Meruane Lina - Las Infantas

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LINA MERUANE

Las infantas
En un tono que recuerda a los clásicos cuentos infantiles de Perrault, Lina
Meruane narra las peripecias y desventuras de dos infantas que abandonan el
palacio antes de que su padre las entregue como prenda en un juego de naipes.
Una historia en diez episodios que se va entrecruzando con otros once relatos, para
develar la crueldad y la ambivalencia de ese mundo donde todo está por construir:
el de la infancia.

Una niña se encuentra en el bosque con otra y desde entonces no puede


dejar de buscarla y esperarla, de sentir su olor a musgo en el aire; una mujer batalla
con el recuerdo amargo de su padre mientras las manos de su masajista recorren
su cuerpo. Mientras, las infantas recorren el camino que las volverá a unir, en el
que no faltan los enanos, los lobos feroces y las viejas brujas, pero donde las
acciones tienen consecuencias y la inocencia y la ingenuidad son solo una ironía.

Como señaló Roberto Bolaño, la prosa de Lina Meruane posee una fuerte
potencia literaria: “surge de los martillazos de la conciencia, pero también de lo
inasible y del dolor”. Fantasías, carencias, deseos y juegos, atravesados de
principio a fin por una tensión erótica que se resuelve en contra de todas las
convenciones. Un libro tan perturbador como conmovedor.
Todas las cicatrices remiten a una sola; la primera, la escisión umbilical, la única
invisible.

SEVERO SARDUY,

El Cristo de la rue Jacob


reina de piques

En cada mazo cincuenta y dos naipes que aún barajo a ojos cerrados,
escuchando su repicar; un taconeo preciso y fugaz, como carrera acelerada en
pasillos oscuros, arriba abajo por interminables escaleras de piedra, luego pasos
que se detienen, y arriba otra vez, repito, y abajo, las alocadas diversiones de
palacio.

Mi padre me había enseñado el valor de cada carta. Las pintas, aseguraba,


eran cardinales de una sola familia real, pero había que distinguir los corazones
rojos de los corazones negros invertidos. Sentenciaba con finura la regla de todo
juego y la ley del naipe que yo no debía olvidar: el rey manda, la reina obedece, los
once restantes son súbditos.

Al atardecer lo veía cortar y cartear junto a tres acompañantes: ocho codos


solían venir a apoyarse sobre el mantel de terciopelo gastado, cuatro pares de
manos con once cartas cada uno, dos parejas que apostaban por el mazo apilado en
el centro de la mesa. Un mazo que crecía en cada ronda hasta que apareciera el
naipe preciso.

Su dedo anular, ceñido por el grueso anillo áureo, apartaba el tesoro. La


pesada e inconfundible mano de mi padre tahúr, eximio jugador. As de la canasta,
le decían, por sus escalas de picas, Soberano, por las siete cuinas que ponía en
perfecta comparsa sobre el mantel. Conquistadas las damas negras y rojas, los
contrincantes aplaudían como cortesanas. Le guiñaban al vencedor, le lanzaban
sonoros besos que irían deshaciéndose en el aire a través del salón.

Yo no recordaba sus nombres, que siempre cambiaban.

Sus gestos sí podía anticiparlos: estaban concertados como pasos de baile: la


manera de saludar enganchando los dedos ajenos, la delicadeza al sentarse en el
borde del mullido tapiz y al frotar el vaso de whisky húmedo contra la solapa, el
ceremonioso modo de tirar las cartas sobre el mantel y de quedar en suspenso
hasta la siguiente jugada.

Había tardes en que llegaban más de tres, y yo debía ceder mi espacio sobre
la alfombra. Apesadumbrado juntaba mis naipes y me levantaba para ir a
asomarme por encima de algún hombro, un poco mareado por el humo de la sala
donde ellos fumaban. Era seguro: me aburriría viéndolos perder ante mi padre.
A las partidas de los martes llegaba otra clase de invitados: siempre los
mismos tipos, elegantes y pausados al hablar, que se referían al bridge como a un
arte reservado para hombres de otra categoría: intelectuales. Yo los prefería por su
silenciosa manera de engarzarse en el lance.

Sólo durante esas veladas lograba concentrarme en mi solitario. Mezclaba


mis cartas las veces que fuera necesario para perfeccionar la jugada, cazar al
monarca y a su dama. Pero el valet se obstinaba en la cartulina, burlándose de mi
suerte, corrupto comodín. Yo elegía omitir la advertencia de mi padre: que los
naipes no dependen del azar sino de la destreza de quien los comanda.

Sobre la mesa, él, experto estratega, construía bazas perfectas; y el tío


Antonio, sur de mi padre cuando éste jugaba de norte, se levantaba con orgullo, se
acercaba a él sigiloso, y perdía su latitud mordiéndole con delicadeza el contorno
de una oreja.

Mientras yo mezclaba las cartas sobre el piso vigilaba a mi padre, absorto en


la misma hazaña con los ojos cerrados, lo veía barajar y barajar, concentrar su
vehemencia en una sonrisa, lamer el cedro de su puro, aspirarlo sin prisa, retomar
el naipe. El Rey repartía sus cartas sobre el terciopelo. El juego interrumpido
retomaba su curso y yo también exploraba mi solitario en busca de la reina.

Exhalaba humo, mi padre, y el aroma a tabaco se deshacía en sus palabras.


Podía escucharlo señalándome como su heredero.

Ay, Príncipe, bromeaban sus amigos, y acariciaban mi espalda buscando la


apuesta entre mi cuello y la camisa.

Alguno, el tío Antonio muchas veces, fingía decir algo en mi oído y mi padre
me miraba serio otra vez. Que volvieran a la mesa, que dejaran de espiar mi juego.
Y me afanaba con el mazo, impaciente, trampeando toda regla para obtener la
carta que requería.

El dinero empezaba a deslizarse hacia el trono. Las manos del Rey con las
venas hinchadas y los dedos hechos puño. Las arcas llenas. El momento llegaba:
los amigos de mi padre se veían obligados a empeñar sus chaquetas de vestir, las
camisas de diseño europeo, sedosas corbatas; luego se sacaban los pantalones
cortados por un sastre extranjero. Solo él permanecía inmutable, erguido,
fumando: la mirada fija en la sudada desnudez de los vencidos.

Si había concluido mi solitario, también yo me distraía observando sus


cuerpos fláccidos. El tío Antonio tenía un vientre desmesurado que lucía sobre las
huesudas rodillas: era un bufón penitente. Los demás no lucían mejor en calcetines
cortos, sus palmas cubriendo las tetillas. No parecía importarles, se reían.

Mi padre también parecía feliz. Me llamaba a su lado. ¿Cómo se encuentra


mi Príncipe? Elija la prenda que desee, me ordenaba. Pero aquellas ropas eran
demasiado grandes para mí. Y yo sabía que iba a terminar por absolverlos, que a la
mañana siguiente no habría huella de trajes ni de súbditos. Se marcharían durante
mi sueño.

Era tarde. El Rey dijo que el pequeño Príncipe debía retirarse a sus
aposentos.

El juego continuaba en mi ausencia. Bajo las sábanas yo seguía percibiendo


el murmullo de la conversación. Alguien decía As de picas, y golpeaba la mesa con
el puño. O tal vez con una botella. Otro nombró a la reina: esa sola palabra produjo
una descarga de carcajadas.

Me dormí pensando en su majestad, la cuina de piques. No podía olvidar


que toda escala, como todo palacio, requiere su dama.

Más tarde, esa misma noche, vi a la soberana de negro sentada a los pies de
mi cama. Un segundo, apenas. Allí donde se encontraba sólo distinguí mi armario
con puertas de espejo.

Las risas pronto cesaron.

El golpe suave de la puerta me indicó que la partida había terminado.

Esperé unos minutos antes de levantarme del insomnio para ir en busca de


mi padre. Crucé el salón. Las baldosas del suelo estaban frías. Los vasos me
parecieron torres de cristal, en ronda sobre la mesa. Me acerqué a la puerta, la luz
se colaba por la ranura.

Abrí sin tocar, sobresaltado por la súbita tormenta que parecía haberse
desencadenado allí dentro.

Había confundido la voz polifónica del viento con la pesada respiración de


mi padre, con el jadeo intermitente de otro hombre.

El Rey y su adversario luchaban desnudos sobre el camastro de bronce,


crispados en una danza exaltada. Las uñas se me enterraban en la palma, tan
apretados tenía yo los puños; mis muslos estaban duros, el cuerpo en tensión. El
heredero debía luchar a su lado. Me quité la ropa y salté sobre aquel campo de
sábanas revueltas, susurrando aquí estoy, mi Rey.

No me oyó. Creo que ni siquiera me vio venir en su ayuda. Había atrapado


con los brazos a su enemigo, el tío Antonio, y le clavaba su cuerpo sin que este
pudiera ya defenderse. Yo también quise golpearlo, pero no tenía fuerza suficiente
ni pericia en el combate.

El tío Antonio me abrazó por detrás, me sujetó sudándome la espalda con su


pecho.

Estaba atrapado.

Preferí guardar silencio y no pedir auxilio. El enemigo empezó a besarme la


nuca. Introducía su lengua caliente en mi oreja, en mi boca cuando la abrí para no
ahogarme.

Dejé que barajara mi torso, mis caderas entre sus dedos precisos, mientras el
Rey insistía en que, acariciado contra el suave mantel de la mesa, el naipe no debe
oponer resistencia.

Asentí cerrando los ojos y apretando los labios, oyendo la voz que me
llamaba, entre espasmos, Reina, Reina mía.
desde el palacio

(De cómo se fugan las infantas)

Érase una vez ratas presurosas por escaleras de piedra, ratas grises que cruzaron
aposentos, enormes estancias vacías y la biblioteca, hasta llegar al salón mayor del castillo.
Ahí se detuvieron, sus hocicos exhibiendo dientecillos de cuchilla y salivando.

Desmigajados trozos de roquefort y lonchas de gruyère. Quesos de bola, de tetilla,


mantecosos. Foie de liebre y de ganso. Oleosas y oscuras rebanadas de ahumados de
esturión y de truchas ribereñas, jamones de toro y jabalí sobre bandejas de plata en el centro
de la mesa.

Una rata sacó su lengua húmeda. Otras agitaron los bigotes pero escudriñaron
todavía el sitio en estado de alerta, quietas en el corredor bajo el arco de la entrada. Sobre el
mantel brocado y entre un imponente pernil de cerdo, almendras garrapiñadas en sal
gruesa, higos acaramelados y botellas de licores largamente reposados en las catacumbas, el
Rey sorteaba el naipe junto a un barón y a tres republicanos.

Escucharon las lamentaciones del Monarca, quien había perdido las mil monedas de
oro que antaño repletaban las arcas reales, e incluso empeñado las joyas de su séquito de
damas y las doradas tapaduras de muela de sus súbditos.

A los señores que acompañaban al Rey en las apuestas los vieron simular congoja,
mientras calculaban el monto de la ruina y el de su proporcional enriquecimiento.

Observaron: se le acercaba el barón Antonio envuelto en su capa para sugerirle


pagar aquel débito mediante un trueque: la deuda saldada contra la princesa Hildegreta y la
infanta Hildeblanca, sucesoras del trono empobrecido.

Las ratas levantaron el hocico e impregnaron sus naricillas húmedas con la


humareda a pipa en el preciso momento en que los delgados brazos del reloj apuntaban
hacia la cúpula del salón palaciego y las doce campanadas convertían a la docena de ratas en
otras tantas minúsculas hormigas.

–Ay, ay…
Trepaban las albas piernas de la infanta, las hormigas.

–Ay, pucha que me pican.

Se quejó como pudo, con palabras en absoluto refinadas; Hildeblanca se quejaba


palideciendo y se rascaba las corvas con unas uñas largas que le herían la piel.

–Tranquilizaos.

Dijo la remilgada Hildegreta, dándole en los muslos con el canto de sus ágiles
palmas.

Otras tres palmadas y no quedó una sola hormiga. Se mordió el labio con sus
pequeños dientes de leche y procedió a revisar las enronchadas nalgas de la infanta, y
asomando su ensortijada cabellera colorina bajo el ruedo del vestido de orifrés le lamió
infinitamente cada rasguño para calmar el enrojecimiento.

Hildeblanca se sorbió el moquillo de la nariz y dejó escapar una risita, pues era
cosquillosa. Luego ayudó a su hermana a levantarse del suelo, donde había puesto su atento
oído.

–Tenemos que huir antes de que Nuestro Soberano pierda la partida, la cabeza, los
ojos y las hijas herederas del trono. No debemos permitir que nos suban a la báscula y
calculen nuestra valía.

A Hildeblanca se le dibujó un rictus cuando vio que su hermana le advertía, ceñuda,


el peligro. El borde de su párpado derecho comenzó a tiritar.

–¿El peso de nuestra envergadura convertido, digo trocado, en esmeraldas, zafiros,


rubíes, jacintos, diademas y diamantes? ¡Pucha!

Alzó la mirada hacia el crepúsculo que se cernía ya sobre el reino, y la fijó juntando
los ojos como una turnia. Intentaba divertir a la princesa Hildegreta, pero de nada sirvió.

Entonces hizo un gesto para que le montara la caperuza sobre los hombros.
Hildegreta le aseguró el manto rojo anudándolo bajo el mentón, y le susurró sobre la huida
con regia pericia.

–Infanta. A correr sin detenerse ni mirar atrás.

Hildeblanca desenturnió los ojos y se frotó el párpado derecho, que tiritaba.


–A correr, venid.

Entrelazaron sus manos y apuraron las rodillas escaleras abajo. Corrieron sin
sembrar un rastro con migas de marraqueta abandonadas en la bandeja del desayuno, ni
con piedritas entalcadas. Tampoco tomaron en cuenta ninguna de las recomendaciones de
los cuentos que les leía la nodriza antes de dormirlas.

La princesa consideró que era posible toparse con el cazador del reino, con algún
maldito mensajero de Su Majestad. Mas, como solía sucederle, pronto olvidó todos aquellos
temores y siguió cerro abajo hacia el bosque, apurando la marcha.

–Corred, corred.

Y acezaba.

–Infanta mía. No os detengáis.

Y tiraba del puño de su manga aterciopelada.

–Corred. Apuraos.

Hildeblanca avanzaba exhausta y pronto se negó a continuar. Se frotó los párpados,


algunas pestañas cayeron al suelo mientras bostezaba quejumbrosa.

Entonces la princesa Hildegreta tomó en brazos a su hermana para esconderla detrás


de un eucalipto de grueso tronco. Al fijar la vista en los ribetes de su corteza desgajada
creyó ver figuras que le recordaron imágenes de alguna pesadilla, imágenes todas anteriores
a la fuga. Una advertencia que debió haber tomado en consideración, pensó. Pero no había
tiempo que perder en tales reflexiones: Hildeblanca se estaba durmiendo.

–Quitaos los calzones.

Ordenó a la infanta, quien yacía tumbada sobre las raíces de un árbol como bajo un
hechizo. La movió con la punta del pie: Hildeblanca apenas abrió el ojo derecho, cuyo
párpado aún tiritaba:

–Hace frío… Pucha…

–No, no hace. Sacáoslos. Los calzones.

–No quiero… Solo si me ayudas.


Concedió la infanta en otro largo bostezo, utilizando modos de realeza consentida, y
volvió a cerrar los ojos.

Hildegreta le levantó el aterciopelado traje rojo que llevaba puesto y comenzó a


enrollar su diminuto calzoncito hacia abajo, hacia las rodillas flacuchentas.

–¿Hildegreta?

Dijo sonriendo la infanta, sonriendo de cosquillas. Pero la princesa colorina no


respondía a los requerimientos de la infanta, concentrada como estaba en frotar su índice
sobre su triángulo de vello, y secándolo para que no se irritara con el sudor de la carrera.
Luego se quitó su propio calzón de encaje blanco, le entresacó los pelitos enrevesados en la
fina malla y olió ambas prendas.

Huelen a tierra, reflexionó sin apartar la nariz. Aspiró otra vez, como si supiera que
en su memoria solo iba a perdurar ese aroma.

–No la olvidéis, Hildeblanca. Esta prenda mía es vuestra ahora.

E introdujo su calzón en el bolsillo de la caperuza.

–Os quedará regiamente. Cuando hayáis crecido y sea hora de volver a encontrarnos.

Hildegreta intentó ceñirse la ropita de su hermana pero era demasiado pequeña y


apenas le subía por las piernas; se le marcaba en las caderas, se le incrustaba en las nalgas.
La guardó cuidadosamente en el bolsillo de la camisa que le había robado al cocinero y
terminó de vestirse con los vaqueros que traía en el morral. Se amarró el pelo con una pita y
se miró en un charco, para comprobar cómo le quedaba el traje.

–Parezco más mendigo que princesa. Más mendigo que príncipe…

La infanta asintió entre sueños.

Era el momento de partir. Antes de perderse en el bosque, camino a la ciudad,


Hildegreta puso sus labios sobre los de Hildeblanca y atrapó su aliento. Le acarició el lóbulo
de la oreja y luego le tapó la cabeza con la capuchita y le dijo al oído que a partir de entonces
ejerciera la patraña, que negara hasta su nombre.

–Que nadie sepa de quién hemos nacido, ni en qué cuna nos durmieron. Desde ahora
somos solo doncellas. Seréis solo Blanca, y yo tal vez Greta. Pero incluso estos nombres
deberemos ocultar.
–¿No seremos nunca más las que fuimos?

Dijo la infanta, con los ojos turnios, entrecerrados y temblorosos.

Su hermana, la princesa colorina, sonrió.

–No lo sé. Veamos: ¿Cómo es que te llamabas?

–Lo he olvidado. ¡Pucha, no lo recuerdo, señores!

–¿Y de quién eres hija?

–No conozco a mi padre. He sido criada por una nodriza analfabeta a la que llamaba
tía…

Rieron amortiguando la carcajada con la mano, y se besaron sin premura, y se


aferraron en un abrazo por un minuto eterno destinado a terminar más pronto de lo que
hubieran deseado. Un viento glacial les desordenó el cabello.

Greta la besó otra vez, y le pidió que no la siguiera. Que no la buscara sino cuando
hubiera pasado mucho tiempo.

Chocaron los nudillos, y mientras Blanca aquietaba su párpado presionándolo con el


pulgar, percibió que Greta iba internándose en la espesura hasta desaparecer de su vista.
pasos en falso

–¿Por qué me estás siguiendo?

Tenía voz de cristales rotos y venía detrás de mí, casi tocándome los talones
con la punta de sus zapatos acharolados. Pensé que se burlaba y me volteé
buscando una sonrisa cómplice. Pero nada de sonrisas ni de complicidades: me
encontré con una niña de pupilas enormes, dos agujeros negros que se confundían
con el iris. Tenía las córneas irritadas. Y parecía no cerrar nunca los ojos enarcados
por unas cejas demasiado escasas. Su pelo ralo parecía áspero, sus labios estaban
heridos por el roce continuo de su lengua. No paraba de chupárselos.

–Estoy esperando.

Dijo, lanzándome su aliento a musgo, el olor de las mañanas cuando yo


atravesaba el jardín de la casa camino a la escuela. Era ese el aroma que se
desprendía de su cuerpo, de sus manos húmedas, de los puños huesudos
apretando, uno, el lápiz de madera afilado, y el otro, un trozo de papel. Tan
intenso era su aliento que lo vi verde aunque era completamente rosada su lengua,
rojas sus encías, los dientes demasiado blancos y algo chuecos. Chuecos como los
míos, que muy pronto quedarían perfectamente alineados por los fierritos.

Tomó aire y dejó caer la bola de papel que había arrugado. La pateó lejos
mirándome con un odio que quizá fuera miedo. Estaba convencida de que yo la
seguía y por eso me di la vuelta para reanudar sola mi camino. Ella me alcanzó, me
enterró un dedo en la espalda, y yo me habría reído si entonces no hubiera
repetido, amenazante, ella.

–Quiero saber por qué andas tras mis pasos.

Su olor me pareció aún más poderoso cuando volvió a callar. O serían sus
pupilas, sus conjuntivas atravesadas por minúsculas venas. Todavía apretaba su
lápiz de grafito con la otra mano, como una herramienta. Me pregunté si ella
dormiría cerca de la acequia, rodeada de berros y de malezas y de flores silvestres.
Pero era absurdo: su cuerpo no mostraba rastros de barro, los puños de su camisa
blanca lucían impecables, el corbatín del uniforme carecía de manchas y sus
calcetines, a diferencia de los míos, se aferraban a sus piernas hasta las rodillas. El
charol de los zapatos brillaba, impecable.
Volvió a pincharme con una uña, su índice acuchillando otra vez el punto
débil entre mis costillas y la cintura. Una punzada incómoda que se quedaría
clavada ahí. Como los cristales de su voz. Como sus ojos. Doliendo.

–Me dijo mi padre que me cuide de la gente que carga sacos.

Arrugué el costal de arpillera que llevaba bajo el brazo intentando


disimularlo detrás de mi bolsón de cuero.

–Me dijo también que no me distrajera en la escuela, que el del saco podía
muy bien ser una niña como tú, con fierritos en los dientes.

Debiera haber protestado pero asentí repentinamente avergonzada de mi


sonrisa. Me la estaba imaginando dentro de un saco, dentro de mi saco. ¿Habría
estado alguna vez dentro de un costal harinero, intentando avanzar a saltos
desmesurados? ¿Sería posible que no tuviera uno o que nunca se hubiera
arriesgado a caer enredada en sus propias piernas? ¿Se había pelado las rodillas
alguna vez? ¿Los codos? ¿Conocería la emoción de pisarle las esquinas a un saco
ajeno para hacer caer a su rival, para dejarla atrás, derrotada sobre el cemento? Y si
estábamos en la misma escuela, ¿por qué no recordaba haberla visto?

–Deja de seguirme. Me obligarás a decírselo a mi padre.

Y se alejó corriendo, sus piernas flacas como dos hilachas colgando del
uniforme.

El domingo en la escalinata de la iglesia percibí el mismo olor a hojas de


trepadora, a líquenes: un anuncio que movilizaba mi memoria. Ese indicio verde
me hizo anticipar unos pasos livianos haciéndose eco de los míos, muy cerca de mí.
Adiviné sus botines lustrosos deteniéndose conmigo en la pausa de cada escalón
hasta que interrumpí mi ascenso.

Le estaba dando tiempo para que comenzara a protestar.

–Por qué continúas siguiéndome.

Respiré profundo, sentí el aire frío en los dientes.

–¿Me harás decírtelo otra vez?

Me eché a reír con el estómago tenso y un escozor en todo el cuerpo. Reí


disimuladamente, sin moverme, fijando la vista en el tronco de un pimiento seco.
Aún sonreía cuando comenzaron a tocar las campanas de la iglesia y cinco viejas
de diferentes tamaños desfilaron acompasadas por mi lado. Iban bajando
apuradas, huyendo de sus inútiles pecados. Las vi desaparecer antes de dar otro
paso y esperar a que ella se acercara. Unos pasos más de subida. Cuando mi
ventaja era mínima, apuré otros cuatro escalones y repentinamente me detuve. Ella
hizo lo mismo y quedó aún más cerca.

Advertí su resuello, fugaz como una queja.

Empujé la puerta de madera y seguí derecho entre la gente que continuaba


saliendo, pero al llegar al crucifijo del altar ella ya había desaparecido. Solo
permanecía en el aire su estela musgosa. Me incliné para rezar todavía vigilando
por si aparecía. Las palmas de mis manos tenían un olor extraño, bajo las llamas de
las velas tuve la impresión de que se habían puesto verdes. Extraje el rosario de mi
bolsillo, y pasando las cuentas recité mis oraciones incluyéndola en mis peticiones
a la Virgen y a los ángeles, pidiéndoles que reapareciera.

Durante días estuve espiando el patio del recreo y esperándola a la salida de


la escuela. Mis compañeras pasaban por mi lado y se detenían a preguntar por qué
me quedaba ahí, demorándome, jugando a trazar líneas con una rama sobre la
arcilla. Qué esperaba para irme a casa, ya era la hora del hambre. Pronto se haría
tarde. Oscurecería. La noche iba a llenarse de miedos. Pero yo alzaba los hombros,
sin perder de vista las cabezas de las niñas que se asomaban por la reja antes de
alejarse de la escuela a toda carrera.

Nunca la vi salir.

Nunca la vi entrar.

Quizá yo había confundido la corbata y fuera alumna de otra institución, tal


vez su padre le hubiera prohibido venir o se hubiera ausentado unos días por
alguna enfermedad. No parecía conveniente seguir apostada ahí; estaba
levantando rumores entre algunas niñas que empezaban a cruzar apuestas: ¿estaría
a la espera de un enamorado?, ¿había perdido la cabeza?

Era para perderla eso de tener que pasar cuarenta y cinco minutos seguidos
encerrada en una sala sin poder buscarla. Mi concentración se había esfumado.
Calcular un problema matemático se hizo imposible. Ordenar una oración con
sujeto, verbo y predicado. Contestar con la palabra presente cuando pasaban la
lista y pronunciaban mi nombre: ausente. Toda yo no hacía sino darle vueltas y
vueltas a la posibilidad de encontrarla, de llamar su atención para hacerle
comprender: yo no la estaba siguiendo, yo jamás la había seguido. ¿Pero cómo iba
a explicárselo sin verla? Estaba convencida de que mis zapatos al andar borraban
sus huellas, de que íbamos a destiempo por los mismos pasillos, de que en el
momento menos pensado coincidiríamos en alguna esquina. ¿Pero cuándo? Quizá
sin yo saberlo nuestras voces se mezclaban en el himno durante la asamblea
matinal. Quizá respirábamos el mismo aire. Quizá comprábamos la misma
merienda en el quiosco, comíamos del mismo queso, de la misma mortadela.
Interrogué al quiosquero, a la inspectora del recreo, al guardia de la entrada. No
recordaban a ninguna alumna de pelo ralo, ni ojos negros de enormes pupilas. Se
me acababa el tiempo: el verano se había dejado caer como una tormenta, cerrando
la escuela por vacaciones.

Dos meses de calor encerrada tras la ventana del segundo piso. Nadie con
quien jugar, el saco recién planchado sobre la silla esperando el salto. Las caídas de
rodillas. Los revolcones en el cemento. Y mi tía todo el tiempo detrás de mí: que
saliera al patio a aprovechar las mañanas de brisa y de pájaros, que me aventurara
a la calle, a ver si pescaba algo de sol, tan pálida me encontraba. Necesitaba
moverme, ejercitarme. Estaba mustia. Pero yo permanecía en guardia bajo el dintel
mientras la leche iba enfriándose en el vaso y el pan con mermelada se cubría de
moscas y la comida se perdía. Se perdía toda: yo no podía abrir la boca. Mi tía se
llevaba los platos intactos y refunfuñando procedía a lavarlos.

Languidecía con la mirada perdida entre los árboles del jardín vecino, en las
calles aledañas. Sentía el cuerpo lleno de aire, de vacío. Nada más que un gusto
amargo en la boca, el sarro acumulándose en mis muelas. Cualquier ruido me
hacía dar vuelta la cabeza, sentía su mano tocando mi hombro, su uña entre mis
costillas para pedirme explicaciones.

¿Cuándo terminaría ese verano?

La campana comenzó a sonar cuando yo aún me hallaba a una cuadra de la


escuela. Apuré el paso hacia las demás alumnas ya ordenadas en una fila al
costado de la asamblea, y me ubiqué detrás de la última, acezante. Todas llevaban
el pelo largo, tomado en moños altos, colas de potra inquietas esperando la
partida. Aguardábamos en silencio las palabras de bienvenida de la directora.
Algunas se dieron vuelta y me miraron chupándose las mejillas imitando,
burlonas, mi extrema delgadez. Levanté los hombros sin darles importancia, y
continué lustrándome los zapatos contra la pantorrilla mientras vigilaba
atentamente todas las cabezas. No había olvidado la redondez rala ni su olor a
verde; intuía que era solo cuestión de tiempo volver a sentir una brisa fresca
trayendo jardines húmedos, podridos.

–Qué demacrada vienes.

La maestra se inclinó hacia mí, hundió su dedo debajo de mi ojo para


verificar el interior de mis párpados. Demasiado pálido. Sacudió la cabeza y me
envió a la enfermería con una nota escrita a mano. La enfermera me miró las uñas,
me hizo sacar la lengua, corroboró la posibilidad de una anemia y me mandó de
vuelta a clases con una nota manuscrita para mi tía. Era una lista de alimentos que
yo debía consumir cada día sin falta: espinacas y acelgas crudas y brócoli y
alcachofas cocidas. También pistacho y betarraga. Y carne sangrante. Y si me sentía
débil o mareada que me fuera inmediatamente a casa.

Pero yo no me sentía cansada ni menos aturdida. Estaba contenta de


regresar, y me quedaría en la escuela todo el tiempo que fuera posible. En el patio
todo lo posible. Demoraría la llegada a la sala, por si tenía suerte de topármela. La
fragancia a pasto recién cortado iba embriagándome por el camino. La ráfaga de
viento otoñal en mi nuca me estremeció, era una ventolera llena de hojas crujientes
y de pasos. Me detuve al sentir que se acercaba, me quedé esperando un dedo duro
pinchándome entre las costillas. Su susurro en mi oído exigiendo que dejara de
seguirla, de espiarla. Decía que me había descubierto vigilándola tarde tras tarde
desde mi ventana. Que cuándo, dijo quebrando vidrios en mis tímpanos, que
cuándo iba a dejar de acosarla con el saco.

Quise decirle que había quemado el saco. Era mentira. Yo le estaba


mintiendo otra vez. Llamaría a su padre, dijo. Iba a denunciarme.

El guardia apareció al revés, golpeando suavemente mi mejilla. Me soplaba


la cara, me echaba aire en el hueco que dejaba el botón abierto del cuello. Los
árboles sostenían las ramas sobre mi cabeza y las nubes se precipitaban y
desaparecían. Me agarré a las hebras de pasto mientras él me decía que la
enfermera estaba llamando a mi tía.

–¿Dónde está?

Murmuré. Me ardía la lengua, los fierritos me habían herido los labios por
dentro y todavía me sangraban las encías. Sabor a metal y a pañuelo de guardia
metido en la boca. Él esperó a que yo terminara de articular la pregunta sofocada
para decirme que ya vendría.

–La están llamando ahora para que venga a buscarte.

–A dónde se ha ido.

No sabía decir su nombre. El guardia me miraba algo confundido mientras


me sujetaba la cabeza con sus rodillas y volvía a ponerse la gorra sobre el cráneo.
Cabeza rapada, como la de ella. Cabeza áspera, llena de cototos amenazantes.

–Necesito explicarle. Yo no soy ese hombre. Yo no soy la enviada de nadie.


Yo no voy a meterla dentro de mi saco. Yo no la estoy siguiendo, aunque quisiera
poder hacerlo. Tengo que encontrarla, para explicarle.

Me miraba desconcertado, el guardia. Yo seguía diciéndole.

–Que no lo llame. A su padre.

Pasaron los días y yo ya sin atreverme a mirar por la ventana me


abandonaba al aburrimiento mañanas y tardes. Dormitaba con un vaso de leche
salpicado de vainilla y azúcar sobre la mesa y ese dejo amargo de sedantes
pulverizados en el mortero de mi tía. Si hubieras tomado tu desayuno no estarías
así, repetía, como si su enojo bastara para reponerme. Ahora dormirás como una
princesa. Ya verás. Pero el reino de mis sueños estaba atravesado por senderos
blandos que yo transitaba cargando sacos de heno mojado.

Me fui reponiendo, los sacos de heno se fueron aligerando, el barrizal de los


caminos se fue secando, pero el olor seguía ahí. Intenso. El dolor en las costillas no
desaparecía. Me sentaba en la cama a copiar los apuntes que mis compañeras de
clase me hacían llegar cada día, sin entrar nunca a hacerme compañía.

Apenas un día antes de reincorporarme, mi tía permitió que me duchara.

–Hueles a tierra, me dijo canturreando muy contenta desde la cocina, donde


preparaba un pastel para las visitas.

–A tierra mojada pensé yo bajo el agua. Y mientras me lavaba la cabeza, el


pelo recién cortado, completamente ralo, escuché los golpes en la puerta. Golpes
suaves, como pasos.

Que cómo me encontraba. Era su voz del otro lado.


Que si podía entrar; la oía claramente.

Que me traía un regalo.

Salí de la ducha y vi que en vez de toalla del gancho colgaba un saco de


arpillera. Me sequé con él ante el espejo empañado. Me lo puse al darme cuenta de
que había un agujero por donde meter la cabeza y los brazos. Salté de alegría y
entonces sus nudillos otra vez contra la madera. Estaba lista.

–Ha llegado tu amiga.

Anunció la voz de vidrios rotos, y fue ella misma quien abrió la puerta. Nos
miramos detenidamente. Su pelo había crecido, su cuerpo se había hinchado. Era
una niña en uniforme, tenía ahora una expresión muy dulce. Me dijo que la tía
había puesto un té de menta y hierbabuena para nosotros en la sala.

Dejé que se adelantara y la seguí por detrás, pensando por primera vez en
mi padre, en qué diría mi padre de esa niña, y pensando en él le enterraba el dedo
entre las costillas. Se lo enterraba como si fuera a atravesarla. Levantando la voz,
sin pensarlo, empecé a susurrarle en el cuello una y otra vez la misma pregunta:

–¿Por qué me estás siguiendo?


la espesura del bosque

(De cómo Greta encuentra compañía)

Ya olvidada de su hermana, Greta se había internado en la espesura de arbustos


perennes y espinudos. Solitaria, siguió avanzando por el rasposo camino de hojas y ramas
hasta trastabillar en un montículo. Tropezó ahí, cayó profundamente dormida como si la
noche fuera a demorar centenares de años antes de amanecer.

Toda chueca sobre la tierra húmeda, comenzó a sentir que disfrutaba eternos baños
de burbujas en las tinas del palacio, que se sentaba en urinarios dorados y tiraba de las
cadenas que colgaban desde elevadas cúpulas de mosaico. Tuvo a su disposición un séquito
de sirvientas sobando los músculos de su agarrotado cuerpo y brindándole aire con hojas de
palma. Concibió carne asada de tortugas milenarias que devoraría sobre un lecho de
hierbajos y mil deliciosas ratas peludas convirtiéndose en hormigas al toque de campana.

Greta continuó hilando sueños mientras, en el bosque que había dejado atrás, un
cazador del reino cargado de alforjas y de sacos de arpillera tropezaba con Blanca,
apaciblemente dormida.

Se acuclilló a mirarla y prestó atención al párpado que le tiritaba como si bajo su


rostro operara un engranaje averiado.

Pobrecita chiquilla, se dijo, posando su áspero índice sobre el párpado que al tacto
cesó su movimiento.

El cazador no reconoció a Hildeblanca en esa niña sucia que había despertado con las
mejillas arañadas y el pelo revuelto bajo la caperuza.

A ver si logro reanimar a esta desvalida chiquilla, pensó, algo incomodado por su
inquisitiva mirada, por su aspecto vulnerable.

Blanca observaba con temor su inflamada nariz, sus labios gruesos, sus dientes
afilados y la amplia sonrisa que esgrimía intentando tranquilizarla.

Se fijó también en el saco que llevaba consigo, y pensó en las historias de la


nodriza… ¿Sería este el viejo del saco? Puros cuentos, se dijo, y aceptó unos sorbos de sidra
de su petaca.

Al acuclillarse a su lado y sostenerle la cabeza, el cazador sintió el intenso aroma a


tierra que emanaba de la niña y se le aceleró aún más la respiración.

Quiso saber cómo se llamaba la pobrecita chiquilla, de dónde venía, quiénes eran sus
padres, si por desgracia los tuviera.

Ella permaneció en silencio un momento, pensando qué nombre inventarle. Y


entonces se trapicó con su propia saliva, y en vez de hablar comenzó a toser, y tomó otro
sorbo, y eructó el gas que se había tragado, en el momento en que el hombre del bosque le
decía.

–Se parece usted a mi hija, lleva su misma caperuza. Tiene su edad, creo. ¿Qué edad
tiene usted?

Blanca carraspeó.

–Pucha… Estoy tan, tan cansada…

Bostezó sin taparse la boca para luego mojar su labio inferior con el meñique
ensalivado. Estiró los brazos por encima de su cabeza y los dobló por detrás, apuntando al
cielo con los codos.

–Y tengo tan, tan adoloridísima la espalda.

Empezó a desabrocharse el ropón colorado y se peinó en vano con los dedos.

–A usted ¿le importaría?

Dijo. Pero el cazador, que era un poco sordo o había decidido ensordecer en ese
preciso instante, no supo qué intentaba decirle la pobrecita niña que le recordaba a su hija.
No la escuchaba, solo sentía un apetito feroz estimulado por el terso escote de Blanca y por
el delicado e incipiente vello que inauguraba sus axilas.

–Señorita chiquilla, por favor abríguese. Que se va a resfriar.

Repuso la caperuza sobre su espalda. De un trago terminó la sidra y suspiró


profundo, echando a andar por el camino de tierra. Blanca vio cómo se alejaba,
ensimismado.
–Oiga, venga. Sígame.

Me han dicho que no siga a nadie, pensó Blanca. Y movió la cabeza hacia ambos
lados, negándose sin convicción.

–Sígame, chiquilla. La llevaré a la pensión de una anciana que cuida jovencitas


extraviadas como usted.

Blanca lanzó un escupo a sus pies y se fue tras él intentando igualar el ritmo de su
tranco. Por un segundo se distrajo en una fragancia que la remitió a escaleras de piedra y a
coronas doradas, pero supo que si se detenía iba a perder al hombre y la cama que este le
había prometido.

Un paso antes, el siguiente luego.

Por poco pisaron a la colorina que al oír el crepitar se estremeció.

Greta no alcanzó a enterarse de lo que había sucedido, no sabía dónde estaba


despertando: se sentía tan cómoda como entre sus sábanas de seda y con la misma ansia de
tostadas chorreando manteca derretida y compota de fresas silvestres, y tazones de leche de
cabrita.

Volvió a acomodarse, y se percató de que algo hirsuto, un bulto tibio y áspero, se


movía bajo su cabeza. Pensó gritar, pero se quedó paralizada hasta que la pelambrera emitió
un ladrido conmovedor, de animal herido.

–Príncipe…

Greta solo oyó un gruñido plañidero.

–Príncipe… o quien sea.

Procedió a mirar a su alrededor por si había alguien más ahí.

Nadie. Ningún príncipe. Solo ella.

Aguzó el oído. No comprendía qué estaba pidiéndole el animal.

–Cortadme el cordón umbilical. El cordón. Llevo días arrastrándolo.

La bestia se retorcía aullando.


Greta limpió la lagaña que no le permitía abrir los ojos, y mientras los frotaba
percibió el enredo de larvas palpitantes que se estiraba desde el ombligo de la hembra hasta
el suelo.

Qué rara enfermedad, se dijo, concentrada en el extremo del cordón, de donde


colgaba una bola de pellejo que se movía emitiendo gemidos apenas perceptibles.

La princesa comenzó a rizarse su mechón, cuyo tono rojizo había conseguido


mediante tinturas; se enrulaba la mecha con el índice, excitada por el descubrimiento.

–Será necesario que os libere cuanto antes, para que seáis mío, mío solo mío.

Y se miró la uña del meñique, larga, pintada burdeos. La enterró en el cordón y saltó
un chorro oscuro, un espeso fluido, que ella limpió con la lengua pensando que sabía a
metal, o tal vez a ostras. Cómo me gustaría comerlas ahora, con una pizca de zumo de
limones y de mandarinas, y sobre tostadas embetunadas con grasa, pensó.

–Pero faltando ostras, en fin…

Concluyó en voz alta, repentinamente. Amarró a su muñeca el umbilical, que aún


goteaba por el extremo, lo puso entre sus labios y volvió a succionar ese fluido salobre,
plasmático.

–Seréis mío, solo mío.

El pequeño animal estaba cubierto de barro seco. Greta escupió sobre él para
limpiarlo, le lamió la tierra y las hojas adheridas al pelaje agrietado. Y luego hizo varias
amarras al cordón, y lo ató a su brazo para no perder al animal durante la travesía.

–Ahora sí estáis limpio… Te llamaré…

Y agregó la palabra encantada.

–Hansel.

La perra aulló al percatarse de lo que había sucedido, pero Greta no dejaba de repetir
ese nombre cifrado, Hansel, que le parecía tan bonito a la vez que certero, Hansel,
nombrándolo repetitiva, hilarante, tomando posesión de la bestia que recién había dejado de
serlo.

Por fin se calmó.


–Os harán falta zapatos, Hansel, pero os conseguiré un par en la ciudad.

Y lo arrastró hacia la claridad del camino.

La ruta atravesaba la maraña de eucaliptos como un río de alquitrán. Por la avenida


no venía carroza ni carreta ni potro ni nadie. Y Greta aún sentía los músculos agarrotados.

–Me duele la espalda, y aquí, en la cintura, y un poco más abajo, Hansel.

Desabrochó los botones de su camisa y aspiró profundamente para sentir el intenso


aroma a eucalipto.

Guiñó entonces, con finura.

–Descansemos un rato. Venid. Os enseñaré a darme un masaje.


de mano en mano

Sobre la camilla lo recuerdo. A mi padre. Me acuerdo de él mientras intento


descansar prestando mi espalda a la mano de un desconocido. Raúl es quien me
seca los rastros de humedad con un paño rasposo y pregunta cómo estuvo el
sauna. Levanto apenas la cara de la toalla. Contemplo solo un momento su rostro
afeitado, de tinte casi azul, y también los dorsos de sus manos cubiertos de vello
grueso.

Raúl me unta con una emulsión cremosa que reconozco. Huele a infancia.
Huele a mí, a la de hace tantos años. Quizá por eso me acuerdo de mi padre.

Comienza a ablandar mis hombros.

–Relájate.

Susurra exagerando el peso de las consonantes como su palma a lo largo de


mi columna.

No hay nadie en este lugar, bajo la luz difusa; solo piel que resbala sobre mi
piel enrojecida y el ombligo sellado por la camilla. Raúl me ha levantado la pierna
izquierda; no puedo verlo pero siento sus dedos enterrándose en la planta de mis
pies; luego se hunden en mis nalgas, estirando y relajando mis nervios por la
espalda hasta el cuello.

El sopor me anestesia. Hablo un poco, modulo lo mejor que puedo;


disimulando. Él lo sabe, se da cuenta de todo en la oscuridad. Está cargado sobre
mi omóplato, ahora. Y ahora, un poco más de crema fría, y avanza aplanándome
como un uslero sobre pan crudo. Debo tener impresa la huella de sus dedos, el
relieve de la toalla sobre la que estoy tendida.

–Tienes la piel seca. Tendrías que humectarla.

No me animo a contestar. Prefiero el silencio. Pero insiste buscando mi


respuesta, untándome, presionando sus dedos sin cesar. Que de dónde soy, que de
dónde vengo, que cuántos días me quedaré en esta ciudad.

–No lo sé. Todavía.


Afuera, el aroma a eucalipto del sauna, la ducha que estrella su chorro
contra la baldosa y unas piernas y un torso; alguien espera su turno.

Acá, manos que masajean. Sus manos.

Cierro los ojos.

Estas manos fuertes me parecen las suyas.

Los abro y es Raúl, no te confundas.

Vuelve a la planta de mis pies: toma uno y lo soba, maquinal. Estará


acostumbrado a tanto cuerpo, uno tras otro, sin marcas memorables: con más
grasa, con menos pecas, con una sutura de apendicitis o de cesárea. La gruesa
cicatriz de un lunar extirpado. Esas marcas igualadas por la repetición no persisten
en el recuerdo, son apenas asperezas que debe recorrer con los dedos, acupunturar.

Sus manos, de quién son.

Si olvido que es Raúl el que se está deslizando por mi pantorrilla, si dejo de


fijarme en sus pestañas crespas, encrespadas, ya no importa de quién son ni qué
hacen. Es apenas un roce entre las piernas. Hundo la cabeza en la almohadilla.
Algo se pulsa ahí como una cuerda y emite una sensación perdida, sin que pueda
controlarla.

Es mi padre, es él.

Me mira serio; sé que me está mirando.

¿Qué haces? ¿Te has vuelto loca?

Es un error y esta vez quisiera aclararlo, que yo nunca he sido como ella, que
yo soy distinta, soy su hija, que debe confiar en mí, sé bien lo que estoy haciendo.
Pero tampoco ahora querrá escuchar. Aquí la que paga soy yo, quiero decirle. No
me atrevo a abrir la boca.

–Date vuelta, de lado. Así.

La caricia aceitosa me adormece; la mano fuerte sobre el abdomen, en


espiral, más enérgica, más suavemente.
Ahora el torso.

Estoy tosiendo, es difícil respirar. Mi madre me frota la espalda. Es el único


instante que conservo de ella: murió antes de que supiera llamarla madre, antes de
que pudiera apropiarme de sus gestos. Y sin embargo, me pertenecen. Que he
heredado su cuerpo, que me parezco a ella, se lo oía decir a los vecinos que la
conocieron. En el perfil, un rasgo de la sonrisa y en la entonación de la risa. Decían
que mi figura se curvaba como la suya. Cada vez más.

Incluso mi padre empezó a recalcar ese parecido como un reproche. Se


refería a nuestro carácter fácil, demasiado fácil, cuando estaba enojado. Hablaba
del movimiento de sus caderas al caminar y de su ondulada cabellera negra.
Mencionar su nombre lo ponía aún más furioso. Más cuando se terminaba la
garrafa y detenía en mí su mirada de vidrio.

No siempre fue así, mi padre.

Años atrás, los largos años de asfixia, él friccionaba mi pecho plano con una
pomada blanca, olorosa, más y más cálida. Luego repetía sus manos enormes sobre
los huesos de mi espalda, me daba unos golpes suaves hasta que tosiera, botara,
recuperara el ánimo. Sonreía con tristeza, me abrazaba y yo lo sentía murmurar su
amargura apoyado en mí.

Nos dormíamos en su cama.

Casi no siento las manos de Raúl. Es curioso. Esto debiera provocar alguna
sensación, esto, que me soben los pechos, los pezones.

Nada.

Toca como si no fuera una mujer sino un trozo de masa lo que está
enmantequillando, lo que adoba sobre la bandeja del horno. Me dejo pan, pastel de
carne, que él elija mi nueva forma.

Mi padre desaprueba. No te pongas así, has sido tú quien me dejó ir. Nunca
más quisiste acercarte. ¿Quién iba a reemplazarte? ¿Marta? Está muerta. Eso dijiste:
que había fallecido en un accidente de carretera. No se hablaría más del asunto, ni
visitaríamos su tumba. Como si ella nunca hubiera existido. Y quemaste todas las
fotos. Para que no sufras, dijiste. Para que tú no sufras. Para que tú no sufrieras,
porque yo no sentía nada al oír su nombre, eran solo cinco letras vacías, sílabas sin
rostro. Nunca hubo madre ni Marta para mí. Hasta que empezaste a convertir esas
letras en una historia terrible.

La máquina que vibra. Ya las manos de Raúl no surten efecto y esta ruidosa
caricia metálica vuelve a estremecerme. Primero desliza el tubo alrededor de mi
cara.

–Faltaba trabajar esos músculos.

Dice, mientras el aparato resbala por mi cuello y recorre mi cuerpo hasta el


empeine, quedándose un momento largo en la punta de mis pies. Pronto va a
acabar y me iré a dormir, exhausta, a la provisoria cama del hotel. La cama vacía.
Mi cama, que por mucho tiempo fue la suya, la de mi padre, pero apenas cumplí
los once tuve que acostumbrarme a dormir en la pieza de al lado. No dejó que me
quedara más con él: ya estás grande, ya no te asfixias.

Observaba silencioso cómo yo crecía delante del espejo. Yo me abotonaba la


camisa, me subía los calcetines, me amarraba los cordones viendo el cambio que se
producía en su expresión. Se iba a la cocina y preparaba otro trago. Demoraba
tanto como yo en ponerme el uniforme y subir el cierre. Llegaba tambaleándose,
sin mirarme, y entonces yo lo dejaba solo: partía al colegio, quinceañera, deseando
que hubiera vuelto a ser el mismo padre cuando su hija regresara. Un padre
esperándome en la puerta. Un padre que prepararía la cena mientras yo dispongo
la mesa, y me cuentas tu día en la oficina, el almuerzo con los colegas, y que esta
noche vendrán tus amigos a hacernos compañía.

La puerta estaba a medio cerrar cuando llegué a casa.

En respuesta a mis golpes solo obtuve silencio.

Corrí entre los muebles, tropecé en los pliegues de la alfombra hasta entrar
en la cocina. Te vi mal sentado en la silla, derrotado, con la cabeza entre las manos.
En tu balbuceo hubo palabras que no alcancé a entender. Pero levantaste la cabeza,
los párpados, y me miraste como si estuvieras absolutamente lúcido.

Fue solo un momento.

Brindaste por la salud de mi madre con el vaso temblando en tu mano.

–Marta, a tu salud.

Y te levantaste en paso doble, y te viniste contra ella.


–Puta, maldita perra.

¿Recuerdas?

–Hija de.

–Hija tuya.

Empezaste a reír con tanta fuerza que más que carcajadas eran gritos
ahogados. Te levantaste hacia mí y yo pensé correr hacia la puerta, pero me detuve
cuando oí lo que estabas diciendo. Que no eras mi padre. Lo repetías contra mí, me
lanzabas las palabras como piedras.

–Hija de quién eres.

Tú eras mi padre, el único hombre que he amado. Nunca había habido otro
hombre.

–¿Qué te ocurrió, tuviste un accidente?

Raúl ha hundido su dedo en la profunda incisión.

No, ahí no, que no me toque ahí. Aparto su mano de ese lugar. Me muerdo
los labios y murmuro, dándole la espalda mientras me visto.

–Un accidente. Hace ya mucho tiempo.


la pensión, cualquier noche

(De cómo Blanca sueña)

El candil estaba encendido pese a la restricción impuesta por la vieja propietaria de


la residencial, que a esas horas dormía.

Era necesario desobedecerle a aquella estricta señora, había decidido Blanca en


cuanto el cazador la dejara ahí… En cuanto la vieja le dictó sus normas… Era
indispensable.

Solo durante las primeras horas de la noche la niña se inspiraba ante el minúsculo
cuaderno que había ocultado entre el colchón y el somier de malla metálica.

En sus páginas de lirio le gustaba trazar desnudos de enanos que luego sombreaba
con la punta del lápiz afilado entre sus dientes de leche. Pero escupir las astillas de madera
y la mina negra le producía sed, una sed insaciable.

Aquella noche se durmió con la mejilla sobre sus dibujos pensando en cavas, en
zumos cítricos, en aguas de pomelo y manzanillas.

–Quiero un vasito de agua.

Deseaba entre sueños, aunque habría preferido tener a su alcance ese jugo
burbujeante que el cazador le convidara mientras la llevaba a la pensión. Continuó
insistiendo con los párpados entrecerrados. Hacía calor, la noche húmeda comenzaba a rizar
sus cabellos.

–Un vaso de agua.

Sus dedos torcían y destorcían los botones del pijama. Volvió a insertarlos en el ojal
y se llevó las uñas a la boca, otra vez el párpado tiritando sobre su ojo derecho.

–Agua…

Repitió sonámbula, y su voz estuvo a punto de aligerar el pesado dormir de los


demás pensionistas que compartían la habitación del último piso.
Se levantó y comenzó a musitar en sonsonete la historia que se iba inventando.

“La vieja ronca demasiado… Pucha, no me deja dormir con el estrépito de su nariz
chueca.

”Y él me espera en la sala, recostado sobre el sillón. Estará despierto… Este candil


alumbra sus párpados enormes, como todas sus facciones.

”Soy la caperucita de sus sueños, que aparece en su minúsculo pijama de niña. Mi


traje nocturno silba con la brisa. El aire me levanta los pezones.

”Quiero un vasito de agua.

”Ya no hay luz en la sala. No… no puede estar dormido.

”La luna platinada alumbra las estrellas. Me arrimo a la ventana. Mis nalgas se
asoman por debajo como dos astros turgentes en la oscuridad.

”Qué bonitas estrellas entre las nubes, cavilo ya despabilada. Un lucero se fuga del
cielo y pido un deseo mordiéndome la lengua con los labios.

”Ahora puedo escuchar cómo se frota el pelaje hirsuto. ”Lo adivino cerca. Corro con
pasos diminutos en busca del vasito de cristal en la cocina.

”Él me alcanza por detrás y me olisca entre las piernas y me lame el cuello
sugiriendo que no me apure.

”Muerde suavemente y se me levantan los vellos de todo el cuerpo, como si sus


dientes fueran eléctricos.

”El filo de sus colmillos sabe a almíbar, su gusto me parece arrobador mientras
imprime sus patas en mis enormes, exuberantes pechos, y va alzándome hasta la llave que
gotea, apenas.

”Ay… Déjame, lobo. Pucha… Le susurro con los ojos cerrados, sudando en esta
calurosa noche de primavera.

”Tú deberías ir con la abuelita, a morderle los ronquidos, a comértela, le explico.


Pero entonces un resplandor ilumina sus dientes delanteros y el cristalino fluido comienza
a brotar en abundancia.
”Poso el meñique derecho bajo el grifo que mana y me lo llevo a la boca para
refrescarme con esa agüita un tanto ácida, algo dulzona.

”Mejor no te vayas, juguemos un ratito, le pido caprichosa.

”Niña caperuza, replica el lobo mientras lengüetea el lóbulo de mi oreja.

”Le tomo la punta del dedo con mi manito húmeda y comienzo a acariciarlo, a
morderlo, a sacarle punta con mis dientes de leche, insistiendo cada vez con más fuerza,
hacia adelante, hacia atrás.

”Le sugiero que revise el cuaderno entre sus piernas, los pétalos de lirio donde he
dibujado enanos a mi antojo.

”Mira, unta tus dedos con saliva y haz correr las páginas de a una, pero lenta,
suavemente, exijo en un espasmo.

”Haz un dibujito aquí, una rayita aunque sea. Apoya la punta del lápiz, marca un
punto…

”Lo estás enterrando con tanta fuerza…

”Ay, así, desvarío.

”El lapicito…

”Qué sed terrible, lobo. Qué sed, qué sed...”.


grabado sobre lámina

–Te pareces tanto a él.

Trazó otra línea sin apartar sus ojos grises de la pose que mantuve durante
varios minutos: de rodillas, apoyado sobre los talones, la cabeza inclinada.
Inmóvil, en un salón a media luz, mis ojos detenidos en un punto hueco del muro
donde alguna vez hubo un clavo.

–Te sobra la joroba y quizá te falten unos centímetros más de pierna y de


torso. Pero sí. El parecido es alucinante. ¿Te conviene este precio por hora?

A las diez de la mañana volví a su estudio y comenzamos. Ella dibujaba


meticulosamente y sonreía concentrada en la lámina de papel. Pero su felicidad no
iba a durar demasiado. Dejó caer el carboncillo sobre la bandeja del atril. Levantó
la ceja y tomó por la esquina el pliego de papel donde me dibujaba. Lo frotó con
los dedos y suspiró con impaciencia. No sería suficiente una copia virtuosa ni que
la factura del grabado en madera fuera impecable.

Era inevitable, y ella lo sabía: la lámina donde iba a imprimir mi figura había
sido elaborada con demasiado ácido y terminaría por revenirse.

Tomó el boceto y fue despedazándolo, inclemente, como si disfrutara


convirtiendo en tiras inservibles sus largas jornadas de trabajo y el dinero que
invertía en cada sesión. No intenté detenerla. No quise preguntarle si volvería a
requerir mis servicios. Ya me alejaba por la vereda cuando oí que me gritaba desde
la ventana del tercer piso: que regresara sin falta al día siguiente y en punto a la
hora convenida.

Cada día volví a su taller, pero ella no me indicaba ninguna postura. Ni


siquiera sacaba el carboncillo de la caja. Me pedía que me pusiera cómodo
mientras ella se concentraba en su libro, siempre el mismo volumen encuadernado
en tapas rosa viejo, y parecía olvidarse de mí hasta que comenzaba a oscurecer.
Alzaba la mirada y se despedía recordándome la hora de la cita siguiente. Pero esa
tarde sugirió que me quedara. Aseguró necesitar mi compañía. Insistió en que
pagaría cada una de las horas aunque yo no posara. Pagaría mis horas de sueño.
Me ofreció dormir en su cama. Con ella.

Bajo las sábanas descubrí sus condiciones: no permitió que la tocara, ni


siquiera dejó que me acercara pretextando frío. Sobre el colchón exigía la misma
quietud que sobre la tarima, sometimiento total mientras ella recorría mi torso con
las yemas de sus dedos. No eran caricias sino mediciones precisas que anotaba en
su libreta: nueve meñiques medía la distancia entre mi pelvis y el hombro, tres
docenas de falanges daban la vuelta a mi cintura. Menos de medio dedo la anchura
del párpado, uno le sobraba al filo de mi nariz. Entre las piernas la medida variaba
según cómo me palpara. Se olía los dedos después de calcularme y algunas noches
se quedaba dormida con el índice hundido en mi ombligo, mascullando.

–No toques eso, enano.

Y me palmeó la nuca. No solo su cuerpo, también estaban prohibidos el


macizo tomo rosa que estudiaba durante horas y los empastes de fotocopias que
iba acumulando sobre su mesa de trabajo: todos manuales especializados en la
elaboración del papel.

Tras instruirse decidió partir, cargando una bolsa de plástico negro y una
tijera podadora oxidada en los bordes. A jardines, a plazas, a parques, donde
comprobó que resultaba menos agotador y más eficiente ir directamente a las
florerías y la feria para conseguir los tallos y las fibras necesarias.

Volvía sudada. Con el saco lleno de ingredientes para iniciar su producción


experimental. Olía a tierra, tal vez a barrial y a maleza. Se quitaba la ropa, toda
sucia, y comenzaba a trabajar sin haberse duchado. Y yo seguía sus movimientos
en absoluta tensión, como si me hubieran esculpido sobre una tarima al fondo de la
sala. Me preguntaba si podría resistir. Solo si no me tocaba, si no me miraba
mientras subía el cierre de su overol. Se fijaba en mi excitación.

–No te impacientes, enano.

Y a veces agregaba.

–Cuánto te pareces a él. A veces pienso si acaso podría. Contigo.

Me dolía el cuerpo, pero nunca se lo dije.

No debía impacientarme mientras ella hablaba de lo que estaba preparando.


Sería cuestión de obtener una pasta pura para fabricar un pliego que no se
deteriorara con el tiempo. Entonces, no antes, podría retomar su trabajo y volver
yo a la inmovilidad que me correspondía.
Pensé en las poses que iba a pedirme cuando llegara ese momento, y seguí
ejercitando mi rigidez, aprendiendo a contener la respiración durante más y más
minutos. La imaginaba exigiéndome una erección de perfil, o que me convirtiera
en una bola humana. O lo contrario, que intentara llegar a la extensión máxima de
músculos, a tensar las articulaciones. Y sin inhalar. Insensateces.

–Ten paciencia. Ya falta menos.

Saldría de nuevo a puntear la ciudad en ánimo de cosecha, mientras yo me


quedaba practicando alguna pose fija bajo la luminosa transparencia de los
ventanales. En la monótona sucesión de apariciones repentinas y de constantes
ausencias, las horas se marchitaban como frágiles flores.

Percibí muy pronto la hediondez proveniente de los cubos llenos de


zanahoria, alcachofa, acanto, lirio, ajo.

–Tienen que descomponerse, enano. ¿Acaso no te lo he explicado?

Ella no parecía oler nada y pronto yo también dejé de sentirlo.

De una enorme vasija sacaba los tallos podridos y se ponía a lavarlos en la


tina del baño. Luego los distribuía en gigantescas ollas metálicas para cocinarlos
durante horas. Hablaba a solas, en voz alta, sin abandonar su minuciosa
preparación. Que los tiempos debían ser exactos, decía entre dientes, que la fibra
quedaría dura si faltaba cocción, y demasiado blanda si se excedía.

Apagaba los quemadores tras cerciorarse de la hora. La piel le brillaba como


si estuviera cubierta de barniz. Era vapor condensado en sus antebrazos, en las
manos que asían el machete.

–Es necesario moler bien las fibras.

Decía, tomando aire cada vez que lo alzaba para golpear.

–A mano. Una por una.

Se quitaba la camiseta.

Un hilo líquido descendía entre sus pechos. Me salpicaba en cada golpe.

Así pasaban los días.


Una noche volvió a dejarse caer sobre el colchón, exhausta, y yo introduje mi
rodilla entre las suyas. Sentí la aspereza de la sal seca en sus muslos mientras la
tocaba sin que despertara. Entre sueños me abrazó, y dijo suavemente que por fin
me había recuperado. Pronunció su nombre, se dio una vuelta en la cama; yo me
desvelé rodeando su cintura.

Al despertar, ella estaba apoyada en la mesa del taller: escribiendo. Tuve que
empinarme para leer, pero ella cerró la libreta y se dio vuelta hacia mí. Su labio
inferior temblaba ligeramente. Se puso a dar vueltas de un lado a otro con el lápiz
en las manos.

–La pulpa de cebolla no sirve, no cuaja bien. Falta aglutinante.

Me acerqué a la ventana y pude apreciar la satinada limpidez de los pliegos


que había elaborado la tarde anterior. Unas láminas traslúcidas de lirio crema
claro, otras en distintos tonos verde y jaspeadas de zanahoria.

No estaba satisfecha. Se asomó por sobre mi cabeza, a ver si se había secado


el papel de acanto apoyado en el vidrio; y el de alcachofa, encima del fino tamiz.
Sus manos ahora ásperas, teñidas de oscuro, iban adquiriendo un aroma
extravagante que ya no era a tierra ni a nada que yo pudiera identificar.

–Rojo. Rojo, de cebolla… Es lamentable.

Repitió lo mismo varias veces antes de dormirse, otra vez de espaldas hacia
mí.

Desperté con la nariz metida en su desordenada cabellera, y empalmado


entre sus nalgas. No se movía. Era como acostarse junto a un cadáver durante la
noche y presenciar su ausencia el resto del tiempo.

Debía salir, recuperar mis rutinas cotidianas. Pero cada movimiento exigía
ahora un esfuerzo absurdo, agotador. Me vestí sin prisa. La camisa me quedaba
suelta, el pantalón ya no se ceñía a mis piernas.

Me percaté de que me vigilaba.

–Para dónde vas, enano. Sácate la ropa.

Sonrió. Por fin retomaría el dibujo, pensé, pero no se levantó a buscar sus
lápices. Desnuda vino hacia mí y se puso en cuclillas entre mis piernas mientras
desabrochaba los botones de mi pantalón.

–Mastúrbate.

Me puse tieso.

–Quiero ver cómo lo haces.

Untó con saliva una hoja de acanto para acariciarse con ella entre los muslos,
y volvió a lamerla sin dejar de mirarme. Mi turbación cobró rigidez: ella masticaba
la hoja cubierta de baba blanquecina. Con la otra mano tomó un jarro de cristal y lo
puso a mis pies.

–Hazlo, enano. Aquí adentro.

Sus ojos grises exigían.

Me precipité sin poder contenerme, salpicando la ancha boca del jarro y


también su rostro. Se puso el overol dejándome a medio vestir, apoyado en el
muro, todavía agitado. Cuando me recuperé fui hacia el salón donde se había
recluido con el recipiente. Las ventanas estaban cerradas, condensaban sobre el
vidrio los vapores del huerto que hervía en las ollas. Vi sus sandalias fuera del
baño, y a ella inclinada, sosteniendo el bastidor en la tina, moviéndolo con suaves,
pausados, homogéneos balanceos.

Me despertaron sus lamentos. Que el pliego de cebolla había resultado


quebradizo, que el aglutinante recién probado, el mío, el de mi propio cuerpo, no
servía. Sentí decepción y alivio cuando agregó, con la vista clavada en la página
abierta, que necesitaba fibra, fibra de veras resistente. Me observó un momento, ya
más tranquila, y levantó la ceja.

–Vas a darte un baño, ¿verdad?

Asentí entusiasmado.

El agua estaba apenas tibia; ella vació en la tina otra olla llena de agua
hirviendo mientras yo me metía dentro. Me sorprendió la fuerza de sus brazos, la
maestría de sus dedos cuando comenzó a estropajearme los cordones de la
espalda; las cervicales iban perdiendo tensión. Hundí la cara en el agua mientras
ella me frotaba las piernas, las pantorrillas y las sucias uñas de mis pies. Vertió más
agua caliente para enjuagarme y entonces se volvió hacia mi cabeza para lavarme
el pelo: la fibra más resistente de mi cuerpo.

Cuando levanté la cabeza oí el silbido metálico.

Ella blandía una tijera de podar y un mechón oscuro entre los dedos. Me
resigné al corte, víctima del sopor, antes de perder la conciencia.

El agua verdosa, el reflejo de la cortina verde sobre el agua.

Estoy alucinando, pensé entre tiritones. Comencé a estornudar, un fluido


viscoso chorreó de mi nariz. Entumecido y cuidando de no resbalar fui
poniéndome de pie hasta alcanzar el taburete.

En el espejo me encontré con un rostro rasurado; vi las heridas, los cortes en


su cabeza que era la mía. Era la última obra de la artista, probablemente mi última
pose. Volví a mirar su trabajo. Había dejado tan poco sobre mi cráneo que preferí
afeitármelo y eliminar lo que quedaba. Y luego rasuré también mis brazos; pelé
mis sobacos velludos; proseguí por las pantorrillas, por las nalgas. Eliminé lo que
se asomaba alrededor del ombligo y desnudé mi sexo.

Barría el suelo cuando ella entró al baño con la pala y una sonrisa cómplice.

–Por fin lo has comprendido. Pon todo aquí.

Y salió con mi pelo mientras yo empezaba a estornudar, mi nariz


derramando mocos, mis ojos lagrimeando en una fiebre repentina. Recuerdo que
me ardía la garganta cuando comencé a delirar, que el semen, que la fibra, que mi
pelo y el papel… Pero ella se inclinaba sobre sus recetas y los infinitos ingredientes
sin escucharme, asegurando que obtendría el mejor pliego, el más perfecto, para
que yo posara ahí, para que quedara para siempre mi imagen en esa lámina
artesanal.

Yo seguí susurrando palabras inconexas mientras me tendía sobre la


refrescante baldosa del baño y cerraba los ojos. Entonces ella volvió a entrar
perdida en su pensamiento, con pupilas enrojecidas. Sus manos frías me
envolvieron y luego empezaron a estirarme, aplanando mis rodillas, mis codos,
mis muñecas sobre el suelo. Me secaba con otra sábana y luego volvía a mí con
manos fuertes: era un rodillo aplastándose sobre mi cuerpo mientras murmuraba
cosas que yo no entendía, que casi ya no escuchaba. Quise preguntarle qué estaba
diciendo, qué hacía, qué pretendía, pero comprendí que era inútil pedir
explicaciones que yo nunca había exigido. Me iba sumergiendo en la felicidad de
verla ejecutando su trabajo con tanto entusiasmo. No recuerdo haber sentido nada
más, nada en absoluto, ni siquiera la punta de las tachuelas que me clavó para
sujetarme al tamiz. Tampoco el sol de la tarde ni la brisa nocturna que terminaron
por secarme para siempre en la ventana.
el comedor de la pensión

(De cómo Blanca alimenta a los enanos)

–Dodoce.

Murmuró con premura, intentando disimular su dificultad.

Por enésima vez terminaba de contar los cubiertos: la docena de tenedores, de


cucharas y de cuchillos dispuestos sobre la mesa en el comedor de la pensión. Salivaba
copiosamente pensando en la cena que esa noche prepararía la nueva huésped del hostal.

–Falta… Falta una cucharilla.

Respiró hondo, prefirió callar.

Se quedó embobado mirando hacia la puerta entreabierta de la cocina, donde Blanca


entonaba el estribillo de un himno que repetían frecuentemente en la radio, mientras con la
otra mano se desenrollaba el camisón intentando no enredarse en la basta descosida.

–Una cucharilla.

Suspiró, tartajoso.

–Una cuchara.

Se secó el sudor de la frente.

–Un tenedor. También.

Hablar le resultaba fatigoso. Se limpió la frente otra vez y miró hacia los lados, para
cerciorarse de que ninguno de ellos lo había oído, nadie, tampoco ella, afanada como nunca
había visto a ninguna en ollas, cacerolas, palanganas y cazuelas con cucharones.

Qué bonito le sonaban esos sinónimos en su mente. Suspiró.

–Listo.
Estaba terminada la tarea a la que se había comprometido la tarde anterior, cuando,
aprovechando que la vieja dueña de la pensión se ausentaría para pagar las cuentas en el
pueblo, Blanca ofreció prepararles un cocido de cordero.

–¡Un cococido!

Miguel no conocía la textura de la carne y la sola idea de probarla lo había puesto


nervioso. Solo había sentido su poderoso sabor en aquella ocasión cuando le tocó ponerle
extracto de cola de buey al consomé. Solo un resabio en guisos y sopas sazonados con largos
huesos recolectados cada jornada en la colina, o en un caldo hecho con verduras recogidas
en el camino de vuelta: hierbajos y lirios, y petunias y orquídeas, junto a restos de la
cosecha de alcachofas, cebollones o puerros, y granos de choclo, y matas de coliflor que
también servían para ocultar el cargamento que cada tanto traían los doce enanos
pensionistas.

Porque eran doce, una disciplinada cohorte de trabajadores encubiertos. Cuatro


oficiaban de desenterradores, mientras una tríada realizaba labores de sepultura. Mario, el
de la naricilla fina y filosa, había sido designado oliscador de desaparecidos, de cadáveres
arruinados o irreconocibles. Los tres más corpulentos de la cofradía eran componedores de
huesos.

El más torpe y tartamudo de los enanos se dedicaba toda la tarde a dormitar,


mientras los demás llevaban a cabo sus faenas hasta que llegaba la hora del conteo: era
Miguel quien llevaba un minucioso registro numérico.

Un conciso, concreto, contundente conteo. Qué bonito sonaba pensar aquello, qué
palabra breve pudiera resumirlo.

Miguel había aprendido a leer el silabario durante la tardanza de los enanos en la


colina. Pero repetía las sílabas en silencio, disimulaba ese atormentado balbuceo escribiendo
números en su libreta.

Esa última semana Blanca se había interesado en la callada actividad de Miguel.


Solía sentarse junto a él con su pequeño cuaderno, en el que ya no hacía dibujos, y lo
ayudaba a completar las páginas donde él debía numerar, describir y fechar los hallazgos de
cada jornada. Si aparecían mandíbulas dentadas, ella cooperaba buscando señas que
coincidieran con las de los desaparecidos de la lista.

Terminaban la tarea cuando el reloj de pared anunciaba la hora de cenar.

–Cucu. Cucu.
Repetía Miguel, entristecido, señalando al cómplice pájaro de madera que se
asomaba bajo las manecillas del reloj.

–¡Cucu!

Así también anunció Miguel esa tarde en voz alta, y Blanca respondió desde la
cocina con la misma palabra, en el momento en que se abría la puerta de la pensión. Los
enanos habían regresado más temprano, más hambrientos que de costumbre ante la promesa
del cocido y la posibilidad de un postre suculento.

Miguel se sentó a esperarlos en la mesa con sus velas ya encendidas. La llama


oscilaba, las sombras bajo los candelabros se movían sobre las oraciones del silabario que el
enano iba vocalizando discretamente.

–Cuchara. Cucharilla. Cubierto.

Se detuvo.

El oliscador había metido su nariz entre las páginas, como si así fuera a averiguar
qué decía el tartamudo; él, el más sordo de los enanos; él, que pronto se reincorporó a la fila
para lavarse el olor a osamenta de las manos.

–Cocido, comida, comistrajo. Confite…

Respiró profundo.

–Columpio, cochino, coche, co… cochambre, cordero.

–¡Muy bien!

Miguel casi se cayó de la silla cuando oyó a Blanca, que venía de la cocina envuelta
en una bata de satén colorado, con la cena preparada en una enorme cazuela de greda.

–A comer. Comer, comer.

Miguel gritaba, gritaba sin levantarse, con el tenedor en una mano y la servilleta
anudada al cuello. Los enanos se fueron asomando uno por encima del hombro del anterior.

–A cocomer.

Miró hacia ambos lados, pero los demás no prestaban atención sino a Blanca, que
estaba sirviendo en los platos hondos con el cucharón de sopa y trinchando menudos
pedazos de carne que salpicaban el borde al hundirse en el caldo. Sentados alrededor de la
mesa, los enanos la examinaban como si ella fuera un hueso, un magnífico hueso bien
envuelto en papel de regalo.

–Huele raro.

Dijo Mario, suspicaz, distinguiendo ese aroma particular del que emanaba de la
cazuela y del perfume a trufa y a humus que se desprendía de los pliegues del satín
colorado.

Este aroma debe ser el de la carne, pensó Miguel mientras el vapor que lo rodeaba
calentaba su rostro.

Bajó la vista aún más, intentando concentrarse en cuchara, cucharón, qué cocido
más confite de corderito, me lo cocomería si me lo pones con el cucharón en la boca.

Lo había pensado maravillosamente, sin interrupción. Un beso cocido en cucharón,


cuchara, cucharilla.

Sintió la sangre agolpándose en sus mejillas.

Miró alrededor. Los enanos comían en silencio, con el rostro bajo y los ojos mirando
al frente. No hablaban, nada comentaron sobre los hallazgos de esa tarde. De las osamentas
del soberano desaparecido aún no se sabía nada, ni siquiera el oliscador había percibido su
aroma durante el trayecto. Pero ahora…

–¿Por qué no come, Mario?

Blanca lo miró con inquietud, frotándose las manos. Los demás levantaron la vista,
aprobando la pregunta. Estaba tan bueno el cocido de cordero.

–¿Y usted, señorita, por qué no prueba lo que nos ha servido?

–Pucha. Ya sabe… Co… cocinar quita el apetito. ¡Qué gracia! Estoy hablando como
Miguel.

Pero al enano no le hizo gracia alguna.

–Huele raro.
Replicó, respingando su larga nariz de cuchillo y ensanchando las aletas por encima
del plato.

–Este cordero… no huele a cordero.

Blanca palideció, pero sin perder la compostura entreabrió el escote de su bata


satinada.

–¿Y a qué huele? La sopa está demasiado caliente, eso puede perturbarle los sentidos.
Sóplela. Coma, Mario. Pucha, pruebe un bocado y ya verá cómo le sabe a corderito.

Todos asintieron. Miguel le estaba pasando la lengua al plato mientras Blanca


agregaba.

–Y después les serviré el postre, y podemos ir a bailar a la fiesta que habrá esta noche
en la ciudad.

–Comer, comer…

Dijo Miguel con entusiasmo, escrutando el plato de Mario, que continuaba intacto.
Mario le golpeó la nuca con la palma y le pidió al enano tartamudo que trajera los huesos
restantes, que los buscara en el basurero, en el jardín, donde fuera, pero que los trajera.

Los enanos se miraron entre sí y comprendieron. Se levantaron presa de las náuseas,


y decidieron salir a buscar las bolsas negras de la basura depositadas en el patio trasero.
Mientras, Mario proclamaba eufórico.

–¡Dónde está la vieja! Traerla.

Blanca comenzó a reír, imitándolo.

–¡Dónde está el lobo! Traerlo.

–¡Las osamentas del rey!

Y los enanos vociferaban, repitiendo que era necesario encontrarlas.

Blanca miraba cómo vomitaban sobre el suelo, y alzando el candelabro interrumpió


el repentino silencio que produjo el retorno de Miguel con los huesos del caldo.

–¿Dónde estaban? Enano. ¿Dónde? ¿Cómo encontraste eso?


–Coco… cocido.
hermanastras

La pequeña esfera de vidrio que me sirve de ojo rueda por encima del papel,
se topa con una piedra sobre el cemento. Todo lo que me rodea parece haberse
detenido; el tiempo no es más que una habitación con las persianas bajas, una tarde
opaca, taciturna como el encierro en que habitas.

Solo el polvo que se deposita en mi ajado vestido azul y se cierne también


sobre mis brazos, sobre mis dedos cortos y sus falanges sin uña, me permite
calcular las semanas transcurridas, una tras otra sumándose en meses. He perdido
la felicidad de esas mañanas en que entrabas por la puerta sobándote las manos y
te sentabas en el taburete de madera para escoger tus herramientas. Quizá si
hubieras imaginado nuestra vida de otra manera, desde el momento en que me
diseñaste y limaste mis facciones, no te hallarías ahora tan lejos.

Me he resignado a la estrechez de esta boca que impide hasta el más leve


gesto con los labios, y a mi lengua rígida condenada al sigilo. Contenida como
estoy destinada a ser, complaciente, perpetua en la sonrisa, debiera contentarme.
Debiera dejar de pensar en esto, en todos nuestros infinitos tropiezos. Todos
inevitables. Porque habría sido incomprensible que no cometieras errores en mí, la
primogénita.

En la serie de muñecas que me siguieron fuiste afinando el pulso,


perfeccionándote. Y yo las observaba, a tus niñas. Las vigilaba con rencor: eran
cada una más bella que la anterior, sus bocas cinceladas, sus narices discretas, y
largas pestañas que hacían sombra al iris de sus rostros impávidos. Les ajustabas
vestidos a sus cuerpos más y más estilizados, vestidos orlados y de distintos
colores para evitar confundirlas. Solo tú y yo éramos capaces de distinguir sus
diferencias; para tus clientes eran todas idénticas, indistinguibles unas de otras
salvo por el tinte particular de sus trajes. Las sentabas junto a mí sobre la larga
repisa de tu taller y ellas se quedaban ahí, tiesas. Eran tantas, y tan excesivo el
desamparo que yo sentía entre ellas, que alguna vez llegué a desear ser otra
gemela de madera con la cabeza llena de virutilla.

La desazón duraba un par de martillazos. Te veía afanado en la nueva copia


de la misma muñeca y me alegraba de ser la matriz original, la única de
proporciones alteradas, carente de la simetría y la artificiosa perfección de las
otras. Mi deseo seguía creciendo amordazado tras la curva de tu espalda. No
dejaba de observarte sin interrumpir esa obstinación tuya por la repetición.

En cada réplica fui aprendiendo a leer tus emociones, mínimas, ocultas en


los cortes del pequeño serrucho, en el medido golpeteo del martillo; la torsión de
los alicates enlazando miembros; y el movimiento del cepillo hacia adelante, hacia
atrás, concentrado como estabas en aquellos antebrazos.

Que nunca me tocaras, nunca, pese a que suavizabas la piel de cada


hermana reciente con la lija escondida entre tus dedos, era algo que debí dilucidar
con cuidado. Hubo días en que pude intuir tu añoranza: la vi en tu manera de
secarte la frente, de quedarte un momento como perdido entre los leños con la
vista fija en el sucio vestido que apenas cubría mis rodillas, en mis piernas
torneadas colgando de la repisa.

Sucedía con frecuencia.

Hasta que una tarde se asomó una niña por la puerta entreabierta. La
miraste sorprendido, el brillo de tus ojos resplandeciendo entre canas que eran
todavía un lujo entre tu pelo. Pero tú no le hablaste y yo no entendí por qué no le
preguntabas qué hacía en ese momento ahí, en nuestro taller, apuntándome con el
dedo. Te diste vuelta, y sin decir una palabra, sonriendo como un idiota, la
levantaste hasta la repisa y dejaste que asiera mi pantorrilla. Quería saber mi
nombre y se lo susurraste al oído y la niña comenzó a reír; alzó sus brazos diciendo
que lo había adivinado con solo mirarme: Manekine.

Manekine, repitió. Y tú me alcanzaste para ella, y acariciaste mis orejas de


palo dispuesto a entregarme sin siquiera un regateo. Pero te interrumpió la voz de
una mujer: Mané, dijo, ven acá, deja eso. Entró por la misma puerta y te arrebató a
la niña. Del hombro la arrastró hacia la calle mientras nosotros nos quedábamos
ahí, cegados por la oscuridad que nos había echado encima la tarde.

Ibas a decirme algo en la oscuridad, palabras que nunca pronunciaste. El


índice de aquella niña parecía seguir ahí, levantado entre nosotros, apuntándome
al rincón, señalando mi espacio dentro de la caja de vidrio donde a continuación
volviste a ponerme. Y dejaste que mis ojos se fueran opacando bajo el polvo que
iría cubriendo la superficie. El tedio. Los días sucediéndose. Las tardes, las noches
y sus monótonos amaneceres. Y tú siempre regresando armado de herramientas,
de retazos plásticos, de metal y de tela. Tú, sentado en el taburete, con la espalda
inclinada sobre esas niñas que te llevarías al mercado. Una. Otra. Niñas perfectas e
incontables.
Esa rutina cotidiana solo fue interrumpida otra vez, recuerdo, una mañana
en que exhibías tu calvicie mientras con una aguja de fierro le injertabas pelo a una
cabeza.

Sucedió entonces.

El movimiento, un ruido sin origen discernible.

Las muñecas comenzaron un estrafalario contoneo, hombro contra hombro,


con tanta fuerza que la pared también comenzó a moverse, y las sillas, y la misma
mesa donde trabajabas. La agitación llegó hasta mí y por un momento me pareció
divertido. Pero aquella rebeldía no tenía límite y pronto debiste levantarte
intentando detener la inminente caída.

Yo estaba demasiado arriba y no viste mi celda de cristal, que se fue


desplazando, imperceptible, hacia el borde de la repisa. Miré hacia abajo y adiviné
la dureza del cemento: lo siguiente fue el vidrio molido bajo mis rodillas, el polvo
que flotaba en el halo de luz y ese agradable olor a aserrín, a látex, a barniz y a
aguarrás: casi lo había olvidado.

Perdí el ojo izquierdo en la caída, la bolita rodó por el suelo. Con el derecho
pude ver que mis extremidades estaban en su lugar. Tú habías desaparecido bajo
una horda de brazos, de piernas, de cabezas sin torso. Te imaginé mutilado, un
enorme muñeco hecho pedazos. Pero pronto comenzaste a moverte debajo de ellas;
apareció tu mano, podías mover los dedos. Habías sobrevivido casi intacto y te
sacudiste la ropa maldiciendo al terremoto y lamentándote de sus estragos.
Todavía con los dedos parchados, fuiste poniendo cada pieza en su lugar.
Recompusiste sin apresuramiento. Te afanaste en detalles.

Que dilataras la espera, que aplazaras el momento en que repararías la


pérdida de mi ojo era otro gesto imperdonable. Me dejaste para el final, te
dedicaste a mi vista cuando ya estabas exhausto. Volví a la repisa con una mirada
que nunca sería la misma. Y fueron esos los ojos que te vieron sacarme del
hacinamiento para entregarme: Tómala, Mané, es para ti, tú la elegiste, le indicaste
a esa joven de ojos aún más negros que los míos. Al verlos recordé un momento ya
sepultado por el tiempo y una mano de niña crispada en mi pierna. La dueña de
esa mano llevaba mi nombre y ahora me arrebataba de sus dedos y me ponía entre
sus brazos como una madre: es hora de dormir, dijo.

Y si antes me había perturbado estar entre tantas muñecas, lo que sucedió


entonces fue caer a un abismo. Me acostó en su cama y no hubo cómo zafarse de
esas manos húmedas que me atrapaban, ahogándome en su pecho blando; ni
manera de escapar a la humillación a la que me sometía al apretar mi boca contra
la punta de sus pezones para empaparme con su fastidioso lamento por la madre
muerta bajo los escombros.

Su sueño era mi única paz.

Amanecía con la tragedia entre las cejas y partía a encerrarse contigo en el


taller dejándome a mí entre las sábanas revueltas. Yo imaginaba sus manos
peinando tu cabellera desordenada, enarbolando una y otra vez ese mi querido
padre. Mi querido, pensaba yo, mío, y se me saltaba un ojo de vidrio.

Demasiado pronto, todavía de duelo, ella improvisó una fiesta. Recuerdo


que me trasladó a la sala, que me sentó sobre la mesa junto a un vaso angosto lleno
de margaritas y un pequeño espejo frente al que recitó una oración con las palmas
entrelazadas. Luego se encerró en la cocina a preparar la cena.

La ocasión coincidía con una gran fecha, o al menos eso dijo cuando te llamó
a presidir la mesa. Se acomodó a tu lado, y a mí junto a ella. Brindaron casi sin
mirarse y comieron lentamente, concentrados en el cordero y las verduras
guisadas, masticando en absoluto silencio; una sonrisa apenas sugerida en los
labios.

Noté que estabas sonrojado. En qué estarías pensando, pensé, me apuraba


saberlo. Antes de que el reloj comenzara sus maitines de medianoche, antes de
levantarte de la mesa, le preguntaste por qué Manekine no comía si estaba todo
delicioso. Era una cortesía que ella aprovechó para asegurar que me habías
malcriado, que yo despreciaba su comida. Ella corregiría mis caprichos. Eso dijo y
entonces mi ojo rodó lejos. Tuerta como había quedado, vi que le acariciabas la
mejilla y te levantabas de la mesa mientras ella reponía el vidrio en su órbita. Nos
quedamos mirando fijamente el umbral vacío de la puerta.

Pronto regresaste. Traías un pequeño bulto envuelto en papel color paquete


de vela, amarrado con cintas. Era para ella. Y lo abrió sin prisa, con una sonrisa de
muñeca tonta en los labios. Metió sus manos dentro del envoltorio y fue
deslizando su contenido, con estudiada demora, hacia afuera, hasta sacarlo: muy
azul, conmovedoramente azul y largo y sedoso: un vestido con una hilera de
piedritas también azules en el ruedo, en las mangas, en el cuello. Le habías cosido
un precioso vestido, la habías mirado de esa manera que solo yo creía merecer.
Amortiguó la sorpresa cubriendo su boca con la servilleta de tela y se
levantó de la silla tras lanzarme al suelo. Bajo la mesa y su largo mantel, la
perspectiva era mínima. Adiviné que te besaría cuando vi que se empinaba
levantando los talones, y la escuché agradecer el regalo, papá, y correr fuera de la
sala. Oí el descorche de una botella y poco después sus exagerados gritos diciendo
es hermoso, bellísimo.

La música era suave y alegre. Resguardada en mi nuevo ángulo, yo


controlaba el movimiento de sus pies: ustedes bailaban. Bailaban, no parecían
cansarse. Me mareaban las vueltas de sus pies, los pasos dobles, las carcajadas
borrachas. La música los seguía a donde ustedes iban. Bailaban olvidados de todo;
y olvidándolo todo se besarían.

Aunque tal vez me equivocara. Tal vez solo se detuvieron los pies y dejaron
de reírse: tal vez fue solo eso. En ese nuevo silencio la música resultaba estridente.
No podía verlos pero no hacía falta.

Ahora todo parece diferente, tan lejos de ese instante en que dejé de
espiarlos: mis lágrimas eran gruesas y turbias como vidrio fundido, eran lágrimas
que iban cubriendo el pasado, el antiguo rincón de la repisa en el interior de la caja
transparente, tus brazos rompiendo la madera para sacarme de ahí dentro, tus
manos ásperas lijando mi piel. El disco dejó de girar, la aguja volvió a su posición
inicial. Veía sus piernas enredadas, los pies de ella desnudos y descalzos entre los
tuyos. Ya se habían dormido sobre el sillón, pero yo no iba a perderme el final de la
fiesta.

Quería bailar, yo también, divertirme.

Un, dos, tres; un dos, y el mantel se deslizó ante mí, arrastrando consigo las
servilletas, tantos cubiertos untados de grasa, las copas todavía llenas de alcohol y
el candelabro de hierro con sus velas encendidas. Fueron cayendo con un golpe
seco, chorreando vino y esperma sobre la alfombra. La sala se iluminó para mí
como si la casa entera se hubiera prendido para verme aparecer vestida con mi
traje de fiesta. Lo había logrado. Y tú dormías abrazado a ella mientras el humo
llenaba la sala: el fuego estaba por todas partes.

Todavía bajo la mesa te oí gritar ahogado, toser palabras. Mané, Manekine,


dónde estás. Aquí estoy, padre, aquí, te decía confundida mi voz en el crepitar de
los resortes de las muñecas, en el chasquido de sus labios de madera. Se iba
consumiendo todo. Las llamas me iban cercando, iban salpicándome de ardiente
saliva. Iban desnudando mi metálico esqueleto de niña.

Ahora el viento se cuela por todos los rincones y va cubriendo de polvo


nuestros recuerdos. Pero yo sigo esperándote aquí mismo, esperando que regreses
a restituirme este ojo fundido por el fuego.
departamento urbano

(De cómo se enfiestan en la ciudad)

Miraron hacia ambos extremos de la desierta avenida. La brisa fresca movía las
sombras de los árboles, improvisando volubles figuras sobre las aceras nocturnas. Se
sintieron repentinamente rodeados: quizá los duendes, los gnomos quizá escondidos en la
penumbra, quizá vigilantes entre los arbustos.

–¿Veis algo?

–Nadie viene.

Greta se abrazó los codos, sin distraer su atención de las escasas luces encendidas en
los departamentos del block número 9, y aguzando el oído por si advertía percusión, o un
ritmo bailable.

–Nadie viene por estos andurriales.

Repitió Hans con voz ronca.

–¿Nos habremos extraviado?

Greta volvió a revisar su libreta hecha con papel de berenjena. La dirección era
correcta: el noveno piso del edificio de enfrente.

No se acercaba auto alguno. Corrieron espantando el silencio con un taconeo de


zuecos sobre el pavimento, el roce de los pantalones en el acelerado avanzar, la respiración
ahogada, el pitido del citófono, el persistente toque de fiesta, allá, arriba, en el quinto piso al
que subieron por las escaleras de emergencia.

Sin aliento casi, ya enfrentados al visor de la puerta, se soltaron de las manos y


Greta desprendió el chinche que se le había enterrado en el taco de goma.

–¡Condesa! ¡Cocoronel!

El enano tartamudo inhaló con fuerza, hizo una reverencia y los dejó pasar. Creía
haberlos reconocido pese a sus trajes.

–Miguel. Soy Miguel.

Dijo. Y comenzó a tocarlos.

Los examinaba con curiosidad mientras iba inclinando la cabeza hacia el lado, sin
siquiera pestañear. Empinó una cerveza entre sus labios y secó con el puño su boca y el
gollete. Entonces se fijó en los paquetes que Greta y Hans traían, y se incorporó para
arrebatarles la botella de vino y el cucurucho con papas fritas.

–¿Coronel o comodoro…?

Carcajeó el enano chispeante, con las mejillas pintadas de pecas.

–Confiesen.

Continuó Miguel, impacientándolos.

–Hermanos. ¿Verdad que son…?

Hans no dijo nada, se frotó los dedos en su hirsuta cabellera y disimuló la inquietud.
Greta se atusó el pelo, adoptando aires de realeza sin corona.

–Silenciaos, enano malsonante.

Sentenció Greta, y Miguel volvió a ponerse serio. Espió por sobre su hombro.
Parecía tranquilizarlo que nadie estuviera mirando la escena, que nadie más escuchara esas
faltas que horrorizaban a Greta.

–Aquí es. Es por aquí.

La pareja siguió al acongojado enano.

Algunos invitados prestaron atención al muchacho que cargaba un hacha


ensangrentada, y a la colorina de largas trenzas sujetas tras las orejas y orladas con cintas
marrones.

La banda no marca pausas; todos bailan sin descanso, pensó envidiosa Greta, que
vestía una larga falda azul de pliegues perfecta para rocanrolear.
Se fijó en que había alguien vestido de Reina, balanceando con ritmo sus huesudas
caderas.

Varios enanos en ronda ejecutaban una sincronizada marcha con fémures como
bastón y trozos de añosos esqueletos en la otra mano.

Una Cenicienta arrastraba su traje, hipando a cada paso, y reía, reía maldiciendo a
sus hermanas las gordas, que intentaban obligarla a comer porque querían que engordara.
Reía y reía con una felicidad desconcertante, espasmódica, eufórica; reía, delgada como un
espejismo.

–Huele a tierra…

A Greta se le revolvió el estómago.

Tomó aire. Buscó en el salón a la niña de gris intoxicada de risas, pero ya no estaba
ni se oía su estridente alboroto ácido.

–Este aroma tan familiar…

Y se distrajo una vez más en una esquina nada luminosa. Su olfato se fijó en una
chica de caperuza que parecía encantada entre los brazos de un soldadito cojo: unida a sus
manos iba desenrollándose en el baile, ligera, sin pisarle el único pie ni darle a la pata de
palo.

Ese rostro maquillado le pareció a Greta vagamente conocido, pero solo alcanzaba a
ver su perfil derecho. Dejó de espiarla, segura de que aunque la viera de frente no recordaría
dónde había sido.

–Animada la fiesta.

Comentó con desgana.

Sujetó su incipiente barriga mientras iba en busca de una silla. Tenía náuseas, un
sudor frío le impregnaba la piel.

Se secó el cuello y las sienes con un algodonoso calzón de niña que le servía de
pañuelo: su aroma a tierra siempre le sentaba bien. Y tomó asiento: sentía los músculos
fatigados, tensión bajo la nuca y en la cintura, como si hubiera acarreado un peso muerto
toda la tarde.
–La señora de la pensión no ha llegado. Todavía.

Era Hans, inclinándose junto a su oído con una voz más afónica que al llegar.

–¿Quién?

–La que nos iba a prestar alojamiento. ¿Recuerdas? La vieja de la pensión donde
dormían los doce enanos y una que apareció de improviso. La vieja a la que…

–Ah…

Y Hans le cuchicheó lo que había captado al acercarse a la mesa en busca de un


canapé de carne y una caña de cerveza. Greta no lograba concentrarse; se limitó a secar la
sangre del hacha con una servilletita de papel gofrado.

En ese momento los deslumbró el flash. Una desconocida, a la que no habían visto,
les hizo una toma, y su ayudante, un anciano delgadísimo, iba tras ella solicitando la
identificación de cada fotografiado.

–La Condesa y el Coronel. Ésos somos, aunque no nos creáis y estéis en lo cierto.

Greta sonrió ante la cara de disgusto del anciano. La fotógrafa ya estaba tomando a
otra pareja, al tiempo que Miguel asía del brazo a la chica de caperuza, intentando
convencerla de que posaran juntos.

Greta se desentendió de tales asuntos, durmiéndose con la cabeza sobre el regazo de


Hans, hasta que el enano volvió a interrumpirlos con dos copas plásticas y vino blanco en
caja tetrabrik.

Breve y rápido, dijo.

–El cóctel. Aquí está.

Les sirvió alcohol y comparó su mano regordeta con la huesuda de Hans, cubierta de
grueso vello.

–Comida. Greta. Que engorde Hans, qué flaco.

–Callad, enano sin gramática.

Miguel inspiró, se mordió el labio.


–Estoy exhausta, ¿no os dais cuenta? Y la señora de la pensión, ¿por qué no ha
venido?

–¿Que no los vieron? Los titi… tulares. Estata… tarde. Salud.

Golpeó su copa contra la de Hans, luego con la de Greta. Se la bebió al seco.

–La pillaron… Salud.

Sorbió otro trago y fue a buscar al oliscador para que les explicara lo de la vieja, lo de
los huesos. Mario dijo a regañadientes.

–Los policías, por aviso del guardabosques, llegaron a la pensión desierta.


Completamente desalojada. Forzaron la puerta. Las ventanas, añicos.

–Vidrio, vidrio por todas partes.

Agregó Miguel. Greta se sopló el flequillo y comenzó a sentir urticaria en las manos
mientras Mario interrumpía.

–Bueno, bueno…

Miguel intentaba contar los detalles. Mario lo dejó.

–Dentro. ¿Qué? La vieja, mutilada. La de la nariz chueca. Cortada, la lengua…

–Su lengua, ¿mutilada como la vuestra?

Se burló Greta. Hans le tapó la boca con la mano que ella mordió para liberarse. En
adelante mantuvo silencio. Miguel inhaló.

–Cortados, los dedos de los pies, de las manos. Co… cortados aquí. Y aquí, y acá.
Sangre. Sangre. Sangre por todas partes. La carne, un cocido, un estofado. La carne
quemada, incluso. Y huesos por todas, todas partes.

Miguel carraspeó y continuó, sonriendo.

–En la tele lo dieron. Mostraron todo, todo. La cabeza, en una fuente, dentro del
horno. Los dedos. Con los dedos metidos en la boca.

El enano se sirvió otro vino, y lo tomó al seco.


–Salud. Y no quedaba nadie. Sí. Sangre. Como esa… ¿Y esa sangre, la sangre del
hacha?

Posó una mano sobre su boca, como avergonzado. Mario se acercó a olerla, y dijo.

–Huele raro.

Miguel intervino y comenzó a repartir pastillas de colores para todos.

–A comer. Comer Hans flaco. Come, pálido. Está rico.

Dijo contagiando a Greta con su risita entrecortada, mientras la que iba de Reina se
acercaba a ofrecerles trutros de rana en salsa agridulce, aún calientes sobre la impecable
bandeja de plata.
la ratonera

Es un ruido flojo el que oigo a mis espaldas; un sonido seguido de otro


igualmente blando. Me pregunto si habrá llegado la hora, si será la asesina de
ancianos la que acaba de meterse en mi habitación, si será una o serán dos las que
realizan ese trabajo en este barrio. Pero no debo dejarme asustar: dejo de pensar,
dejo de hacer rodar mis pensamientos como migas de pan duro dentro de mi
cabeza. Me quedo quieta esperando el siguiente movimiento que ya no demora. Y
es solo un cuerpo, ahora estoy segura. Uno solo. Son dos pasos breves. Se ha
colado por la grieta del techo, un hueco que ha ido creciendo devorado por las
lluvias de cada invierno.

Que no piense que estoy sorda, sé perfectamente en qué dirección se mueve.

–Te estaba esperando.

Se lo digo antes de que se acerque demasiado, se lo digo para sorprenderla.

–Cállese. Ni se le ocurra gritar. Vieja de mierda.

Susurra impostando su voz infantil, en la que reconozco un acento foráneo,


un seseo traposo.

–No va a pasarle nada si se queda quieta.

Encojo las piernas levantando las rodillas y vuelvo la cabeza hacia atrás.

–Y cierre los ojos, masculla detrás de mí y me pone los dedos encima de los
párpados, para asegurarlos.

–No te preocupes. No puedo verte. Sufro de un mal que se ha llevado mi


vista. No veo nada durante el día. Y de noche, apenas algo.

Aparta la mano con que me ha vendado, se asoma por el costado y apunta


sus dedos hacia mis ojos, los mueve en un movimiento brusco como si fuera a
enterrármelos. No me muevo porque ya casi no puedo hacer ningún movimiento
espontáneo. Así paso su prueba, así ahora ella cree en mi ceguera.

Las sábanas sisean cuando se desliza al suelo y susurra despacito en mi


oreja.

–¿No me va a preguntar nada? ¿No quiere saber quién soy?

–No se habla de otra cosa por estos días en el vecindario. Yo ya sabía de ti


antes de que aparecieras.

Escucho cómo se ríe, contagiosamente.

No sé bien de qué nos reímos, pero me dejo llevar. Ha llegado mi turno. Ya


no tendré que seguir esperando el tedio de cada día, con las mismas noticias
reformuladas en la televisión, con los titulares sobre el envenenamiento de
ancianas en este vecindario. Todas viejas ratas como yo.

Sus pies desnudos sobre el piso hacen crujir levemente la madera. Abre el
armario y toma un pan añejo, un pedazo de queso. Poco más es lo que hay. Ha
abierto una botella de vino dando un golpe en el estante, y yo he debido
contenerme para no gritarle que tenga cuidado con las astillas de vidrio que han
caído sobre el suelo. Sigo sus movimientos con mi vista fija al frente. Ella hinca el
diente en una manzana arrugada como mi rostro.

Ella en cambio es una joven lozana, es menuda y pequeña, es bonita su nariz


respingada. Quizá todo sería distinto si en vez de ser tan dura, tan cortante, se
dejara el pelo largo y sonriera y viniera a traerme comida fresca en un canasto, si
me llamara abuelita y se acurrucara entre mis brazos. Pero no es ese tipo de
muchacha. No habla demasiado y ahora revienta ruidosamente un globo de chicle
esparciendo un aroma a menta y saliva que me revuelve el estómago.

Empieza a registrar el departamento. Yo mantengo los ojos fijos pero la


vigilo. Se arrodilla, examina a ras de suelo. Quiere saber si hay ratones en mi
cuarto. Si me visitan por las noches buscando comida. Me interroga.

–¿Aparte de usted, hay otros aquí?

–No he visto a nadie, quiero decir, he estado completamente sola hasta tu


visita. No oigo nunca ningún ruido, ninguna carrera de entretecho. Soy una vieja
sola.

Comienza a reír asintiendo, repitiendo, vieja sola, vieja rata sola, rata sobre
todo, mientras abre su mochila y mete la mano en ella, hasta el fondo. Oigo que
manipula una bolsa y le pregunto qué hace, qué está haciendo.
–Les traje comida, se la dejaré en los rincones.

–¿Comida?

–Una mezcla especial que cuesta mucho conseguir.

–Especial… ¿cómo, especial?

–Las ratas no pueden resistirse a probarla, se ponen ansiosas, no pueden


controlarse y esperar a ver qué tal le sienta al ratón elegido para probarla. ¡Se
lanzan sobre ella!

–No sé si te entiendo.

–Es el olor, un olor completamente irresistible el de la mezcla. Las calienta.


¡Se vuelven locas las putas ratas! Se lanzan sobre el veneno y se lo devoran. ¡Es
maravilloso! Y lo mejor: las viejas ratas son las primeras en abalanzarse sobre su
muerte.

Aún está ahí. Aún la oigo masticando su pedazo de chicle. Su olor lo invade
todo pero no puedo taparme la nariz. Me ha amarrado las manos a la espalda con
la sábana y tengo sed, pero no me da de beber. Empieza a invadirme un hambre
horrible y sorprendente, a mí, que hace años no experimento ningún deseo. Una
olvidada sensación se ha apoderado de mi cuerpo.

–¿Qué pretendes?

–A callar ahora. Esperaremos a que estés desesperada de hambre y de sed.


Completamente desesperada.

Es todo lo que dice y sonríe satisfecha. Traga saliva, infla un nuevo globo y
me salpica la mejilla. Me parece que se frota los brazos, el roce de las palmas sobre
la piel es inconfundible.

–Dentro del armario encontrarás abrigo.

Se levanta y cruza la habitación. La madera del piso crepita bajo su peso. Las
bisagras del armario rechinan, a pocos metros, los ganchos de la ropa que ella va
deslizando por el riel se vuelven un claqueo metálico. Se ha detenido ahora en una
prenda, se frota la cara con un desteñido chaleco de cachemira al que se le han
caído ya todos los pelos.
–¿De qué color es?

–¿De qué me habla?

Su voz me parece ahora más aguda.

–Lo que has elegido. No puedo verlo.

Se queda en silencio. Al cabo de un momento me dice que tiene entre manos


un chaleco rojo.

–Es rojo y caliente. Perfecto para el frío de esta ratonera.

–Póntelo inmediatamente, y acércate, y si me sueltas las amarras podremos


abrazarnos. Yo también tengo un frío insoportable…

Se me queda mirando, empieza a toser una tos falsa, llena de arcadas, como
si fuera a vomitar sangre. Entonces deja de fingir y me dice, severamente.

–Vieja asquerosa. Todas son como tú, creen que poniendo esa voz de
abuelita van a hacerme cambiar. Creen que soy idiota, que me voy a dejar
manosear por esos dedos que no son más que pellejo… Ya te dio hambre, ¿no? Ya
te estás calentando conmigo, ¿verdad? Ahora te voy a dar tu comidita. Vas a ver
que te va a gustar. No vas a dejar ni un poquito.

Lo dice como si gruñera, como si se preparara a arañarme o a reírse


violentamente, a gritos, mientras va dando lentos pasos hacia mí. Da vueltas
alrededor de mí, y luego se detiene a mis espaldas a descorrer la cortina con
violencia. Los primeros rayos de luz nos inundan. Y entonces sí veo sus ojos
completamente rojos, su rostro lleno de cicatrices en vez de suave como me lo
había imaginado. Sus uñas carcomidas hasta la raíz.

Ya comienzo a sentir el sopor de esa tibieza y del desvelo. Al cambiar de


posición sobre la cama me arden las muñecas heridas por las amarras. No puedo
dejar de moverlas, sé que mi cuerpo está respondiendo al hambre. Pero ya no pido
comida. Ya no pido agua. Intento no hablarle. Sus pies van de un lado a otro, ahora
se dirigen hacia el otro extremo de la habitación. Avanza hacia el baño, sus pies
desnudos se adhieren al piso plástico y se despegan como ventosas. Sus manos se
posan sobre el grifo, el gozne gira pese al óxido, y el agua se escurre por la cañería.
Después percibo una catarata más poderosa, un olor vagamente acre. Cuando
termina de orinar, cierra la llave del lavamanos.
–Tírala. La cadena.

Le digo desde la cama, con la cara hundida en la almohada.

–¿Y cómo supo?

Vuelve a reventar su globo de chicle y sin esperar una respuesta, anuncia.

–Hora de desayunar.

Niego con la cabeza, aunque sé que podría terminar con esta situación
rápidamente. Tragarme el veneno de su bolsa en un espasmo, experimentar un
último ardor en mi estómago erotizado y luego irme secando. Secarme más de lo
seca que ya estoy. Secarme de una vez. Pero no es esto lo que de pronto deseo sino
saber quién es esta muchacha, saber de dónde viene. Qué manos son responsables
de las profundas cicatrices de su rostro. Deseo acariciarlas, morderle cada costurón
del rostro, hacerlos sangrar en mi boca. He despertado ansiosa del largo sueño de
mi vejez y en un ataque de entusiasmo pienso que no importa el tiempo que me
tome doblegarla. Porque nadie vendrá a interrumpirnos tocando el timbre, el
teléfono se mantendrá en silencio este domingo como todos los domingos, como
todos los días de la semana. Como todos los días de mi vejez. Días que no existen
para nadie salvo para ella y ahora para mí. Sé que ella no podrá irse hasta que yo
coma de su mano: ella es también mi prisionera.

La cascada del estanque me distrae.

–Por favor… puesto que estás en el baño, ¿podrías alcanzarme un frasco que
dejé dentro del tocador? Un frasco de vidrio con pastillas, en la repisa superior.

–¿Pastillitas?

La oigo abrir la puerta de espejo.

–Sí. Pastillitas de colores. ¿Ya las viste?

Toma una botella con alcohol y la agita con fuerza; ríe como si ese acto
excitara su curiosidad. La reemplaza pronto por el frasco que le he solicitado.
También comienza a agitarlo, el tintineo resulta estridente en medio de nuestro
silencio.

Se detiene y vuelve a mirarlo.


–Son de colores.

–¿Sí? ¿Son?

–Son de dos colores, mitad rojas, mitad verdes. ¿Y para qué son?

–Son… Son ricas simplemente. Son dulces. Dame una. Y puedes tomarte el
resto, con tal de que le dejes una a esta pobre vieja. Te gustarán más si te las tragas.

Sugiero, convincente. Sé que ella no me dará ninguna.

Se llena la boca con ellas y las tritura con sus muelas y entonces las escupe,
las escupe con energía, por todas partes quedan los fragmentos de las cápsulas, su
relleno blanco y amargo. Empieza a acusarme de haberla engañado. Grita que la he
envenenado. Yo le susurro que se calme, son solo pastillas que duermen pero no
para siempre, porque no son veneno. Que no se preocupe, le digo, que yo le
cuidaré el sueño. La veo desesperadamente intentando desanudar la bolsa con la
mezcla para ratas pero sus dedos ya se van volviendo torpes. Va soltando las
manos. Su cuerpo, su rasguñada belleza durmiente, va quedando a merced de mi
hambre desaforada. Mis manos excitadas por fin tienen fuerza suficiente para
soltar las amarras. Siento una energía voraz cuando me acerco a ella y la huelo por
todos lados, no puedo controlar mi deseo, comprendo entonces que la muchachita
que tengo ante mí es el peor de todos los posibles venenos.
tabloides en el quiosco

(De cómo Blanca aparece bajo sospecha)

Los aseadores aún no terminaban de barrer las calles. Las aceras, de amanecida, olían
a pavimento recién regado; en absoluto a flores ni a arboleda, pensó Greta.

Se detuvo para rascarse la rodilla que asomaba por debajo del pliegue de la falda que
había estrenado para la fiesta de la noche anterior.

Alzó su preñez con dificultad y su rostro se topó con los titulares de los diarios
colgados en el quiosco. Todos coincidían en la misma noticia.

Peritaje en la pensión:

MENOR DE EDAD BAJO SOSPECHA

La sola idea le supo a amargura en la garganta. Preguntó en la ventanilla si además


de suposiciones había ahí caramelos.

–Solo periódicos, revistas de actualidad.

–Y chocolates, ¿tenéis?

–Fascículos de enciclopedia, coleccionables libros de bolsillo. El boleto de Azar de


esta semana: son muchos millones…

No hubo más que esa respuesta.

–Pero tal vez tengáis helado de fresa al ron, de frambuesas silvestres preparadas con
coñac. Señora…

La dueña del quiosco fingió sordera y continuó impasible con su tejido, hasta que
Greta perdió su ansia de dulce y volvió a sentirse amarga leyendo.
“Una menor de edad es la culpable”.

Las palabras se reiteraban. El mismo titular en todos los matutinos, junto a las
fotografías del cadáver cercenado y dispuesto en trozos sobre una mesa.

–¡Qué mal gusto!

Compró el periódico para mirar con detención la fotografía de la acusada. Se le


parecía demasiado, y pensó en el riesgo que corría con solo andar por lugares públicos.

Debe ser ella, se dijo. La de la fiesta de la otra noche. La que le había parecido
conocida…

Sus dudas sobre quién podría ser “la chica de la caperuza” se iban disipando. ¿Sería
ella la culpable? ¿Debía defenderla, rescatarla, decir que había sido en propia defensa…?

Buscaba la tercera página de la sección Aconteceres Nacionales, y encontró el texto


que justificaba el título de la noticia que ya llevaba días en las portadas.

“La occisa, de identidad desconocida…”.

Se detuvo.

–Occisa, ¡qué vocablo horrible! ¿Por qué osarán usar tales expresiones? Muerta, y
ya está.

A esas horas nadie andaba por la calle, y Greta volvió a anhelar un pedazo de
chocolate como el que se había terminado esa misma mañana, al despertar. Qué hambrienta
me siento últimamente, los chocolates no me duran el día, pensó, experimentando una
suave náusea.

Continuó su lectura, vocalizando cuidadosamente.

–“La anciana habría sido atacada por una niña de caperuza, quien apareció en la
puerta del hostal pocos días antes del crimen. Gentes no identificadas han afirmado que a la
desconocida de caperucita la trajo un hombre proveniente del bosque. Pero testigos no han
coincidido en el daguerrotipo al que este correspondería.

”En tanto, se presumen como posibles chapas de la implicada catorce nombres,


manuscritos uno tras otro en la misma línea del libro de visitas del hostal, del que la
sospechosa habría huido sin cancelar su deuda de varios días junto a otros pensionistas,
posibles cómplices, aún no identificados pero de baja estatura. Posiblemente enanos…”.

Greta se detuvo, se rascó la rodilla otra vez con dificultad.

–Ummm… “El sitio ha sido rodeado por fuerzas del orden. No se ha logrado
constatar la veracidad del rumor, salvo en lo certificado, con reparos e inconsistencias, por
gentes de variadas lenguas”.

Greta levantó la vista, dio vuelta la página para continuar con los insertos de último
minuto.

Miró de reojo para asegurarse de que no era vigilada; tropezó con una piedra pero
mantuvo el equilibrio.

–“Informes del guardabosques señalan que la identidad de la presunta asesina


pudiera corresponder a la de Hildeblanca, la infanta, hija segunda del Soberano derrocado”.
Derrocado… Qué horrible verbo.

Dijo en voz alta.

–“Aunque no existe versión oficial sobre este hecho, hay quienes aseguran que
Hildeblanca se habría extraviado en el bosque junto a su hermana mayor, hace algún
tiempo. Este dato permite no descartar a la princesa Hildegreta como cómplice intelectual
y/o material en el controvertido caso que concita la intriga y la inquina de la comunidad”.

Cruzó la calle, salivando ante la idea de conseguir bolitas de chocolate, o terrones de


azúcar unidos con clara de huevo de codorniz.

Se saltó unos párrafos hasta llegar al relato de testigos tardíamente entrevistados.

–“La autopsia de la anciana decapitada sugiere que la desviación de su tabique es


anterior a la paliza, y que, posiblemente, le producía un ronquido profundo y crónico. (El
médico de frontera)”.

–“Dicen que comía niñitos gorditos, a los que ella misma alimentaba; pero nadie que
la conociera podría creer eso. Aunque uno nunca sabe, porque pusieron con sangre, sí, en el
muro, con letras muy grandes, sí señor, ¿cómo me dijo? Sí, señor reportero. Perdone usted.
(La lavandera)”.

–“Que salieron todos, eso oí, y después de todos, dos jovencitos que parecían
hermanos. Sí, dos niños. Eso escuché yo, pero no… No recuerdo. No, si yo hablé en
anonimato. Ni pienso decirle cómo me llamo. ¿Está usted loco, señor reportero?”.

Y más adelante, en un párrafo destacado, leyó Greta, ya cansada:

–“Los efectivos de verde lograron eludir el acoso (periodístico), por lo cual fue
imposible comprobar los insistentes rumores que circulan por la urbe: que la occisa habría
estado involucrada en el tráfico de huesos…”.

Dobló el periódico bajo su brazo y se sobó la barriga, a cada momento más levantada.
Por la forma de su vientre, debía ser un niño, pensó; y la imagen de una pequeña bestia
colgando de su cordón umbilical atravesó su memoria.

Ya se encargaría de eso, pronto, muy pronto. Ahora debía averiguar el paradero de


esa niña, sonrió. Esa niña que bien podía ser su hermana. Sacó el calzón oloroso a tierra y lo
puso entre sus senos mientras subía a pie los siete pisos hasta la casa que Hans y ella habían
encontrado abandonada en medio de la urbe.

Hans le abrió la puerta y gruñó, paternal.

–Deja el periódico y ven a comer un bocado, aunque sea. Tienes que alimentarte…

–Carezco de apetito. Y estoy aburrida de comer trutros. Trutros de pollo, trutros de


rana. Trutros, ¡qué horrible palabra! Yo quiero dulces, quiero saborear azúcar de tejado,
caramelos de cristal de roca y de vidrio de ventana. Y chocolate, chocolate. Pero no había en
el quiosco. Mirad.

Lanzó el tabloide hacia las orejas levemente puntiagudas de Hans.

–No sé leer.

Se lamentó, cogiendo las páginas con la boca para devolvérselas.

–¿No sabéis leer? Sois un imbécil, Hansel.

Greta había alzado la voz. Su mandíbula temblaba, también sus manos; y los pezones
hinchados sin sostén bajo la camiseta chorreaban un fluido blanquecino como suero de
leche.

Había vuelto a pronunciar la palabra del encanto que ahora se estaba deshaciendo.

–Hansel…
Sintió entonces un roce en su pantorrilla, un roce de algo palpitante, mojado pero
compacto como nieve fuera de estación. Sobre las palmetas del parqué descansaba la bola de
piel, algo crecida después de tanto tiempo, y un largo cordón. Movía la cola, abría su hocico
y la arañaba con el filo de los colmillos.

Greta comenzó a golpearlo con rabia apenas contenida. La pequeña bestia la miraba
con sus ojos glaucos, sin siquiera aullar. Entonces la colorina tomó el largo cordón, le dio
nueve vueltas al cuello y con un martillo clavó el cabo suelto al suelo. Y mientras el animal
se retorcía asfixiado, Greta sintió que se retorcía también, pero de euforia.

–Volved a ser lo que sois, animal.

Sopló un beso desde su palma extendida y partió corriendo, a pie descalzo, con el
diario enrollado bajo el brazo.
cuerpos de papel

Lo escucho caer pesadamente sobre la escalinata que da a la puerta; resbala


desmembrándose sobre el cemento. Cada madrugada me despierta, y tras ese
violento sonido que anuncia la llegada de las noticias no puedo volver a dormirme.
Me atormenta imaginar que algún intruso abrirá la reja silenciosamente y hurtará
el periódico matinal; que algún vendedor de la feria podría querer llevarse los
cuerpos de papel para envolver pescado, mariscos, o para secar la sangre
derramada en la carnicería ocasional de los jueves. Para envolver perfumadas
manzanas amarillas, y pimentones, cebollas, papas. Y huevos.

Pienso en todo eso, pero pronto dejo escurrir la inquietud. Estiro mis piernas
bajo la sábana, las puntas de mis pies se enfrían. Mis manos se han combado en la
temperatura de estas madrugadas, en las que peino mi cabellera. Algunas canas se
enredan en los dientes de la peineta: pelos gruesos, ásperos, desteñidos, que crecen
esquivando mis meticulosos dedos de pinza. Atrapo una cana entre mi pelo negro
y la arranco desde la raíz. La anudo junto a otras y extiendo esa mata blanca sobre
mi catre esperando la claridad de la mañana.

Hace horas que el sol ilumina la persiana cerrada de mi cuarto. La peineta se


desliza ahora sin dificultad y mis dedos no hallan hebras blancas. Terminada la
labor me precipito escaleras abajo. Abro la puerta. El periódico está desparramado
en el suelo, con sus nefastos titulares y sus obituarios de tinta impresos a lo largo
de esas sábanas de papel.

Lo levanto, lo enrollo bajo mi brazo y siento el aire apenas tibio entre las
piernas; me lo llevo a la cocina, lo desdoblo y sin detenerme a leerlo lo apilo sobre
los demás. Nunca aprendí a leer, pero sé reconocer los nombres de los días. Hoy es
jueves. Dentro del canasto hay exactamente siete ediciones amarillentas con sus
ocasionales suplementos.

Doy cuerda al reloj de mi abuelo, es temprano; faltan tantas horas para la


medianoche, pienso, y me meto en la cama a esperar. Y mientras espero, busco
canas entre mi cabello; y mientras tiro de ellas, el tiempo se enreda en los dientes
de la peineta.

Ahora, en silencio, puedo oír las ruedas del viejo carretón arrastrándose por
encima del pavimento. Detienen su avance y mi pulso se acelera. Bajo la escala, de
dos en dos. Me quedo tras la puerta, anticipándome al sonido de la reja que se
abre. Antes de que él se empine a tocar el timbre y pueda despertar a mis vecinos,
descorro el picaporte.

–Buenas noches.

Mi trato es formal. El suyo también lo es: tan formal que no contesta. Repite
la venia de cada jueves, con su sombrero raído entre las manos, a la altura del
ombligo. Y espera a que le indique el camino que ya conoce por haberlo hecho
tantas veces.

–Después de usted, Renato.

Digo, solemne.

Sube hasta la cocina, espera a que yo entre y cierra la puerta. Como de


costumbre, alcanzo el interruptor con la mano y se iluminan sus pequeños ojos
turbios. Se agacha a contar los diarios. Me arrimo a su lado y me golpea su olor
agrio, a vino y a sudor. Agacha la cabeza, apoya su nariz de delgadas venas rojas
sobre la pila de papeles. Respira hondo, intentando retener el aroma a tinta
mientras yo acaricio el borde sudado de su cuello; me río, tontamente, y retiro mis
dedos. Él no parece darme importancia, su nariz se cierne sobre el cúmulo de
papel.

Le tomo la mano. Es áspera y pequeña. Acerco su palma a mi mejilla, pero él


tiene la vista fija en un título, en alguna foto. Fuerzo sus dedos en el escote de mi
camisón y su caricia me raspa. Me raspa y yo me muerdo la lengua y cierro los
ojos, y los abro para verlo inclinar la cabeza sin dejar de mirarme con su pupila
desviada.

Se tuerce y me sonríe tímidamente con esa boca escasa de dientes, con esos
labios delgados y resecos de animal muerto. Comienza a reír cuando sirvo dos
vasos plásticos de tinto. Luego me sigue hasta la pieza.

Renato tiene las mejillas estragadas y ligeramente violeta en el borde de las


patillas. En el espejo veo su frente cruzada de arrugas profundas. Está de pie
detrás de mí. Sus manos, engrifadas por los años al mando del carretón, son torpes
con la peineta. Toca mi pelo, luego toca el suyo, cano, grueso, raleando en su
cráneo, y vuelve al mío. Al concluir se inclina a recoger las hebras que se han
desprendido de mi maciza cabellera. Quita las que han quedado adheridas entre
los dientes del peine. Entonces me levanto, abro las sábanas y busco, como una
ciega, la mata de canas que le he guardado. Él suma, una por una, todas las hebras
y las mete en el bolsillo de su chaquetón. Toma el nudo de la pita con que ha
amarrado los diarios y los levanta. Lo escucho bajar las escaleras, cerrar la puerta
de golpe.

Despierto con la lluvia orquestada sobre el techo. Me levanto, tropiezo


enredada en las sábanas. Las rodillas se me arañan en el suelo, las palmas me
duelen. Me arrastro como una borracha hasta la cama donde me cubro. Tiemblo.
Tomo la peineta, y mientras desenredo mi pelo, oigo el diario caer sobre el
cemento, envuelto en plástico. Imagino cómo salpica agua con el impacto, cómo
resbala suavemente bajo la tormenta hasta golpear la puerta. No espero el
amanecer para ir a buscarlo, si se empapa tardaría demasiado en secarse.

Cuido de no resbalar en el piso húmedo.

La tranca, el picaporte.

El aguacero por todas partes.

La bolsa con el papel dentro ha caído en un charco y escurre cuando la


levanto. Deshago el nudo para sacar los cuerpos, todavía tibios, y los abrazo.
Pienso en la boca desdentada de Renato.

Es lunes, lo sé, la palabra aparece encima del titular, centrada sobre la foto
de unas siamesas unidas por la cabeza. Es lunes hoy; esa es toda la información
que me interesa.

Días, noches largas en que nada parece suceder hasta la madrugada. A veces
despierto horas antes del golpe periódico y al encender la lámpara de la mesa de
noche encuentro las sábanas cubiertas de pelo sedoso y negro. La claridad del día
demora en llegar, y a tientas voy buscando el extremo de cada hebra que anudo
junto a las demás, que guardo entre mi ropa interior. Me perfumo con agua de
colonia. Es medianoche ya. Es como si los minutos se pisaran los talones.

Me tiendo sobre la cama con la mano entre las piernas e imagino qué puede
haberle sucedido. Cierro los ojos; aparece en la barra con un pequeño vaso de vino
rojo. Lo veo tendido en la esquina, sobre uno de los fardos de apio de la feria. Lo
veo resbalándose en cajas de huevos. Lo veo tapado con cartones y hojas sueltas de
tabloide, dormido dentro del carretón, a pocos metros de esta casa.

Me asomo por la ventana y la brisa ya no levanta mis pesados, mis oscuros


pezones. La noche no tiene luna, no brillan las estrellas. No hay siluetas dibujadas
sobre el pavimento. Irrumpo en la cocina: entre el refrigerador y el cajón de la
basura reposan los periódicos que Renato debe venir a buscar. Doy cuerda al reloj
y aprovecho de observar las manecillas detenidas en mi muñeca. Tomo el diario
para cerciorarme de la fecha. Tomo un cabello, lo tiro y me pregunto si faltará
Renato precisamente hoy, que es jueves.

Una hora transcurre. He enrollado varias canas en la punta de mis dedos,


ahorcándolos, pero él no aparece. Aguzo mi oído y entonces oigo las ruedas
avanzando sobre la calle. Descorcho la botella, tomo un sorbo que calienta mi
estómago, apuro otro trago y me levanto. Abro la puerta. Él se tambalea. Le
muestro el vaso pero Renato no alza la cabeza. Se va acercando, lentamente, y noto
que camina diferente. Se detiene, suspira. Me parece aún más pequeño que de
costumbre esta noche, aplastado por las sombras de los árboles. Me siento en el
escalón frío, muerdo entre los labios un mechón de pelo.

Cuando Renato al fin cruza la reja, separo mis piernas dobladas, cubiertas de
vello, y me levanto el camisón. No me mira. La mano le tiembla. No decimos nada,
no nos tocamos siquiera.

Sube, deteniéndose a cada paso. Yo insisto: uno de tinto. Me muestra la


oquedad de su boca pestilente, cierra los ojos y comienza a amarrar los papeles con
una cuerda.

Tomo la botella del gollete y entro a mi cuarto. Renato me sigue. Esta vez no
me siento en la silla ni espero a que me escobille el pelo, que huela el perfume de
mi escote. Tomo los mechones que he ido recolectando, los enrollo y los pongo
delicadamente en ese único bolsillo cosido de su chaquetón.

Suavemente deslizo mis manos por las solapas, le voy quitando el abrigo y
siento su cuerpo escuálido bajo la camisa. Renato mira el suelo, y la botella que he
dejado sobre la alfombra. Abro los botones de mi blusa mientras su dedo
tembloroso persigue el comienzo de una cana perdida en las sábanas revueltas.

Después de recoger el diario, esta madrugada, vuelvo a la cama con un vaso


de vino. Es la última botella. Renato se ha llevado las demás junto con los diarios,
los cartones y mi camisa de dormir; también un par de aretes plásticos. Y macizos
mechones que me van dejando calva.

Sigo escobillándome durante horas, interrumpiendo esta delicada labor solo


para tomar otro sorbo, o para untar en alcohol un trozo de pan viejo. Hace tanto
que no entra aire de la calle por la ventana. Los días pasan imperceptiblemente,
marcados por el diario que el repartidor arroja sin motivo en mi patio delantero.

¿Lunes? ¿Domingo? ¿Sábado?

La cama aún huele a él, a su vómito.

¿Martes, miércoles? Me cuesta a veces recordar cuál viene primero.

Llegan algunas cartas, cuentas.

Renato tarda, hace semanas que se atrasa. Se va saltando días. Descalzando


las horas de su llegada. Quizá hoy llegue de mañana, cuando mi reloj se haya
detenido. Tembloroso, pálido. Hediondo a alcohol. Lo acostaré en mi cama y le
serviré algo para tomar. Algo que lo detenga aquí. Amarraré los diarios para él y,
antes de que balbucee sobre la imperiosa necesidad de llevárselos en su viejo
carretón para cambiarlos por monedas, desnudaré su cuerpo enjuto, bordado de
costillas y de pelos, e insistiré con mis labios alrededor de su sexo blando mientras
yo me masturbo con la punta de los dedos.

Cierro los ojos y oigo el timbre. Lo oigo claramente pero sin haber detectado
las ruedas de su carretón por el pavimento. Es exactamente medianoche. Renato ha
vuelto a ser puntual y soy yo quien no está preparada. Tomo la peineta, ordeno las
escasas hebras de cabello negro sobre mi cráneo. El resto son canas. Me raspo el
cuero cabelludo en el apuro, me hiero, sangro, pero no me importa: bajo las
escaleras con el vaso ya vacío en la mano y con la otra retiro la lengüeta del
picaporte. Solo veo su cuerpo en el contraluz de la luna. Esta vez no lleva
sombrero, no trae encima su chaquetón.

–Renato. Pase.

Abrazo su cuerpo pero algo en él ha cambiado completamente. Su postura,


su contextura, lo robusto que se ha vuelto. A su lado soy un ser repentino,
demasiado frágil, pronto a desmoronarme como una estatua de arena humedecida.

Acaricio su cabeza y mi palma resbala sobre su pelo demasiado frondoso,


excesivamente largo.

–Renato…
Susurro emborrachada de extrañeza.

Intento reconocer sus labios en la oscuridad. Su boca se resiste, como


siempre.

Algo está diciendo mientras yo lucho por besarlo.

Desconozco su tono pero hacía tanto que no lo escuchaba hablar… No


recuerdo la última vez, me pregunto si acaso la hubo. No soy capaz de ese
recuerdo. No soy capaz de entender qué dice mientras yo me separo. Me mojo los
labios mientras veo su boca gesticulando, y veo dientes, y su cabeza sube y baja
agitando una melena entrecana, arrojándome palabras. Que hace siete días, que lo
encontraron muerto, que ella es, que ella…

Comprendo de pronto que la voz es de una mujer y me lleno de pánico.

–Vengo por los diarios de la semana…

Me parece que está diciendo esto.

–… por los cuerpos de papel.

Es eso lo que está diciendo con una voz intangible.

–¿Los tiene, los guardó para mí?

Alza entonces la mano hacia mi cabellera, escoge una de mis canas y la tira
suavemente, como Renato. Como él… Pero no son un regalo, le digo. Fue siempre
un trueque. Que me siga, le señalo, que venga conmigo, a mi cuarto. Y dejándose
llevar ella ahora por mi mano, por las escaleras hacia mi cama, sigue
preguntándome si tendré también para ella un vaso de vino. O algo.
tras una huella

(De cómo Blanca rastrea a Greta)

Blanca se aventuró en la ciudad, vestida con un traje de punto que le sentaba


maravillosamente, y la cabeza cubierta con una peluca alba.

Antes de dejar su escondite, la niña y los enanos habían recordado la fiesta de


disfraces y brindado por el notable parecido de Blanca con la preñada colorina que respondía
al nombre de Condesa y que hablaba como tal.

Miguel mencionó a su acompañante, cargado de un hacha que chorreaba sangre.

–Sangre. Con testigos y sangre será sencillo. Culparlos. Ajusticiarlos. Sentenciarlos.

Se contentó de haber podido decir eso sin titubeo. Los demás enanos asintieron, y
sorbieron su mosto.

Blanca los había observado frunciendo el ceño antes de guardar su caperuza de


terciopelo en el pequeño morral.

–Pucha… Debo despedirme, enanos. Recuerden: ustedes no me han visto. Si les


interrogan por mí, inventen que no existo.

En ese instante tuvo la sensación de que ya le habían propuesto algo similar. Mucho
tiempo hacía de eso, pero se le vino a la memoria la figura de una niña de cabello rojizo, con
calzones que olían a tierra. Hildegreta… ¿Por qué pensaba ahora en ese nombre?

Era a ella a quien había dibujado en su cuaderno, sus rasgos se repetían en todos los
retratos. Lo supo entonces: debía hallar a su hermana, pero nada de esto le confió a los doce
enanos.

Se alejó pensando en el reencuentro mientras avanzaba por las aceras citadinas,


asombrándose con los rascacielos.

–Rascacielos y rasguñanubes. ¡Pucha, qué bonitos!


No dejaba de maravillarse con los postes y sus luces rojas, amarillas y verdes,
alternándose, le resultaba excitante el ruido de los coches que la despeinaban al pasar
veloces por su lado.

Un aroma dulce atrapó su atención: buñuelos bañados en chocolate, y algodón de


azúcar.

Sintió una cuchillada de almíbar en el fondo del estómago y solo en ese instante
reparó en que no ingería bocado desde hacía mucho tiempo. Se dejó guiar por la nariz.

Entre los tabloides colgados en la vitrina de una caseta que servía de quiosco, vio
botellones de cristal llenos de caramelos blandos como esponjas azules y rosa. Le apetecieron
unas pastillitas cubiertas de cacao negro y bien amargo, y otras mitad fresa roja, mitad
albahaca verde.

Rebuscó en sus bolsillos. No había nada que pareciese moneda, nada en absoluto,
nada… Miró fijo las portadas sintiendo algo raro: no entendía los titulares, pero la niña de
la foto se parecía demasiado a ella, o a su hermana… Ese corte noticioso rebanó su apetito;
comenzó a sentir náuseas.

Siguió andando pálida y atolondrada, y disminuyendo la velocidad a medida que se


acercaba a la intersección de cuatro caminos. En la esquina, bajo un oxidado semáforo que
chasqueaba en cada cambio de luces, halló un mendigo sentado sobre un saco de arpillera, al
que no temió preguntarle si había visto pasar a una colorina de trenzas.

–Solo si me das dinero te lo digo si tengo informes sobre lo que quisieras saber te lo
digo.

Dijo el andrajoso.

–Pucha… No tengo ni para caramelos.

–Solo si me das monedas te lo digo si tengo informes sobre lo…

–¿Te gusta? Te la puedes quedar.

Interrumpió Blanca, exhibiendo su estropeada pero resplandeciente caperuza.

–Quisieras saber, pero te lo digo solo si… ¡Ahhh…!

Se restregó la tela aterciopelada por la cara, la frotó contra su torso curtido por el sol
y abrió el saco para guardarla ahí.

–Bien. Trato hecho. Te lo digo, solo te lo digo. La colorina y… claro, te lo digo, viven
allá arriba. Solos. Por las mañanas vienen por el periódico, pero hará días que no vienen,
muchacha, días de días te lo digo.

Asió la caperuza que se había ganado con su soplo y alzó la vista. Blanca se fijó en
las córneas del mendigo: córneas espesas, claras de huevo apenas cocinadas.

–Pero si eres ciego…, pucha. ¿Cómo sabes?

El mendigo asintió e introdujo sus dedos en los extremos de su boca, comenzó estirar
la piel de los labios, a ensanchar la boca para mostrarle las encías: un hueso ralo y herido.

La pestilencia espantó a Blanca hacia el edificio señalado. Toda la ciudad comenzaba


a olerle pésimamente, pero se tapó la nariz y subió los nueve pisos y tocó varias veces la
única puerta del noveno.

–¿Greta…?

No hubo respuesta. Murmuró con energía en la cerradura.

–Soy yo… La Blanca. ¿Te acuerdas? ¿Me hueles?

Espió por encima de su hombro temiendo que hubiera alguien en las escalas, oculto
en un rincón. Nada. Seguía oscuro, silencioso; boca de lobo; hoyo de alcantarilla.

Hubiera querido llorar pero se contuvo.

–Pucha, oh… Soy la Blanca…

Dio una patada a la puerta y otra vez terció, desa-lentada.

–¿Hay alguien ahí?

Absolutamente nadie, ningún ser viviente, salvo millares de hormigas que


comenzaban a treparle las piernas y a hacerla sentir urticaria.

Empezaba a rascarse con la vaga sensación de que esa escena ya la había vivido, pero
con las uñas largas y pulidas debidamente; ese asco, esa atrocidad, tal apuro de auxilio.
El párpado derecho le tiritaba como solía cuando estaba nerviosa, como si bajo la piel
hubiera un millar de insectos intentando escabullirse. Sintió temblores en la espalda, ganas
de chillar. Pero tragó saliva, apoyó su mano en la puerta repitiendo su palabra favorita,
pucha, pucha, pucha, y la puerta cedió sin problemas, como si nadie nunca le hubiera
puesto llave.

Y entonces: el inesperado paisaje de vertedero, y el aroma putrefacto, y un cuchicheo


casi inaudible de insectos devorando a su presa con minuciosa rapidez. Tan rápido, con tal
esmero, que ya solo iban quedando restos desperdigados de ropas y pelos.

Blanca se quedó paralizada, sorda unos minutos, hasta que se percató de que el
teléfono llevaba rato sonando en algún lugar del departamento.

Ni siquiera pensó en atender. Salió corriendo, sobándose los antebrazos.

¿Sería Greta?, se preguntó mientras cruzaba la calle camino a la plaza. Pero ya no


había a quién consultarle cuando volvió a pasar por la intersección de avenidas.

El andrajoso había cambiado de sitio, o bien, simplemente desaparecido.


cuencas vacías

–Será necesario refaccionar esta casa.

Advirtió mi padre cuando traspasamos la pesada reja que cercaba el


antejardín. Acabábamos de llegar a la ciudad, de poner las maletas y otros bultos
en el suelo. Mi madre buscaba las nuevas llaves en su cartera, mi hermana mayor
enjugaba sus mejillas con la manga del vestido y rehacía el nudo en el pañuelo que
cubría su larga melena rubia.

Él se detuvo con las piernas separadas, los pies bien firmes sobre la piedra
laja de la entrada.

–Aquí vamos a quedarnos.

Su dictamen me produjo un incómodo hormigueo en los pies. O será el


recuerdo de nuestro recorrido inicial por esa casa lo que me provoca este escozor:
nosotros hurgando en el comedor aún sin cortinas, intentando apreciar los rosales
a través de los vidrios sucios; nosotros, únicos espectadores de la anticuada cocina,
de los pisos rayados, de los baños con su techumbre descascarada, de las
habitaciones desiertas.

–Este va a ser el tuyo.

Dijo, refiriéndose al cuarto más pequeño, y agregó, hablándole a mi


hermana otra vez ocupada en su muñeca.

–En este dormirás tú. Y aquí…

Señaló al fondo del largo corredor mal iluminado que daba a una sala de
estar.

–Aquí estaremos siempre tu madre y yo.

–Siempre…

Repetí. Mi padre prestaba atención a los detalles y tomaba nota en una hoja
de papel que parecía haber estado arrugada mucho tiempo en su bolsillo. La
pintura saltada. El papel mural requiriendo renovación. Un pomo de menos en
algunas puertas. El parqué suelto en varios puntos del salón.

Mi madre, mi hermana y yo íbamos detrás, descubriendo junto a él la


precariedad de nuestro hogar. Luego ellas dedicaron sus energías a desempacar.
Iban amontonando las cajas de cartón ya vaciadas, bolsas plásticas, y el papel de
envolver se iba arrumbando en todos los rincones.

Mi padre y yo entramos al baño que me correspondería y apoyó la oreja en


los azulejos mientras los palpaba con los nudillos. Yo imité su gesto, intrigada.

–Están sueltos, se caerán al primer temblor. Comenzaremos los arreglos por


aquí.

Parecía satisfecho, eso era suficiente. Sus decisiones amparándose en la


sumisión de mi madre, que solo sabía aprobar con la cabeza metida en las maletas.

A la semana siguiente llegó el maestro carpintero, calculó la dimensión de la


pared y puso su precio por metro cuadrado. Tras el regateo de rigor, el hombre se
sentó apoyando la espalda en el pie enlozado del lavamanos. Puso sus dedos como
pinza sobre la nariz y se sorbió el moquillo. Y entonces, con el cincel y el martillo
en posición de quiebre, dio la porrada inicial.

El estruendo me hizo parpadear.

Un instante solamente, tras el cual entendí lo que había sucedido. Una línea
delgada se había dibujado en la superficie de cerámicos, una línea que al segundo
toque se abrió estrepitosamente como una carcajada de dientes rotos, de muelas
tiznadas precipitándose al suelo.

Apareció lo que había debajo: una oscura sustancia que comenzó a


dispersarse en una loca carrera por encima de los azulejos que aún permanecían
intactos. Me recorrió un estremecimiento de asco. El maestro tosió mientras se
limpiaba las sienes con el dorso de la mano, que luego secó en su overol. Siguió
picando los trozos de cerámica, que cayeron hasta desnudar enteramente el
hormiguero extendido sobre el concreto: rutas, depósitos de alimento, nidos de
huevos diminutos. Yo no lograba apartar la mirada pese a la comezón que iba
sintiendo en todo el cuerpo. Di un respingo cuando mi padre me tomó del brazo y
me dijo que saliera de ahí; iban a rociar el muro con insecticida. Me quedé detrás
de la puerta, cautivada por el aroma a veneno.

Hace tantos años de aquello, tantos años también desde que nos
despedimos. Se quedaron en esta casa, mi madre cada vez más deteriorada y mi
padre; él cumpliría su promesa de permanecer en esta casa. Para siempre. Ha
envejecido mi padre en este lugar, lo constato al volver aquí: al refugiarme en su
abrazo, al sentir la humedad que guarda su abrigo.

–Y mi hermana, ¿por qué no ha venido?

Levanta las cejas y me devuelve una sonrisa triste.

–Has tardado. Supongo que te quedarás esta vez, que estarás aquí cuando
sea el momento de enterrarme.

–Tú me enterrarás a mí, más bien, si me quedo mucho tiempo en esta casa.

No comprende que bromeo. Su mirada se vuelve distante y dura, como la de


un ciego.

–Pero te quedarás. Te quedarás. Estoy seguro de que esta vez sí.

Desde la ventana advierto que los añosos rosales están apestados,


ennegrecidos por voraces pulgones. Permanezco en silencio, tragándome el asco.
Esta ciudad está plagada de insectos, pienso. Y esta casa plagada de hormigas.
Suben y bajan por las paredes como una tupida enredadera. Se han multiplicado
durante mis años de ausencia.

Nos sentamos a la mesa. Ha cocinado para mí, mi padre, como cuando era
una niña. Noto cómo pesa la ausencia de mi hermana mientras deposita el plato
frente a mí. Pruebo la carne, que sabe algo picante, y comienzo a sentir, otra vez,
un hormigueo subiendo por mis vértebras hasta el borde interno de los brazos.
Sabe que nunca he tolerado la pimienta. Sabe que en cada pizca negra veo un bicho
moviendo sus frágiles antenas. Es algo que traigo conmigo desde la infancia y sin
embargo él nunca ha querido aceptarlo.

–Manzanas acarameladas. ¿No vas a probarlas?

–No, no podría, no ahora. Quizá luego.

Preferiría haber evitado rechazar su manzana bañada en almíbar, pero no


alcancé a decírselo. Hay tantas cosas que no hemos alcanzado a decirnos. Guardo
esos silencios como se guardan los rencores, muy adentro hasta que de pronto
saltan, hasta que asaltan.
–Debiste avisarnos antes… Tendrías que haberme llamado ese mismo día.
¿Por qué esperaste tanto tiempo?

Él empuja el postre más cerca de mí, en silencio.

–¿Dónde enterraste a mamá, en qué cementerio pusiste su cuerpo?

Alejo el plato hacia un lado y lo miro, esperando una respuesta. Lo veo


tomar un sorbo de agua, como si no me hubiera oído.

–Es hora de dormir. Estamos cansados.

Que vaya él a su habitación al fondo de la casa, que lea el diario, que se


duerma durante mi desvelo. Yo me encargaré de dejar impecable al menos la
cocina: de enjuagar la vajilla, de limpiar los mesones con cloro, de sacar al patio la
bolsa de basura llena de manzanas demasiado dulces que atraen a las hormigas.

Puedo escucharlas.

Están vivas, ahí debajo. De los azulejos, de las cortinas, de la cama.

Las sábanas me recorren con sus patas minúsculas, se enredan en mi pelo,


sobre los párpados; me van despedazando con su apetito multiplicado.

Se mueven dentro de mí.

A oscuras abro la boca para gritar, pero se aferran a mi aliento.

Escapan en bocanadas.

Muerden mis encías, me arrancan la lengua hasta que su mano me remece.

Mi padre enciende la luz, seca la saliva que corre por mi mejilla, examina
mis pupilas mientras me acaricia y sonríe.

–Nada, ni rastro de ellas.

Huyen en la vigilia de mi sueño, intento decirle. Pero no logro articular una


palabra. Miro mis piernas rasguñadas y dejo que él me acune, que me bese la
frente. Su olor me calma pero sé que no debo volver a dormirme.
Serán solo tres o cuatro días, me repito procurando calma. Solo necesita un
poco de compañía durante el duelo. Paciencia, pienso, luego podré marcharme y
llamar a mi hermana para recriminarle este abandono. Sé perfectamente por qué
no se ha atrevido a venir, sé que ella ha sido más astuta que yo, admiro su fuerza y
sin embargo resiento su traición. Dejarme sola aquí, con nuestro padre. Tres o
cuatro días solamente, me repito. Sé que debiera evitar hacer mención de lo que me
inquieta, pero nuestras conversaciones derivan siempre en el entierro que nos fue
arrebatado. Mi padre se niega a hablar del asunto, tanto como yo me niego a
desprenderme de él, y de mi fobia a los insectos que se han tomado esta casa.

Mi padre le pone azúcar a su café. Revuelve otra vez y deja la cuchara en el


plato en silencio. Se fija en el aerosol que asoma de mi cartera y hace una extraña
mueca antes de decirme.

–Si no se te quita esta obsesión con el veneno me obligarás a tomar medidas.


Hay que respetar la existencia de la naturaleza, respetar sus necesidades.

No me gusta su tono amenazante. Ni siquiera le contesto. Es una contienda


desigual: esta es su casa y ya no mía pero no conseguirá aplacar el asco, también yo
debo respetar mi naturaleza para poder sobrevivir aquí una temporada.

Mi padre sale a sus diligencias matutinas y entonces decido internarme


hacia el fondo de la casa. Me introduzco por ese pasillo que apenas recordaba,
provista de una palangana con detergente y los pocos implementos de limpieza
que he hallado en el estante de la cocina. Siento un repentino malestar en el
estómago, aunque el frasco de insecticida me procura seguridad ahí, en el puño
izquierdo.

Encontraré el hormiguero.

El viejo hormiguero ha sobrevivido, y si he regresado es para acabar con esa


rémora de mi infancia. Es la única forma de duelo que me queda, acabar con las
hormigas y con mi miedo, enterrar ambos puesto que no he podido asistir al
entierro de mi madre.

Ahí hay un reguero de hormigas, las voy siguiendo. Se desvían por esta
puerta y yo las sigo. Hurgo en el baño de mi padre, en el lavamanos donde
encuentro, adheridas a la loza, algunas de sus canas. Examino el papelero a medio
llenar. Ni rastro del hormiguero, pienso, con la certeza de que esto, antes, lo ha
dicho él. Lo ha dicho siempre para justificarse, para evitarse el trabajo de
aniquilarlas.

–Ellas estaban antes que nosotros, es la casa que eligieron para vivir…

Para siempre. No lo ha dicho pero ahí está esa palabra, siempre, que regresa
siempre a mí. Entro en su habitación. Es como si la descubriera por primera vez.
Me sorprende la cantidad de retratos de mi madre en su mesa de noche. En todas
tiene la misma edad: treinta años. También está mi hermana, infinitamente
repetida a los treinta años. Me busco en vano. Quizá cuando cumpla esa edad
merezca un lugar sobre la mesa.

Me distrae un movimiento casi imperceptible en el marco plateado de un


retrato materno. Sigo ese movimiento con la vista y los pelos del brazo se me
levantan cuando descubro el rincón lleno de su vibrante presencia.

Debo apurarme, no darles más tregua. Seguirlas hasta el lugar exacto donde
se ocultan y se multiplican.

Ya he revisado las habitaciones. En todas hay hormigas pero todas se dirigen


hacia la sala, compruebo de pie bajo el umbral de la puerta. Imagino el desaseo de
los meses recientes, las migas de tantos desayunos no barridos, el dulzor de los
postres que mi padre insiste en preparar para nadie. Tampoco mi madre se
animaba a comerlos, y sin embargo él seguía insistiendo. Tiemblo de repugnancia
al pensar que había pasado todos esos años alimentándolas.

Sin darme cuenta exprimo el veneno dentro de mi bolso. Tengo la mano


agarrotada ahí, pero lo que debo hacer es iniciar ya mi ataque, antes de que él
regrese. La alfombra rectangular: ahí. Será necesario mover la mesa de caoba
aunque para eso tendré que pararme en el tapiz cubierto de hormigas.

Minuto a minuto interrumpo la labor para frotarme las piernas. El sudor en


la espalda humedece mi sostén, moja mis calzones; un ligero escozor me recorre
mientras termino de empujar la mesa de centro.

Ahora, a levantar el pesado cubresuelo.

Lo tomo de una esquina y entonces las hormigas se vuelven locas,


comienzan a treparse por mis dedos, por mis antebrazos, se meten por mis axilas y
siguen aceleradamente hasta el escote. Me pican los párpados, la comisura de los
labios, el nacimiento del pelo, la nuca y a lo largo de la columna. Se meten entre
mis piernas. Recupero el insecticida que he dejado sobre el mantel y me defiendo:
empapo mis manos, me fricciono los brazos con veneno.

Me marea ese perfume delicioso mientras me froto y aplasto a las hormigas.


Respiro hondo, contengo el aire con los ojos cerrados y por fin, trabajosamente,
empiezo a enrollar la alfombra.

Es ahí. Ahí debajo.

He encontrado el lugar exacto por donde entran y salen. Quedo un instante


paralizada, y luego retrocedo porque es insoportable la pestilencia que emana del
suelo. Debo actuar con rapidez antes de que comiencen a trepar por mis piernas
bajo el vestido otra vez, a enredarse entre ellas, a picarme. Pero no soy capaz de
enhebrar una estrategia. Un solo paquete de veneno no parece suficiente. Mi
mirada solo se fija en las que se escabullen entre las palmetas del parqué,
imperturbables.

Me apoyo en la mesa, solo un instante.

Quizá no sea capaz, pienso, pero tengo que ser capaz, me digo para darme
fuerzas. Hundo las manos en el parqué y empiezo a levantar los trozos húmedos
de madera. Están todos sueltos. Salen uno tras otro sin dificultad, enteros,
astillados, cubiertos de hormigas, ribeteados de musgo. Una tras otra cada palmeta
podrida, y madejas de hilos verdosos delgados como cabellos.

Me detengo con las manos llenas de barro, de tierra pulposa. Hay algo ahí
abajo además de hormigas desesperadas y de gusanos. Lo que hay no es un
enorme hormiguero. Doy un paso atrás para entender lo que estoy viendo, y
entonces aparece ante mí lo que queda de ese cuerpo, de la cabeza, del rostro sin
ojos de mi madre.
en el pabellón

(De las aventuras en el Hospital Médico


Lindas Niñas)

“Homelin, nueve meses precisos…”.

De pies cruzados sobre el suelo, Greta escribió la primera frase de la carta que
intentaría enviar a su padre, aunque por la prensa se hubiera enterado de que algo
horroroso le había sucedido durante la noche aquella de juerga. ¿Qué, exactamente?, se
preguntaba. ¿El derrocamiento? ¿Una afilada traición entre los omóplatos?

Era indispensable que aún estuviera vivo, y forzoso ponerlo al tanto de su delicada
circunstancia: requería dinero, mucha plata y oro y joyas, ojalá una herencia pródiga en
dólares. Cuán lamentable resulta la vida fuera del palacio, volvió a suspirar, pero censuró
aquel pensamiento por burgués.

Dejó el bolígrafo para cambiar la incómoda pose que le había agarrotado las piernas y
el bajo vientre.

Sustantivo más abominable que ese, se dijo, y ajustó sobre el puente de su nariz las
gafas graduadas, con marco de concha de perla, que había comprado para cubrirse el rostro.

Qué palabras más feas, qué caligrafía indigna de mi alcurnia, suspiró nuevamente,
al mirar su inconclusa misiva.

Sería más conveniente que estuviera muerto, mejor no verse tentada a mendigarle a
cambio de matrimonios de provecho. Mejor que las imaginara perecidas en el bosque, que ni
se enterara.

Porque la princesa jamás trocaría su alegría de Condesa por un reinado como Madre
Soberana. Tampoco le sucedería a la infanta Hildeblanca, quien parecía tener más vocación
para recortarle ronquidos a la vieja dueña de la pensión, o para escudarse tras un tropel de
enanos viciosos.

Tales ideas rondaban su ociosa espera, cuando sintió una patada, un puño, una
mordida por dentro del ombligo. No se quejó, ni siquiera se llevó las manos a la tripa. Había
tomado su decisión horas antes, mientras la tarde se retiraba y los faroles se encendían para
iluminar las aceras.

Siguió meditando, se sobaba el vientre. En este lugar estaré a salvo, pensó,


refiriéndose al pabellón ubicado a kilómetros de la gran urbe.

La sala resplandecía, el sol asomaba entre las nubes. Se percató del televisor
conectado al cable, enfrentado a la cama donde se tendió, y también de la enorme almohada
de plumas de ganso donde apoyó su cabeza en el instante en que las contracciones volvían a
distraerla.

La enfermera entró al pabellón, valseando en cada paso su cojera. Carraspeó.

–Separe las piernas, señorita…

Leyó en la ficha.

–Señorita… Once Noventa. Esa será su clave, no la olvide. Once Noventa será el
nombre que le pondremos a su hoja de vida, quiero decir, de salud. ¿O preferiría quedar
registrada como la señorita Colorina, tal vez? Por esas trenzas tan largas…

La miró fijamente mientras le acariciaba una de las trenzas desde la raíz hasta la
punta de la coleta.

–¿Son de verdad?

Le mesaba el cabello sin la menor delicadeza.

–Sí… Verdaderas de verdad. Os lo juro. Os lo supongo. No lo sé, no me acuerdo de


nada. ¿Y el doctor?

–Ábrase de piernas, como una bailarina. Para lavarla. Esto no os va a doler. Os lo


juro.

Se burlaba, probablemente. Pero Greta solo sintió que le estaban haciendo cosquillas:
la mujer limpiaba su ingle con un paño que había sumergido previamente en un fluido
insecticida.

–Qué fantástica cantidad…

Cada vez que lo frotaba ahí, el trozo de género reaparecía oscurecido por el enjambre
de hormigas. La mujer estrujaba el paño dentro de la palangana, eliminando así todo
vestigio de ellas.

–Fantástica. Os lo juro.

Eufórica, tomó el potiche con veneno y roció todo su contenido sobre el triángulo de
pelitos. Adormecida en el placer que le proporcionaban las manos de la enfermera, Greta
comenzó a soñarse asomada por un balcón de la torre, las trenzas rojas colgando hasta el
suelo. Las ratas se encaramaban por su cabellera y se le metían por debajo del escote: corrían
encima de sus hombros, hiriéndole la nuca con sus garras, mordiendo sus orejas.

Un silbido la trajo desde la torre de vuelta al pabellón.

La enfermera ya había concluido su labor pero el cosquilleo persistía, iba en aumento.


Alzó su cabeza y vio los cabellos revueltos de un hombre alto, muy delgado, de melena:
seguro que era el médico de turno quien estaba metido entre sus piernas.

La lengua hábil de aquel doctor revisaba con escrúpulo su higiene, y Greta ya no


pudo contenerse y comenzó a reír, y luego se quedó quieta, apretando los labios a intervalos
cada vez más breves, y sudaba un poco y pronto copiosamente, porque sentía espasmos que
la doblaban como a una gata en celo, y el latido persistente, y ansias de llorar, o de gritar, o
de maldecir al Rey.

No pudo reprimir un grosero gemido cuando el médico introdujo ahí su aflautada


herramienta de trabajo. Sintió la fatiga. El especialista del Hospital Médico Lindas Niñas
retrocedió, tambaleándose sobre un pie y luego sobre el otro. Lucía un impecable delantal
unido por grandes botones oscuros que a la distancia simulaban perforaciones.

Posó la oreja fría sobre el ombligo de Greta, ahora plano, y silbó varias veces con una
felicidad melodiosa. Cuando dejó de emitir tonos agudos de tenor, acercó su rostro al de la
niña, apoyó la punta de su larga nariz sobre la de Greta y con tufo a queso le dijo que el
trabajo había sido realizado a cabalidad y con mucho éxito.

–No tendrá que cuidarle el sueño, ni las flatulencias, ni soportarle vómitos agrios de
leche a ninguna muñequita.

Sentenció.
cajita para la bailarina

Exageraba su cambré en la barra cuando se derrumbó sobre el suelo de


madera. Fue como si se hubiera desmembrado, permanecía inerte en la misma
posición de muñeca rota. Las demás detuvieron sus ejercicios y me miraron:
esperaban mis instrucciones, una orden. Pero la Primera Bailarina se recuperó de
inmediato y comenzó a levantarse, a poner las puntas sobre el piso con una gracia
leve.

No le pregunté nada, no la miré siquiera. Y palmeé dos veces: que


continuaran.

Fiona volvió a titubear en su fouetté.

No sería capaz de mantener el equilibrio: me acerqué y le sugerí al oído que


se marchara, que se tomara un descanso, que comiera algo.

–No podría comer. Últimamente nada me apetece.

Sin levantar sus pequeños ojos negros, se sentó en un rincón para masajearse
las pantorrillas. Cuando las chicas partieron a vestirse, me pidió que la
acompañara unos minutos todavía, hasta que nos quedáramos a solas.

Mientras se duchaba comencé a morder la rama cruda de apio que traía en


mi bolso. Saboreaba el crujir de la fibra al quebrarse entre mis dientes. Observé la
grácil figura de la Primera Bailarina de la Compañía: bajo el agua, cómo se
enjabonaba con una lentitud triste, cómo se iba quitando las horquillas del pelo y
las ponía entre sus labios, hasta que el manojo de cabello castaño cayó
pesadamente sobre su espalda huesuda, de músculos marcados. Cerró el grifo y se
volvió hacia mí, secando su cuerpo enjuto con la minúscula toalla que guardó
antes de sentarse a mi lado.

–Es necesario que te lo diga.

–¿Estás segura?

Rebuscó en el compartimento del camerino hasta que encontró el sobre que


buscaba, y me lo dio, advirtiéndome que ya había tomado su decisión.
–Puedes abrirlo.

Sus ojos evitaron los míos y se posaron en la rama de apio que enterré en su
cintura. Sonrió apenas y continuó vistiéndose.

–¿Estás segura? No es necesario. Podríamos reemplazarte unos meses con tu


doble… La de la cajita musical.

Se le iluminó el rostro, giró tiesa sobre los talones y me abrazó.

–Nunca te lo perdonaría. ¡Reemplazarme por la bailarina de la cajita!

Susurró entre risas. Rasgué el sobre mientras ella abría la caja de música que
yo le había regalado en su cuarto aniversario como figura líder de la Compañía. Le
leí el resultado y la espié buscando alguna señal, un indicio de duda que no
apareció en su rostro. Me rogó que no la dejara sola. Nada más, e indicó una fecha
con hora, una dirección.

Era el sitio menos hospitalario que hubiera podido imaginar. Más parecido a
un teatro en ruinas que a una clínica. Las puertas estaban hinchadas, y no cerraban
completamente. Los muros parecían despellejados. Olía a podrido y a orina. Y a un
desodorante ambiental que daba náuseas.

Fiona avanzó sigilosamente, seguida por mí. Se había calzado las zapatillas
de baile que le habían asegurado éxito sobre las tablas. Estaba pálida como antes
de un estreno, con un vestido ligero de verano; un vestido cortísimo que exhibía
sus muslos al menor movimiento. Me tomó la mano antes de subir por las
escaleras, dio un paso adelante, como un cisne mojado, y me dejó su bolso.

–Eres como un padre para mí. Mi única familia… No vayas a irte sin mí.

No pude evitar sonreírle: nunca me iría sin ella y ella lo sabía.

–¿No te hace falta nada?

Me mostró la cajita musical.

–¿Necesitas algo más?

–Que me guardes el puesto. No contrates a mi doble.


–¿Por eso te la llevas ahí escondida…?

–No me dejes sola.

Dejó de sonreír y se colgó de mi cuello, pero cuando quise retenerla me


empujó suavemente y siguió su rumbo, exhibiendo sus muslos mientras se
empinaba por las escaleras.

Al sentarme en la sala de espera la silla crujió levemente. Pensé que el peso


de tantos acompañantes había terminado por desvencijarla. Imaginé hordas de
nerviosos jóvenes cambiando de posición sobre los incómodos asientos, cruzando
las piernas para luego descruzarlas, horadando la firmeza de los respaldos sin
saberlo.

La silla volvió a crepitar, me había inclinado sobre el bolso en busca del


arcón de zapatillas y el endurecedor que años atrás yo le había enseñado a
preparar con alcohol y pez de castilla. Abrí la tapa y tosí brevemente al untar el
paño de algodón. Entonces percibí que una mirada se posaba sobre mí. Yo
continué frotando la punta de la zapatilla mientras él me contemplaba. De reojo yo
solo distinguía un pestañeo acelerado. Y se frotaba las manos como si se las
estuviera lijando. Se levantó y vino hacia mí: había comprendido que yo ya lo
había visto.

–Usted debe ser su maestra. Yo soy… Soy el responsable de este asunto.


Lamento que usted se me haya anticipado, pero no se preocupe… no es
necesario… puede irse…

–No sé de qué me habla. La responsable aquí soy yo. Ni te imagines que voy
a irme sin ella.

No había nada más que hablar con ese desconocido. Nada que decir: era la
frase que Fiona había utilizado la tarde del camerino.

–No hay nada que hablar. Tomé la decisión hace varios días. No me mire así.

–Nunca he tenido otra manera de mirarte, Fiona.

Evité los ojos impertinentes del muchacho. Por un momento me pregunté si


era posible que nos hubiéramos conocido alguna vez. A la salida de alguna
función. Esas cejas desordenadas y gruesas, esas pestañas largas, esa nariz gruesa
sobre los labios. No. Jamás lo había visto, estaba segura. Fiona no me había
mencionado su existencia…

–Creo que estás equivocado.

Se lo dije sin mirarlo, pero no me dejó seguir. Insistía en que Fiona le había
pedido que viniera. Le había hecho prometer que no la dejaría sola.

Me resistía a creerle. Debía resistirme, porque nuestro mundo estaba lleno


de impostores, de locos, de fanáticos de Fiona que podían habernos seguido.

–Dime, muchacho. Ya que la conoces tanto… ¿Cuál es su objeto favorito?

El muchacho retuvo el aire y sin dejar de mover las manos, aún tirando de
sus dedos hasta hacer sonar las articulaciones, dijo, resuelto, que era una cajita de
música que él mismo le había regalado cuatro años atrás.

Lo miré sobresaltada. Había hablado con convicción sobre mi cajita. Todo


era una enorme mentira pero no podía confirmarlo en sus ojos porque de pronto se
había agachado a amarrarse los cordones. La suela de su otro zapato dándole
golpecitos al suelo. Su impaciencia, el incesante crujido de su silla, iba surtiendo en
mí un efecto anestésico. Deseé que exagerara la intensidad de su maniobra, que
terminara de abrochar sus zapatos y moviera su torso rígido, las piernas que yo
adivinaba tensas, ajustadas a los pantalones, y empezara a recorrer la sala de
espera conmigo dirigiendo su pas de deux. O que me pidiera un cigarrillo, el que
reservaba para Fiona.

Pero no nos hablamos más, ni nos movimos.

Sentía ahora el estómago contraído de odio. Hubiera querido escapar o


exigirle que desapareciera. Pero no era posible exigir nada en ese sitio, a ese
desconocido. Y el tiempo se alargaba de manera insoportable, insostenible. Más
intolerable fue la situación cuando lo oí salir al patio, cargando su mochila con mal
talante para darle patadas a los muros. El ruido era desesperante.

Una nube cubría ahora el sol, quedé a oscuras. Agucé el oído, quizá una
seña, un quejido, que se filtrara desde el piso de arriba. Una conversación a
hurtadillas. Fiona murmurando en el sopor o cantando, como solía, cuando
despertaba.

El muchacho volvió a entrar.


–¿Sabe… cuánto más tardará todo esto?

Lo escruté un instante, dudando. Tomó la mochila y, sin mover la vista de la


punta de sus zapatos, comenzó a repetir la pregunta.

–Ya te oí… Aparentemente sé tanto como tú, es decir, casi nada. Que serían
unas tres o cuatro mujeres esta tarde. Que después de la intervención la dejarían
descansar unos minutos. O tal vez un par de horas. Depende.

Retomé la zapatilla número treinta y cuatro, y el paño manchado y tieso.


Alcé la botella con el endurecedor, dando por finalizada la conversación. Pero
volvió a intentar una conversación. ¿Era yo la maestra de baile? ¿Una amiga, una
prima hermana? Le costaba pensar que yo pudiera ser la maestra, le parecía
demasiado joven.

–Óyeme, muchachito. Si necesitas hablar con alguien, hay un teléfono


público a media cuadra de aquí.

–No se lo tome… así.

–No me lo tomo de ninguna manera. Preferiría que te callaras.

Y volví a las zapatillas. Y seguí preguntándome si estaríamos esperando a la


misma persona, si podía haber dos bailarinas llamadas Fiona.

Él volvió a salir al patio, más ansioso y frustrado que antes, dándole patadas
más rotundas a los muros, y yo cerré los ojos un momento.

El paño cayó al suelo junto con el arcón.

No sé cuánto tiempo estuve dormida, ausente de la escena, paseando por un


parque con Fiona y nuestra hija de la cajita de música, una niña preciosa que en
medio de nuestras risas lanzábamos al río y las aguas turbias se la llevaban lejos, y
la cajita abierta con su música atronadora se iba alejando de nosotras, que reíamos
y llorábamos abrazadas hasta que yo abría los ojos y ya tampoco Fiona estaba ahí,
yo llevaba tanto tiempo esperándola que de pronto sentía un enorme cansancio y
decidía irme a dar una vuelta, cruzar el río, internarme en el otro lado de la ciudad
mientras oscurecía y de pronto ya no sabía cómo regresar, y atravesada por un frío
repentino me asomaba en una tienda de muñecas y lo que veía dentro era una que
estiraba sus manos hacia mí, mostrando unas palmas diminutas, sin dedos.
Descendiendo la escalera, la enfermera, o quizá una simple asistente,
marcaba sus pasos con fuerza. Llevaba su propio ritmo improvisado. No
disimulaba su prisa, iba quitándose los guantes de plástico cuando desfiló por mi
lado. Alcancé a sujetarla del delantal, a decirle que había transcurrido ya
demasiado tiempo. Tomó el borde de su uniforme y lo soltó de mis dedos.
Consulté el reloj mientras ella se alejaba. Un par de horas que venían a sumarse a
mi pesadilla. Y el olor a formol en mi nariz. Y la música de la cajita repitiéndose
incesante.

Me levanté, fui tras ella.

Su voz en el auricular seguía siendo inaudible, no se daba cuenta de mi


acercamiento o simplemente fingía no verme. Seguía murmurando una frase tras
otra nerviosamente, a tropezones, como una bailarina de la palabra que en pleno
pas de buré se engancha en la huincha del piso y le caen encima las siguientes.
Estaba ahogándose en el teléfono. Era evidente. Eso me asustó. Volví sobre mis
pasos y entré en la sala que entonces me pareció diferente. Ya el sol no se acodaba
en los rincones ni en las sillas de madera; descendía en vertical sobre el desolado
jardín.

Había pasado demasiado tiempo. Debía llevármela, sacarla de ahí. La


enfermera o asistenta ahora hablaba más alto, discutía, se quedaba en silencio
estrujándose las manos sin percatarse de que desde la sala yo todavía la vigilaba.
Decidí subir las escaleras.

Tanteé en la oscuridad, dejándome guiar por el filón de luz que veía debajo
de la puerta. La empujé con suavidad, se abrió ante mí el escenario: una espalda
ancha, unos brazos enarcándose en el cinturón, un hombre que me había oído
entrar y se dio vuelta, y comenzó a decir algo. Frases que sonaban a
remordimiento, aunque tal vez no. Era su rostro desencajado, su frente sudada, lo
que me conmovió antes de percatarme de la gruesa cicatriz, y de la gargantilla de
oro cercándole el cuello. Su delantal abierto mostraba un pecho cubierto de vello.

Una sola camilla vacía.

Sábanas revueltas. Salpicadas.

Me apreté el estómago mientras giraba sobre el áspero piso pavimentado de


la sala, buscando a Fiona o al menos la cajita musical que le había regalado. Me
arrodillé, su bolso no estaba.
Fui hacia el borde de la camilla y empecé a tirar las sábanas. A quién
pertenecía ese reguero de sangre. Levantaba el grueso colchón recordando todavía
mi pesadilla, preguntándome si había sido una suerte de premonición, pensando
que al menos debía recuperar la cajita de música con su diminuta mujer dentro. La
doble de mi bailarina.

El hombre de la cadena permanecía en silencio y noté que también el


muchacho observaba paralizado en la puerta, y la enfermera o lo que fuera esa
mujer se empinaba por detrás de él.

Dónde estaba la cajita. Dónde estaba mi bailarina.

Nadie parecía tener una respuesta.


el tribunal

(Del trance que implica un juramento)

Greta zurcía su delantal con esmero: punto atrás, punto adelante, punto atrás,
punto.

No levantó la cabeza siquiera para fijarse en el anciano que acababa de ingresar a la


sala. De chaquetón raído, humita brillosa de tanto planchado, era el más elegante de la
aldea.

Desde su detención por andar en horas de cese con el vestido manchado, desde que
fuera declarada sospechosa sin derecho a queja, desde que la vincularan a terroríficas
actividades, Greta había mantenido absoluto silencio y había decidido dedicarse a sus
menesteres de costura. Le interesaban más que un viejo juez, por sabihondo que fuera el
magistrado.

–Señorita.

Llamó él desde las alturas del estrado.

–Condesa.

Corrigió Greta, escrutando una hilacha que colgaba del bolsillo del viejo que le
hablaba.

A alguien se parece este señor, pensó. ¿Será un amigo de mi padre? ¿Un jugador de
naipes, tal vez?

–Podéis llamarme Condesa, si os apetece para estos asuntos, señor.

Greta se levantó un poco la falda, aún punto adelante, punto atrás, punto.

Malhadada memoria; hasta su manera de vestir me trae algo al recuerdo, meditó sin
dejar de coser, sin avanzar en su trama.

Retumbó el mazo sobre el podio, y retumbó otra vez. Y la audiencia, que ya


cuchicheaba, optó por el silencio.

–Señorita, ¿señora…? ¿Condesa? Secretario, anote este nuevo antecedente.

Carraspeó el viejo, pero dadas las circunstancias no escupió al suelo como solía.

–Sírvase poner su mano sobre el libro y jure de una vez, ¿quiere?

–¿Pe… rrault?

Leyó Greta sobre la tapa del volumen.

–Jure ante Dios y ante nuestra ley.

Ella hizo el último nudo y dijo lo que debía con la boca entrecerrada; en ese instante
cercenaba el hilo con sus dientes de leche. Sopló el polvo adherido al libro, se frotó la vista y
con su mano enguantada sobre el tomo recitó.

–Juro ante Perrault, uf, qué feo nombre… Juro ante el señor Perrault
Todopoderoso… Excúseme, señor, Su Señoría, ¿qué cosa os debía jurar?

El secretario intervino con un mohín. El juez carraspeó y Greta dijo a continuación.

–Ah, sí. La verdad, ¿verdad? Claro. Ya, os juro que digo la verdad. Ya está. ¿No?
Os juro que si no fuera tal como juro, que se quemen mi padre, el tío Antonio y…

Tomó aire, y espió al juez para comprobar si la mención del Rey provocaba algo en
él. El magistrado le dedicó otra mirada opaca.

–Sea así.

Los presentes, gente de inexpugnable bien, cambiaron de posición en la galería de


madera, que crujió sonoramente.

–Así. Eso es. ¡Silencio! Secretario, tome nota de la sesión y no olvide sintetizar,
recuerde que nadie habrá aquí ni en sitio alguno que guste de leer excesos, ni menos en
demasía. Pero, ¡pero!, no perdamos más tiempo. A recapitular.

El Usía miró a la audiencia y, tras una pausa que debía marcar el tono severo del
restante sermón, continuó.
–Estamos aquí, como sabéis, por motivo del crimen que perjudica a la civilidad en su
conjunto. La acusada principal, una niña de caperuza, quien también responde a los más
diversos patronímicos, seudónimos, sinónimos y afines, era la principal inculpada por el
asesinato de la señora dueña del hostal, cuepedé…

El juez se persignó, y tras él, el secretario y los demás presentes, quienes entonaron
un largo y polifónico amén.

–Pero, ¡pero!, la inculpada le parece demasiado jovencita a este tribunal. ¡Silencio!


Hemos descartado su culpabilidad, no del todo puesto que debemos encontrarla primero,
probar su inocencia y también todo lo contrario…

Tomó un sorbo de agua, y otros más hasta que dejó el vaso seco encima del podio.

–Tenemos pistas, testigos… Un tal señor Miguel y otros enanos familiares suyos,
tíos y primos todos en ejercicio de diversas respetables faenas, pero, ¡pero!, todos acusados
de rebeldía y convictos debido al hallazgo de un enorme arsenal. Arsenal de huesos
anónimos. ¡Silencio! Huesos humanos que ellos declararon requerir para la fabricación de
objetos artísticos de vanguardia. Banderas de huesos, por citar algunos ejemplos curiosos…

El juez volvió a mirar a la audiencia. Dio un largo bostezo. Parecía bastante


aburrido, o tal vez exhausto.

–Al ser tomados reos y convenientemente torturados…

Aquí el juez deslizó una lasciva sonrisa.

–Los encerraron en un sitio tan pequeño que debieron permanecer de pie durante
horas, sin permiso para orinar en privado durante una noche en la que alternativamente se
les encendía y apagaba la luz. Sutilezas, por supuesto. ¡Silencio!

La luz dio un ligero pestañeo, y se produjo un silencio mortal en la sala.

–Todos, sin excepción, declararon haber visto, el mismo día del asesinato, a una
disfrazada de colorina limpiar con una servilleta la sangre de un hacha… ¿Sería usted
aquella, la de la fiesta, señorita, quiero decir, discúlpeme, señora, su Condesa?

–No recuerdo… ¿Haber estado en una fiesta? ¿Enanos? ¿Está usted en su sano
juicio?

Replicó Greta, sin levantar la vista de su costura.


–Óigame bien…

Se impacientó el juez. Y Greta se distrajo un instante, y entonces.

–¡Oh!

Saltó, dejando caer el costurero.

–Porque pronto se supo del asesinato de un hombre perruno dentro de un


departamento por años vacío, donde nuestro tartajoso soplón asegura haber visto entrar y
salir a la misma colorina y luego…

–Oh, oh. Me pinché el dedo…

Greta se llevó el anular a los labios y cerró los ojos.

–¿Inocente o culpable?

Greta chupaba su dedo minuciosamente, mirando al juez fijo a los ojos.

–Pero, pero, ¡pero!

Insistió él, quitándose la humita mientras miraba el doblez de la minifalda


levantada.

Le preocupaban las piernas abiertas de Greta, la intersección de sus muslos en un


sitio desnudo y oscuro, su boca desencajada y sonriente.

Se produjo un fuerte rumoreo en la sala.

–¡Silencio!

Gritó el juez, sudado, golpeando el podio con el mazo cada vez más rápido.
Frenéticamente tocó para acallar a la audiencia y solo cuando su instrumento se descabezó
se detuvo a mirar a Greta.

La acusada estaba profundamente dormida, con las piernas separadas y su costura


en el suelo.

La audiencia roncaba.

El juez comenzó a bostezar.


invitadas extranjeras

“Espérame en la capilla a las nueve…”.

Así comienza la nota que recojo del suelo al entrar en mi habitación.

“Dentro del confesionario. Tocaré dos veces”.

No ha firmado pero reconozco su perfecta caligrafía y el lugar de la cita.


Hasta hace poco solíamos encontrarnos ahí para tratar asuntos íntimos o de
urgencia. Secretos. Releo el mensaje pero no aporta más datos. Han transcurrido
muchos días desde la última vez que nos vimos. Desde entonces muchas veces me
acerqué a su habitación, a solo unas puertas de la mía, y toqué para invitarla a
conversar en las bancas de madera o en el reclinatorio.

No abrió.

No ha contestado mis mensajes telefónicos.

Tantas tardes esta semana he gastado mis suelas a lo largo del pasillo,
código en mano, repitiendo, intentando memorizar sentencias jurídicas y
procedimientos y leyes y normas civiles, pero distraída pensando dónde se habría
metido.

He llegado a creer que ya no quiere verme.

Cuando llego al gimnasio me dicen que ya se ha marchado. Es notoria su


ausencia a la clase de danza contemporánea en la que me hacía de pareja. Esta
misma mañana he ido al casino donde trabaja de cajera, me he paseado por entre
las mesas atestadas de estudiantes tomando café, leche, jugos de fruta envasados, y
engullendo tostadas, panqueques con caramelo caliente. Tampoco ahí la encuentro.
Su suplente me explica que canceló su turno de hoy y que tampoco vendrá
mañana. Pidió reemplazo por unos días. No dio más explicaciones.

Doblo su mensaje, vuelvo a estirarlo. Debiera guardarlo en mi bolsillo, pero


continúo inventándole dobleces a la hoja hasta trozarla en minúsculos rectángulos.
Debe tratarse de alguien nuevo que no ha querido confiarme. Tal vez por eso me
cita ahora a la zona confesional de la capilla. Para contarme escenas románticas o
eróticas con una exactitud verbal tan excesiva que solo sirve para pronunciar su
origen extranjero y para matar la lascivia. Sé que pacientemente la escucharé
explicarme qué posturas amatorias le han resultado más exitosas y yo tendré que
recordarle que prefiero no oírla, que en la capilla ese relato me sabe a sacrilegio,
que tenga piedad de mi prolongada abstinencia.

–¿Te pongo nerviosa?

Se burla siempre. Sé que me está provocando pero no sé por qué lo hace. Y


sin embargo yo asisto siempre a la cita, siempre presto atención a lo que me cuenta
y la maldigo. Ella juega al exceso y yo a la escasez de amores, pero sospecho, al
notar la tristeza en sus ojos, que somos más parecidas de lo que podría imaginarse,
que ambas cargamos con un miedo enorme que queda siempre en silencio. Esto es
lo que ahora pienso mientras ordeno mis apuntes para la clase, que mañana
solicitará mi aprobación para un nuevo romance que esta vez terminará por
separarnos. Y pienso que contra mi voluntad se la daré porque no tendría sentido
censurarla. Ella siempre hace lo que estima conveniente.

–En el nombre del Padre.

Practico en voz alta, lo que voy a decirle a pesar de mí misma. A través de la


malla del confesionario Jélena me mirará directo a los ojos con los suyos
encendidos, y yo desviaré mi ira hacia la Virgen.

–En el nombre del Padre, maldita, te bendigo.

Voy de negro con una bufanda alrededor del cuello. La puerta se golpea
detrás de mí al salir; intento no resbalar en el rastro de nieve derretida ni en los
manchones de hielo que traicionan cualquier equilibrio. Mantengo el paso. El
viento no corta mi avance. Se me congela el pelillo dentro de la nariz, las orejas, las
mejillas, las sienes me duelen hasta que quedan anestesiadas por la temperatura y
ruego que suceda lo mismo con mi angustia.

Veo la capilla todavía a unos metros y de pronto se me cruzan sus palabras.


Es un momento que había borrado de mi memoria y que ahora aparece intacto. Es
Jélena con sus grandes ojos muy abiertos y llenos de pánico, es ella hablándome la
última vez que nos vimos, contándome del enfrentamiento sangriento que ha
dividido a su país dejándola a ella sin patria, sin gobierno, sin la opción de renovar
su pasaporte. La imposibilidad de quedarse legalmente.

–No tengo nación, ya.


Dijo entre dientes y se explayó sobre lo que podría acontecerle.

–Ya no tengo ley que me ampare, no tengo ley que me mande. Debo
encontrar una que me salve.

Trastabillo en una poza de barro helado y maldigo.

–Mi padre me ha escrito pidiéndome que regrese inmediatamente. Ellos


están en la línea de fuego, tendrán que abandonar la casa, refugiarse en algún
lugar, necesitan que yo vuelva pero yo ya no podría volver ahí. Tengo que hacer
algo pronto…

Cómo he podido olvidarme del brillo asustado en los ojos de Jélena. Qué
estúpida, qué egoísta he sido, me digo mientras corro hacia la capilla. Temo haber
anticipado la escena equivocada, temo que el encuentro de esta noche sea una
despedida definitiva.

Un aire estancado y tibio de hálitos ajenos. La brisa que se ha colado


conmigo apenas agita las llamas de los cirios blancos y del millar de velas rojas
encendidas debajo del altar. Me quito el gorro, la bufanda, los guantes, y los
sacudo mientras avanzo por el pasillo lateral. Solo me detengo al llegar al primer
reclinatorio.

Ella no está en ese punto donde tantas veces hilamos oraciones de rodillas,
contándonos la vida entera con las manos enlazadas y parapetadas nosotras en un
código. El confesionario también parece vacío. Fue precisamente en ese donde nos
hablamos la primera vez, frente a frente con una fina malla metálica separando
nuestros rostros. Yo siempre confesando, ella siempre haciendo de padre superior
y burlándose de mis culpas sin absolverlas. Incitándome más bien a los malos
pensamientos.

En este sitio me habló del último viaje a su casa, antes de la guerra, antes del
bombardeo en que murió su única hermana a la que yo tanto le recuerdo. Aquí la
escuché sin decirle lo que su relato iba haciéndome sentir pese a la neutralidad de
su voz, a su sonrisa distante. Cuando describía, una y otra vez, a su padre, a ese
hombre que le rogaba que volviera, que olvidara lo sucedido.

–¿Qué? ¿Qué sucedió, Jélena?

Se lo pregunté varias veces pero Jélena nunca iba a confesarme el motivo de


la discordia entre ella y su padre: qué la había forzado a huir, a refugiarse en este
país. Se había prometido nunca regresar, asumir el costo de esa decisión. Solo que
la guerra la había sumergido en un problema imprevisible.

Me detengo un momento junto al crucificado de maché. Brilla su figura


barnizada, sin rastros de sangre. Una guerra, le recrimino al Cristo. Una guerra
entre hermanos y tú no intervienes. Abro la puerta del confesionario, me saco el
chaquetón, me siento a esperar a que llegue. Pasan los minutos pero no sé cuántos,
está demasiado oscuro para leer la hora en el reloj. Respiro profundo. La madera
cruje y entonces uno, dos golpes. Respondo con los nudillos una sola vez para
completar tres y levanto el visillo. Un tenue resplandor delinea la cabeza de Jélena
a través del tejido metálico.

–¿Dónde te habías metido?

–Se acabó el plazo.

Susurra con la respiración agitada, como si viniera huyendo de sus


enemigos. Su pronunciación se llena de acentos cuando agrega que el permiso para
quedarse en este país vence en los próximos días. Está en una situación
desesperada. Solo habría una salida, una única manera de estar a salvo de la
deportación, de su padre, de todas aquellas cosas que teme.

–¿Entiendes?

No respondo, no sé si estoy comprendiendo lo que intenta decirme.

–No quiero entender.

Jélena suspira, parece calmarse.

–Necesito que entiendas.

Hago un esfuerzo y comienzo a repetir los nombres de todos los tipos que
me ha mencionado en el último año. Todos ideales maridos que aportarían
papeles. Aprieto los dientes. Siento una puntada en la mandíbula. Respiro hondo y
repito los nombres, agregando algunos que había olvidado.

–Es la única salida. Debes casarte, mañana mismo si es posible.

–¿Tú crees?
–Es la única opción. Elige uno, cualquiera.

–¿Tú harías eso si estuvieras en mi…?

Que sí, que por supuesto, que no sea idiota, que de otra manera tendría que
irse y eso yo no podría soportarlo.

–Pero no puedo hacerlo. Ya no puedo.

Ha dejado de susurrar.

–No puedo. Pero tampoco puedo evitarlo. Necesito que me ayudes, que me
digas lo que necesito oír.

–¿Qué? ¿Qué cosa, Jélena?

Se queda en silencio un momento muy largo. ¿Se estará burlando de mí?


¿Me estará provocando?

–Te diré lo que quieras oír, Jélena.

La madera vuelve a crujir. Ella se levanta.

–¡Espera! ¿Adónde…?

No alcanzo a terminar la pregunta porque abre la puerta, me mira muy seria


y sonríe. Alcanzo a darme cuenta de lo delgada que se ha vuelto, de lo que brillan
sus ojos negros en la oscuridad. Se sienta a mi lado, casi encima de mí y comienza a
acariciarme.

–¿Te estoy poniendo nerviosa?

Voltea su rostro y me toma las mejillas con las manos sudorosas,


acercándose a mi boca. No puedo sino respirar de su aliento mientras me pregunta
si acaso es posible que no me diera cuenta. Nunca. De nada. De lo que había en su
tristeza. De lo que había entre nosotras. Y mientras me besa me dice que debo
entender, que debemos irnos, dejar todo, irnos un par de años tal vez a cualquier
otro lugar, juntas… Lo dice con premura, como si el tiempo fuera un fuego
amenazando con incendiarnos.

–Después es ahora, Jélena.


Susurro entrecortadamente, feliz de esta desgracia en este lugar horrible que
nos acoge.

–Y ahora es para siempre.


templo puertas adentro

(De cómo se produce el gozoso reencuentro)

En el trayecto por la laberíntica espesura, Blanca hubiera querido detenerse a


lloriquear. Hojas de zarza y trozos de ramas secas de borde pinchudo se le habían
incrustado en los calcetines, y se sobó el empeine herido por las puntas de espino. Le parecía
que debía llorar desesperada y escandalosamente, y frotarse los ojos, y sorberse el moquillo.

Habría sido vana maniobra, y lo sabía. No había a quién provocarle piedad. Nadie se
fijaba en ella: las mujeres permanecían impasibles a su lado, los jornaleros no repararon en
el arribo de la forastera en minifalda que se había sentado de piernas abiertas en la esquina a
limpiarse los talones y entre los dedos de los pies.

Estaba cansada de perseguir una huella cada vez más remota. La de su hermana.
Resultaba fútil interpelar a los inmóviles transeúntes con el relato de la colorina perdida
que buscaba hacía ya tiempo, una colorina que debía parecérsele al menos un poco, porque,
verá usted, señor…

Nada sacaba con quejarse de que cuando hablaba nadie le asintiera ni le pestañeara,
ni le desdeñara siquiera sus gentiles preguntas. Eran todos cómplices en estática pose, en
aquel juego: momia es, un, dos, tres.

–Momia eres y serás y seré si no me apuro.

Dijo Blanca, puchereando irritada, mientras soplaba el polvo acumulado sobre el


hombro del guardia en la barra de un bar al que había entrado a pedir un vaso de agua.

A ratos dudaba si sería verdaderamente ella la infanta Hildeblanca, o si eran acaso


sueños de grandeza. Tampoco había manera de cerciorarse, no tenía carné de identidad ni
pasaporte. Y mientras no encontrara a la princesa…

Resurgió el tic en su ojo al encaminarse hacia el templo mayor de la ciudad, ubicado


frente a la plaza de armas. Ese era el único lugar que no había rastreado todavía, y al
mirarlo imaginó que era un escondite propicio para una hermana como la suya.

Pálida lucía Blanca cuando tomó impulso para empujar las pesadas puertas de
madera. Ya dentro de la iglesia, se apoyó en la pared de piedra; a medida que recobraba
aliento, sintió que el frío del aire hacía más intenso el de su cuerpo: había extraviado un
manto de terciopelo rojo y cedido el segundo a un mendigo; su vestido estaba demasiado
ajado, le quedaba estrecho a toda decencia.

Pensar en eso la hizo sonreír, sonreír y tiritar más aún que su párpado. No debía
detenerse o se entumiría, y pronto dio unos pasitos rápidos hacia el altar donde descansaba
un ataúd. Le pisó la cola a un enorme gato gris, y el felino maulló como si llorara. Pero
Blanca había aprendido a no disculparse.

Se empinó para ver qué había dentro del féretro.

–¡Hostias! ¡Pucha, pucha!

Exclamó, perpleja ante la hermosura de aquel cadáver que reconocía. Se despabiló


untando los dedos en agua bendita. Pero seguía observando con arrobo su inmaculada piel,
la brevísima cabellera rojiza y su varonil talante de príncipe: Hildegreta, más gallarda que
el día en que se separaron: Greta la durmiente.

Tocó el vidrio con los nudillos, como solicitando permiso para interrumpir ese sueño
de siglos.

Se vio huyendo de un palacio habitado por tahúres conjurados y el Rey; y en brazos


de Hildegreta, y abandonada por ella en la oscuridad del bosque tras expropiarle su calzón
para entregarle otro demasiado grande, y dejarla a merced de desconocidos, con una
advertencia, más bien un mandato que obedecería durante cien años.

Sus nudillos insistieron.

No hubo respuesta.

Entonces exhaló encima, empañando la transparente superficie.

–Greta, despierta…

El gato volvió a maullar. Blanca lo empujó de una patada. Y se quitó la peluca alba
que aún llevaba puesta.

–Greta. Pucha, Greta. Si soy yo, la Blanca.

Miró al lado y se encontró con un angelito de colores traspasado por los haces de luz.
Le rogó que su hermana despertara. Pero no era un querubín milagroso sino de vidrio.

Comenzó a pensar en una fórmula para romper ese hechizo de durmiente: hurgó en
su bolsillo hasta palpar el suave encaje de la ropa interior que le había dejado su hermana en
prenda, y al estirarlo frente a sí entendió que por fin correspondía a su talla, que lo
estrenaría cuando corriera una ventisca que le enfriara las nalgas.

Puso el calzón sobre el vidrio, sintió su intenso olor a tierra. Percibió una mínima
vibración en la nariz de Greta, quien repentinamente abrió los ojos y se quedó otro instante
inmóvil.

Aspiró extasiada, con una sonrisa boba en los labios. Tan pura le pareció a Blanca
que hizo un bosquejo de la resurrecta en las páginas de lirio de su cuaderno.

Greta fue recuperando el movimiento, reanimada por esa esencia volátil; se levantó
como sonámbula y se golpeó la frente contra el ataúd aún cerrado.

De desmayos nada, ni de desesperación: Greta había recuperado sus recuerdos.

–Hildeblanquita…

Musitó con una voz enronquecida, exánime. Y bostezó como plebeya.

Blanca levantó la tapa del ataúd y notó una diferencia: su hermana ya no tenía hálito
a alhelí sino más bien un olor ácido. Sin detenerse a comentarle la diferencia, se encaramó
dentro del ataúd.

La besaba, jubilosa, le acariciaba el rostro con el calzón de encaje como si estuviera


desempolvando el rostro de una muñeca.

–¿Dónde estamos? ¿De vuelta? ¿En el palacio?

–No, no exactamente…

Replicaba Blanca como campanada.

–Este, señorita dormilona, es el templo de la ciudad.

–¿Donde la gente se casa?

–Pucha, me pillaste… Parece que sí. Hace años que ando cazándote y por fin aquí te
encuentro.

Greta comenzó a reír. Abrazó a la sonrojada infanta.

–Acércate más, déjame olerte. Dime, ¿nos buscan todavía?

–No lo sé, no hay a quién preguntarle en el pueblo ni en la ciudad. Se han quedado


como estatuas. No vamos a ser reinas. El Rey sonó.

Blanca hizo un ruidoso gesto de guillotina con la mano y se largaron a reír. A olerse
la raíz del pelo. A besarse las orejas. A morderse los labios con los labios. Y la hambrienta
Greta probaba con minuciosidad la lengüita de Blanca: su sabor dulce, azul y obsoleto a
realeza.

–Ay, querida. ¿Ya no tenemos padre? ¿Qué vamos a hacer?

Susurró Greta entusiasmada, poniendo su mano entre las piernas de su pequeña


hermana. Blanca comenzó a sentir el acre en todo el cuerpo, un frío de muerte entre las
piernas.

Entonces oyeron el arrastre de suelas, un bastón que daba palos. Y luego quietud
otra vez. Palos de ciego, se dijo Blanca en verdadero encantamiento. Mas, pronto vieron al
hombre que, cargando un grueso libro de papel biblia, muy ceñudo las miraba.

–¡Hostias!

Dijeron en simultáneo. El gato hizo su agosto en ronroneos.

–¿Quién es usted?

Preguntó Blanca.

–¿Hemos hecho alguna maldad, que nos mira con esos ojos?

–Qué terrible, mon Dieu…

Dijo el hombre del bastón y la Biblia, arrastrando las consonantes como un


extranjero.

–Debéis confesaros, debierais pedir perdón al Señor.


Y su mirada se extravió en la concavidad de los arcos y la altísima cúpula, donde las
hermanas solo notaron la opacidad del aire rancio.

–Pedir perdón por vuestros pecados al Señor…

El eco repetía las consonantes.

–… repitiendo nueve veces la oración.

Añadió, acariciando las sonrosadas mejillas de las niñas. El aire se había espesado, y
el sacerdote comenzó a enjugar su nuca con el calzoncito de algodón que Greta le
obsequiara.

–Repetid: Nunca más, Señor…

Se quitó la sotana con parsimonia, previo a encaramarse dentro del féretro donde
Greta y Blanca le ofrecieron sitio.

–Nunca más, padre.

Y para que no estuviera enojado, y las perdonara, comenzaron a acariciar su cuello y


a darle besos tiernos por todas partes sin que él intentara resistirse. Más bien, dirigía sus
manos infantiles, las iba situando convenientemente por debajo de la sotana.

–Aprenderemos, padrecito, a no pecar más nunca.

Las hermanas le susurraban al oído, le metían la lengua por los salados y granulosos
ribetes de sus orejas.

Greta tomó la mano de Blanca y la guió por el canto del féretro abierto hasta que dio
con el crucifijo de metal y lo empuñó.

–En nombre del Padre…

Se persignaron para rezar, entre risas.

Blanca orientó el artefacto en cruz hacia la cabeza del viejo. Greta lo besó
tiernamente en los labios mientras apretaba la corbata alrededor de su cuello: era la señal
que la infanta esperaba. Hizo lo que debía, y dijeron juntas, con arrobo.

–Así sea.
nueve nudos en el palace

El eco golpea de puerta en puerta, como la pulsación de una cuerda ronca.


Presto atención a los pasos que anuncia: un par de suelas puliendo el empedrado
al compás del fino taconeo –tac-tac, tac-tac– de la caoba que le sirve de bastón. La
respiración se acelera en la intrincada oscuridad y me perturba. Quizá el momento
no sea propicio, quizá el hombre se haya anticipado. Su aroma rancio apura mi
resuello. Espero que se acerque, que sepa eludir los cadáveres que signan la
eternidad de estas galerías, que no resbale sobre la alfombra sangrienta ni se
tropiece en la costra de alas que cubre las piedras.

Cumplo un olvido sin sentencia, todo intento por imaginar algún origen,
monárquico, quizá cíclico y remoto, se apacigua con el saber proveniente de los
sueños: el pastizal recorrido por la brisa marina bajo la luna; las briznas que tejen
cada destello del cielo en una gruesa manta de niebla; y el sol, la solana que nueve
hombres traen metida en la pupila de la memoria.

Al cumplirse nueve años, entran aquí para que yo, como antes mi padre, los
libere de todo mal. Nada saben, no logran engañarme: sus nueve mentiras pululan
en mis oídos. Silencio les ordeno, y comienza el ritual. Se arrodillan ante mí, otra
vez anónimos, nuevamente mudos, y se desgarran la carne. Solo entonces mi
paciencia vuelve a extenderse por otra novena de años, durante los cuales mi
existencia se adormece horas que son días que son meses apilados como cuerpos,
unos sobre otros, hasta que el eco me advierte de nuevos latidos peregrinos que
avanzan por estos retorcidos corredores.

La espera es larga y tortuosa. El deseo crece. Se prolonga en un desvelo


imprecisable que bien pudiera ser vigilia, sonambulismo. La ligereza del sueño
activa mi curiosidad. Husmeo los rincones de este derruido alcázar, me meto en los
ojales de tanto despojo, hurgo en la maraña de huesos dispares. Es así como he
hallado valiosos objetos. La punta de un grueso cordón de cuero que ovillé hasta
alcanzar su cabo húmedo y salino (es el mar, pensé, es el mar que baña la puerta de
mi palace); unos retazos de papiro enrollados sobre sus jeroglíficos; y este grueso
tomo lleno de ilustraciones. Lo he revisado ya tantas veces que algunas páginas se
deshicieron en la torpeza de mis dedos, pero las unté con saliva y sigo dándolas
vuelta, deteniéndome en ellas hasta que aparece el rostro: reconozco su mirada
inconfundible, las singulares facciones de mi padre.
Sí, aquí vuelvo a encontrarlo, pero las palabras que acompañan a la imagen
familiar continúan ilegibles.

Necesito un hombre que descifre este enigma, que descifre este enigma…,
este enigma… Tal es la intensidad de mi deseo que las paredes comienzan a
temblar y los senderos se bifurcan otra vez; la espera alcanza su hora nona, se
quiebra como cristal de espejo sin fortuna.

Tac-tac, tac-tac: es el sabio extraviado que se aventura hacia mi guarida. Un


paso; otro paso; y una tercera pierna tiesa que bascula orillando el camino,
tanteando los hitos irregulares de esta prisión mientras él musita.

–Sé que me acusan de soberbia…

Su voz quebradiza llena la antesala, horadando mis tímpanos. Me agazapo,


mugiendo sigilosamente, hasta que aparecen junto al muro la punta de su bastón,
el extremo puntiagudo de sus zapatos.

–Que me acusan de soberbia y tal vez de misantropía. Y tal vez de locura.

Su decrépito delirio golpea la piedra y retruca: misantropía…; alternando:


locura…

Apenas me muevo el anciano trastabilla y extiende esa tercera mano de


madera hacia adelante. Topa el borde interno de mi pierna; no dice nada. Sube por
la pantorrilla y duda. Vuelve a empezar, esta vez por fuera roza mis muslos con el
bastón, una caricia fría trepa el contorno de mis caderas, el ángulo curvo de la
cintura. En ese momento atrapo su vara, tiro de ella hasta que siento su agrio
perfume a pánico. El pitido de su aterrada respiración me excita y comienzo a reír,
a reír y reír. Deja caer el bastón. La empuñadura tintinea contra el suelo.

–Cargo una maldición milenaria.

Musita. Le tomo la barbilla y le muestro la ilustración que he arrancado del


libro. La toma, palpa la página con los dedos, con las palmas. Sus ojos velados por
las cataratas enfocan hacia un territorio lejano. Su silencio me mortifica. Y ya he
perdido la esperanza cuando de súbito lo nombra:

–Ascarión…

Y repican las paredes. Y también yo lo ratifico y el eco se reitera como el


goteo de las estalactitas.

–Sí. Ascarión. Mi padre, el señor de esta casa. Fue muerto por un hombre
traicionero.

–Conozco la historia… Y te la contaré a cambio de mi libertad.

Anuncia triunfal, con el iris perdido.

–Quién eres.

El ciego elude mi pregunta. Da curso a un relato que recita con la vista


entornada: dice que mi padre esperaba la llegada de un redentor. Me entero de que
la mujer que me parió, en venganza le dio a ese forastero un cordón umbilical
infinito para que no se enredara en el laberinto y le diera muerte a Ascarión por
haberme engendrado en ella.

Se detiene un momento. Traga la escasa saliva de su boca y continúa


hablando. Su voz seca, taurina, resuena cerca del fuego cuando explicita que la
dulce mirada de mi padre extinguió el odio en quien venía a matarlo, y el forastero
huyó sin cumplir la promesa que había hecho a su amante.

Mi madre tomaría el cordón y tiraría de él hasta desgarrarlo.

El viejo seca con el dorso de la mano los cristales de sal que le clavan la
frente.

Y mi madre esperó a que el mar se aquietara y se acercó a Ascarión y por fin


le sobó el lomo como una enamorada y lo alimentó con sus pezones hasta
dormirlo.

Con cuidado, casi con ternura, le amarró al cuello el cordón que traía
escondido, le dio nueve vueltas y repitió la operación asesina en su propia
garganta.

Sus alaridos despertaron a mi padre, aún adherido a su pecho. Nada pudo


hacer para detenerla y cerró los ojos cuando ella ya no tuvo aliento para gritar.

El eco rescata los alaridos de mi madre y el dolor se afila en mis astas.

Al ciego le tiembla la barbilla mientras dictamina, sin saber si me complace


la historia que ha inventado.

Quizá no lo perdone, como a tantos que intentan mentirme. Ninguno de


ellos halló la salida.

El ciego lo sabe, deja de hablar.

Se deja acariciar su cabeza calva. Empiezo a desnudarlo; lo acuesto sobre


mis piernas y le ofrezco mi teta multiplicada sobre el camastro de fierro que fue el
lecho de mi padre. A la luz del fuego el anciano, que mama de mí, va perdiendo su
enclenque fisonomía; su lengua amante me reconoce; sus labios muerden la ubre y
creo delirar cuando siento el cordón que palpita entre mis dedos, adquiriendo una
tensión desconocida. El hilo correoso se va enredando nueve veces alrededor de su
respiración, cerrando cada vuelta en una amarra perfecta.

Comienza a crecer entre mis muslos. El viejo es un animal corpulento y


velludo sobre el cual me balanceo sin soltarle las riendas, a él, que es un potro
gigante; y lo salpico con mi leche, con unas lágrimas que no son de tristeza; y me
tomo de su nuca y beso su boca llena de sangre.

Ascarión.

Abre sus ojos, y me ve, Ascarión; y gime, Ascarión; y por un instante yo


cierro los míos escuchando los gemidos de esos que son nueve, que crecen entre
mis piernas, y el ciego abre los ojos como si recuperara la vista, y tiro las riendas, el
cordón, esperando que me golpee, que me dé ese golpe seco en la cara cuando
escuche el océano, la marea que sube, la ola que inunda los vericuetos de nuestro
laberinto.
LINA MERUANE

Nació en Santiago de Chile en 1970. Es escritora y ensayista. Su obra de


ficción incluye los relatos de Las infantas (1998), así como las novelas Póstuma
(2000), traducida al portugués en 2001, Cercada (2000), Fruta podrida (2007) y Sangre
en el ojo (Eterna Cadencia, 2012), ganadora del Premio Sor Juana Inés de la Cruz
2012, además de numerosos cuentos publicados en diversas antologías y revistas
en español, inglés, alemán y francés. Asimismo, ha recibido becas de escritura del
Fondo de Desarrollo de las Artes de Chile, de la Fundación Guggenheim y de la
National Endowment for the Arts. Actualmente, dicta cursos y talleres de ficción
en el nuevo Máster de Escritura Creativa en Español de la Universidad de Nueva
York.

Foto: © Cristian Matta

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