Cuentos - Felix Reyes
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Cuentos - Felix Reyes
Félix Reyes
NAAP’OOKM
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Cuenta mi padre, que nuestras eran las llanuras del Istmo de Tehuantepec, las montañas
veracruzanas y las dos costas que aprietan el sureste mexicano. Desde Ak ayuuk
(Acayucan, Veracruz), pasando por Käänëëm (Tehuantepec) hasta Jääm nëëm (Nejapa de
Madero) se hablaba nuestra lengua, y que por cientos de años la habíamos defendido de los
zapotecas, mixtecas y aztecas, pueblos con vocación urbana. Pero cuando llegaron los
españoles aumentaron a cuatro nuestros hostigadores, y pues, nadie sobrevive tan
fácilmente a cuatro potencias hostiles en consecutivas etapas históricas, por eso nos
redujeron a la montaña.
Dice mi padre, que los españoles sólo vinieron a dar el golpe final, ya que el trabajo lo
habían hecho durante cientos de años las anteriores invasiones, siendo el más crudo el de
los aztecas. En ese entonces aun teníamos el Istmo, que fue cuando llegó Quetzalcóatl, esa
serpiente emplumada, dios de los aztecas, y que descaradamente vino hasta nuestra casa a
pedirnos la rendición. Pensaba que sería una visita cualquiera.
Le miramos, dice mi padre, de cabo a rabo y echamos agua en el suelo donde pretendía
sentarse, entonces, Quetzalcóatl se sintió ofendido, y sonriendo burlonamente dijo que nos
arrepentiríamos de esa actitud desafiante, fue cuando se encaminó al horizonte, y
tendiendose por toda la playa del gran Pácifico tapó todos los caminos de los arroyos,
riachuelos y ríos que pretendían llegar al mar. Hasta tapó el sol, y así anduvimos en la
oscuridad.
Entonces, sucedió que el agua se estancó, al no tener desembocadura comenzó a crecer
y a subir. Tras nosotros los animales y la arena comenzaron a seguirnos camino a la
montaña. Muchos días y noches estuvimos así, tal vez cientos, perdimos la cuenta pues
fueron momentos de inmenso penar.
Cuando estuvimos a la mitad del camino, comenzamos a padecer de víveres, sin mantos
secos enfermamos de a montón, y conforme crecía el mar a nuestros pies más difícil se
tornó después vencer a esa serpiente emplumada que yacía plácidamente echada sobre
nuestro horizonte. Es cuando pensaron nuestras ancianas y nuestros ancianos que estaría
bueno sentarse a negociar, pero eso era ya imposible, ahora era muy difícil hablar con
Quetzalcóatl, pues sabía que estabamos perdiendo y que su plan estaba funcionando, con
esto no hizo sino volverse mas soberbio su corazón, decidiendo exterminarnos de una vez,
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pues nos tenía ya ahí entre las aguas y las paredes de las montañas. No teníamos
escapatoria.
Desesperados nuestros padres y abuelos, buscaron, entonces, la manera de entrar en
combate, pero el agua los empujaba a seguir subiendo la cuesta, fue así como comenzó a
dispersarse nuestro pueblo, unos en grutas, otros se apresuraron a buscar las cumbres más
altas en busca del calor del sol. En el camino fuimos dejando nuestras figurillas, nuestras
grandezas. Fue hasta entonces cuando nuestros abuelos idearon unirse con los animales
para entablar un último combate ya que el exterminio no era sólo para nuestra gente.
Fue cuando caminaron entre el monte buscando a Xoox, la nauyaca, la del veneno
mortal, y al encontrarla, le dijeron:
—Xoox, tú que eres de todas las víboras la más temible y la mas aguerrida. Por favor,
danos un consejo, ¿qué podemos hacer para evitar ser aniquilados de esta manera?
Xoox tardó en despertarse, bostezó, y de manera despreciable nos dijo que no la
molestáramos, sus horas de sueño eran más importantes que andar salvando pellejo ajeno.
Maldijeron, entonces, nuestros abuelos a Xoox a vivir y a morir durmiendo, como hasta
hoy, que puedes machetearlos y no despiertan.
Ya de regreso, tristes, cabizbajos, hambrientos y cansados, resignados a perecer si ese
era el destino del pueblo ayuuk, fue cuando Jajyu’u (esa serpiente negra conocida como
“carbonera” o “zumbadora”) se les apareció, y muy molesta los increpó:
—¿Porqué esa actitud? ¿Qué les ha dicho Xoox?
—¡Esto! —dijeron nuestros abuelos, y mostraron sus manos vacías.
—¡Maldita Xoox, siempre presumida y altanera, y mira nomás...! pero no se preocupen,
yo los ayudaré… sólo que necesito muchas cosas…
—Dinos, te las conseguiremos de inmediato —. Rugieron en una sola voz nuestros
abuelos.
—Quiero dos bigotes largos de Kuxyëpëjy ( el tatuado de flores de sol, que así es como
nombramos al jaguar) y una espina de pescado, de todas las que tenga necesito la más larga
y filosa. ¿Creen que puedan conseguírmelas?
Con el jaguar no hubo problema, gustoso nos dejó arrancar dos de sus más largos
bigotes (sólo cerraba sus ojos el pobrecito, y hacía una mueca de dolor cuando se los
jalábamos y desprendíamos). Nos preguntamos en silencio para qué necesitaría Jajyu’u
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semejantes pelos; de los peces, tanteamos ciegamente al agua y escogimos al más grande y
espinudo. Se lo dimos a nuestras madres para que lo deshuesaran, y una vez echo eso,
nuestros primeros padres fueron corriendo a cumplir su misión ante Jajyu’u.
—Ahora —les dijo —tendrán que pegarme esos bigotes con xitspääk (miel de abeja
melipona) en ambos cachetes, pero que quede maciso; la espina, por su parte, tienen que
amarrarmela a la espalda… Antes de mi partida quiero que consulten a Tääktsi’tsk, hongos
sagrados, hagan costumbre y sigan sus indicaciones, porque ellos les revelará el destino que
ambos hemos de tener… No es seguro que volvamos a vernos.
Fue así como nuestras viudas comieron entonces “Tääktsi’tsk”, hongos sagrados, y
ellos hablaron a través de sus bocas: “¡Sigan, hijos míos, sigan cuesta arriba, que al final
del camino estaré esperándolos! ¡Donde encuentren el amanecer ahí estaré, postrada para
cobijarlos! ¡Ahí será Nääx Okm, base que dé tierra a este abismo, ahí se establecerán, y
desde esa tierra contemplaran como se desgarra este manto negro! Ahí será Nääx Okm,
asiento del abismo.
Fue así como en ese momento se dieron dos partidas una vez que se consultaron a los
hongos, nuestros mensajeros divinos: hacia el Oriente, Jajyu’u se echó entre las aguas
oscuras, y nosotros empredimos el viaje a tientas hacia el Poniente.
Protegido por la oscuridad y las aguas, Jajyu’u bajó hasta el fondo para no ser
descubierta, y con aquellos bigotes iba percibiendo cuán lejos, cuán cerca estaba del
enemigo… En cuanto supuso estar en el mejor lugar para atacar, de manera relampagueante
y con unos sorprendentes movimientos rasgó con la filosa espina la capa más delgada de la
serpiente emplumada, abriendo así una brecha mortal por donde comenzó a desangrarse
Quetzalcóatl, primero como un hilillo, para después a borbotones.
A esa hora, en algún lugar lejano de ahí y en algún momento preciso en la oscuridad, se
sintió una calida brisa que alivió el cansancio de nuestros padres, y a la vez percibieron
cómo en el lejano horizonte una delgada capa anaranjada comenzaba a vislumbrarse, para
después, poco a poco, fuera tiñéndose de rojo, filtrandose tímidamente la luz del sol. Estaba
amaneciendo, ¡Jajyu’u había vencido, nos había liberado!
Cuando nuestras madres, nuestros padres y hermanos mayores se dieron cuenta dónde
estaban, se postraron agradecidos: ante ellos se erigía una montaña en forma de una mujer
dormida: era Nä’äxwiny, nuestra madre tierra.
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El agua bajó precipitosamente, y con él se arrastró el abono de la montaña, lo mejor de
la tierra. Volvió así, finalmente, la luz, y nuestras madres y nuestros padres, los primeros de
estas tierras, vieron desde Nääx Okm, Naap’Ookm, como se descorrían las persianas negras
que habían retenido el calor y la luz del sol, terminaba así la noche más larga que los mixes
hayan experimentado. Éramos libres de nuevo.
Jajyu’u, por consenso de los nahuales, se convirtió entonces en emisario de nuestras
divinidades, y hoy cada vez que se le encuentra postrado bajo las piedras no se le mata,
seguro trae un mensaje para nosotros, y casualmente siempre son de mal augurio, pero
Jajyu’u cumple su tarea de emisario. Comunmente, cuando llegan a longevas estas
serpientes, tienen bigotes largos y en el cuerpo siguen conservando las marcas de aquellas
amarras donde pendiera, hace cientos de años, una espina filosa. Desde entonces, se volvió
el azote de Xoox, esa víbora que no quiso ayudar a nuestros abuelos, y cuando se los topa
entre las hojarascas las engulle o las destaza sin piedad, en recuerdo de aquella cobarde
actitud ante nuestro pueblo.
Por eso dicen las y los abuelos, que esa es la razón de por qué decidieron nombrar este
pueblo como Naap’Ookm, que en lengua ayuuk quiere decir “asiento del abismo”; y
también, eso explica el por qué amanece asi en este pueblo: en la dimensión de la oscuridad
aparece allá, en el lejano horizonte, un hilillo rojo que posteriormente se va haciendo
naranja, invadiendo lentamente el escenario para dar paso a la luz del sol, que eso se repite
cada mañana para jamás olvidar la hazaña de Jajyu’u. Y que tambien, de vez en cuando las
nubes nos juegan una broma recordándonos ese episodio cuando se postran a nuestros pies
en forma de mares, cubriéndolo todo de blanco. Que por eso hay arena en estas montañas,
conchas marinas y peces en nuestros arroyos, lagartos e iguanas en nuestros ríos.
Dice pues, mi padre, que Jajyu’u, desde entonces, hirió de muerte a los aztecas, los
españoles sólo vinieron a toparse con un imperio agonizante.
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Kontoy, el que lideró a los Ayuuk jä’äy en su combate contra los zapotecas y
mixtecas, tenía por mascota al jaguar, kuxyëpëjy, precioso animal blanco y puro como un
pedazo de algodón, juguetón y coqueto, presumido y confiado. Andaban siempre juntos, de
repente jugaban entre la hierba a revolcarse, de repente a las escondidas, de repente a las
carreras. Comían y bebían juntos, hasta dormían empiernados. Así vivían. Eran casi uno
mismo.
Pero cuando lo dioses tuvieron conocimiento de que nosotros, las y los Ayuuk jä’äy,
sembrábamos maíz pelando grandes cerros, temieron que fuéramos como ellos, pues el
grano sólo a ellos pertenecía, fue cuando consensuaron enviar a Ko’oypyë, el que no es
bueno, a descogollar las milpitas.
Sabedor de esos planes, Kontoy, nuestro padre, le pidió al majestuoso jaguar cuidar
la milpa que crecía muy bonito. Esto le dijo:
—¡Por nada del mundo te vayas a dormir…! ¡Solo es una noche!
Y como siempre, altanero y contento, el jaguar se plantó ahí a cuidar el maíz. Creía
que eso sería fácil, pero en realidad desconocía que cuidar milpa conlleva sus hambres y
sus fríos, sus pies y sus manos cansados, sus ojos desvelados. Sus ir y venir, evadir el
aburrimiento. Sus escuchar para arriba, sus escuchar para abajo, sus sustos y sus sorpresas.
Sus días y sus noches, sus calores del medio día y sus rocíos de la media noche. Sus
mosquitos y sus víboras. Sus acechadores terrestres, voladores y subterráneos. Estar aquí,
estar allá, en medio, a las orillas, sin agua cuando no se reserva y sin leña cuando se quema
todo en un solo momento. Rondar milpa es poner ojos y oídos sobre Ko’oypyë, el que no es
bueno, el que mueve a su antojo a los animales y a los fenómenos dañinos para
afectarnos…
Pero llegó la noche y el rocío comenzó a mojarle, y el cansancio a invadirle. Entonces, para
apaciguar un poco el frío fue cuando arrimó leños para hacer lumbre y calentarse un
poquito, sobándose las patas y las manos para hacer calor. Fue cuando sus ojos comenzaron
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a entrecerrarse y sus pestañas a caer como piedras unas sobre otras… ¡Y que se va
quedando dormido justo cuando comenzaba a clarear el nuevo día! Entonces, Ko’oypyë, el
que no es bueno, se dio cuenta y arreó al jabalí, al venado, al temazate, al tejón, al
tepezcuinte, al zorro, a las tuzas, al tapir, a las ardillas y a las aves, y como hace el arriero
así igualito azuzó Ko’oypyë a las manadas y parvadas de animales para que invadieran la
milpa y se dedicaran a tronchar las grandes y hermosas cañas de maíz, dejando sólo las
matas pequeñas y enfermas.
Cuando al otro día, muy temprano, Kontoy arribó con los cosechadores con sus
canastos listos para levantar la milpa, contentos para cocer nixtamal y hacer tortillas y
comer como no lo habían hecho desde que los dioses habían creado el hambre y los
sufrimientos, hallaron al velador durmiendo plácidamente junto a la fogata. Y es cuando
sintieron cómo su pecho se contraía de tristeza al ver lo que quedaba de la milpa. Fue
cuando a Kontoy se le incendió de ira su noble corazón, y muy molesto lo tomó de la cola y
atizó la lumbre con su impecable blancura, revolcándolo entre las brasas sin soltarlo hasta
quemarlo todito.
Desde entonces, al jaguar se le chamuscó la piel, sus llagas quedaron como flores
tatuadas, excepto sus partes interiores, por eso aun es blanco bajo sus orejas, bajo su
hocico, bajo su cuerpo, bajo el algodón de sus patas.
Es por eso que hasta hoy en día arrastra una cola larga e hinchada, porque Kontoy se
la estiró al azotarlo. Esa es la razón, y tambien por vergüenza, el porqué el jaguar ya no
volvió a los brazos de su antiguo amigo, y ya solitario se hundió y se sigue escondiendo en
las profundas cañadas, pero cuando el hambre le obliga a salir a buscar de comer, y así a
exponer ante los demás animales su piel quemada, quejándose en cada paso “oj oj oj”, por
el ardor que aún flamea en todo su cuerpo, no lo hace sino obligado y sale a buscar comida
con mucha molestia. Ahora ya no anda caminando por ahí presuntuoso, valiente ni
vanidoso. Ya no fue más amigo de Kontoy. Y desde entonces, persigue y caza por
venganza a todos aquellos animales quienes se prestaron al juego de Ko’oypyë, el que no es
bueno. Y tambien, por eso huye de los hombres, que ya no quieren saber más de él…
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JAGUAR COMEPERRO
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EL VIEJO ESTEBAN
No hay un termómetro con el cual podamos medir el ánimo de este pueblo, sobre
todo de quienes nos representan como autoridades municipales: algunas veces andan
felices, y van por las calles riéndose por cualquier cosa, son esos días cuando te invitan un
mezcal, así de la nada, vas pasando rumbo a tu milpa a poner trampas a las tuzas para que
no sigan masticando las raices de las plataneras, y es cuando el presidente municipal o el
síndico te llama, es más, te siguen y te agarran y te piden que te sientes con ellos ahí donde
están echando trago, y exigen al cantinero te sirvan la copa llena. Son de esos días cuando
ponen música en el altoparlante a todo volumen, haciendo retumbar la montaña con sones
que escuchamos en la radio, y es cuando se les ocurre hacer fiesta sin que sean días
sagrados, y van y vienen a cada rato a nuestros lugares de culto ofreciendo a la madre tierra
sacrificios de pollos y guajolotes; a veces compran un torete y es cuando convocan al
pueblo a una gran comilona, y dicen que es en honor a nuestra montaña, a la madre tierra,
para que nos proteja y convocan a la banda filarmónica a que amenice el evento tocando
melodías cadenciosas, llamando a la gente a comer, a beber y a bailar como si al siguiente
amanecer fuese ya el apocalipsis. Otras veces, andan enojados, como roñosos caminan, y
no sabemos el porqué, simplemente nos miran con ojos encabronados, así, refeo, y es
cuando las autoridades municipales andan buscando en la calle a quien apresar, y sin
motivo suficiente se ponen a encarcelar a todos esos jóvenes que andan de holgazanes por
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las calles del pueblo, y es cuando se erigen en consejeros eruditos, en justicieros. Cuando
suele suceder así, lo más recomendable es andarse con cuidado. Es, pues, por todo ello que
no cualquiera se asume como “alotepecano” por el simple hecho de haber nacido en esta
tierra; son, por así decirlo, especiales (pregúnteles, pregúnteles), y en toda la región así son
conocidos: habladores, inteligentes, escandalosos, dicharacheros y así, con esa actitud, a
veces cuando hablan en serio lo dicen echando relajo, y así no se puede negociar bien con
ellos.
Así de dificil de entender es esta gente, y hay muchas cosas que en vez de tratar de
comprender simplemente hay que asumirlos como tal, como aquel inutil esfuerzo por
intentar deducir de dónde habrían sacado nombrar a mi bisabuelo como “Zacamil”, si él se
llamaba Emilio Márquez, pero alguién, condenado pueblo, alguien por relajo o por envidia
decidió un día levantarse una mañana dispuesto a cambiarle el nombre del bisabuelo por
“Zacamil”. Y si digo que pudo haber sido por envidia, es porque la verdadera fama del
viejo Emilio —que fue panadero— era que se rumoraba que el pan le salía tan rico porque
lo amasaba con los pies. Muchos recuerdan su casetita pintada de verde cuya rótula decía:
PANADERÍO. Pero esto no fue el único caso, hay otros más ilustrativos, como lo sucedido
al pobrecito de Félix Marcos. Éste, nomás por andar de borracho, y estuviera un día pide y
pide con los ojos todos llorosos en aquella cantina la canción de "llorarás, llorarás” de
Javier Solís, terminaron por bautizarlo "Llorarás", y así, hasta su muerte, que fue el año
pasado. Ese día, cuando anunciaron su deceso, en ningún rostro asomó la timidez cuando
anunciaron: a muerto Félix “llorarás”.
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hacerla de tos e impresionar a todas las chicas, comenzó a aullar como lobo en luna llena,
terminaron por apodarle "Pedro el Perro".
Por eso es importante conocer los estados de animo de cada pueblo, porque a pesar
de que son de una misma cultura, cada uno de ellos conserva una peculiaridad que los
distingue de los demás. Saber de ellos puede salvarnos de un buen apodo, ya que, como
decíamos arriba, hay días en nuestro pueblo que son buenos, y otros que son pésimos. Para
terminar de comprender este fenómeno, no hay mejor o peor ejemplo que lo sucedido al
viejo Esteban, y esta es su historia.
El viejo Esteban era una persona muy inteligente y ocurrente, había recorrido y
conocido mucho la región, pues él no había nacido en Alotepec, era de Tlahui, y llegó a ese
siendo muy pequeño junto con su madre buscando trabajo. Y fue con el abuelo Federico
donde empezaron a desgranar costales y costales de mazorca, y de esa casa no se despegó
sino hasta cuando fue mayor de edad. Pero, bueno, decíamos que era un personaje muy
curioso, que todo lo que veía en otras partes solía repetirlo aquí, en este pueblo,
engrandenciendo así nuestros días festivos.
Una vez, en la fiesta del Carnaval salió disfrazado de zancudo con pies de palo y así,
sorteando baches y deslaves del camino de terracería divirtió a chicos y a grandes como
jamás se había hecho; sin embargo, cuando sus primeros tragos de mezcal hicieron efecto y
acabó por emborracharlo, el viejo Esteban cayó de su estructura tronchándose un brazo en
el acto. Fue cuando el pueblo lo llevó a su casa, pero, a los días posteriores respecto a su
tratamiento, cuidado y alimentación nadie se asomó ni se tomó la molestia por arrimarle un
pedazo de pan duro.
Pero esta actitud no lo desanimó, pues conocía muy bien a la gente, así eran. Días
despues, tan pronto se recuperó, volvió de nuevo a sus creaciones; esta vez, de manera
imprevista salvó al pueblo de una terrible catástrofe: el grupo de maromeros que
engalanaría la fiesta grande sufrió un terrible revés, su capitán no asistiría a la fiesta por
motivos de salud, y eso echaba en tierra todo el espectáculo que habían preparado
esmeradamente, y sin él, qué va disfrazado de payaso, llevando la batuta del espectáculo,
contando chistes y bailando bajo la cuerda mientras los demás hacen piruetas y malabares
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al ritmo de la banda filarmónica que interpreta hermosas y movidas melodías, no podía
haber espectáculo. Esta terrible noticia cayó como agua helada sobre el pueblo, pues habían
anunciado por doquier, a pecho inflado, el festín que estaba por verse en Alotepec; fueron
días aciagos, de pesar entre la gente, sin embargo, fue el viejo Esteban quién devolvió el
color al semblante de la gente, pues se ofreció personalmente en medio de la asamblea
asumir aquel rool, es decir, ser el capitán de aquel grupo de maromeros, y aunque no sabía
en realidad que papel tenía que desempeñar, ya que ni siquiera tiempo tenía de practicar
con aquellos artistas, nuestro hombre confió en su genio y en su don de la improvisación,
que eran magnificos.
Llegó, pues, como desde hace siglos lo hace, el día de la fiesta, y todo el pueblo se
volcó hacia la casa del viejo Esteban. Con bombo y platillo, cuetes y cohetones, y al
compás de la banda filarmónica los maromeros bailaron y bailaron rumbo al domicilio del
que sería su nuevo e improvisado capitán. Dicen, pues, que esa tarde, Esteban se había
pintado la cara con colores vivos, y que aguardaba listo en el interior de su casa disfrazado
de payaso, un traje que originalmente pertenecía al capitán que no había podido llegar, y
como era de tallas grandes a Esteban le quedaba muy , haciendolo parecer un muñeco
grotesco y desfigurado; así, pues, cuando arribaron a su casa con música alegre, el pueblo
reclamó su salida y actuación, fue cuando se abrió la puerta y de un salto salió
majestuosamente el viejo Esteban entre vivas y aplausos de un público entusiasmado al
borde del éxtasis.
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estructuras para el espectáculo de los maromeros, el gentío vivió una de sus grandes
manifestaciones culturales: dividió la historia de aquel lugar en un antes y un después del
viejo Esteban. Pero, una vez que pasó la fiesta, la autoridad municipal se negó a hacerse
cargo de la deuda contraída por Esteban por aquellas cajas de alcohol que usó en su
espectáculo de escupefuego, por lo cual el viejo tuvo que regalar su trabajo durante cuatro
meses al tendero de la comunidad, que le exigía el pago inmediato del producto.
La última aventura que el viejo había realizado lo tenía encerrado en la cárcel del
pueblo, y todo indicaba que ahí se pudriría: sucedió, que en semana santa se le había
ocurrido hacer un globo de cantoya, y con ello pretender festejar el domingo en alegoría a
la resurrección de Cristo. Y, por ser día de luto, esa mañana no se había convocado a la
banda filarmónica como siempre se hace en el pueblo, a través del altoparlante, sino que en
aquella ocasión a la gente se le invitó desde el púlpito; así que, justo a las ocho de la noche
del domingo de resurrección, chicos y grandes, estaban ya congregados en el atrio del
templo católico haciendo un cerco humano alrededor de Esteban mientras avivaba el fuego
con su sombrero, inflando así de aire caliente aquel globo de papel de china pegado. Los
aplausos se desbordaron, y las consideraciones de orgullo por tener el pueblo de Alotepec a
tan gran e impresionante hombre entre sus hijos afloraron las expresiones de admiración
hacia Esteban, pues ya para cuando el globo comenzó a elevarse poco a poco, el entusiasmo
asomó de nuevo, y los hombres más forzudos decidieron cargar a Esteban en hombros
mientras todos corrían detrás del globo que lentamente remontaba el templo, el único
edificio alto del pueblo, y como una estrella comenzó a desplazarse para arriba, hasta la
cresta de la montaña. Sin embargo, cuando casi remontaba los riscos, el papel en un abrir y
cerrar de ojos se consumió por su propio fuego, cayendo entre los árboles, cosa que
entristeció al público... y cuando todos, satisfechos por aquel espectaculo, comenzaban a
dispersarse hacia sus casas, de repente entre aquellos árboles se elevó una gigante lengua de
fuego que comenzó a arrastrarse lentamente hacia todos lados, consumiéndolo todo. Fue
cuando la gente se espantó mucho, pues no hacía mucho tiempo que habían experimentado
un incendio que lo había arrastrado todo: quemando la mitad de las casas, milpas y
cafetales, ganado mular y vacuno, dejando en la más extrema pobreza al pueblo de
Alotepec. Ahora, con ese nueva imagen, la gente clamó espantada a la autoridad municipal
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que apresara de inmediato al responsable, y que del resultado de todo aquello lo pagara con
creces por semejante imprudencia.
Sin embargo, lo que me gustaba de él era que se sabía perfectamente el contexto de
aquella melodía, y siempre me lo contaba como se le cuenta a un niño su cuento favorito:
“es la historia de un toro negro, de uno que jamás ha sido lazado”, — me decía— , y para
sacarlo de ahí, fue necesario arriarlo revuelto entre el ganado, y es un animal que nadie ha
domado; y que para poder traerlo del potrero al pueblo tuvieron antes que haber bajado las
vacas, para que éste, finalmente, viniera tras ellas, y una vez ya en el ruedo, lazarlo,
prepararlo, ponerle el pretal de grapa, el verijero asi como las corneras, y echarlo a jugar, y
es así como termina tirando, arrastrando, y finalmente, matando, a pisotones, a Felipe.
—¡ja!—, me respondía soltando una carcajada, de esas que hace que abra uno toda
la boca, —¿qué se lazar?, pero por supuesto, muchacho, estás hablando con el mero mero
maromero... —Es cuando me contaba, que por ser él el más atrevido de entre todos los que
se dedican al jaripeo ranchero, pronto tuvo fama en la mixe media por lazar de una sola
tirada a cualquier bestia arisca, incluso, en medio de la polvareda que levantan los animales
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en su huida hacia las arboledas difíciles de acceder, y su fama iba más allá de los pueblos
mixes, pues se decía que él era el único que tiraba el lazo en plena oscuridad, entre
doscientos toros que rumiaban, a cualquier semental bravo que bajara al potrero, solamente,
a la media noche a lamer sal en las canoas de madera, para de inmediato huir de toda
presencia humana. Que para ser un buen caporal, me decía, se tiene que considerar al lazo
como una extensión de nuestro cuerpo; un gran caporal conoce al buen mecate como el
técnico identifica la mejor herramienta: el mejor lazo es el algodonado, me decía, el que no
se enrolla ni viborea. Cuando se lanza el mecate hay un sexto sentido que nos indica que
caerá cual anillo al dedo sobre los cuernos del toro, entonces, es cuando hay que jalarlo
justo en el momento en que va cayendo sobre él, pero para ese entonces, en un abrir y
cerrar de ojos, ya se tiene que haber apersogado el mecate en algún árbol o “madero”, ya
que en cuanto el animal siente el lazo caerle encima se conviertirá en un terrible huracán.
La última vez que lo vi fue el año pasado, y había envejecido más de la cuenta, sin
embargo, seguía conservando la misma calidez, que incluso le pegunté “Felipe, ¿qué final
pudo haber tenido aquel toro negro ya que la canción no refiere más? Fue cuando me dijo:
— siendo como era, no domado, pudo haber saltado las trancas del ruedo, y echando a
correr al público presente en aquella tarde de fiesta, aquel toro negro volvió a las arboledas
donde lazo alguno jamás lo alcanzó... y envejece con toda la tranquilidad.
—Felipe, usted bien pudo haber sido como ese toro negro, nunca someterse.
En el pueblo lo conocían como “Felipe de Tlahui”, porque él era orignario de ese
pueblo de la mixe alta, y había llegado a Alotepec siendo un muchacho hecho y derecho en
busca de trabajo. Y fue con don Roberto Antonio donde encontró empleo, pero, sucedió,
que Felipe se enamoró de una de las hijas del patrón, que decidió hacer trato con aquella
mujer y con don Roberto: trabajaría por ella hasta merecerla, y a eso se abocó nuestro
hombre durante cuatro años, pero sucedió que, finalmente, la chica terminó fugandose con
otro hombre, dejando en total abandono al buen Felipe.
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Pero él no se fue de aquel lugar como muchos hubiesen optado hacer, pues no era
avencindado ahí; lo que él hizo fue seguir trabajando, ya que había terminado por tomarle
cariño al pueblo, decidiendo quedarse definitivamente en Alotepec, asi que habló con el
Consejo de ancianos para que fuera aceptado entre los hijos e hijas del pueblo, le dieran un
solar donde hacer su casa, y a cambio de ello se comprometió a prestar servicio a la
comunidad; asi es como el buen Felipe se quedó a vivir junto a la casa del abuelo Juan,
pues ahí le dieron un terrenito. Meses despues conoció a otra mujer, que terminó casandose
con ella. Así que, cada vez que mi mamá me iba a encargar con los abuelos cuando ella iba
al pozo a lavar o a traer leña a la milpa, de la casa del abuelo pasaba a jugar al patio de
Felipe Gómez, y asi fue como terminé considerandolo parte de mi familia, pues cada vez
que volvía de su milpa venía cargado de naranjas, limas, platanos, caña y chicozapotes, y
nomás me veía a lo lejos pronto metía las manos a su ayate para colmarme de frutas.
Una vez, y lo recuerdo perfectamente, estando jugando tierra en el patio del abuelo
Juan, llegó Felipe a visitarlo, y entre saludos el abuelo le dijo que qué estaba haciendo, pues
no se le había visto durante dos o tres días seguidos por su casa. A lo que Felipe le
respondió:
—Juan, fíjate que hay un jaguar que está atacando a mis becerros, nomás esta
semana se robó a tres de ellos... y por más que los cuido, ni sé a que horas llega el
condenado animal, pues cuando me doy cuenta ya desapareció uno, ya nomás encuentro las
costillas vaciadas, ya nomás el puro pellejo. No sé que hacer, de seguir así, terminaré
perdiendo todo, todo. Ya no duermo, ni como, ni descanso... ese animal me está volviendo
loco.
—Felipe, ¿tú crees que en una sola noche, el jaguar puede comerse un becerro
completo?
—No, nunca. Por lo que me han contado es que primero acecha a la vaca, cuando
ésta trata de defender a su cría se va aislando de sus demás compañeros... y así, cansada de
luchar, termina cediendo al becerro. Es, entonces, cuando el jaguar pesca del pescuezo al
crío, lo ahorca, le clava los dientes, así (Felipe cierra sus brazos como si aplicara una llave,
a la vez que muestra sus dientes y gruñe, y yo, atónito observando la escena). Una vez que
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lo ahorca, lo arrastra por entre las arboledas. Cuando presiente que está por amanecer, lo
esconde entre la hojarasca, cubre el cuerpo con hierbas y lianas, rasca el árbol más cercano
con sus garras como dejando un mensaje a los otros felinos de que nadie se acerque, porque
él va a regresar... Unas veces he encontrado el cuerpo del becerro intocable, otras ya
deshuesado...
Hubo un silencio, los dos se quedaron pensativos, hasta que el abuelo Juan habló:
— Oye, Felipe, ¿y si cazamos al jaguar, así como lo hacemos con los ratones?
— ¿Con trampas?
— ¿Has escuchado que una mordedura de Xoox, la víbora nauyaca, es tan mortal
que puede tumbar en unas horas al mas grande de los toros cebús?
— ¿Sí?
— Pues, mira, dicen que el veneno de víbora no huele y no contamina la carne con
su olor como sí lo hace el veneno para ratones, o tuzas... Te propongo algo, bajemos a tierra
caliente, busquemos una bajo aquellos encinales (que por cierto, hay muchísimo por ahí).
Entonces, agarremos viva a una de ellas, ya sabes, de entre la tierra donde duermen, y
saquémosle el veneno. En un frasco hagamos que vacíe sus colmillos. Después, cuando
tengamos eso, sacrificamos a uno de tus becerros, el más gordo, pero no con cuchillo,
asfixiémoslo por el hocico... porque, dicen que el jaguar es muy listo, y no gusta de
animales ya abiertos ni destripados, mucho menos si están flacos. De manera muy fina
abrirle el cuero, y así como pelamos un mango con cuchillo por los lados (el abuelo pone la
palma de la mano como si fuera el mismo cuchillo lentamente cortando de manera
horizontal la fruta), así abrámosle por las costillas al animal; entonces, con una jeringa irle
inyectando a la carne ese veneno (nomás no te vayas a picar el dedo, pinche Felipe, porque
sino, ahí mismo te quedas tieso, jajaja). Después, como el mejor de los costureros,
volvamos a coserlo, con cáñamo, ese hilo de pescar, que no se nota tan facilmente, con
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pequeñas puntadas ir cerrando el cuero, dejarlo como si estuviera vivo, sin heridas ni
raspones...
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cabeza con todo y cuerpo, cayendo dentro... donde ha muerto. Yo lo seguía desde lejos, sin
perderlo de vista, diciendo en mis adentros: ¡ja! Ahora si, condenado jaguar, ¿no que no
caías...?”
— ¡Te lo dije, Felipe, te lo dije...! los jaguares actúan como los cuatreros, los que
roban ganado, es más, el jaguar es el rey del abigeato... Ahora ¿que harás?
Mucho tiempo estuvo el jaguar disecado, relleno de ceniza colgado en uno de los
pilares del Ayuntamiento. Esto fue a finales de 1980, tendría yo mis 5 años, por eso lo
recuerdo. Ahora que ha fallecido, escucho de nuevo la canción “El hijo desobediente”
mientras escribo esto, en dedicatoria a Felipe Gómez.
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EL ABUELO "FAX" O EL CAZADOR DE COCODRILOS
El abuelo “Fax”, a sus casi setenta años vino a enterarse que había sido registrado
por sus padres como Úrsulo; todo aquel tiempo que le antecedió él siempre se presentó
como Faustino, "tety Faustinë (don Fautino), luego vino Teba, mi padre y lo rebautizó
como “Fax”, una forma de dirigirse a él sin tanto deletreo de aquellas sus ocho letras de su
nombre. Y así lo conozco, así lo conocen mis hijos. Pero eso no importa, porque desde los
años 60 ́s el pueblo de Alotepec lo bautizó con un apodo bien bonito: “ujxypy”, que en
idioma ayuuk quiere decir “cocodrilo”, esto porque a él se le atribuye la caza de un enorme
cocodrilo allá en Mëj Nëë akë’ëm (Río Grande). Esta es, pues, la historia del abuelo "Fax",
el cazador de cocodrilos:
Cuenta el abuelo Fax que hace muchos años, cuando él trabajaba ajeno y solo,
cuidando las vacas del viejo Felipe Gómez, una noche salió de cacería por toda la ribera del
río. Siempre había tenido suerte, pues en su casucha tenía carne de jabalí, de temazate, de
venado, y cuando se aburría de la carne bajaba a pescar y hacer “caldo de piedra”. Pero
aquella noche agregaría otro ingrediente más a su dieta.
Sucedió, pues, que aquella noche de luna nueva, cuando todo está oscuro, él bajó
rifle en mano a cazar, y se fue por los limonares y los nanches silvestres que crecen por
aquella llanura hasta desembocar a las playas del río, y caminó hacia abajo sin hacer el
menor ruido. El agua estaba mansa, dice, pues corría apacible y se podía caminar bien por
las piedras, evitando la rivera, ya que las nauyacas, esas víboras temerarias, suelen echarse
ahí en espera de su presa, o para alejarse de las matas del “pica pica”, esa hierba que
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desprende polvito blanco al leve susurro de la brisa, y si nos toca de inmediato ensarna la
piel, provocando una terrible comezón. Él conocía palmo a palmo aquella orilla. Llevaba
una lámpara de mano, y su rifle era una “retrocarga”, cuyo cañón estaba recién engrasado, y
las balas eran de aquellas que se conocen como expansivas, esos cartuchos verdes del
tamaño de un plumón. Como él es pequeño de estatura (140 cm) casi arrastraba el rifle,
pues esas armas tienen la culata y el cañón largo. Entonces, dice que llegó a esa parte donde
el remanso es hondo, y tuvo un presentimiento, instinto animal de todo cazador, pues el
ambiente estaba muy tranquilo, que ni siquiera se oía el ulular de las lechuzas ni el
revoloteo de los murciélagos, tan calmada estaba la noche que parecía que dormía, y refiere
el abuelo Fax que fue cuando prendió su lámpara, y al enfocar sobre las aguas, a quince
metros de él brillaron dos bolitas sobre el agua, una de otra separada por casi una cuarta y
media de mano (me enseña su mano abierta) y dice que se prendían y se apagaban a cada
dos o tres segundos, pero no se veía nada delante ni detrás de esos brillos, y fue notando
como cada vez esas bolitas brilloas iba acercandose a él lentamente por sobre el agua. Fue
cuando el viejo se detuvo, bajó el arma que colgaba de su hombro derecho (me repite la
escena), hincó el pie derecho, puso la lámpara sobre el cañón, casi en la mirilla del rifle y
apuntó... y seguían acercandose, prendiéndose y apagándose aquellas dos bolitas, entonces
Fax contuvo la respiración, y disparó. ¡Y que se suelta al instante un remolino haciendo
chapuza macabra en aquellas aguas! Sin saber que era, imaginó que pudo haber sido el
mismo diablo ahí revolcándose pues desparramó violentamente el agua a los lados,
entonces, cuenta que le dio miedito, y no supo que hacer mas que tirarse a la orilla y
esperar. Me cuenta que las aguas estuvieron sacudiéndose casi una hora, pero no se veía
nada, ya que afocaba a cada rato. Esperó.
Se recostó un rato. Sin embargo, no se esperó a que saliera el sol, nomás clareó un
poco él ya estaba bajando de nuevo, casi corriendo a la orilla con su fusíl en mano. Al
llegar al mismo lugar, no creía lo que sus ojos ahumados estaban viendo: un cocodrilo yacía
boca arriba sobre las piedras. ¡Había cazado un enorme animal, algo que nadie había hecho
en aquel pueblo!
Temeroso de que aquel cocodrilo nomás se estuviera haciendo el muerto, pues había
escuchado incontables veces en la boca de su padrino que había ciertos reptiles que se
hacen nomás el muertito para atraer a sus presas ,y para asegurar su propio pellejo Fax le
soltó otro plomazo, cosa que hizo que el animal cayera al agua y siguiera flotando “de a
muertito” (así dice él). Fue entonces, cuando se metió al agua, lo jaló de la cola llevandolo
a la orilla, ligerito estaba pues las cosas que corren sobre el agua simplemente no pesan,
pero al tenderlo sobre la arena se dio cuenta cuan largo era aquel animal.
Cuenta que le costó casi medio día para arribar a su casucha (unos quinientos metros
de ahí), y me dice que nada más me fije en como un borrachín carga a otro borrachín en su
espalda, así dice él que venía subiendo; sin embargo, no estaba tranquilo, ya que don
Federico también le había llenado la cabeza con cuentos de que hay ciertas especies de
animales que tienen en el cuerpo ácaros (como las pulgas a los perros, como los corucos a
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las gallinas) que enronchaban el cuerpo humano y que podrían causar terribles infecciones,
así dice el abuelo Fax que venía preocupado cargando aquel cocodrilo; entonces, en cuanto
arribó a su casita, tiró su bulto y se metió a bañar, y se enjabonó mil veces el cuerpo ante
ese temor, y no conforme con aquellas jicaradas de agua, y ante el temor de una posible
infección, recordó los consejos de su anciano padrino de que no había mejor remedio contra
los bichos y animalillos que se nos trepan que un buen baño de ceniza caliente; así, pues,
andando desnudo por su choza y su baño logró juntar un bote de ceniza, misma que se untó
por todo el cuerpo. Despues de este hecho, el abuelo Fax lucía irreconocible.
Sintiéndose un poco ya tranquilo, se dispuso a hacer lo que todo cazador sabe hace:
despellejar al animal. Colgó con sumo esfuerzo al enorme cocodrilo, pero justo cuando
hincaba el cuchillo sobre el duro caparazón, otro de los cuentos del abuelo Lico le vino a la
mente: hay algunos animales que tienen muy desarrollo el concepto de la comunidad, por
eso vemos a muchos andar en manada, así que cuando ven a uno de los suyos caer sale toda
la manada a defenderlo, incluso seguir hasta donde llevan a su compañero, y preparar
emboscadas en un último intento por rescatarlo. Fue cuando el abuelo Fax alzó la vista,
mirando hacia todos lados, recordando incluso que había escuchado ruidos tras de si cuando
venía subiendo con el animal encima, pero en cuanto volteaba los ruidos cesaban de
inmediato, sospechando así que bien pudo haberle seguido un sequito de admiradores de
aquel saurópsido, y que nomás estuvieran esperando que cayera la noche para asaltarlo y
llevarse al camarada cocodrilo. Para quitarse toda duda, descolgó el rifle, tomó un puñado
de municiones, y salió a rondar por las veredas, los recodos y sacudiendo ramas y lianas por
si hubiese algun animal encaramado en algun árbol montando guardia. Llegó otra vez hasta
las playas, y se asomó por todos lados, en busca de indicios de alguna extraña reunión de
animales, pero todo estaba tranquilo. Volvió, pues ya mas tranquilo a su guarida el viejo
Fax. La noche tendía en el horizonte sus sabanas oscuras.
Ahora, se dijo, nada lo interrumpiría, pues ya era hora de que se pusiera a descarnar
a aquella presa. Al hundir la navaja sobre la piel se dio cuenta cuán difícil era penetrarla,
por lo que de inmediato se abocó a afilar su navaja hasta que lo dejo bien filoso, pero
siempre con los oídos bien alerta por algún ruido, algún extraño rugir por aquí o allá, pero
nada, todo estaba silencioso, uno que otro alular de lechuza, el ruido insoportable de los
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zancudos, y él, él y su cocodrilo colgado habitaban ese espacio; entonces, comenzó a pelar
a aquel animal por la mandíbula.
Cuando terminó era ya casi media noche. Para evitar se propagara el olor de la carne
fresca así como para evitar su pronta descomposición, decidió ahumarla toda para al día
siguiente llevarla al pueblo, pero aun seguía con ese pendiente de que alguna manada o
parvada de animal fuese a reclamar aquella vida, pues el abuelo Federico le había llenado
tanto la cabeza de un sinfín de historias, que era inevitable que no trajera a colasión alguno
de aquellos consejos cuando se encontraba en fuertes aprietos. (Aquí le pregunto: —Abuelo
Fax, y ¿por qué creía usted todo aquello lo que te contaba el abuelo Lico?; pues— me
responde, pues porque él era mi padrino, desde pequeño me acogió ya que yo no nací en tu
pueblo, yo vine en busca de trabajo cuando era pequeño...).
Sin que hubiese podido dormir, le sorprendió el nuevo día, entonces, empacó, y
como no podía doblarse la dura piel del cocodrilo, se metió en ella tal y como nosotros
solemos ponernos el impemeable. Tomó sus cosas y caminó para el pueblo. ¡Ni siquiera
probó aquella carne, pues quería ofrendárselo a su padrino Federico como un respeto!
Caminó un día completo de Río grande hasta el pueblo. Y conforme iba remontando la
cuesta, fue topandose con los primeros paisanos que caminaban rumbo a su trabajadero, fue
así como comenzó a formarse el gentío detrás de él, ya para cuando arribo al pueblo, era ya
una procesión. Las y los niños, una vez que lo vieron, corrieron tras él atraidos por la
curiosidad, y en cuanto tocó la puerta de su padrino, llamando respetuosamente, el abuelo
salió, y al verlo así, con esa extraña piel, don Federico enfureció y le amonestó con voz
ofensiva:
—¡Ah, hijo de la chingada! ¿acaso me vez cara de hambriento que no sé qué extraña
carne me traes para comer?! ¡Ve, y tira esa cosa que mil bichos ha de traer entre sus
escamas, y cuando vuelvas te pones a bañar en cloro...!
Dicen mis tíos que probaron aquella carne, que la abuela Teresa salió en defensa de
su ahijado, pues comprendiendo cuantas dificultades pudo haber pasado asi como sintiendo
tan noble gesto (no a cualquiera se le ofrece carne de cocodrilo), gentilmente aceptó el
respeto de Fax, y que de inmediato hizo caldo en salsa de amarrillo. Incluso, el abuelo Fax
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me dice que hay una foto, que uno de mis tíos corrió cuarto adentro por su cámara
fotográfica y plasmó aquella escena. Pero, de todo el archivo fotográfico del abuelo, jamás
vi semejante cosa, tal vez se perdió a través de los años como los años que se le fueron al
abuelo Fax.
Así la triste historia del cocodrilo (del animal), porque de don Fax él siguió bajando
al río, pero ya sin ese deseo de encontrarse a semejante presa, ya que pesa bastante, y no es
tan rica su carne como lo es del guajolote, dice.
Con los años el abuelo Fax fue quedándose sin casa y sin familia (dice que tiene una
hija, pero no recuerda quién es y donde vive), por lo que desde hace un año fue adoptado en
casa. Mi padre dice que le tiene mucho cariño, pues cuando el abuelo Federico solía
regañarlo, Fax solía lo defendía, y para consolarlo le contaba historias de cocodrilos y de
animales que salen tras sus compañeros asesinados a tomar venganza en algún recodo de
las veredas.
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Aturdido, él abrió los ojos, y de inmediato agarró la lámpara de mano pensando que
alguna víbora se hubiese colado por entre las cobijas, como suele suceder por esos parajes.
— ¿Que tienes?
Entre aullidos de dolor y lloriqueo ella le dijo que encendiera la lumbre, y que
urgentemente hiciera un té, de lo que fuera, si hubiera ruda, mejor. No podía más.
Antes de aquella trágica noche habían cerrado un buen acuerdo con el tío Armando
para que desyerbaran el cafetal y después, cosecharan en grandes tenates todos los cerezos
maduros. Para agilizar el trabajo, decidieron entonces, mudarse al cafetal, a una hora del
pueblo, en el paraje “Pujxtaja’py” (patio de los metales).
Del poblado para ese paraje cuelga una bajada como si fueran escalones de una
escalera, por eso decidieron mudarse al rancho, para ahorrarse las caminatas de ida y de
vuelta.
Pero aquella madrugada, ningún té, ninguna sobada pudo desamarrar el nudo que se
había complicado en sus adentros. Lucila gritaba de dolor, se quejaba desgarradoramente,
se revolcaba sobre su catre de palos y petate. Fue cuando Bulmaro decidió llevarla al
médico.
Solo, a las tres de la madrugada, sin un alma a quien recurrir, Bulmaro sentó a Lucila al
borde la cama, le acomodó el pelo que le caía por la cara, le secó sus lágrimas, sobre su
pobre vestido desgarrado acomodó un suéter raído, y le susurró:
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Fue cuando se echó en la espalda a Lucila, y con las dos manos por detrás apretó el
cuerpo de ella con el de él, y para alumbrar la vereda, su camino, en principio llevó la
lámpara de mano dentro de la boca... pero pronto la escupió, era inevitable no sentir
náuseas.
Así, arrastras, de rodillas, entre tinieblas, tanteando esa raya invisible que surcan
bajo los cafetales y que son nuestras veredas pudo Bulmaro, al fin salir al camino principal
donde bifurcan los otros caminos, uno para el cafetal de fulanito, el otro para el río...
Lucila pesaba terriblemente, pues no era mujer de pequeña estatura, y a veces, por
los retortijones se sacudía sobre la espalda de Bulmaro apretándole hasta el punto de
ahorcarlo. Nuestro pobre amigo sentía morirse, ya por el cansancio, ya porque sentía que la
espina dorsal se le quebraba ahí mismo, como fuertes toques eléctricos sobre sus huesos.
Caminó casi dos horas y media aquella subida con un extraordinario esfuerzo sin detenerse
en alguna vera del camino, empapado de sudor. Y ya, casi librando la cuesta, faltando unos
cien metros para vislumbrar las primeras casas del pueblo, Lucila fue haciéndose pesada,
cada vez más pesada y fría, aflojando inevitablemente los brazos y las piernas con los que
en vano se aferraba a Bulmaro.
Y entonces, Lucila se dejó caer como una loza, fría y pesada sobre el cuerpo de
Bulmaro, expirando su aliento, dejando se vaciaran sus tripas, soltándose toda.
Ahí fue donde por poco se doblega Bulmaro, casi se le cae el cuerpo, pues en vez de
recostarse sobre él, la gravedad intentó tirar a Lucila hacia atrás, pero Bulmaro fue fuerte, y
sin saber de dónde sacar más fuerzas siguió caminando, así pasó frente a la clínica casi
arrastrándose camino a la casa de sus patrones, donde llegó con el cuerpo frío y tieso. Eran
casi las seis de la mañana.
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Esto lo sé porque aquella madrugada llegó el Síndico Municipal a despertarnos
cuando hacíamos guardia en la presidencia, cuando de un portazo abrió la puerta, y nos
dijo:
Ese mismo día se sepultó a Lucila, pues como no tenía parientes, así como la situación en
que se encontraban sus patrones (estaban cuidando a otra abuelita, en situación moribunda)
no se le hizo los rituales como acostumbramos en Alotepec, y ya, muy noche, como a las
ocho, topiles y mayores así como el pueblo llevamos el ataúd de Lucila al panteón, y en
medio de rezos y misereres hicimos descender el cajón en ese hueco que habíamos cavado.
Y ya, en un último adiós, en vez de flores Bulmaro dejó caer el sueldo de un mes de
trabajo, dos mil pesos sobre el ataúd de Lucina. Después nos pidió que echaramos las
paladas de tierra.
Sobre su tumba hay una cruz, sobre ella el día, el mes y el año de su fallecimiento.
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HISTORIA DE UN ROBO
Benito Zaragoza, como lo venía haciendo un par de días, de nuevo salió muy de
madrugada a buscar una vaca y dos sementales que días antes habían desaparecido de aquel
potrero. Nunca, nunca había buscado por tantos días a sus animales como aquella ocasión la
pérdida de tres de sus diez reses, único patrimonio que venía alimentando esmeradamente;
cuando eso había sucedido sabía perfectamente que los sementales osaban llevarse a las
vacas y a las terneras a recorrer el cauce del río “Xunnëë” (aguas ácidas), un río de aguas
termales que brota desde “tsajptejkkopkwiintuum (ruinas del templo antiguo) y que va
serpenteando por toda la parte baja hasta desembocar en el Río grande. Eso sucedía cuando
las reses no estaban en el potrero, entonces, Benito caminaba directamente para allá, bajo
los cafetales, y entre sombrerazos y chiflidos traía de vuelta a sus preciados animales. Pero
esta vez no estaban ahí, echados, perezosos, rumiando.
Gracias a un ojo de agua que brotaba por la entrada del potrero, por el camino
principal, hacía que la tierra de esa vereda se mantuviera siempre húmeda, situación que
permitía registrar todo tipo de huellas que cualquier ser pudiese pasar por ahí. Y Benito
sabía perfectamente distinguirlas, incluso a través de ellas conocer el peso y estatura de los
seres que pisaran por ese humedal.
Todo era normal, incluso aquellas huellas de unos calzados de mujer le parecían del
todo común: algunas señoras bien pudieron haber ingresado a su potrero en busca de leña
seca, y en consecuencia, haber pisado por ahí, pero eran huellas que simplemente salían de
ahí, nunca ingresaban. Sin embargo, lo que le sacaba de quicio eran aquellas rodadas de
carro grande que había visto unos metros atrás, antes de llegar al potrero, y que
precisamente dejaba adivinar que el carro se había acercado tanto al cerro, que
posiblemente podría haber sido para recibir algo de arriba, de aquella lomita, no sé, cómo
para bajar algún animal sin presionarlo y meterlo a la redila del carro... pero no había
ninguna huella de vaca ni de los sementales, simplemente huellas de posiblemente seis
damas que por ahí hubiesen pasado, subido a la loma e ingresado al carro por arriba.
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Y así se pasó Benito, días y días buscando a sus animales sin tener éxito, sin comer
ni dormir bien, consumiendole días y noches la preocupación, hasta que una madrugada,
triste y desanimado bajó de nuevo al potrero, pero a mitad del camino por donde se bifurca
la vereda, una para San Pedro Ayacaxtepec y el otro para San Juan Cotzocón, escuchó
como abajo del camino, por entre la oscuridad salía un llanto desconsolador, un lloriqueo
irremediable con harto suspiro y jalón de mocos. Fue cuando se detuvo. Descolgó el arma
del hombro, cortó cartucho, y encendió la lámpara de mano, al enfocar y apuntar en aquella
dirección de donde el llanto provenía, alguien habló:
—Pero, antes dime, ¿quien eres y qué haces ahí? Siempre he caminado por estos rumbos y
a estas horas y jamás de los jamases he encontrado a un hombre llorando entre la hierba,
descarrilado de la vereda.... ¿Estás ebrio?
Esta noticia fue un terrible golpe para Benito. Sintió cómo el peso de la pérdida de
sus tres reses se le desinflaba del pecho en comparaciòn con todo lo que aquel pobre
hombre acababa de perder. Si, es cierto, no era lo mismo un comal de barro y un animal
hecho y derecho, pesado en carnes y agradable a la vista, listo para la venta, sin embargo, a
él le quedaban otros 7 toros, mientras que a nuestro desgraciado resbaladizo lo acababa de
perder todo. Fue cuando nuestro buen hombre se acercó, le tomó de la mano y lo ayudó a
salir a la superficie. Le limpió la cara, y alumbrandole las manos, así como el rostro, le dijo:
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— ¿Cuánto fue tu pérdida?
Y así fue como sucedió: nuestro vendedor de comales pudo encontrar la casa, donde
generosamente le atendió la señora Aurora.
Fue entonces cuando nuestro hombre supo quienes lo estaban robando y donde
estaban sus dos sementales, más su preciada vaca...
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FÉLIX ANTONIO
Félix Antonio jamás olvidaría aquella mañana en que se le encimó una víbora
“Nauyaca roja” (tsapts Xoox) cuando trabajaba para don Juan Fermín, allá en el paraje Mëj
nëë okm (arroyo hondo). Eran los principios del siglo pasado.
En ese entonces, nadie conocía ni el machete, puro aajo’kn, ese fierro en forma de
gancho con filo interno y mango de palo. Para cargarlo, muchos suelen llevarlo entre el
ceñidor, en forma vertical. Para arrancar y destazar la hierba, se introduce el fierro entre la
maleza y la punta se hinca por la raíz, entonces se jala hacia uno mismo. Con la mano
izquierda se sostiene el manojo de hierba, y con la derecha se troza, gracias al filo del
gancho. Pues así estaban trabajando aquella mañana el abuelo Félix con una veintena de
acompañantes. Cuenta Juan Antonio, hijo de Félix, que su padre ocupaba el lugar de en
medio, y que todos iban parejos deshierbando la zona, paso a paso, en orden, casi
marchando rumbo a la cúspide de la colina, agachados; entonces, fue cuando introdujo su
gancho a la raíz del carricillo (pëëny), y al jalarlo, llevó hacia su propio cuerpo una enorme
víbora que dormía entre aquella maleza, y qué, por tener el color café oscuro así como
figuras romboides rojizas, fácilmente se había confundido con toda aquella hojarasca que
hay entre la maleza. Era una víbora de unos cuatro metros, choncha, con la cabeza del
tamaño de dos manos empalmadas.
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Cuenta que todo fue tan rápido, que ni siquiera se dio cuenta en que momento se le
enrolló desde la rodilla hasta la cabeza, y que una vez ya sobre su cuerpo, el animal intentó
digerirlo por la cabeza, pero que gracias a un viejo sombrero que llevaba el abuelo, el
animal por más que abrió la boca, el sombrero le impidió llevar a cabo su cometido.
Entonces, fue cuando Félix echó a correr sin saber a donde ir, y pues fue a meterse entre sus
compañeros, que estos, viendo la situación también huyeron despavoridos de aquel lugar,
ya que es de sobra conocido la ferocidad con que Xoox ataca, ya que no se tienta el corazón
para ir, sigiloso, al encuentro de su victima, pues no se acobarda, sino que al contrario, se
para sobre su cola y se lanza dispuesto a matar, y que su veneno es tan efectivo que en una
o dos horas revienta toda las venas y arterias haciendo chorrear la sangre y la mierda por
los oídos, por la nariz, por bajo las uñas, reventando las paredes de los dientes, de los ojos,
del culo, del ombligo. De las tres variedades de nauyaca que hay en Mëjnëë okm, poop
Xoox, nauyaca blanca, pujty Xoox, nauyaca café claro y tsajps Xoox, nauyaca roja, ésta
última es la más aguerrida y temida por todos los animales y seres humanos.
Así es como Félix Antonio anduvo corriendo con el animal enrollado, dándole
fuertes picotazos en la cabeza con tal de quitarle el sobrero para engullirlo vivo. Y al ser el
terreno inclinado, el abuelo comenzó a rodar y a pararse, a rodar y a caerse sin saber a
donde ir, arrastrando tras de sí ramas y trozos de leña que levantaba en su duro combate por
la vida, mientras todos sus compañeros huían como cucarachas, alocados.
Ya sin fuerzas, y tirado entre los baches de aquel paraje, alcanzó a escuchar la voz
del viejo Juan Fermín que le decía que no se detuviera, que siguiera rodando, que él estaba
ahí con un palo grueso y largo dispuesto a salvarlo, pero que no podía golpearlo en ese
momento porque eso podría lastimarlo más, que estaba haciéndole señas a la víbora para
que fuera por él, mostrándole sus brazos y sus piernas desnudas, su cuello con sus venas
llenas de sangre y de vida donde fácilmente podría aquel animal hincar sus colmillos e
inyectar su veneno, qué en cuanto lo dejara y se fuera por él, Juan Fermín, él estaba listo
para apalearlo, así le gritaba en voces muy fuertes, pero Félix solamente lo escuchaba como
un lejano murmullo, pues la piel escamosa de la víbora le apachurraba horriblemente las
orejas, la nariz, hasta el punto de asfixiarlo, de extirparle los ojos, de hacerle saltar hacia
dentro toda su estructura dental... Esta situación duró casi media hora, pues el abuelo
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recorrió, entre caídas y levantadas, casi el tramo que días antes ya habían limpiado, y
finalmente, quiso la suerte que, al rodar el abuelo con mucha fuerza, la cola de la víbora
fuera a atorarse entre unas raíces de arbusto en forma de V que asomaba a ras de la tierra, y
como un efecto de torbellino, el animal se desenredó de él a la vez que Félix volaba por el
aire. Fue cuando el viejo Juan Fermín saltó presuroso, y apaleó al animal antes que se
pusiera sobre su cola. Clavándole en ese instante la estaca sobre la cabeza.
Juan cuenta que su padre siguió corriendo sin saber que ya no tenía el animal
encima, y que finalmente se detuvo ante el río, y que se tocó el cuerpo, se quitó el sombrero
viejo y se tanteó por si tuviera alguna herida... nada, ni siquiera temblaba. Entonces, ahí
comprendió, que cuando se tiene a la muerte de frente, no queda más que mirarle a los ojos
y tenderle la mano sin temblorinas ni tartamudeos, y qué, cuando no es hora, simplemente
la muerte nos sonríe, nos abraza ya en forma de un golpe en la cabeza, ya en forma de un
desmayo, ya con una pequeña hemorragia, ya con una víbora nauyaca enrollándonos... y
luego, nos devuelve otra vez la vida, y sigue su camino.
En Mëj nëë okm mi padre me heredó una parcela de café con unos árboles de cedro
rojo así como una gran variedad de plataneras, y cada vez que bajo con el abuelo Juan a
limpiar los cedrales, nos detenemos en un punto del camino, y con el dedo índice me dice:
“en ese lugar fue atacado mi padre por una nauyaca, pero la condenada víbora no hizo sino
envalentonarlo más. Ahora, te toca a ti contar esta historia cuando algún día bajes por este
camino acompañado de tus hijos”.
NAHUALES EN ALOTEPEC
La toponimia de Alotepec en ayuuk ääw es "Naap Okm" que significa "Asiento del
abismo", sin embargo, a mi parecer debió de bautizársele como "Tsook äm", “Lugar de
nahuales”, ya que a las faldas de su montaña brota uno de los manantiales que da agua al
pueblo: "Tsooknëë äm", manantial de los nahuales. Y ¿por qué no? Si la montaña de la
mujer dormida alberga tantas historias como anida tantas cavernas y cuevas donde viven,
velan y hacen consejo los nahuales ¿porque no considerarlo como lugar de nahuales?
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En 1959 Esteban Jiménez, un hombre cincuenton, se encontraba de vigilia en su
milpa en la cresta izquierda de la montaña cuando una madrugada sin previo aviso
asomaron a la puerta de su jacalito dos muchachos.
El viejo acababa de encender lumbre para subir su olla de café cuando uno de ellos le
dirigió la palabra:
—Tío Teba no se moleste en preparar café ¡Tiene que venir de inmediato con
nosotros!
—Tío Teba, nosotros somos topiles, obedecemos a los que han habitado y hecho
consejo sobre esta tierra desde cuando las piedras de estas montañas iban cuajando, y
precisamente ellos mandan por usted. Sucedió entonces, que en un abrir y cerrar de ojos
Esteban Jiménez de repente ya no estaba en su jacalito: estaba dentro de una caverna, una
donde retumbaban voces de una multitud teniendo asamblea, y al buscar quienes estarían
tomando consejo se dio cuenta que desde lo más profundo de la tierra venían esas voces. Al
querer levantarse sintió sobre su cuerpo pesados y difíciles nudos de mecate que le
impedían moverse. A la entrada, por el resplandor de la luz distinguió el cuerpo
descansando de un enorme jaguar que desde ese lugar miraba al mundo tal y como uno se
asoma en la claridad del agua.
Sus hermanos Miguel, Francisco y Juana Jacinta así como sus sobrinos lo dieron por
muerto: y como en los pueblos todo mundo es fiestero no faltó quien fuera allá o acá y
preguntara por simple curiosidad si alguien no lo hubiese visto. Nada, ninguna noticia.
¡Esteban había desaparecido!
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Dicen los viejos que a él se lo habían llevado para que escuchara y fuera testigo de lo que
siempre se ha sospechado: desde los prototipos de los “nääxtsënaapy-käjpntsënaapyë”, las
personas caracterizadas que tienen los pueblos, hasta la relación existente entre los sucesos
naturales con los acontecimientos sociales, hay una concatenación de sucesos que da por
hecho una hermandad entre el hombre con su entorno natural, creados por una sola
divinidad que los asecha día y noche, cuyos escenarios donde la premonición de los hechos
a través de los hongos, los sueños, la visión y atestiguamiento del pasado o futuro, no son
más que la manifestación de que el destino está ligado a lo cosmogónico: el principio de lo
ya escrito y la vulnerabilidad humana. La relación terrenal con el supra y el infra mundo. El
hombre como ser con consciencia que le da testimonio y sentido a todas estas
manifestaciones.
Tres meses estuvo allá hasta que decidieron liberarlo de la misma manera en como
lo habían raptado: dejándolo en un abrir y cerrar de ojos a las puertas de su viejo jacalito a
punto de derruirse. Entonces volvió al pueblo de Alotepec, melenudo, barbudo y panzón.
Cuando los campesinos lo vieron bajar allá por Tsooknëë ääm creyeron que era un
"Pie Solo", aquellos primeros hombres y mujeres bisexuados que fueron padre y madre de
los actuales humanos; y entonces huyeron, pero Esteban les gritó muy fuerte por sus
nombres, al oir eso se acercaron con suma cautela, y cuando lo reconocieron lo arroparon
de inmediato y lo condujeron triunfalmente al pueblo como si hubieran encontrado al
mismísimo cristo de las montañas. Uno de aquellos hombres corrió presuroso al pueblo
dando voces fuertes por toda la vereda de que el pueblo se reuniera de inmediato, y cuando
arribó al poblado se mandó repicar la campana grande del templo para que los que
trabajaban lejos volviera presurosos.
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animales que son nuestros nahuales se reunen cada media semana y reportan situaciones
que viven los pueblos, y pasan lista de quienes perecerán por esos días y de qué morirán.
Contó Esteban que el jaguar reportó la situación de violencia que estaba viviendo el pueblo
por esos días y que el caciquismo en el pueblo pronto tendría fin, que eso hablaron los
nahuales, que además de eso, pronto, muy pronto dos comunidades mixes estaban por
descuartizarse a plomazos por cuestiones de tierra, cerca, muy cerquita de ahí.
Y como el cacique Higinio Reyes tenía oídos por doquier, uno de ellos corrió a
reportarle lo que había escuchado: —Dice Esteban que tu nombre fue mencionado varias
ocasiones.
Entonces el cacique le pidió al viejo Esteban que relatara su historia de nuevo, con
todos los detalles. Y esto fue lo que le contó:
—Higinio Reyes , en el mes de mayo morirás, eso fue lo que consensaron los
nahuales; dicen que tú has rebasado los limites y que te has atribuido el derecho a privar de
la vida y de la mujer al hombre que tu decides, pero que tu destino sellado está.
Meses después, el 26 de mayo de 1959 Higinio Reyes fue abatido de dos plomazos
de máuser cerca de la entrada del poblado, uno de esos tiros le abrió un boquete por el
costado derecho, tan abierto estaba que hasta el viento hacía bailotear la poca carne de la
costilla; a unos trescientos metros de ahí, su hijo Alberto caía herido de muerte por un tiro
de “retrocarga” en la nuca.
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Esteban Jiménez estuvo unos años viviendo en Alotepec después de su experiencia.
Un día lo comisionaron a picar y quemar piedra para hacer calidra, y aquella mañana en
que salió armado de una barreta, un mazo y una cuña, desapareció. Desde entonces nadie
sabe si sigue vivo.
Cuentan los viejos que cuando un moribundo está a punto de exhalar su último
aliento refieren ver a los dos muchachos (“ahí están esos dos topiles esperándome, han
venido ya por mi”) esperando junto a la puerta, listos para cumplir su tarea de llevarse
consigo el ánima en cuanto abandone el cuerpo humano. Y llevarselos allá, en presencia de
quienes han decidido darle o quitarle el aliento caliente.
El Jonote es un hermoso rebozo azul lleno de espumas blancas que viene tejiéndose
desde las más altas faldas del majestuoso I ́px yuukm, el cerro de los veinte picos, ombligo
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sagrado del mundo para los Ayuuk jä ́äy. Geograficamente se encuentra entre los territorios
de Atitlán, Alotepec y Zacatepec mixes.
Ahí, en sus orillas fue donde nuestros dioses probaron que tan blanda pudiera ser la
base del universo si la hacían de arena, y pisaron y saltaron, vieron pues que la arena no
resistía mucho sus pesos; entonces, ahí fue donde descubrieron y decidieron que la base del
universo fuera de tierra, pues hasta ese momento ellos estaban parados sobre piedra blanda
que aún no macizaba, un enorme petate de piedra y el Jonote en su caminar iba enfriando y
endureciendo la base donde tendría que desarrollarse la vida. Probaron que tan buena era la
tierra y quisieron que sobre ella crecieran muchas cosas que diera luz y color a este
universo, crearon semillas y cantos, vieron entonces con qué facilidad la flora se esparcía
por toda la orilla del Jonote.
Fue ahí, precisamente, donde idearon que hacía falta alguien quien diera constancia
de la existencia de esos dioses, pensaron en un ser capaz de inteligencia y voluntad y ahí, a
las orillas del Jonote fue donde imaginaron como serían esos seres; y resultó que de broma
en broma se pusieron a imaginar los futuros hombres y mujeres con tierra mojada con
aguas del Jonote, y entre risas y platicas venerables diseñaron en grandes y burdos trazos
los que serían aquellos nuevos seres, y lo hicieron de prisa, pues estaban diseñándolos
traviesamente, divertidos, como les vino en gana, pues aún estaban madurando la idea del
hombre y la mujer perfectos. Y lo que hicieron fueron unas figuras de baja estatura,
rústicas, rasposas como las piedras salvajes y lo hicieron a medias. Y entre alegres
comentarios y carcajadas construyeron a este ser que tenía un solo pie y este miraba para
atrás de su cuerpo.
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antes de los hombres y mujeres Ayuuk fueron primero las travesuras de nuestros dioses que
imaginaban de cuantas cosas se pudiese poblar esta inmensa tierra.
Estos Teky tyu ́ uk jä ́ äy estaban doblemente sexuados, eran a la vez macho y
hembra con capacidad de reproducirse. Como no podían caminar saltaban en un solo pie
para trasladarse de un rincón a otro y así fue como se adentraron a la selva que crecía
pomposamente a las orillas del Jonote y aprendieron a hablar el lenguaje de la selva, el
Ayuuk, y en su miserable condición domaron el fuego cuando se dieron cuenta que no
podían cargar cosas, que les costaba mucho dejar a sus crías recién nacidas para ir en busca
de alimentos: danzaban junto al fuego, se acercaban pacientemente a la lumbre como si la
cortejaran, de espaldas se arrimaban. Calentaban poco a poco el dorso, nada más el puro
dorso que tenía la forma de un pedazo de loza rasposa, ésta se hacía candente, y conforme
iban acercándose demasiado al fuego su piel se hacía pegajosa, entonces arrimaban sus
crías y con el calor y la grasa derretida pegaban el cuerpecito al de ellos y sus crías
quedaban pegadas en ellos como si estuvieran amarradas y así podían estarse mucho tiempo
saltando en busca de comida.
Olvidados por sus creadores, los Teky tyu ́uk Jä ́ äy, "humanos de un Solo Pie" se
reprodujeron desmedidamente por los bosques y los matorrales, así como por todos los
recodos de la selva donde serpenteaba el Jonote.
Y fue entonces, cuando los dioses se dieron cuenta que aparte de los animales había ya
seres chapoteando alegremente en los remansos del rio, saltando bajo las grandes sombras
de los árboles y se quedaron tan maravillados al ver la capacidad de sobrevivencia que
estos habían generado, y fue precisamente cuando pensaron que de crear al hombre y a la
mujer verdaderos debían de ser separados, no como los de "Un Solo Pie" que eran a la vez
hembra y macho; no, los hombres y mujeres debían ser mejor que ellos, pues esta vez los
dioses no se pondrían a jugar, se pondrían a trabajar y tomaron como modelo a Teky tyu ́uk
Jä ́äy, pero dobletearon todas las cosas buenas que veían de sus primeros experimentos. Por
eso nosotros tenemos dos manos, dos pies, dos orejas, dos ojos y dos huevos (sea femenino
o masculino).
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Así que, cuando los hombres y las mujeres fueron ya diseñados con suma
delicadeza, los Teky tyu ́uk Jä ́ äy, llevaban miles de años viviendo y conquistando los
dulces frutos que la selva ofrece, el suave y agradable aroma del perfume de cada
amanecer; los lisos y escamudos peces que vivían en las aguas del Jonote eran ya una
delicia para estos primeros olvidados por sus dioses.
Cuando los Teky tyu ́uk Jä ́ äy, se dieron cuenta de la extrema belleza con que se
había creado a las mujeres, se enamoraron y buscaron la manera de estar cerca de ellas,
pero vieron que los hombres eran muy celosos con ellas y las defendían a cómo diera lugar.
Entonces decidieron raptarlas: entre la espesura de los bosques y la niebla de la selva
seguían sigilosos los pasos de aquellas féminas cuando iban al río con sus cántaros a traer
agua, comenzaron a hablarles y las mujeres se enamoraron de esas dulces voces y se
detenían a buscar quien les había hablado y al descubrirlos entre la espesura, en vez de
causarles miedo o repugnancia ellas se detenían curiosas, y al verlos así, desnudos y
amorfos se llenaban de compasión pues ellos parecían huérfanos, necesitados de pan y
cobija, y como ellas ya sabían de ellos, de sus hermanos mayores, se detenían a platicar,
ofreciéndoles agua, ofreciéndoles comida. Pero listos Teky tyu‘uk Jä’äy, apenados se
disculpaban que no era su intención molestarlas, que posiblemente sus hombres se enojaran
al verlas platicar o demorar tanto. Que sólo querían calentarse un poco por que sentían
mucho frío. Entonces las mujeres se los llevaban a sus casas cuando el hombre no estaba y
dejaban que se acercaran al fogón. Y así fue como comenzaron a desaparecer mujeres de
algunos poblados. Hubo quienes lograron zafarse cuando eran pegadas a la piel candente
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dando la noticia y advirtiendo a todos los hombres y mujeres que poblaban más allá del
Jonote.
Iniciaron así los actuales hombres a anidar el furor en sus corazones contra sus
hermanos mayores, y sin el consentimiento de sus dioses decidieron exterminar a los Teky
tyu ‘uk Jä’äy. Fue cuando se adentraron en lo más inhóspito de la selva con el único
objetivo de no tolerar más a otros seres que comieran de la misma tierra que ellos
trabajaban. Entonces los Teky tyu ‘uk Jä ‘äy, comenzaron a merodear indefensos por las
veredas y los picachos del Zempoaltepetl en busca de reconciliarse con sus hermanos
menores, mientras no calentaran el dorso rasposo no causaban ni el menor daño, y nomas
era el dorso pues a pesar de ser aliados con el fuego, el resto del cuerpo era tan sensible a
las quemaduras que podían pasarse semanas y semanas lamiéndose la piel ampollada a las
orillas del Jonote esperando curación. Eso había sido hace miles de años.
Hoy en día, hay quienes juran haber visto a estos extraños seres merodear cerca de
las milpas allá en las altas cumbres de la montaña de Alotepec, y qué son miedosos ante los
perros, pues no tienen forma de defenderse cuando estos se les avalanza y los destroza.
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invitación del pueblo de San Melchor Betaza: "queremos que su banda filarmónica preste
mano vuelta con nuestra comunidad", decía el papelito sellado y firmado con una huella
dactilar.
—Sones y jarabes, puros sones y jarabes agradan a esa gente. No hay pueblo alguno
que no les haga temblar de emoción que escuchar unos hermosos sones y jarabes.
Y sucedió que los músicos se entregaron a un duro ensayo, diario ensayaron durante
dos meses; sin embargo, en sus momentos de descanso o cuando volvían de la hora del
recreo y no estaba el maestro los músicos jugaban y se ponían a interpretar melodías que
sonaban en ese entonces en la radio: las quebraditas con la "Banda Machos" o alguna otra
melodia de la banda "El Recodo". Pero lo hacían para relajarse de la mano dura del
maestro. Entonces el tío Sebastián Ventura tenía una voz extremadamente bella. Pero,
como no hay día que no llegue ni plazo que no se cumpla, los músicos arribaron a la
comunidad de Betaza y fueron bien recibidos, empero, aún estaba por verse de que tipo de
caña estaban hechas aquellos músicos. Y llegó el gran día donde tenían que batirse a duelo,
a corazón y pulmón abierto, y el punto exacto, la audición musical.
La audición musical es ese gran ruedo donde las bandas suelen enfrentarse y sacar
lo mejor de sus repertorios, es ese gran coliseo donde luchan tiempo a tiempo, compás a
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compás, nota por nota. Y ese día llegó como cualquier otro día arribaría, sólo que este era
especial, muy especial para aquellas bandas filarmónicas: Estaba ahí una de las mejores
bandas filarmónicas del momento: Santo Domingo Albarradas; Betaza, la banda anfitriona,
que era la mejor de la región zapoteca en ese entonces; y Alotepec.
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—¿Ya ven bola de holgazanes? Siempre les dije que practicaran con seriedad sus
cumbias, pero ustedes nomás puro jugar estaban...ahora ¿que vamos a tocar?
—Pinches paisanos de Alotepec, si la libran, por esta, !tsua!, por esta cruz, ¡tsua! les
invito a todos todas las ordenes de tacos al pastor que quieran... pero hagan algo. También
el tío Rey Reyes, presidente municipal en ese entonces, prometió mil cosas si salían de esa
competencia.
Y dirigiéndose a los demás músicos les dijo a gritos (pues la banda de Albarradas
retumbaba por doquier): ¡Ahora es cuando con sus quebraditas... a la de tres nos
arrancamos con la de “me voy me voy me voy, nunca regresaré” ... de la banda Machos!
¡Pónganse chulos mijos...!
Y corriendo entre el gentío fue a decirle al Capitán quien les estaba hospedando: —
Patrón, disculpe ¿podría usted ir corriendo y descolgar el megáfono que tiene en su casa?
Lo necesitamos urgentemente.
—Con gusto maestro Tomás, con una condición: que salgan de esto. No quiero ser
mayordomo de una banda humillada...
Fue cuando Albarradas terminó y comenzó Alotepec, y justo llegó el Capitán con el pedido,
y que se arranca la banda de Alotepec con los tarolazos, dejandose escuchar entonces el sax
tenor y la voz inconfundible del tío "Che Ventura". Entonces, en un abrir y cerrar de ojos,
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un mar de gente abandonó sus asientos y corriendo fueron a arrimarse y a corear alrededor
de la banda de Alotepec, hasta los músicos de Betaza y Albarradas hicieron lo mismo.
Cuando terminaron aquella melodía, el público muy excitado comenzó a corear: otra, otra,
otra...!
Pronto llegaron a la casa del Capitán peticiones de que “su banda” fuera a tocar en
casa de fulanito, en la fiesta de cumpleaños de sultanita. Y chicos y chicas se tomaban fotos
con aquellos músicos, hasta una señora pidió al tio Che Ventura bailara con su hija mientras
cantaba.
Esto que cuento fue por allá de los años 90, cuando el tío Che Ventura y Teba, mi
padre, cantaban a todo pulmón. Bonitos aquellos días, lástima que no salí cantante; alguien
tenía que escribir esto, y pues me he sometido resignado a hacerlo, ni modos, pondré una
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melodía de mi pueblo.
LADRÓN DE GRANOS
Grandes extensiones de milpa brillaban cual lingotes de oro en casi toda la orilla del
río, qué, además de proporcionar granos de maíz de diferentes colores y variedades,
producía enormes vainas y granos de frijol, calabazas que se confundían con las piedras
redondas del río, quelites que brotaban por entre las cañas de los maizales, hongos setas
impregnados por todos los troncos húmedos en estado pútrido. Las enredaderas de la yuca
parecían manos a las que le salían dedos y se asían de puños de tierra donde enterraban sus
largas y delgadas uñas. Enredaderas de guías de chayote y de calabaza se disputaban las
altas crestas de los árboles que hacían fila a la orilla del río. Extensos platanares, mangales
y magueyales, zapotes como el llamado “caca de niño” y chicozapotes, nísperos, plantíos
de caña de azúcar y árboles de pomarrosas perfumaban parte del escenario.
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Esto había hecho tan dichosos a ambos pueblos; sin embargo, siempre se perdían,
del lado de Alotepec, gran parte del maíz cosechado y guardado en los grandes coscomates
donde se le dejaba orear durante algunos meses para después transportarlos, a lomo de
bestias mulares, a las bodegas que los campesinos tenían en la comunidad.
La primera vez que eso sucedió casi nadie lo notó, fue un robo hormiga. Un almud
de maíz por aquí, otro almud por allá; una jícara de granos de frijol aquí, otra jícara por
allá. Una chilacayota aquí, otra por allá. Pero lo que llamaba mucho la atención eran
aquellas huellas extrañas que se iban dejando por entre la milpa: tronchaderas de cañas que
indicaban el paso de alguien o de algún animal, pisadas que aplastaban los cogollos de los
quelites o restos de enredaderas tiradas a través de la orilla del río indicaban que alguien se
paseaba por esos campos cuando ellos, al caer la tarde, se retiraban a sus casas a descansar.
Amarraron entonces perros para que alertaran la presencia de seres extraños que
anduvieran por esos lares. Pero nada descubrían esos guardianes, al contrario, amanecían
muy ocupados royendo unos enormes huesos de quién sabe qué animal. Las huellas venían
del otro lado: de Quetzaltepec.
Y aunque algunos campesinos habían dejado trampas a las orillas de sus parcelas,
las trampas aparecían al otro día tiradas por la playa con rastros de sangre y jirones de tela.
Después comenzaron a sentir que el maíz ya no les rendía como antaño. Que aunque
sembraran cuatro o hasta cinco hectáreas y a pesar de que atascaban hasta más no poder sus
grandes y extensos coxcomates, el grano cosechado ya no rendía lo mismo, ¡O ellos estaban
comiendo demasiadas tortillas o alguien se estaba robando los granos!
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obesos rumiantes y aves brillantes que pescaban con sus patas sin mojarse las garras. Esa
tierra tenía que pertenecerles, se dijeron.
Hasta que una mañana les fue revelada la verdad y esta cayó del cielo.
Esa hora en que la noche cede paso a la luz del sol, varios campesinos del lado
izquierdo del río caminaban tristemente por las orillas, montando guardia ante la inevitable
situación de sus milpas. Andaban mal comidos y mal dormidos, cuando de repente un bulto
cayó ante ellos: era un hombre que había permanecido oculto en uno de los tantos árboles
frondosos que hacían fila a la orilla del rio, un avecindado que vivía del lado derecho de
aquellas corrientes.
La sorpresa fue inminente, vieron por todos lados sin saber qué hacer, cortaron
cartucho y recorrieron entonces todos los arboles en busca de más hombres encaramados.
No había otros, era único. Y era Pedro Melchor, paisano suyos.
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tiempo como racimos de plátanos maduros, carne de tejón ahumada para dos o tres
comidas, así como huesos extraños atados con majagua (cuando soltaron el mecate para ver
el largo, vieron que exactamente llegaba a tierra, donde ellos amarraban a sus perros).
Además de todo eso, había muchos costales pergamineros de ixtle con capacidad de
un quintal o hasta un quintal y medio. Ese hombre caído del cielo era quien les estaba
causando tanto mal y con razón nunca daban con él pues todo lo oía y lo veía mientras ellos
hacían asamblea allá abajo, al pie de los árboles, desde ahí podía vislumbrar perfectamente
todos los caminos que venían de la parte izquierda como derecha del río. No conformes con
la explicación de uno, los demás hicieron su procesión a la copa del árbol para
desengañarse. No había duda, tenían al ladrón.
Cuando el desgraciado despertó, los perros corrieron a él con una emoción
desbordante que se pusieron a lamerle la cara y las manos, cosa que hubo de interrumpirse,
pues los pobladores de la parte izquierda del rio se sintieron defraudados por sus perros al
comprender que ellos habían actuado durante muchas noches como cómplices de su
desgracia. Corrieron a los animales a puntapies.
Le preguntaron porqué hacía eso, y más, porqué en contra de sus propios paisanos.
Y comenzó su relato: que desde muy temprano, aún de noche, llegaba a la milpa a
tomar un poco de grano, llenaba un costal con capacidad de un quintal, lo considerable para
poder cargar. Pero no bajaba por la vereda principal, sino que, para no ser descubierto, solía
cruzar el río kilometros arriba, y asi, a través de terrenos de Quetzaltepec arribaba a las
milpas de sus propios paisanos. Que una vez que llenaba su costal lo encaminaba por la
misma ruta por donde había venido, y si tenía tiempo volvía por otro costal, pero en caso de
que el amanecer lo sorprendiera en terreno ajeno, consideraba prudente esconderse entre la
copa de aquel árbol (señaló con el dedo y con la mirada), donde dormía plácidamente
camuflajeado.
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Saquear los granos le había gustado tanto que con el tiempo había mejorado su
técnica, pues eso le había generado unas buenas ganancias. Confesó que aquel dia estaba
exhausto, pues la noche anterior había yacido junto a su esposa, que ella le había exigido
“su merecido” después de tantas noches que él había estado ausente. Que de tambaleo en
tambaleo había salido de su casa, como si fuera un mal presagio tener sexo antes de
aventurarse a vaciar coscomates ajenos. Que ya estando en la milpa consideró prudente
subir a descansar al árbol, pues las fuerzas se le habían derramado cuando eyaculó dentro
de su señora. Y que así fue como se durmió, se movió y se cayó.
—Pero... ¿Cómo es que te caes? Si allá arriba está mejor acondicionado que mi
propia casa -le interrogaron curiosos sus captores.
—Pues, la mera verdad, y como ustedes saben, yacer con una mujer te reclama hasta
la última gota de tu hombría. Y pues ahí fue donde me había exprimido tres veces...
¡Imagínense, tres veces! Les aseguro que ninguno de ustedes llega a uno y medio...
—Ah, pues me detuve a medio palo porque uno de los perros se acercó al pie del
árbol y comenzó a mover la cola al verme, pidiéndome le diera uno de los huesos que
constantemente les traigo. Y pues me detuve porque detrás del perro, no muy lejano, venía
su dueño. Me acurruqué y cerré un ratito los ojos... y voy quedándome bien dormido.
—¡Oye! Por cierto ¿Qué huesos son los que roían los perros? —le preguntaron.
—¿No me digan que no reconocen qué huesos son?... son huesos de changos, de
gente silvestre, de esos salvajes que merodean por este río.
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Con razón los perros amanecían echados bajo esos árboles con una gran carnada que
los entretenía plácidamente.
Amarraron a aquél hombre con lianas gruesas al pie de uno de esos árboles y
convocaron a una reunión urgente a todos aquellos quienes habían padecido de sus pillerías,
para tomar consenso que hacer con ese hombre caído del cielo. Pidieron mucha discreción,
pues era paisano, incluso familiar de alguno de ellos.
Consideraron, pues, actuar contra aquél hombre, desollarlo vivo para que tomara
lección... pero de inmediato se dieron cuenta que descuartizando a ese ladrón los únicos
testigos serían ellos, sus verdugos y además podria costarles unos buenos años en la carcel,
y eso no tendría sentido. Entregarlo a la autoridad del pueblo no tendría sentido, pues Pedro
tenía fama de ser un personaje escurridizo, podría, tade o temprano salirse con la suya
escapando de la carcel... Tenían que darle una gran lección, una que jamás olvidara, pues
ese individuo ya tenía por costumbre estarse burlando inpunemente de sus propios
paisanos.
Barajaron muchas opciones, pero ninguna convenció a los concurrentes... hasta que
acordaron lo siguiente: lo dejarían robar por última vez ante propias sus narices, pero la
carga la pondrían ellos, y si se negaba a cargarlo o pedia descansar, entonces lo apalearían,
así hasta llegar al punto de la mojonera, ese monticulo de piedras que mostraba los limites
territoriales entre el pueblo de Quetzaltepec y Alotepec. Una vez pasada esa linea, estaría
libre.
Fue cuando sus propios paisanos tomaron dos costales pergamineros, de los más
grandotes que habían encontrado en aquel escondite, y lo atiborraron de mazorcas.
Entonces, soltaron las manos de Pedro, y lo obligaron a asumir aquella carga, pero el ladrón
nomás dió uno o dos pasos, y dejó caer los bultos, ya que el peso le resultó imposible de
aguantarlo, situación que aprovecharon aquellos campesinos para descargar todo su rencor
apaleando inclemente la espalda, los brazos y los huesos de la pierna de Pedro.
Una vez satisfechos con ese primer castigo, ayudaron al ladrón a que se pusiera de
nuevo en pie, y éste ni siquiera se había repuesto bien de la golpiza, le encimaron otra vez
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aquellos bultoslo obligando, otra vez, a que caminara. Pero, por más que intentó Pedro huir
de aquella situación, no pudo librarse de aquella furia que le traía sus propios paisanos. Y
asi, a arrastras y a golpes pudo finalmente llegar a la linea divisoria, donde lo dejaron en
paz.
Su verdadero nombre era Juan Gregorio, pero en el pueblo lo conocían como “Juan
de Tlahui”, porque él era originario de ese pueblo de la mixe alta, y había llegado a
Alotepec siendo un muchacho hecho y derecho en busca de trabajo. Y fue con don Roberto
Antonio dónde encontró empleo, pero sucedió que Juan nomás vio de reojo a una de las
hijas de su patrón cuando de inmediato quedó prendido de un inmenso amor. Y, pues, era
directo el chavalón, así que arriesgándose a perderlo todo así como a ganar el cielo, buscó
la manera de entablar comunicación con aquella chica que se llamaba Juana. No tardó
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mucho en encontrar la manera, y pues, ella no dijo mucho más que si él en realidad estaba
enamorado como decía, que hablara con su padre, con don Roberto, porque ella debía
respeto a su padre, porque ella no había aparecido así nomás en este mundo, que hubo
alguien quien la recibió de pequeñita con mucho cariño y con bastante amor la había
educado y criado, que no en vano estaba bien chapeadita, ni tan bien comida ni bien
vestida, entonces, que hablara con su patrón, y lo que él le dijera ella le daría una respuesta.
Así fue como al buen Juan se animó a hablar con don Roberto. El viejo, viendo la
calidad de trabajo que hacía aquel muchacho en el campo no tuvo ningún inconveniente en
darle esa oportunidad que pedía, solo que eso sería a cambio de cuatro años de trabajo, es
decir, tendría que ganarsela. Si en ese lapso algo hacia mal, trabajaba con desgano,
despreciaba la comida, llegaba ebrio y se le soltaba la lengua... nomás no tendría su
“premio”. Y a eso se abocó nuestro hombre durante esos años, con mucho esmero se
empeñó en ser el mejor trabajador de su patrón, pero sucedió que, finalmente logrado el
plazo de los cuatro años, fue cuando su patrón le dijo que no estaba tan convencido del
desempeño de aquel muchacho, y que si en realidad sentía arder de pasión por una de sus
hijas, en especial por Juana, que se animara a quedarse por otros cuatro años, y que
solamente así él podría hacer familia con ella y con ellos.
En fink, asi que decidió echarse otros cuatro años por aquella chamaca. Y, pues, otra
vez volvió a condición de prueba nuestro muchacho, pero esta vez como que de mala gana
volvió a aceptar ese trato. Y, pues, ni modos, eso le tocaba hacer. Pero, sucedió que durante
esos cuatro años que estuvo de prueba ni siquiera podría charlar con Juanita, ni poder
acompañarla al pozo por agua (mucho menos bajar a tomar agua al pozo, jijijijiji), y eso le
apachurraba horriblemente el corazón. Sin embargo, dijo que a la mejor eso valía la pena,
que no sería en vano, que al final de cuentas tendría lo que más adoraba. Pero sucedió que,
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no volvió a trabajar con el mismo afán, que le había desanimado mucho que su patrón no
cumpliera su palabra, y pues no le quedaba de otra.
Aconteció que un día, ya casi por finalizar sus otro cuatro años de compromiso, es
decir, ocho años, estando en el cafetal con el patrón, pidió permiso para subir al pueblo,
pues tiempo tenía que no disfrutaba de una fiesta, que se había abocado a trabajar como
animal. Sucedió, pues, que le dijeron que si, que fuera a la fiesta del pueblo, es más, le
encargaron algunos víveres para la tarde en que volviera. Y así fue como Juan Gregorio
subió por unas horas al pueblo a dejar una veladora al santo que se celebraba, fue cuando se
entretuvo en la plaza donde muchos comerciantes ofrecían sus diversos productos y sucedió
que, entre el gentío, de pronto, como una revelación vio a una hermosa mujer aparecerse y
pasar junto a él que le robó el aliento, asi, de tajo, dice que estaba rechula aquella niña, que
quedó prendido de su belleza, mudo dice que se quedó, sin pestañar estuvo, y después de
seguirla con la mirada el camino de la joven, Juan se animó a seguirla con los pies, asi hasta
el lugar donde estaban pernoctando.
Se arrimó a aquella casa, y con una charla vana con los caseros, supo que la joven se
llamaba María Teresa, que estaba de fiesta ahí, que había venido con sus padres, y que eran
oriundos del pueblo de San Juan Juquila, Mixes. Y como en verdad sentía que el corazón se
le estaba por salir si no expresaba sus sentimientos, sin pensarlo dos veces, se apostó ante la
puerta donde descansaba la familia de aquella chica, y entre sonrojo comenzó a tartamudear
sus primeras frases, pero al ver a aquella chica ahí, ante él, tan linda, radiante, candorosa,
chula, el corazón se le puso firme y el habla fluida, y dijo que qué bonita la joven, que
jamás había visto tanta hermosura en un rostro, y, pues, porqué no decirlo, qué se había
enamorado de ella, y que estaría dispuesto a hacer todo con tal de ser su esposo.
Los padres de aquella muchacha lo tomaron como un cumplido, como algo muy
respetuoso de parte de aquel jovenazo, así que le dijeron que esperara un rato afuera, que lo
hablarían ahí mismo, y de lo que acordaran se lo comunicarían de inmediato.
A la media hora le dijeron que si, que la chica le había gustado su parecer, y pues,
¿porqué esperar?, que de una vez amarraran el acuerdo, solo que tenía que cumplir una
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condición, casarse con aquella mujer, y lo harían en Juquila, donde estaban todos sus
familiares.
Juan vio cómo se abría el cielo, y una luz divina alumbraba sobre él, que de
inmediato aceptó. Al preguntar cuando sería eso lo del casorio, los padres de aquella
muchacha le dijeron ¡pues, de una vez!, si él en realidad andaba de enamorado no tendría
porqué pensarlo, qué para que esperar a que la chispa se fuera consumiendo.
A los tres días Juan estaba en Juquila con su mejor ropa, irradiando inmensa alegría,
caminando de la mano de aquella chica rumbo a la iglesia donde se le entregaría como su
esposa.
Aquella su primera noche que compartieron, Juan preguntó a Maria Teresa que
porqué lo había aceptado asi tan de repente y con mucho cariño. Fue cuando la chica le
reveló su secreto:
— Año tras año he ido a la fiesta de Alotepec con el único propósito de pedirle al
santo un buen marido, y ese día, saliendo de su templo me fui a topar contigo. Eres mi
milagro echo persona.
Dicen quienes trabajaban en ese entonces con el viejo Roberto Antonio, que este se
había molestado mucho aquella tarde en que Juan no volvía de la fiesta, diciendo que le
echaría otros cuatro años encima y que al final de cuentas no el daría la hija que le había
prometido. Jamás imaginó ese viejo tacaño que a esa hora Juan Gregorio ya había amarrado
compromiso de casorio.
Dias después nuestro Juan caminaba de San Juan Juquila a Alotepec, dispuesto a
pedir al Honorable Consejo de Ancianos un pedazo de terreno para hacer su casita, pues ya
se había acostumbrado mucho a esta tierra, ocho años no habían corrido en vano.
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Cada año cuando vuelven las lluvias y las tardes se llenan de tormentas eléctricas,
esté donde esté, el recuerdo me jala el cabestro, me obliga a detenerme, y jalándome el
rostro hacia la derecha, volteo hacia aquel pasado, hacia aquel día en que el tío Arnulfo
murió cuando un "rayo rojo” descargó toda su furia sobre aquel machete desnudo que el tío
llevaba sobre su cabeza, cuando con las dos manos trataba de cubrirse el rostro de aquella
tempestad que días anteriores venía azotando inclementemente al pueblo. Esa vez, el tío
había tenido la tonta idea de no exponer la funda del machete porque luego cuando el cuero
se moja, nomás pierde el color piel y se hace negra, borrándose así las figuras talladas a lo
largo de la funda, volviéndose tosco, culebreando horrible para terminar por secarse y
hacerse tieso como cuerno de toro criollo.
Por eso el tío optó por guardar bien su funda allá en su jacal, y como sólo tenía un
machete, y al otro día tenía que ir a otra parte a limpiar cafetal ajeno, pus decidió traerse el
fierro ya que en casa tenía otra funda, y aun sabiendo que el cielo rugía horriblemente, que
aunque aun no se soltaba el aguacero a lo lejos se veía el destello de relámpagos, haciendo
retumbar con truenos a la montaña.
Años después, poco a poco y sin saber porqué, la historia de la muerte del tío
Arnulfo fue armándose por si sola, pues aquella tarde cuando el pueblo fue a levantarlo
todo quemado, muchos pensaron que él era el único quién se había animado a caminar a
contracorriente aquel día que la mayoría de los pobladores no se habían atrevido a salir a
trabajar, pues las tormentas que anidan en Alotepec son mortales, se hacen llover de lado,
inclinados, de norte hacia el sur, y nuestros caminos comúnmente están al sur, o al sureste,
entonces, cuando volvemos del trabajo y si está lloviendo, pues miramos a la tempestad de
frente, y caminamos desafiándola, metiendo la cabeza por entre los hombros, imponiendo
el cuerpo por delante e impulsar el paso con las pantorrillas bien firmes, a contracorriente,
contra aire, brisa, lluvia, agua metiéndose a la nariz, a los ojos, no se puede respirar,
asfixia...
El hecho es que después se supo que el tío Arnulfo no venía solo, que cuando partió
de aquel cafetal donde desyerbaban lo hizo en compañía del tío Evodio, y tío Evodio tenía
su frazada de plástico para cubrirse y su machete enfundado, y que así venían, callados,
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distantes, fríos, y los dos habían caminado largo trecho, y con el machete desnudo habían
librado kilómetros de pinos y yabitos, el palo de estrella, y ocotales, arboles de copa
puntiagudas que son blancos fáciles de los rayos. Y así caminaban bajo el torrente, uno
delante del otro, porque así caminamos por nuestras veredas estrechas, y sucedió que casi
cuando estaban por arribar al pueblo, ya avistándose las primeras casas, ahí hay un terrenito
del tío Evodio, y sucedió que horas antes alguien había dejado tirado las trancas de su
cerca, cosa que molestó mucho al tío Evodio, y fue cuando decidió quedarse, diciendo a su
acompañante:
—Alguien ha entrado a mi propiedad... seguro han cortado leña, talando uno que
otro arbolito que celosamente vengo cuidando... Arnulfo, tendré que quedarme a cerrar bien
para que no vuelvan a entrar... Adelántate... Pinches paisanos...
Y así fue como el tío Arnulfo entró solo al pueblo, y justo cuando libró las
arboledas, y estando en campo abierto, ya por la pista donde antes aterrizaban las avionetas,
ya por entre las casas, tsaptswëtsuk venia canzandolo, y fue ahi donde vino a caer sobre él,
un rayo, de esos rojos que son muy agresivos y letales. Porque en Alotepec dicen que hay
dos tipos de wëtsuk (rayos), tsapts wëtsuk (rayo rojo) y poopwëtsuk (rayo blanco); que los
blancos nada más andan quemando cerros, echando latigazos, azotando el cincho allá arriba
en las crestas de las montañas, mientras que los rojos, eso si son de miedo, y no andan
jugando a sonar el pañuelo mojado, sino que estos amigos son nahuales, y se dedican a
destronar las cruces que reinan sobre la iglesia del pueblo, destechando capillas, arrancando
y quemando las imágenes católicas que están en la fachada del templo, y las arrancan de
sus nichos, las avientan lejos, las tiran por allá abajo del pueblo (muchos hemos corrido a
buscar las grandes cruces después de tardes eléctricas).
Y dicen que tanto los rayos rojos y blancos no se llevan, no se dan la mano, y que
siempre andan peleando, y que cuando tocan tierra estos toman la figura de gallos
(tsajpnä’äw), que uno es color alazán, y el otro blanco, y que así se andan picoteando la
cresta y pisoteando bajo los encinales y los ocotales a una velocidad sorprendente, que
cuando uno de ellos posa sobre un árbol es cuando suena el trueno y el árbol se parte en
dos, humeante. Incluso, hay testimonios en el pueblo de Alotepec que estos rayos se han
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metido hasta en las casas cuando andan peleando, y los han visto en forma de dos gallos
revolotear por paredes y esquinas, y que así como entran así salen, velozmente.
Esa tarde que tsaptswëtsuk mató al tío Arnulfo, yo estaba sentado en el escalón de la
puerta, estaba lloviendo muy recio, y mi mamá lavaba ropa aprovechando el chorro de agua
que caía de nuestro techo de lámina, fue cuando se escuchó un horrible estruendo, uno que
relampagueó en color azul violeta, casi tirándole a morado, y el trueno fue ensordecedor, y
fue justo cuando el cielo con nubes negras se abrió en un parpadear y se vio cómo una raíz
roja bajó del cielo y hundió sus puntas en esa parte donde comienza la pista de aterrizaje, a
la entrada del pueblo, entre las casas.
Aquella persona que había ido a avisar a las autoridades era la tía Juana Confesor, que por
esos tiempos ahí vivía, por esa parte, y su puerta justo miraba en aquella dirección donde el
tío fue atrapado por un remolino ardiente, envolviéndolo, elevandolo a casi diez metros de
altura, entró por su boca, le llenó de fuego todas las venas hasta irselas reventando palmo a
palmo de su cuerpo, para después tirarlo cual si fuera un muñeco de trapo. Así lo contó la
tía Juana, así lo cuenta aún. Ella vio toda aquella desgracia que se cebaba sobre el pobre y
delgado cuerpo del tío Arnulfo.
El tío era músico, tocaba la tuba en la banda municipal del pueblo, por eso aquella
misma noche, mientras los carpinteros serruchaban tablas para hacer el ataúd, los
rezanderos entonaban misereres, otros llegaban con hojas de maíz para los tamales, otros
desplumaban pollos, otros rajaba troncos de leña, las mujeres prendían la lumbre y pesaban
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los costales de maíz para subirlas en grandes tinajas para cocerlos y hacer masa para los
tamales de muerto, los que tenían por oficio la música pronto se congregaron ahí para darle
la despedida a tan gran compañero. Y la banda tocó toda la noche y todo el día, solo
pudieron descansar cuando bajaron el cuerpo del tío a su ultima morada.
Dice el tío Germán que esa noche en que velaron a su vecino él no estaba ahí, que
dormía en su rancho, pero a pesar de estar cansado su cuerpo no atrapaba el sueño que se
paseaba por todo su jacalito, y que cuando salió al patio a orinar desde ahí vio como en una
parte del pueblo había mucha luz, y era por su casa, fue cuando le dijo a su esposa que de
seguro algo había pasado, porque no era común que por esas fechas en el pueblo se
alumbrara mucho un domicilio. Entonces partieron de su trabajadero, arribando a la media
noche a su casa, y fue tan grande su sorpresa de que a quien velaban era su vecino, ese a
quien días antes había acordado entre cotorreo arreglar el camino, pues con las lluvias era
imposible pasar por ahí por tanto lodazal...
No recuerdo perfectamente el día de la muerte del tío Arnulfo, si fue en junio, julio
o agosto, sólo recuerdo que fue una tarde de tormenta eléctrica, cuando Wëtsuk hace de las
suyas, y cada vez que destella el cielo y Wëtsuk azota con su cincho inclementemente la
tarde, sin importar si es mayo o septiembre, yo siempre me acuerdo del tío Arnulfo.
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LA MUERTE DEL VIEJO GREGORIO
Aquella mañana en que Toche se suicidó aún pasó descaradamente ante la puerta de
su vecino, el tío Valentín, no para decirle que iba a colgarse por si acaso no lo vieran
regresar aquella tarde y dar un punto de referencia por si lo buscaban, saber para donde
correr por si sentían algo raro en el aire, por si les llegaba un olor a muerto, una carcajada
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entre los encinales, porque cuando alguien está a punto de morir en Alotepec, Tsuu Poj,
alma maldita errante, suele aparecerse y hacer bromas macabras, sube y baja por las
veredas por donde el futuro difunto ha caminado constantemente, y ríe a carcajadas,
gritando maldiciones, retumbando lomeríos y barrancas. No dijo eso el condenado Toche,
sino que fingió, engañó a quién toda su vida fuera su vecino, tanto en el pueblo con los
linderos de su casa, como en el rancho entre los cafetales y las milpas. Dijo a Valentín que
nomás iba a darse su vuelta para ver si las matas de café estaban floreando, para calcular la
cosecha de ese año.
Una vez llegado a su parcela, dolido por la recién muerte de su esposa Herlinda (ese
ser a quién tanto había maltratado y humillado) decidió buscar el mejor árbol, uno de ramas
y brazos fuertes, que no se trozara en cuanto él se dejara caer, amarrar bien el mecate,
ponerse la otra punta de la soga en el cuello, y para no arrepentirse de su decisión decidió
amarrarse las manos para evitar truncar su destino, pero antes de hacerlo se enroscó con
bastantes costales, de los pies a la cintura, y de la cabeza a la cintura, esto según para que
no lo picotearan ni destriparan los cuervos ni los zopilotes que descaradamente
revoloteaban ya ese espacio, como si algún ser maligno los hubiera convidado a un festín,
por eso se puso costales, para dejarse engusanar a gusto con el tiempo, y sus huesos
terminaran ahí colgados, guardados, no roídos por las hormigas ni los bichos, simplemente
guardarse de la tierra, quedarse en ese limbo.
Fue cuando saltó. La soga se cerró tras su cuello, y por su peso el mecate cortó en
dos su nuca, separando su cabeza del cuerpo, sostenido solamente por su delicada piel.
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“Te ruego a que me recibas, así, antes de mi tiempo correspondiente,
interrumpiendo tu labor, oh, grandioso Rey Kontoy, padre y dios de los mixes, que aun
entre tus hartas tareas por favor voltees a verme y te molestes en recibirme en tu regazo; yo
se que aborreces quienes toman el puñal contra su propio corazón, y se lo hincan a dos
manos, quienes antes de meterse el plomazo en la sien y se vuelen la tapadera del cerebro
cual jícara al aire, el veneno de la absurda existencia ha corroído ya su humilde y
desgraciada vida, y la sangre que una vez fue roja ha deseado volverse azul oscura, como el
tinte del fierro quemador en la piel de los animales, de aquellos hombre y mujeres que
deciden mirar al abismo y dejarse caer no como destino final, sino como túnel para caer en
otro mundo mejor, porque así es el mundo en nuestra cosmovisión Ayuuk: mientras aquí en
el mundo de los vivos es de día, en el inframundo es de noche, mientras aquí caemos, allá
nos erigimos, como las flores cuando nacen, como la milpa cuando jilotea. Por eso, oh,
grandioso Rey Kontoy, padre y dios de los mixes, no mires tus muchas tareas que tienes
aun por hacer, los ruegos que tienes por escuchar, los entuertos que tienes por atender y las
enfermedades que te faltan curar este dia, ni siquiera, por favor le des importancia al
hambre o al sueño que te aqueja desde días, solo te ruego voltees a mi un momento, y te
tomes la molestia de tomarme entre tus manos, acurrucarme y arrullarme mientras me das
calor de tu boca para secar mis alas mojadas de tanto llorar, echando tu aliento caliente
entre tus manos donde me tienes, solo eso te ruego, oh, poderoso Kontoy”.
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CADA FIN DE AÑO, CON SUMA TRISTEZA, SUELO RECORDAR
AL TÍO AQUEL QUE MURIÓ DESNUCADO
A veces lloro por él cuando pienso que ese hecho era algo inevitable por más que no
lo hubiéramos así deseado todos los que le queríamos, por más que hubiéramos estado a su
lado, llevarlo a otro lugar con el más burdo pretexto, sacarlo a como diera lugar de la
escena donde lo esperaba ya la muerte, haber asistido presurosos a su auxilio... pero no, su
destino estaba sellado días antes desde aquella inevitable presencia de un mal augurio como
aviso anticipado de su muerte: Una mañana, sus perros despertaron hiperactivos, y eso que
aun no habían desayunado, y sin que el tÍo tuviera planes de salir al monte a trabajar, los
perros solitos salieron de casa y se enmontaron. Como arreados por una mano invisible los
canes subieron al cerro como si desde la casa hubieran olisqueado a la presa. Esta actitud
causó extrañeza en el tío, pues sus perros nunca lo abandonaban. Ya una vez en el monte,
los animales dieron con un puerco espín (Aapynykyää). Y aún cuando sus instintos
naturales les indicaba que aquellas espinas en la cual inmediatamente se había convertido
aquel puerquito era peligro, una fuerza maligna invisible alentó a aquellos perros a echarse
encima, saliendo muy mal herida aquella jauría. Nomás escuchabamos en el pueblo como
los perros se quejaban allá arriba, en el cerro, aullando de dolor, como si alguien los
apaleara. Nadie podía explicarse este fenómeno, no tenía pies ni cabeza este hecho. El tío,
dueño de aquellos perros intentó subir por ellos, pero el cerro es de dificil acceso para
escalarla.
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Finalmente terminó aquella tortura cuando los perros bajaron al pueblo todos muy
mal heridos, con hartas púas en la cara, en el hocico, dentro de los ojos, en las fauces... y
fue cuando los vecinos se unieron para ayudar: todos veíamos atónitos como los perros no
podían caminar porque la cara la tenían llena de espinas hirientes, y por más que se
intentaba quitarles los perros aullaban dolorosamente cada que alguien trataba de
arrancárselas...
Tres días después, en plena fiesta, unas manos violentas empujaban al tío para atrás,
terminando por recostarle la nuca en el borde de aquel tinaco que almacena litros de agua.
El tío quedó partido en dos: su cabeza colgaba dentro del tinaco, mientras que su cuerpo
fuera de ella. Y así quedó paralizado, tieso, como un leño que se recarga en una esquina.
Nadie está exento de esto, ni siquiera los sabios ancianos, ni las grandes e
imponentes señoras, ni los dirigentes políticos, aquellos quienes llamamos “nääxtsënaapy-
käjpntsënaapyë”, los que tienen fuerza su palabra como para amonestar al destino.
Esta relación existente entre los sucesos naturales con los acontecimientos privados
humanos, es una relación que da por hecho una hermandad entre el hombre con su entorno
natural, creados por una sola divinidad que los asecha día y noche, cuyos escenarios donde
la premonición de los hechos a través de ciertos sucesos inexplicables no son más que la
manifestación de que el destino está ligado a lo cosmogónico: el principio de lo ya escrito y
la vulnerabilidad humana. La relación terrenal con el supra y el infra mundo, y el hombre y
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la mujer ayuuk simplemente son seres con consciencia para dar testimonio y sentido a todas
estas manifestaciones.
¡Cómo olvidar al tío, jamás en mi corta vida he sentido tanta tristeza como el solo
hecho de recordar su existencia! Tal vez él nació para morirse así. Y para colmo, a veces lo
veo entre mis sueños: lo miro recostando su cabeza al filo de aquel borde del metal,
apacible, resignado a recibir el tajo del hacha que inevitablemente tiene que caer para
desnucarle, y quedar como bisagra en el tiempo, balanceando la mitad de su cuerpo al
borde del tinaco: mientras su cabeza cae interminablemente al abismo, su dorso se va
enfriando ante nuestras miradas. Y escuchar entre sueños lo que alguien gritó aquella vez:
¡Que nadie lo toque, es más criminal mover un cuerpo inerte porque altera la escena del
crimen, y eso puede absolver al asesino!
Así conmigo, cada año las y los muertos se me arrinconan para recordarlos...
Es bien sabido en Alotepec, que "Juan el oso" fue producto de un rapto: aquella
tarde que dos mujeres partieron hacia la montaña a cortar leña, sola una de ellas regresó
alertando con grandes voces la desaparición de su compañera. Pronto el pueblo se volcó a
aquel lugar para rastrearla, y lo único que encontraron fue su mecapal y el rebozo, además
de extrañas huellas que se perdían a mitad de la montaña.
Pasaron muchos años, y la familia se resignó… Hasta que un día, la mujer volvió
con un muchacho a su lado, y esto fue lo que contó: “Nomás me alejé unos metros de mi
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amiga, ya que vi bastante leña seca, y cuando me disponía a cortarla, un enorme animal
parecido a un oso me agarró y me alzó, y acercándome a su nariz me olfateó de pies a
cabeza. Yo estaba pasmada, que ni pude gritar, fue cuando me llevó a su guarida. Estuve
presa durante estos años, ya que el oso, cada vez que salía a buscar comida solía tapar con
una enorme piedra la entrada de su guarida, y fue que allá adentro copuló conmigo, me
embarazó y nació este joven. No puedo decir que me haya maltratado, siempre fue muy
lindo conmigo, y comida nunca nos faltó, pero extrañaba mucho a mi familia… Así qué,
conforme este niño fue creciendo y al notar mi constante llanto, un día se armó de valor y
juró sacarme de ahí. Sucedió, pues, que una mañana en que el oso salió, aprovechamos para
salir, y mi hijo, con gran esfuerzo logró quitar la enorme loza, y llevándome de su mano,
escapamos. Pero, sucedió que más adelante encontramos a su padre, y ahí fue cuando quiso
obligarnos a volver, pero este chamaco se puso terco, así que, trozando un enorme árbol le
vacío su masa interna, y ahí, cuidadosamente, me metió para después encimar la otra parte,
protegiéndome toda, y es entonces cuando comenzó a forcejear con su padre. La tierra
temblaba cuando ellos se daban de golpes, hasta que este niño venció. Así es como estamos
aquí, de vuelta."
En Alotepec, cuando un niño o una persona no se le conoce su nombre, o lo tiene
difícil de pronunciar, en automático se le bautiza “Juan”. Así que a este chamaco pronto le
pusieron Juan.
Pero sucedió que Juan era muy velludo, de pies a cabeza, y tenía la boca muy
pronunciada, casi como el hocico de su padre.
Unos días después de su llegada, enviaron a Juan al catecismo para que aprendiera a
convivir con sus compañeros y comenzar a integrarse a las costumbres de ese pueblo, pero
sus compañeros le hacían burla, le decían: "Juan oso", Juank katsy wyääy (juan con pelos
en el pecho), Juank ixwääy (Juan con pelos en el culo), y dicen que así lo molestaban,
incluso, en un descuido le jalaban los vellos, haciéndolo aullar terriblemente. Pronto se
quejó con sus abuelos, y esto le dijeron: a la próxima no te dejes, dales un trancazo para que
se les quite lo grosero.
Y Juan les tomó la palabra, así que, al segundo día de catecismo, Juan descalabró de
un manotazo a dos de sus compañeros; entonces, el sacerdote, sorprendido por dicha
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actitud, lo llevó ante la autoridad. Y estos, en castigo, le dieron la tarea de que fuera
campanero.
Se cuenta, que en ese entonces, en el campanario, a las primeras horas de la aurora
solía aparecerse Mëj ku'u, el Señor del Inframundo, impidiendo que se tocaran las
campanas, pues en Alotepec es sumamente importante que deban de tocarse cada vez que
amanece, y cada vez que atardece, pues se tiene la creencia que cuando es de noche, las
ánimas que merodean por los caminos grandes y veredas, suelen llegar al templo y
postrarse ante la sagrada imagen milagrosa del Nazareno “El Señor de Alotepec”, y que así
están toda la noche, penando, suplicando el perdón de sus pecados; entonces al amanecer,
cuando suena el primer tañido de las campanas, estos, presurosos se recogen de sus
oraciones y lamentos, y vuelven al inframundo, pero, aquellas ánimas que tienen graves
penitencias se quedan entre las hierbas, en los árboles, dentro de las cavernas en espera de
que anochezca. Lo mismo, cuando suenan las campanas por la tarde-noche, es un aviso a
los vivos de que se guarden, pues están por abrirse las puertas del inframundo. Por eso Mëj
Ku'u no quería que se tocaran las campanas, quería que las ánimas en pena no volvieran a
su descanso, que siguieran de día y de noche llenando de espanto los caminos y las veredas
de gritos y voces de muertos.
Esta situación había causado que los jóvenes del pueblo se resistieran a prestar ese
servicio de campanero, pues era terrible tener un encuentro con el Señor del Inframundo.
Y ahí va nuestro Juan, y se cuenta qué, en su primera madrugada, subiendo al
campanario por la escalera de caracol, justo ahi, en los pasillos, ahí estaba, sentado en
medio, vestido de negro, Mëj Ku'u, el Señor del Inframundo.
Fue cuando Juan, de manera amable, saludó y pidió permiso. Y Mëj Ku'u le
respondió:
—Estas campanas se tocarán haste el día que me entreguen mi bastón que
personalmente he escondido en Ja tuk it, el inframundo; así que, el mortal que quiera
ayudar a su gente, tiene que ir hasta el fin de la tierra, y traerme esa cosa. De lo contrario,
seguirán muriendo y vagando sin destino alguno para sus almas.
He aquí lo que dicen en Alotepec, que probablemente "Mëj Ku'u", devenga de la
palabra "Mëj Ku'umn" que significa “el gran bastón puntiagudo”. Entonces, Mëj Ku'u
puede significar: "el señor del gran bastón puntiagudo".
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Fue cuando "Juan el oso" emprendió el viaje, y dicen que para que llegara allá,
primero tuvo que caminar hasta los confines de la tierra, que por allá está Ja Tuk it, y que
en ese tiempo, la humanidad estaba en plena guerra mundial, lo cual hacía muy difícil
caminar por los pueblos; también cuentan que en el camino, Juan fue rodeándose de amigos
que quisieron apoyarlo en su misión: "Mirín Mirón", cuya virtud era ver más allá de las
montañas, más allá del horizonte; "Tirín Tirón", hombre de puntería precisa; "Oyín Oyón",
qué escuchaba perfectamente hasta el más leve susurro de las cosas, y, "Sombrerero de
lado", que para salvarse de ciertas situaciones peligrosas, este amigo con el solo hecho de
ponerse el sombrero de lado hacía llover a cántaros, y para calmar la tempestad, se lo volvía
acomodar de manera correcta.
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