Version Digital 2022 Yaotl 2020

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Ilustración Héctor Gaitán-Rojo

Leticia Ramírez Amaya


Secretaria de Educación Pública

Gabriel Cámara y Cervera


Director General del Consejo Nacional de Fomento Educativo

María del Pilar Farrés González Saravia


Directora de Educación Comunitaria para el Bienestar

Héctor Virgilio Robles Vásquez


Director de Planeación y Evaluación

Juan Martín Martínez Becerra


Director de Operación Territorial

Luis Carvajal Pérez


Titular de la Unidad de Administración y Finanzas

Pedro Antonio López Salas


Director de Cultura, Publicaciones y Difusión

Yazmín Lizbeth Vargas González


Directora de Asuntos Jurídicos

Albina Francisca Morales Rojas


Titular del Órgano Interno de Control
Ilustración Héctor Gaitán-Rojo
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Sentado sobre un gran terrón de adobe, fuera de su casa, Yáotl
observó la caída de la tarde sobre el valle del Anáhuac. Nunca
había visto con tanta atención el paulatino oscurecimiento del
gran cielo que cubre su ciudad, el alargamiento de las sombras,
los pálidos tonos rojizos y naranjas que intentan, con vano es-
fuerzo, hacer perdurar el día. Esos colores pronto se desvanecen
y las sombras se convierten en una sola sombra. Yáotl sintió que
la oscuridad lo aislaba de los objetos queridos: su casa, su perro,
los árboles.

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Se estremeció porque sabía que en una tarde como esta su pa-
dre había muerto en la guerra y, según le platicó su madre, los
guerreros acompañan al sol todas las mañanas hasta el mediodía.
Hacía cuatro años que su padre había muerto y, al igual que otros
guerreros que cayeron esa ocasión, se convertiría en un ave de
hermoso plumaje.

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Yáotl acarició el lomo de su perro Xólotl, que estaba acurrucado
a sus pies; sintió tristeza y le dieron ganas de ver a su padre. Su
madre le había contado que el sol, después de meterse tras las
montañas, desciende hasta el Mictlan, lugar donde habitan los
que mueren.

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Con la mano sobre Xólotl y concentrándose en las grises sombras
que poblaban el Anáhuac, Yáotl empezó a imaginar que camina-
ba por una vereda acompañado de su perrito, y aunque sabía que
el lugar donde deseaba ir era oscuro y en el camino lo esperaban
varios peligros, él y Xólotl siguieron caminando un largo trecho
hasta que escucharon un ruido tremendo. Ahí se detuvieron.

—¿Qué será? —dijo Yáotl—. Acerquémonos a la orilla del cami-


no para ver mejor.

Frente a ellos chocaban entre sí dos enormes cerros. Con los


ojos bien abiertos, vieron cómo los cerros se abrían y volvían a
chocar. El niño pensó que apenas tendrían tiempo de pasar en-
tre ellos sin morir aplastados y dijo:

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—Vamos, Xólotl, tenemos que correr en el momento en que em-
piecen a abrirse.

Esperaron a que chocaran otra vez y…

—¡Ahora! —ordenó Yáotl.

Se echaron a correr y cuando iban a la mitad del trayecto, los


cerros empezaron a cerrarse. Apretaron el paso y en el momen-
to justo en que pusieron los pies del otro lado, a sus espaldas se
escuchó el estruendo del choque. Todavía corrieron un buen rato.
El niño se sobaba las orejas y decía:

—¡Uf, de la que nos salvamos! Y aún nos esperan otros obs-


táculos para llegar al Mictlan.

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Reiniciaron su camino. Se sintieron
aliviados, tranquilos; pero después de
un rato de caminata, se cruzó a su paso
una enorme serpiente que agitaba su
cola locamente. Tenía todas las inten-
ciones de atacar a Yáotl y Xólotl, quie-
nes instintivamente se quedaron
quietos. Luego Yáotl, con voz temblo-
rosa, habló:

—Tenemos que burlarla si no queremos


terminar triturados en su estómago.

El perro solo agitó la cola en señal de


asentimiento. El niño tramaba la ma-
nera de burlar a la serpiente.

—Mientras tú corres por la derecha,


yo corro por la izquierda. Una vez que
yo haya pasado, la llamo y tú pasas.
¿Sale?

Xólotl pegó la carrera y la víbora se


movió hacia él, pero inmediatamente
Yáotl arrancó y la serpiente no supo a
quién atacar. Cuando se había decidi-
do a echarse sobre el perrito, el niño
gritó y entonces ella ya no supo qué
hacer y se quedó hecha pelotas. Los
viajeros aprovecharon esto y se aleja-
ron despavoridamente. Cuando sin-
tieron que estaban fuera de peligro, se
detuvieron a descansar.

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—¡Qué suerte tuvimos! —dijo Yáotl, a la vez que tomaba aire—;
sigamos adelante.

No habían dado más que unos cuantos pasos cuando una gran
mancha verde les llamó la atención. Al acercarse, se dieron
cuenta de que se trataba de una lagartija gigante que custodia-
ba el camino.

—Pasemos lentamente para no atraer su atención…

Con mucho cuidado fueron avanzando, como si caminaran en


cámara lenta, pero la lagartija los descubrió y se quedó mirán-
dolos con sus ojos saltones. De repente sacó su larga lengua y
casi tocó a Yáotl. El susto que se llevaron no fue para menos
y emprendieron una ágil carrera. Entonces, la lagartija gigante
corrió tras ellos. Sentían muy cerca sus lengüe-
tazos y cuando ya no pudieron más, le dieron
la vuelta a un ahuehuete para esconderse.

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Enseguida el niño tomó un puñado de tierra y en el momento
en que el animal se asomó detrás del árbol, le tiró la tierra a los
ojos saltones. Lanzando alaridos y revolcándose
en el suelo, la lagartija gigante quedó inutilizada.

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Y continuaron su apresurado andar. Después de un par de horas
de viaje, sintieron que se les dificultaba caminar, como si en el
aire hubiera una fuerza invisible que los detuviera. Al mismo
tiempo los invadió una sed más grande que una laguna; para su
desgracia, caminaban por un páramo en el que no había plantas
ni mucho menos un charquito que pudiera satisfacer esas inmen-
sas ganas de beber agua.

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Creyeron que morirían. Avanzaban muy lentamente, como si sus
cuerpos fueran de plomo. Sin embargo, a medida que dejaban
el páramo, la sensación de peso disminuía y la sed se les iba
quitando poco a poco. Al llegar adonde comenzaban ocho ba-
rrancos, la vitalidad volvió a sus cuerpos.

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—¡Qué mala suerte, Xólotl!, ahora tenemos que atravesar ocho
barrancos. ¿Qué hacemos?

El perro miró al niño como diciendo: “Si tú no sabes qué hacer,


menos yo”.

—Solo sé una cosa, Xólotl, que no debemos regresar. Sería como


aceptar la derrota antes de hacer todo lo que esté de nuestra
parte. ¿Estás dispuesto a seguir?

Xólotl paró las orejas alegremente, dando a entender que por su


parte no había ningún impedimento.

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—Pues, ¡adelante!

Y caminaron y caminaron y caminaron, salvando los ocho obs-


táculos naturales. Al terminarse esta parte de la travesía, encon-
traron un manantial de agua cristalina. Ahí saciaron su sed, se
mojaron, juguetearon salpicándose. Después cortaron algunas
plantas y las devoraron; les entró sueño y nada más pusieron la
cabeza en el suelo, se quedaron dormidos.

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Así pasaron varias horas, has-
ta que un viento helado des-
pertó a Xólotl; se acercó al niño
y con el hocico le jaló la manta
hasta despertarlo. Al viento le siguió
el vuelo agitado de pequeños peda-
zos de obsidiana que comenzaron a
cortarle a Yáotl el rostro y las manos.
Por su parte, Xólotl no se preocupaba
porque a él no lo tocaban las obsidianas.
Al ver que su perro estaba tranquilo, el
niño también se puso en cuatro patas y
tiritando de frío empezaron a alejarse del
viento de navajas.

De pronto, el vuelo de las obsidianas quedó


atrás. Yáotl se incorporó: tenía las rodillas y
las manos raspadas. Su rostro sangraba a
través de las cortaditas.

—¡Qué difícil es todo esto, querido Xólotl! —dijo,


mientras su perrito lloriqueaba por su compañero.

Poniéndose saliva en las heridas, Yáotl continuó:

—Pero creo que estamos a punto de llegar.


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Siguieron caminando por una vereda llena
de extrañas plantas. Más adelante aumen-
tó la vegetación; percibieron un murmullo,
que a medida que se acercaban se oía más
claro. No cabía duda: se trataba del río,
último peligro que había que salvar para
llegar al Mictlan.

Abriéndose paso entre la maraña de plan-


tas, en un recodo de la vereda, lo pudieron
ver. Era un río ancho y de aguas agitadas.
Se detuvieron a unos pasos de la orilla.
Yáotl se puso en cuclillas y acarició la ca-
beza de Xólotl.

—Xólotl, amigo mío —dijo Yáotl—, hasta


aquí has sido fiel a nuestra aventura. Solo
tú puedes ayudarme a cruzar el río. Re-
cuerda lo que nos contó mi madre: que
ningún otro animal puede hacerlo, más que
un perrito color bermejo, y tú lo eres, Xólotl.

Yáotl y su perro se miraron fijamente so-


pesando la seriedad del peligro que los
esperaba.

—Ojalá que las fuerzas no nos fallen en


medio del río. Te lo confieso: tengo miedo,
pero también tengo decisión —agregó el
niño.

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Sin esperar otra palabra, Xólotl se acercó a la orilla del río; lo
mismo hizo Yáotl. El perro saltó hacia el agua; después, el niño
también se sumergió y una vez que ambas cabecitas salieron
a la superficie, Yáotl se agarró del cuello de Xólotl y sobre su
lomo comenzaron a avanzar. El perrito iba haciendo grandes
esfuerzos para que no fueran arrastrados por la agitada co-
rriente; sin embargo, luego de varios metros de recorrido,
surgió un alocado remolino que provocó que Yáotl se soltara
y fuera tragado por el río. Xólotl empezó a ladrar desespera-
damente, hasta que unos metros más allá apareció el cuerpo
del niño. Inmediatamente el perrito se desplazó hacia él. En
una voltereta que dio Yáotl, descubrió a Xólotl; intentó pren-
derse de él, pero no lo logró. De un ágil movimiento, Xólotl lo
alcanzó. Diciendo quién sabe qué cosas, el niño se agarró de
su compañero. Cuando se sintió seguro, Yáotl volvió práctica-
mente a la vida y, sin perder más tiempo, Xólotl aceleró su nado
y cuando menos se lo imaginaban llegaron a la otra orilla.

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Hechos una verdadera sopa, salieron del agua. Xólotl se sacudió
varias veces, mientras Yáotl tosía y trataba de tomar aire. Poco
a poco se calmaron y, sin explicárselo, se pusieron a reír duran-
te un buen rato. Una vez que se callaron, se sintieron satisfechos
de haber llegado, aunque todos cansados, a este oscuro lugar
llamado Mictlan.

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—Realmente no sabemos qué nos espera aquí —dijo Yáotl—.
Yo entraré por aquella cueva, y si ves que me tardo, vas en mi
auxilio. Hay que tener paciencia, Xólotl.

El perro le lamió la mano al niño en señal de solidaridad y como


diciéndole que no se preocupara, que él estaría alerta, vigilando
la cueva.

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No había avanzado mucho cuando Yáotl sintió un fuerte escalo-
frío al descubrir montones de huesos por todas partes. Pisando
huesos aquí y allá entró por el hueco de una gran cueva. En la
penumbra vio que varios cráneos estaban acomodados en los
rincones. Tratando de no pisar los cerros de huesos que adivina-
ba en la oscuridad y que le obstruían el paso, atravesó varias
habitaciones, hasta que de repente escuchó una voz poderosa
que lo sobresaltó:

—Dime, ¿qué buscas en el lugar de los muertos?...

El niño sintió que le flaqueaban las piernas, y ningún miedo que


le había entrado durante su aventura se igualaba al que ahora no
le permitía articular palabra. La voz se volvió a escuchar:

—¿Por qué vienes a profanar los dominios de Mictlantecuhtli y


Mictlancíhuatl, señor y señora de los muertos?

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Yáotl siguió sin poder hablar. La tiniebla se fue aclarando poco
a poco debido a una luz violeta que salía del aire mismo, y allí,
frente a Yáotl, sentados en un icpalli se encontraban dos perso-
najes descarnados. Lucían esplendorosos brazaletes y orejeras.

—¡Contesta! —ordenó la señora Mictlancíhuatl.

Haciendo un gran esfuerzo y temblándole todavía las piernas,


Yáotl dijo quedamente:

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—Es que… bueno… el viaje fue muy peligroso y…

—¿Qué haces aquí? Eso es lo queremos saber —gritó el señor


Mictlantecuhtli.

Con voz temblorosa el niño continuó.

—Busco a un guerrero que murió hace cuatro años.

Al terminar de decir esto, la voz de Yáotl se fue aclarando, hasta


que con firmeza dijo:

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—Es mi padre.

—Para empezar, los guerreros no vienen al Mictlan; su


tarea consiste en acompañar al sol todas las mañanas.
Aquí vienen los que mueren de enfermedad o de muer-
te natural. Y además, los que no han muerto deben
conformarse con los símbolos que nosotros les envia-
mos y nunca permitimos que nadie profane el Mictlan.
Serás sacrificado inmediatamente —respondió el señor
de los muertos, con una voz más poderosa que la del
principio.

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El miedo regresó a Yáotl. Miraba aterrado el hueco de los ojos
de los señores; quiso huir pero no pudo moverse. En eso, la
señora de los muertos se puso de pie y caminó hacia el niño.

—No, por favor; yo no sabía que estaba profanando sus domi-


nios. Señora, por favor…

El señor de los muertos también se levantó y caminando con


paso lento se dirigió hacia Yáotl. Al fin el niño pudo moverse
y comenzó a retroceder; su espalda topó con una de las pare-
des de la habitación. Miró hacia ambos lados y se descubrió
rodeado de cientos de calaveras. Los señores de la muerte
estaban a punto de atraparlo para el sacrificio.

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Entonces Yáotl escuchó los ladridos de Xólotl; luego le vino a la
cabeza una especie de remolino de imágenes, hasta que se dio
cuenta de que se encontraba sentado sobre un gran terrón de
adobe, fuera de su casa. Respiraba agitadamente y no supo si
en realidad había tenido esa aventura o si se trataba de los sím-
bolos que habían venido desde las montañas, allá donde el sol
acaba de meterse, desde el Mictlan. Xólotl corría en círculos
intentando morderse la cola; este jugueteo de su perro reconfor-
tó al niño y no pudo menos que sonreír.

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Mientras miraba a Xólotl, escuchó un suave aleteo
detrás de él. Volteó y vio un hermoso colibrí que se
posaba sobre su hombro. Yáotl quiso agarrarlo, pero
el pajarillo emprendió el vuelo, ágil, y dirigiéndose
hacia las montañas se perdió entre las grises sombras
que poblaban el Anáhuac. Yáotl se levantó y corrió
hacia su casa.

—¡Madre, madre, mi padre vino a verme, mi padre


vino a verme!

La señora abrazó al niño y le pidió que le explicara,


pero Yáotl solamente dijo:

—Ahora sé que mi padre es un bello colibrí.

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Versión digital, agosto de 2020.
DISTRIBUCIÓN GRATUITA / PROHIBIDA SU VENTA

ISBN
“Este programa es público, ajeno a cualquier partido político.
Queda prohibido el uso para fines distintos a los establecidos en el programa”.

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