SKA037 - Silver Kane - Phiton

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PITHON

© SILVER KANE
Texto

© F. FERNANDEZ NORMA
Cubierta

1ª edición: diciembre de 1986

1ª edición en América: junio 1987

Esta publicación es propiedad de


EDITORIAL ASTRI, S. A.
Aptdo. Correos 96008 – Barcelona

ISBN: 84-7590-270-7

Depósito legal: B. 35.098 – 1986

Printed in Spain Impreso en España

GRAFIC/cas. Teodoro Llórente, 14, letra D Barcelona


1

LA SALIDA

Le llamaban Python.
Bien mirado, no era un mal chico. Había matado a cinco hombres
en Abilene, a ocho en Dallas, a seis en Topeka y a cuatro en Laramie.
Excepcionalmente, sólo había matado a uno en Salina, pero esperaba
mejorar el asunto a la primera ocasión. Python era lo que se dice un
hombre de paz, uno de esos tipos a los que puedes nombrar tranquila-
mente maestros de una escuela e invitarlos a la primera comunión de
tus hijos.
Daba gusto verlo.
Medía metro noventa.
Tenía los ojos helados y grises.
La mandíbula cuadrada y dura.
La boca siempre formando una línea recta.
También tenía músculos de leñador del Canadá, pero última-
mente no contaba con demasiadas ocasiones para lucirlos, como
tampoco tenía demasiadas ocasiones para demostrar de lo que era
capaz con el revólver.
En fin, eso es verdad: daba gusto verlo.
Y lo mismo pasaba con la tía.
También daba gusto verla.
Era una mujer de un metro setenta y cinco, o sea también muy
alta. Tenía una delantera que ni hecha a la medida. Tenía unas caderas
como para estar abrazándolas una semana seguida. Tema unas pier-
nas largas y sólidas, de muslos más que respetables. Pero también
tenía otra cosa, y era una cara de mala leche que tumbaba de espaldas.
Desde-detrás de su mesa le dijo a Python:
—Cuádrate.
Python se puso firmes de una manera muy especial, sonriendo y
apoyando ambas manos en las caderas.
—¿Está bien así, nena? —preguntó.
—Escucha, pedazo de asesino: tú eres aquí un preso miserable, o
sea una mierda con patas, y yo soy la directora de la prisión.
—Tú también tienes patas, nena. La diferencia está en que no
eres una mierda.
Ella entrecerró los ojos, en los que brilló una llamita de furia.
—¡Obedece la orden!
—Nunca he obedecido una orden, muñeca —dijo tranquilamente
Python—. Me expulsaron del ejército por eso. Me expulsaron de los
rurales de Texas por eso. Me expulsaron de los federales por eso.
Estoy esperando a ver si ahora me expulsan de la cárcel.
Loretta Evans, la primera directora de una prisión de hombres
que había en los Estados Unidos, le miró de soslayo con una mueca de
desprecio.
—Si fuera por mi gusto te expulsaría, Python —dijo—. Pero
dentro de un ataúd. Lo único que siento es no poder llevarte a ese
magnífico patio que tenemos a mano derecha, donde está instalada
una no menos magnífica horca.
—¿Entonces para qué me has llamado, preciosidad? Creí que
había llegado la orden para colgarme.
—¿Y creyendo eso estás tan tranquilo?
—Bueno, es para llevar la contraria.
—¿En qué sentido?
—Me han dicho que el verdugo tiene fiesta. Me encantaría cha-
farle el plan.
—¿Es que tú no hablas nunca en serio, maldita sea?
—Nunca.
—¿Ni cuando matas?
—Tampoco. Antes de matar a alguien, le cuento un chiste.
Y se quedó tan tranquilo.
Pero Loretta Evans sabía que eso no era verdad. Loretta Evans
sabía que aquel tipo era de acero. Por eso estaba segura de que, si
ahora le decía a Python que iba a ahorcarle, a Python no le cambiaría
la cara.
—El caso es que no voy a ahorcarte —dijo, como si expresara sus
pensamientos en voz alta—. Ha llegado una orden del gobernador,
pero es para lo contrario de lo que yo esperaba. El gobernador se ha
vuelto loco. Te va a dar tres días de libertad.
Python la miró de soslayo.
Hizo una mueca y masculló:
—Vamos anda!
—Te juro que es verdad. Por desgracia lo es, y por desgracia yo
no tengo más remedio que obedecer esa orden. Te da tres días para
que te dirijas a la población de Horse Valley. Una vez allí, debes vol-
ver a la prisión. Si no vuelves, te hará-matar como a un perro. En
cambio, si vuelves, estudiará la posibilidad de firmar un indulto. Eso
es lo que dice en este documento.
Python la miró desconcertado, sin entender.
—¿Qué mosca le ha picado? —masculló—. ¿Qué diablos voy a
hacer vo en Horse Valley, una población donde no he estado nunca?
—Asistir a la boda de la hija del gobernador.
—¿Y a mí qué me importa su hija?
—Quizá te importe si te digo su nombre.
—Dímelo.
—Mónica Stewart.
Á Python se le abrió la boca.
Era un tipo que nunca reflejaba sus emociones, pero esta vez no
pudo evitarlo. Hasta sus dientes parecieron crujir.
—Infiernos... —dijo.
—¿La conoces?
—Sí... Es la juez que me condenó a muerte.
—Pues encima es hija del gobernador.
—Por una legión de sapos venenosos... Eso no lo sabía.
—Voy a obedecer la órden mal, que me pese, James Custer, alias
«Python». Voy a dejarte libre tres días.
—U...u...un momento. ¿Para qué quiere que yo vaya a esa boda?
—No lo explica.
Python estaba completamente desconcertado. Necesitó ir recupe-
rándose poco a poco.
AI fin balbució:
—Querrá que le toque el culo a la novia.
—Puede ser —dijo Loretta, con helada indiferencia de funciona-
ría.
—Pues ése es un asunto muy serio... ¿No podría tener un peque-
ño entrenamiento?
—¿Cómo?
—Tocándote el culo a ti.
Loretta pegó un salto hacia atrás.
—¡Cabrón! —gritó—. ¡Fuera! ¡Fuera!
Los dos guardianes que lo habían traído hasta allí se lo llevaron
medio a rastras mientras Python exclamaba:
—¿Pero no veis cómo también me acaban expulsando de la
cárcel?
Cuando Loretta Evans quedó sola en su despacho de funcionaría
disciplinada y fiel, arqueó una ceja y se preguntó a sí misma:
—¿Qué debe de sentir una cuando le tocan el culo? ¿Pero qué
diablos estoy diciendo? ¡Meterme mano a mí, una directora de pri-
sión! ¡Estaría bueno!

LA BODA

Nunca se había visto una cosa igual.


Normalmente las novias van con sus invitados y sus amigos,
pero no con una escolta de siete hombres armados hasta los dientes. Y
con Mónica Stewart pasaba eso. Bellísima, preciosa, bien vestida,
luciendo un carruaje recién estrenado y un magnífico tiro de caballos,
pero seguida por siete tíos que parecían proteger todo el oro del Go-
bierno de los Estados Unidos.
El novio, el abogado Jim Raffles, ya estaba en la iglesia de la
pequeña población de Horse VaIley. El lugar llamado Horse Valley,
famoso por su fertilidad y sus aguas, estaba a un día de viaje de la
capital del estado, de modo que para la novia no había resultado
excesivamente pesado llegar hasta allí, teniendo en cuenta que un
viaje normal en aquella época duraba fácilmente una semana. Lo que
nadie entendía del todo era por qué tenía que casarse allí, estando la
capital del estado tan cerca. Y tampoco entendía nadie por qué el
gobernador no iba a asistir a la ceremonia.
Pero ésas eran preguntas que los pocos vecinos de Horse Valley
se hacían y que por el momento no tenían respuesta. La verdad fue
que todos se olvidaron de ellas, sin embargo, cuando vieron lo hermo-
sa que estaba la novia.
Las mujeres decían en voz alta que las ropas le sentaban muy
bien. Los hombres murmuraban en voz muy baja que sin ropas estaría
muchísimo mejor.
Y encima la tía era juez.
Era una tía de categoría.
La iglesia estaba muy bien adornada. Los escasos invitados
entraron en ella, pero también entraron los siete hombres de la escolta.
Daban la sensación de que iban a matar hasta al cura.
Pero se comportaron como unos buenos chicos. Aunque tenían
las manos sobre las armas, no se cargaron a nadie. El cura los miró con
cierta aprensión, aunque en seguida pensó que los tiempos eran muy
difíciles y que una mujer de la categoría de Ménica Stewart necesitaba
una escolta. Por otra parte, él no estaba allí para fijarse en los pistole-
ros, sino para casar a una pareja que sin duda sería muy feliz.
Jim Raffles era un abogado gordito, apacible, pero cuyos ojos
delataban una secreta ambición. Iba a llevarse a la cama una hembra
suculenta, ésa era la verdad, pero cualquiera diría que le importaba
más casarse con una juez de categoría. Y que encima era hija del go-
bernador.
Los invitados parecían muy complacidos.
A poca suerte que hubiera, aquélla iba a ser una gran fiesta.
Mientras los dos novios se situaban ante el altar, el sacerdote
preguntó en voz baja a la novia:
—¿A qué vienen aquí todos esos hombres armados, señorita
Stewart?
—Los ha enviado mi padre.
—¿Pero se da cuenta de que están en lugar sagrado? Esto hace
mal efecto. Al menos podían haber dejado las armas en la puerta.
—No Ies es posible —dijo ella en voz muy baja.
—¿Por qué?
—Usted sabe que mi padre tiene muchos enemigos. Uno de ellos
es Coronas, el ranchero más rico de la región.
—¿Coronas, el que fue derrotado por su padre en las últimas
elecciones? Dicen que quiere volver a presentarse otra vez.
—Entonces ya debe usted saber que odia a mi padre. Y él teme
que pueda hacer cualquier cosa, incluso tomarme a mí como rehén.
Por eso me ha dado una escolta.
—Comprendo, señorita Stewart, pero es muy penoso para mí...
En fin, olvidémoslo. Lo importante es que se sienta usted segura.
—Completamente.
—Entonces, por favor, acérquense un poco más y comencemos la
ceremonia. Perdonen mis preguntas.
Mónica Stewart sonrió.
La verdad era que se sentía segura.
Sobre todo, estando Rod, el jefe de la escolta. Rod era el mejor
tirador y el hombre más rápido que ella había conocido. Como agra-
deciendo su presencia allí, volvió un poco la cabeza y le sonrió.
O al menos trató de sonreírle.
Porque las cosas cambiaron de repente.
Fue como una alucinación.
Rod había sacado el revólver de improviso.
Y mientras apuntaba a la cabeza de la novia, masculló:
—Has caído en la ratonera, nena.
***
Python descabalgó por unos momentos en Cury Lane, una pe-
queña población de la ruta. Calculaba que llegaría a Horse Valley tres
horas después, o sea muy a tiempo para la ceremonia.
Si se detenía allí era para dar un descanso al caballo y para que el
animal pudiera beber un poco. Por descontado que el dueño del
animal, o sea él, también necesitaba un trago, de modo que. situó al
caballo en el abrevadero y él fue en
línea recta hacia la barra del saloon mientras decía en voz alta,
como si hablase con el corcel: «Amigo, estamos en el buen camino».
En el saloon había poca gente. Apenas cuatro o cinco hombres en
los que no se fijó. La idea de Python era salir pocos minutos después y
no retrasar para nada su llegada a Horse Valley.
El dueño del saloon no le conocía, porque Python nunca había
estado en la comarca. Se limitó a preguntar:
—¿Qué le sirvo, amigo?
—Pues mire: una cerveza, un vaso de whisky y un vaso de ron,
todo en la misma jarra.
—¿No quiere también un poco de jarabe para la tos?
—Quizá no sea mala idea. Lo probaré otro día.
Mientras le preparaba la extraña combinación, o sea más o me-
nos el mortífero mejunje, el de la barra preguntó:
—¿Va de paso, amigo?
—Sí. A Horse Valley.
—Bonita población. Y tranquila. Dicen que allí no dejan entrar a
los pistoleros.
Python tragó saliva mientras pensaba: «¡Pues sí que estoy listo!».
—Por cierto, allí va a celebrarse una boda —explicó el locuaz
tabernero—. Nada menos que la hija del gobernador. No se ha hecho
ninguna propaganda del asunto, pero yo me entero de todo.
—Sí... Dicen que va a ser una boda espléndida.
Lo que me extraña es que no la hagan en la capital del estado.
—Corren rumores de que el gobernador temía allí un ataque.
Hay mar de fondo en este estado.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—¿Usted ha oído hablar de Coronas, el rico terrateniente?
—Un poco, como todo el mundo.
—Pues dicen que es capaz de cualquier cosa. Quiere ser goberna-
dor. En fin, que Horse Valley le pareció al padre de la novia un sitio
más seguro. Parece que fue el propio novio quien se lo recomendó.
—Sabe usted muchas cosas.
—Hombre... Aquí uno oye hablar a la gente.
«No será por lo que hablo yo» —pensó Python.
Y se dispuso a beber la mortífera mezcla, a ver qué pasaba.
Fue en aquel momento cuando oyó la voz.
La voz, chulapona y chirriante, dijo:
—Más vale que brindes, Python.
Python se volvió un poco, con cara impenetrable.
Vio al clásico matón de ciudad pequeña. Joven y muy adornado.
Espuelas de plata, prendas de cuero, sombrero «Stetson» de doce
dólares, botas mejicanas trabajadas a mano y revólver último modelo.
Todo eso y una sonrisa con la que te perdonaba la vida.
Python preguntó:
—¿Por quién he de brindar?
—Por el enterrador que sepultará tu cuerpo dentro de un par de
horas.
—Vaya... Se ve que me tienes mucha simpatía. Incluso, a lo
mejor, me pagas el entierro.
—Sí. Y al contado. Y con propinas.
Python arqueó una ceja.
—Nunca he estado aquí —dijo—. ¿Cómo sabes quién soy?
—Vi tu retrato en un pasquín.
—Mal asunto —dijo Python, en plan tranquilo—. No hay que
fijarse en esas cosas.
—Fue hace tiempo. Luego desapareciste.
—Sí —dijo Python—. Tenía trabajo.
—Seguro que estabas escondiendo tu miedo en una cochinera.
—Algo así —accedió Python—. Bueno, ¿has terminado, mucha-
cho? ¿Por qué no nos tomamos una copa y liquidamos este asunto?
El matón de barrio hizo que rechinaran sus dientes.
—Lo que pasa es que eres un cobarde, Python —dijo—. Un sucio
cobarde. Pero no me importaría perdonarte la vida si no fuera por una
cosa.
—¿Qué cosa?
—Te has metido en mi territorio.
—Hombre —dijo Python—, si es por eso, no te preocupes. Ter-
mino la cerveza, la pago y me largo pitando.
—Eso sería demasiado sencillo. Vas a quedarte, amigo. Y para
siempre.
Los ojos de Python se endurecieron un momento. Hubo en ellos
de pronto un brillo peligroso. Parecieron dos plaquitas de metal.
—Amigo —dijo lentamente—, si lo que tú quieres es demostrar
que eres mejor pistolero que yo, no tengo inconveniente en aceptarlo.
Me largaré de aquí y encima te ofreceré mis disculpas. Podrás decir a
tus nietos que un día echaste de la ciudad a Python. Y que Python se
largó con el rabo entre piernas. Pero no lleves esto más lejos, compa-
ñero. Liquida el asunto aquí y no pasará nada.
El otro se engalló.
—¿Qué es lo que ha de pasar?
—¡Bah! —dijo Python volviendo la espalda con un gesto medio
despectivo—. Nada.
Pero inmediatamente se dio cuenta de que había cometido un
error.
El presumido de la taberna estaba dispuesto a aprovechar aque-
lla oportunidad.
Y no era manco.
«Sacó» con una fulgurante rapidez. Incluso un tipo como Python
estuvo a punto de ser cazado. Todo dependió de una décima de se-
gundo, y los que en aquel momento estaban en el saloon no pudieron
creer lo que veían sus ojos.
Python tiró por debajo de su codo izquierdo con una rapidez
alucinante, sin llegar a girarse del todo. El hombre que estaba frente a
él tuvo tiempo de sentir un choque y de ver un chorro de sangre sobre
su cazadora de piel. Desesperadamente intentó alzar el brazo para
disparar, pero le fallaron las fuerzas. Con ojos alucinados, solamente
pudo decir:
—Noooo...
Jamás había visto a un hombre tan rápido.
Y maldita la falta que le hacía verlo.
Python guardó el revólver poco, a poco. En su cara no había la
menor señal de felicidad. Todo lo contrario. Miró al caído y preguntó:
—¿Quién era?
—Un gallito —susurró el dueño del saloon—. Quería ser el
campeón. Mató a dos hombres la semana pasada.
—El que mata se expone a que lo maten —dijo quedamente
Python—. El hombre que me crió, y que a ratos libres hacía de verdu-
go para ganarse un sobresueldo, siempre me lo decía. Y es verdad: un
día se lo cargaron a él. Este mocoso tenía que haberlo pensado antes.
—Usted le ha dado todas las oportunidades, Python.
—¿Tenía familia?
—Sí. Un hermano.
—¿También un, chuleta?
—No. Un buen chico.
—Quiero pedirle que me perdone —dijo Python—. Y me queda-
ré al entierro. No quiero que piense que soy un asesino.
Python cumplió su palabra.
Aunque era un mal trago, habló con el hermano del muerto, que
efectivamente resultó ser una buena persona. Con todo ello, se retrasó
tres en el viaje a Horse Valley.
Pero Python no estaba demasiado preocupado. Pensaba que aún
llegaría a tiempo a la ceremonia.

CHILLA, NENA, CHILLA

Mónica Stewart no entendía nada. Cuando vio que le apuntaba el


propio hombre encargado de protegerla, balbució:
—¿Pero qué es esto Rod? ¿Una broma?
—Es un regalo de bodas.
Raffles, el novio, se volvió.
Dijo con voz trémula:
—O...oiga, señor Rod.
—Tú te callas, macaco.
El macaco se calló.
Realmente allí todo el mundo guardaba silencio. Nadie entendía
nada. El sacerdote fue el único que barbotó:
—Pero, amigos... ¿qué es esto?
Un culatazo Ie envió hacia atrás como un pelele. Fue un culatazo
brutal, que pudo haberle matado. A través de la brecha terrible de la
frente, la cara se le llenó de sangre.
Y entonces los que estaban en la iglesia lo entendieron. Allí iba a
pasar algo que no tenía nombre. Vieron con ojos alucinados que los
hombres encargados de proteger a la pareja volvían sus armas contra
ésta y contra todos los invitados. Nadie se atrevía ni a chistar.
Pero uno de los invitados fue más valiente que los otros. Era un
tipo ya mayor, pero que en sus buenos tiempos había cabalgado con
los rurales de Texas. Se adelantó un paso mientras mascullaba:
—¡Escucha, Rod, hijo de perra! ¡Si esto es una broma, déjala ya!
¡Y si no lo es, te las vas a tener que medir conmigo!
Rod ni se inmutó.
Sólo frunció un poco los labios mientras decía:
—Adiós, amigo.
E hizo fuego.
Un siniestro punto rojo se marcó en el lado izquierdo del pecho
de aquel valiente.
Y luego un silencio total.
Un silencio espantoso que sólo era roto por el respirar agitado de
la novia.
Mónica balbució:
—¿Pero qué... qué es esto...?
—Muy sencillo, nena —dijo Rod—. Tu padre nos contrató para
protegerte, pero hubo alguien que pagó más que él.
—¿Quién...?
—¿No lo imaginas, preciosa?
—¿Co... Coronas?
—Claro que sí, muñeca. Coronas. Tiene dinero para eso y más.
Pero de todos modos me dijo que, aun así, le había faltado dinero para
dos cosas.
—¿Para qué?
—Para derrotar en las elecciones a tu padre v para comprar una
noche de amor contigo…
Aunque el cerebro de la muchacha estaba en blanco, aunque en
aquel momento era casi incapaz de pensar, empezó a darse cuenta de
la clase de terrible realidad que se escondía detrás de todo aquello.
Especialmente cuando Rod añadió:
—Las próximas elecciones las va a tener ganadas, porque tu
padre, después de lo que va a pasar, no tendrá ya valor para mover un
dedo. Y en cuanto a la noche de amor contigo, no hará falta que la
pague. La va a tener gratis.
Mónica entendió del todo entonces. Y todos los invitados tam-
bién. Se produjo entre ellos un unánime grito de dolor, de impotencia
y de rabia. Mónica hizo un gesto desesperado y trató de saltar hacia la
puerta.
Un puñetazo en plena cara, un puñetazo asestado con rabia y con
salvajismo la envió contra el altar. Dos hombres que estaban en prime-
ra fila intentaron entonces saltar hacia los asesinos, pensando que
estarían distraídos.
Pero no lo estaban. Una doble descarga dejó a aquellos dos va-
lientes doblados sobre los bancos, que empezaron a teñirse de sangre.
Entonces Rod miró burlonamente a Mónica Stewart y le hizo una
seña doblando el dedo índice.
—Ven aquí, nena.
Ella obedeció como un autómata. Se daba cuenta de que si se
resistía iba a haber más muertos. Lo único que hizo fue mirar con
expresión desconcertada al que hubiera debido ser su marido.
Este comprendió que debía hacer algo y le dijo a Rod:
—Oiga... ¡es usted un insolente!
Rod masculló.
—Tú te callas, macaco.
Y el macaco volvió a callarse.
En brutal tirón sacó de allí a la novia. Casi a rastras fue conduci-
da hasta el elegante carruaje que la había llevado hasta allí. Los foraji-
dos montaron en sus corceles. Para que nadie pudiera seguirles, todos
los demás caballos fueron muertos a tiros.
La escena era rápida y de una gran brutalidad. Todo estaba
sucediendo en un soplo. Mónica Stewart, hundida en el fondo del
carruaje, en compañía de un tipo como Rod que la estaba apuntando a
la cabeza, apenas podía darse cuenta de lo que pasaba.
Y no empezó a darse cuenta hasta una hora después, hasta que el
carruaje se detuvo ante una elegante villa que no era en realidad un
rancho, sino una casa dedicada al descanso de su propietario, así
como tal vez a la caza de patos en las cercanas lagunas. Mónica no
había estado jamás en aquella casa, pero le costó muy poco adivinar
quién vivía en ella.
Todavía vestida de novia y con sus mejores galas, fue arrastrada
a presencia de Coronas.
Este era blando, seboso, gordinflón. A primera vista daba la
sensación de un hombre tranquilo y pacífico, hasta que uno se daba
cuenta de que sus ojos destilaban una lucecita astuta, viciosa y malig-
na. Y fue la mirada viciosa la que rodeó las curvas de Mónica apenas
la tuvo delante.
—Je, je... Vas a pasar una noche de bodas un tanto inesperada —
dijo.
Y le metió la mano por debajo de la larga falda de novia. Cuando
encontró lo que buscaba, emitió un runruneo de satisfacción.
Mónica se llevó las manos a la boca. Se daba cuenta de lo que iba
a suceder. Notó que se ahogaba.
Y Coronas la estrechó entre sus brazos mientras decía con voz
viscosa:
—A mí no me importa lo que hagas. Chilla, nena, chilla...
4

EL JINETE

El jinete solitario llegó a Horse Valley con tres horas de retraso,


pero convencido de que eso no iba a tener demasiada importancia.
Calculaba que la ceremonia de la boda tendría lugar al mediodía. De
ningún modo esperaba lo que iba encontrar en la pequeña iglesia, a la
que se dirigió en línea recta.
Al descabalgar, le extrañó el silencio. Y le extraño, sobre todo,
ver aquella colección de caballos muertos.
Los ojos de Python parecieron más que nunca dos plaquitas de
metal. Puso la mano sobre el revólver.
La más leve silueta surgiendo de cualquier sitio hubiera signifi-
cado en aquel momento un disparo mortal. Pero nadie se puso ante su
vista.
Python entró en la iglesia.
Vio más hombres muertos.
Y a un sacerdote con la cara ensangrentada que estaba rezando
junto a ellos.
Python musitó:
—Eh, pater.
El sacerdote volvió un poco la cabeza. Una rápida mirada le
bastó para darse cuenta de que estaba ante un pistolero de la peor
especie. Unió las manos para decir:
—Después de lo que ha pasado, poco importa. Dispara de una
vez.
Python arqueó una ceja.
—¿Pero qué ha pasado pater?
—¿Cómo? ¿Pero tú no eres de la banda?
—¿Qué banda?
—Dios mío... ¿Es posible que no tengas nada que ver con esto?
—Claro que no tengo nada que ver. Yo debía venir a la ceremo-
nia, pero ya veo que llego tarde.
—Y tanto que sí. Llegas muy tarde...
—Por favor, levántese... ¿Quiere un trago?
—Yo no bebo.
—Bueno, pues al menos explíqueme lo que ha pasado.
Con voz entrecortada, el sacerdote lo explicó. Había visto lo
suficiente para comprender lo que significaba todo aquello. Y Python
lo comprendió también.
En su cara no había la menor expresión, pero los que le conocían
se hubieran dado cuenta de que aquella cara presagiaba tormenta.
Al fin susurró:
—De modo que Coronas...
—Sí.
—Quiere hundir moralmente al padre y de paso divertirse un
rato con la hija.
—Sí...
—Muy seguro de su fuerza tiene que estar para haber hecho todo
eso delante de testigos.
—Claro que está seguro de su fuerza. Teniendo a Rod y sus
hombres, tiene los mejores pistoleros del estado. Nadie se le puede
plantar enfrente.
Python dirigió al aire una sonrisa siniestra.
—He conocido a bastantes tipos así —dijo—, muy tiesos y con-
vencidos de que nadie se les pondría enfrente. ¿Y sabe cómo acaba-
ron?
—¿Cómo?
—Pues acabaron tumbados, metidos en una caja de madera y
teniendo enfrente un sepulturero.
—Oiga, ¿qué clase de tipo es usted?
—Uno de esos tipos a los que no dejan entrar en las iglesias.
—¿Por qué?
—Porque los santos de los altares serían capaces de largarse para
no verlo.
—Es usted un hombre muy... muy raro.
—Dejemos eso. ¿Sabe dónde vive Coronas?
—En la ciudad, a menos de un día de marcha de aquí.
—Pero no se habrá llevado a la prisionera a la ciudad, seguro que
no. La habrá llevado a un sitio más discreto y más tranquilo. ¿Sabe si
tiene alguna casa por aquí cerca?
—No estoy seguro... He oído hablar de una villa, pero quizá me
equivoque. Yo no tengo tratos con Coronas.
—Aunque se equivoque, diga lo que sepa.
—Es una villa situada cerca de las lagunas... En el camino de las
Scott Hills, me dijeron una vez. Pero no me haga demasiado caso
porque puede que le esté dando una mala pista.
—Bueno... Esa es una pista, pero también tengo otra. ¿Sabe cómo
han huido de aquí?
—Los bandidos a caballo. A la chica se la han llevado en su
propio coche de novia.
—¿Y los otros invitados?
—Estaban aterrorizados. Se han ido a pie.
—Bueno... De modo que unas huellas de ruedas y unas huellas
de caballos en la misma dirección. No es mala pista, no... Veré hasta
dónde me lleva.
Y Python fue hacia la puerta.
El sacerdote, asustado al ver sus ojos, preguntó:
—¿Qué va a hacer?
—No se preocupe, pater. Usted rece.
—¿Por quién?
—¿Por quién va a ser? Por los muertos...

***

Python había asustado al sacerdote cuando tenía cara de buen


chico. Si el pobre hombre llega a verle cuando estaba en pian matarife,
se desmaya. Y Python seguía teniendo cara de buen chico cuando
montó a caballo y lanzó una maldición por aquel retraso de tres horas
que lo había cambiado todo. Luego miró las huellas.
Una leve sonrisa se dibujó en su rostro de acero.
Era un juego de niños.
Las huellas del vehículo de la novia estaban muy marcadas,
porque era un carruaje pesado y de los que hunden las ruedas en la
tierra. Los caballos que lo custodiaban habían dejado también las
huellas de sus cascos en la trayectoria de las ruedas. Seguir el rastro
hubiera sido fácil incluso para un aprendiz de comanche que estuvie-
se ciego.
Los asesinos habían sido brutales y expeditivos, pero no habían
sido listos. O quizá no contaban con que alguien les persiguiese.
Claro... ¿quién se iba a meter con los pistoleros de Rod?
Python acarició de nuevo su revólver.
Dijo con voz suave:
—Buenos chicos.
Y siguió el rastro. Pero al cabo de unas millas se dio cuenta de
que sus enemigos no eran tan tontos como parecían, ni mucho menos.
Al llegar a un riachuelo de poco fondo habían seguido por él, ya que
las huellas desaparecían y no seguían al otro lado. ¿Habían ido rio
arriba o río abajo? Esa era la primera incógnita que se le planteaba al
perseguidor, y si se equivocaba perdía la pista o al menos el tiempo.
Python tenía que resolver el asunto a cara o cruz.
Y así lo hizo. Lanzó una moneda al aire y salió cara.
Fue hacia abajo.
Al cabo de una hora, llegó a la conclusión de que se había equi-
vocado. El riachuelo entraba en una serie de rápidos pedregosos que
sin duda permitían la marcha de los caballos, pero no de un pesado
carruaje de ruedas. Por lo tanto, tenía que haber ido en dirección
contraria.
Ahogó una maldición.
Buena la había hecho.
Claro que el asunto tenía remedio y se limitaba a una pérdida de
tiempo, por importante que eso fuera. Pero su caballo, que no había
podido descansar en Horse Valley, daba ya muestras de estar al límite
de sus fuerzas, de modo que comprendió que tenía que darle un
respiro. Al margen de eso, Python también necesitaba comprar algu-
nas provisiones por si su viaje se prolongaba más de lo previsto.
Vio que al otro lado de los rápidos nacía un sendero. Posible-
mente le llevaría a algún sitio habitado, de modo que siguió.
Vio una cantina a un lado de aquel camino, una milla más allá.
No parecía un sitio muy acogedor, pero estaba rodeado de hierba, y
así, mientras su caballo ramoneaba y llenaba el estómago, él podría
quizá beber algo y comprar alimentos.
Descabalgó y dejó libre al animal. El entró en la cantina, donde al
margen del que servía detrás de la barra había tres hombres.
Dos de ellos tenían mala pinta: Pero peor pinta tenía Python, de
modo que se quedó tan tranquilo.
—¿Puedo comprar algunas provisiones? —preguntó.
El dueño le miró con interés. Sin duda no era demasiada la gente
que le venía con aquellas peticiones.
—La gente, no suele aprovisionarse aquí —dijo—, porque éste es
sólo un sitio para que descansen los que trabajan en el bosque. Pero
algo puedo darle si no va usted lejos.
Python se encogió de hombros.
—No sé si iré muy lejos —explicó—. Eso depende.
—¿Cómo? ¿Va usted de viaje y no sabe adonde?
—No tiene nada de extraño. Sigo una pista.
Uno de los que estaban en el local preguntó:
—¿Adonde?
—Eso depende. Me podría informar el señor Coronas. ¿Ustedes
saben si tiene alguna casa por aquí?
Se produjo un brusco silencio.
El hombre que antes había hecho la pregunta a Python se distan-
ció un paso. Y también se distanció el que estaba a su lado.
—No me diga que su pista tiene algo que ver con el señor Coro-
nas —murmuró.
—Depende —dijo Python, sin comprometerse.
—¿Tiene algo que ver con una ceremonia que se ha celebrado
hace horas en Horse Valley?
Pyíhon echó un poco la cabeza para, atrás.
Sus ojos se convirtieron de nuevo en dos pía- quitas de metal
helado.
—Veo que conocéis bastante al señor Coronas —dijo.
—Seguro que sí.
—Y que tal vez estáis aquí para vigilar el terreno e impedir que
alguien le moleste. ¿Es cierto?
Los dos individuos rieron.
—¿Vas a molestarle tú, hermano?
—Depende.
—¿Depende de qué?
—De '¡o que haya hecho con la novia.
—Pareces muv enterado, muchacho... Pero quizá no piensas que
el saber mucho va mal para la salud. Va fatal.
Python dijo que sí con la cabeza, mientras sus ojos seguían sien-
do dos pedacitos de hielo.
—Voy a hacer un trato con vosotros —dijo—. Yo soy un hombre
que va a los asuntos en línea recta.
—¿Qué trato?
—Me decís dónde puedo encontrar a Coronas y tenéis barra libre
durante todo el día.
—¿Y si no aceptamos?
—Os mato y tenéis cementerio libre para toda la eternidad.
La voz helada con que fueron pronunciadas aquellas palabras,
hizo que los dos hombres sintieran un cosquilleo en la columna verte-
bral.
Se distanciaron un poco más.
Estaban a perfecta distancia para el disparo.
Uno de ellos dijo:
—Aquí los tratos los hacemos nosotros.
—Muy bien. ¿Qué proponéis?
—Te ofrecemos el cementerio.
Y se movieron.
Eran dos auténticos profesionales.
Casi podía decirse que eran dos campeones de los que ganan
siempre.
Lástima que esta vez hubieran ganado un premio muy especial.
Una tumba.
5

UN MUJER EN EL CAMINO

Python adivinó el momento exacto en que iban a disparar. Los


dos hombres se habían movido demasiado para pillarle desprevenido.
Una seca sonrisa apareció en sus labios cuando los vio contorsio-
narse para «sacar».
Sus ojos despidieron por un momento un fulgor diabólico.
Tiró desde la cadera, sin necesidad de extraer el revólver, utili-
zando una técnica que sólo sabían usar los auténticos profesionales de
la muerte. Las dos balas fueron tan instantáneas que parecieron co-
rresponder a una sola detonación.
Los dos pistoleros separaron los pies del suelo. No entendían lo
que les pasaba. Sus ojos alucinados miraron unos instantes a Python,
como si éste fuera un fantasma.
Python musitó:
—Buenos chicos.
Luego se volvió y le dijo al tabernero:
—Los muertos tienen pagado lo que quieran.
—O...o...oiga... ¿cómo ha dicho que se llamaba?
—No sé si lo he dicho, pero es igual. Me llaman Python.
—¿De veras busca al señor Coronas?
—Me haría una ilusión enorme conocerlo. Ardo en deseos de
echármelo a la cara.
—¿Para qué?
—Para regalarle un ramo de flores.
Y añadió:
—Crisantemos.
—Escuche, ¿usted qué oficio tiene?
—Matarife.
—Ya lo veo, ya... Oiga, no querrá hacer salchichas conmigo...
—Haré algo mejor. Haré albóndigas si no me dices dónde puedo
encontrar a Coronas,
—Tiene una casa cerca de aquí... Bueno, quizá no tan cerca. A
unas siete millas. Es un lugar que destina a cazar patos en las lagunas.
Y también a algo mejor.
—¿Mejor? ¿Qué?
—Cepillarse alguna chica después de secuestrarla.
Los ojos de Python se entrecerraron.
Algo hizo que pasara un cosquilleo por su columna vertebral.
Hubo en su boca una mueca que no le hubiera gustado ni a un muer-
to.
—¿Qué, dirección he de seguir? —preguntó.
—Río arriba. Atraviéselo por donde vea un baobab, esos árboles
inmensos que hay en California. No existe otro en toda esta comarca.
En seguida verá un sendero que conduce a la casa.
Python dijo:
—Espero que me inviten a tomar una copa allí. Será un placer.
Salió después de recargar el revólver. Montó en su caballo y picó
espuelas, pero el animal, falto de descanso, ya no estaba para dema-
siados trotes. Las siete millas que faltaban para encontrar el baobab se
hicieron una eternidad.
Python descubrió el sendero.
Pero no necesitó llegar a la casa.
Porque la vio tendida en el suelo.
La mujer estaba allí.
Mejor dicho, lo que quedaba de ella.

***

Era evidente que la habían arrojado muy poco tiempo antes en el


centro del camino para que muriese fuera de la casa. Se estaba desan-
grando. Podía vivir una hora o dos más, pero estaba condenada.
Python la vio arrastrarse penosamente por el suelo. Su vestido de
novia estaba hecho jirones. Su cara, irreconocible a causa de los gol-
pes. Su piel, desgarrada. Iba dejando en el polvo del camino, al arras-
trarse, un espeso rastro de sangre.
Python vaciló un momento en lo alto del caballo. Nunca había
visto una cosa igual. Hasta a un tipo como él le faltó valor.
Descabalgó de un salto.
Sus manos temblaban.
Vio la cara desencajada de la mujer. Vio sus ojos en los que palpi-
taba una desesperación que iba más allá de la muerte.
Ella balbució:
—Di... dispara...
No le había reconocido.
Pero él sí. El se daba cuenta de que estaba ante Mónica Stewart,
la mujer que le condenó a muerte.
Y por un momento vaciló.
Jamás había odiado tanto a una mujer como la odiaba a ella.
Jamás había deseado tanto la muerte de un ser humano. Una especie
de voz secreta le dijo en el fondo de su corazón: «Déjala... Al fin y al
cabo, tiene lo que merece.»
Incluso fue a volver la espalda y alejarse de allí. Pero de pronto
sus pies quedaron clavados en el suelo.
Ella había barbotado de nuevo:
—Mátame...
Python preguntó con voz opaca:
—¿Cuántos te han violado?
—Coronas y to...todos sus hombres... Sufro mucho... Por favor,
mátame... Dispara de' una vez... ¡Dispara! ¡Dispara!
Su voz era angustiosa, patética. Para aquella mujer convertida en
un gusano ensangrentado, su única obsesión era morir. Pero Python
movió la cabeza negativamente.
—Te curaré —dijo.
—Nadie puede cu...curarme... Me estoy desangrando... Me han
dejado aquí para... para que muriera...
—He atendido a mujeres indias en situaciones parecidas —dijo
Python—. Haré lo que pueda, pero tú me tienes que ayudar. Ante
todo, olvídate de la vergüenza. Abre las piernas.
Ella se resistía a pesar de todo, y Python hubo de forzarla un
poco. Ante sus ojos apareció algo que era como una terrible cuchilla-
da. Lo que habían hecho con ella no tenía nombre. Y como no cabía
duda de que entró en la casa siendo virgen, se estaba desangrando
después de los terribles asaltos.
Python le dio una rama para que se la pusiera entre los dientes.
—Muerde esto cuando sientas dolor —dijo—, pero piensa que es
por tu bien.
Hizo una cura de caballo, cauterizando los desgarrones con
whisky y taponando las hemorragias con unos algodones limpios
impregnados en licor. El siempre llevaba un pequeño botiquín en la
silla, y al menos pudo hacer lo más indispensable, evitando que la
chica siguiera desangrándose. Había que confiar en que la joven
naturaleza de Mónica hiciera el resto.
Luego le dio un buen trago.
—Te has portado bien —dijo.
—Que te crees tú eso. No he chillado porque... porque me he
desmayado dos veces.
—Oye bien esto: ahora ya no sangras, y con la cantidad de
whisky que llevas ahí dentro no creo que se produzca ninguna infec-
ción. Pero vas a pasarlo mal, muy mal. Será necesario que estés al
menos una semana en cama.
—¿Por qué... no me has dejado morir?
—Porque aún podías salvarte. Y porque quiero que me digas a
qué ha venido esto.
—Coronas quiere... derrotar a mi padre en las próximas eleccio-
nes. Y para eso lo ha hundido moralmente. Mi padre ya no creerá en
nada-, ya no luchará por nada. Será una sombra de lo que fue.
Su garganta rompió en un sollozo mientras barbotaba:
—Y yo no seré más que un pedazo de basura.
—Otros serán peor que tú —dijo Python.
—¿Qué serán?
—Un pedazo de muerto.
—¿Es que vas a... meterte en esto?
Como si no la hubiera oído, Python preguntó:
—¿No ibas a casarte? ¿Cómo se llamaba tu novio?
—Raffles.
—¿Y no te ha defendido?
—Mi novio es un... un...
—No hace falta que termines la palabra. Ya sé lo que es tu novio.
Y ahora empiezo a sospechar por qué tu padre pidió que yo estuviera
en la ceremonia. Seguro que sospechaba algo. Y seguro que pensó que
determinadas cosas no ocurrirían si yo estaba delante. Ahora entiendo
el porqué de aquella extraña orden enviada a la cárcel: quería que yo
estuviese en Horse Valley.
Ella le miró parpadeando, como si no comprendiese.
—¿Pero tú quién eres? —barbotó.
Y de pronto sus recuerdos volvieron. De pronto aquella cara se
retrató en su memoria. Ménica barbotó:
—Dios mío... Tú eres Python...
—Eso parece.
—Yo te condené a muerte...
—Fue una sentencia injusta, nena. Maté a dos hombres precisa-
mente para vengar a una chica como tú. No debiste hacer caso a los
testigos enviados por la acusación, muñeca. Eran todos unos testigos
falsos.
Ya no palpitaba rencor en la voz del pistolero, sino una especie
de resignación. Aquello ya pertenecía para él al pasado. Pero Mónica
Stewart balbució:
—Tenías todos los motivos para... para dejarme morir.
—Quizá eso sea más adelante, Mónica Stewart. Ahora tengo
otras cosas importantes que hacer.
—¿Qué cosas son ésas?
—Vengarte —dijo él—. No te muevas de aquí. Apoya la espalda
en ese árbol.
Y revisó tranquilamente la carga del revólver. Había algo sinies-
tro en sus gestos, en su cara. —¿Por dónde se va a la casa de Coronas?
—preguntó.
—Siguiendo el sendero.
—Pues haz una cosa, nena. Reza por los muertos.
6

TOMA JARABE

Python llegó a pie a la casa, saltando de tronco de árbol en tronco


de árbol, para así llamar menos la atención. Estaba seguro de que la
hermosa villa situada al final del camino se encontraría vigilada.
Por eso le extrañó no ver a nadie. La primera impresión que tuvo
fue la de una casa abandonada.
Pero los forajidos podían estar dentro, y había un sistema muy
fácil para comprobarlo. Python se deslizó hasta la cuadra para ver si
un buen surtido de caballos descansaba en ella. Pero sólo distinguió
dos animales.
Frunció el ceño.
Infiernos, quizá los pájaros habían volado.
De todos modos, entró en el edificio, cuya puerta principal estaba
sólo entornada. Distinguió los restos de un salvaje festín, como peda-
zos de botellas rotas, muebles en el suelo y rastros de sangre. El supli-
cio de Mónica Stewart debió de haber sido espantoso.
Los dientes de Python produjeron un crujido.
Mal asunto para el que se le pusiera delante.
Oyó entonces un suave jadear en el piso de arriba.
Sonaban unas cuantas palabras breves y entrecortadas, como las
que hubieran podido pronunciar un hombre y una mujer.
Python subió.
Vio la habitación al fondo.
La puerta abierta.
Vio el tío y la tía.
El tío encima.
La tía debajo.
Los dos parecían muy animados.
La tía tenía los ojos cerrados. En cuanto al tío, que estaba de
espaldas, no se enteró de que algo raro sucedía hasta que notó eí
cañón del revólver de Python metido en una oreja.
Casi pegó un brinco.
Todo en él se arrugó.
—¿Pero quién diablos...? —dijo.
Python murmuró:
—¿Molesto, hermano?
La tía pegó un chillido que tuvo que oírse hasta en la frontera.
Pero luego se quedó muy callada y muy quietecita.
Python le dijo al manso:
—Tú no eres Coronas.
—No...
—¿Dónde está ahora?
—Se ha marchado.
—¿Y sus hombres?
—También.
—¿Entonces tú quién eres?
—El guardián fijo de la casa.
—¿Y ella?
—La criada.
—¿Tú también has participado en la fiesta?
—¿Qué fiesta?
—La de la hija del gobernador.
Una lucecita de alarma se encendió en los ojos del hombre, que
negó con la cabeza mientras barbotaba:
—No me han dejado. ¿Pero tú có...cómo sabes?... ¿Y quién leches
eres?
—Los que están vivos me llaman Python.
—¿Y los que están muertos?
—Los que están muertos me llaman cabroncete.
Al tío no le gustó la voz. No pensó tampoco que su enemigo
fuera tan terrible. Imaginó que podría sorprenderle con el rápido
movimiento con el que llevó la mano al «Colt» que tenía entre las
ropas de la cama.
Sus dedos volaron.
Su cabeza también.
¡BANG!
Python había disparado con toda tranquilidad, sin un pestañeo.
Vio que el cuerpo de su enemigo salía despedido fuera de la cama.
Luego apuntó a la mujer.
Ella gimió:
—No...
—Puedes salvarte, nena.
—¿Cómo?
—Diciéndome dónde puedo encontrar a Coronas.
—Ha ido a... a Kentville.
—¿Qué tiene que hacer allí?
—Hablar con sus abogados para presentar la candidatura a las
próximas elecciones. Te juro que es verdad. Va a hacer eso.
—¿Tiene casa en Kentville?
—Sí... En el mejor sitio de la ciudad. Es una casa con grandes
balcones pintados de blanco. No te puedes confundir... Además, verás
propaganda electoral colgando de los balcones.
—¿Y sus hombres?
—Han ido con él.
—¿Tú has visto lo que hacían con... con esa chica?
—No he querido verlo.
Python balanceó el revólver.
—Buena chica —dijo.
Y giró.
Pero cuando ya estaba en la puerta, se volvió sobre sus tacones
con la velocidad del rayo.
Su dedo se cerró sobre el gatillo.
¡BANG!
La chica lanzó un chillido histérico cuando la bala se le llevó por
delante una trenza. Pero no hubo nada más que eso.
Python susurró:
—Más vale que sigas siendo buena chica. De lo contrario, te
desharé a balazos todo el peinado, ¿sabes? Y lo que hay un poco más
abajo del peinado, también.
La mujer de la cama gritó:
—¡Cabrón!
Y Python dijo antes de salir:
—A ver si la próxima vez buscas un insulto que haga más efecto,
nena.

***

Mónica Stewart parecía estar algo mejor, aunque respiraba afa-


nosamente y tenía los ojos extraviados. Python comprendió que tenía
que dejarla en seguida en manos de algún médico de confianza.
—No te importará ir doblada sobre la silla del caballo? —pregun-
tó.
—¿Por qué doblada?
—Porque no puedes sentarte.
Ella se ruborizó, pero hizo un casi imperceptible guiño de asenti-
miento. Consiguió que él la doblara sobre la silla como si fuese un
cadáver, y así llegaron a la casa del doctor Ponti, que era un emigrante
italiano con fama de curarlo todo,
menos las anginas. Cuando vio a Mónica, lanzó una especie de
gruñido de rabia.
—Esos hijos de... de...
—No he venido a que maldiga a los culpables, doctor, sino a que
cure a la víctima. ¿Cree que esto tiene remedio?
—Usted le ha hecho una primera cura que no está nada mal...
Pienso que de lo contrario hubiese muerto. En fin, me ocuparé de ella.
—Le he de hacer una advertencia, doctor: ahora no tengo dinero
para pagarle.
—No importa. Le ofrezco un trato.
—¿Cuál es?
—Tráigame las carteras de los que han hecho esto. Con un pe-
queño detalle.
—¿Qué detalle?
—Junto a sus carteras, quiero sus pelotas.
Python sonrió de una forma siniestra mientras
decía:
—Buen chico.
Ultimamente encontraba bueno a todo el mundo.
Mala señal.

***

Llegó al día siguiente a Kentville.


Era una ciudad estupenda donde las haya. Cada semana, se
colgaba a alguien allí. Las tabernas servían un whisky cuyas gotas
agujereaban el suelo. En la casa de mujeres había un par de señoritas
que disparaban contra el que no les daba propina. A cambio de tantas
inmoralidades, el pastor de almas tenía siempre la iglesia llena cuando
se celebraban los oficios del domingo, pero hay que hacer constar que
iba a buscar a los feligreses a sus casas revólver en mano, para que no
fallasen. En fin, que aquélla era una maravillosa tierra de paz.
Sólo faltaba Python.
Cuando le vio llegar el sepulturero, que le conocía bien, corrió al
cementerio y empezó a abrir unas cuantas fosas con las medidas
reglamentarias, a fin de adelantar trabajo.
Pvthon tenía más cara de piedra que nunca.
Llegó al centro de la ciudad y vio, efectivamente, las pancartas
electorales. Todas eran de llamativo color amarillo y terminaban con
la siguiente frase:

«CORONAS POR GOVERNOR»

Python miró el edificio que le habían indicado.


Buena jaula.
Gran parte del dinero de Coronas se tenía que haber volcado allí,
en la magnífica casa y' en la propaganda electoral que le rodeaba. Si
en todas partes podía gastar lo mismo, no cabía duda de que el tío era
capaz de ganar las elecciones.
Python rió quedamente.
Seguro que ganaba.
Saldría elegido gobernador del cementerio.
Pero antes de iniciar la masacre, Python tenía que vigilar el
edificio y conocer sus puntos flacos. Por lo tanto, pidió habitación en
un hotel que estaba situado justo enfrente.
Pensó que había pasado desapercibido.
Pero se equivocaba.
Los hombres de Coronas estaban en todas partes y lo controla-
ban todo. Un par de ellos conocían a Python lo suficiente para saber
que allí iban a faltar ataúdes. Avisaron a su jefe.
Y Coronas decidió actuar.
Lo curioso fue que durante el primer día y la primera noche no
pasó nada. Todo estaba tranquilo. Python quería asegurar el golpe,
pero sin darse cuenta de que, a su vez, los sicarios de Coronas le
vigilaban a él. El era un hombre precavido, pero realmente, aquella
noche, cuando se metió en el saloon más importante de la ciudad, no
sabía nada de lo que se le preparaba.
Se acodó en la barra.
Quería saber si los hombres de Coronas se movían por allí. Y si el
propio Coronas aparecía por el saloon.
Se fijó en todo el mundo, pero aquél era un local de mucho movi-
miento y resultaba muy difícil fijarse especialmente en alguien. No
advirtió que tres hombres, simulando estar atentos a lo que pasaba en
el escenario, se situaban a su espalda.
Tampoco se fijó en aquella mujer.
Era una mujer sinuosa y delgada. Parecía una de esas «girls» algo
antipáticas y que por eso mismo no consiguen nunca un buen cliente.
Aquella mujer ni siquiera miró a Python, de modo que éste no se dio
cuenta ni de que existía. Luego, ella vació un vaso que estaba sobre la
barra.
Era la señal.
Los tres hombres, que tampoco habían mirado a Python, se
dividieron en dos grupos. En uno de ellos figuró un solo pistolero. En
el otro dos. Y fueron los dos los que entonces se situaron ostensible -
mente a la vista de Python.
Uno de ellos habló.
—Eh, forastero.
Python le dirigió una sonrisa cuadrada.
—¿Qué hay, amigo?
—Eres nuevo en la ciudad.
—Tan nuevo que me he perdido un par de veces. He tenido que
preguntarle el camino a una bondadosa viejecita.
—¿Sí? ¿Y qué buscabas?
—El cementerio.
No les gustó la voz de Python. De una forma instantánea, se
dieron cuenta de que era cierto todo lo que habían oído decir sobre
aquel siniestro tipo.
Pero uno de los dos pistoleros preguntó:
—¿Piensas quedarte en él?
—No, pero he de tomar medidas.
—¿Para qué?
—He de saber cuántos hombres caben.
—Pareces decidido a hacer una auténtica limpieza, Python.
Suponemos que empezarás por pegarte un tiro tú mismo.
—Sí, pero antes he de buscarme un buen compañero para que
me diga si los ataúdes de esta ciudad son cómodos.
—¿Y quién es ese tipo? ¿A quién quieres eliminar antes de pal-
marla tú mismo, Python?
—A Coronas.
Python no se andaba con rodeos. De pronto se produjo un silen-
cio brutal en el saloon. Los dos hombres que se encontraban frente al
joven parecieron sacudidos por un mismo estremecimiento.
Uno de ellos gruñó;
—Muchos han querido matar a Coronas, amigo. Pero todos han
ido al cementerio antes que él.
La sonrisa cuadrada de Python se hizo más siniestra y más an-
cha.
—Parece que sois compinches suyos —dijo—. O criados. A ver si
me equivoco: sois los que tenéis siempre a punto la palangana para
lavarle el culo.
Era un insulto tan grave que ios dos sicarios se estremecieron a la
vez. Pero no se dieron prisa. Aunque el odio brillaba en sus ojos,
sabían que no tenían que precipitarse. Ellos no tenían que matar a
Python; ¡sólo tenían que distraerle!
De modo que acabaron riendo parsimoniosamente.
—Parece que tienes muchas ganas de morir, Pylhon —dijo uno
de ellos—. Cualquiera diría que quieres suicidarte al desafiarnos a los
dos junios.
—Tal vez.
—Pero como somos buenos chicos, queremos hacerte un favor.
Vamos a preguntarte dónde quieres la bala. ¿La quieres en el corazón?
¿En la nariz? ¿En la boca? ¿En las pelotas?
Y no esperaron la respuesta.
Python tampoco iba a darla.
«Sacaron» instantáneamente.
Pero sabían que no iban a tener necesidad de disparar. Cuando
ellos dos se movieran, Python ya estaría muerto. Para algo había un
hombre a su espalda. Ese hombre sería el auténtico verdugo.
Se oyó un grito.
El hombre que estaba a la espalda de Python disparó.
Pero la bala se estrelló contra los batientes de la entrada. Python
ya no estaba allí. Python se había dado cuenta de que tenía a alguien a
su espalda por una sencilla razón: los dos hombres que Je desafiaban
habían mirado allí al menos un par de veces. Eso le hizo lanzarse
contra el camarero que estaba más cerca, un tipo que se había deteni-
do llevando una bandeja llena de botellas.
Todo voló por los aires. El estruendo fue infernal. Pero Python
había conseguido lo que quería, al margen de apartarse de la línea de
fuego: COR todo aquel estruendo, la atención de sus enemigos se había
dispersado durante un segundo. Era todo lo que él necesitaba.
El asesino situado a su espalda gritó:
—¡Cuidado!
No entendía nada.
Pero el que debía tener cuidado era él. Cuando las botellas deja-
ron de volar por los aires, vio a Python en el suelo.
Y vio también algo más.
El negro revólver que le apuntaba a los ojos.
¡BANG!
La bala de Python le penetró por encima del párpado derecho. Le
pareció oír los gritos de sus amigos, pero aquellos gritos eran ya,
como si sonasen en el infierno.
En efecto, los dos pistoleros también estaban vaciando sus tam-
bores, pero no sabían adonde. No habían localizado a Python. Tenían
los ojos clavados en el compañero caído, sin saber qué diablos pasaba.
Fue un instante breve como un soplo, pero que a ellos les pareció una
eternidad.
Y entonces oyeron que el «Colt» ladraba de nuevo.
Fue lo último.
Sus ojos se desencajaron mientras les parecía ver unas llamitas
cruzando el aire. Luego no sintieron nada. Ni siquiera aquella especie
de clavo al rojo en el fondo de sus cerebros.
Se desplomaron silenciosamente.
Y Python pensó:
«Menos mal. De vaya lío me he librado.»
Pero se equivocaba.
No había visto a la mujer.
Era la cortesana de aspecto anguloso y antipático que se había
situado a su espalda.
Le estaba apuntando a la cabeza.
Y su dedo se cerraba ya sobre el gatillo.

LAS MUJERES SON UN LIO

¡BANG!
Python llegó a oír el estampido como si sonara dentro de sus
sesos. Volvió la cabeza. Pensó que en el momento en que lo hacía era
ya hombre muerto.
Todo le pareció una alucinación. Vio a la mujer alta y angulosa
como si estuviera flotando en el aire. Vio su cabeza que se abría en
dos. Vio la sangre que saltaba al techo.
Era siniestro.
Pero todo aquello tan siniestro le había salvado la vida.
Vio también algo más. Vio una puertecilla oscura que estaba
junto a la barra, y que daba sin duda al almacén del saloon. Un revól-
ver humeante aún asomaba por allí. Era el revólver que le acababa de
saltar la tapa de los sesos a ¡a mujer situada a su espalda.
El arma estaba moviéndose hacia fuera y hacia dentro, como una
mano que le invitase a pasar. Python comprendió que la persona que
acababa de salvarle la vida le decía sin palabras que entrase por allí,
por la puertecilla oscura. Y aunque aquélla podía ser una trampa para
enviarle sin remisión al infierno. Python hizo caso de la misteriosa
llamada. Se acercó allí.
Y entonces la vio.
Sujetaba el revólver con la seguridad de un hombre.
No parecía la misma.
Una lucecita de decisión brillaba en sus ojos.
Era una pistolera de todos los diablos.
Era Mónica Stewart.

***

Python se quedó boquiabierto. A pesar de que era un tipo acos-


tumbrado a todo, no supo qué decir ni qué pensar. Miró a la juez
como si no lo creyera.
Es curioso lo que pasa con las mujeres. Las ves destrozadas,
hechas un asco, y de pronto se arreglan un poco y parecen otras. Dan
ei pego a cualquiera. La tía que no te gusta hoy, mañana resulta que te
vuelve loco.
Y un poco de eso pasaba con Mónica. Iba magníficamente bien
arreglada, a pesar de que sus ropas vaqueras eran sencillas. Pero eran
de calidad. Y se había maquillado muy bien. Ya no parecía la mujer
destrozada que él encontró tres días antes en un camino. Ni que la
hubieran cambiado de pies a cabeza.
Claro que lo que más había cambiado eran sus ojos. En ellos
palpitaban antes la muerte y la desesperación. Ahora palpitaban el
odio y la venganza.
Python susurró:
—Imposible...
—¿Imposible por qué?
—Tú estabas muy... muy mal cuando te dejé.
—Y sigo estando muy mal —dijo ella con voz opaca—. El médico
me ha hecho un vendaje especial y me ha dado muchos calmantes. He
tenido que venir en un carruaje con buena suspensión, porque de lo
contrario no hubiese podido llegar. Pero cuando una mujer quiere
vengarse no siente el dolor, no siente la muerte, no siente nada. Y yo
quiero vengarme.
Su voz sonaba tensa y dura.
No era la voz de una mujer, sino que era la voz de un verdugo.
Python necesitó secarse con el dorso de la mano unas gotitas de
sudor que estaban naciendo en su frente.
—¿El médico te ha dejado venir? —musitó.
—No le ha quedado más remedio. Se lo he pedido amablemente.
—¿Con qué?
—Con un revólver.
—Veo que estás decidida a llegar hasta el final, Ménica. Que
piensas ampliar el cementerio de Kentville.
—Llevo treinta balas. Pueden morir treinta hombres.
—De momento te has cargado a una mujer. Pero me has salvado
la vida.
—Te la debía.
—¿Me la debías tú, la que me condenó a muerte?
Ella se mordió el labio inferior.
—Olvida eso —dijo—. Cuando vuelva a sentarme ante mi mesa
de juez, anularé la sentencia.
—Dudo que puedas hacerlo, muñeca. Ese es un trámite muy
largo. Y mientras tanto, cualquier sberif f me puede disparar a la
cabeza y quedarse tan tranquilo. ¿Pero quién piensa en eso?
—Python...
—¿Qué?
—lárgate. Yo terminaré este maldito trabajo. Es una cosa exclusi-
vamente mía.
—Je, je. Y mía.
—¿Por qué tuya?
—No sé si te lo he contado con detalle, pero tu padre pidió a la
gobernadora de la cárcel para que me diese permiso y yo pudiera ir a
Horse Valley, a tiempo para la ceremonia de tu boda.
Ahora comprendo que era una orden, pero también una esperan-
za. Tu padre confiaba en que yo llegase a tiempo de evitar lo -que él
temía. No se fiaba de la escolta y sabía que tu flamante prometido
tampoco iba a defenderte.
Los dientes femeninos rechinaron.
—¿Mi prometido? —preguntó ella—. Valiente gusano.
—¿Dónde está?
—¿Y yo qué sé? ¿Crees que me importa?
—Escucha, Mónica... Coronas está en esta ciudad. Va a ser una
lucha a muerte. Déjame este asunto a mí y piensa sólo en tu salud. Si
no estás bien, no podrás ni asistir al entierro de ese cerdo.
—Es que no lo voy a enterrar. Voy a hacer que lo devoren los
buitres.
Y fue a salir de allí. La más absoluta decisión vibraba en cada
uno de sus gestos. Mal asunto cuando te odia un hombre, pero peor
asunto aún cuando te odia una mujer.
Python ¡a retuvo en la puerta. Sus brazos de acero inmovilizaron
a la mujer.
—Escucha...
—¿Qué pasa ahora?
—Quiero un día para liquidar esto, Mónica Ste- wart. Un solo
día. Si en ese tiempo no lo consigo, intervienes tú.
—¿Y por qué me he de estar quieta?
—Porque es un favor que te pido —dijo Python—. Y conste que
yo no pido favores a la gente. Mejor dicho, sólo pido uno.
—¿Cuál?
—Cuando voy a matar a alguien, le pido por favor que me diga
de qué color quiere el ataúd.
La mujer pareció reflexionar.
Aún brillaba en sus ojos aquella llamita de odio, pero por prime-
ra vez flotaba también en ellos una expresión más humana.
—De acuerdo —dijo—. Veinticuatro horas.
•—Prométeme que mientras tanto descansarás.
—De acuerdo, pero haré también otra cosa. Me dedicaré a com-
prarme vestidos negros.
—¿Para qué?
—Para llevar luto por los muertos.
Python le palmeó un momento la mejilla mientras susurraba:
—Buena chica.
Salió al saloon, que estaba silencioso como una tumba. Alguien
retiraba ya a los muertos. Las chicas del escenario volvían a bailar
para dar a todo aquello una cierta apariencia de normalidad, pero ni
siquiera sonaba la música.
Python fue a cruzar la calle para dirigirse en línea recta hacia el
cuartel general de Coronas. Quería solucionar el asunto por la vía
rápida. Unos cuantos balazos y... RIP.
Pero no llegó a bajar del porche. Un hombre de unos treinta años
le estaba esperando en el centro de la calle.
Era alto como Python.
De líneas musculosas.
Cara de piedra.
Llevaba dos revólveres y vestía de negro.
Python quedó quieto en el borde del porche. Acarició su «Colt» y
lanzó un silbido.
—Nelson... —dijo.
Nelson echó un poco para atrás la cabeza, sin despegar las manos
de las culatas.
—Me han dicho que estabas en la ciudad, Python. Ha sido una
agradable sorpresa.
—Pues se han dado prisa. Acabo de llegar.
—Sí, ya veo que acabas de llegar... Sólo has tenido tiempo de
matar tres hombres y una mujer.
—A la mujer no la he matado yo.
—Poco importa... Yo estoy aquí para que hablemos de los tres
hombres.
—¿Para quién trabajas, Nelson?
--¿Y tú?
—Para dos mujeres.
Nelson arqueó una ceja.
—¿Qué dices? —barbotó.
—Eso es. Te he dicho la verdad: trabajo para dos mujeres. Lo que
pasa es que a ninguna de las dos le he tocado las piernas.
—Peor para ti. Vas a morir sin haber conseguido meterles mano.
Es una lástima.
—Y ahora contesta tú, Nelson. Dime para quién trabajas.
—¿No lo adivinas?
Python musitó:
—¿Coronas?
—Sí.
—Has caído muy bajo, Nelson. Bueno, bajo lo has estado siem-
pre.
—Parece que no me aprecias demasiado. Y te equivocas, porque
yo siempre he sido un buen chico.
—Sí... Un buen chico que mata por la espalda. Que asesina muje-
res sin pestañear. Que remata a los heridos. Y que una vez le voló la
cabeza a una niña.
—Esos eran otros tiempos, Python.
—¿Ahora has cambiado?
—Sí. Ahora ya ves que mato cara a cara.
Python dijo:
—Sí...
Y disparó.
El movimiento resultó tan brutal, tan instantáneo, tan alucinante
que nadie pudo seguirlo con la vista. El propio Nelson no supo lo que
pasaba. Iba a tirar de las culatas de sus «Colt» cuando oyó un alarido
sobre su cabeza.
—¡AAAAAAAAH!
El hombre que estaba medio oculto en el tejado, dispuesto a
disparar sobre Python mientras hablaba, cayó a la calle haciendo una
trágica pirueta.
Y Nelson fue a «sacar» también, pero se encontró con que Python
ya le apuntaba tranquilamente con la derecha.
—Muy bien, muchacho. Tira...
Nelson no se atrevió.
Sus manos dejaron caer los revólveres al fondo de las fundas.
—Bueno... —dijo—. Tal vez convenga que hablemos.
—Sí. Que hablemos de lo que le gusta inarar cara a cara.
—Esc tipo estaba ahí por casualidad.
—Claro. Y también me hubiera matado por casualidad.
—Te aseguro que ni io conocía.
—No te preocupes, Nelson. No te voy a pedir cuentas por eso. Al
fin y al cabo, lo que pienso ahora lo pensaba ya antes.
—¿Y qué pensabas?
—Que eres un hijo de puta.
Nelson se estremeció.
Había gente en la calle. Un insulto de esa clase no se podía dejar
pasar. El duelo tenía que ser a muerte.
Y ahora éí no contaba con su ayudante, el del tejado. Le había
parecido muy fácil y ahora iba a ser muy difícil. A un tipo como Pyton
no se le podía desafiar a cuerpo limpio sin exponerse a ir al cemente-
rio.
Pero ya no podía volver atrás. Para animarse, lanzó una seca
carcajada.
—Bueno... —dijo—. Tú lo has querido.
—Eres tú el que lo quiere, Nelson, no yo.
—Tal vez.
—¿Coronas te ha ordenado matarme?
—Je, je... Es el encargo mejor pagado que me han hecho en mi
vida.
—Pues ha elegido bien. Dudo que encuentre otro profesional
como tú, Nelson. Hasta ahora has dejado tu camino sembrado de
cadáveres. Pero a todos nos llega nuestro fin.
Nelson tenía las facciones contraídas, los músculos tensos. Inten-
taba hallar alguna fisura, por insignificante que fuese, en la guardia de
su enemigo, pero no encontraba ninguna. Python también había
guardado el «Colt», pero su derecha seguía siendo como la mano de la
muerte.
No gritó.
No quería dar ninguna oportunidad a su enemigo.
«Sacó» con un movimiento centelleante, brutal, el más rápido y
certero de su vida.
Pero su rapidez no fue nada en comparación con la de Python.
Este hizo un suave gesto con el codo, y no llegó ni siquiera a sacar el
revólver de la funda. Tenía las distancias tan bien calculadas que era
como si hubiera estado apuntando a su enemigo desde que éste se
detuvo en el centro de la calle.
¡BANG!
Un solo disparo.
Un solo impacto rojo en el pecho de Nelson.
Este no pudo ni apretar el gatillo.
Notó un pinchazo leve en el corazón, un pinchazo que apenas
dolía, pero sin embargo tan angustioso que sintió como si aquel dolor
le saliera por la boca. Dobló las rodillas y se desplomó.
No necesitaba ningún impacto más.
Python dijo solamente:
—Buen chico.
Y la voz dijo entonces también a su espalda:
—Buen chico.
Pero tan alentadoras palabras fueron inmediatamente desmenti-
das por el frío contacto de un cañón que se apoyaba en su nuca.
Mal asunto cuando te dicen eso. Es como si lo de «buen chico» lo
quisieran poner en tu lápida.
Y peor aún, cuando la que te dice eso es una voz de mujer.
8

ESTAS PERDIDO, MUCHACHO

Definitivamente, las mujeres son un lío. Cuando acabas de salir


de un asunto, ellas te meten en otro.
Pero Python pensó en el primer momento que le acababa de
hablar Mónica Stewart, la hija del gobernador. No era tan grave el lío,
puesto que, al fin y al cabo, con ella se entendería bien. Pero cambió
de color cuando la voz (desconocida en el primer momento) ordenó:
—Guarda el revólver y vuélvete.
Python lo hizo.
Y entonces exclamó:
—Ondia.
—Porque la que le hablaba, sin dejar de apuntarle, no era Mónica
Stewart. Era... ¡era la directora de la prisión! ¡Era Loretta Evans!
Ella tenía una cara impasible, una cara de piedra. Era un auténti-
co matarife, pero con un rostro precioso y un soberbio cuerpo de
mujer. Estaba como para meterle mano y dejar que disparara. Pero
meterle mano lo primero, eso sí.
Python susurró:
—Bueno... Ya no me acordaba de ti.
—Eso parece.
—¿Por qué?
—Y lo preguntas, ¿eh? Hace ya un día que tenías que estar de
regreso en tu celda.
—He tenido un asunto.
—Yo también tengo otro —dijo ella fríamente.
—¿Cuál?
—Matarte.
Era muy capaz de cumplir su amenaza sin decir una palabra
más. Python por si acaso, se batió en retirada.
—Hablemos, nena —dijo.
—Ya hablarán de ti, no te preocupes.
—¿Cuándo?
—Cuando digan ante tu ataúd, antes de hundirlo en la fosa, lo
buen chico que eras.
—Escucha... No hay que ser tan radical. Ya no me acordaba de
que tenía que volver, te lo juro. Pero es que, además, mi ausencia está
perfectamente justificada.
--¿Sí?
—Sí. He de matar a Coronas.
—Estás loco. Coronas es un candidato al puesto de gobernador
del estado. Por lo tanto, es intocable.
—No lo tocaré.
—¿Qué quieres decir?
—La bala le atravesará las pelotas y el tío no se dará ni cuenta.
Ella frunció los labios.
—Menos comedia, Python, maldito seas. Entrégame tu «Colt».
—Lo haré, pero permíteme explicarme.
—Serán cinco minutos.
—De acuerdo... Cinco minutos tan sólo, nena. Si no te convenzo,
me llevas de nuevo a la cárcel o me pegas un tiro.
—Lo primero que tienes que hacer es no llamarme «nena».
—Muy bien, muñeca.
Ella debió de pensar que era inútil, porque suspiró y se dejó
llevar a una mesa del fondo del saloon más próximo. Mientras tanto,
por la ciudad, corría la noticia como corre el fuego sobre un reguero
de pólvora:
—¡Han matado a Nelson!
—¡A Nelson se lo ha cargado Python!
—¡Y juran que viene a cargarse también a Coronas!
No cabía duda de que Coronas se enteraría en seguida de todo
aquello. Y de que tomaría sus medidas.
Pero Python no pensaba en eso mientras se sentaba en aquella
mesa alejada, enfrente de la chica. Al contrario. Lo primero que pensó
fue que estaba estupenda, que estaba sensacional. Resultaba increíble
que una chica como ella hubiera acabado nada menos como directora
de un presidio.
—¿Por qué lo buscaste? —preguntó.
—¿Buscar qué?
—Tu maldito oficio.
—Si te refieres a lo de la prisión, no me avergüenza en absoluto.
Alguien tiene que tratar con la chusma.
—Reconozco que este país no es ninguna maravilla —dijo Py-
thon—. O matas o te matan. Pero ésas no son cosas para una mujer
como tú.
—¿Por qué? ¿Acaso no os he sabido tener a raya a ti y a los otros
malditos hijos de perra?
—No eres muy amable, preciosa.
Python bebió un trago del whisby que les acababan de servir y se
lo explicó todo. Su idea de que el gobernador, o sea el padre de Móni-
ca, había querido que él asistiese a la ceremonia para evitar lo que
quizá era inevitable. Los motivos de su tardanza, al haber querido
enterrar a un hombre muerto. Su encuentro con la desdichada Móni-
ca. Y su juramento de que él resolvería todo aquello... con sangre.
Loretta le escuchaba sin pestañear.
Pero durante el relato había palidecido.
—¿Todas esas cosas han ocurrido en tan poco tiempo? —pregun-
tó.
—Y aún hay detalles que no te explico.
—¡Por eso quieres matar a Coronas?
Python dijo con voz opaca:
—Lo mataré.
—¿Sí?
—Sí. Y espero que tú me ayudes. Dame cuarenta y ocho horas
más y este asunto estará liquidado.
—No.
—Veinticuatro horas.
—No.
—Parece que voy a tener muy poca ayuda de tu parte, nena.
Ella le miraba duramente, con su hermosa cara que, sin embargo,
parecía de piedra.
—Yo soy una funcionaría fiel —dijo—. Obedezco las órdenes al
pie de la letra, como lo demostré obedeciendo aquella orden del go-
bernador que me parecía absurda. Pero en caso contrario me atengo a
los reglamentos al pie de la letra. No dejo pasar ni una coma. A ti te
concedieron un plazo, y ese plazo ha terminado. Por lo tanto, vuelves
a ser un preso.
—¿Qué significa eso?
—Que te voy a llevar otra vez a tu celda.
—¿Tú sola? Ja, ja.
—Tengo dos hombres a la salida de la ciudad, dispuestos a
acompañarnos. Uno es el verdugo titular de la prisión, y el otro es el
verdugo suplente. Buenos chicos cuando se trata de enterrar en el
camino un cuerpo cosido a balazos. ¿Qué? ¿Aún te sigues riendo?
—Piensas en todo, nena.
—Pues muévete.
—Escucha... Yo hablo en nombre de la justicia...
—Y yo hablo en nombre de los reglamentos. He dicho que te
muevas.
—¿Y si no obedezco?
—Peor para ti. Te estoy apuntando por debajo de la mesa.
Python cabeceó afirmativamente.
—Piensas en todo, nena —repitió.
—No soy una novata.
Python sabía que ella decía la verdad. Y ahora se dio cuenta de
que Loretta Evans iba vestida como una auténtica mujer de acción,
con ropas vaqueras, un cinto canana y un revólver. El revólver no lo
veía, desde luego, pero seguro que le apuntaba por debajo de la mesa
al sitio más delicado del cuerpo.
Ella dijo fríamente.
—Dame tu «Colt» o disparo.
—Sería un error, preciosidad. Me dejarías sin mi artillería subte-
rránea y tú perderías una magnífica oportunidad de aprovecharla.
Los dientes femeninos chirriaron.
—Voy a disparar, hijo de perra —dijo.
Con una tía así no se podían gastar bromas. Python puso cara de
buen chico y dijo:
—No te precipites. Déjalo para otro día.
—Pues entrega el «Colt».
El se lo pasó por encima de la mesa.
—Todo tuyo —dijo.
—Ahora levántate y camina hacia la puerta —ordenó ella, guar-
dando el revólver de Python.
—¿Vas a apuntarme todo el rato, como si yo fuera un asesino? Te
juro que no escaparé.
—De acuerdo, voy a meter el «Colt» en la funda para no llamar
la atención, peró al menor movimiento que no me guste te clavo una
bala por la espalda. Tú no me has visto «sacar».
—¡Bah...! Todas las mujeres sois mancas.
—Pruébalo.
Python no quiso probarlo por si acaso, y los dos fueron hacia la
puerta. Ella iba detrás como una novia buena chica. Todos los clientes
se fijaron no en Python, sino en la rotundidad de las formas de la
hembra, que estaba para untar pan.
Pero en el porche del saloon había dos tipos que no se fijaron en
la chica, sino en Python.
Eran dos profesionales, eso se veía. Llevaban armas último mo-
delo. Sus miradas taladraban el aire.
Uno de ellos dijo:
—Eh, alto.
Python se detuvo, más por curiosidad que por otra cosa. La
muchacha lo hizo también, aunque en sus ojos palpitaba una dureza
de diamante.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—A ti te conocemos, muñeca.
—No soy una «muñeca».
—Bueno, pues lo que seas. Lo que digo es que te conocemos.
Eres la gobernadora de la prisión de Grunig.
—Exacto. ¿Y qué?
—Dicen que allí hay una horca siempre preparada.
—¿La queréis probar vosotros?
Los dos hombres lanzaron a la vez una risita.
—Je, je... ¿Es que se la haces probar a muchos?
—A todos los que tiran una colilla al suelo.
—Ondia, la tía...
—Decidme lo que queréis antes de que me cabree de verdad y os
ahogue de un salivazo.
—Puestos a matarnos, nos podrías matar de otra manera, nena.
--¿Sí?
—Sí. Nos metes una teta encima y nos tapas la cara. Seguro que
nos ahogamos igualmente.
Los ojos de Loretta se hacían cada vez más duros, más brillantes.
Con voz que parecía el chirrido de una máquina, masculló:
—Tenéis un minuto para decirme lo que queréis.
—Bueno... Je, je... No hace falta ni un minuto siquiera. Lo que
queremos decirte es que está claro que llevas detenido a Python, ese
hijo de la gran perra, aunque trates de disimularlo.
—Sí. Lo llevo detenido. ¿Y qué?
—Seguro que lo ahorcas.
—Es posible.
—Pues no sufras por eso, preciosidad. ¿Qué necesidad tienes de
ir hasta Grunig con ese paquete? Nosotros te hacemos el trabajo.
—¿Qué trabajo?
—Nos cargamos al tío, y en paz. De ese modo tú terminas el
trabajo y nosotros también.
—¿Vuestro trabajo? ¿Quién os lo ha encargado?
—Alguien que puede hacerlo.
—¿Coronas?
El silencio de aquellos dos tipos indicó que ella había acertado.
Todo el cuerpo de Loretta Evans se tensó como un arco.
—¡Fuera! —masculló—. ¡Fuera!
Los cuerpos de aquellos dos tipos también se tensaron.
—Mira, muñeca —dijo uno de ellos—, esa rata viscosa que es
Python tiene que morir. Es posible que en la cárcel de Grunig lo ma-
téis, pero no podemos estar seguros de eso. Por lo tanto, nosotros nos
encargaremos de todo. Nosotros le pasaremos la factura. Lo único que
tienes que hacer ahora es apartarte.
—¿Para qué?
—Para que no te salpique la sangre.
No hubo ni un parpadeo en la cara de la mujer, como tampoco lo
hubo en la de Python, a pesar de saber que allí se estaban rifando su
piel.
Loretta preguntó con desprecio:
—¿Y si no os permito usar las armas?
—Eso es muy fácil de decir, nena. No puedes impedir que las
usemos. Pero si te pones tonta, nosotros te diremos lo que va a pasar:
primero te matamos a ti, para evitarnos molestias, y luego nos lo
cargamos a él.
Tampoco hubo el menor parpadeo en el rostro de Loretta Evans.
Pero entonces se oyó la voz metálica de Python, que hasta aquel mo-
mento había permanecido en silencio.
—Oye, Loretta —dijo, tratándola con un respeto poco usual—, te
estás jugando la vida por algo que no vale la pena. Dame un «Colt» a
mí y yo me encargaré de esos dos buitres. Tú quedas al margen.
—Yo podría lanzarte un «Colt», pero tú no tendrás tiempo ni de
rozar la culata —dijo ella con desprecio—. Esos cerdos dispararían
antes. Además, éste no es un asunto tuyo. Es un asunto mío.
—¿Un asunto tuyo?
—Naturalmente que sí. Es un asunto reglamentario. Yo te llevo a
la cárcel y hay dos pájaros que tratan de impedirlo. Muy bien. Yo
resolveré el problema.
Python se quedó de una pieza.
—Te van a matar, Loretta —dijo.
—Es mi trabajo.
—¿Tan importantes son los reglamentos para ti?
—Yo los cumplo, y en paz.
—Escucha, preciosa... En el peor de los casos, lárgate. Deja que
me maten. Pero, no te juegues la vida por una cuestión que para ti no
tiene importancia.
No hubo tampoco la menor emoción en el rostro impasible de
Loretta.
—Tú estás bajo mi custodia —dijo secamente— y por lo tanto yo
soy la responsable. Voy a cumplir con mi deber hasta el final, te guste
o no. Esos dos buitres que hay aquí delante tendrán que entendérselas
conmigo.
Los dos pistoleros lo veían y no lo creían. Uno de ellos farfulló:
—Oye, preciosidad, eso de encontrar desarmado a Python es una
ganga, y por lo tanto no vamos a desaprovecharla. Pero tú te estás
complicando la vida. Si no hemos entendido mal, piensas defender a
esa rata.
—Es mi obligación.
—Pues esa obligación te la podrías meter en el culo, muñeca.
—Yo las obligaciones me las meto en el revólver.
Estaba clara la actitud de Loretta Evans. Iba a morir por cumplir
con su deber, o sea por defender a un preso que estaba bajo su custo -
dia. Quizá Loretta Evans no apreciaba demasiado la vida de los otros,
pero no podría decirse, desde luego, tampoco, que apreciaba la suya
propia.
Se separó un poco de Python.
Y masculló:
—Os vais a tener que entender con mi revólver, ya que no os
podéis entender conmigo.
Los dos pistoleros también se distanciaron un poco.
No lo creían.
Uno de los pistoleros susurró:
—Somos dos contra uno, idiota.
—No me importa.
—Nos podemos permitir el lujo de herirte solamente.
—¿Para qué?
—Para divertirnos contigo después de matar a Python.
—Pues intentadlo.
Todos los que estaban en las cercanías se habían apartado. Todos
habían contenido la respiración. No se oía el zumbido de una mosca.
El chirrido de las espuelas de los dos hombres pareció un estruendo.
—«¡Sacad!»
Era ella la que los desafiaba. Los dos hombres oyeron el crujido
de sus propios dientes. Sus manos volaron hacia las fundas pistoleras.
Todo fue instantáneo.
El propio Python cerró los ojos.
No quería ver morir a una mujer como Lo- retta.
Y entonces un grito de dolor. Y otro. Y otro. Y otro. Pero no eran
gritos de mujer... ¡eran gritos de hombre!
Loretta Evans había desenfundado el arma y estaba disparando
rabiosamente. ¡Era más veloz que los dos! ¡Era...! ¡Era el propio diablo!
Python, que había abierto los ojos, no lo creía.
Vio retroceder a uno de los pistoleros, que se movía como un
borracho. El arma resbaló de entre sus dedos al tiempo que dos sinies-
tras manchas rojas se le marcaban en el cuello.
Los impactos lo habían dejado prácticamente degollado. Habían
sido como una guillotina.
El otro quedó quieto, mirando ante sí con cara de alucinado. No
entendía lo que pasaba, y la verdad es que ya nunca lo entendió. Se
había enfrentado a los pistoleros más veloces del Oeste... pero a nadie
como aquella maldita mujer.
Con él, las balas fueron aún más implacables.
Le alcanzaron en la frente.
Terminó cayendo de bruces, como un poste, sin haber podido
lanzar más que dos entrecortados gritos de dolor.
Luego ella sopló en el cañón del «Colt».
Ni sus labios habían temblado.
Señaló a Python y le preguntó:
—¿Algo que objetar?
—No... Nada.
—Pues entonces arreando. Nos están esperando a la salida de la
ciudad.
Python sólo pudo decir:
—Jolines con la tía.
9

DOS MUJERES

El verdugo titular y el verdugo suplente estaban esperando,


efectivamente, a la salida de la ciudad…
Vaya par de tíos.
Daba la sensación de que hasta les hubiera gustado llevarse la
horca en los viajes.
Sin embargo, le tenían una cierta simpatía a Python. No les
gustaba la idea de que un tipo como aquél acabara colgando de una
cuerda. Python era un tipo hecho para morir peleando en un hermoso
duelo en el que hubiera al menos treinta muertos. Ese era el duelo que
a los dos verdugos les hubiera gustado ver desde primera fila. Un
señor duelazo.
El titular dijo:
—Ya íbamos a buscarla, señorita Evans.
—No ha hecho falta.
—¿Ha habido algún problema?
—Para mí no. Para Jos muertos sí.
—¿Python se ha cargado a alguien?
—Me los he cargado yo.
—La leche. Cómo está el patio.
Loretta dijo secamente:
—Menos comentarios y al trabajo. Hay que llevar a este tipo a
Grunig.
—De acuerdo, señorita Evans.
—Al menor intento de fuga, le claváis una bala.
Python, que no había dicho nada hasta entonces, sonrió.
—¿Ves? —dijo—. En eso estoy de acuerdo con los dos pistoleros
muertos. A mí podrías liquidarme de otra forma.
—¿Cómo?
—Con un golpe de teta.
—No te hagas ilusiones, macho.
—No, no... Después de verte disparar, ya no me hago ilusiones
en nada.
—Pues ya has oído: te clavarán una rociada de balas en cuanto
hagas algo que no me guste.
Y con estas palabras dio por terminada la cuestión. O al menos
eso pensaba Loretta Evans.
Porque una voz dijo entonces:
—Eres una hija de perra.
Loretta se volvió.
Estaba asombrada.
Porque le hubiera parecido lógico que aquel insulto le llegara a
través de la voz de un hombre.
Pero no. Qué diablos.
Era una voz de mujer.

***

Loretta la miró. Era una mujer que también vestía prendas va-
queras, las cuales marcaban unas curvas rotundas, firmes y prietas.
Era una mujer con una elegancia y una autoridad naturales. Era una
de esas mujeres que conservan la entereza, aunque estén hundidas.
Estaba para morderla.
Ahora el desafío brillaba en sus ojos.
Repitió:
—Eres una hija de perra. Y vas a soltar en seguida a ese hombre.
Vas a soltar a Python.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque yo te lo ordeno.
—¿Y tú quién eres para mandar tanto?
—La juez que lo condenó a muerte.
—¿Mónica Stewart?
—Sí.
—Muy tarde te despiertas, nena.
—Me he despertado cuando me he dado cuenta del error que
cometí. Y me he despertado cuando me he dado cuenta de que ese
hombre cumple una misión.
—¿Cuál?
—Vengarme. Y matar a Coronas.
—Lo de Coronas se resolverá más tarde. Ahora tengo que hacer
un trabajo importante. He de llevar a este hombre a la prisión de
Grunig. Los reglamentos lo ordenan.
—Vas a meterte los reglamentos donde te quepan.
—¿Sí? Ven a metérmelos tú.
Las dos mujeres se miraron fijamente, desafiándose con los ojos y
con la mueca de sus bocas.
Aquello era la guerra.
Python, que pocas veces se había visto metido en un lío tan
grave, susurró:
—Ondia.
Mónica insistió:
—Ese hombre tiene que quedar libre... ¡ahora!
—Pues ven a liberarlo tú.
—Claro que sí, tía petardo. Eso está hecho.
Y atizó tal guantazo a Loretta que un poco más y la deja sentada
en el suelo. El impacto fue de los que se oyen en media ciudad.
Pero Loretta lo encajó bien. Había que ver qué tía.
Y lo único que dijo fue:
—Zorra.
Se lanzó de cabeza contra la juez, se le metió en el estómago
como un obús y la derribó al suelo mientras el verdugo número uno y
el verdugo número dos empezaban a gritar:
—¡Hurra!
—¡Tías buenas!
—¡Que se desnuden!
—¡Apuesto diez dólares por la juez!
—¡Yo quince por la carcelera!
Python estaba paralizado por el asombro. Una tromba de pensa-
mientos llegó a su cerebro con la fuerza de un ciclón.
Lo primero que pensó fue que tenía que aprovechar para huir.
Luego pensó que su obligación era separar a las dos hermosas muje-
res. Por fin se preguntó: «¿Y si se meten las dos contra mí?». Porque
esas cosas pasan. Te metes en plan de santo y te crucifican.
El caso fue que se estuvo momentáneamente quieto. Mientras
tanto las dos mujeres rodaban por tierra, atizándose cada codazo y
cada revés que hacían temblar el suelo. Podían ser dos nenas de casa
bien, pero puestas a pelear lo hacían mejor que dos chicas de saloon.
Su lenguaje también era de cuidado.
—¡Tía guarra!
—¡Juez de pacotilla!
—¡Carcelera de la puñeta!
—¡Te voy a dejar sin moño!
—¿Sin qué...?
—¡Sin moño!
—Ah, pensaba...
Y después de este rápido diálogo, las dos tías se siguieron atizan-
do. La cosa podía terminar muy mal, tanto que Python olvidó sus
deseos de fuga y se dispuso a intervenir. Pero las voces violentas de
las dos chicas le detuvieron.
—¡A Python tú no te lo llevas!
—¿Cómo qué no? ¡Es mío!
—¡Mío!
—¡Mío!
Python quedó paralizado.
Resultaba que en la pelea de las dos tías había algo más... ¡resul-
taba que las dos estaban enamoradas de él!
¡Aquello era la muerte!
Porque cuando uno está entre dos tías de esa clase, lo mejor que
puede hacer es dictar testamento, dejando lós restos de su virilidad
para que los conserven en una botellita en alcohol.
De todos modos, aún intentó separarlas. Musitó:
—¡Escuchen, señoras...!
No le hicieron maldito caso.
El verdugo número uno y el verdugo número dos estaban gritan-
do:
—¡Apuesto veinte dólares por la de arriba!
—¡Yo veinticinco por la de abajo!
Y la pelea hubiera terminado en dos camas de hospital, o quién
sabe si en dos tumbas, cuando todo cesó de pronto. Porque el verdugo
número uno se llevó de pronto las manos al vientre y lanzó un grito
de agonía, un grito de muerte, mientras retiraba aquellos dedos y se
los miraba como en una alucinación.
Estaban cubiertos de sangre.

10

¡ENTERRAD A LAS CHICAS!

El disparo no se había oído, quizá a causa de la dirección del


viento o quizá a causa de que todos estaban tan obsesionados por la
pelea que no se fijaban en nada más. Pero en cuestión de segundos
todo cambió. Fue Python el primero en reaccionar, con la velocidad de
un tigre.
Al verdugo le habían disparado desde la colina que estaba casi
inmediatamente encima de sus cabezas. Y si le habían elegido a él
como primera víctima era porque tiraban al bulto, sin llegar a ver las
caras. Pero ahora los matarían a todos en un abrir y cerrar de ojos.
Se lanzó sobre las dos chicas.
Ellas lo interpretaron mal.
—¡Eh! ¡Por turno! ¡A la dos, juntas, no! —gritaron al unísono.
—¡Juntas os van a enterrar! —gritó Python—. ¡Fuera!
La rapidez diabólica de aquel gesto fue lo que les salvó. Porque
los tres rodaron pendiente abajo en confuso montón, y el hueco que
acababan de dejar fue inmediatamente cribado por una granizada de
balas. Si llegan a estarse quietas, las dejan cosidas.
Python pegó entonces un salto espectacular, contorsionándose en
el aire. Fue tal la crispación de su cuerpo que pareció incluso como si
le hubieran alcanzado. Cayó detrás de una roca, mientras las dos
chicas seguían rodando colina abajo.
Pero ahora lo hacían sabiendo ya el peligro que estaban corrien-
do. Si llegaban a rodar hasta un pequeño barranco que estaba a unas
diez yardas, se ocultarían entre los matorrales y salvarían tal vez la
piel. De lo contrario, estaban perdidas.
Y lo hubieran estado de no ser por la intervención de Python.
Porque el pistolero respondió al fuego inmediatamente, evitando que
pudieran concentrar el tiro sobre ellas.
Se dio cuenta en seguida de la dramática situación. Estaban en
un punto dominado por dos colinas, y en cada una de ellas había
varios hombres. Los pistoleros de Coronas se disponían a hacer con
ellos una masacre.
Le gritó ai verdugo:
—¡Escóndete detrás del muerto!
Lo hizo en el momento en que dos balas iban a su alcance. Una le
hirió en una pierna y la otra se empotró en el cadáver. De no ser por el
aviso de Python, aquel otro tipo también se hubiese ido al infierno.
Los hombres de las colinas montaban a caballo, lo cual dificulta-
ba su puntería porque los corceles estaban nerviosos. Los jinetes
debían de castigarlos maquinalmente con las espuelas, y ése es un
grave error cuando se tira desde la silla. Pero ahora saltaron a tierra y
se dispusieron a disparar con comodidad. Python se dio cuenta de
que ellos iban a ser como unos muñecos de tiro al blanco.
El verdugo vivo le gritó al verdugo muerto:
—¡Nunca creí que me resultaras tan útil, muchacho! ¡Te debo
una copa!
Las dos mujeres, todavía abrazadas en el ardor de la pelea, ha-
bían llegado ya al borde del pequeño despeñadero. Saltaron por él y
fueron engullidas por los zarzales.
Python se atrevió a respirar. Notaba un profundo alivio.
Por el momento, habían salvado la vida.
Pero la situación no mejoraba, sino al contrario. Oyó en la colina
una voz que gritaba:
—¡Pronto! ¡Hay que quemar los zarzales!
Habían visto desaparecer entre ellos a las dos mujeres y trataban
de quemarlas vivas. La orden fue obedecida con tanta rapidez que
hasta Python quedó con la boca abierta.
Una flecha con estopa encendida en la punta voló hasta las cerca-
nías del sitio de la caída. Las llamas prendieron en seguida entre las
zarzas demasiado secas.
Python lanzó una maldición.
Aquellos tipos estaban dispuestos a todo y preparados para todo.
Incluso llevaban un arquero indio.
Otra flecha surcó los aires.
Y cayó en un punto distinto de los zarzales, haciendo que el
fuego empezara a formar un círculo.
Python abrió mucho los ojos.
Estaba aterrorizado.
Como si fueran balas, vio salir a varios pájaros de los que estaban
ocultos allí. Los animales, con fuego en el plumaje, cayeron quemados
unas yardas más allá, pereciendo rápidamente, pero al mismo tiempo
extendiendo el incendio. En unos instantes, la situación se iba a hacer
dramática y las dos mujeres no tendrían salvación.
Oyó una voz autoritaria que tenía que ser la de Coronas:
—¡Ahora todos a por él! ¡Que ese perro no escape!
Los pistoleros de las dos colinas concentraron su fuego sobre la
roca que servía de parapeto a Python. Este tenía que estarse quieto,
recluido en un espacio inverosímil, y sin la menor posibilidad de
hacer fuego. Las balas se estrellaban por todas partes contra la piedra
y enviaban al aire, que le tachonaban la piel de puntos sangrientos.
Python se dio cuenta de que iba a morir, pero también de algo peor:
¡las dos mujeres serían achicharradas vivas! ¡Dentro de un minuto, las
llamas las rodearían por todas partes! ¡Estaban perdidas!
Una sorda rabia le dominó.
Sus dientes rechinaron.
Iba a jugárselo todo a una carta, aunque la verdad era que él no
tenía carta alguna. Contrajo los músculos para saltar y llevarse al
menos un par de aquellos tipos por delante, pero el verdugo también
había decidido luchar hasta el fin. Parapetado tras el muerto, y a pesar
de tener una pierna herida, disparó sabiendo que aquélla podía ser su
última bala.
Y la acertó bien. El indio de las flechas incendiarias se había
puesto en pie para disparar contra otro punto de los zarzales. Iba a
lograr un magnífico blanco, pero no se dio cuenta de que el magnífico
blanco era él.
La bala le alcanzó en la cabeza, le hizo arrugarse en el aire como
un muñeco y obligó a que la flecha, recién lanzada sin fuerzas, iniciase
una trayectoria absurda y corta. Uno de los pistoleros, que ya bajaba
de la colina para liquidar a Python a corta distancia, lanzó un grito
ululante que atravesó el aire.
— ¡AAAAAAAAH!
Tema la flecha clavada en la espalda y se estaba abrasando. Rodó
colina abajo. Los ojos de los pistoleros, dilatados por el horror, se
clavaron en él.
Fue un descuido. Fue algo imperdonable.
Nunca se debe mirar a un muerto cuando se tiene delante a un
vivo que encima se llama Python.
Este se dio cuenta de su oportunidad. Sabía que no podía perder
un segundo y no lo perdió. Dos cabezas de enemigos aparecían en la
primera colina.
Y disparó dos veces, sujetando el revólver con ambas manos para
evitar el retroceso y afinar mejor la puntería. Las dos balas causaron
dos brechas terroríficas en las frentes de sus enemigos. Eran insectos
de punta blindada cuyo aguijonazo llegaba hasta el fondo.
Oyó arriba unos gritos de muerte.
Y se volvió.
El crepitar de las llamas le obsesionaba. Se daba cuenta de que
las dos chicas ya estaban materialmente atrapadas en aquel infierno.
Y eso le dio más fuerza, más rabia, más rapidez. Vio a dos hom-
bres más en la otra colina. Iban rápidamente a guarecerse, dándose
cuenta de que estar al descubierto ante Python era estar en descubier-
to ante el diablo. Pensaron que lo lograrían.
Y oyeron los cortos silbidos de las balas. Eso fue todo. Ninguno
de los dos se dio cuenta de nada más. Rodaron colina abajo mientras
dos ríos de sangre surgían de sus cabezas.
Y en lo alto de la primera colina se oyó otro alarido. Pero no era
un alarido de muerte. Era un alarido de miedo, un alarido de horror.
Python miró hacia allí.
Sus ojos estaban inyectados en sangre.
Y tuvo un solo pensamiento:
Coronas.
El asesino tenía miedo, se daba cuenta de que había fallado. El
asesino iba a huir.
Por un momento, hasta se olvidó de las dos mujeres. Corrió
colina arriba con la velocidad de un perro rabioso. Sus dientes estaban
apretados y sus ojos inyectados en sangre.
Masculló:
—Vas a disfrutar, bastardo. Te voy a dar jarabe de navaja.

11

SOCORRO, VERDUGO

Lo alcanzó cuando Coronas ya estaba a punto de montar a caba-


llo y huir al galope de allí. Python se lanzó contra él con tal fuerza que
no sólo lo derribó, sino que llegó a derribar también el caballo. Aque-
llo no era la embestida de un hombre, sino la embestida de un toro. El
relincho del animal fue apenas un susurro ante el grito de horror de
Coronas.
Python blandió el cuchillo.
No podía perder tiempo. Y no ¡o perdió. Un solo tajo de cuchillo
se llevó por delante la garganta de Coronas. Vio los ojos desencajados
de éste, vio su muda expresión de horror. Un Coronas enloquecido
trató de levantar las manos para evitar el segundo tajo.
¡TLAC!
Fue un golpe seco y cortante. El acero llegó hasta el fondo. Pare-
ció como si la cabeza de Coronas quedase cercenada en el aire.
Python miró en torno suyo.
Parecía una fiera acorralada. Sabía que ahora contaba cada déci-
ma de segundo. Ayudó a incorporarse al caballo mientras gruñía:
—Amigo, si te gustan las mujeres ayúdame a salvarlas. Todo
depende de ti.
Se lanzó al galope colina abajo. El caballo se transformó en un
huracán, como si de verdad tuviese algo de hombre y le gustaran las
tías. Casi pisó materialmente el cadáver de Raffles, el prometido de
Mónica, lo cual le demostró a Python muchas cosas sin necesidad de
palabras: aquel maldito había estado de acuerdo con Coronas. Aquel
maldito había vendido de la forma más abyecta a su propia novia
para jugar la carta del vencedor, para apuntarse a la partida de Coro-
nas. Pero bien lo acababa de pagar. La bala le había dejado una terri-
ble brecha en la cabeza.
Las llamas rodeaban materialmente el sitio donde estaban las dos
mujeres, pero Python aún tenía una carta por jugar... y la jugó. Picó
espuelas e hizo saltar al valiente corcel por encima de las llamas.
Alcanzó entre la densa humareda el punto en que las dos mujeres
luchaban contra las llamas.
Sus dientes rechinaron otra vez.
—¡Vamos! ¡Arriba!
Una mujer por cada mano. Una por cada lado de la silla. Python
ya no podía sujetar las riendas, pero eso poco importaba ahora. El
caballo sabía por dónde tenía que salir. Picó espuelas nuevamente.
El relincho salvaje ahogó el crepitar de las llamas. Sacando fuer-
zas de su propio miedo, el caballo saltó por encima del fuego. Al
borde de los zarzales rodaron todos en confuso montón, pero sin que
el fuego les alcanzara. El caballo se reincorporó, pero Python ya no
pudo. Y eso que intentó hacer lo mismo.
Las dos mujeres le sujetaban.
La juez dijo:
—Gracias por haber pensado en mí, amor.
La gobernadora de la prisión susurró:
—Seguro que pensabas sólo en mí, cariño.
Y le besaron una por cada lado. Python gimió:
—Eh... Eh... ¿Qué dicen los reglamentos?
—Que debes estar en prisión provisional hasta que se dicte
sentencia —murmuró la juez—. Yo te controlaré.
—¿Y... y quién me vigilará?
—Yo, naturalmente —explicó la carcelera, guiñándole un ojo a la
otra—. Ella te controla y yo te vigilo.
—Esto es u...una... encerrona.
Las dos dijeron a la vez:
—Peor para ti, macho.
Python gimió:
—Sí, sí... Macho ahora, pero ya veremos dentro de una semana.
¡Eh, verdugooooo! ¡Socorro!
Nunca había pedido ayuda a un tipo de aquella ciase.
Pero fue inútil.
El verdugo se estaba yendo a Ja pata coja mientras explicaba:
—Le debo una copa al muerto.
--¿Y qué?
—Me la voy a tomar yo en su nombre, jolín... ¿No ves que el
muerto no puede?

FIN

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