DOC-20230731-WA0046. Arrufat
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Antón Arrufat
Edición revisada por el autor
Ediciones Alarcos, La Habana, 2001
Edición: Norge Espinosa Mendoza
Omar Valiño
Diseño: Teresita Hernández Quesada
Corrección: Abel González Meló
Impreso en Creaciones Gráficas, s.a. La Habana, Cuba.
© Antón Arrufat, 2001
© Sobre la presente edición: Ediciones Alarcos, 2001
ISBN 959-7154-03 -X
EDICIONES ALARCOS
Revista Tablas. Consejo Nacional de las Artes Escénicas
Meditación en la séptima puerta:
alrededor de Los siete contra Tebas
I
Para quienes hemos querido estar, saber y ahondar en la historia del
teatro cubano contemporáneo, se han ido sucediendo claridades y enigmas.
Heredando el peso de una dramaturgia que ha ganado poco a poco su
esplendor, su espesura, hemos podido trazar una geografía aún incierta, aún
joven, de la cual, sin embargo, algunas cimas y abismos son ya visibles.
Cimas que parecen inconquistables; abismos sobre los cuales quisiéramos
tender un rápido manto, un silencio capaz de redimirnos. Con todo, la
claridad ha sido -al menos para la dramaturgia nuestra- el signo de los
últimos días, revelándose a través de una diversidad temática y un afán de
polémica al parecer lo suficientemente rotundo como para dejarnos pensar
que los abismos son cosa ya lejana. Pero antes de afirmar cosa parecida no
estaría de más recordar que todo (y no me refiero aquí solamente al mundo
del Teatro), es cosa aparente. Aparente y apariencia: duda y pasmo. Si la
espesura de la que hablaba ha ganado no poco con el retorno, desde
principios de la década, de nombres que parecían insustituibles, de rostros
que parecían arrancados de modo definitivo a estas páginas; quedan aún
algunos puntos en el mapa lo suficientemente oscuros como para que no
podamos cruzar sobre ellos con la misma liviandad de quien atraviesa un
campo. Sitios y páramos que son más de los que podemos recordar, que
permanecen descubiertos como para evitarnos el sueño, la modorra, la
quietud. Y en los que aún se guarda, celosamente, la clave de no pocas de
las motivaciones que ahora reaparecen en nuestra escena como elementos
novedosos y plenos de gracia, como osadía que ahora puede extenderse, sin
demasiado temor a ser tronchada y castigada. Amargo es detenerse en esos
abismos. Pero mucho más amargo es ignorarlos.
II
La obra dramatúrgica de Antón Arrufat es, desde que el director Julio
Mata estrenara El caso se investiga, una referencia obligada en la historia
teatral de la Isla -frase que imagino lo mucho que a este escritor le divierte.
Sus grandes preocupaciones (la Muerte y el Tiempo) reaparecen una y otra
vez en las piezas que desde finales de los años cincuenta: la nunca bien
llorada época de las salitas, comenzaron a acumularse en la memoria del
dichoso y raro espectador que aplaudía esos montajes. A pesar de que su
teatro parecía «más construido que vivido» -frase que también sospecho
cuánto le hace reír-, Antón era capaz de convencer con sus diálogos,
trazados con una lúcida ilogicidad y una limpieza filosófica hilarante. Un
Teatro donde hasta las ambiciones del autor parecían mesuradas, donde el
tono de cámara se hace casi palpable y donde los más graves asuntos son
tratados con una frialdad pasmosa, capaz de arrebatarles toda grandeza. Un
Teatro Aparente.
Confieso haber leído con fruición esas piezas. Confieso que no todas me
gustan, que algunas me parecen ya condenadas por el Tiempo, el mismo
tiempo que Arrufat no deja de mencionar, transformándolo en una materia
casi insoportable. Y más aún, confieso haber llegado a su obra más
trascendente por motivos demasiado pueriles, por un azar y no por un
empeño. Así, leí finalmente Los siete contra Tebas después de una
conversación, en la cual se me describió la pieza como algo que debía ser
conocido no por su valor intrínseco sino por haber sido piedra de escándalo.
Pero tengo una atenuante salvadora: al leerla por primera vez no tenía más
de diecinueve años, una edad en la que todos ansiamos el escándalo.
Y otra, acaso mucho más resistente: la lectura de Los siete contra Tebas
me reveló, de un solo golpe, los peligros que pueden caer sobre nosotros si
no nos aventuramos de modo cauteloso en el siempre escabroso juego de
las apariencias.
Seré sincero: una vez cerrado el libro no entendí el por qué. No vi la
burla, la razón del escándalo, el lanzazo en el costado. Había leído una obra
hermosa, espléndidamente escrita, cuya valentía mayor creí descubrirla en
el modo con que se enfrentaba a un clásico, proponiendo variaciones y
sutilezas capaces de (aparentemente) contemporaneizarlo. Pero, ¿hásta
dónde? ¿Cuál era el resorte, el doble fondo que ocultaban aquellos versos
magníficos, que yo no alcanzaba a ver? Necesité un poco más de tiempo
para saberlo: tenía solamente diecinueve años.
III
Cuando, en mayo de 1968, Antón Arrufat firmaba el manuscrito de su
nueva pieza tenía ya treinta y tres años. Su nombre, su rostro, su opinión,
eran conocidos y respetados; casi tanto como también temidos. Lunes de
Revolución había editado artículos suyos -severos, tajantes- sobre la
literatura del momento. Su visto bueno fue imprescindible para la aparición
de varios textos polémicos en la revista Casa de las Américas. Y he aquí,
que justo entonces, tras haber ganado con Los siete contra Tebas el premio
«José Antonio Ramos» de la UNEAC, todo eso se convirtió de golpe en
silencio rotundo, en olvido y pasado, nada abrumadora. Todo el prestigio
ganado, los libros, la presencia misma del autor, cayó por algo más de
catorce años en el reino siniestro de lo Inmencionable. Digamos que, tal y
como sucede con un actor que sufre un accidente terrible en escena, fue
sacado precipitadamente de la vista del público. Por esta vez, no serían para
él los aplausos.
Vengamos a la obra. Aparentemente, Los siete contra Tebas de Arrufat
es una transposición de la obra homónima de Esquilo. Digo aparentemente
porque, si bien el dramaturgo respeta la esencia del argumento griego,
incluye en él cambios importantes que influyeron no poco en la mala suerte
de la obra. La leyenda cuenta que, tras haberse Edipo arrancado los ojos,
Polinice y Etéocles -sus hijos- espantados ante la tragedia, decidieron
ocultarlo en un horrible lugar. Edipo, enfurecido, los maldice, augurándoles
que un día partirían entre sí el trono con el hierro. Para evitar el
cumplimiento de la maldición, ambos hermanos deciden gobernar juntos:
un año el uno, un año el otro. Así, mientras Polinice viaja, Etéocles queda al
mando. Pero cuando el plazo se cumple y el hermano regresa dispuesto a
asumir el poder, Etéocles no ejecuta lo pactado. Humillado, Polinice escapa
a Argos y allí convoca un poderoso ejército con el cual marcha sobre Tebas,
tal y como había vaticinado fatalmente el padre. Y es en este punto de la
historia que Esquilo sitúa su tragedia, presentándonos la narración de la
batalla donde ambos hermanos perecen en una lucha cuerpo a cuerpo. Pero
Tebas queda libre y victoriosa.
Aparentemente estructurada según el riguroso canon griego, la obra de
Arrufat, como ya señalé, introduce en la anécdota algunos cambios que
merecen atención. Si en el original de Esquilo el conflicto trágico está
centrado en el cumplimiento de la maldición -sólo por boca del Espía llega
a saber Eteócles, en la mitad de la obra, que es su propio hermano quien
viene al frente del enemigo-, aquí el rey de Tebas conoce desde el inicio ese
detalle. Detalle espantoso, que explica en el prólogo cuidadosamente:
Ustedes, sepúltenlo.
Tendremos para él la piedad
que no supo tener para Tebas.
IV
Comencemos con una cita:
Quédese quieto, tome sus pastillas. Pero por favor no venga a estas
alturas con sus descarados ataques. Que no está la magdalena para
tafetanes.
El gesto de no haber detenido su obra, de haber persistido, merece algo
más que agradecimiento y aplauso. Algo más que estas cuartillas. Algo más
de memoria. Lentamente, pero cada vez con mayor seguridad, se han ido
sumando páginas sobre esta pieza, declaraciones del propio Arrufat que
clarifican la historia aún polémica que marcan estos hechos. Al respecto, la
reciente entrevista de Leonardo Padura aparecida en la revista Crítica, y las
reflexiones de Antón en la mesa redonda «El teatro cubano actual:
intertextualidad, posmodernidad y creación» de la revista Temas, vienen a
ser ya materiales de primera mano en los cuales esa memoria exigida
empieza a ganar un perfil imborrable, irrebatible.
V
En 1998, Los siete contra Tebas cumplió treinta años desde su
publicación. El silencio, alrededor de esta pieza, perdura, más grave o
menos seguro. Que así continúe depende de nosotros, y de nuestra
capacidad de asumir lo que aún sigue pareciendo riesgo. Parecer,
apariencia, aparente. Abismos y cimas. Enigmas y claridades. Sospecho que
este interminable, denso juego de apariencias -pese a todo- interesaría y
provocaría a Arrufat. No sé, no le he preguntado. Prefiero hacerlo cuando
esto -la obra, las consecuencias-, sea materia que repasemos mansamente, o
al menos con la quietud que brinda lo superado, cuando el lector haya
recorrido los versos de la obra que volvemos a publicar en esta Isla donde
no hemos dejado de pensar en ella, ampliando esa meditación a lo que este
libro se enorgullece humildemente en ofrecer. Yo escribo estas líneas para
dar fe, para iniciar nuevamente el juego con los dados aparentes de la
meditación. Ojalá que por esta vez no termine todo en espejismo, en ilusión
o silencio; esas otras formas, no menos eficaces, de la ineluctable apariencia
que es también la Vida.
Algunas fuentes
Antón Arrufat
Los siete contra Tebas. Ediciones UNION, 1968. Premio «José Antonio
Ramos».
Con una «Declaración de la UNEAC».
Teatro. Ediciones UNION, 1963. Nota de solapa de Calvert Casey.
Todos los domingos. Cuadernos R, 1964.
Leopoldo Ávila
Antón se va a la guerra. Artículo en Verde olivo. Noviembre, 1968.
Carlos Espinosa
Antología del teatro cubano contemporáneo. Fondo de Cultura
Económica, México-España, 1992.
Abilio Estévez
Nota de presentación para Los siete contra Tebas. Antología del teatro
cubano contemporáneo, de Carlos Espinosa.
Rine Leal
En primera persona. Colección Teatro y Danza, 1966.
Teatro cubano en un acto. Ediciones R, 1964.
Los siete contra Tebas
Alfonso Reyes
(En comentario a su obra
Ifigenia cruel.)
Personas
Etéocles, gobernante de Tebas
El Adivino
El Coro de mujeres tebanas
Espías I y II
Lástenes
Polionte
Melanipo
Megareo
Hiperbio
Háctor
Polinice, hermano de Etéocles
Hombres y soldados de Tebas
Rumor, agitación, comentarios incomprensibles. Hombres y mujeres se
desplazan, forman pequeños grupos*rítmicos que expresan expectación o
terror. De pronto un silencio imponente. El Coro forma un círculo: se abre
y aparece Etéocles en el centro. Tiene el pecho desnudo y está descalzo. Al
pronunciar su discurso, los hombres le investirán sus armas, en un
ceremonial de gestos precisos y dinámicos que debe prescindir de la
presencia física de las armas.
Fuera cantan como gallos, lejos. Quedan las mujeres del Coro. Se agitan
aterradas.
El Coro:
I: Veo a los guerreros enemigos lanzarse
hacia nosotros en fiera acometida.
Lo adivino en este polvo que se eleva,
nos envuelve, que nos mancha la cara,
mudo, pero mensajero cierto e infalible.
II: Me arde la cara. Me suda la frente.
III: El polvo me ciega. Me lloran los ojos.
IV: Ay, amigas, ¿quién nos salvará?
¿Quién acudirá a nuestra súplica?
II: El polvo aumenta. Escucho, escucho
el fragor de la tierra, sacudida
por los cascos de sus caballos,
que emerge de entre el polvo
y se acerca, y vuela, y brama
como un torrente victorioso, ¡ay!
V: Veo sus armas lucientes salir
de entre el polvo, avanzar buscando
nuestros pechos. Aquí, aquí.
Me traspasan sus afiladas lanzas.
III: ¿Qué puedo hacer sino postrarme
suplicante ante nuestros altares?
I: Esas espadas buscan el corazón
de nuestros hombres, de nuestros esposos.
Rajan sus carnes. Los labios de sus heridas
expulsan el ánimo vital temblando,
y cierran sus ojos, y olvidan sus nombres.
IV: Oigo el choque de los escudos,
II: de millares de lanzas,
I: de millares de carros,
V: de piedras que se abaten contra las murallas,
III: de bronces que golpean nuestras puertas.
El Coro, integrado por mujeres que hablan mientras otras expresan con el
cuerpo las imágenes que la palabra les provoca, alcanza un estado de
alucinación.
Algunas mujeres se pegan en los muslos con las manos abiertas, recrean
con fuerza trágica los movimientos de un caballo, su relincho, mientras
otras repiten el mismo texto desde una parte diferente del espacio escénico.
El Coro hace los gestos del juego de dados. Agitan las manos, se las frotan,
parecen tirar dados al suelo chasqueando la lengua.
Los Espías: (Uno de los Espías habla y el otro realiza con su cuerpo
imágenes.)
A Tideo la primera puerta, donde
vocifera amenazas, gritando
a sus hombres que no teman al combate
y la muerte.
Está vestido de negro.
Negras sus ropas, sus armas,
el penacho de su cabalgadura.
Sus adornos metálicos suenan
con ruido aterrador.
En su escudo lleva este arrogante emblema:
un cielo nocturno,
atravesado por un relámpago.
El Coro: Esa noche nos amenaza,
quiere apagar nuestros ojos
y el resplandor del día.
Los Espías: Allí está, oscuro, envanecido,
llamando impaciente al combate.
¿Quién le opondrás?
¿Quién será capaz de hacerle frente?
Etéocles: Adelántate, Melanipo. Ocúpate de ese insensato.
¿Temes al poderío de sus armas?
Melanipo: Los penachos no muerden ni los adornos sonoros.
Los emblemas arrogantes no causan heridas.
Etéocles: En cuanto a esa noche que nos has descrito,
en cuanto a esas negras ropas que lleva,
podrían ser acaso la profecía de su destino.
Si cae sobre sus ojos la noche de la muerte,
habrán sido esas cosas el augurio mejor.
¡Bien, Melanipo! La noche lo cubra, ya que lo pide.
El Coro: Valeroso hijo de Tebas, que tu lanza no tiemble.
Melanipo: No temblará.
El Coro: El dios de la guerra jugará a los dados la victoria.
Etéocles: Pero tú sabrás oponer tu brazo a la derrota.
No importa que ella te busque, si tú no la recuerdas.
El Coro: Valeroso hijo de Tebas, que tu lanza no tiemble.
Melanipo: No temblará.
Los Espías: (Ahora el otro Espía es el que habla.)
Por la puerta segunda,
Hipomedonte de Micenas,
de estatura desaforada,
sediento de poder, viene
contra nosotros dando
alaridos. En sus hábiles
manos de dueño de tierras,
vigirar el disco enorme
de su escudo, echando
reflejos de fuego, y me
sentí estremecer. No haré
bien en negarlo. Sólo
los aullidos de guerra
de Hipomedonte llamando
arrebatado a la batalla,
lograron que apartara los ojos
de esa hipnótica imagen.
Oigo su voz, quisiera
describir sus gritos, el
sonido rajado de su garganta.
Grito como él, chillo,
amenazo, amenazo despojar
a Tebas de sus tierras
y esclavizar a sus hombres
a mis ansias de posesión.
La tierra delante de mí,
mía al fin, hasta donde
mi vista poderosa abarca.
Sueño con ella, la palpo,
a besarla me inclino, ardo,
deseo acostarme de espaldas
sobre su dulce dureza, girar,
revolcarme, golpear mi frente,
comerla a puñados, sabiendo
que es mía, mía tan sólo,
y cruzarla en mi carro veloz
mientras todos se quitan
los cascos y me saludan
y me llaman: «Señor», «Señor»,
con voces trémulas y sumisas.
El Coro: Noble Etéocles, guárdanos
de este horror que entrar
intenta por la segunda puerta.
Etéocles: ¡Escojo a Hiperbio para oponerlo a ese ambicioso!
El Coro: Conoces a los hombres. Nadie
como Hiperbio, firme y reposado,
para vencer la codicia.
Con razón lo designas.
Etéocles: Nada que tachar en su porte, en su valor,
en el arreo y solidez de sus armas.
Hiperbio: ¡Vamos, Melanipo! Nuestras puertas están cerca.
Etéocles: Ya desea probar su destreza en el combate.
¡Excelente Hiperbio!: Tienes el don
de construir escuelas y saber defenderlas.
(Salen.)
Espía I: (Arrebatando una antorcha.)
«Ciudad, maldita por el odio de los hermanos,
te haré cenizas. Sólo el fuego te purificará.
Arderás entera en un gran incendio, y entonces
podremos entrar sin mancharnos.
Mira en mi escudo un hombre armado con una tea
llameante. Está desnudo y es implacable. Lee lo que dice
en letras de oro: Yo incendiaré a Tebas.»
Etéocles: (De repente se estremece sobresaltado.)
¿Quién es? ¡No temas! Di su nombre.
Espía I: Capaneo.
Etéocles: ¡Ah!
(Se lleva el puño a la frente, se pone de espaldas.)
¡Descríbelo!
Espía II: Es un guerrero alto, pálido, sin barba.
Sus ojos irradian un brillo inhumano.
Nada le ata a la tierra: ni familia, ni amigos.
Está enfermo de suspicacia. Desconfía.
Desconfía de todo. Ama tan sólo la pureza.
El Coro: ¡Lamentable enemigo! Pelea por otras razones.
No busca la venganza, el botín, las vírgenes.
Quemará una ciudad solamente por una falta.
No nos gusta ese negador de la vida.
Etéocles: (Se vuelve.)
Pero Capa neo se equivoca. La pureza no reina
por el hierro. Si devasta la ciudad, él será
impuro, y más culpable que mi hermano Polinice.
Añadirá un crimen a otro crimen. Recorrerá
una ciudad humeante, después apagada, después fría,
sin hallar la pureza. Su mano estará negra
y su carro cubierto de ceniza. ¡Oh vano pensamiento!
Sabrá que su tea llameante corrompió su designio.
¿Acaso el odio de mi hermano Polinice mancha
las puertas, ciega, pudre el agua, un velo pone
al sol radiante? ¿Destruye el amor de tu hijo,
aniquila la fuerza de tu cuerpo, tu cara marca?
Los Espías: ¿Pero quién lo detendrá sin flaquear?
Etéocles: ¡Polionte!
(Polionte se adelanta. Etéocles retoma su tono de réplica burlona.)
¿Recuerdas su emblema? ¡Viste pues
a ese hombre desnudo con las ropas
de su dueño! Su propia carne vencida
apagará su antorcha. Parte sin miedo.
(Apaga la antorcha con el pie.)
Polionte: (Al salir.)
Mujer, ve preparando el cordero.
El Coro: ¡Perezca quien divide a los hombres
en puros e impuros! Y orgulloso de
su pureza derrama sangre, invade
la ciudad e inicia la persecución.
Los Espías: (Comparten el texto y la expresión física.)
«Nadie me arrojará de esta torre»,
escribió Ecleo en.su divisa, donde
sube un soldado con firmeza
por una escala apoyada en el muro de Tebas.
Ecleo grita la advertencia
de su emblema soberbio sin cesar:
«Nadie me arrojará de esta torre».
Las venas de su cuello se dilatan
y su cara furiosa se contrae.
Ondea al viento su cabellera
libre, sin casco, espesa, agresiva.
Fustiga a las yeguas de su carro,
las llama, las increpa haciéndolas
girar exacerbadas bajo el yugo.
Las riendas silban con áspero ruido,
resuellan las bestias impacientes.
Etéocles: ¡Ya envié a Megareo! Adornará su casa
con el soldado, y la escala, y la torre.
Sus manos no ostentan pomposos alardes,
y no retrocederá ante el clamor de unas yeguas.
Su lanza irá al pecho de Ecleo
(Hace la acción.)
y las yeguas se dispersarán.
El Coro: Esas yeguas girando en el mismo lugar,
exacerbadas, inútiles, presagian el tormento
que Ecleo ha soñado para nosotros.
Toda Tebas uncida a una rueda que nunca
se detiene, despojada y estéril, oyendo
resonar sin tregua las lenguas del odio.
Espía I: Allí está Anfiarao, apostado frente a la quinta puerta,
hermoso y solitario, de pie en su carro.
Espía II: Nada dice. No profiere amenazas ni se jacta.
Espía I: Está en silencio. Su mirada es sabia y melancólica.
Etéocles: ¿Qué hace este hombre junto a los otros?
Espía I: No pelea por nada ni por nadie.
Nada espera. Sólo la embriaguez de la lucha.
Adivino de su propio fin, sabe
que abonará este suelo con sus despojos.
Espía II: Pero no puede evitarlo: vive entregándose a la muerte.
Espía I: La busca, la propicia, anhela el rumor de su paso.
Espía II: En su escudo, bien forjado, no reluce
emblema, ni señal, ni leyenda.
Avanza con un escudo vacío.
Espía I: Escoge para este hombre un adversario
valeroso y diestro. Es temible el que conoce su destino.
Etéocles: No admiro a ese hombre. Me es extraño.
Se ocupa demasiado de sí mismo. No es justo
suicidarse utilizando la muerte de los demás.
El se busca en su propio fin,
pero tiene que atravesar cuerpos ajenos,
dejarlos inertes, para encontrarse.
Es un espejo demasiado costoso.
Le pondremos delante el escudo reluciente
de Lástenes: Podrá mirarse mientras agoniza.
Sale Lástenes.
Háctor entrega a las mujeres una cinta como recuerdo. Se va. Quedan los
Espías y el Coro. El ruido de la guerra acaba de pronto.
Mayo, 1968
Sobre el autor y la obra