La Metamorfosis Franz Kafka
La Metamorfosis Franz Kafka
La Metamorfosis Franz Kafka
En pocos libros de Kafka queda tan explícito y tan nítido su mundo como en
La metamorfosis , en la que el protagonista, convertido en bestia, sumido en
la más absoluta incomunicación, se ve reducido cruelmente a la nada y
arrastrado inexorablemente a la muerte.
La metamorfosis
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Titivillus 17.10.2020
Título original: Die Verwandlung
«¡Dios mío! —pensó—. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro
también de viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el
mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de
viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora,
una relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás
llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al diablo!».
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más
cerca de la cabecera de la cama para poder levantar mejor la cabeza; se
encontró con que la parte que le picaba estaba totalmente cubierta por unos
pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa
parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía
escalofríos.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante,
ya había pasado incluso la media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no
habría sonado el despertador?». Desde la cama se veía que estaba
correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí,
pero… ¿era posible seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía
temblar los muebles? Bueno, tampoco había dormido tranquilo, pero quizá
tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo
tendría que haberse dado una prisa loca, el muestrario todavía no estaba
empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente espabilado y ágil; e
incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del
jefe, porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y
ya hacía tiempo que habría dado parte de su descuido. Era un esclavo del jefe,
sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba enfermo? Pero esto
sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había
estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio.
Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría reproches a
sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las objeciones
remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres
totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no
tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente
superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso
tenía mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a
abandonar la cama —en este mismo instante el despertador daba las siete
menos cuarto—, llamaron cautelosamente a la puerta que estaba a la
cabecera de su cama.
—Gregorio —dijeron (era la madre)—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a
salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz
que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo,
se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento
dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido,
destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio
querría haber contestado detalladamente y explicarlo todo, pero en estas
circunstancias se limitó a decir:
Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería
por sí solo, pero el resto sería difícil, especialmente porque él era muy ancho.
Hubiera necesitado brazos y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía
muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar de los
movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de
ellas, entonces era la primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar
con esta pata lo que quería, entonces todas las demás se movían, como
liberadas, con una agitación grande y dolorosa.
Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del
cuerpo y volvió la cabeza con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con
facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con
lentitud el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en
el aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo
porque, si se dejaba caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un
milagro para que la cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no
podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.
«Las siete ya —se dijo cuando sonó de nuevo el despertador—, las siete ya y
todavía semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado,
tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el
regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo:
«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del
todo, como sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del
almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre antes de las siete». Y
entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan
largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la
cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería
probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le
pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era
tener cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría
al otro lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero
había que intentarlo.
Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso
firme, hacia la puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer
saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué
había sido condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la
que al más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha?
¿Es que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no
había entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no
hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo
comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de
abandonar la cama? ¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar
a un aprendiz si es que este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el
apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia
inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser
confiada al juicio del apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a
la que le condujeron estos pensamientos que como consecuencia de una
auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un
golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un
poco por la alfombra y además la espalda era más elástica de lo que Gregorio
había pensado; a ello se debió el sonido sordo y poco aparatoso. Solamente no
había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había golpeado, la
giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.
—Ahí dentro se ha caído algo —dijo el apoderado en la habitación contigua de
la izquierda.
«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la
voz tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.
Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala
—¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?— y abrieron la puerta de
par en par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta
como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle
animado, incluso el padre y la madre. «¡Vamos, Gregorio! —debían haber
aclamado—. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!». Y ante la idea de que
todos seguían con expectación sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave
con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro
de la llave, Gregorio se movía en torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de
pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de
nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la
cerradura, que se abrió por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando
profundamente dijo para sus adentros: «No he necesitado al cerrajero», y
apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.
Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta
y todavía no se le veía. En primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta
sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si
no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación.
Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía
tiempo de prestar atención a otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar
en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento, y en ese momento
vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la
mano la boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza
invisible que actuaba regularmente. La madre —a pesar de la presencia del
apoderado, estaba allí con los cabellos desenredados y levantados hacia
arriba— miró en primer lugar al padre con las manos juntas, dio a
continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro completamente oculto
en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a
su alrededor. El padre cerró el puño con expresión amenazadora, como si
quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su
alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y
lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el llanto.
—¡Madre, madre! —dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un
momento había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no
pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces
sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del
padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para
sus padres. El apoderado se encontraba ya en la escalera; con la barbilla
sobre la barandilla miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para
alcanzarle con la mayor seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo,
porque saltó de una vez varios escalones y desapareció; pero lanzó aún un
«¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente esta huida del
apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había
estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al
apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró
con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la
silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano izquierda un gran
periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a
hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el
periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron
entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre
pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en
par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el
rostro con las manos.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación,
le produjo un auténtico alivio, y Gregorio penetró profundamente en su
habitación, sangrando con intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a
continuación se hizo, por fin, el silencio.
Capítulo 2
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído
hacia ella era el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena
de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de
alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e
inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima
de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión. No sólo comer le
resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo —sólo podía comer si
todo su cuerpo cooperaba jadeando—, sino que, además, la leche, que
siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había
traído la hermana, ya no le gustaba; es más, se retiró casi con repugnancia de
la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una
vez en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar
rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al
mismo tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró
justamente delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar
de alguna manera al indeciso visitante, o al menos para saber de quién se
trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en vano. Por la
mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían
entrar en su habitación. Ahora que había abierto una puerta, y que las demás
habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además, ahora
las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera.
De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana,
cuando los padres y la criada todavía dormían, y la segunda vez después de la
comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un ratito y la
hermana mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían
que Gregorio se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar
enterarse de sus costumbres alimenticias más de lo que de ellas les dijese la
hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una pequeña pena porque, de
hecho, ya sufrían bastante.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no
ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez
escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no
recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido.
Quizá tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si
quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a
buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía para que él no
tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el
padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del
asunto.
De esta forma Gregorio se enteró muy bien —el padre solía repetir con
frecuencia sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que
no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no
entendía todo a la primera— de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba
una pequeña fortuna; que los intereses, aún intactos, habían aumentado un
poco más durante todo este tiempo. Además, el dinero que Gregorio había
traído todos los meses a casa —él sólo había guardado para sí unos pocos
florines— no se había gastado del todo y se había convertido en un pequeño
capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía entusiasmado, contento por la
inesperada previsión y ahorro. La verdad es que con ese dinero sobrante
Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el padre con el jefe y
el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría estado
más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo había
organizado el padre.
Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia
pudiese vivir de los intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno,
como mucho dos años, más era imposible. Así pues, se trataba de una suma
de dinero que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada para
un caso de necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien,
el padre era ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía
cinco años no trabajaba y que, en todo caso, no debía confiar mucho en sus
fuerzas; durante estos cinco años, que habían sido las primeras vacaciones de
su esforzada y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho,
y por ello se había vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que
ganar dinero, ella que padecía de asma, a quien un paseo por la casa producía
fatiga, y que pasaba uno de cada dos días con dificultades respiratorias,
tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la hermana también tenía que
ganar dinero, ella que todavía era una criatura de diecisiete años, a quien uno
se alegraba de poder proporcionar la forma de vida que había llevado hasta
ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en la casa,
participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo, tocar el violín?
Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de ganar dinero Gregorio
acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco sofá de cuero,
que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza y
tristeza.
Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo
lo que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de
esta forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más
llevadero lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo
pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio
adquirió con el tiempo una visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de
que la hermana entrase le parecía terrible.
Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta,
y eso que siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo
que ofrecía la habitación de Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la
abría de par en par, con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque
hiciese mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella, y
respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos
veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy
bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido
posible permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se
encontraba Gregorio.
—Y es que acaso no… —finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba
siempre casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite
exacto ella ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella
estaba convencida de que él no entendía las palabras.
—¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que
perdemos toda esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin
consideración alguna? Yo creo que lo mejor sería que intentásemos conservar
la habitación en el mismo estado en que se encontraba antes, para que
Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros, encuentre todo tal como
estaba y pueda olvidar más fácilmente este paréntesis de tiempo.
Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de
toda conversación inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en
el seno de la familia, tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo
largo de estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse que
hubiese podido desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba
realmente permitir que transformasen la cálida habitación amueblada
confortablemente, con muebles heredados de su familia, en una cueva en la
que, efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo
alguno, teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo
tiempo, rápidamente y por completo, de su pasado humano? Ya se encontraba
a punto de olvidar y solamente le había animado la voz de su madre, que no
había oído desde hacía tiempo. Nada debía retirarse, todo debía quedar como
estaba, no podía prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los
muebles, y si los muebles le impedían arrastrarse sin sentido de un lado para
otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.
Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de
pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto
enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario.
Bueno, en caso de necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el
escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la
habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio
sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el
asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue
precisamente la madre quien regresó primero, mientras Greta, en la
habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con los brazos y lo
empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su
sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio, podría haberse
puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando hacia atrás, se alejó
asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana
se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la
atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio
y luego volvió con Greta.
A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera
de lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin
embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las
mujeres, sus breves gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le
producían la impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las
direcciones y, por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y
apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que
no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le
quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la
sierra y otras herramientas ya lo habían sacado; ahora ya aflojaban el
escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus deberes cuando
era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la
escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las
buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya existencia, por cierto,
casi había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban en silencio y
solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.
—¿Qué nos llevamos ahora? —dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus
miradas se cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared.
Seguramente sólo a causa de la presencia de la madre conservó su serenidad,
inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor,
y dijo temblando y aturdida:
—¡Ay Dios mío, ay Dios mío! —y con los brazos extendidos cayó sobre el
canapé, como si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.
—¡Cuidado, Gregorio! —gritó la hermana levantando el puño y con una
mirada penetrante. Desde la transformación eran éstas las primeras palabras
que le dirigía directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar
alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia;
Gregorio también quería ayudar— había tiempo más que suficiente para
salvar el cuadro, —pero estaba pegado al cristal y tuvo que desprenderse con
fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado como si pudiera dar a
la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse
detrás de ella sin hacer nada; cuando Greta volvía entre diversos frascos, se
asustó al darse la vuelta y un frasco se cayó al suelo y se rompió y un trozo de
cristal hirió a Gregorio en la cara; una medicina corrosiva se derramó sobre
él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió todos los frascos que podía llevar y
corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie.
Gregorio estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir
por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que
tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que
esperar; y, afligido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a
arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y techos, y
finalmente, en su desesperación, cuando ya la habitación empezaba a dar
vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.
El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, sin
duda apretaba su rostro contra el pecho del padre:
—Ya me lo esperaba —dijo el padre—, se los he dicho una y otra vez, pero
ustedes, las mujeres, nunca hacen caso.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se
abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo
la madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para
proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a
continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía una tras
otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando con ellas, caía sobre el padre,
y abrazándole, unida estrechamente a él —ya empezaba a fallarle la vista a
Gregorio—, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que
perdonase la vida de Gregorio.
Capítulo 3
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz
baja y convencerle para que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño
auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque tenía que empezar a
trabajar a las seis de la mañana. Pero con la obstinación que se había
apoderado de él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en
quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de que, normalmente, se quedaba
dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de que
cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con
pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba cabezadas
lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le tiraba
del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su
trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se
hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por
debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a
la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis
últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente,
como si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta
la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo,
mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y
su pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.
Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la
próxima vez que se abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la
familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo, después de mucho
tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de
los recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una
camarera de un hotel de provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera
de una tienda de sombreros a quien había hecho la corte seriamente, pero
con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o
ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran
inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando desaparecían. Pero después
ya no estaba de humor para preocuparse por su familia, solamente sentía
rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía
imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría
llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese, incluso aunque no
tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a
Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la
tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la
habitación de Gregorio, para después recogerla por la noche con el palo de la
escoba, tanto si la comida había sido probada como si —y éste era el caso más
frecuente— ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que
ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de
suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo
y suciedad.
—¡Señor Samsa! —gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una
palabra más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín
enmudeció. En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos
moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar
de echar a Gregorio, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los
huéspedes, a pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio
parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los
brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su
cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no se
sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a
dar cuenta de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio.
Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos
de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos
intervinieron inmediatamente con las siguientes palabras:
—Tienes razón una y mil veces —dijo el padre para sus adentros. La madre,
que aún no tenía aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano
que tenía ante la boca, con una expresión de enajenación en los ojos.
—Si él nos entendiese… —repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la
convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello—, entonces sería
posible llegar a un acuerdo con él, pero así…
Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las
patitas se le doblaron. Era la hermana quien se había apresurado tanto. Había
permanecido en pie allí y había esperado, con ligereza había saltado hacia
delante, Gregorio ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los
padres mientras echaba la llave.
Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien
le parecía antinatural que, hasta ahora, hubiera podido moverse con estas
patitas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto. Bien es verdad que le
dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más
débiles y, al final, desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana
podrida de su espalda y la infección que producía a su alrededor, cubiertas
ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con cariño y emoción, su
opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de
su hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció
hasta que el reloj de la torre dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el
comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su
voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales
exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta —de pura fuerza y prisa
daba tales portazos que, aunque repetidas veces se le había pedido que
procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era ya imposible concebir
el sueño en toda la casa— en su acostumbrada y breve visita a Gregorio nada
le llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil
a propósito y se hacía el ofendido, le creía capaz de tener todo el
entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga escoba en la mano,
intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir
nada con ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin
que él opusiese resistencia, le había movido de su sitio, le prestó atención.
Cuando se dio cuenta de las verdaderas circunstancias abrió mucho los ojos,
silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de
par en par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.
—¿Muerto? —dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante
hacia la asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso
podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo.
—Bueno —dijo el señor Samsa—, ahora podemos dar gracias a Dios —se
santiguó y las tres mujeres siguieron su ejemplo.
—Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las
comidas salían tal como entraban.
—Greta, ven un momento a nuestra habitación —dijo la señora Samsa con una
sonrisa melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin
volver la mirada hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo
la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza
mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo.
—¿Qué quiere usted decir? —dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió
con cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las
frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una
gran pelea que tenía que resultarles favorable.
—Pues entonces nos vamos —dijo después, y levantó los ojos hacia el señor
Samsa como si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso
permiso para tomar esta decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy
abiertos. A continuación el huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos
hacia el vestíbulo; sus dos amigos llevaban ya un rato escuchando con las
manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de
él, como si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en
el vestíbulo e impidiese el contacto con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres
cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la bastonera,
hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una
desconfianza completamente infundada, como se demostraría después, el
señor Samsa salió con las dos mujeres al rellano; apoyados sobre la barandilla
veían cómo los tres, lenta pero constantemente, bajaban la larga escalera, en
cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían a aparecer a los
pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia
Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con la carga en la cabeza en
una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego, cruzándose con ellos,
siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y
todos regresaron aliviados a su casa.
—¿Qué es lo que quiere usted? —preguntó la señora Samsa que era, de todos,
la que más respetaba la asistenta.
—Esta noche la despido —dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta
ni de su mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la
tranquilidad apenas recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la
ventana y permanecieron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su
silla hacia ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó:
—Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de
consideración conmigo.