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El Profesor Miss Red

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EL

PROFESOR
¿Quieres adentrarte en su mundo?

Miss Red
Copyright © 2023 Miss Red
© Del texto: Miss Red
© Diseño de portada: @ale_graphic5

Todos los derechos reservados.

Esta novela refleja contenido adulto. La autora no se responsabiliza del


efecto producido en el lector, el lector leerá bajo su responsabilidad.

Ver el booktrailer de la novela El Profesor aquí


A mí misma
Por seguir adelante, a pesar de sentir que aquella luz al final del túnel era
solamente un mito
CONTENIDO
PRÓLOGO
DE VUELTA A HARVARD
EL PROFESOR WOODS,
UN DIOS GRIEGO
LA NUEVA ASISTENTE
ME GUSTAN LAS COSAS BIEN HECHAS
PARA MÍ NO EXISTE
EL AMOR
SOY UN DEPREDADOR
¡PAGARÁ POR ESTO!
ÉL Y YO
EROTAS
¡QUIERO LA VERDAD!
ALGO PARA RECORDAR
UNA PAREJA DEMENCIAL
DIFERENTE
AZUL OCÉANO
JUEGO PERVERSO
FUEGO
EN MEDIO DE LA NOCHE
WATERMELON SUGAR
OBJETO DE LA MALA SUERTE
CUANDO DIGO TODAS, ES TODAS
RECUERDOS QUE DUELEN
¿TE ATREVES A COMETER UNA LOCURA?
ALEXITIMIA
OLIMPO, CÓDIGO: ARES
A 13.000 METROS
JUGANDO CON EL
DEMONIO
LA PIEZA QUE FALTABA
¡QUEDAS ADVERTIDA!
TE PERDÍ
MÁS QUE IMPOSIBLE
FIESTA CON SORPRESAS
CUENTO DE HADAS
AGRADECIMIENTOS
ACERCA DEL AUTOR
PRÓLOGO

Mi «yo del presente»


Me llamo Aylin (o Lyn, como me dice cariñosamente mi mejor amiga,
Berta). Mi nombre fue idea de mi madre, fiel admiradora de las series turcas
y de los nombres con dicho origen. Ahora bien, no supo aclararme su
significado, con lo cual, lo busqué en Internet. ¿Cuál fue el resultado?
Juzgando por la primera entrada en Google, Aylin significa «transparente»
o «clara». En cierto modo, en aquel momento me sentí identificada con la
elección de mi madre, pero será tiempo después que descubriré que mi
propio nombre me viene como anillo al dedo.
También fue aquella rubia de constitución robusta y rasgos dulces la que
me inculcó desde muy pequeña estudiar en el lugar donde todo es posible,
repitiéndome continuamente que mi misión en la vida era saborear el
«Santo Grial» de las universidades de un país con más de 331 millones de
habitantes, como lo es Estados Unidos. Brevemente dicho, tenía que ser
parte sí o sí del sitio que representaría un seguro de vida para mi futuro y el
cual me abriría todas las puertas del universo: la prestigiosa universidad de
Harvard. Y aquí me encuentro, estudiando el segundo curso de Economía y
Finanzas en la Facultad de Negocios de Harvard, soñando con los ojos
abiertos sobre llegar a ser una importante agente financiera y broker en
Wall Street.
Sin embargo, Harvard es un arma de doble filo. Ser parte de sus
prominentes alumnos supone no tener mucho tiempo libre, y eso implica
chicos y diversión cero para algunas, pero no para mí. Yo simplemente no
estoy interesada en la diversión y en los chicos, que es diferente. Bajo mi
punto de vista, todos son unos pijos inmaduros que parecen niños grandes,
aun teniendo la mayoría de edad. Solamente quieren llevarte a la cama sin
asumir ninguna responsabilidad, y eso hace que ninguno sea lo
suficientemente competente para mí.
¿Seré demasiado exigente?
En el fondo, aunque suene muy tradicional y anticuado, estoy en busca de
un príncipe azul. Un hombre con el que pierda mi virginidad, que me
respete y que me ame. Un hombre que me pida matrimonio arrodillado
(¡Me encanta eso cada vez que lo veo en las películas!), y con un bonito
anillo incluido. Uno que me diga que soy la mujer de su vida y que desearía
con todas sus fuerzas hacerse mayor a mi lado. Confieso que muchas veces
me imagino a alguien con rostro borroso esperándome en el altar mientras
de fondo resuena esa canción tan adorable que reproducen en la iglesia en
todas las bodas.
Así es. Deseo casarme y compartir mi vida con un hombre que sea
inteligente, noble y cariñoso, pero también atractivo y deportista. No creo
que pida demasiado, además hoy en día, en la sociedad tecnológica y virtual
en la que vivimos, está muy de moda cuidarse e ir al gimnasio. Yo misma
salgo a correr todas las noches e intento no fallar ni un solo día, aunque
llueva o truene.
¡Ojalá conozca pronto al hombre de mis sueños!

Mi «yo del futuro» hablándole a mi «yo del presente»:


Aylin, ¡sigue soñando despierta!
Tras realizar un inventario exhaustivo de todos los puntos que habías
incluido en el perfecto plan de tu vida, voy a recapitular: quieres estudiar
(muy bien), ser famosa en el mundo de los negocios (bien, aunque te va a
costar más de lo que piensas), sin chicos (no), sin sexo(¡no!), sin diversión
(¡noooo!).
¿De verdad pensaste en todas esas cursilerías?
¡Los príncipes azules no existen! Además, hoy en día ser virgen está
infravalorado y no te voy a engañar: una vez que pierdas la virginidad, no
habrá vuelta atrás, y eso ya lo comprobarás cuando él entre en tu vida.
¿Un hombre que te respete y te ame? Ilusiones. Seguro que existen
hombres que aman y respetan, pero tú no has tenido la suerte de dar con
uno así, muy a mi pesar. Y también al tuyo.
¿Qué te pida matrimonio? Pamplinas de niña enamoradiza. La mayoría de
los hombres no desean casarse y eso lo deberás asumir con el tiempo.
Siento decirte, pero esa mayoría lo incluye a él; él, que solamente busca el
placer y la dominación. El morbo, la lascivia, el sometimiento, la
capitulación, las sensaciones poderosas.
¿Cómo te va a decir que eres la mujer de su vida? Aquel hombre que será
tu profesor está rodeado de un ejército de mujeres versadas, bastante
experimentadas y las cuales se asemejan a aquellas impecables modelos que
parecen salidas de una pasarela de la Fashion Week. Unas perfectas diosas.
Y esa música ridícula de la iglesia, ¡quítala de la lista! Está bastante
pasada de moda, vivimos en el siglo 21, ¡por Dios!
A modo de resumen y, desafortunadamente para las dos, los únicos
requisitos que cumplen tus expectativas son que sea atractivo y deportista.
En realidad, «ser atractivo», dicho tal cual, queda más que escueto. El
profesor Brian Alexander Woods es celestial, tanto que juraría que ha caído
del mismísimo cielo. Y eso se define en: sumamente y exorbitantemente
atractivo, tentador y adictivo. Pero también es un capullo vicioso y
arrogante, y eso se define en: extremadamente mujeriego, obstinado, oscuro
y depravado. Y como si eso fuera poco... ¡está casado!
No me quiero imaginar tu cara en este momento, Aylin Vega.
Niña tonta… ¡los cuentos de hadas NO EXISTEN!
CAPÍTULO 1
DE VUELTA A HARVARD

Dejo caer mi mirada a través del cristal mientras me dispongo a tirar de las
cortinas para cubrir las pequeñas ventanas, sin apartar la vista de aquel halo
de luz que reina en medio del cielo oscuro, rodeado de unos puntos
centelleantes. Siempre me ha intrigado el lado misterioso de la luna, tan
persistente en velar por nosotros y alumbrarnos cada noche, desprendiendo
pura energía renovadora, la cual, sin duda alguna, nos incita a quedarnos
dormidos.
Sonrío un tanto contenta y relajada y me doy la vuelta en la cama,
preguntándome cómo irá este nuevo curso. Casi al instante me respondo a
mí misma y me guiño el ojo mentalmente, como diciendo: «¡Genial! Irá
genial».
Agarro la bolsa de palomitas de maíz acarameladas de tamaño XXL que
he depositado en la mesita minutos atrás, y enumero la lista de objetivos
que me he fijado para este nuevo comienzo, ya que no sería yo sin dicha
lista.
Leo.
Objetivos Segundo Año:
1. Seguir siendo una de las mejores alumnas de nuestra promoción.
Eso significa que debo hincar los codos como nunca y no dejarme
intimidar por aquellos rumores que dicen que el segundo curso es más
difícil que el primero.
2. Participar en mi primera maratón y materializar en algo motivador mis
intentos fallidos de atletismo.
Salir a correr todas las noches es maravilloso, para mi cuerpo y para mi
mente, pero poder correr para ayudar a alguna ONG sería perfecto. Es lo
que necesito.
3. Conseguir realizar mis prácticas en una agencia financiera de
renombre, y eso significa que nadie me podrá superar. Llegados hasta aquí,
volvemos al punto 1.
4. Perder la virginidad antes de cumplir los veinte.
El punto más importante para Bert. Ella se muestra muy optimista, sin
embargo, yo lo veo complicado. Queda poco para mi cumpleaños y,
sinceramente, no creo en los milagros. Ese príncipe azul no se me cruzará
en el camino en menos de un mes.
Carraspeo con suma confusión y suavemente ruborizada cuando me doy
cuenta de que estoy puesta contra la pared ante las insistencias de mi mejor
amiga, Bert. ¡Maldito el momento en el que le confesé que sigo igual de
virgen que una niña de diez años!
Le doy un sorbo contundente al enorme vaso de Coca Cola con cierto
nerviosismo, mientras que vuelvo a dejar caer mi vista sobre la pequeña
pantalla que se encuentra enfrente de nuestras camas individuales,
intentando disfrutar de una película de Netflix con mi amiga y compañera
de habitación.
Ambas nos estamos quedando en una residencia estudiantil en el Campus
Universitario de Harvard Business School y acabamos de llegar a Boston.
Hemos acomodado nuestras cosas en el armario, estanterías y baño minutos
atrás y lo cierto es que ahora mismo somos presas de la euforia que supone
la vuelta a la universidad. Berta más que yo, hasta hace media hora no
hemos parado de charlar sobre distintos temas, nada nuevo por estas fechas.
Llevamos más de tres semanas sin vernos y cada vez que Berta y yo nos
juntamos, podemos invertir horas en hablar sin respirar, hasta que se nos
seca la boca, la cual después hidratamos con un capuchino recién hecho, el
favorito de mi amiga.
Y hoy en concreto tenemos muchas cosas que contarnos después de las
largas vacaciones de verano.
—Estoy segura de que se enamorarán —comento mientras observamos
intrigadas «Tácticas en el amor» y ya veo corazones en la pantalla.
No tengo ni la más remota idea de quiénes son los actores protagonistas y
lo único que sé es que la película es turca. Se me ocurre que en este aspecto
me parezco a mi madre.
—¡No! —contesta esta irritada y, de repente, me lanza unas palomitas—.
Estos dos lo que necesitan es un buen polvo, ¿no ves que están a un paso de
irse a la cama, pero no se atreven?
—¡Pues yo opino otra cosa! —Pongo una mueca—. Opino que con darse
un beso lo solucionarían todo.
—Lyn, ¡olvídate de los besos! —Oigo algo parecido a un chillido
espontáneo—. El sexo mueve al mundo, igual que el dinero —explica
deprisa mi amiga Roberta Monticelli, italiana de nacimiento y poseedora de
un máster en el acto sexual o «polvo».
Según ella, ha estado ya con más de diez chicos, pero ninguno le ha
convencido lo suficiente como para hacerle caso.
Alzo una ceja y examino la seriedad de su descabellada respuesta, hasta
dirías que lo que acaba de afirmar es que «hay mucha pobreza en el
mundo», y no precisamente que «el sexo mueve el mundo».
—Berta, ¡no me jodas! —Yo también le lanzo unas cuantas palomitas,
puesto que ya me están irritando sus comentarios.
—¡Auchhhh!
—¡Y no te quejes! —continúo con una rudeza fingida—. Tienes suerte de
que no te tire la Coca Cola encima. Bert, ¿desde cuándo te has vuelto tan
poco sensible?
Mi amiga rueda los ojos y sus labios se tuercen en una maliciosa sonrisa.
—Desde que he experimentado la cosa tan maravillosa que les cuelga a
los hombres entre las piernas. —Le sale una risa mientras mira el techo y se
estira perezosa—. ¡Ah! Y desde que me he dado cuenta de que a los chicos
no les molan demasiado las chicas cursis.
—¿Quieres decir que soy cursi? —pregunto molesta y me levanto, a la vez
que agarro el vaso de Coca Cola de un modo amenazante.
Mi amiga se empieza a reír sonoramente y agranda aquellos ojos verdes
tan bonitos, bastante sorprendida por lo que iba a hacer.
—Bueno... ¡cursi, cursi no! —aclara deprisa, deslumbrándome con su
sinceridad y desfachatez—. Pero sí, estás rozando ser una pava, ya sabes, de
aquellas que van todos los domingos a la iglesia y esperan a su hombre
ideal.
En algunos aspectos confieso que tiene razón, pero me niego a
reconocerlo delante de ella.
—¡Para ya! —levanto el tono y le sonrío con una frustración evidente—.
Como sigas, no te volveré a dar mis apuntes de Marketing.
—¡Noooo! ¡Eso no, Lyn! —brama verdaderamente asustada y mi cara
dibuja una sonrisa.
Sabía que este sería su punto débil, todos conocemos las ganas de estudiar
de Roberta.
—Vale, voy a parar —recula y arruga la nariz—. Pero que sepas que lo
estoy diciendo para ayudarte.
—¿Diciéndome que soy cursi? —Me hago la ofendida.
—Ya en serio… —empieza y yo pongo los ojos en blanco—. Debes
probarlo, Lyn. ¡Ya está bien! Te falta poco para cumplir los veinte.
¡Por Dios!
—¿Qué narices le pasa a todo el mundo? —La fijo con mi mirada y aleteo
las manos—. Hoy en día parece que ser virgen es peor que la peste.
—¡Y lo es! —afirma Berta con rapidez—. ¡Cariño, no sabes lo que te
pierdes! ¿Y si te mueres mañana?
Se me acerca con dulzura. Bert es así: puede ser una rebelde en un
momento y un osito de peluche al minuto siguiente.
—¡No seas tan dramática! —Me sale una carcajada sin querer, al ser
consciente de que mi amiga es una drama queen en toda regla.
—¿Dramática yo?
Se señala con la punta de su dedo y esboza un gesto inocente en su rostro
angelical.
«¡Genial!», pienso angustiada.
Ahora mismo me siento identificada con la típica oveja negra
precisamente porque no soy igual que las demás jóvenes de mi edad.
Aunque en el fondo me dé igual, no dejo de ser muy consciente de que
seguramente sea una de las pocas, sino la única joven de Harvard que
todavía no ha conocido a un hombre sexualmente hablando. Hubo cosas
con mis ex rollos, como por ejemplo besos y caricias, solo que lo extraño de
todo es que siempre que sobrepasamos eso, me entra el pánico y no soy
capaz de seguir adelante. No sé por qué siento una «antipatía» hacia ese
tipo de acercamiento —o más bien me niego a recordarlo—. ¿Será que no
me he enamorado nunca y no me siento preparada?
—Bert, vamos a dormir, mañana tenemos clases muy temprano —le ruego
verdaderamente cansada—. Es el primer día.
—Bjuaaaaa... ni me lo recuerdes. —Se queja—. ¡Joder, qué pocas ganas
tengo! No sé en qué momento decidí estudiar en la universidad —sigue
hablando con desazón mientras apaga la televisión.
—Mañana terminamos de ver la peli, ¿vale?
—Sí —afirma desganada—. ¿Qué clase tenemos a primera?
—No estoy muy segura, pero creo que.... —digo mientras me pongo de
pie y miro el horario de la universidad—. Finanzas.
—¡Ahhhhhhhh! —exclama y da un brinco inesperado en la cama,
provocándome un susto—. Lyn, ¿te has enterado de que el Señor Pembroke
ya no nos dará clases este curso?
—¿Y por qué? —pregunto con interés mientras me aseguro de fijar la
alarma en mi móvil.
La miro curiosa, Berta es la que siempre me informa de todo.
—Porque se ha prejubilado. Y confieso que, aunque le tenga mucho
aprecio a nuestro profe Pembroke, no me puedo quejar del cambio. —Se
empieza a frotar las manos y sonríe maliciosamente.
—¿A qué te refieres?
Me tumbo en la cama y me vuelvo de lado, sin dejar de mirar a mi amiga,
que se encuentra en otra cama individual, a dos metros de mí. Esta
permanece bocabajo y se sujeta en sus antebrazos. Su pelo rubio platino
brilla muy bonito en la oscuridad de la habitación.
—¡No es posible que no lo sepas!
Suspiro. Berta y sus novedades. Sin lugar a duda, mi amiga debería
escribir un blog con todos los cotilleos de Harvard. No dudo ni por un
instante que se volvería famosa debido a la gran cantidad de noticias que
conoce, tanto de alumnos, como de profesores. Conoce hasta los «pequeños
secretos» del personal de limpieza de nuestra facultad.
—¿De verdad no lo sabes?
—¿Qué? —inquiero impaciente.
—¡Que nos dará clases ni más ni menos que el ilustre profesor Brian
Alexander Woods!
«Brian Alexander Woods»
Hago una mueca y aprieto los párpados cuando me doy cuenta de que, al
pronunciar su nombre, mi amiga lo hace de una manera muy peculiar:
espaciado, altivo y con esa sonrisa maquiavélica y lasciva.
—¿Y quién narices es?
—¡Lyn! —suelta un inesperado grito—. ¡Es el tío más hot que he visto en
mi vida! —Se pone de lado y se sujeta en un codo, preparada para hablar—.
¡Dios, Lyn! El profesor Woods es….
—¡Bert! —Detengo su tan familiar avalancha de información—. ¡No!
Mejor no me digas nada —niego y bostezo—. Mira la hora que es y sé que
te vas a pasar con las explicaciones y me contarás toda la vida de aquel
profesor.
Frunzo el ceño.
—¡Pero debes enterarte de quién es!
—Vaaaaale. —Asiento—. Pero mañana. Mañana me lo cuentas mientras
desayunamos, ¿OK?
Me dejo caer sobre el colchón, fingiendo que estoy exhausta, aun no
siendo del todo mentira.
—¡Qué sosa! —Me acusa molesta y gira su cabeza hacia la pared.
—Buenas noches, loca.
—Buenas noches, santurrona.
Sonrío. Es su forma de molestarme.
—Me alegro que estemos de vuelta —añado y la miro con ternura.
—Yo también, cari.
Me devuelve la mirada de un modo cariñoso, me guiña el ojo, y después…
silencio.
Nos quedamos dormidas al instante. El día ha resultado demasiado
ajetreado con la mudanza y me encuentro sumamente cansada y, a decir
verdad, con muy pocas ganas de empezar el curso.
Durante la noche sueño con varias cosas, como por ejemplo todos los
acontecimientos del verano, con mi trabajo temporal en la pizzería más
conocida de Long Island, con mis padres y también con mi peludo, mi perro
Don. Pero también sueño con que el día de mañana me convertiré en una
gran inversora en bolsas.
Es muy común que en mis sueños me visualice a mí misma llevando un
elegante traje de oficina, de aquellos que consisten en una falda lápiz y una
chaqueta refinada. Casi siempre es lo mismo: camino alegre y con prisas,
taconeando por Wall Street y dirigiéndome a un gran despacho situado en la
mejor agencia financiera del condado.
También sueño con que tendré renombre en el mercado bursátil y que
ganaré una fortuna.
«Aylin Vega, la prestigiosa broker de Massachusetts»
¿Aspiro a demasiado?
Puede ser.
A veces pienso que me ocurra lo mismo que con el género masculino,
aunque en realidad no debería culparme por tener expectativas altas en mi
vida. Y, por el otro lado, es posible que no aspire a tanto, solo a lo que me
merezco y anhelo.
Y después de contaros este pequeño secreto, adivináis cuál es mi película
favorita, ¿verdad?
El Lobo de Wall Street, sin duda. Pero con un final diferente. Un final
feliz.
Sonrío.
CAPÍTULO 2
EL PROFESOR WOODS,
UN DIOS GRIEGO
Los rayos de la luz cegadora de la mañana invaden la habitación a través de
la fina tela de las cortinas. El murmullo del flujo de estudiantes del campus
se oye con nitidez y sería imposible para cualquier mortal seguir en la
cama. Esto de despertarse el primer día del curso no es precisamente mi
fuerte después de un largo verano, por lo tanto, me estiro con pereza. A
continuación, me pregunto cuánto quedará hasta que el despertador haga
acto de presencia.
Extiendo la mano hacia la mesita de noche y veo que quedan solamente
cinco minutos hasta la hora fijada. Siempre me ocurre lo mismo, despierto
antes de que el despertador lo haga, aunque luego no me lleve muy bien con
la puntualidad.
Tras aquellas típicas cosas rutinarias de por la mañana, tipo cepillarte los
dientes y manchar el lavabo entero, entrar en el servicio al menos dos veces
e ir con prisas porque se te están quemando las tostadas, consigo alistarme y
saltar encima de Bert, que todavía sigue en la cama. No muy inusual por su
parte.
—Bert —la llamo y la fijo con mi vista—. ¡Se te van a enfriar las
tostadas!
Mi amiga está lascivamente tendida sobre la cama, con la fresca sábana
tapándole hasta las orejas e incluso me da la impresión de que está inmersa
en un sueño placentero.
—¡Berta! —insisto y me inclino sobre ella—. Es la hora.
Me froto los ojos y tiro de la sábana, odiándola con amor porque a veces
me parezca más a su madre que a su amiga y compañera de habitación.
—Uffff… —Se queja—. ¡Voy ya! —articula con voz borracha y casi
derrumba el despertador que yace en la mesita que hay en medio de
nuestras camas.
No me sorprende cuando veo que vuelve a taparse con la dichosa sábana
hasta la coronilla.
—Es temprano, unos minutos más… —Suspira.
Pongo los ojos en blanco. Ya empezamos.
—¿Cómo que temprano?¡Te estoy llamando por enésima vez! —Le
regaño—. No creo que quieras empezar el primer día tardando.
Tras soltarle mi discurso de chica responsable y puntual —lo soy más que
ella—, me alejo hacia la diminuta cocina, a solo dos pasos. Nuestro
apartamento del campus es básicamente una habitación con un rincón que
es lo más parecido a una cocina, amplios armarios y un cuarto de baño.
Nada espectacular, de hecho, lo más asequible que pudimos reservar.
—Vale, ¡tú ganas! —dice dormida y, tras dignarse en levantarse, se me
acerca bostezando.
Roberta se sienta en la mesa con cara adormecida y cabello revuelto,
mueve su silla para colocarse a mi lado y me mira extrañada desde los pies
a la cabeza.
—Dios mío Lyn, ¡estás hasta vestida y todo! —Mueve la cucharilla en su
taza de capuchino.
—¿Qué quieres, que espere el fin del mundo para vestirme? —contesto
con brusquedad, mientras le doy un sorbo a mi café con leche fría —.
Queda nada más que media hora para que empiecen las clases.
—Pero si tardamos menos de cinco minutos, ¡la universidad está
enfrente! —Frunce el ceño cuando muerde su tostada, previamente
preparada por mí.
—¡Date prisa, porfis! Todavía te queda vestirte. —Le recuerdo.
«¡Dios mío, dame paciencia!», pienso atacada.
Me podría dar las gracias, al menos. El carácter de Berta por la mañana
hace que me entren unas terribles ganas de patearle ese trasero tan bonito
que tiene. Aun así, me muerdo la lengua y permanezco callada por tal de no
fastidiarla a primera hora de la mañana. No cabe duda de que necesito
conservar mis energías para lo que me venga encima con las nuevas clases,
que no es poco.
—¡Vaya! Pues sí que te ves guapa —resalta con amabilidad al cabo de
unos minutos—. Me recuerdas a mi sueño de anoche.
Bert ha vuelto ya. Menos mal. Sigue tomando su desayuno y observo que
analiza mi ajustado vestido negro de manga corta en un modo extraño. Hoy
visto una prenda cómoda, de cuello redondo y que, en realidad, parece más
bien una camiseta más larga de lo normal, que un vestido.
—¿Qué sueño?
—Ragazza…
Me mira con fijeza mientras reflexiona sobre algo y después me grita
entusiasmada.
—Creo que… ¡ya lo tengo!
—¿El qué? —pregunto embobada y le doy otro sorbo a mi taza de café.
—¡El concurso de moda de Vogue! —Posa su mirada en el techo, inmersa
en la ensoñación—. ¡Creo que ya tengo la temática del desfile!
—¡Ohhh! —Aplaudo con suavidad— ¡Qué bien, cariño! Y hablando de la
ropa… —La miro suspicaz—. ¿Tienes ya la ropa preparada?
—¡Cazzo! —Abre los ojos como platos—. No… ¡Y no sé qué me voy a
poner!
Por mi parte, frunzo la nariz y reprimo mis ganas de matarla cuando oigo
su típica expresión italiana, expresión que usa más que cualquier otra. Y sí,
la usa mucho porque la vida de Berta es un desastre.
—¿Mierda?¡No culpes al universo, Bert! —Le advierto entre divertida y
enojada; acto seguido, me levanto y coloco mi plato y taza en el fregadero
—. ¡Sabías que teníamos clases!
«¡Cazzo!», me susurro a mí misma, siendo consciente de que se me están
pegando sus cosas. Ahora, por su culpa, llegaremos tarde el primer día.
—Tranqui, mi doña Perfecta. ¡Improviso! —dice con una sonrisa y antes
de salir de la cocina, se levanta y me da un beso apretado en la mejilla.
Y sí, Berta aparte de desastre también es adorable de vez en cuando. Solo
de vez en cuando.
—¡No tardes! —indico.
Recojo sus platos también y me dedico a lavarlos, mientras la loca de mi
amiga corre a la habitación disparada, procurando estar lista a tiempo.
Recojo mi bolso y chaqueta, tras unos minutos, después, reviso mi sutil
maquillaje y, finalmente, me paso la mano por mi voluminoso cabello de
color bronce, el cual se me resiste esta mañana y cuyos rizos se tornan
rebeldes.
—¡Pareces una leona! Me encantaría tener tu melena —puntualiza Bert y
golpea mi trasero, juguetona.
Suelto una risita alegre y después salimos de la habitación, pero no antes
de comprobar la hora, intranquila. Constato con alivio que todavía nos
quedan diez minutos y saludo con la mano a unos compañeros a lo lejos,
tras saltar con energía en las escaleras de la residencia y cruzar la calle
Stanford.
—Por cierto, ¡ya me contarás qué te parece el profe Woods! —dice Bert y
arrima más su hombro a mí, lanzándome una mirada pícara, muy propia de
su locura.
—¡Ohhh, Bert, cuando se te mete algo en la cabeza, no hay quién te frene!
—¿Qué?
Pone cara de inocente.
—¡No seas aburrida! —Finge una cara encrespada—. ¡No me digas que
no tienes curiosidad, Santa Lyn!
—¡Bert! —intento aparentar seria, al mismo tiempo que la arrastro detrás
de mí. Sin embargo, mi sutil sonrisa y la manera en la que le aparto la
mirada me delata.
—¡Lo sabía! —Aplaude desenfrenada, pero al mismo tiempo queda
distraída con la imagen de un chico a lo lejos, el cual está aguardando
precisamente en la entrada de la Facultad.
El chico es alto y resulta atractivo, más que nada porque lleva gafas y
parece de los que hincan los codos. Y a mí la inteligencia me resulta
atractiva, pero a mi amiga no tanto. Noto entretenida que el chico está
apretando su carpeta de cuero a su pecho y, cuando alcanza vernos, se baja
las gafas sobre la nariz, sin quitarle el ojo a Bert.
—¡Menudo idiota! —murmura esta cerca de mi oído y lo señala—.
Estuvo detrás de mí todo el verano, y no sé por qué, pero sabía que me
esperaría en la puerta.
—¿Aquel chico que te gustaba?
—Ese mismo, pero ya no me gusta.
—¿Y por qué?
—Es un pedante.
—¿Y por qué te liaste con él entonces?
—Por diversión, ragazza. —Empieza a masticar su chicle y gira la cabeza,
en dirección a los aparcamientos—. Tim ya no es mi objetivo, de hecho…
—¿Qué?
Veo que se detiene discretamente y mira en dirección a un deportivo de
color oscuro, el cual ha aparcado a unos pasos de nosotras.
—...mi objetivo es otro —termina la frase, embobada.
«Su nueva presa», me susurro por dentro, conociéndola.
Esbozo una sonrisa al notarla tan absorta, pero, de repente, siento su
punzante codo en mi costilla.
—¡Míralo! —musita en mi oído como si entrara en un trance—. Está en
cuarto en Derecho y le ha puesto los cuernos a su novia un montón de veces
—habla en voz bajita—. ¿A qué está para comérselo? No me gustan tanto
los morenos, más bien los rubios, pero…
—Pero ¿qué?
Volteo la cabeza, persiguiendo su mano, la cual me señala a un atractivo
chico, que en este momento rodea el cuello de una chavala.
—Él podría servirme para que le vuelva a ponerle los cuernos.
—¡Qué dices, Bert! —La miro como una loca, ya que el chico parece
tener novia.
—¿Qué? —Eleva los hombros y habla con pasotismo—. La tipa seguro
que me daría las gracias y lo mandaría a tomar viento.
—¡Joder! —Le riño y me sale una risita nerviosa cuando veo las agujas
del reloj—. No sé si lo sabes, pero vamos a llegar tarde.
—¡Ahhh! —Tira de mí por el camino pavimentado del campus—. ¡El
profesor! Ragazza, te quedan cinco minutos como mucho para preguntarme
sobre él, es más, ¡sé que lo estás deseando!
Me ruborizo y no sé por qué. Berta es tan exagerada, que de una cosa
normal y corriente como lo es el tener un nuevo profesor, hace una bomba.
Y no es la primera vez. Aun así, elijo seguirle el juego porque
verdaderamente, el sustituto de Pembroke me está despertando el interés.
—¿Es su primer año aquí? —indago curiosa en un suspiro cuando
empezamos a subir las interminables escaleras de la entrada principal de la
Facultad de Negocios.
—¡Qué va! —exclama—. Lleva aquí cuatro o cinco años, tiene diez libros
publicados y terminó su Doctorado en Finanzas y Administración de
Empresas como alumno Summa Cum Laude, aquí mismo —Señala el suelo
con el dedo—, ¡en Harvard!
Quedo impresionada.
—¡Vaya! —Me sorprendo—. Es el máximo título que un alumno puede
conseguir y la verdad es que este hombre tiene pinta de profesional y
estricto.
—¡Y mucho! —añade Berta frenética, mientras me agarra el brazo y
mueve su largo cabello—. Es más, dicen que es muy serio, todos están
acojonados en su clase. Muy serio, muy severo y muy soso.
—Berta, ¿el profesor es mayor? Es que tiene todo el perfil.... —hablo
pensativa.
—¡Nooo! —Casi pega un chillido y saluda coqueta a un grupo de chicos
—. ¿Mayor? Si creo que tiene sobre treinta o treinta y uno. Aunque sí, es
mayor que nosotras.
—Bastante. —Vuelvo a mirar el reloj, jadeando.
—Ay Lyn, ojalá los mayores se parecieran a él.
Lo curioso es que después se lame los labios y pone ojitos. Eso, sin duda,
es una clara señal de que irá a por el nuevo profe —aunque no tan nuevo—.
No hay individuo del sexo opuesto que se le resista a esta rubia loca.
—¡No empieces el curso ligando! —advierto y le pego suavemente con mi
bolso.
—¡Como si pudiera! ¿Sabes lo que significa «inaccesible»? Es decir,
¿«fuera del alcance de los seres humanos»? —Abre los brazos y hace una
mueca—. ¡Encima casado!
—Entonces no me sorprende.
—A mí sí. Sabes igual de bien que yo que aquí hay más de uno casado
hasta las cejas y luego se la monta con las alumnas.
—¡Entremos ya!
Acabamos de ingresar por las amplias puertas de nuestra facultad, con lo
cual la interrumpo. A continuación, caminamos deprisa en los pasillos de la
planta baja, solo que, sin venir a cuento, empiezo a sentir molestias en mi
estómago. Maldigo en silencio haber cambiado mi desayuno, sospecho que
el café me ha sentado mal, o el paté, ya que hoy me ha dado por sustituir
mis tostadas de mantequilla con unas de paté.
¡Mi… ércoles!
—Berta, ahora te alcanzo —comento preocupada—. ¡Voy al servicio!
Presiono mi mano en mi vientre.
—¿Voy contigo?
Corro y miro para atrás, negando con la cabeza.
—No hace falta, me da tiempo. —Miro el reloj—. Quedan cinco minutos
todavía.
Esta asiente con la cabeza.
¡Penoso momento!
Después de terminar con el servicio, me lavo las manos rápidamente y
rezo que el señor Woods no haya llegado antes que yo a nuestra sala de
clase. ¡Oh Dios! Salgo escopeteada del servicio de la planta baja y abro los
ojos cuando agarro el horario de mi bolso y me doy cuenta de que la clase
donde tendremos Finanzas es la B23. Y la B23 está ni más ni menos que…
¡en la segunda jodida planta!
Pienso que no me va a dar tiempo, a no ser que un ser sobrenatural se
apiade de mí y haga un milagro. Aprieto el bolso en mi mano y empiezo a
subir las escaleras vertiginosamente, tras barrer mi alrededor con la mirada
y notar que el ascensor no está disponible.
Empiezo a correr desquiciada hacia la clase, como si me estuviera
persiguiendo una corrida de toros o como cuando pierdes el autobús y lo
intentas alcanzar, aun sabiendo que no servirá de nada. Los tacones de mis
sandalias retumban en el suelo del largo pasillo e incluso choco con una o
dos personas en mi ajetreada carrera hasta la jodida segunda planta.
¡No podría estar más lejos!
Respiro acelerada y miro a todas partes cuando alcanzo la planta. Tras
identificar el aula veo que, curiosamente, la puerta está abierta, y entonces
irrumpo en la sala con el corazón en la garganta, esperando que el profesor
no haya llegado aún. No obstante, mis esperanzas se disipan en un instante,
cuando tropiezo fuertemente con alguien que está en la entrada y el cual no
había visto.
—¡Ahhh! —Me sale un afilado grito, por el susto que me acabo de llevar.
Junto mis manos en mi regazo y quedo petrificada.
Un hombre alto, de tez morena, cabello muy oscuro —demasiado oscuro
— y el cual muestra facciones duras —demasiado duras—, se da la vuelta
más sorprendido que yo. Sus ojos de un negro intenso, tan negro como el
carbono, me fijan sin pestañear. Noto desconcertada y avergonzada que este
aprieta los labios cuando su mirada se cruza con la mía.
¿Está enojado?
Sí, lo está. Y con razón. Comprendo su enojo cuando observo que sujeta
en la mano derecha un vaso de plástico con café, casi vacío. También
alcanzo con la vista una mancha apenas perceptible en su pantalón de traje
oscuro, e incluso una mancha marrón del mencionado café en el suelo.
¿Acaso le he derramado el café?
Quedo atónita y mis mejillas se encienden.
—¿Se puede saber qué hace? —pregunta furioso cuando nota mi bloqueo,
ya que no soy capaz ni siquiera de pestañear.
—Ehhh… ¡perdón! —Tartamudeo—. Yo… no le he visto. ¡Pero déjeme
que lo limpie! —exclamo demasiado avergonzada y, acto seguido, saco un
pañuelo blanco de papel de mi bolso y me lanzo literalmente en dirección a
su pantalón.
Las rodillas me tiemblan mientras limpio la mancha de café,
verdaderamente conmocionada. Froto aquella mancha con mi pañuelo con
mucha dedicación, en el gran intento de arreglarlo todo y disculparme con
el señor Woods.
—Señorita… —Oigo su voz.
Pero es como si no oyera nada a mi alrededor, solamente me inclino más
mientras hablo sin cesar, como un disco rayado.
—Perdón, de verdad no le he visto —puntualizo y muevo mi mano con
rapidez—. Venía con prisa y...
—¡Pare ya! —ordena con rudeza.
¡Ohhh!
Enderezo mi espalda y lo fijo con mi mirada llena de incertidumbre. Este
se aleja de mí con cara desencajada y, a continuación, sus labios dibujan
una fina línea y sus dedos rozan con sutileza la parte húmeda de su
pantalón.
«¡Qué vergüenza!», pienso.
Y como si ya fuera poco lo que me está sucediendo, el rubor en mis
mejillas se intensifica cuando me doy cuenta de que la mancha está en una
zona «peligrosa».
«¡Virgen Santa!»
Solamente falta hacerme una cruz, en cambio, me llevo una mano a la
boca. Respiro acelerada, sin saber dónde meterme y entonces miro en
dirección a la clase. Mala idea, ya que todos mis compañeros me están
analizando divertidos, es más, veo que algunos incluso se están aguantando
la risa.
¿Qué he hecho?
—¿Quién es usted? —Oigo su voz de nuevo.
—Soy... soy alumna. Me toca ahora aquí —balbuceo mientras volteo la
cabeza e identifico a Bert en la gran sala, sentada más o menos en la mitad
del aula.
Cuando redirijo mi vista a él, observo que aprieta la mandíbula, aún sin
moverse del sitio.
—¿Y por qué llega usted tarde? —cuestiona y, de un movimiento brusco,
tira el vaso a la papelera.
Se gira.
—No ha sido por gusto. Tenía una urgencia y...
Me vuelve a fijar con esa dura mirada, como si de un taladro se tratase.
—¿Puede haber una urgencia mayor que su clase? —replica en tono
grave.
—Pues la verdad es que sí...
Froto mis manos inconscientemente y esbozo una sonrisa falsa cuando
Berta me hace una señal con la mano cortándose el cuello, e incluso me la
figuro diciendo: «estás acabada», «c´est fini», «é finita». ¡Carajo! Estoy tan
desquiciada que hasta parece que todos los idiomas se han dado una cita en
mi cabeza.
—Entonces espero que la próxima vez sepa usted elegir bien y estar
segura de cuáles son sus prioridades —responde punzante.
El profesor no se muestra más calmado, todo lo contrario. Mantiene aquel
tono lineal y raudo, a la vez que se toca la perilla, un tanto crecida. Es más,
suena descabellado, pero por un momento me imagino el tacto de su corta
barba. ¿Será áspera? ¿Cómo se sentirá en la piel?
Pestañeo y reflexiono sobre cómo diantres le podría decir que necesitaba
ir al servicio. ¿Acaso hay mayor prioridad que eso?
—Por supuesto —asiento con la cabeza dócilmente y agacho la mirada.
Ahora mismo estoy rezando de que no me eche de la clase, siendo
consciente de que eso supondría un muy mal comienzo de curso.
—Pase —dictamina tras unos tensos momentos—. Y que no vuelva a
ocurrir.
Lleva su mano al cuello y me da la impresión de que se arregla la corbata.
—Gracias.
Me muevo deprisa entre las mesas de la amplia sala y me acerco a mi
amiga que, menos mal, me ha guardado un sitio a su lado. Esta me mira
estupefacta y me señala que me tranquilice.
Un solemne silencio se adueña de nuestra clase.
—Bueno, ya que estamos todos… —Carraspea—. Mi nombre es Brian
Alexander Woods y seré vuestro mentor en Finanzas este curso… —Hace
una breve pausa—, o vuestra mayor pesadilla.
Nos miramos los unos a los otros. A continuación, analizo con más
detenimiento al nuevo —y un tanto cascarrabias—profesor de Finanzas, y
reconozco que Berta tenía razón, aunque sea por una vez en su vida. Brian
Alexander Woods es una persona con una alta dosis de atractivo, de hecho,
como muy pocos hombres que he visto en mi vida. Y aunque aparente tener
menos de treinta años, en realidad unas escasas canas se asoman
entremezcladas con su cabello del color del alquitrán.
¡Vaya, este hombre lo tiene todo oscuro! Salvo la camisa, la cual es
blanca. Y los dientes imagino, aunque no los he visto todavía porque no ha
sonreído ni en una sola ocasión.
Barro con la mirada mi alrededor y me percato de que, aparentemente,
todo el mundo le tiene una especie de «miedo», juzgando por el silencio y
la tensión que se ha adueñado de la clase. Más bien de las féminas, que lo
miran todas embobadas y maravilladas, como si el profesor Woods fuera un
verdadero dios griego. Es más, apuesto que mientras que escuchamos su
rudo y amenazante discurso de cómo hará de nuestra vida un infierno este
curso, hay más de unas bragas mojadas.
¡Y no sería para menos!
Suspiro encandilada y sin poder mentir y negar que el profesor es
realmente imponente. Para mi sorpresa, vuelvo a escanearlo con interés. La
chaqueta del traje negro resalta sus brazos robustos y la postura que está
teniendo ahora mismo mientras habla con seriedad —Se encuentra de
brazos cruzados—, podría ser el detonante del orgasmo de cualquier mujer.
O chica. O adolescente.
Casi no respiro y me estoy dando cuenta de que, efectivamente, el
profesor Woods tiene ese efecto. Un efecto tan intenso y descabellado que
hasta yo me he quedado bloqueada y con la boca abierta, aunque por suerte
no tan atontada como las demás.
—¡Ragazza, has sido muy cómica! —murmura Bert en mi oído, casi
llevándome un susto—. Pero esto te pasará factura, te lo advierto. Woods no
deja pasar ni una.
—¿Ah no?
—No, tenlo claro. Todos lo conocen aquí.
Menos yo.
—Pues que me castigue —susurro de vuelta, intentando hacer un chiste y
así relajarme.
—¡Chica mala! —Bert ahoga una impetuosa risa—. ¿Nos puede castigar a
las dos?
Por mi parte, en cambio, es como si no la escuchara. Mi atención está
totalmente centrada en las explicaciones del profesor de Finanzas. Es más,
me siento tan descolocada por lo que acaba de ocurrir, que incluso me da
cierto morbo imaginar al profesor con un cinturón en la mano, preparado
para castigarme por haber estropeado su impecable traje. O también lo
podría hacer con una regla de madera, no me importaría mucho. Agito la
cabeza instantáneamente bruscamente, invadida por la culpa.
«Pero ¡qué estoy diciendo!», me mortifico.
Me llevo las manos a la frente y me sonrojo vertiginosamente, a la vez que
me impongo que estos pensamientos impuros deben desaparecer de mi
mente.
—Después de una breve síntesis de lo que trata nuestra asignatura y cómo
voy a enfocar los criterios de evaluación este curso, damos paso a una
prueba que tengo preparada para hoy y en la que ustedes tendrán la
oportunidad de sorprenderme —explica.
—Profesor, ¿contará nota?
—Sí.
—Pues en general el primer examen no cuenta —continúa hablando un
chico de cabello rizado, con porte de rapero y el cual queda parcialmente
oculto por una gorra.
—En general —replica y da unos pasos hacia la primera fila—. Aquí
estamos en Finanzas y tengo grandes expectativas de ustedes. ¡Y quítese
esa gorra o salga usted de la sala! —le advierte amenazante y le señala la
puerta.
Doy un involuntario brinco en la silla y arrugo la frente.
«¡Pobre chico! Los rumores eran ciertos», pienso atolondrada, tras ser
testigo de la manera tan borde en la que le ha hablado a mi compañero.
A continuación, el chico lo mira atónito y se quita la gorra con
resignación. Su cara es perfectamente justificable, ya que nadie se esperaba
a semejante reacción.
«Y todo por una gorra…», pienso y pongo los ojos en blanco.
En los siguientes minutos, el señor Woods nos empieza a repartir los
exámenes y la tensión en la clase se hace cada vez más palpable.
—Tienen cuarenta minutos para realizar esta prueba.
Todos nos miramos ansiosos, una media de cincuenta alumnos.
—¿Podemos escribir con lápiz, profe? —pregunta una chica que lleva
Botox hasta en las pestañas.
La típica pregunta tonta, seguro que la ha hecho solo para llamarle la
atención al señor Woods.
—Un no categórico.
—Vale, gracias.
De momento, el profesor empieza a fruncir el ceño mientras que termina
de repartir los exámenes. Tras unos minutos de completo silencio, toma
asiento en su mesa y nos vigila, sumergido en sus propios pensamientos.
Procuro centrarme en la prueba inicial que estamos realizando, y en la
cual debo confiar que me saldrá bien. Cuando transcurre media hora de
trabajo muy intenso, levanto mi vista y noto que el hombre sigue en su
mesa, sin dejar de mirar la clase fijamente. Siento cierta intimidación, un
sentimiento que ha estado presente durante toda la clase, y más cuando
nuestras miradas se cruzan por un breve e incómodo instante. Sin embargo,
él no tiene ningún reparo en sostenerla durante unos segundos. Aprieto el
bolígrafo entre mis dedos y me sonrojo una vez más. De alguna manera, sus
ojos sumamente intimidantes me obligan a bajar la vista a mi examen.
«¡Vuelve a la Tierra, Aylin!», me doy aquel toque de atención necesario.
No me suelo dejar impresionar tan rápidamente por un hombre y él no será
el primero.
Conforme transcurre el tiempo, me encuentro más relajada y contenta de
que conozca todas las respuestas del examen. No me sorprende en absoluto,
el tema que el profesor ha elegido para su determinante examen, tiene
mucho que ver con lo que más me apasiona: la inversión en bolsas y los
mercados.
Pasa el tiempo sin percatarme de ello, la concentración es mi punto fuerte
y es como si todo desapareciera de mi alrededor y quedara solamente yo y
aquellas preguntas y números de la hoja. Minutos más tarde, apenas queda
gente en la sala de clase y, cuando mi amiga Berta me señala que me espera
fuera, asiento con la cabeza y miro el reloj. A la vez, pienso que quedan
menos de cinco minutos, así que debo darme prisa.
—La clase ha finalizado.
La voz ronca del profesor hace que dé un suave brinco en mi silla.
—Ajam…
Esbozo una sonrisa casi sin mirarlo y sin querer salir de mi zona segura.
Sigo respondiendo a la última pregunta y solamente falta que mi bolígrafo
prenda fuego sobre la hoja de papel, debido a la rapidez con la que resuelvo
la prueba. Otros dos compañeros le entregan el examen y salen del aula, al
mismo tiempo que yo sigo luchando con la última frase de la respuesta.
Unos lentos pasos en el suelo me desconcentran.
—¿Usted está acostumbrada a apurarlo todo hasta el último momento?
—Disculpe, ya he terminado —respondo con un jadeo.
Finalmente, suelto el bolígrafo, aunque a duras penas. Alzo mi mirada
mientras le tiendo el examen, sin dejar de pensar que no me ha dado tiempo
a revisar la última respuesta.
—Muy bien —ronronea.
Examino su rostro cuando este arruga la frente y escanea mi examen con
atención. Me llevo las manos a la barbilla y no sé por qué, pero se me
ocurre que el profesor Woods parece verdaderamente caído del cielo. Desde
su postura —yo sentada y él de pie, mirándome con arrogancia —, se ve
realmente atractivo, como si fuera un Dios.
—Ya puede salir.
Arqueo una ceja cuando me doy cuenta de que el profe gruñón me analiza
con aquellos ojos negros de pestañas infinitas. Acto seguido, se lleva la
mano al mentón por un instante, como si estuviera inmerso en una reflexión
profunda. Y esos labios…
—¡Señorita!
—¡Sí! —respondo sobresaltada desde mi silla.
—La clase ha terminado, se puede ir. —Indica con un gesto—. ¿O se va a
quedar aquí?
—No, para nada.
Aclaro mi garganta y me levanto de la silla avergonzada, a la vez que
recojo mi bolso, pensando por dentro que soy una imbécil. ¿Imbécil? No.
Imbécil nivel dios.
Seguro que el señor Woods se ha dado cuenta de la manera tan insolente
en la que le miraba, y claramente, eso no me lo puedo permitir. Soy una
chica educada y decente.
—Lo mismo pensaba, que no se quedaría aquí sola —ratifica.
—No, claro que no —añado con una alegría fingida—. Hoy hace un día
genial, no podría quedarme aquí, ¡por supuesto!
Muestro una amplia sonrisa y miro la ventana de reojo. Él no dice nada,
solo me persigue con aquellos ojos penetrante. A continuación, camino en
dirección a la puerta, pero —tan jodidamente espontánea como siempre—
aprieto los párpados y levanto el índice.
—Por cierto... —Me giro bruscamente— usted también debería salir fuera
para dar un paseo, y así se le seca el pantalón.
Su mirada se oscurece y vuelve a apretar la mandíbula cuando yo hago un
intento de guiñarle el ojo.
—Hasta luego, señorita.
—Hasta luego. —Se me traba la lengua—. Y perdón de nuevo por lo…
del café, ya sabe.
Me siento estúpida.
¡Joder!
Mil veces joder. Lo he empeorado todo, mi «brillante» discurso salido de
la nada me ha dejado en un peor lugar que en el cual estaba al comienzo de
la clase. En otras palabras, si hace una hora estaba al borde de un precipicio,
al final de la clase de este señor, he conseguido caer empicada; de hecho, yo
solita me he tirado.
Procuro controlar mi respiración cuando salgo fuera de la facultad, todavía
irritada por la metedura de pata, y me acerco a Berta, que me está esperando
sentada en un banco.
—Toma cari, te he comprado un café. —Suelta una ruidosa carcajada
mientras mis rodillas siguen temblando.
—¡No me hables, Bert! —le sermoneo—. He hecho el ridículo, ¿verdad?
—Un poquito...
Esta me hace una señal con la mano, un tanto crispada. Chasqueo la boca
y me desplomo sobre el banco, soltando un profundo suspiro.
—¡Mierda! —maldigo y acepto el vaso de plástico que me entrega—.
Además, ¿te puedes creer que le he dicho al profesor que salga fuera para
que seque su pantalón?
¡Vaya sinsentido!
—¿Le has dicho eso, de verdad? —La capulla de mi amiga empieza a
reírse a carcajadas y se lleva las manos a la boca.
—¡No, de mentira! Yo solo…
¡Puñetas!
No puedo continuar con mi innecesaria explicación por más tiempo.
Hablando del rey de Roma, al instante vemos salir al señor Woods por la
puerta principal de la Facultad de Negocios. Intento girar mi cabeza,
evadiendo sus pasos veloces, pero me es imposible no observar las gafas de
sol oscuras, seguramente de una gran marca, y aquel maletín profesional
que está cargando, al igual que su ajustado traje, el cual queda moldeado
como una segunda piel en su perfectamente proporcionado cuerpo.
—¡Ohhh, ahí va! —susurra Bert, igual de alcoholizada que yo— ¡Qué
hombre!
Seguro que, si en este momento se nos ocurriera tocar un cubito de hielo,
este se fundiría enseguida al rozar nuestra piel, así estamos de absortas y
excitadas.
—¿Será que te va a hacer caso y ha salido a tomar el sol?
—¡Shhh! —digo desquiciada, e intento detener la risa demasiado sonora
de Berta.
Permanecemos quietas y ambas lo miramos por el rabillo del ojo cuando
pasa por al lado. Él no dice nada y muestra exactamente la misma actitud
altiva que ha destilado dentro. A continuación, el profesor se dirige a los
aparcamientos y se monta en un Land Rover de color negro, de última
gama, un automóvil completamente nuevo y reluciente. Sin lugar a duda, el
negro es el color favorito del nuevo profe. Moreno, ojos negros, gafas de
sol oscuras, traje negro, coche oscuro...
—¡Vaya coche! —subraya mi rubia y esta vez hinca ella el codo en mi
estómago.
—Seguro que gana bien como catedrático —completo.
—No es solo eso —charlamos en voz baja, sin poder quitarle la vista—.
También es miembro de la directiva de aquella agencia financiera,
llamada… ahm… —Titubea—. American...
—¿¡American Express Co?!
Entreabro los labios.
—¡Eso! Es socio mayoritario —afirma—. Dicen que su padre es
colombiano y su madre americana. Su padre lo abandonó de pequeño y su
madre se casó con un estadounidense, de ahí su apellido. Al parecer, Woods
no tenía nada, trabajó y estudió duro para llegar a ser uno de los socios.
—¡No me digas! —exclamo estupefacta y tiro de su camiseta —Dios mío,
Bert... soy fan de esa empresa y de McGringuer. Son unas de las mejores en
transacciones financieras, inversión de capital y bolsas.
—Pues entonces ojalá puedas hacer las prácticas ahí, cari.
—Pero con lo difícil que es, ya sabes. Todos querrán esas plazas.
—Y el señor Woods es muy estricto —añade, recalcando lo evidente.
Tiene razón. Me quedo pensando en American Express Co y no me puedo
creer que él sea uno de los socios. Ojalá algún día pueda trabajar en una
gran empresa, además admiro mucho a las personas emprendedoras, que
son capaces de superarse y construyen un imperio de la nada. Y parece que
ese es el caso del profesor. Pese que me haya hablado de aquella manera tan
severa y descortés minutos atrás, en realidad lo estoy empezando a admirar,
aunque no disponga de mucha información.
Todavía.
Respiro trastornada por semejante presencia y me limpio las babas de
manera imaginaria mientras que me planteo que tendremos muchas cosas
que aprender del profesor Brian Alexander Woods.
CAPÍTULO 3
LA NUEVA ASISTENTE

—¡Buenos días a todos!


La sobria voz del señor Woods resuena cuando entra por la puerta.
Camina con pasos decididos hacia su mesa, depositando su rectangular
artefacto de cuero en el escritorio, a la vez que le está dando un sorbo a su
café. Todas las miradas están sobre él y todos los estudiantes guardamos
silencio, inmersos en nuestros propios pensamientos. Y el mío en particular
no es nada ortodoxo, ya que pienso que el profesor es atractivo incluso
cuando le da pequeños sorbos a su café y frunce los labios. También me
gustaría ver esos labios cuando se lleva un trozo de carne a la boca, cuando
lo muerde, o cuando se los lame suavemente.
«Ahm»
Es bastante excitante pensar en ello y, de momento, me llevo una mano a
la frente, presa los mismos nervios que no puedo ahuyentar desde ayer.
—¡Lyn! —Oigo el repentino chillido de Berta en mi oído y casi doy un
brinco.
—¿Qué? —Me acerco a su rostro cautelosamente, sin quitar la vista a lo
que ocurre delante de mí.
La realidad es que no quiero perder ni un minuto de la clase del profesor.
Desde que Berta me dijo ayer que es socio mayoritario en American
Express Co me tiene verdaderamente enganchada. Ayer decidí que era
insuficiente la información que tenía de él, con lo cual necesito absorber al
completo todos los detalles. Soy fiel seguidora de aquello que dice que
«para llegar lejos, debes aprender de los mejores».
—Cariño, déjame la tarea que teníamos para hoy. ¡No me puedo creer que
la de Contabilidad está enviando tareas desde el primer día! —Bert se
queja, refunfuñona.
—Pero estamos en clase, ¿la vas a copiar ahora? —susurro.
—Sí.
—¿Y si te ve?
—Descuida. —Me tranquiliza—. ¡Rápido, que no me va a dar tiempo!
Saco mi libreta despacio y unos sutiles nervios me recorren cuando
observo que el profesor está mirando en mi dirección. Es un temor
infundado de que pudiera llamarle la atención y ponerme en evidencia, con
lo cual entro en pánico y maldigo en mi mente.
¡Qué narices! Berta siempre me mete en problemas. Afortunadamente,
consigo sacar el cuaderno de Contabilidad y se lo paso a mi irresponsable
amiga por debajo de la mesa, con tremendo cuidado. Tenemos la clase de
Contabilidad después de Finanzas y la señora Brown me parece muy
simpática. La conozco desde el curso pasado, ya que nos dio clases.
Enseguida, Berta escribe «I luv you» con el lápiz en la mesa, a modo de
agradecimiento y también dibuja un corazón, con ese semblante gracioso.
—Como decía, los resultados de sus pruebas de ayer son pésimos e
incluso confieso que en algunas detuve mi corrección. —Advierte el señor
Woods y eleva el mentón—. Aviso que ahora mismo están todos
suspensos… salvo dos personas.
¡Carajo, dos aprobados nada más!
Quedo más que sorprendida con los pésimos resultados de las pruebas que
realizamos ayer, hecho que me confirma que el día de realizar mis prácticas
en una prestigiosa agencia financiera queda bastante lejos.
Todos ponemos atención mientras él sigue manteniendo aquel contacto
visual extremadamente frío y, a decir verdad, juraría que estamos más bien
en el ejército, que en una institución donde se imparten estudios superiores.
—Ahora paso a hacerles algunas preguntas y escuchen con atención —
prosigue y camina lentamente por la clase, sin mirar a nadie en concreto—.
Tal y como pregunté en el examen de ayer, sabemos que cuando invertimos
en bolsa, eso supone invertir en una renta fija. Pero les pregunto, ¿la renta
fija significa también rentabilidad fija?
Silencio absoluto. Mis antenas están puestas y evalúo en mi mente la
respuesta. La pija del Botox —la de la pregunta tonta de ayer—, se apresura
en contestar, y muy mala decisión de su parte.
—Para mí sí. Si invierto con la idea de tener una renta fija, se supone que
la rentabilidad también lo será.
Parece muy confiada, pero Woods le corta al instante.
—¿Y no puede usted sufrir pérdidas? ¿Siempre va a conseguir
beneficios? —pregunta suspicaz, mientras arquea una de aquellas cejas
oscuras, bien perfiladas y deja caer su robusto cuerpo sobre el escritorio.
Acto seguido, cruza sus fuertes brazos, postura que me está empezando a
resultar familiar.
—Según... —interviene un chico rubio alto, con gafas.
—¡Explíquese usted!
—Los beneficios irán en concordancia con los dividendos. Si el valor
baja, se obtendrán menores beneficios.
—¿Pero entonces, hay riesgo? —insiste el profesor.
El rubio permanece callado y nadie más se atreve a contestar.
—¡Sí que lo hay! —Me sacudo en mi silla bajo impulso y hablo en voz
más bien baja.
—¿Disculpe?
—Una creencia errónea es asumir que la renta fija es una inversión sin
riesgo. Pero no es así.
—¡Continúe! —me anima.
Me humecto los labios y arreglo mi cabello con nerviosismo.
—Existe un posible riesgo de crédito o insolvencia, entre otros —sigo—.
Por eso conviene consultar los ratings de las distintas empresas en las que
se quiere invertir. Cuanto menor es el riesgo de impago estimado, más alto
será el rating, y por lo tanto...
—Más segura la inversión —completa el profesor y se ajusta la corbata.
Una corriente fría me recorre la espalda, tanto por lo intimidante que
resulta ser este hombre, como por los nervios que siento al hablar en
público, que no es nada fácil.
—Interesante teoría —indica y asiente con la cabeza, sumamente
sorprendido—. Gracias, una respuesta acertada.
No digo nada, en cambio le sonrío con alegría y satisfacción. Por dentro
me estoy aplaudiendo a mí misma y estoy convencida de que lo que acaba
de suceder representa un punto a mi favor. De esa manera espero que el
señor Woods borre el recuerdo vergonzoso de ayer y se olvide de que yo
soy aquella alumna torpe que le quemó con el café.
—Lyn, ¡ya lo tienes en el bolsillo! —musita Bert en mi oído y me guiña el
ojo.
—Bueno, quedan cinco minutos nada más y les voy a entregar sus
exámenes corregidos. —Se dirige con los mismos pasos decididos a su
amplia mesa y empieza a sacar hojas de papel de su oscuro maletín—.
Espero que aprendan de los errores. Pero antes, me gustaría plantearles una
tarea para mañana. Y esta es la siguiente...
Saco mi agenda y cojo un bolígrafo, ansiosa de saber la tarea.
—Como estamos hablando de los riesgos, quiero que investiguen sobre lo
que supone «el horizonte temporal de una inversión» —explica—,
¿entendido?
—Sí —contestamos unos cuantos, seguramente los más empollones. Los
demás no dicen nada.
En lo que queda de la clase de Finanzas, el señor Woods nos empieza a
llamar por nuestro nombre y apellidos y nos entrega las pruebas corregidas.
Algunos miran su trabajo avergonzados, otros tristes, otros con impaciencia
y a otros les da igual. Miro apenada a Berta, que queda perpleja cuando ve
su nota. Ha sacado una D y eso significa que está suspensa.
—Aylin Vega.
—¡Yo! —Me levanto rápidamente de mi asiento.
Me tiembla el corazón mientras me acerco a él y suplico en mi mente que
no sea un suspenso. A decir verdad, no soportaría empezar este curso con
mal pie y hago todo tipo de suposiciones en los escasos segundos que tardo
hasta su mesa. Lo curioso es que el profesor me está mirando con interés y
hasta diría que un tanto desconcertado.
—Excelente trabajo, señorita Vega.
Fijo con la vista la calificación y mis ojos brillan de momento,
mordiéndome la lengua para no gritar de felicidad. ¡No me lo puedo creer!
Agrando los ojos sorprendida, pero también satisfecha.
¡Una A! He sacado un sobresaliente.
—Gracias —respondo con timidez y estrecho el examen a mi pecho.
Desprendo alegría, sin embargo, sus facciones permanecen quietas. No se
le mueve ni una pestaña, de hecho, afirmaría que siempre tiene la misma
expresión en la cara.
A continuación, me siento y empiezo a analizar el examen, absorta por la
escasa letra de color rojo y atendiendo a algunas de sus instrucciones, de
modo que no oigo el timbre. Me doy cuenta de que la clase ha finalizado
cuando todos mis compañeros del segundo curso se levantan y salen deprisa
de la enorme sala de clase.
—¡Enhorabuena! —Recibo las felicitaciones de Berta— ¡Eres una
máquina en Finanzas, Lyn!
—Bueno, aquí me equivoqué... —Señalo un error con el índice—. Podía
haber sacado una A+
—Anda nena, ¡está muy bien! —Chasquea la boca despreocupada—.
¿Nos vamos?
Recojo mi bolso aprisa y nos dirigimos hacia la mesa del profesor, con la
intención de devolverle el examen. Su insistente mirada sobre mí me
inquieta, de hecho, no me quita la vista en ningún momento y permanece
pensativo. Me acerco y le entrego el examen, al igual que Berta. Mientras
las dos caminamos en dirección a la puerta y empezamos a charlar sobre las
notas, súbitamente, escucho su voz.
—Señorita Vega, ¿me concede unos minutos?
«¡Bingo!», murmuro en mi mente.
Sin duda alguna, hay algo que le ha llamado la atención.
—Sí, claro —contesto gratamente sorprendida y me quedo delante de él.
También miro a Berta, la cual ahora mismo asiente con la cabeza.
—Nos vemos fuera, Lyn.
Tenemos veinte minutos de descanso antes de Contabilidad.
—De acuerdo, ¡no tardo!
Avanzo con pasos galopantes hacia su mesa mientras observo que él se
sienta en su silla, pero no antes de acercarme una silla a mí, la cual coloca a
unos pocos centímetros de la suya.
—Siéntese —dice seco.
—Gracias —respondo expectante.
Me siento y cruzo mis piernas. Confieso que estoy nerviosa y me invade
la misma sensación de incomodidad que me ha atravesado minutos atrás.
Posiblemente sea por su seriedad y profesionalismo, pero también porque
hoy llevo un vestido rojo muy apretado. Posiblemente, la falda sea
demasiado corta porque su mirada baja de manera desvergonzada hacia mis
largas piernas y lo más intrigante de todo es que ni siquiera intenta
ocultarlo. Como resultado, coloco mi bolso y mis carpetas encima de mis
rodillas, de modo que consigo que el profesor Woods vuelve a mirarme a la
cara.
¡Qué puñetas! Jamás me hubiese esperado que me mirara las piernas de
este modo.
—Me gustaría hablar con usted para felicitarla por su trabajo y decirle que
creo que tiene mucho potencial. Usted ha resuelto todos los casos prácticos
planteados en el examen y eso es admirable. Todos saben que mis exámenes
no son nada fáciles.
Agarra un bolígrafo negro entre sus dedos y empieza a darle vueltas y a
jugar con él.
—Cierto —replico—. Me siento halagada.
Vuelvo a cruzarme de piernas y no paro de moverme en la silla, presa de
los latentes nervios que siento.
—Todos los cursos asumo la responsabilidad de uno o dos alumnos para
que trabajen conmigo —prosigue—. Y debo decirle que ya tengo mi
primera elección, señorita Vega.
—¿Ah sí? —Arqueo el entrecejo, confusa—. ¿Quién?
—Usted, por supuesto —asiente con la cabeza y de alguna manera parece
divertido, aunque sigue sin torcer ni un milímetro de su boca.
¡Qué hombre más extraño!
—¿Yo? —pregunto incrédula.
No es posible que quiera trabajar conmigo, después de derramarle ayer el
café encima y mirarme con cara de querer asesinarme y tirar mi cuerpo por
ahí.
—Sí... —Frunce la boca y mido el grosor de sus labios, inconscientemente
—. ¿Por qué le sorprende tanto?
—Por nada. —Junto mis manos en mi regazo con profesionalismo, ya que
él no es el único profesional—. Señor Woods, lo cierto es que ayer
empezamos con mal pie y pensaba que...
—Una cosa es su torpeza y otra muy distinta lo que usted me podrá
proporcionar. La necesito —clama en un tono grave.
¿Qué? ¿Acaba de decir que me necesita?
Entonces pienso en lo primero que ha dicho. Él también se ha dado cuenta
de que soy torpe y mentiría si diría que no me siento frustrada, aunque
bastante concentrada sobre el asunto que tengo entre manos. Sin embargo,
me dura exactamente dos minutos, ya que su rauda voz —y que
curiosamente se me antoja intrigante—, me embauca a tal extremo que no
me puedo concentrar. Y cuando no me concentro, tartamudeo y digo
idioteces.
—¿De verdad? ¡Qué sorpresa! —hablo emocionada, literalmente—. Yo...
yo no me esperaba a esto y…
Mi euforia queda interrumpida por el ruidoso sonido de una llamada
entrante. ¡Mi maldito teléfono! ¿Por qué narices no lo he apagado?
—Disculpe —Señalo hacia mi bolso, alarmada.
Intento agarrar el teléfono con manos temblorosas, con la intención de
rechazar la llamada, pero conforme lo voy cogiendo, se me cae al suelo,
precisamente a sus pies. El jodido sonido se detiene súbitamente. Intento
disimular y le sonrío suavemente al profesor, señalando el suelo con una
inocente mueca. Me agacho para recuperar mi móvil, pero él se me
adelanta, y al instante lo sostiene en su mano.
—Aquí lo tiene.
—Gracias.
Se detiene unos minutos y me doy cuenta de que su mirada ha vuelto a
resbalar hacia la parte superior de mis piernas. Sin querer, con la cosa de la
llamada, las he separado sutilmente y el vestido queda levantado sobre mis
muslos.
Estaré loca ya, pero siento que hay mucha tensión entre nosotros, una
tangible conexión que jamás he sentido con nadie. Acto seguido, intento
tranquilizarme y respiro hondo. Vuelvo a juntar las piernas y le sujeto la
mirada con mucho disimulo, intentando evitar que este hombre piense que
sea un bicho raro o que me pone nerviosa. El profesor no dice nada, en
cambio extiende su brazo y aproxima más su masculino rostro al mío.
—Debería apagar su teléfono en la clase, señorita Vega.
—Lo sé —respondo avergonzada, sabiendo que tiene toda la razón del
mundo.
Cuando recupero mi teléfono móvil, rozo sus dedos accidentalmente y, de
la nada, los latidos de mi corazón aumentan.
—Entonces, ¿acepta ser mi asistente?
No pierde el tiempo, por lo visto, y lo más probable es que un hombre
como él esté muy ocupado.
—Sí, acepto. —No dudo ni por un instante—. Pero antes de
confirmárselo, me gustaría que me dijera en qué consistirá nuestra
colaboración.
—Muy sencillo. —Cruza aquellos enormes brazos en su pecho y habla
con calma—. Algunos días deberá ir a mi despacho para encomendarle
distintas tareas. Quizás algunas tardes también se encuentre trabajando e
investigando, y si usted así lo desea, podrá conocer más de cerca el trabajo
real en una empresa. También soy gerente de una agencia financiera y...
—Lo sé —interrumpo animada.
—Bien. Si usted me sorprenderá positivamente mediante su constante
trabajo, tendrá más opciones que sus compañeros de realizar las prácticas
dentro de la agencia.
—¡Estupendo! —exclamo feliz.
¡Ohhh! No podría describir en palabras lo que siento.
—Bueno, no la quiero entretener mucho. —Carraspea y mira su
smartwatch —. ¿Qué le parece si nos vemos mañana, después del
almuerzo? Estaré en mi despacho. Última planta, E30.
—Ahí estaré. —Me limito a contestar y sonrío más feliz que una perdiz.
Estoy flotando. Trabajar de asistente para Woods será el puente perfecto
para realizar mis prácticas en una empresa de renombre y de ahí abrirme
puertas en las agencias más prestigiosas de Wall Street.
—¿Trato hecho? —inquiere con la misma tonalidad grave, mientras se
levanta de su silla.
Me tiende la mano para despedirse.
—Trato hecho. —Le aprieto la mano con confianza.
—Hasta mañana, señorita Vega.
—Hasta mañana, señor Woods.
Salgo de la sala, todavía inmersa en un estado de shock. En mi interior soy
muy consciente de que el profesor me está brindando una gran oportunidad,
oportunidad que estoy muy dispuesta a aprovechar. Muevo el bolso dando
saltos enormes sobre las escaleras hasta la planta baja del edificio, y pienso
que tengo muchas ganas de contárselo a Berta.
Enseguida me acuerdo de mi móvil y lo saco del bolso con rapidez para
comprobar que todo está en orden, de lo contrario, me puedo joder. Me lo
he comprado acudiendo a mis ahorros y estoy segura de que mis padres no
podrán comprarme otro si se me rompiera. La hora en el móvil me indica
que la clase de Contabilidad está por empezar, así que salgo corriendo hacia
el aula pertinente.
Sí, me muero de ganas de contarle las novedades a mi
amiga y honestamente, estoy deseando que llegue mañana para ir al
despacho del profesor. Me hace gracia cuando en mi mente pienso que el
señor Woods es un imán andante que, definitivamente, es capaz de acabar
con la calma de cualquiera. Y también me hace gracias la enloquecida
reacción de Bert, cuando le cuente las novedades. Solo ella, junto a mis
padres saben lo importante que es para mí poder hacer las prácticas y así
cumplir uno de mis sueños.
¡Genial!
CAPÍTULO 4
ME GUSTAN LAS COSAS BIEN HECHAS
—Pase.
Oigo una voz masculina desde el interior de la oficina. Aprieto mi puño y
aliso mi falda de color oscuro, procurando verme presentable. Hoy he
optado por una blusa blanca, la cual lleva atravesados unos botones dorados
desde el escote, hasta la base. Rememoro en mi mente el trabajo
desempeñado ayer, puesto que estuve toda la tarde revisando conceptos de
Finanzas del curso pasado y deseando con todas mis fuerzas triunfar en el
interrogatorio que el profesor tenga preparado para mí. Porque seguramente
así será, juzgando por su reputación y exigencias en la clase.
Hoy es miércoles y esta mañana no hemos tenido clases con el señor
Woods, sin embargo, mi cabeza no ha estado en otra parte, salvo en lo qué
ocurrirá en su despacho y en qué consistirá el trabajo que debo desempeñar.
—Buenos días.
—Buenos días —responde distraído y apoya los codos sobre su escritorio,
invitándome a sentarme con un suave movimiento de cabeza—. Cierre la
puerta, por favor.
Cierro la puerta despacio y rezo para que todo vaya de maravilla y no
cometa otro fallo. Mi futuro está en mis manos, por supuesto, pero no me
vendría nada mal recibir una ayuda. Y más si esa ayuda viene de alguien
con su trayectoria y referencias.
Noto que el señor Woods está sentado en una enorme silla rotante de
cuero negro. Su vista queda fijada sobre la Tablet de última generación que
tiene delante, sin dejar de darle vuelta a aquella dichosa pluma negra entre
sus dedos. Desde que lo conocí, tres días atrás, aquella pluma, —la cual
confundí con un bolígrafo— representa parte de su atuendo, ya que siempre
la lleva en la mano. Es más, observo que siempre la gira dos veces hacia
adelante, y después dos veces hacia atrás. Será un tic nervioso.
—¡Siéntese!
Tomo asiento y barro mi alrededor con la mirada, con mucha curiosidad.
Su despacho es la típica oficina de catedrático, en la cual quedan a la vista
una gran variedad de libros, incluso localizo un globo terráqueo. Y eso es
extraño. Las oficinas de los catedráticos suelen ser más sencillas, o al
menos las que he visto.
Me cruzo de piernas y sigo observando con diplomacia. Hay un habitáculo
a la derecha del despacho, donde se encuentra un sofá de cuero, una amplia
ventana en medio y, no estoy muy segura, pero hay hasta una botella de
whisky con cuatro vasos sobre un mueble de media altura, del color de la
cereza.
¿Acaso se puede consumir alcohol en la universidad?
Cuando redirijo mi mirada al señor Woods, veo que en la pared que hay
encima de su cabeza, reposan varios diplomas enmarcados, todos a su
nombre. Tenso mis párpados, intentando leer y así documentarme más sobre
la persona con la que estaré trabajando. Son diplomas de graduación en
Harvard, primero como licenciado y después como doctor, y también hay
otros que indican haber participado en concursos literarios, o en cursos, al
igual que seminarios. Sin lugar a duda, este hombre es un ser prolífico y me
pregunto cómo es que nunca lo vi en televisión.
—¿Qué le parece el despacho? —Su voz corta mi rica imaginación.
Me analiza como si fuera un ser de otro planeta, posiblemente al notar la
manera obvia en la que escaneo «sus aposentos».
—Realmente... imponente —musito.
A esta altura, no me cabe duda de que el señor Woods es una estrella de
Harvard y le están consintiendo.
—Bueno, pasemos a lo nuestro —manifiesta—. Como bien sabe, gran
parte de mi labor es dedicarme a la investigación. Ahora mismo estoy
escribiendo un libro que voy a intitular «Binomio rentabilidad-riesgo» y me
parece que usted es la más adecuada para encargarse de este trabajo.
—Me gusta mucho ese tema, cierto —replico con timidez.
—Y se le da bien, señorita Vega.
—Debo agradecerle por esta oportunidad.
Sonrío. Él se inclina para atrás en su silla y suelta la pluma sobre su mesa.
—Me agradecerá cuando el libro esté publicado. Tendrá reconocimiento
público por mi parte, y no solo. Su calificación en Finanzas aumentará de
manera considerable si desempeñará bien su trabajo.
—Me esforzaré mucho.
—Así lo espero. —Se pone de pie de golpe y carraspea—. ¡Sígame!
Por mi parte, también me levanto de mi silla, sin querer perder el tiempo y
muy dispuesta a empezar con el trabajo ya. Solo que, cuando camino
lanzada para seguirlo, no me doy cuenta y piso encima de la pata de su
escritorio de estilo victoriano.
¡Joder!
Ya me veo en el suelo y echando a perder mi primer día de trabajo, pero
eso no ocurre. Todo lo contrario. Mientras me desequilibro completamente,
él me sujeta el brazo para no caerme y todo sucede en una fracción de
segundo. Su acercamiento hace que mi vello se erice por un instante, sin
tener posibilidad de controlarme.
—Tenga cuidado —advierte con amabilidad, sin embargo, sus facciones
siguen igual de duras.
De hecho, este hombre parece de acero, así es de duro. Y más duros son
mis pezones ahora mismo. Mis pechos son muy grandes y por esta razón
uso sujetadores sin relleno, de aquellos hechos solo de tela. Para mi
sorpresa y vergüenza, noto que mis abultados senos quedan marcados a
través de mi blusa de un blanco impoluto, pero fabricada de una maldita
tela demasiado fina. Y no lo estoy notando yo nada más, sino él también.
Su mirada baja deprisa a mi pecho y, evidentemente, no son los botones de
la blusa lo que está mirando.
«¿En qué puñetas estás pensado, Aylin?», me regaño con el corazón en las
laringes.
—¿Está bien?
—¡Sí! —contesto—. No me llevo muy bien con los… escritorios —
tartamudeo y aleteo las manos como si fuera una azafata de vuelo al iniciar
un despegue—, ehhh… con las patas de…
«¿No me llevo bien con los escritorios?»
Me callo. No sé qué narices acabo de decir, pero mi aliento se detiene por
un breve instante cuando esta arruga el entrecejo y retira su mano de mi
brazo.
—Bueno… —sisea—. Los escritorios me dan igual, en cambio espero que
se lleve bien con la hora. No me gusta la impuntualidad.
Mi boca forma una O al oír sus advertencias y maldigo entre dientes por
provocar que este me lo recuerde.
—Seré puntual, no se preocupe.
No responde, solamente me da la espalda.
—Señorita Vega, aquí trabajará usted. —Me indica una mesa, justo al lado
de una señorial ventana.
Miro con interés y localizo una silla que parece cómoda, casi rozando
unos archivadores. La mesa auxiliar se encuentra enfrente de su tramposo
escritorio.
—Perfecto, gracias.
—¿Quiere usted una copa? —quiere saber.
No me da tiempo a contestar, de momento veo cómo agarra una
sofisticada botella del mueble oscuro y vierte dos dedos de algo parecido al
whisky en una copa brillante de cristal, la cual bebe de un trago.
—Yo no… No-o-o…—titubeo ante su extraña pregunta—acostumbro
beber. Y menos en la universidad.
Mueve sus manos con una elegancia que jamás he visto en un hombre. O
puede ser que tenga esta sensación porque jamás he tratado con alguien
como él, dada mi edad.
—En realidad, su jornada ha terminado hace más de una hora.
—Sí, pero no —recalco convencida, haciendo frente exitosamente a su
intento de hacerme cambiar de opinión.
«Si tropiezo sin alcohol, no me quiero imaginar qué haría con una copa en
el cuerpo», mi mente va a mil por hora.
—De acuerdo—. Parece crispado—. Pero…
—¿En qué le puedo ayudar, señor?
Decido interrumpir, estoy aquí por otra razón y no me parece correcto que
nuestra conversación gire en torno a si quiero una copa o no.
—Sí—. Relaja su rostro—. Ahora le explico, puede tomar asiento.
—¿Nos llevará mucho tiempo?
Me siento y quedo expectante.
—¿Tiene usted prisa?
—No —Sonrío relajada y saco mi agenda—. Me gustaría saberlo para
organizarme, simplemente.
Pestañea deprisa cuando ve que estoy hojeando mi agenda, a la espera de
sus indicaciones.
—¿Es usted de las que lo apunta todo?
—Un poco. —Suelto el bolígrafo, ruborizada—. Creo que soy de las que
les gustan tener las cosas claras y no dejar pasar ni el más mínimo detalle.
—Eso se llama perfeccionismo, señorita Vega. —Mete una mano en el
bolsillo—. Me gusta la gente perfeccionista.
—Tampoco me definiría como tal, pero…
—Dudo que nos lleve mucho tiempo —replica antes de que yo termine la
frase—. Si trabaja bien, en media hora así habrá terminado y se podrá ir a la
casa.
—Sí, por supuesto.
—Aquí tiene una lista de correos, necesito que mande usted los informes
que tiene en esta carpeta a todos los socios.
Me señala con la mano la pantalla de un ordenador y una hoja de papel
con al menos diez direcciones de correo electrónico.
—¿A nombre de quién?
—Del suyo, por supuesto. Primero se presenta educadamente, no lo
olvide, y después firma como asistente del profesor-doctor Brian Alexander
Woods. Le vendrá muy bien esta tarea. —Escucho entusiasmada—.
Escribiendo a socios importantes, también hará contactos.
Agito unos pompones imaginarios a la vez que me muevo inquieta en la
silla. No me cabe la emoción en el pecho y no hay forma de guardar la
seriedad propia de la conjetura en la que me encuentro. Junto mis manos en
mi barbilla y me aguanto las ganas de estrujar al profesor Woods a mi
pecho, en cambio me empiezo a reír feliz.
—¡Genial, señor! —exclamo—. Se lo agradezco, de verdad.
Lo que recibo es la misma indescifrable mirada y sus serios rasgos, ya que
no esboza ni media sonrisa. Le doy la razón a Berta, el nuevo profesor es
más duro que una roca y más soso que un trozo de pan solo. Enseguida
detengo forzosamente mi risa y le aparto la mirada.
—Perdón.
Carraspeo. Me pregunto en qué momento lo veré relajado o simpático y
pienso que puede ser una coraza de la que se desprende una vez que vuelve
con su mujer a su casa. ¿Tendrán hijos? Hablando de eso, quedo distraída
por su mano, en busca de un anillo, que enseguida identifico en su anillar.
Ya que me ha cortado el rollo, empiezo a revisar la lista y enviar los
correos que me ha indicado. Por su parte, se retira a su escritorio, pero no
antes de volver a ponerse otra copa de aquella botella. Mientras el profesor
se sienta, no desaprovecho la oportunidad de mirarlo de reojo. Veo que le da
un sorbo a su segundo vaso de whisky y analiza algo en su Tablet, muy
concentrado.
«¡Aylin, vuelve!»
Tras acceder al correo desde un perfil de invitados, barajo en mi mente
sobre cómo debería dirigirme a aquellas personas de la manera más
profesional posible.
—Una cosa...
Levanto mi vista cuando le oigo hablar desde su escritorio, que está a unos
metros. Me percato avergonzada de que sus ojos vuelven a caer sobre mis
piernas desnudas, mostrando la misma mirada persistente que ayer. Y como
soy tan imbécil, ni siquiera me he dado cuenta de que mis piernas están
sutilmente separadas, y no cruzadas, como debería tenerlas. Y él se
encuentra precisamente enfrente.
No descarto que hasta me haya visto la ropa interior. Rápidamente cruzo
las piernas con el pulso latiendo en mi sien y tiro de la falda oscura.
¡Me puedo joder! Mañana vestiré un pantalón vaquero.
—Señorita Vega, aparte de ayudarme aquí en la oficina, en ocasiones
tendrá que venir a mi casa —avisa—. Ahí tengo archivos y material que
necesitamos y que aquí no tengo. Ser mi asistente supone que quizás deberá
acudir a alguna cena o reunión. ¿Tendría algún inconveniente?
—Ninguno, señor.
—No sé si tiene usted ...pareja. —Se humedece los labios—. Es un puesto
que le solicitará bastante.
—¡Ah! —respondo alegre y pongo los ojos en blanco—. No se preocupe.
No tengo pareja, ni siquiera un perro —Me río—. Bueno, un perro sí, pero
Don no está aquí, está con mi familia.
—Muy bien. —Mueve la cabeza, satisfecho, aunque en su línea. —¿De
dónde es usted?
—De Long Island.
—Interesante. —Se mueve discretamente en su silla rotante—. ¿Y cómo
no ha ido a estudiar a Columbia? Está más cerca.
—Todos sabemos que los más exitosos agentes financieros salen de
Harvard.
Alzo mi cabeza con orgullo al ser muy consciente del logro tan grande que
he conseguido por ser aceptada por tan prestigiosa universidad.
—Entiendo que usted busca el éxito.
—El éxito es fácil de obtener, lo difícil es merecerlo, señor —replico
ocurrente.
—Veo que comparte la misma opinión que mi compañero de pluma,
Alberto Camus.
Quedo boquiabierta cuando el señor Woods se da cuenta de que acabo de
citar al novelista y periodista francés. Otro de los objetivos que me fijé
desde que tenía dieciocho años es leer todas las noches antes de irme a la
cama. En general, suelo usar aquellas citas que me provocan especial
interés de mis libros favoritos, pero nadie se da cuenta. Honestamente, no
me sorprende que él lo haya hecho, se nota a leguas que es una persona
sumamente culta. Lo que sí, me sorprende es que se haya considerado a sí
mismo estar a la misma altura del prestigioso escritor, llamándolo
«compañero», y eso denota que uno de los rasgos del profesor es la
soberbia.
—¿Le gustaría ser una mujer de éxito en el futuro, señorita Vega? Me
refiero a un éxito merecido, por supuesto.
Este continúa con su interrogatorio y coloca sus codos sobre el escritorio.
—Mmmm —pienso—. Más o menos —Quedo presa de la ensoñación y
junto las manos debajo de mi barbilla—. Más que buscar el éxito, estoy
buscando averiguar cuáles son mis límites.
—¿Entonces cree en los límites?
—Creo en los límites impuestos por nosotros mismos.
—Entiendo.
—¿Y usted?
—Yo no creo en los límites —se limita a decir—. La felicito, está muy
bien que tenga grandes aspiraciones.
—Imagino que todo el mundo tiene grandes aspiraciones, señor Woods.
Solo que muy poca gente se atreve a tomarlas en serio —prosigo—. Y eso
dice mucho del carácter de una persona.
—¿Cómo definiría el carácter de una persona a través de sus aspiraciones?
—Muy sencillo —digo deprisa, muy complacida con el interés que
muestra en nuestra conversación—. Si uno es capaz de comprometerse con
sus propios sueños y llevarlos a cabo, será capaz de todo lo demás.
—Con compromiso y perseverancia.
—¡Exacto! —Extiendo la mano como si le pidiera chocar el cinco y le
señalo con mi índice, con mucha empatía.
Cuando él mira mi dedo en alza y solo aclara su garganta, retiro mi mano
lentamente, un tanto sonrojada.
—Déjeme adivinar. —Cruza uno de sus tobillos por encima de su rodilla y
me analiza detenidamente—. Su sueño es trabajar en Wall Street.
Quedo distraída por el brillo de sus zapatos oscuros, los cuales no tienen
ni la más mínima mancha o desperfecto. Igual que su atuendo.
—No. —Enlazo mis manos sobre la madera.
¡Adoro hablar de estos temas!
—¿Ah, no? —Alza una ceja con intriga—. ¿No quiere trabajar en Wall
Street?
—No —digo convencida, a la vez que él me mira asombrado—. No solo
quiero trabajar, de hecho, quiero ser la mejor de Wall Street.
«Espero no haber sonado demasiado presuntuosa y pedante», respiro
acelerada.
—Ya veo.
—¿Y usted? ¿Cuál es su sueño?
Silencio. Noto que se muerde los labios con sutileza y se lleva una mano a
la corbata. Y yo… ¡Oh! Acabo de ver la necedad de mi pregunta.
¡Santo Cielo! ¿Cómo es posible que se me vaya la cabeza de esta forma?
Mi empatía me traiciona gran parte del tiempo y confieso que debo
aprender más de inteligencia emocional y primero conseguir gestionar mis
propias emociones, para después pensar en el jodido Wall Street.
—¡Perdón! —exclamo con voz inaudible y agacho la cabeza—. Imagino
que usted ya ha conseguido cumplir todos sus sueños.
—¿Ha terminado con los correos? —pregunta de la nada, esquivando
totalmente mi incómoda pregunta, como el torero al toro.
Bajo mi mirada al ordenador velozmente y me doy cuenta de que, de
hecho, solamente tengo redactado la mitad del correo.
—En menos de cinco minutos estarán enviados.
—Señorita Vega...
—Sí —respondo rápido y volvemos a cruzar miradas.
—Me gustan las cosas bien hechas. Y aunque me lleve un tiempo, siempre
consigo salirme con la mía.
—Comprendo, profesor Woods.
Me quedo pensando en sus peculiares palabras sin encontrar una respuesta
clara en mi cabeza, mientras la tensión flota en el aire. Acto seguido,
intento centrarme en los correos y los redacto de la manera más profesional
posible, aunque con mucha prisa.
—¡Listo! —le digo, muy orgullosa de mi trabajo, al cabo de unos
minutos.
—Déjeme revisarlo. —Su silla cruje cuando se levanta y se dispone a
caminar en dirección a mi mesa.
Mientras el profesor queda asomado en la pantalla, coloca sus manos en
mi mesa, rodeándome completamente desde atrás. Se agacha sobre mí y eso
hace que note su rauda respiración. De momento pienso atolondrada que
hasta la manera en la que respira me resulta atractiva. Derrotada, le doy
toda la razón a Berta de que este hombre te quita el aliento.
—¡Buen trabajo! —concluye—. Muy buena redacción.
—Muchas gracias.
—Ahora mismo le voy a enviar otra tarea y la quiero hecha para mañana
—explica y se acerca a su mesa, de manera que me pongo de pie y lo sigo
—. Aquí tiene un estudio de la Universidad de Princeton. Necesito que
realice usted una encuesta, queremos conseguir pruebas subjetivas y
después redactaremos las conclusiones. ¿Le parece que podrá hacerlo?
—Sí, señor —replico segura de mí misma y recojo una carpeta de cierto
grosor de su escritorio.
—Perfecto.
—Entonces, ¿me puedo ir ya?
—Sí. Mañana nos vemos sobre la misma hora.
—¡Estupendo! —Dejo entrever mis dientes, aunque a la vez intento
controlarme.
—Una cosa antes de irse.
—Dígame.
—Necesito su número de teléfono.
—¿Mi número? —pregunto perpleja.
—Sí—afirma—. Si no le importa, por supuesto. Vamos a trabajar juntos.
—Tiene razón.
Le apunto mi número de teléfono en un postit que me entrega y, acto
seguido, me extiende la mano para despedirse.
—Hasta mañana, señorita Vega.
—Hasta mañana, señor Woods.
Su mano supone una corriente eléctrica para mi tambaleante cuerpo y
cierro la puerta detrás de mí, todavía conmocionada. Ha dicho que «vamos
a trabajar juntos». ¡El gran profesor Brian Woods y yo! Aylin Vega. Y no
porque me subestime, sé que tengo mucho potencial y las finanzas son pan
comido para mí, sin querer sonar muy arrogante. Pero él es diez años mayor
que yo y lleva un enorme bagaje profesional con él.
Con estos pensamientos en mi mente, aprieto la enorme carpeta a mi
pecho y llego en un abrir y cerrar de ojos a la residencia. Son cerca de las
tres y media de la tarde y Bert me recibe con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Cuéntame zorrilla! —Salta de la cama con una risa maléfica, típico en
ella.
—Nada.
Me río alegre, ya que no puedo esconder mi felicidad. Elegí no contarle
nada ayer porque primero quería asegurarme de que no acabaría despedida
el primer día.
Mi amiga me analiza intrigada.
—¡Quiero detalles! —grita y se coloca de rodillas en el sofá.
—Bert… —empiezo con aires de grandeza y levanto el mentón,
mostrando un entusiasmo que me asusta—. Déjame decirte que… ¡tienes
delante de ti a la nueva asistenta del profesor Brian Alexander Woods!
—¡No me digas!
Le salen unos aplausos enloquecidos.
—Sí, en realidad me lo propuso ayer, pero preferí no contarte nada hasta
que lo tuviera claro —matizo.
—Eso, me dijiste que Woods nada más te felicitó y hablasteis del
examen.
—Sí, y me ha mandado ya una tarea para mañana.
Por su parte, pone los ojos en blanco y muestra preocupación, a la vez que
se pone de pie.
—Perfecto, pero no sé cuándo la vas a poder hacer. —Alza el entrecejo y
se abanica con una mano—. Esta noche tenemos una fiesta en la fraternidad
de los Omega, ¿no te acuerdas?
—¡Tienes razón! —Miro en dirección al montículo de carpetas—. Se me
había olvidado. Pero bueno, hasta las ocho me da tiempo.
—¿Sabes qué? —Se lleva un dedo a la boca—. Creo que ya odio a Woods.
—¿Por qué?
Me río y empiezo a ordenar mis carpetas sobre la mesa.
—¡Es inhumano mandarte todo eso hasta mañana!
—Bueno, tiene mucho trabajo acumulado y…
—¡Y una mala leche de cojones! —Posa una mano en la cintura,
sumamente contrariada.
—Podré con ello, Bert.
—Pero no vas a descansar, Lyn.
—¡Me da igual! Estoy feliz. —Agarro su antebrazo, eufórica.
—¡Qué guay! ¡La asistente de Woods! —Me abraza con calidez, no me
esperaba a menos de ella—. ¿Celebramos con un capuchino, entonces?
—Si me invitas...
Nuestras carcajadas irrumpen en la pequeña habitación de la residencia.
Nuestro nido de estudio, pero también de locuras.
***
Casi cinco horas más tarde, tras realizar nuestro ritual de spa y belleza,
poniéndonos una amplia variedad de maquillaje una a la otra y emplear una
gran tonalidad de colores, caminamos las dos arregladas y listas para un
fiestón entre semana, el cual se celebra este curso en la casa de los Omega.
Bert lleva un vestido de color verde agua, elegido con cierta intención, sin
tirantes y sumamente corto, acompañado de unas altas sandalias doradas,
cuyo cordón queda enroscado en sus tobillos, yo misma le he hecho una
bonita trenza griega, aprovechando su cabello domable. Yo no podría decir
lo mismo del mío, ya que siempre tiene volumen.
—Presiento que me dolerán los pies —suelto unos quejidos tras obligarme
a ponerme tacones.
—Se comprende, nena —responde deprisa—. Mientras que yo roncaba, tú
estabas solucionando los problemas de aquel ogro.
—¿Qué ogro, Bert?
—¡Woods! —Agita el pequeño bolso dorado, que va a juego con los
tacones—. Ahora te tendrá como esclava, conozco yo a los empresarios. Te
delegará todo el trabajo sucio.
—¡Soy su asistente!
—¿Al menos te ha dado tiempo a terminar?
—¡Y me ha sobrado! —digo esta con una risa espontánea y enseguida le
tiendo el puño para chocar.
—¡Esta es mi nena! —Es lo último que oigo antes de ingresar la casa de
los Omega, que queda al lado de la residencia.
La música retumba en la casa de la fraternidad y la fiesta está en pleno
apogeo. Luces de colores parpadeantes iluminaban la pista de baile
abarrotada de gente. Hay al menos cien estudiantes, de distintas
hermandades, la fiesta de bienvenida al nuevo curso celebrándose aquí este
curso, pero cada año se celebra en una hermandad diferente. Lyn y yo no
pertenecemos a ninguna, pero el curso pasado participamos en actividades
de voluntariado en distintas fraternidades, así que siempre nos invitan a las
fiestas. Y la parte buena es que mañana empezamos las clases a las diez.
—¡Lyn!
Oímos una voz a lo lejos y, cuando nos volteamos nos damos cuenta que
es Mary Anne la que nos hace una señal desde una pequeña mesa cargada
de bebidas. Se acaba de pintar el cabello en un tono castaño y lleva un
atrevido vestido negro, que resalta su figura.
—Mary Anne —musito mientras las dos nos abrimos paso en la multitud
y nos damos un abrazo—. ¿Qué tal el verano?
—Genial, ¿y vosotras? —asentimos con la cabeza mientras nos tiende dos
Budweisers, la típica cerveza que tomamos los jóvenes en las fiestas.
Brindamos las tres y empezamos a contarnos sobre las cortas vacaciones
de verano, de modo que casi no escuchamos a Rick cuando llega.
—¡Mis divas! —grita este con mucha exuberancia en su tono de voz.
—¡Rick! —Bert le grita también y le da un abrazo apretado—. Por cierto,
¿has visto a Rebe?
Mi amiga empieza a girar la cabeza bastante intranquila después de tres
cervezas y me pregunto qué o a quién estará buscando.
—Bert, ¿estás bien?
—Sí —responde.
—Yo me iré dentro de nada. Me duele mucho la cabeza.
—Estoy genial, cariño.
Como estoy muy cansada, tras una cerveza más y unas cuantas charlas,
me voy antes que Bert a la residencia. Estoy realmente agotada, por lo
tanto, me ducho rápidamente y me tiro a la cama mientras que mi mente
vuela a aquellas prácticas en American Express Co y en mi experiencia
como la asistente del señor Woods.
Asimismo, mi mente hace trampa y se desvía a algo menos profesional, y
eso es el color de sus ojos. Hoy me he fijado con más atención y me he
dado cuenta de que son de un negro demasiado intenso, incluso afirmaría
que jamás he visto unos ojos de un oscuro tan llamativo.
O lo mismo los he visto con anterioridad, pero no igual de especiales
como los suyos.
Me quedo dormida enseguida.
CAPÍTULO 5
PARA MÍ NO EXISTE
EL AMOR

Giro mi cabeza en dirección a la cama individual donde Berta está


durmiendo plácidamente. La luz mañanera resulta cada vez menos fuerte y
una acertada explicación sería que estamos ya en el mes de octubre. Este
año, curiosamente, el otoño está tardando en hacer acto de presencia, ya que
las temperaturas no disminuyen por debajo de los veinte grados. Aun así,
las mañanas resultan más frescas que hace un mes.
Me envuelvo con las sábanas y me agito mientras dirijo mi vista al reloj
despertador que se encuentra encima de la mesita, sumamente nerviosa. Es
la hora, así que me levanto y le echo otro vistazo a mi amiga. Esta está
atrincherada debajo de las sábanas y no hay ni la más mínima señal de que
despierte.
—¡Bert! —Le tiro un cojín, pero la italiana ni se inmuta.
Me dirijo a la cocina y pongo en marcha la cafetera. Mi cafetera tiene más
años que el sol, pero no me importa. Es de las antiguas, que necesitan
butano para hervir, y no de las eléctricas. Y sí, soy tradicional hasta para
hacerme un café.
Abro el armario, decidiendo qué conjunto ponerme hoy, sin dejar de
vigilar la hora por el rabillo del ojo. El profesor dijo que no le gusta la
impuntualidad y digamos que ser puntual no es precisamente mi plato
fuerte.
Después de bostezar, agarro las perchas de mi ropa, perfectamente
planchada. Unos vaqueros oscuros y una blusa celeste de botones.
—¡Berta! —llamo de nuevo a la ragazza, antes de meterme en el baño.
—¿Qué? —Su somnolienta voz hace que saque la cabeza por la puerta,
con el cepillo de dientes entre los labios.
—¡Ya es tarde, vamos!
—No voy. Nos vemos en la siguiente clase —responde Berta de manera
indescifrable.
Pongo los ojos en blanco cuando me doy cuenta de que esta no se mueve
ni un centímetro. La fiesta de anoche le está pasando factura y pienso que
tendré una charla seria con ella hoy, a la vuelta de la universidad. No puede
seguir así, de lo contrario este curso seguirá suspendiendo asignaturas y no
le servirá de nada estudiar una carrera tan deseada por muchos, y la cuál
ella no sabe valorar. Bert deberá ponerse las pilas, y eso antes de que la
dirección no decida anular su matrícula después de las Navidades, que es lo
que indica la normativa de Harvard.
—¡Haz un esfuerzo! —le suelto y me empiezo a vestir, fijándola con la
mirada.
—Déjame dormir, Lyn… —sigue murmurando y al segundo siguiente
oigo unos suaves ronquidos.
¡Por Dios!
Suspiro con cierta preocupación mientras me termino de colocar la
chaqueta vaquera, del mismo color que el pantalón. Hoy no me he
arriesgado a vestir una falda y he optado por un vaquero que creo que
encaja bien con mis formas.
Le doy un mordisco a un trozo de pan y me empiezo a abrochar los
botones de la gruesa tela de mi blusa, con prisas. Acto seguido, me miro en
el espejo y valoro si el escote no es demasiado pronunciado, mientras me
aseguro de que no se me vaya a transparentar nada a través de la tela.
Rememoro los desafortunados acontecimientos de ayer. La he elegido a
caso hecho, ya que lo que más odio en este mundo son los sujetadores,
aparte de tirar de mi amiga por las mañanas, por supuesto. Es desesperante.
—¡Me voooy! —grito, pero sin sentido alguno.
No me cabe duda de que mi amiga esté ya soñando, igual que tampoco
dudo que hoy vaya a ir a clases. Me llevo una mano a la boca y ahogo una
sutil sonrisa cuando un fuerte ronquido hace que dé un brinco involuntario
cerca de la mesa de la pequeña cocina. Por último, le doy un último sorbo
de café a mi taza.
«Ya hablaremos seriamente tú y yo, ragazza».
Salgo a todo gas de la residencia, prometiéndome a mí misma que mañana
me iré antes, con mi amiga, o sin ella. Veo que, en el grupo de chat, llamado
Los Fantásticos de H, una amiga nos incita a proponer planes para este fin
de semana y después miro el horario de este curso. A segunda hora los
jueves tenemos Marketing y necesito pasarme primero por la fotocopiadora,
me acuerdo que la profesora dijo que dejaría los apuntes ahí.
Chasqueo la boca y maldigo millones de veces en el transcurso de la
residencia hasta la entrada de la facultad, y otros miles cuando casi se me
cae la gruesa carpeta de las manos con el tono de una llamada entrante en
mi teléfono. Lo saco de mi bolso y veo que es un número que no tengo
guardado en la agenda.
¿Quién será?
—Diga.
Sujeto mi móvil entre mi oído y hombro y procuro agarrar la pesada
carpeta que el profesor me entregó ayer.
—¿Señorita Vega?
De repente, escucho su voz y es inevitable que no se me corte la
respiración. ¿Es él? Sé que me pidió el número de teléfono ayer y que soy
su asistente, pero no contaba con que me llamaría tan pronto.
—Sí.
—Soy Brian Woods —responde.
Efectivamente, me está hablando el profesor de Finanzas.
—¿Ha redactado usted la encuesta? —quiere saber.
—Sí, lo tengo todo listo. —Aprieto entre mis brazos la carpeta con los
apuntes y la encuesta que redacté ayer, el trabajo de una tarde entera.
—Bien.
Sonrío inconscientemente cuando percibo su agradable tono de voz.
—Entonces vamos a adelantar nuestro encuentro —indica este con voz
ronca y percibo que aclara su garganta, como si estuviera dándole un trago a
algo. Espero que sea agua y que no descubra que mi nuevo «jefe» sea un
borracho.
—¿Adelantarlo?
—Sí.
—Pero… —musito en el teléfono mientras salgo de la copistería de la
facultad.
Estoy tan sorprendida, que empiezo a analizar en mi mente qué debería
contestarle.
—Profesor Woods, tengo clases.
—Lo sé, con Clarisse —responde seco—. Hoy va a faltar al trabajo, por lo
tanto, terminará pronto. La quiero en mi despacho a las 11:30, ¿le parece
bien?
—De acuerdo.
—Y guarde mi número, señorita Vega —añade con un tono de voz
autoritario.
Alzo una ceja y me encojo de hombros.
—Sí, claro.
Juraría que ha parecido una orden y entro en la clase de Marketing
bastante extrañada. Por su parte, cuelga sin decir nada más, e incluso roza la
mala educación. Bueno, en el fondo imagino que será un hombre ocupado,
el cual no me puede dedicar mucho tiempo. Porque un hombre de pocas
palabras sí lo es, y me lo ha demostrado.
Vuelvo a mirar la hora antes de guardar el móvil y me doy cuenta de que
al final tendré nada más que una hora y media de clases y que la profesora
de Contabilidad faltará hoy. Me quedo con lo positivo, y eso es que el
profesor Woods y yo tendremos más tiempo disponible para así avanzar con
todo el trabajo.
¡Me muero de ganas por empezar el libro del que me habló ayer!
***
Son las 11: 25 minutos y, efectivamente, tal y como hemos quedado, me
estoy dirigiendo al despacho del señor Woods, que se encuentra en la última
planta. La clase de Marketing me ha parecido muy entretenida. Desde hace
tiempo tenía ganas de ampliar mis conocimientos sobre el marketing digital
y hoy el día ha sido de lo más productivo, hablando del e-commerce.
Precisamente es sobre este tema el trabajo en pareja que he hecho con una
compañera en la última media hora de clase. Josephine es francesa y me
parece muy amable y simpática. Mientras me pregunto por qué no hablé
mucho con ella el curso pasado, decido entrar en el servicio.
Dicho y hecho. Me paso por el servicio de las mujeres, sin dejar de vigilar
el reloj. Me arreglo el cabello rápidamente y me pinto los labios en un tono
rojo muy suave. Asimismo, fijo un poco mi escote, a la vez que pongo una
mueca y me examino en el espejo. Más bien, intento subirme la blusa y no
sé por qué diantres se me ha ocurrido vestir esto esta mañana. La jodida
blusa es más escotada de lo que me gustaría y esta mañana no lo he visto, al
tener todavía los ojos pegados.
Las ojeras rodean mis ojos y sé que eso se debe al trabajo de revisión al
que me dediqué anoche hasta muy tarde, después de la fiesta de los Omega.
Necesito tenerlo todo impecable y así sorprender al señor Woods, haciendo
que me recomiende a sus contactos y asegurarme una plaza de becaria en su
agencia.
Después de mi breve reflexión, me guiño el ojo a mí misma en el espejo,
como diciendo «Chica, tú puedes». Lo malo es que, de momento, también
pienso que por qué puñetas me estoy arreglando.
¿Qué me está ocurriendo, Dios?
Inhalo y exhalo el aire con profundidad.
¿A quién estoy intentando engañar?
Aparte de querer sorprenderle con mi trabajo, también es como si sintiera
la vergonzosa necesidad de gustarle de una manera que… ¡Joder! Una
manera que no es propia de mi estatus como alumna y que no me conviene
para nada. El señor Woods es mi profesor, me saca una década en cuanto a
edad, ¡y encima está casado!
«Esta última parte es la peor de todas…», pienso horrorizada. El hecho de
que sea mi profesor y que me lleve diez años se puede digerir.
A continuación, me llevo la mano a la frente después de regañarme a mí
misma mentalmente —con una razón justificada—, y me dispongo a
caminar deprisa. Cuando salto encima de los escalones que me llevarán a la
última planta, escucho el tono de llamada de mi móvil.
«¡Mal momento!», suelto un bufido de desespero cuando veo en la
pantalla que es mi madre, y no sé por qué razón, pero presiento que se
enrollará más que una persiana. Incluso dirías que Bert es su hija, y no yo.
—¡Aylin, hija!
—¡Mamá, hola!
—¿Qué tal, mi amor? —Su intranquilo tono de voz me avisa que se acerca
la tormenta.
Desde que mi madre sufrió un pre infarto este verano, intento enojarla lo
menos posible.
—Bien, mamá.
—Hija, llevas varios días en el campus y no nos has llamado.
—Sí mamá, lo sé, pero he estado muy ocupada —contesto en un suspiro.
—Me lo imaginaba. ¿Todo bien?
—Sí, no te preocupes. Y vosotros, ¿qué tal?
—Estamos bien —escucho su melódica y ya más tranquila voz—. Te
echamos de menos ya.
—Yo también os echo de menos…
—De hecho, estamos planeando una barbacoa para cuando vuelvas a Long
Island. Ya sabes que a tu prima no le queda mucho para tener a su bebé y he
pensado que podríam…
—¡Vale, vale! —le corto con cierto remordimiento, pero Woods me va a
matar, literalmente. Llevo cinco malditos minutos de retraso—. ¡Mamá,
perdón, pero te tengo que dejar! Es por un asunto urgente.
—Vale mi amor, te quiero.
—¡Yo también! —digo casi sin aliento después de subir centenares de
escaleras.
Cuelgo después de mandarnos besos y, en un momento, me encuentro
delante de la gran puerta de roble del despacho del profesor. Respiro con
profundidad y tiro de mi blusa, mirándome por última vez antes de apretar
el puño. Golpeo la colosal puerta con timidez, sin embargo, hay silencio de
por medio. Ni un solo sonido desde el despacho. Giro la cabeza y pego mi
oído a la madera, pero sigo sin oír ni el más mínimo ruido desde su oficina.
¿Será que ha salido? Imposible, me ha dicho de quedar a las 11:30, me
debe estar esperando. Entonces insisto y lo siguiente que hago es tocar dos
veces con fuerza.
—¡Sí!
Respiro aliviada cuando identifico su voz y aprieto el pomo de su puerta
con una amable sonrisa en los labios.
—Perdón por llegar tarde, profesor... —hablo mientras abro la puerta
preocupada, esperando que no me despida en el segundo día de trabajo.
Sin embargo, quedo plantada en el mismo marco de la puerta porque lo
que veo delante de mis ojos me deja sin palabras. Literalmente.
El profesor Woods está sentado en la enorme silla de cuero de su
escritorio y una morena de cabello largo, la cual viste un traje blanco de
falda lápiz se encuentra de rodillas, como si estuviera rezando.
¡Oh no, no, no! De rezar nada.
Noto con estupor que la cabeza de la tipa está entre las piernas de él y...
¡Jesús, María y José! ¿Qué estoy viendo? Su miembro exorbitantemente
erecto queda expuesto, asomado por el hueco de la bragueta de su pantalón
de traje.
«¡Ohhh! ¿Acaso le estoy viendo el jodido pi….?»
La señal de alarma se dispara en mi cabeza y me muerdo la lengua
mentalmente mientras siento una avasalladora e intensa asfixia. Tanto, que
incluso se me olvida respirar. Acto seguido, me humecto los labios
consternada, sin poder apartar mi vista de tal inmenso y venoso órgano. Lo
miro embobada.
Él me analiza sin el más mínimo atisbo de vergüenza, yo cambio mi
mirada del uno al otro con los ojos como platos, mientras él se oculta el…
¡mierda! Después, le hace un gesto con la cabeza a la morena, y ella, por su
parte, se limpia la boca, sin decir nada.
«¿Qué carajo estoy haciendo?»
Al instante, me oculto la cara con las manos, pero no antes de
observar que la mujer arrodillada ha quedado en tremendo estado de shock,
igual o más que yo. Y no solo, también observo que está despeinada y que
su pintalabios dibuja unas marcas alrededor de su húmeda boca.
—¡Joder! —chillo bajo un ataque—. ¡Dios mío, señor Woods, lo siento
mucho!
Agito una mano mientras aprieto la otra en mi rostro, sin abrir los ojos.
—¡Juro que no he visto nada!
—Espere fuera, por favor. —dice con voz calmada, tras oír mi arrebatada
mentira.
«¿Qué carajo está haciendo?»
Habla en un modo enigmático y relajado, como si le importara un
pimiento que una alumna le haya encontrado teniendo relaciones sexuales
—o lo que sea—, en su maldito puesto de trabajo. Camino para atrás como
los cangrejos, intentado no abrir los ojos y hasta noto el golpe del filo de la
puerta en mi espalda.
Me doy la vuelta vertiginosamente y tiro del pomo detrás de mí,
quedándome en el pasillo, con las rodillas temblorosas. Clavo la puerta con
la vista y levanto una ceja a la vez que guardo la enorme carpeta en mi
bolso limusina. Me encantan los bolsos grandes, y sí, confieso que ahora
mismo intento distraerme.
«¿Seré imbécil?», me regaño.
No comprendo por qué narices me lo pregunto siquiera. Soy una imbécil,
no me cabe la menor duda. Si no lo fuera, no estaría ahora mismo
preguntándome si la señorita que acabo de encontrar entre los muslos del
profesor Woods es alumna o profesora. Pongo una mueca, confirmándome
sola que no me suena de la facultad, ¡pero él tampoco me sonaba, y aquí
estoy!
Mientras espero ansiosa, golpeo el bolso con las yemas de mis dedos
sucesivamente, procurando calmar mis nervios. Y aunque se me pase por la
cabeza salir corriendo de aquí, mis piernas no responden, por lo tanto,
quedo quieta delante de su puerta, como si fuese una estatúa.
¿Y eso por qué? Porque… primero, soy una idiota, nivel Dios, y…
segundo, porque me intriga demasiado conocer su explicación, aunque no
me la crea, por supuesto. No me iré de aquí, y eso es en gran parte porque el
profesor me debe una disculpa.
Tras unos aproximadamente tres minutos, la morena abre la puerta y sale
del despacho con la mirada baja. Aparto la vista para ahorrarle este
momento sumamente embarazoso a la mujer y siento que tengo ganas de
meterme debajo de las baldosas de mármol de la última planta. O bajo
tierra, si pudiera.
—¡Entre! —Oigo al instante su varonil voz a través de la puerta
entreabierta.
Ingreso en su despacho y miro temerosa en dirección a sus partes bajas
cuando este avanza dos pasos hacia mí, pero su pantalón está abrochado y
todo parece en orden, como siempre. Menos mal.
Inspiro. Espiro.
—Yo… —tenso la boca y balbuceo algo, pero él me interrumpe.
—Vamos a sentarnos, señorita Vega.
Guardo silencio por un breve instante.
—No sé si debería estar aquí. —Le enfrento, todavía conmocionada y sin
estar segura de cómo actuar. Pero ya que me he quedado, debo salir de esta
situación.
Sus facciones no cambian y solamente observo que se lleva las manos a
las caderas, reflexivo.
—¿Entonces por qué se ha quedado fuera esperando?
—Usted me ha citado aquí y yo…
La voz me tiembla.
—¿Será porque desea escuchar mi explicación?
¿Qué? Lo miro incrédula. Siento como si me hubiesen atrapado en medio
de un robo o con la miel en los labios.
¿Pero este hombre qué es, una especie de brujo?
—Si le soy sincera, no sé si he tomado la decisión correcta —matizo y
elevo mi barbilla—. Con lo cual, quizás sería mejor… —Señalo la puerta
con el índice, más que ruborizada—irme.
Me doy la vuelta, dispuesta a salir de aquí lo antes posible, que es lo que
tenía que haber hecho desde un principio.
—¿No tiene curiosidad, señorita Vega?
Su insinuante e inesperada pregunta hace que me detenga en seco,
quedando de espaldas a él. Lucho contra la invisible tentación que él acaba
de lanzar sobre mí con una inexistente varita mágica, como si de un hechizo
se tratase. Como si me estuviera tentando con una de mis frutas favoritas,
que es la banana, aparte del coco, el cual adoro.
¡Puñetas! Me llevo una mano al pecho en el segundo siguiente. ¿Por qué
no paro de pensar en cosas que tienen forma de pene y de….?
—¡Quédese! —insiste.
Jamás pensé que esta palabra sonaría tan incitante para mis terminaciones
nerviosas, así que me doy la vuelta con brusquedad. Soy yo la que doy dos
pasos esta vez, acercándome más y recordando el infame momento que
acabo de presenciar.
—Me quedaré, señor —hablo con serenidad, intentando ser educada—. Y
no porque piense que usted me pueda convencer con su explicación, sino
porque me debe una disculpa.
Directa y con modales. Una réplica perfectamente perfecta en mi cabeza.
—Comprendo… —ronronea en voz muy baja y mira el suelo,
indicándome el pequeño sofá del habitáculo adyacente.
Tras sentarme cautelosamente en el minúsculo sofá de apenas tres plazas,
coloco mi bolso en el lado izquierdo, de manera disimulada. La idea detrás
de todo esto es evitar que el profesor se sienta a mi lado.
—Entonces, usted no está segura de si le convenceré y…
Los tensos nervios me pueden y no sé qué esperarme de él, con lo cual me
lanzo, sin dejarlo terminar.
—Creo que he dicho rotundamente que no me convencerá.
Queda posado delante de mí, de pie y con la palabra en la boca. Lo miro
atónita cuando cruzo las piernas elegantemente y soy testigo una vez más
de su inexplicable calma mediante sus gestos, como por ejemplo la
tranquilidad que emana cuando mete sus manos en los bolsillos.
—Señorita Vega, lo cierto es que… —Me analiza con la misma mirada
embaucadora—, siento que haya tenido que ver todo eso. Juraría que le he
dicho vernos a las 12:30.
—¡No! —exclamo deprisa y casi me pongo de pie—. Me ha dicho usted a
las 11:30 —rebato—. Estoy segura.
—Entonces disculpe. —Carraspea y se lleva el puño a la boca—. Un fallo
insensato por mi parte, me he equivocado.
—¿Se ha equivocado con la hora, o al citar a una mujer en su despacho?
Es la primera vez que sus rasgos cambian esta mañana y noto que saca las
manos de los bolsillos y cruza sus fibrosos brazos sobre su pecho.
—Me está dando la impresión de que usted quiere posar de mujer
perfecta. Alguien que jamás ha roto un plato, ¿me equivoco?
Su pregunta, igual que su intensa mirada sobre mí, me desconciertan.
Como resultado, fijo mi vista en el suelo, sin estar dispuesta a entrar en un
conflicto. Pero tampoco estoy dispuesta a permitir que me manipule.
—No sé a qué viene esto.
—A que se está metiendo donde no la llaman —Su réplica es tosca—. Y
sí, yo acabo de romper un plato, pero lo estoy intentando arreglar, aun
cuando no tengo por qué. Usted es simplemente mi alumna.
—Y usted mi profesor, con lo cual… —Alzo la cabeza, desafiante—,
debería dar ejemplo.
—No quiero dar ejemplo. —Su sarcasmo corta mi arrebato—. Y sí, soy su
profesor. Y como tal, le voy a pedir un favor.
—¿Qué quiere?
—Discreción. —Me sujeta la mirada, extremadamente decidido y serio—.
No quiero que hable con nadie sobre esto, ¿vale? Tengo cierto prestigio,
usted ya sabe, y no me gustaría que…
—A mí también me gustaría pedirle que la próxima vez cierre la puerta
con llave... o que se vaya a un hotel. Nos encontramos en una institución
pública y académica.
Frunzo el entrecejo y le hablo con desafío, producto de su demandante
tono. Odio la soberbia y, aunque sé que en cierto modo él tiene razón, mi
impulsividad me gana casi siempre y no hay manera de frenarme. ¿Quién se
cree? Lo miro acelerada y temerosa, sabiendo que no muestra precisamente
la actitud humilde que estaba esperando de su parte.
—Señorita Vega, sinceramente, no me gustaría tener que buscar otra
asistente.
Aparte de demandante, también arrogante.
—¡Quizás debería empezar a buscar! —Me pongo de pie—. Me he dado
cuenta de que no quiero aceptar el puesto.
Me parece tan humillante esta situación, que simplemente empiezo a
caminar en dirección a la salida, sin darle ninguna otra oportunidad. No
obstante, no me da tiempo a salir del habitáculo porque este se atraviesa
bruscamente en mi camino y, de repente, noto sus manos en mi cintura. Sus
dedos presionan mis caderas y me acerca a su cuerpo con rapidez, de
manera que mis pechos chocan contra su ancho torso. Su embriagante
perfume invade mis fosas nasales y una corriente eléctrica me recorre.
¡Santo Dios!
Me estremezco.
—Señorita Vega... por favor —susurra cerca de mi rostro—. No se vaya,
le pido una oportunidad.
Mis ojos acarician los suyos con timidez y siento que me sonrojo. Noto
claramente la quemazón en mis mejillas cuando le aparto las manos
lentamente e intento alejarme de él. Y entonces, decido ser más franca que
nunca.
—Mire, señor Woods, no vuelva a usar el chantaje conmigo. No le va a
funcionar con una persona que tiene escrúpulos, moral y ... dignidad —
finalizo, recalcando esto último.
Sorprendentemente, él hace un amago de sonreír porque arquea la
comisura de sus labios con discreción. Es la primera vez que veo esto y me
asombro yo misma. Quedo más sorprendida todavía cuando, acto seguido,
me da la espalda y agarra aquella omnipresente botella de whisky, junto a
dos copas. Permanece en silencio, concentrado sobre el líquido dorado que
vierte en los vasos y después simplemente me ofrece uno.
—Por favor. En teoría, ha terminado su horario.
¿Qué pretende, emborracharme? Miro su mano, suspicaz, y elijo no
responder.
—No estoy intentando emborracharla, no se preocupe. Jamás me
aprovecharía de una mujer ebria.
Me doy una bofetada mental cuando compruebo que sus habilidades de
brujería son completamente ciertas.
—Brujo Woods… —siseo con voz inaudible y lo miro escéptica.
—¿Ha dicho algo?
No le contesto, pero sí acepto la jodida copa. Me estoy poniendo cada vez
más alterada y pienso que dándole un trago al whisky, me relajaré, aun
cuando no sea muy ético. Dicho y hecho. Él también le da un trago a su
copa y, acto seguido, me fija con esa mirada oscura, tan característica. Me
incomoda su análisis minucioso cuando empieza a examinar mi cuerpo al
completo, de arriba-abajo, y sin ningún tipo de pudor.
—Lo cierto es que... —Escucho atenta—, podrá usted tener escrúpulos,
moral y dignidad, pero cuando se trata del placer, se le olvidará todo eso
que acaba de enumerar.
Le da otro determinante sorbo a su vaso y mueve la cabeza. Levanto la
barbilla, intentando hacerle frente cuando este se me acerca peligrosamente
y nuestras respiraciones se cruzan.
—¿Qué insinúa?
—He notado cómo me mira, y ayer sus pechos la delataron.
—Pero... ¡cómo se atreve! —digo escandalizada — ¡Soy una persona con
principios y pensaba que usted también! Tiene una fama intachable —sigo
hablando en tono grave y muy enojada, sin entender nada.
Entreabro los labios cuando sus lascivos ojos resbalan sobre mi cuello y
finalmente se detienen en mi escote. ¡Puñetas! Él observó mis senos ayer
cuando me agarró el brazo, sin duda alguna. Pero mi vergonzosa reacción
también podía haber sido provocada por el frío, ¿cómo él lo tiene tan claro?
—Le he pedido una oportunidad para hablar como personas adultas —
subraya—. Vamos a sentarnos y si no le convence lo que le voy a decir, está
usted libre de renunciar al puesto de asistente.
«¡Deberías haber salido ya de aquí echando humo, Aylin!»
Sus palabras suenan convincentes en mi hormonado cerebro, y odio que
sea así. Como resultado, hago caso omiso de mi conciencia y me veo
caminando como si estuviera poseída. Me siento en el sofá expectante, aun
siendo consciente de que el profesor me está atrapando en una encerrona.
Es más, en el preciso instante en el que él se sienta a mi lado, pienso que
será una encerrona de la que me resultará difícil salir.
—Iré al grano —empieza—. Aquella intachable fama de la que usted me
habla no refleja del todo la verdad.
Veo de reojo que coloca su copa ya vacía en una mesa que hay al lado.
—Entonces ¿es mentira?
—No. Todo lo que está relacionado con mi trabajo es cierto, ahora bien,
mi vida personal es un tanto promiscua —continúa—. Pero usted no tiene
ningún derecho a juzgarme.
—De acuerdo. —Le doy otro trago a la copa que sujeto en la mano, más
que confusa—. Pero usted tampoco tiene ningún derecho a chantajearme.
—En eso estamos de acuerdo —asiente—. Me he equivocado. Aun así,
espero poder contar con su confianza y que esto quede aquí.
Aprieto el cristal con mis dedos e intento recapacitar, no me serviría de
nada tener un frente abierto con una persona como él, que podría arruinar
mi futuro. Al fin y al cabo, es su problema, pese a que me desagrade su
poca formalidad en el trabajo.
—No tengo ningún motivo por el cual quisiera acabar con su carrera —
respondo aprisa—. Ha aportado muchas cosas positivas al mundo de las
Finanzas y a la universidad.
Su mirada se ablanda y, a continuación, extiende su brazo sobre el
respaldo del sofá, de modo que su muñeca roza mi hombro.
—Hasta diría que me admira bastante por mi trabajo, señorita Vega —
constata complacido.
—Ya no sé si le sigo admirando, señor Woods.
—Me gusta su sinceridad. Y lo cierto es que… —Dos de sus dedos
empiezan a acariciar mi nuca—, no me gustaría perder su admiración.
—La admiración se gana y se pierde.
Miro al suelo, decepcionada. Mi respuesta es seca y mi gesto más, ya que
me inclino para adelante y me libro de sus dedos.
—Entonces déjeme decirle que usted tiene una forma de ver las cosas muy
distinta a la mía.
—Claro está.
—Está mezclando continuamente el trabajo con mi vida privada y sexual.
—Usted es el primero que lo mezcla, ¿se lo tengo que recordar? —Le
mantengo la mirada—. No me puede culpar.
Carraspea y frunce los labios, su masculina respiración golpeándome en
un modo que no sabría explicar. Es como si se estuviera reprimiendo y
luchara en contra de algo.
—Tiene razón. Imagino que no ha sido plato de buen gusto encontrarme
en esa tesitura. Sé que doy otra imagen.
¿Me lo dice o me lo cuenta?
—Tengo entendido que está casado y lo que acabo de ver…
No sé por qué diantres sigo con la charla, ¡debería importarme un
pimiento!
—Sí, es cierto —prosigue con la misma voz enronquecida—. Y, aunque
no me agrade hablar de mi vida privada, solamente le diré que, a pesar de
estar casado, mi esposa y yo somos una pareja liberal. Espero que
contándole esto, deje de mirarme como si fuera un monstruo y vuelva usted
a admirarme —habla en un tono jocoso.
—¿Y por qué me está contando todo esto? Llevamos tres días
conociéndonos —respondo asombrada—. Hasta me da la impresión que no
se está tomando en serio lo que acaba de ocurrir.
—Se lo cuento porque tengo el presentimiento de que puedo confiar. Y no
me suelo equivocar con las personas.
—Puede que se equivoque esta vez.
—No lo creo. Como tampoco me equivoco en que le atraigo. —Su voz
adquiere un toque sensual.
Quedo atónita cuando posa su robusta mano en mi rodilla.
—Es usted muy... directo. —Agacho la mirada, confirmándome a mí
misma que el señor Woods está flirteando.
—Siempre.
—Entiendo que por eso me propuso ser su asistente. —Le miro con el
pulso en mi sien—. Para llevarme a la cama.
Me planteo que, si él es tan directo y habla con tanta seguridad, ¿por qué
no podría hacer yo lo mismo?
—Sí, también por eso —replica tranquilo y empieza a mover sus dedos
por encima de la tela de mi vaquero—. Pero no solo por eso. En primer
lugar, valoré mucho su trabajo, usted es muy inteligente y domina muy bien
mi asignatura. Antes de saber su nombre, ya pensaba ofrecerle el puesto de
asistente a aquel alumno o alumna cuya nota fuera satisfactoria para
mí. Después, al saber que era usted, pensé que podría combinar las dos
cosas.
¿Qué es todo esto? Sigo embobada, a tal extremo que ni siquiera soy
capaz de moverme o apartarle la mano.
—¡Me consta que no tiene ningún tipo de vergüenza! —Tenso los labios,
furiosa—. Yo soy una persona decente y...
—Sí, con escrúpulos, moral y todo eso que ha dicho antes—. Mueve la
mano, despreocupado—. Pero... ¿y si hubiera una línea muy fina entre eso y
el placer, el deseo, la lujuria, la locura y al fin y al cabo... sentir que está
viva?
Agrando los ojos. Los latidos de mi corazón aumentan cuando este aprieta
sus dedos en mi rodilla y percibo la pasión que destellan sus ojos.
—Créame, señorita Vega... esa línea es muy muy fina —continúa en el
mismo tono calmado y sensual mientras se acerca a mi cara, sugerente—.
En cualquier momento puede cruzarla si está dispuesta.
Mi jodido corazón se acaba de detener. El puñetero perfume y el más
puñetero whisky hacen que me sienta mareada. Aun cuando le aparto la
mano de mi rodilla deprisa, no evito su acercamiento y, en cambio,
aproximo mi rostro a él con desafío. Debo dejarle en claro que no me
intimida en absoluto. Sus insinuaciones me indican una única cosa y sé que
debo preguntarle para salir de dudas. Debo hacerlo.
Me armo de fuerzas y mojo mis labios.
—Profesor Woods. —Alzo las cejas, preparada para el ataque—. ¿Me está
diciendo abiertamente que me quiere hacer el amor?
—Para mí no existe el amor. Yo solo practico sexo. Sexo duro y ... otras
cosas.
—¿Cómo? —pregunto desubicada y coloco mi vaso en la mesa
velozmente—. ¿A qué se refiere con otras cosas? No sé por qué me está
hablando de esto. Yo...
Mi voz tiembla y no puedo ocultarlo.
¡Maldita sea! La seguridad me ha durado exactamente dos segundos. Una
curiosidad involuntaria me fulmina y un calor abrasador se ha instaurado en
todo mi cuerpo.
—En realidad, más que hablar... se me da mejor enseñar.
El profesor sigue más tranquilo que el mar en calma y a mí sencillamente
no me sale ninguna otra palabra por la boca. ¡Me puedo ir al cuerno! La
excitación me consume y me niego a asumir que, desafortunadamente, su
poder de seducción está haciendo estragos en mí. Mis hormonas me están
traicionando de una manera muy cruel, aun así, me niego a asumir la
derrota.
—¡Ohhh! —Jadeo sin querer, como si esto no fuese real—. Jamás me han
hecho una propuesta tan indecente, y yo no…
Pero él sigue.
—Si me pregunta si la quiero follar... —Se muerde los labios sutilmente
—. Sí, reconozco. La quiero follar. Y lo quise hacer desde el primer
momento en el que la vi y empezó a restregar aquel pañuelo blanco en mi
pantalón.
—Dios mío, esto no me puede estar pasando a mí —mascullo y evado su
insistente mirada.
Acto seguido, llevo mi mano a la frente y hago un amago de levantarme.
Sin embargo, él me lo impide y coloca sus persuasivos brazos alrededor de
mi cuerpo, básicamente acorralándome en el sofá. Mi corazón está dando
tumbos y mi respiración igual. Sus palabras me provocan un fuerte bloqueo
y hasta mis piernas me traicionan y no se quieren mover, fiel prueba de que
ya no son mis aliadas.
—Sí, está pasando. Y sé que ahora mismo está usted muy húmeda.
—¿Cómo se atreve? —Le grito consternada.
—He notado cómo me mira…
—¡Mentira!
Las yemas de sus dedos resbalan por mi cuello con sensualidad y noto su
rauda respiración en mi mejilla. El profesor no tarda en desabrochar los
primeros dos botones de mi blusa uno por uno, sin quitarme la vista. Mi
escote queda al descubierto y es como si sintiera una garra apretando mi
garganta. Pero también siento otra garra presionando mi vientre, el cual
empieza a vibrar de momento, fruto de la tremenda excitación que me
doblega.
—Señorita, usted me mira con deseo, con curiosidad…
Sus caricias en mi escote y cuello erizan mi piel y confieso, muy a mi
pesar, que no tengo la fuerza suficiente para detenerlo.
—No creo que sea buena idea, señor...
—Hummm… —Oigo su profundo suspiro y su insinuante voz taladra mis
oídos. —Con esto, usted podría volver loco a cualquier hombre.
Acerca su cabeza a la parte baja de mi cuello y empieza a dibujar círculos
con la punta de su lengua sobre la sensible piel de mis senos. Mueve su
boca con suavidad mientras desliza su mano izquierda sobre mi cadera y
agarra mi cintura. Tan fuertes son los movimientos de su lengua sobre mi
excitada piel, que no puedo evitar cerrar los ojos y dejarme llevar. Me
siento embriagada y maldigo en mi mente lo débil que soy.
Suspiro de placer enseguida, inmersa en la magia que está creando con su
hechizo sobre mí. Su ansiosa boca en mi cuello me lleva a apretar mis
dedos en sus hombros con fuerza.
—¿Lo nota?
¡Oh, santa mierda!
Siento escalofríos en todo mi cuerpo cuando sus labios empiezan a subir
primero por la línea de mi escote y después sobre mi cuello. Su húmeda
lengua resbala en la piel que hay debajo de mi oreja y me obliga a ladear la
cabeza cuando sus invasivos labios presionan con mucho ardor. Su
respiración acelerada hace que mis partes bajas respondan y juro por Dios
que este hombre es irresistible.
—Hay tantas cosas que le quiero hacer...
Me sentencia de momento cuando desliza su boca sobre mi mentón y llega
a la comisura de mis labios. Su lengua ansiosa me invade en un poderoso
beso. Un exigente beso que me deja sin aliento. La tormenta queda desatada
y los dos gemimos a unísono, totalmente embriagados cuando
nuestras lenguas se exploran mutuamente. El profesor succiona mis labios
arrebatado, al mismo tiempo que aprieta mi trasero con sus manos
robustas.
—No, no… —me quejo—. No deberíamos…
—¿Lo ve? —Me corta con castos besos en mis labios y mentón—. ¿Ve
cómo se le ha olvidado todo lo moral y correcto? No hay dignidad en
asuntos de cama, señorita.
Percibo su sofocada voz en mi oído y noto su cadenciosa respiración en
mi piel. Después, vuelve a deslizar sus labios sobre los míos cuando me
vuelve a besar con pasión. Cierro los ojos fuera de mí, pero mi cabeza no
para de darle vueltas.
«¿Qué coño estoy haciendo?», la cordura vuelve.
—¡No puedo! —suelto tajante y le intento apartar.
—Lo estamos deseando los dos.
Sus dedos aprietan la parte alta de mi muslo.
—No puedo… —agudizo mi voz cuando alcanzo ver la súplica en su
oscura mirada—. Voy a serle clara. No estoy preparada.
Tras decir esto, empiezo a apretar la tela de la blusa a mi pecho,
intentando ocultar mi escote, muy avergonzada.
—Esto tampoco es un examen —murmura—. ¿A qué se refiere con
preparada?
—No puedo acostarme con usted así, de repente.
—Si le atraigo y usted a mí también ¿qué problema hay? —inquiere—.
Somos adultos.
—¡No es apropiado, joder!
Su insistencia me saca de mis casillas. Lo empujo con suavidad e intento
levantarme del sofá.
—Es apropiado siempre y cuando sea consentido. Y usted… ¡usted me ha
correspondido!
—La verdad es que nunca he tenido... eso con alguien —tras darle mi
respuesta concluyente consigo levantarme deprisa, al mismo tiempo que
abrocho los botones de mi blusa con manos temblorosas.
Observo que mis palabras actúan como un trueno en su cabeza.
—¿Nunca?
Se pone de pie.
—Nunca.
—Es usted... ¿virgen? —Tensa los párpados, escéptico.
—Sí —afirmo—. Y no me gustaría perder mi virginidad con una persona
que me quiere para una noche.
—¿Quién ha dicho una noche?
Coge mi mano entre la suya y me la empieza a acariciar. Me suelto con
cara ardiente y no dudo que mi piel está más encendida que el traje de Papá
Noel.
—Lo cierto es que no me imaginaba que usted, con esta edad todavía...
—¡Ya, que todavía sea virgen! —añado indignada—. A todo el mundo le
pasa lo mismo… —Lo amenazo con el dedo—. ¡La gente sabe respetar
muy poco las decisiones de las personas!
—Bueno…
—¡Nada de «bueno»! —trueno a cuatro vientos a la vez que él agita las
manos, perplejo.
Me encaro más, rabiosa.
—¿Desde cuándo hay una edad para perder la jodida virginidad? ¿O es
que por ser virgen le da a alguien derecho a señalarte con el dedo?
—No, por supuesto que no, solo que…
El profesor pone cara de bobo mientras yo aleteo el dedo y le chillo, con
todos los músculos convulsos.
—¡¿Quéee?! —le suelto—. ¿Que ahora se arrepiente por el beso que me
acaba de dar?
—¡No! —Me agarra los brazos—. ¡Jamás me arrepentiría! Solo que es
extraño enterarme de esto.
Me sigue mirando sin dejarse leer, pero la pura verdad es que por fin he
conseguido ver al profesor descolocado. Definitivamente, acabo de terminar
con su calma.
—¡Extraño! —farfullo y miro sus manos ancladas en mis brazos—. Señor
Woods, igual que usted no quiere que le juzguen, yo tampoco, ¿entendido?
Mis uñas siguen afiladas y le sacaré los ojos a quién haga falta.
—Sí, tiene toda la razón... —Queda pensativo y retira sus manos al
instante—. No la juzgo, pero déjeme decirle que ahora comprendo muchas
cosas.
—¿Qué cosas?
Cruzo los brazos.
—Su inocencia. Se lo vi en los ojos.
—¡Me tengo que ir ya! —hablo tajante, al escuchar semejantes bobadas.
Empiezo a caminar velozmente hacia la salida del despacho, intentando
mantenerme de pie.
—¿Adónde va?
—¡No es su asunto!
—Ahora tengo una reunión. —Ejerce fuerza sobre la puerta cuando la
abro, impidiéndome el paso—. Pero me gustaría continuar con nuestro
trabajo en media hora, ¿está de acuerdo?
No respondo, solo saco la pesada carpeta de mi bolso y la estampo contra
su pecho, antes de salir.
—¡Aquí tiene la encuesta!
—¡Confío en usted, señorita Vega!
Asiente con la cabeza.
—¡Pues déjeme decirle que yo no!
Salgo disparada y le dejo con la palabra en la boca.
Estoy furiosa. El profesor Woods me ha intentado seducir y, aunque lo
admire y aprecie mucho por su carrera profesional, quedo presa de la
confusión. Sospecho que es el típico mujeriego que duerme con una chica
diferente cada vez que se le antoja y ahora piensa que me va a tocar a mí.
¡Maldita sea!
Bajo las escaleras deprisa. Al parecer, el «respetable e inaccesible»
profesor Woods es una fachada. Pura fachada disfrazada de traje caro y en
la piel de acero de un tipo que es capaz de citar a mujeres en su despacho
para mantener relaciones sexuales. Un hombre sin escrúpulos que se atreve
a denigrar una institución académica tan prestigiosa como lo es Harvard por
un polvo o una jodida felación.
Y ahora que lo recuerdo, me ha dicho que confía en mí.
¿Podré confiar en él? ¿Podré volver a su despacho?
Todavía siento su boca en mi piel. Me toco los labios inconscientemente
mientras pienso que mi cabeza va a explotar.
¡Oh, Dios! ¿Qué debo hacer?
CAPÍTULO 6
SOY UN DEPREDADOR
Me muevo en mi cama individual de la residencia, intentando quedarme
dormida y así recuperar el sueño que perdí anoche, sacrificándome por un
trabajo que sé que no le importará a nadie. Y eso es porque desde el
principio, el señor Woods me ofreció ser su asistente con otro propósito en
mente, y ese no es precisamente lucir mis conocimientos sobre Finanzas u
ofrecerme un puesto en su agencia.
Reflexión del día: nada te sale gratis en esta vida. Ni siquiera cuando tus
pensamientos son puros y tus ganas de trabajar superan la Muralla China.
Vuelvo a cerrar los ojos tras fijar con la vista la cama vacía de Bert. Las
imágenes de lo ocurrido en el despacho hace aproximadamente dos horas
parecen las diapositivas de una presentación barata. Y ojalá fueran
solamente imágenes, la peor parte de todo es el conjunto de sensaciones que
aquel hombre provoca en mí.
¿Cuál es la decisión más acertada? Ojalá lo supiera. Lo único que sé ahora
mismo es que no puedo dar la cara con el profesor. Esta mañana realmente
hemos compartido cosas muy íntimas y llevamos menos de una semana
conociéndonos. Tengo claro que no quiero volver a verlo y reconozco que
eso es porque en gran parte me ha demostrado a mí misma que puede hacer
conmigo lo que le dé la gana, susurrándome unas pocas palabras al oído.
El eco de su voz sigue trastornándome por dentro.
«—No la juzgo, pero déjeme decirle que ahora comprendo muchas cosas.
—¿Qué cosas?
—Su inocencia. Se lo vi en los ojos».
Tiene razón. Mi inocencia ha hecho que viva ilusionada y feliz estos
cuatro días de clases, creyendo de verdad en sus buenas intenciones y
admirando su profesionalismo.
¡Menuda imbécil!
Me sigo revolviendo unos minutos más en la cama y finalmente me doy
por vencida. Me levanto desganada y me hago un café, mientras pienso en
qué almorzaré hoy, aún sin tener nada de hambre. Después, me hago una
cola alta y pongo una lavadora enseguida, dedicándome al menos media
hora a ordenar nuestra pequeña habitación. He colocado algunas prendas de
ropa de Berta en su armario y sonrío sin querer, intentando distraerme.
Cuando digo que la italiana es un desastre, realmente lo es. Incluso con su
ropa.
Saco las prendas de ropa de la secadora y, mientras reproduzco música en
mi móvil, miro la nevera en la cual sopla el viento. Me llevo una mano a la
barbilla, intentando ingeniar un plato de comida para almorzar, pero, de
repente, la música queda cortada por una llamada entrante.
Es como si mi pecho diera un vuelco cuando me acerco con pasos rápidos
y leo la pantalla. Una llamada de él, del profesor Woods. Aprieto el móvil
en mis manos, al igual que mi mandíbula y barajo en mi mente qué hacer.
No, no se lo voy a coger. No tiene por qué llamarme, al fin y al cabo, soy
una alumna. El sonido se detiene al instante, tras mi evasión. Mi mirada se
mueve hacia la hora y veo que son cerca de las dos de la tarde.
Él no se da por vencido. Una insistente segunda llamada resuena y
escucho embobada la banda sonora de Juego de Tronos —mi tono de
llamada—, la mejor serie de todos los tiempos, sin duda.
La cobardía no es algo que me caracteriza y si el jodido brujo Woods no lo
ha entendido en la universidad, se lo dejaré claro por teléfono. Por
consiguiente, pulso el botón verde.
—Diga.
—Señorita Vega, ¿está bien? La he esperado esta mañana.
Su voz actúa como un arma de electrochoque en mi tímpano y, si antes me
despertaba curiosidad, ahora me despierta… otras cosas. Intento mantener
la compostura.
—Dudo que usted tenía ganas de trabajar, señor.
—¿Se encuentra bien? —Hace caso omiso de mi atrevida constatación.
Por mi parte, ruedo los ojos fastidiada mientras me apoyo con una mano
en la encimera de la cocina. Es tan hábil, que incluso percibo cierta
preocupación en su tono de voz. Una preocupación fingida.
—Estoy bien —contesto fría y distante, ya que no me sale hablarle de otra
forma.
—Si se encuentra bien, doy por hecho que yo soy la razón por la cual
usted no ha vuelto a mi oficina.
—Así es.
—Entonces también doy por hecho que ya no desea ser mi asistente.
—Está en lo cierto —afirmo con la misma voz de hielo.
—Comprendo… —Carraspea no muy convencido—. En realidad, también
quería hablarle porque este fin de semana vamos a tener una reunión con
mis socios de la agencia y necesitaba asegurarme de que podía contar con
usted.
«¿Esto es en serio?», pienso y arrugo el entrecejo. No comprendo su
pregunta, le acabo de decir que no quiero seguir siendo su asistente.
—No podrá contar.
—Vale, no la entretengo más —la misma voz lineal—. Y, de nuevo, le
pido disculpas por lo ocurrido esta mañana.
No respondo, solamente estoy pensando en lo que acabo de hacer. ¿Acabo
de dejar el puesto?
—Que tenga usted buen día —se despide de mí, al percibir mi silencio.
—Le deseo lo mismo.
Y, sin media palabra más, cuelga. Me cuelga él mientras yo quedo
embobada, mirando la pantalla y pensando en qué puñetas acabo de hacer.
Encima ha dicho que este fin de semana me invitaría a una reunión con los
socios de su agencia. ¡De la mismísima American Express Co!
«¡Virgen Santa!», exclamo por dentro mientras me empiezo a morder las
uñas.
Jamás en mi vida volveré a tener esta oportunidad. Mi sensatez me
indica salir corriendo del marrón en el que me he metido, pero la otra parte
de mí, ese lado diabólico, me susurra que siga trabajando con él. No puedo
olvidarme de los beneficios que implican ser la asistente de alguien como
él.
¿Acaso no me prometí a mí misma luchar con todas mis fuerzas para
llegar a Wall Street y ser una exitosa agente?
La ira y la frustración se adueñan de mi cordura y lanzo el móvil en la
cama, verdaderamente quemada. Reviso en mi mente la escena del sofá del
despacho del señor Woods y recuerdo la manera en la que le he
correspondido, quedado yo misma sorprendida por mi inapropiado
comportamiento.
Los hombres siguen siendo un tema tabú para mí y, en el fondo, deseo con
todas mis fuerzas superar este aspecto de mi vida. Siempre me ocurre lo
mismo: tras superar la etapa del flirteo, me acobardo y desaparezco,
temiendo que ellos pudieran intentar algo más conmigo —hecho que es
perfectamente comprensible—. Siempre temo a que no esté preparada y que
el pasado vuelva a mí. Y concluyo que con él he hecho exactamente lo
mismo.
No. Debo ser fuerte. Debo ser astuta. Y… debo ser egoísta. El hecho de
trabajar con mi profesor no implica que deba sucumbir a propuestas de otra
índole, que no sea estrictamente el trabajo. Acto seguido, agarro el móvil de
la cama deprisa y marco su número. Espero que me conteste y,
efectivamente, al cabo de unos pocos segundos, escucho su voz.
—¡Dígame!
—Señor Woods...
—Sí.
—He cambiado de opinión. —Suspiro profundamente—. No quiero dejar
el puesto.
—Me alegro —responde este deprisa, con la misma voz inexpresiva, sin
ningún atisbo de emoción.
—Mañana iré a su despacho.
—Si se encuentra bien, prefiero verla hoy —comenta.
Pestañeo con nerviosismo. Empiezo a sentir los mismos nervios que me
dominan cuando él está cerca, aunque ahora mismo se encuentre en
Harvard, básicamente cruzando la calle.
—Tengo unos asuntos que terminar y dentro de nada me iba a ir. ¿Y si
paso a recogerla y almorzamos juntos?
—¿Almorzar?
—Tenemos mucho trabajo acumulado y unos plazos límite, créame que, si
no estuviera en apuros, no le molestaría.
Respiro hondo. No sé qué diantres estoy haciendo, pero ya estoy abriendo
las puertas del armario de par en par.
—Vale. Necesito unos minutos.
—¿Quince minutos está bien? —pregunta expectante.
—Veinte mejor.
—Sí. Pero deberá enviarme la ubicación.
—En realidad, vivo en la residencia de la universidad. Está a unos pasos
de allí, de modo que le puedo esperar en la calle Stanford.
—Muy bien. Por cierto, revisé la encuesta que me ha entregado, ha hecho
una gran labor.
—Gracias —respondo más calmada y mi yo interior está aplaudiendo
locamente.
—¡Hasta ahora, entonces!
—¡Hasta ahora!
Todavía estoy temblando y espero que no me haya temblado la voz
también.
«¿Qué me pongo?», se me ocurre de manera involuntaria, aún sin saber
porque estoy pensando continuamente en verme bien y atractiva.
Me regaño a mí misma en la ducha, de morros y sin saber con qué me va a
salir esta vez. Mientras que otros cantan en la ducha, yo simplemente hablo
sola, y eso es porque sé que estoy entrando en su juego. Y, aunque sea por
una buena causa, eso ya no importa en absoluto.
Tras ducharme, unto mi cuerpo con una crema corporal con aroma de
vainilla y coco e intento darme prisa. No quiero darle demasiada
importancia a mi imagen esta vez. Me pongo corriendo una falda vaquera
holgada y una camiseta semi- elegante de color blanco. Los tacones que he
elegido quizás son demasiado altos para ir a almorzar, por lo tanto, me
coloco unas sandalias negras de plataforma y ni siquiera me maquillo.
Cuanto más desaliñada me vea, menos se le ocurrirá tirarme los tejos.
En unos minutos salgo de la residencia y saludo a unos cuantos
compañeros, aunque casi todo el mundo está almorzando en la cantina, o en
algún bar. Solo veo a Rick, al cual le pregunto por Berta, pero no sabe
dónde está y se encoge de hombros.
Llego al punto de quedada unos pocos minutos antes. Mientras estoy
esperando al profesor, tengo unos remordimientos terribles por haber
aceptado almorzar con él. Sin embargo, no hay marcha atrás. Prometo ser
fiel a mi decisión, y esa es ponerme la pintura de guerra y batallar contra él,
intentando mantener mi puesto de manera honrada. Le demostraré al
profesor que valgo mucho más para otras cosas que para ser su amante.
Muevo la pierna en la acera mientras espero, que es poco rato. De
momento, identifico el Land Rover de Woods y, cundo este detiene su
automóvil, visualizo de cerca aquellas gafas de sol oscuras.
No me deja tiempo para montarme en el coche. Antes de que yo apriete la
maneta del automóvil, él ya está fuera y me abre la puerta. Lleva la misma
ropa que esta mañana, y eso es un traje de un azul marino muy oscuro. Hoy,
curiosamente, su camisa también es oscura y el conjunto en sí hace que la
palidez de su rostro destaque.
—Hola.
—Buenas —saluda—. Me alegro de verla.
No noto ningún atisbo de sonrisa, solamente percibo la amabilidad en su
voz. No detallo sus ojos debido a la oscuridad de las lentes, pero sí, observo
que su rostro se ve demasiado atractivo y, en cierto modo, parece más
alguien de la CIA o un hombre de negocios, que un profesor universitario.
Intento actuar con naturalidad, manteniendo la cabeza fría y vuelvo a
repetirme por dentro que me lo debo figurar como si fuera mi jefe y nada
más.
Intento distraerme cuando me monto en la silla del copiloto y miro al
frente. Por un momento, pienso en su notable elegancia. Sus trajes están
perfectamente planchados y parece salido de una revista de moda. Estos
días me he dado cuenta de que, si no viste de negro, su conjunto es azul
oscuro, o gris oscuro.
Mientras este arranca el potente motor y yo me intento abrochar el
cinturón, mi vista recae sobre su muñeca. Lleva un brillante reloj, el cual
identifico al instante, aunque entienda muy poco o nada de marcas. Es un
Rolex, diría que un modelo bastante ostentoso.
—Esto... creo que no funciona —aviso en voz baja cuando el cinturón de
seguridad no se mueve ni un centímetro—. Está bloqueado.
—Imposible —contesta.
A continuación, se lanza sobre mi asiento, extendiendo su brazo para
alcanzar el cinturón. Cuando el profesor empieza a tirar de la gruesa cinta,
me llega su embriagador perfume masculino y evoco en mi cabeza los
recuerdos de esta mañana. Nadie que conozca huele tan exageradamente
bien como él.
En el momento en el que su cabeza casi roza la mía, le aparto la cara, de
manera que evito que nuestras narices choquen torpemente. Sin embargo,
antes de eso, él se detiene como si estuviera oliendo algo. Me empiezo a
preocupar, yo no huelo ni la mitad de bien que él y ni siquiera me he puesto
perfume; es más, rezo en mi mente que no haya transpirado demasiado por
los nervios y olisqueo mis axilas disimuladamente.
—¿Tiene alguna preferencia en cuanto a restaurantes? —pregunta al
mismo tiempo que arregla las gafas de sol sobre su nariz.
Su pregunta es de lo más normal.
—La verdad es que no —comento un tanto cohibida—. Suelo frecuentar
sitios de comida basura.
—Comprendo. La vida de estudiante es muy dura —completa mi réplica
—. Entonces la voy a llevar a uno de mis preferidos.
—De acuerdo.
—Espero poder sorprenderla con el almuerzo, al menos.
Juraría que me está mirando de reojo, al notar que evado su mirada.
¿Cómo es posible que todo cambie en una fracción de segundo y que, de mi
profesor, al que admiraba, lo vea como a una persona sin principios y de la
cual no sé qué esperarme?
—Yo también espero poder sorprenderlo con mi trabajo.
«Y no con lo que vienes buscando», piensa mi avispada mente.
—No me cabe la menor duda de que lo hará, señorita Vega.
El restaurante no está nada lejos, así que a solo unas calles más adelante,
apaga el motor de su imponente coche y se apresura en abrirme la puerta
con la misma actitud intachable.
—¿Siempre es tan caballeroso, señor Woods? —Me escucho a mí misma
preguntar con ironía cuando salgo del auto vehículo.
Queda perplejo al oír mi pregunta, pero no tarda en contestarme, aun
cuando yo prefiero no mirarlo y cambiar mi vista al sitio al que me ha
traído.
—No siempre —puntualiza—. De hecho, confieso que en general me
considero un caballero… salvo en la cama —susurra esto último en mi
oído, a la vez que cierra la puerta del coche.
Trago saliva y me arrepiento de haber hecho semejante comentario
desafortunado. Para distraerme, me dedico a echarle un vistazo al
restaurante. Se llama Blue Lagoon y su especialidad es costera. Pescado y
ese tipo de cosas. Todo se ve extremadamente elegante y el hecho de
caminar al lado de él hace que me sienta extraña, sin saber por qué. Lo sigo
analizando de reojo mientras una sensación de seguridad me invade. Sin
más allá, cuando llegamos a la mesa que el camarero nos indica, el profesor
sigue actuando con la misma seriedad y elegancia, e incluso mueve mi silla
delicadamente para que me pueda sentar.
—Gracias.
No estoy acostumbrada a que me traten así, los chicos de mi edad no se
comportan de esta manera. Sin embargo, no es una persona digna de echarle
flores y sé que con esta actitud no podrá comprarme y tampoco podrá hacer
que desaparezca la imagen que me he formado de él.
—¿Y qué la ha hecho cambiar de opinión? —oigo su áspera voz, una vez
sentados.
Mi vista baja a sus fuertes manos, las cuales cruza encima de la sofisticada
mesa.
—¿Perdón?
—¿Por qué ha decidido seguir trabajando conmigo?
—Por el hecho de que me está ofreciendo una gran oportunidad y sería
bastante insensata desaprovecharla.
—Lo mismo pensaba —replica complacido—. Sabía que usted era una
persona valiente.
—No se trata de valentía —añado rápido.
—Sí, se trata de valentía. —El señor Woods se inclina para atrás en su
silla, sin quitarme el ojo de encima—. Admiro que no haya salido corriendo
después del evento desafortunado de la mañana.
—Evento que dudo que olvide pronto.
Le aparto la vista, sintiendo de nuevo mi sangre correr velozmente por
todo mi cuerpo. La tensión ha vuelto a instaurarse entre nosotros.
—No la culpo. De hecho, no me gustaría que se olvidara de lo ocurrido.
—Créame señor Woods, no es fácil ser testigo de… —Aprieto los labios
—, su insensata exhibición.
—No me refería a eso y usted lo sabe muy bien.
Vuelvo a atravesarlo con mi mirada llena de reproche cuando entiendo su
indirecta. No quiere que me olvide del beso. Mi rostro se enciende, no hace
falta mirarme en un espejo para notar la intensa quemazón en mis mejillas.
Y también noto su expectante semblante.
«¿Qué es lo que quiere y para qué puñetas me ha citado aquí?», me
pregunto.
Mientras yo hablo conmigo misma, él le hace una sutil señal a un
camarero. Supongo que está pidiendo la comida.
—¿Viene mucho aquí? —Intento desviar el tema de conversación.
—Sí, pero jamás tan bien acompañado.
No funciona.
—¿Hace esto a menudo?
—¿Cómo? —Alza el entrecejo y asiente con la cabeza cuando un
camarero elegante vierte vino en su copa.
—Agua, por favor —digo cuando el mismo camarero se lanza a mi vaso.
—Sigue temiendo que quiera aprovecharme de usted. —Su voz suspicaz
suena relajada.
—¿Es a esto a lo que se dedica?
—Si piensa que me dedico a seducir alumnas, no puede estar más
equivocada.
Por mi parte, muevo la cabeza en un modo evidente, muy poco
convencida. No puedo darle la réplica, puesto que el camarero trae los
platos de momento. Mis tripas empiezan a rugir cuando la deliciosa comida
embriaga mi olfato. El profesor ha pedido unos raviolis mediterráneos,
carpacho de buey y algo que parece ensalada de rúcula con piñones.
—Por la expresión de su cara, me da la impresión de que no le agrada
mucho mi persona.
—No es eso —comento mientras clavo mi tenedor en la ensalada—.
Simplemente… no me lo esperaba.
—¿Qué es lo que no se esperaba? —Deja un corte perfecto en su trozo de
carne.
—Cuando le miraba veía a un hombre de negocios. Un hombre
inteligente, profesional, con principios, atractivo, casado, con una mujer en
casa, y en resumen... —suspiro—, feliz con su vida.
—¿Y ahora que ve?
Su rostro cambia.
—Sigo viendo a aquel hombre inteligente que admiro mucho, profesional
y atractivo. Pero no veo al hombre fiel, con principios y, al fin y al cabo,
feliz. Y sé que no debería meterme en esto.
—Está bien. En realidad, creo que llevo tiempo sin que nadie me hable
con tanta claridad. Y tiene razón—. Deja el tenedor a un lado tras engullir
unos grandes trozos—. No soy un hombre fiel. Nunca lo he sido porque no
ha hecho falta.
—¿Y sus principios?
—Confieso que no soy una persona con una moralidad muy elevada. Mis
principios son algo que rigen solo en mi profesión, en mi vida privada muy
poco.
—Me alegro que lo reconozca —interrumpo.
—Aunque no lo queramos ver, los principios y prejuicios hacen a una
persona infeliz. No te permiten ser libre —recalca convincente y se inclina
hacia adelante—. Los principios encadenan.
—Pues, yo pienso todo lo contrario. Necesito tener principios para
sentirme en paz conmigo misma.
—Ya veo... —masculla contrariado.
—Los principios te hacen feliz.
—Para mí, señorita Vega, la felicidad es subjetiva —clama—. ¿Usted es
feliz?
Su pregunta me coge un tanto incauta. Levanto la vista de mi plato y
también suelto los cubiertos en un lado. Jamás sabes qué esperarte de este
hombre.
—¿Cómo?
—¿Es una mujer feliz? —insiste y se apoya en sus codos, mientras yo
arrugo la frente.
—¿Yo? Claro que sí.
Le da un sorbo a su copa de vino, pensativo. Sus labios rozan el cristal con
lentitud y tengo la misma sensación que si alguien estuviera paseando un
hielo en mi espina dorsal, de arriba-abajo.
—Una mujer no puede ser feliz si nunca ha dado rienda suelta a lo que
desea y necesita.
—Explíquese, por favor —indico.
—En mi opinión, no puede estar feliz si nunca ha experimentado su
sexualidad.
Me falta poco para no poner los ojos en blanco delante de sus morros.
—Si se está refiriendo a que sea virgen, le aviso que para mí hay cosas
más importantes que el sexo.
—Es normal que diga esto si nunca lo ha probado. Nuestro mayor error
es hablar sobre algo que no entendemos —continúa con desparpajo—. Si el
ser humano eligiera hablar exclusivamente sobre cosas que entiende y en
las que tiene experiencia, es decir... si habláramos con fundamento, el
mundo iría mejor, sin duda.
Es bastante difícil hablar con él, sabe manejar muy bien las palabras.
Indudablemente, el señor Woods tiene el don de la oratoria y cada día que
pasa me asombra más su elocuencia.
—Pues fíjese, aquí está la prueba clara de que una persona puede vivir sin
eso. Y por supuesto que también puedo opinar, si así me parece —finalizo
cortante.
—Pero no podrá vivir así indefinidamente.
—Doy por hecho... —Me humedezco los labios—. Hasta que encuentre la
persona adecuada.
—Como usted desee. Pero la vería más feliz si pensara menos y sintiera
más.
—Señor Woods, cada uno tenemos nuestra visión de las cosas. Pero me
gustaría preguntarle...
—Pregunte —asiente.
—¿Puedo confiar en usted?
Une sus manos por debajo de su pronunciada barbilla y ni pestañea.
—Señorita Vega... soy un depredador.
«¿Qué?», entreabro los labios, sumamente desconcertada. Nunca en mi
vida hubiese imaginado que recibiría semejante respuesta. Es más, hubiese
jurado que su réplica sería un seco «Sí, por supuesto. Puede usted confiar en
mi bla bla bla…». Pero no.
—Creo que le he dejado claro que me gusta recibir y ofrecer placer.
—Sí, más claro que el agua —digo tensa y le doy un sorbo a mi vaso de
agua. Me tomaría una copa de un trago, pero sé que el alcohol no me sienta
bien.
—Y al decirme que usted es virgen, lo único que hizo fue avivar más ese
deseo que le tengo. Por lo tanto, mi respuesta es no. No puede confiar en
mí.
Lo miro boquiabierta, más que en la mañana.
—Entonces entiendo que, si usted es un depredador, yo soy su presa.
—Somos animales.
Su voz refleja una nota de sarcasmo que eriza mi piel al instante. Pero
parece que el señor Woods no tiene ni el más mínimo inconveniente. Queda
inmóvil en su silla y me fija con la misma mirada insinuante.
—Eso suena demasiado misógino y anticuado —suelto con voz áspera—.
¿De qué siglo viene usted?
—¿Me está confundiendo con un vampiro?
—¿Y usted con un trozo de carne?
Él se relame los labios y yo junto más las piernas, procurando controlar mi
acelerado pulso cuando sus desafiantes ojos roban mi aliento.
—Puede ser. —Su mirada baja a mis muslos—. Del más exquisito.
—Le advierto… —Aprieto los dientes—. ¡Su cinismo sobrepasa los
límites!
—Se llama ironía —corrige—. Por cierto, todavía puede renunciar a su
puesto si así lo desea, aunque yo desee que se quede. Pero si se queda... —
Hace una breve pausa —debe comprender que la intentaré seducir.
—¡No me podrá obligar! —Sigo batallando con el ceño en alza muy
confusa y dudando de mi decisión de ser su asistente una jodida vez más.
—Nunca la obligaría… —aclara—. Me lo pedirá sola.
La concisa respuesta del profesor me hiela la sangre.
—Pero usted es... ¡muy arrogante!
—Y usted muy bella cuando se enoja. —Arquea sus labios, sin quitarme
la vista. Es como si me analizara con una lupa.
¡Joder! Tengo la horrenda sensación de que me está poniendo a prueba
continuamente.
—Yo... —tartamudeo con el mismo tono de idiota que me sale cuando
hablo con él—. Ya he terminado de comer. ¿Cuánto cuesta?
Me levanto velozmente de la silla, provocando un ruido tosco en la sala.
Ruido que atrapa la atención de los demás clientes.
—Veo que también es graciosa, señorita Vega. —También se pone de pie
con rapidez—. Nunca dejaría que pagara.
Estoy sumamente furiosa y pienso que ha sido una pérdida de tiempo
aceptar almorzar con él.
—¡Pues quiero pagar!
—Bueno, la próxima vez será —miente.
Sé que miente por la sencilla razón de que lee la decisión en mi mirada. Es
el típico hombre que jamás dejaría a una mujer pagar, el típico macho alfa
machista y dominante, el cual se piensa que las mujeres somos de su
propiedad.
Trago la bola de saliva que se ha formado en mi garganta y aclaro mi voz.
—Señor Woods, también espero que la próxima vez hablemos de trabajo,
que es a lo que habíamos venido aquí, ¿recuerda?
—Permítame que la lleve a la residencia —se ofrece mientras yo agarro
mi bolso con una actitud huraña.
—Gracias, pero no es necesario. Me voy a dar un paseo.
—Como quiera.
—¡Hasta mañana! —suelto rápido y salgo del restaurante, sin mirar para
atrás.
—¡Hasta mañana!
Alza su voz, detrás.
¡Oh, Dios!
Cojo aire y lleno mi pecho, necesito oxígeno urgentemente. Woods es un
hombre descarado y que, a pesar de todo, me descoloca y me excita a un
extremo que ni yo misma me reconozco. Despierta en mí cosas que nunca
nadie ha despertado y que nadie despertará.
Lo peor de todo es que él lo sabe, es por eso por lo que continúa tirando
de los macabros hilos de su juego sucio. Sabe que soy una mujer que aspira
a mucho y que no dejaré pasar el tren. Woods sabe que cada vez que me
dice aquellas palabras y me expone a estas malditas situaciones tan
comprometedora, mi vello se eriza y mi escudo empieza a caer. Incluso me
acaba de decir que no puedo confiar en él y que intentará seducirme.
¡Por todos los Santos! ¿A quién me estoy enfrentando?
Para ahuyentar este pensamiento tan desalentador de mi mente, me pongo
a revisar cómo marcha el mercado de valores en Wall Street. Esta es la
única manera de distraerme, y sí, soy una friki irremediable.
Camino ajetreada y decido ir a un parque que hay cerca de la residencia,
donde suelo salir todas las noches a correr y a despejarme.
Me abrazo a mí misma y apago mi teléfono.
«¿Cómo podré evitar las insinuaciones del profesor?», pienso en última
instancia.
Una verdad irrefutable y lo único claro que tengo ahora mismo es que debo
ser fuerte. Saldré de esta.
CAPÍTULO 7

NUNCA DEJE DE HACERLO

—¡Lyn! —Oigo un grito seco desde el cuarto.


—¡Aquí!
Sigo presionando un paño mojado, intentando limpiar la leche que se me
ha derramado en la nevera, a primera hora de la mañana. Me paso la mano
por la frente, nerviosa, y al mismo tiempo deseando que llegue el fin de
semana. Hoy es viernes y agradezco que tendré al menos dos días para
reponerme y volver al planeta Tierra antes del principio de la próxima
semana. Pero antes, debo pasar la prueba de fuego. Volver hoy al despacho
de mi profesor de Finanzas, ya que sigo siendo su asistente.
—¡Buenos días! —Suena la voz alegre de Bert detrás.
Esta se lanza sobre mí enérgica y casi me desequilibro cuando me da un
beso apretado en la mejilla. Solo respiro y pongo los ojos en blanco, ya que
este es uno de aquellos fastidiosos días en los que no me apetece hacer gran
cosa, ni siquiera recibir un abrazo de ella.
El extraño sentimiento que tengo desde ayer por la mañana sigue instalado
dentro de mí, igual o peor que un ocupa que se niega a dejar una casa que
no es suya. Y sé que, tarde o temprano, me veré obligada a recuperar mi
«casa» y ahuyentar el temor y la inseguridad.
—¿Y ahora qué? —La italiana rueda los ojos, somnolienta y despeinada al
máximo.
Se ve graciosa y, aunque apenas haya dormido y tenga una mala leche de
cojones, sé que debo hablar con ella después de lo ocurrido ayer. Por su
parte, me analiza detenidamente, como si viera un fantasma y agarra la taza
de capuchino que le he preparado hace diez minutos.
—¿Dónde estabas anoche? —Poso mis manos en las caderas, como una
verdadera madre.
—¿Anoche? —Bert se rasca la cabeza y parpadea, señal de que me está
escondiendo algo. La conozco más de lo que ella piensa.
—Sí, ¡lo que has oído!
Debo ser dura. No se dignó en aparecer por la residencia hasta muy tarde,
y encima ayer no fue a clases y no supe nada de ella en todo el día.
—Bueno… ¡no sabes lo que pasó anoche, ragazza! —Se apresura en
responder con la boca medio llena y agita una mano en el aire.
—¡No sé lo que pudo haber pasado para que llegues empapada a más de la
una de la madrugada, Bert!
—Es que anoche…
—¡Y no me vendas la moto de que anoche llovió, porque no es así!
—No, Lyn, no es eso.
Me evita la mirada y siento que algo no anda bien. Entonces, también
agarro mi taza, de morros, y me siento a su lado.
—Llegaste muy tarde y creo de verdad que deberías dejar las fiestas para
el fin de semana.
Suavizo mi voz y lo único que espero es que cambie su actitud y sea más
responsable, antes de que sea demasiado tarde.
—¡Tampoco vamos a dramatizar! —Se encoje de hombros—. Una amiga
me invitó a una fiesta y…
—¡Y al final llegaste después de medianoche, como siempre haces! —
interrumpo.
—Yo…
¿Qué me está escondiendo? Frunce los labios y presiento lo que me dirá,
con lo cual la corto deprisa.
—¡Has suspendido ya dos exámenes, Bert!
—¿Y? —Tira el trapo sobre la mesa, seguramente enojada por mi
reacción.
Jadeo y la miro confusa. Mi amiga es muy noble, pero no controla muy
bien los estímulos externos y no es capaz de decir «no», cuando alguien la
invita a una fiesta.
—¿Qué pasó? Ayer por la mañana te dejé durmiendo, pero cuando volví
aquí, no estabas. Te fuiste y solo me mandaste un mensaje.
—Se está haciendo tarde, Lyn, ¡luego te cuento!
La miro con atención y observo que solamente aprieta los labios con
cierto misterio. Después, me da la espalda y coloca los platos en el
fregadero, dispuesta a seguir ocultándome la razón por la cual anoche llegó
chorreando.
—¡Bert! —le grito cuando se aleja hacia el dormitorio—. ¡Cuéntame!
—¡No tengo nada que contarte!
¡Mierda!
Veo que se empieza a colocar la ropa, pasando olímpicamente de su
amiga, que quiere lo mejor para ella.
—Estoy bien, ¿no me ves? —Me guiño el ojo cuando nota mi cara de
cuento—. ¡Mejor cuéntame tú, ragazza! ¿Dónde estabas ayer?
Tenso la boca y solo agarro mi amplio bolso, tras pintarme los labios en el
pequeño espejo de la entrada.
—Almorzando con el señor Woods.
—¡No me digas! —Su boca forma una O—. ¿Os habéis saltado todos los
demás pasos o qué?
«¡Yo no!», hablo conmigo misma por dentro, «¡Pero él sí! ¡Va más rápido
que un jodido correcaminos!».
—¡Ya es tarde, Bert! —Le aparto la mirada, sin darle detalles, y
simplemente le entrego su bolso de la marca Gucci.
¿Cómo podría contarle que el «profe intachable» no pierde el tiempo?
—¡No me digas que ya te despidió!
—¡Que se joda! —respondo en un tono seco y niego con la cabeza.
No puedo ocultar mi enojo y me culpo por dentro. La ragazza me conoce
y sabe que suelo ser muy correcta, jamás se me ocurriría habla mal de mis
profesores, a no ser que me vea envuelta en alguna injusticia. Es por eso
que Berta me mira atónita, solo que a continuación se ríe sin querer y
empieza a agitar las manos.
—¡Al final me darás la razón de que el profesor es un ogro! —habla con
simpatía.
Me da un golpe suave con su codo y empieza a masticar su típico chicle
de sabor a fresa, pero no antes de sacar su móvil para comprobar algo.
Últimamente no lo suelta de las manos.
—No tiene nada que ver con un ogro.
—Bueno, al menos hablando del humor de perros que tiene —completa.
Ella me pasa la mano por los hombros, manteniendo la misma alegría y
cachondeo, que tanto le caracteriza.
—¡Que va! —Me río de manera más relajada y cruzamos la calle—. Los
ogros son muy simples. Y él… —respondo en un susurro—, él es
demasiado inteligente.
—Pero no más que tú, amiga—añade mi rubia loca y me guiña el ojo.
***
—¿Qué tal chicas?
Dos horas más tarde escucho la voz jaleosa de Rebecca, a unos metros de
distancia. Nos encontramos en la planta baja de la Facultad de Negocios,
sacando un café de las máquinas expendedoras, a la espera de que empiece
la clase de Contabilidad. Rebecca estudia Derecho, precisamente en los
edificios que hay al lado de los nuestros, a unos pocos metros. Eso hace que
siempre nos juntemos con ella en los pequeños descansos que tenemos
previstos entre clase y clase.
—Bien, ¿y tú? —respondo.
Rebe es una chica bajita muy mona y siempre muestra una sonrisa en los
labios. Le encantan los tatuajes, pero se los hace en sitios que no son tan
expuestos. Según ella, en el mundo de la abogacía debería haber una
reforma porque no es justo que los abogados no puedan vestir como les dé
la gana en el tribunal y si llevan tatuajes, que estos queden ocultos. No
puedo estar más de acuerdo con ella.
—¡Genial! —contesta Rebe extasiada, meneando su melena de color rosa.
—¡Guaaau! —exclama la italiana, entretenida—. ¿Y ese color?¡No me
digas que estuviste en una manifestación y enseñaste las tetas!
Nuestras sonoras carcajadas truenan en la entrada principal de Harvard. A
las dos nos encanta el estilo de nuestra amiga, siempre innovando y
luchando por los derechos de la mujer. Rebe es parte de una organización
sin ánimo de lucro y siempre que puede, ayuda en el departamento de
derechos penales, aparte de organizar huelgas feministas.
—¿Las tetas? —Suelta una graciosa carcajada—. ¡Ojalá tuviera para
poder enseñarlas!
—¡El gesto en sí importa, cari! —responde Bert y me mira mientras yo
asiento con la cabeza, un tanto ausente. Y tengo motivos. Por un lado, mi
amiga que no quiere soltar la lengua y contarme porque anoche llegó
empapada hasta la médula, y por otro lado, aquel profe brujo que me
esperará en su despacho dentro de poco.
—Oye, mañana es sábado —interrumpe Rebe—. Habrá que hacer algo,
¿no? ¿Os venís a cenar en el Wendy's?
—¿Qué te parece, Lyn? —pregunta la italiana cuando les doy la espalda y
voy a una papelera para deshacerme de mi vaso vacío. El segundo café que
me tomo esta mañana.
—Nos vendría bien despejarnos —contesto y respiro agobiada.
—Oye Rebe, ¿sabes que tienes delante a la asistente del profesor Woods?
—Bert agarra mi brazo y me mira con picardía.
—¿Del profe todo sexy?¡No me digas! —exclama también la otra loca y
se lleva las manos a la boca.
—Rebe, ¿cómo conoces al profesor Woods? —Me rasco la barbilla—. Tú
eres de Derecho y jamás te ha dado clases.
—Pues, todo el mundo lo conoce aquí —añade esta deprisa—. Sería raro
que no supieras quién es.
Agacho la cabeza a la vez que Bert me mira y sofoca una risa.
—Pues ella no lo sabía...
Mi amiga idiota se vuelve a reír de mí y me señala con el índice.
—Aylin, ¿de verdad? —Rebecca abre los ojos, como prueba de lo
sorprendida que está.
—¡Y yo que sé! —comento—. Tampoco es necesario saberse todos los
cotilleos de la facultad.
—¡Pero es muy fuerte! Además, el profe estuvo involucrado en un
escándalo hace un par de años.
—Pues pensaba que la reputación del profesor Woods era impecable —
habla Berta, tras deshacerse del envoltorio de una barrita de cereales.
—Así es —confirma Rebe, mientras la italiana le entrega otra barrita—.
En realidad, una mujer intentó denigrarlo.
—¿A qué te refieres?
—Pues creo recordar que aquella chica era, de hecho, una abogada
bastante reconocida… —Se lleva un dedo a la barbilla, pensativa—. Ay,
¿cómo se llamaba? ¡Elisabeth Stuart! Inglesa de nacimiento.
—Venga, ¡ve al grano que va a tocar! ¿Qué pasó? —Bert le empieza a
meter prisa cuando se percata de la hora, y yo también miro el reloj.
—Bueno, resulta que esta chica acusó al señor Woods de engañarla y
aprovecharse de ella.
—¿En serio? —decimos en coro, sumamente intrigadas.
Unos escalofríos me recorren y rememoro lo ocurrido en su despacho.
—No solo eso, relacionó al profesor con un clan de prácticas sexuales «no
muy ortodoxas» —aclara Rebe—. A unos días de su declaración, fue
encontrada muerta en el río Charles. Dicen que se suicidó tirándose del
puente Zakim Bunker.
—¡Qué historia tan horrible!
—¿Y no es raro que haya ocurrido eso?
Me muerdo los labios nerviosa y Bert se lleva las manos a la boca, igual
de conmovida que yo.
—Sí, bastante raro —continúa nuestra defensora de la mujer—. El señor
Woods fue investigado, pero solo durante un breve periodo de tiempo.
Demostró que Elisabeth Stuart estaba obsesionada con él y que hasta le
había agredido. El caso se cerró y se supuso que la chica, al no ser
correspondida, se suicidó.
—¡Joder! —exclamo con el pulso en la garganta.
—¡Muy fuerte!
—OK chicas, ¡nos vemos mañana por la noche! —interrumpe Rebe y se
despide, dándonos un acelerado abrazo —¡Poneros monas, que luego tocan
cervezas, ya sabéis! —añade esta con esa voz ruidosa que tanto le
caracteriza y, acto seguido, nos guiña el ojo.
—¡Si no hay tíos buenorros en la cena, no voy! —chilla la ragazza detrás.
—¡A las ocho! —Rebe se despide con un saludo con la mano y unos
besos al aire.
—¡Joder con el profesor!
Reflexiono en voz alta y vuelvo a mirar el reloj, controlando la hora. No
puedo no preocuparme y frotar mis manos, mientras perseguimos a Rebe
con la mirada. Pero enseguida mi amiga me da un golpe suave con el codo
y me enseña la entrada. El profesor Woods se encuentra a unos metros de la
puerta, charlando con un chico.
—Hablando del rey de Harvard… —susurra esta en mi oído y hace un
gesto con el mentón.
—¿Quién es ese?
Intento salir de mi conmoción y nos quedamos las dos mirando el gran
cristal de la planta baja.
—¡Y yo que sé!
El profesor Woods está charlando con un hombre alto y rubio,
visiblemente entretenido. Este se acaba de bajar de una potente motocicleta.
El rubiales no lleva casco, con lo cual percibo su cabello revuelto y, aunque
unos lentes escondan su rostro parcialmente, se nota que sus rasgos son
atractivos. Aunque, a decir verdad, no me resulta tan atractivo como el
señor Woods.
El chico muestra el típico porte de motero, sin ir más lejos. Lleva unos
vaqueros oscuros, una chupa de cuero encaja a la perfección con su robusto
torso y las gafas de sol del estilo aviador le quedan como un guante. Veo
que se saludan con la mano. Es un saludo más bien íntimo, no es
simplemente un apretón de mano.
—Bert…
—¿Qué?
A continuación, el chico le habla sobre algo al señor Woods, explicando
muy eufórico. No tiene mucho efecto, ya que el profesor queda inmóvil,
manteniendo la misma seriedad.
—¿Será su hermano?
—Puede ser… de madres diferentes —la imbécil de mi amiga se ríe
disimuladamente y me da una colleja, hecho que me despierta de mi trance
—. ¡Ragazza! Son como la noche y el día —prosigue—. Uno moreno, el
otro rubio, ¿es que necesitas gafas?
—¡Auch! —Me queja y le lanzo una mirada asesina—. ¡Pues amigos, yo
que sé!
—Me cuesta imaginar al ogro montado en una motocicleta con unas gafas
sol del estilo aviador en su nariz —murmura por lo bajini.
«A mí también me cuesta…», pienso distraída.
—No creo que permitiría quedar despeinado por la corriente de aire,
¡créeme! —Bert sigue hablando bajito—. No le van estas cosas.
—A él le van otras cosas…
—¿Cómo qué?
¡Mierda! Berta me analiza curiosa y se cruza de brazos. No lo puedo
evitar y sé que debería coserme los labios.
—Nada —Tenso la boca y tiro de ella—. ¡Vamos, ya es tarde!
—Lyn… ¿estás bien?
—Me ha parecido muy fuerte la historia que ha contado Rebe sobre
Woods —prosigo en voz baja, teniendo en cuenta que nuestros compañeros
están ya en la clase, una vez dentro del aula.
—¡Bjuaaa, nena! No hagas caso a lo que pasó —comenta despreocupada,
mientras nos sentamos—. Es que cuando tienes ese cuerpazo, eres tan
guapo y tienes mucho dinero es normal que las féminas y no féminas se
obsesionen contigo—. Suelta otra carcajada.
—¡Berta, por favor! ¿Y si es verdad? —La fulmino con la mirada.
—No, chica, ¿cómo va a ser verdad?
—Es una cosa seria… —sigo hablando mosqueada— ¡para ya de reírte!
—Lyn, tranquilízate. —Me examina confusa—. Ya sabes que la gente de
éxito suele estar metida en escándalos.
De repente, mi teléfono suena y miro la pantalla embobada.
—¡Mierda! —digo entre dientes e intento esconder mi pantalla, para que
Bert no vea quién me está llamando.
«Espero que no sea él…», pienso. No sé cómo actuar después de todo lo
que pasó y prefiero verlo en el despacho. Sin embargo, respiro aliviada. Al
instante veo un mensaje entrante de mi padre.
—Es mi padre, debo salir a hacer una llamada —explico.
—¿Está todo bien?
—Mi madre ha tenido otra subida de tensión… —respondo preocupada y
me pongo de pie—, pero parece que está todo controlado.
Salgo corriendo de la sala de clase, agitando el teléfono en una mano.
***
Después del almuerzo, sobre las dos, me pongo en marcha y me dirijo al
despacho del profesor. Si afirmara que no estoy nerviosa, sería una mentira
más grande que una casa. Es algo que me supera y no puedo controlar, pero
tendré que vivir con ello, por decisión propia. Asimismo, me propongo
ferozmente no dar pie a tener otro tipo de charlas que no fueran lo
relacionado con nuestro trabajo.
Toco en la puerta dos veces y espero, a la vez que doy las gracias a Dios
de que mi madre se encuentre bien. Nos llevamos un susto bien grande con
el pre infarto que padeció hace unos meses.
—Sí —escucho su inconfundible voz y unos pasos, aproximándose a la
puerta.
Me viene a la mente el momento en el que hace veinticuatro horas hice lo
mismo y encontré a una señorita morena muy atractiva en pleno acto de
felación. Esta vez no voy a abrir la puerta hasta que él me diga que puedo
entrar. Para no llevarme sorpresas, más que nada.
—Entre, señorita Vega. —Me invita a pasar con ese aire desenfadado de
siempre, como si nada sucediese.
Saludo en un tono neutro, él también me saluda educadamente y me
señala la silla que hay delante de su escritorio. Me siento calmada, pero
tensa a la vez. Es como si estuviera cargando con un chaleco antibalas del
grosor de un diccionario de la Real Academia.
—Dígame en qué le puedo ayudar hoy —procuro hablar antes que él y así
no le doy tiempo a que toque otro tipo de temas que no vienen al caso.
Él también se sienta en su silla y abre una carpeta que identifico de
momento.
—Pues hoy tenemos mucho trabajo. —Carraspea—. Como le dije ayer,
revisé la encuesta que redactó y me parece estupenda. Rectifiqué unos
pequeños fallos nada más. —Mueve sus dedos sobre la hoja de papel.
—¿Qué fallos?
Me tiende la carpeta que le entregué y me dedico a echar un vistazo a sus
correcciones, a la vez que él revisa algo en su Tablet.
—Aquí creo que se ha equivocado. —Señalo cuando me doy cuenta de
que su anotación no concuerda.
—No creo. Léase mejor este párrafo. —Me contradice muy seguro y
coloca su dedo sobre el texto.
—Aquí especifica que un gran porcentaje de empresas se dedican a
detectar estos riesgos y... —empiezo a leer.
—¿Y dónde está el fallo?
Me mira suspicaz, igual que yo a él.
—Usted ha corregido esto como «la mayor parte de las empresas». Y no
es lo mismo —aclaro.
—Déjeme ver.
Frunce el ceño. Yo permanezco en silencio y únicamente uno mis manos
sobre el escritorio de roble.
—Tiene usted razón, señorita Vega.
—Perfecto, señor—. Sonrío victoriosa, aun sabiendo que mi triunfo sobre
él será efímero.
—La idea ahora es hacer llegar esta encuesta al mayor número de
empresas y agencias financieras para recabar datos —informa—. ¿Qué
propone?
Quedo pensativa mientras observo la manera en la que le da vueltas a su
pluma de color negro entre sus dedos. Estoy ya bastante familiarizada con
sus gestos y pienso que únicamente le falta llenarse la copa de whisky, cosa
que, de hecho, no tarda en hacer.
A continuación, el profesor se planta de pie, cerca del escritorio, gesto que
me permite analizar nuevamente su traje oscuro. Este me recuerda al día de
ayer. Ya que llevaba la misma camisa negra y el mismo traje azul oscuro
que hoy. A pesar de mi enfado, no puedo no reconocer que le queda de
escándalo y se vería perfecto, solo si el traje no hiciera que parezca
tan jodidamente intimidante.
—Señor Woods, le comento... —digo y me doy la vuelta en la silla para
mantenerlo en mi campo de visión—, podríamos emplear un sistema de
encuestas online, de modo que abarcaríamos muchos más negocios.
—No solo en Estados Unidos, sino en el extranjero también —añade este
mientras le da un pequeño sorbo a su copa.
Después, veo que deja la copa brillante sobre el escritorio y se me acerca
con unos documentos. Deposita los folios en la mesa, delante de mí, y él
permanece detrás de mi silla. Repentinamente, coloca sus manos sobre la
mesa y quedo básicamente flanqueada. Se me corta el aliento y no soy
capaz ni siquiera de tragar mi propia saliva. Miro sus tensos brazos de
reojo, preparada para contraatacar si se le ocurriera dar un paso en falso.
Pero él solamente habla, sin intentar nada. Acto seguido, el profesor se
agacha sobre mí, no sé con qué intención, y espero que no sea porque sea
consciente del efecto que tiene su sofisticado perfume sobre mis sentidos.
—Señorita Vega, aquí tiene una lista con los perfiles de las empresas que
entran en nuestro campo de investigación y cuáles nos interesan de manera
particular. No obstante, usted puede añadir a esta lista aquellas que le
parecen convenientes.
—Comprendo —repongo rápido y muevo la silla para atrás bruscamente,
con la intención de alejarlo de mí.
—¡Ahhh! —exclama a mi espalda y da un brinco involuntario para
apartarse.
Lo miro descolocada cuando este se toca la parte de la pelvis con sutileza.
—¡Perdón! —Alzo una mano por impulso, queriendo tocar su brazo, pero
la retiro velozmente—. No pretendía hacerle daño.
—No estaría tan seguro…
Su réplica suena borde y, por mi parte, agacho la cabeza cuando él me
lanza una endemoniada mirada.
—Parece que usted tiene una gran predilección por… la parte inferior del
cuerpo humano.
¡Carajo! Seguramente está recordando que le quemé con el café el primer
día de clases.
—No era mi intención, se lo aseguro.
Se arregla el cuello de su chaqueta dignamente, como si no sucediera
nada, aunque su rostro adquiera otro color.
—Adelante, empiece a trabajar. Ahí tiene su mesa.
—De acuerdo —asiento, pero él tarda en quitarse del medio.
Nuestras miradas se encuentran y le sugiero en silencio que se aparte. Mi
corazón está que se me saldrá del tórax. ¿Tendré que aguantar esta tensión
todos los días?
—Tenga cuidado con el escritorio —comenta con ironía y señala la pata
de su mesa. A continuación, se digna en quitarse de mi camino y se sienta
en su silla.
«¡No es justo!», reprimo unas pataletas mentales.
Sé que lo hace para intimidarme y recordarme el momento en el que mis
jodidos senos hicieron acto de presencia. Veo que este maldito hombre no
pierde ninguna oportunidad y es obvio que le gusta torturarme. Centra su
atención en su Tablet cuando no complemento su comentario de ninguna
manera y me dirijo a mi mesa, escopeteada.
En los siguientes veinte minutos me dedico a trabajar asiduamente para
rellenar la encuesta con los datos que hemos seleccionado. Seguramente no
me dará tiempo de mandarla a las empresas hoy y tendré que terminarlo
todo en mi casa. Buscaré un hueco esta tarde, alternando con las tareas de
Marketing.
Mientras quedo inmersa en mis pensamientos, escuchamos un golpe en la
puerta.
—¡Sí! —responde distraído y yo levanto mi vista.
—Hola, Brian.
—¡Stephanie!
—¡Me alegro mucho de verte!
Una atractiva mujer pelirroja, la cual deja ver una silueta muy estilizada,
se tira a su cuello y le deposita dos besos en las mejillas. Observo por el
rabillo del ojo que se abrazan con alegría y demuestran cercanía.
«Otra amante…», pienso. «¿Cuántas tendrá?»
De repente, mi pensamiento vuela a su esposa, la señora Woods. Me
pregunto si estará enterada del lado oscuro y mujeriego de su marido. Él
dijo que son una pareja liberal, por lo tanto, imagino que estará al tanto. A
no ser que este sujeto me haya engañado y que aquel matrimonio liberal
exista solamente en su perversa cabeza.
—Ah, veo que estás acompañado —musita la mujer con curiosidad.
—Sí. Stephanie, te presento a Aylin Vega. Mi asistente.
—Encantada. —Sonríe y se aproxima a mi mesa para tenderme la mano.
—Señorita Vega, Stephanie es la editora de la Universidad de Harvard y
es la que se encargará de la edición de nuestro libro.
«Acaba de decir nuestro…?», pienso mientras los miro perpleja.
—¡Qué bien! —Les devuelvo la sonrisa con amabilidad—. Encantada.
—Seguro que el libro quedará excelente. Brian es un verdadero
profesional.
—Eso no es verdad. Eres tú, que me miras con buenos ojos, Steph —habla
sereno.
—Aparte de profesional, también es una grandísima persona. —La editora
se gira hacia mí de nuevo—. Seguro que trabajaréis muy bien juntos.
Vuelvo a arquear mi boca y asiento. La pelirroja está resultando ser una
señora muy simpática y, después de tomar parte en la conversación durante
unos minutos, pido permiso para volver a mi trabajo. No obstante, mientras
que estoy redactando la encuesta en un programa online, escucho muy
intrigada la charla entre los dos.
—Brian, ¿al final la donación sigue en píe?
—Sí, Steph, por supuesto. Sabes que nunca me echaría para atrás.
—Los niños lo van a agradecer mucho. Pues he traído también este
documento para que me lo firmes.
Tecleo en mi ordenador y los miro de reojo. La mujer saca una carpeta de
su bolso de marca y la desliza sobre su escritorio.
—Aquí pone que donas un 40% del beneficio total de tus publicaciones a
estas tres organizaciones benéficas.
—Rectifica, Steph. —Aclara su garganta—. Pon 50 %.
—Pero… Brian, eso es la mitad. Es demasiado —susurra cerca de su cara
y doy por hecho que es porque no quiere que les escuche.
—No importa. Cambia la cifra, ¿de acuerdo?
Y sin más que hablar, el señor Woods esboza una firma con su pluma.
—Entonces ya está todo en orden. —La mujer no insiste—. Ah, Brian,
acuérdate que el libro deberá estar terminado hasta enero.
—Lo sé, descuida. Lo terminaremos a tiempo.
—No lo dudo —nos anima antes de salir de la oficina y se despide con la
cabeza—. Entonces, ¡que tengáis buena tarde!
—Igualmente —respondo sin parar de teclear en mi ordenador.
El señor Woods la acompaña hasta la puerta y, tras cerrarla, camina hacia
mí.
—¿Cómo va?
—Finalizando, señor —contesto, sin siquiera mirarlo, muy concentrada en
la pantalla. Aun así, me doy cuenta de que él no me quita la vista.
—OK. Si necesita algo, me dice.
—Vale, gracias.
En vez de sentarse, abandona el despacho durante un breve rato para
contestar una llamada, seguramente privada. Suspiro aliviada. Cuando él
está cerca, noto el aire muy cargado y, en ocasiones, hasta me cuesta
respirar. No sé si es normal esto que me está ocurriendo, nunca antes he
tenido estas sensaciones estando cerca de alguien.
—Bueno —noto sus pasos en el suelo, una vez de vuelta—. Creo que ya
es tarde. Se puede ir si quiere.
Mira su reluciente reloj.
—De acuerdo —respondo seca y me pongo de pie, recogiendo mis cosas
—. Me queda nada más que enviar la encuesta a los negocios acordados,
pero lo haré esta tarde.
—El lunes también puede seguir con la tarea, no se preocupe.
Enlaza las manos delante de su abdomen.
—No. —Sonrío con sutileza—. Prefiero no acostumbrarme a procrastinar,
quiero tenerlo todo al día.
—Es usted verdaderamente comprometida.
—Lo intento.
—Por cierto, le recuerdo que tenemos pendiente una cena con mis socios
de American Express Co. Le dije que estaría invitada.
—¿Cuándo es? —Apago el ordenador.
—Esta misma noche.
Alzo mi vista a él.
—¿Esta noche? —balbuceo, totalmente desprevenida.
—No tendrá ningún problema en ir, ¿verdad?
—No, por supuesto que no —digo extasiada, pero intento ocultarlo—.
Gracias por la invitación.
Su rostro se ve relajado.
—De nada —contesta y cruza sus enormes brazos en el pecho, un tanto
despistado—. Es lo mínimo que puedo hacer después de…
—Entiendo.
—¿Le parece si paso a por usted sobre las ocho y media? Hemos quedado
a las nueve.
—Me viene bien esa hora —accedo y camino en dirección a la puerta.
Antes de salir de la oficina, veo que él recoge su maletín de cuero de la
mesa con mucha velocidad.
—¡Espere! —Su mano atrapa la puerta y su acercamiento vuelve a
electrizarme—. Yo también he terminado por hoy.
Le sonrío crispada y empezamos a caminar a cierta distancia. Aprieto la
boca incómoda por el silencio que se ha cernido sobre nosotros, pero lo
prefiero así. Sin embargo, cuando llegamos al final del pasillo y yo me
lanzo hacia las escaleras, él me agarra el brazo suavemente.
—¡Cojamos el ascensor!
—De acuerdo.
Entramos los dos en el amplio ascensor acristalado de la universidad y
permanecemos unos segundos completamente callados. Quiero pulsar la
planta baja y él también se apresura en tocar el botón, al mismo tiempo que
yo. Rozamos nuestras manos con torpeza.
—Disculpe —digo deprisa y retiro mi mano.
Obvio.
¿Por qué pediría el señor Woods disculpas? Queda mudo y solamente
aprieta el botón. A continuación, miro discretamente los espejos del
ascensor y lo veo aflojarse el nudo de la corbata, mientras hace una mueca
de…
No sé de qué.
Me abanico con la mano para contrarrestar la oleada abrasadora que me
sacude de repente.
—¿Tiene calor?
—No mucho… —Bajo la mano.
—Es raro.
—¿El qué? —Noto su sacudida respiración en mi cuello, ya que él queda
justo detrás de mí, en el diminuto ascensor. ¿Diminuto? ¡Es más pequeño
que una caja de cerillas!
—Estamos a principios de octubre, no debería hacer tanto calor —constata
y tira del cuello de su camisa.
—Profesor...
Me giro enseguida, necesito decirle lo que pienso. Y también tenerlo de
frente y no plantado a unos centímetros de mi espalda y trasero.
—Dígame.
—Ayer fui honesta con usted y critiqué su comportamiento.
—¿Y hoy? —Alza una ceja y me mira desde arriba con aquellos ojos
oscuros, al ser tremendamente alto. Me saca casi dos cabezas.
—Hoy… Hoy me parece admirable que quiera donar un porcentaje tan
alto de sus beneficios para ayudar a gente necesitada.
—¡Ahhh! —exclama y vuelve a su estado natural—. Gracias, no es nada.
—Lo es. Es mucho lo que está haciendo.
—Está sorprendida, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice?
—Porque seguramente usted no pensaba que un hombre como yo, sin
principios ni moral podría ser solidario.
Enlaza sus manos en su espalda esta vez, mientras esperamos quietecitos
que las jodidas puertas del ascensor abran.
—Nunca he pensado eso, señor —aclaro atónita—. No le conozco.
—Confío en que me está diciendo la verdad —replica y nuestras miradas
vuelven a enlazarse de una manera extraña.
Noto la forma en la que él me mira. Su mirada tiene ese poder de
intimidación —muy a mi pesar—, y hace que no consiga centrarme. Pienso
que se me está pegando el dramatismo de Bert y respiro aliviada cuando las
puertas abren. Doy gracias a Dios por no haber salido embarazada de aquí,
al mismo tiempo que caminamos en dirección a la salida.
—¿Entonces le parece bien donar el 50% de los ingresos de nuestro futuro
libro? —continúa.
—Quiero que me aclare esto… —Saludo con la cabeza a uno de mis
profesores—. ¿A qué se refiere con «nuestro»?
—Le estoy hablando de la investigación que estamos realizando sobre el
binomio. Usted está participando —aclara y hace un gesto con la mano.
—Sí, pero pensaba que yo solamente le estaba ayudando como asistente.
El libro es suyo, es su investigación y su idea.
Mi confusión es palpable.
—Señorita...
Se detiene en seco. Estamos ya fuera de la facultad, en la entrada
principal, el sitio más concurrido del recinto.
—No podría apropiarme de su trabajo. Por supuesto que la incluiré, su
nombre aparecerá en la portada del libro, junto al mío. Ya le dije que
recibirá reconocimiento público.
—No sabía a lo que se refería exactamente. Se lo agradezco, entonces —
puntualizo y dejo entrever una sonrisa de oreja a oreja, muy feliz por lo que
acaba de decir.
Me paso una mano por el pelo y mis ojos se iluminan al pensar en la
descabellada idea de publicar un libro con el señor Woods y que encima
quede reconocida por él como co-autora.
—¡Ohhhh! —Sigo con la boca abierta y sin poder evitarlo. Estoy
jodidamente feliz—. De verdad no me lo puedo creer…
—Nunca deje de hacerlo —suelta este de manera inesperada.
Mi sonrisa se borra de mi rostro y lo fijo con la vista, sumamente
desconcertada.
—¿El qué?
—Sonreír de esta manera.
Todo esto lo dice en un tono muy serio, como si se tratara de una
conversación de negocios muy importante. Sus grandes ojos, flanqueados
de pestañas infinitas, quedan anclados con los míos en una mirada intensa.
Quedo extasiada. No sé qué contestarle, y confieso que aún me cuesta
asumir lo fácil que le resulta hacerme temblar, tanto que incluso siento
miedo. Él sabe perfectamente qué decir y en qué momento.
—¿Sonreír?
Suspiro e intento disimular mi excitación nerviosa y también la menos
nerviosa. De hecho, juraría que ahora mismo siento…
¡Virgen Santa!
Parezco idiota. Definitivamente, necesitaré tirar mis bragas a la basura
cuando llegue a la residencia.
—Pues... —Me obligo a continuar— creo que es usted el que debería
hacerlo más a menudo.
—No creo que sonreír... encaje conmigo. Bueno, entonces la veo luego.
La confusión es otro sentimiento que el señor Woods provoca en mí muy a
menudo, aparte de excitación.
—Sí, de hecho, en unas horas...
—Sí, en unas horas…
—Bueno…
—Hasta ahora.
Lo miro con fijación cuando roza sus labios con la punta de su lengua y
agacha la mirada. Cuando da media vuelta, me giro con prisas y me despido
lo más educadamente, pero no sin darme cuenta de que la mayoría de las
mujeres del campus (estudiantes y profesoras), se nos quedan mirando. A
mí no, a él.
Volteo la cabeza disimuladamente cuando no hay peligro y lo veo alejarse
hacia el aparcamiento. No puedo evitar que aquella sonrisa de felicidad
vuelva a inundar mi rostro. No puedo evitar hacerme ilusiones con lo que
ocurrirá esta noche y no puedo no estar motivada con el hecho de que
dentro de unos meses publicaré mi primer libro.
«No creo que sonreír... encaje conmigo»
Es lo que acaba de afirmar. No me equivocaba, el profesor es un hombre
realmente extraño, pero a mí no debería importarme. Es su problema, no el
mío, aunque… a decir verdad, yo tengo un mayor problema que él ahora
mismo.
¡La ropa que me pondré esta noche!
Tiro las llaves en la mesita, una vez en la habitación, y busco a mi amiga,
pero no la encuentro. No está ni en la cama, ni en el sofá. Me doy vueltas
por la pequeña estancia, pero la italiana no se encuentra por ningún lado.
¡Mierda! A Bert no le ha servido de nada el sermón del desayuno.
¿Dónde estará?
***
Miro somnolienta el reloj despertador de la mesita, comprobando la hora.
Me he quedo dormida en el sofá. Está oscureciendo, ya son las seis y media
de la tarde y Berta no ha vuelto.
Salgo del sofá como quemada, recordando que necesito enviar los correos
primero, antes de arreglarme. Me dispongo a abrir mi ordenador portátil y
entonces pulso el botón verde de la llamada, pero ni rastro. No me lo coge.
Esta se ha ido esta mañana después de la clase de Marketing y tiene una
actitud muy extraña.
Tras aproximadamente media hora, escucho la llave en la puerta y la veo
entrar tiritando de frío, cuando en realidad hace más bien calor.
—¡Bert! —Me acerco a ella suspicaz—. ¿Dónde estabas?
—¡Ragazza! —Me grita con la misma locura de siempre—. ¡Ufff, se nota
que está entrando el invierno!
—¿Estás bien?
—¡Sí! —Se empieza a reír y tensa los ojos—. ¿Por qué no voy a estarlo?
—No sé… No das señales.
—Estaba con Rebe y Pamela en el Blue. —Se quita los tacones deprisa y
camina hacia el baño—. Se nos ha echado el tiempo encima.
—¿Pamela?
—Ya te contaré. —Me guiña el ojo—. ¿Y qué tal el trabajo? ¿Has dejado
ya sin camisa a Woods?
Bufo. Ya está, mi desparecida amiga tiene ganas de cachondeo.
—Me imagino esos pectorales, esa tableta de gimnasio bien fornida del
profesor… Ese…
Empieza a manosearse ella misma mientras se quita la ropa, preparándose
para una ducha.
—¡Qué dices! —Me río sonoramente y le lanzo un cojín en toda la cara.
—Bjuaaaaaa, ¡qué aburrida! —suelta esta y le da al agua de la ducha—.
En una semana, yo ya le hubiese dejado sin calzoncillos.
—¡Así te va! —Le grito desde fuera—. ¡Ahora deja eso! —La persigo con
una tremenda emoción surgida de la nada—. Bert, ¡necesito tu ayuda!
—¿Estás bien, ragazza? —Me toca la frente y seguimos con nuestra risita
—. ¿Desde cuándo necesitas tú mi ayuda y no al revés? —Frunce el ceño.
—Pues desde que…
Me hago la interesante y ahogo una carcajada cuando esta cierra el grifo
de la ducha y pone los ojos como platos. Berta no puede con los cotilleos,
es algo que la supera.
—¿Qué?
—Esta noche voy a cenar con.... —continúo de manera pausada,
manteniendo el suspense.
Me agarra los brazos, estando las dos fuera del baño.
—¿Con...?
—¡Los socios de American Express Co! —chillo extasiada.
Mi amiga empieza a chillar también y aplaude eufórica. Acto seguido, me
da un fuerte abrazo, tan fuerte que casi me ahoga.
—¡Ragazza! ¡Qué alegría! ¡Ahhh! —gritamos las dos al unísono y damos
pequeños saltos, como una pelota.
—¡Ahhh!
—¡Pues le debes un polvo a Woods!
—¡No seas tonta! —Detengo mi risa y junto mis labios, con la mosca
detrás de la oreja—. La cosa no va por ahí.
—Bueno, bueno… —Pasa de mí—. ¿Y qué te vas a poner?
—Pues… —Me froto las manos—. Ahí es donde te necesito, Bert. No
tengo vestidos muy elegantes.
Mi tono risueño cambia y me empiezo a preocupar.
—¿Te llevará a un restaurante?
—Supongo.
Ni siquiera hemos hablado de eso.
—¡Por supuesto, cariño!
La chiflada de mi amiga abre los armarios de par en par, desfilando por la
habitación solamente en ropa interior, un conjunto de seda de color rosa
chicle, su favorito.
—¡Todo el armario es tuyo, amore! ¡Ven!
—Me debería maquillar un poco, ¿verdad?
Siento ansiedad de repente, ya que no suelo tener ni citas, ni reuniones de
negocios.
«¿Acabo de decir citas?», frunzo los labios.
—¿Lo dudabas? ¡Aquí tienes a tu make- up stylist personal! —responde la
italiana más animada que yo y se señala a sí misma con orgullo.
—Pero no me dejes como un cuadro, por favor...
Conozco los gustos de mi amiga y tengo claro que soy mucho menos
extravagante que ella. Suelto una risa cuando Berta casi entra en el armario
y empieza a elegir distintos modelos. Su ropa es muy atrayente y de marca,
puesto que sus padres poseen varios negocios en todo el territorio
estadounidense, específicamente una cadena de trattorias, es decir,
restaurantes italianos.
Económicamente, su familia se encuentra en una muy buena posición, a
diferencia de la mía. Solamente mi padre trabaja y la salud de mi madre es
bastante delicada. Pero no me puedo quejar.
—Pienso que este vestido violeta te quedaría de escándalo —sugiere
como una verdadera profesional—. Eres rubia y te pega mucho este color.
—¿Pero no es muy corto?
Sujeto en mis manos un vestido que parece de seda, poco escotado y de
manga mediana. Creo que es acertado, ya que está empezando a refrescar
por la noche. Lo sigo analizando por unos momentos y compruebo que
es elegante, el único inconveniente es que es exageradamente corto.
—¡Cariño! —Me regaña—. Tienes unas piernas increíbles, ¡lúcelas un
poco!
—Bueno...
—Ah, ¡los zapatos! —exclama mientras yo sigo en las nubes, todavía
dudando del vestido—. Toma estos tacones stiletto dorados, encajan con
estos pendientes.
—Ahmmm…
Escaneo los pendientes largos dorados, cargados de cristales Swarowski,
pero me resultan demasiado llamativos.
—Berta, prefiero mis pendientes cuadrados.
—¿Aquellos de color oro? OK, combinan muy bien —sigue observando
acelerada otros modelos.
—Voy a ducharme yo primero, si no te importa.
—¡Tírale! —asiente.
Empiezo a buscar entre mi ropa interior para irme a la ducha y elijo un
tanga cuando doy con uno de los pocos que tengo. La forma de las bragas
quedaría reflejada a través de la fina tela del vestido. Como resultado, opto
por uno de color negro, también de seda, al igual que el vestido. Pongo una
mueca en el momento en el que lo analizo mejor y veo que es minúsculo y
que tiene únicamente unas finas tiras de un lado y de otro de las caderas.
—Menos mal, ragazza. A como te conozco, pensaba que te ibas a poner
las bragas de mi abuela. —Doy un brinco cuando Bert aparece detrás de mí.
—¡Seguro que son más cómodas que esto! —Jadeo de morros y sujeto el
minúsculo tanga con dos dedos.
—¡Me encantas!
—¡Tú a mí no tanto!
Nos reímos desenfrenadas antes de que me meta en la ducha. El tiempo se
me echa encima, pero estoy feliz.
American Express Co, ¡allá voy!
CAPÍTULO 8
¡PAGARÁ POR ESTO!
Faltan unos pocos minutos hasta la hora acordada con el profesor y me
estoy dirigiendo al lugar de quedada. Escucho el sonido rítmico de mis
tacones stiletto en la acera y me aseguro de que llevo todo lo necesario en
mi bolso: móvil, cartera y un pintalabios de color rosa oscuro, el cual
combina muy bien con el tono violeta del vestido.
Sigo caminando sonriente y confieso que estoy sumamente intrigada con
respecto a las personas que él me presentará hoy en la cena. Planeo ser lo
más natural posible y estoy convencida de que daré buena impresión. Debe
ser así, y si todo sale bien, esto es solo el principio de mi carrera
profesional. Sacando buenas calificaciones como hasta ahora, los socios de
la agencia me darán la oportunidad de hacer las prácticas ahí. ¡Y eso sería
estupendo!
«Eso si no te resfrías antes, Aylin…», tiro de la diminuta falda del vestido.
Para mi sorpresa, cuando me quedan unos pocos metros para llegar al
punto de encuentro, observo que el automóvil de Woods ya me está
esperando en el lugar establecido, con las luces apagadas. Quedo extrañada
temiendo que una vez más llegue tarde, así que miro el barato reloj de
pulsera que llevo. En teoría quedarían solo cinco minutos, pero se ve que el
profesor se ha adelantado. Cuando se percata de mi presencia, enciende las
luces y el motor y, a continuación, sale del coche y lo rodea por delante, con
pasos agigantados.
—Buenas noches.
—Buenas noches, señorita Vega.
Mientras este me abre la puerta, hago un esfuerzo sobrenatural de que no
se me vea la ropa interior al montarme en su automóvil y pienso que este
vestido me va a matar esta noche. Y yo mataré a Bert.
El señor Woods arranca el automóvil y soy víctima de su hambrienta
mirada sobre mi atuendo, pese a que quiera disimularlo. Es algo con lo que
me estoy acostumbrando, de hecho.
—Le queda muy bien el color violeta —constata mientras yo me coloco el
cinturón y cruzo las piernas—. He quedado impresionado.
—Gracias —respondo educadamente y lo analizo por el rabillo del ojo.
No podría decir que esta noche lo encuentre más elegante que estos días
atrás, teniendo en cuenta que el profesor siempre viste de traje. Pero hay
algo que me llama la atención al instante, y eso es un anillo grueso de oro,
el cual lleva en su mano derecha. Anillo que no había visto anteriormente.
Agudizo mi vista y, aunque la oscuridad predomine en el coche, creo
identificar en dicho anillo un escudo y una lanza perfectamente tallada, el
dibujo mezclando el color dorado con el negro —o al menos es lo que
percibo en la penumbra.
—Me he dado cuenta de que le gusta mucho el color negro —hablo,
posiblemente en el intento de iniciar una conversación, ya que llevamos
algunos minutos en silencio.
—Es muy observadora.
—No es tan difícil notarlo, ¡créame!
Muevo mis caderas con suavidad y miro por la ventana, entretenida.
—Cierto, me gusta —afirma y gira su cabeza en mi dirección—. Me da
seguridad.
—No le tengo por una persona insegura.
—Porque no lo soy.
—Sin embargo, elige llevar un color que le proporciona seguridad.
—Porque me refleja. Para mí, el negro también simboliza elegancia y
supremacía.
Junto los labios pensativa y lo miro un tanto cohibida. Su arrogancia no es
ninguna novedad y supongo que debo acostumbrarme con sus alardes,
aunque no comparta su actitud altiva. Pero mi objetivo es otro, como
resultado, decido seguir con la conversación en el desesperado intento de
conocer más a la persona que se esconde detrás de Brian Alexander Woods.
—Pero el negro también simboliza oscuridad y luto. No sé... tristeza —
continúo—. ¿Se identifica también con eso?
Me mira un tanto desorientado.
—Me parece que nunca le he dicho que creo que nuestras conversaciones
son sumamente interesantes. Usted me desconcierta.
—Diría lo mismo si estuviera en mi lugar —añado divertida y sonrío con
sarcasmo. En cambio, él ni se inmuta y sigue concentrado en la carretera.
—No es mi intención desconcertarla, de hecho, creo que siempre le he
sido claro.
—Pero no ha contestado a mi pregunta —insisto.
—La oscuridad es subjetiva. Lo que para usted es oscuro, para otra
persona puede ser claro. Es cuestión de conocer a la persona.
—Hablábamos de tristeza.
—Y también de la oscuridad y el luto.
—Entonces, se refiere a que… —intento hablar, pero me interrumpe.
—Reitero lo que le acabo de decir. —Da un pequeño golpe con sus dedos
en el volante—. Creo mucho en la subjetividad. A veces uno se puede
equivocar juzgando un libro por su portada.
—¿Entonces considera que la primera opinión no es importante?
—Posiblemente lo sea, pero no debería ser el motivo por el cuál
deberíamos crearnos una opinión contundente de una persona, ya que nos
podemos equivocar. Y, de hecho, me ha pasado con usted.
—No lo entiendo…
Volteo la cabeza completamente mientras él me sigue mirando de aquella
forma enigmática que te pone el vello de puntas.
—Cuando la conocí… —Gira el volante para coger Carrington Road y
me aparta la vista—. Me equivoqué al crearme una primera opinión sobre
usted.
Soy toda oídos.
—No sé si quiero saber cuál fue esa primera opinión, señor —comento
con un hilo de voz gracioso.
—Me pareció una persona muy torpe, impuntual, que habla demasiado.
En otras palabras, una mujer que pensé que no me gustaría tener a mi lado
ni como asistente, ni como amiga, ni como nada más.
—Jamás pretendería ser su amiga.
—Y yo jamás pretendería que sea solo eso. De hecho, me gustaría que
fuese otra cosa.
«Su amante…», completa mi mente. Y no sin razón.
—Se le vuelve a olvidar que soy su alumna.
—No se me ha olvidado, no se preocupe.
Frunce el entrecejo y yo me muevo inquieta en la silla del copiloto.
—Es raro...
—¿El qué? —Aclara su garganta y me vuelve a clavar con aquella
excitante mirada mientras frena en un semáforo.
—Que diga que no quería que fuese otra cosa, ya que hace poco afirmó
que desde el primer día que me conoció me quería hacer el.... ehm. —
Carraspeo nerviosa.
«¡Mejor cállate, Aylin!», me ridiculiza mi conciencia y me recuerda que él
no hace el amor. Vaya bobada.
Por un momento, tengo la impresión de que está sonriendo, aunque no lo
tenga muy claro. Y si lo hace, en realidad su forma de sonreír es muy
peculiar, solo mueve la comisura de sus labios y lo cierto es que nunca he
visto su dentadura. Es decir, nunca ha sonreído en condiciones.
—Señorita Vega, a veces me hacen mucha gracia sus comentarios. De
nuevo está mezclando el sexo con otras cosas. Yo en ningún momento
afirmé que usted no me atraía físicamente. Pero ese primer día me atraía
para digamos… —Aprieta los labios—, solo una noche.
Me callo por un breve rato y pienso más que frustrada en su confesión.
Supongo que a ninguna mujer le hace ilusión que le digan que la quieren
solamente para una noche.
—¿No me va a preguntar cómo la veo ahora, ya que he cambiado de
opinión?
—Prefiero no preguntarle —titubeo y cambio de tema cuando percibo los
golpes galopantes en mi pecho.
En el fondo sé que su impresión ha mejorado, pero creo que nos estamos
adentrando de nuevo en un terreno pantanoso, por lo tanto, intento salir de
ahí, aunque sea a gatas.
—Profesor, ya he enviado la encuesta a un gran número de empresas esta
tarde. Conforme iré recabando información, realizaré el análisis de
resultados.
—Muy bien.
—Les he fijado también una fecha límite a las empresas para que
contesten a dicha encuesta y, de esa manera, no nos aplazarán y tendremos
las respuestas lo antes posible —explico—. ¿Se lo tenía que haber
consultado?
—No, ha hecho muy bien. ¿Qué plazo?
—Dos semanas. Al cabo de un mes tendremos listo también el análisis
cualitativo y cuantitativo, ¿le parece bien?
—Confío mucho en usted, se nota que es una mujer de decisiones —
contesta.
Pongo una mueca, sin saber qué decir y miro por la ventana.
—¡Aquí es! —exclama de repente y detiene su automóvil.
Leo el letrero lleno de luces: Gold Star. Es un hotel de cinco estrellas y no
tenía idea de que existía este sitio en Boston.
Empiezo a examinar el lugar donde me ha traído, ya que, mientras
estábamos charlando, no me he percatado de que nos encontramos en una
de las zonas más exclusivas de la ciudad. Delante del hotel, hay un
aparcacoches aguardando y el cual me abre la puerta del Land Rover con
elegancia, tanto a mí, como al señor Woods. Este le deja la llave y me rodea
por detrás con su brazo, casi rozándome la cintura. Al mismo tiempo, me
invita a entrar con una mano.
—¿Está nerviosa?
—No. —Respiro con profundidad, pero también con disimulo—.
¿Debería estarlo?
—No, claro que no. Ya verá que mis socios son estupendos, está bien que
haga contactos.
Le sonrío y avanzamos por el iluminado pasillo. Una vez en el vestíbulo
del hotel, noto que el personal de servicio viste de gala y todos se mueven
ajetreados en el gran salón de la planta baja. Identifico hasta varias fuentes
de agua en el interior y todo queda adornado de maceteros modernos
con plantas decorativas y con enormes lámparas vanguardistas, colgando
del techo.
—¡Ahí están! —puntualiza este mientras señala al fondo—. Nos han
visto.
Nos aproximamos a una mesa en la cual están sentados dos hombres y
quedan cuatro asientos disponibles.
—Buenas noches —saludo cortés, después del apretón de manos que el
profesor les dedica a sus socios.
—Os presento a mi asistente, la señorita Aylin Vega. Lleva trabajando
conmigo una semana.
—Hola, Pete Davidson, el pureta —se presenta un robusto hombre calvo y
el cual diría que está para jubilarse. El señor que lo acompaña tiene
mediana edad, es rubio, alto y delgado.
—No le haga caso. —El rubio se ríe divertido al escuchar a su socio—. Le
gusta dar pena. Por cierto, yo soy Bill Carlyle.
—Encantada. —Esbozo una sonrisa.
—Tomad asiento.
El profesor me indica los dos asientos que hay junto a la pared, de modo
que dejamos libres los asientos que dan al pasillo.
—Señorita Vega, ¿cómo es que no ha salido corriendo? —habla de
repente el tal Pete—. Brian es horroroso para trabajar.
—Y espero que no lo haga —completa el señor Woods, a la vez que
tomamos asiento—. Me es de gran ayuda.
—Señor Davidson, no creo que exista algo que me pueda asustar y el
señor Woods no será una excepción —respondo deprisa, deseando que el
profesor haya captado mi indirecta.
Nuestra conversación no continúa. Dos mujeres elegantes, de edades
comprendidas entre treinta y cuarenta años hacen su aparición en la mesa.
—Hola, perdón por llegar tarde.
Después de hacer las presentaciones pertinentes y enterarme de que las
señoras son las directoras de Marketing y Recursos Humanos de la agencia,
nos sirven el menú. Todo se ve muy exquisito y hay una gran variedad de
platos. Además, nos han servido también ostras y una cubitera con una
botella de champán.
—¿Le gusta la comida? —Escucho al señor Woods, tras unos largos
minutos en los que he asistido a su conversación callada y atenta.
Sumamente atenta, de hecho.
—Sí. —Pincho mi tenedor en el trozo de carne que tengo delante—. La
salsa está muy conseguida.
—¿Cómo va la investigación, Brian? —pregunta la directora de Recursos
Humanos con mucha simpatía.
—Va muy bien. Estamos avanzando y eso gracias a que tengo una gran
asistente.
—Señorita Vega… —esta vez habla el señor Carlyle que, en realidad,
es el único que me suena de los tres como dueño de American Express Co
—, ¿a qué se quiere dedicar cuando termine su carrera?
—Mi mayor objetivo es trabajar en una gran banca de inversiones —
respondo lanzada—. Estaría más que encantada de dedicarme a una
investigación sobre cómo optimizar las inversiones en bolsa y cómo
conseguir una mayor rentabilidad.
—Suena interesante. —Bil Carlyle esboza una mueca y levanta su copa.
—De hecho, podría ser el título del siguiente libro —añade Pete—.
¡Piénsatelo, Woods!
—Las ideas de la señorita Vega siempre son acertadas así que, si todo va
bien, podría ser nuestra próxima investigación, ¿verdad?
El profesor me alcanza con su mirada, buscando aprobación. Sin querer,
pienso que tiene unos ojos demasiado profundos. Es más, confieso en mi
perturbada mente que aquel negro tan intenso y aquellas pestañas largas,
color azabache hacen que sea imposible decirle que no.
—¡Me encantaría! —afirmo animada y luego me acerco a su oído,
aprovechando que los demás están distraídos—. ¿No le parece que me está
elogiando demasiado? No me gustaría que sus socios se vean presionados a
tenerme en cuenta para las prácticas.
—Descuide —susurra a modo de contestación—. Ni yo, ni mis socios le
concederíamos las prácticas a una persona que no se las merezca. No somos
ese tipo de personas.
Al instante, se inclina más sobre mí y roza mi oreja con su nariz,
accidentalmente.
—Yo simplemente les digo la verdad sobre usted.
—Ya, pero...
—Señorita... —escucho hablar al señor Carlyle—, podría hacer esa
investigación que ha mencionado dentro de nuestra empresa. Puede venir a
entrevistarnos cuando le parezca. ¡Concertemos una cita y listo!
—¿De verdad? —pregunto entusiasmada y miro al señor Woods con la
boca abierta—. Se lo agradecería mucho. En realidad, lo que más me
interesa averiguar de la agencia es el proceso mediante el cual
adquieren participaciones en compañías que consideran atractivas y
estratégicas.
—¿Y cómo es eso? —interviene el «pureta».
—Estoy informada de que tienen los mejores planes de negocios en
American Express Co, o por lo menos eso es lo que ha afirmado Journal of
Finance en su último número.
—¡Increíble! —Carlyle aplaude impresionado, señal de que estoy
triunfando—. Está muy al día por lo que veo, además parece ser que
realmente nos admira mucho.
—¿Y quién no? —prosigo en tono amable, suavemente ruborizada.
¡Mierda! No lo puedo evitar, se me ha visto el plumero a leguas y ahora
todos saben que soy una mega fan de la agencia.
—Es verdad, ¿y quién no?
Las mujeres sueltan una carcajada y todos nos reímos. Bueno, casi todos.
Miro al señor Woods de reojo y noto que está lascivamente inclinado para
atrás en su silla y dibuja círculos con un dedo sobre la mesa.
—Señorita Vega, si le dijéramos nuestro secreto, deberíamos asesinarla
después.
Hace un inesperado inciso en nuestra conversación y el simple tacto de su
rodilla pegada a mi pierna me electriza.
—¡No seas tan dramático, Brian! —suelta una de las directoras, a la vez
que pone los ojos en blanco—. Vas a asustar a la pobre niña.
Seguimos con las mismas risas y quedamos inmersos en un ambiente que
me relaja y hace que me sienta excelente esta noche. Los socios de la
agencia parecen personas agradables y, mientras le doy un sorbo a mi copa
de vino espumoso, pienso que lo más probable es que la reunión de esta
noche me asegure una entrevista con American Express Co.
¡Y eso es la caña!
Mientras me termino de tomar la copa de vino que, por cierto, es la tercera
y debería parar, las luces de la sala del restaurante se han vuelto tenues y
nos encontramos en la semioscuridad.
—¿Qué está ocurriendo? —Me acerco al oído del señor Woods.
—Un grupo de música tocará hoy en el Gold. Es jazz.
—Ahmmm. —Junto los labios en una fina línea y miro el escenario con
interés.
—¿Le da miedo la oscuridad? —pregunta este, como un claro guiño a
nuestra conversación del coche.
—No. —Me vuelvo hacia él y le sonrío—. Creo que he dejado claro antes
que no me da miedo nada.
Es más que evidente que ninguno de los dos estamos hablando de la
oscuridad de la sala.
—Yo creo que sí, hay algo que le da miedo. Mucho miedo.
—¿Qué? —Frunzo el ceño.
—Dejarse llevar, por ejemplo.
Clava un codo sobre la mesa y se lleva una mano al mentón, sin apartarme
la vista. Froto mis dedos en mi regazo. Ya sé por dónde van los tiros, pero
no voy a permitir que me intente seducir esta noche. Nuestra relación va a
ser estrictamente profesional, ¡y punto!
—Bueno, señor Woods —comento con seriedad—, debo decirle que sus
socios son encantadores. Me he quedado sorprendida con lo amables que
son.
—Pues, déjeme decirle que usted también me ha sorprendido esta noche.
—¿En qué sentido?
Mi mirada recae sobre los demás, que están inmersos en una tediosa
conversación.
—Sabe más de mi empresa de lo que pensaba. Casi más que yo.
Me sale una espontánea risita y miro el suelo.
—No pensaba que tenía sentido del humor, profesor.
—Nos estamos conociendo. Yo tampoco sabía que usted entendía tanto de
Finanzas, aunque lo podía suponer.
—Tampoco creo que sea para tanto.
Rozo el respaldo de mi silla con mi espalda y esbozo una sonrisa de
satisfacción. Lo cierto es que me encuentro muy relajada debido a las copas
de vino Leroy Domaine y enseguida miro de nuevo en dirección
al escenario, muy intrigada. Todo esto es nuevo para mí y lo estoy
disfrutando como una niña pequeña. No suelo acudir a conciertos de jazz.
Solo que, repentinamente, observo por el rabillo del ojo que el profesor
agarra uno de los cuchillos plateados que hay sobre la mesa. Quedo
bloqueada cuando noto en la penumbra que lo oculta debajo de la mesa.
¿Qué está sucediendo? Lo miro extremadamente perpleja en el preciso
instante en el que sus ojos se cruzan con los míos y se acerca a mi oído. No
me da tiempo a abrir la boca siquiera.
—Le aconsejo que no se mueva —habla en tono grave.
—¿Por qué?
Nuestros rostros están a solo unos pocos centímetros y también observo
que ha pegado su silla peligrosamente a la mía. Y entonces, la música
envolvente y romántica de jazz empieza a sonar de fondo.
—No se mueva ni un milímetro.
«¡Por el Santo Dios!», maldigo con los nervios a flor de piel, todavía
perpleja.
¿Qué pretende?
De momento miro hacia delante e intento hacer caso omiso de su rauda
respiración, incluso pienso que el vino me ha subido y me lo he imaginado
todo. Pero me equivoco.
Falta poco para que su boca roce la parte alta de mi cuello y, sin venir a
cuento, ocurre. Simplemente sucede. Siento su cálida mano tocar mi vestido
por debajo de la mesa y, acto seguido, sus dedos resbalan sobre la piel de mi
muslo.
Me quedo de piedra.
—¿Qué está haciendo? —pregunto horrorizada, intentando mantener la
calma.
Escucho mi propio pulso cuando la frialdad de la hoja de aquel cuchillo
me cala hasta los huesos.
¡Virgen Santa! ¿Qué va a hacer?
Súbitamente, giro mi cabeza y la forma en la que le miro, helaría a
cualquiera. Pero no a él.
—¿Qué está haciendo con un cuchillo debajo de la mesa, señor? —insisto
con voz entrecortada y agrando más los ojos.
—Confíe en mí.
¿Cómo?
Doy un brinco en la silla cuando este empieza a deslizar la gélida hoja del
cuchillo en mi piel. Siento la manera suave en la que acaricia mi muslo, a la
vez que mira el escenario distraído, como si no ocurriera nada.
¡Pero sí, ocurren cosas muy raras debajo de la mesa!
Es más, la sala se encuentra sumida en la oscuridad y ni siquiera veo bien
lo que está haciendo. Pero lo noto y con eso es suficiente. ¡Joder que si es
suficiente! La hoja del afilado cuchillo sigue resbalando y cambia de
dirección. Lo guía hacia mis caderas vertiginosamente y es en este
momento del carajo en el que me quedo sin aliento.
«El profesor no tiene ningún motivo aparente para querer matarme… ¿o
sí?», me pregunto a mí misma embobada, a punto de levantarme de la silla.
Pero, por supuesto, él es más rápido que yo. Con una mano excesivamente
sagaz y sin tardar demasiado, la hoja corta uno de los lazos de mi minúscula
ropa interior. Conforme este va moviendo su mano con precisión, el
corazón se me acelera.
¡Oh, Jesús, María y José! Ya lo estoy entendiendo.
—¡Me levantaré en este preciso momento y me iré! —chillo en su oído
amenazante, aprovechando la música de fondo y que los demás no nos
puedan escuchar.
Pero él inmoviliza mi muñeca con fuerza.
—Creo que simplemente... —murmura con una actitud calmada— debería
relajarse y disfrutar.
—¡Está loco! —sigo hablando furiosa, en un tono bajo.
—No… —Chasquea la boca—. La que se va a volver loca será usted.
A continuación, me obligo a mí misma sonreír cuando las personas con las
que compartimos mesa nos miran. No pasan más de uno o dos minutos y él
se deshace también del otro lazo de mi tanga negro de seda. Quedo helada.
Aunque en un principio la tela se le haya resistido, este insiste en cortar el
lazo con ímpetu y lo consigue. Pienso en mi cabeza que no sé por qué
puñetas lo está haciendo y también pienso en por qué narices me habré
puesto esto esta noche.
¿Y cómo sabía él que lograría cortar mi ropa interior? ¡No entiendo nada!
Habrá ido a probar suerte.
—¿Todo bien?
De momento veo que el señor Davidson echa un vistazo hacia atrás y,
aunque no distinga bien su rostro, creo que está sonriendo. Solamente
asentimos con la cabeza y, acto seguido, este vuelve a dirigir su vista al
escenario.
Aprieto las piernas fuera de mí y confieso que me levantaría y me iría
ahora mismo, pero no quiero quedar mal delante de todos. Además, en estos
momentos estoy petrificada y no me quiero arriesgar a que, si hiciera algún
movimiento brusco, la hoja de aquel cuchillo me alcance de alguna manera.
Intento mirar para abajo para ver lo que él está haciendo, pero no percibo
nada, solamente siento cuando él empieza a tirar de mi ropa interior, sin
quitarme el ojo de encima.
—¡No se atreva! —Chirrío los dientes.
—Shhh, tranquila. Jamás le haría daño.
Puedo darme cuenta de que este jodido hombre me está mirando en un
modo perverso. Nuestras bocas están a solo dos centímetros y hasta me he
olvidado de que está haciendo trampa. Es como si, de repente, quedara
intrigada con sus intenciones. Nunca en mi vida he sentido algo tan insano.
—¿Qué está...? —no termino la frase.
Mis ojos clavan su traicionera mano y veo asombrada que el profesor
Woods lleva mi minúsculo tanga al bolsillo de su pantalón. Abro más los
ojos, sumamente consternada. Acaba de meter mi ropa interior en su....
¿bolsillo?
—Solo relájese y disfrute de la música y de lo que le voy a hacer —habla
con voz ronca.
¡Mierda! ¿Relajarme?
Mi mirada vuelve al escenario mientras agarro una servilleta de tela que
tengo cerca. Aprieto la servilleta a raíz de su sensual voz en mi oído y
cierro los ojos involuntariamente cuando sus hábiles dedos abren mis
muslos. Confieso rendida que percibir su tórrido aliento en mi cuello, me
sentencia. Es más que imposible no sentir las llamas del infierno dándose
cita en mi vientre bajo y, por consiguiente, humedecerme.
¡Qué puñetas, este hombre me ha dejado sin bragas!
Siento mi vista nublada cuando el profesor empieza a deslizar su
intranquila mano por mi pierna. Me estremezco cuando la punta de sus
dedos llega a alcanzar la parte de mi pubis con mucha sensualidad y mis
pulmones no dan abasto. Siento cosquillas cuando me acaricia con
delicadeza, quedando empapado del fruto de mi excitación.
—¡Es un sinvergüenza!
—Me lo agradecerá. Por favor, nos estamos perdiendo un concierto
espectacular. —La dureza de mi mirada y mis palabras hacen que él apriete
más sus dedos en mi sensible piel.
¡Oh, qué cínico! ¡Este hombre está demente!
—¡Pagará por esto! —exclamo furiosa en su oído y mis ojos sueltan
chispas.
Sin embargo, él hace oídos sordos y empieza a ejercer más presión sobre
mi pubis, sus dedos resbalando de manera descarada hacia mi clítoris.
Juega durante unos minutos con su dedo sobre aquel botón de mis partes
bajas, tanto que hace que me excite a unos niveles inhumanos. Él se está
dando cuenta y de vez en cuando me mira y arquea la comisura de sus
labios en un modo obsceno.
—¿Está notando la adrenalina? —pregunta mientras desliza un dedo en mi
interior con sumo cuidado.
Mis mejillas se ruborizan y un calor abrasador me fulmina al instante. No
me estoy moviendo e intento disimular al máximo, pero mi cadenciosa
respiración me delata. Miro en dirección al concierto como si estuviera
viéndolo, pero todo mi ser está pendiente de aquel dedo juguetón que
intenta invadirme.
—Está muy mojada. Así me gusta —musita descaradamente.
—Señor Woods... por favor, no me haga esto —suplico, siendo consciente
que no podré controlarme.
—Tranquila, su virginidad no está peligrando —replica—. Es más… me
lo agradecerá.
—¡En la vida! —bramo.
—¿Apostamos?
¡Él y su maldita arrogancia!
Me asemejo a una estatúa —o más bien a un helado derretido—cuando su
dedo empieza a moverse en mi ajustada vagina. Al ser tan estrecha, al
principio le cuesta enterrar su dedo en mi interior completamente, pero
poco a poco se abre paso, sin dejar de analizarme.
Tiemblo. Mi cuerpo se arquea involuntariamente y aprieto el filo de la
mesa con mis manos. Lo miro tensionada cuando percibo sus ojos
transformados y es como si no fuera él, sino otra persona. Su agitada, pero a
la vez tierna mano continúa moviéndose con delicadeza y precisión. Siento
miles de cosas en mi interior y se me eriza el vello con la vibración que me
sacude. Es como si flotara, inmersa en la sensibilidad de sus caricias.
Desgraciadamente, tengo claro que, si seguirá de esa manera, llegaré al
éxtasis de un momento a otro.
¡Qué vergüenza! Quedaré en ridículo delante de todos.
—¡No se lo voy a consentir! —aviso ahogada—. ¡Pare!
—¿Está segura?
No puedo evitar mirarle con cara trastornada, pero mal hecho. Él
intensifica sus movimientos. Sonríe satisfecho y yo maldigo en mi mente,
aun cuando me fascine la manera en la que me está tocando. Mis profundos
jadeos, camuflados por la suave música de jazz, es prueba de ello. Y cuando
por fin me siento derrotada y siento que he perdido toda la cordura y que
queda muy poco para que mi cuerpo reaccione vergonzosamente, el
profesor se detiene y me libera.
—¿Queréis un cóctel de mango? —pregunta tranquilo y señala una
bandeja, llamando la atención a los demás.
Lo fijo con una mirada llena de rencor. Y eso que la noche había
empezado bien.
—Tienen buena pinta —agrega.
¿Será capullo?
Cuando oigo la voz enronquecida de uno de los socios, vuelvo a la Tierra
y solamente asiento con la cabeza, intentando fingir. Él también lo hace
delante de los demás, pero, sin previo aviso, me habla.
—¿Está bien, señorita Vega?
Las gotas de sudor resbalan en mi frente. Lo detesto. Lo odio. ¡No lo
soporto!
Sin decir mucho, me levanto de la silla para huir de la asfixia que siento y
de mis rosadas mejillas, fruto del abominable momento que acabo de vivir.
—Perdón…
Me dirijo al servicio deprisa, sin mirar para atrás. Me da mucha vergüenza
no llevar ropa interior y aunque los demás no lo sepan, lo sé yo y con eso
es suficiente. Irrumpo con el cuerpo convulso y una excitación del tamaño
de un caballo y, lo primero que hago, es abrir el grifo y mirarme en el
espejo. Las mejillas me queman y lo maldigo en voz medio baja,
balbuceando sin parar. Mojo mis manos, mi cara, mi cuello, mi cabello, y
sigo maldiciendo desenfrenada.
—¡Jodido cínico pervertido!
Me seco con una toallita de papel, al borde de una taquicardia. Después
abro mi bolso para restaurar mi pintalabios. Me encuentro más calmada,
pero no del todo. Las manos me tiemblan y se me cae todo al suelo.
Mi pintalabios de color rosa oscuro resbala sobre las baldosas brillantes de
los servicios y me agacho para cogerlo, pero este rueda con rapidez y se
detiene precisamente al lado de unos zapatos de hombre. Mi respiración se
detiene. Es él. Me ha seguido al servicio y se está aprovechando de que no
haya gente, ya que todos están en el concierto de jazz.
—Tenga cuidado, no se agache mucho.
Cojo mi pintalabios y me pongo de pie con la velocidad de un rayo,
preparada para enfrentarlo.
—¿¡Cómo se ha atrevido!?
Levanto mi brazo derecho para darle una bofetada, como resultado de la
enorme furia que me posee ahora mismo. Sin embargo, él detiene mi brazo
con su mano de acero, de modo que mi mano no llega a su cara. Para mi
sorpresa, lo que hace es atrapar mi mano entre la suya y llevársela a la boca
lentamente, presionando sus suaves labios en mi piel. Me da un beso en la
mano, al mismo tiempo que me sujeta la mirada con galantería.
—Lo cierto es que la he dejado con todas las ganas, lo sé. Pero no se
preocupe, eso tiene fácil solución.
Retiro mi mano de un movimiento brusco y me quedo pasmada, como si
estuviera sentada en la silla del dentista. No puedo creer a qué extremo
llega su maldita soberbia.
—¡Se ha aprovechado de la situación porque sabía que en otras
circunstancias no se lo hubiese permitido! —grito enfurecida, sin dejarlo
hablar—. ¡Y quiero mi ropa interior ya!
Tiendo el brazo y abro la palma de mi mano, demandante.
—Dice que quiere... ¿esto? —ronronea mientras saca mi despedazado
tanga del bolsillo de su pantalón.
—Esto es mío ya, señorita Vega.... —mientras habla serio, aprieta mi ropa
interior en su mano y se la lleva a la nariz—. Me gusta su aroma, huele muy
bien.
Inspira con fuerza y después vuelve a colocar mi ropa interior —o lo que
queda de ella—, en su bolsillo. Lo miro desconcertada y pienso qué tipo de
persona haría eso. Es como si alguien me tirara encima un jarrón de agua
congelada.
—Señor Woods, ¡usted tiene un jodido problema mental! —Estoy
conmocionada—. ¡Uno muy gordo!
—¿Porque la desee?
—¡Porque está cayendo muy bajo! —gruño en su cara y agito las manos
como loca.
—¿Porque la quiera en mi cama?
Arquea los labios con ironía.
—¡Porque está jugando sucio!
—Bueno, yo tengo otra teoría… —Frunce el entrecejo—. Un lobo jamás
pregunta si puede atacar, ¿a qué se esperaba? La advertí.
—¡Y yo le advertí que no se sobrepasara conmigo! Me ha quitado... ¡mi
ropa interior, joder! —sigo gritando desquiciada, sin creerme todavía lo que
él acaba de hacer.
—Yo vivo así, señorita Vega. —Su tono es seguro y sus pasos lo son más
cuando camina en mi dirección—. Vivo al límite y lo que ha sentido ahí,
sentada en aquella silla es solo una pequeña parte de lo que podría sentir si
me deja.
Él avanza dos pasos y yo retrocedo otros dos. No lo entiendo. ¡Oh,
mierda! Sí, lo entiendo. Ahora mismo, veo las cosas con más claridad y
deduzco que el profesor es realmente un depredador. Y tiene razón, me lo
advirtió.
—¡Nunca! —le enfrento con mi voz, en cambio, mis gestos me traicionan.
Le sigo rehuyendo.
—Lo dudo.
Él consigue hacer que quede acorralada, sin tener a dónde ir. En un abrir y
cerrar de ojos, cuela su mano debajo de mi vestido, a la vez que mi
trasero desnudo choca contra el mármol frío de la zona del lavabo.
—Considere mi acto una ayuda, ¿vale?
Mientras pasea sus dedos en una de mis nalgas y me pega completamente
a su pelvis, su mano queda anclada en mi nuca.
—Señorita Vega, no se imagina lo que siento cuando la tengo cerca.
—Yo… —Mi barbilla tiembla—. No se lo voy a permitir.
Hablo titubeante. Con la boca chica. Con ganas, pero con temor a la vez.
Noto la vibración en mi pecho y no puedo evitar mirar sus tentadores
labios, una abierta y directa invitación al pecado.
—¿El qué? ¿Qué no me va a permitir? —Mueve el mentón y acaricia mi
cuello—. ¿Besarla?
Su mano baja a mi espalda y presiona mi pecho contra el suyo.
—No puedo dejar de pensar en ti… —insiste.
—¡No mientas!
—Puedo ser un mujeriego y un libertino, pero no soy un mentiroso. Y
tú…
—¡No le he dado permiso para tutearme!
No, no lo voy a tolerar. No voy a tolerar que me hable de «tú», como si
fuese a convertirme en su amante.
—La estoy desencadenando de sus prejuicios, solo debe dejarse llevar. —
Jadea turbado.
—¡Soy su alumna!
No desisto. Y si se lo tengo que repetir mil veces más, lo haré.
—Usted es la mujer más bella que he conocido jamás.
Me aparta un mechón de la cara y estampa sus labios contra mi boca en el
preciso momento en el cual entreabro la boca para hablar. Se apodera de
mis labios con la velocidad de la luz y me asedia con sus brazos por
completo. Cierro los párpados y me dejo llevar, aun cuando mi cordura me
hostiga y me avisa que no puedo ser más idiota e insensata. Y no la puedo
culpar. Siempre me he regido por los principios y jamás he traicionado mi
dignidad, pero esta vez siento que todo lo que he construido ha colapsado
en un instante.
Su famélica boca alcanza la comisura de mis labios, después mi mentón y
finalmente asedia mi cuello. Por mi parte, simplemente disfruto extasiada
de sus húmedos besos, como si nada más existiera a nuestro alrededor. Y si
alguien me preguntara si fuera capaz de perder mi virginidad en los
servicios del Hotel Gold, un viernes por la noche, con cientos de clientes
fuera y cayendo rendida a los pies de mi profesor de Finanzas, no tendría
claro qué contestar. Hasta este punto estaba muy segura de mi control, pero
ya no confío ni en mí misma. Y menos en él.
Y cuando sus manos recorren mi espalda y se empiezan abrir paso por
debajo de la tela de mi vestido, quedo salvada por la campana. Oímos unas
estridentes risas desde el pasillo, hecho que le obliga a alejarse de mí. Se
aparta deprisa y yo solo me arreglo el vestido y el cabello con la boca
fruncida por el cabreo que siento. Me niego a mirarlo cuando me hace un
gesto con la cabeza y me ofrece el brazo.
—¿Salimos?
Respiro deprisa y con el cuerpo cortado y doy un paso a un lado,
rodeándolo y sin decir nada. Jamás agarraría su brazo.
—¡Perfecto! —Bufa detrás y baja la mano—. ¡No intente fingir que no le
ha gustado!
—¡Manténgase alejado de mí!, ¿entendido?
Mi giro brusco en su dirección y el dedo que agito delante de sus narices
no lo intimida en absoluto, todo lo contrario. Hasta parece pasárselo bien,
ya que se arregla el cuello de la chaqueta y se mira en un espejo que hay al
lado, demasiado silencioso. Es más, se pasa una mano por el cabello para
colocar un mechón que se ha salido de su perfecto peinado.
Salgo escopeteada del servicio, antes de que las dos mujeres que hay
fuera entren y nos encuentren de aquella manera tan vergonzosa. Él camina
deprisa detrás y, una vez de vuelta a la mesa, me siento en mi silla
endemoniada. Soy consciente de que no puedo seguir aquí y menos que él
me acompañe a la residencia. Intentará colarse en mi cama o hará que su
automóvil se desvíe del camino correcto. Observo la forma en la que me
mira y cómo camina con las manos por encima de su regazo, intentando
ocultar algo, seguramente su tremenda erección.
¡Oh Dios, Aylin! ¿Cómo te librarás de esto?
—Bueno, compañeros os voy a dejar porque ya es tarde y mañana tengo
planes. Y hasta Derbyshire voy a conducir un buen rato —anuncia la mujer
morena que nos ha acompañado en la cena.
—¿Va a Derbyshire? —Salto como quemada de la silla.
—Sí.
Todos me miran asombrados.
—¿Puedo irme con usted? —inquiero—. Disculpen, pero me duele mucho
la cabeza y necesito descansar.
—Por supuesto —dice Pete.
—Encantada de conocerles a todos. Ha sido un gran honor —sigo.
—Nosotros también —contesta Carlyle—. Estamos en contacto para la
entrevista.
—Sí, muchas gracias —añado—. Y gracias al profesor Woods por
ofrecerme esta oportunidad —concluyo y me vuelvo triunfante hacia él.
Él permanece más seco que una momia y doy por hecho que contaba con
que me iba a llevar de vuelta a la residencia.
—De nada, señorita Vega —responde a duras penas y también se pone de
pie—. ¿Está segura de que no quiere que la lleve?
—Muy segura, gracias. No quiero interrumpir su cena.
La fijeza de su mirada me indica que me acaba de declarar una especie de
guerra. ¿Una guerra sexual?
—De acuerdo —responde rápido.
—Que pasen buenas noches.
Me giro y me lanzo hacia la salida del restaurante.
—Señorita Vega…
Su voz. Me detengo y doy media vuelta con el alma encogida y
arrastrando los tacones.
—¡Sí!
—Que pase un buen fin de semana.
—Igualmente.
Sonrío ruborizada, mordiéndome la lengua. Es lo último que digo antes de
alejarme hacia la salida del restaurante. Sin embargo, antes de irme, Woods
me mira con un aura de diversión y no quita sus ojos de mi vestido
vergonzosamente corto. Estará orgulloso de su hazaña. Iba a ser una cena
prometedora que al final ha terminado en un completo desastre por su
culpa.
«¡Aylin Vega, piensa!», me mortifico. Poco a poco el señor Woods me está
ganando terreno.
Suspiro e intento tranquilizarme por dentro. Él es sencillamente
envolvente, tentador e… incitante.
Ya no hay duda.
Cuando la tentación tiene su rostro, tus principios son tu mayor enemigo.
CAPÍTULO 9
ÉL Y YO
Sábado por la mañana. Suspiro somnolienta mientras estrecho uno de los
cojines a mi pecho. Menos mal que es fin de semana y que finalmente podré
olvidarme del trabajo y descansaré hasta más tarde. Eso en la teoría, ya que
en la práctica...
—¡Lyn! ¡Te he preparado el desayuno!
Oigo la intensa voz de Berta de fondo y noto sus manos en mis hombros,
sacudiéndome agitada y haciendo demasiado ruido, tanto que siento mis
sesos taladrados.
¡Puñetas! Solo necesito un poco de paz y mi amiga a veces es peor que un
terremoto.
—Dios mío, Bert... ¿qué hora es? —Levanto mi cabeza despeinada de la
almohada y me restriego los ojos con las manos, pensando en que me
encuentro excesivamente cansada.
—¡Son las 10:30 ya!
—¿Y? —mascullo dormida.
—¡Venga vamos nena, que tenemos muchas cosas de las que hablar!
—No…
—¡Aylin! —Finge llorar—. ¡No me puedes dejar así!
Sigue tirando de mí.
—¿Y qué haces tú despierta a esta hora? ¡¿Un sábado?! —exclamo.
Me incorporo sobre la cama poco a poco, sin poder creerme que Bert no
esté roncando ahora mismo. ¿Desde cuándo se despierta antes que yo? Mi
amiga tiene más aguante que un coche de carreras y si está despierta, es
porque anoche ni siquiera llegó a dormir en la residencia.
—Mi amor… —habla con demasiada energía—, ¿de verdad crees que
podría seguir durmiendo sabiendo que anoche saliste a cenar con el ogro?
—¡Bert! —le riño a la vez que siento mi cerebro martillado—. No me
puedo creer que te hayas levantado tan pronto para eso. Nunca te despiertas
antes del mediodía.
—¡Pero no hoy!
—¿Acabas de llegar? —continúo y la miro suspicaz.
—¡No! —grita muy segura—. Volví anoche muy tarde.
—¿A qué hora?
Seguro que llegó mucho después de que la directora de la agencia me
trajera.
—¡Eso da igual! —Se hace un moño en lo alto de la cabeza y sigue
manteniendo ese aire misterioso de estos últimos días.
—¿Dónde estuviste?
Ruedo mis ojos con sospecha y eso es porque siento que la italiana me
está escondiendo algo. Aunque sea torpe, no soy tonta.
—Estuvimos en el Blue mientras que tú señorita, estabas cenando en un
restaurante de lujo con el buenorro de Woods —suelta esta muy
convencida.
Mientras la cotilla de mi amiga comenta su versión de los hechos, se tira a
mi cama y le da un mordisco a una manzana verde brillante. Entonces, me
desplomo sobre mi almohada y decido no contestar.
—¡Lyn!
—¡Ufff, Bert!
—¿Qué? —pregunta con mucha curiosidad—. ¡No me digas que no te lo
pasaste bien!
—¿Pasármelo bien? —Su pregunta me parece divertida—. ¡Qué cosas
tienes!
—¿A quién tengo que matar? —Abre la boca y murmura entre dientes—.
¿El vestido no funcionó, o qué?
Su tono se vuelve serio y entonces me sujeto en los codos, todavía con
mucho sueño en los huesos.
—¡Oh, Dios! —Entierro mi cabeza en mis manos—. Era solo una cena de
negocios, ¡y déjame dormir ya!
Casi gruño, con la esperanza de que me deje en paz y no «obligarme» a
que me confiese como en la iglesia, pero sin penitencia. No se me da nada
bien mentir, es más, yo misma estoy deseando olvidar todo lo ocurrido.
Cada vez que lo recuerdo, siento mi rostro encendido y es como si todavía
notara la boca del profesor sobre la mía y su persuasiva mano debajo de mi
vestido.
—¡Lyn, no me hagas esto! —Le da otro mordisco a la dichosa manzana,
que se ve muy sabrosa.
—¡Cuéntame tú primero!
Elevo mi cabeza y la incito a hablar. Estoy intentando ganar tiempo
porque realmente no sé qué le voy a contar —o cuánto— de todo lo que
sucedió.
¿Qué puñetas podría decirle?
«Bert, sabes... tu profesor de Finanzas casi me provoca un orgasmo en la
jodida mesa del restaurante», inicio mi monólogo interno como si no
estuviera en mis cabales. «¡Ah! Se me olvidaba. También es un fetiche que
disfruta quitando y oliendo las bragas de las señoritas».
Los nervios me invaden y tengo más claro que antes que no me voy a
librar de su interrogatorio cuando esta se tumba en la cama, a mi lado.
—¿Entonces lo pasaste bien en el Blue, o qué?
Me adelanto.
—Teniendo en cuenta que anoche salí con un chico, podría decir que…
—¿Con un chico? —Me concentro en ella y sigo frotando mis ojos con las
manos.
— ¡Fue un flechazo!
—¿En serio? —pregunto contenta de que haya conseguido desviar su
atención.
—¿Sabes que estudia Derecho, en la misma facultad de Rebe?
—Pero ¿quién es?
—Está terminando ya la facultad, es mayor que nosotras. Se llama Bram y
¡está buenísimo!
—¿Se llama como el escritor de Drácula? —Sonrío al notar su evidente
felicidad.
—Pues... ni idea. Será, pero no es vampiro… Aunque… —queda
pensativa—. En cierto modo, sí lo es.
Esta sigue riéndose y me contagio de su chiflada carcajada. Ya sé que es
una pervertida y puedo leer su pensamiento.
—Bert, ¡Bram Stoker no fue un vampiro! —La empujo con mis manos—.
¡Escribió sobre vampiros!
—¡Solo me hacía la ignorante, ragazza!
—¿Y cómo es él?
La miro atenta, Berta no es nada enamoradiza y esta es una de las pocas
veces que percibo en su mirada aquel característico brillo de la ilusión.
—¡Ohhh! —empieza—. ¡Bram tiene un cuerpazo! Sus ojos son…
—A ver, a ver, ¡frena! —indico prudente—. Dime cómo es Bram, su
personalidad.
—¡Habrá que averiguarlo!
Me apoyo de un lado, hincando mi codo en la almohada blanca impoluta.
—¿No te das cuenta de que lo primero en lo que te fijas siempre es el
físico?
—¡Ya lo sé! —replica un tanto molesta—. Sí, soy de las que voy a por lo
que me entra por el ojo. Con la comida pasa igual, ¿o no? —añade y levanta
los hombros con una inocencia fingida.
—Ya, pero Bram no es comida.
Pongo los ojos en blanco y pienso que es muy descabellado lo de ella. De
este modo, le será muy complicado entablar una relación si siempre se deja
guiar por la atracción física. El amor es más que eso.
—¡Pues, no niego que lo veo como si fuera un helado!
—¡No tienes remedio, definitivamente! —le suelto esto con una sonrisa
cuando ella se pasa la lengua por los labios, esperando mi aprobación—.
¡Pero, anda, cuéntame sobre él!
—Me parece divertido, simpático y tiene unos labios… ahmmm —suspira
emocionada.
—¿Os liasteis?
—No, no nos liamos. —Respiro aliviada—. ¡Nos acostamos! —dice al
segundo siguiente y se empieza a reír descontrolada.
Otra vez entierro mi cabeza en la almohada.
—¡Nooo, Bert! Así te va a costar la vida encontrar novio. ¡Espérate
aunque sea un día antes de irte a la cama!
—Ay, mi santurrona favorita... —la italiana habla frenética y coloca su
pierna sobre mí mientras me abraza—. No te irrites, Santa Lyn. Alégrate de
que mi cuerpo lo disfrutó. —Se carcajea de nuevo con sonoridad.
—Me alegro de que tu cuerpo lo haya disfrutado, entonces.
Quedo rendida y le sonrío con dulzura. Berta siempre va a hacer lo que le
dé la gana y no se suele reprimir cuando alguien le gusta. No como yo. A la
vez que la escucho entretenida, desconecto por un momento y me pregunto
por qué me cuesta tanto irme a la cama con el profesor Woods. No
comprendo por qué me ocurre esto a pesar de que lo desee, a pesar de que
cada vez que pienso en él, algo sobrenatural me posee y mi corazón
empieza a latir tumultuosamente, como si estuviera a punto de darme un
infarto.
¿Por qué no puedo dar un paso más con él, a pesar de que despierte una
curiosidad exagerada en mí?
¿Por qué me cuesta tanto confiar en un hombre?
Intento distraerme, sin embargo, las dudas sobre qué hacer el lunes me
siguen consumiendo por dentro. Sé que él no parará.
—¡Ahora te toca a ti! —articula mi impaciente amiga—. ¿Qué tal la cena?
Y si pensaba que me había librado del interrogatorio, la llevo clara.
—Pues... muy bien —respondo—. Los socios de American Express
Co son amables. Hasta me dijeron que podía entrevistarles para mi futura
investigación sobre los planes de negocios. ¿Te acuerdas que te lo conté?
—Sí, sé que te interesan ese tipo de cosas —comenta demasiado distraída,
hecho que me hace pensar seriamente en que mi amiga de verdad me
esconde algo—. ¿Y dónde comisteis?
—En el Gold.
—¿El mismísimo Gold de Boston?
—Sí.
—¡Guau! —espeta en mi oído y me da una palmada seca en el trasero, ya
que las dos estamos boca abajo—. Eres una chica con suerte. El profesor te
está ayudando mucho, Lyn.
«Si tú supieras a qué precio…», murmura mi conciencia.
—¿De verdad que no te ha tirado la caña ni una vez?
Esperaba semejante pregunta por parte de ella, es más, ya estaba tardando.
—¿Por qué crees que intentaría ligar conmigo?
—Pues no sé. Como pasáis tanto tiempo juntos pensaba que... —agrega
con una mueca.
—Pues no pienses tanto. —Me ruborizo inconscientemente y procuro
interrumpir su entrevista, así que salto de la cama—. Venga, ¡vamos!
—¿A dónde?
—Vamos a hacer footing. —Propongo muy alegre y después agarro la
taza de café y compruebo que esté fría.
No me gusta el café muy caliente, y no sé por qué, pero cada vez que veo
un jodido café, pienso en él. En él y en aquella primera vez que nos
conocimos.
—¿Ahora?
—Sí, anoche no pude salir a correr. Ahora mismo vamos a correr las dos.
—Agito mi dedo índice en el aire, muy mandona—. Recuerda: entrena tu
mente, pero también tu cuerpo.
—Nooo —se queja esta de morros y ahogo una risita—. Estoy cansada
Lyn, voy a dormir.
—¿Quién decía hace unos minutos que era tarde?
Empiezo a tirar de sus brazos para intentar hacer que mueva el culo de la
cama, a la vez que sigue implorándome que la deje dormir. Me la figuro
como una niña pequeña y eso me pone de buen humor, olvidándome por un
instante de lo sucedido anoche.
—¡Por favor!
—No —contesto autoritaria—. Además, ¿no quieres saber más detalles
sobre anoche?
La chantajeo.
—Pues la verdad es que sí... —Se pone de píe exaltada—. Pero con la
condición de que luego nos echemos una siesta. No aguanto dos noches
seguidas de fiesta.
La conozco demasiado y, sin duda, un cotilleo le llama la atención más
que cualquier otra cosa, incluso más que dormir.
—¿Cómo? ¿La gran fiestera Roberta Monticelli está ya mayor? —Me
burlo en su cara mientras visto ropa de deporte, preparada para ir a correr,
sudar todo lo que pueda y despejar mi jodida mente.
—¡No te pases! —grita desde el servicio—. Cómo te pases de lista no te
presentaré a Adam, el amigo de Bram, que por cierto está en nuestra clase.
¡Y está cañón!
—Bert, ¡para ya de buscarme novios, te estás poniendo muy pesada! —le
vuelvo a pegar un chillido de la habitación y me concentro en recoger mi
pelo en una cola alta.
—¿Quién ha dicho novio? Yo lo que quiero es que dejes de ser virgen
antes de echar tu vida a perder.
Frunzo los labios enfadada cuando veo que asoma la cabeza por la puerta
del cuarto de baño con voz entrecortada, con un cepillo de dientes entre los
labios y la boca llena de pasta de dientes. Entonces agarro el pequeño cojín
de nuestro sofá y se lo lanzo. El cojín «volador», tal y como lo voy a llamar
de ahora en adelante, toca violentamente la puerta del cuarto de baño, ya
que Bert se aparta de un movimiento rápido, al verlo llegar.
—¡Te gustan los cojines demasiado, ehh, Lyn! ¡Más que los hombres! —
vocifera esta mientras escucho el agua del grifo. Por lo visto, se está
aclarando la boca.
Suspiro tras su afirmación y me desplomo en el sofá, agradeciendo de que
no pueda ver mi cara ahora mismo. Eso es lo que ella cree, que no me
gustan los hombres. Sí, me gustan los jodidos hombres, pero ojalá me
gustaran los hombres normales, y no los depravados y los casados.
Desgraciadamente, existe un hombre en concreto que me fascina. Y me
fascina hasta tal punto, que temo a que llegue el lunes y que tenga que dar
la cara con él.
¿Soy una cobarde? No, o al menos no debo serlo. Y en vez de
lamentarme, lo que debería hacer sería centrar mi atención en otra persona,
alguien más transparente y terrenal. La cruel realidad es que nunca me
debería haber fijado en un hombre como el señor Woods. Jamás debí
siquiera imaginar cómo sería caer en sus redes. Nunca debí fantasear con él.
Está decidido: el profesor no es para mí. Punto y final. Acto seguido,
sonrío animada y compruebo que llevo el MP4 y los cascos.
¡Sí, señor! Tengo muchas ganas de quemar calorías esta mañana.
***
—Aylin, ¿el Mai Tai lo quieres con licor de naranja o coco? —pregunta
Adam y deja entrever una amable sonrisa—. También le puedes echar
limón.
—Con coco, gracias —respondo.
Adam se vuelve a la barra y se lo comunica al camarero en el oído. Miro
alrededor mientras le respondo al gesto con la mano. Es ya de noche.
Hemos quedado con Rebecca para salir a comer fuera, como cualquier
sábado por la noche y la italiana ha aprovechado este encuentro para
presentarnos a Bram, su nuevo ligue. Les miro por el rabillo del ojo y
observo que charlan muy juntos en la penumbra del club.
Bram es un chico de veinticinco años aproximadamente, de buena
fisionomía y sumamente atractivo. Además, ha sido el mismo que nos ha
conseguido las entradas en un prestigioso club de la ciudad, Dawn Boston.
El sitio en el que nos encontramos en este momento es un club bastante
exclusivo y la entrada es extremadamente cara, con lo cual le agradecemos
el gesto, aunque dudo que sea demasiado esfuerzo para él.
Lo analizo. En realidad, Bram tiene mucha pinta de ser un chico pijo, así
que no me sorprende haber pagado las entradas a un sitio tan sofisticado
como este, en pleno centro cosmopolita. Seguro que invitarnos a copas y
chupitos no supone nada para alguien como él, el hijo de un popular
senador de Boston, el senador Sanders.
—¿Qué te parece? —Bert me abraza desde atrás, tomándome
desprevenida.
Le da un trago a su copa y señala a Bram con la cabeza.
—Juraría que lo he visto antes…
Me llevo unos dedos al mentón mientras vuelvo a examinar a su chico, el
cual acaba de darle un golpe seco en el hombro a Adam. Este sigue
aguardando en la barra, esperando caballerosamente por mi bebida.
Quedo reflexiva, recordando que debo mantener la promesa que me he
hecho en la casa, y eso es que me fijaré en un chico normal y dejaré de
pensar en el profesor Woods. Es más, podría intentarlo con el amigo de
Bram, no se ve nada mal. Mientras que Bram tiene una altura media y su
cabello suavemente rizado y castaño combina muy bien con sus ojos de un
verde intenso, Adam es más bien alto y moreno. Su pelo es oscuro y liso y
sus ojos son marrones, además tiene un cuerpo esculpido.
No hay solo diferencias en cuanto al físico, su estilo también es distinto.
Adam es lo más parecido a un cantante de rock, viste una chupa de cuero y,
horas atrás, cuando ha llegado al restaurante, lo ha hecho en una Harley,
dejando claro su preferencia por los motores. Es más, si lo pienso bien,
cualquier chica podría quedar prendada por él, ¿por qué no yo?
—Bert… —hablo con los labios entreabiertos—. ¿Bram no es el tipo de la
universidad?
—¿Qué tipo?
—El que me dijiste que tiene novia —contesto preocupada—. No me
digas que…
Esta me frena con una violenta carcajada y le da un sorbo contundente a
su copa.
—¡No, ragazza! Ya no tiene novia.
—¿Por qué? —intento preguntarle por detalles, pero me cambia de tema
de momento.
—¿Qué te parece Pam?
Mi vista cambia a una chica de rasgos dulces que también he conocido
esta noche y que Bert y Rebe me acaban de presentar.
—Es simpática.
Más o menos. Lo curioso es que observo que Pamela persigue con la
mirada el más mínimo movimiento de Adam. Y eso queda claro
cuando Rebecca le está explicando algo muy eufórica, pero Pamela no le
hace caso, ya que, básicamente se está comiendo a Adam con la mirada.
—¡Estás guapísima esta noche, Lyn! —Bert comenta por lo bajini y me
mira de arriba abajo, señalando con la cabeza a Adam—. ¡Seguro que le has
gustado!
—No lo tengas tan claro… —musito risueña.
—¡Con este vestido, nadie se te resiste, baby!
Me aliso la falda con la palma de mis manos y me escaneo por unos
instantes. En cierto modo, Berta tiene razón. Me siento cómoda y atractiva,
llevando puesto un vestido negro aterciopelado, de escote V, y el cual
muestra una pequeña abertura en la pierna derecha.
—¡Bert, anda, tú disfruta de tu Bram! —La empujo con suavidad cuando
este se le acerca por detrás y rodea su cintura con su brazo.
—¡Dale una oportunidad a Adam, porfa!
Mi loca amiga une sus manos debajo de la barbilla, como si estuviera
suplicando enredarme con el amigo de Bram esta noche, aun cuando la miro
escéptica. Parece ser que darle una oportunidad a Adam es más importante
para ella, que para mí.
—Bebé, ¿me has echado de menos? —oigo el disimulado murmuro de
Bram en su oído, a pesar del volumen alto de la música pop del club.
—¡Aquí está el camarero!
Adam vuelve de la barra cargado de varias bebidas y las empieza a
repartir ante la mirada agradecida de todos. Mientras le sonrío suavemente
y agarro el vaso de cristal, adornado con una pajita y algo parecido a una
fruta, él me guiña el ojo.
—Espero que te guste.
—Gracias.
La música sonora hace que Adam quede básicamente junto a mí y
empezamos a conversar. Veo que Pamela nos está siguiendo con la mirada,
no está nada interesada en lo que Rebe le está contando en el oído.
—Por cierto, ¿qué te parece el comienzo del curso?
—Bien, la verdad. Es raro que no me suenes de la clase. —Le miro
intrigada, analizando su rostro.
—Ya. No te preocupes. Tú sí, me suenas.
Vuelve a esbozar una sonrisa amable.
—¿Ah sí?
Me parece realmente extraño que se haya fijado en mí. En la clase hay
otras chicas que se merecen más llamar la atención de los chicos, más que
yo, que no desprendo una belleza llamativa en absoluto. Creo que soy más
bien normal, una rubia del montón.
—Por el primer día —aclara divertido y hace un gesto con la mano que
sostiene la copa—. Lo del café, ya sabes....
¡Joder! Tenía que ser ese vergonzoso momento el motivo.
—Ya.... —digo un tanto ruborizada y le dejo continuar.
—Te podía haber pasado con otro profe, pero no con Woods. Si hubieses
visto su cara...
No soy capaz de articular palabra alguna y decido desviar su atención. Se
me da bien y con Bert lo hago a menudo.
—Me imagino. Por cierto, me gusta tu tatuaje.
Mientras digo esto, le doy un trago a mi copa y le señalo el tatuaje que
queda dibujado en el interior de su brazo, y el cual capta mi atención al
instante. Su bíceps muestra una especie de pájaro en vuelo.
—¿Qué es?
—¿Te gusta?
—Es interesante —replico y tenso los párpados, intentando elucidar algo,
ya que la tenue luz del club me impide verlo en su totalidad.
—Me alegro de que te guste. —Él tiende su brazo para enseñármelo mejor
—. Es el pájaro del trueno.
—¿Qué es el pájaro del trueno?
—Una criatura mitológica.
—¿Tiene algún significado?
—Sí. —Carraspea—. Simboliza la fuerza de la naturaleza. Somos parte de
la naturaleza y por eso...
—Eh, chicos ¿qué tal? —interrumpe Pamela—. Por cierto, Adam, te
quería preguntar por tu hermana, Mia. Llevo tiempo sin verla, ¿está bien?
Adam queda cortado por la incursión de la chica y no continúa con su
intrigante explicación sobre su tatuaje. La extraña mirada de Pamela me
alcanza en un modo posesivo cuando su vista cambia a mi compañero de
clase. Se mete en medio de los dos y prácticamente nos aleja, hecho que me
aclara sus obvias intenciones con Adam. Me considera una amenaza.
—¿Y la italiana?
Rebecca se nos acerca cuando se da cuenta de que se encuentra sola. Las
dos barremos la planta baja del Dawn Boston con la mirada en busca de la
parejita feliz, pero no los vemos por ningún lado.
—Quizás están en el baño.
—Lyn, ¿ese no es el profe de Finanzas?
Rebe habla en mi oído y me agarra el brazo, al mismo tiempo que me
señala algo con su mano. No entiendo muy bien lo que me quiere decir por
el estrepitoso ruido de la música que resuena de fondo. En este momento,
en el club está sonando G-Eazy & Halsey, aquella adorable canción,
llamada Him & I. ¡Adoro esta canción!
—¿Quién? —pregunto abstraída y le proporciono pequeños sorbos a mi
copa.
—El profesor Woods, ¡ahí! —recalca.
¿Qué?
Me giro rápidamente y miro impaciente en la dirección señalada, con todo
el disimulo que mi cordura me permite en estos instantes. Una cordura
inexistente, por supuesto, y eso es a raíz de la inesperada presencia del
profesor Woods en el club.
¡Impensable!
Rebe tiene razón. A unos metros de distancia está el profesor de Finanzas,
junto a un grupo de personas, disfrutando de la zona VIP de la planta baja.
De repente, siento que me va a dar algo cuando mis ojos se detienen sobre
él. Lo miro encandilada y regañándome a mí misma por ser una ilusa y
pensar que sería capaz de olvidarme de él y de lo ocurrido ayer mismo en el
hotel Gold.
—Es él, ¿verdad?
—Sí… —Mi voz suena irregular—. Es él.
¡Qué idiota!
Yo hecha un jodido flan andante y él tan guapo como siempre. Admiro el
brillo de su cabello oscuro como el carbono y quedo impresionada una vez
más por su porte austero. Lo examino con atención cuando este se lleva una
copa a aquella boca sensual y le da un alargado sorbo, a la vez que asiente
con la cabeza, quedando inmerso en una conversación fogosa.
Observo sus rasgos graves, cuyos gestos intensifica mientras gesticula y
charla con una de las personas que lo acompaña. Los dos permanecen de
píe, él manteniendo la misma formalidad y el otro escuchándolo
concentrado, como si estuvieran charlando de algo extremadamente
importante. Negocios o algo por el estilo. Visiblemente, le da igual la
música y, en vez de un club donde la gente viene a bailar y a pasarlo bien,
parece que está en una reunión de negocios. Igualmente, jamás me lo
imaginaría bailando, ya que bailar y divertirse implica sonreír. ¡Ah, cierto!
Él nunca sonríe.
¿Desde cuándo me he vuelto tan sarcástica?
Entonces rebobino y borro todo lo que me he propuesto esta mañana. Es
imposible dejar de pensar en un jodido hombre de ensueño, inteligente,
dominante, severo, con un cuerpo sobrenatural, con unos ojos de infarto y
una boca que te invita a quedarte pegada ahí con super glue. Y mejor no
recuerdo ese dedo invasor.
Y ahí está, delante de mis narices, a unos escasos metros de nuestra mesa.
¿Será que me siento tan confundida porque dos copas de vino y dos
chupitos de tequila han dejado en KO mis neuronas?
—¿Lo has visto, o no? —insiste Rebe agarrando mi brazo.
Me escondo detrás de su espalda con el alma en la garganta, intentando
que él no me vea.
—Sí, lo he visto…
Observo que el profesor Woods está acompañado de dos mujeres y tres
hombres. A pesar del ambiente privado del selecto club Dawn Boston,
percibo que sobre la pequeña mesa que hay delante, reposa una cubitera con
hielo y varias botellas de champán.
But what the fuck is love, with no pain, no suffer…
Escucho la letra de la canción. ¿Qué puñetas es el amor sin dolor ni
sufrimiento? Mi corazón se acelera únicamente con mirarlo y esta canción
no ayuda en absoluto a tranquilizar mis nervios.
—¡Aylin, mira a la rubia que hay al lado!
—¿Quién?
—¡La rubia! —exclama Rebe—. Esa es su mujer.
—¿Estás segura?
Me acerco más a su cara y empiezo a analizar a las dos mujeres, una rubia
con el pelo lacio y la otra, morena de cabello rizado.
—Sí, es ella. La vi una vez en una revista y otra en la universidad.
Me centro en la rubia. Aparentemente, no muestra tener una edad
avanzada, pero tampoco menos de treinta, de hecho, es probable que
sea mayor que el señor Woods. Me da la impresión de que tiene toda la
pinta de ser una mujer cuarentona, aunque se preserva demasiado bien. Es
una mujer delgada, con curvas y esta noche lleva un vestido de color
granate, sumamente elegante y el cual muestra un generoso escote. Me
frustra reconocer que me fastidiada a niveles inalcanzables que la esposa de
Woods sea tan atractiva y refinada. Nariz puntiaguda, ojos pequeños, pero
atrayentes, y labios finos.
¡Puta vida!
«¿Por qué actúo como si estuviera celosa?», pienso avergonzada.
Doy asco. Al instante, me pregunto dónde puñetas está el baño. Necesito
ir para vomitar, a ver si así me olvido del Dios Griego. También necesito
olvidarme de que ahí, delante de mí, acompañado de su esposa, después de
que anoche «inspeccionara» mi vagina como un perfecto ginecólogo, y
encima ¡con gente delante!
—Lyn, ¿estás bien? —Rebe agarra mi antebrazo.
—¿Porque no lo voy a estar?
Miro el suelo desengañada y me rasco la frente, totalmente perdida en mi
nube de desencanto, esta escena representando un duro golpe de realidad. Él
está casado. Casado y punto.
Pero justo cuando redirijo mi vista hacia la zona VIP, mi mirada se
cruza con la suya. De frente, sin tapujos, sin nada ni nadie de por medio.
Sin previo aviso, ni disimulos. Sus ojos quedan enlazados con los míos sin
miedo alguno y de manera diferente que en todos estos días. Todo es
diferente, nosotros lo somos.
Y de repente, quedamos solamente él y yo… y aquella canción de fondo.
Cross my heart, hope to die
(Juro por mi vida, espero morir)
To my lover, I’d never lie
(Nunca le mentiría a mi amante)
He said, be true, I swear, I’ll try
(Él dijo: sé sincera, Juro que lo intentaré)
In the end, it’s him and I
(Al final es él y yo)
Le aparto la cara, sin ser capaz de mirarlo a los ojos ni un segundo más,
aunque sea a través de la distancia. Me doy la vuelta diligente y me intento
ocultar la cara con la mano. Bram y Berta han vuelto y están bailando
animados y enérgicos con Adam y Pamela, riéndose y moviéndose
incontrolablemente.
Camino velozmente con la intención de ir al servicio, huyendo una vez
más, pero nada de eso ocurre. Berta agarra mis brazos bruscamente y me
impide el paso.
—¡Vamos a bailar, cariño!
—Necesito irme, Bert…
—Tranquila, yo también me iré dentro de nada —habla cerca de mi oído
—. ¿Cómo te lo estás pasando?
Le hago una señal de que me lo estoy pasando bien, pero esta no me
contesta y, sin previo aviso, me empuja literalmente en los brazos de Adam.
Cuando estoy a punto de caerme, él me sujeta y me acerca más a su pecho.
Lo miro con los ojos agrandados. Todo se mueve a mi alrededor y quedo
sobresaltada cuando roza mi espalda con discreción, también ruborizado
por el acto de Bert.
—Perdón… —musito cerca de su rostro—. Mi amiga se ha tomado una
copa demás.
—Eso no supone ningún problema para mí. —Se ríe y sus manos bajan a
mi cintura—. Todo lo contrario.
Sus ojos brillan cuando los dos empezamos a movernos al ritmo de la
canción. Su embaucadora mirada lo delata y me percato enseguida de que
no le soy indiferente, fiel prueba de ello es que empieza a pasear sus manos
en mi espalda escotada. Sin embargo, no consigo bailar con él más de cinco
minutos porque me noto demasiado afectada por el alcohol y confieso que
me he pasado tres pueblos. Las ganas de vomitar no tardan en aparecer y
apenas me puedo mantener de pie.
—Adam, necesito ir al servicio ahora. —Le aparto con suavidad.
—¿Te acompaño?
—No —respondo en un suspiro—. No es necesario, gracias.
Camino deprisa hacia el fondo de un pasillo donde supuestamente se
encuentran los servicios del club, sin saber todavía de qué manera he
conseguido abrirme camino entre la multitud. Me siento como si estuviera
en una licuadora y todo a mi alrededor son caras y más caras, gente
alborotada, luces, murmullo, gritos, risas, y una cola tremenda en el servicio
de las señoras.
Respiro agobiada y salgo fuera del Dawn Boston, con la atenta mirada de
los agentes de la entrada sobre mí. Sus ojos se vuelven más
insistentes cuando me sujeto en la pared que da a la calle. Sin embargo, doy
las gracias poder respirar el aire puro de fuera para así recuperarme y no
sentirme tan asfixiada.
—¡Señorita Vega!
Siento pequeñas agujas en mi sien y oigo una familiar voz cuando
comienzo a taconear atropelladamente en la explanada del sitio,
escabulléndome entre los coches.
—¡Señorita Vega! —Su grito resuena como un tremendo trueno.
Me giro con brusquedad. ¿Acaso el señor Woods me ha seguido? De
repente, veo al profesor correr con pasos veloces hacia el sitio donde me
encuentro, aun cuando yo intente alejarme todo lo que pueda de él.
—¡Espere! —Sus dedos me frenan y quedan anclados en mi codo—.
¿Está bien?
Consigue detenerme con una sacudida.
—¿Le parece que estoy bien? —contesto con otra pregunta, recalcando
estas últimas palabras con desdén.
Sus ojos me recorren en busca de algo mientras yo sacudo mi brazo para
liberarme.
—Veo que ha bebido…
Me aparta un mechón de la cara cuando siento mi rebelde cabello tocar
mis labios. Lo tengo revuelto y los mechones me están molestando
demasiado.
—¿Y qué más da? —Me aparto el pelo del rostro con el dorso de la mano
con una furia surgida de la nada.
—Mire como está. Como consejo, creo que no debería…
—¡No necesito sus consejos!
—Se va a poner mala. —Bufa desconcertado y mete sus grandes manos en
los bolsillos.
—¿Y qué tanto le importaría al gran profesor Brian Woods si me pusiera
mala? —le cuestiono antipática y alzo la barbilla.
Jamás agacharé la cabeza cuando él esté delante de mí. No me he olvidado
ni por un instante de cómo este «señor» se deshizo de mi tanga anoche y de
la manera burlona en la que jugó conmigo.
—Claro que me importa —noto un ápice de indignación—. ¡Es mi
alumna!
—¡Déjese ya de hipocresías! —replico demasiado perturbada—. Un
profesor jamás le metería mano a su alumna.
Esto último lo digo en un volumen más alto de lo normal, porque como
acto reflejo, el profesor Woods mira a su alrededor nervioso y me coge del
brazo para alejarme de la entrada.
—¡Mejor no siga!
¡Bendito alcohol! Hace que a una se le suelte la lengua y escupa todo lo
que piense y sienta. Y en cuanto a él, ¡que se aguante!
—Profe Woods... nunca le he visto tan nervioso.
Me burlo y me sale una carcajada sarcástica, como fruto de la tensión que
me doblega. Siento que floto cuando él me rodea la cintura para ayudarme a
caminar.
—Véngase por aquí.
—¡Vaya! —prosigo—. ¿Dónde está esa seguridad? O acaso acaba de
descubrir que es un ser de carne y huesos… ¿profesor?
—¿De qué está hablando? —musita entre dientes, enfurecido—. No le
sienta nada bien pasarse con el alcohol, ¡ni siquiera puede caminar! —
añade.
Tropiezo vertiginosamente y nuestras caderas chocan.
—Se está poniendo tan nervioso porque le va a ver su mujer conmigo,
¿verdad?
Continúo riéndome amargamente a la vez que me suelto de su abrazo, con
suma molestia. Incluso soy consciente de que le estoy hablando con
soberbia, pero en el fondo, con mucha sinceridad.
—Anda, ¡corra con su mujer! ¡En verdad, no sé qué puñetas está haciendo
aquí fuera conmigo!
Vuelvo a gritar como si de repente necesitara escupir todo lo que siento
por dentro y desahogarme.
—No me importa lo que vaya a decir mi mujer, si es lo que quería
escuchar. —Levanta una ceja, enfurecido—. ¿Le traigo un poco de agua?
—No necesito agua ahora. Solo necesito que desaparezca de mi vida… —
comento extremadamente ebria y con la voz tocada.
Al instante me arrepiento de no haberlo gritado más fuerte, para que él
también lo oiga con claridad.
—¿Me ha escuchado? ¡Que desaparezca!
Me sale un agudo grito y estoy a punto de desplomarme. Él se acerca
deprisa para agarrarme la cintura y evitar que acabe en el suelo cuando mi
trasero roza la chapa de un coche.
—Señorita Vega, le aseguro que usted no quiere que yo desaparezca. —Su
voz suena engreída—. Si no le importaría lo más mínimo, ahora mismo no
me montaría escenas de celos.
—¿Qué? —Me río desquiciada, sin saber de qué coño va este hombre—.
¿Piensa que estoy celo... ?
No termino la frase. Agacho la cabeza y vomito. De hecho, noto
asombrada que le estoy vomitando al profesor encima de su perfectamente
planchada camisa y zapatos relucientes.
—¡Por Zeus! —exclama.
Este me aparta el cabello a toda prisa y no articula sonido alguno,
quedando los dos en completo silencio. Solamente saca un pañuelo de su
pantalón y me lo ofrece.
—¡Joder!
Cojo el pañuelo con torpeza y me lo llevo a la boca, muy avergonzada.
—Como ve, le estoy devolviendo el favor.
¿A qué se refiere? ¿A aquel primer día de clases que le limpié el pantalón
y metí la pata hasta el fondo?
Sus palabras me parecen muy lejanas y, poco después, se me nubla la vista
y siento mis rodillas temblar. De la nada, empiezo a sentir mis párpados
muy pesados y no consigo recordar nada más.
Una oscuridad repentina me sacude, todo se está moviendo a mi alrededor
y quedo inconsciente al instante.
CAPÍTULO 10
EROTAS
¿Qué es ese ruido? Hasta el tono de llamada de mi móvil, que tanto amo, me
molesta. Aquel ruido tan desagradable vuelve a sonar y siento que me raya
la cabeza, como si se tratara de una tiza resbalando sobre una pizarra. Ese
mismo ruido desquiciante. La cabeza me va a explotar y tengo la incómoda
sensación de que mis ojos están repletos de arena fina, parecida a aquella
que hay en la playa.
Lo primero que observo cuando abro los ojos, es un techo alto y una
ventana de amplias dimensiones, parcialmente oculta por una gruesa
cortina, de color negro. Los rayos de luz penetran escasamente, de manera
que la habitación está inmersa en una total penumbra. Y el jodido teléfono
no para.
Agarro mi bolso sumamente desubicada y finalmente consigo cogerlo,
pero la melodía de la llamada se detiene. No me da tiempo a contestar y, a
continuación, miro la pantalla. Diez llamadas perdidas de Berta. No me
sorprendería que esta estuviera muy preocupada y que haya acudido ya a la
policía.
Suspiro.
¿Dónde estoy? Vuelvo a mirar aquella habitación en cuanto mi vista me lo
permite y ... ¡oh, qué cojones! No reconozco el cuarto. Una súbita angustia
me atraviesa cuando no recuerdo nada.
Estoy tumbada en una cama enorme, cuyo cabecero aterciopelado reposa
en una extensa pared y al lado de este observo dos mesitas de noche
señoriales. Mi vista se mueve en dirección a la pared del cabecero, en la
cual un cuadro enorme con letras griegas queda colgado. Intento
leer: έρωτας. Algunas letras me resultan familiares y creo que en nuestro
alfabeto la palabra es «erotas». Pero no tengo ni la más remota idea del
significado de aquella palabra y si fuera latín, lo tendría más fácil.
Analizo más detenidamente la habitación mientras froto de nuevo mis
ojos. Noto el sabor bastante desagradable a alcohol en mi paladar y busco
un chicle mentolado en mi bolso, siendo consciente de que me pasé con la
bebida. Acto seguido, identifico mi vestido, que está cuidadosamente
colocado en una silla que hay al lado de la ventana. Sin ir muy lejos, juraría
que tengo amnesia y me pregunto cómo diantres llegó mi vestido sobre
aquella suntuosa silla.
Si mi vestido está ahí, entonces…
¡Maldita sea! Aparto la sábana que me cubre de un tosco movimiento y,
seguidamente, clavo mi vista en la holgada camiseta de color negro que
llevo puesta. Ya tengo clarísimo en qué sitio me encuentro. Definitivamente
estoy en la casa del profesor Woods.
«¿Qué ocurrió anoche?», pienso afligida.
Me llevo una mano a la cabeza al mismo tiempo que me incorporo sobre
el colchón. Me toco el cuerpo preocupada, menos mal que todavía llevo mi
ropa interior, ya que sabemos que el profesor es un artista en dejarte sin
ella. Sin embargo, ¡me falta el sujetador!
Abro la boca consternada. Saco mis conclusiones mientras intento evaluar
en mi mente lo ocurrido, pero por más que me esfuerce, no recuerdo nada.
En el fondo deseo con todas mis fuerzas confiar en él y solo espero que este
no se haya aprovechado del estado en el que me encontraba y me haya
quitado la virginidad. Y yo sin acordarme de nada.
Al momento, escucho un suave movimiento en la habitación contigua,
donde hay una puerta; posiblemente sea el baño. Hasta este instante ni
siquiera me he dado cuenta de que hay alguien en la ducha. Escucho cómo
se detiene el sonido estrepitoso del agua y estoy segura de que él está ahí
dentro.
¡Joder!
Planeo vestirme deprisa y salir corriendo de aquí, antes de que el profesor
salga por aquella puerta y me quiera morir de la vergüenza. Y anoche...
¡oh! Recuerdo pequeños fragmentos, aturdida por mis propios actos.
Recuerdo que le recriminé a él haber ido al club acompañado por su esposa.
Si lo pienso objetivamente, no tenía ningún derecho a echarle nada en cara
y, la peor parte, es que me delaté a mí misma. Prácticamente le confirmé lo
que él tanto sospechaba: que no me es indiferente. En otras palabras, es
como si me hubiese atado a mí misma, abierto de piernas y puesto en
bandeja.
No tardo más de un minuto en saltar de la cama y conforme me quito la
camiseta, con la esperanza de que me daría tiempo a colocarme el vestido y
salir corriendo, se escucha la puerta del baño. Aprieto los labios y me tapo
los pechos rápidamente con el vestido. No me sirve de nada, ya que quedo
totalmente expuesta. Miro con temor hacia la puerta y veo al profesor
Woods entrar en el dormitorio. Lleva una toalla envuelta en la parte inferior
de su cuerpo, pero la parte del tórax queda completamente al aire, estando
medio en pelotas.
Su cabello alquitranado se ve mojado y unas pocas gotas de agua resbalan
sobre su cuello. Las tentadoras gotas sobre sus fornidos pectorales me
invitan a fantasear con ellas e incluso…
«¡Ni se te ocurra pensar en eso!», me regaña mi cordura.
Lo miro perpleja y estoy tan bloqueada que se me ha cortado hasta la
respiración. Juro que, si poseyera habilidades artísticas, le pintaría un
cuadro en este momento al profesor. O enmarcaría su foto. Admito que
ahora mismo es terriblemente sexy. Sé que esto no está ayudando, pero
confieso que no podría haber un hombre más atractivo que él en la faz de la
Tierra.
Me humecto los labios y aprieto más la tela a mi pecho. Quedo
impresionada por su fuerte pecho y músculos desarrollados. Parpadeo
deprisa, intentando no mirar su abdomen cuidadosamente trabajado en el
gimnasio. No me atrevo a mirar más abajo porque no quiero imaginar lo
que hay debajo de esa toalla.
Por su parte, se detiene por un momento, pero al no alterar sus facciones,
como siempre hace, no sé realmente qué se le está pasando por la mente.
Sin duda, tanto él, como yo, nos encontramos en una situación
terriblemente comprometedora.
—Está despierta —habla con mucha naturalidad mientras se seca pelo
mojado con una toalla, con cierta calma. Yo, en cambio, necesitaría una
varita mágica para desaparecer de aquí.
—Sí, estoy despierta.
—Menos mal que está viva… —agrega mordaz.
«Viva y también imbécil», recalco en mi cabeza.
—Yo…
—¿Cómo se encuentra?
—Bien —susurro petrificada cuando veo que este suelta la toalla con la
que se está secando y se acerca.
—Me alegro. ¿Le ayudo?
Acto seguido, me quita el vestido de las manos y básicamente me quedo
en ropa interior y con los senos al aire.
—Eh... sí. Digo, ¡nooo! No hace falta, gracias.
—Señorita, no hace falta que se tape, créame que sus pechos no
representan ninguna novedad.
Sus comentarios están verdaderamente fuera de lugar, aunque no me
sorprendan en absoluto, le gusta tentarme, como siempre hace.
Al tenerlo más cerca, percibo un intenso olor a colonia y desodorante, un
olor que desprende por todos sus poros y que lo convierte en irresistible.
Aun así, debo recordar que esto es un mero juego de caza para él y que yo
soy solamente su presa. Querrá llevarme a la cama y luego deshacerse de
mí. Como resultado, vuelven a enfurecerme los últimos acontecimientos y
lo descarado que llega a ser este hombre.
—Lo dice para incomodarme, ¿verdad? —pregunto rápido con el ceño
fruncido y me oculto con las manos.
—No, solo intento ayudar —replica tranquilo.
Baja la cremallera de mi vestido, preparándolo para vestirme. Como si me
hiciese falta su ayuda.
—No lo necesito, gracias.
Tiro de la prenda de morros, evitando su expletiva mirada en mi busto.
—En realidad, le aconsejo que se duche primero. Anoche vomitó encima
de todo, yo incluido.
—¿Por qué me quitó el sujetador sin mi permiso?
—Dudo que usted hubiese podido darme permiso, dormía como un
tronco.
—¡Podía dormir vestida! —suelto intransigente.
Veo por primera vez un gesto que no había observado antes en él, y eso es
que pone los ojos en blanco.
—¡Usted vomitó encima de su vestido y sujetador!
—Pero mi vestido está aquí y mi sujetador no —constato aturdida y
atemorizada por su presencia—. ¿Necesitaba usted completar su colección
sádica de lencería y... le faltaba mi sujetador?
Alza las cejas tras mi irónica pregunta y mira el suelo por un breve
momento. Sin embargo, cuando vuelve a levantar la vista, noto que aprieta
su mandíbula y sus rasgos se endurecen. Tira mi vestido negro sobre la silla
de donde lo he recogido minutos antes y se acerca a mi despacio, sin
apartarme la mirada.
—¿Colección sádica? —repite—. Señorita Vega…
Mi piel se eriza con solo escuchar mi apellido de su boca. Retrocedo a no
sé dónde y siento el filo de la cama en la parte posterior de mis rodillas. Sin
esperármelo, no tardamos en caer sobre las sábanas grises, yo debajo y él
parcialmente colocado encima de mí. Entonces, agarra mis brazos con
arrebato y los extiende hacia atrás en lo que canta un gallo. En cuestión de
segundos, me veo completamente atrapada debajo de él.
—¿Qué narices está haciendo? —rujo enojada.
Pero es peor. En cuanto más resistencia opongo, más presión ejerce sobre
mis muñecas con su mano izquierda y más clava su mano derecha en mi
cintura, inmovilizándome sobre su maldita cama.
—¿De verdad quiere saberlo?
—¡Lo único que quiero es irme a mi casa! —balbuceo nada más, todavía
conmocionada.
¡Maldita sea!
Continúo revolviéndome unos minutos más con el objetivo de quitármelo
de encima, pero sin éxito. Solamente percibo aquel diabólico rostro sobre
mí y su tensa mandíbula, mostrando la cara de un loco.
—¡Déjame ya! ¡No te atrevas! —bramo con temor y en mi mente intento
adivinar qué pasará a continuación.
¿Intentará el profesor Woods forzarme?
Un escalofrío me recorre.
—Solo quiero que sepas que cuanto más vas a luchar, más ganas voy a
tener de hacerte mía. —Su voz sacudida y concluyente me taladra y su
entrecortada respiración golpea mi mejilla.
Me mantengo callada y solo trago en seco.
—¿Entonces piensas que soy un sádico? —prosigue con su descabellado
discurso, sin apartar la vista de mis labios.
Su aliento cadencioso me remueve y siento unas corrientes cuando sus
dedos empiezan a acariciar mi desnudo pecho. Mis pulmones necesitan
oxígeno y los golpes desenfrenados de mi corazón —y el suyo— en mi caja
torácica, hacen que me cueste hablar. Quedo atravesada por millones de
sensaciones a la vez. Furia, frustración, excitación, locura.
—¿Si lo pienso? —Junto fuerzas y hablo apretando los dientes y
dejándole claro una vez más quién es él y quién soy yo— ¡Estoy segura,
señor Woods!
—Señor Woods… —Se mofa con una ira repentina—. Pues todavía no ha
visto nada, señorita Vega. —Alza una de las comisuras de sus labios en un
modo desafiante—. Y como soy un sádico, ahora mismo podría hacerle lo
que quisiera. Recuerde que está usted en mi cama.
Estruja uno de mis pezones con sus dedos mientras aproxima su cabeza de
manera galopante a uno de mis pechos, sin articular ni el más mínimo
sonido. Empieza a lamer mi pezón de manera muy lenta, proporcionándome
pequeños golpes con su jodida lengua húmeda, la cual me excita
demasiado.
—También podría provocarle dolor, ya que soy un sádico. Y, además,
disfruto mucho con eso —añade—. Pero le provocaría un dolor diferente,
placentero... un dolor que la haría disfrutar. Una sensación que la haría mil
veces más feliz de lo que ha sido hasta ahora.
¿Ha dicho dolor? Lo miro recelosa y confundida cuando este aprieta más
mis muñecas por encima de mi cabeza. Aquella vibración que convive
conmigo desde que lo conocí, se aloja en mi vientre bajo.
—Pero ¿qué le pasa? ¿Está loco? —Agrando mis ojos y le grito, sin dejar
de luchar con él.
¿Cómo diantres se le ocurre afirmar que disfrutaría con el dolor? Solo a
una persona insana se le ocurriría algo así.
—Oh... señorita Vega —suspira—. No puedo evitarlo, aquí todos estamos
locos. Yo estoy loco, usted está loca...
La presión que ejerce su mano en mis débiles muñecas me avisa de que no
me dejará ninguna opción. Sé que no me liberará.
—¡No sabe lo que dice!
—Sé perfectamente lo que digo —replica insolente y seguro de sí mismo,
en el mismo maldito tono de siempre—. Sí, usted también está loca... ¿y
sabe por qué? Porque si no lo estuviera, habría renunciado a su puesto de
asistente desde el primer día.
—¡Sabe muy bien por qué no renuncié!
—Eso es lo piensa. Yo tengo otra teoría diferente y esa es que usted... —
Desliza una mano en mi ropa interior—... está ansiosa de vivir al límite.
Como yo. Y sabe que eso lo podrá hacer únicamente conmigo.
Mientras habla con lentitud, alcanza mis pliegues con sus hábiles dedos y
se empapa de mi humedad.
—¡Ohhh!
—¿Lo ve? Su cuerpo habla, escúchelo.
Parpadeo nerviosa y con todos mis sentidos en marcha, sin freno, ni
cinturón. Y, aunque intente ocultar el deseo que emanan mis ojos, él tiene
un poder oculto para leerme. Es más, la clara evidencia de que lo deseo
demasiado está en aquella invasora mano.
—Dijo que yo era valiente por seguir trabajando con usted...
—Y tengo que reconocer que lo es —asiente mientras aprieta dos dedos
en mis carnes y tira más de mis bragas—. Muy valiente. Y sé que le gustará
todo lo que le haré.
—¡Está casado!
—¿Y? —chilla en mi cara cuan mono encelado.
Mi furia incrementa en el preciso momento en el que su boca queda a
unos pocos centímetros de la mía. Su mirada y sus manos me sentencian y,
en el fondo, sé que él no desperdiciará esta oportunidad.
—Sé que no me dejará ir y me tomará a la fuerza porque le conozco —
hablo con repulsión— así que... ¡empiece de una jodida vez!
Le aparto la mirada con una angustia palpable y fijo mi vista en el armario
que hay en el lado derecho de la cama. A la vez, cierro los ojos y aprieto los
párpados, preparada mentalmente para lo que me espera. Me estremezco y
quedo prisionera de los recuerdos. Recuerdo las esposas en mis muñecas,
sus palabras, el golpe de su mano en mi cara, el sabor de mi propia sangre
en mi labio. Intento no llorar y solamente maldigo en silencio. Por más que
lleve años intentando borrar aquel episodio oscuro de mi vida, el profesor
hace que lo recuerde.
Y solo por eso lo detesto.
—¡Hazlo, jodeeeer!
No veo nada y me aguanto las lágrimas, las cuales están ya rozando mis
pestañas. Y aunque permanezca con los ojos cerrados, percibo su
respiración en mi cuello y cómo este acerca su rostro a mí. Espero quieta y
sin opciones, convencida de que lo hará, ya que su agigantado miembro
traspasa la toalla que queda envuelta en su cintura y la cual representa el
único obstáculo en su cometido.
Pero, para mi sorpresa, no me da ningún beso, en cambio, sencillamente
acerca sus labios a mi oído.
—No tiene idea de cómo soy —habla alto y claro—. No me conoce en
absoluto, ¿vale? Si me conociera, sabría que nunca sería capaz de obligar a
una mujer.
Me suelta los brazos con brusquedad y, antes de que yo pueda abrir los
ojos, este se pone de pie y arregla la toalla que oculta su pelvis. Lo miro
totalmente desorientada y me sujeto en mis antebrazos. Aprieto mis labios
sin poder apartarle la vista y es como si algo se apoderara de mi garganta.
Su mirada se ha vuelto gélida, y si antes era casi indescifrable, en este
instante sus ojos podrían representar el mayor enigma del planeta. Sé que
algo en él ha cambiado y hasta podría afirmar que noto decepción.
—Este no es su vestido —informa mientras recoge el vestido y me lo
enseña—. He enviado a mi empleada para que le compre un vestido esta
mañana, uno lo más parecido al suyo. Pero se le ha olvidado comprarle
también un sujetador. Su vestido y su sujetador están en la lavandería y no
ha dado tiempo para que se sequen.
—Yo creía que...
Me levanto a duras penas, con todos mis músculos contraídos y me siento
en el borde de la cama, bajo su atenta mirada.
—No soy un monstruo, señorita Vega. Y si lo piensa... —Hace una breve
pausa y baja su vista al suelo—, prefiero que renuncie a su puesto ahora
mismo.
—¿Qué quiere decir?
Quedo atónita.
—Quiero decir que se aleje de mí.
Me tira el vestido a la cama, delante de mis narices y simplemente se gira
y sale de la habitación deprisa, sin añadir nada más. Solo queda el silencio.
¿Por qué me está haciendo esto?
Mi profesor de Finanzas está continuamente seduciéndome, e incluso
recurre a la fuerza. Además, me habla del dolor, de un dolor placentero. En
estas circunstancias, ¿qué podría pensar?
Me levanto despacio de la cama tras el rotundo portazo. Agarro el vestido
y lo miro estupefacta. Suspiro agobiada cuando me doy cuenta de que él
tenía razón, este vestido no es mío. A continuación, ruedo los ojos y entro
en el baño, sin dejar de culparme y pensar que quizás he sido demasiado
dura con él. Anoche le vomité encima y me trajo a su casa al desmayarme,
aunque me podía haber llevado a la residencia perfectamente, o a un
hospital. ¡Y no aquí!
Después de refrescarme con un poco de agua y limpiarme la cara, cojo mi
bolso y salgo de la habitación, en busca de la salida para irme echando
humo de aquí. Comienzo a caminar por un pasillo sumamente largo, con
muchas puertas y miro desubicada a todos los lados, intentando localizar la
salida.
Chasqueo la boca cuando me llama mucho la atención la multitud de
cuadros que reposan en las paredes. Todas las pinturas esbozan palabras
griegas o reflejan elementos de la cultura, incluso diría que no hay un único
cuadro normal. No pensaba que el señor Woods era un aficionado a la
cultura griega. Por lo visto, cuando asemejaba al profesor a un Dios Griego,
no me equivocaba.
«¡Vaya coincidencia!», muevo la cabeza y respiro con alivio cuando
detecto unas relucientes escaleras de mármol.
Me dispongo a bajar las opulentas escaleras, que quedan bordeadas por
unos cristales traslúcidos, alegrándome de que me encuentre un poco más
relajada. Por suerte, el dolor de cabeza ha cesado y estoy mucho más
tranquila.
Una vez en la planta baja, observo embobada los ostentosos muebles que
hay a doquier y me da la impresión de que en el piso del profesor hay cosas
de una calidad elevada. No me esperaba menos de su guarida, teniendo en
cuenta su éxito en el mundo de los negocios.
Aquí y allá se encuentran esculturas y reliquias que parecen mitológicas y
pienso que, de hecho, su casa se parece a él: elegante, misteriosa y sensual.
«Bastante sensual», se me pasa por la cabeza cuando me detengo a
admirar una obra de arte que muestra el busto de una mujer desnuda. La
mujer de la escultura tiene el cabello recogido en trenzas y hay una especie
de diadema que reposa sobre su cabeza. Un peinado típico de las mujeres
griegas.
Junto los labios, pensativa.
Me volteo de pronto cuando un ruido escandaloso se oye desde la cocina,
un sonido que se parece a una máquina de café o una batidora. Me pongo
mi armadura invisible y me dirijo hacía allá con pasos lentos y con la
intención de despedirme de él. Debo averiguar en qué zona de la ciudad me
encuentro y coger un taxi lo antes posible.
—Señor Woods, me iré y quería saber cuál es la salida.
La cocina de su piso queda abierta al grandioso salón y lo encuentro de
espalda, junto a una encimera. Detiene la batidora cuando oye mi voz y se
gira. Está terminado de preparar un smoothie de distintas frutas, además de
café y unas tostadas. También noto que el profesor se ha vestido mientras
tanto y lleva puesto un chándal negro y unas zapatillas de deporte. Todo de
color oscuro.
—¿Quiere desayunar?
Se sienta en un taburete y coloca los platos y tazas en una colosal isla de
cuarzo, la cual reina en medio de la moderna cocina.
—No, gracias.
—Insisto, siéntese. —Me señala la silla que hay a su lado.
Dudo por un instante y doy unos pasos en su dirección.
—Me gustaría decirle que no creo que sea un monstruo. —Siento que mis
palabras forman una bola, con lo cual aclaro mi garganta—. Yo solo me he
asustado y quiero que comprenda que...
Mi reveladora frase queda interrumpida por el brusco sonido de unas
llaves en la puerta. Volteo mi cabeza y veo a una mujer rubia ingresar en el
salón. Con esto, averiguo que unos metros más allá está la puerta de la
entrada. Y también descubro que…
¡Oh!
Aprieto el puño en el que agarro el asa de mi bolso cuando descubro quién
es la señora que acaba de entrar. ¡Es su jodida esposa!
—¡Buenos días! —articula y pasa por mi lado, muy seria.
Cuando la rubia empieza a analizarme en profundidad, llegando cerca de
mí, miro alarmada al profesor. Sin embargo, él ni se inmuta y hasta parece
que le importa un comino que su mujer me haya encontrado en su jodida
casa.
Quiero morirme, literalmente.
—¿Esta chica es muda?
Me gustaría desaparecer de aquí más que nunca en mi vida. Ella va a
pensar que...
—Brian, tu móvil. —Se dirige a él—. Se te olvidó anoche.
Asisto anonadada a cómo tira un móvil de última generación sobre la
brillante mesa con mucha arrogancia, y cómo roza su camiseta con una
mano, como si estuviera acalorada. Viste una falda negra y una camiseta
roja. Claramente le gusta el ese color, juzgando por el color de sus labios.
—Gracias —le contesta con una escasa respuesta y se levanta de su silla
en el preciso instante en el que ella toma asiento.
No me cabe la menor duda de que la ignora y desea alejarse de ella, ya
que, de momento coloca su desayuno a medias sobre el mueble.
—Nos vamos, la llevaré.
Mueve la cabeza en mi dirección, como si ella no existiera en la cocina.
¿Qué narices pasa aquí?
—No se preocupe, cogeré un…
Ella no me deja terminar.
—¿Es tu nuevo juguete? —La lengua viperina de la nueva integrante ataca
—. ¿Es la razón por la que no fuiste anoche a Álympos?
Su esposa finaliza la pregunta con molestia y, en el fondo, la comprendo.
¡Nos acaba de encontrar juntos, maldita sea! Aun así, me apresuro en
intervenir en la conversación. Definitivamente, no voy a permitir a nadie
que hable así de mí.
—Señora, no ha pasado nada entre nosotros... —Me acerco a ella
indignada y levanto la mano—. Esto es un malentendido.
—¿Un malentendido?
La rubia empieza a reírse descontrolada ante mi mirada perpleja.
Reacciona como si estuviera relajada, pero a la vez crispada.
—Señorita Vega, usted no tiene nada que explicar —Él la corta de
momento en un tono firme—. ¡Lorraine, déjalo!
—¿Señorita Vega? —repite su esposa en un modo jocoso—. Pues,
señorita Vega si me quiere decir que no habéis follado, no la voy a creer.
Brian nunca duerme con una mujer sin tener sexo, salvo conmigo, por
supuesto.
—¡Lorraine!
—No es algo que le caracteriza, créeme. —Su mujer hace caso omiso de
su rugido.
—¡No lo comprende! —intento aclarar.
—De todos modos, descuida. Somos un matrimonio moderno —comenta
tranquila, e incluso amable—. Discúlpame si te he hablado mal, anoche
contaba con él y no se apareció, y al final la he pagado contigo. —Sonríe.
¿De verdad me está pasando esto? Y si antes tenía cara de cuento, ahora
mismo es como si estuviera viendo un tsunami acercándose. Queda claro
que la esposa del profesor es bastante bipolar.
—Yo… —Hago un gesto en dirección a la puerta.
—Lorraine, en la casa hablamos, no tenías que haber venido.
Él la mira de manera extraña. ¿En la casa? No comprendo nada, hubiese
apostado que vivían aquí juntos.
¡Oh Dios, debo salir de aquí pitando!
—Hasta luego.
—Hasta luego, querida. —Oigo su aguda voz, despidiéndose.
Me giro con rapidez, con los labios fruncidos y rostro sonrojado, aparte de
una furia de mil demonios por la situación embarazosa en la que me
encuentro.
—¡Espere!
—¡No quiero permanecer aquí ni un minuto más! —hablo entre dientes
cuando él me detiene, a unos pasos de la puerta.
Nunca en mi vida he pasado tanta vergüenza, ni he estado en una situación
semejante. Encima sentirme mal por nada, porque así es, no he hecho nada.
—Entre en el ascensor, por favor.
Me señala la puerta del elevador y se pasa una mano por el cabello
mientras aprieta el mentón, sumamente tenso, aunque no creo que más que
yo. Me resulta extraño verlo en ropa de deporte y no vestido con su típico
traje. De este modo, aparenta ser mucho más joven, hasta dirías que no
tiene más de veinticinco años.
—¿A dónde va?
—¡A mi jodida casa, adónde voy a ir!
—La voy a acompañar, ¿entendido?
Saca unos auriculares del bolsillo.
—No hace falta.
—Sí, hace falta —gruñe ante mi terquedad, y bastante ha tardado—. Me
ha huido bastante y no voy a permitir que vaya sola a su casa. ¡Y menos
vestida así! Le podría pasar cualquier cosa.
Sus ojos resbalan sobre mi cuerpo y mira el corto vestido de color negro
con enojo.
—¿De qué se queja? —recrimino—. ¡Me lo compró usted!
—No fui yo, fue la mujer que trabaja para mí. —Deposita su mano en mi
cadera cuando las puertas del ascensor abren—. Olivia le podía haber
comprado un vestido más recatado.
¡Por Dios!
—¿De verdad que esto es lo único que le preocupa ahora mismo, mi
vestido? —Agito los brazos, incrédula—. ¡Su mujer me acaba de encontrar
en su maldita cocina!
Este me aparta la mirada y le da a un mando a distancia cuando llegamos a
un aparcamiento subterráneo.
— Lorraine no tenía que haber venido.
—¿Cómo?
Identifico embobada el Land Rover, pero él me hace una señal hacia otro
coche, un Mercedes Benz deportivo, de color metalizado.
—¡Suba!
—¿Acaso es una orden?
Me echa una mirada antipática por debajo de aquellas largas pestañas.
—No, es una indicación… —Suaviza el tono.
Me monto en el deportivo, inmersa en el silencio y en mi propio infierno.
Lo ocurrido es un golpe bajo a mi dignidad y sé que debo actuar con la
cabeza fría. Cuando salimos a la calle, intento localizar el sitio donde vive
el profesor Woods y concluyo que nos encontramos en Back Bay, una zona
residencial exclusiva de Boston, y a tan solo diez minutos de la universidad.
De hecho, no me imaginaba que el profesor vivía tan cerca.
—Vive muy cerca de la residencia —manifiesto—. En realidad, podía
haber ido andando.
—Sabe que andando es más de media hora.
—No pasa nada. —Miro por la ventana del coche, todavía ruborizada.
—¿Siempre hace esto?
—¿El qué?
—Ser tan intransigente.
—Se equivoca —objeto un tanto aturdida y lo miro.
—No lo creo. Incluso diría que es demasiado orgullosa—. Su enojo es
obvio en la forma en la que aprieta el acelerador y el deportivo vuela por la
mojada carretera; ha llovido—. ¿Podría relajarse y no intentar ser tan
perfecta siempre?
—¿Ha dicho «perfecta»?
Esa palabra me recuerda a Berta.
—Sí, ¡perfecta! —agudiza su voz—. Siempre quiere caer de pie y
conservar esa dignidad de la que tanto me habla. Y créame, le haría mejor
relajarse.
—¿Encima soy yo la que me tengo que relajar?
No me lo puedo creer.
—Señor, ¿se da cuenta de que acabo de pasar por una situación muy
incómoda?
—¡Le he dicho que mi esposa no me importa! —Pisa el acelerador de
manera violenta y me tambaleo en el asiento del copiloto.
—¿Puede ir más despacio? —bramo verdaderamente fastidiada—. Tengo
suficiente con su mujer, ¡créame que no quiero morir en la carretera!
—Señorita Vega... no pertenezco a nadie —dice vehemente y golpea su
sien con un dedo—. Soy tan libre como un pájaro, ¿no le entra eso en la
cabeza? No debería de importarle a usted tampoco.
—No estoy acostumbrada con todo esto —explico y suspiro, sin saber
muy bien cómo abordar el tema—. Vengo de una familia tradicional y yo…
—¿Y cree que yo sí estoy acostumbrado con todo esto?
—¡No sé! —increpo despiadada—. No parece no tener experiencia,
sinceramente.
—Hemos llegado.
Frena el deportivo bruscamente y es cuando caigo en la cuenta de que
estamos ya delante de la residencia, al quedar muy cerca. No dice nada más.
Sencillamente se coloca las gafas de sol y mantiene su mirada al frente.
Aun cuando ni siquiera vuelve la cara hacia mí para despedirse, intento ser
educada.
—Gracias por traerme.
—No hay de que —responde seco, sin mirarme.
Salgo del coche y casi ni espera para que dé dos pasos, ya que arranca su
automóvil, derrapando con violencia. No es nada difícil darme cuenta de
que está furioso. Muy furioso. Quedo en mitad de la calle con el pecho
encogido y sin saber muy bien qué pensar o cómo sentirme.
¡No hay por dónde cogerlo!
Sigo el deportivo metalizado con la mirada más confusa que nunca en mi
vida. Lo curioso es que, a pesar de todo lo que ha sucedido entre nosotros
esta mañana, tengo más claro que nunca que deseo quedarme a su lado.
Deseo seguir trabajando con el profesor Woods, aunque ni yo misma lo
comprenda muy bien y me lance en la boca del lobo. Nunca mejor dicho.
Solo me queda animarme a mí misma y pensar que cuando el camino se
vuelve complicado, eso es porque vas en la dirección correcta. Camino a
zancadas por la calle Stanford, tirando de mi vestido aterciopelado. Su
vestido. Deslizo mi mano en la tela y suspiro.
«Vas en la dirección correcta, Aylin. No te rindas ahora».
CAPÍTULO 11
¡QUIERO LA VERDAD!
Hoy es lunes por la mañana y el hecho de que el profesor se hubiera
despedido de malas maneras ayer, hizo que no tuviera un domingo
tranquilo. Aunque busque en mi mente desesperadamente, no encuentro la
razón por la cual me podría importar que él haya quedado decepcionado
conmigo. Y reconozco que ahora, más que nunca, estoy convencida de que
jamás me haría daño.
Me lo demostró.
Aunque el señor Woods sea una persona fría, tenga esa predilección por el
sexo y le guste vivir al límite, mi sexto sentido me indica que esconde una
gran nobleza. Pienso en el porcentaje tan alto que este quiere dedicar de los
beneficios de sus libros a distintas organizaciones. Asimismo, estoy
convencida de que hay algo en su vida que lo está trastornando.
Pero ¿el qué?
Ayer estuve casi toda la tarde investigando y buscando en Internet más
información sobre él. Desafortunadamente, no encontré mucho, solamente
su foto en unas pocas páginas webs que tienen que ver con la literatura y el
mundo de los negocios.
Curiosamente, leí que la mayor revista de finanzas, Journal of Finance,
cuyas publicaciones sigo asiduamente, lo apoda «El lobo de Boston, uno de
los mejores agentes financieros de la costa noreste estadounidense».
Claramente están haciendo un guiño precisamente a la famosa película (¡mi
favorita!) El Lobo de Wall Street. Sonrío sin querer al recordar la
información. Lo de lobo me suena mucho, los lobos son depredadores.
No me puedo seguir mintiendo a mí misma. Me estoy dando cuenta de
que este hombre me intriga y me apasiona cada vez más. Suspiro
profundamente, inmersa en estos pensamientos tan desquiciantes y entro en
la clase con energías. Saco mis libretas, mi estuche y mi botella de agua,
colocándolo todo encima de la mesa de manera ordenada y esperando que
empiece la clase de Finanzas.
Y en el fondo, esperándolo a él.
—¡Hola! ¿Qué tal? —Oigo una voz masculina de la nada.
—¡Adam!
—¿Te he asustado?
El atractivo moreno dibuja una sonrisa en los labios, a la vez que se sienta
a mi lado.
—Un poco —contesto y lo miro más de cerca.
El chico tiene unos ojos muy bonitos y una mirada profunda. Aunque lo vi
el sábado, en realidad con la presencia del profesor en el Dawn Boston, ni
me di cuenta de que Adam es muy, pero muy apuesto.
—Y Berta, ¿dónde está? —pregunta, con el murmullo de mis compañeros
de fondo—. Siempre se sienta aquí contigo.
—Así es, pero se fue a ver a su familia a Staten Island ayer y, al parecer,
enfermó.
—Normal. —Se ríe—. Después de la fiesta que se pegó el sábado…
—Y el viernes —continúo, acompañando su buen humor con una risa.
—¿Y qué te pasó el sábado en el club? Fuiste al servicio y después no
apareciste... —Me fija con la mirada—. ¿Te raptaron los extraterrestres?
Me río impetuosamente con su afirmación.
«Sí, los extraterrestres. Más bien un bombón moreno y sinvergüenza»,
pienso irónica.
Menos mal que solo lo piense y no lo diga en voz alta. Adam sigue
analizándome curioso y veo que arquea una ceja, seguramente esperando mi
respuesta.
—Es posible. —Nos volvemos a reír los dos.
Y hablando de aquel bombón…
En este preciso momento, entra el profesor en el aula. Camina con
aquellas zancadas firmes, pero calmadas. Conforme lo veo aparecer,
reflejando el mismo porte severo y aquel vaso de café —que no me trae
buenos recuerdos—, mi corazón baila desbocado. Pero tan desbocado, que
de momento me pongo nerviosa. Para distraerme, decido continuar
charlando con Adam, de modo que me acerco más al oído de este, para que
el señor Woods no nos pueda escuchar.
—En realidad, me encontraba muy mal —le explico—. Vomité, así que
cogí un taxi.
—Ahm... vale. —Sonríe animado—. ¿Y cómo pasaste la resaca?
—No te imaginas. Ayer tuve un dolor de cabeza treme…
—¿Se han dado cuenta de que la clase ha empezado?
No termino la frase. Súbitamente, el profesor se planta cerca de nosotros,
quedándose de brazos cruzados y mirándonos con recelo. Conozco esa
mirada.
—Perdón —contesta Adam.
Yo directamente no respondo.
—Espero que la próxima vez presten más atención.
Sus serias palabras hacen que escuche el pulso en mi oído. Más bien
siento mi pulso recorrer todo mi cuerpo cuando sus ojos se vuelven turbios
e insistentes. Lo único que se me ocurre hacer es girarle la cara y mirar por
la ventana. Mientras tanto, él empieza a pasearse por la sala entre la
multitud de mesas y continúa con la clase.
—Espero que todo el mundo haya hecho la tarea. —Cruza sus manos en
su espalda baja y aprieta los puños—. Quiero la tarea en mi mesa antes de
que toque el timbre.
—Profesor, ¿se la podemos traer mañana?
La voz de alguien retumba en la enorme sala. Un chico pelirrojo y bajito
acaba de formular la pregunta. Curiosamente, este tiene el perfil de una
persona responsable y estudiosa, así que no entiendo su pregunta.
—¿Su nombre?
—Erik Davis.
—Señor Davis, ¿cuál era la fecha límite?
—Hoy, pero... me puse malo en el fin de semana y la verdad es que no
quiero bajar mis notas —explica el chico con mucho temor y vergüenza y,
acto seguido, agacha la cabeza.
—Entonces usted comprenderá que su pregunta sobra. No me vuelva a
hacer preguntas tan estúpidas. —El profesor se cruza de brazos—. Tiene
que pensar antes de hablar.
—Le aseguro que si me da una oportunidad…
—Descartado, ¿me ha oído? —ruge de la nada—. ¡Descartado!
Todos nos quedamos congelados. Me llevo una mano al mentón y jadeo
con disimulo al percibir su irritación. Sin arriesgarme mucho, hasta
afirmaría que está humillando al pobre chico sin derecho alguno. Es más,
aunque siempre haya hablado con dureza en la clase, nunca ha humillado a
nadie, o al menos no he notado una actitud semejante por su parte en el
poco tiempo que llevamos de curso.
Como mi personalidad es de aquella manera y confieso que soy un tanto
impredecible, me revuelvo en la silla durante unos pocos segundos y
finalmente hablo. Es más, en el minuto siguiente me arrepiento de haber
abierto la boca, pero no lo puedo evitar, costándome la misma vida frenar
mis impulsos.
—Profesor, ¿le está diciendo esto porque usted no cree en las
oportunidades?... o ¿porque lo quiere dejar mal delante de la clase?
Él dirige aquella mirada endemoniada en mi dirección, pero no hay
marcha atrás, así que maldigo por dentro. Trago grueso cuando se aproxima
a mi mesa con pasos sinuosos.
—Explíquese. Y espero que tenga usted una muy buena respuesta. —Me
mira con resquemor.
—Erik ha dicho que se encontraba mal —justifico—. Es normal que no
haya podido hacer la tarea que nos encomendó, solo le está pidiendo una
oportunidad.
Queda plantado delante de mí de la forma que más me repatea: yo sentada
y él mirándome desde arriba, como si de un Dios se tratara. Eso le da cierto
poder y lo noto en su rostro. Y no solo. Preveo que en los minutos
siguientes me aniquilará, ya que desprende furia y frustración por todos los
poros.
—La señorita Aylin Vega, ¿verdad?
Tenso los párpados ante su patética obra de teatro.
—En esta institución hay unas normas que hay que respetar —continúa
deprisa, al notar que no respondo.
—¿Está seguro?
—Yo sí... ¿Usted no? —Levanta las cejas y su enfurecida mirada me da el
toque de atención. Y sé que, en realidad, mediante su respuesta desafiante
quiere decir «¡Atrévete a hablar y estás acabada!».
Me muerdo la lengua cuando calculo en mi cabeza la gravedad de mi
insinuación y a la vez deseo que salga de mi mente aquel día en el que
encontré al profesor acompañado de la mujer morena, en su despacho.
—La enfermedad no entiende de normas.
¡Carajo, debo salir de donde me he metido!
—Es una excusa, señorita Vega. —Me mira con estupor—. Dudo que el
señor Davis estuviera malo los tres días. Le recuerdo que la última vez que
tuvimos clases fue el viernes, y también faltó.
—Yo estaba... —murmura el chico pelirrojo, sin embargo, impedimos que
este siga con su versión y básicamente, no le hacemos caso. Observo de
reojo que tanto él, como los demás compañeros, se nos quedan mirando
embobados.
—Está dudando de la palabra de un alumno. —No me doy por vencida—.
Lo mismo Erik lo puede justificar, pero ni siquiera se lo ha preguntado.
—¡No me interesa!
—Pues entonces déjeme decirle, señor, que es muy poco empático.
Endurece su mentón y me sigue analizando receloso, mientras vuelve a
cruzar sus brazos sobre el pecho. Y si antes estaba enojado, ahora está
soltando fuego.
—Empático significa ponerse en el lugar del otro. Y yo soy el profesor,
¡que no se les olvide! —remata con una actitud soberbia, analizándonos a
todos desde arriba—. ¿Quiere usted dar la clase en mi lugar?¡Adelante! —
Se gira y mira en mi dirección nuevamente.
—No quería decir eso...
Me sonrojo y pienso que posiblemente haya sobrepasado los límites, de
modo que decido tirar la toalla.
—Lo suponía. Le doy el mismo consejo que al señor Davis, señorita Vega.
Piense bien antes de hablar —termina la frase con firmeza y me dedica una
mirada triunfante.
«Aylin, 0; El profesor, 1», pienso.
El rostro me quema y no me cabe duda ya de que me estoy volviendo
loca. ¡Esto no es ningún juego, ni ninguna competición!
—¡Mierda! —susurro en voz baja cuando este me da la espalda y empieza
a proyectar una presentación con el nuevo contenido que estamos dando.
Miro alarmada a Adam, el cual está reprimiendo una sonrisa. Un silencio
sepulcral surge en la sala.
—¡Aylin, has estado genial! —intenta calmarme—. Eres la única de aquí
que no le teme al señor Woods.
Nos miramos con complicidad e intento demostrarle que estoy bien, pero
es una infame mentira. Por dentro... por dentro, tengo la sensación de que
el carácter del señor Woods y el mío son jodidamente parecidos. De hecho,
nos comportamos como si estuviéramos guerreando continuamente, como si
los dos fuéramos dos piedras jodidamente duras. Y no sé por qué, pero todo
esto me recuerda a aquella guerra infinita entre el mar y el rompeolas. Él y
yo seguimos chocando e intentamos domarnos mutuamente, pero sin éxito
alguno, por supuesto.
—Van a tener dos semanas para realizar este trabajo en parejas. —Su
rasposa voz corta mi metafórica reflexión y vuelvo en mí cuando proyecta
en una gran pantalla las instrucciones de una investigación que debemos
llevar a cabo—. Para la próxima semana deberán enviarme el trabajo a mi
correo. Y en la siguiente semana empezaremos con las presentaciones.
—Profesor, ¿podemos hacer el trabajo con quién queramos? —pregunta
una de mis compañeras.
Todos nos miramos los unos a los otros, intentando formar parejas de
investigación, aunque Adam y yo lo tengamos ya claro. Pienso rápido que
como Berta no está, podría trabajar con él, e incluso preguntarle al profe si
nos permitiría llevar a cabo la investigación entre los tres.
—¡No!
Su respuesta negativa estropea mis planes y noto perpleja que no me quita
la vista. ¿Qué mosca le ha picado ahora? ¿Será que ha notado que Adam y
yo íbamos a trabajar juntos, o es imaginación mía?
—Trabajarán con quién yo diga.
Y es su última palabra. Al final me toca hacer el proyecto con el chico
pelirrojo al que he defendido minutos atrás. Erik Davis me guiña el ojo
como señal de agradecimiento y de que probablemente le complace haberle
tocado la investigación conmigo. A Adam, en cambio, le ha toca con la
rubia del Botox, compañera nueva este curso y de la que me he enterado
que se llama Sharon. Hago una mueca graciosa y me encojo de hombros
cuando veo el rostro irritado de Adam, del cual sospecho que no está muy
conforme con la elección del profesor.
Diez minutos más tarde suena el timbre y todos nos damos prisa a la hora
de colocar las tareas sobre la mesa del profesor Woods y salir corriendo. No
le digo nada, ni él a mí, en cambio mientras que me encamino fuera del
aula, quedo inmersa en una conversación con Adam.
—Lyn, se te dan bastante bien los casos prácticos y hasta parece que has
hecho transacciones.
—¡En mi vida! —Me río.
—Me hace falta una mano con esto… —Adam agita unas hojas en el aire
y estamos a punto de salir, pero nos detenemos al instante cuando oímos su
voz.
—¡La espero a la misma hora en mi despacho, señorita Vega!
Me doy la vuelta con muchos nervios e intento lidiar con su demandante
tono una vez más, borrando la sonrisa que traigo en el rostro.
—Tenemos mucho trabajo —especifica.
—Por supuesto…
Abro la boca preguntándome si acaso él pensaba que faltaría a mi puesto.
Acto seguido, abandono la sala velozmente, casi tirando de Adam detrás de
mí.
—¡No sé cómo aguantas a este capullo!
Mi compañero sigue disgustado por lo ocurrido en la clase, y es normal.
—Es solo el profesor… —Agacho la cabeza y miro el suelo—. ¿Qué dices
de un café?
Le sonrío cuando este me guiña el ojo.
—¡Imposible decirte que no!
Miro para atrás y fijo la puerta del salón de clase con mi vista, mientras
siento aquellos trepidantes latidos en mi pecho. El día no ha terminado y sé
que en unas horas me debo enfrentar a él una vez más, pero esta vez cara a
cara, siendo nosotros mismos.
La realidad es que cerré un compromiso, y eso quiere decir que él y yo
debemos continuar con la investigación del libro, a pesar de todo. Jamás he
faltado a un compromiso y esta no será la primera vez.
***
Cuando llega la hora, me muevo deprisa hacia su despacho, en la última
planta. Saco mi móvil del bolso, a la vez que subo las interminables
escaleras, con el corazón en la garganta. Hoy ha sido un día muy pesado en
la universidad y estoy deseando que llegue la hora de tirarme a la cama. Mis
dedos se mueven nerviosos sobre las teclas.
Oye Bert, ¿sigues viva, o me tengo que preparar para el funeral? —
escribo frenética en mi móvil.
Berta no me ha escrito ni un mísero mensaje desde ayer por la mañana,
pero si le ha dado tiempo a subir un estado en el Instagram. Veo en la
pantalla que su story muestra una foto suya con cara de convaleciente. Está
tumbada en el sofá, cubierta con una manta y abrazada a su gata.
¡Todavía no! —responde de momento—. Bicho malo nunca muere.
Salen varios emoticonos de risa y corazones en pantalla. ¡Es tremenda esta
niña!
¿Cómo sigues?
Pues me has visto ya, ¡me doy asco!
Me río mientras alcanzo la última planta y jadeo, sumamente cansada.
¿Cuándo vuelves? —Tecleo otro mensaje.
¡Ni idea! A ver si te dignas en contarme con quién pasaste la noche el
sábado, todavía estoy esperando.
No contesto.
Tuviste suerte con que ya me había ido cuando llegaste a la resi —
continúa esta con los mensajes — ¿Lyn? ¿Hola?
¿Qué puñetas le digo? No puedo contarle que dormí con el profesor el
sábado por la noche. No sería normal y ya pensaría que pasó algo más, por
más que yo lo niegue. Para Bert sería impensable que hubiese dormido con
él en la cama y no haber hecho nada.
«Al igual que para la esposa de Woods», añade una voz en mi cabeza, no
sé con qué fin.
Es una larga historia, ya te contaré cuando vuelvas —intento desviar
su atención y espero que se conforme.
¡Que así sea! ¡Y quiero la verdad! —insiste esta.
Sí, Bert —contesto.
Abrazos de oso, santurrona. ¡Ah! Tienes la habitación para ti —
añade y me manda un emoticono con fuego.
Me hacen mucha gracia los mensajes de mi ragazza loca. Pensará que voy
a montar alguna fiesta en la habitación estos días, aunque, pensándolo bien,
algún día podría llamar a Rebe para ver una película.
Vuelvo a mirar la hora en el móvil y lo guardo en mi bolso cuando estoy a
un paso del despacho del profesor Woods. Me preparo para tocar, sin
embargo, no es necesario. La puerta está entreabierta. No me parece extraño
y, a continuación, solamente golpeo dos veces la madera y me cuelo dentro.
—Hola…
Él no está por ningún lado, de hecho, no lo veo sentado en su escritorio.
Por un momento, pienso que ha salido a alguna parte, pero no. Nada más
entrar en su oficina, aparece de no sé dónde y cierra la puerta con mucha
velocidad.
—¡Profesor! —Me sale un chillido gutural y me llevo la mano al pecho.
Cuando giro la cabeza y lo miro, observo que cierra la puerta con llave,
para que nadie pueda entrar. Quedo estupefacta. ¿Qué es todo esto? Se
abalanza sobre mí al minuto siguiente y me agarra los brazos, al mismo
tiempo que me sujeta contra el mueble repleto de libros que hay cerca de la
puerta, en un modo implacable. Noto las estanterías rozando mi espalda y
alzo mi inquisidora mirada a él, verdaderamente atónita. Tensa la mandíbula
cuando me inmoviliza con rudeza, de hecho, casi está aplastándome
contra el mueble.
—¿Le gusta mucho jugar con el fuego? —suelta de manera inesperada,
elevando su tono de voz. Su respiración veloz en mi rostro me estremece.
Abro los ojos por la sorpresa que me acabo de llevar, producto de su
reacción y me quedo completamente inmóvil. No me salen las palabras
porque no sé a qué se refiere. Bueno, más o menos sí sé, sin embargo, no
me esperaba que su reacción fuese tan violenta y pienso que lo ocurrido esta
mañana no ha sido para tanto. Juraría que ahora mismo, el profesor parece
poseído por el mismísimo diablo.
—¡No se vuelva a atrever a quitarme autoridad delante de los demás
estudiantes! —Sus palabras suenan demasiado acusadoras—. ¿Ha quedado
claro?
¡Estoy hasta las narices!
—¿Usted emplea la fuerza para todo, o qué? ¡No tiene ningún motivo
para comportarse como un bárbaro!
—Quiero que lo entienda. ¡Soy su profesor! —Me recuerda y afloja su
agarre, sujetando mis brazos de manera más cuidadosa.
—¡Lo sé!
Mi furia aumenta.
—¡Pues en la clase no parecía que lo supiera! —chilla.
—¡Porque Erik no se lo merecía! —chillo.
—Yo soy el que decide eso, siempre ha sido así, ¡y siempre lo será!
Me sacudo entre sus brazos de hierro cuando veo que sus ojos son tan
grandes, que parece que se les van a salir de las órbitas.
—¿Le da miedo reconocer que se ha equivocado, o qué? —voceo en su
cara como un animal salvaje.
No pienso ceder, confío mucho en mis principios.
—¡Le advierto, señorita Vega! —Aprieta sus dedos en mis hombros—.
¡No siga!
Por supuesto que sigo. Sigo con mi verdad.
—Sabe que tengo razón en todo lo que le he dicho en la clase.
—Nunca... en mi vida... ¡he conocido a una mujer tan testaruda!
Me mira desconcertado y habla de manera pausada, con respiración
entrecortada.
—¡Y yo nunca jamás he conocido a un hombre tan poco sincero!
—¡No sabe lo que dice! —Aprieta más su pecho contra el mío y sus
rasgos de acero hacen que tenga delante de mí a una estatúa de bronce, y no
a una persona de carne y huesos.
—¿Piensa negar que en realidad está enfadado conmigo y lo ha pagado
con su alumno?
—¡No tiene ni idea! —clama con fervor.
—¡Miente! —mascullo incrédula.
—¡Soy así! ¡Soy así de retorcido, señorita Vega!
Suena convencido y no parpadea siquiera. Por mi parte, solamente
mantengo mi respiración por la tensión generada entre los dos.
—¡Reconócelo! ¡Está enfadado conmigo por…! —insisto y muevo los
brazos frenética.
—¿Qué quiere? Qué reconozca que estaba enfadado, eso es lo que quiere,
¿eh?
—¡Sí!
Espero que sea sincero.
—¿Quiere que le diga que me ha enfadado verla cerca de ese chico, eso es
lo que quiere? —Su tono ha cambiado y el color negro, típico de sus ojos,
se ha vuelto más oscuro todavía.
—¡Quiero la verdad!
—¿Quiere que le diga que me he vuelto loco con nada más verle sonreír a
otro hombre? —Aprieta más mi brazo y sus ojos sueltan chispas—. ¿Y que
no soporto ver a nadie cerca de usted?
—Si se refiere a Adam, él solo…
—¿Quiere que le diga que me muero de ganas de que sea mía y que no
aguanto más?
Quedo totalmente impactada por sus palabras, aun cuando me está
confesando finalmente lo que tanto sospechaba. Es evidente que está
terriblemente celoso y de ahí aquella extraña actitud durante toda la clase.
Además, me parece que en estos momentos es terriblemente adorable. No
sé si lo que me está diciendo es parte de una declaración, pero sus palabras
tocan mi fibra más sensible y mi lado romántico sale a flote.
¡Carajo!
Un temblor me sacude por dentro y revoluciona todas y cada una de mis
jodidas células. Súbitamente, mi abdomen se contrae de manera
incontrolable y sus labios están tan cerca, tan cerca que podría…
—¿Quiere que me ponga de rodillas, eso es lo que quiere…?
¡Oh!
Suelto un suspiro al mismo tiempo que lo miro embobada. Empiezo a
tiritar por los nervios y el deseo que él provoca en mí y frunzo los labios
con delicadeza, mientras intento tranquilizar mis desenfrenados latidos.
Este hombre es demasiado irresistible.
¡Ilumíname, Dios!
Posiblemente Dios me quiera facilitar las cosas porque, sin previo aviso,
habla con voz cautivante.
—Esto es lo peor que podría hacerme, fruncir esos labios.
Me planta un beso sin ningún tipo de duda. Se lanza a mi boca con
decisión, como si fuese un animal, lanzándose a su presa. Y yo le respondo,
fiel prisionera del deseo culposo que me inunda al completo. Nuestros
labios se unen con una violencia descomunal, tanto que aquella intimidad
que tenemos hace que mi mente y mi cuerpo queden trastornados. Me tiene
atrapada y no puedo huir más de esto que siento por dentro.
«No puedo. No puedo más…», me lamento.
Empezamos a saborearnos mutuamente con deseo, desfachatez, lujuria,
pasión, y un sinfín de cosas más, mientras que nuestras manos se vuelven
impacientes. Nos seguimos besando de manera descontrolada, intentando
dominar nuestra cadenciosa respiración.
—Esto es su despacho, no podemos…
—Shhh, hoy no podrá escapar. —Su sensual voz eriza mi piel—. Haré
que todos esos miedos desaparezcan...
No le contesto, solo le planto otro beso, al cual me responde ansioso
mientras agarra mi trasero con las dos manos. Jadeo aturdida cuando hace
que rodee su esculpida cintura con las piernas y me levanta de golpe sobre
su pelvis. Me agarro a su cuello. Al colocar mis piernas alrededor de su
cintura, mi falda celeste se desliza hacia arriba y queda levantada en mis
caderas, de manera que mi trasero queda expuesto. Él me sujeta en su
cintura y aprieta sus dedos en mis nalgas.
—Necesito más. Tenías razón…
Me muerde los labios con mirada chispeante cuando escucha mi confesión
y se dispone a caminar conmigo anclada a su pelvis desde el mueble donde
me ha acorralado, hacia su escritorio. Sin mucha demora, deposita mi
trasero sobre aquella mesa, pero no antes de deshacerse de las cosas que
hay sobre la robusta mesa de un poderoso manotazo. El ruido de los objetos
cayéndose al suelo me provoca más excitación.
—¿Sabe cuántas veces me la he imaginado tendida sobre esta mesa?
Succiono vehemente su labio superior y él me invade con su inquieta
lengua, ansioso por recorrerlo todo con su desquiciante boca y manos. Solo
él sabe cómo besarme para despertar tantas cosas en mí, para hacerme
temblar de tal manera, como si el mismo huracán Katrina atravesara todo
mi ser.
Tras dejar mi cuerpo caer encima del escritorio, el profesor desliza su boca
a mi lóbulo y después a mi cuello. Sigue besando cada rincón de mi piel y
mientras, le empiezo a desabrochar la camisa, ávida por cumplir con
aquellos sueños que no me dan tregua desde el momento que lo conocí. Y
sé que sería capaz de llegar al éxtasis con solamente notar las caricias de su
sacudida respiración sobre mi piel. No necesitaría nada más.
—¿Satisfecho, señor? —pregunto con un gemido cuando él besa la
comisura de mis labios y, acto seguido, se instala entre mis piernas.
—Todavía no…
Sus jadeos en mis labios me electrocutan y siento que la piel de su pecho
quema mis manos.
—¡Quiero más! —sigue susurrando en mi oído—. ¿Usted no?
«Lo quiero todo», peca mi mente.
Se deshace de mi camiseta blanca poco escotada de un único movimiento,
obligándome a levantar los brazos. A continuación, quedo vestida nada más
que con mi sujetador blanco.
—Esto no entraba en mis planes. —Mis mejillas arden y el mismísimo
infierno se ha instaurado dentro de mí.
—¿El qué? —Su salerosa voz y su boca en mi cuello alcoholizan las pocas
neuronas que me quedan—. ¿Reconocer que lo desea tanto como yo, o
perder la virginidad encima de este escritorio?
Las dos jodidas cosas.
—Huele tan bien… —continúa este hablando cuando no le respondo y, a
continuación, atrae más mi cuerpo hacia él.
Ejerce presión con su abultado miembro contra mi entrepierna.
—¿Lo nota? ¿Nota lo que provoca en mí? —pregunta deprisa, mientras
nuestras lenguas se unen en una danza erótica y apasionada.
El sabor de su boca representa un golpe bajo a mi cordura y quedo
aniquilada. Mi mente queda completamente en blanco y solo necesito una
cosa. Sentirlo por dentro. Él lee mis pensamientos y mi ávida mirada y
desliza su lengua en mi cuello desde el lóbulo de mi oreja hasta donde mis
senos se juntan. Acto seguido, se lanza hambriento a mis pechos, liberando
mis pezones de las copas de sujetador, aun cuando no le da tiempo a
quitármelo. Gemimos al unísono.
Pero, de repente, se oye un golpe seco en la puerta.
—¡Diablos!
Despegamos nuestras cabezas. Él me mira con ojos brillosos y yo vuelvo a
la Tierra. La escena me resulta familiar, ¿de qué será?
Parece ser que últimamente tengo el cinturón rojo en sarcasmo. Soy
consciente de que días atrás, era yo la que estaba ahí fuera, tocando en la
puerta mientras el profesor se encontraba dentro de su despacho y hacía lo
mismo, pero con otra mujer. Una morena de cabello voluminoso.
Lo aparto de un golpe y agarro mi camiseta blanca, mientras él empieza a
abrochar los botones de su camisa. La excitación ha dado paso a una
horrible angustia.
—¿Quién?
—Stephanie —responde una voz desde fuera—. Brian, ¿puedes abrir? Es
urgente.
—¡Un momento, Steph! —gruñe sofocado y con cara larga, mientras se
arregla la ropa.
Mis labios parecen cosidos y quedo muda, con la cabeza dándome vueltas.
Recojo mi bolso a todo gas y espero a que le abra la puerta a la editora de
Harvard. Él me mira sereno y observo que ha vuelto a su actitud de
siempre, no le cuesta en absoluto fingir que está todo en orden. En cambio,
yo estoy que me quedaré tendida de un infarto de un momento a otro.
—¡Hola!
Este abre la puerta finalmente.
—¡Buenas!
Saludo educadamente y salgo del despacho, intentando
disimular. Debemos aparentar que acabamos de tener una reunión de
trabajo.
—Bueno, señorita Vega, vamos hablando por teléfono. Me mantiene usted
informado sobre la investigación. —Se despide de mí.
—Sí, por supuesto —murmuro—. Hasta luego.
—Hasta luego.
Me alejo deprisa, con las mejillas encendidas. Lo único que espero es que
Stephanie no se haya percatado de lo que realmente estaba ocurriendo en el
maldito despacho, ¡me moriría de la vergüenza, por Dios! Conforme me
alejo a zancadas por el pasillo, escucho la puerta cerrarse detrás.
«Soy gilipollas», pienso cuando estoy a punto de montarme en el ascensor.
Siempre he ido por las escaleras, ¡y hoy no será diferente!
Dicho y hecho. Salto a toda pastilla por los resbaladizos escalones,
llegando a la planta baja en un abrir y cerrar de ojos.
Confirmado queda. He estado a punto de perder mi virginidad con un
depredador sexual, un lobo disfrazado de profesor universitario serio y
decente. Un hombre con un prodigioso cerebro, el cual usa a su favor para
no darme tregua y tentarme hasta el cielo y más allá. Un individuo sin
escrúpulos, ni valor, el cual está dispuesto a alcanzar sus propósitos a
cualquier precio, y uno de ellos sería perder su trabajo en Harvard, porque
eso podría suceder si alguien se enterara de nuestra relación.
El señor Woods sería capaz de perder su tan preciado trabajo por mí.
Le daría igual perder su trabajo con tal de salirse con la suya.
¡Oh Dios Bendito! ¿Quién tomaría semejantes riesgos? Suspiro
amargamente.
CAPÍTULO 12
ALGO PARA RECORDAR
Mis acelerados pasos sobre el suelo de cemento suenan con ritmo. Sacudo
varias veces mi cabello y en este momento se me pasan millones de cosas
por la cabeza. Aprieto mi bolso y unas carpetas con apuntes entre mis
brazos.
Mi corazón late con desesperación y no comprendo cómo es posible tener
tantos sentimientos encontrados. Por un lado, estoy atormentada con lo que
acaba de suceder: Stephanie ha estado a punto de descubrirnos. Y, por el
otro lado, ¡me podría ir al carajo! Casi pierdo la virginidad nada menos que
en el sitio sobre el cual yo misma le decía a ese aquel individuo encelado
que es una institución académica y que es más que sagrado: ¡su despacho!
No sé porque narices me cuesta tanto ser fiel a mi palabra. Dije que no me
parecía bien el comportamiento promiscúo del profesor y que, además, no
compartía el hecho de que él consumiera alcohol en la universidad.
«¿Y qué hiciste, Aylin? ¡Las dos puñeteras cosas!», me reprocha mi
conciencia.
Me doy un golpe suave con una de las carpetas en la cabeza, sintiéndome
desamparada y la perfecta candidata para un manicomio.
Tiro mis llaves sobre la mesa de la entrada, una vez llego a la habitación y
escucho un sonido sonoro cuando el metal roza la madera. Lanzo el móvil a
la cama con furia y me quito los zapatos, soltando un suave quejido. Sin
embargo, la majestuosa canción de Juego de Tronos empieza con su
melodía imponente. Y queda de maravilla porque un temblor me entra por
todo el cuerpo cuando veo claramente quién me llama. Aquellas palabras en
la pantalla —Profesor Woods—, hacen que se me nuble la vista.
Ha pasado solamente media hora desde que he dejado el despacho. Rasco
mi frente nerviosa con la otra mano. Estoy tan nerviosa que, sin querer, a la
hora de rascarme dejo suaves rasguños en mi frente. Y de repente, mi
corazón se detiene.
«¿Y si quiere terminar lo que ha empezado?», me pregunto.
Decido no contestar y tiro rápidamente el móvil en la cama, tapándolo
con el cojín «volador». Bueno, en estos momentos más bien «no volador»,
porque Bert no está y no tengo a nadie a quién apuntar. Respiro aliviada
cuando a los pocos segundos, el sonido del jodido móvil se detiene.
Pero la calma no dura mucho. Oigo el tono de llamada por segunda vez.
Me encuentro a dos metros de la cama, el sitio donde yace el teléfono,
oculto bajo el cojín y en este momento sufro un bloqueo mental. Creo que
mi reacción es hasta peor que si viera un suspenso en mi examen, y eso que
jamás me ha ocurrido, pero lo puedo imaginar. Entonces, cojo deprisa la
almohada de la cama de Berta y también la presiono por encima del móvil,
todo fruto de mi ataque de pánico.
Pero nada resulta útil, ya que este sigue sonando.
¿Es que soy idiota? Puedo ponerlo en modo silencioso y me ahorro todo
este espectáculo barato que acabo de dar. Visto lo visto, se me ha ido
completa e irrecuperablemente la cabeza. Intento calmarme y desentierro el
móvil, cuya llamada entrante ha cesado. Mejor.
Me planteo en mi cabeza que mañana, después de las clases, le escribiré
un mensaje al profesor y le diré que tengo cosas que hacer y qué mejor me
envíe las tareas al correo, de modo que me libraré de él.
«¿Buen plan», pienso contenta, después de poner el móvil en silencio y
dirigirme a la cocina. En unos momentos me pongo con la tarea de
Contabilidad y presiento que estaré ocupada la tarde entera. Necesito
desesperadamente distraerme.
***
Al cabo de aproximadamente una hora de ver números y más números, me
digno en ducharme, pero antes de entrar en la ducha, compruebo las
llamadas entrantes. Chasqueo la boca asombrada cuando veo en la pantalla
diez llamadas perdidas de él, del señor Woods. ¿Es esto una broma? No, no
puede ser. Lo que veo en pantalla no es para nada normal. Ni terrenal. Ni
humano. Abro la básica ducha mientras sigo clavando con la vista la
pantalla. Parece que lo he dejado bastante nervioso y entonces, no puedo
evitar sonrojarme.
¿Qué debería hacer?
Se me pasa por la cabeza que mejor lo pienso en la ducha
tranquilamente. Espero que salga el flujo de agua caliente —no aguanto el
agua si no está ardiendo, todo lo contrario al café—. Me enjabono con mi
gel de ducha que huele a vainilla y coco y pienso que soy bastante
peculiar. A ver si me estoy obsesionando con el coco. Al igual que el profe
conmigo —o yo con él—. Y no sé por qué, pero vuelvo a pensar en él. El
problema no es que piense en él, sino que cada vez que lo hago, mi
abdomen bajo responde y siento latigazos.
Empiezo a tararear una canción para relajarme, pero en el momento en el
que cierro el grifo de la ducha, oigo el timbre de la puerta. ¿Quién podría
ser? Posiblemente sea Rebe, teniendo en cuenta de que esta mañana me ha
dicho que necesita que le preste un libro interesante que me he estado
leyendo.
Los golpes son insistentes, de modo que me empiezo a dar prisa. Me seco
con torpeza y alcanzo la bata blanca de baño, que está colgada al lado.
Envuelvo mi cuerpo en ella y me coloco la ropa interior rápidamente.
—¡Un momento! —grito.
Me arreglo el cabello mojado y abro despreocupada, pensando en una lista
interminable de películas que quiero proponerle a Rebe para esta tarde.
Pero... ¡sorpresa! Delante de mi puerta no hay rastro de mi amiga, en
cambio, el que aguarda sobrio y con una mano apoyada en el marco, es él.
El profesor.
¡Mierda!
Por puro instinto de supervivencia, cierro la puerta en toda su cara, el
portazo provocando un estruendo. Todo ha ocurrido en un visto y no visto.
Empiezo a temblar.
«¡Estoy en una jodida bata y sin nada por debajo!», mi cabeza va a mil por
hora.
Pero... ¿cerrarle la puerta? Entro en pánico tras mi inexplicable acto. Él
pensará que me falta un tornillo, aunque, a decir verdad, a él le falta más de
uno. Cojo aire y vuelvo a abrir esa maldita puerta, intentando aparentar
tranquila. Esbozo un intento de sonrisa, de manera que dejo entrever mi
dentadura, pero luego pienso que soy idiota con esa sonrisa falsa, y vuelvo a
mi cara normal mode.
Mientras estoy dando todo este show, el señor Woods me mira expectante
y con una ceja en alza. Sin sonreír, por supuesto. Aprieta más su mano en el
marco y cambia su peso de un pie al otro.
—¡Hola! —consigo hablar mientras pienso que encima estoy descalza.
—Hola.
Se pasa una mano por aquel varonil mentón. Mi mirada baja de su
puntiaguda barbilla y a sus fuertes manos, en las cuales sujeta un paquete,
algo envuelto en una bolsa de cartón. Y hablando de paquetes, mis ojos se
deslizan hasta su bragueta, pensando que también tiene un jodido paquete
bien duro ahí abajo.
«¡Oh! ¿Y por qué narices pienso en esto ahora mismo?», me reprocho en
silencio.
—¡Profesor! —exclamo con media voz y cruzo mis desnudas piernas—.
¿Qué…—tartamudeo— qué hace aquí?
—Venía a traerle su ropa.
Él señala la bolsa de color blanco con mucha serenidad.
—¿Mi ropa?
—Sí. La que mandé a la lavandería el sábado, ¿no se acuerda?
Observo el estupor en su rostro cuando pongo una mueca extraña,
intentando recordar de qué ropa habla. ¡Como si ahora mismo me importara
la ropa!
—Bueno, sí me acuerdo.
El murmullo de los estudiantes que viven en la residencia nos interrumpe
y no sé dónde meterme cuando un grupo de compañeros pasan por delante
de mi puerta y nos miran curiosos.
—¿Puedo entrar? —Carraspea y se inclina disimuladamente sobre mí—.
Ya sabe, así nos ahorramos los chismes.
—Yo es que...—digo titubeante—. Mi compañera de piso...
—Señorita Vega, su compañera no está.
La seguridad que desprenden sus palabras hace que lo mire perpleja.
Agrando los ojos cuando este empieza a abrirse camino hacia mi
habitación, sin pedir permiso y, de alguna manera, me obliga a quitarme de
la puerta. No me queda otra, por lo tanto, la cierro suavemente y mi
preocupación se triplica. En la puerta manejaba la situación más o menos,
pero con él dentro, estaré acabada.
—¿Y cómo lo sabe?
—¿El qué? —Alza sus hombros y barre mi habitación con la vista.
—¿Cómo sabía que Berta no estaría aquí?
Aprieto la bata a mi cuerpo.
—Tengo mis contactos.
Sigue examinando la habitación durante unos minutos. Después, deposita
la bolsa blanca de cartón en el sofá y se sienta lascivamente, sin haberle
invitado siquiera a hacerlo. Permanezco de pie delante de él y vuelvo a
cruzar mis piernas, rezando que no se me vea nada por debajo de la corta
bata. Es una bata a la que le tengo mucho cariño, pero la uso desde que
tenía doce años.
—¿Por qué no me ha contestado al teléfono? —Aclara su voz y mira mis
pies descalzos.
—¿Acaso estoy obligada a contestar?
No sé por qué me extraña tanto su pregunta. Era de esperar que iba a
querer saber por qué he pasado olímpicamente de sus diez llamadas. Sigo
siendo su asistente, cierto, pero al teléfono responderé solo si a mí me da la
gana.
—Necesitaba hablar con usted y saber cómo se encontraba.
Su mirada me provoca ternura y bajo la guardia.
—Bueno, estaba haciendo tareas y no he escuchado el móvil —hablo
incómoda y me apoyo en el filo de la mesa, la cual está a un paso.
—¿Me invita a un café?
—¿Qué café toma? —pregunto y me pongo de pie intento averiguar en mi
cabeza qué tipo de café tomará el Dios Griego.
—Negro.
Me tenía que haber dado cuenta. Asiento con la cabeza, mostrando una
leve sonrisa, al mismo tiempo que él se relame los labios. Camino hacia el
mueble de la cocina, el café negro es muy rápido de hacer, así que no tendré
problemas. A la vez que pienso esto, hago un esfuerzo sobrenatural de que
no me tiemblen las manos, víctima del análisis minucioso que me está
dedicando en este momento.
—¿Ha almorzado?
—Ehmmm… no.
Dejo que el agua hierva durante unos minutos y preparo las tazas,
mientras pienso que he estado tan ocupada estas últimas horas, que ni
siquiera me he acordado del almuerzo.
—Y dígame... —continúa con su entrevista y se levanta de repente—
¿cómo está?
Lo miro y entreabro los labios. Él mete las manos en los bolsillos y se
aproxima con pasos lentos.
—¿A qué se refiere?
Vierto el agua hirviendo en la taza.
—A que estábamos a punto de deshacernos de su virginidad y que nos han
interrumpido —dice tranquilo, mirándome con aquellos ojos negros de
pestañas infinitas.
Mi corazón casi se detiene en mi pecho y, sin querer, vierto demasiado
agua en la taza; algunas que otras gotas salpican en la mano que tengo
puesta al lado.
—¡Auchhh! —exclamo dolida y sacudo la taza, haciendo que el café
sobrepasara el borde. Acto seguido, se escucha el sonido estridente del
cazo, al colocarlo en la encimera.
—¿Se ha quemado?
Corre en mi dirección con pasos agigantados. Coloca su mano robusta en
mi cintura, de modo que atrapa en su otra mano mis dedos un tanto
quemados. Lo miro con cara de imbécil cuando se lleva mi mano a la boca.
A continuación, noto su cálido aliento sobre mi piel y persigo maravillada
su cabeza cuando, poco después, aquellos labios carnosos, bien perfilados,
empiezan a rozar mis dedos.
—Estoy bien —musito despacio, todavía encandilada por el tacto de sus
labios en mi piel. Como es obvio, se me eriza el vello en todo mi cuerpo y
mis pezones, los traidores, responden al instante.
—¿Le sigue doliendo?
Sopla con dedicación en mis dedos y no despega su profunda mirada de
mí. ¡Qué subidón!
—No… no me duele en absoluto. —Retiro mi mano con rapidez al notar
su fija mirada—. ¿Azúcar también?
—No.
—Aquí tiene su café, espero que le guste.
—Gracias. —Coge la taza que le ofrezco cuando yo me despego de él—.
Por cierto, mañana volaré a Washington, tengo un viaje de negocios. Estaré
fuera hasta el jueves.
—Entonces mañana no hay clases —afirmo.
—No, pero podrá trabajar desde la casa.
Le da un sorbo prolongado al humeante café.
—El café también se le da bien, aparte de calcular la rentabilidad de una
inversión.
¿Me está regalando el oído?
—Me alegro que le guste. —Me abrazo a mí misma, sin saber qué hacer
con las manos.
—El viernes tengo que ir a Miami, tengo una conferencia en la
Universidad, aparte de una reunión con un socio importante de la costa sur
—continúa tras otro sorbo—. ¿Le gustaría acompañarme?
—¿A Miami? —Ruedo mis ojos y pienso—. El viernes tengo clases.
—Sí. Debemos irnos por la mañana, por lo tanto, pediré permiso a los
demás profesores para que pueda faltar. No habrá problemas, ya que es por
trabajo.
«Por supuesto que es por trabajo. ¡Y yo soy Ariana Grande!», dice mi
mente, que se está espabilando últimamente.
—Pero... todavía no he aceptado —consigo decir, bloqueada.
—Bueno, yo cuento con que sí, vaya a aceptar.
—¿Y por qué no va con su esposa? —quiero saber.
Decido ser tan sincera como siempre lo soy, le pese a quién le pese. Por su
parte, da media vuelta y me fija con la vista, al mismo tiempo que coloca su
taza sobre la mesa. Después, roza su alianza con el índice.
—¿Quién es mi asistente?
—Yo, claramente. —Mi rostro se torna serio.
¿Qué pretende?
—Ahí tiene la respuesta —afirma—. A no ser que no quiera seguir
siéndolo.
—Pues, igual… no parece que lo sea.
Aprieto la boca. Necesito desviar su atención hasta hacer que se vaya de
aquí.
—¿Por qué?
—No me está enviando muchas tareas, señor.
—Es extraño, jamás me han pedido más tareas de las que mando.
—Creo que la editora le dijo que teníamos de plazo hasta enero —prosigo
—. No nos va a dar tiempo.
—Nos dará tiempo, lo tengo todo calculado. Estamos esperando que nos
envíen las encuestas cumplimentadas y después pondremos en marcha el
análisis, como acordamos —explica con el mismo movimiento de manos
elegante—. Ahora bien, esta semana mientras que no esté, quiero que se
vaya leyendo unos estudios y un libro para ir recabando información. Se lo
mandaré todo a su correo ahora después. ¿Podrá hacerlo?
—Sí, por supuesto. Y una cosa. —Levanto el dedo y hago una pausa—. Si
acepto, ¿iremos a Miami solos?
Es inevitable no pensar que, en Miami, el profesor volverá a intentar
seducirme y sé que me será imposible resistirme. Él hace como que sonríe
porque veo las comisuras de sus labios moviéndose con suavidad. Después,
vuelve a meter sus manos en los bolsillos.
—A no ser que usted se quiera traer a su mascota Don, pues sí, señorita...
iremos solos. ¿Algún inconveniente?
—Se ha acordado de mi perro. —Me relajo con su afirmación y miro el
suelo, divertida.
Jamás pensé que se acordaría de mi bebé.
—Tengo buena memoria —agrega—. Por cierto, ¿dónde duerme usted?
Alza la vista en dirección a las dos camas que hay en la habitación. Rodea
el sofá y se acerca con demasiada curiosidad. Yo le sigo.
—En la que hay al lado de la ventana —respondo amable y bastante
distraída, pensando en su propuesta.
—Bonita cama.
—Sí… —Me río—. Y esta es de Bert, ya sabe mi compa…
Me detengo y casi se me corta el aliento. ¿Por qué puñetas quiere saberlo?
Empiezo a sentir de nuevo convulsiones por todo el cuerpo. Por un
momento se me ha olvidado que estamos en mi habitación, donde hay
camas —¡encima dos! —y un puñetero sofá. Es más, también llevo una
bata minúscula.
¡Joder!
Lo miro con atención, suspicaz. El profesor Woods arquea una ceja, mira
la cama, me mira a mí y acerca su rostro a mi oído. Me quedo quieta y oigo
la manera en la que inspira profundamente. Siento su respiración en la parte
alta de mi cuello y oreja.
—Pues… quiero probar algo con usted en su cama. Algo que recordará
cada noche que se acostará aquí.
¡Virgen Santa!
Doy un paso para atrás cuando me doy cuenta de que me ha atraído en su
trampa de nuevo.
—¡Profesor! Yo...
No me da tiempo a alejarme. Sin mucho preámbulo, me rodea la cintura y
me levanta en peso, mientras que la bata blanca deja al descubierto mis
piernas. Conforme me sujeta en sus brazos, acerca de nuevo su nariz a mi
cuello y cabello húmedo.
—¿Le he dicho alguna vez que su aroma me vuelve loco?
—La ropa era una excusa, ¿verdad?
—Y si lo sabe, ¿por qué me lo pregunta?
—No volverá a ocurrir lo de esta mañana —hablo con torpeza—. No es
ético hacer eso en su despacho.
—Pero aquí sí… —Recorre mi cuerpo con su mirada insinuante, sin
dejarme en el suelo—. Se ve irresistible recién salida de la ducha, ¿lo sabía?
—. Me halaga.
¿Por qué su voz suena siempre tan puñeteramente sensual? Aprieto más
mis brazos alrededor de su cuello, a la vez que pienso que esto no puede
estar pasando y que él no se atrevería a nada. Pero eso en la teoría, porque
en la práctica… se inclina sobre mi cama de una plaza con suma agilidad.
—¿Qué va a hacer? —pregunto cuando siento el colchón rozar mi
espalda.
Quedo sujeta en mis antebrazos y a la vez absorta por su mirada y
movimientos, aun cuando sé que debería largarlo de mi habitación. Pero la
curiosidad me mata.
—¿Quiere que se lo diga?
Observo que se quita la chaqueta oscura de traje y no puedo evitar sentir
mis terminaciones nerviosas despiertas, principalmente las de mis partes
bajas. Lo miro con atención.
—Sí…
¿Es esto una invitación? Ya no importa. Lo único que importa ahora
mismo es su imagen sobre mí y lo que me hace sentir.
«Como usted desee, pero la vería más feliz si pensara menos y sintiera
más», evoco sus propias palabras en mi mente.
Coloca una rodilla encima de la cama y se inclina sobre mí en un abrir y
cerrar de ojos. Se deshace de mi bata con movimientos delicados, sin
quitarme la vista en ningún momento, de hecho, se mueve tan sosegado,
que se parece a un felino. Al instante, deja al descubierto mis grandes
senos, ya excitados, al igual que todo mi cuerpo.
—Entonces quiere saberlo… —ronronea encendido, su voz lo delata—, y
como quiere saberlo, se lo diré.
Roza mi pecho con su mano y me invita a tumbarme sobre la cama
mientras acomoda la almohada debajo de mi cabeza. Después, desliza la
yema de sus dedos sobre mi pálida piel, proporcionándome caricias. Yo solo
le miro expectante y confieso que el pensamiento de que estoy casi en
cueros delante de él ahora mismo me provoca excitación. Lo único que me
queda decente es mi ropa interior, pero esta tampoco permanece ahí por
mucho tiempo.
—Primero voy a deshacerme de estas bragas. De hecho, hay que ir a
comprar lencería, señorita. Esto estropea su figura, necesita algo más sexy y
estilizado.
—¿De qué habla?
—De la lencería.
Arrugo las cejas. ¿Desde cuándo este hombre es experto en lencería? Si
fuese Bert, lo entendería.
—¿Quiere que le siga contando? —inquiere.
No digo ni «mú», solamente parpadeo deprisa y me humecto los labios,
absorbiendo cada palabra y gesto suyo. Siento un hormigueo cuando se
deshace también de mi ropa interior con sus hábiles dedos, y sin pedirme
permiso.
Observo que me mira fascinado y me estremezco. ¿Cómo es posible que
la simple imagen de unas bragas rojas deslizándose por unas piernas le
provoque tanto deseo? Lo percibo en sus ojos y también en aquel bulto que
está tomando forma en su pantalón.
—Después, besaré cada milímetro de su cuerpo. Empezaré con sus
senos… —Se agacha y acaricia mis pechos con una mano.
Con el solo tacto me estremezco.
—Y seguiré bajando hasta... aquí —añade, mientras deja caer su dedo
sobre mi pubis—. Y aunque me muera de ganas de follarla, tendré
paciencia y primero la penetraré con la lengua.
Aquel dedo corazón que ya conozco empieza a ejercer presión sobre mis
empapados pliegues, mientras yo miro para abajo ruborizada y con el
corazón en las laringes.
—¿No… —titubeo— no quiere hacerlo ya?
—No sea impaciente.
¿Qué? Se suponía que tenía muchas ganas de acabar con mi virginidad, ¿o
soy yo las que no puede esperar más?
—Todo en su momento —añade mientras me ejercita con aquel dedo tan
atrevido, dedo que resbala en mi periné y hace que sienta pequeñas
punzadas en mis partes bajas.
El placer es insuperable cuando acelera el movimiento de su mano y
escucho un suave jadeo por su parte.
—¿Le gusta?
—¡Ohhh! —gimo desquiciada y arqueo mi torso sobre la cama cuando él
introduce bruscamente uno de sus gruesos dedos en mi interior.
¡Oh, mierda! Aprieto los muslos.
—Está usted muy estrecha, es normal que sienta cierta molestia, ¿le está
gustando la clase de hoy?
—No puedo determinar, profesor… —hablo atrevida y suspiro, presa de la
tremenda locura que desatan sus caricias en mis músculos.
—No me gustan las ambigüedades. —Me mira inquieto y deja su peso
caer sobre mí.
—Debo ver el resultado final y después ya le pondré una nota.
—Me gusta este jueguecito, pero… se le olvida una cosa.
—¿Qué? —Lo miro maravillada cuando se muerde los labios sutilmente y
quedo verdaderamente embriagada por su olor.
—Yo soy el único que pone las notas aquí, ¿entendido? —Su boca se
apodera de la mía y retuerce su dedo en mi interior violentamente.
Mi corazón está late desbocado y las gotas de sudor ruedan en mi piel,
fruto de la sobredosis de adrenalina que este apasionado hombre me está
inyectando.
—¿Quiere que siga contándole qué más le voy a hacer?
—No... no quiero —afirmo cuando él succiona mis labios y yo intento
controlar mis sentidos. Definitivamente, me tiene cautivada y sé que no
hay marcha atrás.
—Me lo imaginaba —contesta con voz grave y desliza su ansiosa lengua
sobre la línea de mi cuello.
Doy un brinco cuando atrapa uno de mis pechos con su boca y acelera el
movimiento de su dedo corazón en mi interior, con frenesí. Suelto otro
gemido más por la locura que me está poseyendo con cada minuto que pasa.
La tensión aumenta.
—Quiero saborear cada parte de usted, señorita Vega —continúa este y no
deja de besar, lamer y succionar demasiado ávido—. ¿Le gusta?
Jadeo con desespero y quedo muda. Lo necesito ya, necesito todo de él.
Pero a él no le hacen falta mis palabras, mi cuerpo habla por mí. Dirige su
mirada para arriba y analiza complacido mi encendido rostro. Yo le
devuelvo la mirada atormentada y, no sé por qué, me sale fruncir los labios,
con impaciencia. Entonces, él lleva su mano a mi boca y me los acaricia
suavemente.
—Le aconsejo que no siga frunciendo esos labios. Me estoy controlando y
no me gustaría que experimentara hoy lo que significa «no ser un
caballero».
¡Por Dios! Mi sangre recorre mi cuerpo velozmente. Sigo sin poder decir
nada y únicamente miro el techo y disfruto de su juguetona boca. Siento
cómo sus labios descienden de mis pechos a mis costillas y abdomen con
besos suaves. El diestro movimiento de su lengua sobre mi abdomen hace
que me mueva inquieta, prisionera de una mezcla de cosquillas y placer
puro y duro.
—Se está moviendo demasiado... —dice este con voz cambiada cuando
alcanza mi pubis y empieza a besar la sensible piel de mi ingle.
Su boca en mi entrepierna y el juego de su húmeda lengua sobre mi piel
me provoca demasiada excitación, pero también cosquillas, así que
continúo moviéndome sobre el colchón.
—Me parece que tendré que castigarla.
Súbitamente me abre las piernas con mucha fuerza y me las inmoviliza.
Suspiro avergonzada y, aunque parece que estoy flotando en otra galaxia,
también estoy sumamente sonrojada, sin dar crédito a todo lo que está
ocurriendo en este instante. El profesor está literalmente entre mis piernas,
dispuesto a todo.
¡Carajo!
A todo y a más.
Suelto un quejido gutural cuando siento la punta de su gruesa lengua
moviéndose en mi clítoris, primero con suavidad, y después con mucho
anhelo e impaciencia.
—Me encanta su sabor —habla con voz excitada y aumenta la fuerza de
sus succiones, mientras ejerce presión con la yema de sus dedos—. ¿Desea
que pare?
Está jugando con mi mente. Sabe perfectamente que no deseo que pare,
pero ama jugar con mi mente y con mi cuerpo. De hecho, es el mejor
jugador que he conocido en mi vida, el más astuto y el más letal.
—No me ha contestado...
Continúo fijando el techo con mi mirada desconcertada y con el corazón
latiendo tumultuosamente en mi tórax. De momento, miro para abajo, en su
dirección, sintiendo mis mejillas arder. Me ha embrujado al completo y ya
no queda nada de Aylin.
—No quiero que pare.
—Tampoco pensaba hacerlo —murmura de vuelta con picardía.
Su aliento en mis muslos me produce escalofríos. Yo veo las estrellas, y
él, en cambio, sigue deslizando su lengua sobre mi sexo, como un
verdadero maestro. Incluso noto cómo la introduce en mi interior, tal y
como me ha dicho.
—¡Ahhh! —gimo.
—Así, bella. Quiero escucharte…
Aprieto mis dedos en la sábana, totalmente descompuesta. El movimiento
de su lengua en mi vagina me tiene sencillamente fascinada y estoy a punto
de desplomarme. Su descarada lengua no me da tregua, todo lo contrario.
Sus manos separan más mis piernas y este avanza con más fuerza todavía
en mi interior, a la vez que masajea mis senos con movimientos bruscos y
precisos.
Ahogo unos gritos y empiezo a convulsionar vigorosamente cuando me
invade de nuevo con su dedo corazón y empieza a moverlo vehemente,
dibujando círculos dentro de mí. Al mismo tiempo, su lengua juega con
aquel punto sensible que hace sentir mi cabeza dando vueltas, lamiendo y
succionando sin cesar. En el fondo, debo reconocer que el profesor se está
esmerando bastante y escucho también unos escupitajos. No puedo mentir,
normalmente me parecería asqueroso, pero no en este momento. A
continuación, mi lubricación aumenta y mis sentidos estallan. Sin más.
—¡Maldita sea!
No puedo ahogar más mis agudos gemidos y me retuerzo sobre la cama,
aun esclavizada por sus persuasivas manos y boca. Grito a todo pulmón
cuando noto la descarga brutal invadiendo mi vientre, al alcanzar el clímax.
¡Virgen Santa! Respiro sacudidamente, intentando calmarme. Ha sido
maravillosamente maravilloso. Insuperable.
Nuestras miradas se cruzan al instante y no puedo no admirarlo. Sus
mejillas están encendidas y sus ojos centellantes. Parece complacido solo
que… aunque esté rotundamente convencida de que el profesor ha quedado
satisfecho con su triunfo sobre mí, no sonríe. Solamente acaricia mi
devastado pubis y después se acerca a mi cara, apoyándose en un codo.
—Se lo debía, señorita Vega —comenta y mete el dedo con el cual ha
jugado conmigo en su boca y lo succiona intensamente. ¡Todo a cámara
lenta!
Lo miro embobada.
—En la cena con mis socios la deje con todas las ganas.
Me emociono. ¡Este hombre es terrible!
—¡Aylin!
Escuchamos una voz repentina desde fuera. La voz de mi amiga Rebecca,
la cual iba a venir a recoger el libro. ¡Oh, carajo! Le tapo la boca al
profesor, el cual sigue sobre mí. Lo miro horrorizada.
—¿Rebe?
—Sí, soy yo —responde esta desde fuera y toca impaciente en la puerta.
Nos ponemos los dos de pie con la velocidad de un relámpago y nos
miramos muy alarmados, sin saber qué narices hacer. Al mismo tiempo, yo
me llevo un dedo a la boca, con ojos agrandados y gesticulo un «shhh».
¡Joder!
Entonces le señalo acelerada el armario empotrado que se encuentra en la
pared, a nuestra izquierda, mientras él me señala el baño. Sin embargo,
niego con la cabeza y le hago una seña con el dedo de que no. Rebe tiene la
mala costumbre de usar el servicio, ya que el suyo casi siempre está roto.
Cuando no es el grifo, es la ducha, y cuando no, el váter.
—¡Aquí! —susurro apurada.
Él no lo comprende muy bien, sin embargo, al final se mete entre la ropa
del armario deprisa, tras agarrar su chaqueta y renegar mediante gestos. Le
empujo dentro y luego cierro las puertas del armario nerviosa, justo cuando
oigo otro intenso golpe en la puerta.
—¡Aylin! ¿Qué coño haces? —Rebe grita desesperada desde fuera.
—¡Estoy en la ducha, espera!
Echo un vistazo en dirección al armario y rezo a todos los dioses que el
profesor no se asfixie dentro, a la vez que ahogo una risa.
¿Quién lo diría? El gran, imponente, respetable, guapo e inteligente
profesor Woods encerrado en un armario. Nadie se lo creería. Pienso
divertida, pero también con cierta malicia en que él lo ha querido. Ha sido
su idea visitarme y lo único que espero es que no sufra de claustrofobia.
—Dime, Rebe. —Agarro el pomo de la puerta y estrecho la bata de baño a
mi pecho.
—Lyn, joder tía, ¿por qué has tardado tanto? —pregunta en un suspiro y
pone una mueca mientras me analiza—. ¿Y por qué tienes el pelo tan
revuelto?
Me arreglo el cabello disimuladamente.
—Entra.
—Oye, hoy me voy a duchar también si no te importa. El instalador que
vino para arreglar el váter, no sé lo que hizo, pero no sale agua caliente
desde entonces. Muy torpe el chico, la verdad.
—OK, dúchate si quieres —contesto amable y estoy rezando de que esta
se vaya directa al baño y no nos descubra—. Mientras, voy a buscarte el
libro —añado.
—Nena, ¿y qué tal con el profe?
—¿Qué profe?
Rebe se apoya con una mano en el marco de la puerta, mientras se quita la
goma de pelo, preparada para ducharse.
—¡Aquel profe cañón! —grita a pleno pulmón—. ¡El profesor Woods!
Según la italiana, ¡te tiene loquita!
¡Mierda! ¿En qué puñetero momento se te ha ocurrido venir, Rebecca?
—No te creas —siseo agitada y echo un vistazo en dirección al armario—.
¡Anda, dúchate!
—¿Pero te gusta, o no?
¡Doble mierda!
—Nahhh… —balbuceo—. No es para tanto.
—¡Mentirosa!
Meto a empujones a Rebe en el baño y le cierro la puerta antes de que lo
empeore. Me llevo una mano a la frente sin saber qué hacer, él lo ha
escuchado todo. Cuando oigo el sonido del agua de la ducha cayendo, salgo
corriendo hacia el armario y abro las puertas, conteniendo el aliento.
Noto su cara, su cabello está hermosamente despeinado. El profesor junta
los labios, suspicaz, e incluso me atrevería a afirmar que me mira con cara
divertida, mientras que sobre su cabeza reposa el sujetador de color rosa
chicle de Berta.
Suelto una ruidosa carcajada, pero me tapo la boca deprisa para frenarme.
—¿Esto es suyo? —pregunta este burlón y, acto seguido, aparta el
sujetador de su cabeza.
Agarro su brazo y empiezo a tirar de él hacia fuera.
—No —comento con mejillas sonrojadas y extremadamente divertida—.
Pues que sepa que acaba de perder credibilidad, señor Woods.
—Bueno, ¿esto podría quedar aquí, por favor? —murmura en un tono
suplicante fingido.
—Según como se comporte —susurro de vuelta y me llevo la mano a la
boca, sin dejar de sonreír.
—Entonces piensa que no soy para tanto, ¿verdad?
Posa su mano en mi cadera y me examina sin pestañear. Menos mal que
Rebe se sigue duchando y no puede oír nuestra conversación. Se escucha el
agua desde el baño y lo extraño es que empieza a cantar en la ducha como
si estuviera en la opera. No sabía que Rebe tenía voz de soprano.
Suelto una carcajada sin querer y miro al profesor, así evitando responder
a su pregunta. Este nada más que frunce el entrecejo, testigo del concierto
en directo que estamos presenciando y mira para abajo, bastante
descolocado. Sé que a él también le ha hecho gracia, aunque se quiera
mantener serio. Todavía no comprendo el porqué de su cabezonería de no
sonreír nunca.
—¡Por aquí! —Tiro de su antebrazo.
Corremos los dos hacia la puerta deprisa, la cual abro deseando de que se
fuera y así ahorrarme las explicaciones. Solo que, justo antes de agarrar el
pomo, este rodea mi cintura y me roba un apasionado beso, un beso que no
esperaba.
—Estaré desando que llegue el viernes… —masculla con mucha seriedad
mientras yo aprieto sus hombros—. Prepárese, no va a poder sentarse en un
tiempo.
—¿Una advertencia o una promesa?
Le sonrío emocionada. Una irremediable conexión se ha instaurado entre
nosotros. Lo sé. Lo percibo.
—Las dos.
No continua y únicamente se despega de mí y sale por la puerta. Así, tan
normal. Quedo de piedra y casi me da otro jodido orgasmo, ¡a puntito
estoy! Doy unos pasos hacia fuera y lo persigo con mi mirada
conmocionada mientras este se aleja hacia la salida.
Cierro y apoyo mi espalda sobre la puerta, demasiado emocionada y con
miles de mariposas por dentro. Me estoy derritiendo. Sonrío feliz y miro el
techo, a la vez que suelto un grito de éxtasis por dentro.
¡No me lo puedo creer!
CAPÍTULO 13
UNA PAREJA DEMENCIAL
Hoy es miércoles y acabo de llegar a la residencia, con un hambre del
copón. Estoy calentándome el almuerzo deprisa y corriendo, un táper con
arroz al curry que descongelé anoche. Pongo el microondas en
funcionamiento durante dos minutos y me siento en la silla, dejando la
mirada perdida en un punto. Mientras, sus palabras retumban en mi cabeza,
como un perfecto eco: «Prepárese para el viernes».
Me llevo la mano a la cabeza y es como si de repente, la fiebre se
estuviera apoderando de mí. Faltan dos días y ya me estoy poniendo
histérica. Ayer el día fue tremendamente aburrido y reconozco molesta que
lo eché de menos. Tanto ayer como hoy, me lo he estado imaginando entrar
en la clase, caminando con sus típicos pasos firmes y sujetando aquel vaso
de café en su mano.
Evoco en mi cabeza su actitud altanera y formal, pero solo él y yo
sabemos que es una fachada, en cierto modo. Únicamente nosotros
dos sabemos que nos parecemos a un helado que se está derritiendo cuando
estamos uno cerca del otro. Solamente él y yo sabemos lo que es perder el
aliento durante unos segundos, mientras que, por dentro, todo tu cuerpo
tiembla. Es nuestro gran secreto.
¿Me estoy haciendo ilusiones?
Sí.
¿Debería no hacerme ilusiones?
También.
¿Soy una imbécil nivel dios?
Un rotundo SÍ.
Lo que ocurrió el lunes sigue dando vueltas en mi cabeza y me cuesta
reconocer que él sea el dueño de mi mente gran parte del tiempo. Me siento
bastante confundida y sé con seguridad que nunca jamás he sentido esto.
Las palpitaciones que noto cada vez que él me viene a la mente son lo más
lejos de ser normales. Aunque intente distraerme con cualquier cosa, no
dejo de hacerme ilusiones y expectativas sobre lo que ocurrirá el viernes. Y
si asemejara a un crimen todos los pensamientos impuros que se me pasan
por la cabeza cada vez que pienso en él, me habrían sentenciado ya a
cadena perpetua. Tan fuerte es esta atracción que siento y la cual no sé
cómo manejar.
No paro de culparme por dentro y repetirme que, en el fondo, estoy siendo
una necia. Y eso porque estoy cayendo en sus sucesivas y descabelladas
trampas, al ser víctima de sus juegos y sus intenciones. En realidad, yo sola
me dejo caer.
¿Debería arrepentirme?
Sin previo aviso, mi móvil empieza a pitar. Lo agradezco mucho, así dejo
de reflexionar sobre todas las bobadas en las que estoy pensando y me
centro en una conversación que acaban de iniciar mis amigos. Están
escribiendo en nuestro grupo de chat, del que formamos parte Berta, Rebe,
Mary Anne, Rick, y yo. Recientemente, Berta ha agregado también a Bram
y Adam, al igual que a Pamela, nuestros nuevos amigos. Están hablando
todos sobre una fiesta improvisada que se celebrará esta noche, en la casa
del nuevo ligue de Bert.
Oye, confirmadlo ya —quiere saber Bram.
Parece que es su cumpleaños.
¿Y por qué no lo celebras en el fin de semana ? —pregunta Adam.
¡No podría perdérmelo! Llego precisamente esta tarde, así que ahí
estaré —comenta Bert divertida y envía al chat un emoticono lleno de
amor.
¿Sobre qué hora? —dice Pamela
¡Yo me adapto! —escribe Rebe deprisa.
Ni Mary Anne, ni Rick, ni yo hemos respondido a los mensajes, aunque
presiento que al final tendré que acudir a dicha fiesta, ya que la italiana no
me dará tregua hasta que ceda. Si yo soy terca, ella me supera con creces.
Sigo subrayando en un libro de Gestión financiera con mis rotuladores
fluorescente, mientras leo la respuesta de Bram.
Os espero entonces sobre las 20:30, ¿cómo lo veis?
Todos coincidimos en que nos parece bien y este «nos guiña el ojo»
mediante otro emoticono. Según lo que me está escribiendo Berta por
privado, su cumpleaños en realidad es el viernes, pero está adelantando la
celebración porque estará fuera de la ciudad. Su padre, el senador, deberá
viajar, de modo que Bram lo acompañará.
Quedan sobre cuatro horas hasta la hora acordada y pienso de momento
que me dará tiempo a seguir leyendo el material que me mandó el profesor
para la investigación del libro y estudiar para el examen de Marketing de la
próxima semana.
***
—¡Hola baby! —exclama Bert con su tan popular locura cuando ingresa
en nuestra habitación de la residencia.
Me alegro mucho verla, la verdad es que me ha faltado bastante su
presencia estos tres días. Llevo ya más de dos horas leyendo y haciendo
tareas, aparte de realizar la parte del trabajo de investigación que me envió
el señor Woods, procurando tenerlo todo listo para su vuelta.
—¡Bert, ven aquí! —Nos abrazamos cálidamente—. ¿Cómo te
encuentras?
—Pues imagínate, con la «resaca» de una gripe de cojones.
Veo que suelta una enorme mochila sobre el pequeño sofá.
—¡Joder! —contesto mientras me levanto de nuestra única mesa de
estudio, muy dispuesta a hacerle un capuchino. Le encantan los capuchinos
y deseo mimarla y darle la bienvenida que se merece.
—Tres días en la cama, espero que no me haya perdido mucho.
—Pues la verdad es que no.
—¿Qué tareas han mandado? —pregunta y se rasca la frente.
—En la agenda lo tengo todo apuntado, ya te diré y te ayudaré para
ponerte al día.
—¿Y en Finanzas? —inquiere preocupada—. Ya sabes lo poco flexible
que es Woods, es capaz de suspenderme.
—Tranquila, esta semana vino nada más que el lunes, no mandó mucha
tarea. Está en Washington.
—¡Menos mal! —Hace una mueca y después le da un trago ansioso a su
taza.
—Bert, sabes...
Estoy decidida a confesarle a mi amiga que acompañaré al profesor a
Miami en el fin de semana.
—¡Joder! —exclama esta deprisa y pasa de mí completamente—. ¿Has
visto qué hora es? Debemos prepararnos para la fiesta, se nos echa el
tiempo encima.
A continuación, empieza a tirar de mí con mucha prisa y hace que me
levante de la silla.
—¿Y si esta noche te pones el vestido que llevaste el año pasado en
Nochevieja?
—¿El turquesa? —Alzo una ceja, no es precisamente uno de mis
preferidos.
—¡Sí, ese!
—Pues no sé... —Me rasco la cabeza, ni siquiera tengo ganas de ir a
aquella fiesta, pero esto no lo digo en voz alta.
—¡Venga, vamos ragazza!
—¿Y estas prisas? —Me río cuando veo lo agitada que está y el ánimo
que invierte en nuestra sesión de belleza—. ¡No me digas que tienes unas
ganas locas de ver a tu Bram!
—Bueno…
Sus ojos brillan, a pesar de que muestre una actitud extraña, no veo
exactamente la misma ilusión que estos días atrás.
—Te estás enamorando, ¿verdad? —pregunto sin pensar cuando noto su
amplia sonrisa. Al parecer, Berta también está feliz, al igual que yo. Y
posiblemente enamorada.
—¿Enamorando? ¡Noooo! —Me corta en seco y me mira como si me
hubiese escapado de un loquero—. Es muy bueno en la cama, ¡no te voy a
mentir! Pero solo eso.
—¿Seguro?
—¡Por supuesto! —responde ante mi sospechosa mirada—. A los
hombres no hay que darle más importancia de la que se merecen.
Berta y sus teorías.
—Si tú lo dices…
Le sonrío simpática y, al instante, me arrepiento de haber insinuado que
sentiría algo más por Bram. Como si no la conociera.
—¡Voy a la ducha ya! —Me grita, una vez dentro del baño—. Queda
menos de una hora y ¡nos tenemos que ver divinas!
Enciendo la plancha, pero me es imposible no pensar que su emocionada
voz indica que no es del todo cierto que Bram le sea indiferente y que lo
utilice solamente para satisfacer sus deseos más primitivos.
Ella sabrá.
***
Faltan solamente diez minutos para las ocho y media y acabamos de coger
un taxi en Callum Street, el cual nos lleva hasta un barrio residencial de
Boston, no muy lejos de Harvard. Mi vestido turquesa pegado y el rosa palo
de Berta hace vernos bastante arregladas esta noche y se me ocurre que esto
de ir a una fiesta un miércoles es una locura. A penas me queda tiempo para
estudiar y eso no me lo puedo permitir.
Cuando miro de reojo el vestido que lleva mi amiga, recuerdo el bonito
sujetador rosa chicle que reposaba sobre la cabeza del profesor aquel día
que se quedó encerrado en nuestro armario. Entonces, me sale una
carcajada repentina, hecho que hace que Bert me mire perpleja.
—¿Qué te pasa?
—Nada, acabo de recordar algo gracioso.
Ella frunce el ceño mientras yo miro por la ventanilla del taxi.
Llegamos en veinte minutos aproximadamente a la ubicación que Bram
nos ha enviado por el grupo, y la cual parece que es su casa. Analizo el sitio
totalmente equipado con cámaras y se me ocurre que, en realidad, de casa
no tiene nada. Nos encontramos delante de una imponente mansión en un
barrio residencial de Boston, sumamente cerca de la zona exclusiva de
áticos donde vive el señor Woods. Todo queda muy bien iluminado y una
melodía romántica y embriagadora se oye desde el jardín, que es el sitio en
el cual se celebrará el cumpleaños.
Empezamos a caminar en dirección a las grandes puertas metálicas y me
paso los dedos por los brazos, agradeciendo que también me haya traído
una chaqueta porque la temperatura está empezando a bajar de manera
considerable. Una vez dentro, nos abrimos paso entre los invitados y me
estoy dando cuenta de que la fiesta en realidad está superando mis
expectativas. Hay un equipo de cáterin paseándose entre la multitud y los
aperitivos de alta cocina se ven sabrosos.
—Lyn, ¿has visto esto? —Tanto Bert, como yo nos fijamos atentamente
en cada detalle de la fiesta.
—Sí…
—¿Seguro que voy bien? —Empieza a alarmarse y se vuelve a analizar.
—Por supuesto que sí. —Le sonrío y aprieto su brazo—. A tu Bram se le
caerán las babas.
Hay personas de todas las edades en el recinto, todos extremadamente
elegantes, a pesar de que no sea una gran fiesta y se celebre en medio de la
semana. Tampoco esperaba que los invitados fueran a la fiesta en zapatillas
de deporte o que nos servirían patatas fritas, a decir verdad. En cambio, es
más bien la típica fiesta-cóctel de ricachones y es la primera vez que acudo
a una velada de este tipo.
—¡Ey, aquí estáis! —exclama una varonil voz de repente y las dos nos
giramos en dirección a Bram.
Este abraza a Berta y le da un beso en la mejilla de manera seductora,
mientras mi amiga parece que se lo va a comer con la mirada. ¡Para no
hacerlo! El apuesto moreno viste un elegante traje y sus grandes ojos verdes
encajan de maravilla con su corbata, de un color verde aceituna.
Su amigo Adam también se nos une de momento y lo escaneo de manera
furtiva, admirando su vestimenta, la cual no está muy por debajo de la de
Bram. Curiosamente, esta noche Adam ha cambiado la ropa de motero
convencido por unos pantalones chinos que le quedan como una segunda
piel y una camisa a tono.
—¿Qué tal? —pregunta este amable y sus ojos recaen sobre mí.
Cuando este alisa su corbata negra, me viene a la mente el traje oscuro del
profesor Woods y pienso que prefiero el traje en un hombre, a pesar de que
las chupas de cuero y los vaqueros tampoco me desagradan. Pero el señor
Woods está a kilómetros de distancia y dudo que lo vuelva a ver hasta el
viernes.
—¡Felicidades! —gritamos las dos casi a la vez y saltamos al cuello de
Bram.
—Queda pendiente tu regalo —añade Berta.
—Tú eres mi regalo, bebé —contesta este mientras agarra a Berta por la
cintura y le planta un apretado beso.
A Adam le sale una sonrisa y me mira en un modo sugerente mientras que
le da un trago a su bebida.
—¡Bienvenidos a mi humilde casa!
Bram abre los brazos y nos señala su jardín, bordeado de una enorme y
cristalina piscina.
—Hay comida, bebida, droga, chicas… —Este se ríe sonoramente cuando
Bert le clava el codo en una costilla—, chicos… todo lo que queráis. ¿Os
hago un tour?
—¡Yo sí, uno privado!
—¡Soy todo tuyo! —exclama Bram y rodea a Bert por los hombros
mientras se alejan abrazados.
Cuando estos empiezan a caminar en dirección a la entrada, la chiflada de
mi amiga vuelve la cara hacía mí y me hace una señal con descaro, como
diciendo «¡tírale!». La muy cabrona lo ha hecho a propósito, su intención
era quedarme a solas con el amiguito.
—¿Has visto a los demás? —le digo a Adam y miro alrededor,
preguntándome dónde estará la pandilla.
—Parece que no han llegado.
Agarro el móvil y le escribo a Rebe un mensaje deprisa.
—Y qué tal con todo, ¿cómo llevas la investigación de Woods?
Posiblemente Adam percibe mi nerviosismo y enseguida intenta darme
conversación.
—Bien, Erik es muy simpático. —Saco el tema del pelirrojo bajito de
nuestra clase, a la vez que cojo una copa de la bandeja plateada que está
sujetando una camarera que pasa por al lado justo en este momento.
—Bueno, teniendo en cuenta que has tenido más suerte que yo,
¡enhorabuena!
—¿Y eso? —Me río divertida cuando constato que él mueve los dedos en
su copa, señal de que también está nervioso.
—Digamos que nuestra compañera Sharon…
—La rubia del Botox —especifico.
—Sí —comenta y me señala con el índice—. En lugar de ayudarme con la
investigación, se dedica a hablar sobre su siguiente proyecto: aumentar su
pecho al menos dos centímetros en la siguiente cirugía estética.
—¡Vaya! —Tenso mis ojos y lo miro atenta—. Me parece que eres un
chico raro.
Bromeo con él.
—A ver… —Pone una mueca, circunspecto— ¡sorpréndeme!
—Hasta donde llego, a los tíos les gusta hablar de… pechos.
Nos reímos los dos ruidosamente y esa complicidad que sentimos en el
club se instaura nuevamente entre los dos, el chico es verdaderamente majo.
—Tienes razón, pero a mí me gustan más los naturales.
Me corrige deprisa y su vista baja a mis senos, los cuales sobresalen de
manera discreta por el escote del vestido. Hace un pésimo intento de
maquillar su gesto, sin embargo, es demasiado tarde. Está flirteando
conmigo, sin duda.
—¡Aquí estáis! —Oigo la voz alegre de Rebe, con la música de fondo;
parece que nos ha identifica entre los invitados.
—¿Y los demás?
—No sé. —Frunce la boca extrañada y mira a su alrededor—. Pam al final
no ha podido venir, le ha surgido un imprevisto y Rick me ha dicho que
tampoco podía. ¿Pero dónde está Berta?
—Creo que ha entrado en la casa, con Bram —responde Adam y señala la
entrada de la mansión.
—Ah, pues voy a saludarlos entonces. Ahora vuelvo.
—¡Eso si los encuentras! —espeto detrás con unas risas.
Una música suave y encantadora se escucha de fondo, es una melodía que
te invita a bailar. Me sobresalto cuando noto los dedos de Adam sobre mi
brazo. Claramente, este quiere algo conmigo y no se esfuerza en ocultarlo
en absoluto. Todo lo contrario, siento como si esta noche se mostrara más
decidido que otras veces. Y aunque el chico me parezca atractivo e
interesante, el dueño de mi mente ahora mismo es otro.
—¿Quieres bailar? —pregunta.
Sus ojos marrones, del color de la avellana, tienen un brillo especial.
—Vale.
Accedo a su invitación, al fin y al cabo, ¿por qué no? Enlazo mis manos
con las suyas y le aparto la mirada, pensando que es lo mejor que puedo
hacer. Es probable que aquella voz de mi interior me grite que enamorarme
de un chico como él sería lo mejor que me podría pasar en estos instantes.
Así todo sería más fácil.
Adam rodea mi cintura muy complacido y yo le paso los brazos por
encima del cuello. La melodía es encantadora y nos seduce con sus notas
musicales, haciendo que este se acerque cada vez más a mí. Lo veo
dispuesto, de hecho, tan dispuesto que…
—Aylin, esta noche te ves muy guapa.
Su voz suena entrecortada y sus palabras hablan por él, no solo sus
miradas y su mímica. Yo lo miro indecisa y me siento un tanto emocionada
por la ternura con la que pronuncia aquella frase. A continuación, le aparto
la vista y agacho la cabeza, rezando por dentro que Adam no dé algún paso
en falso y le tenga que rechazar. No estoy preparada para lidiar con dos
jodidos hombres que intentan seducirme, uno más Casanova que el otro.
—Adam, te lo agradezco, pero…
—Mi ahijado, ¿cómo estás?
Al chico no le da tiempo a responder siquiera, ya que en el mismo instante
en el que entreabre los labios, un hombre robusto de sobre cincuenta años
se acerca con sigilo y coloca su mano sobre su hombro.
Respiro aliviada.
—Señor Sanders —musita Adam entusiasmado y se despega de mí con
rapidez—. ¿Qué tal?
—Bien hijo, ¿y tú?
—Muy bien. —Sonríe—. Aylin, es el padre de Bram —añade a modo de
información.
—Ahhh…
No soy capaz de articular palabra alguna. Y eso no es porque el padre de
Bram, el senador Sanders me provocara alguna reacción extraña, sino
porque observo que a su lado aparece de la nada una mujer de cabello
dorado y media melena, la cual viste un precioso vestido negro demasiado
ajustado en su cuerpo. Su rostro atrapa mi atención; más que su rostro, son
aquellos labios rellenos de un estridente pintalabios rojo. Y aquellos ojos
son…
¡Imposible! Muevo la cabeza desconcertada.
¡Es la señora Woods!
«¡Joder, esto es lo que me faltaba!», murmuro entre dientes.
Trago en seco, preguntándome si me ha reconocido, ya que me resulta
bastante desagradable y vergonzoso volver a ver a aquella mujer después de
encontrarme con su marido y ponerme ella misma la etiqueta de «nuevo
juguete».
—Buenas noches, señorita Vega —saluda y finge amabilidad, pero su
lasciva sonrisa le traiciona.
—Buenas noches.
—¿Os conocéis? —pregunta de momento Sanders y me empieza a
analizar minuciosamente. Por la forma en la que me examina, tengo la
impresión de que es un «viejo verde», de los que te mira antes las tetas que
la cara. Lo noto en sus expresiones.
—Sí, por supuesto —replica la esposa del profesor y aprieto los dientes—.
Es alumna de mi marido, al igual que Adam —aclara esta.
—Encantado. —El senador se lleva mi mano a sus labios y me
corresponde con demasiada simpatía.
Pero lo cierto es que este señor me importa un comino ahora mismo, solo
estoy deseando que la rubia no suelte la lengua y les cuente a los demás su
versión de los hechos.
—Bueno, encantada también. Ahora iré al servicio, si me disculpan.
La mujer se aprovecha de la situación y se lanza, sin dejarme acabar.
—¿Puedo hablar con usted? —Coge mi brazo deprisa, sin darme muchas
opciones—. Será un momento.
«¡Tierra trágame!», me quejo por dentro.
La señora Woods no me concede tiempo para protestar porque al
momento me aparta del sitio con una sonrisa, dejando a Adam atrás, el cual
continúa hablando con el señor Sanders.
—¿Tienes ya las maletas hechas?
Saluda a unos invitados que pasan por al lado con la cabeza y me atrae
más a ella, de manera que habla en mi oído.
—¿Perdón?
—Mi marido ya me ha contado que irá contigo a Miami este fin de
semana.
Siento mucha presión y me ruborizo descontroladamente, al mismo
tiempo que me separo de ella. Sus malditos labios rojos quedan demasiado
cerca de mi oído.
—Así es —asiento, sin saber qué más decir.
No tiene sentido esconder nada, claramente el señor Woods no tiene
secretos, ni esconde nada de su mujer.
—Voy a serte franca —suelta—. Te lo puedes follar si quieres, pero
después de este fin de semana quiero que desaparezcas de su vida.
Quedo atónita cuando su tono de voz altivo y su descerebrada petición
golpean mis tímpanos. Su comentario, que parece más bien una amenaza,
me deja impactada. Agrando mis ojos anonadada. Pero ella sigue.
—Tienes que comprender que estás empezando a ser una distracción para
él. Brian no cumple con su deber y eso es por ti.
¡Qué puñetas! No entiendo ni una sola palabra de lo que esta señora me
está diciendo. ¿Con la palabra «deber» se refiere al deber marital?
—No entiendo —musito en voz baja, sumamente incrédula.
—Da igual. —Mueve la mano con pasividad—. Lo importante aquí es que
entiendas que él tiene una vida que no encaja contigo —explica
mortificada, mirando a todos los lados, como intentando esconder algo.
—Creo que se está confundiendo.
—No, querida. —Me sonríe y se detiene, ya que yo clavo mis pies en el
suelo, negándome a seguir caminando por el jardín.
—¡Se está equivocando, señora!
—Lo conozco, Brian jamás ha actuado de esta forma. No está cumpliendo
con sus compromisos, algo bastante extraño en él —habla con un atisbo de
sarcasmo y su voz se agudiza—. ¿Y por qué crees que será?
—¡Un momento! Este fin de semana, el profesor Woods tiene una charla
en Miami —matizo—. ¡Yo no tengo nada que ver!
—Es lo que tú piensas —rebate mi afirmación—. Podía haber fijado ese
discurso en la universidad también durante la próxima semana. Sin
embargo, ha fijado la charla en el fin de semana, para que TÚ, —Me señala
con su dedo—, lo puedas acompañar.
Su inquisidora mirada me llega hasta las entrañas y, al instante, me doy
cuenta de que estoy en un marrón muy grande. Sospecho que su esposa no
es tan liberal como él decía, todo lo contrario, incluso juraría que está
celosa. Por su parte, también me examina suspicaz mientras le da un
pequeño sorbo a la refinada copa que sujeta en su mano, dejando claro que
es una dama con clase.
—No tenía ni idea. Yo...
—Eso no importa. —Me corta—. Después de este fin de semana, todo
habrá acabado, ¿ha quedado claro? Deberás seguir con tu vida y punto. Mi
marido no es para ti y no me gustaría verte con el corazón roto.
—¿Pero de qué está hablando?
Arrugo la frente aturdida por las palabras de la señora Woods.
—Él te podría hacer mucho daño.
—Haré lo que vea conveniente. —Alzo mi barbilla con atrevimiento y
aprieto la mandíbula—. Yo confío en el profesor Woods.
La mujer suelta una profunda carcajada de la nada, y me lanza una mirada
de puro asco de los pies a la cabeza.
—¡No lo conoces! —Agarra mi brazo y aprieta la boca furiosa—. Y te
aconsejo que no intentes conocerlo, de lo contrario… ¡cuidado con las
consecuencias!
Su arrogancia me inquieta y mi paciencia ha acabado, de modo que me
suelto de su agarre deprisa. Estoy harta de este circo y de este matrimonio
de dementes.
—¡Lo conozco más de lo que se piensa! —Levanto mi tono, sin estar
dispuesta a dar mi brazo a torcer. Jamás reconocería que hay cosas que me
desconciertan de su marido.
—No tienes ni idea… —dice enojada y se lleva una mano a la cadera con
orgullo—. ¡Nadie conoce a Brian mejor que yo, niña! De ti cogerá lo que le
interesa, que es tu cuerpo y tu juventud. Luego te desechará, como siempre
lo ha hecho con todas las perras que se le han abierto de piernas —
concluye.
Sus dolorosas palabras me dejan muda. Quedo inmóvil, pensando en que
esta señora es la que en realidad no tiene ni idea. No ha pasado nada entre
nosotros, más allá de… ¡Mierda!
—Vaya, al final será verdad que eres muda.
—¡No tiene ningún derecho de hablarme así! —berreo verdaderamente
fastidiada por la escenita que me ha tocado vivir y me entran ganas de
abofetearla—. ¡Yo…! —. Aprieto mi puño, pero me detengo enseguida. Lo
único que la salva es que ella sea su mujer, y yo… su amante.
Aunque suene triste.
—¿Tú qué?
—Señora, le advierto que la próxima vez no seré tan educada.
Solamente la señalo con mi mano, amenazante. Acto seguido, me giro y
decido irme para no provocar un jodido conflicto. Todos se podrían enterar
si llamáramos la atención más de la cuenta y, sin duda alguna, ella está
dispuesta a todo. No me da la impresión de que sea una persona con
escrúpulos. Igual que lo es él.
—¡Espero que no haya una próxima vez!
Cojo otra copa de la bandeja cuando oigo su chillona voz detrás de mí y
empiezo a caminar a zancadas por el jardín. Pregunto a una camarera donde
está el servicio y recorro los pasillos de la planta baja velozmente, deseando
quedarme sola conmigo misma y con las malditas dudas que nacen dentro
de mí. Unas lágrimas se me asoman por el rabillo del ojo por la frustración.
—¡Ocupado! —musita una mujer, la cual se abanica con la mano delante
de una puerta—. Parece que arriba hay otro servicio.
—Gracias.
Subo las escaleras hasta la primera planta, pensativa. Me planteo
recogerme ya, no quiero volver a dar la cara con aquella odiosa mujer y
restregarme en los morros lo que ya sé, que no puedo hacerme ilusiones con
su marido.
Agarro el pomo con fuerza y estampo la puerta detrás de mí mientras
intento oxigenar mis pulmones. También barajo la idea de no acompañar al
señor Woods a Miami en el fin de semana. Queda confirmado algo obvio, y
eso es que podía haber viajado en cualquier otro momento y sin necesidad
de que yo le acompañe. Me iré ya a la residencia. Sí, eso es lo que debo
hacer, la jodida rubia me acaba de estropear la noche.
Mientras me dirijo al lavabo del señorial cuarto de baño, empieza a sonar
la melodía de mi móvil. Afortunadamente, me doy cuenta de la llamada
porque tengo el móvil en la mano, de lo contrario, me hubiese
sido imposible oírlo por el alto volumen de la música.
Leo su nombre en la pantalla. Profesor Woods.
—Sí —cojo la llamada, aún nerviosa.
—¿Dónde está?
Su rauda voz resuena desde el otro lado y su pregunta me desconcierta, ya
que ni tan solo ha saludado.
—¿Hola? —digo sarcástica, sin comprender su actitud.
—¿Me podría decir con quién estaba bailando hace unos momentos?
Parece molesto. No, molesto, no. Furioso.
—¿Cómo lo sabe? —Aprieto los párpados y me apoyo en una mano, a la
vez que le respondo con otra pregunta.
Ha sido ella. Seguramente la señora Woods le ha contado que me ha
encontrado bailando con Adam minutos atrás, no sé con qué objetivo.
—No importa —dice seco—. ¿Hace falta repetir lo que le he preguntado?
—No sé por qué le importaría a usted con quién estaba yo bailando —le
suelto atónita, procurando tranquilizarme; pero me es imposible. Vengo
«calentita» ya.
—¿Otra vez el chico ese?
—¡Ah! —exclamo con un tono teatral— ¡Ya sé! Se lo ha dicho su mujer,
¿verdad? —prosigo cortante—. Por cierto, «el chico ese» se llama Adam.
Recalco el nombre de mi amigo y aprieto mis dedos en mi móvil, decidida
a no permitirle tocarme las narices demasiado. Me conozco y sé que me
ahogo en un vaso de agua.
—No me importa cómo se llama, ¡solo sé que lo quiero muy lejos de
usted!, ¿entendido? —ruge en el teléfono.
Su voz suena distorsionada y respira con fuerza, como si intentara
calmarse. Parpadeo sobresaltada, ¿de qué coño va?
—¿Con qué derecho? —pregunto angustiada.
—¡Usted es mía! —clama desquiciado—. ¿Lo entiende?
Unas corrientes frías me recorren vehementes. Suya. Ha dicho que soy
suya.
—¿De qué narices me está hablando? ¡Usted y yo no tenemos nada!
—Si prefiere seguir engañándose sola, ¡se equivoca! Y si es tan ingenua
para pensar que es libre de hacer lo que le da la gana, ¡se equivoca
muchísimo!
Presiono mi bolso con una mano, con aliento inexistente. El cazador que
lleva dentro sale a flote. ¿A qué me esperaba, joder? Me lo advirtió.
—¿Está loco?
—¡Usted ya no está libre!
—¿Desde cuándo? —voceo arrebatada e incluso parece que destrozaré el
móvil entre mis dedos. Empiezo a pasearme por el baño, enloquecida.
—Desde que probé su bonita vagina, señorita Vega —suelta con rudeza y
descaro, en un tono malévolo. Un tono que me asusta.
Me quedo asombrada. ¿Qué le ocurre? No es posible que en menos de dos
semanas me considere de su propiedad y me suelte que no estoy libre,
cuando en principio solamente íbamos a tener una aventura.
—¡Cuide sus palabras, señor Woods!
—No soy de los que adornan la verdad —clama igual de enfurecido—. ¡Y
si usted lo es, no es mi problema!
—¿Y qué pasará después de acostarme con usted? —cuestiono frenética
—. ¿Va a hacer lo que ha dicho su mujer, usará mi cuerpo nada más, al igual
que lo ha hecho con otras muchas perras?
—¡Ahhh! —suspira en el teléfono—. No le haga caso a Lorraine.
—Es muy fácil desde su postura, ¡pero no desde la mía!
—¿Le parece si hablamos mañana? —Unas potentes voces, acompañadas
de un intenso ruido, interrumpen nuestra discusión—. No puedo hablar, me
están esperando ¡Váyase a la casa, por favor! Sabe que no le sienta bien el
alcohol.
A pesar de que hable más calmado, sigue manteniendo ese estúpido tono
autoritario conmigo. No sabe con quién narices está hablando si piensa que
le funcionará.
—¿Hola? —pregunta ante mi evidente silencio.
Le cuelgo el teléfono con decisión y lo pongo en silencio en el segundo
siguiente. Eso es lo que él piensa, que voy a acceder a sus malditas órdenes.
¡Y un cojón!
Salgo del servicio y camino endemoniada por el pasillo, a la vez que
guardo el dispositivo en mi pequeño bolso de fiesta. Pero conforme voy
andando por el largo pasillo, sumergida en mis pensamientos, escucho unos
sonoros gemidos y risas de una habitación adyacente. Casi doblo una
esquina cuando me doy la vuelta.
Me aproximo al cuarto en cuestión, y no porque quisiera asistir a cosas
que no me gustaría ver, sino porque me ha parecido oír la voz estridente de
la señora Woods. Tenía razón. Meto la cabeza con discreción por la puerta y
en la penumbra de aquel cuarto, noto como ni más ni menos que la señora
Woods se besa apasionadamente con el señor Sanders.
¡Oh, Dios! La esposa del profesor está abrazando al padre de Bram en un
modo obsceno y agarra su cabello de la nada cuando este le levanta la falda
con arrebato y la tira en la cama de un empujón. Acto seguido, pongo una
mueca de perplejidad cuando el senador agarra unas esposas de encima de
la mesa. Siento una vergüenza tremenda y me alejo enseguida de aquella
puerta, con sentimientos y pensamientos encontrados. Después de lo
sucedido esta noche, lo cierto es que ya no me queda ninguna duda de que
tanto el señor, como la señora Woods están sumergidos en un matrimonio
liberal y depravado.
¿Cómo es posible que no teman de que alguien les pudiera encontrar? ¿Y
dónde está la madre de Bram?
Cuando detecto un cartel en las escaleras de la primera planta, en el cual
pone «Prohibido el paso», ya comprendo la falta de pudor de los dos
amantes. Lo más seguro es que pensaran que nadie subiría. Y si ella está
haciendo esto aquí, en Boston… ¿qué estará haciendo él, lejos de Boston?
Me encojo de hombros pensando que me debería importar un pepino. A
todo esto, me entran ganas de pedirme unos chupitos y creo que eso es
exactamente lo que voy a hacer. Una vez que piso la planta baja de la
mansión de Sanders, le hago una señal con la mano a Adam, el cual está
acompañado de Rebe y de Mary Ann.
—¡Lyn! —Agitan sus brazos.
—¿A quién le apetece unos chupitos? —propongo alegre y doy un brinco,
preguntándome dónde estará Bert. Mejor no me lo pregunto.
—¡Buena idea! —Mary Ann se lanza hacia la improvisada barra de la
fiesta.
—¡Que sea de tequila!
A estas alturas de la historia, queda clarísimo que no me iré de aquí solo
porque al ilustre —y depravado— profesor Woods así se le antoje.
¡Que se joda!
CAPÍTULO 14
DIFERENTE
La mezcla de sabores, principalmente de ron y tequila, la cual predomina en
mi paladar ahora mismo es más que desagradable. No recuerdo la hora a la
que me recogí y realmente no sé qué diantres me ocurre con el alcohol este
curso. Es la segunda vez que me paso con la bebida en unos pocos días,
desde que comenzamos la universidad. Me revuelvo somnolienta en la
cama, pero el ruido estrepitoso que llega desde fuera hace que no pegue ojo.
Otra vez el jodido embotellamiento en el denso tráfico de la calle
Stanford.
Bostezo, todavía cansada, mientras miro la cama de Bert de reojo y
agradezco que anoche la convenciera recogerse conmigo. Me cambio de
lado y vuelvo a cerrar los ojos, pero mi mente vuela de nuevo a mi teléfono
móvil, el cual yace apagado sobre mi mesita de noche. No me atrevo a
mirar ni siquiera la hora, seguro que es cerca del mediodía y no quiero
pensar en que he desperdiciado toda la mañana en dormir. El curso pasado
apenas salía de la residencia y mis horas de sueño eran muy controladas. Mi
único objetivo era estudiar, estudiar y más estudiar.
«¿Y cuál es tu objetivo este curso, Aylin?», chasqueo la boca, a la vez que
recuerdo la lista mental que hice unas semanas atrás.
Conseguir las prácticas en una prestigiosa agencia financiera. Este era uno
de mis propósitos para este año, en cambio, veo cada vez más lejos ese
momento. Lo cierto es que anoche me podía haber ido perfectamente de la
fiesta de Bram si no hubiese recibido aquella llamada en la que el mandón
del profesor Woods me ordenaba que me fuera a la casa. Y como soy así de
testaruda, no quise que se saliera con la suya. Además, no somos nada. Me
dice que soy suya, pero no sé con qué derecho. No soy la propiedad de
nadie, ni ninguna mujer lo es, ¿qué se ha pensado?
Honestamente, por más que intente entenderlo, no comprendo nada.
Realmente no sé en qué puesto me encuentro dentro del infinito ranking de
las mujeres que forman parte de su vida; tampoco quiero averiguar el
número al cual asciende esa cantidad de hembras. No cabe duda de que no
soy la primera y recuerdo con una sensación de asco a aquella señora
cuarentona que se dejaba encadenar con unas esposas en uno de los
dormitorios de la mansión Sanders. Su mujer.
No dudo que este me haya intentado llamar otras varias veces anoche y, si
hubiese estado en Boston, seguramente antes de que colgara aquella
llamada, ya hubiese estado esperándome en la puerta de la casa de Bram.
Tuve mucha suerte de que estuviera a cuatrocientas millas de distancia.
Pensando en puertas, oigo pequeños golpes que provienen de nuestra
puerta. Abro los ojos y apoyo las manos sobre el colchón, escuchando
atentamente. Alguien toca con fuerza en la puerta de la habitación, de
repente.
¡Joder! Salgo corriendo, al mismo tiempo le echo un vistazo a Berta, que
se está moviendo en su cama, como resultado del intenso ruido. Ella
también lo ha escuchado. Quiero abrirla enseguida, pero... ¿y si es él?
Dudo que se atrevería. Si tantos contactos tiene, sabría que mi compañera
de habitación está dentro.
Tras otros dos o tres golpes sucesivos, maldigo y tiro del pomo mientras
arreglo mi pijama y me toco el cabello con la mano.
—Buenos días.
—Buenos… días. —Aclaro mi voz con mirada ausente y cara de muerto.
—¿La señorita Aylin Vega?
—Soy yo. —Esbozo una sonrisa y fijo con la vista el ramo gigantesco de
flores que sujeta el hombre entre sus brazos.
Las flores en realidad son al menos veinte rosas de todos los colores, pero
predominan las rosas azules. ¿Rosas azules? Junto los labios entretenida
con las vistas, el color es lo que más me llama la atención. Confieso que
nunca he visto rosas de ese color —al menos en la vida real—, y eso porque
mi mundo se limita a rosas rojas y blancas.
Aparte del ramo gigantesco que el hombre me entrega, hay también una
nota y una caja rectangular, de grandes dimensiones y apariencia
sofisticada.
—¿De quién?
—En la nota lo pone, señorita. Hasta luego.
Quedo en el marco de la puerta con cierto bloqueo mañanero y aliento
apestoso. Evalúo en mi cabeza quién me mandaría un ramo de rosas
multicolores, pero al instante me siento estúpida. No hay duda que la única
persona a la que se le ocurriría enviarme flores sería él. El profesor.
Cierro la puerta despacio para no despertar a Bert y camino de puntillas.
Lo único que me faltaba sería que mi amiga se despertara y me descubriera
en la escena del crimen; sujetando unos regalos sin que sea mi cumpleaños
y sin que tenga novio. Ella todavía no sabe nada de Woods.
—Lyn… —pregunta con voz de borracho, sin levantar la cabeza de la
almohada—. ¿Quién es?
—Nadie, Bert. —Corro deprisa al baño y me escondo detrás de la puerta.
—¿Como que nadie?
—Nadie —niego—. ¡Duerme!
—Ufff, me encuentro muy mal… —contesta esta mientras bosteza y se
estira perezosamente.
«¡No, no, no! No te levantes», imploro en mi mente.
Cierro la puerta del baño rápido cuando veo que la italiana se cambia de
un lado al otro y vuelve a cerrar los ojos. Acto seguido, miro las rosas
frescas y pienso que en realidad son preciosas. Las acaricio con mis dedos y
después cojo el diminuto sobre que hay entre los pétalos y leo la nota del
color de la pasión. Me encuentro una única palabra, un «PERDÓN», con
letras mayúsculas, sin nada más esbozado, ni siquiera una firma.
Pero sé que es él.
A continuación, también abro la caja cuadrada. Sacudo el regalo con
curiosidad y, cuando termino de quitarle los mil envoltorios, encuentro ni
más ni menos que lencería. Me quedo estupefacta y mi rostro cambia. Vale,
podría aceptar las flores, pero ... ¿esto?
Siento vergüenza, curiosidad, pero también me siento humillada. Al
parecer, el profesor no bromeaba cuando decía que me iba a comprar ropa
interior. ¿Qué tipo de regalo es esto?
Escaneo la bonita caja y veo unas grandes letras doradas que forman las
palabras Dream Angels. No reconozco la marca y no me cabe duda de que
lo que sujeto delante de mis narices es lencería muy fina y costosa. Tiene
toda la pinta.
Empiezo a analizar la lencería con una ceja en alza. Hay al menos cuatro
conjuntos de ropa interior y sujetadores, todos combinan la seda, el encaje y
el cuero y son sumamente atractivos. Deslizo mis dedos sobre un conjunto
cuyas bragas tienen una abertura precisamente en la parte de la vagina y las
cuales van unidas a unas ligas. Se ven sumamente sensuales, a decir verdad.
Y lo más extraño de todo es que aparte de ese conjunto, gran parte de la
lencería es de color blanco y no sigue la línea del color negro, como me lo
esperaría.
¿Qué le habrá costado? Busco una nota, sin embargo, no la encuentro.
Dejo la caja en un lado y me digno en ducharme, aunque ya estoy bastante
despierta. Su atrevido e inapropiado regalo ha hecho que me espabile sin
querer y que mi resaca desaparezca por arte de magia. Tras salir de la
ducha, me coloco la típica ropa de deporte, ya que planeo ir a correr esta
mañana. Mientras salgo del cuarto, agradezco en mi cabeza que hoy no
tengamos clases, al faltar dos profesores. Y también agradezco al cielo que
me encuentre mejor, aunque indignada.
Termino de ponerme los tenis, cojo mis auriculares y guardo la caja de la
lencería en mi armario con mucha cautela. El ramo lo dejo en la mesa de la
cocina, a pesar de que sé que Berta lo verá. Igualmente, decido contarle
sobre mi viaje a Miami en el fin de semana, viaje que no tengo claro del
todo. La actitud tan dominante del profesor me provoca rechazo y sé que
debo pensar muy bien en qué hacer.
Agarro mi móvil de la mesita con sumo cuidado y lo enciendo una vez
fuera de la habitación de la residencia. Cinco llamadas perdidas de él. Tres
anoche y dos esta mañana. Y también un mensaje de texto, el cual leo
enseguida.
Hola, ¿va todo bien? Me estoy preocupando, necesito que hablemos.
Guardo el móvil mientras salgo por la puerta principal del edificio de
nuestra residencia y cojo el camino en dirección al parque más cercano.
Tras recorrer unos metros a paso veloz y balbucear en voz baja todas las
palabrotas que me llegan a la mente, me armo de valor. Saco el móvil de mi
bolsillo de nuevo y pulso el botón verde. Escucho quieta el tono de llamada
del teléfono e intento controlar mi respiración.
—Señorita Vega… —contesta este en menos de veinte segundos—.
Estaba preocupado.
Noto que su tono de voz es muy diferente al que usó anoche, y más le
vale. De lo contrario, le volveré a colgar el teléfono en su puñetera cara y
hasta le tiraría con algo si lo tuviera delante de mí. La caja de la lencería
sería buena idea.
—¿Señorita? —insiste.
—¿Piensa que con un ramo de flores y con ropa interior de lujo va a
solucionar algo? ¡No soy su puta! —hablo deprisa, sin dejarle tiempo para
regalarme el oído.
—Se está confundiendo —replica este al instante, visiblemente
conmovido por mis palabras.
—¡Me parece que el que se está confundiendo es usted!
—Le quería pedir perdón de alguna manera —prosigue y carraspea con
gravedad.
—Hay muchas formas de pedir perdón.
—Le quería hacer un regalo —explica, pero sus argumentos me importan
un pimiento.
—No me gustan este tipo de regalos, ¿entendido?
—Es únicamente un regalo, de verdad. Yo lo siento si…
—Si realmente me quería hacer un regalo, con un libro hubiese sido más
que suficiente —interrumpo y le hago saber una vez más lo molesta que me
siento.
—Perdón, entonces —dice convencido—. No la quería ofender.
—Lo ha hecho. Quiero que tenga muy claro que a mí no me puede
comprar.
—Señorita Vega, lo tengo más claro de lo que usted piensa.
—No sé con qué tipo de mujeres ha tratado, pero conmigo no le
funcionará. —Mi voz suena áspera.
—Sé que es diferente.
—¡Pues que lo sepa!
De alguna manera, noto que está bastante sorprendido por mi actitud y
además está demasiado callado.
—Dígame que se encuentra bien, por favor —suplica.
—Sí, me encuentro bien.
—Me alegro —contesta calmado—. Anoche casi me volví loco al no
coger mis llamadas, no tolero bien no poder hablar con usted.
—Deberá acostumbrarse, yo tengo una vida y en mi tiempo libre puedo
hacer lo que me dé la gana.
—Por supuesto… —Aclara su garganta y queda en silencio por un breve
instante—. Disculpe el ruido, nuestro coche se ha quedado atascado en el
tráfico, hay una especie de huelga aquí en Washington.
Efectivamente, su voz suena muy poco clara y el claxon de unos coches
sobresalta en nuestra conversación.
—Podemos hablar en otro momento. —Estoy por colgarle.
—No, tranquila. —Me frena—. Además, debemos concretar ciertos
detalles para mañana. Vendrán a recogerla para llevarla al aeropuerto sobre
las nueve de la mañana.
—No lo tengo tan claro —replico convencida y me paso la mano por la
frente, sin dejar de pensar qué narices debería hacer.
—¿Sigue enfadada?
—Profesor... —continúo—, por supuesto que estoy enfadada. Su actitud
de anoche me echa mucho para atrás. La veo muy poco coherente.
—Comprendo.
—No quiero que me trate como si fuese un objeto al que pueda
manejar —aclaro dolida.
—No era mi intención, de verdad —corta mis palabras velozmente. —No
soporté escuchar que aquel chico bailara con usted —comenta con recelo—.
Que él tocara su cuerpo…
—¡Yo soy dueña de mi cuerpo! —exclamo tajante mientras camino con
pasos agigantados sobre el asfalto del parque, e incluso agito una mano en
el aire. Quiero que mi voz suene determinante.
—Tiene usted razón, pero le aseguro que no volverá a pasar.
—¿Y cómo sé que no volverá a pasar?
—Lo prometo —afirma con voz quebrada.
¿Será sincero esta vez o está ejecutando un mero papel? Las dudas me
carcomen y no soy capaz de pensar con claridad.
—¿Qué puedo hacer para ganarme su confianza?
—Tengo muchas dudas y necesito que me las aclare. —Me lanzo, con
respiración sacudida—. Iré a Miami con usted solamente si está dispuesto a
tener una charla honesta. En otras circunstancias, no pisaré ese avión.
—De acuerdo —asiente—. Tendremos esa charla.
—Muy bien. Le tengo que dejar ahora. —Me intento despedir, pero sus
repentinas palabras me dejan helada, como todo lo que supone mi contacto
con él.
—Tengo muchas ganas de verla.
—No lo tengo tan claro.
—¿Usted no?
¿Otra encerrona más?
—Hasta mañana, señor Woods.
Le cuelgo con manos temblorosas, sin haber permitido que sus avispados
comentarios me ablanden. Acto seguido, guardo el móvil, reflexionando
sobre nuestra conversación y apresuro la marcha. He venido para correr, no
para andar o estar aguantando a cierto profesor manipulador y bipolar—
como su jodida esposa.
Y lo que en un principio iba a ser footing se convierte en una carrera
porque mis pasos son cada vez más veloces. Necesito soltar de alguna
manera el estrés que me está provocando todo este rollo en el que me metí
yo solita. Respiro con profundidad y me centro en mis ejercicios. Las
canciones motivacionales de deporte que me descargué de YouTube suenan
en mis auriculares y eso me invita a que siga corriendo. Incluso con resaca.
Cuando ya empiezo a frenar y a moverme de manera más lenta, me
acuerdo de que tengo que llamar a Long Island. Llevo bastantes días sin
hablar con mis padres y seguramente estarán desquiciado, ya que, según
ellos, las ciudades son peligrosas y la vida en la universidad más. No
llamarles todos los días supone el fin del universo para ellos.
—Papá, ¿cómo va todo? —inquiero con un tono neutro cuando mi padre
descuelga. Prefiero llamarlo a él porque es el más dócil de los dos y
también el que más me comprende.
—¡Mi niña! —Sonrío—. Muy bien, aquí todo bien. Estaba lavando el
coche en el jardín. ¿Y tú?
—Bien, papá.
—Entonces este fin de semana te vemos, ¿no?
¡Mierda! Aprieto la boca y me rasco la cabeza, ingeniando una excusa. Y
deberá ser una excusa bastante creíble, de lo contrario, sufriré las sospechas
y las preguntas de la matriarca en mis propias carnes.
—Me parece que al final no podré ir a la casa, papá. —Espero que cuele
—. Es que tengo muchos proyectos que entregar, debemos presentar un
trabajo la próxima semana. Y el compañero con el que me ha tocado no ha
podido quedar, así que tendremos que terminarlo en el fin de. —Me rasco la
frente, con sumo nerviosismo.
Muy pocas veces he recurrido a la mentira con mis padres. Además, soy
pésima para mentir.
—Bueno, si es así, ¡mucha suerte con el trabajo, cariño! —Él siempre está
de buen humor—. Se lo diré a tu madre, está en la cocina haciendo galletas.
—¿De las que me gustan? —Me relamo los labios al pensar en el sabroso
postre de mi madre—. ¿De vainilla y coco?
—Sí. No te preocupes, a ti te hará también cuando vengas a la casa.
Porque vendrás el próximo fin de semana, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. —Sonrío apenada.
Con este van ya dos fines de semana que no los veo.
—Bueno, mi niña, te voy a dejar. Don está en gran querella con el gato de
Bob.
—¡Bebé! —exclamo con una carcajada, intentando visualizar en mi mente
a mi grandullón peludo correteando detrás del gato del vecino—. Siempre
están peleando.
—¿Peleando? —Oigo unos maullidos y ladridos sonoros de golpe, como
si estuvieran matando a alguien—. Estos dos se han declarado la tercera
guerra mundial.
—Ay, papá…
Me llevo una mano a la boca mientras aflojo mis pasos, después de una
larga hora. Mi camiseta está empapada y doy por hecho que hoy he
quemado una cantidad considerable de calorías.
—Besos, cariño.
—Abrazos a ti y a mamá, nos vemos el próximo fin de, sin duda.
Tras colgar, le empiezo a dar tragos profundos al agua de una botella que
me acabo de comprar en un quiosco y mientras, analizo en mi mente qué le
voy a contar a Berta. Pero al instante cambio de opinión. Prefiero no pensar
más y entro exhausta en la habitación. Para mi sorpresa, al ingresar en el
cuarto, encuentro a la italiana tumbada, viendo la televisión y sujetando una
bolsa inmensa de cubitos de hielo sobre su cabeza.
—¡Me voy a morir! —se queja conforme me ve aparecer por la puerta.
La miro suspicaz, sé que probablemente esté intentando llamar mi
atención, conozco muy bien sus dramas. Aun así, me río con ganas. Admito
que mi amiga se ve muy graciosa así, con el cabello extremadamente
revuelto, el rímel manchando sus mejillas y el flequillo mojado por el agua
que desprende aquella bolsa de cubitos.
—¡Llámame cuando eso pase, Bert!
Le guiño el ojo, simpática, y tiro las llaves en la mesita de la entrada.
—¡No me fastidies, nena! —comenta con la misma mueca de estreñida—.
Siento que me va a explotar la cabeza.
—Bicho malo nunca muere, tú misma lo decías.
Me dirijo en dirección a la máquina de café. No sé la cabeza de Bert, pero
la mía sí que va a explotar.
—¡Ya en serio!
—Voy a ser buena y te haré un café para que despiertes.
Suaviza sus facciones, aunque traiga la misma cara larga, de
convaleciente. O supuesta convaleciente.
—¡No me digas que vienes de correr! —pregunta y sus ojos parecen dos
platos, o más bien el culo de dos botellas.
—Sí, ¿por?
Me quito la camiseta empapada e intento calmar mi respiración.
—¿Acaso eres de Marvel y no lo sabía? —Cierra los ojos y pone una
mueca de dolor—. ¿Tienes superpoderes, o qué?
«Sí», pienso y sonrío divertida. «Tengo superpoderes para aguantar a una
mosca cojonera que me ha estado enviando regalos obscenos a primera hora
de la mañana. De lo contrario, hubiera seguido durmiendo».
—¿Te doy una pastilla?
—Creo que no hay nada ahora mismo que me quite el dolor de cabeza. Ni
siquiera un buen polvo, que eso ya sabes, te quita todas las penas y
dolencias —sigue con sus quejidos.
—Bueno, igualmente no estás a falta. —La miro acusadora—. Anoche
desapareciste con Bram en al menos dos ocasiones.
—Y tú no te moviste de la pista —suelta molesta—. Habiendo
habitaciones en esa mansión y pudiendo haberte ido con Adam. Pero mira,
tienes suerte de que ahora mismo no tenga ganas de discutir y de mandarte
al carajo —dice muy teatral.
—Y yo no te mando al carajo porque me das mucha pena Bert, que lo
sepas —digo, intentando aparentar seria.
Jadea y vuelve a mover aquella bolsa en su cabeza. Mi amiga es un caso,
sin duda.
—Creo que se me está helando el cerebro. Encima que tenía pocas
neuronas, ya me estoy quedando sin nada.
Me sale una carcajada a la vez que muevo una cucharilla en su taza de
café. La italiana odia el café, pero lo ama en situaciones de resaca extrema,
como en estos instantes.
—¡Qué cosas dices! —Sigo riéndome con ímpetu—. Voy a ducharme.
—¡Espera, espera! —exclama y salta de la cama en un segundo, como si
fuera la protagonista de una película de terror y alguien la estuviera
persiguiendo para matarla.
Corre deprisa en dirección a la mesa que hay junto a la encimera,
despeinada al máximo y apuntando al ramo de rosas multicolores, como si
en vez de flores viera delante de sus morros un millón de dólares en una
bandeja.
—¿No decías que estabas mala, Bert? —pregunto sospechosa y me cruzo
de brazos, a la vez que arqueo una ceja.
—¡Ese ramo no es mío! —grita impactada—. ¿Es tuyo? Es tuyo, ¿verdad?
—Sí, es mío. —Miro para abajo, avergonzada.
—¡Lyn! ¿Lo has hecho ya? ¡Dime que ya no eres virgen y lo celebramos
ahora mismo! —grita más fuerte que antes y al parecer, se le ha pasado todo
el «malestar».
—Berta... —Me sale una carcajada inevitable—, soy igual de virgen que
hace dos semanas.
—¿Y esoooo?
Señala de nuevo las rosa multicolores. Estoy muy poco acostumbrada a
recibir flores y a la vista está, por la reacción de Bert.
—Flores —contesto despreocupada y me encojo de hombros.
Después, me dirijo a la mesa, me agacho y empiezo a olerlas. Antes estaba
demasiado furiosa y humillada por la lencería, como para hacerlo. Inhalo
con fuerza y pienso que tienen un perfume dulzón que me agrada.
—¡Sé que son flores, ragazza! —la italiana levanta su tono y se
acerca corriendo detrás—. ¿Pero de quién coño son?
—Del profesor Woods.
—¿Te intenta conquistar, o qué? —Me sonríe con suspicacia.
—Berta... —Empiezo a respirar fuerte. Me cuesta mucho decirle la verdad
y tartamudeo—. No, es una señal de agradecimiento por la implicación que
tengo en la investigación del libro.
—¡Sí, claro! ¡Y yo soy virgen! —exclama esta con una actitud un poco
idiota, pero se lo perdono porque en el fondo tiene razón. Mi amiga es más
lista que el hambre.
—Es... es muy caballeroso. Además, te quería decir que lo voy a
acompañar a Miami este fin de semana —explico calmada—. Volvemos el
domingo.
—¿Y sigues diciendo que no te tira? ¡Vais a dormir juntos dos noches!
—Bueno... juntos no. En el mismo hotel, pero habitaciones separadas —
aclaro e intento no delatarme.
Pienso que primero necesito ver cómo evoluciona mi aventura con el
profesor y después contárselo. Es una noticia bastante fuerte y necesito
estar segura.
—No seas tonta —contesta.
—Voy a ducharme —recalco para así evitar sus incómodas preguntas.
—¡Nena!
—¿Qué? —pregunto con un pie en el baño y el otro en la habitación,
asomada por la puerta.
—¡Tíratelo!
No le contesto, solo pongo los ojos en blanco y levanto los brazos.
Enseguida me meto en el cuarto de baño.
¡Ah, Bert! ¡No cambias! Cierro la puerta y apoyo mi espalda contra la
madera mientras levanto la cabeza e intento tranquilizarme por dentro. El
momento se acerca.
CAPÍTULO 15
AZUL OCÉANO
Una tenue luz atraviesa el fino cristal de mi habitación. Se oyen unas
estridentes carcajadas desde la habitación de al lado y las ruidosas voces
hacen que despierte. Esto es lo que más odio de las residencias, en el fondo.
Hoy es viernes y muchos de mis compañeros han estado divirtiéndose toda
la noche, los típicos hábitos de la vida en la universidad. Y la vida en la
universidad significa que todas las noches representan una oportunidad para
juntarse en la casa de alguna fraternidad y ponerse ciego hasta las tantas de
la madrugada. Alcohol, drogas, sexo y rock and roll. Y Harvard no va a ser
diferente.
El estruendo de unos cristales rompiéndose en el cuarto de al lado hacen
que aparte mi edredón y me sujete en mis antebrazos, adormilada. La
alarma todavía no ha sonado y eso me indica que son menos de las ocho y
cuarto. Cuando muevo mi vista por la estancia, me doy cuenta de que Berta
no está. Pienso que es muy extraño que esta haya ido a clases tan temprano.
Sonrío complacida y pienso que cuando quiere, puede ser muy responsable,
ya que, en general, es todo lo contrario.
Frunzo mi entrecejo cuando oigo unos gemidos que traspasan la pared.
Parece que los vecinos se la están montando bien. Los golpes van
acompañados de varias voces, una de mujer y sin duda son dos voces de
hombre, ¿o tres?
Entre gemido y gemido me pongo de mal humor y empiezo a dar unos
golpes en la pared que hay en la cabecera de la cama, sumamente enojada.
—¿No sabéis que son las ocho de la mañana, joder? ¡La gente está
durmiendo! —Vuelvo a golpear la pared con tenacidad.
Seguramente mis duros puñetazos interrumpen su fiesta privada, ya que
las paredes son tan finas, que se asemejan al papel de fumar.
—¡Métete en tus asuntos, chica! —escucho una impetuosa voz varonil.
Y aquellos ruidos de estar en pleno coito se vuelven a escuchar. Vuelvo a
golpear la agrietada pared blanca, con mis nudillos y con unas tremendas
ganas de demolerla. Pues sí, estoy muy encabronada por las mañanas. De
nuevo silencio, aunque, tras unos segundos, vuelvo a escuchar una voz,
pero diferente a la del chico que me ha gritado minutos atrás.
—¡Para ya, amargada! —farfulla—. ¿O es que necesitas un meneo?
¿Qué? Aprieto los dedos en la pared y preparo mis pulmones, dispuesta a
silenciarlos, ya que me están tocando las narices.
—¡Idiota! ¡Tu cara sí que necesita un meneo! —chillo demasiado turbada
por la situación y estoy deseando darle dos puñetazos en toda la cara a
aquel juerguista.
—¡Chica, tú lo que necesitas es que te monten! —vocifera la primera voz
—. ¡Únete si quieres!
Hago unos gestos de profundo asco cuando escucho unas horribles
carcajadas a través de la pared. Despego lentamente mi oído, humillada y
enfurecida y, a continuación, le doy una patada a mi almohada. Esta rebota
sobre el suelo del parqué de la habitación.
—¡Imbéciles! —grito a todo pulmón para que esos sinvergüenzas me
escuchen con nitidez.
¡Menuda mañana!
Estoy aquí discutiendo con unos idiotas, cuando lo que debería hacer, sería
ducharme y prepararme para el vuelo. Miro el reloj deprisa y constato que
queda ya menos de una hora hasta la hora establecida para viajar a Miami
con el profesor.
«¡Chica, tú lo que necesitas es que te monten!», evoco las vulgares
palabras en mi mente y hago un gesto de como si estuviera vomitando. Una
verdad tan grande como un templo, o como el miembro del profesor Woods.
Mi mente se niega a borrar la imagen de aquel inmenso y erecto falo que se
asomaba por la bragueta de su pantalón de traje en su despacho aquel
fatídico día.
Verdaderamente, no sé qué me está ocurriendo esta mañana, pero se me ha
ido la cabeza totalmente y lo achaco a mis jodidos nervios. Mientras intento
encontrar la razón, me acerco al mueble de cocina y me doy cuenta de que
Berta me ha dejado un café sobre la pequeña mesa. Al lado hay incluso una
nota que pone: «¡Pásalo muy bien EX-santurrona! A la vuelta nos vemos.
Te quiero».
Sonrío emocionada. Bert es un amor.
Le doy un sorbo al café mientras cojo un trozo de pan, dispuesta a engullir
algo antes de irme. Me doy prisa cuando caigo en la cuenta de que me
queda media hora y aprieto los ojos molesta. Los malditos gritos de placer
de la habitación de al lado no cesan.
Reviso la pequeña maleta morada que llevaré conmigo, en la cual he
empaquetado unas cuantas prendas de ropa cómoda, mi bikini y uno o dos
vestidos elegantes, teniendo presente la charla que Woods dará en la
Universidad de Miami. También llevo mi propia ropa interior, que no es
como la que me envió el profe, pero es mía. Mi vista se mueve al momento
a la caja de lencería de lujo, que sigue en el armario, y la cual devolveré a la
vuelta.
En menos de un cuarto de hora, tomo un baño para despertar del todo, me
unto con mi suave y adictiva crema corporal con olor a coco y me coloco
rápidamente unas zapatillas Converse y unos pantalones blancos. Combino
los pantalones con una ajustada camiseta playera, bastante colorida, mi reloj
y unos sutiles pendientes. Un poco de maquillaje y estoy más que lista.
Deslizo mi pequeña maleta sobre las losas del pasillo de la residencia y, al
salir, oculto mi vista con unas gafas de sol de color tostado, marca Chic Me,
y las cuales me costaron veinte pavos en el mall. Tras caminar apática y
expectante unos cuatro pasos, escucho un pitido que me despierta de mi
ensoñación.
Aparto mis gafas de sol buscando con la mirada un coche y a alguien
esperándome para llevarme al aeropuerto, sin embargo, mi mirada se topa
con la suya. Aprieto dos dedos en mis lentes y lo miro desconcertada, no
dando crédito. En realidad, yo estaba buscando otro tipo de coche, el
profesor me dijo que mandaría a alguien a recogerme y no que se iba a
presencia aquí personalmente.
«¡Allá vamos!», respiro intensamente. Estoy decidida de cantarle las
cuarenta y dejar clara nuestra situación de una vez por todas.
Camino convencida e indomable, arrastrando la ruidosa maleta en el suelo
mientras observo que este se baja de su Mercedes Benz, cierra la puerta del
piloto y me hace una señal sobria con la mano. Hoy lleva un vaquero negro,
el cual queda perfectamente ajustado en sus anchos muslos y en sus nalgas
«toqueteables», al igual que una camiseta gris oscura, con un símbolo de
Versace. La camiseta sobresalta excelentemente sus desarrollados músculos
y deja entrever con claridad la parte alta de su bronceado torso, al igual que
las venas que están que explotan en sus brazos.
Mis piernas empiezan a temblar y la soberbia y determinación que
mostraba de camino al coche, se ha esfumado. Todo eso se ha transformado
en un suave rubor. Mis mejillas se vuelven rosadas y un temblor casi
incontrolable me recorre al instante. Esquematizo nuestra nueva situación
en mi mente: Yo, un cachorro. Él, un león. El cachorro se acerca al león con
pasos firmes y dispuesto a ladrarle para asustarlo, pero el león suelta un
enorme rugido y lo acobarda, haciendo que este se vaya con el rabo entre
las piernas. Así me siento ahora mismo, como un jodido cachorro. Y eso
que el señor Woods ni siquiera ha abierto la boca, pero no tarda en hacerlo.
—¡Hola! —saluda lanzado, como si tuviera prisa.
Coge el mango de la maleta que llevo arrastrando y sus dedos rozan mi
mano. Curiosamente, alarga dicho roce a propósito y sigue manteniendo su
mano sobre la mía unos segundos más, haciendo que mi mirada nervuda
cambie al automóvil para evitarlo.
—Buenos días.
—Me alegro mucho verla.
No puedo notar la expresión en sus ojos porque lleva esas gafas oscuras de
sol. Vuelvo a admirar su atuendo más bien coloquial y la manera tan
placentera —y comestible— que encaja todo en él.
—¿Señorita Vega?
Mi boca forma una enorme O y me doy un puñetazo mental.
«Tierra llamando a Aylin».
Es mi conciencia, la cual me recuerda que no puedo ver a los hombres
como si de comida se tratase. Por desgracia, se me están pegando las cosas
de Bert y su predilección por fijarse en el físico de las personas, y eso es,
sin duda, un tremendo error. Enseguida hago un movimiento suave con la
cabeza intentando recuperar mis neuronas. No puedo simplemente
olvidarme de los últimos acontecimientos y no quedar encandilada por el
atractivo que él destila a cada paso.
—Dijo que iba a mandar un coche a recogerme.
—Cierto, lo dije —dice después de depositar mi equipaje en el maletero
del auto vehículo—. Pero cambié de opinión.
Cierra el maletero del auto vehículo con un golpe tosco.
—¿Suele cambiar mucho de opinión?
—No mucho… —Me abre la puerta del copiloto—. Solo cuando es
necesario.
—¿Y en este caso era necesario?
—Lo era, por supuesto —afirma y arranca el motor.
—Pensaba que me echaría para atrás, ¿verdad? —pregunto con voz
mordaz.
—Admito que se me pasó por la cabeza. —Se acomoda en el asiento del
piloto y pone en funcionamiento el vehículo.
—¿Y qué hubiese hecho si me hubiese echado para atrás en el último
momento? —indago inquieta y lo miro con atención cuando este gira
completamente su cabeza en mi dirección.
—Doy por hecho que ha empezado ya con el interrogatorio, señorita Vega.
—Puede ser… —Alzo los hombros y muevo los labios—. Hoy es día de
preguntas, le recuerdo mi condición.
¡Que se fastidie!
—El tiempo nos acompaña, veo. Por cierto, en Miami hará mucho calor,
espero que se haya llevado ropa en conformidad.
—No se preocupe por mi equipaje. —Sonrío más relajada—. Pero no ha
contestado a mi pregunta.
—¿Qué hubiese hecho si se hubiese echado para atrás? —Veo que mueve
el entrecejo y gira el volante, esquivando un coche en nuestro camino.
—Sí, ¿qué hubiese hecho?
—¿De verdad quiere saberlo?
—Me lo prometió. —Me mantengo en posición—. Me dijo que hoy
hablaríamos abiertamente.
—Si me hubiese dejado plantado, hubiese ido a su habitación y hubiese
golpeado esa puerta hasta que me habría abierto. Y después, la habría
raptado.
De repente, deja caer su mano en mi pierna, marcando territorio. Su
repentino gesto hace que me mueva inquieta en la silla del copiloto.
—¿Aun con el riesgo de que…? —Lo miro absorta, aunque su afirmación
no me sorprende en absoluto.
Estoy segura de que no es de los que aceptan una derrota tan fácil. Pero
deberá aprender a esperar, así que le aparto la mano de mi pierna con
brusquedad. Este se rasca la afeitada barbilla para disimular.
—¿Aún con el riesgo de que lo echen de la universidad?
—Con todos los riesgos, señorita. —Me devuelve la mirada y se muerde
el labio de arriba—. A tal grado llega la locura que provoca en mí,
¿comprende?
Suspiro con nerviosismo, sintiendo que me falta el aire.
¡Qué narices! ¿Debería sentirme halagada? Sus palabras, aunque no sé
hasta qué punto sean sinceras, hacen mella en mí; es más, supongo que
despertarían los sentidos de cualquiera. Froto mis manos en mi regazo con
cierta emoción, intentando hacer planes en mi cabeza sobre los pasos que
voy a dar: primero debemos hablar. Él deberá responder a todas y a cada
una de mis preguntas y cuando eso quede aclarado…
—¿Contenta con mi respuesta o se lo digo de otro modo si le he parecido
muy brusco?
—No sé por qué lo dice.
—Porque su rostro ahora mismo me desconcierta, creo que mis
intenciones no son un secreto.
Sus intenciones son que ocurra algo más entre nosotros. «¿Y las tuyas,
Aylin?», evalúo en mi mente rápidamente. Veo que tengo dos opciones.
Una: si me convencen sus argumentos, perderé mi virginidad con él. Y si
todo va bien, seguiremos dándonos placer mutuamente, con fecha de
caducidad incluida, por supuesto. Y eso es hasta que aparezca aquel
príncipe azul que espero y con el cual sí, me podré casar. Miro su alianza de
reojo cuando este mueve la mano sobre el volante.
Y dos: si no me convencen sus argumentos, me lo tiraré igualmente esta
noche, pero a la vuelta lo mandaré al carajo.
—Bueno, dígame los planes que tenemos para hoy. —Abro la ventanilla
del coche, intentando huir de mis propios pensamientos insanos.
—Primero cogeremos el vuelo a Miami —explica—. Tardaremos sobre
tres horas en llegar.
—¿A qué hora sale el vuelo?
—A ninguna. Cuando nosotros queramos.
Me aparto las gafas aprisa y le echo una mirada de consternación por
encima de mis lentes. Lo miro asombrada y observo que las comisuras de
sus labios se arquean con suavidad.
—¿Cómo? —Me relamo los labios, creyendo que no he oído bien; o eso, o
que me está tomando el pelo—. ¿A qué se refiere con «cuando nosotros
queramos»?
—Tal cual. El avión despegará bajo mis órdenes.
—Pero, ¿quién es usted? ¿El puto presidente?
Aquella sonrisa se acentúa en su rostro —bastante raro en él—, y emana
una actitud chulesca. Es como si en su cara quedara esbozado todo el rato
aquel emoticono molón de las gafas de sol, muy común en las redes
sociales.
—No se preocupe, lo sabría si fuera el «puto» presidente —Me imita e
incluso juraría que se lo está pasando de escándalo—. La hubiese llevado a
la Casablanca, no a un ático en Back Bay.
—Era solo una broma.
—Viajaremos en un jet privado —clarifica.
Abro los ojos más todavía y ya no dudo de que este hombre me quiera
volver chalada. No me esperaba nada de esto.
—¿Entonces está metido en la droga? —Empiezo a hablar, nerviosa.
—¿Droga?
Su jadeo desconcertante y el hecho de que no pueda percibir su mirada por
las gafas de las narices, hacen que mi mente colapse aún más.
—Sí, droga. Ya sabe, cocaína, crack, marihuana… —recalco y estoy
girada completamente, inmersa en la confusión. Tan inmersa, que hasta me
he olvidado de que posiblemente este intentará meterme en su cama de una
vez por todas, esta misma noche.
—¡Vaya, quedo sorprendido con sus conocimientos sobre las sustancias
estupefacientes!
—Profesor… —Le miro preocupada—. Si es narcotraficante, mejor
dígamelo.
Y si hasta este instante mostraba una media sonrisa, pareciendo bastante
relajado, veo que enseguida recupera aquel semblante riguroso y seco.
—¿Por qué pensaría eso de mí?
—Porque con lo que gana en la universidad sería imposible que fuera
dueño de un jet privado. —Doy mi pueril opinión—. ¡Eso vale millones de
dólares!
—¿Acaso está subestimando a los profesores?
—No, pero no soy tonta.
—Siento decepcionarla, pero no soy narcotraficante. —Me vuelve a lanzar
una alargada mirada a través de esos cristales oscuros—. No obstante, tengo
ciertos negocios.
—Ya lo entiendo, American Express Co —respiro aliviada y me incrimino
por haberme olvidado de su agencia y montar un drama en un momento.
—Cierto. —Aprueba con la cabeza—. ¿Algo más?
Sin duda, el profesor posee un jet gracias a los exitosos negocios que tiene
y sus honradas ganancias como uno de los más prestigiosos agentes
financieros a nivel mundial.
—Lo mismo pensaba —comenta cuando nota mi silencio—. Por cierto,
después de llegar al hotel, iremos a la habitación y nos arreglaremos para el
almuerzo. —Cambia de tema enseguida—. Almorzaremos solos hoy, pero
esta noche tenemos una cena.
—¿Con qué fin?
—Conocerá a varios socios de la costa sur y creo que la conversación le
resultará atractiva.
—¿Y cuándo es la charla en la universidad de Miami? —Apoyo mi codo
en la ventanilla, absorbiendo todo lo que pueda.
—Mañana por la tarde —informa—. Y después, una fiesta en la playa.
—Suena interesante…
Me entusiasma bastante la idea y le muestro una sonrisa, es inevitable no
reflejar mi alegría.
—¿Le gusta bailar?
—¡Mucho! —replico entusiasmada y junto las manos debajo de mi
barbilla—. ¿Y a usted?
No me responde, solamente voltea su cabeza en mi dirección,
trasladándome una energía invisible de la nada, aparte de buen humor. Es
más, juro que como me siga mirando tal y como lo está haciendo en estos
instantes, nos vamos a estrellar contra el primer árbol o semáforo que haya
en nuestro camino.
—No tenía que haber preguntado, perdón. —Me restriego la mano por la
frente al darme cuenta de que no ha sido precisamente una pregunta
acertada.
—No se preocupe. Solo que bailar no se me da bien.
«Claro, a él se le dan bien otras cosas», susurra mi sucia mente.
—Aunque con usted podría hacer una excepción —añade inequívoco.
—Profesor... vamos a Miami por cuestiones de trabajo —digo rápido,
recordando las mismas palabras que él mismo me dijo en mi habitación
hace tres días.
—Entonces ya no le da miedo quedarse a solas conmigo.
Cuando detiene el automóvil en un semáforo, fijo mi vista a lo lejos,
reflexionando sobre su afirmación. Puedo notar desde aquí el imponente
aeropuerto internacional Logan de Boston.
—Nunca me ha dado miedo.
—Yo no opinaría lo mismo.
No digo nada, obviamente no voy a reconocer delante de él que en
ocasiones me intimida y despierta en mí más cosas de las que me gustaría.
Eso sería como bajarme las bragas yo solita.
A continuación, decido evadirme y abrir mi ventana con disimulo.
Necesito sacar la cabeza por la ventana para que me dé el aire y bajar la
maldita temperatura que está subiendo en el coche. No puedo no acordarme
de que días atrás, su boca estaba entre mis piernas.
Agradezco mentalmente que, de un momento a otro, llegamos al
aeropuerto, de modo que el incómodo silencio que se ha instaurado no nos
pesa tanto. El profesor estaciona su deportivo y le entrega las llaves a una
persona que nos acaba de saludar educadamente. Quiero cargar mi maleta,
pero él me hace una seña con la mano.
—No es necesario, Robert llevará nuestras maletas —informa.
Acto seguido, veo cómo el tal Robert empieza a cargar los dos equipajes,
por lo que me siento realmente inútil. ¡Ahhh! Se me olvidaba que acabo de
descubrir que el profesor es más acaudalado de lo que todos pensábamos y
que tiene empleados por doquier.
Nos dirigimos hacia unas puertas plateadas, seguidos de aquel hombre y
nos encontramos de frente con varios oficiales y dos azafatas. Mientras
nuestros pasos retumban sobre el suelo porcelánico del aeropuerto, las
personas que pasan por al lado, se nos quedan mirando. Seguramente es por
el profesor, ha tenido algunas apariciones en la televisión y en los
periódicos.
—Buenos días, señor Woods —saluda cortésmente uno de los oficiales—.
Señorita —añade este e inclina la cabeza en un modo profesional—. Por
aquí.
Los demás no dicen nada y las azafatas solamente esbozan una amable
sonrisa y también se dedican a comerse al profesor con la mirada, algo de lo
que cualquiera se daría cuenta. Una de ella nos muestra el camino hacia
fuera del aeropuerto a través de un pasillo poco transitado y lo curioso es
que ni siquiera nos piden el documento de identificación. Salimos fuera del
edificio directamente, sin pasar por las demás áreas del aeropuerto.
—¿Se encuentra bien? —Toca mi muñeca y guarda sus gafas de sol en un
estuche de cuero, tras montarnos en un coche.
—¿Por qué lo dice?
—La veo muy seria.
—No creo que esa sea la palabra.
—Adelante.
En menos de tres minutos ya estamos llegando a la aeronave. Desde unos
metros de distancia, noto un avión en miniatura en medio de una pista. Es
un jet privado que brilla espectacularmente, bañado por los rayos del sol.
En lo bajo de las escaleras de aquella ave de acero se encuentra un oficial
de vuelo, el cual agacha la mirada al vernos, acompañado por una azafata
rubia, de cuerpo bien esculpido.
—¡Bienvenidos a bordo! —saluda el oficial y mueve su poblado y canoso
bigote.
Sonrío y saludo con un gesto, mientras el profesor asiente con la cabeza;
en cierto modo, me parece distraído. Recorre con la vista la explanada y es
como si le hiciera un gesto a alguien de otro coche, un automóvil del mismo
estilo, el cual va detrás.
El chofer traslada nuestras maletas a la zona del equipaje y nos
disponemos a subir las estrechas escaleras hacia el interior del jet. Yo paso
primero y él sigue mis pasos.
—Tiene usted un buen culo, ¿se lo he dicho alguna vez? —murmura con
diplomacia cuando las personas a bordo quedan lejos y no nos pueden
escuchar.
Actúo con naturalidad y me planteo que sería un error ser una hipócrita y
una mojigata que se ofende por todo. Entro en su juego.
—Me parece que aquí tiene mejores vistas…
—¿Por?
Le señalo con la cabeza a la azafata que en este preciso momento se está
agachando de manera descarada, mostrando unas voluptuosas formas a
través de la falda lápiz negra, demasiado ajustada, y la cual muestra una
llamativa abertura en el dorso.
—¿Está celosa?
—¿De cuál de ellas en concreto? —Alzo una ceja sin mirarle—. Hay
tantas mujeres que le rodean, que ya me estoy perdiendo. Me volvería loca
si estuviera celosa de todas.
Me mira suspicaz.
—¡Póngase cómoda! —Me señala un asiento gigantesco de cuero, una vez
dentro de la aeronave. Enfrente de aquel asiento, hay otro donde se
acomoda él.
El jet, tal y como me esperaba, se ve opulento y todo en su interior queda
arreglado con un gusto exquisito. Hay solo unos cuantos asientos, todos
ellos de cuero blanco y todo a mi alrededor se me antoja muy limpio. Noto
hasta el aroma de lavanda en el aire, posiblemente sea el ambientador.
Asimismo, todo está dispuesto y cuidado hasta el más mínimo detalle. Con
decir que se encuentra también una mesa cuadrada, repleta de aperitivos de
todo tipo y una botella de champán en una cubitera, justo al lado de una de
las ventanillas.
Me quedo maravillada y pienso que me encantaría que Berta viera esto,
ella es fiel admiradora de los viajes en avión, todo lo opuesto a mí. Aunque
no me desagrada.
—¿Puedo sacar una foto?
—Sí, no hay problema —responde distraído a la vez que procura sacar su
Tablet de un maletín.
Saco unas cuantas fotos, muy enérgica, y se las mando a Berta. ¡Esto lo
tiene que ver ella! Puedo notar por el rabillo del ojo que el profesor me
analiza concentrado y no me sorprendería que piense que soy una
subnormal de pueblo.
—No ha viajado nunca en un jet, ¿verdad? —pregunta.
—¡Ni yo, ni el noventa por ciento de la población, señor Woods!
—Muy ocurrente. —Mete sus manos en los bolsillos y carraspea—.
¿Entonces le gusta?
¿Acaso bromea?
—¿A quién no? —Alzo mis hombros—. En realidad, he visto el interior
de un jet nada más que en las películas… —sigo—. También en un vídeo
que Harry Styles grabó de camino a los Emiratos Árabes —explico agitada
ante su persistente mirada—. Pero bueno, todo se ve mucho mejor en
persona.
Y lo que yo pensaba que sería el inicio de una conversación, es completo
silencio. Enseguida veo que mira el reloj, como si la hora importara ahora
mismo. Casi que me hago una cruz con la mano y pienso que mi profesor
de Finanzas es realmente una persona impenetrable y no hay manera de
conocerlo más. De todas formas, ya estoy preparando un interrogatorio
mental para ponerlo en práctica hoy mismo, en el almuerzo.
—Siéntese.
—Gracias.
—¿Quiere tomar algo? —pregunta cortés.
Súbitamente da dos pasos hacia mi gran sillón de cuero mientras yo cruzo
las piernas. Lo miro hipnotizada y estoy a punto de cerrar los ojos,
pensando que me va a intentar besar. Mantengo la respiración.
¿De verdad me va a besar?
Sin embargo, se inclina sobre mí y me ajusta el cinturón de seguridad que
hay en mi silla.
—Su cinturón. —Arquea los labios con tacto—. Vamos a despegar.
¿Seré imbécil?
Noto en la forma en la que se acaricia la barbilla con su mano que se ha
dado cuenta de mis pensamientos. Y ahora el brujo Woods se hace el
distante, como aquel que no quiere la cosa. ¿Será su forma de torturarme
para hacer que lo desee más?
—Ahh... sí. —Me humecto los labios deprisa cuando él se deja caer en su
sillón y también se abrocha el cinturón de seguridad—. Por supuesto.
Los grandes motores del jet se ponen en marcha y las ruedas empiezan a
deslizarse sobre el suelo, primero con lentitud, para después acelerar de
manera desbocada y levantarnos al aire. Mantengo la respiración y cierro
los ojos. Siempre que el avión despega o aterriza noto una sensación muy
peculiar, sensación que no me gusta para nada. El mareo no tarda en
acecharme y permanezco con los ojos cerrados durante unos breves
momentos.
—¿Se encuentra bien?
No hay forma de librarme de su inquebrantable mirada.
—Sí, es solo la sensación de volar.
Lo curioso es que cuando abro los ojos, observo algo de lo que no me
había percatado con anterioridad. Todas las diminutas ventanas del
aeroplano están ocultas detrás de unas cortinas y no soy capaz de
vislumbrar ni una nube. Miro las cortinas poco convencida, me gustaría
admirar el cielo.
—Ahora vuelvo. —Se levanta cuando el jet alcanza cierta altura y se nos
permite quitarnos el cinturón.
Mientras el profesor se dirige a la zona de los servicios, yo miro el móvil
y veo que Bert me ha contestado con un mensaje. Leo ansiosa y aburrida,
en cierto modo.
¡Qué pasada! ¿Es que el profe tiene un jet? Espero que la próxima vez
te apiades también de tu amiga y la invites.
Me río con ganas cuando veo que su mensaje viene acompañado de un
montón de emoticonos de corazones, aviones y nubes. Y hablando de
nubes, enseguida deslizo las pequeñas cortinas opacas de las dos ventanas
que hay al lado de nuestros asientos, de modo que clavo mi vista en el cielo.
Para mí sería impensable volar en un avión sin verlas, con lo bonitas que
son. Son preciosas, parecen algodón de azúcar y los rayos de sol hacen que
se vean más especiales todavía.
—¿¡Qué está haciendo!?
Oigo de repente una voz grave detrás y noto que el profesor está a un
metro de los asientos. Ha vuelto del servicio sin darme cuenta y no sé a qué
se refiere, sinceramente. Me encojo de hombros y levanto las cejas, con
expresión inocentona. Por su parte, está fijando su vista en... las
ventanillas.
—¡Deje las cortinas como estaban! —alza el tono de voz, turbado.
—¿Qué...? —tartamudeo—. ¿Las cortinas? —pregunto confundida y me
dispongo a ocultar rápidamente aquellas ventanillas.
¿Qué mosca le ha picado?
Este empieza a caminar molesto hacia su asiento.
—¿Tiene vértigo?
—Señorita, viajará más veces conmigo en este jet. Le advierto, ¡no vuelva
a dejar las ventanas a la vista!
—Vale —contesto incómoda—. No sabía que tenía vértigo. No volverá a
pasar.
—No es vértigo.
—¿Entonces?
Me está entrando mucha curiosidad y eso es lo peor que me podría pasar.
—No le puedo contestar —replica tan jodidamente tranquilo, dejándome
con todas las ganas de saberlo—. Debo realizar una llamada urgente,
disculpe.
No insisto porque de momento percibo su irritación y, además, tampoco
me deja muchas opciones. Está ya con el móvil en la mano, efectuando
aquella llamada. Visto lo visto, coloco unos auriculares en mi móvil y le
doy al reproductor de música, dejándome llevar por la melodía.
Unos quince minutos más tarde, para entretenerme y olvidarme de que el
profesor y yo hemos empezado el viaje con el pie izquierdo, empiezo a
leer un libro que me he traído sobre la rentabilidad. Parece que él también
está trabajando en su Tablet asiduamente, aunque de vez en cuando
interrumpe su tarea y me mira con interés. No intento iniciar una
conversación, en cambio, me evado completamente y quedo inmersa en la
lectura, intentando calmarme.
***
Al cabo de unas horas, que en realidad se me han pasado rápido porque he
escuchado unas tres veces mi lista de canciones de Spotify, he sacado
apuntes del libro y he chateado por mensajes con una amiga de la infancia,
que actualmente reside en Long Island, el jet aterriza en el aeropuerto de
Miami. En menos de media hora nos estamos dirigiendo al hotel en un
automóvil pomposo, igual de caro que todos en los que me he montado
desde que el profesor ha entrado en mi vida.
—Ha estado muy callada durante el viaje —comenta.
—Igual que usted.
—No debí reaccionar así en el jet —se excusa—. Es normal que usted no
lo sepa y le debo una disculpa.
—Creo que a veces es demasiado impulsivo, señor.
Me abanico con la mano y miro por la ventana.
—¿Le digo al chófer que suba el aire acondicionado?
Ahora mismo nos encontramos los dos sentados en el asiento de atrás,
sudando por el calor abrasador que hay en Miami. Me siento como si
estuviera en una sauna, sin ir más lejos.
—Sí, por favor —respondo acalorada.
La pantalla del coche muestra 29, 5º. El cambio de Boston —una ciudad
al norte, mucho más fría— al sur, es bastante notable. Tengo sudor en cada
rincón de mi cuerpo y estoy deseando llegar al hotel para tomar una ansiosa
ducha.
—Aquí tiene un pañuelo. —Se pasa una mano por la frente, la cual está
brillando.
—Gracias.
Suelto un bufido mientras observo que él saca del bolsillo un pañuelo y,
en lugar de dármelo en la mano, lo acerca a mi cuello, igual que su rostro al
mío. Me coge desprevenida en el instante en el que roza mi piel con aquel
trozo de papel. Empieza a deslizarlo lentamente por mi cuello, con mucha
sensualidad, mientras no quita su vista de mis labios y ojos. Finalmente,
baja con descaro hacia el escote.
Algo se empieza a remover en mi interior cuando noto sus manos y el
papel tocando el sitio donde mis senos se juntan. Y si antes estaba sudando,
me parece que ahora estoy peor que si saliera a hacer footing envuelta en
una bolsa de plástico.
Su tacto eriza mi vello, de modo que inspiro y espiro con fuerza.
—Pensaba que no le gustaban los pañuelos de papel. —Sonrío cuando
recuerdo aquel vergonzoso primer día que nos conocimos.
—¿Sabe? —Echaba de menos su voz incitante—. Me parece que hasta les
he tomado cariño. Usted tiene la culpa.
Me guiña el ojo y después retira su mano para bajarse del coche deprisa.
Se coloca las oscuras gafas y suspiro de nuevo, pensando que puede ser tan
encantador a veces.
Un hombre que se encuentra en la entrada me abre la puerta del vehículo
rápidamente. Tras entrar por una puerta de las giratorias —que me encantan
—, ingresamos en el suntuoso hotel, a pie de la playa. Una mujer de
mediana edad se presenta cortésmente y nos indica el camino a las
habitaciones. Detrás de nosotros camina el botones, cargado con nuestro
equipaje y haciendo que vuelva a sentirme una inútil. Siempre he
llevado mis maletas cada vez que he viajado, y el hecho de que ahora no lo
haga, me provoca una sensación extraña.
—Les deseamos una feliz estancia en nuestro hotel. —Se despiden con
mucha formalidad—. Señor… señorita…
Tras depositar las maletas en la enorme habitación, se retiran los dos y nos
cierran la puerta. En realidad, este sitio de habitación no tiene nada. Me veo
en medio de una suite de un hotel de cinco estrellas y empiezo a girar mi
cabeza alrededor, maravillada. El olor de las flores que hay en los jarrones
colocados estratégicamente en todos los rincones me embriaga. Los sofás y
mesita de café del estilo clásico, al igual que los cuadros ostentosos y
alguna figura decorativa que otra, hacen que sienta que estoy en una de las
estancias principales de un castillo, y no precisamente en un hotel.
—¿En qué está pensando?
Su minuciosa mirada sigue explorando cada uno de mis gestos.
—En que… dormiremos aquí juntos.
—No si usted no lo desea.
Cambio mi mirada de la cama a él.
—No comprendo, pensaba que había reservado esta suite para los dos.
¿Seguirá con la misma jodida actitud del jet, rehuyendo y pretendiendo
que no tiene el mismo interés en mí? Fijo mi vista sobre la cama colosal que
se alza en medio del cuarto mientras siento sus lentos pasos detrás.
—Así es. Pero quería que usted mantuviera su privacidad y… —
Carraspea—, no tenía muy claro si iba a estar cómoda compartiendo la
cama conmigo desde la primera noche.
Aprieto los ojos, todavía desconcertada por su caballerosidad.
—¡Véngase por aquí!
Camino detrás de él, sin dejar de mirar encandilada aquellos objetos tan
exorbitantes de la suite. Casi choco con su ancha espalda cuando este se
detiene y abre unas puertas dobles de roble que hay a la derecha. Me invita
a entrar en una habitación próxima, igual de grande que la primera y con
unas vistas impresionantes a la playa.
—Dormirá aquí si no se sentirá cómoda conmigo.
Cuando mi mirada alcanza las amplias ventanas de aquella estancia, quedo
verdaderamente absorta por las inigualables vistas y no le respondo. En
cambio, camino como poseída en dirección a la terraza. No puedo evitar
salir al balcón y admirar el océano, tan sumamente impetuoso e infinito.
—Aquí el azul es más intenso que en Boston… —musito a la vez que
agarro la barandilla con mis manos e inspiro profundamente.
Aunque Boston sea un sitio de playa, aquí todo es diferente.
—La temperatura también es diferente —responde él, una vez que me
alcanza.
—Cierto —afirmo—. Precioso, ¿verdad?
Cuando coloca sus manos en la barandilla del balcón, sus dedos rozan mi
piel y me sobresalto.
—«Precioso» es una palabra muy insignificante comparado con…
Escucho sus palabras mientras continúo escaneando aquella infinidad azul
calmada y reluciente con un fuerte tambor alojado en mi pecho.
—Con lo que siento yo cuando la miro —Su voz se torna entrecortada—.
Y cuando miro sus preciosos ojos del mismo color que el océano.
Aprieto más la barandilla metálica cuando él roza mi mano con sus dedos.
Acto seguido, coge mi mano en la suya, y de alguna manera, hace que me
vuelva a él. Nos quedamos de frente, silenciosos y posiblemente
emocionados. Al menos yo.
—¿Lo dice de verdad? —El tacto de su piel me quema.
—Es la pura verdad. Amo el azul de sus ojos, señorita Vega.
Lleva su mano a mi cara, a la vez que atrae más mi cuerpo hacia él con su
otra mano. Después, deja caer sus dedos sobre mi mejilla y me empieza a
acariciar, mientras mis ojos quedan anclados en los suyos. Mi vista
atraviesa aquellos ojos negros, tan enigmáticos e intensos, los cuales
provocan la más atroz de las pasiones en mi interior. Entreabro los labios
con el roce de su los suyos en mi tez y su boca alcanza a la mía, sin siquiera
darme cuenta.
Estoy aturdida por los nervios que siento al encontrarnos a solas, en un
sitio paradisiaco como este, y también por su presencia. Y ahora es cuando
comprendo el motivo que había detrás de las rosas azules que me envió a la
residencia.
Le recuerdan al color de mis ojos.
¡Por dios! Mi corazón palpita cuando presiona su boca sobre la mía con
poderío. Cierro los ojos mientras siento la suave brisa y disfruto de su
dominante beso. Algo tan opuesto, pero tan placentero en igual medida.
Sin lugar a duda, Brian Alexander Woods me tiene embaucada.
CAPÍTULO 16
JUEGO PERVERSO
—¿Y cómo sé que dice la verdad? —Me sale un suspiro del alma—.
¿Cómo sé que siente todo eso que está diciendo cuando me mira?
Los dedos del profesor siguen acariciando mi mejilla, pero al instante, su
mano baja hacia mi cuello muy despacio y me empieza a rozar con
erotismo.
—Creo que se lo he demostrado. Pienso que ya le he dado a entender que
me fascina —responde con voz suave y desliza sus dedos hacia mi nuca—,
y que la deseo como nunca en mi vida he deseado a nadie.
Su mano sube hacia la parte inferior de mi cabeza y enreda sus dedos en
mi rebelde cabello, a la vez que aproxima sus labios a los míos.
—¿Es consciente de que tenemos una charla pendiente? —Intento hablar.
Una verdad irrefutable en todo esto, es que, si me vuelve a besar, estaré
perdida.
—Lo sé. —Tensa los labios y retira su mano enseguida, al mismo tiempo
que mira el suelo.
Acabo de interrumpir su ritual de seducción y, aunque me muera de ganas
de besarlo, esa conversación es muy necesaria, por lo menos para mí.
—En veinte minutos bajamos al restaurante del hotel para almorzar —
añade y mira un Smartwatch con el cual ha sustituido su Rolex—. No tarde.
—¿Dónde está mi baño? —pregunto.
Pienso en la ropa que vestiré en el almuerzo. El calor es abrasador y en
incremento, por lo tanto, agradezco que me haya traído también unos
cómodos vestidos veraniegos.
—Hay un baño nada más.
—¡Ahhh! —exclamo confundida—. Al decir que tenía mi cuarto, pensaba
que tenía mi propio baño también.
—No. Hay solo uno, por lo tanto, le doy prioridad —indica y también me
señala la puerta de la terraza, insinuando que pase yo primero.
—¡Vaya! Es todo un caballero…
—Aproveche de que lo sea porque cuando la tire a esa cama que ve ahí,
todos estos modales habrán desaparecido —comenta con osadía en mi oído.
Mientras, me rodea desde detrás con un brazo y con el otro me señala la
inmensa cama. Trago en seco, odio que me sienta tan torpe en su presencia
y me deje sin palabras.
—¿Me quiere asustar, o qué?
Giro mi cabeza en su dirección cuando este mueve los dedos con suavidad
en mi abdomen.
—No, de hecho, solamente la quería advertir.
Mi traicionera mente empieza a confabular escenas placenteras de él y yo
bañándonos en aquellas sedosas sábanas y dejándonos llevar por aquel
demente deseo que recorre cada milímetro de nosotros.
¡Puñetas! Maldigo mi necedad e intento controlarme, mostrándome
calmada y en cierto modo, despreocupada.
—Habla como si me fuera a pegar y no a acostarse conmigo, señor
Woods.
—Piensa que estoy bromeando…
—Por curiosidad, ¿dónde tiene el látigo?
Me río al momento, fruto de lo nerviosa que me siento. Él percibe mi
burla y se separa de mí distraído. Acto seguido, mete las manos en los
bolsillos —otro de sus gestos estrella.
—Le quiero hacer muchas cosas. Y en realidad, señorita... probaríamos la
cama ahora mismo si no tuviéramos esa estúpida charla pendiente —suelta
esto con un gruñido y da unos tres pasos hacia la puerta—. Tengo que hacer
una llamada, ¡dúchese!
Sale corriendo de la habitación, a la vez que tira del cuello de su camiseta
con dos dedos. ¿Ducharme? Frunzo la frente cuando veo la puerta cerrarse.
Necesito ducharme, sí. Y también echarme por encima un camión de
cubitos de hielo.
¡Por Dios!
Empiezo a buscar el cuarto de baño, medio desquiciada e intentando
volver en mí. Cuando finalmente lo encuentro, quedo impresionada por el
gran tamaño, ya que parece una inmensa habitación, en vez de un baño. En
medio, se encuentra la ducha, pero también una bañera sumamente
moderna. Una bañera bastante grande diría, tanto que parece un jacuzzi.
Mientras que le doy al agua de la ducha y examino los tipos de jabones y
champús que hay sobre un estante metálico, vuelvo a pensar en lo directo
que es el señor Woods. Cuando me habla así, tan descaradamente, mi
cabeza se va por ahí a pasear y me enciendo como una adolescente.
Me enjabono tarareando una canción muy entretenida con la espuma y
disfruto del agua y el gel de ducha con olor a frutas del bosque. Tras
finalizar, decido colocarme un vestido floral muy colorido y alegre. Este es
corto y lleva unos botones, desde arriba hasta la parte de abajo, bastante
fácil de quitar. Sonrío con malicia y me sale una vena provocativa que
desconocía de mi persona. Admito que quiero provocarlo y también
confieso que, en este momento, tengo a Bert en mi cabeza, diciéndome
«¡Tíratelo!».
¡Oh! Me seco el pelo mojado, pensativa. Más bien él a mí, yo soy novata.
Hasta ahora no me he detenido mucho a pensar que no tengo nada de
experiencia. ¿Y si no le va a gustar? Él está acostumbrado a estar con
mujeres experimentadas, fogosas y que saben hacerlo. En cambio, yo no
tengo ni la más remota idea de lo que me espera. Me sonrojo.
Súbitamente, oigo un ruido que proviene desde la habitación. Me asomo
de puntillas cuando escucho algo cayendo sobre la mesa. Veo su silueta y
parece molesto. Empiezo a correr deprisa al lavabo cuando observo desde
detrás de la puerta que camina con pasos agigantados hacia el baño.
Me doy la vuelta y finjo calma, de manera que este me encuentra delante
de un espejo, con mi estuche de maquillaje entre mis manos.
—Hola.
—Hola…
—Muy buenas vistas.
Nuestras miradas se encuentran en el espejo.
—¿Ehm? —pregunto con cara de idiota.
Me vuelvo hacia él, pero mejor me hubiese quedado quieta. Miro con
estupor cómo se quita de golpe la camiseta Versace, seguramente
empapada, y la tira encima de un mueble. Su torso está brillando en la
intensa luz de los focos y unas gotas de sudor se deslizan en su pecho. Me
muerdo los labios. Hasta con sudor y todo se ve terriblemente cañón.
—Le queda muy bien el vestido.
Le sonrío y llevo una brocha a mi mejilla, dispuesta a ponerme colorete y
maquillar mis ruborizadas mejillas. Pero este no se detiene ahí. Empieza a
bajarse la cremallera del pantalón y se los quita. Tras este, deja caer el
bóxer por sus musculosas piernas.
¡Carajo!
Ni parpadeo, solo sé que no sé dónde meterme. ¿Está en las jodidas
pelotas ahora mismo?
—Bueno, quedarme bien, no sé —hablo—. Eso es subjetivo, como usted
bien dijo…
Sigo mirando el espejo, extremadamente incómoda, y si antes me he
sonrojado, ahora mismo mi cara parece un tomate pasado.
—Lo que para usted es atractivo, para otro no. Este es un claro ejemplo de
que la subjetividad existe, como bien afirmaba en nuestro «espectacular»
almuerzo en el Blue Lagoon, tras encontrarlo con una mujer en su ofi… —
Me detengo y pongo los ojos en blanco—. Mejor no lo recuerdo. Señor,
para mí, sin duda, este es un vestido más y… y…
—Señorita…
Tartamudeo. No puedo evitar mirarlo. Su miembro está colgando entre sus
piernas y es bastante imponente, y eso que su erección no es completa, sino
a medio gas. Mi corazón empieza a latir con fuerza cuando percibo su firme
acercamiento y se me cae la brocha del maquillaje en el lavabo. ¡Nada
nuevo! Mi jodida torpeza ha hecho acto de presencia una jodida vez más.
—¿Ha terminado con su discurso sobre la subjetividad?
—¿Qué está haciendo? —susurro con un hilo de voz cuando este de
repente coloca una mano en mi cintura.
No puedo mirarle a la cara y solamente cruzo mis ojos con él a través del
espejo, al sentirme asustada, aunque esa no sea la palabra.
—Nada. Solo me voy a duchar. —Se agacha para coger una toalla del
montón de toallas blancas que hay en la parte baja del mueble. Aun así, no
pierde la oportunidad de rozar mis nalgas, accidentalmente.
—Ah, bueno…
Sonrío crispada y recojo el estuche deprisa.
—Aunque… —Aprieta sus dedos en mi cintura de la nada y sus labios
golpean mi oreja —confieso que me está haciendo pasar una cruel prueba.
Prueba que no sé si seré capaz de superar.
—No sé de qué prueba habla. Yo no pretendo…
Su tersa piel y su acercamiento hacen que tirite.
—Mantenerme alejado de usted hasta la hora del almuerzo —Sus palabras
son precisas y hacen que sienta cosquillas en mi espina dorsal—. De eso
estoy hablando.
Aprieta su boca en mi mejilla y se da la vuelta con brusquedad,
completamente desnudo. Mi cabeza da vueltas y, antes de que se meta en la
ducha, aprovecho y le miro el trasero mientras clavo mis colmillos en mi
labio inferior, sumamente trastornada.
«¡Pedazo culo!», pienso y alzo una ceja.
Jadeo. Necesito que me dé el aire y olvidarme de su jodidamente apretado
trasero, todo músculo. Mis hormonas están por las nubes y, tras aplicarme el
maquillaje y un poco de pintalabios, salgo al balcón deprisa. Sin duda
alguna, sería mejor ir a admirar el océano y olvidarme del río desbocado
que fluye entre mis piernas ahora mismo.
Me quedo en la terraza hasta que me aseguro de que el profesor se haya
vestido, pero él me llama enseguida.
—¿No se ha traído la lencería que le compré? —Señala mi maleta abierta
sobre la cama, la cual deja entrever mi ropa interior y el bikini.
—¿Pensaba que estaba bromeando? —respondo con otra pregunta,
asegurándome de que esté vestido—. Le devolveré la caja cuando volvamos
—añado.
Escucho que emite un bufido y esboza un rostro exasperado.
—No hace falta, es su regalo. Vamos a bajar a almorzar antes de
enfadarme más. Todavía pienso en si usar con usted aquel látigo del que
hablaba.
Me sale una risita involuntaria.
—Ni siquiera eso hará que cambie de idea.
—Creo que ya le dije que es demasiado testaruda. —Se da la vuelta y abre
la puerta, invitándome a salir.
Cojo un sombrero muy simplón que me he traído de Boston y mis gafas
de sol antes de abandonar la suite.
—Usted quiso viajar conmigo.
Acto seguido, le guiño el ojo.

***
La terraza del restaurante en el que hemos quedado para almorzar está
repleta de clientes sumamente elegantes, que destilan estilo y poderío
mediante los atuendos de grandes marcas y la actitud un tanto soberbia.
Asimismo, otros llevan la ropa de la playa, la cual puedo vislumbrar justo a
unos pocos pasos. El sonido estrepitoso de las olas golpeando la orilla
resuena de fondo y la brisa del mar nos acaricia, de modo que fijo mi
sombrero con una mano. Al instante empiezo a escanear el selecto
restaurante de nuestro hotel y observo que, a unos metros, una piscina
descomunal impone con su presencia. El oasis azul está rodeado de
palmeras y de una gran variedad de sombrillas y tumbonas de mimbre,
sumamente sofisticadas.
Un camarero trajeado se acerca y después nos muestra una mesa.
—¿Qué quiere tomar? —pregunta el señor Woods.
Acomodo la servilleta de un blanco impoluto en mi regazo.
—Lo mismo que usted.
Lo miro por debajo de las pestañas pensativa, en realidad no sabría
realmente qué tomar. Este pide una botella de vino tinto fresco y después
algunos platos, la gran mayoría de marisco. Ya me he percatado con
anterioridad de que el profesor tiene gran predilección por el pescado y el
marisco.
—¿Le gusta el sitio?
Se mueve inquieto en la silla y señala el hotel con la cabeza.
—Mucho, la verdad.
Mi mirada resbala sobre el polo de color oscuro que se amolda
exquisitamente a su torso y brazos. Aun así, no dejo de preguntarme a mí
misma porque no es capaz de renunciar al color negro, incluso en un sitio
como Miami, donde el sol brilla con más fuerza.
—Me alegro —replica con la sobriedad que siempre le caracteriza—.
Entonces… comprendo que quiere tener una charla seria.
—Así es.
Una respuesta rotunda, agradecida de que él haya sacado el tema. Igual lo
iba a sacar yo.
—Dígame, ¿qué quiere saber?
—¿Qué quiere de mí? —pregunto tajante mientras le doy un sorbo a mi
copa de vino.
—Es obvio lo que quiero.
Intento controlar mi respiración. Conozco perfectamente su don de la
oratoria y lo elocuente que puede llegar a ser. Desde esta mañana he
decidido actuar con inteligencia y no permitirle manipularme, como ha
hecho en otras ocasiones.
—Quiero saber qué más quiere de mí, aparte de... eso.
—Lo único que quiero es hacerla disfrutar, no es otro mi propósito.
—¿Qué pasará después de esta noche? —Cruzo las piernas, intentando
contrarrestar los nervios que me sacuden por dentro.
—Sabe que estoy casado. Y quiero que lo tenga claro desde el principio.
Quedo hipnotizada por sus labios, los cuales rozan el filo de la copa de
cristal lentamente cuando le da un sorbo sutil a su copa.
—Lo tengo claro, descuide.
—Me alegro —Aprieta su boca, sin esbozar la más mínima sonrisa.
—¿Y si llegara a enamorarse de mí? —inquiero atrevida y dejo caer mis
codos sobre la mesa.
Lo fijo con una mirada expectante y noto que guarda silencio por unos
instantes. Siempre va por delante de mí y no me cabe la menor duda de que
sabe que lo quiero poner a prueba, ya que puedo notar que sus ojos se han
vuelto más turbios.
—El amor no se me da bien, señorita Vega.
—Al igual que bailar —añado con resquemor, inconscientemente
decepcionada.
Posiblemente sea así porque en el fondo me gustaría que el profesor se
enamorara de mí, y que él sea aquel príncipe azul que espero con ansias.
—Así es.
—¿Entonces por qué tiene un cuadro en su dormitorio en el que pone
«amor» en griego? —cuestiono.
—No tiene importancia.
Acaricia el cristal de su copa con el dedo gordo.
—¿No le parece raro, profesor?
—No puedo contestar a eso.
—¿Por qué le da miedo volar en avión?
—No es miedo —Me aparta la vista—. Y... tampoco puedo contestar.
Mi mirada baja a sus fuertes manos y me llama la atención la manera en la
que aprieta el puño. Sus rasgos se vuelven rígidos de repente.
—¿Por qué sigue casado si ni siquiera vive bajo el mismo techo con su
esposa?
—No es su problema.
—¿Qué significa Álympos? —insisto con mirada decidida. O ahora, o
nunca—. ¿A qué se refería su mujer con que no fue a Álympos aquella
noche que me quedé a dormir en su ático?
Agranda los ojos, sorprendido.
—Si buscó el significado de la palabra que había en el cuadro, supongo
que lo habrá hecho también con Álympos ¿Por qué me pregunta? —Se toca
el mentón, sin apartar la vista e intenta mostrarse calmado, a pesar de su
evidente nerviosismo.
—Sí, la busqué. Significa «Olimpo» en griego. Pero no encontré más
información.
—¡Vaya! Ha hecho muy bien la tarea, aunque no me debería sorprender en
absoluto, es muy aplicada —habla cortante y se inclina hacia atrás, con
lascivia.
—¿Qué es ese sitio?
—Señorita, en realidad no puedo contestar a nada.
—¿Lo ve? —recrimino indignada—. Se suponía que íbamos a tener una
conversación honesta y, en cambio, ¡oh! ¡Me parece que ha sido una
pérdida de tiempo! —Suelto un bufido, bastante molesta.
¡Qué puñetas!
Deseo levantarme de la mesa e irme de aquí urgentemente, al ser
consciente de que él no está respetando su promesa. Sin embargo, el
profesor no me permite levantarme y de momento atrapa mi muñeca con
firmeza.
—¡Quédese! —ordena serio—. Necesitamos hablar, ¿de acuerdo?
Mis facciones se suavizan y vuelvo a sentarme en la silla, extremadamente
esperanzada.
—Le voy a decir la verdad, aun cuando no quiera volver a verme nunca
más —confiesa tras mirar el suelo durante unos breves instantes.
Yo solo quedo expectante y me cruzo de brazos cuando observo que su
rostro se enciende instantáneamente.
—Lo cierto es que... soy muy diferente a cualquier hombre que podría
conocer.
—En eso estamos de acuerdo —completo.
—El cuadro es una reliquia familiar. Mi vida no ha sido nada fácil y no
voy a entrar en detalles. Me cuesta hablar de ello. De alguna manera, el
pasado hace que seamos las personas que somos hoy en día...—Hace una
breve pausa—. Y quiero dejarle en claro que no deseo que se haga ilusiones
conmigo. Nunca dejaré a Lorraine, ni me casaré con usted.
«No podía haber sido más claro», pienso asombrada, aunque en cierto
modo lo veía venir.
—¿La ama? —pregunto y aprieto los labios, crispada.
—No lo está entendiendo —prosigue, sin quitarme la vista —. Nunca la
he amado, ni he amado a nadie. De hecho, dudo que alguna vez pueda amar
a alguna mujer.
—¿Y por qué no? —Entreabro los labios, controvertida—. ¿Cómo puede
una persona vivir sin amor?
—Al igual que una persona puede vivir sin sexo, señorita Vega. Le
recuerdo sus propias palabras.
—Entonces si igualmente no la ama… —hablo con voz ahogada, sin
entender nada—, ¿por qué no se divorcia?
—No puedo. Hay lazos muy fuertes que me unen a ella.
—¿Tiene que ver con eso que ella dijo... con el «Olimpo»? —pregunto
deprisa en el tormentoso intento de sonsacarle algo de información.
—Hay cosas a las que no podré contestar y esta es una de ellas.
Veo cómo aprieta aquella mandíbula, bien conturbado.
—¿Por qué? ¿No confía en mí?
—Y usted... ¿confía en mí?
Típico de él, contestarte con otra pregunta.
—Es lo que estoy intentando, pero…
—No lo haga. De hecho, le aconsejo que no confíe en mí, ni intente
conocerme, ¿vale? Señorita Vega… —Carraspea—, sufriría mucho.
Su lengua viperina me está hiriendo.
—¿De verdad piensa que eso es algo que se puede controlar?
—Yo solo le estoy exponiendo la situación. Quería sinceridad y aquí la
tiene.
—Me ha hecho pensar que era especial para usted —le recuerdo bastante
decepcionada, mientras una sensación de ahogo me invade.
—Y lo es. —Coge mi mano entre sus manos y hasta diría que parece
emocionado—. Ahora mismo no puedo sacarla de mi mente.
—¿Y las demás mujeres?
—Le aseguro que en este momento no hay nadie más en mi mente. ¡Solo
usted!
—No lo entiendo, juro que no le entiendo... —Alzo mi abatida voz y retiro
mi mano.
—Comprendo su reacción, pero yo soy de esta manera. Soy una persona
extraña y… —Se detiene—, mis gustos sexuales también.
—Haga que lo entienda y que le conozca mejor, por favor.
—Conocerá de mí lo que tenga que conocer. Ni más, ni menos.
Le da otro sorbo a su copa y vuelve a endurecer sus facciones.
¿Pero de qué está hablando?
—¿Y qué tengo que conocer? —pregunto un tanto afligida, al mismo
tiempo que el profesor juega con el cuchillo que hay en la mesa, pensativo.
—Como ya sabe, quiero tenerla desesperadamente. Hay cosas que... —Me
mira persistente—, me producen placer y no sé si usted las podrá tolerar.
Quizás otra mujer sí, pero no usted.
—¿A qué se refiere?
—Me produciría placer verla en la cama con otro hombre.
Me atraganto con el sorbo de vino que acabo de tomar de la copa y
empiezo a toser desenfrenada.
—¿Está hablando de usted y otro hombre más?
Siento mi cadencioso pulso en todo mi cuerpo y se me ocurre que quizás
haya un malentendido y él no haya dicho lo que acabo de escuchar.
—Sí —afirma desvergonzadamente—. Sé que no debería hablarle de esto,
usted es virgen. Y sí, confieso que todo lo que está pensando de mí en este
preciso momento es cierto. —Su tono se vuelve jocoso—. Soy un
depravado, lo sé. Pero el placer es desmesurado, hágame caso, le aseguro
que disfrutaría mucho.
—¿Está demente?
—Pues sí, posiblemente esté compartiendo habitación en este hotel con un
demente.
—Y si no le importaría que estuviera con otro delante de sus narices. —
Agito la mano enojada y lo señalo— ¿por qué se puso así de celoso cuando
bailé con mi amigo Adam?
—No es lo mismo que lo haga con una persona que yo elija, que a que lo
haga con otro hombre.
—Es decir...
Lo miro con horror e intento tragar la saliva atorada en mi garganta.
—¿Que yo no puedo elegir con quién hacerlo? ¿Lo haría usted por mí? —
sigo conmocionada y no sé cómo diantres no me he caído ya de la silla por
el shock.
—Así es. Me niego a que usted se vea con otros hombres que no sea yo.
Porque es solo mía y se lo dejé claro desde el principio.
¿Qué broma barata es todo esto?
—¿Solo suya?... ¡Y de los que llame para que me follen mientras que
mira! —hablo con rudeza.
—Podría llamarlo así. Yo lo llamo placer.
Mi cabeza está por estallar y no me lo puedo creer. Me avergüenzo de las
palabras que estoy usando al instante, ya que no es propio de mí hablar de
este modo.
—¿Placer? Lo que me faltaría saber es que le van las orgías también. —
Aleteo la mano sumamente indignada.
—También me van, sí.
Sigue jugando con el puñetero cuchillo sobre la mesa mientras mi
respiración se vuelve descontrolada. De repente, noto cómo mi tensión
sube.
—Me está diciendo que... ¿también ha participado en orgías?
—Así es —responde sereno.
Abro la boca, desconcertada.
—¿Algo más? —Carraspea y mira el suelo por un momento, para que
después vuelva a alzar aquella misteriosa mirada.
—De hecho, debería preguntarle yo. —Levanto mi mano amenazante y
mis ojos sueltan chispas—. ¿Algo más que deba saber?
Temo mucho su respuesta.
—Que a veces me gusta hacer uso de ciertos juguetes.
—¿Juguetes?
—Sí, juguetes sexuales. Y también ciertos artilugios —habla firme y
frunce sus labios—. Quería saberlo todo, ¿verdad?
—¿También le gusta ese rollo? —pregunto incrédula y derrotada al mismo
tiempo.
—Me gusta todo lo relacionado al sexo no convencional. —Aclara su
garganta—. Y lo cierto es que soy insaciable.
¡Oh! No sé dónde meterme.
—¿Y no puede tener sexo normal y ... ya está?
Se inclina sobre mí y me mira sugerente.
—Puedo, por un tiempo. Pero «el sexo normal y ya está» no es para mí,
señorita Vega —recalca mis propias palabras.
Por mi parte, me llevo las manos a la cabeza. Siento como si un terremoto
se hubiese instalado en mi interior.
—¡Joder! —maldigo en voz alta—. ¡Usted es un jodido pervertido!
Por su parte, arquea sus labios, esbozando una leve sonrisa.
—Lo siento. No se lo puedo negar. —Se encoge de hombros.
Es la segunda vez que me quiero morir en menos de una semana.
—¿Y por qué no me lo ha dicho antes y ha esperado a que viajemos hasta
aquí?
—Recuerde que es mi asistente. Independientemente de si usted vaya a
estar de acuerdo en tener sexo conmigo o no, deberá acompañarme como
mi asistente.
—¿Y qué pasará si no acepto? —pregunto audaz y empiezo a temblar.
—¿Está segura de que no quiere experimentar todo lo que le he dicho? Le
aseguro que, si se deja llevar y me deja proporcionarle placer a mi manera,
nunca se arrepentirá. Será inolvidable y lo cierto es que… la necesito —
habla con euforia e intenta tocar mi mano, pero se la retiro enseguida.
—¡Usted lo que necesita es un psicólogo!
Me estoy aguantando las lágrimas. Definitivamente, no me esperaba a esta
conversación tan descabellada, pero no voy a dar lugar a que él me vea
llorar. Y como mi dignidad es más importante que todo esto, a
continuación, me levanto de la silla. Abandono la mesa aprisa,
dirigiéndome a la suite del hotel a una velocidad vertiginosa, pero él me
sigue, por supuesto. Escucho unos pasos rápidos detrás y su voz, la cual me
está llamando.
—¿Qué está haciendo, adónde va?
Cojo el ascensor deprisa mientras el corazón me late con locura. Siento
que me encuentro sin expectativas, ni planes. Mis ilusiones y viaje
improvisado se acaban de ir a la mierda.
—¡Déjeme en paz!
Cuando entro en la habitación, él me sigue adentro con desesperación.
— ¡Usted quería la verdad! Se la he dicho y ahora está huyendo de mí.
¡Pensaba que era más valiente, diablos!
—¡No se acerque a mí! —grito rabiosa y empujo la puerta de la habitación
contigua.
—¡Yo soy así! Ya le dije que soy así de retorcido, pero no me hacía caso.
Usted veía en mí algo que no existe.
—¿Y por qué no te mantuviste lejos de mí, maldita sea? —le suelto,
mientras le lanzo con rabia una sandalia que recojo de mi maleta.
Este la esquiva como un verdadero deportista e intenta alcanzarme.
—Porque la necesito. La necesito muchísimo, ¡entiéndalo!
Se acerca casi corriendo a mi habitación, pero le cierro la puerta en la
nariz de un golpe y la sujeto. ¡Puñetas! No hay ningún cerrojo, de manera
que tengo que hacer fuerzas para sujetarla.
¡Me puedo joder! El profesor lo tenía todo planeado. Mi mente está
nublada y tengo una sensación de ahogo por dentro. Y confieso que, aunque
no esté enamorada, me siento engañada y decepcionada, al igual que
empiezo a ver con más claridad ciertas cosas.
—Señorita Vega, por favor, ¡abra!
Su tono es más suave, aunque al mismo tiempo que habla, empieza a
ejercer fuerza desde el otro lado de la pesada puerta.
—¡Déjame tranquila!
Yo sigo sujetándola con mi peso para impedir que entre, pero no sé cuánto
tiempo más podré aguantar.
—Ya sé que acaba de llevarse una decepción conmigo, aun así, es muy
importante para mí y no lo dude en ningún momento. ¡No puedo estar lejos
de usted ni un segundo! —susurra detrás de la puerta.
—¡Me tendiste una trampa tras otra hasta llegar a este punto! —rujo
desquiciada desde el otro lado—. ¿Qué crees que no me he dado cuenta de
que lo planeaste todo? Me dijiste ir a tu despacho a las 11:30 y llamaste a
esa mujer para que yo os encuentre. ¡Niégalo!
Estampo la palma de mi mano en la madera, muy alterada.
—¡Déjeme entrar! —ruega y, de alguna manera, consigue invadir mi
cuarto. Consigue abrir aquella puerta que estoy sujetando porque claro, es
más fuerte que yo.
—¡Fingiste! —le acuso con una rabia descomunal—. ¿Por qué?
—Para ver su reacción. Ya me había dado cuenta de ciertos detalles y de
que usted me deseaba, al igual que yo a usted. Sin embargo, no sabía que
era virgen. Si lo hubiese sabido, ¡jamás lo hubiese hecho, le aseguro! —Se
pasa la mano por aquel cabello de color carbono.
—¿¡Has fingido todo lo que ha pasado entre nosotros!?
—¡No! —brama y me agarra los brazos—. Lo único que planeé fue aquel
encuentro en el despacho. ¡Todo lo demás es real, se lo prometo!
—Lorraine me dijo que podías haber fijado la charla en la universidad de
Miami durante la semana, y ¡podías haber venido solo!
—Está claro que quería viajar en fin de semana porque quería que
pasáramos tiempo a solas. Quería satisfacer mi deseo, ¡Y el suyo también!
Porque sé que me desea casi tanto como yo a usted.
—¡Sal de mi cuarto! —Le muestro la puerta con rencor.
—Señorita Vega... —Su voz suena demasiado ronca y, súbitamente,
enreda su mano en mi cabello de la parte posterior de mi cabeza—. ¡No
podrá librarse de mí! ¡Lo necesitamos los dos... y usted lo sabe muy bien!
Mi aliento se corta y ni parpadeo, solamente analizo su demente mirada.
Sin decir nada más, acerca mi cabeza a la suya y me planta un beso
agresivo, apretando sus labios contra los míos, al mismo tiempo que su
lengua me invade. Su respiración es acelerada y puedo sentir la pasión con
la que me besa. Como no paro de revolverme entre sus brazos, finalmente
me libera y doy un paso forzado para atrás.
—¡No te atrevas a volver a besarme sin mi consentimiento!
—Saldré, ¿vale? —Se aleja de mí unos pasos y levanta las manos—. Pero
solo por ahora...
Me llevo las manos a la boca cuando veo que sale de la habitación y cierra
la puerta de un portazo severo. Rozo mi pecho con mi mano e intento
tranquilizar el arrebato taquicárdico que me está doblegando sin piedad.
¿En qué… me he… metido?
Aun así, después de todo lo que he escuchado, ¿cómo es posible que lo
siga deseando con todas mis fuerzas? Niego con la cabeza, pensando en que
probablemente sea yo la que necesite aquel psicólogo. Después, me llevo
las manos a mi sien, indignada.
«¿Qué me has hecho, Brian Alexander Woods?»
Salgo a la terraza confusa y alcanzo con mi vista la línea donde el océano
se pierde en el horizonte. Me encuentro en un bucle y, desafortunadamente,
ahora mismo yo, Aylin Vega, me declaro prisionera de un círculo vicioso
sin salida. Las lágrimas empiezan a correr por mis mejillas. Estoy atrapada.

Qué juego perverso juegas


Para hacerme sentir de esta manera
Qué cosas tan perversas haces
Para hacer que sueñe contigo
No, yo no quiero enamorarme... de ti
(CHRIS ISAAK: «Wicked Game»)
CAPÍTULO 17
FUEGO
EL PROFESOR
—¡Joder! —balbuceo—. ¡Mil veces joder!
«¿Por qué es tan terca esta mujer?», me pregunto.
Le doy una patada a una silla. En estos momentos, mi furia y carácter
agrio me supera y me gana, de hecho. Me siento como si estuviera en un
combate de boxeo. Estoy puesto contra las cuerdas, ¡maldita sea! El ruido
del impacto brusco de la silla sobre el suelo de mármol me provoca muchos
recuerdos y es cómo si volviera atrás en el tiempo. Entonces, unas gotas de
sudor se asoman en mi frente, de modo que agarro la botella de whisky que
hay encima de la mesa e intento calmarme. Sé que posiblemente la haya
fastidiado.
Miro de reojo la puerta de su habitación. ¿Por qué tiene que ser todo tan
complicado?
Me acaba de echar de su cuarto y no acepta la verdad.
¡Diablos!
No comprendo por qué ella me lo está poniendo tan difícil, con lo fácil
que podría ser. En realidad, lo que está consiguiendo es que esté más
centrado en mi objetivo que nunca.
Aprieto mi mano en el vaso de cristal y noto la intensidad del alcohol en
mi garganta. Ella no sabe que lo que en realidad está logrando es que este
fuego que arde en mi interior se aviva cada vez más y esté más empeñado
que nunca en poseerla. La quiero poseer en toda su plenitud, su cuerpo, su
mente y su alma. La deseo tanto, que estoy temblando y hasta siento un
suave dolor en mi pelvis.
¡Por Zeus!
La señorita Vega es como la fruta prohibida del jardín del Edén, la lluvia
en un clima árido, el aire que necesito para respirar. Sé que podría ahora
mismo ir a buscarme a cualquier hembra con la que pueda desfogar
tranquilamente.
¡Pero no, soy un imbécil!
La deseo a ella. Es más, no he estado con ninguna mujer desde el primer
momento que la conocí. No sé por qué, pero mi sexto sentido me indica
que, tras tenerla, volveré a ser capaz de pasar la noche con cualquier mujer
que se me cruce por el camino, como lo hacía antes.
Ahora únicamente tengo que calmar mi sed y saciarme. Después, volveré
a mi vida normal; mi vida antes tenía un orden, una coherencia, un
equilibrio. Llegó ella y mi equilibrio se fue a la mierda. No soporto que
alguien derrumbe mi mundo y forma de hacer las cosas, y como siempre
consigo lo que quiero, sé que esta noche será mía. Posiblemente haya
empeorado la situación al contarle parte de la verdad que ella desconoce, de
lo contrario, en estos instantes estaría ya en mi cama. Pero es cuestión de
horas....
Debo reconocer que es más astuta de lo que pensé. Sí, la señorita Vega es
inteligente y sé que me lo pondrá difícil en todo momento. La estoy
empezando a conocer más y es verdaderamente hábil. En estas dos semanas
se ha fijado en cada detalle y sabe ya muchas cosas de las que no debería
saber. Por ahora es bastante peligroso, no se puede enterar de nada, al
menos hasta que la tenga domada y domine también su mente, no solo su
cuerpo. Quitarle la virginidad va a ser un primer paso para hacerla mía por
completo.
Escucho de repente el tono de llamada de mi móvil. Lo levanto de la cama
velozmente, mientras que le doy el último trago a la copa de whisky y salgo
de la habitación, pero no antes de echar un último vistazo a la maldita
puerta. Camino deprisa y decido bajar a la planta baja del hotel para
tomarme un café. Lo necesito desesperadamente.
—¿Dónde andas?
Desde el otro lado me habla una voz jodidamente conocida que, de hecho,
no tengo ganas de oír ahora mismo. No tengo ganas de que me calienten
mucho la cabeza y presiento cuál es el motivo de la llamada.
—¡Brian! —insiste aquella voz, la voz de mi hermano.
—Jackson, ¿qué quieres?
—¿Dónde demonios andas?
—¿Por qué preguntas si sabes dónde estoy?
—Lorraine me ha dicho que estás muy distraído y no te apareces por aquí
—añade este con suspicacia.
—¡Meteros en vuestros asuntos tú y Lorraine! —Alzo mi voz—,
¿entendido?
Me irrita mucho la soberbia con la que me está hablando y tengo muy
claro que la prepotencia de Jack no va a funcionar. No conmigo.
—Ya sabes que tienes una obligación.
—Jack, no te atrevas a recordarme ni a exigirme nada. ¡Y sabes muy bien
que estoy cumpliendo con mi jodida obligación! —le suelto un grito—.
Debería yo preguntarte dónde estabas tú la semana pasada.
—Si trajeras a tu putita aquí, todo sería más fácil. Le hemos guardado un
sitio en la mesa.
¿Qué? ¿Cómo lo sabe?
—¡No te atrevas a hablar así de ella! —Mi estrepitoso grito suena más
desatinado que antes.
—Sabes cuáles son las reglas, ¡no me jodas, Brian! —recuerda—. Esto es
cosa de todos y tú nos estás fallando.
—Todo lleva su tiempo, Jack.
—Entra en razón y vuelve cuanto antes, ¿entendido?
—¡Vete a la mierda! —exclamo cabreado, ante su amenazante voz.
—Yo también te quiero.
Es lo último que oigo de mi hermano antes de que le cuelgue el teléfono
en la cara. Estos dos piensan que pueden controlar mi vida y él es el último
que debería cuestionar mis actos. Se lo dejé pasar una vez, pero eso no
volverá a ocurrir.
Me siento en la barra del bar de la planta baja y me pongo a trabajar
mientras que me pido un café. Detrás de la barra hay una morena de labios
muy gruesos, la cual me sonríe de la nada y empieza a acariciar su cabello
con dos dedos. Claramente, se ha fijado en mí y quiere algo más, conozco
esa mirada. Mi vista baja a sus labios y reconozco que no está nada mal.
Unos inminentes escalofríos me invaden con el simple pensamiento de
cómo se sentiría notar la humedad de su boca. Pienso en qué sentiría al
embestirla e invadir su boca. Ella lo desea, y así me lo indican sus gestos y
su lasciva sonrisa. Sin embargo…
¡Maldita sea! Aprieto la yema de mis dedos en la taza. La boca que
necesito alrededor de mi jodido miembro en este instante es la de Aylin. Esa
boca tan suave y esos labios tremendamente hedonistas me vuelven loco,
tanto que ni soy capaz de pulsar la llamada de la videoconferencia que
debería haber iniciado ya.
Miro la hora. Llevo ya diez minutos de retraso, algo que no es propio de
mí y todo gracias a la escenita de dignidad que ella me ha montado minutos
atrás. Me tengo que conectar con unos clientes de Tokio urgentemente y
odio sentir que la situación se me está yendo de las manos.
Inhalo y exhalo el aire con fuerza mientras percibo la mirada atenta de la
camarera sobre mí.
—Señor ¿se encuentra bien?
Asiento.
«Me encontraría mucho mejor si mis pelotas se pegaran a una vulva,
¡demonios!», pienso turbado. Dos semanas sin sexo es mucho para
cualquier, pero para mí significa una eternidad.

***
Tras poco más de una hora de conferencia y tratados que cerrar, en la que
me he tomado dos cafés, estoy de vuelta a la suite. No he dejado de darle
vueltas al asunto y, por primera vez en mi vida, tengo miedo. Temo que mi
confesión haya asustado a mi alumna más de la cuenta y que no me quiera
hacer caso en lo que queda de viaje. Tengo miedo de que sus principios
sean más fuertes que todo lo que le despierto.
Miro la puerta que separa mi habitación de la de Aylin.
—Señorita Vega... —digo cauteloso y acerco el oído a la madera—, ¿está
bien?
Estoy preocupado, aunque eso me fastidie más de lo que me gustaría. Ella
no contesta y entonces decido entrar. Me doy cuenta de que se encuentra en
medio de la cama, tumbada relajadamente y con los ojos cerrados. Está
dormida. Me acerco despacio mientras contemplo su perfecto cuerpo, que
se encuentra arqueado. Lleva un vestido blanco tipo camiseta, el cual oculta
su exquisito trasero, aunque sí deja al descubierto sus muslos bien
definidos. Me doy cuenta de que el blanco le queda muy bien y se me pasa
por la cabeza que se verá espectacular en Álympos.
¡Oh! Suspiro desconcertado y me rasco el mentón con nerviosismo.
«No es el momento de acobardarte, Brian», me inyecto una dosis de
ánimo.
Me muero de ganas de llevarla a mi territorio, sin embargo, tengo que ser
paciente. Así, tumbada, tan relajada y con sus párpados cerrados y cara
serena, parece extremadamente virginal. Y he de reconocer que esta mujer
es preciosa.
Me siento sigiloso en el filo de la cama y no me puedo resistir en
acariciarle la mejilla sonrojada. Su piel es tan suave, que te invita a quedarte
horas y horas acariciándola. Súbitamente carraspea y abre los ojos. Sus ojos
azules, los cuales han adquirido un tono grisáceo, me miran confundidos.
Asimismo, noto que sus ojos están rojos, señal de que ha estado llorando.
—¿Qué haces aquí?
Da un brinco en la cama y puedo leer el temor en su mirada.
—Quería saber cómo estaba —contesto calmado—. ¿Podríamos hacer las
paces?
Por dentro espero que no renuncie a mí, a pesar de todo lo que ya sabe.
—Esto no es una guerra —dice con astucia, algo muy característico en
ella.
—Dentro de poco tendremos la cena con mi socio y me alegro de que esté
más tranquila.
—Señor... —responde en tono burlón y acerca su hermoso rostro al mío
—, no estoy más tranquila. Simplemente voy a cumplir con mi trabajo y
punto. Y cuando este viaje termine, no volverá a saber más de mí, ¿vale?
Tras pronunciar aquellas palabras tan alto y claro, se levanta con rapidez y
se dirige al servicio. Espero hacerla cambiar de opinión porque la necesito.
Mientras que ella está en el baño, abro el armario y elijo la ropa que voy a
vestir hoy.
—¡Póngase algo elegante! —digo cuando esta sale del baño, pero ni me
mira. Solamente entra en el dormitorio y cierra la puerta.
¡Menuda terca!
Pienso que su orgullo es más grande que el jodido Templo, mientras tomo
un baño de agua fría. El calor no lo llevo muy bien, me siento abrasado y
parece que estoy envuelto en llamas a todas horas.
Al cabo de una larga media hora en la que he arreglado mi traje, corbata y
el cabello unas tres veces, y además me ha dado tiempo a contestar unos
correos, la veo salir por la puerta. Me quedo impactado y a la vez molesto.
Lleva un vestido dorado muy corto y descaradamente escotado. Ni siquiera
lleva sujetador y observo con estupor que el escote le llega hasta cerca del
abdomen, mostrando sus voluptuosos senos en un modo obsceno. Por
último, lleva su cabello dorado bellamente arreglado en una trenza que deja
caer en su hombro derecho, su piel blanca como la leche quedando al
descubierto.
—¿Está lista? —quiero saber.
Ella sigue sin responderme y eso me saca de quicio.
—Señorita Vega, creo que hay un malentendido. —Doy un paso hacia
ella, pero se aleja—. Antes únicamente he compartido mis gustos con usted,
porque así me lo ha pedido. Pero puede tener muy claro que jamás la
forzaría a hacer algo que no quiera, es más, no la volveré a tocar si así lo
desea.
No contesta, en cambio me mira furiosa y agarra un pequeño bolso. Me
abstengo de hacer algún comentario porque, visto lo visto, la señorita Vega
no está muy por la labor de comunicar. Únicamente le abro la puerta.
—¿No me volverá a dirigir la palabra?
Silencio de por medio. Seguimos caminando hacia el restaurante en el que
vamos a cenar con mis socios y yo intento mantenerme pacífico, aunque
maldigo todo el rato en voz baja. Esta mujer me pone cachondo con nada
más respirar.
Me acomodo las bolas y me distraigo con el móvil para no encontrarme en
una situación comprometedora delante de los demás. Hoy necesito
serenidad, esta cena es muy importante para mi empresa y no puedo
cometer ningún fallo.
Miro el móvil aburrido. He recibido unas llamadas de Lorraine y también
un mensaje: Haz lo que tengas que hacer. El domingo no estoy, viajo a
Los Ángeles. A la vuelta hablamos, tenemos cosas pendientes.
Seguramente se irá con Sanders, a follárselo por ahí. Típico de Lorraine.
—¿Qué espera de mí exactamente esta noche?
La pregunta de la señorita Vega interrumpe mis pensamientos.
—Nada en concreto, solo quiero que sea usted misma.
Gira su cabeza y me aparta la mirada.
En diez minutos llegamos a la terraza exclusiva de un restaurante
prestigioso de Miami y le indico la entrada con una mano, rozando
delicadamente su espalda descubierta. Vuelvo a mirar su vestido de morros,
muy poco convencido.
«Todos la mirarán», no puedo huir de mi pensamiento. Acto seguido,
aprieto la mandíbula, fruto de su indiferencia conmigo.
En una de las mesas que hay al fondo, identifico a Stephen Clark. Es una
de las personas encargadas de atraer potenciales clientes en la zona sur. Lo
consideramos un socio muy importante en Boston, ya que Clark es un
agente financiero bastante prominente en el mundo de los negocios. Aunque
también es el más cabrón que he conocido. Le dije a Carlyle que tuviera
cuidado con él. No sé por qué razón, pero no me fío ni un pelo, y mi sexto
sentido jamás falla.
—¡El lobo de Boston está aquí! ¡Auuugh! —exclama el imbécil conforme
nos vamos acercando a la mesa y él imita el sonido barato de un lobo.
—Clark... —musito—. Señores... señora...
Le miro a él y a los otros dos hombres que van con él, al igual que a la
mujer de Stevenson, que también está presente. Stevenson es la mano
derecha de Clark.
—¿Pero tú nunca envejeces, cabronazo? —dice Mark, un buen amigo que
hace tres años empezó a trabajar con Clark, haciéndose cargo de Florida,
principalmente.
Mi amigo se levanta de su silla y siento un manotazo en mi espalda. Mark,
a diferencia de Stevenson, es mi mano derecha; básicamente es el que se
encarga de informarme sobre cómo van los negocios en la costa sur, y eso
lo hace a espaldas de Stephen Clark y Carlyle. Y sí, me gusta tenerlo todo
controlado.
—¿Quién es esta hermosura que te has traído esta noche, Woods? —
escucho de nuevo al estúpido de Stephen Clark. Conoce a Lorraine y sabe
que no podría ser mi mujer.
—Ella es mi asistente, la señorita Aylin Vega. Y también es colaboradora
en mi futura publicación.
Cuando la presento a todos, sumamente orgulloso, ella saluda y sonríe con
suavidad.
—¡Encantados! —murmuran todos y muevo la silla de Aylin, mientras
todos nos miran.
—¿Cómo va la cosa por el norte?
—Todo bien, ampliando —informo—. Es más, quiero aprovechar esta
noche para felicitaros, han llegado muy buenos resultados desde Florida.
—Aun así, incomparables con tu último éxito, Brian —comenta mi amigo,
Mark—. Ya nos enteramos de que hace menos de un mes conseguiste un
contrato con USA Bank, el segundo banco más importante de Estados
Unidos.
—Cierto —añade Stevenson complacido—. Solo M. Chase está por
delante.
—¡Eso es que tuvo mucha suerte! —interviene Clark, envidioso y
queriendo contrarrestar mis éxitos.
Que diga lo que quiera este jodido cabrón. Desde siempre no me ha
podido ni ver. Ni yo a él tampoco, a decir verdad.
—Eso es lo que dicen todos, Clark. Ya sabes, cuando uno alcanza sus
objetivos, siempre «es cuestión de suerte» —le callo la boca al idiota este.
Aunque durante la cena la conversación gire en torno a lo que más me
gusta —los negocios—, no me puedo centrar y miro a Aylin por el rabillo
del ojo. Se ve extremadamente atractiva esta hoy y nunca la he visto tan
elegante y destilando aquella sensualidad que me eriza la piel. Y no solo yo
lo estoy notando. El buitre de Clark está nada más que mirándole las tetas y
sonriendo, aunque ella no le hace ni caso. Está hablando con la esposa de
Stevenson y agradezco por dentro de que al menos esté entretenida. En
cambio, me siento terriblemente ofuscado de que a mí no me haga caso. Ni
una palabra, ni una mirada.
Después de la cena, el camarero nos invita a pasar a un lounge un poco
más privado, donde podemos disfrutar de música y tomarnos unas copas.
Nos acercamos a la barra siguiendo hablando de los últimos informes de la
financiera de la costa sur. Al cabo de veinte minutos, Stevenson y su esposa
Marie se despiden de nosotros, con lo cual nos quedamos nada más que
Mark, yo, Clark y la señorita Vega.
Voy ya por mi tercera copa y estoy sentado en la barra con Mark. La
conversación estaba bastante entretenida, me estaba informando sobre los
movimientos que está haciendo Clark en la empresa. Sin embargo… ¡joder!
No soy capaz de escuchar ni una palabra de la que me está diciendo porque
no paro de mirar a Aylin. Se ha quedado en compañía de ese maldito, que se
la está comiendo con la mirada. Están a unos dos metros de nosotros,
también en la barra, y el jodido pegajoso no para de decirle algo en el oído.
Lo raro es que la señorita Vega se está comportando de una manera muy
extraña, tiene como un aura seductora y mira de manera insinuante a Clark.
Observo con estupor que hasta le está acariciando la corbata y que se
muerde el labio, mientras le está dando pequeños tragos a su copa.
¿Acaso está ebria?
Por su parte, él se muestra rojo como un cangrejo, está sudando y su brazo
está rodeando su espalda, a la vez que le susurra algo en el oído. Seguro que
hasta se le ha puesto dura, ¿y a quién no?
Me doy cuenta de que estos dos me están encabronando a tal extremo, que
aprieto mi puño y tomo mi copa de un trago. ¡Maldición! Mark me sigue
hablando.
No tolero más la ansiedad que me doblega y muevo una pierna, más que
convulso. La señorita Vega no me ha mirado ni una vez. Toda su atención
está centrada en Clark, que en este preciso momento lleva su mano al muslo
de Aylin y empieza a acariciarle la pierna en un modo perverso. Acerca su
silla demasiado a su cuerpo y poco después, le ofrece un cigarrillo.
Esta sigue jugando con él y seduciéndolo, a la vez que acepta el puto
cigarro y se lo lleva a los labios. Este le ofrece un mechero, con la misma
estúpida actitud y ella enciende el cigarrillo, muy coqueta. Tose un poco,
pero después empieza a echar el humo en la misma línea. Cuando ella le
sonríe obscenamente, este le agarra la cintura y ya termina de pegarse al
completo.
—¡Hijo de puta! —maldigo enfurecido— ¡A este hijo de puta lo voy a
matar!
Lo digo en voz alta, hecho que hace que mi amigo me mire embobado.
—¡Eh, Brian! ¡Tranquilízate!
Mark me frena y los mira con atentamente, al darse cuenta de que algo
anda mal. Pero yo no le hago caso, mi cerebro está sufriendo un
cortocircuito y solo me levanto enfurecido y me acerco a ellos. Mi jodida
paciencia ha terminado. Mark se me adelanta y corre en dirección a Clark,
presintiendo que la bomba está a punto de estallar.
—¡Stephen! Ven un momento, he recibido una llamada urgente y te
necesito.
Aquel baboso se aleja con Mark y lo fijo con la vista, verdaderamente
enfurecido. Lo aplastaría ahora mismo al jodido cabrón como a un gusano.
—¿Qué está haciendo? —pregunto con una furia desmesurada cuando
llego cerca de Aylin. Sin embargo, esta sigue fumando su cigarrillo con la
misma tranquilidad.
—¿No lo ves? —responde con desazón.
—¿Desde cuándo fuma?
—Desde hoy —contesta sosa y me echa el puto humo en la cara.
Esta mujer me quiere volver loco. Hace que me vuelva loco de deseo y de
rabia, al mismo tiempo.
—¿Estaba ligando con Clark? —recrimino y le agarro el brazo con
dureza.
—¿Ligando? —Se ríe—. Solo estaba preparando el terreno para el trío
que vamos a hacer esta noche.
No me lo puedo creer. Entreabro la boca con la respiración cortada.
—¿De qué está hablando?
Rodeo su cintura con una mano y la presiono contra mí con fuerza,
mientras aprieto la mandíbula.
—¿Me quiere sacar de quicio? —bramo en su oído.
Se muestra asombrada y mantiene la misma mirada inocente. A
continuación, me sonríe y me suelta nuevamente el desagradable humo en
la cara. ¡No soporto el maldito humo! Entonces, aprieto mi mano en sus
caderas y quiero hablarle, pero su pregunta me coge desprevenido.
—¿No para eso me ha traído a esta reunión? Sabe, señor Woods, toda la
noche me he estado preguntando qué hago aquí, porque lo cierto es que no
he aportado nada —habla en el mismo tono desafiante—, ¿o es qué el señor
Clark no le agrada para el trío? ¡Ah, se me olvidaba! Lo tienes que elegir tú,
no yo...
Me quedo mudo e intento averiguar si verdaderamente está ebria. Ella
continúa, muy a mi pesar.
—¿O te convence más el otro? —Mueve la cabeza y señala a Mark, que
está de pie hablando con Clark.
—¡Señorita Vega, no diga tonterías! —digo indignado—. ¡Nos vamos ya!
¡Coja su bolso! —ordeno.
La tengo que sacar de aquí ya, ¡diablos!
—Alexander... ¡no me toques! —contesta y se aparta de mí—. Voy al
servicio.
Dice esto y se aleja. ¿Alexander? ¿Por qué me llama Alexander? Nadie lo
ha hecho hasta ahora. Mi nombre suena tan bien cuando ella lo pronuncia
—aunque con mucha irritación—, que mi jodido pene responde. Le miro el
culo meneándose y me quedo quieto. Cuando volverá del servicio, me la
llevaré al hotel.
—Woods, ¡vaya mujer!
Se me acerca el sinvergüenza de Clark. Absorbe con la mirada a Aylin en
su caminata hacia el servicio y se frota las manos. Se ha aprovechado de
que Mark esté hablando por teléfono.
—Oye, ¿crees que puedo pasar la noche con tu asistente? Seguro que es
una putita muy caliente, me gustaría probarla.
Lo que acaba de decir suena tan escabroso, que me hierve la sangre. Me
da asco este subnormal. Me entran ganas de vomitar y la furia me posee.
Esto ha sido la gota que ha colmado el vaso. Aprieto el puño en su mentón
con determinación y le estampo la cara al cabrón.
—¡Hijo de puta!
Mi golpe hace que se derrumbe en un segundo. Queda tendido sobre el
suelo y me está mirando aturdido mientras se está tocando su maldito rostro
ensangrentado. En el labio superior veo asomarse una herida y su sangre
empieza a gotear alegremente.
—¿Qué cojones te pasa, Brian?
CAPÍTULO 18
EN MEDIO DE LA NOCHE
—¿Qué hacéis? —Oigo el grito de alguien, conforme regreso del baño.
Cuando estoy de vuelta al lounge, noto que el señor Clark está tendido en
el suelo y me pregunto qué narices habrá sucedido mientras me encontraba
en el servicio. Todo el mundo está mirando atentamente. El profesor está de
pie, delante de él, y su rostro parece desencajado. Al verme aparecer en la
terraza, se me acerca deprisa y me agarra el codo.
—¡Nos vamos ya! —dice con voz severa y noto cómo respira velozmente.
Algo ha ocurrido. Algo malo.
—¿Le acabas de dar un puñetazo al señor Clark?
—¡Esa escoria no es ni señor, ni es nada! —ruge diabólico.
Coloca su mano en mi cintura, aprieta sus dedos con fuerza y atrae mi
cuerpo hacia él, tirando de mí hacia la puerta. Nos alejamos deprisa hacia la
salida del restaurante, aun así, no puedo evitar mirar para atrás. Veo a Mark
ayudando al señor Clark a levantarse. El hombre se está tocando la herida y
también mira en dirección a la salida, extremadamente atónito.
—¿Qué ha ocurrido?
Los diez minutos que pasamos en el coche, de camino al hotel, son
parecidos a los que hemos pasado llegando al restaurante. El profesor no
contesta a mi pregunta y supongo que es porque acaba de darle un puñetazo
a uno de los socios más importantes de la costa sur, con lo cual es
absolutamente lógico que esté irritado.
Llegamos al hotel en un abrir y cerrar de ojos y, conforme vamos
caminando, me estoy dando cuenta de que este sigue en silencio y ni
siquiera me mira. Sus rasgos son muy tensos y me empiezo a preocupar
verdaderamente por él. Seguramente este altercado le pasará factura dentro
de la empresa y realmente no sé hasta qué punto sus negocios se verán
perjudicados.
El sonido rítmico de nuestros pasos sobre el suelo retumba en la gran
entrada principal del hotel. Mientras nos dirigimos a zancadas al ascensor,
unas personas de la recepción nos saludan con una sonrisa de cordialidad.
—¿Estás bien? —pregunto cautelosa y me acerco un poco más a él.
—Sí. Pero lo cierto es que estaría mejor si no le hubiese puesto las tetas en
la cara al imbécil de Clark. —Gira la cabeza de repente y clava su vista
sobre mí.
Su mirada me hiela.
¡Vaya! Yo soy la razón de la disputa. Abro mis párpados y me regaño
mentalmente. Acercarme e insinuarme al señor Clark ha sido bastante
insensato e infantil, pero la realidad que hay detrás es que únicamente
deseaba sacar de quicio al profesor y, por lo que veo, lo he conseguido.
—¿Por qué lo ha hecho, ehhh? —Aprieta su mentón con dos dedos como
siempre hace cuando está enfadado—. ¡Conteste!
—¡No es tu problema! —le freno, no es nadie para cuestionarme—. Y
aunque lo haya hecho, ¿qué necesidad había de pegarle al señor Clark, o lo
solucionas todo con la fuerza, como siempre haces?
¡Puñetas! No me siento mal, él me está empujando a cometer locuras y me
molesta que me eche en cara mis insinuaciones.
—¡Señorita Vega! —exclama este con brusquedad y levanta su tono de
voz, mientras me agarra del brazo y casi me arrastra al interior del ascensor.
Menos mal que no hay nadie dentro, es bastante tarde.
—¡Basta ya! —le grito mucho más enojada que él—. ¡No me puedo creer
que después de todo lo que ha pasado entre nosotros, me sigas llamando
«Señorita Vega»!
Me suelto de una sacudida y lo sigo desafiando con la mirada cuando este
pulsa el botón de nuestra planta. El ascensor no tarda en ponerse en marcha.
—Aylin... —sigue con voz más suave y el hecho de que pronuncie mi
nombre de esa manera hace que vibre—. ¡No voy a permitirle a nadie que te
insulte!
Inclina la cabeza y da un paso hacia mí.
—Entonces le has pegado porque… —murmuro con cierta suspicacia,
aunque me sale mirarle con ternura— ¿me has defendido?
—Siempre lo haría.
Noto la intrepidez que emana su voz y pienso de momento que suena tan,
tan jodidamente seguro cuando lo dice.
—Alex, yo no sabía que... —balbuceo a la vez que pienso que sufriré de
una parada cardíaca. Definitivamente, el hecho de que me defendiera ha
tocado mi fibra sensible.
—Dilo otra vez...
Su voz emana erotismo y, curiosamente, parece que a él también le incita
escuchar su nombre de mi boca. Sin duda, llamarnos por nuestro nombre es
nuevo para ambos y eso provoca una tensión invisible. Lo sé porque ahora
mismo este se está acercando a mí cada vez más. Tanto, que su pecho toca
el mío. Me está comiendo con la mirada y observo estupefacta cómo
levanta su brazo izquierdo de la nada y pulsa el botón de bloqueo del
ascensor, sin apartar aquella enigmática vista de mí. Enseguida, el ascensor
se detiene, emitiendo un fuerte chirrido.
La tensión que hay entre nosotros ahora mismo se podría cortar con un
cuchillo.
—Por favor, dilo otra vez Aylin. Di mi nombre...
Su rostro se enciende de una manera fascinante y me emociono.
—Alex... —vuelvo a pronunciar su nombre con mucho sentimiento y con
voz demasiado seductora.
El deseo me paraliza y no me puedo mover. Se me ha olvidado todo lo
ocurrido hoy y estoy totalmente cautivada por Alex, por Brian, por mi
profesor. Su boca me fascina de tal manera que se me corta la respiración.
Observo y siento dentro de mí que él también se ha quedado sin aliento. Lo
noto en todo su ser. Sus ojos oscuros destilan deseo y puedo notar que la
pasión arde dentro de él, está recorriendo cada célula de su cuerpo, de
hecho, la suelta por todos sus poros. Entonces, respiro profundamente y
quedo expectante, con el corazón a mil.
Inspiro. Espiro.
La adrenalina está invadiendo todo mi ser y me siento sencillamente
embriagada por el electrizante contacto que supone su pecho fuerte contra
el mío. La sensación aumenta cuando este inclina la cabeza hasta que acerca
más su cara a la mía, de modo que siento su sofocado aliento.
—Aylin, sé que he dicho que no te tocaría, pero... —habla con
profundidad y roza su frente con la mía.
Noto su respiración rauda y persistente. Sus labios se encuentran
demasiado cerca de mi boca y eso lo hace irresistible. Tan jodidamente
irresistible que…
De repente, un intenso deseo me invade.
—Bésa... —susurro en el silencio de la noche.
No espera a que termine de pronunciar aquella mágica palabra y, en un
visto y no visto, se lanza a mi boca, poderosamente hambriento. Su beso es
exigente y sus labios extremadamente persuasivos; su lengua roza a la mía
con mucha fuerza y noto la calidez de su boca. Nos estamos saboreando el
uno al otro y nuestras lenguas se retuercen con intensidad al mismo tiempo
que unos escalofríos placenteros me recorren.
Enseguida, el profesor me rodea con sus brazos robustos y me aprieta a su
cuerpo de manera severa. Estoy temblando de la emoción y respiro
entrecortadamente mientras nos fundimos en un abrazo desesperado, tan
intenso que parece que se nos va a ir la vida en ello. Hasta parece que este
preciso y maravilloso momento va a ser el último de nuestras vidas. Es
nuestro momento y es perfecto.
—Solo basta con que me lo pidas —ronronea.
Alex me sigue presionando contra él y, por la violencia de nuestro beso,
me obliga a retroceder unos pasos. La fuerza de su torso hace que roce el
espejo que hay detrás; lo noto claramente cuando mi espalda golpea la
pared del ascensor con demasiada ferocidad. No tarda en deslizar sus manos
por mi cuello y sus dedos empiezan a bajar desde mi rostro a mi espalda y
trasero. Por mi parte, clavo mis dedos en sus omoplatos y pienso que
necesito desesperadamente deshacerme de su camisa.
¡Maldita sea! Quiero besar y sentir su piel urgentemente.
El profesor vuelve a ser dominado por el salvajismo que tanto le
caracteriza, de manera que aprieta mis nalgas con una mano, mientras que
con la otra presiona mi nuca. Sus dedos rozan mi piel con intensidad, al
mismo tiempo que sigue con la danza erótica y apasionada de su lengua en
mi boca. Me tiene atrapada y sé que no hay vuelta atrás. No sobreviviré a
este momento, lo sé. Entonces, de manera inesperada, gira mi cuerpo
completamente hacia la pared, de modo que mis senos quedan aplastados
contra el amplio espejo del ascensor y mi trasero colisiona con sus caderas
en un instante. Hasta suelto un suave gemido, al tomarme por sorpresa.
Jadeo profundamente cuando él desliza sus dedos sobre mis brazos desde
los hombros hasta mis muñecas. Mi vello se eriza bajo el suave tacto. Y
esto no termina aquí. Agarra mis muñecas con las dos manos y me las
retiene en la espalda; mientras tanto, nuestras miradas se encuentran en el
cristal.
—¡Mírate! Eres preciosa.
El morbo me doblega cuando percibo su mirada tan atormentada por la
lujuria. Acto seguido, la punta de su lengua empieza a acariciar el lóbulo de
mi oreja con suavidad. Poco a poco, su boca va bajando sobre la piel de mi
cuello, obligándome de alguna manera ladear la cabeza. Él ya ha tomado
posesión de mi piel, como si de un vampiro se tratase, dispuesto a chupar y
a morder.
Nuestras miradas ardientes siguen clavadas en aquel espejo y estoy
observando maravillada cómo continúa recorriendo la línea de mi pálido
cuello con su boca. Suspiro cuando noto sus labios sobre mi hombro.
—Aylin... —me seduce con su voz, cuan serpiente venenosa.
—Dime…
Aprieta más mis muñecas retenidas, sin quitarme el ojo a través de aquel
espejo. Su respiración en mi oído provoca fuertes sacudidas en mi interior.
—¿Tienes idea de lo que te voy a hacer?
No contesto, solo inhalo el aire con fuerza. El corazón se me dispara y
bombea sangre en todo mi atormentado cuerpo. Aquellas palabras y la
manera en la roza sus caderas contra mí, hace que se desate la locura. Noto
claramente el roce de su miembro enorme a través de las telas y eso hace
que mi excitación aumente súbitamente.
Sus manos finalmente sueltan mis muñecas y sus descarados dedos
empiezan a rozar mi cintura al mismo tiempo que su lengua retoma mi
cuello. Observo ansiosa cómo cuela sus dedos debajo del minúsculo vestido
dorado que llevo y cómo me lo levanta hasta la cintura. Quedo absorta por
sus facciones y cara de deseo cuando inclina la cabeza y fija mi trasero
semi-desnudo con su ardiente mirada.
—Bonito tanga, señorita.
Pronuncia aquella palabra —«señorita»— con sensualidad y lascivia.
¿Cómo es posible que una palabra tan formal suene de ese modo de su
boca?
—¿Aunque no sea la lencería que me enviaste?
Me mojo los labios.
—Me da igual la lencería, me importa lo que hay debajo —murmura
fascinado.
Él, fascinado y mi garganta, estrangulada. Posteriormente, Alex roza mis
nalgas con la palma de su mano y me obliga a girar la cara hacia él, al
mismo tiempo que su lengua invade mi boca nuevamente. Aprieta sus
hábiles dedos contra mi piel y acaricia la línea de mi entrepierna. Doy otro
brinco cuando este hace que separe las piernas de un movimiento brusco.
Mientras sigue acariciando mis ingles con movimientos lentos, se agacha
y se coloca de rodillas, para mi sorpresa. Yo sigo de espaldas a él, sin
embargo, no puedo estar quieta. Cuando empiezo a moverme bulliciosa y
girar mi cabeza para atrás para ver qué va a hacer, limita mis movimientos e
inmoviliza mi cadera.
—No te muevas, pequeña.
«Pequeña», repito.
Su inesperado asedio tiene un objetivo. Noto la punta de su lengua sobre
una de mis nalgas y sus manos empiezan a acariciar mi abdomen bajo.
Después, las desliza peligrosamente hacia mis costillas, por debajo del
vestido. Su boca sobre mi trasero y sus dedos rozando mis senos me obligan
a inclinarme hacia delante. No tarda en llegar a mis pechos y una corriente
me recorre cuando noto mis pezones entre sus dedos, los cuales funde en
mis carnes con firmeza.
—¡Oh! —gimo perturbada—. Nos pueden ver.
—Shhh… —Me calla—. Eso es parte del juego.
Cierro los ojos y apoyo mis manos en el espejo que tengo delante. De vez
en cuando, los abro y observo mi cara abrumada de placer.
«No puede estar pasando», pienso alcoholizada.
Su respiración sobre mi piel hace que gima y cuando los movimientos de
su boca se intensifican, arqueo mi cuerpo y miro para atrás, al mismo
tiempo que hundo mis dedos en su negro cabello. De repente, él mira para
arriba y me observa detenidamente. Su rostro también se muestra
atormentado y no necesitamos las palabras. Aprieta los labios en un modo
calmado y, acto seguido, arquea mi cuerpo de una sacudida, de manera que
hace que me agache más todavía.
—Alex… —Hago una pausa—, ¿qué vas a hacer?
—Separa más las piernas —indica—. ¡Oh, así es perfecto!
Tiemblo por dentro y apoyo mi peso sobre aquel espejo, a la vez que giro
más la cabeza. No me quiero perder ni uno de sus movimientos
enloquecedores. Y sin desviar sus ojos de los míos, simplemente noto cómo
este aparta con una mano el hilo de mi tanga, mientras roza mi muslo con la
otra mano. Sin preámbulo alguno, siento su húmeda lengua sobre mi sexo y
pienso que me va a dar algo cuando este empieza a lamer la abertura que
hay entre mis piernas con ímpetu.
Gimo con poderío y clavo los ojos en el techo.
Los músculos de mi parte más profunda se tensan por el placer de sentir
su desvergonzada lengua dibujando círculos, mientras que con uno de sus
dedos acaricia suavemente mi ano. Su boca hambrienta se termina de pegar
completamente y se mueve insaciable. El sudor se adueña de mi piel y no
dudo de que este hombre tiene una maestría en succionar y lamer.
—Me encantas. —Noto palpitaciones cuando empieza a frotar mi clítoris
con dos de sus dedos—. Nunca me cansaré de esto que tienes entre las
piernas, Aylin.
Sacude mi ropa interior y la tela hace presión sobre mi piel. Noto de
nuevo su respiración sobre mi entrepierna y bajo la cabeza, mientras respiro
hondo. Pero unos sonoros golpes interrumpen nuestro desliz y los dos nos
quedamos mirando las puertas del ascensor.
—¡Oh, mierda! —exclamo preocupada.
Mientras tanto, él se pone de pie deprisa y hace un gesto con la cabeza
mientras yo acomodo mi vestido sobre mis muslos.
—Tranquila...
No suelta mi cintura, sin embargo, pulsa el botón de la quinta planta. El
ascensor se pone en movimiento al instante. No digo nada, pero lo digo
todo. Lo miro avergonzada y solamente sonrío con cierto rubor, como
cuando alguien te pilla haciendo algo que no debes. Me apoyo en la pared,
sintiendo un intenso temblor en mis rodillas. Este jodido hombre me ha
dejado sin fuerzas.
—¿Estás bien? —Aprieta su mano en mi cintura y deposita un beso suave
en mis labios, antes de que las puertas del ascensor abran.
—¿Tú que crees?
Tira de mi mano y lo sigo al pasillo, todavía sonrojada. Él sigue
manteniendo su mano sobre mis caderas y observamos que no hay ni una
sombra por el pasillo del hotel. Entonces, me mira, se detiene en seco y me
levanta en peso. Suelto un pequeño grito cuando me veo flotar por el aire
como si fuese una pluma.
—Alguien nos va a ver —aviso nerviosa y rodeo su cuello.
—Me da igual —contesta en mi oído y me aprieta más contra él—. Lo
único que quiero ahora mismo es sentirte entre mis brazos, ¿vale?
¿Cómo me puede decir estas cosas y que espere que no me dé un infarto?
Menos mal que no tardamos mucho en llegar a la habitación. El profesor
no me deja en el suelo en ningún momento y, mientras me sigue sujetando,
saca la tarjeta y la acerca a la puerta. La luz verde de la cerradura se
enciende a la vez que acerca de nuevo sus labios a los míos. Me empieza a
besar con más intensidad que antes y le da una patada a la puerta.
Cuando una luz tenue se enciende dentro de la habitación, Alex me coloca
sobre la enorme cama con cuidado. A continuación, se deja caer sobre mí
sin intención de soltar mi boca. Le acaricio la nuca y espalda eufórica, a la
vez que siento aquella humedad característica inundándome, reacción
natural del cuerpo humano. Veo que el profesor se aleja de mí y se empieza
a quitar los zapatos. Persigo sus movimientos, completamente absorta por
su figura y me sujeto en los antebrazos. Me estoy empezando a poner muy
nerviosa.
—Yo, ya sabes que no sé... —balbuceo cuando este empieza a
desabrocharse los botones de su camisa, uno por uno.
Sus centelleantes ojos acarician mi cuerpo y noto la impaciencia en su
rostro cuando examina la parte alta de mis muslos, ya que mi vestido está
levantado y mis senos están casi fuera del pronunciado escote.
—No te preocupes, de verdad. Disfrutarás mucho.
Esboza una tranquilizadora sonrisa y se quita aquella camisa de un
movimiento, dejando al descubierto su excitante torso. Solamente se
muestra delante de mí vestido con su apretado pantalón de tela y una
reluciente correa de cuero de color negro queda anclada en su perfilada
cintura. Contrae sus músculos con cada movimiento, de modo que su
semblante se torna intimidante.
«¡Carajo! Solo espero que este hombre no me rompa en dos», hasta mi
conciencia tartamudea. ¿O espero que sí, que lo haga? Ya ni sé lo que
pienso. Estoy tremendamente húmeda y ver su figura en la penumbra de la
habitación, no ayuda nada.
Cuando este vuelve a colocar las rodillas sobre la cama, mis latidos
aumentan.
—Sabe lo mucho la deseo, ¿verdad, señorita Vega?
Sus dedos empiezan a resbalar sobre mis piernas y van subiendo hacia mi
sexo con caricias placenteras.
—Relájate —añade, al notarme tensa. Llevo tensa desde aquel primer
momento en el que me monté en su jet, esta mañana.
—¿Me va a doler? —pregunto con el corazón agitado en el momento en el
que él se desliza casi al completo sobre mí.
—Voy a ser un caballero, lo prometo. Pero solo esta noche —susurra en
mi oído.
Empieza a rozar mi mejilla con su boca hasta que llega a la comisura de
mis labios. Nuestros labios se funden de nuevo mientras él tira de mi
vestido y lo baja sobre mis hombros. Libera mis senos ya protuberantes, los
cuales empieza a masajear. Hace este gesto con tanta sensualidad, que soy
capaz de volverme loca a raíz de todas las sensaciones dementes que
provoca en mí.
Me presiona sobre el colchón con delicadeza y noto su lengua atrevida
sobre mi pezón. Lo empieza a succionar primeramente con sutileza,
ejerciendo su lengua sobre él y después, de manera vehemente. Con ansias.
Inclino mi cabeza para atrás y cierro los ojos. Suelto un gemido inesperado
cuando atrapa mi otro pezón en su boca y empieza a tirar.
—Eres preciosa, ¿te lo he dicho alguna vez? —pregunta cuando ingresa
un dedo en mi ropa interior.
Me sale una risita.
—Posiblemente me lo hayas dicho —replico—. Me has dicho tantas
cosas…
Acaricia mi sexo unos segundos, sin quitarme la vista. Se queda de
rodillas sobre la cama y noto con estupor como tira de mi tanga por debajo
de mis tobillos, hasta que se deshace de mi ropa interior por completo.
Sigue sujetando mis piernas en alto y empieza a besar uno de mis tobillos.
Me acerca más a él de un tirón delicado, es probable que no quiera
asustarme.
—Aylin, me encantaría follarte con los tacones puestos, ¿estás de
acuerdo?
Al mismo tiempo que habla, acaricia mis stilettos negros de un fino tacón
y sigue besando mis tobillos, apretando sus dedos en mis gemelos.
—Hazme lo que quieras, Alex. Hoy me dejo en tus manos.
Hablo temblorosa y trago saliva con suma excitación cuando contemplo
su imagen, besando la parte baja de mis piernas.
—Túmbate —ordena.
No puedo evitar pensar que este tipo de órdenes me encantan.
Él se inclina sobre mí y empieza a deslizar su boca desde mi abdomen
hasta cerca de mi región inguinal. Suspiro continuamente, fruto de la
amalgama de sensaciones que me sacuden mientras agacho la mirada. Y,
cuando este empieza a rozar mi clítoris con su boca y succionar
intensamente, hundo más mis dedos en su cabello. Agarro su oscuro cabello
con mis manos y separo más mis muslos, dejándolo instalarse
completamente entre mis piernas.
—¡Ohhh!
Jadeo incontrolable mientras él sigue con el insano juego de su lengua
sobre mi humedad. ¡Oh, Dios! Me retuerzo presa de las convulsiones que
me doblegan, fruto de sus intensas succiones y caricias continuas. Me
estremezco y estoy segura de que sentiré el éxtasis de un instante a otro y
no seré capaz de llegar cuerda al momento de la penetración.
—Estás muy húmeda y eso me encanta. —Me analiza de manera obscena
cuando acaricia aquel botón sensible y presiona sin límites.
Sonrío asfixiada y unas gotas de sudor se deslizan en mi pecho. Mientras,
él mueve sus dedos con precisión y con la otra mano se empieza a
desabrochar el pantalón. Lo miro nerviosa cuando se baja el bóxer y su
agigantado miembro se asoma por la parte de la bragueta de su pantalón de
traje. Veo claramente aquel músculo venoso palpitando en su mano.
«¡Mierda!», pongo los ojos como platos. «¿Entrará eso ahí?», me pregunto
en silencio.
— ¿Estás segura de que quieres hacerlo? —pregunta.
Me fija con su mirada oscura, pero la cual me parece tan bonita esta
noche.
—¿Crees que podría haber marcha atrás?
Frunzo mis labios con deseo en el momento en el que él intensifica ese
jodido dedo que se retuerce en mi interior y eso hace que suelte un sonoro
sollozo.
—Cuánto te deseo, Aylin... —murmura y se abalanza impaciente sobre
mí.
Me deposita otro beso con arrebato, al mismo tiempo que clava sus dedos
en mi cabello. A continuación, presiona su pelvis y noto la punta de su
miembro rozar mi entrepierna, haciendo que sienta el latente bulto. Es más
grande de lo que me imaginaba, por lo tanto, siento miedo. Por supuesto
que me entra miedo, este es el inconveniente de ser novata.
—¿Y la protección? —susurro.
Me siento como si fuese un caballo galopante.
—No es necesaria. Quiero sentirte. No tengo ninguna enfermedad, no te
preocupes, ¿vale? —me tranquiliza—. Me saldré a tiempo.
Asiento con la cabeza, aún un tanto indecisa, pero lo cierto es que yo
también lo quiero sentir por dentro. Alex se inclina enseguida sobre mí, de
modo que apoya sus manos en los dos lados de mi cabeza y queda
suspendido por encima de mí. Aprieta su cadera contra la mía y empieza a
empujar con suavidad mientras mi vello se eriza al notar la punta de su
miembro erecto en la abertura de mi sexo. Este sigue ejerciendo presión
sobre mí y avanza hacia mi interior, con mucha delicadeza. Sin embargo,
las paredes de mi vagina están muy cerradas y le cuesta continuar.
—Shhh, relájate. —Besa mi frente.
Su respiración es acelerada y sus ojos ardientes. De momento, su mirada
está llena de deseo, pero también de ansia. Entonces invade de nuevo mi
boca con su dulce lengua y yo le respondo, clavando mis uñas en la piel de
su espalda. Estoy que floto de la emoción.
Uno de los rasgos del profesor es la intensidad, así que, al instante me
penetra bruscamente y con mucha impaciencia. Suelto un grito ahogado
cuando este vuelve a morder mis labios con pasión. Acaba de desgarrar mi
virginidad y noto una sensación sumamente nueva, como si algo te
invadiera por dentro.
Me mira triunfante y empieza a soltar gemidos suaves y guturales.
—¿Te duele? —Besa la parte alta del cuello.
Aprieto sus brazos y a la vez niego con la cabeza, totalmente anulada
entre sus brazos. Adoro ver la imagen de su rostro sobre mí, al igual que
sentir el peso que ejerce su cuerpo sobre el mío. Tiemblo cuando este
empieza a moverse con lentitud, avanzando y retrocediendo dentro de mí.
Todo con mucha destreza y cuidado, al mismo tiempo que no deja de
mirarme, prueba de que está absorbiendo cada uno de mis gestos y
gemidos.
—¿Estás bien?
—Sí.
—¿Te gusta?
—Me encanta… —murmuro en su oído.
Su voz es tierna y el beso que deposita en la punta de mi nariz lo es más
todavía.
—No creo que más que a mí.
—Uhmmm, no lo tendría tan claro —suspiro extasiada, embriagada por
sus lentos movimientos.
—No te puede gustar más que a mí, Aylin. He soñado con esto día y
noche.
Su confesión toca mi alma. Sonrío.
—Entonces… ¿qué nota tengo, profesor Woods?
Separa su cabeza de la mía unos centímetros y me mira con rostro
encendido.
—¿Nota? —Muerde mi labio inferior—. Esto acaba de empezar, señorita
Vega.
—¿Cómo?
Estampa sus caderas con pasión y suelta un intenso gruñido.
—Voy a follarte hasta que grites mi nombre, Aylin.
Lo miro desconcertada y con miedo, a la vez que me sacudo con fuerza al
escuchar aquellas palabras pronunciadas de su boca. Siento sus dedos en
cada centímetro de mi piel y cómo aprieta mi pierna con una de sus manos
y me obliga a rodear su cintura. Empieza a acelerar sus movimientos, y
aunque note un suave dolor y escozor, poco a poco me moldeo a él. La
sensación de tenerlo dentro de mí es muy placentera y conforme este
avanza y retrocede con más firmeza que antes, y cada vez con más fuerza
que la vez anterior, un calor abrasador me funde por dentro.
—¡Dime que quieres más!
—Quiero más —contesto atormentada, tras semejante exigencia.
—¡Entonces te voy a dar más, señorita! —exclama jadeante en mi oído y
clava sus dientes en mi piel.
Aprieto los labios cuando me empieza a embestir con firmeza e intensifica
el ritmo de sus movimientos de manera salvaje.
—¡Oh, joder!
Curiosamente, me sale de manera natural seguirle el ritmo, y yo también
me empiezo a mover, atrayéndolo cada vez más a mí mientras aprieto mis
muslos contra su cintura. Su modo implacable de invadirme y rozar su
miembro en mi interior, hace que sienta mucha tensión en todo mi cuerpo,
tensión que aumenta cuándo éste levanta mis rodillas de repente. De
momento, me succiona el cuello y siento algo moverse en mi interior. Mi
ansiado orgasmo está a la vuelta de la esquina, y él lo sabe.
—Lo notas, ¿verdad?
—Sí… —musito extasiada.
—No sabes lo que provocas en mí. Oír tus gemidos, sentirte por dentro…
¡ohhh! —Su voz desprende pasión cuando aprieta mi mentón con una mano
y se vuelve a lanzar a mi boca—. ¿Quieres más fuerte?
—¡Carajo!
—Dilo, Aylin… —demanda y mis suspiros quedan ahogados en su boca
cuando me vuelve a asediar—. Solo falta decírmelo.
—¡Sí! —Me siento asfixiada, presa de sus sucesivas estocadas—. Quiero
más…
Tras unos breves momentos, en los que mi cuerpo convulsiona y parece
que estoy en el séptimo cielo, mi vientre se sacude y gimo extasiada,
aturdida por la sensación insuperable que acabo de experimentar.
—Quiero llevarte al cielo, Aylin… —habla en mi oído, mientras siento
sus húmedos labios en mi cuello.
—¡Oh, Alex! Dios mío...
Tengo las palabras atragantadas y no soy capaz de hablar. Él esboza media
sonrisa, a la vez que ralentiza sus penetraciones.
—No metas a Dios en esto.
—Ha sido… —Clavo mis dedos en su nuca y también le sonrío cuando su
cadenciosa respiración me golpea.
—Tus gritos me vuelven loco, ¿sabes?
Me planta un beso suave en los labios y, sin decir nada más, se coloca de
rodillas en la cama. Observo atenta y con el corazón a mil sus movimientos.
Alex abre más mis muslos, haciendo que mis largas piernas queden
suspendidas por encima de sus brazos. Entonces vuelve a invadirme con
mucha fuerza, más que antes y extiende sus manos hacía mis senos. Los
empieza a masajear con pasión mientras yo intento recuperarme del éxtasis
y tranquilizar mi respiración.
Pero no me da tregua alguna. Sus testículos chocan violentamente contra
mí y me estremezco. Es tan incitante mirar su cuerpo bien esculpido y su
cadera pegándose a mí una y otra vez…
—¿Sabes? —habla con aliento sacudido y alcanza mi cuello con dos
dedos—. Desde que te vi supe que serías mía.
—No puedo ser tuya. Estás casado.
—Esto… —Me señala su alianza— no significa nada.
—Pero…
Aprieta mi cadera perturbado y su pelvis choca contra mí con desenfreno.
—Shhh, ¡eres mía, Aylin! —sentencia y aprieta más mis gemelos—. Y ni
tú, ni nadie podrá negármelo.
De momento, suelta un severo gruñido que me corta la respiración. Quedo
muda y profundamente complacida cuando él gime y libera mi vagina con
rapidez, marcándome con su descarga. Estalla sobre mí y el ardor de aquel
líquido blanquecino me trae de vuelta a la realidad.
Lo he hecho, al final se ha salido con la suya. He perdido mi virginidad
con él.
«Pero no me arrepiento», confieso en mi mente.
El profesor intenta recuperar el aliento y acaricia con suavidad la piel
interna de mi muslo. Después, extiende la mano para coger unas servilletas
y me limpia con cuidado. Le vuelvo a sonreír cuando él alza las cejas en un
modo adorable, a la vez que esboza una sonrisa a medias. Finalmente, se
derrumba a mi lado con satisfacción.
—Señorita Vega, le pongo un 9 de nota —dice con picardía.
Sus oscuros ojos están a solo unos centímetros de los míos.
—¿Y por qué no un 10? —pregunto divertida y me vuelvo hacia él. Estoy
con ganas de comerme a este hombre loco y pasional, con lo cual me lanzo
a su tenso cuello y dejo caer mi boca cerca de su mentón.
—Porque necesita usted más práctica —contesta haciendo que vuelva
aquella seriedad que tanto le caracteriza—. Sabe que soy exigente.
—Bueno, para ser la primera vez, no me quejo. —Me río—. Pero no se
olvide de que el aprendiz superará al maestro.
Él, en cambio, no me sigue el rollo y únicamente me mira con
profundidad. Después, tira de mí hacia su torso, de manera que dejo caer mi
cabeza sobre su hombro.
—Ya veremos. —Me rodea con su robusto brazo y siento su boca en mi
coronilla—. ¿Eres ya consciente de lo que te estabas perdiendo?
No le contesto. Solo levanto mi mirada y acerco mi cara a la suya.
Nuestros labios se unen en un beso apoteósico mientras nos abrazamos
con satisfacción, sumamente inmersos en nuestro íntimo momento. Estoy
feliz, aun cuando por dentro sea consciente de que lo ocurrido representa mi
capitulación ante él. Ante mi profesor de Finanzas y también ante… mi
amante.

Estas llamas están ardiendo, estas olas se están rompiendo


Arrástrame como un huracán
Estoy cautivándote, te tengo hipnotizado
Siéntete poderoso.... En medio de la noche
(ELLEY DUHÉ: «Middle of the night»)
CAPÍTULO 19
WATERMELON SUGAR
Abro los ojos lentamente, ya es de día. Me encuentro muy relajada y estiro
los brazos mientras empiezo a bostezar. La verdad es que me siento como
un bebé en brazos, de hecho, hasta parece que el colchón parece tiene
superpoderes, pues es muy reconfortante. Los párpados me pesan todavía,
aun así, debo levantarme de la cama. Me revuelvo unos minutos más y toco
la almohada con mis finos dedos. Pero no encuentro a nadie a mi lado.
—¿Alex?
Me incorporo, froto mis ojos y barro la habitación con la mirada. Noto que
nuestra ropa está cuidadosamente colocada encima del sofá que hay en la
suite, al igual que los zapatos, los cuales están bien ordenados. Recuerdo
que anoche lo dejamos todo esparcido por el suelo y de momento sonrío,
pensando en que el profesor es bastante ordenado, ¡no podía ser diferente!
Seguramente ha sido él el que ha recogido nuestra ropa y la ha doblado.
Al ver nuestras prendas, recuerdo todo lo sucedido anoche, con lujo de
detalles, así que no puedo dejar de esbozar la típica sonrisa de idiota. Fue
una noche verdaderamente espectacular y estoy más que feliz.
¿Dónde estará él?
Me levanto lentamente de la cama y envuelvo la sábana alrededor de mi
cuerpo. Me dirijo al balcón y empiezo a admirar el paisaje. Siento que el
océano desprende una calma especial y, no sé por qué, pero lo asemejo a mi
corazón ahora mismo. Mi corazón está en calma, al igual que mi mente. Sin
duda, estoy en paz conmigo misma y no me arrepiento de nada, a pesar de
todo lo que Brian Alexander Woods me confesó ayer en el almuerzo.
Me siento fuerte.
Miro al horizonte. Observo que varias personas están practicando surf y
están cogiendo las olas, además la playa está repleta de turistas, los cuales
están relajadamente tomando el sol. Las sombrillas coloridas invaden el mar
de arena, que se extiende hasta lo lejos.
Quedo encantada. Siempre me ha gustado el sur y eso hace que recuerde
todos los veranos que mis padres organizaban vacaciones en la costa. Supe
que la playa me fascinaba desde el primer momento que la pisé.
Entro en la habitación y agarro mi móvil. Escucho atenta el sonido de la
llamada, pero ni rastro del profesor, ya que este no descuelga. Tiro el
teléfono sobre la cama y me dirijo al baño. Al mismo tiempo que me cepillo
los dientes, pienso que quizás Alex haya ido a pedir el desayuno o a
tomarse un café. ¿O quizás está teniendo alguna reunión ahora mismo?
Abro la ducha y vuelvo a pensar que el cuarto de baño es colosal y el plato
de ducha representa casi la mitad de una habitación pequeña, de hecho, el
baño en sí parece un spa.
Dejo caer la sábana al suelo y empiezo a tararear una de las canciones que
más adoro de Harry Styles, uno de mis cantantes favoritos. Posiblemente la
canción tarareada por mí se parezca más a un ladrido que a una canción, ya
que no me considero ninguna competencia para mi querido Harry, es más,
no le llego ni a los talones.
Me río sola como si estuviera loca con este descabellado pensamiento
mientras me empiezo a duchar.
—Profesor Woods… —hablo en voz alta—, eres una caja de sorpresas.
Todavía es incomprensible para mí como en menos de veinticuatro horas
ha hecho que de odiarlo pueda adorarlo y hasta sienta ganas de cantar en la
ducha. La verdad es que no suelo hacerlo, pero hoy me estoy luciendo como
nunca. De mis pulmones sale en voz demasiado alta la letra de Watermelon
Sugar. Canto mientras me enjabono, envuelvo mi cabello con el cremoso
champú y disfruto de la cascada de agua caliente que sale de la ducha. Sin
embargo, el recipiente resbaladizo del aromático champú estropea el
momento.
¡Mierda!
Maldigo entre dientes cuando este se me cae al suelo y derramo casi la
mitad del bote sobre el plato de ducha. Veo una mancha azulada enorme
cerca de mis pies y me ofusco al pensar que debo solucionar el tema de la
torpeza, aunque no sé de qué manera lo haré. Con cada día que pasa, quedo
más convencida de que es algo innato.
Alzo los hombros muy tranquila y sigo cantando, a la vez que termino de
frotarme el pelo con el champú restante. Tarareo desenfrenada y muevo las
caderas, medio agachada y con los ojos apretados. Me sorprendo
gratamente poder recordar la letra; es un gran logro, juzgando por el hecho
de que llevo sin cantarla al menos un siglo.
Tastes like strawberries
On a summer evenin'
And it sounds just like a song
I want more berries
And that summer feelin'
It's so wonderful and warm…
Me vengo arriba enseguida e intento deshacerme de la molesta espuma de
mis orbes. ¡Estupendo! Me acuerdo de las letras como si tuviera un
flashback. ¿Cómo no la voy a recordar? La he cantado con mis amigas
millones de veces en los karaokes. Entonces, alzo más mi voz.
Breathe me in, breathe me out
I don't know if I could ever go without
I'm just thinking out loud
I don't know if I could ever go without!!!!!
¿Y por qué me estoy acordando de esta canción ahora? Sigo cantando con
ritmo —o al menos es lo que yo pienso. Chillo a todo pulmón y agito mi
cabello mojado y empapado de champú en modo rebelde.
Watermelon sugar high!!!!
Watermelon sugar high!!!!
Watermelon su........
—Buenos días. ¿Interrumpo algo?
Súbitamente, oigo una voz varonil y siento los dedos de alguien sobre mi
espalda desnuda. Giro la cabeza y, aunque no pueda distinguir con claridad,
puesto que el champú de los cojones aún está invadiendo mis globos
oculares, identifico una silueta.
—¡Alex! —exclamo.
Mi boca forma una O cuando me percato de que él está completamente
desnudo delante de mí y me pregunto cuándo ha llegado. Asimismo, me
llevo una mano al pecho, intentando contrarrestar el susto que me he
llevado. Y como si eso fuera poco, me ha encontrado cantando, ¡qué
vergüenza!
—Buenos días… —añado a duras penas y enderezo mi espalda.
Solo que nada sale según lo planeado y apuesto que en este momento los
astros o los dioses, o quién narices sea, están muy cabreados conmigo ya
que, sin previo aviso, piso los restos del champú que hay en la ducha. Como
resultado, en el maldito y preciso momento en el que me giro para
colocarme de cara al profesor, mi pie resbala sobre la mancha. Veo casi a
cámara lenta cómo agarro con la mano su brazo impulsivamente, intentando
no caerme, y como este, al no verlo venir, se desequilibra y se tambalea
delante de mis morros. El resultado final es que lo arrastro conmigo al
suelo, patinando los dos sobre las jodidas losas.
—¡Ahhh! —gritamos al unísono.
Nuestros cuerpos retumban sobre las frías losas y noto un dolor increíble
en mi trasero y espalda. Me froto los ojos, intentando deshacerme del agua,
aún agarrada a su brazo como si fuera una lapa. Lo miro consternada. Él
básicamente «aterriza» a mi lado y ruge lesionado, mientras hace una
mueca de dolor.
¡Oh, Virgen Santa!
Al parecer, se ha golpeado la cabeza. Presiona su fuerte mano en su sien y,
en mi interior, rezo que este no se haya dado un golpe demasiado fuerte por
mi culpa. Si lo pienso bien, podría haber sido peor y quedarse tendido. Sé
que soy dramática —bueno, menos que Bert—, pero ya estoy viendo los
titulares en las noticias: «Profesor de Harvard, encontrado muerto en el
baño de un hotel de Miami mientras se duchaba con su asistente. Y todo es
producto de la torpeza de esta estudiante».
—¡Diablos!
Abro los ojos como platos. Está vivo.
Parpadeo con la mosca detrás de la oreja e intento volver en mí. No me
cuesta deshacerme rápidamente del champú, teniendo en cuenta de que
estamos prácticamente debajo de la inmensa alcachofa de la ducha, la cual
reina sobre nuestras cabezas. Él se deshace de las gotas de agua de sus ojos,
intentando impedir la inversión.
Pero algo mágico ocurre. Ninguno hace algún intento de levantarse, en
cambio, permanecemos en el suelo unos breves segundos más, inmersos en
una extraña mirada.
—Profesor... —pregunto preocupada— ¿estás bien?
—¿A usted qué le parece?
Y entonces… no me puedo aguantar más la risa y estallo en carcajadas. El
momento de la caída ha sido sumamente divertido y confieso que me hace
mucha gracia lo que acaba de ocurrir. Instantáneamente, veo cómo su boca
se tuerce y deja entrever su bonita dentadura. Una sonrisa va seguida de una
impetuosa carcajada.
¡Ohhh! Lo miro incrédula, ya que es la primera vez que lo hace.
—Alex… tú…
Sus ojos brillan y su cabello mojado me corta la respiración, mientras lo
único que puedo hacer es seguir riéndome. Por su parte, no me responde,
obviamente está incapacitado para contestarme, al igual que yo hablar.
Solamente mueve la mano, totalmente anulado. Ahora mismo estamos los
dos casi revolviéndose en el suelo muertos de risa. También tocamos con
disimulo las partes del cuerpo en las que hemos recibido el golpe.
Cuando conseguimos regular nuestra respiración y tiramos el uno del otro
para ponernos de píe —él más de mí que yo de él—, nos apartamos del
chorro de agua y nos intentamos deshacer del agua que fluye alegremente
en nuestros rostros.
—Aylin, tengo que decirte que eres verdaderamente peligrosa. —Sonríe
ahogado.
—¿Yo, peligrosa?
Separo los labios con una sorpresa fingida y una indignación
sobreactuada.
—Pues, digamos que… señorita Vega...
Coloca sus manos sobre mis brazos y empieza a deslizar sus dedos sobre
mi piel, alcanzando la curva desnuda de mi cintura.
—Desde que la conozco me ha pasado de todo —continúa—. Sentí mis
testículos quemados con café, por poco me asfixio en un armario, casi me
rompo la mano dándole un puñetazo a un gilipolla anoche y ahora, —Pone
los ojos en blanco, reflexivo—, acabo de ver las estrellas en un plato de
ducha, en Miami. ¿Qué más me espera con usted?
Su ocurrente y divertida pregunta hace que roce sus hombros con mis
manos, acercamiento que termina en un abrazo, ya que él es como un imán
para mis sentidos.
—No se queje, usted se lo ha buscado.
—¡Vaya! Menuda seguridad, estoy sorprendido —dice.
Nuestras bocas se aproximan de manera hipnótica y nuestros cuerpos
necesitan esa unión. A pesar de nuestra inesperada caída, destilamos energía
e ilusión por todos los poros y sé que lo necesito. Lo necesito a cada
instante.
—Pero ¿sabes qué? —prosigo a la vez que dibujo círculos sobre su fuerte
brazo.
—¿Qué? —pregunta excitado.
Su erección ha alcanzado ya la parte alta de mi abdomen.
—Al final he conseguido que te rías.
—Así es. —Mira por un corto instante para arriba, evadiéndome.
—¡Bien!
—Y cómo has hecho que me ría, te tengo que recompensar.
—No, Alex —respondo con un tono simpático, sin dejar de acariciar su
brazo, hombro y torso—. Hoy deseo recompensarte yo a ti.
—¿Y por qué lo harías?
Su mano también dibuja sensuales círculos a lo largo de mi espina dorsal.
—Por cómo me trataste anoche —añado con un hilo de voz.
Mi voz suena atrevida, pero mis mejillas arden.
—Ajam… —ronronea—. Por cómo te traté.
Tenso los labios con deseo e intento no encadenarme demasiado. He
vivido veinte años encadenada y ya es hora de romper aquellas ataduras,
cueste lo que cueste. Al precio que sea. Porque así lo siento y porque así me
nace. Pienso que, en el fondo, me tengo que aprovechar de que lo tenga
delante y vivir todas las experiencias que ansiaba.
—De acuerdo —contesta con suavidad. Sus manos empiezan a apretar mis
nalgas con lozanía—. Pero ¿estás segura?
Mis senos se endurecen con el duro tacto de sus pectorales y su musculoso
miembro, que en este momento está rozando mi suave piel.
—Sí —afirmo decidida; tan decidida que sé que haría hasta el pino por él
—. ¿Qué quieres?
—Follarte la boca.
Su petición es rotunda y su rostro se vuelve serio. Me escandalizo. Pero él
habla en serio, no titubea, únicamente me clava con sus ojos de color
azabache.
—Yo… —Muevo un dedo y abro mis párpados.
Seré idiota, pero no me refería exactamente a eso. Aunque… ¡mierda! Ha
sonado a… eso.
—Aylin, no es necesario que lo hagas, de verdad.
Por mi parte, no asiento tras sus palabras, pero tampoco me niego. Mi
mente se mueve como un bumerang, va y viene dándole vueltas a lo mismo,
a algo que no esperaba que me pidiera. Darle placer de ese modo.
Arrugo mi nariz, intentando animarme por dentro y deseando con todas
mis fuerzas disfrutar de lo que él me pueda ofrecer. Miro tímidamente para
abajo y me muerdo el labio inconscientemente. Es probable que Alex haya
interpretado mi gesto como un rotundo «sí», de manera que, lo próximo que
hace es llevar su mano firme a mi nuca y pegar sus labios a los míos.
—Pequeña… —gime descontrolado—. No puedo dejar de pensar en ti.
Nuestras bocas se unen y comenzamos a besarnos con frenesí. Todo lo que
está ocurriendo entre nosotros y que jamás he sentido por nadie, hace que
un temblor desenfrenado me aceche.
—Siempre pienso en ti, Aylin. Cuando desayuno, cuando me visto,
cuando duermo… —Succiona mi boca y yo la suya—. Incluso cuando
estoy haciendo negocios. Siempre estás en mi cabeza.
Los malditos escalofríos me recorren, ¿qué es todo esto? Yo siento lo
mismo que él.
—Yo también pienso en ti, a cada instante…
Mis nervios incrementan en el instante en el que noto el cristal de la
colosal ducha en mi espalda y sus demandantes labios en mi mentón, boca y
cuello. Sí, estoy nerviosa por todo, y más cuando pienso que le voy a
practicar sexo oral, sin tener la más remota idea.
—¡Ven! —Coge mi mano.
Nos colocamos los dos debajo del agua y deja caer en su mano un
abundante chorro de gel de ducha, de aquel que tiene olor a frutas del
bosque. Empieza a esparcirlo en mi piel con delicadeza.
—¿Dónde estabas?
—Después te lo cuento.
Agarra mis pechos en sus manos y me dejo llevar una vez más. Su
presencia hace que así sea y que no sea capaz de cuestionarle nada.
—Siempre te deseo. En cualquier momento del día... —Baja su mano y
roza primero mi ingle y después mi sexo, mientras me acaricia con
suavidad, provocándome una plácida sensación.
—Alex, yo también te deseo.
Jamás he sido tan sincera.
—Tócame —habla en mi oído.
Guía mi mano hacia su agrandado miembro y puedo sentir claramente en
mi mano las venas de su falo. Su mano resbala sobre mi cintura y la mía
sobre su cuello, quedando presos de la pasión y el desenfreno. Una vez más.
Estamos en caída libre en un precipicio sin nombre, sin frenos y sin
cinturón de seguridad.
—Quiero rozar tus labios con ella, Aylin. Me muero de ganas... —
prosigue—. ¿Estás segura de que quieres? —vuelve a preguntar.
Asiento con la cabeza y en lugar de contestarle o decirle algo más,
simplemente me pongo de rodillas, sosteniendo mi cabeza alzada y sin
quitarle la vista. Mi mano resbala en su abdomen mientras siento la dureza
de las losas del plato de ducha y, al instante, mi vista recae sobre su pelvis.
Hay algo que me llama la atención. Unos tatuajes. Y no son unos tatuajes
cualesquiera. Al fijarme mejor, me doy cuenta de que en la parte alta de su
ingle derecha quedan reflejados dos tatuajes: uno que parece un casco, de
hecho, es un casco gladiador y hay otro más pequeño debajo. Este último
muestra un triángulo invertido, dentro del cual identifico unas letras
extrañas. Las letras parecen símbolos griegos. No me esperaba que el
profesor tuviera tatuajes y, a decir verdad, anoche estábamos en la
penumbra, de modo que no los vi.
—¿Qué son?
—¿El qué?
—Esto.
Acaricio su depilado pubis con dos dedos, sin saber si he acertado en
preguntarle y temiendo que estropeara el momento.
—Unos simples tatuajes.
—¿Qué pone? —Presiono el triángulo y levanto mi suspicaz mirada.
—Nada importante.
Alex me mira encandilado y empieza a mover sus dedos primero en mi
cabello, demasiado entregado, y después sobre mi mejilla. De mi mejilla,
lleva sus dedos a mi pequeña nariz y después a mis labios.
—Estos labios... —susurra, verdaderamente abrumado.
Decido no insistir sobre el asunto, aun con la semilla de la duda en mi
mente. Debe ser algo importante, la gente no suele poner cosas que no
tienen importancia en los tatuajes. Y aquel casco me resulta conocido, es
como si lo hubiese visto antes. Puede ser que lo haya visto en las películas o
series, ya que parece un casco romano.
—¿Va todo bien?
—Sí. —Sonrío y me muerdo el labio, centrándome en mi cometido.
Lo examino en toda su plenitud. Observo que la expresión de su rostro
está cambiada y no deja de mirarme los labios y tocarlos con sus dedos. Por
mi parte, intento desprenderme de mi timidez y, aunque me muera de
vergüenza, agarro su enorme y tersa hombría con mi diminuta mano y
empiezo a acariciarla. Quedo inesperadamente maravillada de cada detalle
de él y se me antoja como una estatúa perfectamente tallada, un Adonis de
carne y huesos. Un verdadero Dios Griego, y solo para mí.
«¡Oh, Dios! ¿Qué me ocurre? ¿Qué estoy haciendo aquí arrodillada? ¿Y
por qué me está gustando?», piensa mi mente indecente.
—Estás a tiempo de no hacerlo.
—¡Quiero hacerlo! —susurro—. Alex… tenías razón de que no puede
haber dignidad en asuntos de cama.
Y yo estoy a punto de perder la mía. De hecho, y para mi sorpresa, lo
único que me importa ahora mismo es verlo disfrutar. Deseo con todas mis
fuerzas hacerlo lo mejor posible y despertar en él lo mismo que él despierta
en mí. Quiero ver al profesor temblar de placer, al igual que yo lo estoy
haciendo cada vez que me convierto en esclava de su boca. A pesar de mi
escasa experiencia y a pesar de mis principios.
—¿Estás preparado? —pregunto.
Mi propia pregunta me sentencia y me convierto en fiel prisionera de la
excitación que nace en mi interior, al verlo de esta manera, expuesto delante
de mi vista y dependiendo de lo que yo le pueda ofrecer.
—No sabes cuánto, nena —contesta torturado.
Su miembro está latiendo en mi mano. Acerco mi boca y acaricio
delicadamente la punta. Muevo mi lengua sobre la terminación rosada de su
miembro y empiezo a ejercer presión. Su erección florece en mi mano y eso
me anima a presionar cada vez con más intensidad. Muevo mi lengua con
determinación alrededor de su sedosa piel y, cuando introduzco su falo casi
completamente en mi boca, lo miro atenta. Enseguida, este inclina la cabeza
hacia atrás y acaricia mi cabello con sus persuasivos dedos. Me esmero para
proporcionarle placer y empiezo a succionar su capullo varias veces,
alternando mis movimientos con suaves lamidos.
—Lo estás haciendo genial —habla entre gruñidos.
Tengo muy claro que está disfrutando, juzgando por sus gemidos, y eso
hace que me sienta orgullosa. Entonces, vuelve a bajar su vista y me mira
embrujado, hundiendo más sus dedos en mi cabello mojado por la ducha.
Las sensaciones son desconocidas, como todo lo que estoy viviendo
últimamente. En realidad, la vergüenza desaparece poco a poco, y en su
lugar, me siento extremadamente poderosa al poder provocar todo esto que
estoy provocando en él.
Conforme mi boca y lengua se mueven sobre su exorbitante músculo, sus
jadeos son cada vez más seguidos y lo único que deseo ahora mismo es un
estallido de puro disfrute, algo que me indique que he alcanzado el objetivo.
Abro más mi garganta y hago el difícil intento de abarcarlo todo, pero lo
cierto es que me es imposible y en ningún momento consigo hacerlo
desaparecer completamente, aunque lo desee. A continuación, aprieto mis
dedos con fuerza y succiono vigorosamente, mis labios apretándolo con
dureza. Mis movimientos son muy decididos y precisos y sus desencajadas
facciones me indican que voy por el buen camino.
—Señorita Vega, esto se le da igual de bien que las Finanzas —comenta
saleroso.
Acto seguido, sostiene mi cabeza entre sus manos y empieza a moverse,
invadiéndome con poderío. Por mi parte, estoy intentando aguantar el ritmo
con tenacidad, pero casi que no puedo por sus movimientos bruscos.
Claramente, el profesor está desatado. Sin embargo, controla muy bien, ya
que no me presiona de ningún modo y únicamente me analiza con rostro
encendido.
—¡Ven aquí! —dice de la nada.
Al instante, libera mi boca y se arrodilla en el suelo, junto a mí. Primero
me mira y acaricia mi mejilla y después coloca su dedo gordo sobre mis
labios, en silencio. No sé exactamente lo que pretende, lo único que sé es
que se lanza a mí en el minuto siguiente y me planta un beso desquiciante.
Lo hace tan rápido y tan violento, que me tumba con su grandioso cuerpo
sobre el suelo de la ducha. Con una simple sacudida, tira de mis piernas y
las abre, instalándose entre mis muslos. Y todo en cuestión de segundos.
—¡Ahhh! —suelto un sonido gutural de asombro, al verme por segunda
vez en el suelo.
Sin mucha demora, el profesor presiona su torso sobre mis pechos y me
penetra con fuerza. Suelto un quejido desconcertante.
—Te necesito ya, Aylin. Sabes que soy adicto a ti, ¿verdad? —gruñe y me
embiste con violencia; tanto que hasta siento un suave dolor. Mi vagina
todavía está resentida de anoche, aun así, es una molestia soportable, que en
un momento desaparece.
—Oh, no pares... —consigo decir.
Apenas me deja respirar, en cambio aumenta cada vez más sus profundas
estocadas en mi interior, en un modo pasional. Incluso succiona mi cuello y
no dudo de que me haya dejado marcas. Empiezo a gemir por el placer
enloquecedor que estoy sintiendo y el punto culminante ocurre cuando junta
mis piernas y se las lleva por encima de sus hombros. Levanta mi trasero y
quedo suspendida, mientras él continúa con sus sucesivos embistes.
—¿Cómo podría parar, eh? —cuestiona—. Esto no ha hecho más que
empezar.
Lame mis labios en un modo perverso mientras me clava con más ímpetu,
dejándome sin respiración. Es la primera vez que lo siento tan dentro de mí,
es una sensación nueva y no consigo controlarme. Noto que él está al borde
del éxtasis porque su respiración es cada vez más sacudida, pero,
curiosamente, no da rienda suelta a aquella deseada descarga porque
seguramente me está esperando a mí.
El ardor que corre por todas y cada una de mis venas me derrite y
reconozco que, en unos pocos segundos, el profesor me ha llevado al cielo.
Mis sentidos no tardan en estallar y los quejidos de alivio salen de mi
garganta a borbotones. Mi rostro está desencajado por la lujuria y la pasión,
al igual que el suyo.
Nuestra respiración se siente entrecortada y nuestros orgasmos también se
unen, al igual que nuestros cuerpos. Alex vuelve a ser rápido y retrocede
velozmente, aunque sigue manteniendo la mano sobre mi vientre. Con su
otra mano empieza a dibujar unas líneas sobre mi pecho, acariciando mis
pezones mientras endereza su ancha espalda y me mira con satisfacción.
Confieso que jamás en la vida podría haber supuesto que esto sería así. Que
mis sentidos estallen de esta manera bajo sus caricias.
Nos miramos con ternura, de hecho, permanecemos varios minutos así. Yo
tumbada sobre el suelo frio y húmedo de la ducha y él sobre mí, apoyado en
sus manos. Simplemente inmersos en nuestra mirada.
—¿Qué me estás haciendo? —susurro —¿Qué hechizo es este?
—A mí me parece que aquí la única bruja eres tú —responde con ojos
vidriosos.
Sus facciones, dominadas por la pasión y la ternura, han vuelto a su estado
normal.
—Brujo Woods… —Me río, sin querer soltar su cuello.
Él pasea su dedo gordo en mi mentón, sin dejar de analizarme.
—¿Y eso?
Suelto otra carcajada más feliz que una perdiz y con el corazón queriendo
salir de mi pecho.
—Alex, es el apodo que te puse.
—¿Por qué?
—Ehmmm… —Ruedo los ojos, haciéndome la interesante—. Porque
siempre vas un paso por delante. Pero ya no hay nada que ocultar, esto que
hay entre nosotros es más fuerte de lo que…
Me humecto los labios emocionada y lanzada al mismo tiempo, queriendo
dar rienda suelta a todo lo que pienso y siento. Pero él no opina lo mismo.
—Esto que hay entre nosotros es una aventura, Aylin. Una simple
aventura, ¿vale?
Su impenetrable mirada ha vuelto. Lo percibo en el reflejo de sus ojos y
en la manera en la que se despega de mí. Se pone de pie al instante y me
tiende una mano.
—¿Y si nos duchamos otra vez?
Mi sonrisa desaparece y me culpo por dentro haber sido tan ingenua y
pensar, aunque sea por un instante que él estuviera tan emocionado como
yo. Tiene razón, esto es una simple aventura. Solamente eso.
—¿Te vienes? —insiste.
Agarro su mano y sé que no tengo derecho a enfadarme. Desde el minuto
menos uno me dejó las cosas claras e insistió sobre el hecho de que no
dejaría su matrimonio. Y tampoco deseo que lo haga.
«¡Mente fría, Aylin», me recuerdo a mí misma.
El flujo de agua nos rejuvenece y frotamos de nuevo nuestros cuerpos con
aquel gel de ducha que huele maravillosamente bien.
—¿No tienes hambre? —Me seca él mismo con una toalla con suma
dedicación e intento escapar de mis negativos pensamientos. Somos lo que
nosotros decidimos ser y nuestra mente solo recibe órdenes de nosotros
mismos, sin más. Y yo soy la amante.
Acto seguido, arqueo mis labios en una radiante sonrisa y tiro de su mano,
dispuesta a vivir al máximo cada momento a su lado.
—¡Me muero de hambre! —exclamo con voz infantil.
Me agacho varias veces y sacudo mi cabello. Después me lo seco con una
toalla, a la vez que envuelvo otra inmensa toalla blanca en mi cuerpo.
Rodea mi espalda con su brazo y me aparta un mechón de la cara.
—¿Dónde hay que pedir el desayuno? —quiero saber.
—Está ya pedido, todo listo en la terraza.
Me guiña el ojo más relajado que antes y yo le doy un pequeño golpe con
mi puño en el hombro.
—No me sorprende en absoluto, señor Woods.
Llegamos a la terraza.
—Por cierto, no te lo pregunté anoche, pero… —Me indica con una mano
la mesa repleta con los platos del desayuno— ¿por qué me llamas Alex?
—Anoche digamos que... tampoco tuvimos tiempo de hablar —Lo miro
por debajo de mis pestañas—. En realidad, es una larga historia.
—Soy todo oídos. —Me anima a hablar y después se coloca los
pantalones.
—¿No te gusta que te llame así?
—No es eso. Solo que nadie me llama así. —Se sube la cremallera de su
pantalón largo de traje—. Me resulta raro.
«A mí sí que me resultan jodidamente raros tus pantalones de invierno en
un sitio de playa», quedo distraída.
—Más tarde a lo mejor te lo digo. —Le doy la espalda e intento morderme
la lengua para no hacerle más preguntas. Sé que no es un devoto de ellas y
también sé que ayer respondió a las justas y necesarias; pero no a todas.
Tiempo al tiempo.
—Hace un día de playa espectacular —constata.
Yo no digo nada. Aún sigo fascinada por la playa y no puedo despegar mi
vista de aquel paraíso celeste. Alex aprovecha mi silencio para realizar unas
importantes llamadas y decido sentarme para embuchar los distintos
alimentos de las bandejas. El desayuno es bastante copioso, hay cruasanes,
pan, queso, todo tipo de fruta, zumo, café, también beicon y multitud de
aperitivos.
—¡Dios mío! —digo consternada cuando veo que finaliza una llamada—.
Esto es demasiado, de aquí comería una tropa entera.
Me da la espalda mientras agarra una camiseta negra y antes de que la
deslice por su pecho, noto unas pequeñas cicatrices en su espalda. Percibo
algo como si fuera los rasguños de un cuchillo, y, sorprendentemente,
debido a la abundante espuma de la ducha, no las he visto antes.
—Alex... —Le fijo con la mirada en el momento en el que se sienta en la
silla, muy cerca de mí—. En la espalda tienes unas cicatrices. ¿Qué te pasó?
Mi pregunta es inocente y destila preocupación. Y si pensaba, aunque sea
por un instante que me contestaría, me equivocaba amargamente. Observo
que mira para abajo y su cara se vuelve más seria, de la nada. Está
empezando a untar mantequilla en una rebanada de pan.
—Aylin... —habla y, acto seguido, le da un mordisco a su tostada—. No
preguntes cosas a las que sabes que no recibirás respuesta.
No contaba con este corte.
—¿No confías en mí?
Le doy un sorbo al zumo de frutas, sumamente seria.
—No es eso.
—Sí, es eso —le contradigo.
—Creo que te dejé claro que sabrás lo que tengas que saber. Y hay
preguntas que no tienen respuesta, así que no esperes recibirla.
—Pues yo creo que todas las preguntas tienen respuesta. Otra cosa es que
tú no me quieras contestar.
Lo enfrento con atrevimiento y molestia y desvío mi vista al océano.
—Y yo creo que cuanto menos sepas, mejor.
Emboca unos trozos de fruta de morros, sin decir nada más.
—¿Por qué? ¿Qué hay tan grave en tu vida que yo no pueda saber? —
Cojo su mano entre la mía.
—Nada, Aylin —bufa—. Créeme que es mejor para ti no saberlo —se
limita a contestar y retira su mano disimuladamente.
Aprieto el puño.
—¡No entiendo!
—¡No hace falta que lo entiendas! —remata.
Me sigue mirando de la misma forma, sus ojos tornándose vacíos. Es
como si en la ducha, tumbado sobre mí hubiese sido una persona con
sentimientos, emociones y que desprende kilos enteros de ternura y, ahora
mismo, desayunando conmigo es otra persona muy distinta. Un bloque de
hielo.
«Su esposa me dijo lo mismo en la fiesta de Bram», recuerdo.
—Por cierto, ¿quieres que vayamos a la piscina? —Le da un profundo
sorbo a su café—. ¿O prefieres la playa?
—Playa —respondo con voz neutra y miro al horizonte.
Y si yo pensaba que se me daba bien cambiar de tema cada vez que Bert
se pone pesada con el tema de los hombres, él es un artista en esquivarme
cada vez que le da la gana.
—Vale. —Se pone de pie—. ¿Estarás lista en un cuarto de hora?
Lee algo en su móvil y se dirige a la puerta.
—Intentaré. ¿A dónde vas?
—Voy a hacer una llamada.
Dejo el tenedor sobre la mesa y doy unos golpes con mis dedos en el fino
cristal. Ya se me ha quitado el apetito. Miro con impotencia cómo él sale
deprisa de la terraza y se me ocurre que probablemente haya ido a llamar a
su mujer. O lo mismo no. Es un hombre extremadamente ocupado e
imagino que no es fácil llevar tantas cosas para adelante, teniendo en cuenta
lo multifacético que es.
Sin embargo, su ajetreada vida no debería representar una excusa para
portarse de este modo conmigo. Muy en el fondo pensaba que después de lo
sucedido anoche, él se abriría y podría penetrar, aunque sea un poco más,
aquella coraza que lo cubre.
Le daré tiempo. Espero poder conocer a la verdadera persona que se
esconde detrás de ese traje y esa dureza e inexpresividad. Lo espero
desesperadamente. Claramente, necesito conocer mejor a Brian Alexander
Woods.
Pero también necesito entender por qué el hecho de conocerlo más se ha
convertido en una necesidad para mí.
CAPÍTULO 20
OBJETO DE LA MALA SUERTE
—¡Ragazza! ¿Qué tal Miami? Pensaba que no iba a saber de ti hasta
mañana.
La alegre voz de mi italiana suena desde el otro lado del teléfono. Presto
atención a la voz atropellada de Berta, a la vez que acomodo mi sombrero
de playa con una mano. En realidad, hablar quedaría escueto, está chillando.
—¡Hola, Bert! —saludo de vuelta y le doy un sorbo a una copa
gigantesca, la cual lleva distintos tipos de fruta, hielo picado y una pajita de
plástico.
—¿Dónde estás? Se escucha un viento de cojones.
Mi amiga tiene razón, el clima ha empeorado con respecto a esta mañana
y las nubes empiezan a cernirse sobre el cielo sereno.
—¡Espera! —interrumpo—. Te hago una video llamada mejor.
Finalizo la llamada enseguida y vuelvo a pulsar el botón verde, pero esta
vez con cámara incluida. Me arreglo el cabello y las gafas de sol mientras
espero que esta conteste. Cuando Bert me responde, observo que tiene el
pelo revuelto y los ojos hinchados, señal de que se encuentra en la
residencia en estos momentos. Es casi la hora del almuerzo y seguro que se
acaba de despertar, no sería nada extraño en ella.
—¡Ya! —dice alegre.
—¿Te he despertado? —pregunto insegura.
—No —niega—. De hecho, Bram se ha ido hace media hora.
—¡No me digas! —exclamo asombrada—. ¿Bram ha pasado la noche en
la residencia?
Me complace saber que todo va sobre ruedas en su relación, con lo cual
me sale una enérgica risa. Ella también se ríe y sus ojos brillan de felicidad.
Sin duda, Bert desprende emoción por todos sus poros y, aunque ella no lo
quiera admitir, está empezando a sentir algo por el chico de ojos verdes.
—Pues sí —me contesta rápido—. Anoche se quedó aquí, espero que no
te moleste.
—No, ¡para nada! —hablo rápido—. ¿Y cómo vais?
—Bien. Muy bien. Por cierto, preguntó Adam por ti y ...—Hace una breve
pausa— también me dijo que le gustabas.
—Bert —digo escéptica y temerosa—, ¿no le habrás contado sobre el
profesor Woods?
—¡Que va! Pero venga, ¡cuéntame tú! —Mueve la mano agitada y alza las
cejas con entusiasmo—. ¿Qué tal la noche, abro una botella de champán o
qué?
—¿Qué champán? Lo máximo que hay en la nevera es un resto de una
botella de Coca Cola.
Nuestras risas irrumpen al unísono y, verdaderamente, la conversación con
mi amiga me está poniendo de buen humor.
—Tranquila, yo consigo esa botella. —Me guiña el ojo y habla impaciente
—. Pero en realidad prefiero festejar contigo mañana —añade—.
¿Porque hay algo que festejar, o no?
—Depende de cómo lo mires. Pero sí, creo que sí...
Me sonrojo con poderío mientras imágenes de la noche pasada me
invaden. Él y yo en la cama, desnudos, con respiración entrecortada. Sus
palabras, su olor, su tacto.
—Estás en la playa, ¿verdad?
—Sí, ¡mira qué belleza! —contesto animada y cambio el enfoque de la
cámara hacia el otro ángulo.
Empiezo a grabar el sitio y giro la cámara para distintos lados, de manera
que pueda compartir con mi amiga lo que estoy viendo. Ahora mismo me
encuentro en la playa privada del hotel, una zona reservada exclusivamente
para los clientes y restringida a los demás turistas. Hay distintas hileras de
tumbonas y asientos fabricados especialmente de mimbres, con sombrillas
imponentes; y también hay una pequeña mesa al lado de cada tumbona.
Identifico al menos treinta personas cerca, gran parte de ellas se están
bañando o tomando el sol. No hay tanta gente en el agua, posiblemente
porque las olas se muestran un tanto agitadas con el viento, el cual está
cobrando más fuerza.
—¡Guau, espectacular! —grita Berta entusiasmada—. Nunca he estado en
Miami, pero me encantaría ir.
—Sí, la playa es preciosa.
—Ragazza, ¡habla ya, joder! —brama—. Me tienes intrigadísima.
Me vuelvo a reír y cambio el enfoque de la cámara a mí. Berta y la intriga
no hacen buenas migas, ella necesita saberlo todo y sé que evadir el tema la
está poniendo de los nervios. Muerde sus uñas y me examina atenta. Saber
si he perdido la virginidad la está matando. Literalmente.
—Que está todo hecho, Bert —contesto ruborizada, sin prolongar mi
confesión y su suplicio.
—Chica, ¡lo suponía! —Su familiar soberbia hace acto de presencia—. Lo
que te estoy preguntando es cómo fue.
Abre la boca expectante y sonrío divertida cuando pienso que le hacen
falta nada más que las palomitas.
—¿El profe es potente?
—¿Potente?
Las mejillas me queman y casi me retuerzo en la tumbona por lo
incómoda que es su pregunta.
—Sí, ya sabes. Bueno en la cama, ¡joder!
Más directa imposible. Otra carcajada y mi silencio.
«Si tú supieras…», hablo con mi mente, como una perfecta chiflada.
Este hombre es una máquina de sexo. Un macho alfa andante. Una bomba
hormonal humanoide. Y se me pasan un sinfín de comparaciones más por la
cabeza, pero tampoco quiero pasarme y ponerme demasiado eufórica.
—¿Y yo cómo voy a saberlo? ¿Debo recordarte que no tengo experiencia
y que era virgen hasta hace unas diez horas?
—¡Pero algo notaste! —No desiste.
—Vamos a dejarlo en que «bueno» quedaría escueto, Bert.
Es mi escaso comentario.
—¡Lo sabía, lo sabía! —chilla desenfrenada y le falta poco para empezar a
saltar en la cama—. ¡Quiero detalles!
—¡Para ya! —le riño.
Jamás entraría en detalles ni le contaría nada sobre nuestros momentos
íntimos, por más que Berta sea mi mejor amiga. Por consiguiente, decido
desviar el tema.
—¿Cuántas veces lo habéis hecho? —suelta—. ¿Qué pasará ahora?
¿Dejará a su mujer?
—¡Bert! —la freno, irritada—. El señor Woods está casado. Estoy
mentalizada de que esto no tiene futuro.
—Ya lo sé.
—¿Entonces por qué preguntas?
—¡Cazzo! —Pone los ojos en blanco—. ¿Quién lo iba a decir? Resulta ser
que el ogro no es tan «inalcanzable». De hecho, ¡está siendo un infiel de
mierda!
Su voz es cachonda, pero suena enfurecida. Berta se parece a mí en este
aspecto. No le gustan las infidelidades para nada y detesta a los mujeriegos,
aunque luego ella misma sea una cazadora innata y le guste el flirteo más
que la comida; o más que despertarse por la mañana para ir a clases.
—Pues aquí entre nosotras… el profesor no está siendo infiel. Es que son
una pareja liberal.
Acerco mis labios a la pantalla y le susurro esto último, mirando a mi
alrededor y deseando no pecar de indiscreción. Obviamente no le voy a
contar que vi a la señora Woods revolcándose con el padre de su novio. Por
lo menos por ahora.
—¡No me digas! —Abre los ojos como platos, en el fondo lo comprendo,
la noticia es demasiado fuerte —¡Genial, Lyn! Una preocupación menos.
Aplaude. Lo sabía. Ella aprobaría cualquier locura mía, a diferencia de mí,
que siempre le estoy regañando.
—Te dejo ahora, Bert. Woods viene por ahí.
Señalo en dirección al hotel y me llevo la mano a la boca, mandándole un
beso a la distancia.
—¡Espera, que todavía no he terminado!
—Te llamo más tarde, ¿OK?
Me despido cuando giro mi cabeza y veo al profesor bajar los peldaños de
una enorme escalera de piedra que separa la playa de una de las entradas de
nuestro hotel de cinco estrellas.
—Bueno…
—Besos.
Cuelgo deprisa y vuelvo a fijar las gafas de sol de color tostado sobre mi
nariz, a la vez que le miro, interesada en su apariencia. Lo que más me
intriga es que él aún lleva puesto su pantalón negro de traje y una ajustada
camiseta negra. ¡Por Dios! ¿Cómo se le ocurre llevar eso en la playa, a
treinta grados o más?
Me sujeto con un codo mientras identifico su iPad en la mano derecha. No
distingo muy bien su rostro, ya que este queda oculto por sus gafas de sol,
que encajan a la perfección con su atuendo de luto. Yo, en cambio, llevo
puesto un diminuto bikini de doble color, un verde fosforito en la parte de
abajo, el cual sobresalta mi figura y el rosa palo en la parte de arriba
endulza el conjunto. Unas preciosas flores multicolores dibujadas en el
sujetador me proporcionan alegría y encajan genial con un sombrero blanco
simplón, el cual reposa sobre mi cabeza.
—¡Hola! —dice seco y se sienta en el filo de la tumbona que se encuentra
justo al lado de la mía—. Un Manhattan, si es tan amable.
Voltea la cabeza en busca del camarero y le pide un cóctel.
—¿Tú quieres algo? —se dirige a mí.
«Sí, guapo», afirmo en mi mente. «Quiero verte de una vez por todas sin
esa ropa de luto, ¡joder!».
—No, gracias —contesto a su pregunta y tuerzo la boca.
Sigo pensando en la razón por la cual no lleva puesto un bañador y por
qué no me pide que le ponga crema solar. Es lo que cualquier persona
normal y corriente hace cuando va a la playa. Y no porque yo deseara untar
su cuerpo con crema protectora —que también—, sino por lo
incomprensible que me resulta este hombre.
Es todo lo contrario. Él pasa de la playa y se inclina para adelante. Se
apoya con sus codos en sus rodillas y enlaza sus dedos. Pese a que percibo
su fijeza, no soy capaz de observar el movimiento de su mirada a través de
los cristales tintados de sus gafas de sol.
—¿Qué tal? —pregunta amable.
Sin embargo, a continuación, enciende su iPad, desviando su atención
hacia la dichosa pantalla.
—Yo bien, pero tú parece que estás en las oficinas de American Express
Co y no en una playa en Miami —suelto inquisitiva y señalo su ropa.
Esbozo media sonrisa.
—No lo creo. —Me vuelve a mirar—. Jamás iría a trabajar vestido con
una camiseta.
Tira del dobladillo de su prenda de ropa y frunce el entrecejo.
—Bastante predecible.
—¿Acaso la has tomado con mi ropa?
Sin duda, percibe la molestia que sigo arrastrando desde el desayuno, aun
así, no intenta restarle importancia a mi acusación.
—¿No te vas a bañar?
—No —contesta con osadía y mira el agua.
—¿Y por qué no?
—Porque no me gusta la playa.
—Podíamos haber elegido la piscina... —sugiero, deseando que él
también se divierta y disfrute de nuestra estancia aquí.
—Hubiese pasado lo mismo, Aylin —me corta y teclea algo en su Tablet.
—¿Es por las marcas en tu espalda?
Pienso que es probable que aquellas cicatrices hagan que no quiera que
alguien vea su espalda desnuda.
—¿Es este otro interrogatorio? —Alza su vista.
—No, solo que se me ocurre que hay una lista bastante extensa de cosas
que no te gustan hacer, por lo que veo —añado con desasosiego.
—Aylin, he dicho que no voy a entrar en el agua y punto.
Sus rasgos se transforman y su respuesta suena borde. Al decir eso, vuelve
a mirar su móvil con atención y yo le doy un sorbo a mi cóctel, muy
nerviosa.
—De acuerdo —contesto molesta y cambio de tema—. ¿Lo tienes todo
preparado para la charla?
—Sí, todo en orden.
—¿Te puedo ayudar en algo?
Intento desempeñar mi función de asistente y evitar que me aburra
demasiado en este sitio.
—No, gracias —dice y su vista queda sobre mí al darse cuenta de mis
tensas facciones.
—¿Estás enfadada?
—No.
Es un «no» a medias. Mis ganas de saber y mi curiosidad no tienen límites
y probablemente esto me pasará factura. Como resultado, dejo caer mi
espalda para atrás, prometiéndome a mí misma coserme los labios y no
seguir preguntando.
Al chocarse con mi repentino silencio, vuelve a analizar algo en la Tablet
y es como si estuviera trabajando. Sé que el objetivo de nuestro viaje era ni
más ni menos que trabajar, aparte de tener intimidad, sin embargo, admito
que me fastidia que lo esté haciendo incluso en la playa y no pueda dedicar
un rato al descanso y a pasar tiempo conmigo.
—¿Vas a trabajar? —pregunto finalmente, pasados unos diez minutos.
—Sí —dice seco.
¡Joder! Me callo por un buen rato porque se ve que no se le ocurre otra
cosa que responderme con palabras monosilábicas. Vuelvo a darle un sorbo
al cóctel, mis nervios aumentando y me distraigo con aquellas escasas
personas que están nadando.
—¿Has ido ya al agua?
Ladeo la cabeza a raíz de su pregunta. Su mirada resbala sobre mi cuerpo
de una manera descarada y bastante familiar, mirada que admito que me
emociona, si esa fuese la palabra.
—Todavía no.
Mis ojos fijan las olas que están empezando a ser cada vez más
turbulentas. Pienso de momento que el día se está poniendo un tanto
extraño, posiblemente se está avecinando una tormenta.
—¿Y eso? —pregunta con una mueca.
—Estoy bien así.
Cierro los ojos nuevamente, intentando relajarme.
—A ver si lo entiendo —comenta—. Me estás recriminando a mí que no
me quiera bañar cuando tú tampoco lo estás haciendo. O... ¿no sabes
nadar? —cuestiona de repente y veo que su tono es más bien burlón.
Básicamente ha cambiado su voz y se está jactando de mí.
—Sí, sé nadar —afirmo con necedad, pese a que la verdad es justo lo
contrario. No sé nadar, pero él no tiene por qué saberlo.
Tras decir esto, vuelve su vista hacia su maldita Tablet, hecho que hace
que me sienta decepcionada de cómo está yendo el día. Este hombre parece
que vive para trabajar y no que trabaja para vivir, además... ¿se puede tener
celos de un iPad?
Vuelvo a darme un duro golpe de realidad. Aparte de querer tenerme en su
cama, no le intereso en absoluto, con lo cual ya ha alcanzado su objetivo.
Me lo está dejando claro, sus palabras y gestos me indican que este fin de
semana le dará prioridad al trabajo.
«No aprendes, ¡maldita sea!», me regaño.
La cruda verdad es que me había hecho demasiadas expectativas sobre
nuestro alegre día en la playa, irónicamente hablando. Unos minutos atrás
me había imaginado al profe y a mí, los dos abrazados tiernamente en el
agua y hablando sobre cualquier chorrada, dando rienda suelta una vez más
a mi lado exageradamente romántico.
—¿Entonces no te vas a bañar? —pregunta él, transcurridos unos dos
minutos.
—Por supuesto que sí, de hecho, es en lo que estaba pensando.
Junto lo labios y no le doy tiempo a agregar nada más. Me levanto de la
tumbona con coqueteo, siendo consciente en todo momento de lo que estoy
haciendo. Dejo mi sombrero encima de la mesita, al igual que mis gafas.
Sacudo mi cabello con provocación, frunzo un poco mis labios y me arreglo
el bikini. Respiro con profundidad, sin despegar mi vista del agua, que está
a solo unos metros. También le echo un vistazo por el rabillo del ojo y noto
que su mirada me recorre de arriba-abajo. Lo veo porque se acaba de quitar
las gafas y las ha colocado sobre su cabeza.
No lo tengo muy claro, pero me parece que unas gotas de sudor empapan
su frente y se deslizan lentamente en su cuello. Perfectamente normal. No
dudo que seguramente el profesor tenga la sensación de estar en un asador
de pollos ahora mismo. ¿A quién se le ocurriría llevar un pantalón largo y
una puñetera camiseta negra en la playa?
A continuación, me hago la interesante y empiezo a caminar en dirección
al agua. Piso con cuidado la ardiente arena, en completo silencio.
—Ten cuidado, ¿vale? —advierte cuando se da cuenta de mi intención—.
Se ha levantado viento.
No giro mi cabeza para mirarle, únicamente me concentro en andar con
dignidad sobre la arena jodidamente caliente. Asimismo, procuro soportar
el escozor que estoy notando en la planta de los pies con la cabeza bien alta.
¡Pero qué puñetas! Debo avanzar, aun cuando miro el agua sumamente
desconfiada debido a las inmensas olas que están surgiendo de la nada. Me
empiezo a morder los labios, dominada por un miedo instantáneo cuando la
brisa del océano golpea mi piel e incluso me arrepiento de haberle mentido
y haberle dicho que sé nadar.
¿Por qué tengo que ser tan jodidamente vanidosa a veces?
Miro disimuladamente para atrás y hasta me planteo tirar la toalla y
volverme a mi tumbona, junto a él. Sin embargo, hay que reconocer que no
puedo volver con el rabo entre las piernas, acobardada. No es algo propio
de mí y, aunque maldiga en mi mente, tengo que seguir adelante.
«¡Aylin, sé fuerte, cojones!», me inyecto una dosis de valentía.
He llegado ya a la orilla y el revoloteo del agua y el ruido tenebroso que
emiten las olas cuando colisionan, hace que se me erice el vello. Planeo en
mi cabeza ir lo más rápido posible, fingiré que estoy nadando unos minutos
y después me saldré. Es pan comido.
Empiezo a adentrarme en el agua e intento relajarme, ya que la calidez de
esta me reconforta. Solo que no puedo confiarme demasiado.
Desafortunadamente, el color del océano ha cambiado y el celeste turquesa
se ha convertido en un verde agua muy turbio.
Intento relajarme y me adentro un poco más, pese a que en la orilla
quedan solamente unos pocos turistas. Al sentir la mirada del profesor sobre
mí, me planteo que este está esperando verme nadar. Entonces le hago una
señal con la mano y le sonrío, como diciendo «Todo controlado». Aleteo
mis brazos en la superficie del agua, para que le dé la impresión de que
estoy nadando y no darle la oportunidad de que descubra mi mentira.
¡Jodido momento!
Sumerjo por un breve instante mi cuerpo debajo del agua para mojar mis
cabellos. Sin embargo, conforme saco la cabeza del turbio agua, una ola
gigantesca me pasa por encima con una fuerza ciclópea y veo las estrellas.
¿Es posible ver las estrellas dos veces el mismo día?
La ola me sacude y, básicamente, me absorbe al completo. Me entra el
pánico y me muevo con agitación cuando me percato de que no puedo
respirar. Consigo sacar la cabeza de debajo del agua, pero en el momento en
el que puedo ver algo, noto que estoy bastante alejada de la orilla. Mucho
más que antes.
¡Ohhh! Comienzo a mover las manos, verdaderamente aterrada. Mi
garganta emite unos fuertes gritos de emergencia, es más, seguramente mis
gritos se estén escuchando hasta en Boston. Rezo para que alguien me salve
y no acabe siendo comida para peces. Entonces, otra inmensa ola me
sumerge debajo, removiendo mi cuerpo y haciendo que mi boca y nariz
queden inundadas del agua salada. No sé cómo, pero consigo sacar de
nuevo la cabeza, al mismo tiempo que sigo gritando desesperada.
A pesar de todo mi esfuerzo, me veo nuevamente inmersa en aquella
turbia monstruosidad. Afortunadamente, no paso mucho tiempo ahí puesto
que, de repente, noto unas manos que me agarran con fuerza y me llevan
hacia la superficie. De alguna manera, logro respirar. La sal del agua irrita
mi vista y apenas veo, solo siento cómo alguien me arrastra y procura que
tenga la cabeza sujeta por encima del agua.
—¡Aylin, maldita sea!
Jamás en mi vida me ha alegrado tanto oír su voz.
—¿Estás bien?
Lo oigo, pero no lo veo. Únicamente siento sus brazos alrededor de mi
tembloroso cuerpo y su evidente ansiedad y preocupación. Y, aunque me
encuentre ya a salvo, sigo gritando desquiciada, probablemente por impulso
o porque estoy experimentando un severo ataque de pánico.
—¡Ahhh!
No puedo hablar, solo chillar.
—Shhh, shhh, está todo bien.
Él intenta calmarme mientras yo sigo gritando exasperada en su oído.
—Tranquila, ya no hay peligro.
Finalmente, froto mis ojos y me doy cuenta de que tiene razón. Y eso es
gracias a que él me está sosteniendo en sus brazos y me está arrastrando
hasta un lugar seguro. Su respiración es fuerte y lo noto cansado.
Al pisar la orilla, siento la cortante arena en la piel de mi espalda, trasero y
muslos cuando me deposita con sumo cuidado en el suelo. Él se deja caer a
mi lado, más que exhausto. Los dos tenemos el corazón acelerado por lo
que acaba de suceder y sigo conmocionada con el mero pensamiento de que
hoy casi me muero.
Cuando haya recuperado el aliento por completo, Alex levanta su torso y
se agacha sobre mí. Me doy cuenta de que se ha desprendido de la oscura
camiseta y lleva solamente los pantalones largos de tela. El pantalón está
empapado, al igual que su centelleante cabello, el cual está goteando y
brillando en los rayos del sol.
—¿Puedes respirar? —pregunta preocupado, con voz y respiración
irregular.
La magia existe, e incluso diría que la siento ahora mismo. Solo sé que
parece que se me ha olvidado todo el mal trago que he pasado en el
desayuno y hace un rato, con solamente poder contemplar su imagen sobre
mí. En cambio, no soy capaz de contestarle. La irritación que ha dejado la
sal en mi boca y garganta me lo impide.
Le sonrío más tranquila.
—Estás bien, ¿verdad?
—Estoy bien. Es más... —continúo recuperada y feliz de estar viva, con
una gran sonrisa en mis labios—. Ahora que te veo recién bañado y sin
camiseta, no solo estoy bien… — llevo mi vista a su mojado pecho—.
Estoy de maravilla, Alex.
Al escuchar mi confesión, él entreabre los ojos con asombro. Sus
músculos quedan marcados y resaltan tan maravillosamente bien a través de
su piel húmeda, que siento una corriente eléctrica en mis terminaciones
nerviosas.
—¿Acaso lo has hecho a propósito?
—¡Por supuesto que no! —bramo perpleja y llevo mi mano a una de sus
costillas—. Nunca se me ocurriría.
—¿Entonces? —me interroga con una ceja arqueada.
—En realidad, no sé nadar.
—¿En serio? —Roza mi frente con dos de sus dedos y está ejerciendo
presión sobre mí con medio cuerpo.
—Siento decirtelo, pero no quería reconocer que tenías razón y yo…
—¿Qué? —Su despiadada mirada me fulmina—. ¿Has visto las olas,
Aylin? ¿Por qué narices has puesto tu vida en peligro?
Me cuestiona enfadado y yo le aparto la vista. Retira su mano de mi cara.
—Porque estaba molesta.
—¿Molesta por qué? —pregunta.
A continuación, entreabre los párpados y me muestra esos ojos negros,
que ahora mismo poseen un tono marrón oscuro, por los rayos de luz.
—Porque en realidad quería pasar un rato agradable contigo en la playa,
¿vale? En cambio, tú te has puesto a trabajar.
Este suelta un bufido y toca mi cintura.
—Quién crees que se concentraría en trabajar con una mujer como tú a su
lado, ¿eh? ¿Quién?
Empiezo a balbucear como siempre me pasa cuando me pongo muy
nerviosa.
—Fíjate... —dice incrédulo y resopla—. Lo irónico de todo es que yo
quería que tú sintieras la adrenalina conmigo, ¡y está ocurriendo justo lo
contrario!
—¿Qué quieres decir? —pregunto con cara de estreñida porque no
entiendo ni una sola palabra.
—¡Que está jodidamente loca, señorita Vega! Aylin... —continúa este —
sin duda alguna eres el objeto de la mala suerte y el objeto de todos mis
deseos.
Cuela un dedo por debajo de una de las copas de mi bañador. Acaricia mi
pezón con la yema mientras leo el deseo en sus bonitos ojos.
—Me siento halagada, señor Woods —retrato una sonrisa.
—Pero eso no quita de que te voy a castigar por la insensatez que acabas
de cometer.
—¿Castigarme?
Pienso que aún tengo los oídos taponados y que no escucho bien. Me
inquieto. ¿A qué se refiere? Me está hablando como si yo fuese una
adolescente llena de acné y él mi padre. Como si de un momento a otro me
dejará sin móvil un mes o me prohibirá quedar con mis amigos.
—¡Vamos! —indica—. Tenemos mucho que hacer hoy y es casi la hora
del almuerzo.
Extiende su brazo y me invita a agarrarle la mano. Noto que está bastante
furioso, ya que sus labios se muestran tensos. Entonces, tira de mí con
cautela y consigo ponerme de pie. Le vuelvo a mirar la cara mientras
avanza entre la gente, como si tuviera prisa, apretando mi mano y
obligándome a acelerar el paso.
—¡Espera! ¿Qué te pasa? —pregunto molesta por su actitud tan borde y
desconcertante.
Se pone la camiseta deprisa y yo me coloco el vestido playero cuando este
casi me lo lanza.
—Nada, nos vamos ya.
Enseguida cogemos las cosas y seguimos caminando hasta el interior del
hotel en silencio, ya que él no se digna en hablar o a darme ni una mínima
explicación.
—¡Alex, lo siento! —susurro cerca de su cuello, pero es en vano. Parece
de piedra, sin sentimientos ni vida.
Al ver que el ascensor del hotel no baja, el profesor empieza a pulsar
nervioso el botón del otro ascensor que hay en la planta baja y mira las
metálicas puertas con impaciencia. Nuestra ropa está empapada y pequeñas
gotas de agua caen al suelo. Las puertas del ascensor abren finalmente y
entramos, junto a otras tres personas. Arreglo mi pelo con una mano en el
espejo, dándome cuenta de las desastrosas pintas que estoy teniendo.
El ascensor. Todo aquí me trae recuerdos de la noche anterior. Le observo
por el rabillo del ojo, pero su expresión no ha cambiado. No insisto en
hacerle hablar y solamente me coloco una cremallera imaginaria en la boca,
ya que vamos acompañados y no es el momento de discutir.
Cuando llegamos a nuestra planta, este actúa del mismo modo que ha
actuado en la playa, que es agarrar mi mano y arrastrarme hasta la
habitación.
—¿Qué te pasa? —intensifico mi voz y quedo sin aliento en el momento
en el que cierro de un portazo—. ¿Qué he hecho para que te pongas así?
—¿Te parece poco poner tu vida en peligro de esta manera por tu maldito
orgullo?
Truena a cuatro vientos y se quita la camiseta mojada de una sacudida.
Esta va seguida de su pantalón, ya que su ropa está empapada. Se queda
completamente desnudo delante de mí.
—Alex, tampoco es para tanto…
Lo enfrento sin miedo y muevo mis manos, despreocupada.
—¿Tampoco es para tanto? —Sus ojos sueltan chispas y bufa enojado—.
¿Y si no hubiese llegado a tiempo?
Habla en tono grave, como si fuese el fin del mundo. Por mi parte, no
comprendo nada.
—Y si no llego a tiempo para salvarte, ¿eh? —musita con cara
atormentada y hasta me parece que sus ojos se tornan húmedos.
¿Qué carajo está pasando aquí? Su cambio de humor repentino me
desubica.
—Alex... ¡mírame! Que no es para tanto —agudizo mi tono de voz y solo
espero hacer que entre en razón.
Hago un intento de acercarme a él y coger su endiablado rostro entre mis
manos, pero su nerviosismo no me deja. Entonces presiona mi cuello con su
mano derecha y empotra mi cuerpo en la puerta de roble que separa mi
habitación de hotel de la suya. Mi espalda toca la puerta con un golpe
severo.
—¿Que no es para tanto? —pregunta paulatinamente y aprieta los dientes
—. ¡Siempre me dicen lo mismo, que no es para tanto! ¡Pero lo es! —grita a
unos centímetros de mi rostro—. ¡Claro que lo es!
Su semblante cambia. Su cara se ve encendida y su mirada destila ira y,
curiosamente, dolor. Los latidos de mi corazón se disparan. Odio sentirme
vulnerable. Mientras pienso que esto no lo voy a permitir, llevo la mano a
mi cuello y toco la suya, la cual está anclada en mi garganta con firmeza.
Me está entrando miedo y me sacudo por el inefable pensamiento de que él
pueda me pueda hacer daño.
—¡Para! —le ordeno.
Me doy cuenta de que sus ojos brillan como si unas lágrimas estuvieran
rociando sus pestañas y estuvieran a punto de rodar en sus enrojecidas
mejillas.
¡Por Dios! ¿Qué está pasando? Respiro asfixiada, sin dejar de pensar que
el profesor podría ser un psicópata que se lo tenía bien callado.
—¡He dicho que pares!
Presiono su mano con mis finos dedos y espero que mi grito lo haga entrar
en razón. Pero es mi mirada suplicante la que hace que relaje su agarre y me
analice consternado, como si volviera en sí poco a poco y se diera cuenta de
la gravedad de sus actos. O al menos es lo que mi mente quiere y desea
pensar.
Por su parte, respira hondo y suelta mi cuello sin titubear. Sin embargo, un
duro y sonoro golpe impacta la madera cuando su puño recae sobre la
oscura puerta, precisamente al lado de mi cabeza. Cierro los ojos y doy un
brinco, rezando de que todo quede ahí y este no se vuelva más violento
todavía.
—¡Oh, Aylin! No puedo, no puedo…
Se aleja de mí vertiginosamente y me mira con horror, mientras niega con
la cabeza.
—¿Qué no puedes?
Se lleva las manos a la boca y casi oculta su rostro en la palma de sus
manos.
—No puedo pensar que tú… —Aprieta sus labios y baja las manos con
suavidad—. Que algo malo pudiera sucederte.
¡Virgen Santísima! ¿De qué está hablando?
Cuando él me da la espalda sumamente trastornado, yo doy unos pasos en
su dirección y le miro atónita.
—¿Cómo se te ocurre hacer… eso?
En vez de huir de él y salir pitando de esta habitación de las narices —que
es lo que debería hacer—, algo me empuja a hacer todo lo contrario. Me
aproximo deprisa y tiro de su antebrazo, cuando este se lleva las dos manos
a las caderas y agacha la cabeza.
—¡Te he tenido miedo, joder! —le grito—. ¡No me puedes hacer esto!
—¡Jamás debiste mentirme! —contesta de vuelta y me agarra con su otra
mano, esta vez siendo yo la prisionera de sus persuasivos dedos.
—Si solo pudiera comprenderte… —susurro consternada.
—¡No hay nada qué comprender!
—¡Ha sido una maldita… —¡Hago una pausa y sacudo mi brazo,
intentando librarme— tontería! —chillo con los ojos agrandados.
—¡Pues esa tontería te podía haber costado la jodida vida, Aylin! ¡No lo
vuelvas a hacer!
—¿Qué? —Parpadeo deprisa.
Observo su centelleante mirada, como si estuviera al borde de las
lágrimas, mostrando una sensibilidad y una sobreprotección excesiva. Y
eso, sin duda, enternece mi estúpido corazón.
—¡No vuelvas a jugar conmigo de esta forma! —recalca indomable—,
¿entendido? He tenido tanto… —Tensa su mentón con sufrimiento— tanto
miedo, ¡diablos!
Convulsiona como si tuviera un ataque de ansiedad, reacción que todavía
no entiendo del todo. Y, sin pensármelo dos veces, pierdo la cordura y rodeo
su cuello con mis brazos. Le abrazo con mucha fuerza y cierro los ojos
mientras me pongo de puntillas y aprieto mis labios en su cuello.
—Tranquilo... —le susurro en el oído y lo aprieto más a mi pecho.
Él me corresponde y también me rodea con sus brazos firmes, quedando
unidos en un abrazo muy íntimo. Después, empiezo a acariciar la parte
posterior de su cabeza, hundiendo mis dedos en su cabello. Él acaricia mi
espalda con sus manos, estrechándome en sus brazos con más fuerza de lo
que yo empleo con él.
—Estoy bien, ¿vale? —vuelvo a murmurar.
Su respiración se vuelve calmada y noto la relajación en sus músculos. Lo
noto mediante el ritmo normal de los latidos de su corazón, los cuales
retumban sobre mi pecho.
—Lo estás, pero…
—Shhh —siseo.
—Lo siento tanto, pequeña —clama—. No quería asustarte, de verdad.
—¿Qué tanto te atormenta? —sigo hablando en su oído mientras él realiza
movimientos circulares en mi espalda—. Me gustaría tanto ayudarte… —
insisto con delicadeza, sin alejar mi mejilla de la suya.
—No hay nadie quién pueda ayudarme.
—¿Por qué?
No me responde, pero en cambio se despega de mi abrazo deprisa y clava
su mirada en el suelo. Intenta disimular la rojez que ha invadido sus ojos.
—He reservado nuestro almuerzo. Disponemos de solo media hora.
Se lleva la mano a la frente, bastante incómodo, y después se da la vuelta
con frialdad. Con aquella maldita frialdad que ha retomado su alma.
—¡No! —exclamo crispada y decidida—. ¡Me tienes que escuchar!
Rozo su desnudo brazo para intentar detenerlo.
—Aylin, no tientes tu suerte. —Su mirada se torna amenazante—.
¡Todavía no se me ha olvidado lo que has hecho!
Siento el corazón en la garganta y entonces aprieto mi puño. No me puro
creer que vuelva a sacar aquella actitud huraña y que nuestro emocionante
abrazo no le haya servido de nada.
—¿Cómo? ¡Lo que yo he hecho no justifica lo que acabas de hacer tú! —
Le señalo con mi temblorosa mano, demasiado alterada y siendo cada vez
más consciente de que siempre me deja con la palabra en la boca—. ¿Pero
qué tipo de persona eres?
Definitivamente, no quiero que haga una costumbre de eso. Y no después
del penoso y violento episodio del que he sido protagonista.
—Soy un capullo, ¡ya te lo dije! —Gira la cabeza hacia mí y lo suelta sin
más.
—¿Es con eso con lo que te intentas justificar? —pregunto mordaz, pero
dolida—¿Con ser un capullo?
—¡No me intento justificar, diablos! —Tensa su barbilla—. ¡Es la verdad!
—Déjame ayudarte, Alex.
Se calla ante mi súplica y solo me sigue analizando con aquella gélida
mirada.
—No necesito tu ayuda.
Intenta huir de nuevo y alejarse de mí, pero no pienso rendirme.
— ¿A qué te referías con que me quieres castigar?
Sus palabras siguen haciendo eco en mi mente.
—Todo a su debido tiempo.
—Pero, ¿qué dices? —lo miro con horror—. ¡Necesito respuestas!
—No es el momento.
—¡Entonces tampoco es el momento de que te acompañe a la
Universidad!
—¡Eso no es posible! —Se gira.
—¡No me interesa!
—Aylin, no me lo pongas más difícil, ¿vale? Ya tenemos menos de media
hora gracias a esta estúpida discusión —acusa—. ¡Arréglate ya!
Finalmente, da media vuelta y desaparece por el marco de la puerta del
cuarto de baño, sin decir nada más.
Me quedo de piedra.
CAPÍTULO 21
CUANDO DIGO TODAS, ES TODAS
EL PROFESOR
«¡Menuda mierda de champú hay en este hotel!», me quejo por dentro.
Su aroma es demasiado dulzón y me indica que el gel de ducha huele a
flores y frutas. Frutas del bosque. ¡Ningún maldito olor masculino!
Además, este jodido gel en realidad me recuerda mucho a ella. De hecho, la
ducha entera me hace recordar lo que ha pasado en la mañana: su cuerpo
debajo del mío, el sabor de su boca, su tacto. Ella arrodillada, dándolo todo
para complacerme. No necesito más señales para saber que la estoy
consiguiendo, aunque sea solo físicamente. Al menos por ahora.
Esta tremenda chica es muy perspicaz y avispada. Aprenderá rápido y
estoy seguro de que estará preparada. Esto acaba de empezar y yo me
encargaré de instruirla. Sigo hablando conmigo mismo, intentando hacer un
plan sólido en mi cabeza, un infalible plan en el cual no permitiré dejar
pasar a todas aquellas cosas que me están empezando a gustar de ella.
Me gusta mucho la inocencia de Aylin, su espíritu libre y su alegría. Me
encienden aquellos ojos azulados que se convierten en grisáceos cuando se
irrita y aquellos rosados labios, que frunce muy a menudo. Y sí, confieso.
Me he convertido en un declarado esclavo de aquella dulce y voluptuosa
boca, que reclama besos a gritos.
¡Diablos, esto es lo que me faltaba!
Mi «amigo» ha despertado y, desafortunadamente, me estoy dando cuenta
de que mi jodido pene tiene una conexión muy especial con el nombre
«Aylin». Intento relajarme y pensar en otra cosa mientras froto cada rincón
de mi cuerpo. Sin embargo, no hay manera de dejar de pensar en ella. En
ella y en su terquedad. Pero lo que más me mata de la señorita Vega es su
curiosidad.
«¡Su maldita curiosidad!», grita mi mente.
Sigo dándole vueltas mientras me aclaro con agua abundante y me
deshago del gel de ducha barato que hay en este hotel. Cuando me metí en
esto, no contaba con que ella iba a querer saber tantas cosas de mí. La vi en
la clase, me puso tieso como un animal desde el primer día, a ella la vi
dispuesta y al final deseé tenerla. Fin de la historia.
¿Dónde está el inconveniente? Que después me enteré de que es
jodidamente lista, y eso no me conviene, por supuesto. No es la primera vez
que me llevo a una mujer por ahí, pero todas acceden a mis deseos. Se
conforman con lo que les cuento, con el placer que les ofrezco y los regalos
que les hago. Ninguna se mete en mi vida, ninguna me ha cuestionado tanto
y ninguna me lo ha puesto tan difícil como ella, ¡joder!
Y hoy...
Hoy casi la pierdo. Empiezo a temblar como un maldito flan al pensar en
lo sucedido en la playa. Al final Aylin ha conseguido que me meta en el
agua y sé que lo volvería a hacer mil veces más por ella. Aun así, aunque
me repetía en mi mente una y otra vez que la tenía que salvar conforme
corría hacia la orilla, no he podido evitar recordar aquel día en el que casi
pierdo la vida dos veces. Y una a manos de mi propio padre.
La realidad es que ella podía haber perdido la vida, y yo sin poder hacer
nada. No me lo habría perdonado nunca.
¿Y me dice que no ha sido para tanto?
«¡Demonios, Brian! No te ablandes. Nunca te ablandes. Prometiste ser
fuerte», me recuerda mi conciencia. Prometí que nunca jamás lloraría ni
dejaría que mis emociones me dominen. Sin embargo, hoy casi lloro. Todo
por esta mujer de ojos bonitos y mirada curiosa.
«Debo volver a Álympos», pienso convencido, mientras me seco con una
toalla. Después, me acerco al espejo y miro mi imagen durante unos breves
minutos, bastante reflexivo. Estar fuera del Templo está suponiendo
volverme débil y es algo que sé que no me puedo permitir. Ellos tienen
razón.
Intento deshacerme de estos pensamientos y me acerco al armario,
centrándome en mi compromiso de esta tarde. Debo verme impecable en el
discurso, estaré sobre el escenario con algunas personas importantes, como
el alcalde de Miami y el rector de la universidad, aparte de algunos
escritores prestigiosos.
Echo una mirada fugaz a la habitación de Aylin, pero la puerta está
cerrada. Espero que ella vaya a estar lista a tiempo, puesto que no podemos
tardar. También debemos almorzar antes de ir a la universidad, con lo cual
miro la hora e intento darme prisa. Agarro el traje gris oscuro,
perfectamente planchado y sujeto una corbata negra. Prosigo con mi cabello
y me arreglo con cuidado en el espejo, a la vez que carraspeo y repito
algunos puntos del discurso en mi mente. Tras pulverizar colonia en mi
cuello, vuelvo a fijar mi vista sobre su puerta y presto atención al
inexistente ruido. No se escucha nada.
Decido dirigirme a su cuarto y entro deprisa y sin tocar.
—¿Estás list...?
No termino la frase. Ella no está en la habitación, en cambio, vislumbro su
silueta en el balcón. Me está dando la espalda y simplemente está mirando
el horizonte. Me acerco con pasos lentos a la vez que noto que no está
vestida para el evento que nos espera y tengo mucha curiosidad en
averiguar cuál es la razón.
Quedo posado detrás de ella, en la amplia terraza y la miro. Lleva unos
pantalones cortos de un color verde agua, que marcan perfectamente sus
nalgas y muslos. En la parte de arriba, lleva un top blanco que cubre su
pecho y deja su ombligo y cintura a la vista.
—Aylin... —Doy un paso más y carraspeo—. ¿Quieres ducharte antes de
vestirte?
Ella se vuelve a mí con calma y me examina minuciosamente, sin
embargo, insiste con la mirada en un punto fijo, a lo lejos. Sin duda alguna,
prefiere mirar la playa, en vez de a mí. Y eso me fastidia hasta las entrañas.
—Queda muy poco tiempo y debemos almorzar —insisto.
Al mismo tiempo que hablo con voz entrecortada, me acerco a ella y
coloco mis manos sobre su desnuda cintura, sintiendo de repente una gran
necesidad de sentir su piel. Soy consciente de que sus ajustados pantalones
cortos hacen que no piense con claridad y, en vez de sacar mi orgullo y
pensar que es mi asistente y debe cumplir mis órdenes, aproximo mi cabeza
a ella y rozo su cabello con mi nariz. Aprieto mis dedos en sus caderas.
—Aylin…
Es en vano. Asisto con desagrado a cómo ella agarra mis manos y me las
aparta. No tarda en dar un paso hacia un lado y sé que algo no anda bien.
De hecho, muchas cosas no andan bien.
—No voy a ir. —Su rotunda respuesta me coge incauto.
Actúa todo lo contrario de lo que esperaba. Sigue mirando para adelante,
contemplando el horizonte.
—Te he dicho que lo siento.
—No creo que eso solucione mucho… —replica con serenidad y cruza
los brazos.
—No me lo pongas más difícil todavía, por favor —ruego, agarrándome a
la poca paciencia que me queda—. No lo comprendes, ¿verdad?
Toco su brazo y finalmente me mira. Me mira con los mismos ojos
calmados, los cuales reflejan decepción. Una latente decepción que me saca
de mis casillas, ya que no es lo que suelo provocar en una mujer, sino lo
opuesto. Pero ella no es cualquier mujer.
—Te equivocas tanto… —dice en un suspiro, como si le costara hablar—.
Eres tú el que no lo comprende.
¿Qué está haciendo esta mujer? Vamos a llegar tarde al discurso. La miro
incrédulo, sabe que odio las impuntualidades. Su seria mirada cambia de mi
cara a mi mano, la cual presiona la parte superior de su brazo, intentando
llamarle la atención. Enseguida se retira de mí y me veo obligado a soltar su
brazo deprisa. No puedo permitir que piense que soy una persona violenta o
que le haría daño. De hecho, necesito que confíe en mí.
¡Ohhh! Jadeo involuntariamente. Necesito que confíe en mí ciegamente.
— Se nos echa el tiempo encima, ¿vale?
—¿Me vas a obligar?
Me lanza una mirada desafiante, a la vez que esboza una mueca de
enfado.
—No, pero debes estar ahí, a mi lado. El rector te espera y...
—Nada de lo que digas me convencerá, Alex —contesta decidida. Tan
decidida, que me da miedo.
—Eres mi asistente. —Miro el reloj nervioso—. Deberás acompañarme.
—El hecho de que sea tu asistente no te da derecho a comportarte así y
tampoco me obliga a obedecerte en todo, como si fuera tu esclava.
¿Es esto una puta pesadilla de las baratas? ¿O no es consciente de que me
está tocando los cojones en todo maldito momento?
—¡Aquí las normas las pongo yo! —bramo alterado.
La paciencia me ha durado exactamente cinco minutos.
—Te estás confundiendo —me contradice—. Me debes respeto y no me
puedes hablar así. Cuando aprendas a hacerlo, ¡seré tu asistente! —Arquea
la comisura de sus labios.
—¡Demonios! —rujo—. ¿Es tan difícil comprender que no me gustan las
preguntas?
—No estoy hablando de eso… —murmura—. ¡Me estás tratando mal y no
me lo merezco!
¡Maldiciones! Esta mujer es una fiera. Pero una fiera verdaderamente
bella y peligrosa.
—Aylin…
Vuelvo a mirar la hora irritado y, acto seguido, me acerco más a ella.
—¡No me toques! —Sus ojos parecen salidos del Inframundo.
Consigo atrapar su cintura con mis dedos y freno sus ágiles movimientos
entre mis brazos. Su culo está rozando el filo de la mesa y mi respiración
irregular me traiciona.
—¡No sigas, te lo pido! —imploro—. ¡Ya sabes que me pones
terriblemente cachondo cuando te enfadas!
—Es tu problema.
Siento todos mis músculos tensos y su boca queda entreabierta con
asombro. Y… ¡Oh, por el maldito Zeus! Sus labios están para morderlos en
este preciso momento. Por su parte, no habla, solamente me mira dubitativa.
—Pediré abajo que traigan tu almuerzo a la habitación—le indico—. Te
advierto que comas bien, porque de lo contrario me enfadaré. Espérame
despierta, te prometo que no tardaré —Mi erección es del tamaño de la torre
Eiffel.
—¿Qué más, señor?
Se mofa.
—Volveré y aclararemos ciertas cosas. Y también te follaré encima de esta
mesa, ¿entendido? —suelto con dureza, casi la misma que está tomando
forma entre mis piernas.
Recalco ciertas palabras a propósito y después simplemente me lanzo a
sus labios y le deposito un apretado beso. Todo ocurre tan rápido, que Aylin
ni se inmuta, pero noto que está terriblemente desorientada con lo que
acabo de decirle y hacer. Es normal, no debería, pero ella siempre saca el
lado salvaje de mí de una manera que, en lugar de irme tranquilo a la
Universidad, me voy sudando y con las pelotas hinchadas. Entonces, suelto
su cintura y me doy la vuelta deprisa. Cuando salgo, escucho su voz
trastornada detrás, gritándome a todo pulmón.
—¡No me vuelvas a dar órdenes, Brian Alexander Woods!
Sonrío con malicia y cierro la puerta de la habitación con prisas. Las
órdenes son parte de mi doctrina y el placer encabeza mis ideales, ¿cómo
podré no volver a darle órdenes?
Me avento hacia el pasillo y me abrocho el botón de la tersa chaqueta de
mi traje, pensando con estupor de que hoy pasaré mucho calor. Por esto
precisamente odio la playa y odio el sol, prefiero más bien los sitios de
montaña, con aire fresco, naturaleza y suficiente aislamiento para poder
entrenar y que ningún ojo curioso me mire.
Una vez llego al ascensor, chasqueo la boca impaciente y, a la vez, miro
las plateadas puertas, pensando enfurecido en que tendré que ir a la charla
solo. Más que nada, porque la sorpresa que le tenía preparada a Aylin ha
acabado en un vil desastre. Mi boca forma una línea cuando recuerdo mi
fracaso.
Con lo poco que conozco a la señorita Vega, sé que esta no dará su brazo a
torcer y, definitivamente, me niego a perder mi tiempo en convencerla.
Mientras espero que las puertas se abran y pueda proseguir con mis planes,
escucho una llamada entrante.
—¡Woods! —oigo la voz de mi socio de American Express Co desde el
otro lado.
—Carlyle…
—¿Cómo anda todo?
Seguramente este sigue en la oficina, juzgando por la hora.
—Bien.
—¿Seguro? —pregunta—. Llevo llamándote desde esta mañana, me
enteré de lo que pasó anoche con Clark.
Bufo al escuchar el motivo de su llamada. No es un buen momento para
que Carlyle estropee mi día más todavía. Tenía otras expectativas sobre este
maldito viaje.
—Brian, no es posible que le pegues a uno de nuestros socios más
importantes.
—Carlyle, ¡no quiero que ese capullo trabaje más con nosotros! —agudizo
mi tono de voz, aunque inmediatamente intento contenerme cuando me
monto en el ascensor repleto de clientes. Me arreglo el cuello de la
chaqueta.
—¿Qué pasó?
—Es irrelevante, ¿vale?
—¡Mierda! —me hace saber que está enfadado—. Woods, sabes que
Clark tiene muchos contactos, es el mejor agente que podríamos encontrar
en el sur.
Claramente, el tono de voz de mi socio denota mucha irritación, ¡pero a
mí me importa un bledo! Sé lo que hago y no dudo que cada vez que vea la
cara del gilipolla de Clark, recordaré las denigrantes palabras que salieron
de su boca con respecto a Aylin y me entrarán ganas de reventarle la cara.
—No quiero que sigamos colaborando con ese idiota —concluyo.
—¿Estás hablando en serio?
—¡Sí! —berreo hasta las narices del día de hoy.
Una señora mayor se gira sobresaltada y me mira.
—Vale, ¡joder! —cede—. Conozco tu carácter y sé que no hay quien
pueda contigo —añade precavido—. Por cierto, esta semana te quieren en el
banco, el ejecutivo principal vendrá a Boston y solicita tu presencia.
—Entendido. A la vuelta concretamos, dile a Brittany que me prepare
todos los informes, ¿de acuerdo?
—¡Tienes a Monnihan en la palma de tu mano, eh Brian!
—Eso ya lo veremos, no me fío de él.
—Tú no te fías de nadie, visto lo visto.
Tiene razón. No confío en nadie, ni siquiera en mi sombra.
—Te dejo.
Cuelgo, hecho un trapo. Clark, la agencia, Aylin, Monnihan… ¡Diablos!
Me siento en una mesa en el restaurante y continúo pensando en
Monnihan, el director ejecutivo de U.S.A. Bank. El individuo es un
retorcido y, aun así, conseguí el ansiado contrato, le pese a quién le pese.
Recuerdo como tiempo atrás, tras analizar todo mi historial, me sometió a
varias entrevistas y me puso a prueba en varias ocasiones. Y no me
sorprendería que solicitar mi presencia fuera otra de sus pruebecitas.
Tomo un profundo trago de la copa que le acabo de pedir a un camarero, y
ni me entero muy bien de la comida que acabo de ordenar. No tengo mucho
apetito, mi garganta está cerrada por el disgusto y prefiero darle unos tragos
al whisky primero. Repaso en la Tablet todo lo relacionado a mi discurso
una vez más. Lo tengo todo planificado al dedillo y no puede no salir bien.
Sin embargo, para que esto ocurra, esta tarde me tengo que olvidar de Aylin
sí o sí.
Quedo distraído con otra llamada entrante. Miro la pantalla y veo el
nombre de mi amigo, Liam. Inconscientemente, relajo mi cuello y me
inclino para atrás en el respaldo, mientras separo más mis piernas y me
apoyo en un codo. Agito la copa delante de mí con un movimiento suave y
me pregunto qué querrá, es obvio que me está llamando por la misma razón
que Jack.
—Hermano, ¿cómo va todo en Miami?
—¡Qué sorpresa que me lo preguntes, el chisme vuela rápido!
Intento comer algo de los varios platos de picar que dos camareros acaban
de colocar en la mesa.
—Y mucho —responde este con la familiar alegría que desprende.
Al menos hoy no está borracho. Mi camarada es todo un artista en
desaparecer por ahí y despertarse en alguna playa abandonada con una o
varias tipas, o con las tripas hechas trizas por la fiesta. A Liam le gusta la
fiesta más que a un tonto un lápiz.
—¿Se te olvida que hay que saludar, «agitador de tierras»? —intento
desviar su atención—. ¿Cuándo volviste de Europa?
Escucho su risa, al otro lado del teléfono.
—¡Hola «guerrero»! —saluda—. Hace dos días.
—¿Y qué tal tu segundo viaje por Europa en menos de un mes?
—Tío, si tú supieras… —empieza exaltado—, ¡Casi me meten preso!
—¿Por qué no me sorprende?
Mis labios dibujan una media sonrisa cuando pienso en el carácter de mi
amigo. Su mal genio no es un secreto, sus ataques de furia son capaces de
generar terremotos. Liam es una persona engañosa y se asemeja al mar.
Parece tranquilo e inofensivo, pero esconde tempestades. Oxigeno mis
pulmones y dejo caer otro trago en mi garganta.
«El mar…», pienso. Tan acorde con él y con su estatus.
—Cuándo invitas a un whisky, ¿eh? —pregunta.
—Cuando quieras —preciso, siguiendo el cachondeo.
—Señor, el coche le espera…
El metre del restaurante se agacha sobre mí y me habla en el oído. Miro la
hora y solamente ejecuto un gesto de aprobación con la cabeza.
—Pues me han dicho que es bastante difícil localizarte últimamente.
Vuelvo al teléfono con Liam y permito que el silencio invada nuestra
llamada por un instante. Me muevo en mi asiento, incómodo.
—¿Sigues ahí, guerrero?
—Sí —afirmo seco—. ¿Es por eso que llamas?
—¡No, hermano! —intenta excusarse—. Solo quería ver cómo estabas.
—Estoy bien.
«Aunque podría estar mejor», pienso. Aylin vuelve a apoderarse de mi
mente.
—Eso está bien, espero poder verte en la próxima synántisi. Recuerda que
es el jueves.
—Me verás, si eso es lo que te preocupa.
—Debemos hablar. —Su tono me inquieta—. Sabes que eres un pilar muy
importante aquí, hermano. Nada funcionaría sin ti.
¡Diablos! Sabía que se me reprocharía por haber faltado en dos ocasiones,
cuando ellos son los que no cumplen con su responsabilidad y hacen lo que
les da la gana. Incluso hasta parece que son adictos a mi presencia, algo que
no comprendo.
—Liam… —hablo con sospecha—. ¿Va todo bien por ahí, o qué?
—Bueno, no me fío de Jackson.
Me da la respuesta que suponía que me daría, lo conozco más que a mí
mismo.
—Todo ha ido bien siempre porque tú has estado presente. No te quiero
recordar lo que pasó hace un mes.
—Ya lo sé. —Exhalo el aire—. Muy mala jugada enfrentarse a Gambino.
—Además, el comité no está completo —dice este serio—. Conoces el
protocolo.
—Con suerte, pronto habrá un nuevo miembro en el Templo.
Juego con mi pluma y la giro varias veces entre mis dedos. Eso me
tranquiliza.
—¿Quién?
—Una mujer.
—Después de Beth, no volviste a traer a nadie.
—Lo sé.
—Ojalá, hermano. Solo si completamos el epitropí estará todo en orden.
Recuerda las normas, pronto habrá que elegir a un líder. ¡No le dejes
ventaja a Jackson, Brian!
—No me interesa ese puesto —clamo tajante.
—Pero te lo mereces.
—Ya veremos —me despido—. El jueves nos vemos.
—A ver si puede ser antes, quiero consultarte una cosa sobre el Ninja.
—¿Ninja? —Mojo mis labios y recojo mis cosas de la mesa.
—El misil del que te hablé, ¿no te acuerdas? —explica deprisa—. Sin
destrucción generalizada, sin muertes colaterales y sin explosión.
—Sencillamente perfecto —añado.
Fijo mi vista sobre un punto imaginario en la pared.
—De acuerdo —sigo y me pongo de pie—. Mañana te llamo. Tengo un
discurso en la universidad en menos de media hora.
—¡Suerte, que los dioses te acompañen! ¡O alguna piba!
Hasta parece que lo veo delante de mí, guiñándome el ojo.
—¿Desde cuándo hablas argentino?
—¡Sabes que es mi país favorito, Brian!
—O más bien las argentinas… —musito en voz baja y camino a zancadas
hacia la salida.
Le cuelgo mientras vislumbro a unos tres hombres fornidos y trajeados,
esperando delante de un auto vehículo. Mis hombres. Me coloco las gafas
de sol con mirada grave y me inclino sobre el jefe. Todos me esperan con la
vista clavada en el suelo, siguiendo el dekálogos.
—¿Va todo bien?
—Despejado.
—¿Has averiguado si son ciertos los rumores?
—En ello estamos, theé mou.
—Bien —respondo—. Steve… no tardéis demasiado. Necesito saberlo
ya.
—No tardaremos.
—Que ella no se dé cuenta de vuestra presencia, ¿queda claro? —afirmo
rotundo antes de ingresar en el automóvil.

***
El acto oficial y mi discurso se llevan a cabo en el Auditorio de la
Universidad de Miami, bajo la atenta mirada de una parte de mis hombres.
La otra parte se encuentra cerca del hotel, vigilando a la señorita Vega. El
acto de hoy lo están emitiendo hasta en las noticias, en una cadena local. A
ella la estoy disculpando, diciéndole al rector del gran complejo
universitario que se encontraba indispuesta y, como resultado, no ha podido
acudir a su encuentro. Le dedico una hora y media a mi discurso, una
conferencia en la que estoy tratando asuntos actuales del mundo de las
Finanzas y hablo sobre mi tarea como catedrático, aparte de tocar temas
relacionados con mis publicaciones. Noto muy agradecido y orgulloso
cómo el público me aclama.
Cuando estoy a punto de irme, identifico a Robert Kiroski entre los
invitados y me acerco para hablar con él. Es mi ídolo, el escritor y experto
en Finanzas con más libros vendidos de nuestro continente, ¿qué decir? Una
verdadera estrella. Él también se alegra de verme y ahora mismo nos
entretenemos hablando sobre la bajada de dos dólares del Dólar Blue, frente
a la subida de un dólar del BNA.
Conversamos durante unos momentos sobre las consecuencias de esta
fluctuación, y no sé por qué, pero pienso en Aylin. Seguramente a ella le
entusiasmaría conocer a Kiroski, ya que es adicta a este tema casi tanto
como yo. Piensa que no me doy cuenta de que, cada vez que mira
atentamente su móvil, está leyendo noticias financieras o vigila el
movimiento de las bolsas en Wall Street Journal.
Tras casi tres horas, me despido cordialmente y me disculpo por no poder
asistir a la fiesta en una playa cercana, la cual se celebrará después del acto.
Le indico a mi chófer llevarme al hotel y no veo la hora de volver y saber
cómo se encuentra. Ella no lo sabe, pero me han informado sobre cada paso
que ha dado.
La señorita Vega ha almorzado a las 14:43 horas —bastante tarde— y
después ha salido a pasear. Su paseo ha durado exactamente treinta y cinco
minutos y ha comprado varios suvenires en un quiosco colindante. Después,
ha estado bañándose en la piscina por aproximadamente una hora y quince
minutos y finalmente ha subido a la habitación. Asimismo, también he
avisado en recepción que ahuyenten a cualquier hombre que se le acerque.
Jamás permitiría que alguien ligue con ella.
Todo despejado. Los dos hombres que han hablado con la señorita
Vega en la piscina ya no son un estorbo. Con suma discreción, señor.
Leo el mensaje de texto que mi persona de confianza del hotel me ha
enviado minutos atrás. Respiro aliviado cuando me informan de que ella no
se ha dado cuenta de nada. Sería lo peor que me podría pasar ahora mismo,
que ella sepa que está rodeada de mis hombres.
Cuando llego a la quinta planta e ingreso en nuestra suite, me dirijo a la
puerta un tanto nervioso por su actitud de hoy. Toco una vez y entro, tras
suspirar profundamente y serenar mi mente. Debo ser inteligente y manejar
mis emociones, no puedo permitirme volver a tener la misma actitud de la
playa, la asustaría y perdería su confianza.
La encuentro sobre la cama, leyendo un libro.
—Hola —musito y me siento en el filo, cerca de ella—. Te tengo que
felicitar.
Lo gracioso de la situación es que ni me mira, pero sé que se ha dado
cuenta de mi presencia porque sencilla y hermosamente frunce sus labios y
acerca más su libro a su cara, intentando parecer concentrada. Ya lo he
pillado, me quiere dar a entender que pasa tres pueblos de mi cara.
¿A quién intenta engañar?
Lo cierto es que es adorable cuando está de morros.
—Aylin, te he traído algo.
Coloco el diploma y un cheque de mil dólares a su nombre delante de su
vista, ocultando debajo el libro que se está leyendo. Observo entretenido
que consigo hacer que me preste atención y entonces mira el diploma, mira
el cheque y después levanta la vista a mí.
—¿Qué es?
Sus preciosos ojos me examinan con desconcierto.
—Te lo mereces.
Empieza a leer en voz alta.
—«Diploma concedido a la alumna Aylin Vega como recompensa por
conseguir unos de los mejores resultados académicos de Harvard Business
School del...», —Me mira estupefacta— ¿año pasado?
—Así es —afirmo—. Señorita Vega, usted ha sido galardonada como una
de las tres personas que consiguieron los mejores resultados académicos de
nuestra facultad.
—¿Qué es esto?
—Un diploma —Me encojo de hombros.
—Pero, ¿por qué me entero ahora?
Sus ojos brillan y sus pupilas se dilatan.
—Al saber que trabajaba contigo, Brighton me avisó que el acto se iba a
oficiar en Miami y me pidió que te llevara conmigo de viaje y no decirte
nada, queriendo que fuese una sorpresa. Pero tú…
Miro el suelo por un instante y, en el fondo, me da rabia que no haya
salido todo cómo lo planeábamos tanto yo, como el rector de Harvard, el
cual sé que aprecia mucho sus esfuerzos académicos.
—¿Entonces era por eso que me insistías en ir a la universidad contigo?
Cierra el libro que supuestamente se estaba leyendo, con mucha prisa. Yo
solo asiento y, acto seguido, me acomodo mejor sobre la cama y me acerco
a ella.
—Correcto.
—¿Por qué la entrega de premios se ha realizado aquí y no en Boston?
—Porque las universidades van rotando —le hago saber—. Cada año se
celebra en un sitio distinto.
—¡No me lo puedo creer! —Agarra el diploma con sus diminutas manos,
todavía asombrada.
—Es tuyo, Aylin, te lo mereces. —Toco su rodilla en un gesto amable—.
Te doy las gracias por todo el esfuerzo depositado el curso pasado en la
Facultad de Negocios, en mi nombre y del todo equipo educativo.
—¡Ohhh!
Sigue mirando el papel, incrédula, sin prestar atención al cheque con el
dinero.
«No es ninguna interesada», examino su comportamiento.
Su carrera, en cambio, es lo más importante para ella. Y eso, sin duda,
representa un arma de doble filo. Por un lado, me beneficia, al poder
impulsar su carrera y hacer que ella sienta cada vez más conexión y
adoración por mí. Pero por el otro lado… si fuese una mujer materialista,
podría llegar a mi objetivo más rápido.
—Gracias…
Mi reflexión queda interrumpida por sus escasas palabras y noto que relaja
sus hombros, escondiendo las garras.
—También le agradeceré al rector de vuelta a Boston.
—¿Estás feliz? —le pregunto.
—Sí —contesta esta deprisa y vuelve a echarle un vistazo al diploma—.
¿Cómo ha ido la charla? —intenta ser amable.
Mis neuronas ahora mismo están aplaudiendo este logro. Pensaba que
Aylin seguiría muy enfadada y no cedería. Incluso estaba atrapado en mi
necedad y daba por hecho que no me dejaría entrar en su habitación.
—Bien —respondo animado—. En realidad, me hubiese gustado
presentarte a Robert Kiroski —remato, sabiendo de antemano el efecto que
esto provocaría en ella.
—¿¡Quién!? —exclama enloquecida—. ¿El mismísimo Kiroski?
Observo la creciente emoción e ilusión en sus ojos y, al instante, agarra mi
brazo con fuerza. Se coloca de rodillas sobre la cama, como una perfecta
niña pequeña y ejerce presión con sus dedos en mis músculos.
«¡No, Aylin! No hagas eso, por favor», piensa mi travieso y atormentado
falo. Claramente, todas mis neuronas se pierden por ahí cuando ella está
cerca y solo él es el que manda.
—¿Conoces a Kiroski?
—Sí —contesto complacido al verla tan feliz—. ¿Ve lo que se ha perdido
por cabezonería, señorita Vega?
Esboza una adorable mueca y se cruza de brazos.
—No intente librarse, señor Woods —replica cortante—. No puede
enojarme y después alegar que es mi culpa.
Sonrío sin querer, yo mismo asombrado por la naturalidad con la que me
sale torcer la boca, aunque de momento vuelvo a fruncir los labios con
seriedad.
—Bueno, habrá otra ocasión, no te preocupes. Además, te he traído algo
más.
Extiendo mi mano y le entrego un paquete rectangular, envuelto en un
papel morado. Me he dado cuenta que le gusta ese color por el vestido
violeta que llevaba en el Hotel Gold, en la cena con mis socios, y por la
pequeña maleta morada que se ha traído a Miami.
—¿Un regalo?
Agranda los ojos, intrigada, y yo disfruto viéndola analizar su regalo.
—Algo así.
—¿Qué es esta vez, un consolador? —pregunta sugerente, aunque con un
hilo gracioso en su voz.
Siento unas pequeñas llamas quemando mis mejillas y tenso los párpados,
a la vez que me llevo una mano al mentón, reflexivo.
—No se me había ocurrido, pero sería buena idea.
«Una buenísima idea, de hecho», reflexiono.
Pero más que poder pensar, siento la vibración entre mis muslos con
demasiada nitidez. Y eso es porque ahora mismo la vislumbro tumbada,
sobre esta misma cama —miro la cama de reojo—, completamente abierta
de piernas y yo jugando con un enorme consolador sobre su bonito…
¡Ohhh! Me quito la chaqueta de traje deprisa cuando me siento abrasado
por un fuego interno, surgido de la nada.
Apuntado en la lista.
—¿Estás bien?
Enlaza sus gemelos sobre el colchón, abriendo más sus muslos y se apoya
sobre sus rodillas con los codos.
—Sí Aylin, pero abre tu regalo.
Despedaza literalmente el envoltorio morado y me mira impaciente. No
más que yo a ella.
—¡Un libro! ¡Un libro de Kiroski! —exclama emocionada.
Empieza a tocar la portada con sus dedos.
—¡Ábrelo! —le indico.
Esta abre la portada y lee la dedicatoria que mi amigo Kiroski ha escrito
en la primera página, especialmente para la señorita Aylin Vega. Sus ojos se
iluminan.
—¡No me lo puedo creer! —Permanece con la boca abierta—. ¿Y cómo
has pensado en un libro?
—Señorita... —hablo serio y reprimo una sonrisa—, usted dijo que no le
gustaba la lencería y que hubiese preferido que le regalara un libro.
Me sonríe, al pillar mi indirecta.
—Veo que está aprendiendo la lección.
—Ahm… —Pongo los ojos en blanco—. Más o menos.
—Eso no me vale.
—Aylin —le corto—, ¿qué te parece si nos damos una vuelta por la playa
y comemos en algún bar que encontremos por el camino?
—No lo sé.
Siento su respiración entrecortada y la inseguridad que emana su voz. La
oscuridad en sus ojos ha tomado el lugar del brillo y la ilusión. Rezo por
dentro que no me rechace y pueda repararlo todo. Lo necesito y la necesito
a ella.
—No volverá a pasar lo de hoy y bueno… —Carraspeo—, me gustaría
hablar contigo.
—No sé por qué, Alex, pero esta situación me suena, ¿te acuerdas?
Su réplica es sarcástica y me aparta la mirada mientras se pone de pie,
gesto que hace que yo también me levante. Sin querer, mi vista resbala
sobre su cintura, aún lleva el maldito pantalón corto diminuto que me
vuelve loco.
—¿Qué dices si nos olvidamos de lo sucedido hoy y celebramos tu logro?
Doy un paso para atrás y me dirijo a la imponente mesa, en la cual se
encuentra una botella de champán en medio de una cubitera. Agarro la
botella y se la muestro, a la vez que su vista fija las dos copas que hay al
lado. Lo he pedido todo antes de llegar a la habitación. Me persigue con su
mirada consternada en el instante en el que vuelvo a depositar la botella en
la cubitera, probablemente intentando adivinar mis intenciones.
—Confía en mí. —Me aproximo con pasos lentos, mientras la incito al
pecado con mi voz y mirada.
—No creo que confiar en ti sea buena idea —susurra y se abraza a ella
misma.
—Inténtalo.
—Tú mismo me advertiste ayer.
Un golpe bajo. Jodidamente bajo.
—¿Qué quieres de mí? —Anclo mis pies delante de ella y rozo sus
antebrazos lentamente con mis manos—. Tus deseos serán órdenes para mí,
lo prometo.
—Tengo una condición.
Agradezco que no retire sus manos y no huya de mí nuevamente. No lo
soportaría.
—¿Cuál? —Frunzo el ceño.
—Bueno, en realidad dos.
Miedo me da.
—¿Cuáles? —Arqueo las cejas y le sonrío con el pecho encogido.
—Primero, que no vuelvas a darme órdenes.
—Podré hacerlo. —Aprieto los labios, pensativo—. ¿Y la segunda?
—Que no te lleves el móvil contigo a la playa, Alex. Quiero que te olvides
del trabajo, aunque sea por una noche.
¿El móvil? Me cuesta ir a algún sitio sin mi móvil.
—¿Te das cuenta de que me estás chantajeando? —Me encanta nuestro
juego de seducción—. Recuerdo que dijiste que no te gustaba el chantaje.
—¿Trato hecho? —pregunta sin contestar y pasa de mi culo, breve y
obscenamente dicho.
Me tiende la mano. Aprieto sus dedos, divertido, y sacudimos nuestras
enlazadas manos como si se tratara de un acuerdo de negocios que
acabamos de cerrar.
«Me gusta el juego», pienso.
—Trato hecho —afirmo.
Me gusta el juego y ella. Me gusta Aylin en todas sus facetas. Pero lo que
más amo es ponerla al límite y notar sus encendidas mejillas y ojos
ardientes, mientras tartamudea. Entonces, hago trampa y aprovecho la
mano que esta me ha extendido, para así tirar hacia mí. La atrapo entre mis
brazos en menos de un segundo y presiono mis caderas contra las suyas. Es
más, lo hago a propósito para que se dé cuenta de la demente y excitación
que despierta en mí.
—Ahora bien... —musito en su oído—, prepárate porque esta noche no te
voy a soltar.
Noto su cálido aliento en mi cuello y me estremezco.
—Alex…
—Me gustaría estrenar la playa contigo y no precisamente tomando el sol.
Tú ya me entiendes…
Suspira cadenciosamente a la vez que clava sus uñas en la tela de mi
camisa. Noto los latidos de su corazón acelerado en mi pecho y aplaudo en
mi mente obtener el resultado deseado. No tengo palabras para describir lo
satisfecho que me siento al hacerla temblar de esta manera. Y sí, todo está
yendo de maravilla.
—Eso dependerá de lo bien que se te dará solventar todas mis dudas —
habla con la misma firmeza que me ha mostrado hoy.
—De acuerdo, pequeña—. Me provoca ternura; a pesar de todo, es una
niña—. Veré lo que pueda hacer.
—Alex, te lo advierto… —Presiona mis hombros y me obliga a mirarla—.
¡Cuando digo todas, es todas!
Me aparta de ella con un empujón tosco, así teniendo la última palabra en
nuestro sagaz diálogo.
«¡Ahhh!», me sale un grito interno de rabia mezclada con euforia y
excitación. «¡Sí que es una fiera esta mujer!».
—Voy a ducharme.
Escucho embobado su escueto comentario y únicamente puedo callarme la
puta boca para no estropear nada. Observo su terroríficamente sexy culo
mientras se aleja.
¡Por los jodidos Dioses!
A la vez que me quedo mirándola como un bobo, agarro un cubito de
hielo de la cubitera donde está la botella de champán y lo acerco
vertiginosamente a mi cuello.
«Ahhh, Aylin», suspiro. «Prepárate, nena. Te romperé en dos esta noche».
El cubito de hielo se derrite de momento. Paso dos en marcha.
CAPÍTULO 22
RECUERDOS QUE DUELEN
Dedico una mirada fugaz a mi teléfono y me quedo impresionada por la
cantidad de mensajes que hay sin leer en el grupo de Los fantásticos de H:
cincuenta y dos mensajes. Los veo por encima y caigo en la cuenta de que
mis amigos se han enterado de que no estoy en Boston. Entre cachondeo,
emoticonos y gifs, Rebe y Adam están muy interesados en saber cómo está
yendo el fin de semana. Además, al ver que no contesto, empiezan a insistir
hasta el punto de ser cansinos. Incluso he recibido una llamada de Rebe.
Noto que, en un mensaje de tantos, Bert intenta quitarle hierro al asunto y
les dice que me dejen en paz y que tengo mucho trabajo. Añade que estoy
tan ocupada con el profe Woods, que ni siquiera he tenido tiempo de ir a la
playa.
¡La amo! Siempre da la cara por mí.
Ahora a ver qué narices les contaré el lunes, cuando me empiecen a
interrogar. Solo espero que en mi frente no ponga con letra mayúscula
«TENGO UNA AVENTURA CON EL PROFESOR DE FINANZAS».
Mentir no es uno de mis platos fuertes.
Aparto el móvil y procuro darme prisa. Mis ojos resbalan sobre mi cuerpo,
el cual queda reflejado en el espejo del cuarto de baño. Para esta noche he
optado por una camisa blanca de manga mediana y una falda vaquera corta.
Está empezando a refrescar y son casi las diez de la noche. Tuerzo un poco
la cabeza y me examino, intentando encontrar un fallo. Parezco una
verdadera colegiala y solo me faltan las gafas y los libros. A continuación,
le hago un nudo a la camisa en la zona del ombligo, de modo que dejo mi
cintura a la vista. También abro el botón de arriba y arreglo un poco mi
escote, poniendo el oído cuando escucho unos pasos acercándose.
—¿Qué te falta?
Alex entra en el cuarto de baño y se me queda mirando por un momento.
—¿No te has cambiado de ropa? —pregunto cuando noto que sigue
llevando el pantalón de traje gris, el cual está doblado unos centímetros en
la parte de abajo y la camisa blanca, también remangada. Observo que calza
unas sandalias playeras y que en la mano lleva la botella de champán y las
copas.
—No es necesario —contesta tranquilo.
—No te has traído ningún bañador, ¿verdad?
—No. Cuando viajo, suelo hacerlo por trabajo. No pensaba bañarme. —
Alza sus fuertes hombros y se apoya en el marco de la puerta—. ¿No estoy
bien así?
—No es eso —digo—. Pienso que no vas a estar cómodo.
—En realidad, cuándo más cómodo me siento es cuando llevo traje.
—Será... —murmuro poco convencida y camino hacia él.
—Bonita camisa.
Su pícara constatación hace que vuelva a sentir toda aquella amalgama de
emociones.
—¿Nos vamos entonces? —dice sereno cuando no le respondo y hasta
diría que muestra alegría. Alegría o satisfacción.
—¿Qué le has dicho al rector?
Aunque saque mi lado orgulloso, en el fondo, me da mucha vergüenza por
no haber acudido a un acto tan sumamente importante. La culpa me puede.
—Nada, que estabas indispuesta.
—La verdad es que no me esperaba el premio.
—No sé por qué lo dices. —Me mira mientras me indica la salida de la
planta baja del hotel—. Eres muy válida y trabajadora.
—Lo dices solo para halagarme.
—No soy ese tipo de persona. —Sus dedos presionan mi espalda y, por un
momento, parece que está distraído.
Sus ojos se mueven de un cliente a otro cuando salimos al jardín y me da
la impresión de que está buscando algo o a alguien con la mirada.
—¿Qué estás buscando?
—Nada —niega—. Me ha parecido conocer al solista vocal del grupo.
Miro intrigada en dirección a un pequeño escenario improvisado, junto a
la lujosa piscina. Hay un grupo de música tocando y los elegantes turistas se
muestran animados. La melodía sofisticada invade la silenciosa noche,
solamente incomodada por el ruido estrepitoso que hacen las olas al golpear
la orilla. Percibo las notas musicales de un teclado y de un violín.
¡Qué belleza!
Sigo empapándome de la romántica melodía, la cual actúa como un
bálsamo para mis oídos y también para la tensión que se ha instaurado entre
nosotros.
—Parece que hay una fiesta esta noche.
—Es sábado… —comenta—. Por cierto, ¿hoy todo bien?
—Sí, me he dado una vuelta alrededor y he estado en la piscina.
—Me alegro —responde—. Seguro que los regalos son preciosos.
¿Regalos? Giro mi cabeza en dirección a él, a medida que avanzamos
entre la multitud.
—¿Cómo sabes que he comprado regalos?
—No lo sé —habla tranquilo y desliza sus dedos hacia mi espalda baja—.
Puedo suponer. Cuando me he ido a la universidad, he visto muchos
quioscos de suvenires al filo de la carretera.
—¡Ahhh! —exclamo—. Sí, tienes razón, he comprado unos cuantos
regalos para mi familia. Y también he adelantado trabajo, Alex.
—¿A qué te refieres?
—No podía disfrutar aquí cuando en el fondo sé que tenemos trabajo
acumulado, con lo cual…
—¿Qué?
—Me he permitido redactar ya el primer capítulo del libro. Necesita
muchas correcciones y tu visto bueno, pero…
—¿Tienes ya el primer capítulo?
Su desconcierto hace que me humedezca los labios. Aleteo mis pestañas
con temor y espero que se lo tome bien. He tardado más de una hora en
redactar unas siete páginas y no me gustaría que piense que voy por mi
cuenta.
—Sí.
—¡Fabuloso! —dice para mi sorpresa—. La próxima semana lo revisaré,
¿de acuerdo?
Asiento con mi cabeza y no puedo evitar sonreír.
—Tenías que haber ido a la fiesta de la universidad.
Recuerdo aquella fiesta en la playa a la que iba a acudir después de la
charla. Y sigo pensando que, en realidad, el profesor no me atrajo este fin
de semana aquí para acostarse conmigo, sino que el propio rector le pidió
llevarme a Miami para la entrega de premios. Mi corazón late con fuerza y
siento alivio al saber que él no es un psicópata o un innato manipulador,
como he podido pensar en algunas ocasiones.
—No te preocupes, Aylin. Seguro que me hubiese aburrido mucho, como
siempre... —responde flemático y no me quita el ojo.
Llegamos enseguida a la zona de la playa, la cual localizamos a solo unos
metros en la penumbra de la noche. Miro el cielo de escasas estrellas y
empiezo a desabrocharme las sandalias. Mientras admiro la luna llena,
siento la necesidad de sentir la reconfortante arena debajo de mis pies. Solo
que, cuando me las intento quitar, me desequilibro y doy un brinco para un
lado.
—¡Cuidado! —musita.
Sujeta mi brazo y enderezo mi espalda.
—¿No te las vas a quitar? —pregunto y señalo con un gesto sus sandalias
de playa.
—No.
—Pues es una maravilla sentir la arena debajo. No sabes lo que te estás
perdiendo.
Hundo mis pies en la arena templada. Él no dice nada, solamente camina a
mi lado.
—Me basta con solo estar aquí contigo. Eso sí, es una maravilla —dice al
cabo de unos pocos minutos.
Lo miro encandilada, sin dar crédito a lo que acabo de escuchar. Todavía
me cuesta asumir que el profesor posea aquel lado tierno y romántico que
suele ocultar gran parte del tiempo. Su rostro se ve muy especial esta noche,
a la luz de la luna y, como siempre me pasa, sus palabras me tocan la fibra
sensible.
—Alex... ¿de verdad vas a ser sincero conmigo?
—Siempre lo he sido.
—¿Qué pasará mañana? —le pregunto a la vez que disfruto del tacto de la
arena y agito mis sandalias en mi mano derecha.
—Pues cogeremos el vuelo de vuelta a Boston, eso es lo que pasará.
—Eso ya lo sé. Pero... ¿qué pasará con nosotros?
Seguimos andando a una distancia de al menos un metro y lo cierto es que
nuestra conversación parece un témpano de hielo.
—Ya se verá.
—No me basta con eso —contesto rápido y me detengo bruscamente.
—¿Qué quieres que te conteste, Aylin? No te puedo ofrecer gran cosa, a
diferencia de ti que me estás ofreciendo tanto... —habla en tono neutro y
con mucha calma. Solo que, cuando me mira, percibo una desconcertante
emoción en sus ojos. Emoción que no sé cómo interpretar.
—¿Qué te estoy ofreciendo? —pregunto.
—Mucho. Me has entregado tu virginidad, para empezar. Te estabas
reservando para ese chico ideal. —Hace una pausa y extiende su mano a mí,
sus dedos rozando la mía— ¿Te arrepientes?
Termina de coger mi mano al completo entre la suya y enlaza sus dedos
con los míos con fuerza, hecho que me obliga a acercarme.
—No, Alex. No me arrepiento —respondo—. Y si tuviera que volver a
hacerlo, lo haría mil veces más.
—Me alegra escuchar eso.
Observo su sonrisa perfecta en la penumbra mientras la calidez de su
mano hace que me relaje. Siento que aprieta más sus dedos contra los míos.
—Me estás dando la oportunidad de vivir momentos normales —sigue.
¿Momentos normales?
—¿Qué quieres decir?
—Esto. Caminar por la playa como si fuéramos una pareja —Levanta
nuestras manos enlazadas y hace un gesto con la cabeza.
—No sé, es lo normal —balbuceo—. ¿No lo has hecho con nadie hasta
ahora?
—No —suelta un suspiro.
—¿Ni con tu mujer?
—Tampoco.
Mis neuronas ahora mismo están absorbiendo toda la información, pero lo
cierto es que acaban de recibir un azote, las pobres mías. Su respuesta es
sumamente extraña.
—¿Me podrías explicar?
Me arrepiento al instante de mi pregunta, ya que temo que vuelva a
cerrarse en banda. Y también temo que vaya a confesarme más cosas que
no desee escuchar. Verdades que me puedan provocar mucho daño.
—¿Y si nos sentamos? —habla en voz baja y me señala la orilla.
Caminamos unos pasos más hasta la orilla y nos dejamos caer uno al lado
del otro en la densa arena. El agua está un poco más calmada que hoy y
percibo la tranquilidad. Cuando miro hacia atrás, las luces del hotel apenas
brillan en la oscuridad. Observo que aún hay algunas personas caminando
por la playa y que dos o tres personas practican footing al filo de la
carretera. Fijo las débiles olas y lleno mis pulmones de ese aire tan
particularmente fresco. La naturaleza me encanta y siento mucha paz, de
repente.
Casi doy un brinco cuando escucho el tapón de la botella de champán. Las
burbujas salen con fuerza del vidrio.
—Su copa, señorita Vega.
—Gracias —contesto en un tono coqueto ante su amabilidad.
Él vierte el champán dorado y espumoso dentro de nuestras copas y al
mismo tiempo me analiza con aquellos profundos ojos. No solamente me
mira. Juraría que lo hace con una mirada especial, llena de dulzura y
misterio.
¿Cómo es posible que el profesor tenga personalidades tan diferentes?
—¿Cuál es el motivo del brindis?
Alzo mi copa en el aire casi al mismo tiempo que él.
—Por nosotros, aunque…
—¿Aunque? —repito ruborizada, feliz y en cierto modo intimidada.
—Esta noche brindamos especialmente por su logro, señorita Vega. Es
una de las tres personas que mejores notas tiene de nuestra facultad, que no
se le olvide.
Chocamos nuestras copas, complacidos con el ambiente en general, ya
que el sitio es verdaderamente precioso. A decir verdad, todavía no soy
consciente de lo que acaba de ocurrir, ni del diploma y tampoco de aquel
cheque de la recompensa económica. Recompensa que no me vendrá nada
mal, de hecho. Pero ahora mismo no me quiero desviar del tema, estoy
segura de que, si lo hago, él tomará ventaja.
—¿Existe un nosotros?
Le doy un delicado sorbo al champán y el dulzor invade mi paladar.
—Si estamos aquí en este momento doy por hecho que existe —afirma—.
Pero posiblemente no el «nosotros» que tú esperas, Aylin.
—Lo sé, estás casado.
Aparto mi mirada de la suya, al mismo tiempo que empiezo a dibujar algo
con mi dedo en la arena. No es un reproche, es una verdad. Verdad que
jamás podré cambiar.
—Así es. Yo en realidad… —Acaricia mi dedo con su mano y hace que
pare— no puedo ofrecerte nada más allá del placer.
—Aun así, —Se me traba la lengua—, siento que tú…
—¿Qué?
«Esto que hay entre nosotros es una aventura, Aylin. Una simple aventura,
¿vale?»
Recuerdo sus palabras y me siento ridícula.
—¡Nada! —digo acelerada—. No te preocupes, lo sabía desde el
principio. —Esbozo una sonrisa forzada—. Es obvio que no puedo ni debo
pretender estar al mismo nivel que tu mujer.
Mi afirmación es rápida e intento mostrarme fría. Elijo seguir con la
mirada baja, para que así él no se dé cuenta de que estoy afectada.
—Aylin... —Toca mi brazo al instante, de manera que me obliga a
levantar mi vista—. No estás al mismo nivel. Estás por encima.
Lo miro escéptica.
—Ayúdame a comprender. Es tu mujer, no puedo estar por encima.
—Eres pura, cariñosa, dulce, inocente, risueña, noble... precisamente lo
opuesto a Lorraine.
No sé si me está regalando el oído, pero hay demasiadas cosas que no
entiendo. ¿A qué diantres está jugando?
—¿Entonces? —insisto.
—Los lazos que siempre he tenido con ella han sido puramente físicos y
profesionales.
—¿Qué te proporciona ella que yo no te puedo dar? —Me lanzo de cabeza
al precipicio.
¡Soy jodidamente idiota!
—Es muy complicado de explicar. Cuando conocí a Lorraine, lo hice en
un contexto del que no estás preparada para que te hable.
—Ponme a prueba —digo sin titubear.
—No te puedo contar cosas que sé que te escandalizarán.
—Soy mayor de edad.
—¿Seguro?
—Anoche no lo dudabas tanto —suelto insinuante.
Él invoca un silencio repentino, pero su tono es gracioso. Después mira el
agua, pensativo.
—Tiene que ver con tus gustos sexuales, ¿verdad? —prosigo al ver que no
me responderá—. Lorraine está satisfaciendo todo eso que me dijiste.
—No solo eso, hay mucho más.
—Dijiste que usabas juguetes y artilugios y que tus gustos son diferentes.
El profesor le proporciona un profundo sorbo a su copa de champán, tanto
que la deja vacía. Vuelve a llenarla hasta la mitad.
—¿Quieres?
—No, gracias.
—Como te dije el viernes —sigue hablando y soy toda oídos—, siempre
me ha gustado probarlo todo. Y sí, me gusta jugar, azotar, atar...
—¿Azotar…? —Pongo una mueca bobalicona—. ¿Atar?
—Me gusta ver a la mujer que tengo delante a mi merced. Me gusta verla
capitular ante mí. Pedir y suplicar por más. Me gusta tener el control —
continúa este.
—¿Eres una especie de Christian Grey? —pregunto incrédula.
¿Quién no se habrá leído esa novela?
Me estremezco cuando los nervios me arrodillan una vez más. Todo eso
suena muy tenebroso de su boca y lo curioso es que ahora mismo empiezan
a flotar en el aire látigos y antifaces imaginarios delante de mis narices. Me
tomo la copa de champán de un trago.
—¿Christian Grey? —Se ríe—. ¡Qué cosas tienes! — sigue—. No
conocería al señor Grey si no hubiese coincidido con la escritora en una
charla literaria en Nueva York.
—¿En serio?
Agrando los ojos, sin poder creérmelo.
—Sí —asiente—. Ella hablando del poder de seducción y la dominación y
yo del trading online.
—Una charla multifacética, sin duda.
Me río sonoramente y lo miro con cariño. Estoy empezando a amar el
humor seco del profesor. Y eso se define en soltar una sutil broma sin
esbozar media sonrisa y hablar en un tono grave, como si estuviera tratando
el tema de un contrato que acaba de cerrar. Este es él.
—Y volviendo a tu pregunta… —Me mira—. Sería muy triste si el señor
Grey fuera el único que tuviera esos gustos, Aylin. Como bien sabes, soy
Brian Alexander Woods —habla con seguridad—. Además, las prácticas
del señor Grey, con lo poco que sé de él, son bastante «vainilla»,
comparadas con las mías.
¡Por Dios! El corazón me está dando tumbos en el pecho. ¿A qué se
refiere exactamente?
—Lo que me estás contando no es algo típico —digo confundida.
—¿Y qué es «algo típico», para ti?
—No sé. —Alzo mis brazos y pienso—. Normal. Por ejemplo, lo que
sucedió anoche o esta mañana.
—Mis gustos no son anormales, solo son diferentes.
—Comprendo.
—No tienes ni idea de cuánta gente practica eso —explica muy entregado
—. El sexo es más interesante de esa manera, pero desgraciadamente, este
tema sigue siendo un tema tabú y la gente tiene muchos prejuicios acerca de
ello.
—¿Entonces esperas que yo sea tu sumisa? —suelto la bomba y vuelvo a
darle otro trago a mi copa, bastante atacada.
—¿Mi sumisa?
—Alex, a mí no me va ese rollo y quiero que lo sepas desde ya.
Intento averiguar qué puñetas espera de mí. Él hace una mueca y piensa
en algo.
—No te quiero hacer mi sumisa, solo quiero que disfrutes. Y, en realidad,
soy switch.
—¿Qué significa?
Le tiendo mi copa y le pido que me la llene, intentando no seguir
hablando, ya que es lo que me suele ocurrir cuando mis nervios me
traicionan. Además, esto se está poniendo interesante.
—Versátil. Aunque me guste dominar, tampoco me importa si la mujer
toma el control en un momento dado. También disfrutaría si jugaras
conmigo, me ataras o me proporcionaras golpes con un látigo. Eso
despertaría más mis instintos y me pondría verdaderamente loco. En el
momento en el que conseguiría desatarme, te dominaría completamente.
¡Jesús! Me hago una cruz mental e intento procesar en mi cabeza lo que
acaba de decir. ¿Golpes? Sus ojos brillan.
—¿Y por qué te golpearía?
Quedo totalmente atónita. Levanto mi tono de voz, sobresaltada, y
empiezo a notar un hormigueo recorriendo mi piel.
—¿Lo ves? No estás preparada para hablar de esto, no lo entenderías. —
Su mirada se vuelve sería, igual que su voz. Es como si estuviera molesto
de repente.
—No te voy a mentir, Alex —respondo—. Confieso que me parece muy
extraño todo lo que me estás contando.
—No te juzgo.
—¿Y qué pasará con nosotros si yo…?
—¿Si tú no podrás hacerlo?
—Sí.
La voz me tiembla.
—No pasará nada —me contesta en un modo tranquilizador—. Aylin, si
querías saber si voy a seguir deseándote, mi respuesta es sí.
Me alivia escuchar que no me presionará en hacer algo que no desee y que
me provoca cierta inseguridad y miedo.
—Debo preguntarte algo. —Ruedo mis ojos avergonzada y me muerdo
una uña, a la vez que nuestras rodillas chocan—. Hoy me has dicho que me
castigarás.
—Sí —replica cuando yo me apoyo en la palma de mis manos—. Y
quieres saber de qué manera.
—Así es.
Lo miro con timidez y con temor. Jamás sabes a qué esperarte de él.
—¿Estás segura de querer saberlo?
—Segurísima.
Él también se apoya en sus manos, de modo que nuestras bocas quedan a
unos pocos centímetros.
—Te ataría, por supuesto.
¡Mierda! Ese «por supuesto» no suena nada bien.
—Jugaría con tu sensibilidad, con tu piel, con tu cuerpo… con tu mente.
Tanto que te excitaría a niveles inalcanzables. Perderías la cabeza y no
pensarías en nada más que no fuera sentirme dentro de ti, Aylin.
—¡Oh! —ahogo un jadeo, intentando que él no lo escuche.
—Haría que ardieras de deseo y después te mantendría a raya. Ese sería tu
mayor castigo, no poder tocarme. Aparte de usar mis juguetes contigo, sin
duda.
Se relame los labios mientras pronuncia estas palabras y se deja caer a mi
lado, apoyándose en su antebrazo. Yo solo trago en seco, inmóvil y con la
piel erizada. Mente fría. Este será mi lema de ahora en adelante.
—Entonces concluyo que me golpearías de verdad, si yo te diera permiso.
Para mí nada de esto tiene sentido alguno.
—Dicho así, suena muy feo. Sería una manera de castigarte placentera, no
te preocupes. —Acerca su cara un poco más a mí y deja resbalar su dedo
sobre mi pierna—. Algo con lo que disfrutarías. Las esposas tienen su
encanto, aunque cueste pensarlo, pero confieso que yo prefiero las cuerdas.
Mi corazón bombea sangre velozmente y entonces me llevo una mano al
pecho, presintiendo que esto estallará por algún lado.
—Yo no podría…
Siento mi vista empañada y mis ojos se llenan de lágrimas.
«¿Por qué lo estás recordando ahora, por qué?», me fustigo.
—¿Qué ocurre? —pregunta preocupado y aprieta su mano en mi brazo al
ser testigo de mi reacción—. ¿He sido muy brusco?
—No, no es eso —regulo mi voz, atormentada por el llanto—. Solo que…
lo estoy recordando todo.
—¿Qué estás recordando?
Agarra mi mano deprisa y me la aprieta entre la suya, endureciendo sus
facciones.
—Me cuesta mucho.
—¡Shhh! —Besa mi mano—. No hace falta que me lo cuentes si no
quieres.
Intento deshacerme de la bola de saliva atorada en mi garganta. Quiero
hablar y quiero contárselo.
—Cuando tenía quince años tenía un amigo. De hecho, mi mejor amigo.
—Recuerdo—. Todo marchaba muy bien entre nosotros hasta que...
Siento que me ahogo. Jamás pensé que nuestro paseo en la playa
desencadenaría esto. Le doy un severo trago a la copa y me la termino de
golpe.
—¿Hasta que...? —Me examina curioso.
—Hasta que un día me dijo que había llegado el momento de dar un paso
más en nuestra relación. Para mí era solo una amistad. Una tarde nos
encontrábamos en su casa haciendo las tareas y sus padres no estaban. De la
nada, me empezó a besar y yo por supuesto, no le correspondí. Le dije que
parara, pero... no se detuvo ahí. —Se me caen otras dos lágrimas—. Me dijo
que me gustaría mucho lo que me haría. Me tiró a la cama, cogió las
esposas de su padre, que era policía nacional y después...
Es como si las palabras salieran de mi boca sin control alguno sobre ellas,
aun cuando no podría explicar por qué. Brian Alexander Woods no es
ningún ser digno de confianza.
—No hace falta que hables de ello si te hace daño, ¿vale?
Pero no le hago caso. Necesito confesar algo de lo que he estado huyendo
durante años. Un inquietante momento de mi vida que nadie conoce, ni
siquiera Bert.
—Después, inmovilizó mis manos en el cabecero de la cama y me empezó
a quitar la ropa. Luché con él y recuerdo que le daba patadas, muchas
patadas. Pero no me hizo caso. Me estampó un puñetazo y después otro.
Empecé a sangrar, mientras que él repetía una y otra vez que me gustará.
—Maldito cabrón… —Oigo su voz llena de impotencia.
—Pero en ese momento, se escucharon unas llaves. Era su hermano
pequeño que había llegado a la casa y lo estaba llamando. Tuve suerte. Yo
no sabía que él, en realidad, sentía algo más que una simple amistad.
Suspiro y sigo mirando temblorosa el suelo arenoso. Por más que quiera
añadir algo más, lo único que hago es entreabrir mis labios y soltar un
sonido sordo.
—¡Ven aquí! —Alex me rodea con sus brazos de acero y yo aprieto mis
dedos en su espalda, mientras hundo mi cabeza en su clavícula —. Siento
mucho escuchar esto, pequeña.
Nuestro abrazo es conmovedor, tan conmovedor que me deja sin aliento y
me mueve por dentro.
—Mi amigo de la infancia se llamaba Brian —susurro en su oído, con el
corazón roto.
Sigue roto, aunque hayan pasado años. Y ahora es cuando me doy cuenta
de que todavía no he superado esta etapa de mi vida. Siempre me rompo en
pedazos al recordarlo.
—Tranquila. —Él pasea sus dedos en mi espalda y siento su boca en mi
coronilla.
—¿Ahora lo entiendes?
—Sí, lo comprendo perfectamente. —Exhala el aire—. Para ti siempre
seré Alex.
Me separo de él y nuestras miradas se cruzan con mucho afecto.
—Aylin... ¡mírame! —Sus manos toman mis mejillas—. Nunca. Nunca
jamás te obligaría a hacer algo que no quieras.
Su voz emana una fuerza arrolladora y lo interpreto como una promesa.
Una promesa que tomaré al pie de la letra. Una promesa que hace que mi
alma brinque y le dé un voto de confianza.
—Hoy, cuando me has inmovilizado contra la puerta, después de la playa,
yo… he vuelto a tener la misma sensación —confieso con sinceridad.
Suspira profundamente y acaricia mis sonrosadas mejillas con el dorso de
su mano.
—¿Me puedes perdonar?
Acerca su rostro al mío con delicadeza y después sus carnosos labios
recaen sobre mi frente. Su rauda respiración y sus gestos hacen que me
relaje y vuelva a recobrar el buen humor.
—No sabía que podía llegar a ser tan tierno, profesor.—Sonrío feliz.
—Yo tampoco lo sabía. Sacas muchas cosas de mí, Aylin. Y hoy... —bufa
—. Hoy casi me vuelvo loco al pensar que te pasaría algo.
—Estoy bien y eso es lo único que importa. —Acaricio su mentón con
mis dedos—. ¡Pero cuéntame!
—¿Qué quieres que te cuente?
—Algo que tú quieras. Algo que no has podido echar de tu mente y que
sigue ahí anclado. Algo que te duele...
Carraspea y reflexiona sobre mi propuesta, perplejo. Coge la botella de
champán, que está por acabar, y llena de nuevo las copas. Después, le
proporciona un intenso sorbo al vaso, en el desesperado intento de armarse
de valor, imagino. Observo que sus rasgos se han vuelto inexpresivos, de un
momento a otro. La misma mirada gélida y facciones duras de siempre. Sin
duda, está volviendo a ser de nuevo otra persona.
—Son muchos momentos. De hecho, tengo más malos recuerdos que
buenos. —Su mirada sigue perdida en un punto en el horizonte—. En
realidad... no tuve una infancia feliz, Aylin, ni siquiera normal.
Sonríe amargamente. Me conmueve su confesión, aunque podía suponer
algo. Llámalo intuición. Entonces, toco su brazo con mis dedos para darle
confianza.
—De pequeño vivía a unos pasos del mar —relata—, en Cabo de Vela,
Colombia. Un paraíso. Ahí fue donde mis padres se conocieron. Fue un
flechazo, mi madre no se lo pensó ni por un momento, se quedó a vivir en
Colombia. Bueno, recuerdo que nos pasábamos el día entero en la playa.
Era un niño, tenía menos de ocho años. Y un día... —Se detiene y resopla,
sintiendo la misma asfixia que he sentido yo minutos atrás.
—Estoy aquí a tu lado.
—Me estaba bañando con mi primo en el mar, pero de repente empezó la
tormenta —continúa cohibido, pero decidido—. Éramos pequeños, no nos
dimos cuenta. Seguimos dando brincos y jugando en el agua, solo que la
cosa se puso muy fea. Las olas estaban peor que hoy.
—¿Qué ocurrió? —Pongo más atención que nunca.
—Mi primo consiguió salir, pero yo no. Empecé a luchar para salvar mi
vida. Sabía nadar, pero aquellas olas me asfixiaban. —Se lleva una mano al
cuello—. Me revolvían y no me dejaban salir. Finalmente, el socorrista
logró llegar a mí y gracias a él estoy vivo.
—Me gustaría darle las gracias a ese socorrista —digo alegre para intentar
atenuar aquellos sentimientos a flor de piel que nos están invadiendo.
—¿Por qué? —pregunta asombrado.
—Porque gracias a él, he tenido la posibilidad de conocerte.
Alex me sonríe de vuelta y aprieta mi mano.
—Denunciaron a mis padres por negligencia y estuvieron de juicio unos
meses. Al final les quitaron mi custodia.
— ¿Y por qué? —Me sorprendo.
—Porque ellos también estaban en la playa en ese momento.
—Lo mismo no se dieron cuenta...
—No se dieron cuenta porque estaban en otro mundo, se habían metido un
chute de heroína —especifica—. La policía les investigó.
Se me hiela la sangre. Aprieto más mis manos en su cuerpo y le empiezo a
acariciar el cabello, verdaderamente apenada.
—¿Consumían?
—Sí, desde que tengo uso de razón. Lo peor de todo es que... —Tose y
regula su voz, que ahora mismo suena muy rota— cuando llegamos a la
casa, mi padre estaba furioso por la denuncia. No podía creer que no había
sido capaz de nadar y enfrentarme a aquellas olas. Para él, tenía que ser
fuerte. Invencible.
—¡Pero no fue tu culpa! —bramo indignada.
—Me arrastró hacia un barril de plástico lleno de agua que había en el
patio de la casa —sigue—. Me agarró el pelo y sumergió mi cabeza un buen
rato en el barril. Me… me… —Se relame los labios, nervioso, y aprieta uno
de sus puños—. Me obligó a estar quieto, pero fue demasiado rato. Al no
poder respirar, quedé casi inconsciente.
—¡Ohhh! —suspiro con un nudo en la garganta.
—Mientras, él me gritaba que era un idiota al haber dejado que las olas
me ganaran. Y que, gracias a eso, él iba a tener problemas con la ley. Por mi
culpa.
—¡Dios mío! —exclamo sumamente perturbada.
Lo rodeo con mis brazos sintiendo que unas lágrimas rodarán en mi rostro
en cualquier momento.
—¡Joder, Alex! Lo que me estás contando es... muy cruel.
—Aunque era pequeño, recuerdo que luchaba con los brazos de mi padre.
Él sigue hipnotizado por los recuerdos y habla como si hubiese
abandonado este mundo y entrara en trance. Apoyo la cabeza en su hombro.
—Lo siento mucho. Muchísimo.
Aprieto mis ojos cuando monto en mi cabeza aquella escena tenebrosa.
Un pobre niño pequeño.
Por su parte, solamente mantiene la mirada al frente. No se le cae ni media
lágrima y concluyo que él siempre ha tenido que ser fuerte, no tenía otra
opción.
—No me tengas lástima —ruega—. Ya pasó.
—Ahora comprendo por qué no querías meterte en el agua hoy. Siento
haber insistido.
—No lo sientas.
Vuelvo a apretar mis manos sobre su cuerpo, uniéndonos en un abrazo
intenso. Permanecemos callados durante unos instantes más, dando rienda
suelta a las emociones que nos invaden y las cuales no podemos controlar.
Y es como si no pudiéramos alejarnos.
Pero, súbitamente, nuestro abrazo y tenebrosa confesión quedan
interrumpidos por un ensordecedor trueno, seguido de una ráfaga de gotas.
Después, comienza la lluvia torrencial, e incluso dirías que el mismo cielo
ha roto en llanto al escucharnos hablar.
—¡Mierda! —exclama y me ayuda a levantarme deprisa.
El mismo cielo está llorando y la lluvia está cayendo desbocada.
—¿Qué hacemos? —le pregunto.
Barro todo a nuestro alrededor con la mirada, a la vez que siento su brazo
sobre mis hombros. No hay nadie ya en la playa, serán las once de la noche
y solamente queda un suave brillo que llega de las farolas, aparte de la
opaca luz de la luna.
Alex me ofrece la mano y nos miramos desorientados, sin saber qué hacer.
Estamos en plena playa y sin una zona urbana cerca. Echamos un vistazo al
hotel, pero sus luces brillan a lo lejos. Una lejanía considerable.
—¡Ven!
Empezamos los dos a correr sobre la arena, bajo la fuerza de la naturaleza.
—Alex... —advierto intranquila.
—¿Qué?
—Me dan mucho miedo los truenos... —grito para que me pueda
escuchar.
Este mueve sus labios, sin embargo, el sonido de la lluvia es tan intenso
que no consigo oír nada. Renuncio a la conversación y, en cambio, solo
corro a su lado y lucho con el agua deslizándose en mi cara.
—Creo que esto nos servirá.
Me lleva a una especie de cobertizo que hay al lado de unos árboles,
básicamente a orillas de la playa. La luz tenue de una farola que hay cerca y
la luna hace que lo visualicemos todo parcialmente. Podemos distinguir que
es un pequeño espacio al aire libre donde se encuentra una mesa amplia de
madera y un banco. El cobertizo muestra un deteriorado techo de paja, que
deja pasar el agua alegremente y también tiene unas columnas de madera.
Agradezco que la parte de atrás esté cubierta de una chapa y que alrededor
haya palmeras y plantas, así nos protegeremos mejor de la lluvia. Queda a
la vista nada más que la parte de delante, la cual da a la playa.
—Espero que la tormenta no dure mucho —comento.
Me agacho para adelante y aprieto mi cabello con las manos,
deshaciéndome de la abundante agua. Me sacudo desenfrenada; los dos
estamos chorreando, literalmente.
Sin previo aviso, un fuerte relámpago parte el cielo en dos. Este va
seguido de un trueno muy agudo, el cual hace que grite desquiciada, muerta
de miedo. Es más, prácticamente en el momento en el que escucho ese
horripilante sonido, salto en sus brazos.
—¡Alex! Tengo miedo.
Rodeo su torso con mis delgados brazos. Odio las tormentas. Odio los
truenos, siempre los he odiado.
—Me estás ofendiendo, Aylin. —Sus labios se tuercen en una serena
sonrisa—. No puedes tener miedo conmigo a tu lado.
Él corresponde a mi abrazo y habla altanero, aunque con aquella chispa
que adoro en su voz. Aprieta una de mis nalgas.
—Ahm... —Carraspeo al darme cuenta de sus intenciones—. En realidad,
tú tienes más peligro que la tormenta.
—Cómo lo sabes —replica con aquella jodidamente excitada y seductora
voz.
Acto seguido, me aprieta vehemente contra él y coloca sus manos en mi
trasero. Sus dedos hacen trampa y siento que empieza a levantar mi falda
vaquera lentamente, sin quitarme el ojo.
—Aylin...
—Dime.
Le sigo el juego, como siempre hago. Claramente, me estoy olvidando de
la tormenta y hasta de los escalofriantes truenos. Solamente me pierdo en
sus ojos.
—¿Lo has hecho alguna vez bajo la lluvia?
—¿Tú qué crees?
Arqueo mis labios.
—Yo creo que no… —me incita.
—Y eso significa que… —lo incito.
Me muerdo el labio, presa del vicio y del deseo que me invade.
—Eso significa que ha llegado el momento.
Su respiración veloz. La mía. Él apretando los labios y tensando los ojos.
Yo acariciando su trabajada cintura.
¡Mierda!
Sin demora, agarra mi trasero con las dos manos y me levanta sobre su
pelvis, obligándome a separar mis muslos y rodearlo con mis piernas.
Rozamos nuestra piel húmeda y eso provoca una sensación más fuerte
todavía en mi interior. Pese a que estamos los dos hechos un trapo, se ve
maravillosamente atractivo.
¿Cómo me puedo excitar en menos de un minuto? Y aseguro que no es el
agua de la lluvia.
—Prométeme que este viaje será inolvidable.
—Lo será… —responde.
—Alex, prométeme que no volveremos a discutir.
—Te lo prometo.
Camina conmigo hasta la mesa de madera y me coloca encima, mientras
acerca sus labios a los míos y me proporciona un beso suave. Nuestras
lenguas se encuentran y nuestras bocas empiezan a seducirse mutuamente.
Se retuercen, se muerden y se invaden.
—Me encanta besarte —confiesa.
—¡Y a mí! —le respondo emocionada y sin poder contenerme más.
Desabrocho deprisa los botones de su mojada camisa, poseída por una
incomprensible necesidad de sentir su piel. Enseguida consigo quitársela y
la deslizo sobre sus hombros. Él la tira sobre el banco que hay al lado y
aparta mi cabello empapado de mi cara, mientras sus dedos alcanzan mi
cuello. Acaricio su fuerte torso, el cual brilla en la escasa luz y frunzo los
labios con mucho afán.
«¡Virgen Santa! Lo deseo tanto», suspiro en mi mente.
—Señorita Vega... —Su boca se empapa de la mía en un beso pasional y
siento la presión que ejerce con su pelvis—. ¿Se acuerda que le dije que no
siempre seré un caballero?
Los latidos de mi corazón se aceleran y las severas vibraciones en mi sexo
me sentencian. Y ni hemos empezado.
—¿Qué quieres decir?
—Nada.
Succiona mi labio inferior y me invade con su famélica lengua, intentando
alcanzar cada rincón de mi interior. Yo aprieto mis muslos contra sus
caderas y clavo mis uñas en su cuello mientras sigo el ritmo de la danza
erótica de sus labios. Nos estamos devorando con demasiado anhelo y…
simplemente me encanta.
—¡No tire la piedra y esconda la mano, señor Woods!
—No soy un hombre de palabras… —habla ahogado mientras ancla su
mano en mi cabello— sino de hechos.
De repente, Alex coloca una mano en mi pecho y ejerce presión sobre mí,
de modo que me tumba sobre la madera en un visto y no visto. El hombre
salvaje y apasionado que conozco ha vuelto y ha dejado atrás al hombre
suave y dulce. Mis vellos están de punta cuando este se abalanza sobre mí y
agarra mi camisa de botones con las dos manos.
—¡Oh, joder! —suspiro impactada. He notado claramente el golpe en mi
espalda, al tumbarme sobre la madera.
Lo miro desconcertada. Es el mismo de anoche, pero con tres energizantes
en el cuerpo.
Empieza a tirar de mi camisa con mucha precisión, haciendo que los
botones de la prenda se rompan bajo sus hábiles manos. Estos saltan por el
aire y queda nada más que la parte de arriba de mi bañador.
—¿Sabes? —Tira de mi sujetador enseguida y su mirada queda fija en mi
desnudez—. No he dejado de pensar en ti todo el maldito día, Aylin.
Se inclina rápidamente sobre mí y hunde sus labios en mis pechos,
agarrándolos con sus manos, mientras me tiene completamente atrapada
encima de la mesa del cobertizo. Mis rodillas chocan con sus costillas y
rodeo su cintura con mis persuasivas piernas.
—¿Y tú…? —Su veloz y húmeda boca sube y baja sobre mi cuello,
obligándome a ladear la cabeza—. ¿Has pensado en mí?
Deja que su abultado músculo toque mi entrepierna a través del pantalón.
—Ojalá fuera solo pensar… —Mi infiel corazón me delata—. Te he
echado de menos.
—¡Ohhh!
Mi mente se nubla cuando él empieza a devorar mis senos cuan animal
hambriento. Proporciona fuertes golpes con su lengua en mis excitados
pezones y dibuja círculos en mi piel.
—Me alegro tanto oír esto —Jadea fascinado.
Siento que en este preciso momento me estoy olvidando de absolutamente
todo. Me olvido de mi pasado y de mi presente, y únicamente quedamos él
y yo, inmersos en nuestra tremenda lujuria, con los relámpagos y la
cadenciosa lluvia de fondo. Esta se ha intensificado —igual que nuestra
locura— y hasta noto unas gotas cayendo sobre mi cara, a través del techo
de paja inestable.
—Aylin, ¡necesito deshacerme de esto ya! —habla grave en mi oído e
introduce sus dedos en mi ropa interior. Agarra mis bragas con sus dedos y
me levanta las piernas con prisas. Después, las desliza por mis muslos,
hasta las pantorrillas y las desecha al banco que hay al lado.
Su mano alcanza mi entrepierna de momento y me empieza a acariciar,
mientras sigue apretando su lengua húmeda contra mis erectos bultos.
Separa mis muslos con un movimiento tosco y sus dedos atrapan aquel
botón placentero que hace que me funda bajo sus caricias. Aprieta sus
dedos en mis carnes y su desatada boca recorre mis labios, atrapándolos con
fervor. Acaricia unos segundos más mis pliegues y después me roza
atrevido, ingresando uno de sus dedos en mi interior.
—Te morías por sentir esto, ¿verdad?
Quedo totalmente anulada cuando muerde mi oreja y me aprieta con su
gran torso, sin dejar de mover su mano contra mi periné. Su dedo sigue
moviéndose en mi interior y acelera el ritmo de su mano. Pero hay más. Sin
más demora, me penetra con otro de sus gruesos dedos.
¡Mierda!
Me arqueo y me sacudo sobre la mesa, como una demente en una camisa
de fuerzas. Suelto un fuerte grito de sorpresa cuando noto la presión en mi
vientre, sus dedos intentando hacerse hueco. Me siento embriagada.
—¡Maldita sea! —Empiezo a sudar y aprieto su nuca, alterada—. ¡Perdí la
jodida virginidad ayer!
—¿Quieres que pare?
Anclo más mi mano en su nuca, de modo que su cara queda cerca de la
mía. Me vuelve a dar un beso tosco y me invade con salvajismo, al mismo
tiempo que me mira con sus inexpresivos ojos.
—¡Ohhh! —Siento calambres.
—Quieres que pare, ¿eh? Solo basta con decírmelo.
Sus dedos chocan turbulentos con las paredes de mi interior y aprieto mis
muslos alrededor de su mano, totalmente descompuesta.
—¡No! —chillo—. No quiero que pares.
Aprieto su cabeza sobre la mía y soy yo la que me apodero de su boca esta
vez.
—¡Así, pequeña! —susurra en mis labios—. ¡Grita para mí!
Suspiro por el placer enloquecedor que me produce sus diestros
movimientos y entonces aprieto mis uñas en su piel. Los roces continuos de
sus dedos en mi humedad hacen que gima de una manera incontrolable.
—¡Quiero tenerte ya, Aylin!
Me suelta momentáneamente y empieza a quitarse el cinturón con rapidez.
Desabrocha el pantalón de traje, mientras yo intento levantar mi cabeza de
la mesa. Aprieta una de mis caderas con una mano y observo en la
penumbra del cobertizo que está ya más que preparado. Al instante,
presiona mi hombro con su mano izquierda y hace que mis caderas se
peguen más a él. Con su mano derecha, sostiene su agrandada erección.
Desliza su miembro dentro de mí de un solo movimiento y veo
constelaciones enteras cuando este me invade de lleno.
—¡Cuidado! —susurro desconcertada, pero a la vez extasiada.
A diferencia de la suavidad que me demostró anoche, hoy se muestra más
lanzado que nunca, ya que entra y sale de mí con firmeza. Siento el temblor
en cada célula de mi cuerpo cuando este ahoga mis placenteros gemidos
con sus invasores labios. Me estoy dando cuenta de que me gusta hacerlo
con él de todas las maneras.
—¿Te duele? —pregunta con todos los músculos contraído cuando apoya
sus manos alrededor de mi cintura y aprieta la palma de sus manos en la
madera.
Nuestras caderas chocan y nuestros sexos rozan con turbulencia. Siento la
firme opresión de su mano en mi hombro y la presión que ejerce con sus
dedos en mi seno. Agarro el filo de la mesa e intento sujetarme, ya que sus
embestidas son continuas y enérgicas, e incluso pienso que romperemos la
mesa y acabaremos en el suelo.
Sus dedos se deslizan sobre mi costilla y abdomen mientras atrapa el
lóbulo de mi oreja entre sus labios. Lleva su mano derecha a aquel monte
húmedo y empieza a ejercitarme con sus dedos, mientras me penetra con
fuerza. Mi cuerpo entra en un estado de euforia y la tan ansiada vibración
hace acto de presencia. Ya estoy notando las sacudidas en mi interior y sé
que el momento clave se acerca.
—Alex, voy a… —Jadeo con los labios entreabiertos cuando este
intensifica los movimientos de su pelvis contra mí, sometiéndome a una
creciente dilatación.
—¿Correrte?
—¡Ohhh!
No respondo, solo hundo mi mano en su cabello y succiono sus labios
enloquecida, sintiéndome en el séptimo cielo.
—Te lo prohíbo. Quiero que supliques por más —responde serio.
Para mi sorpresa, ralentiza sus movimientos y se inclina más sobre mí,
deteniéndose completamente. Mientras dice esto, vuelve a apoderarse de mi
entreabierta boca y esta vez es su lengua la que me embiste.
Rodea mi cintura y me levanta de la mesa en un instante, haciendo que
enderece mi torso. Me atrae hacia él de una sacudida, sin detener nuestro
beso continúo.
—Dime ¿qué quieres? —habla en voz baja y aprieta mi trasero con sus
manos.
—Ya te lo he dicho…
Lo miro consternada. Siento el ardor en mi vientre y no me puedo creer
que acaba de interrumpir mi orgasmo. Como respuesta, solamente le beso y
mis ojos le están suplicando que siga. Me niego a que las llamas me
quemen por dentro, llamas que necesito que alivie.
—¡Dímelo! —levanta su voz ronca y clava sus dedos en la parte posterior
de mi cabeza.
Me aprieta contra su boca con pasión.
—¡Quiero que sigas! —murmuro en sus labios, fuera de mí.
Él me sonríe y siento un pequeño mordisco en mi labio inferior.
—¿Me lo ordenas? —Su voz suena juguetona, pero obscena.
—Dudo que acates órdenes.
—Jamás podría negarme a darle a una mujer lo que necesita.
Me gira con brusquedad y esta vez me presiona bocabajo, colocándome en
un ángulo de 90º. Siento sus dedos apretando mi nuca cuando me obliga a
tumbarme. Cuando mis pezones y mi abdomen tocan la madera fría, mis
sentidos se agudizan.
¡Menuda locura!
Noto su caliente piel sobre mi trasero y eso hace que unas punzantes
corrientes atraviesen mis partes bajas, siendo capaz de terminar con la
tormenta que se libra en mi interior en este preciso instante.
Giro mi cabeza y observo que sus facciones se alteran cuando inclina la
cabeza hacia atrás e introduce primero la punta y después el tronco
completo en mi interior. Alex empieza a gemir extasiado con cada honda
estocada. Jamás nadie me ha hecho sentir esto y nunca pensé que el coito
fuera una experiencia tan intensa.
—¿Te gusta así, cuando te follo desde atrás? —pregunta, absorto por la
lujuria, igual que yo. Enseguida golpea mi trasero con una mano.
—¡Ahhh! —suelto un gutural chillido.
—¿Te gusta?
—Me gusta todo de ti, Alex. Todo…
Cierro los ojos y aprieto de nuevo mis manos sobre el filo de la mesa,
disfrutando de las dementes sensaciones que me provoca cada vez que me
llena por dentro y sus labios rozan mi espalda. Después, noto otro golpe en
mis nalgas y mi piel escuece. Sin embargo, es una sensación placentera.
—¿Quieres otro? —pregunta atormentado.
Percibo su energía y sus contracciones.
—Sí.
No sé si quiero otro, pero no quiero que se despegue de mí. Enseguida, me
proporciona otra suave nalgada y siento un fuerte pellizco.
—¿No le importaría ponerle el culo rojo, verdad, señorita Vega? —Su
garganta emite un quejido.
Sus palabras van seguidas de un golpe más intenso que los demás, el cual
hace que gruñe. A continuación, acelera las embestidas de película, de
manera que empotra más mi abdomen en la débil mesa, que se tambalea.
Nuestro tan ansiado y deseado orgasmo no tarda en llegar y gemimos los
dos casi al unísono. La sangre fluye deprisa por mis venas y el volcán
latente de mi vientre bajo se desborda, haciendo que mi vello se erice y una
intensa sensación de desahogo me atraviese.
Respiro acelerada. Ha sido extraordinario, espectacular y maravilloso.
Las gotas de sudor se asoman en nuestros cuerpos y siento que estoy en el
paraíso cuando Alex me libera, sin embargo, sigue anclado en mi cintura y
deposita un beso casto en mi cuello.
—Aylin, me encantaría llenarte por dentro.
Respiro cadenciosamente con mi mente en blanco, como si de una mera
hoja de papel se tratase. Sus atrevidas palabras me asombran, pero me
siento inhabilitada para hablar.
— Quiero correrme dentro de ti la próxima vez.
Noto su tórrido aliento en mi oído y en ese instante vuelvo mi cara hacia
él. Nos abrazamos con ternura, mientras lucho para calmar mis latidos y,
por ende, mi respiración. Solamente continúo pensando en lo que acaba de
decir.
—No está bien asumir riesgos de ese tipo. Yo, al menos, no los asumiré.
¿Acaso se espera que esté de acuerdo? ¿Acaso piensa que soy una idiota a
la que no le importaría quedarse embarazada?
—Hay formas de protegerse. Igual, eres muy valiente, ¿sabes? —Aprieta
sus labios en mi mejilla y me giro, de modo que quedamos de frente—.
Gracias.
—¿Gracias por qué?
Sigo aferrada a su pecho.
—Por ti. Porque existes.
Tiemblo. Pestañeo sumamente confundida y recorro su espalda con la
yema de mis dedos, a la vez que escucho su galopante corazón. No voy a
permitir que la conversación siga, no quiero que juegue con mi mente. Por
la mañana me recuerda que esto es solo una aventura, sin expectativas de
futuro, y por la noche me regala el oído, agradeciéndome de que existo. No
quiero seguir hablando, pero tampoco voy a permitir dejarme dominar por
la furia. La noche es perfecta.
—¿Y si nos refrescamos un poco? —propongo sonriente y le señalo la
lluvia, para así evadirme.
Él besa mi frente y su mirada cambia a las trepidantes gotas.
—¿En pelotas?
—¡Sí! —bramo alegre y con ganas de improvisar—. ¿Algún problema?
—No. Todo lo contrario. —Hace una complacida mueca—. Lo
necesitamos, te aconsejo que recuperes fuerzas para esta noche.
Me guiña el ojo.
—Me parece que tú también las necesitarás —comento, provocadora.
Nos ayudamos mutuamente a deshacernos de las prendas restantes y
damos un paso fuera del cobertizo, en plena lluvia. Nos cogemos de la
mano y respiramos hondo, con las refrescantes gotas cayendo a mansalva.
La tormenta ha incrementado y, por un momento, me pregunto cómo
volveremos al hotel.
—¿Qué tal estás? —Me abraza cálidamente, procurando centrarme en él y
no mirar a nuestro alrededor ruborizada, pensando en que alguien nos verá.
—Bien.
—Tranquila, no hay un alma en la playa ahora mismo.
Me río y rodeo su cuello con mis brazos. Sus centelleantes ojos me
producen una sensación de bienestar que asusta. Él y yo, desnudos,
abrazados como si estuviéramos siguiendo los pasos de una inexistente
música y la lluvia como único testigo de nuestro desliz.
—Gracias por escucharme —digo emocionada, pensando en que por fin le
he podido contar mi secreto a alguien.
—Gracias a ti por ser tan especial.
Sonreímos felices y permanecemos hipnotizados delante del cobertizo y a
un paso de la playa. Disfrutamos de la lluvia y de nuestra última noche en
Miami, noche que sé que aprovecharemos muy bien.

Todo lo que tienes que hacer es ponerte los cascos, tirarte al suelo,
y escuchar el CD de tu vida. Canción tras canción, no puedes saltarte
ninguna, todas han pasado, y de una forma u otra servirán para seguir
adelante. No te arrepientas, no te juzgues, sé quién eres. Y no hay nada
mejor para el mundo. Pausa, rebobinar, play, y más y más aún....
(Extracto de la película «A tres metros sobre el cielo»)
CAPÍTULO 23
¿TE ATREVES A COMETER UNA LOCURA?
EL PROFESOR
Quinientas calorías en cuarenta minutos.
¡Demonios!
Necesito perder ochocientas kcal, mínimo. Pienso desmoralizado que esto
no funciona así y que tenía que haber sido más rápido. Miro mi Polar Grit
X, al mismo tiempo que camino agotado hacia la habitación del hotel. El
reloj deportivo que llevo en mi muñeca indica las nueve de la mañana y es
demasiado tarde para mí, ya que estoy acostumbrado a salir a correr a las
siete. Me irrito de repente, fruto de aquel penoso resultado, pero el calor de
cojones que hace hoy también tiene mucho que ver.
Me llevo la botella de agua a la boca y pienso indignado que siempre
quemo una mayor cantidad de calorías. Siempre salvo hoy, hoy no he sido
capaz. El deporte va de la mano con el descanso y la alimentación y
confieso que estos días no he estado a la altura ni con una cosa, ni con la
otra. Mis labios se tuercen discretamente al recordar la noche que pasé con
Aylin y no puedo impedirle a mi mente que procese sucesivas escenas
placenteras de nuestra velada pasional en la playa.
Y qué velada…
Todo mi ser recuerda su olor, su piel suave, la calidez y la humedad de su
cuerpo. Su risa tan melodiosa y divertida. Definitivamente, ha sido un fin de
semana intenso y gratificante, pero no perfecto.
Y yo busco la perfección.
Sé que, si hubiese tenido entre mis manos una cuerda y aquella fusta negra
de cuero, la cual lleva aquellos maravillosos flecos que tanto me gusta usar,
entonces sí, hubiese sido perfecto.
Me paso los dedos por mi sudorosa frente e ingreso en la habitación con
sumo cuidado, pensando en que es probable que Aylin siga dormida. Cierro
la puerta con más cuidado todavía y lanzo una mirada a nuestra cama.
Anoche volvimos casi de madrugada y dormimos juntos, algo que me
resulta bastante inusual. Raramente duermo con alguna mujer en la cama,
por no decir nunca.
La razón real que hay detrás de haber reservado una suite con dos
habitaciones es que quería dormir solo. Solamente la hice pensar que
reservé la gran suite con dos camas diferentes pensando en ella, pero ni más
lejos de la verdad. La gran realidad en todo esto es que siempre estoy
pensado en mí y en mis necesidades.
Giro mi cabeza de un lado a otro, buscando a Aylin con la mirada, pero ni
rastro de ella; ni en la cama, ni en la habitación y tampoco en la terraza. Sin
embargo, noto que se escucha el agua. No me muevo más de medio metro
porque enseguida me doy cuenta de que mi móvil, que se encontraba en la
mesita de noche, ahora está sobre las blancas sábanas. Juraría que ese no es
el sitio donde lo dejé.
Me deshago de mi camiseta empapada de sudor y cojo el móvil entre mis
manos, mientras la tormenta toma forma en mi interior, de hecho, me siento
invadido de una tormenta más grande que la que se ciñó anoche sobre
Miami. Quedo de pie, frente a mi teléfono celular, con la mandíbula tensa y
los puños apretados. Un simple mensaje de ella ha desencadenado una
tumultuosa oleada de emociones en mí.
Leo el mensaje corto, pero directo de Lorraine: Ya veo que no te dignas
en contestar mis llamadas. No se te ocurra cometer el mismo error que
con Beth. Sabes que te saldrá caro, siempre termina mal.
¿Por qué ella me escribe? Me siento en el filo de la cama y jadeo al mismo
tiempo que fijo con mi vista el dichoso mensaje. Aquellas palabras,
aparentemente inofensivas, han abierto una herida profunda y los recuerdos
me invaden. Mis emociones y pensamientos oscilan entre el dolor y la ira.
¿Por qué siempre tiene que elegir el peor momento para recordármelo?
Todo iba viento en popa, pero siento dentro de mí que su maldito mensaje
inoportuno me ha dejado con una extraña sensación de vulnerabilidad,
sensación que me resulta insoportable.
Vuelvo a echar un vistazo rápido a la puerta del cuarto de baño, intentando
asegurarme de que Aylin no haya terminado de ducharse. No quiero que lea
algo así, eso haría echar por la borda todo lo que hemos avanzado. A no ser
que… ya lo haya leído.
¡Demonios!
Agarro el teléfono enfurecido y me alejo para que ella no me pueda
escuchar desde la ducha. Salgo al balcón y mis dedos golpean con furia las
teclas.
—Sí.
—¿Qué diablos haces? —Agarro la barandilla de la terraza con una mano
y aprieto los dedos en el metal—. ¿Por qué me envías mensajes?
—¿Se te ha olvidado hasta saludar, o qué?
—¡Contesta! —voceo en el teléfono.
—Quería recordártelo, por si lo estás olvidando —contesta.
Noto el resentimiento en su voz y entonces recuerdo que esta jodida mujer
quiere tener el control de todo.
—¡Olvídate de Beth! —le grito nuevamente—. No nos merecemos ni
siquiera pronunciar su nombre, ¡y lo sabes bien!
—¿Qué pretendes, Brian? Esa mujer te ha vuelto débil, ¿verdad? —
pregunta con sarcasmo —. Vaya, esa adolescente ha necesitado solo unas
pocas semanas para atraparte.
«No puede estar más equivocada», pienso.
—Lorraine, no estás bien —digo alterado—. ¡Te advierto, mejor no metas
tus narices!
—¡Soy tu maldita mujer! —Me recuerda y ojalá pudiera borrar esa parte
de mi memoria—. Te están saliendo los planes por ahora. ¡Bien, mi señor!
—Aplaude frenética—. ¿Sabe ella que aquel diploma que supuestamente
tenías que entregarle en Miami se lo podías haber entregado perfectamente
en Boston?
—¿De qué cojones hablas?
—Hablé con Brighton. ¡Me dijo que le insististe en que tu asistente te
acompañara y que fue tu maldita idea!
—¡No te metas!
—Pero ella se enterará, tarde o temprano.
—¡Yo decidiré eso! ¡Solo yo y nadie más que yo!
Esta maldita mujer me saca de mis casillas. Piensa que me puede dominar
y se le olvida de que esto no funciona así.
—¿No te das cuenta de que estás permitiendo que esa perra se meta por
medio?
—¡Te callaré esa boca sucia! —rujo atormentado—. ¡Es la última vez que
hablas así de ella!
—¡Quiero que me la calles! —grita con deseo en su voz—. Necesito
desesperadamente que me calles la boca como solo tú y yo sabemos.
Su tono de voz ha cambiado deliberadamente y ha cobrado un tono
inquietante y seductor. Lo hace a propósito porque sabe lo que eso provoca
en mí. Sé que ahora mismo, Lorraine está probando mis límites, como
siempre hace.
¡Diablos!
Todo mi jodido ser responde cuando imagino las cuerdas en su cuerpo y
hasta parece que oigo en mi cabeza los continuos azotes. Azotes que le
podría estar dando en estos momentos a aquella descarada y pasional mujer
rubia de labios rojos. A mi mujer. Pero en el fondo tengo que reconocer que
me encantaría practicar el bondage con otra. Una joven niña de rostro
angelical, pero cuerpo de mujer. Un verdadero ángel caído del cielo, con
cabellos dorados como la espiga del trigo y ojos de color oceánico. Me
encantaría atar a mi cama a aquella chica de mirada inocente, pero afilada
lengua.
¡Por Zeus y por todos los jodidos dioses!
Me retuerzo en mi interior. Debo tenerla. Debo dominarla. Debo
doblegarla. A ella, a Aylin.
—¿Verdad que me necesitas? —prosigue—. Me necesitas tanto como yo a
ti.
Queda claro que Lorraine no me lo pondrá nada fácil, me quiere de vuelta
en sus malditas garras.
—Lorraine, ¡no seas hipócrita! Mi persona no te importa lo más mínimo,
ni tampoco me necesitas.
—Y ahora dime, Brian... —habla tranquila, mofándose—. ¿Qué
pretendes, traerla a Álympos?
—¿Acaso lo dudabas? —suelto con rudeza, al mismo tiempo que me
paseo por el balcón nervioso y llevo una mano a mi cintura.
—¡No lo hagas! —amenaza—. Ahí tienes bastantes heteras y ninfas, ¡y
me tienes a mí! ¿Qué más quieres?
Tenso los ojos mientras echo una ojeada al cuarto de baño. Aprieto la
boca, ¡no tengo ni una jodida gana de discutir!
—No es suficiente, ¿vale? —bramo—. ¡La quiero a ella!
—¡Ya la has tenido!
Habla demasiado, como siempre. Mi paciencia ha acabado.
—¡No es suficiente he dicho! —Alzo más mi voz para que me escuche
bien, porque al parecer se ha quedado sorda—. Y tú, Lorraine... —Me
detengo por un momento—, tendrás que aguantar su presencia ahí y no vas
a intervenir de ninguna manera, ¿queda claro?
—Ilusiones, Brian, ¡putas ilusiones! —dice alterada—. ¿Es que no te has
dado cuenta de lo mojigata que es?
—No tienes ni idea...
—¡Jamás estará de acuerdo! ¡Nunca te dará lo que yo te estoy dando! —
Intenta marcar territorio—. Cariño... te echo de menos.
Permanezco callado con todos los jodidos músculos en guerra. Sigue
intentando tentarme.
—No vuelvas a escribirme, ¿entendido? —advierto colérico—. Mañana
hablamos.
Le cuelgo. Estoy sudando de nuevo y esta vez no es por el deporte, sino
por el cólera que ha desatado en mí. Vuelvo a presionar la barandilla
mientras miro el suelo, metido en la niebla. Ahora mismo en mi cabeza se
está dando una atroz batalla. Mis pulmones se llenan de aire y se deshacen
de ello con suavidad.
Inhalo, exhalo.
La realidad es que quiero echar de mi mente lo que estoy pensando. No
quiero seguir dándole vueltas. Aylin me dijo que no estaba dispuesta a ir
más allá, que no quería sobrepasar los límites. Y yo, como un perfecto
necio, le prometí que la seguiría deseando igual.
Pero la mentí, una mentira más entre cientos.
No tengo ningún derecho a engañarme solo y a ella tampoco. Siento que,
si no intentaré nada más allá de «lo convencional» con ella, será algo
parecido a comerme un plato de arroz muy vistoso, rico y con muchas
proteínas. Por supuesto que lo estaré disfrutando mientras me lo esté
comiendo, pero cuando haya terminado, el resultado final será
insatisfacción. ¿Por qué? Porque seguiría hambriento.
Maldigo una vez más. Es bastante complicado desear tanto a una mujer y
ser consciente de que por ahora no puedas tenerla, aunque en verdad sí, la
has tenido.
—¡Buenos días! —escucho su inconfundible voz.
Me giro deprisa y la contemplo. Suena alegre. Por su parte, queda inmóvil
y me mira desde el marco de la puerta del balcón, interrumpiendo mi
tenebrosa reflexión. Observo que lleva puestos unos pantalones cortos y una
camiseta de tirantes. De momento, esboza una gran sonrisa, de oreja a oreja,
algo tan característico y que adoro en ella.
—Buenos días —balbuceo.
De momento, se acerca y me planta un beso en la boca mientras rodea mi
cuello con sus brazos. Sus labios rozan los míos y, aunque haya sido un
beso corto, respiro su aroma con fuerza, preguntándome por qué narices
huele siempre tan bien siempre.
—Vaya, señor Woods, necesita usted una ducha. —Esboza una graciosa,
pero desagradable mueca, señal de que mi sudor le ha llegado al olfato.
Es tan dulce esta mujer.
—Ya lo creo. —Me despego de ella, todavía nervioso.
—¿Has ido a correr?
—Pues un poco —suelto una broma y me señalo a mí mismo, chorreando.
—Eres muy gracioso esta mañana.
Se muestra relajada y habla con un tono de voz desenfadado. Yo, en
cambio, la analizo embobado, a la expectativa de que me diga algo sobre el
mensaje que ha leído en mi móvil. Mi sexto sentido me confirma que sí, lo
ha leído.
—¿Estás bien? —pregunto sospechoso.
—Sí... —replica confusa—. ¿Por qué no lo estaría?
No respondo, únicamente apago mi teléfono móvil deprisa.
—¿Quieres desayunar en la piscina o aquí en la habitación?
—Aquí mismo. —Mira la pequeña mesa—. ¿A qué hora partimos hacia
Boston?
—Dentro de una hora y media, más o menos —le contesto con seriedad.
—De acuerdo —responde con voz neutra, pero sus rasgos se ven
transformados—. ¿Va todo bien, Alex?
Me pongo serio, no me gusta mostrar mis sentimientos. Lo considero un
gran signo de debilidad y sumisión. Y la sumisión no entra en mi
vocabulario.
—Sí —le guiño el ojo con rapidez—. Me voy a la ducha, me estoy
abrasando.
—¡No tardes!
Salgo del balcón, titubeante y en cierto modo, frío. Posiblemente, la
preocupación haga que me sienta así. Observo de refilón que Aylin se ha
sentado en una silla y lleva un puño a su barbilla, mientras fija su mirada
sobre el océano, pensativa. Cuando ella piensa, no es nada bueno.
Probablemente, ahora mismo estará maquinando la manera en la que me
podrá soltar la cuestión del mensaje de Lorraine.
Me meto en la ducha, pero no antes de hacer una llamada y pedir el
desayuno.
Al cabo de diez minutos de agua templada y pensar sin cesar en los
asuntos que tengo que atender a lo largo de esta semana, envuelvo una
toalla blanca de algodón alrededor de mis caderas, agradecido por sentirme
más relajado que hace veinte minutos. Me pongo desodorante y me dirijo al
balcón. Antes me ha parecido escuchar la puerta y seguro que el desayuno
está ya. Salgo a la terraza, cojo una de las dos tazas de café que hay encima
de la mesa y le doy un pequeño sorbo. Siento una sensación más que
placentera al disfrutar de mi café y a la vez de la brisa mañanera del mar,
aunque sea casi mediodía. Me he quedado como un recién nacido.
Sin embargo, hay algo que me llama la atención. Caigo en la cuenta de
que ella no está. La señorita Vega no está, ni en la habitación, ni en la
terraza.
—¡Aylin!
Elevo mi tono de voz y me desplazo con pasos veloces hacia la puerta que
da a la habitación.
Me giro consternado y miro en todas las direcciones, pero no hay
respuesta alguna.
—¡Aleeeeeeex!
Sin previo aviso, escucho un gutural grito, el cual llega desde fuera. Salgo
deprisa al balcón de nuevo y empiezo a mirar a mi alrededor con una
desesperación palpable, dibujando un círculo imaginario con mi mirada.
Sin embargo, Aylin no está.
¡Por Zeus! ¿Qué puñetas está ocurriendo?
—¡Aquí!
Cuando giro mi cabeza a la derecha, veo que esta se encuentra a por lo
menos tres metros de distancia de mí, con los pies sobre algo que parece el
alféizar de una ventana —aunque no hay ninguna ventana—, doblando una
esquina. En este preciso momento, quedo pasmado y observo que ella sigue
agarrada a la pared como si fuera una lagartija, mirando para abajo,
atemorizada. Miro sus pies y corro hacia el borde del balcón, sin dejar de
observar con horror lo fina que es aquella repisa.
Mi jodido corazón está acelerado, como si estuviera corriendo en una
maratón. Parece que me va a dar un infarto cuando miro para abajo.
—¡Mierda! ¿Qué estás haciendo ahí? —le cuestiono.
—Na...da —dice.
La miro estupefacto y noto que intenta avanzar hacia el balcón, pero se
desplaza muy lentamente, a pasos de hormiga.
—¿Cómo que nada? —voceo angustiado y miro de nuevo hacia abajo—.
¡Estamos en un jodido quinto piso!
—¡Ahhh! —grita una vez más y mi cabeza empieza a dar tumbos.
Clavo el suelo con mi vista, de reojo, y siento un repentino mareo acechar
mi cerebro. No puedo mirar para abajo.
«Por favor…», suplica mi inconsciente.
No quiero que la historia se repita. Unos intensos escalofríos me
atraviesan, me encuentro tenso y la jodida verdad es que no puedo con la
maldita altura. Me provoca muchos temblores. Pero, visto lo visto, a la
señorita se le ha olvidado y se ha subido ahí, ¡no sé con qué propósito!
—¡Tranquila! ¡Ven aquí despacio!
—¡No puedo! —Su rostro está completamente desencajado—. Antes he
estado a punto de caerme, Alex.
Aprieto la mandíbula. Veo que tiene una pequeña herida en la parte frontal
de su pierna, parecida a unos arañazos. Es normal que le entre el pánico, si
se cayese desde un quinto piso, se convertiría en puré.
—¡Mueve el culo aquí, Aylin! —chillo.
Ella no es la única que está entrando en pánico.
—¡No puedo, joder! —clama—. ¡Ya te lo he dicho!
—¡No mires para abajo!
Vuelvo a tender mis brazos con trémulo, pero por más que lo intente, no
consigo llegar a ella.
—¡Ahhhh!
Me sobresalto cuando vuelve a soltar un aterrador chillido y leo el miedo
en sus ojos. No la puedo dejar ahí, ¡maldita sea! No podría perdonármelo si
le ocurriera algo.
—¡Espera, voy! —Inhalo el aire con decisión—. ¡No se te ocurra
moverte!
«No mires para abajo. Tú puedes, Brian», repito en mi cabeza.
Coloco uno de mis pies en el inestable borde y después el otro pie. Intento
mantener el equilibrio y, sin mucha demora, coloco mis manos en la pared.
Agradezco de que esta sea rugosa y tenga algunas hendiduras, de modo que
pueda clavar mis dedos y agarrarme mejor.
Sigo pensando que esto es de locos. He hecho muchas cosas turbias en mi
vida, pero caminar sobre un fino borde a más de diez metros de altura jamás
de los jamases.
—¡Ten cuidado! —dice con voz entrecortada.
«Ten cuidado…», comento escéptico y chasqueo la boca.
—¡Todavía no entiendo qué cojones haces ahí!
Doy otro paso más a la izquierda con un profundo temblor en mis rodillas.
—Tenía que salvarlo —murmura esta.
—¿De qué narices estás hablando? —La fijo con una mirada de
incertidumbre.
No dice nada, pero sus actos lo dicen todo. Veo que está apretando algo a
su pecho. Al mirar atónito en su dirección, me estoy dando cuenta de que en
su brazo izquierdo está sujetando un pequeño gato blanco, tan pequeño
como una pelota de tenis, el cual yace acurrucado en su mano. No lo veo
muy bien, solamente escucho su suave maullido.
—¡Demonios, Aylin! —siseo con las pelotas encogidas, evitando mirar
para abajo—. ¿Quieres decir que ahora mismo estamos jodidos por un gato?
Ella queda bloqueada ante mi recelosa mirada y lo único que hace es alzar
los hombros y esbozar una mueca de culpabilidad. Decido terminar con este
asunto cuanto antes, por consiguiente, doy otro pequeño paso e intento no
mirar hacia abajo. Aylin sigue sin sacar ni una jodida palabra y me extiende
la mano. Yo le extiendo también la mía, pero no conseguimos alcanzarnos.
¡Joder!
Calculo la distancia aproximada que me queda para llegar a ella y
entonces solamente intento desplazarme un poco más a la izquierda. Solo
que, de repente, piso el borde erróneamente y me desequilibro. Me
tambaleo con brusquedad.
—¡Cuidado! —la escucho advirtiendo, sumamente horrorizada.
Tenso los labios en una fina línea y aprieto más mis manos en aquellos
surcos en la pared. Me quedo blanco de momento. Parece que por mis
movimientos —o no sé por qué puñetas—, la toalla blanca que traía
envuelta alrededor de mi cadera, se desprende en un instante. Es más, noto
cómo esta se desliza sobre mis nalgas y muslos.
¡Se me ha caído! Miro incrédulo para abajo, a la vez que hinco más los
dedos en los surcos y observo helado como la tela está flotando en el aire.
Trago en seco y vuelvo a girar la cabeza hacia la pared, pero no antes de ver
la cara embobada de Aylin, observando como la jodida toalla toca el
puñetero suelo.
—¡Oh, mierda! —musita y si pudiera, sé que se llevaría las manos a la
boca—. ¡Tu toalla ha…!
Queda muda y su mirada cambia de mis bolas a mi cara y de mi cara a mis
bolas.
¡Maldita sea, tiene que ser una hermana de la caridad y meterme en estos
líos!
—¿Te estás dando cuenta de que estoy en pelotas sobre una repisa a más
de diez jodidos metros de altura? —le riño con demasiada dureza.
Ella sigue boquiabierta, mirando mi jodido culo expuesto.
—Sí... me estoy dando cuenta —dice preocupada.
Veo que sigue mirando para abajo, en dirección a mis jodidas pelotas que,
a decir verdad, ahora mismo las tengo diminutas por el miedo que me está
entrando.
—¡Acércate! —la invito a avanzar y le hago una seña con mi mano
izquierda, intentando agarrarla.
Ella tiende su mano hacia mí y se desplaza unos pocos pasos, de manera
que finalmente agarro su mano.
—Tenía tanto miedo —murmura.
—Camina despacio, ¿vale?
La aprieto con fuerza e intento tirar de ella detrás de mí. Los dos seguimos
avanzando por el borde, de vuelta al balcón, mientras el gato de las narices
sigue maullando. Paso a paso, nos estamos aproximando a la parte más
estable y suspiro aliviado cuando pongo el pie en el suelo del balcón. Me
giro y agarro su cintura con fuerza, al mismo tiempo que la suspendo en el
aire y después la bajo. A ella y al gato.
Conforme pisa el suelo, Aylin salta a mi cuello y me abraza emocionada.
Me está estrechando impetuosamente a su pecho y noto su corazón
retumbar en mi torso. Aún sigue muy asustada.
—Gracias —susurra en mi oído. —Y perdón.
Se despega de mí y me mira a los ojos, expectante.
—¿Estás cabreado?
—¡Maldición! Por supuesto que lo estoy. Aylin, te aseguro que hoy no
entraba en mis planes el exhibicionismo —hablo muy enojado.
Su cara es bastante inexpresiva y solamente me mira con aquellos ojos
grisáceos. Sin embargo, de un momento a otro, se empieza a reír. ¡Reír! A
mí no me hace ni pizca de gracia, ¡diablos!
—Alex, créeme que tu culo vale la pena ser exhibido. Seguro que lo ha
disfrutado más de una o uno mirando desde sus ventanas —continúa
hablando divertida y mira alrededor.
No obstante, se nota que sigue en shock porque está temblando.
—¿En serio te estás riendo?
El gato maúlla, de repente.
«¡Tierra trágame!», suplica mi subconsciente y pongo los ojos en blanco.
—¡Mira! Ha valido la pena —dice cuando abre la palma de su mano.
El pequeño gato, blanco como un copo de nieve, se estira y abre sus
grandes ojos azules. Sus ojos son casi del mismo color que los de Aylin y
son tremendamente puros. Igual que los suyos. Sin pecados ni maldad. No
como los míos.
Le aparto la vista. No le contesto, no estoy de humor.
—¿Verdad que es muy bonito?
Ella tira de mi brazo para captar mi atención y le da un beso en la pequeña
cabeza. Después le acaricia y me mira sonriente. Me encuentro más
tranquilo, además... ante una imagen que desprende tanta ternura, ¿cómo
podría cabrearme?
—Deberías alegrarte. Hoy has salvado una vida —habla con dulzura.
Yo solo arqueo los labios y, a decir verdad, hasta me he olvidado de que
sigo mostrándome al mundo en todo mi esplendor.
—¡Vamos a entrar!
Tiro de su codo y entramos en la habitación sin dejar de fijar con la vista
al pequeño copo de nieve, el cual sigue bostezando.
—¿De dónde ha salido este gato? —pregunto inquieto, al mismo tiempo
que cojo una camisa y me empiezo a vestir.
—Puede ser que venga de la habitación de al lado. Las ventanas están por
el otro lado, doblando la esquina.
—Tenemos que preguntar —afirmo y me subo la cremallera de mi
pantalón de traje.
—¡Espera! —exclama esta enérgica —. Voy a darle un poco de leche,
debe estar hambriento. Me está lamiendo el dedo.
La persigo con mi mirada cuando esta sale al balcón y agarra una pequeña
jarra de leche que hay en la mesa y un recipiente de cerámica de la bandeja.
Después, vierte un poco de líquido y lo deja en el suelo. Por último, se
arrodilla y deja caer al pequeño gato, que empieza a lamer y mojar su
hocico.
—Te lo he dicho —comenta esta y entra de nuevo en la habitación, sin
apartar su vista de aquella diminuta criatura.
Por mi parte, no puedo dejar de mirar a esta mujer. Cuando se acerca a mí,
cojo su mano entre la mía y rodeo su cintura con mi brazo, al mismo tiempo
que hago que vuelva mi cara a mí y que me mire.
—¿Sabías que eres una mujer espectacular?
Ella se sonroja con suavidad. No me contesta.
—Me descolocas —continúo hablando con mucha tranquilidad y toda la
furia que he sentido minutos atrás se ha desvanecido.
—Alex...—baja la mirada—. No viajaré más contigo. Te he estado
provocando disgustos todo el rato, soy una necia y yo... ¿Me puedes
perdonar?
—Una necia muy guapa —añado.
Su belleza y nobleza me embaucan.
—No te preocupes, quedas perdonada. —Aprieto mi mano en su cadera
—. Aun así, me muero de ganas de castigarte.
Hablo con honestidad, pero a la vez incauto, temiendo por su reacción.
—¿Qué?
Levanta la vista muy sorprendida y sus ojos serían capaces de helar hasta
la llama de un fuego.
—¿Me dejarás? —pregunto esperanzado.
—Ya hablamos sobre esto, Alex.
—Aylin... ¿te atreverías a cometer una locura?
Le lanzo una mirada sugerente y mi corazón empieza a latir ferozmente.
Soy muy consciente de lo que supone la pregunta que le acabo de hacer. Y
ella también lo sabe. No debería adelantarme a los acontecimientos, ni
tampoco darme tanta prisa, solo que... ¡demonios! No tengo paciencia.
Debo arriesgarme y jugar todas mis cartas.
CAPÍTULO 24
ALEXITIMIA

—Cariño, ¿qué tal el fin de semana?


—Mamá, muy bien —hablo sonriente.
«Bueno, mamá sabes, en realidad en el fin de semana me he revolcado
con mi profe de Finanzas. Ahhh, y no solo eso... también he estado a punto
de morirme, ¡y no una vez, sino dos! En resumen, estoy con el corazón a
mil y la mente hecha un lío».
Todo esto me lo guardo para mí y así evito a que a mi madre le dé un
infarto.
—Te esperamos en la casa el viernes, ¿vale? —continúa.
—Sí, en una semana nos vemos.
—¿Estás bien, seguro? —Escucho su voz de nuevo.
Me conoce muy bien. Una madre siempre será una madre, y, sin ninguna
duda, las madres tienen el olfato muy desarrollado.
—Sí mamá —respondo—. Me encuentro genial, no te preocupes. Solo
que tengo muchas cosas que hacer, muchos exámenes y bueno, tú ya sabes.
—¡Aylin, vamos!
Identifico a Berta a lo lejos, tiene el cuerpo medio salido de nuestro aula y
me está haciendo una señal, ya que la clase de Finanzas está a punto de
empezar. Estoy en el pasillo, intentando colgarle a mi madre, pero esta,
como siempre, debe acabar con su exhaustiva entrevista y hasta dirías que
no me escucha cuando le hablo.
—Mamá, tengo que colgarte. Va a empezar la clase.
—¿Estás comiendo bien? —sigue insistiendo.
—¡Sí, mamá! No tienes por qué preocuparte —le susurro en el teléfono—.
Te dejo.
En el preciso momento en el que cuelgo, noto una mano tocando mi
espalda, de modo que doy un brinco.
—Señorita, la clase va a empezar —Oigo una voz masculina detrás.
—¡Ale... digo señor Woods! —balbuceo deprisa, sonrojada.
—Adelante.
—¿Qué tal su fin de semana, ¿señor Woods? —Intento entablar una
conversación y mi pregunta lo coge desprevenido.
Ingresa una mano en el bolsillo y me mira furtivamente con el ceño en
alza, mientras me aguanto la risa. Me estoy dando cuenta de que estoy
empezando a adorar cada gesto suyo, incluso cuando frunce el entrecejo.
—Un fin de semana muy productivo, sin duda. —Me señala la puerta y
me guiña el ojo disimuladamente, a la vez que barre con su mirada el
alrededor—. Entre, por favor.
Me dispongo a caminar hacia la puerta, tras su señal y él camina detrás.
Lo cierto es que tiene enamorado a mi olfato, gracias al perfume que
emana. Y mientras doy unos pasos decididos y disimulados hacia la puerta,
su particular aroma hace que te entren ganas de saltarle encima.
Irrefutablemente, este jodido perfume te invita a cumplir con tu sueño más
perverso.
Mientras ingreso en el aula, me sigo preguntando si las demás chicas
también están notando esa tensión sexual que flota en el aire cuando
tenemos clase con él. «Pues sí, la notan», pienso enseguida cuando miro
con atención la cara de aproximadamente treinta chicas. Mis compañeras.
Todas lo miran embaucadas y sonríen o se les cae algo al suelo cuando el
profesor pisa la sala de clase.
Alex y yo intercambiamos una mirada de complicidad y me acerco a mi
mesa. Sin embargo, él mantiene su vista sobre mí un rato más; por mi parte,
también debo hacer un tremendo esfuerzo para quitarle el ojo.
Cuando me siento en la silla, Bert me empieza a dar codazos.
—¡Auchhhh! —exclamo un tanto dolida.
Le echo una mirada endiablada y coloco mis libretas, estuche y botella de
agua, realizando el mismo ritual de siempre. Hoy es lunes y a primera hora
nos toca Finanzas.
—Uy —habla la italiana con una maquiavélica sonrisa—, ¿y esta química
que hay entre vosotros? Me parece a mí que lo vuestro no es solo echar un
polvo.
Miro el suelo e intento pasar de los comentarios inoportunos de mi amiga.
Sin embargo, me muerdo los labios con nerviosismo, pensando en que, si
ella lo ha notado, igual lo han podido hacer los demás.
—Bert, ¡cállate! A ver si alguien te va a escuchar —le ordeno—. Que
poco disimulada eres, ¡cojones! —murmuro en su oído.
—Buenos días a todos —saluda el profesor en el minuto siguiente.
—Se nota que el profe está hoy de buen humor, fíjate qué relajado habla.
Hasta parece que está sonriendo. —Bert sigue atacando y se inclina sobre
mí—. Y, además, no para de mirarte.
Esta vez, soy yo la que clavo mi codo derecho en su costilla con mucha
fuerza, tanta que seguramente le he hecho daño.
—Yo también te quiero —susurra resentida.
—¡Shhhhh! —Le hago una señal, desesperada.
—Bueno, como les dije la semana pasada, hoy dedicaremos la clase para
aclarar dudas sobre la presentación de esta semana —prosigue Alex y mete
sus manos en los bolsillos, mientras se pasea por la clase.
Intento no mirar, de modo que solamente escucho sus lentos pasos, pasos
que me indican que se está acercando a mí. Aprieto un bolígrafo azul en mi
mano y hojeo el libro, nerviosa.
—Valoraré de manera muy estricta la disciplina, el esfuerzo y el nivel de
precisión de sus proyectos en pareja —puntúa, tras una breve pausa—.
Recuerden: tienen que estar perfectos. A mí no me vengan con medias
tintas.
Mi corazón late desbocado y, pese a que sea una sensación familiar,
pienso en que desde hace dos semanas que empezamos el curso, tengo la
misma sensación cuando nos toca Finanzas. Pero hoy, esas sensaciones se
han triplicado. Sigo evitando su mirada porque si lo mirara a la cara, me
sonrojaría. Sin duda alguna, no contaba con esto, con el hecho de que lo
veré en la clase y tendré que mirarlo como lo que es: mi profesor.
—Bueno, dicho esto, hoy me gustaría proponerles unos casos prácticos.
Trabajarán en grupos.
—Profesor —interrumpe un compañero.
—Sí.
—¿Podemos trabajar con quién queramos?
—Sí —afirma—. Grupos de cuatro o cinco personas. No más.
—¡Nena! —murmura Berta—. El profesor no para de mirarte. ¿Va todo
bien?
—Sí, Bert. ¡No seas pesada! —suelto refunfuñona.
¡Oh, Dios! Tengo más ganas que nunca de que termine esta maldita clase,
sé lo poco disimulada que puedo llegar a ser y no quiero meter la pata.
—Oye, acuérdate que todavía me tienes que contar. Anoche, cuando
llegué de Staten Island dormías como un tronco, y no te quise despertar.
—Valeee —respondo, hasta las narices y lo único que quiero ahora mismo
es que pare—. ¿Vamos a trabajar con Adam y con Josephine?
—OK.
El murmullo queda evidente en la sala de clase y todos se levantan de sus
asientos y se cambian de sitio con aquellos con los que desean realizar el
trabajo, incluidos nosotros. Ambas recogemos nuestros libros y nos
cambiamos a la primera fila, donde detectamos unos asientos libres, al lado
de la francesa. Adam también se nos une.
—¡Hola! —saludan tanto Adam, como Josephine al vernos llegar.
—Oye Lyn, pídele al profe la fotocopia del caso práctico —suelta la
jodida amiga retorcida que tengo.
Le echo otra mirada endemoniada y le indico con la mirada que me lo está
haciendo más difícil, sin saberlo. Seguramente ella está convencida de que
está ayudando, puesto que me guiña el ojo y toma asiento.
Camino despacio hasta la mesa del profesor, bastante sonrojada y hago un
intento sobrenatural de que los demás no se den cuenta. Miro la clase
nuevamente, pero en realidad nadie me está prestando atención. Parece que
todos están colocando en grupos y están charlando con los compañeros,
bastante animados.
Visualizo a Alex delante de mí, sentado en su mesa. Me quita el aliento su
simple imagen e intento pensar en cualquier jodida chorrada para quitarle
peso al asunto y no acabar hecha un flan. Lleva hoy su habitual traje oscuro,
pero se ha quitado la chaqueta y la ha colocado en el respaldo de su silla.
Veo que teclea algo y acaba de encender su Tablet.
—La ficha del caso práctico, profesor —hablo despacio, huyendo de su
mirada.
—Aquí tiene.
Me extiende la ficha, pero al mismo tiempo que mi mano roza el papel,
noto sus dedos insistiendo en mi piel, con mucha sutileza. Un cosquilleo me
recorre y admito que me encantaría acariciar su mano ahora mismo. Su
grave tono y su premeditado roce hacen que vuelva la vista a él. Estoy
cayendo en la cuenta de que, de hecho, su propósito era ese: que levantara
mi mirada.
—Mira el móvil —murmura con voz casi inaudible.
—Gracias.
Carraspeo y asiento con la cabeza mientras examino a los demás. Adam es
el único que está más centrado en mí ahora mismo, de modo que me relajo,
creo que no hay peligro.
—Oye, vamos a repartir el texto —dice Josephine.
—Me parece bien —contesto a la vez que saco el móvil de mi bolso con
una inmensa curiosidad por saber qué me quiere decir.
Adam me sonríe.
Me inclino para atrás en mi respaldo para evitar miradas curiosas y voy al
apartado de mensajes, impaciente. Leo con mi mente.
¿Estás bien? ¿Por qué me evitas la mirada todo el rato?
Está preocupado.
Porque no quiero que te pongas nervioso. Intento disimular. Yo estoy
muy nerviosa —Tecleo deprisa.
Espero ansiosa, mirándolo por el rabillo del ojo. Alex tiene el móvil en la
mano. Entonces, finjo centrar mi atención en la parte del texto que me toca,
para así disimular. Estoy inquieta y vuelvo a fijar el móvil con la vista.
No te preocupes, sé controlarme muy bien, por nada del mundo me
pondría nervioso —contesta este finalmente.
¿Habla en serio? Frunzo el entrecejo, pensativa.
«Aylin, eres muy tonta», escucho aquella voz omnipresente en mi cabeza.
Analizo en mi mente su comportamiento y hasta sospecho que Alex
podría tener una especie de «alexitimia», que se define como «no expresar,
ni sentir». Es más, la palabra viene del griego y le queda como un guante,
incluso encaja a la perfección con el nombre del profesor. Vuelvo a leer su
mensaje y concluyo que, en otras palabras, dice que ni siquiera mi presencia
le pone nervioso. Y aunque le ponga nervioso, seguramente le ponga «un
poquito», nervioso nada más, no tanto como para no controlarse. Sin
embargo, cuando él está cerca de mí, parece que acaba de pasarme un
terremoto por encima. O un huracán.
¡Va a ser que no! Me conozco y cuando me entra la mala leche, no hay
marcha atrás. Desgraciadamente, mi impulsividad le gana a mi cordura en
gran parte de las ocasiones y, en esta ocasión, aquel lado impulsivo me
susurra que el profesor Woods no puede controlarlo todo estupendamente.
Cojo rápidamente el boli de la mesa, decidida en demostrárselo a él y a mí
que no puede tener el control de la situación siempre. Como sé que me está
vigilando, clavo mi vista en el texto que estoy leyendo, pero aprovecho y
me llevo el boli a la boca con movimientos lentos. Empiezo a acariciarme el
cabello con dos dedos y me aparto un mechón, colocándolo detrás de la
oreja. Al mismo tiempo, llevo el bolígrafo azul a mis labios y empiezo a
morderlo suavemente; también lo muevo con sensualidad, al mismo tiempo
que lo toco con la yema de los dedos.
Después, retiro mis dedos con discreción y lo dejo colgando en mi boca,
apretándolo discretamente. La punta del bolígrafo está básicamente
acariciando la comisura de mis labios. Finalmente, los frunzo de manera
sexy —o al menos lo intento—, mientras me muestro verdaderamente
intrigada con el caso práctico, incluso arqueo una ceja. Eso sin soltar el boli
de la boca, por supuesto.
No le miro en ningún momento, pero sé que él a mí sí.
Tras unos minutos, hago como que se me cae el bolígrafo al suelo. Pongo
una expresión inocente y me agacho para cogerlo, exponiendo mi escote y
separando las piernas con disimulo. Lo hago todo a cámara lenta y procuro
que mis movimientos resulten sensuales. Antes de juntar de nuevo las
piernas, le lanzo una mirada fugaz, pero atenta. Sus mejillas están rosadas y
en este preciso momento se está llevando la mano al cuello. Sonrío
satisfecha cuando noto que Alex se está aflojando el nudo de la corbata y
está tensando la mandíbula.
¿Qué pensaba? Aunque haya sido virgen hasta hace setenta y dos horas, sé
seducir. Soy una mujer, ¡por Dios!
Sorprendentemente, cuando mi mirada cambia a Adam, este se muestra
más rojo como un tomate y su respiración se torna asfixiado.
¡Jo-der!
Me acabo de dar cuenta de lo que acabo de hacer. ¿Cuándo me he
convertido en una calienta braguetas?
Siento remordimiento enseguida. Sin embargo, no puedo evitar mirar el
móvil con impaciencia al detectar una parpadeante luz, señal de que tengo
un nuevo mensaje. Me apoyo en un codo y dejo pasar unos minutos más,
con el propósito de torturar al profesor y bajarle aquellos humos de «lo
tengo todo controlado». Leo nerviosa y pienso que, al mismo tiempo
también me he torturado a mí. No puedo con la curiosidad.
Señorita Vega… si continúa, la sacaré de la clase ahora mismo y la
llevaré a mi despacho. No tendré piedad —amenaza.
«Aylin 1- El profesor 0», piensa mi mente traviesa ante semejante victoria.
—Tienen solamente veinte minutos para esta tarea, así que se centren, por
favor. —Su tartamuda voz resuena de repente en la sala.
Está nervioso.
Tras sus indicaciones, transcurren veinte minutos de trabajo intenso, en los
que los cuatro nos hemos concentrado al máximo para realizar el caso
práctico lo mejor que hemos podido.
—Bueno, el tiempo de trabajo ha finalizado. Ya seguiremos el próximo
día. —Escuchamos atentos sus explicaciones—. Saben lo que tienen que
hacer para mañana. He dejado una tarea en la plataforma y, para cualquier
duda, les invito que me dejen un correo al privado.
Cuando toca el timbre, salimos todos de la clase —Yo trastornada y con
rodillas temblorosas—, y aprovechamos el cuarto de hora del que
disponemos antes de la clase de Marketing para tomarnos un café y charlar.
Se nos ha unido también Rebe y Mary Anne, aparte de Bram. Este
aprovecha para darle un beso a Bert y sobarse los dos.
—Esta noche vamos al cine, ¿verdad? —pregunta Rebe, que es la que
lleva la iniciativa en todo—. Por cierto, Lyn ¿qué tal el fin de semana? Lo
tenías muy calladito, eh —se dirige a mí.
—Muy aburrida, la verdad. Esto de viajar por trabajo es un coñazo —
contesto con disimulo, rezando que, aunque sea una vez en la vida, consiga
actuar en condiciones.
Bert me mira con cara divertida y solo espero que no me ponga en
evidencia, como lo ha hecho en la clase.
—¡Vaya! No sabía que eras la asistente de Woods. Me enteré este fin de
semana —comenta Adam asombrado, pero también resentido. O al menos
es la impresión que me da.
—Sí, lleva dos semanas ya de asistente —aclara Rebe.
Yo solo asiento con la cabeza y le doy un mordisco a un sándwich. Esta
mañana ni siquiera me ha dado tiempo a desayunar.
—Entonces ¿a qué hora quedamos? —quiere saber la italiana.
—Sobre las 19:30 está bien —responden los demás.
—¿Qué película vamos a ver? —pregunto interesada y pienso que es el
plan perfecto para un lunes por la noche.
Una salida con mis amigos sería estupendo para despejarme y volver a
centrarme en los estudios y en la investigación del libro, ya que he tenido
un fin de semana bastante movidito. Nunca mejor dicho.
***
Miro el reloj, asegurándome de que voy bien de tiempo. A la misma hora
de siempre, camino hacia el despacho de Alex y confieso que la mañana se
me ha pasado muy lenta. Noto el cansancio del fin de semana y las horas de
sueño que he estado perdiendo, pero honestamente, no podía haber salido
todo mejor. Ayer llegamos a Boston después del almuerzo y él tenía unos
asuntos urgentes que atender, de manera que me dejó en la residencia y no
supe nada más de él.
Camino hacia el despacho, pensando en todo. Pienso en que, aunque me
hubiese gustado que anoche me llamara o me mandara un mísero mensaje,
dándome las buenas noches, no fue así. Recuerdo que, tras leer un rato, me
quedé mirando el teléfono durante al menos veinte minutos para ver si daría
señales, pero al final me quedé dormida con diferentes escenarios en mi
cabeza.
«Tonta, ¿por qué te va a escribir?», me pregunto y me contesto yo sola.
«¡No es tu jodido novio!».
Respiro hondo y decido mantener la misma mente fría, sin desviarme de la
realidad. Y la realidad es que debemos ponernos manos a la obra con la
redacción del libro, ya que el tiempo se nos echa encima. Y la ilusión
vuelve a mí mientras toco en su puerta.
—Entra.
Oigo su voz. Noto que habla de manera coloquial, sabe que soy yo.
—Hola —saludo con suavidad.
Alex está sentado en su silla, terminando de escribir una frase. Solo que,
en el instante en el que cierro la puerta lentamente, intentando no hacer
mucho ruido, este se levanta. Acto seguido, se acerca con unos sinuosos
pasos a mí, que sigo cerca de la puerta.
Su actitud es un tanto extraña, con lo cual entreabro los labios y pestañeo
deprisa, sin quitarle el ojo. Es como si desprendiera más misterio que
nunca. De hecho, me da la sensación de que está maquinando algo en
aquella prodigiosa mente. A continuación, veo que este se detiene
precisamente delante de mí y se agacha un momento, aproximando su
tranquilo rostro al mío.
—Sabe señorita Vega...
Su voz suena sensual cuando habla y da un lento paso hacia mí, hecho que
me obliga a retroceder un paso. Su seriedad repentina me desconcierta y mi
piel se eriza cuando siento su aliento en mi frente.
—... me parece que... —Da otro paso y yo retrocedo—, en la clase
se ha sobrepasado.
¿Qué juego es este?
Quedo frenada por la puerta. La toco con la espalda en el momento en el
que él se inclina aún más sobre mí. Me quedo verdaderamente embobada
cuando Alex extiende el brazo hacia la puerta y echa la llave.
—¿Por qué lo dice, profesor? —pregunto con rostro de inocente cuando
entiendo sus intenciones.
Unos intensos escalofríos me recorren. Le estoy siguiendo el juego
inconscientemente e incluso confieso que su lado serio e intrigante me
incita. Me conmueve. Me despierta cosas.
—Porque... —Se relame los labios—, me ha puesto jodidamente
cachondo, señorita. Usted ha jugado sucio.
Sin embargo, lo que más me incita es aquella sensual voz. Aquella
inigualable voz que solo Alex es capaz de tener y usar tan bien. Con uso de
razón o no. Pero el resultado es…
—Profesor... —hablo abrumada—, como ya le dije, el aprendiz superará al
maestro.
Este.
El resultado es que una es incapaz de resistirle.
Esta vez soy yo la que acerco mi cara a la suya con descaro, manteniendo
la misma seriedad, aunque por dentro haga un esfuerzo increíble por no
reírme. Me sigue el juego —y yo a él—, de manera que siento al instante el
roce de su frente con la mía. Posa sus manos en mis caderas y nuestros ojos
y labios quedan demasiado cerca. Inspiramos los dos profundamente.
Todos mis sentidos se avispan y cierro los ojos, dejándome tentar una vez
más, presa de aquella irresistible atracción que sentimos.
Volvemos a inspirar y espirar, en una melodía perfecta.
Sin perder ni un minuto más, Alex roza sus labios con los míos de manera
tosca, en un pretencioso y arrebatado beso. Un beso que anhelábamos desde
aquel instante en el que nos despedimos un día atrás en la calle Stanford.
Nuestros labios se funden y nuestros cuerpos de unen al mismo tiempo
que nos abrazamos y nos despegamos de la puerta.
—¡Ven! —ordena y tira de mi mano hacia la enorme silla de su escritorio.
Llegados al lado del escritorio de roble, separa la silla de este con
brusquedad y se sienta, arrastrando mi cuerpo sobre él en un abrir y cerrar
de ojos. La tremenda sacudida hace que separe las piernas y me
sienta encima de sus caderas.
Acaricio su mejilla y aprieto su mentón entre mis manos.
—¡Ohhh, Aylin! —Su suspiro es liberador—. ¿Sabes cuántas ganas tenía
de quedarnos asolas?
Mientras sus manos descienden a mis muslos y comienza a subir mi falda
velozmente, pienso que se me saldrá el corazón por la boca. La situación de
encontrarme en su despacho, sentada en su regazo y no en la silla de
enfrente como lo hacía hasta ahora, me provoca calambres. El peligro de la
situación me resulta novedoso y palpitante.
—Alex, no me podía creer que no te pusiera nervioso.
—¡Diablos! —Me mira con pasión—. Tenía tantas ganas de tenerte ahí
mismo, en la clase. Delante de todos…
—¿Cómo lo ocultaremos? —hablo con la misma pasión que él.
Rozo sus labios con mi dedo y enseguida juntamos nuestras bocas de
nuevo, sintiendo aquella avasalladora ímpetu de devorarnos a cada instante.
—No podremos, Aylin.
—No podremos, ¿verdad? —gimo.
¡Ohhh! Nuestras confesiones son rotundamente descabelladas y otra vez
me invade aquel característico cosquilleo. Todos mis sentidos responden
con su presencia y, si pensaba que mi sed se calmaría con pasar una noche
con él, estaba completamente equivocada. Sus caricias y sus besos son
adictivos. Definitivamente, el profesor es como una droga.
—Me cuesta tanto estar cerca de ti, sin tocarte…
Se apodera de mis glúteos con sus ágiles dedos, sobreexcitado, y masajea
mi trasero.
—Entonces, ¿dónde está ese control, profesor? —continúo en tono
desafiante y paso la mano por su arisco cabello, acariciando delicadamente
la parte de atrás de su cabeza.
—Te encanta provocarme... —afirma con cierto brillo en sus ojos.
—He aprendido de uno de los mejores —susurro.
Sus dominantes brazos quedan anclados alrededor de mi cintura y
presiona mi pecho contra el suyo, de modo que sus labios alcanzan la
delicada piel de mi cuello. Noto debajo de mí cómo su miembro está
aumentando de tamaño y lo único que nos separa es su bragueta y mi ropa
interior.
—Ese chico… —Tira de mi oreja con sus labios y siento su acelerada
respiración en mi oído—. Mantenlo alejado, Aylin.
—¿Qué?
—No puedo verlo cerca de ti —murmura y tira de mi melena para abajo.
Alzo mi barbilla para dejarle hueco mientras él sigue deslizando sus labios
sobre mi clavícula. Mi cuerpo es lo más parecido a un terremoto y quedo
invadida por aquel familiar ardor, ya que estamos los dos más que
encendidos. Tanto, que Alex pega sus caderas a mí, rozando su bulto contra
mi entrepierna y mis nalgas. Enseguida acaricia mi trasero con las palmas
de sus grandes manos. Retomamos la danza pasional de nuestras lenguas y
entonces le muerdo el labio lascivamente.
—Es solo un compañero… —suspiro embriagada, mientras él levanta mi
blusa turquesa de seda y alcanza mis senos.
—No podría ser otra cosa. Eres solo mía. —Bajo mi cabeza y mis ojos se
cruzan con su oscura mirada—. Y de nadie más.
—Alex… —suspiro cuando este aparta mi blusa velozmente.
No se deshace de mi sujetador, pero libera uno de mis pezones y lo
empieza a lamer con dedicación, mientras sus ojos siguen enlazados con los
míos. Entierra aquel pico rosado en su húmeda boca y el destello desafiante
de sus ojos es electrizante.
—Ya lo comprenderás.
—¿Qué debo comprender? —gimo y lo miro extrañada.
—Que no hay vuelta atrás.
—Pero…
Su boca calla a la mía con un profundo beso. Junta más su pelvis a mí y
nos empezamos a mover como si verdaderamente hiciéramos el amor,
rozando nuestros sexos con ansias. Mi humedad no tarda en surgir y no me
cabe la menor duda de que, si continuamos así unos minutos más, mojaré su
pantalón.
¡Qué jodida sensación! El deseo y aquellas ganas de sentirlo una vez más
nace dentro de mí. Mi cuerpo lo reclama.
—¿Te he dicho alguna vez que me encantan? —pregunta.
Acto seguido, eleva su cabeza y me alcanza con su vista mientras pasea su
mórbida lengua sobre mis pechos. Cuando empieza a succionarlos, todas
mis neuronas se van de paseo.
—Lo mejor sería parar... —susurro.
Definitivamente, no seré capaz de hablarle en condiciones, mientras él
mantenga su boca ahí. Pero… ¡por Dios! Debo detenerlo. Estamos en su
jodido despacho.
—¿Cómo?
Su respiración rauda me estremece.
—¡Ohhh! —Presiono mis manos en sus hombros—. Alex, vamos a parar.
No es el momento.
—Siempre es el momento —habla con voz atormentada y acaricia mi
melena con sus dedos.
Lleva mi cabeza a su boca, de manera que me agacho y me besa de nuevo,
demasiado convincente. Sin embargo, no puedo deshacerme de los
pensamientos que me vienen en la mente, a pesar de que lo desee con todo
mi ser.
—Alex... ¡No! —Le aparto.
Me levanto y arreglo mi falda muy seria, al igual que mi blusa. Acto
seguido, camino decidida y me siento en la silla que hay delante de su
escritorio.
—¿Qué estás haciendo?
Cruzo mis manos sobre el escritorio con actitud formal. Su rostro está
enrojecido y me mira atónito desde el otro lado de la mesa.
—¿Dónde estamos? —le pregunto.
Carraspea y levanta una ceja. Se inclina suspicaz para atrás en su silla y
cruza sus imponentes brazos.
—Tú, al igual que yo sabemos dónde estamos. ¿O tienes amnesia? —
Contrae su tenso mentón y hasta identifico una pronunciada vena en su
sien.
Hago caso omiso de su burlona pregunta.
—No podemos ser tan poco profesionales.
—¿A dónde quieres llegar? —Se mueve nervioso en su silla, pero
mantiene esa actitud arrogante.
—Alex ... —Me agacho sobre él—, tengo clarísimo que no voy a
acostarme contigo en tu despacho.
Por su parte, mira para abajo y sonríe con impotencia. Levanta de nuevo la
cabeza y me taladra con aquella mirada llena de indignación. No lo
entiendo. ¿Acaso pensaba que yo accedería a cualquier cosa que él me
propondría?
—Me parece que no habría ningún problema. ¿Por qué ves un
inconveniente en eso?
—¿Porque estamos en una universidad? —hago un gesto con los
hombros.
—¿Me quieres volver loco, o qué?
Se muestra nervioso, de repente. Observo con claridad que se pone de pie
y apoya sus manos en el escritorio, mirándome desde arriba, con demasiada
intensidad.
—¿Sabes que llevo desde ayer por la mañana dándole vueltas a cuál sería
tu respuesta? ¿Y ahora esto?
—Era necesario decírtelo.
—¡No, no lo era! —Se inclina más hacia adelante.
Está fastidiado.
—Aunque yo también te desee, debemos separar nuestra vida privada de
nuestro trabajo. Si vamos a seguir con nuestra relación, prefiero que sea en
otro sitio. Aquí nos estamos exponiendo demasiado.
—Eso lo podría comprender —habla refunfuñón—. ¿Y qué hay de lo
otro?
Abro los ojos al instante. Lo otro...
¡Carajo! Él me está recordando que debo darle una respuesta lo antes
posible.
—Ayer por la mañana te hice una pregunta y me estuviste evitando todo el
día. ¡Y lo sabes! —recrimina.
—¡No te evité! —niego—. No supe nada de ti después de dejarme en la
residencia.
—Aylin, ¿para ti qué significa «no me presiones» y «necesito mi
espacio»?
—Bueno, yo…
Tiene razón, se lo dije, pero fue después de preguntarme al menos cinco
veces si estaría dispuesta a probar algo nuevo y si confiaba en él.
—¡Me dijiste que lo pensarías!
—Necesito más tiempo, ¡joder! —bramo—. ¿Qué prisa hay?
—No pude dormir en toda la noche.
Lo miro escéptica cuando se pasa una mano por la frente y percibo las
ojeras que rodean sus ojos. Parece verdaderamente cansado. Le aparto la
vista, pensativa. Después, me apoyo en un codo sobre el escritorio e intento
aclarar mi garganta, siendo yo misma consciente de que me estoy metiendo
en un lío.
—Para poder aceptar, necesito detalles.
—Vale —accede—. ¿Qué quieres saber?
Su rostro se relaja considerablemente y se vuelve a sentar en su silla, con
mucha calma.
—Con «cometer una locura», te referías a ... ¿qué, exactamente?
—A probar ciertas cosas conmigo. Te lo dije.
Él se lleva la mano a la barbilla y yo empiezo a temblar. Ya lo veo venir.
—¿Qué cosas?
—Varias. —Agarra la pluma y empieza a darle vueltas.
Me equivocaba, no está nada calmado, sigue igual de intranquilo que
antes, o más.
—Pero podríamos empezar por una fusta —agrega.
Su indecente propuesta no me sorprende en absoluto. Pero necesito saber
más y salir de mi confusión.
—¿Hablas de un látigo?
—Parecido.
—¿Tienes un cuarto rojo del dolor en tu casa? —pregunto incrédula y, en
cierto modo, asustada.
Una sonora carcajada irrumpe en su sobrio despacho y confieso que es la
segunda vez que lo veo reírse. La primera fue cuando casi nos dejamos los
sesos sobre el plato de ducha, en Miami.
—Es usted muy graciosa, señorita Vega.
Yo lo miro con cara bobalicona y un suave rubor florece en mis pómulos.
¿Qué es tan gracioso?
—Te he hecho una pregunta. —Mantengo la seriedad.
Me tenso cuando veo que él se levanta lentamente de su silla de cuero y
rodea el escritorio. Lo rodea con la misma actitud calmada y la misma
sonrisa en sus labios. Acto seguido, aparta unos archivadores de plástico y
se apoya en el filo de la mesa, a mi lado. Coge mi mano entre la suya y yo
cruzo las piernas, insegura sobre la respuesta que recibiré.
—Aylin, siento decepcionarte, pero mi casa es una normal. No suelo
practicarlo ahí. Contigo haría una excepción.
—¿Y dónde lo practicas?
—No importa.
—En aquel sitio… —tartamudeo, intentando recordar el nombre—,
Álympos, ¿verdad?
—No es el momento de hablar sobre…
Desvía su mirada y evade el tema, como siempre hace cuando le hago una
pregunta. Y, por supuesto, esto es lo peor que podría hacerle a mi
curiosidad. No dejo que termine y me adelanto, muy segura de mí misma.
—Pues quiero que me lleves ahí entonces —afirmo sin titubear.
Él me fija con su desconcertada vista e incluso juraría que se ha quedado
sin aliento. Seguro que lo he cogido desprevenido, no esperaba que le
propusiera que me llevara a ese sitio.
—No es tan fácil, Aylin. —Carraspea—. Hay unas normas y no todo el
mundo puede entrar. Es confidencial.
—¿No puedo ir a mirar, aunque sea? —insisto.
—¿Y por qué quisieras ir a mirar?
Aprieta mi mano entre la suya y agranda la boca, más perplejo todavía.
—Porque quiero conocerte mejor, Alex.
—Me conocerás poco a poco. Podríamos empezar por…
—¿Te conoceré yendo a tu casa para que me des unos cuantos azotes? —
Le enfrento con sarcasmo.
—¿Unos cuantos azotes?
—Alex… —Retiro mi mano de la suya, sumamente nerviosa y empiezo a
frotar mis dedos en mi regazo—. Sé que la única forma de conocer quién
eres en realidad es yendo a ese sitio. ¡Quiero ir a ese bar!
«Tiene que ser un bar donde follan como locos y practican BDSM»,
pienso para mí.
—¿Un bar? —Suelta un bufido—. No es un bar, es más serio de lo que
piensas, ¿vale?
De un rostro divertido y relajado, su semblante ha cambiado a uno grave y
reflexivo.
—Bueno, lo que sea —hablo entrecortadamente.
—¿De verdad estarías dispuesta a ir a ese sitio?
Él se pone de pie mientras me mira con atención y hace que yo también
me levante de mi silla. Por un lado, comprendo su perplejidad, solamente
días atrás le confesé aquel episodio fatídico, en el cual mi amigo quiso
aprovecharse de mí, siendo solo una adolescente. Sin embargo, la intriga de
conocerlo más me pone contra el suelo.
—Lo prefiero y creo que… —Me rasco la frente— es la única forma de
entenderlo.
—¿No tienes miedo? —susurra y coloca sus manos en mis brazos.
—¿Miedo?
—Sí, miedo. Dijiste que tú no podrías…
—Fue solo un momento de debilidad, al recordar mi pasado, Alex. El
miedo no es algo que vaya conmigo.
Sus labios quedan arqueados poderosamente y la mirada que me lanza
cambia al instante. Son los mismos ojos obscenos y penetrantes con los que
me miró aquella noche en el Hotel Gold. La misma mirada que me atravesó
cuando arrancó mi ropa interior descaradamente, poniéndome al límite.
—Eso quiere decir que… ¿confías en mí?
Frunce el ceño, expectante. Sus manos bajan a mi cintura, galopantes. Por
mi parte, respiro hondo.
—Sí —afirmo con un hilo de voz—. Confío en ti.
Una pronunciada sonrisa nace en su cara y su mirada se torna gloriosa.
—No te arrepentirás.
«Eso espero, Alex. Espero no arrepentirme», me animo por dentro.
Suspiro vencida.
Me gustaría estar en su mente ahora mismo.
CAPÍTULO 25
OLIMPO, CÓDIGO: ARES
EL PROFESOR
—¡Ohh! —Sigo mirándola atónito—. No puedo creer que estés hablando
en serio.
—Sí.
Es su concisa y breve respuesta. Una contundente afirmación. Para ella es
solamente una afirmación, la cual implica una fuerte curiosidad. Pero para
mí…
Para mí significa esperanza.
Permanezco en silencio porque verdaderamente me pierdo en su mirada.
Sus ojos oceánicos me siguen con perplejidad mientras mi respiración se
acelera y hasta siento un nudo en la garganta. Ahora mismo solamente
visualizo su imagen en mi mundo, ya que, mi creativa mente no me
traiciona, sabe lo que quiere. Ella desnuda y atada a mi cama en el Templo.
Ella encadenada al sillón y abandonándose completamente en mis brazos.
Ella a mi merced, dándome mi lugar.
La estoy consiguiendo... murmura mi conciencia.
—Entonces, ¿cuál es el plan?
Sus palabras me despiertan de mi delicioso letargo.
—¿El plan?
—Sí, Alex —replica—. ¿Cuándo iremos ahí?
Miro el suelo, ideando el plan perfecto en mi cabeza. No, no la puedo
llevar ahí. Todavía no, necesita preparación y no me puedo arriesgar,
aunque las ganas me derritan.
—Ya veré… —contesto inseguro—. Por ahora, te quiero esta noche en mi
casa.
Mi tono ha sonado autoritario y la rodeo con mis brazos, feliz. Estoy
extremadamente feliz.
—Ehhh... —duda—. Esta noche no podrá ser.
—¿Y por qué?
—Porque he quedado con mis amigos para ir al cine.
—¿El cine no puede esperar? —La miro consternado—. Aylin, necesito
que sea esta noche...
Atrapo su cintura cuando me doy cuenta de que se quiere alejar de mí.
Espero que mi poder de persuasión me ayude en esta ocasión.
—He pasado contigo todo el fin de semana, Alex.
Consigue despegarse de mí. ¿De verdad me está diciendo que no quiere
pasar la noche conmigo?
—¿Y? —le digo un tanto enfoscado.
—También me apetece pasar tiempo con mis amigos, ¿vale?
—¿Qué amigos? ¿Estará también el chico ese?
—Sí —clama tan jodidamente tranquila.
¡Diablos! ¡No puedo con Adam Larrison!
—¡Le gustas! —Alzo mi voz y le agarro el brazo.
Esta mujer saca lo mejor y lo peor de mí al mismo tiempo, ¡joder!
—¿Qué coño haces?
Su rostro denota frialdad y suelto su brazo enseguida, dándome cuenta de
que no estoy manejando bien mis emociones.
—¿Estás celoso? —me suelta con cara de incertidumbre y eleva los
párpados.
Celoso, dice.
¡Ni en sus sueños! Vuelvo en mí y pienso que no puedo ser tan necio. No
me puedo portar así con ella y no puedo arriesgarme a mostrarle que soy
demasiado posesivo. La perdería y no me lo puedo permitir. No ahora, que
va a empezar su preparación.
—Perdón. —Bajo la vista, intentando ocultar mi latente rabia—. No son
celos, Aylin.
—¿Entonces qué es?
—Creo que te dejé las cosas claras. Que no sea celoso, no implica que no
quiera tenerte solo para mí —añado—. Pero tienes razón.
—¿Te parece si hablamos mañana por la mañana mejor?
Su respuesta es serena y solamente noto que se aleja un poco más y agarra
el asa de su bolso.
—Mañana no estaré.
Me giro súbitamente y le vuelvo la espalda, al mismo tiempo que meto
mis manos en los bolsillos. Necesito apretar los puños y no quiero que ella
lo vea. Eso hace que me tranquilice.
—¿Estás bien? —pregunta y oigo sus veloces pasos detrás. Toca mi brazo
y su voz de vuelve más suave.
—Sí. —Esbozo media sonrisa y levanto mi vista—. Mañana tengo una
reunión muy importante, cogeré el jet. Pero ven, te voy a encomendar una
tarea. También te dejaré la llave de mi despacho.
Intento despejarme y no pensar.
—Perfecto. —Me sonríe.
Me siento en mi silla y ella en la suya.
—Necesito que compruebes las respuestas de las encuestas y calcular los
resultados, Aylin. Te llevará un tiempo, no tienes porqué terminarlo todo
mañana.
—Muy bien —responde concentrada en mis indicaciones y saca la
agenda.
—Mañana te llamaré y me dirás qué tal el análisis.
—Vale, Alex. Le dedicaré tiempo, no te preocupes.
—En tu ordenador encontrarás un formulario, deberás escribir los
resultados de las encuestas ahí. Es un programa avanzado para calcular y así
tardaremos menos de la mitad del tiempo que tardaríamos en condiciones
normales —prosigo con la explicación.
—¡Estupendo! —Gira la cabeza en dirección al ordenador que hay sobre
su mesa.
—Aquí tienes.
Busco en un cajón y deslizo una llave plateada sobre la mesa.
—¿Una llave?
—Sí. —La miro tranquilo—. Es una copia de la llave de esta oficina y
quiero que te la quedes.
—¿Confías en mí como para entregarme una copia?
—¿Puedo confiar?
—Sí, por supuesto —asegura con voz atropellada y extiende su mano para
alcanzar la llave, con sumo desconcierto.
Entonces, coloco mi mano sobre la suya y prolongo aquel roce a
conciencia. Necesito convencerla, de lo contrario, pasaré otra noche en
blanco.
—Aylin —Toso—, vayamos a almorzar y después vayamos a mi casa. Te
dejaré libre antes de la hora de quedada con tus amigos.
Espero que acepte, ya que, con solo pensar en que no la veré hasta mañana
por la tarde, hace que mi excitación aumente y la desee más. Es como un
querer y no poder.
—Es que he quedado con Bert para almorzar. Se lo he prometido y yo...
Retira su mano lentamente, mientras explica.
—¿Bert?
—Sí, Roberta. Está en la misma clase que yo, es alumna tuya.
—Ah sí, es verdad. Tu compañera de habitación —afirmo, recordando a
aquella rubia alocada.
—Bueno... si hemos terminado, preferiría irme.
Aylin agacha la cabeza y después se levanta bruscamente de la silla, al
mismo tiempo que guarda la llave en su bolso. Yo también me levanto
deprisa mientras ella carraspea con una actitud un poco extraña y decido
acompañarla hasta la puerta.
«¡Contrólate, Brian!», me amenazo a mí mismo.
Tengo que recordar quién soy y no actuar como si fuera un maldito
hombre que babea por una mujer. Camino irguiendo mi espalda y coloco
una de mis manos en la cadera mientras la otra me la llevo a la barbilla. No
voy a hacer ningún movimiento más hacia ella. Me ha dejado claro que hoy
prefiere a sus amigos antes que a mí.
Le acompaño hasta la puerta, bastante distante, pero no puedo evitar mirar
sus voluptuosas curvas que aquella falda negra aterciopelada muestra y
pensar que la blusa turquesa de botones le queda espectacular. También
observo la forma en la que contonea sus caderas de camino a la puerta, pero
de repente, se da la vuelta.
—Alex, que vaya todo bien en la reunión mañana.
—Gracias. Que tú también lo pases bien esta tarde —hablo entre dientes y
ajusto mi voz.
¡Diablos!
Veo que retuerce la llave en la puerta y toca el pomo. Está a punto de salir
de mi despacho, pero se detiene y permanece así durante unos instantes. Mi
mirada recae sobre su nuca y me tiene desconcertado. Repentinamente, mi
traviesa alumna se da la vuelta y corre hacia mí, lanzándose a mi boca.
¡Ohhh! Me pilla con la guardia baja cuando me besa con mucha
intensidad y, por mi parte, me aferro a su cintura, dejándome invadir por su
boca. Su beso es ansioso y noto claramente que ella también me desea,
tanto como yo a ella. Es más, estoy seguro de que me dejaría montarla en
este momento, solo si sus principios no fueran más fuertes que su libido. No
quiere hacerlo en el despacho.
—Sabes que me muero de ganas de que llegue mañana, ¿verdad? —le
digo mientras aparto un mechón de su cara.
—Yo también. —Suspira.
Se aleja caminando hacia atrás de espaldas y con las mejillas sonrojadas.
Me sonríe con alegría mientras la persigo con una mirada de idiota
declarado.
—Señorita Vega…
—Señor Woods…
Desaparece por la puerta lentamente, sin quitarnos el ojo. Los dos
sabemos que, si ella hubiese permanecido en mi oficina unos minutos más,
mi aguante se hubiese ido al bledo y hubiese acabado debajo de mí en un
gemido.
Me apoyo en mi escritorio con las manos, intentando calmar mi enojo y
pienso con la cabeza fría. Aylin no sería capaz de traicionarme con otro
hombre, lo tengo muy claro.
«¿Estás celoso?»
Su desconcertante pregunta resuena en mi mente y reconozco dentro de mí
que algunas cosas me resultan extrañas, no sé porque actúo así. En el fondo,
tiene razón en pensar que podría estar celoso. Pero no, solo es mi carácter
dominante. Soy un posesivo de mierda y siempre he sido así.
Un mensaje entrante de Lorraine me recuerda que tenemos una charla
pendiente.
Te espero en tu casa, Brian. No tardes, es algo de vida o muerte.
Ahí estaré . —Tecleo deprisa.
Cojo la chaqueta de mi traje y me dirijo a la puerta. Mientras abro el
correo electrónico en mi móvil y me aseguro de que estoy al día, me cruzo
con Morris, un compañero de trabajo que imparte Actividades
Comerciales.
Intercambiamos unas pocas palabras sobre el nuevo plan de estudios
implementado en nuestro área y hablamos sobre algún cotilleo que otro. El
muy cabrón no desperdicia ninguna oportunidad para poner verde a
Brighton. Sabe que podría ser el siguiente miembro elegido como rector y
sé a ciencia exacta que ansía llegar al poder. Brighton no me cae mal, pero
Morrison tiene razón en que nuestro actual rector carece de habilidades
organizativas y de liderazgo. Aun así, no le doy bola y me alejo con hacia
los aparcamientos.
Cuelgo una llamada de Steve y arranco el motor deprisa.

***
De camino a mi dúplex en Back Bay pienso en las pocas ganas que tengo
de volver a ver a Lorraine. Sé que teóricamente es mi mujer y siempre
hemos tenido un matrimonio liberal; de hecho, sería imposible sernos fieles
mutuamente. Cuando amas la vida promiscúa que vives y accedes a
participar en orgías, acostarse solo con una mujer sería imposible. Y lo
llevábamos bien hasta... hace dos años.
Llevo dos años luchando con el fantasma de Beth y con las dudas. Aunque
Lorraine me ha estado intentando convencer en todo este tiempo de que ella
no tuvo nada que ver con que Beth llegara a padecer esa depresión tan
fuerte y con todo lo que vino después, mi sexto sentido me dice que me está
mintiendo. No me fío de ella ni un pelo.
Abro la puerta desganado y tiro las llaves sobre una pequeña cómoda que
hay al lado de la puerta. Estoy muy irritado únicamente con su sola
presencia. De repente, la veo asomarse por la puerta acristalada de la terraza
con la misma sonrisa cínica, sujetando una copa de vino en la mano; en la
otra mano tiene un cigarrillo. Su pelo rubio y vestido de cuero
extremadamente ajustado hacen que se vea muy atractiva, he de reconocer.
Sabe muy bien que el cuero en una mujer me vuelve loco, y es por eso que
lo hace.
—Te esperaba.
Le da una calada a su cigarro de manera seductora mientras camino a su
encuentro, un tanto desganado.
—¿Qué hay tan urgente que no podía esperar hasta el jueves?
Tiro mi chaqueta de traje sobre el gran sillón del salón.
—No me digas que pensabas acudir a la asamblea el jueves. ¿Quieres una
copa? —pregunta y se dispone a verter whisky en un vaso que coge de
encima del bar.
—Les dije a Jackson y a Liam que iría.
—Tenemos problemas —explica inquieta y levanta su vista hacia mí.
—¿Qué problemas?
Arrugo la frente, invadido por una repentina preocupación.
—Han localizado nuestro cargamento en Plymouth, Brian.
—¿¡Cómo!? —Parpadeo consternado—. Jackson dijo que todo estaba en
orden.
—Esta madrugada han dado el aviso. Ha habido un chivatazo y estamos
metidos en un lío. —Aletea la mano con la misma preocupación que yo—.
Tú eres el único que puede intervenir.
—¡Maldita sea! —grito desquiciado y tiro mi copa al suelo—. ¡Él estaba a
cargo! ¿Cómo puñeta ha dado lugar a eso?
—Debes hacer la llamada ya.
Aprieta sus labios y su cara cambia.
—¡Lorraine! —La miro con los ojos salidos de las órbitas—. ¡Falto unos
jodidos días y dais lugar a esto!
—¡Estamos juntos en esto, te guste o no! —Me señala con el dedo y
avanza unos pasos—. Jackson te ha llamado esta mañana y no se lo has
cogido.
—¡Su puta madre!
—Lo conoces... —replica descarada y me toca el brazo.
Me desprendo de su mano de una sacudida y cojo el teléfono velozmente,
con el corazón acelerado. Dejo que suene dos veces y cuelgo. Es la señal
del llamamiento. Al cabo de un minuto, escucho mi tono de llamada.
Descuelgo ante la atenta mirada de Lorraine.
—Identificación —me indica una voz ronca desde el otro lado del
teléfono.
—Olimpo.
—¿Código?
—Ares.
—¿Subcódigo?
— Saqueo —especifico.
—Recibido. Espere noticias. 1 hora.
—Recibido —digo.
Cuelgo. Noto los fuertes latidos en mi sien y temo a que haya sido
Gambino. Temo a que los rumores sean ciertos y hayamos entrado en una
guerra de lleno. Si eso ocurriera, quedaríamos en el punto de mira de todos.
Y no solo de un retorcido como lo es él, sino también de…
Trago en seco.
Del FBI y del maldito Interpol.
—¡Maldita sea, Lorraine! —La fijo con mi vista—. Me arrepiento tanto
haber de confiado en Jackson, ¡joder!
Llevo mi mano a la barbilla e intento averiguar cómo arreglarlo, ya que
todo depende de mis órdenes.
—Sanders intentó intervenir, pero ya sabes que no recibe los mismos
favores que tú.
Le lanzo una mirada endemoniada. Estaría mejor que esta mujer cierre el
pico ya.
—Por cierto… —continúa—, debemos tenerlo todo en orden antes del
sábado. Tenemos invitados especiales este fin de semana, ya sabes, el
gobernador de California y el ministro de exterior. Y ellos iban a probar la
mercancía —añade.
—¡Diablos! —exclamo al darme cuenta del lío en el que estamos metidos
—. ¡Habéis sido unos inconscientes!
—¿Sabes qué, Brian? —Agita su mano con indignación—. Si no te
hubieses perdido con tu puta por ahí, lo tendríamos todo bajo control.
No aguanto más su lengua que suelta veneno, por consiguiente, la alcanzo
de unas zancadas y agarro su media melena con una mano. Retuerzo mis
dedos en su cabello con rabia y acerco su cabeza a mi cara. Me entran ganas
de estamparle ese malvado rostro. ¡Maldita sea! No puedo, me repugna que
hable así de ella.
—Vuelve a hablar así de Aylin y te juro… —Aprieto mi boca—, te juro
por nuestro dios Zeus, ¡que no volverás a verme nunca más en tu puñetera
vida!
Le suelto de un empujón.
—Ah, ya no es la señorita Vega... —Se ríe con una familiar locura—. A
ver, dime. ¿Qué te ha hecho?
De la nada, se abalanza sobre mí sumamente enojada, y agarra el cuello de
mi camisa con fuerza.
—¡Soy tu jodida mujer!
—¡Dejaste de ser mi mujer cuando llevaste a Beth a abortar a nuestro hijo,
maldita sea! —le grito con rudeza.
—Brian, ¡Beth no te importaba! —Me recuerda—. Ella se obsesionó
contigo, lo sabes bien. ¡Dio un paso equivocado, no lo podíamos permitir!
—¡Pero era mi hijo!
—Nunca quisiste tener hijos.
Los ojos de esta víbora sueltan chispas y hasta me entran ganas de
estamparle la cara de verdad.
—No quería ser padre, pero tampoco quería que abortara —contraataco y
después hundo mi rostro en mis manos.
Me siento en el sofá, enfurecido y suelto un bufido. Lorraine es un jodido
grano en el culo.
—Brian... —dice y se coloca de rodillas junto a mí—. Te juro una vez más
que no fue idea mía. Yo solo la acompañé.
No me salen las palabras, me encuentro sobrepasado, así que solamente
pienso en la mercancía y le lanzo una mirada diabólica.
—No te reconozco.
Ella sigue hablando y juro que me entran ganas de echarla a patadas de mi
casa.
—¿Dónde está ese hombre fuerte que conocí? —Juega con mi mente—.
Te estás haciendo muy débil y eso te pasará factura, cariño. Sabes que te
van a romper el corazón, como cuando eras pequeño. Por eso el amor no es
bueno, te vuelve débil. ¿No decimos en Álympos que el amor es una
enfermedad? Sabes lo que dice el reglamento.
—¡Sé lo que dice el maldito reglamento, Lorraine! ¡No me lo recuerdes!
—contesto derrotado mientras hundo mi cara de nuevo entre mis fuertes
manos. Siento que mi cabeza va a explotar.
—Vivimos para el placer, no para el amor —murmura y me empieza a
acariciar la pierna—. Eso es lo que nos mantiene fuertes e unidos.
—¡Sé perfectamente lo que tengo que hacer, métete en tus mierdas! —
Vuelvo a mirarla, cansado ya de sus continuas manipulaciones—. ¡Largo de
aquí!
—Brian, te echo de menos... —dice en voz baja.
Aprieta mis separados muslos con sus manos, al encontrarse de rodillas. A
continuación, se inclina más sobre mí y empieza a abrir la bragueta de
mi pantalón. Respiro con dificultad cuando esta pasa la punta de su lengua
por sus rojos labios y libera mi glande con una mano.
—No lo hagas.
Noto su hambrienta y persuasiva mirada. No se detiene ahí, en cambio,
presiona sus dedos en mi erección, haciendo que mi polla responda en
segundos.
¡Mierda!
La tensión acumulada y el rechazo de Aylin hacen que mi dureza aumente
considerablemente. Se muerde los labios con un gesto lascivo e imparable
—como ella es— y al momento se hace conmigo completamente,
proporcionándome pequeños golpes con su dominante lengua.
—Sabes que me echabas de menos.
—¡Maldita seas! —ronroneo enfurecido, pero es tarde.
No me da tiempo a apartarla y solamente alcanzo su nuca con mis dedos
cuando esta envuelve mi miembro con sus labios. La humedad de su boca
me provoca contradicciones, pero me impide detenerla. En cambio,
solamente la miro con rostro desencajada y presiono el nacimiento de su
cabello con mi mano, aproximando más su cabeza a mi pelvis.
Sé que soy un depravado y confieso que no me puedo resistir cuando una
mujer se coloca de rodillas y se lanza a mí, dispuesta a todo. Aun cuando
esa mujer sea Lorraine.
Cuando ella empieza a succionar con fuerza, me apoyo en el respaldo del
sofá y cierro los ojos, mientras me imagino que esos labios son de Aylin.
¡Demonios!
Esa jodida mujer de ojos celestes y labios dulces siempre está en mi
cabeza.
CAPÍTULO 26
A 13.000 METROS
—¡Hola!
—Lyn, ¿dónde estás? —Oigo la voz acelerada de Berta, desde el otro lado
del teléfono.
—Estoy en el despacho de Woods —respondo relajada y sigo tecleando
asiduamente en mi ordenador.
—OK. Él no está, ¿verdad?
—No, está de viaje. —Le doy un mordisco a un donut que me acabo de
comprar.
—Si quieres, voy a ayudarte. Así estarás lista pronto para el almuerzo.
—No, Bert, no es necesario. No te preocupes —contesto, concentrada en
la pantalla.
—¿Quieres ir a almorzar conmigo y con Bram? Hemos reservado en un
restaurante italiano.
—Pues... ¿yo con vosotros? —titubeo, confusa—. Mejor que estéis solos.
—Lyn, en realidad ... —explica—. Adam también quiere ir a almorzar, se
lo ha dicho a Bram. Si tú vas, él irá también.
—Bert, —Bufo con cierto agobio repentino—, no quiero que Adam se
haga ilusiones conmigo.
—Ya lo sé. De todas maneras, te recuerdo que Woods está casado, cariño.
No puedes limitarte a él nada más —confiesa mi amiga, con mucha
franqueza.
Tiene razón, está casado y no es necesario que mi amiga me lo recuerde.
Le doy un sorbo al vaso de café que tengo sobre mi escritorio y pienso que
estoy muy ocupada con el trabajo que estoy realizando, como para
detenerme ahora a ir a comer. Sé que después de almorzar, tocarán las
cervezas, como siempre pasa y así.
—¿Lyn? —insiste esta, al notar mi evidente silencio en el teléfono.
—Dime...
—¿Estás bien?
Sonrío y pongo una mueca.
—¿Por qué no lo voy a estar, ragazza?
—No quiero que sufras, ¿vale?
—¡No debes preocuparte! —La tranquilizo—. Sé lo que hay, solo estoy un
poco agobiada con el trabajo.
—El trabajo puede esperar, baby. —Su alegre voz me tienta.
—Debo continuar, ¿OK? Alex llegará esta tarde y necesito mostrarle mi
propuesta.
—¡Uyyy! —Su exclamación hace que ruede los ojos y mueva un lápiz en
la mano—. ¡Tú me escondes algo, mi amor! ¡Te conozco!
—¡Bert! No es nada…
—¿Qué tal con el profe?
—Bien. —Bufo una vez más.
—¿Solo bien?
—Muy bien. —Me río.
—Entonces presiento que estás tan bien porque… —Esta ejecuta una
breve pausa, manteniendo el suspense.
—¿Por qué, loca?
Me sale una carcajada.
—Porque segurísimo que Woods te ha dicho que se divorciará —continúa
con un hilo de emoción en la voz.
Me llevo una mano a la barbilla y miro el reloj con preocupación.
—No es el caso, créeme. De hecho, me dejó claro que no iba a separarse
de su esposa. Tampoco quiero que lo haga por mi culpa, ¿vale?
Al decir esto, tiro el donut a la basura. Se me ha cortado el apetito,
verdaderamente.
—¿Lo ves? Woods es un jodido mujeriego —exclama esta con seriedad
—. ¡Lo sabía!
Respiro profundamente.
—Sí, lo es —afirmo con cierta decepción e intento ajustar mi voz para que
Bert no se preocupe más por mí.
—¡Entonces con más razón de que sigas con tu vida! —Me anima, aun
cuando es de lógica que seguiré con mi vida. No sé por qué me lo dice.
—Bert, ten claro que eso haré.
—No puedes dejar de ver a Adam solo porque estás teniendo una aventura
con el profesor.
—¡Lo sé! —replico con un chillido, aunque muy poco convencida.
No sé por qué de repente me encuentro mal y siento que esto me está
afectando más de lo que debería. Así se siente una cuando le dicen la
verdad en sus narices, imagino. Verdad de la que quiero huir.
—Lyn… —Oigo su extraño tono.
—¿Qué?
—¿Lo quieres?
Me quedo de piedra. ¿Cómo narices lo voy a querer tan pronto, ¿Bert se
ha dado un golpe en la cabeza, o qué?
—¡No! —digo con voz repelente—. Es una aventura nada más, como bien
has dicho.
—Ragazza, me estás diciendo la verdad o... ¿te estás intentando convencer
a ti misma de que es solo una aventura?
—Berta, ¡no me jodas! No me voy a enamorar en poco más de dos
semanas. El profesor me encanta, lo reconozco.
—¿Solo te encanta? —pregunta con una carcajada alegre—. ¡Te tiene
embaucada!
—¡Qué dices!
—¡Eh, que conste que no te culpo! —agrega, intentando repararlo—. Es
imposible no quedarte pillada por un hombre así.
—Bert… —contesto nerviosa y doy unos golpes en la madera de mi mesa,
a la vez que lanzo una mirada en dirección al escritorio victoriano y a
aquella silla vacía de cuero—. No voy a ser tan gilipollas para enamorarme
de un hombre casado.
Me abanico nerviosa y espero que haya sonado convincente.
—Ahm —musita esta en el teléfono—. ¡Entonces demuéstralo haciendo
tu vida normal, ragazza! ¿Cómo estás tan segura de que él no está con su
mujer por ahí ahora mismo?
—¡No me has entendido! —hablo exasperada—. No es por mí, es por él.
Adam parece un buen chico y no quiero que se ilusione conmigo. Aunque
no quiera al señor Woods, no estoy preparada para conocer a otro hombre.
«Más bien, ¡dile que estás tan jodidamente loca por el profesor, que no ves
a nadie más delante de tu puta cara, Aylin!», me delata mi viciosa mente.
Me muerdo el labio inferior inconscientemente cuando pienso en esta noche
y en lo que voy a experimentar con Alex. Dijo que me permitiría conocerle
más y que cometeríamos «aquella locura», de la que me habló.
—Vale, nena. —Se muestra ofuscada—. De todas formas, lo que Adam
haga o deje de hacer no es tu problema. Podéis quedar como simples
amigos.
—De acuerdo —replico rendida—. ¿A qué hora?
—¿Te espero en una hora?
Miro mi reloj.
—Perfecto. —Sonrío—. Y Bert...
—Dígame, señorita «ex- santurrona, que se está espabilando». —Sigue
riéndose con intensidad; como ella es, puro nervio.
—¿Sigues negándote de que sientes algo por Bram?
—Ja-ja-ja, ¿estás de broma o qué?
—Ya sé yo que te haces la dura, pero conmigo no te funciona ragazza —
matizo con chulería y uso su expresión italiana.
—Bueno, posiblemente haya algo...
—¡Guau! —Aplaudo eufórica mientras sujeto el móvil entre mi oreja y
hombro.
Guardo unos documentos en una carpeta.
—Amiga, yo disfruto el presente. Y, mientras dure, perfecto, de lo
contrario, ¡otro en la lista! —Sigue carcajeándose con la misma locura de
siempre. Bert es la persona más alegre que he conocido jamás.
—¡Lo sabía! —hablo satisfecha y emocionada por mi amiga—. Te lo
mereces.
—Te quiero, baby —susurra en el teléfono, con voz melosa.
—Yo también te quiero, Bert.
Colgamos.
Me alegro mucho por ella. Hasta podría afirmar que Bert tiene novio de
manera oficial. Jamás la he visto así con un hombre. Y, a pesar de que a
veces veo actitudes extrañas en ella, como por ejemplo que desaparece
durante horas, o que me dice que ha estado en Staten Island y después
resulta ser una mentira, imagino que es porque tampoco me quiere dar
detalles sobre sus escapadas con Bram. Parece buen chico y sé que será el
hombre perfecto para ella si la hará feliz.
Y en cuanto a mí… Vuelvo a pensar en mi situación. Aunque esté
esforzándome en ahuyentar el sentimiento tan horrendo que tengo, soy
incapaz. Soy muy consciente de que es algo temporal, y si antes del viaje a
Miami tenía mucha curiosidad, ahora mismo Alex me tiene intrigadísima.
Ojalá fuese solo intriga y curiosidad lo que despierta en mí, pero es más que
eso. Tengo la nefasta sensación de que quiero todo de él cada vez más. Y
eso, definitivamente ... es malo. Muy malo.
Termino de completar el formulario con todos los resultados de las
encuestas y sonrío satisfecha. Alzo mi barbilla triunfante, pensando en que
he hecho buen trabajo esta mañana. Hago planes sobre cómo llegar al
restaurante italiano y miro el reloj. Veo que no me dará tiempo llegar a la
habitación y menos tendré tiempo para tomar una ducha o cambiarme de
ropa.
Salgo a la calle y detengo un taxi. Después, le indico el nombre del
restaurante donde me van a esperar Berta, Bram y Adam. Vuelvo a mirar mi
móvil, pero ninguna señal de Alex. Estará muy ocupado con la reunión que
tiene, además, ayer me dijo que esta iba a realizarse en Nueva York y doy
por hecho que no volverá a Boston hasta entrando la tarde.
En menos de media hora llego a la ubicación que Bert me ha enviado y
entro con prisas, tras identificar a mis amigos sentados en una mesa a lo
lejos.
—¡Hola! —saludo alegre y me dejo caer en una cómoda silla, al lado de
Adam.
—¿Qué tal, Lyn? —pregunta Bram.
—Bien, aunque no tanto como vosotros.
Les señalo con la cabeza. Los tortolitos están muy juntos y noto el
posesivo brazo del moreno de ojos verdes sobre los hombros de mi amiga.
Esta lo mira con rostro encendido de vez en cuando y es como si estuvieran
compartiendo un secreto.
Pongo una mueca de incertidumbre y prefiero centrarme en Adam, que
está más receptivo con mi llegada. Sus dientes de un blanco perfecto lucen
muy bien y me sorprende que su piel siga muy morena, señal de que
continúa yendo a la playa, aunque en Boston estén ya bajando las
temperaturas vertiginosamente. Estamos casi en noviembre.
—¿Cómo vas con todo, preparada para la presentación del jueves? —Este
se dirige a mí.
—Creo que sí —respondo, recordando la presentación de Finanzas y le
empiezo a hablar sobre nuestro compañero pelirrojo, con el que me ha
tocado el proyecto en pareja—. Erik ha hecho un buen trabajo. ¿Y tú, cómo
lo llevas?
—Creo que bien, espero que me dé para un aprobado —dice intranquilo
—. Tiene la pinta de que Woods será muy severo con la nota.
—Woods es un hijo de puta —agrega Bram.
Lo miro de momento, sorprendiéndome con el comentario tan negativo y
cortante que acaba de hacer. Una cosa es que el profesor sea severo, y otra
muy distinta, que sea lo que el novio de Bert le acaba de llamar.
—¿Por qué piensas eso? —pregunto.
—Por nada, Lyn. —Se ríe—. Conozco a los tipos como él, llámalo sexto
sentido.
Le da un sorbo a una cerveza a la vez que desvía la vista a mi amiga y le
planta un beso tosco en la mejilla.
—B tiene razón. —Adam le apoya—. Se le ve venir.
—¡No te extrañe que suspendamos todos! —exclama Berta—. Creo que el
ogro hasta disfruta suspendiendo a los alumnos.
«En realidad, creo que disfruta con otras cosas», dice mi mente perversa.
—Bram, tu padre es amigo del profesor Woods, ¿verdad?
Recuerdo el momento en el que vi a la rubia agarrando el brazo del
senador Sanders. Obviamente, debo actuar bien, ya que no puedo decirle a
Bram que su padre se la estaba cepillando en un dormitorio de la primera
planta, minutos después.
—Sí —contesta este—. Íntimos amigos.
—¿Y de qué se conocen?
—Por negocios.
—¿El senador frecuenta American Express Co? —Sigo interrogándolo.
—¿Qué? —Adam tensa los ojos y presta atención.
—Hablo sobre la agencia financiera que regenta el profesor —le explico.
—¡Oh-oh-oh! —Bram me mira y habla en un modo teatral, incluso pienso
que encaja muy bien con Bert—. ¡No me digas que aquel capullo te
interesa, Lyn!
—¿Cómo?
Se me corta el aliento y solo espero que la insensata de mi amiga no le
haya contado nada. Mi vista salta de Bram a Bert y al revés, intentando
adivinar si este sabe algo. La miro con sospecha cuando su cara se torna
seria y me hace una señal, negando con la cabeza.
—¡Cómo le va a interesar un hombre mayor que ella y encima casado,
chico! —Esta regaña a Bram y lo fulmina con la mirada, más irritada que
yo.
—OK, bebé —le suelta este y junta los labios como si le estuviera
lanzando un beso.
—El profesor Woods no tiene tanto atractivo como dicen, Bram. —Me río
relajada, aunque por dentro tenga el corazón en un puño.
—Lyn se merece otra cosa —agrega Adam.
Veo furtivamente que Bram le guiña el ojo de manera disimulada.
Seguramente el moreno se ha confesado con su amigo ya.
¡Menudo almuerzo! Suspiro mentalmente, intentando determinar cómo
narices salir de la conversación.
—Oye, por cierto, ¡el sábado hay fiesta en mi casa! —interrumpe Bram,
algo que agradezco mentalmente.
Me ha sacado él mismo del apuro en el que también él me ha metido.
—¿De qué? —quiere saber Adam.
—El ascenso de mi padre.
—¡No me digas! —Bert le aprieta el brazo—. ¡Enhorabuena!
—Sí. El viejo ya es senador de Massachusetts, con pleno derecho. Ha
finalizado su periodo de prácticas.
—Bram, yo este fin de semana no voy a estar —comento cuando recuerdo
la conversación con mis padres—. Voy a Long Island a ver a mi familia.
—¡No jodas, ragazza!
—No puedo dejar plantados a mis padres otra vez, Bert. Llevo dos
semanas sin verlos.
—Pero puedes volver antes de Long Island —propone Adam y le da un
mordisco a la pizza de pepperoni que hay sobre la mesa.
—Pensaba volver el domingo —contesto.
—Sabéis que la próxima semana tenemos clases nada más que el lunes,
¿verdad? —informa Bram.
—Pues no lo sabía —murmuro extrañada.
—Sí, es cierto. Tenemos libre casi una semana —asiente Adam.
—Ah, y… —quiero decir algo, pero, de repente escucho el sonido de mi
móvil—. Perdón.
Me disculpo y voy al chat, deseando ver quién me está escribiendo. Es
Alex y confieso que me da mucha alegría tener noticias suyas. ¿Cómo le
estará yendo en Nueva York?
¿Qué tal la tarde, pequeña?
«Pequeña», vuelvo a leer dicha palabra. Suena tan jodidamente bien, que
hasta me lo imagino delante de mí, pronunciándola y besando mi coronilla
al mismo tiempo, sacando su lado más tierno.
Miro a Adam, espero que este no haya alcanzado con la vista los
mensajes. Suspiro aliviada. Mis amigos siguen hablando sobre los planes
que tienen cada uno la próxima semana.
Almorzando. Espero que la reunión haya ido bien . —Tecleo deprisa.
Sí. Todo ha salido según lo planeado.
Me alegro . —Escribo.
Sigo mirando la pantalla y esbozo una discreta sonrisa, de manera que no
quede retratada delante de mis amigos.
Ahora estoy en el jet, volviendo. En dos horas máximo estaré en
Boston —me informa Alex.
—Entonces ¿vas a ir a la fiesta? —Escucho la impaciente voz de Berta.
Levanto mi vista hacia ellos y permanezco callada.
—No es por nada, pero yo creo que deberíamos ir. Va a haber gente
importante, dueños de grandes empresas, políticos. Y si nos dejamos ver un
poco, vendrá bien para el currículum, ya sabéis —añade Adam y me fija
con la mirada.
—Yo pienso lo mismo —dice Bram—. Deberíais aprovechar la
oportunidad. Y está bien que alumnos de Harvard vayan a este tipo de
eventos. Vendrá la prensa también.
—¡Yo voy por la bebida! —chilla Bert.
—¡La bebida es lo importante y os aseguro que no faltará! —añade su
novio.
Nos reímos los cuatro y no me queda más remedio que asentir con la
cabeza, un poco distraída. Enseguida vuelvo a mirar mi móvil con mucha
curiosidad. Estoy presente físicamente, pero mi cabeza está volando en el
jet, con Alex.
Sabes... el jet me recuerda a ti. Todo me recuerda a ti. Espero de
verdad que lo hayas pasado bien en Miami. —Leo su mensaje.
Me lo pasé muy bien, Alex. Gracias por todo.
Te mereces todo eso, y más. Pronto tendrás días libres en la
universidad.
Siento mis latidos veloces y me emociono como una niña pequeña.
Lo sé —respondo—. Me acabo de enterar de que la próxima semana
tenemos clases solo el lunes.
Escribiendo...
Estoy preparando algo...
Vaya. ¿Una sorpresa? —pregunto.
Viajaremos de nuevo . —Sigue tecleando—. Y también estrenaremos
el jet... Aylin, tengo ganas de tenerte aquí, a 13 000 metros de
altura. Me estoy imaginando que ahora mismo estás encima de mí,
moviéndote conmigo debajo... en este asiento...
Bendita imaginación la tuya, pero creo que es mejor que te centres en
el trabajo —le regaño y miro a mis amigos con disimulo, por debajo de las
pestañas.
¿No te excita pensarlo? —pregunta este sugerente.
Visualizo en mi mente los asientos de cuero de su jet. ¡Virgen Santa! Ya
está, mis neuronas se han ido ya da vacaciones. Solo espero que los demás
no me vean ruborizada, ya que el corazón me está latiendo con fuerza y eso,
sin duda, queda reflejado en mis gestos.
¿Tú qué crees? —contesto cohibida, pero caliente. Jodidamente caliente.
Ahora mismo me estoy desabrochando la camisa.
No te emociones demasiado. Guárdate para esta noche —le digo con
picardía.
¿Me estás subestimando? —responde y hasta esbozo en mi mente su
imagen con una ceja en alza.
¿Podría hacerlo?
¿Estarás lista para las 8? Te invito a cenar y después vamos a mi casa.
De acuerdo.
Aylin... te voy a pedir un favor.
¿Cuál? —pregunto expectante, con respiración entrecortada.
Me encantaría que llevaras puesto el conjunto de lencería negro.
Pienso en sus palabras. El conjunto negro que él dice es el único de color
negro que hay en aquella caja de lencería que me envió, que por cierto se la
tengo que devolver.
Con una condición.
Alex pone un signo de interrogación.
¿Debería tener miedo?
Quiero que me muestres tu otro lado. —Escribo sin pensar—. Tu lado
oculto.
Ya veremos, según como te portes. —Llena la pantalla de emoticonos
de gafas de sol, engreído—. ¿Algo más, señorita?
Te devolveré la lencería que me enviaste y no quiero que insistas en
que me la quede . —Continúo tecleando.
Escribiendo...
Sabes que no me convence mucho que me la devuelvas. Es un regalo.
Insisto . —Escribo deprisa, intentando ser convincente.
Señorita Vega... estoy duro ahora mismo. Por su culpa.
Usted se lo ha buscado, enviándome lencería sexy.
Sabe usted que la lencería no tiene nada que ver —termina diciendo.
Guardo el móvil, encendida hasta los dedos gordos de los pies. Carraspeo
e intento llenar mis pulmones de oxígeno, a la vez que siento unas llamas
abrasando mis mejillas. Cuando miro a mis amigos, los tres tienen la vista
fijada en mí, aunque Berta está intentando distraer a los chicos, oliéndose
con quien estoy hablando. Al parecer, llevaban unos minutos sin decir nada.
Estos están centrados en mí y ni me he dado cuenta de cuándo han detenido
su charla.
—¿Qué? —pregunto con inocencia y me encojo de hombros. ¡Qué
vergüenza!
CAPÍTULO 27
JUGANDO CON EL
DEMONIO
Eso es lo que obtienes, jugando con un demonio
(EMO: «Don´t mess with my mind»)

EL PROFESOR
Me quedo aguardando en la acera de enfrente, mientras tomo un café en una
cafetería que hay muy cerca de la residencia de Harvard. Es el tercer café
que me estoy tomando hoy. Llevo sin pegar ojo desde las seis de la mañana,
y todo gracias a que mi hermanastro, Jackson, sea un verdadero
inconsciente. Casi perdemos el cargamento ayer por su estúpida decisión de
llevar la mercancía a otro punto, un punto diferente. Desde siempre nos ha
ido bien, pero últimamente no sé qué le pasa al jodido idiota. Actúa muy
raro y toma muy malas decisiones.
Lorraine es otra más que me intenta manipular y, en el fondo, siempre lo
supe, desde el momento que la conocí. Ayer lo hizo una vez más,
recurriendo a trucos bajos de seducción, pero supe detenerme a tiempo y la
eché de mi casa, sin poder soportar su presencia por más tiempo.
Cuando miro la hora, me percato de que faltan todavía quince minutos
para que llegue el momento de recoger a Aylin, llevo sin verla desde ayer
por la mañana y el ansia me carcome.
Está oscureciendo, de modo que aparto mis gafas de sol y después miro el
coche, el cual está aparcado a unos metros. Doy el visto bueno a un informe
en mi móvil y también compruebo los mensajes. Podría decir que estoy más
tranquilo que ayer, nuestro infiltrado respondió bien y, afortunadamente,
pudo solucionar el problema, por lo tanto, nuestra mercancía está a salvo
ahora mismo. Agradezco en mi mente que no hayamos recurrido a los tiros,
que es lo que más odio. No obstante, este nos ha pedido el triple de lo que
cobra en general, e incluso parece que está deseando que algo nos salga mal
para poder cobrarnos demás.
Vuelvo a mirar el reloj mientras muevo una pierna con nerviosismo, sin
apartar mi vista de la entrada de aquel edificio, que es la residencia. Y, de
repente, la veo. Ahí está, en la otra acera, saliendo por la puerta. Rozo mi
mentón con el puño, mientras la veo llegar, caminando con su típico
movimiento de caderas, sumamente sexy. Y lo más sexy de todo es que lo
hace de manera inconsciente.
Aylin ni siquiera se da cuenta de lo que puede provocar en un hombre: su
forma de agitar las manos tan despreocupada, cómo mueve la cabeza, su
expresión cuando se pasa la mano por aquel rebelde cabello, cuando levanta
una ceja en modo interrogante, o incluso cuando frunce aquellos labios de
seda.
Dejo el dinero en la mesa y, acto seguido, le hago una señal con la mano y
cruzo la calle. Me centro en su vestimenta, intentando determinar si me ha
hecho caso con respecto a la lencería. Lleva puesto un vestido verde oscuro
un tanto holgado, aunque evidencia sus formas armónicamente, calza unos
tacones negros y viste un abrigo largo muy fino, de color oscuro. Noto
intrigado que también lleva un paquete en la mano, el cual seguramente es
la caja de la lencería que le envié. Seguramente me la quiere devolver.
Como si no la conociera.
—¡Hola! —saluda deprisa y me regala una de sus mejores sonrisas.
—Hola —contesto mientras le abro la puerta del coche.
Me reprimo a la hora de besarla, no puedo en público, pero habrá tiempo.
En cambio, barro nuestro alrededor con la mirada, identificando el vehículo
de mis hombres, a unos metros de distancia. Estos están respetando a pie de
la letra las órdenes recibidas. No confío en que los italianos se quedarán de
brazos cruzados, a decir verdad. No soy tan estúpido.
—Te dejo esto aquí atrás —comenta y señala la jodida caja.
Me prometo en mi mente no discutir.
—Tú te lo pierdes, pequeña.
Le guiño el ojo.
—¿Y esa costumbre de llamarme «pequeña»? —pregunta, una vez dentro
del coche.
Arranco el motor mientras me pregunto si es normal verse tan
malditamente bella.
—¿No te gusta?
Miro cómo se mueven sus labios cuando habla y pienso que me encanta el
pintalabios que se ha puesto hoy. Un rojo muy sutil, no tan intenso como el
que usa Lorraine.
—Por supuesto que me gusta. —Toca mi brazo—. Solo que no pensaba
que podrías ser tan cariñoso, Alex.
—Bueno, ya sabes. Sacas lo mejor y lo peor de mí.
Le recuerdo una vez más lo que me produce. Aparte de otras muchas
cosas en las que es mejor no pensar. Queda noche por delante.
—¿Ah sí? —Finge indignación y eleva una ceja, gesto que me encanta de
ella.
Intento concentrarme en la carretera, pero presiento que va a ser imposible
e intento adivinar si lleva puesto aquel conjunto negro de la abertura. La
miro nervioso. No me podría concentrar ahora mismo ni siquiera en crear
una estrategia de inversión para un cliente importante, que es la tarea que
más prefiero de mi trabajo como agente.
—Pero eso es bueno —digo—. Ya sabes que a mí no me va mucho lo
normal.
Se sonroja suavemente, seguramente piensa en lo que pienso yo. En esta
noche.
—Bueno, yo en realidad soy más bien normal.
—Pues no sé hasta qué punto —hablo divertido y aprieto los labios—.
Nada más que a ti se te ocurriría dejar plantado al rector de una universidad
tan importante como la de Miami.
—¿Cómo? —pregunta con un tono de niña pequeña, haciéndose la
molesta—. Recuerda que no tenía ni idea de que me iban a premiar, Alex.
Estás siendo injusto —me acusa y me vuelve a tocar el brazo.
«¡Quieto ahí!», ordeno en mi mente. Creo que me estoy volviendo
irremediablemente demente, ahora mismo estoy hablando con mi propio
pene.
—Y no te quiero recordar que de vez en cuando también te da la vena de
supe heroína Marvel —añado—. ¿O se te ha olvidado que casi te caes de
una quinta planta salvando gatos?
—¡Qué dices! —Le sale una carcajada y yo no puedo evitar sonreír.
No puedo sacar de mi cabeza todas las travesuras que ha estado haciendo
la señorita Vega. Mi vida a su lado es una aventura, definitivamente.
—Me recuerdas a Bert, solamente ella me dice que parezco salida de
Marvel.
Su risa es contagiosa.
—Lo eres.
—En realidad, si pensamos bien, tú fuiste el héroe. Nos salvaste a los dos,
así que no te quites mérito, señor Woods.
—¿A qué precio?
Me giro y frunzo el ceño, recordando el penoso momento en el que me
quedé con el culo y otras cosas al aire. El frenesí de su risa me embauca.
—¡Para ya! —ordena e intenta tranquilizar sus carcajadas, hasta se limpia
una lágrima—. Por cierto, hoy he trabajado mucho. En tu escritorio te he
dejado…
—Aylin…
Alcanzo su mano y hago que se detenga.
—¿Qué? —Sus centelleantes ojos se unen con los míos.
—No quiero hablar de trabajo, al menos por hoy.
—Deseo concedido —dice con simpatía y juro que está para comérsela—.
Y a todo esto, ¿a qué restaurante vamos?
—Pues, uno que está cerca de la casa. Por cierto, te ves espectacular —
digo, sin dejar de admirarla—. Este vestido combina muy bien con tus ojos.
—Gracias —contesta con aquella timidez que me enciende. Siempre
pensé que me gustaban las mujeres atrevidas.
—¿Y qué quieres cenar?
—No sé, es muy temprano. No tengo mucha hambre, la verdad.
Escuchar esto hace que empiece a sentir unos latigazos en mis pelotas, de
modo que agrando los ojos y carraspeo. Yo tampoco tengo mucha hambre,
suelo cenar sobre las nueve y media.
—Entonces... ¿qué te parece si vamos a la casa y pedimos comida? —
propongo ocurrente.
—¿Tú tampoco tienes hambre? —pregunta.
—No. Yo solo tengo hambre de ti.
Se me queda mirando embobada, pero no añade nada. Mi tan atrevida
respuesta la ha tomado por sorpresa. Seguramente está nerviosa, lo puedo
percibir. Mi olfato nunca me engaña. Siento cuando una mujer está
temblando de deseo y se pone nerviosa.
Sigue callada y solamente me mira. Yo tampoco sigo con la conversación.
Paso por al lado del restaurante en dónde íbamos a cenar y me dirijo al piso,
el cual se encuentra a solo unos pasos. Se ha dado cuenta de que hemos
pasado de largo y nos dirigimos a la casa.
—¿De verdad no tienes hambre? —pregunto nuevamente, para
asegurarme.
Permanece quieta y me gustaría colarme en su cabeza ahora mismo. O
está muy nerviosa, o tiene miedo.
Al cabo de unos cinco minutos, nos aventamos hacia el aparcamiento de
mi edificio.
—Jamás pensé que volvería a este sitio —musita, inmersa en sus propios
pensamientos.
—¿Estás bien? —Me giro hacia ella cuando se detiene el motor.
—Sí —asiente dócil—. Estoy bien. ¿Y tú, Alex?
Su suave mano alcanza la mía. Me sorprendo con su pregunta, la verdad
es que muy poca gente me pregunta si estoy bien en mi día a día. Ni
siquiera Liam, mi mejor amigo, lo hace. Supongo que siempre he dado la
impresión de que nada me puede derrumbar y todos dan por hecho que me
encuentro bien. O simplemente no les interesa cómo estoy.
—Estoy bien —respondo inseguro—. En realidad, siempre que estás
cerca, estoy bien.
—Creo que estarás mejor cuando veas tu sorpresa.
Alza un dedo en el aire y me mira con un aire misterioso.
—¿Mi sorpresa?
Los circuitos de mi cabeza se han activado —o desactivado— en estos
instantes. Y eso es porque sospecho lo que es.
—Te has puesto la lencería, ¿verdad? —inquiero y me mojo los labios
mientras sigo apretando su mano, en la penumbra del coche.
Solo imaginándome aquel conjunto negro en su cuerpo hace que una
corriente recorra mi piel. Aquel sexy y ajustado conjunto debajo de este
vestido...
Interesante.
—Ya lo comprobarás, ¡no te adelantes a los acontecimientos! —responde
con delicadeza y después extiende su mano para abrir la puerta del auto
vehículo.
Tiro de su brazo como poseído y no la dejo apartarse de mí. Mi
movimiento la obliga volver dentro del coche, ya que me muero de ganas
de darle un beso.
—Lo quiero comprobar ahora —digo demandante, con voz áspera.
Ella vuelve su mirada hacia mí, asombrada, cuando la pego a mí con una
mano mientras que con la otra mano agarro su cabeza y la acerco a mis
labios.
—¿Pensabas que me esperaría para llegar arriba?
Presiono mi boca contra la suya, ahogando sus palabras. Ella me responde
sin titubear y nuestras lenguas empiezan a unirse en un beso desenfrenado.
Junta más su cuerpo al mío y entonces deslizo mi mano izquierda sobre sus
caderas. A continuación, acaricio su entrepierna y muslo como hipnotizado,
tras levantarle el vestido en un visto y no visto.
Necesito con desesperación sentirla, las horas me han pesado. No puedo
esperar más cuando mi «amigo», responde y se agranda vertiginosamente
en mis pantalones. Mis dedos la acarician con suavidad y noto su ropa
interior sedosa. No veo el color, pero espero que sea ese conjunto con el que
llevo casi una semana soñando. No suelto sus labios en ningún momento,
de hecho, la tengo retenida en el asiento con mis brazos. No me ando con
tonterías, por consiguiente, busco rápido la abertura de la entrepierna con
sus gemidos de fondo. Y la encuentro. Ahí está.
Siento la respiración irregular de Aylin y sus suspiros al notar mis dedos
ejerciendo presión sobre la tela. Acaricio delicadamente su ropa interior y el
tacto de la seda me provoca escalofríos.
¡Ohhh! Me enciendo más aún.
—¿Contento? —Esta muerde mis labios.
—Gracias —susurro.
Empiezo a besar su cuello mientras me abro paso a través de la abertura y
finalmente toco su excitación. Mis dedos se humedecen con suavidad al
acariciar ese botón de sus partes bajas, que reclama atención. Sigo paseando
mis labios por su cuello, el cual desprende un olor maravilloso a coco y
también noto su pulso agitado. Presiono mis dedos y enseguida la invado
con uno de mis dedos a través de la abertura de aquellas cadentes bragas.
Me encanta sentir la calidez de su cuerpo. Eso hace que mi paciencia
desaparezca.
—No sé si podré aguantarme hasta arriba.
Al notar mi dedo, ella empieza a exaltarse y alcanza mis labios, haciendo
que me desvíe de su cuello pálido, rumbo a su boca. Sigue gimiendo
mientras mi dedo la invade. Quiero hacerla que me desee tanto, que esta
noche esté dispuesta a darlo todo, de manera desenfrenada.
Tanto que se olvide de sus principios.
—Mejor vamos arriba, ¿no? —murmura temblando.
Me intenta quitar la mano de su entrepierna y al instante empieza a mirar
alrededor, seguramente para comprobar si el aparcamiento está despejado.
—No hay nadie aquí.
—Alex, por favor. —Me frena.
La libero y asiento con la cabeza, pese a la tensión generada. Salimos del
coche y nos montamos en un ascensor que se encuentra a un paso, cogidos
de la mano. Sorprendentemente, en el ascensor entran tres personas, de
modo que nos quedamos quietos.
—Decías que no había nadie aquí —murmura en mi oído.
—Bueno, todo el mundo se puede equivocar.
Ella suelta una risita, a la vez que se coloca delate de mí y me da la
espalda.
—¿Te acuerdas?
Siento su aliento en mi cuello cuando gira la cabeza. Me alegro escuchar
su pregunta, me recuerda a lo ocurrido aquella noche en Miami, la noche
que perdió su virginidad.
—No me tientes… —mascullo mientras esperamos como niños buenos.
Pero eso no quita de que rodeo su cintura y empotro su trasero en mi pelvis
con un suave empujón.
—¡Chist!
—Me gustan demasiado los ascensores.
—No es nada nuevo. —Se lleva la mano a la boca y aprieta mi brazo,
dándome a entender que nos ponemos en evidencia.
De la nada, el ascensor emite un ensordecedor ruido y se detiene,
bruscamente. Las luces del gran foco empiezan a parpadear, debido al
bloqueo repentino.
—¿Qué ocurre? —Escuchamos una voz.
Los dos nos quedamos mirando asombrados, a la vez que las tres personas
con las que nos encontramos pulsan los botones del cuadro. Curiosamente,
el foco se funde enseguida y salta la luz de emergencia.
—Seguramente sea un cortocircuito, es probable que se haya ido la luz por
un momento —comento.
—Si esto es una avería, no nos sacarán de aquí hasta dentro de media
hora, al menos —dice otro.
—¡Diablos! —exclamo.
—Alex…
Me mira interrogativa y me relajo para que ella no se asuste.
—Esta vez no he sido yo.
Pongo una mueca simpática, o al menos eso creo. Reprimo una sonrisa, al
igual que ella y aprieto más mi brazo alrededor, mientras quedo embriagado
por su aroma. Aquel aroma a coco.
—Señorita Vega… —musito en voz casi inaudible mientras esperamos—.
Tengo una idea.
—¿Qué idea?
Pego mi nariz a su oreja, pensando en que es imposible que los demás se
den cuenta de algo, ya que la tenue luz nos proporciona intimidad. Con una
mano me bajo la bragueta lentamente, mientras beso la parte alta de su
cuello con delicadeza.
—¿Qué haces?
—Nada…
No dejo de vigilar a las tres personas del ascensor, las cuales nos dan la
espalda. Sé que es peligroso, pero a la vez es morboso. Y el peligro me
fascina.
—Ya te he dicho que no podré aguantarme.
—¡Ohhh, Dios! —Suspira consternada cuando deslizo mi mano hasta su
entrepierna y la rozo con dedicación, mientras presiono sus costillas y la
atraigo más hacia el fondo del ascensor.
Noto los galopantes golpes de su corazón, a la vez que alguien habla por
teléfono, intentando informar sobre el problema técnico que estamos
experimentando. Con suerte, tenemos cobertura.
—Alex, aquí no.
Su voz intenta sonar convincente y la noto tensa, pero lo arriesgado me
incita. Y me incita hasta tal punto, que siento mis venas palpitar con
desenfreno y deseo. Empiezo a subir la falda de su vestido sumamente
discreto, mirando al frente y, a continuación, la elevo suavemente con mi
brazo, de modo que su trasero llega al nivel de mi pubis. Mantengo su falda
levantada, a la vez que acaricio sus nalgas con una mano. Después, rozo su
desnudo trasero con mi punta, intentando no realizar movimientos bruscos.
—No podemos…
—¿Quién ha dicho que no?
Mis dedos la presionan y deslizo mi miembro en su interior con lentitud,
colándome por la abertura de aquellas bragas que me quitan el aliento. Ella
solloza discretamente y también disimula mientras gira su cabeza y me mira
boquiabierta.
—No te preocupes, todo se solucionará y saldremos de este ascensor —le
digo mientras empujo mis caderas y la penetro.
Ella aprieta los labios y vuelve a mirar al frente, nerviosa y sin
responderme. En cambio, presiona sus dedos en mi antebrazo otra vez.
Agradezco quedar camuflados por la penumbra y la voz que está hablando
por teléfono.
—¡Estás loco! —susurra cerca de mi rostro y tira de la parte de delante de
su falda. La parte de atrás, en cambio, le queda completamente levantada.
Yo también tiro mientras avanzo en su interior.
—Tranquila, no lo van a notar.
Hace frente a mi lento embiste y roza mi muñeca esta vez. Cuando
empiezo a avanzar y retroceder, dominado por la adrenalina, le arranco otro
sutil gemido. Beso su mejilla, aferrándome más a su cintura y rozo su oreja
con mis labios, sintiendo su instantánea dilatación.
—Te he echado tanto de menos…
—Yo también… —responde.
La siento temblar en mi pecho. Noto la manera desquiciante en la que se
amolda a mí y su suave movimiento sobre mi desnudo pelvis me deja con
ganas de más. Lleva la caja con la lencería en sus manos y,
afortunadamente, la coloca delante de nuestro abdomen, de manera que
nuestros movimientos quedan disimulados.
—¡Listo!
La luz se enciende y veo las caras alegres de la gente. El ascensor se pone
en marcha y me retiro discretamente y con elegancia, acomodándome y
subiendo la cremallera con tranquilidad. A la vez, ella tira de su vestido con
un suave rubor.
—Está todo bien, ¿vale? —Aprieto mi mano en su cadera.
Al instante, nos lanzamos una mirada seria, pese a que siga reprimiendo
aquella juguetona sonrisa. Al menos yo, ella parece en estado de shock.
—Te ayudo —comento y quito la caja de sus manos cuando las puertas
abren y empezamos a caminar por el pasillo.
Uso la caja para ocultarme. Agarro su mano y meto la llave en la puerta,
haciéndole una señal de que ingrese. Las luces del ático se entienden de
momento, ya que dispongo de sensores.
—¡Dios mío! —Se lleva las manos a la cabeza y me mira descompuesta
—. ¿Por qué lo has hecho?
—¿El qué? —Alzo los hombros y dejo la caja en el sofá.
—¡Alex! —Se sobresalta—. Lo acabamos de hacer en un ascensor, con
gente delante, ¿sabes?
—¿Y no te ha gustado?
—Sí, me ha gustado, pero… —Se detiene en seco y lanza su bolso
también en el sofá.
Sus ojos siguen agrandados y me mira casi histérica cuando me empiezo a
quitar la chaqueta y no le respondo.
—¡Di algo!
—¿Quieres una copa? —pregunto mientras me dirijo a la barra de mi
salón. Reflexiono sobre qué decirle y qué no.
—¡No quiero una jodida copa!
—Las vistas son espectaculares, ¿verdad? —pregunto, intentando
distraerla.
—Di algo, por favor… —Se lleva una mano al pecho, todavía consternada
—. Te lo suplico.
—Solo puedo decir que…
Su mirada sigue persiguiendo atentamente mis gestos. Me detengo en
medio del salón y me empiezo a remangar la camisa con la misma lentitud.
—Tu preparación ha empezado —remato.
—¿Quieres decir que me acabas de poner a prueba?
—Ahm… —Me remango también la otra manga, sin mirarla.
—Alex... —habla con incertidumbre—. Si practicar sexo delante de los
demás ha sido una prueba, déjame decirte que no estoy de acuerdo.
—¿Por qué? —Alzo mi mirada a ella, finalmente.
—Porque no creo que vaya a aprender nada aquí o en aquel ascensor. —
Mueve las manos y mira a su alrededor, con un evidente nerviosismo.
—¿Y dónde aprenderías entonces?
—¡En ese sitio! —exclama irritada.
No entiendo su irritación.
—Querías conocerme.
—Sí.
—Pues este soy yo, ¿vale?
—¡No creo que seas tú del todo! Yo creo que en ese sitio podría ver a lo
que te dedicas y así…
Empieza a hablar sin freno alguno, como siempre hace. Entonces, doy
unos pasos rápidos en su dirección y agarro sus brazos.
—¡Aylin! —Elevo mi voz y arrugo la frente, invadido por la irritación
que ella misma me ha transmitido—. ¡Este soy yo! Y no me vengas con
«practicar sexo», ¿entendido? En mi mundo, follamos, ¿queda claro? ¡Estoy
hasta las malditas narices de andar con rodeos!
—¡Alex! —Me llama la atención—. ¡Contéstame!
—No estás preparada, ¿vale?
—Pero ... —Me mira con más calma—. Necesito saber que pasa en ese
sitio. ¿Por qué piensas que no estoy preparada?
—¿Te parece si hablamos de esto en otro momento?
¡Maldita sea! No pensaba que el hecho de tener un mero y disimulado
acercamiento en un jodido ascensor, haría que se ponga así. ¿Cómo podrá
ella soportarlo? Lorraine tenía razón, es más remilgada de lo que pensaba.
—¿Y por qué no ahora? —Su voz me trae de vuelta a la Tierra—. He
venido para eso.
Le suelto los brazos y le doy la espalda, con la cabeza llena de dudas.
—Hay ciertos pasos que hay que seguir para ingresar —explico serio y
aprieto la mandíbula.
—¡Lo tengo claro! —dice rápido, antes de dejarme terminar la frase.
Me giro consternado, sin comprender ni una palabra. Cualquier otra mujer,
con la misma decencia con la suya, hubiese salido pitando de aquí. Debo
reconocer que le sobra valentía.
—No sin antes tenerlo claro yo. No sabes en lo que te quieres meter,
¿vale?
Me agarra el brazo de manera insistente.
—¡Asumo! —Me grita de la nada—. Alex, ¿qué coño pasa
en Álympos que no pueda saber? ¡Me quieres llevar ahí, sin embargo, no me
puedes dar detalles!
Vuelve a sacar aquel lado salvaje y obstinado, lado que, en el fondo, me
encanta.
—Si te lo digo ahora mismo, debería matarte después.
Me mira perpleja y dudosa, piensa que estoy bromeando.
—No estás hablando en serio, ¿verdad? —Sus facciones se relajan. Acto
seguido, me sonríe.
Soy yo el que la mira embobado esta vez.
—Álympos es una sociedad secreta —digo furioso y me dirijo al bar, sobre
el cual se encuentra mi botella. Vierto alcohol en una copa, mientras noto su
silencio y su mirada persistente sobre mí. No sé por qué mierda me está
obligando a hablar de eso ahora mismo.
—¡Lo suponía! —replica—. ¿Qué más?
—Cualquier información que tengas sobre nosotros, como comprenderás,
te va a perjudicar. Por eso te estaba diciendo que es mejor empezar poco a
poco, probando cosas y cuando yo considere que eres apta, ya te llevaré ahí.
—¿Y cuándo ocurrirá eso?
Me giro, tras proporcionarle otro severo trago a mi vaso.
—Créeme que lo que más deseo es llevarte ahí —respondo con voz
atormentada y camino en su dirección, intentando hacerla comprender—.
Aylin, cuando lo tenga claro, tendrás que firmar un documento.
—¿Qué documento?
—Tu ingreso y acuerdo de confidencialidad. Y eso implica que, antes de
eso, no puedo darte detalles.
—Pero... —Mira el suelo, confusa—. ¿De qué me estás hablando? ¿No es
un sitio donde practicáis el sado?
—Sí, también. —Intento explicarle, pero de momento me desespero—.
Además, ¿qué sabes tú del sado, demonios?
Me enfurece que sea tan terca y que piense que lo tiene todo controlado.
—No tiene que ser tan complicado…
Me da la espalda y se quita el abrigo de golpe, con frustración. Lo tira
sobre el sofá.
—¿Ah no?
Esta mujer necia no sabe nada.
—Quiero que me lo enseñes todo —insiste.
—No creo que estés preparada, te lo vuelvo a decir.
—¿Solo lo puedes hacer con Lorraine? —Se cruza de brazos y junta los
labios.
La miro desorientado. ¿Está celosa?
—¡Estás jugando con el demonio, Aylin! —suelto y noto una repentina
tensión en todo mi maldito cuerpo.
Ella como si nada.
—Estamos aquí para eso, ¿se te olvida?
¡Mierda!
—Soy toda tuya —continúa con serenidad.
¿Qué?
Me acerco a ella desafiante y noto su respiración cerca de mi barbilla.
Levanta su cara y me fija con aquellos ojos celestes tan serenos, pero… tan
inocentes.
—¿No tienes miedo? —pregunto.
—No. Solo quiero conocer tu otra cara.
Respiro con profundidad y la taladro con mi vista mientras mis ojos
recaen sobre su agitado pecho y después bajan hasta sus piernas.
—¡Quítate la ropa entonces! —demando con seriedad, pensando en la
inmensa fe que me tiene esta mujer—. ¡Solo el vestido, lo otro no! Lo otro
te lo arrancaré yo.
Me ha turbado de tal manera que ahora lo único que deseo es darle unos
tremendos azotes. ¿Cómo se atreve a ponerme en esta situación, diablos?
Lo tenía claro. Tenía claro que no era apta.
Ella asiente con sumisión y empieza a deshacerse de su vestido, sin
apartar ni un momento su vista de mí. Mientras, empiezo a desabrocharme
los botones de mi camisa azul marino, mientras siento que me estoy
asfixiando. Me encamino hacia un mueble imponente que hay en el salón,
justo al lado del sofá. Abro un cajón deprisa, pero dudo entre unas esposas
y una cuerda. Mejor la cuerda, las esposas no creo que le gusten después del
trauma que experimentó en su adolescencia. Cuando volteo mi mirada en su
dirección, observo que su vestido yace en el suelo y solamente lleva puesta
la lencería que le regalé.
La miro encandilado y he de reconocer que es preciosa.
Tras agarrar la cuerda, cojo también la fusta de cuero, la famosa fusta, con
la que soñaba tanto usar con Aylin. No tardo en agarrar también una
mordaza. Es una correa de cuero con una bola que se mete en la boca de tu
sumisa para ahogar sus gritos. Por último, elijo también un vibrador, todo
bien colocado y desinfectado. Reviso mis artefactos y estoy seguro de que,
con todo esto, la volveré loca, ahora bien, no sé si de placer o de dolor.
—A ver si después de esto, vas a estar tan dispuesta a seguir con la
tontería de ingresar en Álympos ya, ¡Aylin! —rujo.
Estoy de morros.
—Ponme a prueba.
Cruza sus piernas y se mira las uñas, desafiante.
¿De qué va?
Queda parada en medio del salón, solamente llevando aquella sugerente
lencería, la cual elegí especialmente para ella. Me encanta, pero también me
da miedo, puesto que me invita a lanzarme sobre ella en este preciso
momento. La combinación de cuero, seda y encaje, junto a las ligas hacen
que esté más duro que una piedra. Tiro de su sujetador y sus pechos rosados
quedan expuestos.
—No sabes en lo que te has metido, ¿verdad?
Al mismo tiempo que le suelto esto, acaricio sus senos con una mano.
Después, tiro de ella y la llevo deprisa cerca de la isla que hay en medio de
mi cocina, la cual tiene un estilo abierto. Agarro sus muñecas y cojo la
cuerda. A continuación, junto sus muñecas y empiezo a envolverlas con la
oscura cuerda, colérico e impaciente. A la vez, examino sus facciones. No
dice nada, solo está observando con atención los nudos que estoy haciendo.
—¿Estás bien? —La miro escéptico.
—Estupenda. —Arquea los labios, con ironía—. Y también deslumbrada
por tu habilidad con los nudos.
Pienso que ella podría detenerme en este momento, pero no lo hace.
—Aylin… —Suavizo mi voz—. Estás a tiempo de echarte para atrás.
No quiero hacerle daño. No quiero. Me niego a que pudiera hacerle daño.
Solo quiero que disfrute, solo que… sé dentro de mí que una vez que
empiece, me costará parar.
—Sigue —murmura.
¡Muy bien! Terca ella, terco yo.
Extiendo sus manos hacia una barra metálica que hay en el falso techo
lleno de focos, que se encuentra por encima de la isla de mi cocina. Sus
muñecas llegan bien, ya que el techo es muy bajo. Ajusto la luz, dejándola
más suave. Aylin sigue sin decir nada y se limita a analizar todos mis
movimientos.
—Debo amarrarte también los pies.
—Adelante.
Me arrodillo con la intención de inmovilizarla completamente, pero al
instante cambio de opinión. Será demasiado para ser la primera vez. Acto
seguido, agarro la mordaza y se la coloco en la boca, mientras noto con
estupor que esta no protesta en ningún momento.
—Aylin… —susurro cerca de su rostro, tras colocarle la mordaza de cuero
—. En mi mundo no hay límites, ni palabras de seguridad. Debes saberlo.
Parpadea, ya que no puede hablar. Le doy un beso en la frente y deslizo
mis dedos sobre su cuello, con erotismo. Su suspiro despierta mis
encadenados y dormidos instintos. Pienso que no es normal la excitación
que me esclaviza ahora mismo, al verla de este modo. Tan vulnerable y
desprotegida.
Me he divertido mucho en el Templo, con multitud de mujeres y con
sumisas empedernidas, que hasta me besaban los zapatos. Pero lo que estoy
sintiendo en este preciso instante es indescriptible, algo que me deja sin
palabras y que, sencillamente, no tiene precio.
—Ahora está a mi merced, señorita Vega —murmuro en su oído.
Ella lo ha querido.
Mis manos alcanzan su pecho y su cálida piel me estremece. Entonces,
bajo mi boca a sus senos con mucho arrebato y succiono profundamente, ya
que sus rosados pechos me invitan a ello. Mientras que lamo
completamente su blanca piel, deslizo mis dedos hasta sus muslos y le
separo las piernas de una sacudida. La miro atento cuando se retuerce y solo
noto que cierra los ojos.
Me pongo de pie velozmente y la escaneo con mi vista, al mismo tiempo
que me quito la camisa azul lentamente. Cojo la fusta que hay sobre la
mesa. Juego con los flecos y la analizo. La placentera imagen de tenerla
atada delante de mí, llevando solamente aquellas ligas y sus braguitas
sumamente sensuales, hace que me sacuda de deseo.
Anhelaba esta poderosa sensación. La sensación de dominar, de atar, de
sentir el control absoluto. Y sí, soy así de maquiavélico, como el mismo
diablo. El diablo construyó su propio imperio de fuego del repudio, igual
que yo. Llegué a ser el líder supremo del mismísimo Infierno, tras haber
sido un mero esclavo. Aprendí del diablo y ocupé su puesto. Yo, Brian
Alexander Woods, asumí la responsabilidad de liderar el obsceno legado del
mismo demonio y así será hasta mi muerte.
Tenerla delante de mí me recuerda quién soy y, aunque disfrute con el
sexo, no hay punto de comparación con esto. Nada puede compararse con
verla a ella a mi merced, dejándose dominar. Es sinónimo de poder.
—Tenemos unas cuentas pendientes, ¿verdad? —Aprieto de nuevo los
flecos de la fusta entre mis dedos—. Hoy recibirá su castigo, señorita Vega.
Aylin lleva su mirada hacia arriba, a aquella barra de la cual queda atada
cuando me acerco con pasos sinuosos. Por un efímero instante, dudo de si
seguir adelante o no. Pero ella me invita con la cabeza. He de reconocer que
es una mujer con dos ovarios; hace menos de una semana era virgen y ahora
está atada en mi cocina, dispuesta a todo.
Acerco mi fusta a su cuerpo y la deslizo sobre su piel, encandilado.
Primero va el cuello, después bajo los flecos a sus brazos y, por último, a su
pecho. Desciendo mi fusta hacia sus muslos y la miro atentamente,
torciendo mi cuello. Estoy fascinado, tanto que no quiero perderme ninguna
de sus reacciones. Noto que hasta mantiene la respiración e intenta seguir el
rastro de la fusta sobre su cuerpo con su intranquila mirada. Sin éxito
alguno, por supuesto.
Sigo deslizando mi artefacto hasta su espalda y entonces dibujo círculos y
desciendo hacia sus ricas nalgas. Súbitamente aprieto la fusta y la sacudo
sobre su trasero, no con mucha fuerza, pero la suficiente como para que ella
dé un suave brinco. No lo ha visto venir.
—Sabes lo preocupado que estaba, ¿verdad? —Aprieto la mandíbula—.
Pensar que fuiste al cine con aquel chico…
Le sigue otro golpe, más fuerte. Ella se agita y abre los ojos, pero no es
una sacudida de abandono. Si así fuera, haría lo necesario para detenerme.
Pero sigo. Continúo paseando los flecos sobre sus senos y la miro.
—Aylin, esto es lo que me gusta. —Vuelvo a proporcionarle un suave
golpe—. Lo que me hace sentir que estoy vivo. —Le sigue otro más fuerte.
Ella aprieta los ojos y emite un pequeño grito, sin embargo, la mordaza se
lo impide. Noto que, tras aquella rozadura, la piel de sus bultos enrojece y
muestra cierta irritación. Entonces, sujeto sus voluptuosos senos y los
empiezo a besar, al mismo tiempo que aprieto su cuerpo contra el mío y
hago que me rodee con una pierna.
—Me vuelves… —La miro a los ojos— sencillamente… —Agarro su
trasero con la otra mano—… loco.
Me arrodillo y la obligo a colocar una pierna sobre mi hombro. Mientras
mi boca llega a la abertura de su ropa interior y la abro con una mano, con
la otra alcanzo el vibrador. Miro hacia arriba con el corazón a mil, necesito
desesperadamente analizar su rosto y oír sus gemidos. Me doy cuenta de
que sigue soltando sollozos que parecen de placer. A continuación, aprieta
los ojos, viendo venir lo que le haré.
Mi pequeña mujer está ya sumamente húmeda, de modo que me empapo
de su jugo antes de darle al botón de encendido. Acto seguido, mira para
abajo con curiosidad y entonces, aprieto más su muslo contra mi hombro.
—Te aseguro que te va a encantar. Como te dije, no sentirás solo dolor. —
Me relamo los labios.
Acerco el vibrador y abro bien la tela mojada de su entrepierna. Coloco la
cabeza del estimulador sobre su clítoris y presiono, a la vez que subo la
velocidad. Voy alternando velocidades y la invado con mi lengua con
demasiada ansía. Por su parte, empieza a agitarse, sin parar de soltar
sonidos, sonidos que quedan ahogados por la mordaza. Se está sacude con
violencia y disfruto viendo como todo su ser tiembla bajo mis manos. Sí,
está temblando de deseo. Cuando está a punto, detengo mi tortura y me
pongo de pie, volviendo a apoderarme de la fusta. Ella me sigue mirando
con atención.
—Señorita, ha hecho muchas travesuras. Necesita más azotes.
Estoy tan excitado, que las morbosas palabras me salen solas, al igual que
mi mano se mueve desinhibida, paseando mi artefacto sobre ella.
Inesperadamente, le proporciono otro merecido golpe y los flecos retumban
en su abdomen, esta vez. Ella da un suave brinco para atrás y me estoy
dando cuenta de que está temblando.
¡Maldita sea! Apretaría más, pero le haré daño.
¡Demonios, le quité la virginidad la semana pasada! Suelto la fusta,
pensando que es suficiente y me apresuro en quitarle la mordaza, mientras
toco sus mejillas, verdaderamente preocupado.
—¿Estás bien? —La miro, consumido por el remordimiento—. Te he
hecho daño, ¿verdad? Perdón, créeme, no he apretado mucho. Esto no es
nada comparado con lo que tenía ganas de hacerte. Voy a parar ya, ¿vale?
—balbuceo confundido.
Ella solo me fija con su mirada inexpresiva.
—¡Di algo! —suplico y la beso mientras paseo mis manos por sus brazos
—. No eres tú ahora mismo, la Aylin que yo conozco no se hubiese dejado
amordazar.
—Alex... —Se humedece los labios con calma, manteniendo el mismo
misterio—. Lo he hecho para demostrarte a ti mismo que serías incapaz de
hacerme daño. Yo ya lo sabía.
—Pero... —susurro.
No puedo hablar y es como si sintiera una bola de saliva en mi garganta.
No entiendo nada, de manera que solamente la bloqueo con mis caderas
contra la isla de la cocina, mientras la rodeo con mis brazos y apoyo mis
manos en la encimera de cuarzo.
—Estoy preparada, ¿lo ves? —dice en un suspiro.
—Entonces, ¿no te ha dolido? —pregunto, a la vez que acaricio sus
pechos, suavemente enrojecidos.
—Un cosquilleo.
Suspiro aliviado y me calmo al instante.
—¿Y esto? —pregunta de repente, señalando con la cabeza sus manos
tendidas, todavía suspendidas por la gruesa cuerda.
—¿Y si te desato después?
—¿Después de qué? —Frunce el ceño.
Yo también lo frunzo.
—Después de hacerte mía así, con las manos atadas —sugiero insinuante
y toco sus tendidos brazos—. Y, en realidad, debo decirte que no estás
preparada. Esta ha sido la primera sesión nada más. No sabes de lo que
puedo llegar a ser capaz, Aylin. No me conoces.
—Tú tampoco me conoces. Si me conocieras, sabrías que no tengo miedo
a nada.
—¡Ohhh!
Mi alma da un brinco. Ha usado las mismas palabras que yo usé tiempo
atrás, en esta misma casa.
«No me conoce en absoluto. Si me conociera, sabría que nunca sería
capaz de obligar a una mujer», rememoro.
Acaricio la piel suave que hay en el interior de sus brazos y, sin perder ni
un segundo más, agarro su trasero y la levanto sobre la losa fría de la isla.
—Eres una mujer valiente, pequeña. —Me apodero de sus labios—. Y
eres mía.
—No soy de nadie, Alex. Me pertenezco a mí misma, pero hoy… —Su
contundente voz en mi oído me provoca escalofríos—, hoy puedo ser tuya
completamente.
Su ansiosa boca se desliza sobre mi cuello y siento que me voy a comer a
esta mujer.
No aguanto más la excitación y siento una inminente explosión de
sentidos en mis partes bajas, de modo que mi paciencia ha terminado. Abro
sus piernas y me hundo en ella completamente a través de la bonita abertura
de esas bragas negras.
—Señorita Vega, no me obligue a amordazarla de nuevo —digo cuando
ella suelta un gemido e inclina la cabeza hacia atrás.
Le guiño el ojo. Todavía no me lo puedo creer. Aylin tiene las manos
atadas y la estoy haciendo mía sobre esta inmensa isla. El ardor nos funde
cuando empezamos a movernos frenéticos sobre la gélida encimera. Siento
sus convulsiones y la forma en la que aprieta sus muslos a mi alrededor, me
indica que mis embestidas han surtido el efecto deseado.
—Acabas de cumplir una de mis fantasías.
—¿Cuáles son las demás?
—Paciencia, pequeña… —Libero un agudo gruñido y agilizo mis
estocadas, mientras su embriagada mirada me alcanza.
—Hazlo dentro, Alex. —Presiona su mano en mi cabeza, cuando quiero
despegarme, bastante incrédulo—. Estoy con pastillas, no te preocupes.
«¡Ahhh, diablos!», maldigo en mi mente.
Su invitación hace que no pueda aguantar más y la clavo intensamente, al
mismo tiempo que aprieto su cuerpo con las dos manos. Invado su boca con
cierto salvajismo y, acto seguido, me derramo en su interior.
Siento que he tocado el cielo con la mano. Nuestras cadenciosas
respiraciones se enlazan y nuestras satisfechas miradas se admiran unos
momentos más, sin querer despegarse.
Pienso en lo maravillosa que es mientras beso su sudorosa frente. Pienso
en que me ha ganado, mientras permanezco unos minutos más en su
interior, abrazándola con calidez. Me encanta sentir su cuerpo y su alma
temblar y sé que ahora mismo es lo único que me da paz y hace que sienta
el equilibrio.
Lo único.
La miro abrumado.
Aylin es mía en cuerpo y alma. Objetivo alcanzado.
¿Qué más puedo pedir?
CAPÍTULO 28
LA PIEZA QUE FALTABA
Estamos sentados en el sofá amplio del salón de Alex, cenando tras haber
pedido comida a un restaurante árabe. He averiguado que tenemos eso en
común, nos gusta la comida con muchas especies, de modo que no nos ha
costado trabajo ponernos de acuerdo sobre la cena.
En la mesa de salón hay de todo: varios tipos de kebab, cuscús, falafel,
hasta tabule. También hemos hecho una ensalada con espárragos, otro gusto
que ambos compartimos, para mi sorpresa. Estamos disfrutando de la
comida y tomando unos enormes vasos de Coca Cola. Me encanta este
refresco, bendito el que lo haya inventado.
—¿En qué estás pensando? —pregunta Alex, al mismo tiempo que cubre
su cuerpo con una camiseta de manga corta. Es de noche ya y está
refrescando, pese a que su piso está condicionado para tener un ambiente
óptimo.
—En nada.
Me encojo de hombros y tiro de su camisa azul marino, que yace en mi
cuerpo y la he usado para salir del apuro. Mi vestido me resultaría bastante
incómodo. Noto que él se sienta en el sofá, a mi lado, tras colocarse
también un pantalón de deporte. De momento, acaricia mi pierna y me mira
sereno.
—Cuéntame en qué estás pensando.
Insiste en colarse en mi mente y atrae mi cuerpo hacia él. Entonces,
coloco mi cabeza sobre su pecho mientras disfruto del movimiento de sus
dedos en mi despeinado cabello. Envuelvo su cintura con mis brazos.
—Estaba pensando en que prefiero mil veces más este momento, que ir a
un restaurante elegante. Prefiero la intimidad que tenemos ahora mismo.
—Yo también —responde.
Alzo mi vista a él, ya que no esperaba semejante respuesta.
—¿De verdad?
—Sí —dice—. ¿Por qué te sorprende tanto?
—No sé, siempre vas vestido muy elegante y tienes toda la pinta de
preferir comer en un restaurante de lujo, a comer acurrucado en el sofá de tu
casa.
—Te equivocas. —Fija la cristalera con su mirada—. Esto me recuerda a
mi infancia.
—¿Colombia?
—Sí. Me acuerdo de cuando mi tía nos sentaba a mí y a mis dos primos en
una pequeña mesa, en su humilde cocina. —Sonríe distraído y mueve una
mano, señalando la mesa—. Recuerdo que siempre nos daba de comer
frijoles, huevos fritos, chorizo y arepa. La arepa me encantaba.
—¿Arepa? —pregunto y levanto mi cabeza de su pecho, con demasiada
curiosidad.
—Sí.
—¿Qué es?
—Es un tipo de pan, muy popular en Colombia y Venezuela. Es un
pequeño pan redondo, que puedes rellenar con lo que se te antoje.
—Tiene que estar muy bueno —digo—. ¿Echas de menos Colombia?
—No sabría decirte. Me vienen en la mente fragmentos.
—¿Qué fragmentos?
—Principalmente de cuando jugaba con mis primos. La hermana de mi
padre vivía al lado.
—¿Y cuándo te viniste a Estados Unidos?
—Creo que tenía sobre 10 años —contesta, a la vez que muerde un kebab
y le da un sorbo a su vaso de Coca Cola.
—Te viniste con tus padres aquí... —continúo y hundo mi cuchara de
plástico en el cuscús. Está delicioso.
—No, solo con mi madre.
Lo miro sorprendida y dejo de masticar.
—¿Se separaron? —pregunto con delicadeza, intentando no seguir
haciéndole preguntas incómodas, como siempre hago. Me he dado cuenta
de que debo darle tiempo para abrirse conmigo.
—No —responde de momento y coloca el kebab en una servilleta, sobre
la mesa—. Fue después de que mi padre falleciera.
¡Oh! Me llevo las manos a la boca, consternada. Pensaba que había venido
a Estados Unidos a vivir con sus padres, no solo con su madre.
—Lo siento mucho. —Le toco el hombro, apenada.
Recuerdo a aquel hombre que metió su cabeza en un barril llenó de agua,
siendo solo un niño y mi pesar desaparece al instante. Lo mismo recibió lo
que se merecía, aunque suene cruel.
—No te preocupes. Fue hace muchos años.
—¿Estaba enfermo?
—Más o menos. Fue un accidente.
Alex carraspea con gravedad y cambia su vista a otro lado. Dudo de si he
hecho bien en preguntárselo, puesto que, al segundo siguiente, evade el
tema completamente.
—¿Qué planes tienes para el fin de semana? —Se vuelve hacia mí.
—Ahm... —titubeo, pero finalmente le respondo, no quiero forzar la
situación—. Este fin de semana viajaré a Long Island para ver a mi familia.
—¿Cuándo te vas? —Abre sus párpados, asombrado, y se pasa la mano
por el cabello.
—El viernes, después de las clases.
—OK. La próxima semana no hagas planes, ¿vale? —añade y coge mi
mano entre la suya.
—¿Por qué?
Adoro sentir que descubriré algo nuevo a su lado con cada instante que
pasa. Aprieto mis dedos contra los suyos con una sonrisa, a la espera de su
respuesta. Sé que está preparando algo para los días que tendremos libres en
la universidad.
—El lunes por la tarde nos vamos de viaje, ¿entendido? —Me mira con la
misma ilusión que yo a él—. Así que, prepare las maletas, señorita Vega.
—¡Vaya! Será verdad que viajaremos de nuevo en el jet.
Agarro sus brazos, queriendo saber más sobre sus planes, de modo que
juntamos más nuestros cuerpos y nos acurrucamos los dos en el amplio sofá
gris aterciopelado.
—¿Y a dónde me quieres llevar?
—Si te lo dijera, no sería una sorpresa.
—Pero necesito saberlo.
—No lo creo —habla con cabezonería—. No puedes ser tan curiosa, debes
dejar las cosas fluir.
—Pero… ¿y si tuviera otros planes? —Lo miro con atención, deseando
ponerle a prueba.
—Pues, esa opción no existe para mí.
—Pero, ¿y si..?
—Te secuestraría, ¿vale? —afirma convencido y aprieta sus dedos contra
mis brazos.
—¿Te convertirías en un delincuente por mí, señor Woods? —Me oculto
la boca con una mano, frenando una carcajada—. Yo le veo un hombre
bastante legal, profesor.
Aleteo las pestañas en un modo inocentón.
—Ajam, «legal». —Frunce el ceño—. Si tú lo dices...
Me lanza una enigmática mirada y arquea la comisura de sus labios con
suavidad.
—Por cierto... —continúo—. ¿Cómo puedes trabajar en tantas cosas a la
vez? Es decir... ¿de dónde sacas el tiempo?
Pienso que debería aprovecharme de esta oportunidad y saber más cosas
de él, aunque le haga preguntas triviales. Le veo más abierto y dispuesto a
compartir conmigo detalles de su vida y eso me pone de buen humor.
—Pues, sencillamente me organizo bien. En realidad, en la universidad
doy clases nada más que seis horas semanales. Vuestro grupo y otro más. A
lo que más le dedico tiempo, es a la agencia y la investigación.
—¿Y aquel sitio?
Analizo sus facciones y espero que se olvide que minutos atrás me haya
dicho que todo es confidencial y que, según él, ahora mismo estoy en
prácticas. Me sigo preguntando, ¿estoy en prácticas para qué?
—Bueno…. —Mueve los labios con cierta agitación, pero lo sorprendente
es que me responde—. La verdad es que no paso tanto tiempo en el Olimpo.
Me encargo de los asuntos necesarios y listo.
—¿Y cuáles son aquellos asuntos necesarios?
—Gestionar, por ejemplo.
—Ahm, cierto —digo cohibida—. Se me olvidaba que debe haber mucho
trabajo detrás.
—Así es.
—¿Puedo preguntarte algo?
Jadea, al verme venir.
—Pregunte, señorita. —Noto su cara crispada—. Qué remedio…
—¿Qué es lo que ocurre ahí exactamente, Alex?
Me lanza una mirada inexpresiva, prueba de que mis preguntas ya no le
sorprenden en absoluto.
—Aylin, cuando te he dicho que no puedo desvelar nada, no bromeaba. —
Suspira—. Es el protocolo, ¿lo entiendes?
—¿Tan serio es todo? —Me siento en el sofá y lo miro—. Alex, ¿desde
cuándo necesitas firmar un documento para participar en una orgia o para
dejarte azotar?
—Ojalá fuera solo eso.
—¿Hay más?
—Bueno, lo irás comprendiendo —explica y empieza a pestañear deprisa.
—¿Cuándo?
La impaciencia de saber en lo que está metido mi profesor de Finanzas no
me deja vivir en paz. No puedo aguantarme las ganas de querer saber más.
—No lo sé con exactitud —añade—. Todavía te quedan unas cuantas
pruebas más. Cuando lo tenga claro, hablaremos de las cláusulas y, si
estarás segura, firmarás un documento, como te he dicho. No quiero que te
apresures, ni que firmes nada sin estar segura.
—¿Estás hablando en serio? Yo antes… —Se me traba la lengua—.
Pensaba que estabas bromeando.
—Es muy en serio, pequeña.
Desliza su mano sobre mi espalda y yo le acaricio el pecho, quedándonos
inmersos de nuevo en aquel aura de sensualidad.
—¿Cuál es la verdadera relación entre Lorraine y tú? —Me inclino sobre
él, rezando en mi cabeza de que me cuente de una vez por todas por qué
siguen casados.
—Aylin… —intenta hablar, pero le freno.
—O sea, tú dijiste que no la amas y queda claro que no tenéis una muy
buena relación. —Muevo las manos—. Doy por hecho que ella sabe de lo
nuestro, ya que en la fiesta de la casa del Senador Sanders me dijo que no
me haga ilusiones contigo.
—¿Qué más te dijo?
Su interés ha despertado y también se sienta en el sofá, quedando los dos
cara a cara.
—Que jamás podré darte lo que ella te da. Y que… te estoy distrayendo.
—No deberías hacerle caso, ¿vale?
—Eso no es tan fácil, ella es tu esposa y, si al menos comprendiera vuestra
relación… —digo esperanzada y aprieto su mano.
—No lo comprenderías —musita en el silencio de la noche y retira su
mano deprisa, cerrándose herméticamente.
Nada nuevo.
—Ponme a prueba.
Alzo el mentón, deseando mostrarle que, al igual que comprendí sus
peculiares gustos sexuales, también comprendería el motivo por el cual
sigue anclado en un matrimonio de mentira.
—Lorraine... —dice y carraspea de nuevo— me dio el cariño que nunca
recibí. El cariño de una madre, de una amante, de una sumisa. Me lo dio
todo.
Alex me aparta un tanto irritado y se levanta, dando unos pasos hacia la
cristalera de la terraza. Termina de colocarse delante de los enormes
cristales y se cruza de brazos, quedando de espalda a mí. Pienso en sus
palabras y reconozco que me encantaría que la realidad fuera otra. Confieso
que estoy deseando con todas mis fuerzas que me diga que ella ya no es
importante para él, o incluso que quisiera pedirle el divorcio.
«¡No sueñes con los ojos abiertos!», me regaño a mí misma.
Su actitud me demuestra que eso nunca pasará.
—Y, aun así, nunca la has amado.
—Así es.
—Pero ella a ti…
—Ella tampoco. Somos parte de Álympos, recuerda que seguimos una
doctrina.
¡Oh, dios! ¿De qué está hablando? Habla como si pertenecieran a una
secta. Me pongo de pie con mis terminaciones nerviosas entumecidas por lo
descabellado de su afirmación, y me acerco a él.
—¿Hablas en serio? —Arrugo el entrecejo, suspicaz—. ¿Piensas que no
puedes amar a nadie porque unas normas o una jodida doctrina te lo
impida? —Toco su brazo y sigo con mi verdad por delante—. Alex, ¡nunca
en mi vida he escuchado semejante estupidez!
Ahora mismo estamos los dos de pie, delante de la cristalera de la terraza,
inmersos en nuestra cómplice, pero a la vez, distante mirada.
—Te lo he dicho, no lo comprenderías.
Puedo concluir que empieza a alterarse por la forma en la que aprieta su
mandíbula y se revuelve el cabello con una mano. Incluso parece derrotado.
—En el amor no hay normas. No puedes dictarle a tu corazón no querer.
Hemos nacido del amor y estamos hechos para el amor —hablo
atormentada y toco su pecho en la parte donde se encuentra el corazón.
—Yo no —niega, a la vez que coloca su mano sobre la mía, con una turbia
mirada—. Por eso te dije que controlaras tus sentimientos, no quiero hacerte
daño, Aylin.
«Demasiado tarde», me recuerda mi jodida mente.
Pestañeo con los ojos vidriosos cuando me percato de su evidente gesto de
rechazo. A continuación, mi corazón empieza a latir con más fuerza y retiro
mi mano de su pecho, desesperanzada y sintiéndome estúpida. Estoy
recibiendo una vez más aquel duro azote de realidad. Aun así… Lo sigo
analizando perpleja. No sé por qué su mirada me da la impresión de que no
es totalmente cierto. No me puedo creer que la semilla de la duda se haya
convertido en mi mayor enemigo.
—Siento que tenga que ser así, ¿vale?
—Todo controlado, Alex —musito en voz baja.
Le doy la espalda. Le estoy mintiendo y no puedo permitir que sepa que,
en realidad, mi forma de ser hace que me haya encariñado con él más de lo
que debería. No puedo confesar que se ha convertido en alguien demasiado
importante para mí, en tan poco tiempo. Mi confesión lo ahuyentaría.
—¿Te conformas con esto que te estoy ofreciendo?
Su voz suena sincera. Me empieza a acariciar los brazos, de arriba –abajo
con movimientos constantes. Después estrecha mi cuerpo desde atrás,
proporcionándome un cálido abrazo. Posiblemente quiera recompensarme
por sus tan duras palabras.
Cuando siento su torso pegado a mi espalda, me aguanto una lágrima que
está a punto de rodar en mi mejilla. Me siento asfixiada, sin poder hablar.
Noto un repentino ahogo y una intensa vibración de sufrimiento en mi
pecho. Es como si mi alma estuviera convaleciente.
¿Es así el amor? Si es así, no lo quiero sentir.
—¡Ahhh! Aylin… —suspira con profundidad en mi oído—. Cuando lo
único que has recibido en la vida ha sido abandono, insultos y golpes,
sencillamente... dejas de sentir.
Me estremezco, pero no le interrumpo. Solamente me dejo llevar y
disfruto de su abrazo y del tambor de su corazón, cuyos latidos veloces
siento en mi espalda.
—Cuando nunca le has importado a nadie, tanto que ni si quiera tu propia
madre ha sido capaz de protegerte y quererte, tu corazón ya no existe. Está
muerto.
—No, no está muerto —suelto y me vuelvo bruscamente a él,
quedándonos de frente—. Alex, ¡escúchalo! Está latiendo —susurro—.
Solo debes escucharlo —añado emocionada y vuelvo a colocar mi mano en
su pecho.
—Es pura supervivencia. —Me atraviesa con los mismos ojos de hielo—.
Soy incapaz de sentir, ¿vale?
Su convicción me está destrozando el alma y, desgraciadamente, me doy
cuenta de que, por más que insista, él no cederá, ni me escuchará.
—Pero tú... —dice, perturbado, mientras acaricia mi mejilla.
—¿Yo qué? —pregunto.
Estoy deseando escuchar de sus labios algo que me dé esperanza y me
indique que debo ser paciente. Algo que me incentive para seguir a su lado.
Algo que me haga pensar que él podría ser aquel hombre cuyo rostro
borroso veo en mis sueños, aquel príncipe azul que me esperará en el altar y
me jurará amor eterno.
—Tú... eres sencillamente preciosa. —Me mira hipnotizado—. Eres la
diosa que necesito en el Olimpo. La pieza que faltaba.
Mientras continúa acariciando mi rostro, el color de sus ojos ha cobrado
intensidad y brillan. A él lo invade la ilusión y a mí la decepción. Sin
embargo, debo ser sensata. Vuelvo a repetirme por enésima vez que esto es
una aventura, una simple y jodida aventura. Es más, mi conciencia me grita
de debo aceptarlo ya.
Permanezco callada e intento volver en mí cuando Alex empieza a pasear
sus dedos sobre mi cuello y baja su mano sobre las curvas de mi cintura.
Me desabrocha la camisa azul botón a botón y me lanza aquella lasciva
mirada, la misma mirada que le sale cuando me desea.
Me desliza la camisa sobre los hombros y, una vez que esta cae al suelo. A
continuación, me examina minuciosamente, como si en este preciso instante
viera la octava maravilla del mundo.
—Eres una verdadera Diosa, Aylin. —Se deshace de su camiseta con
movimientos lentos y sus contraídos brazos hacen que aquella placentera
sensación me invada una vez más, en menos de una hora.
¿Cómo es posible?
Hago un borrón necesario en mi mente y me obligo a olvidarme del amor,
aunque sea por un instante. Estoy aquí por otra cosa. Y eso se llama…
lujuria.
—Pues esta Diosa quiere darte placer a su manera.
—Me gusta que tomes la iniciativa. —Levanta una ceja y aprueba con la
cabeza, un tanto sorprendido por mi atrevimiento.
—¿Podemos usar su jacuzzi, señor Woods? —pregunto con travesura y mi
dedo índice resbala sobre sus marcados pectorales.
—Por supuesto, señorita—. Se ríe—. Faltaría más.
Atrapa mi mano y me invita a seguirlo en dirección a la terraza. Nos
dirigimos al jacuzzi de al menos seis personas que hay en su enorme
balcón, arropado por una estructura de madera. La terraza entera está
acristalada y las luces de Boston brillan como puntos de luz en la oscuridad
en la distancia. Es un espectáculo brillante y de cuento. Es más que
placentero admirar la ciudad desde su terraza.
Noto que Alex pulsa un botón y el agua burbujeante comienza con su
frenesí.
—¡Vamos!
—Primero tú— respondo salerosa y le hago una señal con la cabeza.
Él acata mis órdenes y se quita el pantalón, dejando su bonito trasero al
aire. Después, se sumerge en el agua del jacuzzi, mirándome curioso. Yo
estoy ya como Dios me trajo al mundo. Le sigo hacia el interior del jacuzzi,
moviéndome con pasos seductores y me paso la lengua por los labios, ya
que los noto secos por la repentina excitación que me sacude.
—Estás aprendiendo…
Siento el agua burbujeante y sigo caminando hacia él.
—¿A qué te refieres?
—A seducir.
—¡No me digas! —Me ruborizo y casi patino en el resbaladizo fondo.
Típico de mí.
—No parece que seas la misma alumna torpe que me llenó de café hace
dos semanas.
—Yo no estaría tan segura. —Agarro su mano cuando me la ofrece—. No
te puedes fiar de mí.
—Bueno, espero que al menos no se te ocurra escalar aquí —Nos reímos,
absortos por el ambiente relajado que destila semejante sitio.
Enseguida, me siento encima de él dentro del jacuzzi y observo que me
sonríe mientras desliza sus manos sobre mis glúteos. El tacto de las
burbujas hace que me sienta más excitada todavía.
—¿Te gustan las burbujas?
—Sí, mucho —contesto mientras barro con mi vista la inmensa bañera—.
¿Y a ti?
—A mí me gustas tú, Aylin. Miento. No solo me gustas… —Sus
traicioneras manos se deslizan de mis nalgas a mi espalda—. Me fascinas.
Presiona su mano en la parte posterior de mi cabeza y me planta un
delicado beso. Un beso sumamente diferente a los que me tiene
acostumbrada. Le muerdo el labio con sensualidad, y juego con él, alejando
mi cabeza. Le estoy tentando una y otra vez y después retiro mis labios,
impidiéndole besarme.
—Paciencia, señor Woods.
Mientras, le sonrío insinuante.
—Niña traviesa —comenta con voz gruñona al notar que estoy
esquivando sus besos.
Entonces, ejerce más presión sobre la parte posterior de mi cabeza con
impaciencia y me empuja sobre él. Siento sus toscos labios enseguida y su
boca ahoga unos jadeos. Nos besamos como si no hubiera un mañana, con
mucho arrebato y desesperación.
—Querías jugar, ¿eh?
No tarda en girarme con fuerza y colocarme debajo de él en el agua, de
modo que el agua salpica agitada a nuestro alrededor.
—¡Ahhh! —grito, enloquecida.
Mientras tanto, él sigue devorando la comisura de mis labios y baja a mi
cuello, apretando su cadera contra mí. Nuestros ágiles movimientos hacen
que las burbujas del jacuzzi luchen con nuestros desnudos cuerpos.
—Quiero estar dentro de ti ya, Aylin. No aguanto más. ¿Sabes lo que
provocas en mí, ¿verdad?
Inmoviliza mi cintura contra el borde del jacuzzi y me penetra
tórridamente, arrancándome un profundo jadeo. Es imposible callarte la
jodida boca cuando llegas a conocer sus embestidas y te embriaga
continuamente con su manera de moverse entre tus piernas.
—¡Diablos! —gruñe poderosamente y muerde mi mentón.
Mis manos intentan abarcarlo todo y empaparme de todo él, mientras el
roce del agua en mis partes bajas, me provoca una insuperable sensación.
Resbalo más de una vez debajo de él y, lo siguiente que hago para
apoyarme, es colocar una de mis manos por detrás de su cuello. Me agarro a
sus hombros y lo miro a los ojos, al mismo tiempo que observo sus
facciones, encendidas por la pasión.
—Alex...
—Dime.
—Quiero ponerme arriba —propongo jadeante.
—Sus deseos son órdenes —responde este con una sonrisa.
Me libera e intercambiamos los sitios. Me agarra con un brazo, como si
pesara menos que una pluma y me coloca encima de él, mientras se deja
caer en el agua. Me acomodo sobre sus caderas y nuestros cuerpos mojados
empiezan a unirse. Aprieto su dureza en mi mano y me entra la impaciencia
cuando siento unos fuertes latidos y sus gruesas venas. Sin querer, recuerdo
aquel momento en el que lo probé también con mi boca y la atormentada
cara de Alex.
Siento un tremendo ardor en mi abdomen bajo y, sin más demora, me
deslizo suavemente hacia abajo hasta que lo entierro completamente en mi
interior. Alex suspira de placer y me toca las caderas con su inquebrantable
agarre.
Empiezo a moverme con precisión y elevo la cabeza, mientras cierro los
ojos. No tengo ni la más mínima experiencia en esto, pero el cuerpo es
sabio. Me sale de forma natural dejarme fluir y querer más cuando siento el
roce de su excesivamente agrandado miembro por dentro.
—¿Te gusta? —le pregunto cerca de su rosto.
Agilizo mis movimientos. El hecho de sentarme encima y moverme a mi
antojo, hace que sienta que tengo el control.
—No necesitas oír mi respuesta.
—Ahora tú estás a mi merced —susurro contundente y agarro su cabello.
—Me encanta estar a tu merced —afirma complacido.
Desciende su cabeza hasta mis pechos. Lame uno de mis pezones con
suavidad y, segundos después, lo oculta dentro de su húmeda boca.
¡Oh, Jesús!
Mis galopantes sacudidas y el alborotado agua hacen que me resulte muy
excitante ser yo la que toma las riendas y controla la situación. Noto la
creciente tensión y nuestros movimientos son envolventes y concluyentes.
El éxtasis no tarda en hacer acto de presencia y nuestros cuerpos quedan
anclados en una perfecta sintonía. Mientras tanto, nuestros ojos llenos de
paz, simplemente se encuentran. Nuestro aliento es cadencioso mientras nos
abrazamos, mojados hasta las pestañas. Llevamos una irradiante sonrisa en
la cara e intentamos calmar nuestra delatadora respiración.
—Eres verdaderamente una Diosa.
—No necesito ser una Diosa para hacerte disfrutar.
Nos volvemos a besar, meros esclavos de la implacable atracción que se
ha instaurado entre nosotros, mientras nos sumergimos en el agua
templada.
—Jamás pensé que me gustaría tanto tu casa —digo alegre, sin poder
retirar mis ojos de sus labios.
Acaricio su irresistible boca con la yema de mis dedos y cierro los ojos
cuando siento sus brazos enroscados alrededor de mi cintura.
—Mi casa es tuya.
—Estaba bromeando. —Me río, avergonzada.
No pretendía que él me dijera eso, claramente soy su amante, no puedo
venir aquí cuando se me antoje, salvo cuando vayamos a…
—Quédate a dormir conmigo esta noche, Aylin.
Lo miro atónita.
CAPÍTULO 29
¡QUEDAS ADVERTIDA!
—Vamos a ver los ingredientes —comento en voz alta y me rasco la
cabeza con dos dedos—. La arepa lleva harina de maíz. ¿Y dónde estará la
harina?
En estos momentos me encuentro en el piso de abajo, invadiendo la cocina
del profesor Woods, después de una noche de lo más divertida y lasciva. Me
froto la cara y pienso en el anti ojeras como solución a mis cansados ojos,
pero a la vez también pienso en qué le diré a Berta, tras no dormir en la
residencia. Solo le envié un mensaje de texto anoche, pero no me respondió.
Imagino que Bert estará bastante entretenida con Bram, de modo que ni se
habrá acordado de mí.
Miro el reloj de la cocina de Alex bastante somnolienta, mientras intento
darme prisa. Llevo puesta una de sus camisetas, de color gris oscuro, la cual
me queda bastante ancha, pero corta. Honestamente, espero no liarla, pero
de repente me ha apetecido prepararle en el desayuno el plato que le
gustaba de pequeño y que le recuerda a su infancia en Colombia.
—¿Cómo se llamaba esa torta?
Me llevo una mano a la sien, pensativa.
—¡Arepa, sí!
Enseguida empiezo a abrir las puertas de su sofisticado mueble de cocina,
en busca de la harina. Noto que Alex no cocina mucho y la clara evidencia
de ello es que en sus armarios sopla el viento, más que en mi nevera de la
residencia. No pierdo la oportunidad de meter mi nariz en la nevera
también, y la verdad es que aparte de unos pocos huevos, algunos
embutidos, yogures, un trozo de queso lleno de moho —supongo que será
uno de los más caros—, y leche, no encuentro gran cosa. Sin embargo, hay
mucha verdura. Fruta y verdura a mansalva. El profesor come muy sano, sin
duda.
Me hago con los ingredientes que me indica una receta que acabo de
encontrar en YouTube —mi fiel amigo y consejero— y me pongo manos a
la obra. En un bol preparo la masa, según las instrucciones que salen en la
pantalla de mi móvil. Una pizca de sal y listo. Dejo que la masa repose
durante unos minutos y pienso en la noche anterior con una sonrisa de boba
total. Pero una boba tremendamente satisfecha y feliz.
¿Qué más llevaba ese plato? Saco los huevos de la nevera y el chorizo.
Empiezo a cortarlo en una tabla de cortar y lo dejo todo preparado. El
siguiente paso es amasar y empiezo a darle forma a pequeñas tortas
redondas, tal y como salen en la foto. Me concentro con todas mis fuerzas
sobre lo que estoy haciendo y, desde el fondo de mi corazón, espero que me
salgan bien. Quiero sorprenderle.
Tras darle forma a las tortas, me dispongo a calentar un poco de aceite en
una sartén, al mismo tiempo que saco otra pequeña para los huevos y el
chorizo. Coloco cuidadosamente las pequeñas ruedas de masa y al mismo
tiempo empiezo a remover los huevos y los trozos de embutido, apenas sin
aceite. Seguro que al profesor no le gusta el aceite.
Mientras que la comida se está haciendo, también corto un tomate, un
poco de queso y aguacate y lo distribuyo todo en un plato. Sonrío satisfecha
al darme cuenta de que las tortitas se están inflando y aplaudo deprisa.
—¡Bien! —Miro preocupada en dirección a las escaleras del ático,
temiendo que este haya despertado.
Ya tengo cuatro, me faltan unas pocas. Distribuyo la masa restante en la
sartén y saco los huevos y el chorizo ya dorados en otro plato.
También pienso que sería buena idea hacer zumo de naranja, de modo que
saco las grandes y maduras naranjas de la nevera y pongo en
funcionamiento el exprimidor. Mientras estoy exprimiendo la fruta, estoy
leyendo por el grupo de chat, los mensajes que ponen mis amigos. Bram
anoche nos volvió a recordar que la fiesta del ascenso de su padre al final
será el sábado y espera confirmación. Le confirmo que iré, tras las
insistencias de todos. Sin embargo, debo encontrar una explicación urgente,
mis padres no querrán soltarme en todo el fin de semana.
Cuando termino de escribir, retomo el zumo de naranja, pero lo curioso es
que noto un intenso olor a quemado. Me sorprendo que huela bastante y
empiezo a mirar a todos los lados. Estaba sumamente distraída con el móvil
y debo ver de dónde viene el maldito olor. Pero no me da tiempo, puesto
que, en el mismo instante en el que tengo intención de darme la vuelta,
escucho una voz.
—¿Qué está pasando aquí?
Identifico a Alex cerca de la isla de la cocina y cuando dirijo mi vista
hacia la vitrocerámica, detecto una enorme llama en la sartén y también veo
con estupor que las toritas están carbonizadas.
—¡Oh, Dios mío! —pego un grito—. ¡Mierda!
Alex se adelanta. Quita la sartén del fuego rápidamente. —¡Menos mal!
—. Tira deprisa un paño sobre la sartén y reduce las llamas, pero no hay ni
rastro de las tortitas, están muy chamuscadas. Por mi parte, apago la vitro
temblando. Por poco, quemo su cocina.
Le miro atónita, con el corazón acelerado. Él se apoya con una mano en la
encimera y lleva su otra mano a la cadera. Estoy notando que viste nada
más que los pantalones del traje negro y lleva la camisa enteramente
desabrochada. Seguramente se la estaba abrochando, conforme estaba
entrando en la cocina, pero no le ha dado tiempo.
—¿Qué haces? —pregunta suspicaz y mueve una mano.
—Nada…
Apenas puedo hablar, en cambio, me centro en el desastre que acabo de
provocar.
—¿Es que ahora la has tomado con mi cocina? —lo escucho preguntar,
muy a mi pesar.
«¡No puedo ser más torpe, joder!», me culpo. Y eso que me estaba
alegrando de que iba todo estupendo.
Solamente lo miro y trago saliva, tras el tono serio que ha empleado
conmigo.
—Estoy bromeando. —Las comisuras de sus labios se arquean en un
modo adorable y concluyo que simplemente se estaba metiendo conmigo.
En el mismo momento en el que sonríe, coloca su mano en mi cadera y me
acerca a su torso desnudo.
Suspiro cuando noto su abrasadora piel y mi piel se eriza. ¿Por qué será?
—¡Qué gracioso, profesor! —Suelto un bufido.
—Buenos días, querida alumna.
Me sonríe y lo miro, abstraída. Se ve verdaderamente guapo, hermoso,
tremendamente atractivo. Lleva un aura especial esta mañana.
—Buenos días. No sé cómo ha pasado, Alex. Estaba haciendo zumo y
yo...
—Y tú has pensado deshacerte de mi cocina —puntúa, y con la otra mano
empieza a limpiar mi cara—. Espera... —Veo que se acerca más y queda
concentrado en algo.
—¿Qué?
—Tienes algo aquí —dice y empieza a sacudir mi rostro y cabello—. Tu
pelo está lleno de harina.
Empiezo a tocar mi cabello, un tanto avergonzada. No sé en qué momento
me he podido pasar las manos llenas de harina por mi pelo. Él sigue cerca
de mi cara y noto palpitaciones en mi pecho.
¿Cómo es posible que siempre me haga temblar? ¿Incluso recién
levantado?
—Quería prepararte el desayuno y, de repente…
—No pasa absolutamente nada. —Me sonríe—. ¡Tú eres mi desayuno! —
exclama en mi oído y besa mi mejilla de manera inesperada.
Yo también sonrío relajada.
—¡Vaya! ¿Qué es esto? —pregunta alegre cuando observa los platos de
comida sobre la isla de la cocina.
No le respondo, en cambio agarro la jarra de zumo y dos vasos.
—¿Acaso has preparado la comida de la que te hablé... anoche? —Se
sienta en una silla alta, delante de los platos y al mismo tiempo me fija con
su asombrada mirada.
—Sí. Solo faltan los frijoles. No tenías y, además, no creo que sea buena
idea comer frijoles en el desayuno.
Él todavía mira los platos embobado y alcanza una arepa con su mano. Se
la lleva a la boca y la saborea.
—Ahm, está esponjosa. Te ha salido muy bien. Se parece mucho a la de
mi tía.
—¿De verdad?
—Sí, está buena —dice, mientras mastica con ansias.
—Gracias.
Me siento halagada y mi crispación desaparece.
—Entonces no se le dan bien solamente las Finanzas por lo que veo,
señorita Vega. También cocina —añade y tira de mi cadera. Me hace un
hueco y me sienta sobre su pierna cuando me acerca a él.
—No diría lo mismo después de quemar casi la mitad del desayuno —
respondo divertida.
—Lo podré soportar. Todo se ve muy sabroso —sigue hablando—.
Gracias.
Me mira a los ojos durante un largo instante y percibo que ese «gracias»
que acaba de pronunciar, no es un simple gracias. Está cargado de emoción.
No puedo resistirme más al ver su cara tan adorable y le deposito un beso
suave en la boca, al mismo tiempo que juego con su nariz.
—De nada —murmuro—. ¿Quieres café?
—Siéntate. El café lo haré yo.
Me sienta rápido sobre la silla y se dispone a encender la cafetera.
—Alex, estoy pensando en que Lorraine nos podría encontrar en
cualquier momento. Sé que tenéis un matrimonio liberal, pero no me
sentiría cómoda si ella… ya sabes.
Bajo mi vista al suelo. No puedo olvidarme de la vergüenza que pasé
cuando Lorraine abrió la puerta y nos encontró juntos en el ático.
—No te preocupes, Lorraine ya no entrará aquí. Cambié la cerradura —
contesta para mi sorpresa, al mismo tiempo que coloca dos tazas de café
sobre la encimera.
—¿De verdad?
Agarro la taza y le doy un mordisco a una tortita. La saboreo y aplaudo
mi logro en silencio.
—Sí, no tienes por qué preocuparte. Por cierto, hoy tenemos mucho
trabajo. Debemos empezar con la edición del libro.
—OK —asiento, recordando que se nos echa el tiempo encima.
—Estaré en el despacho solo sobre media hora. Te encargaré las cosas
que tienes que hacer. ¿Decías que mañana te irás a Long Island?
—No, mañana es jueves. Me iré el viernes, después de las clases.
—Mañana necesito verte entonces —clama en un modo autoritario, al
mismo tiempo que le da un sorbo a su vaso con zumo.
—Y hoy…
—Hoy tengo muchos compromisos y no estaré en la ciudad.
Me rasco la cabeza, pensativa y desconfiada. No puedo no pensar que
igual Alex está viendo a más mujeres en los sitios a los que viaja por
negocios.
—Sabes que me encantaría que te quedaras aquí esta noche, ¿verdad?
Él se da cuenta de mis dudas.
—¿De verdad te gustaría que me quedara a dormir de nuevo? —inquiero
ilusionada y todas mis dudas se disipan. Noto lo enganchado que está a mí
por la forma en la que aprieta mi cintura y me proporciona húmedos besos
en el hombro y cuello.
—Sí —replica convencido.
—¿No es demasiado?
—No —niega—. Es más, hay algo más que me gustaría probar contigo.
Súbitamente, mis mejillas se sonrojan.
—¿Qué?
—Ya lo verás.
—Profesor, no sabía que podría tener tanto misterio —suelto sarcástica y
curiosa—. ¡No me digas que serán unas esposas esta vez!
—No quieras saber tantas cosas... —Me corta en seco y me guiña el ojo.
—Es solo una cosa, no son «tantas».
—Aylin… —Me da un beso casto en la boca—. Espera y lo verás. Es
algo que espero que te guste, una verdadera prueba de fuego —avisa
entusiasmado—. Necesito estar seguro de que estás preparada.
Me quedo pensando por un momento.
—¿Entonces a qué hora nos vemos mañana? — pregunto deprisa y me
humecto los labios.
Y sí, ya sé que la curiosidad mató al gato.
—Te llamaré y te escribiré estos días, no te preocupes.
—¿De verdad?
—Te lo prometo —Mira el reloj, ajetreado mientras mi alma da un brinco
—. Es muy tarde ya, ¡debemos irnos!
—¡Oh, sí! —exclamo preocupada.
—Aylin, esta tarde estaré en la agencia —titubea y vuelve a mirar su
Rolex—. Tenemos una reunión importante y no te podré llamar.
—No pasa nada, igual estaré muy ocupada. Llevo los estudios muy
atrasados —digo, sumamente agobiada.
—Tú puedes con todo. —Me guiña el ojo—. Confío en ti. ¿Y tú, confías
en mí?
Me mira por debajo de sus pestañas a la vez que sus dedos se mueven
veloces sobre los botones de su camisa. Me percato de su sospechoso
análisis, como si todavía hubiera algo de lo que dudara, o algo que no le
convenciera.
—Confío en ti, Alex. —Acaricio su rasposo mentón.
—Necesito que lo hagas.
—¿Por qué insistes tanto con ese tema?
—Porque debes confiar en mí si quieres pasar la siguiente prueba.
Unos trepidantes escalofríos recorren mi espina dorsal.

***
He viajado hasta Harvard en el coche de Alex, pero este me ha dejado en
una calle más abajo, de manera que he tenido que caminar unos pocos
metros. No deseamos que alguien se entere de nuestra aventura, es
peligroso tanto para él, como para mí y no podemos dar ni un paso en falso.
Unas horas más tarde, estamos disfrutando del descanso y nos juntamos
todos fuera de la facultad. Nos encontramos en los bancos los de siempre,
solo falta Rebe, que no ha venido hoy a clases. Lleva unos días con un
fuerte cuadro viral, el cual posiblemente se lo haya pegado Bert.
—Lyn, dijiste que este fin de semana te irías a Long Island ¿cierto? —
pregunta Adam, que se sienta en un banco, a mi lado.
Todos sujetamos unos pequeños vasos de espresso y mostramos cara de
estrés y de estar hasta las narices de estudiar. Esta semana estamos
empezando con la tenebrosa época de exámenes de la universidad, y,
aunque no sean los exámenes oficiales, sino puros simulacros, debemos dar
la talla e ir bien preparados. Sin duda alguna, nos espera una temporada de
lo más intensa.
—¿Tienes ganas?
—La verdad es que sí. Llevo ya tiempo sin verlos. Tú tienes suerte al ser
de Boston —digo.
—La verdad es que sí —asiente—. Mi hermana, Mia, siempre dice eso.
—¿Dónde estudia tu hermana?
—En Los Ángeles.
—¡Guau! —exclamo—. California está muy lejos.
—Imagínate. Por cierto, la presentación de ayer en Finanzas os salió muy
bien —añade este y me mira alegre.
—Bueno, nos costó bastante. —Me encojo de hombros—. A vosotros
tampoco os salió mal —añado.
—Mejor ver las notas, antes de decir eso. Woods es engañoso —comenta
con una estrepitosa voz.
Tiene razón. El profesor es engañoso, es más, nadie podría imaginarse
cómo es debajo de esa coraza. Sonrío, perdida en mis pensamientos.
—¡Lyn! —Bert interviene—. Vente a almorzar con nosotros.
—No creo que sea buena idea, me encuentro cansada —le digo con cara
muy seria—. Prefiero ir a comer algo y a echarme una siesta.
—¡Ya veo que anoche no dormiste mucho, ragazza!
¿Será cabrona? Ella sabe perfectamente que no pasé la noche en la
residencia.
—¿Qué pasó? —pregunta Adam deprisa—. ¿Insomnio?
Me ruborizo al recordar mi supuesta noche de insomnio, revolcándome
con el señor Woods.
—Algo así…
—¡Ha tocado ya! —suelta Bert y nos hace una señal con la mano.
***
Tras unas dos horas más de clases, mirando las musarañas porque no he
sido capaz de concentrarme en la explicación de la profesora, —después de
estar todo el rato pensando en la noche que pasé con Alex—, me despido de
mis compañeros en la salida de la facultad.
Camino deprisa hacia la residencia, valorando en mi mente por qué tarea
empezar para así tener la noche libre y poder leer o simplemente relajarme,
viendo alguna película, de las empalagosas que tanto odia Bert. Pero esta
noche la castigaré en ese modo, se lo merece después de dejarme en
evidencia delante de Adam.
No consigo llegar a la entrada de la residencia, ya que, repentinamente,
escucho una voz de mujer llamándome.
—¡Espera! —dice la voz.
Me doy la vuelta y aprieto las carpetas con los apuntes a mi pecho. Estoy
a un paso de la entrada principal cuando observo con estupor que la mujer
que me estaba llamando no es ni más ni menos que Lorraine.
¡Por Dios!
La señora Woods acaba de salir de un pomposo automóvil —marca
Maserati— después de que alguien parecido a un chófer le abra la puerta.
¿Tiene hasta chófer?
Me quedo bloqueada en medio de la acera, mientras veo que esta se
acerca deprisa a mí. Analizo el traje celeste ajustado y perfecto que lleva
puesto, ya que Lorraine viste siempre de manera impecable. Perfecta y
elegante, como una verdadera dama. Cosa que no es.
—Espera. —Vuelve a repetir con cara larga y mueve una mano.
Me giro y pienso que ojalá alguien me ahorrara el mal trago que sé que
me espera y desapareciera ahora mismo de aquí por arte de magia. Yo o
ella, no me importaría mucho, a decir verdad.
—Hola —saluda amable.
—Hola.
—¿Cómo estás? —pregunta.
La miro atónita y con una ceja en alza. ¿Acaso esto es el aperitivo suave
antes del plato fuerte?; en otras palabras, antes de que me suelte que soy
una zorra que le está quitando el marido.
—Lorraine... ¿qué quieres? —Muevo mis brazos, sin estar dispuesta a ser
una más en su pérfida obra de teatro.
—Hablar contigo.
—Dime, tengo prisa.
—Veo que estás siendo cada vez más desvergonzada.
Su contestación me parece insultante. ¿Qué piensa esta mujer, que me va
a acobardar?
—Te advierto que no te permitiré que me vuelvas a faltar el respeto —le
amenazo con un dedo y me acerco a ella.
—Querida Aylin... —Suaviza su voz— ¡qué engañada vives! ¿No te estás
dando cuenta?
Su burlón tono de voz y actitud altiva hacen que me entren ganas de
girarme y dejarla plantada. La mujer de Alex sigue con su juego peligroso
de intentar manipularme.
—¿Por qué has venido? —le suelto y muevo la pierna, al mismo tiempo
que siento una tremenda ansiedad golpear mi pecho.
—Para decirte que es tu ultima oportunidad para retirarte.
¡Aquí no estamos en la jodida fiesta de Bram y esta mujer me va a
escuchar!
—¿Y si no quiero? —le encaro, verdaderamente cansada de su actitud.
—Sigues pensando que tienes algo real con él, ¿cierto?
¡Oh, joder!
—No, lo que pienso es que, si tienes que reprocharle algo a alguien, este
debería ser tu marido, ¡y no yo!
—Lo que hable con mi marido es mi problema, ¿vale?
Aprieta los labios en cólera, yo ni siquiera parpadeo y no sé porque
diantres no me he ido ya. No estoy para perder el tiempo.
—¿Piensas que está enamorado de ti? ¡No lo conoces! —Me grita en
plena calle.
Miro a mi alrededor desconcertada y avergonzada y entonces, avanzo un
paso en su dirección.
—¡No importa! —exclamo—. Confío en él.
—Eres más ingenua de lo que pensaba. ¿No ves que simplemente te está
usando?
—Déjame decirte que… creo que tú eres la engañada —opino con
crueldad y confieso que, cuando ella está cerca, me sale aquella vena cruel
de mujer celosa—. Lorraine, tu marido está feliz conmigo.
—¡Vaya estupidez! —Le sale una sonora risa, la cual se me antoja
diabólica.
—¡No voy a perder el tiempo!
Me quiero dar la vuelta para salir de aquí echando humo, pero ella me
alcanza con su voz y hace que me detenga.
—No sé lo feliz que lo haces tú, pero sé lo feliz que está conmigo. Me lo
dijo el otro día, mientras me follaba.
Intento no derrumbarme y solamente me llevo la mano al cabello y
arreglo mi pelo con calma. A la vez, siento un nudo en la garganta y cierro
los ojos, enojada.
—¿Y ahora qué? ¿Quieres saber también cuántos orgasmos me dio?
Su aguda voz molesta mi tímpano de manera desmesurada. Se me hiela la
sangre. El corazón se me para. Posiblemente ella tenga razón, aunque me
cueste reconocerlo.
Al principio daba por hecho que seguían manteniendo relaciones, no
podía ser tan ingenua, por supuesto. Sin embargo, después, veía a Alex tan
absorto y pendiente de mí, que realmente pensaba que podría llegar a ser
especial para él. Debo ser fuerte y echar las dudas de mi mente. Él no se
acostaría con nadie y con ella menos.
—¡No necesito detalles de tu vida privada! —respondo con asco.
—Te lo digo por si se te has olvidado de que eres la amante.
—Sabes que no te quiere, Lorraine —subrayo—. ¡Y tú a él tampoco! Él
mismo me lo dijo —intento hablar con serenidad.
—¿Querer?
Suelta una carcajada de la nada. No sé cuánta gracia tiene todo este
maldito embrollo para que ella se lo tome a burla.
—Querida señorita Vega, él y yo nos entendemos a nuestra manera. Nadie
me conoce tanto como yo a él, y nadie lo conoce como yo lo hago.
Tenso los ojos y sigo enfrentándola.
—Por eso cambió la cerradura de su piso, ¿verdad? —pregunto nerviosa.
Espero que Alex no me haya mentido, peor la reacción de ella me indica
que es cierto. La maldita rubia me agarra el brazo de repente y me mira con
un cierto toque de demencia.
—Una cerradura es lo de menos, ¡y ni tú ni nadie se va a interponer entre
nosotros! —amenaza—. Lo que hay entre nosotros es mucho más fuerte
que eso.
Permanezco callada, sin poder de réplica. Y no porque no se me ocurriera
algo, sino porque no tiene sentido. Es la típica mujer que es capaz de pisar
por encima de quién sea. Tiro de mi brazo para deshacerme de su agarre,
pero ella sigue.
—La mala noticia es que como no salgas de su vida, acabarás como Beth.
Embarazada, en depresión y finalmente bajo tierra.
El aliento me falla cuando oigo su comentario.
—Hasta luego —procuro darme la vuelta deprisa, no quiero escuchar ni
una sola palabra más.
—Brian es más malvado de lo que piensas, tanto que hasta obligó a su
amante abortar. Nunca te dará lo que quieres, ¿vale? —Grita detrás—.
¡Nunca!
—Lorraine, te repito: la estás tomando conmigo y no es conmigo con
quién la debes tomar —respondo de vuelta.
—Por supuesto que esto va contigo. —Mueve la cabeza, asintiendo—.
Eres la pequeña zorra que se está revolcando con él y la cual acabará con
otro bastardo en sus brazos.
—¿Qué? —La miro horrorizada.
—Eso si no te tiras desde un puente antes.
La miro con ojos agrandados, con la cabeza dándome vueltas y al borde
de una taquicardia. Aprieto el puño. El ruido molesto de sus tacones sobre
la acera chirria en mis oídos. Ni siquiera he tenido la oportunidad de
defenderme, ¡maldita sea!
—¡Quedas advertida!
La miro con perplejidad cuando veo que se da la vuelta y me chilla a todo
pulmón, antes de tomar la pose de «dama letal», y montarse en el coche,
después de que el chófer le abra la puerta.
Me giro con las piernas temblándome y me aguanto el llanto. Me ha
gritado y me ha humillado. Me está buscando en la residencia, con lo cual,
sabe dónde puñetas vivo.
¿De qué hablaba esta mujer? Me muerdo las uñas, a la vez que las llaves
se me caen al suelo, sin ser capaz de abrir la puerta de nuestra pequeña
habitación de la residencia.
«Beth», busco en mi mente.
Acaso con Beth ha querido referir a Elizabeth Stuart, ¿la chica inglesa,
abogada de éxito que se tiró de un puente hace dos años y se suicidó?
Rebe dijo que el profesor estuvo involucrado en un escándalo hace unos
años y que salió ileso tras ser considerado sospechoso. ¡Debe ser esa mujer,
encajan todos los detalles! Sollozo con gravedad, mientras me siento sobre
la cama, descompuesta. Me froto las manos sin parar. Es mi manera de
calmarme cuando me encuentro en una situación de estrés, mi psicóloga me
lo sugirió tras el episodio de mi adolescencia.
¿Fue Alex capaz de obligar a Beth a abortar? ¿Sería él capaz de eso?
Mi aliento se dispara.
CAPÍTULO 30
TE PERDÍ
EL PROFESOR
Escucho hasta mi respiración. Los nervios me funden y, acto seguido,
decido recurrir a lo más fácil —pero menos sensato— que se me ocurre
ahora mismo: echarme un trago. No, de hecho, necesito varios tragos. Me
aflojo el nudo de la corbata. No, mejor me la quito, ¡qué puñetas!
Miro el reloj. Faltan menos de quince minutos hasta la hora a la que he
quedado con Aylin. He estado ocupado yo mismo con nuestros puntos de
entrega, y el tiempo se me fue volando. Ella en cambio, sabe otra versión
muy distinta a la realidad. Piensa que he estado viajando fuera de Boston
por distintos motivos.
He intentado llamarla esta mañana, pero no me ha respondido, solamente
me ha puesto un breve mensaje. Incluso me he ofrecido para ir a recogerla a
la residencia, sin embargo, me ha hablado en un tono seco, dejándome claro
que no era necesario. Me ha dicho que cogería un taxi para venir a mi casa.
Pienso seriamente en su tono de voz y por dentro, espero que no le pase
nada. Intento animarme a mí mismo, pensando en que seguramente está
agobiada por los exámenes. Lo que menos me puede pasar esta noche es
que esté de mal humor, puesto que, necesito más que nunca que lleve bien
la sorpresa que le tengo.
Empiezo a darme vuelta, totalmente bloqueado y con unas ganas
tremendas de verla. Me llevo la copa a la boca. ¡Diablos! Sin esta última
prueba, sería impensable que Aylin entrara en aquel mundo de manera
voluntaria. Ese mundo no es para mujeres delicadas o débiles. He revisado
en mi cabeza miles de veces cuál sería la mejor decisión, pero necesito
desesperadamente salir de dudas.
La señorita Vega es una mujer valiente, juzgando por los acontecimientos.
Me demostró que pudo con todo el volumen de trabajo que le encargué, me
ha plantado cara las veces que ha hecho falta y accedió a probar mis
técnicas sadomasoquistas con ella. Además… me dijo que confiaba en mí.
Me paso una mano por el mentón. Si Aylin resultará ser apta, dudo que se
conformará con ser Ninfa. Y eso es porque su perspicacia y fortaleza le
proporcionan las cualidades necesarias para ser Diosa.
Agarro el teléfono, casi se me olvida que tenía que realizar una llamada.
—Hola
—Jack, debemos hablar —hablo con voz gutural y me termino el vaso.
—Brian, necesito que mañana por la noche estés aquí, sabes que el comité
se retrasó por tu culpa.
—Hoy estaba ocupado, pero lo he dejado todo preparado —aviso—. Sin
embargo, el sábado no podré asistir.
—¿Por qué?
—Lorraine y yo tenemos un compromiso y debo acudir como
representante de Harvard.
—¿Iréis a la fiesta de Sanders?
—Sí. —Voy al grano—. Jack, serás tú el que recibirá al gobernador.
Asegúrate de tenerlo contento, ¿entendido? Sabes qué maneja, nos beneficia
tenerlo de nuestro lado.
—Vale, pero te tendrás que encargar del siguiente transporte —afirma—.
No podemos permitir cometer el mismo error. Yo estaré fuera casi una
semana.
—Jackson, ¡no hables en plural, demonios! —Aprieto los dientes. Me
enfurece que este nunca asuma su culpa, es un jodido cobarde.
—Bueno, Brian, quedas avisado.
Escucho el timbre y me asomo para ver qué me muestra la cámara
exterior. Espero a dos personas.
—Te tengo que colgar —digo deprisa y pulso el botón rojo.
Reviso el correo mientras pasan unos minutos. Cuando oigo unos golpes
en la puerta, abro frenético. Y ahí está él. El chico que he mandado a llamar.
—Entra —ordeno dubitativo.
El chico no dice nada, solamente agacha la cabeza, mostrando sumisión.
Es lo que debe hacer ante mí.
—A la derecha tienes una habitación. Puedes quitarte la ropa ahí. Lo
tienes todo dentro, ¿vale? —le indico—. No tardes.
Él solamente asiente con la cabeza.
Está empezando a oscurecer y Aylin no aparece. Lleva diez minutos de
retraso y me estoy poniendo de los nervios, culpándome por haberle hecho
caso. Debí haberla recogido y asegurarme de que vendría. La incertidumbre
me puede. He hecho esto con muchas mujeres antes, pero no sé porque esta
vez estoy tan nervioso. Para mí, esto se ha convertido en una rutina, es casi
automático, pero...
¡Maldita sea! ¿Por qué ahora mismo me viene en la mente su imagen
debajo de mí, mientras le quitaba la virginidad?
Tras diez minutos en los que no he parado de dar vueltas, pensando en que
no debí hacerle caso, escucho el timbre y me quedo helado. Miro la puerta,
indeciso, ya que sé que es ella. Vuelvo a mirar en dirección a la habitación
donde se ha metido el chico para cambiarse.
Abro.
Ahí está ella parada, delante de mi puerta. Preciosa, como siempre. Hoy
lleva un mono vaquero que tiene varios botones, desde el cuello hasta sus
muslos y también unas medias oscuras, al igual que una chaqueta de cuero,
de color negro. Su pelo dorado está recogido en una cola alta y muestra un
sutil maquillaje.
—¡Hola! —saludo titubeante y le doy un beso apretado en la boca.
Ella me aparta despacio mientras desvía su atención, y eso me obliga a
volver a mi sitio. Solamente le hago un gesto de invitación con la mano y el
sudor me funde completamente, presintiendo que algo le ocurre.
Cierro la puerta y noto que tira su chaqueta sobre una mesita que hay
junto al sillón.
—¿Qué tal? —pregunta, escaneando su alrededor.
—Bien —respondo inseguro y ajusto mi voz—. ¿Estás bien?
—Sí.
Su respuesta y actitud no me convencen, debe haber algo.
—Pero necesito que hablemos —agrega—. Quería preguntarte algo, Alex.
No nos da tiempo a seguir con la conversación, puesto que se oye un ruido
de la habitación adyacente.
—Después hablamos si te parece, ¿vale? —Me apresuro en aproximarme
a la puerta—. Aylin, ¡te tengo una sorpresa!
Me vuelvo en su dirección y abro mis brazos, mostrando alegría y
serenidad. Una infame mentira.
—¿Qué sorpresa? —Su rostro se ilumina al instante.
—¡Espera! —exclamo emocionado, intentando darme ánimos de que todo
irá bien—. Ahora vuelvo.
Ella avanza en mi dirección, confundida al verme actuar de esa manera.
Abro la puerta de la habitación, sin demora alguna y miro al chico. Su
desnudez sobresalta y su cuerpo tonificado es sencillamente perfecto. El
hombre lleva una tela blanca alrededor de su cuerpo y una máscara dorada,
siguiendo mis indicaciones al pie de la letra. Sus rasgos masculinos
combinan muy bien con el antifaz. Ahora bien, lo único que espero es que a
ella le atraiga y despierte sus instintos, ya que me he esforzado bastante y
he elegido a uno de los mejores chicos que tenemos en el Olimpo. Mi
intención es recrearlo todo y que Aylin esté segura cuando vaya a dar el
paso de ingresar en Álympos.
—Puedes salir. —Hago una señal con la cabeza.
Este da un paso fuera de la habitación y queda expuesto, delante de ella.
—Esta es la sorpresa que te tenía, pequeña.
Analizo su reacción, inquieto. Aylin queda inmóvil y examina al chico de
arriba-abajo, al mismo tiempo que frunce el ceño. Intento leer la expresión
en su rostro, pero no veo nada. Es como si su rostro se hubiera convertido
en una hoja de papel en blanco, sin letra alguna o sentimientos de por
medio. Su cara es terriblemente pálida, es más, parece puro bloque de hielo,
simplemente no refleja nada.
Me empiezo a alarmar, y no sin razón.
—No te gusta la sorpresa, ¿verdad? —pregunto sospechoso cuando noto
que no suelta ni una maldita media palabra.
Camino hacia ella velozmente y le toco el brazo. Sus rasgos permanecen
quietos y es como si hubiese entrado en trance, incluso diría que hasta se le
ha olvidado respirar. Aprieto su hombro, intentando llamar su atención,
pero su mirada sigue fija en el chico y ni gira la cabeza hacia mí.
—Aylin…
De un golpe, retira su hombro y da un paso hacia un lado, sin dirigirme la
vista. Sigue sin sacar ni el más mínimo sonido.
¡Mierda! Esto no pinta nada bien.
—Te puedes retirar.
Jadeo furioso y avergonzado y, acto seguido, le hago una señal con la
cabeza al chico. Este entra en la habitación, recoge su ropa y se pone nada
más que los pantalones y los zapatos. Al cabo de unos instantes, durante los
cuales Aylin continúa mirando la jodida puerta donde se ha metido el
pornos y yo me paseo con las manos en los bolsillos, este abandona el
cuarto. Lo llevo a la salida mientras viste su camiseta deprisa.
Cierro la puerta de mi ático cabizbajo y confieso que estoy muy
confundido, debo saber qué estará pensando ella ahora mismo. Sospecho
que nada bueno. Permanece quieta y con la mirada perdida.
Me acerco y rozo su cadera con delicadeza. Necesito respuestas
desesperadamente, pero sobretodo, necesito saber cómo está ella.
—Aylin, ¿qué...?
Sin previo aviso, estampa mi cara con su mano derecha. El golpe preciso
de su mano sobre mi rostro retumba ruidosamente y noto el cosquilleo en
mi mejilla. Percibo la irritación en mi piel y llevo mis dedos a mi enrojecida
cara, agónico.
Definitivamente, esto no pinta nada bien.
Empiezo a hervir por dentro y todos mis sentidos se agudizan. No lo he
visto venir. ¡J-O-D-E-R! Esta mujer me pone a mil, hace que mi cólera
aumente en segundos, pero también hace que mi deseo y pasión por ella
florezca con cada segundo que pasa. Los incesantes golpes parecen que
romperán mi pecho y la frustración de que las cosas no hayan salido según
lo planeado, me arrodilla.
—¿Qué diablos haces? —Me inclino sobre ella, consternado—. ¿Me
quieres pegar? ¡Venga! ¡Golpéame!
—¡No tengas la caradura de sentirte ofendido, maldita sea! —Me empuja
con fuerza—. ¡Un paso más y no respondo!
De momento, mueve su mano en el aire y sus ojos reflejan…
¡Ohhh!
Odio. Ira. Desprecio.
—Recuerda con quién estás hablando, Aylin. Recuerda que estoy muy
acostumbrado a golpear y que me golpeen ¡Estás delante de un sádico! —
Aprieto los dientes, sin creérmelo todavía.
Jamás pensé que reaccionaría en un modo tan violento.
—¡Lo eres! —chilla a todo pulmón—. ¡Eres un sádico y un jodido
pervertido! —Mueve los labios con ira, tremendamente nerviosa—. ¿Y
sabes qué más, Alex? ¡Lo peor de todo es que estaba ciega! ¡CIE-GA! ¡No
lo quería ver! —continúa con rencor, a la vez que retrocede un paso.
Me acerco a ella asombrado por su reacción y, al instante percibo el miedo
en sus ojos cuando mi torso roza su pecho. Pero no me detendré, me tiene
que escuchar.
—¿Qué haces?
Tiembla cuando la acorralo entre el sofá y el mueble. La verdad es que no
puedo permanecer lejos de ella ni un segundo.
—Escúchame, por favor… —Deseo abrazarla, pero ella me empuja
velozmente y me obliga a retroceder.
—¡Cállate!
Me sacudo y doy un brinco para atrás cuando sus dedos queman mi piel.
La miro embobado cuando intenta apartarse de mí y camina lanzada hacia
la puerta, queriendo irse. Pero no se lo permito, de manera que le agarro el
brazo, casi al vuelo. No, no voy a permitir que se vaya de mi maldita casa
sin al menos escuchar mi versión.
—¿A dónde crees que vas? —pregunto, tensionado por la furia—. ¿A qué
estás jugando, Aylin?
—¡Suéltame! ¿A qué estás jugando tú?
—¡No entiendo nada! —contesto bloqueado.
Me siento en la obligación de soltarla cuando empieza a retorcerse bajo
mis dedos.
—¡No hace falta que entiendas, igualmente no lo entenderías!
—Pensaba que lo tenías claro —continúo hablando con incertidumbre—.
¡Pensaba que ibas a estar dispuesta a hacer todo lo que yo te pidiese!
—¿Cómo lo has podido hacer? —Me pregunta con una tremenda
decepción en su mirada—. Esa era tu sorpresa, ¿eh? —Levanta la barbilla
desafiante.
—Dijiste que querías ingresar ahí. —Le recuerdo confundido y cortante
—. ¿Cómo pensabas hacerlo? ¿Cómo pensabas ingresar en un sitio como
ese?
—Hiciste lo mismo con Beth, ¿verdad?
Agrando los ojos, asombrado.
—¿De qué estás hablando? —Vuelvo a agarrar sus brazos, bruscamente.
La fulmino con mi mirada. ¿Cómo demonios sabe ella de Beth? ¿Acaso
vio el mensaje que me envió Lorraine en Miami?
Respiro asfixiado y aprieto más mis dedos en sus hombros,
inmovilizándola completamente.
—¡Responde! —rujo.
—¡Elizabeth Stuart! —Se sacude, mientras muestra un evidente ataque de
ansiedad—. ¿Hiciste lo mismo con ella, ¿verdad? La perseguiste, la
conquistaste, la metiste en ese sitio…
Su angustiosa mirada me parte por dentro y me destroza completamente.
Sin embargo, no se detiene ahí.
—¡La dejaste embarazada y se suicidó por tu puta culpa! —Me remata
con una única frase.
Miro sus ojos centellantes y sus desencajadas facciones y temo a lo que
pudiera pasar a continuación. Temo que ella jamás me perdone.
—¡No te atrevas a hablar de algo que no sabes! —Aprieto más mis dedos
en sus carnes—. ¡No es lo que piensas, te lo aseguro! Déjame explicarte...
Siento mi pecho encogido. Me aterra la idea de que ella piense lo peor de
mí.
—No pierdas tu tiempo en explicarme nada, Alex. Visto lo visto, no tienes
ningún jodido corazón en tu pecho —habla sumamente desengañada y me
golpea el torso con la mano— ¡La mandaste a abortar!
—¡¿Qué?! ¿De qué diablos estás hablando, Aylin? —Sacudo su brazo y la
acerco más a mí.
Mi corazón se detiene de repente. Los recuerdos me invaden, recuerdos
que quería enterrar y olvidar. No puedo pensar en el aborto de Beth sin
estremecerme.
—¡No me sorprendería en absoluto! Después de esto… —Me mira
confusa y dolida—, me espero a cualquier cosa de ti…
—¡Eso no es cierto!
—¡No voy a creerme ni una puta palabra tuya, Alex! —contesta con
resquemor.
—¡Aylin! —grito—. ¡Para ya! ¿Quién te contó de Beth? Fue Lorraine
¿verdad? —Agarro su cadera y la intento tranquilizar, pero me es casi
imposible. Se retuerce y lucha conmigo. —Por favor, tranquilízate…
Pese a que le hable en un tono más suave, esta me vuelve a empujar y
parece poseída, demostrando una fuerza arrolladora.
—Sí, ¡fue ella! —grita—. ¿Vas a negarlo?
—No voy a negar lo que pasó, pero te dije que hay cosas de las que no
puedo hablar y…
Mi voz tiembla y no sé de qué forma contárselo sin darle demasiada
información sobre quiénes somos. ¡Maldita sea! No sé cómo abordar la
situación.
— ¡Qué estúpida he sido, por Dios! —susurra escéptica.
Se lleva una mano a la cabeza y mira el suelo, confundida.
—No la creas, por favor... —imploro—. Confía en mí, Aylin. —Muevo
mis manos desesperado e intento atraparla y acercarla más a mí.
—¡No-te-cre-o! —dice de manera pausada.
—Yo no sabía nada del aborto, además... —Una súbita taquicardia se
adueña de mí y entro en pánico—. ¡No tengo por qué darte explicaciones!
¡Siempre te empeñas en meterte en mi vida, joder! —grito enloquecido.
No lo voy a permitir, no voy a permitir que ella meta sus narices en todo y
piense que tiene algún derecho en cuestionar mi presente y mi pasado.
—¡Perdón! —responde indignada—. La verdad es que... me equivoqué en
querer saber de ti.
—¡Oh, maldita sea! —Me paso las manos por el rostro—. Te lo advertí, te
dije que era mejor que no supieras nada de mí.
—¡Todo fue un error! —brama con voz rota, pero segura—. ¡Nada fue
verdad!
Baja la vista trastornada y sus ojos se enrojecen de momento.
«¡Diablos, no puedo verla así!», me retuerzo por dentro. Llevo mi puño a
mi mandíbula y aprieto los dientes.
—Aylin... —Alzo mi vista de nuevo hacia ella y susurro con la respiración
acelerada—. Aquí hay una única verdad y esa es que sabías a lo que te
exponías en el momento en el que elegiste acostarte conmigo. ¡Yo te dejé
las cosas claras desde el principio! —concluyo mientras levanto mi dedo
índice.
Espero hacerla comprender.
—Me dijiste que era especial para ti, Alex. —Me recuerda—. ¡Me dijiste
que no había ninguna otra mujer en tu vida!
Su voz suena derrotada y me aparta la mirada, afligida.
—¡Y lo eres!
Me siento tan poquita cosa y tan trastornado, que intento abrazarla por una
segunda vez. Sin embargo, ella empieza a retorcerse y a colocar aquella
maldita barrera entre los dos.
—¿De qué manera? —Me aparta con ojos enrojecidos —
¿Compartiéndome con otro, aquí mismo, en tu maldita casa?
—Yo solo quería comprobarlo.
—¡Alex! ¿Aquí, donde hace dos días me hiciste sentir la mujer más
especial del universo? —Señala el suelo con un dedo.
Las lágrimas empiezan a correr sobre sus mejillas y sus hombros
tiemblan. Me mira desamparada y triste mientras se deshace de aquella
mansalva de lágrimas que retumban de repente en su cara.
—Era necesario —digo contundente—. Gracias a esto me he dado cuenta
de que no estás preparada.
Confieso que no soporto verla sufrir y esta situación me supera. No puedo
mostrar debilidad, no puedo. Enlazo mis manos en mi espalada, como mero
bloque de hielo, sin sentir ni padecer. Es mejor así, no puede ser de otra
forma.
—¡Pues no, no estoy preparada! —suelta desafiante—. ¡No voy a seguir
dejándome engañar por una persona como tú! ¡No, Alex, se acabó!
—Aylin, ¿de qué demonios hablas? —Aprieto los ojos consternado y
agarro su brazo—. Tú me insististe en querer saber más sobre mí. Es más,
¡estuviste de acuerdo con todo cuando elegiste tener sexo conmigo en
Miami, diablos!
—¡Fue un error!
—¡No fue ningún maldito error! ¡Sabías a lo que te exponías, no me
puedes culpar! —concluyo.
—Alex... —Se acerca a mí lentamente y noto como otras dos lágrimas se
abren paso en su triste rostro—. En Miami no tuve solamente sexo, me
dejé llevar y me entregué a ti. Sí, fue mi error. —Hace una pausa—. Me
entregué a ti completamente, ¿vale? ¡En cuerpo y alma!
Clava su dedo índice en mi pecho.
—Aylin...
Jadeo desesperado. No entiendo nada.
—Alex, mi corazón no entiende de normas, como el tuyo. Tienes razón,
no te puedo culpar, es mi culpa —Vuelvo a golpearme con su índice—.
Solo me entregué y pensé que, en algún momento, esto sería recíproco. Fui
una idiota, ¿verdad?
Ahoga un suspiro.
—Yo también me entregué a ti, ¡me encantas! —le hago saber, viviendo
mi propio infierno—. ¡Me vuelves loco, pequeña! ¡Me encanta sentir tu
cuerpo!
—Mi cuerpo —murmura con voz amarga—. ¿Lo ves? Yo no estoy
hablando de eso.
Llevo mis manos a sus mejillas con dulzura y le acaricio la cara,
intentando deshacerme de sus lágrimas.
—¿De qué estás hablando, entonces?
—De amor... ¡Estoy hablando de amor, Alex! —Levanta su tono de voz y
me aparta las manos de su rostro.
Se me corta el aliento. ¿Ha dicho «amor»? Reprimo mi respiración y me
siento defraudado, en cierto modo. Jamás la engañé con respecto a lo que
pretendía de ella y creí que le había dejado claro que en mi vida no había
cabida para el amor.
—Yo no sabía que... ¿Tú me... ? —Levanto mis brazos y quiero tocar sus
mejillas de nuevo, pero... ¡mierda!
Me siento tan confuso y aturdido tras su afirmación, que bajo los
brazos. Ella suspira profundamente y dirige su vista a la puerta.
Quedo mudo.
—No hace falta que digas nada más. —Arquea sus labios con ironía
cuando se da cuenta de mi confusión.
Puedo notar el sufrimiento y el dolor en sus ojos cuando vuelve a
mirarme.
—Aylin, déjame explicarte. Yo podría....
—Tranquilo. —Me corta en seco —. Sabía que esto pasaría.
Después, simplemente se da la vuelta, coge su chaqueta de cuero y
empieza a caminar.
—¡No te puedes ir!
No aguanto la inmensa presión que siento en mi pecho. No me gusta verla
así y es una sensación inexplicable. Pero ella hace caso omiso de mi
suplica, en cambio, agarra el pomo de la puerta y la abre con decisión.
—¡No puedes irte! —grito furioso—. Por favor, no te vayas, ¡vamos a
hablar!
—¡No te atrevas a seguirme! —ordena de manera severa, al mismo
tiempo que se dirige al ascensor.
Intento agarrar su brazo, pero se resiste. Cuando las puertas del ascensor
abren, entra y pulsa el botón de la planta baja, en silencio. Intento dar unos
pasos, sin embargo, me lanza una gélida mirada, mirada que me destroza
por dentro.
—No, Aylin… —musito bloqueado—. ¡No, por favor!
Me aguanto el llanto como un verdadero hombre cuando esta coloca una
mano en mi pecho para impedirme el paso.
—¡Adiós, Alex! —Se despide con voz temblorosa.
Ni siquiera parpadeo.
Doy un paso hacia atrás, testigo del impacto que producen sus palabras en
mi oído. Las puertas del ascensor se cierran enseguida. Me quedo en el
pasillo, perplejo. Fijo con la vista el ascensor y mis piernas no funcionan.
Es como si viviera una pesadilla, manteniendo la esperanza de que pronto
despertaré de aquel cruel sueño en el que ella se acaba de ir c0n el rostro
bañado de lágrimas. Una pesadilla en la que la acabo de perder.
«¡Por Zeus!», maldigo por dentro y pongo el grito en el cielo.
¿Cómo es posible...?
Vuelvo a mi piso colérico y doy un tremendo portazo, mientras no paro de
dar vueltas por el amplio salón. Confieso que me estoy asfixiando y siento
que algo se está rompiendo en mi interior, al pensar en todo lo que ha
pasado. Pero tampoco estoy en condiciones de seguirla.
¡Maldita sea! Debo... debo aclarar mi mente.
—¡Ahhhhhhhh! —gruño desesperado. Necesito sacar la tormenta que
llevo dentro.
Arraso con todo lo que hay encima de la barra. Las varias botellas de
alcohol y los vasos de cristal chocan contra el suelo.
—¡Ahhhhhhhhh! —Mi desalentador grito truena con un fuerte eco en mi
propia casa. Acto seguido, me siento y hundo mi rostro en mis manos. Mis
ojos se humedecen, al darme cuenta de que ella se ha ido de verdad.
La perdí. La perdí de verdad… ¡Ohhh! Tiemblo.
Debo pensar.
«¡Piensa, Brian! ¡Piensa!», me amenazo.
Me siento devastado mientras pienso en todo. En ella, en mí, en sus
palabras.
«—¿De qué estás hablando, entonces?
—De amor... ¡Estoy hablando de amor, Alex!»
¿Amor? Suspiro con el pecho contraído.
—¿¡Amor!? ¡Amor! —grito como loco y aprieto los puños sintiendo miles
de agujas en mi pecho—. ¡No creo en el maldito amor, joder!
«¡No creo en el puto amor, Aylin!», grita mi razón, sin dar su brazo a
torcer.
Siento mi mirada empañada y una garra aprieta mi garganta.
«No creo en el amor…», repito como demente y aprieto los ojos. Lucharé
con mis lágrimas hasta el final.
«No creo en el amor», dictamino.
Abro los ojos y aprieto los labios, decidido.
No creo en el amor ¿Por qué? Porque el amor te invade como la más letal
droga y te devora al completo, sin excusas, ni preámbulos. Porque aniquila
tu razón. Porque primero se convierte en tu falso amigo, para después
convertirse en tu enemigo y finalmente en tu dueño. Y yo no tengo dueños.
Dos lágrimas traicioneras se deslizan lentamente en mi pómulo.
Tengo aquí una pena que quiere salir
Y un gran remordimiento que me habla de ti
No ves en mi lo que soy, si no lo que fui
Te quedas con lo que escondo, y no con lo que di
Te miro y te lo juro no sé qué decir
El daño que nos hicimos no se va a curar
Si crees que tengo dudas la respuesta es sí
Si preguntas hasta cuando, digo hasta el final
Lloramos hasta que vuelve a salir el sol
Yo no encajo en este puzle al que llamas amor
No soy lo que esperabas
(SHÉ: «Te perdí»)
CAPÍTULO 31
MÁS QUE IMPOSIBLE
Recuerdo que años atrás
Alguien me dijo que debía tener cuidado
Cuando se trataba de amor, Lo hice
Tú fuiste fuerte, y yo no
Me ilusioné, fallo mío…
(JAMES ARTHUR: «Impossible»)

«Alex no me ama. ¡No me ama!», me mortifico.


¿Y yo? ¿Por qué me siento así? ¿Por qué le he hablado de amor, aun
conociéndolo?
Me derrumbo en el ascensor y no puedo contener las lágrimas. Nunca en
mi vida me he sentido así. Estoy temblando, todavía traumatizada por la
imagen de aquel hombre medio desnudo, que parecía disfrazado de romano.
Tengo una sensación semejante a como si me cayese al vacío, sin que nada
ni nadie me pueda salvar. Me encuentro sin esperanzas, atravesada por un
sentimiento horrendo. Como si algo se estuviera rompiendo dentro de mí.
¿Es así el amor? Si es así, nunca más me volveré a enamorar.
Me sigo preguntando porque fui tan estúpida. Me sigo preguntando
cuando fue que empecé a quererlo y me sigo preguntando cómo podré
arrancármelo de la cabeza y de mi pecho.
«¡Por Dios, Aylin!», me reprocho, en silencio.
Camino deprisa, con el corazón roto por la humillación que he pasado esta
noche dentro de aquella casa. Y sí, fui una completa insensata al decirle a
Alex... a mi profesor que quería conocer más de cerca su mundo.
Posiblemente mi subconsciente quería averiguar hasta donde iría su
perversión, pero ya lo he entendido.
Suspiro amargamente y me seco las lágrimas.
Es de noche y lo único que espero ahora mismo es encontrar un taxi lo
más pronto posible. Necesito salir de este sitio ya. Necesito olvidarme de
que Alex me quería compartir con otro hombre, de hecho, todo eso le
hubiese producido placer. Me entran unas enormes angustias, de repente.
En el fondo, soy muy consciente de que llevo gran parte de culpa. Tiene
razón: él me dejó las cosas claras, es más, siempre me las dejo claras. Sin
embargo, pensé que con el tiempo él quedaría tan enganchado a mí como yo
a él, y que renunciaría a esa idea estúpida de verme en la cama con otro.
Llámalo frustración.
Consigo detener un taxi y miro el reloj. Son las 21:30 horas y, mientras
me monto deprisa, busco la salida de los autobuses hacia Long Island.
Visualizo la tabla y detecto una salida en media hora, calculo y creo que me
va a dar tiempo de llegar a la estación.
Necesito irme de aquí. Lo necesito desesperadamente.

***
Minutos más tarde, entro en la habitación de la residencia, intentando
disimular mi aflicción. Finjo una sonrisa cuando encuentro a la italiana
tumbada en el sofá, escuchando música.
—¡Hola, Bert!
—Qué rápido has vuelto, ¿no? Te acabas de ir.
No soy capaz de contestarle, tengo las palabras atragantadas y me estoy
aguantando el llanto. Me muevo rápido por la habitación, con miles de
pensamientos en la cabeza y ni siquiera soy consciente de cuando saco una
maleta del armario y agarro unas pechas de ropa, aunque poquita cosa. En
Long Island tengo suficientes prendas para todo el fin de semana.
—¡Lyn! ¿Qué haces con la maleta?
Bert salta del sofá como quemada y se aproxima vestida con su pijama
rosa de unicornios, visiblemente preocupada.
—Mi autobús sale dentro de poco.
—¿Autobús? —Entreabre los labios—. ¿De qué me estás hablando?
Sigo sin contestarle, solamente procuro que no se me olvide nada de mi
lista mental.
—¡Ehhh, para!
Me detiene de un movimiento y agarra mis hombros mientras me fija con
la vista.
—Me voy a Long Island.
—¿Ahora? ¿Por la noche?
—Sí —respondo exasperada y con mucha prisa, temiendo que vaya a
perder al autobús. Además, no la quiero preocupar.
—Cariño, ¿has llorado?
—¡No! —exclamo y miro el suelo. No es plato de buen gusto reconocer
mi derrota.
—¡Aylin Vega! —brama muy seria y aprieta sus dedos en mis hombros—.
¡Te conozco como si fuera tu madre!
Me sacude para traerme de vuelta a la realidad.
—Bert... —suelto un bufido y no puedo disimular más cuando siento la
calidez de unas cuantas lágrimas que resbalan en mi cara. Vuelvo a sentir
aquel nudo en mi pecho y me maldigo por ser tan sensible y enamoradiza.
—¿Qué pasa? —Me mira intrigada y sumamente afectada.
Respiro profundamente.
—¡Nunca me tenía que haber fijado en el profesor!
Estallo en llanto, aunque lo haya intentado evitar con todas mis
fuerzas. Siento mucho dolor y ni yo misma lo comprendo.
—Ay, cariño.... —contesta mi amiga con empatía y me acerca a su pecho.
Enrosco mis brazos alrededor de su cuello, quedando las dos unidas en un
fuerte abrazo.
—Llora, mi amor —susurra, con mis sollozos de fondo.
—Bert, estaré bien. —Suspiro—. Ahora me tengo que ir, el taxi me está
esperando. Por favor, coge todos los apuntes de mañana, no me quiero
quedar atrás con los estudios.
Me seco las lágrimas de mis mejillas con mi manga rápidamente y me
despego de ella. No tengo tiempo suficiente y miro mi reloj, acelerada. Cojo
mi maleta y abro la puerta mientras le echo un furtivo vistazo a mi amiga.
—Lyn, hazme el favor y escríbeme cuando llegues. Me quedo muy
preocupada.
Asiento con la cabeza y me dirijo deprisa hacia la salida, mientras ella se
despide con una mano y me muestra su rostro confuso. Acto seguido, me
monto en el taxi y, en menos de un cuarto de hora, estoy cogiendo ya el
autobús de camino a mi ciudad natal.
***
Unos suaves lamidos en mi cara me despiertan de la ensoñación. Abro los
ojos lentamente y lo primero que veo es una enorme cara peluda y unos
grandes ojos llenos de ilusión, observándome.
—¡Don! ¡Bebé! —grito emocionada y me lanzo a su cuello.
Empiezo a acariciar a mi perro labrador del color de la avellana, muy feliz
de verlo, pero seguro que menos que él. Mi bebé tiene dos años, tiene el
pelaje tan suave que parece un peluche y ¡lo adoro! Este mueve el rabo
encantado y salta a la cama, acurrucándose a mi lado. Fue el único que se
enteró cuando llegué de Boston anoche.
Me levanto de la cama y admiro mi querida habitación, la cual me trae
muchos recuerdos de mi infancia y adolescencia. Mi universo. Sí,
irónicamente, ahora mismo me encuentro en mi habitación de Long Island,
cuando en realidad, me debería encontrar en la universidad, dando clases,
ya que es viernes.
Calzo mis suaves zapatillas en forma de conejo, y tras ir al servicio y
vestir unos vaqueros y una camisa a cuadros, bastantes cómodos, me
apresuro en bajar las escaleras de mi casa. No sé qué hora es, pero presiento
que temprano, juzgando por el ruido de la planta baja y el olor a café. Mis
padres deben estar desayunando y presiento que se van a llevar una gran
sorpresa.
Inspiro fuerte y me adentro en la cocina, seguida de Don, que no para de
saltar y ladrar a mi alrededor, por más que intente que se calle. Llevo mi
dedo a mi boca una vez más, antes de entrar en la cocina, pero ni modo. Mi
peludo está eufórico.
—¡Buenos días! —exclamo y hago un gesto con las manos mientras
sonrío.
—¡Ahhhhh! —Mi madre suelta un agudo grito—. ¡Mi niña! ¿Qué haces
aquí? —pregunta impactada, como si hubiese visto un fantasma.
Su cabello rubio está recogido en un bonito moño y su bata floral me es
más que familiar. A mi madre le encantan las flores y su cuidado jardín es
fiel prueba de ello. Se lanza a mí deprisa y me abraza.
—Hija, te esperábamos esta tarde, ¿cuándo llegaste? —pregunta mi padre
sorprendido y rodea mis hombros.
—Anoche, papá.
—¿Y por qué no nos despertaste? —pregunta también mi madre, al
mismo tiempo que se pone nerviosa y empieza a echar un montón de cosas
en una sartén—. ¿Qué quieres? ¿Huevos, beicon? ¿Te hago también
salchichas?
—¡Mamá! —Me río—. No es necesario todo eso. Solo huevo y beicon.
—Bueno, yo os dejo —responde papá a la vez que agarra su chaqueta y
mira la hora. Mi padre trabaja en una fábrica de automóviles, cerca de la
casa.
—Tira, llegarás tarde al trabajo.
—¡Esta tarde barbacoa! —dice este amable y me guiña el ojo.
—¡Perfecto! —contesto.
Es buena idea, no me vendría mal distraerme un poco. Antes de irse, este
me planta otro beso en la mejilla.
—Hija, ¿hoy no tenías clase? —pregunta mi madre suspicaz mientras
coloca una taza de café sobre la mesa.
—No, los profesores han faltado —le proporciono un sorbo a la taza. El
café está en su punto y confieso que echaba de menos el sabroso café de mi
madre.
—Pero, cariño, ¿venir de noche?
—No pasa nada, os echaba de menos. —Agacho la cabeza, es una mentira
a medias.
—Prepárate, iremos a comprar y después nos pasaremos a ver a tu prima
en el hospital. ¡Acaba de tener al bebé!
—¿De verdad? —Salto de la silla con los ojos como platos—. ¿Lili acaba
de ser mamá?
Pienso en mi prima, ella es la mayor de todos y me lleva cuatro años.
—¿Y cómo están ella y el bebé?
—Parece que bien —comenta y me echa el desayuno en el plato—. El
bebé es precioso, hija, y…
La canción de Juego de Tronos suena al instante en mi móvil y lo levanto
de la mesa con nerviosismo. ¡Joder! Intento esconder el móvil, tras ver su
nombre en pantalla. Mientras tanto, mi corazón empieza a latir con fuerza.
Lo pongo en silencio al instante y agradezco que mi madre no me empieza
a hacer preguntas incómodas.
—Bueno, voy a subir a vestirme y así estar lista para irnos.
Me deposita un apretado beso en la mejilla. ¡Qué placentera sensación
estar en casa! Le sonrío y la persigo con la vista, incapaz de terminar mi
desayuno. Vuelvo a agarrar mi móvil, ya que no me puedo aguantar la
curiosidad. Leo el mensaje que me acaba de enviar Alex.
Sé que no has ido a clases y sé que tampoco estás en la residencia.
¿Podemos hablar? Llámame.
Suspiro con el alma en un puño, pero debo ser fuerte. Posiblemente este
me buscará y me insistirá unos días más, pero al final se cansará y se
buscará otro «juguete».
Mi vello se eriza cuando recuerdo las duras palabras de su propia esposa.
¡Cuánta razón tenía! Yo era la única que no lo veía, ¡qué inocente pensar
que podría conocerlo y confiar en él! He tomado una decisión y esa es que
no volveré a saber nada más de él. Borro el mensaje decidida, y empiezo a
comer mientras me entretengo viendo noticias en Internet. Debo hacer
cualquier cosa para no pensar.
«¡Alex, desaparece de mi cabeza de una vez!», me ordeno a mí misma.
Me niego a seguir llorando.
***
—Richard, trae la carne ya, ¡estamos hambrientos! —Escucho a mi
querido tío, llamando a mi padre.
Mi tío es como un segundo padre para mí y mis primas son como mis
hermanas. Y hoy tenemos un gran motivo para celebrar: hay un nuevo
miembro en la familia. Hace poco hemos visitado a mi prima en el hospital
y están todos bien, pero deben permanecer unos días más bajo cuidado
médicos, tanto ella, como el bebé. Y sí, esa cosita tan pequeña se ve
preciosa.
—¡Ya voy, mamón! —le responde mi padre—. ¡Podrías mover el culo y
venir a ayudarme!
—Lisa, ¿os ayudo? —pregunta mi tía y mi madre le hace una señal con la
cabeza de que no es necesario.
Mi madre y yo estamos colocando los platos y todo lo necesario sobre
nuestra mesa del pequeño jardín. Mi tía Leonor está hablando por teléfono,
ya que todos los familiares la están llamando para felicitarla por ser abuela.
Está radiando de felicidad, como todos.
—Aylin, ¡cuéntame! ¿Qué deberíamos comprarle al bebé? He visto un
conjunto muy bonito, pero también podríamos ir al mall a mirar —habla mi
prima apresurada, al mismo tiempo que le indico que corte el pan.
—Perfecto, querida tía, iremos al centro comercial —le digo alegre y le
guiño el ojo. Ella me da un abrazo, la mar de contenta.
—Sí, ¡soy tita! —exclama entusiasmada al mismo tiempo que se
entretiene cortando el pan y colocándolo en la mesa. Elisa es más joven que
yo, hay poco menos de dos años de diferencia entre nosotras.
—Lyn… —Se acerca cautelosa.
—Dime.
—¿Qué te parece si esta noche vamos a Blay? Estará Rob ahí y ya sabes
que mi padre no me deja verlo —murmura en mi oído.
Ya lo he entendido. Mi prima quiere usarme para ir a un bar y quedar con
su novio gamberro, al cual mis tíos no quieren ver ni en pintura.
—¡Porfis! —suplica—. Ya sabes que papá exagera, Rob no es como ellos
piensan.
—¡Hecho! —le contesto tras pensármelo unos minutos.
Le guiño el ojo y suspiro
***
Tres horas más tarde, cuando la barbacoa haya finalizado, mi prima y yo
nos encontramos en uno de los bares más populares del sitio aburrido que
supone ser Long Island, ya que, salvo que sea verano, no hay mucho que
hacer. El pub está repleto de gente y el ambiente es bastante cargado. Mi
prima empieza a mirar hacia todos lados en busca de Rob y, finalmente lo
identificamos a lo lejos, junto a su pandilla. Esta me deposita un beso
rápido en la mejilla y se va corriendo, mientras yo me acerco a la barra.
Estoy a punto de sentarme en un alto taburete cuando, de repente, noto
una cara familiar a lo lejos, en la otra esquina de la barra. Cojo mi cerveza y
me acerco deprisa, bastante emocionada.
—¿Cómo está el inconfundible sex bomb del instituto? —pregunto,
mientras dejo caer mi cerveza en la barra.
—¡Joder! ¡Aylin!
Un chico demasiado guapo, alto, rubiales, boca de labios gruesos y dientes
de anuncio de pasta de dientes, me analiza sorprendido
—¿Qué haces aquí?
—¡Dom! —digo al ver al sinvergüenza de ojos verdes que tenía locas a
todas las chicas de mi instituto.
Este se levanta de la silla y me da un abrazo.
—Vaya, ¡que sorpresa! No me esperaba verte aquí. ¿No estabas en
Boston?
—Pues sí, pero estoy aquí de fin de semana. —Le sonrío.
—¿Quieres tomar algo?
—Sí, otra cerveza —contesto animada.
—¡Otra, Tommy!
—Aquí tienes Dom, ¡para tu novia! —dice el camarero rechoncho de la
barra.
—¿Este, mi novio? —Me entra una carcajada—. ¡No, gracias! —contesto
exaltada—. Demasiado idiota y chulo para mi gusto.
Dom también suelta una alegre carcajada.
Sin embargo, pienso de momento que la idiota soy yo. Al parecer, el
destino jugó en mi contra y me enamoré precisamente de un capullo y un
arrogante. Caí prendida de un hombre con cuerpo pecaminoso, ojos de
infarto y más caliente que la arena del desierto.
—No te creas que no lo intenté con esta muñeca —explica deprisa,
mirando al camarero y señalándome—. Yo y todos mis amigos, pero no
podía nadie con la virgen estrella del instituto, «La virgen Lyn» —añade y
mueve sus manos.
Le doy una palmada fuerte en la espalda, ruborizada y pensando en que
eso es agua pasada.
—¡No cambias, Dom! Siempre te ha gustado meterte conmigo...
—¿Qué? —responde con una mueca inocentona—. No era un secreto.
Todos mis amigos iban detrás y querían estrenarte, ¡yo incluido!
—No me lo recuerdes —hablo divertida, recordando escenas del instituto
—. ¿Y cómo te va, chico malo? —pregunto intrigada e intento cambiar de
tema.
—Podría decir que bien. Aunque me podría ir mejor.
—¡No me digas! —Le doy otro trago y lo examino—. Una chica,
¿verdad?
Le echo un vistazo a mi prima, que se está matando a besos con su novio,
Rob.
—Sí, una chica preciosa que se llama Sophie y que ha tenido la mala
suerte de dar conmigo —confiesa y noto en su cara arrepentimiento y
posiblemente... tristeza.
—Más bien de dar con un capullo como tú, querrás decir —suelto,
conociéndolo muy bien. Fuimos compañeros y amigos desde pequeños.
—Has dado en el clavo —dice divertido. —¡Como me conoces! ¿Y tú,
Lyn?
—Una larga historia, Dom —respondo y me quedo mirando al vacío.
—¿Una historia imposible?
Dom arquea una ceja y me mira con sospecha.
—Más que imposible, Dom… —Mi tono es serio y sigo mirando un punto
fijo en la pared.
—Tengo toda la noche, muñeca. —Sonríe seductor—. Soy todo oídos.
—Yo también... —respondo, deseando olvidar—. La noche es virgen.
Nos reímos los dos con complicidad, alegrándome volver a ver al mejor
crush de toda la historia de nuestro instituto en Long Island. El indomable
Dom, el roba corazones.
—¡Camarero! Chupitos de tequila aquí. Por los viejos tiempos. —Me
guiña el ojo.

NOTA DE LA AUTORA:
Me complace informar que Dom es un personaje que he prestado de la
novela de una gran persona y escritora, a la que podéis encontrar en el IG
como anayazti29. Si queréis saber más sobre la historia de Dom (Dominik),
ese rubiales de ojos verdes y sobre su amada Sophie, no os perdáis su
bonita historia, «Me encanta tu forma de mentir». Eres maravillosa, Ana,
gracias por pasar tan buenos ratos juntas, construyendo esta pequeña
escena.
CAPÍTULO 32
FIESTA CON SORPRESAS
¡El teléfono! ¡¿Dónde está, joder?!
Siento pequeñas punzadas en mi sien y los párpados me pesan. Anoche
me explayé más de la cuenta con Dom y finalmente llegué a mi casa muy
tarde, tras dejar a mi prima en un barrio cercano, a petición de mi tío. Abro
los párpados a duras penas, con el molesto ruido de fondo. Localizo mi
bolso, el cual yace en el suelo, de modo que extiendo una mano desde la
cama y lo agarro con torpeza. Saco rápidamente mi móvil y me pregunto
qué hora será. Seguramente sea Bert la que me está llamando, le prometí
que la llamaría esta mañana. Por lo visto, se está adelantando, al notar que
no doy señales.
—¡Bert! —exclamo con los ojos cerrados y suspiro adormilada—. Ya sé
que dije que te llamaría, pero ufff… tengo un dolor de cabeza.
—Aylin...
Agrando los ojos, los cuales parecen que se me van a salir de las órbitas.
Mis sesos estallan cuando oigo su grave e inconfundible tono de voz desde
el otro lado del teléfono. Alex.
—Buenos días —continúa.
Me apoyo en un codo cuando percibo su voz, pero, muy a mi pesar,
enseguida me desequilibro, ya que me encuentro en el filo de la cama. En el
segundo siguiente me veo en el suelo de parqué, golpeándome la cabeza
con la afilada mesita de noche. Suelto un quejido y el desastre está servido.
Como si fuera poco, se me cae el teléfono también y, sin duda, el ruido
emitido ha sido bastante notable.
—¿Qué quieres? —Agarro deprisa mi móvil del suelo y le hablo,
intentando que mi voz suene decente.
—¿Te acabas de caer de la cama? —pregunta este sospechoso.
¡Mierda!
—¡No! —exclamo rápido y me toco la cabeza—. Ha sido el teléfono.
Además ¿por qué tengo que darte explicaciones? —rujo en el maldito móvil
con un enojo y una resaca del copón, y estoy por colgarle.
—¡Espera! No vayas a colgar —amenaza con voz seria—. ¿Cuándo
vuelves?
—No te importa, ¿vale?
—¡Sí, me importa! —me contradice enfurecido—. ¿Podemos hablar?
—No hay nada de qué hablar, te dejé las cosas claras.
—¡Por supuesto que hay algo de qué hablar! ¿Voy a recogerte?
—¿Qué? —Me pongo de pie, sobresaltada—. ¡No te atrevas a buscarme!
—¿Por qué? —Percibo su angustioso tono de voz—. ¿Estás muy ocupada
con la fiesta y con los amigos de la infancia?
Pestañeo sin aliento. ¿Cómo sabe que anoche me tomé unas cervezas con
Dom, y que este es un amigo de la infancia?
—¿Cómo lo sabes? —pregunto con un hilo de voz—. ¿Acaso estás aquí,
en Long Island?
—No me hace falta estar ahí para saberlo, ¡diablos!
—¡No te atrevas a vigilarme! —amenazo, todavía atónita. No comprendo
por qué lo sabe si no está aquí. ¿O ha mandado a alguien aquí a buscarme?
«Oh, Virgen Santa, ¿en qué me metí?», me hostigo.
—Alex, olvídate de mí, ¿vale? —Intento mantenerme fuerte, aun cuando
convulsiono por dentro.
—¡Te fuiste a Long Island para huir de mí, Aylin! —me acusa—. ¡Pero
sabes que no podrás hacerlo! Soy tu profesor y tarde o temprano nos
veremos las caras.
—No te creas tan importante, señor Woods —contesto con recelo—. El
mundo no gira en torno a ti.
Suspiro exasperada y desconcertada, sintiendo que mi cabeza explotará de
un momento a otro. Me siento en la cama deprisa al notarme sutilmente
mareada.
—¿Y cómo se te ocurre pasarte otra vez con el alcohol? —reprocha.
Su excesivo control saca al demonio que llevo dentro.
—No es tu problema, ¿vale? —digo de manera pausada, fuera de mí —
¡No soy tu problema!
Le cuelgo, sin más.
«¡Vete por ahí a hacer tríos!», pienso mientras tiro el móvil en la cama.
¿Qué más quiere de mí? De momento, retomo el móvil y busco su número
en la agenda y lo borro. Vuelvo a tumbarme en la cama y aprieto la
almohada a mi pecho. La tristeza se apodera nuevamente de mí y el mero
pensamiento de que ha acabado todo entre nosotros hace que suelte unas
lágrimas. Mi corazón se encoge una vez más y siento aquella indomable
asfixia de la nada.
Mientras quedo inmersa en mis desalentadores pensamientos y le doy a la
televisión, recibo un mensaje. Bufo y vuelvo a coger el móvil con miedo.
Cierro los ojos y acerco la pantalla, estando segura de que es él. Pero no, es
Bert.
Buenos días mi ex-santurrona favorita. —Leo—. No te he querido
llamar, imagino que te quedaste hasta más tarde anoche . Cuando
despiertes, llámame, tenemos que hablar sobre la fiesta —finaliza con
unos emoticonos molones de bailes, maquillaje y corazones rosas.
Pongo los ojos en blanco cuando veo la hora —cerca del mediodía— y
pienso en las pocas ganas que tengo de volver a Boston. Debo estar de
vuelta antes de las 19:00 y también debo maquinar una excusa para mis
padres. Pulso el teléfono de llamada y le abro la puerta a Don, el cual está
ya arañando la puerta desde fuera, deseoso de saltar a mi cama y lavarme la
cara con sus lamidos.
—¿Quién es mi bebé? —le grito con ternura—¿Quién? ¡Ven aquí, tesoro!
Salta enloquecido y llena de ladridos el ambiente.

***
Antes de las siete de la tarde, Bert, Rebe y yo nos estamos montando en el
tuneado automóvil de Bram. Este ha venido hasta la calle Stanford a
recogernos en su Porsche deportivo de última gama y Adam se encuentra
sentado en el asiento del copiloto.
—¡Buenas noches, bellas damas! —exclama Adam con galantería, sin
embargo, es a mí a quien no me quita el ojo.
Sus ojos brillan de una manera extraña y es como si estuviera ebrio o en
su punto. Nos carcajeamos las tres cuando escuchamos su caballeroso
comentario.
—¡Pues yo de dama no tengo nada, eh! —habla Rebe divertida, pero a la
vez de morros—. Estas dos me han obligado a ponerme este vestido y
tienen suerte de que al menos me gusta el color.
Rebecca tiene razón. Es muy complicado convencerla de arreglarse
cuando se trata de una fiesta o un evento especial. En eso no se parece en
nada a Bert y a mí, que somos más bien coquetas. Bueno, yo coqueta y Bert
pija.
—¡No te quejes tanto, Rebe! —le regaña Berta—. Debes salir bien en las
fotos del periódico. Recuerda que habrá prensa y gente importante —
añade.
Rebe solamente esboza una mueca y no le contesta. Mientras, Bram
acelera el coche y sube el volumen de la música de pop y R&B. Una
canción de rap, de 50 Cent suena a través de los sonoros altavoces. Bert se
empieza a mover enloquecida en el asiento trasero, mientras Bram le guiña
el ojo y le manda un beso.
—¿Y qué? ¿Preparados para un fiestón? —grita este enseguida al mismo
tiempo que sube el volumen. La melodía envolvente inunda el coche.
—Me parece a mí que estos dos han empezado la fiesta sin nosotras —
vocea Bert, con una risa.
—Parece que sí —respondo y nos carcajeamos las dos; Rebe sigue seria y
analiza su vestido.
Tras unos intensos quince minutos, en los cuales todos hemos tarareando
la letra de las canciones en el coche y nos hemos divertido mucho, llegamos
a la mansión Sanders. Fuera hay mucho alboroto de gente elegante,
entrando y saliendo. También veo varios agentes de seguridad y
los paparazzi se apresuran en sacar fotos a los invitados. La fiesta tiene
lugar en el jardín y es, sin duda, una fiesta de categoría. Claramente, tanto
Rebe, como Bert y yo estamos aquí gracias a que Bert esté saliendo con un
chico cuyo padre sea uno de los senadores más populares de Boston.
Cuando nos bajamos del coche, Adam se acerca a mí con galantería.
—Te ves muy guapa esta noche, Aylin. —Me halaga.
—Eres tú que me miras con buenos ojos, Adam. —Le sonrío cuando este
roza mi espalda, que queda al descubierto.
Mi ajustado vestido largo, el cual muestra una combinación de tonos
oscuros y granate, muestra mi espalda casi al completo. Miro a Bert de
reojo y pienso que se ve reluciente con su conjunto de falda y top plateados,
que evidencia su cintura de avispa. Su lacio cabello recae muy bonito sobre
sus hombros y combina a la perfección con el plateado.
Nos dirigimos todos hacia una de las mesas del jardín, especialmente
acondicionadas para los invitados. Las luces brillan de manera espectacular
y a unos pasos identifico una piscina.
—¿Con qué empezamos? —dice Rebe y se frota las manos.
—Yo propongo empezar con un Frosé, ¡os va a encantar! —informa
Bram—. Lo hemos pedido especialmente para esta noche.
Asentimos con la cabeza y, acto seguido, este se dirige a uno de los
camareros y trae a varias personas cargadas con bandejas. Colocan bebidas
sobre nuestra mesa, al igual que distintos platos, los cuales se ven
deliciosos. También depositan una cubitera con unas botellas de alcohol de
lo más caro y dos botellas de champán.
El ambiente de la fiesta es bastante agradable y, mientras empezamos a
cotillear sobre los profesores y compañeros de la facultad —típico de los
universitarios—, el señor Sanders se detiene para saludar. Le felicitamos
por el ascenso, ante su amabilidad y agradecida sonrisa. También avisa que
habló con el rector de Harvard, el señor Brighton, ya que su política
promoverá apoyo económico para que los alumnos de Harvard puedan tener
acceso a becas en el extranjero. Es una genial noticia para la universidad y
de momento empezamos a aplaudirlo.
A continuación, este nos invita a sacarnos una foto con él y llama a los
periodistas con una mano. Asisto a todo esto, pero por dentro pienso en lo
hipócrita que es. Si no fuéramos los amigos de su hijo, nadie se acordaría de
nosotros.
—¡Brian, ven! —oigo la voz del señor Sanders.
¿Alex está aquí?
Miro a todos los lados asombrada y buscándolo con mi vista. Lo localizo
de momento y observo que el profesor se encuentra en otra mesa, a
solamente unos metros de distancia de la nuestra. No me he dado cuenta de
su presencia previamente, estando centrada en mis amigos.
—¿Estás bien? —pregunta Bert en mi oído cuando notamos su presencia.
Solamente le hago un gesto a la vez que poso mi mirada sobre su
acompañante. Lorraine, que lleva un vestido blanco ajustado, el cual
muestra un gran escote, agarra su brazo. Siento que el corazón me va a
saltar del pecho cuando observo atónita que él aparta la mano de su esposa
con suma elegancia y empieza a caminar hacia nosotros. Mi sacudida
respiración me avisa que, como no me calme, me desmayaré en los minutos
siguientes.
¡Carajo! Tenía que haber pensado que él estaría también aquí esta noche y
haber venido preparada mentalmente. Intento volver mi vista hacia otro
punto, pero no funciona, ya que Alex me fija con la mirada mientras sigue
caminando hacia nuestra mesa. Pese a que intente esquivarle
continuamente, no puedo no darme cuenta de su atuendo y lo
increíblemente atractivo que se ve. Más que nunca. Apostaría que lleva un
traje parecido al que vistió el primer día de clase, ya que su atuendo y
corbata son de color negro y su camisa es blanca y hace juego con su
impoluta dentadura. También noto que se ha arreglado el pelo con una
especie de gomina, la cual lo deja sencillamente perfecto.
—Buenas noches —saluda con aquella sobriedad que tanto le caracteriza.

—Brian, ¡encantado de tenerte aquí hoy! —comenta el senador—. Me


encantaría sacarte una foto con tus alumnos de la Facultad de Negocios.
Ellos serán los futuros agentes financieros de este país y tú eres su mentor
—dice Sanders, muy ocurrente—. La popularidad es nuestro motor, amigo,
y lo que alguien de Harvard no puede hacer es quedarse en la sombra.
—Menos hablar y más acción, Sanders —le corta Alex en seco—. Vamos
a sacarnos esa foto ya.
Acto seguido, mueve los labios nervioso y sin quitarme la vista. A
continuación, le da un sorbo a su copa de algo que no parece whisky.
Intercambio una mirada preocupada con Bert y las dirigimos nuestras
vistas a Adam. Nosotros somos los alumnos del profesor Woods, ya que
Rebe y Bram son de Derecho.
¡Mierda! ¿Por qué debemos sacarnos una jodida foto ahora?
Siento el temblor en mis rodillas, al saber que sí o sí debo acercarme a él.
Al momento, siento la mano de la italiana en mi antebrazo, su gesto es
tranquilizador y se agradece. Cuando nos hacen una señal nos juntamos los
cuatro para la dichosa foto y sé que no me puedo negar, llamaría mucho la
atención. Empiezo a empujar a Bert delante de mí, disimuladamente, de
manera que esta se coloca al lado de él y yo al lado de mi amiga. Adam ha
quedado en el otro lado y Alex está en medio de este y Bert. No aguantaría
acercarme a él sin que me diera un jodido infarto.
Estamos todos listos para la foto y permanecemos quietos, mientras
esbozamos una falsa sonrisa, la típica que muestras en las fotos. Cuando por
fin me encuentro más tranquila, pensando que en unos segundos me libraré
de él, súbitamente, noto su mano en mi espalda. Sin duda alguna, Alex está
aprovechando el momento para extender su mano y, en lugar de tocar la
espalda de Bert, sus dedos me alcanzan a mí.
¡Oh, Dios! Me crispo cuando siento la suave caricia de sus dedos en mi
piel, los cuales desliza con disimulo, pero a la vez, sensualidad. Esos dedos
tan familiares y que me despiertan tantos recuerdos. Aquellas fuertes manos
que me encantan cuando me estrechan a su pecho. Me estremezco y cierro
los ojos, sencillamente embriagada por su acercamiento.
Y, aunque las fotos hayan durado nada más que unos minutos, estoy
temblando y siento mi boca seca. Me despego rápido y no le vuelvo a
prestar atención, barajando en mi mente cómo desaparecer de aquí.
Berta me toca el brazo, preocupada.
—¿De verdad estás bien? —murmura.
—Sí, Bert. —Le doy un sorbo largo a mi cóctel y le sonrío, intentando que
cuele.
La dura realidad es que la presencia de Alex me asfixia y me niego a mirar
el rostro endemoniado de su mujer.
—Tranquila, cariño.
—Voy al servicio, ¿vale? —Necesito alejarme—. Quédate con Rebe —
comento cuando noto sus intenciones. Me quiere acompañar, pero necesito
estar sola.
Camino en dirección a la mansión con pasos veloces y sin mirar para
atrás, atravesada por mil terremotos juntos. Identifico el servicio en la
planta baja al instante, no es la primera vez que vengo a esta casa. Una vez
dentro, retoco mis labios y tranquilizo mi respiración. Me miro en el espejo
y veo mis ojos enrojecidos y aquellas lágrimas ocultas, pensando en que él
está ahí fuera, tan cerca, pero a la vez tan lejos. Y ahora es cuando lo tengo
más claro que nunca. Amo a Alex con todas mis fuerzas. Me miro en el
espejo otra vez y sonrío para evitar llorar. Pero una lágrima se asoma de
repente y mis labios se juntan con impotencia.
¡Oh! Lo amo de verdad.
Lo sé con exactitud porque nunca he sentido esto dentro de mí. Esta cruel
sensación de ahogo y deseo de abrazarlo y besarlo. Unas enormes ganas de
verlo y sentir su respiración en mi piel una vez más, aunque al mismo
tiempo le deteste y esté enojada con él.
¡Menuda contradicción! Pero sé que lo olvidaré con el tiempo.
«Sí, Aylin, lo olvidarás», me anima mi subconsciente, mientras yo me
limpio con un dedo y soplo mi nariz.
Salgo del baño, aún con la cabeza nublada y pensando seriamente en la
opción de irme, pero tropiezo con Adam.
—Aylin, te buscaba —dice con ojos vidriosos y me atrae a un sitio
apartado.
—¡Adam! —Sonrío—. ¿Te lo estás pasando bien?
—Pues, la verdad es que lo pasaría mejor si me escucharas —habla
tartamudo, posiblemente por los nervios y el alcohol—. Necesito
desahogarme, Lyn.
Me quedo callada. Dios mío, ¡esto me faltaba!
—La verdad es que... —Coge mi mano entre la suya— me gustas mucho.
Me gustaste desde que te vi.
El olor a alcohol que emana molesta mis fosas nasales y ya sé que me ha
seguido al servicio con este propósito.
—Adam, yo no sé qué decir —respondo insegura.
—No hace falta que digas nada. —Acaricia mi mentón—. Dame una
oportunidad, no aguanto más. —Sus ojos brillan cuando se inclina sobre mí,
al mismo tiempo que empieza a acariciar la piel de mi espalda.
Noto sus labios sobre los míos al instante, ha ocurrido todo tan rápido que
no me ha dado tiempo a reaccionar. Su beso es intenso, pero no despierta
nada en mí, de manera que aprieto los labios y coloco una mano en su
pecho. Lo aparto y agradezco de que este no insista, solamente queda a la
espera de mi respuesta.
—¡Señorita Vega!
Me giro deprisa cuando una rauda voz suena de la nada. Adam da un paso
y se aleja de mí, avergonzado por la presencia del profesor.
—Necesito hablar un momento con usted, si al señor Larrison no le
importa. —Señala a Adam.
Alex habla calmado, pero es puro teatro. Lo conozco lo suficientemente
bien, como para no notar el pulso de su vena en la parte alta de la frente, al
igual que la tensión que desprende cuando tensa las mandíbulas.
—Nos vemos ahora después, Lyn —asiente Adam con una actitud
molesta.
Mientras que este vuelve a la fiesta, Alex camina hacia mí. Permanezco
inmóvil y mis piernas no responden, las malditas se niegan a moverse. ¿Qué
puñetas estoy haciendo aquí? Debería haberme ido con Adam. Conforme el
profesor se aproxima, observo aquellos oscuros destellos de sus pupilas y
trago grueso, al no saber qué narices quiere. Fui más que clara por teléfono.
Sin decir nada, este agarra mi brazo y, básicamente, me arrastra detrás de él.
—¡Suéltame! —grito conmocionada cuando me obliga a doblar una
esquina.
Por su parte, mira para atrás continuamente, supongo que para asegurarse
de que nadie nos vigila. Empiezo a luchar con sus persuasivos brazos para
soltarme.
—¿Quién carajo te crees para portarte así conmigo? —fuerzo mi voz y
levanto mi tono, que es casi inaudible debido al volumen alto de la música.
—Necesito que me escuches, Aylin.
Nos detenemos.
—¿Qué haces? —le acuso, aún bloqueada—. ¡Estaba hablando con
Adam!
—Sí, de todo, menos hablando —comenta rápido y arruga su frente—.
¡Ese maldito tipo te estaba intentando besar!
—¡Te equivocas! ¡Lo he besado yo a él! —replico altanera y con la
respiración entrecortada. Espero que, de este modo, me deje ya tranquila,
¡de una puñetera vez!
—¿A quién crees que vas a engañar? He visto claramente cómo lo
apartabas.
¡Carajo! Le enfrento con mi alterada vista cuando Alex rodea mi cintura
con su brazo y me obliga a caminar unos pocos metros más, sin dejar de
mirar hacia atrás.
—¡Suéltame ya! —le grito desafiante e intento deshacerme de su agarre.
—¡Adam me gusta!
—No te equivoques —me contradice enfurecido.
—¿De qué hablas?
—¡No te gusta y lo sabes! —Acerca su endiablado rostro al mío mientras
me sujeta contra un muro—. Como también sabes que nadie te va a besar
como yo… —Su raudo aliento en mi rostro me provoca escalofríos —y que
nadie te va a follar cómo yo lo hago.
—¡Eres un jodido arrogante!
—No, solo digo la verdad. —Me examina atentamente y, por un
momento, desciendo mi vista a su boca. Está demasiado cerca de mis labios
y, entonces, giro mi cabeza hacia un lado.
Su torso aplasta mi pecho, literalmente, y mi sangre recorre mis venas
velozmente. Su presencia me abruma, pero no, no lo miraré. No quiero
mirarle. No lo puedo mirar, sin recordar que me iba a compartir con otro y
que significo menos que la suela de un zapato para él.
Alex lleva su mano a mi mejilla y me obliga a girar mi cara. Sus ojos
reflejan más calma y temo que sea la calma antes de la tormenta.
Curiosamente, roza su frente con la mía en un gesto demasiado tierno y
suspira profundamente. Acaricia mi mejilla con el dorso de su mano.
Aprieto mis secos labios, intentando mantenerme fuerte, aunque… no sé
qué es peor. Si besarlo o vivir el infierno de no besarlo.
—Aylin... —solloza y sus amargos ojos se cruzan con los míos—. Ya no
quiero que vayas a ese sitio, ¿vale? No te volveré a poner en una situación
semejante, te lo prometo. No volveré a usar mis juguetes contigo, ni a
sugerirte satisfacer mis fantasías —habla alto y claro, enfatizando cada
palabra.
—¡Alex! —Me sacudo e intento librarme de su agarre.
—¡Solo quiero que no te apartes de mí! —insiste—. No me apartes de tu
vida, Aylin. No podría soportarlo. Sé que me amas...
Sus palabras hacen que me retuerza de dolor una vez más. Es como si
clavara un cuchillo y ahora mismo lo retorciera, rematándome, más aún. El
hecho de que una persona que no te ama te recuerde que tú sí lo haces, hace
que mi sufrimiento se triplique. Ahogo mis lágrimas.
«¡Idiota! ¿Qué pensabas, que él te diría que te ama?», regaño a mi
necedad.
—¡Apártate de mí! —Le empujo decepcionada.
En el momento en el que presiono su pecho con mis manos, algo llama mi
atención. Algo bastante extraño. Identifico a un hombre robusto detrás de
él, el cual viste de negro completamente y que, curiosamente, se nos acerca
despacio. Detecto una pequeña cicatriz en una ceja y, de repente sonríe.
Antes de que me dé tiempo a gritar o decir algo, este inmoviliza a Alex
desde atrás y le coloca una pistola en la sien.
—¡Ohhh, cuidado! —grito mientras me llevo las manos a la boca.
Pero es demasiado tarde.
—¿Interrumpo algo, tortolitos? —Escucho hablar al tipo, a la vez que
ejerce más presión con su maldita pistola en la cabeza de Alex.
¡Oh, carajo! ¿Qué narices está pasando aquí? El profesor continúa inmóvil
y con una evidente perplejidad. Solamente alza los brazos con suavidad tras
la amenaza. Me fija con su intensa mirada y yo a él, en silencio y sin saber
qué hacer.
—¿Qué te pensabas, hijo de puta, que no te encontraríamos?
El individuo habla con sarcasmo y tiene muy malas pintas. Un suave brillo
resalta a raíz de un diente de oro que detecto, cuando este sonríe
diabólicamente.
Me quedo de piedra y sigo con la guardia alta, muerta de miedo. ¿De qué
está hablando? ¿Disparará a Alex delante de mí?
—Resulta ser que el asesino de mi primo no es ni más ni menos que el
estimado agente financiero y profesor Brian Alexander Woods. ¡Vaya! —
prosigue.
Veo con horror que el hombre aprieta con fuerza su antebrazo sobre el
cuello de Alex, de modo que lo está asfixiando.
—¿Qué pensabas, ehhh? —cuestiona—. ¿Que podías pasar droga en la
costa este sin nuestro permiso? ¿No os bastaba con darles putas y heroína a
los ricos, ahora os queréis hacer también con nuestro territorio?
Me quedo sin aliento como resultado de su insinuación, pero también por
la maldita voz ronca y asquerosa de este tipo. Debe ser un error y este
jodido individuo se esté confundiendo. Me entran escalofríos y lucho con
un involuntario temblor, mirando a todos los lados.
Sorprendentemente, cuando muevo mi vista de ellos al fondo del jardín,
observo que el mismo senador, el señor Sanders se acerca lentamente,
sujetando un arma en la mano. Este me hace una señal con el dedo para
mantenerme callada. Suelto un suspiro e intento no delatarlo. Rezo con
respiración entrecortada de que el señor Sanders pueda hacer algo.
—¡Maldito cabrón, os aniquilaremos uno a uno, nos enteraremos de
quiénes sois! —continúa este y hasta suelta gotas de saliva cuando habla.
Después, se enfoca en mí.
—Woods, te mataré y después me follaré a tu zorra, esta rubia me va a
chupar la polla antes de meterle un tiro.
¿Qué maldita pesadilla es esta? Miro a Alex desesperada y con el corazón
en la garganta, pero él únicamente aprieta la boca y sus párpados, en un
gesto endemoniado. Está completamente fuera de sí, sin embargo,
permanece quieto.
—¡Gambino te manda saludos! —añade el tipo de la nada.
Veo que este aprieta más el cañón de la pistola en la cabeza de Alex y
sonríe maquiavélico. ¡Oh, no! Mi respiración se corta y el macabro
pensamiento de que Alex morirá esta noche, igual que yo me arrodilla.
¡Oh, Dios! Le va a disparar, sin duda. Pero no le da tiempo a apretar el
gatillo y ni siquiera termina la frase. El profesor agarra su brazo con fuerza
en el momento idóneo y, de repente, le golpea la cabeza con su antebrazo.
Con una mano le sujeta la mano en la que el tipo agarra la pistola y le
proporciona un rabioso y decidido golpe en la mandíbula con un codo,
hecho que lo debilita. Básicamente, rompe su mentón, de manera que al tipo
se le desencaja el maldito rostro. Le golpea con una fuerza avasalladora,
que provoca el tambaleo del otro. El tipo forcejea unos pocos segundos
más, pero sin éxito alguno, ya que Alex le quita la pistola y le dispara en la
cabeza a la velocidad de la luz. Todo en cuestión de segundos. Me tapo los
oídos. ¡Un puto tiro en la cabeza!
El cuerpo del hombre se derrumba sobre el cemento y la sangre roja y
fresca empieza a brotar de su sien. Me quedo completamente bloqueada,
tanto que ni siquiera siento mis manos y mis pies. Me estremezco aún más
cuando observo que el profesor mete el arma en la parte de atrás de su
pantalón con una frialdad jamás vista en él, incluso podría afirmar que es
otro ahora mismo, alguien sin sentimientos. Una persona cruel y
despiadada. Decir «sin sentimientos», quedaría escueto.
Noto que Sanders también guarda su pistola, mientras muevo mis manos,
nerviosa. A continuación, examino boquiabierta la escena del crimen y la
actitud de hielo de ambos.
—¡Limpia esta basura! —Escucho las repentinas indicaciones de Alex.
Levanta su cabeza en mi dirección mientras se arregla el traje, como si
nada hubiese sucedido. Veo con estupor cómo se limpia unas gotas de
sangre de la cara con el dorso de su mano. ¡Oh, Dios! La misma mano con
la que me acariciaba el rostro, minutos atrás.
—Yo... yo... —tartamudeo—. Debería volver a la fiesta.
Empiezo a retroceder horrorizada y sin dejar de mirar el cadáver de aquel
hombre, pero él camina a zancadas hacia mí.
—¿Qué… qué vas a hacer? —pregunto en estado de shock. Pero él no
responde, simplemente me tapa la boca con una mano cuando estoy a punto
de gritar.
—No podrás irte, lo siento —dictamina.
Inmoviliza mi cintura y aprieta aún más su boca sobre mis labios, mientras
empiezo a retorcerme, consumida por la desesperación.
—Salid por la puerta de atrás —indica el senador, a la vez que mantiene
su arma en alza y barre todo con su mirada.
Alex empieza a tirar de mí en la dirección opuesta a la fiesta. No veo la
expresión en su cara, solamente noto su cuerpo pegado al mío, sujetándome
y obligándome a caminar cuando clavo mis pies en el suelo y me niego a
hacerlo.
—¡Brian! —le llama—. Haz lo que tengas que hacer.
Su mano ahoga mis gritos y las lágrimas se abren paso por mis
mejillas. Estoy aterrada.
CAPÍTULO 33
CUENTO DE HADAS
Me estoy retorciendo desesperada entre sus brazos, mientras nos
encaminamos fuera de la mansión Sanders por una puerta trasera. Alex está
mirando a todos los lados con precaución y, finalmente, retira la mano de
mi boca cuando nos encontramos ya fuera del recinto de la casa. Su mano
sigue posada en mi cintura, aferrándose a mí, pero le aparto el brazo
enseguida.
Sin tardar demasiado, saca la pistola que ha guardado antes en la parte
posterior de su pantalón de traje y continúa barriendo todo con su vista,
sumamente alarmado. Lo fijo con la mirada, aun pareciendo que estoy en
una película de acción, con muertes y disparos. Estoy flotando. El miedo
me anula y ni siquiera me salen las palabras, únicamente me sale mirarle
con horror. En este instante veo que examina la jodida pistola, supongo que
está comprobando las balas, o ¡yo qué puñetas sé! No entiendo de armas.
—¿Qué haces? —Intento deshacerme de sus dominantes manos—. ¿Qué
es todo esto?
—Me tengo que asegurar de que esté cargada. —Eleva el arma y me lo
enseña—. Puede que haya más.
—¿De qué coño estás hablando? —rujo desquiciada—. ¿Qué haya más de
qué? ¿Hombres que quieran matarte?
—Algo así.
¡Santo Cielo!
—Oh, ¡Dios mío! —Sigo inmersa en la conmoción—. Acabas de matar a
una persona —continúo hablando con voz atropellada y me llevo las manos
a la cabeza, sin saber qué pasará ahora—. ¡Lo has matado! ¡Jodeeer!
No puedo evitar seguir impactada por todo aquello que acabo de
presenciar, siendo muy consciente de la gravedad de la situación. Soy una
jodida testigo.
—¡Cállate ya! —ordena furioso y agarra mi brazo, mientras me obliga a
caminar más rápido—. ¡No lo hagas más difícil!
—¿Cómo te atreves a callarme? —le suelto, alterada hasta las entrañas.
—¡No tenía otra, Aylin, era él o nosotros!
—¡Me quiero ir a la residencia ya! —hablo perturbada, oponiendo
resistencia y miro alrededor atemorizada.
—No es posible —contesta este y coloca de nuevo su brazo en mi cintura.
Me arrastra más deprisa por las oscuras calles hasta su todoterreno, el cual
detecto aparcado a unos metros.
—¡Sube! —Alex abre la puerta y examina su alrededor con nerviosismo.
—¡No voy a subir!
Clavo mis pies en el suelo, no podrá obligarme. Me niego rotundamente a
montarme en ese coche, ya que no me fío ni un pelo de él después de todo
lo sucedido.
—Quiero que entiendas algo… —Me mira con insistencia, tras sujetarme
contra la parte lateral del coche.
Acerca su cabeza a la mía y noto su desencajado rostro. De repente, siento
sus labios en mi frente y sus brazos alrededor de mi espalda. Pero yo no le
correspondo, sigo inmersa en una profunda decepción.
—¡Diablos! —Aprieta la mandíbula y me despega bruscamente de su
pecho—. Pequeña, yo no quería que esto pasara.
Siento cómo mis ojos se inundan de lágrimas, gotas de dolor que no puedo
frenar y las cuales me indican que he tocado fondo. Siento un gran peso
aplastando mi pecho. Mi vista baja sobre su tenso cuello y después sobre el
arrugado nudo de su corbata negra. Finalmente, alcanzo con mi vista unas
grandes gotas de sangre que manchan su camisa de un blanco nuclear. Miro
la sangre fijamente, siendo consciente de la jodida situación en la que me
encuentro. Consigo entreabrir los labios y hablo en un suspiro.
—Alex, ¿me estás secuestrando? —Le miro con temor.
—Por favor... —suplica con voz rota—. Sube.
Me abre la puerta del coche.
—No… —Me niego en un suspiro.
Su mirada vuelve a oscurecerse y su pulsación se dispara, así lo indica
aquella vena de su sien y su enrojecido rostro.
—¡Lo vas a hacer! —Agarra de nuevo mi brazo y me obliga a meterme en
su Land Rover. Acto seguido, me empuja para dentro y me abrocha el
cinturón, enfurecido.
—¡No lo hagas, Alex! —El flujo de lágrimas no cesa y no tengo ni la más
remota idea de lo que me espera, pero debe ser algo malo.
Tiemblo de desesperación. Veo que se monta en el coche deprisa y activa
el seguro demostrándome claramente que mis sospechas son ciertas.
—No comprendo nada... ¿estás loco? —susurro derrumbada—. ¡No me
puedes secuestrar!
—Sí que puedo —replica más frío que un cadáver y pisa el acelerador,
alejándonos velozmente del sitio.
Pasa de mí olímpicamente, en cambio, tira de su corbata, señal de que se
está asfixiando y pulsa el botón de una llamada, mientras el coche derrapa
sobre el asfalto.
—Steve, ¡ve a mi casa ahora y comprueba si está todo bien! Llámame de
vuelta.
—Recibido. —Oigo la otra voz con claridad, ya que está en manos libres.
Lo miro embobada cuando vuelve a pulsar la tecla y realiza otra
llamada. No dejo de tiritar.
—Sí. —Escucho una voz ronca.
—Estoy de camino al Templo —avisa Alex—. Refuerza la seguridad y
prepara una salida de urgencia. Esta noche, ¿vale? No le digas nada al
comité.
—Mi dios, no me va a dar tiempo —comentan desde el otro lado.
¿Mi dios? Me llevo una mano al frente y pienso que posiblemente el
sonido esté distorsionado y ha sido imaginación mía.
—¡Solo haz lo que te digo, demonios!
—¿Y el cargamento?
—Puede esperar —le responde este con rudeza—. ¡Ahora mismo lo
importante es salir de aquí!
—¿Qué ha pasado? —Se oye la voz desde el otro lado.
—Max... saben mi identidad.
Corto y al grano. Después, simplemente cuelga. Miro por la ventana y
suspiro. No entiendo nada y este jodido hombre que tengo a mi lado me lo
tendrá que aclarar.
—Eres un puto narcotraficante, ¿verdad? ¡Me mentiste! —le grito
desquiciada y empiezo a golpearle el hombro y brazo con los nudillos de
mis manos.
Veo que él solo mantiene su vista al frente y no altera ni una facción en su
rostro.
—¡Para! ¡Para ya! —me grita de vuelta—. Te explicaré todo cuando
lleguemos, ¡joder!
Se escucha el teléfono de nuevo. Contesta.
—No vaya al piso, jefe. Han entrado y está todo revuelto. Se ve que
primero han buscado aquí.
—¡Mierda!¡Mierda! —Lo escucho maldecir y le empieza a pegar varios
puñetazos al volante.
Sigue conduciendo con cara desfigurada, los dos inmersos en completo
silencio. Necesito poner mis pensamientos en orden, ha pasado todo tan
rápido que... ¡Dios mío! Estoy atrapada. Miro por la ventanilla mientras me
doy cuenta de que estamos saliendo de Boston y nos dirigimos a un sitio en
las afueras.
De momento, recuerdo que mis amigos deben estar muy preocupados por
mí y busco el teléfono en mi bolso. Saco rápidamente el móvil, pero Alex
frena violentamente, de modo que el coche se detiene con brusquedad.
Tanto que mi frente casi golpea la parte delantera. A continuación, extiende
la mano hacia mí.
—¡Dame el móvil! —ordena furioso.
—¡¿Qué te pasa?!
—¡Dámelo! —Tensa los labios.
—Berta y los demás deben estar preocupados.
—Mándale un mensaje. ¡Y me lo enseñas antes de enviarlo! —avisa.
¡Joder!
Empiezo a teclear con manos temblorosas, escribiéndole a Bert. En el
mensaje la tranquilizo, diciéndole que voy a pasar la noche con Alex. Sin
embargo, no me da tiempo a más, ya que este me lo arranca de las manos y
lo mira. Me lo devuelve y lo guardo en mi bolso deprisa.
En unos pocos minutos, llegamos al dichoso sitio. Sé que es ahí porque el
imponente edificio marca territorio a kilómetros de distancia. Además, su
arquitectura es inconfundible. Es una enorme edificación de piedra y
básicamente consiste en un recinto de planta rectangular, rodeado de
columnas de estilo griego. El conjunto de columnas que rodea el masivo
edificio delimita una galería alrededor de toda la estructura.
La edificación está vallada con unas fuertes puertas de metal, pareciendo
una fortaleza. Al llegar a unas puertas enormes de acero, observo al menos
dos hombres trajeados, que llevan un auricular. Sin duda, parecen
guardaespaldas o los porteros de una discoteca. Conforme nos ven llegar,
nos abren e inclinan un poco la cabeza, a modo de saludo.
Entramos por el camino pavimentado y vuelvo a examinar el enorme
edificio. En realidad, más que una fortaleza, parece un hotel de cinco
estrellas. En el interior del recinto, hay multitud de coches aparcados y todo
queda muy bien iluminado. En la entrada principal, percibo unos focos que
alumbran un gran cartel dorado, en el cual puedo leer las palabras «EL
TEMPLO». Alrededor de eso, veo una cantidad considerable de figuras
talladas, que recrean escenas mitológicas.
¿El Templo?
No hace falta ser listo para darse cuenta de que estoy delante
de Álympos. Respiro hondo cuando este aparca el todoterreno y abre la
puerta del copiloto. Ha estado callado durante todo el camino y, por más
que haya intentado decirle algo en dos ocasiones, no ha soltado ni una
jodida palabra. Solo lo he visto mirar su móvil concentrado.
Opongo resistencia, pero Alex no me da tregua. Noto con estupor que me
empuja hacia una entrada en la parte trasera, al parecer no desea que
entremos por la puerta principal. A lo largo de toda la valla y tanto delante
de la gran entrada principal, como en la puerta trasera, se encuentran
decenas de agentes de seguridad. Todos ellos agachan la cabeza cuando nos
ven entrar.
—¿No vas a explicarme nada de esto, o qué? —pregunto confusa. La
desesperación en mi voz es notable. El miedo aterrador y su extraño
silencio me aniquilan. Estoy tiritando por los nervios y por el frío. Él lo
nota, de modo que se quita la chaqueta y la echa por encima de mis
hombros.
—¡Camina!
—¡Brian! —Un hombre de mediana edad, calvo y robusto se dirige a
nosotros.
—¡Max!
—¿Qué ha pasado? —pregunta este.
—No tengo tiempo ahora. No avises a nadie que estamos aquí.
El hombre solo asiente con la cabeza, preocupado. Alex sigue tirando de
mí por un pasillo donde no hay nadie y empezamos a subir una escalera de
mármol en forma de caracol. Hay espejos, lámparas gigantescas y estatuas a
doquier. Y también se escucha música de no sé qué sitio.
Cuando llegamos a la primera planta, me abre una puerta e ingresamos en
algo parecido a un despacho. Veo que cierra con una llave, sin embargo,
deja la llave en la puerta. Lanzo una mirada furtiva por la suntuosa estancia.
Observo que hay un escritorio de grandes dimensiones y todos los asientos
son de cuero. Junto a una mesa rectangular, se encuentran un sofá y unos
pequeños sillones. También hay una chimenea y encima de esta, reina un
imponente cuadro, el cual refleja a los Dioses más prominentes del monte
Olimpo.
—Siéntate, Aylin —se digna en hablar—. Enseguida arreglaré nuestro
vuelo a Toronto.
—¿Vuelo? —pregunto estupefacta—. ¿A Canadá?
No responde. Se afloja el nudo de la corbata y vierte whisky en un vaso
que coge de un alto mueble. Le da un gran trago, mientras mira su móvil.
Sigue sin contestar. Está centrado otra vez en su maldito móvil.
Lo miro estupefacta mientras siento que me desvanezco.
—¡Alex! —bramo y camino en su dirección para llamarle la atención—.
¿Cómo piensas que me iré contigo?
—¡Siéntate! —repite—. Debes firmar.
—¿De qué estás hablando? —Frunzo el ceño y lo miro atemorizada. Este
ni siquiera me mira, solo veo que remanga su camisa y coloca la pistola en
la mesa. Después empieza a buscar algo en los cajones, sumamente serio.
Saca un documento y vuelve a mirar el móvil. Rodeo el escritorio y me
acerco a él, arrancándole el móvil de las manos.
—¡Contéstame, maldita sea! —Tiro su móvil encima de la mesa—. ¡Me
dijiste que nunca me obligarías a hacer algo que no quisiera!
—¡También te dije que no confiaras en mí! —Sus ojos sueltan chispas.
Mi boca forma una O y doy un paso para atrás, asombrada. Ahora mismo
en mi cabeza hay un cúmulo de acontecimientos que no comprendo.
—Se me ha ido de las manos. Te lo explicaré todo, tranquila.
—Sé que hemos tenido solo una aventura, pero pensaba que tenías un
mínimo de cariño o aprecio por mí, como para no meterme en todo esto —
digo dolida.
—Yo... no soportaría que te pasara algo. No puedo perderte, Aylin. Me
divorciaré de Lorraine —dice convincente y acaricia mi cabello con
suavidad.
Pero no funciona. Sus palabras no producen ningún impacto en mí. Mi
corazón ahora mismo está cerrado y estoy segura que es otra mentira más
para convencerme.
—No te creo nada —contesto—. Me ocultaste tantas cosas... ¿cómo
podría confiar en ti?
—Aylin, ven y siéntate —Me obliga a sentarme en la silla—. Por favor, no
hay tiempo.
Me agarra los brazos con más calma y respira hondo. Su mirada vuelve a
suavizarse y extiende la mano para hacerse con los papeles que ha sacado
del cajón minutos atrás.
—Hoy mismo vas a ingresar en Álympos, pero no debes preocuparte, yo
te...
—¡No! ¡Definitivamente, NO! —salto sobresaltada de la jodida silla.
Mi enojo aumenta y sé que podría acuchillarlo ahora mismo con mi
mirada. Él baja la cabeza y coge aire.
—No hay otra opción, ¿vale? Si la hubiera, jamás lo haría.
—En la fiesta me has dicho que ya no querías que ingresara aquí —digo
casi sin aliento—. Alex... te dije que no quería saber nada de tu mundo. ¡Y
después de lo que he visto, menos!
—¡Firma! —ordena y me coloca un bolígrafo en la mano.
Sus ojos se han vuelto a transformar. Destellan furia e impaciencia.
—No voy a hacerlo, ¡joder! —chillo en su cara—. No sé lo que pone en
ese papel. Pensaba que Álympos era una casa de orgías y BDSM, ¡no una
organización criminal! —Lo reto con la mirada.
—Y lo es —dice y me da la espalda—. Fue solo eso hasta que Jonathan
Woods, mi padrastro, decidió que, en lugar de compararle la droga a los
intermediarios para traerla aquí y ofrecérsela a nuestra clientela, era mejor
comprarla directamente desde Colombia. Contamos con la mejor sustancia,
la más pura y fina. Y de manera directa.
—¿Qué droga?
—Cocaína y... heroína, principalmente. —Carraspea y baja la vista cuando
percibe mi cara de cuento.
—¿Cómo? —Agrando los ojos—. Sé que tu infancia fue dura, Alex.
Viviste un infierno, entonces... ¿cómo puedes traficar con lo mismo que tus
padres consumían, y que tanto daño hizo a tu familia?
Este aprieta los puños y me clava con su mirada de alquitrán.
—¿Infierno? ¿De qué estás hablando? —grita y noto la ira en sus ojos—.
¡Aylin, mi verdadero infierno empezó cuando mi padre murió y mi madre
se casó con Woods! ¡Piensas que lo sabes todo y no paras de dar lecciones,
pero no tienes ni una maldita idea! —suspira desconsolado y mueve su
dedo índice, señalándome.
Pestañeo.
—¿A qué te refieres?
—¡Da igual! —vocifera y acerca su cara a la mía —. Soy un maldito
pervertido sádico y mala persona que vende droga, ¡acéptalo!
—¿Asesino también? —pregunto cortante y un escalofrío me atraviesa—.
¿Quién era ese tipo y por qué te ha acusado de matar a su primo? Estaba
mintiendo, ¿verdad?
Permanece callado y me da la espalda. ¡Oh no! ¿A qué tipo de persona
tengo delante?
—¡Firma!
—¡Sí lo hiciste! —murmuro amargamente y noto pálpitos en el pecho.
No puedo evitar sentirme así y mi vista se nubla de momento.
—¡Me quiero ir de aquí ya! —Me doy la vuelta, presa del pánico y corro
en dirección a la puerta. Solo necesito alcanzarla y girar la llave.
—¡Aylin! ¡Demonios! —Oigo su enfermiza voz detrás—. ¡No te muevas!
Algo como si fuera el seguro de un arma resuena en el silencio de la
habitación. Quedo de espaldas a él, a unos centímetros de la puerta, puerta
que no conseguiré atravesar. Siento los golpes fuertes de mi corazón y el
pulso incesante mientras me doy la vuelta despacio. Cuando alzo la mirada,
con la barbilla temblorosa, lo veo. Está plantado delante de mí, sujetando
aquella maldita pistola y... apuntándome.
—¡Diablos! —gruñe enloquecido. Se está volviendo loco literalmente, y
eso queda claro en la tortura que muestra su rostro. Las lágrimas en sus ojos
son notables y su cara está encendida—. No puedes huir. Te encontrarían,
Sanders estaba ahí. Yo no me puedo oponer a las normas del clan, ¡soy su
líder! —añade—. Solo intento protegerte, ¿vale?
Respiro lentamente, conmocionada de verlo delante de mí de esta
manera. Pero no puedo ceder y meterme en algo que desconozco.
—No voy a firmar, Alex —clamo con decisión, sin parpadear siquiera—.
¡No voy a ser vuestra puta en Álympos!
Las lágrimas bañan mis pestañas.
—No lo estás entendiendo, ¡maldita sea! No tienes ninguna otra opción —
dice concluyente y aprieta más la pistola en sus manos—. Aylin… o estás
dentro... o estás muerta.
No es una broma, lo sé. Su tono es serio y ni siquiera en mis peores
pesadillas podría soñar con algo tan macabro. Inhalo y exhalo el aire en
cólera, mientras ahogo mi llanto. No permitiré que me vea llorar, ni una vez
más.
—¿Quién eres? —pregunto de manera pausada, pero serena.
—Sabes quién soy.
—No, no sé quién eres. ¡¿Quién eres?! —Alzo mi voz en grito de guerra.
Este mira el techo exasperado y después deja caer su oscura vista sobre
mí. Aprieta los labios con coraje y pienso que jamás ha desprendido tanta
fuerza como ahora.
—Soy Ares, Dios del Olimpo. Uno de los doce olímpicos que rigen
nuestro clan —afirma—. Soy el líder supremo de Álympos, el clan
hedonista más antiguo del mundo, con sede en El Templo, y visitado por los
magnates de más de cuarenta países. Soy fanático de la civilización griega y
también... narcotraficante.
Trago en seco e intento procesar todo lo que acabo de escuchar. Su
inexpresiva mirada me alcanza y sus palabras actúan como una bala en mi
mente y alma. Me siento vacía. El hombre que amo me ha engañado y me
está apuntando con un arma en este momento, dispuesto a apretar el gatillo.
Pero uno no precisa de una pistola para matar.
Mi alma está en llamas.
«Niña tonta, los cuentos de hadas NO EXISTEN».
... Y los finales felices tampoco.

Solo dime cuando, no me digas dónde


Miraremos juntos el mismo horizonte
Vamos dando saltos sin tener un norte
Solo somos fuerzas juntas que se rompen.
Y aquellos planes que no hicimos,
Porque sé que no hay destino alguno que nos siente bien.
(BERET: «Cóseme»)

FIN
AGRADECIMIENTOS
Queridos lectores,
Si habéis llegado hasta aquí, entonces me gustaría, en primer lugar, daros
las gracias por acompañarme en este viaje literario lleno de emoción, intriga
y pasión. Nada sería posible sin los lectores y sin las inmensas ganas que
tenemos de vivir otras vidas a través de este maravilloso mundo que es la
literatura.
En segundo lugar, me emociona enormemente informaros que la aventura
acaba de comenzar. Y si esta novela os ha agradado y ha despertado vuestro
interés, os tengo buenas noticias. Este libro representa la primera parte de
una trilogía a la que le tengo mucho cariño, intitulada EL PROFESOR y la
cual está formada por:
1. El profesor
2. Ares
3. Afrodita
Habiendo dicho esto, os invito a seguir disfrutando de la historia de Aylin
y Alex, la cual espero de corazón que os llegue al alma con cada palabra y
línea que vayáis leyendo, porque, al fin y al cabo, se trata de eso, de sentir
la magia en cada palabra. Las tres historias estarán disponibles en formato
físico y Kindle en esta plataforma, aparte de otras de mis historias, las
cuales espero que disfrutéis mucho.
Y si queréis saber más de mi mundo y del mundo de los «viciosillos del
romance erótico», también os invito a que me sigáis en mis redes sociales
(ver siguiente sección), he incluido un adelanto de la novela «Ares», la
segunda parte de esta trilogía.
Me despido con mucha ilusión y ganas de saber vuestras opiniones sobre
esta novela, para bien o para mal. Confío mucho en el poder constructivo de
las palabras, de modo que siempre habrá cabida para mejorar, sin duda. De
la manera que sea, solo espero que, mediante la lectura, hayáis vivido esta
bonita historia con la misma intensidad que lo he hecho yo mientras la
escribía.
Por último, pero no menos importante, les doy las gracias a mi familia y a
mis amigas por todo el apoyo brindado y por la paciencia que me han
demostrado en todo momento. Sois mi motor. Una parte de mi corazón
también pertenece a aquel fantástico grupo de lectoras que aman mi trabajo
y disfrutan de mis interminables historias de Instagram. Gracias por tocar
mi alma y levantarme cuando más lo he necesitado, a pesar de la distancia.
Vosotras sabéis perfectamente quiénes sois.
Gracias a todos por ser tan especiales,
Miss Red.

DEL PRÓLOGO DE «ARES»

Te planteo lo siguiente...
¿Qué ocurriría si el hombre que amas te diera a elegir entre VIVIR... o
MORIR?
¿Y qué ocurriría si VIVIR significa VIVIR BAJO SUS NORMAS?
Y no, no es ninguna broma. Tampoco es una cruel escena sacada de una
película de terror.
ES MI REALIDAD.
Mi nombre es Aylin Vega, estudio en la Universidad de Harvard y hasta
hace un mes era una joven como cualquier otra. Una chica con ganas de
comerse el mundo y con grandes expectativas de futuro, la cual deseaba
convertirse en una reconocida agente financiera en Wall Street. Una mujer
que soñaba con conocer a un príncipe azul que la amara para siempre.
LO ERA. Hasta que él entró en mi vida: el mismísimo diablo que viste de
traje y que se cree Dios. Un hombre de mente afilada, con cuerpo
pecaminoso y ojos de infarto. El Profesor. Necesitó unas pocas semanas
para llevarme del cielo al infierno, sin previo aviso. No me dio ninguna
opción, en cambio, me arrastró a un mundo oscuro, peligroso, donde la
perversión y el placer priman y donde los escrúpulos no tienen cabida, pero
la delincuencia sí.
Un mundo cuyo nombre quedó grabado en mi piel: Álympos.
Dicen que el amor puede con todo, pero… ¿será el amor capaz de apagar
las llamas del infierno?
¿Te atreves a adentrarte en el mundo de ARES?
ACERCA DEL AUTOR

Miss Red es autora de novela romántica y erótica y escribe sus novelas


bajo pseudónimo. Siendo una persona creativa, emocional y empática, se
ha sentido atraída por las palabras desde una temprana edad. Así fue cómo
ingresó en el mundo de la literatura mediante la lectura y estudiando una
carrera de Filología, ya a una edad adulta. Años más tarde, concretamente
en el año 2022, empezó a darle forma a sus escritos a través de las
plataformas Wattpad y Booknet como una simple afición. En unos pocos
meses recibió comentarios positivos sobre sus novelas y tuvo una muy
buena acogida por los lectores. Un año después, decidió dar un salto más y
autopublicarse.
La escritora describe su trabajo como un cóctel de intriga, acción y
romance, con toques de humor y una alta dosis de erotismo. La primera
obra publicada fue la novela El Profesor, obra que vio la luz como
borrador en marzo de 2022 y la que, meses más tarde, dio pasó a una
segunda parte, intitulada Ares. Finaliza la trilogía en diciembre de 2022
con la tercera y última parte, llamada Afrodita.
Otras publicaciones de la autora, de las cuales también puedes visualizar
el Booktrailer son:
Duchess
Jullian´s School (Relato corto).
Actualmente está trabajando en las novelas:
Ninfa
El mercado de novias
La encontrarás en las siguientes redes sociales:
Instagram: miss_red_writer
Facebook: MISS RED Writer
Tik Tok: missred_writer

Nota: Los booktrailers no son definitivos y están sujetos a actualizaciones


y mejoras.

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