El Buitre Paciente - James Hadley Chase

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James Hadley Chase

EL BUITRE PACIENTE
Título original: The Volture Is A Patient Bird
Traducción: Kicsi Schwarcz
EMECÉ – El Séptimo Círculo 284
Buenos Aires – Argentina – marzo 1976
CAPÍTULO 1
EL instinto innato que tenía Fennel para el
peligro, lo despertó instantáneamente. Levantó la
cabeza de la almohada y escuchó. Una negra oscuridad
lo rodeaba: la oscuridad del ciego. Prestando atención,
pudo oír el suave chasquido del agua contra el costado
de la barcaza anclada. Pudo oír la leve respiración de
Mimi. También se oía un crujido rítmico, al moverse
la barca con la marejada. Pudo oír la lluvia que caía
ligera sobre la cubierta superior. Todos estos sonidos
eran tranquilizadores. ¿Por qué, entonces, preguntó,
se había despertado tan abruptamente?
Durante el último mes, había vivido bajo la
constante amenaza de muerte, y sus instintos se
habían agudizado. El peligro estaba cerca: lo sentía. Se
imaginaba que hasta podía olerlo.
Silenciosamente, se estiró y tanteó debajo de la
cama hasta que sus dedos apresaron el mango de un
machete de policía. Atado al extremo de éste había un
corto trozo de cadena de bicicleta. Esta convertía al
machete en un arma dañina y mortal.
Con suavidad, para no despertar a la mujer que
estaba a su lado, Fennel levantó la sábana y la frazada
y se deslizó fuera de la cama.
Era siempre meticulosamente cuidadoso para
colocar su ropa sobre una silla al lado de la cama: no
importaba dónde estuviera. Viviendo bajo la amenaza
de muerte, encontrar su ropa para vestirse
rápidamente en la oscuridad, era de vital importancia.
Se deslizó dentro de sus pantalones y de los
zapatos de suela de goma. La mujer que estaba en la
cama, Se quejó suavemente y se dio vuelta. Con el
arma flageladora en la mano, fue en silencio hacia la
puerta. Había aprendido la geografía de la barcaza Y la
sólida oscuridad no le molestaba. Encontró la falleba
bien engrasada y la corrió hacia atrás, luego sus dedos
tantearon la manija y la accionaron. Despacio, abrió la
puerta unos centímetros. Atisbó hacia afuera, en la
lluvia y la oscuridad. El chasqueante sonido del agua
contra el costado de la barcaza, el creciente sonido de
la lluvia, tapaban todo otro sonido, pero esto no lo
engañó. Afuera en la oscuridad había peligro. Sintió
que el pelo corto de la nuca se le erizaba.
Cuidadosamente, abrió más la puerta para poder
ver la cubierta en toda su extensión, apenas delineada
por las luces de la calle del dique. A la izquierda, pudo
ver el resplandor de luz del extremo Oeste de Londres.
Escuchó nuevamente; otra vez nada que lo alarmara.
Pero el peligro estaba allí... estaba seguro. Se agachó,
se tiró al suelo y se deslizó afuera hacia la fría y
húmeda cubierta. La lluvia golpeaba suavemente
sobre sus desnudas y poderosas espaldas. Se deslizó
hacia adelante, entonces sus labios dejaron ver los
dientes uniformemente blancos en un gruñido.
Unos cincuenta metros más allá de la barcaza
anclada, pudo ver un bote a remo que rumbeaba hacia
donde él estaba. Cuatro robustos hombres estaban
agazapados dentro. Pudo distinguir el perfil de sus
cabezas y espaldas contra el resplandor de las
distantes luces. Uno de los hombres tenía un remo
para guiar el bote hacia la barcaza: sus movimientos
eran cuidadosos y silenciosos. Fennel se deslizó más
hacia adelante sobre la cubierta. Sus dedos apretaban
con fuerza el mango del arma. Esperó.
Sería tan erróneo describir a Fennel como
corajudo, como describir a un leopardo como tal. El
leopardo correrá mientras pueda, pero, acorralado, se
puede convertir en una de las bestias más peligrosas y
dañinas. Fennel era como el leopardo. Si veía una
salida, escapaba, pero si lo atrapaban, se convertía en
un animal sin nervios, guiado sólo... sin importarle los
medios... por el instinto de conservación.
Fennel se había dado cuenta que tarde o temprano
lo encontrarían. Bueno, estaban aquí rumbeando
silenciosamente hacia él. El acercamiento de ellos, lo
dejó con la sola maligna determinación de protegerse.
No estaba atemorizado. Se había curado de espanto al
saber con certeza que Moroni había decretado que
debía morir.
Observó el bote mientras se acercaba. Ellos sabían
que él era peligroso, y no querían correr ningún
riesgo. Querían subir a bordo, hacer una rápida
arremetida al dormitorio, y luego los cuatro lo
ahogarían mientras le clavaban sus cuchillos.
Esperó, sintiendo la fría lluvia sobre sus espaldas.
El hombre que tenía el remo hundía la paleta y daba
un golpe suave. El bote se elevaba por sobre el agua
empujada por el viento, a mayor velocidad.
Fennel estaba invisible en las sombras. Decidió
que había calculado su posición exactamente.
Abordarían la barcaza a unos cuatro metros de donde
estaba tendido.
El remero levantó el remo y lo colocó, como si
hubiera sido de copos de azúcar, a lo largo de los tres
asientos del bote. Ahora tenía suficiente lugar para
arrimar el bote al costado de la barcaza.
El hombre que estaba sentado en el asiento
delantero se paró y se inclinó hacia adelante. Dejó que
el bote se colocara contra el costado de la barcaza y
luego, con un salto atlético subió a bordo. Se dio
vuelta y tomó la mano del segundo hombre quien se
movió hacia adelante. Mientras lo ayudaba a subir a la
cubierta, Fennel hizo su movimiento.
Surgió de la oscuridad, se deslizó por la
resbaladiza cubierta y golpeó con el arma cortante.
La cadena alcanzó al primer hombre en la cara.
Dio un grito salvaje, tambaleó y luego cayó de cabeza
al río.
El segundo, hombre, de reflejos rápidos, se dio
vuelta, cuchillo en mano para enfrentar a Fennel, pero
la cadena lo golpeó en el cuello, destrozándole la piel y
mandándolo atrás, tambaleando no pudo mantenerse
en equilibrio y cayó al agua de espaldas.
Fennel se lanzó a la oscuridad. Su sonrisa era
maligna y perversa. Sabía que los otros dos hombres
que estaban en el bote no lo podían ver. La luz estaba
detrás de ellos.
Hubo un momento de confusión. Luego
frenéticamente, el hombre que había usado el remo, lo
clavó y empezó a alejarse de la barcaza. El otro trataba
de sacar a sus compañeros del río para subir los al
bote.
Fennel estaba tendido observando. El corazón le
latía fuertemente, y su respiración salía en resoplidos
espasmódicos.
Los dos hombres fueron arrastrados a bordo. El
remero tenía ahora el segundo remo colocado en el
tolete y trataba de alejarse de la barcaza. Fennel se
quedó donde estaba. Si lo veían podían arriesgar un
disparo. Esperó, tiritando de frío hasta que el bote
desapareció en la oscuridad, luego se puso de pie.
Se inclinó por el costado de la barcaza para lavar
la sangre de la cadena. Sintió la lluvia helada que le
corría por adentro de los pantalones. Pensó que
podrían volver más tarde, y si lo hacían, la suerte
estaría en gran medida en contra de él. Ya no serían
tomados por sorpresa.
Se secó los ojos mojados por la lluvia. Debía irse
rápidamente.
Bajó los ocho escalones hasta el gran living y
dormitorio y encendió la luz.
La mujer que estaba en la cama se sentó.
—¿Qué pasa, Lew?
No le prestó atención. Se sacó los empapados
pantalones y caminó desnudo hacia el pequeño cuarto
de baño. ¡Dios! ¡Qué frío tenía! Abrió la canilla del
agua caliente, esperó un momento y luego se colocó
debajo de la reconfortante lluvia.
Mimi entró al baño. Sus ojos parecían drogados
por el sueño, su largo cabello desordenado, sus
grandes pechos escapándose del camisón.
—¡Lew! ¿Qué pasa?
Fennel la ignoró. Se quedó parado, grueso, macizo
y bajo, debajo de la lluvia caliente, dejando que el agua
cayera por los gruesos pelos de su pecho, por el vientre
y la espalda.
—¡Lew!
Le hizo una seña para que se fuera, luego cerró la
ducha y tomó una toalla.
Pero ella no se quería ir. Se quedó parada fuera
del baño, mirándolo fijo, con sus redondos ojos verdes
encendidos por el miedo.
— ¡Dame una camisa… no te quedes allí parada
como una maldita estúpida!
Tiró la toalla a un lado.
—¿Qué pasó? ¡Quiero saber, Lew! ¿Qué pasa?
Se abrió paso empujándola y entró al cuarto.
Abrió de un golpe la puerta del armario, encontró una
camisa y se la puso forcejeando, encontró un par de
pantalones y un sweater negro de cuello alto luego se
puso un saco negro con parches de cuero en los codos.
Sus movimientos eran exactos y terminantes.
Ella se quedó parada en la entrada, observando.
—¿Por qué no dices nada?
Su voz era temblorosa.
—¿Qué está sucediendo?
El hizo una pausa breve para mirada y sonrió
satisfecho. Bueno, le había sido útil, se dijo a sí
mismo, pero ningún hombre en su sano juicio diría
que era una pintura. De todos modos, le había
proporcionado un escondite en su destartalada
barcaza durante las últimas cuatro semanas. En ese
momento, sin el emplaste del maquillaje, se la veía
como el diablo. Era demasiado gorda. Esos pechos
flojos lo enfermaban. La ansiedad por el miedo la
envejecía. ¿Qué edad tendría... cuarenta? Pero le había
sido útil. A Moroni le había llevado cuatro semanas
encontrarlo, pero ahora era el momento de irse.
Dentro de tres horas, pensó Fennel, tal vez menos, no
sería ni siquiera un recuerdo para él.
—Un pequeño problema —dijo—. Nada. No te
impacientes. Vuelve a la cama.
Ella caminó por el cuarto. La barcaza se levantó
levemente por el movimiento de las olas.
—¿Por qué estás vistiéndote? ¿Qué estabas?
—Cállate. ¿Quieres? Me voy.
La cara de ella se aflojó.
—¿Te vas? ¿Por qué? ¿Adónde vas?
Tomó un cigarrillo de la caja que estaba sobre la
mesa. Se sentía muy bien después de la ducha caliente
y más seguro, pero sabía que ella iba a ser un
obstáculo. Era tremendamente posesiva. Necesitaba
de su forma brutal de hacer el amor... la razón por la
que lo había retenido allí. No iba a ser fácil sacársela
de encima.
—Ve a la cama —dijo—. Te resfriarás.
Pensando: como si me importara.
—Tengo que hacer un llamado telefónico.
Ella sabía que estaba mintiendo y lo agarró
fuertemente del brazo.
—¡No me puedes dejar! He hecho de todo por ti,
¡No te vayas!
Fennel refunfuñó
—¡Por amor a Dios, cállate! —y empujándola a un
lado, cruzó el cuarto en dirección al teléfono. Mientras
discaba el número, miró su reloj pulsera. Eran las
3.50. Esperó, mientras oía el continuado burr—burr
del sonido de llamada. Se oyó un click y una voz
soñolienta preguntó:
—¿Quién diablos es?
—¿Jacey? Habla Lew.
—¡Dios! ¡Estaba durmiendo!
—Esto te hace merecedor de veinte centavos —dijo
Fennel, hablando lenta y claramente—. Toma el auto.
Nos encontraremos en el Crown Bar, King's Road,
dentro de veinte minutos, y quiero significar veinte
minutos.
—¿Estás loco? ¡Mira la hora que es! ¿Qué pasa?
No voy a salir. Llueve tanto como para ahogar a un
pato.
—Veinte centavos... veinte minutos —dijo Fennel
tranquilo.
Hubo una larga pausa. Pudo oír que Jacey
respiraba pesadamente y se imaginó poder oír el
crujido de su cerebro en actividad.
—¿El Crown?
—Sí.
—¡Las cosas que hago! Bueno, muy bien. Estoy en
camino.
Fennel colgó el receptor.
—¡No me vas a dejar!
La cara de Mimi se manchó de rojo y sus ojos
estaban echando chispas.
— ¡No te voy a dejar ir!
El la ignoró y fue rápidamente hacia el tocador,
abrió de golpe un cajón y arrebató los artículos
esenciales que siempre guardaba allí: una máquina de
afeitar, un tubo de pasta dentífrica, un cepillo de
dientes, tres paquetes de cigarrillos Players y un peine.
Los metió en el bolsillo de su saco.
Ella lo volvió a agarrar fuertemente del brazo.
—¡He hecho todo por ti! —Se lamentó—. ¡Convicto
arruinado! ¡Sin mí te hubieras muerto de hambre!
La empujó y cruzó el cuarto hacia la repisa que
enmarcaba la falsa chimenea en la que estaba ubicada
una estufa eléctrica. Bajó una gran tetera china. En el
momento que la tocó, ella saltó hacia adelante y trató
de sacársela. Sus ojos se habían puesto salvajes, su
largo cabello negro le caía sobre la cara haciéndola
aparecer como una bruja demente.
—¡Saca las manos de allí! —gritó.
El flameante diablo en sus ojos grises, la debían
haber prevenido, pero estaba demasiado frenética
tratando de detenerlo para evitar que le sacara sus
ahorros, como para estar prevenida.
—Cálmate, Mimi —dijo—. Tengo que tenerlo. Te lo
devolveré, te lo prometo.
—¡NO!
Puso los dedos en gancho y le dio un golpe en la
cara mientras la mano izquierda arrebataba la tetera.
Fennel sacudió la cabeza hacia atrás, soltó la tetera y
golpeó a Mimi salvajemente en la mandíbula. La
fuerza del golpe la mandó hacia atrás. Cayó, los ojos se
le dieron vuelta y la cabeza chocó sordamente contra
el piso. La tetera se destrozó en pedazos, se
desprendió el asa y el dinero voló por los aires.
Fennel colocó aparte el montón de monedas y
recogió el pequeño rollo de billetes de diez libras. No
miró a la mujer inconsciente. Puso el dinero en el
bolsillo de atrás, recogió su arma y subió a cubierta.
Por lo que a él le concernía, sus treinta días con Mimi
eran marcas de tiza sobre un pizarrón que habían sido
borradas ahora.
La lluvia caía pesadamente y el frío viento le
golpeaba la cara. Se quedó parado por unos segundos
mirando hacia el dique, dejando que sus ojos se fueran
acostumbrando a la oscuridad. Nada se movía.
Tendría que correr el riesgo pensó, e ir a la carrera por
la planchada, desde la barcaza hasta la plataforma de
cemento mojado que estaba abajo. Se deslizó por la
planchada hacia abajo, ganó las oscuras sombras y
nuevamente se detuvo para escuchar. Nada que lo
alarmara. Con los dedos aferrados al arma y
manteniéndose cerca de la pared del dique, caminó
silenciosamente hacia los distantes escalones que
llevaban al dique superior.
Si Jacey se demoraba, estaría liquidado, pensó.
Ellos tendrían que parar la sangre; el que había sido
golpeado en la nuca sangraría como un cerdo
sacrificado. Luego lo llamarían a Moroni y le
informarían del fracaso. Moroni haría ir allí
rápidamente a cuatro o cinco hombres. Fennel decidió
que tenía una posible media hora de libertad:
seguramente no más.
Pero no tuvo necesidad de preocuparse. Al llegar
al oscurecido Crown Bar vio el desvencijado Morris de
Jacey que estacionaba. Cruzó corriendo la calle, abrió
la puerta del auto y se deslizó dentro.
—¡Vuelve a tu casa, Jacey!
—Espera un momento —dijo Jacey. La luz de la
calle iluminó su vieja cara de rata. —¿Qué pasa?
Fennel agarró con fuerza su delgada muñeca.
—¡Vuelve a tu casa! —gruño.
Jacey pescó de una mirada la mueca torcida de la
boca y la expresión medio enloquecida de contenida
furia. Refunfuñó; puso el cambio y el auto en
movimiento.
Diez minutos más tarde, los dos hombres estaban
en un cuarto pequeño, amueblado con muebles
destartalados, iluminado por una lámpara polvorienta
y sin pantalla, que colgaba precariamente del sucio
cielo raso.
Jacey colocó sobre la mesa una botella de Black &
White y dos vasos. Sirvió dos fuertes tragos y tomó su
vaso con las manos sucias mientras miraba a Fennel,
inquieto.
Jacey era corredor de apuestas y hacía cualquier
trabajo extraño para el último de los maleantes, para
ganar un dinero extra. Sabía que Fennel era el mayor
de ellos. Lo había conocido en la cárcel de Parkhurst
mientras cumplían las sentencias: Fennel por robo
con violencia: Jacey por tratar de pasar billetes de diez
chelines malamente falsificados. Cuando los soltaron
se mantuvieron en contacto y Jacey se había sentido
halagado de que un hombre importante como Fennel
tuviera interés por él. Pero ahora se lamentaba de
haber tenido algo que ver con él. Se había enterado
por conductos secretos del bajo fondo que Fennel
había hablado y cinco de los hombres de Moroni
habían caído en una trampa policial. Sabía que
Moroni lo había señalado con la marca de la muerte,
pero estaba demasiado arruinado como para dejar
pasar la oportunidad de ganarse veinte libras.
Fennel sacó el rollo de billetes de diez libras de
Mimi. Tomó dos y los arrojó sobre la mesa:
—¡Quédate paralizado frente a éstos, Jacey! —dijo
—. Me quedo aquí por un par de días.
Los ojos de hurón de Jacey se agrandaron. No
tocó el dinero que estaba sobre la mesa.
—No te puedo tener por dos días aquí Lew. No es
seguro. Me acuchillarán si descubren que has estado
aquí.
—Yo también te puedo acuchillar —dijo Fennel
suavemente—. Y yo estoy aquí.
Jacey se rascó su mentón sin afeitar. Sus ojos se
lanzaron por el cuarto mientras consideraba la
situación y los riesgos. Moroni estaría probablemente
en cama y Fennel estaba aquí. Este era tan peligroso
como Moroni.
—Muy bien, entonces... dos días... ni una hora más
—dijo finalmente.
—Dentro de dos días estaré fuera del país —dijo
Fennel—. Tengo un trabajo. Tal vez, no vuelva.
Terminó su whisky y luego caminó hacia el
interior del cuarto y se subió al desvencijado diván que
le servía a Jacey como cama, pateó los zapatos y se
tendió sobre la cama.
—Tú duerme sobre el suelo, y apaga esa maldita
luz.
—Adelante —dijo Jacey amargamente—. Como si
estuvieras en tu casa.
Se estiró y apagó la luz.
Una semana antes, Garry Edwards, había visto en
el "Daily Telegraph" el siguiente aviso:
Se requiere piloto de helicóptero para una
asignación insólita de tres semanas. Remuneración
excepcionalmente elevada. Mandar antecedentes de
carrera y fotografía. Casilla de corres S. 1021.
Había releído d aviso y había cavilado sobre él. Le
gustaron las dos palabras, "insólita" y
"excepcionalmente". Estaba buscando un trabajo
insólito y necesitaba desesperadamente dinero, de
modo que sin decirle a Toni, había escrito una carta a
casilla de correo S. 1021, informando sobre los
antecedentes de su carrera anterior, lo que estaba tan
lleno de mentiras como un colador está lleno de
agujeros. Incluyó una foto de pasaporte y envió la
carta.
Había pasado una semana ya, y había abandonado
toda esperanza de remuneración excepcional y de
trabajo insólito. Esa fría y húmeda mañana de febrero,
estaba sentado en el pequeño y desprolijo cuarto de
estar de Toni, con una taza de Nescafé al lado
mientras revisaba los "empleos vacantes" en el "Daily
Telegraph ".
Garry Edwards era un hombre alto, de
constitución fuerte, de veintinueve años de edad. Era
toscamente buen mozo, de ojos marrones llenos de
humor y pelo castaño oscuro a la moda, largo hasta el
cuello. Su boca podía sonreír fácilmente o en forma
contenida hasta una peligrosa delgadez, Mientras
estaba sentado sobre el arruinado diván de Toni,
vestido con una salida de playa, sus largos y angostos
pies desnudos, el reloj de pared señalaba las 8,45.
Habiendo buscado cuidadosamente en las
columnas de "empleos vacantes", dejó caer el diario al
suelo, disgustado. Bueno, tendría que hacer algo
bastante pronto, se dijo a sí mismo. Tenía
exactamente ciento treinta libras, cinco chelines y
siete peniques antes de tener que pedirle a Toni que lo
mantuviera, y esto, se dijo sin mucha convicción,
nunca lo haría.
Se había topado con Toni White en el barco del
canal Calais—Dover. Había estado alegremente en el
bar, cuando se embarcó con dos detectives franceses
de aspecto rudo, que se quedaron con él hasta que el
barco estuvo a punto de salir. Cuando se fueron, y
después de haberlos despedido Garry con alegres
señas mientras estaban parados sobre el dique barrido
por la lluvia para ver partir el barco del puerto (señas
que ellos ignoraron pétreamente) había bajado al bar
de primera clase para tomar su primer trago en tres
años.
Toni había estado sentada en un banquillo del bar,
su micro—mini pollera apenas tapándole, el trasero,
sorbiendo un Cinzano bitter con hielo. El había pedido
un doble Vat 69 y luego la había saludado. Era la clase
de chica que un hombre podía saludar si sabía cómo
hacerlo, y Garry ciertamente lo sabía.
Tenía veintidós años, era rubia, de aire travieso,
con grandes ojos azules y pestañas oscuras y espesas
que hubieran sido la envidia de cualquiera. Además,
era muy, muy chic.
Lo observó a Garry pensativamente y con
penetración. Decidió que él era el hombre de aspecto
más sexy que jamás había visto, y le subió una ola de
rubor por todo el cuerpo. Lo quería tener: que la
poseyera como nunca lo habían hecho anteriormente
en su corta vida sexual.
Se sonrió.
Garry conocía a las mujeres. Estaba al tanto de
todos los signos, y se dio cuenta de que ahí había una
invitación que requería poca o nada de fineza.
Tenía en su billetera la suma de doscientas
noventa libras: lo que quedó de la venta de su avión
antes de que la policía francesa lo atrapara. Estaba
lleno de confianza y ansioso de partir.
Terminó su trago y luego sonriendo dijo:
—Me encantaría conocerla mejor. Tenemos más
de una hora antes de desembarcar. ¿Puedo buscar una
cabina?
Ella se quedó encantada con la forma directa de
acercarse. Lo deseaba. Su sugerencia hacía que todo
fuera más simple. Se sonrió, luego asintió con un
cabeceo.
Fue fácil conseguir una cabina, correr las cortinas
y encerrarse dentro. El camarero tuvo que golpear una
docena de veces para recordarles que habían llegado a
Dover y que si no se daban prisa, perderían el barco de
la carrera.
Mientras estaba sentada a su lado en un
compartimento de primera clase, vacío, camino a
Londres, Toni le había contado que era una modelo de
éxito, que tenía suficiente trabajo, un departamento
de dos ambientes en Chelsea y que si necesitaba un
techo... "bueno, amor querido, ¿por qué no te
mudas?".
Garry había estado pensando en algún cuarto
barato de hotel, fuera de Cromwell Road, hasta que
estudiara la situación y encontrara un empleo
lucrativo. No vaciló.
Ahora hacían tres semanas que estaba viviendo
con Toni, gastando el resto de su capital pero sin
encontrar ningún empleo lucrativo. En ese momento,
sin perspectivas, empezaba a impacientarse. Toni, sin
embargo, lo veía todo como una gran broma.
—¿Por qué preocuparte, espléndido gran animal?
—le había preguntado la noche anterior, saltando a su
falda y mordisqueándole la oreja—. ¡Tengo todo el
dinero del mundo! ¡Hagamos el amor sin
preocupamos!
Garry terminó su café medio frío, se sonrió y luego
fue hasta la ventana para mirar fijo hacia abajo el
tráfico de movimiento lento y la corriente de hombres
y mujeres, resguardados bajo sus paraguas, que iban
apurados a su trabajo.
Oyó un sonido en la puerta principal: habían
dejado caer las cartas en el buzón.
Toni recibía muchas cartas cada mañana, de
temblorosos jóvenes que la adoraban, pero Garry tenía
esperanzas de que hubiera una carta para él. Recogió
quince del buzón, las miró rápidamente y encontró
una para él. El borde sin recortar del sobre, de papel
hecho a mano, era impresionante. Lo rasgó y sacó una
hoja de papel.

Hotel Royal Towers


Londres WW.1
Quisiera tener a bien Mr. Garry Edwards de pasar
por la Dirección indicada más abajo, el 11 de Febrero
a las 11,30 y preguntar por Mr. Armo Shalik. (Ref.
Daily Telegraph. Casilla de correo. S.1021

Bueno sí, pensó Garry, seguramente que iría a ver


a Mr. Armo Shalik. Con semejante nombre y
semejante dirección debía oler a dinero.
Llevó la carta al pequeño dormitorio.
Toni dormía pesadamente. Estaba acostada sobre
su estómago, su camisón cortón estaba arremangado
hacia arriba, sus largas y encantadoras piernas bien
desparramadas.
Garry se sentó al borde de la cama y la admiró.
Era en realidad deliciosamente bonita. Levantó la
mano y le dio un golpecito en sus desnudas nalgas. Se
retorció, cerró las piernas, pestañeó, y lo miró por
sobre sus hombros. El la volvió a golpear y ella se dio
vuelta rápidamente y se sentó.
—¡Esto es un asalto! —declaró ella—. ¿Dónde
están mis calzones?
El se los encontró al extremo de la cama y se los
ofreció.
Lo observó, sonriente.
—¿Los necesito?
—No hubiera pensado así —dijo Garry con una
sonrisa—. Me llegó una carta. ¿Puedes hacer volver tu
indecente mente hacia los negocios por un momento?
Toni lo miró interrogativamente.
—¿Qué pasa?
Garry le contó lo del aviso del "Daily Telegraph"
que había escrito, y que ahora había tenido
contestación. Le dio la carta.
— ¡El Royal Towers! ¡El más nuevo y el mejor!
¡Qué nombre encantador! ¡Armo Shalik! Huele a
bolsas y bolsas de oro y diamantes.
Arrojó la carta al aire y le tiró los brazos al cuello.
Alrededor de las 11 Garry se desprendió de las garras
de Toni, se dio una ducha y luego se vistió con un saco
azul y pantalones azul oscuro. Se examinó en el espejo.
—Un poco oscuro bajo los ojos —dijo,
enderezándose la corbata—. Pero eso era de esperar.
De todos modos, creo que se me ve saludable, buen
mozo y hecho a mano... ¿qué piensas, preciosa
muñeca?
Completamente desnuda, Toni estaba sentada en
el brazo del sillón tomando café. Lo miró
afectuosamente.
—Se te ve absolutamente espléndido.
Garry la levantó del sillón y la acarició. Después de
besarla, la descargó sobre el sillón nuevamente y dejó
el departamento.
Exactamente a las 11,30 se acercó al portero del
hall del hotel Royal Towers y preguntó por Mr. Armo
Shalik.
El portero lo examinó con esa expresión en blanco
que usan todos los porteros cuando ni aprueban ni
desaprueban. Llamó a un número, habló en voz baja,
luego colgó el receptor.
—Piso diez, señor. Suite 27.
Garry fue despedido por el ascensor directo al
décimo piso. El ascensorista lo condujo a la puerta de
la Suite 27. Obviamente era demasiado importante y
frágil para golpear la puerta. El ascensorista le hizo el
servicio, hizo, una reverencia y se retiró.
El olor a dinero, por lo que concernía a Garry, era
ahora todopoderoso.
Entró a un pequeño y distinguido cuarto, donde
una chica estaba sentada detrás de un escritorio sobre
el que estaban tres teléfonos, una máquina de escribir
I.B.M., un intercomunicador y un grabador.
La chica lo desconcertó porque a pesar de tener
una buena figura, llevar un vestido elegante color
negro, estar muy bien arreglada, el pelo inmaculado,
no era para él más que una fotografía, sin atractivo
sexual, de una mujer muerta hacía mucho tiempo. Su
cara en blanco, sus cejas inmaculadamente depiladas,
su lápiz de labios pálidos que sólo enfatizaba su falta
de encanto: un robot que lo hacía sentirse un poco
incómodo.
—¿Mr. Edwards?
Hasta su voz era metálica: una cinta mal grabada.
—Ese soy yo —dijo Garry, y porque no le gustaba
nunca ser vencido por ninguna mujer, le dirigió su
encantadora sonrisa.
No tuvo efecto. La chica apretó un botón, hizo una
pausa, luego dijo:
—Mr. Edwards está aquí, señor.
Una luz verde se encendió en el intercomunicador.
Obviamente, a Mr. Shalik no le importaba gastar
su aliento. Prefería apretar botones que hablar.
La chica se puso de pie, caminó graciosamente
hacia una puerta distante, la abrió y se quedó parada
al lado.
Impresionado por todo esto, Garry trató
nuevamente de emplear su sonrisa, la que rebotó
contra ella como una pelota de golf rebota contra una
pared de ladrillos.
Entró, pasando al lado de ella, a un cuarto amplio
y soleado, lujosamente amueblado, con piezas de
época y cuadros que impresionaban y que podían ser
de grandes maestros, pero probablemente no lo eran.
Junto a un amplio escritorio estaba sentado un
hombre gordo, fumando un cigarro, sus regordetas
manos descansando sobre el papel secante del
escritorio. Garry juzgó que tendría alrededor de
cuarenta y seis años. Era de tez oscura, pelo corto
negro, brillantes y pequeños ojos negros, y una boca
que usaba para comer pero no para sonreír. Garry
decidió que era o armenio o egipcio. Tenía la inmóvil e
indagadora mirada del poder. Mientras Garry
caminaba despacio hacia el escritorio, tuvo la
incómoda sensación de que este gordito lo conocía
mejor de lo que él se conocía a sí mismo.
—Siéntese, Mr. Edwards.
El acento era un poco fuerte. Una mano regordeta
le señaló una silla.
Garry se sentó. Ahora se lamentaba de haber
hecho el amor con Toni hacía una hora. Se sentía
agotado y tenía la idea de que este gordito no iba a
tener mucho tiempo para perder con candidatos
agotados para el trabajo que ofrecía. Garry se
enderezó y trató de mostrarse inteligente.
Shalik aspiraba un humo que olía bien, y lo dejaba
salir por la boca como el humo de un pequeño pero
activo volcán. Levantó una hoja de papel que Garry
reconoció como su carta de solicitud y la estudió
durante varios minutos, luego la rompió en pedazos y
la dejó caer en un canasto de papeles que estaba
escondido.
—¿Usted es piloto de helicópteros Mr. Edwards?
—preguntó, dejando las manos sobre el papel secante
y observando la ceniza de su cigarro con más interés
del que ponía para observar a Garry.
—Correcto. Vi su aviso y pensé...
La regordeta mano se levantó, interrumpiéndolo.
—Estas tonteras que escribió sobre usted mismo...
por lo menos, demuestran que tiene imaginación.
Garry se puso tieso.
—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir?
Shalik dejó caer la ceniza de su cigarro con un
golpecito, en un cenicero dorado.
—Encuentro que sus mentiras son divertidas —
dijo—. Lo he hecho investigar. Usted es Garry
Edwards, de veintinueve años y nació en Ohio, USA.
Su padre dirigía una estación de servicio de
considerable éxito. Cuando usted tuvo suficiente
educación, trabajó con su padre y llegó a entender de
motores de auto. No se llevaba bien con su padre.
Probablemente culpa de ambas partes, pero eso no me
interesa. Tuvo oportunidad de aprender a volar: la
aprovechó. Tiene talento para las máquinas. Consiguió
un trabajo como chofer de avión para un aceitero de
Texas, el que le pagó bien. Ahorró dinero. El trabajo
no le interesaba. Conoció a un contrabandista,
inmigrante entrado al país ilegalmente, que lo
persuadió de entrar de contrabando mejicanos a los
Estados Unidos. La paga fue buena, y cuando terminó
la operación usted decidió entrar en el negocio del
contrabando. Fue a Tangiers. Se compró su propio
avión y llevó consignaciones de diferentes
contrabandos a Francia. Prosperó como lo hacen los
contrabandistas, por un cierto tiempo. Sin embargo,
llegó a hacerse codicioso como suelen hacerse los
contrabandistas y cometió un error. Fue arrestado. Su
copiloto se las ingenió para poner su avión en el aire,
mientras usted forcejeaba con la policía. Lo vendió y
depositó el dinero para que lo tuviera al salir de la
cárcel francesa, después de cumplir una sentencia de
tres años. Fue deportado de Francia y está aquí.
Shalik apagó la colilla del cigarro y miró a Garry.
—¿Diría usted que mi información es correcta?
Garry se rió.
—Me doy por vencido.
Se puso de pie.
—Bueno, fue un intento. No le voy a robar más
tiempo.
Shalik le hizo señas para que se volviera a sentar.
—Siéntese. Creo que usted es el hombre que estoy
buscando, ¿me puede demostrar que tiene licencia de
piloto y que puede manejar un helicóptero?
—Por supuesto.
Garry volvió a su lugar y sacó un sobre de plástico
que había llevado consigo y lo colocó sobre el
escritorio. Luego se sentó nuevamente.
Shalik examinó los papeles que había en el sobre.
Se tomó su tiempo, luego le devolvió el sobre.
—Satisfactorio.
Tomó otro cigarro del cajón del escritorio, lo
observó cuidadosamente, luego cortó el extremo con
un cortador de oro.
—Mr. Edwards, ¿tengo razón al pensar que usted
estaría dispuesto a manejar un trabajo que no es del
todo honesto, mientras le convenga monetariamente?
Garry se sonrió.
—Me gustaría que lo calificara. ¿Qué quiere decir
con... no demasiado honesto?
—Difícil, no ético, que no involucra a la policía de
ninguna manera, pero que retribuye espléndidamente.
—¿Puede aclararlo más que eso?
—Ofrezco tres mil dólares por semana por una
operación de tres semanas. Al final del trabajo será
nueve mil dólares más rico. Hay ciertos riesgos, pero
le puedo prometer que la policía no entrará en esto.
Garry se enderezó en su asiento. ¡Nueve mil
dólares!
—¿Cuáles son los riesgos?
—Los obstáculos.
Shalik miró su cigarro con ojos indiferentes.
—Pero la vida está hecha de obstáculos, ¿no es así,
Mr. Edwards?
—Precisamente ¿qué debo hacer para ganar ese
dinero?
—Eso le será explicado esta noche. No estará solo.
Los riesgos y responsabilidades serán compartidos. Lo
que quiero saber ahora es si está dispuesto a realizar
un trabajo de tres semanas por nueve mil dólares.
Garry no vaciló.
—Sr... estoy dispuesto.
Shalik asintió.
—Bien. Entonces venga esta noche a las 21 horas
en que le presentaré a los otros miembros del equipo y
le explicaré la operación.
La regordeta mano hizo una señal de despedida.
Garry se puso de pie.
—Por favor, no hable de éste trabajo con nadie,
Mr. Edwards.
Shalik continuó.
—Debe guardarlo como secreto de estado.
Garry abandonó el cuarto.
La chica del escritorio se levantó y le abrió la
puerta. No se molestó en sonreírle. Su mente estaba
demasiado preocupada. ¡Nueve mil dólares!
¡Caramba!
La chica lo observó subir al ascensor y luego volvió
al escritorio. Se quedó sentada por unos momentos,
escuchando. Luego, al no oír nada en la habitación
interior, suavemente abrió un cajón del escritorio y
apagó un grabador pequeño cuyos carreteles estaban
grabando cinta a través del micrófono.
Exactamente a las 21 horas Garry fue introducido
en la oficina por la chica de pelo negro, la que por la
chapa con el nombre que había sobre el escritorio,
sabía ya que era Natalie Norman.
Había dos hombres sentados incómodos sobre
sillones, fumando y esperando. Ambos miraron bien a
Garry mientras tomaba una silla. A su vez él los miró
bien a ellos.
El hombre a su izquierda era bajo y de
constitución pesada. Le recordó algo a Rod Steiger, el
actor de cine ganador del Oscar. Su pelo corto y
lanudo, era blanco, sus ojos grises lavados, desviados.
Los labios finos y el mentón cuadrado insinuantes y
perversos.
El otro hombre era diez años más joven: más o
menos la edad que tenía Garry. Era de mediana
estatura, delgado, el pelo descolorido, casi blanco, por
el sol y la piel tostada, oscura, de color caoba. Usaba
un bigote ralo y largas patillas. Su imagen le gustó
enseguida a Garry, pero la del otro no.
Mientras se acomodaba en el sillón, se abrió una
puerta al fondo y entró Shalik.
— Así que han llegado todos —dijo acercándose al
escritorio. Se sentó y pasó por el ritual de encender un
cigarro mientras miraba a uno por vez, con ojos
atentos e indagadores.
—Permítanme que los presente. Señaló con su
cigarro a Garry.
—Éste es Mr. Garry Edwards. Es piloto de
helicópteros y experto en autos. Ha pasado tres años
en una prisión francesa cumpliendo una pena por
contrabando.
Los otros dos hombres miraron fijo a Garry, quien
les devolvió la mirada. El cigarro apuntó luego al más
joven.
—Este es Mr., Kennedy Jones, quien ha venido en
avión desde Johannesburg para concurrir a esta
reunión —continuó Shalik— Mr. Jones es experto en
safaris. No hay cosa que no pueda informarles sobre
animales salvajes, Sud África y el equipamiento de una
expedición al matorral africano. Debo agregar que Mr.
Jones ha tenido la mala suerte de pasar unos años en
la cárcel de Pretoria.
Jones miró fijo al cielo raso, con una sonrisa
suspendida en su humorística boca. Hubo una pausa,
luego Shalik continuó:
—Finalmente, este es Mr. Lew Fennel, violador de
cajas de seguridad... creo que es ese el término. Es
visto por la policía y el bajo fondo como el principal
hombre de su así llamada profesión. Él también ha
cumplido una cantidad de años en la prisión.
Shalik hizo una pausa y miró a los tres hombres.
—De modo, caballeros que tienen algo en común.
Ninguno de ellos dijo nada: esperaron.
Shalik abrió un cajón del escritorio y sacó un
sobre.
—La introducción concluyó, vamos a los negocios.
Abrió el sobre y sacó una gran foto brillante. Se la
alcanzó a Fennel que se quedó mirando fijo, con ojos
desconcertados, el anillo medieval de diamantes que
había en la fotografía. Se encogió de hombros y se la
pasó a Garry quien a su vez se la pasó a Jones.
—Están viendo un anillo —dijo Shalik— diseñado
por César Borgia.
Miró a los tres hombres.
—¿Presumo que todos conocen a César Borgia?
—¿Es el tipo que envenenaba gente, no? —dijo
Fennel.
—Creo que es una descripción justa. Sí, entre otras
muchas cosas, envenenaba o era el causante del
envenenamiento de una cantidad de gente. Este anillo
que ven en la fotografía fue diseñado por Borgia y
confeccionado por un orfebre en el año 1501. Al
mirarlo, sería difícil creer que es un arma mortal, pero
eso es lo que es... un arma muy mortal. Funciona de la
siguiente manera: Hay un pequeño depósito debajo
del grupo de diamantes y. éste fue llenado con un
veneno mortal. En el grupo de diamantes hay una
aguja microcóspica hueca, de excepcional filo. Cuando
Borgia quería librarse de un enemigo, sólo tenía que
dar vuelta el anillo, de modo que los diamantes y la
aguja quedaran del lado de adentro de la mano y sólo
tenía que darle un apretón de manos para infligirle un
pequeño rasguño. El enemigo estaría muerto en pocas
horas.
—El anillo estuvo perdido durante cuatro siglos.
Apareció entre los efectos personales de un banquero
florentino que murió con su mujer y su familia en un
accidente de auto un par de años atrás. Sus
pertenencias fueron vendidas. Afortunadamente, un
experto reconoció el anillo y lo compró por una suma
ínfima. Me lo ofrecieron.
Shalik hizo una pausa para dejar caer la ceniza de
su cigarro.
—Entre mis varias actividades, compro "objetos
de arte" y los vendo a coleccionista adinerados. Supe
de un cliente que se especializaba en tesoros de
Borgia. Le vendí el anillo. Seis meses después, éste fue
robado. Me ha llevado un largo tiempo descubrir
dónde está. Fue robado por agentes que trabajan para
otro coleccionista, quien ha adquirido, a través de
éstos, probablemente la mejor colección de tesoros de
arte del mundo. Esta operación caballeros, la que pido
manejen ustedes, es la de recobrar el anillo.
Hubo un largo intervalo, luego Fennel,
inclinándose hacia adelante en su asiento, dijo:
—¿Usted quiere decir que lo tenemos que robar?
Shalik lo miró con fastidio.
—Diciéndolo en forma cruda, se podría decir que
sí —dijo—. Ya he señalado que no hay problemas de
interferencia policial. Este coleccionista le ha robado
el anillo a mi cliente. Ustedes se lo roban a él. No está
en situación alguna como para quejarse a la policía.
Fennel dejó caer la ceniza de su cigarrillo sobre la
rica alfombra persa mientras preguntaba:
—¿Qué valor tiene ese anillo?
—Eso no le concierne a usted. Es por supuesto
valioso, pero tiene su mercado especializado. (—Shalik
hizo una pausa y después continuó—). Les contaré
algunos detalles del hombre que tiene ahora el anillo.
Es enormemente rico. Tiene un apremio compulsivo
por adueñarse de los mejores tesoros de arte que
puedan caer en sus manos. Es extremadamente
inescrupuloso. Tiene una cadena de ladrones expertos
en arte que trabajan para él. Han robado objetos de
arte de los más grandes museos, y hasta del Vaticano,
para llenar su museo, el que, sin duda es el mejor del
mundo.
Sintiendo que debía hacer una contribución a esta
discusión, Garry preguntó:
—¿Y dónde está este museo?
—En la frontera entre Baustoland y Natal... en
algún lugar en las montañas de Drakensberg.
Kennedy Jones se inclinó hacia adelante.
—¿Se referirá usted a Max Kahlenberg? —
preguntó en forma cortante.
Shalik se detuvo para dejar caer la ceniza del
cigarro.
—¿Usted lo conoce?
—¿Qué persona que ha vivido en Sud África, no lo
conoce?
—Entonces ¿por qué no les cuenta a éstos dos
caballeros lo que sabe de él?
—¿Es él el hombre que tiene el anillo?
Shalik asintió.
Jones aspiró larga y profundamente. Se frotó la
mandíbula, frunciendo el ceño, luego encendió un
cigarrillo. Mientras exhalaba el humo dijo:
—Yo sólo sé lo que es de conocimiento público.
Kahlenberg es un poco el personaje mitológico sobre
el que recaen toda clase de rumores misteriosos.
Conocí a su padre, un alemán refugiado de la primera
guerra mundial, que se encontró rico, al descubrir una
de las más grandes minas de oro, justo en las afueras
de Joburg. El viejo Karl Kahlenberg era astuto y nada
tonto. Invirtió bien el dinero y ordeñó su mina hasta
que estuvo seca. Por lo que oigo, terminó con
millones. Se casó con una chica del lugar cuando tenía
más de sesenta años, Lo hizo porque quería un hijo
que continuara el apellido. Lo tuvo: Max Kahlenberg.
Hubo un verdadero misterio alrededor de su
nacimiento. Ninguno, excepto el médico y la
enfermera vio el bebé. Hubo rumores de que era
anormal... algunos hasta dijeron que era un monstruo.
De todos modos, ninguno posó sus ojos sobre el bebé.
El viejo murió en un accidente en una cacería. La
señora Kahlenberg se mudó de Jo'burg y construyó
una casa en el corazón de la cordillera de
Drakensberg. Continuó escondiendo a su hijo,
apartándose de todo contacto social. Murió hace unos
veinte años atrás. Max Kahlenberg sigue siendo un
recluso. Se supone que es tan inteligente como el pa-
dre, Agrandó la casa que construyó su madre. Tiene
alrededor de cien millas cuadradas de selva
rodeándola y emplea una cantidad de zulúes
entrenados, para mantener a los excursionistas,
turistas y boquiabiertos alejados de la casa.
Jones hizo una pausa, luego inclinándose hacia
adelante, clavando su dedo en la palma de la mano,
siguió:
—Por lo que he oído, acercarse al lugar de
Kahlenberg, sería como tratar de abrir una ostra con
los dedos.
Nuevamente se hizo un largo silencio, luego
Fennel aplastó su cigarrillo y miró a Shalik, los ojos
entrecerrados.
—¿Es correcto lo que dice?
Shalik levantó sus gruesos hombros.
—Es un juicio bastante acertado —dijo—. Nunca
dije que fuera una operación fácil. Después de todo,
estoy pagando muy bien. Acercarse a la casa de
Kahlenberg no es fácil, pero no es imposible. Tengo
una considerable cantidad de información que los
ayudará.
—Muy bien —dijo Fennel, con expresión de
desprecio—, pero supongamos que llegamos hasta la
casa... ¿cómo entramos?
—Aunque Mr. Jones tiene un conocimiento exacto
del pasado de Kahlenberg —dijo Shalik—, ha omitido,
o tal vez no lo sepa, el hecho de que a pesar de ser
tullido, le gustan las mujeres hermosas.
Se echó hacia atrás en su asiento.
—Toda fortaleza tiene su punto débil, si se sabe
por dónde buscarlo, Tengo una mujer que actuará
como su caballo de Troya. Si ella no los puede hacer
entrar en la casa de Kahlenberg, nadie lo podrá hacer.
Apretó un botón.
Hubo una larga pausa, después se abrió una
puerta detrás de Shalik y entró lentamente al cuarto,
deteniéndose junto al escritorio de aquél, la más
sensacional y hermosa mujer que cualquiera de los
tres hombres, boquiabiertos frente a ella, jamás
habían visto.

CAPÍTULO 2

UNOS diez años atrás, Armo Shalik, harto de su


forma mezquina de vida, informó por medio de un
discreto aviso en un diario egipcio, que estaba
dispuesto a aceptar cualquier trabajo, que presentara
dificultades, por una paga razonable, Recibió sólo una
contestación, pero fue suficiente, ya que su cliente era
un príncipe árabe que deseaba obtener informaciones
secretas concernientes a un futuro convenio de
petróleo entre un rival suyo y una compañía de
petróleo americana. Usando el dinero del príncipe y su
propio cerebro, Shalik consiguió la información. El
convenio le reportó 10,000 dólares netos, una paga
suficientemente modesta, pero el príncipe quedó
agradecido y corrió la voz de que si se estaba en
dificultades, si se quería obtener información secreta,
Shalik era el hombre que había que consultar,
Al año siguiente, con el capital que había
ahorrado, se mudó a Londres, Adquirió una pequeña
lista de clientes muy adinerados que lo consultaron
continuamente, El dinero, por supuesto, no era
ninguna objeción. Los honorarios de Shalik se
elevaron bruscamente, pero siempre ahorraba. Entre
sus clientes estaban tres petroleros millonarios de
Texas, cuatro príncipes árabes, dos mujeres
americanas enormemente ricas, un magnate griego,
un despachante de aduana y una cantidad de
industriales ingleses, franceses y alemanes.
A menudo decía:
—Nada es imposible teniendo una cantidad
ilimitada
de dinero y cerebro.
Se detenía para mirar fijo a su cliente.
—Usted suministrará el dinero ... yo el cerebro.
Armo Shalik prosperó. Al comienzo, consideró la
posibilidad de tener un equipo permanente que
trabajara bajo sus órdenes, pero decidió que era
económicamente erróneo. Shalik jamás malgastaba un
céntimo. Tener un equipo de expertos a su cargo
significaría que la mitad de ellos, la mayoría de las
veces, se quedarían con su dinero sin hacer nada.
Decidió adaptar a hombres y mujeres al trabajo,
cuando éste llegara. Descubrió una agencia de
detectives no demasiado escrupulosa que estaba
dispuesta no sólo a recomendar candidatos aptos sin
hacer preguntas embarazosas sino también a pasarlos
por un tamiz, suministrándole detalles íntimos de sus
antecedentes. Fue de esta manera que encontró a Lew
Fennel, Kennedy Jones y Garry Edwards.
Su equipo permanente era pequeño: se componía
de Natalie Norman, que actuaba como recepcionista y
asistente personal, y George Sherborn que era su
secretario y valet.
Pero Shalik pronto se dio cuenta de que sus opera-
ciones se hacían más complicadas y por eso más lucra-
tivas, necesitaba una mujer que estuviera
permanentemente a su disposición, una mujer que
tenía que estar entrenada para trabajar con y para él:
que tuviera un talento especial y fuera de excepcional
aspecto. Una mujer semejante le podía ser más útil
que una docena de expertos masculinos. Durante los
años pasados, había empleado una cantidad de
mujeres para que trabajaran con sus expertos, pero la
mayoría de las veces le habían fallado por una de dos
razones, o perdiendo el control en el momento crucial
o resultando sentimentalmente ligadas a los hombres
con los que trabajaban, y esto era algo que Shalik
aborrecía.
De modo que se propuso encontrar una mujer que
pudiera entrenar para que llegara a ser su operaria
ideal. Debía ser hermosa, de constitución física perfec-
ta, talentosa y debía estar preparada para dedicarse a
su trabajo.
Shalik viajó extensamente, y mientras visitaba las
más grandes ciudades del mundo, estaba
constantemente en busca de la mujer que necesitaba.
Se cruzó con varias candidatas posibles, pero cuando
se les acercaba, o no tenían nada que ver con su
propuesta o demostraban ser bonitas pero sin sesos.
Después de seis meses comenzó a desesperarse,
pensando si había colocado sus aspiraciones
demasiado alto.
Un día recibió una carta de una de sus clientas
ricas y malcriadas, que vivía en Tokyo y le pedía que le
comprara un tapado de piel de leopardo, una estola de
visón y un tapado de colas anchas para usar de noche.
Debía conseguir estas pieles en Finn Larson, un
peletero de Copenhagen quien tenía sus medidas y
sabía exactamente lo que quería. Ya que la mujer le
pagaba a Shalik 21.000 dólares por año como
honorarios por estar a su servicio, ya que cargaba el
quince por ciento sobre todas las compras que hiciera
en su nombre y como necesitaba unas cortas
vacaciones, se sentía feliz de hacerle el servicio.
Natalie Norman telefoneó a Finn Larson a
Copenhagen para anticiparle que Shalik iba a viajar y
qué necesitaba; Le dijeron que iba a tener lugar un
almuerzo en el Hotel L'Anglaterre para una cantidad
de clientes especiales de Larson y durante el que se
haría un desfile de modelos de sus pieles y el cliente
comería una interesante comida danesa. Larson
esperaba que Mr. Shalik concurriera.
Shalik llegó al hotel al día siguiente y se dirigió al
salón privado que Larson usaba para sus excelentes
almuerzos y fue recibido por él, un danés calvo, de
constitución pesada, que le dio un apretón de manos y
lo condujo a una mesa, antes de irse apurado a recibir
a otro de sus clientes.
Mientras Shalik estaba almorzando, entraron las
chicas para pasar los hermosos modelos de pieles de
Larson.
Repentinamente, mientras una chica pasaba con
paso majestuoso, llevando un magnífico tapado de piel
de leopardo, Shalik interrumpió su almuerzo. Después
de seis meses de búsqueda, este era su momento de la
verdad. Estaba seguro que esta vez, esta era la chica
que estaba buscando.
De mediana altura, de pelo castaño que caía en
sedosas ondas sobre sus hombros, esta chica,
posiblemente de algo así como veintiséis años, era la
creación femenina más sensacional y sensualmente
hermosa que jamás había visto. Sus ojos color verde
jade, los labios llenos, que prometían excitación
sexual, las largas piernas que se afinaban, las
delicadas y encantadoras manos formaban el cuadro
de un sueño masculino de deseo.
Shalik perdió el interés por el almuerzo al
observarla moverse con paso arrogante de modelo
entrenada, hacia el fondo del salón. Se dio vuelta y
volvió pasando al lado suyo. Apenas si admiró el
tapado de piel de leopardo. Cuando se fue, para ser
reemplazada por otra chica, que llevaba un tapado de
piel de foca, Shalik hizo señas a Larson quien se
acercó.
—Llevaré el tapado de piel de leopardo —dijo
Shalik—. Es para Mrs. Van Ryan.
Hizo una pausa, luego miró hacia arriba y
preguntó:
—¿Quién es la chica que pasó el modelo?
Larson se sonrió.
—Casi tan magnífica como mi tapado, ¿no? Es
Gaye Desmond... una modelo americana
independiente que viene por aquí de tiempo en
tiempo. La utilizo para mis pieles de leopardo...
ninguna otra chica tiene tal aptitud para pasar el
leopardo.
Shalik sacó su billetera, extrajo su tarjeta y se la
entregó a Larson.
—¿Sería tan amable de darle mi tarjeta? —pregun-
tó—. Creo que podría tomarla si necesitara trabajo.
Puede mencionarle quién soy yo.
Shalik miró a Larson.
—Usted sabe, Mr. Larson que soy siempre serio.
Esto responde estrictamente a negocios. Le haría un
favor a la chica.
Larson que conocía a Shalik no tuvo ninguna
duda. Más tarde, mientras estaba sentado en su suite,
leyendo un complicado documento legal, sonó el telé-
fono. Levantó el tubo.
—Habla Gaye Desmond.
Le gustó su rica voz de contralto.
—Usted me mandó su tarjeta.
—Gracias por llamarme, Miss Desmond. Tengo
una proposición que me gustaría discutir con usted.
¿Podríamos comer juntos en la Belle Terrese, Tívoli, a
las 21?
Dijo que sí, y colgó el tubo.
Llegó puntualmente, lo que agradó a Rhalik, y fue-
ron junto hacia una mesa en la terraza, que tenía vista
a la iluminada pileta y a las flores que hacían la fama
de Tívoli.
—Es una pena que no nos conocimos en París,
Miss Desmond —dijo Shalik mientras examinaba el
menú—. La comida de aquí es diferente. En París le
podría ofrecer una comida de acuerdo a su belleza.
Llevaba un simple vestido azul y una estola de
visón. Cuando echó atrás su pelo castaño claro los
diamantes brillaron en sus orejas.
—Creo que se debe comer lo que cada país ofrece
—dijo—. ¿Por qué habría de suspirar por la mejor
comida de París, estando en Copenhagen?
A Shalik le gustó eso. Asintió.
—¿Así que, qué comerá?
Ella no vaciló, y esto también le gustó a Shalik.
Las mujeres que miraban el menú con la expresión en
blanco y no se decidían, lo aburrían.
Eligió camarones daneses y pechuga de pato al
vino.
Tomándose un poco más. de tiempo para
examinar el menú, Shalik decidió que la elección no
sólo era segura, sino que era sana. Ordenó lo mismo.
—Miss Desmond —dijo Shalik cuando se fue el
mozo—. Estoy buscando una mujer que me ayude en
mi trabajo. Soy un agente bastante particular que está
detrás de gente extremadamente rica, gente
malcriada, inteligentes hombres de negocios y hasta
príncipes. Yo me jacto de decir que nada es imposible
si se tiene dinero. y sesos.
Hizo una pausa y la miró.
—Sin embargo, creo que mi trabajo se haría más
fácil si tuviera una mujer como usted que trabajara
para mí permanentemente. Le debo advertir que será
un trabajo exigente: algunas veces peligroso, pero
siempre dentro de las leyes del país en el que
operemos.
Esta afirmación era inexacta. Recientemente,
Shalik había tenido éxito en una cantidad de
convenios de dinero en Londres, que lo podrían haber
llevado a la cárcel si lo hubieran descubierto, pero
Shalik era de la filosofía de que en tanto no lo
descubrieran, cualquier convenio estaba dentro de la
ley.
—Los honorarios van a ser buenos. Tendrá su
propio departamento en el hotel Royal Towers en
Londres, pagado por mí. Tendrá muchas
oportunidades para viajar.
La observó con sus ojos negros y saltones.
—Y le puedo asegurar, Miss Desmond, que esto
será una asociación estrictamente comercial.
Los pequeños y rosados camarones llegaron en ese
momento, acompañados por tostadas, y hubo una
pausa.
Mientras Gaye le ponía manteca a su tostada, le
preguntó: .
—¿Qué le hace pensar que soy apta para ese
trabajo, Mr. Shalik?
Shalik le dio un mordisco a sus camarones.
Lamentándolo evitó la tostada. Tenía cuatro kilos de
más y estaba decidido a hacer un sacrificio.
—El instinto, supongo. Creo que usted es la mujer
que estoy buscando.
—Usted dice que los honorarios van a ser
buenos... ¿qué significa eso precisamente?
Comió otros tres camarones antes de decir:
—Supongamos que me cuente algo sobre su
persona. Entonces podré hacer una evaluación.
Ella sorbió su helado Hock y lo miró con sus ojos
verdes: ojos reflexivos, astutos, calculadores, que le
gustaron.
—Bueno...
Se sonrió repentinamente y su sonrisa iluminó su
cara, mostrándola alegre y encantadora.
—Como podrá ver, soy hermosa. Soy inteligente.
Usted lo descubrirá. Hablo francés, italiano y español
con fluidez. Me las puedo ingeniar con el alemán.
Prácticamente nací sobre el caballo. Mi padre crió
caballos en Kentucky. Practico ski bien. Puedo
manejar un barco a vela y por supuesto, cualquier
clase de barco a motor. He sido corredora de autos y
no hay nada que yo no sepa sobre autos. Comprendo a
los hombres y sé lo que quieren. El sexo no me asusta.
Sé cómo complacerlos... y sólo si... tengo que hacerlo.
Me gano una cómoda vida pasando modelos
especializados, pero me gusta el dinero y quiero ganar
más.
Shalik terminó sus camarones y luego se rascó la
gruesa nariz.
—¿Eso es todo?
Ella se rió.
—¿No es suficiente?
—Sí, creo que sí ¿sabe manejar armas de fuego?
Ella levantó las cejas.
—¿Por qué habría de necesitarlo?
—Ya que está bien equipada en otros sentidos,
creo que tendría que tener entrenamiento en armas y
también en defensa personal. Yo puedo solucionar
esto. Cuando una mujer es tan hermosa como usted y
puede verse mezclada con dudosos tipos de hombres,
es saludable entender el arte de la defensa personal.
Hicieron una pausa mientras el mozo servía el
pato y un Margaux'59 que Shalik había pedido en un
momento de descuido. El precio era atroz pero el vino
excelente.
—Ahora le toca a usted —dijo.
Cortó el pato e hizo una mueca.
—Está duro.
—Por supuesto. ¿Qué esperaba? Esto es
Copenhagen, no París.
La miró por encima de la mesa iluminada por una
vela.
—Mi turno... ¿para qué?
—Su turno para hacer una evaluación. Yo le he
hablado sobre mí misma. Evalúeme usted ahora.
A Shalik le gustó su forma directa de acercarse.
—Si usted está dispuesta a hacer exactamente lo
que yo le diga, Miss Desmond —dijo, mientras
comenzaba a cortar el pato en pedacitos—. Si está
dispuesta a estar bajo mis narices y mis órdenes
durante once meses de cada año... el mes restante será
suyo para todo lo que desee. Si está preparada para
seguir un curso de defensa personal, entonces le
pagaré 10,000 dólares al año con un uno por ciento
para usted sobre cualquier operación en la que me
ayude. Haciendo un cálculo a la ligera esto le debería
dejar netos 25.000 dólares por año.
Ella tomó un poco del Margaux.
—Por lo menos el vino es bueno, ¿no?
—Debería serlo, por el precio que cobran por él —
dijo Shalik amargamente.
Odiaba gastar su dinero.
—¿Qué me dice?
Ella jugó con el vaso mientras consideraba la pro-
puesta, luego sacudió la cabeza.
—No... no estoy interesada. Podría convertirme en
la amante de un viejo por el doble de esa suma. Usted
me está pidiendo que me entregue como una esclava
durante once meses, sin llevar vida propia durante
ellos, para estar completamente bajo sus narices y a su
servicio.
Se rió.
—No, Mr. Shalik, esa no es cantidad de dinero
para lo que ofrece.
Shalik hubiera estado desilusionado si ella hubiera
dicho otra cosa.
—Así… ¿supongamos que usted me dice bajo qué
condiciones quiere trabajar para mí?
Estuvo encantado de que ella se lo dijera sin
vacilar.
—30,000 dólares por año, trabaje o no, y el cinco
por ciento de todo lo que haga en los convenios en los
que esté implicada.
Shalik sacudió la cabeza lenta y tristemente.
—Entonces lo lamento, Miss Desmond. Buscaré
por otro lado.
Se miraron y ella le dirigió una encantadora
sonrisa, pero vio que había un dejo de burla en sus
ojos.
—Entonces lo siento también yo. Así que también
buscaré por otra parte.
Shalik supo entonces que era la mujer que estaba
buscando y dejó de regatear, pero a esta altura encon-
tró su soberbia herida, y esto le gustó. Odiaba ser
vencido, pero se daba cuenta de que si ella lo podía
vencer a él, los hombres con los que se viera mezclada
por orden suya, serían como peones en sus manos.
Al final de la comida, y después de que Shalik
pagó la excesiva cuenta, habían llegado a un acuerdo.
Un salario básico de 30.000 dólares por año, más el
cuatro por ciento de las ganancias de Shalik que
involucraran su colaboración, para ser pagados en un
banco Suizo, exentos de impuestos, suma que Shalik
decidió con tristeza que le dejaría a ella neto, el siete
por ciento de su ganancia.
Una vez que se arregló esto, ella fue a Londres y
pasó por un curso de defensa personal que Shalik
combinó. Sus instructores estaban encantados con
ella.
—Esta mujer es ahora una gran experta en defensa
personal —le dijeron a Shalik—. Puede hacer frente a
cualquier emergencia.
Completamente satisfecho con su hallazgo, Shalik
la instaló en una pequeña suite en el piso de abajo del
suyo en el Royal Towers Hotel, y en el término de dos
meses había demostrado rápidamente su valor.
Manejó dos operaciones no sólo con éxito, sino
con una altura que encantó a Shalik. La primera fue
obtener una fórmula química requerida por una
compañía rival. La segunda fue conseguir información
adelantada sobre una fusión comercial naval que le
dejaba al cliente un considerable provecho neto, en el
mercado de acciones: parte del cual dejó que manejara
Shalik. En ambos casos, Gaye había tenido que
acostarse con los dos hombres que suministraron la
información requerida. Shalik no había pedido
detalles. Estaba demasiado encantado de convertir en
dinero, la información que ella le dio.
En ese momento ya había estado trabajando
durante seis meses a su servicio y se había ganado con
creces su salario básico.
Deleitado con ella, la había mandado de
vacaciones para esquiar. Estaba seguro de que no se
había ido sola, pero lo que quedaba de su vida privada,
no... le concernía. Entonces apareció el affaire del
anillo de Borgia y le había mandado un telegrama a
Gstaad diciéndole que volviera inmediatamente.
Volvió en el primer avión disponible y cuando
entró a la oficina, tostada por el sol de Suiza, de un
color marrón dorado, el pelo castaño claro alrededor
de los hombros, Shalik pensó que se la veía magnífica.
Le explicó lo del anillo de Borgia y le agradó el
interés que ella demostró.
—Le gustará Natal —dijo él—. El país es
espléndido. Los tres hombres que trabajarán con
usted son expertos y no deberían presentarle ninguna
dificultad.
Miró fijo su cigarro permanentemente encendido.
—Creo que debería advertirle que habrá riesgos.
Kahlenberg es peligroso.
Ella encogió sus lindos hombros.
—Muchos hombres son peligrosos —dijo con
calma—, del mismo modo que muchas mujeres.
Al pararse Gaye Desmond junto a Shalik, los tres
hombres se pusieron de pie. Mientras aquél los
presentaba, Gaye los observó indagadoramente. Le
gustó el aspecto de Kennedy Jones. Decidió que era
inofensivo, sería, fácil de manejar y podría resultar
divertido. Sus ojos verdes pasaron a Fennel. Este
hombre no sólo era peligroso sino que podía ser
tramposo. La experiencia que tenía de los hombres y
la expresión de los ojos gris lavado, al mirarla, le
dijeron que tarde o temprano, habría que aclarar las
cosas con él. Luego tuvo en consideración a Garry
Edwards, el que la miraba con una expresión de
apreciación que le pareció halagadora y agradable.
Con él no habría problemas, pensó. Bueno, era un
ramillete mixto para viajar, pero por lo menos dos de
ellos podían ser manejables. El gordo prometía ser un
estorbo.
—Esta es Miss Desmond... nuestro caballo de
Troya —dijo Shalik.
—Eso me encanta —dijo riéndose Gaye—.
Preferiría ser Helena antes que el caballo.
—Siéntense, por favor.
Shalik acercó una silla para Gaye.
—Miss Desmond viajará con ustedes. Saldrán, por
avión el martes para Johannesburg. He reservado,
cuartos para ustedes en el hotel Rand Intemational. Se
quedarán allí hasta que Mr. Jones haya organizado la
expedición. También he arreglado el alquiler de un he-
licóptero que será usado por Miss Desmond y Mr. Ed-
wards.
Dejó caer la ceniza del cigarro, luego continuó:
—Me las he arreglado para obtener una cierta
cantidad de información sobre la casa de Kahlenberg,
pero ningún punto de esta información es
completamente seguro. Antes de que tengan
esperanzas de conseguir el anillo, es esencial que Miss
Desmond logre entrar a la casa de Kahlenberg y
verifique la información que yo he conseguido, esta
información está relacionada con diferentes medidas
de seguridad y con la ubicación del museo. Miss
Desmond se hará pasar por una fotógrafa profesional
en busca de animales salvajes. He arreglado que la
acrediten en el Animal World que es una sana y
pequeña revista americana para la que he hecho
favores en el pasado. Es posible que Kahlenberg lo
verifique, y sería estúpido no estar cubiertos. Mr.
Edwards será su piloto profesional. El helicóptero es la
máquina ideal para tomar fotos de animales salvajes.
Kahlenberg tiene una pista de aterrizaje. Ustedes dos
—en ese momento Shalik miró a Gaye y a Garry—,
aterrizarán en la pista. El cuento que harán será, que
vieron la casa desde el aire y si se les permite tomar
fotografías. Se lo negarán, por supuesto, pero estoy
seguro que Kahlenberg querrá conocer a Miss
Desmond.
—¿Suponiendo que no? —dijo Garry. Shalik le
frunció el ceño.
—Dije que estaba seguro, y eso quiere decir que sí.
No uso las palabras a la ligera.
Administrada la reprimenda, Shalik continuó:
—No tengo idea de dónde está el museo. Me
imagino que estará en algún lugar de la casa, la que es
una vasta edificación en una planta. Como el museo
contiene muchos tesoros robados, estará bien
escondido y bien resguardado. Uno de mis agentes en
Durban, unos ocho años atrás, vio por casualidad,
descargar un barco y notó una considerable cantidad
de canastos que llegaban a tierra y que tenían el
nombre de Kahlenberg escrito encima. Sabiendo que
yo estaba interesado investigó. Los canastos provenían
de Bahlstrom, de Suecia, el que sabrán que es el mejor
fabricante de cajas de seguridad y experto en sistemas
de seguridad del mundo.
Le dirigió una mirada a Fennel.
—¿Estoy diciendo algo nuevo para usted?
Fennel hizo una sonrisa de aprobación. .
—Conozco todo lo referente a Bahlstrom. Hace
unos años trabajé para ellos. Son buenos.
—Sí, Mr. Fennel —dijo Shalik—. Esta es la
principal razón por la que lo he empleado.
Nuevamente dejó caer la ceniza del cigarro y
continuó.
—Afortunadamente, mi agente fue inteligente.
Obtuvo una copia de las facturas del despachante, por
un dinero, y me las mandó. Yo se la entrego a usted
ahora para que las examine. Es posible que con su
conocimiento sobre los sistemas de seguridad de
Bahlstrom y con éstas facturas, pueda llegar a hacerse
una idea de la instalación de seguridad de Kahlenberg.
Le entregó a Fennel un sobre de plástico y éste le
echó un vistazo y luego lo metió en el bolsillo de atrás.
—Tiene tiempo hasta el lunes a la mañana para in-
formarme lo que piensa.
—Muy bien —dijo Fennel, cruzando las gordas
piernas una sobre la otra. —Le informaré.
Shalik se volvió a Garry.
—Mr. Edwards, tengo unos mapas aéreos de la re-
gión de Drakensberg y del estado de Kahlenberg.
Nuevamente pasó otro sobre de plástico por
encima del escritorio.
—Quiero que me diga si puede hacer aterrizar el
helicóptero en un lugar elegido por Mr. Jones, en la
pista de aterrizaje de Kahlenberg. Esto también lo dis-
cutiremos el lunes.
Garry asintió, tomando el sobre.
Shalik se volvió entonces hacia Kennedy Jones.
—Usted será el responsable de equipar la
expedición y del transporte. Usted y Mr. Fennel irán
por tierra, mientras que Miss Desmond y Mr. Edwards
volarán. Puede gastar el dinero que quiera pero debe
asegurarse contra las muchas dificultades que puede
encontrar para entrar. La ruta que va al estado de
Kahlenberg es excepcionalmente difícil durante esta
estación en que se pueden esperar lluvias. Pero ese es
asunto suyo. También tendrá que encontrar un
camino para pasar el círculo de zulúes que protegen
las cercanías. Usted es el experto, de modo que no
propongo hacer ninguna sugerencia.
—Yo me ocuparé de eso —dijo Jones.
—Bueno, tendremos una reunión final el lunes —
dijo Shalik—. Entonces aclararemos los detalles
finales. ¿Alguna pregunta? .
Fennel se inclinó hacia adelante.
—¿Qué tal si nos da algo de dinero? Se nos pagará
nueve mil a cada uno por esta cabriola, pero ¿qué le
parece adelantarnos algo?
Shalik hizo una mueca que pudo pasar por
sonrisa.
—Esperaba ese pedido de parte suya.
Sacó del cajón cuatro sobres y entregándole uno a
Gaye, pasó los otros tres por encima del escritorio.
—Encontrarán en cada sobre travellers checks en
blanco, por el total de 30.000 dólares. Cuando
completen con éxito su misión, recibirán el saldo.
Le echó una mirada a su Omega de oro.
—Entonces nos encontramos aquí a las 9,30, el
lunes.
Gaye dejó el cuarto por la puerta que estaba detrás
de Shalik. Garry y Ken Jones la miraron mientras se
iba, con pena. Comenzaron a caminar hacia la puerta
del fondo en el momento que Shalik se ponía de pie.
—Mr. Fennel...
Fennel miró a Shalik.
—Hay algunas cosas adicionales para discutir sin
necesidad de hacer perder el tiempo a estos otros
caballeros —dijo Shalik con calma.
Fennel se encogió de hombros y se sentó
nuevamente. Shalik hizo señas con la mano a los otros
dos, despidiéndolos. Cuando se fueron, eligió otro
cigarro, cortó el extremo y lo encendió, mientras
miraba a Fennel con expresión pétrea.
—Es necesario, Mr. Fennel, que mantenga con
usted una conversación sincera. Sus dos compañeros
han cumplido sentencias de prisión, pero
dificultosamente se podrían describir como
criminales. Sin embargo, usted no sólo es un criminal,
sino que es un criminal peligroso y maligno. Yo lo he
seleccionado para ésta operación en razón de su
experiencia, pero no se imagine que ignoro sus
antecedentes criminales. Yo sé que usted es un
fugitivo y está ansiando salir de Inglaterra. Usted
traicionó a cinco asesinos para que le redujeran su
propia sentencia y el líder de esta banda, un hombre
llamado Moroni, ha jurado matarlo. Anoche se hizo un
intento, pero falló. El segundo intento puede ser que
no falle.
Shalik se detuvo para mirar fijo a Fennel, quién
estaba ahora sentado derecho, ojos brillantes.
—De modo que por lo que le estoy diciendo, Mr.
Fennel, usted verá que me mantengo bien informado
sobre la gente que empleo. Ahora he recibido una in-
formación adicional sobre su persona. Usted es
buscado por tres salvajes asesinatos, en Hong Kong, El
Cairo y Estambul. Dos de sus víctimas fueron
femeninas: la tercera fue una prostituta masculina.
Tengo las pruebas de estos crímenes, las que Interpol
recibiría de buen grado. ¿Le interesa, Mr. Fennel, todo
lo que le estoy contando?
Fennel humedeció sus labios con la lengua.
—¿Me está amenazando? Tenía la impresión de
que trabajábamos juntos.
—Sí... trabajamos juntos, pero eso no quiere decir
que no lo pueda amenazar. Hay dos cosas que debe
guardar constantemente en su memoria.
Shalik le señaló con su cigarro.
—La primera es que dejará a Gaye Desmond
estrictamente sola. En cuanto entró a este cuarto, su
mente repugnante comenzó a pensar. Pensaba que en
la selva africana tendría oportunidades de
comportarse en la forma animal que naturalmente le
nace. Así que le advierto: intente algo así con Miss
Desmond, y le prometo que la Interpol tendrá un
informe de mi parte. ¿Está claro?
Fennel forzó una sonrisa incómoda.
—Usted tiene los ases —dijo en un instante de
bravata—. Usted me interpreta mal, pero muy bien, así
que ella es como mi madre.
Shalik hizo una mueca.
—Si me permite una observación personal...
Tengo lástima por su madre.
Fennel lanzó una risa fuerte como un ladrido.
—No tiene necesidad de eso. Ella fue una de las
más astutas ladronas del malvivir. Si quiere tenerle
lástima a alguien, téngasela a mi viejo. Se cortó la
cabeza cuando le dieron diez años de prisión a mi
madre.
—No me interesa la historia de su familia —dijo
Shalik en forma cortante—. Mi segundo punto es éste.
Quiero el anillo. La operación no será fácil, pero un
hombre de su experiencia y crueldad debería saber
cómo manejarla. Sin embargo, si falla, no veo porqué
razón no habría de pasar su informe a la Interpol... de
modo que debe entender que no toleraré el fracaso.
Fennel descubrió sus dientes en una sonrisa de
mala gana.
—Le conseguiré el maldito anillo, pero si depende
tanto de mí, ¿qué le parece darme un dinero extra?
—Lo consideraré cuando tenga el anillo. ¡Ahora
váyase!
Fennel lo miró fijo, pero Shalik estaba tomando el
teléfono. En el momento que comenzaba a discar el
número, Fennel se levantó y fue al cuarto interior
donde Natalie Norman estaba escribiendo a máquina.
No la miró, sino que salió al corredor y fue hacia el
ascensor.
Cuando se fue, y cuando estuvo segura de oír que
Shalik hablaba por teléfono, apagó el grabador y sacó
el carretel.
Garry se encerró en una cabina telefónica y llamó
a Toni quién contestó enseguida.
—Estamos de celebración, pollo. Tengo hambre.
Nos reuniremos en el Rib Room, Carlton Towers
exactamente dentro de una hora desde este momento
—cortó, interrumpiendo el chillido de excitación de
ella.
Sabía que tenía que darle por lo menos una hora
para estar lista, Toni era lánguida y lenta para vestirse.
Al llegar al Rib Room estaba agradablemente en
copas, habiéndose tomado cuatro vodkas con martini
en el bar del hotel Royal Towers.
Ken Jones lo había dejado, diciéndole que tenía
una cita con una chica. Se habían detenido en el hall
de entrada del hotel, lleno de gente, y Jones le había
preguntado:
—¿Qué piensa de todo esto?
—Es un trabajo y el dinero es lindo —contestó
Garry—. Usted y yo nos llevaremos bien. Lo presiento.
Es Fennel...
Jones sonrió aprobatoriamente.
—¿De qué se preocupa? Usted tiene La Maravilla y
el helicóptero. Yo tengo a Fennel.
—Bueno, vigílelo.
—Estése seguro... hasta luego, lo veré el lunes.
Felices sueños.
Y Jones salió a la fría y húmeda noche.
Toni, que estaba despampanante, apareció en el
Rib Room justo en el momento en que Garry estaba
perdiendo la paciencia,
—Estoy completamente muerto de hambre —se
quejó—. ¡Estás muy atrasada!
—Lo sé, queridito, pero simplemente no lo puedo
remediar.
Revoloteó sus largas pestañas.
—¿Te gusta?
Pero ahora Garry había conocido a Gaye
Desmond, Toni White repentinamente parecía un
poco joven, con un poco de demasiada ansiedad, y
menos excitante.
—Estás maravillosa.
Los cuatro martinis le dieron convicción a su voz.
Se pusieron en movimiento hacia el restaurante.
Mientras se sentaban, Toni preguntó:
—¿Así que conseguiste un trabajo?
—¿No te imaginarás que estaríamos aquí si no
fuera así?
—Pidamos la comida y luego me cuentas, ¿huh?
—No digas "huh"... sólo lo dicen los hombres de
negocios, americanos.
Toni se rió nerviosamente.
—¡Dios! ¡Estoy deseándolo! Pidamos rápido.
El maître se acercó. Garry pidió una docena de
ostras para cada uno con media botella de Chablis,
seguido por un bife escocés con una batata al horno
con cáscara, y una botella de Batailley 1961. El postre,
se decidió, que sería helado de limón.
—¡Mmmmmmm! —ronroneó Toni—. Ese trabajo
debe ser maravilloso. ¿Te das cuenta que esto va a
costar una f—o—r—t—u—n—a?
—Y, ¿qué? Yo valgo una fortuna.
Por debajo del mantel Garry deslizó su mano por
la mini pollera de Toni, pero ella sujetó las piernas con
fuerza.
—¡Mr. Edwards! ¡Me sorprende usted! —dijo.
Garry desenganchó la mano.
—Yo me sorprendo continuamente de mí mismo,
Miss White.
Llegaron las ostras.
—Bueno, cuéntame... ¿qué clase de trabajo es? —
preguntó Toni mientras sacaba una gran ostra de su
cáscara—. ¡Dios! ¡Adoro las ostras!
—No seas voraz —dijo Garry llevándose una ostra
con el tenedor a la boca—. No es conveniente para una
chica joven y atrayente proclamar su voracidad.
—¡Cállate! Cuéntame de tu trabajo.
—Bueno, es fantástico. Voy a Natal, y como tu
geografía es tan escurridiza como la mía, Natal está en
algún lugar de Sud África. Tengo que transportar una
fotógrafa americana que dará vueltas en helicóptero,
para que tome fotos de animales salvajes. Es un
contrato de tres semanas y el dinero es muy aceptable.
La ostra de Toni se quedó en suspenso delante de
su boca. Miró indagatoriamente a Garry quién evadió
la mirada.
—¿Ella? ¿Quieres decir que vas a llevar a volar por
las selvas a una mujer, durante tres semanas?
—Eso es —dijo Garry descuidadamente—. Ahora,
no te excites. La he conocido. Tiene alrededor de
cuarenta y cinco años, parece estar embarazada. y
aparenta ser el tipo de mujer que te palmotea la
espalda y se escarba los dientes inmediatamente
después de las comidas.
Toni lo miró fijo.
—Pero esto suena horrible.
—¿No es así? De todos modos la suma de dinero
es buena y después de todo podría haber tenido barba
y una pierna de madera, ¿no?
Toni asintió y atacó otra ostra.
—Sí supongo.
Hubo un largo silencio mientras el mozo retiraba
los restos, y uno más prolongado mientras se servía el
bife.
Garry le dirigió una mirada furtiva y luego hizo
una mueca. ¡Diablos!, pensó, ella sabe que estoy
mintiendo. Ahora, ¿qué haré?
Le dijo suavemente:
—Toni, querida, ¿estás pensando en algo?
—¿Tendría que hacerlo?
Ella no lo miró sino que se concentró en el bife.
—Aquí tienes el más exquisito bife del mundo.
—Yo no diría del mundo. Recuerdo en Hong
Kong...
—No me importa lo de Hong Kong. Por favor díme
cuánto te van a pagar por transportar una mujer
embarazada por la selva.
—Yo no dije que estuviera embarazada, dije que
parecía. No es la misma cosa.
—¿Cuánto?
—Tres mil dólares —mintió Garry.
—Bueno, eso está muy bien ¿De modo que estarás
afuera por tres semanas?
—Sí.
Toni siguió comiendo. Había una expresión de
ofuscamiento en sus ojos que empezó a preocuparlo.
—He oído que Natal es muy interesante —dijo—.
Podría ser todo un viaje.
—¿Tratemos de disfrutar nuestra comida. Garry?
Esta es la primera vez que vengo a Rib Room.
—Creí que estábamos disfrutándola. ¿Estás
tratando de ponerte dramática?
Sus largas pestañas le revolotearon, luego hincó el
tenedor en su batata asada.
—Por favor disfrutemos de algo ya que no
podemos disfrutar uno con el otro.
Esto arruinó la comida. Impacientemente, él
empujó un lado su plato y encendió un cigarrillo. Toni
comió lentamente, gustando obviamente el bife. No
dijeron nada hasta que ella terminó, luego cuando el
mozo sacó los platos, Garry dijo:
—¿Qué te ha picado de golpe Toni? Se supone que
esto es una celebración.
—Me encantan los helados. La reina Victoria solía
hacer engullir a sus invitados que ya habían comido de
más, helados en medio del menú. Esto les permitía
seguir tragando.
—No sabía que eras tan bien educada, querida. Yo
pregunté qué te picaba.
Llegaron los helados de limón. Garry en un ataque
de frustrada rabia, aplastó su cigarrillo en el helado.
—¿Te sientes así? —preguntó Toni, llevándose
helado a su preciosa boca, con una cuchara.
—Mira, Toni, yo no sé lo que te ha pasado, pero
esto se ha convertido en un aburrimiento.
—¿Sí?
Dejó la cuchara.
—Garry, querido; siempre me pregunto cómo es
que aterricé con un amante que me miente. Me está
empezando a aburrir.
Se miraron fijo.
—Las mujeres que hacen notar mis mentiras me
aburren también —dijo Garry con calma. .
—Ahí tienes.
Toni levantó las manos, indefensa.
—Maldito, seas, te quiero. Salgamos de aquí
vamos a Casa y dediquémosnos al amor.
Pagó la cuenta sin temblar, con uno de los cheques
de viajero de 50 dólares que Shalik le había dado.
En el taxi Toni se sentó alejada de él, colocando
los pies sobre el transportín.
—Esa fotógrafa... es maravillosa, ¿No? —preguntó
—. Querido Garry, no me mientas... cuéntame.
Observó las luces de la calle y la lluvia que
golpeaba sobre el pavimento y suspiró.
—Muy bien... sí... es maravillosa.
La cara pequeña y bonita de Toni se puso tensa de
aflicción.
—¿Volverás. Garry?
—Mira, Toni...
—Te estoy preguntando…, ¿volverás?
Garry vaciló, pensando en la mujer de cabellos
color castaño claro, que ahora ocupaba su mente.
—No sé.
—Bueno, gracias por ser sincero.
Se acercó más a él y se deslizó entre sus brazos.

Fennel le dijo al conductor de taxi que lo llevara al


final de Hornsey Road, donde Jacey tenía su
destartalado departamento. Al pasar él taxi por
delante del edificio de Jacey, Fennel atisbó a través de
la ventanilla salpicada por la lluvia, para mirar si
había problemas, pero no vio nada que lo alarmara. Al
final de la larga calle, pagó el taxi y volvió caminando,
hacia atrás, manteniéndose en las sombras, el ojo
alerta.
Llegó a la entrada del edificio, entró y miró los
empinados escalones de la escalera que llevaba al piso
más alto del edificio, iluminada por una lamparita
eléctrica amarilla.
El instinto le previno que podía estar caminando
hacia el peligro. Vaciló, luego moviéndose
silenciosamente por el maloliente hall, entró a la
cabina telefónica que estaba detrás de la escalera.
Discó el número de Jacey. Escuchó por unos minutos
el sonido continuo del teléfono que llamaba, luego
colgó. Era improbable que Jacey estuviera afuera bajo
la fría lluvia a esa hora... eran las diez pasadas. Se
levantaba temprano y se acostaba temprano también.
Fennel vaciló. El equipo que debía llevar a la
expedición a Natal estaba allí arriba. Tenía que
conseguirlo. Estaba escondido, seguro, en las vigas de
la bohardilla de Jacey. Requeriría algún tiempo
encontrarlo si lo buscaban. No le había dicho a Jacey
dónde lo había escondido de modo que no tuvieran
éxito si lo presionaban.
Se sonrió de satisfacción al ocurrírsele
repentinamente una idea. Levantó el tubo y discó 999.
Le dijo a la voz policial que contestó:
—Hay un problema grave en el 332 de Hornsey
Road..., último piso... podría ser asesinato —y cortó.
Salió cautelosamente de la cabina, escuchó, luego
caminó hacia la oscuridad y la lluvia. Manteniéndose
en las sombras, cruzó la calle y se quedó parado a la
entrada de un oscuro callejón, para esperar.
No tuvo que esperar mucho tiempo.
Dos autos policiales surgieron veloces de la noche,
estacionaron junto al edificio y cuatro policías
corrieron escaleras arriba.
Fennel miró hacia arriba, las ventanas oscurecidas
de Jacey. Después de unos minutos se encendió una
luz. Esperó, apoyado contra la húmeda pared del
callejón, temblando ligeramente en el desolado frío.
Después de unos veinte minutos salieron tres de los
policías, empujando dos hombres de poderosa
constitución, dentro de los autos policiales. Los dos
estaban esposados. Partieron. Esto significó que
quedaba un policía allí arriba.
¿Qué le había pasado a Jacey? Se preguntaba
Fennel. Bueno, no podía esperar. Tenía que sacar su
equipo. Sacó su pañuelo del bolsillo y se lo ató
atravesando la cara, como máscara, luego cruzó la
calle, entró al edificio y corrió silenciosamente
escaleras arriba. Cuando llegó al piso de Jacey, se
detuvo para escuchar. La puerta principal estaba
abierta. Pudo oír que el policía daba vueltas por el
cuarto.
Fennel se deslizó como un fantasma hasta la
puerta y luego miró hacia adentro. La pared del fondo
estaba salpicada de sangre. De espaldas a él, el policía
estaba arrodillado junto al cuerpo de Jacey.
Fennel hizo una mueca. Así que Jacey, el pobre
sodomita, había sido acuchillado. No vaciló. Con
movimientos rápidos, estuvo sobre el policía antes de
que éste se diera cuenta que lo estaban atacando. Con
los dedos entrelazados, Fennel dejó caer sus manos
sobre la nuca inclinada del hombre, en un terrible y
destrozador golpe. El policía cayó desparramado sobre
el cuerpo de Jacey manchado de sangre.
Fennel se precipitó al pequeño y nocivamente
maloliente dormitorio y subió la escalera que llevaba a
la bohardilla. En segundos había sacado la valija que
contenía su equipo, luego se deslizó por la escalera,
hasta el rellano. Se detuvo para escuchar, luego bajó
las escaleras hasta la planta baja; de a tres escalones
por vez. Jadeando, llegó a la puerta principal donde se
detuvo nuevamente, oyendo la sirena distante de la
policía. Se deslizó afuera en la lluvia, corrió cruzando
la calle y se apoyó contra la pared del callejón,
mientras una ambulancia y dos autos policiales
llegaban rugiendo hasta detenerse. Fennel
refunfuñó..., bien calculado, pensó, luego salió por los
callejones de atrás hasta encontrar una calle
importante. Vio pasar un taxi y le hizo señas. Este se
detuvo y le indicó que lo llevara al hotel Royal Towers.
Llegó frente a la puerta de la suite de Shalik y
golpeó. Hubo una demora, luego la puerta se abrió.
George Sherbom, un corpulento hombre mayor que
actuaba como secretario confidencial de Shalik y valet,
miró a Fennel con alarmada desaprobación. Sabía
todo sobre Fennel y después de vacilar, se colocó a un
lado y lo dejó pasar.
—Mr. Shalik se ha ido por el fin de semana —dijo.
—Tengo que salir más que rápido, fuera del país —
secándose la transpiración de la cara con el dorso de la
mano—. Estoy en un problema de muerte. Los
desgraciados que me siguen encontraron a mi
compañero y lo acuchillaron. Los policías están allí
ahora. No les llevará mucho tiempo descubrir —mis
huellas digitales por todos lados, en ese maldito lugar,
y cuando lo hagan estoy listo.
Sherbom no se ponía nunca nervioso. Podía
asumir cualquier emergencia con la calma de un
obispo presidiendo un té. Sabía que sin Fennel la
operación del anillo de Borgia no tendría éxito. Le dijo
que lo esperara y entró al cuarto interior, cerrando la
puerta. Media hora después, volvió.
—Lo está esperando un auto abajo para llevarlo a
Lydd —dijo—. Viaje por taxi aéreo a Le Touquet. Allí
habrá otro auto que lo llevará al hotel Normandy, en
París donde se quedará hasta que parta el avión para
Johannesburg. Su boleto estará en Orly, esperándolo.
Los ojos de Sherborn, redondos como grosellas,
miraron a Fennel impersonalmente.
—Comprenderá usted que todos los gastos serán
deducidos de sus honorarios.
—¿Quién dijo eso, gordito? —gruñó Fennel.
Sherborn lo miró con desprecio.
—No sea impertinente. Mr. Shalik estará muy
disgustado por lo que ha pasado. Ahora váyase.
Le entregó a Fennel una hoja de papel.
—Aquí están todos los detalles necesarios. ¿Tiene
su pasaporte?
—¡Oh, váyase a bañar! —Lo interrumpió Fennel y
arrebatándole el papel, se apresuró al ascensor.
Cinco minutos más tarde, sentado en un Jaguar
alquilado, era despachado a Lydd.
CAPÍTULO 3

DIEZ minutos después que terminó la reunión


entre Gaye, Garry, Jones y Fennel, Shalik había
entrado a la oficina de Natalie, con un abrigo sobre el
brazo y una valijita de week—end en la mano. Ella hizo
una pausa en su trabajo y lo miró.
Para Shalik, Natalie Norman era parte de su
apoyo: útil, excesivamente eficiente: una mujer
dedicada, sin color, que había estado con él por el
lapso de tres años. La había elegido para ser su
asistente personal, de una corta lista de mujeres
altamente calificadas, que le había suministrado una
agencia.
Natalie Norman tenía treinta y ocho años.
Hablaba con fluidez el francés y el alemán, y tenía un
alto título en economía. Sin aparentes intereses fuera
de la oficina de Shalik, era, para él, una máquina que
trabajaba eficientemente y que le era esencial.
A Shalik le gustaban las mujeres bonitas y
sensuales. Para él, Natalie Norman con sus miradas
llanas, su tez pálida, era simplemente un robot.
Cuando le hablaba, raramente la miraba.
—Estaré afuera por el fin de semana. Miss
Norman —dijo, deteniéndose junto al escritorio—. Le
pido que venga mañana por una hora para revisar la
correspondencia, luego tómese el fin de semana.
Tengo una reunión el lunes a las 9.
Y se fue.
No hubo una mirada, una sonrisa, ni siquiera un
"buen fin de semana".
A la mañana siguiente, ella llegó a la hora de
costumbre, estuvo ocupada con la correspondencia y
comenzaba a limpiar el escritorio cuando entró
George Sherborn.
Lo aborrecía como él a ella. A su modo de ver,
George era un horror, gordo, chupamedias y sensual.
El día que empezó a trabajar con Shalik, Sherborn con
la cara rechoncha ruborizada, le había puesto la mano
sobre las encorsetadas nalgas, mientras estaba
sellando un gran sobre lleno de documentos legales.
Su contacto la repugnó. Se había dado vuelta y le
había pegado en la cara gorda con el borde del sobre,
haciéndole sangrar la nariz.
Desde ese entonces se odiaban mutuamente, pero
habían trabajado juntos, ambos sirviendo a Shalik
muy bien.
—¿Ha terminado? —preguntó Sherbom
pomposamente—. Si es así, salga. Yo me quedo aquí.
—Me iré en cinco minutos —le contestó, sin
mirarlo. Sherborn asintió, la miró despreciativamente
y volvió a la oficina de Shalik.
Natalie se quedó sentada un momento largo
escuchando, luego cuando oyó que Sherborn discaba
un número, tomó de un cajón una gran bolsa de hacer
compras, de plástico. De otro cajón sacó el pequeño
grabador y tres carreteles de cinta. Puso apurada éstas
en la bolsa y la cerró con el cierre relámpago. Pudo oír
a Sherborn hablar por teléfono. Se corrió
silenciosamente hasta la puerta y escuchó,
—Tengo todo el lugar para mí solo, nena, —decía
Sherborn—. Sí… todo el fin de semana. ¿Por qué no
vienes? Podríamos divertirnos.
Natalie hizo una mueca de desagrado y se fue. Se
puso el tapado, se anudó una echarpe negra a la
cabeza y tomando la bolsa de hacer compras, fue hasta
el ascensor y apretó el botón de llamada.
Mientras esperaba, Sherborn apareció en la
entrada.
—¿Se va?
—Sí-
Las puertas del ascensor se abrieron y entró. Al
cerrarse éstas, Sherbon le sonrió despreciativamente.
Natalie tomó un taxi, de vuelta a su departamento
de dos pisos, en Church Street, Kensington. Había
dormido muy poco la noche anterior, dando vueltas en
la cama, tratando de decidir si lo traicionaba a Shalik
o no. Aún ahora, mientras abría la cerradura de la
puerta y entraba al pequeño pero agradable living, que
había amueblado con cuidado, no se había decidido.
Dejó la bolsa, se sacó la echarpe y el tapado y
luego se dejó caer sobre un sillón. Se quedó sentada
allí por unos minutos, sabiendo que lo haría y
aborreciéndose. Miró el reloj. Eran las 11. Existía
siempre la posibilidad de que Burnett no estuviera en
el banco ese sábado por la mañana. Si no estaba, eso
sería para ella señal de que no debía hacer lo que
estaba planeando. Por un breve momento vaciló, luego
fue al teléfono y discó el número.
Estaba sentada sobre el brazo del sillón, mientras
escuchaba sonar el teléfono.
Una voz impersonal dijo:
—Banco Nacional de Natal.
—¿Podría hablar con Mr. Charles Burnett, por
favor?
—¿Quién le habla?
—Miss Norman... Mr. Burnett me conoce.
—Un momento.
Hubo una breve demora, luego, una rica y fecunda
voz de barítono apareció en la línea.
—¿Miss Norman? Encantado... ¿cómo está usted?
Ella tembló, vaciló, luego hizo un esfuerzo para
decir:
—Quisiera verlo, Mr. Burnett... es urgente.
—Por supuesto. Si pudiera venir enseguida... salgo
para el campo dentro de una hora.
—¡No!
El histérico aborrecimiento de sí misma la tenía
ahora en su garra.
—¡Dentro de media hora... aquí... en mi
departamento! Church Street 35, cuarto piso ¡Le dije
que es urgente!
Hubo una pausa, luego la rica voz de barítono,
sonando un poco impresionada dijo:
—Me temo que eso no sea conveniente, Miss
Norman.
— ¡Aquí! ¡En media hora! —gritó Natalie, su voz
en un chillido, y colgó el tubo con fuerza.
Se deslizó en el asiento del sillón, descansando la
cabeza contra el almohadón. Su cuerpo tembló y se
sacudió al empezar a sollozar histéricamente. Durante
unos minutos se permitió el lujo de llorar. Finalmente
las lágrimas calientes dejaron de correr. Temblorosa,
fue al baño y se lavó la cara, luego empleó algunos
minutos en arreglarse el maquillaje.
Volvió al hall, abrió un aparador y sacó la botella
de whisky que guardaba para Daz. Se sirvió un trago
largo y lo tomó de golpe, estremeciéndose.
Se sentó y esperó.
Treinta y cinco minutos después sonó el timbre de
la puerta. Con el sonido del timbre la sangre le
ruborizó la cara y luego se retiró, dejándola blanca
como la tiza. Por un largo rato, se quedó sentada sin
moverse, luego cuando el timbre sonó nuevamente,
hizo un esfuerzo para levantarse y abrió la puerta.
Charles Burnett, presidente del National Bank de
Natal, se deslizó dentro del cuarto como un galeón en
plena navegación. Era un hombre grande de
constitución pesada, cara rojo púrpura y ojos astutos;
la cabeza calva, orlada por blanco cabello brilloso, era
lustrosamente rosada. Vestido impecablemente de
traje de sport Saville Row, color gris, con un clavel
rojo sangre en el ojal, parecía la versión
cinematográfica de lo que debe ser un rico e influyente
banquero.
—Mi querida Miss Norman —dijo— ¿de qué se
trata toda esta urgencia?
La miró, su mente registrando fastidio, pero era
demasiado perspicaz y experimentado como para
demostrarlo. ¡Qué bruja desastrosa! estaba pensando:
buena figura, buenas piernas, por supuesto, pero esa
cara pálida, simple, esos ojos negros deprimentes y la
oscura cara demasiado sombreada.
Natalie había vuelto a su control. El whisky le
había dado una falsa confianza.
—Siéntese, por favor, Mr. Burnett. No le voy a
robar su tiempo. Tengo información relacionada con
Mr. Kahlenberg, que usted querrá oír.
Burnett instaló su humanidad en un sillón. Su
expresión mostraba un suave interés, pero su
astutamente pensaba: De modo que está dando frutos.
Unas gotas por semilla, aquí y allá, algunas veces
germina.
Como presidente del National Bank de Natal, que
pertenecía a Max Kahlenberg, Burnett tenía
instrucciones de su jefe de recoger todo fragmento de
información que circulara en Londres, que pudiera
repercutir sobre el reino de Kahlenberg en Natal.
Unos doce días atrás, Kahlenberg le había
mandado un telegrama breve:
Necesito información referente a las actividades
de Armo Shalik, K.
Burnett sabía todo sobre Armo Shalik, pero nada
de sus actividades comerciales. El cable lo desalentó.
Conseguir información sobre Shalik... la clase de
información que le interesaría, a Kahlenberg... sería
tan difícil como conseguir información de las esfinges.
Sin embargo, Burnett sabía que tenía que hacer algo
con respecto a este pedido. Cuando Kahlenberg pedía
información, esperaba conseguirla, no importaba las
dificultades que costara.
Sucedió que dos días después, Shalik dio un
cocktail en su suite al que Burnett fue invitado. Allí
conoció a Natalie Norman.
Burnett creía que había que ser agradable con los
subalternos. Acaso Bernard Shaw no había dicho una
vez: puedes darle una patada a un viejo: sabes lo que
es, pero nunca le des una patada a un joven: no sabes
lo que puede llegar a ser.
Viendo a Natalie que supervisaba las bebidas y
siendo ignorado por los conversadores convidados, se
había apartado de su cansadora mujer, y la había
arrinconado. El era un hombre encantador, un
conversador fácil, rápidamente se dio cuenta de que
esta mujer de cara pálida, de aspecto simple era la
asistente personal de Shalik, y se pudo percatar de que
estaba agonizando sexualmente.
Ganó su confianza con facilidad y charló con ella
unos minutos mientras su mente trabajaba
diligentemente. Podía ser de importancia vital para él
y sabía que no podía quedarse con ella por mucho
tiempo ya que Shalik estaba mirando en su dirección
con las cejas levantadas.
—Miss Norman —dijo en voz baja— estoy en
condiciones de ayudar a gente como usted, si necesita
ayuda. Por favor, recuerde mi nombre; Charles
Burnett, National Bank de Natal. Si alguna vez
estuviera insatisfecha con su trabajo aquí, si deseara
ganar más dinero, por favor póngase en contacto
conmigo.
Como la expresión de ella era de perplejidad, se
sonrió y la dejó.
Al volver a su casa, se quedó sentado en su estudio
y consideró su próximo movimiento. Esperaba no
haber apurado las cosas con ésta mujer de cara pálida.
Podría llegar a ser la espía que precisaba. Era obvio
que necesitaba contacto físico con un hombre viril.
Burnett conocía todos los síntomas: su delgadez, sus
ojos rodeados de un aro oscuro, su expresión
deprimida. Lo que necesitaba era un vigoroso
compañero de cama; decidió que ese debía ser el
primer movimiento para atraparla.
Burnett tenía muchos y útiles contactos y entre
ellos estaba el ex—inspector Tom Parkins de la C.I.D.
Lo llamó por teléfono.
—Parkins...necesito un joven bribón que pueda
hacer un trabajo especial. Debe ser completamente
inescrupuloso y de buen aspecto, con personalidad y
de alrededor de veinticinco años, no mayor. ¿Sabe de
alguna persona así?
El agente dijo:
—No debería ser demasiado difícil. ¿El pago será
interesante?
—Muy interesante.
—Lo pensaré, señor. ¿Qué le parece si lo llamo
después de almorzar?
—Hágalo, —dijo Burnett, satisfecho de conseguir
lo que quería.
Alrededor de las 15, Parkins llamó por teléfono.
—Tengo el hombre, señor —dijo—. Daz Jackson:
veinticuatro años, excelente apariencia, toca la
guitarra, en un club de Soho, de quinta categoría y
necesita dinero. Cumplió dos años de cárcel por
pequeños hurtos, hace tres años.
Burnett vaciló.
—Esto puede ser un poco tramposo, Parkins. ¿No
me expongo al chantaje?
—Oh, no señor. Ese tipo de cosa... no sucederá, se
lo aseguro... yo puedo manejárselo. Conozco bastante
a este bribón. No se debe preocupar en ese aspecto.
—Muy bien. Mándemelo aquí a las 17. Arreglaré
que le acrediten diez libras en la cuenta que tiene con
nosotros, Parkins.
—Es muy amable de su parte, señor. Estará
bastante satisfecho con Daz Jackson.
Llegó diez minutos más tarde de la hora. Fue
introducido por la secretaria de Burnett en la amplia
oficina de éste. Ella había trabajado tanto tiempo con
Burnett que ya nada la sorprendía ... ni siquiera
Jackson.
Burnett observó al joven mientras éste estaba a
sus anchas en el gran cuarto, una sonrisa en la cara
que demostraba intencionada indiferencia. Llevaba
pantalones de color mostaza, una camisa azul oscura
con adornos y una cadena dorada al cuello de la que
pendía una pequeña campana que tintineaba al
moverse.
Qué espécimen, pensó Burnett, por lo menos, es
limpio.
Sin que se lo ofrecieran, Jackson acomodó su
inclinada figura en un sillón, cruzó una pierna sobre la
otra y observó a Burnett levantando insolentemente
una ceja.
—El ex—espantajo dice que usted tiene trabajo
para mí. ¿Cuánto paga? —preguntó—. Y oiga yo no me
voy a matar trabajando en este cementerio.
¿Entendido?
Burnett estaba acostumbrado a lidiar con toda
clase de gente y se adaptaba. A pesar de que le hubiera
gustado poder echar de una patada a este joven
beatnick. Se dio cuenta que era el hombre que
buscaba.
—Yo no le estoy pidiendo que trabaje aquí, Mr.
Jackson —dijo—. Tengo un trabajo especial que usted
puede manejar y que remunera bien.
Jackson levantó una lánguida mano en una farsa
de protesta.
—Olvídese del "mister" y toda esa música —dijo—.
Llámeme Daz.
La falsa sonrisa de Burnett se endureció un poco.
—Seguro... pero, ¿por qué Daz?
—Las pibas me llaman así... yo las deslumbro.
—Espléndido —Burnett se echó hacia atrás en su
sillón de ejecutivo—. Lo que quiero que haga es esto...
Se lo explicó.
Daz Jackson se recostó en su sillón y escuchó. Sus
ojos gris acero examinaban la cara de Burnett
mientras éste hablaba. Finalmente dijo:
—Bueno, esto es todo... ¿cree que podrá
manejarlo?
Daz hizo una mueca.
—Vamos a ponerlo bien, claro —dijo, estirando
sus largas piernas—. Esta piba quiere que la
acuesten... ¿correcto? —Cuando Burnett asintió, siguió
—. Una vez que le haya hecho el gusto: querrá más...
¿correcto? —Burnett volvió a asentir—. Luego ella
tiene que pagarlo... usted quiere que le saque el jugo...
¿correcto?
—Sí... esa es la situación.
—Usted me pagará cien dólares por hacer el
trabajo y lo que saque de ella lo debo guardar...
¿correcto?
Burnett inclinó la cabeza. Tratar con un hombre
como éste le hizo sentir que se ensuciaba un poco.
Jackson se inclinó hacia atrás en su sillón y lo
miró fijo.
—Bueno ¡por Dios, y a mí me llaman delincuente!
Los ojos de Burnett se pusieron helados.
—¿Quiere el trabajo o no?
Se miraron por un largo rato fijamente, luego Daz
se encogió de hombros.
—Oh seguro... ¿qué puedo perder? ¿Cómo es la
piba?
—Simple pero adecuada —contestó Burnett,
usando inconscientemente la frase de la guía de
Michelin para Francia al describir un hotel de tercera
categoría.
—Muy bien, ¿así que dónde la encuentro?
Burnett le dio la dirección de la casa y de la oficina
de Natalie escrita a máquina en una tarjeta en blanco.
—Quiero acción rápida.
Daz sonrió aprobatoriamente.
—Si está sedienta de ello, lo tendrá y una vez que
lo reciba de mí, lo querrá más y más. —Daz miró a
Burnett, sus ojos calculadores—. La policía no entrará
en esto ¿no?
—No hay problemas en ese sentido.
—Bueno, si lo hacen, yo cantaré. No estoy
enloquecido por este trabajo.
Burnett lo miró fijo con frialdad.
—Pero, ¿lo hará?
Daz se encogió de hombros.
—Dije que lo haría ¿no?
—Sáquele todo el dinero que pueda. Quiero que
quede en una situación financiera imposible. Quiero
que se vea enterrada hasta los ojos de deudas.
Daz se puso de pie con esfuerzo.
—¿Qué tal algo de dinero ahora?... estoy pelado.
—Cuando termine —dijo Burnett en forma
cortante y le hizo una señal de despedida.

En el crudo frío de una noche de enero, Natalia


Norman se dio cuenta que el neumático de la rueda de
atrás estaba en llanta. Había estado trabajando hasta
tarde, y estaba deseando llegar a casa y darse un baño
caliente. Había estacionado su Austin·Mini como
siempre lo hacía sobre una calle sin salida fuera de
Park Lane. Estaba parada temblando en el viento
mordaz mientras miraba indefensa el neumático,
cuando de entre las sombras salió un hombre alto,
joven, que llevaba un saco de piel de cordero, las
manos profundamente metidas en los bolsillos de sus
negros pantalones.
Daz se había enterado del lugar dónde Natalie
estacionaba el auto, y había soltado el aire del
neumático, hacía unos cincuenta minutos. Se había
parado en una entrada cercana. congelándose y
maldiciendo hasta que la vio venir hacia el auto. Este
era el primer vistazo que le daba. Se iluminó
considerablemente cuando las luces de la calle dejaron
ver sus largas y delgadas piernas. Lo menos que había
esperado era una mujer que tuviera piernas como para
soportar un piano.
Esperó, observándola. Ella caminó hasta la luz
plena y él hizo una mueca. Buen cuerpo, pero tan
obviamente una simple solterona que agonizaba por
sexo, con tanta personalidad como un gato ahogado.
¡Pibe!, pensó. ¡Tendré que usar mi imaginación para
acostarla!
—¿Tiene algún problema, señorita? —dijo—. ¿Le
puedo dar una mano?
Natalie estaba azorada por su súbita aparición.
Miró indefensa a derecha e izquierda, pero no había
nadie en el callejón excepto ellos mismos.
—Está pinchada —dijo nerviosa—. No importa.
Tomaré un taxi... gracias.
Daz se corrió debajo de las luces de la calle de
modo que ella lo pudiera ver. Se miraron mutuamente
y ella sintió que el corazón le latía con fuerza. Era flaco
y alto y parecía un hermoso animal joven, pensó ella.
Su pelo que se enrulaba en la nuca, la excitaba. Sintió
que le corría un golpe de sangre por el cuerpo: algo
que le pasaba a menudo cuando veía por la calle
verdaderos hombres masculinos, pero su cara pálida,
inexpresiva no revelaba nada de lo que le estaba
pasando por dentro.
—Yo lo arreglaré —dijo Daz—. Usted entre al auto
señorita. Salga del frío. ¡Fiu! ¡Hace frío!, ¿no?
—Sí... pero por favor, no se moleste. Tomaré un
taxi.
—Métase adentro... yo lo arreglaré... no me llevará
más de un momento.
Ella abrió la cerradura de la puerta del auto y
entró agradecida, al pequeño auto, cerrando la puerta.
Observó los movimientos de él. Era muy rápido.
Después de diez minutos, se acercó a la ventanilla del
auto, limpiándose las manos en los traseros de los
pantalones.
—Todo arreglado, señorita... puede salir.
Ella lo miró hacia arriba por la ventanilla abierta
del auto. Daz se inclinó hacia adelante, mirándola fijo
hacia abajo. ¿Había algo de promesa en sus jóvenes
ojos? se preguntaba ella. Su corazón estaba a los saltos
como una trucha recién sacada del agua.
—¿Lo puedo llevar a algún lado?
Se sonrió y él decidió que no era tan fea.
—No irá cerca de Knightsbridge, ¿no? —preguntó,
sabiendo que era allí dónde vivía ella.
—Oh sí... Church Street.
—Bueno, me vendría bien que me llevara.
Dio la vuelta alrededor del auto y se deslizó
dentro, al lado de ella. Sus hombros la tocaron y sintió
como si hubiera recibido un shock eléctrico.
Estaba furiosa consigo misma porque la mano le
temblaba tan violentamente que no podía poner la
llave en el arranque.
—Tiene frío. ¿Quiere que maneje yo, señorita?
Silenciosamente le entregó las llaves, se deslizó
fuera del auto y ella se corrió al asiento de pasajeros.
La pollera se le subió con la palanca de cambios.
Vaciló, luego, sabiendo que sus piernas y sus delgados
muslos eran sus únicos rasgos atractivos, dejó la
pollera como estaba.
—Estoy helada —dijo con esfuerzo mientras Daz
se colocaba al volante.
—Yo también... es para morirse.
Pensó que él manejaría ligero y
espectacularmente, pero no lo hizo así. Manejó bien, y
se mantuvo justo a una velocidad límite de cuarenta y
cinco kilómetros por hora y con una experimentada
seguridad que le sorprendió.
—¿Vive en Knightsbridge? —aventuró ella.
— ¿Quién... yo? —Se rió—. Nada de tanta
elegancia. Yo vivo en un nido de ratas en Parsons
Green. Estoy sin trabajo. Siempre que llego a mi
última libra me gusta caminar por Knightsbridge y
mirar vidrieras. Me imagino lo que me compraría en
Harrods si tuviera una cantidad de dinero.
Natalie miró su hermoso perfil, y nuevamente
experimentó una devastadora angustia de deseo.
—Pero, ¿por qué está usted sin trabajo? —
preguntó—. La gente no tendría que quedar nunca sin
trabajo hoy en día.
—He estado enfermo. Tengo un pulmón débil...
me molesta a veces... entonces me dan licencia sin
goce de sueldo. Ahora me han dado licencia por dos
semanas.
Daz pensó, las mentiras que soy capaz de decir.
Casi me lo creo yo mismo. Luego sintiendo que lo
estaba presentando demasiado exageradamente,
agregó: conseguiré algo la semana que viene, me
siento bien ahora.
Natalie digirió todo esto.
—Me alegro.
Él se dio vuelta y le dirigió la sonrisa que lo había
hecho merecer el sobrenombre que tenía. Se sintió
sentimentalmente débil mientras su deseo por él
crecía.
—No necesita preocuparse por mí, señorita.
Nadie, incluyéndome, se preocupa por mí. —Hizo una
pausa y siguió—. Anda por la callé hasta tarde ¿no?
—A menudo trabajo hasta tarde.
—¿Dijo Church Street?
Pasaban en ese momento por la estación de
subterráneo de Knightsbridge.
—Sí.
—¿Vive sola?
Oh sí pensó amargamente Natalie. Sola… siempre
sola.
—Sí.
Los ojos de Daz se dirigieron a las piernas de ella,
exhibidas hasta más arriba de la rodilla. ¡Pobre vaca!
Esto va a ser fácil.
—Bueno, mucha gente vive sola —dijo—. Cuando
llegan de sus trabajos, se encierran en sus tristes
cuartos y eso es todo hasta que vuelven a salir para sus
trabajos a la mañana siguiente. Por eso me gusta
caminar por la calles a la noche. Quedarme solo en mi
cuarto me da terror.
—Lo puedo comprender. —Luego cuando él
comenzó a subir por Church Street, ella siguió—. Este
es el lugar... a la derecha.
Bueno, este es el momento culminante, pensó.
¿Me invitará?
—¿Este gran edificio de aquí?
—Sí. Se va por la rampa hasta el garage. —Ella
vaciló luego en una vocecita dijo—. Supongo que
querrá lavarse después de haber cambiado ese
neumático. Creo que se merece también un trago.
Él escondió una sonrisa de satisfacción. Había
presentido que iba a ser fácil, pero no tanto.
—Sí. Podría lavarme, —y guió el auto hacia abajo
al fuertemente iluminado garage.
Subieron en el ascensor hasta el cuarto piso.
Mientras subían ninguno miró al otro, ni se hablaron.
Natalie abrió la cerradura de la puerta principal y
lo condujo a la pequeña sala de estar.
—Sáquese el saco. —Su voz era insegura. El miró
alrededor.
—Esto es realmente lindo.
Ella se dio cuenta de que la palabra "lindo" era la
favorita de él.
—El baño está por allí.
Lo dejó en el baño y se sacó el saco y la echarpe,
sintiendo por él un deseo ardiente que le corría por
todo el cuerpo. Todavía estaba parada en medio del
cuarto, pálida y temblorosa, cuando él salió del baño.
Se dio cuenta en seguida que no iba a haber
problemas.
—No nos conocemos. Yo soy Daz Jackson.
—Yo soy Natalie Norman.
—Lindo nombre... Natalie... me encanta.
Se miraron mutuamente, luego él se acercó y
deslizó los brazos por alrededor de ella;
Ella se estremeció mientras las manos de él
corrían hacia abajo por su fina espalda. Por un
momento breve, su mecanismo subconsciente luchó
por repelerlo, pero su necesidad era muy grande.
Apenas si tuvo conciencia de que era llevada al
cuarto. Se relajó sobre la cama, moviéndose de un lado
al otro mientras él le sacaba la ropa. Luego se entregó
a la lujuria animal.
Daz Jackson abrió los ojos y soltó un largo y lento
suspiro. Bueno ¡es como para gritar fuerte! pensó
mientras miraba el cielo raso. ¡Quién lo hubiera
creído! ¡Es lo mejor que tuve jamás!
Se dio vuelta de costado y miró a Natalie quien
estaba de espaldas, sus manos cubriendo los pequeños
pechos, durmiendo. Observó su cuerpo. Estaba bien,
lástima la cara. Le dio un suave pellizco en las nalgas.
—¡Despiértate! Tengo hambre. ¿Tienes algo de
comida?
Ella se movió y lo miró hacia arriba, sus ojos
brillaban con una satisfacción que no había conocido
antes. Sentía como si una puerta escondida que
hubiera estado buscando por largo tiempo, se hubiera
abierto de pronto y el sol y la brisa y el sonido del mar
hubieran entrado en la estéril y oscura cueva en la que
había estado viviendo por tanto tiempo.
—Comida… por supuesto. —Se sentó, revoleó las
piernas fuera de la cama y arrebató un abrigo—.
Quédate ahí... te buscaré algo. ¿Quieres un trago?
Tengo sólo gin.
Daz la observó. La ansiedad que ponía para
complacer, la suave mirada de sus ojos y su anhelante
temblor la convertían en un aburrimiento.
—Sólo comida.
Natalie corrió a la cocina. El esperó, luego salió de
la cama y se vistió. Vio, en el reloj que estaba al lado
de la cama, que eran las 2,25. Escuchó, mientras olía a
tocino frito, luego miró alrededor del pequeño y
prolijo cuarto. Miró más allá de la entrada, por el
living y la vio parada junto a la cocina, de espaldas a
él. Trabajando rápido revisó la cómoda. En el cajón de
arriba encontró una cigarrera de oro y un pequeño
alhajero que tenía un collar de perlas y dos anillos de
poco valor, pero tomó todo, dejándolo caer en su
bolsillo. Después fue al living y se quedó parado a la
entrada de la cocina.
—Huele bien —dijo.
Ella se dio vuelta y le sonrió.
—¿Puedes comer más de cuatro huevos?
—Está muy bien.
Ella pasó apurada por su lado y puso la mesa.
—¿No comes? —preguntó, viendo que ponía sólo
un plato.
—No... ya está listo. Siéntate.
Comió hambriento. Bueno, ciertamente sabía
cocinar huevos y tocino, pensó mientras tomaba el té
que ella le había servido. Lástima que no hubiera
papas y ketchup, pero no se puede esperar tener todo.
Daz sabía lo que le pasaba a ella, sentada sobre el
diván, observándolo. Había esa suave mirada en sus
ojos que le decía que estaba enganchada. Cuando
terminó, se sentó hacia atrás, limpiándose la boca con
una servilleta de papel que ella le había dado.
—Lindo —dijo—. Realmente lindo.
—Estabas hambriento ¿no?
La miró fijo a los ojos.
—Sí... y así estabas tú.
La sangre le tiñó la cara y miró hacia otro lado.
—No hay razón para ponerse colorada. —Sonrió
con su sonrisa deslumbrante—. Es natural. ¿Te gustó,
¿no? Te diré algo: estuviste bien... realmente bien.
—Por favor no hables de eso. No lo hice jamás
antes.
—¿Y qué? Debes empezar en algún momento. —Se
puso de pie—. Bueno, debo irme —hizo una pausa—.
Gracias por todo. Fue realmente lindo... todo.
Vio que las manos de ella se cerraban en forma de
puños.
—¿No te gustaría... quedarte? —dijo sin aliento—.
Es una noche tan horrible. Puedes quedarte si es que
quieres.
Sacudió la cabeza.
—Tengo que volver a mi casa. —Empezó a
moverse lentamente hacia la puerta principal.
—Supongo que nos... nos volveremos a ver —dijo
ella, sus negros ojos desesperado.
Ah í está, pensó. El anzuelo.
—Nunca se sabe. Hay cosas que suceden, ¿no?
Hasta luego —y antes de que ella se diera cuenta que
se iba realmente, se había ido.
La puerta principal se cerró de golpe. El sonido
fue como un desastroso ruido de trueno dentro de su
cabeza.

No fue hasta la tarde siguiente que ella descubrió


la pérdida de su cigarrera y encendedor, regalados por
Shalik para su cumpleaños, y sus joyas. El
descubrimiento la sacudió y supo enseguida quién las
había robado. Su primera reacción fue correr al
teléfono y avisar a la policía, pero luego controló su
rabia y se sentó a pensar. Estaba sin trabajo. Tenía
hambre. ¿Para qué precisaba ella la cigarrera de oro y
el encendedor? No fumaba de todos modos. Pensando
en él, decidió que podría sacarle todo lo que le
pertenecía mientras volviera a ella.
Durante cinco largos y destrozadores días, esperó
con creciente desesperación por oír algo de él
nuevamente, hasta que finalmente un lento horror
comenzó a instalarse dentro de ella: tenía que
enfrentar el abrumador hecho de que él la había
utilizado, robado sus cosas y la había olvidado.
Luego la quinta noche, mientras estaba sentada
miserablemente sola en su departamento, enfrentando
aún otra larga noche de soledad, el teléfono sonó. Su
corazón dio un gran salto mientras se ponía de pie
rápidamente y corría por el cuarto para arrebatar el
tubo.
—¿Sí?
—Habla Daz... ¿me recuerdas?
Sus piernas se sintieron tan débiles que tuvo que
sentarse.
—Por supuesto.
—Mira, lamento haberme llevado tus cosas. ¿Estás
enojada conmigo?
—No... por supuesto que no.
—Bueno, no fue lindo. Las empeñé. Tenía que
conseguir dinero con urgencia... un poco de
problemas. Te dejaré las boletas... ¿Te las llevo ahora?
—Sí,
—Muy bien, entonces —y luego la línea quedó
muerta.
No llegó hasta las 22 y 5, haciéndola esperar
frenéticamente una hora y media. Ella pensó que
estaba más flaco y traía el ceño fruncido, lo que le
daba un aspecto sombrío y hosco.
—Aquí las tienes —dijo, dejando caer tres boletas
de empeño sobre la mesa—. No lo debía haber hecho...
pero tenía problemas... tenía que levantar dinero
urgentemente.
—Está muy bien. Comprendo. ¿Tienes hambre?
—No... no me puedo quedar. Tengo que irme —y
se volvió a la puerta principal.
Natalie le dirigió una mirada de pánico.
—Pero usted... por favor quédese. Quiero que se
quede.
Él volvió sus ojos hacia ella, repentinamente
salvajes.
—Tengo que conseguir dinero —dijo—. No puedo
pavear por aquí. Hay una chica que vive cerca de mi
casa que está tratando de conseguirme algo. La tengo
que ver esta noche.
—¿Una chica? —Natalie se puso fría—. Daz... ¿no
quieres explicarme de qué se trata todo esto? ¿No te
quieres sentar? Yo podría ayudarte si te explicaras.
—Ya te he sacado bastante —Daz sacudió la cabeza
—. De todos modos Lola me ha prometido
prácticamente...
—Por favor, siéntate y cuéntame.
Se sentó. Era fácil mentirle a ella. Un caballo que
era una fija. La apuesta que no podía pagar, y ahora el
tenedor de apuestas que lo perseguía.
—Son un lote bravo —concluyó—. Si no me hago
de cincuenta libras para mañana me marcan.
—¿Te "marcan"? —Natalie lo miró aterrada—.
¿Qué quiere decir eso?
—Me acuchillan, por supuesto —dijo con
impaciencia—. Me cortan con la navaja... ¿qué
piensas?
Ella se imaginó la hermosa cara sangrando. El
pensamiento la hizo desfallecer.
—Yo te puedo dar cincuenta libras, Daz... por
supuesto.
—No puedo aceptarlas de ti... no, la veré a Lola.
—No seas tonto. Te daré un cheque ahora.
Una hora más tarde estaban acostados uno al lado
del otro en la cama. Natalie se sentía relajada y feliz
por primera vez desde la última vez que había visto a
Daz. Habla sido maravilloso, estaba pensando, mejor
que la primera vez. Se volvió para mirar a Daz y su
corazón se contrajo al ver nuevamente esa mirada
sombría en la cara de él.
—¿Qué pasa, Daz?
—Estoy simplemente pensando... ¿no puede un
hombre pensar, por amor a Dios?
Ella se acobardó al oír el tono áspero de su voz.
—¿No fue bueno para ti? ¿Te desilusioné?
—No estaba pensando en eso. —La miró con
impaciencia en la sombreada luz de la lámpara que
estaba al lado de la cama. —Eso terminó. Estoy
pensando en otra cosa. Cállate un minuto, ¿quieres?
Ella se quedó tranquila, esperando y observando
su dura cara joven y la forma en que se desviaban sus
ojos, recordándole a un animal en una jaula.
—Sí —dijo finalmente como hablando en voz alta
lo que pensaba—. Eso es lo que haré. Me iré a Dublin.
¡Eso es! ¡Danny me conseguirá un trabajo!
Natalie se sentó, apretando las sábanas contra sus
pechos.
—¿Dublin? ¿Qué quieres decir?
El le frunció el ceño como si recién se diera cuenta
de que estaba con ella.
—Lo que dije. Tengo que salir. Esas cincuenta
libras que me has dado lo mantendrán alejado por dos
días a Isaacs. Por entonces, estaré lejos de su alcance.
Sintió que se desmayaba nuevamente.
Observándola, Daz sintió que le había jugado sucio.
—Pero tú dijiste que si te daba el dinero, todo
andaría bien —jadeó ella— ¡Daz! ¡Díme! ¿Qué quieres
decir?
La miró despreciativamente.
—¿No pensarás que un tenedor de apuestas puede
acuchillar a cualquiera por cincuenta libras? ¿no?
Estoy enterrado con mil doscientas.
Una vez que ella absorbió la conmoción, su
entrenada mente buscó caminos y medios. ¡Mil
doscientas libras! ¡Era una suma imposible! Se había
tomado unas vacaciones caras para otoño, y sólo tenía
doscientas libras de crédito en el banco. Pero la idea
de que Daz dejara Inglaterra y fuera a Irlanda era
impensable.
Se deslizó fuera de la cama y se puso el abrigo
mientras Daz la observaba. Vio que había un cambio
de expresión en la cara de ella. Vio que su mente
estaba trabajando, y se quedó tendido tranquilo,
esperando los resultados.
Se preguntaba inquieto si había colocado muy alto
el precio, pero Burnett le había dicho que había que
dejarla sin un centavo. ¿Suponiendo que no tuviera el
dinero?
Natalie caminaba por el cuarto mientras pensaba,
luego volvió y se sentó sobre la cama, mirándolo a los
ojos.
—Daz... si te doy mil doscientas libras, ¿te
quedarás en Londres?
—Por supuesto, pero tú no puedes darme ese
dinero... ¿de modo que para qué hablar sobre eso?
—Puedo probar. ¿Cuánto puedes esperar?
—¿Para qué hablar? —Se quedó tendido de
espaldas, mirando fijo el cielo raso. —Debo salir del
país. Me iré mañana.
—¿Cuánto tiempo puedes esperar? —Su voz ahora
era tan áspera como la de él.
—Diez días... no más.
—Yo te daré ese dinero, Daz, ¿vendrás a vivir aquí
conmigo?
Qué fácil era mentirle a esta pobre vaca, pensó
Daz.
—¿Quieres decir que me mudo? ¿Me quieres aquí?
—Sí —trató de controlar la voz—. Te quiero aquí.
—Sería lindo... sí por supuesto. Podría conseguir
un trabajo, y podríamos estar juntos. ¿Pero por qué
hablar de ello?
—Creo que me puedo arreglar —Natalie se sacó y
tiró el abrigo. Se dejó caer sobre la cama, al lado de él
—. ¿Me quieres, no Daz?
Esa vieja música, pensó y la atrajo hacia sí.
—Sabes que sí. Estoy loco por ti,
—¡Entonces quiéreme!
Mientras Daz dormía al lado de ella, Natalie
estaba tendida mirando fijo en la oscuridad, su mente
ocupada. Sabía que era inútil pedir a Shalik que le
prestara mil libras. Aún mientras le decía a Daz que
creía que le podía conseguir el dinero, ella había
estado pensando en Charles Burnett del National
Bank de Natal.
Natalie conocía bien el espionaje y
contraespionaje que tienen lugar en los grandes
negocios de hoy en día. Sabía que Burnett había
estado insinuando que pagaría por información y ella
había tratado la insinuación con el desprecio que se
merecía pero ahora, presionada, con el verdadero
riesgo de perder a Daz para siempre, descubrió que
tenía mucho menos escrúpulos.
Antes de quedarse dormida, decidió ponerse en
contacto con Burnett.
Dejando dormido a Daz, había ido a la mañana
siguiente al hotel Royal Towers.
Arregló rápidamente la correspondencia que
había sobre el escritorio de Shalik, dejó una nota
recordándole los diferentes compromisos del día y
volvió a su oficina.
Sabía que a esa hora Shalik era afeitado y vestido
por el odioso Sherborn. Vaciló apenas un poco, luego
llamó al National Bank de Natal.
La comunicaron inmediatamente con Charles
Burnett quién ya había sido alertado por teléfono por
Daz.
—Por supuesto, Miss Norman. Estaré encantado
de volverla a ver. ¿Cuándo le resulta conveniente?
—En su oficina a las 13,15 —dijo Natalie.
—Entonces, la esperaré.
Cuando ella llegó, Burnett la saludó como un
benigno tío. Natalie le dijo abruptamente que
necesitaba mil libras.
—Es una suma grande —dijo Burnett, estudiando
sus rosadas uñas—, pero no imposible—. Miró hacia
arriba, sus ojos ya no benignos—. Usted es una mujer
inteligente, Miss Norman. No necesito deletreárselo.
Usted precisa dinero, yo quiero información sobre las
actividades de Mr. Shalik que puedan tener la más
remota referencia a Mr. Max Kahlenberg de Natal.
Natalie se puso rígida.
Durante los últimos días se había enterado por
notas garabateadas que encontró sobre el escritorio de
Shalik y por escuchado hablar con Sherbon, que algo
importante se estaba planeando, concerniente a un
hombre llamado Max Kahlenberg, quien hasta éste
momento no había significado nada para ella.
Toda la correspondencia de Shalik era escrita a
máquina por Sherbon. El trabajo de Natalie era
arreglar sus entrevistas, sus almuerzos y comidas y
actuar como anfitriona en los cocktails que daba, así
como también cuidar de los ciento y un asuntos
personales que hacían su vida agradable y fácil.
—No creo que pueda colaborar en eso —dijo, con
voz desfallecida—. Estoy excluida de la vida comercial
de Shalik, pero sé que están tramando algo que tiene
que ver con un hombre llamado Kahlenberg.
Burnett se sonrió.
—Yo la puedo ayudar, Miss Norman. Su tarea va a
ser absurdamente fácil. Permítame explicarle...
Veinte minutos después ella aceptaba una bolsa de
plástico que él tenía preparada y que contenía un
grabador miniatura, seis rollos de cinta y un
micrófono para escuchar a escondidas.
—La calidad de las grabaciones naturalmente va a
influir en el monto de dinero que le pagaré. Sin
embargo, si tiene urgente necesidad de mil libras y
asegurándome de que usted me dé algo de interés, el
dinero estará disponible.
Ahora, ocho días después, él estaba aquí en el
departamento de ella, su gorda cara púrpura arrugada
en una sonrisa, su clavel rojo un símbolo de status.
—Mi querida Miss Norman, ¿de qué se trata toda
esta urgencia?
Durante los últimos tres días, el micrófono de
Burnett había escuchado indiscretamente. Durante los
últimos ocho días Daz había dormido con ella,
arrastrándola a un mundo de erotismo en colores. Ella
le había prometido el dinero y él estaba preparado a
complacerla, diciéndose a sí mismo que en la
oscuridad todos los gatos son pardos.
—Tengo información referente a Mr. Kahlenberg
que usted querrá oír —dijo Natalie. El whisky que
había tomado la hacía sentirse temeraria.
—Espléndido. —Burnett cruzó una gorda pierna
sobre la otra—. Hágamelo oír.
—Mr. Shalik está combinando robarle el anillo de
César Borgia a Mr. Kahlenberg —dijo Natalie—. Tengo
tres cintas, que registran los detalles de la operación y
quiénes son los que están involucrados.
—¿El anillo de Borgia? —Burnett estaba
sorprendido—. ¿De modo que está detrás de eso? Mis
felicitaciones, Miss Norman. Páseme las cintas.
Ella sacudió la cabeza.
—Quiero mil libras en billetes de diez antes de que
escuche las cintas, Mr. Burnett.
Su sonrisa se endureció.
—Ahora bien Miss Norman, esto no puede ser.
¿Cómo sé siquiera que usted tiene las cintas? Las debo
oír... seamos razonables.
Ella tenía el grabador ya cargado y le dejó oír tres
minutos de conversación entre Shalik y Garry
Edwards. en ese momento Shalik estaba diciendo:
—Todo esto será explicado esta noche. Usted no
estará solo. Los riesgos y responsabilidades serán
compartidos —ella presionó el botón.
—Pero por el momento no se ha mencionado a
Mr. Kahlenberg —señaló Burnett, mirando
hambrientamente el grabador.
—Cuando me haya traído el dinero, oirá el resto,
pero no antes.
Se miraron mutuamente y Burnett se dio cuenta
de que sería inútil tratar de persuadirla. Se puso de
pie, recordándose a sí mismo que mil libras
significaban para Max Kahlenberg tanto como lo que
significaba un penique para el primer ministro de
Inglaterra.
Dos horas más tarde, arruinado su sábado.
Burnett estaba de vuelta con el dinero. Escuchó las
cintas, su gorda y púrpura cara poniéndose más y más
sorprendida. Se dio cuenta mientras escuchaba que
estaba consiguiendo las cintas a un precio bajo.
—Espléndido, Miss Norman —dijo mientras ella
desenrollaba la última cinta—. Realmente espléndido.
Usted se ha ganado ciertamente sus honorarios.
Cualquier información que pueda conseguir como
ésta, le pagaré en misma espléndida forma.
—No habrá una segunda vez —dijo Natalie. Su
cara estaba blanca y la expresión de auto—desprecio
que tenía le sorprendió a Burnett. Le tiró el pequeño
grabador—. ¡Lléveselo!
—Ahora bien. Miss Norman...
—¡Lléveselo! ¡Lléveselo! —dijo gritando y
temiendo que se produjera una escena desagradable,
Burnett tomó el grabador y las tres cintas y salió
apurado. Recién en el ascensor, mientras bajaba, se
dio cuenta de que ella no le había devuelto el costoso
micrófono. Se preguntó si debía volver a buscarlo,
pero la cara de desvarío y la mirada salvaje de los ojos
de ella le advirtieron que no lo hiciera. Recogería el
micrófono después del fin de semana, cuando
estuviera más calmada.
Unas tres horas más tarde, Daz volvió al
departamento. Ya había verificado con Burnett, quién
le había dicho que el dinero estaba esperándolo.
Exaltado de pensar que iba a poner las manos en
semejante suma, había dado cita a una chica para
encontrarse en el Billy Walkers Boozer que había sido
una vez un restauranté elegante, y de ahí irían a un
club en King's Road y de ahí a la cama de ella.
Había terminado con Natalie. Con mil libras en la
mano y con su savoir—faire, Dublin sería el lugar para
él.
Se sorprendió un poco al ver a Natalie sentada en
el diván, con la cara pálida, temblando y llorando.
—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó, pensando
cómo estaba de fea.
Natalie se secó los ojos y se enderezó.
—Tengo el dinero. Daz.
Daz fue más allá hasta el cuarto.
—¿Lo tienes? ¿Por qué estás tan dolorida?
Tendrías que estar contenta.
—Judas no estuvo contento… se colgó.
Daz apenas si había oído hablar de Judas. No
estaba seguro de quién era, pero tenía idea de que era
un malo, no un bueno.
—¿De qué hablas? ¿Quién cuelga a quién?
—Nada... no comprenderías. ¿Tienes hambre?
Se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Dónde está el dinero?
—¿No tienes hambre? Te compré un bife.
—Al diablo con el bife. ¿Dónde está el dinero?
Al mirarlo. se impresionó de ver la codicia que
había en su magra y hermosa cara.
Ella se levantó insegura y fue al armario. Le trajo
el dinero en prolijos montones.
El corazón se le contrajo al observarlo acariciar el
dinero. Éste no podía ser el hombre que ella amaba
desesperadamente, el que había abierto la escondida
puerta en su vida: éste era un animal joven, codicioso
y maligno que maltrataba el dinero como había
maltratado su cuerpo.
—¿Estás contento?
El la ignoró y comenzó a meter el dinero en los
diferentes bolsillos.
—¿Qué estás haciendo? —su voz se puso chillona.
Metió el último paquete de dinero en el bolsillo y
luego la miró.
—Yéndome bien rápido de aquí... eso es lo que
estoy haciendo.
—Quieres decir que ahora que tienes el dinero,
no... ¿no me quieres?
—¿Quién diablos te podría querer? —La señaló
con un dedo—. Te voy a dar un consejo nena. De ahora
en adelante mantén las piernas bien apretadas. Ése es
tu problema. Te cavaste tu propia fosa, —y se fue:
Natalie se quedó parada inmóvil, la mano contra
el corazón que le latía lentamente. Escuchó el ascensor
que bajaba, alejándolo para siempre de su vida.
Luego caminó con lentitud hasta un sillón y se
sentó. Se quedó allí mientras las agujas del reloj de
pared se movían frente a ella, marcando las horas.
Cuando la luz comenzó a languidecer, calmó su
tiesura, estirando sus largas, delgadas piernas. Su
mente comenzó a trabajar nuevamente. Después de.
todo, se dijo, ¿por qué le habría de importar a él? Yo
podría haber adivinado lo que iba a pasar. Cerró los
ojos. Ahora su falta de encanto y su simpleza estaban
remarcados como nunca lo habían estado. Se dio
cuenta que había pasado todo el tiempo, rozando,
esperando, deseando que sucediera un milagro, pero
éste no era el año de los milagros.
Pensó en las largas y solitarias noches que tenía
por delante. También sabía que su conciencia iba a
estar agobiada por el peso de la culpa de su traición.
Había cometido este acto de deslealtad sólo para
guardárselo a Daz. ¿Para qué seguir? Se preguntó. No
puedes esperar vivir sola... ¿entonces para qué seguir?
Fue a la cocina moviéndose lentamente como una
sonámbula y encontró un pequeño y afilado cuchillo
de cortar verduras. Llevándolo consigo, se detuvo para
echar cerrojo a la puerta principal, luego entró al
baño. Abrió las canillas de la bañadera y se quedó
parada en un oscuro aturdimiento hasta que estuvo
medio llena de agua templada. Tiró los zapatos y se
metió dentro. Su pollera tableada se infló y la presionó
hacia abajo. Sintió el remojo reconfortante del agua en
su desesperanzado cuerpo, a través de sus ropas.
Se quedó inmóvil. ¿Dolería? Decían que era la
forma más fácil de morir. Apretando los dientes, llevó
la amada hoja hacia la muñeca izquierda. Cortó hondo
y contuvo un llanto de dolor. El cuchillo se le escapó
de la mano. Por un breve instante, miró el agua que la
rodeaba, que ahora se ponía rosada y se iba
oscureciendo, luego cerró los ojos.
Se quedó allí tendida, pensando en Daz con su
hermosa cara y su largo pelo enrulado y su hermoso y
fuerte cuerpo hasta que lentamente se deslizó fuera de
la vida, una vida que ya no le servía.

CAPITULO 4

ARMO SHALIK volvió a su suite a las 8,30 del


lunes a la mañana. Fue recibido por Sherbon quien le
informó que Fennel estaba en París. Le explicó las
circunstancias mientras Shalik sentado en su
escritorio lo miraba furioso.
—Espero haber hecho lo correcto, señor. Si
hubiera sabido dónde ponerme en contacto con usted,
por supuesto que lo hubiera consultado.
El hecho de haber pasado un fin de semana
insatisfactorio con una prostituta en un lugar del
campo y no tener intención de anunciárselo a
Sherborn, aumentó su rabia.
—Bueno, se ha ido. ¿No dijo nada sobre lo que
pensaba de la organización de lo de Kahlenberg?
—No, señor. Entró y salió como un cohete.
Shalik tenía el presentimiento de que éste iba a ser
un lunes negro. De haber sabido que las tres cintas
que registraban los detalles de su plan para robar el
anillo de Borgia ya habían llegado al escritorio de Max
Kahlenberg, hubiera considerado ese lunes como un
desastre, pero no lo sabía.
Irritado y nervioso, presidió la reunión de las
9,30, explicando a Gaye, Garry y Ken Jones que
Fennel había tenido que irse y estaba ahora en París,
—No hay necesidad de entrar en detalles —dijo—.
Mr. Fennel salió tan apuradamente que no pudo
darme su opinión sobre las medidas de seguridad de
Kahlenberg. Confío que pueda darles esa opinión
cuando se reúnan todos en el hotel Rand
Intemational. Como tengo una mañana ocupada, no
existe ningún propósito útil que justifique prolongar
ésta reunión. —Miró a Garry—. ¿Estudió los mapas
que le di, no?
—Sí... ningún problema —dijo Garry—. Llegaré
allí.
—Bueno, la operación está ahora en sus manos. Yo
he hecho lo que he podido para facilitarles las cosas.
Ahora depende de ustedes. Saldrán esta noche y
mañana a la mañana estarán en Johannesburg. —Hizo
una pausa, vaciló y después continuó—, solamente les
quiero aclarar para que estén sobre aviso, que Fennel
es un criminal peligroso, pero absolutamente
necesario, si es que esta operación tiene que terminar
con éxito. —Miró directamente a Garry—. Usted
parece capaz de cuidarse a sí mismo, de modo que le
voy a pedir que también cuide a Miss Desmond.
—Será un placer —dijo Garry con calma.
—¡Oh, Amo! —dijo Gaye impacientemente—.
Usted sabe que me puedo cuidar sola. ¿Por qué se
hace tanto problema?
—Los hombres nos hacemos problemas por las
mujeres hermosas. No soy ninguna excepción —dijo
Shalik, levantando sus gordos hombros. Nuevamente
miró a Garry quien asintió—. Bueno, bon voyage y
éxito. Sherbom les dará los boletos y todos los detalles
necesarios.
Cuando se fueron los tres, Shalik buscó la lista de
entrevistas que Natalie dejaba siempre sobre su
escritorio. No pudo encontrarla. Nuevamente tuvo la
impresión de que ese lunes iba a ser más que
cansador. Enojado, fue a su oficina. Lo sorprendió que
no estuviera sentada junto a su escritorio como había
estado siempre durante los tres últimos años. Miró el
reloj. Eran las 10. Volviendo a su oficina, llamó a
Sherborn.
—¿Dónde está Miss Norman?
—No tengo la menor idea, señor —contestó
Sherborn con indiferencia.
Shalik lo miró echando fuego por los ojos.
—¡Entonces averigüe! Puede ser que esté enferma.
¡Llame por teléfono a su departamento!
El teléfono sonó. Impacientemente Shalik hizo
señas a Sherborn para que contestara el llamado.
Este levantó el tubo y dijo con su voz pomposa:
—Residencia de Mr. Shalik. —Hubo una pausa,
luego con voz destemplada, dijo:
—¿Quién? ¿Qué dijo?
Shalik lo miró enojado, luego se puso tenso pues
Sherborn había perdido el color y había alarma en sus
ojos.
—Un momento.
—¿Qué pasa?
—El sargento Goodyard de la sección especial,
quiere hablar con usted, señor.
Los dos hombres se miraron. La mente de Shalik
voló hacia las tres peligrosas transacciones de dinero
que había hecho recientemente, cuando sacó unas
nueve mil libras de Inglaterra. ¿Podría haberse metido
en esto la Scotland Yard? Sintió que se le humedecían
las manos.
Afirmando la voz y sin mirar a Sherborn, dijo.
—Dígale que venga.
Tres minutos más tarde Sherborn abría la puerta
para enfrentarse con un hombre grande y de
constitución pesada que tenía ojos indagadores, una
boca como para cazar moscas y una mandíbula como
la proa de un barco.
—Entre, sargento, —dijo Sherborn, colocándose a
un lado—. Mr. Shalik lo verá inmediatamente.
El sargento Goodyard inspeccionó el cuarto con
ojo crítico.
—Has encontrado un lindo nidito aquí, ¿no,
George? Mejor que Pentonville, me atrevo a decir.
—Sí, sargento.
Abrió la puerta de la oficina de Shalik.
Después de mirarlo fijo por un largo rato,
Goodyard entró al cuarto, que impresionaba por su
lujo.
Shalik miró hacia arriba. Observó al oficial de
policía mientras se acercaba lentamente a su
escritorio.
—¿Sargento Goodyard?
—Sí, señor.
Shalik le señaló un sillón.
—Siéntese, sargento. ¿Qué sucede?
Goodyard se acomodó en el sillón y miró a Shalik
en forma pétrea. Éste sentía la incomodidad que
siente toda persona culpable cuando está bajo el
escrutinio de la policía, aunque su cara se mantuvo
inexpresiva.
—Tengo entendido que Miss Natalie Norman
trabaja para usted, ¿no?
Sorprendido, Shalik asintió.
—Correcto. No ha venido esta mañana. ¿Le ha
pasado algo?
—Murió el sábado a la noche —le dijo Goodyard
con su chata voz de policía—. Suicidio.
Shalik se acobardó. Tenía horror a la muerte. Por
unos instantes se quedó inmóvil, luego su rápida e
insensible mente se reanimó. ¿A quién encontraría
para reemplazarla? ¿Quién se ocuparía de él ahora? El
hecho de que estuviera muerta no significaba nada
para él. El hecho de que hubiera descansado en ella
durante los últimos tres años para la organización de
su vida social y comercial significaba mucho.
—Lamento oír esto. —Tomó un cigarro y se detuvo
para cortar el extremo—. ¿Existe alguna razón?
¡Qué hijo de puta! pensó Goodyard, pero su cara
de policía no reveló para nada su repugnancia.
—Por esto estoy aquí, señor. Tuve esperanzas de
que usted me pudiera decir algo.
Shalik encendió su cigarro y dejó que el humo de
rico olor saliera por su boca. Sacudió la cabeza.
—Lo siento pero no sé nada de Miss Norman...
nada de nada. Siempre la tuve por una trabajadora
eficiente. Ha estado conmigo durante tres años. —Se
echó hacia atrás en su sillón de ejecutivo y miró
directamente a Goodyard—. Soy un hombre ocupado,
sargento. Me es imposible tomarme mucho, si acaso
algún interés, por las personas que trabajan para mí.
Goodyard palpó el bolsillo de su sobretodo y sacó
un pequeño objeto que colocó sobre el papel secante
blanco, frente a Shalik.
—¿Sabría usted qué es esto, señor?
Shalik frunció el ceño frente al grueso
sujetapapeles: la clase que usaba para tener juntos
documentos legales pesados.
—Obviamente un sujetapapeles —dijo,
brevemente—. Espero que tenga alguna razón para
hacerme semejante pregunta, sargento. Me está
tomando un tiempo valioso.
—Oh, sí, tengo una razón —Goodyard se mantenía
imperturbable a pesar del tono cortante de Shalik—.
Tengo entendido, Mr. Shalik, que usted está
comprometido en muchas transacciones, sobre las que
podrían estar interesadas, las compañías rivales.
La cara de Shalik se endureció.
—Ciertamente ese no es asunto suyo.
—No. señor, pero podría explicar este objeto que
tenemos aquí —y Goodyard lo tocó ligeramente.
—¿Exactamente qué quiere significar?
—Este aparente sujetapapeles es un micrófono
altamente sensible cuya posesión es ilegal y que sólo
es usado por cuerpos autorizados. En otras palabras,
señor, este artefacto sólo es usado en trabajos de
espionaje.
Shalik miró fijo el sujetapapeles, sintiendo una
repentina oleada de sangre fría que le subía por la
espina dorsal.
—No entiendo —dijo.
—Fue encontrado en el departamento de Miss
Norman, —explicó Goodyard—. Afortunadamente, el
detective de distrito que investiga la muerte fue lo
suficientemente astuto como para reconocer lo que
era. Fue transferido a las secciones especiales. Por eso
es que estoy aquí.
Shalik se pasó la lengua por los labios secos
mientras decía:
—No sé nada de eso.
—¿Lo había visto antes?
—No creo... ¿cómo podría decirle? —Controlando
un sentimiento de pánico Shalik señaló una pila de
documentos que estaban sobre su escritorio, cada una
sujetada por grandes sujetapapeles, pero ninguno tan
grande como el que estaba sobre el secante—. Es
posible... no sé.
—Para usar este micrófono con éxito —dijo
Goodyard, recogiendo el micrófono y colocándolo en
su bolsillo—, se necesita un grabador especial. ¿Podría
examinar el escritorio de Miss Norman?
—Por supuesto. —Shalik se puso de pie y lo guió a
la oficina de Natalie—. Este es su escritorio.
La investigación de Goodyard fue rápida y
concienzuda. También miró adentro de las cajas que
estaban en fila y en el armario donde Natalie
acostumbraba colgar su tapado.
—No... —Se volvió a Shalik—. ¿Tiene alguna razón
para creer que Miss Norman lo estuviera espiando?
—Ciertamente no.
—¿No sabe nada de su Vida privada? Tengo
entendido que tenía un joven viviendo con ella. Varias
personas del edificio lo han visto entrar a su
departamento. ¿No sabría usted quién es?
La cara de Shalik demostró su asombro.
—Me cuesta creerlo... sin embargo si usted lo dice.
No, no sé nada de ella.
—Se le harán más preguntas en otro momento,
señor. Voy a tener que verlo nuevamente.
—Generalmente estoy aquí.
Goodyard fue hacia la puerta, luego se detuvo.
—No sé si usted está enterado que su empleado es
George Sherborn. que ha cumplido seis años de cárcel
por falsificación.
La cara de Shalik estaba inexpresiva.
—Sí, ya lo sé. Sherborn es un individuo reformado.
Estoy muy satisfecho con él.
Los fríos ojos de policía de Goodyard lo miraron
fijo.
—¿Se reforman alguna vez? —preguntó y se fue.
Shalik se sentó en su escritorio. Sacó su pañuelo y
se limpió las húmedas manos mientras pensaba.
¿Había estado el micrófono alguna vez en su
escritorio?
¿Suponiendo que sí? ¿Había estado grabando sus
transacciones, esa desgraciada de cara blanca? Pensó
en sus peligrosos convenios de dinero. Luego estaba la
información que le había dado la P.A. al Ministro de
Finanzas que había producido cuatro de las fortunas
de sus clientes. Existía la fuga de capitales que había
conseguido por un mecanógrafo ávido de dinero. La
lista era interminable. Si ella había instalado el
micrófono en su escritorio ¿cuántos de sus convenios
habían sido grabados? Tal vez, pensó, alguien la haya
presionado y haya estado convencida sólo a medias.
Tal vez, pensó, haya llevado el micrófono y haya
pensado dos veces antes de llevar el grabador. Puede
haberse sentido manchada. Era un tipo de mujer
neurótico. Tal vez haya decidido matarse antes de
traicionarlo. Pero ¿suponiendo que hubiera grabado la
conversación que había sostenido con los cuatro que
irían detrás del anillo de Borgia? ¿Suponiendo que las
cintas estuvieran ya camino a Kahlenberg?
Se echó hacia atrás en su sillón, mirando fijo la
pared opuesta mientras su cabeza trabajaba
velozmente. ¿Debía advertirles?
Consideró el riesgo. Los tres hombres eran
sacrificables. Lamentaría perder a Gaye Desmond. Se
había tomado un gran trabajo para encontrarla, pero,
después de todo, se dijo, Gaye, no era la única mujer
en el mundo. Si les advertía que la operación ya había
sido descubierta, ¿no se echarían atrás? Sus
honorarios por recobrar el anillo eran de 500.000
dólares, más las expensas. Se sonrió de satisfacción.
Era una suma demasiado grande para renunciar a ella
por causa de cuatro personas. En una situación así, se
dijo, debía controlar los nervios y aventurarse a que
esta desgraciada muerta no hubiera grabado lo que se
dijo.
Después de pensarlo más decidió no decir nada y
esperar.
Tomó la correspondencia y como tenía una mente
ejercitada, unos minutos después, se había olvidado
completamente de la visita de Goodyard y también de
que Kahlenberg pudiera saber que estaba por perder
el anillo de Borgia.

Charles Burnett. se deslizó majestuosamente en su


oficina. Había almorzado bien, salmón ahumado y
pato a la naranja y se sentía bien comido y satisfecho
consigo mismo.
Su secretaria le entregó un telegrama en clave,
diciéndole que había llegado hacía unos minutos.
—Gracias, Miss Morris —dijo Burnett,
conteniendo un pequeño eructo—. Ya lo veré.
Se sentó en su escritorio y abrió la cerradura del
cajón. Sacó de allí el libro del código de Kahlenberg.
Unos minutos más tarde, leía:
Encantado. Los visitantes recibirán una
excepcionalmente calurosa bienvenida. Le he
comprado 20.000 acciones de Honeywell para su
cuenta en Suiza. K.
Burnett le pidió a Miss Morris que le diera la
cotización del día de las acciones de Honeywell. Ella le
dijo que habían subido tres puntos.
Burnett estaba extremadamente satisfecho en el
momento en que apareció el ex inspector Parkins en la
línea.
—Pensé que debería saber, señor, que la secretaria
de Shalik, Natalie Norman fue encontrada muerta en
su departamento esta mañana... suicidio.
Burnett no pudo hablar por unos segundos.
—¿Está allí señor?
Se recobró. De modo que él había estado en lo
cierto: parecía enferma mental: había estado seguro
de eso.
—¿Por qué se imaginó usted que yo podía estar
interesado? —preguntó tratando de controlar el
temblor de su voz.
—Bueno, señor, este joven maleante, Daz Jackson,
fue visto muchas veces con ella. Pensé que usted debía
saber, pero si cometí un error, entonces discúlpeme.
Burnett aspiró lenta y profundamente.
—De modo que Jackson la visitaba... muy extraño.
¿Estará él complicado?
—Lo dudo. Jackson salió para Dublin el sábado a
la noche. La policía tiene sus señas. No obstante,
Dublin es un buen lugar para que se quede.
—Sí. Bueno, gracias, Parkins... interesante. —
Burnett casi podía ver la cara de zorro de Parkins y la
mirada de expectativa de sus ojos pequeños—. Habrá
un crédito adicional en su cuenta —y cortó.
Se quedó sentado por un largo rato, pensando.
Recordó el costoso micrófono que había dejado en el
departamento de Natalie. Por unos segundos, se
preocupó, luego se aseguró a sí mismo que nadie lo
reconocería y que sería tirado con las demás basuras.
La llamada de Parkins, sin embargo, le había
arruinado la tarde.

El hall de entrada del hotel Rand International


estaba atestado de enormes y ruidosos turistas
americanos que recién bajaban de un ómnibus del que
ya era vomitado un surtido equipaje.
Envueltos en impermeables transparentes, se
arremolinaban, gritándose unos a los otros,
completamente ajenos a la bulla que creaban. El hall
estaba hecho pedazos por gritos como; "Joe... ¿has
visto mi valija?". "Maldita lluvia... ¿dónde está el sol?".
"Por amor a Dios, Martha, te estás excitando sola.
Todavía no han bajado todo el equipaje". ¡Eh, mamá...
el tipo quiere los pasaportes!" Y así sucesivamente.
América había tomado el Rand International por unos
momentos que destrozaban los tímpanos mientras el
personal blanco y de color hacía frente a la invasión.
Sentado cerca del comedor para desayuno, con la
visión de toda ésta conversación, Lew Fennel,
observaba malhumorado.
La lluvia caía sostenidamente. Los bantúes,
cobijados bajo sus paraguas, se detenían para mirar
por las puertas de vidrio del hotel la confusión que
tenía lugar en el hall. Después de haber mirado,
hacían muecas sonriéndose y seguían, los pies hacia
afuera, los hombres vestidos con viejas ropas
europeas, las mujeres con echarpes sobre la cabeza y
vestidos de colores brillantes que hacían juego.
Fennel aspiró el humo de su cigarrillo y observó la
última pinte de la fiesta americana, todavía gritándose
uno al otro, despachada por los ascensores. Hacía
treinta y seis horas que estaba en Johannesburg.
Había pasado un medio día de nervios en París, antes
de tomar el avión para Sud África. Ahora, por primera
vez desde hacía un mes, se sentía relajado y a salvo.
Moroni y la policía estaban muy lejos.
Miró su reloj, luego cambió de posición su pesado
cuerpo, para estar más cómodo en el sillón.
Un cadillac negro arrimó fuera del hotel y Fennel
se puso de pie al ver el pelo castaño de Gaye que salía
mientras corría a guarecerse debajo de la marquesina.
Diez minutos después los tres estaban con él en la
pequeña sala de estar de su suite, en el octavo piso del
hotel. Fennel estaba en amable y expansivo estado de
ánimo.
—Adivino que todos querrán descansar —dijo
mientras servía bebidas del refrigerador— pero antes
de que se vayan, quiero interiorizarlos de lo que
podemos esperar encontrar... ¿están de acuerdo?
Garry descansó los pesados hombros. Las catorce
horas de vuelo le habían acalambrado los músculos.
Miró a Gaye.
—¿Quiere escuchar, o nos damos primero un
baño?
—Escuchemos —dijo Gaye, reclinándose en el
diván. —Tomó un sorbo del gin tonic que Fennel le
había dado—. No estoy para nada cansada.
Los ojos de Fennel se achicaron. De modo que
Edwards se tomaba un interés de propietario por la
mujer que él se tenía reservada mentalmente.
—¡Bueno, decídanse! —dijo perdiendo la paciencia
—. ¿Quieren oír o no?
—Dije que sí —contestó Gaye, los fríos ojos
examinándolo—. ¿De qué se trata?
—Esas facturas que me dio Shalik, nos ubican —
Fennel tomó un poco de su whisky con agua—. Un
ascensor con todos los engranajes fue entregado en la
casa de Kahlenberg y como la casa esta construida en
una planta, la contestación al ascensor es que el
museo está debajo de la casa. ¿Entiendes?
—Siga —dijo Garry.
—En las listas de las facturas figuran seis equipos
de circuitos cerrados de televisión y una pantalla, que
probablemente esté en algún lugar de la casa.
Apretando botones, el guardia puede vigilar cada uno
de los seis cuartos, pero sólo una a la vez —Fennel
encendió un cigarrillo, luego continuó—, conozco el
sistema. La parte débil que tiene es que el guardián se
quede dormido, que lea un libro sin observar la
pantalla o que pueda ir al baño, Pero tenemos que
averiguar si hace alguna de estas cosas o ninguna de
ellas y si está bajo servicio durante la noche. Descubrir
esto es trabajo suyo —y Fennel señaló a Garry con su
dedo mocho.
Garry asintió.
—La puerta del museo figura en la lista de la
factura. Es de acero macizo. He trabajado en
Bahlstrom de modo que conozco sus equipos. Tiene
una cerradura con reloj. Se coloca éste en un tiempo
determinado y el dial que cuenta el tiempo en otro y
nadie en el mundo, excepto los de Bahlstrom pueden
abrirla entre esos dos momentos —Fennel se sonrió
con una mueca de satisfacción—. Excepto yo. Yo sé
cómo manejar esa cerradura con reloj. Ayudé a
construirla. Ahora llegamos a un punto en el que
tendrá que tener cuidado. —Se dirigía directamente a
Garry.
—El ascensor... es muy engañador. Haremos el
trabajo de noche. Lo que quiero saber es si el ascensor
se para durante la noche. Con esto quiero decir si la
electricidad está cortada. Si el ascensor no trabaja de
noche, no veo cómo diablos vamos a entrar al museo.
—Seamos pesimistas —dijo Garry—. ¿Suponiendo
que la corriente eléctrica esté cortada?
—De usted depende ponerla en funcionamiento o
estamos perdidos.
Garry se sonrió con una mueca.
—Siempre existe la posibilidad de que haya
escaleras además del ascensor.
—Podría ser —asintió Fennel—. Eso también lo
tendrá que averiguar. Su trabajo es descubrir todo lo
que pueda una vez que esté adentro. Otra cosa que me
tiene que averiguar es cómo debo entrar. ¿Puerta o
ventana? Toda la información que recoja me la pasa
por el radio trasmisor así sabré a qué atenerme.
—Si se puede conseguir información, la
conseguiré. Fennel terminó su trago.
—Si no la consigo, no hacemos el trabajo... es tan
simple como eso.
Gaye se puso de pie. Estaba sensacionalmente
encantadora con el vestido de algodón, azul cielo, que
llevaba: vestido que armonizaba con su figura. Los tres
hombres la miraron.
—Bueno, los dejo y me voy a dar un baño. Quiero
dormir un poco. No he dormido nada en el avión.
Les hizo una inclinación de cabeza a modo de
saludo y dejó el cuarto. Garry se estiró y bostezó.
—Yo también... a menos que me necesiten para
algo más.
—No. —Fennel miró a Ken—. ¿Qué pasa con el
equipo? ¿Tiene todo organizado?
—Creo que sí. Me daré un baño y lo verificaré. Un
amigo me lo está preparando. Le mandé un telegrama
desde Londres diciéndole lo que quería. Iré a verlo y
veré lo que ha hecho. ¿Quiere venir conmigo?
—¿Por qué no? Muy bien, lo esperaré aquí.
Garry y Ken fueron por el corredor a sus cuartos.
Estaban todos en el octavo piso: cada uno tenía una
pequeña suite con aire acondicionado y vista a la
ciudad.
—Bueno, hasta luego —dijo Garry deteniéndose
frente a la puerta—. Ése puede ser un tramposo.
Ken se sonrió aprobando. Garry había aprendido
ya que Ken era un incurable optimista.
—Nunca se sabe... puede resultar bueno. Yo voy al
baño —y se fue silbando a su cuarto.
Una hora después, volvió al cuarto de Fennel. Este
había tomado mucho whisky y estaba algo colorado-
—¿Vamos? —preguntó Ken, apoyándose en la
entrada.
—Sí —Fennel se puso de pie y los dos hombres
caminaron por el corredor hacia los ascensores.
—Este compañero tiene un garage en Plein Street
—dijo Ken mientras bajaba el ascensor—. Está justo
enfrente. Podemos ir caminando.
Se abrieron paso entre otra partida de turistas
americanos que había llegado recién. El ruido que
hacían los hizo retroceder a los dos.
—¿Cuál es la causa de que un americano sea tan
ruidoso? —preguntó Ken de buen humor—. ¿Se
imaginan que topos los que están alrededor de ellos
son sordos como tapias?
Fennel gruñó.
—No sé. Tal vez es porque cuando fueron chicos
no les enseñaron a tener la boca cerrada.
Se detuvieron bajo la marquesina del hotel y
examinaron la lluvia que barría Bree Street.
—Si va a llover así en Drackensburg Range,
tendremos que pasarla como el diablo —dijo Ken
levantándose el cuello del saco—. Vamos... no nos
vendrá mal mojarnos… será un buen entrenamiento.
Los dos hombres cruzaron rápidamente a Plein
Street, inclinándose bajo la fuerte lluvia.
Sam Jefferson, el dueño del garage, un hombre
mayor, alto y delgado, de cara agradable y pecosa los
recibió.
—¡Hola, Ken! ¿Tuviste un buen viaje?
Ken le dijo que el viaje había sido espléndido y se
lo presentó a Fennel. Jefferson perdió algo de su
soleada sonrisa mientras se daban la mano. Estaba
obviamente sorprendido por la fría y dura expresión
de la cara de Fennel. No era la clase de gente que le
gustaba.
—Tengo todo el material y está allí para que lo
vean —siguió volviéndose a Ken—. Échenle un vistazo.
Si me he olvidado de algo díganme. Discúlpenme
ahora. Tengo una caja de cambios en la cabeza. —
Saludando con cabeceo fue cruzando el gran garage
hasta dónde estaban dos bantúes mirando fijo, al
vacío, frente a un Pontiac desarmado.
Ken guió el camino hacia un garage interior más
chico donde estaba estacionado un Land Rover. Un
bantú sentado sobre sus piernas y rascándose los
tobillos se levantó lentamente y le dirigió una amplia y
blanca sonrisa dentada.
—Todo bien, jefe —dijo y Ken le estrechó la mano.
—Este es Joe —le dijo a Fennel—. Sam y él han
juntado todo el material que necesitamos.
Fennel no tenía tiempo para gente de color. Miró
con poco entusiasmo al bantú sonriente, gruñó y se
dio vuelta. Hubo una pausa molesta, luego Ken dijo.
—Bueno, Joe, vamos a ver lo que tienes.
El bantú cruzó hasta el Land Rover y corrió la lona
que tapaba el techo.
—Lo he preparado como usted dijo, jefe.
Soldado al frente del radiador había un tambor
entre dos soportes de acero. Alrededor de aquél había
arrollada una larga extensión de cable de acero. Ken lo
examinó, luego hizo un gesto de satisfacción.
—¿Para qué diablos es esto? —preguntó Fennel,
mirando el tambor.
—Es un cabrestante —explicó Ken—. Vamos a
andar por caminos muy fangosos y podríamos
quedarnos atascados fácilmente. Cuando llueve fuerte,
los caminos de Drackensberg pueden ser el infierno.
Este cabrestante nos sacará sin necesidad de
rompernos los lomos. —Encontró una pequeña ancla
de yate tirada sobre el piso del Land Rover.
—¿Ve esto? Nos quedamos atascados y todo lo que
tenemos que hacer es clavar el ancla en la raíz de
algún árbol y nos sacamos con el cabrestante.
—¿Estarán tan malos los caminos?
—¡Hermano! No tiene la menor idea. Tenemos un
buen viaje por delante.
Fennel frunció el ceño.
—Aquellos dos tienen el camino fácil... volando,
¿eh?
—No sé tanto de eso. Si se les desprende una de
las alas, aterrizan en la selva y eso será el fin: Yo
prefiero ir en auto que volar en este país.
—Jefe... —Joe, todavía sonriendo, pero incómodo
por la presencia de Fennel, corrió una lona que cubría
una tabla apoyada en caballetes, que estaba alejado
del Land Rover—. ¿Quiere revisar esto?
Los dos hombres se corrieron hasta donde estaba
desplegado el equipo. Había dos garrafas para agua,
otras cinco para gas, cuatro bolsas de dormir, cuatro
poderosas lámparas eléctricas con batería, dos tiras de
seis pies, de acero perforado, para salir del barro, una
carpa plegable, dos cajas de madera y una grande de
cartón fino.
—Con suerte, supongo que nos llevará cuatro días
de ida y cinco de vuelta hacer el trabajo —dijo Ken,
dando unos golpecitos a las dos cajas de madera.
Tenemos suficiente comida enlatada para que nos
dure ese tiempo. —Tocó la caja de cartón—. Esto son
tragos: cuatro Scotch, dos gin, y veinticuatro cuartos
de cerveza. Tengo un Springfield calibre 12 y una 22.
Hay suficiente entretenimiento donde vamos. ¿Le
gusta el pollo guinea? ¿El impala? ¿Nunca probó lomo
de impala cocinado a fuego lento y servido con salsa
Chilli? —Se sonrió y revoleó los ojos. —¡Es
maravilloso!
—¿Qué hay de las provisiones de medicamentos?
—preguntó Fennel.
—En el Land Rover... un cofre médico completo.
Seguí un curso, de primeros auxilios para safaris hace
poco tiempo. Puedo atender cualquier cosa desde una
picadura de víbora hasta una pierna rota.
—Parece que no ha descuidado nada. —Fennel
encendió un cigarrillo y dejó salir el humo por la nariz
—. ¿Lo que tenemos que llevar es nuestro propio
equipaje personal?
—Correcto... viajamos livianos... sólo una muda.
—Tengo mi valija de herramientas —Fennel
descansó sus gordas espaldas contra el Land Rover—.
Es pesada pero no me puedo arreglar sin ella.
—Bueno, mientras pueda arrastrarla.
Fennel irguió la cabeza.
—Vamos en auto ¿no?
—Tal vez tengamos que caminar parte del
trayecto. Aún con este cabrestante, podemos
empantanarnos en el camino hasta la casa de
Kahlenberg y si es así, caminamos.
—¿Qué tal si llevamos al negro?
—Mire, amigo, olvídese de eso. —La cara de Ken
se había puesto dura—. Aquí no hablamos de negros.
Hablamos de nativos, Bantúes o no—europeos pero no
negros.
—¿A quién diablos le importa?
—A mí, y si vamos a llevarnos bien, también le
importará.
Fennel vaciló y luego encogió los hombros.
—Muy bien, muy bien, ¿entonces qué? ¿Qué hay
de malo en que el nativo, el bantú, el no—europeo hijo
de puta, vaya con nosotros y nos lleve la maldita
valija?
Ken lo miró, el desprecio evidente en la cara.
—No, hablaría hasta por los codos al volver. Tengo
un amigo que se reunirá con nosotros en nuestro
campamento en Mainville. Trabajó conmigo cuando
estuvo en el área de preservación de animales salvajes.
Viene con nosotros. Es un kikuyu y un maravilloso
baqueano, Sin él nunca llegaríamos allí. Está ahora en
el estado de Kahlenberg buscando cómo entrar a
través de la guardia y permítame decirle que hay
alrededor de trescientos zulúes cuidando del estado,
pero estoy seguro que cuando lleguemos a Mainville,
habrá encontrado un camino, pero no llevará más que
su propio equipo. Simplemente métase eso en la
cabeza.
Fennel lo miró de soslayo a través del humo del
cigarrillo.
—¿Qué es... negro?
—Es un kikuyu... eso hace que sea de color.
—¿Un amigo?
—Uno de mis mejores amigos —Ken miró fijo y
con dureza a Fennel—. Si eso le es tan difícil de
comprender permítame decirle que los bantúes de
aquí son muy buenos amigos cuando se los conoce
bien, y muy buena gente.
Fennel se encogió de hombros.
—Este es su país... no el mío. ¿Vamos de vuelta al
hotel? Esta maldita lluvia me está dando sed.
—Vaya usted. Tengo que organizar todo este
material y hacerlo cargar. ¿Qué le parece que cenemos
todos juntos? Hay un buen restaurant cerca del hotel.
Podemos resolver todo lo que haya que resolver.
Podríamos salir mañana.
—Muy bien... hasta luego —y Fennel dejó el garage
y se encaminó al hotel.
Ken lo observó alejarse, frunciendo el ceño. Luego
encogiéndose de hombros, fue hasta dónde estaba
Sam Jefferson trabajando en el Pontiac.
Se reunieron todos en el restaurante Checkmate,
que es parte del hotel Rand International, un poco
después de las 20,30. Aprovechando su privilegio,
Gaye fue la última en llegar. Tenía un vestido de
algodón color limón y atrajo todas las miradas
masculinas que había en el restaurante; esas miradas
que dirigen los hombres a las mujeres realmente
lindas.
Fennel la miró mientras ella se deslizaba en su
silla y sintió que le corría la transpiración por la
espalda. Había conocido muchas mujeres en su vida,
pero ninguna comparable a ésta. Sintió una oleada
caliente de deseo que le atravesaba el cuerpo y lo
conmovió de tal manera que dejó caer
intencionadamente la servilleta al suelo para
agacharse y tomarla mientras se esforzaba por alejar
la expresión de deseo de su cara.
—Bueno ¿qué vamos a comer? —preguntó Garry.
Todos tenían hambre y eligieron mariscos a la
brochette y milanesas de ternera con papas fritas.
—¿Qué tal anduvo? —Garry le preguntó a Ken. Era
consciente de la tensión de Fennel y miró de soslayo
su cara ruborizada, luego desvió la mirada.
—Todo bajo control; ya tenemos todo organizado.
Podemos partir mañana si les parece a ustedes dos.
—¿Por qué no? —Garry miró a Gaye para
confirmar y ella asintió.
—Cuánto antes salgamos, más fácil será para
nosotros. Las lluvias han comenzado. Existe la
posibilidad de que la lluvia no haya alcanzado todavía
Drackensberg, pero de lo contrario, Fennel y yo
tendremos un viaje terrible. Así que si les parece bien,
partiremos a las 8 mañana a la mañana. Nosotros
viajamos en el Land Rover... no va a ser demasiado
cómodo ya que vamos bastante cargados. Tenemos
trescientos kilómetros hasta nuestro campamento en
Mainville. —Se sirvieron los mariscos y cuando se fue
el mozo, Ken continuó—. Mainville está a unos
cuatrocientos kilómetros de Kahlenberg. El
helicóptero estará allí. El transporte aéreo no llevará
mucho tiempo, a menos que algo ande mal. Ustedes
dos quedarán en el campamento por un día mientras
Fennel y yo seguimos por tierra. Luego despegan.
Estaremos en contacto con ustedes por el radio
transmisor. Lo he probado... es bueno. Llegaremos a
Mainville justo después de media noche, con suerte.
Ustedes despegarán a las 10 de la mañana siguiente.
Deberían llegar a la casa de Kahlenberg en una hora
más o menos. No querrán estar demasiado temprano.
¿Qué tal suena?
—Suena muy bien —dijo Garry—. ¿Y el baqueano?
¿Y qué hay del servicio y de la gasolina?
—Ya hemos previsto todo eso. Tendrá suficiente
gasolina, para llevarlo y sacarlo de allí. Tengo la
garantía de que estará hecho el servicio completo.
Depende de usted comprobar si está bien, por
supuesto, pero por lo que me han dicho, estará allí
esperándoles y listo para salir.
—¿Cómo es Mainville? —preguntó Gaye, dejando
el cuchillo y el tenedor.
Ken se sonrió con sarcasmo.
—Una ciudad antigua.
Tengo organizado el campamento a cinco millas
afuera de la ciudad en los matorrales.
Comenzaron a comer las milanesas que les
gustaron mucho. Discutieron otros detalles de la
operación. Gaye y Garry se dieron cuenta de que
Fennel tenía poco que decir aparte de gruñir por la
comida y mirar continuamente a Gaye. Al final,
tomaron café mientras hablaba Ken. Era un gran
conversador y muy interesante, los entretuvo.
—Se divertirá yendo a Mainville —dijo—. No iré
por la autopista en la última vuelta del camino y verá
ciervos... cerdos africanos, venados de agua, monos y
así sucesivamente. Le daré información sobre ellos
cuando los veamos si le interesa. En un tiempo fui
guardabosques en una zona especial... y llevaba a la
gente en un Land Rover para localizar ciervos.
—¿Qué lo hizo desistir? —preguntó Gaye—.
Hubiera pensado que esa una vida encantadora.
Ken se rió.
—Lo hubiera pensado, ¿no? Ningún problema con
los animales, pero la gente finalmente me deprimió.
No se puede simplemente entrar en los matorrales y
creer que los animales están justamente esperándolo a
uno. Hay que tener paciencia. Hay días que se puede
andar millas sin ver nada, especialmente en esta
estación. Los clientes siempre se quejaban... y me
echaban la culpa. Después de un par de años me
cansé. Había un cliente que realmente me aburrió.
Muy bien, no tenía suerte. Era la estación de las lluvias
y quería fotografiar un búfalo. Había apostado mil
dólares a un amigo de los Estados Unidos que traería
la foto de vuelta... —no había búfalos. Anduvimos
horas buscándolos, pero sin suerte, entonces se enojó
conmigo —Ken hizo una mueca—. Yo le di un
puñetazo y le saqué la mandíbula... tuve diez y ocho
meses de cárcel por ello, de modo que cuando salí,
dejé el trabajo.
Fennel que había estado escuchando
impacientemente, interrumpió.
—Bueno, no sé que harán ustedes dos, pero yo la
invito a Miss Desmond a dar un vistazo a las luces de
la noche. —La miró fijo a Gaye, su cara compuesta—.
¿Qué le parece?
Hubo una pequeña pausa. Garry miró
rápidamente la cara ruborizada de Fennel y luego a
Gaye quien se sonrió, completamente relajada.
—Es muy amable de su parte, Mr. Fennel pero
discúlpeme. Si voy a tener que levantarme tan
temprano, necesito dormir. —Se puso de pie—. Buenas
noches. Los veré a todos por la mañana, —e hizo su
camino hacia afuera seguida de las miradas
masculinas.
Fennel se echó hacia atrás en su silla, la cara
pálida, los ojos ardiendo.
—Me dejó plantado —gruñó—. ¿Quién se cree que
es?
Ken se puso de pie.
—Arreglaré la cuenta y luego me iré a la cama —y
fue hacia la caja.
Garry dijo con tranquilidad:
—Cálmese. La chica está cansada. Si quiere ir a
alguna parte yo iré con usted.
Fennel pareció no oírlo. Se quedó allí sentado, los
ojos un poco enloquecidos, la cara recobrando ahora
algo de color. Se puso de pie pesadamente y salió del
restaurante hacia el ascensor. Temblaba de rabia
contenida.
Muy bien, desgraciada, pensaba mientras se
abrían las puertas del ascensor. ¡Te arreglaré las
cuentas! Déjame tenerte sola dos minutos y te
arreglaré tan rápido que no vas a llegar a darte cuenta
de lo que te ha sucedido.
Fue a su cuarto, cerró con un golpe la puerta y se
sacó violentamente la ropa. Se tiró sobre la cama, las
uñas lastimándole dentro de las palmas de las manos,
la transpiración que le corría por la fuerte papada.
Durante más de una hora, su lujuriosa mente
representó las cosas que le haría cuando la tuviera
sola, pero después de un rato, los pensamientos
eróticos quedaron exhaustos y su mente empezó a
normalizarse nuevamente.
Repentinamente recordó lo que le había dicho
Shalik: "Dejará a Gaye Desmond estrictamente sola...
trate de hacer algo así con Miss Desmond y le prometo
que la Interpol recibirá su informe personal, de parte
mía.
¿Cómo había descubierto Shalik los tres
crímenes? Fennel se movió incómodo en la cama.
Tomó un cigarrillo, lo encendió y se quedó mirando
fijo por la habitación, iluminada por los intermitentes
letreros de la calle.
Repentinamente estuvo de vuelta en Hong Kong,
saliendo de un barco a vela junto al muelle de Waschai
Fenwick Street. Había hecho un viaje haciendo
contrabando con tres de sus amigos chinos. Habían
descargado un cargamento de opio en la isla de Chu
Lu Kok sin ningún problema y Fennel tenía 3.000
dólares en el bolsillo de atrás. Tenía obligación de
volar de vuelta a Inglaterra en el término de diez
horas. Después de haber estado encerrado durante
seis días en el maloliento barco necesitaba una mujer.
Sus amigos chinos le habían dicho dónde debía ir.
Había caminado a lo largo de Gloucester Road entre
los rickshaws, el tráfico ligero, los vendedores de
frutas y la multitud de ruidosos chinos, hasta que llegó
al burdel recomendado.
La china era chica, compacta, con pesadas nalgas
que le gustaron a Fennel, pero era tan animada como
un bife de falda. Actuó simplemente como receptáculo
de su lujuria y cuando la insatisfactoria unión hubo
pasado, Fennel, con media botella de whisky encima,
que le embotó los sentidos, se durmió, pero él sólo
dormía un poco por debajo del nivel del
subconsciente. Siempre había llevado una vida
peligrosa y se había entrenado para no llegar a
quedarse nunca enteramente inconsciente, no
importaba la cantidad que hubiera tomado. Se
despertó para encontrar a la chica, todavía desnuda, la
ebúrnea piel iluminada por las luces de la calle que
entraban a través de la ventana sin cortinas,
sirviéndose de su bien equipada billetera.
Fennel estaba fuera de la cama y le había pegado,
antes de estar despierto del todo. Le dio una
trompada, golpeándole la cabeza con violencia hacia
atrás y ella cayó, mientras el dinero se le caía de su
pequeña mano y los ojos se le revoleaban.
Fennel le gruñó, luego empezó a recoger el dinero.
Recién cuando se hubo echado encima la ropa y
metido la billetera en el bolsillo, se dio cuenta de que
algo andaba mal. Se inclinó sobre el cuerpo inmóvil y
un escalofrío le corrió por la espina dorsal. Le levantó
la cabeza, tomándola de la gruesa cabellera e hizo una
mueca cuando ésta se bamboleó horriblemente sobre
los hombros. El golpe salvaje y violento le había
quebrado la nuca.
Miró su reloj. Tenía dos horas antes de salir para
Londres. Dejó el cuarto, cerrando la puerta, bajó las
escaleras y se dirigió hacia dónde estaba sentado un
chino junto a un escritorio, controlando los clientes
que entraban .y salían. Sabía que iba a tener que pagar
por su libertad.
—Parto en barco dentro de veinte minutos —
mintió—. La prostituta está muerta. ¿Cuánto me
costará?
La cara amarilla y arrugada no demostró nada: un
mapa de pergamino de la antigüedad.
—Mil dólares —dijo el viejo—. Tengo que llamar a
la policía dentro de una hora.
Fennel mostró los dientes al gruñir salvajemente.
—Viejo, te podría retorcer el pescuezo... eso es
demasiado.
El chino levantó los hombros.
—Entonces cinco mil dólares y llamaré a la policía
dentro de media hora.
Fennel le dio los mil dólares. Había estado en
Hong Kong el suficiente tiempo como para saber que
un convenio era un convenio. Tenía que tener por lo
menos una hora para desaparecer y ya lo había hecho.
Tendido sobre la cama, mirando la luz reflejada
sobre la pared opuesta, que formaba dibujos, recordó
la chica. Si ella le hubiera respondido más, no le
hubiera pegado tan fuerte. Bueno, se dijo con
convicción, se merecía lo que había recibido.
La prostituta masculina que había tenido la
suficiente mala suerte de entrar a un maloliente
callejón de Estambul, también había recibido lo que se
merecía. Fennel había bajado de un barco para pasar
unas pocas horas en la ciudad antes de seguir a
Marsella. Había traído tres kilos de oro de la India
para un hombre que pagaba bien: un turco gordo y
mayor que quería el oro como soborno. Fennel había
cumplido el convenio, había recogido el dinero y había
encontrado una chica para pasar la noche. Pensando
en ella ahora, Fennel se dio cuenta de que había sido
astuta. Lo había emborrachado y cuando llegó el
momento de compartir la cama del hotel, él había
estado demasiado borracho como para embromar con
ella. Había dormido tres horas, despertándose para
darse cuenta de que ella se había ido, pero por lo
menos no había sido una ladrona. Lívido por la furia
contenida, y casi sobrio, Fennel había empezado a
caminar de vuelta al barco. Allí en ese sucio callejón,
se había: encontrado con un chico perfumado: buen
mozo, de ojos acuosos color negro y una sonrisa astuta
e insinuante, que lo había importunado. Fennel había
descargado su furia sobre él, destrozándole la cara
contra la pared y dejando una gran mancha roja.
Una mujer, atisbando por su ventana, había visto
el acto de violencia brutal y había empezado a gritar.
Fennel volvió al barco pero recién cuando estuvo en
navegación se sintió a salvo.
A menudo vivía con sus fantasmas. Se decía
continuamente que los muertos no tomaban parte en
su vida pero que persistían en su mente. En momentos
como éste, cuando se sentía sexualmente frustrado, y
solo, la pasada violencia seguía entremetiéndose.
El tercer asesinato lo había obsesionado más que
los otros dos. Había sido contratado por un egipcio
adinerado para abrir una caja de seguridad
perteneciente a un comerciante al que le había dado
acciones en garantía por un gran préstamo. Fennel se
dio cuenta de que éstas acciones eran falsificadas y
podían ser descubiertas en cualquier momento: el
trabajo era urgente.
Había conseguido entrar a la casa palaciega
bastante fácilmente y se había instalado frente a la
caja de seguridad para abrirla. Eran las 2 y 45 y la
familia dormía.
La caja era antigua y Fennel tuvo problemas para
abrirla. Cuando finalmente tuvo la puerta de la caja
abierta, las herramientas desparramadas alrededor, la
puerta del cuarto donde estaba se abrió.
Fennel apagó la linterna, agarró una barra corta
de acero con la que había estado trabajando y se dio
vuelta.
Una figura sombreada estaba parada a la entrada,
luego se encendió la luz.
Una chica estaba parada frente a él en camisón y
robe de chambre. Era pequeña, de pelo oscuro,
grandes ojos negros y piel oliva. No podía tener más
de diez años, en realidad tenía nueve. Lo miró fijo a
Fennel aterrada y su boca comenzó a abrirse para
gritar. Se acercó a ella en dos rápidos trancos y la
golpeó en la cabeza con la barra de acero.
En ese momento de pánico, no tuvo ninguna
vacilación para matarla. El golpe, bien lo sabía, era
mortal. Ella lo había visto, y si simplemente la hubiera
desmayado, podría dar una descripción suya a la
policía.
Había arrebatado las acciones de la caja, había
juntado sus herramientas y había partido. Recién
cuando llegó al auto vio sangre en una de sus manos y
llegó a estar bien consciente de lo que había hecho.
Esos enormes ojos aterrados a menudo aparecían
en sus sueños. Supo por los diarios del día siguiente,
que la chica era sordo—muda. Había tratado de
convencerse a sí mismo de que estaba mejor muerta,
pero cuando estaba solo en cama, la imagen de la
chica en camisón y la mirada de terror en su cara al
tratar de gritar, aguijoneaban lo que le restaba de
conciencia.
Se quedó tendido observando las luces rojas y
azules del letrero de la calle, reflejadas sobre el cielo
raso, hasta que finalmente, fue a la deriva en un sueño
inquieto.
CAPÍTULO 5

MAX KAHLENBERG siempre se despertaba a las


cinco. Era como si tuviera un despertador en la
cabeza. Durante las siete horas que dormía, podía
morirse. No soñaba ni se movía hasta que abría los
ojos para observar la salida del sol sobre la magnífica
cadena de montañas que quedaba más allá de la gran
ventana opuesta a la cama.
Esta era enorme, colocada sobre una tarima, con
respaldo en forma de concha, tapizado en seda de
color limón. A su alcance había un juego de botones
colocados sobre una madera de encina sahumada.
Cada botón controlaba la regularidad de su levantar.
El botón rojo abría y cerraba las cortinas dé color
limón. El amarillo bajaba la cama al nivel del piso para
que pudiera balancearse hasta el sillón de ruedas
propulsado a electricidad. El azul abría una puertita
corrediza que estaba junto a la cama a través de la que
llegaba su bandeja con el café. El negro llenaba
automáticamente la bañadera y a la temperatura
exacta. El verde hacía funcionar la pantalla de T.V.
que estaba al extremo de la cama, poniéndolo en
contacto con una de sus secretarias.
Max Kahlenberg se despertó y tocó el botón rojo.
Las cortinas se corrieron y miró el cielo, viendo las
rápidas nubes, y decidió que la lluvia no podía estar
lejos. Encendió la luz difusa oculta detrás del respaldo
y apretó con el pulgar el botón azul. Se enderezó en la
cama mientras se abría, deslizándose, la puertita a su
lado y una bandeja con una cafetera de plata, una jarra
de leche, una azucarera y una taza y un platillo, se
deslizaba hasta su alcance y la puertita se cerraba.
Tendido en la enorme cama, Max Kahlenberg
parecía un actor de cine buen mozo. Su cabeza estaba
completamente afeitada. Tenía ojos separados de
color azul grisáceo, una nariz bien formada y una gran
boca sin gracia con el labio superior fino. Siempre
dormía desnudo, y cuando se erguía, mostraba un
torso tostado, magníficamente desarrollado.
Tomó su café, encendió un cigarrillo y luego
presionó el botón verde que lo conectaba con una de
sus secretarias. La pantalla de T.V. se iluminó y vio a
Miah, una chica hindú que hacía el turno de la
mañana temprano, que buscaba lápiz y anotador. La
miró con placer. Le gustaban las mujeres hermosas y
se fijaba en emplear únicamente mujeres que
agradaran a sus ojos. La chica, la cara oscura y
delgada, de belleza clásica, sus grandes ojos que le
miraban directamente aunque no lo podían ver, dijo —
buenos días, señor.
Kahlenberg la estudió, luego dijo.
—Buenos días, Miah. ¿Llegó la correspondencia?
—La están clasificando ahora, señor.
—Estaré listo para dictar dentro de una hora.
Tome el desayuno —y apagó el aparato. Luego apretó
el botón negro que llenaría su bañadera y bajaría la
cama a nivel del piso. Corrió la sábana que lo cubría.
En ese momento, Kahlenberg se transformaba, de
un atleta buen mozo, de aspecto fino, en un grotesco
monstruo. Nadie excepto su madre y el médico habían
visto jamás sus piernas: Nunca habían crecido desde
el momento en que nació. En comparación con su bien
desarrollado torso, eran apéndices de aspecto
cadavérico, perfectamente formadas, incapaces de
sostenerlo y que él aborrecía con una amargura y
repulsión que no sólo habían arruinado
completamente su vida, sino que lo habían perturbado
mentalmente.
Ninguno tenía permiso de entrar en su dormitorio
mientras estaba solo. Únicamente cuando estaba
vestido y en su sillón, que tenía una tapa corrediza
sobre las piernas, se sentía a salvo de los acechantes
ojos.
Se enderezó en el sillón y corrió al cuarto de baño.
Una hora después, emergió bañado y afeitado y
después de haber hecho un trabajo concienzudo en el
bien equipado gimnasio que había fuera del baño.
Envolvió la parte inferior de su cuerpo con una manta
de algodón, se puso una camisa blanca de cuello
abierto, corrió la tapa del sillón y lo condujo al largo
corredor que llevaba a su oficina.
Un cheetah completamente desarrollado fue a su
encuentro. Era Hindeburg, el constante compañero de
Khlenberg. Detuvo el sillón y esperó que el gran gato
le acercara. Le rascó la espesa piel mientras el gato
bacía un sonido profundo y gangoso, luego con una
pernadita final Kahlenberg puso el sillón en su
camino, con Hindenburg que lo seguía detrás
alcanzando un par de puertas que se abrían
automáticamente, se propulsó dentro del cuarto.
La oficina de Kahlenberg era amplia y tenía una
ventana que corría todo lo largo de la vista lateral del
cuarto.
Desde su escritorio, tenía una visión
ininterrumpida de jardines, canteros de flores, la
distante selva, las colinas onduladas cubiertas de
pasto, moteadas por los puestos de vigilancia de sus
zulú es diseminados hasta la cordillera de
Drackensberg.
La correspondencia estaba sobre el escritorio,
marcada por diferentes etiquetas de colores, que
señalaban su prioridad.
Antes de ir a la cama, había hecho notas para
varios negocios que necesitaban atención. Presionó el
botón verde que estaba sobre el escritorio y cuando se
iluminó la pantalla de T.V. y vio a Miah sentada junto
a su escritorio, comenzó a dictar. Una hora después,
había terminado las notas del día anterior.
—Eso es todo, Miah. ¿Está allí Ho—Lu?
—Está esperando en este momento, señor.
—Estaré listo para ella en media hora —y apagó el
aparato.
Revisó rápidamente una correspondencia de unas
cincuenta cartas, hizo rápidas decisiones que
aumentaban su ya vasta fortuna y luego encendió
nuevamente la pantalla.
Esta vez una vietnamita semejante a una flor
estaba en el escritorio, esperando pacientemente. La
saludó y comenzó a dictarle.
Para las 10 había despejado su escritorio. Se
quedó sentado durante unos momentos, descansando,
sus dedos acariciaban la cabeza de Hindenburg, luego
apretó suavemente el botón del intercomunicador y
dijo.
—Entre, por favor.
Hubo un momento de demora, luego sonó un
golpecito en la puerta y ésta se abrió.
Guilo Tak, asistente personal de Kahlenberg,
entró, cerró la puerta y se acercó al escritorio.
Era alto, delgado, con una mata de pelo negro
azabache que enfatizaba su tez cadavérica. Los negros
ojos estaban profundamente hundidos y ardían
febrilmente en su cara de calavera. Era hijo de madre
italiana y padre checo, había demostrado tener un
talento asombroso para los números desde temprana
edad. Había conseguido un puesto en un banco suizo y
rápidamente se reveló como un genio financiero.
Cuando Kahlenberg le preguntó a uno de los
directores del banco si conocía algún hombre
adecuado para cumplir las funciones de asistente
personal suyo, el director no vaciló en recomendar a
Tak.
Kahlenberg encontró que no sólo era un genio de
las finanzas sino que era extremadamente cruel,
eficiente y leal. Por un tiempo considerable
Kahlenberg había contratado ladrones expertos en
arte para abastecer su museo. Se necesitaba
considerable organización y discusiones y Kahlenberg
escatimaba el tiempo. Había dudado al entregar esas
maquinaciones a Tak, y finalmente había decidido,
después de dieciocho meses, que se podía confiar en
él. No sólo estaba a cargo del museo, sino que también
manejaba los asuntos comerciales de Kahlenberg, a
menudo haciéndole sugestiones y señalándole
oportunidades que él, teniendo otras ocupaciones,
hubiera descartado.
—Buen día, señor —dijo Tak con una pequeña y
tiesa inclinación.
—Siéntese —dijo Kahlenberg, descansando los
codos sobre el escritorio y mirando fijo a Tak
pensando qué extraordinariamente buen mozo era—.
¿Alguna novedad del asunto del anillo de Borgia?
—Sí, señor. Los tres ladrones interesados llegaron
al hotel Rand Internacional hace unos minutos.
Fennel llegó anteayer. Vino de París. El dueño de un
garage, Sam Jefferson, ha estado comprándoles el
equipo. Tengo una lista aquí si la quiere ver. Tengo
también fotos de esta gente al llegar al aeropuerto. —
Se detuvo para dirigirle a Kahlenberg una rápida
mirada antes de dejar sobre el escritorio un gran sobre
que había traído—. Puede ser que encuentre que la
mujer es atractiva.
Kahlenberg miró rápidamente las instantáneas de
los tres hombres y las dejó sobre el papel secante pero
se quedó mirando unos instantes la fotografía de
Gaye, estudiándola. Luego miró hacia arriba.
—¿Qué sabe de ella?
—Los informes sobre ella están en el sobre, señor.
—Gracias, Tak. Lo veré más tarde.
Cuando se fue, Kahlenberg levantó la foto de Gaye
la estudió nuevamente por varios minutos, luego abrió
un cajón y la guardó. Leyó los cuatro informes,
examinó la lista del equipo, leyó que el campamento
estaba situado en Mainville y que un helicóptero había
llegado allí el día anterior. Colocó todos los papeles
nuevamente en el sobre y los guardó con llave. Se
quedó sentado mirando el papel secante con los ojos
entreabiertos por un largo rato, luego con un leve
asentimiento de satisfacción por la decisión que había
tomado, puso en movimiento su sillón, y chasqueando
los dedos a Hindenburg, se propulsó afuera al jardín y
a lo largo del ancho sendero en un recreo de media
hora. El gran gato deambulaba al lado.
De vuelta en su escritorio a las 11, Kahlenberg
trabajó con más papeles que habían llegado, hasta la
hora del almuerzo. Almorzó trucha ahumada con salsa
y café, volviendo luego a su oficina, llamó a Tak.
—¿Cuánto pagué por el anillo de Borgia? —
preguntó.
—Sesenta mil dólares. Mercial pagó un cuarto de
millón. Lo conseguimos muy barato. Ahora Mercial le
paga a Shalik medio millón por recuperarlo. Absurdo,
pero sin él, su colección de Borgia está arruinada.
—Me inclino por dejar que se lo lleve de vuelta —
dijo Kahlenberg, mirando fijo a Tak que no dijo nada.
Sabía por ese entonces cómo trabajaba la mente de
Kahlenberg—. Puede ser divertido, pero no tendría
gracia dejar a éstos cuatro que lo consigan sin trabajar
por ello ¿no?
Tak inclinó la cabeza y siguió esperando.
—De modo que ¿por qué no dejar que lleguen
aquí? Como usted dice la mujer es atractiva. Será
interesante ver si Fennel, quien se supone que es un
experto tan grande, puede entrar al museo. Démosles
ánimo. Puedo dejarle a usted los detalles.
—¿Quiere que se vayan con el anillo, señor?
—Haremos que no les cueste la entrada y que les
sea dificultosa la salida, pero si lo pueden sacar del
estado, entonces creo que tienen derecho a
guardárselo, pero sólo si lo pueden sacar del estado. —
Los ojos de Kahlenberg buscaron la cara de Tak—.
¿Entiende?
—Sí, señor.
—Así es que los dejamos entrar y les dificultamos
la salida. Si les pasara algo, supongo que los cocodrilos
recibirán con alegría comida extra.
Los ojos de Tak se achicaron.
—¿Es su deseo que les pase algo, señor?
—Bueno, sería embarazoso que entraran al museo
y luego se fueran para hablar. No querríamos tener
aquí a la Interpol haciendo preguntas. El Vaticano
estuvo particularmente irritado al perder el busto de
Júpiter. Cómo hizo ese pillo para sacarlo del Vaticano,
siempre me intrigó. No, no resultaría bueno que la
Interpol se enterara que el museo está bajo tierra.
—Pero hubo alguna insinuación de su parte, de
que devolvería el anillo a Mercial, señor.
—Sí... devolveré el anillo pero no sus operarios.
Tak no entendió esto, pero esperó.
—Nuestros zulúes verían con agrado una cacería
humana, para variar, creo.
—Se puede confiar en ellos, señor.
—Sí... todavía están muy cerca del salvaje. Tal vez
esto no llegue a ser necesario, por supuesto. Nuestros
cuatro valientes pueden llegar a perderse. Sin
embargo, alértelos. Arregle una especie de
recompensa e insista en que se protejan.
—Sí, señor.
—Debo admitir que semejante cacería me
entretendría. —La boca de labios finos de Kahlenberg
se estiró—. Cuando los hayan cazado y me hayan
devuelto el anillo, se lo mandaré a Mercial. —Se frotó
la mandíbula mientras miraba fijo a Tak—. No
debemos cometer ningún error. Sería peligroso que se
escapara tan sólo uno de ellos. ¿Qué probabilidades
cree usted que tienen contra cien de mis zulúes y la
selva?
Tak consideró el problema, luego sacudió la
cabeza.
—Ninguna, señor.
—Eso es lo que pienso. —Kahlenberg se detuvo,
pensando en la fotografía que tenía guardada—. Lo
lamento por la mujer.
Tak se puso de pie.
—¿Algo más, señor?
—Sí... hágame traer el anillo de Borgia.
Cuando Tak se fue, Kahlenberg dio un golpecito al
intercomunicador y dijo:
—Mándeme a Kemosa.
Unos minutos más tarde, un bantú viejo y
encorvado, de uniforme inmaculadamente blanco,
entró a la oficina. Kemosa había servido al padre de
Kahlenberg y estaba ahora a cargo del personal nativo,
ordenándoles con una barra de hierro. Se quedó
parado frente a Kahlenberg, esperando.
—¿Está todavía el viejo doctor brujo en el estado?
—preguntó Kahlenberg.
—Sí, mi amo.
—No lo veo nunca. Creí que se había muerto.
Kemosa no dijo nada.
—Mi padre me dijo que éste hombre tiene gran
experiencia en venenos —Kahlenberg siguió—.
¿Correcto?
—Sí, mi amo.
—Vaya y dígale que quiero un veneno de acción
lenta que mate a un hombre en doce horas. ¿Cree
usted que me podrá proveer de un veneno así?
Kemosa asintió.
—Muy bien. Lo quiero para mañana a la mañana.
Vea que se le recompense adecuadamente.
—Sí, mi amo —Kemosa hizo una inclinación de
cabeza y se fue.
Kahlenberg acercó un documento y comenzó a
estudiarlo. Unos minutos más tarde entró Tak
llevando una pequeña caja de vidrio en la que, ubicado
en un soporte de terciopelo azul, estaba el anillo de
Borgia.
—Déjemelo —dijo Kahlenberg sin mirar hacia
arriba. Tak dejó la caja sobre el escritorio y se retiró.
Después de leer el documento y de dejarlo,
Kahlenberg levantó la caja de vidrio y echándose hacia
atrás en su sillón, descorrió la tapa y sacó el anillo.
Tomó del cajón un anteojo de relojero y se lo
colocó. Pasó unos momentos examinando el anillo
antes de encontrar la minúscula trampa corrediza,
cubierta por un diamante que daba acceso al diminuto
depósito que contenía el veneno.

Dejaron el hotel Rand International un poco


después de las ocho y se encaminaron para Harrismith
en la autopista N. 10.
Todos llevaban camisas de tela gruesa, shorts,
medias tres cuartos, zapatos de montaña y sombreros
de cazador colgando de una tira de piel de leopardo.
Los hombres miraron a Gaye mientras subía al asiento
de adelante del Land Rover. El equipo que llevaba
destacaba su figura y le sentaba muy bien.
Nuevamente Fennel sintió una puñalada de frustrado
deseo que lo atravesaba.
Ken Jones tomó el volante y Garry y Fennel se
sentaron en el transportín de atrás. Iban muy
apretados; los cuatro y su equipaje. Cada uno había
traído una mochila con sus efectos personales y éstas
se habían apilado en el transportín, entre los dos
hombres.
El cielo estaba gris y la atmósfera estaba cerrada y
húmeda y se alegraron cuando estuvieron fuera de la
ciudad y entraron al camino abierto.
—Esto va a ser una carrera bastante aburrida —
dijo Ken—. Doscientos kilómetros hasta Harrismith,
luego salimos a la ruta nacional y enfilamos hacia
Berville. Llegaremos a Mainville para el almuerzo,
recogeremos a nuestro guía y luego tendremos treinta
kilómetros hasta el campamento. Eso será divertido
seguramente veremos algún ciervo.
—¿Quién cuida del helicóptero? —preguntó Garry,
inclinándose hacia adelante.
—¿No lo han dejado en la selva, no?
Ken se rió.
—He contratado a cuatro bantúes para que lo
vigilen. Los conozco... son buenos. Recién llegó ayer.
No tiene de qué preocuparse.
Gaye dijo que estaba contenta de dejar
Johannesburgo
—No me gustaba.
—No conozco a nadie que le guste —contestó Ken
—. Pero le gustará Cape Town y se volverá loca con
Durban.
Los tres charlaron mientras el Land Rover se
comía las millas. Garry notó que Fennel estaba
sombríamente silencioso. Estaba sentado hacia
adelante con su valija de herramientas entre sus pies y
sus pequeños ojos dirigiéndole miradas continuas a la
espalda de Gaye y a la parte que lograba ver de
costado de su cara.
A cada momento se encontraban con una serie de
chozas en forma de colmena dónde podían ver
bantúes que deambulaban alrededor, y chicos que
cuidaban vacas de aspecto flaco y deprimido y rebaños
de cabras.
Gaye preguntó torrentes de cosas que Ken
contestó. Fennel no prestó ninguna atención a la
charla. Todo lo que podía pensar era en tener a Gaye
sola, y si se le sometería. No le interesaba la gente de
color y deseaba que Ken dejara de aullar.
Eran las 14 pasadas cuando entraron al centro de
la ciudad de Mainville que consistía en una manzana
desprolija, sombreada por magníficos y flamígeros
árboles en flor. A la izquierda de la manzana estaba el
correo. Cerca de éste había un negocio nativo y
cruzando el camino había uno de un danés que parecía
vender de todo, desde un par de botas hasta una
botella de jarabe para la tos. Los bantúes, sentados
bajo los árboles, los observaban curiosos, y dos o tres
de ellos saludaron lánguidamente a Ken, quien les
devolvió el saludo.
—Parece ser un tipo conocido aquí —dijo Gaye.
—Oh seguro, ando por aquí. Me gustan estos
muchachos y ellos me recuerdan. —Ken dio vuelta la
manzana y se encaminó hacia un gran garage
destartalado. Entró directamente.
Dos bantúes se acercaron y le estrecharon la mano
cuando dejó el Land Rover. Ken habló con ellos en
africano y ellos asintieron, radiantes.
—Muy bien, amigos —dijo volviéndose a los otros
—. Podemos dejar todo aquí e ir a almorzar al hotel.
Me podría comer un búfalo.
—¿Quiere decir que no robarán nada? —preguntó
Fennel.
Ken lo miró, estirando la boca.
—Son amigos míos... de modo que no robarán
nada.
Fennel se bajó del Land Rover.
—Bueno, si está seguro de eso.
Los tres salieron al sol enceguecedor. Desde que
habían dejado Johannesburg había salido el sol y
hacía calor.
El hotel era simple pero decente y Ken recibió una
buena bienvenida de un hindú gordo y transpirado
quien les sonrió alegremente a los otros tres.
—¿Ha visto a Themba? —preguntó Ken mientras
entraba al gran comedor.
—Sí, Mister Jones. Anda por ahí. Dijo que estaría
aquí dentro de media hora.
Todos comieron un buen curry de pollo, bañado
con cerveza. Desde la mesa podían ver el garage
enfrente y Fennel miró todo el tiempo
sospechosamente hacia allí.
—¡No están robando nada! —dijo, Ken en forma
cortante. La sospecha de Fennel lo había exasperado
—. ¿No puede disfrutar de su almuerzo, por amor a
Dios?
Fennel lo miró de soslayo.
—El material que hay en esa valija vale un montón
de dinero —dijo—. Me ha llevado años juntarlo.
Algunas de esas herramientas las hice yo mismo. Me
quiero asegurar de que ningún maldito negro me las
robe.
Viendo que la cara de Ken se ponía: colorada de
rabia, Gaye interrumpió para preguntar sobre el hotel.
La tensión se aflojó un poco, luego Ken se puso de pie.
—Pagaré la cuenta, luego iré a buscar a Themba.
—¿Es nuestro guía? —preguntó Gaye.
—Correcto.
—Y es otro de los negros amigos de él —dijo
Fennel con un gesto de desprecio.
Ken vaciló, luego se fue.
—¿No sería una buena idea de parte de usted
tratar de ser agradable, para variar? En este momento
está actuando como si tuviera hormigas en el traste. —
Dijo Garry.
Fennel lo miró con ojos que echaban chispas.
—¡Yo actúo en la forma que me place, y nadie me
va a detener!
—Habrá mucho tiempo para pelear cuando
hayamos hecho el trabajo, —dijo Gaye con
tranquilidad—. Sea amable, Mr. Fennel.
La miró también en la misma forma y salió del
restaurante.
Gaye y Garry se detuvieron para felicitar al hindú
gordo por su curry, y luego siguieron a Fennel,
cruzando la calle hacia la manzana del garage.
—¿Es un amor, no? —dijo Gaye suavemente.
—Es un gordo degenerado. ¡Si sigue así, le voy a
dar un golpe en el hocico!
—Recuerde lo que dijo Armo... es peligroso.
Garry frunció el ceño.
—Así soy yo. Me molesta que Ken tenga que viajar
con él.
Pero se sintió menos molesto al ver un bantú alto,
de constitución magnífica, que llevaba ropa para la
selva, y un sombrero de cazador sujetado a un lado a
la moda australiana, que le estrechaba la mano a Ken.
—Ese debe ser Themba. Bueno, Ken y él pueden
cuidarlo a Fennel; con toda seguridad.
Ken hizo las presentaciones. Mientras Garry y
Gaye le daban la mano, Fennel simplemente miró fijo
al bantú y luego caminó hasta el Land Rover para
asegurarse de que su valija con herramientas estaba
todavía allí.
—Themba sólo habla africano —explicó Ken— de
modo que, para la conversación, están perdidos
ustedes dos.
—Yo creo que es maravilloso —dijo Gaye con
admiración.
—Es magnífico. Trabajamos juntos durante cinco
años, no hay mejor baqueano en Natal.
Subieron al Land Rover. Themba ocupó un
pequeño trasportín en la parte de atrás, que lo
colocaba por encima de los demás y le proporcionaba
una buena visión del campo.
—Ahora, entramos a la selva —dijo Ken—. Si hay
algún ciervo que ver Themba lo encontrará.
Otros diez minutos de marcha los llevaron fuera
del camino principal, a un camino arenoso y la marcha
se hizo desigual.
—Se pone peor a medida que avanzamos —dijo
Ken alegremente— pero se acostumbrarán.
Se puso peor y Ken tuvo que aminorar la
velocidad. Aparecieron baches en el camino y el Land
Rover daba golpes y topetazos, obligando a todos a
tomarse fuertemente, con Fennel maldiciendo por lo
bajo.
Más o menos una milla más adelante, Themba le
dijo algo a Ken, y éste fue más despacio y salió del
camino, al matorral. Adelantaban despacio y todos
tuvieron que cuidarse de los arbustos espinosos y las
rama bajas que se hicieron peligrosas mientras
avanzaban.
Repentinamente apareció delante de ellos un
ciervo de agua con su majestuosa cornamenta, que los
miraba. Se dio vuelta y se fue con enormes saltos,
exhibiendo su perfecto anillo de piel blanca alrededor
de la cola.
—¡Oh, lo adoro! —dijo Gaye—. ¡Y ese anillo
blanco... es maravilloso!
—¿Sabe como lo obtuvo? —dijo Ken, sonriendo—.
Le contaré. Cuando llegó al Arca, fue corriendo hasta
donde estaba Noé y le dijo: señor Noé, ¿dónde está el
toilette más cercano? Noe dijo: tendrá que esperar.
Todos los toilettes han sido pintados. El ciervo dijo:
No puedo esperar. Desde entonces, siempre ha tenido
el anillo.
—¿Por qué no mira por dónde maneja y se deja de
charlar? —rezongó Fennel mientras los otros reían.
—No puedo complacer todo el tiempo a cada uno
—dijo Ken, encogiéndose de hombros y siguió
avanzando.
Gaye estaba notando que muchos de los árboles
estaban quebrados y muertos, dándole al matorral un
aspecto triste.
—¿Todo este destrozo lo hicieron los rayos? —
preguntó ella.
—¿Qué?, esos árboles. No... los elefantes. Debe
haber habido una gran manada en algún momento. El
elefante es el animal más destructivo de todos los
animales salvajes. Cuando se mueven desgarran y
aplastan los árboles. Donde sea que ha estado un
elefante encontrará árboles muertos.
Un poco más tarde se toparon con cinco jirafas y
Ken paró a unos cincuenta metros de donde estaban.
Los animales se quedaron parados inmóviles, mirando
fijo.
—Siento haber guardado mi cámara fotográfica en
el equipaje —suspiró Gaye—. Parecen completamente
mansas.
—No son mansas... están carcomidas por la
curiosidad —explicó Ken, y mientras él hablaba los
gigantescos animales se dieron vuelta y se fueron
corriendo despatarrados, cubriendo el terreno a gran
velocidad aunque parecían moverse en cámara lenta.
—Los leones se empeñan en alcanzarlas pero
raramente las atrapan —continuó Ken, poniendo el
Land Rovet en marcha nuevamente.
—¿Hay leones en este distrito? —preguntó Gaye—.
Me encantaría ver alguno.
—Ya los verá y los oirá también.
Themba desde el transportín colgante por encima
de ellos, llamaba continuamente a Ken, indicándole el
rumbo.
—Sin este muchacho —le confió Ken a Gaye— no
encontraría nunca el campamento. Tiene una brújula
metida en la cabeza.
Después de una hora de viaje, tiempo en el que
alborotaron una manada grande de cebras que pasó,
arrasando todo, en el espeso matorral casi antes de
poder ser vistas, salieron del matorral entrando a un
ancho y llano claro donde estaba estacionado el
helicóptero.
Delante de éste había cuatro bantúes sentados en
cuclillas quienes se pusieron de pie con amplias
sonrisas, mientras el Land Rover se acercaba.
—Aquí estamos —dijo Ken bajando del jeep—. Les
pagaré a éstos muchachos para que se vayan. No
quiero que anden dando vueltas por aquí. Themba y
yo podemos levantar la carpa.
Garry fue enseguida hacia el helicóptero. Gaye se
deslizó al piso y se estiró. Había viajado a los tumbos y
se sentía tiesa y con calor. Fennel se bajó y encendió
un cigarrillo. No hizo ningún movimiento para ayudar
a Themba a descargar el equipaje, sino que se quedó
parado con las manos en los bolsillos de los shorts,
mirando de reojo a Gaye, mientras ésta estaba parada
de espaldas a él, las piernas bien separadas, las manos
en las caderas.
Ken se libró de los bantúes y volvió al Land Rover.
—Hay una gran pileta detrás de esos árboles y una
cascada —le dijo a Gaye señalándole el lugar—. Se
puede nadar con tranquilidad... no hay cocodrilos.
—¿Puedo ayudar?
—No, gracias... Themba y yo podemos arreglamos.
Fue a reunirse con Themba y juntos descargaron
la carpa.
Respirando nerviosamente, Fennel fue hasta
donde estaba Gaye.
—Una cascada, ¿eh? ¿Si vamos a echarle un
vistazo? Esperando que ella no quisiera ir, y ya su
dañino temperamento comenzó a encresparse. Ella lo
miró, la cara inexpresiva, luego para su sorpresa, dijo,
—Sí... vamos a verla, —y dándose vuelta caminó
adelante, yendo hacia la espesa línea de árboles y alto
pasto que rodeaba el claro.
Fennel sintió una oleada caliente de sangre que le
corría por el cuerpo. ¿Había sido una invitación? Miró
rápidamente hacia el helicóptero, Garry estaba
ocupado sacando la lona que cubría el motor. Ken y
Themba estaban ocupados desdoblando la carpa.
Temblando un poco, fue a grandes trancos detrás de
Gaye que había desaparecido en ese momento entre
los matorrales.
La alcanzó en el momento en que iba por una
estrecha senda y aminoró sus pasos, los ojos puestos
en la fina espalda y las largas piernas de ella. Unos
veinte metros más adelante llegaron a una pequeña
cascada, que caía de unos diez metros, en un gran
estanque de agua que corría en su extremo más
distante hacia un ancho arroyo. Formaba una perfecta
pileta artificial.
Ella se dio vuelta cuando él la alcanzaba.
—¿No es precioso?
El sol les caía encima. Estaban rodeados de
árboles. Podrían haber sido los únicos habitantes de la
tierra.
—Vamos a nadar —dijo Fennel y se sacó la camisa
—. Vamos nena. desvístete.
Miró su musculoso y velludo torso, los ojos
observadores mientras sacudía la cabeza.
—Yo me baño en privado, Mr. Fennel.
—¡Ah, vamos! No te imaginarás que no he visto
una mujer desnuda en mi vida y apuesto a que tú
también has visto un hombre desnudo. —Se sonrió
estáticamente, la cara colorada por el deseo—. No
necesitas intimidarte por mí. Desnúdate, o tendré que
ayudarte.
La fría y desaprensiva mirada de ella lo
desconcertó.
—Vaya usted a nadar... yo me vuelvo.
Al darse vuelta para marcharse, la tomó de la
muñeca.
—Te quedas aquí, —dijo, su voz baja y firme—, y te
desvistes. Estás deseando un poco de amor, y yo soy el
tipo para dártelo.
—Quíteme la mano de encima, —dijo tranquila.
—Vamos nena, no seas tímida... un poco de amor
y luego nadamos.
Ella se acercó, y por un breve instante, él pensó
que se le iba a someter. Sonriendo le soltó la muñeca
para rodeada por la cintura. La mano de ella apretó su
muñeca y un dolor torturador estalló en su brazo,
obligándolo a gritar. Le dio una patada en el pecho
mientras caía de plano sobre sus espaldas. Fennel se
sintió lanzado por el aire y luego cayó en la pileta. El
agua fría se cerró encima de él, y cuando emergió a la
superficie y se hubo sacudido el agua de los ojos, la
encontró parada en el terraplén, mirándolo. Ahogado
de rabia, con el brazo que le dolía, la miró en forma
asesina, echando fuego por los ojos y vio que ella tenía
un gran pedazo de piedra en la mano.
—Quédese donde está a menos que quiera que le
rompa la cabeza —dijo.
La inmovilidad y los ojos fríos de ella le hicieron
ver que no estaba alardeando.
— ¡Puta! —gruñó él—. ¡Me las pagarás!
—No me asusta gordo animal —dijo ella
despreciativamente—. De ahora en adelante me deja
sola. Si alguna vez trata de tocarme nuevamente, le
romperé el brazo. Si usted no fuera tan importante
para esta operación, lo hubiera hecho ahora mismo.
¡Recuérdelo! Ahora nade y apláquese, mono repulsivo.
—Tiró la roca al agua justo delante de él, y para
cuando se despejó los ojos, ella se había ido.

Kahlenberg estaba firmando una tanda de cartas,


cuando la puerta de su oficina se abrió y entró
Kemosa. Esperó pacientemente en la entrada hasta
que Kahlenberg hubo terminado y cuando éste miró
hacia arriba interrogativamente, se arrastró hacia
adelante. Puso una pequeña botella de vidrio sobre el
papel secante.
—Aquí está, mi amo.
Kahlenberg observó la botella.
—¿Qué hay?
—El veneno que ordeno, mi amo.
—Ya lo sé... ¿qué clase de veneno es?
Kemosa puso la cara en blanco.
—Eso no lo sé, mi amo.
Kahlenberg hizo un movimiento impaciente.
—¿Le dijo al doctor exactamente lo que
necesitaba?
—Sí, mi amo.
—¿Un veneno que pueda matar a una persona en
doce horas?
—Sí, mi amo.
—¿Se puede confiar en él?
—Sí, mi amo.
—¿Cuánto pagó por él?
—Veinte cabras.
—¿Le dijo que si el veneno no da resultado,
perderá todas sus cabras, quemaré su choza y lo
echaré fuera de mi estado?
—Le dije que si el veneno no da resultado, dos
hombres lo irán a buscar durante la noche y lo tirarán
a la pileta de los cocodrilos.
—¿Cree él en eso?
—Sí, mi amo.
Kahlenberg asintió, satisfecho.
—Vaya al armario de primeros auxilios, Kemosa, y
tráigame una jeringa y un par de guantes de goma.
Cuando Kemosa se fue, Kahlenberg se echó hacia
atrás, mirando la pequeña botella. Su mente
retrocedió cuatrocientos años. También César Borgia
debía haber estado contemplando una botella similar
de veneno, planeando la muerte de su enemigo,
sintiendo el mismo placer que experimentaba
Kahlenberg en ese momento.
Todavía estaba sentado inmóvil cuando Kemosa
volvió con la jeringa y los guantes.
—Gracias —y lo despidió con un gesto de la mano.
Cuando se cerró la puerta, abrió un cajón y sacó la caja
de vidrio que contenía el anillo. Lo sacó y se lo colocó
en el cuarto dedo de su mano derecha. Examinó los
destellante: diamantes pensativamente, luego lo dio
vuelta de modo que los diamantes quedaron adentro
de la mano. La simple banda de plata que se veía
ahora parecía muy inocente. Se sacó el anillo y lo
colocó sobre el papel secante. Luego se puso los
guantes de cirujano. Adaptándose alojo el anteojo de
relojero, corrió la trampa que había en el anillo. Luego
volviendo a dejarlo, descorchó la botella y colocó
algunas gotas del líquido incoloro en la jeringa. Muy
cuidadosamente insertó la aguja de la jeringa dentro
del depósito del anillo, con igual cuidado presionó el
émbolo. Cuando vio a través del anteojo que el líquido
estuvo al nivel del borde del depósito, retiró la aguja y
corrió la trampa de diamantes a su lugar. Dejando la
jeringa, limpió el anillo con su pañuelo, tomándose
tiempo para la operación. Todavía sin sacarse los
guantes, comenzó a sacudir el anillo fuertemente
sobre el papel secante, viendo si había señal de que
goteara el depósito. Finalmente, satisfecho, colocó el
anillo en un cajón, puso el pañuelo en un sobre y
volvió a llamar a Kemosa. Cuando el viejo entró, le
dijo que destruyera la jeringa, el veneno, los guantes y
el pañuelo.
—Asegúrese de que se destruya todo —dijo—.
¿Entiende? Tenga cuidado de no tocar la aguja.
—Sí, mi amo.
Cuando se fue, Kahlenberg sacó el anillo y lo miró.
¿Sería ésta un arma mortal?, se preguntó. El brujo
debe de tener más de ochenta años. ¿Habrá perdido su
sagacidad? ¿Se podría confiar en él? Si el veneno fuese
mortal ¿podría haberse llegado a tapar con polvo la
diminuta aguja que estaba escondida en el grupo de
diamantes? Si fuera así, estaría perdiendo el tiempo, y
esto era algo que Kahlenberg nunca toleraba. Tenía
que saberlo con certeza. Se quedó sentado pensando,
luego se decidió y se colocó el anillo en el cuarto dedo
de la mano derecha y dio vuelta el anillo al revés. Se
propulsó afuera al jardín, seguido por Hindenburg.
Le llevó un poco de tiempo encontrar a Zwide, un
bantú sobre el que se había quejado a menudo
Kemosa, diciendo que ese hombre no sólo era un
haragán incurable sino que también maltrataba a su
mujer. Tenía orden de despedirlo a fin de mes, y para
la mente insensible de Kahlenberg no era ninguna
pérdida para nadie.
Lo encontró sentado en cuclillas, a la sombra,
medio dormido. Cuando vio a Kahlenberg, se levantó
apuradamente, tomó un azadón y comenzó a arrancar
febrilmente las malezas de un cantero de rosas.
Kahlenberg detuvo su sillón al lado. Hindenburg
se sentó, los ojos observadores.
—Me he enterado que se va a fin de mes, Zwide —
dijo Kahlenberg tranquilamente.
El hombre asintió callado, rígido por el miedo.
Kahlenberg estiró la mano que tenía el anillo.
—Le deseo buena suerte. Déme la mano.
Zwide vaciló, revoleando los ojos turbados, luego
resplandeciente se la dio. Kahlenberg tomó la sucia y
roja palma de la mano en un fuerte y firme apretón,
los ojos intencionadamente puestos en la cara del
hombre. Le vio dar un pequeño respingo. Luego
Kahlenberg aflojó la mano y puso en movimiento el
sillón. Cuando se hubo retirado unos metros, miró
hacia atrás.
Zwide estaba mirando fijo su mano con expresión
azorada y Kahlenberg observó que se llevaba un dedo
a la boca y le pasaba la lengua.
Kahlenberg siguió su camino. Al menos la aguja lo
había raspado, pensó. Dentro de doce horas sabría si
el anillo era mortal.

Al llegar Gaye al claro, oyó que el motor del


helicóptero se ponía en marcha. Se quedó inmóvil
observando las hélices que se agitaban. Pudo ver que
Garry estaba en los controles.
—¡Eh, espéreme! —gritó ella.
Pero él no la oyó. La máquina partió, subiendo
rápidamente y luego desapareció de la vista detrás de
los árboles.
Ken y Themba habían levantado la carpa.
También habían estado observando el despegue del
helicóptero. En ese momento continuaban
descargando el Land Ro ver. Ella se les reunió.
—¿Por qué no me esperó? —preguntó—. ¡Fue una
maldad!
Ken se sonrió.
—Pregúntele cuando vuelva. ¿Dónde está nuestro
encantador amigo?
—Dándose un baño.
Hubo una nota en la voz de ella que le hizo mirarla
agudamente.
—¿Problemas?
—Los de costumbre, pero lo coloqué en su lugar.
—Es una gran chica usted. —La mirada de
admiración que él le dirigió, le agradó.
—Tenga cuidado con él... es maléfico.
—Themba y yo podemos cuidar de él. —Sacó las
cuatro bolsas de dormir—. Voy a poner la suya entre la
de Garry y la mía. Themba dormirá al lado de la mía...
luego Fennel.
Ella asintió.
—¿Es sólo por una noche, no?
—Sí... para él y para mí, pero dos para Garry y
usted —Miró hacia arriba las nubes que se movían en
el cielo—. Cuánto antes nos vayamos mejor. Si llueve
el camino será una verdadera complicación. Usted
estará bien aunque se quede sola con Garry... es un
buen muchacho.
—Ya lo sé.
Él llevó las bolsas de dormir a la carpa y las
extendió en el piso. Themba estaba haciendo fuego a
poca distancia de la carpa. Ken recogió la 22 y se
metió algunas municiones en el bolsillo.
—Voy a ver si encuentro algún pollo de guinea.
¿Quiere venir conmigo?
—Por supuesto.
Salieron juntos al matorral.
Fennel salió de entre los árboles, moviéndose
lentamente. Todavía le dolía el brazo. Miró alrededor,
luego al ver sólo a Themba ocupado con el fuego, fue
hacia el Land Rover, sacó la mochila y entró a la carpa.
Se cambió los shorts mojados y se puso un par secos.
Salió afuera bajo el sol mortecino y se sentó sobre una
de las cajas de madera. Su mente estaba que ardía.
Bueno, la colocaría en su lugar, se dijo mientras
encendía un cigarrillo. Había tiempo. Cuando hubiera
pasado la operación. En el camino de vuelta, le
enseñaría,
Todavía estaba sentado allí, ensimismado cuando
aterrizó el helicóptero. Después de un rato Garry se
acercó.
—Una belleza —dijo con entusiasmo—. Anda como
un pájaro.
Fennel miró hacia arriba y gruñó.
—¿Dónde están los otros?
Fennel se encogió de hombros.
—No sabría decirle.
—¿Qué le parece si tomamos una cerveza?
—Bueno.
Garry abrió el cartón. Themba se acercó con vasos
y termos con hielo. Mientras Garry estaba abriendo las
botellas, Gaye y Ken salieron de entre el matorral. Ken
tenía cuatro pollos de guinea colgando de una soga
que pendía de su cinturón.
—¿Por qué no me esperó? —preguntó Gaye.
Garry sacudió la cabeza.
—Vuelo de prueba. La primera vez que lo manejo,
Sería una locura que nos matemos los dos.
Los ojos de Gaye se abrieron mucho. Tomó la
cerveza que le ofreció Themba con una sonrisa. Ken
bebió de la botella, suspiró, luego le entregó las aves a
Themba quién se las llevó.
—Comeremos bien esta noche —dijo Ken y se
sentó en cuclillas sobre el pasto—. Hablemos de
negocios, Lew. Nosotros dos y Themba saldremos a la
madrugada... alrededor de las cuatro. Llevaremos el
rifle y la escopeta, nuestras bolsas de dormir, mochilas
y comida. —Lo miró a Garry—. ¿Es usted bueno con la
22?
Garry hizo una mueca.
—Nunca probé.
—Yo lo soy —dijo Gaye—. Le conseguiré un pollo
de guinea, Garry.
—Muy bien.
Fennel miró hacia arriba, a Gaye, luego a Garry,
después desvió la mirada.
—Bueno... de todos modos tienen sólo un día más
aquí. Pasado mañana parten para Kahlenberg. —Ken
sacó un lápiz de su bolsillo y dibujó un tosco círculo en
la arena—. He estado hablando con Themba. Ha
estado en el estado de Kahlenberg éstos dos últimos
días—. Le dirigió una mirada hacia arriba a Lew quien
estaba encendiendo un cigarrillo—. ¿Está escuchando,
Lew?
—¿Cree que soy tan sordo?
—El círculo representa el estado de Kahlenberg.
Themba dice que está protegido por una cantidad de
zulúes, al Sur, al Este y al Oeste, pero no al Norte. El
camino al estado por el Norte se calcula que es
imposible de pasar, pero Themba ha estado allí. Dice
que hay un trecho verdaderamente intrincado, pero si
no podemos pasar por él, podemos caminar. Es
nuestro único camino seguro para entrar.
—Veinte kilómetros como muy cerca para llegar.
Fennel pensó en su pesada valija de herramientas.
—¿Pero hay alguna probabilidad de pasar con el
jeep?
—Themba piensa que sí, mientras no llueva
mucho. Si llueve fuerte entonces realmente tendremos
problemas.
—Bueno, algunas personas tienen toda la suerte
encima —dijo Fennel, mirando hacia arriba a Garry,
pero éste no tenía ganas de pelear. Se levantó y fue a
mirar cómo Themba cocinaba las aves. Deseaba poder
hablar africano. Había algo en la cara de este gran
bantú que lo atraía. Como si hubiera leído sus
pensamientos, Themba miró hacia arriba y se sonrió
alegremente y luego continuó dando vuelta las brasas.
Gaye se acercó a Garry.
—Hmmmm, huele bien... estoy muerta de hambre.
Themba levantó un dedo y lo cruzó sobre otro de
la mano izquierda.
—Eso quiere decir que tiene que esperar media
hora —dijo Garry—. Venga al helicóptero. Le explicaré
como funciona.
Fennel los observó, sus ojos echando chispas. Ken
no tenía deseos de hablar con él. Fue a hablar con
Themba. Conversaron en africano.
—Parece que va a llover pronto, ¿no?
—Podría ser esta noche.
Ken se sonrió.
—Bueno tendremos el cabrestante. Si eso no nos
saca, nada lo podrá hacer:
—Sí.
Siguieron hablando. Media hora después, las aves
estaban cocinadas. Estaba oscuro y la atmósfera,
pesada y cerrada. Se sentaron todos alrededor del
fuego, comiendo con los dedos. Sin Fennel, la fiesta
pudo haber sido alegre, pero su expresión obstinada y
su silencio mataba cualquier atmósfera ligera.
Cuando terminaron y Themba se fue, Ken dijo:
—Me voy adentro. Tenemos que levantarnos
temprano mañana.
—Sí... me muero de sueño —Gaye se puso de pie.
—Le doy cinco minutos para meterse dentro de la
bolsa, —dijo Ken—, después entraré.
Gaye desapareció en la carpa.
—Creo que los acompañaré, —dijo Garry
estirándose—. Fue una gran comida. —Miró a Fennel
—. ¿Entra?
—¿El huno duerme también adentro?
—Si usted se refiere a Themba... sí.
Fennel escupió el fuego.
—Yo no duermo respirando el mismo aire que un
negro.
—Muy bien... saque su bolsa afuera entonces.
Fennel se levantó rápidamente y avanzó sobre
Ken, los puños apretados. Era de constitución mucho
más poderosa y éste no hubiera tenido ninguna
chance contra él. Garry se colocó entre los dos,
enfrentando a Fennel.
—Estoy harto de usted —dijo sin perturbarse—. Si
está deseando pegarle a alguien, pégueme a mí.
Fennel lo miró de reojo, vaciló, luego retrocedió.
—Váyase al diablo—, gruñó y se sentó. Se quedó
sentado al lado del fuego agonizante hasta mucho
después que se hubieran ido los otros a dormir, luego
dándose cuenta de que debía dormir un poco, entró a
la carpa y se arrastró dentro de su bolsa de dormir.
Hacia las dos el sonido de la lluvia tamborileando
sobre el techo de la carpa los despertó a todos.
Por encima del sonido de la lluvia se oía el rugido
ahogado de un león.
CAPÍTULO 6

FENNEL se despertó cuando alguien encendió


una poderosa linterna. Ken estaba saliéndose de la
bolsa de dormir. Themba sostenía la linterna y estaba
abandonando la carpa.
—¿Es hora de partir? —preguntó Fennel con un
bostezo.
—Casi. Themba está preparando el desayuno. Yo
me voy a nadar... ¿viene?
Fennel refunfuñó, se puso los zapatos y los shorts
y agarró una toalla. Siguió a Ken a la húmeda media
luz. Había parado de llover, pero las nubes estaban
cargadas.
—Va a estar embarrado —dijo Ken mientras iban
trotando a la pileta—, pero con el cabrestante, y si
tenemos suerte, lo lograremos.
Al llegar, se zambulleron y nadaron hasta el otro
lado, giraron, nadaron de vuelta y salieron. Se secaron
con la toalla vigorosamente, se pusieron los shorts,
luego fueron al trote de vuelta al campamento.
Gaye y Garry se habían levantado y estaban
sentados en cuclillas junto al fuego, observando a
Themba que freía una tanda de huevos con jamón.
Para cuando hubieron tomado el desayuno y
Themba hubo ordenado las cosas, había la suficiente
luz como para salir.
—Bueno, vamos —dijo Ken. Volviéndose a Garry,
siguió—. ¿Cree que podrá bajar la carpa y doblarla?
—¿Seguro. La guardaré en el helicóptero
¿correcto?
—Si la deja aquí seguro que desaparecerá. —Ken
miró a Themba—. ¿Todo bien?
Themba asintió.
—Sincronicemos los relojes. Los llamaremos a las
11 para informarles de la marcha. Después de eso los
llamaremos cada dos horas... ¿está bien?
Controlaron los relojes, luego Garry le dio la
mano.
—Buena suerte... vigile a éste hijo de puta.
Fennel estaba colocando su caja de herramientas
en el Land Rover. Se ubicó atrás y se sentó en el
banco, mirando de mal humor hacia adelante.
—Es un tipo dulce, ¿no? —Ken se sonrió. Se volvió
a Gaye y le dio la mano. Lo vieron subir al asiento del
volante. Themba los saludó alegremente con la mano y
se ubicó en el asiento de adelante al lado de Ken.
Éste se internó en la selva hasta donde estaba tan
oscuro que tuvo que encender los faroles. Manejó
despacio, y Fennel se preguntaba cómo diablos podía
saber alguien por dónde iba en esa espesa selva.
Themba dirigía continuamente a Ken. Tal vez el
negrito no era tan zonzo, pensó Fennel. Sabía que por
sí mismo él sería un inútil, y éste pensamiento lo
molestaba.
Mientras avanzaban, el sol comenzó a levantarse y
Ken apagó los faroles. Pudo aumentar la velocidad un
poco. Era un viaje a los tumbos como si estuvieran
cabalgando, y Fennel tuvo que agarrarse fuertemente.
Themba señaló algo repentinamente y Ken
aminoró la marcha.
—A su derecha... ¡un rinoceronte!
Fennel giró la cabeza.
Parado a no más de veinte metros estaba un
enorme rinoceronte. El torpe animal dio vuelta
lentamente la cabeza para mirarlos fijo. Fennel miró
de reojo el gran cuerno y tomó el Springfield,
consciente de que su corazón estaba empezando a latir
con violencia.
—¿Son peligrosos, no? —preguntó, en voz baja.
—Ese es el rinoceronte blanco. Es manso —le dijo
Ken—. Del negro es del que hay que cuidarse.
Siguió adelante, aumentando la velocidad. A esta
hora el matorral parecía lleno de vida por los ciervos.
Manadas de impalas se escondían al acercarse el Land
Rover. Dos cerdos africanos entraron en los arbustos,
destrozándolos, sus colas para arriba como
periscopios. Dos cigueñas panzudas los observaron
desde lo alto de los árboles. Fue cuando se acercaban
al borde del matorral que Themba señaló con el dedo,
y Ken dijo: —¡Leones!
Tirados a un lado de la huella había dos leones
adultos. Fennel calculó que pasarían a unos cuatro
metros de donde estaban.
—¿No van a pasar al lado de esos hijos de puta? —
preguntó.
—No hay de qué preocuparse, —dijo Ken
alegremente—. No moleste usted a un león y éste no lo
molestará a usted.
Pero Fennel no estaba convencido. Recogió su
Springfield, el dedo en el gatillo.
Estaban casi sobre los leones. Las dos bestias
levantaron las cabezas y miraron el Land Rover que se
acercaba, con soñolienta indiferencia. Fennel sintió la
transpiración que le corría por la cara. Al pasar por
delante, estuvieron tan cerca que hubiera podido
tocarlos con el extremo de su rifle.
—¿Se da cuenta? —dijo Ken—. No tiene que
preocuparse por los leones, pero si hiere uno y lo
persigue tendrá grandes problemas.
Fennel bajó el rifle y se limpió la transpiración de
la cara con el dorso de la mano.
—Eso fue demasiado cerca.
Salieron de la selva a un camino embarrado.
Themba indicó que doblara a la derecha.
—Este es el camino que lleva al estado de
Kahlenberg... tiene sesenta kilómetros en total —dijo
Ken después de hablar con Themba. Miró el reloj.
Eran las ocho—. Themba supone que llegaremos al
límite del estado dentro de tres horas. Le hablaremos
nuevamente a Garry cuando lleguemos allí.
—¿Tres horas para hacer sesenta kilómetros?
¿Está loco?
—El camino está malo. Nos puede demorar más.
El camino estaba malo y cada vez más
deteriorado. Iba en suave subida durante todo el
tiempo. La lluvia de la noche había ablandado la
superficie y el Land Rover comenzó a patinar un poco.
Delante de ellos había una subida muy empinada y
cuando Ken levantó la velocidad para treparla, las
ruedas de atrás patinaron y rápidamente dominó el
auto en el barro justo cuando parecía que se iba a salir
del camino.
—¡Mire lo que está haciendo! —gruñó Fennel,
asustado.
—Me las puedo arreglar sin un conductor atrás —
le contestó Ken—. Cállese, ¿quiere?
El Land Rover subió a duras penas la cuesta y Ken
apretó los frenos al ver que la pendiente estaba llena
de agua abajo y que había otra subida para salir de allí.
—No pasamos por allí, —dijo y dio vuelta el jeep,
bajando despacio la cuesta nuevamente. Salió del
camino y entró en la maraña de ramas secas, arbustos
y pasto empapado por la lluvia. No habían andado
más de diez metros cuando las ruedas de atrás
patinaron y Fennel sintió que el jeep se hundía. Ken le
dio más fuerza al motor, y sólo resultó una lluvia de
húmedo y pegajoso barro que los salpicó, al girar las
ruedas.
Themba saltó del auto y fue hacia atrás. Ken puso
el cambio mientras Themba empujaba, pero sólo se
hundieron más profundamente en el barro.
Ken se dio vuelta, y mientras sacaba el cambio,
miró a Fennel a los ojos.
—Pongamos las cosas en claro, Lew. ¿Está con
nosotros o es simplemente un maldito pasajero?
Fennel vaciló, luego se bajó del Land Rover. Su
fuerza de toro combinada con el peso de Themba
empezaron a dar sus resultados, Hubo más
salpicaduras de barro, luego los neumáticos hicieron
una nueva maniobra y el Land Rover salió de los dos
baches que había hecho. Caminando al lado, listos
para entrar nuevamente en acción, Fennel y Themba,
miraron cautelosamente. Dos veces el jeep volvió a
patinar pero se enderezó solo. Ya habían pasado la
pendiente y Ken volvió al camino.
—Se da cuenta de lo que digo —dijo—. Veinte
minutos perdidos.
Fennel gruñó y se subió. Respiraba pesadamente.
Por entonces el sol estaba caliente y les caía a
plomo. Ken aumentó la velocidad y siguieron
subiendo, a los tumbos y golpes por el camino lleno de
piedras, evitando los baches con agua, donde podían,
y cuando no lo podían hacer, pasándolos a los saltos, a
las sacudidas, y haciendo maldecir a Fennel.
El camino se angostó repentinamente y no fue
mejor que una mala huella, salpicada de rocas de
considerable tamaño. Tres veces en los cien metros
que siguieron, Themba tuvo que saltar del jeep y
levantar las rocas del camino. Iban en ese momento a
duras penas a unos diez kilómetros por hora.
A Fennel le pareció como si ningún vehículo jamás
hubiera pasado por esa huella que seguía subiendo.
Las ramas de los árboles que colgaban bajo, obligaban
a los dos hombres a agacharse continuamente,
Themba iba caminando adelante ahora, mientras el
Land Rover aminoraba aun más la marcha.
—¿Quiere decir que todavía tenemos que andar
cincuenta kilómetros por éste camino de porquería? —
exclamó Fennel mientras se agachaba debajo de otra
rama.
—Algo así. De acuerdo a lo que dice Themba se
pone peor a medida que avanzamos, pero por lo
menos nos movemos.
El haber dicho esto pareció ser una temeridad
porque casi inmediatamente dieron con un pedazo
blando de terreno y antes de que Ken pudiera
controlar la patinada, se habían salido de la angosta
huella y las ruedas del lado de afuera cayeron de golpe
a una cuneta.
Pararon.
Themba volvió corriendo mientras Ken bajaba del
Land Rover. Los dos hombres observaron la posición
de las ruedas y la discutieron juntos mientras Fennel
bajaba y encendía un cigarrillo. Se sentía
irritantemente inútil. Para él parecían no estar tan
empantanadas.
—Lo único que se puede hacer es levantarlo —dijo
Ken.
Comenzó a descargar el jeep, entregándole las
garrafas de agua y gasolina a Themba. Fennel tomó las
mochilas, las bolsas de dormir y la pesada caja de
herramientas.
—Las ruedas de atrás primero —dijo Ken.
Los tres hombres agarraron el paragolpes y a la
orden de Ken, hicieron fuerza. El esfuerzo combinado
de los tres levantó la rueda y con el siguiente, sacaron
de la cuneta la cola del jeep, poniéndola nuevamente
en el camino.
—Ahora lo puedo sacar —dijo Ken—. Ustedes dos
empujen hacia afuera de costado por si se desliza
nuevamente a la cuneta.
Tres minutos más tarde, el Land Rover estaba otra
vez en el camino. Lo volvieron a cargar apuradamente,
luego Fennel dijo.
—Voy a tomar un trago.
Ken asintió y Themba abrió dos botellas de
cerveza y una de agua tónica para él.
Fennel miró a Themba.
—¿Usted dice que se pone peor?
—Así dice —intervino Ken—. No vale la pena
hablarle, no entiende inglés.
Fennel vació su botella de cerveza.
—Parece que a nosotros tres nos tocó la peor
parte, ¿no? —dijo.
—Las cosas se presentaron de esta forma. —Ken
terminó la cerveza, tiró la botella a la cuneta y se trepó
al volante—. Vamos.
Por lo menos los dos accidentes parecían haber
humanizado un poco más a Fennel, pensó mientras
ponía el cambio. Le había hablado a Themba y había
mostrado una chispa de camaradería.
Luego llegaron a una serie de curvas cerradas en
forma de horquilla. Colocando la cuarta, Ken siguió
subiendo pero a no más de veinte kilómetros por hora.
El esfuerzo de doblar las ruedas al llegar a las curvas y
enderezarlas después, lo había hecho transpirar. Las
curvas parecían seguir y seguir y al mismo tiempo
subían más alto y más alto.
Fennel se inclinó hacia adelante.
—¿Quiere que le haga un turno? Yo sé manejar
esta catramina.
Ken sacudió la cabeza.
—Gracias... me las puedo arreglar. —Le habló a
Themba en africano y éste le contestó.
Sintiéndose fuera del asunto, Fennel preguntó:
—¿De qué hablan?
—Arriba está el lugar malo. Themba dice que ahí
es dónde nos podemos quedar encajados en forma.
—¡Está bien! ¡Lugar malo! ¿Cómo diablos llama a
esto?
Ken se rió.
—Por lo que dice del lugar al que estamos llegando
es como andar por Piccadilly.
Luego, de ninguna parte, aparecieron grises y
lentas nubes que cruzaron el sol tapándolo y se puso
frío. Al dejar Ken la última curva y comenzar a andar
por una rocosa y angosta subida larga, una sólida y
caliente lluvia cayó en forma de cortina de agua.
Los tres hombres estuvieron calados hasta los
huesos en segundos y Ken, enceguecido por el agua,
paró el Land Rover. Todos se agacharon hacia
adelante protegiéndose la cara con los brazos mientras
la lluvia les golpeaba en las inclinadas espaldas. Se
quedaron así durante unos minutos. Había agua en el
jeep y Fennel tenía los zapatos inundados, y sobre la
lona que tapaba el equipo se habían amontonado
varios centímetros.
Abruptamente como había empezado, la lluvia
cesó, las nubes se fueron y salió el sol. En unos pocos
instantes sus ropas comenzaron a echar vapor.
—¡Este es un picnic del diablo! —dijo Fennel—.
¡Mis malditos cigarrillos están empapados!
Ken sacó un paquete de la guantera y se lo ofreció.
—Tome estos.
—Sacaré uno... guarde el resto allí. Si la maldita
empieza nuevamente, no nos quedemos cortos.
Ambos encendieron los cigarrillos y volvieron al
jeep. Themba había ido caminando adelante. En ese
momento estaba en lo alto de la cuesta y estaba
parado esperando.
Al llegar adonde estaba, le hizo señas a Ken para
que parara. Los dos miraron más allá, hacia el camino
adelante. Parecía que estaban en la cima de una
montaña y la huella se angostaba repentinamente.
Una ladera era un empinado terraplén de pasto salvaje
y arbustos: la otra una pendiente a pique hacia el valle.
Fennel se paró en el Land Rover y miró fijo la
huella. Nunca se sentía seguro de sí mismo cuando
estaba en los lugares altos, y la visión del distante valle
muy abajo y la angostura de la escabrosa huella lo
hicieron transpirar.
—¡Estamos fritos! —dijo, con voz insegura—. ¡No
podemos tener esperanzas de pasar por allí!
Ken se dio vuelta y le dirigió una mirada
penetrante. Al ver su cara de ceniza y sus temblorosas
manos, se dio cuenta de que no era hombre para
soportar alturas, y le tuvo lástima.
—Mire, Lew, usted bájese. Yo creo que puedo
pasar. Voy a pasar raspando, pero se puede lograr.
—¡No sea loco! ¡Se matará!
Ken le gritó a Themba.
—¿Lo podré lograr?
El bantú se paró en medio de la huella y observó el
Land Rover, luego asintió.
—Justo —dijo.
—¿Qué dijo? —preguntó Fennel.
—Cree que está bien.
—¿Bien? ¡Diablos! ¡Vaya usted!
—Usted salga.
Fennel vaciló, luego recogiendo su caja de
herramientas, fue hacia la huella.
—Espere un momento —dijo, la transpiración que
le corría por la cara—, si es que se quiere matar, yo voy
a sacar todo el equipo. Si se cae nos quedaremos
clavados sin comida ni bebida.
—Tal vez tenga algo allí —dijo Ken con una amplia
sonrisa. Se trepó a la parte de atrás y Themba dándose
cuenta de lo que hacían se les reunió. Los tres
hombres levantaron con cuidado la lona, dejando que
el agua que había corriera a la huella, luego
descargaron el equipaje apurados.
Fennel le dio una mirada a su reloj. Eran las 10,55.
—Tomaremos una cerveza —dijo—. Dentro de
cinco minutos se tendrá que poner en contacto con
Edwards. ¿Cuánto más tenemos que andar?
Ken lo consultó a Themba mientras éste abría dos
botellas de cerveza.
—Alrededor de veinte kilómetros. Luego otros diez
hasta la casa grande —le dijo Themba.
Ken tradujo.
—¿De camino malo?
Themba dijo que una vez pasado ese trecho el
camino era bueno.
Terminaron la cerveza y luego Ken tomó el
radiotransmisor.
—Ken a Garry... ¿me escucha?
Inmediatamente:
—Garry a Ken... bien y claro. ¿Cómo va eso?
Brevemente Ken le explicó la situación.
—Parece peligroso. Vea Ken. ¿por qué no usa el
cabrestante? Ancle más adelante y átese. Si el jeep se
desliza tiene la posibilidad de saltar.
—Es una idea. Comprendido. Lo llamaré
nuevamente. Afuera.
—Apuesto a que se siente encantado —gruñó
Fennel—. ¿Le dijo si ya se acostó con esa puta?
—Olvídese. Lew —dijo Ken con impaciencia. Le
habló a Themba quien asintió y sacando la lona que
cubría el cabrestante, hizo correr el cable hasta que
estuvo más allá de la parte más angosta de la huella.
Ken le dio el ancla a Fennel.
—¿Es usted bueno para hacer nudos? Tiene que
quedar seguro.
—Yo lo arreglaré.
Desviando los ojos de la pendiente a su derecha.
Fennel fue hasta donde estaba Themba, ancla en
mano, la caja de herramientas colgando en la espalda.
Le llevó un poco más de media hora quedar satisfecho
del trabajo. Mientras trabajaba, Ken se quedó sentado
detrás de la rueda y fumó. Tenía los nervios firmes y
estaba bastante tranquilo. Sabía que había un riesgo,
pero también tenía confianza en que saldría del paso.
Finalmente Fennel se puso de pie.
—Ya está bien.
Había clavado el ancla firmemente en la raíz de un
árbol macizo, que crecía cerca y usando un martillo
pesado, la había afirmado bien.
Caminó de vuelta al Land Rover.
—No se va a salir. El cable no se va a desatar.
Depende ahora de que el cabrestante no se desprenda.
—Animo —dijo Ken sonriendo satisfecho—.
Bueno, probemos.
—¿Se puede quedar detrás. Lew? Si empieza a
patinar, lo corrige o me da un grito si no puede.
Quiero que Themba se quede adelante para observar
las ruedas del lado de afuera.
—Le diré algo —le dijo Fennel respirando
pesadamente—. Tiene mucha más sangre fría que yo.
Los dos hombres se miraron, luego Ken se dio
vuelta, puso el motor en marcha soltó el freno de
mano y movió la palanca haciendo caminar el
cabrestante. El tambor empezó a dar vuelta.
Rápidamente cortó la velocidad del tambor y el Land
Rover comenzó a avanzar poco a poco hacia adelante.
Fennel caminaba atrás, las dos manos puestas en
el paragolpes del jeep. los ojos puestos en Themba,
quien estaba en cuclillas, con la mirada pegada a las
ruedas de adelante, haciendo señas a Ken de avanzar.
El jeep cubrió diez metros antes de que Themba
levantara una mano bien alta para que parara.
Ken dio un golpe a la palanca del cabrestante
hasta que quedó en punto muerto.
—¿Qué pasa ahora? —gruñó Fennel desde atrás.
Themba había ido hasta donde estaba el ancla y la
estaba mirando.
—¿Cree ese mono negro que yo podría haber
dejado que se soltara? —rezongó Fennel—. ¡Está
metida y quedará metida!
—No se ponga nervioso —dijo Ken, sacando un
pañuelo sucio y limpiándose la cara.
Satisfecho Themba volvió al medio de la huella.
—Cuatro metros más y llega al trecho angosto —
gritó.
Ken volvió a hacer girar el tambor.
El Land Rover comenzó a avanzar despacio
nuevamente. Luego sucedió lo impredecible, tres
metros antes de que se angostara el camino, éste.
ablandado por la lluvia, se desmoronó bajo el peso del
jeep. Fennel sintió que la parte de atrás se caía a la
pendiente y echó su peso desesperadamente contra el
paragolpes, tratando de ubicar nuevamente el jeep,
gritando a Ken que saltara. Él mismo se sintió
arrastrado hacia el borde, y temblando, lo dejó ir y fue
rodando de espaldas hacia el terraplén de pasto. En un
segundo se puso de pie, pero el Land Rover se había
ido.
Miró como un loco hacia el camino. Themba, al
borde de la pendiente, miraba fijo hacia abajo,
revoleando los grandes ojos. Maldiciendo, Fennel vio
que el tenso cable vibraba, y tomando coraje, fue hacia
el borde, sintiéndose mal y mareado, y dio una
mirada.
Cuatro metros más abajo, colgando del cable
estaba el Land Rover. Ken estaba parado en el asiento
de atrás, las manos fuertemente agarradas del
parabrisas. Muy muy abajo extendido como un mapa
aéreo estaba el valle.
Todavía mientras estaba mirando, Fennel vio que
el tambor se iba desprendiendo de su lugar
lentamente.
—¡Vaya hasta el tambor! —gritó—. Ken... ¡se está
desprendiendo! ¡Vaya hasta el tambor!
Ken se balanceó, dio un paso sobre el parabrisa y
se paró bien estirado sobre el bonete perpendicular. Se
tomó de una de las barras de acero que sostenían el
tambor. Aunque alcanzó a agarrarlo, el tambor se
desprendió del jeep y éste cayó violentamente al vacío.
Ken se balanceó en el extremo del cable. Themba
tenía el cable en las manos y estaba tratando de
arrastrarlo hacia arriba. Temblando de pies a cabeza
Fennel se unió a él. Ken se balanceó fuertemente
contra la ladera de la montaña y su pie encontró un
apoyo. Mientras los dos hombres tiraban, empezó a
subir la ladera de suave declive y unos minutos más
tarde, rodó a la huella.
Se sentó y se sonrió con esfuerzo.
—Ahora, no tendremos más remedio que caminar.

Mientras el Land Rover entraba en los matorrales.


Gaye suspiró aliviada.
—Bueno, gracias a Dios, está fuera de mi vista —
dijo—. Realmente me estaba empezando a poner
nerviosa.
—A mí también. —Garry encendió un cigarrillo—.
¿Quiere más café?
Ella sacudió la cabeza.
—Cuando haya más luz iré a nadar. Me encanta
nadar. La pileta parece maravillosa. —Caminó
lentamente hacia el fuego y se arrodilló frente a él.
Garry la observaba, pensando qué encantadora se
la veía, las llamas del fuego encendiéndole la cara.
Luego entró a la carpa, buscó la afeitadora eléctrica y
se afeitó a la luz de la linterna. Mientras se afeitaba,
pensó en las horas que tenían por delante antes de
partir. Era muy consciente de que estaban solos.
Firmemente se sacó la idea de la cabeza. Tomando una
toalla, dejó la carpa. Había aclarado. En una hora más
el sol estaría alto, pero tenía necesidad de agua fría y
estaba demasiado impaciente como para esperar.
—Yo nadaré primero —le gritó—. ¿No le importa
quedarse sola aquí?
Ella se rió.
—No, al menos que aparezca un león.
—Así me gusta.
Lo observó salir a las sombras, y alimentó el fuego
con más leños recogidos por Themba en una gran pila.
Admitía que Fennel a su brutal manera había
removido en ella el deseo adormecido de un hombre.
¿Cuánto tiempo hacía, consideró, desde que había
tenido un amante satisfactorio? Su mente. volvió
sobre la cantidad de hombres que habían compartido
su cama. Pudo recordar sólo dos que realmente la
agradaron y la dejaron satisfecha. El primero había
sido uno, pequeño como Garry, no tan alto y más buen
mozo, un americano en vacaciones. Ella estaba en
París pasando modelos. En una noche calurosa de
julio había estado sentada sola en café Fouquet, que
estaba lleno de gente. Él se había acercado y le había
preguntado si podía compartir su mesa. Se miraron, y
ella se dio cuenta inmediatamente que estaría
durmiendo con él en unas horas más como también él
lo supo. Otra vez, el segundo hombre, también un
americano, y que también se parecía un poco a Garry,
había surgido de la penumbra de un bar donde ella
había estado esperando a unos amigos y la había
invitado a tomar algo. Dejaron el bar juntos antes de
que llegaran sus amigos. Decidió que este tipo de
hombres la atraían sexualmente y que producían
chispas en ella instantáneamente, como dos piedras
que al ser frotadas hacen fuego.
Solamente había visto esos dos hombres una sola
vez y conocía únicamente sus nombres de pila, pero
las pocas horas que había pasado con ellos quedaron
grabadas en su mente, y ahora que ese mono de
Fennel la había despertado después de tanto tiempo,
sabía que en algún momento del día Garry se
convertiría en su amante.
El sol se estaba levantando, y ya sentía su calor. Se
apartó del fuego y entró a la carpa para ordenar. Para
cuando terminó, pudo sentir el calor del sol a través de
la lona de la carpa y salió, llevando una toalla consigo.
Vio que Garry se acercaba, vestido de shorts y
zapatos, la toalla sobre los hombros.
Le sonrió.
—¿Estaba buena?
—Maravillosa, pero fría. Ahora estará bien.
—Lo veré después. —Tuvo conciencia de que él la
miraba como la habían mirado los dos americanos,
luego desvió la mirada.
Gaye asintió y se fue corriendo, balanceando la
toalla, hacia la pileta.
Pocas veces tenía oportunidad de nadar desnuda y
esto le encantaba. Se desvistió y se zambulló. El sol
daba de lleno en la pileta en ese momento y el agua ya
no estaba fría. Nadó por un rato, luego se puso de
espaldas, cerró los ojos y se dejó flotar.
Dos monos grises de cara negra en lo alto de un
árbol la observaban. Luego como si se hubieran puesto
de acuerdo, se deslizaron por el árbol abajo, corrieron
rápidamente hasta donde ella había dejado sus shorts
y la toalla, los arrebataron y treparon nuevamente al
árbol. Después de haber examinado las ropas y
encontrado que no eran de ningún interés, las dejaron
suspendidas de una alta rama y se fueron colgando de
árbol en árbol hasta bien adentro de la selva.
Cuando se iban, Gaye abrió los ojos y los vio. Los
observó, pensando qué lindos eran, pero no pensó lo
mismo de ellos cuando saliendo de la pileta, sólo
encontró sus zapatos en el terraplén.
Mirando hacia arriba, avistó la toalla colgada de
una rama. Vaciló, sabiendo que no podría nunca
trepar hasta allí arriba, luego encogiéndose de
hombros, se puso los zapatos y volvió caminando al
campamento. Garry, sentado a la sombra de la carpa,
estaba examinando el mapa aéreo que le había dado
Shalik. Miró hacia arriba en el momento en que ella
salía de la línea de árboles y espantado dejó caer el
mapa. Por un momento, no pudo creer a sus ojos,
luego se puso de pie.
Con bastante indiferencia, desnuda como Dios la
trajo al mundo, Gaye se acercó.
—Los monos me han robado las ropas... los
pequeños diablos. Están arriba de una rama de árbol
junto a la pileta. ¿Me la puede traer, Garry? —gritó al
estar a medio camino por la planicie. No hizo ningún
ademán por esconder su desnudez. Sus brazos
colgaban sueltos a los lados mientras se movía. Se
comportaba como si estuviera completamente vestida.
—Seguro...
Comenzó a moverse hacia donde estaba ella, luego
deliberadamente hizo un gran semicírculo para no
pasar cerca y a ella le gustó precisamente por eso.
Se cruzaron y ella fue a la carpa. Estaba segura de
que no se había dado vuelta para mirarla. Su corazón
latía con fuerza. Fue a su mochila para sacar la camisa
y los shorts que tenía de repuesto. Los sacó, los miró,
dudó, luego los dejó caer al suelo y se estiró sobre la
bolsa de dormir. De piernas cruzadas y cubriéndose
los pechos con las manos, esperó que volviera.

—Son casi las once —dijo Garry—. Ya estarán por


salir por el radiotransmisor.
Ella estaba poco dispuesta a dejarlo ir, pero
cuando él se apartó, dejó que su brazo se deslizara
soltando el cuerpo de él. Lo observó mientras se
levantaba y se ponía los shorts, luego cerró los ojos.
Había acertado con respecto a él. Había sido
mejor de lo que había sido con los otros dos
americanos, y además conocía su apellido. Las
tensiones que habían crecido dentro de él durante el
último año se habían aflojado por la unión amorosa, y
ahora se sentía como si hubiera recibido una dosis de
alguna droga fuerte. No deseaba ser molestada, sino
que le permitieran quedarse tranquila y no hacer
nada. Se dejó caer en un semisueño que fue lo más
relajante y agradable en el calor de la carpa.
Se despertó asustada al llegar Garry a la entrada
de la carpa y llamarla por su nombre bruscamente.
Se sentó a medias y al ver la expresión
preocupada, inmediatamente se puso bien atenta.
—¿Qué pasa?
—Aquellos tres están en problemas. Vístete y sal
afuera. Hace mucho calor aquí adentro.
Había una nota áspera en su voz y se pudo dar
cuenta que estaba impaciente de verla tirada allí como
un gato frente al fuego. Se puso la ropa, salió, y fue
junto a él bajo la sombra.
—Se derrumbó el camino y han perdido el Land
Rover —le contó Garry—. Ken casi se mata.
—¿Está herido?
—No... temblando, pero bien, ahora tendrán que
caminar y el camino es un infierno.
— ¿Pero, llegarán?
—Creen que sí. Se conectarán conmigo dentro de
dos horas.
—¿Y el equipo?
—Está todo bien. Descargaron antes de intentar
pasar la peor parte del camino.
—¿Cómo volverán?
—Tendremos que volar todos en helicóptero... no
hay otro remedio. Será un gran peso pero se puede
hacer.
Gaye se relajó descansando la espalda contra un
árbol.
—De modo que realmente no es tan terrible...
simplemente tendrán que caminar.
—Con este calor, no será tan agradable.
—Oh, bueno... bajarán un poco de la grasa de
mono que tienen. ¿Sabes cómo desplumar y aderezar
un ave, Garry?
—No... ¿lo sabes hacer tú?
—No. Entonces no nos molestamos en cazar un
pollo de guinea. Comeremos habas con tocino para el
almuerzo. —Se puso de pie—. Me voy a nadar
nuevamente... ¿vienes?
—Esos tres me están preocupando, Gaye —dudó
Garry.
—Entonces si vienes a nadar conmigo te los
sacarás de la cabeza. No podremos hacer nada por
ellos... de modo que ven y nademos.
Entró a la carpa por las toallas y luego juntos
caminaron bajo el sol ardiente hacia la pileta.

Fennel deseaba en ese momento no haber tomado


tanta cerveza en el pasado. La huella tosca y llena de
piedras, el sol caliente y el paso que marcaba Ken,
todo le recordó en qué medida estaba fuera de
training. La correa de la caja de herramientas le
frotaba la espalda despellejándolo. La transpiración le
caía por la cara y ennegrecía la camisa. Respiraba
pesadamente.
Adivinando, pensó, sólo habían cubierto seis
kilómetros. Ken había hablado de treinta kilómetros
antes de llegar a la casa de Kahlenberg. ¡Veinticuatro
kilómetros! Fennel hizo crujir los dientes. Estaba
seguro que no podría con su caja de herramientas: se
ponía más y más pesada a cada paso. Además de ésta,
cargaba también su mochila.
Antes de partir habían decidido dejar las bolsas de
dormir y la escopeta. Ken llevaba el Springfield y su
propia mochila. Themba, una mochila llena de
provisiones y una garrafa de cinco litros de agua.
Fennel avanzaba con lentitud, arrastrando un pie
después del otro. Ansiaba un poco de sombra, pero no
había ninguna en esa estrecha huella. Quería
desesperadamente tomar un trago y pensó con pena
en la cerveza que habían dejado atrás. Había querido
llevarla, pero cuando Ken dijo que no había problema
si la cargaba él, se decidió en contra.
Se detuvo para limpiarse la transpiración de los
ojos, se sentía atormentado por la mortificación al ver
a los otros dos caminando y charlando junto, adelante.
Ken miró hacia atrás y luego se detuvo. Themba
siguió caminando unos pasos más y también se
detuvo.
Fennel sintió un arrebato de rabia que le corría
por el cuerpo. Se acercó, arrastrando los pies, hasta
donde estaban ellos. Una mirada a su exhausta cara le
indicó a Ken que era un riesgo. Themba pensó
también lo mismo y dejando la garrafa le dijo algo a
Fennel que no le entendió.
—Dice que él cargará la caja de herramientas si
usted carga la garrafa —tradujo Ken.
Fennel dudó, pero se dio cuenta de que ahora la
caja era demasiado para él.
—¿Qué le hace pensar que él podrá llevarla? —
preguntó, bajando la caja, agradecido, al suelo.
—No haría el ofrecimiento si no pudiera —señaló
Ken mientras Themba alzaba la caja y la balanceaba
sobre el hombro.
Fennel vaciló, luego dijo:
—Bueno, dígale que le agradezco. Es una cosa
maldita de cargar. —Levantó la garrafa y los tres
siguieron su camino: los otros dos aminorando la
marcha para mantener el paso con Fennel.
La hora que siguió fue una infernal subida que
demolió a Fennel, pero se seguía arrastrando,
respirando pesadamente, furioso consigo mismo de
ver con qué facilidad los otros dos pasaban por la
difícil prueba.
—¿Qué les parece que tomemos algo? —dijo
jadeando, mientras se detenía.
Pero la bebida no lo satisfizo pues el agua estaba
caliente y de todos modos aborrecía tomar agua.
Ken miró el reloj.
—Dentro de diez minutos lo llamaremos a Garry.
Entonces descansaremos.
—Ese muchacho debe haber nacido con suerte —
Fennel gruñó, tomando la garrafa—. No sabe lo bien
que lo está pasando.
Continuaron, y a las 13 dejaron la huella y se
sentaron bajo la sombra de la selva. Ken se puso en
contacto con Garry y le informó de la marcha.
—Tendríamos que estar en la ubicación para las 18
—dijo, y agregó que la marcha era pesada.
Garry profirió sonidos de compadecimiento, dijo
que estaría esperando comunicación para las 15 y
apagó el transmisor.
Después de una media hora de descanso
continuaron durante otra hora, luego Ken dijo que era
hora de comer. Dejaron la huella inundada de sol y se
sentaron a la sombra de los árboles. Themba, abrió
latas de pastel de carne y habas cocidas.
—¿Cuánto más allá hay que ir? —preguntó Fennel,
la boca llena.
Ken lo consultó a Themba.
—Alrededor de seis kilómetros y luego estaremos
en la selva.
—Pregúntele si quiere que le cargue otra vez la
caja de herramientas.
—Está muy bien... no se preocupe por él.
—¡Pregúntele! ¡Esa caja es infernalmente pesada!
Ken le habló a Themba quien se sonrió y sacudió
la cabeza.
—Los hombres negros están acostumbrados a
llevar la carga de los blancos. —Dijo Ken, con la cara
rígida.
Fennel lo miró de reojo.
—Muy bien, lo tendré en cuenta... dé modo que él
es mejor hombre que yo.
—Olvídese o romperé en llanto.
Fennel se sonrió amargamente.
—Ha llegado mi hora. Ustedes dos tendrán
bastante calor en esta selva y con la cansadora
caminata, pero esperen hasta verme en acción.
Ken le ofreció el paquete de cigarrillos y los dos
encendieron uno cada uno.
—¿Cree usted que él está con ella? —preguntó
Fennel abruptamente. Cuando no pensaba en sus
incomodidades, su mente volvía siempre a Gaye.
—¿Quién está con quién? —preguntó Ken
suavemente.
Fennel se encogió de hombros
—¡Olvídese!
Una hora más tarde, se conectaron nuevamente
con Garry y otra vez le informaron de la marcha, luego
dejaron las montañas y entraron en la selva. Aunque
hacía un calor húmedo, el constante alivio de la
sombra los ayudó a apurar el paso.
Themba guiaba el camino y Ken y Fennel lo
seguían. Una angosta huella entre la densa vegetación
del suelo los obligó a caminar en fila. Arriba, los
monos se balanceaban de árbol en árbol,
observándolos. Un gran ciervo negro que estaba
parado en medio de la huella se fue ruidosamente,
asustando a Fennel, cuando rodearon un alto arbusto.
Tenían que tener cuidado con los arbustos de
largas y puntiagudas espinas, y todos se concentraron
en el camino que tenían por delante. En lo alto de una
rama estaba sentado un zulú gigante, que llevaba sólo
una piel de leopardo. En su mano derecha tenía un
radiotransmisor. Esperó que pasaran los tres
hombres, luego habló apresuradamente por el
transmisor, su mensaje, fue recogido por Miah, la
secretaria de Kahlenberg, quién había sido
encomendada para estar en contacto con los veinte
zulúes, ubicados para informar del movimientos de
extraños en el estado.
Desde el momento que los tres hombres entraron
en la selva, no estuvieron nunca fuera de la vista de los
vigilantes zulúes, escondidos entre la vegetación del
suelo o en lo alto de los árboles.
Miah tomó taquigráficamente los informes de los
zulúes, se los pasó a Ho—Lu quién rápidamente los
pasó a máquina y luego los hizo mandar
inmediatamente a Kahlenberg.
Este disfrutaba del asunto. El drama del Land
Rover había sido observado y se le había informado, y
ahora sabía que los tres hombres estaban
prácticamente dentro del estado.
Se volvió a Tak.
—El bantú debe ser sacrificado —dijo—. Dé la
orden de que si se presenta la oportunidad, hay que
sacárselo de encima. En la forma que parece estar
actuando como guía, es difícil que los otros puedan
encontrar el camino sin él.
Tak tomó el transmisor y habló suavemente.
Mientras estaba hablando, Ken llamó brevemente a
descanso al llegar a un claro de la selva. Los tres se
sentaron en la sombra y todos tomaron un trago de
agua.
Ken habló con Themba durante unos minutos.
Este señaló. Delante de ellos había una huella angosta
que llevaba a una densa vegetación.
—Esa es la huella que lleva directamente a la casa
de Kahlenberg. —Ken explicó a Fennel—. No nos
podemos perder. Dejaremos a Themba aquí y
seguiremos. Si las cosas no salen como esperamos, no
quiero complicarlo. Cuando hayamos hecho el trabajo,
lo recogeremos aquí y él nos guiará de vuelta. ¿Qué le
parece?
— ¿Está seguro de que podremos encontrar el
camino sin él?
—Seguiremos la huella. Nos lleva directamente a
la casa.
—Bueno, muy bien. —Fennel miró el reloj—.
¿Cuánto tiempo nos llevará llegar a la casa?
—Alrededor de dos horas. Saldremos ahora:
Estaremos lo suficientemente cerca antes de que
anochezca.
Fennel refunfuñó y se puso de pie.
Ken le volvió a hablar a Themba quien sonrió,
asintiendo con la cabeza.
—Llevaremos algo de comida. Yo tengo una
botella de agua —dijo Ken volviéndose a Fennel—.
Tendrá que volver a cargar su caja de herramientas.
—Muy bien, muy bien, no soy un cojo.
Themba puso algunas latas de comida en la
mochila de Ken.
—Dejaremos las demás cosas aquí, —siguió Ken,
cargando su mochila sobre los hombros—, y el rifle. —
Le estrechó la mano a Themba. Hablando en africano
dijo. —Estaremos de vuelta pasado mañana a la noche.
Si no hemos vuelto dentro de cuatro días vuelva a su
casa.
Fennel se acercó a Themba. Se sintió un poco
turbado cuando éste le señaló la caja de herramientas,
luego se sonrió mansamente y le ofreció la mano.
Themba estaba encantado y sonriendo ampliamente,
apretó la mano que le ofrecía.
Al alcanzar el paso de Ken, Fennel dijo.
—Me equivoqué con respecto a él... es un buen
hombre.
—Todos cometemos errores. —Ken lo miró con
una leve sonrisa—. Parecería que yo me equivoqué con
respecto a usted también.
Themba los observó caminar por la selva y
desaparecer. Se preparó a recoger leños para el fuego
que encenderlo cuando oscureciera. Le gustaba estar
solo y siempre se sentía en su casa en la selva. Tenía
una leve curiosidad por saber porqué los dos hombres
habían seguido solos, pero decidió que no era asunto
suyo. Se le pagaba bien por hacer de guía, y ya Ken le
había dado suficiente dinero como para comprarse un
pequeño auto cuando volviera a Durhan donde
alquilaba una cabaña en la que vivía con su mujer e
hijo. No los veía demasiado pues estaba
constantemente en diferentes zonas de preservación
de animales salvajes en el distrito, pero semana por
medio, volvía a su casa... algunas veces deseaba estar
de vuelta.
Hizo una prolija pila de leños cerca del árbol
donde estaba el equipo amontonado, luego fue a la
selva para buscar algunas ramas secas para avivar el
fuego.
Repentinamente se detuvo para escuchar. Algo se
había movido no lejos de donde estaba. Su fino oído
había escuchado claramente el crujir de hojas. ¿Un
mandril? se preguntaba. Se quedó parado inmóvil,
mirando en dirección del sonido.
De entre una maleza detrás de él, salió un zulú,
que llevaba una piel de leopardo alrededor de sus
musculosas espaldas. El sol relumbraba sobre la ancha
hoja de su lanza. Por un instante, balanceó la pesada y
mortal arma en su enorme mano negra, luego la tiró
con infalible puntería y con tremenda fuerza a la
desprotegida espalda de Themba.
En lo alto del cielo crepuscular, seis buitres
comenzaron a volar en círculo, pacientemente.

CAPÍTULO 7

—ALLÍ está, a tu derecha —dijo Garry


repentinamente.
Gaye atisbó por la ventana del helicóptero.
Estaban volando sobre la densa selva, y cuando Garry
se ladeó, terminó abruptamente y ella pudo ver
hectáreas de verde césped, senderos de cemento verde
y enormes canteros de flores que hubieran acreditado
a cualquier jardín botánico. Más allá del césped vio la
casa de una planta, construida en suave curva, y desde
esa altura le parecía que tendría por lo menos unos
setenta metros de largo. Detrás de la casa, unos
doscientos metros más allá, había una cantidad de
pequeñas cabañas de techo de paja y paredes pintadas
de blanco en las que supuso que vivía el personal.
—¡Es enorme! —exclamó— ¡Qué extraordinario!
Imagínate caminando de un extremo a otro, varias
veces al día .
—Tal vez usen patines —dijo Garry—. Es
verdaderamente grande.
Volvió a sobrevolarla. Pudieron ver una pileta de
natación, terrazas, sombrillas para sol, y reposeras.
—Será mejor que bajemos. ¿Estás nerviosa?
Gaye sacudió la cabeza, sonriendo.
—Para nada... excitada. Me pregunto si
conseguiremos entrar.
—Tienes que hacemos entrar —dijo Garry.
Avistó la pista de aterrizaje y el hangar. Al ir
bajando, vio a tres zulúes de guardapolvo blanco,
mirando hacia arriba al helicóptero.
Aterrizó no lejos de ellos y al descorrer la puerta
de atrás, vio que venía un jeep por el camino que salía
de la casa, conducido por un zulú, con un hombre
blanco, de traje gris, sentado al lado.
—Aquí llega la comitiva de recepción —dijo y bajó.
Gaye le alcanzó la cámara Rolleiflex y el estuche y
luego sé reunió con él mientras el jeep se detenía.
Tak salió del jeep y se acercó a ellos. Dejando a
Garry, Gaye se adelantó a su encuentro.
—Yo soy Gaye Desmond de la revista Animal
World —dijo y extendió la mano.
Tak la miró, pensando que era todavía más
hermosa que en la fotografía. Le tomó brevemente la
mano e hizo una pequeña inclinación.
—Le pido disculpas por aterrizar así —siguió Gaye.
Había algo en ese hombre alto que la hizo
desconfiar y que no le gustó, al instante.
—Estoy camino a la zona de preservación de
animales de Wannock, y vi esta encantadora casa y no
pude resistirme a visitarla. Si no debía haberlo hecho,
por favor dígamelo, y me iré enseguida.
—De ninguna manera —dijo Tak con voz sedosa—.
Raras veces tenemos visitantes tan hermosas. Ahora
que está aquí, espero que se quede a almorzar con
nosotros.
—¡Qué amable de su parte! Nos encantaría,
señor... —lo miró interrogativamente.
—Duilio Tak.
Gaye se volvió a Garry quien se reunió con ellos.
—Mr. Tak, este es Garry Edwards, mi piloto.
Nuevamente Tak hizo una inclinación.
—Mr. Tak nos ha invitado amablemente a
almorzar.
Garry le estrechó la mano. A él tampoco le gustó
su mirada.
—¡La casa es maravillosa y tan aislada! —continuó
Gaye—. No podía dar crédito a mis ojos cuando la vi.
¿La tiene hace mucho tiempo, Mr. Tak?
—No es mía la residencia, Miss Desmond.
Pertenece a Mr. Max Kahlenberg.
Gaye lo miró fijo, los ojos que se le agrandaban.
—¿Usted se refiere al millonario? ¿Míster Max
Kahlenberg?
La expresión de los ojos negros de Tak fue
levemente sardónica mientras decía:
—Correcto.
—¡Pero yo he oído decir que es un recluso! —dijo
Gaye. Observándola, Garry pensó que estaba
representando bien su papel.
—Mejor será que nos vayamos. No debemos
molestarlo.
—No va a hacer eso. Mr. Kahlenberg no es un
recluso. Estoy seguro que estará encantado de
conocerla.
—¿Sería posible tomar una foto de su casa?
También colaboro en Life. Sería una maravillosa
primicia para mí.
—Eso se lo tiene que preguntar a Mr. Kahlenberg.
Pero no nos quedemos parados aquí al sol. —Tak fue
hasta el jeep—. Los llevaré hasta la casa.
Gaye y Garry se ubicaron en el asiento de atrás y
Tak al lado del conductor. El zulú dio vuelta el jeep y
aceleró por el camino de vuelta.
Unos minutos más tarde Gaye y Garry eran
introducidos a una enorme sala de estar que llevaba,
por ventanales franceses, a una terraza cargada de
flores que tenía una gran pileta de natación. El lujo del
cuarto lo dejó pasmado a Garry quien no había visto
nunca nada semejante y hasta impresionó a Gaye que
había estado en muchas casas lujosas en su momento.
—Si esperan aquí, le diré a Mr. Kahlenberg que
han llegado.
Un zulú de guardapolvo blanco entró silencioso.
—Tomen un trago mientras esperan, por favor —
continuó Tak y luego se fue.
El zulú fue detrás del bar y esperó parado.
Pidieron dos gin tonic y salieron a la terraza.
—No me gusta la mirada de ése tipo —dijo Garry
en un susurro por lo bajo—. Hay algo en él...
—Sí. Me pone nerviosa. Parece que durmiera en
un ataúd.
—¿No piensas que hemos entrado demasiado
fácilmente? —continuó Garry, tomando un sillón de
paja para Gaye y luego sentándose.
—Es mi encanto —sonrió Gaye—. Soy irresistible
para los fantasmas. Las probabilidades son de que nos
echen tan pronto como Mr. K. se entere de que
llegamos. Tak debe ser su mayordomo o su secretario,
supongo.
El zulú trajo las bebidas con dos platos de canapés
deliciosos y se retiró silenciosamente.
—¡Qué forma de vivir magnífica —suspiró Gaye—.
Adoro este lugar. ¿No te encantaría ser su dueño?
Garry tomó un sorbo de su bebida, luego sacudió
la cabeza.
—No es para mí. A mí me gusta algo un poco más
rustico. Esto es demasiado lujoso.
—¡Oh, no! —Se sirvió una galletita cubierta con
caviar—. Yo pienso que es maravilloso.
Ya habían comido casi todos los canapés y
terminado sus bebidas antes de que volviera a
aparecer Tak.
—Mr. Kahlenberg está feliz de tenerla aquí, Miss
Desmond —dijo—. Desafortunadamente, está
comprometido con una serie de llamados a larga
distancia y otros negocios y no estará libre para verla
hasta la noche. ¿Le sería posible quedarse?
—Usted quiere decir... ¿quedarme a pasar la
noche? —preguntó Gaye, mirando hacia arriba la cara
pálida.
—Seguro. Eso es lo que sugiere Mr. Kahlenberg.
—Pero, no he traído ropa.
—Eso no es ningún problema. Tenemos aquí una
cantidad de secretarias. Una de ellas le prestará algo
de buena gana.
—¡Qué bueno! ¿Le preguntó si podía tomar
fotografías?
Tak sacudió la cabeza.
—Pensé que sería mejor que el pedido lo haga
usted, Miss Desmond.
—Bueno, entonces nos quedaremos a pasar la
noche. Es muy amable de parte de Mr. Kahlenberg.
—Será un placer. —Tak le echó una mirada a su
reloj—. El almuerzo se servirá dentro de una hora.
¿Tal vez se quiera cambiar?
Mientras se paraban, se volvió a Garry.
—Usted tampoco tendrá ropa, Mr. Edwards.
—Sólo la que tengo puesta.
—Eso se puede arreglar. —Tak se dio vuelta al salir
Miah a la terraza—. Esta es Miah Das. Ella se ocupará
de ustedes dos. Si me disculpan ahora —y con una
pequeña y rígida reverencia, Tak los dejó.
Miah dio un paso adelante.
—Por favor, síganme.
Los guió por la sala de estar a un corredor que se
angostaba a lo lejos, Lo que parecía ser un carro de
golf eléctrico, estaba parado al lado y ella se sentó al
volante mientras los otros subían atrás.
—Este corredor es tan largo —dijo, dándose vuelta
para sonreírles—, que tenemos que usar esto para
ahorrar nuestras piernas,
—Yo me preguntaba cómo se las arreglaban, —
contestó Gaye—. Cuando vi la casa desde el aire, pensé
en todo lo que habría que caminar.
Silenciosamente, el carro los llevó rápidamente,
pasando delante de muchas puertas cerradas, hasta
alcanzar el lejano extremo.
—Esta es el ala de los huéspedes —dijo Miah,
deteniendo el carro. Caminó hacia una puerta y la
abrió—. Por favor entren.
Entraron a un cuarto largo y angosto, lujosamente
amueblado que daba a una pequeña terraza, que
también tenía una pileta de natación y un bar.
—Encontrarán todo lo que quieran aquí, —dijo
Miah—. El almuerzo se les servirá en la terraza a las
13. Éste es su dormitorio, Miss Desmond. —Cruzó el
cuarto y abrió una puerta—. Le mandaré una mucama
que la ayude a vestirse. Pensé que la cosa más fácil era
que usara uno de mis saris. ¿Le parece bien?
—Perfecto —Gaye se quedó parada a la entrada
mirando hacia adentro el cuarto. Era delicioso,
decorado en azul pálido, con una cama de tamaño
real, armarios, un gran tocador donde había una
variedad de cremas, lociones, perfumes y un equipo de
maquillaje dentro de una caja chata de plata. Dando
vueltas por el cuarto Gaye vio en la pared opuesta,
frente a la cama, un enorme espejo que hacía que el
cuarto pareciera el doble de su tamaño. El baño estaba
equipado con todo lujo, incluyendo una lámpara de
sol, y un gabinete que tenía grifos de donde salía aire
caliente de tal modo que se evitaba la fatiga de secarse
con toallas, y una máquina de masajes vibratorios.
Mientras Gaye profería exclamaciones sobre el
cuarto, Garry andaba por el cuarto de estar, haciendo
un detenido examen de puertas y ventanas.
Miah entró para mostrarle su dormitorio y cuarto
de baño, ambos tan lujosos como los de Gaye.
Una alta mucama zulú entró llevando el sarí. Gaye
le dijo que no la necesitaba y que podía arreglarse
sola. Un sirviente zulú le trajo a Garry un par de
pantalones blancos, zapatillas y una camisa blanca.
—Mr. Kahlenberg es bastante informal —dijo
Miah—. La cena esta noche será en la terraza
principal. Por favor, estén en su casa. Si quieren
nadar, hay trajes de baño en los vestuarios. Exploren
el jardín. Si desean algo, por favor usen el teléfono. —
Con una inclinación de cabeza y una sonrisa, dejó el
cuarto.
Gaye y Garry se miraron y Garry silbó.
—Hablando de vivir bien...
Golpearon la puerta y entró un zulú con sus
mochilas. Las colocó en el suelo y se retiró.
Garry fue rápidamente a la suya y se aseguró de
que el transmisor no había sido tocado. Miró a Gaye.
—Me pregunto si nos habrán descubierto.
—Si es así no importa, ¿no? —La mente de Gaye
estaba absorbida por el lujo que la rodeaba. Los ojos
brillantes, continuó—. ¡Esto es realmente maravilloso!
Me voy a dar un baño. Te veo más tarde. —Tomando
su mochila, fue a su cuarto y cerró la puerta.
Se desvistió rápidamente. Desnuda, se quedó
admirándose en el gran espejo, luego entró al baño y
abrió las canillas. Mientras esperaba que se llenara la
bañadera, se miró en el espejo, ensayando poses y
riéndose.
Lo que ella no sabía era que los espejos reflejaban
su imagen del otro lado: cualquiera que estuviera
detrás de ellos podía verla como si fueran de simple
vidrio, aunque del lado del frente ella se imaginara
que eran auténticos y no con trampa.
Olvidados sus negocios, el escritorio abandonado,
Kahlenberg estaba sentado en su sillón de ruedas en
un angosto pasaje con aire acondicionado y se sació de
la belleza desnuda de Gaye.
Desde el borde de la selva, Fennel vio aterrizar el
helicóptero. El y Ken habían encontrado un punto de
mira sobre una gran roca en equilibrio formada por
erosión del suelo, rodeada de arbustos, que les ofrecía
una excelente visión de la casa de Kahlenberg, el
jardín y el campo de aterrizaje mucho más abajo.
Fennel tenía poderosos largavistas de campaña.
Vio a Tak al llegar en el jeep y a Gaye que lo saludaba.
Vio también a Gaye y Garry subir al jeep y dirigirse a
la casa. Les vio entrar y cerrar la puerta principal.
—¡Bien hecho! ¡Entraron! —dijo bajando los
anteojos largavistas.
—Fue bastante fácil, ¿no? —preguntó Ken,
intrigado—. Por lo que oído de Kahlenberg, no recibe a
extraños.
—Shalik dijo que se embobaba por las chicas
lindas. Parece que sabía de lo que hablaba.
—Sí... pero no pensé que iría a ser tan fácil. —Ken
tomó el transmisor—. Lo dejaré conectado. Garry
puede aparecer en cualquier momento ahora.
Fennel encendió un cigarrillo y se estiró sobre la
roca. Estaba cansado después de la larga caminata,
llevando su caja de herramientas. Dormitó mientras
Ken mantenía la vigilancia. Después de un rato,
Fennel se sentó, encendió un cigarrillo, bostezó y dijo:
—¿Cuando tenga usted el dinero, ¿qué va a hacer con
él?
—Un amigo está montando una agencia de viajes
—le contó Ken—. Necesita más capital. Me voy a
asociar con él.
—¿Agencia de viajes? ¿Es tan productivo?
—Es buen negocio. Planeamos ofrecer un servicio
de lujo. Excursiones personalmente guiadas por las
zonas de preservación de animales. Ahí es dónde entro
a tallar yo. Hay mucho dinero en juego en eso. Los
americanos son grandes consumidores si se les ofrece
un verdadero servicio personal. He tenido negocios
con ellos durante algunos años. Sé lo que quieren, y
proyecto dárselo.
Fennel refunfuñó.
—Me suena a trabajo pesado para mí. No creo en
el trabajo. Solamente los idiotas trabajan.
—¿Entonces que va a hacer con su parte?
—Gastarla... para eso está el dinero. No tengo
tiempo para perder con los desgraciados que ahorran
dinero. ¿Qué pasa? Ellos dan la patada inicial y algún
otro desgraciado recibe el beneficio.
—Tal vez es eso lo que quieren.
—¡Al diablo con eso! Siempre se encuentra dinero
por ahí. Cuando haya gastado lo que reciba de Shalik,
haré otro trabajito. Tengo suficientes contactos. Saben
que sirvo, de modo que nunca me quedo corto de
trabajo.
Ken levantó la mano, interrumpiéndolo. Había
oído un crujido en el transmisor y se colocó el aparato
en el oído.
—Ken... hola, Garry... te oigo fuerte, y
claramente... cambio. —Escuchó durante unos
minutos—. Comprendido. Buena suerte. Cambio —y
desconectó.
—¿Y?
—Se quedan a pasar la noche —le dijo Ken—.
Kahlenberg parece encantado de que hayan pasado
por allí. Debo decir que eso me sorprende. De todos
modos, lo verán a las 21. Garry dice que nos llamará
nuevamente a las 23, para que estemos alertas.
Fennel gruñó. Miró el reloj. Era justo después de
mediodía,
—¿Quiere decir que nos quedamos sobre esta
maldita roca durante doce horas?
—Pienso que sí. No vamos a querer toparnos con
ninguno de los guardias. Considero que aquí arriba es
un lugar seguro. Comamos algo. —Sacó la inevitable
lata de habas.
— ¡Maldito sea! ¿No hay otra cosa para comer que
habas?
—Pastel de carne... ¿quiere eso?
—Es mejor que las habas. —Fennel se quedó
ensimismado mientras Ken buscaba en la mochila la
lata—. Apuesto a que esos dos la están pasando bien.
—Su mente se trasladó a Gaye y un maligno arrebato
de furia le corrió por el cuerpo. Termina este trabajo,
se dijo, y luego se las haces pagar y bien.
—¿Qué lo ha picado? —preguntó Ken al ver la
expresión salvaje de la cara de Fennel.
—Nada... ¿cuánto tiempo más va a tardar en abrir
esa lata?

—Me gustaría tener la seguridad de que no nos


van a molestar —dijo Garry.
Gaye y él estaban sentados en la terraza después
del excelente almuerzo servido por dos camareros
zulúes.
Gaye estaba estirada en una reposera, un cigarrillo
entre los dedos. Garry pensó que se la veía
encantadora dentro del sari rojo y dorado. Era el tipo
de vestido que le sentaba bien, y que él admiraba.
— ¿Por qué? —preguntó Gaye, mirándolo.
—Por razones obvias, —Garry le sonrió a su vez—.
Te llevaría al dormitorio.
Ella se rió.
—Entonces también yo quisiera saber si nos van a
molestar.
—Podría ser embarazoso que entrara Mr. Tak en
medio de la escena.
—Sí. Entonces, podríamos trabajar un poco en
cambio. —Se sentó, apagando el cigarrillo—. ¿Has
pensado cómo va a entrar Fennel?
—Por aquí. —Garry señaló con la mano el gran
salón de estar—. Estando nosotros aquí, sólo tiene que
entrar.
—¿Será tan fácil como eso?
—Así lo creo. Podría haber guardias que patrullen
la casa durante la noche. Ahora no los veo por aquí.
—Tal vez Kahlenberg esté tan seguro de que
ninguno puede atravesar la selva, que la casa no esté
custodiada.
—¿Quieres dar un vistazo al jardín?
—Ahora no. Debe hacer un calor terrible allí
afuera.
—Entonces duerme una siesta... voy yo. —Garry se
puso de pie.
—Tienes más energías que yo. Te vas a asar.
—Hasta luego, —y saludándola con mano, Garry
salió caminando despacio por el sendero de cemento
verde.
Ella lo observó irse, luego cerró los ojos y pensó en
cuando estuviera terminado el trabajo, se separarían
todos. Se preguntaba qué haría él. Le hubiera gustado
pasar un largo fin de semana en París con él, y luego
decirse adiós. Tenía veintiséis años y estaba segura de
que Shalik la utilizaría por lo menos durante cinco
años más, antes de empezar a buscar una mujer más
joven. No se hacía ninguna ilusión con respecto a
Shalik. En esos cinco años habría hecho y ahorrado
suficiente dinero como para independizarse
completamente y eso era lo que más quería. Ser
económicamente libre para vivir bien, para viajar y
posiblemente casarse.
Consideró la posibilidad de casarse con Garry
pero decidió que no resultaría. Aunque la atraía
físicamente, sabía que no estaba enamorada y además
él no tenía la necesidad que tenía ella de una vida
grata. El lujo le era esencial, mientras que no lo era
para él. No... era un buen compañero de cama pero
nada más. Si se casaba, debía buscar un hombre
pudiente, inteligente, culto y un amante que la
deleitara. Sabía que esto era un sueño imposible ya
que había conocido muchos hombres en su vida, había
recibido muchas propuestas de matrimonio, pero
siempre había algún obstáculo. ¿O sería que ella
valoraba demasiado su libertad?
De todos modos los sueños imposibles eran
agradables, tendida en una cómoda reposera a la
sombra, rodeada de lujo.
Dormitó, y fue recién una hora más tarde que
Garry la despertó.
—¿Quieres un trago, haragana? —preguntó, yendo
hacia el bar.
Ella asintió, se estiró y se incorporó.
—¿Encontraste algo interesante?
—Si y no. No hay acceso al extremo de la casa. —
Garry trajo dos Tom Collins y se sentó. —El sendero
que lleva hasta él, está custodiado por un zulú que
parece salido de una película cinematográfica. Llevaba
una piel de leopardo, plumas de avestruz y un escudo
y una lanza. Me dio la espalda sin tratar de ser amable.
—El ejército de Kahlenberg, supongo.
—Sí. Otra cosa: hay una gran pileta llena de
cocodrilos al fondo del jardín y sentados en los árboles
que la rodean hay cerca de diez buitres que parecen
bien alimentados. Ese rincón del jardín me puso piel
de gallina.
Gaye se rió.
—Pero, ¿por qué?
—Se me ocurrió que sería un lugar maravilloso
para colocar un cadáver.
Ella lo miró y viendo que él estaba serio, preguntó.
—¿Por qué razón habría de querer Kahlenberg
colocar un cadáver allí?
Garry tomó un sorbo de su bebida, luego
colocando el vaso entre las dos manos y sacudiéndolo
suavemente haciendo tintinear los hielos, se encogió
de hombros.
—La atmósfera del lugar me lo hizo pensar, pero
estoy inquieto por todo esto, Gaye. Creo que hemos
sido invitados demasiado fácilmente. No me gusta la
mirada de Tak. Una o dos veces mientras hablabas con
él, tuve .la impresión de que se reía de ti.
Particularmente cuando le preguntaste si el lugar era
de él. Se me ocurrió que sabía que tú estabas enterada
que pertenecía a Kahlenberg.
—¿Crees que sospecha de nosotros?
—Creo que podría sospechar.
—¿No pensarás que adivina que estamos detrás
del anillo?
—No lo sé, pero estoy bastante seguro que cree
que somos impostores.
—¿Entonces qué hacemos?
Como si hubiera sido la contestación a la
pregunta, Garry vio venir a Tak por el sendero en
dirección a ellos.
—Aquí está ahora, —dijo poniéndose de pie.
—Por favor, no se moleste —dijo Tak,
acercándose.
Había una leve sonrisa en sus labios y sus
brillantes ojos pasaban de Garry a Gaye—. ¿Les gustó
el almuerzo?
—Estuvo espléndido, gracias, —Gaye le dirigió su
más encantadora sonrisa—. El lugar es realmente
maravilloso.
—Sí... es muy agradable. —Hizo una pausa,
después continuó—. Miss Desmond, ¿le gustaría ver el
museo de Mr. Kahlenberg?
—¿Tiene un museo Mr. Kahlenberg?
—El señor es uno de los más famosos
coleccionistas del mundo.
—Sabía eso, pero no sabía que tenía un museo.
Pensé...
—Tiene un museo, y desea saber si le interesaría
conocerlo.
—Mucho. Me encantaría conocerlo.
—Y usted, Mr. Edwards? '
—Seguro... gracias. —Garry mantuvo inmóvil su
expresión, pero al igual. que Gaye, se sorprendió.
Ésta se puso de pie.
—¿Es lejos de aquí?
Nuevamente Garry vio que aparecía una expresión
de mofa en sus oscuros ojos. Apareció y se fue tan
rápidamente que si no hubiera estado observándolo
atentamente, no la hubiera pescado.
—Está usted parada sobre él —dijo Tak.
—¿Quiere usted decir que está bajo suelo?
—Correcto.
—¿Puedo llevar mi cámara fotográfica, Mr. Tak?
Tak sacudió la cabeza.
—Lo lamento. —Se dio vuelta—. ¿Me quieren
seguir, por favor?
Entró al salón de estar y salió al corredor.
Gaye y Garry intercambiaron rápidas miradas
mientras lo seguían. Subieron todos al carro eléctrico
y Tak lo condujo por el corredor, pasando por el gran
salón de estar y la puerta principal de la casa y
siguiendo corredor abajo.
—Aquí es dónde Mr. Kahlenberg tiene sus cuartos,
—explicó. mientras pasaban por varias puertas.
Detuvo el carro junto a lo que parecía ser una pared en
blanco y bajó. Observándolo con atención Garry lo vio
colocar el dedo debajo del borde de uno de los grandes
ventanales. La pared que tenía enfrente se corrió y
dejó al descubierto una puerta doble. Al acercarse a
ella, se abrió deslizándose.
—Mr. Kahlenberg es tullido —explicó Tak,
mirando a Gaye—. Todas las puertas de sus aposentos
están controladas electrónicamente. Este es el
ascensor que nos lleva abajo al museo.
Los tres entraron a la jaula forrada de raso. Había
cuatro botones de diferentes color en el tablero de
control. Garry vio que Tak apretaba el botón verde y el
ascensor descendió suave y silenciosamente. Mientras
bajaba Tak apretó el botón colorado, esperó, luego
apretó el amarillo.
—¿Para qué son todos esos botones, Mr. Tak? —
preguntó Gaye inocentemente.
—El botón verde controla el ascensor. El amarillo
enciende las luces del museo y el colorado conecta la
alarma —le dijo Tak.
—Gracias... están ustedes maravillosamente
equipados.
Las puertas se corrieron y entraron a una fría y
abovedada cámara.
—¿Pueden esperar aquí un momento? —dijo Tak y
cruzó hasta una puerta pintada de gris. Estuvo
alrededor de un minuto junto a la puerta. ocultando
con el cuerpo lo que bacía.
Nuevamente Garry miró a Gaye, levantó las cejas,
luego desvió la mirada al darse vuelta Tak.
—El museo contiene muchos tesoros inapreciables
—dijo—. Hemos tomado toda las precauciones contra
robo. Esta puerta que lleva al museo es blindada y está
tratada especialmente para que sea imposible de
cortar. Las paredes de ambos lados tienen cinco pies
de espesor. La cerradura de la puerta está controlada
por una palanca con reloj que se coloca todas las
noches a las 22 y nadie puede abrir la puerta hasta la
mañana siguiente a las diez. Por favor, entren.
Lo siguieron a una vasta habitación abovedada,
iluminada por luz difusa. Había muchos cuadros
colgados. Gaye reconoció un Rembrandt, varios
Picassos y una cantidad de obras de arte renacentistas
que estaba segura de haber visto en el Uffizi, el
Vaticano y el Louvre.
—¿Estos no son los originales, no? —preguntó.
—Por supuesto que son los originales. —Tak
frunció el ceño, como molesto por semejante pregunta
—. Le he dicho que Mr. Kahlenberg tiene el mejor
museo privado del mundo. La sala interior la
entretendrá más, creo. —Se adelantó por la galería de
pintura y entró a otro vasto cuarto.
En medio del cuarto había un buda de oro.
—Esta es una pieza interesante —siguió Tak—.
Proviene de Bangkok. Durante la última guerra, los
japoneses sabiendo que estaba en la ciudad, la
buscaron pero los sacerdotes fueron demasiado
astutos para ellos. La trasladaron a un templo inferior
y la cubrieron con cemento. Aunque los japoneses
visitaron ese templo, no reconocieron lo que
buscaban.
—¿Quiere usted decir que es de oro macizo? —dijo
Garry abriendo la boca frente a la deslumbrante
figura.
—Sí, es de oro macizo.
Los guió, por el cuarto, deteniéndose para
explicarles diferentes objetos de arte. Garry no tenía
ninguna noción sobre tesoros de arte, pero aun él se
impresionó por lo que vio.
—Pero éste es con seguridad uno de los paneles de
Las Puertas del Paraíso de Ghiberti. —dijo Gaye
deteniéndose frente a un panel maravillosamente
grabado que había en la pared—. ¡Qué copia
espléndida!
—La copia está en Florencia. Miss Desmond. Este
es el origina!. —Dijo Tak con una nota ácida en la voz
—. Y esta estatua de David por el Bernini es también
original. La copia está en el Bargello, en Florencia.
Gaye estaba tan espantada por el descaro de la
observación, que se dio vuelta. Fue entonces cuando
pescó el anillo de Cesar Borgia, en una pequeña caja
de vidrio sobre un pedestal en el iluminado nicho—.
¿Y esto, qué es? —preguntó acercándose a la caja de
vidrio y atisbando el anillo.
—El anillo de César Borgia. —dijo Tak—. Fue
confeccionado por un joyero desconocido a pedido de
Borgia. Es un anillo envenenado y la historia cuenta
que el joyero fue su primera víctima. Para probar su
eficiencia y para que el hombre no hablara. Borgia le
dio el apretón de mano fatal con el anillo puesto. Hay
una aguja escondida entre el grupo de diamantes y
ésta rasguñó la mano de la víctima mientras se
estrechaban las manos. Ingenioso, ¿no le parece?
—Esos eran tiempos de gran crueldad —dijo Gaye
con una sonrisita—. ¿Es peligroso ahora?
—Oh, no. Miss Desmond. Tendría que haber sido
cargado con veneno nuevamente para que fuera
peligroso, y dudo que la aguja sea todavía lo
suficientemente afilada como para rasguñar.
Continuó guiándolos, mostrándoles un hermoso
pote para ungüentos, de alabastro, que dijo que
provenía de la tumba de Tutankhamón. Pasaron más
de media hora en el museo y luego Tak, mirando el
reloj, sugirió que tomaran un trago antes de la cena.
Los guió fuera del museo, cerró la puerta y Garry vio
que hacía girar el dial, embrollando la combinación,
luego tomaron el ascensor hasta el corredor. Los llevó
otra vez a su suite y después de aceptar las gracias, les
dijo que un sirviente los guiaría a la terraza principal
en una hora y media y los dejó. Eran las 19,30 y los
dos salieron a la terraza.
—Quiero algo corto y fuerte —dijo Gaye
sentándose—. Un vodka con martini on the rocks.
—Yo tomaré lo mismo —Garry comenzó a mezclar
la bebida. Llenó dos vasos de cocktail, los llevó a la
mesa y se sentó—. ¿Viste las pantallas de T.V. que
había en ambos cuartos?
—No... ¿las viste tú?
—Sí. Fennel dijo que había seis pantallas y por lo
tanto seis cuartos en el museo. Tak sólo nos mostró
dos cuartos. Sabes. Gaye, esto me gusta cada vez
menos. Tengo la idea de que hemos caído en una
trampa.
Gaye lo miró asombrada.
—¡Seguro que no! No nos hubiera mostrado lo que
nos mostraba si realmente sospechara de nosotros.
—Eso es lo que me intriga. Debería darse cuenta
que hemos sospechado que la mayoría de las cosas
exhibidas habían sido robadas. ¿Entonces por qué nos
permitió verlas? Debe estar seguro de que hablaremos
de esta visita cuando nos vayamos a menos... —frunció
el ceño, luego sacudió la cabeza.
—A menos... ¿qué?
—A menos que no nos deje salir.
Gaye se puso rígida.
—No nos puede retener para siempre. Garry, di
cosas sensatas.
Garry tomó un sorbo de su bebida.
—Muy bien, pero no me gusta. Si Fennel y Ken no
estuvieran allí afuera. estaría preocupado. Les voy a
hablar. —Se levantó y fue a su cuarto.
Gaye esperó. Ella también estaba intrigada por el
hecho de que Tak los hubiera llevado al museo, pero
no estaba preocupada. Se dijo que Kahlenberg estaba
tan seguro de sus sistemas de seguridad, que no le
importaba que gente extraña viera el museo.
Garry volvió después de unos minutos.
—Fennel está de acuerdo en que parece
sospechoso. Themba se ha quedado cuidando el
equipo. Fennel viene para aquí solo, y lo deja a Ken
para mantener la vigilancia. Si Kahlenberg comienza a
traernos problemas, por lo menos Ken podrá hacer
algo para ayudarnos. Cuando tengamos el anillo, le
avisaremos a Ken, nos encontraremos todos en el
campo de aterrizaje y saldremos. Recogeremos a
Themba y volveremos a Mainville.
—¿Crees que Kahlernberg va a empezar a traemos
problemas?
—Te lo diré cuando lo conozcamos —contestó
Garry—. ¿Tomamos otro trago?
A las 21 en punto, llegó un zulú y los llevó a la
terraza principal. Sentado en su sillón. Kahlenberg los
estaba esperando. Los saludó alegremente y les señaló
dos sillones que estaban cerca.
—Me cuenta Tak que usted es de Animal World,
Miss Desmond. —dijo, después que Gaye le agradeció
por haberlos recibido—. ¿Hace mucho que está allí?
—No mucho... seis meses.
—Es una revista que veo regularmente. Me
interesan los animales. ¿Por qué no la acreditan. Miss
Desmond?
Observándola. Garry se sintió aliviado al ver que
Gaye estaba tranquila y parecía bastante cómoda: Esta
se rió con un poco de tristeza.
—Soy una de las periodistas independientes de
menor jerarquía. Hago el trabajo de rutina. Tenía
esperanzas de que me permitiera fotografiar esta
encantadora casa. Eso me serviría para que me
acreditaran.
Kahlenberg la examinó.
—Me temo que entonces tendrá que esperar un
poco más para que la acrediten. La fotografía está
prohibida aquí.
Ella encontró sus ojos azul—grisáceo, sonrientes.
—¿Aunque se trate de mí? Le prometo que seré de
lo más discreta y fotografiaré sólo la casa y el jardín.
—Siento mucho. —Cambió de tema preguntándole
si le había interesado el museo.
—Es magnífico. Lo felicito.
Tres zulúes entraron silenciosamente a la terraza y
se quedaron parados esperando delante de la mesa
espléndidamente servida. Al mismo tiempo.
Hindeburg que acababa de terminar su comida, vino
lentamente hacia donde esta Kahlenberg.
—¡Qué belleza! —exclamó Gaye—. ¿Lo puedo
acariciar?
—No sería prudente. —dijo Kahlenberg,
frotándole la oreja al cheetah—. Mi cachorro se siente
un poco inseguro con la gente extraña... aún con la
gente hermosa. Miss Desmond. —Puso en movimiento
el sillón y lo condujo hacia la mesa—. Pasemos a
cenar.
Cuando estuvieron sentados. Kahlenberg se volvió
a Garry.
—¿Y usted. Mr. Edwards, hace mucho que es
piloto profesional?
Garry sacudió la cabeza.
—Recién comienzo —dijo tranquilo—. Miss
Desmond es mi primer cliente. Por supuesto que he
volado mucho en helicóptero en los Estados Unidos,
pero me gusta cambiar, así que me instalé en Durban.
—Comprendo.
Se sirvieron melones helados.
—¿Usted está buscando ciervos grandes, Miss
Desmond?
—Sí, Estábamos camino a la zona de preservación
de animales de Wannock cuando vi esta maravillosa
casa y sentí deseos de conocerla mejor. Espero que no
piense que fui atrevida.
—De ningún modo. Si no hubiera querido tenerlos
Tak les hubiera dicho que se fueran. No, es un placer
tener a huéspedes tan inesperados.
—Usted está ciertamente en la zona salvaje... ¿no
la encuentra solitaria? —preguntó ella.
—Cuando uno está ocupado como lo estoy yo, no
tiene tiempo de sentirse solo. Me sorprende que usted
sea fotógrafa —Kahlenberg la miró directamente—.
Hubiera creído que, por la forma de caminar y por su
apariencia, era modelo.
—He actuado como modelo, pero encuentro que la
fotografía es más interesante.
—Yo también me intereso por la fotografía como
amateur. Supongo que usted trabaja únicamente en
color, ¿no?
Gaye que sólo tenía una vaga idea de la fotografía,
se dio cuenta que estaba entrando en terreno
peligroso.
—Sí, trabajo en color.
—Dígame. Miss Desmond... —empezó a hablar
Kahlenberg cuando se sirvió el segundo plato, trucha
azul.
Gaye inmediatamente comenzó a demostrar
entusiasmo por el pescado, esperando cambiar el
tema.
—Es mi pescado favorito —le dijo.
—Qué suerte, pero yo estaba...
Garry también había visto la luz colorada y trató
de cambiar la conversación de canal.
—Mr. Kahlenberg, di un paseo por el maravilloso
jardín y me crucé con un zulú con vestimenta de
guerra... al menos, creo que es la vestimenta de guerra
por lo que he visto en las películas... un magnífico
ejemplar.
—Sí. Tengo arriba de un centenar de esos
hombres, —dijo Kahlenberg—. Me gusta que se vistan
con la ropa tradicional. Son grandes cazadores de
animales salvajes... y de hombres. Son los guardianes
de mi estado. Ninguno se puede acercar aquí sin ser
visto y mandado de vuelta. Patrullan la selva
circundante día y noche.
—¿Y el jardín no? —preguntó Garry lo más
indiferentemente que pudo mientras separaba el
espinazo del pescado.
Hubo una pausa tan larga que miró hacia arriba,
encontrando los ojos de Kahlenberg que lo miraban.
El divertido desprecio que había en esos ojos, lo
hicieron mirar rápidamente hacia abajo, al pescado.
—No. Mr. Edwards, no patrullan el jardín de
noche, pero tengo algunos que lo hacen durante el día
cuando hay gente extraña.
—Bueno, son realmente impresionantes —dijo
Garry, dejando el cuchillo y el tenedor—. Esto estuvo
excelente.
—Sí. —Kahlenberg abstraído estiró la mano y
comenzó a acariciar la áspera piel de Hindenburg. El
cheetah comenzó a ronronear.
—¡Qué sonido maravilloso! —exclamó Gaye—.
¿Hace mucho que lo tiene?
—Un poco más de tres años. Somos inseparables.
—Kahlenberg miró a Garry—. Es un magnífico perro
guardián o supongo que debería decir gato, guardián.
Tuve buena prueba de ello unos meses atrás. Uno de
mis sirvientes se volvió loco y trató de atacarme. Entró
a mi oficina con un cuchillo, pero antes de que pudiera
alcanzarme, Hindeburg literalmente lo había hecho
pedazos. El cheetah es el animal más rápido que hay
sobre la tierra. ¿Sabía usted eso. Mr. Edwards?
Garry le dirigió una mirada al cheetah y sacudió la
cabeza.
—Tiene aspecto de poder dar buena cuenta de sí
mismo.
—Así es.
Uno de los camareros presentó el plato principal
que era pollo dorado a la cacerola, deshuesado y
relleno con langosta en pedacitos, con una salsa de
crema, coloreado por el coral de la langosta.
—¡Ah! Esto es algo fuera de lo común —dijo
Kahlenberg—. Conseguí la receta por uno de los
grandes chefs de cocina de París. Creo que les va a
parecer excelente.
Mientras el camarero estaba trinchando el pollo.
Kahlenberg charlaba agradablemente, pero los dos,
Garry y Gaye pudieron darse cuenta de que su mente
estaba sólo a medias con ellos. Obviamente estaba
pensando en algún problema de negocios y no les
prestaba toda su atención.
El pollo estuvo excelente como había dicho
Kahlenberg, y ambos expresaron su agrado.
Aunque la comida había sido deliciosa, Gaye Se
sintió aliviada cuando terminó. Se dio cuenta de que
tenía que trabajar duro para mantener el interés de
Kahlenberg. Estaba acostumbrada a tratar con gente
difícil pero decidió mentalmente que era el anfitrión
más duro que jamás había conocido. Era amable, pero
estaba distante y ella sabía que sólo conseguía atrapar
la mitad de su atención. Pero mantuvo la conversación
evitando los temas peligrosos, haciéndole preguntas
sobre su persona, discutió sobre New York, París y
Londres con él, mientras Garry se mantenía más o
menos silencioso, admirando la persistencia de ella.
Mientras tomaban café, Tak salió a la terraza. Se
acercó a Kahlenberg.
—Discúlpeme, señor, Mr. Vorster lo llama por
teléfono.
Kahlenberg frunció el ceño.
—Ah, sí, lo había olvidado. Dígale que lo volveré a
llamar dentro de cinco minutos.
Tak hizo una inclinación y se fue.
—Debo excusarme, Miss Desmond, lamento tener
que dejarlos solos pero tengo que trabajar. Dudo si
nos encontraremos antes de que se vayan. Lo siento
por lo de las fotografías. Espero que hayan disfrutado
de su comida.
Se levantaron y los dos le agradecieron su
hospitalidad. El los miró con una extraña expresión en
los ojos, saludó, luego puso en movimiento su sillón y
lo condujo fuera de la terraza, seguido por
Hindenburg.
Al llegar a su oficina encontró a Tak, esperándolo.
—Gracias Tak, esos dos estaban empezando a
aburrirme. Cosa encantadora esa mujer, por supuesto,
pero sólo un juguete. —Se ubicó detrás del escritorio
—. ¿Los vigilan?
—Sí, señor.
—Bien. ¿Y los otros tres?
—El guía no existe más, Fennel y Jones están
observando desde la roca movediza con anteojos de
largavista. Han estado en contacto con Edwards por
medio del transmisor. Sus conversaciones fueron
interceptadas. Fennel viene hacia aquí solo, dejándolo
a Jones donde está. Edwards piensa que sospechamos
de él y está tomando precauciones.
—Muy sabio de parte de él. Muy bien Tak, puede ir
a su cabaña. Tengo que hacer algún trabajo, pero
tengo intención de retirarme a la hora acostumbrada.
El resto del personal se puede ir.
Tak vaciló.
—¿Le parece conveniente, señor?
—Estarán los guardias aquí y Hindenburg. Sí, está
muy bien —Kahlenberg miró pensativamente a Tak—.
Es mucho más inteligente que usted no tenga nada
que ver con este pequeño asunto. Buenas noches.
—Buenas noches, señor —y Tak se fue.
Kahlenberg se instaló para leer una cantidad de
papeles que habían llegado por la tarde en el correo
aéreo.
Un poco después de las diez y media, se oyó un
golpe suave en la puerta.
Frunciendo el ceño, gritó —adelante. Entró
Kemosa.
—¿Qué pasa?
—Zwide, uno de los jardineros, está muerto,
Kahlenberg levantó las cejas.
—¿Muerto? ¿Cómo sucedió? ¿Un accidente?
—No sé, mi amo. Se quejó de dolor de cabeza y
dolores en los músculos. Como siempre se quejaba,
nadie le dio importancia. Más tarde dijo que le
quemaba la garganta. Unos minutos más tarde, cayó
muerto.
—Extraordinario. Bueno, entiérrenlo, Kemosa. Me
atrevo a decir que su mujer estará encantada. No es
ninguna pérdida.
Kemosa le dirigió una mirada a su amo, luego hizo
una reverencia.
—Haré que se ocupen de hacerlo, mi amo —y salió
cerrando suavemente la puerta detrás de él.
Kahlenberg se sentó hacia atrás en su sillón. Una
sonrisita que le dio una expresión diabólica, le iluminó
la cara.
Entonces el anillo de Borgia era mortal.

CAPÍTULO 8

CUANDO Gaye y Garry volvieron a su suite,


encontraron todas las ventanas y puertas que daban a
la terraza, cerradas y el aire acondicionado en
funcionamiento.
Garry fue inmediatamente a las puertas y trató de
abrirlas, pero estaban cerradas con llave y ésta había
sido sacada. Cuando trató de abrir una de las
ventanas, la encontró inamovible.
—Trancados para pasar la noche —dijo,
rascándose la cabeza—. Ahora ¿cómo diablos va a
entrar Fennel?
—Yo pensé que eras demasiado optimista. ¿Te
parece que iban a dejar todo esto abierto de noche?
—Avísale a Fennel. Es trabajo suyo ver cómo va a
entrar. Tal vez se las pueda arreglar con esta
Cerradura. —Garry miró el reloj. Eran las 22. Se sentó
y miró a Gay—. Tenemos que esperar una hora. ¿Qué
te pareció Kahlenberg?
Gaye se sonrió.
—No me gustó. Creo que se aburrió de mí y el
hombre que me encuentra aburrida no puede llegar a
ser mi persona favorita. —Se rió—. ¿Qué te pareció a
ti?
—Es peligroso —dijo Garry serenamente—. Y te
diré algo más. Tengo la impresión, después de haberlo
observado, de que no está cuerdo. Todavía pienso que
hemos caído en una trampa. Pero ya que estamos
aquí, seríamos locos si no intentáramos llegar hasta el
anillo. Me pregunto si no estaba mintiendo cuando
dijo que los alrededores de la casa no eran custodiados
durante la noche. Le tendré que advertir a Fennel que
tenga cuido al venir.
—No crees que está cuerdo... ¿qué quieres decir?
—Hay algo en sus ojos... no digo que esté loco,
sino que está desequilibrado.
—Estoy segura de que son imaginaciones tuyas,
Garry. No puedo creer que nos haya dejado ver el
museo si realmente sospechara de nosotros. Yo creo
que está amargado por ser tullido, y si estaba distante
probablemente se debería a eso... por todo lo que
sabes, puede ser que sufra.
—Podrías tener razón —Garry levantó los
hombros—. Pero toda la puesta en escena me parece
demasiado fácil.
—¿Vas a verificar el ascensor?
—Por supuesto. Si no está en funcionamiento no
veo cómo podemos llegar hasta la puerta del museo.
Esperaré una media hora, luego iré a ver. —Se levantó
fue hasta la puerta y la abrió. Miró hacia el desierto
corredor. Estaba iluminado, y pudo ver que terminaba
en una puerta doble. No había nadie. Volvió al cuarto
de estar y cerró la puerta—. Podría ser peligroso. Si
Tak o uno de los sirvientes sale de cualquiera de los
cuartos mientras estoy allí afuera, estoy perdido. Ni
una mosca se podría esconder allí.
—Siempre te queda el pretexto de decir que eres
sonámbulo.
Garry le frunció el ceño.
—Me gustaría que tomaras esto más seriamente.
Parecería que no te dieras cuenta de que si estamos
atrapados podemos llegar a pasarla mal.
—Mejor preocuparnos cuando las cosas sucedan.
Garry se sonrió repentinamente.
—Creo que tienes razón. Ven acá y déjate besar.
Ella sacudió la cabeza.
—Ahora no... estamos trabajando.
Garry vaciló, luego encendiendo un cigarrillo, se
dejó caer en un sillón.
—Si salimos con éxito de esto, ¿qué vas a hacer
con el dinero, Gaye? —preguntó.
—Ahorrarlo. Ahorro todo mi dinero y lo coloco al
seis por ciento en un banco suizo. Pronto tendré una
buena entrada y entonces Shalik puede buscarse otra
esclava.
—¿No te cae en gracia?
— ¿A quién le podría caer en gracia? Es útil pero
eso es todo, y tú, ¿qué vas a hacer con tu parte?
—Hacer un curso de electrónica —dijo Garry con
prontitud—. Siempre he querido hacerme de una
educación, y hasta ahora, nunca tuve la oportunidad.
Con el dinero de Shalik, estudiaré, y luego me
conseguiré un trabajo decente. Hay muchas
oportunidades en el campo de la electrónica.
—Me sorprendes... no se me ocurre que eres el
tipo de hombre estudioso. ¿Piensas casarte?
—Sí, pero no antes de haberme capacitado. Luego
lo haré.
—¿Tienes elegida la chica ya?
Le sonrió.
—Sí, así lo creo.
—¿Quién es ella?
—Nadie que conozcas... sólo una chica. Nos
llevamos bien.
—Yo pensé más bien que ibas a nombrarme a mí.
Se rió.
—Tú hubieras dicho que no de todos modos:
—¿Por qué estás tan seguro?
—Hubieras dicho que no, ¿no es verdad?
Gaye le sonrió.
—Sí. No quisiera casarme con un ingeniero
electrónico. Cuando me case será con un hombre que
piensa a lo grande, vive a lo grande y es rico.
—Ya lo sé. Por eso la elijo a Toni.
—¿Ése es el nombre de ella?
Garry asintió.
—Te deseo suerte, Garry y espero que seas muy
feliz con ella.
—Gracias. Espero que tú también seas feliz, pero
no te aferres demasiado al dinero.
Gaye se puso pensativa.
—La vida puede ser bastante dura sin él.
—Sí —él aplastó su cigarrillo y miró fijo al techo—.
Uno debe tener lo suficiente, pero todo esto.:. —señalo
con la mano la habitación lujosamente amueblada—.
Esto no es necesario.
—Lo es para mí.
—En eso diferimos. —Miró su reloj—. Creo que
voy a darle un vistazo al ascensor.
Gaye se puso de pie.
—Iré contigo. Si nos encontramos con alguien,
diremos que teníamos ganas de caminar por el jardín
y como no podíamos salir por la terraza, íbamos a
tratar de salir por la puerta principal.
—Un poco flojo... pero tendrá que resultar.
Vamos.
Salieron silenciosamente al corredor, se
detuvieron para escuchar, no oyeron nada y luego
caminaron ligero, pasando por la puerta principal y
más adelante hacia el escondido ascensor. Garry se
dirigió al borde del ventanal y tanteó debajo de éste;
sus dedos encontraron un botón que presionó. La
pared se corrió. Se miraron mutuamente, luego
haciéndole señas a ella de que se quedara donde
estaba, se acercó a las puertas del ascensor que se
abrieron deslizándose silenciosamente. Entró a la
jaula, presionó primero el botón rojo que Tak había
dicho que cortaba la alarma, luego presionó el verde.
Las puertas se cerraron y el ascensor descendió.
Cuando llegó al piso bajo, Garry apretó nuevamente el
botón verde y el ascensor subió. Salió al corredor y
volvió a hacer correr la pared.
Tomando la mano de Gaye en la suya, corrió
silenciosamente por el corredor y volvió a la suite.
—Bueno, funciona —dijo, cerrando la puerta—.
Ahora todo depende de que Fennel pueda entrar y
luego, por supuesto, si puede llegar a abrir la puerta
del museo.
Después de esperar un cuarto de hora, Garry tomó
el radio transmisor. Fennel contestó enseguida.
Garry le explicó, la situación y le dijo que el
ascensor funcionaba. Fennel dijo que todavía se veían
luces en las ventanas de las dos alas extremas de la
casa.
—La luz de la derecha es la mía —dijo Garry—. La
otra es de los aposentos de Kahlenberg.
—La luz de la izquierda se ha apagado —informó
Fennel—. La única luz que se ve ahora es la de usted.
—Kahlenberg me dijo que los alrededores de la
casa no están custodiados, Lew —dijo Garry—, pero no
confío en él. Tómese tiempo y utilice todo lugar
cubierto al venir. Podría haber alguno de los guardias
zulúes por alrededor.
—Estaré alerta. Salgo ahora. Me llevará una buena
media hora llegar hasta donde están ustedes. Ken se
quedará aquí hasta que le avisemos.
—Comprendido... cambio —y Garry apagó el
aparato. Volviéndose a Gaye, continuó—, viene para
acá. Todas las demás luces se han apagado. —Fue
hasta las lámparas de al lado de la cama y las
encendió, luego apagó las del cielo raso. Yendo hacia
la ventana, atisbó en la oscuridad. La gran luna estaba
parcialmente oculta por las nubes, pero después de
unos minutos, sus ojos se acostumbraron a la
oscuridad y pudo llegar a ver los muebles de la terraza
y más allá, los canteros de flores. —Tal vez estemos
volando para Mainville dentro de dos horas —dijo
Gaye—. Me voy a cambiar.
Entró al cuarto, se sacó el sari y se puso la camisa
y los shorts. Cuando volvió a la sala de estar, encontró
que Garry también se había cambiado. Se sentaron
sobre la cama, mirando por la ventana, esperando a
Fennel.
Los minutos se arrastraron lentamente. Los dos se
sintieron excitados mientras estaban sentados,
esperando. Después de lo que pareció un siglo, Garry
puso la mano en el brazo de Gaye.
—Está aquí. —Se puso de pie y fue hacia la
ventana. Fennel salió de la oscuridad, se detuvo en la
ventana y les hizo una seña. Bajó la caja de
herramientas al piso y fue hacia las puertas que daban
a la terraza. Con ayuda de una linterna de bolsillo,
examinó la cerradura. Mirando a Garry, levantó su
dedo pulgar, luego fue a buscar su caja de
herramientas.
En pocos minutos las puertas de la terraza se
abrieron. Levantando la caja, Fennel entró al cuarto
de estar. Volviéndose a Garry, dijo:
—Lo han estado pasando bien, ¿eh? —Miró por el
cuarto—. Ken y yo tuvimos la peor parte, ¿no?
—Difícil —dijo Garry sonriendo—. No se preocupe.
Ya se repondrá.
Fennel le dirigió una mirada diabólica, luego se
dio vuelta. Viendo el estado de ánimo en que estaba,
Gaye lo observó, pero no le habló.
—¿Dónde está el ascensor? —preguntó Fennel—.
Este trabajo me puede llevar tres a cuatro horas.
Garry se volvió a Gaye.
—Tú mejor te quedas aquí, si va a demorar tanto.
Ella asintió.
—Muy bien.
—¿Qué pasa con las lentes de T.V.? —preguntó
Fennel.
—Están allí en el museo, pero no tengo idea dónde
está el cuarto de las pantallas o si alguien vigila
durante la noche.
Fennel se puso colorado de rabia.
—¡Su trabajo consistía en averiguarlo! —rezongó.
Garry fue hacia la puerta, la abrió y le hizo una leña
con la cabeza a Fennel.
—Venga a ver... hay cerca de treinta y cinco
puertas a lo largo de este corredor. Podría estar detrás
de cualquiera de ellas. No podemos entrar y
verificarlo. ¿Vio algún zulú? al venir por el jardín?
—No. ¿Qué tiene que ver con esto?
—Las probabilidades son de que si no custodian
de noche los alrededores, tampoco controlarán las
pantallas de T.V.
—Si no es así estamos hundidos.
—Así es. ¿Tiene usted idea de cómo verificarlo?
Fennel pensó, después se encogió de hombros.
—Podrían estar en cualquier lugar... podrían estar
en alguna de las chozas fuera de la casa. —Vaciló—. Es
correr un gran riesgo.
—O no corremos el riesgo o nos vamos sin el
anillo.
—¿Quiere correr el riesgo? —preguntó Fennel.
—Seguro, si usted quiere.
—Entonces vayamos.
Anduvieron silenciosos por el corredor, dejando a
Gaye todavía sentada sobre la cama. Unos minutos
más tarde, descendían por el ascensor. Cuando
llegaron a la cámara abovedada, Garry le señaló las
lentes de T.V. que estaban en el cielo raso.
—Ahí están.
Fennel se corrió debajo de las lentes y las observó.
Luego hizo una profunda aspiración.
—No están en funcionamiento.
—¿Seguro?
—Sí.
Garry se limpió las manos transpiradas en las
sentaderas de los shorts.
—Ahí está la puerta del museo. ¿Quiere que haga
algo?
Fennel fue hasta la puerta y examinó el dial y la
cerradura.
—No... déjelo por mi cuenta. Va a llevar tiempo,
pero la puedo abrir. —Abrió la caja y extendió una
selección de herramientas sobre el piso. Garry fue
hasta un sillón de cuero de alto respaldo y se sentó.
Encendió un cigarrillo y trató de contener su
impaciencia.
Fennel trabajaba cuidadosamente, con un leve
silbido al respirar. Su cuerpo ocultaba lo que estaba
haciendo, y después de un rato, Garry se aburrió de
observar las anchas espaldas y levantándose, comenzó
a caminar de un lado a otro. Fumó un cigarrillo detrás
de otro y continuamente miraba el reloj. Después de
haber pasado lentamente una hora, se detuvo para
preguntar:
—¿Qué tal va?
—He neutralizado el interruptor del reloj —dijo
Fennel, sentándose hacia atrás sobre sus talones y
limpiándose la frente con el brazo—. La peor parte del
trabajo la tenemos detrás. Ahora, tengo que luchar con
la cerradura misma.
Garry se sentó y esperó.
Pasó otra hora lentamente, luego Fennel hizo un
gruñidito.
—¡Lo logré! —exclamó.
Garry se acercó a la puerta.
—Más rápido de lo que pensaba.
—Simplemente cuestión de suerte. Anteriormente
he estado cinco horas con una de estas malditas
cerraduras. —Se levantó y abrió la puerta—. ¿Sabe
usted dónde está el anillo?
—Lo llevaré hasta allí.
Fennel volvió a ordenar rápidamente la caja de
herramientas y entraron juntos a la galería de pintura.
Adelantándose Garry entró al segundo cuarto y llegó
al nicho iluminado. Luego se detuvo, experimentando
una noción de colapso. El pedestal estaba allí, pero la
caja de vidrio y el anillo faltaban.
—¿Qué pasa? —preguntó Fennel.
—¡No está! —Garry se pasó la lengua por los
resecos labios—. Allí era dónde estaba... ¡Ha
desaparecido! Pensé...
Se cortó de golpe al ver a Fennel, la cara crispada,
que estaba mirando hacia el ancho arco de la entrada
por el que habían pasado a ese cuarto, desde la galería
de pintura.
Parados allí, vestidos únicamente con una piel de
leopardo, había cuatro zulúes gigantes, cada uno con
una puntiaguda lanza de ancha hoja en la mano, los
crueles, fieros ojos negros fijos en los espantados
hombres. Uno de ellos dijo en inglés gutural:
—Vengan con nosotros.
—Esto es lo que se llama un buen policía, —dijo
Garry y caminó hacia el zulú.
Fennel vaciló, pero sabía que no tenía ninguna
probabilidad contra esos cuatro gigantes. Maldiciendo
por lo bajo, recogió la caja y fue detrás de Garry.

A medida que pasaban los minutos lentamente,


Gaye se puso más y más inquieta e impaciente.
Caminaba por el lujoso salón de estar, preguntándose
cómo le iría a Fennel. Ya hacía dos horas que habían
dejado el salón. Se repetía todo el tiempo que Fennel
había dicho que podía ser un trabajo de cuatro horas.
En ese momento deseaba haber ido con ellos. Esta
larga espera la estaba poniendo nerviosa.
Luego oyó un leve golpe en la puerta. Pensando
que era Garry, corrió apresurada por el hall y abrió la
puerta. Se enfrentó con un zulú que la sobrepasaba, la
luz que le daba desde arriba, hacía brillar su piel negra
y destellar la hoja de su lanza.
Sofocó un grito y retrocedió apuradamente,
llevándose la mano a la boca. El zulú la miró echando
fuego los ojos como piedras mojadas.
—Venga conmigo —gruñó y dio un paso a un lado.
—¿Qué quiere? —preguntó Gaye, la voz cascada
por el susto.
—El amo quiere que vaya... ¡venga!
Ella vaciló. Entonces Garry había tenido razón
después de todo, pensó, habían caído en una trampa.
Por entonces se estaba recobrando del susto. No había
otra cosa que hacer que obedecer, y levantando alta la
cabeza salió al corredor. El zulú señaló la doble puerta
al final del corredor.
Sabía que era inútil tratar de escapar de modo que
fue caminando por el corredor, seguida por el zulú.
Cuando finalmente llegó a la doble puerta, se
abrió automáticamente. Sin mirar al zulú, entró a la
oficina de Kahlenberg, el corazón que le latía con
fuerza, la boca seca.
En el extremo del amplio cuarto, Kahlenberg
sentado, estaba junto a su escritorio, un cigarrillo
entre los dedos, Hindenburg a su lado.
—Ah, Miss Desmond —dijo, mirando hacia arriba
—. Por favor acérquese. Estoy observando algo de gran
interés.
Al acercarse por el costado del escritorio, vio que
el pequeño equipo de T.V. estaba encendido.
Kahlenberg le señaló una silla cerca de la suya, lejos
de Hindenburg que no le había sacado los ojos de
encima desde que había entrado al cuarto.
—Siéntese y mire esto.
Ella se sentó, cruzando las manos sobre la falda y
miró la pantalla iluminada. Su corazón dio un salto al
ver a Fennel de rodillas frente a la puerta que daba al
museo.
—Creo que en realidad está anulando mi hermosa
cerradura —dijo Kahlenberg—. Los fabricantes me
dijeron que nadie lo podía hacer.
Fennel se sentó repentinamente sobre sus talones.
—¡Lo logré! —exclamó. La voz un poco apagada,
salió bastante bien por el parlante.
Entonces entró Garry en el cuadro.
—Su amigo es inteligente. —dijo Kahlenberg.
Aunque habló con suavidad, sus ojos brillaron
enojados—. No creí que lo haría, pero como ve, lo ha
logrado.
Gaye no dijo nada.
—Normalmente inmovilizamos el ascensor —
continuó Kahlenberg, sentándose hacia atrás en su
sillón, los ojos todavía en la pantalla—. Pero tenía
interés en saber si este experto la podía violar. Tendré
que hablar seriamente con los fabricantes. Esto no
resulta para nada.
Observaron a Garry y Fennel entrar al museo. Al
presionar Kahlenberg un botón del tablero, el cuadro
cambió de ángulo.
—No quise alarmar a sus amigos de modo que no
hice funcionar este equipo hasta que estuvieron
tranquilos de que no estaba en funcionamiento. —
continuó Kahlenberg—. Ahora me temo que estén a
punto de recibir un disgusto y una sorpresa.
El cuadro mostró a los dos hombres mirando fijo
el pedestal que estaba en el nicho iluminado.
Gaye oyó que Fennel decía.
—¿Qué pasa?
Inclinándose hacia adelante Kahlenberg apagó el
aparato.
—Estarán aquí dentro de unos minutos, Miss
Desmond —dijo. Tomó una caja de oro, de cigarrillos y
se la ofreció—. ¿Un cigarrillo?
—Gracias —Gaye tomó un cigarrillo y aceptó
fuego.
—Dicho sea de paso, ¿cómo está Mr. Shalik?
Si esperaba desconcertarla, ella lo desilusionó. La
cara inexpresiva mientras decía.
—La última vez que lo vi, parecía estar muy bien.
—¿Continúa tramando sus miserables pequeñas
estafas?
—Realmente no lo sé. Parece estar ocupado
siempre, pero no tengo idea de lo que hace
exactamente.
—Es hora de haberlo parado, para bien. —El
destello de fuego en los ojos de Kahlenberg le
recordaron que Garry pensaba que era un
desequilibrado—. Está resultando un estorbo.
—¿Creé usted eso? Yo hubiera pensado que no era
más estorbo que otros —dijo Gaye fríamente—.
Después de todo, Mr. Kahlenberg, seguramente
ustedes son pájaros del mismo plumaje, ¿no?
Los ojos de Kahlenberg se achicaron un poco.
—¿Qué le hace pensar eso, Miss Desmond?
—Mr. Tak me dice que todo lo de su museo es
original. Me imagino que las autoridades de Florencia
no le han vendido a usted el panel de Ghiberti o el
David de Bernini. Sé que usted robó el anillo de
Borgia. Seguramente usted es un estorbo tan grande
para los directores de los diferentes museos como lo es
Mr. Shalik para usted.
Kahlenberg se sonrió.
—Sí, admito que todo lo que hay en mi museo es
robado, pero existe una razón. Yo aprecio las cosas
hermosas. Necesito de la belleza. Estoy demasiado
ocupado para visitar Europa de modo que prefiero
tener las cosas hermosas aquí dónde las puedo ver
cuando tengo deseos. Pero Shalik sólo piensa en el
dinero, no en la belleza. Se desvive por el dinero como
yo por la belleza. Intento detenerlo.
—Tal vez necesite el dinero —dijo Gaye—. Usted
tiene más que suficiente. A lo mejor usted sería igual
que él si no tuviera dinero.
Kahlenberg aplastó el cigarrillo. Ella se dio cuenta
de que hacía un esfuerzo por controlar sus nervios.
—Usted es una mujer de mucho espíritu, Miss
Desmond. Estoy seguro de que Mr. Shalik se sentiría
halagado de oírla defenderlo.
—No lo estoy defendiendo. Simplemente digo que
no veo la diferencia entre usted y él —dijo Gaye.
En ese momento se abrieron las puertas y
entraron Garry y Fennel. Los cuatro zulúes se
detuvieron en la entrada, mirando en dirección a
Kahlenberg quien los despidió haciendo una seña con
la mano. Retrocedieron y las puertas se cerraron.
—Entren, señores y siéntense. —dijo Kahlenberg,
señalando dos sillones frente al escritorio—. Como
pueden ver, Miss Desmond ya está conmigo.
Garry se acercó a un sillón y se ubicó, pero Fennel
se quedó parado mirándolo con rabia.
—Por favor, siéntese Mr. Fennel —dijo Kahlenberg
suavemente—. Permítame felicitarlo. No creí posible
que alguien pudiera abrir la puerta de mi museo y
ahora usted lo ha hecho. Es una hazaña.
—¡Termine con los sentimentalismos! —gruñó
Fennel— ¡Vinimos por el anillo y no lo hemos
conseguido de modo que ahora nos vamos a ir bien
rápido de aquí y usted no nos va a detener!
—Seguramente que se va a ir —dijo Kahlenberg—,
pero tenemos que discutir algo primero.
—¡Yo no discuto nada con usted! —interrumpió
Fennel. Estaba lívido de rabia y disgusto. Miró a Gaye
y Garry—. Vamos... no se atreverá a detenernos.
Y se puso en movimiento hacia la puerta, agarró la
manija pero encontró la puerta cerrada, giró sobre sí
mismo y miró a Kahlenberg echando chispas por los
ojos.
—¡Abra esta puerta o le rompo el maldito cogote!
Kahlenberg levantó las cejas.
—Eso podría ser peligroso para usted, Mr. Fennel,
—dijo e hizo un leve chasquido de la lengua contra los
dientes. Inmediatamente, Hindenburg se paró y
comenzó a moverse lentamente hacia adelante, los
ojos fijos en Fennel, los labios dejaron al descubierto
los dientes con un feroz gruñido que lo hizo
retroceder.
—Le aseguro —siguió Kahlenberg—, que mi
cachorro lo haría pedazos con otra señal que le diera.
¡Siéntese!
Acobardado por el cheetah, Fennel se sentó de
golpe al lado de Garry.
—Gracias —dijo Kahlenberg, luego continuó—, no
quiero que el esfuerzo que han hecho ustedes tres para
conseguir el anillo de Borgia sea desperdiciado. Como
acaba de señalar Miss Desmond con mucha razón, el
anillo no me pertenece legalmente. Ya que ustedes han
demostrado tener tanta iniciativa para llegar hasta
donde han llegado, he decidido darles el anillo bajo
ciertas condiciones. —Abrió el cajón del escritorio y
sacó la caja de vidrio que contenía el anillo. La colocó
sobre el escritorio donde los tres pudieran verla.
Fennel le dirigió una mirada destellante al anillo y
luego miró a Garry.
—¿Es ése? —y cuando Garry asintió. Fennel se
volvió a Kahlenberg—. ¿Qué significa... condiciones?
Kahlenberg se dirigió a Gaye.
—Miss Desmond, aunque vivo en un lujo
considerable, aunque soy un hombre excesivamente
ocupado, hay momentos en que me aburro de mí
mismo. Como ve, soy un tullido. Estoy encadenado a
este sillón. Una de mis ambiciones cuando era joven
era llegar a ser un cazador. Nada me hubiera dado
tanta satisfacción como ir a un safari. Pero siendo un
tullido, esto ha sido imposible y admito que me he
sentido frustrado en cierta medida. Cualquier forma
de frustración para un hombre de mi poder y mi
fortuna es intolerable.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Fennel
impaciente—. ¿Cuáles son esas condiciones de las que
habla?
Kahlerberg lo ignoró.
—Aquí está el anillo de Borgia. —Levantó la caja
de vidrio y se la entregó a Gaye—. Tengo entendido
que a cada uno de ustedes se les pagará nueve mil
dólares cuando entreguen el anillo a Shalik. —Sonrió
fríamente—. Como ustedes ven, tengo un excelente
sistema de espionaje. Nueve mil dólares para ustedes
es una suma importante y naturalmente un incentivo
para entregar el anillo a Shalik.
—¿Usted quiere decir que nos dará el anillo? —
preguntó Fennel.
—Miss Desmond ya lo tiene. Ahora les voy a
proporcionar otro incentivo más... uno mucho más
importante... entregar el anillo a Shal¡k. Pero, no
obstante éstos dos incentivos, todavía tienen que sacar
el anillo de mi estado.
—Así que es eso. —Los ojos de Fennel se achicaron
—. Sus salvajes nos van a detener... ¿es eso?
—Si pueden lo van a hacer. Voy a organizar una
cacería. Ustedes tres y Mr. Jones que los está
esperando, serán las presas y mis zulúes serán los
cazadores. Deben verlo como un juego tan excitante
como lo veré yo. Tendrán una razonable oportunidad
de escapar de los cazadores porque les daré unas tres
horas de ventaja. Saldrán de aquí a las cuatro, cuando
haya suficiente luz como para que puedan correr bien
rápido y va a hacerles falta una buena corrida. A las
siete mis zulúes irán por ustedes. Dependerá
completamente de la rapidez y del ingenio de ustedes,
el sortearlos.
—¿Habla seriamente? —preguntó Garry.
—Ciertamente hablo muy en serio como lo
descubrirán si tienen la mala suerte de ser capturados.
—¿Y si nos capturan? ¿Qué pasa?
Kahlenberg hizo una inclinación de cabeza.
—Una pregunta muy sensible, Mr. Edwards. Si los
capturan, los matarán cruelmente. Mis hombres son
extremadamente primitivos. En los días de Shaka, el
famoso jefe zulú, cuando atrapaba a sus enemigos, los
estaqueaban. Esto se hace clavando con martillo una
estaca atada en el intestino bajo y dejando que la
víctima muera lentamente y en extrema agonía.
La cara de Garry se puso rígida.
— ¿Y sus salvajes nos harán eso a nosotros si nos
atrapan? —preguntó.
—Sí lo harán.
Hubo una larga pausa, luego Garry dijo, entonces
usted está montando esta cacería para conformar su
perversa y sádica frustración. ¿Es así?
La cara de Kahlenberg cambió: de un hombre
cortés que hablaba suavemente se convirtió
repentinamente en un lunático cruel y maligno.
—Yo les voy a enseñar a no traspasar los límites de
mi estado —dijo, inclinándose y mirando con furia a
Garry—. ¡Se han atrevido a venir acá con su ridículo
cuento y ahora pagarán por ello! —Se controló a sí
mismo y se sentó hacia atrás, la boca trabajando y se
quedó inmóvil hasta que la furia se aplacó—. Es
necesario librarse de todos ustedes ya que han visto
mi museo. Es esencial que no se escapen para hablar.
Un poco tembloroso al darse cuenta de que su
idea de que Kahlenberg era desequilibrado
mentalmente, se confirmaba ahora, Garry dijo:
—¿Entonces por qué darnos el anillo? ¿Por qué no
llamar a sus hombres y que nos maten ahora?
—La cacería me entretendrá. Les doy el anillo
porque si llegan a escapar, merecen guardárselo...
pero les aseguro que es improbable que puedan
lograrlo.
—Supongamos que le prometemos no hablar y
dejarle el anillo? —dijo Garry—. ¿Nos permitiría tomar
el helicóptero y salir?
—No, y en el caso de que tengan esperanzas de
usar el helicóptero, les diré de una vez, que está
custodiado. Diez de mis zulúes lo rodean y mañana
temprano, uno de mis pilotos lo llevará de vuelta a la
compañía que se los alquiló. —Apretó un botón de su
escritorio y se corrió un panel en la pared opuesta
dejando al descubierto un mapa en relieve, del estado
y de la casa—. Les daré una ventaja razonable y me
disgustaría mucho si la cacería se terminara en unas
pocas horas. Me gustaría que durara varios días. De
modo que, por favor, miren el mapa y estúdienlo.
Verán que la salida por el Este está bloqueada por una
cadena de montañas. Al menos que sean todos
expertos alpinistas, no les aconsejaría ir por ese
camino. Les advierto que a mis zulúes lea resulta
insignificante trepar las laderas de esas peligrosas
cumbres y rápidamente los alcanzarían. Tampoco
recomendaría la salida por el Sur. Como pueden ver
por el mapa hay un río, allí, pero lo que no se ve es que
en las cercanías del río hay ciénagas que están
infectadas de cocodrilos y de algunas de las más
mortales víboras de Natal. La salida por el Norte está
derecho hacia adelante. Ese es el camino por el que
entraron. Sin embargo veinte de mis zulúes están
siempre custodiando ese acceso. Usted no los vio, Mr.
Fennel, pero ellos lo vieron a usted y a Mr. Jones y nos
informaban continuamente de su marcha. De modo
que le aconsejaría no salir por ese camino aunque lo
hayan dejado entrar por instrucciones mías, puede
estar seguro de que no le dejarán salir. De modo que
sólo queda el Oeste. No es fácil pero es posible. No
encontrarán agua allí, pero hay una buena huella que
lleva finalmente a la autopista principal para
Mainville. Está a unos ciento veinte kilómetros y
tendrán que apurarse. Un zulú puede alcanzarlos
fácilmente con un caballo ligero, pero tienen tres
horas de ventaja. —Kahlenberg miró el reloj—. Ya se
me ha hecho tarde para ir a dormir. Por favor, vuelvan
a la suite de huéspedes y descansen un poco. A las
cuatro se los pondrá en libertad. Nuevamente les
aconsejo moverse todo lo rápido que puedan. —
Presionó un botón de su escritorio y las puertas se
abrieron. Los cuatro zulúes que estaban esperando
entraron.
—Por favor, vayan con éstos hombres, —continuó
Kahlenberg—. Hay un viejo dicho africano que harán
bien de recordar todos. Es que el buitre es un ave
paciente. Personalmente, preferiría un buitre a uno de
mis zulúes. Buenas noches,
De vuelta en la suite de huéspedes y cuando
Fennel cerró la puerta, Garry dijo:
—Es un caso patológico. Tuve un presentimiento
en el momento que lo vi. ¿Creen que está bromeando
sobre lo de los zulúes?
—No —Gaye contuvo un temblor—. Es un
perverso sádico. ¡Esa expresión de la cara cuando dejó
caer la máscara! Vámonos ahora, Garry. Ellos creen
que la puertas de la terraza están cerradas. Podemos
ganar siete horas si salimos ahora mismo.
Garry fue hacia las puertas y las abrió. Se detuvo,
luego dio un paso atrás cerrándolas.
—Están allí afuera ya... esperando.
Gaye fue hacia donde estaba él y atisbó a través
del vidrio. Pudo ver un semicírculo de zulúes en
cuclillas, frente a ella: la luz de la luna brillaba en sus
lanzas, las plumas de avestruz se movían con la suave
brisa. Sintiéndose atemorizada se apartó de las
ventanas.
—¿Qué vamos a hacer, Garry?
—¿Eres buena para la montaña? —le preguntó
Garry, acercándose para sentarse a su lado.
—No creo... nunca lo probé.
—Ustedes pueden cortar camino por las
montañas, —dijo Fennel, limpiándose la cara con el
brazo—. Yo no tengo cabeza fuerte para las alturas.
—Tendremos que consultar a Ken. Tenemos que
ponernos en marcha para el Norte para recoger a
Themba. Sin él, no saldremos.
—Correcto —dijo Fennel—. Ken dice que el tipo
tiene una brújula en la cabeza. El nos llevará afuera.
—Tomemos un trago. —Garry se puso de pie y fue
al bar—. ¿Qué quieres tomar, Gaye?
—Nada a esta hora.
—¿Lew?
—Scotch.
Mientras Garry preparaba las bebidas, preguntó:
—¿Lleva Ken el Springfield encima?
—No. Lo dejamos con Themba.
—Podríamos necesitarlo.
—Sí, recogeremos a Ken, y luego iremos
directamente adónde dejamos a Themba. No sólo
tiene el rifle, sino agua especial y la mayor parte de la
comida. Si tenemos que caminar todo ese maldito
camino, podríamos pasarnos en él tres y hasta cuatro
días.
Garry vio que Gaye estaba examinando el anillo a
través de la caja de vidrio.
Se le acercó y atisbó por encima de los hombros de
ella.
—Sácalo y póntelo —dijo él—. Esa caja es molesta
para llevar y podría romperse. El anillo estará mucho
más seguro en tu mano que en la caja.
—Si alguien tiene que llevarlo, seré yo —dijo
Fennel, dejando su bebida.
—Ella lo va a llevar —dijo Garry tranquilo—.
Confío en Gaye, pero no puedo decir que confío en
usted.
Fennel lo miró con rabia, pero la mirada fija de
Garry le hizo vacilar, Finalmente, se sentó
groseramente y tomó de un trago su bebida. Muy bien,
hijo de puta, pensó. Te arreglaré las cuentas cuando se
las arregle a ella.
Gaye sacó el anillo de la caja.
—Los diamantes son hermosos, pero el anillo no
es lindo, ¿no? —Se lo probó en el tercer dedo de la
mano derecha, pero lo encontró demasiado flojo—.
Por supuesto, me olvidaba… es un anillo de hombre. —
Se lo colocó en el pulgar—. Así está bien. Es un poco
molesto, pero no se saldrá.
Garry miró el reloj. Eran las dos.
—Ve y tiéndete en la cama, Gaye. Yo voy a mi
cuarto. Tenemos que descansar todo lo que podamos.
No sabemos cuándo dormiremos nuevamente.
La observó mientras se iba a su cuarto, luego se
fue al suyo, ignorándolo a Fennel.
Este se estiró sobre el diván. Sabía que no
dormiría. Todo su deseo y frustración volvieron a él al
pensar en Gaye.
Si tuviera que seguirla hasta Inglaterra, se dijo, lo
haría aún con ella. Había tenido esperanzas de
encontrar una oportunidad de arreglarle las cuentas
en el camino de vuelta a Mainville, pero tendrían que
estar continuamente en movimiento si tenían que
sacarse de encima a los zulúes. Cambió de posición,
inquieto. El pensamiento de ser perseguido por una
cantidad de zulúes le secó la boca.
Un poco antes de las cuatro, Gaye fue despertado
por el sonido del tambor batiente. Se incorporó,
revoleó las piernas fuera de la cama y escuchó.
No muy lejos, pudo oír el sonido rítmico del
tambor como el latido del pulso. Miró
apresuradamente el reloj y vio que faltaban dos
minutos para la hora. Arrebató su mochila y fue al
salón de estar.
Garry y Fennel estaban parados junto a las
puertas de la terraza.
Un zulú gigante vino por la terraza y les hizo una
seña con la cabeza. Era un magnífico ejemplar de
hombre en su piel de leopardo y plumas de avestruz.
—Ahí vamos —dijo Garry y abrió las puertas.
El batir del tambor era ahora muy fuerte. Una fila
de unos treinta zulúes formaban una pared de
brillantes cuerpos negros, cubiertos con piel de
leopardo. El ornamento de plumas de avestruz que
tenían en la cabeza se movía hacia adelante y hacia
atrás mientras arrastraban los pies y pateaban contra
el piso al golpe del tambor. Llevaban largos y angostos
escudos de piel de búfalo y sostenían en la mano
izquierda seis lanzas mientras se inclinaban,
arrastraban los pies y pateaban el piso. Formaban un
espectáculo imponente y atemorizador. El zulú, que
estaba solo delante hizo un gesto salvaje sacudiendo la
lanza primero hacia los tres y luego hacia la distante
selva.
Los dos hombres se colgaron las mochilas de la
espalda y con Gaye en medio de ellos, salieron a la
terraza.
Al verlos, los bailarines profirieron un fuerte y
salvaje gruñido que hizo latir fuertemente el corazón
de Gaye. El batir del tambor aumentó.
Caminaron apuradamente atravesando el jardín,
mirando hacia adelante y no a los zulúes. Gaye se tenía
que contener para no correr. Siguieron caminando y
en pocos minutos estuvieron en la selva.
—Un lote de buen aspecto —dijo Garry—. Son los
muchachos que nos perseguirán. ¿Dónde está Ken?
Fennel señaló el lugar.
—¿Ve esa roca movediza allí arriba? Allí es donde
está. —Hizo bocina con las manos y gritó:
—¡Ken! ¡Baja rápido! —Luego sacó su linterna, la
encendió y comenzó a hacer señas con ella. Una luz le
respondió desde la roca y oyeron que Ken gritaba, voy.
Mantengan la luz encendida.
Cinco minutos más tarde, se reunió con ellos.
—¿Lo consiguieron? Pensé que iban al campo de
aterrizaje.
—¡Lo conseguimos! —dijo Fennel—. Tenemos que
buscar rápidamente a Themba. El helicóptero se
terminó. Vamos, le contaré mientras caminamos.
Ken lo escudriñó con la mirada.
—¿Problemas?
—Le contaré... ¡siga caminando!
Ken arrancó con Fennel, hablándole, a su lado.
Garry y Gaye se mantuvieron juntos.
Cuando Ken comprendió la situación, aceleró el
paso.
—¿Usted cree realmente que vienen por nosotros?
—Estoy muy seguro de eso. No me voy a
preocupar tanto cuando tenga el rifle —dijo Fennel—.
Si nos parece que nos alcanzan, les podemos tender
una celada, pero sin el rifle estamos en un problema
tremendo.
Mientras caminaban apurados por la huella de la
selva, Garry iba pensando en la mejor manera de
evadir a los zulúes. Si tomaban la salida del Oeste que
Kahlenberg había dicho que era relativamente fácil,
resultaría una carrera entre los zulúes y ellos y
aquéllos podrían andar a la velocidad, de un caballo
galopando. La salida del Este estaba descartada.
Ninguno de ellos tenía experiencia de montaña,
mientras que los zulúes sí. La salida del Norte era
demasiado peligrosa. Garry estaba seguro de que
Kahlenberg decía la verdad cuando dijo que tenía
hombres apostados ya allí. Restaba la salida del Sur…
ciénagas y cocodrilos y posiblemente la última salida
que imaginarían los zulúes que intentarían ellos.
Cerca de cuarenta minutos les llevó alcanzar el
claro dónde habían dejado a Themba. Veinte minutos
menos de lo que le había llevado a Ken y a Fennel
llegar a la roca movediza. Estaban todos un poco sin
aliento y nerviosos.
—Es ese árbol que está allí arriba —dijo Ken
señalándolo.
—¿Está seguro? Allí no está. —Fennel miró fijo
por el claro en la tenue luz del cercano amanecer.
—¡Themba! —gritó Ken—. ¡Themba!
El silencio que los recibió les hizo correr un
escalofrío por el cuerpo. Ken entró a correr. Los otros
lo siguieron.
Al llegar al árbol, Ken se detuvo. Sabía que era el
árbol debajo del que habían dejado a Themba. No sólo
reconoció el raquítico arbusto espinoso que había
notado cuando había partido con Fennel, sino que
había una pila de leña junto al árbol. Debajo de ese
árbol habían estado la garrafa de agua, la valija con
comida y el rifle Springfield. No había señas de
ninguna de esas cosas,
—¡El hijo de puta escapó con nuestro equipo! —
gruñó Fennel.
—Él no haría semejante cosa. Algo le ha pasado.
Fue Garry quien avistó la tumba lejos hacia la
derecha.
—¿Qué es eso?
Miraron la montaña de tierra recién removida y
caminando juntos, se acercaron.
Para que no hubiera ningún error con respecto a
lo que había debajo de la tierra, el sombrero
australiano de Themba estaba colocado en la punta.
Ken fue el primero en darse cuenta de lo que
pasaba.
—Lo han matado, y se han llevado la comida, el
agua y el rifle —dijo con voz ronca.
Por un largo rato se quedaron parados mirando
fijo la tumba.
Recobrándose, Garry dijo:
—Bueno, ahora sabemos lo que podemos esperar.
Tenemos que ir yendo. Vea, Ken, Fennel le ha hablado
de las cuatro salidas. Yo opto por ir por la del Sur.
Ellos esperan que salgamos por la del Oeste. Con
suerte, yendo por la del Sur y a través de las ciénagas,
tal vez no sean capaces de seguirnos. ¿Qué piensa?
—Depende de lo malas que estén las ciénagas.
Pueden ser absolutamente el infierno, y esa es tierra
de cocodrilos.
—De todos modos creo que es nuestra mejor
apuesta. ¿Tiene una brújula?
Ken sacó una del bolsillo.
—Soy un navegante especializado —continuó Ga-
rry—. ¿Quiere que yo guíe el camino o lo quiere hacer
usted?
—Hágalo usted. Yo siempre me he apoyado en
Themba.
—Entonces vamos hacia el Sur —Garry situó la
brújula y obtuvo la orientación.
—Vamos.
Comenzó a caminar por una huella con Gaye que
lo seguía. Fennel y Ken iban atrás.
Ninguno de ellos decía nada. La muerte de
Themba les había impresionado a todos. El peligro
que los amenazaba se les había instalado muy adentro.
Se movían a paso ligero. Eran las 4,50. En un poco
menos de dos horas, los zulúes estarían detrás de
ellos. Habían caminado unos veinte minutos cuando,
Garry se detuvo y controló la brújula.
—Esta huella está empezando a curvarse hacia el
Oeste —dijo mientras los otros dos los alcanzaban—.
Tendremos que dejarla y cortar camino por la selva.
Miraron la maraña de alto pasto, los arbustos
espinosos y los árboles.
—Esto nos va atrasar mucho —se quejó Fennel.
—No hay más remedio, tenemos que ir hacia el
Sur y ésta es la dirección Sur.
—No los quiero asustar —dijo Ken con
tranquilidad—, pero éste es un lugar de víboras.
Mantengan los ojos bien abiertos.
Gaye se tomó del brazo de Garry.
—No te preocupes —dijo él tratando de sonreír—.
Yo te cuidaré. Vamos.
Comenzaron a moverse con dificultad a través del
espeso y acochonado pasto, zigzagueando los árboles,
conscientes de los monos charlatanes en lo alto.
Garry seguía controlando la brújula. Mientras
Kahlenberg había estado hablando, Garry había
estado estudiando el mapa de la pared. Se había dado
cuenta de que el río podía ser la salvación, pues
recordaba que cuando sobrevoló el estado, había visto
el río a la distancia y también una pequeña ciudad al
Sur de éste. El río era para ellos de importancia vital
ya que no llevaban agua. Pero también era consciente
de que desde que habían entrado a la selva sus pasos
habían aflojado y estaba bastante seguro de que los
zulúes iban a tener mucha menos dificultad que ellos
para cubrir esta clase de terreno.
Después de unos tres kilómetros, salieron a otra
huella que oportunamente llevaba al Sur.
—¿Qué tal va? —preguntó Garry, mientras
apuraba el paso, tomando a Gaye de la mano y
arrastrándola a su lado.
—Estoy muy bien. pero desearía saber cuánto más
tenemos que andar.
—No creo que sea demasiado lejos... cerca de
veinte kilómetros antes de salir del estado. Estudié ese
mapa de la pared. Este es el camino más corto para
llegar a las fronteras de Kahlenberg.
Caminando con dificultad detrás de ellos, le
habían sacado ventaja a Fennel, por el peso de su caja
de herramientas.
—Yo la llevaré un poco, —dijo Ken, viendo que se
estaba cansando.
Fennel se detuvo mirando la caja enojado.
—¡No, no lo va a hacer! ¡Ya he tenido bastante de
esta porquería! No llegaremos a ninguna parte si
seguimos cargándolo. Muy bien, me costó dinero, pero
si conseguimos salir de aquí, me puedo comprar una
nueva. Si no salimos, entonces no la voy a necesitar. Al
diablo con ella. —Tiró la caja, lejos en la selva.
—Yo la hubiera podido cargar —dijo Ken. Fennel
le sonrió de costado.
—Ya lo sé y gracias. Me alegro de haberme librado
de ella.
Siguieron caminando y pronto alcanzaron a los
otros dos. Luego repentinamente la huella se perdía
en un enorme charco de barro blando.
—Aquí es dónde empieza la ciénaga. —dijo Ken—.
Con la lluvia que hemos tenido puede estar mal.
Dejaron la huella y entraron a la selva. El terreno
se sentía blando bajo los pies, pero se siguieron
arrastrando. Más tarde, el suelo empezó a hundirse
bajo su peso y se hizo más difícil la marcha.
Por entonces el sol estaba alto y se podía sentir el
calor húmedo. Garry seguía controlando la brújula.
Cuando el terreno se puso demasiado empapado.
tuvieron que buscar un camino por alrededor y volver,
por la orientación de la brújula. El olor del agua
estancada en putrefacción, el calor húmedo que
aumentaba continuamente a medida que el sol subía
por encima de los árboles, el terreno resbaladizo de la
ciénaga, aumentaban lenta y desagradablemente.
Siguieron avanzando, los ojos fijos en el piso
buscando víboras.
Ken dijo repentinamente:
—Están en camino.
Garry miró el reloj. Eran exactamente las siete.
Todos apuraron el paso con una sensación de leve
pánico, pero el apuro no duró mucho: la marcha era
demasiado dura.
Ken dijo repentinamente:
—Huelo a agua. El río no está muy lejos. Diez
minutos después, salieron de la sombra de los árboles
a un ancho y resbaladizo terraplén que conducía a un
arroyo parduzco, de no más de veinte metros de
ancho.
—Esa es nuestra dirección si es que podemos
cruzar, —dijo Garry—. ¿Cree que es profundo?
—Podría ser. —Ken se reunió con él y observó el
agua—. No es distante... sólo la maldición de tener que
mojarse en esta agua fétida. Veré. —Se sacó los
zapatos y la camisa, caminó pesadamente por el barro
escurridizo y tomándose fuertemente de la rama de un
árbol, se hundió en el agua estancada mientras
buscaba con los pies el fondo.
—Es hondo. Tendremos que nadar. —Se dejó
llevar, luego se largó por el arroyo hacia el otro lado
del terraplén con fuerte brazada.
Sucedió tan rápidamente que ninguno de los tres
que lo estaban observando creyeron lo que veían.
Hubo una repentina acometida desdé el espeso pasto
de la selva en el terraplén opuesto. Algo que parecía
un tronco de árbol verde y marrón pasó como un
relámpago por el agua cerca de Ken. Unas fauces
escamosas de aspecto salvaje aparecieron por un breve
instante. Ken gritó y levantó los brazos.
Luego él y el cocodrilo desaparecieron debajo del
agua que se agitó y rápidamente se convirtió en un
espumoso torbellino de maloliente agua marrón,
horriblemente teñida de rojo.

CAPÍTULO 9

A MEDIO DIA llovió. Durante las dos últimas


horas, se habían formado lentamente hinchadas y
negras nubes oscureciendo el cielo y borrando el sol
ardiente. El calor, junto al arroyo que fluía
plácidamente, se había hecho más y más opresivo.
Luego abruptamente vino la lluvia como si se hubiera
abierto el cielo, soltando una ducha de agua caliente
que los empapó hasta los huesos en segundos. Tan
fuerte fue la lluvia, que se enceguecieron por causa de
ella. Caía pesadamente sobre ellos y se vieron
envueltos por una bruma vaporosa.
Tomando la mano de Gaye, Garry corrió a la selva
y se detuvo bajo un gran baobab, su espeso follaje les
ofrecía un resguardo con goteras.
Maldiciendo y murmurando Fennel se reunió con
ellos. Se agacharon, las espaldas contra el árbol y
miraron fijo en silencio al río que ahora estaba
enfurecido.
Ninguno de ellos había hablado durante cuatro
horas. El impacto del horrible final de Ken los había
reducido a un silencio entumecido. Aunque no lo
habían tratado mucho, todos le habían tomado
simpatía ya que no había en él nada que desagradara.
Lo que más les había impresionado era la rapidez y la
forma en que se había ido.
Gaye estaba segura de que la terrible escena se
había grabado indeleblemente en su memoria. La
expresión aterrada de Ken, su grito salvaje al hendir el
cocodrilo los dientes en su pierna y la corta visión de
las salvajes y escamosas fauces eran el ingrediente de
futuras pesadillas.
Garry también había sentido un violento impacto,
pero era mucho más optimista mentalmente que Gaye
o Fennel. Cuando vio desaparecer a Ken y vio la
sangre en la espumosa agua, se dio cuenta de que no
podía hacer nada para ayudarlo. Su deber para con los
otros y para con él mismo era seguir andando, pues
sabía que no se atreverían a perder un momento,
conociendo la amenaza de Kahlenberg de que si los
atrapaban serían estaqueados, y él tenía suficiente
imaginación como para saber que semejante muerte
sería mucho más horrible que la de Ken. De modo que
tomando a Gaye por la mano, ignorando sus sollozos
histéricos, la arrastró de la escena y volvió a la selva.
Siguió andando hasta que finalmente ella se
tranquilizó, paró de sollozar y continuó con él,
caminando como una zombie.
Fennel era tal vez el más afectado de los tres.
Había llegado a admirar a Ken. El episodio con el
Land Rover en la estrecha huella lo había
impresionado enormemente. Sabía que él no tenía el
suficiente coraje como para haber hecho semejante
cosa. La sangre fría de Ken cuando quedó colgando del
extremo del cable, había borrado completamente la
hostilidad de Fennel. Ahora la muerte de aquél lo
había dejado en un maligno enojo, y en un estado de
ánimo caviloso y homicida. ¿Por qué no había entrado
primero al río, ese hijo de puta de Edwards? Él y su
prostituta no valían ni diez centavos al lado de lo que
había valido Ken. Los miró de reojo con sus pequeños
ojos destellantes. Garry tenía su brazo alrededor de
Gaye y Fennel sintió que le subía a la cabeza una
oleada de sangre caliente y furiosa. Bueno, les
arreglaré las cuentas, pensó. Nadie me lleva por
delante como lo hizo esta puta, sin pagar por ello.
Garry estaba hablando a Gaye en voz baja.
—Esta lluvia nos trae suerte. Borrará nuestras
huellas. Esto era una cosa por la que estaba rezando.
No van a poder seguir nuestro rastro después de esta
tormenta. —Gaye le apretó la mano. Todavía estaba
demasiado impactada como para hablar.
Después de unos diez minutos, la lluvia comenzó a
disminuir.
—Debemos seguir —dijo Garry, poniéndose de pie
—. Tenemos que cruzar el río. —Se volvió a Fennel—.
¿Cree usted que podríamos construir una balsa?
—He tirado mi maldita caja de herramientas —
dijo Fennel—. ¿Cómo diablos podemos construir una
balsa sin herramientas?
Garry caminó hasta el borde del río. El terraplén
opuesto estaba cubierto de altos pastos y arbustos.
¿Había más cocodrilos acechando en el terraplén,
escondidos, esperándolos? Después de lo que le había
pasado a Ken, decidió que el riesgo era muy grande
para cruzar. Decidió seguir junto al río en la esperanza
de encontrar un claro dónde no pudieran esconderse.
—Antes de seguir adelante vamos a comer —dijo, y
abriendo la mochila de Ken, sacó una lata de guiso de
carne—. Vamos a repartir esto entre los tres.
—Yo no tengo hambre... no quiero —dijo Gaye
indiferentemente.
—¡Tienes que comer! —dijo Garry en forma
tajante—. Vamos.
—No... déjame sola.
Garry la miró atentamente. Su cara blanca, los
ojos que se le habían hundido, empezaron a
preocuparlo.
—¿Te sientes bien?
—Tengo dolor dé cabeza. Pensar en comida me
hace sentir mal... déjame sola.
Volviéndose, abrió la lata y repartió el contenido
con Fennel. De tiempo en tiempo, miraba a Gaye que
estaba descansando contra el tronco del árbol, los ojos
cerrados.
¿Sería el shock?, se preguntaba. ¿O estaría
enferma? Se acobardó ante el pensamiento. Caer
enferma ahora sería un desastre.
Cuando terminaron la comida, los dos hombres se
pusieron de pie. Garry se acercó a Gaye y le tocó
suavemente el hombro. Ella abrió los ojos y
nuevamente él sintió una angustia y se alarmó al ver la
pesada y lúgubre mirada de sus ojos. Arrastrándose
ella se puso de pie.
—¿No estás enferma, Gaye? —preguntó.
—No.
— ¡Vamos! —aulló Fennel—. ¡Yo quiero seguir
caminando aunque ustedes no quieran!
Garry caminó al lado de Gaye. Se movía con
desgano y había perdido la elasticidad del paso. La
tomó del brazo.
—¡No te inquietes! —Trató de soltarse—. Estoy
muy bien. Es sólo ese dolor de cabeza horrible.
Garry la siguió sosteniendo y continuó
caminando, pero no llevaban la velocidad que habían
llevado antes.
—¡Caminen rápido, por amor a Dios! —vociferó
Fennel de golpe—. ¿Por qué diablos están
haraganeando ustedes dos?
Gaye hizo un esfuerzo y apuró el paso. Siguieron
pero después de un par de kilómetros, ella empezó a
retrasarse nuevamente y Garry descubrió que tenía
que forzarla a caminar. Estaba seriamente preocupado
ahora. Parecía estar caminando en sueños arrastrando
un pie detrás del otro.
—¿Te sientes malísimo, no? —dijo él finalmente—
¿Qué te pasa?
—Siento la cabeza como si fuera un fuego,
supongo que es el sol.
—Descansemos un momento.
—No... me arreglaré. No te inquietes.
Otros tres kilómetros los llevaron a un lugar que
Garry esperaba encontrar. La selva desaparecía a uno
y otro lado del río y delante de ellos se extendían
tierras fangosas, planas, sin vegetación.
—Cruzaremos por aquí —dijo Garry. Le dio una
mirada al río que corría rápidamente—. ¿Crees que te
las podrás arreglar, Gaye?
—Sí, si te mantienes a mi lado.
Fennel fue hasta el borde del terraplén y observó
el agua sospechosamente.
—¿Usted va adelante?—le preguntó a Garry.
—No se ponga nervioso... es suficientemente
seguro y no hay tanta distancia hasta el otro lado —
dijo Garry bruscamente. Llevó a Gaye hasta un lugar
con sombra—. Siéntate. Quiero buscar una rama de
árbol para pasar nuestro equipo sin que se moje.
Ella se hundió mientras Garry salió a la selva.
Fennel le dirigió una mirada, pensando que ahora se
le había ido todo el encanto.
—¿Qué diablos le pasa? —preguntó, parándose al
lado.
Gaye apoyó la cabeza en las manos.
—Déjeme sola.
—¿Está enferma?
—Me duele la cabeza, déjeme sola.
La luz del sol se reflejaba en los diamantes del
anillo de Borgia, haciéndolos chispear. Fennel le dio
una mirada al anillo.
—Mejor déme el anillo para que lo lleve yo. No
quiero que se pierda. ¡Vamos démelo!
—¡No!
Garry salió de la selva arrastrando una larga rama
cubierta de follaje.
Murmurando por lo bajo, Fennel se apartó de
Gaye. Le llevó pocos minutos a Garry atar las mochilas
y los zapatos a la rama.
—Vamos —dijo a Gaye—. Cuélgate de la rama. Yo
te empujaré hasta el otro lado.
Inquietamente, Fennel los observó entrar al agua.
Miró el terraplén del otro lado, por arriba y por abajo,
esperando ver aparecer un cocodrilo, pero no vio
nada. Cruzaron en unos minutos, y sus ojos se
achicaron al ver que Gaye se había desmayado sobre el
fango del terraplén y estaba tendida boca abajo. Entró
al agua y nadó rápido y aterrorizado hasta el otro lado.
Garry había dado vuelta a Gaye y estaba
arrodillado sobre ella, mirando con ansiedad su cara
pálida. Parecía estar inconsciente.
Con el agua que le chorreaba, Fennel se acercó.
—¿Qué pasa? —preguntó rudamente.
—Está enferma. —Garry recogió la inconsciente
chica y la cargó por el fango hasta la sombra de un
árbol. La extendió sobre una alfombra de hojas secas
—. Busque las mochilas y los zapatos —siguió
diciendo.
Fennel hizo lo que se le decía, se puso los zapatos
y volvió hasta donde estaba Garry mirando con
ansiedad a Gaye.
—Sospecho que se ha pescado algún microbio —
dijo Fennel indiferentemente.
—Bueno, vamos Edwards, sigamos. Esos negros
hijos de puta pueden estar justo detrás de nosotros.
—Mire por ahí si puede encontrar dos ramas
derechas. Podríamos hacer una camilla con nuestras
camisas.
Fennel lo miró fijo.
—¿Está loco? ¿Se imagina que yo voy a ayudar a
cargar esa puta por la maldita selva y con este calor
cuando esos negros están corriendo detrás de
nosotros? Cárguela usted si quiere, pero yo no lo voy a
hacer.
Garry lo miró hacia arriba, la cara se le iba
endureciendo.
—¿Está insinuando que la dejemos aquí?
—¿Por qué no? ¿Qué significa ella para nosotros?
Usted está perdiendo el tiempo. Déjela y vamos yendo.
Garry se paró.
—Vaya usted. Yo me quedo aquí con ella. Vaya...
¡fuera!
Fennel se pasó la lengua por los labios mientras
miraba fijo a Garry.
—Quiero la brújula y el anillo —dijo suavemente.
—¡No le doy ninguna de las dos cosas! ¡Fuera!
Para ser un hombre de su tamaño, Fennel se podía
mover con mucha ligereza. Su puño salió como un
relámpago mientras daba un salto adelante, pero
Garry estaba esperando justamente ese movimiento.
Se agachó y por debajo, le dio un gancho a Fennel en
la mandíbula; una tremenda trompada que lo aplastó.
—¡Dije que se fuera! —dijo mordazmente Garry.
Fennel había aterrizado sobre las espaldas, los brazos
bien extendidos. Los dedos tanteando una roca, medio
escondida entre el pasto. La agarró y con un
movimiento violento se la arrojó a Garry. La roca se
estrelló contra el costado de su cabeza y lo hizo caer
como si le hubieran dado un hachazo.
Con la mandíbula que le latía, Fennel se puso de
pie con esfuerzo. Se acercó con cautela a Garry y se
inclinó sobre él. Satisfecho de ver que estaba
inconsciente, Fennel deslizó los dedos por el bolsillo
de la camisa de Garry y encontró el compás. Se cruzó
hasta dónde estaba tendida Gaye. Tomándole la
muñeca derecha, le sacó el anillo de Borgia del pulgar.
Al hacer esto ella abrió los ojos y viendo la cara de él
cerca de la suya, lo golpeó con la mano izquierda. Fue
un golpe tan débil que Fennel casi no lo sintió. Se
sonrió malignamente.
—Adiós, nena, —dijo, inclinándose sobre ella—.
Espero que sufra. Me llevo la brújula y el anillo.
Ustedes dos nunca saldrán vivos de aquí. Si hubieran
sido buenos conmigo, yo también lo hubiera sido con
ustedes. Se lo buscaron y ahí lo tienen. —Se paró—. Si
los zulú es no los encuentran, lo harán los buitres.
Hasta pronto, y que se diviertan mientras les dure.
Gaye cerró los ojos. El dudó de que hubiera
entendido la mitad de lo que había dicho, pero le dio
una gran satisfacción haberlo hecho.
Recogió la mochila que contenía la comida y la
botella de agua, verificó la orientación con la brújula,
luego se puso en marcha rápidamente hacia el oscuro
y húmedo calor de la selva.

Garry se movió y abrió los ojos. Una sombra le


pasó por encima de la cara, luego otra. Miró arriba
hacia el árbol. Pudo ver a través del follaje, pesadas
nubes grises que se movían lentamente hacia el Oeste.
Luego vio dos buitres que se instalaban pesadamente
sobre la rama más alta del árbol, inclinándose bajo su
peso combinado.
Las cabezas peladas, de aspecto obsceno, los
crueles picos en forma de gancho y sus jorobas le
enviaron un escalofrío de miedo que le corría por el
cuerpo. La cabeza le latía y cuando se tocó el costado
de la cara, sintió la sangre incrustada. Todavía estaba
mareado, pero después de descansar unos minutos, se
le empezó a aclarar la mente. Su mano fue al bolsillo
de su camisa y encontró que la brújula no estaba. Se
puso de pie con esfuerzo y fue hasta dónde estaba
tendida Gaye. Ahora se la veía sonrojada y tenía la
frente cubierta de gotas de transpiración. Parecía estar
o durmiendo o inconsciente. Miró la mano derecha de
ella. No fue ninguna sorpresa ver que faltaba el anillo.
Se puso en cuclillas al lado de ella y consideró su
situación. Tenía posiblemente quince kilómetros de
pantano por delante antes de llegar a la salida del
límite. Dio una mirada para ver si estaba la mochila
que tenía la comida y vio que ésta también faltaba. Sin
comida ni agua, no podía esperar sobrevivir por
mucho tiempo. Su reloj le señaló las 16. Los zulúes los
habían estado buscando ya durante nueve horas. ¿La
lluvia habría borrado las huellas? Si no fuera así,
podía esperar que aquéllos aparecieran ahora en
cualquier momento.
Si hubiera estado solo, hubiera salido
inmediatamente en la esperanza de poder dar alcance
a Fennel, pero no podía dejar a Gaye.
La miró. Tal vez Fennel tenía razón al decir que se
había pescado algún microbio. Se la veía muy enferma
y obviamente tenía temperatura muy alta. Mientras la
miraba, ella abrió lentamente los ojos. Le llevó
algunos instantes enfocarlo, luego frunció el ceño,
moviéndose como si sufriera mucho.
—Estás lastimado —dijo con voz ronca.
—Estoy muy bien. —Tomó la mano caliente de ella
entre las suyas—. No te preocupes por eso. Se ha
llevado la brújula y el anillo.
—Ya lo sé. Cálmate. No te preocupes por nada.
El repentino crujir de ramas delante de ellos los
asustó y los dos miraron para arriba. Uno de los
buitres se había largado de la rama más alta a una más
baja y estaba estirando su sarnoso pescuezo, atisbando
hacia dónde estaban ellos.
Poniéndose de pie, Garry recogió la roca teñida de
sangre y la arrojó al árbol. Ésta silbó al lado del buitre.
El buitre se fue volando con gran aleteo y crujir de
hojas.
—Sabe que me estoy muriendo —dijo Gaye, con
voz quebrada—. ¡Garry! ¡Tengo tanto miedo!
—¡No estás muriéndote! Te has pescado alguna
clase de microbio. En un día o dos, estarás bien.
Ella lo miró, y su corazón se hundió ante el temor
y la desesperanza que vio en los ojos de ella.
—No puedes hacer nada por mí —dijo—. Déjame.
Debes pensar en ti mismo, Garry. No va a ser largo
para mí. No sé lo que es, pero es como si algo me
trepara por dentro, matándome poco a poco. Mis pies
están tan fríos, aunque el resto de mi cuerpo está
ardiendo.
Garry tocó los pies desnudos de ella. Estaban
helados.
—Por supuesto que no voy a abandonarte. ¿Tienes
sed?
—No. No tengo ninguna sensación en mi garganta.
—Ella cerró los ojos, temblando—. Debes seguir,
Garry. Si te atrapan...
El tuvo el presentimiento de que se moría. Con
ella al lado, el intento de atravesar la selva no lo
hubiera acobardado, pero dándose cuenta de que
podía tener que hacerlo solo, le sobrevino un escozor
de pánico que le corrió por el cuerpo.
—¿Crees en Dios? —le preguntó ella. Garry vaciló.
—A veces.
—Para nosotros dos éste es realmente el momento
para creer, ¿no es así?
—Te vas a mejorar y vas a estar bien.
—¿No es así?
—Pienso que sí.
Hubo un repentino alboroto en el árbol que estaba
encima de ellos al volver a instalarse en él los buitres.
Ella le tomó la mano.
—¿Dices realmente que te vas a quedar conmigo?
—Si, querida. Me quedo.
—Gracias Garry, eres un encanto. No te voy a
retener por mucho tiempo. —Ella miró hacia arriba los
buitres, que a su vez la estaban mirando a ella hacia
abajo.
—Prométeme algo.
—Lo que quieras.
—No vas a poder enterrarme. No puedes cavar con
las manos querido, ¿no es así? Déjame en el río, por
favor. No me importa de los cocodrilos, pero de los
buitres...
—No va haber necesidad de eso. Descansa ahora.
Para mañana, estarás bien.
—Prometido, Garry.
—Muy bien, lo prometo, pero...
Ella lo interrumpió.
—Tenías razón cuando me dijiste, que no tenía
que aferrarme al dinero. Si el dinero no hubiera
significado tanto para mí, no estaría aquí ahora.
Garry, ¿tienes un pedazo de papel y una lapicera?
Quiero hacer mi testamento.
—Bueno, mira Gaye, tienes que terminar de ser
mórbida.
Gaye comenzó a llorar indefensa.
—Garry... por favor... no sabes qué esfuerzo
significa para mí aún hablar. Me duele tanto por
dentro. Por favor déjame hacer mi testamento.
Fue hasta la mochila y encontró un anotador y una
lapicera.
—Debo hacerlo yo misma —dijo ella—. El gerente
del Banco Suizo conoce mi letra. Sostenme, Garry.
Mientras la levantaba y la sostenía, ella contuvo la
respiración en un sollozante quejido de dolor. Le llevó
mucho tiempo escribir la carta, pero finalmente estuvo
terminada.
—Todo lo que tengo, Garry querido, es para ti.
Hay más de 100.000 en valores en mi cuenta
numerada en Berna. Vé y velo al doctor Kirst. Él es el
director allí. Dile lo que ha pasado... Cuéntale todo y
especialmente cuéntale sobre el museo de Kahlenberg.
El sabrá que hacer y te aclarará las cosas. Entrégale
este testamento y él te arreglará todo.
—Muy bien... ya te vas a mejorar del todo Gaye.
Descansa ahora —y Garry la besó.
Tres horas más tarde, mientras el sol, una roja
pelota ardiendo en el cielo, se hundía detrás de los
árboles, Gaye se dejó llevar de la vida hacia la muerte.
Con el mortal rasguño que ella no notó, el anillo de
Borgia reclamó una nueva víctima.

Fennel había estado caminando rápido durante


las dos últimas horas. De tiempo en tiempo, las
ciénagas lo habían obligado a hacer un rodeo amplio
malgastando tiempo y energía. Una vez se había
metido hasta las rodillas en el maloliente barro
húmedo, al ceder el piso bajo sus pies. Había librado
una lucha desesperada para zafarse: una lucha que lo
había dejado exhausto.
El silencio de la selva, la soledad y el calor, todo lo
molestaba, pero continuamente se aseguraba a sí
mismo que ahora no podía estar lejos de la salida del
límite y que entonces se habrían terminado sus pro-
blemas.
Pensaba todo el tiempo en el momento triunfal en
que entraría a la oficina de Shalik y le diría que tenía el
anillo. Si pensaba que iba a conseguir el anillo por
nueve mil dólares, se iba a llevar una sorpresa. Fennel
ya había tomado una decisión, no entregaría el anillo
si Shalik no le pagaba la suma total que los otros tres y
él hubieran compartido... treinta y seis mil dólares.
Con alguna suerte dentro de cuatro o cinco días,
estaría de vuelta en Londres. Recogería el dinero y
partiría inmediatamente para Niza. Se merecía una
buenas vacaciones después de esta cabriola, se dijo.
Cuando se cansara de Niza, alquilaría un yate,
buscaría alguna mujer y haría un crucero por el
Mediterráneo, parando en los puertos a lo largo de la
costa para comer y dar una vuelta: unas vacaciones
ideales, y a salvo de Moroni.
Ya había despachado a Gaye y a Garry de su
cabeza, sin dudar nunca de que había visto el final de
ellos. La estúpida, testadura puta se había buscado los
problemas. Ninguna mujer le daba vuelta la cara sin
lamentarlo después. Deseaba que Ken estuviera con él.
Frunció el ceño mientras pensaba cómo había muerto.
Con él se hubiera sentido mucho más seguro de sí
mismo. En ese momento el sol se estaba poniendo y la
selva se estaba oscureciendo desagradablemente.
Decidió que era el momento de hacer noche. Siguió
adelante apresurado buscando un claro para salir de la
angosta huella. Después de un rato encontró lo que
buscaba: un pedazo de terreno con pasto salvaje,
despejado de arbustos, con un árbol bajo el que se
podía cobijar si llovía.
Dejó su mochila y se detuvo a pensar si debía
encender un fuego. Decidió que el riesgo era
insignificante y se puso en marcha para juntar palos y
leña chica para encenderlo. Cuando hubo recogido
una gran pila junto al árbol, lo encendió, luego se
sentó, la espalda descansando contra el árbol. Tenía
hambre, abrió la mochila y sacó los alimentos Había
tres latas de guiso de carne, dos de habas y una de
pastel de carne. Haciendo un cabeceo de satisfacción,
abrió ésta última. Cuando terminó la comida,
encendió un cigarrillo, echó más leña al fuego. y
descansó.
Ahora que estaba sentado quieto, tuvo conciencia
de los ruidos de la selva: sonidos leves, molestos y
perturbadores: crujir de hojas, algún animal que
gruñía a la distancia: Fennel se preguntaba si sería un
leopardo. Entre los árboles pudo oír un repentino
charlar de monos escondidos, que cesó
inmediatamente. Algún enorme pájaro aleteaba en lo
alto.
Terminó el cigarrillo agregó más leña al fuego y se
estiró. La humedad había penetrado sus ropas y se
preguntaba si podría dormir. Cerró los ojos.
Inmediatamente los perturbadores sonidos de la selva,
se amplificaron y se hicieron alarmantes. Se
incorporó, los ojos investigando más allá de la luz del
fuego, en la oscuridad exterior.
¿Y si los zulúes habían avistado el fuego y estaban
ya encima de él?, pensó.
"Le martillan una estaca en el intestino bajo",
había dicho Kahlenberg.
Fennel sintió que una fría transpiración le corría
por la cara. Había estado loco al encender el fuego.
Podía ser localizado desde una gran distancia por los
salvajes de agudos ojos. Agarró un gran palo y
desparramó el fuego. Luego levantándose, aplastó con
los pies las encendidas brasas hasta que las chispas
murieron en el pasto húmedo. Luego fue todavía peor
porque la oscuridad cayó sobre él como un caliente y
sofocante manto. Buscó a tientas el árbol, se sentó,
descansando la espalda contra él y atisbó atemorizado
hacia adelante, pero ahora era como si estuviera ciego.
No podía ver nada.
Se quedó así durante más de una hora,
escuchando y sobresaltándose con cada sonido. Pero
finalmente comenzó a cabecear por el sueño.
Repentinamente estaba demasiado exhausto para
importarle.
Cuánto durmió, no lo pudo saber, pero se despertó
sobresaltado, el corazón al galope. Estaba seguro de
que no estaba más solo. El instinto innato para el
peligro había tocado la campana de alarma en su
cabeza. Tanteó en la oscuridad y encontró el palo que
había usado para desparramar el fuego. Lo agarró
mientras escuchaba.
Bastante cerca... a no más de cinco metros de
dónde estaba, había un sonido claro de algo que se
movía por la alfombra de hojas. Tenía la linterna al
lado y levantándola, el corazón al galope que casi lo
ahogaba, apuntó en dirección al sonido, luego apretó
el botón.
El poderoso destello iluminó un gran animal
agachado, que Fennel reconoció por la cabeza de
forma de zorro y por la piel moteada color arena y
negro, que era una hiena completamente desarrollada.
Sólo le pudo dar un breve vistazo antes de que
desapareciera en la maleza al final de la huella, pero
ese vistazo fue suficiente para hacerlo poner de pie,
sobrecogido de pánico.
Recordaba una conversación que había tenido con
Ken mientras estaba en el Land Rover durante la parte
fácil del camino al estado de Kahlenberg.
—Me llevo bien con todos los animales de por aquí
afuera, excepto con la hiena —había dicho Ken—. Es
asquerosamente brutal. No mucha gente sabe que este
carnívoro tiene los dientes y las mandíbulas más
poderosas que cualquier otro animal. Puede destrozar
el muslo de una vaca de la misma manera que usted
destroza una nuez. Además de ser peligrosa es una
cobarde rastrera. Raramente se pone en movimiento
sino de noche, y andará millas siguiendo el olor y tiene
infinita paciencia para esperar atrapar su presa
desprevenida.
Con los ojos que se salían de las órbitas, la mano
temblorosa, Fennel dirigió el rayo de luz de la linterna
hacia el interior de la maleza. Por un instante vio que
sus ojos brillaban como rubíes atrapados por la luz, y
luego desaparecían.
"Tiene infinita paciencia para esperar atrapar su
presa desprevenida".
Fennel se dio cuenta de que no iba a haber más
sueño para él esa noche, y miró el reloj pulsera. Eran
las tres. Otra hora más hasta que empezara a haber luz
y pudiera moverse. Como no se atrevía a gastar la luz
de la linterna la apagó. Sentándose, se apoyó contra el
árbol y escuchó.
Desde la oscuridad llegó una risa horripilante y
maníaca que le congeló la sangre y le erizó los pelos de
la nuca. El horrible, indescriptiblemente aterrador
sonido se repitió... el aullido de una hiena hambrienta.
Fennel suspiraba por. la compañía de Ken. Hasta
suspiraba por la compañía de Garry. Sentado en la
total oscuridad, sabiendo que la asquerosa bestia
podía estar arrastrándose lentamente hacia él, sobre
su roñoso vientre, sus poderosas mandíbulas
babeando, se quedó inmóvil, tenso y esforzándose por
oír el menor ruido. Se quedó así, el cuerpo dolorido
por la falta de sueño, la mente afiebrada de pánico,
durante la hora siguiente.
En cuanto dormitaba, el aullido de la hiena lo
despertaba y lo hacía maldecir. Si tan sólo tuviera su
Springfield o aunque fuera una lanza, pensó, pero no
tenía nada con qué defenderse excepto ese palo grueso
que estaba seguro de que sería inútil si la bestia le
saltaba encima.
Cuando finalmente amaneció, Fennel estaba casi
hecho pedazos. Tenía las piernas duras y le dolían los
músculos. Su cuerpo pedía descanso a gritos. Se
arrastró para enderezarse, recogió la mochila, y
después de asegurarse de que no había señal de la
hiena, emprendió su camino a lo largo de la huella de
la selva, encaminándose nuevamente hacia el Sur.
Aunque se esforzaba todo el tiempo, su velocidad
había disminuido y no estaba cubriendo tanto camino
como el día anterior. Deseaba saber cuánto más lejos
tenía que ir para alcanzar la salida del límite. La selva
estaba tan densa como lo había estado el día anterior y
no había signos de ningún claro. Caminó durante dos
horas, luego decidió descansar y comer. Sentado sobre
un árbol caído, abrió una lata de habas y las comió
lentamente, luego tomó un traguito del agua de la
botella. Fumó un cigarrillo, sin ánimo de moverse,
pero sabía que estaba perdiendo el tiempo
peligrosamente. Con esfuerzo se levantó y se puso en
marcha nuevamente. Después de haber caminado
unos cinco kilómetros controló la brújula. Por la
lectura de ésta se dio cuenta de que estaba caminando
hacia el Sud—Oeste en lugar de ir hacia el Sur. La
huella se había curvado levemente, sacándolo de su
dirección y no se había dado cuenta.
Maldiciendo, corrigió la orientación y vio
desalentado que para moverse en dirección correcta,
tenía que dejar el sendero y abrirse camino por la
espesa maloliente vegetación del suelo. Vaciló,
recordando lo que había dicho Ken sobre las víboras.
Sería una cosa infernal haber llegado tan lejos y
ser mordido por una víbora. Tomando su palo, se
movió por el largo y acolchado pasto, sintiendo las
cortantes hojas de éste en las desnudas piernas. El sol
se estaba levantando y ya el calor era sofocante. La
marcha era mortalmente lenta ahora, y le empezó a
brotar la transpiración mientras se abría paso por el
pasto y se enredaba con el palo en la vegetación del
suelo, maldiciendo en voz alta. Delante, un kilómetro
más allá de lucha extenuante, vio una amplia llanura
abierta y jadeó aliviado. Se abrió paso a través de ella,
pero casi inmediatamente, sus pies se hundieron hasta
las caderas en el húmedo y pegajoso barro y
retrocedió, volviendo a la vegetación baja. La llanura
que se había imaginado tan fácil de cruzar no era más
que una peligrosa ciénaga. Ahora se veía forzado a
pasarla, haciendo un extenuante rodeo, sintiendo que
sus fuerzas decaían lentamente mientras seguía
luchando bajo el calor, sin aliento.
Ahora comenzaba a preguntarse si saldría alguna
vez de ese infernal lugar. Tendría que descansar
nuevamente, se dijo. Ese era el problema. Estaba
agotado después de una noche sin dormir. Tal vez si
pudiera descansar por tres o cuatro horas, volverían
sus fuerzas, con las que siempre había contado y en las
que se había apoyado.
Era un riesgo, pensó, pero era un riesgo que debía
ser corrido si quería conservar sus energías para el
último trecho a través de la ciénaga. Recordaba que
Ken había dicho que las hienas sólo cazaban de noche.
La bestia estaría a millas de distancia en ese momento.
Tenía que encontrar algún lugar para esconderse antes
de atreverse a tomar el descanso por el que su cuerpo
suspiraba. Se arrastró, un poco más hasta que vio un
gran árbol caído un poco más allá de la huella,
rodeado por arbustos. Parecía tan buen lugar como
cualquier otro, y cuando llegó hasta allí vio que el
suelo al final de la huella estaba razonablemente seco.
Agradecido, se tendió. Hizo una almohada con su
mochila, colocó la mochila con la comida cerca del
alcance de la mano y el grueso palo a su lado. Apoyó la
cabeza sobre la mochila, se estiró y en unos pocos
instantes, estuvo dormido.
No había dormido más que unos pocos minutos
cuando la hiena salió de la selva. Olió el terreno, se
detuvo, luego irguió la cabeza hacia un lado mientras
dirigía una mirada al árbol caído. Haciendo un
silencioso y amplio rodeo se escabulló hacia el otro
lado del árbol donde estaba durmiendo Fennel.
Desafortunadamente para Fennel, se sentía tan
exhausto, que estaba totalmente dormido, sin hacer ni
un ruido ni un movimiento. Después de media hora de
observar, finalmente la hiena se convenció de que no
había peligro para un golpe, corrió y atacó.
Dio un empujón con sus patas traseras, se levantó
y golpeó. Fennel fue despertado por un dolor tan
intenso que estaba a los gritos cuando abrió los ojos.
Se levantó a medias, pero el dolor ardiente de sus
piernas absorbió todas sus fuerzas y volvió a caer, los
puños golpeando los costados de su cabeza, mientras
el dolor que aumentaba lo puso frenético. Mirando
hacia abajo, se horrorizó de ver, que donde había
estado su pantorrilla derecha sólo había una masa de
sangre y huesos despedazados. Hasta pudo ver el
blanco del hueso de la tibia donde había sido
arrancada la parte carnosa.
Sollozando y quejándose, miró frenéticamente
alrededor y vio a la hiena a unos diez metros de
distancia, el hocico teñido de sangre, mientras
masticaba el pedazo de carne.
La sangre manaba de la terrible herida y Fennel se
dio cuenta de que si alguien no venía en su ayuda
inmediatamente, se moriría en unos pocos minutos.
La falta de lucidez ya lo estaba atrapando. Juntando
las fuerzas que le quedaban gritó, ¡socorro! con toda
su voz.
El grito se oyó como un eco a través de la selva.
Asustada la hiena desapareció entre la vegetación
y soltó su horrible aullante risa.
Fennel trató de gritar nuevamente pero sólo pudo
proferir un sonido parecido al croar dé las ranas, que
no alcanzó ninguna distancia. La agonía delirante que
le atravesaba el cuerpo lo llevó cerca de la
inconsciencia. La sangre que manaba de la herida
atrajo un enjambre de moscas que ahora zumbaban
excitadas alrededor de la creciente fuente de sangre.
Fennel estaba ya demasiado débil para hacer otra
cosa que estar tendido a lo largo, temblando y
quejándose de dolor. Podía ver recortados contra las
nubes grises, una cantidad de buitres que rondaban en
lo alto. Observó que bajaban a un árbol cercano, uno
tras otro, y atisbaban hacia abajo especulativamente.
No vio a la hiena que se arrastraba sobre su
vientre hacia él. Sólo estuvo consciente de ello cuando
sintió un súbito y demoledor desmayo al abalanzarse
la bestia sobre él, luego un dolor enceguecedor
mientras las afiladas y poderosas mandíbulas
hirientes lo mordían a través de los shorts y lo
destripaban.

Ngomane, un zulú de constitución magnífica,


había trabajado en el estado de Kahlenberg, pero hubo
de por medio un problema de mujeres y había sido
despedido.
Antes de su despido Ngomane, había sido uno de
los cuarenta guardianes que custodiaban la selva para
la vigilancia contra los visitantes poco gratos y los
cazadores furtivos. Conocía la selva como la palma de
su mano y después de su despido, pensaba cómo podía
hacer para ganarse la vida. Decidió que como había
muchos cocodrilos en el estado de Kahlenberg y como
sabía dónde encontrarlos y como los otros guardias
veían con agrado su despido, sería seguro y
provechoso, de tiempo en tiempo, matar algunos de
esos reptiles y vender los cueros al almacenero blanco
de Mainville, que nunca hacía preguntas y pagaba
bien.
Ngomane andaba trotando silenciosamente a lo
largo de la huella de la selva, justo después de haber
entrado por el límite Sur y se estaba encaminando
hacia el río, cuando oyó el frenético grito de Fennel
pidiendo ayuda. Se detuvo de golpe, con el dedo en el
gatillo de su viejo rifle, mirando inquieto en dirección
al sonido. Luego con curiosidad, tomando las mejores
precauciones, entró a la selva y en unos pocos
instantes encontró lo que había quedado de Fennel.

Garry caminó lentamente a lo largo del terraplén


del río, manteniéndose en lo posible bajo la sombra,
los ojos investigando el terreno delante de él para
descubrir víboras y rastros de cocodrilos escondidos.
Había decidido que sin brújula sería un desastre
tratar de alcanzar la salida del límite a través de la
selva. Recordaba que el mapa en relieve de la oficina
de Kahlenberg le había indicado que después de que el
río pasaba por el límite del estado, continuaba por
unos veinte kilómetros para atravesar un pequeño
pueblo. Aunque tendría por delante una caminata
doblemente larga en comparación a la ruta directa
hacia el Sur, a través de la selva, sabía que si seguía
andando, no podía perder el camino y con alguna
suerte no encontraría ciénagas y no se vería forzado a
hacer rodeos extenuantes.
Por otro lado se exponía al ataque de los
cocodrilos, y sería localizado mucho más fácilmente si
los zulúes habían llegado hasta esa altura por el río.
Pero pesando los pros y los contras, finalmente optó
por la ruta del río.
Se sentía deprimido y cansado. Había
encomendado el cuerpo de Gaye al río y lo había
observado irse flotando hacia la oscuridad. La tarea le
había resultado odiosa, pero no tenía ningún
instrumento para cavar una fosa. Después de haberla
visto irse por su camino, había entrado a la selva y se
había tendido. Había dormido mal, soñando con ella y
había emprendido la marcha un poco después de las
cinco.
Ya llevaba caminando cuatro horas, sin andar
ligero, pero sin parar, midiendo cuidadosamente los
pasos para conservar las fuerzas. Tenía hambre y sed.
De tiempo en tiempo se humedecía los labios con el
agua sucia del río, pero se abstenía de tomarla. Tenía
cuatro paquetes de cigarrillos en la mochila y al fumar
continuamente, traspasó los límites del hambre y
mantuvo los mosquitos a raya.
Mientras caminaba se preguntaba cuánto más
lejos habría llegado Fennel para ese entonces. Para
cuando él mismo llegara a Mainville (si llegaba alguna
vez) Fennel estaría camino a Johannesburg. Garry
estaba seguro de que viajaría inmediatamente para
Londres, entregaría el anillo, recogería su parte y
luego desaparecería. Garry se preguntaba si Shalik le
daría su parte una vez que tuviera el anillo:
seguramente que no. No importaba, se dijo. Gracias a
Gaye ahora tenía 100.000. Con esa suma, podría hacer
el curso de electrónica, y luego asociarse con alguien.
Pero antes tenía que volver a Inglaterra.
Descansó a mediodía durante una hora y luego
siguió. Al atardecer. había cubierto veinticinco
kilómetros. Manteniéndose junto al río, la marcha,
excepto las ganas de comer que lo carcomían y la sed
tremenda, había sido mucho menos ardua que si
hubiera tomado por la selva, pero sabía que por lo
menos tenía otros treinta kilómetros por delante a la
mañana siguiente, y él, como Fennel, se preguntaba si
podría llegar a hacerlos.
Entró a la selva para ver dónde se podía tender
bajo un árbol y dormir. Se despertó un poco antes de
las cinco cuando el sol comenzaba a levantarse. Yendo
hasta el borde del río, se echó el agua sucia y marrón
por la cara y la cabeza, y se humedeció los labios, sin
tragar. La tentación fue grande, pero se resistió a ella,
seguro de que el agua podía contener una cantidad de
bacterias mortales.
Se puso en marcha, manteniendo el paso firme,
encaminándose hacia un codo del río y preguntándose
qué encontraría al dar la vuelta. Con suerte, se dijo
podría estar en la salida del estado.
Le llevó una hora llegar al codo y tomar una buena
mirada del río que ahora se hacía ancho y recto.
Mientras se detenía para examinar ambos terraplenes,
se puso rígido súbitamente. ¿Podría ser un barco
arrimado al terreno fangoso unos sesenta metros más
adelante o era un árbol caído?
Siguió adelantándose, atisbando en la media luz, y
en unos minutos, decidió que era una canoa con la
parte de atrás chata. Olvidada la sed y el hambre,
rompió a correr a los tropezones. Alcanzó la canoa y
luego se detuvo abruptamente.
Tendido al fondo de la canoa había un zulú
muerto.
A su lado había dos mochilas que reconoció como
pertenecientes a Ken y a Fennel, y todavía mejor
recibida, la botella de agua de Ken.
En el dedo índice de la mano derecha del zulú,
brillando al sol, estaba el anillo de César Borgia.

Tan pronto como Garry hubo pasado la aduana en


el aeropuerto de Londres, se apresuró a una cabina
telefónica y marcó el número de Toni. Eran las 10 y 25
y estaba bastante seguro de que estaría todavía
durmiendo. Después que el teléfono sonó varios
minutos, oyó un click, luego una voz soñolienta que
decía:
—Miss White no está.
Sabiendo que ella estaba por cortar la
comunicación, Garry gritó:
— ¡Toni! ¡Soy yo!
Hubo una pausa, luego Toni, muy despierta ahora,
soltó un chillido de excitación.
— ¡Garry! ¡Eres realmente tú, querido!
—Sí, recién llego de Johannesburg.
—¿Y me llamas a mí? ¡Oh querido! ¿De modo que
no es tan maravillosa después de todo!
—No hablemos de ella. —La voz de Garry bajó un
tono.
—Escucha Toni, ¿cuál es tu programa? Salgo
mañana en avión para Berna y quiero que vengas
conmigo.
—¿Berna? ¿Dónde queda?
—Está en Suiza. ¿No aprendiste nada en el
colegio?
—Aprendí a hacer el amor. ¿A quién le interesa
dónde queda Berna de todos modos? ¿Quieres que va-
ya contigo? ¡Pero, querido, por supuesto! ¡Iré contigo
a Vierwaldstattersee si tú quieres que lo haga!
—Así me gusta. ¿Dónde queda eso?
Ella hizo una risita nerviosa.
—Queda en Suiza también. ¿Cuánto te quedarás?
—Un día más o menos, luego pensé que podíamos
ir a Capri por dos semanas y pasarla bien
verdaderamente. ¿Sabes dónde queda Capri, no?
—Sí por supuesto, me encantaría, Garry, pero
simplemente no puedo. Puedo arreglarme por tres
días, pero no por dos semanas.
—Las esposas no deberían trabajar, Toni.
Hubo un silencio. Podía escucharla respirar por la
línea y se la imaginaba arrodillada sobre la cama en su
camisón cortón, los grandes ojos azules muy redondos
y asombrados, y se sonrió.
—¿Dijiste que las "esposas" no deberían trabajar?
—preguntó, con voz cascada.
—Eso es lo que dijo el marido.
—Pero yo no estoy casada, Garry.
—Pronto lo estarás. Te veré de aquí a dos horas —
y cortó apresuradamente la comunicación.
Amontonó su equipaje dentro de un taxi y le dijo
al conductor que lo llevara al hotel Royal Towers.
Al llegar al hotel, dejó el equipaje en el depósito y
luego le dijo al portero del hall que llamara a la suite
de Shalik y lo anunciara. Hubo una breve demora,
luego el portero le dijo que subiera.
Al llegar a la suite, golpeó la puerta y entró al
cuarto de adelante. Una rubia estaba sentada junto al
escritorio, escribiendo a máquina muy ocupada. Ella
lo examinó mientras interrumpía su trabajo y se ponía
de pie. Vestida de negro, era alta y esbelta y
exactamente el tipo de chica por la que Garry desviaba
su camino para evitarla: dura, perspicaz, inteligente y
muy eficaz.
—¿Mr. Edwards?
—Correcto.
—Mr. Shalik lo recibirá ahora. —Abrió la puerta de
la oficina y lo invitó a pasar con un gesto como si
estuviera espantando hacia adentro a un pollo
nervioso.
Garry le sonrió más por la fuerza de la costumbre
que para ser cordial. No hubiera tenido necesidad de
molestarse. Ella no lo miraba y la indiferencia que
demostró lo irritó.
Encontró a Shalik sentado junto al escritorio,
fumando un cigarro, las manos regordetas
descansando sobre el papel secante.
Mientras Garry se acercaba le dijo:
—Buenos días, Mr. Edwards. ¿Tiene el anillo?
—Sí, lo tengo. —Garry se sentó en el diván frente a
Shalik. Cruzó sus largas piernas y lo observó.
—¿Lo tiene? Mis felicitaciones. ¿Pienso que los
otros tres vendrán a reunirse con nosotros dentro de
un momento?
Garry sacudió la cabeza.
—No, no vendrán a reunirse con nosotros.
Shalik frunció el ceño.
—Pero seguramente querrán sus honorarios, ¿no?
—No vendrán y no recogerán sus honorarios.
Shalik se sentó hacia atrás, examinó el extremo
del cigarro, luego miró duramente a Garry.
—¿Y porqué no Mr. Edwards?
—Porque están muertos.
Shalik, se puso tenso y achicó los ojos.
—¿Quiere usted decir que Miss Desmond está
muerta?
—Sí, y también los otros dos.
—Pero ¿qué pasó?
—Ella se pescó algún microbio... hay muchos
microbios peligrosos en la selva, y murió.
Shalik se puso de pie y caminó hasta la ventana,
dándole la espalda a Garry. Las noticias lo
impresionaron. Le disgustaba que la gente extraña
supiera que era capaz de impresionarse.
Después de unos instantes, se dio vuelta y
preguntó.
—¿Cómo sé yo que usted está diciendo la verdad?
¿Cómo murieron los otros dos?
—Jones fue comido por un cocodrilo. No sé lo que
le pasó a Fennel. Probablemente fue muerto por un
zulú. Encontré a éste último muerto, con la mochila y
el anillo. Fennel había robado la brújula y el anillo y
nos había dejado a Gaye y a mí solos para encontrar el
camino de salida de la selva. Yo tuve éxito: Gaye no.
—¿Está usted seguro de que está muerta?
—Estoy seguro.
Shalik se sentó. Se limpió las húmedas manos en
el pañuelo. Tenía una tarea importante esperando que
volviera Gaye, que involucraba un millón de dólares.
Ahora, ¿qué haría? Sintió que una amarga rabia se
apoderaba de él. Tendría que emprender otra larga y
dificultosa búsqueda para encontrar otra mujer que la
reemplazara y entre tanto, la tarea se perdería.
—¿Y el anillo? —dijo, controlando su rabia.
Garry sacó una caja de cigarrillos de su bolsillo y
se la pasó por encima del escritorio a Shalik, quien la
recogió, sacudió la caja para que el anillo cayera sobre
el papel secante y lo observó.
Bueno, por lo menos la tarea no ha fallado.
De pronto se sintió muy satisfecho de sí mismo.
Usando su cerebro y éstas cuatro personas como
peones, había hecho medio millón de dólares en pocos
días.
Examinó el anillo de cerca, luego asintió con
satisfacción. Al volver a colocar el anillo sobre el
secante, dijo.
—Estoy seguro de que la operación no ha sido
fácil. Mr. Edwards. Estoy muy conforme. Haciéndole
justicia a usted le doblaré los honorarios. Déjeme pen-
sar... eran nueve mil dólares. Le daré dieciocho mil.
¿Está conforme?
Garry sacudió la cabeza.
—Me basta con nueve —dijo brevemente—.
Cuánto menos dinero suyo tenga más limpio me voy a
sentir.
Los ojos de Shalik chispearon pero se encogió de
hombros. Abrió el cajón y sacó un sobre que tiró por
encima del escritorio.
Garry recogió el sobre. No le importó controlar su
contenido. Colocándolo en el bolsillo de arriba, se
levantó y fue hacia la puerta.
—Mr. Edwards...
Garry se detuvo.
—¿Qué pasa?
—Me agradaría que dictara un informe completo
de lo que pasó durante la operación. Desearía tener
todos los detalles. Mi secretaria le suministrará un
grabador.
—¿Para qué lo quiere... para dárselo a la policía?
—dijo Garry—. Usted tiene el anillo... eso es todo lo
que va a sacar de mí —y salió, pasó por delante de la
secretaria rubia sin mirada y se apresuró al ascensor,
su único pensamiento ahora, era volver a Toni.
Shalik miró fijo la puerta cerrada, pensó un
momento, luego se encogió de hombros. Tal vez,
después de todo, era mejor no saber demasiado de lo
que había pasado, decidió. Lástima por Gaye. Sabía
que no tenía familiares. No habría preguntas molestas
más adelante. Ella había entrado en su vida, había
sido útil a un propósito, y ahora se había marchado.
Era incómodo, pero ninguna mujer era irremplazable.
Recogió el anillo y lo examinó. Teniéndolo en la
mano izquierda, tomó el teléfono y marcó el número.
Los diamantes eran lindos, pensó y pasó el dedo
índice por el grupo de diamantes, entonces dio un
respingo cuando algo afilado como una aguja, le
pinchó el dedo.
Dejó caer el anillo frunciendo el ceño, y se llevó el
sangrante dedo a la boca.
De modo que el anillo de Borgia todavía
rasguñaba, pensó. El veneno, por supuesto, se habría
secado hacía tiempo: después de todo el anillo tenía
casi cuatrocientos años. Se miró el dedo. Un rasguño
bastante desagradable. Siguió chupándose el dedo
mientras escuchaba el burr—burr del teléfono,
pensando en lo encantado que estaría su cliente de
volver a tener el anillo.
FIN

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