Muerte en Cartagena - Darío Oses
Muerte en Cartagena - Darío Oses
Muerte en Cartagena - Darío Oses
DARIO OSES
POBRES SEÑORAS EMITA Y AURELIA, pobre misiá Encarnación. A sus años tener que andarse
preocupando del Rigo. Desapareció de la casa un viernes. Ellas, afligidas, alteradas, no sabían qué
hacer. Es que lo querían como a un hijo. Decidieron llamar a la policía y poner un aviso en el diario.
Cuando la empleada del lado llegó con el cuento de que lo había visto botado en Cartagena, la
interrogaron con ansiedad.
—¿Estaba enfermo o herido?
—Curado no más.
—No puede ser, Riguito no toma.
—No le digo. Trataba de pararse y se caía. Una fulana hacía empeño de apuntalarlo, pero ella
tampoco estaba buena.
Las señoras pensaron que la doméstica hablaba por la herida. Todo el tiempo coqueteaba con
Riguito, pero él no la cotizaba para nada.
Poco después llamaron de Investigaciones para informar que Rigoberto Lillo Lillo, cuarenta
años, soltero, había recibido atención de urgencia en el hospital de San Antonio. Diagnóstico:
intoxicación alcohólica. Ahora convalecía en casa de una familia Codocedo en Cartagena.
Las tres damas, desesperadas, decidieron partir. No atinaban a explicarse qué estaba pasando
con Riguito. Desde hacía tiempo lo notaban extraño, pálido, desganado. Iban a llamar al doctor
Garcés para que le hiciera un chequeo. Pero entonces el niño desapareció. Ellas estaban dis-
puestas a recobrar aunque fuera el cadáver, así es que abordaron el Pullman de las seis.
Llegaron sofocadas, medio muertas. La aglomeración del verano las arrastró. No estaban acos-
tumbradas a tanto trajín, a tanto sobajeo, si apenas asomaban la nariz fuera de casa. A la Aurelita la
empujaron con una maleta. A misiá Caña le abrieron la cartera. Había que verlas caminando por la
Costanera, confundidas, medio ahogadas. Hombres impertinentes les cogían los bolsos para
llevarlas a alguna residencial. Con sus sombreros de lino crudo y sus trajes sedosos parecían tres
siemprevivas flotando a duras penas en las aguas de un zanjón.
Como buenas cristianas padecieron el ascenso por la calle empinada que iba a morir en el
cerro, y aun tuvieron valor para asomarse al patio de la obra gruesa techada con fonolas que crecía
entre los eucaliptos torcidos, las bolsas de basura destripadas, neumáticos inútiles y tres o cuatro
caballos flacos. Un perro sarnoso salió a ladrarles. Alguien le acertó con un piedrazo en el lomo, y
entonces las tres señoras, enlazadas para darse apoyo, pudieron entrar. Contra los muros de la-
drillos fungosos se apoyaban varias construcciones precarias. Niños patipelados jugaban a la
pelota. Hombres también descalzos iban y venían con sandías, extensiones eléctricas y garrafas.
Una mujer pelaba papas y otra abría unas almejas con la mano derecha entorpecida por un apósito.
Nadie se tomó la molestia de atender al trío. Tal vez pensaron que eran de esas damas que se
dedican al reparto a domicilio de mensajes bíblicos, porque la Emita llevaba bajo el brazo su vieja
Biblia llena de cintas y empastada en un cuero tan pelado como el pellejo del perro que había salido
a ladrarles.
Las tres compartieron un pañuelo untado con perfume de malvas para enfrentar los olores fuer-
tes de los veraneantes. Un viejo cargado con una malla repleta de mariscos se asomó a la puerta.
Aprovecharon de preguntarle por Rigoberto Lillo. El tipo gritó hacia dentro, "¡Nancyyyy!", y con un
gesto les indicó que pasaran.
La tal Nancy llevaba puesta una enagua negra zurcida en varias partes. Tenía ojos de gata y
una piel peligrosa. Su cutis era terso, moreno, bien lubricado, como si se nutriera con la savia de los
hombres.
"Cuero de puta", pensó la Emita aferrándose a su Biblia,
—El Rigo se va a quedarse aquí conmigo —dijo la Nancy, desafiante.
—Pero es que parece que está muy mal —balbuceó la señora Aurelia—. Necesita cuidados.
Lo vieron tirado en la calle y... ese niño sufre del corazón.
—¡Nada! Estaba borracho. ¡Qué hombre no se emborracha!
—Nosotras lo criamos... —argumentó levemente la Caña.
—Si quieren, pasen a verlo —invitó la Nancy, y las llevó hasta un cuartucho que olía a encierro.
Al encender la luz apareció el Rigo tirado boca abajo en una cama inmunda. Los calzoncillos
sueltos dejaban ver las bolas y a través de la camiseta sin mangas se le asomaba parte de una
tetilla abultada, lampina, blanca, casi femenina. Roncaba indecorosamente. La ingesta de trago ya
había empezado a sonrosarle la cara. La Nancy escarbó entre las ropas amontonadas a los pies de
la cama, hasta dar con una cajetilla de cigarros. Encendió uno y les ofreció a las damas, desver-
gonzadamente. Ellas, sin decir palabra, se dieron media vuelta y abandonaron la casa.
—¡Lo querían para ustedes, viejas cochinas! —chilló la Nancy—. Para eso lo criaron, para
comérselo. Pero él ya tiene mujer. Ahora es mío.
—¡Santo cáelo! —dijo la Aurelia, a punto de soltar el llanto—. El niño fue a caer en manos de
una...
—Puta —completó la Emita, que hacía rato quería decir esa palabra.
—Y tan bueno que era —comentó la Encarnación, dándolo ya por muerto.
DOS
Pobre Rigo. Esas tres viejas de mierda lo sacaron del orfanato parroquial cuando era cabro
chico. Se lo llevaron al caserón apestoso, lleno de estufas en las que a toda hora hervían
sahumerios de eucalipto y cáscaras de naranja. Por aquí y por allá santos de yeso torturados y
sangrantes, y floreros con lirios descompuestos. Parecía la antesala de la muerte.
¿Se imaginan a un cabro a disposición de tres veteranas? Eran un manojo de mañas y acha-
ques. Por supuesto, explotaron al Rigo. Decían que lo estaban educando pero la verdad es que lo
tenían para todo servicio: aseo, jardín, mandados, paseo vespertino de los pequineses. Cuando
llegaban las visitas lo disfrazaban de mozo. Lo criaron así, servil, manso, gordo, entregado como un
gato capón. Pasaba con resfríos, sinusitis, jaquecas y cólicos biliares. Tenía voz de flauta. En el
barrio comentaban que era maricón. Quizás qué intenciones deshonestas tenía cada una de las
montepiadas. Se espiaban entre ellas para que ninguna lo fuera a tocar, pero a la vez esperaban
secretamente el momento de quedarse a solas con el muchacho para echársele encima con apetito
de hienas. Por suerte al Rigo, empujado a lo mejor por el instinto, le dio por salir a rondar en la
noche.
En una de ésas conoció a la Nancy. La vio sonreír desde la foto puesta en un panel con marco
de luces intermitentes. Tenía puesto un babydoll rojo, transparente, y estaba sentada pierna arriba
en el taburete del bar, brindando con una copa de champaña. En el panel había otras chiquillas
mostrando el poto y las pechugas para tentar a los clientes. Pero el Rigo se prendó de la Nancy. Se
enamoró de ella hasta las patas.
Lo habían criado como a un floripondio de invernadero. Con exceso de calefacción, de
guateros y precauciones contra las corrientes de aire. Las viejas tapaban las rendijas de puertas y
ventanas para atajar el oxígeno, el polvo y cualquier otra intromisión finísima del mundo de allá
fuera. El Rigo tenía que andar planchado, impecable, con los zapatos lustrosos y el pelo y las uñas
cortos. Quizás por eso, lo primero que hizo en homenaje a su amor fue revolcarse.
Esperaba a que las viejas se pusieran a roncar, cosa que sucedía como a las once de la noche,
y entonces se fugaba hacia el night club. Se había comprado siete ternos livianos, de lino y gabardi-
na. "Daba gusto verlo llegar", cuentan las cabras del local, "tan fresco, tan clarito y perfumado".
Pedía a la Nancy con una botella de pisco y cinco yinyereles. Se refugiaba con ella en uno de esos
sillones que tienen una perforación en el brazo para afirmar el trago. La sentaba en sus piernas y le
ofrecía cigarros. El nunca antes había fumado, pero esas noches encendía un pucho detrás de otro.
Le gustaba abrazar a la Nancy, estrujarla contra él para que le manchara la camisa y las solapas
con sus pinturas y sus besos. El rimmel de ella le iba quedando estampado en el vestón. Buscaba
saturarse con sus resuellos llenos de pisco y nicotina, con su pulso y su maquillaje. Después del
show de las cuatro, él le bajaba las medias caladas y sus dedos se aventuraban más allá de los
bordes del calzoncito negro. Iban en busca de flujos íntimos, aceitosos, para seguir ensuciándose.
Las primeras noches ella se el Rigo estallaba como un volador de luces y se ponía a reír, contento
con esa especie de cosquilla pirotécnica, satisfecho de haber sido capaz de ensuciar los pantalones
por sus propios medios.
Así, todas las noches, durante una semana, Rigo Lillo llegó al club a las doce de la noche, muy
compuesto, rasurado y elegante, para salir a las cinco de la madrugada, hecho mierda.
Al verlo levantarse como a las ocho y media, demacrado y trémulo, las viejarracas creyeron que
estaba enfermo y dejaron caer sobre él todo el peso de sus caridades. Lo arroparon y lo hicieron
tragar infusiones sudoríficas. Acorralado y ya sin plata, el Rigo fue a despedirse de la Nancy.
TRES
Pobre Nancy. Aunque en su oficio son pocas las que se salvan, era una buena cabra. No le
quedó otra que sacarle provecho a lo único que tenía en la vida, el buen cuero, y por eso terminó de
copetinera. Estaba acostumbrada a los agarrones. Cuando la pidió ese gordo blanquecino, creyó
que era un cliente más y pasó la noche con él, dejándose manosear, pero se hizo pagar bien la
bajada de calzones.
El tipo no le gustaba. Tenía una consistencia sebosa, aguachenta. Sudaba por todos lados, en
la frente y la nariz se le formaban gotitas y parecía que las manos iban a deshacérsele. Pero cuando
volvió en las noches siguientes, algo empezó a pasarle a ella. La halagó que viniera a verla así, tan
elegante. Le gustó jugar a arruinarle esos temos de color barquillo y lúcuma. Le parecía que así él
no iba a poder usarlos para impresionar a otras. Por supuesto, ella no estaba acostumbrada a esa
clase de homenajes. Poco a poco su piel, que con tanto trajín se insensibilizó a las caricias, empezó
a hacerse permeable al contacto de las manos del Rigo, y así fue como la cabra terminó
enamorándose de ese guatón inútil.
El muy irresponsable se gastó en una semana los ahorros de toda la vida. Jamás había tocado
a una mujer y la proximidad de la Nancy lo volvió loco, le trastornó todos los sentidos. La loción que
ella se ponía en el cuello y los aromas que él le extraía al meterle los dedos debajo del calzón, la
textura de su piel y las profundas humedades de su boca, los brillos de sus ojos parecidos a la bola
de espejos giratorios que arremolinaba las luces del escenario, le infundieron una borrachera
integral.
Después de gozar como chancho, la noche del jueves le contó a la Nancy que en dos o tres
días más ya no podría volver, que tendría que sepultarse otra vez en el caserón de las viejas. Ahí
fue cuando ella se dio cuenta de que le hacía falta ese trasto y decidió cargar con él.
El viernes, cuando el guatón llegó con su último traje impecable, dispuesto a darse un atracón
de trago y de mujer a manera de despedida, ella lo tomó de la mano y lo llevó a la pista a bailar.
—Aguántese, mijito, no se me vaya a ir cortado —le dijo al oído.
De madrugada salieron juntos. Ella lo llevó a la pieza que arrendaba en un desmesurado ca-
serón en la calle Santa Isabel. Le fue quitandola ropa lenta y ceremoniosamente. Rigo quedó
inmóvil, estatuario, contemplándose el ombligo como un Buda parado en la nada, hasta que ella se
empezó a desvestir. Por primera vez pudo sentir la tibieza total de su desnudez que antes sólo
pellizcaba a través de las panties y los calzones. Ella puso una música suavecita en la casetera y
se abrazó a él para que bailaran. Sus pezones se apretaron contra las tetillas de él, abotonándose
en un beso doble, mientras sus piernas suavemente estremecidas por el ritmo iban envolviendo la
parte donde él concentraba su existencia entera, convertida en dureza, ariete, lanza, en aguijón de
abejorro dispuesto a apropiarse de esa rosa que dejaba caer sus pétalos.
Rigo no tenía mucha experiencia en esos trances, de manera que descuidó la dosificación de su
fervor y dejó que su entusiasmo germinara y tendiera enredaderas y raíces en torno a la Nancy; sus
manos la recorrieron y la repasaron y todas las cosechas de ese roce persistente iban allá abajo, a
alimentar el tallo que a causa del exceso de riego maduró prematuramente, no pudo contener los
jugos que lo saturaban, y con una serie de espasmos agónicos se fue a vaciar sobre los muslos de
ella. Rigoberto sintió que expiraba, que todo él, reducido a un chorro de cenizas, se filtraba por un
desagüe para apozarse en el suelo. Se dejó caer inerte sobre la cama. La Nancy se echó a su lado,
puso su boca en la de él para despertarle la lengua. Aprovechando la virtud redentora que tenía en
los labios, ella le mordisqueó las tetillas y cuando consiguió hacerlo reír bajó a las ingles y de ahí al
caño roto que todavía goteaba. Su saliva dulce restañó las roturas y luego empezó a insuflarle vida
nueva. Rigoberto sintió que renacía. La savia corrió otra vez por sus ductos y la carne leñosa volvió
a verdecer. La Nancy no perdió tiempo y conectó al Rigo con el manantial de secreciones termales
que ella le tenía preparado, y ahí lo dejó chapotear a su antojo hasta que él volvió a derramar toda la
vida mientras su tallo aleteaba como un pez fuera del agua. Pero no importaba perder la vida dentro
de la Nancy, porque ahora quedaba ahí prisionera y él podía recuperarla buscándola en los
rincones de su boca, escarbando en su vagina y en sus pechos. La encontraba cuando un
cosquilleo ardiente le llenaba el bajo vientre para después fertilizar el caño, que apuntaba de nuevo
hacia la Nancy para ir a sepultarse y morir en ella. Después de varias muertes y resurrecciones
sucesivas, él cayó en un sueño profundo, gastado como un fruto seco que se desploma cuando no
puede ya ser sostenido por su tallo marchito.
Despertaron con el calor de las dos de la tarde. Ella le propuso que partieran a Cartagena.
Tenía allá a su papi, que era gásfiter y mariscador, y a sus hermanos, ayudantes de gásfiter y
criadores de unos pobres caballos que arrendaban a los veraneantes. Así es que salieron a las
calles arrasadas por la radiación del sol que a esa hora reblandecía el asfalto. La Nancy se puso
unos anteojos oscuros. Le costaba acostumbrarse a la brutalidad del día.
CUATRO
Pobres cabros. Al Rigo le parecía inalcanzable cualquier lugar situado más allá de los muros de
adobe, de los patios donde crecían las hortensias y los hibiscos, o del barrio antiguo, casi provin-
ciano, donde en los almacenes todavía se manejaba la poruña. Sus escapadas nocturnas al club
tuvieron textura de sueño.
A la Nancy también le costó abandonar su guarida, la noche, el camarín que compartía con las
otras cabras, el bañito donde a veces se encerraba a llorar o a vomitar. Así es que los dos
partieron, muertos de miedo, a enfrentarse con la plena luz del día, sin estar muy convencidos de
que alguna vez iban a llegar efectivamente a Cartagena.
Y fueron cayendo en un fatalismo cada vez más hondo cuando entraron al terminal de buses,
atestado, y se perdieron por los pasillos, haciéndoles el quite a los hombres que trataban de
tomarles el exiguo equipaje preguntándoles si viajaban a Rengo, a San Fernando, a Las Cabras,
Cauquenes o Curanilahue.
Se abrieron paso entre la gente abultada por mochilas y sacos. Por los altoparlantes
atronaban voces anunciando salidas hacia ciudades o puertos que bien podían ser de otros
planetas. Por fin se allegaron a un puesto que ofrecía destino directo a Cartagena. El hombre de
gorra azul que timbraba unos boletos les dijo que estaban con dos máquinas en pana, así es que ya
no quedaban más pasajes. Al verlos tan compungidos les aconsejó que tomaran un pirata.
Dieron vueltas por las calles aledañas al rodoviario, hasta dar con un pirata. Era una micro
rectangular, del recorrido urbano.
—¡San Antonio, Cartagena, San Sebastián, ya nos vamos! —aseguraban a cada rato los arma-
dores. Pero estuvieron horas esperando que el bus se llenara.
Zarparon cuando anochecía. El pirata enfiló por retorcidos caminos de tierra para eludir los
puestos de control.
A esas alturas el Rigo había perdido toda esperanza de llegar a Cartagena. Se dejó caer junto a
la Nancy y los dos se durmieron ahí, sobre el asiento duro. En los sillones del club habían apren-
dido a entrelazarse. Calzaban bien el uno con la otra, y él empezó a correrle mano y ella se
acomodó para facilitarle las cosas. Estuvieron así, sumidos en la comunidad de un sueño ardiente
que de pronto a ella se le transformó en pesadilla. Despertó angustiada con la sospecha de que
podía perder al Rigo. Lo buscó para comprobar que aún lo tenía a su lado. El dormía con la boca
abierta y era como si no estuviera ahí. Lo sacudió con fuerza para hacerlo reaccionar pero él seguía
inerte, como un saco de papas. "A éste yo lo mato", se dijo la Nancy: "si se pone difícil y trata de
dejarme, lo mato".
Ella había tenido muchos clientes pero nunca hasta entonces un hombre de verdad, un hombre
para ella sola. Cuando consiguió despertarlo ya habían dejado atrás Cartagena. Se bajaron muy
afligidos en San Sebastián. Les dijeron que Cartagena no estaba lejos, que podían irse caminando
por la playa.
CINCO
Cartagena era un hervidero de luces allá al final de la playa. Sus neones teñían el cielo. Las
humaredas de sus fritanguerías, traspasadas por los reflejos de los anuncios de acrílico, subían a
confundirse con la nubosidad baja. Entre las dunas se levantaba un tolderío continuo, tachonado
con fogatas y radiocaseteras portátiles. Parecía un campamento de refugiados del que salía más y
más gente para formar una procesión desordenada que avanzaba como una horda de polillas
atraídas por el resplandor de la ciudad. Los destellos que arrojaba Cartagena se estiraban por la
arena y el agua y se perdían entre las figuras negras de los caminantes.
El Rigo y la Nancy se dejaron llevar por la romería y desembocaron en la costanera repleta. Los
bárbaros invadían esa ciudad de viejos palacetes derruidos. Cantaban victoria en las calles. El olor
de fritanga se comía al del mar. En los locales orilleros atronaban las cumbias. Las tribus, clanes y
familias seguían llegando desde los tóldenos. Cargaban con viejas y niños, con guitarras, garrafas
y bultos, celebraban una manifestación en favor del verano.
El Rigo se había puesto el último traje gris perla, el que no alcanzó a arruinar en las noches de
Santiago. El aire frío lo hizo estornudar tres veces. La Nancy le quitó el vestón, que se puso ella
misma encima del suéter, y le pasó la casaca negra de cuero que hacía tiempo le regalara un
cliente que hacía viajes a Mendoza.
Los dos siguieron a la gente que iba hasta el final de la costanera para volverse y recomenzar la
misma caminata. Después se estacionaron junto a los que se apretaban o permanecían en las
veredas esperando que pasara cualquier cosa, sin que pasara nada. Era aquélla una protofiesta, un
carnaval que no llegaba a desatarse. Todos, esperaban el milagro que no ocurría, pero la espera
misma tenía su encanto. Tal vez si la fiesta hubiese reventado, si los tipos que rasguñaban las
guitarras, así como que no quiere la cosa, y los que canturreaban en grupitos cerrados, si todos se
hubieran puesto a tocar frenéticas lambadas arrastrando a transeúntes, bárbaros y veraneantes, al
Rigo y a la Nancy, y aun a los que atendían los negocios, a un baile generalizado, entonces se
habría terminado ahí mismo el verano y ya no habría nada que esperar las noches siguientes, salvo
una sucesión de fiestas frenéticamente monótonas.
Por suerte todo estaba ahí, contenido, postergado. Sólo los mozos de las boites incitaban a la
gente a bailar, a apurar de una vez las diligencias de la noche.
Y el Rigo con la Nancy entraron en los interiores rojizos y tabacosos de uno de los dancings, y
allí dentro se abrazaron porque recién vinieron a constatar que estaban en Cartagena.
Una orquesta tropical tocaba rock latino. Ellos bailaron apretados sin soltar los bolsos que
cargaban, y siguieron bailando sin preocuparse de los garzones impacientes. Pero esa noche la
Nancv no quería consumir ni ensuciarle el traje al Rigo, porque tenía la certeza de que había
dejado de ser puta.
La orquesta pasó a los boleros.
—Señora, te llaman señora —cantaba el vocalista congestionado y sudoroso—, y eres más perdida
que las que se venden por necesidad.
Entonces la Nancy se apretó a las espaldas del Rigo, y como si necesitara imbricarse de una
manera más definitiva y cabal, metió sus piernas entre las de él.
—Esas sí que son putas —decía la Nancy aludiendo a la letra del bolero—. Esas que se hacen las
colijuntas y les gusta el hueveo... Anda a meterte con una de ésas, huevón, porque te mato
—agregó en un murmullo inaudible.
Ahora los de la orquesta bostezaban y hacían gárgaras con pisco.
Los mozos fumaban en las orillas de la pista. Un cliente mareado fue a gesticular frente al
que parecía administrador del local. Este hizo una seña desde el bar y entonces los músicos se des-
pabilaron y sacudieron el cuerpo para botar los calambres. El trompetista quitó la saliva de la
boquilla y todos atacaron una cumbia sin ganas. El tipo entonado batió las palmas intentando agitar
la atmósfera estancada. Dos o tres parejas salieron a bailar con el ánimo triste con que se bailan en
Chile los ritmos tropicales.
—¡Cumbia que te vas de ronda! —aulló el vocalista con su vozarrón aguardentoso mientras
jugueteaba con un sonajero.
El Rigo quería seguir bailando, pero la Nancy lo arrastró hacia fuera y se lo llevó a remolque
calle arriba.
—Cumbia que te vas de ronda —voceaba el Rigo, deteniéndose a cada rato para ejecutar des-
perdigados pasos de cumbia, y cuando la Nancy lo obligaba a retomar el rumbo, él la besuqueaba
por todas partes.
Esperaron la salida del sol sentados en la calle y después entraron en la casa, donde todos ron-
caban. A pesar de que había una revoltura de olores a mar, puchos muertos, cuerpos amontonados
y humaredas de fogatas extintas, fue el fuerte aroma del pelo de los caballos lo que más impresionó
el olfato del Rigo. Pero otro estímulo más poderoso atrajo todos sus sentidos. Una niña con
impresionante cuerpo de mujer se levantó semidesnuda desde el revoltijo de frazadas, y caminó
semidormida hacia el baño.
—Colegiala, linda colegiala... —canturreó el Rigo, algo entontecido por la sobresaturación de
sensaciones.
—Oye, córtala —le dijo la Nancy, desconfiada, y después de buscar un rato encontró a su papá
entre los durmientes. Lo zamarreó con suavidad.
—Papi, le presento a Rigoberto... él es... mi hombre... mi novio —dijo ella con una timidez
reverencial.
El viejo entreabrió un ojo incoloro.
—Ah, ya... tanto gusto... después los acomodo por ahí. Ya decía yo que un día de éstos ibas a
aparecerte por aquí —rezongó, y siguió durmiendo entre hipos.
SEIS
Fue el domingo cuando el Rigo, medio borracho por el vino blanco ácido con que había pasado
las almejas del almuerzo, sosteniéndose el elástico vencido de los calzoncillos, se abrió camino
junto a la Nancy por la playa chica. Sentía en carne propia la comunión con todas esas carnes. Su
triste y pobre piel, llena de grumos y erupciones, parecía expandírsele para abarcar en una caricia a
los otros cuerpos que hormigueaban por las arenas negras. Quiso morder a las viejas que yacían
varadas como abortos de ballenas y lamer a los niños que chapoteaban en el tibio desagüe de las
cloacas, que corría a tajo abierto por la playa.
Y también quiso comulgar con el agua en la que todos se bañaban. Así fue como Rigoberto se
encontró con el océano y le resultó portentoso constatar que tenía movimiento propio, que
generaba las olas y la espuma que lo envolvieron y lo batieron para después ir a botarlo en la orilla.
Rigo se levantó vacilante, sin saber dónde estaba parado, con un mareo adicional al del vino.
Los otros bañistas se reían y lo incitaban a meterse de nuevo entre las olas. El se tiró para
complacer a todo el mundo y esta vez las aguas espumeantes le pusieron los calzoncillos a la al-
tura de los talones, lo que suscitó más risas y grititos nerviosos de las mujeres. La Nancy vino a
taparlo con una toalla y se lo llevó hacia la arena seca. Ella se daba cuenta de que estaba
encendiéndole todos los entusiasmos al gordo y eso la hacía feliz. Hasta entonces los hombres le
habían dejado sólo una sensación de manoseo transitorio, de alientos vinosos, a veces hasta de
pellizcos o mordeduras que ella se hacía pagar bien. El Rigo era distinto. Ella identificaba su rostro
mofletudo, sus olores, iu presencia; sabía que podría hacer lo que quisiera con él. Por ahora le
secaba el pelo. Pero, si se le antojaba, podría usarlo para desquitarse de todos los otros hombres,
maltratándolo, rompiéndolo, matándolo.
En la tarde montaron a caballo. La Nancy, en el anca, le hada cosquillas al gordo, que se afe-
rraba desesperadamente a la montura. Se fueron al paso por la playa mientras el sol se ponía.
Desde una fogata que despedía olores de longaniza quemada les hicieron señas. Había un grupo
enfiestado. Los invitaron a bajarse, a tomar, a corear el guitarreo. La Nancy se entusiasmó y se
puso a bailar como sabía hacerlo en el night club. Un tipo calvo, corpulento y peludo, de grandes
bigotes, estiró la mano y le agarró el poto. El Rigo quiso hacerse el leso, pero entonces el tipo se
puso a bailar, siguiendo los movimientos de la Nancy y cogiéndola por las caderas con sus
enormes manos sobrecargadas de vellos enrulados. El gordo se dio cuenta de que todos lo
miraban, de reojo, en espera de que reaccionara. No le quedó otra que pararse, vacilante, con las
piernas dormidas y la guardia baja.
—Córtela, amigo —dijo con el hilo de su voz aflautada.
El pelado lo ignoró. El Rigo lo tomó por el hombro. El otro se dio media vuelta y de un empujón
lo tiró al suelo. Trastabillando, el gordo volvió a la carga, blando, indefenso. Entonces el calvo le
aforró en las narices y volvió a botarlo, ahora con la cara hecha una sopa de sangre. Después se le
tiró encima y empezó a pegarle en el suelo. Los del grupo se tiraron también sobre ellos para
separarlos, y los cabros chicos hicieron otro tanto por pura diversión. Por fin se desgranó el racimo
y el Rigo emergió, medio ahogado, sangrante, pegajoso, lleno de arena. Mientras tanto la Nancy
seguía bailando y ahora todos la celebraban, hasta las mujeres gordas y drenadas, hasta los niños
sin dientes.
Cuando el Rigo pudo levantar cabeza, el pelado, entre risas, le dio la mano, se la estrujó hasta
hacérsela crujir y le ofreció la botella de grapa de la que él estaba tomando.
—Amigos —fue todo lo que dijo.
La Nancy, que bailaba en calzones y sostenes, tropezó con un quiltro que ladraba excitado a su
alrededor y fue a caer entre los hombres, que le corrieron mano a su regalado gusto. Después todos
celebraron con un vino suelto que se distribuyó en tazas desorejadas y en jarros de aluminio.
Serían las dos de la mañana cuando el Rigo, a gatas, se puso a buscar el caballo. El pingo
había arrancado de los chiquillos que lo asediaban. El guatón, dándolo por perdido, estalló en un
llanto patético y después en vómitos biliosos que lo dejaron ácido, seco, vacío. La cabeza le pesaba
como una bola de plomo que al moverse golpeaba las paredes del cráneo. Lleno de temblores fue a
despertar a la Nancy, que dormía tirada entre los hombres. Ella lo recibió con una sarta de insultos,
pero accedió a pararse.
Otra vez caminaron por la playa hacia Cartagena, pero ésta fue una peregrinación triste. Las
farras se habían terminado y la ciudad se veía apagada y mustia. La gente regresaba a sus toldos
en grupos dispersos, apuntalándose unos con otros; parecían los restos de un ejército derrotado
por la noche.
La Nancy no paraba de delirar, de combatir contra hombres fantasmales que le habían arre-
batado lo mejor de su vida, maldecía una y otra vez su puta suerte y terminaba echándole la culpa
de todo al Rigo.
SIETE
¡Pobres chiquillos! A duras penas llegaron hasta la costanera y aún avanzaron un buen trecho
afirmándose en las barandas. Pero una ola estalló contra ellas y el Rigo cayó pesadamente. Sin
dejar de insultarlo, la Nancy lo tironeó para levantarlo, pero terminó cayéndose encima de él. La
gente hizo una rueda para contemplar el espectáculo de esa pareja desamparada. Nadie se atrevía
a acercárseles, para no ponerse al alcance de los improperios de la Nancy ni del líquido amarillento
que fluía por las comisuras del Rigo, hasta que unos mochileros volados decidieron que lo que al
gordo le hacía falta era un trago, y le enchufaron una botella de ron barato en la boca, con lo que
estuvieron a punto de ahogarlo. El Rigo quedó encogido, lleno de toses y espasmos. En eso llegó el
radiopatrullas, dispersó a los mirones y cargó al Rigo y a la Nancy.
Esa madrugada ella esperó temblando en los pasillos del hospital. Era la hora en que apagaban
las luces fluorescentes y todo parecía incierto: las siluetas almidonadas, los aseadores demacra-
dos, las mamparas batientes que al entreabrirse dejaban ver más pasillos, otras salas, espacios in-
terminables. En algún lugar de esos recintos brumosos debían tener al Rigo.
Sólo al final de la tarde se lo entregaron. Estaba limpio de todas las sensaciones que ella le
inoculara. Lo manguerearon por dentro, le barrieron de los intestinos hasta los últimos restos del
vino, pero ella estaba dispuesta a ensuciarlo de nuevo.
La visita de las viejas damas le pareció parte de una confabulación tramada con la complicidad
del hospital para quitarle al Rigo, para meterle mangueras por el poto y a lo mejor convertirlo en
maricón, o tal vez para devolverlo a su antiguo estado de asepsia.
El día después de la retirada de las viejas, el cielo se oscureció y desde el mar se puso a soplar
un viento persistente que trajo nieblas cerradas y lloviznas. Los habitantes de los toldos empezaron
la evacuación. Caravanas de micros, taxis y utilitarios llegaban a llevárselos.
Cartagena era como una ciudad amenazada por bombardeos.
Los boliches y las fritanguerías apagaron sus cocinas para entrar en estado de hibernación. Los
vendedores ambulantes partieron en busca de otras aglomeraciones. Los anuncios de acrílico se
fueron chorreando con el moho de sus propios marcos metálicos. Las residenciales y las casas,
con las ventanas tapiadas y aseguradas con pernos, parecían los mausoleos del verano.
El Rigo lo pasó bien esos últimos días. No se levantaba más que para ir al baño. Se había pues-
to contemplativo. Dejaba pasar la vida. Le gustaba ese cuartucho separado del resto de la casa por
una precaria cortina de sacos cosidos. Recuperaba la sensación íntima del escondite cuando tiraba
ahí con la Nancy, escuchando las voces de los hombres que jugaban a la brisca y el ajetreo de las
mujeres y los niños que hacían preparativos para mandarse cambiar.
Cartagena estaba ya casi desierta cuando la Nancy decidió que debían irse. Sacó al Rigo de la
cama y lo vistió. No tenían adonde llegar, pero ella quería ponerse en movimiento porque sos-
pechaba que las viejas o los funcionarios del hospital podían hacer otro intento de apoderarse del
gordo. Además, no era bueno quedarse en un lugar del que se iba todo el mundo. Un instinto de
ave migratoria le indicaba que había llegado la hora de emprender el vuelo.
Ese día se fueron las nieblas y el sol volvió a brillar. Las comidas y el vino de los adióses
demoraron hasta la noche. Los de la casa trataron de convencerlos de que se quedaran hasta la
mañana siguiente, pero la Nancy insistió en irse.
Se había levantado una magnífica luna llena y debajo de su luz azulada el balneario adquirió
aspecto de escenografía de película en blanco y negro. Los viejos palacetes, denigrados a la ca-
tegoría de pensiones, recuperaron su prosapia celeste. Hasta el canal de desagüe del alcantarillado
se veía así, lleno de luna, romántico, como un Danubio en miniatura. Persistía, eso sí, el olor de las
fermentaciones de basuras y una última cumbia resonaba en la costanera vacía.
La noche estaba tibia. Ellos dos bajaron a la playa chica para meter los pies al agua por última
vez. El Rigo se sacó los zapatos y caminó por la arena repleta de desperdicios. La Nancy lo vio
alejarse. Notó que no dejaba huellas en el suelo. Su silueta gordiflona fue cobrando una textura fan-
tasmal. Entonces se acentuaron las aprensiones de ella. Sintió que el Rigo podría escurrírsele,
desaparecer o simplemente irse, dejándola ahí, botada. Ya no podía controlarlo a su antojo. Sí, a lo
mejor, después de todo, el gordo iba a hacer lo de todos los hombres, irse satisfecho, más que
satisfecho, aburrido de ella, después de haberla gozado hasta el hartazgo.
La Nancy se desnudó para bañarse con esa luz lechosa. Después se soltó el pelo, levantó la
cabeza y miró cara a cara a la luna deslumbrante, como para conseguir su aprobación o su
complicidad de vieja deidad femenina. Entonces tomó, de entre las basuras, una de esas botellas
desechables de dos o más litros y la fue llenando con arena.
El Rigo seguía avanzando hacia el mar. Pasó entre un grupo de gaviotas y le extrañó que no
volaran. Cuando se agachó a investigar qué era lo que ocurría, comprobó que estaban muertas. Un
buen trecho de la playa estaba convertido en cementerio de gaviotas, cormoranes y alcatraces.
Caminó cuidando de no pisar los cuerpos, hasta que pudo poner los pies en el agua. Se quedó ahí,
contemplando como la espuma circulaba alrededor de sus tobillos y luego subía hasta las
pantorrillas y le mojaba el pantalón arremangado. La Nancy se acercó por detrás cargando la
botella pesadísima. El no la oyó venir. Tampoco advirtió su sombra ligera en la que destacaba como
una mancha más oscura el garrote contundente. Ni siquiera sintió el botellazo de acrílico que lo tiró
boca abajo contra el mar que fluía y refluía, ni el frío que fue llenando su cuerpo que se balanceaba
entre los cadáveres de los pájaros y los cuerpos sin vida de las gaseosas, entre los pañales
desechados, las cáscaras y los envoltorios que se le iban adhiriendo como la rémora del verano.
DARÍO OSES nació en Santiago de Chile en 1949. Estudió Periodismo en la Universidad de Chile. Sus cuentos
han sido incluidos en Antología del cuento chileno contemporáneo (1985) y Antología del cuento chileno
(1986).