Colección Cuentos para Adolescentes Noveno

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COLECCIÓN CUENTOS PARA ADOLESCENTES

1. El ruiseñor y la rosa
Paseaba muy triste un estudiante cerca de la encina en
donde el ruiseñor había construido su nido. El joven lloraba
amargamente mientras gritaba a los cuatro vientos su
desdicha: – ¡Una rosa roja! ¡Solo quiere una rosa roja y no
encuentro ninguna!- decía entre lágrimas el estudiante.

El ruiseñor, alertado por el llanto del joven, escuchó con


atención, mientras él seguía hablando:

– Si consiguiera una rosa roja, ella bailaría conmigo toda la


noche. Aceptaría a ir al gran baile en mi compañía. Y al fin
podría rozar su cálida piel. Oh, qué desgraciado soy, ¡qué
duro es el amor!

El ruiseñor pensó entonces:

– Pobre chico… Yo, que cada día canto al amor y a la belleza,


sé lo que se puede llegar a sufrir por amor. El mayor
sufrimiento, sin duda, porque el amor lo es todo, y sin amor,
la vida carece de sentido.

Por su parte, el joven, que ya se había tumbado sobre el


césped, seguía llorando:
– No puedo ser más desgraciado… ¡Si solo quiere una rosa
roja! ¡Y no hay ninguna en todo mi jardín! Si al menos
consiguiera una… ¡qué felicidad! ¡Sería como rozar el cielo!
¡Como encontrarme de pronto en el paraíso!
Pasaba por allí cerca una lagartija, quien, al ver llorar al
chico, preguntó:
– Pero… ¿por qué llora así?

– Eso, eso- añadió una mariposa que volaba entre las flores-
¿Por qué?

Y una dulce margarita, levantó su cabeza y también


preguntó:

– ¿Por qué llora?


Y el ruiseñor contestó:

– Por una rosa roja. Por amor.

– ¡Vaya ridiculez!- dijeron los tres.

Pero el ruiseñor, que entendía perfectamente el sufrimiento


que genera el amor, alzó el vuelo en busca de una rosa roja.
Llegó hasta un rosal y le dijo:

– Rosal, dame una rosa roja y te cantaré las más dulces


melodías.

– Me temo que no puedo- contestó el rosal- Mis rosas son


más blancas que la luna. Pero pregunta a mi hermano, el
rosal que está junto a la iglesia. Tal vez pueda ayudarte.

El ruiseñor voló hasta allí y le dijo al rosal:

– Rosal, por favor, dame una rosa roja y te cantaré las


melodías más dulces que hayas escuchado nunca.
– Ya me gustaría- contestó el rosa- Pero mis rosas son
amarillas, tan amarillas como el sol y el trigo. Pregunta al
rosal que duerme bajo la ventana del estudiante.

Y el ruiseñor llegó hasta el rosal que había bajo la ventana


del estudiante y le dijo:

– Rosal, necesito una rosa roja. ¿Podrías dármela tú?

– Oh, lo siento, ruiseñor, pero este año no podré dar rosas,


porque la escarcha y las heladas rompieron mis raíces y mis
ramas. Mis rosas son rojas, sí, pero no puedo crear ninguna.

– ¿Y no hay ninguna manera de solucionarlo?- preguntó


entonces el ruiseñor.

– Sí la hay, pero es terrible…

– Dime, rosal, ¿qué puedo hacer?

– Podría dar una rosa roja nacida del sacrificio por amor. Si tú
vienes a la luz de la luna esta noche y cantas hasta el
amanecer pegado a mis espinas, y la sangre de tu corazón
llega hasta el mío, podré crear la rosa roja más hermosa.

– Dar mi vida por una rosa me parece un alto precio… Sin


embargo… ¿qué es la vida de un pájaro frente al amor de un
hombre? Esta misma noche vendré, rosal.
El sacrificio del ruiseñor

El ruiseñor acudió hasta donde estaba el joven, que aún


lloraba desconsolado, y le dijo:
– No llores más, joven enamorado, pues esta misma noche te
conseguiré esa rosa y el amor podrá triunfar, pero
prométeme que será un amor verdadero, un amor puro y
eterno.

Y el joven, que escuchaba cantar al pájaro, no entendía bien


lo que decía:

– Oh, es lindo tu trinar, pero seguramente seas solo un ave


que no entiende de amor y sufrimiento, que vuela y piensa en
sí mismo de forma egoísta…

Y diciendo esto, el estudiante se fue a su habitación.

Esa misma noche, a la luz de la luna, el ruiseñor fue hasta el


rosa y cumplió su palabra. Comenzó a cantar las melodías
más dulces, inspirado por el amor, mientras se apretaba a las
espinas del rosa y dejaba que se hundieran en su carne. La
sangre fue dando vida a una rosa, al principio pálida, luego
algo sonrosada, y al final, con los primeros rayos de la
aurora, ya cuando el pequeño ruiseñor cayó desplomado al
suelo, la rosa se tornó roja y hermosa, y abrió sus pétalos a
la mañana, llena de vida.

El estudiante abrió la ventana y vio con asombro esa


hermosa rosa roja, pero no se fijó que en el suelo yacía
muerto el ruiseñor.

– ¡Oh! ¡Qué suerte la mía! ¡Qué gran dicha! ¡Una rosa roja! ¡Mi
amada querrá bailar al fin conmigo!

Y el joven cortó la rosa y se fue corriendo hasta la casa del


profesor, para entregarle la rosa a su hija.
El estudiante llegó a la casa del profesor y dijo a su amada:

– ¡Mira! ¡Traigo lo que me pediste! ¡Aquí tengo tu rosa!


¿Bailarás esta noche conmigo?

– Oh, no, claro que no- dijo entonces la joven ingrata– Tengo
otro pretendiente que me ha regalado joyas. Como
comprenderás, una joya vale más que una estúpida rosa roja.
Así que llévatela, porque no la quiero.

El joven se enfadó entonces, pensando en lo estúpido que es


el amor y en lo ingrata que era la joven. Al salir, arrojó al
suelo la rosa y se fue a su cuarto murmurando:

– ¡Ah! ¡El amor! ¡Qué tontería! No merece la pena dedicarle ni


un minuto. Prefiero mis estudios y mis libros, que me dan
muchas y más gratas recompensas.

2. Una gran amistad

Sentado frente al escritorio del juzgado que veía su caso,


Claudio recordaba cuando años atrás se encontraba sentado
frente al escritorio del director del colegio. Esperaba ahora una
resolución que decidía su libertad, en ese entonces también
como ahora los minutos que pasaban en esa espera se hacían
eternos.

Mientras tanto, no pudo evitar recordar una de esas


memorables mañanas cuando iniciaba el año escolar y también
iniciaba estudios en la secundaria, no todos se conocían y de
repente él era el más extraño en ese lugar. Los profesores del
grado se presentaban dejando directivas que deberían de
cumplirse en el transcurso del año.
El olor a pintura fresca de las paredes impregnaba el aula y las
carpetas relucientes ligeramente pegajosas indicaban el
mantenimiento que habían recibido. El Profesor Cabrera
enseñaría Geografía y fue él, quien pidió que se presentaran
frente a sus compañeros si así lo consideraban conveniente.
Mientras Claudio mordisqueaba sus dudas sin saber que decir si
se lo pedían, la mirada de águila del profesor en busca de su
presa, la sentía pasar sobre su cabeza desordenando sus
hirsutos cabellos. Levantó la mirada y pudo ver a sus
compañeros agachados sobre los pupitres en señal que
buscaban algo que no entendía qué, pero lo buscaban con
desenfrenado afán.

Le tocó aquella mañana sentarse junto a una niña, que en


tamaño y edad resultaba a simple vista mayor que él,
posteriormente lo confirmaría por versión propia y por los
desmadres que causaban sus palabras.

Fue ella la que levantó la mano, se puso de pie mientras todo el


salón soltaba un suspiro tan profundo que retumbó en el salón
como tromba que sacudió las paredes. Se arregló los cabellos
rubios, estiró varias veces el uniforme, miró a todo el salón y
dijo: Mi nombre es Alicia y quiero ir al baño, hizo una pausa y
luego dijo, es que estoy con la regla profesor. La risa general
que causó su pedido, fue callada por un golpe sobre la mesa
que dio el profesor. En la siguiente hora ingresó al salón una
delgada profesora de rasgos orientales, la profesora Chang
enseñaría matemáticas. Era muy jovencita y parecía no saber
sonreír, cuando lo hizo forzó una mueca que repetiría siempre
para demostrar su complacencia.
Llevaba puesta una minifalda que con el correr de los días se
convertiría en una especie de uniforme donde mostraba sus
largas piernas sobre unos altos zapatos. Fue concisa y directa,
ese mismo día ya estábamos llenando de números nuestros
cuadernos.

En la última hora llegó el profesor de arte. De modales refinados


y elegantemente vestido, dijo llamarse Rafael y comenzó al azar
a preguntar nombres mientras se paseaba entre la fila de
carpetas. ¡Tú!, señalaba a alguien y antes que terminara de
decir su nombre ya estaba preguntado al siguiente. Claudio
recordaba los nombres y los pronunció en voz alta sumido como
estaba en sus recuerdos. Sonrió al mencionarlos, aún más,
cuando uno de los niños dijo su nombre en voz baja y el profesor
le pidió que lo vuelva a repetir. Al volver a pronunciarlo nadie de
los presentes pudo entenderlo, por lo que el profesor le pidió
que se levante. “¿Cómo dijo alumno?” preguntó el profesor, el
niño parado con la cabeza gacha mirando ligeramente de
costado dijo: “Como usted”. Todos rieron.

Con voz aguda y modales delicados trataba de ser amigo de


todos sin conseguirlo plenamente. Claudio resultó ser el más
fuerte detractor del sonido de sus palabras. Muchos lo
llamaban: “Como usted”, mientras Claudio lo llamaba
“Mujercita”, él sonreía y le respondía: “malo”.

Al día siguiente se presentó el profesor de educación física, los


hizo formar en el patio del colegio y separó a las niñas
ordenándolas regresar al salón. Preguntó quién sabía nadar y
fue Claudio el primero en levantar la mano, luego lo haría la
mayoría. Qué bueno, entrenaremos para competir, dijo antes de
comenzar a dar instrucciones.

Separó a los niños más altos, entre ellos a Rafael. Como quiera
que Claudio resultó ser el más bajo no lo llamó, a pesar que
pidió, casi rogó que lo incluyeran. A Rafael mándelo al salón y
yo lo reemplazo, dijo. El profesor lo miró sin entender, pero para
su desdicha fue él a quien enviaron junto a las niñas por
reclamar.

Ya habían pasado varios años de cuando sucedieron los hechos


que ahora Claudio recordaba. Había dejado de ver hacia mucho
tiempo a estos compañeros de carpeta, hasta que uno de esos
días desdichados o benditos, según como se vea, caminando
por una de las calles céntricas de la ciudad, Claudio se topó
con una turba de personas enfrascadas en un pleito que nunca
terminó por entender, pero que sin pensarlo dos veces tomó
partido.

Vio que un grupo de jovencitos ebrios maltrataban a otra


persona, la habían hecho tropezar y tendido en el suelo gritaba
pidiendo auxilio.

Inicialmente pensó en alejarse y dejar que ellos solucionen el


problema que los envolvía. Sin embargo, al fijarse en la persona
tirada en el piso vio que era Rafael, sí, el mismo del salón de
clase. Aun cuando inicialmente no lo pudo reconocer, la voz
aguda de Rafael pidiendo auxilio lo transformó.

Claudio iba camino al taller donde estaban reparando su


automóvil y llevaba en la mano un repuesto que acababa de
comprar, el cual usó como herramienta para defender a su
amigo que estaba en apuros.

No midió el peligro, no contó cuantos eran, tampoco reparó que


eran mucho más grandes que él. Se enfrentó con valentía y
arrojo, golpeándolos a todos sin medir consecuencias hasta
hacerlos huir. Finalmente levantó a Rafael, le ayudó a limpiar
sus pertenencias y sin mediar palabras se estrecharon en un
fuerte abrazo amical. Así abrazados los encontró la policía que
acudió al lugar traída por uno de los jóvenes que resultaron
golpeados en la trifulca. Estos jóvenes ebrios invirtieron el
relato de los hechos y terminaron acusando a Claudio de
agresión y lesiones graves. No sentía miedo, muy pocas veces
en su vida lo había sentido. Se diría que estaba feliz de estar
ahí, nada cambiaría las cosas y cuando fue preguntado por su
comportamiento, solo dijo: Rafael es mi amigo, estaba siendo
atropellado y discriminado, nunca lo voy a permitir.

3. Remos
Esa noche me acosté cansada, muy cansada. Tanto, como
hacía tiempo no me sentía. Me dormí pensando por qué todo
me costaba tanto. En realidad, creo que me acosté
preguntándome por qué todo me era tan difícil, por qué
parecía que todo lo que yo deseaba o necesitaba estaba a
kilómetros de distancia de mi realidad.
Soñé que era mi primer día en este mundo. Estaba en un
lugar hermoso, con un bello e inmenso río llamado “Vida”, yo
estaba en una orilla mirando hacia la otra orilla, la que tenía
en frente de mi. En esa orilla que podía ver estaban mis
sueños, mis anhelos, aquello que quería lograr, lo que quería
para mi vida. También los sueños de otras personas.
No sabía cómo hacer para llegar hasta ahí, era mucha la
distancia para cruzar a nado. De pronto, apareció un ángel,
mi ángel de la guarda con un par de remos en sus manos.
– “Tómalos” -me dijo- “debes remar”.

– “¿Y así alcanzaré lo que deseo?” -pregunté


entusiasmada.

Me miró con dulzura, extendió los remos hacia mí y


desapareció. Entendí que debía remar si quería alcanzar mis
sueños y así lo hice.
A medida que iba transitando el río de la vida, me daba
cuenta que no era fácil remar, pero que a la vez era bello.
Siempre mirando hacia la otra orilla, podía ver distintos tipos
de realidades.

Algunos remaban más rápido que yo, otros con mucho menos
esfuerzo y algunos ni siquiera lo hacían. Me sorprendió ver
que varios de los que no habían remado ya estaban del otro
lado del río disfrutando de lo que ofrecía ese lugar.

Yo seguía remando, con esfuerzo, con cansancio, sin perder


de vista mis objetivos. Llegaba a algunas costas pequeñas y
lo vivía como un gran logro, pero el tiempo pasaba y me daba
cuenta que llegar a ese gran lugar me costaba más de lo
pensado.
Muchas preguntas venían a mi ¿por qué si yo remaba con
esfuerzo y entusiasmo, no lograba llegar al destino tan
ansiado? ¿Por qué a otros les costaba tanto menos que a mí?
¿Era justa la vida? ¿Podía medirse entonces en términos de
merecimiento el recorrido? ¿Llegaría alguna vez?
No esperé las respuestas, no las tenía y decidí seguir
remando. Renové mis fuerzas, me mojé la cara con agua
fresca del río y continué. Remé aún con más fuerza, me
dolían los brazos y a veces, el alma también, pero seguí
remando. Del otro lado del río estaban mis sueños, no podía
no remar.

Volví a ver la misma realidad, gente que remaba poco, otros


muchos que no lo hacían y sin embargo, llegaban donde yo
parecía no poder.

– “Ya llegaré, ya llegaré” -me dije una y otra vez.


Sin embargo y a pesar de tanto esfuerzo parecía no llegar
más. Daba la impresión que lo que yo veía al otro lado del río
no era para mí.
Me quedé sentada en el bote dejando que la corriente me
llevara dónde ella quisiera, era evidente que mi destino no
dependía de mis esfuerzos.

Pasé un rato largo quieta mirando el agua, intentando


sacarle el secreto que guardaba y cuando menos lo pensaba,
apareció mi ángel otra vez.

Lo miré enojada, como si me hubiese decepcionado, como si


me hubiese prometido algo que era evidente no iba a
cumplirse.

– “¿Por qué no remas?” -preguntó.


– “Estoy cansada y aunque remase no llego, pareciera que
nunca llegaré. Dime ¿Por qué para otros es tanto más fácil?
¿Por qué otros llegan aún sin esfuerzo? ¿Por qué yo siempre
tengo que remar y remar y remar y remar? ¿Para qué? ¿Qué
sentido tiene?”
– “No entiendes” -me dijo tiernamente.

– “No, creo que no”.


– “Este río que se llama „Vida‟, el más bello, el más
grandioso, no se nutre de las personas que de una u otra
forma llegan a la otra orilla. Vive y se enriquece con los que
reman siempre. Los que reman son los que hacen la
diferencia. Son los que le dan vida a este río. No importa si
llegan o no. Tampoco importa qué tan rápido lo hacen”.

“Remar pone las aguas en movimiento, las oxigena, les da


energía, permite que las especies que viven en el fondo
puedan respirar. Remar y remar en este río de la vida hace
que las aguas no se empantanen, no se ensucien. Quienes
reman son los que dan vida el río, no necesariamente los que
llegan”.

Yo lo miraba y él continuó:
– “Quienes reman, más allá de su cansancio, sin importar
las decepciones, mucho más allá del resultado, son lo que
permiten que este río siga vivo y que valga la pena
transitarlo. Créeme, el río se nutre, enriquece y cobra valor
con los que reman, no necesariamente con los que llegan”.

– “Ellos y solo ellos hacen la gran diferencia, hacen que


este río valga la pena seguir siendo transitado”.
Una vez más como vino se fue y yo volví a tomar los remos.

Sonó el despertador, mi sueño terminó. No vi remos en mi


cuarto, pero sabía que tenía uno en cada mano. Me levanté y
una vez más, pero ahora entendiendo el por qué, decidí
seguir adelante.
4. La abuela viene de noche
Cuando mi madre murió no supe contarle a mis hijos que
había muerto. Y como murió en otro país, no lejano, pero sí
en otro lugar, no dije nada y me callé la boca.

Era complicado contarles que había muerto la abuela, porque


eran muy apegados a ella. Mi madre siempre tejía, tejía y
contaba, miraba TV y tejía y contaba. Mis hijos crecieron al
sonido de su voz que contaba, cuentos, historias de vida,
historias de otros que eran su pasado: abuelos, parientes en
Italia.

Contando historias de la patria de sus abuelos justamente


aprendieron mis hijos a consultar el mapa, el planisferio y
comenzaron a coleccionar noticias y notas de ese país, de
ahí que hoy hablen el italiano sin haberlo estudiado
demasiado.

En esos años que yo corría a mi trabajo de mañana bien


temprano, mi madre que vivía en mi casa desde que enviudó,
se quedaba a cargo de los niños. Si tenían tarea me
consultaba y apoyaba a los niños, si tenían alguna clase los
llamaba, les daba el desayuno, les elegía la ropa según el
clima.
A la tarde cuando regresaban de la escuela yo estaba en
casa pero mis hijos, luego de tomar la merienda, corrían a
sentarse cerca de la abuela.
Muchas veces se apagaba la tele porque los chicos decidían
que mejor escuchaban la historia de la abuela. Otros días
venían con ideas raras sobres galletitas exquisitas y recetas
que habían traído de la escuela. Mi madre jamás tuvo pereza
en meterse en la cocina a la media tarde, a probar si salían
las famosas galletitas. Cuántas veces tiramos mejunjes
extraños, otros tantos comimos galletitas riquísimas y otras,
más o menos.

Los chicos traían también actividades de plástica, no


necesito contarles que las hacían con la abuela.

Siempre he sido muy torpe con mis manos y mi madre, todo


lo contrario, habilidosa total. La mesa del comedor se
llenaba de semillas, hilos, cartones, pinturas, recortes,
engrudos, colores.

De ahí salían todas las maravillas que mis hijos hacían y que
volvían con ese SOBRESALIENTE que le ofrecían a la abuela
de regalo.
Casi siempre acompañada con bicicletas o pelota, enemiga
de la cometa desde el día que el más pequeño cayó al agua
persiguiendo una. La verdad que creo que mi madre quería
que yo descansara y también, pasear con sus nietos.

Si por el contrario el tiempo se nos negaba y había lluvia o


tormentas, se inventaban todo tipo de cuentos y aparecían
historias a la luz de las velas, disfraces para asustar y por
supuesto, a la media tarde, las torta fritas de la abuela
amasada por los nietos.

Entonces, cuando murió, no supe decírselos. A ninguno de


los tres. Mi madre había estado enferma dos años, pero se
componía y al tiempo volvía a estar enferma. Los niños, mis
hijos, se habían acostumbrado un poco e incluso, el último
tiempo ayudaban a llevarles sus medicamentos, sus tés de
media tarde o su cena si estaba en la cama. Se acostaban
cerca de ella y no había forma de sacarlos de ahí porque
estaban “cuidando a la abuela”.
Me fui a su lado y la vi morir pero no avisé nada en casa.
Cuando regresé no supe hacerlo, debí hacerlo pero estaba
tan triste, que no lo hice.

Durante unos días mantuve aquello de que la abuela estaba


enferma en la ciudad vecina. Creo que al mes los saqué al
patio a todos y les expliqué llorando que la abuela estaba en
una estrella, que ya no estaba con nosotros. Y lloramos
todos juntos.

A partir de ese día los dos menores, mi niña y mi niño, mis


hijos, me anunciaban en el desayuno:

– “Mami, anoche la abuela vino a contarnos cuentos” –


decía mi hijo.

– “Sí, yo también la escuché” -contestaba la más pequeña.


Pero fue pasando el tiempo, a mí la muerte de mi mamá me
dolía cada día más. Y mis hijos todas las mañana anunciando
que la abuela venía de noche. No recuerdo cuánto tiempo
sucedió esto, hasta que un día, con mucha rabia les
contesté:

– “La abuela no viene, no puede venir…”

– “Sí, la abuela viene de noche.”

– “Sí, y nos cuenta sus cuentos.”


– “No, no viene, la abuela está muerta” -les dije esto casi
gritando.
– “Sí viene” -afirmaron los dos a coro.

– “¿Y cómo viene y yo nunca la veo?” -les pregunté


enojada.

– “Pero mami, viene cuando vos no la ves… porque la


abuela sabe que si la ves no parás de llorar, entonces viene,
nos cuenta un cuento y se va.”
Me costó mucho trabajo darme cuenta que mis hijos veían a
mi madre y escuchaban sus cuentos.

Con los años les he contado esta historia y me repiten lo


mismo:

– “Mamá, te juramos que nosotros vimos por mucho tiempo


a la abuela y oímos sus cuentos.”

– “Está bien” -contesto ya sin discutir.

5. El niño de la rueda
Chiriguato Chirimoya se enjugó el sudor y contempló la
montaña de cocos que se levantaba ante él. Llevaba
cuarenta cocos guardados, y afuera quedaban quizás una
cantidad mayor que su cansancio multiplicaba por diez.
Cómo le encantaría que todos aquellos cocos apilados al
nivel del piso del mostrador se fueran mudando hasta el
depósito de la bodega. Rápidamente, aconsejado por
experiencias anteriores, dejó de estar fantaseando y siguió
halando cocos por las ramas hacia adentro.

Al amanecer, cuando terminaba la noche, Chiriguato debía


sacar del depósito de la bodega de su tío todos los cocos que
éste acostumbraba a exponer en el patio delantero del
negocio. Sacarlos para el patio a esa hora, era menos pesado
que guardarlos cuando el sol se escondía detrás de las
montañas.

La única tarde que guardar los cocos en la bodega era como


comer cambures maduros, ocurría cuando los cocos se
vendían casi todos, pero esto sucedía en contadas
ocasiones. Del resto andar arrastrando aquella montaña de
cocos para adentro y para afuera era un penoso trabajo que
Chiriguato se animaba a realizar solamente por la pata de
mamut que le pagaba su tío cada vez que en el cielo aparecía
una luna redonda y clara.
Chiriguato pensó, mientras proseguía halando cocos que
dentro de aquéllos había tanta agua como sudor tenía en la
cara. Quitó una mano del racimo para secarse el sudor que le
ardía en los ojos y en ese momento ocho cocos, como si se
hubieran puesto de acuerdo, se fueron rodando camino
abajo.
Afortunadamente éste estaba en el interior del negocio
cambiándole a un cliente un tonel de miel de abeja por veinte
pencas de sábila. Chiriguato contempló cómo corrían los
frutos por el camino y en su rostro sudoroso asomó por
primera vez una sonrisa, los cocos bajaban tan velozmente
que ni mil tíos en el mundo los podrían ver.

Claro, al llegar de nuevo el sol, después que sacara los cocos


guardados, debería ir a buscar los ocho cocos realengos, que
seguramente estarían cerca de la mata de jabillo que se
encontraba atravesada al final del camino. Pero eso sería al
día siguiente, ahora debía darse prisa y terminar de guardar
los cocos que faltaban antes de que cayera la noche.
Chiriguato terminó de poner los cocos bajo techo, casi sin
darse cuenta de lo que hacía. Dentro de su mente, a pesar de
que no era la primera vez que un coco se iba hasta la mata
de jabillo, la imagen de los ocho cocos corriendo por el
camino se repetía una y otra vez.
Fue a su casa y se acostó después de lavarse y darle un
mordisco a un trozo de carne seca de mamut. Durmió muy
poco, en su cerebro sin que él supiera la causa seguían
apareciendo los cocos rodando por el camino. En aquella
escena había algo que le llamaba la atención y que él no
alcanzaba a descifrar.
Apenas amaneció, se puso de pie y se dirigió a la bodega de
su tío. En contra de lo que él esperaba las pieles todavía
arropaban la entrada del negocio. No lo pensó dos veces: iría
primero mientras se levantaba su tío a buscar los cocos
fugitivos.
Pronto se dio cuenta de que tendría que dar por lo menos dos
viajes para poder regresarlos junto a los otros. De tanto
golpearse con las piedras del camino algunos de los cocos
habían perdido las ramas. Tomó tres de ellos y se le soltaron
cuando fue a agarrar el cuarto coco. Por un instante un coco
se movió por el camino montado sobre otro… ¡Un momento! A
Chiriguato se le iluminó la cara de felicidad. ¡Claro! Eso era lo
que quería indicarle su mente con la continua imagen de los
cocos corriendo por el camino. De montar cocos sobre otros
para llevarlos hasta donde uno quisiera.

Chiriguato acarició los cocos distraídamente… Conseguiría


de un tigre sus dos dientes de sable y traspasaría la cáscara
de los cocos. A cada extremo del diente le pondría un coco.
Luego le montaría, amarrada con cuerdas de piel de oso, una
concha de tortuga grande de las que había visto cerca de las
aguas.
A Chiriguato se le desinfló la ilusión. ¿Dónde iba a conseguir
él, un carricito de ocho años que halaba cocos para comer,
dientes de sable y piel de oso? Con un nudo en la garganta
por su pobreza, se inclinó para tomar los cocos que pudiera y
regresarlos a la bodega. Sus ojos tropezaron con los frutos
del árbol de jabillo y una inmensa luz se prendió dentro de su
cabeza.
Ese día después de subir los cocos al negocio, Chiriguato
volvió a la mata de jabillo y reunió varios de sus frutos.
Luego consiguió dos ramas secas del mismo tamaño y le
ensartó a cada una de ellas un fruto de jabillo en cada
extremo. El paso siguiente fue montar sobre los cuatro
jabillos y las dos ramas seis ramas más amarradas con
bejucos. Otro bejuco lo utilizó para tirar del carro, porque era
un carro lo que había inventado. Chiriguato quedó
asombrado.

La alegría que le llenó el corazón lo hizo detenerse y ponerse


a saltar y bailar. Otros sumerios que por ahí pasaban, al
darse cuenta del motivo de la alegría de Chiriguato, también
empezaron a danzar de contento. Ya más nunca doblarían el
lomo para trasladar pesadas cargas.

Entonces, sobra decir que Chiriguato vivió y murió rodeado


de honores y fortuna ya que su invento inspiró a otros que sí
construyeron sólidos carros de carga con ruedas no de
jabillo; todo eso, gracias a un sudoroso niño que le cargaba
cocos a su tío para poder comer.

6. El paraíso que no fue


Era un lugar maravilloso para vivir. La ciudad era tranquila y
segura. Sus habitantes amables.
En la costa se extendían grandes playas espectaculares
donde las aguas eran limpias y cálidas, la arena fina, la brisa
suave. A escasos metros de la costa vivía David. Pero él
nunca había apreciado demasiado la belleza de aquel lugar,
su obsesión siempre había sido viajar a aquella isla.

Desde su más tierna infancia su pasión era ir a la playa y


contemplar la pequeña isla que se veía en el horizonte. Para
él no había mayor placer que ver caer el sol sobre aquel
pequeño trozo de tierra y soñar que algún día pisaría el
islote. Siendo niño había pedido a sus padres que lo llevaran
a la isla, pero no estaban muy dispuestos a hacerlo. Decían
que era un lugar peligroso, que allí el mar estaba
embravecido, que sus costas eran acantilados, el clima malo,
la vegetación espinosa y sus gentes desagradables.
Pero las palabras de sus padres no mermaron su deseo de
conquista. Y así, con apenas seis años, David, intentó llegar
a nado él sólo a esa extensión de tierra. Su aventura no
resultó como él esperaba, pudiendo haber muerto ahogado
de no ser por un pequeño bote que pasaba por allí. Años más
tarde lo intentó de nuevo, esta vez con una pequeña barcaza,
pero produciendo idénticos resultados que en su incursión
anterior, había sido un fracaso.

Sus padres no sabían cómo quitarle esa estúpida idea de la


cabeza, ya que tenían miedo de que un día su hijo perdiera la
vida en un nuevo intento por pisar aquellas tierras; así que le
prometieron que le pagarían un viaje a la isla cuando
terminara sus estudios. Su obsesión pareció aplacarse. Pero
en realidad David seguía yendo a escondidas a la playa para
ver el atardecer mientras soñaba con el día en que vería
aquel trozo de tierra.
Cada vez que mencionaba su deseo de viajar hasta allí lo
trataban poco menos que de loco. La mayoría trataba de
quitarle la idea de la cabeza y otros simplemente creían que
hablaba en broma pues no entendían por qué nadie quería ir
hasta allí. Durante una conversación con sus compañeros de
universidad, David propuso hacer un viaje a la isla. Pero
ninguno de sus amigos pareció entusiasmado con la idea,
dándole razones parecidas a la de sus padres y decidiendo
casi por unanimidad hacer el viaje a las montañas. David no
entendía el porqué de la aversión hacia aquel lugar, y seguía
yendo cada vez que podía a la playa para ver su preciada
isla.
Cuando terminó sus estudios en la universidad, David no les
pidió a sus padres el viaje prometido. Sabía que se negarían
o por lo menos que les daría un disgusto, ya que ellos creían
superado su deseo, atribuyéndolo a una de esas fases del
crecimiento. Pero su sueño no estaba suspendido ni mucho
menos. Los comentarios despectivos hacia la isla por parte
de familiares y amigos, lejos de desalentar a David, habían
despertado en él mayor deseo de descubrimiento.
Estaba decidido, iba a hacer aquel viaje. Pero no iba a pedir
permiso, ni consejo, ni se lo iba a contar a nadie. Sería su
secreto, no quería que nadie le arruinara el viaje. Era un viaje
que debía hacer sólo.

Como cuando era niño, se echaría a la mar sin contar con


compañía alguna. Pero esta vez no cometería las
imprudencias de la niñez. Hacía tiempo que había estado
ahorrando dinero para el viaje. Salía un barco cada tres días
en dirección a la isla. No era un barco turista, ya que nadie
viajaba a aquella isla por placer; sino un barco de carga.
Había hablado con el capitán y se habían puesto de acuerdo
en el precio. El único inconveniente sería que no podría
volver a su casa hasta pasados tres días, pero esto no
molestó en absoluto a David, sino más bien lo contrario
dándole de este modo la posibilidad de conocer un poco más
la isla.

Y llego el día esperado, subió a ese barco y emprendió el


camino a esa isla, su isla. Al llegar, David pudo comprobar
con sus propios ojos que todo lo que le habían contado sobre
ella era absolutamente cierto. Conforme se acercaba el
clima había empeorado, las olas eran más furiosas y las
nubes más negras. Pudo comprobar que no había una sola
playa en toda la isla sino que estaba rodeada de acantilados.
La ciudad estaba sucia, los edificios altos en su mayoría eran
feos y estaban poco cuidados. La gente con las que se cruzó
parecía malhumoradas, y maleducadas, caminando sin
atender a nada más que a ellos mismos. Además, al bajar del
barco le habían recomendado que tuviera cuidado con su
cartera pues había muchos ladrones por los alrededores.
Ahora, mientras esperaba a que saliera nuevamente el barco
en dirección a su casa estaba satisfecho con el viaje que
acababa de realizar. Cierto que aquella isla era el peor lugar
del mundo. Pero gracias a su empeño, había visto como era
un amanecer en su patria desde aquella isla. Sin duda el
espectáculo más lindo del mundo. Y es que ese viaje le había
hecho valorar lo que ya tenía y nunca supo apreciar… Que
vivía en el paraíso.

7. Hay Duende…
– “Es más bella que en mis sueños tu famosa Andalucía, te
has quedado corta” -le confieso a mi amiga, quien sonríe
orgullosa como dueña de casa nueva.
Es un agosto que hierve y gracias a la Asunción de la Virgen,
es sábado de fiesta, y se transforma la calle principal
cubierta de pétalos desde temprano. La vista de muchos se
fija en los barriles y en las hieleras de los puestos que
sugieren promesas. De esas que atraen y erizan la piel a
pesar del calor.

– “Parece otra calle” -me dice pensando en voz alta.


Me señala unas faldas y unos volados que se menean con un
andar diferente. Hasta el aire es denso y cambia de color,
como si no fuera por el efecto de las bombillas encendidas.

– “No te has de perder esta fiesta” -insiste mi amiga, como


adivinando que tal vez yo prefiera ir a dormir al hotel.

Me siento inhibida por las miradas de los lugareños que me


indican el cartel no escrito, que luzco en mi cara de turista.

– “El Toni te embrujará” -promete.

Y entonces me seduce el querer beberlo todo de una vez. El


vino y lo que viene con él. Y me dejo tentar.

Caminamos lento y grabo todo en mi memoria, sin fotos con


móvil, para que no se escapen los detalles.

– “Mira, hasta han improvisado un escenario que parece


pintado de rojo furioso por las luces. ¡Aquí se desatará la
pasión flamenca, amiga!”

– “Esta noche se enfrentarán el Pipi y el Toni, cantaores de


raza, y abolengo de guitarra, cajón y castañuelas. Habrá
duelo de piernas y talles fibrosos al que se sumará Soraya, la
bailaora, heredera directa de la tradición en baile y zapateo”
-explica mi guía con su gracejo mientras nos detenemos a
observar.
La calle tiene un halo diferente esta noche. Las mesas con
velas y flores aguardan a los comensales que buscan
rodearse de música, vino y tapas.
Una moza ataviada a la usanza y con un par de claveles
enredados en el pelo, nos ofrece copas de jerez y nos
conduce hasta una mesa para dos. Es temprano y aún no
empieza la función.

Recorro el lugar con la mirada. Una tarima de tablones


pronto cobrará vida porque han colocado asientos para los
artistas de palos diferentes. Tres para los molineros y tres
para los tarantos. Sobre los altos respaldos hay varios
mantones floridos desplegados en un telón a modo de pared,
que atraen los ojos de los que van llegando.

«Esta noche será el duelo entre el Pipi y el Toni, que se


enfrentarán a morir por Soraya, la bailaora con corazón sin
dueño. El cante jondo y el cante festero, aquí, para usted, a
la medianoche»

El anuncio fijado en un poste de luz es un imán, y el patio


rebosa. Todos quieren saber a quién elegirá la bailaora
flamenca.
Ahora bajan las luces y distingo las siluetas de los que esta
noche harán bullir la sangre con su arte. Un haz rojo ilumina
a los seis actores que ya se han ubicado en las sillas. De un
lado los molineros. Uno con guitarra, la voz del Pipi, y un
gitano de pelo largo que golpea el cajón para caldear el
momento, mientras quita el rizo de la frente con el dorso de
la mano.
Del otro, los tarantos. Otra guitarra, el Toni en el cante, y
Soraya haciendo palmas junto a las notas que saca el del
cajón. Se miran, el Pipi, el Toni y Soraya, como midiendo el
desafío en ciernes.
La bailaora abre el fuego como poseída con un zapateo que
hace mover apenas el escote juvenil, y el cardumen humano
encuentra motivo para un festejo febril. Las guitarras
envuelven el cuerpo de la gitana con sus acordes sensuales.
De la garganta del molinero, como un lamento, se desgrana
la historia que cuenta su amor por Soraya, quien baila
luciendo el talle de junco mientras toma el ruedo de sus
faldas para dibujar música en el aire. El molinero le canta y
le entrega el corazón, que sangra de amor esperando ser
elegido.

Es el turno del taranto. Vestido de negro, libera botones de la


camisa y su pecho empapado se agita mientras canta. El
hondo sentimiento en las notas agudas da muestras de su
pasión.

La joven baila sin prestarles atención, coqueteándole a la


gente que aplaude el ir y venir de su danza. Luego se sienta
sin dejar de zapatear y de palmear.

El Pipi y el Toni, a cada lado de la bailaora que aún respira


agitada, siguen su duelo canoro acompañados por las
guitarras.
El Toni, dando la espalda al fervoroso público, extrae la
navaja escondida en su cintura y la muestra en alto en un
paso de baile, hasta que con ademán certero la clava en el
costado del Pipi, que cae desplomado a los pies de Soraya. El
público aplaude enardecido por la magnífica escena.
Algunos se ponen de pie para ver mejor y aprietan los labios.
Otros levantan sus copas premiando a los actores.

Soraya se arroja junto al cuerpo del Pipi y lanza un sollozo


que traspasa los aplausos.

Las voces se van acallando porque no es teatral ni ficticia la


sangre que brota del cuerpo del molinero. El duelo ha sido
real.
Como estatuas, nos miramos absortas.

Alguien cubre el cuerpo del molinero y la escena provoca


espanto. Nos alejamos del patio andaluz sin ganas de ver
más. El afiche del poste sigue prometiendo placer y alegría.
La gente abandona el patio improvisado, saciada su
curiosidad.

Oigo a lo lejos el llanto de Soraya que se mezcla con el ulular


de las sirenas, y miro hacia el cielo estrellado, que está
sereno y en paz, como si nada hubiera ocurrido, en esta
madrugada fatal, en una calle que ya nunca será igual.

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