SKA037 - Silver Kane - Phiton
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SKA037 - Silver Kane - Phiton
© SILVER KANE
Texto
© F. FERNANDEZ NORMA
Cubierta
ISBN: 84-7590-270-7
LA SALIDA
Le llamaban Python.
Bien mirado, no era un mal chico. Había matado a cinco hombres
en Abilene, a ocho en Dallas, a seis en Topeka y a cuatro en Laramie.
Excepcionalmente, sólo había matado a uno en Salina, pero esperaba
mejorar el asunto a la primera ocasión. Python era lo que se dice un
hombre de paz, uno de esos tipos a los que puedes nombrar tranquila-
mente maestros de una escuela e invitarlos a la primera comunión de
tus hijos.
Daba gusto verlo.
Medía metro noventa.
Tenía los ojos helados y grises.
La mandíbula cuadrada y dura.
La boca siempre formando una línea recta.
También tenía músculos de leñador del Canadá, pero última-
mente no contaba con demasiadas ocasiones para lucirlos, como
tampoco tenía demasiadas ocasiones para demostrar de lo que era
capaz con el revólver.
En fin, eso es verdad: daba gusto verlo.
Y lo mismo pasaba con la tía.
También daba gusto verla.
Era una mujer de un metro setenta y cinco, o sea también muy
alta. Tenía una delantera que ni hecha a la medida. Tenía unas caderas
como para estar abrazándolas una semana seguida. Tema unas pier-
nas largas y sólidas, de muslos más que respetables. Pero también
tenía otra cosa, y era una cara de mala leche que tumbaba de espaldas.
Desde-detrás de su mesa le dijo a Python:
—Cuádrate.
Python se puso firmes de una manera muy especial, sonriendo y
apoyando ambas manos en las caderas.
—¿Está bien así, nena? —preguntó.
—Escucha, pedazo de asesino: tú eres aquí un preso miserable, o
sea una mierda con patas, y yo soy la directora de la prisión.
—Tú también tienes patas, nena. La diferencia está en que no
eres una mierda.
Ella entrecerró los ojos, en los que brilló una llamita de furia.
—¡Obedece la orden!
—Nunca he obedecido una orden, muñeca —dijo tranquilamente
Python—. Me expulsaron del ejército por eso. Me expulsaron de los
rurales de Texas por eso. Me expulsaron de los federales por eso.
Estoy esperando a ver si ahora me expulsan de la cárcel.
Loretta Evans, la primera directora de una prisión de hombres
que había en los Estados Unidos, le miró de soslayo con una mueca de
desprecio.
—Si fuera por mi gusto te expulsaría, Python —dijo—. Pero
dentro de un ataúd. Lo único que siento es no poder llevarte a ese
magnífico patio que tenemos a mano derecha, donde está instalada
una no menos magnífica horca.
—¿Entonces para qué me has llamado, preciosidad? Creí que
había llegado la orden para colgarme.
—¿Y creyendo eso estás tan tranquilo?
—Bueno, es para llevar la contraria.
—¿En qué sentido?
—Me han dicho que el verdugo tiene fiesta. Me encantaría cha-
farle el plan.
—¿Es que tú no hablas nunca en serio, maldita sea?
—Nunca.
—¿Ni cuando matas?
—Tampoco. Antes de matar a alguien, le cuento un chiste.
Y se quedó tan tranquilo.
Pero Loretta Evans sabía que eso no era verdad. Loretta Evans
sabía que aquel tipo era de acero. Por eso estaba segura de que, si
ahora le decía a Python que iba a ahorcarle, a Python no le cambiaría
la cara.
—El caso es que no voy a ahorcarte —dijo, como si expresara sus
pensamientos en voz alta—. Ha llegado una orden del gobernador,
pero es para lo contrario de lo que yo esperaba. El gobernador se ha
vuelto loco. Te va a dar tres días de libertad.
Python la miró de soslayo.
Hizo una mueca y masculló:
—Vamos anda!
—Te juro que es verdad. Por desgracia lo es, y por desgracia yo
no tengo más remedio que obedecer esa orden. Te da tres días para
que te dirijas a la población de Horse Valley. Una vez allí, debes vol-
ver a la prisión. Si no vuelves, te hará-matar como a un perro. En
cambio, si vuelves, estudiará la posibilidad de firmar un indulto. Eso
es lo que dice en este documento.
Python la miró desconcertado, sin entender.
—¿Qué mosca le ha picado? —masculló—. ¿Qué diablos voy a
hacer vo en Horse Valley, una población donde no he estado nunca?
—Asistir a la boda de la hija del gobernador.
—¿Y a mí qué me importa su hija?
—Quizá te importe si te digo su nombre.
—Dímelo.
—Mónica Stewart.
Á Python se le abrió la boca.
Era un tipo que nunca reflejaba sus emociones, pero esta vez no
pudo evitarlo. Hasta sus dientes parecieron crujir.
—Infiernos... —dijo.
—¿La conoces?
—Sí... Es la juez que me condenó a muerte.
—Pues encima es hija del gobernador.
—Por una legión de sapos venenosos... Eso no lo sabía.
—Voy a obedecer la órden mal, que me pese, James Custer, alias
«Python». Voy a dejarte libre tres días.
—U...u...un momento. ¿Para qué quiere que yo vaya a esa boda?
—No lo explica.
Python estaba completamente desconcertado. Necesitó ir recupe-
rándose poco a poco.
AI fin balbució:
—Querrá que le toque el culo a la novia.
—Puede ser —dijo Loretta, con helada indiferencia de funciona-
ría.
—Pues ése es un asunto muy serio... ¿No podría tener un peque-
ño entrenamiento?
—¿Cómo?
—Tocándote el culo a ti.
Loretta pegó un salto hacia atrás.
—¡Cabrón! —gritó—. ¡Fuera! ¡Fuera!
Los dos guardianes que lo habían traído hasta allí se lo llevaron
medio a rastras mientras Python exclamaba:
—¿Pero no veis cómo también me acaban expulsando de la
cárcel?
Cuando Loretta Evans quedó sola en su despacho de funcionaría
disciplinada y fiel, arqueó una ceja y se preguntó a sí misma:
—¿Qué debe de sentir una cuando le tocan el culo? ¿Pero qué
diablos estoy diciendo? ¡Meterme mano a mí, una directora de pri-
sión! ¡Estaría bueno!
LA BODA
EL JINETE
***
UN MUJER EN EL CAMINO
***
TOMA JARABE
***
***
¡BANG!
Python llegó a oír el estampido como si sonara dentro de sus
sesos. Volvió la cabeza. Pensó que en el momento en que lo hacía era
ya hombre muerto.
Todo le pareció una alucinación. Vio a la mujer alta y angulosa
como si estuviera flotando en el aire. Vio su cabeza que se abría en
dos. Vio la sangre que saltaba al techo.
Era siniestro.
Pero todo aquello tan siniestro le había salvado la vida.
Vio también algo más. Vio una puertecilla oscura que estaba
junto a la barra, y que daba sin duda al almacén del saloon. Un revól-
ver humeante aún asomaba por allí. Era el revólver que le acababa de
saltar la tapa de los sesos a ¡a mujer situada a su espalda.
El arma estaba moviéndose hacia fuera y hacia dentro, como una
mano que le invitase a pasar. Python comprendió que la persona que
acababa de salvarle la vida le decía sin palabras que entrase por allí,
por la puertecilla oscura. Y aunque aquélla podía ser una trampa para
enviarle sin remisión al infierno. Python hizo caso de la misteriosa
llamada. Se acercó allí.
Y entonces la vio.
Sujetaba el revólver con la seguridad de un hombre.
No parecía la misma.
Una lucecita de decisión brillaba en sus ojos.
Era una pistolera de todos los diablos.
Era Mónica Stewart.
***
DOS MUJERES
***
Loretta la miró. Era una mujer que también vestía prendas va-
queras, las cuales marcaban unas curvas rotundas, firmes y prietas.
Era una mujer con una elegancia y una autoridad naturales. Era una
de esas mujeres que conservan la entereza, aunque estén hundidas.
Estaba para morderla.
Ahora el desafío brillaba en sus ojos.
Repitió:
—Eres una hija de perra. Y vas a soltar en seguida a ese hombre.
Vas a soltar a Python.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque yo te lo ordeno.
—¿Y tú quién eres para mandar tanto?
—La juez que lo condenó a muerte.
—¿Mónica Stewart?
—Sí.
—Muy tarde te despiertas, nena.
—Me he despertado cuando me he dado cuenta del error que
cometí. Y me he despertado cuando me he dado cuenta de que ese
hombre cumple una misión.
—¿Cuál?
—Vengarme. Y matar a Coronas.
—Lo de Coronas se resolverá más tarde. Ahora tengo que hacer
un trabajo importante. He de llevar a este hombre a la prisión de
Grunig. Los reglamentos lo ordenan.
—Vas a meterte los reglamentos donde te quepan.
—¿Sí? Ven a metérmelos tú.
Las dos mujeres se miraron fijamente, desafiándose con los ojos y
con la mueca de sus bocas.
Aquello era la guerra.
Python, que pocas veces se había visto metido en un lío tan
grave, susurró:
—Ondia.
Mónica insistió:
—Ese hombre tiene que quedar libre... ¡ahora!
—Pues ven a liberarlo tú.
—Claro que sí, tía petardo. Eso está hecho.
Y atizó tal guantazo a Loretta que un poco más y la deja sentada
en el suelo. El impacto fue de los que se oyen en media ciudad.
Pero Loretta lo encajó bien. Había que ver qué tía.
Y lo único que dijo fue:
—Zorra.
Se lanzó de cabeza contra la juez, se le metió en el estómago
como un obús y la derribó al suelo mientras el verdugo número uno y
el verdugo número dos empezaban a gritar:
—¡Hurra!
—¡Tías buenas!
—¡Que se desnuden!
—¡Apuesto diez dólares por la juez!
—¡Yo quince por la carcelera!
Python estaba paralizado por el asombro. Una tromba de pensa-
mientos llegó a su cerebro con la fuerza de un ciclón.
Lo primero que pensó fue que tenía que aprovechar para huir.
Luego pensó que su obligación era separar a las dos hermosas muje-
res. Por fin se preguntó: «¿Y si se meten las dos contra mí?». Porque
esas cosas pasan. Te metes en plan de santo y te crucifican.
El caso fue que se estuvo momentáneamente quieto. Mientras
tanto las dos mujeres rodaban por tierra, atizándose cada codazo y
cada revés que hacían temblar el suelo. Podían ser dos nenas de casa
bien, pero puestas a pelear lo hacían mejor que dos chicas de saloon.
Su lenguaje también era de cuidado.
—¡Tía guarra!
—¡Juez de pacotilla!
—¡Carcelera de la puñeta!
—¡Te voy a dejar sin moño!
—¿Sin qué...?
—¡Sin moño!
—Ah, pensaba...
Y después de este rápido diálogo, las dos tías se siguieron atizan-
do. La cosa podía terminar muy mal, tanto que Python olvidó sus
deseos de fuga y se dispuso a intervenir. Pero las voces violentas de
las dos chicas le detuvieron.
—¡A Python tú no te lo llevas!
—¿Cómo qué no? ¡Es mío!
—¡Mío!
—¡Mío!
Python quedó paralizado.
Resultaba que en la pelea de las dos tías había algo más... ¡resul-
taba que las dos estaban enamoradas de él!
¡Aquello era la muerte!
Porque cuando uno está entre dos tías de esa clase, lo mejor que
puede hacer es dictar testamento, dejando lós restos de su virilidad
para que los conserven en una botellita en alcohol.
De todos modos, aún intentó separarlas. Musitó:
—¡Escuchen, señoras...!
No le hicieron maldito caso.
El verdugo número uno y el verdugo número dos estaban gritan-
do:
—¡Apuesto veinte dólares por la de arriba!
—¡Yo veinticinco por la de abajo!
Y la pelea hubiera terminado en dos camas de hospital, o quién
sabe si en dos tumbas, cuando todo cesó de pronto. Porque el verdugo
número uno se llevó de pronto las manos al vientre y lanzó un grito
de agonía, un grito de muerte, mientras retiraba aquellos dedos y se
los miraba como en una alucinación.
Estaban cubiertos de sangre.
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SOCORRO, VERDUGO
FIN