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cho y Sociedad (1235-1854), Madrid, Boletín Oficial del Estado, 2017; 1.013
págs. ISBN: 978-84-340-2378-9.
En la Edad Media existía el toro de muerte y el toro de vida. Eran las dos modali-
dades constatadas del toreo medieval, caballeresco y popular. El primero consistía en un
espectáculo a caballo, mínimamente ordenado y con una concepción del toro como ene-
migo o monstruo dañino que por eso mismo debía ser muerto, protagonizado por algún
jinete noble o pudiente de la villa o lugar en cuestión, que concluía, en efecto, con la
muerte del animal mediante la suerte suprema o lanzada. En cambio, el toro de vida era
un divertimento popular en el que el toro resultaba agarrochado y acañizado, es decir,
azuzado el ungulado con cañas y garrochas, mientras se sorteaban sus embestidas. En la
fiesta taurina popular, la muchedumbre, heterogénea y desordenada, se enfrentaba a una
bestia considerada un ser mítico, y hasta sobrenatural, al que se quería tocar para adqui-
rir su fuerza genésica, por lo que generalmente después era devuelta al campo, a la
libertad, aunque algunos toros morían durante la celebración del festejo. Respecto al
lugar de celebración, se corrían por las calles del casco viejo de la ciudad o villa, hasta
concluir en la plaza (Cap. I. Las fiestas de toros en el Derecho medieval español, pp. 127
y 149).
Ya a finales del siglo xv, la corrida de toros se había convertido en el festejo popu-
lar por excelencia, que suponía la culminación de toda celebración importante. Y una de
las escasas diversiones públicas en las que participaba toda la población, sin distinción
de grupos sociales. Destacaban, entre ellas, la llegada a la villa de los reyes y, sobre
todo, de los señores, que eran quienes se presentaban con mayor frecuencia. En esos
casos, el Concejo no reparaba en gastos, siendo agasajados los ilustres visitantes con
bailes y danzas, contratados los mejores músicos y juglares de los pueblos cercanos, y
se les hacía entrega de un vistoso presente, que solía consistir en sedas y terciopelos,
acémilas, dinero, o comida y bebida para el festín. No obstante, el acto más sobresalien-
te del ceremonial de recibimiento, y el que concitaba un mayor entusiasmo popular, era
la corrida de toros, minuciosamente cuidada hasta sus más mínimos detalles. Así se
desprende de las actas municipales de la villa palentina de Paredes de Nava, en el
siglo xv. Tenía lugar en la plaza principal del pueblo, la de la iglesia de Santa Eulalia,
donde se celebraba, asimismo, el mercado local. Allí se excavaba un foso y se colocaba
un corro de madera para proteger a los espectadores; a continuación, siempre a mayor
altura, se levantaba un tablado o sobrado, también de madera, donde se instalaban las
autoridades, que presidían el acto. Los toros, comprados unos días antes en las villas
próximas, eran traídos desde las afueras, e introducidos, a caballo, en la plaza. Daba
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tas de toros procedieron de algunos sectores de la Iglesia y del renacido Derecho roma-
no justinianeo elaborado por los doctores de la Universidad de Bolonia, ese Ius Commu-
ne que habría de protagonizar, hasta el Ochocientos, la vida jurídica europea.
II. Advierte la autora de la extensa obra que nos ocupa, la profesora Beatriz
Badorrey Martín, dúplice doctora –en Derecho por la Universidad de Castilla-La Man-
cha, y en Historia por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)–,
amén de Profesora Titular de Historia del Derecho y de las Instituciones de la UNED, de
la que es Secretaria General, que si bien el Derecho popular medieval, plasmado en los
Fueros municipales, respetó y reguló los espectáculos taurinos, en cambio, en las Parti-
das, de raíz erudita y que fueron receptoras del mencionado Derecho común romano-
canónico, no se hizo lo mismo. Hasta cuatro leyes del Código alfonsino aluden, total o
parcialmente, a las fiestas taurinas: P., I, 5, 57, prohibiendo a clérigos y prelados asistir
a las lidias de toros, con objeto de alejarlos de las tentaciones de la vida profana, al
identificarlas como un juego, en relación a los ludi romanos, los juegos y espectáculos
circenses, siendo considerado el correr toros, pues, como cosa profana y condenable
para la religión cristiana; P., III, 6, 4, que impedía ejercer como abogado al que lidiase
bestia brava por precio, por entender que ello cuestionaba su moralidad; P., VI, 7, 5, que
incluía entre las causas de desheredación el desempeño de oficios determinados, como
el de juglar o el que luchase con otro por dinero, o contra alguna bestia brava, contra la
voluntad de su padre; y P., VII, 7, 4, que trataba sobre los enfamados del derecho, siendo
calificados de infames, precisamente, los que lidiasen bestia brava por precio, y no para
probar su valor o para protegerse o proteger a un amigo. En suma, la influencia del ius
commune, junto con la mentalidad punitiva del Derecho justinianeo y de los Padres de
la Iglesia (San Agustín, San Ambrosio, San Jerónimo, San Gregorio Magno, San Juan
Crisóstomo), desembocó en que las Partidas no pretendiesen «terminar con la lidia de
toros, sino implantar una regulación aristocrática de la fiesta, concebida como un espec-
táculo ordenado y caballeresco, frente al tumultuoso toreo popular protagonizado por
los matatoros de a pie, profesionales que lidiaban por dinero» (Cap. I, p. 164 ab initio).
Ahora bien, esta regulación de las Partidas repercutió en la evolución del espectáculo,
hasta el extremo de que hizo que desapareciese el oficio de matatoros en la Baja Edad
Media, al declararlo deshonroso e infamante, como se ha visto. Ello supuso la práctica
desaparición de tales protomatadores en la Corona de Castilla, al ser condenados a la
segregación social y a la persecución por los jueces. De esta forma, simultáneamente se
propició la sustitución del toreo aristocrático, que ejecutaban los nobles a caballo de
modo gratuito, y como eficaz ejercicio de habilidad, fuerza y valor, por el toreo popular,
sin que se sepa realmente, por cierto, en qué consistía la práctica de este último. Tanto
las fuentes en latín medieval como en romance castellano resultan muy parcas, sin llegar
a describir las acciones taurinas, puesto que correr, lidiar y matar toros, como garro-
char, capear o alançar, eran acciones que realizaban tanto nobles como villanos. Parece
ser que los términos de torear y toreador no surgieron hasta 1550-1554, con el perfec-
cionamiento de la lidia. Tampoco las fuentes iconográficas medievales resuelven el des-
conocimiento aludido, ya que en las representaciones taurinas conservadas en el arte
español no figura el toreo a caballo, sino escenas en las que el liadiador es un plebeyo,
probablemente asalariado, por lo general hombres sin capa que entran a matar toros con
una azagaya o azcona (Cap. I, epígr. V. Las prohibiciones, núm. 2. Las Siete Partidas,
pp. 168-164 y epígr. VI. Evolución del espectáculo, pp. 164-167).
Y es que las corridas –o, mejor, juegos– de toros caballerescas eran un espectáculo,
y las corridas populares una fiesta. Espectáculo y fiesta ya consolidados, durante la
Edad Media, en muchos lugares de la Península Ibérica. Así ha quedado reflejado en los
fueros municipales, pero solo ligeramente, pues es sabido que estas pretéritas fuentes
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jurídicas, escritas, solo recogían una pequeña parte del Derecho vigente en una comuni-
dad local de vecinos: existían muchos preceptos orales, indubitados y reiteradamente
aplicados tanto por los mismos vecinos como por los jueces de cada lugar, constituyen-
do, de este modo, la esencial dimensión consuetudinaria del Derecho medieval. Ya
desde la Prehistoria consta, por el arte rupestre, la práctica ritual del enfrentamiento
entre el hombre y el toro, para burlarlo, como una especie de juego, junto a otras activi-
dades propias y derivadas de la caza. Ahora bien, el hecho de correr toros como fiesta,
es decir, como acto público en el que participaba toda la sociedad, y no como ejercicio
cinegético, ni demostración individual de habilidad, comenzó a practicarse, en muchos
pueblos de la Península, en la Edad Media. Y ello por una doble causa: la adaptación a
determinados rituales, como los esponsales, de la fuerza genésica que se reconocía al
animal; y la inclusión del combate con toros entre las costumbres de celebración de la
nobleza, junto con los torneos y justas o sus derivaciones, menos bélicas o más pacífi-
cas, de los juegos de cañas, de alcancía o sortija. Varias causas concurrieron para fomen-
tar la preeminencia del espectáculo taurino caballeresco: el espíritu de galantería, por el
que los caballeros se comprometían a dedicar los esfuerzos de su valor a su dama; la
influencia de algunos soberanos, que no solo autorizaban con su presencia dicho espec-
táculo, sino que también alternaban en las lides con los demás nobles; y la emulación
que pendía entre la nobleza cristiana y la caballería mora del Reino nazarí de Granada.
En sus juegos de toros, la nobleza pretendía mostrar su destreza y valor, montando a
caballo, su distintivo de privilegio social y militar, convertido en instrumento privilegia-
do de diversión.
En un principio, por tanto, la lidia del toro adquirió la doble condición de entrena-
miento militar y de ceremonia lúdica. La frecuente asistencia de los reyes a estos espec-
táculos caballerescos hizo que pronto se convirtiesen en funciones reales, esto es, en una
diversión habitual de la vida cortesana en los principales Reinos peninsulares. Algunos
monarcas, como los castellanos Juan II y Enrique IV, fueron muy aficionados a tales
ejercicios de caballería, entre ellos, el de los toros. No fue el caso de otros, que dejaron
muestras de su antitaurofilia, destacadamente Isabel la Católica, recelosa de sus riesgos
y peligros, con el apoyo de su confesor, fray Hernando de Talavera, a quien se puede
calificar de animalista avant la lettre, ya que criticaba con crudeza a quienes se deleita-
ban en hacer mal, y agarrochar y matar cruelmente a animales que no tenían culpa. Sin
embargo, la Reina Católica no se atrevió a suprimir las corridas de toros, seguramente
porque era consciente de que se trataba de una costumbre muy arraigada en muchos
pueblos de Castilla. Eso sí, hizo propósito de nunca asistir a ellas, e inventó un modo de
que fuesen menos peligrosas, mandando, en cierta ocasión, que a los toros les encajasen
o calzasen, en el corral, unos cuernos de bueyes muertos sobre los propios. En cualquier
caso, sabemos que, en la Castilla bajomedieval, todas las ceremonias regias, tanto de
acceso al poder o de consolidación del mismo (juramentos, coronaciones, victorias mili-
tares, tratados de paz, entradas triunfales en ciudades y villas, beatificaciones y canoni-
zaciones), como de tránsito vital (nacimientos, bautizos, bodas), solían ir acompañadas
de espectáculos taurinos. Así aconteció con motivo del nacimiento del príncipe Juan,
primer y único hijo varón de los Reyes Católicos, en 1478; o con ocasión de su enlace
matrimonial con la princesa Margarita, hija de Maximiliano I de Austria, celebrado en
Burgos, en 1497. Las celebraciones con toros también fueron uno de los espectáculos
favoritos de la nobleza y la realeza en el Aragón bajomedieval, al igual que en el Reino
de Valencia (corro de bous, bous al carrer), o en el de Mallorca, siendo menores y más
confusas las noticias respecto al Principado de Cataluña. Así, consta que fueron mata-
dos toros en la coronación de Alfonso IV el Benigno, en Zaragoza, en 1328. En el Reino
de Navarra, uno de los acontecimientos más festejados era el día de la rellevea de la
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madre, su salida en público una vez transcurrida la cuarentena del parto, como así ocu-
rrió en Olite, en 1400, con doña Leonor, madre del infante don Luis (Cap. I, epígr. I. Las
fiestas de todos en la Edad Media, núm. 1. Las fiestas de toros como espectáculo caba-
lleresco, pp. 27-50).
En la Edad Media, el pueblo, lúdico por excelencia, compartió juegos con la noble-
za, pero también creó sus propias diversiones. Frente al espectáculo de las corridas de
toros caballerescas, en las que se veía pero no se participaba, en los festejos taurinos
populares todos los vecinos del lugar asistían y participaban comunitariamente. En
algunos casos se trataba de corridas votivas, en honor de los santos patrones, general-
mente por haber librado de la peste, de una plaga, de cualquier otra calamidad pública.
El voto podía consistir en llevar al toro en procesión, aunque lo más habitual era correr
los toros por las calles de la localidad, hasta llegar a una plaza. Allí, el encierro se trans-
formaba en capea, pues los jóvenes se enfrentaban al animal ejecutando lances con una
capa o cualquier otro trozo de tela, a la vez que intentaban clavarle garrochas, una espe-
cie de banderillas. Además, se practicaban otras suertes, más o menos afortunadas,
como mancornar al animal, cuando un grupo de hombres recibían al toro sin otra defen-
sa que su propio cuerpo (forcados), puestos en fila e intentando soportar la embestida
encunándose el primero entre las astas, mientras los demás acudían de inmediato para
contrarrestar su fuerza y derribarlo; o saltar por encima del toro con una pértiga, que se
apoyaba en el suelo poco antes de su acometida. Un grabado de La Tauromaquia de
Francisco de Goya, que recoge este último lance, es el elegido para ilustrar la contracu-
bierta del libro. Se trata de una bella estampa, de las treinta y tres publicadas, más otras
once inéditas, en 1816, por el pintor aragonés. Aunque debió concebirlas, en un princi-
pio, para amenizar algunos pasajes del folleto editado, en Madrid, por la imprenta de
Pantaleón Aznar, en 1777, por otro ilustre, e ilustrado, taurófilo español, Nicolás Fer-
nández de Moratín: su Carta histórica sobre el origen y progresos de las fiestas de toros
en España. Se trata de una representación incruenta, donde no hay rastro alguno de
sangre, como pide la prudencia en los tiempos actuales, de amplio espectro ciudadano
de antitaurinos, no pocos furibundos antitaurómacos, y mayoría, en todo caso, de atau-
rinos, que si no desprecian la Fiesta, tampoco la aprecian en grado alguno. Por igual
sucede en la ilustración de la cubierta, El toro de Plasencia, con una de las escenas, la
número 144, de Las Cantigas de Santa María, de Alfonso X el Sabio, también caracte-
rizada por ser una representación incruenta, aunque mucho más dramatizada, por des-
contado.
Desde tiempos prehistóricos ha existido una serie de ritos de paso o de tránsito
vital, un tanto mágicos o sobrenaturales, estrechamente vinculados a los esponsales. Tal
sería el origen del rito del toro nupcial, o práctica que denotaría un comercio mágico
entre los seres humanos y el toro, con la finalidad de conquistar, estimular y aumentar el
poder generativo del varón, la fertilidad de la mujer, o simultáneamente ambas cosas.
De este modo, adorando al toro, el ser humano habría creado una parte importante de su
cultura. Este rito no habría perseguido la muerte del animal, lidiándose atado. Pues bien,
de esta conexión entre toro y esponsales se posee un valiosísimo testimonio gráfico, el
del milagro acaecido durante una fiesta taurina, celebrada con motivo de un matrimo-
nio. Acaba de aludirse a Las Cantigas de Santa María, de la segunda mitad del siglo xiii,
y en concreto a su miniatura núm. 144, consagrada a El toro de Plasencia. Su texto
revela cuán frecuentes eran los festejos taurinos en aquella época. Antes de desvelar su
contenido, conviene recordar que la práctica del toro nupcial está constatada en otros
Reinos peninsulares como los de Aragón y Navarra. Por ejemplo, algunas versiones de
la leyenda de los Amantes de Teruel, Diego Martínez de Marcilla e Isabel de Segura,
recogen dicho rito, afirmando que el día de la boda de Isabel, en 1217, su antiguo novio,
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Diego, mató un toro antes de dirigirse al aposento nupcial, para encontrar a su amada.
Según algún autor, los espectáculos taurinos caballerescos no habrían sido más que una
prolongación deformada, secularizada y lúdica, de ese rito popular del toro nupcial. En
lo que atañe al mentado Toro de Plasencia:
«Cuenta dicha cantiga que un caballero de Plasencia quiso festejar su boda tra-
yendo toros, y apartó el más bravo para correrlo en una plaza grande. En pleno festejo
tuvo que atravesar el coso un buen hombre, que había sido llamado por un amigo suyo,
clérigo y de nombre Mateo. El toro, al verlo, se fue hacia él para meterle los cuernos
por las costillas. Milagrosamente no sucedió así, porque el clérigo lo vio desde su ven-
tana y pidió vehementemente auxilio a Nuestra Señora, quien se lo prestó de inmediato,
haciendo que el toro cayera como fulminado. Fue tan providente el auxilio que el hom-
bre tuvo tiempo de acogerse al portal de su amigo y compadre, sano y salvo. Y aquel
toro, tocado por la providencia, perdió su nativa fiereza y no volvió a embestir. La
cantiga va ilustrada con cuatro [sic, con seis] preciosas miniaturas que nos permiten
conocer algunos datos sobre estos espectáculos en el siglo xiii. La gente se situaba
sobre el adarve de la muralla o en las galerías y ventanas altas de las casas que rodeban
la plaza. Algunos vecinos citaban al toro con capas desde lo alto del muro, mientras que
otros lo hostigaban lanzándole unos arponcillos de cola emplumada o rejones atados a
una cuerda que les permitía recuperarlos» (Cap. I, epígr. I, núm. 2. Las fiestas de toros
como espectáculo popular, pp. 50-57; la cita, en las pp. 54-55).
das de toros. Elaborado durante el reinado de Alfonso VIII, y promulgado hacia el año
1202, el precepto taurino más antiguo que se conoce es el situado bajo la rúbrica núme-
ro CXII, del Fuero de Madrid, que disponía, habiéndose debido añadir después de 1235,
que: Cualquier hombre que corriere vaca o toro dentro de la Villa, pague tres marave-
dises a los fiadores. De lo cual, se puede colegir que, ya en la primera mitad del
siglo xiii, se celebraban fiestas de toros en Madrid, con un lugar específico para tales
espectáculos, un coso situado debajo de la puerta de la Vega, a la izquierda del puente de
Segovia, ubicado más arriba que el actual. Y estaba prohibido causar heridas o lesiones
a los animales, concretamente lanzarles piedras y garrochas, no estando prevista, ni
permitida, su muerte, y sí solo provocar su embestida para correr detrás o delante del
toro. También en Zamora se conserva noticia sobre la costumbre inmemorial de la ciu-
dad de correr toros, todos los años, en las fiestas de su patrón San Ildefonso, así como en
las de San Juan y Santiago, costeándolas el regimiento a costa de los propios del conce-
jo. Confirmado el Fuero de Zamora, por Alfonso IX, en 1208, también tuvo adiciones,
como el capítulo núm. LXXXVI, de 1279, por el que: Defendemos que nenguno non sea
osado de correr toro, nen vaca brava enno cuerpo de la villa. La expresión ya consoli-
dada de correr el toro, origen de la denominación actual de la fiesta o corrida, constitu-
ye un argumento en favor del origen popular de la misma, frente a la teoría del toreo
como lucha caballeresca y deportiva. La utilización de un número indeterminado de
toros y vacas, frente al animal único característico del rito nupcial, induce a pensar que,
durante el siglo xiii, se estaba produciendo la transformación del antiguo rito rural del
toro de nupcias, caracterizado por la improvisación y la circunstancialidad, en unas fies-
tas ciudadanas más próximas al estilo caballeresco, ya que en ellas se corrían toros y
vacas bravas en un lugar específico, el coso, pese a que las plazas de toros estables no
fueron construidas hasta mediado el xviii (Cap. I, epígr. II. El Derecho medieval caste-
llano, 1. Fueros castellanos, pp. 57-67).
El vacío normativo de los fueros fue colmado, a partir del siglo xiii, con la promul-
gación creciente de ordenanzas locales. De ahí que el examen de las actas municipales
permita a la doctora Badorrey seguir indagando, de forma más completa y profunda,
sobre la tauromaquia en su dimensión jurídica e institucional, distinguiendo, en dichas
disposiciones concejiles (ordenanzas, acuerdos, bandos o autos de buen gobierno), sus
diversas materias abordadas: policía rural y urbana, abastos, festejos, organización y
funcionamiento municipales, fiscalidad concejil. En materia de policía rural y urbana,
numerosas ordenanzas y acuerdos prevenían los posibles daños causados por la acción
de los toros, al principio incluidos entre los provenientes del ganado que entraba en
mieses ajenas, como es el caso de las Ordenanzas del Concejo de Madrid, de 9-III-1380,
sobre la guarda de viñas, panes, dehesas y prados. Dado que de los juegos de cañas y las
corridas de toros solían nacer pendencias, por las banderías existentes en las ciudades,
tan peligrosas para la paz pública, las Ordenanzas de Valladolid, de 3-VII-1500, al pre-
ocuparse Sobre el correr de los toros, constituyeron una especie de incipiente reglamen-
to de las fiestas taurinas, con la novedad de hacer recaer la responsabilidad del buen
desarrollo del espectáculo en todo el Concejo, es decir, en el corregidor y los regidores
de la Villa, que, situados en un cadalso ad hoc, debían dirigir el festejo, impartiendo las
órdenes oportunas. En materia de abastos, las Ordenanzas solieron obligar a los carnice-
ros a que asumiesen el de los toros para los festejos municipales. Y es que, en torno a los
mataderos, situados a las afueras de las ciudades, se organizaban corridas de toros
improvisadas, generalmente prohibidas por los daños que causaban en las cosas y, sobre
todo, en las personas, al correr los animales por las calles. La costumbre era que los
arrendatarios u obligados al abastecimiento de cada localidad fuesen los encargados de
proporcionar los toros necesarios, asumiendo su entrega por saber apreciar mejor las
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condiciones del ganado para la lidia, con encargo de la compra y conducción de las
reses, desde las dehesas por guardas a caballo de los montes, hasta los corrales de las
plazas.
A finales de la Edad Media, las fiestas de toros eran una de las escasas diversiones
públicas que no distinguían grupos sociales en su participación. El acuerdo municipal
de asunto taurino más antiguo que se conoce es uno de Madrid, de 29-IX-1474, que
hace referencia, precisamente, al abono de unos toros. Porque las corridas se habían
convertido ya en una culminación festiva, en la que intervenían tanto lidiadores a pie,
que ejecutaban diversas suertes y recortes que no implicaban la muerte del animal, junto
con hombres a caballo, que sí se encargaban de dar muerte al toro, alanceándolo. Al
financiar los festejos taurinos, y organizarlos, los Concejos desempeñaron un importan-
te papel en los mismos, visible en esos cadalsos o tribunas de madera próximas a la
barrera, en las que se sentaban el corregidor y los regidores, mostrando su poder políti-
co, económico y social ante el pueblo. El estudio de los libros de acuerdos concejiles y
de los cuadernos de cuentas de los mayordomos municipales, con sus libranzas expedi-
das y sus cartas de pago justificatorias, desvela que la adquisición de toros era una par-
tida económica importante entre los gastos de la Hacienda municipal. Con la venta y
reparto de la carne y de las pieles de los toros lidiados, el Concejo pretendía sufragar, al
menos en una pequeña parte, dichos elevados gastos ocasionados por la celebración de
corridas oficiales. Encargados los carniceros de financiar algunos o todos los toros que
se corrían en su localidad, debían hacer entrega de las reses o de su equivalente en dine-
ro al mayordomo-receptor de las rentas concejiles (Cap. I, epígr. II, núm. 2. Ordenanzas
y acuerdos municipales castellanos, pp. 67-109).
Por lo que se refiere al Derecho medieval aragonés, tanto en el capítulo L, del
Fuero de Jaca de 1063 o 1076, confirmado y ampliado por Ramiro II, en 1134, y por
Alfonso II, en 1187, como en la Compilación de Huesca o Fueros de Aragón de 1247
–no así en el Fuero de Teruel–, existen referencias a la celebración del rito del toro nup-
cial, regulando la exención de los daños causados, con tal motivo, por vaca o buey. En
cambio, en el originario o auténtico Fuero de Sobrarbe no es probable que se recogiese
disposición alguna sobre la fiesta de toros. A su vez, en las ordenanzas y los acuerdos
municipales de la Corona de Aragón resultaron prohibidos los festejos taurinos particu-
lares e improvisados, esto es, las carreras de toros organizadas por los carniceros en las
calles y arrabales de la ciudad, según se recoge en las Ordenanzas de Valencia,
de 16-IX-1339. Se trataba de evitar los daños personales y reales que solían ocasionar
los festejos organizados por los carniceros u obligados al abasto de carne, que aprove-
chaban, ya se sabe, la llegada de reses al matadero para correrlas improvisadamente. En
muchas ciudades y villas importantes del Reino de Aragón había un Campo del Toro,
que era el lugar donde se desarrollaban diversos juegos caballerescos como justas, cañas
y torneos, y donde también se corrían, garrochaban y alanceaban astados. Acotado con
tapias de tierra y piedra, en uno de sus laterales se montaba un graderío o cadafalso,
desde el que las autoridades y las visitas ilustres contemplaban el espectáculo. Los obli-
gados tenían que garantizar la bravura de las reses y, en función de su edad, si eran
menores de tres años se trataba de novilladas o capeas, y si mayores, festejos mayores
de toros. En muchas localidades se nombraba una comisión de regidores, a los que se
cometía la compra de los toros en las dehesas y sierras próximas a la localidad, el cerra-
miento de las calles y el acondicionamiento de las plazas para el espectáculo. Aunque
las crisis económicas también afectaron a los festejos taurinos: por ejemplo, en la ciu-
dad de Valencia fueron suspendidos, en 1390, todos los banquetes y corridas que venían
celebrándose, con cargo a las rentas concejiles de propios. Porque había, asimismo,
festejos taurinos de carácter privado, que dependían de las cofradías, los gremios y las
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fuerza sobrenatural pagana, a la que se pretendía tener propicia con tal inmolación ani-
mal. Ahora bien, como explica detenidamente la profesora Badorrey, el análisis calmo
de la constitución sinodal quinta de Segovia, de 1216, concluye que se está ante una
errónea traducción. En latín, el toro se designa como taurus o urus, pero este último
vocablo, el de uribus, alude más bien a «bisonte o búfalo», siendo el ablativo plural uris,
y no uribus. La lectura mejor no es lude uribus, sino lude turpibus: nec assistat lude
turpibus, «no asista a juegos deshonestos». La norma canónica prohibiría a los clérigos
estar presentes donde se realizasen juegos deshonestos o ilícitos, y tanto jugar como ver
jugar, y no haría referencia alguna a su asistencia a los espectáculos taurinos. Por otra
parte, está claro que la presencia del clero en los festejos era una costumbre ya muy
arraigada en el siglo xiii (Cap. I, epígr. V. Las prohibiciones, núm. 1. El Sínodo de Sego-
via de 1216, pp. 149-158).
IV. El recorrido por este fundamental Capítulo I. Las fiestas de toros en el Dere-
cho medieval español (pp. 27-167), pone de relieve muchas de las virtudes de la obra de
las dos veces doctora Badorrey. En primer lugar, su estilo ágil, ameno, ordenado y sin-
tético hace muy grata la lectura, y facilita, para el lector, la comprensión de su conteni-
do. Que también propicia un muy meditado, detallista y cartesiano Índice general
(pp. 7-16), cuya distribución de materias, cronológica, conceptual y material, permite
una comprensión muy racional del contenido de la obra. Los cinco grandes capítulos
remiten a una clasificación estricta y lógicamente temporal, abordándose el estudio his-
tórico de la tauromaquia en la Edad Media; en la Edad Moderna (distinguiendo el
siglo xvi, del xvii y el xviii), que es cuando la Fiesta Nacional consolida su estructura
como espectáculo popular a la vez que profesionalizado, desligándose de su origen
gemelar caballeresco; y en la Edad Contemporánea, a sus inicios del siglo xix, dete-
niéndose cuando cristaliza normativamente su desarrollo mediante los primeros Regla-
mentos taurinos, de Cádiz en 1848, de Madrid en 1852, y de La Habana en 1854. Luego,
dentro de cada capítulo, sus sucesivos epígrafes se reiteran, consiguiendo uniformidad
de análisis y de interpretación en cada uno de ellos, lo que igualmente mejora la com-
prensión lectora. En primer lugar, se aborda el desarrollo de las fiestas de toros en cada
uno de dichos períodos (Edad Media, siglos xvi, xvii, xviii y xix), distinguiendo entre
los espectáculos caballerescos y populares, o lo que pronto será lo mismo, entre los
festejos reales y populares. A continuación, el examen territorial o regnícola de su regu-
lación normativa, diferenciando el Derecho castellano –e indiano, desde el Quinientos–,
el Derecho aragonés y el Derecho navarro, comenzando por los fueros municipales
medievales y, sobre todo, centrándose en las abundantes disposiciones concejiles: orde-
nanzas, acuerdos y bandos municipales, con detenido escrutinio de sus preceptos sobre
la policía rural y urbana, los abastos, los festejos, la organización y el funcionamiento
municipales, y la fiscalidad concejil. Finalmente, se acude al ámbito de las prohibicio-
nes, espirituales y temporales, eclesiásticas y civiles, que secularmente han recaído
sobre la tauromaquia, en forma de bulas pontificias o de reales pragmáticas y cédulas,
con la consiguiente repercusión en su evolución. Unas postreras y nutridas Conclusio-
nes (pp. 927-945), recuerdan el origen académico de la obra, una tesis para el grado de
doctor en Historia –dirigida por el catedrático y académico de número de la Real de la
Historia, Carlos Martínez Shaw–, y ameritan el valor y el estímulo que han impulsado
para elaborar una y conseguir otro, por parte de su erudita autora.
La estructura del libro es mérito no menor, y sí muy principal, del libro: una segura
guía para un histórico viaje festivo-taurino por la Península Ibérica, que navega sobre un
extraordinario océano bibliográfico, deudor de una rica documentación archivística
consultada a través de dicha bibliografía, con el complemento de la directa consulta e
indagación personales de la doctora Badorrey en varios repositorios documentales, de
AHDE, tomo LXXXVII, 2017
808 Bibliografía
los que se informa a través de la nutrida lista de Abreviaturas (p. 17): Archivo Histórico
Nacional de Madrid, Archivo General de Simancas, Archivo General de Indias en Sevi-
lla, Archivo General de Navarra en Pamplona, Archivo Histórico Provincial de Zarago-
za, Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, Biblioteca Nacional de Madrid,
Biblioteca Carriquiri en Madrid... Todo ello como tributo granado de una certera organi-
zación y disposición investigadoras, que es rasgo cualitativo que ha posibilitado el éxito
final de la empresa. De tal completa estructura da cuenta la Introducción (pp. 19-25),
que parte del análisis del fenómeno taurino en el marco de ese observatorio privilegiado
de la sociedad que es la fiesta, entendida y estudiada en cualquiera de sus manifestacio-
nes: lúdicas, religiosas, dramáticas, espectaculares, transgresoras, etc. Sin olvidar la
plural perspectiva de atención que ha suscitado de siempre el mundo taurómaco, por
parte de filósofos, sociólogos, antropólogos, psicólogos, historiadores, juristas, artis-
tas... El origen del libro, inicialmente dinámico pero modesto, tres conferencias dictadas
en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación por quien, académica correspon-
diente es también secretaria académica de su sección de Historia del Derecho (Las fies-
tas de toros en el Derecho medieval español, de 1-III-2001; Las fiestas de toros y el
Derecho canónico: siglos xiii-xvi, de 4-IV-2002; Las fiestas de toros en el siglo xvi:
aspectos jurídicos, de 4-IV-2003), se ha expandido cronológica y materialmente, hasta
abarcar desde las primeras manifestaciones normativas e institucionales, que se encuen-
tran en algunos fueros municipales del siglo xiii, hasta la aparición de los primeros
reglamentos de plaza, a mediados del xix. Cuya promulgación supuso la intervención
del poder público, a través de la Administración central y delegada, por medio de los
Gobernadores civiles, en la regulación de la fiesta de toros, dando paso así a una nueva
etapa del Derecho taurino, la actual, ante la que la autora ha preferido detenerse. Perfi-
lado el tema, la sistematización indagadora ha percutido en una triple delimitación: la
temporal, eligiendo el corte cronológico secular, después del período medieval; la terri-
torial, acudiendo a la regnícola de Castilla, Aragón y Navarra, dejando al margen la
Corona de Portugal, que siguió una trayectoria política ajena a lo que posteriormente
habría de constituir la Monarquía de España; y la material, asentada en la propia docu-
mentación recopilada, amén de las disposiciones forales y canónicas, fundamentalmen-
te ordenanzas municipales y acuerdos concejiles, sin preterición de pregones y bandos.
Junto a la regulación jurídica, cada capítulo se ve enriquecido con el estudio de la rele-
vancia social de los festejos taurinos, tanto regios como populares, y de la evolución
técnica del espectáculo. Sin olvidar ese ya mencionado apartado destinado al compo-
nente polémico que siempre ha acompañado, históricamente, a la tauromaquia: las pro-
hibiciones, eclesiásticas y civiles. Una exhaustiva relación de impresas y manuscritas
Fuentes y bibliografía (pp. 947-995), avaloran el texto, sus ideas, tesis e hipótesis. No
hay noticia taurina, por remota o recóndita que sea, que no haya merecido ser rastreada
bibliográficamente. Posibilitan una más cómoda exploración de todo ello, para el lector,
unos útiles Índice de materia y topónimos (pp. 997-1008), e Índice onomástico
(pp. 1009-1013) 5.
5
Una parte nada desdeñable de esa bibliografía histórico-taurina procede de la misma auto-
ra, en monografías como las siguientes: Badorrey Martín, B., «La presidencia de las fiestas de
toros: Un conflicto de jurisdicción entre el Corregidor de Madrid y la Sala de Alcaldes en 1743»,
en el Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, 69 (1999), pp. 463-483; Id., «Primeras
disposiciones jurídicas sobre las fiestas de toros», en VV. AA., La Fiesta de los Toros ante el Dere-
cho, Madrid, 2002, pp. 21-43; Id., «Los Sínodos diocesanos medievales y las Fiestas de toros», en
las Actas de las IV Jornadas de Historia de la Abadía de Alcalá la Real. Homenaje a Don Antonio
García y García, Jaén, 2003, pp. 369-386; Id., «La normativización del festejo taurino a principios
de la Edad Moderna», en Aula de Tauromaquia III, Madrid, Universidad San Pablo CEU, 2005,
En vista de todo lo que precede, resulta manifiesto que la originalidad de esta Otra
Historia de la Tauromaquia radica en la perspectiva amplia, pero centrada en lo jurídi-
co, que ha animado a Beatriz Badorrey para tejerla historiográficamente. Su punto de
vista es, obviamente, el de una historiadora del Dereecho y de las Instituciones, obser-
vando el fenómeno taurino desde el ángulo esencialmente conexo e integrado del dere-
cho, el poder y la sociedad, todo ello presente en su articulación festiva, de espectáculo
popular, por muy profesionalizados que parezcan, y aparezcan, sus protagonistas, los
matadores de toros, que encauzan la diversión popular en una organización reglamenta-
da de las suertes de vida y muerte que, trascendentemente, se concitan en el ruedo de
una plaza de toros.
V. En una centuria muy festiva como fue la del Quinientos en España, las corridas
de toros se afianzaron, desde luego, como uno de los principales eventos relacionados
con la realeza. Sabemos que Carlos V, tan aficionado a los ejercicios y maniobras mili-
tares, se sintió atraído por el espectáculo taurino, y que asistió a uno de ellos, por vez
primera, a los dos días de desembarcar en la Península Ibérica, en Villaviciosa, el 21-IX-
1517. Es más, personalmente alanceó un toro en Burgos, el 25-VI-1524. Su hijo y suce-
sor en el trono, Felipe II, no fue tan aficionado, pero su vida estuvo jalonada de fiestas
de toros: sus cuatro matrimonios, el nacimiento de sus hijos, las victorias en los campos
de batalla europeos, las recepciones de embajadores, las visitas de príncipes extranje-
ros... Como consecuencia de las prohibiciones pontificias, los festejos taurinos se vieron
interrumpidos durante algunos años del reinado de Felipe II, pero pudieron reanudarse,
con normalidad, en el último decenio del xvi. Por aquellos tiempos, no había pueblo en
España donde no se organizasen corridas de toros, todos los años. Fue entonces cuando
se consolidó la costumbre de celebrar las fiestas locales principales con festejos tauri-
nos. Uno de ellos, popular aragonés, era la tradición del toro jubillo –así llamado por el
gran júbilo que provocaba este divertimento–, que consistía en embarazar, en las astas
del animal, unos ovillos de alquitrán encendido, como modo de evitar desgracias, pues
el toro perdía sus aceradas puntas y, con ello, su principal defensa. Se constata, en fin, la
vinculación cada vez más estrecha de las fiestas religiosas y patronales con los festejos
taurinos (Cap. II. La regulación de las fiestas de toros en el siglo xvi, epígr. 1. Las corri-
das del toros en el siglo xvi, pp. 169-189).
El toreo popular continuaba siendo, empero, un espectáculo caótico. El público se
lanzaba espontáneamente al ruedo, armado de los más variados medios de defensa y
pp. 213-227; Id., «Los Toros en el Virreinato del Perú», en los Estudios de Tauromaquia (II),
Madrid, CEU Ediciones, 2007, pp. 295-332; Id., Antonio de Capmany y Montpalau: Un catalán
defensor de las corridas de toros en las Cortes de Cádiz, Madrid, CEU Ediciones, 2007; Id.,
«Fiestas populares: Derecho y Tauromaquia en la Castilla medieval», en Javier Alvarado Planas
(coord.), El Municipio medieval: Nuevas perspectivas, Madrid, Sanz y Torres, 2009, pp. 599-642;
Id., «Principales prohibiciones canónicas y civiles de las corridas de toros», en Provincia, Mérida,
Venezuela, 22 (julio-diciembre, 2009), pp. 107-146; Id., «Las Cortes de Cádiz y las diversiones
populares: el teatro y los toros», en José Antonio Escudero (dir.), Cortes y Constitución de Cádiz:
200 años, 3 vols., Madrid, Espasa, 2011, vol. II, pp. 133-153; Id., «Las prohibiciones canónicas de
las fiestas de toros en Nueva España», en el Boletín Mexicano de Derecho Comparado, México,
131 (mayo-agosto, 2011), pp. 477-505; Id., «El Sínodo de Segovia de 1216 y las fiestas de toros»,
en la Revista de Estudios Taurinos, Sevilla, 32 (2012), pp. 87-102; Id., «Los debates sobre las
fiestas de toros en el Consejo de Castilla a fines del Antiguo Régimen», en el Homenaje a José
Antonio Escudero, 4 vols., Madrid, Editorial Complutense, 2012, vol. II, pp. 295-317; e Id., «La
responsabilidad por daños en festejos taurinos populares: una revisión crítica histórica y jurispru-
dencial contemporánea», en la Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, Madrid, XCII, 755
(2016), pp. 1650-1676.
cerías de pagar los toros (Cap. II, epígr. 2. Regulación jurídica, núm. 1. El Derecho
castellano, pp. 189-252).
Las fiestas de toros, organizadas desde el primer momento en las ciudades princi-
pales de la América Hispánica, fueron también, junto a las carreras de caballos, los jue-
gos de cañas y los naipes, las diversiones favoritas. En la festividad de San Juan del
año 1526, se sabe que Hernán Cortés estaba en la ciudad de México-Tenochtitlán,
jugando cañas y toros, cuando recibió un mensaje con cartas reales en el que se le noti-
ficaba la inminente llegada, como su juez de residencia, del licenciado Luis Ponce de
León. Aunque se considera que la primera corrida de toros en el Nuevo Mundo fue la
celebrada, también en México, el 13-VIII-1529, festividad de San Hipólito, para conme-
morar la conquista de la ciudad ocho años antes. Otro conquistador, Francisco Pizarro,
fue el que llevó los toros al futuro Virreinato del Perú, teniendo lugar la primera corrida,
en la ciudad de Lima, el 29-III-1540, segundo día de Pascua de Resurrección, y en ella,
Pizarro mató el segundo toro a rejonazos. Preocupados por la seguridad de los vecinos y
del público asistente a los espectáculos taurinos, tanto los Cabildos indianos como sus
vecinos participaban en el cierre de plazas y calles. Pese a que el número de toros bravos
o encastados debió ser muy escaso al principio, y que luego proliferaron los toros cima-
rrones, que crecían libremente en parajes montuosos, siendo cazados en monterías, los
primeros toros de lidia debieron llegar a América a partir de la promulgación de una RC
de Carlos V, de 15-IX-1541, que autorizó y reglamentó las corridas en sus dominios de
las Indias, al mismo tiempo que permitía el embarque de «toros finos para la lidia y el
de diestros en el arte taurómaco». También los indios se aficionaron y participaron muy
pronto en las corridas, no así los negros, libres o esclavos. Los gastos ocasionados eran
financiados por los Cabildos, con cargo a los bienes de propios. Al igual que en la Coro-
na de Castilla, en los reinos de la de Aragón también se organizaron fiestas de toros,
para conmemorar acontecimientos felices o para festejar a los santos locales. En los
libros de actas municipales de los Concejos aragoneses, ha comprobado la profesora
Badorrey que aparecen relacionados frecuentes incidentes provocados con motivo de
tales festejos taurinos, no siendo extraño que algunos acuerdos concejiles refieran el
pago de indemnizaciones. Y en los libros de la clavería y los cuadernos de libranzas
municipales, las relaciones de gastos remiten a los de adquisición de los toros, abono a
los toreros, reparación de corrales y toriles, etc. En el Reino de Navarra, el resurgimien-
to demográfico y económico, experimentado a lo largo del Quinientos, explica el gusto
de la sociedad por solemnizar los principales acontecimientos civiles y religiosos con
grandes alegrías: hogueras, alardes de armas, fuegos de artificio, ornamentaciones calle-
jeras, músicas, danzas, comedias y, desde luego, también toros en forma de encierros y
capeas, o de toros de soga. El toro ensogado se dejaba correr por las calles de la ciudad,
con el consiguiente peligro para sus vecinos. Al objeto de frenar el descontrol y evitar
víctimas, el Consejo Real de Navarra prohibió correr toros o bueyes ensogados en todo
el Reino, pero no se cumplió esta proscripción, pues, hasta 1869, se sabe que sí se
corrieron, por ejemplo en Tudela. El espectáculo habría partido del toro encerrado en un
local del antiguo matadero, atado por los cuernos, mientras que el otro cabo de la cuerda
se anudaba a un poste clavado en mitad de la plaza. La cuerda era lo suficientemente
larga como para llegar casi hasta las entradas de las casas, que permanecían abieras para
refugio de la gente (Cap. II, epígr. 2, núms. 2. Derecho indiano, 3. Derecho aragonés y
4. Derecho navarro, pp. 252-308).
El siglo xvi, que fue el de la conversión constatada de las fiestas de toros en el
espectáculo favorito de los españoles, también fue, paradójicamente, el de surgimiento
y la consolidación de sus principales prohibiciones, civiles y canónicas. Las primeras
voces críticas aparecieron entre los procuradores de las Cortes castellanas, pero no para
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812 Bibliografía
copales por haberse atrevido a organizarlos, como Orihuela en 1575; y no pocos burlaron
la prohibición pontificia, como Toledo en 1572, corriendo bueyes, vacas y novillos,
dado que la bula solo aludía a la lidia de toros.
Atendiendo a los ruegos de Felipe II, no obstante, el papa Gregorio XIII, a través
de su breve Exponi nobis, de 25-VIII-1575, suprimió la excomunión latae sententiae
–por la que se incurría en ella inmediatamente, con solo cometer el acto prohibido–,
contra quienes organizasen corridas en su jurisdicción, dejando solo la ferendae senten-
tiae –por la que, para incurrir en ella era preciso, además del acto prohibido, sentencia
judicial sobre él–, que afectaba tanto al clero secular como al regular. Además, mandaba
que no se celebrasen corridas en los días de fiesta. Su efecto fue inmediato: así, en Bil-
bao, que tenía suspendidos los festejos taurinos desde 1567, se reanudaron en 1577.
Denunciando la postura de los teólogos y canonistas de la Universidad de Salamanca,
que defendían públicamente la asistencia de los clérigos con órdenes sagradas a los
toros, el papa Sixto V, con su breve Nuper siquidem, de 14-IV-1583, volvió a poner en
vigor la bula de Pío V, de 1567. No obstante, las corridas se hallaban ya tan arraigadas
en el pueblo español que Felipe II se dirigió a la Santa Sede nuevamente, y ante un
nuevo Romano Pontífice, Clemente VIII, volvió a suplicar una resolución definitiva
sobre la cuestión, aduciendo el argumento del adiestramiento militar, que habría de
resultar definitivo. Y ello porque otro breve, ahora del papa Clemente VIII, Suscepti
numeris, de 13-I-1596, levantó todas los anatemas y censuras antitaurinas, excepto para
el clero regular. Pero no cerró el posterior debate, ya que los clérigos regulares y los
frailes mendicantes continuaron asistiendo a las corridas de toros, y la Iglesia prohibién-
dolas, aunque no fuese pecado mortal presenciarlas, existiendo curas-espectadores
junto a curas-toreros, que participaban en el correr de los toros a través de calles y pla-
zuelas hasta el coso, citando y sorteando, luego, las embestidas de las fieras (Cap. II,
epígr. 3. Las prohibiciones civiles y canónicas de las fiestas de toros, pp. 308-343).
VI. En el siglo xvii, la corrida de toros se había convertido –asevera la profesora
Badorrey– en la fiesta nacional por excelencia, no concibiéndose celebración solemne
alguna, tanto civil como religiosa, sin la presencia de este elemento festivo. Y es que un
rasgo significativo del Barroco hispano fue su carácter festejante, con proliferación de
espectáculos de toda clase y condición. A ello se sumó el hecho, nada indiferente, de
que Felipe III y Felipe IV resultaron ser muy aficionados a los toros; y Carlos II, aunque
menos, también asistió con frecuencia a las corridas. El toreo caballeresco mantenía su
doble función de diversión pública y entrenamiento militar, aunque cada vez más deca-
dente, sobre todo en la segunda mitad del xvii; y el toreo popular, en su modalidad de a
pie, adquirió tal grado de profesionalidad que, por lo menos desde mediados del Seis-
cientos, existía un circuito profesional y un elenco de toreros, que ajustaban su remune-
ración con los regidores de las villas. Hasta en las lejanísimas islas Filipinas hubo corri-
das de toros, al menos desde 1619. Por cierto que existió un primer intento de
reglamentación de la tauromaquia, el del doctor Cristóbal Pérez de Herrera, protomédi-
co de las Galeras de España, quien, en su Discurso en que suplica a la Magestad del Rey
don Felipe nuestro Señor, se sirva mandar ver si convendrá dar de nuevo orden en el
correr de toros, para evitar los muchos peligros y daños que se veé con el que oy se usa
en estos Reynos, impreso, en Madrid, en 1597, propuso una reforma del espectáculo,
limitando los festejos taurinos a uno o dos cada año, y en cada ciudad; disminuyendo las
defensas de los toros, poniendo burladeros, estableciendo un número mínimo de lidia-
dores a caballo, prohibiendo la presencia de aficionados en el ruedo; y garantizando la
atención sanitaria y espiritual de los participantes, proporcionando, a costa de los pro-
pios de la ciudad, sillas para el traslado de los heridos, camas, cirujanos y medicinas en
los hospitales (Cap. II, epígr. 4. Un primer intento de reglamentación, pp. 344-345).
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814 Bibliografía
festejos por el propio clero regular. En cambio, mientras que muchas cofradías, hospita-
les y casas de misericordia organizaban festejos con los que obtener fondos para sus
fines asistenciales y caritativos, otras prohibían a sus hermanos cofrades la asistencia,
como la Santa Escuela de Cristo, fundada, en la villa cordobesa de Cabra, en 1669. Pese
a todo, los religiosos, conminados por las prohibiciones expresas de Pío V, Gregorio XIII
y Clemente VIII, no solían acudir a las plazas de toros, y cuando lo hacían, se ocultaban
o disimulaban su presencia. Todavía hubo una segunda intromisión pontificia en el
mundo taurino, por este último motivo, con el añadido de las muertes y heridos con que
solían terminar tales espectáculos. Un breve del papa Inocencio XI, Non sine gravi,
de 21-VII-1680, no prohibió las fiestas de toros, pero sí tratar de evitar lesiones y muer-
tes, e impedir la asistencia de eclesiásticos. Parece, no obstante, que las cosas cambiaron
poco, y el clero persistió en su asistencia a los festejos taurinos. Una prueba indirecta de
tal inobservancia es el canon 140, del Código de Derecho Canónico (CDC), de 1917,
que volvió a proscribir la presencia clerical en las plazas. Todo lo contrario del vigente
CDC de 1983, que ya no incluye prohibición alguna (Cap. III, epígr. 3. Las prohibicio-
nes, pp. 501-524).
VII. Desde el punto de vista de la evolución del espectáculo taurino, llegó a su
plenitud el toreo ecuestre en el reinado de Felipe IV, con predominio de la suerte del
rejoneo frente al uso de la espada o el desjarrete. Llama la atención, sin embargo, que el
momento de mayor auge del toreo ecuestre coincidiese con el nacimiento del toreo pro-
fesional a pie, surgido en los mataderos, como ya se ha anticipado, sobre todo sevilla-
nos, como diversión de carniceros, matarifes y otros empleados, antes de que las reses
traídas de las dehesas fuesen sacrificadas. Durante el reinado de Carlos II, el espectácu-
lo aristocrático, aunque permaneció, definitivamente entró en decadencia, cambiando
de estatuto los principales actores, al ser comprados los toros y pagados los toreros. Al
abandonar el ruedo los caballeros, asumieron la lidia completa matarifes y lacayos, la
suerte de matar entre ellas, que ya venían practicando desde tiempo inmemorial: «Pare-
ce que el toreo moderno, que se inicia en los años finales del siglo xvii y en las primeras
décadas del xviii, no tendría un origen único, sino que sería el resultado de la conjun-
ción de múltiples factores y circunstancias: [...] las capeas populares, el toreo caballe-
resco, la tradición navarra ‘de ganaderías bravas’, la experiencia sevillana del matade-
ro», el primitivo toreo de muleta y la suerte de banderillas (Cap. III, epígr. 4. Evolución
del espectáculo, pp. 524-529; la cita, en las pp. 528-529). Ya en el siglo xviii, la Guerra
de Sucesión, al dejar exhaustas las arcas municipales, hizo que disminuyese el número
y la suntuosidad de los festejos taurinos. Esta penuria financiera se vio prolongada por
la actitud del nuevo monarca, Felipe V, que no se aficionó al espectáculo, al igual que
sus sucesores en el trono, sus hijos Fernando VI y Carlos III, de los que no hay constan-
cia de que asistiesen a alguna de las muchas corridas que se organizaron con ocasión de
sus respectivas regias proclamaciones. Mientras tanto, el toreo a pie, que se iba afian-
zando, introdujo nuevas suertes y lances como el de los varilargueros de Salamanca,
protagonistas de la fiesta en el tránsito del toreo a caballo al de pie. Se consagra la dua-
lidad de espectáculos taurinos: las corridas de toros de vida, que pasaron a denominarse
festejos menores, vaquillas o capeas (novilladas, toros de ronda, toros de soga o maro-
ma); y las de muerte, festejos taurinos mayores o corridas stricto sensu, en las que, junto
al rejón de muerte se fue introduciendo la vara larga.
Ahora bien, la actitud distante de la nueva dinastía Borbón se contrapuso a la atrac-
ción, cada vez mayor, que el pueblo sentía por la Fiesta, identificada con los toros de
muerte. Por eso mismo, el Setecientos español fue una centuria muy taurina. Las Maes-
tranzas de Caballería, sobre todo las andaluzas –fundadas entre 1670, la de Sevilla, y
1731, la de Jaén; más las de Valencia en 1690, La Habana en 1713, Palma de Mallorca
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816 Bibliografía
ción hecha de los pueblos del Reino que tuvieren concesión perpetua o temporal con
destino público, útil o piadoso, del producto económico de las corridas. Y así fue pro-
mulgada la mencionada Real Pragmática de 9-XI-1785 (Nov. R., VII, 33, 6).
Cuyos efectos ha comprobado la profesora Badorrey Martín, asimismo, que fueron
variables. En algunas ciudades, inmediato, siendo suprimidas –en la práctica, temporal-
mente–, las corridas de toros de muerte como en Sevilla, Granada o Zaragoza; en otros
lugares, las arbitrariedades cometidas fueron numerosas, puesto que el Consejo de Cas-
tilla hizo una interpretación demasiado laxa de la excepción, abundando las solicitudes
de licencia e incluso las vías de hecho: así, en Valencia en 1786, en Ronda en 1789, en
Zaragoza también en 1789, en Calasparra en 1790, en San Clemente en 1790 y 1791, en
Zamora, en 1796, etc. Carlos IV, además de suceder en el trono a su padre, heredó su
política de acabar con las corridas de toros, por lo que, consciente de que era burlado, en
muchos lugares, el espíritu de la Pragmática de 1785, corriendo toros y novillos de cuer-
da por las calles, de día y de noche, promulgó la Real Provisión de 30-VIII-1790, que
prohibía esta práctica (Nov. R., VII, 33, 8).
También durante su reinado, el secretario de Estado y del Despacho de Gracia y
Justicia, José Antonio Caballero, remitió al gobernador del Consejo de Castilla, el conde
de Montarco, una Real Orden, de 27-VIII-1804, para que informase sobre la solicitud de
varios pueblos (Jerez de los Caballeros, Alicante, Almagro, Vitoria), que deseaban tener
corridas de toros de muerte. En su oficio de respuesta, Montarco hizo repaso de los
motivos prohibitorios ilustrados: por el grave daño que los festejos ocasionaban a la
agricultura y la ganadería, con la disminución del ganado de labor y de la cría de vacu-
no; por las pérdidas laborales, de días de trabajo destinados a la fiesta; por la cuestión
moral, de los graves accidentes y muertes que había en cosos y ruedos. Pasado el expe-
diente a dictamen de sus tres fiscales, por el Consejo Pleno el 29-VIII, en sus informes,
Gabriel de Archutegui y Francisco Arjona se mostraron conformes con el parecer del
gobernador; y solo Simón de Viegas manifestó su opinión favorable al mantenimiento
de las corridas de toros, coincidiendo con los argumentos de Francisco de la Mata, y
estimando que la pérdida de jornales de los menestrales era una cuestión de economía
doméstica en la que no debía intervenirse. En cambio, el Consejo Pleno de Castilla, en
su consulta de 20-XII-1804, consideró urgente y necesaria la absoluta cesación de las
fiestas de toros y novillos de muerte, recordando, desde el punto de vista moral, las dis-
posiciones pontificias prohibitivas; desde la perspectiva política y de utilidad pública, la
representación de Aranda de 1770, el dictamen de la Junta ad hoc de 1771, la consulta
consiliar de 1773, y la Pragmática de 1785; y desde el plano de las costumbres, la nece-
sidad de abolir un espectáculo cruel, una «reliquia de paganismo», que solo servía a los
extranjeros de motivo para criticar a los españoles. Lo que propició que Carlos IV orde-
nase la expedición de la Real Pragmática de 10-II-1805, que habría de resultar la dispo-
sición prohibitoria más dura y efectiva, de absoluta erradicación de las fiestas de toros y
novillos de muerte en todo el Reino (Nov. R., VII, 33, 7). Pero, tampoco logró desarrai-
gar la afición de los españoles a los toros, ni que se continuasen concediendo numerosas
licencias y autorizaciones para celebrar corridas, pese a la admonición de no ser admiti-
do recurso, ni representación sobre el particular, bajo el amparo de la concesión perpe-
tua o temporal de festejos con destino público, útil o piadoso, de sus beneficios, aunque
con la novedad de tenerse que proponer «arbitrios equivalentes al mi Consejo, quien me
los haga presentes para mi Soberana resolución». De ahí que Badorrey subraye la para-
doja de que, en el Siglo de la Razón, se consolidase en España una fiesta tan irracional
como la corrida de toros: es más, que se recondujese entonces el toreo a una profesión,
mediante la estricta codificación de la fiesta que desembocó en un ritual autorizado,
controlado y jerarquizado. Con la desaparición de las primeras grandes figuras del
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Bibliografía 819
toreo, al retirarse Pedro Romero en 1799, morir retirado Joaquín Rodríguez Costillares
en 1800, y morir en la plaza de toros de Madrid, en 1801, José Delgado Guerra Pepe-
Hillo, se detuvo el proceso creativo de la tauromaquia, acosado por el avance de las
prohibiciones reales. A ello se unió la grave crisis política de España en el cambio de
siglo, con el motín de Aranjuez, la invasión napoleónica y la Guerra de la Independen-
cia, por lo que el toreo a pie, que había alcanzado su plenitud en el Setecientos, habría
de vivir, en los primeros años del siglo xix, uno de los momentos más críticos de su
existencia (Cap. IV, epígr. 3. Las prohibiciones, pp. 702-762). A pesar de lo cual, la
tauromaquia pudo salir airosa del período más severo de proscripción de su historia:
VIII. En la primera mitad del siglo xix, el espectáculo taurino, aunque mantuvo
ciertas peculiaridades en los distintos territorios, especialmente en los festejos popula-
res, se caracterizó por ir unificándose en todas las plazas de España. En los primeros
años del Ochocientos, pese a las prohibiciones vigentes, continuaron organizándose
corridas de toros de muerte en parte de la Península Ibérica y de América. Una buena
prueba de ello es que una de las funciones reales más solemnes y completas jamás orga-
nizadas en la Plaza Mayor de Madrid fue la de las corridas conmemorativas, en 1803, de
los desposorios de los Príncipes de Asturias, el futuro rey Fernando VII y su primera
esposa, María Antonia de Nápoles, celebrados, en Barcelona, el año anterior de 1802.
Concluida la Guerra de la Independencia, muchas ciudades y villas recibieron a Fernan-
do VII con festejos taurinos: la villa guipuzcoana de Vergara, en 1819; la ciudad de
Córdoba, en 1823; la de Valladolid, en 1828. Por el cuarto enlace matrimonial de Fer-
nando VII, en 1829, con María Cristina de Borbón, hubo toros en Madrid, así como en
Badajoz o Bilbao; al igual que los habría de haber, en 1846, en la Plaza Mayor de la
Villa y Corte, por la doble boda de la reina Isabel II y la infanta María Luisa Fernanda.
También hubo toros, picados, banderilleados y estoqueados, en Pamplona, en 1828,
habiendo sido invitado el monarca a visitar el Reino de Navarra, por su Diputación, a su
regreso de Cataluña. En este mismo viaje se celebraron corridas en San Sebastián, Bil-
bao, Vitoria y Valladolid. Un papel decisivo en la promulgación de la Real Pragmática
carolina, de 1805, lo había tenido, siendo secretario del Despacho de Estado, Manuel
Godoy, privado de Carlos IV y de la reina María Luisa de Parma. No se debe olvidar que
la nueva prohibición, de 1805, se unía a la todavía vigente antigua prohibición, de 1785,
que exigía solicitar licencia, como se ha indicado, para cualquier tipo de espectáculo
taurino, justificando el motivo del mismo. Las Cortes de Cádiz, en sesión de 14-VI-1812,
concedieron permiso para la construcción de una plaza nacional de toros en la ciudad; y
en la de 12-IX-1813, Antonio Capmany y de Montpalau, diputado por la ciudad de Bar-
celona, hizo una apología de la tauromaquia, alegando, fundamentalmente, su carácter
nacional. Unos años antes, en 1801, Capmany, con motivo de la muerte de Pepe-Hillo,
había escrito tres artículos en el Diario de Madrid, los días 16, 17 y 18-IX, en los cuales
hacía una encendida defensa de la Fiesta, frente a los que denominaba declamadores
contra las fiestas de toros, o sea, contra los jóvenes afrancesados que se dejaban seducir
por todo cuanto llegaba desde fuera y, en cambio, rechazaban la cultura y las costum-
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obra, junto con las que más arriba han quedado también consignadas: la perspectiva
concejil o municipal del mundo taurino y taurófilo. La activa organización de los feste-
jos, por parte de Cabildos y cabildantes, peninsulares y americanos, deja bien claro que
la tauromaquia en España ha sido siempre muy popular. La estructura repetitiva propia
de cada capítulo del libro facilita su lectura y su comprensión, aunque también induce a
incurrir en reiteraciones indeseadas, al hilo de cada uno de sus epígrafes y subepígrafes.
Con gran acierto, la dúplice doctora Badorrey atiende no solo al haz o vertiente histórica
taurófila, sino también, con amplitud y equilibrio harto conseguidos, a su contracara o
envés taurófobo, que no otra cosa fueron las prohibiciones civiles y eclesiásticas, regias
y pontificias, de las corridas de toros, desde los papas Pío V y Gregorio XIII, hasta los
reyes Carlos III y Carlos IV. Y es que la prohibición de celebrar corridas de toros en la
Comunidad Autónoma de Cataluña, aprobada por el Parlamento catalán para que entra-
se en vigor a partir del 1 de enero de 2012, fue la consecuencia de una Iniciativa Legis-
lativa Popular, que desembocó en el cierre de la única plaza de toros entonces activa, La
Monumental de Barcelona. En cambio, se decidió seguir admitiendo festejos taurinos
reconocidos como autóctonos, en particular el correbous, una celebración tradicional en
la provincia de Tarragona, como se recordará, basándose en el viejo argumento de que
éstos eran toros de vida, a los que no se les daba muerte. No cabe mayor presencia,
latente cuando no manifiesta, de la Historia, en general taurófobamente interpretada, y
en ese caso particular, taurófila –y políticamente-excepcionado e instrumentalizado.
A lo largo de su historia, las corridas de toros han sido muy criticadas y han estado
perseguidas, ya desde Alfonso X el Sabio, pasando por las proscripciones pontificias y
los ataques de los ilustrados y de sus soberanos, Carlos III y Carlos IV. En la actual Era
de la Globalización, constituida en el último decenio del siglo xx, y en lo que va cum-
plido del xxi, la tauromaquia ha vuelto a ser puesta en cuestión, en España, con una
virulencia inusitada, a pesar de los precedentes prohibitorios que ya se conocen, y que
no resultaron ser baladíes. Quizá la clave se halle en las características propias, econó-
micas, sociales, políticas, jurídico-institucionales, culturales y tecnológicas, de ese
mismo período histórico por el que la Humanidad transita actualmente, al menos en su
civilización occidental. No es lugar apropiado éste para repasar y, menos aún, ahondar
en ellas. Sólo cabe reparar en algunas, las que más directamente atañen a la fiesta tauri-
na, con la vista puesta en su futuro, más o menos inmediato. Desde el punto de vista del
derecho, la globalización empuja a uniformar y simplificar procedimientos y legislacio-
nes, nacionales e internacionales, en aras de la seguridad jurídica y la competitividad
económica, además de universalizar el reconocimiento de los derechos fundamentales
de los ciudadanos. Desde el cultural, interrelaciona sociedades y culturas locales en pos
de una cultura (o aldea) global. El resultado tiene tanto de fusión multicultural como de
asimilación e imposición occidentales. En su perspectiva ideológica, los valores tradi-
cionales y familiares o de clan, propios de sociedades cerradas, se baten en retirada ante
el individualismo y el cosmopolitismo de una pretendida sociedad abierta global. Y en
la política, los gobiernos nacionales o estatales pierden atribuciones en algunos ámbitos,
de las que se apodera la sociedad civil, o mejor dicho, la sociedad en red o las redes
sociales, donde el activismo político suplanta la actividad de los partidos políticos tradi-
cionales. En medio de este panorama surge el interrogante de si existen identidades
culturales y, en caso de que la respuesta sea afirmativa, si deben seguir existiendo en el
futuro. Como siempre, el ser humano se sitúa –o es situado– ante el (diabólico) doble
plano del ser y del deber ser. La tauromaquia pertenecería a la identidad cultural hispa-
na, se sobrentiende, y creo que no habría dificultad en aceptar esta aseveración, por
parte de nadie, al menos en el pasado. En ese pretérito peninsular ibérico, el toreo, las
corridas de toros, han pertenecido al ser de muchos –que no todos–, a la inmensa mayo-
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ría de los españoles. En el presente del Reino de España, a la hora de principios del
siglo xxi, tal mayoría o superioridad, y tal esencia, no es aceptada, de cara al futuro, por
una parte considerable –evitemos entrar en los términos cuantitativos, que no aclaran,
muchas veces, las quaestiones disputatae– de esos mismos españoles, ya no del
siglo xiii, del xvi o del xviii, que viven y conviven en los pródromos del tercer milenio
de su Era histórica. Para ellos, la tauromaquia no debe pertenecer al ser de España,
diluida o no, según gustos dispares, en la aldea global. Y unos y otros, taurófilos y tau-
rófobos, brincando del ser al deber ser, y del deber a la pasión, de la razón al horror o el
éxtasis, no terminan de entenderse, si no es que prefieren, los más descerebrados y
extremos, pasar a la violencia física o emplear la verbal, multiplicada hasta el paroxis-
mo por las TIC’s (Tecnologías de la Información y la Comunicación), en su versión
adoratriz de las redes sociales en Internet, de todo tipo, incluidas las de mensajería ins-
tantánea: Facebook, Twitter, Google+, Whatsapp, Telegram Messenger, Linkedin, Blogs
temáticos...; y, en general, la Web social o Web 2.0, que permite compartir información,
que los usuarios colaboren e interactúen entre sí, pasando de sujetos pasivos a serlo
activos, y que, en fin, sean los creadores de contenidos en una comunidad virtual.
En el debate actual sobre la pervivencia, o no, de la tauromaquia, particularmente
en su versión del toro de muerte, ocupa un papel protagónico el avance del ideario que
postula la existencia, y la deseable vigencia, de unos derechos de los animales, así en
general, equiparables a bastantes de los consagrados como fundamentales para los seres
humanos. Dicho ideario sostiene que la naturaleza animal, con independencia de su
especie, es sujeto de derecho. Una categoría predicable en exclusiva, hasta hace poco,
de las personas naturales y de las personas jurídicas, es decir, del ser humano individual
o colectivamente. De la fase histórica de la lucha contra la fiera o, en el mejor de los
casos, la domesticación, basada en el concepto teológico, moral y jurídico de dominio,
se está pasando –o pretende pasar– a la del bienestar animal, lo que presupone atender
a una ética animal, un trato moral dispensado a los animales, como etapa previa a la
declaración y aceptación de unos derechos fundamentales y universales de los animales,
basados en unos nuevos conceptos naturales de la libertad, la igualdad y la fraternidad
animales, incluida la natural animalidad humana. Se estaría claramente superando las
leyes u ordenanzas puritanas de protección animal aprobadas, en Inglaterra, en 1654,
bajo el Protectorado de Oliver Cromwell. Y se avanzaría por el camino trazado por el
filósofo, también inglés, Jeremy Bentham, que, ya en el siglo xix, defendió que los ani-
males, dada su capacidad para sentir el sufrimiento y la agonía, con independencia de
que sean capaces o no de diferenciar entre el bien y el mal, algo que tampoco algunos
discapacitados psíquicos pueden hacer, deben gozar de los fundamentales derechos a la
vida, a su seguridad, y a no ser torturados, ni esclavizados. El atributo común a todos los
animales no sería la racionalidad –no lo son los bebés, ni los discapacitados mentales
graves–, sino la posesión de una vida que tiene valor para cada animal, con independen-
cia de que la tenga o no para otro u otros animales. Un valor inherente a cada animal, y
el derecho a no ser tratado, ninguno de ellos, humano o no, como un instrumento para
los fines de otros. Ahora bien, también es cierto, aunque no sea tomada en consideración
por las posiciones animalistas más radicales o extremas, que estos derechos a la vida y
la seguridad animal, y la proscripción de su tortura y explotación esclavizadora, ya han
sido conquistas de la ética o la moral humanas desde los tiempos, al menos, de la Ilus-
tración europea y americana 7.
7
Doménech Pascual, Gabriel, Bienestar animal contra derechos fundamentales, Barcelo-
na, Atelier Libros, 2004; e Id., «La prohibición de los espectáculos taurinos: Problemas constitu-
cionales», en la Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, Toledo, 40 (mayo, 2006), pp. 71-111.
Además de Adela Cortina, Las fronteras de la persona. El valor de los animales, la dignidad de
los humanos, Madrid, Taurus, 2009; y Esther Hava García, La tutela penal de los animales, Valen-
cia, Tirant lo Blanch, 2009.
8
Vargas Llosa, Mario, «Las Culturas y la Globalización», en el diario El País de Madrid,
de 16-IV-2000, en http://www.elpais.com; y en la revista Caretas. Ilustración Peruana, Lima,
núm. 1615, de 19-IV-2000, consultado en www2.caretas.com.pe; que es de donde procede todo lo
anterior. Además de Zygmunt Bauman, La Globalización: Consecuencias humanas, traducción de
Daniel Zadunaisky, 2.ª ed., México, Fondo de Cultura Económica, 2002 (1.ª ed., Globalization.
The Human Consequences, Cambridge-Oxford, United Kingdom, Polity Press-Blackwell Publis-
hers, 1998; 1.ª ed. en español, 1999); y Anthony Giddens, Europa en la Era Global, traducción de
Albino Santos Mosquera, Barcelona, Paidós Ibérica, 2007 (1.ª ed., Europe in the Global Age,
Cambridge, U. K., Polity Press, 2006).