La Isla Del Tesoro Robert Louis Stevenson

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Las peripecias de Jim Hawkins, del capitán Smollett, de Long John

Silver y el resto de los tripulantes de la Hispaniola han significado


para varias generaciones no sólo la cristalización de los sueños
juveniles de aventuras, sino también la realización literaria del ansia
de escapismo que anida en todo ser humano. Si bien la complejidad
psicológica de algunos personajes, especialmente John Silver,
muestra la característica preocupación de Robert Louis Stevenson
por la ambigüedad moral del ser humano, La isla del tesoro
representa en estado puro la novela de aventuras en la cual la
busca mítica de un objeto preciado actúa como móvil para la huida
hacia escenarios exóticos donde la libertad es posible.
Robert Louis Stevenson

La isla del tesoro


ePub r2.8
Titivillus 09.09.2018
Título original: Treasure island
Robert Louis Stevenson, 1883
Traducción: José María Álvarez
Ilustraciones: George Roux y Walter Paget

Editor digital: Titivillus


Primer editor: Matt
Corrección de erratas: Matt, ojocigarro, Himali, BathoryBaroness, Himeko y Plastidecor
ePub base r1.2
AL COMPRADOR INDECISO

Si los cuentos que narran los marinos,


hablando de temporales y aventuras,
de sus amores y sus odios,
de barcos, islas, perdidos Robinsones
y bucaneros y enterrados tesoros,
y todas las viejas historias, contadas una vez más
de la misma forma que siempre se contaron,
encantan todavía, como hicieron conmigo,
a los sensatos jóvenes de hoy:

¿Qué más pedir? Pero si ya no fuera así,


si tan graves jóvenes hubieran perdido
la maravilla del viejo gusto
por ir con Kingston o con el valiente Ballantyne,
o con Cooper y atravesar bosques y mares:
Bien. ¡Así sea! Pero que yo pueda
dormir el sueño eterno con todos mis piratas
junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.
Parte primera: El viejo pirata

I. Y el viejo marino llegó a la posada del


«Almirante Benbow»
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han
indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin
omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía
en ella quedan riquezas enterradas; y por ello tomo mi pluma en este año de
gracia de 17… y mi memoria se remonta al tiempo en que mi padre era
dueño de la hostería «Almirante Benbow», y el viejo curtido navegante, con
su rostro cruzado por un sablazo, buscó cobijo para nuestro techo.
Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la
puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su
cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo
que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los
hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y
llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su
mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez,
mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar
aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:
«Quince hombres en el cofre del muerto…
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante.
Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se
apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le
pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió
despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de
mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se
balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.
—Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien
situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?
Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.
—Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le
gritó al hombre que arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una
mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días —continuó—. Soy
hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de
allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme
capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada… —y arrojó tres o
cuatro monedas de oro sobre el umbral—. Ya me avisaréis cuando me haya
comido ese dinero —dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.
Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no
tenía el aire de un simple marinero, sino la de un piloto o un patrón,
acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado las
angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia
delante del «Royal George» y que allí se había informado de las hosterías
abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias
de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la
había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en
torno a la ensenada o por los acantilados, con un catalejo de latón bajo el
brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego,
bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía
cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un
cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habituales
pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su
caminata, preguntaba si había pasado por el camino algún hombre con
aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la
compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de
que precisamente lo que trataba era de esquivarla. Cuando algún marinero
entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo solían hacer
los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba,
antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre
permaneció callado como un muerto en presencia de los forasteros. Yo era
el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo,
participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió
cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía el ojo avizor para
informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Muchas veces,
al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo
bufido, mirándome con tal cólera, que llegaba a inspirarme temor; pero,
antes de acabar la semana parecía pensarlo mejor y me daba mis cuatro
peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino
con una sola pierna».
No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más
terribles imágenes del mutilado. En noches de borrasca, cuando el viento
sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en la cala rompiendo
contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más
diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla;
otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna
que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas,
correr y perseguirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas,
qué caro pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.
Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna,
yo era, de cuantos trataban al capitán, quizá el que menos miedo le tuviera.
En las noches en que bebía más ron de lo que su cabeza podía aguantar,
cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a cuantos
lo rodeábamos; en ocasiones pedía una ronda para todos los presentes y
obligaba a la atemorizada clientela a escuchar, llenos de pánico, sus
historias y a corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa
con su «¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos los asistentes se
apresuraban a acompañar a cuál más fuerte por temor a despertar su ira.
Porque en esos arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha
visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a todos y estallaba
enfurecido tanto si alguien lo interrumpía como si no, pues sospechaba que
el corro no seguía su relato con interés. Tampoco permitía que nadie
abandonase la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba
soñoliento, y dando tumbos se encaminaba hacia su lecho.
Y aun con esto, lo que más asustaba a la gente eran las historias que
contaba. Terroríficos relatos donde desfilaban ahorcados, condenados que
«pasaban por la plancha», temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la
Tortuga y otros siniestros parajes de la América Española. Según él mismo
contaba, había pasado su vida entre la gente más despiadada que Dios lanzó
a los mares; y el vocabulario con que se refería a ellos en sus relatos
escandalizaba a nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que
describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la ruina de nuestra
posada, porque pronto la gente se cansaría de venir para sufrir
humillaciones y luego terminar la noche sobrecogida de pavor; pero yo
tengo para mí que su presencia nos fue de provecho. Porque los clientes,
que al principio se sentían atemorizados, luego, en el fondo, encontraban
deleite: era una fuente de emociones, que rompía la calmosa vida en aquella
comarca; y había incluso algunos, de entre los mozos, que hablaban de él
con admiración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo
tiburón» y otros apelativos por el estilo; y afirmaban que hombres como
aquél habían ganado para Inglaterra su reputación en el mar.
Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos;
porque semana tras semana, y después, mes tras mes, continuó bajo nuestro
techo, aunque desde hacía mucho ya su dinero se había gastado; y, cuando
mi padre reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera más, el
capitán soltaba un bufido que no parecía humano y clavaba los ojos en mi
padre tan fieramente, que el pobre, aterrado, salía a escape de la estancia.
Cuántas veces le he visto, después de una de estas desairadas escenas,
retorcerse las manos de desesperación, y estoy convencido de que el enojo y
el miedo en que vivió ese tiempo contribuyeron a acelerar su prematura y
desdichada muerte.
En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el capitán su
indumentaria, salvo unas medias que compró a un buhonero. Un ala de su
sombrero se desprendió un día, y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso
que debía resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su vieja
casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que al final ya no era sino
puros remiendos. Nunca escribió carta alguna y tampoco recibía, ni jamás
habló con otra persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos sólo
cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca pudimos sorprender abierto
su cofre de marino.
Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente, y ocurrió ya
cerca de su final, y cuando el de mi padre estaba también cercano,
consumiéndose en la postración que acabó con su vida. El doctor Livesey
había llegado al atardecer para visitar a mi padre, y, después de tomar un
refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar una pipa mientras
aguardaba a que trajesen su caballo desde el caserío, pues en la vieja
«Benbow» no teníamos establo. Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó
el contraste que hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y
sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con nuestros rústicos
vecinos; pero sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo y
legañoso espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestro
desvalijador, tirado sobre la mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente
el capitán levantó los ojos y rompió a cantar:

«Quince hombres en el cofre del muerto.


¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!
El ron y Satanás se llevaron al resto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

Al principio yo había imaginado que el «cofre del muerto» debía ser


aquel enorme baúl que estaba arriba, en el cuarto frontero; y esa idea
anduvo en mis pesadillas mezclada con las imágenes del marino con una
sola pierna. Pero a aquellas alturas de la historia no reparábamos mucho en
la canción y solamente era una novedad para el doctor Livesey, al que por
cierto no le causó un agradable efecto, ya que pude observar cómo
levantaba por un instante su mirada cargada de enojo, aunque continuó
conversando con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de un nuevo remedio
para el reúma. Pero el capitán, mientras tanto, empezó a reanimarse bajo los
efectos de su propia música y al fin golpeó fuertemente en la mesa, señal
que ya todos conocíamos y que quería imponer silencio. Todas las voces se
detuvieron, menos la del doctor Livesey, que continuó hablando sin
inmutarse con su voz clara y de amable tono, mientras daba de vez en
cuando largas chupadas a su pipa.
El capitán fijó entonces una mirada furiosa en él, dio un nuevo
manotazo en la mesa y con el más bellaco de los vozarrones gritó:
—¡Silencio en cubierta!
—¿Os dirigís a mí, caballero? —preguntó el médico. Y cuando el
rufián, mascullando otro juramento, le respondió que así era, el doctor
Livesey replicó—: Solamente he de deciros una cosa: que, si continuáis
bebiendo ron, el mundo se verá muy pronto a salvo de un despreciable
forajido.
La furia que estas palabras despertaron en el viejo marinero fue terrible.
Se levantó de un salto y sacó su navaja, se escuchó el ruido de sus muelles
al abrirla y, balanceándola sobre la palma de la mano, amenazó al doctor
con clavarlo en la pared.
El doctor no se inmutó. Continuó sentado y le habló así al capitán, por
encima del hombro, elevando el tono de su voz para que todos pudieran
escucharle, perfectamente tranquilo y firme:
—Si no guardáis ahora esa navaja, os prometo, por mi honor, que en el
próximo Tribunal del Condado os haré ahorcar.
Durante unos instantes los dos hombres se retaron con las miradas, pero
el capitán amainó, se guardó su arma y volvió a sentarse gruñendo como un
perro apaleado.
—Y ahora, señor —continuó el doctor—, puesto que no ignoro su
desagradable presencia en mi distrito, podéis estar seguro de que no he de
perderos de vista. No sólo soy médico, también soy juez, y, si llega a mis
oídos la más mínima queja sobre vuestra conducta, aunque sólo fuera por
una insolencia como la de esta noche, tomaré las medidas para que os
detengan y expulsen de estas tierras. Basta.
Al poco rato trajeron hasta nuestra puerta el caballo del doctor Livesey,
y éste montó y se fue; el capitán permaneció tranquilo aquella noche y he
de decir que otras muchas a partir de ésta.
II. La aparición de «Perronegro»
Poco después de los sucesos que acabo de narrar tuvo lugar el primero de
los misteriosos acontecimientos que acabaron por librarnos del capitán,
aunque no, como ya verá el lector, de sus intrigas. Fue aquel invierno un
invierno en que la tierra permaneció cubierta por las heladas y azotada por
los más furiosos vendavales. Nos dábamos cuenta de que mi pobre padre no
llegaría a ver la primavera; día a día empeoraba, y mi madre y yo teníamos
que repartirnos el peso de la hostería, lo que por otro lado nos mantuvo tan
ocupados, que difícilmente reparábamos ya en nuestro desagradable
huésped.
Recuerdo que fue un helado amanecer de enero. La ensenada estaba
cubierta por la blancura de la escarcha, la mar en calma rompía suavemente
en las rocas de la playa y el sol naciente iluminaba las cimas de las colinas
resplandeciendo en la lejanía del océano. El capitán había madrugado más
que de costumbre, y se fue hacia la playa, con su andar hamacado,
oscilando su cuchillo bajo los faldones de su andrajosa casaca azul, el
catalejo de latón bajo el brazo y el sombrero echado hacia atrás. Su aliento,
al caminar, iba dejando como nubecillas blanquecinas. Al desaparecer tras
un peñasco, profirió uno de aquellos gruñidos que tan familiares ya me
eran, como si en aquel instante hubiera recordado con indignación al doctor
Livesey.
Mi madre estaba arriba, velando a mi padre; yo atendía mis quehaceres
y preparaba la mesa para cuando regresara el capitán. Entonces se abrió la
puerta y apareció un hombre al que jamás antes había visto. Pálido, con la
blancura del sebo; vi que le faltaban dos dedos en la mano izquierda, pero,
aunque le colgaba un machete, no tenía trazas de hombre pendenciero. Yo,
que estaba siempre pendiente de cualquier marino, tanto con una como con
dos piernas, recuerdo que me sentí desconcertado, pues aquel visitante no
parecía hombre de mar, pero algo en él olía a tripulación.
Le pregunté en qué podía servirle, y dijo que quería beber ron; pero,
cuando iba a traérselo, se sentó sobre una mesa y me hizo una seña de que
me acercara. Me quedé quieto donde estaba con el paño de limpieza en las
manos.
—Acércate, hijo —me llamó—. Acércate.
Yo di un paso hacia él.
—¿Esa mesa que está ahí preparada no será para mi compadre Bill? —
me preguntó con aire burlón.
Le dije que no conocía a su compadre Bill; que aquella mesa estaba
dispuesta para otro huésped a quien llamábamos el capitán.
—Bien —dijo—, eso le gusta a mi compadre Bill, que le llamen
capitán. Pero si el que dices tiene una cicatriz grande en un carrillo y da
gusto ver lo fino que es, sobre todo cuando está borracho, ése es mi
compadre Bill. Además, vamos a ver, si tu capitán tiene una cuchillada en la
mejilla… ¿no será además en el lado derecho? ¡Ah, ya decía yo! Así que…
¿está aquí mi compadre Bill?
Le contesté que se encontraba fuera, dando uno de sus paseos.
—¿Por dónde, hijo? ¿Por dónde ha ido?
Le indiqué la playa y le dije por dónde podría regresar el capitán y lo
que aún tardaría, y, después que respondí a otras de sus preguntas, me dijo:
—Ah… Verme le va a sentar mejor que un trago de ron a mi compadre
Bill.
La expresión de su cara al decir esto no me pareció muy agradable, por
lo que pensé que el forastero no decía la verdad. Pero pensé que no era
asunto mío; y, además, tampoco podía yo hacer nada. El hombre salió y se
apostó en la entrada de la hostería, acechando como gato que espera al
ratón. Cuando se me ocurrió salir a la carretera, me ordenó que entrase
inmediatamente, y, como no obedecí con la presteza que él esperaba, un
cambio terrible se produjo en su rostro blanquecino, y profirió un juramento
tan terrible, que me heló el alma. Entré rápidamente en la posada y él
entonces se me acercó, recobrando su aire zalamero, y dándome una
palmadita en el hombro me dijo que yo era un buen muchacho y que se
había encariñado conmigo.
—Tengo yo un hijo —me contó— que se parece a ti como una gota de
agua a otra y que es el orgullo de mi corazón. Pero los muchachos
necesitáis disciplina, hijo, disciplina. Si tú hubieras navegado con mi
compadre Bill, no necesitarías que te lo dijera dos veces para entrar en casa,
no… No eran esas las costumbres de Bill ni de los que navegaban con él.
¡Pero, mira! ¡Ahí viene! Con su catalejo bajo el brazo. Es mi compadre Bill.
¡Bendito sea! Tú y yo vamos a meternos dentro, hijo, y nos esconderemos
tras la puerta; vamos a darle a Bill una buena sorpresa. ¡Dios lo bendiga!
Y diciendo esto, entró conmigo en la hostería y me ocultó tras él, junto
a la puerta. Yo estaba, como es de suponer, inquieto y alarmado, y el miedo
que sentía aumentaba al ver que el forastero también daba muestras de
temor. Acarició la empuñadura de su machete y empezó a sacarlo de su
vaina, y todo el tiempo que estuvimos aguardando no dejó de tragar saliva,
como si tuviera, como suele decirse, un nudo en la garganta.
Por fin entró el capitán, cerró la puerta de golpe y, sin desviar su mirada,
se dirigió a grandes zancadas hacia su mesa.
—¡Bill! —llamó el forastero, con una voz que pretendía ser firme y
resuelta.
El capitán giró sobre sus talones y se nos quedó mirando; el color había
desaparecido de su rostro y hasta su nariz se tornó lívida; tenía el aspecto
del que ve a un aparecido o al mismo diablo o incluso algo peor, si es que
existe; tanto me sobrecogió verlo así, porque fue como si en un instante
envejeciera cien años.
—Vamos, Bill… Ya me conoces… ¿O es que no te acuerdas de tu viejo
camarada? —dijo el forastero.
El capitán ahogó un grito de asombro y exclamó:
—¡«Perronegro»!
—¿Y quién si no? —contestó el otro, ya más tranquilo—. El mismo
«Perronegro» de siempre, que viene a saludar a su antiguo camarada Bill a
la posada del «Almirante Benbow». Ah, Bill, Bill… ¡Las cosas que hemos
visto los dos desde que yo perdí estos garfios! —y levantó su mano
mutilada.
—Está bien —dijo el capitán—, al fin me has pillado, ya me tienes;
bien, echa fuera lo que tengas que decir. ¿Qué quieres?
—Siempre el mismo, ¿eh, Bill? —respondió «Perronegro»—. Tienes
toda la razón. Ahora este buen mozalbete nos va a traer un trago de ron y
vamos a sentarnos, ¿quieres?, y vamos a charlar mano a mano, como viejos
camaradas.
Cuando yo regresé con el ron, estaban los dos sentados en la mesa del
capitán, uno frente al otro. «Perronegro» se había situado cerca de la puerta
y con la silla algo separada de la mesa, como para poder al mismo tiempo
vigilar a su antiguo compinche y, supongo, tener pronta la huida.
Me mandó que me retirase y que dejara la puerta abierta de par en par, y
añadió:
—No se te ocurra espiar por el ojo de la cerradura, hijo.
Así que, dejándolos solos, me retiré.
Durante largo rato, y aunque me esforcé por escuchar, no pude entender
más que apagados susurros; pero después empecé a oír sus voces, cada vez
más altas, y entonces pesqué alguna palabra, principalmente juramentos del
capitán:
—¡No, no, no, no! ¡Y basta! —gritaba—. ¡Si hay que acabar colgados, a
la horca todos! —chilló.
Y de repente estalló en juramentos horribles y escuché ruido de golpes;
la mesa y las sillas rodaban por el suelo con gran estrépito; oí chocar de
aceros y un instante después vi a «Perronegro» huir despavorido y al
capitán corriendo tras él, los dos con los machetes en la mano, y vi que el
hombro de «Perronegro» manaba sangre. Ya en la puerta el capitán
descargó sobre el fugitivo un tajo tan tremendo, que, de haberlo alcanzado,
lo hubiera abierto en canal, pero gracias a que el cuchillo chocó con la
muestra de la hostería que colgaba en el portal. Todavía puede verse la
muesca en el lado inferior del marco.
Aquel golpe fue el último de la pelea. Cuando pudo llegar a la carretera,
«Perronegro», a pesar de su herida, demostró saber correr y desapareció tras
la colina en medio minuto. El capitán, por su parte, miró la muestra como
aturdido. Se pasó varias veces la mano por sus ojos, y después volvió a
entrar en la casa.
—¡Jim! —gritó—, ¡ron! —y al pedírmelo, se tambaleó un poco y trató
de sostenerse apoyándose en la pared.
—¿Estáis herido? —exclamé.
—Ron… —me pidió de nuevo—. He de huir de aquí… ¡Ron! ¡Ron!
Corrí a traérselo, pero estaba tan impresionado por todo lo que había
visto, que rompí un vaso y averié el grifo, y, mientras trataba de calmarme,
oí el golpe de un cuerpo al caer al suelo; corrí entonces hacia la habitación
donde había dejado al capitán y allí me lo encontré tirado cuan largo era. En
ese instante mi madre, alarmada por los gritos y la pelea, acudió presurosa
en mi ayuda. Entre los dos tratamos de levantar al capitán, que resollaba
fuerte y estertoreamente; tenía los ojos cerrados y en su rostro el color de la
muerte.
—¡Pobre de mí! —gritaba mi madre—. ¡La desgracia se ceba en esta
casa! ¡Y con tu pobre padre tan enfermo!
No teníamos ni idea de qué hacer para auxiliar al capitán, lo único que
se nos ocurría es que había sido herido de muerte en la pelea con el
forastero. Traje, por si acaso, el ron y traté de hacérselo beber, pero tenía los
dientes apretados y la boca encajada, como si fuera de hierro. En ese
instante, y con gran alivio por nuestra parte, se abrió la puerta y vimos
entrar al doctor Livesey, que venía a visitar a mi padre.
—¡Doctor! —exclamamos—. ¡Ayúdenos! ¡No sabemos si está muerto!
—¿Muerto? —dijo el doctor—. No más que uno de nosotros. Este
hombre no tiene sino un ataque, que por cierto ya le advertí. Y ahora,
señora Hawkins, vuelva usted al lado de su esposo, y, si es posible, que no
se entere de nada de esto. Yo, como es mi obligación, trataré de salvar la
despreciable vida de este tunante. Jim —me indicó—, haz el favor de
traerme una jofaina.
Cuando volví con lo que me había pedido, el doctor había cortado de
arriba hasta abajo una manga del capitán, dejando al descubierto su enorme
brazo nervudo, sobre el que se veían varios tatuajes; en el antebrazo, con
gran claridad, leímos: «Mía es la suerte», y «Viento en las velas», y «Billy
Bones es libre», y más arriba, junto al hombro, veíase una horca con un
hombre colgado; el dibujo estaba trazado con cierta gracia.
—¡Profético! —dijo el doctor, indicándome el dibujo—. Y ahora, señor
Bones, si ése es su nombre, vamos a ver de qué color tiene usted la sangre.
¿Te asusta la sangre, Jim? —me preguntó.
—No, señor —respondí.
—Bueno, pues entonces —me dijo— sostén la jofaina.
Y diciendo esto, cogió la lanceta y abrió una vena.
Abundante sangre manó antes de que el capitán abriese los párpados y
nos mirara con turbios ojos. Primero reconoció al doctor, y frunció su ceño;
luego me vio a mí, y eso pareció tranquilizarlo. Pero de pronto su rostro
palideció y trató de incorporarse, gritando:
—¿Dónde está «Perronegro»?
—Aquí no hay ningún «Perronegro» —dijo el doctor—, excepto el que
lleváis en el pellejo. Habéis seguido bebiendo y os ha dado un ataque, tal
como anuncié; y en este instante acabo, muy contra mi gusto, de sacaros por
las orejas de la sepultura. Y ahora, señor Bones…
—Yo no me llamo así —interrumpió el capitán.
—Tanto me da —replicó el doctor—. Es el nombre de un pirata del que
he oído hablar; y así os llamo para abreviar. De cualquier forma lo que tenía
que deciros es tan sólo esto: un vaso de ron no acabará con vuestra vida,
pero a ése seguirá otro, y después otro, y apuesto mi peluca a que, de no
dejarlo, no tardaréis en morir, ¿está claro?, moriréis y así iréis al lugar que
os corresponde, como está en la Biblia. Ahora, vamos, haced un esfuerzo y
os ayudaré, por esta vez, a ir a la cama.
Entre el doctor y yo, con gran trabajo, conseguimos hacerlo subir la
escalera y dejarlo en el lecho, donde su cabeza cayó sobre la almohada
igual que si aún permaneciera desmayado.
—Y ahora, pensadlo —dijo el doctor—. Yo declino mi responsabilidad.
Sólo el nombre del ron ya significa vuestra muerte.
Y tomándome por el brazo, salimos de aquel cuarto para ir a ver a mi
padre.
—No hay que temer —me dijo el doctor tan pronto cerramos la puerta
—. Le he extraído suficiente sangre como para que descanse tranquilo una
temporada; tendrá que quedarse aquí una semana, es lo mejor para todos;
pero, sin duda, otro ataque puede acabar con él.
III. La Marca Negra
Hacia el mediodía me acerqué a la habitación del capitán, llevándole un
refresco y medicinas. Se encontraba casi en el mismo estado en que lo
habíamos dejado, aunque trató de incorporarse, pero su debilidad fue más
grande que sus deseos.
—Jim —me dijo—, tú eres la única persona en quien puedo confiar
aquí; y bien sabes que siempre me porté bien contigo. Ni un mes he dejado
de darte tus cuatro peniques de plata. Ahora ya me ves, compañero, da
grima verme, no tengo ánimos y estoy solo. Escucha, Jim, tráeme un
cortadillo de ron… Vamos, camarada, ¿me lo traerás?
—El doctor… —intenté decirle.
Pero él rompió en juramentos y maldiciones contra el doctor con una
voz que, aun apagada, no había perdido su vieja energía.
—Los médicos son todos unos farsantes —voceó—, y ese vuestro, ése,
¿qué sabe de hombres de mar? Con estos ojos he visto tierras que abrasaban
como la brea hirviendo, y a mis compañeros caer muertos como moscas con
el vómito negro, y he visto la tierra moverse como la mar sacudida por
terremotos… ¿Qué sabe el médico? Y te digo una cosa: fue el ron el que me
hizo vivir. Él ha sido mi comida y mi agua, somos como marido y mujer. Y
si me lo quitáis ahora, seré como un barco del que ya no queda más que un
madero, que las olas entregan a la playa. Mi maldición caerá sobre ti, Jim, y
sobre ese médico charlatán —y de nuevo prorrumpió en una sarta de
juramentos—. Fíjate, Jim, en el temblor de mis dedos —continuó ya con un
tono de súplica—. No se están quietos. No he bebido una gota en todo el
santo día. Te digo que ese médico es un farsante. Si no echo un trago de
ron, Jim, empezaré a tener visiones. Ya casi las tengo. Estoy viendo al viejo
Flint allí en el rincón, detrás tuyo; y si empiezo a tener visiones, con la mala
vida que he llevado, se me va a aparecer hasta Caín. El médico dijo que un
vaso no me haría daño. Te daré una guinea de oro, si me traes un cortadillo,
Jim.
Iba excitándose cada vez más y yo me alarmé a causa de mi padre, que
había empeorado y necesitaba toda la quietud posible; además, las
instrucciones del doctor habían sido terminantes, y también me sentía
ofendido en cierta forma por el soborno que me proponía.
—No quiero vuestro dinero —le dije—, sino el que debéis a mi padre.
Os traeré un vaso, sólo uno.
Cuando se lo traje, lo cogió ávidamente y lo bebió de un trago.
—Ah —suspiró—. Ya me siento mejor, no cabe duda. Y ahora,
muchacho, ¿cuánto tiempo dijo el doctor que debía estar en esta condenada
litera?
—Una semana, por lo menos —le contesté.
—¡Truenos! —exclamó—. ¡Una semana! Eso no puede ser. Para
entonces ya me habrían pillado y me marcarían con «la Negra». Ahora
mismo deben andar ya por ahí esos canallas husmeando mis huellas;
gentuza que no han sabido guardar lo suyo y quieren poner sus garras en lo
que es de otro. ¿Tú crees que eso es de hombres de mar? Yo he sido un
espíritu precavido, nunca gasté mis buenos dineros ni los he perdido por
ahí. Pero voy a estar más avizor que un timonel en su guardia. No les tengo
miedo. Largaré velas y volveré a escapar.
Conforme me hablaba, iba tratando de incorporarse en la cama, aunque
con mucha dificultad; se aferró a mi hombro clavándome los dedos con tal
fuerza, que casi me hizo gritar de dolor, e intentó mover sus piernas, pero
eran como un peso muerto. El vigor de sus palabras contrastaba
lastimosamente con la apagada voz que las pronunciaba. Logró sentarse en
el borde de la cama.
—Ese médico me ha matado —murmuró—. Me zumban los oídos.
Recuéstame.
Pero antes de que pudiera ayudarlo se desplomó sobre el lecho
permaneciendo un rato en silencio.
—Jim —dijo al rato—, ¿te fijaste bien en ese marino?
—¿«Perronegro»? —pregunté.
—Ah… «Perronegro» —dijo él—. Es un tipo de cuidado, pero aún son
peores los que lo enviaron. Escucha, si yo no puedo escapar, si ésos
consiguen marcarme con «la Negra», acuérdate de que lo que andan
buscando es mi viejo cofre. Coge un caballo. ¿Sabes montar, no? Bien,
pues, entonces, monta, y corre… ¡sí, hazlo!, avisa a ese maldito médico
tuyo, y dile que junte a todos, que venga con un juez y con agentes… Dile
que puede atraparlos a todos, aquí, a bordo de la «Almirante Benbow»…,
toda la tripulación del viejo Flint, todos… lo que queda de ella. Yo era el
segundo de a bordo, el primero después de Flint, y soy el único que conoce
dónde está lo que buscan. Me lo confió en Savannah, cuando se estaba
muriendo, lo mismo que hago yo ahora contigo. Pero tú no abrirás el pico.
Solamente si consiguieran pescarme, si me marcan con «la Negra», o si
vieras otra vez a «Perronegro», o a un marino con una sola pierna, Jim…
Ese sobre todo.
—Pero ¿qué es la Marca Negra, capitán? —pregunté.
—Es un aviso, compañero. Ya la verás, si me marcan. Pero ahora tú
abre bien los ojos, Jim, y te juro por mi honor que iremos a partes iguales.
—Todavía siguió divagando durante un rato, su voz fue debilitándose, y,
cuando le hice beber su medicina, que tomó como un niño, me dijo—: Si ha
habido un marino con necesidad de estas drogas, ése soy yo… —y se
durmió profundamente.
No sé qué hubiera hecho yo de resolverse bien todos los
acontecimientos; quizá le habría contado al doctor aquella historia, porque
sentía miedo de que, si el capitán se recobraba, pudiera olvidar su promesa
y tratara de liberarse de mí. Mas sucedió que aquella misma noche mi padre
murió repentinamente, lo que hizo que dejaran de tener importancia las
demás preocupaciones. El dolor que nos embargaba, las visitas de nuestros
vecinos, la preparación del funeral y atender al mismo tiempo a todos los
quehaceres de la hostería me mantuvieron tan ocupado, que apenas tuve
pensamientos para el capitán y aún menos para sus intrigas.
A la mañana siguiente lo vi bajar al comedor, y comió como de
costumbre, aunque poco, pero me temo que sí bebió más ron del que solía,
pues él mismo se encargó de servirse a su gusto y con tal aire amenazador y
tales bufidos, que ninguno de los presentes osó recriminarlo. La noche antes
del funeral estaba tan borracho como siempre y no respetó el duelo que nos
acongojaba, sino que le escuchamos cantar su odiosa y vieja canción
marinera. Aunque aún se le veía muy débil, todos lo temíamos, y tampoco
estaba el doctor, quien después de la muerte de mi padre había tenido que
acudir a un enfermo a muchas millas de distancia. Ya he dicho cuán débil
parecía el capitán, y a lo largo de la noche incluso pareció ir apagándose
lentamente aún más. Subía y bajaba las escaleras con mucha fatiga, iba de
una habitación a la otra y de vez en cuando asomaba las narices a la puerta
como para oler el mar, luego volvía apoyándose en los muros y respirando
trabajosamente como el que sube por una montaña. No parecía reparar en
mí y creo firmemente que se había olvidado por completo de sus
confidencias; su temperamento, veleidoso, más fuerte que su falta de vigor,
le arrastraba a violentas actitudes, y no era la más tranquilizadora su
costumbre de desenvainar su largo cuchillo, cuando más ebrio estaba, y
ponerlo delante de él sobre la mesa. Pero, a pesar de todo, no prestaba
mucha atención a la gente y parecía sumido en sus meditaciones e incluso
como perdido en ellas. De pronto, con gran asombro nuestro, empezó a
cantar una canción que jamás le habíamos escuchado, una especie de
canción de amor campesina, que debía recordarle su juventud antes de
hacerse a la mar.
Así siguieron las cosas hasta un día después del funeral, cuando a eso de
las tres de una tarde cerrada por la más helada niebla, al asomarse a la
puerta, vi lejos en el camino a alguien que se acercaba despacio. Sin duda
se trataba de un ciego, porque iba tanteando el suelo con un palo y llevaba
un gran parche verde, que le tapaba los ojos y la nariz; caminaba encorvado
como por la edad o el cansancio y se cubría con un enorme capote de
marino, viejo y desastrado, con una capucha que le daba un aspecto
deforme. En mi vida había visto yo una figura más siniestra. Cuando llegó
ante la hostería, se detuvo y, alzando una voz que parecía salir de un
muerto, habló como dirigiéndose a la niebla que lo envolvía:
—¿No habrá un alma piadosa que le diga a este pobre ciego que ha
perdido la preciosa luz de sus ojos en defensa de Inglaterra, y ¡que Dios
bendiga al rey George!, en qué lugar de su patria se encuentra?
—Estáis en la posada del «Almirante Benbow», junto a la bahía del
Cerro Negro, buen hombre —le dije.
—Oigo una voz —dijo él—, la voz de un mozo. ¿Quieres darme tu
mano, mi generoso amigo, y llevarme adentro?
Le tendí mi mano, y aquel ser horrible, blanco como la niebla y sin ojos,
la asió de pronto, apretándome como una tenaza. Yo me asusté tanto, que
intenté soltarme, pero el ciego, dando un tirón, me arrastró tras él.
—Ahora, muchacho —me dijo—, vas a llevarme a donde está el
capitán.
—Señor —le supliqué—, no puedo.
—¿No? —dijo con sorna—. ¿De veras? ¡Llévame o te rompo el brazo!
Y al decirlo, me retorció con tal violencia, que grité de dolor.
—Señor —le dije—, es por vuestro bien. El capitán ya no es el que era.
Tiene siempre su cuchillo delante. Otro caballero…
—¡No repliques! ¡Vamos! —dijo interrumpiéndome; y jamás he oído
una voz tan cruel, fría y estremecedora como la de aquel ciego.
Esto me atemorizó aún más que el propio dolor, y no tuve más remedio
que obedecerlo al instante. Lo conduje directamente hasta la puerta de la
sala, donde nuestro viejo y enfermo bucanero estaba sentado adormecido
por el ron. El ciego seguía pegado a mí, sujetándome con una mano de
hierro y apoyando todo su peso sobre mis hombros.
—Llévame derecho a su lado y, cuando lleguemos, grita: «Aquí está su
amigo, Bill». Si no obedeces… —y volvió a retorcerme el brazo con tal
fuerza, que creí desmayarme.
Todo esto hizo que el miedo al ciego fuera mayor que el que sentía por
el capitán, así que abrí la puerta de la sala, entré y dije con voz trémula lo
que se me había ordenado.
El capitán levantó los ojos y una sola mirada bastó para disipar los
efectos del ron y para que recobrase su lucidez. Se quedó atónito. La
expresión de su cara no era tanto de terror como de un mortal abatimiento.
Intentó levantarse, pero no creo que le quedaran suficientes fuerzas ya en su
cuerpo.
—Quédate donde estás, Bill —dijo el mendigo—. No puedo ver, pero
mi oído siente un solo dedo que se mueva. Vamos al negocio. Alarga la
mano izquierda. Muchacho —me llamó—, sujétale la mano por la muñeca
y acércamela, ponla en la mía.
Lo obedecí al pie de la letra, y vi que el ciego pasaba algo del hueco de
la mano en que tenía el palo a la palma de la del capitán, que
inmediatamente apretó aquello que le habían entregado.
—Y ahora ya está hecho —dijo el ciego. Y diciéndolo, me soltó de
pronto y con una increíble seguridad y ligereza salió de la habitación y ganó
la carretera, donde, y antes siquiera de que yo pudiera reaccionar, ya
escuché el toc toc toc de su báculo en la lejanía.
Pasó algún tiempo antes de que el capitán y yo volviésemos de nuestro
estupor; entonces, y casi al mismo tiempo, solté yo su muñeca, que aún
tenía sujeta, y él acercó la mano a sus ojos y contempló lo que en su palma
aferraba.
—¡A las diez! —gritó—. ¡Faltan seis horas! ¡Aún podemos salvarnos!
Y se levantó como un rayo.
Y en ese mismo instante, de golpe, vaciló, se llevó la mano a la
garganta, permaneció unos segundos como un barco escorándose y después,
con un extraño gemido, cayó al suelo cuan largo era.
Me precipité a socorrerlo, mientras llamaba a voces a mi madre. Pero
todo fue inútil. El capitán había muerto atacado por una apoplejía
fulminante. Y quizá sea difícil de entender, pero, aunque jamás me había
gustado aquel hombre, a pesar de que al final hubiera comenzado a
inspirarme lástima, verlo allí tendido, muerto, hizo que las lágrimas
inundaran mis ojos. Era la segunda muerte que veía, y el dolor de la primera
estaba aún fresco en mi corazón.
IV. El cofre
No perdí ya entonces más tiempo en decirle a mi madre todo lo que sabía y
que sin duda hubiera debido poner mucho antes en su conocimiento.
Inmediatamente nos dimos cuenta de lo difícil y peligroso de nuestra
situación. Parte del dinero que aquel hombre pudiera esconder —si es que
algo guardaba— nos pertenecía con toda justicia, pero no era probable que
los compañeros de nuestro capitán, sobre todo los dos ejemplares que yo
había visto, «Perronegro» y el mendigo ciego, estuvieran dispuestos a
perder una parte del botín, y para saldar las cuentas del difunto. Tampoco
podía yo cumplir el encargo del capitán de cabalgar en busca del doctor
Livesey, dejando a mi madre sola y sin protección. Ni siquiera nos parecía
posible a ninguno de los dos seguir por más tiempo en la hostería. El
chisporroteo de los leños en el fogón, el tic-tac del reloj, todo nos llenaba de
espanto. Por todas partes nos parecía oír pasos sigilosos que se acercaban.
El cuerpo muerto del capitán seguía tendido en el suelo de la habitación. Yo
no paraba de pensar en el siniestro ciego, al que suponía rondando la casa y
pronto a aparecer. El miedo me ponía la carne de gallina. Había que tomar
una decisión inmediatamente; y se me ocurrió como única salida que nos
marchásemos de la hostería para buscar auxilio en el cercano caserío. Y
dicho y hecho. Tal como estábamos, sin siquiera cubrirnos, mi madre y yo
echamos a correr en la oscuridad, cada vez más densa, de aquel helado
atardecer.
El caserío sólo distaba unos cientos de yardas y teníamos la ventaja de
que, en cuanto traspusiéramos la ensenada, ya no se nos vería; también me
tranquilizaba que se hallara en dirección opuesta a aquella por donde había
venido el ciego y por la que probablemente se había marchado. Recorrimos
el camino en pocos minutos, y eso contando que nos detuvimos alguna vez
para escuchar. Pero no se oía ruido alguno desacostumbrado, sólo el suave
batir de las olas en la playa y el graznar de los cuervos en el bosque.
Cuando llegamos al caserío, ya se encendían las primeras luces, y nunca
olvidaré el alivio que sentí al ver aquellos resplandores amarillentos que se
filtraban por puertas y ventanas. Pero ésa fue toda la ayuda que de allí
recibimos, porque —aunque parezca mentira— nadie estaba dispuesto a
regresar con nosotros a la «Almirante Benbow», y cuanto más
dramatizábamos nuestras desventuras, menos inclinados parecían todos —
hombres, mujeres o mozos— a abandonar el cobijo de sus hogares. El
nombre del capitán Flint, aunque desconocido para mí, era bastante famoso
para muchos de los vecinos, y en todos causaba el mayor espanto. Alguno
de los labradores que habían estado arando las tierras de más allá de la
hostería recordaba haber visto gente forastera en el camino, y, tomándolos
por contrabandistas, habían huido de ellos; uno, por lo menos, aseguraba
haber visto un lugre fondeado en la que llamábamos la Cala de Kitt. Y tan
sólo la idea de encontrarse con alguno de los compañeros del capitán ya
bastaba para infundirles el más invencible de los temores. El resultado fue
que, si bien varios vecinos se ofrecieron para ir a caballo hasta la casa del
doctor Livesey, que por cierto estaba en la dirección contraria, ninguno
estuvo dispuesto a ayudarnos para defender la «Almirante Benbow».
Dicen que la cobardía es contagiosa; pero la discusión, por el contrario,
enardece. Y así, después que cada uno expresó sus opiniones, mi madre les
lanzó una arenga declarando que no estaba dispuesta a perder un dinero que
pertenecía a su hijo.
—Si ninguno de vosotros se atreve —les dijo—, Jim y yo sí nos
atrevemos y no os necesitamos para encontrar el camino de vuelta. Os
agradezco mucho a todos, manada de gallinas, vuestro amparo. Nosotros
abriremos ese cofre, aunque nos cueste la vida, y le agradecería a usted,
señora Crossley, que me prestase una bolsa para traernos el dinero que nos
pertenece.
Yo, por supuesto, dije que iría con mi madre; y por supuesto, todos
intentaron convencernos de nuestra temeridad, pero ni aún entonces hubo
alguno que decidiera venir con nosotros. Lo único que hicieron fue darme
una pistola cargada, por si nos atacaban, y prometernos tener caballos
ensillados para el caso de que fuésemos perseguidos al regreso. También
enviarían a un muchacho a casa del doctor Livesey para buscar el socorro
de gente armada.
El corazón me latía en la boca, cuando salimos al frío de la noche y
emprendimos nuestra peligrosa aventura. La luna llena empezaba a
levantarse e iluminaba con su brillo rojizo los altos bordes de la niebla.
Aligeramos el paso, pues muy pronto todo estaría bañado por una luz casi
como el día y no podríamos ocultarnos a los ojos de cualquiera que
estuviera vigilando. Nos deslizamos silenciosos y rápidamente a lo largo de
los setos sin que escuchásemos ruido alguno que aumentara nuestros
temores, hasta que con sumo júbilo cerramos tras de nosotros la puerta de la
«Almirante Benbow».
Corrí inmediatamente el cerrojo, y permanecimos unos instantes en la
oscuridad, sin movernos, jadeantes, a solas en aquella casa con el cuerpo
del capitán. En seguida mi madre se procuró una vela y cogidos de la mano
penetramos en la sala. El cuerpo yacía tal como lo habíamos dejado,
tumbado de espaldas, con los ojos abiertos y un brazo estirado.
—Baja las persianas, Jim —susurró mi madre—, no sea que estén ahí
fuera y nos vean. Y ahora tenemos que encontrar la llave de eso —dijo,
cuando yo acabé de cerrar—, pero ¿quién se atreve a tocarlo? —y al decir
esto no pudo reprimir un sollozo.
Me arrodillé junto al capitán. En el suelo, cerca de su mano, encontré un
redondel de papel ennegrecido por una de sus caras. No dudé de que
aquello era la Marca Negra; y, cogiéndolo, pude leer en el dorso escrito con
letra muy clara y limpia el siguiente aviso: «Tienes hasta las diez de esta
noche».
—Tenía hasta las diez, madre —dije yo.
Y al tiempo de decir esto, nuestro viejo reloj empezó a sonar dando las
horas. Las campanadas nos sobrecogieron de terror, pero al menos
contándolas nos tranquilizamos, ya que no eran más que las seis.
—Vamos, Jim —dijo mi madre—. La llave.
Registré los bolsillos uno tras otro; sólo encontramos unas monedas, un
dedal, un poco de hilo y unas agujas enormes, un trozo de tabaco mordido
por una punta, su navaja de corva empuñadura, una brújula de bolsillo y
yesca. Yo ya empezaba a desesperar.
—Acaso la tenga colgada del cuello —sugirió mi madre.
Venciendo una gran repugnancia, desgarré su camisa y allí, colgada de
su cuello, en un cordel embreado, que corté con su propia navaja, estaba la
llave. Este triunfo nos llenó de esperanza y subimos sin perder un segundo
al cuarto donde tanto tiempo había él dormido y donde desde el día de su
llegada permanecía su cofre. Era un cofre igual que tantos otros de los que
suelen usar los navegantes; tenía la inicial B marcada en la tapa con un
hierro al rojo vivo y las esquinas estaban aplastadas y maltrechas por el
largo y tempestuoso servicio.
—Dame la llave —dijo mi madre.
Y aunque la cerradura se resistió, no tardó en abrirla, y levantamos la
tapa.
Un fuerte olor a tabaco y a brea emanó de su interior; encima de todo
vimos ropa nueva, cuidadosamente cepillada y doblada. Mi madre aventuró
que no había sido estrenada. Debajo empezamos a descubrir los más
heterogéneos objetos: un cuadrante, un vaso de estaño, varias libras de
tabaco, una pareja de excelentes pistolas, un pedazo de un lingote de plata,
un antiguo reloj español y otras baratijas, como un par de brújulas montadas
en latón y cinco o seis conchas de caracoles de las Antillas. Muchas veces
después he recordado esas conchas y he pensado en lo extraño de que las
llevara con él a través de su errante, criminal y aventurera existencia.
Sólo aquel lingote de plata y algunas monedas tenían algún valor; pero
ni uno ni las otras nos aprovechaban. Debajo de todo había un viejo capote
marino descolorido ya por la sal y el aire de tantos océanos y puertos. Mi
madre tiró de él, encolerizada, y entonces descubrimos lo que había en el
fondo del cofre: un paquete envuelto en hule, que parecía contener papeles,
y un saquito de lona que, al tocarlo, dejó oír un tintineo de oro.
—Voy a enseñarles a esos forajidos que yo soy una mujer honrada —
dijo mi madre—. Tomaré lo que se me debe y ni una perra más. Sostén la
bolsa de la señora Crossley —y empezó a contar las monedas hasta sumar
la cantidad que el capitán nos había dejado a deber.
La tarea fue larga y dificultosa, porque había monedas de todos los
países y tamaños: doblones y luises de oro y guineas y piezas de a ocho y
qué se yo cuántas más, todas revueltas en aquella bolsa. Además, mi madre
únicamente sabía ajustar cuentas con guineas, y precisamente éstas eran las
más escasas.
Aún no habíamos llegado ni a la mitad de la cuenta, cuando de pronto,
en el aire silencioso y helado, escuchamos algo que casi paralizó los latidos
de mi corazón: el toc toc toc del palo del ciego sobre la carretera endurecida
por el frío. Se acercaba lentamente. Permanecimos quietos, conteniendo la
respiración. Después sonó un golpe fuerte en la puerta de la hostería y
oímos levantarse la falleba y rechinar el cerrojo como si aquel miserable
tratara de abrir; luego hubo un largo y terrible silencio. Después el toc toc
toc se escuchó una vez más, y, con la mayor alegría por nuestra parte, cada
vez más lejano, hasta que se perdió en la noche.
—Madre —le dije—, cojamos todo y vámonos.
Porque estaba seguro de que, al haber encontrado la puerta cerrada por
dentro, el ciego entraría en sospechas y no tardaría en volver con toda la
cuadrilla; aun así me alegré de haber echado el cerrojo, pues tal era el
espanto que me producía aquel pavoroso ciego.
Pero mi madre, a pesar de sus temores, no quería apropiarse de un
penique más de lo que se le debía, y se obstinaba también en no contentarse
con menos. Me tranquilizó diciendo que aún faltaba mucho para las siete.
No estaba dispuesta a irse sin haber saldado la cuenta. Y aún trataba yo de
convencerla, cuando escuchamos de pronto un corto y apagado silbido en la
lejanía, sobre la colina. Aquello fue más que suficiente para los dos.
—Me llevaré lo que he cogido —dijo, poniéndose en pie de un salto.
—Y yo tomaré esto para completar la cuenta —dije yo, echando mano
al envoltorio de hule.
Un instante después bajábamos a tientas por la escalera, porque
habíamos olvidado la vela junto al cofre vacío; y sin perder tiempo abrimos
la puerta y escapamos a todo correr. Unos minutos más tarde y hubiera sido
fatal para nosotros, porque la niebla iba aclarando más que deprisa y la luna
ya iluminaba las zonas más altas, y sólo por la hondonada del barranco y en
torno a nuestra puerta flotaban aún tenues velos que nos ocultaron en la
huida. Pero antes de llegar a mitad de camino del caserío, casi al final de la
cuesta, la niebla se levantaba dejando paso a la claridad de la luna, y
forzosamente teníamos que pasar por allí. Además, escuchamos rumor de
gente cada vez más cerca y vimos una luz que oscilaba entre la bruma y que
indicaba que uno de nuestros perseguidores al menos traía una linterna de
aceite.
—Hijo mío —dijo mi madre—, toma el dinero y escapa tú. Creo que
voy a desmayarme.
Pensé que aquello era el fin de los dos. Maldije la cobardía de nuestros
vecinos y culpé a mi pobre madre tanto por su honradez como por su
codicia, por su pasada temeridad y por su desfallecimiento ahora. Casi
habíamos llegado al puente pequeño, y había un terraplén que bien podía
servirnos, por lo que la ayudé para llegar hasta él y ocultarnos; fue dejarla
apoyada en el talud cuando con un suspiro se desplomó sobre mi hombro.
No sé cómo tuve fuerzas para conseguirlo, y me temo que usé cierta
brusquedad, pero logré arrastrarla por la pendiente hasta casi ocultarla bajo
el puente. No pude hacer más, porque el arco era tan bajo, que no me
permitió más que reptar, y, aunque mi madre quedaba casi a la vista de
aquellos desalmados, allí permanecimos, tan cerca de la hostería, que
pudimos ver todo cuanto en ella ocurrió.
V. La muerte del ciego
La curiosidad fue más fuerte que mis temores y abandoné mi escondrijo;
me arrastré hasta la cima del talud, y desde allí, ocultándome tras un
matorral de retama, pude observar a todo lo largo de la carretera hasta la
puerta de nuestra casa. No tuve que aguardar mucho, pues de inmediato
empezaron a llegar mis enemigos, al menos siete u ocho; corrían hacia la
casa y el ruido de sus pasos resonaba en la noche. Uno llevaba una linterna
y marchaba delante; otros tres corrían juntos, cogidos por las manos; y, a
pesar de la niebla, vi que el que iba en medio del trío era el mendigo ciego.
Un instante después escuché su voz.
—¡Echad abajo la puerta! —gritaba.
—¡Echadla abajo! —contestaron otras voces.
Y vi cómo se lanzaban al asalto de la «Almirante Benbow», mientras el
que sostenía la linterna avanzaba tras ellos. De pronto se detuvieron y
hablaron en voz baja, como si les hubiera sorprendido encontrar abierta la
puerta. Pero, acto seguido, el ciego volvió a darles órdenes. Su voz sonó
estentórea y aguda, como si ardiera de impaciencia y rabia.
—¡Entrad! ¡Entrad! ¡Entrad! —gritaba, maldiciendo a sus compinches
por su indecisión.
Cuatro o cinco de ellos obedecieron en seguida y dos permanecieron en
la carretera junto al fantasmal mendigo. Hubo un gran silencio. Después oí
una exclamación de sorpresa y una voz gritó desde la casa:
—¡Bill está muerto!
El ciego rompió otra vez en juramentos.
—¡Registradlo! ¡Gandules! ¡Y los demás que suban a por el cofre! —
volvió a gritar.
Hasta mí llegaba el estruendo de sus carreras por nuestra vieja escalera;
la casa parecía temblar con sus pisadas. Después escuché nuevas voces de
sorpresa, la ventana del cuarto del capitán se abrió de golpe, con gran
estrépito de vidrios rotos, y un hombre asomó iluminado por la claridad de
la luna y llamó al que estaba abajo en la carretera.
—¡Pew! —gritó—, nos han tomado la delantera. Alguien ha limpiado
ya el cofre; todo está patas arriba.
—¿Y lo que buscamos? —preguntó Pew.
—Hay dinero.
El ciego maldijo el dinero.
—¡El escrito de Flint es lo que importa! —gritó.
—No lo vemos por aquí —repuso el otro.
—¡Eh, los de abajo, registrad bien a Bill! —vociferó de nuevo el ciego.
Salió entonces a la puerta uno de los que se habían quedado abajo para
registrar al capitán.
—A Bill ya lo han cacheado —dijo—. No lleva nada.
—¡Ha sido la gente de la posada! ¡Ha sido ese chico! ¡Ojalá le hubiera
sacado los ojos! —exclamó Pew—. No hace ni un minuto que aún estaban
ahí dentro; el cerrojo estaba echado cuando yo intenté abrir la puerta.
¡Vamos! ¡Registradlo todo! ¡Buscadlo!
—No pueden andar lejos —gritó el que asomaba por la ventana—, aquí
hay una vela que todavía está encendida.
—¡Buscadlos! ¡Hay que dar con ellos! —aullaba Pew, mientras
golpeaba furiosamente con su báculo contra la carretera.
Entonces comenzó un gran desconcierto en nuestra vieja hostería;
carreras y ruidos por todas partes, muebles que se volcaban, puertas abiertas
a patadas; el estruendo parecía resonar en las cercanas montañas. Luego
empezaron a salir los asaltantes, uno a uno, y aseguraron que sin duda ya no
nos encontrábamos allí. En ese momento, el mismo silbido que antes nos
alarmara a mi madre y a mí, cuando estábamos contando el dinero del
capitán, se escuchó de nuevo, claro y agudo, en la quietud de la noche.
Ahora sonó dos veces. Al principio creí que se trataba del ciego, que de esta
forma llamaba a su tripulación al abordaje; pero reparé en que el sonido
venía desde la cuesta que conducía al caserío, y al ver el efecto que tuvo
sobre aquellos bucaneros, comprendí que se trataba de un aviso de peligro.
—Es Dirk —llamó uno de los maleantes—. ¡Dos toques! Tenemos que
largarnos, compañeros.
—¡Lárgate tú, inútil! —clamó Pew—. Dirk siempre ha sido un
miserable cobarde… ¡No le hagáis caso! ¡Buscad al chico y a su madre, no
pueden estar lejos! ¡Dispersaos y buscadlos, perros! ¡Maldita sea mi alma!
—juró—. ¡Si yo tuviera vista!
Esta arenga produjo su efecto, sin duda, porque dos o tres empezaron a
buscar aquí y allá en la leñera, aunque desde luego sin excesivo entusiasmo,
ya que les preocupaba más su propio peligro. Los demás permanecían
indecisos en la carretera.
—Tenéis una fortuna en vuestras manos, imbéciles, y os asustáis de
vuestra sombra. Podéis ser tan ricos como reyes, si logramos encontrar ese
papel. Sabemos que está aquí y aún os hacéis los remolones. Cuando
ninguno de vosotros se atrevía a encararse con Bill, yo lo hice… ¡yo, un
ciego! ¡No voy a perder mi parte por vuestra culpa! ¿Es que voy a reventar
como un miserable pordiosero arrastrándome mendigando un poco de ron,
cuando podría ir en carroza? ¡Si tuvierais las agallas de una pulga, los
atraparíais!
—Que se vayan al infierno, Pew. Ya tenemos los doblones —refunfuñó
uno de ellos.
—Habrán escondido el escrito —dijo otro—. Coge estas guineas, Pew,
y deja de aullar.
Aullidos era verdaderamente la palabra más exacta, y a tal punto llegó
la cólera de Pew al oír a su compañero, que su ira estalló y empezó a dar
golpes de ciego con su bastón a diestro y siniestro, y en las costillas de más
de uno los oí resonar. Se enzarzaron todos amenazándose con horribles
maldiciones y tratando en vano de arrancar el palo de las manos del ciego.
Su pendencia fue nuestra salvación, porque, mientras ellos reñían, otro
ruido llegó hasta nosotros desde lo alto de la cuesta del caserío: el rumor de
cascos de caballos al galope. Casi al mismo tiempo el resplandor y la
detonación de un pistoletazo sacudieron al fondo del camino. Debía ser ésa
la última señal de peligro, porque los bucaneros, al escucharla, dieron
vuelta y echaron a correr, dispersándose en todas direcciones, lo mismo
hacia el mar, a lo largo de la bahía, como a través del cerro, de suerte que en
medio minuto no quedó de la pandilla sino Pew. Lo habían abandonado o
por cobardía o en venganza por sus injurias y golpes; y allí estaba él solo y
golpeando con el palo en la carretera, frenéticamente, tanteando el aire y
llamando a sus camaradas. De pronto avanzó hacia donde yo estaba, corría;
pasó ante mí, gritando:
—¡Johnny! ¡«Perronegro»! ¡Dirk! —y otros nombres—. ¡No
abandonéis al viejo Pew, camaradas! ¡No abandonéis al viejo Pew!
El atronador galopar de los caballos sobrepasó la cima de la cuesta, y
cuatro o cinco jinetes se dibujaron a la luz de la luna y se lanzaron cuesta
abajo a galope tendido.
Y entonces vi que Pew cayó en la cuenta de su error; intentó dar la
vuelta y echó a correr hacia la cuneta, donde se precipitó dando tumbos. Se
levantó inmediatamente y siguió corriendo, pero ya estaba perdido, y vi
cómo caía bajo las patas del primer caballo.
El jinete trató de esquivarlo, pero fue en vano. Pew cayó dando un grito,
que resonó en el frío de la noche. Los cascos del animal lo pisotearon,
revolcándolo contra el polvo, y pasaron de largo. Allí quedó Pew, tendido
sobre su costado; después se estremeció, casi dulcemente, y quedó inmóvil.
De un salto me puse en pie y llamé a los jinetes. Habían frenado sus
monturas, horrorizados por el accidente, y los reconocí. Uno de ellos, que
cabalgaba rezagado, era el muchacho que habían enviado los del caserío a
casa del doctor Livesey, y los demás eran agentes de Aduana a los que
encontrara a medio camino y con los cuales había tenido la buena idea de
regresar rápidamente. El superintendente Dance había sido informado sobre
el lugre fondeado en la Cala de Kitt y por eso precisamente venían aquella
noche hacia nuestra casa. Esas circunstancias nos habían librado a mi madre
y a mí de una muerte segura.
Pew estaba tan muerto como una piedra. En cuanto a mi madre, la
llevamos a la aldea y un poco de agua fresca y unas sales bastaron para
hacerle volver en sí, sin más consecuencias que el susto, aunque no dejó de
lamentarse por haber perdido lo que faltaba para liquidar la cuenta del
capitán. El superintendente y los suyos continuaron inmediatamente hacia
la Cala de Kitt, pero tenían que descender una abrupta barranca, y sin luces,
por lo que, entre que debían tantear la senda y desmontar de sus
cabalgaduras, además de las precauciones por el caso de que les hubieran
tendido una emboscada, para cuando llegaron a la Cala, el lugre ya había
zarpado. Se encontraba todavía, sin embargo, tan cerca de la costa, que el
superintendente intentó detenerlo ordenándoles que se entregasen. Pero una
voz respondió desde el mar conminándole a apartarse de donde estaba si no
quería llevarse un poco de plomo en el cuerpo, lo que no era difícil ya que
estaba iluminado por la claridad de la luna, y al mismo tiempo sonó un
disparo y una bala silbó junto a su brazo. El lugre ya doblaba el cabo y
desapareció. El señor Dance se quedó, como él mismo dijo, «como pez
fuera del agua», y todo lo que pudo hacer fue enviar a uno de sus aduaneros
a Bristol para dar aviso al cúter que servía de guardacostas.
—Es igual que nada —dijo—. Nos la han jugado. De lo único que me
alegro es de haber acabado con ese canalla de Pew —del cual ya sabía la
historia por habérsela yo contado.
Volvimos juntos a la «Almirante Benbow», y no es posible describir un
estrago mayor; hasta nuestro viejo reloj estaba derribado, y toda la casa
patas arriba, pues en su busca nada habían dejado en pie aquellos
malhechores, y, aunque no consiguieran llevarse otra cosa que el dinero del
capitán y algunas monedas de plata que guardábamos en el mostrador,
pensé que sin duda estábamos arruinados. El señor Dance tampoco daba
crédito a sus ojos.
—¿No me dijiste que querían robar el dinero? Pues entonces, dime,
Hawkins, ¿por qué lo han destrozado todo? ¿Buscarían más dinero?
—No, señor —le contesté—, creo que no era dinero. Se me figura que
buscaban algo que tengo yo en el bolsillo, y, para decir verdad, quisiera
ponerlo a buen recaudo.
—Muy bien, muchacho —dijo él—, tienes razón. Si quieres yo puedo
guardarlo.
—Yo había pensado en el doctor Livesey… —empecé a decir.
—Perfectamente —dijo interrumpiéndome con toda amabilidad—,
perfectamente. Es un caballero y además magistrado. Ahora que pienso en
ello, creo que debería ir yo también para darle cuenta de lo ocurrido a él y al
squire. Esa basura de Pew está bien muerto, y no es que yo lo lamente, pero
el caso es que hay personas de mala fe siempre dispuestas a aprovechar
cualquier pretexto para acusar de lo que sea a un oficial de Su Majestad. Así
que, escúchame, Hawkins, creo que debes venir conmigo.
Le di las gracias por su ofrecimiento y nos dirigimos caminando hasta el
caserío donde estaban los caballos. Casi antes de poder despedirme de mi
madre, vi que ya estaban todos montados.
—Dogger —dijo el señor Dance—, tú que tienes un buen caballo monta
contigo a este joven.
Monté y me aferré al cinto de Dogger. Entonces el superintendente dio
la señal y partimos al galope hacia la casa del doctor Livesey.
VI. Los papeles del capitán
Cabalgamos sin descanso hasta que llegamos a la puerta del doctor Livesey.
La fachada de la casa estaba a oscuras.
El señor Dance me indicó que desmontase y llamara, y Dogger me
cedió su estribo para hacerlo. Una criada nos abrió la puerta.
—¿Está el doctor Livesey? —pregunté.
Me respondió que el doctor había estado durante toda la tarde, pero que
en aquel momento se encontraba en la mansión del squire, porque estaba
invitado a cenar y pasar la velada con él.
—Bien, pues vamos allá, muchachos —dijo el señor Dance.
Como esta vez la distancia era más corta, ni siquiera monté, sino que fui
corriendo asido al estribo de Dogger hasta las puertas del parque, y después,
por la larga avenida de árboles, cubierta entonces de hojas y que la luz de la
luna iluminaba, al final de la cual se perfilaba la blanca línea de
edificaciones que componían la mansión, rodeada por inmensos jardines de
centenarios árboles. El señor Dance desmontó y sin dilación fuimos
admitidos en la casa. Un criado nos condujo por una galería alfombrada
hasta un amplio salón cuyas paredes estaban todas cubiertas por estanterías
con libros rematadas por esculturas. Allí se encontraban el squire y el
doctor Livesey, sentados ante un maravilloso fuego de chimenea y fumando
sus pipas.
Yo nunca había visto tan de cerca al squire. Era un hombre muy alto, de
más de seis pies, y bien proporcionado; su rostro era enormemente
expresivo, y su piel, curtida y algo enrojecida, supongo que por sus largos
viajes; las cejas eran muy negras y espesas y, al moverlas, le daban un aire
de cierta fiereza.
—Pase usted, señor Dance —dijo con mucha ceremonia y no sin
condescendencia.
—Buenas noches, Dance —añadió el doctor con una inclinación de
cabeza—. Buenas noches, Jim. ¿Qué buen viento os trae por aquí?
El superintendente, muy envarado, contó lo ocurrido como quien recita
una lección; y era digno de ver cómo los dos caballeros lo escuchaban con
la máxima atención, intercambiándose miradas, tanto que hasta se olvidaron
de fumar, absortos y asombrados por el relato. Cuando supieron cómo mi
madre se había atrevido a regresar a la hostería, el doctor Livesey no pudo
reprimir una exclamación:
—¡Bravo! —dijo con un gesto tan impulsivo, que quebró su larga pipa
contra la parrilla de la chimenea.
Antes de que terminase el superintendente su narración, el señor
Trelawney —pues ése, como se recordará, era el nombre del squire— se
levantó de su butaca y empezó a recorrer el salón a grandes zancadas,
mientras el doctor, como para oír mejor, se había despojado de la
empolvada peluca; y por cierto que resultaba sorprendente verlo con su
auténtico pelo, negrísimo y cortado al rape.
Por fin el señor Dance terminó su explicación.
—Señor Dance —dijo el squire—, es usted un hombre de provecho. Y
en cuanto a la muerte de ese vil y desalmado forajido, lo considero un acto
virtuoso como el aplastar una cucaracha. En cuanto a este mozo, Hawkins,
es una verdadera joya. Por favor, Hawkins, ¿quieres tirar de la campanilla?
El señor Dance tomará un trago de cerveza.
—¿Así, Jim —dijo el doctor—, que tú tienes lo que esos pillos andaban
buscando?
—Aquí está, señor —dije, y le entregué el paquete envuelto en hule.
El doctor lo miró por todos lados, temblándole los dedos por la
impaciencia de abrirlo; pero, en vez de hacerlo, se lo guardó tranquilamente
en el bolsillo de su casaca.
—Señor Trelawney —dijo—, no debemos distraer al señor Dance por
más tiempo de sus obligaciones; el servicio de Su Majestad no descansa.
Pero sugeriría que Jim Hawkins se quedara a dormir en mi casa, y, con
vuestro permiso, propongo, bien se lo ha ganado, que traigan el pastel de
fiambre y que reponga fuerzas.
—Como gustéis, Livesey —dijo el squire—, pero Hawkins bien merece
algo mejor que ese pastel.
Trajeron un enorme pastel de pichones, que dispusieron en una mesita
junto a mí, y cené copiosamente, pues tenía un hambre de lobo. Mientras
tanto el señor Dance fue nuevamente felicitado y finalmente despedido.
—Y bien, señor Trelawney… —dijo entonces el doctor.
—Y bien, señor Livesey —dijo el squire—. Ahora…
—Cada cosa a su tiempo —dijo riéndose el doctor—, cada cosa a su
tiempo. Habréis oído hablar de ese Flint, ¿no es así?
—¡Hablar! —exclamó el squire—. ¡Hablar, decís! Flint ha sido el más
sanguinario pirata que cruzó los mares. Barbanegra era un inocente niñito a
su lado. Los españoles le tenían tanto miedo, que a veces me he sentido
orgulloso de que fuera inglés. Con estos ojos he visto sus monterillas en el
horizonte, a la altura de Trinidad, y el cobarde con quien yo navegaba viró y
le faltó tiempo para refugiarse en las tabernas de Puerto España.
—Sí, también yo he oído hablar de él en Inglaterra —dijo el doctor—.
Pero la cuestión es si realmente atesoraba tanta riqueza como dicen.
—¿Que si atesoraba tantas riquezas? —interrumpió el squire—. ¿Pero
no conocéis la historia? ¿Qué buscaban esos villanos sino tal fortuna? ¿Por
qué otra cosa iban a arriesgar su cuello? Esa carne de horca sabía lo que
buscaba.
—Que es lo que nosotros ahora podemos conocer —contestó el doctor
—. Pero sois tan exaltado, que me confundís y no he podido explicarme. Lo
único que necesito saber es eso: Si yo tuviera aquí, en mi bolsillo, alguna
indicación acerca del lugar donde Flint enterró su tesoro, ¿qué valor tendría
para nosotros?
—¿Qué valor? —exclamó el squire—. Mirad: si tenemos esa indicación
de que habláis, estoy dispuesto a fletar y pertrechar un barco en Bristol y
llevaros a vos y también a Hawkins, y prometo hacerme con ese tesoro,
aunque tenga que estar un año buscándolo.
—Magnífico —dijo el doctor—. Ahora, pues, si Jim está de acuerdo,
abriremos el paquete.
Y diciendo esto puso ante él en la mesa el paquetito que se había
guardado.
El envoltorio estaba cosido y el doctor tuvo que sacar su instrumental y
cortó las puntadas con las tijeras de cirujano. Aparecieron entonces dos
cosas: un cuaderno y un sobre sellado.
—Empezaremos por el cuaderno —dijo el doctor.
Y me hizo señas para que me acercase y gozara del placer de la
investigación. El squire y yo mirábamos por encima de su cabeza mientras
él lo abría. En la primera página sólo encontramos algunas palabras sin
ilación, como las que se escriben por mero capricho. Alguna frase había, sin
sentido, que repetía lo que yo había visto tatuado en el brazo del capitán:
«Billy Bones es libre»; después leímos: «Señor W. Bones, segundo de a
bordo». «Se acabó el ron». «A la altura de Cayo Palma recibió el golpe», y
otros varios garabatos, la mayor parte palabras sueltas e incomprensibles.
No pude menos que imaginar quién sería el que recibió «ese» golpe, y qué
«golpe» sería… quizá el de un cuchillo, y por la espalda.
—No se saca mucho de aquí —dijo el doctor Livesey pasando las hojas.
En las diez o doce páginas siguientes había una curiosa serie de
asientos. En los extremos de cada renglón constaba una fecha, en uno y en
el otro una cantidad de dinero, como suelen figurar en los libros de
contabilidad; pero, en lugar de anotaciones explicativas del concepto, sólo
había un número variable de cruces. Así, el 12 de junio de 1745, por
ejemplo, se indicaba haber asignado a alguien una suma de 70 libras
esterlinas, pero sólo seis cruces indicaban el motivo. En otros casos, es
cierto, se añadía el nombre de algún lugar, como «A la altura de Caracas», o
una mera indicación del rumbo, como «62° 17′ 20″, 19° 2′ 40″».
La contabilidad abarcaba cerca de veinte años, y las cantidades que
reflejaba cada asiento iban haciéndose mayores con el paso del tiempo; al
final se había sacado el total, tras cinco o seis sumas equivocadas, y se le
habían añadido las siguientes palabras: «Bones, lo suyo».
—No saco nada en limpio de todo esto —dijo el doctor Livesey.
—Pues está tan claro como la luz del día —exclamó el squire—. Este
libro registra las cuentas de aquel perro desalmado. Las cruces representan
los nombres de navíos hundidos o de ciudades saqueadas. Las cantidades
son la parte que a él le tocaba, y, cuando tenía alguna duda, añadía para
precisar: «A la altura de Caracas», lo que debe significar que en esa
situación algún malaventurado barco fue abordado. Dios tenga compasión
de las pobres almas que lo tripulaban… Se las habrá tragado el coral.
—¡Cierto! —dijo el doctor—. Se nota que habéis viajado mucho.
¡Cierto! Y así las cantidades iban creciendo a medida que él ascendía de
rango.
El resto del cuaderno decía ya bien poca cosa, a no ser unas referencias
geográficas, anotadas en las últimas páginas, y una tabla de equivalencias
del valor entre monedas francesas, inglesas y españolas.
—Hombre ordenado —observó el doctor—. No era de los que se dejan
engañar.
—Y ahora —dijo el squire— pasemos a la otra cosa.
El sobre estaba lacrado en varios puntos y sellado sirviéndose de un
dedal, quizá el mismo que yo había encontrado en el bolsillo del capitán. El
doctor abrió los sellos con gran cuidado y ante nosotros apareció el mapa de
una isla, con precisa indicación de su latitud y longitud, profundidades,
nombres de sus colinas, bahías y estuarios, y todos los detalles precisos para
que una nave arribase a seguro fondeadero. Medía unas nueve millas de
largo por cinco de ancho, y semejaba, o así lo parecía, un grueso dragón
rampante. Tenía dos puertos bien abrigados, y en la parte central, un monte
llamado «El Catalejo». Se veían algunos añadidos realizados sobre el dibujo
original; pero el que más nos interesó eran tres cruces hechas con tinta roja:
dos en el norte de la isla y una en el suroeste, y junto a esta última, escritas
con la misma tinta y con fina letra, muy distinta de la torpe escritura del
capitán, estas palabras: «Aquí está el tesoro».
El doctor Livesey y el squire Trelawney inspeccionan el mapa de la isla del tesoro.

En el reverso y de la misma letra aparecían los siguientes datos:

Árbol alto, lomo del Catalejo, demorando una cuarta al N. del N. N. E.


Isla del Esqueleto E. S. E. y una cuarta al E.
Diez pies.
El lingote de plata está en escondite norte; se encontrará tomando por el
montículo del este, diez brazas al sur del peñasco negro con forma de cara.
Las armas se hallan fácilmente en la duna situada al N. punta del Cabo norte de la
bahía, rumbo E. y una cuarta N.
J. F.

Y eso era todo, y, aunque a mí me resultó incomprensible, colmó de


alegría al squire y al doctor Livesey.
—Livesey —dijo el squire—, os sugiero abandonar inmediatamente ese
mezquino quehacer vuestro. Pienso salir mañana para Bristol. En tres
semanas… ¡En dos si fuera posible!… ¡En diez días! Sí, en diez días,
tendremos el mejor barco, sí, señor, y la mejor tripulación de Inglaterra.
Hawkins será nuestro ayudante, ¡y valiente ayudante que has de ser, joven
Hawkins! Vos, Livesey, iréis como médico de a bordo; yo seré el
comandante. Llevaremos con nosotros a Redruth, a Joyce y a Hunter. Con
buenos vientos, que los tendremos, la travesía será rápida y sin dificultades.
Encontraremos el sitio, y después, ah, después, habrá tanto dinero, que
podremos revolcarnos en él. Viviremos en el mayor lujo por el resto de
nuestros días.
—Trelawney —dijo el doctor—, iré con vos, y salgo fiador del empeño,
y también vendrá Jim, lo que será una garantía para nuestra empresa. Pero
he de deciros, a fuer de ser sincero, que hay una persona a quien temo.
—¿Y quién es él? —clamó el squire—. Decidme el nombre de ese
perro.
—Vos —replicó el doctor—, porque sé cuánto os cuesta sujetar la
lengua. Pensad que no somos los únicos que conocen la existencia de este
documento. Esos sujetos que han atacado esta noche la hostería —y que sin
duda se trata de gente dispuesta a todo—, así como los que les aguardaban
en el lugre, y supongo que otros que no debían estar muy lejos, todos son
individuos decididos, cueste lo que cueste, a apoderarse de esas riquezas.
Ninguno de nosotros debe andar solo hasta que podamos hacernos a la mar.
Vos debéis haceros acompañar de Joyce y de Hunter cuando vayáis a
Bristol, y ninguno de nosotros ha de dejar que se le escape una palabra de
cuanto hemos descubierto.
—Livesey —contestó el squire—, siempre tenéis razón. Estaré callado
como una tumba.
Parte segunda: El cocinero de a bordo

VII. Mi viaje a Bristol


A pesar de los deseos del squire, pasó algún tiempo antes de que
estuviésemos listos para zarpar, y ninguno de nuestros planes —ni siquiera
las intenciones del doctor Livesey de que yo permaneciera junto a él—
pudo cumplirse a satisfacción. El doctor precisó ir a Londres en busca de un
médico que se hiciera cargo de su clientela; el squire estaba muy atareado
en Bristol; y yo permanecí en su mansión bajo los cuidados del viejo
Redruth, el guardabosques, que no me dejaba ni a sol ni a sombra; pero los
sueños de aventura, de lo que pudiera sucedernos en la isla y de nuestro
viaje por mar, bastaban para llenar mis horas. Muchas pasé contemplando el
mapa, y sabía de memoria hasta sus más nimios detalles. Sentado junto al
fuego en la habitación del ama de llaves, cuántas veces arribé a aquellas
playas con mi fantasía desde cualquier rumbo; cuántas exploré aquellos
territorios, mil veces subí hasta la cima del Catalejo y desde ella gocé los
más fantásticos y asombrosos panoramas. Alguna vez imaginaba la isla
poblada de salvajes, con los que combatíamos; otras la veía llena de
peligrosas fieras que nos acosaban. Pero ninguno de mis sueños fue tan
trágico y sorprendente como las aventuras que realmente nos sucedieron
después.
Así pasaron las semanas, hasta que un buen día recibimos una carta que
iba dirigida al doctor Livesey, y con la siguiente indicación: «Para ser
abierta, en caso de ausencia, por Tom Redruth o por el joven Hawkins».
Obedeciendo la advertencia, la abrimos —o, por mejor decirlo, yo me
encargué de ello, porque el guardabosques no era muy avispado en lectura,
salvo impresa— y pude leer estas importantes nuevas:

Hostería del Ancora Vieja, Bristol,


squire
… de marzo de 17…

Querido Livesey:
Como ignoro si os encontráis ya en casa o si seguís en Londres, remito por
duplicado la presente a ambos lugares.
He comprado el barco y ya está pertrechado. Está atracado en el puerto, listo para
navegar. No podéis imaginar una más preciosa goleta —un niño podría gobernarla
—; desplaza doscientas toneladas y su nombre es la Hispaniola.
Me hice con ella gracias a un antiguo conocido, el señor Blandly, quien ha
demostrado en todos los trámites la mejor disposición. Estoy admirado de cómo
se ha puesto incondicionalmente a mi servicio, lo que por cierto he de decir ha
sido secundado por todo el mundo en Bristol, desde el instante que sospecharon
nuestro puerto de destino… quiero decir, lo del tesoro.

—Redruth —dije, interrumpiendo la lectura—, esto va a disgustar


profundamente al doctor Livesey. El squire ha hablado a pesar de sus
advertencias.
—Bueno, ¿acaso no tiene todo el derecho a hacerlo? —gruñó el
guardabosques—. Estaría bien que el squire no pudiera hablar porque así lo
ordenase el doctor Livesey, pues sí…
Ante estas palabras, desistí de otro comentario, y continué leyendo:

El propio Blandly fue quien encontró la Hispaniola, y ha manejado todo el negocio


con tanta habilidad, que la he comprado por nada. Ciertamente hay en Bristol
cierta clase de gente que no aprecian a Blandly y han llegado a decir que este
hombre de probada honradez sería capaz de cualquier cosa por hacerse de
dinero, y que la Hispaniola era suya y que el precio por el que me la ha
conseguido es exorbitante… ¡Calumnias! De todas formas, no hay nadie que se
atreva a negar las excelencias del barco.
Hasta el momento no he tenido tropiezo alguno. Los estibadores y los
aparejadores no mostraban mucho entusiasmo por su trabajo, pero
afortunadamente todo se ha resuelto. Lo que más preocupaciones me ha
ocasionado ha sido la tripulación.
Yo quería reunir una veintena —para el caso de encontrarnos con indígenas,
piratas o esos abominables franceses—, y he tenido que vérmelas para poder
seleccionar apenas media docena. Pero un extraordinario golpe de suerte me hizo
dar con el hombre que yo necesitaba.
Andaba yo paseando por el muelle, cuando, por pura casualidad, entablé
conversación con él. Me enteré que había sido marinero, que ahora vivía de una
taberna y que conocía a todos los navegantes de Bristol; ha perdido la salud en
tierra y busca una buena colocación, como cocinero, que le permita volver a
hacerse a la mar. La echa tanto de menos, que precisamente me lo encontré
porque suele ir al muelle para respirar aire marino.
Me ha conmovido —lo mismo os hubiera pasado— y, apiadándome de él, allí
mismo lo contraté para cocinero de nuestro barco. Se llama John Silver «el
Largo», y le falta una pierna; pero esa mutilación es la mejor garantía, puesto que
la ha perdido en defensa de su patria sirviendo a las órdenes del inmortal Hawke.
Y no percibe ningún retiro. ¡En qué abominables tiempos vivimos, Livesey!
Mas no acaba ahí todo: creía no haber encontrado más que un cocinero, pero en
realidad fue como dar con toda una tripulación. Entre Silver y yo en pocos días
hemos conseguido reunir una partida de viejos lobos de mar, la gente más recia
donde la haya. Desde luego no son un recreo para la vista, pero su traza es del
más indomable coraje. Creo que podríamos desafiar a la mejor fragata.
John «el Largo» ha conseguido, además, librarnos de los seis o siete que yo tenía
contratados, y que no eran más que marinos de agua dulce, como me hizo ver,
muy desaconsejables en una aventura de la importancia de la nuestra.
Me encuentro perfectamente y mi ánimo es excelente; tengo el apetito de un toro
y duermo como un tronco. No resisto ya la impaciencia de ver a mi tripulación
dando vueltas al cabrestante. ¡El mar! ¡No es ya el tesoro, es la gloria del mar la
que se apodera de mí! Así, pues, Livesey, venid en seguida; no perdáis ni una
hora, si me estimáis en algo.
Decid al joven Hawkins que vaya inmediatamente a despedirse de su madre, que
lo escolte Redruth, y después que venga lo antes posible a Bristol.
JOHN TRELAWNEY
Postscriptum: Me había olvidado deciros que Blandly, quien ha prometido enviar
un barco en nuestra busca si no recibe noticias para finales de agosto, ha
encontrado un sujeto admirable para capitán; es algo reservado, sin duda, lo cual
lamento, pero como marino no tiene precio. John Silver «el Largo» ha
desenterrado también a un hombre muy competente para segundo, que se llama
Arrow. Y tengo un contramaestre, mi querido Livesey, que toca la gaita. No dudo
que todo va a ir tan bien a bordo de la Hispaniola como en un navío de Su
Majestad.
Se me olvidaba deciros que Silver no es un ganapanes; me he enterado que tiene
cuenta en un banco y que jamás ha estado en descubierto. Deja a su esposa al
cuidado de la taberna, y, como es una negra, creo que un par de viejos solterones
como nosotros podemos permitirnos pensar que es tanto esa esposa como la falta
de salud lo que empuja a nuestro hombre a hacerse de nuevo a la mar.
J. T.
P. P. S.: Hawkins puede pasar una noche con su madre.
J. T.

Puede el lector imaginar fácilmente la conmoción que esa carta me


produjo. No cabía en mí de contento; si alguna vez he mirado a alguien con
desprecio, fue al viejo Tom Redruth, que no hacía sino gruñir y lamentarse.
Cualquiera de los otros guardabosques a sus órdenes se hubiera cambiado
gustoso por él, pero no era ésa la voluntad del squire, y sus deseos eran
órdenes para todos. Nadie, a no ser el viejo Redruth, se hubiera atrevido a
rezongar.
Con el alba ya estábamos él y yo en camino hacia la «Almirante
Benbow», y allí encontré a mi madre con la mejor disposición de espíritu.
El capitán, que durante tanto tiempo había perturbado nuestra vida, estaba
ya donde no podía hacer daño a nadie; el squire había mandado reparar
todos los desperfectos —la sala de estar y la muestra en la puerta aparecían
recién pintadas— y vi algunos muebles nuevos y, sobre todo, una buena
butaca para mi madre, junto al mostrador. También le había procurado un
mozo con el fin de que ayudase durante mi ausencia.
Fue al ver a aquel muchacho cuando me di cuenta de que algo había
cambiado. Hasta ese instante tan sólo pensé en las aventuras que me
aguardaban y no tuve ni un pensamiento para el mundo que abandonaba;
pero entonces, a la vista de aquel desconocido, que iba a ocupar mi puesto,
junto a mi madre, no pude reprimir el llanto. Creo que me porté mal con él,
y como una especie de venganza aproveché todas las ocasiones que me dio
—y fueron muchas al no estar habituado a aquellos menesteres— para
abochornarlo.
Pasó aquella noche, y al día siguiente, después de comer, Redruth y yo
nos pusimos en camino nuevamente. Dije adiós a mi madre y a la ensenada
donde había vivido desde que nací, y a nuestra querida «Almirante
Benbow», que recién pintada no era ya tan grata para mis ojos. Uno de mis
últimos pensamientos fue para el capitán, a quien tantas veces había visto
vagar por aquella playa, con su sombrero al viento, su cicatriz en la mejilla
y el viejo catalejo bajo el brazo. Un instante después el camino torcía, y
perdí de vista mi casa.
Alcanzamos la diligencia en el «Royal George». Fui todo el viaje como
una cuña entre Redruth y un anciano y obeso caballero, y, a pesar del vaivén
y del aire frío de la noche, me adormecí en seguida y debí dormir como un
leño, a través de montes y valles y parada tras parada, pues, cuando al fin
me despertaron dándome un codazo en las costillas, y abrí los ojos,
estábamos parados frente a un gran edificio en la calle de una ciudad y el
día ya muy avanzado.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—En Bristol —dijo Tom—. Baja.
El señor Trelawney estaba hospedado en una residencia cerca del
muelle, con el fin de vigilar el abastecimiento de la goleta. Hacia allí nos
dirigimos y tomamos, con gran alegría por mi parte, a todo lo largo de las
dársenas donde amarraban multitud de navíos de todos los tamaños y
arboladuras y nacionalidades. Cantaban en uno los marineros a coro
mientras maniobraban; en otro colgaban en lo alto de las jarcias, que no
parecían más gruesas que hilos de araña. Aunque mi vida había transcurrido
desde siempre junto al mar, me pareció contemplarlo por primera vez. El
olor del océano y la brea eran nuevos para mí. Vi los más asombrosos
mascarones de proa y pensé por cuántos mares habrían navegado; miraba
atónito a tantos marineros, viejos lobos de mar que lucían pendientes en sus
orejas y rizadas patillas, y me fascinaba con su andar hamacado forjado en
tantas cubiertas. Si hubiera visto, en su lugar, el paso de reyes o arzobispos,
no hubiera sido mayor mi felicidad.
Y yo también iba a ser uno de ellos, yo también iba a hacerme a la mar,
en una goleta, y escucharía las órdenes del contramaestre, a nuestro gaitero,
y las viejas canciones marineras que recordaban mil aventuras. ¡A la mar!
¡Y en busca de una isla ignorada y para descubrir tesoros enterrados!
Aún seguía perdido en mis fantásticos sueños cuando me encontré de
pronto frente a un gran edificio, que era la residencia del squire, y lo vi
aparecer vestido por completo como un oficial naval, con el glorioso
uniforme de recio paño azul. Se nos acercó con una amplia sonrisa y
remedando perfectamente el andar marinero.
—Ya estáis aquí —exclamó—. El doctor llegó anoche de Londres.
¡Bravo! ¡La dotación está completa!
—Señor —le pregunté—, ¿cuándo izamos velas?
—¡Mañana! —repuso—, ¡mañana nos hacemos a la mar!
VIII. A la taberna «El Catalejo»
Después de reponer fuerzas, el squire me entregó una nota dirigida a John
Silver, para que se la llevara a la taberna «El Catalejo», y me dijo que no
tenía pérdida, ya que sólo debía seguir a todo lo largo de las dársenas hasta
encontrar una taberna que tenía como muestra un gran catalejo de latón.
Eché a andar, loco de contento por tener ocasión de ver de nuevo los barcos
anclados y el ajetreo de los marineros; anduve por entre una muchedumbre
de gente, carros y fardos, pues era el momento de más actividad en los
muelles, y por fin di con la taberna que buscaba.
Era un establecimiento pequeño, pero agradable. La muestra estaba
recién pintada y las ventanas lucían bonitas cortinas rojas y el piso aparecía
limpio y enarenado. A cada lado de la taberna había una calle a la que daba
con sendas puertas, lo que permitía una buena iluminación; el local era de
techo bajo y estaba cuajado de humo de tabaco.
Los parroquianos eran casi todos gente de mar, y hablaban con tales
voces, que me detuve en la entrada, temeroso de pasar.
Mientras estaba allí, un hombre salió de una habitación lateral, y en
cuanto lo vi estuve seguro de que se trataba del propio John «el Largo». Su
pierna izquierda estaba amputada casi por la cadera y bajo el brazo sujetaba
una muleta que movía a las mil maravillas, saltando de aquí para allá como
un pájaro. Era muy alto y daba impresión de gran fortaleza, su cara parecía
un jamón, y, a pesar de su palidez y cierta fealdad, desprendía un extraño
aire agradable. Estaba, según pude ver, del mejor humor, pues no dejaba de
silbar mientras iba de una mesa a otra hablando jovialmente con los
parroquianos o dando palmadas en la espalda a los más favorecidos.
A decir verdad, debo añadir que, desde que había oído hablar de John
«el Largo» en la carta del squire Trelawney, no dejaba de darme vueltas en
la cabeza el temor de que pudiera tratarse del mismo marino con una sola
pierna que tanto tiempo me tuvo en guardia en la vieja «Benbow». Pero me
bastó mirar al hombre que tenía delante para alejar mis sospechas. Yo había
visto al capitán, y a «Perronegro», y al ciego Pew, y creía saber bien cómo
era un bucanero…, a mil leguas de aquel tabernero aseado y amable.
Deseché mis pensamientos, y traspuse el umbral y fui hacia el hombre,
que, apoyado en su muleta, charlaba con un cliente.
—¿Es usted John Silver? —le dije, alargándole la nota.
—Sí, hijo —contestó—; así me llamo. ¿Quién eres tú? —y al ver la
carta del squire, me pareció sorprender un cambio en su disposición—.
¡Ah!, sí —dijo elevando el tono—, tú eres nuestro grumete. ¡Me alegro de
conocerte!
Y estrechó mi mano con la suya, grande y firme.
En aquel mismo instante uno de los parroquianos que estaba en el fondo
de la taberna se levantó como alma que lleva el diablo y escapó hacia una
de las puertas. Su prisa llamó mi atención y al fijarme lo reconocí en
seguida. Era el hombre de cara de sebo, que le faltaban dos dedos y había
estado en la «Almirante Benbow».
—¡Detenedlo! —grité—. ¡Es «Perronegro»!
—Sea quien sea —vociferó Silver— se ha largado sin pagar su cuenta.
¡Harry, corre tras él y tráelo aquí!
Un cliente, que estaba en la puerta, se lanzó en su persecución.
—¡Aunque fuera el propio almirante Hawke, el ron que se ha bebido
tiene que pagarlo! —gritó Silver; y después, soltándome la mano que aún
tenía entre las suyas, me miró—. ¿Quién has dicho que era? —preguntó—,
¿«Perro qué…»?
—«Perronegro» —dije yo—. ¿No les ha hablado el señor Trelawney de
los piratas? Ese era uno de ellos.
—¿De veras? —exclamó Silver—. ¡Y en mi casa! ¡Ben, corre y ayuda a
Harry! Conque uno de aquellos granujas, ¿eh? ¿Y tú estabas bebiendo con
él, no, Morgan? ¡Ven aquí!
El hombre que respondía al nombre de Morgan —un marinero viejo, de
pelo blanco salino y rostro oscuro como la caoba— se acercó con aire
sumiso y mascando tabaco.
—Veamos, Morgan —dijo John «el Largo» serio—, ¿no habías visto
antes a ese «Perro…», «Perronegro»? Contesta.
—Yo, no, señor —respondió bajando la cabeza.
—Ni sabes cómo se llama, ¿verdad?
—No, señor.
—¡Por todos los diablos, Morgan, que ya puedes dar gracias! —
exclamó el tabernero—, porque, si frecuentas la compañía de gente de esa
calaña, te aseguro que no volverás a pisar mi casa, tenlo por cierto. Y ahora,
di, ¿de qué te hablaba?
—No lo sé —contestó Morgan.
—¿Y es una cabeza eso que llevas sobre los hombros? ¡Condenada
vigota! —gritó John «el Largo»—. «No lo sé»… Qué raro que no sepas de
qué hablabais. Vamos, contesta, ¿de qué marrullerías? ¿Recordabais
puertos, algún capitán, algún barco? Échalo fuera. ¿De qué?
—Pues… hablábamos del «paso por la quilla» —respondió Morgan.
—Del «paso por la quilla», ¿eh? Desde luego es algo muy a propósito,
de veras que sí. ¡Haraganes! Vuelve a tu mesa.
Y mientras Morgan se arrastraba, como escorado, hacia su mesa, Silver
añadió, hablándome al oído en tono muy confidencial, lo que me pareció
como un gran privilegio para mí:
—Es un buen hombre ese Tom Morgan, pero estúpido. Y ahora —
prosiguió en voz más alta—, vamos a ver… ¿«Perronegro», dices? No, no
me suena tal nombre. Sin embargo, me parece que ese tunante ya había
venido algunas veces por aquí. Sí, creo haberlo visto más de una vez, y con
un ciego, eso es.
—Seguro —dije—. También conozco al ciego. Se llama Pew.
—¡Cierto! —exclamó Silver muy excitado—. ¡Pew!, así lo llamaba, y
tenía toda la pinta de un tiburón. Si logramos atrapar a ese «Perronegro»,
¡qué alegría le daríamos al capitán Trelawney! Ben tiene buenas piernas;
pocos marineros le ganan en correr. Nos lo traerá por el cogote, ¡por todos
los diablos! Conque hablaban de «pasar por la quilla»… ¡Yo sí que lo voy a
pasar a él!
Mientras decía estas palabras, a las que acompañaba con juramentos, no
cesó de moverse, renqueando con la muleta de un lado a otro de la taberna,
dando puñetazos en las mesas y con tales muestras de indignación, que
hubiera convencido a los jueces de la Corte o a los sabuesos de Bow Street.
Lo que hizo disminuir mis sospechas, porque haber encontrado en «El
Catalejo» a «Perronegro» había vuelto a levantar mis inquietudes. Volví a
fijarme detalladamente en nuestro cocinero tratando de descubrir sus
verdaderas intenciones. Pero tenía demasiadas pieles y era harto astuto y
taimado para mí; y cuando regresaron los dos hombres que fueron tras
«Perronegro» y dijeron que habían perdido su pista en la aglomeración de
gente y que además los habían confundido con ladrones que huían, yo
hubiera salido fiador de la inocencia de John Silver «el Largo».
—Ya ves, Hawkins —dijo—, ¿no es mala suerte que precisamente
ahora suceda esto? ¿Qué va a pensar el capitán Trelawney? ¿Qué podría
pensar? Viene ese maldito hijo de mala madre y se sienta en mi propia casa
a beberse mi ron. Vienes tú y me lo cuentas todo, de principio a fin, y yo
permito que nos dé esquinazo delante de nuestros propios ojos. Hawkins,
tienes que ayudarme ante el capitán. No eres más que un chiquillo, pero
listo como el hambre. Lo noté en cuanto te eché la vista encima. Dime:
¿qué hubiera podido hacer yo que malamente camino apoyado en este leño?
Si hubiera pasado en mis buenos tiempos, le habría echado el guante
deprisa, lo hubiera trincado, y de un manotazo… Pero ahora…
Y se calló de pronto, como si recordara algo.
—¡La cuenta! —maldijo—. ¡Tres rondas de ron! ¡Que me ahorquen si
no me había olvidado la deuda!
Y empezó a reír a grandes carcajadas, desplomándose sobre un banco,
hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. No pude resistir el reír yo
también; y empezamos a reír juntos, con carcajadas cada vez más sonoras,
hasta que todos los parroquianos se nos unieron y la taberna en pleno estalló
en una incontenible algazara.
—¡Vaya una vieja foca que estoy hecho! —dijo al fin, secándose las
lágrimas—. Tú y yo, Hawkins, vamos a hacer una buena pareja; no creas
que pese a mis años no me gustaría alistarme de grumete. Ah…, bien,
¡listos para la maniobra! Esto es lo que haremos. El deber es lo primero,
compañeros. Cojo mi sombrero y me voy contigo a ver al capitán
Trelawney y a darle cuenta de este asunto. Fíjate en que esto es muy serio,
joven Hawkins, y no puede decirse que ni tú ni yo hayamos salido
demasiado airosos. Tú tampoco, desde luego. ¡Vaya pareja! Y, ¡por
Satanás!, que además me he quedado sin cobrar las tres rondas.
Y volvió a reírse de tan buena gana, que de nuevo me arrastró en su
regocijo.
En nuestro corto paseo por los muelles la compañía de Silver resultó
fascinante para mí, pues me fue dando toda clase de explicaciones sobre los
diferentes navíos que veíamos, sobre sus aparejos, desplazamientos y
nacionalidades y qué maniobras estaban realizándose en cada uno de ellos:
en éste, descargando; abasteciendo aquél; un tercero aparejaba para
zarpar… Y de cuando en cuando me contaba algún sucedido en la mar,
historias de barcos y marineros, o me enseñaba algún refrán, que me hizo
repetir hasta aprenderlo de memoria. Yo no tenía dudas de que Silver era el
mejor compañero que yo podía desear.
Cuando llegamos a la residencia, el squire y el doctor Livesey estaban
dando fin a un cuartillo de cerveza y unas tostadas antes de subir a bordo de
la goleta para hacer una visita de inspección.
John «el Largo» les contó lo sucedido con el mejor ingenio y sin
apartarse un punto de la verdad. «Así es como pasó, ¿no es verdad,
Hawkins?», decía de vez en cuando, y yo siempre lo confirmaba.
Los dos caballeros lamentaron que «Perronegro» hubiese logrado
escapar, pero todos convinimos en que había sido inevitable, y, después de
haber recibido felicitaciones, John «el Largo» tomó su muleta y se fue.
—¡Toda la tripulación a bordo esta tarde a las cuatro! —le gritó el
squire cuando ya se alejaba.
—¡Bien, señor! —contestó el cocinero desde la puerta.
—Trelawney —dijo el doctor Livesey—, he de confesaros que, aunque
no suelo tener mucha fe en vuestros descubrimientos, me parece que John
Silver es un acierto.
—Excelente tipo —declaró el squire.
—Y ahora —añadió el doctor—, Jim debería venir a bordo.
—Por supuesto —dijo el squire—. Coge tu sombrero, Hawkins, y
vamos a ver el barco.
IX. Las municiones
La Hispaniola estaba fondeada en la zona más apartada de los muelles, y
tuvimos que abordarla en un bote. Durante el trayecto fuimos pasando bajo
muchos y hermosísimos mascarones de proa, junto a las popas de otros
navíos; a veces un cabo que colgaba rozó nuestras cabezas, otras los
arrastramos bajo nuestra quilla. Por fin llegamos a la goleta y allí estaba
para recibirnos y darnos la bienvenida el segundo, el señor Arrow, un
marino viejo y curtido, de extraviada mirada y que lucía pendientes en sus
orejas. El squire y él se llevaban perfectamente, pero no tardé en darme
cuenta de que no ocurría lo mismo entre el señor Trelawney y nuestro
capitán.
Este último era un hombre de aire precavido y astuto, y al que parecían
enojar los más nimios sucedidos a bordo, y no tardé en saber el porqué, ya
que, apenas bajamos al camarote, entró tras de nosotros un marinero y nos
dijo, dirigiéndose al squire.
—El capitán Smollett desea hablar con vos.
—Estoy siempre a las órdenes del capitán. Que pase.
El capitán, que aguardaba cerca de su mensajero, entró de inmediato y
cerró la puerta.
—Y bien —dijo el capitán—, creo que más vale hablar claro, y espero
no ofenderos con ello. Pero no me gusta este viaje, no me gusta la
tripulación y no tengo confianza en mi segundo. Esto es todo cuanto tenía
que decir.
—¿Y acaso no os gusta… el barco? —preguntó el squire con bastante
enojo, según me pareció ver.
—En cuanto a eso, no puedo hablar, puesto que aún no he navegado con
él. Pero me parece un barco muy marinero, desde luego.
—¿Y probablemente tampoco os place su dueño, no es así, señor? —
dijo el squire.
Pero aquí les interrumpió el doctor Livesey.
—Caballeros —dijo—, caballeros, opino que estas cuestiones tan sólo
provocan el enfado. El capitán dice quizá más de lo que debía, o, sin duda,
menos; y debo declarar que requiero una explicación de sus palabras.
Afirma usted que no le gusta este viaje. Bien. Sepamos por qué.
—Yo he sido contratado, señor, con lo que solemos denominar órdenes
selladas, con el propósito de gobernar este navío con rumbo a donde el
caballero tenga a bien indicarme. Pero he aquí que, ignorando yo tal rumbo,
lo conoce, por el contrario, hasta el último de los marineros. Y no considero
correcto tal proceder. ¿O acaso pensáis otra cosa, señor?
—No —dijo el doctor Livesey—. Tampoco yo.
—Además —dijo el capitán—, he sabido que nos dirigimos a la busca
de un tesoro. Lo sé por los mismos marineros, fijaos bien. Ya de entrada un
asunto de esa índole, un tesoro, resulta excesivamente peligroso; no me
gustan los viajes donde ha de mezclarse una fortuna así, por ningún
concepto; y mucho menos cuando el secreto del mismo —y disculpad mis
palabras, señor Trelawney—, lo sabe hasta el loro.
—¿Se refiere al loro de Silver? —preguntó el squire.
—No es más que una forma de hablar —contestó el capitán—. Quiero
decir con ello que se ha hablado demasiado. Creo, señores, que ninguno se
da cuenta de lo que llevamos entre manos; pero voy a deciros lo que pienso:
se trata de un negocio de vida o muerte y con el que correremos graves
riesgos.
—Todo está claro, y sin duda es como usted dice —replicó el doctor—.
Afrontaremos ese riesgo, pero no somos tan ignorantes como usted nos
cree. Prosigamos: afirma que no le gusta la tripulación. ¿No son por ventura
excelentes marineros?
—No me gustan, señor —contestó el capitán—. Y creo que debieran
haberme dejado escoger mi propia tripulación, es lo más natural.
—Puede que esté usted en lo cierto —dijo el doctor—; probablemente
mi amigo debió contar con sus consejos; pero el desaire, si es que lo ha
habido, no fue intencionado. ¿Es que no os place el señor Arrow?
—No, señor. Creo que se trata de un buen navegante, pero es demasiado
campechano con la tripulación para ser un buen oficial. Un piloto ha de
saber el respeto debido a su cargo…, no debe beber en el mismo vaso con
los marineros.
—¿Quiere decir usted que bebe? —exclamó el squire.
—No, señor —dijo el capitán—, pero sí que resulta excesivamente
«familiar».
—Bien, dejando esto a un lado —propuso el doctor—, y en resumidas
cuentas, díganos lo que usted quiere, capitán.
—De acuerdo, señores. ¿Os encontráis decididos a emprender este
viaje?
—Por encima de todo —contestó el squire.
—Perfectamente —repuso el capitán—. Puesto que se me ha permitido
exponer cosas que no he logrado probar, quisiera ser escuchado en otras que
no puedo callar. He visto que está siendo estibada buena provisión de armas
y de pólvora en el pañol de proa. ¿Por qué no bajo esta cámara, que es el
lugar apropiado?… Primer punto. Y además, vuestros acompañantes me
dicen que van a ser alojados junto con la tripulación. ¿Por qué no darles los
camarotes que hay aquí, junto a esta cámara?… Segundo punto.
—¿Alguno más? —interrogó el señor Trelawney.
—Uno más —repuso el capitán—. Ya ha habido demasiados
comentarios.
—Más que demasiados —asintió el doctor.
—Os diré lo que yo mismo he escuchado —prosiguió el capitán
Smollett—: se conoce la existencia del mapa de cierta isla; se sabe que en él
está indicada la situación de un tesoro, y que dicha isla se encuentra en…
—e indicó la latitud y longitud precisas.
—¡Jamás he hablado de eso con nadie! —gritó el squire.
—Señor mío, los marineros están al tanto —repuso el capitán.
—Livesey —gritó el squire—, o vos o Hawkins os habéis ido de la
lengua.
—No importa quien fuera —dijo el doctor.
Y pude darme cuenta de que ni el señor Livesey ni el capitán tomaban
en mucho las protestas del squire. Tampoco yo creía en sus palabras, pues la
verdad es que era un hombre con la lengua muy suelta; pero, sin embargo,
algo en el corazón me decía que al menos en esta ocasión decía la verdad y
a nadie había confiado la situación de la isla.
—Bien, caballeros —prosiguió el capitán—, ignoro quién es el
encargado de custodiar tal mapa; pero de ello hago mi más esencial
condición: debe guardarlo en secreto, ni yo debo conocerlo, y por supuesto
mucho menos aún el señor Arrow. De no ser así, les ruego que consideren
mi renuncia al cargo.
—Ya veo —dijo el doctor— sus intenciones, capitán. Lo que usted
desea es que conservemos el secreto de nuestros propósitos y que
astutamente convirtamos nuestros camarotes de popa en una especie de
fortín, manteniendo bajo vigilancia la pólvora y las armas, y defendido por
los criados de mi amigo, que son de toda nuestra confianza. En otras
palabras: que teme usted la posibilidad de un motín.
—Señor —dijo el capitán Smollett—, no son esas mis palabras, aunque
no me siento ofendido porque me las adjudiquéis. Ningún capitán en caso
alguno se haría a la mar si sospechara las suficientes razones para un
acontecimiento de tal naturaleza. En cuanto al señor Arrow, lo creo un
hombre honrado. También algunos tripulantes lo son, y no tengo motivos
para dudar que todos lo sean. Pero soy el responsable de la seguridad del
barco y de todos los que van a bordo. Y hay algunas cosas que no marchan,
según creo, como debieran. Sólo os pido que toméis ciertas precauciones o
que, de no ser así, aceptéis mi dimisión. Y eso es todo cuanto tenía que
decir.
—Capitán Smollett —dijo el doctor con una sonrisa—, ¿conoce usted la
fábula del monte y el ratón? Perdóneme que se lo diga, pero me recuerda
usted su moraleja. Apuesto mi peluca a que, cuando entró usted aquí, traía
algo más en el bolsillo.
—Doctor, admiro vuestra agudeza. Ciertamente, cuando entré en este
camarote, estaba seguro de ser despedido. No creía que el señor Trelawney
consintiera en escucharme.
—Tampoco yo —exclamó el squire—. De no haber mediado el señor
Livesey seguramente os habría mandado al diablo. Pero el caso es que me
doy por enterado de todas sus inquietudes y estoy dispuesto a tomar las
disposiciones que usted desea; pero me temo que nuestras relaciones no
entren en el mejor camino.
—Como gustéis —dijo el capitán—. Me he limitado a cumplir con mi
deber.
Y con estas palabras se despidió.
—Trelawney —dijo el doctor—, en contra de todos mis prejuicios, creo
que habéis contratado a dos hombres honrados: el que acaba de irse y John
Silver.
—De Silver podéis asegurarlo; pero, en cuanto a este insoportable
farsante, su conducta me parece impropia de un caballero, de un marino y,
sobre todo, de un inglés.
—Bien —dijo el doctor—; el tiempo lo dirá.
Cuando subimos a cubierta, los marineros habían empezado a estibar los
barriles de pólvora y las armas, acompañando con voces sus esfuerzos; el
capitán y el señor Arrow inspeccionaban los trabajos.
Las reformas que había experimentado la goleta fueron muy de mi
agrado; se habían acondicionado seis camarotes a popa, ocupando parte de
los antiguos cuarteles, y de forma que estos camarotes sólo comunicaban
con la cocina y con el castillo de proa mediante un estrecho pasadizo a
babor. Fueron dispuestos para ser ocupados por el capitán, el señor Arrow,
Hunter, Joyce, el doctor y el squire. Pero después decidimos que Redruth y
yo nos alojáramos en los del capitán y del señor Arrow, mientras ellos se
trasladarían al puente, en el que la cámara había sido ensanchada de modo
que resultara suficiente; y aunque, a pesar de todo, el techo quedaba algo
bajo, había lugar para colgar dos coys, y hasta el piloto, que ignoraba la
causa de tales modificaciones, no se mostró disgustado, como si también él
hubiera tenido sus dudas acerca de la tripulación; lo que su posterior
comportamiento habría de desmentir, pues, como se verá, no gozamos
mucho tiempo de tan buena opinión.
Ninguno de nosotros dejó de participar en los trabajos para cambiar de
pañol la pólvora y nuestra impedimenta. Estábamos acabando la faena,
cuando los dos últimos marineros por subir a bordo y John «el Largo»
arribaron en un bote desde el puerto.
El cocinero trepó por la amura con la destreza de un mono, y, tan pronto
se percató de lo que estábamos haciendo, dijo:
—¿Qué hacéis?
—Estamos trasladando la pólvora, Jack —dijo uno de los marineros.
—¡Bueno! ¡Qué diablos! —exclamó John «el Largo»—. ¡Con todo esto
vamos a perder la marea de la mañana!
—¡Sigan mis órdenes! —dijo el capitán secamente—. Puede usted ir a
sus quehaceres. Pronto cenaremos.
—Sí, sí, señor, sí… —repuso el cocinero; y con un ligero saludo
desapareció hacia sus dependencias.
—Parece un buen hombre, ¿no, capitán? —dijo el doctor.
—Quizá —replicó el capitán Smollett y, dirigiéndose a los que
trasladaban los barriles de pólvora, gritó—: ¡Cuidado con eso! ¡Cuidado! —
Y de pronto, viéndome a mí que estaba examinando el cañón giratorio que
habíamos instalado en cubierta, un largo cañón de bronce del nueve, me
llamó—: ¡Eh, tú, grumete! ¡Largo de ahí! ¡Baja a la cocina, que allí siempre
habrá alguna cosa que hacer! —Y mientras yo me apresuraba a cumplir sus
órdenes, le oí decir con voz recia, al doctor—: En mi barco no consiento
favoritismos.
En aquel momento, como puede el lector imaginarse, mis sentimientos
hacia el capitán no estaban lejos de los de squire. Creo que lo odié con toda
mi alma.
X. La travesía
Aquella noche la pasamos en el natural ajetreo que precede a zarpar, dando
las últimas disposiciones sobre los pertrechos, y atendiendo a las amistades
del squire, que como el señor Blandly y otros, se acercaban con sus botes a
desear una buena travesía y un feliz regreso. Jamás en la «Almirante
Benbow» había yo pasado noche tan agitada; y rendido por la fatiga me
sorprendió, poco antes del amanecer, el silbato del contramaestre y el
movimiento de la tripulación empezando a situarse en sus puestos junto a
las barras del cabrestante. Así hubiera estado mil veces más cansado, nada
en el mundo hubiera podido hacerme abandonar en ese momento la
cubierta. Todo era tan nuevo y fascinante para mí: las voces de órdenes, las
agudas notas del silbato, los marineros que corrían a ocupar sus puestos
bajo la luz de los faroles.
—¡Barbecue! —gritó alguien—, ¡cántanos una canción!
—Aquella antigua canción —dijo otro.
—Bien, bien, compañeros —dijo John «el Largo», que apoyado en su
muleta los miraba; y entonces empezó a cantar aquella canción que tantas
veces ya había yo escuchado:

«Quince hombres en el cofre del muerto…».

Y toda la tripulación coreó sus palabras:

«¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

Y con la tercera carcajada, las barras empezaron a girar briosamente.


A pesar de la emoción, mi pensamiento me llevó a la vieja «Almirante
Benbow», y creí oír de nuevo la voz del capitán que se unía a la de estos
marineros. El ancla surgió de las aguas y quedó fijada, goteando agua y
algas enarenadas. Las velas y largadas restallaron con el viento del
amanecer y casi de inmediato los barcos fondeados y la tierra empezaron a
alejarse, y antes de que, rendido, me tumbase para gozar de ese ensueño, la
Hispaniola abrió su travesía hacia la Isla del Tesoro.
No voy a relatar todos los pormenores de nuestro viaje. Diré que, en su
conjunto, fue satisfactorio. La goleta era un magnífico barco; la tripulación
demostró su competencia y el capitán Smolett dio pruebas de su talento en
el mando. Pero sucedieron dos o tres cosas, antes de alcanzar el término de
nuestro viaje, que debo relatar.
Para empezar, el señor Arrow resultó ser aún mucho peor de lo que el
capitán imaginaba. Carecía de autoridad sobre los marineros y éstos
desobedecían sus órdenes a su antojo; pero lo más grave fue que, casi desde
el día siguiente a nuestra partida, empezó a deambular por cubierta con ojos
vidriosos, el rostro enrojecido, la lengua estropajosa y dando numerosas
muestras de embriaguez. Una vez y otra se le ordenó el arresto en su
camarote, lo que dio lugar a bochornosas situaciones; pero todo fue inútil,
pues continuó emborrachándose sin cesar, y, cuando no se encontraba
amodorrado en su litera, se le veía dar trompicones por la cubierta. Algún
instante tuvo de lucidez, en los que atendía a sus obligaciones, aunque
jamás como debiera. Y nunca pudimos averiguar dónde se procuraba la
bebida. Ese fue el misterio del barco; por mucho que lo vigilábamos, no
lográbamos dar con su escondite, y, cuando incluso se le llegó a preguntar
con toda franqueza, se limitó a sonreír, si estaba borracho, o a negar, si
sobrio, solemnemente, que hubiese bebido más que agua.
Si resultó inútil como oficial y su presencia constituía el peor ejemplo
para la tripulación, con todo lo más grave es que aquel camino lo llevaba
rápidamente a un fin desdichado. Y así nadie se sorprendió cuando en una
noche sin luna, con la mar de frente y marejada, desapareció para siempre
arrastrado por las olas.
—Se lo había buscado —dijo el capitán—. Bien, caballeros, nos ha
evitado tener que engrilletarlo en el sollado.
Pero el hecho es que nos habíamos quedado sin piloto; y así no hubo
otro medio que ascender de grado a otro de los tripulantes. El
contramaestre, Job Anderson, era el más indicado de cuantos íbamos a
bordo, y, aun conservando su categoría, empezó a desempeñar el oficio de
segundo. El señor Trelawney, que como he referido ya había viajado mucho
con anterioridad y poseía notables conocimientos como navegante, también
desempeñó un buen papel en aquellas circunstancias, llegando incluso a
prestar guardias en días serenos. También nos fue de mucha ayuda el
timonel, Israel Hands, un viejo marinero con experiencia y cuidadoso de su
desempeño y en quien además se podía confiar como en uno mismo.
Hands era el amigo más cercano de John Silver «el Largo», del cual ya
es hora que hable: nuestro cocinero, «Barbecue» como le llamaban los otros
tripulantes.
Desde que subió a bordo, y para moverse con mayor soltura, había
sujetado su muleta al brazo con una correa que ataba a su cuello, lo que le
permitía usar ambas manos. Era admirable verlo cómo atendía a sus guisos
apoyando el pie de la muleta contra un mamparo, lo que le daba el mejor
sostén ante el bandear de la goleta. Y más aún contemplar su paso por la
cubierta en medio de los más recios temporales. Para ayudarse había
amarrado unas guindalezas que lo defendía en los tramos más abiertos
—«empuñaduras de John», las apodaron los marineros— y asiéndose a
ellas volaba de un sitio a otro lo mismo usando su muleta que arrastrándola,
con la misma prestancia que otro de piernas vigorosas. Sólo quienes habían
navegado ya antes con él se lamentaban de sus perdidas facultades.
—No ha habido dos como Barbecue —me contó un día el timonel—. Y
no creas que no tuvo buena educación en su mocedad, y cuando quiere sabe
hablar como los libros, y en cuanto a valor… ¡un león es nada a su lado!
Con estos ojos lo he visto trincar a cuatro y romperles a los cuatro la cabeza
de un solo golpe… ¡y estando él desarmado!
Desde luego toda la tripulación lo respetaba y obedecía. Tenía una maña
especial para hacerse con cada uno y a todos sabía prestarles la ayuda
precisa. Conmigo no tuvo sino la mejor disposición, y me trató siempre con
alegría al verme aparecer por la cocina, y he de decir que cuidaba de ésta
como el más escrupuloso de los criados limpiaría la plata: todas las
cacerolas lucían brillantes y ordenadas. Y allí, en un rincón, colgaba una
jaula donde vivía su loro.
—Pasa, Hawkins —me decía—; siéntate a echar un párrafo con el viejo
John. Eres la persona que veo con más gusto, hijo. Siéntate y vamos a oír lo
que tenga que decirnos el Capitán Flint. Le puse ese nombre a mi loro por
el famoso pirata. Bien, Capitán Flint, predice el éxito de nuestro viaje. ¿No
es así, Capitán?

John Silver «el Largo» y Jim Hawkins.


Y el loro empezaba a decir a toda velocidad:
—¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! —y seguía sin parar hasta que
parecía enronquecer y John le echaba por encima de la jaula un paño bajo el
que enmudecía.
—Ahí donde lo ves, Hawkins —me decía—, este pájaro tiene lo menos
doscientos años… y hay quien dice que algunos viven eternamente. Este ha
visto ya pasar más condenaciones que el mismísimo Satanás. Ha navegado
con England, con el gran capitán England, el pirata. Ha estado en
Madagascar y en Malabar, en Suriman, en Providence, en Portobello. En
Portobello, cuando el rescate de los famosos galeones de la Plata. Allí
aprendió a gritar «¡Doblones!», y no es para menos: ¡más de trescientos
cincuenta mil que sacaron a flote, eh, Hawkins! Estuvo cuando el abordaje
al Virrey de las Indias, a la altura de Goa; allí estuvo, y lo miras y parece
inocente como un niño. Pero tú no has olvidado el olor de la pólvora,
¿verdad, Capitán?
—¡Todos a sus puestos! —chillaba el loro.
—¡Ah, qué alhaja! —decía el cocinero, y le ofrecía entonces unos
terrones de azúcar que llevaba en el bolsillo; y el loro se agarraba con su
pico a los barrotes de la jaula y empezaba a lanzar maldiciones sin tino.
—Ya ves —añadía John— cómo no se puede tocar la brea sin
mancharse. Este pobrecito pájaro mío, tan viejo como inocente, y
blasfemando como el peor desalmado, aunque sin malicia, tenlo por seguro,
porque igual es capaz de soltarlas delante de un capellán —y John se
llevaba la mano al sombrero con el solemne ademán que le era usual, y que
me hacía ver en él al mejor de los hombres.
Entretanto las relaciones entre el squire y el capitán Smollett
continuaban siendo tirantes. El squire no trataba de disimular su desprecio
por el capitán, y éste, por su parte, tan sólo se le dirigía para responder a
alguna cuestión y, aún así, con secas, firmes y escasas palabras. En algún
momento reconoció haberse equivocado con respecto a la tripulación, y que
ciertos marineros eran tan diligentes como él deseaba y hasta que en su
conjunto todos se portaban bastante aceptablemente. En cuanto a la goleta,
le había cobrado un verdadero afecto: «Se ciñe mejor de lo que uno podría
esperar hasta de su propia esposa —solía repetir—, pero sigo pensando que
esta travesía no termina de gustarme y que aún no estamos de regreso».
El squire, cuando oía estas palabras, acostumbraba a volver
ostentosamente la espalda y recorrer la cubierta a grandes zancadas,
mientras murmuraba entre dientes:
—Una estupidez más y estallaré.
Sufrimos algunos temporales que no hicieron sino poner a prueba lo
marinera que era la Hispaniola. Y todos cuantos navegábamos en ella
estábamos contentos, lo que tampoco es tan difícil de entender, porque no
creo que nunca hubiera dotación tan correspondida desde que Noé cruzó los
mares. Por el más nimio pretexto se le regalaba una ronda de grog, y con
motivo de cualquier celebración, lo que era constante, porque el squire
encontraba continuamente razones en el cumpleaños de éste o aquél,
siempre había una barrica de manzanas destapada en mitad del combés para
que cualquiera que quisiese las tomara.
—Nunca he visto que este comportamiento lleve a ningún buen puerto
—decía el capitán al doctor Livesey—. Así se echa a perder a la tripulación.
Ya lo veréis.
Y fue precisamente del barril de manzanas de donde vino nuestra
salvación, pues a no ser por él no hubiéramos tenido aviso alguno del
peligro en que nos encontrábamos y todos hubiéramos perecido a manos de
la traición.
Así fue como sucedió.
Navegábamos ya con los vientos alisios, que nos conducían hacia la isla
—como el lector conoce, he prometido no dar ningún dato sobre su
posición—, y nuestro rumbo hacía inminente su aparición, que noche y día
aguardaban los vigías. Según nuestros cálculos aquella noche, o lo más
tardar, antes del mediodía siguiente, debíamos divisarla. Llevábamos rumbo
S. S. O., con una brisa firme de costado y la mar estaba en calma,
hundiendo majestuosa su bauprés en las olas y levantando un abanico de
espuma.
El viento tensaba las velas. Y todos a bordo gozábamos el mejor humor
al ver ya tan cerca el final del primer capítulo de nuestra aventura.
Y fue entonces, a poco de atardecer. La tripulación descansaba; yo me
dirigía hacia mi litera, cuando de pronto sentí ganas de comerme una
manzana. Subí a cubierta. El vigía estaba en su guardia, en proa,
aguardando la aparición de la isla en el horizonte. El timonel miraba la
arboladura y silbaba por lo bajo una canción; sólo se escuchaba el sonido de
ese silbido y el chapoteo del agua cortada por la proa y que barría el casco
de la goleta.
Tuve que meterme en el barril para poder coger una manzana, ya que
sólo quedaban unas pocas en el fondo. Me senté en aquella oscuridad para
comérmela, y, por el rumor de las olas o el balanceo del barco, el hecho es
que me adormecí. Entonces noté que alguien, y debió ser alguno de los
marineros más corpulentos, se sentó apoyando su espalda en el barril, lo
que dio a éste un violento empujón. Me despejé de golpe y ya iba a saltar
fuera de la barrica, cuando un hombre, cuya voz me era conocida, empezó a
hablar. Era Silver, y no bien escuché una docena de sus palabras, cuando ya
ni por todo el oro del mundo hubiera dejado de permanecer escondido, pues
no sé qué fue más fuerte en mí si la curiosidad o el temor: aquellas pocas
palabras me habían hecho comprender que las vidas de todos los hombres
honrados que iban a bordo dependían únicamente de mí.
XI. Lo que escuché desde el barril de manzanas
—No, yo no —dijo Silver—. Flint era el capitán; yo era solamente su cabo,
¡qué podía ser con mi pata de palo! El mismo cañonazo que dejó ciego a
Pew se llevó mi pierna. Fue un excelente cirujano el que terminó de
cortármela, sí, con título y todo, y sabía hasta latín… Aunque eso no le
salvó de que lo colgaran como a un perro y lo dejaran secándose al sol,
como a todos los demás, en Corso Castle. La gente de Roberts… Todo les
vino por mudarles los nombres a sus barcos, cuando les pusieron Royal
Fortune y otros nombres así. Como si se pudiera cambiar el nombre de un
barco. Un barco debe morir como fue bautizado. Como el Cassandra, que
nos trajo a todos salvos hasta nuestras casas desde Malabar, cuando
England raptó al Virrey de las Indias. O el Walrus, el viejo barco de Flint, al
que yo he visto con la cubierta empapada de sangre y tan lleno de oro, que
parecía a punto de hundirse.
—Ah —exclamó una voz que estoy seguro era la del más joven de los
marineros, lleno de admiración—. Ese era la flor de la familia, nadie como
Flint.
—También Davis fue todo un hombre, por lo que yo he oído —
prosiguió Silver—. Yo nunca navegué con él. Me enrolé primero con
England y luego con Flint, y ahí se acaba mi historia. Ahora, como quien
dice, navego por mi cuenta. Con England llegué a sacar en limpio unas
novecientas libras, y con Flint, sobre dos mil. No está nada mal para un
marinero… y todo lo tengo a buen recaudo en el banco. No es el ganar lo
que luce, si no lo guardas; eso es algo que tenéis que aprender. ¿Qué fue de
todos los que iban con England? Nadie lo sabe. ¿Y la gente de Flint? La
mayoría estáis aquí, a bordo, y bien contentos de que pronto se os llene la
tripa, pero hace bien poco que muchos de vosotros mendigabais una
limosna por ahí. El viejo Pew derrochó, y eso que era ciego, mil doscientas
libras en un año, como un lord del Parlamento. ¿Y qué ha sido de él? Ahora
está pudriéndose bajo las escotillas; y los dos últimos años de su vida los
pasó muriéndose de hambre. Andaba pidiendo limosna, robando,
asesinando… y con todo, se moría de hambre.
—Tampoco da la vida para mucho más —dijo el marinero joven.
—No a los tontos, eso tenlo por seguro; no saben aprovechar —exclamó
Silver—. Pero escúchame: eres joven, desde luego, pero listo como el
diablo. Lo vi en cuanto te eché la vista encima, y voy a hablarte como a un
hombre.
Jim Hawkins escucha a los piratas desde el barril de manzanas.

Fácil es imaginar lo que sentí al escuchar esas palabras que aquel


abominable viejo bribón ya había empleado para engatusarme a mí. De
haber podido, lo hubiera matado a través del barril. Y Silver continuó, bien
ajeno a que alguien podía espiar sus palabras:
—Es lo que les pasa a los caballeros de fortuna: viven malamente y
siempre con la horca detrás; pero comen y beben como gallos de pelea y,
cuando tocan puerto, tienen los bolsillos llenos con cientos de libras en vez
de unos pocos ochavos. Entonces tiran el dinero en ron y en fiestas, y luego,
a la mar de nuevo, sin más que la camisa que llevan puesta. No es ése mi
rumbo. Yo guardo lo que tengo en lugar seguro; un poco aquí, otro poco
allá, y nunca mucho en ninguna parte para no despertar sospechas. Tengo
cincuenta años, una edad respetable. Por eso en cuanto vuelva de este viaje
me retiro y me instalo como un señor. Ya era hora, diréis. Sí, pero entretanto
me he dado buena vida; nunca me he privado de nada y siempre he comido
y he bebido de lo mejor y he dormido en blando, siempre… menos cuando
me hacía a la mar. ¿Y cómo empecé? ¡De marinero, como tú!
—Bien —dijo el otro—, pero de todo aquel dinero ahora no tienes nada,
¿o no? Y después de todo esto, ¿aún vas a atreverte a asomar la cara por
Bristol?
—¿Dónde supones que tengo el dinero? —preguntó Silver con sorna.
—En Bristol, en bancos y casas así…
—Estaba —contestó el cocinero—; estaba cuando levamos anclas. Pero
a estas horas ya lo habrá sacado todo mi mujer. Habrá vendido «El
Catalejo» con todos los muebles y la bebida. Y ahora me espera en cierto
sitio. Yo os diría dónde, porque no tengo ninguna desconfianza de vosotros,
pero no quiero que los demás compañeros tengan envidia.
—¿Y te fías de tu mujer? —preguntó otro.
—Los caballeros de fortuna —replicó Silver— no suelen fiarse
demasiado unos de otros, y tienen razón para ello, creedme. Pero conmigo
sucede que, si alguien corta amarras y deja al viejo John en tierra, no dura
mucho sobre este mundo. Muchos le tenían miedo a Pew, y muchos
también a Flint; pero Flint tenía miedo de mí. No le daba vergüenza
confesarlo. Y la tripulación de Flint, que fue la gente más feroz y
despiadada que se mantuvo nunca sobre una cubierta, el demonio mismo se
hubiera acobardado de navegar con ellos, pues bien, voy a deciros algo: ya
sabéis que no soy hombre fanfarrón, nadie más llano que yo en el trato…
Pues, cuando yo era cabo, el más curtido de los bucaneros de Flint era el
cordero más manso delante del viejo John. Sí, muchacho, puedes estar
seguro.
—Bueno, para decir la verdad —contestó el muchacho—, el plan no me
gustaba ni una pizca hasta esta noche. Pero ahora ahí va esa mano y estoy
con vosotros.
—Eres un chico valiente, y además eres inteligente —dijo Silver
apretando su mano con tal fuerza, que hasta el barril donde yo estaba
tembló—, y te diré que tienes la mejor estampa de caballero de fortuna que
han visto estos ojos.
Yo ya había empezado a entender el sentido de aquellas palabras.
Cuando él decía «caballeros de fortuna», se refería, ni más ni menos, a
vulgares piratas, y la breve escena que yo acababa de escuchar era el último
acto de la seducción de un honrado marinero; acaso el último honrado que
quedaba a bordo. Pero, en cuanto a esto, pronto iba a convencerme, porque
Silver dio un ligero silbido y un tercer personaje se acercó y se sentó con
ellos.
—Dick está con nosotros —dijo Silver.
—Oh, ya sabía yo que Dick era seguro —respondió la voz del timonel
Israel Hands—. Es un joven listo —y siguió, mientras masticaba su tabaco
—. Pero lo que a mí me interesa saber es esto, Barbecue: ¿hasta cuándo
vamos a estar aguantando que nos lleven de acá para allá como bote de
vivandero? Ya estoy hasta la coronilla del capitán Smollett, bastante nos ha
zarandeado, ¡por todos los malos vientos!, y estoy reventando por entrar en
su camarote y beberme sus vinos y ponerme sus ropas, ¡maldita sea!
—Israel —dijo Silver—, tu cabeza no sirve para mucho, ni nunca ha
servido. Pero, al menos, me figuro, las orejas tienen que servirte para oír, y
con lo grandes que las tienes, para oír bien. Escucha entonces: vas a seguir
en tu puesto, y vas a hacer lo que se te ordene y vas a estar callado, y no
beberás ni una gota hasta que yo dé la señal, ¿entendido?
—Bueno, ¿es que he dicho yo lo contrario? —gruñó el timonel—. Pero
lo que te pregunto es: ¿cuándo? Eso es lo que quiero saber.
—¡Cuándo! ¡Por todos los temporales! —gritó Silver—. Bien, pues, si
quieres saberlo, te lo voy a decir. Será lo más tarde que pueda. Entonces
será el momento. Tenemos a un marino de primera, al capitán Smollett, que
está gobernando y bien nuestro barco; están el squire y el doctor, que
guardan el plano… ¿sabemos acaso dónde lo esconden? No lo sabemos ni
tú ni yo. Así que pienso que lo mejor es dejar que el squire y el doctor
encuentren el tesoro para nosotros, y cuando ya lo tengamos a bordo, ¡por
todos los diablos!, entonces ya veremos. Si yo tuviera confianza suficiente
en vosotros, malas bestias, dejaría que el capitán Smollett nos llevara hasta
medio camino de regreso, antes de dar el golpe.
—¿Es que no somos buenos marinos para gobernar solos esta goleta? —
dijo el joven Dick.
—Somos marineros, y no más —replicó Silver disgustado—. Nosotros
sabemos seguir una derrota, pero siempre que nos la marquen. Ahí es donde
todos vosotros, caballeretes de fortuna, no servís ninguno. Si pudiera hacer
mi voluntad, dejaría al capitán Smollett que nos llevara de vuelta, por lo
menos hasta pillar los alisios; eso nos quitaría muchos problemas y quizá
hasta algún mal trago de agua de mar. Pero os conozco bien. Acabaréis con
ellos en la isla, en cuanto el dinero esté a bordo, y será algo que nos pese.
Pero como lo único que os interesa es emborracharos como cubas, ya sé que
no podré hacer nada. ¡Que el diablo os lleve! ¡Me repugna navegar con
gente como vosotros!
—¡Cálmate, John «el Largo»! —exclamó Israel—. ¿Quién ha dicho
algo para que te enfades así?
—¿Así? ¿Cuántos buenos barcos te figuras que he visto yo ser
apresados? ¿Y cuántos buenos mozos he visto colgados curándose al sol en
la Dársena de las Ejecuciones? Y siempre por esta prisa, por la maldita
prisa. No hay forma de que lo entendáis. Yo ya he visto mucho. Si me
dejaseis a mí que os llevara con buen rumbo, todos podríais ir en carroza, sí,
señor. ¡Pero vosotros…! Os conozco. No servís más que para llenaros de
ron, y luego colgar de una horca.
—Todos saben que hablas mejor que un capellán, John; pero hay otros
que, sin tener que dejar de divertirse —dijo Israel—, han llevado el timón
tan firme como tú. No eran tan estirados ni tan secos como tú, no; bien que
aprovechaban la ocasión y sabían beber con los compañeros.
—¿De veras? —respondió Silver—. Y dime, ¿dónde están ahora? Pew
era uno de ésos, y murió en la miseria. Flint era otro, y el ron se lo llevó en
Savannah. Sí, sabían correrse buenas juergas, pero ¿dónde están ahora?
—De acuerdo —respondió Dick—, pero, cuando tengamos al squire y
los suyos bien trincados, ¿qué vamos a hacer con ellos?
—¡Así hablan los hombres de verdad! —exclamó el cocinero con
entusiasmo—. Dime, ¿tú qué harías? ¿Dejarlos en tierra? ¿Abandonarlos?
Eso lo hubiera hecho England. ¿O los degollarías como a cerdos? Es lo que
hubieran hecho Flint o Billy Bones.
—Billy sí era un hombre para estos casos —dijo Israel—. «Los muertos
no muerden», solía decir. También él está ya muerto y a estas horas ya debe
saber algo de eso. Si hubo un hombre con las entrañas duras para llegar al
último puerto, ése era Billy.
—Tienes razón —dijo Silver—; duro y dispuesto a todo. Pero fíjate en
una cosa: yo soy un hombre tranquilo, según tú dices podría pasar por un
caballero; pero ahora sé que trato un asunto muy serio, y el deber está por
encima de otra consideración. Así que yo voto… ¡muerte! Cuando esté en
el Parlamento y vaya paseando en mi carroza, no quiero que ninguno de
estos puntillosos que llevamos con nosotros aparezca de pronto, como el
diablo cuando se reza. Lo único que yo he dicho es que conviene esperar;
pero cuando llegue la hora, ¡sin piedad!
—John —exclamó el timonel—, ¡eres un hombre de una pieza!
—Podrás decirlo, Israel, en su momento —dijo Silver—. Y hay algo
que deseo: quiero a Trelawney para mí. Pienso arrancarle la cabeza con
estas manos. ¡Dick! —dijo entonces Silver, cambiando el tono—, mira, sé
un buen muchacho y tráeme una manzana de ésas, que me refresque el
gaznate.
Imaginad mi espanto. De no fallarme las fuerzas, hubiera saltado de la
barrica y me lo hubiese jugado todo en la fuga; pero mi corazón y mi valor
se paralizaron. Oí cómo Dick se incorporaba, y, cuando ya me daba por
perdido, la voz de Hands exclamó:
—¡Oh, deja eso! No te pongas ahora a chupar esa porquería. Echemos
un trago de ron.
—Dick —dijo entonces Silver—, tengo confianza en ti. Pero no te
olvides que tengo una marca en el barril; así que anda con cuidado. Toma la
llave, llena un cuartillo y tráenoslo.
Aún aterrado como estaba, comprendí entonces que así era cómo el
señor Arrow se procuraba la bebida que acabó con él. Dick no tardó en
regresar, y, mientras duró su ausencia, Israel dijo algo al oído del cocinero.
No pude escuchar más que algunas palabras, y aún así me informaron de
cosas importantes; porque entre las palabras sueltas pude escuchar esta
frase: «Ninguno de ellos quiere unirse a nosotros», lo que me advirtió que
aún quedaban algunos leales a bordo.
Cuando Dick regresó, cada uno de los tres tomó su tazón y brindaron:
«Por la buena suerte», dijo uno; «A la salud del viejo Flint», el otro, y por
último, Silver, con cierto sonsonete, exclamó: «A vuestra salud y a la mía,
viento en las velas, buena comida y un buen botín».
En aquel instante una suave claridad empezó a iluminar el interior del
barril, y, mirando hacia arriba, vi el paso de la luna que plateaba la cofa del
palo de la mesana y hacía resplandecer la blancura de la lona de la cangreja.
Y casi al mismo instante la voz del vigía anunció:
—¡Tierra!
XII. Consejo de guerra
Se produjo un gran tumulto a bordo. Oí el tropel de los marineros que
subían a cubierta desde su cámara y ocupaban el castillo de proa. Me
deslicé entonces en un santiamén fuera del barril y, escondiéndome bajo la
cangreja, di un rodeo hacia popa para simular que de allí venía, y una vez
que vi al doctor Livesey y a Hunter, que corrían por la banda de barlovento,
me dirigí hacia ellos.
Todos los hombres estaban ya en cubierta. La luna brillaba sobre un
horizonte donde flotaban los últimos velos de una niebla que rápidamente
se levantaba. Y allá lejos, hacia el suroeste, se divisaban dos colinas no muy
altas, separadas por un par de millas, y, alzándose entre ellas, una tercera,
cuya loma, de superior altura que las otras, aún aparecía envuelta en la
bruma. Las tres colinas parecían escarpadas y tenían una forma cónica.
Yo contemplaba todo como en un sueño, pues aún no me había
recuperado de la espantosa situación que acababa de sufrir. Oí la voz del
capitán Smollett dando órdenes. La Hispaniola orzó un par de cuartas al
viento y tomamos un rumbo que nos conducía directamente a la isla,
abordándola por el este.
—Ahora, muchachos —dijo el capitán, cuando finalizó la maniobra—,
¿hay alguno entre vosotros que haya estado antes en esa isla?
—Yo, señor —dijo Silver—. Yo he hecho aguada una vez en un
mercante que me enroló de cocinero.
—Según creo, el fondeadero está hacia el sur, detrás de un islote, ¿no es
así? —preguntó el capitán.
—Sí, señor: le llaman la Isla del Esqueleto. Era un sitio para refugio de
piratas, en otro tiempo, y un marinero que navegaba conmigo conocía todos
los nombres de estos parajes. Aquella colina que hay al norte se llama el
Trinquete; hay tres montes en fila hacia el sur: Trinquete, Mayor y Mesana.
Pero el más alto, aquel que tiene la cumbre envuelta en niebla, a ése se le
suele llamar el Catalejo, porque, cuando los piratas estaban en la ensenada
carenando fondos, situaban en la cima un vigía de guardia. La rada está
llena de mugre de bucanero, señor, con perdón sea dicho.
—Aquí tengo una carta —dijo el capitán Smollett—. Mire usted si es
ése el sitio.
Los ojos de John «el Largo» relampaguearon al tomar en sus manos el
mapa; pero, cuando vi que se trataba de un mapa nuevo, entendí que no era
más que una copia del que hallamos en el cofre de Billy Bones, completo en
todos sus detalles —nombres, altitudes, fondos— y en el que no constaban
las cruces rojas y las notas manuscritas. Pero Silver supo disimular su
desengaño.
—Sí, señor —dijo—, éste es el sitio, no hay duda; y muy bien dibujado
que está. Me pregunto quién lo habrá trazado. Los piratas eran demasiado
ignorantes para hacerlo, pienso yo. Sí, mire, capitán: aquí está: «El
Fondeadero del capitán Kidd…», así lo llamaba mi compañero. Aquí hay
una corriente muy fuerte que arrastra hacia el sur y luego remonta al norte a
lo largo de la costa occidental. Ha hecho usted bien, señor, en ceñirse y
alejarnos de la isla —agregó—. Pero si vuestra intención es fondear para
carenar, desde luego no hay mejor lugar por estas aguas.
—Gracias, gracias —dijo el capitán Smollett—. Ya requeriré sus
servicios, si preciso más adelante alguna información. Puede usted retirarse.
Yo estaba asombrado de la desenvoltura con que Silver confesaba su
profundo conocimiento de aquellas tierras. Y no pude evitar un sentimiento
de temor, cuando vi que se acercaba a mí. No era posible que hubiera
advertido mi presencia en el barril de las manzanas y que por tanto supiera
que yo estaba al corriente de sus intenciones, pero, aun así, me infundía ya
tal pavor por su doblez, su crueldad y su influencia sobre los demás
marineros, que apenas pude disimular un estremecimiento cuando me puso
la mano en el hombro.
—Ah —dijo—, qué lugar tan bonito esta isla; un sitio perfecto para que
lo conozca un muchacho como tú. Podrás bañarte, trepar a los árboles, cazar
cabras, y podrás escalar aquellos montes como si fueras una de ellas. Esto
me devuelve mi juventud. Ya hasta se me olvida mi pata de palo. Qué
hermoso es ser joven y tener diez dedos en los pies, tenlo por seguro.
Cuando quieras desembarcar y explorar la isla, no tienes más que decírselo
al viejo John, y te prepararé un bocado para que te lo lleves.
Y volvió a darme una palmada cariñosa. Después se fue hacia su cocina.
El capitán Smollett, el squire y el doctor Livesey estaban conversando
bajo la toldilla, y, a pesar de mi ansiedad por contarles lo sucedido, no me
atrevía a interrumpirles tan bruscamente. Mientras buscaba un pretexto para
dirigirme a ellos, el doctor me indicó que me acercara. Se había olvidado su
pipa en el camarote y, como no podía vivir sin fumar, me rogó que se la
trajese; en cuanto me acerqué a ellos lo justo para poder hablarles sin que
los demás me oyeran, le dije al doctor:
—Tengo que hablaros. Haced que el capitán y el squire bajen al
camarote y hacedme ir con cualquier excusa. Sé cosas terribles.
El doctor pareció inquietarse, pero se dominó al instante.
—Muchas gracias, Jim —dijo en voz alta—; eso era lo que quería saber
—como si me hubiera preguntado cualquier cosa.
Me dio la espalda y continuó su conversación. Al poco rato, y aunque
no percibí movimiento alguno que los delatase, ni ninguno alzó su voz ni
hizo la menor demostración de que el doctor Livesey estuviera
informándoles de mi seria advertencia, no dudé que se lo había
comunicado, pues en seguida vi al capitán que daba una orden a Job
Anderson, y el silbato convocó a toda la tripulación en cubierta.
—Muchachos —dijo el capitán Smollett—, tengo que deciros unas
palabras. La tierra que está a la vista es nuestro punto de destino. El señor
Trelawney, que es un caballero generoso como ya todos habéis
comprobado, me ha pedido mi opinión sobre vuestra conducta en esta
travesía y he podido informarle con placer que todo el mundo a bordo, sin
excepciones, ha cumplido con su deber a mi entera satisfacción. Por ello él
y el doctor y yo bajaremos ahora al camarote para brindar a vuestra salud y
por vuestra suerte, y a vosotros se os permiten unas rondas para brindar a la
nuestra. Me parece que debéis agradecerle su gentileza, y si así es, gritad
conmigo un fuerte «¡Hurra!» marinero por el caballero que os las regala.
Escuchamos aquel grito, lo que era de esperar; pero sonó tan vibrante y
entusiasta, que confieso que me costaba trabajo imaginar a aquellos
hombres como enemigos de nuestras vidas.
—¡Otro «hurra» por el capitán Smollett! —gritó entonces John «el
Largo».
Y también este segundo fue dado con toda el alma. Inmediatamente los
tres caballeros bajaron al camarote y poco después enviaron a por mí con el
pretexto de que «Jim Hawkins hacía falta» abajo.
Los encontré sentados en torno a la mesa; ante ellos había una botella de
vino español y pasas, y el doctor fumaba con agitación y se había quitado la
peluca, que tenía sobre las rodillas, lo que era señal en él de la máxima
ansiedad. La portilla de popa estaba abierta, pues era una noche en extremo
calurosa, y se veía el rielar de la luna en la estela del barco.
—Ahora, Hawkins —dijo el squire—, creo que tienes algo que
contarnos. Habla.
Así lo hice, y en tan pocas palabras como pude relaté cuanto había
escuchado de Silver. Ninguno me interrumpió; los tres permanecieron
inmóviles y con sus ojos fijos en mí hasta que terminé mi historia.
—Jim —dijo el doctor Livesey—, siéntate.
Me hicieron sentar a la mesa junto con ellos; me sirvieron una copa de
vino y me llenaron las manos de pasas. Entonces, uno tras otro, y con una
inclinación de sus cabezas, brindaron a mi salud como agradecimiento por
lo que consideraban mi valentía y mi buena suerte.
—Y ahora, capitán —dijo el squire—, teníais razón y yo estaba
equivocado. Confieso que soy un asno y espero vuestras órdenes.
—No más asno que yo mismo, señor —contestó el capitán—. Porque
jamás he oído de una tripulación con intenciones de motín que no diera
antes ciertas señales que yo tenía la obligación de haber descubierto y así
prevenir el mal y tomar medidas. Pero esta tripulación —añadió— ha sido
más lista que yo.
—Capitán —dijo el doctor—, con vuestro permiso, creo que el causante
de todo es Silver, y se trata de un hombre sin duda notable.
—Más notable me parecería colgado de una verga —repuso el capitán
—. Pero de cualquier forma esta conversación ya no nos conduce a nada.
Por el contrario, hay tres puntos con la venia del señor Trelawney que voy a
someter a vuestra consideración.
—Señor, sois el capitán —dijo el squire con gesto liberal— y es a quien
toca hablar.
—Primer punto —comenzó el señor Smollett—: tenemos que continuar
porque es imposible el regreso. Si diese ahora la orden de zarpar, se
amotinarían en el acto. Segundo punto: tenemos algún tiempo por delante,
al menos hasta encontrar ese dichoso tesoro. Y tercer punto: no todos los
marineros son desleales. Ahora bien, tarde o temprano tendremos que
enfrentarnos violentamente a los levantiscos, y lo que yo propongo es coger
la ocasión por los pelos, como suele decirse, y atacar nosotros precisamente
el día en que menos lo esperen. Doy por descontado que podemos contar
con vuestros criados, ¿no es así, señor Trelawney?
—Como conmigo mismo —declaró el squire.
—Son tres —dijo el capitán echando cuentas—, lo que con nosotros
suma siete, porque incluyo al joven Hawkins. Ahora hay que tratar de
averiguar quiénes son los marineros leales.
—Probablemente los que contrató personalmente el señor Trelawney —
dijo el doctor—; los que enroló antes de dar con Silver.
—No —interrumpió el squire—, Hands fue uno de los que yo contraté.
—Jamás lo había pensado de Hands —declaró el capitán.
—¡Y pensar que son ingleses! —exclamó el squire— ¡Intenciones me
dan de volar el barco!
—Pues bien, caballeros —dijo el capitán—, lo mejor que yo pueda
añadir no es gran cosa. Propongo que aguardemos y vayamos sondeando la
situación. Es difícil de soportar, lo sé. Sería más agradable romper el fuego
de una vez. Pero no tenemos otro camino hasta que sepamos con quiénes
podemos contar. Nos pondremos a la capa y esperaremos viento: ésta es mi
opinión.
—Jim —dijo el doctor— es quizá el que mejor puede ayudarnos. Los
marineros no desconfían de él, Jim es un magnífico observador.
—Hawkins, toda mi confianza la deposito en ti —dijo el squire.
Me sentí abrumado por tanta responsabilidad, ya que no creía poder
cumplir como es debido mi cometido; y sin embargo, por una extraña
concatenación de circunstancias, sería yo precisamente quien tendría en sus
manos la salvación de todos. Pero, en aquellos momentos, lo cierto es que
de los veintiséis que íbamos a bordo sólo en siete podíamos confiar; y de
los siete, uno era un muchacho, de modo que verdaderamente nuestro
partido sólo contaba con seis, contra los diecinueve del enemigo.
Parte tercera: Mi aventura en la isla

XIII. Así empezó mi aventura en la isla


El aspecto de la isla, cuando a la mañana siguiente subí a cubierta, había
cambiado por completo. La brisa había amainado, y, aunque durante la
noche navegamos bastante, en aquel momento nos encontrábamos
detenidos en la calma a media milla del suroeste de la costa oriental, que era
la más baja. Bosques grisáceos cubrían gran parte del paisaje. En algunos
puntos esa tonalidad monótona se salpicaba con sendas de arena amarilla
desde la playa y con árboles altos, parecidos a los pinos, que se agrupaban
sobre la general y uniforme coloración de un gris triste. Los montes se
destacaban como rupturas de la vegetación y semejaban torres de piedra.
Sus formas eran extrañas, y el de más rara silueta, que sobresalía en
doscientos o trescientos pies a los otros, era el Catalejo; estaba cortado a
pico por sus laderas y en la cima se truncaba bruscamente dándole la forma
de un pedestal.
La Hispaniola se balanceaba hundiendo sus imbornales en las aguas. La
botavara tensábase violentamente de las garruchas, y el timón, suelto,
golpeaba a un lado y otro, y las cuadernas crujían, y todo el barco resonaba
como una factoría en pleno trabajo. Tuve que agarrarme con fuerza a un
cabo, pues el mundo entero parecía girar vertiginosamente ante mis ojos, y,
aunque yo para entonces ya me había convertido casi en un marino
veterano, estar allí, en aquella calma, pero meciéndonos como una botella
vacía entre las olas, pudo más que el hábito que ya comenzaba a desarrollar,
sobre todo con el estómago vacío, como estaba aquella mañana.
Quizá fuera eso, o acaso el aspecto de la isla, con sus bosques grises y
melancólicos y sus abruptos roquedales y el rumor de la rompiente contra la
escarpada costa; pero lo cierto es que, aunque el sol resplandecía
hermosísimo y las gaviotas pescaban y chillaban a nuestro alrededor, y
sobre todo el gozo natural a cualquiera que después de una larga travesía
descubre tierra, el alma se me cayó a los pies, como suele decirse, y la
primera impresión que quedó grabada en mis ojos de aquella isla sólo me
inspiraba aborrecimiento.
La mañana se nos presentó por completo dedicada a las más pesadas
faenas, pues, como no veíamos señal alguna de viento, fue necesario arriar
los botes y remolcar remando la goleta durante tres o cuatro millas, hasta
que doblamos el extremo de la isla y enfilamos el fondeadero que estaba
detrás de la Isla del Esqueleto. Yo me presté de voluntario para remar en
uno de los botes, donde, por supuesto, no hice ninguna falta. El calor
resultaba insoportable y los marineros maldecían a cada golpe de remo.
Anderson, que patroneaba mi bote, era el primero en jurar más alto que
ninguno.
—¡Menos mal que se le ve el fin a esto! —vociferaba.
Aquel comportamiento no me daba buena espina, pues fue la primera
vez que los marineros no cumplían con presteza sus deberes; no cabe duda
que a la vista de la isla las ataduras de la disciplina habían empezado a
soltarse.
Mientras remolcábamos la goleta, John «el Largo» no se separó del
timonel y fue marcando el rumbo. Conocía aquel canal como la palma de su
mano, y, aunque el marinero que iba sondeando en proa siempre anunciaba
más profundidad que la que constaba en la carta, John no titubeó ni una sola
vez.
—Aquí se da un arrastre muy fuerte con la marejada —decía—, y este
canal ha sido dragado, como si dijéramos, con una azada.
Anclamos precisamente donde indicaba el mapa, a un tercio de milla de
cada orilla, de un lado la Isla del Esqueleto y del otro la grande. La mar
estaba tan clara, que podíamos ver el fondo arenoso. Cuando largamos el
ancla, la fuente de espuma que desplazó hizo alzar el vuelo a una nube de
pájaros, que durante unos instantes llenaron el cielo con sus graznidos;
luego se posaron de nuevo en los bosques y todo volvió a hundirse en el
silencio.
El fondeadero estaba muy bien protegido de los vientos y rodeado por
frondosos bosques, cuyos árboles llegaban hasta la misma orilla; la costa
era llana y las cumbres de los montes se alzaban alrededor, al fondo, en una
especie de anfiteatro. Dos riachuelos, o mejor, dos aguazales,
desembocaban lentamente en una especie de pequeño lago, y la vegetación
lucía un verdor extraño, como una pátina de ponzoñoso lustre. Desde el
barco no se llegaba a divisar el pequeño fuerte o empalizada señalada en el
mapa, porque estaba encerrado por los árboles, y, a no ser porque aquél lo
indicaba, hubiéramos podido creer que éramos los primeros que fondeaban
desde que la isla surgió de los mares.
No corría el menor soplo de aire, y el silencio sólo era roto por el rugido
de las olas al romper, a media milla de distancia, en las largas playas
rocosas. Un olor pestilente de agua estancada cubría el fondeadero como de
hojas y troncos podridos. Vi que el doctor olfateaba con desagrado, como si
olisquease un huevo poco fresco.
—Ignoro si habrá por aquí algún tesoro —dijo—, pero apuesto mi
peluca a que es lugar pródigo en fiebres.
Si el comportamiento de la tripulación había empezado a inquietarme ya
en los botes, cuando regresaron a bordo se hizo claramente amenazador.
Tendidos en cubierta, en pequeños corrillos, discutían en voz baja. La más
ligera orden era recibida con torvas miradas y ejecutada de la peor gana.
Hasta los marineros leales parecían contaminados, pues no había ninguno a
bordo que pudiera servir de modelo a los demás. El motín se palpaba en el
aire como la inminencia de una tormenta.
Y no éramos nosotros tan sólo quienes barruntábamos el peligro. John
«el Largo» se afanaba corriendo de corrillo en corrillo, dando consejos y
tratando de mostrarse lo menos amenazador posible. Hasta se excedía en
solicitud y diligencia, deshaciéndose en sonrisas y halagos. Si se daba una
orden, allí estaba él en un periquete, muleta en ristre, con el más animoso
«¡listo, señor!», para cumplirla. Y cuando no había nada que hacer,
entonaba una canción tras otra, como para ocultar la tensión reinante.
De todos los signos de amenaza que se leían en la actitud de la
tripulación aquella tarde, la ansiedad de John «el Largo» me pareció el más
grave.
Volvimos a reunirnos en el camarote para celebrar consejo.
—Señor Trelawney —dijo el capitán—, no puedo ya arriesgarme a dar
ninguna orden, pues se negarían a cumplirla, ante lo cual sólo quedan dos
soluciones, a cual peor: Si no soy obedecido y trato de obligar a un
marinero, creo que la tripulación se amotinaría; y si, por el contrario, callo
ante la rebeldía, Silver no tardará en darse cuenta de que hay gato
encerrado, y nuestro juego quedará al descubierto. Pues bien, sólo podemos
confiar en un hombre.
—¿Y quién es él? —preguntó el squire.
—Silver, señor —respondió el capitán—, que tiene tanto interés como
vos o yo en suavizar las cosas. Evidentemente el comportamiento que
venimos observando muestra que entre ellos hay claras desavenencias. Si
damos ocasión a Silver, él no tardará en apaciguar a los más levantiscos. Y
yo propongo precisamente que se le proporcione tal ocasión. Demos a la
tripulación una tarde libre para que desembarquen a su antojo. Si
desembarcan todos, nos apoderaremos del barco y nos haremos fuertes. Si
ninguno decide ir a tierra, en ese caso nos defenderemos desde los
camarotes… y que Dios nos ayude. Y si sólo unos cuantos desembarcan,
bien, Silver los traerá de regreso y más mansos que corderos.
Decidimos seguir las indicaciones del capitán. Se repartieron pistolas a
todos los hombres seguros; a Hunter, a Joyce y a Redruth se les puso al
corriente de lo que pasaba, y recibieron la noticia con menos sorpresa y
mejor ánimo de lo que cabía esperar; después el capitán subió a cubierta y
les habló a los marineros:
—Muchachos —les dijo—, la jornada ha sido muy dura y este calor es
insufrible. Creo que bajar a tierra vendría bien a más de uno. Los botes
están ahí, podéis usarlos y pasar la tarde en la isla. Media hora antes de la
puesta del sol os avisaré con un cañonazo.
Pienso que la tripulación, en su obcecación, se figuraba que bastaría con
desembarcar para dar de narices con los tesoros que allí hubiera, pues su
enemistad se disipó en un instante y prorrumpieron en un «¡Hurra!» tan
clamoroso, que resonó en el eco desde las lejanas colinas e hizo levantar de
nuevo el vuelo de los pájaros que volvieron a cubrir la rada.
El capitán era demasiado astuto para seguir en cubierta. Desapareció
como por ensalmo y dejó a Silver organizar aquella expedición. Y creo que
obró muy cuerdamente, porque de haber permanecido allí no hubiera
podido seguir fingiendo que desconocía la situación, que saltaba a la vista.
Porque Silver se reveló como el verdadero capitán de aquella tripulación de
amotinados. Los marineros fieles —y pronto se demostró que aún quedaban
algunos— debían ser muy duros de mollera, o, más bien, lo que
seguramente ocurría es que todos se hallaban, unos más y otros menos,
descontentos de sus cabecillas, y unos pocos, que en el fondo eran buena
gente, ni querían ir ni hubieran permitido que se les llevara más lejos.
Porque una cosa era hacerse los remolones y no cumplir las órdenes, y otra
bien distinta apoderarse violentamente de un navío y asesinar a unos
inocentes.
Se organizó la expedición. Seis marineros quedaron a bordo y los trece
restantes, entre ellos Silver, embarcaron en los botes.
Entonces fue cuando se me ocurrió la primera de las descabelladas ideas
que tanto contribuyeron a salvar nuestras vidas. Porque pensé que, si Silver
había dejado seis hombres a bordo, era evidente que nosotros no podríamos
hacernos con el barco y defenderlo; y por otra parte, siendo seis, tampoco
mi presencia hubiera servido de mucha ayuda. Y se me ocurrió desembarcar
también. Y, sin pensarlo dos veces, me descolgué por una banda y me
acurruqué en el castillo de proa del bote más cercano, en el mismo
momento en que empezó a moverse.
Nadie hizo caso de mi presencia, y el remero de proa me dijo:
—¿Eres tú, Jim? Agacha la cabeza.
Pero Silver, que iba en otro bote, miró inmediatamente hacia el nuestro,
y gritó preguntando si yo estaba allí; y desde aquel momento empecé a
arrepentirme de mi decisión.
Las dos tripulaciones competían por llegar los primeros a la costa, pero
mi bote, que era más ligero que el otro, tomó delantera y atracó antes junto
a los árboles de la orilla. Yo me agarré a una rama para saltar fuera y
procuré desaparecer lo antes posible en la espesura, pero en ese momento oí
la voz de Silver, que con los demás se encontraba a cien yardas de distancia:
—¡Jim!, ¡Jim! —me gritó.
Esto hizo que yo aligerase aún más el paso, como es lógico imaginar; y
saltando por entre las ramas como alma que lleva el diablo, corrí tierra
adentro hasta que no pude más de cansancio.
XIV. El primer revés
Tal satisfacción me produjo el haber conseguido despistar a John «el
Largo», que hasta empecé a sentir un cierto gozo al contemplar aquel
paisaje extraño que me rodeaba.
Había cruzado en mi carrera un terreno pantanoso, poblado de sauces,
juncos y exóticos árboles de ciénaga, y me encontraba entonces en un
calvero de dunas, como de una milla de ancho, salpicado aquí y allá por
algún pino y una serie de árboles con retorcidos troncos que a primera vista
parecían robles, pero cuyo follaje era más pálido, como el de los sauces. Al
otro extremo del arenal se alzaba uno de los montes con dos picos
escarpados que resplandecían bajo el sol.
Por primera vez sentí el placer de explorar. La isla no estaba habitada;
mis compañeros se habían quedado muy atrás, y ante mí no palpitaba más
que la vida salvaje de misteriosos animales y extrañas plantas. Anduve
vagando sin rumbo bajo los árboles. A cada paso descubría plantas en flor
que me eran desconocidas; vi alguna serpiente, y una de ellas irguió de
improviso su cabeza sobre un peñasco y escuché su silbido áspero como el
de un trompo al girar. ¡Si hubiera sabido que se trataba de un enemigo
mortal y que aquel sonido era el famoso cascabel!
Después fui a dar a un extenso bosque de árboles como aquellos
parecidos al roble —más tarde supe que eran encinas— y que crecían como
zarzas muy bajas a ras de la arena, constituyendo un espeso matorral. El
bosque se extendía bajando desde lo alto de una de las grandes dunas y
ensanchándose y creciendo en altura hasta la ribera de la ciénaga; los juncos
cubrían ésta y a través de ella el más cercano de los riachuelos se filtraba
hasta el fondeadero. La ciénaga exhalaba una espesa niebla que irisaba la
luz del sol y la silueta del Catalejo se dibujaba borrosa a través de la bruma.
De pronto escuché como un aletear entre los juncos, y vi un pato
silvestre que levantaba el vuelo con un graznido y en un instante todo el
pantano fue cubierto por una nube de patos en la inmensa espiral de su
vuelo. Deduje que alguno de los marineros debía estar acercándose por
aquel lado, y no me equivoqué, pues no tardé mucho en oír un rumor lejano
y el débil sonido de algunas voces que iban acercándose; agucé el oído
intentando averiguar quiénes eran y, sobresaltado por el temor, me escondí
bajo la encina que más cerca tenía y, allí agazapado, todo oídos, casi sin
respiración, aguardé.
Una voz ya más clara contestó a la que primero había oído, y reconocí
la voz de Silver, que, respondiendo a alguna cuestión, se explayaba en un
largo comentario sólo de vez en cuando interrumpido por el otro. Por el
tono parecía que ambos se expresaban con enfado, y aun casi con ira; pero
no pude entender nada de lo que decían.
Después se callaron, y creo que tomaron asiento, pues no los sentí
acercarse más y hasta las aves se calmaron y volvieron a posarse sobre la
marisma.
Entonces me di cuenta de que estaba faltando a mi deber, ya que, si
había sido tan insensato como para saltar a tierra con aquellos filibusteros,
lo menos que se me exigía era sorprender sus planes y conciliábulos, y por
tanto mi deber era acercarme a ellos lo más posible, escondido en aquella
maleza tan propicia y escuchar. Fui guiándome por el rumor de sus voces y
por la inquietud de los pájaros que aún volaban alarmados por el ruido que
hacían aquellos dos intrusos.
Arrastrándome a cuatro patas avancé procurando no hacer el más
pequeño ruido; y al fin, espiando por un hueco de la maleza, los vi en una
pequeña barranca muy verde, junto a la ciénaga, toda rodeada de árboles;
allí estaban John «el Largo» y otro marinero. El sol les daba de lleno. Silver
había arrojado su sombrero al suelo junto a él, y su enorme, lisa y rubicunda
faz, perlada de sudor, se enfrentaba al otro con lastimera expresión:
—Compañero —le decía—, si no fuera porque creo que vales tanto
como el oro molido, oro molido, tenlo por seguro, si no te hubiera cogido
tanto cariño como a un hijo, ¿tú crees que yo estaría aquí previniéndote? La
suerte está echada y lo que tenga que ser será. Y lo único que quiero es
salvarte el cuello. Si alguno de esos perdidos supiera lo que te estoy
diciendo, ¿qué sería de mí? Dime, Tom, ¿qué sería de mí?
—Silver —exclamó el otro. Y observé que no sólo su rostro estaba
encendido, sino que su voz temblaba como un cabo tenso—, usted es ya
viejo, y es honrado, o al menos tiene fama de serlo, y tiene dinero, lo que no
suele pasar a muchos pobres navegantes, y es valiente, o mucho me
equivoco. ¿Y con todo eso pretende usted hacerme creer que esa gentuza
puede arrastrarlo a la fuerza? No puede usted seguirles. Tan cierto como
que Dios nos está viendo, que antes me dejaría yo cortar el brazo derecho
que faltar a mi deber.
Un ruido extraño interrumpió sus palabras. Por fin había descubierto yo
a uno de los marineros leales. Y no tardaría en saber de otro.
Porque de pronto, en la lejanía, sobre la ciénaga, se escuchó un grito de
furia. No tardó en oírse otro. Y a éste siguió un espeluznante y prolongado
alarido. La cortadura del Catalejo devolvió el eco varias veces; las bandadas
de aves se levantaron de nuevo, oscureciendo el cielo con su vuelo; y, antes
de que aquel grito de muerte dejase de resonar en mis oídos, de nuevo cayó
el silencio sobre la marisma y sólo el batir de alas de las aves que volvían a
posarse y el fragor de la lejana marejada turbaba el enmudecimiento de
aquel desolado lugar.
Al escuchar aquel alarido, Tom se puso en pie de un salto, como un
caballo picado por la espuela; pero Silver ni pestañeó. Se quedó sentado,
apoyado en su muleta, y con los ojos tan fijos en su acompañante como una
serpiente que se dispone a atacar.
—¡John! —exclamó el marinero, tendiéndole la mano.
—¡Fuera esas manos! —gritó Silver, saltando hacia atrás con la ligereza
y seguridad del mejor gimnasta.
—Como usted quiera, John Silver —dijo el otro—. Pero es su mala
conciencia la que le hace tenerme miedo. Dígame, ¡en el nombre de Dios!,
¿qué ha sido ese grito?
—¿Eso? —repuso Silver sin dejar de sonreír, pero más alerta y receloso
que nunca, con las pupilas fijas en Tom, tan brillantes como pedazos de
vidrio clavados en aquel rostro—. ¿Eso? Me figuro que ha sido Alan.
Y al oír estas palabras, el pobre Tom pareció recobrarse.
—¡Alan! —exclamó—. ¡Pues que descanse en paz su alma de buen
marino! Y en cuanto a usted, John Silver, lo he tenido mucho tiempo por
compañero, pero ya no quiero seguir siéndolo. Si he de morir como un
perro, que sea cumpliendo mi deber. Habéis matado a Alan, ¿no es verdad?
Pues ordene que me maten a mí también, si pueden. Pero aquí me tiene
usted. Atrévase.
Y diciendo esto, aquel valiente dio la espalda al cocinero y echó a andar
hacia la playa. Pero no estaba destinado a ir muy lejos. Dando un grito,
John se agarró a la rama de un árbol, se quitó la muleta y la lanzó con la
más tremenda violencia; el insólito proyectil zumbó en el aire y golpeó a
Tom de punta contra la nuca; éste alzó sus brazos, abrió su boca en un sordo
gorjeo y cayó a tierra.
Nunca supe si aquel golpe brutal había acabado o no con él, lo que
parecía seguro porque sonó como si hubiera roto la columna vertebral. Pero
de cualquier forma Silver no dio tiempo a averiguarlo, y con la agilidad de
un mono, dando un salto, se abalanzó sobre aquel cuerpo caído y en un
segundo hundió por dos veces su cuchillo, hasta la empuñadura, en su
carne. Desde mi escondite escuché los jadeos con que acompañó cada uno
de aquellos golpes.
Nunca he sabido verdaderamente lo que es un desmayo, pero en aquella
ocasión durante unos instantes el mundo se desvaneció para mí y todo
empezó a darme vueltas como un carrousel en la niebla: Silver y los
pájaros, y la alta silueta del Catalejo, todo giraba ante mis ojos como un
mundo patas arriba y oía lejanas campanas mezcladas con voces retumbar
en mis oídos.
Al volver en mí, aquel monstruo se había incorporado, llevaba la muleta
bajo su brazo y se había calado el sombrero. A sus pies yacía Tom inmóvil
sobre las matas; poco reparó en él su asesino, que se limitó a limpiar el
cuchillo tinto en sangre con un manojo de hierbas. Nada había cambiado en
el bosque: el sol continuaba brillando inexorable sobre la brumosa marisma
y en la alta cumbre de la colina; apenas podía yo entender que allí se había
cometido un asesinato y que una vida humana había sido cruelmente segada
ante mis propios ojos.
En aquel momento John sacó de su bolsillo un silbato y lanzó al aire
varios toques que atravesaron la espesura ardiente.
Yo no sabía qué podía significar aquella señal; pero volvió a despertar
mis temores. Si llegaban más piratas, no tardarían mucho en descubrirme.
Ya habían sacrificado a dos de los mejores; después de Tom y Alan, ¿acaso
no sería yo el siguiente?
Salí de mi escondrijo y empecé a retroceder, arrastrándome tan deprisa
y en silencio como pude, hacia la zona más despejada del bosque. Mientras
huía, no dejé de escuchar los gritos de los piratas que se llamaban entre sí y
los del viejo Silver, lo que me indicaba cuán cerca estaban, y el peligro me
dio alas en mi huida. En cuanto me vi fuera del bosque, corrí como jamás
en mi vida lo había hecho, sin atender qué dirección tomaba, ya que lo
único que me importaba era alejarme de aquellos asesinos; y conforme
corría también aumentaba mi miedo, hasta convertirse en una especie de
histeria.
Me sentía perdido sin remedio. Cuando el cañonazo, que yo esperaba ya
oír de un momento a otro, sonara, ¿tendría yo valor para bajar hasta los
botes y regresar junto a aquellos malvados a los que imaginaba aún
manchados de la sangre de sus víctimas? El primero que me encontrase ¿no
me retorcería el cuello como a un pájaro? ¿No sospecharían ya algo debido
a mi ausencia? Todo había terminado, pensé. ¡Adiós a la Hispaniola, adiós
al squire, al doctor, al capitán! Sólo veía ante mí dos caminos: o morir de
hambre en aquella isla o perecer a manos de los amotinados.
Mientras mi cabeza se perdía en estos pensamientos, yo no cesaba de
correr, y, sin darme cuenta, me había acercado a la ladera de la colina de los
dos picachos, en aquella parte de la isla donde las encinas crecían más
espaciadas y sus troncos centenarios se parecían más a los árboles de las
grandes selvas. Mezclados con ellas había algunos inmensos pinos, cuyas
copas alcanzaban alturas de más de cincuenta y hasta setenta pies. El aire
allí se sentía más fresco y puro que junto a la ciénaga.
Y fue allí donde vi algo que me heló la sangre en el corazón.
XV. El hombre de la isla
De repente, por la ladera de aquel monte, tan escarpada y pedregosa, oí caer
unas piedras que rebotaron contra los árboles. Instintivamente me volví
hacia aquel sitio y vi una extraña silueta que se ocultaba, con gran rapidez,
tras el tronco de un pino. Lo que aquello pudiera ser, un oso, un mono, o
hasta un hombre, no podía decirlo a ciencia cierta. Parecía una forma oscura
y greñuda; es todo cuanto vi. Pero el terror ante esta nueva aparición me
paralizó.
Me sentía acorralado; a mis espaldas, los asesinos, y ante mí, aquella
cosa informe y que presentía al acecho. Me pareció, sin embargo, mejor
enfrentarme a los peligros que ya conocía, que a ese otro ignorado. Hasta el
propio Silver me resultaba ahora menos terrible que ese engendro de los
bosques; así que, dando media vuelta y sin dejar de mirar a mis espaldas,
empecé a retroceder en dirección a los botes.
Entonces vi de nuevo aquella figura, y vi que, dando un gran rodeo,
pretendía sin duda cortarme el camino. Yo estaba totalmente exhausto; pero,
aunque hubiera estado tan fresco como al levantarme de la cama,
comprendí que no podía competir en velocidad con aquel adversario.
Aquella criatura se deslizaba de un tronco a otro como un gamo, y, aunque
corría como un ser humano, sobre dos piernas, era diferente a todos cuantos
yo había visto, porque corría doblando la cintura. Entonces me fijé y vi que
se trataba de un hombre.
Empecé a recordar tantas historias como había escuchado acerca de los
caníbales. Y hasta estuve tentado de pedir socorro. Pero el hecho de que
fuera un ser humano, por salvaje que fuese, me tranquilizó en cierta forma;
y el miedo a Silver volvió a crecer en la misma medida. Me quedé, pues,
parado, imaginando alguna manera de escapar, y, mientras meditaba, el
recuerdo de la pistola, que conmigo llevaba, relampagueó en mi cabeza. Esa
seguridad en mi defensa hizo crecer en mi corazón el valor, y me decidí a
enfrentarme con aquel misterioso habitante, y con paso decidido eché a
andar hacia él.
Estaba oculto tras otro árbol; pero debía espiar todos mis movimientos,
porque, tan pronto como empecé a avanzar, salió de su escondite y se
dirigió hacia mí. Luego vaciló un instante, pareció dudar, pero de nuevo
avanzó, y finalmente, con gran asombro y confusión por mi parte, cayó de
rodillas y extendió sus manos como en una súplica.
Yo me detuve.
—¿Quién eres? —le pregunté.
—Ben Gunn —respondió con una voz ronca y torpe, que me recordó el
sonido de una cerradura herrumbrosa—. Soy el pobre Ben Gunn, sí, Ben
Gunn; y hace tres años que no he hablado con un cristiano.
Jim Hawkins se encuentra con Ben Gunn.

Me acerqué y pude comprobar que era un hombre de raza blanca, como


yo, y que sus facciones hasta resultaban agradables. La piel, en las partes
visibles de su cuerpo, estaba quemada por el sol; hasta sus labios estaban
negros, y sus ojos azules producían la más extraña impresión en aquel
rostro abrasado. Su estado andrajoso ganaba al del más miserable mendigo
que yo hubiera visto o imaginara. Se había cubierto con jirones de lona
vieja de algún barco y otros de paño marinero, y toda aquella extraordinaria
colección de harapos se mantenía en su sitio mediante un variadísimo e
incongruente sistema de ligaduras: botones de latón, palitos y lazos de
arpillera. Alrededor de la cintura se ajustaba un viejo cinturón con hebilla
de metal, que por cierto era el único elemento sólido de toda su
indumentaria.
—¡Tres años! —exclamé—. ¿Es que naufragaste?
—No, compañero —dijo—. Me abandonaron.
Yo ya había oído esa terrible palabra, y sabía qué atroz castigo
encerraba, muy usado por los piratas, que abandonaban al desgraciado en
una isla desolada y lejana tan sólo provisto de un saquito de pólvora y
algunas municiones.
—Me abandonaron hace tres años —continuó—, y he sobrevivido
comiendo carne de cabra, moras y ostras. Un hombre tiene que vivir con lo
que encuentre. Pero, ay, compañero, me muero de ganas de comer como los
cristianos. ¿No llevarás encima aunque sólo sea un trozo de queso? ¿No?
Llevo tantas noches soñando con queso, y una buena tostada, y cuando me
despierto sigo aquí.
—Si alguna vez consigo regresar a bordo —le dije—, tendrás todo el
queso que quieras, por arrobas.
Mientras yo hablaba, él palpaba la tela de mi casaca, me acarició las
manos, miraba mis botas y no dejó de mostrar, durante todo el tiempo que
estuvimos hablando, la más infantil de las alegrías por hallarse con otro ser
humano. Pero al oír mis últimas palabras, se quedó perplejo, mirándome
asombrado.
—¿Si consigues regresar a bordo? —repitió—. ¿Y quién puede
impedírtelo?
—Ya sé que tú no —le contesté.
—Puedes estar seguro —exclamó—. Lo que tú… ¿Pero cómo te llamas,
compañero?
—Jim —le dije.
—Jim, Jim —dijo encantado—. Pues bien, Jim, si supieras la vida tan
desastrosa que he llevado, te avergonzarías. ¿Alguien podría decir al verme
en este estado que mi madre era una santa?
—La verdad es que no —le contesté.
—Ah —dijo él—, pues lo era, tenía fama de muy piadosa. Y yo fui un
chico honrado y piadoso, sabía el catecismo de memoria y podía repetirlo
tan deprisa, que no se distinguía una palabra de otra. Y ya ves en que he
caído, Jim. Empecé jugando al tejo en las losas de los cementerios, así es
como empecé, pero luego hice cosas peores, y no obedecía a mi pobre
madre, que me repetía sin cesar que iba por el camino de la perdición, y no
se equivocó. Pero la Providencia me trajo a esta isla, para que en su soledad
volviera a mi ser verdadero, y ahora soy un hombre piadoso y arrepentido.
Ya nunca beberé ron… sólo un dedal, para darme buena suerte, en cuanto
tenga a mano una barrica. He hecho voto de ser honrado, y además, Jim —y
añadió bajando la voz—, … soy rico.
Imaginé que el pobre hombre se habría vuelto loco en aquella soledad y
sin duda mi cara debió reflejar ese pensamiento, porque me repitió con
vehemencia:
—¡Rico! ¡Rico! Y te diré además una cosa: voy a hacer un hombre de ti,
Jim. ¡Ah, Jim, vas a bendecir tu suerte, sí, por ser el primero que me ha
encontrado!
Pero de pronto su semblante se ensombreció y, apretándome la mano
que tenía entre las suyas, puso un dedo amenazador ante mis ojos.
—Ahora, Jim, dime la verdad: ¿No será ese el barco de Flint? —me
preguntó.
Tuve en aquel instante una feliz inspiración. Pensé que podía encontrar
en aquel hombre un aliado, y le contesté al punto:
—No es el barco de Flint. Flint ha muerto. Pero voy a contarte la
historia, ¿no es eso lo que quieres? Algunos de los hombres de Flint van a
bordo, por desgracia para los demás.
—¿No irá uno… uno con una sola… pierna? —dijo con voz
entrecortada.
—¿Silver? —pregunté.
—¡Ah, Silver! —dijo él—. Así se llamaba.
—Es el cocinero; y el cabecilla, además.
Me tenía todavía cogido por la mano, y, al oír estas palabras, casi me
retorció la muñeca.
—Si te hubiera enviado John «el Largo» —dijo—, no daría un penique
por mi vida; pero tampoco por la tuya.
Resolvió que debía contarle toda la aventura de nuestro viaje y la
situación en que nos encontrábamos. Me escuchó con vivo interés y, cuando
terminé, me dio unas palmaditas en la cabeza, diciéndome:
—Eres un buen muchacho, Jim, y estáis todos metidos en un grave
peligro, ¿entiendes? Pero confía en Ben Gunn; Ben Gunn es el hombre que
necesitáis. ¿Crees tú que tu squire se mostrará como un hombre generoso si
le ayudo…, si lo saco de este apuro, qué dices a eso?
Le contesté que el squire era el más generoso de los caballeros.
—Sí, pero… —dijo Ben Gunn—, no quiero decir darme un puesto de
guardián y una librea nueva y cosas así; no es eso lo que quiero, Jim. Lo
que te pregunto es esto: ¿crees tú que ese caballero llegaría a darme hasta
mil libras…? Sería parte de un dinero que yo he tenido ya por mío.
—Seguro que aceptará —dije—. Ya había pensado dar una
participación a todos.
—¿Y el viaje de regreso a Inglaterra? —preguntó con un aire
graciosamente astuto.
—¡Sin duda! —exclamé—. El squire es todo un caballero. Y además, si
nos libramos de los amotinados, necesitaremos de ti para gobernar la goleta
hasta la patria.
—Ah —dijo—, eso es cierto. —Y pareció tranquilizarse—. Ahora voy a
decirte una cosa más —continuó—. Yo navegaba con Flint cuando él
enterró ese tesoro: él y seis hombres que trajo aquí, seis marineros de los
más fuertes. Estuvieron en tierra cerca de una semana, y nosotros,
entretanto, estábamos anclados en el viejo Walrus. Un día vimos izada la
señal de regreso, y vimos aparecer a Flint, pero volvía solo en el bote, y
traía la cabeza vendada con un pañuelo azul. El sol estaba levantándose y,
cuando el bote se acercó, vimos a Flint, pálido como un muerto, remando.
Allí estaba, imagínatelo, y los otros seis, muertos, muertos y enterrados.
Cómo pudo hacerlo, nadie logró explicárselo a bordo. Los envenenó, luchó
contra ellos, los asesinó a traición… Pero él solo pudo con los seis. Billy
Bones era el segundo de a bordo y John «el Largo» el contramaestre, y los
dos le preguntaron que dónde estaba el tesoro. «Ah», les respondió, «si
queréis averiguarlo, podéis ir a tierra y hasta quedaros allí, pero yo zarparé
ahora mismo, ¡por Satanás!, en busca de más oro». Eso les dijo. Tres años
más tarde iba yo en otro barco y pasamos a la altura de esta isla.
«Muchachos», les propuse, «ahí está el tesoro de Flint; vamos a
desembarcar y a buscarlo». Al capitán no le gustó la idea, pero mis
compañeros ya estaban resueltos y desembarcamos. Pasamos doce días
enteros buscándolo, y cada día que pasaba crecía su rencor contra mí, hasta
que una buena mañana decidieron regresar a bordo. «Y tú, Benjamín
Gunn», me dijeron, «ahí te dejamos un mosquetón», y añadieron «y una
pala y un pico. Quédate y, cuando encuentres el dinero de Flint, todo para
ti». Pues bien, Jim, tres años llevo aquí desde aquel día, y sin probar un
bocado de cristiano. Pero, mírame, dime: ¿te parece que tengo el aspecto de
uno de esos piratas? No, y eso es porque nunca lo he sido. Ni lo soy.
Y al decir estas palabras, me guiñó un ojo y me dio un pellizco.
—Dile a tu squire precisamente eso, Jim —me insistió—: Ni lo fui ni lo
soy. Repítele esas palabras. Y recuerda decirle: Durante tres años él ha sido
el único habitante de la isla, con sus días y sus noches, con sus soles y sus
lluvias; unas veces pasaba el tiempo rezando (dile eso) y otras acordándose
de su pobre madre, que ojalá aún viva (no te olvides de decirle eso). Pero
que la mayor parte del tiempo la ha pasado Gunn ocupado (esto es muy
importante que se lo digas) con otro asunto. Y entonces le das un pellizco,
como éste.
Y volvió a pellizcarme mientras me hacía un gesto de complicidad.
—Después —siguió—, después te detienes y le dices esto: Gunn es un
buen hombre (repíteselo) y pone toda su confianza del mundo, toda la
confianza del mundo, no olvides machacarle esto, en un caballero de
nacimiento, y no en esos otros caballeros de fortuna, y eso que él fue uno de
ellos.
—Bueno —le dije—, no entiendo ni una palabra de lo que me has
dicho. Pero eso no hace al caso, pues aún no sé cómo voy a arreglármelas
para volver al barco.
—Ah —dijo él—, ahí está el apuro, sin duda. Y ahí tienes un bote que
yo construí con estas manos, está debajo de la peña blanca. En el peor de
los casos podemos intentarlo cuando oscurezca. ¡Pero escucha! —dijo de
pronto, sobresaltado—, ¿qué es eso?
Porque en aquel momento, aunque aún faltaba una o dos horas para la
puesta del sol, la isla entera se estremeció con el estruendo de un cañonazo.
—¡Ha empezado la lucha! —grité—. ¡Sígueme!
Y eché a correr hacia el fondeadero, olvidando todos mis pasados
temores, y junto a mí el hombre de la isla, al viento una piel de cabra con la
que se había abrigado, corría con la agilidad de un animal.
—¡A la izquierda! ¡A la izquierda! —me decía—. ¡Siempre a la
izquierda, compañero Jim! ¡Metámonos bajo esos árboles! Ahí maté yo mi
primera cabra. Ya hace tiempo que no bajan por aquí; prefieren refugiarse
en los masteleros, porque temen a Benjamín Gunn. ¡Ah! Y eso es el
cementerio —y creo que lo dijo con cierta intención—. ¿Ves esos túmulos?
Son sepulturas. Aquí vengo de vez en cuando a rezar, cuando supongo que
debe ser domingo o que le ronda cerca. No es que sea una iglesia, pero rezar
aquí parece más solemne; y además, y diles también esto, Ben Gunn ha
tenido que apañárselas como ha podido, sin capellán, ni Biblia, ni una
bandera, díselo así.
Y continuó hablando mientras yo corría, sin esperar ni recibir una
respuesta.
Había ya pasado un buen rato desde que escuchamos el cañonazo,
cuando oímos resonar una descarga de fusilería. Seguimos corriendo y, de
pronto, a menos de un cuarto de milla frente a nosotros, vi la Union Jack
ondeando al aire sobre el bosque.
Parte cuarta: La empalizada
Narración continuada por el doctor:

XVI. Cómo abandonamos el barco


Sería la una y media —los tres toques del mar— cuando dos chinchorros
fueron arriados desde la Hispaniola y algunos marineros se dirigieron a
tierra. El capitán, el squire y yo volvimos al camarote y continuamos
deliberando sobre los acontecimientos. Si el viento hubiera estado a nuestro
favor, no habríamos dudado en deshacernos de los seis amotinados que
permanecían a bordo y zarpar. Pero no corría ni la menor brisa y, para
completar nuestras cuitas, Hunter nos comunicó que Jim Hawkins había
saltado a uno de los botes y estaba en la isla con los demás.
Ni por un instante se nos ocurrió dudar de la lealtad de Jim Hawkins,
pero sentimos una profunda preocupación por su seguridad. Conociendo la
determinación de los marineros, creímos tener pocas esperanzas de ver de
nuevo al muchacho. Preocupados, subimos a cubierta: la brea hervía en las
ensambladuras de los tablones; el olor insano de aquel fondeadero me
revolvió el estómago —se respiraba la fiebre, la disentería—; vimos a los
seis bribones que andaban de conciliábulo sentados a la sombra de una vela
en el castillo de proa. Allá en tierra se divisaban los dos botes amarrados y
un marinero en cada uno, en la desembocadura del riachuelo. Uno de los
forajidos silbaba la vieja canción «Lilibulero».
La espera destrozaba nuestros nervios, por lo que decidimos que Hunter
y yo nos acercáramos a tierra en otro chinchorro en busca de noticias. Los
botes se habían dirigido hacia la derecha, pero nosotros remamos en línea
recta, hacia la empalizada que el mapa señalaba. Cuando nos vieron
aparecer los dos que estaban de guardia en los botes, se sobresaltaron; dejé
de oír la canción, y me di cuenta de que discutían qué hacer con nosotros.
De haber ido alguno de ellos a avisar a Silver, seguramente hubiésemos
podido tomarles delantera, pero probablemente habían recibido órdenes de
permanecer en su puesto; de nuevo escuché la vieja canción.
La costa presentaba un pequeño saliente rocoso y yo maniobré de forma
que sirviera para ocultarnos de ellos, por lo que incluso antes de
desembarcar ya los habíamos perdido de vista. Salté a tierra y empecé a
caminar rápidamente, aunque con prudencia; hacía tanto calor, que me
protegí la cabeza con un pañuelo de seda; también portaba dos pistolas
cargadas para mi defensa. No había caminado ni cien yardas, cuando me
encontré con la empalizada.
Estaba levantada en la cima de una gran duna aprovechando que allí
manaba un pequeño manantial, al que se había dejado dentro del recinto
junto a una especie de fuerte construido con troncos, y capaz de albergar, en
caso de necesidad, lo menos cuarenta hombres; se veían aspilleras
practicadas en los cuatro lados, lo que garantizaba una defensa de
mosquetería. Alrededor se había rozado un espacio considerable y la obra
se cerraba con una empalizada de seis pies de altura, lo suficientemente
sólida como para resistir cualquier ataque y, por otra parte, hábilmente
levantada con separaciones que impedían el ocultamiento de los asaltantes.
Sin duda los que disparasen desde el fuerte tendrían a su merced a los que
atacaran; casi como cazadores que disparasen contra perdices. Ni un
regimiento hubiera podido tomar aquel fortín, si los defensores estaban
alerta y con suficientes provisiones. Consideré sobre todo la importancia de
contar con un manantial en el mismo fortín, porque, si bien en la Hispaniola
gozábamos de buen alojamiento, abundancia de armas y municiones, y
víveres suficientes, amén de nuestros buenos vinos, algo había sido
descuidado: no teníamos agua. Meditaba sobre ello cuando hasta mí llegó,
como si resonara sobre toda la isla, un espeluznante grito de agonía. La
muerte violenta no era algo a lo que yo no estuviera acostumbrado —pues
serví con Su Alteza el Duque de Cumberland, y mi cuerpo muestra una
cicatriz consecuencia de Fontenoy—, pero debo confesar que mi corazón se
detuvo y de pronto empezó a latir sin medida. Pensé que Jim Hawkins había
muerto. Haber sido un viejo soldado me sirvió en ese instante, pero aún más
mi dedicación a la medicina, pues exige reacciones inmediatas; y esta
educación me hizo decidir al instante, y sin pérdida de tiempo corrí hacia la
playa y salté a bordo del chinchorro.
Afortunadamente, Hunter era un buen remero y parecía que volábamos
sobre las aguas; pronto amarramos al costado de la goleta, y subí a bordo.
Todos estaban allí sobresaltados, lógicamente. El squire, pálido como
un papel, aguardaba sentado, imagino que considerándose culpable de
habernos arrastrado a aquella situación. En el alcázar uno de los marineros
no demostraba mejor humor.
—Fijaos en ese marinero —me dijo el capitán Smollett señalándolo con
disimulo—. Es novato. Cuando escuchó ese grito terrible, estuvo a punto de
desmayarse. Creo que bastaría orientar su miedo para que se pasara a
nuestras filas.
Comuniqué al capitán mi criterio de fortificarnos en la empalizada, y
entre los dos convinimos los detalles para llevarlo a cabo. Apostamos
entonces al viejo Redruth en el pasillo entre el camarote y el castillo de
proa, con tres o cuatro mosquetes cargados y una colchoneta como
protección. Hunter situó el chinchorro en la portañuela de popa, y Joyce y
yo lo pertrechamos con sacos de pólvora, mosquetes, cajas de galleta,
barricas de salazón de cerdo, un tonel de brandy y mi inapreciable botiquín.
Entre tanto, el squire y el capitán permanecían en cubierta; este último
llamó al timonel, que obviamente era el jefe de los amotinados a bordo.
—Señor Hands —le dijo, apuntándolo con sus pistolas—, el señor
Trelawney y yo estamos decididos a disparar sobre usted. Al menor
movimiento por parte de cualquiera de los suyos, es usted hombre muerto.
Los forajidos se quedaron desconcertados, y después de una breve
consulta empezaron a bajar uno a uno por la escalera de rancho,
seguramente pensando en sorprendernos de alguna manera por la espalda.
Pero allí se encontraron con Redruth en el pasadizo, y no tuvieron otra
salida que dar la vuelta y regresar a cubierta, donde comenzaron a asomar
cautelosamente sus cabezas.
—¡Abajo, perros! —gritó el capitán.
Volvieron a ocultarse, y por el momento ninguno de aquellos marineros,
tan poco animosos, continuó inquietándonos.
El chinchorro estaba ya dispuesto, tan cargado como nuestra temeridad
permitía, y Joyce y yo subimos a él, desde la portañuela de popa, y
remamos hacia la costa tan deprisa como nos permitieron las circunstancias.
Este segundo viaje despertó ya claramente las sospechas de los dos
bandidos que vigilaban en la playa. Una vez más dejé de oír sus silbidos, y,
antes de perdernos de su vista tras el saliente, pude asegurarme de que uno
de ellos saltaba del bote y desaparecía en la maleza. Me dieron ganas de
cambiar mi plan y aprovechar para destruir los botes, pero temí que Silver y
los otros estuvieran muy cerca, y no podía arriesgar todo por tan poco.
Pronto atracamos en el mismo lugar que la primera vez, y nos
dedicamos a aprovisionar el fortín. Trasladamos los pertrechos que pudimos
hasta la empalizada, y dejando allí a Joyce de vigilancia —que, aunque
fuera sólo un hombre, disponía de media docena de mosquetes—, Hunter y
yo volvimos al chinchorro a por más provisiones. No terminó nuestra faena
hasta que todo estuvo almacenado, y entonces los dos criados del squire
ocuparon posiciones en el fortín y yo regresé, remando con todas mis
fuerzas, a la Hispaniola.
Trasladar un segundo cargamento puede parecer más osadía de la que en
verdad representaba, porque, si los piratas tenían sin duda la ventaja de su
número, nuestras eran las armas. Ninguno de los que permanecían en tierra
tenía mosquete y, antes de que pudieran acercársenos a tiro de pistola, ya
habríamos dado buena cuenta de media docena, al menos.
El squire me aguardaba en la portañuela, sin demostrar su pasada
debilidad. Fijó la amarra y me ayudó a cargar nuevamente el botecillo con
la presteza de quien se juega en ello la vida. Más carne de cerdo, más
pólvora y galleta, y un mosquete y un machete para cada uno de nosotros, el
squire, el capitán, Redruth y yo. El resto de las armas y de la pólvora lo
arrojamos al mar, y, dado el poco calado y la claridad de las aguas,
podíamos ver en el fondo el brillo del acero sobre la arena.
Empezaba ya a bajar la marea y el barco a derivar suavemente en torno
al ancla. Escuchamos voces lejanas en dirección de los dos botes, y aunque
ello nos tranquilizó pensando en Joyce y en Hunter, que estaban más hacia
el este, también nos advertía que no podíamos perder un minuto en zarpar.
Redruth fue retrocediendo desde su parapeto y se descolgó hasta el
chinchorro; dimos entonces una vuelta para recoger al capitán en la
escalerilla de babor.
Antes de partir, el capitán Smollett se dirigió a los amotinados, que aún
permanecían escondidos en el castillo de proa:
—¡Eh, vosotros! ¿Me oís?
Pero no escuchamos respuesta alguna.
—¡Gray! —llamó el señor Smollett, en un último intento—. Voy a
abandonar el barco, y te ordeno que sigas a tu capitán. Sé que en el fondo
eres un buen hombre, y hasta diría que ninguno de vosotros está
definitivamente perdido. Tengo el reloj en la mano; te doy treinta segundos
para que me obedezcas.
Hubo un silencio.
—¡Ven conmigo, muchacho! —insistió el capitán—, rompe amarras. No
puedo esperar más, cada segundo que pasa arriesgo mi vida y la de estos
caballeros.
Entonces escuchamos un repentino estrépito, como de lucha, y vimos a
Abraham Gray surgir como un rayo, con una cuchillada en el rostro, y
correr hacia el capitán, junto al que se situó como un perro que acude al
silbido de su amo.
—Estoy con usted, señor —dijo.
Inmediatamente el capitán y él embarcaron con nosotros y empezamos a
remar.
Habíamos conseguido salir salvos del barco, pero aún teníamos que
alcanzar la empalizada.
Narración continuada por el doctor:

XVII. El último viaje del chinchorro


El tercer viaje del chinchorro fue totalmente distinto de los anteriores. En
primer lugar, la frágil embarcación había sido cargada con exceso. Con
cinco hombres —de los cuales, tres, Trelawney, Redruth y el capitán, eran
hombres corpulentos— ya hubiera sufrido quizá demasiado peso. Y si a ello
añadimos la pólvora, las barricas de salazón y los sacos de galleta, es fácil
imaginarse que por la popa el mar estaba a ras de la borda, lo que ocasionó
que más de una vez embarcásemos agua y que mi calzón y los faldones de
mi casaca estuvieran empapados antes de avanzar ni cien yardas.
El capitán nos distribuyó en diversas formas para equilibrar el bote, y
algo logramos, pero teníamos miedo hasta de respirar. Como además la
marea ya bajaba con fuerza, formando una corriente que arrastraba hacia el
oeste a través de la ensenada y luego hacia el sur, hacia alta mar, iba
alejándonos del canal que habíamos utilizado por la mañana. Hasta las más
pequeñas olas representaban un peligro para nosotros en aquellas
condiciones; pero lo peor era luchar contra la corriente, porque no había
manera de conservar el rumbo hacia nuestro punto de atraque protegido por
el saliente rocoso. Estábamos derivando peligrosamente hacia el lugar
donde precisamente habían amarrado sus botes los piratas, y éstos podían
aparecer en cualquier momento.
—No puedo mantener el rumbo, es imposible —le dije al capitán, pues
era yo quien gobernaba, mientras Smollett y Redruth, más descansados, se
afanaban en los remos—. La marea es fuerte y nos desvía —le expliqué—.
Hay que remar con más fuerza.
—No podemos, sin correr el riesgo de inundar el chinchorro —contestó
el capitán—. ¡Mantened el rumbo, contra corriente, mantenedlo cuanto sea
posible!
Lo intenté, pero mi experiencia me aseguraba que la marea nos
arrastraría violentamente, y no pudimos evitar que el botecillo derrotara
hacia el este, es decir, casi en ángulo recto con el rumbo que debíamos
seguir.
—Así nunca conseguiremos llegar —dije.
—No podemos seguir otro rumbo —contestó el capitán—. Hay que
luchar contra la corriente. Fijaos —continuó—, si derivamos a sotavento de
nuestro punto de destino, es difícil saber dónde atracaremos, y, además,
vamos a quedar expuestos a que los amotinados nos aborden, mientras que
con este rumbo llegará un punto en que la marea amaine, y entonces
podremos regresar costeando.
—La corriente empieza a ceder, señor —dijo el marinero Gray, que iba
encaramado a la proa—. Ya no es preciso retener tanto el timón.
—Bien, muchacho —le dije, y le hablé como si nada hubiera ocurrido,
como si desde el principio hubiera sido leal, que era lo que habíamos
decidido el capitán y yo.
De pronto, el señor Smollett pareció recordar algo importantísimo, y
exclamó con voz alterada:
—¡El cañón!
—Ya había pensado en ello —contesté yo, relacionándolo con un
posible bombardeo del fortín—. Pero nunca podrán llevar el cañón a tierra,
y si lo hacen, no es fácil arrastrarlo a través de la maleza.
—Mirad a popa —me indicó el capitán.
Nos habíamos olvidado por completo de la pieza larga del nueve; y vi
con espanto cómo los cinco facinerosos que quedaban a bordo se afanaban
en torno a ella, quitándole la «chaqueta», como llamaban a la lona
embreada que la protegía. Y recordé entonces que también habíamos
olvidado en la goleta las granadas del cañón y los detonantes, y que bastaría
con que dieran con los pertrechos para que los amotinados se hicieran
dueños de todo.
—Israel era el artillero de Flint —dijo Gray con voz ronca.
Arriesgándolo entonces todo, enfilamos decididos hacia el
desembarcadero. La corriente había amainado lo suficiente como para que
pudiéramos gobernar el chinchorro sin demasiados problemas, pero, en la
deriva a que nos había arrastrado, navegábamos ahora, además de con cierta
lentitud, con un rumbo que nos presentaba de costado la Hispaniola, en
lugar de popa, con lo que ofrecíamos mejor blanco que la puerta de un
corral.
Desde nuestra posición podía ver y oír a aquel bribón aguardentoso de
Israel Hands, que hacía rodar una gruesa granada por cubierta.
—¿Quién es aquí el mejor tirador? —preguntó el capitán.
—El señor Trelawney, sin duda —dije yo.
—Señor Trelawney —dijo entonces el capitán—, ¿tendríais la
amabilidad de quitar de en medio a uno de esos perros levantiscos…, a
Hands, si os fuera posible?
Trelawney, impávido, frío como el acero, cebó su mosquete.
—Tened cuidado —dijo el capitán— al disparar, no vayamos a
zozobrar. Atención todos para asegurar el chinchorro cuando el señor
Trelawney apunte.
El squire levantó su arma, cesamos de remar y nos situamos en posición
de hacer de contrapeso; he de decir que ni una gota de agua penetró en
nuestro bote.
Los amotinados, entre tanto, habían girado la cureña y ahora trataban de
apuntar hacia nosotros; Hands, que estaba junto a la boca del cañón con el
atacador, era sin duda el mejor expuesto. Pero nos falló la suerte, porque, en
el mismo instante de disparar el squire, Hands se agachó y la bala, que rozó
su cabeza, alcanzó a otro de sus compinches.
El squire Trelawney disparando a los piratas de la Hispaniola.

Al caer éste, dio un grito que no sólo puso en movimiento a sus


compañeros a bordo, sino que alertó a los que estaban en tierra, y mirando
hacia la playa pude ver a los piratas salir en tropel por entre los árboles para
ocupar sin pérdida de tiempo sus puestos en los botes.
—Mirad esos botes, señor —le dije al capitán.
—¡Avante! —ordenó él entonces—, olvidad toda precaución. Si nos
vamos a pique, tanto peor.
—Sólo veo acercarse uno de los botes —le indiqué—; los otros
marineros seguramente estarán tomando posiciones en tierra.
—Buena carrera habrán de darse —repuso el capitán—, y ya sabéis lo
que es un Jack en tierra. No me preocupan demasiado. Me alarma más ese
cañón. Cómo hemos podido olvidar deshacernos de las granadas. La
doncella de mi esposa sería capaz de acertar en el tiro. Señor Trelawney,
estad atento y, si veis que encienden la mecha, advertidnos para que
aguantemos sobre los remos.
Con todos estos acontecimientos habíamos avanzado un trecho muy
considerable, a pesar de ir sobrecargados. No nos faltaba mucho para
arribar, con treinta o cuarenta bogadas más atracaríamos; el reflujo había
descubierto ya una estrecha restinga bajo los árboles, que se amontonaban
en la orilla. Y tampoco sentíamos excesivo temor por el bote que nos
perseguía, porque el promontorio nos ocultaba a sus ojos. La corriente que
tanto nos había perjudicado, nos compensaba ahora retrasando a nuestros
enemigos. Pero el cañón era un peligro del que aún no nos habíamos
librado.
—Me entran tentaciones, aunque signifique perder un poco de tiempo,
de detenernos y quitar de en medio a otro de esos bandidos —dijo el
capitán.
Porque era evidente que éstos no estaban dispuestos a retrasar otra
andanada. Ni siquiera habían atendido a su compañero herido, al que
veíamos tratando de alejarse a rastras.
—¡Preparados! —gritó el squire.
—¡Aguantad! —ordenó el capitán, presto como un eco.
Y él y Redruth aguantaron los remos con tal esfuerzo, que la popa del
chinchorro se hundió bajo las aguas. En ese instante retumbó el cañonazo.
Fue —como más tarde supe— el que Jim escuchó, ya que el disparo del
squire no llegó a sus oídos. La bala pasó sobre nuestras cabezas, supongo,
aunque ninguno puede decirlo, pero el aire que desplazó seguramente
contribuyó para que zozobrásemos.
El chinchorro empezó a hundirse por la popa. La profundidad era sólo
de tres pies, y, aunque algunos cayeron de cabeza al mar, pronto se
levantaron, empapados; el capitán y yo permanecimos de pie, enfrente uno
del otro.
No sufrimos grandes daños. Nos habíamos salvado y pudimos vadear
hasta la costa sin ningún peligro. Pero todos nuestros pertrechos quedaron
inutilizados en el agua, y hasta de los cinco mosquetes sólo dos estaban aún
en condiciones de ser utilizados. Agarré el mío antes de caer al mar y lo
alcé sobre mi cabeza como por una especie de instinto. El capitán llevaba el
suyo colgado al hombro y prudentemente con el cañón hacia arriba. Pero
los demás quedaron en el fondo.
Para aumentar nuestra confusión, escuchamos voces que se acercaban
por el bosquecillo que bordeaba la ribera; lo que aumentó nuestros temores,
no ya tan sólo porque nos cortasen el camino hacia la empalizada, y en la
indefensión en que nos hallábamos, sino considerando que Hunter y Joyce,
de ser atacados por media docena siquiera, no tuvieran el buen sentido y la
decisión suficiente para resistir. Que Hunter era hombre firme, nos
constaba; pero Joyce era dudoso, pues, si bien se trataba de alguien de
buena disposición como criado, la capacitación de hombre de armas no era
la misma que para cepillar la ropa.
Con todas estas cavilaciones por fin logramos alcanzar la costa. Pero
atrás quedaba nuestro pobre chinchorro y con él la mitad de nuestras
municiones y avituallamiento.
Narración continuada por el doctor:

XVIII. Cómo terminó nuestro primer día de


lucha
A toda velocidad nos lanzamos a través del bosque tras el cual estaba la
empalizada, y a cada paso nos parecía escuchar más cerca aún las voces de
los bucaneros. Pronto oímos el crujir de las ramas bajo sus pisadas, lo que
indicaba cuán cerca estaban ya de nosotros.
Consideré que nos veríamos obligados a hacerles frente antes de poder
llegar al fortín, y cebé mi mosquete.
—Capitán —dije—, Trelawney es el mejor tirador. Déjele su arma,
porque la suya no puede utilizarse.
Cambiaron las armas, y Trelawney, silencioso y sereno como lo había
estado desde el comienzo de los incidentes, se detuvo para comprobar que
el mosquete se hallaba dispuesto. Me di cuenta también de que Gray se
encontraba desarmado, y le di mi machete. A todos se nos alegró el corazón
al verlo escupir sobre su palma, fruncir el gesto y dar unas cuchilladas al
aire. Su aire fiero nos confortó, pues indicaba que nuestro nuevo aliado no
era un refuerzo despreciable.
Anduvimos unos cuarenta pasos y salimos del bosque, y allí pudimos
contemplar la empalizada delante de nuestros ojos. Nos acercamos al fortín
por el lado sur, y casi al mismo instante siete de aquellos forajidos, con Job
Anderson, el contramaestre, a su cabeza, se abalanzaron contra nosotros
desde el suroeste con gran algazara.
Se detuvieron al vernos armados, y, aprovechando ese momento de
indecisión, el squire y yo disparamos sobre ellos, y a nuestro fuego se unió,
desde el fortín, la descarga de Hunter y de Joyce. Los cuatro disparos
fueron graneados, pero lograron su efecto: uno de los bandidos cayó allí
mismo y los demás, sin detenerse a pensarlo, dieron vuelta y se internaron
bajo la protección de los árboles. Cargamos de nuevo las armas y salimos al
campo para comprobar la muerte de aquel bribón; no cabía duda: un disparo
le había atravesado el corazón. Pero poco duró nuestro regocijo, porque,
mientras permanecíamos en aquel descubierto, de pronto sonó un tiro de
pistola, sentí pasar la bala junto a mi oído, y el pobre Tom Redruth cayó
cuan largo era dando un extraño salto. El squire y yo devolvimos el disparo,
pero, como no pudimos apuntar a bulto alguno, no hicimos más que
desperdiciar la pólvora. Cargamos otra vez y atendimos al pobre Tom.
El capitán y Gray estaban examinándolo, y bastó una mirada para
darnos cuenta de que no tenía remedio.
Me figuro que la presteza con que respondimos al disparo dispersó a los
amotinados, porque durante un rato no volvieron a molestarnos, lo que
aprovechamos para llevar al malogrado Redruth, que no cesaba de sangrar y
dar ayes, tras la empalizada y recostarlo en el interior del fortín de troncos.
Pobre viejo, ni una palabra, ni una queja había salido de sus labios
desde que empezaron nuestras desventuras, ni una expresión de temor, ni
tampoco de asentimiento. Ahora esperaba su muerte tendido en aquel fortín.
Había resistido como un troyano en su puesto tras el colchón en la goleta;
había cumplido todas las órdenes en silencio, casi tercamente, y bien. Era el
mayor de todos nosotros, lo menos veinte años. Y precisamente fue a aquel
hombre, sombrío, viejo y abnegado criado, a quien le tocó morir.
El squire cayó de rodillas junto a él y le besó la mano llorando como un
niño.
—¿Me estoy muriendo, doctor? —me preguntó.
—Tom, amigo —le dije—, te vas a donde iremos todos.
—Me hubiera gustado llevarme a uno al menos por delante —murmuró.
—Tom —dijo el squire—, di que me perdonas.
—Eso no sería respetuoso de mi parte, señor —contestó—. Pero si así
lo deseáis, que así sea, ¡amén!
Hubo un corto silencio, y después nos pidió que alguien leyera una
oración.
—Es la costumbre, señor —dijo, como disculpándose. Y sin añadir
palabra expiró.
Mientras tanto el capitán Smollett, al que me había parecido ver
singularmente abultado, empezó a sacar de su pecho y bolsillos una gran
variedad de objetos: la bandera con los colores de Inglaterra, una Biblia, un
largo trozo de cuerda, pluma, tinta, el cuaderno de bitácora y varias libras
de tabaco. Aseguró en una esquina del fortín un tronco fino que había
encontrado, y con ayuda de Hunter subióse al tejado y con sus propias
manos izó y desplegó nuestra bandera.
Esto pareció reconfortarlo enormemente. Volvió a entrar en el fuerte y
se puso a inventariar las provisiones, como si aquello fuera lo único que le
importaba. Sin embargo no había dejado de seguir con emoción la muerte
de Tom; y cuando llegó su fin, se acercó con otra bandera y la extendió
sobre su cuerpo, haciendo su gesto de marcial reverencia.
—No os acongojéis, señor —le dijo al squire—. Ha muerto como
corresponde a un marino, cumpliendo su deber para con su capitán y
armador; ahora está en buenas manos. Como debe ser.
Después de estas palabras, el capitán me llevó aparte.
—Doctor Livesey —me dijo—, ¿en cuántas semanas espera el squire el
barco de socorro?
Le dije que era cuestión quizá de meses, más que semanas; que Blandly
enviaría a buscarnos en caso de no haber regresado para finales de agosto,
pero no antes.
—Eche usted mismo la cuenta —le dije.
—Es el caso —contestó el capitán, rascándose la cabeza— que, aun
contando con los inestimables bienes de la Providencia, estamos en un
verdadero apuro.
—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.
—Que es una lástima que hayamos perdido aquel segundo cargamento;
eso quiero decir —replicó el capitán—. Podemos resistir con la munición y
la pólvora de que disponemos. Pero las raciones van a ser muy escasas,
demasiado escasas, doctor Livesey; tanto, que quizá sea mejor no tener que
contar con otra boca.
Y señaló el cuerpo muerto que cubría la bandera.
En aquel momento se produjo una explosión y una bala de cañón silbó
sobre el fortín para perderse en la lejanía del bosque.
—¡Y bien! —exclamó el capitán—. ¡Se lucen! ¡Y no tenéis tanta
pólvora como para desperdiciarla, bribones!
Un segundo disparo dio prueba de que la puntería mejoraba y el
proyectil cayó dentro de la empalizada, levantando una nube de arena, pero
sin otros daños.
—Capitán —dijo el squire—, el fortín no es visible desde el barco.
Debe ser la bandera la que les indica el objetivo. ¿No deberíamos arriarla?
—¡Arriar mi bandera! —rugió el capitán—. ¡No, señor; no haré tal
cosa! —y bastó que pronunciase esas palabras para que todos nos diéramos
cuenta de que sentíamos lo mismo que él. Porque aquellos colores no eran
solamente el símbolo de la nobleza y recio espíritu propios de un marino,
sino que además proclamaban a nuestros enemigos nuestro desprecio por su
bombardeo.
A lo largo del atardecer siguieron cañoneándonos. Una bala tras otra se
enterraron en la arena, porque debían elevar tanto el ángulo de tiro, que dar
en el blanco era casi imposible para ellos, y las andanadas caían o largas o
cortas, y tampoco los rebotes significaban un verdadero peligro para
nosotros; sólo una bala atravesó el techo, pero no causó daños, y no
tardamos en habituarnos a aquella especie de juego salvaje hasta no darle
más importancia que a un golpe de cricket.
—Después de todo hay una cosa buena —observó el capitán—;
probablemente habrán despejado el bosque, y pienso que la marea debe
haber bajado ya lo suficiente para que nuestros pertrechos hayan quedado
en superficie. Pido voluntarios para ir a recoger la cecina.
Gray y Hunter se ofrecieron los primeros. Bien armados se deslizaron
fuera de la empalizada; pero la expedición no tuvo éxito, porque los
sediciosos habían pensado lo mismo, quizá porque confiaban en la puntería
de Israel, y cuatro o cinco de ellos estaban ya ocupados en hacerse con
nuestras provisiones cargándolas en uno de los botes que se hallaba cerca de
la orilla, lo que no era tarea fácil, porque la corriente era fuerte en ese
momento. Allí estaba Silver, sentado en popa, dando órdenes; y lo más
inquietante: cada uno de los piratas portaba un mosquete que ignorábamos
de qué secreta armería procedían.
El capitán se sentó con el cuaderno de bitácora ante él y empezó a
escribir:

Alexander Smollett, capitán; David Livesey, médico de a bordo; Abraham Gray,


calafate; John Trelawney, armador; John Hunter y Richard Joyce, sirvientes del
armador: únicos supervivientes (de los que permanecieron fieles en la dotación
del barco), con provisiones para diez días a media ración, han desembarcado en
este día e izado la bandera británica en el fortín de la Isla del Tesoro. Thomas
Redruth, criado del armador, ha sido muerto por un disparo de los amotinados;
James Hawkins, el grumete…

Y precisamente, cuando estaba yo meditando sobre la suerte del pobre


Jim Hawkins, escuchamos una voz más allá de la empalizada.
—Alguien nos llama —dijo Hunter, que estaba de guardia.
—¡Doctor! ¡Squire! ¡Capitán! ¿Eh, Hunter, eres tú? —se oyó gritar.
Corrí entonces hacia la puerta, y allí pude ver, sano y salvo, a Jim
Hawkins, que trepaba por la empalizada.
Reanuda la narración Jim Hawkins:

XIX. La guarnición de la empalizada


Tan pronto como Ben Gunn vio ondear la bandera, se detuvo en seco y me
tomó por el brazo.
—Mira —dijo—, son tus amigos, sin duda son ellos.
—Quizá sean los amotinados —le contesté.
—Nunca —exclamó—. Si así fuera, en un lugar como éste, donde
solamente puede haber caballeros de fortuna, Silver hubiera izado la Jolly
Roger, no te quepa duda. No, ésos son los tuyos. Y deben haber combatido,
y además no creo que hayan llevado la peor parte. Se habrán refugiado en la
vieja empalizada de Flint; la levantó hace ya años y años. ¡Ah, Flint sí que
era un hombre con cabeza! Quitando el ron, nunca se vio quien pudiera
estar a su altura. No temía a nadie, no sabía lo que era el miedo… Sólo a
Silver; ya puedes imaginarte cómo es Silver.
—Sí —contesté—, quizá tengas razón; ojalá. Razón de más para darme
prisa y unirme a mis amigos.
—No, compañero —replicó Ben—, espera. Tú eres un buen muchacho,
no me engaño; pero eres un mozalbete solamente, después de todo.
Escucha: Ben Gunn se larga. Ni por ron me metería ahí dentro contigo, no,
ni siquiera por ron, antes tengo que ver a tu caballero de nacimiento
comprometerse con su palabra de honor. No olvides repetirle mis palabras:
«Toda la confianza (debes decirle esto), toda la confianza del mundo»; y
entonces le pellizcas, así.
Y me pellizcó por tercera vez con el mismo aire de complicidad.
—Y cuando se necesite a Ben Gunn, tú ya sabes dónde encontrarlo, Jim.
En el mismo sitio donde hoy me has encontrado. Y el que venga a buscarme
que traiga algo blanco en la mano y que venga solo. ¡Ah! Y debes decirles:
«Ben Gunn», diles eso, «tiene sus razones».
—Bueno —le dije—, creo que te entiendo. Quieres proponer algo y
quieres ver al squire o al doctor, y ellos podrán encontrarte en el lugar que
yo te encontré. ¿Es eso todo?
—¿Y cuándo?, te preguntarás tú —me dijo—. Pues desde mediodía
hasta los seis toques.
—Muy bien —le contesté—. ¿Puedo irme ahora?
—¿No se te olvidará? —me preguntó con ansiedad—. «Toda la
confianza del mundo» y «él tiene sus razones», debes decirles eso. Razones
propias; ése es el punto crucial: de hombre a hombre. Y bien, ya puedes irte
—dijo, aunque seguía reteniéndome por el brazo—. Pero escucha, Jim, si
fueras a encontrarte con Silver… ¿no venderías a Ben Gunn? ¿Ni aunque te
torturasen en el potro? No, ¿verdad? Y si esos piratas acampan aquí, Jim,
¿qué dirías tú, si hubiera viudas por la mañana?
Sus palabras fueron interrumpidas por una fuerte detonación, y una bala
de cañón quemó las copas de los árboles y se hundió en la arena a menos de
cien yardas de donde estábamos. Un minuto después cada uno corríamos en
distintas direcciones.
Durante más de una hora las detonaciones estremecieron la isla y los
cañonazos continuaron arrasando la espesura. Yo fui de un escondrijo a
otro, perseguido siempre, o al menos así me lo parecía, por aquellas
descargas. Al final creo que hasta llegué a recobrar el ánimo, aunque aún no
me atrevía a dirigirme a la empalizada, porque allí los disparos podían
alcanzarme más fácilmente. Así que decidí dar un gran rodeo hacia el este y
acercarme a la costa por entre el arbolado.
El sol acababa de ponerse y la brisa del mar agitaba los árboles y rizaba
la superficie grisácea del fondeadero; la marea había bajado y dejaba al
descubierto grandes zonas arenosas; el fresco de la noche, después de un día
tan caluroso, penetraba a través de mis ropas.
La Hispaniola seguía fondeada en el mismo punto, pero en la pena de la
cangreja ondeaba la Jolly Roger —la negra enseña de la piratería—. De
pronto vi que se iluminaba con un rojo fogonazo y la detonación fue
contestada por todos los ecos y otra andanada silbó en el aire. Fue la última.
Durante algún tiempo permanecí oculto, observando los movimientos
que siguieron al ataque. En la orilla, no lejos de la empalizada, vi cómo
empezaban a romper a hachazos el bote pequeño. A lo lejos, junto a la
desembocadura del riachuelo, una enorme hoguera brillaba entre los
árboles, y desde la playa iba y venía a la goleta uno de los botes con
aquellos marineros que yo había visto tan ceñudos a bordo y que ahora
remaban cantando al compás de sus bogadas, como chiquillos, aunque en
sus voces se percibía la euforia del ron.
Por fin creía que era el momento de intentar alcanzar la empalizada.
Estaba a bastante distancia de ella, en la franja arenosa que cierra el
fondeadero por el este y que con la bajamar hace camino hacia la Isla del
Esqueleto; al ponerme en pie, me pareció ver, en la parte más lejana de la
franja de arena, entre unos matorrales, una roca solitaria, lo suficientemente
grande y de un raro color blancuzco, que me hizo pensar en la roca blanca
de que me hablara Ben Gunn y junto a la que se encontraba el bote que
quizá algún día pudiera necesitar.
Fui bordeando el bosque hasta penetrar por la retaguardia de la
empalizada, esto es, por el lado de la costa, y no tardé en ser recibido
calurosamente por aquellos leales.
Les relaté mi aventura sin perder tiempo, y comencé a hacerme cargo de
mi tarea. El fortín había sido construido con troncos de pino sin escuadrar,
incluso el piso y el techo, y este último se levantaba a un pie o pie y medio
sobre el arenal. Había una especie de porche en la puerta y bajo él brotaba
un manantial encauzado por un extraño pilón, que no era sino un gran
caldero de barco, desfondado, y hundido en la arena, como dijo el capitán,
«hasta la amurada».
Se había cuidado de que todo lo preciso estuviera en el recinto del
fortín, y fuera tan sólo se veía una especie de losa, que servía de hogar, y
una rejilla de herrumbroso hierro para contener el fuego.
Todo el interior de la empalizada en el declive de la duna había sido
rozado para levantar el fortín, y como mudos testigos quedaban las rotas
cepas que indicaban la vieja y hermosa arboleda. El suelo había sido
erosionado por las aguas o por el aluvión, al perder la protección del
bosque, y sólo por donde corría el arroyuelo se veía ahora una capa de
musgo, algunos helechos y yedra. Pero ya en los límites de la empalizada,
el bosque recobraba su densidad —lo que perjudicaba ciertamente nuestra
defensa—, pletórico de abetos en las zonas más interiores, y de encinas,
hacia el mar.
La brisa fresca de la noche, que ya antes me hiciera tiritar, penetraba
ahora por todos los resquicios de la ruda construcción, y rociaba el suelo
como una lluvia de arena finísima. La sentíamos en nuestros ojos, la
mascábamos, había arena en nuestras caras, en el manantial, hasta en el
fondo del pilón, como gachas en una sartén. La chimenea, un agujero
cuadrado en el techo, no tiraba bien, y así el humo llenaba la habitación
provocándonos la tos y enrojeciéndonos los ojos. A todo esto hay que
añadir la presencia de Gray, que yo desconocía, y al que vi con el rostro
vendado a causa de una cuchillada que recibió al escapar de los amotinados,
y el pobre Tom Redruth, que aún insepulto yacía junto a una pared, rígido y
frío, bajo la enseña de la Unión Jack.
Si se nos hubiera dejado permanecer quietos y ociosos, el
descorazonamiento hubiera terminado por apoderarse de nosotros, pero el
capitán Smollett no era hombre para tolerarlo. Nos hizo formar ante él y nos
distribuyó en guardias. El doctor, Gray y yo constituimos una, y el squire,
Hunter y Joyce, la otra. Aunque estábamos muy fatigados, dos fueron a por
leña y otros dos cavaron una fosa para Redruth, el doctor fue nombrado
cocinero y a mí me ordenaron montar vigilancia en la puerta; el capitán no
cesaba de ir de unos a otros infundiendo ánimos o ayudando allí donde era
preciso.
De vez en cuando el doctor asomaba a la puerta para respirar un poco de
aire puro y limpiar sus ojos enrojecidos por el humo, y en cada una de esas
salidas aprovechaba para conversar conmigo.
—Smollett —me dijo en una de esas ocasiones— vale más que yo. Y
cuando yo afirmo esto, Jim, es mucho lo que digo.
En otra permaneció silencioso largo rato. Después echó hacia atrás su
cabeza y me preguntó.
—¿Tú crees que Ben Gunn está cuerdo?
—No lo sé, señor —le respondí—. No estoy seguro de que no esté loco.
—Pues, si existe alguna duda, es que seguramente lo está. Un hombre
que ha pasado tres años royéndose las uñas en una isla desierta, no puede
esperarse, Jim, que esté tan cuerdo como tú o como yo. La naturaleza
humana no es tan firme. ¿Me dijiste que te pidió queso?
—Sí, señor: queso —contesté.
—Y bien, Jim —dijo él—, toma buena cuenta de cuánto vale ser uno
persona delicada en sus alimentos. ¿Tú has visto mi cajita de rapé? ¿A que
jamás me has visto aspirarlo? Y es porque en mi cajita de rapé lo que en
realidad llevo es un trozo de queso de Parma… un queso italiano muy
nutritivo. ¡Bien, pues se lo regalaré a Ben Gunn!
Antes de cenar enterramos al viejo Tom en la arena y permanecimos
unos instantes junto a su tumba rindiéndole honores. Habíamos hecho buen
acopio de leña, aunque no tanta como hubiera deseado el capitán, por lo que
nos dijo que «a la mañana siguiente reanudásemos la faena, y con más
brío». Nos sentamos a comer y, después de dar cuenta de nuestra ración de
cerdo y nuestro vaso de aguardiente, los tres jefes se retiraron a deliberar en
un rincón.
Parecían muy preocupados por la escasez de provisiones, ya que podía
ser causa de grave apuro, tan grave como para considerar la rendición por
hambre mucho antes de que pudiera llegarnos socorro alguno. Convinieron
en que lo único que podíamos hacer era seguir eliminando piratas hasta que
se rindieran, en el mejor de los casos, o escaparan con la Hispaniola. De los
diecinueve sólo quedaban ya quince; y dos estaban con seguridad heridos,
uno de ellos, por lo menos —el que hirió el squire en la goleta—, de mucha
gravedad, si es que no había muerto también. Por lo que debíamos
aprovechar e ir reduciéndolos siempre que se pusieran a tiro, y tratar de
resguardarnos nosotros con el mayor cuidado. Pensábamos contar, además,
con dos excelentes aliados: el ron y el clima.
En cuanto al primero, y aunque los piratas se encontraban a más de
media milla de distancia, ya presentíamos su efecto al escuchar las
canciones y el alboroto hasta altas horas de la madrugada; y con respecto al
segundo, el doctor apostaba su peluca a que, acampando junto a la ciénaga,
y sin medicamentos, antes de una semana la mitad de ellos estarían fuera de
combate.
—Por eso —nos explicó—, ya se darán por contentos si pueden escapar
con la goleta. Es un buen barco, y siempre podrán volver a la piratería,
como imagino.
—¡Sería el primer navío que he perdido! —exclamó el capitán Smollett.
Yo estaba muerto de fatiga, como cabe suponer, y cuando logré
acostarme, después de tantos acontecimientos, me dormí como un tronco.
Cuando me desperté, los demás ya se habían levantado y hasta
almorzado, y la leñera mostraba una pila el doble de alta que el día anterior.
Me despertó un gran tumulto y fuertes voces.
—¡Bandera de parlamento! —oí que alguien gritaba; y a continuación,
una exclamación de sorpresa—: ¡Es el propio Silver!
Me levanté de un salto y frotándome los ojos corrí hacia una de las
aspilleras del fortín.
XX. La embajada de Silver
Dos hombres se acercaban a la empalizada; uno de ellos agitaba una tela
blanca y el otro, que avanzaba con toda calma, era en efecto nada menos
que el propio Silver.
Creo que fue el amanecer más frío que yo había vivido hasta entonces y
al raso. El cielo brillaba sin nubes y las copas de los árboles reflejaban el
suave tono rosado del sol naciente. Silver y su ayudante estaban parados en
una umbría, como emergiendo de una espesa niebla que les alcanzaba hasta
las rodillas y que no era sino la humedad de la ciénaga. Aquella bruma y el
frío del alba indicaban la insalubridad de la isla, un lugar propicio a las
fiebres.
—Que no salga nadie —dijo el capitán—. Diez contra uno a que se trata
de una artimaña.
Entonces gritó al bucanero:
—¿Quién va? ¡Alto o disparo!
—¡Bandera de parlamento! —gritó Silver.
El capitán estaba en el porche, a cubierto de cualquier disparo
traicionero. Se volvió hacia nosotros y nos dijo:
—La guardia del doctor que se encargue de la vigilancia. Doctor
Livesey, situaos, si gustáis, en el norte; Jim, al este; Gray, al oeste. La
guardia que no está de servicio que cargue los mosquetes. ¡Rápido! Y
cuidado.
Y volviéndose hacia los amotinados, les gritó:
—¿Qué embajada traéis?
Esta vez fue el acompañante de Silver quien replicó:
—El capitán Silver, señor, que quiere subir a bordo y proponeros un
trato.
—¡El capitán Silver! No lo conozco. ¿Quién es tal? —gritó el capitán.
Y oí que decía para sí—: Conque capitán… ¡Qué rápidamente ascienden
aquí!
Esta vez fue John «el Largo» el que respondió:
—Yo, señor. Estos desgraciados me han nombrado capitán después de
vuestra deserción, señor —y puso un énfasis especial en lo de
«deserción»—. Estamos dispuestos a someternos, si aceptáis nuestras
condiciones, y acabar con esta espinosa situación. Todo lo que yo pido es
vuestra palabra, capitán Smollett, de que me dejaréis regresar sano y salvo y
darme un minuto para ponerme fuera de tiro antes de disparar.
—No tengo el menor deseo de hablar con usted —dijo el capitán
Smollett—. Si quiere parlamentar, puede hacerlo, es todo. Si hay traición,
será por vuestra parte, y que el Señor os ayude.
—Con eso me basta, capitán —dijo John «el Largo», animadamente—.
Su palabra es suficiente para mí. Yo conozco al verdadero caballero con
sólo verlo.
El hombre que portaba la bandera de parlamento intentó detener a
Silver, lo que no era sorprendente después de las «caballerosas» palabras
del capitán. Pero Silver se rio de él a grandes carcajadas y le dio una fuerte
palmada en la espalda, como si imaginar cualquier peligro fuera cosa
absurda. Y después empezó a caminar hacia la empalizada, arrojó la muleta
por encima y con notable destreza y vigor consiguió sujetarse con una
pierna, saltó la cerca y cayó de nuestro lado sin el menor percance.
Confieso que estaba demasiado interesado por todos aquellos
acontecimientos para cumplir como es debido mi deber de centinela;
abandoné la vigilancia en la aspillera y me acerqué hasta donde estaba el
capitán, que se encontraba ahora sentado en el umbral con los codos en las
rodillas, su cabeza entre las manos y los ojos fijos en el manantial que
borboteaba desde la caldera perdiéndose en la arena. Entre dientes silbaba
la canción «Venid, muchachas y muchachos».
A Silver le costó más trabajo subir la duna. Entre lo pronunciado de la
cuesta y las muchas cepas de los árboles talados, a lo que añadíase lo
mullido del arenal, él y su muleta eran inútiles como un barco en el
varadero. Pero era terco, y siguió subiendo en silencio hasta que al fin llegó
donde estaba el capitán, al que saludó con toda desenvoltura. Se había
engalanado con lo mejor que tenía: una inmensa casaca azul repleta de
botones de latón que le colgaba por debajo de las rodillas y un magnífico
sombrero con encajes que lucía medio caído.
—Ya está usted aquí —dijo el capitán, levantando su cabeza—. Siéntese
si gusta.
—¿No va a dejarme entrar, capitán? —se quejó John «el Largo»—.
Hace una mañana muy fría para estar sentados a la intemperie y en la arena.
—Ya ve, Silver —dijo el capitán—, si usted hubiera tenido a bien ser un
hombre honrado, ahora estaría tranquilamente en su cocina. Suya es la
culpa. ¿Hablo con el cocinero de mi barco? En ese caso le trataré como
corresponde. ¿O con el capitán Silver, un vil amotinado y un pirata?
¡Entonces que lo ahorquen!
—Bien, bien, capitán —repuso el cocinero y se sentó en la arena—,
pero tendrá usted que darme su mano para levantarme. No están ustedes
muy bien acondicionados aquí. ¡Ah, ahí veo a Jim! Muy buenos días, Jim.
A sus órdenes, doctor. Bien, veo que todos están juntos como una familia
feliz, como suele decirse.
—Si tiene usted algo que explicar, mejor será que lo haga —dijo el
capitán.
—Tiene usted mucha razón, capitán Smollett —replicó Silver—. El
deber es el deber, no cabe duda. Bien, pues ahora escúcheme usted. Me la
jugaron anoche, no niego que fue una buena jugada. Alguno de ustedes
manejó con pericia el espeque. Y no voy a negar que consiguieron asustar a
muchos de mis camaradas…, quizá a todos, y hasta puede ser que yo me
asustara, y hasta que precisamente ahora esté yo aquí por esa razón, para
parlamentar. Pero también debe tener en cuenta, capitán, que esa astucia no
sirve dos veces, ¡por Satanás! Pondré centinelas y nos ceñiremos una cuarta
en el ron. Puede que usted crea que todos estábamos borrachos. Pero le digo
que yo no lo estaba; estaba muy cansado, y eso hizo que no me despertara,
porque, si me despierto un segundo antes, os pillo con las manos en la
masa. Cuando me acerqué aún no estaba muerto, no, señor.
—¿Y bien? —dijo el capitán Smollett dando toda la impresión de
serenidad que podía.
Porque todo cuanto Silver estaba contando era para él el mayor de los
enigmas, lo que no trascendió en su tono de voz. Yo empezaba a imaginar
de qué se trataba. Me acordé de las últimas palabras de Ben Gunn y no dudé
que podía haber hecho una visita nocturna a los bucaneros aprovechando
que dormían borrachos junto a la hoguera, y, de cualquier forma, eché con
alegría la cuenta y resté un enemigo más, quedando ya sólo catorce.
—Esta es mi propuesta —dijo Silver—. Queremos el tesoro, y lo vamos
a conseguir. ¡Es nuestro botín! Ustedes, como supongo, desearán salvar sus
vidas: y ésa es vuestra parte. Usted guarda un mapa, ¿lo tiene, no?
—Pudiera ser —replicó el capitán.
—Bueno, lo tiene, lo sé —insistió John «el Largo»—. No es necesario
que sea usted tan hosco conmigo; no arreglará nada con eso, se lo aseguro.
Lo único que me interesa resolver es esto: necesitamos ese mapa. Por lo
demás, jamás he pensado en hacerles daño.
—Nada de eso le valdrá conmigo —replicó el capitán—. Sabemos
cuáles son vuestras intenciones, y nos tienen sin cuidado, porque ya, como
usted muy bien sabe, no pueden llevarlas a cabo.
Y el capitán lo miró con toda parsimonia, mientras cargaba su pipa.
—Si Abraham Gray… —comenzó a decir Silver.
—¡Alto ahí! —exclamó el señor Smollett—. Gray no me ha contado
nada ni nada le he preguntado; y lo que es más, antes de hacerlo, por mí
pueden él y usted y esta condenada isla saltar por los aires. Sólo le digo a
usted lo que pienso sobre este asunto, para que se dé por enterado.
Este desahogo pareció calmar a Silver. También él había perdido un
poco su contención y trató de refrenarse y conservar su mesura.
—Es suficiente —dijo—. No soy quien para considerar lo que un
caballero pueda tener o no por juego limpio, según cada caso. ¿Puedo, ya
que usted lo hace, cargar yo otra pipa?
Y llenó su pipa y la encendió. Los dos hombres siguieron sentados y
fumando durante un largo rato, mirándose en silencio, retacando sus pipas,
escupiendo y volviendo a fumar, como en la más gustosa de las comedias.
El capitán Smollett y John Silver «el Largo» parlamentando.

—Así —prosiguió Silver— que ésta es la cuestión. Ustedes nos dan el


mapa para encontrar el tesoro y dejan de cazar a mis pobres muchachos y
de romperles la cabeza mientras duermen. Y en tal caso yo les ofrezco
escoger entre dos caminos: o volver con nosotros una vez que el tesoro esté
a bordo, y yo garantizo bajo mi palabra de honor dejarlos sanos y salvos en
alguna tierra, o, si no les gusta, porque algunos de mis marineros son
bastante groseros y quizá saquen viejas cuentas y no sea muy recomendable
para ustedes ese viaje, en ese otro caso pueden quedarse donde ahora están;
yo les dejaré la mitad de las provisiones y garantizo por mi honor dar
noticias al primer navío que encuentre para que venga a recogerlos. Es un
trato excelente, sí, señor. Y espero —y aquí alzó su voz— que todos los que
están aquí en este fortín hayan escuchado mis palabras, porque lo que a uno
digo lo digo a todos.
El capitán Smollett se levantó y golpeó la pipa con la palma de su mano
para sacar las últimas brasas.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—¡Mi última palabra, por todos los diablos! —contestó John—. Si
rehúsan esa solución, ya no será a mí a quien oigan, sino las balas de los
mosquetes.
—Perfectamente —dijo el capitán—. Ahora me va a escuchar usted a
mí. Si todos vosotros os presentáis aquí, uno a uno, desarmados, yo os
garantizo que os pondré grilletes y os llevaré a Inglaterra para ser juzgados.
Y si no lo hacéis así, por mi nombre, que es Alexander Smollett, que he
izado los colores de mi Rey y he de veros a todos con Davy Jones. No
podéis encontrar el tesoro. No sabéis gobernar el barco, ninguno de
vosotros sirve para ello. No podéis vencernos. Gray, él solo, ha podido con
cinco de vosotros cuando escapó. Vuestro barco está en el carenero, y usted
al socaire, y pronto va a comprobarlo. Yo estoy decidido a todo, y se lo
advierto, y estas palabras son las últimas que escuchará de mí, porque le
juro por el cielo que la próxima vez que os encuentre pienso meteros una
bala en la espalda. Así que, andando, muchachos. Largo de aquí, y sin
deteneros; a paso de carga.
El rostro de Silver era como una ilustración; sus ojos se salían de las
órbitas. Sacudió su pipa.
—¡Deme una mano para levantarme! —imploró.
—No —respondió el capitán.
—¡Que alguien me dé una mano! —gritó.
Ninguno de nosotros se movió. Rugiendo las más atroces maldiciones,
se arrastró por la arena hasta que pudo aferrarse al porche y ponerse en pie
con su muleta. Entonces escupió dentro del pilón.
—¡Eso —gritó— es lo que pienso de vosotros! Antes de que pase una
hora habré acabado con este viejo fortín como si fuera una pipa de ron.
¡Podéis reíros, por todos los relámpagos, podéis reíros! Antes de una hora
veremos quién se ríe mejor. Los muertos estarán contentos por no estar
vivos.
Y con un terrible juramento echó a andar dando traspiés y dejando un
surco en la arena; tras cuatro o cinco intentos furiosos, logró saltar la
estacada con ayuda del hombre que llevaba la bandera de parlamento, y en
un abrir y cerrar de ojos desapareció entre los árboles.
XXI. Al ataque
Tan pronto como Silver desapareció, bajo la mirada inescrutable del
capitán, regresó éste al fortín; allí se encontró con que ni uno de nosotros
había permanecido en su puesto, a excepción de Gray. Fue la primera vez
que lo vi encolerizado.
—¡Vayan a sus puestos! —nos gritó.
Cuando nos retirábamos, cabizbajos, escuchamos cómo le decía a Gray:
—Voy a citarlo en el cuaderno de bitácora: ha cumplido con su deber
como un marino.
Entonces se dirigió al squire:
—Señor Trelawney, estoy muy sorprendido. Y tampoco esperaba tal
comportamiento por parte del doctor. ¡Creí, señor Livesey, que vestía el
uniforme del Rey! Si fue así su participación en Fontenoy, mucho mejor,
señor, que se hubiera quedado en la cama.
La guardia del doctor volvió a apostarse en las aspilleras; los demás
cargaron rápidamente sus mosquetes. Y todos sin duda estábamos
avergonzados, «con la pulga tras la oreja», como suele decirse.
El capitán nos miró durante un rato en silencio, y después dijo:
—Le he soltado a Silver una buena andanada. Lo he puesto furioso
adrede. No dudo que antes de una hora nos atacarán. No he de repetir que
somos menos que ellos, pero vamos a pelear bastante bien resguardados, y
pienso, o así lo había imaginado, con la necesaria disciplina. Estad seguros
de que podemos vencer.
A continuación inspeccionó nuestras defensas y comprobó, como dijo,
que todo estaba en orden.
Las dos fachadas más cortas del fortín, al este y al oeste, tenían dos
aspilleras cada una; en la parte sur, donde estaba el porche, había otras dos,
y cinco en la fachada norte. Disponíamos de veinte mosquetes para nosotros
siete. Apilamos la leña en cuatro pilas, como parapeto, y junto a ellas
situamos las municiones y los mosquetes de repuesto ya cargados y los
machetes.
—Apagad el fuego —dijo el capitán—, ya no hace frío y el humo no
puede hacer más que perjudicar nuestros ojos.
El señor Trelawney sacó la parrilla y arrojó las ascuas en la arena,
enterrándolas con un pie.
—Hawkins no ha almorzado —continuó el capitán Smollett—. Sírvete
tú mismo, Hawkins, pero come en tu puesto. Y rápido, muchacho, porque
puede que no termines tu comida. Hunter —llamó—, sirve a todos una
ronda de aguardiente.
Y mientras bebíamos, el capitán fijó nuestro plan de defensa.
—Doctor —ordenó—, os encargo la custodia de la puerta. Observad sin
exponeos, no salgáis en ningún caso y disparad a través del porche. Hunter
que se sitúe allí, cubriendo la zona este. Joyce, usted defenderá el oeste.
Señor Trelawney, vos sois el mejor tirador; vos y Gray defenderéis este lado
norte, que, como tiene cinco aspilleras, permite cubrir una zona más amplia,
y además posiblemente ahí se produzca el ataque. Es preciso que no lleguen
a alcanzar el fortín, porque, si toman las aspilleras, nos pueden liquidar aquí
dentro. Hawkins, ni tú ni yo servimos mucho en este trance, así que nuestra
misión será cargar los mosquetes y tener dispuesta la munición.
Tal como el capitán había dicho, el calor empezaba a sentirse. El sol ya
se había levantado sobre los árboles que nos rodeaban y comenzó a dar de
lleno en la explanada, y como de un sorbido secó la humedad. Al poco rato
el arenal parecía arder y la resina se derretía en los troncos del fortín. Nos
quitamos las casacas, desabotonamos nuestras camisas y las arremangamos
hasta los hombros. Y así aguardamos el ataque, cada uno en su puesto,
febriles de calor y ansiedad.
Pasó una hora.
—¡Que los ahorquen! —dijo el capitán—. Estamos clavados como en
las calmas tropicales. Gray, silba para que corra algún aire.
Y en aquel momento preciso empezaron las señales que indicaban un
ataque inminente.
—Discúlpeme, señor —dijo Joyce—, ¿debo tirar si veo a alguno?
—¡Es lo que he ordenado! —gritó el capitán.
—Muchas gracias —repuso Joyce con la misma exquisita urbanidad.
No sucedió nada durante un rato; pero ya estábamos todos alerta
aguzando el oído y los ojos. Con los mosquetes bien apoyados, los tiradores
estaban tensos. El capitán permanecía en medio del fortín con la boca
apretada y el ceño fruncido.
Pasaron unos segundos y, de repente, Joyce apuntó con cuidado y
disparó. Aún sonaba en nuestros oídos la detonación, cuando desde el
exterior empezaron a tirar sobre nosotros con fuego graneado: como si
fuéramos un blanco, de todas partes llegaban disparos que se incrustaban en
los troncos, aunque felizmente ninguno nos alcanzó. Cuando el humo se
disipó, la empalizada y los bosques cercanos daban la misma impresión de
reposo que antes de empezar la escaramuza. Ni el brillo de un cañón, ni una
rama que se moviera delataban al enemigo.
—¿Alcanzó usted a su hombre? —preguntó el capitán.
—No, señor —contestó Joyce—, me parece que no, señor.
—Eso es querer decir la verdad —murmuró el capitán Smollett—.
Cárgale su mosquete, Hawkins. ¿Cuántos estimáis que habría por vuestra
zona, doctor?
—Puedo precisarlo —dijo el doctor Livesey—. Aquí he visto que
dispararon tres veces, porque conté los fogonazos; dos casi juntos, y un
tercero algo más hacia el oeste.
—Tres —repitió el capitán—. ¿Y cuántos en vuestra parte, señor
Trelawney?
Esto no tenía tan fácil respuesta. Muchos habían sido los disparos por el
norte: siete, según la cuenta del squire; ocho o nueve conforme a la de Gray.
Por el este y el oeste, sólo uno de cada. Todo llevaba pues a pensar que el
ataque iba a efectuarse por el norte y que las otras zonas servirían nada más
que de dispersión. Con esos datos el capitán Smollett confirmó su defensa y
nos hizo comprender que, si los amotinados lograban pasar de la
empalizada, podrían tomar las aspilleras y cazarnos como a ratas en nuestra
propia madriguera. Aunque tampoco hubo tiempo para meditarlo con
cuidado. Porque, de improviso, con terroríficos gritos, un grupo de piratas
salió de entre los árboles del lado norte y se lanzó a todo correr hacia la
empalizada. Al mismo tiempo se reanudaron los disparos desde otras partes;
una bala atravesó la puerta e hizo saltar en astillas el mosquete del doctor.
Los asaltantes trepaban como monos por la empalizada. El squire y
Gray dispararon contra ellos sin cesar; y tres forajidos cayeron, uno dentro
del recinto y los otros dos por la parte de fuera. Uno de estos dos pareció
estar más asustado que herido, pues se incorporó y como alma que lleva el
diablo desapareció entre la maleza.
Dos habían mordido, pues, el polvo; otro había huido, y cuatro lograron
alcanzar nuestra línea defensiva; siete u ocho más, escondidos en los
bosques, y posiblemente con varios mosquetes cada uno, disparaban sin
tregua contra el fortín, aunque sus descargas no nos causaban daño.
Los cuatro que habían conseguido penetrar siguieron corriendo hacia el
fortín, dando alaridos que eran contestados con otros gritos de ánimo por
los que estaban entre los árboles. Se trató inútilmente de cazarlos, pero era
tal la precipitación de nuestros tiradores, que, antes de darnos cuenta, los
cuatro piratas habían remontado la cuesta y estaban ya sobre nosotros.
La cara de Job Anderson, el contramaestre, apareció en la aspillera
central.
—¡A por ellos! ¡A por ellos! —gritaba con voz de trueno.
Otro pirata agarró el mosquete de Hunter por el cañón, se lo quitó de las
manos y lo sacó por la aspillera, golpeándolo al mismo tiempo al pobre
hombre, que quedó sin sentido. Un tercero dio la vuelta al fortín y consiguió
entrar, cayendo sobre el doctor blandiendo su cuchillo.
Nuestra suerte cambiaba. Un momento antes éramos quienes a cubierto
disparábamos sobre un enemigo expuesto; ahora éramos nosotros los que
ofrecíamos el mejor blanco y sin poder devolver los golpes.
El humo de los disparos hacía irrespirable el aire del fortín, pero esto no
era todo desventajoso. Mis oídos estallaban con la confusión de gritos,
fogonazos, detonaciones y gemidos de dolor.
—¡Salgamos, muchachos! ¡Fuera todos! —gritó el capitán—. ¡Vamos a
luchar a campo abierto! ¡Los machetes!
Cogí un machete del montón, y alguien, al mismo tiempo, tomó otro,
dándome un corte en los nudillos que apenas sentí. Corrí precipitadamente
hacia la luz del sol. Alguien corría tras de mí, pero no sabía quién era.
Frente a mí, el doctor perseguía a su enemigo cuesta abajo, y en el instante
de mirarlos vi cómo rompía su guardia y derribaba al bandido de un terrible
tajo en la cara.
—¡Dad la vuelta al fortín! ¡Hacia el otro lado! —gritó el capitán, y me
pareció percibir un cambio en su voz.
Obedecí sin pensarlo dos veces, y corrí hacia el este con el machete
dispuesto a golpear, y de improviso me di de bruces con Anderson. Escuché
su rugido infernal y vi levantarse su garfio que brillaba al sol. No sentí
miedo siquiera. Y no sé ni qué pasó: vi aquel garfio que caía sobre mí, di un
salto y rodé por la duna fuera de su alcance.
Cuando escapaba del fortín, había visto a los amotinados escalar la
empalizada, acudiendo en auxilio de los primeros asaltantes. Uno de ellos,
con un gorro de dormir rojo y el cuchillo entre los dientes, se había
encaramado y estaba a horcajadas en la empalizada. Pues bien, tan corto
debió ser el intervalo en que yo me zafé de Anderson, que, cuando volví a
ponerme en pie, el hombre del gorro rojo aún estaba en la misma posición;
otro asomaba la cabeza por entre los troncos. Y sin embargo en ese instante
había presenciado el fin de la batalla y nuestra victoria. Y así sucedió.
Gray, que corría detrás de mí, había batido de un solo tajo al corpulento
contramaestre, antes de que éste hubiera podido reaccionar ante mi salto.
Otro pirata había recibido un balazo por una aspillera en el momento en que
iba a disparar hacia el interior del fortín, y ahora agonizaba con la pistola
aún humeante en su mano. Un tercero —el que yo había visto— cayó de un
solo golpe del doctor. De los cuatro que habían alcanzado la empalizada,
sólo quedaba ya uno, y lo vi correr, tirando su cuchillo, hacia la cerca e
intentar subir a ella.
—¡Fuego! ¡Tiradle desde la casa! —gritó el doctor—. Y tú, muchacho,
vuelve al refugio.
Pero nadie atendió a sus palabras, nadie disparó, y el último de los
atacantes logró escapar y reunirse con los demás en el bosque. Tres
segundos habían bastado para que no quedara ninguno de nuestros
asaltantes; ninguno vivo, porque cuatro yacían dentro de la empalizada y
otro fuera.
El doctor, Gray y yo corrimos a refugiarnos en el fortín. Suponíamos
que los piratas volverían al ataque y a recuperar sus armas. El humo que
llenaba el interior del fortín empezaba a disiparse, y pudimos ver, a la
primera ojeada, el alto precio de aquella victoria: Hunter estaba caído, sin
sentido, junto a la aspillera; Joyce, junto a la suya, con un balazo que le
había atravesado la cabeza, no volvería a levantarse; y en mitad de la
habitación, pálido, el squire sostenía al capitán.
—El capitán está herido —dijo el señor Trelawney.
—¿Han huido? —preguntó el señor Smollett.
—Como liebres —respondió el doctor—, y hay cinco de ellos que ya no
correrán nunca más.
—¡Cinco! —exclamó el capitán—. Así es mejor. Cinco de un lado y
tres de otro nos dejan en cuatro contra nueve. Es una proporción más
ventajosa que al principio. Entonces éramos siete contra diecinueve, o así lo
creíamos, lo que era tan desmoralizador como si fuese cierto.
Parte quinta: Mi aventura en la mar

XXII. Así empezó mi aventura en la mar


Los amotinados ya no volvieron a atacar; ni siquiera dispararon un solo tiro
desde el bosque. Habían recibido «suficiente ración para aquel día», como
dijo el capitán, y pudimos dedicarnos sin otros temores a reparar el fortín,
atender a los heridos y preparar una buena comida. El squire y yo nos
ocupamos de esto último, e hicimos fuego en la explanada; estábamos al
descubierto, pero ni nos dábamos cuenta, horrorizados por los gemidos que
escuchábamos de los heridos que estaban siendo curados por el doctor.
De los ocho que habían caído en el combate, sólo tres respiraban
todavía: el pirata que recibió el tiro en la aspillera, Hunter y el capitán
Smollett; pero los dos primeros podíamos ya darlos por muertos. El
bucanero murió mientras le operaba el doctor, y Hunter, aunque hicimos
todo cuanto estaba en nuestras manos, no volvió a recobrar el
conocimiento; todavía alentó, respirando estertóreamente, como el viejo
capitán en nuestra hostería cuando le dio el ataque, hasta la tarde, pero tenía
aplastadas las costillas y se había fracturado el cráneo en su caída, y aquella
noche, sin que nos diésemos cuenta, se fue con su Creador.
Las heridas del capitán eran considerables, aunque no fatales. Ningún
órgano había sufrido daño irreparable. El disparo de Anderson —porque fue
Job el primero que le disparó— había roto su paletilla y tocado el pulmón,
pero no de gravedad; la segunda bala había desgarrado algún músculo de su
pantorrilla. Su curación era segura, dijo el doctor, pero entretanto, y en
algunas semanas, no debería levantarse ni mover el brazo y, de ser posible,
ni siquiera hablar.
El corte que yo me había hecho en los nudillos no tenía más importancia
que una picadura. El doctor Livesey me puso un emplasto y, de propina, me
dio un sopapo cariñoso.
Después de comer, el squire y el doctor se sentaron un rato junto al
capitán para celebrar consejo, y después de un rato de conversación, y
cuando ya era más del mediodía, el doctor tomó su sombrero y dos pistolas,
se ajustó un machete al cinturón y con un mosquete al hombro salió del
fortín, cruzó la empalizada por el norte y lo vimos desaparecer
apresuradamente por el bosque.
Gray y yo estábamos sentados en una esquina del fortín, lo
suficientemente alejados para no escuchar, por discreción, las
deliberaciones de nuestros jefes. Al ver al doctor alejarse, Gray, que estaba
fumando, dejó caer su pipa asombrado:
—¡Por Davy Jones! ¿Qué sucede? —exclamó—. ¡Se ha vuelto loco el
doctor Livesey!
—No lo creo —dije—. En toda esta tripulación no hay hombre de mejor
juicio.
—Pues si es así, compañero —dijo Gray—, si él no está loco, entonces
el que debe estarlo soy yo.
—Debe tener algún plan —le dije—, no te quepa duda. Y si no me
equivoco, creo que va en busca de Ben Gunn.
Y los acontecimientos me darían la razón.
Pero mientras tanto, como en el fortín hacía un calor sofocante y la
pequeña explanada arenosa, dentro de la empalizada, ardía bajo el sol del
mediodía, y quizá estimulado al imaginar con envidia que el doctor estaría
caminando por la fresca umbría de aquellos bosques, con los pájaros
revoloteando alrededor suyo y respirando el suave olor de los pinos,
mientras yo me achicharraba allí sentado, con las ropas pegadas a la resina
derretida y no viendo más que sangre y cadáveres en torno mío, lo que me
producía una repulsión más intensa que el miedo que pudiera sentir, un
pensamiento, no tan razonable como la misión que yo adjudicaba al doctor,
empezó a hurgar en mi cabeza.
Después, mientras baldeaba el fortín y fregaba los cacharros de la
cocina, aquella repugnancia y aquel pensamiento fueron creciendo en mi
corazón, hasta que, sin pensarlo más, y aprovechando que nadie me veía,
cogí de un saco que tenía a mi lado toda la galleta que pude y llené los
bolsillos de mi casaca. Era el primer paso de mi aventura.
Pensaréis que me comportaba como un insensato, y con razón, y que mi
correría tenía mucho de temeridad; pero estaba decidido a intentar un plan
que se perfilaba en mi cabeza, y tampoco dejé de tomar las necesarias
precauciones. Mi alimentación estaba asegurada por la galleta que me había
procurado… Y también me apoderé de un par de pistolas, y como ya
llevaba municiones y un cuerno de pólvora, me juzgué bien pertrechado.
Mi proyecto no era demasiado aventurado. Pensé bajar hasta la restinga
que separaba por el este el fondeadero de la mar abierta, buscar la roca
blanca que me había parecido localizar la noche anterior y averiguar si
verdaderamente allí se encontraba el bote de Ben Gunn, y, en todo caso, la
importancia que pudiera tener ese hallazgo justificaba el riesgo. Pero como
estaba seguro de que no me habrían permitido abandonar la empalizada, no
me quedó otro recurso que despedirme a la francesa y deslizarme fuera
escapando a la vigilancia.
Los acontecimientos propiciaron mi ocasión. El squire y Gray estaban
ayudando al capitán a arreglar sus vendajes; nadie atendía la vigilancia, y de
una carrera gané la empalizada y me escondí en la espesura; antes de que
pudieran notar mi ausencia, ya estaba lejos del alcance de mis compañeros.
Esta segunda correría fue una locura mayor que mi primera escapada,
pues sólo dejaba a dos hombres útiles para guardar el fortín; pero, como la
anterior, condujo a la salvación de todos.
Marché directamente hacia la costa oriental de la isla, porque había
resuelto descender a la restinga por el lado del mar, con lo que evitaba todo
riesgo de ser descubierto desde el fondeadero. La tarde había caído, aunque
aún lucía el sol y el calor era penetrante. Y a medida que seguía mi camino
por entre los árboles, podía oír en la lejanía, frente a mí, no sólo el sonido
del mar en las rompientes, sino el balanceo de las copas de los árboles que
me indicaba que la brisa marina se levantaba con más fuerza que de
ordinario. Pronto me llegaron las primeras bocanadas de aire fresco, y en
unos pasos salí del bosque y pude contemplar el mar, azulísimo y
resplandeciente de sol hasta el horizonte, y el oleaje que batía las playas y
las cubría de espuma.
Nunca pude ver aquella mar en calma en torno a la Isla del Tesoro. Aún
cuando el sol incendiara los aires sobre nuestras cabezas, aunque el cielo
estuviera como suspenso, o aunque la mar fuera una limpia y tersa seda
azul, grandes olas seguían batiendo noche y día a lo largo de la costa con
formidable estruendo, y no creo que hubiera ni un solo lugar en la isla
donde ese ruido no penetrara.
Seguí adelante, bordeando la playa, y lleno de alegría. Cuando
consideré que ya había avanzado bastante hacia el sur, me deslicé con
cuidado escondiéndome entre unos espesos matorrales, hasta que alcancé el
lomo de una gran duna, ya en la franja arenosa.
Detrás de mí estaba el mar, y, enfrente, el fondeadero. La brisa, como si
su violencia de aquella noche la hubiera agotado antes, había cesado; y
suaves vientecillos se levantaban variables del sur y del sureste, arrastrando
grandes bancos de niebla. El fondeadero, al socaire de la Isla del Esqueleto,
era una balsa de aceite, como cuando por primera vez fondeamos en él. La
Hispaniola se reflejaba nítidamente en la luna de aquel espejo, desde la cofa
a la línea de flotación, y la bandera negra ondeaba en la pena de la cangreja.
A un costado amarraba uno de los botes, con Silver en popa —qué fácil
me era siempre reconocerlo—, y en la goleta vi dos hombres reclinados
sobre la amurada de popa; uno de ellos lucía un gorro rojo, lo que me
indicaba que se trataba del mismo forajido que algunas horas antes había yo
visto tratando de saltar la empalizada. Al parecer estaban en animada
conversación, y reían, aunque a tal distancia —más de una milla— no podía
yo entender ni una palabra. De improviso escuché la más espeluznante
vocinglería, y, aunque al principio me sobresaltó, pronto reconocí los
chillidos del Capitán Flint y hasta me pareció distinguir su brillante
plumaje encaramado en el puño de su amo.
Poco después soltó cabos el bote y navegó hacia la costa, y el hombre
del gorro rojo y su compañero desaparecieron por la cubierta.
El sol ya se había ocultado detrás del Catalejo, y la niebla empezaba a
cubrir rápidamente los contornos, lo que me dio una impresión de súbito
anochecer. Vi que no tenía tiempo que perder, si quería encontrar el bote
aquella misma noche.
La roca blanca, que se distinguía perfectamente por encima de la
maleza, estaba cerca de una milla más abajo, en el arenal, y tardé un buen
rato en llegar hasta ella, porque tuve que ir avanzando con todo cuidado,
algunas veces a gatas y apartando la vegetación. Ya era casi noche cerrada
cuando logré alcanzarla y toqué su áspera superficie. A un lado había una
hondonada poco profunda cubierta de matas y oculta por algunas dunas y
arbustos de los que por allí abundaban, y en el fondo descubrí una pequeña
tienda hecha con piel de cabra, como las que los gitanos llevan en sus viajes
por Inglaterra. Descendí a la hondonada y levanté la falda de la tienda, y allí
estaba el bote de Ben Gunn… o algo que era un bote, porque en mi vida he
visto cosa más rudimentaria: un burdo armazón de palos, cubierto de pieles
de cabra con el pelo hacia dentro. Era excesivamente pequeño hasta para
mí, y no concibo cómo hubiera podido mantenerse a flote con un hombre
hecho y derecho. Tenía una especie de bancada muy tosca, un codaste y un
remo de doble pala.
Por aquella época yo aún no había visto jamás un coraclo de los que
hicieron famosos los antiguos bretones; pero después he visto alguno y es lo
que mejor puede dar una idea sobre el bote de Ben Gunn: parecía el primer
y peor coraclo construido nunca por las manos de un hombre. Pero, al
menos, poseía la mayor ventaja del coraclo: era sumamente liviano y fácil
de transportar.
Cabe pensar que, ya que había encontrado el bote, debía darme por
satisfecho de mi aventura; pero una nueva idea me rondaba por la cabeza, y
la acariciaba con tanta insistencia, que creo que hubiera sido capaz de
realizarla aun ante las propias barbas del capitán Smollett. Se trataba de
deslizarme, protegido por la oscuridad de la noche, hasta la Hispaniola,
cortar sus amarras y dejarla a la deriva para que encallase donde la mar la
llevara. Yo estaba persuadido de que los amotinados, después de su derrota
de aquella mañana, no estarían sino deseando levar anclas y hacerse a la
mar, y juzgué que impedírselo podía servir a nuestros intereses. Visto que
los vigilantes de la goleta no tenían ningún bote, pensé que llevar a cabo mi
plan no entrañaba gran riesgo.
Me senté a esperar y aproveché para darme un atracón de galleta. La
noche era tan oscura, que de mil no hubiera encontrado otra tan a propósito.
La niebla cubría el territorio. Cuando los últimos fulgores de la tarde se
apagaron, una total oscuridad cayó sobre la Isla del Tesoro. Y cuando por
fin salí de mi escondite con el coraclo a hombros, en aquella negrura sólo se
distinguían como dos ojos brillantes que venían del fondeadero.
Uno era la gran hoguera en tierra en torno a la cual los piratas bebían
para olvidar su derrota; el otro, más tenue, indicaba la posición del anclaje
de la goleta. La Hispaniola había ido girando con la marea —ahora su proa
apuntaba hacia donde yo estaba— y las luces de a bordo que yo veía eran
tan sólo un reflejo en la niebla de la intensa claridad que alumbraba la
portañuela de popa. Había comenzado el reflujo y tuve que atravesar una
franja de arena húmeda donde me hundí varias veces hasta las rodillas,
hasta que logré alcanzar la orilla; vadeé unos metros y, cuando ya entendí
que había suficiente profundidad, puse el coraclo en posición de navegar.
XXIII. A la deriva
El coraclo —y bien lo comprobé antes de acabar mis andanzas— era un
bote muy seguro (si conseguía uno caber en él), y también muy marinero,
pero al mismo tiempo se trataba del artefacto más indócil para su manejo.
No conseguía fijar el rumbo, se desequilibraba, viraba por completo ante
cualquier ola, y lo más apropiado quizá sea decir que parecía una peonza.
Hasta el propio Ben Gunn me confesó tiempo después que era «un tanto
misterioso hasta que uno descubría sus cualidades».
Ciertamente yo no conocía esas cualidades. No sabía gobernarlo; se
atravesaba constantemente, y estoy convencido de que jamás hubiera
alcanzado la goleta a no ser por el propio reflujo. Por fortuna, remase yo
como quisiera, la marea me llevaba mar adentro y en ese camino la
Hispaniola era un blanco difícil de no alcanzar. Al principio vi su silueta
como una mancha más oscura aún sobre la oscuridad; después empecé a ver
el limpio dibujo de sus mástiles y su casco, y antes de darme cuenta (pues
cuanto más mar abierta alcanzaba, más rápida era la corriente), me encontré
junto a su amarra y me así a ella.
La amarra estaba tan tirante como la cuerda de un arco, porque también
el barco era forzado por la corriente que batía contra su casco en la
oscuridad con el rumor de un riachuelo en las montañas. Un solo tajo con
mi navaja y la Hispaniola sería arrastrada por la marea.
Recordé entonces que una amarra tirante, si es cortada de pronto, puede
resultar tan peligrosa como la coz de un caballo. Si hubiera llegado a
cometer la torpeza de cortarla, lo más probable hubiera sido que el latigazo
nos enviara al coraclo y a mí por los aires.
Tratar de resolver este imprevisto, me detuvo; y al punto comprendí que
no tenía solución. Pero la suerte volvió a serme propicia. Los suaves vientos
que habían empezado a soplar del sur y del sureste cambiaron después de
anochecer, y empecé a sentir la brisa del suroeste. En estas cavilaciones
estaba, cuando un golpe de aire empujó la Hispaniola contra la corriente, y
con indecible gozo vi que la amarra se aflojaba, y la mano con que la tenía
asida se hundió en el mar.
Me decidí en un instante; saqué mi navaja, la abrí con los dientes y corté
el trenzado hasta que el barco quedó sujeto sólo con dos hilos. Me detuve,
esperando para dar el último tajo a que de nuevo soplara el viento.
Durante toda esta faena yo había estado escuchando voces que venían
del camarote; no les había prestado mucha atención, porque mi pensamiento
estaba ocupado por completo en mi tarea.
Pero en aquel momento, en el silencio, aguardando, no pude dejar de
prestar atención.
Una de las voces era la del timonel, Israel Hands, el que en tiempos
fuera artillero de Flint. La otra era, por supuesto, la de mi ya conocido
bandido del gorro rojo. Deduje que ambos habían bebido en exceso y que
aún seguían emborrachándose; pues mientras yo atendía a sus palabras, uno
de ellos, lanzando un grito propio de borracho, abrió la portañuela de popa
y arrojó al agua lo que supuse una botella vacía. Pero no sólo estaban
embriagados, sino que era evidente que se mostraban furiosos. Escuché una
sarta de maldiciones y hasta en algún momento tales expresiones de cólera,
que pensé que acabarían riñendo. El altercado pareció aplacarse y las voces
empezaron a suavizarse; de nuevo pelearon, y de nuevo volvieron a
apaciguar sus ánimos.
Yo veía en la lejanía, en tierra, el resplandor de la gran hoguera que
iluminaba por entre los árboles. Alguno cantaba una vieja, apagada y
monótona canción marinera, con un quiebro al final de cada verso, y que al
parecer era interminable, o al menos dependía tan sólo de la paciencia del
cantor. Yo ya la había escuchado muchas veces durante la travesía, y
recordaba aquellas palabras:

«… y sólo uno quedó


de setenta y cinco que zarparon».

Pensé que esa canción tan triste era la más apropiada para unos
facinerosos que habían sufrido tan crueles pérdidas en el combate de la
mañana. Pero el tono tampoco reflejaba otra emoción que la dureza de
aquellos bucaneros, tan insensibles como el océano por el que navegaban.
Sentí entonces un golpe de viento; la goleta viró y pareció alejarse hacia
la oscuridad; noté que se aflojaba la amarra, y, con un golpe de navaja, corté
los últimos hilos.
Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. La goleta empezó a virar
lentamente sobre sí misma, impulsada por la corriente. Me afané como
llevado por todos los demonios, pues sabía que en cualquier momento podía
irme a pique; vi que no podía evitar que el coraclo chocara contra el casco
del barco, y traté de llevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choque con mi
peligrosa vecina, pero en el mismo instante en que daba el último empujón
mis manos tropezaron con un cabo que arrastraba colgando desde la
toldilla. Inconscientemente me agarré a él.
No sabría decir por qué lo hice. Fue un acto instintivo; pero una vez que
tuve bien cogido aquel cabo, y comprobé que estaba firme, la curiosidad,
como siempre, pudo más que cualquier otra consideración, y trepé para
echar una mirada por la portañuela de popa.
Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que estaba lo suficientemente
cerca, y con bastante peligro me balanceé hasta que pude ver el techo y
parte del interior del camarote.
En aquel momento la goleta y su pequeña rémora se deslizaban ya
velozmente por la mar, hasta el punto de que casi habíamos alcanzado la
altura de la hoguera de los piratas. La goleta hablaba, como dicen los
marinos, y bien alto, además, cortando las olas con un rumor de espuma;
tan fuerte, que fue preciso que yo mirara a través de la portañuela para
explicarme cómo los guardianes no se habían alarmado. Pero un vistazo fue
más que suficiente, aunque tampoco, en mi peligroso equilibrio, hubiera
podido dar más: Hands y su compinche estaban empeñados en una lucha a
muerte, cuerpo contra cuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba con sus
manos el cuello del otro.
Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuve de caer al mar. No había
podido ver más que a aquellos dos furiosos contendientes con el rostro de
ira, luchando bajo la lámpara humeante; y cerré mis ojos para que se
acostumbrasen de nuevo a la oscuridad.
La canción de los piratas había terminado, finalmente, y toda aquella
mermada pandilla, alrededor del fuego, entonaba ahora aquella otra que
tantas veces yo había oído:

«Quince hombres en el cofre del muerto,


¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!
El ron y Satanás se llevaron al resto.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

Cavilaba yo en qué atareados debían andar el ron y Satanás en aquel


momento en el camarote de la Hispaniola, cuando me sorprendió un
repentino bandear del coraclo. También la goleta escoraba y viró
rápidamente, cambiando de rumbo. La velocidad aumentaba de una forma
inexplicable.
Abrí los ojos. Por todas partes a mi alrededor rompían olas muy bajas y
como fosforescentes, que se abrían con un ruido seco y una crujiente
espuma. La misma Hispaniola, cuya estela me arrastraba, parecía vacilar y
vi su arboladura meciéndose sobre la oscuridad de la noche; me fijé mejor,
comprobé que la goleta derivaba con rumbo sur.
Eché una mirada hacia atrás, y el corazón saltó en mi pecho. Allí estaba
el resplandor de la hoguera. La corriente nos había hecho virar casi en
ángulo recto, arrastrándonos, goleta y coraclo, cada vez más rápidamente,
con un ruido más intenso, cortando aquella proa las olas cada vez con un
chasquido más fuerte, y haciendo remolinos, a través del estrecho hasta la
mar abierta.
De improviso la goleta viró con violencia desviándose quizá veinte
grados y en ese momento se escucharon gritos a bordo; oí ruidos de carreras
hacia cubierta y adiviné que los dos borrachos habían sido interrumpidos en
su pelea y se habían dado cuenta de lo sucedido.
Me agazapé en el fondo del maltrecho coraclo y encomendé
devotamente mi alma a su Creador. Estaba seguro de que, en cuanto
navegásemos más allá del canal, no tardaríamos en estrellarnos contra
alguna de aquellas furiosas rompientes, lo que daría fin a todas mis
desventuras, y, aunque quizá hubiera podido aceptar la muerte con cierta
serenidad, no podía sino mirar con espanto aquel final que me aguardaba.
Supongo que permanecí horas y horas arrojado sin cesar de aquí para
allá por el oleaje, calado hasta los huesos y aguardando la muerte en cada
zambullida. Poco a poco el cansancio me fue rindiendo; el entumecimiento
y un pasajero sopor me invadieron, pese a mi certeza de que iba a morir, y
el sueño se apoderó de mí; así que, zarandeado por el mar en aquel coraclo,
me dormí y soñé con mi lejana patria y con la vieja «Almirante Benbow».
XXIV. La travesía en el coraclo
Ya era pleno día cuando desperté y me encontré a la deriva en el extremo
suroeste de la Isla del Tesoro. El sol estaba alto, aunque aún se ocultaba tras
la masa del Catalejo, que en aquella parte de la isla bajaba casi hasta el mar
como cortado a pico y dando lugar a un asombroso acantilado.
El cabo de la Bolina y el monte Mesana formaban como un recodo;
desértico y sombrío el monte; el cabo, cortado por acantilados de cuarenta o
cincuenta pies de altura y flanqueado por enormes peñascos caídos. Yo me
encontraba a un cuarto de milla mar adentro y mi primera idea fue ir a tierra
y desembarcar. Pero no tardé en abandonar este proyecto. Porque las olas
rompían con estruendo contra las rocas derrumbadas, levantando grandes
penachos de espuma y agua, y en ese fragor incesante me veía a mí mismo,
de aventurarme a desafiarlo, destrozado contra las rocas o agotando mis
fuerzas para escalar aquellos brutales peñascos.
Y no era eso todo, sino que vi agrupados en las zonas más lisas de las
rocas unos monstruos viscosos —como repugnantes babosas de increíble
tamaño—, que en grupos de cuatro o cinco docenas aullaban
espantosamente o se dejaban caer al mar con atronadoras zambullidas.
Después he sabido que se trataba de leones marinos, es decir, criaturas
inofensivas. Pero su aspecto, unido a lo dramático de aquella costa y al
ímpetu del oleaje, fue más que suficiente para borrar de mi cabeza toda idea
de desembarcar allí. Mejor morir de hambre en la mar, que afrontar tales
peligros.
Pero, como mi confianza me decía, aún quedaban otras posibilidades de
mejor suerte. Al norte del cabo de la Bolina la costa seguía por un largo
trecho en línea recta, y con la marea baja dejaba al descubierto una ancha
faja de amarillas arenas. Y aún más al norte, otro cabo —que las cartas
señalaban como cabo Boscoso— avanzaba cubierto de altísimos y verdes
pinos que llegaban hasta el borde del mar.
Recordé lo que me había indicado Silver acerca de la corriente que
bordeaba la Isla del Tesoro, en dirección norte, a lo largo de la costa
occidental. Y como comprobé, por mi posición, que me encontraba en
aquellos momentos bajo su influencia, preferí dejar atrás el cabo de la
Bolina y guardar todas mis fuerzas para intentar desembarcar en el, al
parecer, más propicio cabo Boscoso.
El mar estaba suavemente ondulado. El viento soplaba constantemente
y sin violencia desde el sur; y como seguía la misma dirección que la
corriente, las olas no llegaban a romper.
De no ser así yo me hubiera ido a pique; pero tal como estaba la mar, mi
coraclo navegaba con toda seguridad y velozmente, como si cabalgase
sobre las olas. Yo iba echado en el fondo y no asomaba más que lo preciso
para mirar. Veía grandes olas azules, que parecían venir sobre mí, pero el
coraclo las remontaba elásticamente y caía por el otro lado como un vuelo
de pájaro.
Comencé a tomar confianza, y hasta llegué a sentarme para tratar de
remar. Pero la más mínima alteración en el equilibrio de peso causaba
graves perturbaciones en el rumbo del coraclo. Y en uno de estos
movimientos míos, insignificante, por otra parte, el bote perdió su
estabilidad, se precipitó en la caída de una ola, y de forma tan brusca, que
se hundió vertiginosamente contra el flanco de otra ola que seguía a la
anterior.
Quedé empapado y preso del miedo, pero rápidamente aseguré mi
anterior posición, y el coraclo pareció estabilizarse y volvió a navegar
tranquilamente por entre aquellas grandes olas. No dudé que lo mejor era
dejarlo navegar a su natural; lo que, por desgracia, me alejaba de tierra.
Tuve miedo, pero no por ello perdí la cabeza. Traté, primero, de achicar
el agua que había inundado el coraclo sirviéndome de mi sombrero;
después, asomando con cuidado por la borda, empecé a estudiar las
características del bote para deslizarse con tanta suavidad sobre las olas.
Observé que cada ola, en lugar de ser esa gran montaña tersa y pulida
que se ve desde tierra o desde la cubierta de un navío, era mucho más
parecida a una cordillera con sus picos y sus montes y valles. El coraclo,
abandonado a la deriva, serpenteaba por entre las olas acomodándose a las
zonas más bajas y esquivando las más abruptas y vacilantes cimas.
«Bien», me dije a mí mismo, «está claro que debes continuar tumbado
como estás; pero también puedes aprovechar, cuando el bote esquive las
olas y navegue entre dos, para dar con el remo una paletada y tratar de
enderezar el rumbo hacia tierra». Y así lo hice. Continué tendido en la más
incómoda postura, y de cuando en cuando asomaba para dar un ligero golpe
de remo que pretendía guiar el coraclo.
Fue un trabajo penosísimo y lento, pero observé que empezaba a ganar
distancia, y cuando me acercaba al cabo Boscoso, aunque sabía que no
había forma de pasar cerca de él, había ganado unos centenares de yardas
hacia levante, y no estaba ya muy lejos. Podía ver las verdes copas de los
pinos meciéndose con la brisa, y eso me dio ánimos para tratar de alcanzar,
y sabía que lo conseguiría, el siguiente promontorio.
Me urgía, además, lograrlo, porque empezaba a sentir la falta de agua.
El sol era abrasador y el resplandor de sus infinitos reflejos en las olas me
consumía hasta el punto que mis labios estaban cubiertos por una costra de
sal, mi cabeza ardía de dolor y mi garganta era como una quemadura. La
visión de aquellos árboles tan próximos aguzaba mi sed y sentí vértigo;
pero la corriente me arrastraba lejos del cabo y, cuando pasé a su altura, de
nuevo no tuve ante mí sino una vasta extensión de mar. Pero algo allí hizo
cambiar por completo el curso de mis pensamientos.
Frente a mí, a menos de media milla, estaba la Hispaniola, navegando
con las velas desplegadas. Inmediatamente pensé que iba a caer en manos
de aquellos piratas, pero me sentía tan desfallecido, sobre todo por la falta
de agua, que ya no sabía si aquello debía alegrarme o no; tampoco pensé
más en ello, porque la sorpresa se apoderó hasta tal punto de mí, que no
pude hacer más que mirar y maravillarme.
La Hispaniola navegaba con la vela mayor y dos foques al viento, y la
bella lona blanca resplandecía al sol como la nieve o la plata. Cuando
apareció ante mis ojos, todas sus velas iban tensas por el viento y llevaba
rumbo noreste; me figuré que los que habían quedado a bordo se proponían
dar la vuelta a la isla para regresar al fondeadero. Pero después empezó a
virar más y más hacia el oeste, y no dudé que me habían descubierto y se
proponían abordarme. Y de pronto se detuvo en el ojo del viento, con todas
sus velas estremeciéndose.
«¡Inútiles!», me dije; «deben estar borrachos como cubas». Y me
imaginé con qué severidad les hubiera reprendido el capitán Smollett.
La goleta empezó a virar, volvió a cobrar viento y siguió navegando;
durante un minuto cortó las aguas con velocidad, pero después volvió a
quedarse inmóvil, otra vez en el ojo del viento. Una y otra vez sucedió lo
mismo. Hacia cualquier lado, norte o sur, este y oeste, la Hispaniola repitió
sus inexplicables bandazos y a cada escapada volvía a quedar con el
velamen distendido. Pensé que el barco navegaba sin gobierno. Pero ¿dónde
estaban entonces los dos marineros? Estarían borrachos o habrían
desertado. Y planeé subir a bordo y hacerme con el timón con el fin de
entregársela al capitán.
La corriente empujaba ahora la goleta y el coraclo hacia el sur
velozmente. La Hispaniola navegaba de manera tan vacilante y tan
irregular, y en cada detención permanecía tanto tiempo inmóvil, que pensé
que, si me decidía a remar, podía ganar ventajosamente la distancia que nos
separaba e incluso alcanzarla. El proyecto tenía un sabor peligroso que me
seducía, y sobre todo pensar en el tanque de agua a bordo, junto a la escala
de proa, duplicaba mi renacido valor.
Me senté al remo, y en ese instante una ola me cubrió. Pero me mantuve
firme y empecé a remar con todas mis fuerzas y con precaución, tratando de
abordar la Hispaniola. Embarqué un golpe de mar tan violento, que hube de
parar y achicar el bote. Pero mi corazón revoloteaba en mi pecho como un
pájaro. Poco a poco fui guiando el coraclo entre las olas y ya no tuve más
contratiempos que algún golpe de agua por la proa y los naturales
remojones. Iba aproximándome rápidamente a la goleta; ya percibía el
brillo del latón de su rueda de timón, que giraba loca, pero no veía ni un
alma sobre cubierta. Era extraño, pero supuse que la habían abandonado. O
que los marineros debían estar borrachos en el camarote, y en ese caso
quizá lograra reducirlos y gobernar el barco a mi antojo.
Durante un rato la goleta permaneció detenida, lo que no era ventajoso
para mí. Aproaba hacia el sur, pero daba constantes bandazos y, cada vez
que cambiaba de rumbo, las velas cobraban viento y la fijaban en una nueva
derrota. He dicho que esto era lo menos ventajoso para mí, porque, si bien
parecía inmóvil, veía las velas que restallaban como cañones y los motones
rodaban por cubierta, y la goleta seguía alejándose de mí tanto por la fuerza
de la corriente como por el viento que la impulsaba.
Pero por fin se presentó mi oportunidad. La brisa amainó durante unos
segundos, y sólo impulsada por la corriente la Hispaniola empezó a virar
lentamente sobre sí misma y acabó por presentarme la popa con la
portañuela del camarote todavía abierta de par en par y la lámpara que aún
iluminaba desde la mesa, aunque ya era pleno día. La vela mayor pendía
como una bandera. La goleta no tenía otro impulso que la corriente.
Aunque en los últimos momentos yo había perdido terreno, comencé
denodadamente a remar tratando de alcanzarla.
No distaba ya más de cien yardas cuando el viento volvió de improviso.
Soplaba de babor y las velas lo recogieron hinchándose y la goleta empezó
a navegar de nuevo ciñendo y cortando las olas como una golondrina.
Mi primer impulso fue de desesperación, pero inmediatamente sentí un
profundo gozo. La goleta viró y avanzó de costado hacia mí, cubriendo
velozmente la distancia que nos separaba. Yo contemplaba fascinado la
blancura del agua cortada por su roda, y me pareció inmensa desde mi
pequeño coraclo.
En ese instante me di cuenta del peligro. No tuve tiempo de pensar;
apenas pude saltar, y así salvarme. Porque justamente, cuando me hallaba
en la cresta de una ola, me abordó la goleta que avanzaba escorada y como
el viento. Vi pasar su bauprés sobre mi cabeza. Salté del coraclo y vi a éste
hundirse en las aguas. Me agarré al botalón del foque y afirmé un pie entre
el estay y la braza. En ese instante, mientras trataba con todas mis fuerzas
de asegurarme, un golpe sordo me advirtió que la goleta acababa de
abordar, destrozándolo, al coraclo, y que por lo tanto yo ya no tenía otra
salvación que la propia Hispaniola.
XXV. Cómo arrié la bandera negra
Apenas había conseguido encaramarme sobre el bauprés, cuando el
petifoque dio una sacudida y se tensó con el viento, batiendo con un
violento sonido. La goleta se estremeció hasta la quilla con aquel tremendo
impulso, pero un instante después, aunque las otras velas aún recogían
viento, dio otra sacudida, como un aletazo, y quedó de nuevo caído.
Casi a punto estuve de caer a la mar; así que me apresuré a gatear por el
bauprés hasta dar de cabeza en la cubierta.
Vine a caer a sotavento del alcázar, y la vela mayor, que continuaba
tensa por el viento, sirvió para ocultarme. No descubrí a los piratas. En la
tablazón, que nadie había baldeado desde el motín, podían contarse las
huellas de muchos pies; y una botella, vacía y rota por su cuello, rodaba de
un lado a otro por cubierta como una cosa viva entre los imbornales.
De repente la Hispaniola orzó y los foques restallaron; el timón dio un
giro y toda la goleta se inclinó con una violentísima sacudida. La botavara
cobró hacia la otra borda, chirriando su escota en los motones, y toda la
banda de barlovento quedó ante mi vista. Allí estaban los dos piratas: el del
gorro rojo, caído de espaldas, tieso, con los brazos abiertos en cruz y
mostrando sus dientes por la boca entreabierta. Israel Hands estaba sentado
y caído contra la amurada, con su barbilla hundida en el pecho, las manos
abiertas apoyadas en la cubierta y el rostro, pese a su piel curtida, tan
blanco como la cera de una vela.
Durante cierto tiempo, el barco continuó su rumbo a grandes bandazos
como un caballo resabiado, a toda vela y sintiéndose crujir su arboladura.
Su proa cortaba las aguas embravecidas, y las olas rompían y caían como
lluvia de espuma sobre cubierta; cuánto más violentos resultaban estos
bandazos en aquel hermoso barco, que en mi pequeño y rudimentario
coraclo que ya estaba en el fondo del mar.
A cada bandazo de la goleta el pirata del gorro rojo resbalaba hacia un
lado u otro, pero a pesar de tan tremendo zarandeo —lo que producía una
macabra impresión— no se modificaba su aspecto ni aquella siniestra
mueca que le hacía enseñar los dientes. También Hands a cada oscilación
parecía hundirse más y más en sí mismo, escurriéndose sobre cubierta; su
cuerpo empezó a inclinarse hacia popa y pronto lo único visible de su rostro
fue una oreja y el rizo medio pelado de una patilla.
En torno a ellos observé grandes manchas oscuras en la tablazón, y vi
que era sangre, lo que me hizo pensar que ambos habían muerto uno a
manos de otro en el extravío de la borrachera.
Estaba yo mirándolos y pensando en todas estas cosas, cuando, en un
momento en que el barco se mantenía bastante quieto, Israel Hands se
volvió un poco hacia un lado, con un quejido sordo, y se movió lentamente
volviendo a colocarse en su anterior postura. El quejido, propio de un
terrible dolor o una mortal debilidad, y más que otra cosa aquel gesto de
abatimiento con su cabeza hundida en el pecho casi me ablandaron el
corazón. Pero me bastó recordar la conversación que había escuchado desde
la barrica de manzanas para que toda piedad desapareciera de mí.
Fui a popa hasta acercarme a él, que estaba junto al palo mayor.
—He subido a bordo, señor Hands —dije irónicamente.
Entonces él volvió sus ojos hacia mí casi sin fuerzas; estaba tan
desfallecido como para mostrar sorpresa y sólo pudo articular una palabra:
—Brandy.
Pensé que estaba muriéndose, y pasando bajo la botavara, que de nuevo
barría la cubierta, bajé a los camarotes de popa.
Ante mis ojos se ofreció el mayor de los desastres. Todos los armarios y
cajones habían sido forzados, supongo que en busca del mapa. El piso
estaba enfangado, porque seguramente aquellos malvados se habían
revolcado allí en sus borracheras y deliberaciones tras regresar de la
marisma cercana a nuestro fortín. Los mamparos, que recordaba pintados de
blanco con cenefas doradas, estaban ahora manchados con señales de
manos. Docenas de botellas vacías chocaban unas contra otras por todos los
rincones del camarote. Uno de los libros de medicina del doctor estaba
abierto sobre la mesa y la mitad de sus páginas habían sido arrancadas,
imagino que para encender sus pipas. Y en medio de aquella visión, una
lámpara, todavía encendida, iluminaba con una luz humosa, débil y
sombría.
Fui a la bodega: los barriles de vino habían desaparecido y un
sorprendente número de botellas había sido ya consumido y luego arrojado
fuera.
No cabía duda de que desde que el motín comenzara ni uno solo de
aquellos piratas había estado sobrio ni por un instante. Buscando por aquel
desorden encontré una botella en la que aún quedaba un poco de brandy
para Hands; y también descubrí galleta, frutas en conserva, un gran racimo
de pasas y un trozo de queso, lo que aproveché. Volví a cubierta, puse mis
provisiones detrás del timón y, evitando las posibles miradas del
contramaestre, me dirigí hacia el tanque de agua y bebí un largo y
maravilloso trago. Después me acerqué a Hands y le di el brandy.
Se bebió más de medio cuartillo antes de quitarle la botella de los
labios.
—¡Ay! —exclamó—, ¡qué demonios! ¡Lo necesitaba!
Yo estaba en mi rincón y empecé a comer.
—¿Se encuentra muy mal? —le pregunté. Dio un gruñido o, para
decirlo mejor, aulló.
—Si aquel medicucho estuviera a bordo —dijo—, me pondría en pie de
dos pases, pero no tengo suerte, ya ves, y eso es lo peor que me sucede. En
cuanto a ese espantapájaros —añadió señalando al del gorro rojo—, está
muerto y bien muerto. No era un marinero, ni siquiera un hombre. Y ahora
dime, ¿de dónde sales tú?
—Bien —dije—, estoy a bordo para tomar posesión de este barco, señor
Hands; y tendrá la amabilidad de considerarme su capitán hasta nuevas
órdenes.
Me miró perplejo, pero no dijo nada. El color empezaba a volver a sus
mejillas, aunque continuaba bastante pálido y a cada bandazo de la goleta
seguía escurriéndose por la cubierta.
—Y a propósito —continué—, no puedo aceptar esa bandera, señor
Hands; así que con su permiso la voy a arriar. Mejor no ondear ninguna que
ver izada ésa.
Y sorteando de nuevo la botavara, fui hasta donde estaba amarrada la
driza y arrié aquella maldita bandera negra y la arrojé a las aguas.
—¡Dios salve al Rey! —grité, haciendo un alarde con mi sombrero—.
¡Este es el final del capitán Silver!
Él me miraba ya con aire de astucia, aunque seguía sin variar su postura.
—Calculo —dijo finalmente—, calculo yo, capitán Hawkins, que bien
le gustaría ahora poder tocar puerto. Podríamos charlar de ello.
—Sí —dije—, con todo mi corazón, señor Hands. Diga qué se le pasa
por la cabeza —y continué comiendo con un excelente apetito.
—Ese tipejo —empezó, señalando, tembloroso por la debilidad, el
cadáver—… O’Brien se llamaba… un apestoso irlandés. Bien, ese hombre
y yo largamos velas para volver al fondeadero. Él está ya muerto y más
tieso que un pantoque, y no sé quién va a poder gobernar este barco. Si yo
no le digo lo que tiene usted que hacer, usted no es hombre que sepa de
esto, por lo que a mí se me alcanza. Así que podemos hacer un trato: usted
me da de comer y de beber y algún trapo para vendarme la herida, y yo le
diré cómo debe gobernar el barco. Así cuadran las cuentas, y cada cual
toma lo suyo.
—Voy a decirle una cosa —le contesté—: No voy a regresar al
fondeadero del capitán Kidd. Mi idea es llevar la goleta a la Cala del Norte
y vararla allí tranquilamente.
—Así tendrá que ser —exclamó—. No soy ningún estúpido marino de
agua dulce, después de todo. Tengo ojos en la cara, ¿no? He jugado y
perdido, y es usted quien ahora manda. ¿A la Cala del Norte? ¡No me da
donde elegir! Pero estoy dispuesto a ayudarlo, aunque me conduzca al
Muelle de las Ejecuciones, ¡rayos!, así lo haré.
No me pareció que sus palabras careciesen de cierto buen sentido. Y
cerré aquel trato. En tres minutos la Hispaniola ya navegaba apaciblemente
con buen viento a lo largo de la costa de la Isla del Tesoro, y esperábamos
doblar el cabo septentrional antes del mediodía y alcanzar la Cala del Norte
antes de la pleamar, porque ése era el momento en que podríamos
embarrancarla sin que sufriera daños, y desde allí, con el reflujo,
desembarcar.
Fijé con un cabo la rueda del timón y bajé a buscar mi cofre, del que
saqué un pañuelo de seda de mi madre, de gran suavidad. Ayudé a Hands a
vendarse la cuchillada, pues aún sangraba, en el muslo, y tras haber comido
un poco y con otro par de tragos de brandy, noté que empezaba a revivir, y
hasta enderezó su postura y hablaba con más vigor. Era ya otro hombre.
La brisa nos impulsaba favoreciendo nuestros deseos. La goleta cortaba
el mar navegando ligera como un pájaro; la costa de la isla pasaba
rápidamente ante nosotros y el paisaje cambiaba a cada minuto. Pronto
dejamos de ver las tierras altas y empezamos a navegar a la altura de un
territorio bajo y arenoso poblado de pinos enanos; y pronto también aquel
paisaje quedó atrás, hasta que doblamos el promontorio de la colina rocosa
con que la isla termina por el norte.
Yo me sentía eufórico con mi flamante mando y fascinado por la belleza
de la luz del sol y los variados matices, y la conciencia, que antes me había
amonestado por esta aventura, callaba ahora ante la gran victoria que había
representado. Creo que mi alegría hubiera sido completa de no tener
presentes los ojos del contramaestre, que me seguían donde me encontrase
y con la extraña sonrisa que no se borraba de su cara. Era una sonrisa en la
que se mezclaban dolor y desfallecimiento —parecía la macilenta sonrisa
de un anciano—, pero con un tinte sombrío de felonía, y ese rictus seguía
todos mis movimientos, espiándome, aguardando.
XXVI. Israel Hands
El viento, sirviendo a nuestros deseos, cambió al oeste. Podíamos navegar
con más facilidad desde el extremo noreste de la isla hasta la entrada de la
Cala del Norte. Pero como no había forma de poder anclar, y yo no me
atrevía a varar la goleta hasta que la marea estuviera alta, durante largo
tiempo no tuvimos nada que hacer a bordo. El contramaestre me indicó
cómo fachear el barco; y, tras muchos intentos, al fin logré hacerlo y los dos
nos sentamos silenciosos a comer.
—Capitán —me dijo, con aquella misma inquietante sonrisa—, ¿qué
hacemos con mi viejo camarada O’Brien? ¿Por qué no lo coge usted y lo
arroja al agua? Yo no soy particularmente melindroso, sí me duele haberlo
liquidado, pero no considero que esté bien ahí en cubierta… Feo
ornamento, ¿no cree usted?
—Ni tengo fuerzas yo solo ni me apetece la tarea —le contesté—. Por
mí, ahí se queda.
—Este es un barco sin suerte, Jim —siguió, haciéndome un guiño de
complicidad—. Un puñado de hombres ha caído ya en esta Hispaniola,
pobres marineros que se ha tragado el otro mundo desde que embarcamos
en Bristol. No, nunca he visto un barco con peor suerte. Mira a este O’Brien
… y ahora está muerto, ¿no es verdad? Pues bien, yo no soy hombre de
letras y tú eres un mozo que sabe leer y entiende esas cosas de la pluma; y
para decirlo sin rodeos, ¿tú crees que, cuando uno se muere, lo hace para
siempre o que vuelve otra vez?
—Se puede matar el cuerpo, señor Hands, pero no el espíritu; ya debía
saberlo —repliqué—. O’Brien está en el otro mundo, y hasta puede que nos
esté mirando.
—¡Oh! —exclamó—. Pues es de lamentar, porque así es como si matar
a uno no fuera más que matar el tiempo. De todos modos, los espíritus no
cuentan mucho, por lo que yo sé. No me asusta tener que vérmelas con
ellos, Jim. Y ahora que estamos hablando con confianza, te agradecería
mucho que bajases al camarote y me trajeras un… bueno, un… ¡cómo
crujen mis cuadernas!, no doy con el nombre; bien, tú tráeme una botella de
vino, Jim, porque este brandy es demasiado fuerte para mi cabeza.
Todo aquello no me parecía natural, y desde luego que prefiriese el vino
al aguardiente no podía yo creerlo. Aquello no era más que un pretexto.
Quería alejarme de la cubierta, de eso no había duda, pero ignoraba con qué
propósito. Su mirada esquivaba la mía; sus ojos miraban de soslayo y hacia
todas partes, lo mismo hacia los cielos que, furtivamente, hacia el cadáver
de O’Brien. Seguía sonriendo sin cesar y se relamía tan gustosamente, que
hasta un niño hubiera podido percatarse de que maquinaba alguna artimaña.
Pero yo conocía mi terreno, y con alguien en el fondo tan torpe no me
resultaba difícil ocultar mis sospechas; y le dije sin vacilar:
—¿Vino? Estupendo. ¿Lo quieres blanco o tinto?
—Calculo que viene a ser la misma cosa para mí, compañero —replicó
—; con tal que sea fuerte y abundante, ¿qué importa lo demás?
—De acuerdo —le contesté—. Voy a traerte Oporto, amigo Hands. Pero
me va a costar trabajo dar con la botella.
Y diciendo esto me alejé hacia la escala del camarote, haciendo el
mayor ruido posible; y entonces me quité los zapatos, di vuelta por el
pasillo, subí por la escala del castillo de proa y asomé la cabeza a ras de la
cubierta. Yo sabía que él no podía ni imaginarse que yo apareciera allí, pero
de todas formas fui lo más cauteloso posible; y en verdad que mis
sospechas quedaron confirmadas.
Hands abandonó su postración, incorporándose dificultosamente; y a
pesar de notarse que la pierna le producía un dolor intenso —pues le oí
quejarse—, cruzó sin embargo la cubierta rápidamente hasta la banda de
babor y de un rollo de maroma sacó un largo cuchillo, o quizás fuera corto,
pero estaba hasta la empuñadura tinto en sangre. Lo examinó por unos
instantes acercándoselo a los ojos, probó el filo y la punta en la palma de su
mano, y después lo escondió apresuradamente en el bolsillo interior de su
casaca. Y volvió a arrastrarse hasta el lugar que antes ocupaba apoyado en
la amurada.
Yo no precisé saber más. Israel podía moverse, estaba armado, y, si
tenía las lógicas intenciones de deshacerse de mí, sin duda que fácilmente
yo me convertiría en su víctima. Cómo pensara arreglárselas después,
atravesando la isla a rastras desde la Cala del Norte hasta la ciénaga donde
estaban sus compañeros, o confiando en que éstos acudirían en su ayuda, no
lo podía imaginar.
Pero a pesar de todo tenía la seguridad de que al menos en una cosa
podía fiarme de él, puesto que nuestros intereses coincidían, y era en poner
a salvo la goleta. Ambos queríamos embarrancarla con el menor daño
posible en un lugar seguro, con el fin de que en su momento pudiera ser
puesta a flote de nuevo sin demasiado trabajo; y hasta tanto consiguiéramos
vararla, mi vida, así lo creía, estaría segura.
Al mismo tiempo que meditaba en todas estas cosas, me deslicé de
nuevo hasta el camarote, me calcé mis zapatos y cogí la primera botella de
vino que encontré a mano; aparecí con ella en cubierta.
Hands seguía tumbado como un guiñapo donde lo había dejado, y tenía
los ojos casi cerrados como si estuviera tan débil que no pudiera resistir la
luz del sol. En cuanto me vio, alzó su mirada, tomó la botella, rompió el
cuello con la maestría del que está habituado a hacerlo, y dio un largo trago
que solemnizó con un brindis.
—¡Suerte!
Después se quedó un rato tranquilo, y luego, sacando un pedazo de
tabaco, me pidió que le cortase un trozo.
—Córtame un cacho —me dijo—, porque no tengo navaja ni fuerzas.
Ojalá las tuviera. ¡Ay, Jim, Jim, creo que he perdido mis estays! Córtame un
cacho, porque me temo que no vas a cortarme muchos más, muchacho; voy
a hacer mi último viaje y no hay que engañarse.
—Bien —le dije—, te cortaré el tabaco; pero, si yo estuviera en tu lugar
y me creyera tan condenado, me pondría a rezar como un buen cristiano.
—¿Por qué? —me contestó—. Dime por qué.
—¿Por qué? —exclamé—. Hace poco me hablabas de los muertos. Tú
has traicionado, has vivido en pecado y has vertido sangre; a tus pies hay
ahora mismo un hombre a quien has asesinado. ¡Y me preguntas por qué!
¡Por Dios, Hands, ése es el porqué!
Le dije esto bastante enfurecido, pensando además en el cuchillo que
llevaba oculto en su bolsillo y que destinaba, y de sus malos pensamientos
no tenía yo dudas, a terminar conmigo. Él, por su parte, bebió un largo trago
de vino y me dijo con extraña e inesperada solemnidad:
—Treinta años llevo navegando los mares. Y he visto de todo, bueno y
malo, he sufrido los peores temporales y sé lo que es acabarse las
provisiones y tener que defenderse a cuchillo, y todo lo que haya que ver.
Pero te voy a decir algo: no he visto nunca nada bueno que venga de lo que
llamáis virtud. Hay que pegar el primero; los muertos no muerden. Esa es
mi opinión, amén. Y ahora escucha esto —añadió, cambiando bruscamente
su tono—: ya está bien de niñerías. La marea está subiendo y podemos
pasar. Obedece mis órdenes, capitán Hawkins, y embarranquemos el barco
y acabemos de una vez.
Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil:
la entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además
formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha
habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen
subalterno, que cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que
Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el
menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera
procurado un inmenso placer.
En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada,
nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte
estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el
otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le
daba el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos
los restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía
haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años
expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como
por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus
mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado
los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un
espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen
abrigo.
—Ahora —dijo Hands—, ten cuidado; hay un trozo de playa que es
perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y
está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín
sobre ese viejo barco.
—Cuando embarranquemos —pregunté—, ¿cómo podremos volver a
sacarlo a flote?
—Ah —replicó—, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la
marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a
bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la
pleamar, y sale a flote él solo como la cosa más natural. Y ahora,
muchacho, pon atención. Estamos ya sobre el sitio justo y el barco navega
demasiado rápido. ¡Un poco a estribor! ¡Ahí! ¡Sostén firme! ¡A estribor!…
¡Ahora un poco a babor! ¡Sostén firme!
Seguía dando órdenes que yo obedecía inmediatamente. De pronto,
gritó:
—¡Ahora, muchacho… orza!
Yo fijé el timón, y la Hispaniola viró rápidamente y avanzó de proa
hacia la costa baja y frondosa.
La excitación por toda la maniobra me impidió, desde luego, estar
pendiente del contramaestre como con anterioridad. Y hasta en aquel
momento la seguía yo con tan vivo interés, esperando el instante en que el
barco embarrancase, que me olvidé del peligro que me amenazaba y sólo
tenía ojos para mirar por la borda cómo la proa cortaba las olas. Y allí
hubiera perecido sin siquiera luchar por mi vida, si no hubiera sido porque
un presentimiento me sobrecogió y me hizo volver la cabeza. Quizá fue un
ruido, o que vi la sombra de Hands con el rabillo del ojo; acaso un instinto
como el de los gatos; pero el caso es que, cuando miré hacia atrás, allí
estaba Hands ya casi sobre mí con el cuchillo en su mano derecha.
Recuerdo que los dos gritamos cuando nuestros ojos se encontraron;
pero, si el mío fue un grito de terror, el suyo era una especie de bufido
salvaje, como el de un toro al embestir. Saltó sobre mí al mismo tiempo que
daba aquel furioso alarido, y yo salté como pude hacia el castillo de proa.
Al precipitarme para esquivar su golpe, solté el timón, y la rueda empezó a
girar violentamente a sotavento; creo que eso fue lo que me salvó la vida,
porque, al girar, dio a Hands en el pecho con tal violencia, que quedó
parado en seco.
Antes de que él se recobrara, ya me había puesto a salvo, escapando de
aquel rincón donde podría acorralarme; ahora tenía toda la cubierta libre
para esquivar sus ataques. Me protegí tras el palo mayor y saqué mi pistola;
él venía directamente hacia mí blandiendo el cuchillo. Apunté con
serenidad y apreté el gatillo. Pero no se produjo el disparo; el agua del mar
había inutilizado mi arma. Me maldije a mí mismo por ese descuido.
¿Cómo no se me había ocurrido cebar de nuevo la pistola y comprobar su
carga? En aquellas circunstancias yo no era más que una oveja esperando a
su carnicero.
Aunque Hands estaba herido, era increíble la agilidad con que se movía,
y parecía un demonio con el pelo aceitoso cayéndole sobre su rostro y las
mejillas encendidas por la agitación o por la furia. Yo no tenía tiempo de
probar la otra pistola, ni demasiada confianza en que no estuviera
inservible. Una cosa era clara para mí: si continuaba retrocediendo, no
tardaría en acorralarme contra la proa, como antes había estado a punto de
conseguirlo en popa. Y si lograba cercarme, lo único que yo podía esperar
de este lado de la eternidad eran nueve o diez pulgadas de acero
ensangrentado dentro de mi cuerpo. Me escondí tras el palo mayor, que era
de un respetable grosor, y esperé con todos mis nervios en tensión.
Cuando vio que yo me defendía con aquella especie de juego del
esquinazo, se detuvo; y durante unos momentos intentó alcanzarme con
rápidos golpes de su cuchillo, a los que yo respondía esquivando a un lado y
otro del mástil. Era un juego que a menudo había yo practicado en mi tierra,
entre los peñascos del Cerro Negro; pero nunca pensé que tendría que
utilizarlo de aquel modo. De otras formas no hice quizá otra cosa que
seguirlo imaginando que tenía que vérmelas con un marino viejo y además
herido en una pierna. Eso pareció acrecentar mi valor, hasta el punto que
incluso aventuré pronósticos sobre el desenlace; pero, si empezaba a
considerar la posibilidad de prolongarlo mucho tiempo, no alcanzaba
ninguna esperanza sobre su resultado.
Y así estaban las cosas, cuando de repente la Hispaniola embarrancó,
escoró con violencia y quedó varada en el arenal con una inclinación de
cuarenta y cinco grados a babor; penetró un poco de agua por los
imbornales, que hizo pequeños charcos entre la cubierta y la amurada.
Hands y yo fuimos derribados al mismo tiempo y rodamos casi juntos
hasta la banda; el cadáver del pirata del gorro rojo, que aún conservaba los
brazos en cruz, rodó, rígido, junto a nosotros. Yo di con la cabeza contra un
pie del timonel, y sentí el golpe resonar en mi boca. Pese a ello, me levanté
inmediatamente, antes que Hands, al que le había caído encima el cadáver.
La inclinación del barco no era a propósito para poder correr en cubierta;
era preciso que yo buscara un medio de escapar, y lo antes posible, porque
mi enemigo estaba a punto de lanzarme el cuchillo. Rápido como el
pensamiento, salté a un obenque de mesana, trepé por él todo lo rápido que
mis manos me permitían y no respiré hasta verme sentado en la cruceta.
Mi ligereza me salvó; el cuchillo se clavó a menos de medio pie por
debajo de mí, cuando empecé a trepar a toda velocidad. Vi a Israel Hands
con gesto de perplejidad, su rostro levantado, mirándome con la boca
abierta.
Aproveché aquel instante de sosiego para cebar de nuevo mis pistolas,
y, cuando ya tuve una dispuesta, preparé la otra convenientemente.
Hands se quedó desconcertado e indeciso; se daba cuenta de que con
aquellos dados no ganaría nunca; y después de visibles vacilaciones, trató
de encaramarse por el cabo, con el cuchillo entre sus dientes. Pero trepar no
era empresa fácil para él; mucho tiempo gastó en ello y cuántos ayes, con
aquella pierna colgando herida. Ya tenía yo mis dos pistolas preparadas
cuando aún no había él trepado ni una tercera parte del obenque. Entonces,
mirándolo, y con una pistola en cada mano le grité:
—¡Un palmo más, señor Hands, y le salto los sesos! Los muertos no
muerden, ¿no es eso lo que dijo? —añadí, riendo entre dientes.
Se detuvo. Vi, por su gesto, que trataba de pensar, lo que para él era
empresa harto lenta y dificultosa, y yo, crecido por mi superioridad en aquel
momento, solté una carcajada. Él tragó saliva varias veces, y trató de hablar,
aunque sin perder aquella expresión de perplejidad. Para poder hacerlo se
quitó el cuchillo de su boca, pero no hizo ningún otro movimiento.
—Jim —me dijo—, calculo que los dos estamos en un mal paso, y que
no tenemos otra salida que firmar un pacto. Si no hubiera sido por el
bandazo, te habría atrapado; pero ya te dije que este barco trae mala suerte,
sí, señor; y creo que tendré que rendirme, aunque sea duro, ya lo ves, para
un buen marinero, siendo tú un grumete, Jim.
Saboreaba yo estas palabras, tan sonriente y ufano como un gallo en su
corral, cuando de improviso vi a Hands que echó la mano atrás por encima
del hombro. Algo silbó en el aire como una flecha; sentí un golpe y después
un agudo dolor, y quedé clavado por mi hombro contra el mástil. Ni lo
pensé; el dolor era muy fuerte y no menos mi sorpresa; nunca he sabido si
quise disparar o no, pero apreté los dos gatillos. Ambas pistolas cayeron de
mis manos, y junto a ellas, con un grito ahogado, el timonel Israel Hands se
soltó del obenque y cayó de cabeza al mar.
XXVII. ¡Doblones!
Como el barco estaba tan escorado, los mástiles sobresalían sobre las aguas,
y a la altura que yo estaba, en la cruceta, veía bajo mis pies la superficie de
la bahía. Hands, que no había alcanzado esa altura, cayó cerca del casco,
casi junto a la borda. Vi su cuerpo emerger entre remolinos de espuma
sanguinolenta y volver a hundirse para siempre. Cuando la mar estuvo en
calma, pude verlo hecho un ovillo en el fondo de limpia y luminosa arena,
en la sombra que proyectaba el casco de la goleta. A veces el temblor de
una ola provocaba la ilusión de un movimiento, como si intentara
levantarse. Pero estaba bien muerto, con dos disparos y, además, ahogado, y
ya no era más que comida para los peces, como yo lo hubiera sido.
Empecé a sentirme mareado, desfallecido y sobrecogido por el miedo.
Noté cómo la sangre caliente me corría por la espalda y el pecho. El
cuchillo que me sujetaba por el hombro al mástil era como un hierro al rojo;
sin embargo no me pesaba tanto ese dolor, que me creía capaz de soportar
sin una queja, como el terror a caer desde la cruceta en aquellas aguas
serenas y verdosas junto al cuerpo del timonel.
Me agarré con todas mis fuerzas a la cruceta, hasta que me dolieron las
uñas, y cerré los ojos para no ver aquella escena. Poco a poco fui
recobrando el valor, el pulso volvió a latir con un ritmo más tranquilo y
comencé a sentirme dueño de mí mismo.
Mi primer pensamiento fue el de arrancarme el cuchillo; pero estaba
clavado con tanta fuerza, y los nervios me fallaron, que tuve que desistir
con un violento escalofrío. Y como siempre sucede con las cosas más
insignificantes, fue ese tiritón el que resolvió mi problema. Porque el
cuchillo, que había estado a punto de herirme en algún lado más grave o
mortal, lo único que atravesaba era la parte superior del hombro, casi
solamente la piel, y aquel escalofrío terminó por desgarrarla. La sangre
manó copiosamente, pero me sentía libre y podía moverme y sólo mi casaca
y mi camisa me unían al palo, lo que no tardé en resolver dando un fuerte
tirón.
Sin perder tiempo me deslicé por el obenque de babor hasta cubierta; ni
por todo el oro del mundo lo hubiera hecho por el de estribor, que caía a
plomo sobre las aguas donde reposaba Israel Hands.
Bajé al camarote y curé mi herida como pude. El dolor era muy intenso
y sangraba abundantemente, pero no era profunda y no la juzgué grave, ni
tampoco me impedía demasiado mover el brazo. Después inspeccioné el
barco, y, pues ahora estaba bajo mi mando, decidí desembarazarme de su
último pasajero, el cadáver de O’Brien.
Yacía arrojado como un fardo contra la amurada, una especie de
desfondado espantapájaros de rostro como la cera. Estaba en una postura
que facilitaba mis intenciones; y como ya empezaba a estar habituado a
estas macabras experiencias, mi antiguo temor ante los muertos había casi
desaparecido. Lo agarré por la cintura, como un saco de salvado, y de un
buen empujón lo arrojé por la borda. Se hundió con un ruidoso chapuzón,
su gorro rojo quedó flotando en las aguas, y, cuando me dejó la espuma
producida por su caída, lo vi tendido junto a Israel, moviéndose ambos con
la ondulación del mar. O’Brien, aunque joven, era bastante calvo, y allí se
destacaba su cráneo mondo apoyado en las rodillas de su asesino, y sobre
los dos cuerpos, los peces que empezaban a congregarse.
Ahora estaba yo solo en la goleta. La marea empezaba a cambiar. El sol
llegó a su ocaso y ya las sombras de los pinos se alargaban a través del
fondeadero y pintaban sobre la cubierta grandes manchas de luz y sombra
vacilantes. La brisa del atardecer se levantaba, y aún protegido por la colina
de los dos picos, que se levantaba hacia el este, el aparejo empezaba a
vibrar con un sordo silbido y las velas a agitarse de un lado para otro.
Entonces caí en la cuenta de que existía peligro para el barco. Pude
arriar los foques con cierta facilidad, y los abandoné caídos en cubierta;
pero la vela mayor era una tarea mucho más difícil. Cuando la goleta escoró
al embarrancar, la botavara había caído del mismo lado, saliendo sobre la
borda, y las jimelgas así como parte de la lona cayeron al mar. Pensé que
aquello aumentaba el peligro, pero en mi turbación no veía forma de
solucionar el problema. Determiné cortar la driza, y así lo hice con mi
navaja. El pico de la cangreja quebró de inmediato y una gran panza de lona
distendida flotó sobre el mar. Eso fue todo lo que pude hacer, porque no
conseguí mover la cargadera, y dejé la Hispaniola a su suerte como yo
quedaba a la mía.
Cuando terminé estos trabajos, la oscuridad cubría el fondeadero y
recuerdo que las últimas luces del sol entraban a través de un claro de los
bosques y brillaban como una joya en las algas y flores que cubrían aquel
navío hundido a la entrada de la bahía. Empecé a sentir frío; la bajamar
asentaba la goleta más y más sobre su casco y aumentaba su escora.
Traté de encaramarme hacia proa con gran dificultad y miré sobre la
borda. No parecía haber mucha profundidad, y sujetándome con cuidado a
la driza cortada me dejé caer lentamente al agua. Apenas me llegaba a la
cintura, la arena era dura, y notaba las ondulaciones del fondo; feliz y con
bastante ánimo vadeé hasta la orilla. La Hispaniola quedó allí varada, con
su vela mayor cubriendo la superficie de las aguas. En ese instante el sol se
ocultó y la brisa empezó a soplar suavemente por entre los árboles en la
oscuridad del crepúsculo.
Por lo menos yo estaba en tierra y no volvía del mar con las manos
vacías. La goleta estaba libre de filibusteros y aguardando a nuestra gente
para ser tripulada de nuevo y navegar. Yo no tenía otro pensamiento que
regresar a la empalizada y gozar del relato de mi aventura. Era posible que
me amonestasen por ella, pero el haber capturado la Hispaniola pensaba
que podía callar todas las voces y estaba convencido de que hasta el propio
capitán Smollett tendría que admitir que yo no había perdido el tiempo.
Con esos pensamientos, y alegre como el que más, tomé camino en
dirección al fortín para encontrarme con mis compañeros. Traté de situarme
partiendo de que el más oriental de los ríos, que desembocaban en el
fondeadero del capitán Kidd, bajaba desde el monte de los dos picos que
ahora tenía yo a mi izquierda; y empecé a rodearlo para cruzar cerca de su
nacimiento, donde el caudal era escaso. El bosque no parecía demasiado
impenetrable, y, siguiéndolo a lo largo de las estribaciones del monte, no
tardé en recorrer su ladera y dar con el río, que atravesé con el agua a media
pierna. Así llegué a un sitio que reconocí como aquel donde me había
encontrado con Ben Gunn, el abandonado; seguí entonces mi camino con
más cautela, vigilando hacia todas partes. La noche había caído y, cuando
llegué cerca de la depresión entre los dos picachos, advertí como un fulgor
vacilante, y pensé que el hombre de la isla estaría cocinando su cena en una
hoguera. Me inquietaba imaginarlo tan despreocupado, porque ese mismo
fuego que yo veía podía ser descubierto también por Silver desde su
campamento en la ciénaga.
Fui acercándome poco a poco, aprovechando la oscuridad de la noche, y
mucho me costó no perderme en mi camino; el monte de los dos picos
quedaba a mis espaldas y el Catalejo a mi derecha, ambos muy
desdibujados por la noche; pocas eran las estrellas y su brillo apagado, y el
terreno por donde yo caminaba estaba plagado de matorrales que más de
una vez me hicieron caer sobre la arena.
De pronto me encontré en el centro de una tenue claridad. Levanté los
ojos; pálidos rayos de bellísima luz se abrían sobre la cima del Catalejo, y,
casi inmediatamente, un inmenso disco de plata se levantó sobre las copas
de los árboles: era la luna.
Bajo su luz anduve rápidamente los últimos tramos de mi camino; y
unas veces corriendo, otras paso a paso, fui acercándome lleno de
impaciencia a la empalizada. Cuando alcancé el bosque que la rodeaba, tuve
buen cuidado en arrastrarme cautelosamente, porque hubiera sido un triste
fin para mis aventuras recibir un tiro por equivocación de mis propios
compañeros.
La luna iba levantándose con todo su esplendor; su luz iluminaba
grandes zonas del bosque, y de pronto, ante mí, entre los árboles, vi un
resplandor de muy distinto color. Un fulgor rojizo que por momentos se
apagaba, como si fuera el rescoldo de una hoguera.
No podía ni imaginar de qué podía tratarse.
Me deslicé hasta la orilla del calvero. Hacia el oeste se veía iluminado
por la luna; el resto, incluyendo el fortín, estaba aún cubierto por la
oscuridad, unas tinieblas salpicadas aquí y allá por plateadas franjas de luz.
Detrás del fortín brillaban las ascuas de lo que fue una hoguera, pero aún
irradiaba un fuerte resplandor rojizo que contrastaba vivamente con la
mórbida blancura de la luna. No se oía ruido alguno ni se sentía otra
presencia que el suave sonido de la brisa.
Me detuve muy asombrado, y quizá con cierto temor. Yo sabía que mis
compañeros no tenían la costumbre de encender grandes hogueras, antes
bien, por orden del capitán, limitábamos las ocasiones de hacer fuego; y
comencé a temer que algo malo les hubiera sucedido durante mi ausencia.
Me agazapé y con mil cuidados empecé a arrastrarme hacia el este,
encubierto por las sombras, y busqué el lugar donde la empalizada estuviera
más protegida por la oscuridad, y allí la crucé.
Continué arrastrándome sin hacer el menor ruido hasta llegar a una de
las esquinas del fortín. Conforme me aproximaba mi corazón iba
tranquilizándose. Cuántas veces había aborrecido el sonido de los ronquidos
de mis compañeros, pero cómo lo esperaba escuchar en aquellos momentos;
y cómo se llenó mi corazón de alegría cuando hasta mí llegaron. Hasta
aquel grito tan marinero de guardia: «¡Todo bien!», jamás habría sido tan
tranquilizador.
Pero, de todas formas, empezó a inquietarme un sexto sentido: la
vigilancia en torno a la empalizada era deplorable. Si hubiera sido Silver o
alguno de los suyos, en lugar mío, ninguno de mis compañeros hubiera
vuelto a ver la luz del día. Pensé que quizá las heridas del capitán le habían
impedido organizar mejor los centinelas, y me culpé a mí mismo por
haberlos abandonado en aquella situación.
Llegué a la puerta y me puse en pie. Dentro había una absoluta
oscuridad y era imposible distinguir a nadie. Se escuchaba el ruido
monótono de los ronquidos y me pareció oír un rumor de aletazos o el roce
de un pico, que no podía —o no quería— explicarme. Empecé a andar hacia
el interior tanteando con los brazos. «Mi lecho estará donde antes» (imaginé
regocijado); «y cuando despierte mañana, cómo voy a reírme al ver su
estupor».
Mi pie tropezó con algo blando: era una pierna; quien fuese gruñó y dio
media vuelta sin llegar a despertarse.
En ese instante, de improviso, una voz estridente rompió a chillar en la
oscuridad:
—¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones! ¡Doblones!
Y continuó imparable como el repiqueteo de un pequeño telar. ¡Era el
loro verde de Silver, el Capitán Flint! Eso era lo que yo había oído picotear;
era él quien, mejor centinela que ningún humano, anunciaba mi llegada con
su abrumador estribillo.
No tuve ni tiempo de recobrarme de la sorpresa. A los agudos y
metálicos chillidos del loro se despertaron los durmientes y rápidamente se
levantaron; y con un tremendo juramento la voz de Silver tronó:
—¿Quién va?
Intenté echar a correr, pero choqué con uno de los piratas y, al
retroceder, me precipité en brazos de otro, que me sujetó con fuerza.
—¡Trae una antorcha, Dick! —dijo Silver, cuando se aseguró de mi
captura.
Y uno de ellos salió del fortín y volvió rápidamente con una rama
encendida.
Parte sexta: El capitán Silver

XXVIII. En el campamento enemigo


La luz de aquel fuego que iluminó el interior del fortín no hizo sino que
viera realizados mis más sombríos presentimientos. Los amotinados se
habían apoderado del recinto y de todas nuestras provisiones; allí estaban el
barril de aguardiente, la salazón de cerdo y la galleta, pero lo peor, lo que
hizo aumentar mis temores, es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginé
que sin duda habían perecido y mi corazón se llenó de dolor por no haber
estado con ellos en tan grave momento.
En total eran seis los piratas; todos los que habían quedado vivos. Había
cinco en pie, con huellas de cansancio en sus rostros abotargados, de
encendidas mejillas, recién despertados del primer sueño de la borrachera.
Un sexto bucanero estaba incorporado apoyándose sobre un codo; tenía una
palidez mortal y las ensangrentadas vendas liadas en su cabeza indicaban
que hacía poco que había sido herido, y, aún menos, curado. Pensé que era
el mismo que yo había visto correr hacia el bosque después de recibir un
tiro.
El loro estaba quieto, picoteándose el plumaje, en el hombro de John «el
Largo». Silver parecía más pálido e intranquilo que de costumbre. Lucía
todavía aquel vistoso traje con el que había capitaneado el motín, pero ya se
veía deslustroso, lleno de barro y rotos causados por los arbustos.
—Así que —dijo— aquí tenemos a Jim Hawkins. ¡Así revienten las
cuadernas!, y caído del cielo, como suele decirse, ¿eh? Bien, acércate,
¿porque vienes como amigo, no?
Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguardiente y empezó a cargar su
pipa.
—¡Acércame una tea encendida, Dick! —llamó, y cuando la pipa ya
tiraba—. Está muy bien muchacho —añadió—; tira la tea por ahí. Vosotros,
caballeretes, volved a dormir; no es preciso que sigáis aquí contemplando al
señor Hawkins; seguro que él os disculpará. Así pues, Jim —prosiguió
retacando su pipa—, has vuelto, ¡qué sorpresa tan agradable para el pobre y
viejo John! Ya vi que eras listo la primera vez que te eché un ojo encima,
pero la verdad es que no comprendo este regreso tuyo.
Como puede suponerse, yo no contesté a sus palabras.
Me había colocado de espaldas a la pared y allí permanecí, mirando a
Silver cara a cara, intentando aparentar una valentía que el desconsuelo de
mi corazón hacía muy difícil.
Silver dio un par de chupadas a la pipa, con mucha tranquilidad, y
prosiguió:
—Ahora que estás aquí, Jim —me dijo—, voy a confesarte mis
pensamientos. Siempre me has parecido un muchacho formidable, sí, señor,
con empuje, el propio retrato de mí mismo cuando yo era joven y apuesto.
Siempre he querido verte unido a nosotros y que tuvieses tu parte y vivieras
como un caballero, y, ahora, gallito, no tienes más remedio que hacerlo. El
capitán Smollett es un buen marino, mejor que yo lo seré nunca, pero es
demasiado rígido con la disciplina. «El deber es el deber», dice siempre, y
lleva razón. Ten cuidado con él. Y con el doctor, que no quiere ni verte; «un
bribón desagradecido», es lo que me dijo que pensaba de ti. En resumen: no
puedes volver con los tuyos porque no quieren nada contigo; y a menos que
tú solo seas una tripulación, lo que resultaría bastante solitario, no tienes
otro camino que enrolarte con el capitán Silver.
Al menos me había enterado de que mis compañeros aún vivían, y,
aunque no dudaba de las palabras de Silver sobre los sentimientos que hacia
mí abrigaban, lo que había oído me dejaba menos entristecido que
confortado.
—No es preciso que te repita que estás en nuestras manos —continuó
Silver—, porque eso se ve, ¿no? Pero yo soy hombre que gusta de
argumentar; siempre he aborrecido las amenazas, que además no sirven
para nada. Si te gusta mi ofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; si no te
gusta, Jim, eres libre para decir que no, completamente libre, compañero.
No creo que ningún navegante hijo de buena madre pueda hablar más claro,
¡o que me hunda!
—¿Tengo que responder ahora? —contesté con voz trémula. Porque a
través de todo aquel irónico parlamento, yo veía una grave amenaza que iba
cayendo sobre mí, y sentí un intenso calor en mi rostro y mi corazón latir
con violencia.
—Muchacho —dijo Silver—, nadie te aprieta. Echa tus cuentas.
Ninguno de nosotros te apremia, compañero; y es agradable pasar el tiempo
en tu compañía, tenlo por seguro.
—Bien —dije, tratando de aparentar valor—. Si he de elegir, lo primero
que creo es tener derecho a saber qué ha sucedido y por qué estáis vosotros
aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?
—¿Qué ha sucedido? —dijo uno de los bucaneros con un ronco gruñido
—. ¿Y quién es el listo que lo sabe?
—Cierra tu cuartel hasta que se te hable, amigo —gritó Silver con voz
enojada. Y después, ya con un tono más suave, me dijo—: Ayer por la
mañana, señor Hawkins, en la tercera guardia, vino a parlamentar el doctor
Livesey, y me dijo: «Capitán Silver, está usted perdido. El barco ha
zarpado». Bueno, yo no podía decir que no, habíamos estado bebiendo un
poco y cantando, eso ayuda a vivir, así que no podía decir que no, porque
ninguno de nosotros había estado vigilando la goleta. Entonces fuimos a
mirar, y, ¡por todos los temporales!, el maldito barco ya no estaba. En mi
vida he visto un rebaño de idiotas más cariacontecidos, y no te quepa duda
de que yo era el que tenía la cara más larga. Entonces me dijo el doctor,
«vamos a hacer un trato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamos nosotros
con las provisiones y el aguardiente, bien a cubierto y con toda la leña que
tuvisteis la bondad y previsión de cortar, y, ¿cómo diría?, tan a gusto como
en el barco. En cuanto a ellos… se largaron; no sé dónde pueden estar.
Volvió a chupar tranquilamente su pipa.
—Pero que no se te ocurra pensar que tú estabas incluido en el trato —
prosiguió—. Lo último que dijimos fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo se lo
pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno de nosotros está herido. En cuanto a
ese maldito chico, ni sé dónde está ni me importa. Estamos hartos de él».
Esas fueron sus palabras.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—Bueno… eso es todo lo que tienes que saber, hijito —contestó Silver.
—¿Y ahora debo elegir?
—Y ahora debes elegir, tenlo por seguro —repuso Silver.
—Pues bien —le dije—; soy lo bastante listo como para saber lo que me
espera. Y poco me importa ni siquiera lo peor. He visto ya morir a
demasiados hombres desde que desgraciadamente tropecé con vosotros.
Pero hay un par de cosas que he de decirle —y proseguí ya sin ninguna
contención—, y la primera es ésta: no es tampoco muy bueno vuestro
camino; habéis perdido el barco, habéis perdido el tesoro, y habéis perdido
varios hombres; todo el negocio se ha venido abajo; y si quiere usted saber
a quién le debe todo esto: ¡es a mí! Yo estaba dentro de la barrica de
manzanas la noche que avistamos tierra y les oí a John, a usted, a Dick
Johnson y a Hands, que ahora por cierto está en el fondo de los mares, y fui
yo quien se lo contó todo al squire. Y en cuanto a la goleta, fui yo quien
cortó la amarra y el que maté a los dos que habíais dejado a bordo, y yo el
que la he llevado a un lugar donde jamás la volveréis a ver. Yo soy el que se
ríe el último; soy yo quien ha gobernado este maldito asunto desde el
principio; y os tengo ahora mismo el miedo que podía tenerle a una mosca.
Puede usted matarme, si quiere, o dejarme ir. Pero una cosa voy a decirle, y
no la repetiré: si me deja libre, lo pasado, pasado, y cuando os juzguen por
piratas, trataré de salvar a todos los que pueda. Esa es la única elección, y
no a mí a quien corresponde. Matando a uno más no ganaréis nada, pero, si
me dejáis con vida, tendréis un testigo a vuestro favor para salvaros del
patíbulo.
Me callé, y ya me faltaba el aliento; y con gran sorpresa por mi parte,
ninguno de los piratas, que lo habían escuchado todo, se movió;
permanecieron recostados mirándome atónitos como carneros. Aproveché
su asombro para continuar:
—Y ahora, señor Silver —le dije—, creo que usted vale más que todos
éstos, y, si las cosas empeoran para mí, le agradecería que haga saber al
doctor cómo me he portado.
—Lo tendré en la memoria —dijo Silver y en tono tan extraño, que no
pude precisar si se reía de mi petición o si mi valor lo había llegado a
impresionar verdaderamente.
—Voy a cargar otro en mi cuenta —exclamó de pronto el marinero viejo
de la cara color caoba, que se llamaba Morgan, y que era el que yo había
conocido en la taberna de John «el Largo» en los muelles de Bristol—. Debí
hacerlo, cuando reconoció a «Perronegro».
—Sí —dijo Silver—, y te diré algo más, ¡por todos los temporales!
También es el muchacho que le robó el mapa a Billy Bones. ¡Desde el
principio no hemos hecho otra cosa que estrellarnos contra Jim Hawkins!
—¡Pues aquí se acaba! —dijo Morgan con una maldición. Y saltó,
como si tuviera veinte años, con su cuchillo en la mano.
—¡Atrás! —gritó Silver—. ¿Quién te crees que eres, Tom Morgan? ¿Te
crees acaso el capitán? ¡Por Satanás, que voy a darte un escarmiento!
Arrodíllate ante mí, porque voy a mandarte al mismo sitio al que ya he
enviado a otros muchos fanfarrones antes que a ti desde hace treinta años:
unos cuelgan de una verga, otros fueron por encima de la borda y todos
están ahora dando de comer a los peces. Ningún hombre que me haya
mirado entre los ojos ha dejado de arrepentirse por haber nacido. Tom
Morgan, puedes asegurarlo.
Morgan se detuvo, pero los demás empezaron a murmurar.
—Tom tiene razón —se oyó una voz.
—Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti —añadió otro de los
piratas—, y que me ahorquen si vas a seguir haciéndolo, John Silver.
—¿Alguno de vosotros, caballeros, quiere salir a vérselas conmigo? —
rugió Silver, levantándose del barril y echándose atrás, pero sin soltar la
pipa que aún humeaba en su mano derecha—. Quiero escuchar lo que
tengáis que decirme, ¿o sois mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al que así
lo quiera. ¿O es que he vivido yo todos estos años para que cualquier hijo
de una pipa de ron venga ahora a cruzárseme por la proa? Ya conocéis las
reglas: todos sois caballeros de fortuna, ¿no es eso lo que decís? Pues bien;
estoy listo. El primero que se atreva, que coja un machete, que voy a ver
qué color tiene por dentro. Con muleta y todo, y antes de terminarme mi
tabaco.
Ninguno de aquellos hombres se movió; ni tampoco hubo respuesta.
—¡Sois de buena calidad! —añadió dando otra chupada a su pipa—.
Una gentuza que da gusto ver. No sabéis ni luchar. Lo único que sabéis es
entender el inglés del rey George: Me elegisteis como capitán, y me
elegisteis porque soy el que más vale, y en eso os llevo más de una milla de
ventaja. Y si ahora no queréis pelear como caballeros de fortuna, pues
entonces ¡que nos trague la borrasca!, vais a obedecerme, por las buenas o
por las malas. Este chico es el mejor muchacho que he visto. Es más
hombre que cualquier rata como vosotros, y os digo esto: que vea yo a uno
poner su mano en él… No tengo más que decir, pero recordad mis palabras.
Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyado contra la pared, con el
corazón aún palpitando como un martillo, pero veía un rayo de esperanza.
Silver se apoyó también en la pared, junto a mí, con los brazos cruzados y
la pipa en la comisura de sus labios, y tan tranquilo como si estuviera en
una iglesia; sin embargo, sus ojillos furtivos se movían sin cesar vigilando a
sus levantiscos camaradas. Estos, por su parte, fueron poco a poco
agrupándose en el otro extremo de la habitación y el sordo murmullo de su
conciliábulo llegaba a mis oídos como el sonido del viento. De vez en
cuando alguno levantaba su mirada y por un instante la rojiza luz de la
antorcha iluminaba su rostro tenso, pero ya no era a mí, sino a Silver, a
quien escudriñaban.
—Parece que tenéis muchas cosas que deciros —observó Silver
lanzando un salivazo hacia el techo—. Quisiera oírlo yo también. O, si
habéis terminado, quisiera veros durmiendo.
—Perdona, señor —dijo uno de ellos—, pero nos parece que no haces
mucho caso de algunas reglas; quizás debieras recordar algunas de ellas:
esta tripulación está descontenta; a esta tripulación no se le debe intentar
maniatar con empalomaduras; esta tripulación tiene sus derechos como
cualquier tripulación y me tomo la libertad de decirte que además los
derechos de nuestro propio código, y el primero de ellos es que podemos
juntarnos para hablar. Perdona, pero, aún reconociéndote como capitán, por
el momento, reclamo nuestro derecho de salir afuera para deliberar.
Y con un ceremonioso saludo marinero aquel individuo, que era un tipo
larguirucho y horrible, con ojos amarillentos y de unos treinta y cinco años,
caminó tranquilamente hacia la puerta y salió del fortín. Los demás
forajidos, uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada uno hizo el mismo
saludo al pasar ante Silver y añadió alguna disculpa: «Es conforme a las
reglas», dijo uno. «Hay consejo en el alcázar», dijo Morgan. Y, con una u
otra observación, todos fueron saliendo y nos dejaron solos a Silver y a mí.
El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipa de su boca.
—Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien —me dijo en voz tan baja, que
apenas pude oírlo—, estás a medio tablón de la muerte, y lo que aún es
peor, de que te martiricen. Esos quieren quitarme de en medio. Recuerda
que yo estoy de tu parte suceda lo que suceda. No era ésa verdaderamente
mi intención, desde luego, hasta que te oí hablarme como lo hiciste. Yo
estaba loco y desesperado por perder tanto dinero y además con la
perspectiva de que me ahorquen. Pero he visto que eres un hombre valiente.
Y me he dicho: John, tu sitio está junto a Hawkins, y el de Hawkins,
contigo. Tú eres su última carta, y ¡por todos los fuegos del infierno!, John,
¡tú eres la suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a tu testigo y él salvará tu
cuello.
Empecé a comprender por dónde quería ir.
—¿Quiere usted decir que todo está perdido? —pregunté.
—¡Sí, por todos los cañonazos! —contestó—. El barco perdido, y el
pescuezo perdido… ése es el resumen. Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim
Hawkins!, y no vi la goleta… bien, aunque soy hombre duro de pelar, te
juro que me sentí vencido. Escucha: toda esa gente que está ahí fuera
tratando de liquidarnos, fíjate lo que te digo, no son listos, son cobardes. Yo
salvaré tu vida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca, tú salvarás a John
«el Largo» de la horca.
Yo estaba confundido; lo que me decía me parecía tan desesperado… y
escucharlo de él, el viejo bucanero, el cabecilla de la rebelión…
—Haré lo que pueda —le dije.
—¡Trato hecho! —exclamó—. Hablas con valor, ¡y por todos los
temporales!, correremos la suerte.
Caminó renqueando hasta la antorcha y encendió de nuevo su pipa.
—Entiéndeme, Jim —dijo cuando volvió junto a mí—. Tengo cabeza. Y
me dice que me ponga del lado del squire. Yo sé que tú has escondido el
barco en lugar seguro. ¿Cómo lo has conseguido? No lo sé; pero no dudo de
que está seguro. Me figuro que Hands u O’Brien se acobardaron. Nunca he
tenido mucha confianza en ellos. Mira. No voy a preguntar nada, ni voy a
permitir que otros hagan preguntas. Sé cuándo una jugada está perdida, lo
sé; y también sé cuándo un muchacho vale de verdad. Ah, eres joven… ¡tú
y yo hubiéramos podido hacer grandes cosas juntos!
Llenó en el barril de aguardiente un vasito de estaño.
—¿Gustas, compañero? —me preguntó; y al ver que yo rehusaba, dijo
—: Bueno Jim, yo sí tomaré un trago. Necesito calafatearme, porque habrá
jaleo. Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría el doctor el mapa, eh, Jim?
Mi rostro debió expresar el mayor asombro, y él entendió que era inútil
seguir preguntando.
—Ah, pues me lo dio —dijo—. Y seguramente que hay algo por debajo
de todo esto, no lo dudo… seguramente que hay algo oculto, sí; Jim, para
bien o para mal.
Y bebió otro trago de aguardiente, y se mesó los cabellos como un
hombre que se dispone para un mal trance.
XXIX. La Marca Negra, de nuevo
Durante largo rato los bucaneros mantuvieron su consejo; después uno de
ellos entró en el fortín, repitiendo el mismo irónico saludo, que me pareció
una burla, y pidió que se le prestase por unos momentos la antorcha. Silver
se la entregó secamente, y el enviado volvió a salir, dejándonos a oscuras.
—Comienza la brisa, Jim —dijo Silver, que cada vez iba adoptando un
tono más familiar conmigo.
Yo estaba cerca de una de las aspilleras, y miré hacia el exterior. La
hoguera se había consumido y sus ascuas eran un débil resplandor; pensé
que a causa de ello habían pedido los conspiradores nuestra antorcha. Los
vi, formando un corro, hacia la mitad del declive que descendía hasta la
empalizada; uno sostenía la antorcha; otro estaba de rodillas en medio, y vi
que una navaja brillaba en su mano con siniestros fulgores que reflejaban la
luna y las ascuas. Los demás parecían observar las maniobras de éste.
Entonces me pareció ver que además de la navaja tenía un libro en la mano;
y aún estaba yo preguntándome qué negocio se traería con tan diferentes
objetos, cuando vi que se levantaba y todos juntos se dirigieron hacia el
fortín.
—Ahí vienen —dije, y me aparté de la arpillera, porque me pareció
indigno que me descubriesen espiándolos.
—Bien, que vengan, muchacho, que vengan —dijo Silver con cierto
tono jovial—. Aún me queda un tiro.
Entonces aparecieron, atropellándose al decidir quién entrara el
primero, y acabaron por empujar a uno de ellos. Avanzó tan pausadamente,
que casi resultaba cómico, vacilando con cada pie, y además adoptaba una
insólita postura, con un brazo extendido y el puño cerrado.
—Adelante, muchacho —dijo Silver—, no voy a comerte. Entrégame lo
que te han dado para mí. Conozco las reglas, sí, señor. No me opongo a la
Hermandad.
El bucanero se adelantó con más ánimo y pasó de la suya algo a la mano
de Silver; después se retiró todo lo rápidamente que pudo para unirse a sus
compañeros.
El viejo cocinero miró lo que le había entregado.
—¡La Marca Negra! Ya la esperaba —dijo—. ¿De dónde habrán sacado
este papel? ¡Pero…! ¡Qué es esto! ¡Mira! ¡Esto trae mala suerte! Han
arrancado este papel de una Biblia. ¿Quién ha sido el idiota que ha roto una
hoja de la Biblia?
—¿Lo veis? —dijo Morgan a los suyos—. ¿Lo veis? Ya os lo dije yo.
Nada bueno puede venir de esto.
—Bien, ya habéis hecho lo que teníais que hacer —dijo Silver—. Creo
que acabaréis todos en la horca. ¿Quién era el mamarracho que tenía una
Biblia?
—Era Dick —dijo uno.
—Pues que rece. Creo que a Dick se le ha acabado la suerte, no me cabe
duda.
Entonces interrumpió el hombre de los ojos amarillentos.
—Deja esa charla, John Silver —dijo—. Esta tripulación te ha señalado
con la Marca Negra por acuerdo de todos, como es nuestra ley; ahora lo que
tienes que hacer es leer lo que dice ahí escrito. Después podrás hablar.
—Gracias, George —replicó el cocinero—. Qué bien sabes manejar los
negocios, te sabes todas las reglas de carrerilla, y a lo que veo, George, con
gusto. Bueno… ¿Qué hay aquí? ¡Ah! «DESTITUIDO»… ¿No es eso? Y
muy bien escrito, por cierto; como de imprenta… ¿Lo has escrito tú,
George? Me parece que te estás encaramando mucho en esta tripulación. No
tardarás en hacerte capitán, y no me extrañaría. ¿Quieres darme una tea
encendida? Esta pipa no tira bien.
—Vamos, ya está bien —dijo George—; no vas a seguir burlándote de
esta tripulación. Te crees muy gracioso, ¿no? Pero ya no eres nadie, así que
baja de ese barril y vota.
—Me parece haber oído que conoces bien las reglas —contestó Silver
desdeñosamente—. Pero por si no es así, voy a recordártelas. Estoy aquí
sentado porque soy vuestro capitán, y recuerda que lo soy hasta que me
hagáis todos los cargos y yo pueda contestar; y mientras eso suceda, esa
Marca Negra no vale ni una galleta. Después, ya veremos.
—Oh, no te apures por eso —replicó George—, que sabemos lo que
hacemos. Primero: has sido tú quien ha hecho picadillo a esta tripulación, y
no tendrás el descaro de negarlo. Segundo: has sido tú quien ha dejado
escapar a nuestros enemigos, cuando ya los teníamos en el cepo. ¿Por qué?
Yo no lo sé; pero eso no servía sino a sus intereses. Tercero: has sido tú
quien nos impidió atacarles en la retirada. No, John Silver, te hemos calado;
tú estás de acuerdo con el enemigo, y eso es grave. Y, por último: ese
muchacho.
—¿Eso es todo? —preguntó Silver con mucha serenidad.
—Y suficiente —replicó George—. Y no tenemos por qué mojarnos
con tu zambullida.
—Bien. Y ahora, escuchadme, porque voy a responder a esos cuatro
puntos; pienso contestar uno por uno. He hecho trizas este viaje, ¿no es así?
Muy bien; pero todos vosotros conocíais lo que yo quería hacer, y sabéis
muy bien que, si se hubiera hecho, ahora estaríamos a bordo de la
Hispaniola y, además todos, vivos y bien sanos, con la tripa llena de pastel
de ciruelas y con el tesoro bien estibado en la bodega. ¡Por todos los
temporales! ¿Y quién lo ha impedido? ¿Quién me forzó la mano, cuando yo
era el legítimo capitán? ¿Quién me señaló con la Marca Negra, supongo que
ya desde el mismo día que desembarcamos? ¿Quién ha empezado este
baile? Ah, es un hermoso baile, y en eso estoy de acuerdo con vosotros, y
hasta se parece mucho a un zapateado marinero, pero al cabo de una cuerda
en el Muelle de las Ejecuciones, sí, mirando a Londres, sí, señor. ¿Y quién
tiene la culpa? Pues Anderson, o Hands… ¡O tú, George Merry! Tú que
eres el que tiene más que callar, más que todos estos que te han echado a
perder. Y ahora tienes la osadía de envalentonarte y tratar de destituirme
para nombrarte tú mismo capitán. ¡Tú! ¡Tú, que nos has hundido a todos!
¡Por Satanás que en mi vida he visto cosa parecida!
Silver hizo una pausa y vi en los rostros de George y de todos sus
secuaces que aquella arenga había hecho efecto.
—Eso en cuanto a tu primera cuestión —exclamó el acusado
enjugándose el sudor de su frente, pues había hablado tan vehementemente,
que hasta el fortín parecía temblar—. Y os doy mi palabra de que me
repugna hablar con vosotros. No tenéis lealtad ni sentido común, y no sé en
qué pensaban vuestras madres cuando dejaron que os enrolaseis. ¡Hacerse a
la mar! ¡Caballeros de fortuna! Mejor serviríais para sastres.
—Sigue, John —dijo Morgan—. Contesta a las otras cuestiones.
—Ah, las otras… —repuso John—. Crees que son buenas, ¿no es así?
Aseguráis que esta aventura se ha malogrado. Y si de verdad supieseis lo
malograda que está, no sé cómo os vería. Porque estamos tan cerca de sentir
la soga al cuello, que se me estira sólo de pensar en el patíbulo. Podéis
tratar de imaginaros colgados con cadenas y con los pájaros aguardando, y
los marineros río abajo señalándoos con el dedo mientras se dicen unos a
otros: «¿Quién es aquél?», y el otro: «¿Aquél? ¡Pero si es John Silver! Yo lo
conocía». Oigo el ruido de sus cables de boya a boya. Bueno, pues cada hijo
de madre está ahora al filo de eso, y todo gracias a Hands, a Anderson y a
ti, George, y a todos los idiotas que han sido nuestra perdición. Y para
acabar, si queréis saber lo referente a este muchacho, bien… ¡Que revienten
mis cuadernas! ¿Es que no sirve de rehén? ¿Es que vamos a desperdiciar un
rehén? Nunca. Puede ser nuestra última carta, y no me extrañaría que así
fuera. ¿Matarlo? No seré yo, compañeros, el que lo haga. Y… sí, me he
dejado tu tercera acusación. Habría mucho que discutir sobre ese punto.
Quizá no signifique nada para vosotros el poder disponer de un doctor de
verdad, con estudios, que venga a visitaros todos los días; tú, John, con tu
cabeza rota, y tú, George, hace seis horas estabas tiritando con la malaria y
tus ojos tienen el color de la corteza del limón ahora mismo. Tampoco me
parece que sepáis que tiene que venir un barco de socorro. Pero así es, y no
falta mucho para que arribe, y entonces sí que os alegrará tener un rehén. Y
en cuanto a la segunda, ¿por qué hice el trato?… Pero si vosotros mismos
estabais tan asustados, que me pedisteis de rodillas que lo hiciera. Y
además, ¿de qué hubiéramos comido? Hubiéramos muerto de hambre.
Claro que según vosotros todo eso no es nada. Bien, ¡mirad! ¡Y si dijera
que es por esto por lo que lo hice!
Y tiró al suelo un papel que reconocí en seguida: era el mapa
amarillento con las tres cruces rojas, el que yo había encontrado en el
paquete de hule con el cofre del capitán.
No pude ni imaginar por qué razón se lo habría entregado el doctor.
Pero si eso me resultaba inexplicable, más increíble fue aquel mapa para
los amotinados. Saltaron sobre él como un gato sobre un ratón. Se lo
pasaron de mano en mano, arrancándoselo los unos a los otros, y por los
juramentos y gritos y risotadas que les escuché proferir, se hubiera dicho
que ya tenían en sus manos el oro, y más, que ya se habían hecho a la mar
con él, seguros de un triunfo.
—¡Sí! —dijo uno—, es de Flint, no hay duda: J. F. y la rúbrica, como
una lanzada, así lo hacía siempre.
—Muy bonito —dice George—, ¿pero dónde está el barco para poder
zarpar y llevarnos el tesoro?
Silver se levantó violentamente, apoyándose en la pared.
—Te lo aviso, George —gritó—. Si dices una palabra más, tendrás que
vértelas conmigo. ¿Dónde está el barco? ¡Y yo qué sé! Tú eres quien debía
decir cómo, tú y los demás que habéis perdido mi goleta con vuestra
torpeza. Pero no, no sois capaces, no tenéis ni la inteligencia de una
cucaracha. Sabías hablar con respeto; vuelve a hacerlo George Merry,
vuelve a hacerlo.
—Hazlo —dijo el viejo Morgan—. Verdaderamente Silver es nuestro
capitán.
—Así me parece —dijo el cocinero—. Tú perdiste el barco y yo he
encontrado el tesoro. ¿Quién merece más reconocimiento por su empresa?
Y ya no tengo más que decir; sólo una cosa: ¡por el infierno!, renuncio a mi
mando. Elegid a quien os dé la gana, yo ya no quiero ser vuestro capitán.
—¡Silver! —gritaron—. ¡Barbecue siempre! ¡Barbecue para capitán!
—¿Con que esa canción tenemos ahora? —exclamó el cocinero—. Me
parece, George, que tendrás que esperar otra oportunidad; y da gracias a que
no soy hombre vengativo. Pero nunca he tenido esa tendencia. Y ahora,
camaradas, ¿qué hago con la Marca Negra? Ya no vale para mucho,
¿verdad? Lo siento por Dick, que se ha echado encima la maldición, y por
la Biblia.
—¿No se remediaría besando el libro? —preguntó Dick, que
indudablemente se sentía muy intranquilo por la maldición que pensaba
haber atraído.
—¡Una Biblia con una hoja rota! —dijo Silver burlándose—. No, ya no
vale así. Jurar ahora sobre ella sería como jurar sobre un libro de baladas.
—¿De verdad que ese juramento ya no obligaría? —dijo entonces Dick
con cierta alegría—. Pues entonces me parece que vale la pena guardarla.
—Toma, Jim —me dijo Silver entregándome la Marca Negra—: Ahí
tienes una curiosidad.
Era un redondel pequeño del tamaño de una moneda de una corona.
Uno de los lados estaba en blanco, porque era de la última hoja; en el otro
había uno o dos versículos del Apocalipsis, y recuerdo algunas palabras que
me impresionaron profundamente: «Fuera perros hechiceros, fornicarios,
homicidas…». La cara impresa estaba ennegrecida con carbón, el cual
empezaba ya a desprenderse y me manchó los dedos; la otra, limpia, llevaba
escrita una sola palabra, también con un tizón: «DESTITUIDO». Todavía
conservo ese curioso recuerdo, pero el tiempo ha borrado esa palabra y no
queda más que un débil arañazo, como el que pudiera hacer una uña.
Después de aquellos acontecimientos la noche transcurrió tranquila.
Bebimos una ronda de aguardiente y nos echamos todos a dormir; Silver,
para vengarse de George Merry, lo puso de centinela y lo amenazó de
muerte, si abandonaba su puesto.
Tardé mucho en poder cerrar los ojos, y Dios sabe que tenía bastante
sobre lo que meditar: había matado a un hombre aquella tarde, mi situación
era muy peligrosa, y el asombroso juego en que ahora me metía Silver,
tratando de mantener en un puño a los amotinados y agarrándose con la otra
mano a todos los medios posibles, y hasta imposibles, de pactar por su lado
y salvar su miserable vida. A él todo eso no le impidió dormir plácidamente
y roncar con estrépito; era mi corazón el que sufría por Silver, a pesar de ser
un malvado, y pensé en los peligros que lo cercaban y en el infamante
patíbulo que ya estaba esperándolo.
XXX. Bajo palabra
Me despertó —para decir verdad, nos despertamos todos, hasta el centinela
que se había dormido en su puesto— una voz jovial, campechana, que nos
llamaba desde los lindes del bosque.
—¡Eh del fortín! —gritaba—. ¡Soy el doctor!
Él era, en efecto. Y a pesar de la alegría que me causó oírle, la sombra
de una preocupación me rondaba. Porque sabía que mi conducta
indisciplinada, mis correrías, y, sobre todo, junto a quiénes me habían
llevado, a qué peligros, me impedía presentarme ante él y mirarlo a la cara.
Era muy temprano; debía haberse levantado aún de noche. Empezaba a
clarear débilmente. Yo fui corriendo a mirar desde una de las aspilleras, y lo
vi, como había visto a Silver, pareciendo surgir de la niebla.
—¡Doctor! Os deseo muy buenos días, señor —exclamó Silver muy
cordialmente, aunque la bondad de su voz no ocultaba un tenso estado de
alerta—. Veo que, como siempre, sois hombre madrugador y animoso.
Como dice el refrán, es el pájaro temprano el que se lleva el grano. George
—ordenó—, muévete y ayuda al doctor Livesey a trepar a cubierta.
Supongo que todos sus pacientes están bien… de salud y espíritu.
Y siguió así de dicharachero, mientras aguardaba en lo alto de la duna
apoyado en su muleta y con la otra mano sobre la pared: reconocí en él al
viejo John de los primeros tiempos tanto por su expresión como por sus
modales.
—Tengo una sorpresa, señor —continuó—. Hay aquí cierto forastero.
¿Eh? ¿Eh? Un nuevo huésped, señor, y tan educado y compuesto como un
músico. Ha dormido como un sobrecargo, sí, señor, sin despegarse de mí,
como dos barcos juntos, toda la noche.
El doctor Livesey había saltado ya la empalizada y se acercaba al
cocinero; noté una alteración en su voz, al decir:
—¿No será Jim?
—El mismísimo Jim en persona —dijo Silver.
El doctor pareció quedarse perplejo; se detuvo sin decir nada, y pasaron
unos segundos antes de que recobrase el ánimo suficientemente para seguir
su camino.
—Bien —dijo al fin—, bien; atendamos primero nuestro deber, ya habrá
tiempo para nuestros particulares regocijos, ¿no dice usted eso siempre,
Silver? Vamos a visitar a sus pacientes.
Entró en el fortín y con una severa inclinación de su cabeza me saludó,
dedicándose a examinar a los enfermos. Aunque debía saber que su vida no
estaba segura entre aquellos malvados traidores, no aparentaba el menor
temor y departía con los pacientes como si estuviera realizando su habitual
visita en cualquier apacible hogar de Inglaterra. Creo que sus maneras
produjeron en aquellos hombres una actitud respetuosa hacia él, pues lo
trataban como si aún fuera el médico del barco y ellos una leal tripulación.
—Mejorarás pronto —le dijo al de la cabeza vendada—, y si alguien ha
escapado alguna vez por milagro, puedes considerarte tú el elegido; debes
tener la mollera dura como el hierro. Bien, George, ¿qué tal te encuentras?
Ciertamente tienes un color que no indica nada bueno; ese hígado tuyo
marcha como quiere. ¿Has tomado la medicina? ¿La ha tomado,
muchachos? —preguntó.
—Sí, sí, señor, la tomó, seguro —contestó Morgan.
—Porque quiero que sepáis que, desde que me he convertido en médico
de amotinados, o, mejor, en médico de prisión —dijo el doctor con un tono
pretendidamente cortés—, he tomado como cuestión de honor no perder ni
a uno de vosotros y conservaros para el rey George, que Dios guarde, y para
la horca.
Los rufianes se miraron entre ellos, aunque sin responder.
—¿No es así? —replicó el doctor—. Ven, Dick, enséñame la lengua.
¡Sería sorprendente que te encontrases bien! Este hombre tiene una lengua
capaz de asustar a los franceses. Será tifus.
—¡Ahí tienes —dijo Morgan— el castigo por romper la Biblia!
—Quizá sea mejor decir —añadió el doctor— que es la consecuencia de
vuestra absoluta ignorancia y no tener ni el sentido común preciso para
diferenciar un aire sano de uno envenenado, y la tierra seca de una
pestilente ciénaga cargada de infecciones. Lo más probable, y por supuesto
sólo es mi opinión, es que muchos de vosotros pagaréis con la vida antes de
lograr libraros de la malaria. ¡Acampando en los pantanos! Me sorprende
usted, Silver. Aunque parece menos tonto que los demás, no creo que tenga
ni la más ligera idea de las reglas para conservar la salud… Bien —añadió,
una vez que medicinó a todos y que ellos tomaron aquellos preparados con
la humildad de un huerfanito en el asilo, lo que no dejaba de ser cómico en
tan sanguinarios y levantiscos piratas—; bien. Hemos acabado por hoy.
Ahora quisiera hablar con ese joven.
Y señaló con la cabeza hacia mí, sin darle importancia.
George Merry estaba apoyado en la puerta, escupiendo y carraspeando a
causa del medicamento. Cuando escuchó las palabras del doctor, se volvió
furioso y gritó:
—¡No! —con un tremendo juramento.
Silver golpeó en el barril con la palma de su mano.
—¡Si-len-cio! —rugió, y miró entorno suyo con la fiereza de un león—.
Doctor —dijo ya con tono más calmado—, estoy pensando en ello, porque
conozco la debilidad que sentís por este briboncillo. Y como todos estamos
muy agradecidos por vuestros cuidados, y, como podéis ver, tenemos fe en
vuestros conocimientos y nos tomamos estos bebedizos como si fueran
aguardiente, creo haber encontrado un medio que puede satisfacernos a
todos. ¿Me das tu palabra, Hawkins, palabra de joven caballero —pues lo
eres, aunque de humilde cuna—, tu palabra de honor de no cortar la
amarra?
Le prometí, aunque con cierto disgusto, cumplir esa palabra.
—Entonces, doctor —dijo Silver—, tened la bondad de alejaros hasta
salir de la empalizada, y cuando estéis allí, yo llevaré al muchacho, y os
permitiré hablar a través de los troncos. Buenos días, doctor; nuestros
respetos al squire y al capitán Smollett.
Pero cuando el doctor salió del fortín, la explosión de furia, que sólo las
amenazadoras miradas de Silver habían contenido, rompió el dique, y no
dudaron en acusar al viejo cocinero de jugar con dos barajas, de procurar
una paz por separado que lo salvara a él solo, de sacrificar los intereses de
la tripulación y, en una palabra, de todo aquello que, realmente, era lo que
estaba haciendo. A mí me parecía un juego tan evidente, que no podía ni
imaginar cómo aplacaría aquel motín. Pero Silver era capaz de imponerse a
todo. Los insultó de forma irrepetible; les dijo que era necesario que yo
hablase con el doctor; les hizo casi tragarse el plano de la isla, y entonces
les preguntó si había alguno capaz de estropear el pacto precisamente en el
instante en que casi había conseguido el tesoro.
—¡No, por todos los temporales! —chillaba—. Romperemos el pacto en
su momento. Y hasta entonces yo sé cómo tratar con ese doctor, aunque
tuviera que limpiarle sus botas con aguardiente.
Y les ordenó que encendiesen fuego. Después puso su mano sobre mi
hombro y salimos renqueando por su muleta. Los demás se quedaron en
silencio, no creo que estuvieran convencidos.
—Despacio, muchacho, despacio —me dijo—. Pueden caer sobre
nosotros, si se dan cuenta de que huimos.
Con gran compostura, pues, avanzamos por el arenal hacia donde nos
aguardaba el doctor, y, al llegar a una distancia de la empalizada desde la
que aquél podía oírnos, nos detuvimos.
—Os ruego que consideréis lo que voy a deciros, doctor —empezó
Silver—. El muchacho os podrá confirmar mis palabras. Le he salvado la
vida y me jugué con ese acto la mía. Pensad que, cuando un hombre navega
tan ceñido al viento como yo —cuando se juega a cara o cruz el último
aliento del cuerpo—, tiene derecho a ser oído y a alguna palabra de
esperanza. Considerad que no se trata ahora sólo de mi vida, sino que está
también la de este muchacho; y debéis hablarme con toda franqueza, doctor,
debéis darme aunque sea una pizca de esperanza, por misericordia.
Yo notaba un cambio en Silver desde que habíamos abandonado el
fortín; parecía que el rostro se le había afilado y su voz era temblorosa.
Nunca he visto a nadie con tanta sincera ansiedad.
—¿No será, John, que tiene miedo? —preguntó Livesey.
—Yo no soy cobarde, doctor; no, ¡no! Ni siquiera esto —y chasqueó los
dedos—. Pero he de confesaros con toda franqueza que pensar en el
patíbulo me da escalofríos. Sois un hombre bueno y leal, ¡nunca he visto
uno mejor! Y no podéis olvidar que también he hecho cosas buenas, al
menos recordadlas como recordáis las malas. Ahora voy a retirarme, voy a
dejaros solo con Jim, y recordad también este gesto, que me valga en mi
cuenta, porque os aseguro que es todo lo más que da la cuerda.
Y diciendo esto se apartó un poco y, sentándose en las grandes raíces de
un árbol cercano, empezó a silbar. De vez en cuando lo veíamos moverse en
su postura, quizá para no perdernos de vista al doctor y a mí o, más
probablemente, a sus compinches, que caminaban inquietos de un lado a
otro del arenal desde la hoguera, que trataban de prender, al fortín, de donde
sacaban la salazón y la galleta para la comida que preparaban.
—De modo, Jim —me dijo el doctor con cierta tristeza—, que aquí te
encuentro. Estás recogiendo lo que has sembrado, hijo. Bien sabe Dios que
no está en mi ánimo reprenderte, pero sí he de decirte algo, por duro que
sea: bien que permaneciste en tu puesto mientras el capitán Smollett estaba
sano, pero, en cuanto no pudo controlarte por estar herido, escapaste, y eso,
¡por el rey George!, fue una cobardía.
Yo me eché a llorar.
—Doctor —le dije—, no necesitáis reprenderme. Bastante me he
culpado yo a mí mismo. Sé que mi vida está amenazada por todos lados, y
ya estaría muerto, si Silver no lo hubiera impedido. Creedme, puedo morir,
doctor, y quizá sea lo que merezco, pero lo que temo es a que me den
tormento. Si me torturasen…
—Jim —dijo el doctor, interrumpiéndome cambiando de tono—, Jim,
no hables. Salta la empalizada y huyamos.
—Doctor —dije—, he empeñado mi palabra.
—Lo sé, lo sé —exclamó—. Eso ya no puedes remediarlo, Jim. Yo
echaré sobre mí, holus bolus, la culpa y el deshonor; pero, muchacho, no
puedo dejarte ahí. ¡Salta! Un salto y escaparemos corriendo como si
fuésemos antílopes.
—No —repuse—; ya sabéis que, en mi lugar, vos no lo haríais; ni vos ni
el squire ni el capitán. Tampoco lo haré yo. Silver se ha fiado de mi palabra
y volveré con él. Pero dejadme acabar. Si llegan a torturarme, seguramente
terminaré por confesar dónde está el barco, porque fui yo el que lo solté,
tuve suerte, me arriesgué y tuve suerte. Ahora está en la Cala del Norte, en
la playa sur, más abajo de la marca de pleamar. Con media marea estará
varado.
—¡El barco! —exclamó el doctor.
En síntesis le describí mi aventura y él me escuchó en silencio.
—Hay como una fatalidad en todo esto —observó, cuando yo hube
acabado de narrar mis correrías—. Siempre eres tú el que nos sacas de
apuros. ¿Crees que, aunque sólo fuera por eso, consentiríamos por nada del
mundo en dejarte perecer? Poco agradecidos seríamos, hijo mío. Tú
descubriste el complot de los amotinados; tú encontraste a Ben Gunn que es
lo mejor que has hecho o que puedas hacer en tu vida, aunque llegues a los
noventa años… Ah, ¡y por Júpiter, hablando de Ben Gunn!, esto es lo peor
de todo. ¡Silver! —gritó entonces—, ¡Silver! Voy a darle un consejo.
El cocinero se acercó.
—Procure usted retrasar la busca del tesoro.
—Señor —dijo Silver—, no puedo hacer algo que es imposible. Sólo
puedo salvar la vida de este muchacho, y la mía, si precisamente doy la
orden de buscar el tesoro, tenedlo por seguro.
—Bien, Silver —replicó el doctor—, pero le diré algo: esté usted
preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio.
—Señor —dijo Silver—, entre nosotros he de deciros que esas palabras
pueden significar mucho o nada. ¿Qué os traéis entre manos? ¿Por qué
abandonasteis el fortín? ¿Por qué me habéis dado el mapa? Ah, no sé…
Hasta ahora os he obedecido y sin recibir una palabra de aliento. Pero esto
es demasiado. Si no me decís lo que significan vuestras palabras, y con
claridad, abandono el timón.
—No —dijo el doctor en voz baja—, no tengo derecho a decir más.
Pero voy a ir todo lo lejos que puedo, y quizá más allá, aunque el capitán
me pele mi peluca, lo que me temo. Voy a darle un atisbo de esperanza,
Silver: si salimos de esta trampa, haré todo lo que esté en mis manos,
menos jurar en falso, para salvarle el cuello.
La faz de Silver expresó una profunda alegría.
—No podríais verdaderamente decir más, no, señor, ni aunque fueseis
mi madre —exclamó.
—Bien. Y ésa es la primera advertencia —añadió el doctor—. La
segunda es un consejo: Tenga usted siempre al muchacho al lado; y si
necesitáis socorro, dad un grito. Voy a regresar con los míos y a preparar
ese socorro. Creo que pruebo no hablar por hablar. Adiós, Jim.
Y el doctor Livesey me estrechó la mano por entre los troncos, saludó a
Silver con una inclinación de cabeza y se perdió a buen paso entre los
árboles.
XXXI. La busca del tesoro: la señal de Flint
—Jim —dijo Silver, cuando nos quedamos solos—, yo he salvado tu vida y
tú la mía, eso no lo olvidaré. He visto cómo el doctor te rogaba que
escaparas con él y te he visto a ti decir que no, tan claro como si lo hubiera
oído, Jim, y eso es algo que apunto en tu favor. Es el primer rayo de
esperanza que tengo desde que falló el ataque, y a ti te lo debo. Y ahora,
Jim, que vamos a dedicarnos a buscar el tesoro, y quién sabe lo que podrá
pasar, y eso no me gusta, tú y yo vamos a estar juntos, hombro con hombro,
como se dice, y vamos a salvar nuestro pellejo contra viento y marea.
Uno de los piratas nos gritó desde la fogata que la comida ya estaba
preparada, y en seguida volvimos con ellos y nos sentamos en la arena,
dando buena cuenta de la cecina y la galleta. Habían encendido una hoguera
tan grande como para asar un buey, lo que producía un calor insoportable, y
las llamas eran tan altas, que sólo podía uno acercarse a favor del viento.
Con el mismo espíritu de despilfarro habían cocinado tres veces más de lo
que podíamos consumir, y uno de los piratas, riéndose estúpidamente, echó
las sobras al fuego, que chisporroteó y pareció crecer. Aquellos hombres no
se cuidaban para nada del mañana; de la mano a la boca, ésa era la única
norma de su vida; y aquella imprevisión en cuanto a los víveres, y el sueño
pesado de los centinelas, me hizo comprender que, aunque valientes para un
abordaje y para jugárselo todo a una carta, eran absolutamente incapaces de
algo que se pareciera a una campaña prolongada.
Hasta el mismo Silver, que con el Capitán Flint subido en un hombro
estaba sentado comiendo junto a ellos, no parecía censurar aquella
disipación. Lo que no dejó de sorprenderme, conociendo su astucia, de la
que por cierto últimamente había visto las mejores muestras.
—Ay, compañeros —dijo—, podéis dar gracias a que Barbecue esté
aquí. Esta cabeza piensa por vosotros. He conseguido lo que planeaba, sí.
Ellos tienen el barco, ya lo sé. Pero aún no sé dónde lo esconden; en cuanto
demos con el tesoro habrá que empezar a buscarlo. Y entonces,
compañeros, como nosotros tenemos los botes, la victoria será nuestra.
Continuó su plática con la boca llena de tocino. Pareció establecer la
confianza y la seguridad de los suyos y, lo que me parece más acertado, la
suya propia.
—En cuanto a los rehenes —prosiguió—, de eso han hablado el doctor
y este muchacho. Algo he conseguido pescar, y a él le debo estas noticias,
pero eso es cuestión aparte. Cuando vayamos a buscar el tesoro, pienso
llevarlo conmigo bien atado con una cuerda, porque hay que conservarlo
como si fuera polvo de oro, por si ocurre algún percance. Pero entendedlo
bien, sólo hasta que estemos a salvo. Cuando tengamos el barco y el tesoro,
y nos hagamos a la mar como una buena familia, entonces ya hablaremos
del señor Hawkins, sí, y le daremos todo lo que haya que darle, sin
escatimar, como pago de sus muchas mercedes.
Los piratas, como es lógico, estaban del mejor talante. No así yo, que
empezaba a sentirme roído por un atroz descorazonamiento. Si el plan que
les acababa de explicar hubiera sido factible, Silver, que ya era traidor por
partida doble, no vacilaría en seguirlo. Aún tenía un pie en cada campo y yo
no dudaba de que siempre preferiría las riquezas y la libertad de los piratas
a un dudoso escapar de la horca, que al fin y al cabo era todo lo que podía
esperar con nosotros.
Sí, y aunque los acontecimientos se desarrollaran de forma que
obligaran a su lealtad para con el doctor Livesey, a pesar de ello, ¡qué
peligros nos aguardaban! Porque si sus compinches descubrían que sus
sospechas eran ciertas, y él y yo hubiéramos tenido que luchar por nuestras
vidas —él; un inválido, y yo, un muchacho—, ¡cómo enfrentarnos a cinco
marineros vigorosos sin piedad!
A estas cavilaciones mías se añadían las dudas sobre el comportamiento
de mis compañeros, su misterioso abandono del fortín y su inexplicable
entrega del mapa; ¿y aquellas oscuras palabras del doctor a Silver: «Esté
usted preparado para una buena borrasca, cuando den con el sitio»? Es
comprensible que mi comida pareciera poco gustosa, y la intranquilidad con
que seguí a mis carceleros en su busca del tesoro.
Debíamos ser un curioso espectáculo para cualquiera: todos vestidos
con ropas de marinero, y todos, menos yo, armados hasta los dientes. Silver
llevaba dos mosquetones en bandolera, cruzados en pecho y espalda, un
enorme machete en el cinturón y una pistola en cada bolsillo de su casaca.
Para rematar aquella insólita figura, el Capitán Flint iba subido en su
hombro chillando todo su vocabulario de cubierta. Yo iba detrás, atado por
la cintura con una cuerda, y el cocinero tiraba del extremo unas veces con
sus manos y otras con sus dientes. Supongo que yo debía parecer un oso
bailarín.
Los demás iban cargados con picos y palas, que habían traído a tierra
desde la Hispaniola, y sacos con tocino y galleta, sin olvidar el aguardiente.
Todos los víveres procedían, como pude comprobar, de nuestras reservas, lo
que me aseguraba que algo extraño había pactado entre Silver y el doctor,
como se desprendía de las palabras de Silver aquella noche, ya que de no
existir tal pacto él y sus cómplices, sin el barco, se hubieran visto forzados a
vivir de agua de los arroyos y de lo que pudieran cazar; y el agua no hubiera
estado muy limpia, creo, y dudo de la cacería, dada la puntería de los
marineros, aparte de considerar bastante reducida su provisión de pólvora.
Equipados de esta guisa, nos pusimos en marcha; venía hasta el herido
en la cabeza, que mejor hubiera estado a la sombra del fortín. Caminamos
en fila hacia la playa, donde nos esperaban dos botes. También los botes
habían sufrido las consecuencias de la embriaguez general de aquella
tripulación, pues uno tenía rota la bancada y los dos estaban llenos de barro
y agua. Pensaban llevar los dos botes como medida de seguridad, y se
repartieron en ambos y empezamos a remar a través del embarcadero.
Según navegábamos comenzaron las discusiones sobre el mapa. La cruz
roja era demasiado grande para señalar con exactitud el lugar, y los
términos escritos al dorso, un tanto ambiguos. El lector recordará que
decían:

Árbol alto, lomo del Catalejo, demorando una cuarta al N. del N. N. E.


Isla del Esqueleto E. S. E. y una cuarta al E.
Diez pies.
El árbol alto era, pues, la señal más importante. Ahora bien: frente a
nosotros el fondeadero estaba cerrado por una meseta de doscientos a
trescientos pies de altura, que se unían por el norte a las estribaciones
meridionales del Catalejo, volviéndose a elevar hacia el sur en aquel
abrupto promontorio que cortaban los acantilados, el monte Mesana. La
meseta estaba cubierta de pinos de muy diferente talla. Varios elevaban
cuarenta o cincuenta pies su limpio color sobre el resto del bosque, ¿pero
cuál de ellos era el «árbol alto» del capitán Flint? No había brújula para
guiarnos.
Pese a ello, todos los piratas habían ya elegido su árbol favorito antes de
llegar a la mitad del camino, y sólo John «el Largo» se encogía de hombros
y les decía que aguardasen.
Remábamos despacio, como había ordenado Silver, para no cansar a los
hombres antes de tiempo, y después de una larga travesía desembarcamos
en las cercanías del segundo río, el que desciende por uno de los barrancos
del Catalejo. Desde allí, torciendo a la izquierda, empezamos a ascender
hacia la meseta. Al principio el terreno, pesado y fangoso, con una casi
impenetrable vegetación, retrasó mucho nuestra marcha; pero poco a poco
la pendiente fue haciéndose más dura y pedregosa y los matorrales
clareando. Aquélla era ciertamente una parte de la isla de las más
agradables. Una aromática retama y numerosos arbustos con flores
sustituían la hierba. Bosquecillos de verdes árboles de nuez moscada
alternaban con las rojizas columnetas y las largas sombras de los pinos, y el
olor de las especies de los unos se mezclaba al aroma de los otros. El aire
fresco y vigorizante, lo que, bajo los ardientes rayos del sol, refrescaba
nuestros sentidos.
Todos los piratas empezaron a corretear, gritando con gran contento. Se
esparcieron como un abanico, y en el centro, tras ellos, Silver y yo
caminábamos, yo atado a mi cuerda y él renqueando y fatigado, con mil
tropezones. Alguna vez tuve que ayudarlo o hubiera caído rodando cuesta
abajo.
Llevábamos más de media milla en nuestra subida y ya estábamos
alcanzando el borde de la meseta, cuando uno que iba destacado hacia la
izquierda empezó a llamar a gritos, como sobrecogido por el terror. Todos
empezaron a correr en aquella dirección.
—No puede ser que haya encontrado el tesoro —dijo el viejo Morgan
pasando ante nosotros—; el tesoro debe estar más arriba.
Lo que en realidad sucedía era cosa bien distinta, como pudimos
comprobar, cuando llegamos a aquel sitio. Al pie de un pino bastante alto, y
como trenzado en una planta trepadora, que había distorsionado algún
huesecillo, yacía un esqueleto humano del que aún pendía algún jirón de
ropa. Creo que todos, por un instante, sentimos que nos recorría un
escalofrío.
—Era un marinero —dijo George Merry, quien, más osado que los
demás, se había acercado y examinaba la tela—. Buen paño marinero.
—Sí, sí —dijo Silver—, es muy probable. Tampoco esperaríais
encontrar aquí a un obispo, creo yo. Pero ¿no os dais cuenta de que los
huesos no están en forma natural? ¿Por qué?
Y era cierto: mirando con cuidado, resultaba evidente que el esqueleto
tenía una postura que no era natural. Aparte de cierto desorden (producido
acaso por los pájaros que lo devoraban o por el lento crecer de la trepadora
que lo envolvía), el hombre estaba demasiado recto: los pies apuntaban en
una dirección, pero las manos, levantadas y unidas sobre el cráneo, como
las de quien se tira al agua, apuntaban en la dirección opuesta.
—Se me ha metido una idea en mi vieja cabeza —dijo Silver—.
Veamos la brújula. Aquélla es la cima de la Isla del Esqueleto, que
sobresale como un diente. Vamos a tomar el rumbo siguiendo la línea de los
huesos.
Así se hizo. El esqueleto apuntaba directamente en dirección a la isla, y
la brújula indicaba, en efecto, E. S. E. y una cuarta al E.
—Me lo figuraba —exclamó el cocinero—. Es un indicador. Allí está el
rumbo que lleva a la estrella polar y a nuestros buenos dineros. Pero, ¡por
todos los temporales!, frío me da de pensar que ésta es una de las bromas de
Flint, no me cabe duda. Él y los otros seis estuvieron aquí, solos, y él los
mató uno por uno, y a éste lo trajo aquí, y lo orientó según la brújula. ¡Que
reviente mis cuadernas! Los huesos son grandes y el pelo parece que fue
rubio. Ah… éste debía ser Allardyce. ¿Recuerdas a Allardyce, Morgan?
John Silver «el Largo» junto al esqueleto de Allardyce.

—Ay, sí —repuso Morgan—, me acuerdo; me debía dinero, me lo debía


y encima se llevó mi cuchillo cuando vino a tierra.
—Hablando de cuchillos —dijo otro—, ¿por qué no buscamos el de
éste? Flint no era hombre que registrara los bolsillos de un marinero, y no
creo que los pájaros se lleven nada de peso.
—¡Por todos los diablos que llevas razón! —exclamó Silver.
—Aquí no hay nada —dijo Merry palpando por entre los huesos y los
jirones de tela—: ni una moneda de cobre ni una caja de tabaco. Esto no me
parece tampoco muy normal.
—No, ¡por todos los cañonazos! —dijo Silver—, no lo es. Ni tampoco
creo que sea bueno, puedes asegurarlo. ¡Por el fuego de San Telmo,
compañeros, que no quisiera encontrarme con Flint! Seis eran y de los seis
sólo quedan huesos. Seis somos nosotros.
—Yo lo vi muerto con estos ojos —dijo Morgan—. Billy me hizo entrar
con él. Allí estaba con dos monedas de un penique sobre sus ojos.
—Muerto, sí… seguro que estaba muerto, y en los infiernos —dijo el de
la cabeza vendada—; si hay un espíritu que pueda volver, ése es Flint. ¡Qué
gran corazón y qué mala suerte tuvo!
—Eso es verdad —observó otro—: recuerdo cómo se enfurecía, y luego
gritaba pidiendo más ron, o se ponía a cantar «Quince hombres»; sólo
cantaba esa canción, compañeros, y os digo que desde entonces no me gusta
mucho cuando la oigo. Hacía más calor que en un horno y la ventana estaba
abierta, y yo escuchaba esa canción una y otra vez… Y a Flint se lo llevaba
la muerte.
—Vamos, vamos —dijo Silver—, no hablemos más de eso. Muerto está
y se sabe que los muertos no andan; al menos, supongo que no andan de
día, eso es seguro. Tanto pensar mató al gato. Vamos a buscar los doblones.
Nos pusimos en marcha; pero a pesar del calor del sol y de aquella luz
deslumbrante, los piratas no se mostraban ya tan alegres, sino que
caminaban juntos y hablando en voz baja. El terror del pirata muerto había
sobrecogido sus espíritus.
XXXII. La busca del tesoro: la voz entre los
árboles
En cuanto alcanzamos la meseta, todos, en parte por lo abatidos que
estaban, en parte porque Silver y los enfermos descansaran, decidieron
sentarse un rato.
Desde donde estábamos se dominaba un vasto paisaje gracias al declive
hacia poniente de la meseta. Ante nosotros, por encima de las copas de los
árboles, veíamos el cabo Boscoso batido por el oleaje; detrás no solamente
podíamos divisar el fondeadero y la Isla del Esqueleto, sino hasta la franja
de arena y el terreno más bajo de la parte oeste, y más allá, la inmensa
extensión del océano. El Catalejo se alzaba poderoso ante nosotros, con
algunos pinos aislados y sus formidables precipicios. No se escuchaba otro
ruido que el de las lejanas rompientes, que parecía subir de toda la costa
hacia la cima del monte, y el zumbido de los infinitos insectos de aquellos
matorrales. No se descubría presencia humana alguna; ni una vela en la
mar; la grandeza del paisaje aumentaba la sensación de soledad.
Silver, mientras descansaba, midió ciertas orientaciones con la brújula.
—Hacia esa parte veo tres «árboles altos» —dijo—, casi en la línea de
la Isla del Esqueleto. «Lomo del Catalejo»… supongo que quiere indicar
aquella punta más baja. Creo que ahora es un juego de niños el hacernos
con el dinero. Casi me dan ganas de que comamos antes de ir a buscarlo.
—Yo no tengo hambre —gruñó Morgan—. De pensar en Flint se me ha
quitado.
—Ah, bueno, camarada, puedes dar gracias a tu estrella porque esté
muerto —dijo Silver.
—Era un demonio —gritó un tercer pirata, estremeciéndose—, ¡y con
aquella cara azulada!
—Como se la había dejado el ron —añadió Merry—. ¡Azulada, sí!
Recuerdo que era como ceniza. Azulosa es la palabra.
Desde que habíamos topado con el esqueleto y habían empezado a dar
vueltas en sus cabezas a esos recuerdos, sus voces iban haciéndose un
sombrío susurro, de forma que el rumor de las conversaciones apenas
rompía el silencio del bosque. Y de pronto, saliendo de entre los árboles que
se levantaban ante nosotros, una voz aguda, temblorosa y rota entonó la
vieja canción:

«Quince hombres en el cofre del muerto.


¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!».

No he visto jamás hombres tan espantados y despavoridos como


aquellos filibusteros. El color desapareció como por ensalmo de los seis
rostros; algunos se pusieron en pie aterrados y otros se cogieron entre sí;
Morgan se arrastraba por el suelo.
—¡Es Flint, por todos los…! —chilló Merry.
La canción terminó tan repentinamente como había empezado; cortada a
mitad de una nota como si alguien hubiera tapado la boca del cantor. Como
venía a través del aire limpio y luminoso, y como de muy lejos, me pareció
que tenía algo de dulce balada, y eso hacía aún más extraño su efecto sobre
aquellos hombres.
—Vamos —dijo Silver, a quien parecían no salir las palabras de sus
labios violáceos—, ¡no hagáis caso! ¡Listos para la maniobra! Es una buena
señal, es la voz de alguien que está de broma… alguien de carne y con
sangre en las venas, no os quepa duda.
Conforme hablaba, Silver parecía ir recobrando el valor y también parte
del color perdido. Los demás empezaron a ir dominándose y a tratar de
razonar, cuando de pronto volvió a escucharse la misma voz, pero esta vez
no cantaba, sino que era como una llamada débil y lejana, cuyo eco vibraba
en los peñascos del Catalejo.
—¡Darby M’Graw! —repetía el lamento, pues eso es lo que en realidad
parecía—. ¡Darby M’Graw! ¡Darby M’Graw! —una vez y otra, y después,
elevándose, profirió un juramento que afrenta repetir—: ¡Dame el ron por el
culo, Darby!
Los bucaneros se quedaron clavados en su sitio con los ojos fuera de las
órbitas. La voz se había extinguido hacía ya mucho y aún continuaban
mirando fijamente delante de ellos, mudos de terror.
—¡Ya no hay duda! —dijo uno—. ¡Huyamos!
—¡Esas fueron sus últimas palabras! —exclamó Morgan—, ¡sus últimas
palabras a bordo de este mundo!
Dick había sacado la Biblia y rezaba apresuradamente. Sin duda, antes
de hacerse a la mar y entrar en tan malas compañías, Dick había recibido
una buena crianza.
Pero, a pesar de todo, Silver no se rendía. Oí cómo sus dientes
castañeteaban, pero no estaba dispuesto a rendirse.
—Nadie en esta isla ha oído hablar de Darby —murmuró—, nadie
aparte de los que estamos aquí. —Y después, haciendo un gran esfuerzo,
dijo—: Yo he venido para apoderarme de ese dinero, y nadie, ni hombre ni
demonio, compañeros, me hará desistir. No le tuve miedo a Flint en vida y,
¡por Satanás!, que estoy dispuesto a hacerle cara muerto. Ahí, a menos de
un cuarto de milla, hay setecientas mil libras. ¿Cuándo se ha visto que un
caballero de fortuna vuelva la espalda a un tesoro así por un viejo marino
borracho con la nariz violeta… y, además, muerto?
Pero sus compinches no dieron la menor muestra de recuperar su valor;
al contrario, cada vez parecían más aterrados, sobre todo ante los
juramentos de Silver, que tomaban como provocaciones al espíritu de Flint.
—¡Cuidado, John! —dijo Merry—. No irrites su alma.
Todos los demás estaban demasiado aterrorizados como para hablar. Y
hubieran escapado cada uno por un lado si no hubiera sido por el propio
miedo, que los paralizaba; se apiñaron con John, como si aquella audacia
los protegiera. Él, por su parte, era ya muy dueño de sí mismo.
—¿Su alma? Bien, acaso sea su alma —dijo—. Pero no lo veo tan claro.
Se oía también un eco. Yo no sé de un espíritu que haga sombra; ¿y por qué,
entonces, va a hacer eco? Me parece muy extraño, ¿no es así?
Su argumento me pareció que no se mantenía, pero nadie es capaz de
predecir qué pueda influir en los temerosos, y, con gran sorpresa por mi
parte, George Merry se tranquilizó bastante.
—Sí, eso es verdad —dijo—. Hay pocas cabezas como la tuya, John,
eso no hay quien lo pueda negar. ¡A las velas, compañeros! Esta tripulación
está dando una bordada en falso. Y hay una cosa… si os fijáis era como la
voz de Flint, pero no tenía aquella fuerza suya, de mandar, aquel poder…
Se parecía a… otra voz… sí, era como la voz…
—¡Por todos los temporales! —rugió Silver—. ¡Ben Gunn!
—¡Sí, ésa era la voz! —gritó Morgan, levantándose del suelo—. ¡Era la
voz de Ben Gunn!
—Pero viene a ser lo mismo —dijo Dick—, porque Ben Gunn también
se fue, como Flint.
Pero a los más veteranos aquellas últimas palabras parecieron
tranquilizarlos.
—¿Y qué importa Ben Gunn? —dijo Merry—; vivo o muerto, no
cuenta para nada.
Cómo habían ido recobrando el valor resultaba extraordinario para mí;
el color volvía a sus caras, y no tardaron en reanudar una conversación
animada. De vez en cuando se callaban para escuchar, pero, al no oír nada,
decidieron seguir su camino y volvieron a echarse al hombro las
herramientas y los víveres. Merry abrió la marcha, llevando la brújula de
Silver, y seguimos directamente hacia la Isla del Esqueleto. Realmente, vivo
o muerto, a nadie le importaba Ben Gunn.
Dick era el único que seguía aferrado a su Biblia, y, mientras caminaba,
miraba frecuentemente a su alrededor; pero ninguno trató de consolarlo y
hasta Silver se burlaba de todas sus inquietudes.
—Ya te lo dije —le repetía—; esa Biblia no sirve. Y si no se puede jurar
sobre ella, ¿tú crees que va a parar a algún espíritu? ¡Ni esto! —y hacía
chasquear sus dedos enormes mientras se paraba sobre su muleta.
Pero Dick no admitía bromas y pronto fue visible que empezaba a
sentirse enfermo. Quizá favorecida por el calor, la fatiga y aquella profunda
impresión, la fiebre que el doctor Livesey anunciara iba apoderándose de él.
El camino no era difícil a través de la meseta; empezábamos a ir cuesta
abajo, pues, como ya he dicho, la altiplanicie descendía hacia el oeste.
Pinos de todos los tamaños crecían, aunque muy clareados, y hasta en los
bosquecillos de azaleas y árboles de nuez moscada grandes calveros
aparecían abrasados por el sol. Íbamos avanzando hacia el noroeste, a través
de la isla, y nos acercábamos a las laderas del Catalejo; ante nosotros se
abría el paisaje de la bahía occidental, donde yo había estado ya una vez en
mi viejo y zarandeado coraclo.
Por fin alcanzamos el primero de los altos árboles, pero por la brújula
comprobamos que no era el que buscábamos. Lo mismo ocurrió con el
segundo. El tercero se alzaba lo menos doscientos pies sobre un espeso
matorral: era un verdadero gigante, con un tronco rojizo, cuyo diámetro
podía ser el de una cabaña, y que producía una sombra tan inmensa, que
bien podría haber maniobrado en ella una compañía. Era visible desde muy
lejos en el mar, desde cualquier posición, y servía perfectamente para ser
reseñado en las cartas como marca de navegación.
Pero no era su tamaño lo que emocionaba a mis compañeros, sino la
idea de que a su sombra dormían setecientas mil libras. La avaricia iba
disipando en ellos sus anteriores temores. Los ojos les brillaban y sus pies
se volvían ligeros, veloces; toda su alma estaba ahora pendiente de aquella
fortuna, de la vida regalada y de los placeres que les iba a permitir a cada
uno desde entonces.
Silver, gruñendo, avanzaba renqueando con su muleta; las aletas de su
nariz vibraban; gritaba mil juramentos contra las moscas que se posaban en
su rostro sudoroso y ardiente, y daba furiosos tirones a la cuerda con que
me arrastraba, y de cuando en cuando se volvía dirigiéndome una mirada
asesina. No se tomaba ya ningún trabajo en disimular sus pensamientos y
yo podía leerlos como si estuvieran impresos. Ante la inminencia del tesoro
todo lo demás había dejado de existir: sus promesas, la advertencia del
doctor; y yo no tenía dudas de que, en cuanto lograra apoderarse del oro,
buscaría la Hispaniola y, aprovechando la noche, degollaría a toda persona
honrada que quedase en la isla, y luego largaría velas, como había pensado
en un principio, cargado de crímenes y de riquezas.
Tan preocupado como yo estaba con estos pensamientos, no me era fácil
seguir el paso de aquellos buscadores de tesoros. De cuando en cuando daba
un tropezón; y entonces Silver tiraba violentamente de la soga y era cuando
me dirigía sus miradas asesinas. Dick, que iba rezagado, seguía la comitiva
hablando entre dientes, no sé si plegarias o maldiciones, conforme la fiebre
le subía. Y a todo esto se añadía en mi cabeza la imagen de la tragedia que
aquellas tierras habían contemplado un día, cuando el desalmado pirata del
rostro ceniciento, el que había muerto en Savannah cantando y pidiendo
más ron a voces, había sacrificado allí mismo y por su propia mano a seis
compañeros. Aquel bosquecillo, tan apacible ahora, debió haber escuchado
los alaridos y los gritos, y aún, en mi pensamiento, creía oírlos vibrar en el
aire sereno.
Llegamos al borde del bosque.
—¡Victoria, compañeros! ¡Corramos todos! —gritó Merry. Y los que
iban en vanguardia echaron a correr.
Y de repente, no habían avanzado ni diez yardas, cuando los vi
detenerse. Escuché un grito ahogado. Silver intentó ir más deprisa
empujando frenéticamente su muleta; y un instante después también él y yo
nos paramos en seco.
Ante nosotros vimos un profundo hoyo, no muy reciente, pues los
taludes se habían desmoronado en parte y la hierba crecía en el fondo; y allí
clavado se veía el astil de un pico que estaba partido por su mitad y,
esparcidas, las tablas de varias cajas. En una de ellas vi, marcado con un
hierro candente, la palabra Walrus: el nombre del barco de Flint.
Aquello lo aclaraba todo: el tesoro había sido descubierto y saqueado;
¡las setecientas mil libras habían desaparecido!
XXXIII. La caída de un jefe
Jamás se vio revés semejante en este mundo. Cada uno de los seis hombres
se quedó como si lo hubiera fulminado un rayo. Pero Silver reaccionó casi
en el acto. Todos sus pensamientos habían estado dirigidos, como un
caballo de carreras, hacia aquel dinero; pero se contuvo en un segundo y
conservó la cabeza, trató de recuperar su humor y cambió sus planes antes
de que los otros fueran presa del desengaño.
—Jim —me susurró—, toma esto. Y pon atención, porque en un
momento estallará la tormenta.
Y deslizó en mi mano un pistolón de dos cañones.
Empezó al mismo tiempo a deslizarse cautelosamente y sin perder la
calma, hacia el norte, y con unos pocos pasos puso la excavación entre
nosotros y los cinco piratas. Entonces me miró y movió su cabeza como
diciéndome: «Estamos en un callejón sin salida», que era lo que yo también
pensaba de aquella situación. Su mirada se había transformado y ahora era
completamente amistosa; pero yo sentía ya tal repugnancia ante aquellos
cambios constantes de actitud, que no pude evitar decirle:
—Ahora cambiará usted otra vez de casaca.
Pero no tuvo tiempo de responderme. Los bucaneros, con terribles
maldiciones, empezaron a saltar al fondo del hoyo y a escarbar con sus
dedos, tirando las tablas fuera. Morgan encontró una moneda de oro. La
levantó por encima de su cabeza gritando una sarta de maldiciones
horribles. Era una moneda de dos guineas, y empezó a pasar de mano en
mano.
—¡Dos guineas! —gritó Merry mostrándole a Silver la pieza—. Estas
son las setecientas mil libras, ¿no es así? Ahí tenemos al hombre de los
pactos. Tú eres el que nunca estropea un negocio, ¿verdad?, ¡tú, estúpido
marino de agua dulce!
—Seguid escarbando, muchachos —dijo Silver con el más insolente
descaro—; seguramente encontraréis alguna criadilla.
—¡Criadillas! —respondió Merry dando un chillido—. ¿Habéis oído
eso, compañeros? Tú lo sabías todo, John «el Largo». Miradlo. Se le nota
en la cara.
—Ah, Merry —dijo Silver—, ¿otra vez con pretensiones de capitán?
Verdaderamente eres un tipo de empuje.
Pero todos los piratas parecían pensar como Merry. Empezaron a salir
de la excavación con furiosas miradas. Y observé algo que podía significar
lo peor para nosotros: que todos subían y se situaban en la parte opuesta a
Silver.
Y así nos quedamos: dos en un bando, cinco en el otro, el hoyo entre los
dos grupos y nadie con el valor suficiente para dar el primer golpe. Silver
no se movió: los observaba muy firme sobre su muleta y me pareció más
decidido y sereno que nunca. No me cabe duda de que era un hombre
valiente.
Merry seguramente pensó que una arenga podía decidir a sus
compinches.
—Camaradas —dijo—, ahí delante tenemos a esos dos, solos; uno es un
viejo inválido, que nos ha metido en esto, y suya es la culpa de estar como
estamos; el otro es un cachorrillo, a quien yo mismo he de arrancar el
corazón. ¡Vamos, compañeros!
Levantó su brazo al mismo tiempo que su voz, ordenando el ataque.
Pero en aquel instante —¡zum!, ¡zum!, ¡zum!— tres disparos de mosquete
relampaguearon en la espesura. Merry cayó de cabeza en el hoyo; el
hombre de la cabeza vendada giró sobre sí mismo como un espantapájaros
y cayó de costado, herido de muerte, aunque aún se retorcía; los demás
volvieron la espalda y echaron a correr con toda su alma. Y antes de
respirar siquiera, John «el Largo» descargó sus dos tiros sobre Merry, que,
intentaba levantarse; volvió a caer y alzó sus ojos en el último estertor.
—George —le dijo Silver—, cuenta saldada.
En ese instante el doctor, Gray y Ben Gunn salieron del bosque de
árboles de nuez moscada y se unieron a nosotros con los mosquetes aún
humeantes.
—¡Corramos! —gritó el doctor—. ¡Corramos, muchachos! ¡Hay que
impedir que lleguen a los botes!
Y nos lanzamos tras ellos, hundiéndonos a veces hasta el pecho en
aquellos matorrales.
Silver no quería que lo dejásemos atrás. El esfuerzo que aquel hombre
realizó, saltando con su muleta hasta que los músculos del pecho parecían
estar a punto de reventar, no lo he visto nunca igualar por nadie; y lo mismo
considera el doctor. Pero no pudo alcanzarnos, y corría rezagado unas
treinta yardas, cuando llegamos a la meseta.
—¡Doctor! —gritó—, ¡mire allí! ¡No hay prisa!
Y verdaderamente no la había. En la zona más despejada de aquella
altiplanicie pudimos ver a los tres piratas supervivientes, que corrían en una
dirección equivocada, hacia el monte Mesana; así pues estábamos entre
ellos y los botes. Nos sentamos a descansar los cuatro, mientras John Silver,
enjugándose el sudor de la cara, casi se arrastraba hacia nosotros.
—Muchas gracias, doctor —dijo—. Habéis llegado en el momento
preciso para Hawkins y para mí. ¡De modo que eras tú, Ben Gunn! —
añadió—. Buena pieza estás hecho.
—Soy Ben Gunn; ése soy —contestó el abandonado, casi temblando
como un anguila en su azoramiento—. Y —siguió después de una larga
pausa—, ¿cómo está usted, señor Silver? Muy bien, muchas gracias, debe
decir usted.
—Ben Gunn —murmuró Silver—, ¡y pensar que tú me la has jugado!
El doctor envió a Gray a buscar uno de los picos que los amotinados
habían olvidado en su fuga; y conforme regresamos, caminando ya con toda
tranquilidad cuesta abajo hasta donde estaban fondeados los botes, me
contó en pocas palabras lo que había sucedido. La historia interesaba
mucho a Silver, y en ella Ben Gunn, aquel abandonado medio idiotizado,
era el héroe.
Resulta que Ben, en sus largas y solitarias caminatas por la isla, había
encontrado el esqueleto, y había sido él quien lo despojara de todo; había
localizado el tesoro y lo había desenterrado (suyo era el pico cuyo astil
partido vimos en la excavación) y había ido transportándolo a cuestas, en
larguísimas y fatigosas jornadas, desde aquel gigantesco pino hasta una
cueva que había encontrado en el monte de los dos picos, en la zona noreste
de la isla, y allí lo había almacenado a buen recaudo dos meses antes de que
nosotros arribásemos con la Hispaniola.
Cuando el doctor logró hacerle confesar este secreto, la misma tarde del
ataque, y después de descubrir, a la mañana siguiente, que el fondeadero
estaba desierto, fue a parlamentar con Silver, le entregó entonces el mapa,
puesto que ya no servía para nada, y no tuvo reparo en entregarle las
provisiones, porque en la cueva de Ben Gunn había bastante carne de cabra,
que él mismo había conservado; así le entregó todo, y más que hubiera
tenido, con tal de poder salir de la empalizada y esconderse en el monte de
los pinos, donde estaba a salvo de las fiebres y cerca del dinero.
—En cuanto a ti, Jim —me dijo—, me dolió mucho, pero hice lo que
creí mejor para los otros, que habían cumplido con su deber; y si tú no eras
uno de ellos, la culpa era sólo tuya.
Pero aquella mañana, al comprender que yo me vería complicado en la
siniestra broma que les había reservado a los amotinados, había ido
corriendo hasta la cueva, y dejando al capitán al cuidado del squire,
acompañado por Gray y el abandonado, había atravesado la isla en diagonal
con el fin de estar pronto a auxiliarnos, como fue preciso, en la excavación
junto al pino. Y al darse cuenta de que era bastante improbable alcanzarnos,
dada la delantera que llevábamos, envió por delante a Ben Gunn, que era
hombre veloz en su carrera, para que hiciese lo necesario mientras ellos
llegaban. Fue entonces cuando a Ben se le ocurrió retrasarnos con la treta
de Flint, que sabía asustaría a sus antiguos compañeros; y le salió tan bien,
que permitió que Gray y el doctor llegaran a tiempo y pudieran emboscarse
antes de la aparición de los piratas.
—Ah —dijo Silver—, tener a Hawkins ha sido mi mejor fortuna.
Porque habríais dejado que hiciesen trizas al viejo John sin la menor
consideración, ¿no es así, doctor?
—Ni por un instante —replicó el doctor Livesey jovialmente.
Llegamos al fin donde estaban los botes. El doctor, con un zapapico
abrió vías de agua en uno de ellos, y rápidamente embarcamos todos en el
otro y nos hicimos a la mar para ir costeando hasta la Cala del Norte.
Navegamos ocho o nueve millas. Silver parecía muy fatigado, y a pesar
de ello se sentó a los remos, como el resto de nosotros, y así fuimos
saliendo a mar abierta por una superficie serena y misteriosa. Poco después
atravesamos el canal y doblamos el extremo sureste de la isla, a cuya altura,
cuatro días antes, habíamos remolcado la Hispaniola.
Al pasar frente al monte de los dos picos, pudimos ver la oscura boca de
la cueva de Ben Gunn, y junto a ella la figura erguida de un hombre
vigilando con un mosquete: era el squire, y lo saludamos agitando un gran
pañuelo y con tres hurras, en los cuales debo decir que Silver tomó parte
con tanto entusiasmo como el que más. Tres millas más allá entramos en la
embocadura de la Cala del Norte, y cuál no sería nuestra sorpresa al ver la
Hispaniola navegando sola. La pleamar la había puesto a flote y, si hubiera
soplado un viento fuerte o una corriente tan poderosa como la del
fondeadero sur, posiblemente nunca más la hubiéramos recobrado o la
hubiésemos hallado encallada y destrozada contra cualquier roca. Pero por
suerte no había percance alguno que lamentar, salvo que la vela mayor
estaba destrozada. Dispusimos otro ancla y la fondeamos en braza y media
de agua. Entonces regresamos remando hasta la rada del Ron, donde estaba
el tesoro; y desde allí Gray regresó solo con el bote a la Hispaniola para
pasar la noche de guardia.
Una suave cuestecilla conducía desde la playa a la boca de la cueva.
Allí arriba nos encontramos con el squire, que me recibió muy cordial y
bondadosamente, sin mencionar mis correrías, ni para elogiarme ni como
censura. Sólo vi en él cierto desagrado ante el saludo de Silver.
—John Silver —le dijo—, es usted un bribón prodigioso y un
impostor…, un monstruo impostor. Me han indicado estos caballeros que
no le conduzca hasta los jueces, y no pienso hacerlo. Pero deseo que los
muertos que ha causado pesen sobre su alma como ruedas de molino
colgadas al cuello.
—Gracias por sus bondades, señor —replicó John «el Largo», haciendo
otra reverencia.
—¡Y se atreve a darme las gracias! —exclamó el squire—. Es una grave
omisión de mis deberes. Retírese usted.
Después de este recibimiento entramos en la cueva. Era espaciosa y
bien ventilada y un pequeño manantial corría hasta una charca de agua
cristalina rodeada de helechos. El suelo era de arena. Delante de un gran
fuego estaba el capitán Smollett, y en un rincón del fondo, iluminado por
los suaves reflejos de las llamas, vi un enorme montón de monedas y pilas
de lingotes de oro. Era el tesoro de Flint que habíamos venido a buscar
desde tan lejos y que había costado la vida de diecisiete hombres de la
Hispaniola. Cuántas más habría costado juntarlo, cuánta sangre y cuántos
pesares, cuántos hermosos navíos yacían en el fondo de los mares, cuántos
valientes habrían pasado el tablón con los ojos vendados, cuántos
cañonazos, cuánto deshonor, cuántas mentiras, cuánta crueldad, nadie quizá
podría decirlo. Sin embargo, aún había tres hombres en aquella isla —
Silver, el viejo Morgan y Ben Gunn— que habían tenido parte en esos
crímenes y que ahora esperaban tenerla en el botín.
—Entra, Jim —dijo el capitán—. Eres un buen muchacho, claro que en
tu camino, Jim; pero pienso que no volveremos nunca a hacernos juntos a la
mar. Eres demasiado caprichoso para mi gusto. Ah, y también está usted,
John Silver. ¿Qué le trae por aquí?
—Señor, he vuelto a mi deber —contestó Silver.
—¡Ah! —dijo el capitán; y fue todo lo que dijo.
Aquella noche gocé de una magnífica cena junto a los míos, y qué
sabrosa me pareció la cabra de Ben Gunn, y las golosinas, y una botella de
viejo vino que habían traído desde la Hispaniola. Creo que nadie fue nunca
tan feliz como lo éramos nosotros. Y allí estaba Silver, sentado lejos del
resplandor del fuego, comiendo con buen apetito y pendiente de si
precisábamos algo para traerlo, y hasta participando con cierta discreción de
nuestras risas; ah, el mismo suave, cortés y servicial marinero de nuestra
anterior travesía.
XXXIV. El fin de todo
Al día siguiente, muy de mañana, empezamos a acarrear aquella inmensa
fortuna hasta la playa, que distaba cerca de una milla, y desde allí, otras tres
millas mar adentro hasta la Hispaniola. La tarea fue muy pesada para tan
corto número como éramos. Los tres forajidos que aún erraban por la isla
no nos preocupaban; uno de nosotros vigilando en la cima de la colina
bastaba para protegernos de cualquier repentina agresión; y además, no
dudábamos de que estarían más que hartos de cualquier querella.
Hicimos nuestro trabajo con entusiasmo. Gray y Ben Gunn fueron los
encargados de tripular el bote, y los demás, en su ausencia, íbamos apilando
el oro en la playa. Dos de los lingotes, atados con un cabo, eran ya de por sí
carga más que suficiente para un hombre fornido; tan pesada, que exigía un
lento transporte. En cuanto a mí, como no servía por mi fortaleza para estos
trabajos, me destinaron a ir envasando las monedas de oro en los sacos de
galleta, y pasé el día en la cueva.
Jim Hawkins y el tesoro.

Aquélla era una extraña colección de monedas, como la que había


encontrado en el cofre de Billy Bones, por la diversidad de cuños, y tan
fascinante, que jamás he gozado tanto como al ir clasificándolas. Había
piezas inglesas, francesas, españolas, portuguesas, georges y luises,
doblones y guineas de oro, moidores, cequíes, y en fin, toda la galería de
retratos de los reyes de Europa en los últimos cien años junto a monedas
orientales de raro diseño, acuñadas con dibujos que parecían retazos de
telas de araña, monedas cuadradas en lugar de redondas y taladradas
algunas en su centro como para poder colgarlas de un collar.
Formaban el más variado museo del dinero, y, en cuanto a su cantidad,
creo que eran más que las hojas en el otoño, o que lo digan mis riñones, que
con dificultad soportaban aquel trabajo, y mis dedos, que no daban abasto a
ir clasificándolas.
Ese trabajo duró varias jornadas, y cada atardecer una fortuna iba siento
estibada junto a otra en nuestro barco y otra aún mayor quedaba aguardando
su traslado para el siguiente día. Durante todo ese tiempo no vimos ni
señales de los tres amotinados que habían huido.
Sólo una vez —creo que fue a la tercera noche—, cuando el doctor y yo
paseábamos por la colina contemplando desde allí todas las tierras bajas de
la isla, la densa oscuridad nos trajo en el viento un rumor de risas y gritos.
Sólo un instante. Y de nuevo se hundió en el silencio.
—¡Que los cielos se apiaden de ellos! —dijo el doctor—. ¡Son los
amotinados!
—Y borrachos, señor —oímos la voz de Silver detrás de nosotros.
Porque debo decir que Silver estaba en completa libertad, y que, a pesar
de los constantes desaires a que era sometido, poco a poco parecía ir
recobrando sus antiguos privilegios. Verdaderamente resultaba admirable
cómo encajaba todas las humillaciones y con qué incansable cortesía y
afabilidad no cesaba de intentar congraciarse con todos. Sin embargo, no
conseguía que se le tratara mejor que a un perro, salvo por parte de Ben
Gunn, que parecía conservar ante su antiguo cabo el mismo pavor de
siempre. Y también por lo que a mí se refiere, que realmente me sentía
agradecido con él, aunque no me faltasen razones para dudar de su
conducta, pues hasta en el último momento, en la meseta, le había visto
planear una nueva traición. Por eso el doctor le respondió desabridamente:
—Borrachos o delirando.
—Lleváis razón, señor —replicó Silver—; lo que para vos o para mí
viene a importar lo mismo.
—Supongo que no pretenderá que a estas alturas le considere un
hombre compasivo —le dijo el doctor irónicamente—, y si mis emociones
le resultan ciertamente incomprensibles, señor Silver, he de decirle que, si
estuviera convencido de que sus compinches están delirando, lo que no me
extrañaría, porque uno de ellos al menos debe ser pasto de las fiebres,
saldría ahora mismo de aquí y, aunque me jugase la piel, no dudaría en
prestarles los auxilios de mi profesión.
—Perdonadme, señor, pero creo que haríais muy mal —respondió
Silver—. Podríamos perder vuestra vida, que es preciosa, no os quepa duda.
Yo estoy ahora metido hasta el cuello en vuestro partido, y no me gustaría
verlo disminuido, y menos aún tratándose de vos, a quien tanto debo. Esos
que aúllan ahí abajo no son hombres de palabra, no, ni siquiera aunque lo
pretendieran; y lo que es más, no entenderían la vuestra.
—No —dijo el doctor—. En cuanto a palabra, ya sé que sólo usted es
capaz de mantenerla, ¿no es verdad?
No volvimos a saber de los tres piratas. En una ocasión escuchamos el
estampido de un mosquete en la lejanía, y nos figuramos que estaban
cazando. Entonces celebramos un consejo y se decidió abandonar la isla, lo
que provocó la alegría de Ben Gunn y la más rotunda aprobación por parte
de Gray. Dejamos allí, para que pudiera ser aprovechado por los piratas, una
buena provisión de pólvora y municiones, gran cantidad de salazón de cabra
y algunas medicinas, así como herramientas y ropa y una vela y un par de
brazas de cuerda, y, por especial indicación del doctor, un espléndido regalo
de tabaco.
Eso fue lo último que hicimos en la isla. El tesoro estaba embarcado y
habíamos hecho acopio de agua y cecina. Y así, en una mañana de limpio
aire, levamos anclas y zarpamos de la Cala del Norte enarbolando el mismo
pabellón que nuestro capitán izara orgulloso en la empalizada.
Los tres forajidos debían estar espiándonos con más atención de la que
nosotros suponíamos, pues, al navegar por la bocana de la bahía, lo que nos
obligó a acercarnos a la punta sur, los vimos en el arenal, juntos y
arrodillados implorando con sus brazos en alto. Creo que lograron que
nuestros corazones se apiadaran de su miserable suerte, pero no podíamos
correr el riesgo de otro motín; y conducirlos a la patria, donde serían
ajusticiados, también hubiera sido un acto cruel en su humanitarismo. El
doctor les dijo a gritos que les habíamos dejado suficientes provisiones y
útiles y dónde podían encontrarlos. Pero ellos siguieron llamándonos, y por
nuestros nombres, y suplicándonos por Dios que tuviéramos compasión y
no los abandonásemos en aquellos parajes. Cuando se convencieron de que
el barco no se detendría y que no tardaríamos en estar fuera de su alcance,
uno de ellos —no sé quien— se levantó, se echó el mosquete a la cara y
disparó contra nosotros; la bala silbó sobre la cabeza de Silver y atravesó la
vela mayor.
Nos protegimos tras la borda y, cuando volví a mirar, ya no estaban en
la franja de arena, y hasta la misma restinga casi no se percibía en la
distancia. Habíamos acabado con ellos, y, antes de que el sol estuviera en su
cenit, pude ver, con la más inmensa alegría, cómo la cima de la Isla del
Tesoro se hundía tras la curva azulísima del horizonte marino.
Sufríamos tal escasez de marineros, que todos a bordo tuvimos que
hacernos a la maniobra, menos el capitán, que ordenaba desde su lecho, una
colchoneta situada en popa, pues, aunque ya estaba bastante repuesto,
todavía precisaba esa quietud. Pusimos proa hacia el puerto más cercano de
la América española, porque no podíamos arriesgarnos a emprender el
regreso a la patria sin enrolar una nueva tripulación; sufrimos un par de
temporales y tuvimos vientos contrarios antes de llegar a nuestro primer
destino, al que arribamos con muchas dificultades.
Un atardecer anclamos en un bellísimo golfo bastante bien abrigado, y
en seguida nos vimos rodeados de canoas tripuladas por negros, indios
mexicanos y mestizos, que nos ofrecían frutas y verduras y que estaban
dispuestos a bucear para recoger las monedas con que pagásemos aquellos
presentes. La visión de aquellos rostros risueños (sobre todo los de los
negros), aquellos frutos tropicales exquisitos, y la contemplación de las
luces del poblado que empezaban a encenderse hacía un contraste
encantador con nuestra trágica y sangrienta aventura en la isla; y el doctor y
el squire, llevándome con ellos, fueron a tierra para pasar allí la velada. En
el poblado encontraron a un capitán de la Marina Real inglesa con el que
departieron largamente y que nos llevó a su navío; y, en resumen, lo
pasamos tan agradablemente, que regresamos a la Hispaniola con las
primeras luces del alba.
Encontramos a Ben Gunn solo en cubierta, y en cuanto nos vio a bordo
empezó con grandes aspavientos a contarnos lo sucedido en nuestra
ausencia. Silver se había escapado. Gunn confesó que había sido cómplice
en su fuga, y que ya hacía unas horas que había partido en un bote, pero nos
juraba que lo había hecho por salvar nuestras vidas, que estaba seguro
hubieran peligrado si «aquel cojo permanecía a bordo». Y eso no era todo:
el cocinero no nos había abandonado con las manos vacías. Había perforado
un mamparo robando uno de los sacos de oro, que podía contener
trescientas o cuatrocientas guineas, que bien habrían de venirle en su vida
errabunda.
Creo que todos nos alegramos de habernos quitado ese peso y al más
bajo precio.
Añadiré, para no alargar demasiado esta ya larga historia, que
enrolamos algunos marineros, que nuestra travesía hasta Inglaterra fue feliz
y que la Hispaniola arribó a Bristol cuando el señor Blandly estaba
disponiendo un barco de socorro. Con ella regresábamos cinco de los que
nos habíamos lanzado en aquella aventura. «La bebida y el diablo se
llevaron el resto», y con ensañamiento; de cualquier forma, tuvimos más
suerte que aquel otro barco del que cantaban:

«Y sólo uno quedó


de setenta y cinco que zarparon».

Cada uno de nosotros recibió su muy considerable parte de aquel tesoro,


y usamos de ella con prudencia o despilfarrándola, según la naturaleza de
cada cual. El capitán Smollett se ha retirado de la mar. Gray no sólo supo
conservar su dinero, sino que, habiéndole acuciado un súbito deseo de
prosperar, se dedicó con afán a su profesión y hoy es piloto y copropietario
de un hermoso barco, ha contraído matrimonio y es padre de familia.
En cuanto a Ben Gunn, se le dieron mil libras, que gastó o perdió en tres
semanas, o para decir mejor, en diecinueve días, pues el que hacía veinte ya
vino a nosotros mendigando. Entonces se le encomendó, para garantizarle
su vida, un puesto de guardián en una hacienda, que era lo que tanto había
temido él, en la isla; y ahí continúa sus días, siendo muy querido y popular
entre los hijos de los campesinos y un notable solista en el coro de la iglesia
los domingos y fiestas de guardar.
De Silver no hemos vuelto a saber. Aquel formidable navegante con una
sola pierna ha desaparecido de mi vida; supongo que se reuniría con su
vieja negra y que vivirá todavía, satisfecho, junto a ella y al Capitán Flint.
Y ojalá así sea, porque sus posibilidades de gozo en el otro mundo son harto
escasas.
Los lingotes de plata y las armas aún están, que yo sepa, donde Flint las
enterró; y por lo que a mí concierne, allí van a seguir. Yuntas de bueyes y
jarcias que me arrastraran no conseguirían hacerme volver a aquella isla
maldita; pero aún en las pesadillas que a veces perturban mi sueño oigo la
marejada rompiendo contra aquellas costas, o me incorporo sobresaltado
oyendo la voz del Capitán Flint que chilla en mis oídos: «¡Doblones!
¡Doblones!».

FIN
Mapa de la isla
A: fondeadero donde ancló la Hispaniola al llegar a la isla. B: destino final de la
Hispaniola tras recorrer la costa oeste de la isla. C: donde Hawkins se apoderó del
coraclo. D: donde abordó la goleta. E: donde los piratas encontraron el esqueleto. F:
colina de los dos picos donde Jim encontró a Gunn.
ROBERT L. STEVENSON. Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo,
Escocia, 13 de noviembre de 1850 - Vailima, cerca de Apia, Samoa, 3 de
diciembre de 1894) fue un novelista, poeta y ensayista escocés. Stevenson,
que padecía de tuberculosis, solo llegó a cumplir 44 años; sin embargo, su
legado es una vasta obra que incluye crónicas de viaje, novelas de aventuras
e históricas, así como lírica y ensayos. Se le conoce principalmente por ser
el autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más clásicas
de la literatura juvenil, La isla del tesoro, la novela histórica La flecha
negra y la popular novela de horror El extraño caso del doctor Jekyll y
míster Hyde, dedicada al tema de los fenómenos de la personalidad
escindida, y que pueden ser leída como novela psicológica de horror. Varias
de sus novelas continúan siendo muy famosas y algunas de ellas han sido
varias veces llevadas al cine en el siglo XX, en parte adaptadas para niños.
Fue importante también su obra ensayística, breve pero decisiva en lo que
se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias. Fue muy
apreciado en su tiempo y siguió siéndolo después de su muerte.

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