De Los Que No Tienen Rostro Por Fernando Simanca

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DE LOS QUE NO TIENEN ROSTRO

Fernando Simanca-Cabrera

Nada arde más en la epidermis espiritual, que la palabra indicada.

Leer es una extensión oculta que abre paso a nuestras vidas secretas, un placer
peligroso que despierta el fuego que enciende al mundo, el fuego que Prometeo
entregó a los ‘efímeros’, un acto subversivo que nos han querido arrebatar. Basta con
mencionar la palabra “distracción” para que el pensamiento sucumba en la
proliferación de entretenimiento que agotan el espíritu creativo del siglo XXI, donde
los lectores de literatura en formato libro impreso parecen, al igual que los libros,
estar amenazados por la extinción. Los lectores son el personaje más intenso en la
literatura. Dispuestos a todo, aventándose a la incertidumbre entienden que al
verdadero lector lo mueve la pasión por la experiencia de leer; sumergirse en el verbo
que traduce señales de la vida y cumple un trabajo curativo en quien descubre el
perenne anaquel de ficciones que aliviana la marchita realidad y hace más llevadera
las tribulaciones que surgen de la existencia. Leer es un arte que cultiva los sentidos
y fortalece las impresiones, nos forja en carácter y agudiza el temperamento que nos
prepara hacia el viaje interior, quizá el más estimulante e importante viaje en la
intrépida hazaña de vivir.

Me place decir que el lector es una especie indefinida en el campo de la literatura.


Pues, el no discernir el rostro de lector que me corresponde, mantenerlo oculto y a
la vista de todos es un derecho misterioso y gratificante. Sus escenarios personales
han hecho de la lectura un lugar donde los humanos pueden examinar a la
humanidad en su condición y memoria. Cautivado, el ser humano, reconoce el efecto
que causa la literatura bien hecha, la lectura personal de un libro pasa a ser valorada
por el goce de vivir una experiencia intensa y subyugante, el filtro de nuestra
sensibilidad convierte la experiencia del lector en un hábito que sobrepasa nuestra
pensada fortaleza para hacernos esenciales o lo que deberíamos ser en el propósito
vital. Abrimos los ojos de nuestros sentidos. Nos estremecemos al conectarnos con
la memoria acumulativa de la humanidad. Hombres y mujeres guiados por la pasión
de la palabra son nuestro consuelo al convertirse en libros parlantes que trabajan en
una cadena rica de ideas que hace de la imaginación la rectora de una plena
formación del espíritu.
La intensidad de aquellos que no tienen rostro reside en ser el secreto rival del autor
y quien finaliza la obra. El lector es un artista de la imaginación múltiple y de las
manías. Pero quiero tomarme el tiempo de resaltar un pertinente pensamiento que
ahora mismo me ha llegado en esta reflexión, entre los lectores, existen los que leen
para saturarse de palabras, y los que leen para ser moldeados por ellas. La verdadera
lectura es un derecho al placer de vivir historias en las que somos distintos, únicos
testigos; ajenos a nosotros mismos, sintiendo en otro espacio temporal el
deslumbrante y variable paisaje humano que edifica nuevas versiones de nuestra
vida, nutriendo el sentido crítico al concebir la satisfacción de la duda. Por ello, las
obras que consumo como lector, deben, en primer lugar, hacerme feliz. Pero además
de hallar felices libros, las extrañas dimensiones de sus páginas pueden convertirme
en el lector de lo perverso como en (asesinos, gobernantes, manipuladores del
mundo) o, en un perverso lector que utiliza el saber con saña en contra del oprimido.
Puedo utilizar los libros para destruir a los demás, también, en su efecto más
personal, leer lleno de convicción las obras que me autodestruyen, saborear la
amarga infelicidad a través de la lectura y enfrentar la fría realidad de mi feliz
autodestrucción per se.
De lo contrario, no seré un lector consciente de levantar la epidermis del texto para
examinarlo en la disección y así potenciar su viaje hacia el interior. En escudriñarlo,
los lectores encontramos preguntas y serendipias que nos pueden evitar, pero como
se ha visto antes, también causar accidentes en el destino; siendo ya bibliófagos1 nos
permite entender que podemos labrarlo y no dejarlo llanamente al azar. Que ese
individuo que siente la necesidad de hallarse a través de historias al no lograr
concebir la luz brillar dentro de sí en medio de la experiencia con las palabras puede
que no encuentre el estímulo adecuado y muera una versión como lector en esa
oportunidad. Por otro lado, cuando se es captado por las palabras indicadas, la
experiencia mejora al lector dándole un rostro y una fuerza singular. Estableciendo
un criterio que lo edifica y lo distingue de aquel que lee a la ligera o como diría
Estaniaslo Zuleta, esos lectores de mano cobarde que temen enfrentarse por pereza
u otra razón al desafío de la complejidad de una obra experimental, no común.
En ese caso, el lector que no es consciente de su estímulo de creación, el que se
enmascara bajo este artesanal oficio para engañar o presumir, en realidad no goza
del espíritu humano y de los defectos de su condición, no es una energía que vive
sino un recipiente que se miente, el verdadero lector percibirá que al dejar de leer en
medio de su supervivencia sufrirá una ausencia que lo llenará de una indescifrable
melancolía. Quizá tan desprevenido sea, que la belleza de la tristeza, no alcancé a
llegar a las delicadas fibras de su ser.
Debido a la peculiaridad que tiene el lector como personaje de ficción en la literatura,
encuentro gustoso hablar acerca de su figura que, sin duda, es uno de los temas
inusuales que desentraña complejidades de la condición humana y su estrecho

1 El resultado del lector termina por convertirlo en una criatura literaria.


vínculo con el lenguaje de la Naturaleza. La vastedad de posibilidades que enfrenta
el lector, lo hace un habitante de ninguna parte del mundo, sin un rostro específico,
su vida se convierte en un territorio de historias a un paso de lo desconocido, no hay
etiquetas para definir al artista lector, el que desentraña los enigmas del texto hasta
lograr una versión más definida, sensible, honesta, de sí mismo.
“La literatura no depende de lectores ideales sólo de lectores bastante buenos. No
hay que confundir a un lector ideal con un lector virtual”, vigoroso, afirma, Alberto
Manguel. Pues, su mutante naturaleza depende del organismo vivo que es el libro, la
hondura de la obra por sí sola nos iluminará cuando la ficción cumpla su efecto en
nuestro genio sensible, así, el sentido crítico nos permitirá defendernos y estar
atentos a los medios de control que buscan idiotizar. El trabajo soterrado e hipócrita
del sistema de consumo se las ha ingeniado muy bien para distraernos; no para
vencer nuestra llama creativa. Los libros son un vehículo vivo que despoja con su
inocente apariencia a la identidad, su propiedad de organismo transformador lo
cuestiona todo, remueve las sutiles fibras que el ser humano reprime en los temores
y las fobias. Lo despierta. De ahí, que la opresión del sistema busque confundir
poderosos espíritus, expresiones de libertad que humanizan; que traen bienestar a
la colectividad humana por medio del ‘fuego’ de las artes.
Entonces, insto a rememorar, que serán los lectores de la pasión, los artistas de la
lectura, quienes harán los grandes hallazgos, los que sostienen una íntima relación
abismándose en la glosa para excavar el mundo y delatarse a sí mismos en el
hermoso oficio que en algún lugar Alfonso Reyes refirió algo así como: ‘este arte de
lo profundo’, que oculto como una sociedad secreta de bibliófagos se mantiene
ensanchando la hondura y el ardor del Espíritu crítico o, mejor dicho, del crítico
artista.|

OBRAS CITADAS
Manguel, Alberto, “lecturas sobre la lectura”, Océano Travesía, Barcelona, 2011.

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