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el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno


Claudio Minca

El paisaje es, quizá, el único concepto moderno capaz de


referirse a algo y, a la vez, a la descripción de ese mismo algo.
El término remite tanto a una porción del territorio como
a su imagen, a su representación artística y, también, ‘cien-
tífica’. Esto lo convierte en un concepto escurridizo, pero fas-
cinante. Lo abre a la libertad de las sensaciones y de los sen-
timientos que suscita, pero también es verdad que lo expone,
a veces, al arbitrio de quien quiere encadenar esos sentimien-
tos y sensaciones a la propia lógica y al propio sistema de
valores. Es precisamente desde esta doble naturaleza del
paisaje desde la que voy a reflexionar sobre lo que hoy
entendemos por posmoderno. Lo que Farinelli (1992) deno-
mina «la argucia del paisaje» tiende, de hecho, a chocar con
interpretaciones, por así decirlo, ‘extremas’, que lo entien-
den o bien como una ventana científica abierta al mundo, o
bien como una lectura meramente estética del espacio, como
una especie de estremecimiento poético.
Asumida esta doble naturaleza del paisaje, voy a centrar
mi reflexión en torno a tres coordenadas: en primer lugar, la
importancia extraordinaria del paisaje en la definición del suje-
to moderno; en segundo lugar, la necesidad imperiosa de

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el paisaje en la cultura contemporánea

reflexionar sobre su estatus ontológico y, por tanto, políti-


co; finalmente, la gestión y la legitimación de los procedimien-
tos que traducen el paisaje de un conjunto de prácticas terri-
toriales e incluso emocionales a un proceso comunicativo.
A través de estas tres coordenadas intentaré explorar no sólo
algunos paisajes de la historia de las maneras de mirar (y, por
tanto, de conocer) modernas, sino también las razones pro-
fundas por las que, cuando se pregunta a alguien —en oca-
siones incluso a un profesional del paisaje— qué diferencia
hay en realidad entre paisaje y territorio (entendiendo aquí
por territorio el espacio humanizado, como hacen los geó-
grafos franceses e italianos), la respuesta produce a veces en
el interlocutor un cierto embarazo, una curiosa vacilación.
Incluso quien responde con aparente firmeza y serenidad, en
el fondo, se da cuenta de que está penetrando en un terreno
inestable, en el que es fácil entrar en contradicciones eviden-
tes, a menos que no se entregue al dogma de la ceguera dis-
ciplinar.
Interrogarse sobre el paisaje significa, todavía hoy, inte-
rrogarse sobre el significado del mundo. Interrogarse sobre
el paisaje significa preguntarse de dónde vienen los concep-
tos de orden y armonía que implícita o explícitamente flore-
cen siempre durante nuestros viajes. Significa, en definitiva,
plantearse el problema de la relación entre estética y ciencia,
entre poesía y razón cartográfica. Significa, sobre todo, inten-
tar descubrir cómo el paisaje, de modo de sentir y percibir
nuestra relación con la Tierra ha podido transformarse en cosa,
en objeto, en dispositivo cognitivo que prevé, por así decir-
lo, la muerte aparente del sujeto.
Hoy se habla mucho del paisaje. Muchas disciplinas se ocu-
pan de él, algunas incluso con la pretensión de tratarlo cien-
tíficamente o de tener una perspectiva privilegiada sobre el
bagaje de significados morales y operativos que éste lleva en
sí. Este inusitado interés es ya, de por sí, un buen motivo para
interrogarse sobre el significado contemporáneo de un tér-

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el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

mino que no sólo ha asumido en los últimos decenios una


extraordinaria variedad de interpretaciones, sino que afecta
a una dimensión pública de gran relevancia para nuestra
concepción de las relaciones entre la sociedad y el territorio.
Después de haber explicado brevemente cómo pretendo inter-
pretar la referencia a lo posmoderno que encontramos en el
título de este capítulo, dedicaré algunas líneas a analizar cuál
ha sido la trayectoria del concepto de paisaje que lo ha lle-
vado, en un determinado momento de la historia, a transfor-
marse de puro concepto estético y artístico a verdadero ins-
trumento y objeto de interés científico.
Entender las modalidades de la entrada del paisaje en las
ciencias sociales, y en la geografía en particular, es fundamen-
tal, a mi juicio, para entender en qué términos puede ser afron-
tada hoy la cuestión de los llamados «paisajes de la posmo-
dernidad» (Guarrasi, 2002). El análisis de este paisaje crucial
saca a la luz, al menos, dos cosas: la primera es que el pai-
saje, en la concepción de muchos autores, se ha transforma-
do de ‘punto de vista’ en ‘cosa’, es decir en objeto, en mate-
rial reproducible, vendible, consumible; en otras palabras, los
paisajes, en la presunta posmodernidad, han empezado a
‘viajar’. El segundo descubrimiento al que aspira este análi-
sis afecta al papel del sujeto del paisaje, un sujeto aparente-
mente inmóvil e invisible en la construcción teórica de muchos
paisajes. Se trata de una figura retórica hegemónica —a pesar
de las paradojas que ello implica— hasta que la reflexión pos-
moderna, al liberar conceptualmente el objeto del paisaje de
su sujeto, no ha sacado a relucir su prisión epistemológica
con todo el aparato ideológico y la estructura ontológica sobre
la que se asienta.
Se sabe que lo posmoderno y los términos que a ello se aso-
cian (posmodernismo, posmodernidad) están sujetos a distin-
tas interpretaciones, a menudo como reflejo de la posición de
quien interviene en el debate cultural de una determinada comu-
nidad interpretativa (véanse, entre otros, Minca, 2001; Dear,

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el paisaje en la cultura contemporánea

2000; Best y Kellner, 1995; Benko y Strohmaier, 1997). Y bien,


dado que, a menudo, estas interpretaciones están enfrentadas
entre sí, me veo obligado a explicitar la específica visión de
lo posmoderno que pretendo adoptar: lo posmoderno no es
una época, no es un nuevo paradigma, no es la locura repro-
ductora de las imágenes separadas del referente, como pre-
tenden Baudrillard (1998) y un sector relevante de la socio-
logía francesa del pasado decenio. Prefiero pensar en lo
posmoderno como una revelación, una especie de despertar
de la dimensión crítica de lo moderno y, sobre todo, una vuel-
ta al centro de la dimensión ontológica que lo moderno,
durante mucho tiempo, ha querido olvidar, incluso en su pro-
ducción académica. En otras palabras, considero que la con-
tribución más importante de lo posmoderno ha sido el per-
mitirnos volver a formular las coordenadas y el funcionamiento
del episteme moderno, y, sobre todo, sus relaciones implíci-
tas con el poder y la política. La crisis de la representación,
el colapso de la cadena del significante, la locura de imáge-
nes que revolotean, aparentemente libres, en las geografías reti-
culares de la información global y mediática, son algunos de
los síntomas de esta reformulación. Como todas las reformu-
laciones, también ésta puede provocar múltiples propuestas
críticas que no trataremos aquí por falta de espacio. Basta decir
que, con esta interpretación concisa en la mente, intentaré ana-
lizar cómo la nueva conciencia y la condición cognitiva pro-
ducidas por la reflexión posmoderna en el arte y en las cien-
cias sociales pueden ayudarnos a comprender —y
probablemente a recuperar en su dimensión más poderosa y
democrática— el concepto de paisaje, un concepto en muchos
casos perdido en los meandros geométricos de una hipermo-
dernidad mediática a menudo aberrante e indigesta en el
plano intelectual.
La vitalidad contemporánea del paisaje, en efecto, es algo
sospechosa, porque parece una extraña supervivencia de lo
moderno, en el que ahora pocos creen ya, al menos en la inter-

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el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

pretación banal que la cultura popular y mediática todavía


parecer dar del mismo. Esta última consideración impone, a
mi juicio, algunas preguntas ineludibles. En primer lugar, si
es verdad que el paisaje es un concepto genuinamente moder-
no que nace como fruto de las epistemologías que han colo-
nizado el Renacimiento (Cosgrove, 1984) y que se consoli-
da como concepto popular gracias a su entrada en la nueva
geografía de los saberes académicos de la modernidad ilus-
trada del siglo xix (Farinelli, 2003) y si, además, es igualmen-
te cierto que lo posmoderno ha desbancado las coordenadas
sobre las que lo moderno —como proyecto político e inte-
lectual— se ha apoyado, entonces, ¿cómo es posible que
todavía hoy se hable tanto del paisaje y el concepto sea tan
utilizado por políticos, académicos, planificadores y perio-
distas? ¿Quizá ha cambiado su naturaleza y contenido y no
nos hemos dado cuenta? Si verdaderamente faltan las con-
diciones epistemológicas para leer el paisaje en clave moder-
na, entonces ¿sobre qué paisaje estamos aquí discutiendo?
La segunda pregunta trasciende la primera. Es sabido que
el paisaje se funda en una determinada construcción de un
sujeto moderno específico, un sujeto que, aprendiendo a
posicionarse de manera estratégica y en perspectiva, lee el terri-
torio, el espacio que tiene delante, asignando la primacía abso-
luta a la visualización y a la verdad de sus revelaciones, y,
precisamente, gracias a las lentes ofrecidas por el paisaje
produce significado, orden, reconocimiento y valor (Cosgro-
ve, 1984; Daniels, 1989; Duncan y Duncan, 1988; Olwig,
2002). Paralizado por el paisaje, este sujeto se imagina inmó-
vil sin saberlo, habla de un mundo que le es ajeno, ve la muta-
bilidad y el movimiento de lo que está delante e, incluso, sigue
representándolo y pensándolo como un cuadro, una fotogra-
fía, una rígida reja espacio-temporal. ¿Cuál es hoy, por lo tanto,
la posición de este sujeto, relacionado con la multiplicación
informática de imágenes y la reproductibilidad de los paisa-
jes ofrecida por las nuevas tecnologías? (Guarrasi, 2002). Si

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el paisaje en la cultura contemporánea

el paisaje ha contribuido a crear sujetos modernos que, con


su visión y consecuente acción, han transformado la concep-
ción y la experiencia del espacio vivido, entonces, razonar sobre
el paisaje significa, sobre todo, razonar, como dice Franco Fari-
nelli, sobre la historia de la relación entre las imágenes de las
que el paisaje está compuesto y el sujeto que las describe (Fari-
nelli, 1992).

La entrada del paisaje en las ciencias sociales

Que lo moderno ha sido caracterizado por la dictadura


de la visión es algo ya aceptado por todos. El dominio de la
perspectiva y la verdad del ojo, recuerdan varios autores
(Cosgrove, 1984, 2003), son parte de la nueva teoría del espa-
cio que se combina con el progresivo desmantelar, entre los
siglos xviii y xix, del Antiguo Régimen y de sus epistemolo-
gías, para sustituirlo por una visión científica y neutral de la
naturaleza y del mundo (Livingstone, 1992). Todos sabemos
que cada nueva teoría espacial comporta la introducción de
un nuevo orden social y político (Farinelli, 1992; Dematteis,
1985). El paisaje, por tanto, en un determinado momento de
su historia se convierte en expresión de una lógica que inten-
ta hacer coincidir la dimensión estética y la científica o, dicho
en otras palabras, la moral y la política. Es difícil entender
qué es hoy el paisaje sin entender lo que ocurrió en la geo-
grafía alemana de mediados del siglo xix (Farinelli, 1992).
La llamada geografía pura, elaborada con pretensiones cien-
tíficas y de neutralidad a lo largo del siglo xviii, choca duran-
te el siglo siguiente y de manera cada vez más dramática con
la llamada geografía de estado, fundada sobre una teoría espa-
cial explícitamente política y basada en objetivos del estado
aristocrático (Dematteis, 1985). Se trata de «una guerra
civil», sobre todo en Francia y en Alemania, «que durará más
de un siglo y que reflejará de manera clara la formidable ten-

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el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

sión entre moral y política que atraviesa el pensamiento euro-


peo» (Farinelli, 1992, págs. 117-118) durante todo el
siglo xviii y buena parte del siguiente.
Con la llegada al poder de la burguesía en dos de los paí-
ses más potentes del mundo, esta tensión se resuelve en un
compromiso entre poder y saber que implica toda la ambi-
güedad y las contradicciones que caracterizan la epistemo-
logía moderna que ha atravesado los decenios siguientes y
todo el siglo xx, y contra la que estamos, en buena medida,
luchando todavía hoy. El paisaje es uno de los resultados de
este formidable y perjudicial compromiso entre razón cien-
tífica y razón de estado, entre la nueva estructura de la cul-
tura burguesa y las exigencias paralelas de legitimación de
su toma del poder, un compromiso que se traducirá en la más
extraordinaria invención geográfica de la modernidad: el
estado nación. Un compromiso cuyas exigencias pesan toda-
vía sobre nuestro modo de razonar acerca del territorio y de
sus valores (Minca, 2007a).
A principios del siglo xix el paisaje era aún considerado,
en esencia, un determinado estado de ánimo, un sentimien-
to, incluso una relación entre distintas impresiones senti-
mentales: «la pintura era su mensajero, la vivida experien-
cia de la comunión con la tierra era su objetivo y su significado.
Su ámbito era el reino de la apariencia estética, su referente
era la opinión pública, ya entendida en aquel momento como
órgano de reflexión común y pública de los fundamentos del
orden social» (Farinelli, 1992, pág. 202).
Será uno de los padres de la geografía, Alexander von Hum-
boltd, sostiene siempre Franco Farinelli, «el que arranque el
sujeto de tal reflexión de la propia conducta contemplativa
para dotarlo de un saber capaz de garantizar la cultura y la
manipulación del planeta. Gracias a Humboltd, el concepto
de paisaje muta, por primera vez, de concepto estético a con-
cepto científico. Pasa del saber pictórico y poético —el único
concedido por los aristócratas a los burgueses— a la descrip-

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el paisaje en la cultura contemporánea

ción del mundo. Se carga de un significado del todo inédito


desde el punto de vista de la historia y de la historia de la
cultura» (Farinelli, 1992, pág. 203); de un significado del que
todavía hoy, aquí, estamos discutiendo. «Precisamente, el
carácter estético de la cultura burguesa impone», insiste Fari-
nelli, «que el saber artístico se transforme en ciencia de la natu-
raleza, de mediación de la visión: por esto Humboldt elige
el concepto de paisaje y lo utiliza como vehículo más propi-
cio para asegurar el tránsito de los protagonistas de la dimen-
sión pública literaria hacia el dominio de la cultura científi-
ca» (Farinelli, 1992, pág. 203).
Es éste un tema clave para entender la penetración del con-
cepto de paisaje en aquellas disciplinas que se afirmarán en
el futuro, como las ciencias sociales. Es aquí donde reposa
la constitución inevitablemente ambigua de la idea de paisa-
je contra la que combatimos todavía hoy y a la que, a menu-
do, no respondemos o continuamos dando respuestas torpes.
Porque es necesario recordar, al hablar del paisaje posmoder-
no, que: «para Humboldt, el concepto de paisaje se funda en
el doble sentido, en el empleo múltiple del mismo material,
sobre el doble carácter del término, que en Alemania, en la
específica forma del landschaft, al menos a partir de la época
moderna, vale al mismo tiempo como barrio o parte del pue-
blo o como artística representación figurativa del barrio
mismo» (Farinelli, 1992, pág. 205). «La estrategia de Hum-
boldt», sostiene con convicción Farinelli, «consiste en utili-
zar políticamente un doble sentido, donde una misma pala-
bra expresa dos significados distintos y uno de ellos —el más
común y frecuente (el de la naturaleza estética y literaria)—
prevalece, mientras el segundo (con una acepción objetiva,
material y concreta, incluso científica) queda en el fondo» (Fari-
nelli, 1992, pág. 205).
Si lo que nos cuenta Farinelli es verdad, ¿cómo es posible
que, todavía hoy, y durante gran parte del siglo xx, esta
segunda dimensión se haya seguido confundiendo arbitraria-

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el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

mente con la primera, sin que semejante embrollo se haya


resuelto? ¿Cómo, todavía hoy, hay quien habla de paisaje como
un objeto, o incluso lo confunde con el territorio, sin darse
cuenta de que, haciendo esto, cae justo en la trampa mortal
de un concepto que remite, por definición, a dos cosas a la
vez y puede sobrevivir sólo en esta doble y ambigua dimen-
sión? Pues bien, recuerda Farinelli, «bruscamente, y de mane-
ra inmediata, en 1919, el paisaje se convierte en un simple
conjunto de objetos bajo los fundamentos geográficos del
landschaftkunde elaborados por Siegfried Passarge, otro geó-
grafo alemán. La dimensión poética, invisible, el estado de
ánimo presente en cualquier concepción moderna de paisa-
je, de repente desaparecen, se convierten en geografía y en
otras ciencias sociales, en “cosa”, en objeto, en cartografía,
única puerta de acceso a lo visible y a lo existente. La Gran
Guerra y los nacionalismos son la ocasión o el motivo de dicho
viraje ontológico imprevisto. La fotografía no es el medio,
es decir la imagen que reduce a dato instantánea y objetiva-
mente producido —aquello que antes era el resultado de un
proceso cognoscitivo subjetivamente fundado y consciente-
mente determinado por el punto de vista— y la conciencia
tanto de la naturaleza procesal como social de la conciencia
desaparecen de la vista y por tanto cesan de existir» (Farine-
lli, 1992, págs. 207-208).
Las consecuencias son, como mínimo, desastrosas. El
sujeto-que-mira queda inmovilizado para siempre frente a un
paisaje pensado científicamente como una fotografía, como
un cuadro espacio-temporal, sin reconocer el aparato ideo-
lógico y cognitivo que justifica su reconocimiento, su valor
como instrumento comunicativo y productivo de saber estra-
tégico y ético. Paradójicamente, esta transformación ocurre
justo en el momento en el que se inicia la crisis, hoy conoci-
da por todos, de la estrecha relación, que hasta aquel momen-
to constituía el saber legítimo, entre visibilidad y funciona-
miento del mundo mismo (Farinelli, 1992, pág. 208; 2003;

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el paisaje en la cultura contemporánea

Mondada, Panese, Soderstrom y 1992). Y esta última con-


sideración nos proyecta directamente al corazón de la refle-
xión sobre las relaciones entre el paisaje y lo posmoderno.
¿En qué se ha convertido, por tanto, el paisaje transforma-
do en objeto? ¿De qué paisaje estamos hablando hoy? ¿Del ambi-
guo y estratégico concepto marcado por su duplicidad conna-
tural o de un contenedor lleno de objetos y, por tanto, tratado
como algo ‘objetivo’, existente, que se corresponde con un trozo
de territorio caracterizado por una serie de significados implí-
citos? ¿Cómo ponemos de acuerdo el paisaje entendido como
‘punto de vista’, como sentimiento, como narrativa de nues-
tro pasado, presente y futuro con una idea científica de paisa-
je que, en cambio, lo objetiviza? ¿Cómo podemos conciliar el
bagaje de sentimientos que generan los paisajes y la reproduc-
tibilidad virtual e incluso material de algunos paisajes carac-
terizados por una particular densidad de símbolos y de valo-
res que pertenecen a nuestras geografías morales y políticas?

El sujeto del paisaje

Hay algo inquietante en la congelación del sujeto impues-


ta por la perspectiva del paisaje. Es como si un concepto intro-
ducido en las ciencias sociales con el objetivo de conjugar cien-
cia y poesía, razón cartográfica y experiencia de lo vivido, se
hubiese transformado en un oscuro objeto del deseo, válido
para todas las ocasiones y circunstancias; abandonado —en
el uso que de él se hace y en la interpretación que de él se
da— a un arbitrio que resulta absolutamente contradictorio,
por otra parte, con la concepción ‘popular’ que todavía hoy
prevalece y que lo presenta como una cosa o, mejor aún, como
un conjunto ordenado de elementos del territorio (Demat-
teis, 1989, págs. 445-457). Es inquietante porque buena
parte de la reflexión contemporánea sobre el paisaje parece
olvidar su compleja relación con la dialéctica entre saber y

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el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

poder. Si lo moderno impone una idea geométrica como


medida única del mundo, entonces está bien recordar que el
paisaje contribuye a proponer un modelo para la composi-
ción ordenada y llena de sentido de este mundo; una com-
posición de la que el proyecto clave de la modernidad del
siglo xix, el del estado-nación, ha tenido y parece tener toda-
vía hoy una necesidad desesperada. De hecho, parece que el
paisaje se presta gustoso a representar y legitimar la coinci-
dencia imposible entre sentimiento y geometría. La ambigüe-
dad necesaria del paisaje, propuesta por Humboldt como parte
de su proyecto político de conciliación entre saber y poder,
se transforma, por tanto, después de 1920, en una perjudi-
cial máquina que produce imágenes hipostasiadas y las hace
pasar por paisajes.
En realidad, el estado-nación, que aprende a celebrar y
hacerse celebrar a través de una específica geografía de los
paisajes de la memoria y de la identidad, no puede permitir-
se abandonar la dimensión sentimental y emotiva —y ni
siquiera la estética— del paisaje (Daniels, 1989). Todavía hoy
nos encontramos con un uso del paisaje, a menudo drama-
tizado por su reproductibilidad, que lo trata en efecto como
una cosa, como una colección de imágenes reproducibles
hasta el infinito y válidas para todas las ocasiones, pero que
invierte grandes energías en intentar investir a esas mismas
imágenes de significados que sean capaces de suscitar emo-
ciones, sentimientos y sentido de pertenencia. El sujeto, escon-
dido y siempre congelado, vuelve a aparecer, por tanto, como
ciudadano, como turista, como consumidor, como el que
goza, de manera pasiva, de paisajes. La contradicción eviden-
te que esta espuria dimensión presenta no le impide, sin
embargo, funcionar o aparecer como obvia, o ser legitima-
da por la narrativa oficial del estado, o incluso por la lógica
de mercado que intenta vincular significados, productos y expe-
riencias a unos determinados paisajes, ahora ya transforma-
dos en iconos, en simples fetiches.

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el paisaje en la cultura contemporánea

Si lo posmoderno consiste en la denuncia de esta condi-


ción cognitiva —y, por tanto, de esta producción de sentido
que pasa a través del uso contemporáneo del paisaje—, nues-
tro primer deber será restituir al paisaje su dimensión origi-
naria, no por nostalgia de las viejas lógicas decimonónicas,
sino porque sólo al entender cómo nace este compromiso y
esta clamorosa equivocación se puede desvelar la dimensión
genuinamente intelectual y política de la relación entre moder-
nidad y paisaje. Sólo al entender que la penetración en nues-
tra cotidianidad de una cierta idea del paisaje es hija de una
formidable operación de política cultural asociada a la cons-
titución de grandes estados nacionales europeos, estaremos
en condiciones de dar una respuesta posmoderna —es decir,
eminentemente política— al problema contemporáneo del pai-
saje en las sociedades occidentales.
Piénsese, por poner sólo un ejemplo, en la concepción de
viaje pintoresco que se afirma en el mismo período, apropián-
dose de las mismas coordenadas culturales sobre las que
hemos discurrido hasta ahora y confirmando, como recuer-
da Farinelli (1992, págs. 90-92), la naturaleza profunda-
mente política del viaje a partir de la constitución del esta-
do-nación moderno y burgués (Withers y Livingstone, 1990).
En el siglo xix, de hecho, recuerda Renzo Dubbini (1994, pági-
na 109), el paisaje se impone como problema de dominio total
del espacio sensible y el viaje se convierte rápidamente en una
especie de ejercicio burgués para la confirmación visual y exis-
tencial de la naturaleza de dicho dominio. El viaje pintores-
co es, de hecho, el resultado de una relación necesaria entre
la verdad del lugar y la modalidad de un método de obser-
vación cuidadosamente establecido a priori.
El paisaje, desde esta perspectiva, se convierte en compo-
sición armónica —tanto en el territorio como en la tela— que
pone orden al patrimonio nacional; se convierte en el instru-
mento para la búsqueda de la esencia, del carácter profun-
do de los rasgos geográficos de la nación. El contacto direc-

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el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

to con el monumento, todavía popular en nuestras excursio-


nes turísticas por el mundo, se convierte, así, en la condición
para un nuevo discurso sobre la antigüedad, observada en
los lugares, en el contexto de los paisajes originarios. Los pai-
sajes, en la concepción popular, son, incluso, iconos del esta-
do y es necesario asegurar su estabilidad y certeza en el sig-
nificado, exactamente al contrario de las características por
las que Von Humboldt los había movilizado en su proyecto
cultural.
Con la llegada de la velocidad de los trenes, de los auto-
móviles, de los aviones, y, sobre todo, de las redes invisibles
de comunicación informática y vía satélite, la visibilidad del
territorio asume una serie de significados completamente
distintos (Farinelli, 1992; Mondada, Panese y Soderstrom,
1992). Entonces, ¿por qué sigue todavía vigente un concep-
to fundado en el conocimiento ofrecido por lo visible?

¿Paisaje posmoderno?

He incidido hasta ahora en el hecho de que la reflexión


posestructuralista en las ciencias sociales —en el caso del pai-
saje guiada, sobre todo, por los geógrafos ingleses que fun-
daron la new cultural geography en los años 80, con Denis
Cosgrove, Stephen Daniels y Peter Jackson a la cabeza— ha
demostrado que el paisaje es, en realidad, una construcción
ideológica, caracterizada por precisas coordenadas cultura-
les y objetivos políticos, y esto explica que el paisaje, cuan-
do se convierte en objeto de investigación científica, no deja,
a pesar de las pretensiones de objetividad que enuncia, de para-
lizar algunos sujetos, de celebrar otros, de olvidar y de hacer
desaparecer otros muchos. Se trata de una reflexión muy
importante para que avancen los estudios del paisaje, de la
que hoy no se puede evidentemente prescindir. Pero se trata
también de una reflexión que, al disgregar la estructura epis-

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el paisaje en la cultura contemporánea

temológica sobre la que ha reposado durante toda la moder-


nidad la idea y el uso del concepto de paisaje, evita alcanzar
las raíces del problema fundamental que hemos planteado aquí:
el problema de la relación entre el tipo de cultura difundida
por un concepto tan extraordinariamente ambiguo como el
paisaje y aquello que Heidegger llama «la certeza del repre-
sentar» (Farinelli, 1992, pág. 55).
Intentemos, por tanto, ver cómo funciona y cómo viaja
el paisaje en una época dominada por la reconstrucción pos-
estructuralista y en la cultura popular por la hegemonía de
lo banal y por la reproducción obsesiva de imágenes y, por
tanto, también por una verdadera inflación de paisajes. Empe-
cemos por el tiempo y el movimiento. El tiempo, en cualquier
paisaje y en cualquier experiencia del paisaje, está sometido
a las modalidades de la lectura, del ritmo de quien lo mira y
lo ‘vive’. Pero el paisaje tiene un tiempo narrativo propio, autó-
nomo, recalcado por sus variaciones temporales: cambia
incluso cuando el lector queda virtualmente inmóvil. Nos
encontramos, pues, frente a dos movimientos: el del punto
de vista del que mira y se desplaza al atravesar un paisaje y
el determinado por los cambios inducidos por el tiempo
atmosférico y la luz, en el medio y largo período de la trans-
formación material, incesante, del territorio (Socco, 1998,
2000).
Lo que vemos en una foto de un paisaje, un segundo des-
pués de haberla tomado, es ya distinto, irreversiblemente
distinto; nunca más las condiciones que han hecho posible
aquella imagen se repetirán de manera absolutamente idén-
tica. En esto consiste la locura del paisaje-objeto, o quizá debe-
ría decir su engaño. Piénsese también en la constitución de
los paisajes móviles del automovilista y en cómo ésta disgre-
ga definitivamente una determinada concepción hipostasia-
da del paisaje. Por otra parte, el paisaje siempre está sujeto
a la valoración de una dimensión estética que, sólo en momen-
tos puntuales, la ciencia ha intentado eliminar, sin éxito,

222
el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

confirmando así que los conceptos tienen su propia resisten-


cia, una capacidad de supervivencia autónoma que en oca-
siones se tiende a infravalorar (Minca, 2007b).
Por ejemplo, políticamente y bajo el perfil de nuestras
estrategias cognitivas, ¿implica eso tomar en consideración
y exaltar una serie de paisajes banales, que son menos inte-
resantes al estar privados de aquellas connotaciones extre-
mas que estamos acostumbrados a considerar como los ‘sig-
nos’ simbólicos de un determinado paisaje, que reconocemos
normalmente durante nuestras exploraciones? Los rasgos
explicitados por el paisaje, según sostiene Carlo Socco (1998),
son ya, de por sí, metáfora de sentimientos; el paisaje susci-
ta emociones, goce y dolor. El paisaje es, incluso, algo más
que la suma de las partes que lo componen. La dimensión
estética no es, por tanto, un accesorio dejado en manos de
los poetas y de los enamorados, o parte de una visión román-
tica del territorio, sino un elemento necesario en la construc-
ción del concepto de paisaje, un concepto interno de la cul-
tura que lo reconoce y contribuye de distintas maneras a
construirlo.
El paisaje, tanto en su representación como en su consti-
tución, se rige por una determinada estructura espacio-tem-
poral; una estructura sobre la que convergen, por ejemplo,
las ideas de orden y desorden expresadas por un determina-
do grupo social en un determinado momento histórico, pero
también el bagaje de valores asignados a ese orden y desor-
den (Turri, 1998). Recordando una metáfora a menudo uti-
lizada, el orden expresa una presunta e hipotética armonía
del mundo; el desorden expresa el miedo, pero también el
deseo, la transgresión sensual de aquel mismo orden. Y el pai-
saje, en la forma que nosotros lo conocemos, no puede pres-
cindir de estos dos terrenos de la política, de la moral y de
la ética. Sólo así se explica, por un lado, la dificultad —y aña-
diría incluso el riesgo— de denominar en términos meramen-
te científicos qué es exactamente el paisaje, porque cualquier

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el paisaje en la cultura contemporánea

definición unívoca choca irremediablemente con nuestra


experiencia cotidiana y produce, a algunos estudiosos de
esta tesis, verdaderas crisis de autorrepresentación y, sobre todo,
de legitimidad; por otro lado, se comprende el habitual inten-
to por resolver esta tensión a través de la imaginación del pai-
saje como un reflejo del orden deseable de la Tierra, como
expresión de una feliz combinación entre utilidad (transfor-
mación económica del territorio) y dulzura (concepción esté-
tica del mismo y, en particular, de la obra del ser humano);
entre utilidad y naturaleza, como expresión del orden natu-
ral de las cosas (Vecchio, 2002).
Aún hoy es frecuente el recurso a imágenes que parecen
querer demostrar que ‘ser humano’ y naturaleza construyen
inconscientemente obras de arte. De aquí a interpretar el
paisaje como expresión de un orden divino o natural y ‘justo’,
el paso es relativamente breve. La retórica de la pérdida, la
nostalgia de un orden imaginario que ya no volverá son
parte de esta fascinación casi mística por el paisaje y por sus
sensuales y dramáticas geometrías. A ella se acompaña a
menudo la búsqueda de una serie de modelos que encarnan
en el paisaje expectativas capaces de proveer una especie de
mágico, por cuanto esperado y preconstruido, estupor fren-
te a lo sublime, a lo terrorífico, al sentido de aventura y de
lo infinito, al misticismo que la visión de un determinado espec-
táculo del territorio sabe procurar. Esta marea de sensacio-
nes, expectativas, modelos preconstituidos, imágenes masti-
cadas y mal digeridas, explica en parte el ansia de fotografiar
que a muchos de nosotros nos invade ante un paisaje estu-
pendo, como si tuviésemos la necesidad instintiva de parali-
zarlo, fijarlo, congelarnos ante esta visión, en un momento
y en un lugar ideales (Crang, 1997, 1999). Y, sin embargo,
basta comparar dos imágenes del mismo paisaje-objeto en dos
momentos distintos, o incluso con distancias distintas, para
inutilizar inmediatamente este intento de congelar, para enten-
der la inconsistencia de nuestra posición teórica cuando pre-

224
el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

tendemos enfoques y vistas perfectas. Cuando intentamos


reproducir, en la realidad, el modelo. Al contrario, el paisa-
je, en la experiencia de lo vivido, es siempre y sólo una
secuencia de imágenes, el fruto de nuestro cambio a través
de una serie de espacios en continua transformación tanto
en términos de perspectiva como en términos de atmósfera,
luz, presencia, ausencia y estructura narrativa.
El paisaje, por tanto, no se puede reducir a texto y no se
puede reducir a imagen (Socco, 1998). Y esto, evidentemen-
te, implica una serie de problemas difíciles de afrontar en el
caso de que, para comunicar sentimientos, significados o
valores, la experiencia del paisaje tenga que ser, en alguna
medida, textualizada. ¿Qué es, pues, la imagen de un paisa-
je? ¿En qué se convierte? ¿Podemos continuar llamándola pai-
saje y tratarla como un paisaje sin plantearnos el problema
de la metafísica de la representación de la que no es más que
un efecto especial? La cuestión puede incluso ser banalmen-
te planteada en estos términos: ¿Qué se pierde o se gana en
la traducción/reducción textual del paisaje? O, incluso, ¿cómo
podemos gestionar cognitivamente un concepto creado para
describir tanto una serie de conexiones territoriales como las
representaciones de las mismas? ¿No es éste un problema
genuinamente posmoderno?

Conclusiones

Tras aclarar estas consideraciones, ¿qué significa, hoy,


hablar de paisajes posmodernos? El sujeto mediático, trans-
formado en consumidor de paisajes-objeto, está herido de
muerte aparente mientras, gracias a su firmeza epistemoló-
gica, las imágenes de los paisajes navegan libremente y pro-
ducen nuevo sentido y nuevas relaciones entre nosotros y el
espacio geográfico. El paisaje mediático se convierte en obje-
to del que se habla como si fuese todavía su progenitor, refi-

225
el paisaje en la cultura contemporánea

riéndose, precisamente, a esa serie de valores estéticos y


morales que, paradójicamente, pueden persistir sólo a con-
dición de que esto no se transforme en objeto. Sólo la sepa-
ración virtual entre observador y observado, entre sujeto y
objeto; sólo su ficticia congelación puede explicar por qué hoy
hay quien habla del paisaje como si fuese una cosa que se repro-
duce e incluso se consume como un producto, como si su tex-
tualización fuese un hecho indiscutible e incontrovertible
(Cresswell, 2003).
¿Qué queda entonces de nuestro estupor, del sentimiento
posterior a la conversión del paisaje en un icono reproducible
y consumible? Y lo posmoderno, ¿cómo entra en este juego?
¿No será quizá que nos contentamos con la textualización por-
que no queremos (o no somos capaces) de afrontar y gestio-
nar la complejidad, la ambigüedad y la libertad del paisaje?
Y el paisaje traducido en icono mediático, ¿no amplifica de mane-
ra dramática los efectos de esta condición paralizante?
Quizá esto explica por qué hoy el paisaje deja el sujeto en
su lugar y empieza a moverse, a navegar, a fluctuar a través
de las reconstrucciones hipostasiadas, a través de las redes de
información más o menos globales e impregna incluso las simu-
laciones del lenguaje de los sistemas de información geográ-
fica (Guarrasi, 2002). Este movimiento enloquecido, dicen algu-
nos autores, podría, de hecho, conducir a la muerte definitiva
del paisaje. Y, si bien no diría que esta dimensión arbitraria
y especulativa del paisaje es una característica de la posmo-
dernidad, como de buenas a primeras algunos estudiosos
podrían pensar de antemano, sí se trata de una dimensión con-
creta de la historia moderna del paisaje que, en cambio, un
espíritu posmoderno puede ayudar a desvelar y a restituir su
significado originario.
Creo que, en efecto, hay una respuesta a este problema,
una respuesta que concilia con el más precioso de los con-
ceptos regalados por la geografía moderna: la única salida,
la única respuesta posible a esta paradoja disfrazada, es aque-

226
el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

lla que rechaza con fuerza esta interpretación por momen-


tos arbitraria y por momentos pseudocientífica del paisaje y
le devuelve toda su carga de ambigüedad; una ambigüedad
que consiste no sólo en mantener la información que la con-
gelación cartográfica de las imágenes del mundo a menudo
borra y hace olvidar, sino sobre todo en volver a amarlo en
su dimensión estética y en los valores que expresa, como espe-
jo necesariamente ambivalente de nuestra relación con el
espacio, la naturaleza y el mundo, como parte de nuestra ima-
ginación geográfica a propósito de aquello que no sólo ha
sido y es, sino que podría ser y quizá será.
En realidad, en el fondo el paisaje posee desde sus oríge-
nes las características que habitualmente atribuimos a algu-
nos conceptos típicamente posmodernos, entre los que se hallan
la ambivalencia de los significados y una cierta indistinción
entre significantes, significado y referente, características
intrínsecas precisamente a su capacidad para referirse al
mismo tiempo a la cosa y a la descripción de la cosa (Fari-
nelli, 1992). Esto explica, a mi juicio, por qué el paisaje sigue
siendo tan importante, pero no tal como normalmente, refle-
xionando acerca de él en términos modernos, se entiende. El
paisaje, sostienen muchos autores (Turco, 2002; Guarrasi,
2002), representa un extraordinario capital comunicativo y
está impregnado de emblemas del orden social que lo reco-
rren, lo influencian, que hacen las veces de alegorías de la ley
y del orden. Pero no es y no puede ser sólo esto, porque, si
no, utilizaríamos otro término. El paisaje, sugiere Angelo
Turco, se puede imaginar como espacio liminal, o incluso como
heterotopía, según Guarrasi; como espacio de la posibili-
dad, del confín entre lo que existe, ha existido y podría exis-
tir. De ahí la urgencia de una teoría política del paisaje, de
la que he intentado delinear algunos trazos. La batalla del
paisaje es y será una batalla del control político e ideológi-
co de los significados que asignamos a nuestra relación con
el espacio y por eso, en ocasiones, se arriesga en convertirse

227
el paisaje en la cultura contemporánea

en un instrumento perjudicial para paralizar algunos sujetos


(y no otros) en una especie de congelación mortal, una con-
gelación que nos deja libres sólo para consumir ese espacio
y ser literalmente subyugados por los modelos sociales que
a través del paisaje son transmitidos e impuestos.
Para concluir quisiera, por tanto, volver a la reflexión de
Farinelli sobre la argucia del paisaje: «el paisaje ha mutado
de modelo estético-literario a modelo científico» —es nece-
sario recordarlo— «no para describir lo existente, sino para
hacer posible lo subsistente» (Farinelli, 1992, pág. 209). De
la misma manera, sostiene el geógrafo de Bolonia, la infor-
matización del espacio amenaza hoy su existencia, no tanto
porque comporte la crisis de la visibilidad, sino porque la difu-
sión de los ordenadores tiende a reducir el mundo entero en
el inmenso campo de lo predecible, mientras el nacimiento
del concepto de paisaje obedece exactamente al intento con-
trario, a la necesidad de arneses ideales que puedan promo-
ver lo inesperado, permitir el cambio, la revolución:

Precisamente en virtud de su connatural y calculada


ambigüedad, el paisaje es la única imagen del mundo
capaz de restituirnos algo de la estructural opacidad de
lo real —por tanto, lo más humano y fiel, aunque lo
menos científico de los conceptos—. Por esto no puede
haber una crisis (y mucho menos muerte) del paisaje: por-
que éste ya ha sido pensado para describir la crisis, la vaci-
lación, el temblor del mundo (Farinelli, 1992, pág. 210).

El punto de partida es el paisaje, una palabra capaz de


demostrar, en función del contexto, una cara u otra y, hacien-
do esto, «aprehender mejor que otros la innata duplicidad
del mundo, su ambigua e inexorable dualidad» (Farinelli, 1992,
págs. 209-210). Quiere decir una palabra que exprese al
mismo tiempo el significado y el significante, de manera que
no se puedan distinguir uno de otro. Y ¿no es, hoy, la difi-

228
el sujeto, el paisaje y el juego posmoderno

cultad, sino la imposibilidad, de dicha distinción el signo más


evidente de nuestra crisis, de la crisis de nuestra capacidad
de conocimiento? ¿No es éste el verdadero problema de la
posmodernidad?

Traducción de Carmen Domínguez

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