Fénix Brillante
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Ray Bradbury
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Era un día de abril del año 2.022, la gran puerta de la biblioteca restalló,
secamente, como un trueno.
Hey, pensé.
Jonathan Barnes estaba en las cortas escaleras que ascendían hasta mi escritorio,
enfundado en su uniforme de la Legión Unida que le caía tan mal como hacía veinte
años.
Jonathan Barnes subió con pesadez los peldaños de la escalera, marcando en cada
pisada todo el peso de su corpulencia y de su recién adquirida autoridad. Los ecos,
repercutiendo en la alta bóveda, le hicieron sin duda darse cuenta de lo burdo de sus
modales ya que, cuando llegó junto a mi escritorio, su voz impregnada en alcohol fue
apenas un susurro junto a mi rostro.
–Supongo que se refiere a los libros para la Obra Social de los Veteranos, ¿no?,
para distribuir entre los hospitales.
Estuve a punto de parpadear mientras continuaba buscando entre las fichas índice.
–La norma son diez volúmenes máximo por persona y vez. Aquí está. Además, su
tarjeta de lector caducó cuando usted tenía treinta años... hace otros treinta años de ello.
¿Lo ve? –le tendí su ficha.
–Lo que veo es que está usted intentando interferir –dijo. Su rostro se encendió,
empezó a jadear–. ¡No necesito ninguna tarjeta de lector para efectuar mi trabajo!
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Seguía hablando en susurros, pero había alzado la voz lo suficiente como para que
una miríada de páginas blancas suspendieran sus aleteos bajo la luz verdosa de las
lámparas en las enormes estancias de paredes de piedra. Algunos libros se cerraron con
un sordo y casi imperceptible ruido.
Varios lectores alzaron unos rostros apacibles. Sus ojos, calmados por la quietud y
el recogimiento de aquel lugar, pedían silencio, como los del tigre cuando acude a beber
a las aguas tranquilas. Viendo aquellos ojos vueltos hacia nosotros, esos rostros serenos,
pensé en los cuarenta años en que había vivido, trabajado, incluso dormido allí, entre las
silenciosas vidas arropadas en terciopelo de todos aquellos personajes imaginarios.
Siempre había considerado mi biblioteca, y la seguía considerando, como un oasis de
frescor donde, procedentes del ruido y la febril actividad diaria, los hombres acudían a
bañar sus mentes y a refrescar sus cuerpos en la verdosa luz y en la suave brisa de las
páginas al ser giradas. Tras lo cual, ya más centrados, con las ideas más claras y los
cuerpos más relajados, podían sumergirse de nuevo en el ardiente horno de la realidad,
la noche, el tráfico, la improbable vejez, la inevitable muerte. He visto a cientos de ellos
penetrar en mi biblioteca con ojos alucinados para verlos salir después relajados y
tranquilos. He visto a gentes buscándose en vano a sí mismas y hallando aquí la
serenidad. He visto a realistas sumergirse aquí en el sueño y a soñadores hallar
finalmente la realidad, en este refugio de piedra y mármol donde cada libro está
marcado por el silencio.
–No necesito referencias –dijo Jonathan Barnes–. ¡No para quemar libros
–Mis hombres son mis referencias. Están fuera, esperando a los libros. Son
peligrosos.
–No, no, me refiero a los libros, estúpido. Los libros son peligrosos. Buen Dios, no
hay dos que piensen lo mismo. Siempre los mismos malditos dobles sentidos. Siempre
la misma torre de Babel y la misma saliva malgastada. Nosotros estamos aquí para
clarificar, para simplificar, para sanear. Necesitamos...
Estaba ya a medio camino de la puerta cuando Barnes, con los ojos desorbitados,
pareció recordar el silbato de plata que colgaba de su cinturón; lo llevó hasta sus labios
y lanzó un prolongado pitido.
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–No –dije–. Ni siquiera voy a pedirles la orden que les autoriza a esta invasión. Lo
único que les pido es que guarden silencio mientras trabajan.
Los lectores se habían levantado de sus mesas ante el estrepitoso resonar de las
pisadas. Les indiqué que volvieran a sentarse. Se enfrascaron de nuevo en sus lecturas,
sin que ninguno volviera a levantar la vista hacia aquellos hombres, impecablemente
uniformados de negro, que me miraban con una no fingida estupefacción. Barnes hizo
un gesto con la cabeza. Los hombres avanzaron entonces con cuidado, de puntillas,
hacia las distintas salas de la gran biblioteca. Con precaución extrema, procurando no
hacer el menor ruido, abrieron las ventanas. Hablaban en susurros, tomaban los libros de
sus estanterías y los iban arrojando al patio de abajo, todo en el más completo silencio.
De tanto en tanto lanzaban miradas furtivas a los lectores que, iban volviendo las
páginas de sus libros con tranquilidad, aunque ninguno osó tomar aquellos volúmenes,
limitándose a vaciar las estanterías.
–Bien –dije.
Y salí tan rápidamente que no tuvo más remedio que seguirme, ardiendo con
preguntas no formuladas. Atravesamos el césped que rodeaba el edificio, allí había sido
montado un horno portátil, una enorme parrilla negra de donde surgían rojizos chorros
que se convertían en azuladas llamas, a las cuales los hombres precipitaban los pájaros
silvestres y las aterciopeladas palomas que alzaban el vuelo en un frenético batir de alas
antes de caer heridos de muerte, consumiéndose entre las terribles llamas De todas las
ventanas surgían aterrorizados pájaros, que caían al suelo y eran empapados en gasolina
antes de ser arrojados a las destructivas y coloreadas llamas.
Llegamos al pequeño café del otro lado de la calle. Me senté a una mesa y Barnes,
irritado, sin ningún motivo aparente, comenzó a gritar en cuanto ocupamos nuestras
sillas:
Walter me miró.
Le guiñé un ojo.
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Walter dijo:
–¿Explicar? –dijo Barnes–. Dios mío, todos quieren saber las razones. Está bien,
se lo explicaré: es un experimento de importancia capital. Esta ciudad nos servirá de
prueba, si la quema de libros funciona aquí, funcionará en todas partes. No lo
quemamos todo, no, no. Se habrá dado cuenta de que mis hombres tan sólo desalojan
ciertas categorías de libros. Eliminamos alrededor de un 49'2 por ciento. Luego
informaremos del éxito al comité central del gobierno...
–Excelente –dije.
–El problema de cualquier biblioteca –indiqué– es dónde meter los libros. Usted
me ayuda a resolverlo.
–¿Perdón?
–Todas las cosas tienen nombre. Los que queman libros son gentuza.
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–Oh, qué tonto soy –dije–. Este es un restaurante griego. ¿No es cierto, Platón?
–El pueblo dispone siempre de algún campeón que empuja hacia adelante y lo
alimenta de grandezas... Esta y no otra es la raíz de la cual surge el tirano; cuando
aparece el primero, es un protector.
Barnes se inclinó hacia adelante para mirar mejor al camarero que permaneció
inmutable. Luego tomó su café y sopló.
–Como le decía, nuestro plan es tan simple como el que uno más uno son dos...
–¡Maldita sea! –Barnes dejó su taza sobre la mesa, con brusquedad–. ¡Paz!
Lárgate de aquí antes de que pierda la paciencia, Keats, Platón... Holdridge, este es tu
nombre. Ahora lo recuerdo: ¡Holdridge! ¿Qué es toda esa jerga?
–Maldita sea la imaginación y al infierno con la vanidad. Puede usted comer solo
si quiere, me largo inmediatamente de esta casa de locos.– Y Barnes se tragó el café de
un sorbo, mientras el dueño y el camarero lo miraban y al otro lado de la calle el fuego
ardía con orgullo en las entrañas de la monstruosa parrilla. Nuestras silenciosas miradas
hicieron que Barnes se estremeciera, con la taza en una mano y una gota de café
colgando de su mentón.
–¿Por qué? ¿Por qué no gritan? ¿Por qué no luchan contra mí?
–Yo estoy luchando –dije, tomando el libro que había traído bajo mi brazo. Lo
abrí por la página que decía DEMÓSTENES, dejé que Barnes viera bien el nombre, la
enrollé en forma de cigarro, la prendí, contemplé la creciente llama y murmuré–-:
Aunque el hombre pueda escapar a todos los demás peligros, jamás podrá escapar
completamente a aquellos que no reconocen, a una persona como él, el derecho a
existir.
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Barnes huyó.
–Ustedes –dije con voz suave a los hombres de negro, se detuvieron–. Recuerden
las Ordenanzas Municipales: se cierra a las nueve en punto. Por favor, procuren
terminar antes de entonces. No me gustaría quebrantar la ley... Buenas noches, señor
Lincoln.
De pronto, por alguna razón oculta, el señor Barnes cerró los ojos, abrió mucho la
boca, inspiró profundamente y gritó:
–¡Alto!
Los hombres, en el piso de arriba, dejaron inmediatamente de arrojar libros por las
ventanas.
–¡Es la hora de cerrar! ¡Todo el mundo fuera! –Profundos pozos habían devorado
las pupilas de Jonathan Barnes. Hizo una seña, indicando que bajaran. Obedientes, todas
las ventanas descendieron como otras tantas guillotinas, y se oyó el ruido de las
contraventanas al cerrarse.
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–¿Esto?
Intentó, sin éxito, señalar el café, los coches que pasaban, los tranquilos lectores
que salían ahora de la acogedora biblioteca, saludando con la cabeza cuando pasaban a
nuestro lado en el frío aire del anochecer, amigos, todos ellos amigos míos. Sus ciegos y
crispados ojos devoraron la oscuridad que era ahora mi rostro, su lengua paralizada
murmuró no sin esfuerzo:
No contesté.
–¿Cómo pueden estar seguros –dijo– de que no voy a quemar gente, como ahora
quemo libros?
No contesté.
Me senté y escuché.
En las salas de lectura más alejadas, sumidas en una débil penumbra, se oía aún un
suave y otoñal tornar de hojas, el sonido de un brisa ligera, movimientos infinitesimales,
el gesto de una mano, el destello de un anillo, el brillar de una pupila vivaz como la de
una ardilla. Algún viajero nocturno se había demorado entre las estanterías ahora medio
vacías. Con una tranquila serenidad, las aguas se deslizaban suavemente hacia un quieto
y distante mar. Mi gente, mis amigos, uno por uno, salían del acogedor mármol, de la
cálida luz verdosa, a una noche mejor de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar.
A las nueve, salí para recoger la llave que Barnes había arrojado contra la puerta.
Acompañé al último lector, un hombre viejo, hasta fuera, y mientras cerraba aspiró a
pleno pulmón el frío aire, miró a la ciudad, a la hierba amarilleada por las chispas, y
dijo:
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Sí, este relato es el embrión de lo que, seis años después, en 1.953, se convertiría
en Fahrenheit 451. Puede ser simple, puede ser sólo una curiosidad, puede ser muchas
cosas, pero sólo por una de sus frases ya creo que vale la pena. Una frase que,
desgraciadamente, resume la actitud de muchas personas desde el principio de los
tiempos hasta nuestros días:
"¿Cómo pueden estar seguros de que no voy a quemar gente, como ahora quemo
libros?"
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