Historia Del Mundo Contemporéaneo (Béjar) (1) - 10-52

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CAPÍTULO I

EL IMPERIALISMO
María Dolores Béjar, Marcelo Scotti, Leandro Sessa

Introducción

Los contenidos de este capítulo pueden organizarse en torno a cinco cuestiones básicas:

- La expansión imperialista en relación con los escenarios ideológicos, políticos y


económicos de los países centrales.
- La terminación del reparto colonial de Asia. La división de África entre las metrópolis. La
ocupación de Oceanía.
- La dependencia de América Latina, Central y el Caribe del mercado mundial. Colonias
en la región.
- El análisis de las transformaciones económicas a partir de los problemas planteados por
la crisis del capitalismo en 1873. Distinguir los rasgos básicos de dicha crisis y precisar el
significado que asignan los autores propuestos en la bibliografía a la globalización
económica bajo la hegemonía de Gran Bretaña.
- El significado de los cambios en el escenario político-ideológico a partir de las siguientes
cuestiones: el proceso de democratización, la gravitación del socialismo, sus distintas
tendencias y los debates entre las mismas y, por último, la emergencia de la nueva derecha.

El mundo del último cuarto del siglo XIX estuvo lejos de ser un espacio homogéneo, esto al
margen que algunos procesos básicos, por ejemplo, la intensificación del proceso industrial, el
desarrollo renovado de las tecnologías y el conocimiento científico occidental, la democracia
constitucional como concepciones y prácticas organizadoras de las relaciones entre Estado y
sociedad tuvieron repercusiones casi globales. Sin embargo, en las distintas partes del mundo
asumieron desiguales grados de incidencia y diferentes modos de vincularse con el orden
existente. Por ejemplo, como veremos más adelante, aunque en todos los antiguos imperios,
Persia, China y el Otomano, fue evidente el impacto de Occidente, las trayectorias históricas de
cada uno de ellos presentan marcados contrastes. En relación con la existencia de procesos
históricos singulares, la exploración los mismos puede organizarse en base al reconocimiento
de los siguientes grupos de países:

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- Las principales potencias europeas: la República de Francia, el Reino Unido y el Imperio
de los Hohenzollern en Alemania.
- Los imperios multinacionales de Europa del este: el de los Habsburgo en Austria-Hungría
y los Romanov en Rusia.
- Las nuevas potencias industriales extra europeas: el Imperio de Japón y la República de
Estados Unidos.
- Los viejos imperios en crisis: Persia, China y el Otomano.
- Los países soberanos, pero muy dependiente en el plano económico, de América Latina,
Central y el Caribe.

No debe perderse de vista que las unidades políticas de cada conjunto tuvieron rasgos
claves propios y entre unas y otras existieron diferencias. Al mismo tiempo es preciso tener en
cuenta las conexiones entre los grupos propuestos. Esta clasificación tiene el propósito central
de organizar el análisis político.

El reparto imperialista

Entre 1876 y 1914, una cuarta parte del planeta fue distribuida en forma de colonias entre
media docena de Estados europeos: Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos,
Bélgica. Los imperios del período preindustrial, España y Portugal, tuvieron una participación
secundaria. Los países de reciente industrialización extraeuropeos, Estados Unidos y Japón,
interesados en el zona del Pacífico, fueron los últimos en presentarse en escena. En el caso
de Gran Bretaña, la expansión de fines del siglo XIX presenta líneas de continuidad con las
anexiones previas; fue el único país que, en la primera mitad del siglo XIX, ya tenía un
imperio colonial.
La conquista y el reparto colonial lanzados en los años 80 fueron un proceso novedoso por
su amplitud, su velocidad y porque estuvo asociado con la nueva fase del capitalismo, la de
una economía que entrelazaba las distintas partes del mundo. Los principales estadistas de la
repitieron una y otra vez que era preciso abrir nuevos mercados y campos de inversión para
evitar el estancamiento de la economía nacional. Además, según su discurso, las culturas
superiores tenían la misión de civilizar a las razas inferiores. En el marco de la gran depresión
(1873-1895), gran parte de los dirigentes liberales de la época –Joseph Chamberlain en Gran
Bretaña y Jules Ferry en Francia, por ejemplo– giraron hacia el imperialismo para sostener una
política expansionista apoyada por el Estado y basada en un fuerte potencial militar que
garantizaría la superioridad de la propia nación. Pero también hubo liberales que rechazaron la
colonización como una empresa “civilizadora”. Desde esta posición el republicano francés
George Clemenceau sostuvo que:

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¿Razas superiores? Razas inferiores, ¡es fácil decirlo! Por mi parte, yo me
aparto de tal opinión después que he visto a los alemanes demostrar
científicamente que Francia debía perder la guerra franco-alemana porque la
francesa es una raza inferior a la alemana. Desde entonces, lo confieso, miro
dos veces antes de volverme hacia un hombre o una civilización y pronunciar:
hombre o civilización inferior. ¡Raza inferior los hindúes con esa gran civilización
refinada que se pierde en la noche de los tiempos! ¡Con esa gran religión
budista que la India dejó a China!, ¡con ese gran florecimiento del arte que
todavía hoy podemos ver en las magníficas ruinas! ¡Raza inferior los chinos!
Con esa civilización cuyos orígenes son desconocidos y que parece haber sido
la primera en ser empujada hacia sus límites extremos. (En Bibliothèque de
l'Assemblée nationale. Traducción Sandra Raggio)

En el caso de los socialistas, algunos dirigentes de la Segunda Internacional también


adjudicaron a la expansión europea un significado civilizador. El debate fue especialmente
álgido en el congreso de Stuttgart, en 1907.

Eduard Bernstein (Alemania). Soy partidario de la resolución de la mayoría [...]. La


fuerza creciente del socialismo en algunos países aumenta también la
responsabilidad de nuestros grupos. Por eso no podemos mantener nuestro
criterio puramente negativo en materia colonial [...]. Debemos rechazar la idea
utópica cuyo objetivo vendría a ser el abandono de las colonias. La última
consecuencia de esta concepción sería que se devuelva Estados Unidos a los
indios (movimientos en la sala). Las colonias existen, por lo tanto debemos
ocuparnos de ellas. Y estimo que una cierta tutela de los pueblos civilizados sobre
los pueblos no civilizados es una necesidad. Esto fue reconocido por numerosos
socialistas, sobre todo por Lassalle y Marx. En el tercer tomo de El capital leemos
la siguiente frase: “La tierra no pertenece a un solo pueblo sino a la humanidad, y
cada pueblo debe utilizarla para beneficio de la humanidad”. […]
Van Kol (Holanda). [...] Desde que la humanidad existe hubo colonias y creo que
seguirán existiendo durante largos siglos […]. Me limito a preguntar a Ledebour
si, durante el régimen actual, tiene el coraje de renunciar a las colonias. ¿Él
sabrá decirme entonces qué hará con la superpoblación de Europa, en qué país
podrán subsistir las personas que quieren emigrar si no es en las colonias?
¿Qué hará Ledebour con el creciente producto de la industria europea si no trata
de hallar nuevos mercados en las colonias? […]
Karski (Alemania). [...] David ha reconocido el derecho de una nación a tomar
bajo su tutela a otra nación. Nosotros, los polacos, que tenemos como tutor al
zar de Rusia y al gobierno de Prusia, sabemos lo que significa esa tutela.
(Exclamaciones de aprobación). Aquí hay una confusión en la expresión debida
no tanto a la influencia burguesa como a la influencia de los terratenientes. Al
afirmar que todo pueblo debe pasar por el capitalismo, David invoca la autoridad
de Marx. Yo cuestiono esa interpretación. Marx dice que los pueblos en donde
hay un comienzo de desarrollo capitalista deben completar esa evolución, pero

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nunca dijo que todos los pueblos tengan que atravesar la etapa capitalista [...].
Creo que para un socialista existen también otras civilizaciones además de la
civilización capitalista o europea. No tenemos ningún derecho a vanagloriarnos
tanto de nuestra civilización y a imponerla a los pueblos asiáticos, poseedores
de una cultura mucho más antigua y quizás más desarrollada. (Se oyen
exclamaciones de aprobación). David también ha afirmado que las colonias
retornarán a la barbarie si se las abandona a su suerte. Esta afirmación me
parece relativa, sobre todo en lo que atañe a la India. Allí me represento la
evolución de otra manera. Es perfectamente posible mantener la cultura
europea en ese país sin que por ello los europeos dominen con la fuerza de sus
bayonetas. De ese modo, ese pueblo podría desarrollarse libremente. Por lo
tanto, les propongo votar la resolución de la minoría. (En Carrère D’Encausse,
Hélène y Stuart Schram, El marxismo y Asia, Buenos Aires, Siglo XXI, 1974)

En las últimas décadas del siglo XIX, en el marco de un capitalismo cada vez más global, se
desató una intensa competencia por la apropiación de nuevos espacios y la subordinación de
las poblaciones que los habitaban.
La expansión de un pequeño número de Estados desembocó en el reparto de África y el
Pacífico, así como también en la consolidación del control sobre Asia (aunque la región oriental
de este continente quedó al margen de la colonización occidental).
El escenario latinoamericano no fue incluido en el reparto colonial, pero se acentuó su
dependencia de la colocación de los bienes primarios en el mercado mundial. El crecimiento
económico de los países de esta región dependió del grado de integración en la economía
global del último cuarto del siglo XIX. En el Caribe, a la prolongada dominación europea de
gran parte de las islas y algunos territorios de América Central y del Sur se sumó la creciente
gravitación de Estados Unidos, especialmente partir de su intervención en la guerra de
liberación de Cuba contra España en 1898.
Las nuevas industrias y los mercados de masas de los países industrializados absorbieron
materias primas y alimentos de casi todo el mundo. El trigo y las carnes desde las tierras
templadas de la Argentina, Uruguay, Canadá, Australia y Nueva Zelanda; el arroz de Birmania,
Indochina y Tailandia; el aceite de palma de Nigeria, el cacao de costa de Oro, el café de Brasil
y Colombia, el té de Ceilán, el azúcar de Cuba y Brasil, el caucho del Congo, la Amazonia y
Malasia, la plata de México, el cobre de Chile y México, el oro de Sudáfrica.
Las colonias, sin embargo, no fueron decisivas para asegurar el crecimiento de las
economías metropolitanas. El grueso de las exportaciones e importaciones europeas en el
siglo XIX se realizaron con otros países desarrollados. La argumentación del economista liberal
inglés John Atkinson Hobson y el dirigente bolchevique Lenin, acerca de que el imperialismo
era resultado de la búsqueda de nuevos centros de inversión rentables, no se correspondió
acabadamente con la realidad. Los lazos económicos que Gran Bretaña forjó con determinadas
colonias –Egipto, Sudáfrica y muy especialmente la India– tuvieron una importancia central
para conservar su predominio. La India fue una pieza clave de la estrategia británica global: era
la puerta de acceso para las exportaciones de algodón al Lejano Oriente y consumía del 40 al

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45 % de esas exportaciones; además, la balanza de pagos del Reino Unido dependía para su
equilibrio de los pagos de la India. Pero los éxitos económicos británicos dependieron en gran
medida de las importaciones y de las inversiones en los dominios blancos, Sudamérica y
Estados Unidos.
En el afán de refutar las razones económicas esgrimidas por Hobson y Lenin, una corriente
de historiadores enfatizó el peso de los fines políticos y estratégicos para explicar la expansión
europea. Estos objetivos estuvieron presentes, pero sin que sea posible disociarlos del nuevo
orden económico. Cuando Gran Bretaña, por ejemplo, creó colonias en África oriental en los
años 80: de ese modo frenaba el avance alemán y sin que existiera un interés económico
específico en esa región. Pero esta decisión debe inscribirse en el marco de su condición de
metrópoli de un vasto imperio y, desde esta perspectiva, no cabe duda del afán de Londres por
asegurarse tanto el control sobre la ruta hacia la India desde el Canal de Suez, como la
explotación de los yacimientos de oro recientemente encontrados al norte de la Colonia del
Cabo. En este contexto, la distinción entre razones políticas y económicas es poco consistente.
En principio, tanto las colonias formales como las informales se incorporaron al mercado
mundial como economías dependientes, pero esta subordinación tuvo impactos sociales y
económicos disímiles en cada una de las periferias mencionadas. En primer lugar, porque el
rumbo de las colonias quedó atado a los objetivos metropolitanos. En cambio, en los países
semi-soberanos, sus grupos dominantes pudieron instrumentar medidas teniendo en cuenta
sus intereses y los de otras fuerzas internas con capacidad de presión. Pero además, tanto en
la esfera colonial como en la de las colonias informales, coexistieron desarrollos económicos
desiguales en virtud de los distintos tipos de organizaciones productivas. Los enclaves
cerrados, los casos de las grandes plantaciones agrícolas tropicales como las de caña de
azúcar, el tabaco y el algodón, junto con las explotaciones mineras, dieron paso a sociedades
fracturadas. Por un lado, un reducido número de grandes propietarios muy ricos; por otro, una
masa de trabajadores con bajísimos salarios y en muchos casos sujetos a condiciones serviles.
En las regiones en que predominaron estas actividades productivas hubo poco margen para
que el boom exportador alentase el crecimiento económico en forma extendida. Tanto en
Latinoamérica como en las Indias Orientales Holandesas, el cultivo del azúcar, por ejemplo,
estuvo asociado a la presencia de oligarquías reaccionarias y masas empobrecidas. En
cambio, los cultivos basados en la labor de pequeños y medianos agricultores y en los que el
trabajo forzado era improductivo –los casos del trigo, el café, el arroz, el cacao– ofrecieron un
marco propicio para la constitución de sociedades más equilibradas y con un crecimiento
económico de base más amplia.
Gran parte de las áreas dependientes no se beneficiaron del crecimiento de la economía
global. En la mayoría de las colonias se acentuó la pobreza y sus poblaciones fueron víctimas
de prácticas depredatorias. Portugal en África, Holanda en Asia y el rey Leopoldo II en el
Congo fueron los más decididos explotadores.
En aquellas colonias donde una minoría de europeos impuso su dominación sobre grandes
poblaciones autóctonas –los casos de Kenia, Argelia, Rhodesia, África del Sur– los colonos

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acapararon la mayor parte de las tierras productivas, impusieron condiciones de trabajo forzado
y marginaron a los nativos sobre la base de la discriminación racial.
Las experiencias en las que la incorporación al mercado mundial dio lugar a una importante
renovación y modernización de la economía estuvieron localizadas en las áreas de
colonización reciente que contaban con la ventaja de climas templados y tierras fértiles para la
agricultura y la ganadería. En Canadá, Uruguay, Argentina, Australia, Nueva Zelanda, Chile, el
sur de Brasil las lucrativas exportaciones de granos, carnes y café alentaron la afluencia de
inmigrantes y la expansión de grandes ciudades que estimularon la producción de bienes de
consumo para la población local. Aquí hubo incentivos para promover una incipiente
industrialización.
También las colonias en que prevalecieron los cultivos de pequeña explotación fueron
beneficiadas con un cierto grado de crecimiento económico a través del incremento de las
exportaciones. En la costa occidental de África: Nigeria con el aceite de palma y cacahuete,
Costa de Oro (Ghana) con el cacao y Costa de Marfil con la madera y el café. En el sur y
sureste de Asia: Birmania, Tailandia e Indochina, los campesinos multiplicaron la producción de
arroz. Pero en estos casos no hubo aliciente para la producción industrial en virtud de las
limitaciones impuestas por el colonialismo y el bajo nivel de la vida local.
Para organizar sus nuevas posesiones, los europeos recurrieron a dos tipos de relación
reconocidos oficialmente: el protectorado y la colonia propiamente dicha. En el primer caso –
que se aplicó en la región mediterránea y después en las ex colonias alemanas– las naciones
“protectoras” ejercían teóricamente un mero control sobre autoridades tradicionales; en el
segundo, la presencia imperial se hacía sentir directamente.
Sin embargo, en lo que respecta al aspecto político hubo algunas diferencias entre los
sistemas aplicados por cada nación dominante. Inglaterra puso en práctica el indirect rule
(gobierno indirecto), que consistía en dejar en manos de los jefes autóctonos ciertas
atribuciones inferiores, reservando para el gobernante nombrado por Londres y unos pocos
funcionarios blancos el control de estas actividades y la puesta en marcha de la colonia.
Francia, más centralizadora, entregó a una administración europea la conducción total de los
territorios; Bélgica aplicó un estricto paternalismo sostenido por tres pilares: la administración
colonial, la Iglesia católica y las empresas capitalistas. Cualquiera que fuese el sistema político
imperante, todas las metrópolis compartían el mismo criterio respecto de la función económica
de las colonias: la colonización no se había hecho para desarrollar económica y socialmente a
las regiones dominadas sino para explotar las riquezas latentes en ellas en beneficio del
capitalismo imperial.

Los imperios coloniales en Asia

En Asia, las principales metrópolis ya habían delimitado sus posiciones antes del reparto
colonial del último cuarto del siglo XIX. Los hechos más novedosos de este período en el

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continente asiático fueron: la anexión de Indochina al Imperio francés, la emergencia de Japón
como potencia colonial y la presencia de Estados Unidos en el Pacífico después de la anexión
de Hawai y la apropiación de Filipinas. El movimiento de expansión imperialista de fines del
siglo XIX recayó básicamente sobre África.
En Asia, los países occidentales se encontraron con grandes imperios tradicionales con
culturas arraigadas y la presencia de fuerzas decididas a resistir la dominación europea. El
avance de los centros metropolitanos dio lugar a tres situaciones diferentes. Por una parte, la
de los imperios y reinos derrotados militarmente convertidos en colonias, como los del
subcontinente indio, de Indochina y de Indonesia. Por otra, la de los imperios que mantuvieron
su independencia formal, pero fueron obligados a reconocer zonas de influencia y a entregar
parte de sus territorios al gobierno directo de las potencias: los casos de Persia y China. Por
último, la experiencia de Japón, que frente al desafío de Occidente llevó a cabo una profunda
reorganización interna a través de la cual no solo preservó su independencia sino que logró
erigirse en una potencia imperialista1.
Cuando los europeos –portugueses, franceses, holandeses, ingleses– se instalaron en la
India en el siglo XVI se limitaron a crear establecimientos comerciales en las costas para
obtener las preciadas especias, esenciales para la comida europea. En ese momento se
afianzaban los mogoles, cuyo imperio alcanzó su máximo esplendor en la primera mitad del
siglo XVII. A lo largo de este período, la Compañía de las Indias Orientales inglesa, a través de

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Bajo el régimen Tokugawa (1603-1867) se consolidó un orden feudal basado en un rígido sistema de castas y la
concentración del poder en un jefe militar llamado shogun. Durante este largo período, Japón se mantuvo aislado de
Occidente. En 1639 se prohibió la entrada a todos los occidentales, exceptuando a los mercaderes holandeses e
inaugurando así la política llamada sakoku (cierre). La revolución Meiji (1868) cambió drásticamente esta formación
político social para formar un Estado nacional unificado e industrializado.
La revolución Meiji no obedeció en ningún momento a un plan preciso; los revolucionarios fueron enterándose de los
temas y de las soluciones mediante la reiteración del proceso ensayo-error, a través de aproximaciones
sucesivas. La toma del poder en 1868 por la elite japonesa moderna se presentó como restauración, más que como
revolución, y se produjo siguiendo los procedimientos legales autóctonos vigentes. El último shogun
devolvió formalmente el poder al emperador. Pero pese a las apariencias formales de legitimidad, la restauración
Meiji fue un golpe de Estado organizado por grupos descontentos de la periferia de la elite existente. Se apoderaron
de la antigua institución del trono, hasta ese momento prácticamente sin poder, y la utilizaron como cobertura para
aplastar el sistema feudal de vasallaje y los centros de poder casi independientes. Tomaron en sus manos y
centralizaron las instituciones de control políticas y económicas con gran rigor y eficacia.
Los samuráis del sudoeste de Japón pretendían evitar el destino del resto del mundo no occidental –la
colonización a manos de las potencias imperialistas–, al tiempo que sometían a un campesinado cada vez más
rebelde y empobrecido.
Los comerciantes quedaron en general arruinados o expropiados y el campo se explotó despiadadamente para
extraer todos los recursos posibles con los que financiar la carrera japonesa hacia la industrialización. Los
puestos de control en los nuevos bancos e industrias se concentraron en manos de los antiguos samuráis,
respaldados por un nuevo mandarinato burocrático organizado según el modelo prusiano, al tiempo que se
copiaron instituciones destinadas a un más eficaz control social. Entre ellas, el servicio militar obligatorio, un
sistema de educación pública militarizado, una reformulación deliberada de las prácticas religiosas –que las
convirtió en un sintoísmo estatal politizado y centralmente administrado–, y la inculcación de una ideología
hipernacionalista de adoración al emperador.
Durante su dominio –aproximadamente desde 1868 hasta principios de la década de 1920–, los dirigentes del
Japón meiji también buscaron situarse ventajosamente en el orden global financiero y militar centrado en la City
londinense. El oro acumulado, básicamente el recibido como reparaciones de la dinastía Qing después de la
guerra chino-japonesa de 1895, fue colocado en los sótanos del Banco de Inglaterra, en lugar de llevárselo a
Japón. Esta política, denominada zaigai seika –“especies dejadas fuera”–, se basaba en la capacidad del dinero para
crear más dinero: oro, reservas bancarias, reservas internacionales, y tenía dos papeles: como respaldo para la
creación de crédito de Japón y también como contribución a la oferta monetaria de Gran Bretaña, que mantenía
así su capacidad de compra.
La zaigai seika constituiría el telón de fondo financiero para la firma de la alianza anglo-japonesa en 1902, que selló la
admisión de Japón en el club de naciones que defendían el orden global existente. En treinta y cuatro años el país
había pasado de ser un lugar inhóspito a convertirse en un importante pilar de la hegemonía británica en Asia oriental
y en una potencia imperialista por derecho propio. Japón obtuvo en los mercados globales los fondos necesarios
para llevar a cabo y ganar la guerra ruso-japonesa de 1904-1905.

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acuerdos con los mogoles, estableció sus primeras factorías en Madrás, Bombay y Calcuta y
fue ganando primacía sobre el resto de los colonizadores. A fines del siglo XVIII, derrotó a
Francia, su principal rival. A mediados del siglo XIX, la mencionada Compañía ya se había
convertido en la principal fuente de poder. Su victoria fue posibilitada, en gran medida, por la
decadencia del Imperio mogol y las rivalidades entre los poderes locales. En un primer
momento, los ingleses actuaron como auxiliares de los mandatarios indios que disputaban
entre ellos por quedarse con la herencia del Imperio mogol. Cuando se hizo evidente que los
británicos tenían sus propios intereses, los príncipes marathas (los marathas eran pueblos de
diversas estirpes, unidos por una lengua común y la devoción religiosa hindú que les daba
identidad cultural) intentaron ofrecer resistencia, pero la confederación maratha fue
acabadamente derrotada y disuelta entre 1803 y 1818.
Las grandes revueltas de 1857-58 fueron el último intento de las viejas clases dirigentes por
expulsar a los británicos y restaurar el Imperio mogol; los indios más occidentalizados se
mantuvieron al margen. Una vez reprimido el levantamiento, la administración de la Compañía
de las Indias Orientales quedó sustituida por el gobierno directo de la Corona británica. La India
se erigió en la pieza central del Imperio inglés.
En 1877, la reina Victoria fue proclamada emperatriz de las Indias. Aproximadamente la
mitad del continente indio quedó bajo gobierno británico directo; el resto continuó siendo
gobernado por más de 500 príncipes asesorados por consejeros británicos. La autoridad de los
principados se extendió sobre el 45% del territorio y alrededor del 24% de la población. Los
mayores fueron Haiderabad (centro) y Cachemira (noreste); los pequeños comprendían solo
algunas aldeas. Muchos de estos príncipes musulmanes eran fabulosamente ricos. En el
interior de sus Estados ejercían un poder absoluto y no existía la separación entre los ingresos
del Estado y su patrimonio personal. La presencia inglesa les garantizaba la seguridad de sus
posesiones y los eximía de toda preocupación por la política exterior y la defensa. El
subcontinente indostánico estaba demasiado dividido y era demasiado heterogéneo para
unificarse bajo las directivas de una aristocracia disidente con cierta ayuda de los campesinos,
como sucedió en Japón.
La economía de la región fue completamente trastocada. La ruina de las artesanías textiles
localizadas en las aldeas trajo aparejado el empobrecimiento generalizado de los campesinos.
Estos, además, se vieron severamente perjudicados por la reorganización de la agricultura, que
fue orientada hacia los cultivos de exportación. La administración colonial utilizó los ingresos de
la colonia para el financiamiento de sus gastos militares. Las campañas de Afganistán,
Birmania y Malasia fueron pagadas por el Tesoro indio.
El interés por preservar la dominación de la India fue el eje en torno al cual Gran Bretaña
desplegó su estrategia imperial. En principio, sus decisiones en África y Oriente Medio
estuvieron en gran medida guiadas por el afán de controlar las rutas que conducían hacia el sur
de Asia. El reforzamiento de su base en la India permitió a Gran Bretaña forzar las puertas de
China reduciendo el poder de los grandes manchúes, y convertir el resto de Asia en una

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dependencia europea, al mismo tiempo que establecía su supremacía en la costa arábiga y
adquiría el control del Canal de Suez.
A fines del siglo XIX, como contrapartida a la expansión de Rusia sobre Asia Central, Gran
Bretaña rodeó a la India con una serie de Estados tapón: los protectorados de Cachemira
(actualmente dividido entre India y Pakistán), Beluchistán (actualmente parte de Pakistán) y
Birmania (Myanmar). La conquista de esta última fue muy costosa: hubo tres guerras; recién
como resultado de la última (1885–86) se estableció un protectorado, pero los birmanos
continuaron durante muchos años una guerra de guerrillas.
En el sureste asiático, Londres se instaló en Ceilán (Sri Lanka), la península Malaya, la isla
de Singapur y el norte de Borneo (hoy parte de Malasia y sultanato de Brunei). La primera fue
cedida por los holandeses después de las guerras napoleónicas y se destacó por sus
exportaciones de té y caucho. En 1819 Gran Bretaña ocupó Singapur, que se convirtió en un
gran puerto de almacenaje de productos y en la más importante base naval británica en Asia.
Entre 1874 y 1909 los nueve principados de la península Malaya cayeron bajo el dominio
inglés, bajo la forma de protectorados. Singapur, junto con Penang y Malaca, integraron la
colonia de los Establecimientos de los Estrechos. Esta región proporcionó bienes claves, como
caucho y estaño. Para su producción, los británicos recurrieron a la inmigración masiva de
chinos e indios, mientras los malayos continuaban con sus cultivos de subsistencia.
El Imperio zarista, por su parte, desde mediados del siglo XIX avanzaba sobre Asia Central
y, en 1867, fundó el gobierno general del Turkestán, bajo administración militar. Entre el
Imperio ruso y el inglés quedaron encajonados Persia y Afganistán. A mediados de los años
70, Londres pretendió hacer de Afganistán un Estado tributario, pero la violenta resistencia de
los afganos –apoyada por Rusia– lo hizo imposible. La rivalidad entre las dos potencias
permitió que Afganistán preservara su independencia como Estado amortiguador.
Desde el siglo XVI los europeos llegaron a Indochina: primero los portugueses, luego los
holandeses, los ingleses y los franceses. Son navegantes, comerciantes y misioneros; las
prósperas factorías se multiplican sobre la costa vietnamita. Aunque el período colonial
propiamente dicho comenzó solo a fines del siglo XIX, a partir del siglo XVIII las luchas entre
reyes y señores feudales, entre estos y los omnipotentes mandarines, entre todos los
poderosos nativos y el campesinado siempre oprimido, se mezclan con las disputas contra
comerciantes y misioneros occidentales.
El fin de las guerras napoleónicas en Europa reavivó los intereses comerciales de las
metrópolis: los ingleses, que ya ocuparon Singapur en 1819 y tienen los ojos puestos en China,
intentan instalarse en Vietnam; al mismo tiempo los franceses, definitivamente desalojados de
la India, buscan más hacia oriente mercados para sus productos de ultramar y materias primas
baratas. Cuando se inicia la instalación francesa, Vietnam era un país unificado, cuya capital,
Hué, se ligaba con las dos grandes ciudades, Hanoi en el norte y Saigón en el sur, a través de
la “gran ruta de los mandarines”. Había adquirido sólidas características nacionales; en lengua
vietnamita se habían escrito importantes obras literarias, su escultura y arquitectura reconocían
la influencia china, pero tenía características bien diferenciadas. La familia y el culto de los

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antepasados mantenían su fuerza tradicional, pero la situación de la mujer era de menor
sometimiento que en China.
El Imperio francés de Indochina se parecía al de los británicos en la India, en el sentido que
ambos se establecieron en el seno de una antigua y sofisticada cultura, a pesar de las
divisiones políticas que facilitaron la empresa colonizadora. Tanto Vietnam como Laos y
Camboya, aunque eran independientes, pagaban tributo a China y le reconocían cierta forma
de señorío feudal. Francia ingresó en Saigón en 1859 aduciendo la necesidad de resguardar a
los misioneros católicos franceses. En la década siguiente firmó un tratado con el rey de
Camboya que reducía el reino a la condición de protectorado, y obtuvo del emperador
annamita (vietnamita) parte de la Cochinchina en condición de colonia. A partir de la guerra
franco-prusiana Francia encaró la conquista sistemática del resto del territorio. Luego de duros
combates con los annamitas y de vencer la resistencia china se impuso un acuerdo en 1885,
por el que Annam y Tonkín (zonas del actual Vietnam) ingresaron en la órbita del Imperio
francés. El protectorado de Laos se consiguió de manera más pacífica cuando Tailandia cedió
la provincia en 1893. Indochina, resultado de la anexión de los cinco territorios mencionados,
quedó bajo la autoridad de un gobernador general dependiente de París.
El otro imperio en el sureste asiático fue el de los Países Bajos. A principios del siglo XVII, la
monarquía holandesa dejó en manos de la Compañía General de las Indias Orientales el
monopolio comercial y la explotación de los recursos naturales de Indonesia. A fines de ese
siglo se convirtió en una colonia estatal. Un rasgo distintivo de esta región fue su fuerte
heterogeneidad: millares de islas, cientos de lenguas y diferentes religiones, aunque la
musulmana fuera la predominante. Ese rosario de islas proveyó a la metrópoli de valiosas
materias primas: clavo de olor, café, caucho, palma oleaginosa y estaño. El régimen de
explotación de los nativos fue uno de los más crueles. Los holandeses redujeron a la población
a la condición de fuerza de trabajo de las plantaciones, sin reconocer ninguna obligación hacia
ella. El islam, que había llegado al archipiélago vía la actividad de los comerciantes árabes
procedentes de la India, adquirió creciente gravitación como fuente de refugio y vía de
afianzamiento de la identidad del pueblo sometido. La educación llegó a las masas a través de
las mezquitas, a las que arribaron maestros musulmanes procedentes de la Meca y la India.
Por último, los antiguos imperios ibéricos solo retuvieron porciones menores del territorio
asiático: España, hasta 1898, Filipinas y Portugal; Timor Oriental hasta 1974.
Hasta el primer cuarto del siglo XIX, la posición de los europeos en China era similar a la
que habían ocupado en India hasta el siglo XVIII. Tenían algunos puestos comerciales sobre
la costa, pero carecían de influencia política o poder militar. Sin embargo, existían diferencias
importantes entre ambos imperios. En la India, el comercio jugaba un destacado papel
económico. Muchos de los gobernantes de las regiones costeras que promovían esta
actividad no pusieron objeciones a la penetración comercial de los extranjeros y colaboraron
en su afianzamiento.
China, en cambio, se consideraba autosuficiente, rechazaba el intercambio con países
extranjeros, al que percibía como contrario al prestigio nacional. Su apego a los valores de su

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propia civilización y su desprecio hacia los extranjeros significó que se dieran muy pocos casos
de “colaboracionismo”. La segunda diferencia fue que China contaba con una unidad política más
consistente. Si bien la dinastía manchú careció de los recursos y la cohesión que distinguió a los
promotores de la modernización japonesa, no había llegado a hundirse como ocurrió con el
Imperio mogol cuando los británicos avanzaron sobre la India. No obstante, alrededor de 1900
parecía imposible que China no quedara repartida entre las grandes potencias, a pesar de las
fuertes resistencias ofrecidas en 1839-1842, 1856-1860 y 1900. Fueron las rivalidades entre los
centros metropolitanos las que impidieron el reparto colonial del Imperio manchú. Las principales
potencias impusieron a Beijing la concesión de amplios derechos comerciales y políticos en las
principales zonas portuarias. Sin embargo, el Imperio chino, como el otomano, desgarrados por el
avance de Occidente, no cayeron bajo su dominación.
La exitosa revolución Meiji y el agotamiento del Imperio manchú hicieron posible que Japón
se expandiera en Asia oriental, desplazando la secular primacía de Beijing. Las exitosas
guerras, primero contra China (1894-1895) y después el Imperio zarista (1904-1905), abrieron
las puertas a la expansión de Japón en Asia oriental.
Medio Oriente formó parte del Imperio otomano hasta la derrota de este en la Primera
Guerra Mundial. No obstante, desde mediados del siglo XIX, los europeos lograron
significativos avances en la región: Francia sobre áreas del Líbano actual, y Alemania e
Inglaterra en Irak.
En el primer caso, la intervención francesa fue impulsada por los conflictos religiosos y
sociales entre los maronitas, una comunidad cristiana, y los drusos, una corriente musulmana.
Un rasgo distintivo de la región del Líbano, relacionado con su configuración física –zona
montañosa y de difícil acceso– fue el asentamiento de diferentes grupos religiosos que
encontraron condiciones adecuadas para eludir las discriminaciones que eran objeto por parte
de los gobernantes otomanos. Cuando en la segunda mitad del siglo XIX se produjeron
violentos enfrentamientos entre los maronitas y los drusos, tropas francesas desembarcan en
Beirut en defensa de los primeros. El sultán aceptó la creación de la provincia de Monte Líbano
bajo la administración de un oficial otomano cristiano y la abolición de los derechos feudales,
reclamada por los maronitas.
Irak fue una zona de interés para los ingleses dada su ubicación en la ruta a la India, y para
Alemania, a quien el sultán concedió los derechos de construcción y explotación del ferrocarril
Berlín-Bagdad. A principios del siglo XX, estas dos potencias, junto con Holanda, avanzaron
hacia la exploración y explotación de yacimientos petroleros.

El reparto de África

Antes de la llegada de los europeos, el continente africano estaba constituido por entidades
diversas, algunas con un alto nivel de desarrollo. No había fronteras definidas: el nomadismo,
los intensos movimientos de población, la existencia de importantes rutas comerciales y la

20
consiguiente mezcla entre grupos eran componentes importantes. En general las fronteras
políticas no coincidían con las étnicas. Entre los imperios anteriores a la colonización
resaltaban los de África Occidental: Ghana, Mali, Kanem-Bornou y Zimbabwe. El contacto y la
penetración del islam a partir del año 1000, aproximadamente, tuvieron fuerte arraigo en la
zona oriental y occidental de África.
La trama de relaciones sociopolítica era muy diversa: desde reinos con monarquías
centralizadas altamente desarrollados hasta bandas simples con instituciones económicas
rudimentarias. La mayoría de los pueblos africanos vivían en sociedades que se encontraban
en algún punto en el continuum entre esos dos extremos. Todas ellas compartían formas
organizativas basadas en los vínculos de linaje, tanto patrilineales como matrilineales. La
mayoría dependía de la agricultura y los intercambios; la urbanización era limitada. En
ocasiones, las potencias coloniales establecieron alianzas con poderes militares locales.
La incorporación de África al mercado mundial y su dominación por las potencias europeas
atravesó dos etapas. La que comprende del siglo XV al XIX, en la cual prevaleció el comercio
de esclavos, seguida por la penetración económica y territorial de Francia y Gran Bretaña en la
primera mitad del siglo XIX. En segundo lugar, el período de acelerada colonización a partir de
la Conferencia de Berlín de 1885.
Los europeos llegaron a las costas africanas en el siglo XV buscando el camino hacia las
especias. En principio se instalaron en ellas para abastecer sus barcos, pero en poco tiempo
encontraron un negocio altamente rentable: el comercio de oro, marfil y especialmente de
hombres. Debido al derrumbe de las poblaciones indígenas americanas –total en las Antillas y
parcial en el continente americano– trasladaron hacia ellas a los esclavos africanos. En África la
esclavitud no era desconocida, antes de los europeos fue practicada por la población local y tuvo
un destacado incremento con la llegada de los comerciantes árabes a la costa oriental africana.
Los portugueses comenzaron el tráfico transatlántico de hombres en la costa occidental de
África a mediados del siglo XV. Inmediatamente se sumaron España, Francia, Holanda y
Dinamarca. Los ingleses, que llegaron más tarde, acabaron teniendo el liderazgo en el
comercio negrero en relación con la explotación de azúcar en las Antillas y como proveedores
de otros Estados.
Los futuros esclavos eran capturados generalmente por otros africanos y transportados a la
costa occidental africana, donde eran entregados a las compañías de comercio para ser
almacenados en las factorías construidas para ello. Este incremento en el comercio de
hombres y mujeres fue acompañado por una ideología racista que negó a los negros la
condición de seres humanos.
En este momento no se avanzó hacia las tierras del interior, excepto en el caso de África del
Sur. Aquí la Compañía Holandesa de la Indias Orientales, en su afán de contar con una sólida
parada para el aprovisionamiento de las flotas que iban hacia Asia, decidió fundar una colonia.
Los primeros colonos holandeses llegaron a Ciudad del Cabo en 1652, para dedicarse a la
producción agrícola y ganadera. Rápidamente se lanzaron a la conquista de nuevas tierras,
expulsando de ellas a la población autóctona. Esta emigración creó las bases de una sociedad

21
de granjeros y ganaderos de carácter autónomo, los llamados bóers o afrikáners. A pesar de
que opusieron una fuerte resistencia, los pueblos locales, especialmente los zulúes, fueron
expulsarlos de sus tierras y esclavizados para su explotación económica.
Después de la derrota de Napoleón, en el Congreso de Viena de 1815 la colonia pasó a
manos de Gran Bretaña, que impuso la abolición de la esclavitud. Esto, sumado a la primacía
política de los británicos y a la imposición de su lengua como la oficial, cargó de tensiones la
relación anglo-bóer. Los afrikáners emigraron hacia el norte para fundar las repúblicas
autónomas de Orange y Transvaal, mientras que Gran Bretaña mantuvo su predominio en las
colonias de Natal y El Cabo.
Los descubrimientos de yacimientos de diamantes en 1867 y de oro en la década de 1880
condujeron al enfrentamiento entre ingleses y bóers, que competían para aprovecharse de
esas riquezas. Desde la década de 1870, el inglés Cecil Rhodes asumió un papel decisivo en
la explotación económica de toda esta zona y en la expansión hacia el norte de los dominios
británicos (Rhodesia). Combinó la creación de compañías mineras exitosas, como la British
South Africa Company, con la actividad política y recurrió al uso de la fuerza para acabar con la
autonomía de los bóers.
El fracaso de la acción armada contra el gobierno de Transvaal en 1895 lo obligó a dejar su
cargo de primer ministro de la colonia de El Cabo. La guerra anglo-bóer estalló en 1899, y
aunque al año los británicos ya habían demostrado su superioridad militar, los bóers
continuaron resistiendo a través de la guerra de guerrillas. Después de la brutal represión de
los militares británicos, estas poblaciones se rindieron en 1903.
Con la creación de la Unión Sudafricana en 1910, las dos repúblicas autónomas –Transvaal
y Orange– y las dos colonias británicas –El Cabo y Natal– fueron englobadas en un mismo país
bajo la supervisión británica, con una destacada autonomía para los afrikáners y con un
régimen unitario, en contraste con el federal adoptado en Canadá y Australia. La monarquía
estaba representada por un gobernador general, mientras que el poder efectivo quedó en
manos del primer ministro, cargo que fue ocupado por Luis Botha, a quien acompañó Jan
Smuts al frente de una serie de ministerios claves. Ambos militares, que habían combatido en
la guerra anglo-bóer, eran dirigentes del Partido Sudafricano, que reunió a los afrikáners. Los
miembros del Parlamento fueron elegidos básicamente por la minoría blanca. Los coloureds, o
mestizos, contaron en principio con derechos políticos que se fueron restringiendo según
avanzaba el poder de los afrikáners y se reducía el de los anglosajones. El inglés y el holandés
se establecieron como idiomas oficiales, el afrikáans no fue reconocido como idioma oficial
2
hasta 1925 .

2
El afrikáans es el idioma criollo derivado del neerlandés que comenzó a forjarse en Sudáfrica a finales del siglo XVII
xvii a través de la simplificación de la fonética y de la gramática, y también en virtud de la incorporación de vocablos
procedentes del francés, del alemán, del malayo y del khoi. A lo largo del siglo XIX, la lengua neerlandesa fue el
idioma oficial de las repúblicas boers. Las constituciones del Transvaal y el Estado Libre de Orange, así como todos
sus documentos públicos y boletines oficiales estaban redactados en holandés. Sin embargo, en el último cuarto del
siglo xix, en el marco de cambios económicos y síntomas de crisis cultural, un grupo de fervientes nacionalistas se
movilizó a favor de la adopción de la lengua afrikáans.
En 1867, con el descubrimiento de los campos diamantíferos, comenzó un período de transformación económica en
Sudáfrica. El impulso económico que dio a la colonia la explotación de los diamantes no destruyó inmediatamente el
aislamiento de la agricultura de subsistencia, pero confirió a los granjeros una percepción más aguda de las nuevas
oportunidades, las restricciones existentes, y la naturaleza abrupta del crecimiento económico. Las dos actividades

22
La legislación segregacionista se extendió a partir de 1910: la Native Labor Act impuso a los
trabajadores urbanos negros severas condiciones de sumisión, y la Native Land Act destinó el
7% del territorio nacional a reservas para ubicar a los negros. En 1912 se creó el Congreso
Nacional Africano, con el objetivo de defender de forma no violenta los derechos civiles y los
intereses de los negros africanos. Con una adscripción principalmente de miembros de la clase
media, el Congreso puso especial énfasis en los cambios constitucionales a través de las
peticiones y las movilizaciones pacíficas.
Este nuevo dominio nació cargado de tensiones. Los bóers pretendían la acabada
independencia mientras que la mayoría africana, sometida por ambas comunidades europeas,
careció de derechos. Las reservas bantúes Bechuanalandia, Basutolandia y Swazilandia
quedaron a cargo de Londres fuera de la confederación.
Al norte, en las tierras sobre las que había avanzado Rhodes se crearon tres colonias:
Rhodesia del Sur (Zimbawe), Rhodesia del Norte (Zambia) y Niassalandia (Malawi). Estos tres
territorios, con diferente influencia de los colonos blancos y distintos recursos, fueron
económicamente complementarios. En Rhodesia del Sur prevaleció la agricultura para la
exportación, en manos de colonos europeos. Rhodesia del Norte fue una zona industrial con

más importantes de la agricultura en que estaban comprometidos los afrikáner-holandeses –producción de vino y de
lana–, se beneficiaron poco del boom diamantífero. Los afrikáner-holandeses se dirigieron lentamente hacia la
industria, pero encontraron difícil competir con los anglófonos más entrenados. Contra este retraso económico
general, los afrikáner-holandeses comenzaron a agitarse en pos de políticas proteccionistas, un banco nacional para
contrarrestar a los bancos imperiales, y un estatuto de igualdad para la lengua holandesa. En general, los
anglófonos, con su base en el comercio y la industria y que mayormente hablaban una sola lengua, se opusieron a
estas demandas. Desde la década de 1870 se empezó a formar una gran clase de pobres pequeños granjeros.
Algunos comenzaron a emigrar a los pueblos donde encontraban empleo casual, otros recurrían a la vagancia, la
mendicidad y el crimen, pero el principal efecto fue el surgimiento de asociaciones de granjeros afrikáner-holandeses
que estimuló el creciente despertar étnico.
Esta crisis económica fue acompañada por una grave crisis cultural. En su cima, la sociedad afrikáner-holandesa
estaba perdiendo algunas de sus mentes más brillantes por medio de un proceso gradual de anglicización.
En la década de 1870, en el este del Cabo, unos pocos maestros y clérigos, entre ellos el ministro de la Iglesia
Holandesa Reformada Stephanus du Toit, hicieron los primeros intentos conscientes para desarrollar una concepción
étnica específica para los afrikáner-holandeses. Estaban preocupados por el modo en que la industrialización y la
secularización de la educación afectaban a la sociedad afrikáner-holandesa y querían generar condiciones que
posibilitaran rechazar las influencias extranjeras. Du Toit declaró la guerra contra la hegemonía cultural inglesa, la
secularización de la educación que debilitaba a las autoridades tradicionales, y la influencia corruptora de la
industrialización. En artículos periodísticos publicados bajo el seudónimo de “Un verdadero afrikáner”, argumentó que
el idioma expresaba el carácter de un pueblo (volk) y que ninguna nacionalidad podía formarse sin su propio idioma.
En 1875 participó en la fundación de la Congregación de Verdaderos Afrikáners. En ese momento, buena parte de la
clase dominante consideraba a los afrikáner-holandeses y los anglófonos coloniales como unidos en una nación
afrikáner naciente. En contraste, la Congregación dividía al pueblo afrikáner en tres grupos –aquellos con corazones
ingleses, aquellos con corazones holandeses y aquellos con corazones afrikáners–, y solo los últimos eran
considerados verdaderos afrikáners. Esta organización se declaró a favor del afrikáans como el idioma (étnico)
nacional. En pos de este objetivo, publicó un periódico, El Patriota, una historia nacionalista, una gramática, y algunos
textos escolares en afrikáans. Su reivindicación del afrikáans tenía varias dimensiones: era un idioma político que
daba cuerpo al despertar étnico afrikáner y expresaba oposición al dominio imperial; era un instrumento educativo
que elevaría a gran cantidad de niños, y era un vehículo para la divulgación de la Biblia.
Otro factor que aportó a la emergencia de una identidad étnica afrikáner-holandesa fue la exitosa resistencia del
Transvaal al intento de los británicos de ocupar esas tierras en 1881.
La resistencia de los ciudadanos de Transvaal se convirtió en una movilización étnica vigorosa. Tuvieron lugar
mítines masivos donde gran número de ciudadanos acampaban por varios días para escuchar discursos de los
líderes. Más de la mitad de la población firmó peticiones contra la anexión. En esta movilización todas las divisiones
políticas fueron temporalmente superadas. La anexión había “dado nacimiento a un fuerte sentido nacional entre los
bóers; los había unido y todos estaban ahora con el Estado”. Luego de la guerra, los generales, usando su nuevo
estatus como “líderes nacionales”, apelaron a los ciudadanos para finalizar las divisiones políticas y religiosas.
Estos tres desarrollos –la fundación de la Congregación de Verdaderos Afrikáners y del denominado primer
movimiento por la Lengua Afrikáans, la creación de asociaciones de granjeros afrikáners y la rebelión de Transvaal–
son considerados frecuentemente como el entramado favorable para la emergencia del nacionalismo afrikáner.
Sin embargo, en ese momento, la etnicidad política afrikáner no logró consolidarse en virtud de tres fuerzas que frenaron su
auge: primero la continuación de la hegemonía imperial británica; segundo, las profundas divisiones de clase dentro del
grupo afrikáner-holandés; y tercero, la intensa rivalidad interestatal entre la Colonia del Cabo y Transvaal.

23
obreros calificados europeos y mano de obra africana, que cohabitaron con dificultad. Por
último, Niassalandia, más densamente poblada y de escasos recursos, sirvió de reserva de
mano de obra a los otros dos territorios y a Sudáfrica.
Con la supresión del comercio de hombres en la primera mitad del siglo xix, los territorios al
sur del Sahara perdieron interés: holandeses, daneses, suecos y prusianos se retiraron de esas
tierras. En cambio, los franceses y los ingleses no solo retuvieron sus posesiones en África
occidental –Senegal y Costa de Marfil, los primeros; Nigeria y Costa de Oro (Ghana) los
segundos– sino que encararon la explotación de los recursos locales y desde allí, especialmente
Francia, avanzaron hacia el interior. Varias expediciones en los años ochenta permitieron a los
franceses el control del conjunto del África occidental y ecuatorial (Mauritania, Senegal, Guinea,
Burkina Faso, Costa de Marfil, Benin, Níger, Chad, República Centroafricana, Gabón y el Congo).
A este inmenso territorio se añadieron las islas de Madagascar, Comores y Mayotte.
El principal interés de Gran Bretaña y Francia se concentró en los territorios del norte de África.
Aunque nominalmente desde Egipto a Túnez eran provincias del Imperio otomano, la
debilidad de Estambul posibilitó a los gobernantes locales ganar una creciente autonomía. Los
grupos económicos y los gobiernos europeos vieron en esta zona amplias posibilidades para
encarar actividades lucrativas: préstamos a los gobiernos, construcción de ferrocarriles e
inversión en la explotación de recursos locales. Egipto, por ejemplo se convirtió en un
abastecedor clave de algodón para la industria textil inglesa. Además, los capitales encontraron
en los gobiernos de estos países a actores interesados en atraerlos para llevar a cabo la
modernización que les posibilitaría cortar sus lazos con el Imperio otomano.
La penetración europea fue motorizada por Francia con el desembarco en la costa argelina
en 1830. La ocupación efectiva del territorio solo pudo concretarse en la década siguiente,
luego de derrotar la resistencia que le opusieran los agricultores del norte y las tribus del
desierto. La influencia francesa se extendió a Egipto, donde apoyó la construcción del canal de
Suez, inaugurado en 1869. Inmediatamente Gran Bretaña decidió controlar esta vía de
comunicación, decisiva para preservar sus intereses imperiales en la India. Primero compró
acciones de la Compañía del Canal y finalmente, al producirse el levantamiento de 1881 que
rechazaba la presencia extranjera, el gobierno británico, en forma unilateral, ocupó militarmente
el país. Egipto siguió siendo formalmente una provincia del Imperio otomano, pero de hecho,
en lugar de semiindependiente bajo el poder turco, pasó a ser semiindependiente bajo la
dominación británica. Aunque se mantuvo en su cargo al jedive, el poder real quedó en manos
del gobernador británico, lord Cromer.
Francia, excluida de Egipto, avanzó decididamente sobre Túnez y con mayores dificultades
sobre Marruecos, donde debió enfrentar la resistencia de Alemania en dos ocasiones, en 1905
y en 1911. Al mismo tiempo, intentó llegar a las fuentes del Nilo avanzando desde Senegal. En
Fashoda (1898) las fuerzas francesas fueron detenidas por los británicos, que bajaban desde
Egipto hacia Sudán para controlar el movimiento musulmán dirigido por el Mahdi. Finalmente
Gran Bretaña y Francia pusieron fin a su rivalidad en África: la primera reconoció el predominio
francés en la costa del Mediterráneo –excepto Egipto– y Francia aceptó que el Valle del Nilo

24
quedara en manos de los ingleses. La delimitación de las soberanías en el ámbito colonial
permitió avanzar en la formación de la Triple Entente.
La subordinación de Túnez y Marruecos siguió el mismo camino que la de Egipto. Cuando
el fracaso de los proyectos encarados por los gobernantes y el alto volumen de la deuda
exterior colocó a estos países al borde de la quiebra, los Estados europeos aprobaron el envío
de comisiones para el control de las finanzas. En un segundo momento, frente a las
resistencias internas gestadas al calor de la modernización dependiente, la metrópoli con
mayor fuerza, Francia, recurrió a la fórmula del protectorado.
Entre 1881 y 1912, todos los territorios de la costa mediterránea de África fueron ocupados por
un país europeo. La última anexión fue la de las provincias otomanas de Cirenaica y Tripolitania
(Libia), concretada por Italia en 1912 con la anuencia de Francia, que así se aseguró el control de
Marruecos. En la cruenta y costosa guerra con el sultán, los italianos fueron favorecidos por el
levantamiento en los Balcanes que dispersó el esfuerzo de las tropas otomanas.
En un segundo plano, Portugal y España básicamente retuvieron las posesiones del período
previo. La primera se mantuvo en las islas de Cabo Verde y Príncipe y en las costas de Angola
y Mozambique. En estos territorios debió enfrentar una dura resistencia de las poblaciones
locales antes de avanzar hacia el interior, y en virtud de la oposición británica no logró
enlazarlos. En 1879 incorporó la colonia de Guinea Bissau. Por su parte, España consolidó la
colonia de Guinea Española (Guinea Ecuatorial) y sobre la base de Ceuta y Melilla, enclaves
conquistados en las guerras de la Reconquista libradas contra los árabes, recibió de Francia en
1912 la región del Rif, al norte de Marruecos, y la de Ifni, al sur, junto al Sahara. La ciudad de
Tánger fue declarada puerto libre internacional. Luego de la Conferencia de Berlín incorporó el
Sahara español.
En el vertiginoso reparto de África a partir de los años 80 se entrelazaron la decisiva
importancia del canal de Suez, la resignificación del papel de África del Sur en virtud de su
condición de productora de diamantes y oro, y las presiones de nuevos intereses: los de Italia,
Alemania y el rey belga Leopoldo II. Si bien entre los objetivos y las formas de penetración del
poder europeo en el área arábiga musulmana y en el África negra hubo destacados contrastes,
al mismo tiempo los intereses cada vez más amplios de las metrópolis condujeron al
entrecruzamiento de las acciones desplegadas sobre los distintos territorios.
Las pretensiones de Leopoldo II sobre el Congo y el ingreso tardío de Alemania al reparto
colonial llevaron a la convocatoria de la Conferencia de Berlín, que habría de aprobar los
criterios para “legitimar” la apropiación del territorio africano. En 1884, el canciller alemán Otto
von Bismarck invitó a catorce potencias a reunirse para discutir sus reclamos en torno al
continente africano. Durante la Conferencia de Berlín, las principales metrópolis, Alemania,
Francia, Inglaterra y Portugal, optaron por evitar la existencia de fronteras comunes entre sus
nuevos dominios y reconocieron la potestad de Leopoldo II sobre vastos territorios de África
central. El reclamo del rey belga ofreció una salida a las ambiciones encontradas de las
mencionadas potencias por controlar las importantes vías de comunicación fluvial de la zona.

25
En su afán de ingresar al reparto colonial, el rey belga no dudó en prometer que su tutela
sobre el Congo pondría fin a la explotación de seres humanos "brutalmente reducidos a la
esclavitud". En combinación con las empresas instaladas en la región recurrió al soborno, al
secuestro y al asesinato en masa para someter a la población local a la inhumana tarea de
recoger el caucho. En virtud de las denuncias de este sistema, el Parlamento belga retiró sus
derechos al rey en 1908 y la colonia quedó bajo el control del cuerpo legislativo, que mantuvo
el régimen de concesiones a las compañías privadas3.
Un año después del encuentro en Berlín, Alemania y Gran Bretaña deslindaron sus
posesiones en la zona centro oriental. Esta región no ofrecía demasiados alicientes, pero el
tardío avance alemán a través de la Compañía Alemana del África Oriental incitó a Londres a
ganar posiciones. Los gobiernos de ambos países acordaron que en el sur, Tanganica (parte
de la actual Tanzania), Ruanda y Burundi constituirían el África oriental alemana, mientras que
el norte, Zanzíbar (parte de la actual Tanzania), Kenia y Uganda se sumaron al Imperio
británico. En la parte occidental Alemania incorporó Togo, Camerún, África del Sudoeste
(actual Namibia).
El canal de Suez dio nuevo valor estratégico al cuerno de África. En 1862 los franceses
compraron el puerto de Obock, origen del actual Djibouti, y los ingleses ocuparon el norte de
Somalia en 1885. Los italianos fracasaron en el intento de dominar Etiopía: fue el único país
europeo derrotado militarmente por la resistencia de la población local. El emperador etíope
Melinek II, embarcado en la unificación del reino, logró que el resto de las potencias le
aseguraran su independencia a cambio de ventajas económicas. Italia recibió el sur de Somalia
y Eritrea. Los italianos volvieron a Etiopía en 1935 bajo el gobierno fascista de Benito
Mussolini, y en esa ocasión lograron someterla.
En 1875, excepto África del Sur, la presencia europea seguía siendo periférica: las naciones
occidentales controlaban únicamente el 10% del continente. En 1914 solo existían dos Estados
independientes: Liberia y Etiopía. Francia y Gran Bretaña fueron las principales beneficiadas
por el reparto de África.

3
En virtud de las crecientes denuncias, el gobierno de Gran Bretaña envió a Roger Casament, funcionario de la
Secretaría de Estado para las Colonias, para que investigara la situación de los trabajadores nativos en el Estado
Libre del Congo. Después de su informe tuvo a su cargo otro caso el de la empresa Peruvian Amazon Company.
El informe de Casement sobre el Congo, publicado en 1904 a pesar de las presiones que recibió el gobierno británico
por parte del rey de Bélgica, provocó un gran escándalo. Poco tiempo después, Casement conoció al periodista
Edmund Dene Morel, que dirigía la campaña de la prensa británica contra el gobierno del Congo. Casement no podía
participar activamente en la campaña a causa de su condición de diplomático; no obstante, colaboró con Morel en la
fundación de la Asociación para la Reforma del Congo. Casement también conoció aJoseph Conrad, el escritor
nacido en Polonia que escribió en inglés la novela El corazón de las tinieblas en la que plasma sus experiencias a lo
largo de sus viajes por África.
En 1906, Casament, fue enviado a Brasil, donde desarrolló un trabajo similar al que había realizado en el Congo, y
después fue comisionado por el Foreign Office para establecer la verdad de las denuncias contra la Peruvian
Amazon Company, empresa de capital británico pero con presidente peruano, Julio César Arana.
Como reconocimiento a su labor en 1911 fue nombrado caballero, pero un año después abandonaba su cargo para
unirse a Los Voluntarios Irlandeses y luchar activamente por la independencia de su tierra natal. En plena guerra,
viajó a Alemania a fin de conseguir armas y voluntarios irlandeses (los presos de guerra en Alemania) para luchar
contra Londres. El Alzamiento de Pascua se puso en marcha sin que fuera avisado, el número de voluntarios fue muy
exiguo y el transporte de las armas fue descubierto por los ingleses que encarcelaron a Casement, lo juzgaron y
condenaron a la pena capital. El juicio conmovió a la sociedad británica, en gran medida por la publicidad concedida
a unos diarios personales, cuya autenticidad aún es objeto de debate, en los que Casement describía sus más
íntimas y pasionales relaciones homosexuales.
El escritor peruano Marías Vargas Llosa dedicó su libro El sueño del celta a reconstruir como novelista la vida de Casement.

26
Numerosas economías autosuficientes quedaron destruidas. Los intercambios internos,
como el caso del comercio transahariano y el de la zona interlacustre del África oriental y
central, fueron desmantelados o subordinados. También se vieron afectados negativamente los
vínculos existentes entre África y el resto del mundo, en especial la relación con India y Arabia.
A medida que la economía colonial maduraba, prácticamente ningún sector de la sociedad
africana pudo quedar al margen de los parámetros impuestos por los centros metropolitanos.
Los Estados colonialistas se aliaron a los capitales privados en la coacción de la población y la
explotación de los recursos. La economía colonial pasó a ser una prolongación de la de la
potencia colonizadora, sin que ninguna de las decisiones económicas como ahorro, inversión,
precios, ingresos y producción tuviera en cuenta las necesidades locales. Los objetivos de la
colonización fueron, en su forma más pura, mantener el orden, evitar grandes gastos y
organizar una mano de obra productiva a través del trabajo forzado o formas apenas
encubiertas de esclavitud. Este sojuzgamiento desató numerosos movimientos de resistencia.
La guerra del impuesto de las cabañas en Sierra Leona, la revuelta bailundu en Angola, las
guerras maji maji en el África oriental alemana, la rebelión bambata en Sudáfrica, por ejemplo,
testimonian con sus miles de víctimas el rechazo de los pueblos africanos. En todos los casos
fracasaron ante la superioridad económica y militar de Occidente.

La ocupación de Oceanía

Oceanía fue la última porción del planeta en entrar en contacto con Europa. Australia y
Nueva Zelanda, que llegaron a ser los principales países de la región, fueron ocupadas por los
británicos. El resto de los archipiélagos distribuidos por el océano Pacífico se hallan divididos
en tres áreas culturales: Micronesia, Melanesia y Polinesia, que entre 1880 y principios de siglo
quedó repartida entre británicos, franceses, holandeses, alemanes, japoneses y, por último, los
estadounidenses, que desalojaron a los españoles. Las fronteras políticas no siguieron las
divisiones culturales, de por sí poco precisas.
La población originaria de Nueva Zelanda son los maoríes, de raíz polinesia, y en Australia
hay dos grupos étnica, racial y culturalmente diferentes: los aborígenes australianos y los
isleños del estrecho de Torres. En la década de 1780 Gran Bretaña ocupó el territorio
australiano con el establecimiento de una colonia penal en la costa oriental. En el siglo XIX la
población europea se fue asentando en diversos núcleos del litoral y desarrolló inicialmente
una actividad agraria de subsistencia que rápidamente evolucionó hacia una especialización
ganadera. Hasta mediados de siglo, los squatters –ganaderos con un alto número de de
cabezas, la mayoría sin derecho de tránsito por las tierras– fueron los verdaderos dueños de la
economía del país.
La consolidación del asentamiento europeo tuvo lugar desde mediados de siglo con el
descubrimiento de oro. La reforma agraria de 1861 redujo la hegemonía de los ganaderos, y
junto con el desarrollo de la minería se impulsó la agricultura. La demanda de alimentos en el

27
mercado mundial y el bajo costo de la tierra alentaron el masivo arribo de inmigrantes,
principalmente británicos. La urbanización de la isla acompañó el desarrollo industrial. Sydney
y Melbourne devinieron grandes centros urbanos.
La aprobación de la Constitución –redactada entre 1897 y 1898– por el Parlamento británico,
estableció una confederación de colonias australianas autónomas. En 1901, las seis colonias
(Nueva Gales del Sur, Victoria, Australia Meridional, Australia Occidental, Queensland y
Tasmania), como Estados independientes, conformaron la Mancomunidad de Australia, regida
por un Parlamento federal. El Territorio del Norte y la capital federal se integraron en 1911.
En Nueva Zelanda, colonia británica desde 1840, el poblamiento fue más lento y, también aquí,
la consolidación definitiva de los europeos se produjo a mediados del siglo XIX, con el
descubrimiento de oro. El ingreso de los inmigrantes fue acompañado por la violenta expropiación
de las tierras a los maoríes. En 1907 el país se transformó en un dominio independiente.

La crisis de los antiguos imperios

La expansión de Occidente trastocó radicalmente el escenario mundial. Toda África y gran


parte de Asia pasaron a ser, en la mayoría de los casos, colonias europeas. Aunque
tempranamente gran parte de las poblaciones autóctonas resistieron el avance de los
europeos, estos movimientos no pueden calificarse de nacionalistas. En la mayoría de los
casos, las antiguas clases dirigentes tuvieron un papel preponderante y las resistencias
expresaron tanto la reacción frente a la destrucción de formas de vida como el afán de los
grupos gobernantes de conservar su autoridad y prestigio. Tanto en Egipto en los años
ochenta, como en la India con la creación del Congreso, coexistieron fuerzas heterogéneas.
Los tres imperios de mayor antigüedad, el persa, el chino y el otomano, con sus vastos
territorios y añejas culturas, no cayeron bajo la dominación colonial, pero también fueron
profundamente impactados por la expansión imperialista. En el seno de los mismos se
gestaron diferentes respuestas. Mientras unos sectores explotaron los sentimientos anti-
extranjeros para restaurar el orden tradicional, otros impulsaron las reformas siguiendo la
huella de Occidente, y algunos plantearon la modernización económica, pero evitando la
occidentalización cultural.
En el antiguo Imperio persa, antes de la Primera Guerra Mundial, hubo dos movimientos: la
Protesta del Tabaco (1891-1892) y la Revolución constitucional (1905-1911). Estas expresaron
el rechazo al nuevo rumbo de la economía y al mismo tiempo evidenciaron el peso del ideario
político liberal en distintos grupos de la sociedad, especialmente sectores medios y parte del
clero chiíta.
La concesión por parte del Sah del monopolio de la venta y exportación de tabaco a una
compañía inglesa desató el boicot y una oleada de huelgas dirigidas, en gran medida, por
comerciantes y líderes religiosos musulmanes. Uno de los principales ayatolás dictó un decreto
islámico (fatwa) que prohibía fumar, y las mezquitas se abrieron para dar asilo a quienes

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protestaban. El Sah tuvo que revocar la medida. Los ulemas persas estaban en una posición
mucho más fuerte que los de Egipto. Tenían una base financiera sólida y se concentraban en
las ciudades sagradas de Nayaf y Kerbala, en el Irak otomano. Los monarcas carecían de un
ejército moderno y de una burocracia central capaz de imponer su voluntad en materia de
educación, leyes y administración de parte de los territorios. A medida que crecía la influencia
económica de los europeos, los comerciantes y artesanos nativos recurrieron al consejo de los
ulemas, con quienes compartían similar procedencia familiar y los mismos ideales religiosos.
Los ulemas legitimaron sus reivindicaciones: Persia dejaría de ser una nación musulmana si los
soberanos seguían cediendo poder a los infieles.
La idea de que una constitución era un recurso importante para la seguridad y la
prosperidad de la nación concitaba importantes adhesiones, aun entre algunos clérigos. El
ejemplo de Japón le confería consistencia. En 1906, el Sah, frente a las movilizaciones que
rechazaban su política, aceptó la convocatoria a una asamblea que al año siguiente aprobó
una constitución inspirada en la de Bélgica, de decidido corte parlamentario. Sin embargo, en
poco tiempo pasaron a primer plano divergencias claves entre la mayoría del clero y los laicos
liberales acompañados por una minoría de ulemas, especialmente en el campo educativo y
respecto de los alcances de la sharia. Finalmente el texto constitucional enmendado reconoció
a un comité de ulemas el poder de vetar aquellas leyes que contradijeran la sagrada ley del
islam. En 1908 el Sah, apoyado por una brigada de cosacos rusos, dio un golpe de Estado que
clausuró la asamblea y ejecutó a los reformadores más radicales. Un contragolpe destituyó al
Sah, y se nombró una segunda asamblea. El avance de las tropas zaristas en 1911 condujo a
la clausura del nuevo órgano legislativo.
En el caso de China, las derrotas en las llamadas “Guerras del opio” de 1839 a 1842, y
posteriormente de 1856 a 1860, significó el principio del fin del Imperio manchú.
Inicialmente, el comercio británico con China fue deficitario. Los chinos apenas estaban
interesados en la lana inglesa y algunos productos de metal. En cambio, la Compañía de las
Indias Orientales incrementaba continuamente sus compras de té. Dado que no era posible
establecer unos intercambios equiparables, el desembolso británico de plata creció
proporcionalmente. En 1800, la Compañía de las Indias Orientales compraba anualmente 10
millones de kilos de té chino, con un coste de 3,6 millones de libras. Frente a esta situación los
británicos recurrieran a un producto: el opio que iba a darles importantes márgenes de
beneficio, contrarrestando así el déficit con los chinos.
La producción se estableció en la India, al calor de las conquistas realizadas por los
británicos entre 1750-1800. Allí había terrenos apropiados, clima conveniente y mano de obra
barata y abundante, tanto para recoger la savia de la planta como para el proceso de
laboratorio (hervido) que debía convertirla en una pasta espesa, susceptible de ser fumada.
La Compañía de las Indias Orientales, que gozaba del monopolio de la manufactura del opio
en la India, organizó el ingreso del opio en China. El opio se vendía en subasta pública y era
posteriormente transportado a China por comerciantes privados británicos e indios autorizados

29
por dicha compañía. Las ventas en Cantón pagaban los envíos de té chino a Londres, en un
próspero comercio triangular entre India, China y Gran Bretaña.
Según el historiador británico David Fieldhouse, el tráfico de opio hacia China llegó a convertirse,
durante un tiempo, en piedra angular del sistema colonial inglés. La producción en la India se
convirtió en la segunda fuente de ingresos de la corona británica gracias a la explotación del
monopolio que poseía la Compañía de las Indias Orientales. Las cifras oficiales indican que para
1793 estos ascendían a 250.000 libras esterlinas, pero para mediados de la primera mitad del siglo
XIX, cuando Inglaterra no dispone ya de los ingresos del negocio de los esclavos de África, sus
ventas superan al millón de libras esterlinas, lo que convierte al opio en el medio comercial
fundamental del avance inglés en el sudeste asiático y en el interior de China.
Los edictos imperiales contra la venta de opio, a pesar de los drásticos castigos a los
negociantes, fueron burlados por el contrabando. En los años 30, el emperador dictó la pena de
muerte para los traficantes de opio y envió a la región de Guangzhou, como comisionado
imperial, a Lin Zexu, quien dirigió una carta a la reina Victoria: Supongamos que hubiera un
pueblo de otro país que llevara opio para venderlo en Inglaterra y sedujera a vuestro pueblo
para comprarlo y fumarlo. Seguramente, vuestro honorable gobernante aborrecería
profundamente esto. [.…] Naturalmente, ustedes no pueden desear dar a otros lo que no
quieren para sí mismos.
La Corona británica recogió las quejas de los comerciantes enviando una flota de guerra a
China, que derrotó a las fuerzas imperiales. El tratado de Nanking firmado en 1842 reconoció
casi todas las exigencias de Gran Bretaña. Se abrieron nuevos puertos al comercio británico y
los ingleses, en caso de ser acusados de algún delito, serían juzgados por sus propios
tribunales consulares. Las atribuciones del gobierno chino en el plano comercial fueron
limitadas y, además, la isla de Hong Kong pasó a manos de Londres por un lapso de 150 años,
con la doble función de centro comercial y base naval.
Este resultado alentó la irrupción de otras potencias: Estados Unidos, Francia y Rusia
forzaron a China a la firma de los llamados Tratados Desiguales. En 1860 China se vio
obligada a abrir otros once puertos al comercio exterior, los extranjeros gozaron de inmunidad
frente a la legislación china y se autorizó a los misioneros a propagar la religión cristiana.
Simultáneamente, el imperio estuvo a punto de ser aniquilado por movimientos revolucionarios;
el más importante fue la insurrección Taiping (1851-1864), que estableció una dinastía rival a la
manchú y se adueñó de buena parte de China Central y Meridional. La rebelión presentó varios
aspectos de movimiento milenarista: una aguda conciencia de los males que afectaban a la
sociedad, la ausencia de propuestas precisas y la fuerte esperanza de un futuro promisorio
generadora de actitudes heroicas, como así también de un alto grado de fanatismo. Frente a
esta amenaza, el gobierno encaró una serie de reformas que le permitieron sofocar los focos
de insurrección. En esta empresa la elite china combinó la revitalización de los valores
tradicionales (la ideología confuciana puesta en duda por Occidente y rechazada por los
revolucionarios) con la adopción de elementos occidentales en el campo tecnológico, militar y
educativo. Durante treinta años el imperio gozó de relativa tranquilidad, pero con las potencias

30
incrementando su poder. Las concesiones obtenidas en algunas ciudades –los casos de
Shangai y Cantón, entre otros– las convirtieron en ciudades-Estado independientes donde las
autoridades chinas no tenían potestad y no se aplicaba la legislación nacional.
La guerra con Japón (1894-1895) le imprimió un nuevo giro a la historia de China: dio paso
a una gravísima crisis nacional que desembocaría en la caída del imperio en 1911. En virtud de
su derrota, China reconoció la independencia de Corea y cedió Formosa a Japón, las Islas
Pescadores y la península de Liaotung (esta le fue devuelta debido a la presión de Rusia, que
buscó frenar la expansión japonesa) y aceptó pagar fuertes indemnizaciones. La injerencia
económica de los imperialismos rivales progresó rápidamente, especialmente en los sectores
modernos: explotación de yacimientos mineros, inversión de capitales y préstamos para el
pago de la deuda con Japón. En los años siguientes al tratado de paz, el loteo de China entre
las potencias avanzó rápidamente. Con la adquisición de Filipinas en 1898, Estados Unidos
ganó presencia en el Pacífico y en defensa de sus intereses comerciales se opuso a la
existencia de esferas de influencia exclusiva de otras potencias en el territorio. Indirectamente
contribuyó a mantener la unidad de China, especialmente por la cláusula que dejaba en manos
del gobierno central la recaudación aduanera en todas las regiones.
Desde la corte hubo un intento de reforma radical impulsado por un grupo minoritario de
letrados, quienes pretendieron revertir la situación mediante la aprobación, en 1898, de un
abultado número de decretos que incluían: la abolición del sistema tradicional de exámenes
para funcionarios imperiales, la adopción de instituciones y métodos occidentales de
educación, la creación de una administración financiera moderna, la autorización para la
fundación de periódicos y asociaciones culturales y políticas, la formación de un ejército
nacional e incluso la concesión al pueblo del derecho de petición ante el gobierno. Un golpe de
Estado puso fin a la experiencia de los Cien Días. La “revolución desde arriba” no contó en
China con las condiciones sociales ni con la suficiente convicción de la elite dirigente para que
pudiera prosperar.
Al fracaso de la reforma le sucedió el levantamiento de los bóxers, en el que prevaleció el
rechazo violento de todo lo extranjero: centenares de misioneros y de chinos cristianos fueron
asesinados, numerosas iglesias quemadas, en tanto líneas de ferrocarril y teléfono destruidas.
El movimiento atrajo a campesinos pobres, a quienes malas cosechas e inundaciones
obligaron a emigrar, así como también a sectores marginales o desclasados en virtud de la
competencia de los nuevos medios de transporte, comunicación y los productos europeos. Los
letrados y funcionarios más conservadores apoyaron la insurrección que a mediados de 1900
desembocó en el sitio a las legaciones extranjeras en Pekín y el asesinato del embajador
alemán. Frente a los reclamos de las potencias extranjeras, la corte aceptó reprimir la
sublevación. Finalmente, una fuerza militar con tropas de varios países puso fin al conflicto.
Pekín fue ocupada militarmente y saqueada con saña por las tropas expedicionarias. El imperio
subsistió hasta 1911, cuando una revolución en la que intervinieron fuerzas heterogéneas
proclamó la República.

31
El Imperio otomano volvió a reunir bajo su autoridad gran parte de los territorios que habían
unificado los árabes. A fines del siglo XIII, los turcos otomanos se hicieron fuertes en Anatolia.
Desde allí se extendieron hacia el sudeste de Europa y tomaron Constantinopla (Estambul) a
mediados del siglo XV. A principios del siglo XVI derrotaron a los mamelucos anexionando
Siria y Egipto, y asumieron la defensa de la costa de Magreb contra España. En su período de
máxima expansión se extendió por el norte de África, la zona de los Balcanes y Medio Oriente,
desde Yemen hasta Irán.
En la segunda mitad del siglo XIX, con el avance de los gobiernos europeos, sobre todo
Inglaterra y Francia, y a través de la penetración del comercio y de las inversiones extranjeras,
el norte de África quedó desvinculado de la autoridad del sultán. En este proceso también jugó
un papel significativo el afán de los gobernantes locales por alcanzar un mayor grado de
autonomía respecto de Estambul. El imperio otomano también retrocedió en los Balcanes.
Ante el desmoronamiento del imperio, sectores de la corte se inclinaron a favor de un amplio
plan de reformas inspiradas en las experiencias occidentales. En 1876 lograron que fuera
aprobada una constitución de sesgo liberal. Pero las fuerzas tradicionales demostraron una
notable capacidad para resistir el cambio, y en poco tiempo el sultán revocó el texto constitucional
y restauró la autocracia. En 1908, los Jóvenes Turcos, un grupo de oficiales de carrera
interesados en la reorganización de las fuerzas militares y la incorporación de la tecnología
occidental, dieron un golpe y obligaron al sultán a reconocer la Constitución de 1876. La
revolución estuvo muy lejos de resolver los problemas de la unidad del imperio y de su
organización política. Las tensiones entre las reivindicaciones de las nacionalidades no turcas y el
proyecto nacionalista de los militares turcos se hicieron evidentes desde que se reunió el
Parlamento a fines de 1908. Además, los Jóvenes Turcos estaban divididos en fracciones con
distintas orientaciones y, a la vez, en grupos facciosos que competían por el poder.
Ante la impotencia para impedir la desintegración del imperio, los Jóvenes Turcos fueron
abandonando los ideales de 1908 y refugiándose en políticas cada vez más abiertamente
xenófobas y autoritarias. Asociaron la salvación del imperio con la imposición de la identidad
turca al conjunto de las comunidades que lo habitaban.
El avance de Occidente debilitó al Imperio otomano, pero también trajo aparejadas
angustias e incertidumbres y la revisión de los pilares de la cultura y la religión musulmana. En
Estambul ganó terreno el nacionalismo turco, mientras que en otras áreas del mundo
musulmán algunas figuras del campo intelectual proponían la revisión y revitalización del islam.
La expansión europea no solo profundizaba la crisis económica y política del imperio:
también cuestionaba la identidad musulmana en el plano cultural y religioso, poniendo en
evidencia las debilidades de una civilización que había competido exitosamente con Europa.
Los intelectuales del mundo islámico reflexionaron sobre las posibilidades y las desventajas del
modelo occidental y en torno a las razones de la decadencia de su propia cultura.
Un sector se inclinó a favor de la modernización, pero alertando contra la mera imitación; los
logros de Occidente debían reelaborarse teniendo en cuenta la identidad islámica. Admiraban
los éxitos económicos y tecnológicos de Europa, pero rechazaban sus políticas imperialistas.

32
En este grupo se destacaron Jamal al-Din al-Afghani (1838-1897), pensador y activista político,
y su discípulo Muhammad ‘Abduh (1849-1905), abocado a la reforma intelectual y religiosa.
Afghani nació en Irán en un contexto familiar relacionado con el clero chiita persa. Viajó por
el mundo musulmán, desde Egipto a la India. El estado de descomposición social que percibió
en todas las regiones lo condujo a proponer un programa cuyo punto de partida era la reforma
interna. Los males del mundo musulmán eran causados por el expansionismo europeo, pero
también por los gobernantes autocráticos y los ulemas aferrados a una interpretación
retrógrada de la doctrina:

[…] hoy las ciudades musulmanas son saqueadas y despojadas de sus bienes,
los países del islam, dominados por los extranjeros y sus riquezas, explotadas
por otros. No transcurre un día sin que los occidentales pongan la mano sobre
una parcela de estas tierras. No pasa una noche sin que pongan bajo su
dominio una parte de estas poblaciones que ellos ultrajan y deshonran.
Los musulmanes no son ni obedecidos ni escuchados. Se los ata con las
cadenas de la esclavitud. Se les impone el yugo de la servidumbre. Son tratados
con desprecio, sufren humillaciones. Se quema sus hogares con el fuego de la
violencia. Se habla de ellos con repugnancia. Se citan sus nombres con
términos groseros. A veces se los trata de salvajes [...].
¡Qué desastre! ¡Qué desgracia! ¿Y eso por qué? ¿Por qué tal miseria?
Inglaterra ha tomado posesión de Egipto, del Sudán y de la península de la India
apoderándose así de una parte importante del territorio musulmán. Holanda se
ha convertido en propietaria omnipotente de Java y de las islas del océano
Pacífico. Francia posee Argelia, Túnez y Marruecos. Rusia tomó bajo su dominio
el Turquestán occidental, el Cáucaso, la Transoxiana y el Daguestán. China ha
ocupado el Turquestán oriental. Solo un pequeño número de países
musulmanes han quedado independientes, pero en el miedo y el peligro [...]. En
su propia casa son dominados y sometidos por los extranjeros que los
atormentan a todas horas mediante nuevas artimañas y oscurecen sus días a
cada instante con nuevas perfidias. Los musulmanes no encuentran ni un
camino para huir ni un medio para combatir [...].
¡Oh, qué gran calamidad! ¿De dónde viene esta desgracia? ¿Cómo han llegado
a este punto las cosas? ¿Dónde la majestad y la gloria de antaño? ¿Qué fue de
esta grandeza y este poderío? ¿Cómo han desaparecido este lujo y esta
nobleza? ¿Cuáles son las razones de tal decadencia? ¿Cuáles son las causas
de tal miseria y de tal humillación? ¿Se puede dudar de la veracidad de la
promesa divina? ‘¡Que Dios nos preserve!’ ¿Se puede desesperar de su gracia?
‘¡Que Dios nos proteja!’.
¿Qué hacer, pues? ¿Dónde encontrar las causas de tal situación? Dónde
buscar los móviles y a quién preguntar, si no afirmar: “Dios no cambiará la
condición de un pueblo mientras este no cambie lo que en sí tiene” (En Homa
Packdamar, Djamal al-Din Assad dit al-Afghani, París, 1996. Traducción Luis
César Bou).

33
Reconoció la conveniencia de aprender de Occidente en el plano científico y en el de las
ideas políticas, pero evitando su materialismo y laicismo. Afghani no era nacionalista, ya que la
reforma interna y la expulsión de los europeos debían plasmarse a través de una unión
islámica supranacional.
Este modernismo islámico fue esencialmente un movimiento intelectual y no dio lugar a
organizaciones duraderas, pero perduró como corriente de pensamiento interesada en
compatibilizar la interpretación del islam con la reforma sociopolítica del mundo musulmán.

Hacia el capitalismo global

La revolución industrial tuvo lugar en Inglaterra a fines del siglo XVIII. A mediados del siglo
XIX se habían incorporado Alemania, Francia, Estados Unidos, Bélgica y a partir de los años
90 se sumaron los países escandinavos: Holanda, norte de Italia, Rusia y Japón. En el último
cuarto del siglo XIX, la base geográfica del sector industrial se amplió, su organización sufrió
modificaciones decisivas y al calor de ambos procesos, cambiaron las relaciones de fuerza
entre los principales Estados europeos, al mismo tiempo que se afianzaban dos Estados extra-
europeos: Estados Unidos y Japón
La industria británica perdió vigor y Alemania junto a Estados Unidos pasaron a ser los
motores industriales del mundo. En 1870 la producción de acero de Gran Bretaña era mayor
que la de Estados Unidos y Alemania juntas; en 1913 estos dos países producían seis veces
más que el Reino Unido.
Las experiencias de Rusia y Japón fueron especialmente espectaculares. Ambos iniciaron
su rápida industrialización partiendo de economías agrarias atrasadas, casi feudales. En el
impulso hacia la industria, sus gobiernos desempeñaron un papel clave promoviendo la
creación de la infraestructura, atrayendo inversiones y subordinando el consumo interno a las
exigencias del desarrollo de la industria pesada. En el caso de Rusia, las industrias altamente
avanzadas coexistieron con una agricultura pre-moderna. En Japón el crecimiento económico
fue más equilibrado. Los nuevos países de rápida industrialización tenían la ventaja de que al
llegar más tarde pudieron empezar con plantas y equipos más modernos, es decir podían
copiar tecnologías salteando pasos, al mismo tiempo, podían atraer a los capitales ya
acumulados que buscaban dónde invertir, el capital francés por ejemplo, tuvo un papel
destacado en el crecimiento de la industria rusa.
En Europa del sur, el proceso de industrialización modificó más fragmentariamente. Las
estructuras vigentes fueron especialmente débiles en España y Portugal, mientras que en Italia
la industria renovó a fondo la economía del norte, pero se ahondó la fractura entre el norte
industrial y el sur agrario.
A pesar que entre 1880 y 1914 la industrialización se extendió con diferentes ritmos y a
través de procesos singulares, las distintas economías nacionales se insertaron cada vez más
en la economía mundial. El mercado mundial influyó sobre el rumbo económico de las naciones
en un grado desconocido hasta entonces. El amplio sistema de comercio multilateral hizo

34
posible el significativo crecimiento de la productividad de 1880 a 1914. Simultáneamente se
profundizó la brecha entre los países industrializados y las vastas regiones del mundo
sometidas a su dominación.
En la era del imperialismo, la economía atravesó dos etapas: la gran depresión (1873-1895)
y la belle époque hasta la Gran Guerra. La crisis fue en gran medida la consecuencia no
deseada del exitoso crecimiento económico de las décadas de 1850 y 1860, la primera edad
dorada del capitalismo.
Los éxitos del capitalismo liberal a partir de mediados del siglo XIX desembocaron en la
intensificación de la competencia, tanto entre industrias que crecieron más rápidamente que el
mercado de consumo como entre los Estados nacionales, cuyo prestigio y poder quedaron
fuertemente asociados a la suerte de la industria nacional. El crecimiento económico fue cada
vez más de la mano con la lucha económica que servía para separar a los fuertes de los
débiles y para favorecer a los nuevos países a expensas de los viejos. En cierto sentido, con el
frenazo del crecimiento económico impuesto por la crisis, el optimismo sobre el progreso
indefinido se tiñó de incertidumbres, con los cambios asociados al progreso se hizo evidente
también que no había posiciones acabadamente seguras ya que la crisis capitalista no solo
golpeaba a los más débiles, sino que también provocaba la bancarrota de los que creían pisar
terreno firme. Así como era posible un vertiginoso ascenso de grupos económicos y los
hombres que los promovían (el caso de Cecil Rodhes, artífice del imperio británico en el sur de
África), también era factible perder posiciones como les ocurría a los industriales ingleses
frente a los alemanes o estadounidenses.
La gran depresión no fue un colapso económico sino un declive continuo y gradual de los
precios mundiales. En el marco de la deflación, derivada de una competencia que inducía a la
baja de los precios, las ganancias disminuyeron. Las reducciones de precio no fueron
uniformes. Los descensos más pronunciados se concretaron en los productos agrícolas y
mineros suscitando protestas sociales en las regiones agrícolas y mineras.
Frente a la caída de los beneficios, tanto los gobiernos como los grupos sociales afectados
buscaron –sin planes acabados– rumbos alternativos. En el marco de la crisis y en relación con
el afianzamiento de nuevos industriales y nuevos países interesados en el desarrollo de la
industria, ganó terreno el proteccionismo. Además, en el afán de reducir la competencia se
avanzó hacia la concentración de los capitales, surgiendo los acuerdos destinados a reducir el
impacto de la competencia a través de diferentes modalidades: oligopolios, carteles, holdings.
Una tercera innovación, explorada centralmente en Estados Unidos, fue la gestión científica del
trabajo que incrementaría la productividad y debilitaría el poder de los sindicatos que defendían
4
el valor de la fuerza de trabajo de los obreros calificados . Por último, un conjunto de Estados

4
Las investigaciones de Frederic Taylor, que duraron años, apuntaron a la descomposición del trabajo en tareas
simples, estrictamente cronometradas de modo tal que cada trabajador realizara el movimiento necesario en el
tiempo justo. El examen de Taylor se extendió a los movimientos de la máquina misma, de la cual también debían
suprimirse todos los momentos inactivos. El salario a destajo (por pieza producida) debía actuar como incentivo para
la intensificación del ritmo de trabajo.

35
nacionales y grandes grupos económicos se lanzaron al reparto del mundo en pos de
mercados, fuentes de materias primas y nuevas áreas donde invertir los capitales.
Desde mediados de los años 90, los precios comenzaron a subir y con ellos los beneficios.
El impulso básico para este repunte provino de la existencia de un mercado de consumo en
expansión, conformado por las poblaciones urbanas de las principales potencias industriales y
regiones en vías de industrialización. En la belle époque el mundo entró en una etapa de
crecimiento económico y creciente integración.
Sus investigaciones, que duraron años, apuntaron a la descomposición del trabajo en tareas
simples, estrictamente cronometradas de modo tal que cada trabajador realizara el movimiento
necesario en el tiempo justo. El examen de Taylor se extendió a los movimientos de la máquina
misma, de la cual también debían suprimirse todos los momentos inactivos. El salario a destajo
(por pieza producida) debía actuar como incentivo para la intensificación del ritmo de trabajo.

Los pilares de la economía global

Entre 1896 y 1914, las economías nacionales se integraron al mercado mundial a través del
libre comercio, la alta movilidad de los capitales y destacado movimiento de la fuerza de trabajo
vía las migraciones, principalmente desde el Viejo Mundo hacia América.
El comercio mundial casi se duplicó entre 1896 y 1913. A Gran Bretaña con su imperio le
correspondió cerca de una tercera parte de todo el comercio internacional. El comercio no
vinculado directamente con Gran Bretaña prosperó debido a que formaba parte de un sistema
más amplio que reforzaba la orientación librecambista. El movimiento proteccionista –que
buscaba resguardar los intereses de la industria incipiente– y de los grupos agrícolas afectados
por la incorporación de nuevos productores no afectó la apertura internacional, ya que los
países que la adoptaron no rompieron su vinculación con el mercado mundial. Aun con
políticas que tenían en cuenta a los que reclamaban protección, se mantuvieron fuertes lazos
con los intercambios mundiales vía la entrada de materias primas que no competían con la
producción nacional e insumos intermedios de los que ésta carecía.
La inversión internacional aumentó aun más rápidamente. El flujo de dinero fue importante
tanto para el rápido desarrollo de gran parte de los países que los recibían como para los que
invertían en ellos. El capital británico estuvo a la cabeza de las inversiones internacionales. Los
grandes capitales, por ejemplo, en lugar de abrir una nueva línea de ferrocarril en Gran Bretaña
podían dirigirse hacia la periferia donde eran requeridos para abaratar el traslado de los
alimentos y de las materias primas requeridos por el taller del mundo. Los ferrocarriles atrajeron
la mitad de las inversiones inglesas en el exterior y las ganancias procedentes de otros países
en este rubro fueron casi dos veces superiores a las obtenidas en el Reino Unido. Estos
beneficios saldaban el déficit comercial británico. Los principales receptores no fueron las
regiones más pobres de Asia y África, sino países de rápido desarrollo industrial, los de

36
reciente colonización europea y algunas colonias claves. En 1914, tres cuartas partes de la
inversión exterior británica fueron hacia Estados Unidos, Australia, Argentina, Sudáfrica e India.
Junto con vasta la circulación de bienes y capitales, millones de personas se trasladaron a las
regiones más dinámicas del Nuevo Mundo abandonando las zonas más pobres de Europa y
Asia. En la primera década del siglo XX los inmigrantes representaban el 13% de la población de
Canadá, 6% de Estados Unidos y 43% de la Argentina. Para los trabajadores no cualificados de
los centros que recibían inmigrantes, la llegada de los extranjeros significó salarios más bajos. La
tendencia hacia la baja de los salarios de la mano de obra no calificada, junto con las diferencias
religiosas, étnicas entre los grupos de diferente origen, alentaron las divisiones entre los
trabajadores. En Australia y Estados Unidos, los sindicatos apoyaron las restricciones a la
inmigración y los más afectados fueron los inmigrantes procedentes de Japón y China.
Gran Bretaña fue el centro organizador de esta economía cada vez más global. Aunque su
supremacía industrial había menguado, sus servicios como transportista, junto con su papel
como agente de seguros e intermediario en el sistema de pagos mundial, se hicieron más
indispensables que nunca. El papel hegemónico de la principal potencia colonial se basó en la
influencia dominante de sus instituciones comerciales y financieras, como también la
coherencia entre su política económica nacional y las condiciones requeridas por la integración
económica mundial.
La primacía del mercado mundial fue posibilitada por los avances en las tecnologías del
transporte y las comunicaciones: el ferrocarril, las turbinas de vapor (que incrementaron la
velocidad de los nuevos buques), la telegrafía a escala mundial y el teléfono. En el pasado, con
un comercio exterior caro e inseguro no había aliciente para participar en el mismo; en cambio
con el abaratamiento del mismo, la autarquía perdió terreno. Europa inundó al mundo con sus
productos manufacturados y se vio a la vez nutrida de productos agrícolas y materias primas
provenientes de sus colonias o de los Estados soberanos, pero no industrializados, como los
de América Latina.
La integración de las distintas economías nacionales se concretó a través de la
especialización. Cada región se dedicó a producir aquello para lo cual estaba mejor dotada: los
países desarrollados, los bienes industriales; los que contaban con recursos naturales,
alimentos y materias primas. El patrón oro aseguró que los intercambios comerciales y los
movimientos de capital tuvieran un referente monetario seguro y estable. Fue más importante
para las finanzas internacionales que para el comercio. La adhesión de los Estados al patrón
oro les facilitaba el acceso al capital y a los mercados exteriores. Pero al mismo tiempo, desde
la perspectiva de las economías nacionales, impedía que los gobiernos interviniesen en la
regulación del ciclo económico. Con la aceptación del patrón oro se renunciaba a la posibilidad
de devaluar la moneda para mejorar la posición competitiva de los productos nacionales: los
gobiernos no podían imprimir dinero ni reducir los tipos de interés para inyectar estímulos a la
inversión y aliviar el desempleo en momentos de recesión. La evolución de la economía
nacional quedaba atada a la preservación de la confiabilidad ganada por la moneda en el
escenario internacional.

37
En Gran Bretaña, los grupos financieros y las firmas vinculadas al comercio mundial
impusieron su visión internacionalista que subordinó la marcha de la economía nacional a la
preservación de una moneda estable respaldada por el oro. En los países subdesarrollados, los
grupos de poder que dominaban el sector primario (terratenientes y propietarios de minas)
oscilaron entre el apoyo a la rigidez del oro y la desvinculación que posibilitaba la devaluación
cuando los precios de sus productos descendían en el mercado mundial. La mayoría de los
países exportadores de productos agrícolas y mineros solo se ataron al oro en forma
intermitente. En Estados Unidos, que se mantuvo vinculado al oro, las dos opciones chocaron
con fuerza, ya que era un país integrado por regiones con intereses en tensión. Los
agricultores, ganaderos y mineros, afectados por la competencia con productores de países
con monedas devaluadas, fueron la base de apoyo del movimiento populista que en los años
noventa defendió el retorno a la plata. Esta vía, según los populistas, liberaría al país del plan
concebido por los banqueros, inversores y comerciantes extranjeros.
El orden basado en el patrón oro, de hecho era gestionado por el Banco de Inglaterra y
vigilado por la Armada británica. Cuando algún país deudor se quedaba sin oro o plata,
suspendiendo el pago de sus deudas (los casos de Egipto o Túnez, por ejemplo) podía perder
territorios o incluso la independencia a manos de las potencias occidentales.
En el capitalismo de laissez-faire que fue positivo para el crecimiento económico global
hubo algunos ganadores y muchos perdedores. Se beneficiaron figuras vinculadas con
distintas actividades y localizadas en diferentes zonas del mundo: banqueros de Londres,
fabricantes alemanes, ganaderos argentinos, productores de arroz indochinos. Lo que los unía
era el hecho de haberse dedicado a una actividad altamente competitiva en el mercado
mundial y, en consecuencia, no deseaban que la intervención del Estado afectara el
funcionamiento del mercado. Este sistema exigió enormes sacrificios a quienes no podían
competir en el mercado internacional. Los agricultores de los países industriales y los
industriales de los países agrícolas querían protección. Los más pobres y débiles, junto con los
menos eficientes (tanto en las actividades agrarias como en la industria), presionaron sobre los
gobiernos para que aliviasen su situación.
Solamente Gran Bretaña y los Países Bajos adoptaron acabadamente el libre comercio. En
Estados Unidos, aunque los proteccionistas tuvieron un peso destacado no asumieron planteos
extremos: si bien defendían la preservación del mercado interno para los productores agrarios
e industriales nacionales, al mismo tiempo reconocían las ventajas de colocar la producción
estadounidense en el exterior y que el país recibiera inversiones. La mayor parte los países
fueron más o menos proteccionistas.
El movimiento obrero se mostró ambiguo en el debate sobre proteccionismo y libre cambio.
Como consumidores podían verse favorecidos por el libre comercio si los precios de los
alimentos importados eran menores que los locales, por otro lado, no necesariamente las
importaciones reducían la oferta de trabajo, esto dependía de la actividad a que estuvieran
ligados los trabajadores. La principal preocupación de los obreros era el desempleo y la baja de
los salarios derivada del mismo. En este sentido, la mayor amenaza procedía de un patrón oro

38
rígido que al aceptar las recesiones como una consecuencia normal del ciclo económico,
impedía a los gobiernos a tomar medidas para evitar no sólo la desocupación sino también la
miseria que iba asociada a la falta de trabajo. A medida que el movimiento obrero se afianzó,
se hizo cada vez más difícil que los trabajadores aceptaran que sus condiciones de vida
quedasen sujetas a los movimientos del mercado mundial. El conflicto social no podía
controlarse solo a través de la represión y los gobiernos tuvieron que reconocer que el
liberalismo ortodoxo obstaculizaba sus posibilidades de ganar apoyos en un electorado que
incluía cada vez más a los miembros del mundo del trabajo. En la era del imperialismo, algunos
gobiernos –mucho de ellos conservadores– exploraron las posibilidades de medidas
relacionadas con el bienestar social.

La nueva política

La nueva oleada de industrialización complejizó el escenario social y dio paso a nuevas


batallas en el campo de las ideas. En lugar de polarizar la sociedad, el avance del capitalismo
propició la aparición de nuevos grupos, en gran medida debido a la diversificación de los
sectores medios: los asalariados del sector servicios, la burocracia estatal y el personal
directivo de las grandes empresas. También modificó la fisonomía y el comportamiento de la
burguesía que dejó de ser la clase revolucionaria que había sido. El burgués que dirigía su
propia empresa perdió terreno, en la conducción de las nuevas industrias aparecieron
profesionales y técnicos que engrosaron las filas superiores de los sectores medios. La gran
burguesía preservó su adhesión al liberalismo económico, pero su liberalismo político se cargó
de incertidumbre ante el avance de las fuerzas que pugnaban por la instauración de la
democracia. Los liberales que viraron hacia el imperialismo, por ejemplo el inglés Chamberlain
o el francés Ferry, creyeron posible que la expansión colonial ayudaría a descomprimir el
conflicto social. Al apoyar el reparto del mundo dejaron de lado la máxima de que la paz era
factible a través del libre comercio y avalaron la carrera armamentista a través de la cual los
Estados competían en la creación de imperios coloniales. En el campo de la cultura y las
formas de vida, la gran burguesía se sintió cada vez más consustanciada con los valores de la
aristocracia y en el afán de distinguirse socialmente, el burgués ahorrativo e inversor que había
impulsado la revolución industrial dejó paso a una alta burguesía que asumía las formas de
vida y de consumo distintivas de la aristocracia.
Hasta el último cuarto siglo XIX, las fuerzas conservadoras fueron el principal rival de los
liberales. Con disímiles grados de fuerza y convicción en los distintos países, la burguesía
ascendente enfrentó al orden monárquico y a la aristocracia. El proyecto liberal incluía la
defensa de los derechos humanos y civiles, la mínima intervención del Estado en la economía,
la creación de un sistema constitucional que regulara las funciones del gobierno y las
instituciones que garantizaran la libertad individual. Este ideario se fundaba en la primacía de la
razón y era profundamente optimista respecto al futuro. Sin embargo, en el presente, los

39
liberales condicionaron la democracia: los que no tenían educación y carecían de bienes que
defender, debían ser guiados por los ilustrados y los que promovían el crecimiento económico.
Únicamente los ilustrados y los propietarios estaban capacitados para adecuar las políticas del
Estado a las leyes naturales del mercado. En un principio, los liberales levantaron una serie de
barreras económicas y culturales para impedir el voto de las mayorías. Al mismo tiempo que
socavaban los principios y prácticas del antiguo régimen, deseaban que los asuntos públicos
quedasen en manos de los notables. En algunos casos fueron los conservadores, por ejemplo
el canciller Otto von Bismarck en Prusia o el emperador Napoleón III en Francia, quienes
ampliaron el derecho a votar. Deseaban contener el avance de los liberales y para eso
recurrieron a su posibilidad de manipular a un electorado masivo, pero escasamente politizado.
El avance de la industrialización asociada con la decadencia de la economía agraria
tradicional modificó profundamente la trama de relaciones sociales. El debilitamiento de las
aristocracias terratenientes, junto con el fortalecimiento de la burguesía y la creciente
gravitación de los sectores medios y de la clase obrera, gestaron el terreno propicio para el
avance de la democracia. En este proceso se combinaron las reformas electorales que
incrementaron significativamente el número de votantes, la aparición de nuevos actores, los
partidos políticos, y la aprobación de leyes sociales desde el Estado.
Los cambios en el plano político se produjeron a ritmos y con intensidades muy diferentes.
Las transformaciones más tempranas y profundas se concretaron en Gran Bretaña. En el resto
del continente europeo hubo una oleada revolucionaria en 1848 que produjo el quiebre de la
cohesión del antiguo régimen, aunque muchos liberales, por ejemplo, los alemanes e italianos,
no lograron alcanzar sus metas. Las tres décadas siguientes fueron un período de reforma
básicamente promovida desde arriba. En casi todos los países, salvo en Rusia, el período
concluyó con el avance de los gobiernos más o menos constitucionales frente a los
autocráticos. Antes de 1848, las asambleas parlamentarias sólo habían prosperado en Francia
y Gran Bretaña. A partir de 1878, los parlamentos elegidos eran reconocidos en casi todos los
países europeos. Sin embargo, los liberales del siglo XIX buscaban un justo equilibrio. Querían
evitar la tiranía de las masas, que consideraban tan destructiva como la tiranía de los
monarcas. Los liberales luchaban por un parlamento eficaz que reflejara los intereses de todo
el pueblo, pero descartaban que los pobres y los incultos comprendieran cuáles eran sus
propios intereses.
La nueva política también incluyó la manipulación del electorado y en muchos casos, la
ampliación del sufragio apareció asociada con el fraude electoral. Generalmente, en las áreas
menos urbanizadas las elecciones se hacían a través de relaciones más personales que
políticas. En cada pueblo o aldea existían dos o tres personajes de peso que actuaban como
grandes electores a través de su control sobre las autoridades de la localidad y de sus
posibilidades de ofrecer favores a los miembros de la comunidad. El gran elector podía
acrecentar su poder mediante el vínculo forjado con el dirigente político (muchas veces ajeno al
medio local) que ocupaba la banca en la asamblea legislativa nacional gracias a los votos
obtenidos por el jefe político local. Después desde su banca el diputado electo devolvía el favor

40
a través de su colaboración en nombramientos y destituciones, y en la promoción de
determinadas obras públicas. Estos vínculos raramente eran armoniosos y daban lugar a
enfrentamientos entre diferentes jefes políticos y facciones que dividían a la clase gobernante y
podían ir asociados con crisis institucionales. Los nuevos partidos que pretendían llegar al
gobierno sufrían tanto las consecuencias del fraude como la violencia instrumentadas desde el
Estado. Estas prácticas tuvieron mayor peso en los países más débilmente urbanizados, por
ejemplo los del sur europeo.
No obstante, desde fines del siglo XIX hasta la Gran Guerra se produjo un avance
significativo de la política democrática en la mayoría de los países europeos. Las profundas
transformaciones sociales que acompañan a la segunda revolución industrial, así como la
creciente urbanización y los cambios culturales, provocan una progresiva ampliación de las
bases sociales sobre las que se sustentó la legitimidad del ejercicio de la política. Esto supuso
la lenta transición desde el liberalismo moderado, de carácter restringido o censatario, hacia la
adopción de prácticas democráticas, en las que se integraron cada vez con mayor fuerza las
clases medias urbanas.
Con la ampliación del cuerpo electoral, los acuerdos entre los notables cedieron el paso a
las decisiones de los partidos políticos. Estos se hicieron cargo de una variada y compleja
gama de tareas. La producción de los resultados electorales que legitimasen el ingreso al
gobierno de los dirigentes partidarios requería de organizaciones estables y consistentes,
capaces tanto de representar los intereses de los electores como de construir nuevas
identidades políticas. Los vínculos entre dirigentes y dirigidos trascendieron el marco local y los
nuevos partidos de alcance nacional, no sólo organizaron campañas electorales y defendieron
determinados intereses, también intervinieron en la construcción de cosmovisiones en
competencia en torno a la mejor forma de satisfacer el bien común. La política de la
democracia apareció asociada con la creciente gravitación de los elementos lengua, raza,
religión, tierra, pasado común que se proponían como propios de cada nacionalidad. La
exaltación de los mismos contribuía a la cohesión entre los distintos grupos sociales de una
misma nacionalidad al mismo tiempo que los distinguía de los otros, los que no compartían
dichos valores y atributos.
Ante la creciente movilización de los sectores populares y el temor a la revolución social, los
gobiernos promovieron reformas sociales con el fin de forjar un vínculo más o menos paternalista
con los sectores más débiles del nuevo electorado. En los años ochenta, el conservador canciller
de Prusia Otto Bismarck, por ejemplo, fue el primero en poner en marcha un programa que
incluía seguros de enfermedad, de vejez, de accidentes de trabajo. También se aprobaron
medidas en este sentido en Gran Bretaña, Austria, Escandinavia y Francia. El Estado mínimo
postulado por los liberales retrocedía frente al muy incipiente Estado de bienestar.
Antes de haber completado la transformación del antiguo régimen, el ideario liberal y el
orden burgués sufrieron el embate de nuevos contendientes: el de la clase obrera y el de la
nueva derecha radical. La primera no solo creció numéricamente, las experiencias compartidas
en el lugar de trabajo, en los barrios obreros, en el uso del tiempo libre y del espacio público y a

41
través, tanto de la necesidad de organizarse sindicalmente, como de la interpelación de los
socialistas, construyeron un nosotros, una identidad como clase obrera.
En década de 1890, con el avance de los partidos socialistas que confluyeron en la
Segunda Internacional (1889-1916), el movimiento obrero socialista se afianzó como un
fenómeno de masas. Sin embargo, existieron destacados contrastes entre las trayectorias de
las distintas clases obreras nacionales, tanto en el peso y el grado de cohesión de las
organizaciones sindicales como en el modo de vinculación entre los sindicatos y las fuerzas
políticas que competían para ganar la adhesión de los trabajadores. Estas divergencias remiten
en parte, a las batallas de ideas entre socialistas, marxistas, anarcosindicalistas, sindicalistas
revolucionarios, pero básicamente, a las diferentes experiencias de la clase obrera en el mundo
del trabajo y en los distintos escenarios políticos nacionales.
El cuestionamiento de la nueva derecha al liberalismo fue más radical que la del socialismo.
Este último rechazaba el capitalismo, pero adhería a principios básicos de la revolución
burguesa: la fe en la razón y en el progreso de la humanidad. La derecha radical en cambio,
inauguró una política en un nuevo tono que rechazó la lógica de la argumentación y apeló a las
masas en clave emocional para recoger sus quejas e incertidumbres frente a los hondos
cambios sociales y el impacto de la crisis económica. Los nuevos movimientos nacionalistas
tuvieron especial acogida entre los sectores medios, pero también ganaron apoyos entre los
intelectuales, los jóvenes y, en menor medida, entre sectores de la clase obrera. La crisis
económica en la era de la política de masas alentó la demagogia y dio cabida a la acción
directa para presionar sobre los gobiernos, y al mismo tiempo impugnar a los políticos y
procedimientos parlamentarios. Desde la perspectiva de la derecha radical, la democracia
liberal era incapaz de defender las glorias de la nación, siendo responsable de las injusticias
económicas y sociales que producía el capitalismo.

La derecha radical

Tanto en Alemania, como Francia y Austria, la nueva derecha radical combinó la exaltación
del nacionalismo con un exacerbado antisemitismo. En Italia, los nacionalistas defendieron la
necesidad de apropiarse de nuevos territorios para dejar de ser una nación proletaria. En sus
reivindicaciones ocuparon un lugar clave, las provincias que, como Trentino, Tirol del Sur,
Trieste, Istra y Dalmacia, quedaron bajo dominio austriaco (provincias irredentas, no liberadas).
Los nacionalistas que continuaron bregando por su incorporación al Estado italiano entraron en
acción después de la Primera Guerra Mundial.
Francia fue pionera en la gestación de grupos de derecha radical tan antiliberales y anti-
socialistas como capaces de ganar adhesiones entre los sectores populares. En los años 80, el
carismático general Boulanger recibió apoyo económico de los monárquicos y recogió votos en
barrios obreros. A fines de la década de 1890, Charles Maurras, al frente de Acción Francesa, se
presentó en la escena política como un rabioso antiparlamentario, antirrepublicano y antisemita. El

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caso Dreyfus5 dividió a Francia: por un lado, la facción anti-Dreyfus, integrado por conservadores,
izquierdistas que adherían al antisemitismo anticapitalista y nacionalistas extremos; por el otro, los
pro-Dreyfus formado por el centro demócrata laico y el sector de los socialistas encabezados por
Jean Jaurès. La condena en 1894 del capitán Alfred Dreyfus de origen judío, por el delito de
traición, conmocionó a la sociedad francesa. Así, dio lugar a una serie de crisis políticas y marcó un
hito en la historia del antisemitismo. La constatación que las pruebas en contra de Dreyfus fueron
fraguadas, hicieron posible su liberación y reincorporación al ejército doce años después que
estallara el escándalo. El caso puso en evidencia el fuerte arraigo de un nacionalismo y un
antisemitismo extremos en el seno de la sociedad francesa. Los más decididos defensores de que
se hiciera justicia fueron el dirigente republicano George Clemenceau y el escritor Émile Zola, autor
de la carta pública, Yo acuso, dirigida al presidente francés.
Bajo el impacto de la condena de Dreyfus, Theodor Herzl, judío nacido en Budapest y
hombre de letras de formación liberal, se abocó de lleno a promover la constitución de un
Estado que acogiera a los judíos dispersos por el mundo. En 1896 publicó El Estado de los
judíos y al año siguiente, el Primer Congreso Sionista reunido en Basilea con predominio de las
organizaciones judías de Europa central, aprobó el proyecto para la creación del futuro Estado
de Israel en Palestina. En ese momento, Palestina formaba parte de la Gran Siria bajo el
dominio del Imperio otomano con Jerusalén como distrito autónomo en virtud de su condición
de capital religiosa del Islam, cristianismo y judaísmo. Después de Basilea, la Organización
Mundial Sionista quedó a cargo de la compra de tierras en Palestina para que fueran ocupadas
y trabajadas exclusivamente por judíos organizados en colonias (kibutz). La primera aliyah o
movimiento masivo de regreso a Palestina ya se había concretado en 1881 impulsada por los
progromos desatados en Rusia después del asesinato del zar Alejandro II. La segunda aliyah
se produjo entre 1904-1907 al calor de la derrota del zarismo en la guerra ruso-japonesa y la
revolución de rusa de 1905. Entre 1900 y 1914, el número de colonias sionistas en el territorio
palestino creció de 22 a 47.

5
El 1 de noviembre de 1894 los titulares del diario nacionalista y antisemita La Libre Parole anunciaron “¡Alta traición!
¡Detención del capitán Dreyfus, un oficial judío!". El servicio de contraespionaje francés había encontrado un mes
antes, en un cesto de papeles en la embajada de Alemania en París, un documento manuscrito en el que se
proponía la venta, al agregado militar de la embajada, de información sobre planes militares franceses.
Todo indicaba, en opinión de los agentes franceses, que un militar actuaba como espía de los alemanes, los principales
enemigos de nación francesa. Un alto oficial reconoció la letra del capitán Alfred Dreyfus. Al conocerse su arresto la
prensa de derechas desencadenó una ola de artículos exigiendo el castigo ejemplar para "el oficial judío". En diciembre
comenzó sus sesiones el Consejo de Guerra, y ante la ausencia de pruebas contundentes, el ministro de la Guerra, el
general Mercier, sacó la conclusión de que esto "sólo demostraba la inteligencia con que el delincuente había actuado".
Dreyfus fue condenado a cadena perpetua en la remota Isla del Diablo, en la Guayana francesa.
Sin embargo, el nuevo jefe del contraespionaje francés, el general George-Marie Picquart, ordenó revisar el caso
para buscar pruebas más sólidas. La nueva investigación no sólo confirmó la falta de razones probadas, además
permitió descubrir que la letra del comandante Esterhazy era idéntica a la del documento que se atribuyó a Dreyfus.
Sus jefes ordenaron a Picquart que olvidase el asunto. No obstante, los resultados de su búsqueda llegaron a la
prensa y comenzó un formidable enfrentamiento entre los dreyfusards, partidarios de la revisión del proceso, y los
"antidreyfusards" que exigen el cumplimiento de la condena en nombre del honor del ejército francés y los intereses
nacionales. El combate de ideas desembocó en la lucha en las calles.
En enero de 1898 se inició el juicio a Esterhazy que salió absuelto. En ese momento, el periódico L'Aurore publicó
el Yo acuso firmado por el prestigioso novelista francés Emile Zola, un escritor que en sus novelas dejó testimonio del
conflicto social y de las condiciones de vida de las sectores sociales oprimidos en este período de expansión y
consolidación del capitalismo. Al día siguiente, en las páginas del mismo periódico dirigido por George Clemenceau
aparecía una lista de escritores, profesores y artistas Anatole France, André Gide, Marcel Proust y el pintor Monet
entre otros que cuestionaban la culpabilidad de Dreyfus y apoyaban la revisión de su caso. El director del periódico la
tituló: el "Manifiesto de los intelectuales".
Un año después, Dreyfus fue indultado sin que esto supusiera la revisión de la condena. Recién en 1906 se produjo
su rehabilitación pública regresando al ejército con el grado de jefe de batallón.

43
Maurras no dudó en privilegiar la defensa de la nación aunque esto incluyera la falsificación
del juicio.
En el campo de las ligas nacionalistas, otros grupos (menos atados al tradicionalismo)
avanzaron hacia el cuestionamiento del orden social. La Liga de los Patriotas alentó un
nacionalismo autoritario destinado a terminar con la corrupción de los políticos y a conciliar los
intereses de diferentes clases sociales. Prometió la regulación económica para ayudar a los
pequeños comerciantes y artesanos y apoyó la organización sindical de los obreros. En este
período circuló en Francia el concepto de nacionalsocialismo. Fue utilizado por el escritor
Maurice Barrès en su afán de articular los principios del vitalismo y del racismo darwinista con
las raíces nacionales. Se diferenció de Acción Francesa por la importancia que asignó al
radicalismo económico y a la posibilidad de movilizar a las masas a través de las emociones,
entre las que privilegió el odio al judío y el culto a los héroes.
En el imperio de los Habsburgo, el noble y en un primer momento liberal, George von
Schönerer, rabiosamente convencido que Austria debía ser parte de Alemania, pretendió
organizar a los nacionalistas alemanes con un programa nacional-social y brutalmente
antisemita que apelaba a los estudiantes y a las clases medias empobrecidas a través de la
reivindicación de la unidad de los alemanes y de la justicia social. Aunque no logró crear un
movimiento de masas, tuvo un papel significativo en la afirmación de un nuevo modo de hacer
política. El más pragmático socialcristiano, Karl Lueger –quien también combinó apelaciones
nacionalistas y antisemitas, aunque en tono más moderado, con declaraciones a favor de la
justicia social y la adhesión al catolicismo–fue elegido alcalde de Viena en 1897.
Las ligas nacionalistas emergieron en Alemania en los años 80 como instrumento de
presión a favor de una política imperialista en la que Bismarck no se había embarcado. La Liga
Panalemana contó con la presencia del entonces joven Alfred Hugenberg y la más significativa
Liga de la Marina recibió el aporte económico del fabricante de armas Krupp. Ambos se
vincularon con Hitler después de la guerra.
En el plano interno, las ligas fueron decididamente antisocialistas y antisemitas, además
propiciaron la eliminación de las culturas minoritarias como las de los polacos. Ambicionaban
que la superioridad racial de los alemanes quedara consagrada con su dominación sobre el
conjunto de Europa.
Salvo los socialcristianos encabezados por Lueger, ninguno de estos grupos llegó al
gobierno, pero aunque se movieron en los márgenes, su interés radica en los lazos propuestos
entre la política popular, el antiliberalismo, antisocialismo y antisemitismo. Si bien el fascismo
no fue la proyección lineal de ninguna de estas fuerzas, la rebelión intelectual y política de
finales del siglo XIX contra la Ilustración abonó el terreno en que arraigó el fascismo, pero solo
después de que el trauma de la Primera Guerra Mundial lo hiciera factible.
La Iglesia Católica rechazó decididamente al liberalismo a través de las opiniones vertidas
por el papa Pío IX en el documento Syllabus y la encíclica Quanta Cura publicadas en 1864. En
los años 90, ante el avance de los cambios sociales y políticos, el Papado, en lugar de limitarse
a denunciar los pecados del mundo moderno, decidió intervenir en el curso del nuevo orden. La

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encíclica Rerum Novarum de León XIII sobre la condición de los obreros (1891) alentó la
gestación del catolicismo social. La propuesta de atender los reclamos justos de los
trabajadores fue seguida de la creación de partidos políticos y de sindicatos católicos. La tarea
organizada conjuntamente por la jerarquía, los sacerdotes y los laicos con conciencia social, se
presentó como una tercera vía entre el capital y el movimiento obrero socialista. Los
capitalistas debían entender que la familia obrera tenía que desarrollarse en condiciones
dignas. Los obreros no debían seguir las palabras y acciones de quienes conducían al caos
social con la consigna de la abolición de la propiedad privada. Los sindicatos católicos lograron
mayor arraigo en las ciudades pequeñas y en el campo que en los grandes enclaves
industriales urbanos donde tuvieron dificultades para competir con los socialistas. Tanto en
Italia (partido Popular) como en Alemania (el partido de Centro), los partidos católicos contaron
con un significativo apoyo de los sectores populares.

La era del imperialismo en América Latina

La era del imperialismo constituyó el marco de la decisiva incorporación de América Latina a


la economía mundial capitalista. Este proceso produjo transformaciones fundamentales en todo
el subcontinente: por un lado, consolidó el perfil agro-minero exportador de su economía; por
otro lado, esa orientación profundizó las diferencias regionales, en función de las diversas “vías
nacionales” a través de las cuales se llevó a cabo. También fue en esta era cuando se
despertaron las más intensas expresiones de búsqueda de una identidad latinoamericana y
nacional, recortada frente a los imperialismos que la amenazaban. En síntesis, este territorio
histórico condensa problemáticas decisivas para América Latina.
Las apetencias de las economías europeas, en este período de crecimiento de las economías
industrializadas y de expansión sobre nuevos territorios, encontraron en América Latina un espacio
propicio para la obtención de materias primas y un mercado en crecimiento para la colocación de
productos de elaboración industrial. Frente a ese contexto, las oligarquías locales buscaron
incrementar la producción agrícola y minera para su exportación. Lo hicieron sobre la base de la
estructura de los grandes latifundios o haciendas, de las que eran propietarias. Así, consolidaron un
modelo de crecimiento económico basado en la especialización productiva, en la explotación
extensiva y en la dependencia de los mercados exteriores.
En este marco, cada zona se especializó en la provisión de determinados productos. En las
pampas de clima templado de la Argentina y Uruguay prosperó la producción de lana, cereales
y carne. La agricultura tropical se extendió por una vasta región: el café desde Brasil hasta
Colombia, Venezuela y América Central; el banano en la costa atlántica de Guatemala,
Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia y Venezuela; el azúcar en Cuba, Puerto
Rico y Perú; el cacao en Ecuador. En el caso de la minería se recuperaron exportaciones
tradicionales: la plata en México, Bolivia y Perú; el cobre y nitratos en Perú y Chile; el estaño en
Bolivia y, algo más tarde, el petróleo en México y en Venezuela.

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Este proceso de especialización vinculado a la demanda internacional supuso cambios en
los niveles de inversión e infraestructura requeridos para la producción. Fue fundamental, en
ese sentido, el papel desempeñado por Inglaterra en la construcción del transporte ferroviario,
así como en el desarrollo de los mecanismos financieros y crediticios, y por su condición de
mercado consumidor de los bienes producidos en la región. También EEUU iría ganando
terreno, y su presencia en el continente llegaría a ser predominante a través de la participación
directa en la explotación de minerales y, fundamentalmente, en la agricultura tropical en
Centroamérica y el Caribe.
De esta manera, un aspecto del proceso de “modernización” que acompañó el crecimiento
de la actividad económica, fue el mayor nivel de inversión en la producción, el incremento de su
escala y fundamentalmente los cambios en la infraestructura, cuyo impacto visual más notable
fueron los miles de kilómetros de redes ferroviarias construidos por capitales ingleses. Esto
acompañó un importante crecimiento de las ciudades, algunas de las cuales se transformaron
al ritmo de las actividades comerciales y financieras, como así también el movimiento generado
en torno a ellas. Fue en estos años que Buenos Aires, San Pablo, La Habana, Lima,
Montevideo y Santiago de Chile, entre otras ciudades, abandonaron el viejo aspecto de aldeas
o emporios comerciales y se transformaron en grandes urbes con nuevos edificios de
arquitectura europea, instalaciones portuarias, trazados que desbordaban las viejas murallas a
partir de nuevas avenidas y barrios residenciales. Estas ciudades tenían ahora alumbrado
público, y el gas había dejado atrás los aromas del aceite o la grasa vacuna. En ellas floreció
una incipiente burguesía, vinculada con las actividades comerciales, y muchas veces con los
intereses de las potencias imperialistas.
La otra cara de la “modernización” fue el incremento de la dependencia con respecto a la
economía de los países centrales, y la acentuación de los contrastes, tanto entre las diferentes
naciones, como entre las diversas regiones con dispares vínculos con la “economía europea”.
Estos contrastes fueron evidentes en el impacto que estas transformaciones tuvieron en las
formas de trabajo, en la propiedad de los recursos y, en general, en la estructura de las
sociedades de América Latina.
En el caso del café, por ejemplo, las oportunidades que se presentaban para la exportación
hicieron crecer en Brasil las expectativas de los terratenientes y empresarios paulistas, quienes
recurrieron cada vez más al trabajo de inmigrantes. La mano de obra libre resultaba más
rentable que el viejo sistema esclavista, que había predominado en la producción azucarera del
norte. En Colombia y El Salvador, en cambio, explotaciones de menor extensión cubrían la
demanda de fuerza de trabajo con el alto crecimiento vegetativo de la población mestiza;
mientras que en Guatemala, la fuerza de trabajo era proporcionada por las comunidades
indígenas que hasta entonces se habían mantenido aisladas de la economía de mercado.
También en la producción de azúcar en el norte peruano se utilizaba mano de obra proveniente
de las sierras. En este caso, convivían las plantaciones y los modernos ingenios, propiedad de
empresarios alemanes y norteamericanos, con un antiguo sistema de reclutamiento de obreros
conocido como enganche. Éste consistía en el adelanto de dinero a los trabajadores de las

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sierras a través del enganchador, que era un prestamista intermediario vinculado con los
propietarios de las tierras y autoridades locales de las zonas serranas conocidos como
gamonales. El sistema permitía el contrato temporario, en función del ciclo agrícola, de mano
de obra obligada a trabajar por las deudas contraídas, lo cual reproducía antiguas formas de
dependencia, bastante distantes del moderno trabajador asalariado.
En México tampoco hubo una importante afluencia de inmigrantes, sin embargo se produjo
un crecimiento natural de la población. La concentración de la tierra, estimulada por las
oportunidades de explotación de recursos minerales, pero también del henequén en la
península de Yucatán, hizo que retrocediera el área de producción de alimentos, y se
consolidara el paisaje de la hacienda: la gran propiedad orientada a la producción exportable.
Tanto en el caso de la expansión del Brasil central, vinculada con la producción
agropecuaria, como en el de la pampa húmeda argentina y uruguaya, junto con el
enriquecimiento de los grandes terratenientes o latifundistas, se produjo también el ascenso
social y económico de una parte de los productores directos que conformó una clase media
rural. Aquí también fue importante el aporte de sucesivas oleadas de inmigrantes italianos y
españoles, que contribuyeron a resolver el problema de la escasez de mano de obra y la
necesidad de ocupar nuevos territorios, ganados a las poblaciones indígenas. En estos casos,
la inserción en la economía global apareció asociada con la expansión del mercado interno.
Las actividades primarias promovieron un incipiente proceso de industrialización, vinculado
principalmente con complejos agroindustriales, como saladeros, curtiembres o frigoríficos, pero
también con otras actividades complementarias que estaban relacionadas con el crecimiento
poblacional y de las ciudades.
En cambio, el boom exportador en la agricultura tropical y la minería significó la instalación
de islotes económicos más decididamente vinculados a los centros capitalistas que al conjunto
de la economía del país productor.
Además de las explotaciones vinculadas al mercado mundial, en los países de tradición
indígena persistieron amplias zonas con una agricultura poco renovada donde coexistían la
hacienda tradicional y la comunidad campesina. Los grandes latifundios escasamente
productivos continuaron confiriendo a sus propietarios un importante poder político y social a
nivel regional. Los yanaconas en el alto Perú, los huasipungos en Ecuador y los inquilinos en
Chile, eran campesinos que entregaban su trabajo personal a los dueños de las haciendas a
cambio de una pequeña parcela de la que dependía su subsistencia.
Estos contrastes apuntados ofrecen un paisaje en el que el crecimiento económico y el
proceso de modernización tuvieron como características principales la concentración de la
propiedad, el incremento de la incidencia del capital extranjero, la persistencia de antiguas
formas de explotación del trabajo, pero también una serie de cambios en las sociedades,
vinculados con el crecimiento de las ciudades y el aporte de la inmigración. Si bien la población
siguió siendo predominantemente campesina, la proporción se redujo con respecto a la primera
mitad del siglo; las nuevas actividades económicas dieron lugar, en algunos casos, a la
consolidación de sectores medios, y el incipiente proceso de industrialización,

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fundamentalmente en algunos países como Argentina, Chile, Uruguay y México, acompañó la
formación de un proletariado urbano y la aparición de las primeras organizaciones de
trabajadores. Estos sectores protagonizarían conflictos dentro del orden político sobre el que se
había construido el proceso de modernización.
¿Qué características tenía ese orden político? Aquí también los contrastes y las diferencias
de los casos nacionales resultan importantes. Sin embargo, puede decirse, en líneas
generales, que el llamado orden oligárquico conformó el marco político que propició el conjunto
de transformaciones que resultaban necesarias para consolidar el nuevo orden económico. Las
oligarquías regionales se abocaron a la tarea de terminar de resolver sus diferencias, muchas
veces a través de prolongados enfrentamientos, con el objetivo de construir estructuras
estatales, necesarias para ofrecer un marco a la actividad agro-minero exportadora. Las
políticas estatales resultaban fundamentales para generar condiciones propicias para la
inversión de capitales extranjeros y para promover la formación de la fuerza de trabajo que
demandaba la expansión de la producción vinculada al mercado mundial. Así, en la mayoría de
los países, durante este período, se avanzó en la construcción de las instituciones del Estado
nacional a través de la organización de un sistema administrativo más eficiente y especializado,
junto con la aprobación de un marco jurídico adecuado para el desenvolvimiento de las nuevas
actividades, y la consolidación de ejércitos nacionales profesionalizados y subordinados al
gobierno nacional. Estos se ocuparon de neutralizar las resistencias de los poderes regionales,
reprimir las primeras protestas de trabajadores y reducir o exterminar a las poblaciones
indígenas que ocupaban territorios apetecidos para expandir la frontera de la producción
primaria exportable.
De acuerdo al tipo de producto primario que cada región podía ofrecer, se hacía necesaria
la ocupación de regiones que, en algunos casos, habían permanecido al margen, incluso
durante los siglos de dominación colonial. En el caso de México, Chile y Argentina, por
ejemplo, la consolidación del poder estatal estuvo ligada al sometimiento de las poblaciones
originarias a través de campañas militares que llegaron a producir el exterminio de poblaciones
enteras. Este fue el caso de la llamada “Conquista del Desierto” encabezada por el presidente
argentino Julio A. Roca. A través de una excursión militar hacia lo que, con eufemismo, se
denominaba “desierto”, el Estado incorporó a la economía nacional, orientada a la exportación
de productos demandados por los centros industrializados, como lana, carne o cereales, miles
de kilómetros de la Patagonia.
Ya se tratara de gobiernos surgidos de consensos alcanzados entre oligarquías, que sostenían
sistemas republicanos basados en elecciones con participación restringida y resultados
fraudulentos, o de dictaduras que prescindían de esos mecanismos, el orden oligárquico sobre el
que se construyó el proceso de modernización tuvo un sesgo marcadamente autoritario. En
muchos casos, fue el resultado de la emergencia de caudillos regionales capaces de traducir sus
liderazgos en términos “nacionales”. Las principales disputas respondieron a las diferentes
perspectivas de conservadores y liberales en torno de la mayor o menor influencia de la Iglesia

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católica en el orden social; también hubo conflictos en torno del carácter, centralista o federal, de la
organización política que consagrarían los textos constitucionales.
En general, las oligarquías que comandaron este proceso de consolidación de los Estados
Nacionales, lo hicieron guiados por el espíritu “civilizatorio” que acompañaba las excursiones
hacia territorios que antes estaban fuera del alcance estatal. Las consignas de “orden y
progreso” o “paz y administración” resultaron lemas característicos que sintetizaban la
ideología positivista que sustentaba la acción “modernizadora” en lo económico, pero
profundamente conservadora en lo político.

La era del imperialismo yanqui

Hacia finales del siglo XIX asomaría en el continente una sombra imperialista que a la
postre se revelaría como algo más palpable que un espectro. La presencia de EEUU se hizo
cada vez más potente a partir de su creciente protagonismo en las disputas por los mercados
de capital y las fuentes de materias primas. La emergente potencia imperial del norte había
procurado posicionarse desde principios del siglo XIX como “hermano mayor” de sus débiles
vecinos, para resguardarlos de la posibilidad de recaer en las garras coloniales. El marco
ofrecido por la Doctrina Monroe, sancionada en 1823, invocaba el principio soberano de
“América para los americanos”, pero establecía de hecho la incumbencia norteamericana en el
ámbito continental.
EEUU impulsaba ahora, en la era del imperialismo, una traducción de su liderazgo
continental por medio de la promoción de Conferencias que buscaban unir a todos los Estados
Americanos. La primera de esas reuniones, convocada en Washington, en 1889, puso en
evidencia la intención de los norteamericanos de propiciar acuerdos comerciales y unificar las
normas jurídicas para potenciar su penetración económica en el continente, en el marco de su
proyecto panamericano. Esa posición de liderazgo en la promoción de una organización de
escala continental sería pronto reafirmada a través de la participación en gestiones para dirimir
conflictos entre los países latinoamericanos y las viejas potencias imperiales europeas, que
aún conservaban su presencia en el continente. Así, la gestión diplomática en ocasión de las
disputas entre Venezuela y Gran Bretaña por el límite de la Guyana (1897) sería un
antecedente para que luego EEUU interviniera decisivamente en el proceso de independencia
de dos islas que constituían los últimos bastiones del viejo imperio español. Principalmente
Cuba, aquel emporio de la colonia, constituía un espacio estratégico en el área del Caribe, de
singular interés para los norteamericanos. De allí que EEUU ofreciera, además de la
diplomacia, su apoyo militar a los ejércitos rebeldes que luchaban por la independencia.
La declaración de guerra a España, en 1898, tras un incidente con un barco de bandera
norteamericana, decidió el definitivo retroceso del colonialismo ibérico y, al mismo tiempo,
inauguró la era del imperialismo norteamericano a través de la ocupación de Cuba y Puerto
Rico, botines de la guerra ganada. Si bien la primera de estas dos islas declararía su

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independencia formal, la enmienda Platt, incorporada al texto constitucional de la nueva
República, cedía a EEUU parte del territorio y el derecho a la intervención.
Aunque las iniciativas vinculadas con el proyecto panamericano no se detuvieron y se
organizaron nuevas reuniones rebautizadas como Conferencias Interamericanas, con el
comienzo del siglo XX, EEUU acentuaría su estrategia de intervención en el continente con
menos diplomacia y más garrote. Esa impronta de la política exterior era el espíritu del llamado
corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe, a través del cual el nuevo presidente
norteamericano (Theodore Roosevelt, quien había asumido en 1901), admitía la necesidad de
propiciar una política más agresiva de defensa continental frente a la debilidad que mostraban
muchos gobiernos para enfrentar las amenazas de las potencias extra-continentales. El
desorden financiero de los Estados de América Latina, que supuestamente los colocaban en
una situación de debilidad frente a los acreedores europeos, comenzó a ser considerado,
también, un motivo de intervención.
A nadie escapaba el hecho de que detrás de esta política de protección continental se
encontraban los intereses imperialistas de Norteamérica. Esto se pondría de manifiesto en
torno de la independencia de Panamá en 1903. EEUU había intentado negociar con Colombia
la sesión de una parte de su territorio, considerado propicio para la construcción de un canal
interoceánico. Fracasados los intentos diplomáticos, Roosevelt decidió el apoyo a los ejércitos
independentistas, que garantizaron la cesión a EEUU del territorio donde, luego de declarada la
independencia, comenzaría a construirse el Canal.
La invocación del corolario Roosevelt de la Doctrina Monroe sería también el pretexto del
desembarco de marines norteamericanos en Santo Domingo en 1905, frente a la amenaza de
un levantamiento armado opositor y de una intervención en Cuba, amparada en la enmienda
Platt, en 1906. Esos hechos desplegados bajo la llamada política del garrote consolidaron la
presencia de EEUU en el Caribe, que acompañó el incremento de las inversiones
norteamericanas, y la consiguiente especialización de las economías caribeñas en la
producción de alimentos para la exportación a su protector.
La conexión entre la agresiva política exterior norteamericana y los intereses económicos se
hizo más explícita bajo el gobierno de William Taft (1909-1913). Su política exterior hacia
América Latina, conocida como diplomacia del dólar, se fundaba en la idea que no solo
constituía una amenaza la presencia de otras potencias, sino también la influencia de actores
económicos ajenos al continente. En ese marco se produjeron intervenciones de EEUU en
Honduras, Haití y Nicaragua entre 1909 y 1912, que aseguraron el predominio de las empresas
de origen norteamericano.
Con la llegada al gobierno de EEUU del primer presidente demócrata en la era del
imperialismo, Thomas Woodrow Wilson (1913-1921), se despertaron expectativas en torno a la
proclamación del fin de las políticas agresivas hacia el continente. Sin embargo, rápidamente
las acciones de los marines desmintieron los discursos democráticos. El primer escenario de
una nueva intervención norteamericana sería el convulsionado vecino del sur, al que ya se le
había arrebatado medio siglo antes una parte de su territorio: México. El desembarco en el

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puerto de Veracruz, en 1914, justificado por la detención de tropas norteamericanas en
Tampico, produjo una reacción defensiva por parte del gobierno encabezado por Victoriano
Huerta, surgido de la Revolución que había comenzado en 1910. Si bien las tropas
norteamericanas permanecieron durante seis meses en Veracruz, la respuesta mexicana
expresaba un principio de autodeterminación y rechazo a la intervención de EEUU, que ya se
encontraba extendido en buena parte de los países del continente.
Centroamérica continuó siendo el escenario principal de la influencia imperialista
norteamericana: un nuevo desembarco de tropas estadounidenses en Haití, en 1916, se
traduciría en una ocupación que perduraría durante 18 años; en República Dominicana, la
intervención concretada ese mismo año daría lugar al control del país durante los 8 años
siguientes. Sin embargo, esa agresiva política imperialista en el continente, y en particular en
Centroamérica, había engendrado también una expresión latinoamericanista, que comenzaba a
ser cada vez más claramente asociada con un contenido antiimperialista.
En torno de la intervención norteamericana en la independencia de Cuba, José Martí había
denunciado el imperialismo norteamericano en el continente, ofreciendo una visión sobre los
peligros que engendraban sus intereses económicos. Esa postura afirmaba la necesidad de
fortalecer la unidad del continente, sintetizada en la expresión “Nuestra América”, título de un
ensayo político-filosófico escrito por Martí en 1891.
En el campo artístico, filosófico y literario, el movimiento estético denominado Modernismo,
cuyo representante más notable fue el poeta nicaragüense Rubén Darío, le daba forma –
también en esos años– a una búsqueda identitaria recortada frente a lo norteamericano, que
rescataba la herencia hispana y católica de la cultura latina frente a la anglosajona.
Esa veta de la expresión artística fue recogida y amplificada por medio de la trascendencia
que alcanzó entre los intelectuales del continente la obra Ariel del escritor uruguayo José
Enrique Rodó, publicada en 1900, que definió en términos de contraste la condición “espiritual”
de la cultura hispano americana, frente al carácter “materialista” de lo anglosajón. Más allá del
contenido elitista que contenía el planteo de Rodó, su recepción daba cuenta de una vocación
extendida en el continente que buscaba reemplazar el dogma cientificista que había
predominado en las clases dirigentes, por nuevas representaciones sobre lo nacional y lo
continental. Esta búsqueda daba lugar a diferentes expresiones en las que lo nacional se podía
pensar tanto a través de las referencias a lo católico, como en torno de reivindicaciones de lo
indígena o la condición mestiza del continente, en términos raciales, pero también culturales.
La veta martiniana de una identificación identitaria de lo latinoamericano recortada frente al
imperialismo, sería recuperada por algunos intelectuales con presencia y renombre en el
continente, como los argentinos Manuel Ugarte y José Ingenieros. En particular, el primero de
ellos sería uno de los más reconocidos promotores de la unidad latinoamericana y de la
necesidad de enfrentar el imperialismo yanqui, consignas que difundió a través de incansables
viajes y conferencias, fundamentalmente entre miembros de nuevas generaciones que
provenían de sectores medios ilustrados.

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Estas diversas expresiones de una incipiente ideología que hurgaba en la identidad y en el
contenido de “lo latinoamericano” y que se relacionaban con un antiimperialismo defensivo,
estaban creando también la idea de Latinoamérica, de su unidad e identidad.
La emergencia de este proceso no puede comprenderse sin tener en cuenta que se estaba
produciendo un resquebrajamiento del poder monolítico que habían construido las oligarquías
aliadas con el imperialismo. Las tensiones internas del orden oligárquico habían comenzado a
producir grietas en las sociedades latinoamericanas. En ellas asomaron demandas, tanto de
quienes emergieron a partir de la incorporación de América Latina al capitalismo internacional
(los sectores medios urbanos y un incipiente proletariado), como de aquellos que habían sido
desplazados de sus tierras o formaban parte de regiones que habían quedado marginadas del
crecimiento hacia el exterior. Confluyeron así en la desestabilización del orden oligárquico
construido en la era del imperialismo, las contradicciones que había engendrado. Se abriría
entonces un nuevo escenario para la política, en donde ganarían protagonismo los discursos y
los movimientos nacionalistas y antiimperialistas, junto con otros clasistas e internacionalistas,
que disputaban las representaciones sobre lo nacional y buscaban torcer las estructuras
políticas y económicas que sustentaban la exclusión de las mayorías. Sin embargo, no se
cerrarían con estos cambios las intervenciones imperialistas en el continente, acaso porque
quedaban sin resolución las contradicciones y conflictos generados durante este período, en el
que se produjo la decisiva incorporación de América Latina a la economía mundial capitalista.

Película
Lawrence de Arabia

Ficha técnica

Dirección: David Lean.

Duración 222 minutos.

Origen / año Gran Bretaña, 1962.

Guión Robert Bolt, basado parcialmente en Los siete pilares


de la sabiduría de T.E. Lawrence.

Fotografía Freddie Young

Montaje Anne Coates

Música original Maurice Jarre

Vestuario Phyllis Dalton

Producción Sam Spiegel

Intérpretes Peter O´Toole (T.E. Lawrence); Alec Guiness


(Príncipe Feisal); Anthony Quinn (Auda Abu Tayi);
Omar Shariff (Sherif Ali); Claude Rains (Mr. Dryden);
Jack Hawkins (General Allenby); José Ferrer (el
turco Bey); Arthur Kennedy (Jackson Bentley) y
Anthony Quayle (Coronel Brighton)

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