Una Jaula de Hilos Dorados - Vanessa R. Migliore
Una Jaula de Hilos Dorados - Vanessa R. Migliore
Una Jaula de Hilos Dorados - Vanessa R. Migliore
ISBN: 978-84-19413-93-2
A Tomás, por creer en mí, por la confianza con la que me haces soñar.
Ariadne continuaba expiando sus errores y los de sus amigas. Al menos los
suyos eran fáciles de soportar. Podía volver a casa y olvidarse de los
demonios que la atormentaban, hasta que se dormía, en ese instante en el
que se sumergía en los sueños, aparecían los ojos vacíos de los aesir para
recordarle su papel la noche que mataron a Olympia. Aunque ella no había
empuñado el arma homicida, se sentía tan responsable como lo era Kaia.
Con un escalofrío, Ari sacudió la cabeza y se obligó a concentrarse en el
presente, ignoró el vacío de su vida pasada y de todas aquellas personas que
ya no estaban. Kaia, Medea, su hermano… no quería pensar mucho en él.
Hacía meses que nadie sabía dónde estaba o por qué había desaparecido. Lo
echaba en falta pero ella evitaba hacerse preguntas al respecto.
Suspiró con fuerza. De nada servía cargar con la culpa en un momento
crucial. A medida que se acercaban al juzgado, sus nervios aumentaban.
Antes de ver a la multitud, la sintió a través de la cacofonía de gritos que
invadía el ruido cotidiano de la ciudad. Ari se convirtió en la víctima de un
estremecimiento violento y durante una milésima de segundo, la hizo
titubear sobre si debía continuar o era mejor permanecer alejada. La duda se
esfumó al contemplar una multitud amontonada junto a un cordón policial
que marcaba una distancia prudente entre la calle principal y la puerta del
edificio central.
—Esto no pinta bien —musitó Orelle cerca de su oído y Ari supo que
tenía razón. Recompuso su expresión de serenidad y apretó la marcha
esquivando a un par de niños que corrían por el borde de la calzada.
Contempló la fachada rectangular con revestimientos de piedra que se
torcían en las esquinas. Una construcción hecha de ladrillos rojos con
diminutos ventanales y una puerta barnizada con pomo de oro. Ari se
acercó a la gente, luchando contra la necesidad de echar a correr y suplicar
a los policías que la dejasen entrar.
—¡Muerte a los invocadores! —bramó una mujer a su izquierda, sostenía
una pancarta por encima del hombro.
El semblante de Ari no se inmutó. No eran las primeras revueltas en
Cyrene y tampoco serían las últimas. Desde la muerte de Olympia, un
desequilibrio y descontento general se había apoderado de las calles de la
ciudad. La gente estaba cansada del yugo de los invocadores y exigían una
reforma en la ley que garantizara la igualdad de derechos.
—¿Crees que esto tiene algo que ver con la nueva fe? —Orelle bajó los
ojos y se rascó la barbilla con un gesto de impaciencia—. Me refiero a la
gente que le teme a las diosas.
—Qué la Trinidad nos proteja, espero que no —replicó Ari alzando la voz
por encima del bullicio—. Creo que debe hacerse justicia, pero no siempre
lo que es justo es lo correcto.
Se hizo un momento de silencio entre las dos.
—¿Y qué opina Julian de todo esto?
La simple mención de Julian obligó a Ari a tensar los hombros. Notó la
sensación amarga inundándola como siempre que alguien hacía mención del
chico esperando a que ella dijese algo negativo de él.
—No lo sé —admitió Ari arrastrando las palabras—. Excepto la llamada
de hace un rato no he hablado con Julian últimamente, está bastante
ocupado con sus tareas en el Consejo y yo no quiero molestar.
—¿Tanto trabajo por ser el nuevo director del Consejo?
La pregunta escondía un matiz de resentimiento que a Ariadne no le pasó
desapercibido. La misma acusación pugnaba en las mentes de aquellos que
suplicaban la cabeza de Medea. Ari no iba a juzgar a Julian, en parte porque
no sabía mucho de política y relaciones exteriores, y también porque no
podía mantener una postura objetiva.
El pensamiento le hizo fruncir el ceño. ¿Desde cuándo los sentimientos
arruinaban su objetividad de esa manera? Tenía que aprender a mantener a
raya las emociones turbias que amenazaban con hacerla perder el norte.
—Está haciéndolo lo mejor que puede. Tú no lo conoces como yo —dijo
Ariadne, pero era una vil mentira. Ella creía conocer una parte de Julian,
una de sus caras, pero era consciente de todas las demás que él mismo
ocultaba—. Nos ayudará con esto, sé que ha intercedido por Medea.
Un par de mujeres mayores giraron hacia ellas y las miraron con un gesto
despectivo antes de darse la vuelta hacia el cordón policial. Orelle sujetó la
mano de Ari y la arrastró cerca de los dos policías apostados junto a las
escaleras de piedra frente a la puerta. Ari vio las luces difusas en el interior
y la idea de que su amiga estuviese sola enfrentado un destino terrible atizó
sus nervios con ferocidad.
—No hables de ella en voz alta —pidió Orelle echando una mirada cauta
a su alrededor.
Ari frunció el ceño y notó que los gritos perdían consistencia en el aire.
Tuvo el tiempo justo para ver cómo la puerta del edificio se abría de par en
par.
—Hablando de él…
Un invocador del Consejo no se atrevería a pisar el edificio de audiencias
sin estar acompañado de al menos una docena de policías, mucho menos
con la cantidad de revueltas y protestas de los últimos dos meses. Pero
Julian hacía las cosas a su manera y poco le importaban los murmullos
contradictorios que despertaba a su paso.
El corazón de Ari latía a toda velocidad y sus ojos fueron incapaces de
separarse de la figura alta y bien vestida del nuevo presidente del Consejo.
Julian llevaba una levita de color rojizo a juego con sus ojos, el cabello bien
peinado hacia un lado de la cabeza y una barba espesa de al menos un par
de semanas. Ari lo vio apoyarse en su bastón y la densa multitud se
mantuvo en silencio al verlo avanzar.
No te dejes dominar por la emoción, se dijo a sí misma tragando saliva y
esforzándose por parpadear y controlar los nervios que se revolvían en su
interior. Orelle le dio un codazo en las costillas y ella se aferró a su deber
para impulsarse hacia delante.
—¡Julian! —Tuvo que alzar la voz para que él la escuchara y cuando sus
miradas se encontraron, entrevió el asomo de un miedo que se perfilaba en
sus ojos pardos.
—Ari, sígueme —musitó en voz baja apartando a un grupo de personas
para acercarse hasta donde estaba. Algunas personas se quejaron y Ari
empujó con los brazos hasta que se acercó a Julian.
Decir que el mundo se detuvo sería exagerar, pero para Ari la realidad
perdió consistencia bajo sus pies cuando las manos de Julian se aferraron a
las suyas, cálidas, lisas, y la empujaron de camino al edificio.
—Hablaremos dentro —le dijo y ella se aseguró de que Orelle se escurría
tras ella para seguirle el paso.
Con un tirón, Julian las condujo hacia el interior del edificio en el que los
policías saludaron con un leve movimiento de cabeza al presidente del
Consejo. El aire olía a desinfectante y por debajo casi percibía la tensión
que acunaba un juicio como el de Medea.
—Aquí —musitó Julian abriendo una portezuela al final de recibidor.
Entraron a un estudio amueblado con una poltrona de cuero gris, una
mesa de trabajo en la que reposaban una serie de archivos bien organizados
y dos baldas alargadas contra la pared. Era un saloncito elegante, con el
techo pintado de rojo y las ventanas rodeadas por unas cortinas de satén con
relieves de plata.
Ari suspiró con fuerza y al no oír ningún ruido procedente del exterior,
Julian cerró la puerta a su espalda. Sus ojos inspeccionaron la oficina y tras
un breve registro, se dejó caer en el sofá apoyando el bastón sobre las
rodillas. Parecía cansado y mayor; Ari no recordaba que se le marcaran los
pómulos de esa manera, tampoco las grandes bolsas que surcaban sus ojos
pardos. Pero a pesar del desgaste físico, había un brillo de reconocimiento
en su rostro, esa complicidad que alguna vez compartieron y que ella
echaba en falta en su nueva vida.
—Lo siento —dijo Julian sacando la petaca del bolsillo de su abrigo y
dando un pequeño sorbo—. Ha sido una mañana dura y tu llamada me ha
tomado por sorpresa. No tenía ni idea de que hoy celebrarían el juicio de
Medea.
Orelle y Ari intercambiaron una mirada nerviosa.
—¿Has podido entrar?
—No, incluso los miembros del Consejo tenemos que cumplir las órdenes
y el protocolo, Ariadne.
Escuchar su nombre salir de su boca incendió su pecho de un fulgor que
creía dormido durante estos meses. Apartó el rostro, avergonzada de sí
misma, por sus sentimientos, por pensar en ellos cuando su amiga estaba
siendo juzgada en la soledad del abandono.
—De verdad que quería… ayudarte. Que todo fuera como antes de esta
locura.
Ella también lo quería. Por la Trinidad, era lo que más añoraba en ese
mundo tan extraño que ahora la rodeaba. Problemas de una persona normal,
su beca, el rendimiento académico, ser una buena amiga.
—Lo sé —admitió ella con derrota—. Pero creo que hemos dejado esa
vida muy atrás. Yo ya no estoy en la Academia, Orelle tampoco, no
sabemos nada de Kaia y tú tienes otras responsabilidades que conllevaban
toda tu atención y tiempo.
Ariadne notó el mohín que hacía Julian ante la mención de Kaia. El tema
continuaba siendo difícil, el Consejo no quería que la gente venerara a una
chica que podía controlar la magia prohibida y la buscaban para evitar que
la fe que algunos le profesaban se convirtiese en un nuevo credo.
—¿Han dictado sentencia? —interrumpió Orelle revolviéndose las manos
con nerviosismo. Julian cabeceó y una preocupación le ensombreció los
ojos.
—La han condenado, la llevarán a la isla.
Ari sintió que el mundo la engullía de golpe.
—Pero ¿por qué? ¿La isla no estaba cerrada? Es un destino horrible.
—La isla alberga a las víctimas de los aesir. Es una especie de redención,
a Medea se la ha implicado en los homicidios perpetuados por Olympia y
enviarla con las víctimas es una idea retorcida que podría apaciguar a esas
personas que están afuera pidiendo justicia.
Ari vio la verdad ante ella por primera vez desde que la habían separado
de Medea. Nunca habían tenido ni una oportunidad de obtener una condena
favorable, el Consejo jamás las hubiera ayudado, no iban a permitir que la
ciudad se viniera abajo solo por complacer a una chica que los había
traicionado.
Con un quejido sordo, Orelle se apoyó en la poltrona y hundió el rostro
entre los brazos mientras sollozaba. Ari recogió los fragmentos de su dolor
y le acarició la espalda, notó que Julian se ponía en pie con una mueca de
malestar mientras sujetaba el bastón con fuerza. La miró con una pizca de
lástima, lo que hubo entre ellos, o lo que Ari deseó que existiera, acababa
de morir ante las enormes diferencias que los separaban.
—Os dejaré a solas —dijo antes de marcharse.
Ari se permitió llorar junto a Orelle sintiendo dos tipos de dolor muy
distintos. El de la pérdida y la desesperanza. Se quedó allí sentada, inmóvil,
escuchando los suaves gemidos de Orelle, y los pensamientos apabullantes
que volvían para atormentarla.
6
Julian
Kaia se limpió la sangre que le salía de la nariz; se estaba forzando más allá
de sus límites y su cuerpo exigía que parara. Obedeció y vaciló antes de
moverse en las calles oscuras del Distrito Puertas Nuevas. Los edificios
grises se alzaban entre la niebla dispersa de la noche y las calles vacías
auguraban el peligro de la noche. Una repentina oleada de melancolía la
invadió mientras caminaba con las manos en los bolsillos dentro del abrigo
y una pesada bufanda alrededor del cuello. Forcas la seguía desde lo lejos.
Aleteaba por encima de la cabeza y Kaia pensaba en las palabras de Aracne.
No podía conformarse con lo que la Diosa le enseñaba; necesitaba salir de
la rutina sosegada del bosque. Su naturaleza inquieta le impedía
acostumbrarse a una plácida existencia dentro de esos límites opresivos. El
bosque, pese a su inmensidad, no era más que una jaula, una prisión en la
que Kaia no quería quedarse anclada, una en la que la misma Aracne estaba
confinada.
Forcas sobrevoló el cielo y ella cruzó la calle a grandes zancadas y se
detuvo en una esquina que colindaba con el jardín lateral de una de las
casas. Kaia entrecerró los ojos confusa, y se fijó en las dos figuras que
hablaban frente a la casa de Ariadne. Una de ellas era reconocible para ella,
pero la otra, tardó varios minutos en identificarla y de no haber sido por el
parecido con Medea, no habría sabido de quién se trataba.
Ari puso una mano en el hombro de la madre de Medea y la mujer se
encogió con un gesto de angustia.
A Kaia le latió fuerte el corazón al ver que Ari entrecerraba los ojos en
dirección al lugar en el que ella estaba. La madre de Medea se despidió con
una mueca de congoja y Ariadne cruzó la calle. Estaba pálida y ojerosa,
pero los ojos le brillaban como si estuviese viendo una aparición.
En voz baja, Kaia ahogó una madición y sacudió la cabeza alejando los
hilos arcanos que surcaban su visión. Había estado tan concentrada en las
líneas brillantes, en el hilo que se aferraba al pecho de la madre de Medea,
que se olvidó de ocultarse lo suficiente. Sibilia tenía razón. Kaia tendría que
renunciar a sus escapadas nocturnas. No podía vigilar a Ariadne de por
vida, pero la idea de no volver a verla agujereaba su corazón y disparaba su
ansiedad.
Sacudió la preocupación y Forcas graznó sobre las ramas desnudas de un
árbol advirtiendo la presencia que se acercaba. Sus labios se movieron y
tarareó una ligera tonada que permitió que una sombra alargada y ancha se
recortara en la punta de su daga.
Los nervios de Kaia se encendieron justo cuando los pasos de Ariadne se
desvanecieron y la vio al otro lado de la calle. El reconocimiento en sus
ojos se intensificó.
—Si algo he aprendido en todo este tiempo es a reconocer una sombra —
advirtió con una pizca de alegría en la voz.
Por supuesto, Ari era suficientemente perspicaz como para fijarse en las
suaves ondulaciones de los bordes de la sombra. Aun así, y con el corazón
desbocado, Kaia permaneció oculta tras la oscuridad que se adhería a la
corteza del árbol que hacía las veces de refugio.
—Kaia —continuó Ari—. Reconocería a Forcas a varias millas de
distancia.
El cuervo aleteó suavemente hasta bajar y posarse en la verja junto a
Ariadne.
Maldito pajarraco, gruñó para sí misma convencida de que no había
manera de huir. Llevaba meses esquivando a su amiga, cuatro largos meses
en los que caminaba por el Distrito sin que nadie más advirtiera su
presencia.
Con resignación, Kaia bajó la daga y la sombra titiló hasta transformarse
en una nube que llenó el aire del sutil aroma de la magia. A juzgar por la
expresión confusa de Ariadne, Kaia pudo adivinar que lo último que
esperaba era encontrarse con ella aquella noche.
—Hola —musitó tras un pesado silencio en el que ninguna de las dos
intentó moverse.
Ariadne se debatió entre reñirla o decir algo amable. Sus manos
temblaron un instante y, finalmente, se arrojó sobre Kaia, que le devolvió el
abrazo.
El contacto físico hizo que el corazón de Kaia se contrajera en su pecho.
—No me lo puedo creer, Kaia —musitó Ari apartándose. Una sombra le
oscureció el semblante—. Llevo meses buscándote, esperando que
aparecieras.
Había una nota de resentimiento en su voz.
—¿Estás bien? ¿Dónde has estado? Te he echado mucho de menos. —Los
dedos de Ari sujetaron los suyos y Kaia apreció una sensación cálida y
familiar dentro del pecho—. Han pasado tantas cosas y me he esforzado por
encontrarte.
—No podía quedarme en la ciudad, Ari. Tu amigo Julian se ha encargado
de que me busquen en toda la ciudad.
La mención del nuevo presidente del Consejo hizo que Ariadne dudara.
—No deberíamos hablar aquí —lo dijo en voz baja y mirando en
dirección a su casa.
Kaia le dio la razón y se adentró un poco más en el callejón desde el que
vigilaba a Ariadne minutos antes.
—¿Qué hace la madre de Medea en tu casa?
—Me ha… —La voz le tembló y Ari sacudió la cabeza con algo de recelo
—. Me ha pedido que saque a Medea de la isla.
Una simple frase. Corta y certera que golpeó en las entrañas a Kaia.
—¿Dónde has estado? —preguntó Ari al ver que Kaia permanecía en
silencio.
—En el bosque —respondió ella tras dudar entre decirle la verdad o
inventarse una mentira—. Estoy viviendo con la misma Muerte.
No se había percatado de lo absurdo que parecía aquello hasta que lo dijo
en voz alta. El rostro perplejo de Ariadne la observó sin comprender.
—Quiero decir que, como ya imaginarás, Aracne me ha acogido
amablemente en su morada durante estos meses.
Decidió obviar que la diosa pretendía que Kaia se uniera al bosque y
renunciara a toda su vida. Suponía que no era el momento de decir algo así.
—Pero, Kaia… —Ari hizo una pausa y apretó la mandíbula—. Las diosas
nunca actúan con benevolencia. ¿Te has parado a pensar en cómo suena
todo esto?
—Por supuesto que sí. Pero… ¿qué otra opción tenía?
Ariadne no respondió y Kaia agradeció el silencio.
Tal vez deberías empezar a cuestionarte su amabilidad, se decía cada día.
Por eso se escapaba por las noches. Huía del bosque, de la prisión que sus
miedos habían construido para ella. Vigilaba a Ari porque era su conexión
con el mundo real y con la persona que había sido antes de que la muerte de
Asia la cambiara para siempre.
Aquella noche lo necesitaba. Hacía mucho que no veía a Ariadne y la
necesidad de asegurarse de que estaba a salvo primaba sobre cualquier otro
sentimiento. El reproche en los ojos de su amiga hizo que se diera cuenta de
que no era la única que estaba sufriendo.
—Eres muy egoísta, siempre lo has sido… Yo quería estar contigo,
ayudarte. No tienes que cargar con todo tú sola, Kaia. Sé que te crees fuerte
y te encierras en ti misma para evitar que otros vean el sufrimientos, las
dudas. Pero yo siempre he estado contigo, desde el momento en el que nos
conocimos, vi más allá de la chica vanidosa que muestras.
Ariadne dejó caer los brazos y Kaia se reconfortó ante el calor de sus ojos
azules. Recordaba la primera vez que se habían visto, la forma irrevocable
en la que Ari parecía propensa a ayudar a cualquiera la atrajo de inmediato.
Había tanta bondad en su interior, tanta luz, que Kaia no pudo negarse a
hablar con ella. Y es que con Ariadne todo era fácil, sencillo. Desde que
empezaron a coincidir en clases, Kaia no se resistió al refugio que Ari le
ofrecía. Una amistad.
Kaia la miró directamente a los ojos. Había algo diferente en su
expresión, el eco del dolor, el indicio de que algo dentro de ella se había
roto. Se fijó en las gafas torcidas, en el pelo revuelto, en el abrigo arrugado
y habló con absoluta sinceridad:
—Ya cometí el error de arrastrarte al Flaenia, Ari. No volveré a arriesgar
tu vida de esa manera.
—Siempre empeñas con cargar con todo…
La voz de Ari se quebró y ambas se tensaron bajo el eco de un
movimiento veloz. Con un poco de temor, Kaia giró sobre sus talones en
alerta. No había nada.
Estaba a punto de deslizar la daga por su piel para ver las pulsaciones
cuando un golpe seco en el pecho la arrojó de lleno contra la pared. La daga
se resbaló de los dedos y durante un segundo de confusión, Kaia no fue
capaz de ver nada.
El grito de Ari atravesó sus oídos y el sentido de alerta la obligó a
incorporarse lentamente sobre un codo. El mundo giró bajo su cuerpo y un
escalofrío le recorrió la espalda cuando Forcas graznó en señal de
advertencia.
Entonces los vio. Cinco hombres armados con dagas se encontraban de
pie justo al borde de la salida de la callejuela. Uno de ellos se precipitó
sobre Ariadne y la sujetó por los brazos, inmovilizándola.
Se quedó muy quieta y vio la mirada de confusión de su amiga.
—Me habéis arruinado el vestido —dijo Kaia con evidente malhumor—.
Soltadla y puede que os deje marchar.
Acababa de escupir aquellas palabras cuando uno de los hombres levantó
la daga e invocó una sombra ancha que rodeó a Ariadne. El otro hombre
tomó la daga que ella había soltado. Parecía extenuado, grandes ojeras se
marcaban bajo unos ojos negros en los que brillaba el miedo.
—Oh —dijo ella con falso dramatismo apoyándose en la pared. Las
sombras oscilaban nerviosas bajo sus pies—. Me habéis dejado indefensa.
Notó que los labios del hombre que sujetaba a Ari se curvaban en una
sonrisa y casi se le cae el alma a los pies al fijarse cómo el cuchillo le
mordía la piel del cuello.
—La soltaré si dejas que te llevemos con nosotros —exclamó el hombre
con voz seca, áspera.
Kaia puso los ojos en blanco y se apresuró a moverse hacia la verja.
Anticipando su movimiento, el otro hombre se abalanzó sobre ella, pero
Kaia pudo esquivarlo con facilidad.
Solo tenía que alcanzar el alambre que sobresalía del cercado para
recurrir a los hilos.
Pero no había dado ni dos pasos cuando algo se impulsó contra su cuerpo
y Kaia se hundió en el suelo a escasos metros de la cerca. Oyó las voces
difuminadas por el impacto y le tomó cerca de un minuto recuperar el
sentido de orientación. Se dio la vuelta y un puño impactó contra su mejilla.
No lo vio venir. Estaba oxidada, demasiado acostumbrada a la magia
arcana.
¿Acaso se te ha olvidado cómo defenderte? No. Por supuesto que no.
—Te pedí que cooperaras —gruñó el hombretón al que Kaia no podía
verle el rostro.
Otro golpe la obligó a permanecer postrada en el suelo y el dolor empañó
el mundo. Uno de sus atacantes la empujó contra la pared de ladrillos del
callejón y ella dejó escapar un gemido de dolor.
Levántate.
Kaia intentó desprenderse de los brazos que la aprisionaban. Dolorida, se
esforzó por soltarse mientras las manos del hombre la conducían a una
situación desesperada.
Lucha.
Las manos que sostenían a Kaia la apretaron con más fuerza cuando el
grito de Ariadne la obligó a abrir los ojos. Eran demasiados y la habían
tomado por sorpresa.
Kaia alzó el rostro y reparó en Forcas que se abalanzaba sobre los ojos de
su atacante. El cuervo aleteó mientras sus garras alcanzaban el rostro del
hombre que gritaba desesperado y se defendía con la daga que sostenía.
Kaia tomó aire y sus huesos chillaron cuando se liberó del que la sujetaba.
Confusa, trastabilló hacia delante y resbaló a poca distancia de la cerca.
Se levantó como pudo, mareada, y acercó una mano hasta la cerca. Tomó el
alambre y lo deslizó por su brazo dejando que la sangre corriera. De
inmediato, los hilos brillaron ante sus ojos y Kaia se apresuró a tensar uno
entre sus dedos.
—No … —gritó el agresor.
Demasiado tarde. De un tirón, el corazón del hombre se detuvo y este
cayó a los pies de Ariadne que tembló perceptiblemente. Kaia irguió la
espalda y el horror recorrió su cuerpo. Dos de los atacantes la rodearon y la
empujaron contra el suelo sujetándole las manos.
No.
Se limpió la sangre de la boca y lanzó una mirada hacia Ari, su amiga se
resistía bajo los brazos fornidos del hombre. Quiso pedirle perdón, quiso
gritarle que aquello era su culpa y por eso no podía dejarse ayudar. No lo
hizo, aún tenía las manos empapadas de sangre y uno de los hombres la
sujetaba mientras ella veía a Forcas atacar al que sujetaba a Ari. El cuervo
aleteó y ella levantó la mano, pero sus dedos se resistieron. Los hilos
empezaron a perder brillo hasta volverse invisibles…
Un mareo le sobrevino haciendo que el mundo oscilara bajo sus pies.
Escuchaba los gritos de Ariadne, los graznidos secos de Forcas, aún
peleando con el agresor.
Con un esfuerzo tremendo, Kaia enfocó su visión.
El cuervo seguía luchando y ella podía ver que claramente perdía la pelea.
El hombre le asestó un golpe y una de las alas del cuervo se quebró.
Por favor, déjalo.
Pero ningún sonido escapó de sus labios y sus manos tampoco pudieron
moverse a tiempo. Kaia extendió el brazo derecho justo cuando el cuchillo
del hombre atravesó el cuerpo del cuervo.
Le pareció que oía a las sombras susurrar, que los hilos arcanos la
absorbían y la volvían de arena, debilitándola, sumiéndola en un angustio
sopor.
Forcas emitió un último graznido antes de desplomarse directo al suelo.
9
Julian
—¡Kaia!
Su amiga se desplomó en el suelo junto a Forcas, que ladeó la cabeza y
emitió un quejido roto. Había sangre. Se está muriendo, comprendió Ari
que miraba con horror cómo Kaia sostenía al pájaro entre los dedos
mientras las lágrimas la desbordaban.
—No… —sollozó. Emitió un sonido ahogado cuando el pecho del cuervo
se agitó violentamente hasta quedarse inmóvil, sin vida.
Ari dejó escapar un ruido de exasperación y el hombre que acababa de
matar al cuervo se dio cuenta de su victoria. Hizo un gesto al resto de sus
compañeros y se acercaron hasta Kaia. La invocadora no se resistió y ella
comprendió que estaba al borde de sus fuerzas.
—Déjate de tonterías —bramó uno de los invocadores colocando dos
esposas metálicas sobre las muñecas de Kaia. Las cicatrices sobre su piel
resplandecieron a la luz de la luna cuando los grilletes se cerraron
privándola de su libertad.
Todo había terminado con tanta violencia y rapidez que Ari apenas
comprendía lo que estaba ocurriendo. Sus ojos cayeron sobre su amiga y
notó la rigidez en los hombros, la tensión en la mandíbula y el gesto de
derrota que anidaba en sus ojos. Quiso gritarle algo, que se pusiera en pie,
que volviese a tirar de los hilos que solo ella podía ver. Pero en lugar de
hablar, Ari se impulsó hacia el hombre que la sujetaba y con las manos
apretadas en puños lo golpeó en la espalda.
Golpeó y golpeó como si fuese una niña.
Ninguno de sus intentos surtió efecto y solo se dio por vencida cuando los
brazos del hombre que había acabado con Forcas la apartaron con un
empujón violento.
—¿Quieres que te llevemos ante el Consejo? —Sus ojos rebosaban de
frenesí, del sabor de la victoria.
—Déjala ir —dijo Ari con toda la fuerza que fue capaz de reunir—. Hará
que se detenga tu corazón.
Pero no la escuchó. El hombre sacó una jeringuilla y la clavó en el cuello
de Kaia que no se inmutó ante el pinchazo. La luz de sus ojos se fue
apagando y las extremidades cedieron hasta dejarla inconsciente en brazos
del invocador. No miró a Ari, giró sobre sus talones y con decisión, arrastró
a Kaia hasta una furgoneta en la que se subió y arrancó.
Entonces los ojos de Ari cayeron sobre Forcas.
¿Por qué las cosas iban tan mal? ¿Por qué Ari tenía que perder a sus
amigas siempre que volvía a encontrarlas?
No tenía respuestas para esas incógnitas. Se limpió las lágrimas con rabia,
con pesar. La presencia de Kaia había supuesto un bálsamo instantáneo para
la soledad de su corazón, pero aquella alegría había resultado efímera.
Llevaba tantos meses fantaseando con el momento en el que volviesen a
encontrarse. En las cosas que le diría, en lo mucho que la reñiría por
desaparecer de esa manera. Pero no pudo hacer nada.
Ari agitó la cabeza y se agarró el pecho como si con el gesto pudiese
contener el dolor. Sola, en medio del callejón sucio, y con el cadáver del
compañero de Kaia, comprendió que necesitaba ayuda si realmente quería
salvar a sus amigas.
Flexionó los dedos de las manos, estaba sudando y el frío le había
entumecido los músculos.
«No sé si esto será lo correcto, Forcas», musitó caminando de regreso a
su casa. «Pero Kaia habría querido darte una despedida digna».
Ariadne se adentró en el jardín trasero de su casa. Las magnolias de su
madre la observaron buscar el kit de jardinería y dirigirse a la esquina más
alejada de la puerta lateral. El terreno estaba húmedo por la temporada de
lluvias y a ella no le importó empaparse la ropa cuando se arrodilló sobre el
césped.
Forcas merecía una tumba.
Depositó al cuervo en un hueco y con cuidado echó la tierra hasta cubrirlo
por completo.
Estaba a punto de decir unas palabras cuando la puerta de la cocina se
abrió y la figura delgada de su madre se perfiló bajo la luz blanca del
interior. Sus cejas se alzaron y Ari observó sus propias manos sucias por la
sangre y la tierra.
—¿Qué ocurre?
—Ha sido una noche difícil.
La última palabra se tambaleó en la punta de su lengua y fue consciente
del nudo en su garganta.
—¿Ha pasado algo con la madre de tu amiga?
Ariadne no esperó a que su madre formulara otra pregunta. No podía
explicarle lo que estaba ocurriendo, no podía decirle que había visto cómo
se habían llevado a Kaia mientras ella se quedaba de pie en la calle sin
hacer nada.
Eres una inútil, susurró una voz amarga en su cabeza.
—No ha pasado nada.
—Pero si estás hecha un desastre.
Ariadne reprimió el deseo de poner los ojos en blanco, se puso en pie y se
acercó hasta la puerta.
—Hasta que aparezca Myles no estaremos seguras. Siguen ocurriendo
cosas extrañas en Cyrene y no es bueno hablar de ellas, al menos no en voz
alta —musitó con firmeza—. No me hagas preguntas que no puedo
responder, por favor.
Una sombra de duda asomó en los labios de su madre que no tardó en
reconocer la advertencia.
—Prepararé té —sentenció su madre con un gesto de infinita paciencia—.
Necesitas descansar y una buena infusión te ayudará a conciliar mejor el
sueño.
Ari se irguió y asintió. El té poseía una nota de normalidad en aquellas
circunstancias que la reconfortó ligeramente. Se dejó guiar hasta la cocina y
apreció el sutil olor a mantequilla y miel que le recordaba a su niñez. La
detención de Kaia lo cambiaba todo y Ari estaba segura de que haría lo que
fuese necesario para liberarla.
11
Medea
Cuando Medea salió a cubierta descubrió que la noche había dado paso a
una mañana luminosa en la que la niebla se posaba sobre las oscuras aguas
del mar. El motor del barco gruñía y se entremezclaba con el rugido de las
olas y de las gaviotas que graznaban a su paso. La isla era una superficie
rocosa con aspecto decrépito que se iba haciendo más grande a medida que
la embarcación se acercaba. Una estructura de piedra gris se alzaba en el
centro como una torre en la distancia, no tenía ventanas, pero sí un muro
alto que rodeaba la colina.
Medea vaciló y la asaltó el miedo, se había acercado a la proa con la
intención de ver su futuro desde allí. A pesar del muro, vislumbró un
edificio más pequeño junto a la enorme estructura, tenía las paredes azules
despintadas y un techo rojo. Alrededor de este vislumbró un par de
palmeras secas y los restos de un barco calcinado a la deriva.
Hubo un pequeño revuelo entre las gaviotas cuando el barco alcanzó un
muelle destartalado y dos mujeres aparecieron en la playa.
—En fila —gritó la que parecía estar al mando y Medea se puso en pie de
un salto, más por salir de la maldita barca que por el ansia de conocer su
nueva prisión.
El grupo de cinco chicas deambuló sobre las tablas de madera con paso
indeciso, se apearon del barco; dirigidas por tres superioras que cargaban
con largas barras metálicas y no dudaban en usarlas contra ellas. Medea se
fijó en los rostros de sus compañeras buscando cualquier indicio de
inquietud o desconcierto, pero no había ningún rastro más que el de la
indiferencia. Quería encontrar miedo en sus expresiones, la misma
inseguridad o desesperación de la que ella era esclava y le sorprendió ser
testigo de una tranquilidad asfixiante.
Medea las imitó con la tristeza inundando su pecho. Pese al cansancio y
al desgaste emocional podía considerarse afortunada si tenía en cuenta el
aspecto de sus nuevas compañeras. Ojos vacíos, sin chispa, piel cetrina y
una delgadez tan absoluta que parecían a punto de quebrarse ante el menor
soplo de viento.
—Andando —dijo una de las superioras que golpeó el muslo de Medea al
ver que se quedaba rezagada.
Había burla en su voz, una ironía capaz de herir el poco orgullo que le
quedaba. La mujer la golpeó una vez más con la barra y luego se movió
hacia el camino con una mirada salvaje.
Una de las chicas tropezó al bajar por la plataforma que conectaba el
barco con la tierra y se golpeó la cara con el muelle; a Medea le sorprendió
ver que ninguna de las superioras se inmutaba ante el río escarlata que
corría por el rostro de la muchacha y estaba a punto de ser ella quien la
socorriera. Una mirada severa de las superioras fue suficiente para
disuadirla de su amabilidad. Volvió a reconducir sus pasos por el camino
adoquinado que se perdía tras el muro alto y rezó a las diosas para que
infundieran valentía y aplomo en sus venas.
No sabía qué le esperaba en esa fortaleza, qué clase de vida iba a tener…
tampoco se había puesto a pensar en cómo podría salir de allí. Pero en ese
instante fue consciente de que su mundo tal y como lo conocía, había
cambiado para siempre.
La marcha se detuvo y Medea comprobó que acababa de llegar a un punto
de no retorno. Una de las guardias que esperaba junto a la puerta dio un
paso hacia el frente. Un pesado abrigo ocultaba sus hombros anchos y una
gorra de ala baja ensombrecía los rasgos de su cara. Llevaba el uniforme
liso y pulcro, dos insgnias rojas destacaban por encima de sus hombros, una
marca de autoridad en contraste con las demás.
—Mi nombre es Madelia, seré vuestra supervisora, es decir, la dirigente
en este plantel —explicó. Su rostro permanecía sereno—. Exijo vuestro
sometimiento absoluto y espero que os ciñáis a las normas.
La puerta se fue abriendo del todo mientras revelaba un patio rectangular
con un par de bancos rotos y una fuente seca, algunos guijarros yacían
desperdigados sobre las losas quebradas del suelo. Medea oyó como una de
las chicas tragaba saliva y se fijó en las piedras que rodeaban el muro, eran
lisas y estaban dispuestas de tal forma que nadie pudiese subir por ellas. El
sudor comenzó a resbalar por su espalda cuando Madelia la señaló con el
dedo.
—Ven conmigo, eres la única que está plenamente consciente dentro de
esta entrega.
Las palabras la golpearon como un puño en el estómago. Medea frunció
el ceño y tragó saliva no sin antes dirigir una mirada cauta a sus
compañeras.
Dudó antes de dar un paso hacia ese nuevo mundo y solo cuando Madelia
cruzó el patio, ella la siguió y entró en la monstruosa estructura. Dentro del
edificio hacía mucho frío y el interior poseía un aspecto lúgubre que
avivaba los miedos de Medea. Las paredes estaban descuidadas y los restos
de humedad manchaban de moho las esquinas. El suelo, en otro tiempo de
madera lisa, parecía carcomido y en algunas zonas se hundía suavemente
bajo el peso de sus pisadas.
—Es aquí —dijo Madelia, inclinando la cabeza hacia la izquierda y
mirándola de soslayo. La mujer suspiró y abriendo una portezuela gris que
conducía a una habitación vacía le pidió que se quitara la ropa y la dejara en
la silla del rincón—. Espero pronto descubras que para nosotros no sois más
que ratas apestosas y que os trataremos como tales.
Medea alzó la vista hacia la mujer y no consiguió reunir las fuerzas
suficientes como para asentir. En lugar de eso, se comenzó a quitar la ropa.
Sentía los brazos sucios, salados debido al mar y le apetecía darse un baño
caliente, aunque ese era un lujo del que no gozaba hacía meses. En ese
momento, Orelle apareció entre sus pensamientos. Deseaba tenerla cerca y
que le dijera que todo iba a estar bien.
—Sentada.
Con una sumisión poco natural en ella, Medea obedeció y se dejó caer de
rodillas ante la guardia que tomó una navaja de afeitar y que con poca
cortesía empezó a pasar por la cabeza de Medea. Los mechones de pelo
fueron cayendo como una cascada hasta formar un charco sobre el suelo. El
hueco de su corazón se hizo más profundo.
Es solo pelo, no significa nada, crecerá, dijo una voz en su cabeza en un
intento por amortiguar el dolor. Pero Medea no se podía fiar de esa voz, no
podía ceder a ese consuelo porque ahora solo sería el cadáver de una
invocadora, los restos de una chica que quiso unirse a la Orden para buscar
la igualdad en una sociedad injusta.
El hilo que sostenía su cordura se tensó. La fuerza de sus músculos cedió
y se sacudió liberando el dolor que Medea guardaba en un rincón apartado
de su interior.
Un gemido se abrió paso a través de su garganta, Medea se abrazó las
costillas desnudas y sollozó cuando los últimos mechones cayeron entre sus
dedos. Una palmadita sobre su hombro la hizo ser consciente de la pesadilla
en la que se encontraba, el primer día del resto de su vida.
—No te preocupes, todas se rompen. Una vez aquí, ya no hay vuelta
atrás.
Solo es un animal, un ave, susurró una voz seca en sus oídos que se
esforzaba por aplacar la furia y el dolor dentro de su pecho. Kaia quería
creerlo, aferrarse a ese pensamiento hasta que el dolor dejase de existir.
Quería confiar en que Forcas solo era eso, un pájaro sin más, pero no podía.
El peso de la pérdida aplastaba sus emociones y la hacía sentirse vacía,
rota.
Cuando todos la habían señalado, cuando Kaia se había quedado
completamente sola, Forcas había estado con ella. Ahora solo le quedaba
una angustia muda que sacudía cada uno de sus huesos, que hacía que la
magia arcana crepitara en sus venas arrojando leves matices de rabia a
través de sus vértebras.
Sacudió las manos y las cadenas tintinearon, las esposas le mordían las
muñecas y la aprisionaban en un rincón vacío de la habitación. Contempló
las paredes revestidas en estuco azul y se fijó en la torpe decoración del
lugar. Piezas sueltas de diferentes épocas; un sofá alargado en el que ella
estaba sentada, un mueble de nogal junto a la puerta y una licorera a la que
no podía acceder gracias a los grilletes.
Estaba sola. Atrapada.
La sensación de vacío no le suponía ningun alivio.
En ese momento la puerta se abrió y se apresuró a incorporarse y a
limpiarse las lágrimas con el dorso de la mano. Sus ojos se oscurecieron al
contemplar la figura grácil de Julian, que entró apoyándose en el bastón de
marfil. Llevaba un traje color tierra con tirantes. Una boina negra ocultaba
el pelo rojizo que se derramaba sobre su frente ancha y que acentuaba las
profundas ojeras que surcaban sus ojos.
—¡Lo último que esperaba era encontrarte sumida en la desgracia! —dijo
con un destello de reconocimiento mientras cerraba la puerta a su espalda
—. La mujer a la que muchos admiran en las calles se encuentra reducida a
un despojo.
Kaia echó una mirada nerviosa hacia la puerta y una repentina nostalgia
invadió su cuerpo. Ella había estado en el Consejo muchas veces, pero casi
no había reconocido el saloncito en el que se encontraba.
—Sí, han limpiado la mancha de sangre que dejó Olympia en la alfombra.
La pulla alcanzó a Kaia, cuyo orgullo se había difuminado bajo la tristeza.
—Pensé que te sentirías más cómoda aquí —continuó Julian avanzando
hasta tomar asiento en una silla cerca de la licorera—. Cerramos esta parte
del edificio tras la muerte de Kristo, hacía falta algo de sentimentalismo y
pensé que clausurar esta habitación mostraba respeto a la memoria del
presidente del Consejo.
»Pero en realidad estaba esperando a encontrarte y encerrarte aquí.
Julian se sirvió una copa de vino especiado y sonrió. Metió la mano en su
bolsillo y sacó un reloj con una cadenita de oro que comprobó antes de
dejarse caer en una silla alejada de las ventanas.
—Creí que estarías más agradecido —replicó Kaia irguiéndose en el sofá.
Arrugó la boca con desprecio y sus ojos miraron a Julian que parecía
consumido, cansado. No quedaban rastros del chico agradable que había ido
al Flaenia con ella. Ahora era un líder.
—Por supuesto que lo estoy. —Julian quiso parecer seguro, pero Kaia
entrevió el leve temblor de su labio y sonrió, convencida de su pequeña
victoria—. Ahora soy el presidente del Consejo, y ya sabes que no hay
honor más grande.
Ella soltó una sonora carcajada que incendió la rabia en el rostro de su
interlocutor.
—Fui yo quien liberó a esta ciudad de la Orden, querido. Es un pequeño
detalle que olvidas cuando sonríes en tu palco y saludas a la gente que pasa
frente al Consejo. Pero es una risa falsa, carente de vida. Estás atormentado,
Julian.
El semblante de Julian se contrajo un segundo demasiado breve.
Atada de manos no podía hacer nada, no resultaba una amenaza para él y
esa era la razón por la que se mostraba tan complacido. Si Aracne la viese le
recriminaría la facilidad con la que se había dejado atrapar. Tantos meses al
margen para convertirse en una prisionera en un descuido.
— Tú nunca me viste porque no estaba a tu alcance, me buscabas a
ciegas. Pero yo te veía, Julian. Veo tu egoismo.
—Te recuerdo que la que está atrapada eres tú.
Kaia sonrió con una expresión felina y Julian alzó la copa hacia ella con
un gesto plácido.
—Y yo te recuerdo que el cobarde que pagó a otros para capturarme
fuiste tú —escupió ella—. Así que visto lo visto, diría que estamos en
igualdad de condiciones.
La inquietud en sus ojos era un reflejo de la rabia que ardía en Kaia y esa
fue la razón por la que dijo:
—¿Qué es lo que pretendes? ¿Decirle a esa gente que estoy detenida?
Sabes que generará curiosidad y no pretendo formar parte de tu circo…
—¿Sabes lo que has desencadenado?
Esta vez la sonrisa de Julian fue de satisfacción.
—Khatos ha caído. La Orden a la que desafiaste ha salido de esta ciudad
sí, pero han tomado otras ciudades…
Unas palabras que la dejaron sin aliento.
—No es verdad —replicó, incrédula y los ojos pardos de Julian la
taladraron.
De pronto, todo tenía sentido. Los movimientos de Olympia antes de
morir, sus decisiones. La Orden tenía unos objetivos mucho más grandes,
Cyrene solo había sido el inicio.
Kaia ladeó el rostro y notó el destello fugaz del hilo de vida de Julian y
más que nunca deseó poder usar su don. La magia crepitó en sus venas
exigiendo el pago que ella, en esas circunstancias, no podía hacer. Julian dio
un sorbo a su vino y cruzó las piernas, consciente del desgaste emocional de
Kaia.
Ella odiaba la sensación apremiante en sus venas, la sonrisa de
satisfacción que él esbozaba como un escudo. Apoyado como estaba en la
silla, parecía mucho mayor y confiado.
—La Orden nos movió como peones en un tablero. Si perdieron fue
porque tenían muchas otras fichas por mover.
Kaia sintió una mezcla de enfado y tristeza, como cada vez que recordaba
la noche que había matado a Olympia. Recordaba con vívida melancolía el
momento en el que su vida cambió, el instante en el que asesinó a su abuela
y cedió a la rabia que llevaba años florenciendo en su cuerpo.
—Actuamos de la manera equivocada, pensábamos que Olympia era el
peor de nuestros males y nos equivocamos. Hay cosas peores, amenazas de
las que ni siquiera podremos escapar. Khatos ha sido la primera en caer.
Kaia bajó la mirada y dos gotas de sangre le salpicaron el vestido, ella se
apresuró a limpiarse la sangre de la nariz con el dorso del brazo izquierdo.
—Es muy probable que nosotros seamos los siguientes. De hecho, hace
un par de horas he recibido un telegrama con una petición de parte de la
Orden, ¿sabes qué piden?
Podía hacerse una idea.
—¿Y por eso me quieres detener? Khatos habrá caído esta semana, pero
tú le has puesto precio a mi cabeza hace mucho, Julian —escupió ella—. Al
menos seamos sinceros, es lo mínimo que nos debemos.
—No te voy a dejar ir, Kaia. Has hecho mucho daño a esta ciudad, tú y tu
hermana. La Orden quiere que te entregue a ellos y si eso me permite firmar
una tregua para proteger la ciudad, lo haré.
—Querrás decir Olympia y la gente que como ella se ha visto obligada a
perseguir justicia para los no invocadores, porque vosotros sois incapaces
de ver más allá de vuestros problemas. —Esta vez, Kaia se reclinó en el
sofá—. Tú y tu ciudad de invocadores os podéis ir al infierno. Si la Orden
viene, solo espero que te quiten todo lo que tienes en esta vida.
Con un movimiento pausado, Julian bebió el resto del vino y se puso en
pie.
—Tú les diste la excusa que necesitaban para reclamar venganza, mataste
a Olympia.
—¿Esperas que suplique por mi libertad? —inquirió ella soltando con
cuidado la pregunta—. Los dos sabemos que eso no va a pasar, querido. No
soy de las que se arrastran y no lo haré aunque pretendas mandarme a esa
maldita isla en la que ocultas los problemas del Consejo.
Los ojos de Julian centellearon de rabia.
—¡Te prohíbo que hables de eso! No tienes ni la más remota idea de lo
que ha ocurrido. No puedes juzgarme, Kaia.
—No soy yo la que está temblando, a pesar de estar en una situación un
poco más complicada…
Aquello lo enfureció. Julian arrugó los labios y ocultó su mano en el
bolsillo del pantalón como si de esa manera pudiese engañarla, como si ella
no pudiese ver el temblor de sus hombros.
—También fuiste al Flaenia, querías que detuviera a la Orden y no
recuerdo que te quejaras cuando pensaba entrar. Buscabas salvar a la ciudad
de los demonios tanto como yo.
Una arruga surcó la frente de Julian, que tuvo que apoyarse en el bastón
ante la acusación.
—No sabía lo que eras, Kaia. —Respiró con fuerza y ella notó las venas
del cuello saltando bajo la piel tirante—. Si hubiese sabido que podías
controlar una magia maldita, jamás habría ido contigo.
Había tanto desagrado en su timbre de voz, tal repugnancia en sus gestos
que Kaia flexionó los dedos, nerviosa, sin saber qué hacer con sus manos.
Quería tirar del hilo invisible de su pecho hasta que el corazón se le
detuviera, quería que sus pulmones se vaciaran hasta quedar secos e
inmóviles.
La rabia centelleó en su mirada y notó la llamada de la magia como nunca
antes.
—Mañana empieza la Cumbre y tengo intención de mostrarte como mi
trofeo —dijo después de un rato—. Acabaré de una vez por todas con toda
la gente que cree que puede admirar tu poder y luego te entregaré a la
Orden. No eres nadie.
La tensión vibró en sus palabras y con un movimiento calculado, Julian
abrió la puerta y se fue.
Kaia se acobijó en su soledad y comprendió que Julian tenía miedo. Era
víctima de una ambición terrible de la que ni siquiera era consciente; él
deseaba tener un poder como el de Kaia y despertar la misma fe ciega que
en la ciudad empezaban a depositar en ella.
13
Medea
Medea resistió las ganas que tenía de huir del comedor. Una semana había
sido suficiente para que sanara los golpes de su cuerpo. Pero las otras
heridas, las que iban por dentro y permanecían ocultas, no se habían cerrado
del todo.
Mara le dio un suave empujón y Medea apretó la bandeja entre sus dedos
mientras caminaba con las piernas tensas hasta una de las mesas al fondo
del salón.
Hundió los ojos en el plato de guisantes y agradeció a la Trinidad de que
Adra no estuviese por allí.
—No suele venir al comedor —susurró Mara sentándose a su lado. Sabía
lo que había ocurrido y Medea temía que el miedo lacerante que la
acompañaba, se transformara en una cadena alrededor de su tobillo.
Ladeó el rostro y esquivó la mirada incisiva de su amiga. Para ser justos,
Medea apenas se paseaba por el edificio, la paranoia la absorbía y si no
hubiese sido por las obligaciones que le imponían en la isla ni siquiera se
aventuraría a pisar el comedor.
—¿Dónde te toca trabajar?
Con un movimiento pausado, Medea engulló una cucharada de guisantes
rancios, estaban secos y a sus dientes les costaba triturarlos.
—Limpieza de los lavabos —musitó con aprensión.
Mara compuso una mueca de asco y Medea se limitó a masticar otro
bocado. Si tiempo atrás alguien le hubiese dicho que ella, una invocadora
que provenía de una de las familias más pudientes de Cyrene, se vería
relegada a trabajos de limpieza se habría reído. Lo cierto era que no le
molestaba, no demasiado, al menos la rutina la ayudaba a controlar sus
pensamientos.
En la isla todos cumplían una función. Siempre y cuando pudieses
sostener un paño y hablar con algo de normalidad, las superioras te
consideraban adecuada para trabajar. Así evitaban que tuviesen demasiados
tiempos muertos.
Las labores se repartían entre la limpieza del edificio, el trabajo en el
huerto, la lavandería, la cocina, la enfermería para las más capacitadas y la
carpintería. Hasta entonces a Medea siempre le había tocado la parte de
limpieza.
—¿Guardarás los cubiertos?
Medea asintió ocultando un cuchillo de madera por debajo de la túnica,
no sin antes asegurarse de que nadie reparaba en aquel detalle.
—Tenemos poco tiempo, por favor llévate los tuyos también.
Notó que Mara desviaba la mirada y una sombra gris le empañaba los
ojos. Estaba nerviosa, casi tanto como Medea, pero si de algo estaba
convencida era de que no se quedaría en esa isla. Se había devanado los
sesos intentando esbozar algún plan de escape, pero todos conducían a la
ineludible derrota. Salir de la isla era una tarea complicada, pero no
imposible. Después de unos días de tensión, Medea dio con su única
alternativa.
El muro exterior, si bien era alto y parecía impenetrable, poseía una serie
de fisuras y grietas que Medea había estudiado con atención. Con la ayuda
de algún objeto estable que le permitiese escalar a lo largo del muro y
utilizando una soga hecha con la sábana de su habitación, podría saltar hasta
el otro lado. Un plan que meditaba durante las noches y perfeccionaba a lo
largo del día.
—¿Estás segura de esto?
Medea observó su bonito rostro ovalado, una pelusilla oscura empezaba a
crecerle en la cabeza pelada. Recordó a la Mara de hacía unos meses y
comprendió que la muchacha frente a ella parecía una criatura insegura e
insatisfecha, muy distinta de la persona que había sido.
—Por supuesto, ¿tú tienes dudas?
—Nunca antes nadie ha intentado salir de aquí.
Lo dijo como si las palabras le escocieran.
—¿Qué haremos cuando estemos fuera? —continuó.
Era una buena pregunta. Medea soltó la cuchara y cruzó los brazos sobre
el pecho antes de responder:
—Esperar. Por las mañanas llega el barco con comida, nos colaremos.
Mara puso los ojos en blanco y sus labios se tensaron en una línea en la
que cabían una infinidad de posibilidades.
—Necesitaremos un milagro.
Era cierto. Necesitaban tener esperanza y un golpe de suerte, pero eso
Medea no lo admitiría en voz alta. En lugar de ello, miró hacia la puerta del
comedor y se fijó en la supervisora que vigilaba con gesto serio a los
reclusos. Era Madelia, la mujer que había recibido a Medea y la había
despojado de su pelo y pertenencias. La pose alerta, las manos firmes sobre
la vara de aluminio y el brillo plácido en la mirada la convertían en una
celadora que no solo disfrutaba de su trabajo, vivía por y para él.
—¿Adónde va Madelia? —preguntó Medea frunciendo el ceño en
dirección a la supervisora que acababa de desaparecer por la puerta.
—No lo sé, supongo que a los sótanos —replicó Mara sin siquiera alzar
los ojos.
Los sótanos eran un espacio prohibido para los reclusos. Al fijarse en la
expresión de Mara se dio cuenta de que no podía quedarse allí, no si
pretendía acabar con las labores a tiempo.
—Me voy a limpiar, nos vemos en la noche —dijo Medea tomando la
bandeja y depositándola en uno de los cubos de la basura.
Mara no le dijo nada y Medea se dirigió a los lavabos de la segunda
planta, lejos del bullicio del patio y de la actividad del comedor en el que
todavía quedaban algunos reclusos. Las voces poco a poco se fueron
apagando para dar paso a un silencio íntimo en el que Medea escuchaba con
tranquilidad sus propios pensamientos. Sosegó su espíritu y atravesó un
pasillo de paredes lisas y el suelo de madera salpicado de abolladuras y
grietas. Aquella parte del edificio solía gozar de una paz inusual, y Medea
encontraba allí un lugar apartado en el que no ser molestada.
Comprobó que en los lavabos no había nadie y agarró la escoba para
empezar su labor del día.
Apartó una de las puertas de los cubículos y el fuerte olor a amoníaco la
hizo arrugar la nariz. Empezó a limpiar, con movimientos mecánicos
mientras sus pensamientos vagaban hasta un pasado en el que ella era una
persona diferente.
Un ruido procedente de la puerta la hizo erguirse, nerviosa.
—Vaya… —dijo una chica que debía tener un par de años más que ella.
Era alta, con los músculos torneados y una mirada felina en el rostro
bronceado—… y yo que pensaba que la amenaza de Adra te había
persuadido de no salir de tu habitación.
Reconoció aquella expresión hambrienta y se recordó que era una de las
cómplices de Adra.
—No he pisado la zona norte.
Su voz resonó contra las paredes.
—Así que has intentado ser buena…
La chica miró los botes de desinfectante y de un manotazo los tiró en el
suelo haciendo que el líquido se derramara y formara enormes charcos.
Medea pegó la espalda a la pared, preparada para otra paliza, y se quedó
rígida cuando la chica se acercó, un paso, dos pasos, tres pasos. Tomó la
escoba y la apartó dejando a Medea indefensa y paralizada en un rincón.
—No quiero verte aquí —dijo a un palmo de distancia. Dejando que su
aliento fétido le alcanzara el rostro.
Medea asintió, temblando. La desconocida esgrimió una sonrisa y con
una velocidad absoluta sujetó la muñeca de Medea, que se quejó de dolor
cuando las articulaciones crujieron ante la fuerza del agarre.
—Por favor…
—Adra quiere romper cada uno de tus bonitos huesos.
Se quedó paralizada.
—Y yo tengo ganas de ver qué hay bajo esa carne de invocadora, siempre
he sentido curiosidad…
Medea ahogó un gemido y la presión sobre su muñeca se aflojó. Ni
siquiera se detuvo a pensar, no permitió que las dudas la asediaran en un
momento tan crucial.
Se levantó con dificultad y comenzó a avanzar de regreso a su habitación.
Apoyó los dedos en la pared para mantener el equilibrio y no echó la vista
atrás en ningún momento. Si todo salía tal y como lo había planeado, en
pocos días no tendría que volver a preocuparse por Adra ni por sus
secuaces.
16
Ariadne
Empezó a llover justo antes de que aparcaran el coche. No era más que una
tenue llovizna que arremetía contra el ritmo ajetreado que se respiraba en la
gran ciudad. Ariadne se apeó del coche y se resguardó bajo un paraguas
negro que Dorian le tendió. Él parecía relajado, mucho más que ella,
cuadraba los hombros en una posición natural que contrastaba con la rigidez
del cuello de Ari.
Rodearon la calle atestada de personas y sus ojos admiraron el edificio
alto e impoluto del Consejo. Dos focos dorados iluminaban la fachada que
aguardaba con paciencia a los nuevos invitados de la Cumbre Ruina. Tenía
un aspecto impresionante, incluso las calles estaban decoradas por arreglos
florares y pequeñas luces que casi disuadían a Ari de la gran crisis que vivía
Cyrene en aquel momento.
—A Julian le encanta presumir —dijo Dorian a su lado mientras pasaban
frente a un poste que estaba rodeado por una docena de girasoles—. Quiere
impresionar a las embajadas y cree que cuanto más grande y vistoso sea
todo, será mejor.
La mención de Julian hizo que el pulso de Ari se acelerara levemente.
Maldijo la sensación de vértigo y frunció el ceño cuando alcanzaron la
entrada. Dos hombres de uniforme azul y boinas negras custodiaban la
puerta principal con sendas expresiones taciturnas.
—Buenas noches, caballeros —saludó Dorian inclinando la cabeza con
amabilidad.
En los ojos de los vigilantes brilló el reconocimiento, y ambos se hicieron
a un lado para dejarlos entrar al edificio. Ari no pasó desapercibida la
mirada cauta que le echaron a ella que, con todo el esfuerzo del que fue
capaz de reunir, sonrió intentando parecer encantadora.
No estaba segura de si el gesto le habría salido natural y en cuanto sus
pies alcanzaron el recibidor, poco le importó. El interior del Consejo estaba
adornado con absoluto esmero impresionando a todo el que lo veía.
Las escaleras se iluminaban bajo dos lámparas acristaladas que bañaban
la pared de una luz violeta. Dos guirnaldas decoraban las columnas del
fondo del recibidor que daban hasta el ascensor lateral en el que una docena
de personas aguardaba. Del techo colgaban diminutas lamparillas de papel
que parecían flotar como motas de polvo por encima de la cabeza de los
invitados.
Un camarero se apresuró a acercarse a ellos con una bandeja de canapés y
otra con copas de champán. Dorian aceptó una copa y Ari la rechazó
discretamente.
—Vamos a esperar a que el reloj marque las doce —musitó Dorian
acomodándose en una esquina desde la que obtenían una visión completa
del salón.
Ari asintió y mantuvo la mirada en un grupo de personas que acababan de
llegar. Parecía una embajada completa por la cantidad de personas que
componían la numerosa comitiva. Del grupo destacaba una chica muy joven
con el cabello rubio que lucía un vestido dorado con un escote ancho que
resaltaba la piel ámbar de sus hombros.
La chica sostuvo la mano de un joven increíblemente parecido a ella y los
dos subieron por las escaleras adosadas al fondo.
—Son los príncipes de Khatos —le explicó Dorian y Ari sintió la envidia
crepitar en su interior ante el dominio de sus movimientos—. Halia y
Bayac.
Poseían el temple de quienes estaban acostumbrados a tenerlo todo en la
vida. Ari bajó los ojos a la punta de sus zapatos desgastados y un suspiro se
abrió paso hasta sus labios. Definitivamente había gente que nacía para
reinar y los herederos de la ciudad del sol eran la prueba de ello.
—Hay gente tan diferente aquí —susurró, sorprendida.
—No olvides la variedad de culturas que componen a Ystaria. Hay
ciudades con las que compartimos similitudes e incluso celebraciones, pero
otras tantas como Khatos, Arcadia o Etrius no pueden ser más diferentes de
nosotros.
A través de las sedas podía imaginar los intereses que se movían entre la
marea de desconocidos que comenzaban a agruparse en el medio del salón.
Sabía que era tarde, pero Ari se arrepentía de haber elegido aquel vestido
descolorido que se le ceñía a las caderas y desentonaba con la elegancia de
los invitados. Un vulgar modelito que horrorizaría a Kaia y aunque el
momento no se presentaba idóneo para acariciar tales pensamientos, no
podía sacárselos de la cabeza; en especial porque por primera vez en lo que
llevaba de la noche, deseó con todas sus fuerzas no cruzarse con Julian.
Necesitaba concentrarse en su amiga y en el plan de fuga que Dorian
había elaborado. Gracias al lugar en el que se habían acomodado, tenían una
vista privilegiada de la entrada del Consejo y Ari alcanzó a fijarse en cada
una de las comitivas que fueron llegando.
A Julian no se lo veía por ninguna parte y Ari sintió un gran alivio a la
vez que decepción. El plan era simple: aprovecharían el revuelo de la
celebración para aventurarse a los pisos superiores del edificio en busca de
Kaia.
Dorian cambió de postura varias veces y la punta de su zapato repiqueteó
contra la alfombra al ritmo frenético del corazón de Ari.
Otra embajada apareció en el umbral y solo entonces Dorian señaló el
reloj de la pared y dijo:
—Vamos.
Ari siguió a Dorian hasta un vestíbulo apartado en el que no se
encontraron con nadie. Este momento le recordó a las escapadas que habían
vivido con Kaia tiempo atrás, aunque aquello no era tan peligroso como lo
que estaban haciendo allí. Mantuvo la mirada fija en sus pies mientras
Dorian la conducía a través de otro pasillo alargado decorado por enormes
retratos. Atisbó una fotografía en blanco y negro de Kristo y por el rabillo
del ojo percibió que Dorian se encogía al pasar ante los ojos de su difunto
padre.
—Nunca te dije que lo sentía. Tu padre… fue horrible, lo lamento —
balbució con voz baja, llena de pena.
—No es necesario. —Su voz ocultaba un matiz frágil—. Ha pasado
mucho de eso y he aprendido a convivir con la ausencia.
A estas alturas ya no servía de nada lamentarse; Ari cambió de tema.
—¿Sabes cómo la sacaremos?
Dorian asintió.
—Tengo pensado usar la única carta con la que contamos a nuestro favor.
Ella enarcó una ceja sin entender la referencia.
—Mi estatus en el Consejo —advirtió él doblando en una intersección
que los condujo hasta una galería amplia con las paredes doradas—. No
tengo el poder de hacer que la liberen, pero puedo pedir hablar con ella y tal
vez ganar algo de tiempo.
Ari deseó rebatirle que en el Consejo las cosas no funcionaban así, pero
creía que si Dorian apelaba a esa situación era porque resultaba posible.
Recuerda a Myles, buscaba siempre caer en gracia a los demás, se dijo con
algo de tristeza, incómoda al pensar que muchas personas utilizaban sus
privilegios para conseguir lo que deseaban.
Cruzaron en una esquina que desembocaba en un vestíbulo alargado.
Aquella zona del edificio parecía ajena a las celebraciones que tenían lugar
en las dos primeras plantas. El silencio flotaba en el aire entremezclándose
con el suave olor que persistía incluso tan lejos de la decoración. Ari echó
una mirada breve al reloj y comprobó que quedaban escasos minutos para
que la primera sesión de la Cumbre empezara.
—¿Dorian?
Ari se detuvo, estupefacta y algo agitada ante una voz que conocía.
Kassia, la madre de Dorian, estaba en la esquina del pasillo con una ceja
poblada en alto.
—¿Qué haces aquí?
Con esa pregunta, Kassia se acercó hasta ellos. La mandíbula de la mujer
estaba apretada, y sus labios denotaban una inesperada sorpresa porque, por
supuesto, no esperaba encontrarse con su hijo en el Consejo.
—Estaba dando un paseo.
La respuesta de Dorian fue floja, demasiado improvisada. Eso hizo que
Kassia alzara sus perfectas cejas y estudiara con calculado interés la actitud
de su hijo. A Ariadne no le pasó desapercibido el hecho de que no existió
saludo alguno entre los dos.
—¿En el edificio del Consejo? —Chasqueó la lengua y apuntó las
escaleras con un dedo—. Si lo que buscas es un poco de espectáculo estás
en el lugar equivocado, tienes que bajar. En cuanto a ti…
Sus ojos calculadores cayeron sobre Ari.
—No deberías estar aquí. —Luego se giró hacia Dorian—. Espero que tu
intención no haya sido venir a buscar a Kaia.
—Por supuesto que no —mintió Dorian y Ari se enfureció ante la mirada
esquiva que le dedicaba Kassia. Como si pudiese intuir la mentira bajo el
tono frío de su hijo—. Creo que olvidas lo que pasó con mi padre, no tengo
ningún interés en verla.
—Eso espero.
Dorian entreabrió los labios para replicar cuando el sonido de unos pasos
interrumpió la conversación. Al fondo de la galería un chico desgarbado
apareció con el rostro perlado por el sudor, sus ojos se iluminaron al ver a
Kassia y con un movimiento precipitado se acercó hasta ellos.
—Perdón —dijo con la respiración acelerada—. Mi señora, tiene que
venir, solicitan su presencia. No… —Dudó antes de continuar—. No
encontramos al señor Julian.
Los ojos de Kassia se abrieron de golpe.
—¿No está en la sala de audiencias?
El chico negó en redondo y Kassia frunció el ceño. Que Julian no
estuviese preparado para la primera sesión de la Cumbre era cuanto menos
preocupante.
—Maldito Julian, acabará con mis nervios —escupió perdiendo
momentáneamente la compostura—. Espérame abajo y entretén a la gente
el tiempo que sea necesario. Efesto, por favor, que nadie note la ausencia de
Julian, de seguro estará borracho en algún rincón del edificio.
Efesto los miró de reojo antes de asentir y alejarse por el mismo camino
por el que había llegado. A Kassia le bastó dar un paso adelante y con una
mirada resignada soltó:
—Ya hablaremos tú y yo, luego. —Matizó la última palabra con algo
parecido a la inquietud—. Ni se te ocurra acercarte a la chica.
Y desapareció como un suspiro.
La tensión sobre los hombros de Ari disminuyó un poco, a pesar de que
todavía le aguardaba la parte más difícil del plan.
—Mi madre y yo nunca hemos tenido una buena relación —explicó
Dorian y dejó escapar un suspiro resignado—. No me perdona que trabajase
con mi padre, para ella fue una especie de afrenta. No había medias tintas, o
estaba con ella o con Kristo.
Ari arrugó la frente.
—Elegiste el Consejo.
—No —admitió él y retomó la marcha haciendo que Ari lo siguiera
através del pasillo—. Elegí hacer algo que me gustaba. Trabajar para el
Consejo era lo que quería y mi padre era esa puerta. Fue la primera vez que
tomé una decisión egoísta.
Dorian sacudió la cabeza con tristeza y Ari vio un millón de dudas
plegadas en su rostro. Le sostuvo la mirada antes de subir por unas escaleras
anchas y solo cuando el ruido de la música quedó amortiguado por el
silencio, se atrevió a preguntar:
—¿Crees que Julian esté metido en un problema?
Dorian chasqueó los dedos.
—Siempre lo está —replicó poniéndose en marcha—. Pero en este
momento no creo que sea de nuestro interés. Vamos.
19
Julian
Cuando llegó el amanecer, las sombras bajo sus pies se alargaron y el miedo
a la oscuridad se rezagó en algún recóndito espacio de su alma. Medea se
había quedado en el patio sin hacer ruido, fingiendo que no estaba tan rota
como se sentía.
El sol llegó y la angustia de Medea no se disipó, se mantuvo anclada a su
piel, tan persistente como el dolor que latía en sus huesos. Allí no crecían
flores, no existía la esperanza ni quedaba un resquicio de bondad en
aquellas almas en pena que caminaban envueltas en la tragedia. De
inmediato supo que no podía quedarse allí. Si Adra volvía a encontrarse con
ella tal vez fuese mucho menos amable que la noche anterior.
Sus pies la arrastraron de regreso al edificio y durante el trayecto acarició
pensamientos siniestros que la atormentaron tanto como las sombras a las
que no podía llamar. Era un lugar solitario en el que solo cabían las
traiciones y por eso, cuando alcanzó el pasillo que daba hasta su alcoba, la
angustia remitió un poco y dio paso a un sentimiento diferente: melancolía,
nostalgia.
Podía volver a su habitación y meterse en la cama hasta que sus heridas
sanasen, hasta que los oídos dejasen de pitarle. Pero Medea no se veía capaz
de caminar el trecho que la llevaba hasta ese refugio porque tendría que
pasar frente a la puerta de Mara.
Te estás convirtiendo en la cobarde que tu padre predijo, musitó un
fantasma en su cabeza.
Medea dejó que sus pies la llevaran hasta la lavandería casi sin ser
consciente de ello. Por suerte, el lugar estaba vacío y el olor a lavanda y
desinfectante distrajo su mente atormentada, por lo que se dejó caer sobre
las baldosas. En el extremo se posaba un tendedero alargado en el que
flotaban algunas sábanas y túnicas viejas, las apartó y se dejó caer en el
suelo.
Las lágrimas salieron solas. No pensó en Mara ni en su expresión
sombría, tampoco en los golpes de Adra. Llevaba tantas horas reprimiendo
el llanto que en cuanto cayeron los muros invisibles que la guardaban, lloró
esperando amainar la tormenta que bullía en su interior.
Mientras lloraba no notó que un segundo sollozo acompañaba al suyo.
Tuvo que contener la respiración para percibir el sonido apagado que se
desdibujaba dentro de la lavandería.
Había alguien allí, con ella. Y parecía tan afligido como la misma Medea.
Se limpió las lágrimas con el borde de la túnica sucia. El suelo de madera
crujió cuando se levantó y ella maldijo su falta de delicadeza, si quería
discreción, desde luego no lo estaba consiguiendo. Aunque estaba tan
dolorida que tampoco podía permitirse el lujo de ser especialmente
cuidadosa.
Apartó los botes de suavizante con cuidado y luego revisó el resto de los
cestos que estaban completamente vacíos.
¿De dónde venían esos gemidos?
Miró a su alrededor y tras unos segundos, lo vio. Era un niño. Estaba en
la esquina con el rostro surcado por las lágrimas y ella no fue capaz de
contener la tristeza cuando aquellos ojos la miraron con terror.
—No te haré daño —dijo al ver que el chico se encogía un poco más. Su
voz sonó ronca, insegura, pero no le importó. El niño levantó el rostro y ella
se fijó en la mancha negra que le salpicaba la barbilla.
No era un niño exactamente. Debía ser un adolescente, aunque el mentón
apenas formado y las pecas que serpenteaban por su nariz le daban un
aspecto bastante infantil. El chico se protegió el rostro con los brazos en un
gesto que rompió la voluntad de Medea. Parecía que, después de todo, no
era la única que buscaba esconderse.
—¿Eres amiga de Adra? —Medea negó sin poder contener un escalofrío
y notó que el chico se desinflaba de puro alivio—. Yo trabajo aquí, a las
nueve.
Su dedo señaló el reloj que marcaba las siete menos cuarto.
—¿No es un poco temprano?
—Sí, pero no puedo pasearme por los pasillos más tarde o Adra me verá
y…
La voz se le rompió y las lágrimas volvieron a asomarse bajo sus
pestañas.
—Soy Medea.
—Yo Lucio. —Le tendió la mano en un gesto completamente normal que
hizo que Medea añorara esa cotidianidad de fuera. Hacía mucho que no
conversaba con nadie que no fuera Mara—. ¿También te escondes de Adra?
La pregunta la tomó desprevenida y no supo muy bien qué responder. Se
dejó caer al lado de Lucio y tras un segundo de duda, asintió asumiendo una
debilidad que le pesaba en el alma.
—No te sientas mal, Adra es así con los nuevos —admitió Lucio
rascándose la mancha de la barbilla—. Bueno, yo llevo varios meses aquí,
casi desde que abrieron este lugar…
Su voz bajó dos octavas y Medea notó que el chico se quedaba sin habla.
Se apresuró a darle una palmadita suave sobre la rodilla, ella entendía su
miedo.
—¿No te has adaptado aún?
—¿Quién podría adaptarse a un sitio como este? —Se aclaró la garganta
—. Muchos han conseguido sobrevivir a esta prisión, incluso forjar
amistades. Pero yo no.
Medea levantó la vista y vio que a Lucio le costaba horrores decir aquello
en voz alta. De cerca, podía apreciar el suave contorno de su rostro redondo,
tenía una piel bonita marcada por un par de cicatrices que iban desde la
muñeca hasta el antebrazo. Al sentir la atención de Medea, se apresuró a
ocultar el brazo tras su espalda.
—Todos lidiamos con el dolor como podemos.
—No te juzgo —dijo ella con suavidad y se abrazó las rodillas—. Yo
también me siento desorientada en este lugar. He perdido a alguien muy
importante para mí.
Lucio ladeó la cabeza con curiosidad.
—¿Han llevado a más personas a los sótanos?
Su pregunta escondía un temblor que heló el cuerpo de Medea.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, a mi padre lo llevaron allí. Murió al poco tiempo. —Se acercó
un poco más hacia Medea—. Pero hace una semana se han llevado a dos
chicos de mi planta.
El rostro de Lucio expresaba rabia y a la vez tristeza. Medea se mordió el
labio mientras se pasaba una mano por la cabeza. ¿Qué era lo que pasaba en
aquel lugar?
—¿Por qué estás aquí? ¿Cuántos años tienes?
El joven dudó, indeciso de contarle la razón de su encierro.
—Cumplí los trece antes de llegar a la isla. —Una pausa que dejó sin
aliento a Medea, era tan solo un chiquillo—. A mi padre y a mí nos atacó
uno de esos demonios —musitó con voz queda. Lucio arrastraba las eses, lo
que hacía que su voz pareciese aun más infantil—. Mi padre quedó sumido
en una especie de letargo, no sabría explicarlo. Se volvió diferente…
—Entiendo a lo que te refieres.
Lucio asintió y continuó:
—Pero yo no, yo seguí siendo tal y como era. Nos trajeron aquí y nos
dijeron que era una medida de seguridad, que no querían alertar a la
población. Mi padre no dio señales de mejoría y no sé cuánto tiempo ha
pasado desde que se lo llevaron a los sótanos.
—¿Así sin más? ¿No te dieron ninguna explicación?
—Dijeron que estaba enfermo —repuso él y dejó escapar un suspiro.
Medea apreció las cicatrices de sus brazos, brillaban bajo la luz—. Yo pensé
que decían la verdad.
Medea cerró la mano en un puño que esperaba pudiese contener toda la
rabia que guardaba. La indignación hizo mella en ella, que era incapaz de
entender las razones del Consejo para aislar a esas personas durante tanto
tiempo. Odiaba su castigo, no iba a negarlo, pero lo entendía. Lo que no
alcanzaba a comprender era que tuviesen a personas como Lucio en ese
lugar, encerrados tras varios meses sin que ni siquiera presentasen secuelas
tras las agresiones de los aesir.
Allí había algo que no encajaba. Y la curiosidad atenuó un poco el deseo
de salir de aquella isla. Antes de escapar, tenía que descubrir qué ocultaban
en los sótanos.
22
Ariadne
Los guardias, esperando que Kaia se viera amenazada, alzaron las dagas y
la acorralaron contra la pared dejándola en una aparente encrucijada. Ella
esbozó una mueca de fastidio que obligó a Dorian a dar un paso al frente
con las manos en alto, el cabello se le derramaba sobre los ojos acentuando
la rigidez de sus labios, la tensión de su mandíbula. Era un gesto que
pretendía ser conciliador, pero que no calmó en absoluto a los guardias.
Dorian estaba allí. Su presencia era como miles de agujas que se clavaban
en el corazón herido de Kaia. Bajó la mirada, incapaz de enfrentarse a la
decepción que ardía en sus ojos. Temía que pudiese ver las dudas que
embestían su voluntad. Temía que pudiese leer el anhelo de ella. Había
echado de menos a Dorian. Todo en él era sublime, perfecto y por eso le
dolía tanto saber que estaba en peligro por su culpa.
Empujó el recelo y antes de que fuese consciente de lo que estaba
ocurriendo, se acercó hasta él.
—Podemos llegar a un acuerdo —musitó Dorian con voz firme. Su
propuesta no tentó a los guardias que, impulsados por el sentido común,
invocaron dos sombras espesas que arrojaron sobre ellos.
Un hilo oscuro pasó silbando junto al oído de Kaia, que estaba preparada
para la reacción. Esquivó el ataque dando un salto a la izquierda, lo que
sorprendió al guardia que la miró con asombro; este volvió a arremeter
contra ella invocando otra nube oscura que Kaia no tuvo necesidad de
sortear. Halia levantó su daga e invocó dos sombras a modo de escudo.
—Prueba por la izquierda —gritó la reina y Kaia maldijo en cuanto se
percató de que otro de los guardias lanzaba una sombra hacia ella.
La esquivó por los pelos apartándose segundos antes de que impactara
contra la columna que estaba al lado. Kaia tomó la daga que Halia le había
entregado y se arrodilló para esconderse de los ojos del guardia, el hombre
se movió, se preparaba para atacar. Quería gritar, acabar con aquel baile de
violencia que consumía sus fuerzas. No lo hizo. Contuvo la rabia y observó
a Ari que permanecía apartada de la lucha, justo al lado de Dorian que se
movía con precisión invocando hilos de sombras que bailaban sobre la daga
y arrojaba contra el hombre que no parecía en absoluto preocupado.
Ari.
No podía permitir que le pasase nada.
¿Cómo se le había ocurrido ir a buscarla? ¿Por qué se arriesgaba a todo
esto?
No tenía tiempo para responder aquellas preguntas. Sonó una explosión.
Kaia se quedó inmóvil cuando la luz del pasillo titiló levemente por encima
de su cabeza hasta apagarse por completo.
—¡Maravilloso! —exclamó Halia, continuaba entretenida con uno de los
guardias.
Kaia pasó por su lado y le echó un vistazo a Ari que intentaba esconderse
un poco más en su rincón. Lanzó un chillido cuando uno de los hombres le
sujetó el brazo y tiró de ella para sacarla de su escondrijo haciendo que la
furia de Kaia se encendiera aún más. Estaba cansada y con la energía
debilitada, pero no permitiría que lastimaran a Ariadne.
El corazón le latía ferozmente contra las costillas mientras se recordaba
que no podía invocar magia arcana para ayudarla, no a esa distancia. El
hombre sujetó el cuello de su amiga con el antebrazo y se ocultó tras ella
utilizando su cuerpo como escudo. Kaia repasó mentalmente sus opciones y
se fijó en el hilo parduzco que titilaba en el pecho de su enemigo.
—No es invocadora, déjala ir —ordenó con la rabia contenida en las
palabras.
Estaba a punto de invocar una sombra cuando algo impactó contra su
espalda y ella golpeó el suelo con un ruido sordo. La daga se le resbaló de
las manos. Un error en un momento crucial.
Alzó la cabeza, desesperada, y se fijó en el tipo que sujetaba a Ari con
una sonrisa llena de satisfacción. El terror en el rostro de su amiga la obligó
a levantarse a sabiendas de que las posibilidades se le escurrían entre las
manos. No necesitaba ver a sus compañeros para percibir la desesperación;
si ella caía, caerían todos y estaba convencida de que Julian no sería
condescendiente con ninguno. El ruido de ese pensamiento la obligó a
levantarse. Dorian se acercó y Halia se quedó del otro lado apuntando con
la daga a dos de los guardias que se encontraban arrodillados en el suelo.
Mientras miraba a Ari se dio cuenta de que uno de los guardias se
impulsaba hacia ella invocando dos sombras pequeñas que le impactaron en
el pecho.
Kaia resbaló y una gota de sangre manchó el suelo. Se quedó inmóvil,
esperando el dolor. Pero no sintió nada y cuando se llevó los dedos al
pecho, descubrió que el hilo plateado que ardía en el centro retenía a las
sombras que poco a poco se difuminaron hasta convertirse en niebla.
—Ve a por el de la izquierda —dijo Dorian y le entregó su daga mientras
se arrojaba a buscar la que Kaia había perdido.
No tuvo tiempo de agradecérselo porque la escaramuza continuaba
alrededor de ella. Notó el peso del arma en la punta de los dedos y un
fogonazo de poder vibró en sus huesos desprendiéndose de las ataduras,
liberando el poder.
Kaia apretó el filo contra la piel y ahogó un gruñido leve cuando la sangre
brotó. Una especie de corriente eléctrica subió por su espalda y, de
inmediato, las líneas se hicieron visibles ante sus ojos. Inspiró
profundamente y notó el calor de las pulsaciones arcanas, el eco de su
llamada que se abría paso a través de su torrente sanguíneo como una
tempestad. La magia rugió y sus ojos distinguieron el laberinto de hilos que
se extendían por la sala. Múltiples colores que vibraban y marcaban la
frontera entre la vida y la muerte.
El sonido de la lucha se amortiguó en sus oídos y convirtió los gruñidos y
forcejeos en un eco que parecía encontrarse a años luz de distancia. Casi se
atraganta con sus lágrimas cuando fue consciente de que si quería salvar a
sus amigos y salir de allí, tendría que dejar un río de cadáveres a su paso.
El miedo le paralizó una parte de su corazón cuando estiró la mano
izquierda y sus dedos se aferraron a uno de los hilos de vida que se asían a
los pechos de aquellos hombres. Sintió su rabia. La furia y el miedo que
invadían a aquel hombre obligado a contener a una mujer peligrosa, a una
mujer antinatural como ella. El hilo se volvió más pálido, casi difuso, y
Kaia percibió que la temperatura disminuía notablemente. Dio un leve tirón
haciendo que el hilo pasara del rojo al blanco, extinguiendo la vida que
rebozaba en él.
La magia arcana era vigorizante, avivaba sus nervios y convertía su
cuerpo en un arma capaz de controlar a otros. Sonrió, agradecida por el
calor que se extendía por sus músculos.
—Kaia, no… no lo hagas.
Pero era tarde. La resignación en la voz de Dorian, como si pensase que
muy en el fondo existía un atisbo de esperanza para alguien como ella.
Los dedos de Kaia sujetaron otro hilo y las terminaciones nerviosas del
hombre se fueron apagando mientras ella forzaba la vista y contenía un
suspiro de pura satisfacción. Lo dejó inconsciente y pasó al siguiente. Este
tenía un hilo un poco más reluciente, de un color cobalto rutilante que hizo
que apreciara la determinación del sujeto. Kaia parpadeó con fuerza
esquivando los puntitos brillantes que comenzaban a aparecer en su campo
de visión, la sangre que le salía por la nariz y le bajaba por el mentón.
Aquel hombre le costó un poco más, sus pensamientos se ralentizaron y la
bruma densa hizo que sintiera la cabeza pesada. Cuando tiró del hilo del
otro hombre, el cansancio rugía en su interior.
—¡Cuidado! —exclamó Halia, que había saltado a su lado para empujarla
contra la pared. Sus ojos frenéticos ardían mientras su mano invocaba una
sombra alargada que giró y se convirtió en un tornado y arrojó sobre otro
guardia que cayó por las escaleras—. No tienes buen aspecto.
Kaia se mordió el labio para no escupirle una respuesta mordaz, en lugar
de ello se mantuvo quieta, con el aire acumulado en los labios.
—¿Kaia? —insistió la reina y ella enfocó los ojos en aquel rostro dorado.
La chica la agarró por los hombros, temblando—. ¿Puedes seguir?
No mucho más, pensó al advertir las manchas borrosas en su campo de
visión. Un guardia acababa de moverse cerca de Dorian haciendo que la
realidad y la urgencia golpearan a Kaia que, tras una breve pausa, asintió.
—Por supuesto —replicó Kaia alzando una mano para limpiarse el hilo
de sangre que le salía de la nariz.
Atrás de Halia divisó a Dorian, que sostenía la daga en alto y arrojaba
diminutas sombras espesas para mantener a raya a los otros dos guardias
que quedaban.
—A tu izquierda —dijo Dorian con la mandíbula apretada y Kaia
entrevió el hilo del guardia que acababa de abalanzarse sobre ella. El
corazón le dio un vuelco, apenas tuvo tiempo a esquivarlo apartándose un
poco hacia atrás. Sus dedos fueron rápidos y por un breve instante lo
agradeció, tocó el hilo que resplandecía en un tono verdoso y apagado.
Demasiado resentimiento, ira. Podía sentir en el retumbar de su propio
pecho, entremezclándose con las sensaciones que tensaban el hilo bajo sus
dedos.
Kaia tiró del hilo con fuerza y su estómago se contrajo cuando la
conciencia del hombre se esfumó.
—¿Queda alguno más? —preguntó con la voz pastosa y se apresuró a
cubrirse la herida del brazo con la tela del vestido. Apoyó una mano en la
pared y mantuvo el equilibrio mientras se fijaba en los cuerpos que yacían
sobre el suelo. Cuatro hombres en tan solo unos minutos era un récord que
esperaba poder contarle a Aracne.
—Dorian ha controlado al último —replicó Ari saliendo de su escondrijo.
Tenía las gafas empañadas y un leve temblor sacudía sus brazos—. ¿Tú
estás bien?
Kaia asintió y se echó el pelo detrás de las orejas antes de responder:
—Perfectamente.
En ese momento, Halia carraspeó y Kaia se volvió hacia el pasillo. Tres
guardias acababan de aparecer en la galería y, por sus expresiones sombrías,
dedujo que su única misión era atraparla y regresarla a la habitación antes
de que Julian notara su falta. Giró sobre sus talones y sus ojos se
encontraron con los de Dorian, que pareció sorprenderse ante la cercanía de
sus cuerpos, entonces dijo:
—Tenemos que salir de aquí antes de que den la alarma.
Dorian asintió y una punzada de añoranza recorrió la columna vertebral
de Kaia, que maldijo su parte humana y la facilidad con la que a veces
podía caer presa de sus emociones. Es porque estás al límite de tus fuerzas,
se dijo, pero cuando Dorian le rozó la mano, supo que ni ella misma podía
creerse aquellas mentiras.
—Veo que tenéis claras vuestras prioridades —dijo Kaia con los labios
apretados en una línea recta. Las botas de los guardias hicieron crujir la
madera bajo sus pies y finalmente se adentraron en la galería impidiéndoles
la huida—. Se acabó, me habéis cansado y estoy harta de los juegos de
Julian.
Ninguno respondió.
Los rostros de los guardias estaban endurecidos por la labor y Kaia no los
envidió a pesar de que era ella quien no podía abandonar el edificio con
libertad.
Si intentaba tomar dos hilos arcanos al mismo tiempo podía perder el
conocimiento. Tenía que tomar una decisión. Sus ojos se cruzaron con los
de Dorian y decidió que estaba preparada para lo inevitable. Morir sería
fácil, o eso había creído alguna vez, pero lo cierto era que Kaia tenía mucho
miedo. Reprimía el terror feroz a no poder controlar el impulso que justo en
ese momento la obligaba a recurrir a una medida desesperada. Casi podía
escuchar la advertencia de Aracne, casi podía apreciar su voz nítida
instándola a pensárselo mejor. Pero no veía otra opción, no tenía otra
alternativa más que intentarlo.
Se limpió las lágrimas que había contenido en sus ojos y el olor a sangre
impregnó sus fosas nasales. Encerró el miedo en lo más hondo de su mente,
en el fondo de su pecho, en algún lugar en el que no pudiese hacerle daño.
Y lo hizo; otro corte, otra herida.
De inmediato, movió la mano ensangrentada y sintió el calor de la magia.
La boca se le llenó del sabor a óxido y apretó los dedos en torno a los dos
hilos que se aferraban a ellos. Un estallido de dolor hizo que las rodillas le
temblaran y Kaia cayó al mismo tiempo que los hombres se desmayaban.
—¿Estás bien?
Alguien le sujetaba la cabeza, pero Kaia no era capaz de verle el rostro.
Me estoy muriendo, comprendió mientras los bordes del mundo
comenzaban a apagarse hasta convertirse en oscuridad. Kaia se hundió en
su conciencia, quebró la fina capa de hielo que sostenía su cordura y se
adentró en los confines de la magia arcana.
Estaba perdida.
24
Julian
Kaia se sacudió con fuerza bajo esa red de pesadillas que no la dejaban
volver al mundo real. Una docena de voces que chocaban contra sus
pensamientos. Se superponían unas a otras y se iban desdibujando conforme
la luz brillante se colaba entre las grietas de sus párpados y la devolvían a
un mundo roto.
Otra vez aquel sueño.
Llevaba meses soñando con un pozo de hilos dorados. La magia arcana
titilaba y la reclamaba mientras los hilos la absorbían y doblegaban. Era un
sueño horrible, asfixiante que la hacía sentirse encerrada.
Tras una eternidad en las sombras, inhaló profundamente y abrió los ojos
para encontrarse en un salón amplio en el que la luz era demasiado pálida y
molesta.
—¡Está despierta!
La voz le llegó amortiguada por una exclamación que Kaia reconocería
en cualquier mundo. Sus ojos saltaron al rostro preocupado de Ariadne
mientras los pensamientos se fueron deshaciendo.
¿Cómo había llegado hasta allí?
Con cuidado se incorporó y con creciente horror comprobó que las voces
no eran tantas como imaginaba, allí solo se encontraba una princesa a la que
le llevó un minuto reconocer y su amiga Ariadne. Kaia enseguida notó el
vértigo de la situación, cerró los ojos y se inclinó un poco para vomitar a un
lado del sofá en el que estaba acostada.
—Es una agradable manera de volver a la vida —dijo limpiándose la
boca con el dorso de la mano mientras Ari aparecía con un trapeador.
—Ni que lo digas, ya era hora de que despertaras —respondió Halia sin
titubear. Estaba sentada junto a una de las ventanas con las piernas cruzadas
y un gesto de aparente calma en el rostro.
Los ojos de Kaia recorrieron el pequeño salón en el que tantas veces
había pasado el tiempo. Se reclinó en el sofá y contempló el lugar que
guardaba tantos de sus recuerdos. Era el apartamento de Dorian.
Su primer instinto fue echar un vistazo a las cortinas de muselina gris que
permanecían tal y como ella las recordaba. Junto a la entrada se posaba un
arcón dorado y al otro lado había un mueble de madera de roble con flores
ornamentales grabadas en las estanterías. Sobre una de las baldas
descansaba un pequeño retrato de Kristo que destacaba por encima de la
foto que Dorian había colgado en la pared en la que una Kaia mucho más
feliz sonreía a la cámara.
Aquella imagen la desestabilizó. Apenas reconocía a esa chica. Pertenecía
a un tiempo en el que era otra persona.
—¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Halia se inclinó hacia delante y posó las rodillas sobre los codos para
responderle:
—Has hecho una demostración casi ejemplar de la magia arcana. Antes
de subirnos al coche de Dorian te quedaste dormida.
Recordó todo. Las voces superpuestas. Los invocadores atacándolos, la
muerte palpitando entre sus labios. En cuanto consiguió acabar con los que
amenazaban con su huida, Dorian los llevó hasta la salida que su padre solía
usar para escaquearse del Consejo sin que nadie pudiese verlo. La misma
puerta que ella había utilizado hacía tan solo unos meses para entrar.
—Esperaba una salida un poco menos vistoza, pero por suerte no saltaron
las alarmas —agregó Halia—. Si no los hubieses detenido en ese vestíbulo,
habrían alertado a todo el edificio y a los miembros de la Cumbre. Creo que
la situación sería muy diferente entonces.
Los labios de Kaia se abrieron para replicar, pero en ese instante, Dorian
apareció por la puerta y una sombra de alivio cruzó su rostro. A Kaia se le
quedó el aire atascado en la garganta, estaba increíblemente guapo pese a
las sombras grises que le rodeaban los ojos.
La miró y sus hombros se relajaron.
—¿Estás bien?
Con un gruñido tenso asintió y, por absurdo que pudiese parecer, tuvo la
certeza de que entre ellos no había cambiado nada.
—Sí, estoy perfectamente —respondió y juntó las manos para acariciarse
las magulladuras de los dedos y las heridas abiertas de los brazos. La piel
estaba rojiza y algunos de los cortes vendados—. ¿Vosotros estáis bien? —
La mirada dorada de Halia no dejaba de moverse de la puerta hacia la
ventana, como si estuviese esperando a alguien más—. ¿No creéis que
Julian podría venir aquí a buscarme?
Dorian se encogió de hombros y Ari desapareció por la puerta de la
cocina sin decir nada.
—Creo que Julian tiene problemas mucho más serios que atender ahora
mismo —reflexionó Halia y a Kaia se le antojó extraño estar en la casa de
su ex compartiendo el momento con una princesa. Reina, se corrigió.
—Kaia, creo que necesitas conocer tus límites —dijo Dorian
arrodillándose junto a ella, apoyó la mano sobre su rodilla izquierda
haciendo que un leve temblor la sacudiera—. Cuando llegamos aquí,
delirabas. Hablabas en sueños y tenías mucha fiebre. Llevas más de quince
horas dormida.
—Por suerte, tu amiga se ha encargado de cuidarte bien —replicó Halia
levantándose de la silla.
Las palabras atrajeron a Ari, que en ese momento apareció con una
bandeja llena de bollos y varias tazas humeantes.
—Comed, ya nos encargaremos de pensar en algo —dijo Ari con un tono
autoritario que no le iba en absoluto. Tras las gafas de pasta relucían unas
enormes ojeras que denotaban el cansancio de los últimos días—. Tú
especialmente, Kaia.
Se obligó a sujetar una taza a pesar de que no tenía hambre en absoluto.
El calor entre sus dedos y el olor a café al menos reconfortó un poco el
abatimiento que titilaba en su cuerpo.
Los ojos de Ari la estudiaron con vehemencia y su ceño solo se relajó al
verla dar un leve sorbito al café.
—Ya está comiendo así que podemos dedicarnos a pensar en lo que
haremos a continuación.
—¿Podéis dejar de hablar de mí como si no estuviese escuchando?
—Perdona, es la costumbre, bella durmiente —respondió Halia dando un
mordisco a un bollo glaseado y Kaia la fulminó con la mirada—. Bien, la
cuestión es que tenemos que encontrar una manera de detener a la Orden.
No podemos permitir que tomen más ciudades.
Las palabras resonaron con fuerza en la cabeza de Kaia, que parpadeó y
volvió a dejar la taza sobre la mesa. Continuaba agotada, pero bajo ningún
concepto iba a permitir que una desconocida le dijera lo que tenía que hacer.
—Hablas como si esto fuese un trabajo de todos.
Su voz consiguió que Ari se encogiera más en su silla y que Dorian
suspirara evitando el contacto visual con ella. Tenía un corte en la mejilla y
Kaia tuvo que resistir la tentación de acercar su mano para acariciarlo.
—Te saqué del edificio, lo mínimo que me debes es que cumplas con tu
palabra.
Había una amenaza implícita en la voz de Halia que irritó a Kaia. Le
disgustaba ese tono cargado de autoridad, como si por el simple hecho de
haber nacido en una familia real creyese que todos tenían que plegarse ante
su voluntad y obedecerla.
—Me sacaste de una habitación, pero la que consiguió mantener a raya a
los guardias fui yo —repuso Kaia ladeando la cabeza—. No recuerdo que
hayas hecho gran cosa.
Los ojos de Halia relampaguearon.
—Bueno, yo creo que deberíamos calmarnos un poco. —Fue Ari quien
intervino con la voz cargada de vergüenza y un poco de miedo.
—Ari tiene razón —prosiguió Dorian cortando la tensión—. Tenemos que
evitar discutir, y si podemos ayudar en algo para resolver todo este lío, lo
haremos. Kaia, ¿crees que podrías hablar con Aracne?
Kaia lo miró fijamente, esperando que fuese una broma, que no hablase
en serio. Pero Dorian no flaqueó tras su taza de café, al contrario, parecía
recobrar la determinación.
—Yo no puedo hacer nada —dijo ella soltando el aire con fuerza, decía la
verdad, una verdad a medias—. Julian y el resto de los gobiernos deben
contener a la Orden, no yo.
Se puso en pie y un mareo repentino le vino de golpe. Dorian se apresuró
a ayudarla y le sostuvo el brazo haciendo que un escalofrío le bajara por la
espalda.
—La Orden no es el único problema que tenemos —explicó Dorian.
—¿Ah, no? ¿Qué otro problema tenemos? Y espero que con tenemos sea
algo que realmente me incluya, porque yo no tengo ninguna razón para
volver a luchar contra la Orden.
Ari bajó los ojos y Halia fue quien habló:
—Cyrene ha decretado la alarma —dijo. Sus ojos vagaron hasta la
ventana—. Según las noticias es una medida provisional para proteger a la
ciudad de la Orden porque según parece han intentado dar un golpe en
Arcadia con ayuda de demonios.
La preocupación invadió el rostro de Kaia, que alargó la mano y dejó la
taza sobre la mesa.
—¿Aesir?
—No lo sabemos con certeza, pero no lo creo.
Halia hizo un gesto con los labios ante la incredulidad de Kaia.
—Mira por la ventana, por favor —dijo Dorian.
Kaia alargó el brazo y corrió la cortina. La brisa helada le revolvió el pelo
y una ciudad dormida hizo que el aliento se le agolpara en la garganta. Pero
no fue solo eso lo que la impresionó, fueron los cientos de velas que ardían
en cada una de las ventanas de los edificios del distrito. Como si aguardaran
una especie de milagro y ardieran luchando por contener las sombras que se
cernían sobre Cyrene.
—¿Qué… qué significa?
La voz le tembló tanto que cuando se giró no le sorprendió en absoluto
encontrarse con Dorian pensativo y a Ari con los ojos fijos en la punta de
sus zapatos.
—La gente sabe que la Orden ha tomado Khatos, que Arcadia está en
peligro y que pueden venir hasta aquí. Muchas de esas velas son una
petición a Aracne, otras intuyo que están dedicadas a ti.
Aquella respuesta la golpeó. Apretó la mano derecha sobre el marco de la
ventana y notó las sombras bajo sus pies que se estiraban oscureciéndose en
los bordes. Estaban esperando que ella hiciera algo solo porque poseía un
poder que se creía extinto, pero lo que no sabían era que no podía
dominarlo como había creído.
Apretó los labios en una línea recta sin dejar de darle vueltas a lo que
todo aquello significaba. Estaba viva y más o menos entera, sabía que tenía
que tomar una decisión, que no podría postergar más el momento.
Aracne me va a matar, pensó con sorna y se giró hacia Ari que se había
desplomado en la silla, parecía casi tan abatida como ella misma. Sabía que
solo existía una manera de que la diosa los ayudara, una condición que
desde hacía meses esperaba que Kaia aceptara.
Mantuvo la barbilla baja mientras repasaba mentalmente sus opciones y
el mundo se le antojó cruel, oscuro. Tenía que intentarlo.
Esbozó una sonrisa cansada y dijo:
—Os llevaré a ver a Aracne, pero mañana. Por ahora debemos descansar.
Halia se sirvió más café y sonrió complacida mientras Dorian le dedicaba
una mirada dura y se alejaba de regreso a su habitación sin decirle nada.
Habla conmigo, quiso decirle, pero las palabras no acudieron en su
auxilio. Era mejor así, no se sentía lo suficientemente fuerte como para
tener una conversación con él. Lo que molestaba a Kaia no era el silencio o
la distancia que marcaba entre los dos. Le molestaba lo atrapada que se
sentía al saber que sus almas estaban destinadas a permanecer separadas.
El pasillo que daba a los sótanos era estrecho y poseía un techo bajo y
mohoso. El suelo estaba manchado, casi tanto como la conciencia de Medea
que intuía el peligro de meter sus narices en asuntos que no le concernían.
Ella sabía que aquello era una locura sin precedentes, y hasta entonces,
había cometido bastantes, pero la necesidad por saber qué ocultaban,
primaba por encima de su sentido común.
Estaba harta de ser paciente. Esta vez, ella encontraría las respuestas a
esas dudas que desde hacía mucho se acumulaban en el fondo de su mente.
—No hagas ruido —dijo Medea, poniéndose contra la pared.
Lucio la imitó. Sus ojos aniñados parecían cargar con un terror que se
asomaba detrás de la determinación que blandía como escudo. Parecía tan
joven e inexperto que Medea casi se lamentó de ser testigo de cómo le
robaban su vida en aquella maldita isla.
Caminando de puntillas, se deslizaron por las escaleras en las que los
susurros llenaban el aire mientras sus nervios se tambalearan.
Medea vislumbró la puerta al otro lado. Era metálica con diminutos
grabados en cobre en los que se alcanzaba a ver la figura de la Trinidad
sobre las esquinas. Un bonito ornamento dentro de un edificio que guardaba
la miseria de Cyrene. Medea sabía que era solo cuestión de tiempo que
alguien apareciera allí, para que ella tuviese la oportunidad de adentrarse en
la zona prohibida.
—¿Recuerdas lo que te dije? —le preguntó a Lucio ocultándose tras una
de las columnas. Se fijó en un carrito de limpieza que esperaba junto a la
puerta y que podría ser la única oportunidad que tenía de colarse en el
interior de los sótanos.
—Sí, me quedaré escondido, sin hacer ruido ni revelar mi presencia a
nadie —musitó el chico con los ojos llenos de preocupación.
Una sonrisa cálida aflojó en los labios de Medea que asintió y le revolvió
los rizos oscuros. Llevaban varías días planificando aquella intromisión.
Noches en las que apenas había dormido para reunirse en la lavandería.
—¿Estás segura de esto?
—Lo que esconden allí puede ser la clave de todo —replicó, y Lucio
asintió poco convencido—. Necesito saber qué hacen, la razón por la que se
llevan a la gente y nunca más vuelven. Es peligroso así que tú me esperarás
aquí, nada de moverte.
Esa era la parte más importante de su estrategia. Medea ya había
aprendido de sus planes fallidos y lo último que hubiese permitido era que
Lucio se pusiera en riesgo. El chico le agradaba y despertaba en ella un
cariño fraternal que le recordaba lo terrible que era ser hija única en una
familia como la suya.
—Irá bien —susurró Medea—. Nos vemos muy pronto, sé cuidadoso.
No esperó la respuesta de Lucio. Cruzó la distancia que la separaba del
carrito con el corazón palpitando violentamente y con mucho cuidado se
metió dentro haciendo un hueco entre las prendas de ropa limpia que
despedían un intenso olor a detergente. Se revolvió asegurándose de quedar
oculta para las telas y no supo cuánto tiempo transcurrió en medio de
aquella silenciosa espera hasta que el crujido de unos pasos la obligó a
tensarse, alerta.
Su cuerpo se movió bajo la inercia del empujón y Medea contuvo la
respiración. El ruido de las puertas la sobresaltó y, por un breve instante, se
arrepintió de lo que estaba a punto de hacer. Las cosas podrían salirse de
control como ya había pasado, podían descubrirla y no sabía qué clase de
castigo podría ser peor, si el de las superioras o la ira de Adra.
Esperaba no tener que descubrirlo.
En cuanto la puerta se cerró, un coro de chillidos y lamentos llenó la
habitación.
—¡Callaos ya! —ordenó una voz ronca que hizo que los gruñidos y
quejas se apagaran.
—¿Tan temprano por aquí?
—Aquí tenéis túnicas limpias y botes de desinfectante —dijo la voz de la
mujer que gritó al principio. El carrito se detuvo—. Tenéis que limpiar la
celda cinco y la ocho. Otra vez han vomitado.
—Déjalo allí.
Cuando el carro volvió a detenerse y las voces se alejaron lo suficiente
como para creer que estaba a salvo, levantó la cabeza y se asomó por el
borde de su escondite.
Lo que había al otro lado hizo que la sangre se le helara.
Por la Trinidad, pensó con creciente horror dejando que sus ojos vagaran
por el horrible lugar. Los sótanos eran una extensión con las paredes
pintadas de rojo y diminutas lámparas que arrojaban charcos naranjas de
una luz opaca. Una docena de jaulas enormes ocupaban la pared norte en la
que Medea alcanzó a diferenciar a algunos reclusos encogidos tras las rejas.
En la otra pared se extendía una serie de camillas ocupadas.
Contabilizó diez. Los enfermos tenían los labios crispados y la piel
cetrina se les pegaba a los huesos otorgándoles una apariencia cadavérica.
De no ser por el subir y bajar de sus pechos, habría creído que estaban
muertos, pero seguían vivos, conectados a tubos de respiración en los que se
adivinaba una especie de niebla negra que le recordó a los aesir.
¿Qué es este lugar? ¿Qué significa todo esto?, se preguntó al borde de un
ataque de nervios. Contuvo el temblor de sus manos y echó un vistazo para
comprobar que no había ninguna supervisora a la vista. Entonces se escurrió
del carrito y saltó hasta las celdas. Sus sentidos tardaron unos segundos en
acostumbrarse. El hedor, la luz difusa, todo resultaba demasiado para ella.
Sus ojos barrieron las camillas y comprobó que aquellas personas estaban
atadas con gruesas correas de cuero. Eso le llamó la atención y se alejó de
las celdas para mirar de cerca los rostros contorsionados de los desgraciados
que dormían. Tenía que existir una explicación, una razón.
Sin detenerse a meditarlo, se acercó a una de las jaulas que estaban más
alejadas de la puerta. En el interior, una chica yacía de lado abrazándose las
rodillas con fuerza mientras sus labios se abrían y cerraban sin dejar escapar
sonido alguno. Llevaba una túnica raída que apenas le cubría el cuerpo y
dejaba a la vista cada una de las vértebras bajo la piel casi traslúcida.
—Oye —chistó a la chica que durante un segundo pareció despertar de su
trance. Alzó la cabeza rapada y sus ojos negros se fijaron en Medea—.
¿Qué está ocurriendo aquí?
La chica se abrió la túnica dejando a la vista el pecho surcado por
diminutas grietas negras.
—¿Te duele?
Si la chica había comprendido alguna de sus palabras, dejó de hacerlo en
aquel instante. Perdió la lucidez y volvió a dejarse caer con un chillido que
parecía más animal que humano. Se arrastró encima de un charco de orina y
regresó a la esquina en la que descansaba un colchón sucio.
Medea se detuvo detrás de la jaula, en ese momento la puerta se abrió y
una figura alta y robusta apareció en el umbral arrastrando a alguien que se
resistía. Una de las superioras salió de uno de los cuartos laterales y se
encontró con la recién llegada.
—Traigo a un voluntario —musitó con la voz gruesa.
Con el miedo retumbando dentro del pecho, Medea se inclinó para
apreciar mejor a la mujer. El rostro moreno cubierto por tatuajes negros no
le parecía familiar, pero el chico que se resistía a su lado sí.
Era Lucio.
Su primer impulso fue el de correr a ayudarlo, pero el terror la dejó
anclada en su escondite, incapaz de reaccionar. La otra superiora se acercó
al chico y lo escrutó durante un segundo antes de ponerle una mano en el
mentón y evaluar con rigor sus ojos bajo la luz de la lámpara.
Lucio apenas respiraba, presa de la confusión del momento.
—No nos sirve, no está tocado por los aesir.
—Estaba espiando, podríamos utilizarlo para algo.
La mujer se encogió de hombros y señaló una de las jaulas vacías. Lucio
lanzó un chillido estrangulado cuando lo arrojaron al interior.
27
Kaia
El mundo había cambiado. No solo lo pensaba por las líneas oscuras que
ensombrecían el cielo o por la lluvia negra que poco a poco remitía. Era
como si los colores se hubiesen apagado y el silencio hiciese eco de sus
propios pensamientos en una ciudad vacía, llena de fantasmas y recuerdos.
Un muro invisible la separaba del pasado, de la vida en la isla, de esos
días en los que la prisión solo era una realidad poco tangible en la que cada
golpe la había vuelto más fuerte. Pero Medea no se sentía fuerte, solo estaba
cansada y dolorida. Poseía esa clase de tristeza amarga en la que arrastras la
culpa y la pena por igual.
Salió del coche y se dejó caer sobre el asfalto húmedo que colindaba con
el Bosque de los Cipreses. El aire fresco soplaba y le pegaba la túnica
rancia al cuerpo raquítico, se pasó una mano por la cabeza echando en falta
su melena. Sabía que el pensamiento era banal, en especial cuando
recordaba a Lucio, pero no podía dejar de añorar aquellas cosas que le
resultaban tan cotidianas y necesarias para su salud mental.
—Toma —dijo Dorian acercándose a ella y dejándole su chaqueta de
cuero negra.
—¿Qué se supone que hacemos aquí?
Dorian ladeó el rostro y se rascó el mentón antes de sentarse a su lado.
Parecía casi tan confuso como ella, pero en sus ojos grises brillaba una
esperanza que Medea creía muerta.
—Estamos esperando a Orelle.
Aquel nombre la golpeó. Medea abrió la boca e inhaló con fuerza en un
intento por calmar los nervios que se habían encendido en su pecho.
No se esperaba aquello y, en silencio, agradeció el detalle. En cuanto
Medea enterró el cuerpo de Lucio con ayuda de Dorian, salió cojeando de la
prisión demasiado confusa y adolorida como para pensar en nada más que
alejarse de ese lugar. Subieron al barco y ella se mantuvo en una esquina
con el rostro escondido entre las rodillas. Tampoco pensó en el resto de los
reclusos, ni los miró cuando desfiló hasta el amarradero. No quería saber
nada más de ese lugar.
—Kaia la llamó desde la garita, le dijo que veníamos hacía aquí.
En esos momentos, solo podía sentir un ferviente aborrecimiento por su
amiga.
—No teníais que haber ido, fue algo estúpido.
—El mundo está cambiando, Medea. Puedes odiarla, pero Kaia no te
dejaría en esa isla, no iba a permitir que te quedaras allí —susurró él
poniéndole la mano sobre el hombro—. No te voy a negar que
probablemente pudimos hacerlo mejor, pero no sabíamos a qué nos
enfrentábamos. —Miró a Kaia y suspiró con fuerza—. Ha tenido unos días
difíciles y estoy convencido de que está pagando cada error de una manera
que ni tú ni yo imaginamos.
Sus palabras eran suaves y pretendían ser conciliadoras, pero Medea se
negaba a dar tregua a la rabia, a la ira. No, ella quería sentirla, dejarse
arropar por esa exasperación que ardía en sus huesos.
—¿La ciudad está siendo asediada?
—No lo creo, pero es probable que en poco tiempo lo sea. No conocemos
la naturaleza de lo que está ocurriendo, lo único que sabemos es que la
Orden ha tomado Khatos.
De alguna manera aquel acontecimiento no la sorprendió tanto como
esperaba. Ella era una prisionera fugada que en cuanto bajó del barco
descubrió una realidad completamente diferente a la que imaginaba. El
cielo convertido en oscuridad y la gente en las calles, presa del nerviosismo,
asegurando que el fin del mundo había llegado a la ciudad.
El problema era que para Medea el tiempo había dejado de correr hacía
cuatro meses. Su realidad había sido otra y al ser devuelta a Cyrene, se
había dado cuenta de que muy a su pesar la vida allí había seguido
transcurriendo.
—¿Crees que son demonios? ¿Como los aesir?
—Esto es diferente, no sabemos si la Orden tiene suficiente poder para
dominar a los demonios.
—Pero tiene poder suficiente para tomar una ciudad como Khatos.
Aquello dejó a Dorian un poco turbado.
—Si tuviesen el poder para tomar el continente entero ya lo habrían
hecho —gruñó Dorian mirando el cielo—. Estarían aquí y no serían una
vaga amenaza.
Medea creyó que Dorian tenía algo de razón. Tal vez la Orden estaba
preparándose para algo más, o simplemente no podía tomar otras ciudades
con tanta facilidad, de momento.
—Puede ser, pero no creo que se limiten a quedarse con Khatos —musitó
Medea que conocía de primer grado de lo que eran capaces.
Medea se incorporó lentamente y sus huesos lanzaron un quejido. Se
acercó al borde de la entrada del bosque donde Kaia permanecía de pie con
los brazos cruzados sobre el pecho. Se había limpiado la sangre del rostro,
pero quedaban algunos restos en el cuello y en el dorso de la mano
izquierda. A pesar de eso, parecía poseer una dignidad que Medea había
envidiado tantas veces y que en ese instante aborreció. Tenía los labios rojos
y redondos perfectamente delineados, su ropa solo había sufrido un par de
rasgaduras leves que no quitaban ni pizca de sobriedad al aspecto de su
amiga.
—Has llegado muy lejos —dijo en cuanto estuvo lo suficientemente cerca
como para que pudiese escucharla.
Una pausa sepulcral siguió a sus palabras. Kaia permaneció bajo los
cipreses y Medea la oyó respirar de manera acelerada, pensó por un
momento que tal vez quería estar sola, pero no pretendía otorgarle ese
placer.
—Asesinas gente y luego ni siquiera te inmutas ante las consecuencias.
—Medea podía fingir tranquilidad, lo estaba haciendo a pesar de que el
corazón le aporreaba las costillas.
—Te he sacado del infierno y tu novia viene de camino. No tienes que
darme las gracias, con que me dejes en paz me vale.
Su voz estaba cargada de un hastío pesado que descolocó
momentáneamente a Medea.
—Orelle no es mi novia.
Esta vez Kaia esbozó una sonrisa que la irritó. Las venas se le marcaban
en la garganta y de cerca, lucía ojeras y la piel apagada.
—Lleva cuatro meses intentando verte y ayudarte. Orelle siempre ha
estado allí, te quiere. —Se interrumpió y fingió pensar durante una fracción
de segundo—. Me parece que una simple amistad no es, pero no seré yo
quien se encargue de juzgarlo.
El rubor se acumuló en las mejillas de Medea y, en silencio, se odió por
permitir que Kaia pudiese leer con tanta facilidad en ella. notó la calidez
que le producía escuchar el nombre de Orelle. Era su amiga, su compañera.
Pero en el fondo, en lo más hondo de sus huesos, Medea sentía el atisbo de
un miedo afilado. La posibilidad de que Orelle fuese una sombra de la
persona que había sido una vez.
Medea le dio la espalda a Kaia no sin antes ver cómo el brillo cálido de
sus ojos se extinguía, una posibilidad que se cerraba ante ellas. Lo sintió
como un portazo en el pecho, la ineludible certeza de la distancia que
imponía entre las dos.
—Tu madre le pidió a Ariadne que te sacara de esa isla.
Medea se quedó helada y frunció el ceño sin poder quitarse de encima
una mezcla de rabia y gratitud. Que su madre hubiera hablado con Ari le
resultaba casi tan surrealista como el cielo que ahora mismo vagaba sobre
su cabeza. Ella podía reconocer la verdad en los ojos de Kaia y quiso
preguntarle sobre su madre, pero advirtió que no era momento para una
conversación como aquella.
—No vuelvas a hacerlo, no me salves de nuevo porque cuando lo haces,
solo siembras muerte y destrucción a tu paso. No puedes darme la libertad
quitándoles la vida a otros.
Kaia alzó una ceja ante su comentario.
—Nunca fue mi intención. Pero volvería a hacerlo si tu vida está en
riesgo. Eres mi amiga. —La voz se le rompió y por primera vez en mucho
tiempo, Medea vio humanidad en el rostro de Kaia—. Y las amigas están
para ayudarse. No siempre tenemos que estar de acuerdo, podemos discutir,
pelear, pero al final lo único que importa es que yo daría la vida por ti,
Medea. Y lo haría encantada, pese a que tomes decisiones equivocadas,
pese a que no piense como tú.
Medea no tuvo oportunidad de terminar la conversación, porque entonces
Kaia se movió hacia el otro lado del sendero del bosque y el ruido de un
motor hizo que Medea se sobresaltara. Dos faros iluminaron el camino y en
un par de segundos un taxi se detuvo al borde de la carretera.
Kaia se giró de regreso al bosque y aunque Dorian pareció no notar el
gesto turbado de la chica, Medea sí.
—Es Orelle —dijo Dorian haciendo que el corazón de Medea temblara de
miedo.
Sabía que no estaba bien pensar en su aspecto dadas las circunstancias,
pero Medea no podía dejar de pensar en lo horrible que debía lucir en ese
momento. Se apretó las manos contra el pecho, la vergüenza y el ansia le
arrebolaron las mejillas. ¿Y si Orelle solo la miraba con lástima? ¿Y si
había olvidado aquel beso que habían compartido juntas en la cueva? ¿Y si
ya no sentía nada?
Los condicionales enmudecieron en sus pensamientos justo cuando Orelle
se bajó del coche. Estaba envuelta en un abrigo de color rojo y el cabello
negro le caía sobre los hombros acentuando la delgadez de su rostro.
Medea recordaba con demasiado fervor su enfrentamiento en la plaza del
Consejo. Orelle la había atacado, había intentado matarla. Estaba siendo
controlada sí, pero el miedo deslizó por las vértebras de Medea al
contemplar la posibilidad de que Orelle ya no fuese la misma.
Tragó saliva y con inquietud alzó los ojos y volvió a mirar a Orelle que
caminaba hacia ella. Parecía diferente, más delgada y un poco demacrada,
sí. Pero cuando sus ojos se clavaron en los de Medea, las dudas se
derrumbaron dejando paso a una emoción diferente, una que Medea pensó
que no volvería a sentir.
Los dedos de Orelle le sujetaron los hombros y Medea se permitió inhalar
el olor dulce a madera, a bosque. Las dos se abrazaron.
—No puedo creer que estés aquí —fue lo primero que dijo Orelle con los
ojos repletos de lágrimas.
Medea vio que los rasgos de Orelle se suavizaban y pensó en lo mucho
que aliviaba su carga este encuentro.
—Siento que ha sido toda una vida, ¿estás bien?
—Sí —mintió Medea porque estaba demasiado emocionada para entrar
en detalles—. ¿Y tú?
—Fui varias veces a la cárcel para verte, pero nunca me dejaron entrar.
Quise ir al juicio, quería estar contigo, pero ni Ari ni yo pudimos
acercarnos. —Hizo una pausa y su mandíbula se tensó—. El abogado me
dijo que lo olvidara, que no podríamos sacarte. Me alegro de que Kaia fuese
a buscarte, por cierto… —Orelle frunció el ceño y sus ojos escrutaron la
carretera—. ¿Dónde está?
Medea pasó un dedo por la mejilla de Orelle y luego tiró de su mano para
conducirla hasta la entrada del bosque. En cuanto se acercaron, Dorian y
Kaia saludaron a Orelle, que parecía un poco nerviosa. Tal vez por la
cercanía del bosque maldito, tal vez por la presencia de Kaia.
—¿Vamos a entrar allí? —preguntó Orelle con voz tensa. Kaia asintió con
la cabeza.
—No tienes que hacerlo —dijo Medea presionando su mano bajo la suya.
No estaba segura de que Orelle quisiera estar allí o si tan solo sentía una
deuda con ella por dejarse manipular por Olympia
Si Orelle era consciente de la tensión de Medea no dijo nada, en lugar de
ello, respiró y asintió.
—Una pequeña advertencia —dijo Kaia internándose un poco entre la
maleza—. El bosque está bordeado por pulsaciones arcanas, a mí no me
afectan. Pero es posible que os sintáis un poco raros.
Matizó la última palabra haciendo que Medea ladeara el rostro con
suspicacia.
—¿Es seguro entrar?
—No vas a morir si es lo que piensas —respondió Kaia y se encogió de
hombros antes de deslizarse entre los árboles.
Los ojos de Orelle observaron a Medea y dio un paso al frente sin soltarle
la mano.
En cuanto los pies de Medea cruzaron el límite, se lamentó por haber
confiado en Kaia.
Fue como hundirse en un mar de arena.
Abrió las manos y el polvo le llenó la boca y los pulmones para aplastarla
contra un bloque de hielo que le impedía respirar. Separó los labios para
gritar, pero ningún sonido salió de ellos. Estaba completamente sola,
acompañada por el miedo que se fundía con sus huesos y la hacía tiritar. Un
relámpago abatió su pecho y el dolor se extendió a lo largo de su piel.
Una luz difusa la cegó y Medea revivió la muerte de Lucio. Una, dos, tres
veces… la escena se repitió, y ella intentó evitarlo, pero cada vez que
alcanzaba a Kaia, esta conseguía hacer que el niño se desplomara inerte.
—¡Parad, paradlo!
Las palabras le quemaron las cuerdas vocales, pero nada hizo que el dolor
se sosegara. Este la envolvió y ella se dejó caer y se abrazó las rodillas con
fuerza, clavándose las uñas en la carne como si de aquella manera pudiese
regresar a la realidad.
Medea no supo cuánto tiempo se quedó convertida en un recuerdo. Pudo
haber sido un minuto o un año y ella nunca lo sabría. Entonces una mano
diminuta le sacudió el hombro y cuando sus ojos se abrieron, se encontró
con el rostro preocupado de Orelle inclinado sobre ella.
—¿Estás bien?
La voz le salió pastosa, seca. A juzgar por la arruga entre las cejas de
Orelle y los ojos apagados de Dorian, Medea podía intuir que no era la
única que había vivido una pesadilla. Suspiró y se incorporó echando un
vistazo a las copas de los árboles que se cerraban por encima de su cabeza.
—Bienvenidos al bosque —dijo Kaia con algo de teatralidad. Entonces
Dorian lanzó un gruñido y la chica señaló una senda oculta entre unos
arbustos que le doblaban el tamaño—. Seguidme, es por aquí.
30
Ariadne
Ari se apresuró a subir los escalones que daban a la plaza frente al Consejo
acompañada del ruido de una multitud que gritaba al otro lado de la calle.
Myles aguardaba de pie junto a la puerta. Con aquella sonrisa perfecta, un
traje de color azul cielo y el pelo bien peinado a medio lado. Era solo
cuestión de tiempo para que las personas que protestaban al otro lado de la
plaza perdieran los nervios y se echaran sobre los escasos miembros del
Consejo que aguardaban frente a la entrada.
Ari lo alcanzó y con la respiración entrecortada se arrojó sobre sus brazos
permitiéndose sentir la cercanía de su hermano perdido. Inhaló el fuerte olor
a menta y tabaco, y reprimió las ganas que tenía de reñirle. Llevaban cuatro
meses sin tener noticias de él, y de repente se presentaba en el momento
más inesperado.
—Habrá una rueda de prensa —dijo Myles como si nada y señaló el
cordón policial que impedía que la gente se acercara a ellos.
Ari no se había fijado, pero acababan de montar una enorme carpa dorada
en la que se veían algunos focos luminosos y periodistas que preparaban las
cámaras.
—¿Dónde has estado? ¿Qué significa todo esto?
Myles abrió la boca para responderle, pero en ese instante Halia y Julian
aparecieron.
—¡Una bonita manera de recibirme! Una rueda de prensa y sin avisarme
—exclamó Julian mirando a Efesto que permanecía erguido junto a la
puerta. El chico enrojeció de indignación y Ari imaginó que se estaba
mordiendo la lengua para no replicarle a su jefe.
Halia miró con indiferencia el lugar y una arruga profunda surcó su
frente.
—¿Dónde están los embajadores?
—En el hotel, majestad —replicó Efesto—. Seguidme, mi señor Julian
tiene que prestar algunas declaraciones por la situación.
Ari vio que Julian se apoyaba en el bastón y con un gesto de fastidio, hizo
una mueca antes de seguir a Efesto de camino a la enorme carpa. Myles le
apretó el brazo y ella se dejó guiar dócilmente hasta las sillas que estaban
dispuestas en hileras perpendiculares al podio pequeño en el que Julian
subió. Parecía nervioso, aunque Ari sabía que lo ocultaba bien bajo aquella
sonrisa de suficiencia que conseguía engañar a quienes lo veían.
—Myles, ¿dónde has estado? ¿Por qué no has hablado con nosotras? —lo
increpó Ari pasando junto a dos periodistas a los que su hermano saludó
con la mano.
Myles se detuvo detrás de ellos y Ari lo imitó, la impaciencia atenazaba
sus nervios y estaba más que dispuesta a exigirle una explicación.
Sus ojos escrutaron a los presentes y no tardó en fijarse en Halia, que se
había sentado con las piernas cruzadas en una silla cerca de los reflectores.
La princesa apenas la miró, parecía preocupada, y Ari entendía que la
ausencia de Kaia era motivo suficiente para irritarla.
El aire comenzaba a soplar con violencia y algunas gotitas negras se
colaron en el interior de la capa salpicando el abrigo de Ari. Se giró hacia
Myles y notó que apenas parecía ser consciente de ella, estaba centrado en
los movimientos de Kassia y Efesto que hablaban acaloradamente con unos
embajadores a los que Ari no reconoció.
Frunció el ceño y se giró hacia su hermano tomando aire y un poco de
voluntad.
—¿Me puedes responder?
—Ahora no, Ariadne —replicó su hermano con indignación. Sus ojos
azules apenas la miraron un segundo y volvieron a dirigirse al podio en el
que Julian aguardaba la señal—. Estamos en medio de una crisis y necesito
escuchar lo que dirá el presidente del Consejo.
Su voz estaba cargada de un tono condescendiente que la indignó. Le iba
a replicar, cuando Julian dio un leve toque al micrófono haciendo que los
periodistas se callaran.
—Buenos días —dijo el presidente del Consejo con una expresión neutra
y Ari se alegró de que estuviese sobrio—. Supongo que para nadie es un
secreto esto. —Una pausa y la tensión se enroscó alrededor de la garganta
de Ari—. La Orden ha tomado Khatos y además, como pueden ver, nos
enfrentamos a una situación un bastante difícil.
Un coro de murmullos indescifrables se mezcló con una serie de
resoplidos incrédulos.
—Hará cuestión de unas horas hemos recibido noticias sobre la situación
en Cytera y esta es delicada —siguió Julian sin amedrentarse—. No os voy
a culpar por vuestra incredulidad. Hace unos meses hemos vivido una de las
peores situaciones que una ciudad puede atravesar y si yo no hubiese visto
con mis propios ojos a los aesir, también habría dudado de la veracidad de
los hechos.
Ari ladeó el rostro, confundida. No entendía a qué se refería Julian con la
situación de Cytera, pero por los rostros de los presentes podía intuir que
estaban tan sorprendidos como ella.
Un periodista con la cabeza calva se puso en pie y Julian hizo un gesto
dándole la palabra.
—Es cierto que no conocíamos mucho sobre los aesir, pero su naturaleza
de demonios no nos era totalmente desconocida, ¿qué medidas tomaréis
para impedir que la Orden llegue a Cyrene?
El rostro de Julian se descompuso un breve instante, pero enseguida
recobró la calma.
—Vamos a iniciar una serie de negociaciones. —El hombre miró al
presidente con asombro mientras sus dedos garabateaban sobre una libreta
de cuero gris—. Pero las medidas que el Consejo tomará se llevarán a cabo
de manera privada para evitar que la información se filtre.
Aquello hizo que los presentes se revolvieran incómodos e
intercambiaran unas palabras acaloradas que hicieron que Julian se
mantuviera en silencio. En unos pocos minutos, el ruido se disipó y Julian
continuó:
—Os aseguro que no volveremos a vivir lo que ocurrió hace unos meses.
Solo os pido que mantengais informados a los ciudadanos y que conservéis
la calma. —Hizo una pausa reflexiva—. Tenemos las herramientas para
manejar una situación de crisis.
Julian parecía más que dispuesto a dar por concluida la sesión, pero antes
de que pudiese girarse, una mujer alta y espigada se puso en pie
apuntándolo con un micrófono.
—¿Puede decirnos algo sobre las sombras?
La pregunta pescó con la guardia baja a Julian, que contempló
sorprendido a la joven.
—¿Ha escapado la chica? —insistió otra periodista con una sonrisa de
suficiencia.
Julian dio un paso al micrófono y anunció:
—Hemos terminado con la rueda de prensa.
Kassia abrió los ojos de par en par, pero no se atrevió a quitarle autoridad
a su sobrino. Se resignó a seguirlo bajando del podio y reuniéndose con
Efesto que parecía mucho más pálido que antes.
Ari dudó, indecisa de si debía permanecer junto a Myles o arrojarse a
averiguar qué significaba aquello. Finalmente, decidió que necesitaba
hablar con Julian y sin pensarlo, se abrió paso entre los reporteros y
periodistas que intercambiaban opiniones obstaculizándole el paso. Tuvo
que esperar durante cinco minutos a que Kassia intercambiara unas palabras
acaloradas con el presidente del Consejo.
Julian rebatió algo y unos minutos después, Efesto señaló el cielo negro y
le soltó un par de frases de las que Ari no pudo percibir más que susurros
ahogados. Entonces lo dejaron solo, apartado, y ella apreció la miseria
arremolinada en sus ojos.
En cuanto Kassia se alejó y el resto de los reporteros abandonaron la
carpa, Ari alcanzó a Julian. Estaba en un rincón de la carpa con la cabeza
apoyada en el respaldar de las sillas y las piernas desparramadas sobre una
alfombra color caoba. A pesar de todas las dudas que se levantaban dentro
de Ari, ella sintió un poco de pena por él.
Ari carraspeó y los ojos de Julian se clavaron en ella.
—Ha sido un desastre.
—Ya, lo veo. Pero podría haber sido peor —dijo ella tomando asiento a
su lado.
—Siempre eres tan positiva…
Ari le apretó la rodilla pretendiendo infundirle ánimos, pero lo que
consiguió fue que su corazón se disparara contra su pecho.
—Creo que siempre he sido lo contrario… —Él sonrió.
—Efesto me acaba de avisar que llegó un informe de Kassia en el que
dice que tu amiga ha entrado a la isla, ha matado gente y ha liberado a los
reclusos. —Ari recordó la conversación con Kaia la noche anterior y se
quedó quieta, sorprendida, sin saber qué decir. Por eso se había ido sin decir
nada.
—¡Julian!
La presencia de Kassia obligó a Ari a quedarse muy quieta con las manos
a la espalda y los ojos atentos. La mujer había entrado sin que se dieran
cuenta.
—Hay algo que tienes que ver —dijo Kassia echando una mirada al cielo
negro—. Ven.
Julian la siguió y Ari no se quedó sola. Los acompañó fuera de la carpa
donde las sombras de la calle se agitaban furiosas formando charcos sobre
los adoquines húmedos. Ari estiró una mano y dejó que la lluvia le
empapara la piel. Estaba caliente, pero además poseía una textura diferente,
casi opaca y pegajosa.
—Quema —susurró Julian con voz monocorde dando razón a los
pensamientos que la cabeza de Ari comenzaba a formular.
—Sí, y se está pegando a las calles, y a las fachadas de los edificios —
explicó Kassia—. La brecha en la tierra es real, han abierto el Flaenia.
Ari se quedó allí de pie, sin saber qué hacer o qué decir.
Julian parecía consternado por aquella afirmación y le llevó casi un
minuto reunir el valor para decir:
—Tenemos que hablar con el Consejo.
Kassia negó con un gesto triste.
—La Cumbre quiere tomar medidas extremas y destituirte como
presidente.
31
Kaia
—¡No puedo creerlo! Esto es… impresionante —exclamó Ari con la voz
rasposa apretando los dedos sobre la barandilla.
Su rostro había perdido el color, ya no parecía tan segura y Julian habría
jurado que en sus ojos asomaba un atisbo de miedo. El viento gris le
azotaba el cabello que se le revolvía contra las grandes gafas redondas y
hacía que sus labios se mantuvieran entreabiertos, mudos ante la sorpresa.
De no ser por lo absurdo del momento, por la situación de peligro, tal vez
él se hubiese sonreído. En lugar de eso, se inclinó un poco hacia la saliente
de la muralla y admiró las carpas diminutas que se perdían en la extensión
de las afueras de Cyrene.
Algunas fogatas salpicaban lo que parecía ser un campamento
improvisado en el que al menos unas mil personas buscaban refugio. Las
sirenas de las patrullas habían enmudecido, pero Julian sentía la presencia
de los oficiales que custodiaban las puertas con semblantes adustos.
—Vienen de Khatos, mi señor —dijo Talos a su espalda. El jefe de la
policía había desplegado una serie de patrullas que vigilaban las entradas de
la ciudad para asegurarse de que nadie pusiese un pie en Cyrene. Las
puertas estaban cerradas para cualquier visitante.
Aquello era una medida absurda, en opinión de Julian. Pero no quería
inmiscuirse en las decisiones de Talos, quien se había puesto al hombro
aquella tarea.
—¿Han intentado entrar?
La pregunta le causó cierto resquemor a su conciencia. Aquellas personas
huían de su hogar, y estaban buscando un lugar seguro en el que poder
descansar y abrazar a sus familias. Y ellos se lo estaban negando, ¿no era un
acto inhumano? Desde luego, pero al parecer, la política no entendía de
valores o dignidad, solo de dinero e intereses.
—Un par de personas intentaron dialogar con los cuerpos policiales
apostados en esta entrada —explicó Talos señalando la enorme puerta
metálica resguardada por las fuerzas policiales de la ciudad—. Pero no
mostraron signos de violencia.
—Es bueno saberlo. Manténme al tanto, por favor.
Se dio media vuelta y Ari lo siguió hasta unas escaleras laterales que
daban a una de las calles principales del Distrito.
—Tienes que dejar entrar a esas personas —musitó ella en cuanto se
alejaron de la muralla—. No puedes dejarlas a la intemperie bajo esta
amenaza. Es inhumano.
Aquellas palabras lo golpearon.
—Esa decisión no me corresponde a mí —explicó él. Por el rabillo del
ojo notó la expresión poco resignada de Ari y se dio cuenta de que era la
primera vez en meses que estaban los dos solos.
Ari no necesitaba excusas y pese a que él quería decirle que no era el
monstruo que todos creían, que le dolía mantener las puertas cerradas,
mantuvo la boca cerrada. Nada de lo que dijera cambiaría la opinión de Ari
cuando se enterara de algunas decisiones que había tomado y de las que
ahora se arrepentía.
El salón principal del Consejo estaba tan silencioso que Julian alcanzaba a
escuchar las respiraciones de Ariadne. Esperaban que Myles se dignara a
aparecer en el lugar en el que los había citado.
—¿Pueden destituirte? —preguntó Ari, luego de veinte minutos en los
que ninguno había dicho nada. Ella estaba de espaldas, hojeando un libro
que había tomado de la biblioteca mientras él miraba un crucigrama sin
resolver.
Julian se alegró de tener algún tema para hablar, aunque este lo hiciera
sentir incómodo.
—No lo sé —admitió apoyando los codos sobre la mesa—. Bueno, sí.
Claro que pueden hacerlo. De lo que no estoy seguro es de si realmente lo
harán.
Ari dirigió una mirada cauta a la ventana y apretó los labios sin decirle
nada.
—Supongo que Myles querrá hablar de eso —musitó Ari sin mirarlo.
Julian no tuvo tiempo a responder. En ese instante, Myles apareció en la
puerta con un traje impoluto de color gris piedra que combinaba con un
chaleco oscuro. Sus ojos sonrieron a Julian que al instante desconfió de
aquel hombre que tantas veces había visitado a Kassia para hablarle de los
planes de Kristo. Si algo podía decir de él, era que se vendía al mejor postor
y solo se arriesgaba cuando la situación favorecía sus propios intereses.
—¿Lo has visto? —preguntó Myles apenas entró al salón y Julian
respondió con una cabezada. Por supuesto que hablaba de las personas
apostadas fuera de la ciudad—. Tienes que ordenarle al Consejo que haga
que se retiren.
Ambos sabían que aquello no era posible, al menos no sin usar la fuerza.
—¿Cómo pretendes que saque a miles de personas que no están en
nuestra ciudad?
Myles se encogió de hombros y se sentó a un par de metros de distancia
de Ariadne. Apoyó los brazos sobre la mesa y sus ojos se iluminaron antes
de responder:
—Supongo que tendremos que utilizar a las fuerzas policiales.
—¡Myles! —exclamó Ari, consternada—. No puedes pedirle que utilice
la violencia.
—¿Sabes qué ha pasado en Khatos? —empezó a decir Myles
inclinándose hacia la ventana—. La princesa os ha contado parte de la
historia, lo que no os ha dicho es de la maldita brecha que se abrió la tierra
y de la que están escapando cientos de demonios.
Ariadne dio un respingo en su silla y el rostro se le desencajó.
—La lluvia —musitó Ariadne después de un par de minutos de silencio y
sus ojos vagaron lentamente hacia la ventana.
Su hermano asintió.
—Por eso la gente está escapando. No huyen de la Orden, están buscando
un lugar en el que puedan ocultarse de lo que está saliendo de la brecha. No
podemos ofrecer refugio a todas estas personas, tenemos que proteger a
nuestra gente.
Un escalofrío bajó por la espalda de Julian que hasta entonces estaba
decidido a dejar que Myles hablara. Había algo en su voz, una preocupación
demasiado densa como para pasarla por alto.
—¿Cómo sabes todo eso? ¿Lo has visto?
La pregunta tomó a Myles desprevenido.
—Yo estaba en Cytera cuando aquello comenzó —admitió Myles,
incómodo.
Julian dio un sorbito al té frío que descansaba delante de él y pasó un
dedo por el borde de la taza meditando las palabras de Myles. Intuía que
algo más había forzado la aparición de Halia, sabía que no se debía solo a la
Orden.
De pronto, Julian entendió la razón por la que la princesa buscaba con
tanta necesidad a Kaia. Si alguien podía pisar el Flaenia y reparar el daño,
esa tendría que ser Kaia.
—No voy a hacerlo, no voy a sacar a esas personas por la fuerza. —
Myles frunció el ceño, de pronto ya no parecía tan seguro—. Soy el
presidente del Consejo.
—Kassia ha dicho que te van a destituir. —La voz de Myles ocultaba un
matiz de rabia que no pudo disimular a pesar de la falsa sonrisa—. No
tienes ni idea de lo que significa gobernar. A veces hay que tomar medidas
difíciles para proteger la ciudad, daré la orden.
Julian estaba a punto de responderle cuando la puerta se abrió y Halia
entró al salón como un tifón. Tenía los ojos inyectados en sangre y una
expresión furiosa le contraía los labios. La princesa no dudó en volcar toda
su ira contra el presidente del Consejo.
—¿Por qué tus hombres no quieren dejar pasar a mi gente?
Su voz tenía un matiz de exigencia que no le gustó en absoluto a Julian.
Bayac apareció en ese momento con el rostro lleno de preocupación. Se
acercó a su hermana y susurró algo en un dialecto que Julian no dominaba.
La princesa se deshizo de la mano de su hermano y cruzó los brazos
esperando una respuesta.
—Creo que no estás en posición de exigirme nada, ni siquiera una
explicación —dijo Julian.
—Tienes que ayudarme —pidió Halia con un fino hilo de voz. Era una
petición sí, pero en ella no había ni una pizca de súplica, tampoco de
fragilidad.
Julian se levantó, enfadado, frustrado. Le dolía la cabeza y aquella
situación solo estaba empeorando su humor.
—¿Viniste a Cyrene porque esto formaba parte de tu plan? ¿Estabas
utilizándome?
La acusación hizo que Halia se encogiera de hombros y arrugara la nariz
con desdén. Bayac se acercó en silencio y le dirigió una mirada amenazante
que prometía romperle el cuello si no cuidaba la manera de hablarle a su
hermana.
Por suerte, Ari y Myles permanecieron al margen de la discusión, sin
intervenir ni arrojar más leña al fuego.
—No creo que seas el más indicado para hablar de moralidad —espetó
Halia cruzando los brazos sobre el pecho. Sus ojos dorados arrojaban
chispas—. Te has encargado de agendarte como enemiga a la única persona
que puede detener lo que está saliendo de esa brecha.
Ari se puso en pie y se interpuso entre Halia y Julian. Parecía más
sorprendida que Myles y Bayac que simplemente estaban en silencio como
meros espectadores de la discusión.
—¿Es tan grave?
—Peor que los aesir, mucho peor.
33
Kaia
Querida Ari:
Siento tener que hablarte a través del papel y
aunque sé que tú aprecias la palabra escrita,
intuyo que me reñirás por no poder decirte
esto a la cara. Kaia insistió mucho en que no
debíamos ponerte en peligro y tras los
últimos acontecimientos y, por mucho que me
pese tener que darle la razón, coincido con
ella.
Vamos de camino a Cytera.
Estoy convencida de que tu sabia e
inteligente naturaleza te ha llevado a
descubrir que las cosas no marchan del todo
bien. La Orden es un problema del que
debemos ocuparnos, en especial yo, que me
metí en este lío y que necesito resolver. Pero
no solo es esto, cuando Kaia visitó el Flaenia
se alteró el equilibrio natural de los pozos
arcanos haciendo que estos volvieran a latir
con fuerza en Ystaria.
Se ha abierto una brecha, y tenemos que
encontrar la manera de cerrarla y evitar que
el continente colapse.
Espero podamos volver pronto.
Kaia dice que le expliques a Halia que ella
cumplirá su parte del trato, intentará acabar
con la Orden, a su manera.
Te quiero.
Medea
Los ojos de Ari volvieron a recorrer la escueta nota con una sensación de
temor y escepticismo. Se habían ido sin ella, y ni siquiera se habían dignado
en ofrecerle una explicación mirándola a los ojos.
Tragó saliva, las palabras se le quedaron ancladas al fondo de la garganta
y de no ser por la mano de Myles que apretó la suya, Ari se habría echado a
llorar allí mismo.
—¿Ocurre algo malo? —La voz de Myles retumbó contra los oídos de
Ari haciendo que ella se estremeciera en su silla, muda, atónita.
Sus amigas se habían arrojado a una ciudad devastada. Una ciudad que
ella había visitado meses atrás en busca de respuestas.
El recuerdo se estampó en su memoria haciendo que el dolor de cabeza
atizara su calma. Su vida se desmoronaba ante sus ojos y Ari sentía un dolor
profundo anidando en su pecho. Quería que todo aquello terminara, poder
olvidar esos momentos de angustia, de incertidumbre para poder mirar al
futuro.
Estaba muy cansada de seguir luchando para que nadie valorara sus
esfuerzos. De arriesgarse y ser ignorada.
Myles hizo un mohín antes de inclinarse un poco hacia ella, no se había
dado cuenta, pero en algún momento las lágrimas empezaron a brotar de los
ojos de Ariadne. Su hermano se permitió levantarse y abrazarla en silencio.
Un abrazo que no reconfortaba todos los miedos que pululaban bajo la piel
de Ari.
—Se han ido a Cytera —musitó ella casi en contra de su voluntad. No
quería hablar de aquello con Myles, no delante de su madre—. Ni siquiera
me han pedido que las acompañe.
—Ari, no pasa nada. Hay cosas más importantes que hacer aquí. Puedes
ayudarme, puedes colaborar para evitar que la Orden tome nuestra ciudad.
Aquellas palabras hicieron eco en su cabeza. El problema era que Ari se
negaba a creer que hubiese lugar para ella en esa lucha. Con Julian
batallando por conservar una fracción de su poder, Myles ansioso por
pertenecer al Consejo y una Cumbre que amenazaba con irse al traste.
Ari no servía para esas marañas políticas.
—El Consejo va a destituir a Julian —susurró Myles—. Las cosas
podrían ponerse raras por aquí, es mejor que estés en el bando correcto.
Ari ladeó el rostro sin poder ocultar la impresión que le causaba aquella
afirmación. La voz de su hermano acababa de arrojar un breve destello, una
idea que comenzaba a extenderse por los bordes de su mente. En silencio,
desplegó la carta y releyó por encima buscando lo que había mencionado
Medea: los pozos arcanos.
¿Podrían ser la clave de todo? ¿Sería aquello lo que la Orden ansiaba para
despertar a las diosas y cumplir sus amenazas?
Lo están intentando, comprendió Ari sintiendo una presión profunda en el
pecho. Pensó en Medea encerrada en la isla, en aquellas personas que
habían salido en la televisión hacía tan solo un par de días. La incursión de
Kaia no había pasado desapercibida para la prensa que, en pocas horas, se
hizo eco del escándalo. Alguien habló y aunque los medios escondían la
fuente, la noticia de las personas encerradas llegó a oídos de todos en la
ciudad.
—¿A qué te refieres con raras?
Myles se metió las manos en los bolsillos y Ari notó cómo fruncía los
labios mientras buscaba las palabras.
—Estamos en medio de una crisis sin precedentes, Ari —Entrecerró los
ojos—. La fuga de Kaia, la gente que busca refugio, ¿crees que el Consejo
podrá detener lo que se avecina? Fuimos unos estúpidos pensando que con
el experimento de la isla lograrían algo.
—¿Participaste en eso?
—No me enorgullece admitirlo, pero Kristo creía que era importante y yo
también lo pensé. Al menos podía ser útil para tener una clave con la que
enfrentarnos a una magia peligrosa que se creía extinta.
—Por eso buscabais a Kaia…
Ari sintió que la rabia le ruborizaba las mejillas.
—Entre otras cosas —admitió él sin pizca de arrepentimiento—. El
Consejo lo consideró y yo estaba investigando sobre ese asunto cuando…
—Myles dejó la frase suspendida y miró por la ventana antes de continuar
—. Algunos asuntos me obligaron a abandonar la ciudad.
Todos los pensamientos de Ari encajaron de repente. La isla como
experimento, la magia arcana y el encierro de todos los que habían sido
atacados por los aesir. Desde hacía meses estaba conectado y ella no había
sido capaz de entenderlo hasta ese momento. Sacudió la cabeza, convencida
de que Julian seguía repitiendo los errores del Consejo, segura de las
escasas posibilidades que tenía para resolver el desastre.
—Tengo que irme —musitó Ari para sí misma con la mandíbula
desencajada.
Myles se sobresaltó y se puso en pie en cuanto la vio agarrar la chaqueta
y le cortó el paso hacia la puerta.
—¿A dónde vas?
Ella refunfuñó sujetando el paraguas y echándose una bufanda de lana al
cuello.
—Creo que sé cuál es la clave de todo lo que está pasando. Y estábamos
muy equivocados.
35
Medea
Unas horas más tarde, Medea bajó del coche y contempló una montaña
enorme que se elevaba a los pies de una ciudad dormida. Los edificios eran
tan blancos como el mármol, pero en lugar de estar iluminados, se hallaban
envueltos en la más incierta penumbra de la noche.
Cytera no era en absoluto como Medea había esperado.
Suspiró y cruzó el descampado para alcanzar a sus compañeros que
comenzaban a internarse en los callejones de la ciudad. Le dolían las
mejillas de tanto apretar la mandíbula y estaba más cansada de lo que
hubiese querido admitir. Una parte de ella se resistía a creer que Kaia
tuviera buenas intenciones. La otra parte, se inclinaba a pensar que tal vez
era la culpa la que la arrojaba a resolver un asunto en el que estaba
implicada de manera directa.
No sabía cuál de las dos sería la versión correcta y tampoco le interesaba
descubrirlo, siempre y cuando se apegara al hecho de que todos trabajarían
en equipo.
Ahogó un suspiro y estiró los dedos de las manos flexionándolos con
cuidado. En su cinturón colgaba una daga invocadora con un mango de
marfil y una reluciente hoja negra que hacía que el peso en su corazón se
hiciese más leve y poco profundo. Seguía acunando un dolor mudo, la
tristeza por la muerte de Lucio la perseguía cada minuto, pero saber que
contaba con la protección de las sombras era un consuelo.
—Deberíamos empezar a subir al Flaenia —musitó Kaia dubitativa. Sus
ojos vagaban por la ciudad a la espera de cualquier cosa que pudiese ocurrir.
—Necesitamos dormir —repuso Dorian que caminaba a su lado—. A
primera hora de la mañana nos encargaremos de iniciar la subida.
Kaia no respondió, sofocó un gruñido suave, Medea se sintió agradecida
por el silencio. Había tenido suficiente con el trayecto en coche, Kaia se
había dedicado a hacer un despliegue de todas las teorías que barajaba y
para pesar de Medea, ninguna terminaba por encajar con la situación.
—¿Dónde crees que esté la gente? —preguntó Orelle poniéndose a su
altura.
Medea se sobresaltó y tropezó con la acera lastimándose la punta del pie
izquierdo. Irritada, miró la calle vacía y la silueta de Dorian y Kaia que
caminaban algunos metros por delante de ellas sin siquiera preocuparse de
que les siguieran el paso.
—Supongo que habrán huido.
Orelle no relajó el semblante, la arruga de su frente se hizo más profunda.
—¿No te parece raro?
—No creo que muchas cosas sean normales en esta ciudad —respondió
ella mirando las fachadas sucias de los edificios—. Dorian nos ha dicho que
su anterior incursión también fue extraña. Cytera es una ciudad olvidada,
nadie en su sano juicio vendría de visita al lugar en el que fueron encerradas
las diosas.
Orelle seguía mirando a Medea; parecía preocupada.
—Eso que ves allí no puede ser demasiado… habitual. —Señaló un
montón de cenizas que se acumulaban en la esquina de una plaza diminuta
—. Hubo un incendio. Me pregunto si esto tiene algo que ver con la brecha.
—¿Crees que ellos hayan encendido fuego para evitar que los demonios
se arrojaran sobre la ciudad?
Una sombra de duda asomó en los ojos de Orelle que negó por lo bajo y
siguió caminando.
—Creo que otros han venido antes que nosotras a buscar respuestas.
—O a hacer otro tipo de preguntas —indicó Medea poniéndose a su
altura. Apenas podían distinguir las siluetas de Kaia y Dorian, que habían
alcanzado una avenida principal mucho más ancha—. Con toda seguridad
no somos las únicas que queremos acabar con esto de una buena vez.
Los labios de Orelle se estiraron en una sonrisa ancha que desarmó a
Medea.
—¿Qué? —preguntó Medea dando un brinco.
—Nada, no es nada. —Orelle parecía divertida y eso hizo que Medea se
ruborizara profundamente—. Es solo que echaba en falta esto, siempre has
sido de las que corren tras las oportunidades y se esfuerzan por resolver las
cosas. Eso siempre me ha gustado de ti.
Aquellas palabras desarmaron a Medea, que sintió que el corazón le
rebotaba contra el pecho.
—No es cierto —admitió limpiándose una lágrima que comenzaba a
surcar su mejilla—. Las oportunidades que busco solo atraen problemas. La
Orden amenaza con acabar con el mundo tal y como lo conocemos y en la
isla yo… —La voz se le rompió. No era capaz de confesar el miedo que
había sentido, el terror a ser golpeada, a permanecer encerrada en ese
maldito lugar.
Orelle se acercó hacia ella y, de pronto, el mundo fue un lugar más
amable, más cercano. Sus dedos acariciaron el brazo de Medea, que se
estremeció bajo ese contacto tan simple que ofrecía un enorme consuelo.
Quería refugiarse en el pecho de Orelle. Apretarse contra ella y huir de
todos los fracasos que la perseguían. Pero antes de que pudiese moverse, un
grito emanó desde la avenida principal haciendo que Medea y Orelle se
separan bruscamente e intercambiaran una mirada contrariada antes de
arrojarse a la carrera.
—¡Kaia! —exclamó Medea con el corazón desbocado y un nudo horrible
en la garganta.
Dorian luchaba con dos sombras altas que se abalanzaban sobre él con
violencia, mientras Kaia peleaba por alejarse de cinco sujetos que le
inmovilizaron las muñecas. Aquellos bandidos tenían los rostros
enmascarados, oscurecidos por unos pañuelos negros que ocultaban sus
rasgos. Llevaban chalecos dorados y unos pantalones oscuros en los que
brillaban distintas navajas ceñidas por diminutas correas de cuero.
Uno de los hombres giró y Medea lo miró a los ojos antes de que otro se
aproximara y la calle se llenara de gritos. Orelle forcejeó con uno mientras
Medea esquivaba a su atacante. Sus dedos sostuvieron la daga y no dudó en
invocar una sombra espesa que arrojó contra su agresor.
Estaba a punto de invocar otra sombra cuando uno de los atacantes se
arrojó contra ella. Medea resbaló sobre el suelo.
—¡Dadnos todo lo que tengáis!
Dorian asintió brevemente, sacando unos billetes del bolsillo de su
pantalón. A Medea le costó asimilar el gesto, de hecho, aquello le parecía
tan surrealista que fue incapaz de moverse y no solo por la presión que
ejercía sobre sus brazos el atacante.
—Espera —dijo ella haciendo que todos se giraran a verla—. ¿Nos estáis
asaltando?
Los hombres se miraron entre ellos y se encogieron de hombros.
—¿¡Cómo os atrevéis!? —gritó Kaia con indignación, lo que atrajo la
atención del que parecía ser el líder. Levantó una mano y abofeteó a Kaia,
derribándola al suelo.
El líder esperó a que sus lacayos registraran los bolsillos de Dorian, y
Medea casi sintió pena por aquellos desgraciados. No se habían fijado, pero
Kaia acababa de deslizar el filo de su daga por el antebrazo.
—Os voy a dar la oportunidad de retiraros —rugió Kaia e hizo una seña a
Dorian que se apartó de su camino—. Podéis conservar vuestras vidas
intactas e iros.
El líder la miró con curiosidad. En los ojos de la chica titilaban chispas
doradas que eran el reflejo del fuego que ardía en su pecho. Ninguno se
apartó, ni siquiera parecían asustados, tan solo sorprendidos.
Los dedos de Kaia se movieron en el aire y antes de que pudiese tirar de
los hilos arcanos una figura menuda apareció en la calle con los brazos en
alto y el rostro contorsionado por la prisa.
—¡Alto! —gritó la mujer—. Ya basta, debería daros vergüenza. No
podéis robar así como así a mis clientes.
Su voz estaba teñida por la rabia. Tenía un rostro redondo, amable, en el
que una nariz respingona resaltaba por encima de unos labios gruesos y
contrastaban con unas arrugas que delataban su edad.
—¿Están en tu posada? —preguntó el líder con una incredulidad que
desarmó a Medea. Aún le costaba entender que estaba en medio de un robo,
mucho más que el hombre que hacía un rato los amenazaba se dejara
amedrentar por una anciana.
—Por supuesto, así que iros a otro lugar y dejadlos en paz —gruñó la
mujer levantando un puño con ferocidad.
Aquel gesto amenazante no podía asustar ni a un gato, sin embargo, los
malhechores no dudaron en alejarse en dirección contraria.
—¿Alguien podría explicarme qué acaba de pasar? —dijo Orelle
incorporándose lentamente. Tenía el cabello despeinado y el bolso se le
había caído del hombro.
—Por supuesto que sí, cielo —dijo la anciana ayudando a Orelle—. No es
ninguna novedad que Cytera enfrenta tiempos difíciles, y nuestros jóvenes
han decidido formar pandillas para asaltar a los forasteros.
Hizo una pausa lenta atrayendo la atención de Kaia y Dorian que
permanecían al margen de la conversación.
—No los juzguéis. Han tenido que optar por medidas desesperadas para
mantener a sus familias en pie. Aquí todos hacemos lo que podemos. En
otro tiempo fui enfermera así que atiendo a quienes enferman en el pueblo.
Otros preparan comida para quienes no tienen nada.
—No puede justificar el robo de ningún tipo —le espetó Kaia, que estaba
limpiándose la herida con un trozo de tela.
La anciana frunció el ceño y se mordió el labio antes de responder:
—No creo que deba justificarlo, os estoy explicando la situación.
Acompañadme, necesitáis descansar y resguardaros.
—Es la mujer de la posada —dijo Dorian en cuanto la mujer les dio la
espalda.
La anciana no dijo nada. Sonrió y se dedicó a marcar los pasos de camino
a su vieja posada sin siquiera asegurarse de que ellos la seguían.
Al menos lo has intentado, dijo una voz cauta en su cabeza que no alcanzó a
sosegar su angustia. A veces intentar no era suficiente y estaba claro que
Kaia necesitaba un golpe de suerte si quería hablar con Fedra antes de que
despuntara el día.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —preguntó Medea con desilusión
mientras pasaba un brazo por encima de los hombros de Orelle—. ¿Podrías
obligarlos y amenazarlos con pararles el corazón?
Kaia enarcó una ceja y pensó en lo contradictoria que podía resultar la
naturaleza humana.
—Querida, nunca dejas de sorprenderme —le soltó Kaia pasándose los
dedos por el cabello—. Me pides que haga uso del poder que más detestas y
por el que, además, me condenas.
La acusación hizo mella en Medea, que se encogió de hombros.
—Entonces creo que lo más sensato es irnos —continuó Medea.
—No sabemos dónde está el templo —repuso Kaia masajeándose las
sienes con impaciencia—. Y Aracne fue bastante clara cuando indicó que la
única manera de acceder era con las tres magias originales de Ystaria.
Las palabras de Kaia se perdieron bajo un gritito alarmado de Medea que
saltó hasta el otro extremo de la carpa. Una silueta acababa de aparecer en
la entrada y a Kaia le costó un par de segundos reconocerla, llevaba una
chaqueta enorme con una capucha que le ocultaba el rostro.
—¡Fedra! —exclamó con el aliento agolpado en la garganta y la chica se
quitó la capucha revelando los rasgos afilados y marcados de su rostro.
Estaba tal y como la recordaba Kaia, salvo por las profundas ojeras que
rodeaban sus ojos.
La lectora sonrió débilmente y unas arrugas diminutas rodearon sus labios
redondos. Se acercó a Kaia y estiró una mano que la joven estrechó con
ánimo; de pronto la esperanza volvía a encenderse en su pecho.
—Nos han dicho que no podríamos verte —musitó Dorian acercándose.
—Agatha está bastante disgustada por toda la situación, no se lo tengáis
en cuenta —explicó Fedra antes de saludar a Dorian y presentarse ante
Medea y Orelle—. Han sido meses difíciles para la tribu, hemos perdido a
muchas personas y otras tribus han desaparecido casi por completo.
Fedra se sentó al lado de Kaia y la larga trenza le cayó por el hombro
sobre una camisa de lino gris que se escondía bajo la chaqueta.
—Hemos cruzado todo el maldito monte y Agatha nos has dado un
portazo en la cara —siseó Kaia sin poder ahogar la frustración que hacía
mella en su humor—. De manera figurada, por supuesto.
—Necesitamos ir al templo de Siwa —espetó Medea sin tacto, parecía
cansada de dar rodeos—. A buscar el disco de June.
Para sorpresa de todos, Fedra no pareció impresionarse. Se inclinó un
poco sobre los cojines y entornó los ojos antes de decir:
—Sabía que habíais vuelto por esto. —Dejó escapar una risotada, amarga,
seca—. Es que me lo imaginaba y lo que realmente me impresiona es que
hayáis tardado tanto.
Aquello desconcertó a Kaia, que se limitó a fruncir el ceño.
—Llevo meses intentando dar con alguna respuesta en los libros. He
visitado tantas tribus en busca de información que Agatha temió que
estuviese perdiendo la cabeza. —Fedra abrió mucho los ojos—. He
escuchado teorías sobre el disco, pero no hay ninguna información
fidedigna. Una parte extraviada y la otra podría estar en el templo, según se
cree.
Kaia apretó la mochila contra sus costillas y Fedra reparó en el gesto con
verdadera sorpresa.
—Lo tenéis. —Una sonrisa se abrió paso en sus labios—. Pensé que
vendríais a pedirme ayuda para buscar la pieza perdida, pero esto lo cambia
todo.
—¿Pensabas escapar con nosotros? —preguntó Medea con cierta
desconfianza.
Fedra asintió.
—Quiero cerrar la brecha, no podemos permitir que siga muriendo gente
—dijo y se levantó—. Agatha tiene arraigada la creencia de que estamos
purgando el mundo, pero es por miedo y yo no pienso permitir que muera
más gente inocente.
Vaciló antes de asomar la cabeza en la entrada y asegurar el perímetro.
—Escuchadme, tenemos un margen de treinta minutos antes de que noten
mi ausencia. He mandado a Siril a la carpa de Agatha y se encargará de
distraerlos el tiempo suficiente para que nos vayamos de aquí.
Las palabras de Fedra hicieron que Kaia se pusiera en pie. El leve
cosquilleo de las pulsaciones arcanas vibró en sus huesos y, por primera vez
en horas, sintió que estaba un paso más cerca de detener todo aquello, de las
respuestas para controlar los hilos, para detener la magia que la consumía.
—¿Y los guardias de la entrada? —preguntó Medea que tenía la mano de
Orelle entre las suyas y el bolso colgando del hombro izquierdo.
—No te preocupes por ellos —repuso Fedra—. Vamos a salir por el baño,
de uno en uno con el cuerpo pegado al suelo y sin hacer ruido, ¿de acuerdo?
Todos asintieron, solícitos, y Kaia tuvo que cabecear, aunque la
perspectiva de arrastrarse por la arena le resultaba muy poco atractiva.
Suspiró intentando pensar que aquella era su única oportunidad para cerrar
la brecha, para conseguir el otro fragmento del disco.
Fedra apartó la cortina pesada que daba al baño y uno a uno se fueron
escurriendo en el interior dejando el olor a incienso atrás. Ya en el baño, la
lectora se abrió paso hacia el borde y con cuidado dio unos golpecitos a una
tabla de madera que hacía las veces de pared y que se desprendió.
La luz de la luna arrojaba sus rayos de plata sobre los límites de la
montaña lo que iluminaba tenuemente el terreno. Fedra se puso de cuclillas
y con un movimiento meditado, impulsó su cuerpo a través de la abertura y
desapareció al otro lado. El resto la imitó. A Kaia no le importaba
mancharse de sangre, luchar o incluso sudar, pero tener que reptar con su
cuerpo y moverse como un gusano la hacía sentirse incómoda.
Fuera no estaban protegidos de ninguna manera, a la intemperie y como
fugitivos, intuía que Agatha podía darles caza como mejor prefiriese.
—Mantened la cabeza baja —susurró Fedra cuando alcanzaron el límite
de la valla que rodeaba el campamento de la tribu.
Tras unos minutos de un tenso silencio alcanzaron el bosque que
serpenteaba a través de la colina. Se pusieron a cubierto entre los árboles y
Fedra se deshizo de la chaqueta que convirtió en una especie de mochila
con múltiples bolsillos abultados.
—No quería llamar la atención —dijo la lectora ante la mirada incrédula
de sus compañeros—. ¿Seguimos?
El bosque permanecía oscuro y de vez en cuando el silencio era
interrumpido por el correteo de algún conejo. Fedra los conducía con paso
seguro, con una confianza que hacía que su cuerpo se mantuviera erguido y
firme. El aire de la noche ayudó a enfriar el nerviosismo que en las últimas
horas se había concentrado en su piel.
Escuchó que Medea le decía algo al oído a Orelle y decidió quedarse un
par de metros por detrás. Dorian, por su parte, permanecía al margen de la
conversación y Kaia se preguntaba las razones por las que parecía tan
taciturno. Después del encuentro en su apartamento apenas habían hablado
a solas. Notó que Dorian la miraba y ella se esforzó por rehuir del contacto
de sus ojos.
Es lo mejor, se dijo mientras caminaba, pase lo que pase, yo ya no podré
formar parte de su vida.
—Sabías que vendríamos a buscarte —dijo Kaia con tono severo en
cuanto se acercó a Fedra.
—Lo intuía, pero esperaba que fuese mucho antes —replicó ella, no había
ni un poco de reproche en su voz—. Cuando la brecha se abrió me di cuenta
de que tal vez habíamos cometido un error, no estoy segura de la magnitud
de nuestras acciones. Pero sí sé que eres la única persona que puede cerrar
la brecha e impedir que Lilith y Cibeles salgan.
Algo se rompió en el interior de Kaia al percibir que, después de todo, la
responsabilidad recaía sobre sus hombros. El frío le alcanzó los huesos y el
corazón se le contrajo en el pecho.
—Aracne dijo que ese disco, el que encontramos, se extravió hace mucho
tiempo. —Sacó el trozo metálico de la mochila y Fedra lo tomó para
examinarlo bajo la escasa luz. Mientras lo observaba, Kaia le dijo todo lo
que Aracne le contó—. Lo encontré en una isla de Cyrene, creo que el
Consejo estaba intentando descifrarlo a la vez que experimentaban con él.
La mandíbula de Fedra se tensó y su rostro captó una expresión rígida.
—Eso es una locura. —Durante un instante, los ojos de Fedra continuaron
observando los grabados del disco sin decir nada. Luego se lo devolvió a
Kaia y dejó escapar un suspiro de exasperación—. Hay tantas leyendas del
disco y todas son diferentes. Ni siquiera creía que fuesen reales.
El corazón de Kaia se precipitó contra sus costillas.
—La Muerte creía que podría ser la clave para cerrar la brecha.
—Las diosas son de naturaleza volátil, no lo olvides —advirtió Fedra—.
No son como nosotras, hablan por medio de enigmas, entretejen la verdad.
Kaia abrió la boca para responder, pero fue incapaz de articular palabra.
Su cabeza bullía de actividad, de confusión; sus pensamientos luchaban por
dar con la verdad, con encontrar ese trozo de historia que les faltaba para
comprender la situación. Por el rostro de Fedra podía intuir que ella estaba
igual de desorientada.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto?
—No tengo otra opción —dijo Kaia y notó los ojos de todos encima de
ella—. Es la única información solida con la que contamos.
Fedra asintió con la cabeza y meditó en silencio durante algunos
segundos.
—Tenemos que ir al templo —susurró Fedra sin dejar de avanzar—. Hay
demasiadas incógnitas en este acertijo.
Kaia se mordió el labio y, de repente, se sintió agotada. Kaia optó por
quedarse un poco rezagada del grupo, llevándose consigo todos los oscuros
pensamientos que surcaban su mente. No estaba convencida de que aquella
búsqueda fuese a resultar útil, si no encontraban el otro fragmento de disco,
poco o nada podrían hacer para cerrar la brecha.
Dejó escapar un suspiro de exasperación y se pasó una mano por la frente
como si el gesto pudiese apartar la jaqueca. En realidad, su cuerpo temblaba
ligeramente ante la necesidad de ceder a las pulsaciones arcanas que,
aunque no alcanzaba a ver, podía sentir vibrando a su alrededor.
43
Julian
Ari habría jurado que llevaban cerca de diez horas en ese lugar. Su mente se
debatía entre la sensación de desdicha que acariciaba y la pena que le
proporcionaba ver a Julian como víctima de su tragedia.
Estaban en un cuarto oscuro que carecía de ventanas. Una vela blanca
ardía sobre una mesa redonda que proyectaba sus siluetas sobre un suelo
gris despintado. Cada uno estaba atado en una silla y no tenían mayor
entretenimiento que observarse mutuamente.
A Ari le escocían las ataduras sobre las muñecas y aunque al principio
intentó liberarse tirando de estas, pronto descubrió que lejos de aflojar la
cuerda solo había conseguido tensarla más.
—Estoy convencido de que Myles se asegurará de que salgas de aquí.
La voz de Julian la sobresaltó. Exhaló un suspiro largo y Ari siguió la
dirección de sus ojos que se posaron en la puerta cerrada. El sentido común
de Ari luchaba por centrarse en ese instante y no anticiparse a lo que harían
con ellos, a lo que podría ocurrir.
Ari de repente notó que no tenía nada que decirle a Julian. Incluso si
Myles era el presidente del Consejo, nada garantizaba que cediera ante Cora
para rescatar a su hermana menor.
Ari parecía no pertenecer a ningún lugar. Para su familia era una sombra
molesta y para sus amigas era tan prescindible que preferían hacerla a un
lado sin siquiera tener en consideración su opinión. Tal vez por eso se veía
empujada a encontrarse un hueco en el mundo, a labrarse un camino en el
que pudiese desentrañar el fondo de la situación y encontrar las respuestas
que tanto necesitaba.
Quizás incluso pudiera utilizar todas esas experiencias para escribirlas en
un futuro. Eso si conseguía salir de allí.
—Ari, en serio, saldrás de aquí. —La intención de Julian era buena, pero
parecía que esas palabras eran más para sí mismo que para ella.
—A estas alturas no sé muy bien si mi hermano pretende negociar —
comentó Ari con la respiración acelerada—. Si no le conviene pactar con
Cora dudo que lo haga. Desde luego no creo que le importe perderme de
vista.
La mirada de Julian perdió intensidad.
—Yo… —Estaba a punto de intervenir, pero la voz se le quebró y una
mueca de dolor cruzó su rostro—. Lo siento mucho, Ari. Jamás quise que
esto resultara de esta forma, pensé que Ajax estaba detrás de todo esto.
Ariadne se quedó inmóvil, petrificada por la confesión y la conmoción
que le producía ver a Julian tan exhausto. La piel alrededor de sus ojos
poseía un tono grisáceo que aumentaba el brillo lechoso de estos; los labios,
tan propensos a curvarse, ahora permanecían quietos en una línea
demasiado recta y estrecha como para ser normal en él.
El corazón de Ari se le encogió dentro del pecho y a pesar de todo lo que
estaban viviendo, deseó alargar su mano y acariciar la de él, prometerle que
estaría a su lado. No. Aunque pudiese, no debía hacerlo. Julian la miraba
con la ternura de un hermano y no sentía nada más que un cariño fraternal
hacia ella. Además, había visto cómo miraba a Halia. La princesa con aquel
rostro cincelado por la belleza, las curvas exuberantes y una personalidad
que desprendía poder, codicia. Todo lo que no era ella. Al final, las grandes
historias eran protagonizadas por mujeres como Halia. Fuertes, con carácter.
Ari era un personaje secundario, casi pusilánime, de esos a los que no miras
con demasiada intención y que no permanecen en el imaginario de los
lectores.
Julian tensó los labios y ella desestimó aquel pensamiento.
—¿Crees que Cora ha sido la culpable de…?
—¿Asesinar a mi tía? —Ari se forzó por sostenerle la mirada y asintió en
silencio—. No lo sé con certeza y visto lo que nos ha pasado tampoco me
atrevería a negarlo. Pero aunque no haya sido Cora la que mató a Kassia eso
no hace que la odie menos.
Sus palabras golpearon con fuerza a Ari. Julian estaba acariciando un
rencor, una inquina que podía consumirlo lentamente.
—No hables así, tú no eres una persona que albergue odio en su interior.
—Te sorprendería la cantidad de ira que puedo acumular en este cuerpo
maltrecho —bufó él poniendo los ojos en blanco y por primera vez en todo
el tiempo que llevaban allí, un esbozo de sonrisa asomó en sus labios—. Tal
vez estoy saturado de tanta política. No es fácil ser presidente del Consejo,
me hubiese gustado hacer las cosas de una mejor manera, pero no estaba
preparado para la cantidad de responsabilidades que conllevaba.
—Tampoco estabas dispuesto a renunciar a ciertas cosas…
Esta vez, Julian rio con ganas.
—No te lo voy a negar. Soy un desastre, Ari. Creo que eso salta a la vista
y las posibilidades de hacerlo bien, teniendo en consideración lo inútil que
soy, eran escasas.
Su voz se apagó lentamente dejando un eco roto entre ellos.
Ari no se atrevió a llevarle la contraria, no podía ser condescendiente y
decirle que al menos había dado lo mejor de él.
—¿No creerás que Cora pretende tomar la ciudad, verdad? —preguntó
ella con la tensión tiñéndole la voz. Su cuerpo se había inclinado todo lo
que podía y la cuerda le mordía la piel de las muñecas haciendo que el dolor
la disuadiera de moverse demasiado.
—Eso es lo que advirtió mi tía —replicó él hinchando el pecho de aire—.
Me temo que no tenemos ni idea de lo que pretenden hacer.
Ari abrió la boca para responder, pero la intención murió en sus labios
cuando la puerta se abrió con un sonoro portazo y dos figuras alargadas se
adentraron como el viento en la habitación. El repentino fogonazo de luz la
cegó y le tomó unos segundos acostumbrarse para poder ver bien qué era lo
que pretendían hacer.
Ninguno miró a Ari, solo se acercaron a la silla de Julian y con un
movimiento calculado, mecánico, lo soltaron para arrastrarlo fuera.
Julian gritó algo ininteligible y un golpe sordo hizo que su voz se apagara
en el pasillo. Una de las figuras giró lentamente y apretó el pomo para
cerrar la puerta haciendo que la llama de la vela titilara levemente hasta
apagarse por completo.
46
Julian
Medea hizo una anotación mental para su yo del futuro: nunca dejes que
dos fanáticas lleven el control del tiempo. Estaba resultando una tarea
aburrida, tediosa, en la que su escasa paz mental se veía afectada por el
silencio que solo era interrumpido por el silbido del viento. Se reclinó en
una poltrona vieja que parecía a punto de romperse y su mano izquierda
colgó por encima de su cabeza a la espera de que Kaia decidiera que era
momento de irse.
Dos horas. Dos largas e interminables horas en las que su amiga había
permanecido sentada con las piernas cruzadas leyendo. Fingiendo que ni
ella ni Fedra existían, que el mundo se reducía a ese grabado de arcilla del
que Medea no podía entender ni un solo símbolo.
—¿Cómo llevas eso? —le preguntó Fedra que acababa de salir de una de
las habitaciones. La mujer no se quedaba quieta y aunque Kaia estuviese
concentrada en lo suyo, Fedra se afanaba en revisar cada libro que
encontraban en el templo.
Con una punzada de culpabilidad, Medea enderezó la espalda y volvió a
intentar, por enésima vez, encajar las dos piezas del disco.
Era una tarea en extremo dificil. El disco poseía un orificio central por el
que debía engancharse el extremo del otro fragmento y hacer que se
mantuviera unido. Y aunque sus dedos presionaban el metal intentando
hacer que las piezas encajasen, estas se resistían, incapaces de mantenerse
unidas.
—Déjame intentarlo —repuso Fedra sujetando el disco y sentándose
frente a Medea.
Una arruga profunda se dibujó en la frente bronceada de la mujer
mientras sus labios se curvaban hacia la izquierda en una mueca de
concentración. Durante diez minutos, no existió nada más que el sonido de
sus respiraciones y el aire que se colaba desde el jardincito. Entonces algo
metálico restalló y Fedra dejó escapar un silbido de júbilo al tiempo que
alzaba el disco.
—Es un puzle, necesitabas encajar cada punta con cuidado sin que las
demás se soltaran —explicó Fedra con un brillo de deleite en los ojos.
Luego giró un poco el rostro hacia el lugar en el que estaba Kaia—. Kaia,
necesitamos de tu talento para traducir esto.
La aludida tardó lo suyo en ponerse en pie y acercarse a ellas.
—No os podéis imaginar todo lo que June ha conseguido recopilar en ese
diario, tardaría toda una vida en descifrarlo —explicó Kaia al tiempo que
Fedra dejaba caer el disco en sus manos.
—Pero no tenemos toda una vida, nos interesa saber lo que dice el disco
—puntualizó Medea poniéndose en pie. Kaia seguía empeñada en descifrar
todo lo que había escrito June en los diarios, pero ella estaba interesada en
la información del disco—. Además, Dorian y Orelle pueden estar
preocupados.
Kaia le lanzó una mirada afilada.
—Saben que estamos haciendo algo importante aquí —espetó y luego se
giró hacia Fedra que tenía la espalda apoyada en la pared y los brazos
cruzados sobre el pecho.
A Medea no le pasó inadvertido la sombra que cayó sobre el rostro de
Kaia.
—¿Qué dice el disco? —preguntó poniéndose en pie y acercándose a
Kaia. La frente de la joven se arrugó ante la interrupción, pero su boca no
protestó.
—No lo sé —admitió Kaia con desgana—. Tengo que sentarme a
asimilarlo. Estaba con el diario y puedo deciros que es evidente que June
tenía muy en claro que el origen de todo eran los pozos arcanos.
Kaia se pasó la lengua por los labios y pareció reflexionar un segundo.
—Ese diario —Señaló los escritos que hacía rato leía—. Es una especie
de memoria ampliada de June, ella menciona algo sobre el pozo original
como el lugar en el que confluye la magia arcana —razonó Kaia
acercándose a la tablilla con el disco en la mano—. Espera…dame el disco.
Su voz quedó suspendida como si una idea la hubiese golpeado. Sus ojos
se abrieron y sus labios lanzaron una sarta de palabras que no tenían
ninguna coherencia.
Medea se acercó a su amiga y le puso una mano en el hombro
regresándola a la realidad. Kaia pareció desinflarse y hacerse más pequeña
bajo su contacto.
—Además de los tres grandes pozos —continuó Kaia—. Hay uno que es
conocido como el pozo original. —Se detuvo de pronto y apartó de ellas,
reflexionando—. Tenemos que secar ese pozo si queremos cerrar la brecha,
los demonios, los obbis están conectados al poder de los hilos arcanos.
—Pero no tenemos ni idea de dónde buscarlo —replicó Medea,
repentinamente cansada. Le parecía una tarea titánica y abstracta,
demasiado confusa como para que ellas pudiesen detener el rumbo del
mundo.
Kaia se mordió el labio y la emoción del descubrimiento se diluyó en una
sombra espesa que cayó sobre sus ojos. Hizo una pausa demasiado larga y
luego añadió:
—El último pozo está en Cyrene.
A Medea el corazón se le encogió dentro del pecho.
—¿Cyrene?
Kaia asintió y empujó con la punta de los dedos el disco a Fedra para
señalar un extremo en el que las dos piezas se unían.
—Esto significa Cyrene. Pero no dice cómo puedo secar el pozo, solo
dice que el disco abre el pozo original. Y son unas coordenadas creo,
tardaría horas en descifrar el resto de la información.
A Medea comenzaban a latirle las sienes. Las sombras bajo sus pies se
estiraban y alargaban conforme sus nervios aumentaban.
—Entonces June murió antes de unir el disco —dijo Medea de pronto.
Medea miró a Kaia y leyó el miedo que latía en sus ojos, las
inseguridades que le producía hablar de personas que habían enloquecido
bajo la magia arcana. Medea contuvo el aliento y albergó la esperanza de
que ellas estuviesen a tiempo de cerrar la brecha, de impedir que Kaia
acabara como todos los que habían poseído magia arcana.
—Sí —puntualizó Kaia—. Aquí en el diario explica que creía que el otro
fragmento estaba perdido y lo buscaba para destruir la magia arcana.
—Entonces la brecha, los obbis… ¿todo se podría resolver si secamos el
último pozo?
—Es una de las posibilidades, destruirlo, aunque no tengo ni idea de
cómo podríamos hacerlo —apuntó Kaia, sorprendida por la pregunta de
Medea—. Aracne dijo que necesitábamos el disco completo para cerrar la
brecha y en disco hay una cantidad asombrosa de información sobre la
magia arcana y el poder de los hilos que nutre el mundo. Pero si os fijáis
bien es todo muy… críptico. Hay lagunas, información enrevesada, frases
que se contradicen.
A Medea le dio vueltas la cabeza. Le parecía complejo y enrevesado todo
el asunto de una magia que hasta hacía unos meses se creía extinta. Pero
sobre todo, consideraba que las posibilidades eran escasas y no podía evitar
sentir un miedo auténtico por no encontrar las respuestas que tanto quería.
—¿No hay ningún dato sobre cómo podemos destruirlo?
Kaia ignoró su pregunta y continuó leyendo la tablilla. A Medea le
irritaba que no se hubiese dignado a mirar el disco con mayor insistencia.
También le molestaba que Fedra tuviera una actitud tan pasiva.
—Tienes que cerrar esa maldita brecha antes de que algo peor salga de
allí, antes de que sea inevitable que las puertas del Flaenia se rompan para
siempre.
Las manos de Kaia, que hasta entonces no dejaban de serpentear por las
letras, se detuvieron.
—No sé cómo hacerlo, Medea. Estoy intentando descubrir si algo de lo
que dice aquí podría ayudarnos.
—¡Llevas horas leyendo esa maldita pared! —espetó Medea con la
impaciencia brotando por su boca—. Tú abriste la brecha, debes saber o
tener una idea de cómo cerrarla.
—Aquí, June hablaba sobre los aesir —susurró Fedra—. Eran esclavos de
los pozos arcanos, por eso se convirtieron en los guardianes del Flaenia
igual que los obbis. Sabemos que en el Flaenia residen los restos del primer
pozo y que esa energía era suficiente para encerrar a Lilith y a Cibeles, pero
no para que nadie más naciera bajo su magia.
Sus palabras se convirtieron en cenizas y Medea intuyó que Kaia estaba
recordando cosas que no eran agradables.
—Olympia descubrió lo de los aesir por este fragmento…
La mención de aquella mujer hizo que un escalofrío le subiera por la
espalda a Medea. El recuerdo de la traición quemaba en sus recuerdos.
—Pero… —interrumpió Fedra con una ceja alzada—. ¿Cómo lo
consiguió? ¿Cómo pudo entender lo que aquí aparece?
—¿De la misma manera que consiguió controlar a los aesir? —preguntó
Medea colocando las manos sobre sus caderas.
Kaia se encogió de hombros y en sus ojos vio el agotamiento.
—Son muchas preguntas y estamos muy cansadas, no creo que este sea el
lugar para pensar en eso, no creo que debamos seguir aquí.
No pretendía sonar tan dura, pero no le servía de nada continuar en aquel
mar de incertidumbre, quería respuestas. Las necesitaba. Pero no en ese
momento, no cuando un cosquilleo intenso le subía por los brazos como un
augurio terrible por lo que desentrañaba aquel extraño objeto.
—Ya tenemos lo que necesitamos, vámonos y acaba con esto de una vez.
—Escuchadme, por favor. —Fedra se interpuso entre las dos cortando un
poco la tensión que crepitaba en el aire—. Hay algo que no os he dicho.
Tragó saliva y bajó la mirada. Un rubor intenso trepó por sus mejillas
marcando las pecas que le salpicaban la nariz.
—Estoy convencida de una cosa —susurró Fedra—. La brecha no es tu
culpa, Kaia.
50
Julian
Medea peleó. Ofreció toda su fuerza y plantó las botas en la arena mientras
sus labios se movían al compás de su daga invocando dos sombras
alargadas. Repitió el patrón circular una vez más y otra sombra, densa y
ancha, se dibujó.
Oyó que alguien la llamaba, en algún lugar, pero ella no podía darse el
lujo de girar el cuello. Un parpadeo y el demonio se abalanzaría sobre ella
quitándole la pequeña ventaja que tenía.
Acero, sombras y sudor contra la fuerza salvaje del demonio.
Medea corrió por la izquierda y flexionó las piernas mientras Kaia hacía
de cebo. Su amiga invocaba a las sombras y se envolvía en ellas atrayendo
la atención de aquella bestia que rugía con violencia.
Una de las extremidades de la criatura chocó contra Medea arrastrándola
por la arena. La dejó a escasos metros de la escalera que daba al templo.
Medea tropezó con la arena y volvió a resbalar. Deshizo el nudo en su
garganta y agotada, se incorporó apoyando las manos sobre las rodillas. El
sudor le resbalaba por la piel a la misma velocidad con la que sus
pensamientos se cruzaban, acababa de perder a Orelle, acababa de ser
testigo de cómo se la llevaban en contra de su voluntad.
El dolor arremetió contra ella.
Quizá todavía podía salvar a Orelle, quizá podía dejar que sus amigos se
las apañasen bien sin ella.
—Corta en el cuello —gritó Kaia envolviendo los ojos del demonio con
una sombra espesa que lo hizo chillar desesperado.
Medea asintió.
Enterró sus pensamientos y rodó por la arena hasta ponerse en cuclillas
apartada de la trayectoria de la criatura. El demonio sacudía la cabeza
mientras sus extremidades luchaban por quitarse la oscuridad que le
impedía ver.
Medea invocó una sombra que se deslizó por la daga y moldeó hasta
rodear las dos patas traseras del demonio.
Advirtió que la criatura se resistía, pero empezaba a cansarse y sus
esfuerzos por liberarse comenzaban a languidecer. Medea entrevió su
oportunidad, ese instante de repentina calma. Se abalanzó hacia el frente y
blandió la daga hasta alcanzar el cuello del demonio que luchó por
defenderse. Esquivó las fauces de la criatura y su mano derecha envolvió
con fuerza el arma que deslizó por la garganta del demonio.
La sangre, negra y espesa, le empapó las muñecas y el cuerpo enorme
cayó inerte.
—¿Está muerto? —preguntó, nerviosa.
Kaia se sacudió las manos manchadas de sangre y se acercó hasta ella.
Estaba cansada. Tenía el pelo negro pegado a la frente sudada y la piel
pálida marcada por enormes sombras que afilaban la oscuridad de sus ojos.
—Hemos tardado demasiado —expresó Kaia, cuyos ojos barrieron el
horizonte.
—Se han llevado a Orelle —dijo Medea entrecerrando los ojos con
tristeza.
Kaia vaciló antes de poner una mano en su hombro. Medea no podía
deshacerse de la sensación de fracaso que le inundaba el pecho, del dolor
que vaciaba su pecho dejándola a merced de la tristeza.
—La encontraremos.
—Tú… le diste el disco —reflexionó Medea casi con sorpresa ante la
actitud de su amiga—. No te arriesgaste a que le hiciera daño a Orelle.
Kaia tardó varios segundos en darse cuenta de que Medea estaba
anonadada por su actitud.
—No siempre hago todo para ganar. —Suspiró pesadamente—. Sé
retirarme a tiempo.
Sus ojos vagaron hasta Dorian, estaba arrodillado al lado de Fedra.
—Está viva —gritó él agitando una mano y un profundo alivio surcó la
columna de Medea. Respiró hondo por la nariz inhalando el olor a sangre y
se obligó a caminar en dirección a Dorian.
Kaia la siguió en silencio y ninguna de las dos se atrevió a decir nada
cuando alcanzaron a Dorian, que se apresuraba a atender a Fedra con
esmero.
El rostro de Fedra estaba descompuesto bajo una máscara de dolor. Sus
ojos se esforzaban por enfocar a Dorian que le sostenía la cabeza mientras
presionaba un trozo de tela en la herida de su cabeza.
Con cuidado, Kaia se acuclilló a su lado y sostuvo la mano de Fedra, que
tembló antes de apretarla con calidez.
—Hay que llevarla a un hospital —propuso Kaia con la respiración
acelerada.
—Estamos muy lejos de cualquiera —respondió Dorian con los ojos
velados por el miedo.
Medea tenía una sensación de vacío en los huesos, como si toda su vida
se hubiese perdido de nuevo. El mundo parecía un lugar más frío, más
oscuro ahora que Orelle no estaba con ella.
Apartó los ojos de Fedra y retrocedió conmocionada. Le ardía el pecho y
el corazón le latía desbocado amenazando con salírsele por la garganta.
—Tal vez deberíamos llevarla con su tribu y…
Dorian no terminó la frase. Fedra había comenzado a toser y una espuma
sanguinolenta le salía de los labios grises.
—No —escuchó Medea que decía—. No podéis llevarme a ningún
hospital, llevadme de regreso a Cytera…
La voz de Fedra se ahogó bajo otro ataque de tos.
—Debemos ir a un hospital —insistió Dorian que acababa de improvisar
un vendaje rápido para la cabeza de Fedra—. No podemos ir al Flaenia y
buscar a la tribu, tampoco podemos quedarnos de brazos cruzados.
Las sombras bajo los pies de Kaia revolotearon suavemente alargándose
bajo la luz del sol.
—Martha dijo que había sido enfermera —recordó Medea de pronto
poniéndose en pie.
El rostro de Dorian se inclinó sobre la convaleciente Fedra y casi a
regañadientes asintió.
—Podemos llevarla a Cytera. Sobrevivirá, pero necesita atención.
—Andando.
Como Kaia no hizo amago de moverse, Dorian se apresuró a sujetar a
Fedra y a cargarla a cuestas. Se deshizo de su abrigo y se las ingenió para
acomodarlo bajo el cuello de la lectora para que su cabeza se moviera lo
menos posible durante el trayecto de regreso.
El miedo se extendió por las extremidades de Medea y, en silencio,
avanzó por el desierto a sabiendas de todo lo que quedaba atrás. No podía
pensar en Orelle, no podía permitirse sentir ese dolor cuando la vida de
Fedra pendía de un hilo.
Sus pies se hundieron en la arena a cada paso y se esforzó por tragarse la
angustia, la desesperación. De cualquier manera, el odio que albergaba en
su cuerpo era mucho más profundo que el miedo y utilizaría toda esa rabia
para mover el mundo.
Medea estaba pegada junto a la puerta de madera con los ojos fijos en la
ventana. Del interior de la habitación le llegaban susurros apagados que
apenas alcanzaba a diferenciar bajo la densa capa de preocupación que se
tejía entre sus pensamientos.
La posada era una mezcla de silencio y murmullos, inundaban el aire
plagado del olor rancio a desinfectante y alcohol.
La imagen de Orelle no dejaba de desfilar en su cabeza. La presencia de
Aretusa, la amenaza que se escondía tras aquel rostro tan dañino.
A mitad de la noche decidió buscar consuelo en otro lugar y se alejó hacia
el saloncito en el que Kaia estaba sentada. Tenía la espalda reclinada contra
la poltrona de terciopelo azul y el cabello le caía como una cascada de
oscuridad sobre los pómulos marcados. La mano izquierda colgaba inerte
del reposabrazos y la derecha sostenía una copa de vino.
Martha los había recibido con estoicidad. Se notaba la mano firme que
poseía para atender enfermos y en cuanto había visto a Fedra, la anciana
había corrido a por su botiquín y, con ayuda de Dorian, había empezado a
limpiar las heridas y a cocer.
Los pies de Medea la arrastraron hasta la mesita en la que reposaban las
botellas. Necesitaba algo fuerte, algo que la ayudara a poner en orden sus
pensamientos, y sin pensárselo mucho, se llenó una copa a rebosar.
El líquido le quemó la garganta y le escoció los labios obligándola a
parpadear para sacudirse las lágrimas.
—Te ves un poco rara —musitó Kaia con sorna.
Medea la ignoró. Dio otro sorbo a su copa y se dejó caer en el rellano de
la ventana. El hilo que unía su vida a la Orden y sus acciones del pasado
parecía cobrar más resistencia que nunca. Se volvía duro e imposible de
cortar.
Rozó los dedos con el cristal de la ventana y deseó borrar el pasado.
—Martha ha dicho que Fedra se pondrá bien.
Kaia asintió y cerró los ojos.
—Pero no sabe en cuánto tiempo despertará —continuó Medea con el
miedo engarrotado en el estómago.
—Y tú quieres que nos vayamos cuanto antes para buscar a Orelle.
A Medea se le desencajó la mandíbula y el aliento se le escapó de entre
los labios. No respondió, Kaia no le estaba preguntando nada, daba por
hecho lo que Medea quería y ella no iba a negarlo.
—Aquella mujer, la que se llevó a Orelle… —dijo Kaia inclinándose
hacia delante. El vino se derramó por el borde de la copa—. ¿Era la que
ayudaba a Olympia?
Medea asintió y apretó las manos hasta que los nudillos se le pusieron
blancos. El recuerdo de Olympia aún quemaba su memoria y ardía con un
odio que no conseguía apagar. Aretusa había sido la mano derecha de
Olympia y había intentado hacer un sacrificio con Medea. Recordaba con
rabia ese momento en el que la había atado con cadenas con la intención de
acabar con su vida.
—También intentó matarme, un par de veces —replicó con la sensación
de vacío en los huesos—. Pensé que aquel día en el Consejo había acabado
con ella, desde luego me equivoqué.
—¿Por qué hacen todo esto?
Medea no estaba segura de cuál era el objetivo o la meta final de la
Orden.
—¿Poder? ¿Justicia? Me encantaría tener una respuesta que abarcara todo
el camino de atrocidades que la Orden recorrió. —Tragó saliva—. Estoy
agotada de luchar y terminar en una encrucijada. Parece que cualquier cosa
que haga me lleva a un punto en el que no puedo huir de los fantasmas del
pasado. Incluso cuando pago por mis errores, estos vuelven a por mí.
Kaia le sostuvo la mirada.
—Tal vez no deberías escapar.
Medea largó un bufido amargo que le quemó la garganta. Para Kaia era
sencillo, tenía una fuerza indoblegable que la impulsaba a seguir adelante.
—He tardado años en rebelarme contra mis padres. Aunque odiaba lo que
yo representaba, me sometía dócilmente a sus mandatos y de alguna
estúpida manera esperaba alcanzar sus expectativas. —El dolor le inundó la
voz—. En la Orden ocurrió lo mismo. Confié, luché y fui traicionada.
—Tal vez la vida sea así, Medea. No se trata de conseguirlo a la primera.
Tal vez solo es cuestión de volver a intentarlo, una y otra vez —repuso Kaia
apartando la copa—. No creo que vaya a poder cerrar la brecha en el primer
intento. Ni siquiera esperaba hacerlo visitando el templo; sé que hay mucho
que desconocemos y seguiré intentándolo porque creo que depende de mí
acabar con esto.
—Yo no…
—No quieres juzgarme más de la cuenta, ya lo sé —completó Kaia—.
¿En algún momento has considerado luchar sin tenerle miedo a las
consecuencias?
Aquella pregunta dejó sin palabras a Medea.
—No puedo evitar sentir miedo, soy humana.
—Tienes mucho miedo de perder lo poco que tienes. De entregarte y
darlo todo. Tienes miedo de tu propio miedo y eso te paraliza —reflexionó
Kaia acercándose hacia ella—. No podemos quedarnos en el medio,
tenemos que dejar de tenerle miedo al fracaso, a equivocarnos.
—Es fácil para ti, Dorian está aquí. —El dolor se abrió paso a través de
su garganta—. Tengo terror por lo que puedan hacerle a Orelle. No sabes de
lo que es capaz Aretusa.
—Se han llevado a Orelle para que no ataquemos, para mantenernos
alejadas —expuso Kaia cruzando los brazos sobre el pecho—. Aunque creo
que no pretendían que saliéramos con vida del desierto. Por eso los
demonios nos atacaron.
—Pero se han llevado el disco también, quieren abrir el Flaenia, ¿verdad?
—Si liberan el poder del pozo, tal vez sean capaces de controlarlo.
Kaia la miró con un gesto esquivo y Medea se encogió bajo el peso del
miedo.
—No sé cómo podrían hacerlo.
La seguridad de Kaia vaciló un instante.
—Lo que sabemos no son más que teorías, el disco contiene información
sí, y al mismo tiempo es la clave de todo.
—Lo utilizarán, Olympia quería poder y estoy segura de que el resto de la
Orden espera lo mismo. Ya consiguieron controlar un resquicio de la magia
arcana, con el vínculo consanguíneo y la daga de Asia.
El corazón le latía con fuerza. La corriente de sus pensamientos era tan
intensa como el pánico que empezaba a filtrarse por la piel de Medea.
Advirtió un movimiento en la puerta, era Dorian. Llevaba la camisa blanca
arremangada y los botones del cuello abiertos lo que revelaba la palidez de
su piel.
—Está dormida ahora mismo —dijo dejándose caer en una silla contra la
pared. Le caía sangre de una herida en la ceja que no había sido atendida.
—Necesitas que te vean eso —gruñó Kaia.
Él se encogió de hombros y se limpió la cara con el dorso de la mano
quitándole importancia.
—Tenemos que tomar decisiones —dijo Dorian—. Fedra no podrá viajar
así y asumo que tendremos que recuperar el disco, ¿qué pasaría si la Orden
consigue liberar el poder del pozo?
—Tendrías a dos diosas inmortales y caprichosas sembrando el pánico en
Ystaria. Probablemente asegurándose de castigar a la humanidad que las
encerró durante siglos en una tumba. La magia arcana correría desbocada
por el mundo.
Medea se quedó inmóvil, nerviosa, agobiada. Kaia apretó los párpados
como si le doliera la cabeza y Dorian le acarició el brazo con cariño.
—Ahora sabemos dónde está el pozo original —dijo después de un rato.
—Y que la Orden está detrás de todo esto.
Dorian lo dijo como si las palabras fuesen veneno.
Una sonrisa triste se extendió por el rostro de Kaia. Seguía con los
párpados apretados y las manos le colgaban laxas sobre la rodilla. Parecía
cansada, Medea podía verle los huesos duros bajo la piel tensa, los pómulos
pronunciados y los labios demacrados.
—Vamos a recuperar a Orelle —prometió Kaia y sus ojos claros
parpadearon—. Pero para eso tenemos que acabar con el último pozo.
Medea se encogió de hombros, indignada, dolida.
—No sabemos hacia dónde irá la Orden.
—Claro que lo sabemos. —gruñó Kaia y su voz vibró en el aire—. Irán a
Cyrene, tienen el disco, saben que es el lugar al que deben ir.
La mano de Kaia apretó con suavidad el hombro de Medea. Ella comenzó
a elaborar alguna excusa, pero se detuvo.
No podía luchar a medias.
Si quería salvar a Orelle e impedir que la Orden hiciera daño a más
personas, tenía que dejar de tenerle miedo al dolor.
54
Julian
Julian avanzó por el pasillo y entró en una habitación en la que una mesa
alargada se posaba en el medio. Una docena de platos relucían sobre el
mantel blanco a la espera de los comensales.
Alguien lo empujó y se movió bajo la luz diáfana que bañaba el lugar. Un
perro enorme de pelaje gris dormitaba junto a la puerta. El aire estaba
viciado por el aroma a carne y a guiso que abrió el apetito de Julian
recordándole que hacía bastante tiempo que no comía nada en condiciones.
—¡Julian! —exclamó Basha adentrándose en el salón con la autoridad
plegada en los músculos.
Él no supo si debía hacer una reverencia, fingir sorpresa o simplemente
mirarla de hito en hito. Aquella mujer le producía terror, despertaba sus
instintos primitivos y lo hacía querer huir de allí.
Al fin y al cabo eres un cobarde, solo piensas en tu propia conveniencia,
se dijo mientras obligaba a sus labios a corresponder la sonrisa de Basha.
—Bienvenido, buen amigo —dijo sujetando sus manos pálidas,
macilentas, entre las de ellas—. Lamento que nuestro primer encuentro
haya resultado tan… melodramático.
Basha no era vieja, pero su piel presentaba un aspecto demacrado que
solo podían proporcionar los años. Sus ojos rasgados miraban a Julian con
una sabiduría que tristemente le recordó a su tía Kassia. Solo que en Basha
esa inteligencia provenía de un odio alimentado por el tiempo.
—Cora era despreciable, pero no se merecía ese final.
Su voz seca, ronca, le sorprendió. Julian no pudo anticipar la carcajada de
Basha.
—No te imaginaba como un justiciero —replicó la mujer tomando
asiento en la silla correspondiente al anfitrión en la mesa—. Borracho y
adicto al juego era lo que decían los rumores.
La mano de la mujer señaló una silla a su izquierda y Julian dudó un
breve instante antes de dejarse caer a su lado.
—No nos mintamos, querido —continuó ella—. Tú no eres un hombre
valeroso y tampoco eres un luchador. Harás lo que sea necesario para
garantizar tu supervivencia y yo cuento con ello. —Paladeó cada palabra
con cuidado, con delicadeza. Modulaba las frases como si fuese una oradora
experta y eso aterrorizaba a Julian—. En realidad, yo no quería traerte a
Khatos.
»Solo necesitaba a tu amiga, pero Cora se empeñó en creer que me serías
de utilidad. Si te sirve de consuelo no estarás mucho tiempo aquí. Tengo el
presentimiento de que muy pronto nos iremos a conquistar nuevas tierras.
Julian le lanzó una mirada cargada de confusión y antes de que pudiese
decir nada, la puerta se abrió de par en par.
Un grupo de miembros de la Orden desfilaron con sus túnicas
descoloridas bajo la luz pálida de la lámpara. Julian observó a Ari que llegó
detrás del grupo con una expresión cauta y la mirada perdida. Las ojeras tan
profundas y oscuras rodeaban sus ojos acentuando la palidez de sus mejillas
consumidas. Se había cambiado de ropa y ahora lucía un vestido blanco que
le llegaba a las rodillas magulladas, y una chaquetita color bronce muy
ajustada.
—Me alegra gozar de tan buena compañía —manifestó Basha en voz alta
poniéndose en pie.
Su séquito agachó la cabeza al unísono y la atención de Julian cayó sobre
Ari esperando una mirada compartida entre los dos. Ari no se inmutó. Se
limitó a seguir las pautas de Basha, que habló quedamente sobre la
importancia de alcanzar y perseguir la pureza del mundo y librarse de los
invocadores y su prole de oscuridad.
En cuanto dio por concluido el discurso, los sirvientes desfilaron por el
salón con enormes bandejas y fuentes repletas de comida. El olor hizo que
Julian desistiera de sus intentos por conseguir que Ari le dirigiera la mirada.
Eligió un trozo de cerdo confitado y una buena ración de patatas al horno
salpicadas por pimienta y cúrcuma.
El sabor agridulce inundó su paladar y él apretó los párpados en silencio
agradeciendo aquel manjar. Cora apenas se había preocupado por
mantenerlo alimentado y aunque la ansiedad y los nervios lo sofocaban
hasta dejarlo sin aliento, Julian no podía renunciar a las necesidades más
básicas de su cuerpo.
Pinchó otro trozo de cerdo y se lo llevó a la boca justo en el instante en el
que dos golpes duros resonaron contra la puerta de madera. Basha apartó su
plato con velocidad y se apresuró a posar las manos sobre la mesa con un
gesto que pretendía ser desenfadado.
—Por favor, pasad.
Dos mujeres cubiertas de polvo se plantaron delante de la mesa. Julian se
fijó en las heridas suturadas en los brazos y el cuello, y por supuesto en la
expresión de horror que les deformaba los rostros.
—¿Tenéis el disco?
La más alta de las mujeres asintió y se apresuró a sacar del bolsillo de su
túnica una esfera dorada con grabados en la superficie. Julian mostró los
dientes y un gemido de sorpresa escapó de sus labios al reconocer el objeto.
Más bien al identificar una mitad de él.
—¿De dónde habéis sacado eso? —inquirió apartando el tenedor y viendo
cómo las manos de Basha recibían el disco—. Pertenece al Consejo de
Cyrene.
—Pertenecía —corrigió Basha con una sonrisa cauta—. Venga, no me
pongas cara de nostalgia cuando la mitad de esto se lo habéis robado a
Olympia.
Aquella afirmación fue como un mazazo violento en el pecho de Julian,
tragó saliva para no ahogarse con su propia indignación.
—Aretusa. —Señaló a la mujer que le acababa de entregar el disco—. Es
una leal ayudante de los ideales de la Orden. Trabajó con Olympia y ahora
conmigo. Así evitaremos cometer los mismos errores.
La aludida bajó la mirada a la punta de sus zapatos desgastados y un
ligero temblor la sacudió.
—Hemos tenido un percance —explicó Aretusa sin levantar la vista.
El rostro de Ari, al otro extremo de la mesa, palideció.
—Dilo de una vez, no tengo tiempo que perder.
Basha hizo un gesto de desdén con los labios.
—Nos tendieron una emboscada, solo pudimos sobrevivir nosotras.
Julian nunca se había alegrado tanto de que Kaia tuviese un poder
incontrolable. Apretó las manos bajo la mesa deseando que hubiese matado
a muchas de ellas.
—Hemos traído a una rehén, fue la única manera de asegurarnos de que
nos dieran el disco. La chica de los hilos escapó.
La compañera de Aretusa carraspeó y con un movimiento lento salió de la
habitación para regresar varios minutos después. No estaba sola. Una chica
morena con el pelo oscuro la acompañaba y Julian tuvo la sensación de que
la conocía de algún lado.
—¡Orelle!
La voz de Ari rompió con la tensión y una esquirla de hielo se filtró a
través de los pensamientos de Julian. Claro que la conocía.
—Así que os conocéis —matizó Basha sin sorpresa en la voz.
Ari dejó el plato y se acercó con la intención de abrazar a Orelle. Aretusa
se interpuso en su camino impidiendo que llegaran a tocarse.
—Ariadne, esa es una conducta muy impropia de alguien como tú. Estoy
convencida de que tu hermano se sentiría muy decepcionado de verte así —
espetó Basha reclinándose en su silla.
Las rodillas de Ari le fallaron y cayó sobre la moqueta blanca con un
chillido de dolor. Sus ojos luchaban por contener las lágrimas y Orelle hacía
su propio esfuerzo por no ceder al miedo, al dolor.
—Dudaba de que fuese útil, pero visto lo mucho que te importa es
probable que sea una buena motivación para persuadirte de que me ayudes
con algo.
Los ojos de Basha centellearon.
—¿Conoces el lenguaje arcano?
Ari la miró con recelo antes de responder:
—Lo justo.
—Eso será suficiente. Si quieres que esta chica conserve la cabeza sobre
el cuello y garantice su seguridad, me ayudarás a descifrar el disco.
Ari bajó la mirada y una sombra se perfiló en su rostro. Al cabo de unos
segundos asintió casi sin voluntad.
—Llevadla a que le traten las heridas y luego la dejaréis encerrada con
comida y agua —ordenó Basha repiqueteando las uñas sobre la mesa.
Con un bufido de resignación, Ari se alejó y se recostó en la silla
apartando el plato intacto. Basha ordenó vino y Julian comprendió que de
manera irrevocable estaban amarrados a las decisiones de la Orden.
55
Kaia
Kaia tenía preparado su bolso para marcharse a Cyrene cuando sintió que
un rugido atronador cortaba el silencio del exterior. No era el ruido de un
demonio, tampoco el de las sombras. Era una especie de silbido corto,
potente, capaz de helar la sangre del cuerpo de quien lo escuchara.
Una amenaza.
Sus pies se deslizaron al pasillo y notó la presión muda en su pecho.
Habían sido dos días intensos en los que de alguna manera albergaba las
esperanzas de que Fedra pudiese acompañarlos a Cyrene. Por supuesto,
dadas las circunstancias, ese anhelo no podría cumplirse.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Medea, alarmada, saliendo de su
habitación con la mochila al hombro.
Kaia no respondió. Otro silbido potente cortó el aire. Medea cruzó el
espacio que la separaba de la ventana y pegó la nariz al cristal para observar
a la multitud que aguardaba frente a la posada.
—Es la tribu de Fedra —exclamó Medea dejando caer la mochila sobre la
alfombra—. ¿Vienen a buscarla?
Aquel era un día gris en el que el cielo se hacía eco de sus sentimientos.
Densas nubes negras surcaban el firmamento eclipsando un mundo
consumido en la oscuridad. Kaia distinguió la silueta de Agatha en el medio
de la calle. Llevaba el rostro pintado de rojo y sus labios se abrían y
cerraban en unos cánticos extraños. Era un llamado a la guerra.
—Son unos salvajes —gruñó Kaia con resignación. Agatha parecía
furiosa incluso desde la distancia—. Voy a bajar.
—¡No puedes enfrentarte a ellos!
Kaia se tocó el cinturón para asegurarse de que la daga pendía de él.
Aunque sin duda podría enfrentarlos, intentaría dialogar.
Antes de que pudiese poner un pie en las escaleras apareció Dorian
seguido de Martha, cuya expresión revelaba verdadera angustia. Sus labios
se crisparon al observar la luz que se colaba del exterior y que procedía de
las antorchas de la tribu.
—Vamos contigo —dijo él.
Kaia bajó los escalones de dos en dos. No dejaba de tantear la daga, como
si la presencia de esta supusiese un alivio en lugar de un problema. Abrió la
puerta y salió al frío exterior.
Se quedó rígida.
No solo había una multitud de personas apostadas en las calles. También
llevaban enormes caballos que parecían sombras dispersas y se alineaban
unos con otros cortando la línea del horizonte.
—Creí que no bajarías —espetó Agatha apretando la lanza de plata en la
mano izquierda. Sus ojos ardían en deseo de acabar con aquella pantomima.
—Fedra está bien —explicó Kaia, Dorian y Medea le flanqueaban la
espalda mientras Martha permanecía de pie junto a la puerta de la posada—.
No la he obligado a seguirme, nunca la he presionado a hacer algo que ella
no quisiese.
Agatha negó con la cabeza y una mueca de desdén se deslizó en sus
labios.
—Por supuesto, y… ¿por qué no está detrás de ti? Que yo sepa tus
amiguitos te cuidan la espalda, pero la lectora de mi tribu no está aquí.
Diez soldados descomunales dieron un paso al frente acercándose un
poco más a la posición de su líder. Llevaban los torsos desnudos, pintados
con hollín.
—Fedra está herida. —Las palabras le salieron como vapor de entre los
labios y notó que la tribu entera se tensaba e intercambiaban miradas
perplejas—. En el templo fuimos atacados por la Orden. Necesitamos tu
ayuda para acabar con esto. —Alzó la voz para hacerse escuchar—.
Necesitamos trabajar todos juntos para detener a la Orden.
Y lo decía de verdad. La imagen de Aretusa y el hilo apagado de su pecho
la mortificaba. Era inmune a su poder y Kaia no sabía cuántos más dentro
de la Orden podrían serlo, lo que suponía una enorme complicación.
Además, si las anotaciones de June estaban en lo cierto, la Orden
intentaría liberar el poder del pozo original. Kaia no quería ni imaginar lo
que eso podía significar. Los demonios y la brecha eran solo una parte del
problema.
Agatha dejó escapar una risotada amarga y se acercó hasta Kaia mirando
hacia la posada con suspicacia. Algo en sus ojos oscuros incomodó a Kaia,
tal vez era la certeza que dominaba sus movimientos, o la rabia que velaba
su rostro.
—No estoy aquí para dialogar.
Kaia luchó contra la necesidad de gritar, de espetarle lo poco humana que
resultaba su actitud, no solo era el egoísmo de la mujer, también la nula
capacidad para comprender que aquello era mucho más grande que ellas y
sus deseos. En lugar de eso, sus ojos barrieron la línea de personas que se
apilaban en la plaza y, sin pensárselo, dio un paso al frente hasta colocarse
en un montículo que la hacía alzarse un poco por encima de los demás.
—¡No podemos enfrentarnos entre nosotros! —bramó con el corazón
golpeteando con furia contra sus costillas—. La Orden es el verdadero
enemigo. Han abierto una brecha, pretenden liberar el poder arcano del
pozo. No tenemos ni idea de lo que esto puede suponer más que la
destrucción del mundo tal y como lo conocemos.
»Esa brecha nos ha traído desgracias. Muerte y dolor. Yo no quiero ver a
nadie más sometido al yugo de unos demonios, de unos seres desprovistos
de humanidad y sentido común. —Hizo una pausa y se dedicó a observar a
la tribu—. Necesitamos unirnos y luchar juntos. Es la única manera de
evitar el desastre.
Un coro de murmullos recorrió a la multitud que la miraban de hito en
hito. El nudo en la garganta de Kaia se apretó haciendo que la sensación de
ansiedad se replegara por todo su cuerpo. Necesitaban ayuda, necesitaban
detener a la Orden antes de que fuese demasiado tarde.
Agatha no se amilanó. Sus ojos chispearon y su rostro se puso rojo como
el fuego.
—Vete al infierno —espetó y escupió a los pies de Kaia—. No os
dejaremos salir, pagaréis por lo que habéis hecho. Guardias, ¡atacad!
Su voz había ido perdiendo peso conforme las palabras salían de sus
labios. Tal vez fuera por la mirada incrédula de su gente, por la confusión
que generaba aquella actitud agresiva que entrañaba un odio visceral.
Kaia tragó saliva con las palabras resonando como hierro en sus oídos.
Sujetó la daga y la deslizó por la muñeca izquierda.
Los hilos vibraron, se hicieron nítidos en sus dedos y con asombro, la
tribu soltó una exclamación al ver cómo Kaia los sujetaba en la mano. La
sangre goteó y ella notó la presión dura en su pecho, el llamado de los hilos,
de su poder por encima de todos los demás.
Los que estaban más cerca, soltaron las lanzas. Dieron un paso al frente
con las manos en alto y se posicionaron al lado de una Kaia anonadada.
Los contó mentalmente. Quince personas que abandonaban a Agatha para
posicionarse con una desconocida. Incluso con ellos de su parte, no
alcanzaban a ser una fuerza que pudiese plantar cara al resto de la tribu.
Aunque ella tampoco pretendía ni esperaba un enfrentamiento entre
miembros de esa familia.
No podía hacer eso.
—Cambiáis a la sombra que mejor os dé —espetó Agatha—. Bien, no
tendré ningún tipo de compasión por quienes se alejan de sus hermanos.
—Agatha, estamos cansados —dijo una de las mujeres que se había
posicionado junto a Kaia. Lucía una túnica bordada en tonos rojos y
amarillos, y tenía la piel del color de los melocotones—. Queremos acabar
con esto y ella parece ser la única que tiene una respuesta.
La líder de la tribu tensó los labios y varias de las personas que la
acompañaban bajaron los hombros, derrotados. Había miedo en sus rostros.
La certeza de un cambio profundo y radical.
—Utilizaré la fuerza si es necesario —dijo con voz cauta.
Agatha levantó el mentón desafiándola.
Kaia solo tenía una opción; era cuestión de hacer la elección.
Respiró por la nariz y clavó sus ojos en los de Agatha, contó
mentalmente, respiró con calma y decidió.
Las líneas arcanas crepitaron a su alrededor.
Respiró por la boca y paseó su mirada inflexible por la multitud. Los
hilos vibraban con miedo, se tornaban rojos y crepitaban entre el violeta y el
gris más apagado.
Su mano tanteó el aire y Kaia tuvo la certeza de que aquel momento sería
recordado para la posteridad. Nunca antes había apreciado la magnitud de
su don, nunca antes había sentido el latir de los hilos como si fuesen su
propia vida. También sentía el peligro dentro de la magia.
Tensó los hilos y los tocó.
Un suspiro colectivo llenó el silencio y poco a poco, uno a uno, fueron
cayendo inconscientes sobre el suelo.
Medea ahogó un gritito y se agachó junto a Agatha para palpar el pulso
en su cuello. Kaia no necesitaba hacerlo, podía sentir el latido tenue de su
corazón, podía sentir el de todos como si formasen parte de su propio
cuerpo.
Dorian ya tenía la mochila al hombro y parecía preparado para dejar
Cytera de una vez por todas.
—Nos vamos a Cyrene —dijo Kaia a los que quedaban en pie y se
encaminó hacia la salida de la ciudad.
Nadie se fijó en la mancha negra que comenzaba a expandirse por su
pecho. Nadie sintió el dolor atronador que hizo eco en sus huesos. Solo ella
apreció las diminutas grietas que comenzaban a salpicar su piel
consumiendo la energía vital de su cuerpo.
56
Ariadne
Hacía horas que no sentía los dedos de los pies. Medea tenía las orejas
entumecidas y un profundo dolor de espalda que suplicaba un descanso que
implicara más de tres horas seguidas de sueño. Se rascó la nuca con
impaciencia y se acuclilló en la bocacalle a la espera de ver algo que
pudiese infundirle una mínima esperanza.
Como los tres días anteriores, se sintió impotente. Alzó los ojos y divisó
el cielo oscuro, cargado de lluvia negra y al percibir los relámpagos, se echó
la capucha sobre la cabeza y regresó.
Las calles se hallaban en un silencio sepulcral que la hacía sentirse como
un fantasma. Nadie se atrevía a asomar la nariz más allá de las cornisas de
sus ventanas y ella podía comprender el miedo latente que persistía en los
ciudadanos.
La Orden había hablado.
Myles y Basha habían ofrecido una rueda de prensa aquella mañana.
Al fondo de la imagen y de manera bastante visible, se encontraba Kaia.
Llevaba un vestido de terciopelo azul con un colgante de perlas blancas y
una expresión pétrea en el rostro. Tenía los ojos enrojecidos, secos.
No habló. Ni siquiera la enfocaron de manera directa. Simplemente
formaba parte del atrezo y del mensaje que la Orden quería dar. Después de
eso, a Medea se le hizo imposible permanecer más tiempo en el
apartamento de Dorian y salió a despejar sus pensamientos tal y como había
hecho los días anteriores.
Sus pasos siempre vagaban por las calles de la ciudad y terminaban
llevándola de regreso al Consejo. Saber que Orelle estaba allí no suponía
ningún alivio, no si, al fin y al cabo, no podía garantizar su bienestar.
Emprendía la vuelta siempre que llegaba hasta allí.
Dejó escapar un suspiro pesado y volvió al edificio de Dorian. Cuando
llegó al piso, la calma se filtró por sus huesos y el agradable olor a comida
caliente la arrastró hasta la cocina en la que Astra preparaba algo en una
sartén.
Alysa dormitaba en el sofá de la sala con una manta de lana sobre los
hombros.
—Si alguien me hubiese dicho que tendría a una tribu entera
preparándome la cena no me lo habría creído —dijo mientras se quitaba el
abrigo y lo dejaba en el perchero.
Una sonrisa maliciosa curvó los labios de Astra que señaló la preparación
con un gesto de orgullo.
—Pues te sorprendería lo que soy capaz de hacer con los productos
locales de Cytera —dijo y espolvoreó el salero en el engrudo que se cocía
en la olla—. Aquí en Cyrene no sois mucho de usar especias y encuentro la
comida bastante desabrida, no te voy a mentir. Además, vuestro vino es
bastante aguado.
Medea pensó que lo más sensato sería darle la razón.
—¿Has visto algo?
La actitud de Astra solo era una consecuencia de su necesidad por
mantenerse ocupada. No paraba ni un segundo y a diferencia de sus
compañeros, parecía empeñada en demostrar que no tenía tiempo para
pensar en la pérdida ni en la amenaza que se cernía sobre ellos.
—Nada —respondió Medea agarrando una patata frita de la bandeja que
descansaba sobre la mesa—. Solo he visto a un par de vagabundos
asaltando una tienda de víveres, pero la plaza estaba vacía.
Astra asintió y removió el guiso de carne que empezaba a oler
estupendamente.
—¿Dorian ha dicho algo más?
La mención del chico hizo que los labios de Astra se tensaran y su frente
bronceada se llenara de arrugas. Dorian era quien peor lo estaba
sobrellevando. No solo el hecho de que Kaia se hubiese entregado de
manera voluntaria. También estaba obsesionado con la idea de encontrar un
plan. De detener a la Orden y a Myles a como diera lugar. Eso por no
mencionar la muerte de su madre. Cuando se enteró, en lugar de llorar,
gritar o maldecir, Dorian se encerró en sí mismo. A veces hablaba de
Kassia, la traía a colasión en medio de una conversación y se quedaba en
silencio cuando parecía reparar en el hecho de que estaba muerta.
El sonido de unos pasos las alcanzó desde el pasillo y Medea se asomó al
saloncito para ver aparecer a Dorian y a Ciro. Llevaban sendos abrigos
negros y algunas gotitas les salpicaban los hombros como clara señal del
diluvio.
—Acaba de empezar a caer una tormenta —explicó Ciro.
Alysa se incorporó en el sofá ahogando un bostezo y se limpió con el
pulgar las lagañas de los ojos. Los tenía irritados y a Medea le daba la
sensación de que se había quedado dormida llorando.
—La comida está lista, sentaos de inmediato —ordenó Astra asomando el
rostro en la puerta de la cocina.
Obedecieron.
Se dispusieron en la mesa redonda y a Medea se le antojó extraño aquel
ambiente distendido y casi relajado que los miembros de la tribu lograban
crear.
Antes de que sus pensamientos pudiesen seguir tronando en las paredes
de su mente, Astra volvió con una bandeja repleta de cuencos humeantes
que olían estupendamente.
—Aquí tenéis —dijo mientras sus manos se afanaban por servir una
generosa porción a cada uno. Medea miró con apetito el guiso de carne
salada y las patatas fritas salpicadas de pimienta roja. Estaba delicioso y sin
proponérselo, se encontró comiendo con avidez.
—Tenemos que establecer un plan —dijo Dorian tras dar un último
bocado de su guiso.
—¿No crees que deberíamos esperar a que terminemos la comida? —dijo
Alysa.
—¿Crees que la Orden va a esperar a que te comas todo? —Las cejas de
Dorian se alzaron y el buen ambiente se disipó dando pie a un aire cargado
de tensión—. He hablado con tu padre, Medea.
La mención de Talos hizo que el tenedor se quedara a medio camino de
sus labios.
—Pues espero que le vaya estupendamente.
—¿No te llevas bien con él?
La curiosidad de Astra irritó a Medea, que apartó un poco el plato.
—Si por «bien» te refieres a haber encerrado a tu hija en una isla en la
que la trataron como a una alimaña pues podría decirse que nos amamos
con pasión.
Los ojos de la chica se abrieron con incredulidad y tuvo que beber un
largo trago de agua para no atragantarse con las patatas.
—Medea, por favor —pidió Dorian apretando las manos sobre la mesa—.
Hay pequeños grupos de rebeldes que pretenden alzarse cuando llegue el
momento. Tu padre está coordinando fuerzas policiales que podrían atacar.
Tienen explosivos, armas y cuentan con el apoyo de los miembros de la
Cumbre que han sobrevivido.
A Medea le pareció que todo aquello sonaba demasiado idílico.
—Pero no sabemos exactamente qué es lo que pretenden Myles y Basha.
—¿Abrir el pozo? ¿Ir al pozo? —inquirió Astra inclinada hacia delante.
Sus ojos chispeantes seguían con entusiasmo la conversación, la primera
que mantenían sobre el tema y duraba más de tres frases cortas—. Es lo que
Kaia creía, ¿no?
—Deberíamos mantenernos cerca del Consejo —propuso Ciro con un
brillito en los ojos oscuros—. Cuando veamos movimiento los podremos
seguir y atacar. Impedir que lleguen hasta el pozo.
—No sabía que esto iba a transformarse en una… —Medea dudó antes de
encontrar una palabra—. ¿Guerra?
—Hay dos bandos y se supone que tendremos que enfrentarnos —replicó
Alysa esta vez dando un sorbito a su copa de vino—. No veo mal esa idea,
en especial si… tu padre consigue reunir un número importante de rebeldes.
—Pero la Orden tiene a Kaia, no permitirán que nadie se les acerque, la
utilizarán si es necesario.
Todos guardaron silencio un segundo hasta que Dorian puso los cubiertos
sobre la mesa y dijo:
—Kaia es la pieza clave para la Orden. —Miró hacia la ventana—. Ella lo
sabía, la Orden es consciente de ello. La necesitan para liberar el pozo;
podemos enfrentarlos antes de que lleguen hasta él.
No con los demonios, pensó Medea.
—Conozco a la Orden —susurró y apretó los dedos sobre la mesa—. Sé
que no tienen límites y estarán preparados para un enfrentamiento. Por eso
usan a los demonios, por eso los manipulan y juegan con su poder. No
quieren que nadie se atreva a enfrentarse a ellos.
A Medea la cabeza le dio vueltas y tuvo que reclinarse en su asiento para
poner en orden sus pensamientos. Paladeó la palabra «enfrentamiento» y el
recuerdo del encontronazo con Olympia golpeó su memoria.
Si contaban con un elemento a favor debía tratarse de algo que ni Myles
ni Basha pudiesen anticipar. Tal vez Talos podría ser una opción, mal que le
pesara a ella colaborar con su padre.
Entonces se le ocurrió algo.
Se levantó de golpe de la mesa haciendo que los vasos se tambalearan y
que todas las miradas recayeran en ella. Le temblaban las manos de pura
emoción, de pensar que quizá de alguna manera absurda y descabellada no
todo estaba perdido.
—Tenemos que aprovechar nuestra ventaja.
—Y… —repuso Astra apoyando el mentón sobre la palma de su mano—.
Según tú, esa ventaja ¿cuál es?
—Que podemos reunir gente, a mucha. Talos goza de enorme popularidad
entre los invocadores, lo seguirán. Si bien es poco probable que podamos
detener a la Orden al menos podemos ganar tiempo e impedir que lleguen al
pozo.
Se hizo el silencio alrededor de la mesa y Medea notó que sopesaban esa
opción.
—Pero aun así no sabemos cómo destruir el pozo.
—Ganaríamos tiempo para que Kaia se libere, además, aunque es cierto
que no sabemos cómo destruir el pozo, hay alguien que puede darnos más
información.
Los cuatro chicos parpadearon, asombrados y confusos a la vez.
Había alguien en Cyrene que podía comprender la conexión de los
demonios con la Orden y tal vez pudiese arrojar algo de luz sobre las
opciones que tenían para enfrentarlos.
—Aracne —explicó e hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el este
—. Iré a hablar con ella.
—Eso es peligroso y me parece que ella dejó bastante claro que no tiene
mucho que decir al respecto.
—Voy a intentarlo —aseguró con una convicción que obligó a Dorian a
asentir—. Vosotros aseguraos de vigilar el Consejo, de que los invocadores
se animen a colaborar. Quizá no todo esté perdido.
63
Kaia
Kaia apretó los párpados contra el cojín e inhaló el olor a humedad. Pese a
que había dormido algunas horas, no se encontraba en absoluto descansada.
Era lo que tenía dormir en un sofá viejo y polvoriento atada con unas
esposas gruesas de metal.
A Basha y a Myles parecía importarles poco su sufrimiento.
Los días se sucedían como un parpadeo. Tan rápido que apenas era capaz
de concentrarse lo suficiente como para captar todas las cosas que estaban
sucediendo a su alrededor.
Tenía miedo de no concentrarse lo suficiente, de volver a abrir los ojos y
tropezar con un mundo opuesto al que conocía.
Ser una prisionera tenía sus ventajas. Por muy escasas que fueran, Kaia
sabía que tenía que echar cuenta de ellas para aprovechar la oportunidad de
utilizarlas. Estaba viviendo con el enemigo, escuchaba sus planes, sus
maquinaciones y, llegado el momento, pensaba hacer uso de toda la
información recopilada.
En ese instante, la puerta se abrió y una de las criadas de Basha se adentró
en la habitación con una cesta repleta de ropa y una panela de jabón. Kaia
no conocía su nombre. Cada mañana aparecía allí, la ayudaba a cambiarse
puesto que ella llevaba las manos inmovilizadas y le lavaba el pelo para
luego perfumarla con una botellita de jazmín.
Era como un títere movido al antojo de la Orden.
—Buenos días —musitó Kaia apoyándose en el codo. El cabello oscuro
se le derramó por los hombros y apreció con especial gusto el silencio de la
chica que nunca respondía a sus provocaciones—. ¿No me traes el
desayuno hoy?
—La señora ha solicitado verla.
Sabía muy bien que eso significaba pasar un par de horas haciendo de
monigote de Basha.
Kaia le lanzó una mirada engreída y observó cómo la chica dejaba la
cesta en el único mueble que había en la habitación además del sofá. Con
escaso cuidado, la chica le quitó el batín de seda y sus ojos cayeron sobre la
mancha gris que comenzaba a expandirse por el pecho de Kaia.
—¿Te da miedo? —aventuró Kaia con una sonrisa titilando en los labios.
La respuesta era evidente. No necesitaba palabras para adivinar la
repulsión que le deformaba los rasgos a la criada hasta convertir sus labios
en una mueca de asco. Para ser del todo justos, a Kaia también le aterraba
encontrar aquello en su cuerpo. Pero más miedo le producía el dolor que se
filtraba por sus venas y el llamado ansioso, desesperado, de los hilos
arcanos.
¿Qué pasaría cuando la magia arcana la reclamara?
¿Qué ocurriría con ella cuando cediese a los hilos?
No lo sabía y aunque imaginaba que el destino era la muerte, Kaia no
estaba preparada para abandonar el mundo. Todavía no.
La criada le cepilló el pelo y le colocó un vestido negro que le llegaba
hasta las rodillas. Le quedaba un poco grande en la cintura y dejaba en
evidencia los huesos de las costillas y los ángulos lisos de su cuerpo.
Se veía ridícula. Diminuta.
Odiaba aquella sensación.
Antes de que pudiese protestar por su apariencia, la criada abrió la puerta
y aparecieron dos figuras imponentes con los rostros cubiertos por un velo
blanco. No le dirigieron la palabra en ningún momento y ella, dócil, se dejó
guiar con cierta desgana hasta la planta inferior donde Basha aguardaba.
El cabello claro le caía como una cascada sobre una camisa blanca manga
larga a juego con una falda de cuadros. Todo su aspecto era cuidadoso y
sobrio.
Señaló una silla en la mesa y Kaia echó una mirada al salón antes de que
sus pies se adentraran en la luminosidad dorada. Estaban en una de las
galerías de Kristo. Un espacio semicircular en el que distintos retratos
colgaban en la pared norte y una mesita se hallaba adosada al fondo.
Kaia se sentó en una silla y dejó caer las manos esposadas sobre la mesa a
tan solo unos centímetros del desayuno. Dos platos de cerámica a rebosar
de pan caliente, mermelada de fresa y tomate y pastelitos de arándanos.
La criada de Basha se acercó hacia la mesa y se inclinó para abrir las
esposas el espacio suficiente como para que los dedos de Kaia pudiesen
sujetar la comida. Eran un mecanismo especial compuesto por tres placas
metálicas que se apretujaban entre sí. La primera placa le inmovilizaba las
muñecas que permanecían juntas. La segunda le cubría la mano, y la
tercera, los dedos.
—Muchas gracias por la amabilidad —se burló Kaia mordiendo un
pastelito. Podía apreciar el hilo de Basha de un color apagado, tan lejano
como el del resto de los miembros de la Orden.
Cuando vio a Aretusa en el desierto y descubrió que no podía tocar el hilo
se sorprendió, pero poco después comprobó que muchas otras personas
dentro de la Orden estaban inmunizadas a su poder. Esto la fastidiaba
terriblemente. Cada vez que alcanzaba a vislumbrar aquellos hilos tan
pálidos, la irritación hacía mella de su voluntad maldiciéndose por haberse
entregado.
Medea y Dorian, fue por ellos, se recordó dando un sorbo al zumo.
—¿Me has invitado solo para desayunar?
El semblante imperturbable de Basha no cambió. Levantó una mano e
hizo un gesto a una de las criadas que se movió hasta la mesa y trajo un
pequeño paquete envuelto en gasa blanca. La líder de la Orden lo tomó
entre sus manos y rebuscó lo que ocultaba entre la tela hasta sacar un objeto
circular que brilló bajo la luz de la lámpara.
Kaia se mordió el labio y con el dedo índice apartó su plato de comida.
—Necesito que descifres lo que dice —explicó la mujer acercándose
hasta ella. Se dejó caer en la silla y el olor a amapolas y desesperación hizo
que Kaia se reclinara en el asiento marcando un poco la distancia entre las
dos—. ¿Dónde está el pozo y cómo libero su poder?
Los dedos de Kaia se cerraron en torno al disco y un ligero cosquilleo le
surcó la espalda.
—Ya sabías que el pozo arcano estaba aquí, así que es probable que
tengas a alguien que pueda leer esto…
No había terminado de decirlo cuando las piezas encajaron en su cabeza.
Ariadne.
—Lo entiendes, y supongo que no habrás escuchado que la chica está
herida. Podría decirse que ahora mismo no está en posición de ayudarme.
Mi plan siempre fuiste tú, ella resultó ser una ayuda enorme que más me
valía tener por si algo no salía como yo esperaba.
A Kaia se le desencajó la mandíbula e hizo uso de toda su fuerza para que
no se le notara la confusión en el rostro. Era un peón en el tablero de la
Orden; no solo ella, todos.
—Hace meses me habría importado bastante poco que me amenazaras —
replicó.
—En ese momento solo te importaba tu hermana muerta, pero ahora has
aprendido a valorar a los vivos.
Los ojos de Kaia bajaron al disco y empezó a fingir que se concentraba en
la lectura de las letras arcanas. Le escocía la garganta y el corazón, pero se
negaba a mostrar signos de debilidad ante Basha. Le seguía importando
Asia, pese a lo que otros pensaran, la ausencia de su hermana era un dolor
con el que lidiaba cada día. No se había acostumbrado a su falta y dudaba
que lo hiciese nunca, pero estaba aprendiendo a lidiar con ese sufrimiento.
Tomó el disco entre la punta de los dedos y sopesó las opciones que tenía.
—Son unas coordenadas —musitó en voz baja haciendo que los ojos de
la mujer relampaguearan de emoción—. Llevan hasta la entrada del pozo
original, el lugar en el que confluyen todos los hilos arcanos del mundo.
Acá dice cómo entrar.
No podía mentir. No en ese momento, no sabiendo que Ari se encontraba
mal y que Orelle era custodiada por la Orden. Tragó saliva y con pesar,
comprendió a dónde la llevaban esas coordenadas.
—El pozo está en el Bosque de los Cipreses.
Basha arrugó el entrecejo y le arrebató el disco de la mano.
—¿Cómo puedo liberar el pozo?
Esta vez Kaia se limitó a encogerse de hombros. Una de las criadas se
acercó y retiró la taza de Basha que hacía rato se había enfriado. Era
evidente que la líder de la Orden necesitaba una respuesta que Kaia no
podía proporcionarle, en el disco no se mencionaba cómo podía liberar el
pozo, aunque una leve sospecha comenzaba a resonar en el fondo de sus
pensamientos.
—¿Sabes qué pasará si no me dices cómo hacerlo,verdad?
Por toda respuesta, la joven levantó el mentón con dignidad y se enfrentó
los ojos negros surcados por las arrugas. Kaia había perdido todo, había
matado a su propia abuela y empezaba a temer que aquel ciclo de muerte y
destrucción no acabara nunca.
Basha dejó escapar un suspiro de incredulidad y se puso en pie con un
movimiento elegante. A Kaia le pareció que allí zanjaba la cuestión, pero
antes de que la mujer se retirase del salón, se volvió hacia Kaia y alzó la
mano para cruzarle la cara con un bofetón.
Lo primero que sintió, al comprender lo que ocurría, fue rabia, una ira
que quemaba como el fuego en sus entrañas. Después se dio cuenta de que
se había caído de la silla y se había quedado tumbada en el suelo
observando el gesto de suficiencia que le dedicaba Basha.
—Se me está acabando la paciencia —protestó Basha—. Si no tienes una
respuesta que me complazca, creo que voy a tener que utilizar a tu amiga y
aplicar términos menos amables con las dos.
Sin prestar atención a las miradas atónitas de las criadas, Kaia se
incorporó con dificultad y, aturdida, sujetó el disco para volver a la silla.
Tuvo que morderse los labios para no dejar escapar un gemido de dolor,
notaba la mejilla ardiendo.
—Descifraré el mensaje. —Logró articular con una nota de miedo
titilando en la voz.
—Así me gusta —contestó Basha, que ya iba de camino a la puerta de
salida. A su lado estaba la criada de Kaia, pálida como un fantasma—.
Tienes toda la tarde. Voy a preparar nuestra visita al bosque y espero, por el
bien de tus amigos, que no se te ocurra engañarme.
64
Ariadne
El cielo ardía.
Ya no era gris ni negro. Las nubes se peleaban por entremezclarse y
ocultar el sol. El color naranja refulgía en lo alto y las cenizas lo inundaban
todo, convirtiendo cada esquina en colinas de polvo gris.
Julian supo que estaban perdidos en cuanto divisó la linde del bosque.
Habían dejado el centro de la ciudad y Talos los arrastró hasta el puerto
envuelto en un halo taciturno que ninguno de ellos se atrevió a cuestionar.
Al principio, Julian se mantuvo apartado, no estaba entusiasmado con
formar parte de la lucha contra la Orden y a diferencia de Halia o de Orelle,
él tenía escaso interés en arrojarse a una cruenta lucha.
Orelle parecía inquieta. Se retorció las manos y permaneció junto a Halia,
que apenas y había despegado los labios en todo el camino. Julian había
intentado hablar con ella cuando salieron del edificio, pero la princesa negó
con la cabeza y le aseguró que no era el momento para una conversación.
—¿Contamos con el apoyo de las fuerzas policiales? —preguntó Julian
cuando Talos los dirigió a través de una calle angosta que limitaba con el
bosque de los cipreses. Desde allí veían demonios. Criaturas salidas del
averno se arrastraban sobre la calle arrojándose contra los invocadores que
como podían se enfrentaban a ellos.
Talos no respondió. No pudo hacerlo.
En ese instante, un demonio de fuego desplegó sus alas y arrojó rayos que
alcanzaron a un invocador que luchaba contra dos miembros de la Orden.
La criatura torció las enormes garras y asestó un violento golpe a su
contrincante. El invocador cayó de espaldas con un hilito de sangre
corriéndole por el mentón. Los ojos abiertos de par en par, sin vida.
—Esto no pinta nada bien —musitó Halia a su lado luego de bajar del
coche de Talos. Se había recogido el cabello rubio en una coleta y sus ojos
parecían más aterrorizados que seguros.
Las formas negras se abrían paso entre el pequeño grupo de invocadores
que luchaban por entrar al bosque. Era fácil reconocerlos, todos vestían
colores oscuros y llevaban las dagas en las manos mientras se esforzaban
por alcanzar el límite que estaba al resguardo por la Orden.
—¿Dónde está Medea?
Nadie le respondió a Orelle.
A Julian le pareció que, teniendo en cuenta la cantidad de cuerpos inertes
en la calzada, existía una enorme probabilidad de que la chica estuviese
muerta. Tal vez Ari también hubiese corrido el mismo destino.
Ese pensamiento arrojó un destello de dolor a través de su pecho.
Tragó saliva y evitó pensar en el miedo que se filtraba por sus venas.
Aquel paraje desolador le producía una tristeza estranguladora. Aferró su
bastón, contento de haber recuperado alguno de los que guardaba en el
Consejo, y dio un paso al frente seguido por Halia y Orelle.
Talos pasó por delante de ellos y se acercó a un pequeño refugio
improvisado junto al muelle que daba a la playa. El rocío del mar salpicaba
los dos coches que hacían las veces de barrera, tras estos se escondía un
grupo compuesto por cinco personas.
Con agrado, reconoció el rostro de su primo Dorian.
—¡Dorian! —exclamó Orelle y no dudó en acercarse corriendo hasta el
chico y abrazarlo—. ¿Dónde está Medea?
La sombra en el rostro de Dorian no podía ser buena señal. Tragó saliva y
miró de reojo a Talos, que se alejó unos pasos para darles una privacidad
ficticia, todos permanecían atentos a ellos.
—En el bosque —admitió y volvió los ojos a Talos—. Antes de que
supiésemos que la Orden pretendía entrar, Medea se había adelantado.
Quería hablar con Aracne, pero no la hemos visto desde entonces.
Los hombros de Orelle bajaron y su rostro quedó crispado por la
decepción.
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí?
Fue Talos quien decidió tomar voz en la conversación.
—Dos horas desde que entraron —replicó Dorian echando un vistazo al
reloj en su muñeca—. Hemos perdido a cinco invocadores, no conocemos
el alcance de los demonios y aunque parecen controlarlos, a veces me da la
sensación de que no lo consiguen del todo.
Sus ojos negros observaron el perímetro y luego cayeron sobre los
invocadores tras los coches. La camisa desabotonada dejaba ver una larga
cicatriz pálida que se asomaba en el pecho. Julian se preguntó si era muy
vieja o un recuerdo de su última lucha contra la Orden.
—¿A qué te refieres?
Dorian intercambió una mirada con una chica que estaba acuclillada a su
lado. Tenía un rostro moreno en el que resaltaban varios cortes a la altura
del mentón.
—A que cuando me atacó uno pareció confundirse con otro miembro de
la Orden —explicó la chica sin mirar a los ojos a Talos—. Al principio
parecía decidido y me atacó, pero luego dudó y se volvió contra el otro. Le
arrancó una mano.
Con expresión seria, Talos sopesó las palabras y miró el bosque. A Julian
le hubiese gustado descifrar el significado en el brillo de sus ojos, pero
antes de que tuviese tiempo de pensarlo, otro invocador cayó de espaldas
sobre el asfalto.
Un demonio saltó por los aires y aterrizó a su lado haciendo que el joven
se apartara, horrorizado. Julian no pudo prevenir la masacre; la criatura
medía cerca de dos metros de largo y poseía cuatro extremidades anchas, le
cercenó la pierna izquierda.
Los labios del joven soltaron un chillido estrangulado y Julian se encogió
al oír el gorgoteo ahogado de la muerte. Dorian estuvo a punto de acercarse
cuando el demonio sujetó al hombre con las garras y alzó el vuelo
perdiéndose en la lluvia de cenizas.
Impotentes, todos se miraron sin saber muy bien qué decir o hacer. Julian
notaba una ráfaga de culpa que nunca antes había experimentado.
—¿No deberíamos estar luchando? —preguntó Orelle con el ceño
fruncido—. Digo, veo a muy pocas personas allí, podríamos ayudar.
Talos chasqueó la lengua y negó por lo bajo.
—Estamos repartidos por equipos —explicó mirando un papel que un
chico acababa de entregarle. Sus dedos vagaron por el texto y asintió antes
de guardárselo en el bolsillo del pantalón—. Nuestro objetivo es supervisar
y hacer un conteo de cada cuánto aparece alguna bestia y brindar apoyo a
los heridos.
—No he visto mucho apoyo —musitó Julian intentando morderse la
lengua.
El rostro contrariado de Dorian lo observó antes de negar por lo bajo.
—¿Ves esa furgoneta de allí atrás? —Señaló con el dedo índice una
furgoneta blanca con cristales tintados que estaba detenida en la bocacalle
de atrás—. Tenemos médicos y equipamiento para atender a heridos. Ahora
mismo están con cinco personas, suturando y desinfectando heridas.
Julian asintió con fuerza y regresó la mirada a la lucha. A los hombres
que ladraban órdenes e intentaban acercarse al bosque y cuyos esfuerzos
caían en saco roto gracias a la Orden.
Resultaba evidente la táctica. Julian no era militar y sus nociones eran
bien escasas, pero el repartimiento de equipos se veía a tantos metros que
casi podía comprender que la Orden e incluso los demonios anticiparan sus
movimientos.
Tres cuadrillas compuestas por al menos diez personas cada una.
Invocaban sombras espesas y las arrojaban a sus contrincantes mientras otro
del equipo luchaba por llegar a la linde donde acababan por enfrentarse.
No podían seguir así.
—Deberíamos tomarlos por sorpresa —dijo y consiguió que todas las
miradas cayeran sobre él.
Irguió la espalda como había hecho cuando había sido presidente y se
esforzó por dar la misma seriedad y autoridad a su voz.
—Si todas las cuadrillas atacan bajo la misma táctica, ellos asumen el
patrón y no tardan en detenerlo —razonó.
—¿Qué propones? —rezongó Talos por cortesía. Su semblante denotaba
que no tenía interés alguno en tomarlo en serio.
—Atacar cuando lleguemos al límite del bosque. Ir en grupo, todos, y
conseguir que algunos se internen.
Una risa amarga, seca, brotó de la garganta de Talos.
—Sería un suicidio.
—Julian tiene razón por mucho que me pese admitirlo —contradijo Halia
—. Si actuamos como esperan no conseguiremos entrar al bosque. —Hizo
una pausa y sus pestañas aletearon suavemente antes de continuar—.
Queremos detener a Basha, ¿no?
Todos asintieron al unísono.
—Entonces tenemos que atacar con todo.
El plan era sencillo comparado con las distintas estrategias que Talos había
planteado. El ex jefe de policía acababa de dedicar más de media hora en
explicarles detalle por detalle de su brillante plan de acción.
Julian aceptó la daga que le entregaron y sopesó el peso en la mano
izquierda mientras se apoyaba ligeramente sobre su bastón. Era un arma
simple con una empuñadura forjada en plata y rematada con dos diamantes
blancos que absorbían la escasa luz del sol.
¿Se suponía que debía agradecerles el arma? No lo sabía, tampoco lo
hizo. Se refugió en la idea de que pronto todo acabaría, para bien o para
mal.
Las sombras titilaron bajo sus pies y permaneció muy quieto hasta que
Halia recibió la daga y le dedicó una sonrisa discreta. Probaron invocar
sendas sombras y solo pudieron relajarse cuando estas respondieron al
llamado. Siempre resultaba extraño utilizar una nueva daga y esta en
particular no respondía con la rapidez necesaria, pero en vista de las
circunstancias, no podía exigir más. Orelle los observaba un poco alejada, el
cabello le caía a ambos lados de la cara que permanecía con una expresión
neutra. Solo cambió la postura cuando Talos se acercó y le entregó una
especie de cuchillo largo.
—¿Sabrás usarlo? —bromeó Halia con un destello triste en los labios,
colocándose junto a Orelle.
La aludida dejó escapar un silbido de exasperación.
—No soy experta, pero puedo defenderme.
Sus palabras flotaron entre ellos como una neblina y Julian reconoció el
miedo en la voz de Orelle.
Cerró los ojos en medio de aquella locura, de los rugidos ensordecedores,
del ruido de su propio corazón. Halia le dio una palmada suave en el
hombro y Julian notó la tensión enroscándosele en la garganta.
—Cuando esto termine nos tomaremos una copa en honor a los que no
están —dijo y él entrevió un eco de su propio dolor.
—Yo diría más de una —respondió con voz neutra y Halia sujetó la
botella de agua que Orelle le ofreció. Le quitó el tapón y dio un sorbo largo.
De reojo, Julian observó a Dorian, y entrevió el mismo ímpetu que movía
a Kassia. La firmeza en los hombros, la tranquilidad en la mandíbula
relajada. Se parecía mucho a ella. Lo envidió en silencio. Él no era capaz de
disimular el sudor ni la preocupación que tironeaba las comisuras de sus
labios hacia abajo.
Por desgracia, Julian no tuvo tiempo a recrearse en el pensamiento. La
mano de Talos atrajo la atención de todos y en unos pocos segundos, dio la
señal que los empujó a arrojarse a una muerte segura.
Corrieron en medio de los gritos. En medio de los gruñidos estrangulados
que llegaban del otro lado del bosque. La Orden no esperaba un ataque tan
directo por lo que la sorpresa los encontró con la guardia baja y tardaron en
organizar una defensiva demasiado floja.
A Julian se le escapó una risita de entre los labios al escuchar el silbido
del metal y las sombras. La canción de la oscuridad que serpenteaba entre
ellos esquivando a unos para acabar con otros.
Un demonio alado pasó por encima de ellos y Julian palpó el sabor del
terror cuando se llevó a una chica que corría a su lado.
Obligó a su pierna a mantener el ritmo e impulsándose con el bastón,
consiguió llegar hasta la linde del bosque.
Una mujer de túnica gris se abalanzó sobre él con un movimiento limpio,
mecánico. Si estaba sorprendida por la apuesta del ataque, su rostro no
evidenció ninguna emoción. Levantó una pica y embistió a Julian, que
detuvo el golpe con el bastón.
Sus pies retrocedieron un poco sobre el asfalto y él apretó los labios
mientras los músculos de su brazo se tensaban impidiendo que la pica lo
alcanzara. Sujetó la daga en la otra mano y sus labios se abrieron en una
suave tonada que dio forma a una sombra ancha y espesa que bordeó la
punta del filo.
Giró la muñeca y arrojó la sombra sobre su contrincante, que cayó de
espaldas con los ojos cerrados. Estaba inconsciente. Él había vencido a
aquella mujer con una invocación básica.
Eso lo asustó. Las palabras y su encanto natural eran su mejor arma.
Sentir que podía luchar era cuanto menos aterrador.
El júbilo por su pequeño triunfo no le duró mucho.
Antes de que pudiese darse cuenta, una criatura hecha de niebla se dibujó
en la penumbra del bosque y Julian apenas tuvo tiempo para prevenir el
ataque. Se apartó del camino del demonio y Dorian se acercó hasta él justo
en el momento en el que la criatura se lanzaba dispuesta a atacar.
Los pies de Julian se quedaron anclados, incapaces de moverse. Dorian,
delante de él, había invocado una sombra que hacía las veces de escudo y
que mantenía al demonio apartado pese a las enormes garras que luchaban
por romper la barrera.
Captó un destello por el rabillo del ojo y notó que Halia se acercaba a
toda velocidad. La princesa parecía flotar en medio de los gritos, del ruido
apabullante que rasgaba el aire.
—No te muevas —gritó ella.
Desenvainó la daga y la levantó por encima de su cabeza con enorme
agilidad. A Julian le impresionó la rapidez y la precisión del movimiento,
también su propia lucidez para apreciarlo todo en medio del caos.
Las manos de Halia temblaron ligeramente y antes de ejecutar el golpe, el
demonio giró sobre sus cuartos traseros a una velocidad inesperada. Gruñó
y levantó una zarpa que golpeó a Halia y la arrojó contra un árbol.
El miedo serpenteó como una ola y sacudió todos los huesos de Julian.
Paseó la mirada por la multitud que luchaba y tragó saliva con fuerza
sintiendo la garganta seca. Miró a la princesa y el terror lo sacudió. No
podía estar muerta, Halia no podía morir de una manera tan absurda y, sin
embargo, no se movía.
Anestesiado por la impresión, Julian salió de la protección de Dorian que
continuaba esforzándose por mantener el escudo y, con las rodillas
temblando, se metió entre la gente y alcanzó a la princesa.
Un corte largo le atravesaba el brazo izquierdo desde el codo hasta el
hombro. Tenía mala pinta. La sangre, la piel supurante y el olor a quemado
hicieron que Julian apretara los labios.
—Halia, por favor, espero que no estés muerta.
El ruido de la lucha ahogó la última palabra. Los dedos de Julian
vacilaron antes de quitarse el chaleco y hacerlo jirones con la daga. Rasgó
la tela en tiras y se apresuró a cubrir la herida con algo de torpeza.
En ese momento, las pestañas de Halia aletearon sutilmente y, con
lentitud, sus ojos se abrieron. Estaban velados por el dolor y ella intentó
abrir los labios para decir algo, pero solo alcanzó a dejar escapar un
gemido.
—Te vas a poner bien, no es grave —mintió con la voz afilada.
Iba a decirle algo más, a prometerle que todo marcharía bien, catalizaría
la herida con las sombras, pero en ese instante, sintió una presencia a su
espalda que lo obligó a levantarse. Encaró a un demonio que debía tener
aproximadamente su estatura. Al principio, Julian pensó que estaba viendo
a un invocador envuelto en sombras, pero luego se dio cuenta de que nada
estaba más alejado de la realidad. La forma humana había confundido a
Julian, hasta entonces estaba acostumbrado a que los demonios parecieran
más bestias que personas.
El aliento putrefacto lo golpeó cuando el demonio se acercó y atacó con
una zarpa afilada. Lo esquivó apartándose a la izquierda y flexionando las
rodillas. Asió el bastón con fuerza y lo estampó contra el pecho de la
criatura, que dejó escapar un chillido de sorpresa.
Le sudaban los dedos.
El miedo se le escurría en la piel como el bastón que se resbalaba poco a
poco.
Presionó con fuerza, deseando vivir un día más.
Solo un día más.
Los ojos amarillos del demonio se abrieron de par en par y un lamento
escapó de sus labios negros.
Julian volvió a levantar el bastón y esta vez consiguió llegar más cerca al
golpearle el cuello. Su muñeca se acercó hasta el costado de la criatura y
deslizó el filo de la daga en el medio de su pecho notando el resquemor
caliente de la sangre sobre su piel.
El demonio retrocedió y antes de que Julian pudiese saborear el éxito, un
puñetazo violento impactó contra su espalda arrojándolo de cabeza contra el
asfalto. Su rostro impactó el suelo y la daga se le resbaló de la mano.
La suerte era una vieja caprichosa que disfrutaba verlo sufrir.
Julian escupió sangre y se fijó en tres demonios que se unían al que lo
había derribado. Sus movimientos eran suaves, como agua que se desliza en
el cauce. Elegantes.
—Dorian, si puedes ayudarme… —dijo esforzándose para que su voz se
alzara por encima de los gritos sofocantes.
Nadie acudió en su auxilio.
Los demonios se lanzaron sobre él como bestias hambrientas.
Dejó escapar un grito agónico y utilizó como pudo el bastón para
protegerse el pecho de las garras afiladas que se afanaban en alcanzarlo.
Otro demonio cayó del cielo a unos metros de distancia de donde él estaba.
Notó un desgarró en el cuello y casi al instante supo que la sangre corría
por la ropa. Otro rasguño le arrancó un grito entrecortado y el dolor
lacerante de la pantorrilla casi lo hizo soltar el bastón.
Una vez le habían dicho que cuando estás a punto de morir, toda tu vida
pasa delante de tus ojos. Pero Julian solo podía ver cenizas y oscuridad.
Quería recordar el rostro de su madre, quería verla por última vez. El
contorno de su silueta le parecía desdibujado en los bordes de su memoria y
la tristeza lo invadió por ser incapaz de imaginarla justo cuando estaba a las
puertas de la muerte.
Estaba aterrado. Nunca se había sentido tan indefenso, tan poca cosa.
Así que hizo lo único que podía. Tragó saliva, preparado para la muerte, y
entonces, un estruendo crepitó en el aire acompañado por un crujido que
hizo que la tierra se agitara de manera violenta bajo sus pies.
El mundo se detuvo una fracción de segundo.
Los latidos del corazón de Julian se ralentizaron y su propia respiración
se acompasó al ritmo lento que adquiría el mundo.
De pronto, los demonios alzaron la cabeza y, como atendiendo a un
llamado, echaron a volar para internarse en el bosque.
Julian se quedó tendido. Lánguido. Incapaz de controlar el mareo.
—¿Estás bien?
La pregunta provenía de un hombre alto con el bigote negro y las mejillas
salpicada de sangre. El oficial tenía una herida en la frente y el sudor le
empapaba el cuello de la camisa.
—No sé si estoy vivo o muerto —logró articular Julian reconociendo el
dolor en su pierna y cuello.
El hombre soltó una risa amarga y se acuclilló a su lado para verle la
herida de la pierna. Sacó una cajita y allí, en medio de cuerpos inertes y de
cenizas, le coció la herida con una habilidad que lo maravilló. Casi no notó
la aguja y cuando logró incorporarse pudo ver el nivel del caos que lo
rodeaba.
Cientos de heridos. Muertos.
—Necesito que nos reagrupemos —vociferó Talos, que estaba junto a
Dorian y una taciturna Orelle.
Julian se arrastró hasta ellos luego de echar un vistazo a Halia, que
continuaba tendida mientras la atendían dos médicos. El nudo en su
garganta se tensó haciendo más imperiosa la necesidad de escapar de allí.
—Han huido en cuanto sintieron el temblor —explicó una chica que
llevaba el brazo izquierdo en un cabestrillo—. Probablemente atendiendo el
llamado de la Orden.
—No queda ninguno fuera del bosque.
Los ojos de Julian barrieron el panorama y con sorpresa descubrió que la
chica tenía razón. Al menos con vida, no quedaba nadie de la Orden.
—Entonces deberíamos intentar acabar con los demonios, regresarlos a la
brecha.
Dorian negó con la cabeza.
—Podemos acabar con los que hay en la ciudad. Tengo un repertorio de
explosivos y no dudaré en usarlos si con esto consigo salvar a la ciudad —
explicó Talos con un brillo en los ojos que Julian no alcanzó a descifrar—.
¿Qué tan lejos queréis llegar para acabar con esto?
Ellos intercambiaron una mirada y Julian sintió un escalofrío bajándole
por la espalda. No ansiaba conocer sus límites, no quería saber qué estaban
dispuestos a hacer otros. No con aquellos cadáveres tibios rodeándolos.
—Lo que sea, no quiero que muera nadie más.
—Bien —respondió Talos con una sonrisa pérfida en los labios—.
Tenemos un lanzador de fuego. —Su dedo índice señaló un vehículo
acorazado con distintas capas metálicas del que sobresalía un tubo negro—.
Vamos a arrasar el bosque con ellos dentro. El fuego los atrae y la Orden
está allí, así que vamos a quemarlos a todos.
70
Ariadne
Los nervios se batían a duelo en su cuerpo mientras Ari se abría paso por el
patio central de la Academia. Se acomodó la mochila al hombro y silbó
alegremente mientras pasaba bajo el arco de mármol en el que estaba
tallado el nombre de Kaia en lengua arcana.
Una vaga sensación de incomodidad se instaló en sus hombros y no la
abandonó en todo el camino hasta llegar al aula de la tercera planta. Una
decena de rostros confundidos, ansiosos, la vieron entrar y ella se acomodó
las gafas mientras dejaba la carpeta en el escritorio y borraba la pizarra con
cuidado.
El primer día del curso era emocionante. Había una promesa escrita en
aquellos nuevos rostros que prometían cambiar el curso de la historia. Todo
aquello le producía cierta nostalgia por una época en la que parecía haberlo
compartirlo todo con sus amigas.
Al otro lado de la ventana, la campana que daba inicio a la primera hora
de clases retumbó y Ari se metió en el papel de profesora para el que tanto
se había preparado. Impartía Historia Moderna y se dedicaba al estudio de
la magia arcana en sus diferentes vertientes a lo largo de toda la historia de
Ystaria.
—¿Es cierto que los hilos de las diosas estaban anclados al pozo? —
preguntó una estudiante menuda que se hallaba sentada en la primera fila.
Sostenía el lápiz en la mano izquierda y sus ojos bullían de una curiosidad
que hacía que Ari se sintiera afortunada por su trabajo.
Ari inclinó la cabeza, abatida por el tema que pretendían tocar los
estudiantes el primer día.
—Si te inclinas por lo que dice la memoria colectiva encontrarás una
respuesta favorable a ese argumento —dijo con la voz pastosa—. Pero no
existe ninguna evidencia más que la proveniente del disco de los primeros
arcanos. Tomando en referencia eso y lo que vivimos el día de El Cierre de
la Brecha. —Así había pasado a la historia el día que Kaia se había
convertido en el pozo—. Puedo asegurarte que sí. Los hilos que ataban a las
diosas a su existencia en Ystaria estaban ligados al pozo. Al romperse el
hilo, se había roto el único vínculo que las mantenía ancladas a este plano.
La chica asintió con satisfacción y apuntó un garabato suelto en la libreta
que yacía sobre su mesa. Ari continuó la clase sin mayor intervención y
cuando volvió a sonar la campana, descubrió que el tiempo pasaba
demasiado rápido cuando hacía lo que realmente le gustaba.
Uno a uno, los estudiantes fueron abandonando el aula hasta vaciarla
dejando a Ari en su escritorio con un montón de archivos por revisar. Estaba
trabajando en un nuevo libro y esta vez se desligaba un poco de todo lo que
había escrito hasta entonces. Le gustaba compaginar dos pasiones que
perfectamente podían coexistir.
—Perdone, señorita Ariadne. —La chica que había hecho la pregunta la
miraba desde la puerta con una mezcla de vergüenza y admiración—. Le
quería pedir si puede firmarme su libro.
Aquello, tan inesperado, removió el hilo del pecho de Ari que se contrajo
de alegría al ver que la estudiante sacaba un tomo gastado con varias
páginas dobladas en su interior. Aquel era su primer trabajo como escritora.
Bueno, no como escritora, Ari ya escribía muchos años antes de que ese
libro viese la luz. Era su primer trabajo publicado con su nombre y eso lo
hacía especial.
—Por supuesto. —Sonrió y sujetó el libro saboreando la historia de Kaia
que dormía dentro. Era su regalo a la amiga que le había salvado la vida, a
la persona que había moldeado el mundo a su forma y le había enseñado a
ser valiente.
Aferró el boli y garabateó una firma antes de devolvérselo a la chica que
se ruborizó.
—Me gustó mucho, creo que hablas con profunda admiración sobre la
diosa Kaia y eso es algo que me ha conmovido.
No dijo nada más. Recogió su mochila y se marchó tan pronto como
había aparecido dejando a Ari navegando en un mar de nostalgia y el
recuerdo de Kaia más vivo que nunca.
Algún día dejará de dolerte, le decía Julian cada noche, pero ella sabía
que no era verdad. No dejaría de doler, si acaso, se minimizaría el impacto,
pero la herida no cicatrizaría jamás, al menos no por completo.
—Ari —dijo una voz seguida por un golpecito a la puerta que alejó el
recuerdo de Kaia. Miró el reloj y comprobó que era la hora de la reunión.
—Perdona, no me he dado cuenta de la hora.
Halia apoyó la mano en la puerta y puso los ojos en blanco.
—La emoción del primer día, querida —apuntó y observó cómo Ari se
apresuraba a tomar el bolso y a salir al pasillo.
Para todos, el tiempo pasaba y dejaba las huellas de los años. Pero para
Halia, no. Aquella belleza de oro permanecía inmune al calendario. La
exprincesa le atribuía su eterna juventud al hecho de haber renunciado a la
corona. Abdicar le había ofrecido grandes oportunidades en Cyrene, donde
llevaba un año y medio trabajando como Consejera de la Academia.
Siempre hablaba de Bayac y Ari intuía que parte de su decisión de no
volver a Khatos tenía que ver con evitar el recuerdo de su hermano en cada
esquina. No podía culparla. Cada uno lidiaba con sus fantasmas como
podía.
Descendieron por la escalera en forma de caracol y alcanzaron el salón de
consejeros que estaba en la planta baja. Una araña pendía del techo
abovedado arrojando destellos de plata sobre la mesa redonda que se
hallaba en el centro.
El rostro arrugado de Persis las recibió con la expresión solemne que
solía caracterizar a la directora de la Academia.
—Llegáis tarde —musitó mirando a los compañeros que aguardaban en la
mesa. Permanecía apartada del resto.
—Perdón, me he distraído con la clase —se excusó Ari notando el rubor
que se extendía en sus mejillas. A veces necesitaba recordarse que no era
una estudiante que le debía docilidad desmedida a Persis. Maldijo el desliz
y un repentino murmullo la hizo girarse para encontrarse con un grupo de
recién llegados que aguardaban a un lado de la mesa.
Persis señaló a Julian y los demás miembros del Consejo que aguardaban
para firmar el nuevo pacto de Cyrene. A Ari se le encogió el corazón;
llevaban años ansiando ese momento y por fin había llegado.
—Bien —anunció Persis dirigiéndose a su asiento. Ari respiró hondo,
nerviosa—. Podemos dar inicio a la inauguración del nuevo pacto. Desde
hoy y para la posteridad el Consejo de la ciudad queda constituido por
invocadores y no invocadores, lo que regula el acceso a la Academia
asegurando que la magia no será determinante para conseguir una plaza de
estudio.
Ari sintió que una sonrisa se le dibujaba en los labios. Sus ojos se
encontraron con los de Julian y asintió notando el calor que se escurría en
su pecho. Entre Julian y ella había surgido un amor correspondido y
agradecía la cercanía y el apoyo que le brindaba. Nunca habría imaginado
ser la protagonista de su propia historia.
Julian le sonrió a escondidas y Ari asintió convencida. Finalmente,
después de tantos años y esfuerzos, conseguían una educación igualitaria en
Cyrene y un gobierno con representación.
Medea
Medea se caía del sueño. Mantener los ojos abiertos le suponía un esfuerzo
titánico que le estaba costando más de lo que le habría gustado admitir para
sí misma. Apoyó el mentón en la palma de la mano y obligó a sus ojos a
permanecer abiertos. Era una lucha feroz. Su parte consciente combatía
contra su propio cansancio. Estaba convencida de que vencería el
agotamiento, pero no le importaba demasiado.
Apenas había conseguido dormir un puñado de horas antes de partir
rumbo a una nueva tribu acompañada por Fedra y Orelle. Llevaban cerca de
un año siguiendo aquella extraña y agradable mecánica.
—Ya queda poco —susurró Orelle contra su oreja haciendo que el vello
de la nuca se le erizara. El rostro de Fedra se iluminó con una sonrisa
amable.
Medea observó a Fedra a través del espejo retrovisor admirando aquella
concentración que solía caracterizarla cuando conducía. Los labios firmes,
los ojos fijos en el camino y los dedos apretados en torno al volante forrado
en cuero negro. Ya no llevaba la túnica de su antigua tribu, no desde que
Agatha la había exiliado y Fedra, sin sentir ni un asomo de pena, se había
rapado la cabeza para lucir con orgullo la cicatriz ancha que le cruzaba la
frente y le bajaba detrás de la oreja izquierda.
Un recordatorio de su lucha contra los demonios. Del día que había
quedado sumida en un sueño tortuoso del que despertaría una semana
después para descubrir que el mundo había cambiado para siempre.
Cinco años no eran suficientes para que Medea olvidase aquello. Pese a
que Fedra se rapaba la cabeza como un ritual solemne cada principio de
mes, ella se negaba a volver a hacer algo similar. No. Aquello le recordaba
demasiado a la isla, a las cicatrices que llevaba por dentro y que, pese al
tiempo, no dejaban de escocer.
Medea tomó el anillo que le colgaba del cuello y lo giró entre sus dedos
antes de pasar el pulgar por la inscripción borrosa del interior. Era un regalo
de Ari. Un bonito detalle que las mantendría juntas aunque se encontrasen
separadas. Incluso después de todo, Ariadne se mantenía como un pilar
firme dentro de su vida.
Recordaba con cierto resquemor las semanas siguientes a la noche en la
que todo había cambiado. El miedo recurrente, el sueño en el que veía a
Talos morir una y otra vez.
Casi nunca pensaba en sus padres. Su madre había intentado estrechar la
relación con Medea y aunque ella la había perdonado, eran demasiados años
de hastío por lo que no habían podido reparar una relación inexistente.
Medea lo había perdido todo, pero en medio de esa vorágine de destrucción,
encontró el verdadero amor en Orelle. Desde entonces habían estado juntas.
Sus ojos se detuvieron en el paisaje exterior. En aquellas montañas de
plata que se erigían como gigantes de hielo. Siempre había querido visitar
esa zona del continente. El norte de Ystaria era precioso. Un terreno
inexplorado en que los tonos fríos sacudían la tierra y se extendían creando
capas y capas de naturaleza gélida.
Notó los nervios que sacudían su pecho como una estampida de
demonios. Recordar a Ari, a Julian y a Dorian le dejaba un hondo pozo de
tristeza en el pecho. Cada uno sobrevivía a las viejas heridas como podía y
a Medea le resultaba fascinante que fuesen capaces de permanecer en
Cyrene para reconstruirla.
Ella no.
Ni ella ni Orelle podían mantenerse más de un día dentro de la ciudad. En
cuanto iba, Medea comenzaba a ver fantasmas por cada esquina. Lucio,
Aretusa, su padre, Kaia.
No.
Medea prefería marcar tierra de por medio.
Su encuentro con Fedra había sido inusual. Medea había agarrado una
mochila y se había lanzado con Orelle a recorrer Ystaria. Querían conocer
otras ciudades: Khatos, Arcadia, ver Cytera desde dentro.
Y lo hicieron sin ninguna preocupación hasta que se encontraron con
Fedra y vieron que en Ystaria todavía quedaba mucho por hacer. El terreno
de los invocadores era cada vez menor desde que la Orden, la nueva, había
firmado un pacto para garantizar los derechos de cada ciudadano en todo
Ystaria.
¿Quién le habría dicho a Medea que tras tanto juego de engaño y poder
podrían llegar a un acuerdo? Desde luego no había sido fácil. Empezaron
por destituir a todos los altos cargos de Cyrene y de la Orden para hacer una
reforma general y garantizar que se cumplieran los objetivos propuestos.
Cinco años después Medea podía regodearse ante la idea de que lo
estaban consiguiendo. Todavía quedaba mucho camino por recorrer.
Muchas semillas por sembrar.
En ese instante, el coche disminuyó la marcha y Fedra lo aparcó en un
descampado cubierto de nieve que quedaba cerca de un camino de piedras.
El sol era una mancha sangrante en el cielo cuando Medea y Orelle se
bajaron y siguieron a Fedra a través del serpenteante camino que se retorcía
para llegar a un pueblo perdido en las montañas.
Orelle le dedicó una sonrisa nerviosa en cuanto vislumbraron los
primeros edificios y Medea apreció el contorno de su felicidad en ese
instante. En la mano tibia que rodeaba la suya, en la expectativa que le
llenaba el pecho y en la incertidumbre por lo que podrían encontrar allí.
—¿Crees que estén esperando? —preguntó Orelle acomodándose la
chaquetilla de fieltro gris por encima de la blusa azul. Llevaba el cabello
trenzado y dos aros de plata en la oreja izquierda. Medea lucía un atuendo
similar, pero tenía el cabello suelto, a la altura de la mandíbula.
Fedra entrecerró los ojos un segundo y señaló a un grupo de personas que
aguardaban en la plaza que se erguía en el centro del poblado.
Desembocaron en una calle ancha resguardada por dos abetos salpicados de
escarcha.
—¿Estás preparada? —preguntó Orelle acomodándose la bufanda de lana
y Medea sintió alivio. El tipo de bálsamo que le producía hacer actividades
útiles con las que ayudaba a los demás.
No respondió. Apretó la mano tibia de Orelle y una sonrisa sincera
iluminó su rostro cuando sacó la daga de su bolsillo y la dejó clavada en la
corteza del abeto. Medea no había renunciado a las sombras, se dedicaba a
hablar de ellas, a instruir a otros para que aceptaran la naturaleza de estas.
Miró de reojo a Orelle y respondió:
—Ahora sí.
Epílogo
FIN
Agradecimientos
He de reconocer que esa última frase, ese punto y final me remueve algo
por dentro. Me hace creer que las historias están vivas, que los lectores
tienen el poder de hacer que los personajes se sientan de carne y no de
papel.
Escribí este libro en el confinamiento y creo que Kaia, Medea, Ariadne y
en especial Julian han sido una de las razones por las que no enloquecí en
esos momentos de incertidumbre. En aquel entonces se había pausado la
publicación de mi nueva novela y estaba ahogada en un mar de
preocupación del que solo escapaba para escribir esto.
Una jaula de hilos dorados ha sido un refugio sí, pero también ha
supuesto un camino de aprendizaje en el que me he sentido muy
acompañada por personas a las que quiero agradecer.
En primer lugar quiero agradecer a todos los lectores y lectoras que amáis
los libros y que dan sentido al oficio de escribir. No hay nada tan
gratificante en esta vida como leer vuestros mensajes, ver las fotos del libro,
leer vuestros comentarios. Hacéis que todo este proceso, tan solitario y
lleno de dudas, tenga sentido. Gracias. Nunca me cansaré de deciros que
sois la parte más importante de este proceso y que los libros están aquí por
vosotros.
También quiero agradecer a Tomás. Gracias a ti no solo conozco el
significado del amor y la lealtad, también el de la amistad. Eres mi luz en la
oscuridad.
Por supuesto que tengo que agradecer a mis tres maravillosas perras. No
pueden leer esto, pero día a día me acompañan y transmiten su amor. El
mundo es un lugar mejor gracias a mi familia de cuatro patas.
También gracias a la familia que me escucha divagar sobre temas
absurdos, ideas inconexas, sin quejarse. De hecho, tienen mas confianza en
mí que yo misma. Ojalá algun día pueda cumplir con todos esos sueños y
estéis conmigo para verlos. En especial a mi abuela, a mi madre, a mi padre.
También a mis hermanos pequeños, a mi hermano Alexander y a Fabi.
Gracias.
Compartir profesión con grandes amigas es de lo mejor que me ha pasado
y quiero agradecer a Esperanza, cuya paciencia me ha acompañado en este
camino. Gracias por querer esta historia, por escucharme y estar siempre.
Y tengo que agradecer a todo el equipo de Puck. Han mimado esta
historia como solo ellos podían y no tengo ninguna duda de que ha
encontrado el mejor lugar en el que podía estar. Gracias a mi editor Leo, a
todo el equipo de redes, a Romina. Gracias a todos.