Version Digital 2022 Yaotl 2020
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Se estremeció porque sabía que en una tarde como esta su pa-
dre había muerto en la guerra y, según le platicó su madre, los
guerreros acompañan al sol todas las mañanas hasta el mediodía.
Hacía cuatro años que su padre había muerto y, al igual que otros
guerreros que cayeron esa ocasión, se convertiría en un ave de
hermoso plumaje.
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Yáotl acarició el lomo de su perro Xólotl, que estaba acurrucado
a sus pies; sintió tristeza y le dieron ganas de ver a su padre. Su
madre le había contado que el sol, después de meterse tras las
montañas, desciende hasta el Mictlan, lugar donde habitan los
que mueren.
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Con la mano sobre Xólotl y concentrándose en las grises sombras
que poblaban el Anáhuac, Yáotl empezó a imaginar que camina-
ba por una vereda acompañado de su perrito, y aunque sabía que
el lugar donde deseaba ir era oscuro y en el camino lo esperaban
varios peligros, él y Xólotl siguieron caminando un largo trecho
hasta que escucharon un ruido tremendo. Ahí se detuvieron.
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—Vamos, Xólotl, tenemos que correr en el momento en que em-
piecen a abrirse.
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Reiniciaron su camino. Se sintieron
aliviados, tranquilos; pero después de
un rato de caminata, se cruzó a su paso
una enorme serpiente que agitaba su
cola locamente. Tenía todas las inten-
ciones de atacar a Yáotl y Xólotl, quie-
nes instintivamente se quedaron
quietos. Luego Yáotl, con voz temblo-
rosa, habló:
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—¡Qué suerte tuvimos! —dijo Yáotl, a la vez que tomaba aire—;
sigamos adelante.
No habían dado más que unos cuantos pasos cuando una gran
mancha verde les llamó la atención. Al acercarse, se dieron
cuenta de que se trataba de una lagartija gigante que custodia-
ba el camino.
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Enseguida el niño tomó un puñado de tierra y en el momento
en que el animal se asomó detrás del árbol, le tiró la tierra a los
ojos saltones. Lanzando alaridos y revolcándose
en el suelo, la lagartija gigante quedó inutilizada.
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Y continuaron su apresurado andar. Después de un par de horas
de viaje, sintieron que se les dificultaba caminar, como si en el
aire hubiera una fuerza invisible que los detuviera. Al mismo
tiempo los invadió una sed más grande que una laguna; para su
desgracia, caminaban por un páramo en el que no había plantas
ni mucho menos un charquito que pudiera satisfacer esas inmen-
sas ganas de beber agua.
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Creyeron que morirían. Avanzaban muy lentamente, como si sus
cuerpos fueran de plomo. Sin embargo, a medida que dejaban
el páramo, la sensación de peso disminuía y la sed se les iba
quitando poco a poco. Al llegar adonde comenzaban ocho ba-
rrancos, la vitalidad volvió a sus cuerpos.
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—¡Qué mala suerte, Xólotl!, ahora tenemos que atravesar ocho
barrancos. ¿Qué hacemos?
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—Pues, ¡adelante!
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Así pasaron varias horas, has-
ta que un viento helado des-
pertó a Xólotl; se acercó al niño
y con el hocico le jaló la manta
hasta despertarlo. Al viento le siguió
el vuelo agitado de pequeños peda-
zos de obsidiana que comenzaron a
cortarle a Yáotl el rostro y las manos.
Por su parte, Xólotl no se preocupaba
porque a él no lo tocaban las obsidianas.
Al ver que su perro estaba tranquilo, el
niño también se puso en cuatro patas y
tiritando de frío empezaron a alejarse del
viento de navajas.
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Sin esperar otra palabra, Xólotl se acercó a la orilla del río; lo
mismo hizo Yáotl. El perro saltó hacia el agua; después, el niño
también se sumergió y una vez que ambas cabecitas salieron
a la superficie, Yáotl se agarró del cuello de Xólotl y sobre su
lomo comenzaron a avanzar. El perrito iba haciendo grandes
esfuerzos para que no fueran arrastrados por la agitada co-
rriente; sin embargo, luego de varios metros de recorrido,
surgió un alocado remolino que provocó que Yáotl se soltara
y fuera tragado por el río. Xólotl empezó a ladrar desespera-
damente, hasta que unos metros más allá apareció el cuerpo
del niño. Inmediatamente el perrito se desplazó hacia él. En
una voltereta que dio Yáotl, descubrió a Xólotl; intentó pren-
derse de él, pero no lo logró. De un ágil movimiento, Xólotl lo
alcanzó. Diciendo quién sabe qué cosas, el niño se agarró de
su compañero. Cuando se sintió seguro, Yáotl volvió práctica-
mente a la vida y, sin perder más tiempo, Xólotl aceleró su nado
y cuando menos se lo imaginaban llegaron a la otra orilla.
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Hechos una verdadera sopa, salieron del agua. Xólotl se sacudió
varias veces, mientras Yáotl tosía y trataba de tomar aire. Poco
a poco se calmaron y, sin explicárselo, se pusieron a reír duran-
te un buen rato. Una vez que se callaron, se sintieron satisfechos
de haber llegado, aunque todos cansados, a este oscuro lugar
llamado Mictlan.
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—Realmente no sabemos qué nos espera aquí —dijo Yáotl—.
Yo entraré por aquella cueva, y si ves que me tardo, vas en mi
auxilio. Hay que tener paciencia, Xólotl.
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No había avanzado mucho cuando Yáotl sintió un fuerte escalo-
frío al descubrir montones de huesos por todas partes. Pisando
huesos aquí y allá entró por el hueco de una gran cueva. En la
penumbra vio que varios cráneos estaban acomodados en los
rincones. Tratando de no pisar los cerros de huesos que adivina-
ba en la oscuridad y que le obstruían el paso, atravesó varias
habitaciones, hasta que de repente escuchó una voz poderosa
que lo sobresaltó:
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Yáotl siguió sin poder hablar. La tiniebla se fue aclarando poco
a poco debido a una luz violeta que salía del aire mismo, y allí,
frente a Yáotl, sentados en un icpalli se encontraban dos perso-
najes descarnados. Lucían esplendorosos brazaletes y orejeras.
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—Es que… bueno… el viaje fue muy peligroso y…
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—Es mi padre.
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El miedo regresó a Yáotl. Miraba aterrado el hueco de los ojos
de los señores; quiso huir pero no pudo moverse. En eso, la
señora de los muertos se puso de pie y caminó hacia el niño.
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Entonces Yáotl escuchó los ladridos de Xólotl; luego le vino a la
cabeza una especie de remolino de imágenes, hasta que se dio
cuenta de que se encontraba sentado sobre un gran terrón de
adobe, fuera de su casa. Respiraba agitadamente y no supo si
en realidad había tenido esa aventura o si se trataba de los sím-
bolos que habían venido desde las montañas, allá donde el sol
acaba de meterse, desde el Mictlan. Xólotl corría en círculos
intentando morderse la cola; este jugueteo de su perro reconfor-
tó al niño y no pudo menos que sonreír.
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Mientras miraba a Xólotl, escuchó un suave aleteo
detrás de él. Volteó y vio un hermoso colibrí que se
posaba sobre su hombro. Yáotl quiso agarrarlo, pero
el pajarillo emprendió el vuelo, ágil, y dirigiéndose
hacia las montañas se perdió entre las grises sombras
que poblaban el Anáhuac. Yáotl se levantó y corrió
hacia su casa.
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Versión digital, agosto de 2020.
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“Este programa es público, ajeno a cualquier partido político.
Queda prohibido el uso para fines distintos a los establecidos en el programa”.