Capítulo 1
Capítulo 1
Capítulo 1
Alrededor de 1974, nuestra familia se trasladó a Puerto Madryn, una ciudad costera, después
de que mi padre encontró trabajo en ALUAR. Mis recuerdos de esa época son fragmentados
pero llenos de momentos especiales. Vivíamos en un barrio exclusivo de la empresa, y mi
padre solía llegar del trabajo, caminando cansado desde la fábrica hasta nuestro
departamento en la planta baja.
Uno de los recuerdos más vívidos de mi niñez en Puerto Madryn es la pesca nocturna en el
muelle de la ciudad. Mi padre me ataba con una pequeña cuerda a su cintura para asegurarse
de que no me cayera al mar mientras lanzábamos nuestros anzuelos al agua en busca de
aventuras. A pesar de las noches frías, aquellas salidas de pesca eran mi fuente de felicidad y el
comienzo de una devoción que llevaría conmigo a lo largo de mi vida.
También recuerdo paseos por la costanera, donde mis padres y yo visitamos la estatua de un
aborigen gigantesco, El monumento al Indio Tehuelche, que dejó una impresión duradera en
mi mente. A pesar de que no tenía hermanos, encontraba compañía en los niños del barrio
mientras disfrutaba de mi karting a pedal.
A los tres años, experimenté una pérdida que marcaría mi vida de una manera que no podía
entender completamente en ese momento. Mi madre, Mirta, falleció en el parto de mi
hermano o hermana, nunca lo supe porque también fallecio, y aunque no entendía
completamente lo que había sucedido, recuerdo haber sorprendido a mi padre llorando a
escondidas en varias ocasiones.
Además de mis abuelos, en ocasiones, también vivía con nosotros un tío abuelo llamado Omar.
Omar era un hombre soltero, una característica que mantuvo a lo largo de su vida. Era
conocido por su incansable trabajo en su empleo. Recuerdo que tenía un buen oído musical y
tocaba la armónica "de oído". También, ocasionalmente, tocaba la verdulera. La presencia de
Omar en nuestra vida familiar se convertiría en una constante durante los años difíciles que
vendrían más adelante.
La vida en la chacra era tranquila y llena de posibilidades. Mi abuelo se encargaba de las tareas
rurales, mi abuela se ocupaba de la vida doméstica y también trabajaba en la casa del Juez de
Paz. Mientras tanto, Omar y yo compartíamos el tiempo en un entorno donde la creatividad
reinaba. En ese momento, comencé a asistir al jardín de infantes, aunque estaba a varias
cuadras de nuestra casa. En la quinta vecina vivía un niño llamado Claudio, y nos convertimos
en buenos amigos rápidamente. Nuestras jornadas consistían en largas sesiones de juegos, y él
tenía una camioneta "Duravit", una de esas que, según la publicidad, duraban toda la vida, ¡y
era verdad! Mis juguetes eran limitados, pero la creatividad se convirtió en nuestra mejor
aliada. En el suelo, construíamos vastas "chacras" delimitadas por filas de hojas de álamo que
simulaban ser árboles gigantes. Pasábamos horas y horas todos los días, hasta que la fatiga nos
vencía y surgía una pelea común seguida de amenaza con una paliza si osábamos acercarnos a
la "chacra" del otro. Lo bueno era que, al día siguiente, volvíamos a estar juntos de nuevo.
Un ritual que se convirtió en una parte importante de mi niñez era el paseo semanal con mi
abuela al cementerio local. Todos los domingos, después de un buen baño y vistiéndonos con
ropa especial, caminábamos alrededor de 2 o 3 kilómetros para llegar al cementerio. Durante
el camino, disfrutaba del aroma del campo que atravesábamos, un olor a tierra y pasto que
quedó impregnado en mis recuerdos. Llevábamos un hermoso ramo de rosas rojas y amarillas,
que mi abuela cultivaba en un inmenso rosal en la chacra. Una vez en el cementerio,
retirábamos las flores de la semana anterior, buscábamos agua y luego con gran cuidado
confeccionábamos un hermoso arreglo floral para decorar la tumba de mi madre. A pesar de la
tristeza que me causaba el lugar, anhelaba esa visita y el tiempo que pasaba junto a mi abuela.
Los fines de mes eran momentos especialmente esperados para mí. En esa fecha, mi abuela
cobraba su sueldo y me compraba un globo gigante como regalo. El ritual era simple pero lleno
de emoción. Sin embargo, una vez que terminaba la ceremonia y me entregaban el globo, mi
abuela lo inflaba con mucho esmero y lo colgaba en un rincón del comedor para que "durara
más", lo que generaba una acumulación de 2 o 3 globos de diferentes meses hasta que se veía
la necesidad de retirarlos porque se desinflaban o explotaban. A pesar de su corta vida, me
encantaba ver esos globos en el rincón del comedor, eran símbolos de que había "portado
bien" ese mes.
Durante esa etapa de mi vida, también asistía a la escuela primaria. A petición de mi abuela y
viendo que a menudo me sentía solo, solicitó a la Escuela Nº 91 que me admitieran un año
antes, a los 5 años, lo cual fue aceptado. Así que recuerdo ir a la escuela todos los días con mi
bicicleta Fiorenza rodado 16. A pesar de mis altibajos de salud, fue una época feliz llena de
anécdotas que atesoro, algunas de las cuales compartiré más adelante.
Una de las historias que destaco es la de la familia "misteriosa" que vivía en la quinta de al
lado. Decían que el hombre de la familia era un "brujo", y tenían un hijo con discapacidad
mental al que llamaban "loco". Un día, mientras estaba dentro de mi casa, escuché a mi abuela
discutiendo con ese hombre. No entendía bien de qué se trataba la discusión, pero me
acerqué a la tranquera de atrás y vi a mi abuela de un lado y al hombre del otro. Sin pensar
mucho, tomé un pedazo de ladrillo y, sin que nadie me viera, lo arrojé con precisión a la cara
del hombre. El golpe lo hizo caer y corrí hacia mi abuela para refugiarme con ella. Sabía que lo
que había hecho no estaba bien, pero al menos logré que dejara de insultarla. Sin embargo, lo
que ocurrió a continuación me tomó por sorpresa. El hombre me maldijo a viva voz,
pronunciando palabras aterradoras: "Vos, guacho de mierda, te vas a quedar en una silla de
ruedas". Aunque me asustó, no comprendí del todo la gravedad de su amenaza en ese
momento, dado que solo tenía 5 años. Pero, con el tiempo, esa maldición pronunciada por el
"brujo" se quedaría grabada en mi memoria, y sus palabras resonarían en mí a lo largo de los
años.
Desde el momento en que el "brujo" pronunció su maldición, mi vida se desarrolló con cierta
normalidad, al menos en apariencia. Sin embargo, mis dolores se intensificaron
progresivamente, llegando al punto en que pasaba días enteros sin poder caminar. Mis
abuelos, preocupados y sin un diagnóstico médico concreto, no encontraban respuestas en el
pequeño pueblo en el que vivíamos. Los meses pasaban, y yo continuaba deteriorándome,
mientras el médico seguía administrándome penicilina sin mucho éxito.
Después de ese recuerdo, existe un vacío en mi memoria. Los dolores eran intensos, y es
posible que mi mente haya decidido bloquear esos momentos para protegerme de la angustia.
Solo un episodio se mantiene en mi memoria de aquel viaje a Bahía Blanca, y ocurrió en la Ruta
22 mientras viajábamos en el camión de mudanzas. Recuerdo fragmentos, ya que me desperté
en un momento de oscuridad. Estábamos en medio de la ruta, en medio del campo, y escuché
al camionero susurrar: "¿Vieron esa luz? ¿Dónde está ahora?". El camión estaba detenido. Al
parecer, habían visto algo que los inquietó y decidieron hacer una pausa en el viaje. A pesar de
mi inquietud, mi abuela, que me tenía en brazos, me dijo en voz baja: "Shhhhh, dormite". Esta
frase maternal me relajó, y volví a dormir. Cuando desperté de nuevo, ya estábamos en Bahía
Blanca, un mundo completamente nuevo para mí, con sus calles amplias y sus luces brillantes.