La Isla Del Tesoro Robert Louis Stevenson
La Isla Del Tesoro Robert Louis Stevenson
La Isla Del Tesoro Robert Louis Stevenson
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante.
Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se
apoyaba, y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le
pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió
despacio, como hacen los catadores, chascando la lengua, y sin dejar de
mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se
balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.
—Es una buena rada —dijo entonces—, y una taberna muy bien
situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero?
Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia.
—Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compadre! —le
gritó al hombre que arrastraba las angarillas—. Atraca aquí y echa una
mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días —continuó—. Soy
hombre llano; ron; tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de
allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme
capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada… —y arrojó tres o
cuatro monedas de oro sobre el umbral—. Ya me avisaréis cuando me haya
comido ese dinero —dijo con la misma voz con que podía mandar un barco.
Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no
tenía el aire de un simple marinero, sino la de un piloto o un patrón,
acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado las
angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia
delante del «Royal George» y que allí se había informado de las hosterías
abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias
de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la
había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.
Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en
torno a la ensenada o por los acantilados, con un catalejo de latón bajo el
brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego,
bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía
cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un
cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habituales
pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su
caminata, preguntaba si había pasado por el camino algún hombre con
aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la
compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de
que precisamente lo que trataba era de esquivarla. Cuando algún marinero
entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo solían hacer
los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba,
antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre
permaneció callado como un muerto en presencia de los forasteros. Yo era
el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo,
participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió
cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía el ojo avizor para
informarle de la llegada de un marino con una sola pierna». Muchas veces,
al llegar el día convenido y exigirle yo lo pactado, me soltaba un tremendo
bufido, mirándome con tal cólera, que llegaba a inspirarme temor; pero,
antes de acabar la semana parecía pensarlo mejor y me daba mis cuatro
peniques y me repetía la orden de estar alerta ante la llegada «del marino
con una sola pierna».
No es necesario que diga cómo mis sueños se poblaron con las más
terribles imágenes del mutilado. En noches de borrasca, cuando el viento
sacudía hasta las raíces de la casa y la marejada rugía en la cala rompiendo
contra los acantilados, se me aparecía con mil formas distintas y las más
diabólicas expresiones. Unas veces con su pierna cercenada por la rodilla;
otras, por la cadera; en ocasiones era un ser monstruoso de una única pierna
que le nacía del centro del tronco. Yo le veía, en la peor de mis pesadillas,
correr y perseguirme saltando estacadas y zanjas. Bien echadas las cuentas,
qué caro pagué mis cuatro peniques con tan espantosas visiones.
Pero, aun aterrado por la imagen de aquel marino con una sola pierna,
yo era, de cuantos trataban al capitán, quizá el que menos miedo le tuviera.
En las noches en que bebía más ron de lo que su cabeza podía aguantar,
cantaba sus viejas canciones marineras, impías y salvajes, ajeno a cuantos
lo rodeábamos; en ocasiones pedía una ronda para todos los presentes y
obligaba a la atemorizada clientela a escuchar, llenos de pánico, sus
historias y a corear sus cantos. Cuántas noches sentí estremecerse la casa
con su «¡Ja, ja, ja! ¡Y una botella de ron!», que todos los asistentes se
apresuraban a acompañar a cuál más fuerte por temor a despertar su ira.
Porque en esos arrebatos era el contertulio de peor trato que jamás se ha
visto; daba puñetazos en la mesa para imponer silencio a todos y estallaba
enfurecido tanto si alguien lo interrumpía como si no, pues sospechaba que
el corro no seguía su relato con interés. Tampoco permitía que nadie
abandonase la hostería hasta que él, empapado de ron, se levantaba
soñoliento, y dando tumbos se encaminaba hacia su lecho.
Y aun con esto, lo que más asustaba a la gente eran las historias que
contaba. Terroríficos relatos donde desfilaban ahorcados, condenados que
«pasaban por la plancha», temporales de alta mar, leyendas de la Isla de la
Tortuga y otros siniestros parajes de la América Española. Según él mismo
contaba, había pasado su vida entre la gente más despiadada que Dios lanzó
a los mares; y el vocabulario con que se refería a ellos en sus relatos
escandalizaba a nuestros sencillos vecinos tanto como los crímenes que
describía. Mi padre aseguraba que aquel hombre sería la ruina de nuestra
posada, porque pronto la gente se cansaría de venir para sufrir
humillaciones y luego terminar la noche sobrecogida de pavor; pero yo
tengo para mí que su presencia nos fue de provecho. Porque los clientes,
que al principio se sentían atemorizados, luego, en el fondo, encontraban
deleite: era una fuente de emociones, que rompía la calmosa vida en aquella
comarca; y había incluso algunos, de entre los mozos, que hablaban de él
con admiración diciendo que era «un verdadero lobo de mar» y «un viejo
tiburón» y otros apelativos por el estilo; y afirmaban que hombres como
aquél habían ganado para Inglaterra su reputación en el mar.
Hay que decir que, a pesar de todo, hizo cuanto pudo por arruinarnos;
porque semana tras semana, y después, mes tras mes, continuó bajo nuestro
techo, aunque desde hacía mucho ya su dinero se había gastado; y, cuando
mi padre reunía el valor preciso para conminarle a que nos diera más, el
capitán soltaba un bufido que no parecía humano y clavaba los ojos en mi
padre tan fieramente, que el pobre, aterrado, salía a escape de la estancia.
Cuántas veces le he visto, después de una de estas desairadas escenas,
retorcerse las manos de desesperación, y estoy convencido de que el enojo y
el miedo en que vivió ese tiempo contribuyeron a acelerar su prematura y
desdichada muerte.
En todo el tiempo que vivió con nosotros no mudó el capitán su
indumentaria, salvo unas medias que compró a un buhonero. Un ala de su
sombrero se desprendió un día, y así colgada quedó, a pesar de lo enojoso
que debía resultar con el viento. Aún veo el deplorable estado de su vieja
casaca, que él mismo zurcía arriba en su cuarto, y que al final ya no era sino
puros remiendos. Nunca escribió carta alguna y tampoco recibía, ni jamás
habló con otra persona que alguno de nuestros vecinos y aun con éstos sólo
cuando estaba bastante borracho de ron. Nunca pudimos sorprender abierto
su cofre de marino.
Tan sólo en una ocasión alguien se atrevió a hacerle frente, y ocurrió ya
cerca de su final, y cuando el de mi padre estaba también cercano,
consumiéndose en la postración que acabó con su vida. El doctor Livesey
había llegado al atardecer para visitar a mi padre, y, después de tomar un
refrigerio que le ofreció mi padre, pasó a la sala a fumar una pipa mientras
aguardaba a que trajesen su caballo desde el caserío, pues en la vieja
«Benbow» no teníamos establo. Entré con él, y recuerdo cuánto me chocó
el contraste que hacía el pulcro y aseado doctor con su peluca empolvada y
sus brillantes ojos negros y exquisitos modales, con nuestros rústicos
vecinos; pero sobre todo el que hacía con aquella especie de inmundo y
legañoso espantapájaros, que era lo que realmente parecía nuestro
desvalijador, tirado sobre la mesa y abotargado por el ron. Pero súbitamente
el capitán levantó los ojos y rompió a cantar:
Querido Livesey:
Como ignoro si os encontráis ya en casa o si seguís en Londres, remito por
duplicado la presente a ambos lugares.
He comprado el barco y ya está pertrechado. Está atracado en el puerto, listo para
navegar. No podéis imaginar una más preciosa goleta —un niño podría gobernarla
—; desplaza doscientas toneladas y su nombre es la Hispaniola.
Me hice con ella gracias a un antiguo conocido, el señor Blandly, quien ha
demostrado en todos los trámites la mejor disposición. Estoy admirado de cómo
se ha puesto incondicionalmente a mi servicio, lo que por cierto he de decir ha
sido secundado por todo el mundo en Bristol, desde el instante que sospecharon
nuestro puerto de destino… quiero decir, lo del tesoro.
Pensé que esa canción tan triste era la más apropiada para unos
facinerosos que habían sufrido tan crueles pérdidas en el combate de la
mañana. Pero el tono tampoco reflejaba otra emoción que la dureza de
aquellos bucaneros, tan insensibles como el océano por el que navegaban.
Sentí entonces un golpe de viento; la goleta viró y pareció alejarse hacia
la oscuridad; noté que se aflojaba la amarra, y, con un golpe de navaja, corté
los últimos hilos.
Fui arrastrado contra la proa de la Hispaniola. La goleta empezó a virar
lentamente sobre sí misma, impulsada por la corriente. Me afané como
llevado por todos los demonios, pues sabía que en cualquier momento podía
irme a pique; vi que no podía evitar que el coraclo chocara contra el casco
del barco, y traté de llevarlo hacia popa. Conseguí salvar el choque con mi
peligrosa vecina, pero en el mismo instante en que daba el último empujón
mis manos tropezaron con un cabo que arrastraba colgando desde la
toldilla. Inconscientemente me agarré a él.
No sabría decir por qué lo hice. Fue un acto instintivo; pero una vez que
tuve bien cogido aquel cabo, y comprobé que estaba firme, la curiosidad,
como siempre, pudo más que cualquier otra consideración, y trepé para
echar una mirada por la portañuela de popa.
Fui cobrando el cabo hasta que juzgué que estaba lo suficientemente
cerca, y con bastante peligro me balanceé hasta que pude ver el techo y
parte del interior del camarote.
En aquel momento la goleta y su pequeña rémora se deslizaban ya
velozmente por la mar, hasta el punto de que casi habíamos alcanzado la
altura de la hoguera de los piratas. La goleta hablaba, como dicen los
marinos, y bien alto, además, cortando las olas con un rumor de espuma;
tan fuerte, que fue preciso que yo mirara a través de la portañuela para
explicarme cómo los guardianes no se habían alarmado. Pero un vistazo fue
más que suficiente, aunque tampoco, en mi peligroso equilibrio, hubiera
podido dar más: Hands y su compinche estaban empeñados en una lucha a
muerte, cuerpo contra cuerpo, y cada uno de ellos aprisionaba con sus
manos el cuello del otro.
Me dejé caer sobre el coraclo y a punto estuve de caer al mar. No había
podido ver más que a aquellos dos furiosos contendientes con el rostro de
ira, luchando bajo la lámpara humeante; y cerré mis ojos para que se
acostumbrasen de nuevo a la oscuridad.
La canción de los piratas había terminado, finalmente, y toda aquella
mermada pandilla, alrededor del fuego, entonaba ahora aquella otra que
tantas veces yo había oído:
FIN
Mapa de la isla
A: fondeadero donde ancló la Hispaniola al llegar a la isla. B: destino final de la
Hispaniola tras recorrer la costa oeste de la isla. C: donde Hawkins se apoderó del
coraclo. D: donde abordó la goleta. E: donde los piratas encontraron el esqueleto. F:
colina de los dos picos donde Jim encontró a Gunn.
ROBERT L. STEVENSON. Robert Louis Balfour Stevenson (Edimburgo,
Escocia, 13 de noviembre de 1850 - Vailima, cerca de Apia, Samoa, 3 de
diciembre de 1894) fue un novelista, poeta y ensayista escocés. Stevenson,
que padecía de tuberculosis, solo llegó a cumplir 44 años; sin embargo, su
legado es una vasta obra que incluye crónicas de viaje, novelas de aventuras
e históricas, así como lírica y ensayos. Se le conoce principalmente por ser
el autor de algunas de las historias fantásticas y de aventuras más clásicas
de la literatura juvenil, La isla del tesoro, la novela histórica La flecha
negra y la popular novela de horror El extraño caso del doctor Jekyll y
míster Hyde, dedicada al tema de los fenómenos de la personalidad
escindida, y que pueden ser leída como novela psicológica de horror. Varias
de sus novelas continúan siendo muy famosas y algunas de ellas han sido
varias veces llevadas al cine en el siglo XX, en parte adaptadas para niños.
Fue importante también su obra ensayística, breve pero decisiva en lo que
se refiere a la estructura de la moderna novela de peripecias. Fue muy
apreciado en su tiempo y siguió siéndolo después de su muerte.