Cuentos de Terror
Cuentos de Terror
carretera, sin memoria de cómo ni cuándo había llegado a este lugar. Continuó caminando
apresuradamente con la esperanza de encontrar resguardo, pero solo se encontró con el vacío
de una carretera que ahora parecía interminable.
Al cabo de unas horas, el señor Salcedo divisó a lo lejos las luces de un carro y agitó sus brazos
para llamar su atención. El carro se detuvo, sin embargo, cuando el señor Salcedo se acercó a
la ventana, la mujer que conducía dejó escapar un grito aterrador y aceleró el carro.
Lo mismo sucedió con otros tres autos que detuvo en el camino.
— Algo muy extraño está pasando— se dijo el señor Salcedo.
En aquel momento recordó que llevaba consigo un teléfono celular y esculcó los bolsillos de su
abrigo mojado.
Llamó a un taxi, pero con solo mirarlo, el conductor, al igual que los demás, se alejó
rápidamente.
El señor Salcedo no podía entender lo que estaba pasando. Entonces llamó a su casa. La voz que
respondió la llamada era una voz desconocida.
— ¿Puedo hablar con la señora Salcedo? —preguntó.
— No, la señora Salcedo no se encuentra —respondió la voz.
El señor Salcedo comenzó a sentir pánico.
— ¿Acaso no se ha enterado? —añadió la voz—. El señor Salcedo fue víctima de un accidente en
la carretera y ella se encuentra en su funeral.
El señor Salcedo cortó la llamada sin decir una palabra y acercó el celular a su rostro como si
fuera a tomarse una foto.
Lo que vio en la pantalla fue espeluznante, su rostro era una máscara de humo negro y de su
imagen ya no quedaba nada.
Leyenda de Holanda
Hace algo más de 500 años, existió un hombre devoto del mar llamado Hendrik Van der Decken. A este
hombre se le encomendó la tarea de comandar un buque conocido como El Holandés Errante. Cuando el capitán
y su tripulación se dirigían a las Indias Orientales desde Ámsterdam, con el propósito de hacer fortuna, se
vieron atrapados en medio de un desmedido temporal, que dañó seriamente la embarcación, haciendo añicos
el timón y rasgando las velas.
A eso de la medianoche, cerca al cabo de Buena Esperanza, cuando parecía que había llegado la calma; el
canto del viento se convirtió en un grito furioso que golpeó los mástiles y sacudió el buque con tal violencia que
la tripulación comenzó a gritarle al capitán:
—¡Debemos regresar, el buque ha recibido mucho daño y nuestras vidas peligran!
Pero el capitán Van der Decken era muy codicioso y no lo afectaba poner en peligro su vida ni la de los demás,
así que respondió de manera desafiante:
—¡El viaje continúa, aunque tenga que surcar los mares hasta el fin de los tiempos!
Después de la inesperada respuesta, los mismos marineros se rebelaron contra él, pero el capitán rayando la
locura, amenazó con tirar por la borda a quien contradijera sus palabras. Alarmados, los hombres se
arrodillaron y comenzaron a rezar; la embarcación estaba a punto de zozobrar.
De repente, el firmamento se partió en dos y surgió una luz divina que iluminó el mar. De la luz descendió
una figura celestial que se enfrentó al capitán, diciéndole:
—Tú que pones la ambición al sufrimiento ajeno, de ahora en adelante serás condenado a recorrer el océano
eternamente entre tormentas y tempestades. Desde hoy, solo podrás comer hierro al rojo vivo y beber hiel. Acto
seguido, la figura celestial desapareció llevándose con ella toda la tripulación.
Y fue así como el capitán Hendrik Van der Decken y el buque conocido como El Holandés Errante, fueron
convertidos en fantasmas y condenados a vagar sin rumbo por los mares, hasta el fin de los tiempos.
Lucas entró a su nueva casa después del colegio, descargó el morral y se dirigió a la cocina. Allí se encontró
con una joven.
—Hola, debes ser Lucas, me llamo María.
Entonces, María se dirigió a la nevera y le preguntó si deseaba algo de beber. Lucas asintió con la cabeza y
se sentó a la mesa con un libro ya que debía presentar un informe para la clase de lectura. María se acercó
a él extendiéndole un vaso de agua:
—¿Qué lees? —preguntó.
—“La casa a oscuras”—respondió Lucas, sin interés de continuar la conversación con la nueva empleada
doméstica. Había algo en ella que lo hacía sentir muy incómodo.
—También tuve que leer ese libro en el colegio—respondió María—, pero no me agradan las historias de
fantasmas. Espero que tú tampoco creas en ellos. Me imagino que ya conoces todos los rumores acerca de
esta casa.
—Sí, conozco los rumores de que esta casa está habitada por fantasmas. Pero a diferencia de mi papá, a mí
me tienen sin cuidado. No creo en lo sobrenatural —contestó Lucas de manera tajante, haciendo aún más
evidente su desinterés por continuar la conversación y añadió—: Este lugar está hecho un desastre, ¿puedes
por favor guardar las cosas de los antiguos dueños y desempacar nuestras cajas?
Entonces, María se dirigió hacia la sala y comenzó a desempacar. Lucas continuó leyendo, terminó el informe
y se marchó a su habitación a tomar la siesta. Entredormido, escuchó a María despedirse desde la puerta.
Acercándose la noche, el padre de Lucas llegó a casa después del trabajo. Ambos comenzaron a conversar.
—Hijo, creo que nunca voy a acostumbrarme a este lugar. Los rumores de que aquí habitan fantasmas me
tienen muy preocupado —dijo el padre.
—¡Nada de eso! Papá, eres el único en esta casa que cree en esas cosas. Yo no creo en fantasmas y hasta
María, la nueva empleada doméstica, tampoco cree en ellos.
El padre se llevó la mano a la boca y dijo consternado:
—Hijo, empaca tus cosas de inmediato, ¡debemos irnos!
—Pero ¿por qué papá? —preguntó Lucas sorprendido por la extraña reacción de su padre.
—Porque no contraté a ninguna empleada doméstica.
El granjero y el tokaebi
Cuento El granjero y el tokaebi: adaptación del cuento popular de Corea.
Cuenta esta historia que hace muchos años en un país de Asia llamado Corea, un hombre vivía con su esposa
en una pequeña granja.
Los dos se querían mucho y disfrutaban de una vida tranquila rodeados de sus animales, lejos del bullicio de
la ciudad. No necesitaban mucho más para ser verdaderamente felices.
En verano, tras acabar las faenas diarias, solían cenar junto a una gran ventana que abrían de par en par
para poder contemplar cómo la brillante luna iba subiendo lentamente a lo más alto del cielo y escuchar los
pequeños sonidos que solo se aprecian cuando todo está en silencio. Para ellos, disfrutar de ese momento
mágico no tenía precio.
Pero una noche, mientras compartían el exquisito arroz con verduras que tan bien preparaba la mujer,
escucharon unos alaridos terroríficos.
– ¡¿Pero ¡¿qué es ese escándalo?!
– No lo sé, querida, pero algo muy grave debe estar sucediendo ¡Salgamos a echar un vistazo!
Se levantaron de la mesa asustados y abrieron con mucho sigilo la puerta. Frente a ellos, junto a las escaleras
de la entrada, vieron seis monstruos no demasiado grandes pero feísimos que estaban peleándose y chillando
como energúmenos.
La mujer se llevó las manos a la cabeza.
– ¡Oh, no, son monstruos tokaebi que vienen a molestarnos! Ten cuidado con lo que les dices no vayan a
enfadarse con nosotros ¡Ya sabes que tienen muy mala baba!
El buen hombre, a pesar del miedo a las represalias, se armó de valor y les gritó:
– ¡Fuera de aquí! ¡Estas tierras son de nuestra propiedad, largaos inmediatamente!
Los tokaebi, lejos de acobardarse y poco dispuestos a obedecer, comenzaron a reírse a carcajadas. Uno de
ellos, el que parecía llevar la voz cantante, se atrevió a decir:
– ¡Ja, ja, ja! ¿Qué os parece, compañeros?… ¡Que nos larguemos, dice este! ¡Ja, ja, ja!
Al granjero le temblaban las piernas, pero sacó fuerzas de flaqueza.
– ¿No me habéis oído? ¡Quiero que os vayáis ahora mismo, dejadnos tranquilos!
Nada, ni caso. Los tokaebi se quedaron mirando al granjero con cara burlona y el jefecillo de la banda dio
unos pasos hacia adelante.
– ¡Oye, tú, granjero de pacotilla!… Dices que estos terrenos son tuyos, pero yo digo que son míos ¡A ver cómo
arreglamos este desagradable asunto!
El buen hombre y su esposa se quedaron estupefactos, pero tenían clarísimo que la granja y las tierras donde
vivían eran suyas desde hacía más de veinte años y no iban a consentir que un arrogante monstruito se saliera
con la suya.
– ¡¿Pero ¡¿qué dices?! ¡Esta casa y esta tierra son nuestras! ¡Mi esposa y yo somos los legítimos dueños!
El tokaebi se había levantado ese día con muchas ganas de fastidiar a alguien y siguió chinchando al hombre
con su tonillo insolente.
– ¡No pongas esa cara, granjero! Me parece que tenemos un problema de difícil solución porque es tu palabra
contra la mía, así que… ¡te propongo un reto!
– ¡¿Qué reto?!
– ¡Uno muy fácil! Tú me harás una pregunta a mí y yo te haré una pregunta a ti. Quien la acierte será el dueño
de todo esto ¿Te atreves a aceptar mi propuesta o eres un gallina?
El granjero apretó los dientes para contener la rabia ¡Ese desvergonzado tokaebi le estaba llamando cobarde!
En el fondo de su alma sentía que no debía entrar en su juego porque además se lo jugaba todo a una pregunta,
pero o aceptaba o jamás se libraría su presencia.
– Está bien, acepto. Acabemos con esto de una vez por todas.
– ¿Habéis oído chicos?… Parecía un miedica pero no… ¡este granjero es un tipo valiente!
El hombre tuvo que aguantar las ganas de darle una patada en el culo y mandarlo a la copa del árbol más
alto. Su paciencia estaba a punto de agotarse.
– ¡Pregúntame lo que quieras, no te tengo miedo!
El tokaebi se quedó pensativo unos segundos.
– Está bien, vamos a ver… ¿Cuántos vasos se necesitan para vaciar el mar?
El granjero se concentró bien para no fallar la respuesta.
– Depende del tamaño del vaso: si es tan grande como el mar, un único vaso es suficiente para vaciarlo. Si el
tamaño del vaso es como la mitad del mar, se necesitan dos.
El tokaebi se sorprendió por tan buen razonamiento y muy a su pesar tuvo que dar la respuesta por válida.
– ¡Grrr! ¡Está bien, está bien, has acertado! Veo que eres más listillo de lo que aparentas ¡Ahora pregúntame
tú a mí!
El hombre se colocó de perfil en el umbral de la puerta, con un pie dentro de la casa y otro fuera. Mirando al
tokaebi a los ojos, le preguntó:
– ¿Estoy entrando o saliendo?
La inteligente pregunta indignó al monstruo porque era imposible saberlo.
– ¡Grrr! ¡Menuda pregunta, granjero! ¡No lo sé, no lo sé!
– ¡Ah!… ¡¿Qué no lo sabes?! ¡Pues he ganado el reto y ya te estás largando de mis tierras!
El jefe de los tokaebis echó chispas por la boca de la furia que le invadió, pero tuvo que cumplir su palabra
porque muchos testigos habían presenciado su estrepitosa derrota.
De muy mala gana dijo a sus colegas:
– ¡Vámonos, aquí ya no pintamos nada! ¡Hasta nunca, granjero sabiondo!
El granjero y su esposa contemplaron en silencio cómo los seis monstruos se adentraban en el bosque y
desaparecían entre las sombras. Cuando los perdieron de vista se dieron la mano, entraron en la casa, y con
una sonrisa inmensa de felicidad se terminaron el delicioso arroz con verduras que habían dejado a medias.
Las tres cabras
Cuento Las tres cabras: adaptación del cuento tradicional de Noruega.
Había una vez tres cabras macho de la misma familia: una pequeña e inexperta cabritilla, su padre de
mediana edad y mediano tamaño, y el abuelo que era una cabra grande y muy lista que lo sabía todo.
Las tres cabras se querían mucho, se protegían, y siempre iban de aquí para allá en grupo, muy juntitas para
no perderse por el monte y defenderse en caso de apuros.
Un día, a primera hora de la mañana, salieron a comer hierba al mismo lugar de siempre, pero cuando
llegaron al prado descubrieron que el pasto fresco había desaparecido. Husmearon a fondo el terreno, pero
nada… ¡No había ni una sola brizna de hierba verde y crujiente que llevarse a la boca!
El abuelo miró al horizonte pensativo. Su familia necesitaba comer y como jefe del clan tenía que encontrar
una solución al grave problema.
Un par de minutos después dio con ella: no quedaba más remedio que atravesar el puente de piedra sobre el
río para llegar a las colinas que estaban al otro lado de la orilla.
– ¡Tenemos que intentarlo! Jamás he estado allí, ni siquiera cuando era un chaval, pero recuerdo muy bien
las historias que contaban mis antepasados sobre lo abundante y riquísima que es la hierba en ese lugar.
Si el abuelo pensaba que era lo mejor, no había más que decir. Sin rechistar, las dos cabras le siguieron
hasta al puente. Desgraciadamente, ninguna se imaginaba que estaba custodiado por un horrible y malvado
trol que no dejaba pasar a nadie.
La más pequeña y alocada estaba ansiosa y quiso ser la primera en cruzar. Cuando había recorrido casi la
mitad, apareció ante ella el espantoso monstruo ¡La pobre se dio un susto que a punto estuvo de caerse al río!
– ¡¿A dónde crees que vas?!
– Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer.
– ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte
ahora mismo de un bocado!
A la cabrita le temblaba hasta el hocico, pero fue capaz de improvisar algo ocurrente para que el trol no la
atacara.
– ¡Señor, espere un momento! Soy demasiado pequeña para saciar su apetito y no le serviré de mucho. Detrás
de mí viene una cabra que es bastante más grande que yo ¡Le aseguro que, si me deja pasar y aguarda unos
segundos, podrá comprobarlo!
El ogro tenía tanta hambre que pensó que no podía perder la oportunidad de darse un banquete mejor.
– ¡Está bien, cruza! ¡Ya veremos si me dices la verdad!
La cabrita siguió su camino y se puso a salvo.
Mientras tanto su padre, la cabra mediana, llegó al puente. Comenzó a cruzarlo tranquilamente, pero a mitad
de trayecto el trol apareció ante sus narices.
– ¡¿A dónde crees que vas?!
– Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer.
– ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte
ahora mismo de un bocado!
La cabra mediana, paralizada por el miedo, intentó hablar pausadamente para que el monstruo no notara su
nerviosismo.
– Sé que estás deseando zamparme, pero si me dejas cruzar verás que detrás de mí viene una cabra mucho
más grande que yo ¡Créeme cuando te digo que merece la pena esperar!
El trol estaba empezando a perder la paciencia.
– ¡Está bien! ¿Por qué comerte a ti cuando puedo llenarme la tripa con una cabra el doble de grande que tú?
Espero que sea cierto lo que dices ¡Pasa antes de que me arrepienta!
La cabra mediana aceleró el paso sin echar la vista atrás y alcanzó la otra orilla.
La cabra mayor cruzaba el puente con ese garbo y seguridad que dan los años cuando, a medio camino, le
asaltó el trol. Por la cara de pocos amigos que tenía parecía dispuesto a capturarla para saciar su apetito.
– ¡¿A dónde crees que vas?!
– Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer.
– ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte
ahora mismo de un bocado!
¡Esta vez el trol no sabía con quien se la estaba jugando! La cabra, valiente como ninguna, se estiró, infló el
pecho y con voz profunda le dijo:
– ¿Me estás amenazando? ¡No me hagas reír! ¡Tú eres el que debe tener miedo de mí!
El trol sonrió con chulería y le replicó en tono burlón:
– Sé que no vas a comerme, cabra estúpida, porque vosotras las cabras sólo tragáis hierba a todas horas
¡Menudo asco! ¡Debéis tener los dientes verdes de tanto mascar clorofila!
La cabra se enfureció. Apretando las mandíbulas de la rabia que le entró, miró fijamente a los ojos saltones
del trol y le gritó:
– ¡No, no voy a comerte, pero sí voy a mandarte muy lejos de aquí para que dejes de molestar!
Antes de que pudiera reaccionar, saltó sobre él y le pisoteó con sus finas pero fuertes patas. Después, lo
levantó con los cuernos y lo lanzo al aire. El trol salió disparado como un dardo, cayó al agua, y como no
sabía nadar la corriente se lo llevó a tierras lejanas para siempre.
El abuelo cabro se quedó mirando al infinito hasta asegurarse de que desaparecía de su vista. Después, muy
digno, se atusó las barbas y continuó con paso firme sobre el puente.
Al reencontrarse con su hijo y su nieto, los tres se abrazaron. Se habían salvado gracias al ingenio y a la
complicidad que existía entre ellos. Muy felices, se fueron canturreando y dando saltitos hacia las verdes
colinas para atiborrarse de la hierba deliciosa que las cubría.
La leyenda de la laguna de El Cajas
Cuento La leyenda de la laguna de El Cajas: adaptación de la antigua leyenda de Ecuador.
Si algún día viajas a Ecuador quizá puedas dirigirte al sur del país. Allí, en plena cordillera de los Andes,
hay un hermoso parque nacional que tiene una impresionante laguna de aguas cristalinas, famosa por su
enorme belleza. Se la conoce como la laguna de El Cajas.
Según parece, antiguamente esta laguna no existía. Los mayores del lugar todavía recuerdan que, donde
ahora hay agua, existía una finca enorme que pertenecía a un rico caballero.
Dentro de la finca había una magnífica casa donde vivía con su familia rodeado de lujos y comodidades. El
resto del terreno era un gran campo de cultivo en el que trabajaban docenas de campesinos que estaban a sus
órdenes.
Cuentan que una calurosa tarde de verano una pareja de ancianos pasó por delante de la casa del ricachón.
La viejecita caminaba con la ayuda de un bastón de madera y él llevaba un cántaro vacío en su mano derecha.
– ¡Querida, mira qué mansión! Vamos a llamar a la puerta a ver si pueden ayudarnos. Ya estamos demasiado
mayores para hacer todo el camino de un tirón ¡Debemos reponer fuerzas o nunca llegaremos a la ciudad!
La familia estaba merendando cuando escuchó el sonido del picaporte. Casi nunca pasaba nadie por allí, así
que padres e hijos se levantaron de la mesa y fueron a ver quién tocaba a la puerta.
Cuando la abrieron se encontraron con un hombre y una mujer muy mayores y de aspecto humilde. El anciano
se adelantó un paso, se quitó el sombrero por cortesía, y se dirigió con dulzura al padre de familia.
– ¡Buenas tardes! Mi esposa y yo venimos caminando desde muy lejos atravesando las montañas. Estamos
sedientos y agotados ¿Serían tan amables de acogernos en su hogar para poder descansar y rellenar nuestro
cántaro de agua?
El dueño de la finca, con voz muy desagradable, dijo a la sirvienta:
– ¡Echa a estos dos de nuestras tierras y si es necesario suelta a los perros! ¡No quiero intrusos merodeando
por mis propiedades!
Su esposa y sus tres hijos tampoco sintieron compasión por la pareja. Muy altivos y sin decir ni una palabra,
dieron media vuelta, entraron en la casa, y el padre cerró la puerta a cal y canto. Tan sólo la sirvienta se
quedó afuera mirando sus caritas apenadas.
– No se preocupen, señores. Vengan conmigo que yo les daré cobijo por esta noche.
A escondidas los llevó al granero para que al menos pudieran dormir sobre un lecho de heno mullido y caliente
durante unas horas. Después salió con cautela y al ratito regresó con algo de comida y agua fresca.
– Aquí tienen pan, queso y algo de carne asada. Lo siento, pero es todo lo que he podido conseguir.
La anciana se emocionó.
– ¡Ay, muchas gracias por todo! ¡Eres un ángel!
– No, señora, es lo menos que puedo hacer. Ahora debo irme o me echarán de menos en la casa. A medianoche
vendré a ver qué tal se encuentran.
La muchacha dejó al matrimonio acomodado y regresó a sus quehaceres domésticos.
La luna llena ya estaba altísima en el cielo cuando se escabulló de nuevo para preguntarles si necesitaban
algo más. Sigilosamente, entró en el establo.
– ¿Qué tal se encuentran? ¿Se sienten cómodos? ¿Puedo ofrecerles alguna otra cosa?
La anciana respondió con una sonrisa.
– Gracias a tu valentía y generosidad hemos podido comer y descansar un buen rato. No necesitamos nada
más.
El viejecito también le sonrió y se mostró muy agradecido.
– Has sido muy amable, muchacha, muchas gracias.
De repente, su cara se tornó muy seria.
– Ahora escucha atentamente lo que te voy a decir: debes huir porque antes del amanecer va a ocurrir una
desgracia como castigo a esta familia déspota y cruel. Coge tus cosas y búscate otro lugar para vivir ¡Venga,
date prisa!
– ¿Cómo dice?…
– ¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Confía en mí y sal de aquí lo antes posible!
La chica no dijo nada más y se largó corriendo del establo. Entró en la casa sin hacer ruido, metió en la
maleta sus pocas pertenencias, y salió por la parte de atrás tan rápido como fue capaz. Mientras, los ancianos
salieron de granero, retomaron su camino y también se alejaron de allí para siempre.
Faltaban unos minutos para el amanecer cuando unos extraños sonidos despertaron al dueño de la casa y al
resto de su familia. Los pájaros chillaban, los caballos relinchaban como locos y las vacas mugían como si
se avecinara el fin del mundo.
El padre saltó de la cama y gritó:
– ¡¿Pero qué escándalo es éste?! ¡¿Qué demonios pasa con los animales?!
Todavía no había comprendido nada cuando, a través del ventanal, vio una enorme masa de agua que surgía
de la nada y empezaba a inundar su casa.
Invadido por el pánico apremió a su familia:
– ¡Vamos, vamos! ¡Salgamos de aquí o moriremos ahogados!
No tuvieron tiempo ni de vestirse. Los cinco salieron huyendo hacia la montaña bajo la luz de la pálida luna
y sin mirar hacia atrás ni para coger impulso.
Corrieron durante dos horas hasta que por fin llegaron a un alto donde pudieron pararse a observar lo que
había sucedido y… ¡La visión fue desoladora! Todo lo que tenían, su magnífica casa y sus campos de cultivo,
habían desaparecido bajo las aguas.
No tuvieron más remedio que seguir su camino e irse lejos, muy lejos, para intentar rehacer su vida. La
historia dice que lograron sobrevivir pero que jamás volvieron a ser ricos. Nunca llegaron a saberlo, pero se
habían quedado sin nada por culpa de su mal corazón.
Según la leyenda esas aguas desbordadas que engulleron la finca se calmaron y formaron la bella laguna
que hoy todos conocemos como la laguna de El Cajas.