Mitos
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Paris y Helena
La boda de Tetis, la diosa marina, y de Peleo, rey de Tesalia, iba a ser celebrada
pronto en el Olimpo.
—¡Organicemos un banquete suntuoso! —declaró Zeus.
—¡Invitemos a todos los dioses! —agregó Hera, su esposa.
—¿A todos? Ah, no. No hay que invitar a la Discordia.
La Discordia, también llamada Éride, no era una divinidad amable: allí donde
estaba presente, no sabía más que sembrar peleas, perturbaciones y conflictos. Zeus y
Hera pocas veces se ponían de acuerdo. Pero en esta oportunidad, compartieron la
opinión: ¡Discordia no sería invitada a la boda!
La fiesta fue alegre: todo un éxito. Afrodita, Atenea y todas las divinidades del
Olimpo conversaban alegremente mientras el bello Apolo cantaba, acompañado por el
coro de las musas.
Ahora bien, la Discordia rondaba cerca del palacio. Ofendida por haber sido
dejada aparte, pensaba en la manera de vengarse. Aprovechando un momento de
distracción de los convidados, se deslizó hacia la sala del banquete y dejó sobre la mesa
una magnífica manzana de oro en la que había escrito: PARA LA MÁS BELLA.
En cuanto hubo desaparecido, Hera vio la manzana.
—¡Qué maravilla! —exclamó—. ¿Quién me ha traído este regalo?
—¿Me permites? —dijo Afrodita apoderándose de la fruta—. Es claro que me
está destinada: ¿acaso no soy la diosa de la belleza?
—Despacio —se interpuso Atenea—. Pretendo que me corresponde con todo
derecho. ¿Tú no has afirmado siempre, padre, que yo era la más bella? —concluyó
volviéndose hacia Zeus.
El rey de los dioses se encontró en un aprieto: por cierto, Atenea era su hija
preferida. Pero, al elegirla, tenía miedo de irritar su esposa. Y no quería que se enojara
Afrodita.
—Bueno, ¿qué piensan nuestros invitados?
¡Era la pregunta que no debía hacerse! Se expresaron las opiniones más diversas.
Cada uno eligió, para halagarla, a la diosa cuya protección o amistad deseaba obtener.
Nadie estaba de acuerdo. Escondida no lejos de allí, la Discordia se frotaba las manos.
—¡Dejen de pelear! —tronó Zeus reclamando silencio—. Aquí nadie puede ser
juez con objetividad. Irán, por tanto, las tres al monte Ida. Hermes las acompañará con
la manzana. Se la confiará a un pastor que se la dará a quien juzgue más bella. ¡Y su
opinión será ley!
Había hablado Zeus. Su decisión, además, convenía a las tres diosas: ¡cada una
estaba muy segura de que ganaría!
Aquel día, en el monte Ida, el que estaba haciendo pastar a su rebaño era el
joven y seductor Paris. Ahora bien, Paris no era un pastor como los demás... Justo antes
de dar a luz, su madre, Hécuba, soñó que paría una roca incendiada que destruía la
ciudad de Troya, de la cual su esposo, Príamo, era el rey.
—¡Ay, este presagio es claro! —exclamó este—. Nuestro hijo provocará la
destrucción de nuestro reino. ¡En cuanto nazca, lo mataremos!
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La futura madre simuló aceptar. Pero le encargó a un sirviente la triste tarea de
abandonar al bebé en el monte Ida, y traer consigo el cadáver de otro niño. Príamo no se
enteró de nada: creyó que su orden había sido ejecutada. Hécuba, por su parte, rogaba a
los dioses para que su hijo fuera descubierto y salvado.
Y eso ocurrió: el bebé fue hallado por una osa que, en vez de devorarlo, lo
amamantó. Más tarde, un buen pastor lo encontró, lo adoptó y lo llamó Paris.
Un día, ya adulto, Paris se dirigió a Troya para participar en unos juegos a los
cuales asistieron Príamo, su esposa Hécuba y si hija, la joven Casandra. El valor de ese
muchacho los deslumbró.
—¡Ese desconocido saca ventaja a todos sus adversarios! -exclamó Príamo—.
¿Es posible que sea el hijo de un simple pastor?
Ahora bien, Casandra poseía el don de la adivinación. En cuanto vio al joven,
supo enseguida de quién se trataba:
—No —afirmó palideciendo—. ¡Es tu hijo... y mi hermano!
Príamo llamó a Paris y convocó al que lo había educado. Su investigación fue
rápida, ¡la verdad se manifestó! Y el rey estaba tan contento de haber encontrado a su
hijo que se olvidó de la profecía del sueño de su esposa.
Una vez convertido de nuevo en príncipe, Paris eligió pasar la mayor parte de su
tiempo cuidando los rebaños de su padre en los alrededores de la ciudad de Troya...
Hermes, con la manzana en la mano, ubicó rápidamente a Paris en las laderas del
monte Ida. Surgió ante él, con sus sandalias aladas; como el pastor sintió miedo, el dios
lo tranquilizó:
—¡No temas, Paris! Soy enviado por Zeus para que hagas desempatar a tres
diosas. Debes elegir a la más bella. He aquí una manzana. Entrégala a la que sea de tu
preferencia.
Estupefacto, Paris dejó que le diera la magnífica manzana de oro y cuando alzó
la cabeza, vio ante sí a tres mujeres cuya belleza lo deslumbró... ¡tres diosas! Su mirada
iba de una a otra y, por supuesto, era incapaz de decidirse. Atenea se adelantó, tomó la
mano del pastor y le murmuró al oído:
—Si me eliges, Paris, ¡te convertirás en un rey poderoso! Yo, diosa de la guerra,
te enseñaré el arte de los combates y haré de ti un soberano invencible.
—¡Espera! —interrumpió Hera, acercándose a su vez—. ¿Me has reconocido,
Paris? ¡Soy la esposa de Zeus! ¿Combatir? ¡Con mi protección, no necesitarás hacerlo!
Y te prometo que reinarás sobre Asia Menor.
Durante ese tiempo, Afrodita se había desabrochado la túnica para aparecer en
todo su esplendor.
—Yo —dijo—, te ofrezco aún más. Si tu elección recae sobre mí, obtendrás el
amor de aquella cuya belleza es igual a la mía... hija que la humana Leda tuvo con Zeus:
Helena.
Helena era cortejada por todos los soberanos de Grecia. Era tan bella que Teseo
la había secuestrado para intentar desposarla cuando ella tenía apenas doce años. Paris
no vaciló: para gran pesar de Hera y de Atenea, se inclinó ante Afrodita y le dio
manzana. Nadie vio, escondida en los bosquecillos cerca de allí, a una diosa encantada
por el giro que daba la historia. Claro, era la Discordia; su manzana seguía surtiendo
efecto.
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En el momento en que transcurría esta escena en el monte Ida, la famosa Helena
se encontraba en Esparta. Rodeada de sus pretendientes, estaba confrontada a una
elección difícil:
—Esta vez —le decía su padre adoptivo, Tíndaro—, ¡debes decidirte! Todos los
reyes de las ciudades de Grecia están aquí, ¿a cuál eliges?
—Ah, padre, sea cual fuere mi decisión, sé que acarreará catástrofes. Tantas
amigas mías se quejan de su fealdad... Yo las envidio, pues mi belleza me resulta un
peso...
Era cierto que Helena ya había desencadenado numerosos conflictos: varios
soberanos se habían peleado por ella.
—¡Al tomar un marido —dijo— suscitaré nuevas pasiones ¡Aquellos que hayan
quedado descartados querrán matar a mi esposo o secuestrarme!
—Entonces —exclamó Ulises1, que era rey de Ítaca—, aquellos que no seamos
elegidos deberemos unirnos en torno a una promesa: juremos perseguir al que intente
separar a Helena de su esposo...
El rey de Esparta, Menelao, lo aprobó. Se volvió hacia Agamenón, su hermano,
rey de Argos, y hacia los demás pretendiente allí reunidos.
—Esta solución me parece razonable. ¿Qué dicen?
Los griegos aceptaron.
—Sí —dijeron en una sola voz—, juramos combatir al que atreva a secuestrar a
1
El nombre griego de Ulises es, en realidad, Odiseo. Hemos adoptado el latino por ser más conocido.
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Helena hasta que sea devuelta a su marido.
—Y ahora, Helena —la apuró Tíndaro—, ¡decídete!
—Elijo a Menelao, rey de Esparta —dijo, después de vacilar.
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Juntaremos nuestros ejércitos. Partiremos hacia Troya. Si es necesario, sitiaremos la
ciudad y pelearemos. ¡Pero traeremos de regreso a Helena!
Se había declarado la guerra de Troya...
Los cuatro relatos que integran esta sección han sido tomados de las epopeyas de
Homero, La Ilíada y La Odisea.
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LOS HOMBRES Y LOS DIOSES
Orfeo y Eurídice
Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su
canto con una lira, instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira
posee nueve cuerdas. ¡Nueve cuerdas... en homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no
lastimarlo, las ramas de los árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus
capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza.
Sentada en la ribera del río Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con
la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica ligera, al igual que las náyades que
habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un instante, sorprendidos
y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a
ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende
que el amor que siente por esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de
la Música! Soy músico y poeta.
Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un
magnífico caparazón de tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa
conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado
una de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una
carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido
nada de la escena. Es otro hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también
ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre lo rechazó. Se muerde el puño para no
gritar de celos. Y jura vengarse...
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la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus
colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa
corriendo a la ribera del Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de
cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la
pantorrilla de la muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las
hamadríades y los invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...
Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha
hecho su trabajo. Eurídice ha muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que
las hamadríades repiten en coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de
sus escondites, se acercan hasta la hermosa difunta y unen sus quejas a las de los
humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo, surgen aquí y allá
miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!
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La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero
aventurarse allí sería una locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna;
se ha lanzado sin temor en la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este
estrecho sendero? Enseguida, gemidos lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río
subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas
orillas están pobladas por las sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo,
entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro: las almas de los muertos dejan de
gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz viajero que viene del
mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación.
Interrumpe su canto para llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero
encargado de conducir las almas al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero
en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla, frente a dos puertas de bronce
monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los infiernos y su
esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces de sus tres
cabezas; sus ladridos llenan la caverna.
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amor hacia la bella Eurídice, que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda.
Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a implorar tu clemencia. ¡Sí,
devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible
Cerbero parece conmovido por ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra
por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie
sale de los infiernos? ¡No debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a
mi Eurídice, perdí toda razón de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella,
permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído.
Hades agacha la cabeza, indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea:
acepto que partas con tu Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que
la crueldad de nuestra separación! ¿Qué debo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis
dominios. Pues serás tú mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido
bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para
siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren
chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace
lentamente, para que Eurídice pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la
incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos. Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!",
pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no abrir la boca. Apenas
sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez.
¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero
emprende el camino contra la corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al
mundo de los vivos... Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que
soplan en la caverna, adivina el roce de un vestido y el ruido de pasos de mujer que
siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas de prisa para
reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella
se extravía?
Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los
ruidos que, a sus espaldas, indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando
vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera
Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de la que son capaces
los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los desdichados humanos! Para darse
ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre,
a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
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No aguanta más y se da vuelta.
Y ve, en efecto, a su amada.
En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del
tenebroso reino. Y Orfeo comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para
siempre en la oscuridad. Un eco de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es
inútil desandar el camino de los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!
Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores
indican que una fiesta está en su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben
numerosos convidados. Algunos, ebrios, cortejan de cerca a mujeres que han bebido
mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas muchachas lo
llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!
—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a
menudo, en bailes desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.
—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.
—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las
bacantes, señalando a su grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes
no están dispuestas a permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
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Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no
tiene ni energía ni deseos de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno no
lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero
que se atrevió a rechazar a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas
desgarran el cuerpo del desdichado poeta. Una de ellas lo decapita y se apodera de su
cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra recoge su lira y
también la tira al agua.
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LOS HECHOS DE LOS HÉROES
Teseo y Ariadna
Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan triste y tan
preocupado que su hijo Teseo le preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún problema?
—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete
doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos desdichados
están condenados...
—¿Condenados? ¿Para expiar qué crimen deben, pues, morir?
—¿Morir? Es bastante peor: ¡serán devorados por el Minotauro!
Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de
Grecia, acababa de llegar a su patria; sin embargo, había oído hablar del Minotauro. Ese
monstruo, decían, poseía el cuerpo de un hombre y la cabeza de un toro; ¡se alimentaba
de carne humana!
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa odiosa costumbre?
—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la
guerra contra el rey de Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año, catorce
jóvenes atenienses sirven de alimento a su monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las futuras víctimas.
Enfrentaré al Minotauro, padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su hijo.
—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.
Una vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba
de una trampa de Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama de invencible. Se
esconde en el centro de un extraño palacio: ¡el laberinto! Sus pasillos son tan numerosos
y están tan sabiamente entrelazados que aquellos que se arriesgan no descubren nunca la
salida. Terminan dando con el monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó, y luego, gracias a sus
demostraciones de cariño y a su persuasión, logró que el viejo rey Egeo, muerto de
pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el puerto de Atenas.
Estaban acompañados por jóvenes para quienes sería el último viaje. Los habitantes
miraban pasar el cortejo; algunos gemían, otros mostraban el puño a los emisarios del
rey Minos que encabezaban la siniestra fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera de velas negras
atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si regresas vencedor, no
olvides cambiarlas por velas blancas. ¡Así sabré que estás vivo antes de que atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a los atenienses en la
nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los mares, se apareció en
sueños a Teseo. Sonreía.
—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es normal: eres mi
hijo con el mismo título que eres el de Egeo1...
1
La madre de Teseo había sido tomada a la fuerza por Poseidón la noche de su boda.
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Teseo oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.
—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Poseidón—. Encontrarás
allí un anillo de oro que el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de
Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando
tocó el fondo, vio una joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella, con el
corazón palpitante. De modo que todo lo que le había revelado Poseidón en sueños era
verdad: ¡él era un semidiós!
Este descubrimiento excitó su coraje y reforzó su voluntad.
Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos, Teseo divisó entre la multitud al
soberano, rodeado de su corte. Fue a presentarse:
—Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas recorrido todo este camino para implorar mi clemencia
—dijo el rey mientras contaba con cuidado a los catorce atenienses.
—No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.
Un murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién
llegado. Reconociendo el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo, se preguntó,
estupefacto, gracias a qué prodigio el hijo de Egeo había podido encontrar esa joya.
Desconfiado, refunfuñó:
—¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso, deberás hacerlo con las
manos vacías: deja tus armas.
Entre quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas.
Impresionada por la temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla
con su vida. Teseo había observado durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente, era
sensible a su belleza. Pero se sintió intrigado sobre todo por el trabajo de punto que
llevaba en la mano.
—Extraño lugar para tejer —se dijo.
Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los
ojos de encima a Teseo, una loca idea germinaba en ella...
—Vengan a comer y a descansar —decretó el rey Minos—. Mañana serán
conducidos al laberinto.
Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación
donde estaba durmiendo! Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su
espada. Una silueta blanca se destacó en la sombra. Un ruido familiar de agujas le
indicó la identidad del visitante:
—No temas nada. Soy yo: Ariadna.
La hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.
—¡Ah, Teseo —le imploró—, no te unas a tus compañeros! Si entras en el
laberinto, jamás saldrás de él. Y no quiero que mueras...
Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó qué sentimientos la habían
empujado a llegar hasta él esa noche. Perturbado, murmuró:
—Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ah, Teseo, déjame contarte una historia muy singular...
La muchacha se acercó al héroe para confiarle:
—Mucho antes de mi nacimiento, mi padre, el rey Minos, cometió la
imprudencia de engañar a Poseidón: le sacrificó un miserable toro flaco y enfermo en
vez de inmolarle el magnífico animal que el dios le había enviado. Poco después, mi
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padre se casó con la bella Pasífae, mi madre. Pero Poseidón rumiaba su venganza. En
recuerdo de la antigua afrenta que se había cometido contra él, le hizo perder la cabeza a
Pasífae y la indujo a enamorarse... ¡de un toro! ¡La desdichada llegó, incluso, a mandar
construir una carcasa de vaca con la cual se disfrazaba, para unirse al animal que
amaba!
—¡Qué horrible estratagema!
—La continuación, Teseo, la adivinas —concluyó Ariadna temblando—. Mi
madre dio nacimiento al Minotauro. Mi padre no podía decidirse a matar a ese
monstruo; pero quiso esconderlo para siempre de la vista de todos. Convocó al más
hábil de los arquitectos, Dédalo, que concibió el famoso laberinto...
Impresionado por este relato, Teseo no sabía qué decir.
—No creas —agregó Ariadna— que quiero salvar al Minotauro. ¡Ese devorador
de hombres merece mil veces la muerte!
—Entonces, lo mataré.
—Si llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la salida del laberinto.
Un largo silencio se produjo en la noche. De repente, la muchacha se acercó aún
más al joven y le dijo:
—¿Teseo? ¿Si te facilitara el medio de encontrar la salida del laberinto, me
llevarías de regreso contigo?
El héroe no respondió. Por cierto, Ariadna era seductora, y la hija de un rey.
Pero él había ido hasta esa isla no para encontrar allí una esposa, sino para liberar a su
país de una terrible carga.
—Conozco los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades
y cómo podrías acabar con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y me
desposas!
—De acuerdo. Acepto.
Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba
enamorado de ella? ¿O se sometía a una simple transacción? ¡Qué importaba!
Le confió mil secretos que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente. Y
el ruido de su voz se mezclaba con el obstinado choque de sus agujas: Ariadna no había
dejado de tejer.
Frente a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entren! Es la hora...
Mientras los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el extraño
edificio, Ariadna murmuró a su protegido:
—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, quedaremos ligados
uno con el otro.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe
tomó lo que ella le extendía: un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos no
adivinó su maniobra, comprendió que a ese muchacho y a su hija les costaba mucho
separarse.
—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?
Sin responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se unió
a sus compañeros que vacilaban ante una bifurcación.
—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.
Desembocaron en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el
otro camino que los condujo a una nueva ramificación de varios pasillos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Pronto emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido
infranqueables bosquecillos.
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—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el destino nos
ofreciera la posibilidad de no llegar al Minotauro... sino a la salida?
Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo
tal que se terminaba llegando siempre al centro!
Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la noche, cuando sus compañeros se
quejaban de la fatiga y del sueño, Teseo les ordenó de pronto:
—¡Detengámonos! Escuchen. Y además... ¿no oyen nada?
Los muros les devolvían el eco de gruñidos impacientes. Y en el aire flotaba un
fuerte olor a carroña.
—Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está cerca! Espérenme
y, sobre todo, ¡no se muevan de aquí!
Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano.
De repente, salió a una explanada circular parecida a una arena. Allí había un
monstruo aún más espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante con cabeza
de toro, cuyos brazos y piernas poseían músculos nudosos como troncos de roble. Al
ver entrar a Teseo, mugió un espantoso grito de satisfacción voraz. Bajo las narinas, su
boca abierta babeaba. Debajo de su cabeza bovina y peluda, apuntaban unos cuernos
afilados hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su futura víctima golpeando la arena con
sus pezuñas.
El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la blandió. En el
momento en que el monstruo iba a ensartarlo, se apartó para asestarle en el morro un
golpe suficiente para liquidar a un buey... ¡pero no lo bastante violento para matar a un
Minotauro!
El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo de recuperarse, Teseo se aferró a
los dos cuernos para saltar mejor encima de los hombros peludos. Así montado, apretó
las piernas alrededor del cuello de su enemigo y, con toda su fuerza, ¡las estrechó!
Privado de respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya no podía clavar los cuernos
en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó por el suelo. A pesar de la
arena que se filtraba en sus orejas y en sus ojos, Teseo no soltaba prenda, tal como
Ariadna se lo había recomendado.
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Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron. Pronto, lanzó un espantoso
mugido de rabia, tuvo un sobresalto... ¡y exhaló el último suspiro! Entonces, Teseo se
apartó de la enorme cosa inerte. Su primer reflejo fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había atraído a sus compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a salvo!
Teseo reclamó su ayuda para arrancar los cuernos del monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo por reclamar.
—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado. Pero nos espera una muerte
lenta: no encontraremos jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo, volvían a desandar el largo y
tortuoso trayecto que los había conducido hasta el Minotauro. A Teseo le costaba
calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios benévolo le había dado esa idea genial a
Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del otro lado, alguien tiraba con tanta prisa como él.
Finalmente, luego de muchas horas, emergieron al aire libre. El héroe, extenuado, tiró
los cuernos sanguinolentos del Minotauro al suelo, cerca de la entrada.
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—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!
Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia él. Se abrazaron. La hija
de Minos echó una mirada enternecida al enorme ovillo desordenado que Teseo,
todavía, tenía entre las manos.
—A pesar de todo —le reprochó sonriendo—, hubieras podido enrollarlo
mejor...
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inquietud, el viejo rey Egeo acudió a los muelles.
—¿Las velas? —preguntó alzando la cabeza hacia el guardia—. ¿Puedes ver las
velas y decirme cuál es su color?
—Ay, gran rey, son negras.
El viejo Egeo no quiso saber más. Loco de dolor, se arrojó al mar y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de conducir el cuerpo del viejo Egeo a la
orilla. Teseo se precipitó hacia él. Adivinó enseguida lo que había ocurrido y se maldijo
por su negligencia.
—¡Padre mío! ¡No... estoy vivo! ¡Vuelve en ti, por piedad!
Pero era demasiado tarde: Egeo estaba muerto. La tristeza que invadió a Teseo
le hizo olvidar de golpe su reciente victoria sobre el monstruo. Con amargura, el héroe
pensó que acababa de perder a una esposa y a un padre.
—¡A partir de ahora, Teseo, eres rey! —dijeron los atenienses, inclinándose.
El nuevo soberano se recogió sobre los restos de Egeo. Solemnemente, decretó:
—¡Que este mar, a partir de ahora, lleve el nombre de mi padre adorado!
Y a partir de ese día funesto, en que el vencedor del Minotauro regresó de Creta,
el mar que baña las costas de Grecia lleva el nombre de Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. En el día
naciente, vio a lo lejos las velas oscuras de la galera que se alejaba. Incrédula, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Es posible que me abandones?
Siguió el navío con los ojos hasta que se lo tragó el horizonte. Comprendió,
entonces, que nunca volvería a ver a Teseo. Sola en la playa de Naxos, dio libre curso a
su pena; gimió largamente sobre la ingratitud de los hombres.
Luego, Ariadna reencontró sobre la arena su labor abandonada.
Retomó las agujas. Y en espera de que se realizara el prodigioso destino que ella
ignoraba, puso nuevamente manos a la obra.
Tejía a la vez que lloraba.
El poeta latino Catulo (siglo I) y, más tarde, Ovidio en sus Metamorfosis relatan este
mito.
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Penélope y Ulises
El alba estaba aún lejos cuando Penélope se levantó. Dejó su dormitorio con
pasos sigilosos y llegó a la gran sala del palacio. Acercándose a la mortaja, tiró del hilo
que sobresalía y comenzó a destejer lo que había hecho el día anterior. Esta es la razón
por la cual su labor no avanzaba: ¡desde hacía muchos meses, Penélope deshacía cada
noche el trabajo de todo el día!
De repente oyó un ruido, se dio vuelta y reconoció a una sirvienta que,
asombrada, observaba la maniobra de su ama.
—¡Espera! —exclamó Penélope—. ¡No te vayas, voy a explicarte!;
Pero la muchacha había desaparecido. Y cuando Penélope, a la mañana, entró en
la sala del palacio, fue recibida por cien miradas severas o burlonas. Furioso, Eurímaco
exclamó:
—Penélope, ¡has estado burlándote de nosotros! ¡Tu sirvienta nos explicó la
estratagema! —agregó, señalando la mortaja—. Esta vez, ya no te escaparás por medio
de una traición. ¡Hoy te casarás con uno de nosotros!
En un rincón de la habitación, varios pretendientes se hallaban cómodamente
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sentados. Otros habían traído toneles y habían comenzado a beber el vino del rey. Los
más atrevidos ya daban órdenes a los domésticos como si el palacio les perteneciera.
Penélope comprendió que estaba perdida: si no elegía un marido, esos nobles iban a
enfrentarse y a vaciar el palacio. Entre ellos, Eurímaco, el más rico y poderoso, tenía la
arrogancia del que está seguro de ser elegido.
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Ulises había dicho a su mujer: "Si no vuelvo, espera para casarte otra vez a que nuestro
hijo tenga barba".
Esta vez, Penélope no tenía más razones para retroceder. Pero elegir un protector
le resultaba odioso. Y entre esos hombres que detestaba, ninguno era mejor que otro.
Cuando estaba por contestar, un sirviente y un mendigo se presentaron:
—¡Eumeo! —exclamó Penélope sonriendo—. Entra, ¡eres bienvenido!
Eumeo era el porquerizo del palacio. Se inclinó y señaló al hombre que lo
acompañaba. Era un mendigo harapiento, mayor y aún más sucio que él.
—Gran reina —dijo Eumeo—, este viajero pide hospitalidad.
—Ven, buen hombre —dijo Penélope extendiéndole la mano al desconocido—.
Come, bebe y descansa: en mi palacio estás en tu casa.
—Este palacio —interrumpió Eurímaco— pertenecerá a partir de ahora al
hombre con el que te cases. ¡Ahora te instamos a elegirlo!
Los cien pretendientes reunidos aprobaron, amenazadores. Y mientras se
retomaba la conversación, a Penélope le intrigaba el comportamiento del viejo perro de
su esposo: el animal, que hoy estaba ciego y casi inválido, había dejado a rastras su
rincón, cercano al trono vacío del rey; cuando llegó a los pies del mendigo, alzó la
cabeza, gimió con debilidad y lamió las manos del viajero, que lo estaba acariciando.
Después de eso, el perro, que parecía sonreír, exhaló su último suspiro, acurrucado en
los brazos de aquel.
—¡Maldito pulgoso, sal de aquí! —le espetó Eurímaco.
—No —ordenó Penélope, asaltada por un presentimiento—. Euriclea, trae una
vasija con agua tibia y lávale los pies a nuestro huésped.
Euriclea era la sirvienta más anciana del palacio. Había sido la nodriza de
Ulises. Se apresuró a obedecer a su ama, que no hacía más que respetar las tradiciones
de la hospitalidad.
Antes de ir a sentarse, el mendigo se inclinó al oído de Penélope para susurrarle:
—¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo!
Estupefacta, Penélope miró al desconocido junto al que Euriclea se afanaba. No,
era demasiado viejo y demasiado feo para ser su marido disfrazado. Sin embargo, ese
era su estilo, introducirse de incógnito para confundir a sus enemigos.
Alzando nuevamente la cabeza, Penélope, perturbada, repitió palabra por
palabra:
—De acuerdo: me casaré... ¡con el que sepa tensar el arco de mi esposo!
Sorprendidos, los pretendientes se consultaron con la mirada. El primero,
Eurímaco, reaccionó:
—¿Nos lanzas un desafío? ¿Y si veinte de nosotros lo lograran?
—En tal caso —replicó Telémaco—, mi madre organizaría un concurso de tiro y
se casaría con el vencedor.
Penélope miró a su hijo. No estaba en su carácter tomar iniciativas tales. La
ausencia y la experiencia, sin duda, lo habían hecho madurar. En ese instante, la vieja
nodriza de Ulises dio un grito; acababa de descubrir una cicatriz en la rodilla del
mendigo.
—Oh, es una vieja herida —dijo este—, ya no me duele.
Telémaco ya estaba regresando con el enorme arco de su padre y varias aljabas
llenas de flechas. Iba acompañado por Filecio, un fiel servidor que cargaba una docena
de hachas.
—¡Seré el primero en probarlo! —decretó Eurímaco.
Tomó la cuerda y la tensó tan fuerte, que su rostro enrojeció.
—No insistas —se burló Antínoo—. ¡La madera ni siquiera se ha doblado!
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Tomó a su vez el arco y trató de tensarlo. Sin éxito.
—Dámelo —dijo otro pretendiente empujando a sus compañeros.
Fracasó como los dos primeros. Pasaron las horas. Y cuando cayó la noche,
ninguno había podido lanzar una flecha. Fue entonces cuando se alzó la voz del viejo
mendigo:
—¿Tal vez hay que ablandar ese arco? ¿Me permiten?
Antes de que alguno pensara en interponerse, Telémaco extendió el arma al
desconocido y empujó a Penélope hacia la puerta.
—Madre —le murmuró—, será mejor que partas.
Quiso protestar. Pero con una señal de su hijo, Filecio la obligó a dejar la sala;
una vez afuera, Penélope oyó que trababan la puerta. Pensativa, regresó a sus aposentos.
De repente, vio en la habitación de su hijo decenas de espadas y de lanzas apiladas.
—Pero... ¡son las armas de mis pretendientes! ¿Quién ha ordenado que las
junten aquí? ¿Y por qué?
Provenientes de la sala del palacio, un inmenso clamor y gritos de espanto le
respondieron. Entonces, una loca esperanza invadió su corazón...
¡Delante de los pretendientes anonadados, el viejo mendigo acababa de tensar,
sin esfuerzo, el gran arco de Ulises! Aprovechando su sorpresa, Telémaco, por su parte,
había fijado en forma de estrella las doce hachas en el muro, superponiendo los agujeros
que perforaban el extremo de cada mango. El orificio único que ofrecían se había vuelto
así el centro de un pequeño blanco.
Telémaco exclamó:
—¡Recuerden! ¡Sólo mi padre podía tensar su arco! ¡Y nadie más que él pudo
nunca alcanzar un objetivo tan pequeño!
Sin turbarse, el mendigo apuntó... y tiró. La flecha atravesó la estancia y fue a
clavarse en el centro del blanco. Surgió un grito, que se multiplicó, en el que se
adivinaban el estupor y el temor:
—¡Es Ulises!
—No puede sino ser él. Sin embargo, ¡es imposible!
Entonces, el mendigo se arrancó los harapos de una vez.
—¡Sí! —tronó—. Soy yo, Ulises, ¡el amo de esta isla y de este palacio! Esta
mañana, los feacios me han dejado en la playa de Ítaca. Y gracias a Atenea, que supo
envejecerme y disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados. ¿Codiciaban a mi esposa?
¿Buscaban suplantarme?
—¿Quién te contó esas mentiras? —dijo Eurímaco, haciendo muecas.
—¡Eumeo, mi fiel porquerizo! Sin reconocerme, me ha recibido. Gracias a él,
supe del engaño que tramaban. Con su ayuda y la de mi hijo, ninguno de ustedes se me
escapará.
Eurímaco hizo un gesto para huir. Pero el bravo Filecio cuidaba la puerta, que
estaba trabada. Antínoo, por su parte, quiso tomar su espada. Pero al igual que los otros
pretendientes, comprendió que estaba desarmado. Entonces, se lanzó hacia las hachas.
Una flecha le atravesó la garganta y lo detuvo en su impulso. Ulises ya estaba
apuntando a otro, mientras gritaba:
—¡Telémaco, Filecio, Eumeo... apártense!
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Temblando de pies a cabeza, no se animaba a comprender. El viajero iba
acompañado por Telémaco y Euriclea.
—¡Es él, ama! —le aseguró la nodriza en un sollozo.
—Es él —le confirmó Telémaco—. ¿Madre, aún dudas?
Dudaba. No quería creer en esa felicidad demasiado grande que barría de golpe
tantas tristezas acumuladas.
—Vaya —susurró Ulises, con un nudo en la garganta—, sólo dos seres me han
reconocido: mi perro, que me esperó para morir; y mi nodriza, que identificó la herida
de la rodilla que antaño me hizo un jabalí. ¿Pero tú, Penélope, mi propia esposa, no me
reconoces?
No. Ese Ulises que había surgido hoy le parecía más extraño que el fantasma
familiar con el cual conversaba y cuyo recuerdo había cultivado.
—¡Atenea, ilumíname! —imploró.
La diosa lo oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y su rostro
cobró el brillo y la belleza de los héroes.
—Para probarte que no se trata de un engaño de los dioses —agregó él—, voy a
darte la prueba de que soy tu esposo: ¿ves nuestro lecho? ¿Qué otra persona sino yo
podría describirlo con precisión?
Lo hizo, y con tales detalles que Penélope, enseguida, se arrojó entre sus brazos.
—Ulises —balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro amado—.
¡Ulises, por fin, eres tú! Sí, has regresado...
—Veinte años más tarde —concluyó él—. Y después de cuántos viajes...
—Yo —le respondió ella—, no he salido de la isla de Ítaca. ¡Sin embargo, tengo
la impresión de ser una náufraga que está errando desde hace veinte años y da por fin
con tierra firme!
Se abrazaron. Telémaco y Euriclea dejaron el dormitorio en puntas de pie. Y
Atenea, en su bondad, prolongó indefinidamente la noche del reencuentro de los
esposos.
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