Meruane Lina - Las Infantas
Meruane Lina - Las Infantas
Meruane Lina - Las Infantas
Las infantas
En un tono que recuerda a los clásicos cuentos infantiles de Perrault, Lina
Meruane narra las peripecias y desventuras de dos infantas que abandonan el
palacio antes de que su padre las entregue como prenda en un juego de naipes.
Una historia en diez episodios que se va entrecruzando con otros once relatos, para
develar la crueldad y la ambivalencia de ese mundo donde todo está por construir:
el de la infancia.
Como señaló Roberto Bolaño, la prosa de Lina Meruane posee una fuerte
potencia literaria: “surge de los martillazos de la conciencia, pero también de lo
inasible y del dolor”. Fantasías, carencias, deseos y juegos, atravesados de
principio a fin por una tensión erótica que se resuelve en contra de todas las
convenciones. Un libro tan perturbador como conmovedor.
Todas las cicatrices remiten a una sola; la primera, la escisión umbilical, la única
invisible.
SEVERO SARDUY,
En cada mazo cincuenta y dos naipes que aún barajo a ojos cerrados,
escuchando su repicar; un taconeo preciso y fugaz, como carrera acelerada en
pasillos oscuros, arriba abajo por interminables escaleras de piedra, luego pasos
que se detienen, y arriba otra vez, repito, y abajo, las alocadas diversiones de
palacio.
Había tardes en que llegaban más de tres, y yo debía ceder mi espacio sobre
la alfombra. Apesadumbrado juntaba mis naipes y me levantaba para ir a
asomarme por encima de algún hombro, un poco mareado por el humo de la sala
donde ellos fumaban. Era seguro: me aburriría viéndolos perder ante mi padre.
A las partidas de los martes llegaba otra clase de invitados: siempre los
mismos tipos, elegantes y pausados al hablar, que se referían al bridge como a un
arte reservado para hombres de otra categoría: intelectuales. Yo los prefería por su
silenciosa manera de engarzarse en el lance.
Alguno, el tío Antonio muchas veces, fingía decir algo en mi oído y mi padre
me miraba serio otra vez. Que volvieran a la mesa, que dejaran de espiar mi juego.
Y me afanaba con el mazo, impaciente, trampeando toda regla para obtener la
carta que requería.
El dinero empezaba a deslizarse hacia el trono. Las manos del Rey con las
venas hinchadas y los dedos hechos puño. Las arcas llenas. El momento llegaba:
los amigos de mi padre se veían obligados a empeñar sus chaquetas de vestir, las
camisas de diseño europeo, sedosas corbatas; luego se sacaban los pantalones
cortados por un sastre extranjero. Solo él permanecía inmutable, erguido,
fumando: la mirada fija en la sudada desnudez de los vencidos.
Era tarde. El Rey dijo que el pequeño Príncipe debía retirarse a sus
aposentos.
Más tarde, esa misma noche, vi a la soberana de negro sentada a los pies de
mi cama. Un segundo, apenas. Allí donde se encontraba sólo distinguí mi armario
con puertas de espejo.
Abrí sin tocar, sobresaltado por la súbita tormenta que parecía haberse
desencadenado allí dentro.
Estaba atrapado.
Dejé que barajara mi torso, mis caderas entre sus dedos precisos, mientras el
Rey insistía en que, acariciado contra el suave mantel de la mesa, el naipe no debe
oponer resistencia.
Asentí cerrando los ojos y apretando los labios, oyendo la voz que me
llamaba, entre espasmos, Reina, Reina mía.
desde el palacio
Érase una vez ratas presurosas por escaleras de piedra, ratas grises que cruzaron
aposentos, enormes estancias vacías y la biblioteca, hasta llegar al salón mayor del castillo.
Ahí se detuvieron, sus hocicos exhibiendo dientecillos de cuchilla y salivando.
Una rata sacó su lengua húmeda. Otras agitaron los bigotes pero escudriñaron
todavía el sitio en estado de alerta, quietas en el corredor bajo el arco de la entrada. Sobre el
mantel brocado y entre un imponente pernil de cerdo, almendras garrapiñadas en sal
gruesa, higos acaramelados y botellas de licores largamente reposados en las catacumbas, el
Rey sorteaba el naipe junto a un barón y a tres republicanos.
Escucharon las lamentaciones del Monarca, quien había perdido las mil monedas de
oro que antaño repletaban las arcas reales, e incluso empeñado las joyas de su séquito de
damas y las doradas tapaduras de muela de sus súbditos.
A los señores que acompañaban al Rey en las apuestas los vieron simular congoja,
mientras calculaban el monto de la ruina y el de su proporcional enriquecimiento.
–Ay, ay…
Trepaban las albas piernas de la infanta, las hormigas.
–Tranquilizaos.
Dijo la remilgada Hildegreta, dándole en los muslos con el canto de sus ágiles
palmas.
Otras tres palmadas y no quedó una sola hormiga. Se mordió el labio con sus
pequeños dientes de leche y procedió a revisar las enronchadas nalgas de la infanta, y
asomando su ensortijada cabellera colorina bajo el ruedo del vestido de orifrés le lamió
infinitamente cada rasguño para calmar el enrojecimiento.
Hildeblanca se sorbió el moquillo de la nariz y dejó escapar una risita, pues era
cosquillosa. Luego ayudó a su hermana a levantarse del suelo, donde había puesto su atento
oído.
–Tenemos que huir antes de que Nuestro Soberano pierda la partida, la cabeza, los
ojos y las hijas herederas del trono. No debemos permitir que nos suban a la báscula y
calculen nuestra valía.
Alzó la mirada hacia el crepúsculo que se cernía ya sobre el reino, y la fijó juntando
los ojos como una turnia. Intentaba divertir a la princesa Hildegreta, pero de nada sirvió.
Entonces hizo un gesto para que le montara la caperuza sobre los hombros.
Hildegreta le aseguró el manto rojo anudándolo bajo el mentón, y le susurró sobre la huida
con regia pericia.
Entrelazaron sus manos y apuraron las rodillas escaleras abajo. Corrieron sin
sembrar un rastro con migas de marraqueta abandonadas en la bandeja del desayuno, ni
con piedritas entalcadas. Tampoco tomaron en cuenta ninguna de las recomendaciones de
los cuentos que les leía la nodriza antes de dormirlas.
La princesa consideró que era posible toparse con el cazador del reino, con algún
maldito mensajero de Su Majestad. Mas, como solía sucederle, pronto olvidó todos aquellos
temores y siguió cerro abajo hacia el bosque, apurando la marcha.
–Corred, corred.
Y acezaba.
–Corred. Apuraos.
Ordenó a la infanta, quien yacía tumbada sobre las raíces de un árbol como bajo un
hechizo. La movió con la punta del pie: Hildeblanca apenas abrió el ojo derecho, cuyo
párpado aún tiritaba:
–¿Hildegreta?
Huelen a tierra, reflexionó sin apartar la nariz. Aspiró otra vez, como si supiera que
en su memoria solo iba a perdurar ese aroma.
–Os quedará regiamente. Cuando hayáis crecido y sea hora de volver a encontrarnos.
–Que nadie sepa de quién hemos nacido, ni en qué cuna nos durmieron. Desde ahora
somos solo doncellas. Seréis solo Blanca, y yo tal vez Greta. Pero incluso estos nombres
deberemos ocultar.
–¿No seremos nunca más las que fuimos?
–No conozco a mi padre. He sido criada por una nodriza analfabeta a la que llamaba
tía…
Greta la besó otra vez, y le pidió que no la siguiera. Que no la buscara sino cuando
hubiera pasado mucho tiempo.
Tenía voz de cristales rotos y venía detrás de mí, casi tocándome los talones
con la punta de sus zapatos acharolados. Pensé que se burlaba y me volteé
buscando una sonrisa cómplice. Pero nada de sonrisas ni de complicidades: me
encontré con una niña de pupilas enormes, dos agujeros negros que se confundían
con el iris. Tenía las córneas irritadas. Y parecía no cerrar nunca los ojos enarcados
por unas cejas demasiado escasas. Su pelo ralo parecía áspero, sus labios estaban
heridos por el roce continuo de su lengua. No paraba de chupárselos.
–Estoy esperando.
Tomó aire y dejó caer la bola de papel que había arrugado. La pateó lejos
mirándome con un odio que quizá fuera miedo. Estaba convencida de que yo la
seguía y por eso me di la vuelta para reanudar sola mi camino. Ella me alcanzó, me
enterró un dedo en la espalda, y yo me habría reído si entonces no hubiera
repetido, amenazante, ella.
Su olor me pareció aún más poderoso cuando volvió a callar. O serían sus
pupilas, sus conjuntivas atravesadas por minúsculas venas. Todavía apretaba su
lápiz de grafito con la otra mano, como una herramienta. Me pregunté si ella
dormiría cerca de la acequia, rodeada de berros y de malezas y de flores silvestres.
Pero era absurdo: su cuerpo no mostraba rastros de barro, los puños de su camisa
blanca lucían impecables, el corbatín del uniforme carecía de manchas y sus
calcetines, a diferencia de los míos, se aferraban a sus piernas hasta las rodillas. El
charol de los zapatos brillaba, impecable.
Volvió a pincharme con una uña, su índice acuchillando otra vez el punto
débil entre mis costillas y la cintura. Una punzada incómoda que se quedaría
clavada ahí. Como los cristales de su voz. Como sus ojos. Doliendo.
–Me dijo también que no me distrajera en la escuela, que el del saco podía
muy bien ser una niña como tú, con fierritos en los dientes.
Y se alejó corriendo, sus piernas flacas como dos hilachas colgando del
uniforme.
Nunca la vi salir.
Nunca la vi entrar.
Era para perderla eso de tener que pasar cuarenta y cinco minutos seguidos
encerrada en una sala sin poder buscarla. Mi concentración se había esfumado.
Calcular un problema matemático se hizo imposible. Ordenar una oración con
sujeto, verbo y predicado. Contestar con la palabra presente cuando pasaban la
lista y pronunciaban mi nombre: ausente. Toda yo no hacía sino darle vueltas y
vueltas a la posibilidad de encontrarla, de llamar su atención para hacerle
comprender: yo no la estaba siguiendo, yo jamás la había seguido. ¿Pero cómo iba
a explicárselo sin verla? Estaba convencida de que mis zapatos al andar borraban
sus huellas, de que íbamos a destiempo por los mismos pasillos, de que en el
momento menos pensado coincidiríamos en alguna esquina. ¿Pero cuándo? Quizá
sin yo saberlo nuestras voces se mezclaban en el himno durante la asamblea
matinal. Quizá respirábamos el mismo aire. Quizá comprábamos la misma
merienda en el quiosco, comíamos del mismo queso, de la misma mortadela.
Interrogué al quiosquero, a la inspectora del recreo, al guardia de la entrada. No
recordaban a ninguna alumna de pelo ralo, ni ojos negros de enormes pupilas. Se
me acababa el tiempo: el verano se había dejado caer como una tormenta, cerrando
la escuela por vacaciones.
Dos meses de calor encerrada tras la ventana del segundo piso. Nadie con
quien jugar, el saco recién planchado sobre la silla esperando el salto. Las caídas de
rodillas. Los revolcones en el cemento. Y mi tía todo el tiempo detrás de mí: que
saliera al patio a aprovechar las mañanas de brisa y de pájaros, que me aventurara
a la calle, a ver si pescaba algo de sol, tan pálida me encontraba. Necesitaba
moverme, ejercitarme. Estaba mustia. Pero yo permanecía en guardia bajo el dintel
mientras la leche iba enfriándose en el vaso y el pan con mermelada se cubría de
moscas y la comida se perdía. Se perdía toda: yo no podía abrir la boca. Mi tía se
llevaba los platos intactos y refunfuñando procedía a lavarlos.
Languidecía con la mirada perdida entre los árboles del jardín vecino, en las
calles aledañas. Sentía el cuerpo lleno de aire, de vacío. Nada más que un gusto
amargo en la boca, el sarro acumulándose en mis muelas. Cualquier ruido me
hacía dar vuelta la cabeza, sentía su mano tocando mi hombro, su uña entre mis
costillas para pedirme explicaciones.
–¿Dónde está?
Murmuré. Me ardía la lengua, los fierritos me habían herido los labios por
dentro y todavía me sangraban las encías. Sabor a metal y a pañuelo de guardia
metido en la boca. Él esperó a que yo terminara de articular la pregunta sofocada
para decirme que ya vendría.
–A dónde se ha ido.
Anunció la voz de vidrios rotos, y fue ella misma quien abrió la puerta. Nos
miramos detenidamente. Su pelo había crecido, su cuerpo se había hinchado. Era
una niña en uniforme, tenía ahora una expresión muy dulce. Me dijo que la tía
había puesto un té de menta y hierbabuena para nosotros en la sala.
Dejé que se adelantara y la seguí por detrás, pensando por primera vez en
mi padre, en qué diría mi padre de esa niña, y pensando en él le enterraba el dedo
entre las costillas. Se lo enterraba como si fuera a atravesarla. Levantando la voz,
sin pensarlo, empecé a susurrarle en el cuello una y otra vez la misma pregunta:
Toda chueca sobre la tierra húmeda, comenzó a sentir que disfrutaba eternos baños
de burbujas en las tinas del palacio, que se sentaba en urinarios dorados y tiraba de las
cadenas que colgaban desde elevadas cúpulas de mosaico. Tuvo a su disposición un séquito
de sirvientas sobando los músculos de su agarrotado cuerpo y brindándole aire con hojas de
palma. Concibió carne asada de tortugas milenarias que devoraría sobre un lecho de
hierbajos y mil deliciosas ratas peludas convirtiéndose en hormigas al toque de campana.
Greta continuó hilando sueños mientras, en el bosque que había dejado atrás, un
cazador del reino cargado de alforjas y de sacos de arpillera tropezaba con Blanca,
apaciblemente dormida.
Pobrecita chiquilla, se dijo, posando su áspero índice sobre el párpado que al tacto
cesó su movimiento.
El cazador no reconoció a Hildeblanca en esa niña sucia que había despertado con las
mejillas arañadas y el pelo revuelto bajo la caperuza.
A ver si logro reanimar a esta desvalida chiquilla, pensó, algo incomodado por su
inquisitiva mirada, por su aspecto vulnerable.
Blanca observaba con temor su inflamada nariz, sus labios gruesos, sus dientes
afilados y la amplia sonrisa que esgrimía intentando tranquilizarla.
Quiso saber cómo se llamaba la pobrecita chiquilla, de dónde venía, quiénes eran sus
padres, si por desgracia los tuviera.
–Se parece usted a mi hija, lleva su misma caperuza. Tiene su edad, creo. ¿Qué edad
tiene usted?
Blanca carraspeó.
Bostezó sin taparse la boca para luego mojar su labio inferior con el meñique
ensalivado. Estiró los brazos por encima de su cabeza y los dobló por detrás, apuntando al
cielo con los codos.
Dijo. Pero el cazador, que era un poco sordo o había decidido ensordecer en ese
preciso instante, no supo qué intentaba decirle la pobrecita niña que le recordaba a su hija.
No la escuchaba, solo sentía un apetito feroz estimulado por el terso escote de Blanca y por
el delicado e incipiente vello que inauguraba sus axilas.
Me han dicho que no siga a nadie, pensó Blanca. Y movió la cabeza hacia ambos
lados, negándose sin convicción.
Blanca lanzó un escupo a sus pies y se fue tras él intentando igualar el ritmo de su
tranco. Por un segundo se distrajo en una fragancia que la remitió a escaleras de piedra y a
coronas doradas, pero supo que si se detenía iba a perder al hombre y la cama que este le
había prometido.
–Príncipe…
–Será necesario que os libere cuanto antes, para que seáis mío, mío solo mío.
Y se miró la uña del meñique, larga, pintada burdeos. La enterró en el cordón y saltó
un chorro oscuro, un espeso fluido, que ella limpió con la lengua pensando que sabía a
metal, o tal vez a ostras. Cómo me gustaría comerlas ahora, con una pizca de zumo de
limones y de mandarinas, y sobre tostadas embetunadas con grasa, pensó.
El pequeño animal estaba cubierto de barro seco. Greta escupió sobre él para
limpiarlo, le lamió la tierra y las hojas adheridas al pelaje agrietado. Y luego hizo varias
amarras al cordón, y lo ató a su brazo para no perder al animal durante la travesía.
–Hansel.
La perra aulló al percatarse de lo que había sucedido, pero Greta no dejaba de repetir
ese nombre cifrado, Hansel, que le parecía tan bonito a la vez que certero, Hansel,
nombrándolo repetitiva, hilarante, tomando posesión de la bestia que recién había dejado de
serlo.
Raúl me unta con una emulsión cremosa que reconozco. Huele a infancia.
Huele a mí, a la de hace tantos años. Quizá por eso me acuerdo de mi padre.
–Relájate.
No hay nadie en este lugar, bajo la luz difusa; solo piel que resbala sobre mi
piel enrojecida y el ombligo sellado por la camilla. Raúl me ha levantado la pierna
izquierda; no puedo verlo pero siento sus dedos enterrándose en la planta de mis
pies; luego se hunden en mis nalgas, estirando y relajando mis nervios por la
espalda hasta el cuello.
Es mi padre, es él.
Es un error y esta vez quisiera aclararlo, que yo nunca he sido como ella, que
yo soy distinta, soy su hija, que debe confiar en mí, sé bien lo que estoy haciendo.
Pero tampoco ahora querrá escuchar. Aquí la que paga soy yo, quiero decirle. No
me atrevo a abrir la boca.
Años atrás, los largos años de asfixia, él friccionaba mi pecho plano con una
pomada blanca, olorosa, más y más cálida. Luego repetía sus manos enormes sobre
los huesos de mi espalda, me daba unos golpes suaves hasta que tosiera, botara,
recuperara el ánimo. Sonreía con tristeza, me abrazaba y yo lo sentía murmurar su
amargura apoyado en mí.
Casi no siento las manos de Raúl. Es curioso. Esto debiera provocar alguna
sensación, esto, que me soben los pechos, los pezones.
Nada.
Toca como si no fuera una mujer sino un trozo de masa lo que está
enmantequillando, lo que adoba sobre la bandeja del horno. Me dejo pan, pastel de
carne, que él elija mi nueva forma.
Mi padre desaprueba. No te pongas así, has sido tú quien me dejó ir. Nunca
más quisiste acercarte. ¿Quién iba a reemplazarte? ¿Marta? Está muerta. Eso dijiste:
que había fallecido en un accidente de carretera. No se hablaría más del asunto, ni
visitaríamos su tumba. Como si ella nunca hubiera existido. Y quemaste todas las
fotos. Para que no sufras, dijiste. Para que tú no sufras. Para que tú no sufrieras,
porque yo no sentía nada al oír su nombre, eran solo cinco letras vacías, sílabas sin
rostro. Nunca hubo madre ni Marta para mí. Hasta que empezaste a convertir esas
letras en una historia terrible.
La máquina que vibra. Ya las manos de Raúl no surten efecto y esta ruidosa
caricia metálica vuelve a estremecerme. Primero desliza el tubo alrededor de mi
cara.
Corrí entre los muebles, tropecé en los pliegues de la alfombra hasta entrar
en la cocina. Te vi mal sentado en la silla, derrotado, con la cabeza entre las manos.
En tu balbuceo hubo palabras que no alcancé a entender. Pero levantaste la cabeza,
los párpados, y me miraste como si estuvieras absolutamente lúcido.
–Marta, a tu salud.
¿Recuerdas?
–Hija de.
–Hija tuya.
Empezaste a reír con tanta fuerza que más que carcajadas eran gritos
ahogados. Te levantaste hacia mí y yo pensé correr hacia la puerta, pero me detuve
cuando oí lo que estabas diciendo. Que no eras mi padre. Lo repetías contra mí, me
lanzabas las palabras como piedras.
Tú eras mi padre, el único hombre que he amado. Nunca había habido otro
hombre.
No, ahí no, que no me toque ahí. Aparto su mano de ese lugar. Me muerdo
los labios y murmuro, dándole la espalda mientras me visto.
Solo durante las primeras horas de la noche la niña se inspiraba ante el minúsculo
cuaderno que había ocultado entre el colchón y el somier de malla metálica.
En sus páginas de lirio le gustaba trazar desnudos de enanos que luego sombreaba
con la punta del lápiz afilado entre sus dientes de leche. Pero escupir las astillas de madera
y la mina negra le producía sed, una sed insaciable.
Aquella noche se durmió con la mejilla sobre sus dibujos pensando en cavas, en
zumos cítricos, en aguas de pomelo y manzanillas.
Deseaba entre sueños, aunque habría preferido tener a su alcance ese jugo
burbujeante que el cazador le convidara mientras la llevaba a la pensión. Continuó
insistiendo con los párpados entrecerrados. Hacía calor, la noche húmeda comenzaba a rizar
sus cabellos.
Sus dedos torcían y destorcían los botones del pijama. Volvió a insertarlos en el ojal
y se llevó las uñas a la boca, otra vez el párpado tiritando sobre su ojo derecho.
–Agua…
“La vieja ronca demasiado… Pucha, no me deja dormir con el estrépito de su nariz
chueca.
”La luna platinada alumbra las estrellas. Me arrimo a la ventana. Mis nalgas se
asoman por debajo como dos astros turgentes en la oscuridad.
”Qué bonitas estrellas entre las nubes, cavilo ya despabilada. Un lucero se fuga del
cielo y pido un deseo mordiéndome la lengua con los labios.
”Ahora puedo escuchar cómo se frota el pelaje hirsuto. ”Lo adivino cerca. Corro con
pasos diminutos en busca del vasito de cristal en la cocina.
”Él me alcanza por detrás y me olisca entre las piernas y me lame el cuello
sugiriendo que no me apure.
”El filo de sus colmillos sabe a almíbar, su gusto me parece arrobador mientras
imprime sus patas en mis enormes, exuberantes pechos, y va alzándome hasta la llave que
gotea, apenas.
”Ay… Déjame, lobo. Pucha… Le susurro con los ojos cerrados, sudando en esta
calurosa noche de primavera.
”Le tomo la punta del dedo con mi manito húmeda y comienzo a acariciarlo, a
morderlo, a sacarle punta con mis dientes de leche, insistiendo cada vez con más fuerza,
hacia adelante, hacia atrás.
”Le sugiero que revise el cuaderno entre sus piernas, los pétalos de lirio donde he
dibujado enanos a mi antojo.
”Mira, unta tus dedos con saliva y haz correr las páginas de a una, pero lenta,
suavemente, exijo en un espasmo.
”Haz un dibujito aquí, una rayita aunque sea. Apoya la punta del lápiz, marca un
punto…
”El lapicito…
Trazó otra línea sin apartar sus ojos grises de la pose que mantuve durante
varios minutos: de rodillas, apoyado sobre los talones, la cabeza inclinada.
Inmóvil, en un salón a media luz, mis ojos detenidos en un punto hueco del muro
donde alguna vez hubo un clavo.
Era inevitable, y ella lo sabía: la lámina donde iba a imprimir mi figura había
sido elaborada con demasiado ácido y terminaría por revenirse.
Tras instruirse decidió partir, cargando una bolsa de plástico negro y una
tijera podadora oxidada en los bordes. A jardines, a plazas, a parques, donde
comprobó que resultaba menos agotador y más eficiente ir directamente a las
florerías y la feria para conseguir los tallos y las fibras necesarias.
Y a veces agregaba.
Se quitaba la camiseta.
Al despertar, ella estaba apoyada en la mesa del taller: escribiendo. Tuve que
empinarme para leer, pero ella cerró la libreta y se dio vuelta hacia mí. Su labio
inferior temblaba ligeramente. Se puso a dar vueltas de un lado a otro con el lápiz
en las manos.
Repitió lo mismo varias veces antes de dormirse, otra vez de espaldas hacia
mí.
Debía salir, recuperar mis rutinas cotidianas. Pero cada movimiento exigía
ahora un esfuerzo absurdo, agotador. Me vestí sin prisa. La camisa me quedaba
suelta, el pantalón ya no se ceñía a mis piernas.
Sonrió. Por fin retomaría el dibujo, pensé, pero no se levantó a buscar sus
lápices. Desnuda vino hacia mí y se puso en cuclillas entre mis piernas mientras
desabrochaba los botones de mi pantalón.
–Mastúrbate.
Me puse tieso.
Untó con saliva una hoja de acanto para acariciarse con ella entre los muslos,
y volvió a lamerla sin dejar de mirarme. Mi turbación cobró rigidez: ella masticaba
la hoja cubierta de baba blanquecina. Con la otra mano tomó un jarro de cristal y lo
puso a mis pies.
Asentí entusiasmado.
El agua estaba apenas tibia; ella vació en la tina otra olla llena de agua
hirviendo mientras yo me metía dentro. Me sorprendió la fuerza de sus brazos, la
maestría de sus dedos cuando comenzó a estropajearme los cordones de la
espalda; las cervicales iban perdiendo tensión. Hundí la cara en el agua mientras
ella me frotaba las piernas, las pantorrillas y las sucias uñas de mis pies. Vertió más
agua caliente para enjuagarme y entonces se volvió hacia mi cabeza para lavarme
el pelo: la fibra más resistente de mi cuerpo.
Ella blandía una tijera de podar y un mechón oscuro entre los dedos. Me
resigné al corte, víctima del sopor, antes de perder la conciencia.
Barría el suelo cuando ella entró al baño con la pala y una sonrisa cómplice.
–Dodoce.
–Una cucharilla.
Suspiró, tartajoso.
–Una cuchara.
Hablar le resultaba fatigoso. Se limpió la frente otra vez y miró hacia los lados, para
cerciorarse de que ninguno de ellos lo había oído, nadie, tampoco ella, afanada como nunca
había visto a ninguna en ollas, cacerolas, palanganas y cazuelas con cucharones.
–Listo.
Estaba terminada la tarea a la que se había comprometido la tarde anterior, cuando,
aprovechando que la vieja dueña de la pensión se ausentaría para pagar las cuentas en el
pueblo, Blanca ofreció prepararles un cocido de cordero.
–¡Un cococido!
Un conciso, concreto, contundente conteo. Qué bonito sonaba pensar aquello, qué
palabra breve pudiera resumirlo.
–Cucu. Cucu.
Repetía Miguel, entristecido, señalando al cómplice pájaro de madera que se
asomaba bajo las manecillas del reloj.
–¡Cucu!
Así también anunció Miguel esa tarde en voz alta, y Blanca respondió desde la
cocina con la misma palabra, en el momento en que se abría la puerta de la pensión. Los
enanos habían regresado más temprano, más hambrientos que de costumbre ante la promesa
del cocido y la posibilidad de un postre suculento.
Se detuvo.
El oliscador había metido su nariz entre las páginas, como si así fuera a averiguar
qué decía el tartamudo; él, el más sordo de los enanos; él, que pronto se reincorporó a la fila
para lavarse el olor a osamenta de las manos.
Respiró profundo.
–¡Muy bien!
Miguel casi se cayó de la silla cuando oyó a Blanca, que venía de la cocina envuelta
en una bata de satén colorado, con la cena preparada en una enorme cazuela de greda.
Miguel gritaba, gritaba sin levantarse, con el tenedor en una mano y la servilleta
anudada al cuello. Los enanos se fueron asomando uno por encima del hombro del anterior.
–A cocomer.
Miró hacia ambos lados, pero los demás no prestaban atención sino a Blanca, que
estaba sirviendo en los platos hondos con el cucharón de sopa y trinchando menudos
pedazos de carne que salpicaban el borde al hundirse en el caldo. Sentados alrededor de la
mesa, los enanos la examinaban como si ella fuera un hueso, un magnífico hueso bien
envuelto en papel de regalo.
–Huele raro.
Dijo Mario, suspicaz, distinguiendo ese aroma particular del que emanaba de la
cazuela y del perfume a trufa y a humus que se desprendía de los pliegues del satín
colorado.
Este aroma debe ser el de la carne, pensó Miguel mientras el vapor que lo rodeaba
calentaba su rostro.
Bajó la vista aún más, intentando concentrarse en cuchara, cucharón, qué cocido
más confite de corderito, me lo cocomería si me lo pones con el cucharón en la boca.
Miró alrededor. Los enanos comían en silencio, con el rostro bajo y los ojos mirando
al frente. No hablaban, nada comentaron sobre los hallazgos de esa tarde. De las osamentas
del soberano desaparecido aún no se sabía nada, ni siquiera el oliscador había percibido su
aroma durante el trayecto. Pero ahora…
Blanca lo miró con inquietud, frotándose las manos. Los demás levantaron la vista,
aprobando la pregunta. Estaba tan bueno el cocido de cordero.
–Pucha. Ya sabe… Co… cocinar quita el apetito. ¡Qué gracia! Estoy hablando como
Miguel.
–Huele raro.
Replicó, respingando su larga nariz de cuchillo y ensanchando las aletas por encima
del plato.
–¿Y a qué huele? La sopa está demasiado caliente, eso puede perturbarle los sentidos.
Sóplela. Coma, Mario. Pucha, pruebe un bocado y ya verá cómo le sabe a corderito.
–Y después les serviré el postre, y podemos ir a bailar a la fiesta que habrá esta noche
en la ciudad.
–Comer, comer…
Dijo Miguel con entusiasmo, escrutando el plato de Mario, que continuaba intacto.
Mario le golpeó la nuca con la palma y le pidió al enano tartamudo que trajera los huesos
restantes, que los buscara en el basurero, en el jardín, donde fuera, pero que los trajera.
La pequeña esfera de vidrio que me sirve de ojo rueda por encima del papel,
se topa con una piedra sobre el cemento. Todo lo que me rodea parece haberse
detenido; el tiempo no es más que una habitación con las persianas bajas, una tarde
opaca, taciturna como el encierro en que habitas.
Hasta que una tarde se asomó una niña por la puerta entreabierta. La
miraste sorprendido, el brillo de tus ojos resplandeciendo entre canas que eran
todavía un lujo entre tu pelo. Pero tú no le hablaste y yo no entendí por qué no le
preguntabas qué hacía en ese momento ahí, en nuestro taller, apuntándome con el
dedo. Te diste vuelta, y sin decir una palabra, sonriendo como un idiota, la
levantaste hasta la repisa y dejaste que asiera mi pantorrilla. Quería saber mi
nombre y se lo susurraste al oído y la niña comenzó a reír; alzó sus brazos diciendo
que lo había adivinado con solo mirarme: Manekine.
Sucedió entonces.
Perdí el ojo izquierdo en la caída, la bolita rodó por el suelo. Con el derecho
pude ver que mis extremidades estaban en su lugar. Tú habías desaparecido bajo
una horda de brazos, de piernas, de cabezas sin torso. Te imaginé mutilado, un
enorme muñeco hecho pedazos. Pero pronto comenzaste a moverte debajo de ellas;
apareció tu mano, podías mover los dedos. Habías sobrevivido casi intacto y te
sacudiste la ropa maldiciendo al terremoto y lamentándote de sus estragos.
Todavía con los dedos parchados, fuiste poniendo cada pieza en su lugar.
Recompusiste sin apresuramiento. Te afanaste en detalles.
La ocasión coincidía con una gran fecha, o al menos eso dijo cuando te llamó
a presidir la mesa. Se acomodó a tu lado, y a mí junto a ella. Brindaron casi sin
mirarse y comieron lentamente, concentrados en el cordero y las verduras
guisadas, masticando en absoluto silencio; una sonrisa apenas sugerida en los
labios.
Aunque tal vez me equivocara. Tal vez solo se detuvieron los pies y dejaron
de reírse: tal vez fue solo eso. En ese nuevo silencio la música resultaba estridente.
No podía verlos pero no hacía falta.
Ahora todo parece diferente, tan lejos de ese instante en que dejé de
espiarlos: mis lágrimas eran gruesas y turbias como vidrio fundido, eran lágrimas
que iban cubriendo el pasado, el antiguo rincón de la repisa en el interior de la caja
transparente, tus brazos rompiendo la madera para sacarme de ahí dentro, tus
manos ásperas lijando mi piel. El disco dejó de girar, la aguja volvió a su posición
inicial. Veía sus piernas enredadas, los pies de ella desnudos y descalzos entre los
tuyos. Ya se habían dormido sobre el sillón, pero yo no iba a perderme el final de la
fiesta.
Un, dos, tres; un dos, y el mantel se deslizó ante mí, arrastrando consigo las
servilletas, tantos cubiertos untados de grasa, las copas todavía llenas de alcohol y
el candelabro de hierro con sus velas encendidas. Fueron cayendo con un golpe
seco, chorreando vino y esperma sobre la alfombra. La sala se iluminó para mí
como si la casa entera se hubiera prendido para verme aparecer vestida con mi
traje de fiesta. Lo había logrado. Y tú dormías abrazado a ella mientras el humo
llenaba la sala: el fuego estaba por todas partes.
Miraron hacia ambos extremos de la desierta avenida. La brisa fresca movía las
sombras de los árboles, improvisando volubles figuras sobre las aceras nocturnas. Se
sintieron repentinamente rodeados: quizá los duendes, los gnomos quizá escondidos en la
penumbra, quizá vigilantes entre los arbustos.
–¿Veis algo?
–Nadie viene.
Greta se abrazó los codos, sin distraer su atención de las escasas luces encendidas en
los departamentos del block número 9, y aguzando el oído por si advertía percusión, o un
ritmo bailable.
Greta volvió a revisar su libreta hecha con papel de berenjena. La dirección era
correcta: el noveno piso del edificio de enfrente.
–¡Condesa! ¡Cocoronel!
El enano tartamudo inhaló con fuerza, hizo una reverencia y los dejó pasar. Creía
haberlos reconocido pese a sus trajes.
Los examinaba con curiosidad mientras iba inclinando la cabeza hacia el lado, sin
siquiera pestañear. Empinó una cerveza entre sus labios y secó con el puño su boca y el
gollete. Entonces se fijó en los paquetes que Greta y Hans traían, y se incorporó para
arrebatarles la botella de vino y el cucurucho con papas fritas.
–¿Coronel o comodoro…?
–Confiesen.
Hans no dijo nada, se frotó los dedos en su hirsuta cabellera y disimuló la inquietud.
Greta se atusó el pelo, adoptando aires de realeza sin corona.
Sentenció Greta, y Miguel volvió a ponerse serio. Espió por sobre su hombro.
Parecía tranquilizarlo que nadie estuviera mirando la escena, que nadie más escuchara esas
faltas que horrorizaban a Greta.
La banda no marca pausas; todos bailan sin descanso, pensó envidiosa Greta, que
vestía una larga falda azul de pliegues perfecta para rocanrolear.
Se fijó en que había alguien vestido de Reina, balanceando con ritmo sus huesudas
caderas.
Varios enanos en ronda ejecutaban una sincronizada marcha con fémures como
bastón y trozos de añosos esqueletos en la otra mano.
Una Cenicienta arrastraba su traje, hipando a cada paso, y reía, reía maldiciendo a
sus hermanas las gordas, que intentaban obligarla a comer porque querían que engordara.
Reía y reía con una felicidad desconcertante, espasmódica, eufórica; reía, delgada como un
espejismo.
–Huele a tierra…
Tomó aire. Buscó en el salón a la niña de gris intoxicada de risas, pero ya no estaba
ni se oía su estridente alboroto ácido.
Y se distrajo una vez más en una esquina nada luminosa. Su olfato se fijó en una
chica de caperuza que parecía encantada entre los brazos de un soldadito cojo: unida a sus
manos iba desenrollándose en el baile, ligera, sin pisarle el único pie ni darle a la pata de
palo.
Ese rostro maquillado le pareció a Greta vagamente conocido, pero solo alcanzaba a
ver su perfil derecho. Dejó de espiarla, segura de que aunque la viera de frente no recordaría
dónde había sido.
–Animada la fiesta.
Sujetó su incipiente barriga mientras iba en busca de una silla. Tenía náuseas, un
sudor frío le impregnaba la piel.
Se secó el cuello y las sienes con un algodonoso calzón de niña que le servía de
pañuelo: su aroma a tierra siempre le sentaba bien. Y tomó asiento: sentía los músculos
fatigados, tensión bajo la nuca y en la cintura, como si hubiera acarreado un peso muerto
toda la tarde.
–La señora de la pensión no ha llegado. Todavía.
Era Hans, inclinándose junto a su oído con una voz más afónica que al llegar.
–¿Quién?
–La que nos iba a prestar alojamiento. ¿Recuerdas? La vieja de la pensión donde
dormían los doce enanos y una que apareció de improviso. La vieja a la que…
–Ah…
En ese momento los deslumbró el flash. Una desconocida, a la que no habían visto,
les hizo una toma, y su ayudante, un anciano delgadísimo, iba tras ella solicitando la
identificación de cada fotografiado.
–La Condesa y el Coronel. Ésos somos, aunque no nos creáis y estéis en lo cierto.
Greta sonrió ante la cara de disgusto del anciano. La fotógrafa ya estaba tomando a
otra pareja, al tiempo que Miguel asía del brazo a la chica de caperuza, intentando
convencerla de que posaran juntos.
Les sirvió alcohol y comparó su mano regordeta con la huesuda de Hans, cubierta de
grueso vello.
Sorbió otro trago y fue a buscar al oliscador para que les explicara lo de la vieja, lo de
los huesos. Mario dijo a regañadientes.
Agregó Miguel. Greta se sopló el flequillo y comenzó a sentir urticaria en las manos
mientras Mario interrumpía.
–Bueno, bueno…
Se burló Greta. Hans le tapó la boca con la mano que ella mordió para liberarse. En
adelante mantuvo silencio. Miguel inhaló.
–Cortados, los dedos de los pies, de las manos. Co… cortados aquí. Y aquí, y acá.
Sangre. Sangre. Sangre por todas partes. La carne, un cocido, un estofado. La carne
quemada, incluso. Y huesos por todas, todas partes.
–En la tele lo dieron. Mostraron todo, todo. La cabeza, en una fuente, dentro del
horno. Los dedos. Con los dedos metidos en la boca.
Posó una mano sobre su boca, como avergonzado. Mario se acercó a olerla, y dijo.
–Huele raro.
Dijo contagiando a Greta con su risita entrecortada, mientras la que iba de Reina se
acercaba a ofrecerles trutros de rana en salsa agridulce, aún calientes sobre la impecable
bandeja de plata.
la ratonera
Encojo las piernas levantando las rodillas y vuelvo la cabeza hacia atrás.
–Y cierre los ojos, masculla detrás de mí y me pone los dedos encima de los
párpados, para asegurarlos.
Sus pies desnudos sobre el piso hacen crujir levemente la madera. Abre el
armario y toma un pan añejo, un pedazo de queso. Poco más es lo que hay. Ha
abierto una botella de vino dando un golpe en el estante, y yo he debido
contenerme para no gritarle que tenga cuidado con las astillas de vidrio que han
caído sobre el suelo. Sigo sus movimientos con mi vista fija al frente. Ella hinca el
diente en una manzana arrugada como mi rostro.
Comienza a reír asintiendo, repitiendo, vieja sola, vieja rata sola, rata sobre
todo, mientras abre su mochila y mete la mano en ella, hasta el fondo. Oigo que
manipula una bolsa y le pregunto qué hace, qué está haciendo.
–Les traje comida, se la dejaré en los rincones.
–¿Comida?
–No sé si te entiendo.
Aún está ahí. Aún la oigo masticando su pedazo de chicle. Su olor lo invade
todo pero no puedo taparme la nariz. Me ha amarrado las manos a la espalda con
la sábana y tengo sed, pero no me da de beber. Empieza a invadirme un hambre
horrible y sorprendente, a mí, que hace años no experimento ningún deseo. Una
olvidada sensación se ha apoderado de mi cuerpo.
–¿Qué pretendes?
Es todo lo que dice y sonríe satisfecha. Traga saliva, infla un nuevo globo y
me salpica la mejilla. Me parece que se frota los brazos, el roce de las palmas sobre
la piel es inconfundible.
Se levanta y cruza la habitación. La madera del piso crepita bajo su peso. Las
bisagras del armario rechinan, a pocos metros, los ganchos de la ropa que ella va
deslizando por el riel se vuelven un claqueo metálico. Se ha detenido ahora en una
prenda, se frota la cara con un desteñido chaleco de cachemira al que se le han
caído ya todos los pelos.
–¿De qué color es?
Se me queda mirando, empieza a toser una tos falsa, llena de arcadas, como
si fuera a vomitar sangre. Entonces deja de fingir y me dice, severamente.
–Vieja asquerosa. Todas son como tú, creen que poniendo esa voz de
abuelita van a hacerme cambiar. Creen que soy idiota, que me voy a dejar
manosear por esos dedos que no son más que pellejo… Ya te dio hambre, ¿no? Ya
te estás calentando conmigo, ¿verdad? Ahora te voy a dar tu comidita. Vas a ver
que te va a gustar. No vas a dejar ni un poquito.
–Hora de desayunar.
Niego con la cabeza, aunque sé que podría terminar con esta situación
rápidamente. Tragarme el veneno de su bolsa en un espasmo, experimentar un
último ardor en mi estómago erotizado y luego irme secando. Secarme más de lo
seca que ya estoy. Secarme de una vez. Pero no es esto lo que de pronto deseo sino
saber quién es esta muchacha, saber de dónde viene. Qué manos son responsables
de las profundas cicatrices de su rostro. Deseo acariciarlas, morderle cada costurón
del rostro, hacerlos sangrar en mi boca. He despertado ansiosa del largo sueño de
mi vejez y en un ataque de entusiasmo pienso que no importa el tiempo que me
tome doblegarla. Porque nadie vendrá a interrumpirnos tocando el timbre, el
teléfono se mantendrá en silencio este domingo como todos los domingos, como
todos los días de la semana. Como todos los días de mi vejez. Días que no existen
para nadie salvo para ella y ahora para mí. Sé que ella no podrá irse hasta que yo
coma de su mano: ella es también mi prisionera.
–Por favor… puesto que estás en el baño, ¿podrías alcanzarme un frasco que
dejé dentro del tocador? Un frasco de vidrio con pastillas, en la repisa superior.
–¿Pastillitas?
Toma una botella con alcohol y la agita con fuerza; ríe como si ese acto
excitara su curiosidad. La reemplaza pronto por el frasco que le he solicitado.
También comienza a agitarlo, el tintineo resulta estridente en medio de nuestro
silencio.
–¿Sí? ¿Son?
–Son de dos colores, mitad rojas, mitad verdes. ¿Y para qué son?
–Son… Son ricas simplemente. Son dulces. Dame una. Y puedes tomarte el
resto, con tal de que le dejes una a esta pobre vieja. Te gustarán más si te las tragas.
Se llena la boca con ellas y las tritura con sus muelas y entonces las escupe,
las escupe con energía, por todas partes quedan los fragmentos de las cápsulas, su
relleno blanco y amargo. Empieza a acusarme de haberla engañado. Grita que la he
envenenado. Yo le susurro que se calme, son solo pastillas que duermen pero no
para siempre, porque no son veneno. Que no se preocupe, le digo, que yo le
cuidaré el sueño. La veo desesperadamente intentando desanudar la bolsa con la
mezcla para ratas pero sus dedos ya se van volviendo torpes. Va soltando las
manos. Su cuerpo, su rasguñada belleza durmiente, va quedando a merced de mi
hambre desaforada. Mis manos excitadas por fin tienen fuerza suficiente para
soltar las amarras. Siento una energía voraz cuando me acerco a ella y la huelo por
todos lados, no puedo controlar mi deseo, comprendo entonces que la muchachita
que tengo ante mí es el peor de todos los posibles venenos.
tabloides en el quiosco
Los aseadores aún no terminaban de barrer las calles. Las aceras, de amanecida, olían
a pavimento recién regado; en absoluto a flores ni a arboleda, pensó Greta.
Se detuvo para rascarse la rodilla que asomaba por debajo del pliegue de la falda que
había estrenado para la fiesta de la noche anterior.
Alzó su preñez con dificultad y su rostro se topó con los titulares de los diarios
colgados en el quiosco. Todos coincidían en la misma noticia.
Peritaje en la pensión:
–Y chocolates, ¿tenéis?
–Pero tal vez tengáis helado de fresa al ron, de frambuesas silvestres preparadas con
coñac. Señora…
La dueña del quiosco fingió sordera y continuó impasible con su tejido, hasta que
Greta perdió su ansia de dulce y volvió a sentirse amarga leyendo.
“Una menor de edad es la culpable”.
Las palabras se reiteraban. El mismo titular en todos los matutinos, junto a las
fotografías del cadáver cercenado y dispuesto en trozos sobre una mesa.
Debe ser ella, se dijo. La de la fiesta de la otra noche. La que le había parecido
conocida…
Sus dudas sobre quién podría ser “la chica de la caperuza” se iban disipando. ¿Sería
ella la culpable? ¿Debía defenderla, rescatarla, decir que había sido en propia defensa…?
Se detuvo.
–Occisa, ¡qué vocablo horrible! ¿Por qué osarán usar tales expresiones? Muerta, y
ya está.
A esas horas nadie andaba por la calle, y Greta volvió a anhelar un pedazo de
chocolate como el que se había terminado esa misma mañana, al despertar. Qué hambrienta
me siento últimamente, los chocolates no me duran el día, pensó, experimentando una
suave náusea.
–“La anciana habría sido atacada por una niña de caperuza, quien apareció en la
puerta del hostal pocos días antes del crimen. Gentes no identificadas han afirmado que a la
desconocida de caperucita la trajo un hombre proveniente del bosque. Pero testigos no han
coincidido en el daguerrotipo al que este correspondería.
–Ummm… “El sitio ha sido rodeado por fuerzas del orden. No se ha logrado
constatar la veracidad del rumor, salvo en lo certificado, con reparos e inconsistencias, por
gentes de variadas lenguas”.
Greta levantó la vista, dio vuelta la página para continuar con los insertos de último
minuto.
Miró de reojo para asegurarse de que no era vigilada; tropezó con una piedra pero
mantuvo el equilibrio.
–“Aunque no existe versión oficial sobre este hecho, hay quienes aseguran que
Hildeblanca se habría extraviado en el bosque junto a su hermana mayor, hace algún
tiempo. Este dato permite no descartar a la princesa Hildegreta como cómplice intelectual
y/o material en el controvertido caso que concita la intriga y la inquina de la comunidad”.
–“Dicen que comía niñitos gorditos, a los que ella misma alimentaba; pero nadie que
la conociera podría creer eso. Aunque uno nunca sabe, porque pusieron con sangre, sí, en el
muro, con letras muy grandes, sí señor, ¿cómo me dijo? Sí, señor reportero. Perdone usted.
(La lavandera)”.
–“Que salieron todos, eso oí, y después de todos, dos jovencitos que parecían
hermanos. Sí, dos niños. Eso escuché yo, pero no… No recuerdo. No, si yo hablé en
anonimato. Ni pienso decirle cómo me llamo. ¿Está usted loco, señor reportero?”.
–“Los efectivos de verde lograron eludir el acoso (periodístico), por lo cual fue
imposible comprobar los insistentes rumores que circulan por la urbe: que la occisa habría
estado involucrada en el tráfico de huesos…”.
Dobló el periódico bajo su brazo y se sobó la barriga, a cada momento más levantada.
Por la forma de su vientre, debía ser un niño, pensó; y la imagen de una pequeña bestia
colgando de su cordón umbilical atravesó su memoria.
–Deja el periódico y ven a comer un bocado, aunque sea. Tienes que alimentarte…
–No sé leer.
Greta había alzado la voz. Su mandíbula temblaba, también sus manos; y los pezones
hinchados sin sostén bajo la camiseta chorreaban un fluido blanquecino como suero de
leche.
Había vuelto a pronunciar la palabra del encanto que ahora se estaba deshaciendo.
–Hansel…
Sintió entonces un roce en su pantorrilla, un roce de algo palpitante, mojado pero
compacto como nieve fuera de estación. Sobre las palmetas del parqué descansaba la bola de
piel, algo crecida después de tanto tiempo, y un largo cordón. Movía la cola, abría su hocico
y la arañaba con el filo de los colmillos.
Greta comenzó a golpearlo con rabia apenas contenida. La pequeña bestia la miraba
con sus ojos glaucos, sin siquiera aullar. Entonces la colorina tomó el largo cordón, le dio
nueve vueltas al cuello y con un martillo clavó el cabo suelto al suelo. Y mientras el animal
se retorcía asfixiado, Greta sintió que se retorcía también, pero de euforia.
Sopló un beso desde su palma extendida y partió corriendo, a pie descalzo, con el
diario enrollado bajo el brazo.
cuerpos de papel
Pienso en todo eso, pero pronto dejo escurrir la inquietud. Estiro mis piernas
bajo la sábana, las puntas de mis pies se enfrían. Mis manos se han combado en la
temperatura de estas madrugadas, en las que peino mi cabellera. Algunas canas se
enredan en los dientes de la peineta: pelos gruesos, ásperos, desteñidos, que crecen
esquivando mis meticulosos dedos de pinza. Atrapo una cana entre mi pelo negro
y la arranco desde la raíz. La anudo junto a otras y extiendo esa mata blanca sobre
mi catre esperando la claridad de la mañana.
Lo levanto, lo enrollo bajo mi brazo y siento el aire apenas tibio entre las
piernas; me lo llevo a la cocina, lo desdoblo y sin detenerme a leerlo lo apilo sobre
los demás. Nunca aprendí a leer, pero sé reconocer los nombres de los días. Hoy es
jueves. Dentro del canasto hay exactamente siete ediciones amarillentas con sus
ocasionales suplementos.
Ahora, en silencio, puedo oír las ruedas del viejo carretón arrastrándose por
encima del pavimento. Detienen su avance y mi pulso se acelera. Bajo la escala, de
dos en dos. Me quedo tras la puerta, anticipándome al sonido de la reja que se
abre. Antes de que él se empine a tocar el timbre y pueda despertar a mis vecinos,
descorro el picaporte.
–Buenas noches.
Mi trato es formal. El suyo también lo es: tan formal que no contesta. Repite
la venia de cada jueves, con su sombrero raído entre las manos, a la altura del
ombligo. Y espera a que le indique el camino que ya conoce por haberlo hecho
tantas veces.
Digo, solemne.
Se tuerce y me sonríe tímidamente con esa boca escasa de dientes, con esos
labios delgados y resecos de animal muerto. Comienza a reír cuando sirvo dos
vasos plásticos de tinto. Luego me sigue hasta la pieza.
La tranca, el picaporte.
Es lunes, lo sé, la palabra aparece encima del titular, centrada sobre la foto
de unas siamesas unidas por la cabeza. Es lunes hoy; esa es toda la información
que me interesa.
Días, noches largas en que nada parece suceder hasta la madrugada. A veces
despierto horas antes del golpe periódico y al encender la lámpara de la mesa de
noche encuentro las sábanas cubiertas de pelo sedoso y negro. La claridad del día
demora en llegar, y a tientas voy buscando el extremo de cada hebra que anudo
junto a las demás, que guardo entre mi ropa interior. Me perfumo con agua de
colonia. Es medianoche ya. Es como si los minutos se pisaran los talones.
Me tiendo sobre la cama con la mano entre las piernas e imagino qué puede
haberle sucedido. Cierro los ojos; aparece en la barra con un pequeño vaso de vino
rojo. Lo veo tendido en la esquina, sobre uno de los fardos de apio de la feria. Lo
veo resbalándose en cajas de huevos. Lo veo tapado con cartones y hojas sueltas de
tabloide, dormido dentro del carretón, a pocos metros de esta casa.
Cuando Renato al fin cruza la reja, separo mis piernas dobladas, cubiertas de
vello, y me levanto el camisón. No me mira. La mano le tiembla. No decimos nada,
no nos tocamos siquiera.
Tomo la botella del gollete y entro a mi cuarto. Renato me sigue. Esta vez no
me siento en la silla ni espero a que me escobille el pelo, que huela el perfume de
mi escote. Tomo los mechones que he ido recolectando, los enrollo y los pongo
delicadamente en ese único bolsillo cosido de su chaquetón.
Suavemente deslizo mis manos por las solapas, le voy quitando el abrigo y
siento su cuerpo escuálido bajo la camisa. Renato mira el suelo, y la botella que he
dejado sobre la alfombra. Abro los botones de mi blusa mientras su dedo
tembloroso persigue el comienzo de una cana perdida en las sábanas revueltas.
Cierro los ojos y oigo el timbre. Lo oigo claramente pero sin haber detectado
las ruedas de su carretón por el pavimento. Es exactamente medianoche. Renato ha
vuelto a ser puntual y soy yo quien no está preparada. Tomo la peineta, ordeno las
escasas hebras de cabello negro sobre mi cráneo. El resto son canas. Me raspo el
cuero cabelludo en el apuro, me hiero, sangro, pero no me importa: bajo las
escaleras con el vaso ya vacío en la mano y con la otra retiro la lengüeta del
picaporte. Solo veo su cuerpo en el contraluz de la luna. Esta vez no lleva
sombrero, no trae encima su chaquetón.
–Renato. Pase.
–Renato…
Susurro emborrachada de extrañeza.
Alza entonces la mano hacia mi cabellera, escoge una de mis canas y la tira
suavemente, como Renato. Como él… Pero no son un regalo, le digo. Fue siempre
un trueque. Que me siga, le señalo, que venga conmigo, a mi cuarto. Y dejándose
llevar ella ahora por mi mano, por las escaleras hacia mi cama, sigue
preguntándome si tendré también para ella un vaso de vino. O algo.
tras una huella
Se contentó de haber podido decir eso sin titubeo. Los demás enanos asintieron, y
sorbieron su mosto.
En ese instante tuvo la sensación de que ya le habían propuesto algo similar. Mucho
tiempo hacía de eso, pero se le vino a la memoria la figura de una niña de cabello rojizo, con
calzones que olían a tierra. Hildegreta… ¿Por qué pensaba ahora en ese nombre?
Era a ella a quien había dibujado en su cuaderno, sus rasgos se repetían en todos los
retratos. Lo supo entonces: debía hallar a su hermana, pero nada de esto le confió a los doce
enanos.
Sintió una cuchillada de almíbar en el fondo del estómago y solo en ese instante
reparó en que no ingería bocado desde hacía mucho tiempo. Se dejó guiar por la nariz.
Entre los tabloides colgados en la vitrina de una caseta que servía de quiosco, vio
botellones de cristal llenos de caramelos blandos como esponjas azules y rosa. Le apetecieron
unas pastillitas cubiertas de cacao negro y bien amargo, y otras mitad fresa roja, mitad
albahaca verde.
Rebuscó en sus bolsillos. No había nada que pareciese moneda, nada en absoluto,
nada… Miró fijo las portadas sintiendo algo raro: no entendía los titulares, pero la niña de
la foto se parecía demasiado a ella, o a su hermana… Ese corte noticioso rebanó su apetito;
comenzó a sentir náuseas.
–Solo si me das dinero te lo digo si tengo informes sobre lo que quisieras saber te lo
digo.
Dijo el andrajoso.
Se restregó la tela aterciopelada por la cara, la frotó contra su torso curtido por el sol
y abrió el saco para guardarla ahí.
–Bien. Trato hecho. Te lo digo, solo te lo digo. La colorina y… claro, te lo digo, viven
allá arriba. Solos. Por las mañanas vienen por el periódico, pero hará días que no vienen,
muchacha, días de días te lo digo.
Asió la caperuza que se había ganado con su soplo y alzó la vista. Blanca se fijó en
las córneas del mendigo: córneas espesas, claras de huevo apenas cocinadas.
El mendigo asintió e introdujo sus dedos en los extremos de su boca, comenzó estirar
la piel de los labios, a ensanchar la boca para mostrarle las encías: un hueso ralo y herido.
–¿Greta…?
Espió por encima de su hombro temiendo que hubiera alguien en las escalas, oculto
en un rincón. Nada. Seguía oscuro, silencioso; boca de lobo; hoyo de alcantarilla.
Empezaba a rascarse con la vaga sensación de que esa escena ya la había vivido, pero
con las uñas largas y pulidas debidamente; ese asco, esa atrocidad, tal apuro de auxilio.
El párpado derecho le tiritaba como solía cuando estaba nerviosa, como si bajo la piel
hubiera un millar de insectos intentando escabullirse. Sintió temblores en la espalda, ganas
de chillar. Pero tragó saliva, apoyó su mano en la puerta repitiendo su palabra favorita,
pucha, pucha, pucha, y la puerta cedió sin problemas, como si nadie nunca le hubiera
puesto llave.
Blanca se quedó paralizada, sorda unos minutos, hasta que se percató de que el
teléfono llevaba rato sonando en algún lugar del departamento.
Él se detuvo con las piernas separadas, los pies bien firmes sobre la piedra
laja de la entrada.
Señaló al fondo del largo corredor mal iluminado que daba a una sala de
estar.
–Siempre…
Repetí. Mi padre prestaba atención a los detalles y tomaba nota en una hoja
de papel que parecía haber estado arrugada mucho tiempo en su bolsillo. La
pintura saltada. El papel mural requiriendo renovación. Un pomo de menos en
algunas puertas. El parqué suelto en varios puntos del salón.
Un instante solamente, tras el cual entendí lo que había sucedido. Una línea
delgada se había dibujado en la superficie de cerámicos, una línea que al segundo
toque se abrió estrepitosamente como una carcajada de dientes rotos, de muelas
tiznadas precipitándose al suelo.
Hace tantos años de aquello, tantos años también desde que nos
despedimos. Se quedaron en esta casa, mi madre cada vez más deteriorada y mi
padre; él cumpliría su promesa de permanecer en esta casa. Para siempre. Ha
envejecido mi padre en este lugar, lo constato al volver aquí: al refugiarme en su
abrazo, al sentir la humedad que guarda su abrigo.
–Has tardado. Supongo que te quedarás esta vez, que estarás aquí cuando
sea el momento de enterrarme.
–Tú me enterrarás a mí, más bien, si me quedo mucho tiempo en esta casa.
Nos sentamos a la mesa. Ha cocinado para mí, mi padre, como cuando era
una niña. Noto cómo pesa la ausencia de mi hermana mientras deposita el plato
frente a mí. Pruebo la carne, que sabe algo picante, y comienzo a sentir, otra vez,
un hormigueo subiendo por mis vértebras hasta el borde interno de los brazos.
Sabe que nunca he tolerado la pimienta. Sabe que en cada pizca negra veo un bicho
moviendo sus frágiles antenas. Es algo que traigo conmigo desde la infancia y sin
embargo él nunca ha querido aceptarlo.
Puedo escucharlas.
Escapan en bocanadas.
Mi padre enciende la luz, seca la saliva que corre por mi mejilla, examina
mis pupilas mientras me acaricia y sonríe.
Encontraré el hormiguero.
Ahí hay un reguero de hormigas, las voy siguiendo. Se desvían por esta
puerta y yo las sigo. Hurgo en el baño de mi padre, en el lavamanos donde
encuentro, adheridas a la loza, algunas de sus canas. Examino el papelero a medio
llenar. Ni rastro del hormiguero, pienso, con la certeza de que esto, antes, lo ha
dicho él. Lo ha dicho siempre para justificarse, para evitarse el trabajo de
aniquilarlas.
–Ellas estaban antes que nosotros, es la casa que eligieron para vivir…
Para siempre. No lo ha dicho pero ahí está esa palabra, siempre, que regresa
siempre a mí. Entro en su habitación. Es como si la descubriera por primera vez.
Me sorprende la cantidad de retratos de mi madre en su mesa de noche. En todas
tiene la misma edad: treinta años. También está mi hermana, infinitamente
repetida a los treinta años. Me busco en vano. Quizá cuando cumpla esa edad
merezca un lugar sobre la mesa.
Debo apurarme, no darles más tregua. Seguirlas hasta el lugar exacto donde
se ocultan y se multiplican.
Quizá no sea capaz, pienso, pero tengo que ser capaz, me digo para darme
fuerzas. Hundo las manos en el parqué y empiezo a levantar los trozos húmedos
de madera. Están todos sueltos. Salen uno tras otro sin dificultad, enteros,
astillados, cubiertos de hormigas, ribeteados de musgo. Una tras otra cada palmeta
podrida, y madejas de hilos verdosos delgados como cabellos.
Me detengo con las manos llenas de barro, de tierra pulposa. Hay algo ahí
abajo además de hormigas desesperadas y de gusanos. Lo que hay no es un
enorme hormiguero. Doy un paso atrás para entender lo que estoy viendo, y
entonces aparece ante mí lo que queda de ese cuerpo, de la cabeza, del rostro sin
ojos de mi madre.
en el pabellón
De pies cruzados sobre el suelo, Greta escribió la primera frase de la carta que
intentaría enviar a su padre, aunque por la prensa se hubiera enterado de que algo
horroroso le había sucedido durante la noche aquella de juerga. ¿Qué, exactamente?, se
preguntaba. ¿El derrocamiento? ¿Una afilada traición entre los omóplatos?
Era indispensable que aún estuviera vivo, y forzoso ponerlo al tanto de su delicada
circunstancia: requería dinero, mucha plata y oro y joyas, ojalá una herencia pródiga en
dólares. Cuán lamentable resulta la vida fuera del palacio, volvió a suspirar, pero censuró
aquel pensamiento por burgués.
Dejó el bolígrafo para cambiar la incómoda pose que le había agarrotado las piernas y
el bajo vientre.
Sustantivo más abominable que ese, se dijo, y ajustó sobre el puente de su nariz las
gafas graduadas, con marco de concha de perla, que había comprado para cubrirse el rostro.
Qué palabras más feas, qué caligrafía indigna de mi alcurnia, suspiró nuevamente,
al mirar su inconclusa misiva.
Sería más conveniente que estuviera muerto, mejor no verse tentada a mendigarle a
cambio de matrimonios de provecho. Mejor que las imaginara perecidas en el bosque, que ni
se enterara.
Porque la princesa jamás trocaría su alegría de Condesa por un reinado como Madre
Soberana. Tampoco le sucedería a la infanta Hildeblanca, quien parecía tener más vocación
para recortarle ronquidos a la vieja dueña de la pensión, o para escudarse tras un tropel de
enanos viciosos.
Tales ideas rondaban su ociosa espera, cuando sintió una patada, un puño, una
mordida por dentro del ombligo. No se quejó, ni siquiera se llevó las manos a la tripa. Había
tomado su decisión horas antes, mientras la tarde se retiraba y los faroles se encendían para
iluminar las aceras.
La sala resplandecía, el sol asomaba entre las nubes. Se percató del televisor
conectado al cable, enfrentado a la cama donde se tendió, y también de la enorme almohada
de plumas de ganso donde apoyó su cabeza en el instante en que las contracciones volvían a
distraerla.
Leyó en la ficha.
–Señorita… Once Noventa. Esa será su clave, no la olvide. Once Noventa será el
nombre que le pondremos a su hoja de vida, quiero decir, de salud. ¿O preferiría quedar
registrada como la señorita Colorina, tal vez? Por esas trenzas tan largas…
La miró fijamente mientras le acariciaba una de las trenzas desde la raíz hasta la
punta de la coleta.
–¿Son de verdad?
Se burlaba, probablemente. Pero Greta solo sintió que le estaban haciendo cosquillas:
la mujer limpiaba su ingle con un paño que había sumergido previamente en un fluido
insecticida.
Cada vez que lo frotaba ahí, el trozo de género reaparecía oscurecido por el enjambre
de hormigas. La mujer estrujaba el paño dentro de la palangana, eliminando así todo
vestigio de ellas.
–Fantástica. Os lo juro.
Eufórica, tomó el potiche con veneno y roció todo su contenido sobre el triángulo de
pelitos. Adormecida en el placer que le proporcionaban las manos de la enfermera, Greta
comenzó a soñarse asomada por un balcón de la torre, las trenzas rojas colgando hasta el
suelo. Las ratas se encaramaban por su cabellera y se le metían por debajo del escote: corrían
encima de sus hombros, hiriéndole la nuca con sus garras, mordiendo sus orejas.
Posó la oreja fría sobre el ombligo de Greta, ahora plano, y silbó varias veces con una
felicidad melodiosa. Cuando dejó de emitir tonos agudos de tenor, acercó su rostro al de la
niña, apoyó la punta de su larga nariz sobre la de Greta y con tufo a queso le dijo que el
trabajo había sido realizado a cabalidad y con mucho éxito.
–No tendrá que cuidarle el sueño, ni las flatulencias, ni soportarle vómitos agrios de
leche a ninguna muñequita.
Sentenció.
cajita para la bailarina
Sin levantar sus pequeños ojos negros, se sentó en un rincón para masajearse
las pantorrillas. Cuando las chicas partieron a vestirse, me pidió que la
acompañara unos minutos todavía, hasta que nos quedáramos a solas.
–¿Estás segura?
Sus ojos evitaron los míos y se posaron en la rama de apio que enterré en su
cintura. Sonrió apenas y continuó vistiéndose.
Susurró entre risas. Rasgué el sobre mientras ella abría la caja de música que
yo le había regalado en su cuarto aniversario como figura líder de la Compañía. Le
leí el resultado y la espié buscando alguna señal, un indicio de duda que no
apareció en su rostro. Me rogó que no la dejara sola. Nada más, e indicó una fecha
con hora, una dirección.
Era el sitio menos hospitalario que hubiera podido imaginar. Más parecido a
un teatro en ruinas que a una clínica. Las puertas estaban hinchadas, y no cerraban
completamente. Los muros parecían despellejados. Olía a podrido y a orina. Y a un
desodorante ambiental que daba náuseas.
Fiona avanzó sigilosamente, seguida por mí. Se había calzado las zapatillas
de baile que le habían asegurado éxito sobre las tablas. Estaba pálida como antes
de un estreno, con un vestido ligero de verano; un vestido cortísimo que exhibía
sus muslos al menor movimiento. Me tomó la mano antes de subir por las
escaleras, dio un paso adelante, como un cisne mojado, y me dejó su bolso.
–Eres como un padre para mí. Mi única familia… No vayas a irte sin mí.
–No sé de qué me habla. La responsable aquí soy yo. Ni te imagines que voy
a irme sin ella.
No había nada más que hablar con ese desconocido. Nada que decir: era la
frase que Fiona había utilizado la tarde del camerino.
–No hay nada que hablar. Tomé la decisión hace varios días. No me mire así.
Se lo dije sin mirarlo, pero no me dejó seguir. Insistía en que Fiona le había
pedido que viniera. Le había hecho prometer que no la dejaría sola.
El muchacho retuvo el aire y sin dejar de mover las manos, aún tirando de
sus dedos hasta hacer sonar las articulaciones, dijo, resuelto, que era una cajita de
música que él mismo le había regalado cuatro años atrás.
Una nube cubría ahora el sol, quedé a oscuras. Agucé el oído, quizá una
seña, un quejido, que se filtrara desde el piso de arriba. Una conversación a
hurtadillas. Fiona murmurando en el sopor o cantando, como solía, cuando
despertaba.
–Ya te oí… Aparentemente sé tanto como tú, es decir, casi nada. Que serían
unas tres o cuatro mujeres esta tarde. Que después de la intervención la dejarían
descansar unos minutos. O tal vez un par de horas. Depende.
Él volvió a salir al patio, más ansioso y frustrado que antes, dándole patadas
más rotundas a los muros, y yo cerré los ojos un momento.
Tanteé en la oscuridad, dejándome guiar por el filón de luz que veía debajo
de la puerta. La empujé con suavidad, se abrió ante mí el escenario: una espalda
ancha, unos brazos enarcándose en el cinturón, un hombre que me había oído
entrar y se dio vuelta, y comenzó a decir algo. Frases que sonaban a
remordimiento, aunque tal vez no. Era su rostro desencajado, su frente sudada, lo
que me conmovió antes de percatarme de la gruesa cicatriz, y de la gargantilla de
oro cercándole el cuello. Su delantal abierto mostraba un pecho cubierto de vello.
Greta zurcía su delantal con esmero: punto atrás, punto adelante, punto atrás,
punto.
Desde su detención por andar en horas de cese con el vestido manchado, desde que
fuera declarada sospechosa sin derecho a queja, desde que la vincularan a terroríficas
actividades, Greta había mantenido absoluto silencio y había decidido dedicarse a sus
menesteres de costura. Le interesaban más que un viejo juez, por sabihondo que fuera el
magistrado.
–Señorita.
–Condesa.
Corrigió Greta, escrutando una hilacha que colgaba del bolsillo del viejo que le
hablaba.
A alguien se parece este señor, pensó. ¿Será un amigo de mi padre? ¿Un jugador de
naipes, tal vez?
Greta se levantó un poco la falda, aún punto adelante, punto atrás, punto.
Malhadada memoria; hasta su manera de vestir me trae algo al recuerdo, meditó sin
dejar de coser, sin avanzar en su trama.
Carraspeó el viejo, pero dadas las circunstancias no escupió al suelo como solía.
–¿Pe… rrault?
Ella hizo el último nudo y dijo lo que debía con la boca entrecerrada; en ese instante
cercenaba el hilo con sus dientes de leche. Sopló el polvo adherido al libro, se frotó la vista y
con su mano enguantada sobre el tomo recitó.
–Juro ante Perrault, uf, qué feo nombre… Juro ante el señor Perrault
Todopoderoso… Excúseme, señor, Su Señoría, ¿qué cosa os debía jurar?
–Ah, sí. La verdad, ¿verdad? Claro. Ya, os juro que digo la verdad. Ya está. ¿No?
Os juro que si no fuera tal como juro, que se quemen mi padre, el tío Antonio y…
Tomó aire, y espió al juez para comprobar si la mención del Rey provocaba algo en
él. El magistrado le dedicó otra mirada opaca.
–Sea así.
–Así. Eso es. ¡Silencio! Secretario, tome nota de la sesión y no olvide sintetizar,
recuerde que nadie habrá aquí ni en sitio alguno que guste de leer excesos, ni menos en
demasía. Pero, ¡pero!, no perdamos más tiempo. A recapitular.
El Usía miró a la audiencia y, tras una pausa que debía marcar el tono severo del
restante sermón, continuó.
–Estamos aquí, como sabéis, por motivo del crimen que perjudica a la civilidad en su
conjunto. La acusada principal, una niña de caperuza, quien también responde a los más
diversos patronímicos, seudónimos, sinónimos y afines, era la principal inculpada por el
asesinato de la señora dueña del hostal, cuepedé…
El juez se persignó, y tras él, el secretario y los demás presentes, quienes entonaron
un largo y polifónico amén.
Tomó un sorbo de agua, y otros más hasta que dejó el vaso seco encima del podio.
–Tenemos pistas, testigos… Un tal señor Miguel y otros enanos familiares suyos,
tíos y primos todos en ejercicio de diversas respetables faenas, pero, ¡pero!, todos acusados
de rebeldía y convictos debido al hallazgo de un enorme arsenal. Arsenal de huesos
anónimos. ¡Silencio! Huesos humanos que ellos declararon requerir para la fabricación de
objetos artísticos de vanguardia. Banderas de huesos, por citar algunos ejemplos curiosos…
–Los encerraron en un sitio tan pequeño que debieron permanecer de pie durante
horas, sin permiso para orinar en privado durante una noche en la que alternativamente se
les encendía y apagaba la luz. Sutilezas, por supuesto. ¡Silencio!
–Todos, sin excepción, declararon haber visto, el mismo día del asesinato, a una
disfrazada de colorina limpiar con una servilleta la sangre de un hacha… ¿Sería usted
aquella, la de la fiesta, señorita, quiero decir, discúlpeme, señora, su Condesa?
–No recuerdo… ¿Haber estado en una fiesta? ¿Enanos? ¿Está usted en su sano
juicio?
–¡Oh!
–¿Inocente o culpable?
–¡Silencio!
Gritó el juez, sudado, golpeando el podio con el mazo cada vez más rápido.
Frenéticamente tocó para acallar a la audiencia y solo cuando su instrumento se descabezó
se detuvo a mirar a Greta.
La audiencia roncaba.
No abrió.
Tantas tardes esta semana he gastado mis suelas a lo largo del pasillo,
código en mano, repitiendo, intentando memorizar sentencias jurídicas y
procedimientos y leyes y normas civiles, pero distraída pensando dónde se habría
metido.
Voy de negro con una bufanda alrededor del cuello. La puerta se golpea
detrás de mí al salir; intento no resbalar en el rastro de nieve derretida ni en los
manchones de hielo que traicionan cualquier equilibrio. Mantengo el paso. El
viento no corta mi avance. Se me congela el pelillo dentro de la nariz, las orejas, las
mejillas, las sienes me duelen hasta que quedan anestesiadas por la temperatura y
ruego que suceda lo mismo con mi angustia.
–Ya no tengo ley que me ampare, no tengo ley que me mande. Debo
encontrar una que me salve.
Cómo he podido olvidarme del brillo asustado en los ojos de Jélena. Qué
estúpida, qué egoísta he sido, me digo mientras corro hacia la capilla. Temo haber
anticipado la escena equivocada, temo que el encuentro de esta noche sea una
despedida definitiva.
Ella no está en ese punto donde tantas veces hilamos oraciones de rodillas,
contándonos la vida entera con las manos enlazadas y parapetadas nosotras en un
código. El confesionario también parece vacío. Fue precisamente en ese donde nos
hablamos la primera vez, frente a frente con una fina malla metálica separando
nuestros rostros. Yo siempre confesando, ella siempre haciendo de padre superior
y burlándose de mis culpas sin absolverlas. Incitándome más bien a los malos
pensamientos.
En este sitio me habló del último viaje a su casa, antes de la guerra, antes del
bombardeo en que murió su única hermana a la que yo tanto le recuerdo. Aquí la
escuché sin decirle lo que su relato iba haciéndome sentir pese a la neutralidad de
su voz, a su sonrisa distante. Cuando describía, una y otra vez, a su padre, a ese
hombre que le rogaba que volviera, que olvidara lo sucedido.
–¿Entiendes?
Hago un esfuerzo y comienzo a repetir los nombres de todos los tipos que
me ha mencionado en el último año. Todos ideales maridos que aportarían
papeles. Aprieto los dientes. Siento una puntada en la mandíbula. Respiro hondo y
repito los nombres, agregando algunos que había olvidado.
–¿Tú crees?
–Es la única opción. Elige uno, cualquiera.
Que sí, que por supuesto, que no sea idiota, que de otra manera tendría que
irse y eso yo no podría soportarlo.
Ha dejado de susurrar.
–No puedo. Pero tampoco puedo evitarlo. Necesito que me ayudes, que me
digas lo que necesito oír.
–¡Espera! ¿Adónde…?
Habría sido vana maniobra, y lo sabía. No había a quién provocarle piedad. Nadie se
fijaba en ella: las mujeres permanecían impasibles a su lado, los jornaleros no repararon en
el arribo de la forastera en minifalda que se había sentado de piernas abiertas en la esquina a
limpiarse los talones y entre los dedos de los pies.
Estaba cansada de perseguir una huella cada vez más remota. La de su hermana.
Resultaba fútil interpelar a los inmóviles transeúntes con el relato de la colorina perdida
que buscaba hacía ya tiempo, una colorina que debía parecérsele al menos un poco, porque,
verá usted, señor…
Nada sacaba con quejarse de que cuando hablaba nadie le asintiera ni le pestañeara,
ni le desdeñara siquiera sus gentiles preguntas. Eran todos cómplices en estática pose, en
aquel juego: momia es, un, dos, tres.
Pálida lucía Blanca cuando tomó impulso para empujar las pesadas puertas de
madera. Ya dentro de la iglesia, se apoyó en la pared de piedra; a medida que recobraba
aliento, sintió que el frío del aire hacía más intenso el de su cuerpo: había extraviado un
manto de terciopelo rojo y cedido el segundo a un mendigo; su vestido estaba demasiado
ajado, le quedaba estrecho a toda decencia.
Pensar en eso la hizo sonreír, sonreír y tiritar más aún que su párpado. No debía
detenerse o se entumiría, y pronto dio unos pasitos rápidos hacia el altar donde descansaba
un ataúd. Le pisó la cola a un enorme gato gris, y el felino maulló como si llorara. Pero
Blanca había aprendido a no disculparse.
Tocó el vidrio con los nudillos, como solicitando permiso para interrumpir ese sueño
de siglos.
No hubo respuesta.
–Greta, despierta…
El gato volvió a maullar. Blanca lo empujó de una patada. Y se quitó la peluca alba
que aún llevaba puesta.
Miró al lado y se encontró con un angelito de colores traspasado por los haces de luz.
Le rogó que su hermana despertara. Pero no era un querubín milagroso sino de vidrio.
Comenzó a pensar en una fórmula para romper ese hechizo de durmiente: hurgó en
su bolsillo hasta palpar el suave encaje de la ropa interior que le había dejado su hermana en
prenda, y al estirarlo frente a sí entendió que por fin correspondía a su talla, que lo
estrenaría cuando corriera una ventisca que le enfriara las nalgas.
Puso el calzón sobre el vidrio, sintió su intenso olor a tierra. Percibió una mínima
vibración en la nariz de Greta, quien repentinamente abrió los ojos y se quedó otro instante
inmóvil.
Aspiró extasiada, con una sonrisa boba en los labios. Tan pura le pareció a Blanca
que hizo un bosquejo de la resurrecta en las páginas de lirio de su cuaderno.
Greta fue recuperando el movimiento, reanimada por esa esencia volátil; se levantó
como sonámbula y se golpeó la frente contra el ataúd aún cerrado.
–Hildeblanquita…
Blanca levantó la tapa del ataúd y notó una diferencia: su hermana ya no tenía hálito
a alhelí sino más bien un olor ácido. Sin detenerse a comentarle la diferencia, se encaramó
dentro del ataúd.
–No, no exactamente…
–Pucha, me pillaste… Parece que sí. Hace años que ando cazándote y por fin aquí te
encuentro.
Blanca hizo un ruidoso gesto de guillotina con la mano y se largaron a reír. A olerse
la raíz del pelo. A besarse las orejas. A morderse los labios con los labios. Y la hambrienta
Greta probaba con minuciosidad la lengüita de Blanca: su sabor dulce, azul y obsoleto a
realeza.
Entonces oyeron el arrastre de suelas, un bastón que daba palos. Y luego quietud
otra vez. Palos de ciego, se dijo Blanca en verdadero encantamiento. Mas, pronto vieron al
hombre que, cargando un grueso libro de papel biblia, muy ceñudo las miraba.
–¡Hostias!
–¿Quién es usted?
Preguntó Blanca.
–¿Hemos hecho alguna maldad, que nos mira con esos ojos?
Añadió, acariciando las sonrosadas mejillas de las niñas. El aire se había espesado, y
el sacerdote comenzó a enjugar su nuca con el calzoncito de algodón que Greta le
obsequiara.
Se quitó la sotana con parsimonia, previo a encaramarse dentro del féretro donde
Greta y Blanca le ofrecieron sitio.
Las hermanas le susurraban al oído, le metían la lengua por los salados y granulosos
ribetes de sus orejas.
Greta tomó la mano de Blanca y la guió por el canto del féretro abierto hasta que dio
con el crucifijo de metal y lo empuñó.
Blanca orientó el artefacto en cruz hacia la cabeza del viejo. Greta lo besó
tiernamente en los labios mientras apretaba la corbata alrededor de su cuello: era la señal
que la infanta esperaba. Hizo lo que debía, y dijeron juntas, con arrobo.
–Así sea.
nueve nudos en el palace
Cumplo un olvido sin sentencia, todo intento por imaginar algún origen,
monárquico, quizá cíclico y remoto, se apacigua con el saber proveniente de los
sueños: el pastizal recorrido por la brisa marina bajo la luna; las briznas que tejen
cada destello del cielo en una gruesa manta de niebla; y el sol, la solana que nueve
hombres traen metida en la pupila de la memoria.
Al cumplirse nueve años, entran aquí para que yo, como antes mi padre, los
libere de todo mal. Nada saben, no logran engañarme: sus nueve mentiras pululan
en mis oídos. Silencio les ordeno, y comienza el ritual. Se arrodillan ante mí, otra
vez anónimos, nuevamente mudos, y se desgarran la carne. Solo entonces mi
paciencia vuelve a extenderse por otra novena de años, durante los cuales mi
existencia se adormece horas que son días que son meses apilados como cuerpos,
unos sobre otros, hasta que el eco me advierte de nuevos latidos peregrinos que
avanzan por estos retorcidos corredores.
Necesito un hombre que descifre este enigma, que descifre este enigma…,
este enigma… Tal es la intensidad de mi deseo que las paredes comienzan a
temblar y los senderos se bifurcan otra vez; la espera alcanza su hora nona, se
quiebra como cristal de espejo sin fortuna.
–Ascarión…
–Sí. Ascarión. Mi padre, el señor de esta casa. Fue muerto por un hombre
traicionero.
–Quién eres.
El viejo seca con el dorso de la mano los cristales de sal que le clavan la
frente.
Con cuidado, casi con ternura, le amarró al cuello el cordón que traía
escondido, le dio nueve vueltas y repitió la operación asesina en su propia
garganta.
Ascarión.