centro del prado, como si se hubiera olvi-
dado de lo que acababa de oír.
El centro del prado era también la cumbre de una co-
lina que dominaba el valle. El sol estaba casi oculto detrás
de los árboles y el cielo presentaba un color cristalino,
gris-azulado. Se sentaron sin decir nada. El valle parecía
un tablero de ajedrez gigantesco formado por maizales,
bosques y campos. La tierra estaba salpicada de establos y
alquerías, dividida por senderos de tierra y caminos ser-
penteantes. Finny oyó el grito lejano de un granjero que
llamaba a sus caballos desde los campos, el gorjeo de al-
gunos pájaros y un zumbido de insectos.
—¿Cómo es que conoces este sitio? —‌preguntó al
muchacho.

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—Vengo mucho —‌dijo él—, cuando mi padre está
en clase. Da clases de piano. Vivimos ahí abajo —‌añadió
señalando una casita de color marrón que, desde allí, pa-
recía apenas más grande que el salón de Finny—. Es
bastante pequeña —‌continuó—, de modo que me gusta
salir, si está con gente.
—¿Tienes hermanos?
—No. Sólo a mi padre.
—¿No tienes madre?
—No —‌dijo el muchacho, sin añadir nada.
—Yo me llamo Finny.
—Yo, Earl.
—Encantada, Earl —‌dijo Finny, y le tendió la mano.
Aquel gesto era una imitación de la forma guasona y co-
queta con la que su madre se presentaba a veces a los
hombres, pero no tenía otro.
Sin embargo, él le cogió la mano y la apretó firme-
mente. Finny notó que la mano le sudaba y que seguía
ruborizado.
—¿Cuántos años tienes? —‌preguntó Finny.
—Quince —‌dijo Earl—. Recién cumplidos.
—Yo, catorce —‌dijo Finny—, pero creo que me
comporto como si tuviera dieciséis, por lo menos.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues porque no conozco a nadie que me caiga bien
y tenga menos de diecisiete, salvo mi hermano, y eso sólo
a veces, cuando no se comporta como un lameculos.
—¿Qué edad tiene tu hermano?
—Dieciséis años. Vivimos allí —‌dijo apuntando en
dirección a su casa.
—Así debe de ser más fácil. ¿Vais juntos al instituto?
—Sí, pero a él no le gusta. Le parece demasiado sen-
cillo. Es un empollón.
Earl se rió.
—Entonces me alegro de que te caiga bien tu herma-
no —‌dijo.
—¿Por qué?

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El muchacho no respondió. Se puso de pie y se alejó
unos pasos, mientras la brisa le apartaba el cabello de la
cara. Finny pensó que así estaba más guapo, sin que el
pelo le cayera por la frente. Se quedó contemplando su
achaparrada silueta recortada sobre el cielo.
—Mi padre ha acabado —‌dijo él, y apuntó a su casa.
Finny vio un coche que se alejaba de ella: en el capó se
reflejaba una minúscula chispa de luz del ocaso. En la
entrada había otro coche, una ranchera marrón. Era del
padre de Earl.
—Era la última clase. Mejor me voy.
Finny quiso decir algo sobre lo bien que se lo había
pasado sentada allí con él, pero no sabía cómo hacerlo sin
parecer idiota, como si intentara conseguir que la invita-
se a volver o algo por el estilo. Nunca le gustaba parecer
necesitada, como si no supiera prepararse su propia co-
mida sin las sobras del elogio ajeno.
Entonces se acordó de la pluma, la de color azul y
plateado que había recogido junto al estanque de los pá-
jaros. Se la sacó del bolsillo.
—Toma —‌dijo ofreciéndosela a Earl—. La he en-
contrado mientras paseaba. Que pases buena noche.
Earl miró la pluma y se la metió en el bolsillo.
—Gracias —‌dijo—. Siempre la guardaré como un
tesoro. —‌Le cogió la mano para ayudarla a levantarse.
Cuando ella estuvo de pie, el muchacho hizo algo ines-
perado: acercó la mano de Finny a su rostro. Finny te-
mió que se la besara y a punto estuvo de gritar para dete-
nerlo. Detestaba la idea de una escena acaramelada, una
despedida romántica.
Sin embargo, Earl se limitó a pasarle rápidamente el
dorso de los dedos por su barbilla. Finny notó el tacto
rasposo de su barba. Era un gesto extraño, un cruce entre
el hocicar de un perro y algo que haría un hombre muy
anciano.
Después, el muchacho se marchó colina abajo hacia
su casa. Finny se fue por la otra parte de la colina y cruzó

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el vallado por donde Earl le había enseñado. Los grillos
habían empezado a cantar. Atravesó las colinas y cruzó
el antiguo viñedo, donde intentó encontrar las marcas
que había dejado antes con los pies. Sin embargo, la luz
era tenue y no pudo hallarlas.
Cuando dejó atrás el viñedo, echó a correr a lo largo
del vallado hacia su casa. «¿Dónde demonios te has meti-
do? —imaginó que le diría su padre—. Estábamos muy
preocupados. He estado a punto de llamar a la policía.»
Cada vez hacía más frío. Un perro —‌quizá Raskal—
ladró y lanzó un largo aullido. Por todo el valle empeza-
ban a encenderse luces que moteaban el campo como es-
trellas. Finny corrió hacia su casa, cuyas ventanas refulgían
con el avance del crepúsculo.
Dentro, su madre llevaba un guiso al comedor. «Lá-
vate las manos, Finny —dijo—. Estaba a punto de ir a bus-
carte.»

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