El Buitre Paciente - James Hadley Chase
El Buitre Paciente - James Hadley Chase
El Buitre Paciente - James Hadley Chase
EL BUITRE PACIENTE
Título original: The Volture Is A Patient Bird
Traducción: Kicsi Schwarcz
EMECÉ – El Séptimo Círculo 284
Buenos Aires – Argentina – marzo 1976
CAPÍTULO 1
EL instinto innato que tenía Fennel para el
peligro, lo despertó instantáneamente. Levantó la
cabeza de la almohada y escuchó. Una negra oscuridad
lo rodeaba: la oscuridad del ciego. Prestando atención,
pudo oír el suave chasquido del agua contra el costado
de la barcaza anclada. Pudo oír la leve respiración de
Mimi. También se oía un crujido rítmico, al moverse
la barca con la marejada. Pudo oír la lluvia que caía
ligera sobre la cubierta superior. Todos estos sonidos
eran tranquilizadores. ¿Por qué, entonces, preguntó,
se había despertado tan abruptamente?
Durante el último mes, había vivido bajo la
constante amenaza de muerte, y sus instintos se
habían agudizado. El peligro estaba cerca: lo sentía. Se
imaginaba que hasta podía olerlo.
Silenciosamente, se estiró y tanteó debajo de la
cama hasta que sus dedos apresaron el mango de un
machete de policía. Atado al extremo de éste había un
corto trozo de cadena de bicicleta. Esta convertía al
machete en un arma dañina y mortal.
Con suavidad, para no despertar a la mujer que
estaba a su lado, Fennel levantó la sábana y la frazada
y se deslizó fuera de la cama.
Era siempre meticulosamente cuidadoso para
colocar su ropa sobre una silla al lado de la cama: no
importaba dónde estuviera. Viviendo bajo la amenaza
de muerte, encontrar su ropa para vestirse
rápidamente en la oscuridad, era de vital importancia.
Se deslizó dentro de sus pantalones y de los
zapatos de suela de goma. La mujer que estaba en la
cama, Se quejó suavemente y se dio vuelta. Con el
arma flageladora en la mano, fue en silencio hacia la
puerta. Había aprendido la geografía de la barcaza Y la
sólida oscuridad no le molestaba. Encontró la falleba
bien engrasada y la corrió hacia atrás, luego sus dedos
tantearon la manija y la accionaron. Despacio, abrió la
puerta unos centímetros. Atisbó hacia afuera, en la
lluvia y la oscuridad. El chasqueante sonido del agua
contra el costado de la barcaza, el creciente sonido de
la lluvia, tapaban todo otro sonido, pero esto no lo
engañó. Afuera en la oscuridad había peligro. Sintió
que el pelo corto de la nuca se le erizaba.
Cuidadosamente, abrió más la puerta para poder
ver la cubierta en toda su extensión, apenas delineada
por las luces de la calle del dique. A la izquierda, pudo
ver el resplandor de luz del extremo Oeste de Londres.
Escuchó nuevamente; otra vez nada que lo alarmara.
Pero el peligro estaba allí... estaba seguro. Se agachó,
se tiró al suelo y se deslizó afuera hacia la fría y
húmeda cubierta. La lluvia golpeaba suavemente
sobre sus desnudas y poderosas espaldas. Se deslizó
hacia adelante, entonces sus labios dejaron ver los
dientes uniformemente blancos en un gruñido.
Unos cincuenta metros más allá de la barcaza
anclada, pudo ver un bote a remo que rumbeaba hacia
donde él estaba. Cuatro robustos hombres estaban
agazapados dentro. Pudo distinguir el perfil de sus
cabezas y espaldas contra el resplandor de las
distantes luces. Uno de los hombres tenía un remo
para guiar el bote hacia la barcaza: sus movimientos
eran cuidadosos y silenciosos. Fennel se deslizó más
hacia adelante sobre la cubierta. Sus dedos apretaban
con fuerza el mango del arma. Esperó.
Sería tan erróneo describir a Fennel como
corajudo, como describir a un leopardo como tal. El
leopardo correrá mientras pueda, pero, acorralado, se
puede convertir en una de las bestias más peligrosas y
dañinas. Fennel era como el leopardo. Si veía una
salida, escapaba, pero si lo atrapaban, se convertía en
un animal sin nervios, guiado sólo... sin importarle los
medios... por el instinto de conservación.
Fennel se había dado cuenta que tarde o temprano
lo encontrarían. Bueno, estaban aquí rumbeando
silenciosamente hacia él. El acercamiento de ellos, lo
dejó con la sola maligna determinación de protegerse.
No estaba atemorizado. Se había curado de espanto al
saber con certeza que Moroni había decretado que
debía morir.
Observó el bote mientras se acercaba. Ellos sabían
que él era peligroso, y no querían correr ningún
riesgo. Querían subir a bordo, hacer una rápida
arremetida al dormitorio, y luego los cuatro lo
ahogarían mientras le clavaban sus cuchillos.
Esperó, sintiendo la fría lluvia sobre sus espaldas.
El hombre que tenía el remo hundía la paleta y daba
un golpe suave. El bote se elevaba por sobre el agua
empujada por el viento, a mayor velocidad.
Fennel estaba invisible en las sombras. Decidió
que había calculado su posición exactamente.
Abordarían la barcaza a unos cuatro metros de donde
estaba tendido.
El remero levantó el remo y lo colocó, como si
hubiera sido de copos de azúcar, a lo largo de los tres
asientos del bote. Ahora tenía suficiente lugar para
arrimar el bote al costado de la barcaza.
El hombre que estaba sentado en el asiento
delantero se paró y se inclinó hacia adelante. Dejó que
el bote se colocara contra el costado de la barcaza y
luego, con un salto atlético subió a bordo. Se dio
vuelta y tomó la mano del segundo hombre quien se
movió hacia adelante. Mientras lo ayudaba a subir a la
cubierta, Fennel hizo su movimiento.
Surgió de la oscuridad, se deslizó por la
resbaladiza cubierta y golpeó con el arma cortante.
La cadena alcanzó al primer hombre en la cara.
Dio un grito salvaje, tambaleó y luego cayó de cabeza
al río.
El segundo, hombre, de reflejos rápidos, se dio
vuelta, cuchillo en mano para enfrentar a Fennel, pero
la cadena lo golpeó en el cuello, destrozándole la piel y
mandándolo atrás, tambaleando no pudo mantenerse
en equilibrio y cayó al agua de espaldas.
Fennel se lanzó a la oscuridad. Su sonrisa era
maligna y perversa. Sabía que los otros dos hombres
que estaban en el bote no lo podían ver. La luz estaba
detrás de ellos.
Hubo un momento de confusión. Luego
frenéticamente, el hombre que había usado el remo, lo
clavó y empezó a alejarse de la barcaza. El otro trataba
de sacar a sus compañeros del río para subir los al
bote.
Fennel estaba tendido observando. El corazón le
latía fuertemente, y su respiración salía en resoplidos
espasmódicos.
Los dos hombres fueron arrastrados a bordo. El
remero tenía ahora el segundo remo colocado en el
tolete y trataba de alejarse de la barcaza. Fennel se
quedó donde estaba. Si lo veían podían arriesgar un
disparo. Esperó, tiritando de frío hasta que el bote
desapareció en la oscuridad, luego se puso de pie.
Se inclinó por el costado de la barcaza para lavar
la sangre de la cadena. Sintió la lluvia helada que le
corría por adentro de los pantalones. Pensó que
podrían volver más tarde, y si lo hacían, la suerte
estaría en gran medida en contra de él. Ya no serían
tomados por sorpresa.
Se secó los ojos mojados por la lluvia. Debía irse
rápidamente.
Bajó los ocho escalones hasta el gran living y
dormitorio y encendió la luz.
La mujer que estaba en la cama se sentó.
—¿Qué pasa, Lew?
No le prestó atención. Se sacó los empapados
pantalones y caminó desnudo hacia el pequeño cuarto
de baño. ¡Dios! ¡Qué frío tenía! Abrió la canilla del
agua caliente, esperó un momento y luego se colocó
debajo de la reconfortante lluvia.
Mimi entró al baño. Sus ojos parecían drogados
por el sueño, su largo cabello desordenado, sus
grandes pechos escapándose del camisón.
—¡Lew! ¿Qué pasa?
Fennel la ignoró. Se quedó parado, grueso, macizo
y bajo, debajo de la lluvia caliente, dejando que el agua
cayera por los gruesos pelos de su pecho, por el vientre
y la espalda.
—¡Lew!
Le hizo una seña para que se fuera, luego cerró la
ducha y tomó una toalla.
Pero ella no se quería ir. Se quedó parada fuera
del baño, mirándolo fijo, con sus redondos ojos verdes
encendidos por el miedo.
— ¡Dame una camisa… no te quedes allí parada
como una maldita estúpida!
Tiró la toalla a un lado.
—¿Qué pasó? ¡Quiero saber, Lew! ¿Qué pasa?
Se abrió paso empujándola y entró al cuarto.
Abrió de un golpe la puerta del armario, encontró una
camisa y se la puso forcejeando, encontró un par de
pantalones y un sweater negro de cuello alto luego se
puso un saco negro con parches de cuero en los codos.
Sus movimientos eran exactos y terminantes.
Ella se quedó parada en la entrada, observando.
—¿Por qué no dices nada?
Su voz era temblorosa.
—¿Qué está sucediendo?
El hizo una pausa breve para mirada y sonrió
satisfecho. Bueno, le había sido útil, se dijo a sí
mismo, pero ningún hombre en su sano juicio diría
que era una pintura. De todos modos, le había
proporcionado un escondite en su destartalada
barcaza durante las últimas cuatro semanas. En ese
momento, sin el emplaste del maquillaje, se la veía
como el diablo. Era demasiado gorda. Esos pechos
flojos lo enfermaban. La ansiedad por el miedo la
envejecía. ¿Qué edad tendría... cuarenta? Pero le había
sido útil. A Moroni le había llevado cuatro semanas
encontrarlo, pero ahora era el momento de irse.
Dentro de tres horas, pensó Fennel, tal vez menos, no
sería ni siquiera un recuerdo para él.
—Un pequeño problema —dijo—. Nada. No te
impacientes. Vuelve a la cama.
Ella caminó por el cuarto. La barcaza se levantó
levemente por el movimiento de las olas.
—¿Por qué estás vistiéndote? ¿Qué estabas?
—Cállate. ¿Quieres? Me voy.
La cara de ella se aflojó.
—¿Te vas? ¿Por qué? ¿Adónde vas?
Tomó un cigarrillo de la caja que estaba sobre la
mesa. Se sentía muy bien después de la ducha caliente
y más seguro, pero sabía que ella iba a ser un
obstáculo. Era tremendamente posesiva. Necesitaba
de su forma brutal de hacer el amor... la razón por la
que lo había retenido allí. No iba a ser fácil sacársela
de encima.
—Ve a la cama —dijo—. Te resfriarás.
Pensando: como si me importara.
—Tengo que hacer un llamado telefónico.
Ella sabía que estaba mintiendo y lo agarró
fuertemente del brazo.
—¡No me puedes dejar! He hecho de todo por ti,
¡No te vayas!
Fennel refunfuñó
—¡Por amor a Dios, cállate! —y empujándola a un
lado, cruzó el cuarto en dirección al teléfono. Mientras
discaba el número, miró su reloj pulsera. Eran las
3.50. Esperó, mientras oía el continuado burr—burr
del sonido de llamada. Se oyó un click y una voz
soñolienta preguntó:
—¿Quién diablos es?
—¿Jacey? Habla Lew.
—¡Dios! ¡Estaba durmiendo!
—Esto te hace merecedor de veinte centavos —dijo
Fennel, hablando lenta y claramente—. Toma el auto.
Nos encontraremos en el Crown Bar, King's Road,
dentro de veinte minutos, y quiero significar veinte
minutos.
—¿Estás loco? ¡Mira la hora que es! ¿Qué pasa?
No voy a salir. Llueve tanto como para ahogar a un
pato.
—Veinte centavos... veinte minutos —dijo Fennel
tranquilo.
Hubo una larga pausa. Pudo oír que Jacey
respiraba pesadamente y se imaginó poder oír el
crujido de su cerebro en actividad.
—¿El Crown?
—Sí.
—¡Las cosas que hago! Bueno, muy bien. Estoy en
camino.
Fennel colgó el receptor.
—¡No me vas a dejar!
La cara de Mimi se manchó de rojo y sus ojos
estaban echando chispas.
— ¡No te voy a dejar ir!
El la ignoró y fue rápidamente hacia el tocador,
abrió de golpe un cajón y arrebató los artículos
esenciales que siempre guardaba allí: una máquina de
afeitar, un tubo de pasta dentífrica, un cepillo de
dientes, tres paquetes de cigarrillos Players y un peine.
Los metió en el bolsillo de su saco.
Ella lo volvió a agarrar fuertemente del brazo.
—¡He hecho todo por ti! —Se lamentó—. ¡Convicto
arruinado! ¡Sin mí te hubieras muerto de hambre!
La empujó y cruzó el cuarto hacia la repisa que
enmarcaba la falsa chimenea en la que estaba ubicada
una estufa eléctrica. Bajó una gran tetera china. En el
momento que la tocó, ella saltó hacia adelante y trató
de sacársela. Sus ojos se habían puesto salvajes, su
largo cabello negro le caía sobre la cara haciéndola
aparecer como una bruja demente.
—¡Saca las manos de allí! —gritó.
El flameante diablo en sus ojos grises, la debían
haber prevenido, pero estaba demasiado frenética
tratando de detenerlo para evitar que le sacara sus
ahorros, como para estar prevenida.
—Cálmate, Mimi —dijo—. Tengo que tenerlo. Te lo
devolveré, te lo prometo.
—¡NO!
Puso los dedos en gancho y le dio un golpe en la
cara mientras la mano izquierda arrebataba la tetera.
Fennel sacudió la cabeza hacia atrás, soltó la tetera y
golpeó a Mimi salvajemente en la mandíbula. La
fuerza del golpe la mandó hacia atrás. Cayó, los ojos se
le dieron vuelta y la cabeza chocó sordamente contra
el piso. La tetera se destrozó en pedazos, se
desprendió el asa y el dinero voló por los aires.
Fennel colocó aparte el montón de monedas y
recogió el pequeño rollo de billetes de diez libras. No
miró a la mujer inconsciente. Puso el dinero en el
bolsillo de atrás, recogió su arma y subió a cubierta.
Por lo que a él le concernía, sus treinta días con Mimi
eran marcas de tiza sobre un pizarrón que habían sido
borradas ahora.
La lluvia caía pesadamente y el frío viento le
golpeaba la cara. Se quedó parado por unos segundos
mirando hacia el dique, dejando que sus ojos se fueran
acostumbrando a la oscuridad. Nada se movía.
Tendría que correr el riesgo pensó, e ir a la carrera por
la planchada, desde la barcaza hasta la plataforma de
cemento mojado que estaba abajo. Se deslizó por la
planchada hacia abajo, ganó las oscuras sombras y
nuevamente se detuvo para escuchar. Nada que lo
alarmara. Con los dedos aferrados al arma y
manteniéndose cerca de la pared del dique, caminó
silenciosamente hacia los distantes escalones que
llevaban al dique superior.
Si Jacey se demoraba, estaría liquidado, pensó.
Ellos tendrían que parar la sangre; el que había sido
golpeado en la nuca sangraría como un cerdo
sacrificado. Luego lo llamarían a Moroni y le
informarían del fracaso. Moroni haría ir allí
rápidamente a cuatro o cinco hombres. Fennel decidió
que tenía una posible media hora de libertad:
seguramente no más.
Pero no tuvo necesidad de preocuparse. Al llegar
al oscurecido Crown Bar vio el desvencijado Morris de
Jacey que estacionaba. Cruzó corriendo la calle, abrió
la puerta del auto y se deslizó dentro.
—¡Vuelve a tu casa, Jacey!
—Espera un momento —dijo Jacey. La luz de la
calle iluminó su vieja cara de rata. —¿Qué pasa?
Fennel agarró con fuerza su delgada muñeca.
—¡Vuelve a tu casa! —gruño.
Jacey pescó de una mirada la mueca torcida de la
boca y la expresión medio enloquecida de contenida
furia. Refunfuñó; puso el cambio y el auto en
movimiento.
Diez minutos más tarde, los dos hombres estaban
en un cuarto pequeño, amueblado con muebles
destartalados, iluminado por una lámpara polvorienta
y sin pantalla, que colgaba precariamente del sucio
cielo raso.
Jacey colocó sobre la mesa una botella de Black &
White y dos vasos. Sirvió dos fuertes tragos y tomó su
vaso con las manos sucias mientras miraba a Fennel,
inquieto.
Jacey era corredor de apuestas y hacía cualquier
trabajo extraño para el último de los maleantes, para
ganar un dinero extra. Sabía que Fennel era el mayor
de ellos. Lo había conocido en la cárcel de Parkhurst
mientras cumplían las sentencias: Fennel por robo
con violencia: Jacey por tratar de pasar billetes de diez
chelines malamente falsificados. Cuando los soltaron
se mantuvieron en contacto y Jacey se había sentido
halagado de que un hombre importante como Fennel
tuviera interés por él. Pero ahora se lamentaba de
haber tenido algo que ver con él. Se había enterado
por conductos secretos del bajo fondo que Fennel
había hablado y cinco de los hombres de Moroni
habían caído en una trampa policial. Sabía que
Moroni lo había señalado con la marca de la muerte,
pero estaba demasiado arruinado como para dejar
pasar la oportunidad de ganarse veinte libras.
Fennel sacó el rollo de billetes de diez libras de
Mimi. Tomó dos y los arrojó sobre la mesa:
—¡Quédate paralizado frente a éstos, Jacey! —dijo
—. Me quedo aquí por un par de días.
Los ojos de hurón de Jacey se agrandaron. No
tocó el dinero que estaba sobre la mesa.
—No te puedo tener por dos días aquí Lew. No es
seguro. Me acuchillarán si descubren que has estado
aquí.
—Yo también te puedo acuchillar —dijo Fennel
suavemente—. Y yo estoy aquí.
Jacey se rascó su mentón sin afeitar. Sus ojos se
lanzaron por el cuarto mientras consideraba la
situación y los riesgos. Moroni estaría probablemente
en cama y Fennel estaba aquí. Este era tan peligroso
como Moroni.
—Muy bien, entonces... dos días... ni una hora más
—dijo finalmente.
—Dentro de dos días estaré fuera del país —dijo
Fennel—. Tengo un trabajo. Tal vez, no vuelva.
Terminó su whisky y luego caminó hacia el
interior del cuarto y se subió al desvencijado diván que
le servía a Jacey como cama, pateó los zapatos y se
tendió sobre la cama.
—Tú duerme sobre el suelo, y apaga esa maldita
luz.
—Adelante —dijo Jacey amargamente—. Como si
estuvieras en tu casa.
Se estiró y apagó la luz.
Una semana antes, Garry Edwards, había visto en
el "Daily Telegraph" el siguiente aviso:
Se requiere piloto de helicóptero para una
asignación insólita de tres semanas. Remuneración
excepcionalmente elevada. Mandar antecedentes de
carrera y fotografía. Casilla de corres S. 1021.
Había releído d aviso y había cavilado sobre él. Le
gustaron las dos palabras, "insólita" y
"excepcionalmente". Estaba buscando un trabajo
insólito y necesitaba desesperadamente dinero, de
modo que sin decirle a Toni, había escrito una carta a
casilla de correo S. 1021, informando sobre los
antecedentes de su carrera anterior, lo que estaba tan
lleno de mentiras como un colador está lleno de
agujeros. Incluyó una foto de pasaporte y envió la
carta.
Había pasado una semana ya, y había abandonado
toda esperanza de remuneración excepcional y de
trabajo insólito. Esa fría y húmeda mañana de febrero,
estaba sentado en el pequeño y desprolijo cuarto de
estar de Toni, con una taza de Nescafé al lado
mientras revisaba los "empleos vacantes" en el "Daily
Telegraph ".
Garry Edwards era un hombre alto, de
constitución fuerte, de veintinueve años de edad. Era
toscamente buen mozo, de ojos marrones llenos de
humor y pelo castaño oscuro a la moda, largo hasta el
cuello. Su boca podía sonreír fácilmente o en forma
contenida hasta una peligrosa delgadez, Mientras
estaba sentado sobre el arruinado diván de Toni,
vestido con una salida de playa, sus largos y angostos
pies desnudos, el reloj de pared señalaba las 8,45.
Habiendo buscado cuidadosamente en las
columnas de "empleos vacantes", dejó caer el diario al
suelo, disgustado. Bueno, tendría que hacer algo
bastante pronto, se dijo a sí mismo. Tenía
exactamente ciento treinta libras, cinco chelines y
siete peniques antes de tener que pedirle a Toni que lo
mantuviera, y esto, se dijo sin mucha convicción,
nunca lo haría.
Se había topado con Toni White en el barco del
canal Calais—Dover. Había estado alegremente en el
bar, cuando se embarcó con dos detectives franceses
de aspecto rudo, que se quedaron con él hasta que el
barco estuvo a punto de salir. Cuando se fueron, y
después de haberlos despedido Garry con alegres
señas mientras estaban parados sobre el dique barrido
por la lluvia para ver partir el barco del puerto (señas
que ellos ignoraron pétreamente) había bajado al bar
de primera clase para tomar su primer trago en tres
años.
Toni había estado sentada en un banquillo del bar,
su micro—mini pollera apenas tapándole, el trasero,
sorbiendo un Cinzano bitter con hielo. El había pedido
un doble Vat 69 y luego la había saludado. Era la clase
de chica que un hombre podía saludar si sabía cómo
hacerlo, y Garry ciertamente lo sabía.
Tenía veintidós años, era rubia, de aire travieso,
con grandes ojos azules y pestañas oscuras y espesas
que hubieran sido la envidia de cualquiera. Además,
era muy, muy chic.
Lo observó a Garry pensativamente y con
penetración. Decidió que él era el hombre de aspecto
más sexy que jamás había visto, y le subió una ola de
rubor por todo el cuerpo. Lo quería tener: que la
poseyera como nunca lo habían hecho anteriormente
en su corta vida sexual.
Se sonrió.
Garry conocía a las mujeres. Estaba al tanto de
todos los signos, y se dio cuenta de que ahí había una
invitación que requería poca o nada de fineza.
Tenía en su billetera la suma de doscientas
noventa libras: lo que quedó de la venta de su avión
antes de que la policía francesa lo atrapara. Estaba
lleno de confianza y ansioso de partir.
Terminó su trago y luego sonriendo dijo:
—Me encantaría conocerla mejor. Tenemos más
de una hora antes de desembarcar. ¿Puedo buscar una
cabina?
Ella se quedó encantada con la forma directa de
acercarse. Lo deseaba. Su sugerencia hacía que todo
fuera más simple. Se sonrió, luego asintió con un
cabeceo.
Fue fácil conseguir una cabina, correr las cortinas
y encerrarse dentro. El camarero tuvo que golpear una
docena de veces para recordarles que habían llegado a
Dover y que si no se daban prisa, perderían el barco de
la carrera.
Mientras estaba sentada a su lado en un
compartimento de primera clase, vacío, camino a
Londres, Toni le había contado que era una modelo de
éxito, que tenía suficiente trabajo, un departamento
de dos ambientes en Chelsea y que si necesitaba un
techo... "bueno, amor querido, ¿por qué no te
mudas?".
Garry había estado pensando en algún cuarto
barato de hotel, fuera de Cromwell Road, hasta que
estudiara la situación y encontrara un empleo
lucrativo. No vaciló.
Ahora hacían tres semanas que estaba viviendo
con Toni, gastando el resto de su capital pero sin
encontrar ningún empleo lucrativo. En ese momento,
sin perspectivas, empezaba a impacientarse. Toni, sin
embargo, lo veía todo como una gran broma.
—¿Por qué preocuparte, espléndido gran animal?
—le había preguntado la noche anterior, saltando a su
falda y mordisqueándole la oreja—. ¡Tengo todo el
dinero del mundo! ¡Hagamos el amor sin
preocupamos!
Garry terminó su café medio frío, se sonrió y luego
fue hasta la ventana para mirar fijo hacia abajo el
tráfico de movimiento lento y la corriente de hombres
y mujeres, resguardados bajo sus paraguas, que iban
apurados a su trabajo.
Oyó un sonido en la puerta principal: habían
dejado caer las cartas en el buzón.
Toni recibía muchas cartas cada mañana, de
temblorosos jóvenes que la adoraban, pero Garry tenía
esperanzas de que hubiera una carta para él. Recogió
quince del buzón, las miró rápidamente y encontró
una para él. El borde sin recortar del sobre, de papel
hecho a mano, era impresionante. Lo rasgó y sacó una
hoja de papel.
CAPÍTULO 2
CAPITULO 4
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9