15 Los Engendros - L J Key

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«La historia de una familia anormal contada magistralmente

mediante la utilización de elementos de diversos géneros».


Publishers Weekly

Alguien se ha encarnizado despiadadamente con los miembros del


clan Royce.
Una dinastía poderosa, intocable, es súbitamente diezmada por
fuerzas que destilan odio, rencor y una crueldad refinada.
Pero ¿qué, o quiénes, son los engendros? ¿Son los instrumentos de
una maldición secular? ¿Son seres sobrenaturales dotados de
poderes desconocidos? ¿O son el producto de una depravación
innombrable que contamina la estirpe de los Royce?
L. J. Key

Los engendros
ePub r1.0
GONZALEZ 21.06.14
Título original: The Spawn
L. J. Key, 1983
Traducción: Joseph M. Apfelbäume
Retoque de cubierta: sentinel

Editor digital: GONZALEZ


Digitalización: peny
ePub base r1.1
1
La primera muerte

1
Se deslizaban silenciosamente a través del bosque de hayas y robles, al
anochecer. Las sombras eran su elemento y avanzaban entre ellas sin apenas
ser visibles. No sabían por qué hacían lo que hacían, sólo que tenían que
hacerlo. Él iba en cabeza y los otros le seguían, cada mente era una
extensión de su mente.
Le guiaban unos sonidos frente a él, a los que seguía con cuidado. Iba
partiendo las hojas nuevas y las ramas viejas que encontraba a su paso,
mientras bajaba la colina pisando suavemente en el musgo esponjoso. Se
daba cuenta de que los otros venían tras él, pero sólo como partes de sí
mismo, eslabones unidos a su sangre y a sus huesos que debían hacer lo que
él hacía.
Ahora sus sentidos estaban excitados de manera sobrenatural. Cuando
se paraba, podía oler a la mujer, su piel, el perfume de su champú…,
extraño cambio el que sufría, bajo su efecto, la química de su cuerpo. Las
fosas nasales de él se dilataban y contraían. Fruncía los labios. Los otros se
paraban tras él, olfateando. Dejaron al descubierto sus dientes. El viento
hacía que las hojas y las ramas se deslizaran en torno a ellos.
Desde el fondo del barranco se oía lejano el sonido del agua corriendo
sobre las tortuosas piedras. El jefe ladeó la cabeza para distinguir ese sonido
de los esfuerzos de la mujer, que caminaba por el sendero dudando,
parándose, moviéndose otra vez, desplazando pequeñas piedras, buscando
algo. Él ya la había seguido por aquí en otras ocasiones. Sabía adonde se
dirigía.
Ahora guiaba a los otros más despacio. Respiraba de manera rápida y
superficial. Le temblaban ligeramente los brazos y las piernas. Los otros
temblaban a su vez y le seguían.

La joven se dirigía a un lugar donde ya había estado descansando otras


veces. Caminaba con cuidado, sintiendo bajo las sandalias las rocas y raíces
que se levantaban del suelo. Le daban miedo los lugares resbaladizos, pues
se acordaba de una vez que se había caído.
Llevaba una falda estampada de flores y un sencillo jersey color
tostado. Tenía frío. Cuando se paraba se abrazaba a sí misma, cruzando los
brazos sobre el pecho. Su pelo era de color castaño claro y lo llevaba corto.
Podía sentir el viento en la nuca, subiéndole por el cuello. Oía el sonido del
agua, el canto de un zorzal y la manera en que ramas y hojas se arañaban en
lo alto de los árboles. Miró hacia arriba, hacia un cielo amenazante. En el
fondo del oscuro barranco, a su derecha, podía ver partes del arroyo, a
veces verde oscuro, a veces de blanca espuma, que se deslizaba entre cantos
rodados, remansos y elevaciones rocosas escondidas tras los árboles caídos.
Cuando pensaba, lo hacía en su marido, Tom. Y también en el secreto
que ella poseía. Lo había dejado hacía sólo unos minutos en medio de una
discusión. Su discusión. La vieja discusión de siempre. Ella le había
preguntado simplemente dónde había estado y él se había puesto furioso.
¿Por qué precisamente esta noche, cuando podían haber sido tan felices?
Todavía tenía en la mente la imagen de su niño pequeño, que les miraba
con los ojos abiertos desde su silla, con todo el morrito sucio de puré de
guisantes. Sus brillantes ojos azules pasaban de Tom a ella como si
estuviera presenciando un partido de tenis fantasmagórico en que las
palabras servían de pelota. Podía imaginarse al ama de llaves detrás de la
puerta de la cocina, escuchando.
Siempre había odiado las discusiones, desde que era una niña.
Recordaba que prefería dejar que su hermana pequeña la aplastara que
defenderse. Y que en vez de gritar o poner mala cara hacía siempre lo que
le decían su padre, madre o profesor. Así, muchas veces se había quedado
sin muñecas, caballos, ropa, citas y mejores notas. Prefería simplemente
apretar los dientes, cerrarse como una flor, seguir caminando. Y perder.
Vio frente a ella el saliente rocoso al que se había retirado ya otras
veces. De vez en cuando necesitaba estar sola. Le gustaba adaptar sus
pensamientos al ritmo de los chasquidos del agua. Era como meditar. La
suave cadencia le entraba en el alma y la tranquilizaba. Podía tomarse un
valium o fumar, como su primo, pero no era su estilo. Su marido sí lo habría
hecho, estaba segura. O hubiera bebido. Él siempre bebía.
Ella no.
«Estás chapada a la antigua, Nancy —se dijo a sí misma—. Tienes que
modernizarte un poco».
Llegó a la roca, lisa como un altar. Se subió a la misma alzándose la
falda hasta los muslos.
Empezaron a caer unas gotas de lluvia largas y esporádicas que sonaron
sobre las hojas, el suelo y la superficie de la roca. Ella aspiró el olor del
polvo mojado. Vio un relámpago no muy lejano. Dobló las piernas bajo la
barbilla, plegó la falda, rodeó sus pantorrillas con los brazos, inclinó un
poco la cabeza y se quedó descansando con la mejilla derecha sobre las
rodillas. Cerró los ojos. Durante un momento su mente también descansó.
Una enorme gota le estalló sobre la mejilla izquierda.
El viento ya no agitaba las copas de los árboles. Calma entre las nubes.
Dejó de llover, pero la mujer sospechó que pronto vendría más. No le
molestaba. Se apretó contra las rodillas y se chupó el brazo, sintiendo con la
lengua los pelillos claros: estaban de punta. De repente la golpeó la
descarga de adrenalina producida al sentir que había alguien detrás de ella.

3
El había avanzado por la colina llena de musgo, abriéndose paso a
través de la maleza que se extendía sobre la roca en que estaba sentada la
mujer. Los otros se apiñaban cerca, jadeando. Sabían que cada nuevo paso
tenía que ser más silencioso que el anterior. El viento había calmado. Había
llegado el momento.
Se arrastraron entre los laureles y salieron a la roca, sobre la mujer.
Estaban allí arriba, en fila, como las gárgolas de un tejado. Ella podría
verlos sólo con volver un poco la cabeza.
Se quedaron un momento sin moverse, sintiendo que la mujer se daría la
vuelta. Estaban hambrientos. Les salía saliva por la boca. Eran poderosos y
no tenían miedo. Que se volviera. La abrirían y le arrancarían su deliciosa
vida.
Ella sacudió violentamente la cabeza hacia la izquierda y se quedó
rígida. Después se volvió rápidamente para mirar detrás de ella.

4
Allí en lo alto se elevaban contra el cielo gris unas siluetas oscuras,
sombras que se levantaban sobre ella como olas rompiendo de repente. Por
un momento pensó que veía a Tom, su marido. La sorpresa la arrolló,
dejándola aturdida. Pronunció unas cuantas sílabas incoherentes, gritos y
gruñidos que parecían desgarrarle la carne. Se lanzó hacia atrás,
rasguñándose los hombros contra la roca. El peso del ataque la dejó sin
respiración.
Los sentía arañar, hincar, empujar. No podía defenderse. Sus dedos le
cubrían los ojos, la boca. Se le agarraban al pelo, las orejas, la ropa. Ella
gritaba. Sentía el sonido atrapado en su garganta, no podía creerse lo que
estaba ocurriendo. Se escabulló, dio unas vueltas y rodó hasta el borde de la
roca, libre al fin de aquellas manos pero sin sentir nada bajo ella.
Cayó. Su cuello y su espina dorsal golpeaban primero una piedra,
después otra; su cuerpo rodaba entre los arbustos antes de un nuevo choque.
Sentía los sordos porrazos en su carne, y oía cómo rechinaban sus huesos
rompiéndose en su interior.
Quedó desplomada junto al arroyo. Del cuello para abajo se sentía
vacía, pero era consciente de sus piernas desnudas y enrolladas y la sangre
corriendo; corriendo como el arroyo, que le tiraba del pelo. Veía sus brazos
sacudiéndose y sus manos agarrándose, pero no podía sentir nada. Sabía
que su cabeza se hundía, que tenía los ojos bajo el agua y que estaba
perdiendo el control. Pensó en su pequeño, en su casa. Pensó en su secreto,
el secreto que nunca llegaría a decir a su marido, ni a sus hermanas, ni a
nadie. Intentó gritar. El agua y la sangre le llenaron la boca, la nariz, la
garganta.

Bajaron revolviéndose entre las rocas hasta el lugar donde yacía la


mujer. Tenía las piernas estiradas y la falda estampada de flores enrollada
en torno a las caderas. Sus dedos se movían todavía. Sus ojos miraban hacia
arriba de manera salvaje, hundidos en el agua. Por los labios y la nariz le
salía sangre, que se deshacía en pequeñas ondas rojas río abajo.
Se reunieron en torno a ella, temblando, gruñendo, bailando.
Ella los vio vagamente a través del agua en movimiento. No eran más
que sombras oscuras contra un cielo más claro. No podía distinguir sus
rasgos pero sabía con certeza que estaban desnudos. Cuando se inclinaron
hacia ella y comenzaron a lamerle la sangre de las piernas intentó cerrar los
ojos, pero no pudo. Los contempló, insensible, mientras ellos iban
explorando en su interior, bufando y gangueando entre sus muslos como
perros.
2
La noche y la mañana

1
Suzanne Royce Mancius, Suzy, cogió el teléfono rogando que alguien
contestara, que su premonición fuera equivocada. El pitido separado y
persistente que la separaba de su esperanza ya había sonado cuatro veces.
Con el quinto pitido ya estaba segura de que nadie contestaría. De todos
modos insistió, apretando el auricular contra su oreja como para hacer salir
la respuesta.
Era más de medianoche, y debería estar durmiendo profundamente.
Pero se había despertado de repente unos minutos antes. ¿La despertó el
trueno y la fina lluvia o el mensaje urgente y un poco borroso que le daba
golpecitos en la cabeza? «Llama a Nancy», decía el mensaje. Suzy había
dejado la cama con cuidado para no despertar a su marido, Victor. Con
piernas de goma había atravesado los pasillos oscuros hasta llegar a su
estudio. Buscó a tientas la lámpara de mesa, la encendió y marcó el número
con dedos temblorosos.
Nancy era su hermana. Nancy estaba en peligro. Suzy lo sabía. ¿O era
sólo que su embarazo le mandaba mensajes ansiosos, señales hormonales
salvajes que ella estaba malinterpretando? Estaba de cuatro meses, y ése era
un momento delicado. Era su primer bebé, todo resultaba nuevo e imponía
un poco.
Su tío Benjamin, que era además su médico, le había advertido que
podría experimentar depresiones y euforias, frío repentino y fiebre, deseos
extraños y quizás alucinaciones. ¿Era esto lo que pasaba?
Suzy deseaba que alguien contestara al teléfono. Nancy. O Tom, el
marido de Nancy. Incluso Tom, aquel hombre que no quería madurar, que
seguía de fiestas y juergas a sus 32 años, un Ivy League incansable, un tipo
de vida fácil que no daba a Nancy más que problemas.
Ocho pitidos.
«Por favor, por favor», rogaba Suzy.
Cerró los ojos antes de oír el noveno y los abrió para ver su imagen
ojerosa reflejada en los paneles de cristal de la estantería que había detrás
de su escritorio. «No estoy tan mal —pensó—. Soy una mujer rubia y de
buen aspecto que no se parece a esa bruja preocupada del cristal».
«Por favor, que alguien coja el teléfono».
Tenía un nudo en la garganta. Ella intentaba tragarlo una y otra vez.
Podía sentir el sudor de sus manos y sus pies helados. No había ninguna
razón para tener miedo, pero éste era tan insistente que no era capaz de
buscar un motivo.
A lo mejor Nancy y Tom habían salido, dejando al niño con Sarah o
llevándoselo con ellos. A lo mejor era paranoia preparto, cambios de
hormonas, temores nocturnos, tonterías. Suzy intentaba tragarse aquel nudo
que seguía allí.
Abandonó con el duodécimo pitido, dejando el auricular lentamente, y
sosteniéndolo todavía un rato sobre el aparato con la esperanza de que el
acto de dejarlo traería una respuesta. No fue así. Dejó caer el auricular. Se
apretó, temblando bajo el camisón de seda. Un dolor de inquietud le
golpeaba el estómago, segura de que debería haber insistido, sabiendo que
volvería a intentarlo.

2
El teléfono sacó a Tom Horton de su sueño de borracho, aunque al
principio no se dio cuenta. Se despertó y sintió un líquido frío en la parte
interior del muslo. Había niebla y pensó que había vaciado la vejiga durante
el sueño. Recuerdos del banquetazo de Ivy en Princeton la noche anterior.
El teléfono sonó otra vez, un toque insistente en algún otro lugar. Intentó
ignorarlo.
Tenía la boca reseca y con un sabor asqueroso, como si hubiera tragado
monedas de cobre y las hubiese vomitado después. Sonó otra vez el
teléfono.
Poco a poco se fue dando cuenta de que estaba acostado de lado en el
sofá del cuarto de estar, que estaba muy oscuro y que la humedad que sentía
entre las piernas se debía a la bebida con que se había quedado dormido y
que había derramado. Su siguiente pensamiento fue que debería ir al lavabo
y echar una meada. Era urgente. Después pensó en Nancy, su mujer. ¿Por
qué le había dejado durmiendo en el sofá? ¿Por qué no contestaba al
teléfono?
Tom iba poniendo malas caras mientras avanzaba a trompicones hacia el
cuarto de baño. Cuando meaba se preguntó dónde estaría Nancy. Las luces
del baño le cegaban. El teléfono dejó de sonar. Se inclinó mirando la
corriente turbulenta y brillante que salía de su pene.
Recordaba que Nancy y él habían discutido. La vieja discusión de
siempre. Él había vuelto tarde a casa y había mentido, y ella no le había
creído. Así que él se puso a gritar. Claro que ella podía oler el licor. Y el
perfume. Pero él había mentido y gritado otra vez. Ella tenía que creerle a
pesar de todo. Era su tarea llegar a conocer a los contables más jóvenes. Él
no tenía la culpa de que las chicas fueran agresivas y sexys, como Terri
Seltzer.
Claro que nunca le diría nada de esto a Nancy. Sólo le había dicho que
tenía que trabajar hasta tarde, que ser un ejecutivo de productos
farmacéuticos Royce no era un picnic. Después volvió a gritar. Y ella se
fue.
Después de esto no tenía más que recuerdos borrosos. Más Wild Turkey.
El niño llorando. La sirvienta saliendo de la casa de puntillas. Él
tambaleándose entre los arbustos del jardín al anochecer, y algo más tarde
en el bosque sólo porque le gustaba sentir la lluvia en la cara. Un espacio en
blanco pero complicado. Una noche perdida.
Cuando terminó en el cuarto de baño comenzó a dar vueltas por la
enorme casa de piedra buscando a su mujer. Se cercioraba primero de que
las habitaciones estaban vacías antes de encender la luz, ya que no quería
asustar a Nancy cuando la encontrara. De repente estaba arrepentido; le
dolía la cabeza, tenía náuseas y se sentía culpable. Pensó que podría pedir
disculpas a Nancy si la encontraba. Miró su reloj y vio que era poco más de
medianoche. Un rato más tarde confirmó que Nancy no estaba en casa.
Se sentó en la cocina, preocupado. Tenía un techo de pesadas vigas del
que colgaban ramilletes de especias. La casa se llamaba Quarry House, y
ella había nacido y crecido allí hasta la muerte de sus padres. Era su gran
alegría, una casa familiar, una casa con historia.
Esto molestaba a Tom. Más concretamente, lo que le molestaba era que
el doctor Royce fuera el dueño de la casa, y la posición de Nancy como
sobrina del doctor Royce. «Pero no son mis dueños», pensó Tom. Como
mucho se puede ser gran deudor de una familia, incluso si te ha
proporcionado una mejor posición social. Un hombre tiene que ser macho y
no dejarse manejar. Un hombre tiene que ser un hombre.
Se sentó junto a la mesa de madera de pino cargada de varios siglos de
vida, bajo las especias colgando, las vigas rudamente talladas y la luz
amarilla. Fuera llovía otra vez. Intentó pensar, sosteniendo la cabeza entre
las manos como si se tratara de un huevo a punto de romperse. El lento
tictac del reloj de pared del pasillo le molestaba, así como los crujidos de
los viejos suelos, techos y paredes.
Después de cinco minutos se levantó, se dirigió al armario que estaba al
lado del fregadero y cogió la caja amarilla con bicarbonato y un vaso.
Vertió unos polvos blancos en el agua, bebió, tragó, eructó y se sintió mejor.
Fue hacia el telefonillo, marcó el número especial y habló con O’Hara, el
guardia nocturno que se hallaba en el portalón de acceso a la finca. No, la
señora Horton no había dejado el lugar. De hecho, nadie había entrado o
salido desde que O’Hara había comenzado su trabajo a las ocho.
«Claro, eso es lo que ha hecho —pensó Horton—. Correr llorando a su
hermana Sarah, en The Vineyard. O a uno de sus primos Trish o Flip, en
una de las otras casas de la finca, la maldita Arboretum y la maldita Tsuru-
Kame. Cunden como el arroz, estos Royce. Mierda, vete a la cama y que
vuelva cuando les haya soltado las tripas al resto de la familia».
Tom dejó encendidas las luces de las entradas delantera y trasera y se
fue a la cama totalmente vestido. En parte, tenía un poco de miedo de que
Nancy no volviera a casa; y, en parte, estaba seguro de que no volvería. Le
había hecho daño demasiadas veces.

«Los vigilantes de la noche», pensó Suzy Mancius. Volvió a mirar los


dígitos azules del reloj de su mesilla de noche: las cuatro cincuenta y seis de
la madrugada. Se había apretado contra el cuerpo caliente y peludo de su
marido Victor durante horas, alejando sus premoniciones, cayendo en
pequeños sueños intranquilos que la hacían desear la inconsciencia. «Esto
no es bueno para el niño —se decía a sí misma—. Tienes que parar esto».
No recordaba haber soñado durante estas pequeñas cabezadas, pero se
despertaba de repente con un shock, sabiendo que tenía que llamar a su
hermana, intentarlo de nuevo. Lo había estado evitando apretándose contra
Victor. ¿Para qué despertarlos por una tontería suya?
Una pálida luz comenzaba a recortar las cortinas. Amanecía. Suzy no
podía dormir. Se levantó y esta vez cogió de la silla junto a la cama su
albornoz malva, sintiéndose reconfortada por su suavidad. Volvió a su
estudio pensando en Nancy y en Roycewood, la hacienda de la familia
Royce desde 1690, donde vivían todos sus parientes y donde ella misma no
había querido vivir a pesar de haber nacido y crecido allí, o quizá
precisamente por eso. Suzy había rechazado la seguridad de Roycewood,
pues allí no se encontraba cómoda, a pesar de que sus edificios guardaban
la herencia familiar. Su seguridad siempre le había parecido falsa y
amenazadora, como una prisión, un lugar que se tragaría su alma. ¿Acaso
había transferido a Nancy este temor por sí misma?
Suzy se quedó dudando junto al teléfono, mordiéndose los dedos.
Después marcó el número de teléfono de su hermana con el corazón en un
puño.

Cinco de la mañana. El sol de junio todavía no había salido pero había


luz en el cielo. Tom Horton se despertó cuando sonó el teléfono y miró, a
través de la ventana abierta de su habitación, el tortuoso risco de la vieja
cantera que daba nombre a la casa. La roca se mostraba tan desapacible
como su alma. En seguida se dio cuenta de que Nancy no había llegado. ¿Se
hallaba en alguna de las otras viviendas de Roycewood? ¿Era ella la que
llamaba ahora? Contestó al teléfono con la esperanza de que fuera ella.
Al teléfono estaba su cuñada, Suzy Mancius. Era una Royce, como su
esposa Nancy. No estaba de humor para soportar a los Royce. Suzy no le
saludó, sino que simplemente preguntó:
—¿Dónde está Nancy?
Tom estaba confundido y perplejo.
—No lo sé —dijo—. Supongo que en alguna parte. —Después volvió
en sí mismo y se defendió atacando—: Bonitas horas de llamar y despertar
a la gente, ¿eh?
—¿Está con Tommy? —preguntó Suzy, con la tensión rasgándole la voz
—. No está contigo, ¿verdad? Tengo el terrible presentimiento de que le ha
ocurrido algo.
A Tom le sentó como una descarga eléctrica, porque también él tenía el
mismo presentimiento.
—Te llamaré más tarde —dijo, y colgó el teléfono.
Corrió a la habitación de su hijo. El niño dormía, pero Nancy no estaba
allí. Tom se apoyó temblando contra la pared hasta que tuvo fuerzas para
dejar la casa.
No se sentía lo suficientemente bien para caminar, pero salió
tambaleándose en la apagada mañana para buscar a su esposa. Ahora estaba
seguro de que no se hallaba en ninguna de las casas de la hacienda. Sabía
que solía sentarse sola en el bosque y pensar. A lo mejor se había quedado
dormida. Pero había llovido mucho por la noche. Por el camino Tom sudaba
y temblaba. La mañana era fría y húmeda, y la ligera lluvia de la noche
pesaba todavía en las hojas de los árboles.
Tom temblaba por algo más que una simple resaca. Se acordaba de lo
último que había dicho Nancy antes de irse: «A veces haces que quiera
matarme».
Él había contestado: «Adelante». Y lo decía de verdad.

5
A eso de las seis de la mañana, Benjamin Royce había terminado su
desayuno. Comía sus huevos poco hechos con plata Syng, en un cuenco
Tucker y sobre una mesa Chippendale que había pasado de generación en
generación desde su lejano antepasado Benjamin Randolph. Había lavado la
plata y el cuenco él mismo, no por falta de sirvientes, sino más bien por
temor a que se rompieran y por el cariño que profesaba a aquellos objetos.
Le gustaba usar estas piezas de museo como habían hecho sus antepasados
a lo largo de diez generaciones antes que él, aunque los juegos de porcelana
y plata ya no estaban completos. Al menos una vez al día se deleitaba con
sus Saverys, Syngs, Copleys, Sullys, Peales y Calders, la historia de la
familia Royce en madera, plata, pintura y piedra.
Una vez comido, acicalado y vestido con su traje azul de lana y seda, el
doctor Royce metió sus papeles de finanzas en un maletín. Se dirigía a la
puerta trasera, que daba al jardín por el que pasaría al garaje donde se
hallaba su Silver Cloud, cuando lo detuvo el timbre de la puerta de entrada.
Esperó tranquilo en el oscuro pasillo mientras el timbre sonaba una y
otra vez. En la entrada resonaron los pasos de la señora Tyson, su ama de
llaves. Corrió el cerrojo y abrió la puerta.
El doctor Royce se preguntó qué era más extraño: que alguien llamara
de manera tan persistente a aquellas horas o que él perdiera su valioso
tiempo quedándose en el pasillo para averiguar quién llamaba. Esto no
ocurría nunca. Se sentía curioso y ligeramente alarmado. Oyó una voz
excitada, pero no entendió lo que decía. Era una voz masculina, aunque con
una frecuencia alta, histérica. Oyó que medio gritaban su nombre. Caminó
por la casa hacia la puerta principal.
La sólida figura de la señora Tyson mantenía la pesada puerta de nogal
medio cerrada, como para protegerse. Llevaba el pelo ya algo canoso,
recogido en un moño, y su cuerpo aparecía tenso dentro de su uniforme
verde claro. Detrás podía verse la cara de un hombre turbado, con los ojos
grises saliéndose de una cara pálida y delgada; el pelo rojizo muy rizado
totalmente desarreglado y la boca completamente abierta. Era Tom Horton.
El doctor Royce pasó al lado de la señora Tyson. Pudo oler su dosis
matutina de Lavoris. Sonrió.
—¿Qué pasa, Tom? —preguntó.
Tom apenas podía hablar. Agarró al doctor Royce por una de las mangas
del abrigo, tirando de él como haría un perro. Sus ojos estaban muy abiertos
e impresionados, y decían «¡sígueme!».
El doctor Royce se resistió, puso su mano cálida y seca sobre la fría y
húmeda de Tom y volvió a preguntar:
—¿Qué pasa?
—Nancy —balbuceó Tom, repitiendo el nombre cuatro veces y
añadiendo algo ininteligible. El doctor Royce se puso lívido, sintió su
estómago dado la vuelta, resistió las emociones, se enderezó. Se dio cuenta
de que tenía que ir a donde Tom le llevaba.

6
El miedo empujaba a Suzy en dos direcciones diferentes. Quería
meterse de nuevo en cama y al mismo tiempo salir corriendo hacia
Roycewood. Su cuñado Tom no la había vuelto a llamar. Ya habían pasado
veinte minutos. Podía llegar a Roycewood en veinte más. No quería ir allí.
Había logrado una independencia del lugar y ni siquiera le gustaba ir de
visita. Pero Nancy tenía problemas.
Suzy no podía entender la fuerza de su premonición. Nunca le había
ocurrido antes nada parecido. Nunca había estado especialmente unida a su
hermana mayor Nancy, así que no podía ser afinidad psíquica. De todos
modos, no creía en eso. Nancy era cuatro años mayor que ella y siempre
había tenido otros amigos. Era todavía peor con su hermana Sarah, que
tenía cuatro años más que Nancy. Ahora sus dos hermanas vivían en
Roycewood, y ella se negaba a hacerlo. Más distancia. Tenía la impresión
de haber visto a sus hermanas sólo en reuniones familiares.
Una reunión familiar. Eso era exactamente Roycewood, pensó Suzy. Su
tío Benjamin, cabeza de la familia y señor del enclave, siempre la estaba
presionando para que se fuese a vivir allí. No perdía ni una oportunidad
para recordarle que tenía Mill House reservada para ella y para Victor,
animándolos a trasladarse para que toda la familia Royce pudiera estar
unida en el suelo sagrado de los Royce.
Mill House. Sólo el pensamiento la molestaba. Otra de las reliquias
familiares, igual que todas las casas de Roycewood, todos los muebles y
toda la gente. No se podía imaginar viviendo allí con Victor de la misma
manera que su hermana Nancy vivía en Quarry House o Sarah en The
Vineyard, o sus primos Trish y Flip en el Arboretum y Tsuru-Kame.
Mill House. Había cosas en aquel lugar abandonado que Suzy quería
olvidar, que no podía recordar. Cosas terribles. Cosas arrastrándose,
deslizándose. Cosas que habían ocurrido hacía mucho tiempo.
Caminaba de un lado a otro de la cocina sin ser capaz ni de hacerse un
café para distraerse. Llevaba el teléfono en brazos, arrastrando el cordón.
Estaba lista para descolgarlo tan pronto como sonara. Pero no sonaba.
Finalmente estuvo segura. Dejó el teléfono en el suelo, salió de casa en
camisón y albornoz sin dejar ni una nota a su marido y cogió el coche hacia
Roycewood.

7
Al doctor Royce no le resultaba fácil bajar por la ladera rocosa y llena
de raíces. Su forma física no era mala, pero conocía las limitaciones de una
persona de 68 años y avanzaba con cuidado. Estaba alarmado pero se
comportaba de manera estoica, temiendo lo que iba a encontrar pero
controlando su miedo. El mundo a su alrededor se había quedado
silencioso, y tenía un pitido en los oídos. Sus piernas resultaban inestables
por la excitación. A cada paso se agarraba a laureles bajos y en flor,
buscando cuidadosamente un apoyo firme para la bajada.
Tom estaba ya junto al río, y su figura agachada ocultaba algo. Cuando
paraba, el doctor Royce lo oía balbuceando. Sintió que iban a brotarle las
lágrimas, pero las retuvo.
El doctor Royce se detuvo al lado de Tom, respirando de manera
pesada. No quería mirar aquello. Había visto muchos muertos, pero ésta era
su nieta. La había querido. De repente sintió que sus músculos se
debilitaban, como si no fueran a sostenerle.
Las piernas de la mujer estaban estiradas en dirección a la ladera,
arañadas y blancas allí donde no aparecían untadas de sangre y lodo. El
doctor Royce apartó a Tom con suavidad y se inclinó para examinar el resto
del cuerpo de la mujer. Se obligó a pensar en ella como “la mujer”, olvidar
que la que ahora yacía muerta ante él había sido una niña que había tenido
en sus rodillas, una mujer a la que prácticamente había educado, a la que
había entregado en matrimonio, a la que había ayudado durante su
embarazo. Vio su falda enrollada y subida, su cabeza bajo el agua, sus ojos
y boca, abiertos, pero sin vida, los arañazos y los rastros de sangre en los
muslos. Entre las piernas vio una protuberancia de coágulos pesados,
morados, como riñones.
El doctor Royce no quería llamar a la policía pero sabía que tenía que
hacerlo. No quería contener las lágrimas pero sabía que lo haría. No quería
admitir su miedo, su derrota y el fin de su sueño, así que dejó todos esos
sentimientos de lado.

8
Las oficinas centrales de la policía de Merion se hallaban medio
dormidas a aquellas horas de la mañana. Formaban parte del edificio con
los servicios municipales, pero ninguna de estas oficinas abría antes de las
ocho. De vez en cuando funcionaba una máquina de escribir, a veces
sonaban los teléfonos y la radio crujía y hablaba a intervalos. Los crímenes
no eran frecuentes: el municipio era rico y estaba bien protegido.
El sargento Frank Viele cogió la llamada del doctor Benjamin Royce a
las 6:48. Frank tenía un turno de medianoche a ocho de la mañana que
constituía un sacrificio de una semana al mes y en ese momento estaba
luchando por no quedarse dormido, hojeando el periódico de la mañana y
sorbiendo café en una taza astillada que decía: «Que tengas un buen día».
Frank Viele dejó el periódico a un lado cuando se enteró de quién
llamaba. Nunca había hablado con el doctor Royce, pero sí había oído
hablar de él. Sabía que era uno de los más ricos entre los ricos, jefe de una
familia que poseía bancos, compañías jurídicas, casas de corretaje,
compañías de acero, hospitales, firmas de productos farmacéuticos, además
de su recinto privado donde vivían miembros de la familia, un lugar
llamado Roycewood.
Sabiendo esto, Frank se puso alerta, se volvió más brillante y mucho
más preciso.
—Ha habido un accidente —dijo el doctor Royce—. Una mujer ha
muerto. Haga que el jefe Delancey venga a Roycewood tan pronto como le
sea posible; sin sirenas.
No se le ocurrió dudar ni pedir explicaciones.
—¡Sí, señor! —contestó el sargento.
Sabía lo que tenía que hacer. El doctor Royce ya había colgado el
teléfono.
Frank Viele atusaba nerviosamente el bigote mientras marcaba el
número. Era un hombre de 32 años, moreno y de ojos azules, cuerpo
musculoso de 1,85 metros de estatura y 90 kilos de peso. Tenía una cicatriz
apenas perceptible en la mejilla derecha, que le iba del ojo a la barbilla: era
el recuerdo sombrío de una explosión de mortero en Vietnam en la que los
dos hombres que tenía a su lado habían saltado por los aires y caído al suelo
hechos pedazos. También le habían quedado cicatrices internas.
Frank no cogió al jefe en casa pero lo localizó por radio minutos más
tarde.
El jefe de policía Thomas Aquinas Delancey se hallaba entonces a
menos de tres minutos del cuartel, de camino, para cumplir su turno de día
que duraba de las ocho de la mañana a las cinco de la tarde.
—¿Qué pasa, Frank? —preguntó.
La voz del jefe sonaba de manera sorda entre las ondas de parásitos.
Frank habló excitado por la radio.
—¡No hay tiempo que perder! —gritó—. Nos encontraremos en la
puerta principal y entonces se lo contaré. ¡No aparque!
Le gustaban estas oportunidades ocasionales de manejar a su jefe, al que
consideraba un bufón, de buenas intenciones pero un poco duro de mollera.
«Diez-cuatro», dijo sonriendo para sus adentros. Cerró la radio sin dar
tiempo a su jefe a contestar.
Frank le pidió al cabo Lacey que se sentara en su lugar y salió corriendo
por el viejo edificio hacia la entrada de la avenida Lancaster, estirándose el
uniforme mientras corría por el oscuro pasillo con la quincalla resonando.
Llegó a la acera dos minutos antes de que apareciera el jefe y se quedó
esperando nervioso en la luz de la mañana.
El jefe Delancey frenó con un chirrido y las luces intermitentes
encendidas, sin hacer caso de la tranquilidad de la mañana (le encantaba
usar la sirena).
El sargento Viele se subió al coche y sólo entonces habló al jefe, que le
miraba con rostro interrogante.
—Hay problemas en la hacienda del doctor Royce. Quiere que vayamos
pero guardando discreción.
Apenas pudo reprimir una sonrisa cuando Delancey apagó la sirena y
las luces muy a su pesar antes de iniciar la marcha.

9
La mañana llegaba suavemente a Roycewood. Rodeada por altas
murallas de piedra, la niebla a ras de suelo quedaba aprisionada en este
terreno de 440 hectáreas con árboles, césped, jardines, arroyos, estanques y
granjas. Roycewood, que había sido fundada en 1696, se hallaba separada y
protegida del mundo exterior. Había seis casas que se amparaban en la
seguridad del lugar, todas únicas y sólo una de ellas sin habitar: Mill House.
Parte de Manor House databa de 1696 y el terreno originario había sido
concedido por William Penn. La casa llamada Arboretum estaba rodeada de
distintas especies de árboles y matorrales que habían sido plantados por un
antepasado Royce que había muerto hacía 150 años. Tsuru-Kame, la casa de
fantasía de inspiración japonesa, había sido construida por un antepasado
después de la Exposición de 1876. Quarry House se hallaba en la cantera,
de donde procedía la mayor parte de la piedra para todo Roycewood. La
casa más nueva era The Vineyard, que tenía unos 80 años.
Además de estas seis casas habitadas por la familia había también unas
dos docenas de edificios como corrales, establos, pabellones de verano,
casas para los carruajes, que eran reliquias de la historia de la familia Royce
en aquella tierra.
Filadelfia se hallaba a sólo 12 kilómetros de pequeñas colinas,
cementerios y urbanizaciones en crecimiento, pero ni la ciudad ni sus
afueras habían amenazado nunca el recinto. Roycewood era un municipio
dentro del término municipal de Merion que había sido incorporado por las
leyes de la mancomunidad de Pennsylvania en 1885. Roycewood disponía
de alcalde, equipo de consejeros, plantilla de escuela y policía. La escuela
no estaba en funcionamiento, pero sí la iglesia: una casa de reuniones
cuáquera que databa de 1742 y que estaba catalogada también como
escuela.
Roycewood tenía un consejero de impuestos, un recaudador e impuestos
municipales. Todos sus cargos públicos estaban en manos de residentes en
Roycewood, pero ninguno era propietario. No era coincidencia que todos
los adultos residentes fueran miembros de la familia Royce por sangre o
matrimonio. También formaban parte del monopolio Roycewood, que
poseía la tierra.
De hecho, Roycewood era un pueblo privado legalizado con su pequeño
gobierno. Había dinero y poder suficientes para que siguiera siéndolo,
mantenido por las propiedades de la familia Royce, concentrado en el
monopolio Roycewood y administrado exclusivamente por el doctor
Benjamin Royce, el último descendiente en la línea de los cabezas de
familia de los Royce.
Además, el doctor Benjamin Royce podría ser el último Royce varón
gobernando Roycewood. Era el único hombre superviviente en la línea de
sangre. Su único hijo era adoptado. Y su mujer, de 45 años, sobre la que ya
nadie se preocupaba, no le había dado hijos vivos.
Sólo había una entrada al recinto. Tres turnos de guardia se ocupaban
día y noche de la vigilancia junto al portalón de acero pintado de oro y
negro. Aunque sonreían a todo el mundo de manera educada, los guardias
no permitían el paso a personas ajenas a la familia que no dispusieran de
invitación, ni aunque fueran la policía de Merion. Los guardas iban
armados.

10
Los vigilantes conocían bien a Suzy y su maltrecho Peugeot, a pesar de
que no iba mucho por allí. El portalón comenzó a abrirse cuando ella se
acercaba; pasó sin ni siquiera saludar con la mano con la única idea de
localizar a su hermana.
Suzy hervía en sentimientos y pensamientos contradictorios. La
sensación de que debería haberse quedado en casa esperando a que Tom la
llamara no la dejaba en paz. Se sentía culpable por no haber despertado a
Victor y contarle adonde iba. Estaba preocupada por Nancy. Insegura de sus
temores. Y en el fondo se encontraba incómoda en Roycewood, como si el
lugar se fuera enroscando para agarrarla, sorberla y tragársela.
Tenía los sobacos empapados de un sudor frío, y las gotas le corrían por
los costados como lágrimas de hielo tras la suavidad del camisón de seda.
Casi no podía mantener fija la vista. Se lanzó por el camino que llevaba a
Quarry House. Dio un frenazo brusco, apagó el motor y se quedó
temblando mientras el metal caliente crujía. Al final salió del coche y se
dirigió, tambaleándose, hacia la casa, que permanecía en silencio. El mundo
le daba vueltas y tenía un pitido en el interior de sus oídos. Dentro de la
casa lloraba un bebé.
Era su sobrino Tommy, Suzy lo sabía. Se puso firme, respiró hondo y
entró en la casa sin llamar, empujando la pesada puerta de nogal.
Todo lo que había en el interior le resultaba familiar. Había sido la casa
de sus padres, la suya hasta la edad de 14 años. Ese año sus padres habían
muerto en un accidente de coche en New Jersey, junto con los padres de sus
primos Trish y Flip. Después había quedado bajo la tutela de su tío
Benjamin y Manor House pasó a ser su casa, aunque nunca llegó a sentirse
en casa allí.
Nancy no había cambiado nada en Quarry House. Nadie cambiaba
nunca nada en las casas de Roycewood. Estaban llenas con muebles del
pasado, todos herencia familiar, y permanecían como siempre habían
estado. La mesa del pasillo; el lavamanos, el aparador y la conejera del
comedor; todo había sido utilizado durante generaciones de Royces,
pertenecían a la familia, uno podía moverlas de sitio pero no quitarlas o
poner otras. Eran las reglas.
Suzy temblaba como si atravesara corrientes de aire frío. El bebé seguía
llorando en alguna parte. Bueno, no en alguna parte, ella sabía dónde: en la
habitación que había sido la suya hasta los catorce años. Se dirigió hacia allí
a través del umbrío pasillo, subiendo por la oscura escalera y dando la
vuelta a una esquina en penumbra. Las piernas le temblaban.
El niño abandonado; la casa abandonada: le hacían oír y sentir cosas de
las que en otras circunstancias no se hubiera percatado. El canto de los
pájaros en el exterior, un canto apagado y triste. No hacía viento, el aire no
se movía, como si la atmósfera hubiera muerto. Nada más que el llanto del
niño para confirmar que la casa estaba vacía.
¿Dónde estaba Nancy? ¿Dónde estaba Tom?
El llanto del niño interrumpió sus pensamientos. Corrió a donde se
hallaba, lo cogió de la cuna, apretó su carita enrojecida contra su mejilla y
estrechó su cuerpo húmedo, que olía mal. Estaba tan confusa que iba a
echarse a llorar.
Suzy cambió al niño, temblando de arriba abajo mientras le hablaba,
diciendo: «Venga, venga, pequeñín, mamá volverá pronto, te cogerá y te
besará, pequeño Tommy, claro que sí». Lo lavó y le echó polvos de talco,
entre sollozos, y al final lo cogió y se dio cuenta de que tenía que llevárselo
con ella, dejar Quarry House y buscar a sus padres desaparecidos antes de
que fuera demasiado tarde.

11
El jefe Delancey y el sargento Viele pasaron por el enorme portalón de
Roycewood en su coche patrulla blanco y azul con el visto bueno de los
guardias y muy poco después de Suzy. Los dos se sentían intimidados,
como si entraran en una catedral de árboles gigantescos en la que Dios
comenzaría a hablar de un momento a otro con tonos de órgano.
Condujeron despacio por una carretera que subía como un río negro
bordeado con laureles y rododendros en flor. Se preguntaban qué iban a
encontrarse al final de la misma.
Junto a un desvío había dos hombres en pie. El jefe Delancey frenó
nervioso ante ellos. El más anciano y alto era evidentemente el doctor
Royce. Tenía el pelo ondulado y espeso, en otro tiempo rubio y ahora gris, y
la nariz pronunciada que por su apariencia debía haberse roto en alguna
ocasión jugando al fútbol o boxeando, pues el doctor era de configuración
atlética. Mantenía la barbilla alta y firme. Sus ojos eran límpidos y de un
azul intenso.
Los dos policías habían visto al doctor Royce en el edificio del
municipio, en su palco, en las exhibiciones de caballos en beneficio de la
policía y en el hospital Royce Memorial. El jefe había llegado a conocerlo
personalmente, aunque de manera fortuita.
Cuando los policías salieron del coche, el doctor Royce se adelantó
hacia ellos. Frank Viele se percató de que el jefe se había quitado la gorra y
la sostenía en la mano, pero él no siguió su ejemplo. Aquel aura de
autoridad que rodeaba al doctor Royce le causaba curiosidad; Frank podía
ver dolor pero también un rígido control. «Hay que nacer Royce para eso»,
pensó.
El otro hombre estaba pálido y hundido. Fue presentado como el señor
Horton, marido de la mujer que yacía muerta en el fondo de un barranco a
unos 200 metros. Tom Horton no pudo saludar a los policías. Musitó algo.
Sus ojos estaban helados.
Los cuatro hombres tomaron un sendero que cruzaba el bosque y les
llevó a un punto desde el que podían ver, a unos 30 metros al fondo del
barranco, el chocante cuerpo blanco. El jefe Delancey se volvió al sargento
y le ordenó:
—Vuelva al coche y llame a un médico y a un fotógrafo, Frank.
El doctor Royce explicó que ya había llamado a un inspector médico y
una ambulancia. Delancey intentó recuperar el mando que se le iba de las
manos y dijo al sargento:
—Bajemos y echemos un vistazo. Señor Horton, Doctor Royce, no es
necesario que nos acompañen.
Delancey miró al Doctor Royce como buscando su aprobación.
Esperaba que el sargento Viele no se percatara de su comportamiento servil,
pero no fue así.
No estaba mal que Tom Horton pudiera dejar el lugar. De nuevo
sollozaba y balbuceaba. El doctor le pasó el brazo derecho por el hombro y
lo condujo por el sendero a través de los árboles. Frank Viele observaba la
escena.
El jefe Delancey no pareció muy afectado al ver el cuerpo. Gruñó un
poco y dijo:
—Parece un accidente, pero haríamos mejor fotografiándola in situ; eso
significa «tal como está» en francés, Frank. Tráete a ese fotógrafo. Dile al
doctor Royce que viene y a él que se porte bien.
Frank Viele aguantó la ignorancia y el tono condescendiente de su jefe
mirando hacia las copas de los árboles que se alzaban tras su cara fofa y
rojiza. A Frank se le había cortado la respiración al ver a la mujer muerta.
Le chocó su extremada dejadez. Pero tras la primera impresión ya no le
horrorizó más. Había visto cosas peores en accidentes de coche y peleas
caseras, y él mismo había hecho cosas peores entre los nativos de Vietnam,
hombres, mujeres y niños. Se arrepentía de ello, pero ya no podía hacer
nada. Parecía que la insensibilidad era permanente, y los muertos no le
causaban pena más que durante unos segundos.
Delancey encendió un cigarrillo mientras oía alejarse los pasos de Viele
chapoteando en la corriente. Miró a la mujer y notó el abandono total de sus
miembros y su boca abierta. Pensó que parecía la víctima de una violación
que había perdido el conocimiento y nunca había vuelto en sí.
Moscas y avispas hacía tiempo que habían localizado el cuerpo.
Zumbaban en torno a la sangre subiendo por la blancura de la piel.
Delancey pensó en su hija, que tenía aproximadamente la misma edad que
la mujer muerta. La quería y podía imaginársela yaciendo allí. Se dio la
vuelta.

12

Suzy se dio cuenta de que no sabía adonde ir. Se quedó en pie en la luz
de la mañana filtrada por los árboles, cerca del coche, sosteniendo en brazos
al bebé, ya callado, y sintiendo que alguien la miraba por la espalda. Se dio
la vuelta, no vio nada y maldijo sus nervios. La sensación continuaba.
¿Adonde ir? ¿Acudir a Sarah, a Trish, al tío Benjamin? ¿Coger el
coche? Suzy se movía de un lado a otro sin decidirse. El miedo le hacía
sentir calambres por el cuero cabelludo. Ahora ni siquiera cantaban los
pájaros, el mundo estaba quieto, muerto, y ella sentía como un agujero
quemándole en medio de la espalda, como si allí enfocaran aquellos ojos
hostiles, como si allí fuera a clavarse la flecha. Sollozó y comenzó a correr
hacia la carretera sin atreverse a mirar hacia atrás. El niño empezó a llorar.
—Shhh, pequeñín… —le dijo mientras corría. Su voz salía quebrada.
Llegó a la carretera principal y se detuvo. ¿Acaso no se oían unos pasos
corriendo tras ella, pies y cuerpos que se apresuraban entre los arbustos al
lado del camino? Comenzó a correr otra vez, hacia la derecha, bajando una
pequeña colina y dando la vuelta a una curva delimitada por rododendros.
Se dio cuenta de que se dirigía hacia la casa de su hermana Sarah. Seguía
llorando, era seguro que había algo que la perseguía, que la alcanzaba, listo
para abalanzarse sobre ella y tirarla. Al mismo tiempo sabía que estaba
histérica y que era todo producto de su imaginación. Giró una esquina y
frente a ella vio gente y un coche. Un coche blanco y azul. Un coche de
policía. Su tío Benjamin. Y Tom.
Suzy lanzó un grito ahogado y corrió tambaleándose hacia los hombres.
Su tío Benjamin los recibió a ella y al niño en sus brazos. Su cuñado Tom la
miraba fijamente sin entender. Tenía los ojos enrojecidos y le caían las
lágrimas.
—¿Dónde está Nancy? ¿Dónde está? —preguntó Suzy, y su abuelo
estrechó su cuerpo tembloroso.
Nadie contestó, pero ella no necesitaba una respuesta.
—¡Dios mío, no! —dijo entre sollozos—, ¡no!
Y estalló en llanto, sin control, colgándose al bebé mientras caía de
rodillas al suelo.

13

Cuando el coche blanco con el escudo del cuerpo de inspectores


médicos se detuvo en la parte de atrás del hospital Royce Memorial, el
doctor Benjamin Royce y el jefe de policía A. Delancey le salieron al
encuentro. El doctor se quedó quieto y rígido, mientras que el policía se
balanceaba sobre un pie y sobre el otro.
El inspector médico Ernest Havemeyer había acudido en persona, y
solo. Vestía traje de lana marrón y sombrero, sus ojos eran brillantes y
cristalinos y tenía un bigote gris. Hizo una seña con la cabeza a Delancey
pero saludó al doctor Royce estrechándole la mano y sonriendo.
—¿Qué es lo que ocurre, Ben? —le preguntó.
—Una muerte en Roycewood —contestó el doctor Royce—. Me parece
que ha sido un accidente.
El doctor Royce miraba al inspector con una intensidad especial
mientras le hablaba. Mantuvo su apretón de manos con Havemeyer un poco
más de lo necesario, de modo que éste empezó a retirar su mano, pero
después se detuvo y volvió a apretarla un momento antes de que el doctor
Royce la dejara.
Así se le recordaba que si no hubiese sido por el doctor Royce (que en
un momento crucial era jefe del colegio de cirujanos de Filadelfia), él,
Havemeyer, no sería ahora inspector médico. De hecho, ni siquiera habría
ejercido como médico. Diez años atrás, los otros miembros del equipo
examinador sabían que Havemeyer había actuado de manera negligente en
relación con una intoxicación de fármacos (concretamente un exceso de
dilaudida) en una operación en la que había muerto una mujer. No era la
primera vez. Pero para el doctor Royce no había estado tan claro. El grupo
había exculpado a Havemeyer pero en privado le habían recomendado que
no volviese a practicar operaciones. Y no lo había hecho.
Más tarde el doctor Royce le había prestado su ayuda para el puesto de
inspector médico. El doctor Havemeyer nunca supo por qué lo hizo, pero de
todos modos no podía olvidarlo.
Los tres hombres se volvieron bajo la luz del sol y cruzaron las anchas
puertas del hospital para dirigirse al depósito de cadáveres, donde un
cadáver envuelto estaba dispuesto sobre una mesa de acero. A ambos lados
de la mesa había canales por los que ya corría el agua hacia una pileta.
Había también dos carritos con instrumentos quirúrgicos, unos con útiles
para la autopsia y otros con relucientes bandejas. Los azulejos verdes de la
habitación quedaban salpicados por los rayos de sol que entraban por las
numerosas ventanas.
El doctor Havemeyer vio el micrófono de autopsia que colgaba sobre la
mesa, listo para ser activado mediante un pedal que había en el suelo. Sabía
que los instrumentos quirúrgicos, los guantes y el mandil de goma le
esperaban. También se dio cuenta de que no había presente nadie más. Era
significativo.
Al llegar a la mesa, el doctor Royce se paró y se dio la vuelta. Miró al
jefe Delancey (a quien había dado su apoyo en más de una controversia) y
al Dr. Havemeyer (que lo recordaba todo demasiado bien) y dijo con voz
suave:
—Esta mujer es mi nieta. Me gustaría que se respetara su intimidad.
Los miró a los dos durante unos momentos, moviendo sus ojos
tranquilos y apenados de uno a otro. Havemeyer comprendió. Devolvió la
mirada al doctor Royce y después bajó la vista.
El doctor Royce cogió por el brazo al jefe Delancey, que se sentía al
mismo tiempo aturdido y honrado, y lo condujo fuera de la habitación,
dejando al doctor Havemeyer con cualquier cosa que pudiera encontrar.

14

Suzy había pensado que nunca más volvería a Roycewood, pero dos
días después de haber caído de rodillas en la carretera lo hizo para asistir al
entierro de Nancy. Volvió a llorar apoyada en su marido, Victor, hundiendo
la mejilla en su hombro.
Todos los residentes del enclave estaban presentes, toda la familia. Su
tío Benjamin, más alto que el resto, mantenía la cabeza alta; el viento
ondulaba su pelo plateado, sus ojos azules estaban secos y perdidos, y de
vez en cuando la miraban. Su hermana Sarah, alta y rubia, también lloraba,
sin poder apoyarse en su marido, George, que estaba en viaje de negocios.
El pelirrojo y pecoso Tom Horton se derrumbaba sobre uno de los hombros
del robusto Harvey Butler, el marido de Trish, la prima morena de Suzy.
Flip, la hermana de Trish, se hallaba junto a su marido, Paul Royce
(cirujano e hijo adoptivo del doctor Royce). Flip llamaba la atención
incluso con sus ropas de luto. Era una mujer de 30 años, delgada y sensual,
que con su vestido negro de Halston y la pañoleta negra en torno a su pelo
oscuro parecía un pirata o un bandido.
Los chicos de los Caley y los Butler, con sus rizos rubios y sus ojos
azules, contemplaban fijamente el ataúd cubierto de flores. Parecían listos a
saltar sobre la lápida tan pronto como terminara el funeral.
Estaban también los sirvientes, amas de llaves, chóferes y jardineros,
todos juntos, con cabezas inclinadas y caras graves. Las mujeres, y a veces
los hombres, se secaban las lágrimas con un pañuelo.
Toda la familia Roycewood.
En este cementerio cuáquero detrás de la casa de encuentro de la finca
Roycewood, Suzy seguía viéndose perseguida por premoniciones de
desastre, y era incapaz de alejarlas de su mente. Se colgaba de Victor,
lloraba, le metía las manos en el chaquetón, bajo el jersey, las ponía sobre
su piel reconfortante. ¿Podría decirle a él lo que sentía, lo que temía? ¿La
entendería él al menos?
Cuando el funeral terminó, su tío Benjamin se acercó a ella, la miró a
los ojos y le cogió las manos.
—Te necesitamos aquí, Suzy —le dijo—. Te necesitamos más que
nunca.
Mill House, pensó ella. Ahora va a volver a mencionarla. Pero no lo
hizo. Continuó mirándola.
—Jamás —dijo ella, con la voz desgarrada—. Jamás, jamás, jamás.
3
El niño perdido

1
No había transcurrido una semana desde la muerte de Nancy Horton y
sólo tres días desde su funeral cuando un niño desapareció en Roycewood.
George Caley fue primero a Quarry House buscando a su hija de cuatro
años, Christine. Encontró a Tom Horton sentado en un banco de piedra
cerca de la vieja cantera, con la cabeza pelirroja y rizosa inclinada sobre
una botella de Wild Turkey y un vaso medio vacío bailando en su regazo.
Tom parecía dormido o en coma.
George no sentía ningún respeto por el dolor de Tom. Caminó hasta
pararse frente a él.
—¿Has visto a mi hija Christine? —le preguntó sin sonreír.
Su voz llevaba gravilla y piedras que podían cortar el aire. Su barbilla
mostraba una pequeña hendidura en medio. La alzaba por debajo de su
bigote negro como un hombre que está acostumbrado a dar órdenes. Tenía
los ojos marrones oscuros y una mirada furtiva y aguda. Fruncía el ceño y
parecía que sus espesas cejas se juntaban.
Tom movió la boca.
—No la he visto.
A George le tranquilizó que Tom pudiera hacer observaciones a pesar
de la bebida.
—Sarah dice que no la ha visto desde las tres —explicó.
Eran las cinco de la tarde.
—Por aquí no ha pasado —contestó Tom con el vaso ya en los labios.
George iba a proseguir su camino cuando recordó que todavía no le
había dado el pésame. No había estado en el funeral de Nancy porque tenía
unos negocios urgentes en la ciudad. En realidad era una excusa que él
había usado porque no soportaba los funerales. No iría a ninguno ni aunque
fuera el de la hermana de su esposa. No había visto a Tom desde la muerte
de Nancy. Durante un momento estuvo tentado a no decir nada, pero
después cedió.
—Siento un montón lo de Nancy.
Tom levantó la vista hacia George y vio un hombre de 38 años,
musculoso, enérgico y falto de humor que no le gustaba: George Caley no
era el tipo de persona con el que Tom Horton había sido educado. Cierto,
procedía de una buena familia cuáquera. Pero era una familia sin distinción,
al contrario que la de Tom o los Royce. Y George tenía seis años más que
él. Eso podía ser una diferencia.
—Gracias, George —dijo Tom—. ¿Quieres beber algo?
—Tengo que buscar a Christine —contestó George, dándose la vuelta y
alejándose de repente—. Hasta pronto.
Tom se quedó mirando las anchas espaldas durante un momento, y
después tuvo una idea. Se levantó, dejó el vaso pero no la botella y salió
tras el otro, que avanzaba a grandes zancadas.
—Te ayudaré a buscar —le gritó.
George se detuvo y esperó.

La carretera que salía de Quarry House hacia la derecha se dirigía a The


Vineyard, donde vivían George y Sarah Caley. La de la izquierda giraba a
través de enormes árboles hacia el Arboretum, que estaba ocupada por los
Butler. La carretera de asfalto era lisa como terciopelo negro, brillante
gracias a los cuidados, la barrida y la supervisión diaria de los encargados
de mantenimiento del terreno, los Ritchers. George avanzaba hacia el
Arboretum y Tom le seguía con esfuerzo.
—¿Ha hecho esto antes? —preguntó Tom, pensando vagamente en
Nancy.
—No —contestó George—. Pero ya sabes, uno se preocupa con esos
barrancos escarpados del bosque.
Fue un comentario sin mala intención y así lo vio Tom. Pero había algo
que tenía que contar a alguien.
—Creo que Nancy saltó —reveló—. Tuvimos una discusión, y no era la
primera.
—Tonterías —dijo George—. Las mujeres no se suicidan por una
discusión.
Rehusó mirar a Tom.
Eso era exactamente lo que Tom deseaba oír, y se sintió agradecido
aunque de mala gana, pero no cambió de parecer. Echó un trago y George lo
vio.
—Tomaré un poco yo también. —Tom le tendió la botella de whisky,
ahora ya totalmente agradecido—. La encontraremos —dijo, sintiéndose
cálido y necesitado.
En su rostro pálido y pecoso se dibujó una sonrisa que le hizo volver
aparecer un niño, un chico de un cuadro de Norman Rockwell.

3
Era una calurosa tarde de domingo. Detrás del Arboretum había una
piscina. Era probable que una pequeña de cuatro años andara por allí. La
colina al lado de la casa estaba plantada con todo tipo de árboles que iban
desde un cedro del Líbano de 30 metros hasta un acebo enano de China,
legados todavía vivos de un Royce que había muerto hacía ya siglo y
medio. Los árboles daban a la piscina y servían a ésta de marco. Tom
Horton y George Caley oyeron chapoteos y risas incluso antes de dar la
vuelta a aquella extraña casa de piedra con su techo de cedro cubierto de
musgo.
Todos los Butler estaban en el agua. George empujó la puerta de hierro
con el pie y entró con Tom pisándole los talones. Se aseguró de quién había
antes de hablar.
—¿Alguien ha visto a Christine? —preguntó.
Harvey Butler subió con su cuerpo pesado y goteando al borde de la
piscina y sonrió. Su cara risueña de labios gruesos y mejillas regordetas le
brillaba bajo la calva. Solía hacerse la raya sobre la oreja derecha y peinar
su pelo hacia abajo para ocultar su audífono y hacia arriba para cubrir su
cabeza desnuda. Harvey estaba casi totalmente sordo de una enfermedad
incurable, pero hacía tiempo que había aprendido a leer el movimiento de
los labios. Ahora había leído los de George.
—No creo que la hayamos visto —contestó Harvey, volviéndose para
ver qué respondían su mujer Trish, sus dos hijos y su hija adolescentes.
Todos pataleaban en el agua, con los cuellos y las caras lisos y
brillantes. Ninguno había visto a la niña. Harvey se colocó el audífono
detrás de la oreja y se volvió hacia George.
—No la hemos visto desde hace dos horas. Se ha ido —dijo George,
fijando sus ojos en Harvey de manera que éste tuvo que bajarlos—. ¿Puedo
usar el teléfono?
—Allí está —indicó Harvey con un movimiento de mano.
George se dirigió hacia el aparato blanco: estaba colocado sobre una
mesa de hierro forjado pintada en blanco y con intrincados motivos de
árboles y hojas; complemento muy propio de la casa. Marcó el número de
Flip y Paul Royce, que vivían en Tsuru-Kame. Mientras el teléfono sonaba
George tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Qué mala suerte lo de Nancy —le dijo Harvey a Tom, agitando los
pies y frunciendo el ceño—. ¿Cómo te sientes?
Tom levantó la botella.
—Bien —contestó.
—Espero que la pequeña Christine no se encuentre en un apuro —
añadió Harvey neciamente. Después respiró de manera profunda y se dio la
vuelta—. Harve, Billy, salid de ahí, secaos y ayudad a buscar a Christine.
Trish Butler había salido finalmente de la piscina y se estaba secando
pasando la toalla sobre su piel bronceada y dándose pequeñas palmaditas en
el pelo. Normalmente lo tenía muy rizado, pero ahora le colgaba en
tirabuzones. Tenía 35 años, 6 menos que su marido, y era una mujer
suntuosa. Tom sintió deseo cuando se la acercó. Las gotas de agua que le
brillaban todavía como diamantes sobre su piel dorada eran profundamente
patéticas, como lágrimas tranquilas.
—Tienes a alguien que se ocupe de Tommy, ¿verdad? —preguntó a
Tom, mirándole fijamente con los ojos muy abiertos—. ¿Quieres que te
mande a Sophie?
Sophie era Sophie Hawkins, el ama de llaves jamaicana de los Butler,
que en aquel momento permanecía inmóvil en la puerta de acceso a la
cocina; el blanco de sus ojos resultaba más visible que su piel escondida
entre las sombras. Tom sabía que les estaba mirando.
Tom asintió con la cabeza y dijo que la señora Robbins, su ama de
llaves, había accedido a quedarse todo el día durante una temporada.
Después se preguntó si la mirada de pena y preocupación que despedían los
ojos castaños de Trish sería por Nancy, por Tommy o por él. Trish le tocó el
brazo, lo rodeó con los suyos y lo apretó contra su traje de baño mojado y
sus elegantes pechos.
—No deberías beber directamente de la botella —dijo.
Tom miró hacia otro lado, sintiéndose embarazado. Luchaba por no
echarse a llorar cuando de repente sintió los magnéticos ojos de Sophie
sobre él. ¿Acaso practicaba Sophie Hawkins el vudú y estaba centrando en
él sus poderes?

El sonido del teléfono sobresaltó a Phillipa Norris Royce, Flip. Había


entrado casi totalmente en trance para consultar su péndulo, y la ventana de
su consciencia se abría al exterior sólo una pequeña grieta, lo suficiente
para dejar entrar un susurro pero no para darle significado.
Flip sostenía la cadena de oro de la que colgaba el péndulo con su mano
derecha, larga y de uñas muy rojas, y estaba concentrando todo su ser en
ello. Había solicitado al péndulo un «muéstrame tu aprobación» más veces
de las que podía contar, repitiendo las palabras como un canto hasta que
aquél respondía, balanceándose ligeramente a derecha e izquierda. Después
repetía «muéstrame tu no» hasta que contestaba moviéndose hacia delante y
hacia atrás, mandando destellos con los rayos de sol que entraban por la
ventana abierta.
Flip estaba desnuda, sentada en posición de loto sobre la alfombra de su
estudio en Tsaru-Kame, con su esbelta espalda bien erguida y el pelo negro
cayendo hasta el suelo. Sus ojos verdes y de rasgos árabes no se habían
movido durante cinco minutos, y no parpadeó tampoco ni siquiera mientras
el teléfono seguía sonando.
Como las llamadas persistían fue saliendo poco a poco de su estado de
trance hasta darse cuenta de qué era lo que la molestaba. Se preguntó por
qué no contestaban su marido Paul o Kyoko, el ama de llaves. Después
recordó que Paul estaba jugando al golf y que era el domingo libre de
Kyoko.
El hormigueo que en sus dedos era señal de un poder especial había
desaparecido, y sabía que era mejor que su trance hubiera acabado. Se
sentía desinflada, como en letargo; nuevamente había querido preguntar a
los espíritus si tendría un hijo, y cuándo, y le molestaba que la respuesta
tuviera que esperar: no se podía usar a los espíritus demasiado a menudo
pues podían rebelarse, y además no les gustaba ser interrumpidos.
Flip dejó el péndulo de oro sobre la alfombra de paja con gran cuidado,
enrollando la cadena alrededor. Se levantó con agilidad y fue hacia el
teléfono. Ni una arruga, ni un pliegue de grasa en su cuerpo bronceado.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó Flip, en vez de saludar.
—Soy George —contestó la voz al teléfono.
Por un momento se quedó confundida. ¿Conocía a algún George?
Esperaba que no fuese alguien que hubiese conocido en una de sus
«locuras».
—¿Sí?
—¿Habéis visto tú o Paul a Christine?
Las cosas volvieron a su lugar. George Caley.
—¡Ah! —dijo ella—. No, ¿pasa algo?
—La estamos buscando —contestó George—. Desapareció hace un par
de horas.
El primer pensamiento de Flip fue que no tenía importancia. Pero claro
que la tenía.
—Aquí no ha estado —dijo. De repente se sintió preocupada—. ¿Puedo
ayudar?
—Mantén los ojos abiertos —respondió él.
Después nada más, y la brusquedad con que colgó el teléfono hirió el
oído de Flip.
Ella dejó el teléfono pensativa. La gente convencional suele ayudarse en
situaciones apuradas como ésta, pero ella no era convencional. Estudió el
caso durante un rato. Una niña perdida. Pariente suya. Claro que ayudaría.
Volvió a su péndulo, esperando que no la rechazara.

Después de llamar a Flip, George se quedó inmóvil, intentando decidir


qué hacer. Por el rabillo del ojo podía ver al ama de llaves de los Butler,
Sophie Hawkins, que seguía en la puerta. Levantó los ojos hacia Trish y
Harvey para ver si le atendían, y así era. Hizo un ligero movimiento de
cabeza señalando a Sophie.
—¿Ha estado aquí toda la tarde? —preguntó.
—Creo que sí —dijo Harvey.
—Claro que sí —dijo Trish.
George no estaba muy convencido pero lo dejó estar. Entonces
aparecieron los dos hermanos Butler y se quedaron en pie esperando
órdenes. Eran dos chicos de trece y catorce años que parecían casi gemelos,
delgados, cabello color miel y ojos azules. Vestían vaqueros cortos y
zapatillas deportivas Adidas ya bastante gastadas. George elaboró
rápidamente un plan.
—Chicos, vosotros iréis por el bosque en torno al riachuelo de la
Tortuga. Tom, tú vienes conmigo. Volveremos a mi casa y buscaremos en la
otra dirección.
Los chicos desaparecieron. Harvey Butler, regordete y calvo,
permaneció esperando en tensión.
—¿No deberíamos llamar a la policía? —preguntó Trish.
—Nada de policía —dijo Harvey al instante. Conocía las preferencias
del doctor Royce mejor que ella, a pesar de que ella era la Royce—. Yo
bajaré hasta Mill House y echaré una ojeada por allí —continuó, inspirado
de repente—. Es posible que Christine fuera allí porque está vacío.
Harvey parecía decir esto en tono ligeramente apologético. No se le
había escapado que George no había solicitado directamente su ayuda.
Estaba acostumbrado a que le ignorara, pero no se dejaba molestar por el
hecho.
—De acuerdo —concedió Caley sin dar las gracias.

George Caley se ganaba la vida en una de las empresas propiedad de la


familia Royce, al igual que Tom Horton, Harvey Butler, Paul Royce y el
doctor Benjamin Royce, o sea, como todos los hombres que vivían en
Roycewood. George era presidente de la compañía de acero Royce.
Esa compañía constaba en realidad de cuatro firmas diferentes; había
sido fundada hacía 250 años, remontándonos a sus orígenes en la fundición
de hierro. En la actualidad, la Royce Custom Structural (los diseñadores),
Royce Custom Steel Manufacturing (la fábrica), Royce Custom Steel (el
subcontratista) y Royce Custom Erectors (los constructores) tenían 12.000
empleados desde Filadelfia a Bahrain o Camberra. Era un trabajo duro que
a George se le daba bien: era bueno en las ofertas y las compras, bueno en
la dirección y el manejo de la empresa, lo suficientemente bueno como para
obtener contratos por encima de los que se interponían en su camino,
gracias al poder y las influencias de la familia Royce.
Eso tenía su mérito y él lo sabía. Si se es un hombre «Royce de
Roycewood» hay que trabajar, y el que se ha casado con una Royce y ha
sido aceptado por el doctor Royce pasa a ser un Royce aunque no lleve su
apellido. George Caley estaba casado con Sarah Royce, la sobrina del
doctor.
Pero entre los demás hombres de Roycewood seguían siendo un
extraño, y lo sabía. Él no se había educado en internados exclusivos (St.
Paul, St. Mark, etc.) como los otros. No había pasado por Yale o Princeton
con el «aprobado de los caballeros», haciéndose un futuro mediante
contactos en Fly, Fence o Ivy. Él se había abierto camino en las escuelas
públicas del municipio de Radnor. De ahí que gente como Tom Horton
pudiera mirarle por encima del hombro. No era «su tipo». Pero no
importaba. Sabía cómo usar «su tipo» para hacer las cosas.
Ahora que buscaba a su hija estaba más nervioso que nunca.
—Vamos, muévete —dijo a Tom Horton.
Y éste se movió.
Detrás de la casa de los Caley, The Vineyard, había una colina que daba
al sureste y se levantaba sobre el río Schuylkill. Era una colina de pizarra
escarpada como las del Mosel en Berncastle. Como aquéllas estaba plantada
casi exclusivamente con uva de Riesling. Los hombres del doctor Royce
elaboraban con ella vinos dulces y de mesa en una Weinkellerai de piedra
que se hallaba a unos 50 metros de la casa de piedra. Antes George había
pasado por allí y sólo había gritado el nombre de Christine. Como no
obtuvo respuesta pensó que no estaría allí. Ahora él y Tom registrarían el
lugar más detenidamente.
Las viñas subían la colina en líneas diagonales plantadas de norte a sur
y separadas por senderos cubiertos de pizarra. Las viñas estaban en flor y
los insectos zumbaban en torno a los racimos. Los mejores renuevos
estaban atados a estacas de casi dos metros y rociados de sulfuro para
prevenir el vidium. Tom podía olerlo, como si se tratara de monedas
sudorosas, mientras iba subiendo por la colina detrás de George. De vez en
cuando gritaba «¡Chrissie!» y echaba un trago.
Desde la cresta en la que George se detuvo era posible contemplar la
próxima cañada. Escondida entre los árboles se entreveía Tsuru-Kame, la
casa donde vivían Paul y Flip Royce. Mientras subían a la cresta podían
mirar hacia abajo y contemplar el viñedo, en el que los rayos del sol
lanzaban destellos en la pizarra rota. No vieron a Christine.
Bajo el viñedo, el risco caía 10 metros hasta el veloz río Schuylkill, que
mostraba plumas blancas ocasionadas por los cantos rodados hundidos. Al
otro lado había unas vías de tren y unos peñascos con vegetación que
parecían desiertos. Hacia la derecha se veían los tejados de The Vineyard y
la Weinkellerai. Al verla, George tuvo una idea. Se puso en movimiento
solo, y después se acordó de que Tom estaba con él. Le fastidió su
respiración pesada.
—No he buscado en la bodega. Los hombres del doctor Royce la usaron
esta mañana temprano y a lo mejor Chrissie se ha metido allí.
—Vayamos a ver —dijo Tom, deseando ponerse a prueba a los ojos de
George, que parecía irritado.
Tom comenzó a bajar por la ladera con paso poco firme, con la botella
de Wild Turkey todavía en la mano.

7
A Patricia Norris Butler, esposa de Harvey Butler y hermana de Flip
Royce, todo el mundo que la conocía bien la llamaba Trish. Era una Royce
de sangre. Su difunta madre era hermana del doctor Benjamin Royce; su
difunto padre era el distinguido abogado Phillip Horatio Norris, pariente
lejano de la familia Royce. Sus padres habían muerto en un accidente de
coche en la autopista de Nueva Jersey, cerca de Newark. En ese mismo
accidente habían muerto también sus tíos, el senador y la señora Harrison
Royce, padres de Sarah, Nancy y Suzy.
Cuando los hombres se fueron, Trish se volvió a su hija Elizabeth, a la
que todos conocían por Pokey.
—Ponte una toalla encima y vamos a buscar a tía Sarah. También
nosotros podemos ayudar a buscar a Chrissie.
Pokey tenía trece años y era hermana gemela de Billy, el más joven de
los dos hijos de los Butler.
—Oh, mierda, espero que encuentren a la nena. Menudo mogollón.
A Trish no le gustaba este lenguaje, fría corriente subterránea de una
cultura secreta y orientada a la droga a la que estaba segura que sus hijos no
pertenecían. Tampoco creía que tuvieran intención de dejarla de lado. Sabía
que para los chicos el slang constituía el inglés de todos los días, pero lo
consideraba una señal de que Pokey y sus hermanos recibían más
influencias fuera de casa que dentro. Eso era triste.
Trish seguía llamando a sus hijos «querido» o «encanto», se refería a
ellos llamándoles «monos» o «glotones» y quería sentir que seguían siendo
pequeños, mimosos y vulnerables. Pero a ellos ya no les gustaba que los
abrazara, los besara o ni siquiera los tocara. Sabía que era algo natural, pero
le preocupaba: ella nunca dejaría de ser su madre, pero la vida exigía que
ellos dejaran de ser sus pequeños.
Era consciente de que en otoño Pokey tendría que ir a un internado;
Foxcroft, desde luego. Hacía tiempo que los chicos deberían haber dejado el
hogar para ir a la escuela, pero ella no había querido mandarlos fuera tan
pronto. Le parecía que otro año en Episcopal no les haría ningún daño.
Pero ¿todos a la de St. Paul? ¿Todos los chicos del dorado Roycewood?
Allí se los solía mandar en aquel entonces. Suponía que estaba bien. Quizá
se resistía a la idea sólo por la necesidad de conservar a sus hijos. Después
de todo, a ella la habían mandado a Foxcroft, y aunque lo había detestado
entonces (y echaba mucho de menos su casa) ahora le parecía que había
estado bien hecho.
¿O era algo más lo que le causaba aquel rechazo? Cuando se trataba de
sus hijos siempre imaginaba de todo. Homosexualidad. Drogas. Inmundicia.
La semana pasada había sorprendido a sus hijos y a los chicos de los Caley
fumando marihuana y hojeando una revista pornográfica justo una semana
después de que los hijos de los Caley volvieran de St. Paul para las
vacaciones.
Había sido una escena extraña: los cuatro chicos encerrados en la
habitación, el aire lleno de humo que olía a paja quemada y la revista
abierta mostrando la foto de unos genitales femeninos totalmente abiertos,
húmedos y levantados bajo el rostro en orgasmo, boca abierta, lengua
colgando, de la que de otra manera sería una encantadora muchacha.
Trish les había confiscado la revista sin decir ni palabra, poniendo
cuidado en no calibrar el estado de los genitales de los chicos. Pero había
gritado desaforadamente por la marihuana (ella nunca gritaba. Sus hijos
bajaban la cabeza y se retorcían molestos, y también Doug, el más pequeño
de los Caley. Pero Chip, el mayor, no parecía afectado ni intranquilo, y la
miraba fijamente con sus enormes ojos azules que no traslucían ni
hostilidad ni temor. Eso le había chocado. Estaba segura de que aquello era
fruto del internado, para bien o para mal. Lo recordaba como un niño
sonriente de rizos dorados (¡hacía tan poco tiempo!) y ahora ella se sentía
vieja y abandonada.
Pokey se colocó una toalla de playa sobre los hombros sin molestarse en
secar las gotas de agua que caían de sus rizos. Sin embargo, puso cuidado
en no tapar el emblema de los Rolling Stones del niqui que llevaba puesto
en vez de la parte de arriba del traje de baño. Trish se sentía ofendida por la
lasciva lengua roja sobre los pechos en desarrollo de su hija, claramente
visibles, pero no dijo nada. Se puso una toalla por los hombros, calzó sus
chancletas y le pasó el brazo por los hombros a Pokey mientras dejaban el
recinto de la piscina a través de la puerta blanca de hierro.
—¿Crees que la habrán violado y asesinado? —preguntó Pokey cuando
caminaban por el césped en dirección a la carretera—. ¿Crees que la
encontrarán despedazada y hecha polvo?
Trish estaba perpleja. ¿Cuándo aprendería Pokey a controlar sus
pensamientos?
—No, querida —dijo tranquila, apretándole el hombro—. No creo.
Pero ahora que Pokey lo había planteado, esa idea terrible se aferraba
firmemente a ella. De repente ya no le preocupaba sólo Chrissie, sino
también Pokey. Era ahora una adolescente. Se pasaba horas al teléfono. Sus
pequeños pechos destacando en su cuerpo todavía gordito. Más tentadora
para experimentar. Más tentadora para violar.
Trish temblaba a pesar de caminar a la cálida luz del sol por aquella
tranquila carretera y con Pokey bajo el brazo. Pensaba en la muerte de
Nancy. No había visto su cuerpo en el barranco, pero no podía dejar de
pensarlo. ¿Había sido realmente un suicidio, como todo el mundo pensaba?
¿O habría suelto algún maníaco?
Trish no podía soportar la idea de que esto pasara en Roycewood.
La hacienda había sido siempre un lugar tan seguro, feliz y tranquilo. Su
tío Benjamin lo había conservado así, queriéndolo y protegiéndolo. A lo
mejor esa seguridad se estaba viniendo abajo, de la misma manera que el
tejido del mundo exterior parecía deteriorarse día a día, minuto a minuto.
Trish notó que las hojas de los árboles que crecían al lado de la carretera
estaban inmóviles y fláccidas. De repente le pareció que el tiempo había
retrocedido a la jungla primitiva, cuando las bestias o los salvajes
permanecían al acecho escondidos en la maleza, mirando, esperando.
Quería atraer a Pokey todavía más cerca de sí, pero la muchacha empezó a
desembarazarse de su brazo con suavidad y de repente dio un grito.
—¡Allí hay alguien!
Y salió corriendo.

8
George Caley y Tom Horton se quedaron parados frente a las robustas
puertas de roble que cerraban el arco gótico de entrada a la Weinkellerai.
Ésta había sido construida por el doctor Royce en la época de la ley seca. Se
levantaba sólo medio piso sobre paredes oscuras y sólidas de serpentina
extraída de la vieja cantera. Tenía un pesado techo de pizarra de tres
centímetros de grosor y carecía de ventanas. Tom y George se quedaron
contemplando fijamente las puertas en medio del silencio, ni viento ni canto
de pájaros, que sólo quebraba la respiración de Tom. Eran de madera recién
barnizada y tenían cercos y cerrojo de hierro negro.
George intentó abrir la puerta. Estaba bien cerrada. Después la golpeó,
gritando: «¡Chrissie!», y colocaba la oreja sobre la madera para percibir una
posible contestación. Tom estudiaba su ceño decidido, las cejas que casi se
tocaban, sus ojos oscuros y enojados que eran hendiduras de concentración.
George se retiró del lado de la puerta.
—No oigo nada —dijo, y su voz afilada sonaba como lascas de piedra
—. Pero busquemos al doctor Royce para que abra.

En la oscuridad verduzca del bosque que se extendía tras el Arboretum,


donde él vivía con su familia, Harvey Butler estaba perdido. Se había
encaminado a Mill House a través del bosque pensando que ganaría tiempo.
Aunque vivía entre árboles y plantas etiquetadas no era un hombre de
campo. Era un tipo de St. Paul y de Yale, y presidente del banco Royce.
Entendía de bonos y valores, pero no de árboles y arbustos.
¿Por qué diablos se había ofrecido para buscar en Mill House? ¿Sólo
porque estaba vacía? No. Era un presentimiento. Una idea. Una intuición.
Ya había visitado el lugar en otra ocasión, y sabía que el doctor Royce lo
reservaba para su sobrina Suzanne, que se negaba a vivir allí. Harvey no
podía sino entenderla. Fantasmal. Misterioso. Aquel lugar vacío y tenebroso
al lado del tétrico riachuelo parecía adaptarse a su imagen del lugar donde
podría encontrarse a un niño perdido.
Un niño perdido. Ahora también Harvey estaba perdido.
Se sentó en un tronco medio podrido y buscó algún proverbio que
sirviera para la situación.
—Para un tonto a pie, 400 metros cuadrados de árboles constituyen un
bosque —dijo en voz alta.
Podía escucharse claramente a sí mismo gracias al audífono. Su voz
sonaba amplificada y distorsionada. Repitió la frase en su interior una y otra
vez. Era un regalo del cielo poder hacer bromas con los propios defectos. O
quizá fuera sabiduría. ¿Acaso no era lo mismo? Pequeño regordete y
divertido Harvey. Un filósofo. El perdido buscando al perdido. Un niño
pequeño los conducirá por el mal camino. El perdido guiando al perdido.
Jefes perdidos como nuevo concepto de mercado.
Harvey pensó finalmente que su cerebro intentaba evadirse de la
realidad buscando malos juegos de palabras. Era un antídoto contra la
sordera, oírlo todo como si se tratara de una voz metálica y sin modulación
procedente del altavoz de una computadora. Era tan fácil hacer chistes
cuando parecía que la vida misma lo era. Le gustaban sus propias
debilidades: podían ser también grandes fuerzas.
Harvey se levantó y caminó un poco entre los árboles, adentrándose
entre los hermosos manzanos de mayo que ya no estaban en flor. Los
pájaros cantaban, pero no podía reconocerlos. Tampoco le importaba lo que
fueran. Masas con plumas. Masas de piel. Gente dando vueltas siempre con
los anteojos. Cerebros aireados. Un pequeño pájaro los guiará: si al menos
fuera cierto; era ridículo que un adulto estuviera totalmente perdido en
medio de un puñado de árboles.
—¡Christine! —gritó Harvey, esperando que alguien le oyera, le
encontrara y sacara de aquel lugar salvaje.
Aunque fuera una masa de plumas con anteojos. Aunque fuera Trish, su
esposa. O sus hijos. Sus hijos le llamarían. Demasiado, de veras.
—¡Yuhuuu… Christine!
Después de dar veinte pasos decidió que todos sus intentos eran en
vano. Apoyó su espalda contra la lisa corteza gris de un haya, suspiró, cerró
los ojos, subió el volumen de su audífono, ladeó la cabeza aquí y allá y
escuchó intentando localizar los sonidos que le conducirían a la salvación:
un motor, risas, otra voz llamando a Christine. No se oía ningún sonido
humano a no ser su respiración apagada resonando en el vacío de la
amplificación.
«Ven y sálvame, querida esposa mía», pensó Harvey. Aceptaría ser
rescatado hasta por su hija Pokey. O por el temible George Caley.
Harvey tenía que ponerse serio. Era una situación difícil. Abrió sus ojos
a la masa verde que le rodeaba, moteada aquí y allá por la luz del sol. Vio
que algo se movía a su derecha. Estaba seguro de que era un brazo lo que
había desaparecido tras un árbol.
—¡Christine! —gritó.
No obtuvo respuesta. De hecho no oyó ningún ruido. ¿Se había
imaginado el brazo?
—¿Quién anda ahí? —gritó.
Percibió otro movimiento por el rabillo del ojo. Le pareció una pierna
que desaparecía tras otro árbol.
—¡Eh! ¡Te he visto!
Esta vez Harvey oyó algo: chasquidos de ramas, pero a sus espaldas.
Sintió un escalofrío por la espina dorsal, como con un relámpago que cae
demasiado cerca. Se dio la vuelta para ver las hojas de unos arbustos que se
movían a unos seis metros. Estaba aterrorizado. Sentía el electo de la
adrenalina en todo el cuerpo, y comenzó a sudar por todas partes.
—¡Venga! —chilló—. ¡Ya vale!
Intentó que su voz sonara potente, pero sabía que estaba chillando.
No hubo respuesta. Ningún sonido. Harvey se dio cuenta de que ni
siquiera se oía el canto de los pájaros. Se preguntó si también su audífono
se habría vuelto sordo. No podía respirar. Mi asma, pensó. Mi asma. De
repente se encontró corriendo. Su cuerpo pesado quebraba la maleza y las
ramas eran como latigazos sobre los brazos, la cara y la cabeza calva. Iba
jadeando y resollando.
Con un esfuerzo de voluntad logró detenerse. Casi no podía respirar y
tenía la boca seca. Le faltaba el aire. Sentía puntos de luz en el cerebro,
pero sus ojos seguían alerta para localizar figuras entre los arbustos. Le
pareció ver ante sí una mano y un brazo haciéndole señas. ¿Era un truco de
luz y sombra? Le picaba la piel. Tenía que recuperar el aliento y mantenerse
íntegro, de lo contrario terminaría dejándose caer a tierra, golpeando el
suelo con los puños y encogiéndose como una pelota.
—De acuerdo, hijos de perra —resolló, lanzándose hacia el lugar donde
creía ver movimiento, sintiéndose tontamente valiente y enfadado.
Se abrió camino entre salientes rocosos de granito y troncos caídos,
rasguñándose manos y pantorrillas. Pasó el lugar donde le parecía haber
visto el gesto y siguió adelante. Las telas de araña se le pegaban a la cara y
las ramas le marcaban los brazos.
Volvió a detenerse al lado de una pared de piedra medio caída, con gotas
de sudor cayéndole sobre los ojos. Luchaba por respirar, por combatir el
asma que siempre le apretaba la garganta cuando estaba estresado. Se frotó
la cara con las manos para hacer desaparecer la rigidez, asustado de cerrar
los ojos incluso por un segundo, para aclararlos. Volvió a ver el brazo y la
mano haciéndole señales en medio del verdor moteado de oro, y gritó en
aquella dirección casi sin respirar, un aullido silencioso de terror y
frustración.
A unos seis metros pudo distinguir entre los árboles la carretera vacía
por la que había caminado diez minutos antes. Era un milagro. Se apresuró
a salir del bosque, aliviado pero con las piernas temblando. Sintió que
podría caerse. Quería caer y besar el suelo, pero no lo hizo. Iba recuperando
el aliento. Pensó que alguien se reía a sus espaldas, pero no se oía nada.
Echó a correr, bamboleándose. Se iba a casa. Tendrían que encontrar a
Christine sin su ayuda. Se sentía cobarde, ridículo y avergonzado. Quería
meterse en cama y taparse con la sábana hasta la cabeza. Un adulto con el
miedo de un niño pequeño. Mortificado.

10

Cuando su hija Pokey se alejó de ella corriendo y gritando «¡Allí hay


alguien!». Trish Butler sintió que la tierra se abría bajo sus pies, por un
momento las cosas le bailaron alrededor y el corazón le subió a la garganta.
Logró chillar el nombre de su hija, temiendo lo que la niña hubiera podido
encontrar incluso antes de verlo. Pero Pokey no se detuvo. Después Trish
vio que su hija corría hacia una mancha dorada y blanca que se convirtió en
una mujer alta y rubia, Sarah Caley, prima de Trish y madre de la
desaparecida, Chrissie. Trish se apresuró hacia ellas, temblando todavía
pero controlándose.
La ancha frente de Sarah presentaba un pliegue de desasosiego. Sus ojos
turquesa aparecían oscurecidos y preocupados. Su esbelto cuerpo se
mostraba tenso. Llevaba una blusa de seda blanca y corte masculino, y una
falda de flores. Iba descalza. Cuando Trish llegó Pokey la estaba abrazando.
Trish se dio cuenta de que Sarah estaba a punto de llorar.
—¿Han encontrado a Chrissie? —preguntó Sarah, aunque sus ojos
empapados sabían ya la respuesta—. Estoy tan asustada, después de lo que
le pasó a Nancy.
Trish pasó sus brazos en torno a Sarah y Pokey. Había dejado de
temblar pero el miedo de Sarah la asustaba. Nancy Horton era la hermana
menor de Sarah. En el funeral Sarah se había hundido por completo, y era
evidente que aún no lo había superado.
—¡Dios mío, no sé qué hacer! —sollozó Sarah en brazos de Trish y
Pokey.
—No llores, tía —dijo Pokey con voz quebrada—. No estará muerta,
seguro que no.
Otra vez Pokey tan inoportuna. A Trish se le hizo un nudo en la
garganta y no pudo hablar. Después las tres se echaron a llorar, incapaces de
ir al encuentro de lo que les esperara cuando se encontrara a la niña.

11

El doctor Royce acudió él mismo a la Weinkellerai con la llave. Fue con


su Silver Cloud hasta The Vineyard y se bajó sonriendo. En sus largos
dedos sostenía un aro de hierro del que colgaba la enorme llave de la puerta.
Era media cabeza más alto que George Caley y Tom Horton, de espalda
firme, barbilla alta y ojos azules y misteriosos como las profundas aguas del
océano.
—¿Desde qué hora falta la niña? —preguntó sonriendo todavía.
—Desde las tres.
—Creo que los empleados terminaron aquí a eso de las doce.
—A lo mejor se dejaron la puerta abierta.
El doctor Royce no parecía muy convencido. Su gesto se tornó algo más
serio.
—Echemos una ojeada.
Mientras descendían por el camino de losas que conducía a la
Weinkellerai, Tom se preguntaba dónde estaba Sarah, la mujer de George.
Este había dicho que no se hallaba en casa, y aunque a George parecía no
importarle, Tom estaba preocupado. Era normal que estuviera en algún otro
lugar buscando a Christine, pero él no podía pensar de manera razonable.
Hasta eso le parecía peligroso. Recordó de nuevo lo que le había pasado a
Nancy y sacudió la cabeza para olvidarlo. La imagen de su cuerpo
destrozado. De repente se acordó también de que George no había ido al
funeral, y por primera vez le dolió. Definitivamente, George no era su tipo.
Echó otro trago mientras el doctor Royce introducía la llave en la enorme
cerradura y la giraba.
—¿Dónde está Sarah? —preguntó Tom a George, mostrando de repente
su ira.
George se volvió y le miró fríamente.
—Buscando a Chrissie —contestó, y se dio de nuevo la vuelta.
Para Tom aquel hombre era demasiado simple, demasiado
imperturbable, demasiado inhumano. ¿Es que no estaba preocupado por el
resto de su familia? Tom esperaba que no se hubieran metido por el bosque.
El doctor Royce empujó la puerta de roble de la Weinkellerai. El olor a
fermentación añeja, amargo y con esencia de gruta, cubrió a los hombres
como una oleada húmeda y fría. El doctor Royce y George entraron y
encendieron las luces, que colgaban bajo las vigas trabajadas a mano que se
extendían por todo el edificio.
Justo a la derecha había una prensa en forma de tolva, una pileta y una
bomba conectada a unos tubos que terminaban en un par de tinajas de
fermentación. El suelo era de pizarra, barnizada y brillante bajo las luces
amarillas, hermoso como una terraza. En el fondo del edificio había varios
barriles apilados conteniendo el vino nuevo de la última cosecha.
—¡Christine! —gritó George, pero sólo le contestó el eco.
Tom comenzó a buscar tras las tinajas y entre las espirales de tubos a un
lado de la sala mientras George hacía lo mismo al otro lado. El doctor
Royce caminó a lo largo del edificio, mirando a ambos lados y buscando
entre los barriles. Los tres hombres se encontraron al fondo de la
Weinkellerai.
—No está aquí —afirmó Tom.
—Hay un sótano, las bodegas —dijo el doctor Royce—. Los empleados
estuvieron allí trasegando el vino esta mañana.

12

Flip Royce encontró a Sarah, Trish y Pokey colgadas unas de otras


como árboles caídos, en medio de la carretera y no lejos de su casa.
Su péndulo de oro la había rechazado, moviéndose simplemente en
círculos erráticos. No había sido capaz de entenderlo. Se había levantado y
puesto un kimono rojo de seda atado a la cintura con un pañuelo de seda
negro. Rodeó su frente con un fular de seda rojo, se puso unas bailarinas de
terciopelo negras, cogió las gafas de sol y dejó la casa en dirección a la de
Sarah. No sabía en qué podía ayudar, pero por el momento quería estar con
Sarah.
Corrió hacia las tres mujeres que sollozaban en la carretera y se unió a
ellas rodeándolas con sus brazos. En seguida comenzaron a saltarle las
lágrimas, aunque no sabía por qué.
—¿La han encontrado? —preguntó Flip—. ¿Por qué estamos llorando?
—No —dijo Pokey—. Todavía no. Tenemos miedo de que esté muerta,
como tía Nancy.
—Shhh —dijo Trish—. Estará bien.
—Me gustaría que Nancy estuviera viva —dijo Sarah—. Me gustaría
que Suzy viviera aquí con nosotros. La quiero aquí. La necesito.
Flip fue la primera en recomponerse. Todavía tenía lágrimas en las
mejillas, que arrastraban secretos oscuros de rímel. Sintió los rayos del sol
en el rostro y lo alzó hacia él, cubriendo todavía a las otras con sus brazos.
—Basta de llorar —dijo—. Confiemos en nosotras mismas y en los
espíritus que llevamos dentro.
Las otras la miraron de manera extraña. Todavía podían sorprenderse
por sus curiosas creencias. Bastaba ya. Se soltaron, buscando paquetes de
Kleenex y sorbiendo por la nariz, resistiéndose a moverse. Al final lo
hicieron, todas las mujeres Royce, y comenzaron a caminar por la carretera
llamando a Chrissie.
«Espíritus —pensaba Flip—. Tengo que comunicarme con los
espíritus».

13

En el fondo de la Weinkellerai había una puerta de madera. Ocho


escalones de piedra conducían a una cueva excavada en el corazón de la
colina. A cada lado de la cavidad había cuatro barriles de 2,40 metros cada
uno de ellos etiquetado con un trozo de pizarra en el que había garabateada
cierta información. La bodega descendía unos 20 metros. Era húmeda,
mohosa y olía a frutas pasadas. Detrás de los barriles había una máquina
embotelladora, un espacio para trabajar y cajas con botellas vacías. Tras las
cajas se veían pilas de vino añejo guardado en botellas acostadas y con su
etiqueta. La débil iluminación procedía de una fila de bombillas que se
extendía por el pasadizo y producía reflejos mortecinos sobre el cristal
verde. Estaba más húmedo y frío que arriba.
—¡Christine! —gritó George, pero tampoco esta vez obtuvo respuesta.
Los tres hombres avanzaron por la bodega hasta la zona de embotellado,
buscando en los espacios negros entre los barriles. Entre las pilas de cajas
de cartón con botellas vacías encontraron a la niña. Yacía de lado sobre el
suelo de piedra, con el pelo extendido sobre un pegajoso charco de vino
dulce. A su alrededor había cuatro botellas con los cuellos apuntando hacia
ella, como las cuatro puntas de una brújula. Estaba desnuda y las ropas
blancas y rosas podían verse apiladas sobre las cajas. Respiraba. Del ano le
salía un tallo verde de dos centímetros que mostraba una rosa roja medio
abierta.
4
Los niños dormidos

1
La niña yacía inconsciente en su cama de The Vineyard. El doctor
Royce la examinaba y George y Sarah Caley miraban. Tom Horton, Trish y
Pokey Butler y Flip Royce se habían ido a casa. El doctor Royce iba
mirando y palpando.
—Esto está bien —decía para sí mismo una y otra vez. Cuando terminó
cubrió a la niña con la sábana y se volvió hacia George y Sarah—. No hay
lesiones ni semen. Está intoxicada e inconsciente, pero no encuentro más
que eso.
—Quiero hablar con los empleados —dijo George.
—Yo también —dijo el doctor Royce.
—Yo quiero llamar a la policía —afirmó Sarah, temblando.
George se dio la vuelta, con los músculos de la cara en tensión. El
doctor Royce bajó la vista y después miró a Sarah, que lo contemplaba con
sus ojos turquesa enmarcados por un cabello largo y rubio. Siempre había
sentido gran ternura hacia Sarah, pero tenía que mostrarse firme.
—Esperemos hasta que la niña vuelva en sí y podamos hablar con ella
—dijo.
—Yo quiero hablar con los empleados —contestó George—. Ahora.
El doctor Royce lo miró por un momento.
—¿Puedes estarte tranquilo?
George no contestó, pero tenía las cejas fruncidas y los puños cerrados.
—¿No puedes controlarte? —volvió a preguntar el doctor Royce—. De
otro modo no descubrirás nada.
George apretó los labios.
—De acuerdo —dijo.

2
Los hombres entraron en la biblioteca de paneles de cerezo de Manor
House con las gorras en la mano, jugando con ellas nerviosamente.
Los dos tenían más de 70 años. Se quedaron con sus pesados zapatos de
trabajo sobre la valiosa alfombra, restregando las suelas sobre el dibujo con
el «Árbol de la Vida». Sus desteñidas ropas de trabajo de color verde se
mezclaban con los rojos, azules y rosas pálidos del diseño. Los dos hombres
llevaban largos bigotes según el viejo estilo alemán. Eran hermanos. Klaus
y Dieter Richter y hablaban un inglés básico, aunque llevaban 40 años en
Roycewood. De simples peones habían ascendido a jefes de los empleados
de mantenimiento. George Caley pensaba que eran unos farsantes; tenía la
sensación de que su aparente simplicidad era un tipo de astucia de
campesinos europeos disfrazada. No creía que su inglés fuera en realidad
tan pobre como ellos pretendían.
El doctor Royce se dirigió en primer lugar al mayor.
—¿Qué tal ha ido el trasiego, Klaus?
—Está hecho todo —contestó Klaus con una voz potente como la de un
soldado en guardia—. El vino será bueno.
Hizo un gesto apologético con las manos y después se atusó el bigote
gris amarillento.
—¿Cuándo terminasteis?
—A eso de las doce —contestó Klaus.
—No nos importaba trabajar un domingo —dijo Dieter.
Tenía los dientes ennegrecidos y estropeados.
—¿Cerrasteis la puerta al marcharos?
Los dos hombres se mostraron ofendidos por semejante pregunta. Los
dos avanzaron los labios casi al unísono hasta que sus bigotes estuvieron
bien altos. Dieter llegó a tocar con ellos su nariz redonda y enrojecida.
—Ja —contestaron ambos.
—Nunca nos olvidamos de las puertas —añadió Klaus.
—¿Visteis a la pequeña del señor Caley mientras trabajabais?
Los dos hombres reconocieron la presencia de Caley mirando con sus
ojos azules hacia el lugar donde éste estaba, apoyado en una estantería de
pared.
—Nein. No —contestaron.
—La encontramos en la Weinkellerai —dijo el doctor Royce mirándolos
—. Hace sólo un momento. La puerta estaba cerrada con llave. Había
estado bebiendo vino.
Los hombres no dijeron nada. Balanceaban todo su peso de un lado a
otro de manera casi simultánea. Era evidente que ninguno sentía necesidad
de exculparse. Hubo un pesado silencio. Después, al darse cuenta de lo que
aquello implicaba, Klaus habló:
—Nosotros no la vimos. Cerramos la puerta cuando nos marchamos.
—¿Os ayudó alguien de las granjas? —preguntó el doctor Royce en
tono amable.
Los trabajadores de las granjas de la hacienda Roycewood no podían
entrar en el recinto residencial a no ser para ayudar en el mantenimiento
supervisados por los Richter. La zona de granjas estaba separada del área
residencial por una verja rematada por alambre de púas.
—No. Nada de cortar hierba o podar arbustos los sábados.
George Caley ya no podía esperar más. Intentó hablar con voz tranquila.
—¿Alguno de vosotros metió a mi hija en la bodega? —preguntó. Se
fijó en el hermano mayor—. ¿Tú, Klaus?
—George… —dijo el doctor Royce, alzando la mano.
Klaus enderezó su cuerpo de constitución firme.
—No —dijo—. No sé nada de eso.
—¿Y tú, Dieter?
—George… —repitió el doctor Royce.
—Desde luego que no.
George no hizo caso al doctor.
—¿Dónde guardáis la llave? —preguntó.
Klaus dio unos golpecitos sobre el aro lleno de llaves que le colgaba del
cinturón sobre la cadera derecha.
—Siempre aquí, hasta cuando duermo.
Estaba ya un poco enfadado y su gesto fue rápido y violento.
—¿Hay alguna otra llave? —preguntó George al doctor Royce.
Éste le miró con gesto adusto.
—La mía.
—¿Dónde la guardas?
El doctor Royce apretaba los dientes y se agarraba con sus manos
blanquecinas a los brazos de la silla.
—Hay un armarito para las llaves en la habitación al lado de la cocina.
La llave estaba allí cuando me llamaste, pero podría haber faltado antes. Yo
no me habría dado cuenta.
George se volvió a los Richter.
—¿Tuvisteis las llaves toda la tarde?
—Ja.
Los hombres se quedaron mirándole con los ojos semicerrados y las
barbillas en alto.
George les dio la espalda y miró a través de la ventana de cristales de la
biblioteca hacia el jardín de sombras. No tenía nada más que decir. Podía
oír al doctor Royce en pie y a los dos hombres arrastrando los pies.
—Gracias, Klaus. Gracias, Dieter —dijo el doctor Royce.
Y George oyó a los dos hombres que dejaban la habitación mordiéndose
los nudillos del puño derecho y mirando a la alfombra.

3
George Caley y el doctor Royce volvieron a The Vineyard en el Silver
Cloud del doctor sin decir una palabra. En el piso de arriba encontraron a
Sarah sentada junto a la cama de Christine. Tenía un aspecto frágil, como
una mujer de época victoriana, con su delicado vestido amarillo y el pelo
rubio recogido en trenzas sobre las orejas.
La niña no se había despertado todavía, y seguía durmiendo sin otro
movimiento que el de la respiración. El doctor Royce volvió a palparla y le
levantó los párpados para examinar sus pupilas.
—¿Está bien?
La voz de Sarah era tan suave como tensa.
Claro que una madre tenía que estar preocupada.
—Sí —contestó el doctor.
Miró a través de la ventana de la habitación y vio a los dos hijos de los
Caley arrojándose una pelota de béisbol en la oscuridad creciente. De vuelta
de St. Paul. Adolescentes ya. Le dio que pensar.
—No fueron los Richter —dijo George a Sarah.
—Yo no creía que hubieran sido ellos —contestó ésta—. Opino que
deberíamos llamar a la policía.
—No —dijo el doctor Royce.
Sarah se percató de la afilada rapidez de su respuesta. Se dio la vuelta
en dirección suya.
—¿Por qué no? —preguntó, alzando la voz—. Quiero saber por qué no.
—Eres de la familia —contestó el Dr. Royce—. No tienes que
preguntar.
—¡No me importa tu valiosa intimidad! ¡Son mis hijos lo que me
preocupa! —gritó ella—. ¡Si aquí está pasando algo malo, quiero ponerle
fin!
El doctor Royce la miró fijamente con sus ojos azules.
—Nosotros mismos nos enteraremos de si pasa algo —dijo. Se detuvo
sin pestañear—. Si es algo serio, proviene de fuera. Si proviene de fuera lo
detendremos. Si procede de dentro queremos mantenerlo en secreto.
George no decía nada. Miraba a su esposa.
—No necesitamos a la policía, Sarah —dijo finalmente.
Ella no estaba convencida, pero se tranquilizó.
—Me gustaría que Chrissie se despertara —dijo.
4

Mientras Sarah permanecía junto a la cama de Chrissie con el tío


Benjamin, George volvió solo al Arboretum. Aunque no estaba totalmente
convencido de que los Richter fueran inocentes, veía allí un punto muerto.
Pero tenía que seguir intentando algo.
Cuando se preguntaba quién más podría haber cogido a Chrissie le vino
a la mente Sophie Hawkins, la sirvienta de los Butler. Ni Trish ni Harvey
parecían sospechar lo más mínimo de ella, pero George quería hablarle.
A George le parecía que Sophie se comportaba de manera extraña.
Siempre estaba observando. Casi no hablaba, era amenazadoramente
silenciosa. Sonreía siempre. George no confiaba en la gente que no dejaba
de sonreír. Y aunque Sophie llevaba diez años en Roycewood al servicio de
los Butler, a sus ojos seguía siendo una extraña, una extranjera, una intrusa.
Trish salió a abrirle. La dejó expresar su alegría porque habían
encontrado a Chrissie y después se dirigió a ella.
—¿Dónde está Harvey?
La expresión de Trish se tornó fría.
—Un momento —dijo—. ¿Cómo está Chrissie?
—Bien —contestó George, impaciente—. Duerme. ¿Dónde está
Harvey?
Trish se sentía ofendida.
—Sé que estás disgustado —dijo—, pero no tienes por qué ser tan
brusco.
George no sonrió. Nunca sonreía.
—En realidad lo que quiero es hablar con vuestra sirvienta —dijo.
Esto exasperó a Trish.
—¿Entonces por qué preguntas por Harvey?
Pero ya conocía la respuesta.
Harvey era el hombre, y George sólo concedía importancia a lo que el
hombre decía.
—¿Puedo pasar? —preguntó George.
Trish le dio la espalda.
—Harvey está en cama y Sophie en la cocina —dijo con voz seca.
George ignoró su respuesta cortada y se dirigió hacia donde sabía se
encontraba la cocina. Sophie estaba junto al fregadero con su uniforme
negro y una banda roja atada a la cabeza como un turbante. Cortaba
verduras con un largo cuchillo francés. Se volvió cuando oyó entrar a
George, con el cuchillo en alto y aquella sonrisa constante que dejaba al
descubierto sus dientes blancos y encías rosadas. No dijo nada, sino que
inclinó la cabeza.
George no perdió ni un momento.
—¿Has visto hoy a mi hija Chrissie? —le preguntó.
El cuchillo lanzaba destellos en la mano de Sophie cuando ésta se
movía ligeramente. Su sonrisa no cambiaba.
—No señor —respondió ella con voz rítmica.
—¿Dónde has estado toda la tarde?
—Justo aquí, señor —contestó ella, mirándole y retirando sus enormes
ojos como si coqueteara.
Sólo tenía 28 años y seguía sola, por lo que él sabía.
—¿Has estado alguna vez en la bodega que hay cerca de mi casa?
—¡Oh, no, señor! Nunca —dijo Sophie, moviendo el cuerpo,
ondulándolo.
George se quedó mirándola.
«No puedes decir nada —pensó para sus adentros—. No puedes decir
nada de nada».

El doctor Royce y Sarah Caley se quedaron con la niña cuando George


se fue. Cuando su marido partió, Sarah se dirigió a su tío.
—Llevas este lugar como un dictador —le dijo.
El doctor Royce la miró fijamente. Era algo más que su tío. La había
educado en sus últimos años de adolescente, siempre había sido su médico,
era el cabeza de la familia y señor del lugar. Nunca habían estado muy cerca
el uno del otro, pero la quería tanto como a los demás.
—¿Qué solucionaría la policía? —le preguntó con amabilidad—. Harían
las mismas preguntas que estamos haciendo George y yo. Hablarían con la
misma gente, molestarían a todo el mundo y no sacarían nada en limpio.
Siempre hemos sido nuestra propia policía. Lo sabes.
—Pero si tenemos aquí un maníaco sexual o algo así, al menos la
policía sabría de unas cuantas personas a las que controlar.
El doctor Royce la escuchaba en silencio. Cuando hablaba utilizaba un
tono sereno, blando, como una caricia.
—Por lo que yo puedo ver no hay nada de sexo por medio —dijo—.
Klaus y Dieter dicen que cerraron la puerta de la Weinkellerai, pero pueden
equivocarse. Son viejos y olvidadizos, aunque jamás lo admitirían. Es
posible que Christine hubiera entrado. La puerta pudo cerrarse tras ella. O
ella pudo cerrarla. Tiene cierre automático, se cierra con llave por sí sola.
La voz suave y llena de seguridad. La explicación razonable. Hipnótica.
Así calmaba él a sus pacientes y les hacía confiar. Quería que Sarah creyera
y podía ver que ella quería creer. No vería el fallo de su explicación, al
menos de momento. Eso le daría tiempo para averiguar la verdad, para
alisar el camino.
—Supongo que ella misma pudo haberse encerrado —dijo Sarah.
—Veremos qué recuerda cuando se despierte.
Cuando se despertó, llorando y claramente sobresaltada, Christine no
tenía nada aclarador que decir. Vomitó, bebió agua pero se negó a tomar una
aspirina, vomitó otra vez y volvió a quedarse dormida.
—Mañana se sentirá mejor —dijo el doctor Royce.
Un poco más tarde se fue, alejándose a grandes pasos, especialmente
erguido y en apariencia imperturbable.

6
Sarah había estado pensando. Y también George. Estaban en la cocina,
tomando tazas y tazas de café.
—El tío Benjamin defiende que Chrissie podría haberse metido allí
porque los hombres dejaron la puerta abierta —dijo Sarah. George apretaba
una servilleta en la mano derecha y no decía nada. Intentaba disimular sus
sentimientos, pero tenía las cejas como un nudo—. ¿Tú crees que es
posible? —insistió Sarah.
También ella dejaba ver unos pliegues en su ceño, mirando atentamente
a George. Él evitaba su mirada fija y desviaba los ojos hacia arriba o hacia
los lados.
—Supongo que puede haber sido así.
—Es un sitio oscuro —continuó Sarah—. Ni siquiera hay ventanas. He
estado allí. ¿Dónde la encontrasteis?
—Abajo, cerca de las pilas de botellas.
George respiraba de manera profunda, intentando controlar sus palabras.
—Está oscuro allí abajo, ¿verdad? —Sarah hizo una pausa y después
continuó—: ¿Estaban encendidas las luces?
George no dijo nada y apretó los labios.
—¿Cómo hace una niña de cuatro años para descorchar una botella de
vino?
George seguía sin decir nada.
—¿Crees lo que dicen los empleados?
—Sí.
Sus ojos negros le lanzaron una rápida mirada y después se desviaron.
—Entonces hay algo muy extraño en todo esto, ¿no es así?
—Es verdad —dijo George—. Es verdad.
—¿Qué vas a hacer al respecto?
George arrojó la bola hecha con la servilleta encima de la mesa.
—Déjamelo a mí —dijo.

7
Mientras tocaba el piano dulcemente, cuando George ya se había
retirado a la cama, Sarah no sabía si podía dejárselo a él. No era capaz de
aceptar que la gente no compartiera con ella lo que sabía. Se daba cuenta de
que su tío Benjamin le ocultaba algo. Y sabía que su marido no la incluiría
en su plan y ni siquiera se lo contaría.
Y ella, ¿qué podía hacer? Quería llamar a la policía de Merion. Allí
tendría por lo menos cierto control, obtendría alguna satisfacción y alguien
se dirigiría a ella de manera inteligente. Nunca conseguiría que George o su
tío Benjamin la trataran así. George creía que las mujeres no debían
inmiscuirse en sus asuntos. El tío Benjamin había sido ginecólogo y su
médico durante tanto tiempo que había cerrado totalmente la comunicación
en dos sentidos, convencido de que él era el que sabía lo que había que
revelar y ocultar en cada caso.
Y estaba Roycewood por medio, la posesión y obsesión de su tío, su
razón principal para vivir, la razón que explicaba las compañías, las
fundaciones, los monopolios que él controlaba.
Tenía que admitir que su tío tenía buenas intenciones: un paraíso en la
tierra. ¿Y qué tipo de paraíso seria si se necesitaba ayuda del exterior? ¿Por
qué iba a dejar que unos intrusos arruinaran su sueño y el trabajo de diez
generaciones? Su tío Benjamin protegía Roycewood mejor que cualquier
policía: los muros, el portalón, los guardas, el dinero… todo era obra suya,
para preservar el pasado y el futuro de su familia.
Pero ahora había que tener en cuenta a su hija Chrissie. Sin olvidar a su
hermana Nancy. Muerta. Sarah se quedaba fría y un temblor le recorría el
cuerpo cada vez que pensaba en Nancy o en Chrissie. Las lágrimas le
humedecían los ojos, el estómago se le retorcía y el dolor le formaba un
nudo en la garganta. La embargaba el deseo de negar la muerte de Nancy y
la desaparición de Chrissie. Pero ahora se forzaba a pensar en todo.
Probablemente era la muerte de Nancy lo que enturbiaba la reacción de
su tío Benjamin frente a lo que le había pasado a Chrissie. Sarah quería
creer que la muerte de Nancy había sido un accidente, como todo el mundo
repetía. Pero había algo que tiraba de ella. Un sentimiento de duda se había
abierto en su estómago como un paso inesperado en la oscuridad. ¿Qué
podía hacer? ¿Simplemente olvidarlo? ¿Dejarlo de lado? ¿Volver a ser la
esposa ajetreada y confiada, la imbécil de primera línea? ¿Una mujer
«Royce de Roycewood», que jamás había trabajado para pagar nada, que
jamás se había preocupado por nada? ¿Una grande dame antes de tiempo?
¿Por qué no había continuado con la carrera de derecho después de Mt.
Holyoke, como había hecho Suzy, su hermana pequeña, después de
Radcliffe? ¿Por qué no había escapado a la tradición de Roycewood? («la
prisión de Roycewood», como Suzy la llamaba). George Caley había sido el
porqué. La había cazado en su red física como hacía con todo el mundo. Es
verdad, ella no se había resistido: era demasiado agradable.
Dos semanas después de graduarse en Mt. Holyoke y sólo tres meses
después de la muerte de sus padres en el accidente de coche en New Jersey,
Sarah y George se habían casado en la iglesia del Redentor en Bryn Mawr.
Su tío Benjamin la había dado en matrimonio en lugar de su difunto padre.
Sus hermanas Nancy y Suzy (entonces bajo la tutela del tío Benjamin)
habían actuado de damas de honor.
Ella y George ni siquiera se habían atrevido a hacer el amor hasta
después de la boda. Ella se había negado para mantenerlo interesado, y
funcionó. Tan pasado de moda. Había sido una virgen. Había sido un
anacronismo.
Después George había dominado y terminó ignorándola. Ella se sintió
orgullosa y feliz al quedarse embarazada sin esperarlo la primera vez (sabía
que había tenido cuidado), y el júbilo la inundó cuando fue niño (George Jr.,
al que llamaban Chip). Pero a partir de entonces (¿quizá porque se había
entregado demasiado al niño?) George se había sentido cada vez menos
excitado por ella.
El nacimiento primero de Doug y luego de Chrissie la habían
sorprendido más por lo esporádicas que eran las relaciones sexuales con
George que por el fallo repetido de los anticonceptivos. Ella había querido a
sus hijos más intensamente a medida que su amor por George iba
desapareciendo. Los llevaba con ellos a todas partes; lloró un poco cuando
tuvieron que ir a la escuela y mucho cuando George y tío Benjamin
insistieron en que se enviara a los niños al internado de St. Paul.
A lo largo de los 15 años de matrimonio. Sarah había ido sintiéndose
resentida ante George. Y ahora, cuando pensaba cuánto le había querido y
soportado antes del matrimonio, sentía que había sido una tonta. Él nunca
había querido ni su cuerpo ni su alma, sino su nombre. Ella era una Provee.
Y era evidente que eso podía significar mucho para él.
Suspiró. Suponía que seguiría haciendo lo de siempre. Nada. Jugar al
tenis en el club de cricket. Salir a comprar bonitos vestidos estampados.
Actuar como voluntaria en el hospital de Bryn Mawr y en la biblioteca.
Cortarse el pelo. «Comida con las señoras». Leer sobre Jackie Kennedy
Onassis. Tocar el piano. Cuidar a Chrissie. Doug y Chip tanto como lo
necesitaran. Preocuparse por los baños de los chicos ahora que tenían pelo
púbico y ya no la dejaban pasar, aun cuando era evidente se las arreglaban
solitos cuando estaban en la escuela. Preocuparse porque Chip se estaba
volviendo lejano, huidizo y desconocido (siempre que intentaba darle un
beso se ponía rígido y lo evitaba encogiendo los hombros, él que todas las
noches en la cama solía pedir que lo besara «hasta la muerte»). Preocuparse
porque Doug llevaba el mismo camino. No preocuparse demasiado.
Vegetar. Vacilar.
Eso era resignarse y no la confortaba. Sarah cerró el piano con una nota
amarga, arrugó la nariz y se metió en la cama sin despertar a George. Se
quedó despierta, pensando en sí misma, en su hija, sus chicos, en sí misma
otra vez. Tenía que hacer algo diferente, y pronto. Se preguntaba qué diría
Chrissie cuando se despertara al día siguiente.

Harvey Butler escuchaba las tranquilas idas y venidas de seres


invisibles en su casa, con el audífono en alto a pesar de que se suponía que
estaba en la cama para dormir. Ahora ya no confiaba en la noche. No había
dicho ni una palabra a su mujer. Trish, ni a nadie más sobre su experiencia
en el bosque. Todavía se sentía avergonzado de su miedo. Un hombre
crecido. Trish dormía a su lado y era evidente que no le molestaban los
sonidos que a él no le dejaban dormir. A lo mejor era sólo su imaginación.
Otra vez.
Harvey salió con cuidado de la cama, abriéndose camino en la
penumbra gradas a los rayos de luna que entraban a través de las cortinas
Apoyando primero un pie descalzo, después otro, avanzó hasta la puerta del
dormitorio, que estaba abierta. Estaba seguro de que en el pasillo vería una
criatura fantasmagórica, ya que allí había oído sus pisadas y los crujidos de
sus miembros. «Ha venido de Mill House para atraparme», pensó para sus
adentros, inventándose una historieta para esconder su miedo.
«De momento no hay fantasma», pensó, pero seguía asustado. Adelantó
su cabeza hacia el pasillo con sumo cuidado, de manera que con un ojo
podía verlo en toda su extensión. Miró primero a la derecha, de donde
parecían proceder la mayoría de los ruidos.
La alfombra oriental, una maraña de formas entretejidas en escorzo, las
paredes desnudas, la ventana de cortinas diáfanas al fondo, que brillaba con
la luna, pero nada más.
Las cortinas deberían moverse, atrayentes. Permanecían inmóviles.
Nada más. La otra dirección estaba también vacía. Hacia las escaleras.
Mirar arriba, mirar abajo. Una corriente fría por sus pies desnudos. Nada
más.
Harvey se quedó en pie todo el tiempo que aguantó, rígido y
escuchando al borde de la escalera. Los sonidos continuaban en el primer
piso como ecos apresurados, pero ya no en la segunda planta. Al igual que
había sucedido en el camino de Mill House, no los alcanzaba nunca.
Siempre iban por delante suyo. Estaban siempre donde él no estaba. Un
pequeño pájaro los conducirá. No volverían a tomarle el pelo. Volvió a la
habitación. A la porra con ellos.
Pero no se metió en la cama. Se dirigió a la ventana y miró a través del
hueco que dejaban las cortinas en dirección al jardín que rodeaba la piscina.
Allí: una forma oscura saltando de arbusto en arbusto.
Una corriente helada le recorrió las piernas y la espina dorsal.
Otra sombra, tan rápida que cuando desapareció ya no estaba seguro de
haberla visto.
Los pelos de la nuca se le pusieron de punta. Intentó combatir el pánico
tragando saliva, y sintió que empezaba a jadear.
Harvey se quedó cinco minutos contemplando las formas que se
lanzaban de un lado a otro. Poco a poco se fue tranquilizando. No le estaban
haciendo daño. Otro hombre bajaría y se enteraría de lo que pasaba. George
Caley lo haría.
«Bueno —pensó Harvey—, que lo haga George. Que meta su bigote
negro en lo que quiera que sea». Se quitó el audífono, lo dejó en la mesilla
de noche y se metió en la cama, agradeciendo el silencio.

En Berwyn, Suzy Mandas pensaba en Roycewood y Mill House. Se


había levantado de la cama y bajado sigilosamente hacia la cocina por el
pasillo levemente iluminado por los rayos de luna que entraban por las
ventanas.
Puso a hervir agua para prepararse una infusión para dormir y se dio
cuenta de que le temblaban las manos. Mill House. Recordaba que solía
jugar allí cuando era niña, aunque le estaba prohibido. Se colaba en aquel
lugar vacío y fantasmagórico abriéndose paso entre las telarañas, rodeada
por el olor a moho, decadencia y polvo y los crujidos de la rueda del molino
y la madera vieja. Se acordaba, pero no del todo… Tenía la sensación de
que había ocurrido algo que no podía, que no quería recordar.
Después la sorprendió el miedo, que le hormigueaba en el cuello y en el
vientre. Recordó la sensación de unos ojos penetrantes clavados en su
espalda cuando se llevaba a Tommy de Quarry House el día que Nancy
murió, y la impresión de que la estaban siguiendo. Volvió en sí y se apretó,
balanceándose de un lado a otro junto a la cocina, esperando a que el agua
hirviera.
No sabía qué estaba pasando, pero quería que alguien le pusiera fin.
Pensó en su tío Benjamin, retrayéndose a aquellos años de adolescente, más
seguros. No había nada que tío Benjamin no pudiera hacer.
Eso era una tontería. Ya estaba pensando otra vez como una niña.
Apagó el fuego y levantó la tetera por encima de la taza con la bolsita de té.
El chorro de agua saltó en el borde de la taza como si tuviera vida propia,
incontrolable. El agua se derramó. Suzy volvió a dejar la tetera en la cocina
con todo el cuidado posible, pero seguía haciendo ruido. Se apretó las
manos contra los muslos, intentando tranquilizarse.
No sirvió de nada. Suzy dejó la cocina con las manos vacías, sin haber
probado el té, y volvió a su habitación. Victor dormía sobre un costado,
respirando pausadamente. Ella se metió en cama a su lado, buscando su
espalda a tientas pero sin querer despertarle. No le había contado nada de
sus premoniciones y temores. Le gustaría poder contárselo y que él la
ayudara, pero no quería inquietarlo. Tenía la esperanza de que su locura
desapareciera antes de tener que hacerla pública. Esperaba que no fuera más
que las hormonas. Quería reírse de todo aquello, volver a disfrutar de su yo
habitual, alegre y bromista, mordaz y divertido, inocente y burlón. No le
gustaba aquella criatura miedosa que se acurrucaba en la cama, intentando
ignorar el terror que la invadía noche tras noche.
Suzy se apretó contra la espalda de Victor y él murmuró en sueños. Se
quedó así un momento hasta sentir que el cansancio la vencía como con
descargas eléctricas. Se quedó dormida y empezó a soñar.

10

El doctor Benjamin Royce tuvo una emergencia aquella misma noche.


Cuando sonó el teléfono miró al reloj y vio que eran las 3:46 de la
madrugada. No le importaba. Podía haber reducido su trabajo a las horas de
oficina, como hacían otros ginecólogos, y evitarse así estas emergencias
nocturnas, pero nunca se permitiría a sí mismo tal abandono, ni siquiera a
pesar de su horario apretado y sus numerosos intereses y responsabilidades.
Los medicamentos para inducir al trabajo eran para él algo prohibido
excepto como último recurso, para ayudar en una tarea difícil que ya había
sido comenzada. Incluso entonces era reacio a utilizarlos, y cuando lo hacía
era con gran cuidado.
Quien llamaba era el marido de una de sus nuevas pacientes, una joven
que nunca antes había concebido, una primeriza. Era una de las pocas
pacientes fuera de la familia de las que se permitía todavía encargarse, nieta
de un senador amigo suyo. La joven contaba 22 años y tenía una
desproporción cefalopélvica que prometía problemas. Él planeaba ya una
cesárea. Dijo al marido que la llevara al hospital y telefoneó al hospital y al
anestesista, el doctor Gold, para avisarles de la llegada de la joven. Después
se vistió y bajó al garaje. A medida que se iba despertando iba estudiando el
caso de su paciente. Recordó también lo que le había ocurrido a la pequeña
Christine Caley.
¿Quién lo había hecho? Era evidente que alguien lo había hecho, que no
había sido la niña sola. Era imposible que la pequeña pudiera haberse
metido en la Weinkellerai y hacer el resto por sí misma.
Había otras cosas no del todo imposibles. Podía haber entrado algún
extraño. La otra alternativa casi no tenía cabida. «Nada ha fallado dentro de
Roycewood», pensó. Tenía un cuidado meticuloso en todo lo que hacía. Ya
había dejado las llaves de repuesto en un cajón de la caja fuerte, llaves para
cada puerta y edificio del lugar.
Los focos del Silver Cloud barrieron la salida del garaje y avanzaron
carretera abajo, brillando mortecinas a la luz de la luna. Por el rabillo del
ojo el doctor Royce vio que algo se movía entre los árboles. Frenó, ladeó un
poco el coche, se inclinó hacia adelante y agudizó la vista. El motor
zumbaba suavemente. Nada se movía.
El doctor Royce se quedó mirando un momento, a la espera de algún
movimiento que finalmente no se produjo. Después siguió conduciendo,
extrañado y asustado, para salir del enclave, que era suyo y adoraba, y
dirigirse al hospital, que también le pertenecía.

11
En su sueño Suzy no sentía que estaba soñando. Era como si hubieran
trasladado su cuerpo, todavía despierto, a otro lugar y a otro tiempo reales.
Seguía siendo de noche, pero la cama no era ya su cama, y la habitación era
otra habitación, con paredes enyesadas que mostraban grietas como
cicatrices de heridas de guerra, pesados dinteles y sólidas vigas de madera
vieja que se abría con la edad, revelando su interior fibroso.
En este sueño estaba extrañamente despierta, acurrucándose bajo el
edredón de retazos multicolores: el mismo que la había cubierto cada noche
cuando era niña que dormía sobre la incómoda cama de cuerdas, usada al
menos por seis generaciones de antepasados. Bajo la nariz tenía la misma
tela que había tenido durante años, una áspera muselina en la que se había
sonado los mocos en muchos catarros y gripes. Era como si volviera a ser
otra vez aquella niña durmiendo.
Se percataba de que también ahora tenía un catarro, o una gripe.
Temblaba por los escalofríos y la fiebre, como tantas veces antes. Pero esta
vez no era como las anteriores. El mismo edredón pero no la misma cama,
ni la misma habitación. Las contraventanas estaban cerradas y la luz de la
luna penetraba sólo en bandas horizontales por unos resquicios que eran
como rejas en una jaula o prisión.
Poco a poco Suzy se fue dando cuenta de que se encontraba en Mill
House, la casa de Roycewood que le reservaba su tío Benjamin, adonde éste
le pedía constantemente que se trasladara para mantener a la familia unida.
Ella no quería estar allí, pero se encontraba tan mal, temblaba tanto y tenía
tales náuseas que no podía moverse de la cama. Y sabía que de todos modos
no podría moverse, que estaba en la casa para un propósito determinado,
para un sueño. Sabía que iba a ocurrir algo que no podría evitar. Se
acurrucó y escondió la cabeza bajo el edredón.
Los mensajeros vienen en los sueños, pensó en el sueño. Se preguntaba
si su sueño era un sueño, porque se quedó dormida en el sueño de la misma
manera que en la realidad. Se despertó de repente en la habitación de Mill
House al oír el sonido de unas enormes alas batiendo las paredes en el
exterior y de grandes picos destrozando las contraventanas. Alrededor del
colchón se alzaban unas manos que la agarraban por los tobillos, las
muñecas y el cuello. Eran dedos quebradizos y huesudos que la cogían
mientras ella yacía estirada en la cama. De repente el edredón salió volando
y quedó enrollado en una esquina, dejando al descubierto su cuerpo
desnudo con las marcas del bronceado, su pelo púbico dorado y los pezones
rosas en alto.
Ni siquiera podía llorar. Los dedos huesudos le apretaban la garganta y
todo lo que le salía era un grito ahogado, no podía luchar y tenía que
escuchar cómo los picos, las alas y las garras golpeaban y destrozaban las
contraventanas. También tenía que escuchar lo que había empezado a
moverse desde la planta baja de Mill House, avanzando inevitablemente
hacia ella.
Se escabullía y apretaba como si no pudiera caminar, arrastrarse o
deslizarse, sino que tuviera que encorvarse sobre piernas rotas o aletas sin
huesos, sorbiendo y resollando mientras luchaba escalón a escalón hacia el
lugar en donde ella yacía como prendida por alfileres.
No sólo estaba inmovilizada por dedos huesudos, sino que además se
hallaba paralizada y era incapaz de cerrar los ojos o gritar. Ya no se daba
cuenta de que estaba soñando, como suele suceder en los sueños, sino que
estaba convencida de que lo que ocurría era real.
Le resultaban extrañamente claros cada jadeo, cada gangueo, cada
ruido, y a cada sonido sus músculos saltaban involuntariamente como en los
espasmos de un ataque. Las alas, los picos y las garras destrozaban las
contraventanas, pero tenía el presentimiento de que la criatura de fuera
esperaba a que la de dentro terminara su matanza para lanzarse sobre los
despojos. Sobre ella.
La cosa que subía por la escalera era enorme y floja, sus lados se
arrastraban por las paredes y su peso hacía que toda la casa se estremeciera
como si avanzara haciendo presión sobre el pasillo, husmeándola, jadeando,
con una respiración húmeda.
Parecía que se quedaría parada al otro lado de la puerta para siempre.
Suzy vio cómo la puerta se curvaba hacia adentro por su peso; oyó cómo
crujía, vio las jambas cediendo poco a poco y las uñas torciéndose al salir
por la pared. Oyó a la criatura gimoteando y lloriqueando como un niño que
sufre o un gatito dando arañazos para entrar.
La puerta cayó sin hacer ruido, moviéndose en el aire como si no
pesara.
Se levantaron nubes de polvo frente a la entrada. Suzy podía ver el
polvo plateado cubriéndola, sintió cómo se le metía por la nariz y en los
ojos.
En la puerta había una forma oscura y torva. Estaba suspendida en el
aire, lloriqueando y gorgoteando. Podía notar su olor. Apestaba a orina,
queso agrio y zapatos malolientes. Ella apretó la boca. Sabía que iba a
vomitar.
Pero no lo hizo. Observó cómo la cosa se acercaba hacia ella, oyó su
respiración pesada, oyó cómo los maderos del suelo se astillaban bajo su
peso, sintió y olió su respiración lamiéndole los muslos abiertos.
Con la lentitud imposible del que sueña, Suzy intentaba moverse, gritar,
pero no podía hacer ninguna de las dos cosas. Se dio cuenta de que no veía
la cosa en sí misma, sino lo que la cubría, una gasa o harpilla blanca untada
de sangre coagulada y trozos de hierba seca bajo la cual algo se movía
ondulándose como un gusano, encorvándose como las cresas de una herida
o del esperma vistas bajo el microscopio.
Poco a poco la cubierta se fue levantando, y Suzy no quería ver, quería
ver, no quería ver, se moriría si pudiera ver y también si viera. De repente
cuatro caras muertas la miraban fijamente. Estaban manchadas con moho
verduzco y marcadas con bandas de sangre y tierra; rezumaban burbujas de
un fluido amarillo por encima de los ojos hundidos y la carne rugosa.
Eran los rostros de sus hermanas Nancy y Sarah y sus primas Trish y
Flip, muertas. Sus cuerpos estaban mezclados, apretados o modelados en
uno y se ondulaban como durante el acto sexual, pero sus rostros de
destrucción aparecían separados y nítidos, dirigiéndose a ella con labios
trémulos e intentando decirle algo.
Tras ellas estaban las caras de sus hijos, que se esforzaban por alzarse
desde el espacio donde debían estar sus ijadas. Las bocas de los niños se
abrían en auténticos vagidos, la carne desgarrada les colgaba de sus brazos
extendidos y las cuencas de sus ojos aparecían luminosas y vacías.
Y detrás asomaba otra figura, sombría y estática, con una luz blanca a
sus espaldas y ramas rotas en los brazos ajados. Avanzaba con lentitud
infinita hacia sus muslos abiertos.
Suzy no se despertó gritando, sino en tranquilidad, de manera
deliberada, queriéndolo. Sabía que pronto tendría que ir a Roycewood,
porque las premoniciones no la dejarían descansar. Y sabía que iría, aunque
estaba asustada, porque era la única manera de detener la pesadilla que
acababa de comenzar.

12

Tom Horton yacía en cama despierto, con un tremendo dolor de cabeza,


mientras oía los gritos de reclamo de su hijo en la habitación al otro lado del
pasillo. Debería haber pedido a la señora Robins que se quedara por la
noche durante las primeras semanas. Era estúpido no haberlo hecho. Ella se
había ofrecido. Lo haría al día siguiente.
Se obligó a salir de la cama, combatiendo el dolor y las náuseas.
Encendió la luz de la mesilla y se quedó sentado un momento al borde del
colchón, con la cabeza entre las piernas. Después decidió que esta posición
le hacía sentirse peor y se levantó, falto de equilibrio y sosteniéndose con
dificultad. «Se acabó con la bebida», se dijo para sus adentros. Intentó
respirar profundamente y avanzó tambaleándose hacia la habitación de su
hijo.
El niño estaba boca arriba, gritando y pataleando en la oscuridad. Tom
se dio cuenta de que la ventana estaba abierta y que un aire frío y húmedo
entraba en la habitación. No recordaba que nadie la hubiera abierto. La
cerró, encendió la luz, se inclinó sobre la cuna y palpó los pañales del niño.
Mojados, claro. Y además, unos bultitos duros.
Cogió al niño, lo puso boca arriba sobre la mesa y le quitó el pañal. Iba
a tirarlo sin prestarle mucha atención cuando se le ocurrió mirar y no
encontró las heces que se esperaba, sino dos huevos grisáceos con motas
marrones, dos huevos de pájaro.
«Brujas —pensó Tom—. Gente vudú. Aquí, en Roycewood. Sophie
Hawkins».

13
Sarah Caley estaba junto a la cama de su hija desde mucho antes de que
ésta se despertara, sentada en la oscuridad y mirándola. De vez en cuando
se inclinaba sobre la cama hasta rozar el pelo dorado de la niña para oír su
respiración. Poco después de las seis de la mañana entró George,
desarreglado y sin afeitar, anudando el cinto de su bata de seda roja. Ella
siempre había pensado que era un rasgo de afectación femenina en un
hombre tan masculino como él. Había traído el kimono de Japón y se
suponía que era una buena excusa.
Chrissie se despertó cuando su padre entró en la habitación, como si se
tratara de una señal. Bostezó y se quedó mirando a sus padres.
—Buenos días, cariño —dijo Sarah, arrullándola.
—Tengo sed —dijo Chrissie.
—Ahora mismo traigo algo de beber —saltó su padre.
Y salió a por un vaso de agua al cuarto de baño. Cuando volvió, Sarah
ya había empezado con el interrogatorio.
—¿Te lo pasaste bien ayer?
—Sí.
—¿Qué hiciste?
—Jugar.
—¿Dónde jugaste?
El sonsonete de preguntas y respuestas crispaba a George, pero se
mantuvo en calma, sin perder su sonrisa paternal.
—Aquí tienes el agua, Chrissie.
La pequeña cogió el vaso y bebió, haciendo ruido y derramando agua.
Su madre le secó el agua que le caía por la barbilla y el cuello con la
sábana.
—¿Dónde estuviste jugando ayer? —preguntó de nuevo.
—Aquí.
—¿Aquí en tu habitación?
—Sí, y fuera.
—¿Jugaste con alguien?
—Con papá.
Le miró y sonrió.
—¿Y aparte de papá?
—Chippie y Dougie.
—¿Alguien más, aparte de tus hermanos?
—Con muñecas.
—¿Fuiste a algún sitio en especial?
—No.
Grandes ojos azules sin rastro de preocupación. ¿Podía haberlo olvidado
todo? ¿Haber estado inconsciente todo el tiempo? ¿Es que estaba fingiendo,
a su edad?
—¿Bajaste a la bodega?
—No.
Pero allí la habían encontrado. ¿Por qué no lo sabía? ¿Quién había
estado con ella?
5
Suzy se levanta

1
Desde su oficina en la avenida de City Line. George Caley podía ver los
seis carriles de la autopista de Schuylkill curvándose y los dos puentes
gemelos que cruzaban el río en dirección al noroeste perdiéndose en el caos
verde de las colinas de Wissahickon. Eran las ocho de la mañana de un
lunes lluvioso. Mientras miraba a través de la ventana tomó una
determinación.
Estaba solo en su oficina, rodeado de madera, alfombras, modelos de
puentes, torres y estadios cubiertos. Su escritorio aparecía inundado con
módulos electrónicos, instrumentos con astillitas y barquillos que podían
llevarle a cualquier lugar del mundo o comunicarle con cualquiera de sus
archivos con sólo apretar un botón. Una pequeña comodidad.
George había vuelto a hablar con todas las familias Roycewood, y todos
estaban asustados de una manera u otra. Pero la mayoría confiaba en la
habilidad de «tío Benjamin» para arreglar las cosas, o respetaban su deseo
de mantenerlas en secreto. Como el doctor Royce no hacía nada, George
Caley tendría que actuar.
Marcó el número de teléfono sin dudar ni un momento.
Victor Mancius era miembro de Rhoades, Bullock y Kelso, una firma de
abogados en el centro de la ciudad. A las ocho de la mañana Victor no
habría llegado todavía a su oficina, así que George no le llamó allí, sino a su
casa en Berwyn. No fue Victor el que contestó, sino Suzanne, su esposa.
—Ya ha salido —dijo Suzy a George—. ¿Puedo ayudarte?
Su voz sonaba entrecortada como por algún temor.
—No, ya lo localizaré más tarde —contestó George, y colgó el teléfono
bruscamente.
De repente se dio cuenta de que deseaba la ayuda de Victor más de lo
que pensaba. Victor no pedía nada a nadie. Tenía 38 años, igual que George,
lo suficientemente mayor como para ser duro y educado, y la única persona
que George consideraba su igual. Habían sido amigos desde que eran
hermanos en el Beta Zeta Pi de Penn, una cofradía en la que eran los únicos
estudiantes en la lista del decano de un grupo de becarios que había estado a
prueba durante trece años seguidos. Habían cazado, pescado, formado
pandilla, esquiado, escalado, corrido y luchado juntos en Penn y después, y
George nunca había vencido a Victor, aunque siempre lo intentaba. A veces
había sentido que debería ser de la otra manera. A veces. Pero nunca lo
había admitido.
Al final. George localizó a Victor sobre las nueve de la mañana.
—¿Quieres ayudarme a atrapar a un asesino? —le preguntó George sin
rodeos.
—Claro —contestó Victor. Tenía una voz profunda y nasal, hasta en el
teléfono—. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—En Roycewood. Esta noche.
—Estas loco.
—Hablo en serio.
—¿Qué quieres decir, un asesino? ¿A quién han asesinado?
—Creo que a Nancy.
—Pensaba que había sido un accidente.
—Me parece que no. Tengo más que contarte. ¿Qué tal si comemos
juntos?
—¿Dónde?
—Te recoceré con mi coche a mediodía.
George quería decir algo más, pero Victor había colgado.
2
Victor Mancius tenía ojos de color marrón claro, que se hundían en su
cara de corte eslavo y mejilla sobresaliente. Llevaba una barba castaña
rizada, con unas mechas grises, algo nada tradicional para un miembro de
una de las principales firmas de abogados de Philadelphia. Su pelo era
también rizado tanto en la cabeza como en el pecho. Vestía trajes de pana y
jerseis abiertos siempre que le apetecía, y esto era a menudo. Había
descubierto bastante pronto que si uno puede resolver los problemas de los
clientes importantes da lo mismo ser un gigante búlgaro en bikini: lo que se
aprecia y recompensa son los resultados obtenidos, y se puede llegar alto
casi al ritmo que se quiera.
Era de ascendencia polaco-lituana y había nacido en el noroeste de
Philadelphia. Académica y atléticamente se debía a la Universidad de
Pennsylvania. Había conseguido medalla de oro en los Juegos Olímpicos en
remo individual y por parejas (formando equipo con Tom Caley), así como
una beca Rhodes, ambas cosas en el mismo año mágico.
Tras esto se le abrieron todas las puertas. Había escogido la escuela de
abogacía de Harvard, después Oxford y Philadelphia.
Mucho más tarde había conocido a Suzanne Royce a través de su viejo
amigo George Caley, cuñado de ella. Suzy trabajaba como notario en la
firma Pepper, Hamilton y Sheetz, un competidor amigable. Se habían
enamorado y casado aunque Suzy odiaba el kielbasa y Victor despreciaba
su «acento de clase alta», y a ninguno de ellos les gustaban los otros
abogados ni la idea de que algún día los dominara el nombre de familia de
Suzy. Como por acuerdo tácito se habían resistido siempre a la influencia de
los Royce. Pero el doctor Benjamin Royce seguía sin darse por vencido:
todavía guardaba Mill House abierta para ellos, esperando que cambiaran
de idea. Suzy no quería ni oír hablar de ello.
Cuando Victor salió por la puerta giratoria de bronce, el 450 SLC
plateado de George Caley esperaba junto al bordillo de Walnut Street, frente
a la entrada del edificio Fidelity, con George al volante. Los asientos del
coche eran de piel, pero esto no impresionó a Victor: prefería su viejo y
destartalado Peugeot.
—¿Adonde me llevas? —preguntó.
—A ninguna parte —dijo George—. Quiero hablar. Si tienes hambre
podemos coger un perrito caliente en la esquina.
—Que sean dos. Con chucruta.
George cruzó Broad Street con luz amarilla y se detuvo junto a un
puesto de sombrilla azul y naranja en la esquina de la calle Sixteenth, con
los camiones dando bocinazos tras él. A Victor le divertía la escena. Una
típica comida de Philadelphia, pensó, barata, sencilla y totalmente ingenua.
—También quiero una Coca-Cola —le dijo a George cuando éste
volvió.
George puso cara de disgusto pero volvió al puesto. A Victor le gustaba
burlarse un poco de él; nadie más podía hacerlo.
Cuando volvió la segunda vez le pasó la Coca-Cola, frunció el ceño y
salió disparado para continuar por Walnut Street.
—Esto es la cosa más asquerosa que he visto en mi vida —comentó
Victor, con un perrito en cada mano y la lata de Coca-Cola mojada entre las
rodillas—. Pensaba que me invitabas a comer. Esto parece más un partido
de béisbol.
George no dijo nada. También le gustaba «atrapar» a Victor, cuando
podía. Pasó por las elegantes tiendas cercanas a la calle Seventeenth, cruzó
la calle cuando el semáforo acababa de ponerse en rojo y esquivó de manera
más o menos cortés a los ciclistas, peatones y gente haciendo jogging.
Siguió adelante y aparcó en una zona de estacionamiento prohibido al lado
de Rittenhouse Square. El ruido del tráfico era tremendo.
—Te pondrán una multa —dijo Victor—. Necesitarás un buen abogado.
Soy caro.
George no le hizo caso.
—¿Quieres comer en el coche o sentarte fuera sobre el muro?
Victor rió, pasó a George los perritos, cogió la Coca-Cola con una mano
y usó la otra para salir del coche, manchando la tapicería de mostaza al
intentar subir el pestillo. Pero no se detuvo a limpiarlo. George sabía cómo
espolear su curiosidad y él sabía cómo manejar a George. Juegos y juegos.
Había dejado de llover y el muro bajo los olmos todavía goteando no
estaba más que un poco húmedo. Para salir del coche George había cogido
los dos perritos en una mano y los había aplastado. Victor no se quejó. Un
punto para George.
Victor habló primero, mascando su perrito con chucruta y sintiendo la
humedad fría a través de los pantalones de pana.
—¿Qué coño es eso del asesino?
—Es algo serio, no bromeo. No hubiera vuelto a pensar en lo de Nancy
si no fuera porque una semana más tarde Chrissie desaparece durante tres
horas y al final la encontramos encerrada en la bodega, borracha y con una
rosa en el culo; y no tenemos ni idea de cómo entró.
Victor escuchaba, asentía con la cabeza y masticaba, con un hilo de
chucruta cubierta de mostaza en la barba. Había mucho ruido por el tráfico
de Walnut Street, y George iba alzando la voz, que rechinaba cascada como
los gritos de un sargento.
—Además. Harvey Butler y algunos otros dicen que han visto gente
merodeando, pero no están seguros. Y el doctor Royce no quiere que
intervenga la policía, claro. De hecho, yo tampoco. Pero él dice que hará
algo y no hace nada.
—Por eso me has llamado.
—Exacto. Yo sí quiero hacer algo. Y no quiero que él lo sepa por el
momento.
Victor continuó masticando sin responder. Finalmente habló.
—No estoy tan seguro de que tengamos un asesino. Es obvio que ha
habido algunas actividades sospechosas entre fastidiadas y divertidas y
quizás un poco de histeria colectiva.
—Es demasiado al mismo tiempo. Lo de Chrissie me ha dejado
realmente preocupado.
—¿Supongo que has hablado con toda la gente que trabaja en el rancho?
—Los creo cuando me dicen que no tienen nada que ver en todo esto.
—Mmmm —dijo Victor. Cogió el segundo perrito, que George sostenía,
retiró el papel de cera y le pegó un mordisco—. Estás evitando la pregunta
—le dijo con la boca llena—. No has hablado con todos.
—Todos llevan allí mucho tiempo. Los hombres quizá treinta o cuarenta
años. Las mujeres, entre diez y cincuenta.
—¿Has hablado con todas las mujeres?
—No.
Victor tragó.
—¿Por qué no?
George pensó durante unos segundos en Sophie Hawkins, la sirvienta de
los Butler, pero alejó el pensamiento de su cabeza.
—No parece cosa de mujeres.
—¿Has hablado con todos los hombres?
—No.
—Mmmm —el George Caley que él conocía era mucho más
sistemático. “El viejo lo tiene asustado”, pensó. Victor terminó el segundo
perrito y se bebió la Coca-Cola a grandes tragos. ¿Qué hay de los chicos?
Lo de Chrissie parece un juego de niños, lo de jugar a los doctores y esas
cosas.
—Ninguno de ellos actúa como si tuviera algo que ver en el asunto. Y
Chrissie dice que no jugó con nadie más. Creo que no recuerda nada.
Victor se quedó pensando.
—El viejo piensa que se trata de merodeadores, ¿no es así? —dijo
finalmente.
—Claro.
—¿Y eso es también lo que tú crees?
—Sí.
El asunto empezaba a ser interesante, por más motivos que los que
George le daba.
—Ese lugar está vigilado como si se tratara de una prisión —dijo Victor.
Lanzó a George una mirada nítida. «A hora viene», pensó.
—Me gustaría que me ayudaras a comprobarlo.
—Mmmm —Victor se pasó la lengua por delante de los dientes—.
Sabes —dijo—, la única vez que he estado en ese lugar fue para el funeral
de Nancy. Suzy no lo aceptaría de otra manera y a mí no me interesa.
—¿Quieres inspeccionarlo con ella? —preguntó George esbozando una
sonrisa.
Victor miró a George y vio que no estaba simplemente metiéndose con
él, quizá justamente por la sonrisa. George no sonreía nunca. Y Victor
respetó su punto de vista.
—De acuerdo —le dijo—. ¿A qué hora quieres que nos encontremos
para pasar la puerta contigo?
—Preferiría que intentaras entrar solito —dijo George—. Yo intentaré
encontrarte.
Victor casi se lo esperaba. George y sus juegos de boy scout. Parecía
creer que todavía tenían 21 años. Bueno, también a él le gustaba jugar como
un niño de vez en cuando.
—Nada de armas —le dijo—. No quiero que te hagas daño.

3
Victor Mancius se fue pronto a casa. En su finca de 240 áreas, Suzy
criaba perros ahora que estaba embarazada y medio retirada de la abogacía.
A Victor no le gustaba ni el olor ni los ladridos de los animales, pero quería
a Suzy y no ponía pegas.
Victor no entró directamente en casa. Sabía que Suzy estaría en la parte
de atrás y caminó hacia la vieja cabaña de piedra y las perreras de alambre.
La encontró allí, en vaqueros y la parte de arriba en bikini, rodeada por
animales que lamían, abrían la bocaza y ladraban.
—¡Sácate esos bichos de encima! —le gritó—. ¡Quiero sentir tus
pechos!
Ella todavía era capaz de sonrojarse, y a él le hacía feliz. Les había
costado cinco años que se quedara embarazada, a pesar de la famosa ayuda
del doctor Royce y algunos consejos naturales (Victor recordaba divertido
algunas de estas ocasiones como cuando el doctor Royce le había mandado
al lavabo a «producir» un poco de semen para su «colección» y Suzy se
había colado para «ayudarle» con la boca).
Además, ahora Victor quería a Suzy por estar embarazada. Ya empezaba
a notársele. Y se comportaba de una manera un poco extraña; se despertaba
por las noches y a menudo parecía triste o asustada. Él actuaba con cuidado,
sin decirle que lo había notado. Suzy hizo entrar a los perros en una gran
perrera, cerró la puerta y acudió a saludarle. Su cara sucia lucía una
brillante sonrisa.
—Se están haciendo grandes, ¿eh? —le dijo, pensando en sus pechos y
el comentario de él.
—Buenos melones —añadió él, cogiéndolos suavemente y besándola al
mismo tiempo en la frente—. Tengo que salir esta noche.
—Concedido —contestó ella—. ¿Quién es la afortunada?
Caminaron hacia la casa de piedra cogidos de la mano. El iba
esquivando los charcos del camino de gravilla, y ella los atravesaba
pataleando con sus botas de goma. A él le gustaba su espíritu.
—Voy a entrar a escondidas en Roycewood —le dijo—. George y yo
vamos a robar todos los secretos de la familia.
—¡Coño! —exclamó ella—. Cuéntamelo, pero espera que me recupere.
Sabía que ese diablo de Caley te llamaba por alguna razón misteriosa.
Llegaron al patio de piedra. Ella se dejó caer en una silla de secoya
cubierta de almohadones. Él permaneció en pie, explicándole a grandes
líneas el problema y los planes, con las manos en los bolsillos y mirándola a
los ojos. Ella permanecía sin inmutarse. Victor había esperado protestas y le
sorprendió ver cómo se iba formando en su rostro una sonrisa, lenta pero
casi triste.
—Me necesitas —dijo ella.
Parecía resignarse a algo.
Él se inclinó y la besó.
—Totalmente cierto.
Suzy lo empujó suavemente, agitando sus hermosos ojos azules y
sonriendo.
—Quiero decir que me necesitas para entrar —dijo—. Viví 18 años en
ese lugar. Por nada del mundo volvería a vivir allí, pero sé muy bien cómo
entrar y salir. ¿Cómo crees que perdí la inocencia?
Victor rió. Ella se puso colorada.

Tom Horton iba pensando en huevos de pájaro mientras conducía su


Targa color cobrizo por las carreteras ondulantes y rodeadas de bosque que
atravesaban enormes y lujosos barrios periféricos y conducían a
Roycewood. Tensaba en el círculo de botellas vacías que apuntaban a
Christine Caley en la bodega, y en la rosa roja que le salía de sus pequeñas
nalgas. Pensaba en su esposa Nancy, destrozada y muerta al lado del arrollo.
Pensaba en los huevos de pájaro en el pañal de su hijo Tommy. Pensaba otra
vez en el vudú. Pensaba en los Butler, que moraban en el Arboretum, y en
su sirvienta jamaicana, Sophie Hawkins. Le parecía saber que el vudú no
procede de Jamaica, pero para lo que a él le importaba, el termino servía
para todas las formas de diabluras del Caribe. Ya lo consultaría más tarde.
No era la primera vez que había pensado en ello aquel día. Había
pasado la tarde con la ambiciosa ejecutiva Terri Seltzer, como de
costumbre. Allí, tirado sin hacer nada sobre su cama cubierta de
almohadones multicolores, fumando marihuana y bebiendo bourbón,
perdido casi entre los almohadones, había tenido una visión de mujeres
negras desnudas. Eran voluptuosas y ligeras; bailaban en torno a un fuego
crepitante, su piel brillante por el sudor, agitaban unas calabazas (una
sangre de un rojo intenso les salía por las comisuras de la boca) y cantaban
al ritmo de los tambores en una lengua que él no podía entender.
Intentó contarle su visión a Terri, pero casi no podía articular las
palabras y éstas no eran acordes con sus pensamientos. De repente había
pasado a otra cosa: legiones de soldados andrajosos marchando por verdes
colinas en lo que parecía ser la antigua China. También esto intentó
contárselo a Terri, pero no tuvo éxito. Ella se reía todo el rato de él,
disfrutando a su manera de las extrañas cosas que se imaginaba le pasaban
por la cabeza.
Cuando volvió la imagen de las mujeres vudú (fue varias veces, y cada
vez más y más eróticas). Tom no intentó compartirla. En realidad ya no
podía hablar, sólo gemir y suspirar. En la imagen final, las mujeres lo
devoraban con sus dientes rojos de sangre (tenía dos entre las piernas y dos
sobre su cabeza pelirroja), pero él no estaba asustado. En realidad le
gustaba, le subían olas de placer que sabía desembocarían en un orgasmo
intenso. Y de repente despertó de su visión y se encontró de nuevo en la
cama, donde Terri Seltzer le chupaba ávidamente el pene, duro como una
piedra, apretando los muslos contra sus orejas y con el pelo negro del sexo
sobre su boca.
Eso había sido aquella misma tarde. Ahora conducía a casa por las
onduladas carreteras que llevaban a Roycewood, y todavía le venían
relámpagos de la visión y de Terri, sin estar totalmente seguro de qué era
realidad y qué alucinación. Había dormido tres horas en sus brazos y ella le
había preparado café antes de salir, pero su cabeza no estaba despejada del
todo.
Mientras cruzaba las puertas de Roycewood y saludaba a los guardas
concibió un plan. El plan le gustaba, y sonrió. Volvió a pensar en la
sirvienta de los Butler, Sophie Hawkins. Pensó en las mujeres bailando.
Cuando oscureciera vería de qué se podía enterar.

Flip Royce observaba a su jardinero Shuho Morita, que estaba ante ella
con la mirada baja, moviendo apenas los labios y jugando nervioso con las
manos. Se preguntaba de qué le hablaba, intentando por todos los medios
entenderle a pesar de su acento. ¿Acento? Había nacido allí, en Tsuru-
Kame, al igual que su padre y su abuelo. Había ido a las escuelas públicas
locales. ¿Por qué iba a tener acento?
—¿Quieres decir que alguien ha cagado en una piedra? —le preguntó,
para aclararse.
—Sí, señora —contestó Morita en voz baja y sonrojándose (Flip podría
jurarlo) bajo su piel oscura.
«Por qué les llamarán la “raza amarilla”», se preguntó ella. Los cuerpos
japoneses nunca le habían interesado lo suficiente como para enterarse. Los
occidentales y africanos resultaban mucho más interesantes de mirar, pintar
e imitar.
—¿Estás seguro de que no pudo ser un animal?
—Sí.
Bueno, ¿y qué hacía ella? ¿Es que era en realidad de su incumbencia? A
lo mejor sí, pero de alguna manera no era capaz de percatarse de su
urgencia y su importancia. De alguna manera le parecía no trivial, pero sí
distante, de otro mundo. A ella lo que le interesaba era el arte y los espíritus
de la tierra, eran sus dos pasiones. Eran el mundo de verdad. Ni siquiera la
muerte de su prima Nancy la había perturbado demasiado; ahora Nancy era
acorporal y tenía acceso a los misterios. Como mucho la envidiaba
ligeramente; aunque en realidad no le gustaría estar muerta, sólo
comunicarse con los muertos y lo que quedaba de su presencia espiritual.
Al ver el rostro inclinado de Morita decidió que era mejor demostrar
algún interés en vez de la indiferencia que realmente sentía. Estaba a punto
de decir «llamaré a la policía» cuando recordó que a su tío Benjamin no le
gustaría eso. Además, probablemente era una solución demasiado radical.
—Se lo comunicaré a mi marido —dijo.
Morita sabía que ahora podía desentenderse del asunto. Era evidente
que estaba deseando retirarse.
—Sí, señora —dijo, y se fue.
Mientras contemplaba las arrugadas ropas azules de Morita cuando éste
se alejaba, Flip se preguntó si no habría sido él quien se había estado
agachando y haciendo porquerías encima de las piedras. ¿Y entonces por
que iba a contárselo? Menuda idea. De dónde le vendrían esas ideas
absurdas. De todos modos eran las suyas, y disfrutaba con ellas.
Flip había estado hablando con Morita a la sombra de la puerta trasera
de la casa. Volvió a entrar y pasó por la cocina, donde la mujer de Morita,
Kyoko, trabajaba tranquilamente. En el bolsillo de su bata de seda color
azafrán encontró un paquete de cigarrillos ingleses Oval y un encendedor de
oro. Fumar le hacía sentir náuseas después de un rato, pero no podía
dejarlo. Después de todo, la mayor parte de las cosas le daban náuseas.
Flip caminó por las habitaciones sencillas y cubiertas de alfombras de
Tsuru Kame, sintiendo la gustosa aspereza de la paja en la planta de los
pies. Ella no adoraba esta casa severa, como hacía su marido Paul. Algunos
de los detalles japoneses le gustaban, pero hubiera preferido un poco más de
color, decoración y detalles personales. Nadie cambiaba los históricos
interiores de las casas de Roycewood, y Tsuru-Kame había sido construida
y amueblada en 1876, tras la Exposición centenaria, por el abuelo de tío
Benjamin, y desde entonces había permanecido igual, excepción hecha de
las mejoras de fontanería y electricidad.
Mientras caminaba por la casa, Flip echaba la ceniza en la concavidad
formada por su mano izquierda, sin preocuparse de buscar un cenicero.
Quemaba sólo un rato, pero no lo suficiente para dañar la piel. Era hasta
ligeramente agradable, despertaba un sentimiento de vida. Le hubiera
gustado que fuera marihuana. Tenía una propensión a las drogas que no
había disminuido ni tras unas cuantas malas experiencias.
Llevaba seis años viviendo en Tsuru-Kame con Paul, justamente desde
que él terminó en Jefferson y se casaron. Ella tenía ahora 30 años. No tenían
hijos. Probablemente nunca los tendrían, pensaba ella a veces, aunque le
hubiera gustado. Sería divertido retratarlo con distintas expresiones,
vestirlo, enseñarle a bailar, introducirle en el mundo secreto, en los
misterios espirituales.
Su tío Benjamin le había asegurado que tendría hijos y durante algún
tiempo habían intentado varios de sus famosos trucos de fertilidad, como
las medidas de temperatura (BBT), las píldoras (Clomid y Pergonal) o las
descargas dobles y triples de esperma de Paul (congelado hasta que la
temperatura de ella era la adecuada) depositadas directamente en el útero.
«Endometriosis», dijo un día, y operó: pero sin resultados.
Esperaba que su lío Benjamin tuviera razón. Sus propias adivinaciones
(y las cartas astrales preparadas por su astróloga y amiga personal Ophelia
Craigey) habían prometido que Flip quedaría embarazada antes de que
fuera demasiado tarde. Mientras, había hecho mucho el amor, esperando la
unión con las fuerzas de la naturaleza. Había usado drogas cuando ayudaba.
Y expresado su corazón pintando y bailando. Si el bebé venía, sería un
regalo de los espíritus, una culminación. Vendría cuando los espíritus
quisieran, si ella los propiciaba.
A veces se sentía embarazada, como ahora. ¿Acaso era eso aquel estado
desconectado, a la deriva? ¿Podría ser ahora? Le gustaría que Paul estuviera
en casa para seducirle. Sentía un ardor entre los muslos y un vacío dentro.
Decidió consultar de nuevo el horóscopo, y su calendario. Después se
pondría a pintar otra interpretación de un pene, enorme y magnífico,
cósmico y poderoso, como siempre se los imaginaba: elevados y venerados
árboles de la vida.
Tom Horton se sentía intranquilo mientras miraba las noticias, que
seguía vagamente: había un incendio incontrolado en unos grandes
almacenes del condado de Bucks, la extraña cacatúa de una mujer de
Haverton había desaparecido, alguien había muerto asesinado fuera de un
bar en la avenida de Hunting Park y la inflación seguía aumentando. De vez
en cuando se sentía como flotando en el aire, después volvía a su sillón y
tenía la sensación de haber estado ausente algo así como una hora, pero al
mismo tiempo era consciente de que sólo se había perdido una palabra o
dos de las noticias.
En estos ratos de ausencia volvía a ver ejércitos marchando sobre China
y mujeres vudú bailando, con la diferencia de que esta vez había un nuevo
elemento: él mismo estaba como observador secreto, escondido tras árboles
y arbustos, y la luz de la hoguera le lamía su cara astuta. Estaba deseando
que se hiciera de noche.
Ahora recordaba que Nancy no parecía víctima de un accidente.
Recordaba ahora lo que se había permitido ignorar, olvidar o negar: la
sangre en los muslos, la sangre untada que no debería seguir allí tras la
lluvia de la noche, por muy ligera que ésta hubiera sido, como si el animal
que la había matado hubiera vuelto para lamer de nuevo su sangre.
¿Animal? ¿Animal humano? Tom volvió a pensar en rituales en los que
se derrama y bebe sangre humana, pensó en los ojos muertos de Nancy, en
los huevos de pájaro en los pañales de su hijo, en la rosa en el ano de
Christine Caley. ¿Qué significaba todo aquello?
Sabía que tenía que espiar a Sophie Hawkins. Se deslizaría hasta la casa
de los Butler, el Arboretum, localizaría la habitación de Sophie y la
observaría a través de la ventana para intentar ver algo. Estaba seguro de
que ella era una vudú.
Sentía poco a poco una erección, a medida que planeaba la correría y se
imaginaba lo que iba a ver. No pensaba que fuera extraño. Se levantó y
salió de la habitación. No podía esperar a que fuera de noche.

Suzy y Victor aparcaron el destartalado Peugeot verde en un lugar que a


Victor le parecía lejanísimo de Roycewood. Habían venido por un sendero
lleno de baches y cubierto de carbonilla que se extendía al lado de una vía
de tren, que Victor reconoció como la Reading. Al final aparcaron en un
espacio abierto, donde las vías cruzaban el río sobre un puente de cemento.
—La vía férrea podía haber seguido recta, cruzando Roycewood —dijo
Suzy—. Pero ya puedes imaginarte, el tatarabuelo Royce era uno de los
propietarios e hizo que se desviara no sólo al otro lado del río, sino incluso
tras las colinas.
—¿Es aquí donde te encontrabas con tus amantes?
Ella le sonrió.
—Claro.
Era un poco triste. Estaba un poco asustada. Debería estar animosa y
enfrentarse a la situación.
Las matas de madreselva crecían dulces y espesas a lo largo de la vía y
en las lindes del bosque. La fragancia que despedían después de la lluvia
era tal que a Victor le hubiera gustado besar el mundo. Seguía los pasos de
Suzy mientras ésta se adentraba entre los árboles. Parecía excitada, y él
estaba contento de seguirla y disfrutar su figura de espaldas.
—¿Cuándo vamos a hacer menos ruido? —le preguntó él—. El astuto
Caley estará escuchando.
—Sois como niños —dijo ella—. ¿Cuándo vais a crecer?
—Probablemente nunca. George no me lo permitirá y él mismo no sabe
la diferencia.
—Y tú sí —dijo ella.
Se volvió y le echó la lengua, después siguió adelante.
Caminaron un poco más hasta que vislumbraron un muro alto y sólido
entre los árboles.
—¿Cuándo será el momento de callarse? —volvió a preguntarle.
Suzy se detuvo y se dio la vuelta con un dedo sobre los labios.
—Ahora —susurró.
La cogió del brazo y se quedaron así durante un rato, esperando a que
los cubriera el silencio del bosque. Después se acercó y la rodeó con sus
brazos. Sentía cómo temblaba ella, pero no le preguntó por qué. Sabía que
todavía no le había dicho la verdad. Hundió la boca y la nariz en su pelo,
junto a la oreja.
—¿Cuántas entradas y salidas conoces? —le preguntó.
Ella casi no se dio cuenta de la indirecta.
—Tres —susurró tras una pausa, y le mordió ligeramente en el pecho.
Después se puso seria. De todos modos, la respuesta era correcta—. Hay
bastante trecho si quieres comprobarlos todos, si es que siguen allí, pero
supongo que podrías saltar el muro pasando por un árbol en cualquier
punto.
También él lo había pensado, pero cuando llegó al muro vio que se
equivocaban. Era evidente que las ramas que colgaban por encima a ambos
lados eran taladas periódicamente.
El muro era de piedra de cantera gris, y Victor juzgó que mediría unos
tres metros y medio. No habría problemas con una escalera o incluso algún
tipo de apoyo contra la pared, como un buen palo, una corrida y un salto.
Ningún lugar es inexpugnable. Suzy lo agarró por el brazo y él la siguió. Lo
condujo a una enorme roca, después giró hacia el muro y caminó hasta él.
Número uno susurró, colocando una mano en un apoyo casi
imperceptible a la altura de la cintura y apuntando a otro a la de los ojos, y
después más arriba. Hay dos entradas como ésta un poco más lejos.
¿Quieres verlas?
Quédate quieta un momento —le dijo Victor, y examinó el suelo
cubierto de hojas junto al muro y un poco más lejos. No veía ningún tipo de
rastro excepto los que ellos mismos habían dejado—. Vamos a ver las otras.
¿Cómo es que no tienen una patrulla con perros?
—Al tío Benjamin no le gustan los perros —dijo Suzy—. Eso es todo.
—Y por eso tú los crías ahora.
Le miró pensativa durante un momento.
—Sabes, no lo había pensado, pero probablemente tengas razón.
En el tercer acceso Victor creyó descubrir rastros de paso reciente.
Podía tratarse de animales. O de intrusos. Incluso podía haber sido George.
Indicó a Suzy que no hiciese ruido y escaló por el muro con cuidado,
asomando lentamente los ojos por encima hasta poder ver los bosques del
otro lado. Algo se movió entre la maleza y desapareció. Podía haber sido
una pierna, o un pájaro. Victor subió cautelosamente un poco más y
examinó los apoyos del otro lado del muro y el suelo. Era evidente que
estaba removido, el moho de las hojas aparecía húmedo allí donde había
sido pisado. Volvió al lugar donde Suzy esperaba, con las manos debajo de
los brazos como si se le estuvieran congelando.
—De acuerdo —le dijo—, parece que alguien ha subido por aquí.
Quiero que vuelvas al coche y entres por el portalón. Yo escalaré el muro
para encontrar a George y sorprenderle.
La miró despacio. Sus ojos estaban muy abiertos, pero parecía estar
bien.
Ella dudó un momento, después se dio cuenta de que lo decía de verdad.
—Te veré dentro —susurró.
Después dio la vuelta y se alejó para esconder el temor de su mirada, y
él subió por el muro.
8
Mientras se iba poniendo en situación, Tom Horton buscó y rebuscó por
los cajones del ropero hasta que encontró su jersey verde oscuro. Encontrar
los pantalones verdes del mismo tono fue algo más fácil; estaban colgados
en el armario, en el lado en el que solía estar su ropa. Sintió una punzada
momentánea cuando vislumbró las ropas de Nancy, recordando lo bien que
le sentaba aquel vestido estampado color melocotón, pero apartó en seguida
el recuerdo. Tendría que librarse de sus cosas cuanto antes, decirle a la
señora Robbins que se las llevara. Se enrollo una bufanda verde de seda en
torno a la cabeza, dándole una vuelta por encima de la nariz y la boca, como
un bandido. Tras esto salió por la puerta lateral, rodeó la casa y penetró en
el bosque al lado de la carretera.
Había vuelto a beber y todavía podía sentir los efectos retardados de la
marihuana de la tarde con Terri Seltzer. Pero no le dolía la cabeza, su mente
parecía centrada y clara y su cuerpo ligero. No había hecho este tipo de
cosas desde que tenía catorce años: le hacía sentirse bien, lleno de energía.
Era como escabullirse del dormitorio de Lawrenceville para averiguar qué
tenían que ofrecer aquellos callejones de Trenton supuestamente repletos de
sexo. Pero esta vez era más excitante, porque al final de la búsqueda iba a
haber algo de verdad. Lo sabía. Temblaba de pensarlo.
Todavía no era de noche, pero Tom ya no podía esperar más. En su
cañada iba oscureciendo. Los grillos sonaban cada vez más fuerte, los
pájaros nocturnos cantaban. Las hojas goteaban todavía tras la lluvia:
cuando se movía y las ropas se le pegaban contra el cuerpo podía sentir la
humedad.
Tom penetró en el bosque hasta pasar The Vineyard en la cima de la
colina. Comenzó a subir por las laderas, bordeando la colina de viñedos que
daba nombre a la casa. En la siguiente cañada estaba el Arboretum, adonde
se dirigía, situada a unos cincuenta metros a los pies de una ladera hacia el
sur que se abría hacia el oeste. Allí había tres estanques de captación
retenidos por el riachuelo Aronomink. Cada uno terminaba en una cascada
de un metro y medio. Tom podía oír los tumbos del agua desde mucho antes
de llegar al lugar.
Cruzó por el paso de cemento sobre el estanque más elevado, sintiendo
el frescor que se levantaba del agua. Una ligera neblina colgaba sobre los
estanques.
Tom se quedó en el bosque que se elevaba por encima de la última
terraza de árboles, esperando a que cayera la noche escondido entre los
laureles. Podía ver la casa allá abajo, con la piscina azul tranquila y vacía.
El último rayo de sol brilló como oro sobre el tejado de pizarra. En la
segunda planta, las sombras se hacían cada vez más profundas. En la planta
baja había luz en tres ventanas. «No son las ventanas con parteluz del
centro», pensó. Ni tampoco las de la derecha, eso es la cocina. A lo mejor
las de la izquierda. Lo mejor era esperar a que se apagaran las luces de la
cocina y ver cuáles se encendían, quizá incluso las de delante de la casa.
Tom se acomodó, sentado de espaldas contra un haya y con los brazos
alrededor de las piernas encogidas. Cuando lo pensó, le sorprendió no tener
ganas de una bebida. Y a estas alturas ya no era consciente de que su pene
seguía duro, sin rastros de ir a caer. En la casa no podía verse ninguna
actividad, pero apoyó la barbilla sobre las rodillas y se quedó mirando, listo
para moverse cuando llegara el momento.

El cuadro progresaba, pero la luz iba desapareciendo. Flip Royce tocaba


el lienzo con el pincel una y otra vez, golpeando la imagen del pene que ella
hacía parecer una flor tropical, rosa y malva, goteando sensual, y fecunda.
Paul Royce entró en el estudio con dos vasos, el suyo con un Martini
Beefeater con hielo y el de Flip con Glenlivet y soda («una pena de
combinado», decía siempre él, y ella reía).
Paul era un hombre de 36 años y pelo negro y rizado que se iba
retirando. Era el hijo adoptivo del doctor Royce, cirujano como él, y no
sabía quiénes eran sus verdaderos padres, ni le importaba. Flip era prima
suya, pero no de sangre.
Aquel día, Paul había llevado a cabo seis operaciones, comenzando a las
seis de la mañana. No había resultado fácil. Había tenido una noche dura
con Flip. Y ahora le asustaba un poco. Su aura llamaba al sexo, pero él
estaba cansado.
Flip ignoró la bebida y también a él, o al menos eso le pareció. Parecía
concentrada en su trabajo, dando toques de rosa en la punta del pene. Él se
quedó admirándola: sus músculos tensos y firmes bajo la bata color azafrán,
su piel aterciopelada tras las orejas; el encanto de su largo pelo negro, ahora
atado con un lazo malva pero alcanzándole la cintura.
—Los espíritus están aquí para ayudarnos a tener un hijo —dijo ella, sin
volverse ni dejar de pintar.
Paul se quedó frío. El era un científico, racional y bien preparado. Creía
en las cosas que podía tocar. No compartía las pasiones de su esposa,
aunque la quería. Le tendió la bebida, agitándola para que tintineara.
—Yo tengo para ti una bebida espiritosa —dijo él, sin poder reprimir
una risita.
Flip se volvió para mirarle, y su rostro se tornó imperioso y serio. Le
temblaban los labios y sus ojos verdosos brillaban. Dejó el pincel con dedos
temblorosos.
—Siento que viene —dijo—. Si no quieres ayudar será mejor que te
vayas.
Cayó de rodillas al suelo. Él dio media vuelta y dejó la habitación.

10

Suzy se dio media vuelta hacia Victor después de haber caminado unos
diez metros y lo vio desapareciendo al otro lado del muro. Estuvo a punto
de ir corriendo hacia él. Tenía las manos y los pies helados. El bosque
estaba en silencio, no se oía ni un pájaro. Sobre las hojas quedaban todavía
algunas gotas de la lluvia de la tarde, y al andar las movió, sintiéndolas
humedecer sus brazos y oyéndolas caer sobre otras hojas. Se respiraba un
aire fresco, bueno. Intentó concentrarse en eso, ignorar la quietud vacía, el
frío en las manos y los pies, la premonición.
Recordaba otros paseos por aquellos bosques. A lo mejor exageraba un
poco sobre sus aventuras, pero no demasiado. Recordaba especialmente a
Harrison Falk, a quien no había podido resistirse. Se preguntó dónde estaría
ahora, pensando en él con simpatía pero sin pasión. Él no era muy experto,
todavía recordaba sus agarrones, y ella tampoco. Se entretenía pensando
para engañarse. Estaba muy preocupada.
No había avanzado más de 20 metros cuando el miedo la tenía ya
sobrecogida. Otra vez aquella sensación mareante de que la estaban
siguiendo, de que había unos ojos clavados en ella como el día de la muerte
de Nancy, sin una señal aislada, sino sólo la impresión global de que había
alguien tras ella. Siguió adelante, sintiendo el frío no sólo en las manos y
pies sino recorriéndole la espina dorsal y pasándole por las piernas. Tuvo un
tirón en el estómago. Se paró, se dio la vuelta, miró hacia atrás, se quedó
quieta, no vio nada, no oyó nada. Pero la sensación seguía ahí. No podía
pensar en nada más.
Mientras avanzaba hacia el coche sentía su piel encrespada y las
punzadas de miedo subiéndole por la espalda hasta la cabeza. Ojalá hubiera
cruzado el muro con Victor. Ojalá no hubiera venido.
De repente lo oyó, tan bajo que podía haber sido una ramita rota, en
caso de que soplara el viento. Era un suave maullido, como el de un gatito
perdido y asustado, un niño quejándose, llamándola para que lo
reconfortara. Estaba aturdida. Se paró, miró hacia atrás, comenzó a andar,
volvió a pararse. El lloriqueo se hizo más insistente, absorbente. «No es un
niño —pensó de repente—. Es una trampa».
Tenía miedo de mearse en los pantalones, porque estaba al borde del
pánico. Empezó a correr, pero sus piernas se movían con dificultad, se
doblaban bajo ella. Volvió a detenerse, todavía insegura, se dio la vuelta, le
temblaban las piernas, iba a gritar. Intentó tranquilizarse pero no podía
controlar aquella certeza de que había alguien cerca, escondiéndose para no
ser visto, siguiéndola, acercándosele por la espalda, atrapándola. Temblaba
sin poder controlarse. Cada vez le resultaba más difícil respirar.
«Alguien quiere a mi niño», pensó de repente. La inundaron olas de
calambres. Se volvió y corrió los últimos metros hasta el coche, se arrojó
dentro, cerró la puerta, echó todos los pestillos sin atreverse a mirar fuera,
tragando saliva, sudando, temblando sobre el volante. Introdujo la llave de
contacto a tientas y puso en marcha el motor. Dio la vuelta y salió con el
motor rugiendo. No pudo ver movimiento alguno por el espejo retrovisor.

11

—Paul. Ven, cógeme —gemía Flip suavemente—. Ven por mí, Paul.
Se dio la vuelta sobre el estómago y apretó el rostro contra las ásperas
alfombras del estudio, aplastando las caderas y arqueando la espalda,
sabiendo que su marido no la oiría, que no vendría. No habría más que ella,
las velas, las hierbas y el delirio durante un rato.
Cuando estaba así. Flip quería que la destrozaran, que la llenaran hasta
hacerla estallar. Llegaba un momento en que la fuerza entre sus piernas y su
vientre se hacía tan caliente y vacía que deseaba que la cubrieran las manos
y los cuerpos de al menos una docena de hombres. «Era el deseo de las
fuerzas de la naturaleza», se decía a sí misma. Los espíritus de la tierra
tomaban su cuerpo y la calentaban hasta hacerla madurar. O era simple
deseo. Y el deseo era grandioso. Ella no lo sabía. No podía controlarlo ni
tampoco quería. Era un estado de enajenación que ella había llegado a
disfrutar y a menudo fomentar mediante drogas, bebidas y sueños.
En este delirio podía mantener ocupado al «pobre Paul» (pensaba en él
con estas palabras) durante horas, si él se lo permitía. Empezaba con su
pene erecto, su árbol de la vida, hasta que el semen corría, después usaba
sus genitales blandos, apretándose contra él y abriéndose para encerrar todo
el paquete en su vagina. Después solicitaba su boca, sus dedos, sus manos y
un surtido de objetos, varios de ellos simbólicos. Su necesidad se convertía
en algo tan mágico y orgánico que ansiaba que la penetraran los frutos
fálicos de la tierra panteísta: calabacines, espigas de maíz y batatas, como si
fueran el tótem de la fecundidad, instrumentos para una fiesta de
recolección o un rito de fertilidad que terminaría por llenar el ansia de su
útero. Por sus muslos corría el semen de Paul y sus propios jugos, y ella se
curvaba con cualquier cosa que se le introducía, deleitándose en una
comunión con la tierra y los espíritus de la procreación, gruñendo en un
lenguaje extraño que ni siquiera ella podía entender.
Era este frenesí procreativo, pensaba ella a veces, lo que había dado
aquel puesto preferente a Paul: la mayoría de los hombres a los que había
amado antes que él se asustaban de sus necesidades y se retiraban. Pero a él
parecía gustarle, parecía alentarlo, vivirlo. Era tan «bueno» que haría
cualquier cosa para complacerla, y la experiencia le hacía sentirse adulado,
como si él fuese el que la inspiraba. Hacía lo que ella le pedía. Incluso a
veces accedía a golpearla con varas de sauce y ramas floridas, las armas de
las brujas, hasta que las nalgas se le ponían rojas y la sangre salía a la
superficie de su piel como la savia de un árbol. Sabía que Paul no creía en
los espíritus, pero creía en el sexo, y aquello era sexo en grado sumo.
Flip giró de nuevo su cuerpo y gimió dulcemente. «Paul, Paul»,
sabiendo que no la oía. Al menos por el momento estaba protegido de su
deseo. La noche anterior lo había tenido trabajando dos horas y para ella no
había sido suficiente. Deseaba que acudiera, que la llenara.

12
Victor Mancius se movía lo más sigilosamente posible bajo los enormes
olmos y hayas. Más que ver, oír o saber, sentía que algo se movía delante
suyo, justo fuera del alcance de la vista. Llevaba cinco minutos siguiendo
un rastro de pies en el suelo, una rama quebrada, o simplemente su intuición
cuando no había señales claras. Esperaba alcanzar en cualquier momento a
aquel o aquello que iba delante, o a la inversa, verse sorprendido en una
emboscada. En cualquier caso, estaba preparado. Sentía curiosidad, pero no
miedo. Tenía la misma sensación que cuando seguía las huellas de un ciervo
en una cacería o con una cámara. De hecho, aunque no veía huellas de
ciervo, bien podía ser una gama lo que tenía delante, que no se dejaba
asustar y permanecía justo fuera del alcance de su vista. También podía ser
un hombre.
El suelo del bosque estaba cubierto por una gruesa capa de hojas
húmedas, esponjosa y hecha para el silencio. La maleza era densa pero bien
espaciada, como a distancias regulares. El terreno subía ligeramente,
cruzado de vez en cuando por arroyuelos que habían excavado profundas
aberturas de arcilla cubiertas de musgo y helechos.
Un poco más adelante, cerca ya de la cima, podía ver un espacio de luz
entre los árboles, la luz dorada de la puesta de sol que inundaba tanto las
copas de los árboles como los espacios abiertos entre ellos. La pista seguía
hacia allí. Cuando se acercaba pudo ver que el lugar lleno de luz era un
claro un poco más abajo que la cima rodeado por un pequeño muro de
piedra.
Remontando la última inclinación vio primero un pequeño edificio con
tejado de pizarra, y después un profundo alero que se extendía sobre un
camino de sombras. Hasta que no llegó al pequeño muro de piedra no se dio
cuenta de que el lugar era el cementerio de la familia Royce, situado tras la
casa de reuniones cuáquera. El lugar donde se había celebrado el funeral de
Nancy Horton hacía menos de dos semanas.
Victor se inclinó sobre el muro de piedra. Aquí se encontró entre
pequeñas lápidas del siglo XIX, hechas de mármol, desgastado y cubierto de
polvo, con sus fechas e inscripciones: «Murió pero no está muerta, un
mensajero de alas silenciosas…», aparecía cincelado bajo el nombre de
Amanda Ingersoll Royce. Y otra, justamente detrás: «Uno de nuestros seres
queridos nos ha dejado, por la tumba oscura y silenciosa…». Este era
Aaron Wistar Royce, hijo de Benjamin y Amanda, que había muerto en la
guerra de Secesión. Victor se detenía a mirar las lápidas mientras avanzaba
hacia las sencillas tumbas cuáqueras que no eran más que simples cabezales
de piedra. «A la memoria de nuestra madre, Sarah Pemberton Royce,
muerta el 24 de febrero de 1801, a los 54 años». Por el rabillo del ojo
Victor podía ver, un poco más lejos, el montón de flores marchitas sobre la
tumba de Nancy Horton. Se detuvo y sintió un escalofrío. Caminó hacia el
montón de flores.
Las lilas, las rosas y los gladiolos se estaban volviendo marrones y
negros, los brotes retorciéndose en los tallos secos; sólo los claveles rosas
parecían todavía frescos. Victor rodeó la tumba, sintiendo de repente como
la noche se hacía cada vez más sorda a su alrededor. En su cerebro sonó una
alarma que le dio un misterioso aviso de que algo andaba mal. Observó el
lugar de la tumba. La hierba en torno a las flores estaba pisoteada, como si
unos pesados pies hubieran caminado o bailado en círculo. Las huellas eran
demasiado frescas para ser del día del entierro. Y además estaba aquel olor
inconfundible, muy fuerte ahora, de carne putrefacta.
Victor se quedó quieto, sintiendo náuseas por la idea que le venía a la
cabeza. Alzó la vista y miró alrededor: las hojas inmóviles de los árboles se
apretaban unas contra otras, sin un soplo de viento que las moviera, pero
algo se movía tras el muro, entre las sombras de los árboles. Se resistió a la
descarga de adrenalina y se forzó a volver a examinar el montón de flores.
Todavía no había lápida, ni ningún tipo de marca. ¿O es que la habían
retirado? Por debajo de las flores marchitas asomaban trazos de arcilla seca,
derramada; ¿eran todavía del funeral o más recientes?
Victor no quería quedarse allí. Contuvo la respiración para soportar el
hedor, se dio la vuelta e hizo un esfuerzo para no echarse a correr; después
se volvió de nuevo, se inclinó y movió una de las coronas de flores. Pensó
que el nido de gusanos retorciéndose que allí vio estaba royendo carne
humana y sintió una especie de desmayo. Después vio el pelo gris y los
gusanos que cubrían el cuerpo abierto de una zarigüeya, sin ojos y medio
putrefacta, mostrando una sonrisa desdibujada en torno a sus afilados
dientes y con la cola enroscada y comida en algunas partes hasta el hueso.
Victor se enderezó, respiró y dejó la corona sobre el cuerpo muerto del
animal, preguntándose si se habría arrastrado allí por sí solo para morir.
Victor esperaba por todos los santos que así fuera.

13
De hecho, Paul Royce podía oír a su esposa Flip gimiendo su nombre.
Lo oía claramente sentado en el jardín de té de Tsuru-Kame mientras leía el
periódico.
Esta noche no podía. Sentía un dolor junto al recto, y sabía que era su
próstata. No es que no tenga fuerzas, pensó (de hecho, los gemidos de Flip
lo estaban excitando). Pero todo tenía un límite, y todavía era muy
temprano. Esperaba que a Flip se le hubieran pasado las ganas a la hora de
acostarse. Al mismo tiempo pensaba en la noche anterior, y en otras noches
como aquélla, con gran placer y orgullo. «Eres tan bueno aguantándome»,
solía decirle Flip. «Ningún otro hombre me aguantaría de esta manera». Él
no estaba tan seguro, pero de todos modos se sentía halagado. Y la quería.
Claro que Flip podía resultar una persona difícil. Muchas veces, en
sociedad, sus maneras alocadas y sus ropas estrambóticas y demasiado
reveladoras podían ser algo embarazosas. Radiaba energía sexual en cada
mirada, cada postura, cada movimiento.
Se vestía con sedas brillantes, brocados y lentejuelas, vaqueros
elegantes marcando sus contornos tentadores, turbantes libertinos, pelo
postizo, «sombras» lila y ropas con agujeros para dejar al descubierto la piel
y mostrar que no usaba ropa interior.
Paul había tenido que disculparse en varias ocasiones por su empeño en
bailar sus danzas modernas con sólo unos pequeños velos de seda, incluso
en ocasiones formales. Le encantaba bailar y que la miraran: había
confesado que a menudo experimentaba un orgasmo cuando lo hacía. Y sus
intereses por lo oculto exasperaban a Paul.
Aunque Paul podía imaginarse con otras mujeres o una esposa diferente,
la idea no le gustaba. También podía imaginar a Flip con otros hombres, y
lo hacía a menudo, pues ella le daba motivos. Desde su segundo año de
matrimonio había desaparecido a menudo durante varios días, para volver
tranquila y con expresión alegre y sin dar ni una explicación. Al principio
había pensado que aquellas ausencias, y lo que sabía que pasaba durante
ellas, lo mataría, o que terminaría matándola a ella. Pero poco a poco fue
reprimiendo sus celos furiosos. En su lugar se puso a trabajar muy duro,
entregándose totalmente a la cirugía incluso cuando tendría que descansar.
Escuchaba canciones y cantantes tristes: Charles Aznavour, Edith Piaf y
Frank Sinatra eran sus favoritos. Siguió casado con Flip porque la amaba, la
quería y sexualmente era adicto a ella. Además, era un Royce de
Roycewood, aunque adoptado, y una vez casados, los Royce de Roycewood
lo estaban de por vida.
Los gemidos habían parado, reemplazados por ligeros gruñidos. Paul
sabía que Flip había recurrido a su vibrador (Preludio III, «el Mercedes de
los masajistas», con sus dispositivos «dinamo interna» y «ven otra vez»).
Más de una vez lo había usado delante de él. La imagen que le venía a la
mente lo estaba excitando. De nuevo se sentía indeciso sobre si divertirse
más aquella noche.

14

Tom Horton estaba impaciente, pero se forzó a esperar. El sol ya había


desaparecido, pero todavía había luz en el cielo. No había visto ningún
movimiento ni dentro ni fuera de la casa, pero sabía que había gente.
Esperaba ver al menos a los niños de los Butler jugando un poco más en el
césped antes de que anocheciera, pero no habían salido, o no estaban en
casa. De todos modos, no eran ellos los que le importaban.
Había una frase que se repetía una y otra vez en su cabeza: obscenos
ritos vudús, obscenos ritos vudús. Se había convertido en un cántico mágico
que no podía controlar y que lo hipnotizaba. Tras sus ojos cerrados saltaban
las imágenes con gallinas sangrientas, cuerpos aceitosos y hogueras. Le
dolían el pene y los testículos, con el escroto tenso contra su cuerpo y el
pene presionándole sobre el abdomen. Su sensación de poder seguía intacta,
pero ahora un sudor frío le corría por las palmas de las manos, las plantas
de los pies y los sobacos.
Tom quería moverse, hacerlo ya. Abrió los ojos y tuvo la sensación de
que nunca se haría de noche. No podía esperar más. Se levanto y comenzó a
moverse con cautela ladera abajo, manteniéndose al abrigo de los muros de
las terrazas. Volvió a detenerse a unos 30 metros de la casa, apoyándose en
un muro y respirando de manera poco profunda. Las sombras iban
cubriéndolo todo, y entre ellas, allá al lado de la casa, le pareció ver una
figura que se movía.

15

Victor Mancius dejó el cementerio y se dirigió hacia donde le había


parecido ver movimiento tras el muro. Iba examinando la tierra entre los
árboles y estaba seguro de reconocer huellas recientes: los bordes de hojas
secas recién quebradas, los pequeños hoyos dejados por las pisadas en el
suelo blando del bosque… Pero ni un sonido delante de él.
Avanzó colina abajo trazando una diagonal en relación a la ruta que
había seguido para subir, con mayor cautela que nunca. Pensaba en lo que
había encontrado sobre la tumba de Nancy Horton y ya no rechazaba la
posibilidad de que alguien lo hubiera colocado allí deliberadamente.
También era probable que quienquiera que fuese caminara ahora delante,
burlándose de él o echándose al suelo a esperar.
Después de cinco minutos más siguiendo pistas, Victor se detuvo. Le
parecía que había caminado en círculo, y la oscuridad era cada vez mayor.
Había llegado a la cima de una pequeña colina. Unas avenidas curvadas que
se abrían entre los árboles le permitían cierta visibilidad en tres direcciones.
Había perdido las pistas que seguía. Ya no había más marcas, el débil rastro
había desaparecido en algún lugar tras él. Pero se hallaba en el sitio a donde
alguien había querido conducirle. Lo sabía. A la izquierda pudo ver una
extensión de césped a unos 50 metros. Tras él, una casa. A la derecha, a
unos 40 metros colina abajo, había un saliente rocoso sobre el que se
sentaba una figura de color caqui. Reconoció el pelo oscuro y el bigote de
George Caley y caminó en dirección hacia él.
Victor se reservó su terrible preocupación.
—Si alguien quiere entrar y salir, es posible hacerlo —dijo.
Era evidente que George estaba descontento.
—Probablemente ya no importa —dijo. Tenía mala cara—. Dentro de
un rato el lugar estará plagado de policías.
Victor se calló sus hallazgos y se quedó mirando a George.
—¿Cómo es eso? —le preguntó.
—Sarah los llamó.
6
Sarah

1
El lugar no se «plagó de policías». Sólo había uno. Y fue de la siguiente
manera: en primer lugar, Sarah Caley no llamó a la policía; la visitó. Aquel
día había estado de compras en Jos. Banks, eso era todo, y casualmente
pasó por delante de las oficinas de policía, aquel viejo edificio de piedra
gris con el alero y los marcos de las ventanas de ese color tostado propio de
los militares. Estaba sola; los niños no la molestarían ni podrían después
delatarla. Podía contar las cosas con discreción, decidir qué contar, cuánto
contar. Era inteligente. Podía ocuparse de las cosas. La policía la respetaría.
Sarah aparcó el coche y entró en el edificio, echando miradas cautelosas
a su alrededor. En el interior olía a edificio oficial, como los pasillos de la
vieja escuela Baldwin el día de apertura de curso. Allí era donde había
estudiado durante cinco años antes de que sus padres la mandaran al
internado de Foxcroft. Aquella cera verde y poco firme que echaban al
suelo y aspiraban de modo que el polvo no se levantara; era ese olor.
Esperaba que la recibiera un policía y se quedó sorprendida cuando una
mujer de pelo blanco, de unos 65 años, le preguntó si podía ayudar desde
detrás de una mesa sobre la que se veía un pequeño ordenador. La mujer
llevaba una camisa azul clara con una insignia plateada sobre el bolsillo del
lado derecho. Tenía aspecto oficial.
—Quiero hablar con un detective, un capitán o alguien —dijo Sarah,
perdiendo de repente la seguridad en sí misma.
Esta seguridad se vino abajo cuando la mujer le preguntó su nombre,
dirección y la naturaleza de su queja. Escribió todos estos datos con
mayúsculas en un impreso amarillo que parecía oficial.
La mujer de pelo blanco se percató de la reticencia de Sarah.
—El sargento Viele está ahí, ¿quiere hablar con él?
—Sí —dijo Sarah algo incómoda, observando con los ojos bajos a los
dos policías uniformados sentados en una esquina de la enorme y sombría
habitación.
Uno de ellos estaba sentado en una silla inclinada sobre la pared tras él
y con los pies sobre la mesa, y el otro medio espatarrado sobre esa misma
mesa. Sintió que al menos uno de ellos la observaba con gesto de policía,
jugando con una goma entre los dedos. Podía ver que llevaba bigote oscuro.
De hecho, se parecía bastante a su marido. Esperaba que no fuera el
sargento Viele, pero lo era. Se acercó a saludarla, con las llaves tintineando.
Ella consiguió mirarle a la cara y recuperó en parte su serenidad cuando él
le sonrió amigablemente, mostrando unos dientes muy blancos. Sus ojos
eran profundos y azules como zafiros.
—¿Puedo ayudarla? —le preguntó.
Sarah se percató de sus espaldas anchas, poderosas y erguidas, y de su
pecho robusto. Era más alto y corpulento que su marido, debía medir al
menos un metro ochenta y cinco centímetros, y su pelo era espeso. Unos
cuantos mechones le caían sobre las cejas negras por encima de aquellos
sorprendentes ojos azules. Tenía una pequeña cicatriz blanca bajo la barbilla
que le hacía parecer peligroso. Además era más joven que George. A lo
mejor incluso más joven que ella, pensó Sarah. ¿Por qué se había vuelto
más cálida? De repente le parecía que él llenaba la habitación, allí en pie
frente a ella, con su camisa azul clara sobreseyendo y la placa plateada tan
visible.
—¿Hay algún lugar donde podamos hablar en privado? —preguntó
Sarah.
Sintió los ojos del sargento examinándola. «Maldición —pensó—, cree
que he sido violada».
Él se movió hacia una mesa situada en la esquina vacía de la habitación
y ella caminó delante suyo. La mesa estaba cubierta de tazas de café viejas
y papeles. Sarah se sentó en una vieja silla de madera que tenía un brazo
roto y sujeto con cinta adhesiva. En el asiento había pequeños bultos de
barniz y ella contuvo sus ganas de limpiarlo antes de sentarse.
El sargento Viele se sentó en una silla semejante al otro lado de la mesa,
cogió una hoja de papel, Sarah pudo ver que se trataba de otro impreso
amarillo, y le quitó la tapa a su bolígrafo. La miró de nuevo con sus ojos
azules.
—¿Es preciso hacer un informe? —preguntó ella.
—Son las normas —dijo él, pero le puso la tapa al bolígrafo y se echó
hacia atrás, mirándola—. ¿Le gustaría contarme simplemente de qué se
trata?
Sonrió. Su sonrisa le dio ánimos. Su voz no era tosca, sino agradable.
—Se trata más bien de obtener alguna información —dijo ella,
intentando no jugar con el bolso ni tocarse el pelo. Él la miró pero no dijo
nada—. Se trata de unos intrusos —dijo ella rápidamente, sin querer
empezar por ahí, pero viéndose forzada a hacerlo—. Me preguntaba s
ustedes tendrían listas de delincuentes y esas cosas.
Se sentía como una tonta. Intentó seguir adelante. Se dio cuenta de que
el sargento jugaba con el bolígrafo, dándole vueltas arriba y abajo sobre la
rodilla, que tenía apoyada en la mesa. Se inclinaba hacia atrás como
retirándose del problema que le presentaba.
—¿Ha tenido intrusos? —parecía lejano y muy poco convencido.
—Hemos tenido noticia de ellos —contestó, y le pareció que decir
aquello era una tontería.
—¿Dónde vive?
Ella hundió la cabeza.
—Roycewood. The Vineyard.
Pudo sentir la sorpresa y la atención que surgió en él. Vio que la mano
que antes jugaba con el bolígrafo se había detenido. La rodilla desapareció
debajo de la mesa. El hombre se puso derecho en su silla.
—¿Cómo se llama? —le preguntó en voz firme y más potente que antes.
A ella casi le asustaba que pudiera estar enfadado, pues por su voz lo
parecía.
—Sarah Caley.
—¿Es usted pariente del doctor Royce?
—Es mi tío.
—¿Conocía usted a la señora Horton?
—Desde luego. Era mi hermana.
Todo iba mal. Sarah quería poner alguna excusa y marcharse, pero sabía
que no lo haría. Podía ver que él estaba ansioso, como tras la pista de algo
que le interesaba. Ella no quería que le prestaran tanta atención.
—Así que han tenido intrusos.
—Yo no he dicho tal cosa. He dicho que he oído a otras personas
hablando sobre el tema.
—¿Desde cuándo ha sido esto?
Ella permanecía cabizbaja, con los ojos clavados en las manos.
—Desde que murió mi hermana Nancy.
Él se quedó un momento callado. Ella se encontró dándole vueltas a su
alianza, aquel anillo de oro con un único diamante.
De repente se oyó un tumulto, gritos, chillidos y estruendo en la
habitación de al lado. Otro policía entró corriendo y antes de que Sarah
entendiera lo que ocurría, el sargenteo Viele ya estaba en pie.
—Póngase debajo de mi mesa y agáchese, señora Caley —le dijo.
Ella no fue lo suficientemente rápida. Tras el otro policía entró un joven
negro sangrando por unas heridas sobre los ojos y blandiendo una botella
rota. Tras él venía un tercer policía. El hombre gritaba «¡Hijos de puta!
¡Hijos de puta!». Sarah vio que su niqui estaba también manchado de
sangre. Parecía que le habían disparado o apuñalado. Sus ojos eran
amarillentos y enormes.
Sara no vio lo que pasó después. El primer policía se había dado la
vuelta y el sargento Viele estaba entre él y el joven negro, agarrándole por
la muñeca de la mano con que sostenía la botella. Después Viele torció ese
brazo por detrás del joven, que seguía gritando y pataleando, hasta que cayó
de rodillas. Sarah oyó la botella cayendo y rodando por el suelo.
—Traiga una camilla —dijo el sargento Viele al primer policía. Después
se dirigió al segundo policía—: Tírelo al suelo y arrodíllese sobre él. —Su
voz sonaba totalmente tranquila, y su cara no daba ninguna muestra de
alteración. El primer policía volvió con una camilla, y Viele ayudó a sujetar
al joven negro con correas—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó el sargento
Viele.
—Tuvo una riña con su chica —explicó el segundo policía—. La trajo
aquí y ella le apuñaló delante de nosotros. Salimos tras ella y el se lanzó
contra nosotros. Tenía esa botella en el bolsillo.
El primer policía tenía un corte en el brazo y estaba sangrando.
—¡Maldito! —dijo dirigiéndose al joven que yacía en la camilla—.
Deberíamos haber dejado que te matara.
—A tomar por culo, hijo de puta —dijo el joven.
—Llevadlo al hospital —dijo el sargento Viele—. Pete, de paso que te
curen ese brazo. A la chica encerradla por el momento, si es que anda por
aquí. Ya les tomaremos declaración más tarde.
Volvió al lugar donde Sarah permanecía en pie. Sangraba por la mano,
pero se limpió con un kleenex sin darle importancia.
—Le dije que se pusiera detrás de la mesa y se agachara.
Ella no pudo responder. Nunca había visto nada más peligroso, nunca
había visto a nadie actuar de manera tan valiente y serena. Se sentó
temblando. La habitación quedó de nuevo en silencio, como si nada hubiera
ocurrido.
—Casi no puedo creerlo —dijo—. Ni siquiera resuella un poco.
Frank Viele no sonrió ni dio ninguna explicación. Volvió a prestarle
atención como si no hubieran dejado de hablar.
—¿Para qué ha venido, señora Caley?
A ella le costaba volver al tema. Estaba pensativa.
—Iba de compras por aquí cerca —contestó finalmente—. Sólo pensaba
hacerles unas preguntas.
Frank se quedó callado. Ella no podía mirarle. La tenía totalmente
impresionada. ¿Cómo podía hacerlo?
—Usted es una mujer inteligente, señora Caley —le dijo él finalmente,
con voz firme pero relajada—. No creo que hubiera venido si no tuviera un
motivo mejor que ése.
—Mi hija pequeña se perdió —dijo.
Sabía que empezaba a parecer un caso de perturbación mental, pero no
podía hacer nada para cambiarlo. Quería marcharse antes de que le
aconsejara que acudiese a un psiquiatra. Él era tan fuerte, ¿cómo iba a
entender su temor por la breve desaparición de Chrissie?
—¿Pero la encontraron? —preguntó él.
—Sí.
—¿No le había pasado nada?
—No.
—Pero usted sospecha que no se perdió, sino que alguien se la llevo,
¿no es así?
—Así es.
—¿Por qué?
Sarah dudó un momento, se dio cuenta de que estaba retorciendo las
manos. Después se lo soltó para que entendiera.
—La encontraron borracha en una bodega oscura de un edificio oscuro
y con las puertas cerradas con llave. Tiene cuatro años.
El sargento Viele permanecía en silencio. Sarah levantó un poco la
cabeza y vio que él se agitaba en su asiento y daba pequeños golpecitos en
el bolígrafo.
—¿Por qué no se informó de esto en su debido momento?
Ella suspiró.
—Mi marido no quería. Mi tío no quería.
Ella se esperaba un sermón, pero no lo hubo.
—¿Por qué hablaba entonces de intrusos? ¿No es más probable que
alguien de Roycewood cogiera a la pequeña? ¿Con toda la seguridad que
tienen allí?
—Ninguno de nosotros lo habría hecho —dijo ella.
—Hay un montón de gente trabajando allí.
—Los han interrogado a todos.
Frank hizo un pequeño sonido dubitativo.
—¿Qué quiere que haga? —le preguntó. De repente Sarah se dio cuenta
de que no lo sabía—. ¿Quiere una investigación formal? ¿Lo aguantaría su
tío?
Ella meneó la cabeza. Sabía que la estaba mirando fijamente. Él esperó
antes de hablar.
—¿Me llamará si vuelve a haber problemas?
Su voz sonaba más suave. Era una suavidad auténtica. Él se levantó.
Ella alzó la vista y lo vio sonriendo, dándole ánimos. Asintió con la cabeza.
Se percató de la tirantez de sus pantalones azules en torno al tiro. Se puso
roja. Sus ojos la habían sorprendido. Ella sintió una oleada cálida y desvió
la mirada.
Aquella noche, Sarah tuvo la sensación de que algo iba mal. Su marido
estaba fuera; la niña estaba en cama; la sirvienta, sus hijos y los de los
Butler habían salido. Al principio había intentado relajarse tocando el
piano, tratando de ignorar lo que su intuición le decía. Al final decidió
investigar. Cuando entró en la cocina vio gotas de agua y sangre cayendo
sobre el suelo. Se quedó paralizada un momento, después corrió al teléfono
y llamó a Frank Viele.

Cuando Suzy llegó a casa de los Caley, temblando todavía pero


dominando su miedo, el sargento Viele acababa de llegar. Estaba cerrando
la puerta de su coche patrulla azul y blanco, y se había quitado la gorra, que
sostenía ahora en la mano. No había informado de la llamada, sino que
había acudido de manera extraoficial. Le dijo al guardia de Roycewood que
iba a visitar a la señora Caley por petición de ésta y esperó pacientemente a
que lo aclarara por teléfono con ella, cosa que hizo con cierta reticencia: los
guardias de Roycewood eran en realidad la policía del lugar, tan oficiales a
su manera como la policía de Merion, y no había que ponerlos de mal
humor.
Frank Viele esperó educadamente mientras Suzy aparcaba el Peugeot.
Cuando salió del coche la saludó. Ella no lo conocía, pero al verle se alarmó
y tranquilizó al mismo tiempo.
—Buenas noches. Soy el sargento Frank Viele —dijo él.
—Suzy Mancius. ¿Qué es lo que ocurre?
—Exactamente no lo sé. La señora Caley me llamó. ¿Es amiga suya?
Se dio cuenta de que tenía los ojos muy abiertos, de que estaba asustada.
—Sarah es mi hermana.
El sargento se quedó un momento mirándola, dando golpecitos con los
dedos sobre la gorra.
Ella se dio cuenta de que miraba su vientre. ¿Cómo podía darse cuenta
de que estaba embarazada cuando a penas se le notaba? Estaba
impresionada. Y asustada. Se fijó en el hombre, era atractivo. Metió las
manos en los pantalones.
—¿Qué puede pasar? —le preguntó, temiendo lo que encontrarían
dentro.
Sarah estaba ya en la entrada, con la puerta abierta. Parecía tensa.
Intentó sonreír.
—Lo siento —dijo.
Suzy pensó que parecía enferma, como si tuviera la gripe. Su rostro
estaba pálido y arrugado. Llevaba parte del pelo recogido con una pinza,
pero iba sin peinar. Tenía mechas enredadas que le caían sobre los hombros
como alambres de oro.
—¿Puedo ayudarla, señora Caley? —preguntó el sargento Viele.
—¿Qué es lo que pasa, Sarah? —preguntó Suzy, apretando las manos
heladas, metidas en los bolsillos, contra los muslos.
—Os lo mostraré —dijo Sarah.
Se dio la vuelta bruscamente y entró en la casa, avanzando con pasos
cortos y rápidos. Los tacones repiqueteaban sobre el suelo de madera.
Parecía que llevaba la falda y la blusa como descolocadas, flojas. Se
detuvo en la cocina, señaló hacia el techo pero sin mirar hacia allí. Suzy vio
que temblaba.
—Allí está —dijo—. No sé cómo ha llegado ahí.
Suzy y Frank pasaron delante de ella, alzaron la vista y vieron un
enorme pez de colores clavado en una de las vigas del techo con una flecha
que le atravesaba la cabeza. Los enormes ojos se le habían vuelto lechosos.
En el suelo se había formado un charco de sangre y agua.
—Parece una broma —dijo Suzy, pero se sentía todavía más helada.
—¿Podrían hacer esto sus hijos? —le preguntó Frank Viele—. Algunos
chicos lo harían, para divertirse.
—No —respondió Sarah.
Frank consiguió coger el pez y la flecha y los examinó.
—Señora Caley, no creo que pueda hacer nada.
—¡Pero ha habido un intruso por aquí!
—¿Ha visto usted a alguien?
No, no había visto a nadie.
—Pero tiene que haber sido alguien.
—Echaré un vistazo ahí fuera.
Cuando el sargento salió, Suzy tocó a Sarah en el brazo, después la
apretó.
—Todo se arreglará —dijo Suzy sin creerlo, mordiéndose los labios.
Sarah se soltó. Su gesto era tenso.
—Todos creéis que me estoy volviendo loca —dijo.
Y salió corriendo.

Tom Horton permaneció agazapado contra la áspera piedra del muro,


sintiendo de vez en cuando algún que otro saliente a través de la ropa. Se
quedó mirando hacia el lugar donde había visto movimiento, cerca de una
de las esquinas de la casa. Estaba seguro de que allí había alguien. Fuera
quien fuera no se movía, a lo mejor vigilaba también, como él. Decidió
esperar a que el otro hiciera algo.
¿Es que alguien había tenido la misma idea? ¿O era aquel observador la
causa del problema? Tom tenía la sensación de estar a punto de revelar
muchos misterios. Estaba ansioso, y concentraba la vista para ver más. Pero
también era paciente. No movería un músculo hasta que el otro se moviera.
Era de hierro. Se percató de la rigidez de su pene: eso lo probaba. Era
metal, inmovible, invulnerable y poderoso.
Antes de que Tom pudiera probar del todo su fuerza algo se movió entre
los arbustos al lado de la casa, como un bulto de oscuridad que se hubiera
soltado y empezado a arrastrarse hacia la ventana con luz. Tom contenía la
respiración y observaba cómo la forma oscura salía de entre la maleza y se
deslizaba silenciosa por la hierba.
La noche había caído casi por completo, y no había luna. Poco a poco
Tom se fue dando cuenta de que veía dos figuras, una tras otra, como
hermanos siameses o artistas de sainete que caminaban como patos por el
escenario. Le entró la risa. Contuvo una risita con la mano, preguntándose
si estaría todavía borracho o bajo el efecto de las drogas. Seguía sin
moverse, y se fue quedando helado al darse cuenta de que lo que estaba
viendo no era ninguna actuación ni tenía gracia.
Las dos figuras se detuvieron al lado de la casa y se quedaron quietas,
como un hombre con un niño a las espaldas, una encima de otra y
encorvadas. Dos. «Los Richter», pensó Horton. Después, la figura de
delante meneó los brazos, como bailando, y comenzó a hacer algo con las
manos, tocando en la zona del pene. Parecía que empezaba a masturbarse,
como bombeando adelante y atrás rápidamente. Por un momento Tom
pensó que era una alucinación más, y que se estaba viendo a sí mismo.
Después se movió y las figuras se enderezaron, separaron, deslizaron y
desaparecieron antes de que él hubiera dado dos pasos.
Tom avanzó hasta el lugar donde habían estado en silencio y con el
mayor sigilo posible. No oyó ningún ruido de pasos, ningún ruido entre los
árboles. Se volvió y miró hacia la ventana iluminada. Había un rostro
observándole fijamente, un rostro de hombre, con los ojos muy abiertos,
extrañado, asustado.

4
Harvey Butler solía meterse algodón en las orejas cuando se quitaba el
audífono, para que su sordera fuera la máxima posible. «A cortar», pensaba.
Entonces ya no podía ni oír el zumbido apagado, como de concha de mar,
de la presión atmosférica. Quedaba sólo el sonido sordo y constante que él
sabía era su cerebro, que no está conectado con los órganos auditivos
externos.
Las vibraciones se habían convertido en algo muy importante para él
por su sordera, especialmente cuando bajaba totalmente el volumen del
audífono. Le encantaba sentir las vibraciones de las cuerdas de un piano o
la cubierta delantera de un altavoz. A veces apoyaba su barbilla regordeta y
sus labios contra ellos, como si fuera un amante, sonriendo. Sabía que podía
sentir la más mínima vibración que se produjese a su alrededor por todo su
cuerpo, y no sólo en las puntas de los dedos. Un gran receptor de ondas,
pensaba de sí mismo. Un vibrador humano. Y había empezado a «sentir»
con el centro de su frente, como si tuviera allí un tercer ojo hecho para
sentir los cambios de presión del aire.
Fue precisamente este «tercer ojo» el que despertó a Harvey. Después
de cenar había apagado el audífono, se había sentado en su sillón de la
biblioteca y había cerrado los ojos para ser ciego además de sordo. No
quería que le molestaran ni su mujer ni sus hijos. Desde la experiencia del
bosque tenía ganas de cerrarse al mundo. Se quedó dormido.
Soñó, y en su sueño, tan real como la vida, estaba acostado sobre hierba
alta y espesa, desnudo a no ser por unas bragas y un sostén de encajes. Un
chico desnudo, de unos trece años y sin pelo excepto unos ricitos rubios en
la cabeza, le golpeaba una y otra vez con una vara que parecía una rama de
sauce, dejándole marcas cruzadas sobre el vientre y diciendo «chúpame los
pechos» a cada golpe. En el sueño, las palabras parecían tener sentido para
Harvey.
Los golpes de vara no le hacían daño. Eran como caricias, y se vio
levantándose hacia el chico, deseoso de chupar no sus pechos sino su pene,
pequeño y apretado. Parecía un cacahuete de piel lisa (cuando era pequeño
tenía una niñera irlandesa, Kathleen, que cuando le bañaba y limpiaba los
genitales decía: «ahora vamos a dejar tu cacahuetito limpio y guapo»).
Harvey tenía los labios casi encima cuando su tercer ojo sintió que
alguien miraba. En el sueño había saltado hacia atrás temeroso y
avergonzado, y se despertó asustado. Corrió hacia la ventana a tiempo de
ver una cara encapuchada en la oscuridad, que desapareció tan de repente
que era difícil decir si lo que acababa de ver había estado allí alguna vez.
Pero, a su manera, el sueño había sido «real», incluso más que la
aparición de la ventana. Harvey miró hacia abajo y se encontró con la
cremallera de los pantalones abierta (¿había olvidado cerrarla o la había
abierto durante el sueño?). Su pene estaba rígido y alto, como si los
latigazos de la vara de sauce en la hierba de su mente le hubieran preparado
para un encuentro que nunca había creído desear.
Harvey volvió a la silla confuso y avergonzado, con las manos sobre los
pantalones para ocultar lo que allí había. Un mástil palpitante. Se dio cuenta
de que casi no respiraba, atrapado por el asma, como si las autoridades lo
hubieran descubierto en un acto criminal.
De repente sentía ganas de culpar a su esposa Trish de su curioso sueño.
Quería acusarla de asexualidad, de convertirlo en homosexual (Dios mío,
¿podría ser cierto?), e incluso de hacerlo sordo y vulnerable. Él un maricón.
Gay. No era posible, no era verdad. Y al mismo tiempo sabía que Trish no
tenía nada que ver con el estado en que se hallaba.
Harvey quería echarle la culpa a Roycewood. Estaba extraño desde que
se había perdido en el bosque, cerca de Mill House, cuando un pequeño
pájaro le conducía. Era incapaz de librarse de esta locura que le había
atacado sin avisar, como si aquel rostro al otro lado de la ventana (¿estaba
realmente allí?) lo hubiera atravesado con una lanza, alcanzándole el alma.
Hizo funcionar el audífono con dedos temblorosos y temiendo lo que
iba a oír, sonidos que no había oído nunca antes, fantasmas susurrando por
los pasillos, arañando las puertas, crujidos en el ático y silbidos en la
bodega. Pero no hubo sonidos extraños, sólo los latidos de su corazón y el
resuello de sus pulmones.
Intentó hacer un chiste sobre ello, pero no pudo.
5

Frank Viele andaba con la linterna por entre los arbustos, haciendo
tiempo para que la búsqueda pareciera buena. George Caley y Victor
Mancius llegaron desde el bosque.
George no esperó a que le saludara.
—¿Encuentra algo?
—No, señor —contestó Frank—. ¿Cree que ha sido una broma de sus
hijos?
—Hablaré con ellos —dijo George—. Pero no creo.
Victor se había alejado un poco hacia la casa, con las manos en los
bolsillos. Se dio la vuelta.
—El pez, ¿era vuestro?
—No tenemos peces. Supongo que era del estanque al lado de la casa de
Paul. Parece uno de esos koi japoneses que tienen.
Victor no dijo nada. Pensaba en la zarigüeya muerta sobre la tumba.
—Sargento, gracias y buenas noches —dijo George.
Frank se dio cuenta de que le urgían a irse. Recordando al doctor Royce,
saludó con la linterna.
—Para ayudarles —dijo, y se fue.
Cuando el sargento encendía el motor, George y Victor estaban ya en la
casa, en la cocina, con Suzy y Sarah. Victor besó a su mujer, le dio una
palmadita en el vientre y la apretó contra sí. Ella le miró con expresión
extraña y le abrazó fuerte, y él se preguntó qué estaba pasando detrás de lo
evidente. Sarah miraba fijamente hacia el suelo. George le lanzó una mirada
furiosa, se sirvió un vaso de whisky y ofreció a los otros.
Ninguno aceptó.
—Gracias, Victor —dijo George cuando hubo apurado el vaso—. Te
llamaré.

6
Mientras cruzaba la puerta de Roycewood, Frank Viele pensaba en si
debería comunicar el asunto al jefe Delancey o no. En principio, Frank
estaba libre cuando contestó la llamada de la señora Caley: su turno había
terminado a las cuatro, pero se sentía solo y se había quedado estudiando en
su escritorio en vez de irse al apartamento vacío. El cabo Martínez le había
comprado una hamburguesa, una Coca-Cola y unas patatas fritas en
McDonald y estaba terminando la bebida cuando el teléfono sonó a las
nueve menos cuarto. La señora Caley había preguntado por él, y como
estaba fuera de servicio y pensando en lo delicado que era tratar con los
Royce, contestó la llamada pero no dio parte de la misma. Pero por otro
lado había cogido un coche patrulla, y eso sí que había que comunicarlo.
Además, seguro que el doctor Royce llamaría al jefe. No podía evitarlo.
Daría parte de la llamada y le diría al jefe por qué había contestado de la
manera que lo había hecho. Bueno, que le echara un rapapolvo si tenía que
hacerlo. Uno se va acostumbrando a tener auténticos imbéciles en puestos
superiores en la marina, en la policía, suponía que también en la vida. No se
engañaba pensando que si llegara a obtener su licenciatura en derecho se
libraría del poder de gente más tonta que él. Lo único que esperaba es que
aumentara la calidad de la tontería.
Otro de sus pensamientos giraba en torno a Roycewood. Muy a pesar
suyo, el lugar le había impresionado y fascinado. Había nacido y crecido a
menos de cinco kilómetros del enclave, en la parte sur de Ardmore, el
barrio pobre. Se había educado sabiendo que al norte de las vías había
calles y calles de casas en las que los ricos vivían en un anonimato relativo,
y haciendas donde los muy ricos residían tras muros de ladrillo o piedra y
portalones de hierro. Pero era un mundo al que Frank Viele jamás había
accedido a no ser estando de servicio.
Dejó el coche blanco y azul en un hueco en la parte de atrás del edificio
de policía y le devolvió las llaves al sargento Spenser, entonces de guardia.
Primero se sentó en su mesa y escribió el informe CLE (cúbrete la espalda)
con primorosas letras mayúsculas, después se quedó un rato en la silla antes
de llamar al jefe Delancey. Frank sabía que debería llamar al jefe a casa
aunque se estaba haciendo tarde, pero le costaba hacerlo. También la
llamada era tipo CLE, y eso le molestaba.
Frank reconstruyó en su mente la imagen de Sarah Caley frente a él
aquella tarde. Era mejor recordarla aquí que en su casa.
Se acordaba de cómo había enrojecido y el aturdimiento en que había
dejado la habitación. Recordaba lo alta y rubia que era, y sus intensos ojos
azules. Aristocrática. Sus pechos parecían un poco grandes para su
constitución, incluso medio escondidos bajo el jersey. Tenía un aire de
ligereza, refinamiento, delicadeza. Estaba tan asustada. Despertaba en él un
extraño apremio sexual, levantado sobre el deseo de protección pero en
absoluto paternal. Sospechaba que debía ser mayor que él.
Frank sintió como un endurecimiento en la ingle que le subía por todo el
cuerpo. Y sensación de ternura en el corazón. Olvídalo. Frank. No eres más
que un poli. Cambió de posición y arrinconó aquel deseo en el fondo de su
alma. Levantó el auricular y marcó el número del jefe Delancey con más
energía de la necesaria.

—Ese George es un bestia —dijo Suzy cuando se metían en el coche—.


¿Crees que le pegará?
Victor se rió y puso en marcha el coche.
—Sarah sabe lo que piensa y George no va a cambiarla.
—Está tan asustada —dijo Suzy.
«Y yo también», pensó.
Siguieron por la oscura carretera hacia las puertas de entrada de
Roycewood. Al pasar, el guardia los reconoció y saludó con la mano. Suzy
seguía temblando, así que se envolvió en la manta del coche.
—Es un lugar extraño —dijo Victor.
—Ahora ya sabes por qué no vivimos aquí.
—¡Hombre! —dijo Victor—. No es tu estilo. A ti te gusta la vida
sencilla.
—Me gustas tú —dijo Suzy, cogiéndole de la mano.
Las suyas se iban calentando poco a poco y sabía que había pasado lo
peor. Intentó olvidar lo que la había llamado desde el bosque. Intentó no
imaginarse lo que le habría hecho si hubiera acudido. Había querido su
niño. No quería imaginarse nada, pero sentía tirones, algo que la empujaba
a hacerlo, como la gravedad.
Decidió contar a Victor unas cuantas cosas, pero no todas.

George daba vueltas de un lado a otro de la cocina con un vaso de


whisky en la mano. Sarah estaba sentada en una de las robustas sillas,
apretando las manos entre las rodillas y mirando al suelo.
—Deberías habérmelo dicho antes de hacerlo —dijo él.
—Habrías dicho que podías arreglarlo tú solito —contestó ella—. Hice
lo que creí mejor.
—Llamar a la policía no era lo mejor.
—Yo no estaría tan segura.
Él se volvió bruscamente hacia ella, derramando parte del whisky sobre
el suelo.
—¡Mierda, la próxima vez me lo dices!
—¡Haré lo que me dé la gana! —gritó ella, sorprendiéndose a sí misma
tanto como a él—. ¡Y no vuelvas a decirme lo que tengo que hacer!
Él la miró y dejó la habitación.
Al otro lado de la ventana sus hijos los miraban asombrados.

9
Chip y Doug Caley dieron la vuelta a la casa abriéndose paso entre la
hiedra que crecía bajo los pinos.
—Él nunca le grita a ella —dijo Chip.
—Ni ella a él —contestó Doug.
—Me pregunto quién hizo lo del pez —dijo Chip.
Doug rió.
—Estaba muy simpático —dijo.
Chip rió también.
—Sí —dijo, y se echó de nuevo a reír.

10
Cuando llegaron a su casa en Berwyn, Suzy le había contado a Victor su
miedo por sentir que la seguían, y él, lo que había encontrado y pensado en
el cementerio.
Ella no estaba segura de nada. Volvió a pensar en el llanto persistente y
los sollozos apremiantes que había oído en la carretera desierta. Sintió una
contracción y un dolor en el abdomen. Se estremeció.
Pero podía haber sido un pájaro, pensó. Hay pájaros que hacen ese
sonido plañidero.
Aparcaron el coche en la parte de atrás y salieron. Las ranas croaban tan
fuerte aquella noche de junio que ni siquiera los ladridos de los perros en
las perreras podían apagar su canto. No habían dejado ninguna luz
encendida ni fuera ni dentro de la casa, y había una oscuridad espesa, sin
que las mortecinas estrellas resultaran de gran ayuda. Suzy se acerco a
Victor mientras este manipulaba con las llaves y lo rodeo con sus brazos.
Estaba llorando. Él ya estaba acostumbrado a los cambios de humor de su
embarazo, pero sabia que esto era diferente.
La abrazó con fuerza.
—Venga, todo se arreglará —le dijo, apretándole la barba contra el pelo
—. Nosotros lo arreglaremos.
Ella le contestó con voz borrosa y ahogada.
—No puedo dejar de pensar en Nancy —le dijo—. No puedo evitar
pensar que alguien la mató.
—Todo irá bien —dijo Victor, dándole palmaditas en la espalda
mientras la abrazaba y sintiéndose helado mientras apretaba su cuerpo
tembloroso en medio de la humedad de la noche—. Estuviste estupenda en
casa de los Caley. No me extraña que seas tan buena en el juzgado. Nervios
de acero.
Ella se estremeció y lo abrazó más fuerte.
—Querían a mi hijo —dijo ella contra su pecho—. Sé que querían a mi
hijo.
«Pero no —pensó—. Era un pájaro. Tenía que ser un pájaro».

11

El piccata de ternera era excelente. El vino (de su propia cosecha de


Roycewood) no era lo mejor: hubiera preferido un blanco seco italiano,
quizá un Valpolicella, pero de todos modos no estaba mal. La pasta con
aceite suave, ajo y albahacas era una delicia. Y el zucchini salteado era
espléndido.
El doctor Royce no era un gounnet, y prueba de ello era el gusto con
que se tomaba las sencillas comidas que la señora Tyson le preparaba en
casa. Pero sabía que la comida bien preparada es tanto un placer como una
terapia, así que ponía una especial atención a las cocinas y los cocineros del
hospital Royce Memorial.
No se apresuró en apurar su expreso, doblando mientras la servilleta de
lino y dejándola en la bandeja. Posponía el momento de volver al estudio de
los informes de sus pacientes, que le esperaban en un pequeño montón
sobre su escritorio.
En los paneles de nogal que cubrían las paredes de su oficina colgaban
distintas siluetas de antepasados Royce. En las estanterías, también de
nogal, podían verse dos primeras ediciones de la Anatomía de Gray (una
había pertenecido a su bisabuelo y otra a su abuelo) y copias antiguas de la
Materia Médica y de Referencias de trabajo del médico, que habían
pertenecido a otros antepasados también doctores.
De hecho, aquella oficina había sido la de su tatarabuelo. Él había hecho
que la trajeran desde la casa de la ciudad de Walnut Street, donde había sido
preservada como un santuario familiar desde la muerte de su padre.
También el padre del doctor Royce la había usado y conservado intacta.
El doctor Royce se levantó para llevar la bandeja con los platos usados a
la mesita al lado de la puerta cuando oyó el timbre de la oficina. Se paró y
volvió al escritorio. Nadie le molestaba aquí. El timbre volvió a sonar y fue
a contestar. Al abrir la puerta encontró el rostro tenso e incluso enojado de
George Caley. No pidió disculpas.
—Tenías los teléfonos desconectados, así que vine a verte —dijo.
—O sea que no podías esperar. Comprendo —dijo el doctor Royce. Se
apartó a un lado para dejar pasar a George, y después le indicó el camino
hacia el escritorio de su tatarabuelo, sobre el que colgaba una lámpara de
metal de tonos verdes que constituía la única iluminación de la oficina—.
¿Quieres un brandy? —le preguntó, apartando de la mesa una de las
pesadas sillas de nogal y quedándose en pie tras ella.
George rehusó. Se sentó en la silla.
El doctor Royce dio la vuelta al escritorio, se reclinó sobre el respaldo
de piel y posó las puntas de los dedos bajo los labios.
—Supongo que hay problemas —dijo.
Su rostro estaba sombrío.
George alzó la barbilla.
—Otra vez lo mismo —comenzó George.
Y le contó la historia del pez, Sarah, Victor y la policía.
El doctor Royce no le interrumpió. Ni siquiera se movía. Seguía con los
dedos bajo los labios y miraba directamente a George a los ojos, sin
pestañear.
Finalmente bajó las manos.
—Estoy de acuerdo en que es extraño. Pero todavía creo que
deberíamos conservar el secreto entre la familia. —Se quedó un rato en
silencio y después siguió—: Hablar a Victor estuvo bien, pero lo de la
policía fue un error. Ya le diré algo a Sarah.
George se quedó mirando fijamente al doctor Royce, observando las
suaves cejas grises sobre la nariz corva. Notó también que el anciano no le
miraba mientras hablaba.
—Haré lo que tenga que hacer —dijo.
El doctor Royce le miró con tranquilidad.
—No puedo creer que sea tan serio.
George no se movía ni pestañeaba.
—Yo no voy a dejar que llegue a ser tan serio.
El doctor Royce suspiró. Cuando George se fue llamó al jefe Delancey.
—Usted o sus hombres, vengan a Roycewood sólo cuando yo se lo pida
—le dijo.
Volvió a los informes sobre sus pacientes, frunciendo el ceño por lo que
había visto, sentido y pensado.

12

Los perros aullaban en las perreras. Suzy sabía que eso era lo que la
había despertado.
¿Pero qué era lo que los había agitado?
A través de la ventana abierta podía oír sus ladridos, podía oír cómo
golpeaban las puertas de las perreras en un delirio por salir.
Y de repente se quedó aterrada, se le pusieron rígidos los músculos y
tenso el estómago.
¿Por qué Victor no se había despertado?
Había algo al otro lado de la ventana. Podía imaginarlo allí fuera, en la
oscuridad, un monstruo maníaco en cuyos dientes afilados se reflejaba la
luz de la luna, ensombrecida por las hojas, respirando de manera áspera,
rápida, rasposa.
La había seguido, estaba segura, la había seguido desde Roycewood,
quería apuntalar a la cama su cuerpo retorciéndose como había hecho con el
pez en casa de Sarah, quería matar a su hijo. Ella deseaba gritar, zarandear a
Victor, sacarlo de su inconsciencia. Pero se quedó esperando, rígida, en la
oscuridad. A lo mejor no era más que otro sueño, a lo mejor todo había sido
un sueño. Ahora los perros se habían callado.
Arriesgó una mirada hacia la ventana, temiendo encontrar un rostro
burlón. Pero la ventana abierta estaba vacía y las cortinas no se movían,
sino que sólo servían de marco a un terror vacío y a una imaginación
desbordada.
«Es algo pasajero» —pensó—. «Todas las mujeres embarazadas tienen
estas explosiones paranoicas». —Se movió hacía Victor y rodeó con los
brazos su cuerpo caliente. Él respiró hondo. Ella seguía asustada, sin saber a
qué parte de su mente dar crédito. Sólo sabía que se sentía perseguida,
acechada, marcada como víctima, y que los perros habían empezado a
ladrar y agitarse en las perreras otra vez.

13

El visitante nocturno que acudió a Tsuru-Kame no lo hizo por el sendero


seco, sino que salió de entre los bosques cubiertos de musgo que se
extendían tras la casa de té, donde los manantiales que brotaban por la
fisura de una roca subterránea inundaban la ladera en un ancho de metro y
medio. El visitante se movió entre los pinos, sin avanzar rápidamente, como
de día, sino deslizándose con calma por el jardín de té sin un ruido. Pasó
entre las figuras funerarias y las piedras con inscripciones que yacían así
desde hacía más de 100 años, y después siguió por la orilla del arroyo
pasando el estanque masu, dejando una sombra bajo la luna llena pero sin
temer que lo descubrieran. Caminó por el sendero de gravilla, atravesando
el jardín interior con sus rosales en flor dispuestos en terrazas, hasta llegar
al pequeño nobedan que conducía a la casa. Había luz tras las ventanas, que
estaban cubiertas con unas pantallas protectoras pero carecían de contras
para evitar que se viera lo que sucedía dentro de la casa.
El visitante se detuvo fuera de los límites de la luz y se quedó mirando.
Primero se le cortó la respiración, después volvió más rápida. Sobre la
pared de una alcoba de la habitación había una pintura de un samurai con su
pene enorme y de raíz venosa metido en una geisha. Entre almohadas
esparcidas sobre las alfombras yacían el doctor Paul Royce y su esposa
Flip, unidos en la misma posición. El pene de él resultaba un poco
empobrecido por la fantasía de la pintura, pero las ninfas de ella estaban
hinchadas y trabajaban como gusanos en torno a la saeta.
El visitante se quedó mirando durante un buen rato, después se
masturbó, tras esto se agachó, como había hecho la noche anterior, cagó
sobre una piedra y se fue, tan silencioso como la sombra de un pájaro.
7
El gato

1
La visita continuó en el Arboretum, a medianoche: pequeños golpecitos
y arañazos sobre las ventanas de toda la planta baja, que brillaban a la luz
de la luna, lo que hizo que Harvey Butler, que lo sentía más que oía,
comenzara a sudar en la cama, mirando con los ojos abiertos al techo
ensombrecido, casi sin atreverse a respirar y preguntándose por qué su
esposa Trish continuaba durmiendo tranquilamente.
Después en The Vineyard, en donde los golpeteos despertaron a George
Caley mientras su mujer Sarah seguía durmiendo a su lado. Se precipitó
escalera abajo, pero demasiado tarde. Allí permaneció, descalzo sobre las
baldosas de la cocina, con la puerta trasera abierta, escuchando pero sin oír
nada más que los sonidos de los insectos en la noche.
Y más tarde Quarry House, donde los arañazos y golpecitos se
introdujeron en los enmarañados sueños de Tom Horton: veía ratones
garrapateando sobre cajas de cartón para roer las galletas que había dentro.
Sophie Hawkins aparecía también en el sueño, pero escondida. Tom se dio
media vuelta y gruñó, pero no se despertó.
El doctor Benjamin Royce, en Manor House, no recibió visita; su casa
permanecía tranquila y oscura bajo la luz de la luna.

2
En el comedor del club de cricket de Merion, Sarah Caley pensaba que
la ensalada de pollo parecía aquella tarde de lunes menos comestible que
nunca, vidriada, con mayonesa aceitosa y casi rancia y llena de misteriosos
cubitos que podían ser trozos de apio en dulce (¿pero por qué habrían de
endulzarlos?), o algo peor. Las compañeras de tenis de Sarah eran
treintañeras delgadas y tímidas, como ella, que no reían mucho. Todas iban
picoteando en sus platos con gran educación pero probablemente la
porquería aquella les daba tanto asco como a ella. De todos modos, había
estado especialmente inquieta toda la mañana, así que a lo mejor era sólo su
reacción. Quería levantarse, moverse. Sentía que tenía algo que hacer. Ni
siquiera el partido de tenis había logrado expulsar esta intranquilidad. Sus
compañeras hablaban de ponerse de nuevo a régimen (Pritikin contra
Scarsdale, ¿cómo creerlo?) y ella no escuchaba. Quería salir de aquella
deprimente sala. Se disculpó, dejó la servilleta doblada al lado del plato
intacto y salió.
Sarah llevaba un sencillo vestido de tenis. Todo el mundo llevaba un
sencillo vestido de tenis. Aquí siempre había sido así. Las mujeres que
tenían piernas realmente terribles (pero no todas, y menos las mayores)
vestían pantalones de tenis blancos.
Afortunadamente, el lugar no estaba nunca lleno de gente. Sarah no
tuvo que pararse para hablar con nadie en el pasillo, porque estaba sola.
Caminó hacia la entrada de Gray’s Lane y dio la vuelta tras el pupitre de
Amy el Vigilante, que estaba allí sentado, recibiendo mensajes y sonriendo.
Sarah entró en la sala de espera, amueblada con piezas de caña ya
desgastadas, y dio una vuelta por allí. No había nadie. Se asomó por el
ventanal y bajo la bóveda vio a dos jóvenes jugando a balonvolea. Sintió
que algo se agitaba en su interior a la vista de aquellas piernas bronceadas y
aquellos cuerpos musculosos. ¿De dónde serían? Las vistas no solían ser tan
buenas.
¿Qué le ocurría? Recordó que era lo que antes se llamaban «resuellos
calientes». ¿Cómo podía ser, cuando Nancy había muerto hacía tan poco y
con lo del pez de colores clavado en la viga de la cocina?
Una ola de tristeza inundó de repente a Sarah mientras seguía viendo
jugar a los jóvenes. Le parecía que la mejor parte de su vida, la época de la
frescura, la alegría, la energía y la diversión, habían pasado sin que se diera
cuenta. Le parecía que estaba atrapada en un exterior de muñeca, una
imagen superficial de alguien que es la «esposa de George» y «la madre de
los chicos». Tenía que salir de eso. Pensarlo le hacía sentirse mal, como
culpable de ingratitud, egoísmo y deslealtad. Pero si no encontraba
diversión y frescura ahora, ¿podría hacerlo algún día? Se dio cuenta de que
tenía que hacer algo antes de que también este momento desapareciera, y lo
lamentara.
Salió de la habitación y se detuvo junto a la mesa de Amy. Sarah sabía
lo que tenía que hacer.
—¿Hay algún teléfono que pueda utilizar?
—Puede usar éste, señora Royce —dijo Amy—. Yo tengo que ir a la
sala de las señoras.
«Señora Royce», pensó Sarah. Después de tantos años. O quizá
precisamente por eso.
Descolgó el teléfono y marcó el número que ahora se sabía de memoria,
escuchando el sonido intermitente mientras sus pulsaciones le golpeaban la
garganta.

3
En vez de ir a la oficina. Tom Horton se había dirigido a la biblioteca
Ludington, en Bryn Mawr. Llevaba allí dos horas, sentado en una cómoda
silla en una pequeña habitación que daba a la avenida Lancaster. Con la pila
de libros a su lado, era un pelirrojo de cara pecosa entregado al estudio.
Al principio se sintió un poco perdido. No podía recordar la última vez
que había estado en una biblioteca. Probablemente en Princeton. El último
libro que había intentado leer era Los brazos de Krupp, en 1975, y no lo
había terminado.
El libro que estaba ahora abierto ante él se titulaba El vudú en Nueva
Orleans. Estaba tan fascinado con la lectura que llevaba una hora sin ni
siquiera percatarse del tráfico, que se dejaba oír con ruido sordo en el sol,
tras los elevados ventanales.
Leyó cosas sobre sacrificios animales y humanos en los que se bebía la
sangre todavía caliente, la sangre de gallinas, gatos, cabras y bebés a los
que los seguidores vudús habían despellejado con sus dientes estando
todavía vivos. Leyó sobre «la cabra sin cuernos», el niño blanco utilizado
en los rituales, y sobre mesalianos vudús insaciables y mujeres blancas de la
alta sociedad que, enloquecidas por el deseo, bailaban en una orgía obscena
con negros sonrientes y copulaban con ellos en el fango.
Tom pensó de nuevo en Sophie Hawkins, la sirvienta de los Butler, y en
las extrañas figuras que había visto en las cercanías de la casa. ¿Las había
visto de verdad? Ahora añadió a estos pensamientos algunas sospechas
pornográficas sobre Flip Royce, la esposa de Paul Royce. Siempre le había
gustado Flip, pero había observado que sus puntos fuertes no eran ni la
cordura ni la normalidad. Era elegante e irradiaba sexualidad. Y brujería.
Una vez, en una reunión familiar, Flip le había preguntado sin ningún
tipo de miramientos si podía hacer una foto instantánea de su polla, así lo
había dicho, para poder pintarla después. Él se había negado, riendo, pero
ella ni siquiera había sonreído. Había entrecerrado sus ojos verdes y le dijo:
«Entonces tendré que seducirte, querido». Y él sabía lo suficiente sobre ella
como para tomárselo a broma.
Tom estaba seguro de que Flip practicaba todos los tipos de brujería y
magia negra, así que no le sorprendería que el vudú o algo peor formara
también parte de su repertorio.
En un libro de magia leyó que una rosa en el ano era un truco usado por
las brujas para conseguir poder erótico, y que los duendes dejaban huevos
de pájaro cuando robaban el alma de un bebé.
Tom sabía que le quedaba mucha investigación por delante. Y sentía
que tenía que empezarla pronto.
4
—Sargento Viele —dijo Sarah al teléfono—, quiero agradecerle que
viniera ayer por la noche. Quiero que sepa lo que estimo su ayuda.
Frank Viele se quedó un rato sin decir nada.
—Está bien —musitó, tan suavemente que, al otro lado de la línea Sarah
apenas pudo oírle.
—Me siento mucho mejor hoy —continuó ella—. Ahora brilla el sol y
todo parece tan estúpido. ¿Me perdonará que haya sido tan tonta?
—Claro —oyó que decía Frank, después de dudar un rato. Otra pausa
—. Siempre que me necesite.
—Gracias —dijo Sarah, imaginándose su cara y viéndolo retorcerse
ligeramente por los nervios—. Espero volver a verle.
—Yo también, señora; en circunstancias más agradables.
Fue todo lo que dijo Frank.
—Adiós —dijo Sarah.
—Adiós, señora —respondió él, y colgó.
Sarah no sabía qué le estaba pasando. Antes no habría hecho jamás algo
como esto, ni siquiera se le habría ocurrido. Estaba asustada. Pero también
excitada. Necesitaba ayuda, necesitaba tanto a alguien que la abrazara y la
quisiera. Y más. Más de lo que ella podía admitir. Sabía que no se
detendría.

5
Llovía ligeramente tras un día soleado. El bosque de Roycewood
despedía un aroma a musgo y moho en medio de la fresca tarde de junio.
Sobre el suelo se alzaba una niebla baja y clara, que desaparecía cuando
caía una fuerte lluvia pero volvía a aparecer al escampar. La niebla se
enredaba en vórtices al paso de dos hombres que caminaban por ella. La
tela de los pantalones de ambos aparecía ya oscura por debajo de las
rodillas, debido a las gotas de los helechos y plantas jóvenes con que iban
rozando. George Caley llevaba su harapienta chaqueta deportiva roja y azul,
que procedía de Penn, y una gorra de béisbol, y Victor Mancius vestía un
chubasquero tostado y no llevaba nada en la cabeza.
George y Victor realizaban su reconocimiento en silencio. Sus ojos iban
buscando por el suelo, con el bosque enfrente y la maleza a los lados. El
sendero que iban siguiendo bordeaba la mayoría de las casas de la hacienda,
cruzaba tres veces la carretera principal, seguía paralelo al muro de piedra,
pasaba sobre el arroyo de la Tortuga sobre rocas planas y vacilantes, se
torcía junto al arroyo Aronomink y continuaba a lo largo de la verja de
alambre de espino que separaba el área residencial de la zona de granjas,
donde se cuidaban toros, vacas, caballos sementales y yeguas.
—¿Para qué es esto? —preguntó Victor.
George le explicó lo que era la granja Roycewood. Sus 240 hectáreas
estaban separadas del resto de Roycewood por esta verja, y sólo había una
puerta doble que conectara las dos partes. La puerta se hallaba al final de un
camino que partía de la parte de atrás de Manor House. El acceso estaba
estrictamente controlado.
—Mmmm —dijo Victor—. Vamos hasta la verja, viejo.
A ambos lados de la verja había una zanja de aproximadamente metro y
medio de profundidad, sobre la que colgaba la neblina. A Victor le
recordaba las películas en las que salían las fronteras entre la Europa del
Este y la del Oeste.
—¿Hay minas? —preguntó.
—No —respondió George en tono solemne.
—Entonces caminemos cerca de la verja —dijo Victor sonriendo, y
avanzó hacia allí a través de la ligera lluvia.
A unos 50 metros los hombres encontraron un pasadizo excavado bajo
la verja lo suficientemente grande para que se deslizara por él un animal, o
un hombre. La hierba que había crecido en él casi lo ocultaba, pero esta
hierba estaba aplastada y ennegrecida. Alguien había usado recientemente
el pasadizo para ir de un lado a otro de la verja.
—¿Vamos? —preguntó Victor.
George asintió con la cabeza, se agachó y pasó. Victor le siguió,
arrastrándose con facilidad sobre el barro.
Un sendero desdibujado atravesaba arbustos y árboles hasta ir a parar a
un grupo de casas de piedra. Los hombres lo siguieron.
Victor y George se detuvieron en un camino junto a una pequeña cabaña
de piedra. En el interior del edificio se oían los pataleos de las pezuñas de
los bueyes contra algún material blando, y un silbido ronco contestado por
otro no tan lejos. También había gente hablando.

En esta tarde lluviosa, Mill House había arrastrado a Harvey Butler


fuera de su acogedora casa. Había pensado mucho en aquel lugar desde la
tarde que había intentado ir allí y se había perdido en el bosque. Aunque no
era valiente, era curioso, y se había atormentado a sí mismo una y otra vez
con el pensamiento de volver a intentarlo.
Era como si aquella tarde de domingo unos duendes o trasgos del
bosque le hubieran alejado de un encuentro con lo mágico. Volviendo la
mirada hacia aquella aventura, ya no sentía el miedo que había
experimentado entonces. En su lugar había surgido una obsesión,
alimentada por sueños y temores, que había que controlar antes de que le
volviera loco. Se había enterado de lo del pez de colores clavado en el techo
de la cocina de los Caley (Sarah se lo había contado a Trish, y ésta a él). Le
había recordado su primer presentimiento en torno a Mill House: estaba
seguro de que encontrarían allí a la niña perdida, y aunque la habían hallado
en otro lugar, todavía sentía la necesidad de examinar aquel lugar
inhabitado. Trish y los chicos habían salido, cada uno por su lado (Dios
sabía a dónde) y estaba libre.
Avanzando por la carretera de Roycewood bajo la lluvia. Harvey se
parecía a Carlitos vestido para jugar en la nieve. Los pantalones, el poncho
y el sombrero le quedaban tan flojos que parecía que se enrollaría en ellos si
se le empujaba. Llevaba también unas botas de plástico amarillas (ponte las
botas ésas, se dijo a sí mismo, abrochándolas). Era una vestimenta que
había comprado en unas liquidaciones en Nantucket el otoño anterior, pero
que no había usado nunca. Llovía muy poco y Harvey iba bromeando
consigo mismo y sacudiéndose dentro del pesado equipo de lluvia. «Pisa
fuerte, hombre —se decía—, sopla del noreste». Cuidado con aquella bahía.
Llevaba el audífono funcionando y estaba muy alerta.
Allí donde la carretera cruzaba el arroyo de Aronomink por un puente
de piedra, justo detrás de Tsuru-Kame, Harvey la dejó y siguió un sendero
que avanzaba al lado del río. Podía haber llegado a Mill House siguiendo la
carretera que conducía al lugar desde la carretera principal, pero eso
significaba dar la vuelta a una colina, y este camino era más corto.
El sendero seguía el caz restaurado que llevaba agua desde los
estanques sobre el Arboretum hasta el molino. Estaba abierto sobre un
montículo de tierra entre las piedras de la cantera con que se había hecho el
caz y los cantos rodados del arroyo. El agua del caz fluía lentamente,
arrastrando algunos trozos de hojas. Harvey se sintió un poco decepcionado
cuando se dio cuenta de que la rueda no estaría girando cuando llegara al
molino. «Oh, qué porra», se dijo a sí mismo, imitando a su hija Pokey. Le
gustaba usar el lenguaje de los chicos.
Al otro lado del caz había una extensión de tierra pantanosa que se
extendía hasta una pared natural de roca negra con algunas grietas
diagonales. El risco se elevaba aproximadamente metro y medio y estaba
coronado por árboles. Por él corría el agua de lluvia. Los pájaros
revoloteaban sobre las aguas cubiertas de algas del pantano, por encima de
las cañas y los troncos podridos que sobresalían, con sus espaldas oxidadas,
por encima de la superficie verduzca como la lima y amarilla como el
sulfuro. Parecía haber toda una bandada de pequeños pájaros. Un pequeño
pájaro los conducirá, recordó Harvey.
Las ranas croaban y chapoteaban al saltar al agua, asustadas por los
pájaros o por los gigantescos pasos amarillos de Harvey. De una manera u
otra debían encontrar líquido bajo la capa casi sólida de pequeñas hierbas y
rizosos helechos. Se percató también de que había unas tortugas
descansando sobre unos troncos, y un ligero viento que levantaba las hojas
de los arces, haciéndolas adoptar un gesto como de manos suplicantes.
Recordó las atrayentes manos de aquella tarde de domingo. Tranquilo,
chico. Sobre el suelo de hojas podridas del sendero crecían enormes hongos
marrones, y Harvey los pisoteaba con gusto (tomad esto, imbéciles);
estallaban con lodo oscuro sobre el vinilo brillante de las botas e iban
produciendo un ruido de chapoteo por delante. Iba satisfecho, avanzando a
grandes pasos.
Ahora el viento hacía crujir los árboles, y Harvey pudo ver un poco más
adelante el muro de piedra cubierto de musgo que rodeaba Mill House, y el
techo de pizarra grueso y musgoso. De repente sintió humedad y frío en el
interior de su equipo para la lluvia, y se paró como muerto, con la boca
abierta, probando el aire. Parecía que su «tercer ojo» volvía a la vida, sentía
una vibración en la frente. Gracias a la amplificación del audífono podía oír
los rugidos del arroyo y las fricciones del viento; podía oír el chapoteo de
las ranas, del tecleteo y los tragos de los gigantes. Pensó que podía
distinguir también un quejido procedente del interior de la casa, como una
mujer o un niño a quien estuvieran descoyuntando.

Si se contemplaba el complejo de granjas de Roycewood desde la


distancia, por ejemplo, desde la colina de Manor House, a través de la
neblina y por encima de las copas de los árboles, diríase que era una ciudad
medieval: la cabaña de lácteos cubierta de hiedra, los establos de piedra, los
muros de piedra cubiertos de rosales y todos los edificios adyacentes,
también de piedra. Aquí podían verse algunas torretas coronadas de
tejadillos cónicos de color rojo y almenas como las que se encuentran a
veces en los castillos franceses del Loira, completados con inscripciones de
flor de lis en las piedras y ventanas cortadas en forma de flor de lis.
Los edificios estaban rodeados de estanques, sicómoros, trigales y ricos
pastos de hierba y trigo. Los pavos, las gallinas de Guinea y los gansos
corrían y silbaban por el césped cortado y descansaban entre los arbustos.
Vistos desde cerca, los edificios resultaban más utilitarios: no eran
modernos, pero servían. Debían servir. El doctor Benjamin Royce no
bromeaban en lo referente a cuestiones agrícolas. Se lo tomaba muy en
serio.
Había seis hombres que trabajaban en jornada completa, encargándose
de los 30 caballos de exhibición y las enormes manadas de vacas lecheras
de Ayrshire. El complejo granjero de Roycewood era un auténtico negocio.
Todas las estadísticas de la granjas se controlaban por ordenador, incluidos
los árboles genealógicos de los animales. El complejo estaba bajo el control
de Charles Cunningham, un graduado de 1956 de la Escuela de Agricultura
de la universidad de Pennsylvania. Le ayudaban Thomas Kyle y Edwin
Carrick, que habían nacido en Escocia hacía aproximadamente 70 años.
El doctor Royce estaba supervisando con Cunningham la colección de
semen del famoso toro Ayrshire Rosa de Guerra, de Roycewood, cuando se
dio cuenta de que dos hombres entraban en el establo de los toros. Rosa de
Guerra estiró el cuello, entornó los ojos y comenzó a patalear, golpeando
con las pezuñas en la cubierta de goma, cada vez más y más fuerte,
mugiendo inquieto.

Harvey Butler se quedó inmóvil, en pie sobre la superficie húmeda y


resbaladiza del sendero trillado. El quejido asexuado del interior del molino
no desaparecía. La cabeza le cayó hacia atrás, con la boca todavía abierta.
Las gotas de lluvia le corrían por la cara y el cuello. Tragó saliva y se
estremeció. Su asma le golpeó el pecho, y se le cortó la respiración. Las
rodillas le castañeteaban dentro del chubasquero. Podía sentir cómo le
castañeteaban. Podía sentir el grito sin voz que le invadía la garganta, y
volvió a tragar saliva. Se formó una negrura que iba a tragárselo, con un
anillo de fuego alrededor, y casi se desmaya. Pero hizo un esfuerzo y logró
recobrarse.
Nada le había ocurrido. Todavía estaba allí. También el gemido seguía
allí, pero no le había agarrado, y nada se había ni siquiera movido. Poco a
poco Harvey fue recobrando su compostura; otra vez podía respirar. Ya no
temblaba, pero le quedaba sólo una especie de ligereza en las piernas y
sobre la piel, así como un dolor entre los ojos. «Puta mierda —pensó—,
esta vez sí que has metido la pata, chico».
Allí; nada le había hecho daño, y eso le empujó a seguir adelante. Dio
un paso vacilante hacia el edificio cubierto de musgo y esperó a que algo
ocurriera. Nada. Volvió a moverse. Fue dando paso tras paso hasta que
estuvo lo suficientemente cerca como para distinguir el color rojizo de la
«roca de diamante» de las paredes entre el musgo, como desgarrones
producidos por latigazos. Levantó la vista hacia las ventanas embadurnadas,
esperando ver rostros viejos, pintados y travestidos reunidos en torno a ellas
y cacareando ante su miedo en una risa sin dientes. Pero nada le miraba.
Los gemidos continuaban y de repente Harvey se dio cuenta de algo; la
rueda, gilipollas, es la rueda del molino, que da vueltas. Eso es lo que oyes,
pavo.
Al lado de los muros de Mill House, en donde nunca daba el sol, crecían
espesos matorrales de helechos. Harvey los atravesó para llegar al sendero
de piedra que rodeaba el edificio, y terminó en una terraza que daba a la
rueda del molino. Hasta aquí llegaba el caz, que lanzaba su agua en los
cubos de la rueda, que con su peso hacían que ésta se moviera. Pero la
compuerta del caz estaba cerrada, y el agua negruzca se detenía allí,
quedándose inmóvil. La rueda de madera también permanecía quieta, como
sujeta por las correas y cerrojos que la sostenían.
«Curioso, muy curioso, tío», pensó Harvey para mostrarse valiente.
Pero sentía también un aguijón de sorpresa y un miedo recurrente. El
gemido procedía de dentro de la casa, ahora estaba seguro. En los
alrededores estalló la tormenta y comenzó a caer una fuerte lluvia, que
apaleaba los árboles y dejaba marcas en las hojas más altas. Harvey alzó
poco a poco el rostro; la lluvia le caía en los ojos, pero esta vez pudo ver un
movimiento tras una de las ventanas.
Y mientras Harvey lo veía, o creía verlo, un movimiento brusco y
furtivo, como el de unas cortinas echadas rápidamente, algo blando estalló y
resonó en la superficie de piedra, cerca de sus pies. Su pánico no le permitía
saber exactamente qué era lo que veía allí, destrozado: unos palos negros
rotos, hojas marrones podridas, pelo lacio y pajas todo pegado y junto,
soltando un líquido; en esta masa pulposa se veían cosas como gusanos
malva con cabezas anaranjadas, que daban vueltas y se arrastraban, se
arrastraban hacia él.
Chilló como una niña, se volvió y salió corriendo por el sendero a través
de los arbustos que le azotaban. Dos veces resbaló y cayó, jadeando,
temblando, antes de que fue capaz de apoyarse contra el tronco húmedo de
un árbol. Entonces se obligó a darse cuenta de aquella asquerosidad que
había estallado a su lado no era más que un nido de pájaros. Tirado por el
viento, sacudido por una rama agitada o desprendido del alero de Mill
House, pensó. No podía estar seguro. Pero sentía que alguien o algo se lo
había arrojado y que todavía le seguía. Su corazón palpitaba a toda prisa, le
dolía el costado, la respiración le rascaba el pecho. Caminó por el sendero
en dirección a casa.

Rosa de Guerra era un toro Ayrshire de 1.000 kilos de peso que como
semental había tenido exactamente 30.110 hijas en 11 años de vida. Los
detalles estaban registrados en los ordenadores de Roycewood. Se
desconocía el número de sus incontables hijos; sólo se contaban aquellos
que eran a su vez destacados sementales, y éstos habían sido doce, tres de
los cuales pertenecían a las manadas de Roycewood.
El semen de Rosa de Guerra estaba muy solicitado: sus hijas producían
un promedio anual de 800 litros de leche por encima de la producción de la
Ayrshire típica. Y por eso su esperma era muy caro: de 30 gramos de su
semen se sacaban unas cien ampollas, y cada una se vendía a 300 dólares,
lo que significaba que su semen valía unos 30.000 dólares cada 30 gramos
en Estados Unidos, y el triple en Canadá.
Rosa de Guerra era un toro suave y bien formado, con una excelente
caja torácica que se extendía por los costados y patas robustas y bien
emplazadas; estaba cubierto con estilosas motas rojo caoba sobre zonas de
blanco bien definidas. Producía unos diez centímetros cúbicos de semen
cremoso y blanco en dos eyaculaciones, una tras otra, una vez por semana.
El esperma de la segunda, provocada diez minutos después que la primera,
era siempre más abundante y viable. Rosa de Guerra era una máquina
productora de esperma a la que se manejaba con gran cuidado; pero nunca
había introducido su pene (de unos 28 cm) dentro de una vaca. Una vez
había estado cerca, pero ahí se había quedado todo.
Rosa de Guerra no había necesitado una vaca para estimularle desde la
primera vez que se le había permitido hacerlo al lado de una vaca en celo.
Desde entonces lo habían engañado, y él había consentido felizmente hasta
que se le burlara de manera lamentable, una vez por semana. Desde el
principio se le había entrenado para copular con un muñeco.
Cuando Rosa de Guerra tenía dos años lo llevaron por primera vez al
establo comunal. Allí le esperaba una vaca en celo, levantando la cola por
encima de sus órganos sexuales hinchados. De hecho se trataba de su
hermana, hija de Betty, hija a su vez de Roseanne, de Roycewood. Como
todos los toros, Rosa de Guerra sabía instintivamente qué hacer; pero dos
hombres lo habían sostenido, mientras él mugía y pataleaba, para provocar
una eyaculación más fuerte y ayudarle a recordar. Después lo soltaron y,
cuando montaba, le desviaron el pene erecto para introducírselo en una
«vagina artificial», 36 centímetros de plástico calentado por agua y bien
lubricado que terminaba en una botella de recogida graduada en la que él
arrojó su semen con el primer golpe, como hacen los buenos toros.
Dos minutos más tarde se le había permitido hacerlo otra vez. Y durante
cuatro semanas se repitió la misma operación, siempre una vez a la semana,
a la misma hora y en el mismo lugar, pero con una vaca diferente. Rosa de
Guerra no olvidó nunca esta experiencia, a pesar de que jamás volvió a
tener delante una vaca en celo. En su sexta visita al establo le pusieron
delante un muñeco que se asemejaba a la parte de atrás de una vaca,
acoplado a una vagina artificial (por aquel entonces hubiera sido lo mismo
que fuera otro toro o la parte de atrás de un coche). Rosa de Guerra se
acordaba del lugar, la hora era la correcta y la forma era más o menos la
misma, así que arriba y allá va. Y siguió de esta manera durante diez años
más, sin interrupción.
En el momento en que Rosa de Guerra alzó la cabeza y entornó los ojos
hacia Victor Mancius y George Caley, el doctor Royce y Charle
Cunningaham estaban refrenando y provocando al animal como solían
hacerlo, preparándolo para la segunda eyaculación. Pero él había visto
personas desconocidas en su lugar sagrado. Su pene extendido, gordo y
rosa, brillante ya por el semen de la vez anterior, cayó y comenzó a
retirarse.
—Mierda —dijo Cunningham.
El doctor Royce no dijo nada, sino que dejó su posición agachada, que
había adoptado para observar la penetración, y se irguió. Caminó hacia los
dos hombres, se colocó entre ellos, puso un brazo sobre cada uno de ellos,
les hizo darse la vuelta y se los llevó fuera del edificio.
Fuera llovía, y la tormenta se acercaba. El doctor Royce no se dio
cuenta: estaba furioso, pero determinado a no dar muestras de ira.
—George, Victor —dijo con un esfuerzo para mantener una voz
tranquila—, tengo dos preguntas que haceros. La primera, ¿cómo habéis
entrado en el recinto de la granja? Y la segunda, ¿por qué entrasteis en el
establo?
Ninguno de los dos hombres se sentía incómodo. George había
intentado escapar al abrazo del doctor y le sorprendió la fuerza del anciano:
el doctor Royce le agarraba el brazo izquierdo, húmedo y cubierto de lodo,
con una fuerza paralizante.
—Estábamos recogiendo el semen de Rosa de Guerra y lo habéis
arruinado —siguió el doctor Royce. Las gotas de lluvia iban moteando su
chubasquero gris con puntos más oscuros—. Hasta se mostrará nervioso la
próxima vez que lo intentemos. Recordará que aparecisteis sin avisar.
El doctor Royce soltó a George, que se volvió bruscamente hacia él, con
las manos en las caderas en un gesto desafiante y una ola de ira subiéndole
al rostro.
—Vayamos por partes —dijo en tono alterado—. En primer lugar,
estábamos comprobando la seguridad del lugar, y resulta que hay un
enorme pasadizo bajo la verja que alguien ha estado utilizando. En segundo
lugar, no sabíamos nada de tu establo y lo que pasa allí.
Ahora los truenos sonaban con más fuerza y los relámpagos
resplandecían detrás de los árboles. El doctor Royce se encontró con los
ojos negros de George y se serenó. Desplazó su mirada hacia el rostro de
Victor y vio que los ojos de éste examinaban los puntos oscuros formados
por la lluvia sobre los guijarros del patio. Se volvió hacia George,
controlándose y reteniendo el temblor de ira de sus labios.
—George —dijo—, yo personalmente comprobaré la seguridad del
lugar. Y os agradecería que no vinierais por aquí sin anunciaros. Ahora
tengo que volver a lo que estaba haciendo.
Se dio media vuelta con movimientos más rígidos de lo que hubiera
querido y entró en el establo resoplando por entre los dientes. Tras él
quedaron los dos hombres, observando su espalda, y la lluvia cayendo
pesadamente.

10

Cuando Harvey Butler salió del sendero que seguía el arroyo y se


encontró una vez más en la carretera sabía que tenía que detenerse un
momento. Estaba resollando, y tenía la tráquea apenas abierta. El corazón le
martilleaba, y pensó que moriría de un infarto de miocardio, dos palabras
sobre las que siempre había hecho chistes, hasta ahora. Pensó que, ya que
iba a morir de un ataque al corazón, debería también hacer frente a
cualquier cosa espantosa que estuviera acechándole. Simplemente se sentía
demasiado fláccido para correr.
Seguía lloviendo con fuerza. Harvey se reclinó sobre el puente de piedra
pero esto no le resultaba suficiente. Quería acostarse y así lo hizo,
apretándose contra la piedra y haciendo un esfuerzo para recobrar el ritmo
de respiración normal. «El cerdo se levantó y se fue», pensó. Juró que
empezaría a hacer jogging o a correr, siempre que saliera vivo de ésta. Y
perdería 50 kilos. Incluso prometió a Dios que llamaría a su madre una vez
a la semana si le evitaba el ataque al corazón. No podía pensar en otra
manera mejor de ser bueno, porque si no también lo había ofrecido como
voto. Después se le ocurrió algo: no volveré a ceder a los ataques de Big
Mac, juró.
Pasaron los minutos y la lluvia fue menguando. Harvey seguía vivo y no
le había perseguido ningún ser terrible. Otra vez la imaginación. Levantó
poco a poco la cabeza y miró a su alrededor. Pensó que podía ver el
estallido de cada gota de lluvia estrellándose contra la calzada: las gotas
eran pocas, pero grandes. Su tercer ojo había dejado de emitir señales. No
había nadie por allí.
Harvey se levantó poco a poco y comenzó a caminar con dificultad
hacia casa, atajando por Tsuru-Kame para llegar a la parte de atrás del
Arboretum. Puso la mano derecha sobre el pecho izquierdo para sentir
cualquier anormalidad de las palpitaciones. Apagó el audífono para que su
cabeza descansara de la energía estática. Se iba parando para reclinarse
contra los árboles y descansar. «Estás hecho polvo, chico —pensó—. Deja
lo de la heroicidad para otro».
Sintió que alguien le seguía, pero estaba demasiado cansado como para
preocuparse. Quería creer que era el señor Imaginación. Sus propios diablos
personales. Cada vez que se paraba a descansar le parecía oír crujidos entre
la maleza que le rodeaba. Estaban por todas partes, espantosas criaturas que
le rodeaban como depredadores salvajes, como lobos, hienas o leopardos
alrededor de una presa herida.
Diablos, eso eran. Malos diablos. No intentaba verlos. Sabía que si lo
hacía vería el movimiento rápido e inexplicable que había visto antes, frente
a él, guiándolo. «Me llevarán a casa», pensó. Ya lo habían hecho en otra
ocasión. Pequeños, malvados y juguetones diablillos. Pequeños pájaros.
Pero esta vez no los necesitaba. Siguió avanzando con dificultad, paso a
paso. Salió del bosque de árboles mansos y avanzó por el césped de detrás
de la casa, cerca de la verja que evitaba que los niños pequeños se acercaran
a la piscina. Siguió a lo largo de la verja, con los pantalones de plástico
rechinando y la vista clavada en el suelo. Al principio no levantó la vista,
aunque había algo en el rabillo del ojo que le molestaba. Quitó el pestillo de
la portezuela que daba a la piscina y avanzó por la superficie de piedra,
apartando todavía la mirada. Al final su curiosidad le obligó a hacer acopio
de valor, levantó la cabeza y se quedó mirando a lo que le había perturbado,
aquella mancha oscura que flotaba sobre la superficie azul del agua.

11
En el pasadizo bajo la verja se había formado un charco por el agua de
la lluvia, y George tuvo que deslizarse boca arriba, seguido por Victor.
George echó pestes cuando el agua fangosa rebasó su zamarra, se le juntó
en el cuello y se deslizó por su espalda al levantarse. A pesar de conocer el
problema, tampoco Victor pudo realizar la operación con mayor limpieza,
así que ahora avanzaban los dos a través del bosque con dedos de tela
húmedos y fríos palpándoles las espaldas. Pero prácticamente había dejado
de llover.
Había unas cuantas cosas que molestaban a Victor. Ni él ni George
habían dicho una palabra durante cinco minutos, desde que el doctor Royce
les diera la espalda. Victor quería hablar de eso, y también de lo que había
visto en el cementerio dos noches antes. Y sobre lo que Suzy había sentido,
lo que sentía todavía. Pero no creía que George estuviera preparado para
oírlo; ni siquiera él sabía qué pensar, y George se lanzaría a sacar
conclusiones. Caminaron todavía un rato más en silencio, por el camino que
llevaba a Quarry House.
—¿Te enfadas así por él muy a menudo?
George sabía muy bien de quién se trataba, pero no quería hacerlo fácil.
—¿Por quién? —preguntó.
—El jefe —replicó Victor.
—Claro —dijo George— pero mucho más últimamente, esté presente o
no.
—¿Quieres decir en el trabajo? —le preguntó Victor, que ya sabía la
respuesta pero quería empujar a George a continuar.
Empezaba a llover otra vez.
—Nunca lo veo en el trabajo. Nunca nos molesta. Sólo una vez al año.
Reunión de equipo. En esa ocasión sabe hacer que te sientas como mierda
de una manera exquisita, sea por lo que has hecho o por lo que no has
hecho, sin importar de qué se trate. Un mal negocio es algo estúpido. Un
buen negocio es inmoral. ¿No te has topado nunca con el típico que quiere
fastidiarte como sea sólo para verte saltar?
—Sí, claro.
—Yo no debería quejarme. Yo mismo lo hago. He aprendido.
—Eso es jugar el juego. Esto de la granja… ha sido un golpe.
—Sí, estaba realmente fastidiado.
—Pero tú también.
—Sí, yo también —dijo George—. Yo también. Y lo estoy. A veces me
pregunto qué coño tiene en la cabeza, y a veces creo que lo sé. Y apuesto a
que me caerá un rapapolvo.
—Vi a tu secretaria —dijo Victor—. Acepto la apuesta.
—No ando ligando con ella —contestó George, sin sonreír—. No ando
ligando con nadie.
Lo dijo de manera que Victor se dio cuenta de que el asunto estaba
zanjado. Caminaron en silencio unos 100 metros más, subiendo una
pequeña ladera a través del bosque. Estaban ahora a la altura de Tsuru-
Kame. Había dejado de llover, pero las hojas de los árboles goteaban y se
había levantado viento.
—¿Qué era lo que buscábamos? —preguntó Victor.
Antes de que George pudiera responder, se oyeron unos gritos lejanos
que procedían del Arboretum. Echaron a correr.
12

El nombre de la vaca era Rosette, hija de Rosearme, y tenía premios


como vaca lechera y amamantadora. El establo de las vacas lecheras, donde
se hallaba, estaba bien iluminado, con una luz brillante, pero en su pequeño
compartimiento la luz era mortecina. El doctor Benjamin Royce se inclinó
para examinarle la ubre con una linterna de bolsillo. Había encargado a
Charle Cunningham que devolviera a Rosa de Guerra a su lugar y él se
había encaminado al establo de las vacas lecheras para comprobar algo que
le había molestado.
No, no se había equivocado. Al ir por el pasillo central del establo una
hora antes había visto unas marcas en las ubres de Rosette. Sin saber por
qué, se había resistido a examinarlas más de cerca; quizá fuera que no
quisiera confirmarlo.
Se alejó de Rosette y volvió al corredor central hasta que llegó a la
altura de Meg, la de Betty. Recordaba haber visto también en ella unas
marcas reveladoras, punzadas y arañazos, ahora casi curados, como si algún
animal le hubiera clavado sus afilados dientes en la teta, mordiéndola y
tirando.
Se incorporó, se metió la linterna en el bolsillo, dio media vuelta y
comenzó a caminar hacia el corredor central, pero de repente le asaltó un
nuevo pensamiento. Volvió junto a Meg y sacó la linterna del bolsillo.
Después rodeó al animal, iluminando sus flancos. En el cuello encontró lo
que tenía la esperanza de no encontrar: la herida de un pinchazo, que ya
empezaba a curarse, como la que dejaría un cuchillo de postre.
El doctor Royce había querido pensar que serían ratas. Nunca habían
tenido problemas con ellas, pero había observado que emigraban por los
pequeños valles al lado del río Schuylkill. A veces había visto sus cuerpos
marrones sobre las rocas junto al arroyo de la Tortuga, tantas que le había
sorprendido. Pero la primavera tocaba a su fin, estaban prácticamente en el
comienzo del verano, y la migración debería producirse en el sentido
contrario.
Entonces no eran ratas.
¿Qué más podía ser?
El doctor Royce no quería especular. Siguió caminando por el establo y
salió a la oscuridad de la noche. De repente se acordó de otra visita que
había hecho a estos mismos establos, bien entrada la noche, una semana
antes. Algo se escurría entonces entre los arbustos, algo grande; las vacas
mugían y golpeaban con las pezuñas en el suelo, los caballos relinchaban.
En aquella ocasión había rechazado un pensamiento incongruente que se le
ocurrió. Vino como un relámpago, como si fuera un pastor primitivo: un
lobo o un tigre rondando. Pero no había hecho caso. Y ahora se le
ocurrieron otras cosas que le parecieron de bastante sentido. Vampiros
merodeando, pensó. Licántropos u hombres lobo que sorbían leche y
sangre.
¡No!
Había visto cosas lo suficientemente extrañas en la vida para saber que
todo era posible; tonterías como la magia o la superstición no eran
necesarias.

13

Victor corría delante de George, bordeando la terraza que se extendía


tras Tsuru-Kame. Se dirigieron hacia el corto camino que cruzaba el bosque
y terminaba en el Arboretum, de donde procedían los gritos.
Victor oía el estampido de los pies de George a sus espaldas. Oía una
respiración áspera, quizá la suya propia. Las ramas mojadas de ambos lados
del camino le azotaban los brazos, arrojándole gotas a la cara y a las manos
como si se tratara de puntas de hielo.
Allá adelante se oía todavía el sonido producido por un hombre en
apuros, un vagido como si estuviera siendo torturado. Victor podía oír sus
gritos incluso por encima de su respiración y del ruido de los pies.
Victor salió corriendo del bosque mortecino y siguió por el césped que
rodeaba el Arboretum. Se dio cuenta de que los vagidos procedían de detrás
de la casa. Se precipitó hacia allí, saltando sobre la verja que rodeaba la
piscina. En el borde se levantaba una figura rígida, hinchada y de brillante
amarillo que por un momento no pudo reconocer. Al acercarse y mirarla de
frente vio a Harvey Butler con los dedos regordetes clavados en las
mejillas, y estallando todavía en chillidos aterrorizados.
Victor no le dijo nada. Miró hacia donde él miraba y vio algo rojo y
deshecho que flotaba sobre el agua. Se dio cuenta de que era demasiado
pequeño para ser una persona. Estaba cubierto de pelo. Era un gato, abierto
en dos de un extremo a otro como si una fuerza sobrehumana lo hubiera
desgarrado primero y medio masticado después. Sus entrañas flotaban en
una masa sangrante a su alrededor.
George llegó unos segundos más tarde. Tras George venían los tres
chicos de los Butler, con caras solemnes pero curiosas, y los ojos muy
abiertos. Los seguía Sophie Hawkins, la sirvienta jamaicana, secándose las
manos en su delantal negro y mostrando su permanente sonrisa.
—¿Qué es? —preguntó George.
Victor se lo dijo.
—Mierda —replicó George, dándose la vuelta—. ¿Pero qué maldito
juego es éste?
Victor rodeó con su brazo a Harvey Butler, que seguía rígido, y le
condujo lentamente hacia casa.
—Vamos —le dijo—, entremos y echemos un trago.
Harvey seguía gritando. Victor sabía que no había visto nada. Los
chicos miraban la escena, estupefactos. Y la sirvienta, Sophie Hawkins, se
persignaba, con los ojos levantados al cielo y en blanco. Ya no sonreía.
8
Los vigilantes

1
No habían planeado reunirse, pero aquí estaban. Chip y Doug, los hijos
de los Caley, habían desaparecido después de la cena, y Christine dormía
ya. Los Caley se encontraban inquietos, así que George preguntó a Sarah si
le apetecía dar un paseo, y ella dijo que sí. Era una plácida tarde de junio y
caminaban por la carretera que daba la vuelta a Roycewood. En otro tiempo
se habrían cogido de la mano; ahora, George iba golpeando el asfalto con
una rama muerta que había encontrado junto al camino y Sarah se
entretenía haciendo girar los tréboles que constantemente se detenía a
recoger.
Encontraron a Harvey y Trish Butler dando un paseo similar. Sus dos
hijos, Harve y Billy, y su hija Pokey también habían salido, probablemente
con los chicos de los Caley. Sin haberlo planeado, se detuvieron a visitar a
Tom Horton, a quien encontraron en una silla de jardín en la parte de atrás
de la casa, leyendo Playboy. Tom trajo algunas sillas más, abrió una botella
de vino, y la reunión informal había comenzado, con George Caley
presidiéndola.
George se dirigió a los otros en voz alta, para que todos le oyeran y se
interrumpieran las conversaciones de pareja.
—Supongo que ya que estamos aquí los cinco deberíamos hablar sobre
lo que está pasando.
Todos consintieron, pero ninguno hablaba.
—Flip y Paul deberían estar aquí. Y también el tío Benjamin —dijo
Trish.
Su cálido rostro, enmarcado por los rizos de pelo castaño, daba muestras
de preocupación.
George dejó de lado la indicación.
—No es una reunión oficial. Estamos aquí de casualidad.
—Pero no estamos excluyendo a los Royce —dijo Harvey—. ¿O sí?
¿Voy a llamarlos?
Harvey apenas se había recuperado del descubrimiento del gato muerto
el día anterior. Tenía los ojos hundidos.
—Tampoco les estamos acusando —dijo George—. Llámalos si quieres.
—¿Qué hacemos, Harvey? —preguntó Trish a su marido.
Todavía tenía una expresión expectante, afectada.
Harvey parecía confuso.
—No es más que una visita casual —contestó, con la voz deshaciéndose
a cada palabra.
Combatió su incomodidad ajustando el volumen del audífono. Trish le
puso la mano sobre el brazo.
—De acuerdo —dijo George—. Vamos a ver, me parece que todo este
asunto es algo más que un juego, pero que me maten si puedo entenderlo.
No sé cómo os sentiréis vosotros, pero yo estoy más que nada irritado.
—Yo estoy asustada —dijo Sarah Caley.
Sus ojos turquesa lanzaron una mirada rápida y se retiraron.
George se volvió y la miró. Sabía que quería hacer que se callara,
mirándola intensamente con sus ojos negros, pero Trish Butler intervino.
—Yo también estoy asustada. No sé si todas estas cosas tienen algo que
ver con lo que les ocurrió a Nancy y a Christine, pero es posible, y me da
miedo.
Sarah permaneció en silencio, con los ojos clavados en las manos y roja
todavía por la mirada de George. Esperaba que los otros no se dieran
cuenta.
—Yo creo que son seres sobrenaturales —dijo Trish Butler—, o algún
otro tipo de brujería. Es todo lo que se ve en la TV y en el cine. Creo que la
gente de fuera está celosa de nosotros, los de Roycewood, y alguien intenta
asustarnos. Tengo miedo por los niños.
—¿Y qué hay de Nancy? —preguntó Sarah con dureza, levantando la
vista y mirando hacia la cara pecosa de Tom Horton. Notó que él bajaba la
cabeza y que las manos le temblaban—. Si hay alguien haciendo cosas, eso
es un asesinato. Lo siento, Tom.
Tom Horton no contestó. Pensaba en Sophie Hawkins.
—No creo que tengan relación —dijo George en tono irritado, mirando
a su esposa—. No creo que fuera un asesinato.
Sarah sabía que no lo creía. Se volvió hacia él, temblorosa.
—¿Y qué pasa con nuestra pequeña? —le preguntó.
George no pudo responder. Enrojeció y sus labios se tensaron. Sarah
miró hacia otra parte.
—De acuerdo, es alguien —dijo Harvey. Sus ojos tenían un aire extraño
—. Alguien que siempre vigila escondido en el bosque y sigue a la gente.
Yo creo que alguien mató a Nancy. No pienso que fuera un accidente. Creo
que alguien intenta matarnos a algunos más. Creo que viven en Mill House.
Harvey sintió miradas que se alzaban y clavaban en él. Los miró de
manera furtiva y se dio cuenta de que pensaban que había perdido el juicio.
Se hundió en la silla y juró que mantendría la boca cerrada. Trish le dio
unos golpecitos en el brazo.
—Mmmm —dijo George Caley, apartando la vista del alicaído Harvey.
—Yo creo que es brujería —dijo Trish, para desviar la atención de su
marido—. Alguien como esos Manson. —Pensó en su extravagante
hermana, Flip, pero rechazó el pensamiento—. Alguien de fuera —continuó
—. A nuestro alrededor tenemos todas esas comunas, con gente drogándose
y haciendo encantamientos.
Tom Horton volvió a pensar en Sophie Hawkins y el gato despedazado
en la piscina de los Butler, pero no dijo nada. Sophie era su sospecha
privada, su demonio personal.
—Yo creo que deberíamos llamar a la policía —dijo Sarah.
Tenía mucho frío. Quería irse.
George la miró fijamente.
—Ya han estado por aquí —dijo.
—Necesitamos protección —insistió Sarah, mirándose las manos y
dando vueltas a su alianza.
El pelo rubio le caía desordenado, tapándole la cara.
—¿Cómo podríamos estar más protegidos? —preguntó George.
Sarah retuvo una respuesta. Ya no podía aguantarlo más.
Se hizo el silencio. Sólo se oían los ruidos de los insectos. El sol dorado
se posaba sobre las copas de los árboles.
—Todos conocéis a Victor Mancius —dijo George, apartando los ojos
del rostro enrojecido e inclinado de Sarah. Introducía el nombre de George
sobre todo por Tom, porque los otros ya sabían que estaba ayudando—.
Hemos estado realizando un poco de inspección para saber si hay alguien
que entra aquí de alguna manera, para pararle los pies. Si alguno de
vosotros quiere ayudar, sería de agradecer. Estoy seguro de que es gente de
fuera, y si todos mantenemos los ojos abiertos, podemos cogerlos. Creo que
somos los únicos que realmente podemos hacerlo.
En el grupo se levantó cierto interés, un acercamiento a George que sólo
excluía a Sarah.
—Me gustaría ayudar —dijo Tom Horton, y los otros asintieron.
—Confeccionaré un horario de vigilancia —dijo George—. E incluiré
en él a Flip y Paul. Os llamaré mañana.
Después cogió a Sarah por el brazo, tirando casi de ella, y salieron. Los
Butler les siguieron. El voluminoso cuerpo de Harvey iba arqueado,
mientras Trish le sujetaba por el brazo, erguida.

2
George y Sarah volvieron caminando a The Vineyard, en silencio. Él iba
preocupado y murmuraba algo para sus adentros. Ella no se atrevía a hablar.
De repente, en medio de la reunión en el jardín de Tom Horton, se había
dado cuenta de que detestaba a su marido, de que no había nada en él que
pudiera admirar, que ni siquiera podía mirarle sin sentir repulsa.
Para él, la gente eran instrumentos. Ella era un instrumento. Y él estaba
equivocado de una manera tan estúpida, infantil e imbécil. Si tuviera que
decirle algo, eso sería lo que se vería obligada a decir.
Sarah sentía una apremiante necesidad de lanzarse por el bosque,
expulsar su rabia, correr a casa sola, encerrarse en el cuarto de baño, llorar,
gritar, cualquier cosa que no fuera caminar hacendosa al lado de George,
apretando los dientes, mirando la superficie de la carretera, viendo cómo las
sandalias iban entrando y saliendo de su campo de visión, preguntándose si
la ira, la náusea y la frustración seguirían siempre o si decaerían y la
dejarían en paz.
Pero George no dijo ni una palabra, y después de lo que pareció un
camino interminable llegaron a la puerta principal de The Vineyard.
Ella entró primero y agradeció (por primera vez) los ruidos continuos,
interminables, chirriantes, bufantes y gorjeantes del juego de vídeo. Era
evidente que los chicos estaban en casa. Estaban otra vez jugando a los
marcianos.
No tendría que hablar ni mirar siquiera a George. Se dirigió, mucho más
rápido de lo que normalmente haría, a la habitación donde estaban los
chicos. Se quedó en el umbral, apoyada en la jamba y sin decir nada. Los
músculos le temblaban, y había perdido el control de sus movimientos.
Primero la vio Doug, el hijo menor. No la saludó, sino que la miró
inexpresivo, se volvió de nuevo hacia la pantalla del televisor y entonces
habló.
—Chip tiene problemas —dijo.
Ella tuvo que sentarse. No tanto por lo que Doug había dicho como
porque temblaba y podía derrumbarse sólo por la explosión repentina de sus
emociones reprimidas. En la habitación había dos sillas y un sofá, todo de
piel, y ella escogió el sofá, frente a los chicos, que estaban sentados en el
suelo mirando fijamente la pantalla. Curiosamente se fijó en que Chip, que
era el único que jugaba, había conseguido 9.945 puntos.
—¿Qué es lo que pasa, Chip? —preguntó.
Él no respondió. Hizo saltar por los aires dos «marcianos» más,
manipulando furioso los mandos. Su rostro no daba muestras de emoción.
Sólo se veía su perfil, bañado en la enfermiza luz azul. De repente ya no le
parecía su chico, sino un hombrecito de ojos de robot y cuerpo de metal. La
nariz había perdido aquella forma de «botón» que había sido su debilidad.
Tenía una frente alta y amplia, el pelo había perdido los rizos infantiles, la
barbilla era larga y cuadrada, una barbilla Royce, una frente Royce, de
repente todos sus rasgos eran los rasgos de un hombre Royce que atraviesa
la pubertad, pero ya no eran aquellos rasgos que ella había besado,
acariciado, lavado y contemplado con amor, sorprendida siempre de que
hubieran crecido en ella. Ni un solo músculo de la cara se movía. Ella
estaba destrozada.
—Ató y torturó a Pokey Butler —dijo Doug, incapaz de esperar más—.
Harve y Billy le ayudaron. Los nazis nos sorprendieron.
Sarah pensó un momento. Los nazis. Eso quería decir los Richter. Le
zumbaba la cabeza.
—Y tú, ¿ayudaste también? —preguntó a Doug.
Doug no la miró.
—Un poco —dijo—. Supongo que sí. No me acuerdo.
Sarah seguía temblando. En cierto sentido era todavía peor ver el rostro
despreocupado e inexpresivo de Doug. Era dos años más joven que Chip y
estaba empezando a madurar. Su rostro y su cuerpo todavía no habían sido
azotados por las hormonas de la adolescencia, sino meramente rozados.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué todo se desbocaba, fuera de control? El
problema que los chicos le estaban presentando le parecía totalmente ajeno,
lejos de su auténtico problema.
Alejada de George. Alejada de los chicos. Alejada de la vida.
No era capaz de coger aquello por ninguna parte.
Chip seguía sin decir palabra, sino que seguía disparando contra la masa
interminable de seres interestelares que aparecían en la pantalla.
—Chip —dijo ella finalmente—, ¿qué le hicisteis a Pokey?
—La ató y la torturó —repitió Doug.
—Él ayudó —dijo Chip al fin, pero concentrado todavía en el juego—.
Ahora el pequeñín tiene que ir corriendo a decírselo a mamita.
—Te dije que te la ganarías —dijo Doug—. ¡Vete a la mierda!
Sarah cerró los ojos y apretó los músculos. La violenta agresividad de
las voces de los chicos le partía el alma.
—¿Qué hicisteis? —preguntó, levantando la voz—. Decidme qué
hicisteis.
Los chicos la miraron.
—No tienes que ponerte medio histérica —dijo Chip.
—Eso —dijo Doug—. No hace falta salirse de madre.
—¿Qué hicisteis? —preguntó Sarah, controlando la voz para que
George no la oyera y viniera corriendo.
Agradecía que todavía no lo hubiera hecho. Se sabía fuera de control,
irracional, quizá no del todo cuerda.
—No mucho —dijo Chip—. Estábamos jugando a «dragones y
mazmorras» y la atamos en la cámara de la tortura, allá en la casa grande.
Le entró el miedo por la oscuridad y empezó a gritar. Los viejos nazis la
soltaron.
—¡No son nazis! —gritó Sarah, perdiendo el control. De repente la
asaltó una idea terrible—. ¿Cómo pudisteis hacer a Pokey la misma cosa
que le ocurrió a vuestra hermana? —preguntó.
Se estremeció. El sudor le corría por la frente y los brazos. Podía
sentirlo, pegajoso y frío.
Los chicos la miraron.
—Nosotros no lo hicimos —dijo Chip.
Sarah ya no aguantaba más sentada. Se levantó con piernas
tambaleantes. Salió de la habitación, pero volvió al umbral.
—Ninguno de los dos saldrá esta noche —dijo ella, con la sensación de
que su voz no era la suya sino una voz de un planeta lejano—. Ya
hablaremos de esto más tarde. —Su voz se perdía. Vio que el suelo le daba
vueltas, pero se sostuvo—. ¡Y apagad ese maldito juego! —gritó, y se alejó
rápidamente antes de que ocurriera algo peor, subiendo temblorosa a su
habitación.
Esperaba encontrar paz allí, pero cuando entró vio a George, sentado en
el borde de la cama como si la estuviera esperando. La miró fijamente.
Ella no le dio ocasión de hablar, sino que pasó rápidamente por delante
de aquel hombre de ceño fruncido y bigote negro que la asustaba. Entró
precipitadamente al vestidor y después al cuarto de baño, cerró la puerta y
echó el pestillo. Se subió la falda y bajó las bragas. Se sentó en la taza,
bajando la cara hasta las rodillas, que mantenía bien apretadas. Puso las
manos sobre las mejillas, los dedos cubriéndole los ojos. Sentía temblores,
náuseas.
Píldoras. Sabía que las había en alguna parte, valium, miltown, no le
importaba. Dalmane, cualquiera. Se levantó y buscó, revolviéndolo todo, en
el armarito sobre la pileta. Un bote redondo con enovid. Nunca las había
tomado. Se había puesto el DIU. Pero ahora ni eso. Ya no había sexo.
Aspirinas. Anacina. Iodina. Mira mamá, mi dolor de cabeza ha
desaparecido. Lo desparramó todo de un manotazo. Un bote de nivea dio
vueltas rebotando por la pileta. Ella seguía moviendo las cosas,
apartándolas, con manos temblorosas, sin recordar ya qué estaba buscando.
George golpeó la puerta con los nudillos y la llamó en voz alta. Ella no
contestó. El volvió a llamar, más alto, golpeando la puerta y dando vueltas
al pomo. Ella abandonó la búsqueda, cerró sus manos en puños y los apretó
contra las mejillas.
—¡Estoy bien! —gritó—. ¡Déjame en paz!
Al parecer, él se fue. Ella se desplomó sobre las baldosas y sintió el frío
en las piernas desnudas. Se dejó caer del todo y apoyó la mejilla hirviendo
sobre el frío suelo. Daba gusto. Cerró los ojos. Poco a poco fue
tranquilizándose, su corazón latía más despacio, la respiración se fue
calmando y los músculos recuperaron su estabilidad. Pero la mente seguía
alocada.
Un shock tóxico. ¿Pero qué diablos era aquello? Hormonas.
Menopausia. Senilidad. Recordaba a los chicos de Andover, Princeton,
Yale. Fiestas estúpidas. Ligoteos estúpidos. Bailando el twist. Bailando con
aquel saxofonista negro, ¿cómo se llamaba? Jelly Roll. I loves You, Porgy.
Nina Simone y Dinah Washington. Viejos discos de Billie Holiday. Diana
Ross: Where did she come from? Pep’s. Sentía un dolor agudo en los
muslos, en el abdomen, en el útero. Un calor. Una humedad. ¿La regla? Se
movió y comprobó la toalla de la braga. No. Todavía no. Sólo caliente, y
pesado, e hinchado, pesado y ligero al mismo tiempo.
Se sentó, rodeó las pantorrillas con sus brazos y apoyó una mejilla en
las rodillas. Ya no temblaba. Se quedó así un poco más y después se
levantó. Un poco rígida. 36 años.
Cerró la puerta del armarito y se miró en el espejo. Nada de ojos rojos o
hinchados: al menos no había llorado. Cabello rubio. Bonito. Liso, lacio,
limpio, cabello de «buena mujer». A la moda, pero un poco más largo que
el de la mayoría. Cabello honesto. No era ese cabello llamativo, sobre la
cara, ese cabello «cógeme-tómame» que hay que mover, apartar y arreglar
todo el rato con las manos. Ni el severo cabello de «olvídame», que pasa
desapercibido. Se preguntó si debería cambiarlo, ir a Carlos a que le hiciera
una permanente o un moldeado salvaje (George ni se daría cuenta), oír a
Carlos contar sus aventuras eróticas, Club Med, el Winslow Motor Lodge, y
sentir un pequeño hormigueo entre los muslos mientras le rizaba el pelo.
Abrió el agua caliente, la llenó con burbujas, se desvistió e introdujo en
aquella sustancia sedosa, apoyando la cabeza hacia atrás y dejándose llevar.
Casi 40. Engañada. Sin profesión. Sin logros. Hijos indiferentes. George
indiferente. George menos que indiferente. Insultante. Siempre en su propio
«espacio». Despreciativo. Degradándola. Dejándola de lado. Saliendo de
viaje: Beirut, Riyadh, Sydney, Santiago, San Francisco. Nada de sexo con
ella. ¿Acaso con alguien? El hormigueo en el pubis. ¿Pubis? ¿Cómo más se
lo llamaba? ¿Coño? Sonaba vulgar. Coño. Coño. Lo repitió. Empezaba a
gustarle.

3
Los altavoces de Tsuru-Kame llenaban la casa con Las Sílfides. Flip
había estado pensando en todo lo ocurrido en Roycewood: la muerte de
Nancy, la desaparición de Christine, un pez atravesado, un gato abierto en
dos, presencias espectrales en el bosque que Harvey Butler y otros habían
denunciado. La noche anterior su frenesí sexual había quedado más o
menos satisfecho, y en este momento pensaba en espíritus y brujería. Estaba
excitada. Sabía qué hacer. Se levantó y rápidamente se dirigió a la
habitación donde Paul se hallaba leyendo el periódico, fumando en pipa y
rodeado de su equipo estéreo.
—Me preguntaba si debería pedirle a Ofelia que viniera —dijo Flip—.
O quizás a Maurice. Maurice podría ser útil en este caso. Tiene un don
especial para desentrañar misterios en los lugares. Puede sentir las
respuestas.
—Espero que no llames a ninguno de los dos. Al menos mientras yo
estoy aquí —respondió Paul.
—Estás tan cerrado —le dijo Flip—. Deberías abrir tu consciencia.
—¡Oh, por favor!
Flip le miró con intensidad. Sus ojos verdes resplandecían.
—¿No es emocionante? —preguntó—. Tenemos espíritus, demonios, yo
qué sé. Aquí. Es una oportunidad única en la vida.
Paul no podía responder. Flip le sonreía, pero él tenía un aspecto
alicaído, era obvio que intentaba contenerse, mordiéndose los labios. Ella se
hallaba en un vuelo mágico: un tiempo mágico y real; no le permitiría que
la hiciera bajar de allí.
Había espíritus en Roycewood. Para ella. Lo sabía. A lo mejor llevaba
toda su vida preparándose para saberlo cuando ocurriera. No podía esperar
a involucrar a algunos amigos escogidos en las tentadoras posibilidades que
ofrecían aquellos acontecimientos ultramundanos que tenían lugar en
Roycewood.
Se pasó horas al teléfono.

4
Antes de salir, Sarah se planteó si meter su diafragma en el bolso, pero
decidió no hacerlo. Qué lío. Y de todos modos, nunca se sabe. Pero ¿qué
iba a hacer? Después del baño se lavó la cabeza, secó el cabello, se depiló
las piernas (y aquellos pelos más largos que le crecían en la parte interior
del muslo, cerca de la línea de la braga), se hizo la manicura de manos y
pies, restregó su cuerpo con «crema royal» (¡qué porra!), la empolvó y
perfumó bajo las orejas, el cuello, en el escote, los sobacos, los codos, las
muñecas, la horcajadura, las rodillas y los pies («Opium: enigma pleno y
embriagador de una nueva era, aroma de bosque y flores con un alma
oriental subyacente de mirra y pachulí, sugerente de una naturaleza
amable que encanta y de misterios que son al mismo tiempo reales y
esquivos»), se maquilló con discreción los ojos, mejillas y labios y pasó al
vestidor, que afortunadamente encontró vacío: se lanzó a cerrar la puerta y
echó el pestillo.
Se puso la blusa blanca de seda, de corte masculino (sin sostén), con los
dos botones superiores desabrochados, después (¡qué locura!) las braguitas
rosa y los pantalones de terciopelo burdeos. Pero después volvió a quitarse
los pantalones y las braguitas y se introdujo de nuevo en los pantalones. La
seda se ajustaba a sus horcajaduras de manera tan terriblemente sensual que
ni ella misma podía creérselo. A continuación sencillos diamantes en las
orejas y sandalias abiertas y cruzadas de tacón, color melocotón. Se miró en
el espejo una última vez, con el bolso ya en la mano (y pensando todavía en
el diafragma), y salió del vestidor a la habitación.
George seguía sentado al borde de la cama, como si nunca se hubiera
movido. Sus ojos estimativos la clavaron a la pared. Sarah contuvo la
respiración y apretó fuertemente el bolso, con los ojos fijos en los suyos.
—Salgo —balbuceó—. La señora Hooper está preparando un poco de
jamón para ti y los niños.
Intentó moverse, pero los ojos de él la tenían presa y sólo pudo dar un
paso.
—¿Qué miras? —preguntó, apretando el bolso contra el pecho como si
tuviera delante suyo un atracador con una navaja en la mano.
—¿Qué hacías ahí dentro, rompiendo cosas? —le preguntó él.
Ella tartamudeó un poco en la «B», pero después lo soltó.
—Buscaba píldoras.
Él seguía sin mover ni un músculo. Qué aspecto tan terrible, la cara con
el bigote negro, el pecho avanzado, rígido y duro como la piedra, los
nervios del cuello como maromas. Asustador.
—¿Adonde vas? —preguntó George.
Ella apartó la mirada.
—No lo sé —dijo.
—¿Cuándo volverás?
—Tampoco lo sé.
Ella seguía sin moverse. No podía.
—Que te diviertas —dijo él finalmente.
Su voz sonaba fría, sin emoción. Pero ella sabía que estaba a punto de
estallar, podía sentir su ira cargando el ambiente. Pasó corriendo a su lado y
salió de la habitación. Mientras bajaba la escalera se dio cuenta de que no
sabía adonde iba, no sabía cuándo volvería a casa, y que no había pensado
en los problemas de Roycewood durante una hora. Sintió un gran alivio al
dejar la casa, y ni siquiera se despidió de Chrissie ni de los chicos.

George aspiró el olor que ella dejó a su paso: perfume y polvos. Y vio
cómo se alejaba de él, las nalgas duras balanceándose en aquellos
pantalones ceñidos, las largas piernas y el pelo dorado, que ya no le atraían,
ni siquiera por compasión. No la deseaba, desde hacía un año no sentía
ningún deseo sexual, ni siquiera pensaba en ello. Pero podía recordar los
días en que deseaba tanto aquel cuerpo que sentía como una mano
apretándole la garganta, recordaba cómo quería hundirse en aquella carne y
abrirse paso hasta el otro lado, donde él pudiera tener su orgasmo, librarse
de aquellas garras y calmar por un rato el deseo.
Ahora estaba allí, sentado al borde de la cama, mirando al suelo. Sabía
que no era «normal» perder el deseo, pero tampoco lo era no preocuparse
por ello. No era impotente. A menudo se levantaba por la mañana con una
erección. Pero no quería sexo.
A lo mejor era la tensión de los negocios. La competitividad. Quizá se
había cansado de Sarah. Pero tampoco quería otras mujeres.
No valía la pena pensarlo. Dentro de cuatro días tendría que hacer un
viaje a Yakarta. Tenía que finalizar y estudiar unas propuestas. Tenía que
resolver el problema de Roycewood antes de partir. Tenía que hacerlo
ahora.
Se levantó y dejó la habitación. Sus músculos estaban tensos y deseosos
de trabajar, incapaces de parar un momento. Su mente se negaba a pensar en
Sarah mientras hubiera cosas más importantes que hacer.

6
El sargento Viele vivía en un apartamento de la avenida Sibley, cerca
del centro comercial de Ardmore. Se hallaba al otro lado de las vías donde
había nacido, pero no demasiado lejos, en la planta baja de un edificio de
ladrillos. El apartamento era bastante barato, y lo había amueblado con
sencillez después de haber dejado a su mujer, ya antes del divorcio. Vivía
solo, pero era porque quería: desanimaba rápidamente a cualquier mujer
que quisiera trasladarse a vivir con él, y muchas lo habían intentado en los
últimos años.
En el canal 17 había un partido de béisbol, y Frank vestía su traje de
faena del ejército. En el descanso se levantó y se dirigió a la nevera. Era un
lunes por la noche. Los Phillis jugaban contra los Piratas en Pittsburgh, e
iban ganando 4 a 3. Frank disfrutaba de su tiempo en soledad. Su turno no
empezaba hasta las ocho de la mañana.
De vuelta al sofá le pareció que ver solamente el partido no resultaba
satisfactorio. Tenía una estantería con libros (Diccionario negro del
abogado, Legislación criminal de Loewy, Abogados para los condenados,
el Brandéis Reader, Crimen en la sociedad americana) y escogió Mi vida
en el juzgado de Louis Nizer. Empezó a leer. No se dio cuenta de que los
Piratas habían logrado un punto hasta que no oyó los comentarios de Richie
Ashburn. Frank apagó el televisor y puso una cinta con Red-Headed
Stranger de Willie Nelson. Le hubiera gustado tener mejor sonido, pero así
es la vida. Waylon, Willie, Merle, Lefty, George… le había cogido gusto a
la música «country» en Vietnam, y ni siquiera una educación superior
(estaba estudiando para licenciarse en derecho mientras trabajaba) habían
cambiado su gusto por las canciones blandengues y los sentimientos de
autocompasión. Se puso cómodo y siguió leyendo, sorbiendo de vez en
cuando su cerveza muy, muy fría.
Roycewood y sus problemas ni se le pasaban por la cabeza cuando el
teléfono sonó. Pero cuando Sarah Caley le dijo su nombre se acordó de todo
el asunto.
—Ah, sí, señora Caley —dijo, rememorando su imagen—. ¿Qué tal
está?
—Estoy asustada. Creo que pasa algo que la policía debería saber.
—¿De qué se trata?
No parecía muy asustada.
Sarah Caley dudó un momento al otro lado del teléfono.
—Preferiría contárselo en persona. Llamo desde una cabina.
Frank se quedó un momento en silencio, pensativo.
—No trabajo hasta mañana por la mañana —dijo.
—Me gustaría verle esta noche.
Sabía que diría aquello.
—Escuche, señora Caley —dijo Frank—, ¿se trata de algo oficial?
Porque ahora yo estoy fuera de servicio.
Ella calló un momento. Él podía oír el rugido del tráfico de fondo.
—Lo que quiero es ayuda. Pensé que podría ayudarme sin hacerlo
oficial.
Era halagador, y él no era invulnerable. Se acordó de otras llamadas.
—¿Le gustaría venir aquí, a mi apartamento, o que nos encontráramos
en algún sitio?
—Sí —respondió ella—. Sé dónde vive.

7
Harvey Butler se encontró caminando por el bosque llevando un gato
blanco atado a una correa. Iban a ver un chico desnudo. Estaba seguro. De
hecho ya podía verlo, con rosas rojas en el pelo dorado, tetillas infantiles
como capullos rosados totalmente abiertos, pelo púbico del color de las
rosas amarillas y el pene como un brote de rosa.
El gato tiraba de Harvey y le arrastraba por un sendero sucio y trillado
que atravesaba un grupo de hayas. El suelo junto al camino estaba cubierto
por hojas de color dorado. La imagen resultaba bonita, los troncos gris claro
parecían columnas de iglesia, avanzando siempre ante él hasta llegar a
fundirse en una pared, una estacada grisácea. Nadie observaba. No había
sitio para esconderse. Pero el temor que sentía en las rodillas y la
respiración lo hacían ligero, listo para salir corriendo. Ajustó su audífono
incluso en el sueño, pero no se oían ruidos.
A medida que Harvey pasaba iban surgiendo rododendros del suelo. Se
abrían camino entre las hojas doradas con brazos verdes y voluptuosos. Y
entre ellos había seres encantados, duendes, enanos o diablillos que no se
dejaban ver con claridad, espíritus o fantasmas que los vigilaban o
acechaban, no lo sabía exactamente. Demonios, eso. El gato tiraba de él y la
maleza se levantó sobre su cabeza formando un túnel, al final del cual
esperaba el muchacho desnudo. Realmente no quiero ir, pensaba Harvey,
pero sabía que no iba a detenerse; iría.
Más adelante podía ver el final del sendero, y detrás una zona llena de
luz, un claro donde brillaba el sol. El gato lo arrastraba, tirando de la correa.
Poco a poco se fue percatando de que en el claro se levantaba Mill House.
El césped y la piscina no le pertenecían, pero estaban allí. Él estaba en pie
al borde del agua, temblando todavía pero bajo una extraña luz de sol, unos
rayos fríos que no podía entender. El gato se sentó y se puso a lamerse una
pata. En la piscina flotaba el cuerpo desnudo del muchacho, con rosas rojas
en el pelo, rosas rojas metidas en la boca como trapos y rosas derramándose
como sangre de su abdomen abierto.
Harvey gritó y se despertó tembloroso en el sofá del cuarto de estar.
Sabía que estaba hechizado, atormentado. Sabía que tenía que volver a Mill
House tan pronto como se recuperara, y poner las cosas en orden. Porque
allí estaba la respuesta, y sólo él podía sacarla a la luz.

Trish Butler nunca hacía punto, pero en este momento tenía las agujas y
el hilo volando entre los dedos, y se encontró realizando retales para no
sabía qué. Intentó no hacer caso de los gritos y balbuceos de su marido en la
habitación de al lado. Últimamente lo hacía a menudo, en sueños, y además
dormía mucho, como si intentara cerrarse a un terror constante.
Los niños habían empezado a hacer preguntas sobre su padre, lo
miraban de modo extraño, lo evitaban. Y la sirvienta, Sophie Hawkins,
había perdido su sonrisa constante, parecía reacia a dejar su habitación,
entornaba los ojos al cielo y se persignaba todo el día. Trish no sabía cuánto
tiempo soportaría ella seguir siendo la única equilibrada.
Justo la noche anterior se había lanzado en la oscuridad hacia la
habitación de su hijo Billy, cuando la despertaron sus gritos y sollozos. Se
tiró en la cama y restregó el cuerpo tembloroso del muchacho, musitando
dulces palabras de las que ya no se acordaba, palabras que decían que le
querría y protegería siempre, que no tuviera miedo, apretándole contra el
pecho, besándole el pelo. Y él tenía 13 años. Había sentido la erección
contra su cuerpo, e intentó no preocuparse.
Pero eso no había sido todo. Cuando Billy se iba quedando dormido,
sorbiendo todavía un poco, en la habitación de Pokey sonaron unos gritos
ahogados. Trish se encaminó allí y encontró a la chica al parecer en buen
estado, con los ojos abiertos en el sueño, diciendo palabrotas y
retorciéndose bajo las sábanas. Pero Trish ya no se asustó como con Billy, y
le habló a Pokey con voz dura, medio enfadada por aquella cadena de
obligaciones. Pokey se había ido calmando y Trish había vuelto a la cama,
donde encontró a Harvey dando vueltas y pataleando. También a él lo
confortó, apoyando su cara contra los senos hasta que se quedó dormido.
Ahora Harvey otra vez. Y otros de Roycewood que necesitaban cariño:
Sarah, Tom Horton, los niños. Estaba cansada. Pero ella era una cosa. No
había nadie que la tranquilizara. Tenía que ser fría, racional y calculadora al
mismo tiempo que amaba, se entregaba, criaba. Tenía que responder a
preguntas escabrosas.
¿Cuál era el peligro real? ¿Estaba todo fuera de control? ¿Debía coger a
los chicos y salir corriendo? ¿Podía contar con el apoyo de Harvey, o
seguiría siendo él el niño más indefenso de todos?
Trish aborrecía las preguntas. Eran algo ajeno a su naturaleza. Pero eran
necesarias. Y tenía que marcar un límite en alguna parte, para conservar la
fuerza.
Trish se consumía pensándolo, buscando alternativas, buscando paz. Se
resistía a ir a tranquilizar a Harvey.
Él continuaba balbuceando. Las agujas chocaban, los puntos se
entrelazaban, los retales iban tomando forma. Él gritó de nuevo y después
se calló. El silencio la asustó más que los sonidos. Fue a verle.

Sarah esperaba que Frank la rodeara con sus brazos y la besara al abrir
la puerta. Ella ni siquiera le miró, sino que clavó los ojos en el suelo,
apretando el bolso contra el pecho con coquetería. Se sintió confusa e
incómoda cuando él simplemente dio un paso atrás y la saludó.
—Hola, señora Caley.
Entró en el apartamento y de repente se sintió asustada. Se percató de
que estaba muy limpio y ordenado. Dio por sentado que Frank se había
pasado aquellos últimos cinco minutos recogiendo periódicos, platos sucios,
pilas de ropa para meterlo todo en un armario, el cubo de la basura o
dondequiera que los solteros metieran todas aquellas cosas. Se dio cuenta
de que el mobiliario era barato, pero sin juzgar sobre ello: si la situación no
fuera tan embarazosa le hubiera parecido triste. Era más fácil observar todo
esto que mirarle, sonrojarse y mostrar sus sentimientos demasiado pronto.
—¿Le gustaría una taza de café o de té? —preguntó Frank—. Lo
preparo en un minuto.
¿Por qué esperaba ella que le ofreciera champán, o al menos una copa
de vino? ¿Era acaso tan sofisticada? ¿Estaba echada a perder? ¿Acaso había
imaginado mucho basándose en pequeños indicios? ¿Qué estaba haciendo
allí?
—Un té estaría bien —dijo—. Pero preferiría hablar.
No se le había pasado por la cabeza que él pudiera estar menos deseoso
que ella. A decir verdad, ni siquiera había pensado en sí misma como
deseosa, ni se había entregado a las fantasías. O no mucho. Pero aquí
estaba. ¿Qué estaba haciendo aquí?
Frank no le ofreció una silla, sino que esperó a que ella eligiera. Cuando
ella se decidió por el sofá, él giró su hamaca para poder verla y se sentó.
Ella seguía sin mirarle. Sabía que sus ojos azules la derretirían.
Detestaba el silencio.
—Lamento haberle molestado —dijo—. Pero tenía que hablar con
alguien.
Al oír su propia voz se dio cuenta de que sonaba como un personaje de
serial radiofónico. Tan puesta y refinada, tan fuera de lugar en medio de
este pequeño apartamento. ¿Pero qué estaría haciendo allí?
—¿Qué puedo hacer yo? —le preguntó Frank, inclinándose hacia
adelante.
Ella evitaba mirarle. Sabía que si encontraba sus ojos o tenía que
apreciar sus ropas, o su cuerpo, se pondría roja. Ni siquiera sabía qué
llevaba. Se permitió una ojeada. Ropas de faena de la armada.
Probablemente no había ordenado nada, ni siquiera se había cambiado.
—Estoy segura de que algo terrible ocurre en Roycewood —dijo
rápidamente—. Tengo mucho miedo, pero ni mi marido ni tío Benjamin, ni
ninguno de los otros, quieren admitir que algo va mal. No pedirán ayuda al
exterior. Pienso que van a matar a alguien más y temo que pueda ser yo o
alguno de mis hijos.
—¿Por qué no su marido?
Nunca se le había ocurrido. ¿Por qué? ¿Pensaba acaso que George era
invulnerable? ¿No le importaba lo que pudiera pasarle?
—¿No podría llevar a cabo algún tipo de investigación secreta? —dijo
pasando por alto su pregunta, mirándole a los ojos y retirándolos
rápidamente—. George y los otros tienen guardias, como una pandilla de
boy scouts, pero no son más que aficionados.
Frank la miraba con tranquilidad.
—¿Tiene idea de quién podría ser?
—Los otros creen que es gente de fuera, pero yo no estaría tan segura.
Hay sirvientas y jardineros, y de repente no estoy segura ni de los que viven
allí, aunque sean familiares. ¿No puede hacer nada?
Le miró de nuevo, esta vez durante más tiempo, y sintió algo que se
movía en su interior.
—¿Qué le gustaría que hiciera?
Clavó sus ojos en ella, y Sarah bajó la vista.
Esperó un momento. De repente se sintió excitada, ardiente. Levantó los
ojos y el estómago se le puso en la garganta. Los labios le temblaban.
—¿No puede abrazarme? —le preguntó—. ¿No puede ser mi amigo?
Él se quedó un momento en silencio.
—Sí, creo que puedo.
9
Los observadores

1
El doctor Benjamin Royce tenía una pequeña irritación blanquecina en
el rabillo del ojo. Era curioso, porque además ofrecía el aspecto de quien no
ha dormido en toda la noche. Suzy Mancius se iba percatando de ello
mientras su tío se inclinaba sobre su vientre, escuchando los latidos del
corazón del bebé mediante su fetoscopio. No la miraba a ella, sino más bien
hacia un lado, en actitud concentrada. Suzy no podía dejar de pensar en
aquel bultito que veía tan claramente, como un insecto blanco que se le
hubiera posado en el rabillo del ojo.
—Tío Benjamin —le dijo ella, con voz seria—, pareces cansado. ¿Qué
has estado haciendo esta noche?
Él no la miró, sino que siguió con la vista clavada en algún otro lugar
mientras iba moviendo el extremo cónico del fetoscopio de un lado a otro.
Pero Suzy sabía que la había oído: se percató de que sus músculos se
tensaron y se mantuvieron rígidos durante un momento.
—¿Eh? ¿Qué has estado haciendo? —le preguntó de nuevo, sonriendo.
—Shhh —dijo él—. Estoy intentando oír lo que nos dice tu niño.
—Así que sí —dijo ella, sin hacerle caso—. Estuviste por ahí con los
libertinos. Lo sé.
—Shhh —repitió él—. ¿Libertinos? ¡Qué cosas!
Había estado fuera toda la noche. Lo sabía. ¡Y a su edad! ¡Increíble!
¿Dónde habría estado?
Finalmente el doctor Royce retiró el fetoscopio y la miró sonriendo.
—¿Has comido col? —le preguntó—. Tienes tanto movimiento ahí
dentro que es difícil oír nada más.
—¿Podrías oír el latido del corazón tan pronto?
Sólo estaba de cuatro meses, y se le notaba, pero no mucho.
—Tú has sentido algún movimiento, ¿no es así?
—Creo que sí.
—Pues yo creo que oigo los latidos. Muy bien.
El doctor Royce sacó una cinta métrica del bolsillo de la chaqueta y
comenzó a medir la distancia de las junturas del muslo a las costillas,
primero en el lado izquierdo y después en el derecho.
—¿Cómo va tu vida sexual?
—De miedo —contestó ella—. ¿Y la tuya?
Él soltó una risita.
—Bueno, ninguno de los dos tenemos que preocuparnos por quedarnos
embarazadas.
Ella rió.
—¿Cuántas veces has usado ese chiste?
El doctor hizo algunas anotaciones en el parte médico.
—7.802 —replicó—. No todo el mundo se ríe.
Le apartó la sábana de las piernas y le palpó rodillas y pantorrillas. Sus
manos eran cálidas y secas.
—¿Has notado alguna hinchazón?
—Los pechos —dijo ella—. Van a volver locos a mi marido y al
lechero.
—Muy bien. ¿Tomas tus vitaminas?
—Sí. Y ya le he entregado a Ann la botellita con la orina. ¿Me vas a
tomar la presión?
Él sonrió.
—Desde luego —dijo—. Pero primero quiero sentir tu vientre. Es
irresistible.
—Entonces me subirá la presión sanguínea. Soy muy sensible.
Le miró y parpadeó. Su tío. Era algo seguro.
—Eso parece —dijo él con sequedad.
El doctor Royce la palpó aquí y allá durante unos minutos; suponía que
notando algunas cosas. Después de todo, no era muy sexy. Claro que no.
—Bueno —dijo ella—, ¿está de cabeza, o qué?
—Parece que está pacíficamente dormido con el pulgar en la boca.
¿Pero por qué hablamos de «él»?
—Bueno, es más fácil, ¿no?
—Si quieres, podremos saberlo dentro de poco.
—Me gustaría llevarme la sorpresa.
Cuando tío Benjamin le envolvía el brazo para tomarle la presión, Suzy
se decidió a hablarle.
—¿Podemos comentar lo que está pasando en Roycewood?
—¿Por qué, estás pensando en volver a casa? ¿Vas a completar al fin el
círculo familiar? —le preguntó, al parecer sin demasiadas esperanzas.
Suzy no contestó y después de un prolongado silencio continuó con su
pregunta.
—Creo que todo el mundo está asustado —dijo—. Sabes que le han
pedido ayuda a Victor para averiguar si hay algún intruso.
El doctor Royce suspiró.
—Lo sé —dijo—. George Caley me lo ha dicho. Y los vi en los recintos
de la granja.
—Vale. El bueno de George, siempre en todo. Por cierto, parece que
alguien ha saltado el muro, pero supongo que no prueba nada.
—Quizá no —dijo el doctor Royce, hinchando la almohadilla con una
mano y ajustándose el estetoscopio con la otra—. Si se trata de alguien
haciendo travesuras, es sin duda alguien de fuera. Con el tiempo parará.
De repente Suzy se dio cuenta de que o bien el tío Benjamin no se daba
cuenta de la naturaleza y extensión de las «travesuras», o bien le estaba
restando importancia de manera deliberada. Ella no se había esperado
aquello. El terror frío que había sentido en Roycewood y por la noche
todavía la hacían estremecerse, y la preocupaban.
—¿No crees que son algo más que «travesuras»? —le preguntó con
cautela.
¿Sería sólo su imaginación?
El doctor Royce calló mientras dejaba salir el aire de la almohadilla,
observaba la columna del esfigmómetro y le tomaba el pulso, que ella sabía
le había subido de repente.
—No —dijo mientras hacía sus anotaciones—. Los niños tienen
amigos, y probablemente también enemigos. Y también los adultos,
también todos nosotros. Cosas así pueden ocurrir.
—¿Y qué hay de Nancy y Chrissie? ¿No crees que eran cosas serias?
Estaba sorprendida, y sabía que su entrecejo fruncido y su voz
temblorosa daban muestra de ello. ¿Debería decirle lo que ella había
sentido? ¿Lo asustada que estaba de volver a Roycewood, incluso para
visitar a su hermana?
El doctor Royce la miró de manera directa. Le dio unos golpecitos en la
espalda, como si fuera una niña.
—Lo de Nancy fue un accidente, estoy seguro —dijo—. O algo peor,
quizá saltó al barranco. La idea me aborrece tanto como a ti, pero ¿qué más
podemos pensar? No puedo explicar lo de Chrissie ni nada de lo demás,
pero parece como una broma, y no ha habido daños.
Suzy no podía creérselo. Sentía que se estaba enfadando. ¿Cómo iba a
decirle nada? Simplemente lo desecharía, haciéndola sentirse tonta y
pequeña.
—Tío Benjamin —le dijo—, si llegara a ocurrir algo peor no creo que
fueras capaz de perdonarte. Y creo que tampoco yo te perdonaría.
Él le colocó la mano en el abdomen y la movió dulcemente en círculo.
La miró a los ojos y ella sintió que su mirada era límpida, pero no realmente
cálida.
—No ocurrirá nada —dijo.
—Tío Benjamin —saltó Suzy, ya completamente enfadada—, tienes
algo horrible en el rabillo del ojo.
Había cosas que debía averiguar sobre él. Su propio tío. Cosas que no
podía preguntarle porque él escaparía a la verdad, seguro.
2
Victor Mancius empezaba a pensar que todo aquel montaje era un poco
ridículo. Había llegado a Roycewood a la hora convenida y allí había
encontrado a George Caley, instruyendo a sus scouts como un general y
enviándolos a hacer excursiones de reconocimiento por el bosque: pero
nunca veían nada. Quienquiera que hubiera saltado el muro, si es que
alguien lo había hecho, no se dejaría ver durante algún tiempo. Era mejor
hablar con la gente. Vamos a ver, ¿quién podría haber estado por ahí y visto
de casualidad algo anormal? Los contratados. Los niños. Victor se separó
del grupo sin que los demás lo notaran.
Klaus y Dieter Richter vivían en la vieja cabaña de los carromatos,
cerca de la casa señorial. Hacía tiempo que la cabaña había sido convertida
en garaje y talleres, además de viviendas en la planta superior. Victor
caminó hasta allí, entró en el patio de gravilla y pudo oír el chirrido
producido por el acero sobre hierro o piedra, procedente de una de las
puertas abiertas. Entró y encontró a uno de los ancianos. Vestía ropas de
trabajo color caqui y estaba sentado frente a una rueda de afilador, llevando
adelante y atrás la cuchilla de un machete. Antes de hablar, Victor se colocó
frente al hombre, para no sorprenderle. El anciano levantó la vista,
brillantes los ojos azules, y se pasó la mano por el bigote, sonriendo.
Victor le devolvió la sonrisa.
—Hola —dijo—. ¿Es usted Klaus?
El viejo detuvo la rueda con sus manos regordetas.
—Ja —dijo—. Hola.
—Soy Victor Mancius. ¿Podría hablar con usted un momento?
El hombre asintió, sonriendo todavía y dejando el machete sobre los
muslos.
—Supongo que se ha enterado de los extraños acontecimientos que han
tenido lugar por aquí.
El anciano asintió de nuevo.
—Sí —dijo con su voz de soldado.
—Me preguntaba si usted o su hermano podrían haber visto algo
anormal.
Klaus le miró directamente a los ojos y se quedó sin decir nada quizás
unos 20 segundos.
—Los niños están por todas partes.
—¿Los niños que viven aquí?
—Ja. Y a veces sus amigos. Corriendo todo el día por el bosque, como
indios.
—Quiere decir que juegan en el bosque.
—Juegan. Ja. Cortan los árboles, construyen fuertes.
—¿Algo más?
—Ja. Juegan a las guerras. Vaqueros, marcianos.
—¿Ha visto a algún extraño, que no debiera andar por aquí?
Klaus no entendía.
—¿Qué quiere decir, señor?
—Quiero decir si ha visto algún intruso, gente que no vive aquí,
merodeando o saltando el muro o algo así.
—Nein. Si veo algo se lo digo al guarda o al doctor Royce.
Victor podía ver que no mentía.
—¿Seguirá vigilando? —le preguntó.
—Claro —contestó Klaus—. Si veo algo, lo digo.

3
En el comedor de Manor House, el doctor Benjamin Royce se topó con
su bisabuelo, que estaba sacándole brillo a la plata Syng. El hombre, que
había muerto con sólo 50 años, tenía buen aspecto, y el doctor Royce pensó
que no parecía mayor de lo que él mismo aparentaba ahora. El viejo doctor
se dio la vuelta con una pieza de plata en la mano.
—Benjamin, hay que sacarle brillo a la plata de manera regular.
—¿Dónde está el padre?
Y allí estaba su padre, sentado a la mesa, comiendo.
—Hola, Benji —le dijo su padre, llevándose un extraño trozo de carne a
la boca pero sin comérselo al fin—. ¿Cómo se encuentra hoy mi
hombrecito?
—¿Dónde está el abuelo? —preguntó Benjamin, sintiendo un temor
repentino—. Nadie dice dónde está.
Benjamin sintió los ojos muy azules de sus antepasados sobre él,
mirándole de manera inexpresiva. Su bisabuelo sacaba brillo a la plata en
silencio, mientras que su padre continuaba comiendo y no contestaba.
Benjamin se echó a gritar, temblando como un niño.
—¡Papá, pareces el bisabuelo! ¡Tienes todo el pelo blanco! ¿Dónde está
el abuelo?
—Todos nos hacemos viejos —le dijo su padre mientras masticaba la
carne.
—¡Pero no quiero que te mueras! ¡No soy tan viejo como para que
mueras! ¿Ha muerto el abuelo?
Su padre sonrió mientras seguía masticando. El jugo rosáceo de la carne
le caía por las comisuras de los labios. Benjamin se lanzó corriendo hacia
él, con los brazos extendidos.
El doctor Royce se despertó, sintiendo el sudor en la parte de atrás del
cuello. Respiraba de manera pesada y tensa, como si estuviera a punto de
gritar. Miró el reloj de la mesilla y vio que sólo eran las ocho de la tarde.
El sol dorado enmarcaba los bordes de las cortinas de damasco. La falta
de sueño debida a su búsqueda de la noche anterior le había hecho caer a las
cuatro de la tarde. Había dormido desde entonces. Y había soñado. Y no
quería pensar en la búsqueda de la noche anterior, ni en los problemas de
Roycewood, ni en el mundo, que parecía hundirse a su alrededor.
En vez de eso pensó en su sueño. Recordaba a su abuelo con tristeza y
amor. No quería alterar la intensidad del sueño, pero éste le asustaba: los
tres ancianos, él mismo incluido, aunque hablaba como un niño; los
hombres Royce; la obligación que tenía hacia ellos, hacia la familia y el
lugar.
No podía volverse a dormir. Se levantó y se puso la bata y las zapatillas.
Salió al pasillo y bajó las escaleras, atando y desatando una y otra vez el
cinto de la bata. Sentía que la casa y su gente, los vivos y los muertos, le
presionaban, sin dejar descanso a su mente.
Oyó el teléfono y se sintió aliviado. Corrió a contestarlo.
—Ha desaparecido otra vez —dijo la voz, de la misma manera que lo
había hecho la noche anterior.
De repente tuvo la sensación de que sus problemas, y las llamadas
urgentes que lo urgían a resolverlos, no terminarían jamás.

4
Victor Mancius encontró a los chicos en el bosque. Dos de ellos estaban
cavando un agujero al lado del arroyo, utilizando palas de jardín, y un
tercero permanecía sentado en una roca que estaba sobre ellos, con los
brazos en torno a las espinillas y el mentón apoyado en las rodillas.
—Hola —dijo Victor—. ¿Qué es lo que ocurre?
Los chicos debieron reconocerle, porque no parecían asustados, sólo un
poco suspicaces. Los dos que estaban cavando parecían casi gemelos,
rubios y de ojos azules. El que permanecía sentado era un poco mayor, pero
sin duda pariente de los otros. Lo reconoció, era Chip Caley, el mayor de
los hijos de George. Los otros dos debían ser los Butler, pero no sabía cómo
se llamaban.
—Estamos cavando una fosa —dijo uno de ellos.
Primero Victor creyó que había dicho «tumba» y se quedó paralizado.
Después entendió. Vio que no avanzaban mucho. Habían empezado a cavar
debajo de la roca en la que estaba sentado Chip Caley, y bajo la superficie
aparecían piedras y raíces entrelazadas.
—No parece fácil —dijo Victor.
—Estate seguro de que estos chicos pueden hacerlo —dijo Chip Caley.
—Será una cueva india —dijo uno de los Butler—. La prepararemos y
usaremos como un escondrijo.
Victor recordaba sus propios intentos de construir lugares secretos del
mismo estilo, aunque la mayoría no habían salido bien.
—Cuando sea lo suficientemente profundo debéis reforzarlo con tablas
—les dijo—. Si no se derrumbará.
—Ya lo teníamos planeado —dijo uno de los Butler.
—Victor prefirió no preguntarles cómo sería. Sospechaba que pronto
abandonarían el proyecto.
—Sabéis que andamos buscando gente que se haya colado aquí —les
dijo—. ¿No habréis visto nada?
Los Butler se miraron y después introdujeron otra vez las palas en el
agujero, golpeando piedras.
—Nooo —respondieron, casi al unísono.
—¿Y tú, Chip?
Los sombríos ojos azul oscuro del muchacho le lanzaron una mirada
nítida. En un primer momento Victor pensó que era una mirada hostil, pero
después decidió que no era así.
—No he visto a nadie excepto los de aquí —dijo Chip—. Ya me lo ha
preguntado mi padre.
Victor se quedó en silencio durante unos segundos.
—¿Saltáis alguna vez el muro para entrar o salir de aquí?
Los Butler volvieron a mirarse, y después apartaron la vista hacia otro
lado. También Chip Caley miró en otra dirección. Ninguno contestaba.
—Escuchad —dijo Victor—. No intento meteros en problemas. Pero sé
que alguien ha saltado el muro. Si sois vosotros, de acuerdo, no hay
problema. Pero si se trata de alguien de fuera y no sois vosotros, entonces
tengo que saberlo. ¿Entendéis lo que quiero decir?
Los chicos no le miraban.
—Lo hacemos a veces —dijo Chip al fin.
Victor se tranquilizó.
—Yo también lo haría si viviera aquí —les dijo—. ¿Algunos de
vuestros amigos entran aquí de la misma manera?
—A veces —contestó Chip. Parecía totalmente indiferente. Seguía sin
mirar directamente a Victor, pero al final lo hizo—. No se lo dirás a papá,
¿verdad?
—Tengo que hacerlo —dijo Victor—. Pero no creo que os riña. Tiene
que saberlo para no cazaros como si fuerais intrusos.
—¿Quieres decir que dispararían? —preguntó uno de los Butler,
abriendo mucho los ojos.
Victor sonrió.
—Nadie tiene armas —dijo—. Lo que quiero decir es que no queremos
perseguiros a vosotros cuando estamos buscando a otra persona.
—¿De veras crees que hay ladrones entrando aquí? —preguntó uno de
los Butler.
—No lo sé —dijo Victor—. Tenéis que mantener los ojos bien abiertos.
Los chicos le miraron con sus ojos azules, como si les hubiera advertido
que mantuvieran sus ojos alerta sobre él, como si él fuera su enemigo. De
repente se sintió él extraño allí. Se dio cuenta de que a sus ojos lo era. Se
sentía incómodo. Saludó levantando la mano.
—Que os divirtáis —dijo, y se dio la vuelta, sabiendo que seguían
vigilándole.

Suzy estaba furiosa y no era capaz de dormir: estaba enojada con su tío
Benjamin por su estúpida confianza en sí mismo, que a ella le parecía una
imbécil ceguera; enojada consigo misma por su incapacidad de expresar sus
temores, romper las eternas barreras del «respeto a los mayores», y hacerle
entender su miedo y sus preocupaciones. Se sentía frustrada, avergonzada e
insegura. Ni siquiera había hablado todavía con Victor sobre el tema. Tenía
que solucionar aquello.
Suzy se había ido a la cama con Victor, pero no hacía más que dar
vueltas, no encontraba la posición adecuada ni hallaba la manera de colocar
los brazos y las piernas. Se levantó cuando él ya dormía y comenzó a
caminar por la casa a oscuras. Finalmente se sentó en la silla de piel del
estudio de Victor, golpeando con los dedos las tachuelas de metal que
sujetaban el cuero. Se dio cuenta de que le gustaba contemplar los remos
chapados en oro que Victor había recibido por sus logros, las dos medallas
olímpicas de oro en sus cajitas de madera y cristal y los trofeos y placas que
llenaban aquella habitación masculina.
Masculina, pensó. Por mucho que se dijera, había una diferencia. Los
hombres y las mujeres no eran sólo aspectos diferentes de la misma especie,
sino que pertenecían a especies totalmente distintas. Había hombres como
su marido, Victor, que la respetaba y la dejaba hacer, pero que le resultaba
en esencia ajeno simplemente porque sus procesos de pensamiento
funcionaban de manera diferente. Había también hombres como el marido
de su hermana, George, que eran toros insensibles e incapaces de
consideración alguna, porque sus cuerpos y sus mentes funcionaban de otra
manera que los de las mujeres pero ellos no tenían ni la más mínima idea de
ello. Siempre se enfadaban porque esperaban que las mujeres actuaran y
pensaran como hombres, y simplemente no era así. Y había hombres como
su tío Benjamin, que reconocía que las mujeres eran diferentes, y las
apreciaba, pero considerándolas inferiores de la manera en que un padre
contempla a sus hijos, como personas no totalmente humanas o maduras,
personas a las que no hay que tomarse en serio sino proteger, tranquilizar y
manipular con amabilidad e ignorar en el plano intelectual.
Suzy podía entender todo esto, ¿pero cómo iba a hacérselo entender a
los hombres que le importaban? Ellos lo negarían. La harían sentirse
culpable por estar creando problemas (y en el caso de Victor sería
ciertamente crear problemas innecesarios, y ella no quería eso). Era George
Caley el que necesitaba que lo molestaran un poco. Y su tío Benjamin.
Estaba segura de que su cerrazón para escuchar a los demás los pondría a
todos en peligro.
Se maldijo una vez más por no haber sido más dura con él. Pero sabía
cómo reaccionaría él. Intentaría tranquilizarla con sus tópicos de siempre,
querría despejar sus temores con su confianza paternal y divina. Y en su
interior pensaría que se trataba de «estado ansioso de primeriza» o
«paranoia prenatal». Odiaba el tono clínico sabelotodo con que los médicos
solían dejar de lado los problemas reales, como si con categorizarlos y
darles nombre ya estuviera resuelta la enfermedad. Cortedad. Ceguera.
Egoísmo. Dale nombre y el problema desaparecerá.
Por otra parte, era verdad que estaba embarazada. Y había leído que era
normal padecer temores incontrolados, dependencias asustadoras, alegrías y
miedos inexplicados, nerviosismos acentuados por el aislamiento,
preocupaciones y alucinaciones nocturnas, cambios de actitud incontrolados
frente al marido, los parientes, los amigos, el médico, hasta el bebé mismo,
o incluso hasta el cuerpo, la mente y el alma propios. ¿Qué era lo que
ocurría ahora? ¿Es que su cuerpo y su mente reaccionaban contra el objeto
extraño, el invasor, el amado parásito que crecía en su interior? ¿Acaso el
hecho de estar embarazada había hecho estallar su sistema inmunológico?
Era por eso por lo que las mujeres vomitaban al principio del embarazo, de
ahí los bruscos cambios de temperatura, los mareos, los sueños y fantasías,
las pesadillas y alucinaciones, las alegrías exultantes, los comportamientos
extraños y la hostilidad, las buenas rachas y las depresiones.
A veces tenía miedo de perder el bebé, de morir antes de que naciera, de
que tuviera algún defecto físico; temía perder su identidad, o salir tan
deformada del embarazo y la cría que nadie la reconociera, nadie la
quisiera; la asustaba cambiar, o perder su libertad, o que alguien le robara el
niño. Premoniciones. Manos y pies helados.
Suzy intentaba sopesar las posibilidades y los hechos, para lograr algún
tipo de verdad, algo en lo que poder basarse. Podía haberse imaginado que
alguien la hubiera acechado en Roycewood, resuelto a hacerle daño. Pero
podía ser verdad. Podía haber imaginado que alguien o algo la perseguía
todavía. Pero a lo mejor era verdad. No lo sabía, no lo sabía. Y nadie podía
ayudarla. Sólo experimentando podría aclararse todo.
Roycewood le daba miedo. La noche anterior había rehusado
acompañar a Victor. Se quedaba helada con sólo pensarlo. Pero también
había sentido un fuerte deseo de ir, tan fuerte que pensó estar volviéndose
loca. Y sabía que volvería a ir, y pronto, porque no podía soportar esta
oscuridad, esta incertidumbre, este saber que ella y el niño estaban en
peligro y ella no hacía nada para arreglarlo.
Se quedó en pie, haciendo planes. En la oscuridad del exterior de la casa
se oían ruidos extraños que no podía explicar, como si el enemigo estuviera
rodeando su casa, su mente, en cuyo filo había algo que debería saber, que
debería recordar.
10
Los amantes

1
Era la segunda vez. Sarah se secó el pelo con una toalla y después con
el secador, se empolvó y perfumó, escogió la ropa interior más pequeña que
tenía, la blusa más suave, la falda más delicada, sus mejores zapatos, y se
miró al espejo. Volvió a mirarse (mejillas coloreadas, ojos turquesa que
despedían excitación, una señora encantadora), salió de casa y se lanzó con
su Mercedes verde. Era la segunda vez, pero sería todavía mejor que la
primera.
Pasó a gran velocidad por los portalones de acceso a Roycewood,
tocando el claxon y saludando al guarda con la mano. Giró por Creek Road
hasta que llegó a State Road, y después condujo a toda velocidad, pasando
gasolineras, cementerios y apartamentos hasta girar a la derecha, con las
ruedas chirriando, para pasar después bajo el puente del ferrocarril y coger a
la izquierda para adentrarse en el parque.
Había dos coches más, pero estaban vacíos. Serían pescadores. Sarah
apagó el motor y se quedó un momento sentada. Después abrió la puerta y
salió del coche. No era exactamente idílico: el rugido de la autopista, que
pasaba a unos 100 metros, se dejaba oír de manera intermitente. Un tren
pasaba renqueando sobre el puente del río. Brillaba el sol, no había viento y
la hierba recién cortada dejaba sentir su fragancia entre los árboles de la
orilla del río. Miró el reloj. Llegaba antes de tiempo, claro.
Le parecía extraño y maravilloso ir conociendo la mente y el cuerpo de
alguien al mismo tiempo, una sensación nueva después de no haber tenido
la oportunidad durante tantos años. No recordaba que fuera tan excitante,
tan agotador. Ahora se acordaba de aquella primera tarde con Frank Viele,
cómo le había solicitado (¿quién podría imaginarse que fuera tan atrevida?);
cómo él la había abrazado y besado (el fuego que había sentido, los labios y
las rodillas le temblaban tanto que sabía que él se daría cuenta); cómo la
había llevado a su habitación, la había sentado en la cama como a un niño,
sus dedos sobre ella, sobre sus ropas y su cuerpo; sus piernas abriéndose a
sus manos.
Era como la experiencia de ser vencido, y resultaba excitante. Le había
dado vergüenza verse desnuda ante él, y no había movido ni un dedo para
desnudarse. Él lo hizo por ella, pero con suavidad, susurrando cumplidos a
medida que nuevos territorios iban siendo explorados. Pero ella seguía
nerviosa, así que le había pedido que cerrara la puerta, bajara las persianas y
apagara la luz. Mientras lo hacía se arrastró entre las sábanas, temblando.
Después volvió su cuerpo cálido, y su pene, caliente, rígido y enorme,
hurgaba sobre ella: Sarah tuvo un orgasmo tan pronto como la penetró, y
más mientras se movía contra ella en la oscuridad. Ni supo que gemía hasta
que él se lo dijo más tarde.
Desde entonces no pensaba en otra cosa. Sólo pensaba en Frank. Era
todo lo que quería. Había venido tan rápido que tenía la respiración
entrecortada. Los chicos en casa con la sirvienta y su marido en el trabajo le
importaban mucho menos que el hombre que estaba de camino para
encontrarse con ella, menos que la mujer llena de vida en que se había
convertido de repente. No era que los quisiera o se preocupara menos, pero
ahora tenía algo más, algo propio, algo secreto y delicioso. Al parecer había
necesitado la estabilidad de aquellos niños y aquel marido para florecer, y
ahora estaba en flor.
No podía estarse quieta. Echó una mirada a la entrada por la que vendría
Frank: todavía no estaba allí. Caminó por el sendero que se adentraba entre
los árboles, sombrío y fresco. Después dio media vuelta. No quería alejarse
demasiado.
Volvió a mirar el reloj. Era la hora. Comenzó a mirar hacia la entrada, y
retiró los ojos con la esperanza de que apareciera cuando ella no estaba
observando. Funcionó. Volvió a mirar y su corazón saltó: allí venía el
coche, un Fiat azul oscuro, y tras el parabrisas aparecía el rostro que hacía
que su pulso se acelerara, le temblaran las rodillas, su interior se pusiera
tenso y el líquido fluyera. Lo único que no podía hacer era correr hacia él.

2
Cogieron el coche de Frank. Cruzaron el río y atravesaron las colinas de
Wissahickon hasta Germantown, después continuaron por una avenida de
guijarros por donde circulaban tranvías hasta Chestnut Hill, y se detuvieron
frente a un sencillo restaurante llamado Mistinguette donde ninguno de los
dos había estado antes.
Ella no era capaz de quitarle los ojos de encima. Iba sentada tan cerca
de él, con la mano sobre su pierna, que era difícil mirarle, pero al mismo
tiempo resultaba imposible resistirse. Su rostro con la cicatriz, el pelo negro
y rizado y el bigote tan parecido al de George pero tan diferente, los ojos
azules brillantes como zafiros, los dientes blanquísimos cuando se volvía
hacia ella y sonreía, el pelo negro saliéndole por entre la camisa
desabrochada, el movimiento de los músculos del muslo cada vez que
apretaba el acelerador o tocaba el freno. Quería rodearlo y deslizarse en su
interior al mismo tiempo. ¿Qué importaba que tuviera cinco años menos y
perteneciera a un mundo sobre el que ella no sabía nada? Se sentía tan bien.
Entraron en el restaurante y se sentaron frente a una mesa pequeña, con
mantel blanco, junto a una ventana arqueada que daba a un pequeño jardín
lleno de rosales en flor en el que daba el sol. Sarah no pensó ni por un
momento que alguien conocido podía verla y reconocerla hasta que cogió a
Frank de las manos por encima de la mesa, sonriéndole; entonces vio y
sintió que estaba nervioso.
—No te preocupes —dijo ella—. Es tarde y no nos sorprenderán.
En el restaurante había sólo dos parejas más, tan ensimismadas como
ella lo estaba. El camarero parecía discreto. Les trajo dos vasos de Chablis y
nunca les miraba a la cara. El ambiente no estaba mal: la luz se filtraba a
través de las ventanas desde el jardín, el tintineo de la cubertería y la
porcelana resultaba reconfortante, tranquilas canciones francesas de fondo
(pensó que debía ser Aznavour) y el delicioso vino. Levantó el vaso con la
mano izquierda, sonriéndole pero agarrándole todavía la mano con la
derecha. Se preguntaba si él se daría cuenta de que le temblaban los labios.
—Esta debería haber sido nuestra primera cita —dijo ella—. Es un
lugar tan agradable.
El dudó un rato antes de sonreír.
—¿Es que no te gustó la otra noche? —le preguntó.
Mierda, pensó ella. He herido sus sentimientos. Le apretó la mano.
—Fue maravilloso —dijo ella—. ¿Por qué crees que te he invitado a
comer?
—No lo sé —contestó él—. Todo esto me tiene aturdido.
Ella estaba consternada, pero no quería que se le notara. Le hubiera
gustado estar los dos en el mismo lado de la mesa para poder acariciarle la
pierna y darle ánimos.
—Quiero tu cuerpo —le dijo—. Te quiero a ti. Quiero que me abraces.
¿No es suficiente?
Era tan atrevida.
—Supongo que sí —dijo él mirándola al fondo del alma y sin sonreír—.
Pero sabes que nunca he estado con gente como tú. Gente rica. La manera
en que vivís.
Sarah volvió a quedarse mohína. Así que ése era el problema. Ni
siquiera lo había pensado, no había supuesto que tendría recelos de ese tipo.
—Pero soy igual que tú —le dijo—. No soy distinta a otras mujeres que
has conocido.
El sonrió para hacer desaparecer su incredulidad.
—Mi ex mujer se educó en South Ardmore, como yo —le dijo. Todavía
trabaja como secretaria de un almacén de piezas de fontanería.
—Pero nosotros no vivimos como los ricos —dijo Sarah. Se sentía
ligeramente desesperada. No se temía esto y sentía cómo la atmósfera
romántica se iba diluyendo—. ¡Vivimos como gente pobre! Una vez fui a
Texas a visitar a una antigua compañera de clase y vivían en castillos
modernos, ¡con Picassos en el cuarto de baño! Y en California, una amiga
mía tiene una sauna en cada habitación, y ¡hay 14 habitaciones!
Frank rió y Sarah se sintió mejor.
—¡No podía creérmelo! —siguió, animada—. Y yo vivo en esta vieja
casa de piedra con sólo tres cuartos de baño y sin ni siquiera piscina. En
invierno entra el aire frío. ¡Deberías ver lo que pagamos de calefacción!
¡Hasta usamos dos veces la misma bolsa de té! —rió.
—Dicen que es la manera en que los ricos se hacen más ricos —
comentó Frank, burlándose un poco de ella.
Sarah sabía que no iba por el buen camino. Apuró nerviosamente el
vino, preguntándose cómo podría cambiar de tema sin que se notara.
—Quisiera tomar otro vaso.
Frank hizo una seña al camarero y acudió en seguida. Mágico.
¿De qué podían hablar?
—Cuéntame algo de tu vida sexual —le dijo.

Flip Royce ya había tomado una determinación. O a lo mejor estaba


predestinado por las estrellas, las cartas, era inherente a los genes o al
funcionamiento mecánico del universo. Ahora iba conduciendo su Ferrari
rojo descapotable con velos de seda brillante al aire, como Isadora Duncan.
Se lanzó por una pista llena de curvas y con gravilla suelta cerca de
Malvern, cruzando campos de cultivo; bajó a través de un bosquecillo que
hizo que el cielo oscureciera tan de repente que le pareció que descendía a
las regiones inferiores, donde residían los más secretos de sus intereses
secretos. Pasó dos curvas entre árboles. La pista seguía paralelamente a un
arroyo y la gravilla crujía bajo las ruedas. De repente la carretera se abrió
aun claro de cañas en el que se vislumbraba la caravana amarilla en que
vivía Maurice Elfring. Estaba rodeada de gallineros y conejeras de alambre,
automóviles destartalados y piezas de fontanería inservibles.
Flip había venido sola y esperaba encontrar a Elfring solo. Aparcó entre
el alboroto de las gallinas y los ladridos del perro. Avanzó con sus vaqueros
y sus sedas entre montones de chatarra oxidada y hierbas altas y espesas
que se movían al paso de su cuerpo.
Llamó a la puerta y él le abrió, surgiendo del oscuro interior. El día que
los habían presentado, ella le preguntó: «¿Te llamas realmente Elfring?». A
lo que él había contestado que sí. Y ella le había creído.
Era un hombre corpulento, y su cuerpo abultado llenaba ahora el marco
oxidado de la puerta de la caravana. Llevaba, como siempre, su jersey negro
apolillado, a pesar de que hacía calor. Ella jamás le había visto con otra
cosa. Una boina negra le cubría la calva. Los vaqueros estaban desgastados,
agujereados y sucios, y no llevaba cinturón. Su cara larga y arrugada tenía
un aspecto serio, y mostraba una barba de tres días. Aparentaba unos 70
años. Sus enormes ojos azules, brillantes, pálidos y claros, la miraron con
serenidad real. A sus pies, calzados en botas de combate, aparecía un
pequeño perro negro de especie desconocida, que ladraba sin resultar
amenazante.
—Señorita Royce —dijo Elfring, estudiándola sin sonreír—. ¡Qué grata
sorpresa!
Tenía una voz suave y ceceaba.
—Hola —dijo Flip en tono tranquilo, pero impresionada una vez más
por todas las extrañas contradicciones de aquel anciano misterioso—. Me
gustaría haberle avisado, pero no tiene teléfono.
El no contestó, sino que se quedó mirándola fijamente, como si leyera
algún mensaje en su interior.
—Ofelia me dijo dónde podía encontrarle —dijo Flip, comenzando a
sentirse un poco nerviosa por la fijeza de su mirada.
—¿Quiere pasar? —preguntó él, abriendo la puerta.
Flip lo pensó un momento. Después se acordó de que en realidad tenía
que entrar.
—Sí —contestó.
En el interior no había luz. Entrar allí viniendo de la luz del sol era
como entrar en una cueva. Olía a extrañas hierbas y a perro sucio. En la
penumbra pudo ver que en las paredes habían unos bancos sin tapizar,
debajo de unas ventanas con cortinas oscuras. En uno de ellos pudo
vislumbrar a una persona acostada, que apenas resultaba visible. Esta
presencia inesperada la sorprendió, y sintió un estrechamiento repentino en
la garganta. La figura se levantó y se movió hacia la luz que entraba por la
puerta. Flip pudo ver que era un chico que vestía pantalones chinos y una
camisa occidental abierta hasta la cintura. Tenía el pelo negro y rizado, y
largo como el de una chica. Su cara sonreía relajada y hermosa como la de
una madonna. Si las circunstancias fueran otras le hubiera gustado pintarle
desnudo. El chico dejó la caravana balanceando las caderas y sin decir ni
una palabra. Tampoco el viejo dijo nada. Flip se sentó antes de que se lo
ofrecieran. Elfring hizo lo mismo.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó.
—Me gustaría que viniera a Roycewood, el lugar donde vivo —dijo
Flip—. Han sucedido cosas tan extrañas, como un pez clavado con una
flecha en el techo de una de las casas, y una mujer asesinada. Hay ruidos y
cosas que se mueven, pero que no pueden ser vistas con claridad. Me
gustaría oír lo que usted opina del asunto.
Flip se iba acostumbrando a la penumbra. Se había olvidado del
muchacho y podía contemplar la cara del anciano. En aquel momento no
expresaba nada. Al final habló.
—¿Sospecha que podrían ser fantasmas o espíritus?
—Sí —dijo Flip—. Algunos otros de los que viven allí no están de
acuerdo. Mi marido, por ejemplo. Pero si alguien puede encontrar la
respuesta, creo que es usted. Recuerdo lo que sintió en casa de Ofelia.
Había dicho que se abriría una puerta y se abrió por sí sola. Había dicho
que encontrarían las iniciales del anterior propietario en una ventana en el
ático de la casa y allí estaban, trazadas en el cristal. Había dicho que los
ruidos de la escalera, las puertas abriéndose y cerrándose, los platos que se
caían y las cisternas funcionando eran la manera en que se comunicaba el
espíritu de aquel anterior propietario. Ofelia estaba encantada. Flip,
impresionada.
—Usted vive en Roycewood —dijo Elfring entre las sombras—. Me
gustaría ir allí.
Así de fácil. Flip sintió que la inundaba una oleada de cariño hacia el
anciano. Se quedaron un momento en silencio hasta que ella decidió lo que
debía decir a continuación. Oía las gallinas en el exterior y por la ventana
podía ver al muchacho caminando con pasos de baile. En otras
circunstancias le hubiera gustado bailar con él. El perro gemía a los pies de
Elfring.
—¿Cuándo? —preguntó Flip.
—Ahora.

4
Después de tres vasos de vino, Sarah se sentía mejor. Ella tomaba un
gratinado y Frank una tortilla. Él le había contestado sin rodeos que no
había tenido mucha vida sexual desde hacía al menos un año, y ella confesó
que ése era también su caso. Frank parecía incómodo y ella, en vez de
confusa, se sentía triste. Hablar de sexo tampoco había sido una buena idea.
Se echó hacia atrás, apartándose de él.
—No funciona, ¿verdad? —le preguntó.
Él parecía intranquilo.
—¿Qué quieres decir?
Parecía asustado.
De repente Sarah sintió mucho calor. Retiró la mirada.
—Se supone que debería ser brillante, sexy y perversa, pero no puedo
—dijo—. Me siento como un espantajo.
El vino se le había subido a la cabeza y estaba a punto de llorar.
—Intenta pensar en chuletas de cerdo —le dijo—. Uno no puede
sentirse mal pensando en chuletas de cerdo.
Ella se quedo atónita durante un momento, y después se dio cuenta de
que bromeaba. Rió. Lo miró y él sonreía. Quería besarlo, estrecharlo. Le
sonrió y cogió la mano por encima de la mesa, con lágrimas en los ojos que
no podía evitar.
—¿Sabes lo que me gustaría hacer contigo? —le preguntó.
Frank no intentaba hacerse el listo, y le gustaba por eso.
—¿Qué?
—Me gustaría hacer cosas maravillosas contigo —le dijo—. Me
gustaría volver atrás en el tiempo contigo, para poder bañarnos desnudos en
un arroyo cristalino. Me gustaría tocar el piano para ti, y tener el talento
suficiente para poder escribirte una sonata. Me gustaría prepararte copos de
maíz. Me gustaría hacer el amor contigo en la cima de una montaña. Me
gustaría mirarte sin que me entraran ganas de llorar.
Frank también había bebido tres vasos de vino y ahora apretaba las
manos de ella entre las suyas.
—¿Has hecho eso? —le preguntó.
Ella no contestó, pero no se sintió dolida.
—Sé que no lo has hecho —le dijo en un susurro, mirándola
suavemente con sus brillantes ojos azules—. ¿De verdad tocas el piano?
Sarah no podía evitar que le afloraran las lágrimas.
—He tocado mucho estos últimos días —contestó—. Pienso en ti, y en
que no estamos juntos, y toco sencillas canciones alegres con gran tristeza.
Frank seguía mirándola intensamente a los ojos. Soltó la mano derecha
y la alzó para alcanzar una de las lágrimas de ella. Se la llevó a los labios, y
después volvió a cogerle la mano.
—¿Qué tocas?
Ella le miraba fijamente. Estaba atónita por la dulzura de lo que acababa
de hacer.
—Las sonatas —aventuró él.
Ella no podía decir nada.
—No puedo creerlo —dijo al fin—. No puedo creer que ha ocurrido.
Él apretó sus manos más fuerte.
—Estoy aquí —dijo.
A Sarah le temblaba todo el cuerpo. Casi no podía mover los labios.
—¿No podemos ir a alguna parte? ¿Ahora? —le preguntó, antes de
perder del todo el control.

Ni Flip Royce ni Maurice Elfring dijeron una palabra durante los veinte
minutos que duró el trayecto hasta Roycewood. Elfring tenía la vista
clavada al frente, mirando a través del parabrisas del Ferrari. Su pelo blanco
se movía con las corrientes de aire, apenas pestañeaba y nunca movía la
cabeza a los lados, sólo a veces de arriba abajo, como si asintiera. Una vez
que hubieron traspasado las puertas de Roycewood se volvió a Flip.
—Esto era un lugar indio —le dijo.
Flip estaba impresionada. Los sentidos de Elfring ya estaban trabajando.
Siguió conduciendo por la carretera que llevaba a Tsuru-Kame, sintiéndose
cada vez más impaciente. En una curva antes de llegar a la casa, Elfring le
tocó en el brazo.
—Párese aquí.
Flip aparcó el coche a un lado del camino.
—Apague el motor —dijo Elfring.
Ella lo hizo.
—No haga ruido.
Obedeció.
—Tengo que salir —dijo Elfring después de un momento.
Abrió la puerta a tientas y al salir casi cayó sobre el césped junto a la
carretera. Tenía el cuerpo rígido y la cara en tensión. Cogió a Flip por la
mano sin decir una palabra, y comenzó a adentrarse en el bosque. No
miraba dónde ponía los pies, pero sus movimientos eran limpios y seguros.
Flip le seguía, muy atenta al camino, que le parecía difícil. A su lado,
Elfring se movía como si flotara, con el sol dorado sobre su boina y su
jersey negros.
Flip se dio cuenta de que Elfring había encontrado un sendero y que se
iban adentrando en el bosque. A la derecha se oía el chapoteo del agua. De
repente sintió una presión en el brazo y se percató de que Elfring se había
detenido. Le miró y vio que estaba vuelto hacia la derecha, con la cabeza
baja. Se quedó en silencio a su lado. Flip respiraba con dificultad. Miró en
la misma dirección que Elfring. Había una roca plana de la que partía una
ladera escarpada; entre las ramas podía verse un trocito de arroyo de cantos
rodados verde grisáceo.
—Aquí murió una mujer —dijo Elfring—. Murió de una caída. La
empujaron. Se golpeó en la cabeza y se rompió la columna. Al final su
cabeza quedó bajo el agua.
«¿Sería aquél el lugar donde había muerto Nancy?», se preguntaba Flip.
No había estado allí, pero sabía que estaba cerca del arroyo. Miró fijamente
a Elfring. Él se sonrojó. Los pelos de su barba parecían de punta, y tenía la
mirada perdida.
—Había indios aquí —dijo—. Siento a los indios. —Cerró los ojos—.
Hay algo más. Algo que no entiendo.
Después se volvió y comenzó a caminar de vuelta al coche. Flip le
siguió.

Frank estaba todavía encima suyo. Sarah se deleitaba con su peso y su


calor. Estaban en el apartamento de él; las sombras se dibujaban contra el
sol de la tarde. Ella tenía los brazos en torno a su espalda y no quería que se
moviera para poder retener aquel sentimiento de plenitud un momento más,
un minuto más, para siempre. Él no se movía. No era como George que,
como ella decía, simplemente «jodía y caía».
—Cuando estabas en la escuela —le dijo Frank al oído con voz suave y
perezosa— ¿había un chico que siempre quería pellizcarte los pechos?
—Jeffrey Hertz —dijo Sarah.
—Si llevabas un jersey con cremallera, siempre intentaba bajártela.
—Era una falda. Una falda con cremallera en la cadera.
—Y había otro chico. Llevaba gafas y te miraba todo el rato, pero nunca
se acercaba a hablar contigo.
—Jonathan no-sé-qué.
—Sí. Era alto, delgado y tenía una nuez que te hacía gracia.
—Bueno, era bajo y delgado.
—Mmmm —dijo Frank—. Creo que fuimos a la misma escuela.
—Creo que sí —le dijo Sarah al oído con disimulo. Ella nunca había ido
a una escuela mixta. Pero ¿para qué recordarle las diferencias entre ellos?
—. Debemos haber sido compañeros de clase.
—Tengo la sensación de conocerte desde siempre —dijo él—. Seguro
que lo éramos.
Ella esperó un momento antes de decir algo.
—Siempre me sentiré como si acabara de conocerte.
Lo besó en la oreja y él ladeó el cuello. Su pene fláccido se salió y ella
sintió cálidos arroyuelos sobre los muslos.
—¡Oh! —exclamó, fastidiada—. Se ha ido.
—Creo que te quiero —le dijo él.
Ella no contestó en seguida sino que se abrazó más fuerte, apoyando la
barbilla en la curvatura de su hombro.
—¿Sabes cuándo creo que me enamoré de ti?
Él sonrió.
—Dímelo.
—Fue aquel día que fui a la comisaría —dijo ella—. La primera vez que
te vi. No fue cuando retorciste el brazo de aquel hombre loco y le hiciste
soltar la botella. Eso me asustó. Fue cuando le dijiste al otro policía que se
arreglara el corte que se había hecho en el brazo.
—Si no lo hubiera hecho no podría cobrar en caso de que se le infectara
—dijo Frank.
No se acordaba de haberlo hecho.
—No me importa —contestó Sarah—. Era más que eso. Eras tú. Decía
algo de tu forma de ser.
Frank se quedó pensativo.
—Ten cuidado —advirtió.
—No —dijo ella—. Es más. Te llamo y vienes. Nadie ha hecho eso por
mí jamás.
Él la besó. Ella se enderezó y puso todos sus sentimientos en los labios
y la lengua.
Volvieron a hacer el amor. A ella le parecía que nunca tendría suficiente.
Y no quería volver a casa, ni a los chicos, ni a George, ni siquiera a
Chrissie, que era todavía muy pequeña, ni desde luego a quienquiera que
estuviera acechando por los bosques de Roycewood. Aquí estaba segura.
Aquí tenía alguien con quien reír, esconderse, sentirse querida.
Se quedaría un poco más.

Trish Butler preparó té y lo llevó en una bandeja de plata con tazas,


platitos, leche, azúcar y cucharillas a la terraza. Allí estaba Tom Norton,
inquieto y despatarrado en una silla de hierro labrado esmaltada en blanco.
Lo hizo ella misma en vez de pedírselo a la sirvienta, Sophie Hawkins,
simplemente porque le gustaba. Además, Sophie se había metido otra vez
en su habitación, como si se escondiera. Últimamente pasaba allí muchos
ratos. En aquella parte de la terraza no daba el sol, y la sombra era
verduzca. La bomba del filtro de la piscina zumbaba como ruido de fondo,
tapando el sonido de los insectos.
Tom sonrió a Trish y se enderezó en su silla. Ella dejó la bandeja sobre
la mesa blanca.
—¿Y las galletas? —preguntó él haciendo una mueca infantil, que
resultaba especialmente efectiva en aquella cara pecosa rodeada de rizos
rojizos.
—¿Quieres galletas? —le preguntó Trish con gracia.
—En realidad no —contestó Tom.
Trish se sentó y sirvió el té.
—Es demasiado caliente para el verano —dijo—, pero me gusta el té de
la tarde. Si quieres puedes dejar que se enfríe.
—Tom daba nuevamente muestras de inquietud.
—¿Quieres leche y azúcar? —le preguntó Trish—. Me he quedado sin
limones, pero de todos modos me parece que arruina el color del té.
—Así está bien —dijo Tom—. Sólo quiero azúcar.
—¿Te lo sirvo?
—Sí, así está bien. —De repente parecía más nervioso que nunca, sus
ojos grises iban de un lado a otro y al final se inclinó hacia Trish—. Quería
hacerte unas preguntas respecto a Sophie.
Su voz no era más que un murmullo.
—¿Qué quieres decir?
Los ojos de Tom seguían mirando a todas partes.
—Se trata de todo lo que está pasando —dijo—. Ella es de donde hacen
todas esas cosas vudú y me preguntaba si tú sabrías algo.
A Trish no se le había pasado por la cabeza sospechar de Sophie. Era
tan religiosa. Trish estaba sorprendida.
—Lleva diez años con nosotros —dijo—. Es tranquila y nunca crea
problemas.
—¿Nada de vudú? ¿Nada de cantos y esas cosas?
Trish estaba sorprendida.
—No —dijo—. Creo que te preocupas por nada. Acude a una iglesia
local en sus noches libres, pero no es más que una iglesia, estoy segura.
Tom seguía revolviéndose en la silla, evitando los ojos de Trish y
mirando a todas partes como si Sophie les estuviera espiando.
—No sé —dijo él.
Ni siquiera había probado el té, y parecía muy nervioso.
Trish sabía que debía tener más que decir, pero que no se atrevía.
¿Debía empujarle a soltarlo o a que se lo guardara? Desde luego se trataba
de pensamientos extraños.
—¿Querías hablar de alguna otra cosa? —le preguntó.
Él la miró.
—Tú eres tan buena —dijo—. No quiero abusar.
—Adelante. A mí me caes bien, Tom.
Él sentía que así era. Le reconfortaban su sonrisa y las insinuaciones de
su cuerpo.
—No sé qué es lo que me pasa —dijo.
Sonaba trivial, pero él lo decía de verdad.
—Has sufrido un gran golpe —comentó Trish—. Siempre me he
preguntado si la gente que supera los golpes sin problemas tiene en realidad
sentimientos.
—Pero tampoco estaba bien antes de esto. Sentía que tenía mi trabajo
gracias a Nancy, y supongo que ni siquiera le hacía mucho caso. Andaba
por ahí de juerga y ligando, y nada me importaba un comino.
—¿Has pensado en ver a un médico?
—Supongo que ése es uno de los problemas. Supongo que si me curo ya
no tendré excusas, y parece que quiero seguir así.
—¿Cómo es así? —preguntó ella con cuidado.
—Alocado —contestó él—. Hago las cosas más extrañas, cosas de las
que me avergüenzo.
—Y crees que te estás castigando —dijo ella con voz amable—. Te
sientes culpable.
—Totalmente cierto —dijo Tom. Empezó a llorar, escondiendo la
cabeza entre las manos—. A lo mejor es eso lo que tengo que hacer. A lo
mejor tengo que hacerme daño hasta que sienta que es mejor parar.
Trish observó cómo le temblaban los hombros, cómo las lágrimas
rodaban entre sus dedos. De repente se preguntó si no sería todo una
actuación, una farsa. Más lágrimas. Las lágrimas la hacían sospechar. Se
reprendió a sí misma por pensar aquello, pero la sospecha seguía allí.
—Vale ya —dijo de repente. Su voz ya no sonaba amable—. Vete a un
psiquiatra. Haz algo. Bebes demasiado. No estás muerto.
Tom seguía llorando. Trish lo miraba. Poco a poco se fue
compadeciendo. Se inclinó y le tocó en la pierna. Él apartó las manos de los
ojos, se echó hacia delante y hundió su cara húmeda y enrojecida contra su
cuello. Ella lo abrazó y meció.
8

Flip Royce y Maurice Elfring daban vueltas por los jardines de Tsuru-
Kame. Ella iba tras él, atenta a cada movimiento de su cuerpo. Elfring
parecía en trance, del que salía de vez en cuando para detenerse, levantar la
mano, subir o bajar la cabeza, temblar, mover los labios o dar una vuelta en
círculo, de modo que sus ojos pasaban sobre ella pero no parecían verla.
Cuando llegaron al lado de una piedra con inscripciones se sentó en la
hierba, con las piernas cruzadas como un indio, la cara alzada hacia el sol y
los ojos cerrados. El viento se movía entre los árboles, golpeando las hojas.
Era el único sonido que se oía. Flip sentía los rayos de sol sobre su cuerpo y
el cálido viento rozándole la nuca. También ella cerró los ojos.
—El espíritu del lugar es confuso —dijo Elfring con voz suave y
monótona. Flip no abrió los ojos—. Siento criaturas deslizándose por el
bosque. Querría decir siento gente, pero tengo que decir criaturas. No puedo
decir si lo que percibo pertenece al ahora o al pasado, si lo que veo ocurrió
la semana pasada o hace 200 años. Veo cuerpos desnudos entre la maleza.
Los veo al atardecer y por la noche. Ellos no desean ser vistos. Son tan
esquivos como espíritus. A lo mejor son espíritus. Son maliciosos, a los
mejor son perversos. Es confuso. No puedo decirlo. Siento algo relacionado
con sangre y una tribu o una familia. Siento secretos en los que no puedo
penetrar. Siento una locura que no puedo entender.
Elfring se quedó callado. Flip mantuvo los ojos cerrados durante un
momento, después los abrió y se encontró con los de él, que la miraban.
—Siento que también usted se encuentra confusa —le dijo—. ¿Por qué
siento bebés? ¿Está embarazada? ¿Tiene un bebé?
Flip parpadeaba para contrarrestar el efecto de la luz del sol.
—Me gustaría tener uno —dijo—. Pero creo que me estoy volviendo
demasiado vieja.
Elfring se quedó mirándola fijamente con ojos inexpresivos, como si
estuviera mirando a alguien tras ella.
—Siento bebés —repitió.
9
Sarah se cambió cuando volvió a casa, pero se quedó con las mismas
bragas, disfrutando del recuerdo que le traía aquel calor húmedo entre las
piernas.
Los chicos estaban en casa. Como la cena no estaría hasta las siete y
media, les preparó un tentempié, una tostada con queso y un vaso de leche
con cacao. Sarah sabía que seguía sonriendo. Tampoco pretendía evitarlo.
Los chicos dejaron la casa y ella fue a ver qué estaba preparando para la
cena la señora Hooper: un asado con patatas y zanahorias. Era el plato
favorito de George, incluso para un día de verano. Sintió ganas de hacer un
postre especial, pero no se le ocurría nada. En su lugar se puso a leer una
revista.
George volvió a casa a eso de las seis y media. Ella le dio un beso junto
a la puerta.
—¿Qué tal tu día? —preguntó él.
—Bien —contestó ella.
George dejó la habitación y no volvió a verle hasta la cena. Si
sospechaba algo, no daba muestras de ello. Ella sonrió para sus adentros y
pensó en Frank.

10
Tom tenía que marcharse. No era tarde, pero tenía los nervios a flor de
piel, no podía parar, era incapaz de soportar pensar más en Terri Seltzer.
Dejó pronto a Trish Butler, después de haber llorado lo suficiente como
para dejarle un buen rastro de lágrimas en la blusa. Pensó que se sentía
mejor, pero cuando entró en casa diez minutos más tarde y oyó al niño
gritando se dio cuenta de que tenía que marcharse. Dejárselo a la señora
Robbins. Llamó a Terri a la oficina y la encontró allí. Estaba contenta de
oírle. «Ven a mi casa», le había dicho. «Fumaremos un poco, algo de vino y
unos jueguecitos, y a ver qué tal».
Llegó media hora más tarde. Tenía un piso en las torres de Society Hill,
y el portero ya conocía a Tom. Terri estaba sonriendo en el sofá estampado
que había frente al ventanal que daba al río. Sobre la mesa de cristal había
una colección de drogas como nunca había visto antes. Le explicó que se
trataba de su última entrega. «Una pequeña verde, una roja, una dorada,
Coca-Cola, marcha y ¡tiempo de orgía!».
Se tragaron algunas pastillas con Tiger Rose («esta porquería seca me
deja sin saliva», decía ella), y liaron tres porros cada uno mientras Led
Zeppelin inundaba la habitación.
Después Terri se desnudó, como siempre, y lo desnudó a él, y
comenzaron tres horas de lo que parecía ser una exhibición de
contorsionismo oral, vaginal y anal por toda la habitación («házmelo en la
boca», le había pedido ella. «Y ahora en el culo…»). Había sido estupendo,
sexo pleno, explorando todas las posibilidades hasta que al final se dejaron
caer en la cama de cojines de colores, algo indispuestos. Después Tom
preparó tres porros más, y ahora no podía pararse quieto.
Se sentía despierto y nervioso. Miró al reloj sobre la mesilla. Las diez
treinta y cinco de la noche. A través de las ventanas sin cortinas podía ver el
brillo mortecino de las luces de New Jersey al otro lado del río. Ella estaba
ida, con el pelo negro y rizado extendido sobre la cama como si hubiera
sufrido una descarga eléctrica: la boca abierta en una sonrisa, los párpados
semiabiertos, dejando ver el blanco de los ojos, y perdida todavía en alguna
fantasía erótica. Sus pechos rígidos y sus muslos abiertos ya no le
interesaban. Cuando él se levantó musitó algo como «jódeme más fuerte»,
pero al parecer no dejó el sueño en el que se hallaba sumida.
Mientras se vestía, Tom se sentía muy poderoso. Pero se percató de que
sus movimientos eran muy lentos, muy deliberados. Quería volver a espiar
pero no era la noche adecuada para seguir a Sophie Hawkins. Ya decidiría
cuando llegara a Roycewood, pensó, mientras cerraba suavemente la puerta
del apartamento de Terri.

11
El enclave rezumaba el encanto de una noche de amor. La luna llena
rodaba sobre los árboles, y el aire pesaba, inmóvil y caliente. En la distancia
se veían nubes de tormenta que dejaban salir apagados murmullos de
trueno. Tom tocó el claxon al cruzar la barrera y se dirigió a su casa.
Aparcó y se encaminó al bosque. No sería Sophie Hawkins aquella vez.
Sería otra cosa.
Se deslizó bajo una verja de alambre y siguió un sendero que, iluminado
por la luna, conducía a los edificios de piedra de la granja. Cuando llegaba
al patio de gravilla oyó los truenos y se dio cuenta de que las nubes
tormentosas estaban tapando la luna llena. Entre los estallidos de los
truenos podía oír las vacas mugiendo, los caballos meneando los labios y
los gansos graznando en la distancia, pero no a él.
No sabía por qué estaba allí, pero algo le había arrastrado a través de la
noche y se sentía como un presciente místico, ya no estaba nervioso, sino
llevado en una borrachera, arrastrado hacia algo. En la vaquería había luces
y se oía música, y Tom se dirigió hacia allí como atraído a un baile de
verano o una tierra de sueño junto a un lago, en la que jóvenes con pocas
ropas se abrazaban y balanceaban, murmurando, besándose.
Se quedó en pie junto a la puerta que daba acceso a la vaquería y miró
al interior. A su alrededor las enormes gotas de lluvia se estrellaban contra
las piedras y empezaban a calarle las ropas. Hubo un relámpago y un
trueno; la luz se hundió momentáneamente en la vaquería, después se hizo
más brillante. Un movimiento: Tom se quedó paralizado, dándose cuenta de
repente que había visto algo que no sabía que estaba ocurriendo, era como
tener delante una roca un poco particular, que explotara para ti y se
convirtiera de manera mágica y repentina en un conejo o un gallo que salía
corriendo.
Pero esta aparición no explotó y salió corriendo. Seguía delante de Tom,
que podía verla a través de la lluvia furiosa, los golpes de granizo y una
barrera de rayos y truenos, empujado por un viento tan fuerte que le parecía
que le tiraría al suelo y levantaría el techo de la vaquería, que de repente
crujía. Pero aun así podía ver a un hombre alto, vestido de marrón. Su cara
estaba alzada y su boca contorsionada por el dolor o el placer, lanzando
gruñidos que se le escapaban entre los dientes como sollozos. Tenía los ojos
fuertemente cerrados, y el cuerpo le temblaba de manera convulsiva: un
hombre consumido por la pasión, la tortura, la epilepsia o el orgasmo. El
brazo derecho se hundía hasta el hombro en la abertura trasera de una vaca,
hasta salir para dejar ver un guante de polietileno cubierto de baba. El
hombre, era imposible, pero no había duda, era el doctor Royce. Su pelo de
plata bailaba en el viento que atravesaba silbando la vaquería.
11
El día de la Independencia

1
En otro tiempo, el doctor Royce había dirigido la «marina del
Schuylkill», y por ello todos los años acudía al menos a una regata de remo
en el río Schuylkill. Y la familia Roycewood, para no romper la tradición,
acudía con él en masa. Normalmente el doctor Royce escogía la
Philadelphia Challenge Cup, la Annual Regatta o la Navy Review. Pero este
año, el final de la regata «Benjamin West Head» caía el sábado cuatro de
julio, y era difícil perdérselo. El día de la Independencia siempre había sido
día de celebración especial en Roycewood, igual que el día de Acción de
Gracias y la Navidad. En tales ocasiones toda la familia se reunía para
celebrarlo en Manor House. El doctor Royce los recibía alegre y sonriente,
como un Papá Noel concentrado en los niños y la bondad.
La combinación de la regata del West y el cuatro de julio eran motivo
para una fiesta doble, fiesta que continuaría con una barbacoa en el césped
de Manor House y fuegos artificiales privados tras la caída de la noche. Se
sabía que el doctor Royce gastaba hasta 30.000 dólares en estas
exhibiciones. Al otro lado del río la gente se reunía en las colinas, las rocas
y cerca del agua, sentados en mantas o sillas, para disfrutar gratis de los
fuegos.
La familia Royce siempre presenciaba la regata escogida desde The
Lilacs, el edificio del Barge Club de la universidad. El doctor Royce había
remado con el equipo universitario desde que estudiaba allí y había
competido hasta los 68 años, resultando normalmente vencedor en su
categoría. Llevaba dos temporadas sin vestir el uniforme de competición
(jersey blanco sin mangas y pantalones azul oscuro). Tras su última carrera
se había sentido mareado y débil, y su embarcación fue retirada a un puesto
de honor en el cobertizo de los botes. Pero todavía se ponía el uniforme
oficial: un jersey con puños rojos, galones negros, botones de azabache y
cuello marinero, completado por pantalones blancos de lino y zapatos
blancos.
De hecho, toda la «tripulación» Royce vestía ropas náuticas, hombres,
mujeres y niños resplandecientes con sus blusas blancas de estilo marinero,
cuellos marineros, pantalones blancos y amplios, chaquetas sport con
brillantes botones metálicos, elegantes chalecos de color, cinturones de
seda, gorras con galones o gorros con la insignia blanca y azul del Club
Barge y zapatos blancos o negros resplandecientes. Incluso los chicos de los
Caley y los Butler lo aguantaban, a pesar de su edad adolescente («¡qué
imbecilidad!», decían entre ellos) para agradar al doctor Royce, quien les
miraba a menudo sin sonreír pero de manera agradable, pensando
abiertamente. Parecía que los estudiaba y recordaba cosas tristes y
asombrosas de su juventud, algo que había perdido para siempre, algo que
le preocupaba. Las chicas, las mujeres y la mayoría de los hombres
disfrutaban de aquella oportunidad de llamar la atención.
George Caley y Victor Mancius, que remaban como veteranos tanto en
espadillas dobles como en simples, llevaban en el río desde el amanecer,
reunidos con los otros participantes en la isla de Peter. Pertenecían también
al equipo universitario y vestían el uniforme del club. A las diez de la
mañana ya habían remado tres veces hasta el Pantano de la Roca sobre el
Manayunk, para conjuntarse y ver cómo estaba el río. Era necesario hacerlo
el día de la carrera, a pesar de que ambos practicaban, normalmente a horas
diferentes, al menos tres veces por semana.
Tras tres días sin lluvia, el río estaba verde y claro, no había viento y la
superficie se veía muy lisa. Después del primer ascenso juntos, George y
Victor volvieron dejándose llevar por la corriente, apoyando las cabezas en
los remos. George iba a proa y Victor era el primer remero, como siempre
desde que ganaron la medalla olímpica con 18 años. George volvió el rostro
hacia Victor y habló de lo que le preocupaba por primera vez en tres días.
—He anulado mi viaje a Indonesia —dijo.
Victor pensó en lo que le decía y se concentró en el rostro tenso de su
amigo, ahora cubierto de sudor.
—Parece que todo está más tranquilo —dijo al fin—. A lo mejor
deberías hacer el viaje de todos modos y dejarme a mí el resto.
Por lo que ellos sabían, no había habido más incidentes en Roycewood
desde la muerte del gato encontrado en la piscina de los Butler. Hacía una
semana de aquello. Y ni siquiera aquello era nada seguro: podía ser que otro
animal, y no un humano, hubiera matado y arrastrado al gato hasta allí. Las
patrullas de reconocimiento de George no habían servido para descubrir
nada, y el interés había decaído.
—No creo que se haya terminado —dijo George—. Creo que lo hemos
detenido durante un tiempo, pero que empezará de nuevo.
Victor no estaba tan seguro.
—¿Por qué el doctor Royce no establece patrullas de control de verdad?
¿Se lo habéis preguntado alguna vez? Quiero decir con perros entrenados y
buena vigilancia.
—No sé qué tiene con los perros —contestó George—. Nunca lo
explica, pero es como una pared cuando se trata de ellos. Y no creo que se
tome todo esto en serio.
Victor ya lo sabía.
Suzy Mancius estaba con su hermana Sarah Caley, y también había
notado aquella falta de seriedad. Su tío Benjamin se mostraba cordial y
genial en medio de la colorida multitud que llenaba la tarima flotante del
Barge Club. Bromeaba con los niños como si no tuviera ninguna
preocupación, y de vez en cuando amenazaba a los más pequeños con
echarlos al agua, como hacían las tripulaciones ganadoras con los
timoneles.
—Parece que todo está bajo control —comentó Suzy a Sarah, en la idea
de que ésta sabría de qué hablaba sin necesidad de decir más.
—¿Qué? —le preguntó su hermana.
Suzy se dio cuenta de que la distracción no iba con la nueva vitalidad de
Sarah. No recordaba a su hermana tan animada y con tan buen color, tan
feliz. A lo mejor eran las ropas de marinero, que le sentaban tan bien, o el
ambiente del día. O a lo mejor… Se preguntaba si…
—¡Oh! —dijo Sarah, acordándose sin necesidad de la ayuda de Suzy—.
Quieres decir eso. No, últimamente no ha pasado nada. Casi lo había
olvidado.
También esto resultaba extraño. Así que Suzy pensó que debería seguir
preguntando, como de manera casual.
—Tienes tan buen aspecto que me preguntaba qué hay de nuevo —le
dijo—. ¿Me lo cuentas?
Sarah parecía sorprendida. Se puso roja y evitó los ojos de Suzy,
jugando con un galón de la gorra.
—Nada nuevo —contestó—. Ésas son las mejores noticias, ¿no? —
Cogió a Suzy del brazo y empezó a moverse—. Vamos a hablar con Tom.
Últimamente parece deshecho.
Aha. Mentirijilla y cambio de tema. Suzy sabía, pero no iba a insistir.
Y de momento, entre la curiosidad y el espíritu alegre del día, podía
olvidar su temor persistente, la sensación de que algo malvado la perseguía
y se le acercaba cada vez más.

A eso de las dos de la tarde el grupo de los Royce se había desintegrado.


Flip y Paul Royce se habían escabullido en sus ropas de fiesta para tomar
una copa con unos amigos en Vesper. Harvey Butler estaba en Malta
visitando a unos amigos de negocios, y Trish Butler había vuelto a
Roycewood: una hora antes le había venido la regla y no se sentía bien. Los
chicos de los Caley y los Butler habían desaparecido sin dejar rastro,
alguien dijo haberlos visto en una batea río arriba. Pokey Butler se había
reunido con cuatro compañeras del colegio y el grupo paseaba por la terraza
de Vesper, riendo y coqueteando con unos chicos de Penn Charter. También
Tom Horton había desaparecido, después de quedarse mirando de manera
interrogante al doctor Royce. Dejó a su hijo Tommy con Sarah, que tenía
que cuidar a su hija Christine. Suzy Mancius se hallaba con su marido,
George Caley y el doctor Royce en la tarima al lado del río, protegiendo sus
ojos del sol y felicitando a Victor y George por sus victorias. Ambos
parecían agotados, pero se quedarían a la competición de dobles, que tenía
lugar a las cuatro. De hecho, todo el mundo parecía un poco rendido. Hacía
calor, el ambiente era húmedo, no corría brisa y el río parecía espeso como
aceite.
A Trish se le había empapado la compresa de papel higiénico que se
había colocado en la braga y tenía miedo de manchar el asiento de
terciopelo de la limusina de su tío Benjamin, en la que Brendan, el chófer,
la devolvía a Roycewood. Se tranquilizó cuando vio que no había mancha
ninguna en el asiento y salió del coche cuando Brendan le abrió la
portezuela. Le dio las gracias y caminó hacia la casa con paso extraño, lo
sabía, intentando mantener juntas las piernas.
Oyó la limusina que se alejaba y después se dio cuenta de la rara
tranquilidad del día a pesar de estar preocupada por aquel borbotón caliente
que le bajaba desde el útero. De repente se sintió amenazada por aquella
quietud, sin saber por qué; no estaba alerta, sólo sentía un hormigueo. Se
quedó paralizada, escuchando. ¿Dónde estaba Sophie? ¿Había salido
también ella? El lugar parecía muerto.
Trish podía oler la savia de los árboles en la pesadez del aire, podía
sentir la presencia de los árboles, su silencio, semejante al de un paciente
animal depredador que esperara a que pasase a su lado. El calor era como el
de un baño en una habitación sin aire, una presión física real sobre la piel y
las ropas, haciéndola sudar. Se quedó escuchando con la cabeza ligeramente
inclinada.
Era un gemido, como el de un niño llorando, apagado, apenas
perceptible, que procedía de los enormes árboles a la izquierda de la casa.
La atravesaron olas de adrenalina y se sintió débil, como si fuera a
desmayarse. Se recuperó y quedó escuchando más atentamente. Era un
vagido tenue, de pena inconsolable, atenuado pero sostenido, velado pero
inconfundible.
Trish controló su miedo y comenzó a caminar, incapaz de ignorar aquel
sonido atrayente. Avanzó despacio sobre la hierba, bajo los árboles, y dio la
vuelta a la casa hacia el lugar del llanto, pero no vio más que una extensión
de azaleas y membrillos ya marchitos. Unas mariposas negras y amarillas
revoloteaban en torno a un arbusto en flor. El niño llorando parecía
escondido entre los densos matorrales.
«¿Qué ocurre, pequeñín?», decía Trish en voz baja, moviéndose entre
las mariposas hacia una masa verde. Se preguntaba quién sería, qué habría
ocurrido, que podía hacer. «¿Puedo ayudarte, pequeñín?». Nadie contestaba.
El sollozo continuaba, desamparado, amargo, infeliz, como si hubieran
abandonado al niño. Trish se acercó con cuidado a los arbustos, cerca del
lugar donde parecían originarse, sintiendo sobre ella la pesadez húmeda del
día. Las mariposas volaban a su alrededor, como si fuera néctar. Extendió
los brazos para abrir un espacio en los arbustos que le permitiera ver. De
repente dos cardenales, rojo brillante y verde oliva saltaron en el aire. Trish
contuvo un grito y se echó hacia atrás, aterrorizada soltando los arbustos
que se cerraron vibrando tras ella.
El corazón le palpitaba muy de prisa. Trish se colocó las manos sobre el
pecho para tranquilizarse, cerrando los ojos y tratando de controlar la
respiración. El llanto comenzó de nuevo y Trish se inclinó hacia adelante,
abrió la cortina de matorrales y miró en el sombrío interior. Primero le
pareció ver al bebé hecho una bola sobre la tierra desnuda y sin sol.
Después se dio cuenta de que lo que estaba mirando era un montón de
juguetes viejos atados con tiras de trapo como serpientes: camiones y
cochecitos de juguete, un muñeco Spiderman y una muñeca, una Barbie y
un guerrero articulado en lo que parecía ser un abrazo. Simplemente sucios
de barro y atados con harapos. Metió la cabeza entre los arbustos, buscando
algo más, pero no encontró nada. Olió el polvo levantado y sintió un
cosquilleo, pero no estornudó. El llanto continuaba, no demasiado lejos.
Trish se puso en pie y se quedó escuchando de nuevo. El sollozo se
alejaba, estaba segura, no se oían crujidos ni ruido de arbustos que
revelaran su camino, sino que simplemente se alejaba, desapareciendo
como una canción en la radio, moviéndose con facilidad en la distancia.
Ella avanzó a lo largo del seto que acababa en la verja de la piscina,
escuchando, mirando, temblando, respirando de manera rápida y
superficial. Nada. El sol, los árboles y la superficie brillante del agua. Ni
siquiera el ruido de los insectos o los pájaros. Sólo mariposas dando vueltas
en la luz del sol y la sombra de las hojas. Nada. Sintió que se desmayaba, se
agarró a la verja fría, se sostuvo, notó la sangre pegajosa de la menstruación
que le bajaba por las piernas. Entró temblando en la casa sin saber qué
pensar.
Dentro no había nadie. Ni siquiera Sophie.

3
A las seis y media de la tarde de aquel cuatro de julio, Paul Royce, Flip
y Maurice Elfring se dirigieron al cementerio de la familia Royce, al lado
de la casa de reuniones de Roycewood. Paul llevaba colgado del hombro
una grabadora a pilas con una cinta de dos horas, y un mecanismo para
medir el tiempo que Flip había comprado a petición de Elfring.
Flip no le había comunicado su plan a Paul hasta el último minuto.
Cuando Elfring apareció en la carretera y se quedó esperándola, le susurró a
Paul: «Es una nueva técnica. Vamos a grabar a los espíritus de los muertos
hablando entre ellos. No tienes que venir».
Paul iba a estallar pero se contuvo e insistió en ir con ellos. Condujo él
mismo el coche hasta la iglesia y después llevó el equipo. Abrieron el
pestillo de la puerta del muro de piedra y caminaron por el jardín. Elfring
iba en cabeza, mirando el suelo y olfateando. El sol de la tarde caía a través
de los robles, formando manchas amarillas sobre la hierba y las viejas
lápidas. Alguien había quitado ya las últimas flores marchitas de la tumba
de Nancy, que seguía sin inscripción.
Paul notaba la excitación y el temor reverencial de Flip. Esto le hacía
irritarse más todavía, por encima de toda la rabia que ya contenía, pero
habló con voz suave.
—¿No creerás de verdad en esta tontería? —dijo.
—Chist… —respondió Flip—. Sí.
Él hizo uso de toda la fuerza que le daba su autocontrol, la comprensión,
la consideración, la tolerancia y el amor hacia Flip para tragarse una
respuesta sarcástica. Estaba tan alterado que casi no pudo ver lo que iba a
hacer el anciano, que seguía adelante arrastrando los pies. Elfring se irguió
y extendió los brazos de mangas negras (¿un jersey?, ¿con aquel calor?)
como si pidiera silencio, invocara a los dioses o se estirara hacia algo más
alto que pudiera alcanzar. Flip le miraba ensimismada. De sus hombros
colgaba una maraña de pañuelos de seda negros, cayendo sobre el vestido
negro de encaje que se había puesto para la ocasión.
Paul no podía soportarlo. Dejó el equipo con más rudeza de lo que
pretendía, se dio la vuelta y se alejó para controlar sus emociones. Se
dirigió al muro de piedra, bajo los robles, y se apoyó en él con los ojos
cerrados. Estaba furioso por estar allí, furioso por perder el control de sí
mismo, furioso por la manera en que Flip adoraba a aquel charlatán de
Elfring. Paul dejó que su cuerpo se relajara y se imaginó el jardín chino que
constituía su retiro espiritual. Allí meditó. Rápidamente le impregnó su
serenidad. En menos de un minuto se encontraba bien. Abrió los ojos y
miró hacia Elfring y Flip. El viejo seguía con los brazos extendidos, en lo
que parecía ser un trance. Flip le observaba con las manos cruzadas sobre el
abdomen, perdida como en un acto de adoración.
Paul notó, con cierto desdén, que Elfring había escogido bien el lugar:
un rayo de luz dorada, que casi se podía tocar debido a la neblina húmeda
del aire, caía sobre él. Iluminaba también la cara de Flip, que estaba vuelta
hacia arriba, con la boca abierta. Flip seguía en pie, como si escuchara algo
lejano y apenas audible. Paul pensó que era una mujer tan sofisticada para
algunas cosas y tan infantil para otras.
Cuando se dirigía a reunirse con ellos, el pie de Paul se encontró con
algo blando, que se deslizó y reventó bajo la suela. Rápidamente dio un
paso atrás, mirando al espacio entre la hierba algo crecida. De repente su
mente se trasladó diez años atrás en el tiempo, y la hierba a sus pies se
convirtió en las baldosas verdes del cuarto de baño de un hospital, el
hospital en el que había realizado sus prácticas como estudiante, la cosa allí
en el cuarto de baño abortada por la mujer histérica a la que acababan de
llevarse balbuceando; la cosa rodeada por un fluido sangriento, una cosa
grisácea y gomosa con una cinta rasgada de cordón umbilical y placenta.
«Si lo pisas —había pensado—, estallará y apestará y nunca olvidarás
esa sensación cada vez que camines descalzo en la oscuridad, cada vez que
pises inesperadamente algo graso, blando y lleno de líquido».
No había tenido que pisarlo para recordar siempre aquella posible
sensación, aquella cercanía del horror. Bajó la vista para ver qué era lo que
había pisado y vio algo marrón, moteado y verrugoso, con la lengua blanca
saliéndole entre las mandíbulas y ojos amarillos saltones, respirando
todavía: un sapo moribundo. Lo echó a un lado, se tragó su asco como si de
un mal sabor pasando por la garganta se tratara y siguió caminando hacia
Flip y Elfring, temblando y sintiendo un hormigueo en la espalda, como si
le estuvieran observando.

A eso de las siete y media la barbacoa de la fiesta de la Independencia


había empezado ya en Manor House. Las largas mesas estaban decoradas
con banderas, y entre los robles colgaban filas de banderitas. Había una
banda de música, procedente de Narberth, que tocaba marchas sobre una
tarima, y los cocineros negros y tocados de blanco de Margie’s Rib House
sonreían ampliamente sobre las hogueras resplandecientes y las bandejas
humeantes con costillas, asados, jamón y perritos calientes. Era una fiesta,
pero nada más que los preliminares a la gran exhibición que estallaría en un
fuego multicolor sobre Roycewood cuando se hiciera de noche.
La gente se divertía, e incluso los agitados Trish Butler y Paul Royce
sonreían, sorbiendo su limonada y aplaudiendo a los magos, acróbatas y
payasos que el doctor Royce había contratado para el acto. Los globos
flotaban en el aire agarrados por cuerdas, y cuando la banda se detenía la
sustituía un organillero con un mono, que hacían las delicias de los
habitantes de Roycewood.
La fiesta continuaba, se consumían montones de comida y las bebidas
desaparecían. Tom Horton, algo borracho, intentó probar su habilidad
bailando con una payasa. Pero siguió observando a Sophie Hawkins, que
permanecía sentada, sola, con las manos juntas como si rezara. «¿Rezando
por qué?», se preguntaba él.
Después Harvey Butler pidió silencio, se subió a una mesa y ofreció una
dulce versión de Give My Regards to Broadway, cantada lentamente y con
una tristeza en su voz de tenor que rompía el corazón. Después le siguió
Flip Royce, quien bailó una «danza de los siete globos», sensual pero
esencialmente modesta. A continuación, Paul Royce, medio borracho, imitó
a Harry Lauder cantando I Belong to Glasgow. Era una de las canciones
favoritas del doctor Royce, que reía, sonreía y aplaudía con fuerza incluso a
pesar de tener a Christine Caley en el regazo.
A eso de las nueve de la noche ya no había luz, y el doctor Royce
anunció que ya era la hora. A esta señal, toda la concurrencia, incluidos la
banda, los artistas y los cocineros, llevando bandejas de bocadillos, dieron
la vuelta a la casa por el sendero que conduce a la terraza de la ladera,
donde se habían dispuesto sillas. Desde allí se divisaba la isla de Royce, en
el río, de la cual se elevarían «fabulosas fuentes de fuego» (en palabras de
Harvey Butler), que pondrían fin a la conmemoración del día de la
Independencia en Roycewood. Los niños daban vueltas, luchaban, chillaban
y reían por la ladera, los adultos charlaban y el doctor Royce localizó
mediante su transmisor a Herbie Ross y su ayudante, allá en la isla, para
indicarles que podían dar comienzo a la exhibición.
Un silbido, un estallido, una explosión de luz y había comenzado.
Después siguieron mil «fuentes celestiales», «géiseres chinos», «cometas de
cola de dragón», «estrellas estallando», «cazadores silbantes», «meteoros
fulminantes», «puestas de sol tonantes», «martillos aéreos», «trozos de arco
iris», «rosas abriéndose» y «velas romanas», unos tras otros sin parar
durante cuarenta minutos. Cada «ooh» y «aah» que sonaba en la ladera de
Roycewood era contestado como en eco por «oohs» y «aahs» procedentes
del otro lado del río. Todo ello salpicado con aplausos, gritos de júbilo y
pequeños estallidos producidos por los petardos que los chicos de
Roycewood, y muchos chicos en la otra orilla, habían reservado para la
ocasión.
En mitad de la exhibición, la alarma del doctor Royce le hizo acudir al
teléfono. El mensaje fue simplemente «se ha escapado otra vez». El doctor
Royce perdió la sonrisa. Se quedó un momento parado, después se levantó
y dejó el lugar, conduciendo él mismo su Silver Cloud.
El doctor Royce no avisó de su partida, y cuando la exhibición de los
fuegos terminó, los adultos de Roycewood dieron unas cuantas vueltas por
los jardines y la casa en busca del patriarca. Los niños se dispersaron. Al
final George Caley se percató de que el coche del doctor no estaba, lo
comunicó a los demás y todos caminaron a sus casas por la carretera
iluminada, en la noche cálida y silenciosa.

La señora McKinnon salió al encuentro del doctor Royce junto a las


puertas de metal y cristal del Barclay. Era una mujer de apariencia
hacendosa, pelirroja, de unos 60 años, que vestía una chaqueta tostada sobre
un sencillo traje azul, vestimenta de sirvienta. A lo mejor se estaba
haciendo débil, pensó el doctor. Demasiado pronto. La había conocido y
empleado hacía treinta años; la había traído aquí desde Escocia; hasta ahora
nunca le había fallado. Ahora, tres huidas en tres semanas. A lo mejor la
señora McKinnon sí que estaba fallando. O a lo mejor Dorothy se iba
volviendo más astuta, tomándose cada vez con mayor habilidad la libertad
que él no podía permitirle.
Los labios de la señora McKinnon temblaban, sus manos se retorcían.
El doctor Royce jamás la culparía por falta de entrega y preocupación.
Estaba seguro de ello. Cogió aquellas manos huesudas en las suyas para
reconfortar a la mujer, y las apretó durante un rato. Parecían palos envueltos
en polietileno.
—No sé cómo lo hizo —dijo la señora McKinnon con voz espinosa—.
Es igual que la última vez. La puerta estaba abierta y ella había
desaparecido mientras yo estaba en el cuarto de baño. Yo tenía las llaves
conmigo, claro. Creo que ha aprendido a abrir cerraduras en la televisión o
en esos libros que lee.
La gente que pasaba por el hall se quedaba mirándolos.
—¿Desde cuándo está fuera?
—Desde la tarde —dijo la señora McKinnon—. Pensé que la
encontraría o que volvería, por eso esperé hasta la noche antes de llamar.
Nunca crea problemas cuando salimos juntas.
La mujer no le miraba a los ojos; esto y sus palabras indicaban al doctor
Royce que le estaba ocultando algo.
—¿La escapada de la semana pasada era la única hasta ahora? —le
preguntó—. ¿Me lo ha estado ocultando?
La señora McKinnon comenzó a sollozar, saltándole las lágrimas.
—¡Oh, Señor! No debería haberlo escondido. Sí. Se ha escapado otras
veces. Pero vuelve tras un día, o tras la noche. Como la última vez. ¡Conoce
el camino!
El doctor Royce digirió las noticias, dejando las manos de la mujer para
que ésta pudiera secarse las lágrimas con un pañuelo que se sacó de la
manga.
—¿Cuánto tiempo estuvo fuera la última vez que me llamó? —preguntó
él.
—¡Dos días! —dijo la mujer entre sollozos.
La gente los miraba, deteniéndose un poco en su idas y venidas por el
hall. El doctor Royce condujo a la señora McKinnon a una silla del pasillo
al lado de la sala de baile. La sentó y se agachó a su lado.
—Dígame la verdad, ¿cuánto tiempo lleva fuera esta vez? —le preguntó
suavemente, cogiéndole de nuevo las manos temblorosas y mirándole a los
ojos azules.
—Oh, le digo la verdad. Esta tarde. Sabía que vendría mañana, así que
tenía que llamar.
El doctor Royce no estaba enfadado. Estaba aturdido, triste y
preocupado.
—Tiene que sobreponerse —le dijo—. Tenemos que intentar imaginar
dónde puede estar. ¿Lo sabe usted?
—No —dijo la mujer. Intentó secarse los ojos, y el doctor Royce le
soltó la mano—. Se lo he preguntado, pero ella sólo ríe y no me lo dice.
Se burla de mí.
—¿Cómo?
—Oh, doctor Royce. Me da vergüenza decirlo.
El doctor Royce esperó pacientemente e intentó dar ánimos a la señora
McKinnon apretándole la mano izquierda.
—Dígamelo —le pidió dulcemente.
La mujer dudó un momento, y después habló.
—Dice que se va con hombres —sollozó de nuevo—. Puede decir unas
cosas endiabladas.
—¿Tiene idea de dónde puede ir para buscar hombres?
—Por la calle. En bares. La he buscado otras veces, pero sin resultado.
No servía de nada. El doctor Royce se levantó, y con él la mujer, a la
que sostenía por las manos marchitas.
—Quiero que se quede en el apartamento y espere al lado del teléfono
—le dijo—. No salga. Sólo espere a que suene el teléfono, la llamaré más
tarde.
Condujo a la mujer hasta el ascensor y la mandó hacia arriba. Después
volvió a su Rolls-Royce y se alejó en él, vigilando las aceras con ojos
tristes.

Recogieron la grabadora en el cementerio de Roycewood sin incidentes,


aunque Paul todavía tenía la sensación de que le estaban observando. Ahora
Elfring, Flip y Paul estaban sentados con las piernas cruzadas sobre las
alfombras de Tsuru-Kame, con la caja negra ante ellos como si se tratara de
una bomba sin explotar. Paul había rebobinado la cinta mientras volvían en
el coche a Tsuru-Kame; estaba lista para ser puesta. Pero llevaban al menos
un minuto sentados en el suelo en torno a la grabadora. Paul había
extendido el brazo para ponerla en marcha, pero Elfring le había detenido.
—¡Todavía no! —dijo con sequedad.
Así que Paul había retirado la mano como si la cosa ardiera. Ahora se
estaba poniendo nervioso, mientras contemplaba la cara sin afeitar del
anciano y sus ojos fuertemente cerrados. Aquello era pura charlatanería,
pensó Paul. Cuando estaba a punto de hablar, Elfring abrió los ojos.
—Ponlo ahora.
Paul apretó el botón, se quedó inclinado hacia adelante y subió el
volumen cuando dejó de oírse el ruido de la cinta. Ésta siguió girando
durante un minuto, sin que se oyera más que el silbido y algunos carraspeos
procedentes del altavoz. Después se oyó un canto de pájaro con una
claridad asombrosa.
—Un petirrojo —dijo Paul.
Miró a Elfring, que tenía otra vez los ojos cerrados, como si se estuviera
transportando al cementerio y al momento en que habían realizado la
grabación.
Poco a poco Paul pudo oír los ruidos de insectos y otros pájaros, y en el
fondo el sonido de motores. Un avión que pasaba. Tras otro minuto más
comenzó a impacientarse.
—No quiero estropear el ambiente —dijo—, pero si le doy al play y al
forward al mismo tiempo, oiremos cualquier sonido significativo. Entonces
puedo pararlo y volver atrás.
Al principio, Elfring no contestó. Paul miró a Flip y puso cara de
exasperación. Ella sonrió y meneó la cabeza. Después Elfring habló, pero
sin abrirlos ojos.
—De acuerdo —dijo.
Paul lo hizo. La cinta corría y las paradas eran frecuentes. Otro pájaro,
otro avión, después grillos (muy fuerte), más aviones, y al final los
estallidos de los fuegos artificiales en la distancia. Elfring seguía con los
ojos cerrados.
—Ahora es de noche. Déjalo ir a ritmo normal, por favor, y baja un
poco el volumen.
Paul hizo como le decían y esperó, contemplando la cara de Elfring. Vio
cómo de repente se formaba un vapor sobre la piel rugosa del anciano, vio
el sudor y un ligero temblor en torno a los labios y los ojos. La cinta ofrecía
las explosiones y estallidos de los fuegos artificiales en la lejanía. Después
se terminaron, pero algo más estaba ocurriendo: un roce ligero, como el de
cortinas echadas a un lado o el de la hierba acariciada por el viento, pero sin
consistencia, elevándose y cayendo sin ritmo.
—Ahí están —dijo Elfring.
Paul vio gotas de sudor en el sobrelabio mal afeitado del anciano, vio
cómo le temblaba todo el cuerpo.
Paul se inclinó sobre la caja negra, volviendo el oído hacia ella, y lo
mismo hizo Flip. Elfring continuaba erguido, sin moverse excepto por los
temblores que le agitaban.
—¡Sube el volumen! —dijo.
Y Paul obedeció rápidamente.
Entonces pudieron oír. Entre los chillidos de los grillos sonaba un
gemido misterioso que hizo que a Paul se le pusieran los pelos de punta, en
brazos, piernas y espalda. Era un vagido inarticulado, extrañamente
acorpóreo y apagado, como si se elevara de la tierra sin sustancia propia,
fantasma o sombra de un gemido o vagido más que sonido mismo. Y
entonces, entre eso, cada vez más cerca, susurros tan bajos que las palabras
que formaban, si es que había palabras, resultaban ininteligibles, meros
sonidos parecidos a palabras en una cadencia apresurada. A Paul le parecía
estar oyendo una conversación urgente, una comunicación acelerada sobre
algo peligroso o inminente, una advertencia o un aviso. Se dio cuenta de
que temblaba, mientras el susurro se acercaba cada vez más. Cogió a Flip
de la mano y la encontró también fría y temblorosa.
Paul sabía que sonaban palabras y se concentró para oírlas y entenderlas
antes de que acabaran. Pero no podía; se fueron debilitando poco a poco
hasta desaparecer.
Los tres se quedaron a la escucha mientras la cinta seguía dando vueltas,
pero los vagidos y susurros no volvieron. Elfring seguía sentado y sin decir
nada, los temblores iban cediendo y la capa de sudor desaparecía de la cara.
Paul mantuvo la mano de Flip en la suya y sintió cómo el temblor dejaba
sus cuerpos, cómo el calor volvía a sus manos. Mientras todo esto ocurría y
la cinta seguía adelante, Paul examinó sus propios sentimientos. Se
mostraba escéptico. Había oído sonidos como susurros y vagidos, pero no
palabras de verdad. ¿Y dónde había estado Elfring mientras se estaba
haciendo la grabación? Lo habían dejado en Tsuru-Kame, pero ¿se había
quedado allí?
La grabadora se paró automáticamente, con un golpe seco, como el de
un hueso que se corta. Paul se levantó sin decir palabra y volvió a la cocina,
cogió el teléfono y apretó el botón que le daba línea con la casa de Morita.
Contestó Shuho.
—El anciano, ¿ha salido de la casa? —preguntó Paul.
—No, señor —contestó Morita.
Paul colgó.
Volvió a la habitación, donde Flip y Elfring seguían sentados frente a la
caja negra. Se sentó de nuevo en la alfombra.
—Las voces decían «ayúdanos» —dijo Elfring—. Nada más. Sólo
«ayúdanos».
Cuando Paul volvió a escuchar, también él pudo oírlo.

El doctor Royce la había buscado de manera angustiada. Condujo


despacio por las calles estrechas y llenas de coches cerca de Rittenhouse
Square, por la 17, subiendo por Spruce, a la izquierda hasta la 18, bajar por
Pine, seguir por la 16, subir Walnut, dar la vuelta a la plaza. Los coches le
lanzaban bocinazos recriminatorios, deslizándose y rugiendo a su lado
siempre que tenían espacio para adelantarle. Sabía que debería pararse para
buscar dentro de los bares, pero no podía soportar la idea. Pensaba que la
mayoría de los que pasaba eran nidos de homosexuales y no podía entrar
allí. Había visto hombres remilgados y exagerados por la calle; no había
peligro para una mujer, pero esta idea no le tranquilizaba.
Se sentía incapaz y derrotado, impotente y enojado consigo mismo,
disgustado por la humanidad. Para empeorarlo todavía más, los jóvenes que
deambulaban de un lado a otro de la acera pensaban que estaba de
«inspección» y se le ofrecían, saludándole con la mano, sacando la cadera
hacia él, mandándole besos y lanzándole palabras cariñosas que gracias a
Dios no podía oír con claridad a través de las ventanas cerradas de su Silver
Cloud. A eso de las once dejó la búsqueda y volvió al Barclay. Dejó el
coche en la puerta y llamó arriba para enterarse de que no había vuelto.
El doctor Royce cogió el coche de vuelta a Roycewood. Lento, pesado,
incapaz de articular ninguna de las conexiones mentales que tan
desesperadamente necesitaba. Para él nada tenía sentido, no había paz. Le
asustaban aquellas pequeñas amnesias temporales que sufría últimamente,
trozos de tiempo totalmente borrados de su memoria. Miraba el reloj y se
daba cuenta de que habían pasado dos, tres, cinco minutos y que había
estado ausente, en otra dimensión más profunda que el sueño pero que no
era la muerte. Le había ocurrido en el establo hacía una semana, cuando
estaba controlando una vaca preñada. Le había ocurrido esta tarde en un
semáforo. Todas las responsabilidades, todos los fracasos. «Por favor, Dios,
sólo un poco más de tiempo», pensó.
Las viejas haciendas en torno a Roycewood habían sido taladas y
vendidas hacía ya tiempo, una o dos ya en los años treinta. Aunque la
mayoría de las casas señoriales, los muros y las puertas de acceso quedaban
todavía en pie, los jardines y bosques ya no formaban un cuerpo: primero se
habían formado pequeñas «haciendas» con casas de estilo Tudor, de
ladrillo, piedra o estuco. Ahora hasta muchas de éstas habían desaparecido,
y las parcelas de 40 o 50 hectáreas del pasado se habían convertido en otras
de 2,4 u 8 hectáreas, y ahora las dividían en otras todavía más pequeñas.
Las casas pegajosas y caras se levantaban como fantasmas huesudos entre
los árboles, los robles y arces de anteriores jardines, de anteriores
mansiones, oscureciendo el trabajo de Durham, Off y Okie con sus
absurdos «de estilo colonial» que llegaban prácticamente a las puertas de
Roycewood. Y finalmente desaparecían incluso las viejas mansiones,
transformadas en iglesias, conventos, escuelas para retrasados y comunas
religiosas, algunas con gurús, otras vacías. El doctor Royce las pasó sin
fijarse demasiado pero sintiéndose deprimido por aquella invasión, de la
misma manera que uno se percata de que crecen malas hierbas cerca del
jardín aunque no se las vea.
A menos de un kilómetro de Roycewood los faros captaron una figura
encorvada que caminaba arrastrando los pies por el borde de la carretera. La
figura avanzaba en la dirección de la que procedía el doctor Royce y
levantó una mano para defenderse de la luz cegadora. Era una vieja de falda
oscura. No había arcenes y caminaba entre los matorrales y árboles cerca
del bordillo. El doctor Royce la pasó pero algo hizo sonar la alarma en su
mente. Detuvo el coche, dio la vuelta y condujo despacio y alerta. Los faros
alcanzaron de nuevo la figura de la mujer, y esta vez estuvo seguro. Se echó
a un lado de la carretera, bajó del coche, dejando las luces y el motor
encendidos, y cruzó en dirección a la mujer. Ella siguió caminando mientras
hablaba para sus adentros. Él avanzó unos pasos a su lado.
—Dorothy —le dijo al fin—, ven, te llevaré a casa.

Después de los fuegos artificiales, George Caley había ido a visitar a


Victor Mancius y los niños ya se habían acostado, y parecían dormir (al
menos estaban calmados, para variar). Sarah cerró la puerta de la biblioteca,
se sentó al lado del teléfono y marcó aquel número que le resultaba ya
familiar. Frank contestó con voz borrosa, pero ella sonrió y sintió un
cosquilleo en los muslos.
—¿Te he despertado? —le preguntó.
Eran las once y media.
—No. No, estaba lavándome los dientes —dijo él, todavía con voz
borrosa.
Ella sabía que no era cierto. Pero por algún motivo él no quería que ella
pensara que dormía. Así que no debía molestarle que le despertara, pensó
Sarah. Era tan dulce. Le quería tanto.
—Te quiero —le dijo ella—. ¿Tienes alguna gatita contigo en cama?
—Claro —contestó él—. Dos. No me dejan ni un momento.
—Y entiendo por qué —siguió ella. Si le hubiera creído habría llorado,
pero no se lo dijo—. ¿Guardas algo para mí?
—Para ti, montones.
Sarah sólo quería oír su voz. Y quizá estuviera comprobando que estaba
en casa, solo. Ahora no sabía qué decir.
Se hizo el silencio. Después habló Frank.
—¿Va todo bien o me llamas por algo?
—George ha salido —contestó ella—. A la caza de fantasmas, o algo
así.
—¿Habéis tenido más problemas?
Ella quedó confusa un momento, después entendió.
—No, nada más. Nada desde hace días.
—Quizá se haya acabado.
—Así lo espero —dijo ella—. Te echo de menos. Nos vemos mañana,
¿no?
—No podría esperar más —dijo él.
—Te quiero.
—Yo también te quiero —contestó él.
Ella no quería colgar, pero se despidió con un adiós. Esperó y se quedó
escuchando mientras él colgaba el teléfono, y le sorprendió oír un clic en la
línea, al parecer desde dentro de su propia casa, o de la de él.

De vuelta a la suite del Hotel Barclay, el doctor Royce permanecía en


pie entre los recuerdos de una vida pasada, junto a la silla cubierta de
damasquinado azul en la que estaba sentada su esposa. Él le cepillaba el
pelo; durante todo el trayecto en coche ella se peinaba el cabello con los
dedos, quejándose de nudos, marañas y «nidos de ratas».
Los movimientos del doctor Royce, y los de ella, se reflejaban en
docenas de superficies brillantes: cajas de plata, bandejas de plata, trofeos
de plata, diplomas enmarcados en plata y cubiertos con un cristal que
proclamaban victorias ecuestres, tenísticas o de squash, las primeras con el
nombre de «Dorothy Reese», pero la mayoría con el de «Dorothy R.
Royce».
También había diplomas procedentes de la Facultad de Bryn Mawr y del
Colegio Médico de Mujeres, certificados de Pennsylvania y New Jersey y
menciones del gobierno, así como fotos de la doctora Dorothy R. Royce
sonriendo al lado de Eleanor Roosevelt, Truman, Fine y otros dignatarios.
En las estanterías podían verse libros de medicina de otro tiempo, libros de
histología, citología, genética, endocrinología. Él sabía que todavía los leía,
aunque no podía saber cuánto entendía.
Tenía un cabello fino, largo y casi totalmente gris. El doctor Royce se
dio cuenta de que ella misma se lo enredaba, pero no la reprendió. Seguía
peinándola con el peine de caparazón de tortuga, separando las mechas,
después volvía a empezar mientras ella se lo enredaba otra vez, diciéndole
con voz suave: «Así está mejor, ¿verdad, querida?».
Ella estaba más tranquila, aunque continuaba haciendo nudos con
habilidad, pero ya más lentamente y sin repetir todo el rato «está enredado.
Es un nido de ratas» como antes. Ya sólo lo decía de vez en cuando, y su
voz se había vuelto menos apremiante a medida que la repetición se hacía
menos frecuente. Al final se quedó callada, y sus dedos dejaron de coger y
enredar el pelo que el doctor peinaba. Dejó las manos en el regazo; los
dedos de la derecha hacían girar el anillo de oro con su diamante solitario
que lucía en la de la izquierda, bajo el que aparecían costras de sangre con
algunas gotas recién formadas.
El doctor Royce dejó de peinarla, dio la vuelta a la silla y alcanzó una
banqueta tapizada con damasco azul. Se sentó frente a ella. Le cogió las
agitadas manos y las retuvo a pesar de que se resistían un poco, como
pájaros intranquilos, después se entregaron y le permitieron sostenerlas
suavemente. La miró a la cara. Tenía unos grandes ojos azules, muy
luminosos. Sonreía y su sonrisa resultaba peligrosamente brillante,
mostrando unos dientes largos y naturales, engrandecidos por las encías que
se retiraban. En el sobrelabio aparecían profundas grietas verticales, y en su
cara arrugada iban apareciendo algunos pelos. Le temblaba la boca fuera
cual fuese la expresión del resto de la cara, y había desarrollado un
temblequeo imparable hacia la izquierda, el «no, no, no» constantemente
repetido propio de una enfermedad de Parkinson incipiente. Pero todavía la
quería, todavía la veía hermosa, todavía podía llorar por no ser capaz de
curar su mente.
En realidad ella no sabía quién era el que estaba sentado allí enfrente.
Había defendido ante él y ante su «encargada», la señora McKinnon (así
como ante las enfermeras y psiquiatras que veía a veces), que era la esposa
de Dios, de un hombre que era demasiado importante como para permitirse
dormir: solía describirlo como un ojo gigante, que la miraba día y noche sin
pestañear jamás, pero juzgándola siempre. El pelo enredado, una puerta
entornada, un pliegue en la alfombra, todos ellos eran mensajes secretos de
advertencia que Dios, su marido, le enviaba, y siempre decían lo que él
pretendía hacer; pero nunca era muy explícito.
Otras veces se hallaba en posesión de toda la claridad e inteligencia de
antaño; reconocía al doctor Royce y le llamaba Ben. A veces podía hablar
con ella y contarle lo que hacía y planeaba. A veces ella le preguntaba por
los últimos libros y revistas sobre genética (parte de su especialidad) e
incluso discutía con él lo que leía. Entonces todo era normal, como si
aquello nunca hubiera ocurrido. Hacía mucho que el doctor Royce había
abandonado la esperanza de que ella volviera de manera permanente a la
vida normal, pero nunca había dejado de quererla. Ella llevaba 30 años
viviendo en Barclay, lejos de la tensión que la había derrotado, y tenía ahora
66 años.
El doctor Royce observó aquel resplandor antinatural e intentó leer el
mensaje escondido en su interior. Ella se había sumergido en un estado sin
palabras, y aunque intentara sólo una pequeña conversación, sabía que no
hallaría respuesta. No le preguntó dónde había estado, lo que había hecho,
por qué había estado caminando cerca de Roycewood. Le habló del tiempo,
de la comida, de lo hermoso que era su cabello y de cuánto la quería hasta
que sintió que sus manos comenzaban a moverse agitadas otra vez.
Las retuvo un poco más, recordando todos los logros de aquella mujer
antes de que llegase la locura: doctora médica del Colegio Médico de
Mujeres, especialista de pediatría y genética en el Hospital de Pennsylvania;
y al mismo tiempo campeona de tenis y squash, amazona, luchadora por los
derechos de la mujer, consejera en las Naciones Unidas sobre cuidado
médico de niños durante la administración Truman. Y siempre la
compañera perfecta para él, confidente y colaboradora, su gran apoyo. Su
locura le había resultado incomprensible, al principio no podía admitirlo
pero después era ya innegable e imparable. La miró a los ojos, deseando
que volvieran a ser humanos, que dejasen aquella intensidad fiera y cruda.
Pero siguieron apreciativos y faltos de compasión, en último término dignos
de ella.
El doctor Royce llamó a la señora McKinnon, esperó mientras su esposa
tomaba los medicamentos y después salió, vencido por la tristeza. Le
apenaba la pérdida que había supuesto aquella enfermedad, tanto para él
como para el mundo. Se quedó sentado durante varios minutos en el coche,
a los pies del edificio del Barclay, con cara inexpresiva y dedos
blanquecinos aferrados al volante.

10
«Estás echado en cama y lo oyes porque quiere que lo oigas —pensó
Harvey Butler—, algo viscoso que se desliza como si asomara por el
sumidero del cuarto de baño y resonara al salir del tubo, golpeteando el
suelo como un perro con sus garras, un perro cojo, de tres piernas, que
arrastra algo demasiado muerto para comer, algo con garras largas y curvas,
algo que puedes oler aunque sólo esté en tu mente y no lo recuerdes hasta
cinco años más tarde, y oyes también sus resuellos, gorgoteos y burbujeos
como si tuvieras diarrea o la válvula de la taza goteara; pero no es la
válvula, los sonidos proceden de fuera del dormitorio, la cosa está arañando
para entrar, respirando de manera entrecortada como un asesino a punto de
morir, queriendo hacerlo una vez más, morderte las bolas, rasgar los
pezones de los pechos de tu mujer, violar y matar a tus hijos delante tuyo,
sorber tu sangre y cubrirte con baba…».
Se quedó escuchando, con el volumen del audífono bastante alto.
Mantenía los ojos fuertemente cerrados. Desapareció, gruñendo por el
pasillo y escalera abajo, él sabía que volvía a Mill House. Apagó el
audífono, se lo quitó y se puso de lado. Quería dormir. Todavía no se sentía
lo suficientemente fuerte como para hacerle frente.

11

Aquella misma noche, el doctor Royce se despertó en la cama


empapada de sudor al oír el choque del coche. El Rolls-Royce había dado
vueltas una y otra vez con él y su esposa dentro. No había podido detener el
sueño hasta que gritó «¡No!».
Todavía podía oír el grito. Todavía temblaba. Se levantó y fue al cuarto
de baño, encendió la luz y se echó agua a la cara. No se miró en el espejo.
Dejó el cuarto de baño, pero no volvió a la cama.
Bajó por la escalera hasta el primer piso tras haberse puesto la bata de
seda y las zapatillas de piel. Pasó junto a los retratos de sus antecesores,
percatándose de su fría estimación. En la primera planta caminó por las
habitaciones sin encender ni una luz. Oía el suelo crujiendo bajo sus pasos,
el tictac de los relojes, sus pies arrastrándose y nada más. Quería
tranquilizarse sin tener que recurrir a la bebida ni a los medicamentos.
Algo le esperaba fuera, en la noche. Sabía que había algo fuera. Iba
hasta la ventana de cada habitación, miraba hacia fuera y no veía nada, pero
tampoco esperaba ver nada, porque sentía la llamada que decía que había
algo que podía descubrir allá fuera. Se dirigió dos veces a la puerta trasera y
colocó la mano sobre el frío pomo metálico, pero no lo giró, se alejó y
volvió al cabo de un rato. Volvió a pasar por todas las habitaciones, miró a
través de todas las ventanas, apartó la vista. Ya no temblaba y todos sus
músculos parecían listos para la acción, más a punto que desde hacía años.
Tenía la mente despejada pero no podía explicar por qué aquel deseo de
estar fuera, de buscar algo en la noche. Al final no importaba el motivo,
cogió el pesado anillo lleno de llaves y dejó la casa.
En la mano izquierda le bailaba el anillo con las llaves, y con la derecha
sostenía la bata, cerrándola sobre el pecho. El doctor Royce descendió por
la colina bajo un cielo de nubes y estrellas, con la boca abierta y respirando
con dificultad, aunque algo refrescado por el aire fresco del valle. Abrió la
puerta que daba acceso a la granja y pasó, dejándola abierta, algo que no
había hecho nunca antes. Se encaminó a la vaquería, que aparecía iluminada
e inundada en música como un ascensor o un barco hundiéndose en el mar.
Caminó por los pasillos centrales observando cada establo con mirada
ausente, aunque se sentía despejado. Sí, muchas vacas dejaban ver nuevos
mordiscos o cortes en el cuello, costras goteando todavía allí donde las
bestias habían pinchado para sorber vida. Las tenía hasta Rosette, a quien
había examinado hacía poco para comprobar que estaba preñada, el útero,
sentido a través del recto, claramente distendido y separado. Las marcas de
cortes en el cuello eran evidentes incluso con luz artificial.
Pero no era aquello lo que lo había llamado, al menos no aquella noche.
Aquella noche había algo más. Sentía cómo tiraba de él, cómo lo alejaba de
la vaquería, a través de la verja, subiendo la colina. Cada vez su boca estaba
más abierta y respiraba con mayor dificultad, hasta que llegó a la cima de la
colina, cerca de la vieja casa de los carruajes.
El doctor Royce entró al calor de la casa donde ahora vivían y
trabajaban los Richter, dando vueltas a sus sentimientos como un ciego que
lee un rostro. No era aquí adonde le llamaba este sentimiento. Dejó el
edificio, buscando.
Al salir le rodeó el frío, las esencias de la tierra y el susurro del viento
entre las hojas. La luna, en cuarto menguante, se liberó de una nube y arrojó
sombras deshechas sobre el césped. El doctor Royce continuó por el
sendero de ladrillo que daba la vuelta a la casa, oliendo el aroma de los
bojes, que crecían a lo largo del camino. Parecía que el viento le arrastraba
en torno a los edificios de piedra, en torno a su oscuridad, y hacia el patio
tras ellos. Aquí el aire estaba quieto y olía a sangre.
Había ocho jaulas apiladas junto al muro que cerraba el patio. De cada
una colgaban unas formas blancas y multicolores, algunas de ellas
culebreando. Son niños recién nacidos fue el primer pensamiento que le
vino a la cabeza.
Se acercó para mirar más de cerca.
Al oír que se acercaba, las criaturas comenzaron un nuevo intento de
liberarse. El doctor Royce vio que no eran bebés. Eran conejos gordos y
grasientos, los conejos criados por los Richter, colgados de las jaulas unos
por las patas, otros por el trasero. La mayoría se movían. La mayoría
estaban vivos. El doctor Royce se acercó lo suficiente para ver los ojos
abultados, vueltos y destrozados por el dolor, para ver la sangre goteando
allí donde las orejas habían sido cortadas y separadas de la cabeza.
12
Bebés

1
Era ya más de medianoche, y el día de la Independencia había dejado
paso al cinco de julio. Suzy Mancius estaba acostada en la cama boca
arriba, con las manos entrelazadas sobre el abdomen. La habitación estaba a
oscuras, a excepción de la luz naranja del reloj digital que estaba sobre la
mesilla, y de la luz plateada de la luna, sobre los bordes de las cortinas
echadas.
Se sentía inquieta, amenazada, incómoda. George Caley se había
marchado hacía ya más de una hora, pero la mente de Suzy seguía en
ebullición. George había hablado de intrusos, vudú, sirvientes, espíritus
malignos y Flip Royce de una manera que a Suzy le parecía desesperada y
furiosa. Ahora que las cosas se calmaban en Roycewood él estaba más
determinado que nunca a resolver totalmente el problema, seguro de que en
cualquier momento la locura comenzaría otra vez y preocupado por ello.
Mientras George hablaba, Suzy tuvo de nuevo aquel sentimiento de
urgencia, aquel temor tembloroso que la había inundado en el bosque, en la
cocina de Sarah, a medianoche en su propia cama. ¿Qué era aquello que a
veces olvidaba por completo y a veces la hacía deshacerse en temblores?
¿Qué era lo que la perseguía?
No podía soportar que su marido, Victor, durmiera ya.
—Victor —dijo, lo suficientemente alto como para despertarlo pero sin
asustarlo. Él no se movió. Esperó un momento—. Victor —repitió, un poco
más alto.
—¿Qué? —dijo él, al parecer totalmente despierto.
—Victor —le dijo ella de nuevo—, ¿duermes?
—Sí —contestó él.
Ella sonrió en la oscuridad.
—Según yo lo veo, hay una serie de explicaciones posibles para lo que
está ocurriendo en Roycewood, pero todas son equivocadas —dijo, dejando
de lado sus sentimientos, la preocupación que le roía el estómago—. No
creo que ninguno de nosotros tenga idea de qué se trata realmente. Y
George menos que nadie.
—De acuerdo. Pero ¿tenemos que hablarlo ahora?
—Yo no paso por lo de asuntos de «malos espíritus», ¿y tú?
Punto final, tranquila ahora.
—No.
Su voz sonaba resignada y falta de interés, pero ella siguió adelante,
didáctica, racional, aunque en realidad no se sentía así.
—Así que estamos tratando con gente de verdad que hace cosas de
verdad. Ahora, o bien es gente de dentro, o bien gente de fuera. O sea, que
podría ser cualquiera.
Déjale que vaya entrando poco a poco.
—Correcto —sonó apagado por la almohada.
—No descarto la posibilidad de que pudiera ser una de las familias que
viven allí, o alguien de alguna de las familias que se ha ido, pero no
tenemos ningún tipo de prueba.
Deja a un lado el sentimiento, el recuerdo esquivo.
—Correcto.
—Después están los jardineros, las sirvientas, la gente de la granja,
etcétera. Y todas esas comunas religiosas de alrededor. Uno podría pensar
en algún tipo de ritual diabólico o vudú, pero no puedo creerlo. Y no
señalaría a los sirvientes o a Flip, como hace George.
—Yo tampoco.
—Lo que no significa que no sea cierto. Así que no podemos olvidarlo.
¿Era ahora el momento?
—Correcto.
—Por otra parte, sí que podría ser alguien de fuera, como al parecer
piensa todo el mundo. Pero no es posible encontrar una prueba, ¿no?
Su voz sonaba tranquila, pero ella temblaba por dentro.
—No.
—Así que he llegado a la conclusión de que ninguno de nosotros sabe
nada.
Era casi el momento.
—¿Me has despertado para eso?
Ella dio un suspiro, se tranquilizó.
—No —contestó, temblando—. Te he despertado para decirte que estoy
tan asustada que no puedo dormir. Sé que hay alguien que me persigue y no
puedo dejar de pensarlo. He estado sintiendo cosas extrañas incluso antes
de que comenzara todo esto.
Victor permanecía en silencio. Suzy oyó el roce de las ropas de la cama
mientras él se acercaba y la tocaba.
—¿Por qué sentiste que te perseguían aquella noche?
Ella lo rodeó con sus brazos, se apretó contra él.
—No hay momento en que no sienta que me persiguen —dijo ella—.
Allí. Aquí. Tengo que volver a Roycewood para detener todo esto y al
mismo tiempo estoy mortalmente asustada.
Él la estrechó entre sus brazos y le dio unos golpecitos.
—Entonces no vayas —le dijo.
Ella quedó un rato en silencio. Después dejó salir parte de lo que sentía.
—Al principio pensé que podría ser algún antiguo cliente —dijo—. He
defendido a maníacos y no siempre he ganado sus casos. ¿Qué pasaría si
uno de ellos viniera a por mí y quisiera matarme?
—Pero no eres sólo tú —dijo él.
—Lo sé, lo sé —susurró, sin poder evitar que le temblara la voz—. Es
Nancy, y Sarah y todos los demás. Sé que Nancy fue asesinada y parece una
locura. No puedo ni pensarlo.
Él la apretó contra sí, esperando lo que seguiría. Finalmente ella respiró
hondo y suspiró.
—Sé que es alguien que vive en Roycewood —dijo ella, comenzando a
sollozar—. No sé quién, pero sé que es así.
Él esperó a que los sollozos terminaran.
—¿Intuición? —le preguntó—. ¿Premonición?
—Sí —contestó ella. Era una explicación como cualquier otra para
aquellas impresiones sólo medianamente comprendidas que le cruzaban por
la mente—. Y voy a ayudaros a averiguar de quién se trata.
—¿Cómo?
—Todavía no lo sé —dijo ella—. Pero sé que lo haré. Tengo que…
Ella se quedó en silencio y él volvió a quedarse dormido. En medio de
la oscuridad, Suzy intentaba elaborar un plan, recordar qué aparecía en los
límites de su mente. Tenía la impresión de que las cosas comenzaban y
terminaban con su tío, el doctor Benjamin Royce, igual que siempre en
Roycewood.

2
El doctor Royce caminaba todavía a la luz de la luna, con las imágenes
de los conejos sangrando aún en su mente. Su bata de seda se deslizaba
entre los matorrales sin hacer ningún ruido, pero las zapatillas de piel
restregaban el camino y aleteaban suavemente. La noche estaba inundada
con el sonido de las cigarras y los ruidos de otros insectos de varios tonos.
Todavía tenía en la cabeza el sueño del accidente. Los ojos astutos y hábiles
de su mujer se mezclaban con los ojos saltones de los conejos mutilados,
magullados como pájaros, como abortos. Él no intentaba detener todas estas
imágenes.
El doctor Royce se hallaba agotado, pero era incapaz de detenerse.
Seguía andando por senderos oscuros, bajos árboles que se restregaban
incansablemente con el viento. Iba con la boca abierta, arrastrando los pies.
No sabía adonde se dirigía, pero al final se encontró en la verja del
cementerio. Entró. El viento peinaba la larga hierba iluminada por la luna.
Él avanzaba entre las lápidas. Encontró la tumba de su bisabuelo y la de su
padre muy cerca. Se quedó mirándolas un momento, como metido en medio
de un misterio insoluble. Cayó lentamente de rodillas, permaneció así un
momento, a la luz de la luna, y después se extendió en el suelo y clavó los
dedos en la húmeda tierra bajo la hierba, aferrándose, colgándose de ella.
No sintió los ojos que le observaban.

Flip Royce se despertó antes del amanecer viendo en su mente los ojos
azules de Elfring, enormes como hortensias. Le oyó decir de nuevo la
palabra «bebés», como había hecho la primera vez que le trajo a
Roycewood. ¿Qué era aquello que sentía en su interior, algo más que su
frenesí y su hambre sexual habituales, aquella sensación de plenitud que
sólo parecía hacer mayor su ansia? Sentía la respiración de su marido, que
dormía a su lado, y se preguntó cómo reaccionaría al hecho de ser padre.
Sabía que estaba embarazada. ¿Pero por qué sentía todavía la necesidad
de que la dejaran embarazada? Comenzó a hacer juegos de palabras: ¿era
concebible saber que había concebido? Tendría que ver en seguida a tío
Benjamin para que confirmara aquel presentimiento. Pero no podía contarle
que todavía tenía un deseo furioso de que la penetraran, de que la llenaran
hasta estallar. Lo sentía incluso ahora, como si los espíritus de la noche
estuvieran gritando para poseerla.
A través de las ventanas sin cortinas podía verse la luz de la luna sobre
los jardines. Flip se percató de una sombra que pasó deslizándose: un
halcón nocturno, una lechuza, un avión. Después otra sombra como la
primera, como si esos espíritus de la noche estuvieran volando en círculo en
torno a Tsuru-Kame, grullas fantasmales que venían por la noche a
descansar sobre los caparazones de las tortugas. Elfring había denominado a
los espíritus «demonios del bosque». Dijo que estaban ansiosos de ayuda y
que podrían resultar peligrosos. Se había ofrecido para comunicarse con
ellos. Ella misma quería hacerlo, quería alcanzarlos, tomarlos en su interior.
Paul le había quitado importancia al asunto, pero cada vez con menos
intensidad. Ella sabía que también él sentía los espíritus, que sentía cómo la
ansiaban. ¿O ansiaban al niño que llevaba dentro?

Por la mañana llovía. Era una lluvia fuerte y perturbadora, que despertó
al doctor Royce en el sillón de piel de la biblioteca, donde se había quedado
dormido pasadas ya las tres de la madrugada. Al oír a la señora Tyson en la
cocina se levantó, se frotó la cara y subió al cuarto de baño. Sus recuerdos
de la noche se iban desvaneciendo, había partes ya totalmente olvidadas,
pero le invadía un sentimiento de debilidad, desorientación y deseo.
En The Vineyard, George Caley se despertó con el sonido de la lluvia
sobre los cristales y el techo. Oyó a su esposa Sarah cantando en la ducha,
cantando en la ducha de verdad, pensó, sintiendo el viejo cliché sobre él.
Pero le gustaba verla algo menos asustada y menos obsesionada con pedir
ayuda al exterior. Él volvería a llamar a Victor Mancius.
Suzy Mancius observaba la lluvia delante de una taza de café. «Le
pediré más información a tío Benjamin —pensó—. Necesito saber más». La
volvió a sorprender la tremenda frustración de saber que tenía que recordar
algo que no quería. Algo relacionado con Mill House, con sus antepasados
Royce. Observó a los perros, corriendo arriba y abajo en la lluvia. Sabía que
tenía cosas que hacer. ¿Por qué tío Benjamin odiaba los perros? Tenía la
sensación de que lo debería saber, pero no era capaz de verlo claro.
En Quarry House, Tom Horton se cuidaba de otra resaca. Yacía en cama
atormentado por dolores terribles en la cabeza, la espalda, el corazón, el
estómago, los intestinos y los testículos. Se preguntaba si Sophie Hawkins
no tendría un muñeco de cera semejante a él, en el que clavaba agujas,
cuchillos o uñas ardiendo, al mismo tiempo que sacrificaba gatos, gallinas o
bebés para aumentar su poder sobre él. Tenía que descubrirlo, pero se
encontraba tan mal que no podía ni levantarse.
En su habitación del Arboretum, Sophie podía oír otra vez los gritos del
señor Butler en sueños. Parecía que iba a durar siempre desde la última vez
que había ido a trabajar. Todo el tiempo enfermo. Ella se arrodilló en el
suelo frente al armario, tocó las tablas con la cabeza, se santiguó tres veces,
cerró los ojos y abrió la puerta del armario. Allí, entre sus otros tesoros,
estaban los amuletos. Temblaba mientras encendía las velas, escuchando la
lluvia.
Flip Royce permanecía paralizada junto a una ventana abierta,
observando cómo la lluvia reventaba la superficie del estanque y
escuchando su rugido intermitente sobre el tejado. «Estoy embarazada»,
pensó.
Se acordó de Maurice Elfring diciendo «bebés». Se dirigió al teléfono
para llamar a su tío Benjamin y que le diera hora. Sonreía para sus adentros.

5
El deseo había sido tan fuerte y repentino que el vino y los quesos que
Sarah había traído seguían en sus bolsas de papel junto a la entrada. Frank
había abierto los brazos y ella se había arrojado contra su cuerpo con tal
impulso que él se había tambaleado. Se besaron, y el estallido de pasión que
se desencadenó no les permitió avanzar más de metro y medio lo suficiente
para apartar las sillas.
Sarah sintió el pene duro contra ella y se dejó caer de rodillas frente a
él, soltando las bolsas que traía. Con manos presurosas le desabrochó el
cinturón y bajó la cremallera y los pantalones. Colmó su sexo hinchado de
besos, caricias, chupadas y tanta saliva que ésta corría por el pelo púbico de
él.
Él se dejó caer a su lado y le subió la falda. Ella no llevaba ropa interior,
separó sus piernas suplicante, con los pliegues de su sexo húmedos. Cerró
los ojos, gimió, movió las caderas y echó hacia atrás la cabeza, empujando
el abdomen hacia él.
Él la tomó allí, como ella quería, y había sido tan estremecedor que
lloró y se agarró a él por miedo a que su alma saliera volando. Media hora
más tarde seguían tirados en el suelo, desnudos y entrelazados.
—Ni siquiera me dio tiempo a poner música —dijo él.
—Ni siquiera me dio tiempo a sacar mi picnic —contestó ella.
Se abrazaron fuerte mientras las nubes les pasaban sobre la cabeza,
cortando de manera intermitente la luz del sol.
—¿Me quieres? —preguntó ella.

A mediodía del día cinco, el tiempo se volvió frío. Había dejado de


llover. Unas brillantes nubes grises se deslizaban suavemente a través de la
luz del sol, formando sombras a su paso. El doctor Royce había pasado el
día como perdido en una neblina, pero ahora estaba espabilado y contento:
Flip Royce se encontraba en la camilla de la sala de examen; le había
llamado aquella mañana y él había sabido en seguida que pensaba que
podía estar embarazada. Claro que podía verla. A la una. ¿Cuándo la había
examinado por última vez? ¿Dos meses? ¿Tres? Lo comprobó en la ficha:
tres.
Cuando se trataba de Flip, el doctor Royce siempre se hacía ayudar por
la señorita Scott, aun cuando Flip era su sobrina. A Flip le gustaba hacer
numeritos, incluso durante un examen pélvico. Con las otras mujeres de
Roycewood prescindía de la enfermera: ellas se habrían sentido ofendidas.
La señorita Crisp Scott tenía 55 años, llevaba gafas, sus manos eran cálidas
y tenía la apariencia de no haber sudado una gota en su vida. Cuando el
doctor entró en la habitación la encontró ocupada en esterilizar y calentar el
espéculo bivalvular. Flip vestía ya la túnica (de algodón bien planchado;
nada de túnicas de papel para sus «chicas»). Flip estaba sentada en la mesa,
y su estilo llamaba la atención, aun cuando no llevara más que aquella
túnica, que se había puesto muy ceñida. Pronto tendría que aflojarla. La
saludó cogiéndola de las manos y sosteniéndoselas levemente: parecía
tensa. Él sonrió.
—¿Qué te trae por aquí, querida? —le preguntó.
—¿Qué? —dijo ella como sorprendida. Después hizo una mueca y se
disculpó—. Lo siento.
Él le giró la mano y se la abrió. Con el índice izquierdo sobre su pulso,
observó atentamente aquella palma larga y delicada por si apareciera algo
revelador en las rayas.
Volvió a mirar aquel rostro de ancha mandíbula y vio que ella lo miraba
con sus ojos verdes llena de sorpresa.
—Me preguntabas algo —dijo.
Era obvio que había estado distraída.
¿Y él? Él también. ¿Qué ocurría? También él estaba distraído aquel día.
Le temblaba el párpado superior izquierdo: podía sentirlo, como una oruga
arrastrándose. Logró vencer el cansancio para recordar lo que había dicho,
sonriendo profusamente para disimular el desmayo repentino. Era como si
hubiera estado inconsciente durante un momento. Sentía un hormigueo en
el brazo izquierdo, como tras una parálisis. Echó una mirada a la señorita
Scott, que ahora daba la espalda al carrito con el instrumental, y vio que ella
desviaba intencionadamente su mirada. Se inclinó sobre Flip para
examinarle los ojos más de cerca, oler su aliento por si fuera excesivamente
dulce o amargo y esconder su confusión. Después se acordó.
—Sí, la pregunta —dijo—. ¿Qué te trae por aquí?
—Oh —contestó Flip—, creo que llevo dos meses sin la regla. Pero
siempre he sido un poco especial para eso.
El doctor Royce sabía que era irregular. Pero eso no era todo.
—Puedes acostarte —le dijo, observándola mientras lo hacía.
—¿Notas algo? —le preguntó.
Puso las manos sobre su abdomen, por encima de la túnica de algodón.
Los músculos estaban tensos.
—Un poco.
—¿No estuvieron bien los fuegos? —le preguntó, para distraerla.
Sonrió mientras movía ligeramente las manos sobre el abdomen,
esperando a que desapareciera la rigidez.
—Estupendos —dijo ella—. ¡Y esos bufones y acróbatas! De veras te
luciste, tío Benjamin.
Parecía todavía un poco ida.
—Fue divertido, ¿eh?
Los músculos estaban un poco más relajados, así que le levantó la
túnica hasta la barbilla. Tenía unos senos firmes y hermosos, y sabía que
ella se enorgullecía de ello. Los palpó suavemente, sintiendo las glándulas y
buscando algún posible bulto. Comprobó el color de los pezones y los
tubérculos de Montgomery por si mostraran el típico crecimiento en anillo.
—¿Sientes náuseas, o cosas así? ¿Vértigo? ¿Algunas comidas que no te
gusten últimamente?
—En cuanto a eso todo va bien. Me siento algo apagada. Todavía me
gusta el sexo.
No profundizó más en el tema.
El doctor Royce le palpó y reconoció el hígado, el bazo, los riñones, los
pulmones.
—¿Paul te trata bien?
—Mejor que bien.
—¿Puedes apoyar los talones en los estribos? Ya sabes qué viene ahora.
—Ella levantó y abrió las piernas, y él comprobó la oscuridad de la línea de
negra y estudió el espacio entre las cejas. La línea superior del pelo púbico
era todavía recta como una regla. Bien—. ¿Podrías arrimarte un poco hacia
el borde?
La ayudó, y entonces se encontró con su tesoro. Nunca había pensado
en los genitales femeninos como hermosos, pero tampoco como feos. En
toda su carrera jamás se había sentido sexualmente excitado al verlos;
cuando ocurría, no era la vista o el examen de los órganos lo que le
excitaba. Se puso los guantes de látex.
El doctor Royce hizo un examen externo por infecciones, irritaciones o
secreción anormal. La señorita Scott le pasó el espéculo, ya caliente y
lubricado, y él lo insertó suavemente, tanto que Flip ni siquiera retrocedió.
Abrió las hojas para poder ver en el interior de ella, bajando el espejo para
reflejar la luz en el interior de la vagina: iluminó la membrana rosa y la
cerviz, buscando pólipos, quistes, lesiones o irritaciones. Tiró del espéculo,
haciéndolo girar de un lado a otro para examinar las paredes vaginales. No
hablaba mientras lo hacía.
Después el túnel rosa se fue cerrando lentamente y el doctor Royce se
puso un poco de gelatina caliente en el guante de la mano derecha, una
materia transparente con burbujitas, como champán semisólido. Ahora Flip
parecía ya totalmente relajada. El doctor Royce metió el índice y otros
dedos de la mano derecha en el interior de Flip, apretando suavemente el
abdomen para poder localizar y palpar el útero, las trompas de Falopio y los
ovarios, las ciruelas, las suaves cuerdas, los huevos de paloma apenas
discernibles.
Sacó los dedos satisfecho y se quitó los guantes. Sonrió y colocó la
cálida mano sobre el vientre de Flip. Ella le devolvió la sonrisa, él siguió
sonriendo pero no dijo nada.
Después habló con voz suave.
—Vístete, te espero en la oficina.
El doctor Royce volvió eufórico a la oficina, tomando notas. Ya no se
acordaba del cansancio. Ni siquiera le molestaba el temblor del párpado.
Estaba casi seguro de que Flip estaba embarazada. La vieja magia
funcionaba de nuevo. Nueva vida para los viejos. Al menos, nueva vida
para el nombre familiar. Nueva vida para él, convirtiendo un día apagado,
húmedo y nebuloso en otro limpio y claro. Lo siguiente sería un test de
orina y otro de sangre para estar seguros. Pero se alegraba incluso antes de
ver los resultados, estaba seguro del éxito; se lo decían su instinto y la
evidencia de lo que había visto y sentido, de la misma manera que a Flip se
lo había dicho su instinto. Se sentía bien, lleno de alegría.
—Esperemos lo mejor —le dijo a Flip antes de que ella se fuera.
—Sé que es verdad —dijo ella.
Y sabía que tenía que celebrarlo aquella noche, su propia danza de la
alegría para los espíritus de la tierra.

7
Sarah Caley, en la cama con Frank Viele, también se sentía embarazada,
quería desesperadamente estar embarazada. Y de hecho podía ocurrir. Era
un sexo sin restricciones, y las precauciones eran nulas. El semen de Frank
se vertía y quedaba en su interior tanto como ella podía retenerlo. Ella le
pedía más, y él cumplía lo mejor que podía: nunca había sospechado que
tuviera tanto; ella nunca había sospechado que quisiera tanto. Era amor y
más, una calidez total, arrolladora. El sol se encendía o apagaba tras las
ventanas a medida que pasaban las nubes. Sarah puso la pierna sobre Frank
una vez más, empujó el muslo y comenzó a moverse adelante y atrás. Él
sonrió, la alcanzó, la besó, la abrazó.
—Quiero un niño —dijo ella—. Hazme un niño, Frank.

8
Klaus y Dieter Richter esperaban al doctor Royce para informarle de lo
que había pasado con sus conejos. Cuando vieron el Rolls-Royce entrando
en el garaje a eso de las tres y media cruzaron el patio de guijarros, con sus
monos de trabajo verdes y sus sombreros, para alcanzarle antes de que
entrara en la casa.
Todavía hacía frío para ser julio. A lo mejor era por el tiempo por lo que
se quedaba helado tan de repente, pensaba el doctor Royce. Y lo que le
hacía estar tan cansado. Escuchó con gravedad a los jardineros cuando ellos
le relataron solemnemente la historia de los conejos mutilados. Dos habían
muerto. Los Richter temían que ninguno de los restantes sobreviviría. Los
ancianos se guardaron de intentar entender lo ocurrido, averiguar el porqué.
Sabían lo suficiente de los problemas de Roycewood como para no
aumentarlos pidiendo justicia. Estaban muy enfadados, pero no hacían más
que informar. Ellos no tenían ninguna explicación.
El doctor Royce no quería escuchar, pero escuchaba. El frío le penetraba
por la carne, le llegaba a los huesos. Reprimió un temblor mientras los dos
hombres continuaban alternativamente con sus explicaciones. Se acordó de
lo que había visto la noche anterior. Era algo vago, veía en su mente los
conejos mutilados como a través de una cortina ondulante de seda roja. Al
entrar en la casa ni siquiera se acordaba de lo que había dicho unos minutos
antes. Las palabras que había dirigido a los hombres para calmarlos fueron
dichas sin pensar, sin convicción. Incluso la alegría por el posible embarazo
de Flip había desaparecido.

Sarah se sentía agradablemente llena y satisfecha mientras aparcaba el


coche al lado del garaje cerrado y caminaba hacia la casa. Podía sentir entre
las piernas el ardor y los gratos dolores de un acto amoroso prolongado, y el
semen de Frank le salía todavía de su interior. Sabía que más tarde,
probablemente al sentarse en la taza del lavabo, sentiría la esencia madura
de lo que habían hecho juntos, y volvería a disfrutarlo todo otra vez.
La casa parecía extrañamente tranquila. Sarah sospechó en seguida que
no habría nadie en casa. Llamó a los chicos, a su hija, a la sirvienta. Nadie
respondió. Los chicos estaban tan poco en casa últimamente que no le
extrañaba que hubieran salido. ¿Y Chrissie? Sarah suponía que la señora
Hooper se la habría llevado a dar un paseo, probablemente a casa de los
Butler, donde a la señora Hooper le gustaba cotillear con Sophie Hawkins
mientras Pokey, la hija de los Butler, jugaba con la niña y la entretenía un
rato.
Cuando cruzaba la cocina, camino de la habitación, se dio cuenta de que
la casa no estaba tan silenciosa como parecía. Podía oír el golpeteo
mecánico de una máquina en alguna parte alejada de la casa, como si una
máquina estuviera mal puesta, se le hubiera roto un pistón o algo, pero
siguiera moviendo y golpeando la parte rota contra las otras partes, una
rueda que seguía girando. Al llegar al pasillo el sonido parecía más cercano,
pero después se alejó. Se detuvo. La puerta que allí había conducía a la
planta baja, donde estaba la lavandería. Claro: la lavadora o la secadora.
Sería mejor echar una ojeada.
Cuando abrió la puerta, la luz de la escalera estaba ya encendida, y de
repente el ruido se hizo mucho más fuerte. Ciertamente, era la lavandería.
Las paredes de la escalera estaban cubiertas de corcho, y a Sarah le gustaba
el olor. La planta baja estaba compartimentada en una serie de habitaciones
de servicio. En la parte de atrás estaba la lavandería, con estrechas ventanas
por encima del nivel del suelo; el ruido venía de allí, no había duda.
La puerta de la lavandería estaba abierta y Sarah pudo ver en su interior
antes de llegar. La tabla de la plancha estaba extendida, con una plancha
ladeada y de cordón azul. Al lado de una de las paredes blancas había
estanterías metálicas con botes de Woolite, Tide, LaFrance, Comet, Clorox,
Downy, Cheer.
Al entrar en la habitación, Sarah descubrió que era la secadora. El
tambor se movía y ella pudo discernir algo dentro a través del cristal. Dio
un paso adelante y miró más de cerca. De repente se detuvo, sin poder
respirar. Desde dentro de la secadora la miró durante un momento una cara,
guiñándole el ojo de manera lasciva. Tenía la boca abierta, como si pidiera
ayuda. Uno de los ojos estaba monstruosamente abierto, el otro cerrado. El
pelo volaba mientras la cara daba vueltas, desapareciendo sólo para
aparecer de nuevo. La cara pálida de un niño.
«¡Chrissie!», pensó. Dio un paso más, temblando y sintiendo un
zumbido en el cerebro. No podía apartar la vista de aquella maliciosa cara
infantil que iba y venía en la ventana de la secadora. Vio que no, que no era
Chrissie.
Entonces pudo moverse. Dos pasos más y alcanzó la puerta. El golpeteo
mecánico de dentro le destrozaba los nervios. No se abrió a la primera.
Volvió a intentarlo y se rompió una uña. La puerta se abrió y el tambor
siguió dando vueltas, cada vez más despacio, hasta pararse. La cosa dentro
se bamboleó con golpeteos y ruidos sordos hasta detenerse también.
Sarah se inclinó y miró dentro, asustada de lo que iba a ver, apretando la
mano izquierda contra el pecho. Iluminada por la luz interior se veía una
muñeca enorme, era una de las de Chrissie, golpeteada por el lavado y con
el pelo cayéndole en greñas. Y al menos tres cuchillos de cocina
atravesaban la muñeca, con las puntas clavadas en la cabeza, el corazón y
entre las piernas.
Sarah sacó la muñeca de la secadora, pero al hacerlo se cortó la mano de
modo que brotó sangre. No hizo caso de esta sangre que ahora manchaba la
muñeca. Le arrancó los cuchillos temblando y arrojó el cuerpo sangriento a
un lado. Salió corriendo de la habitación con los cuchillos en la mano,
golpeando las paredes y tambaleándose por la escalera hasta la cocina. Se
quedó allí, aterrorizada, agarrando las hojas y con la sangre corriéndole por
las manos y goteando sobre el suelo. Era incapaz de pensar o sentir, incapaz
de contener el sollozo que convulsionaba todo su cuerpo.

10

La hierba que Flip había fumado era absorbida por su cerebro como
plumas de ángel; podía deslizarse entre y sobre las rosas de las terrazas tras
Tsuru-Kame como humo resbalando en el sol dorado de la tarde, como
música, como el perfume terrestre de las rosas mismas abandonado en el
aire, llenándolo. Era su celebración de la tierra, de la fecundidad, una
súplica para la plenitud total. Podía volar. El niño que llevaba dentro
también podía volar, un bebé de espíritu, ya mágico. Era una patinadora que
se deslizaba sin esfuerzo sobre oleadas de hielo, una bailarina sobre ondas
de nieve, mágica, hermosa y ligera, inmensamente poderosa e
irresistiblemente seductora.
Bailó por entre los jardines, revoloteando como una mariposa a lo largo
de los senderos, dejando un rastro de vaporosos pañuelos de seda color
pastel, parándose sinuosa aquí y allá para conjurar a los espíritus del cielo,
la tierra, el agua, el viento y el fuego con su manos y brazos suplicantes, su
cuello de cisne echado hacia atrás para recibir el beso espiritual, los ojos
entreabiertos, una sonrisa dibujada, el torso ondulante y las piernas
trenzando hechizos mágicos. A sus espaldas, la casa se llenaba con el
primer cuarteto de cuerdas de Borodin, sensuales melodías que ella conocía
bien y que la alcanzaban allí donde bailaba, seduciendo todos sus músculos,
todas sus emociones.
Flip sabía que había un público observándola. No sólo Paul, que estaba
sentado en la terraza, esperando. Más tarde le diría que iba a ser padre y que
aquella noche los espíritus los habían bendecido a ambos, se habían sumado
a su alegría. Podía sentir los ojos de los espíritus mirándola ya desde las
lindes del bosque, más allá de la terraza más elevada y los árboles sobre los
rosales, los espíritus y duendes reunidos para mirarla mientras bailaba en su
anfiteatro florido, ella misma una flor con alas, un pájaro flotando y
revoloteando en un escenario cubierto de rosas, bailando con una pasión y
una belleza que nunca antes había poseído.
Mientras se movía se iba acercando a un estallido de deseo; podía
sentirlo, calentando y humedeciendo su interior de modo que hasta su saliva
fluía más libremente, apiñada en su boca como néctar. Sentía que los ojos
del bosque la deseaban, esperaban para arrebatarla, se preparaban para
devorarla con sus bocas ardientes. Ella los deseaba igualmente. Había visto
su resplandor con los ojos entreabiertos, los había visto deslizarse por entre
la maleza como serpientes de oro para espiarla, había visto al menos las
sombras de su presencia en la luz filtrada del sol. Los haría dejar su timidez
con su danza, los atraería a su cuerpo, se comunicaría con ellos en una
conversación erótica.
Fue aminorando el ritmo de su danza para seguir la música, levantando
y agitando lánguidamente los pañuelos, quitándose uno y después el otro,
dejándolos sobre las rosas como prohibiciones desechadas, bailando hacia
el bosque con el deseo dentro, el deseo que ahora podía oír expresado con
gritos, vagidos y súplicas casi tan altos como la música, gruñidos y quejidos
que ella interpretaba como deseo e incorporaba a su danza.
¿O era ella la que gemía y lloriqueaba de deseo? Levantó las manos y
los brazos hacia el bosque y se quitó el último pañuelo. Se dejó caer al
suelo y se arrastró sobre la tierra, entre las rosas, con los ojos cerrados, la
boca torcida, los pechos balanceándose, los brazos y las piernas abiertos,
susurrando «tomadme, amadme, llenadme» y esperando que acudieran a
ella.
11
Paul oía a Flip gimiendo y gorgoteando entre las rosas. Había estado
sentado en la terraza tal como ella le había pedido, sorbiendo Glenlivet y
esperando a que le llamara. Aun así éste era el antojo sexual más extraño de
los que había tenido, esta idea de que los espíritus malignos acudirían para
joderla. Pero él había cedido ante sus anteriores caprichos y había sido
premiado por ello. ¿Por qué no iba a ser lo mismo con éste?
Seguía sin creer en los espíritus, pero creía en el poder de imaginación
de Flip. Sabía que el peligro podía excitarla. Y la verdad era que la idea de
que ella pudiera estar en un peligro sexual lo excitaba a él también.
Ella gemía y gorgoteaba. Los sonidos hacían que su pene se levantara
todavía más, alzado por aquella música de abandono salvaje y sexualidad
sin trabas. ¿Era el momento? Los gruñidos de Flip sonaban ahora más
fuerte, incontenidos. ¿Estaba viniendo? ¿Una y otra vez? ¿Estaba
retorciéndose, balanceando su vientre, hinchado de deseo?
Si alguien más se hubiera acercado a ella, hubiera tenido que hacerlo a
rastras. Paul echó una ojeada pero no vio a nadie más que a Flip. ¡Lo estaba
haciendo todo ella sólita! ¡Chica mágica! Sabía que era el momento.
Paul avanzó entre los rosales y a través de los últimos rayos de sol de la
tarde. Mientras caminaba se iba quitando la ropa, dejando aquí el jersey, allí
los pantalones, aquí un zapato, allá un calcetín. Se acercó a Flip, viendo
primero el movimiento de sus caderas, piernas y hombros blancos sobre los
montones de rosas, después los pechos, el abdomen y la mata negra del pelo
púbico. La vio entera, de pie junto a ella, y la deseó vehementemente. Su
pene estaba lleno ahora, todo lo que Flip tenía que hacer era levantarse,
abrir los ojos y hacer lo que quisiera con sus manos y boca hambrienta.
«Flip», susurró Paul. Ella mostraba los labios echados hacia atrás en un
rictus de dolor o éxtasis, dejando ver los dientes. La saliva le salía como
espuma por las comisuras de los labios, de modo que sólo se veía el blanco
a través de los párpados entreabiertos. Respiraba de manera tensa y
entrecortada, con un silbido. Gemía y se estremecía.
«Flip», repitió él una y otra vez, pero ella seguía en su orgasmo,
apretando los dientes, y todo lo que él podía hacer era quedarse en pie,
mirando.

12

Suzy temblaba cuando aparcaba su Peugeot en el patio de Manor


House. Había necesitado toda su fuerza y un día entero de preocupación
creciente para volver aquí de nuevo. Se sentía cubierta por el terror
sudoroso que ya había experimentado antes y poseída por premoniciones de
desastre más allá de la razón y el control.
Salió del coche y las piernas le temblaban. Avanzó rápidamente hacia la
puerta principal. A su alrededor, el mundo vibraba, líquido. Normalmente
entraba sin llamar por la cocina, gritando «¿Hay alguien en casa?» y
rompiendo el silencio con su presencia. Pero la puerta principal quedaba
más cerca y el terror la empujaba. Unos ojos la observaban. Con gran
rapidez dio la vuelta a la fila de bojes y marchó con paso rápido por el
camino iluminado por el sol de la tarde.
Había un olor extraño. No era el olor a orina de gato de los bojes, sino
un mal olor a fertilizante, a algo descompuesto. Pensó que la idea la
corroboraban unas listas, salpicaduras y pisadas de material marrón sobre el
camino, esparcidas por todas partes en la sombra como si alguien hubiese
lanzado cubos de líquido pulposo que se hubiera secado. Trató de no pisar
allí donde la porquería se había coagulado.
Entonces, cuando se permitió darse cuenta de lo que estaba viendo, el
mundo le dio vueltas, y se echó a correr hacia la puerta. Cuando llegó le
fallaban las piernas, y sentía la repugnancia tomando cuerpo en su garganta.
Había manchas esparcidas sobre el porche de granito y también la puerta de
roble estaba sucia de gotas y pringues. Suzy sabía sin saberlo que se trataba
de sangre, ya seca, sangre que quedaba de aquella mañana o la noche
anterior. No quería tocar la puerta. Se volvió, corrió por el camino y dio la
vuelta a la casa.
En la entrada trasera, los maceteros de barro colgaban bajo el tejado,
dejando caer brillantes cascadas de begonias. Suzy las vio mientras se
lanzaba al interior, intentando gritar pero hallando que su voz no salía. De
repente, antes de poder recuperarla, vio a su tío Benjamin ante ella, vivo,
con los ojos muy abiertos y desconcertado. Tras él estaba la señora Tyson,
que la miraba de manera interrogante. Suzy corrió hacia su tío y él la
abrazó. Todavía sentía algo que la acechaba, que estaba cerca, algo terrible,
algo a lo que su mente no podía escapar.

13

Su sangre martilleaba. Sus bocas goteaban. Todos sentían el mismo


calor, la misma intensidad y excitación crecientes, la misma fuerza
irresistible. Habían pululado desnudos por el bosque, se habían convertido
en aquello en que su sangre les pedía que se convirtieran. Él iba en cabeza y
ellos le seguían, como habían hecho antes. En los antebrazos mostraban
costras marrones sobre los arañazos de uñas de conejo. En la boca tenían el
sabor cobrizo de la sangre. En la mente y el cuerpo palpitaba la necesidad
de acechar y matar al intruso que sentían se aproximaba.
Cuando se paraban entre los árboles podían oír la respiración del
intruso, podían oír la sangre del intruso palpitando dentro de las venas,
podían oír su desmayo y las palpitaciones del corazón, podían sentir el calor
de su cuerpo. Y el olor, un aura que rodeaba al intruso y a la mujer con un
poder que podía sentirse, un olor físico, tan espeso como el aceite, que
seguiría apestando en su aliento, en sus fosas nasales y en su cerebro
incluso después de haber destrozado la fuente que lo producía. Sabía que
también los otros podían sentirlo. Él y los otros siempre habían sentido lo
mismo. Él los había guiado y ellos le habían seguido.
Se detuvo en un pequeño claro abierto entre los arbustos, bajo los pinos.
La esponjosa tierra estaba cubierta por suaves agujas tostadas. El sol se
ponía y se iba haciendo de noche. Los otros se detuvieron con él y se
agarraron entre ellos, vientre con espalda, vientre con espalda. Se
balancearon lentamente, convulsionándose mientras miraban y esperaban a
lo que vendría. Ahora podían ver y oler tanto a la mujer como al intruso
dentro de ella, y gruñeron.

14

Flip habían seguido durante al menos 15 minutos contorneándose en la


angustia de su placer agonizante. Su carne estaba cubierta por una capa de
sudor. Se retorcía todavía entre las rosas, balanceándose y apretándose
contra un peso invisible que la montaba de manera tan evidente que Paul
podía ver los pechos aplastados, las costillas hacia adentro, la mejilla
doblada como bajo la fuerza de un beso furioso. Le sangraban los labios
como si ella misma o su amante maligno los hubieran mordido, y
espumarajeaba sangre y saliva mientras en el fondo de la garganta
pronunciaba frases de cariño y estímulo, gruñendo: «Más, más, más
adentro, más adentro, oh, oh, más, jódeme, jódeme, más fuerte, más
fuerte…».
En cierto momento Paul, asustado, le había preguntado si podía ayudar,
si necesitaba algo. Ella le había mirado por el rabillo de aquellos ojos
endiablados y entornados para responder «no, no, no» en un gruñido, al
ritmo de aquello que se estaba batiendo contra ella. Cerraba los ojos y
decía, medio gritando: «es tan estupendo, tan estupendo, tan jodidamente
estupendo, no pares, no pares, no pares nunca». Pero no se lo decía a él,
sino a aquello que había salido del bosque, de la noche y de su propia mente
para arrebatarla.
Aun sin quererlo, Paul estaba excitado, y su semen caía sobre el cuerpo
de Flip sin poder evitarlo. Se untaba y desaparecía sobre su piel como si
hubiera sobre ella un cuerpo de verdad que la moliera, le apretara y soltara
los pechos, chupándole los pezones hasta hacerlos sorprendentemente
largos y rojos. Él sabía que el cuerpo podía hacer estas cosas por sí mismo.
Sangre voluntaria. Estigmas. Convulsiones.
Paul se inclinó para mirar entre las piernas de su mujer. A la luz del sol
pudo ver la vulva brillante, madura a más no poder y cubierta de jugo; el
brote del clítoris, subiendo y bajando con golpes invisibles; los labios
externos abiertos y los internos florecientes; el esfínter temblando tenso por
algo que parecía sólido pero invisible. También el ano aparecía
increíblemente abierto, de modo que podía ver el interior rosado de su
cuerpo mientras el esfínter vibraba en lo que parecía ser un orgasmo
interminable. Histeria, pensó Paul, acentuada por la bebida y las drogas.
Empezaba a marearse.
«Mete las manos», gritó Flip, y Paul no sabía si le hablaba a él o a este
amante invisible que se había imaginado y convertido en una realidad
histérica. «Sí, sí, sí, mete la cabeza, toda la cabeza, mete el cuerpo, todo el
cuerpo, querido, te quiero, te necesito…».
De repente Paul estaba fuera del deseo, fuera de participación. Sabía
que el frenesí no era para él ni provenía de él. Bajó la mirada hacia aquel
cuerpo convulsionado y sintió lo que había sentido antes tantas veces,
cuando Flip volvía a él después de una juerga: una oleada de ira y tristeza
que los apartaba de tal modo que él se quedaba aplastado, apartado,
fláccido, cargado con una sensación de «nerviosismo» eléctrico, como si
fuera a ocurrir algo, cuando en realidad ese algo ya había ocurrido. Algo
que lo dejaba de lado.
Paul dejó de contestar las súplicas atormentadas de Flip. La dejó con su
íncubo o lo que fuera aquello que su mente había conjurado. Se volvió y
dejó el jardín, la dejó con aquello que ella tanto amaba y deseaba. Había
leído sobre cosas semejantes. Ella lo superaría. Él no. Se iría al hospital y
trataría de olvidar. No podía soportarlo, era demasiado.

15

El doctor Royce nunca había visto a Suzy tan alterada. Mientras la


abrazaba, ella temblaba de manera violenta. Lloraba y reía
alternativamente, incapaz de articular palabra. Él repetía «venga, venga»,
sin querer preguntar qué pasaba; en el fondo no quería saberlo. Le dio unas
palmaditas en la espalda, intentando tranquilizarla. La señora Tyson se
quedó mirando la escena durante más de un minuto y después empezó a
preparar el té, golpeando la tetera contra la cocina y haciendo ruido con
tazas y platitos.
Al final Suzy pudo hablar.
—Pensé que os habíais muerto todos. Pensé que os habían asesinado.
Tanto el camino como la puerta principal están llenos de sangre.
La mente del doctor Royce saltó rápidamente a las vacas y los conejos.
Sabía de dónde procedía la sangre, pero de pronto alejó este conocimiento,
sin querer admitir ni siquiera para sus adentros lo que pronto tendría que
admitir.
—Venga, venga, estamos bien, sí, querida.
Suzy continuaba temblando y abrazada a él, apretando la mejilla contra
el hombro; en algún lugar estaba ocurriendo algo terrible y ahora ella no
podía pararlo, sólo podía vivir con la certeza de que era así. Algo le estaba
ocurriendo a ella. Algo le ocurriría si salía, si dejaba a su tío sólo un
instante. Gritó. Se desmayó en sus brazos.

16

El orgasmo había acabado poco a poco, dando paso a un agotamiento


saciado. Flip seguía tirada en el mismo sitio, totalmente extendida y
respirando pesadamente. Se sentía demasiado arrollada como para moverse,
y de manera vaga podía darse cuenta de la tranquilidad que la rodeaba: ni
pájaros, ni viento, la última luz del día desapareciendo, hasta los insectos
parecían silenciosos. ¿Qué le había ocurrido a Paul? ¿No había acudido a
ella, como los espíritus?
Inspiró profundamente para oler el perfume de las rosas y el aroma que
se elevaba de los pinos y la tierra. Cerró los ojos. Era tan afortunada por
encontrarse aquí, por estar embarazada, por sentirse tan viva, por tener el
amor de la tierra y los espíritus. Las estrellas, los planetas y su tío Benjamin
tenían razón. Al fin estaba llena.
Se dejó llevar por sus ensoñaciones. Le hubiera gustado que Paul
estuviera allí para compartir su alegría y recibir la buena nueva. Soñó con
niños mágicos, niños con los dones de la luz y la oscuridad, niños a los que
amaría.
No oyó los gruñidos y resoplidos hasta que los cuerpos desnudos
estuvieron sobre ella, destrozando su pelo y su carne, moliéndola
violentamente contra el suelo, cortándole la respiración y forzándole la cara
y la boca contra la hierba, de modo que estaba amordazada y no podía
gritar, aunque quería, tenía que hacerlo.

17

Él todavía podía sentir en la boca el sabor de la nueva sangre. No era


tan dulce y deliciosa como lo había sido entonces. Sabía a moneda de cobre,
como la sangre de vaca y conejo que había sorbido la noche anterior.
Escupió, pero no pudo deshacerse del sabor.
Esta parte de él sabía que había vuelto a matar. Había destrozado al
intruso antes de que pudiera amenazarle. Y los otros habían ayudado, como
era su obligación. Se lavó el cuerpo y las manos en el arroyo, restregándose
la piel con arena, pero todavía tenía oscuros grumos de sangre bajo las uñas.
Se sentó en una roca en la oscuridad y se limpió bajo las uñas con una
pajita, indicando a los otros que hicieran lo mismo. Volvía a ser casi un
humano y los otros también, pero no tan totalmente humano como para
recordar esto en su parte completamente humana. Y ellos tampoco.
Ellos no eran realmente aquellas otras criaturas, pensó. Aquellas otras
criaturas eran seres a los que observaban como en un sueño, criaturas que
rasgaban la carne y se revolcaban en sangre, untándola en los genitales
hinchados y chupándola así unos a otros. Aquellas criaturas eran algo más,
algo aparte y distinto, ogros de supersticiones o cuentos de hadas brutales,
criaturas de un sueño terrorífico. Él y los otros no podían ser realmente
aquellas criaturas.
Mientras se vestían, su recuerdo de lo que había ocurrido se desvanecía
más y más; él sabía que tampoco los otros recordarían. Se asustó sólo
momentáneamente, cuando la visión de la mujer desgarrada le cruzó la
mente durante un segundo, como un rayo. Ya no recordaba lo que había
hecho… sólo recordaba la necesidad…
13
Los intrusos

1
Entonces no pudo pararlos: la gente de fuera acudió en legiones a
Roycewood. Ni siquiera el doctor Royce y el poder de los Royce pudieron
detenerlos. Primero el equipo médico de emergencia y la policía, la local, la
provincial, la estatal, técnicos, fotógrafos e investigadores. Un enjambre
abigarrado y aparentemente caótico en el que unos y otros tropezaban bajo
las luces portátiles en el enorme jardín donde había tenido lugar el
asesinato. Llenaban bolsas de plástico con sus propias colillas y envolturas
de chicle. Tomaban fotos, hacían marcas, hablaban.
A la vista del cuerpo, algunos hombres se ponían pálidos o se daban la
vuelta. Otros se quedaban paralizados. El sargento Viele se apartó entre
unos árboles y vomitó. Ni siquiera los médicos de emergencia,
acostumbrados a los accidentes en autopista, permanecían impasibles. Yacía
con la mayor parte de la piel hecha jirones. La cabeza estaba dada la vuelta,
y los ojos, pinchados y salientes. La cabeza goteaba un queso grisáceo. La
sangre empapaba la tierra sobre la que yacía. Las piernas aparecían abiertas
como de un tirón violento y tenía una rama introducida en la vagina, en
cuyo extremo exterior se veían todavía hojas rotas. Cerca aparecían los
rastrillos y paletas que habían sido usados en el ataque, untados todavía con
sangre y trocitos de carne.
El jefe Delancey y el sargento Viele iban de un lado a otro, serios y
hablando poco, habiendo perdido su autoridad frente a la presión de los
otros. No miraban al cuerpo, excepto cuando la mórbida fascinación del
horror les hacía olvidar y miraban casi sin querer. El doctor Royce estaba
doblegado por el dolor. Ya no se controlaba, los labios y dedos le
temblaban, la lengua iba adelante y atrás, el pelo revuelto, los ojos abiertos
y vacíos.
El área del desastre había sido acordonada, atando la cuerda a los
árboles. Al amanecer, los hombres permanecían extrañamente en silencio.
Al final la labor de la policía terminó por el momento. Envolvieron el
cuerpo y se lo llevaron. Habían confinado a Paul Royce en Manor House
desde mucho antes.
Una hora más tarde, los periodistas y cazadores de eventos
sensaciolistas comenzaron a invadir el enclave. Intentaban pasar las puertas.
Escalaban los muros. Corrían por el bosque hacia el lugar donde se había
producido el asesinato. Ya nadie podía pararlos.
En el Arboretum, Sophie Hawkins metió unas cuantas pertenencias en
una pequeña maleta, se persignó, cerró con llave la puerta de su habitación
y dejó Roycewood a pie.

2
El jefe Delancey, el examinador médico, doctor Ernest Havemeyer, y el
doctor Royce hablaban en el estudio de este último. El jefe Delancey estaba
con la gorra en la mano, Havemeyer permanecía en silencio, desasosegado,
y el doctor Royce se frotaba constantemente la cara, como si hubiera
atravesado una telaraña. El doctor Royce no podía concentrar su mirada,
sino que movía los ojos sin descanso mientras hablaba.
—¿Puede conseguirme más hombres para mantener alejados a los
curiosos, o tengo que contratar yo a unos cuantos? —preguntó con palabras
lentas y esforzadas.
Delancey no esperaba que empezara por ahí.
—Puedo llamar a uno o dos —dijo—. Sabe que están aquí las policías
del condado y estatal.
El doctor Royce se levantó y se sirvió un brandy. No ofreció ni a
Havemeyer ni a Delancey. Respiraba por la boca, como si la mandíbula no
se le cerrara, la lengua pasaba constantemente sobre los labios secos y los
músculos del lado izquierdo se contraían en pequeños espasmos. Bebió el
brandy y se quedó mirando a través de la puerta que conducía al segundo
piso. Allí, en su habitación, estaba Paul, a quien se le habían suministrado
unos tranquilizantes. Ahora lo atendía una enfermera del hospital.
—Tendremos que hablar con él muy pronto —dijo Delancey en tono
casi apologético.
—Sí —dijo el doctor Royce—. Lo sé. Él no tiene nada que ver con esto.
Ni Havemeyer ni Delancey podían responder. Ninguno de los dos
preguntó al doctor Royce qué sabía.

3
Harvey Butler no podía salir de la cama. Se había retirado allí la noche
anterior, tan pronto como se enteró de lo de Flip. Tenía la aplastante
sensación de que él la había matado. Quería confesar pero no quería que lo
cogieran. No sabía qué hacer. Se retorcía. Se debatía. Se quitó el audífono.
Sudaba. Soñaba.
Se levantó de la cama, temblando. Las sombras se habían retirado en la
oscuridad de la habitación, a pesar de que fuera era de día. Se encaminó
hacia el cuarto de baño con la sensación de que flotaba. Los tontos entran
flotando allí donde los criminales temen entrar. Le gustaría poder dejar de
lado aquellos pensamientos; le parecía que eran una forma de locura.
El pomo metálico del cuarto de baño estaba helado. Bolas metálicas de
mono. Puso la mano encima y era como si pusiera los labios en una bandeja
de hielo. No podía apartar la mano. Le entró el pánico, luchó con el pomo,
sintió que la piel se le desgarraba, sintió que flotaba sobre el suelo.
No gritó. No dolía. Miró hacia abajo. Ciertamente levitaba, sus pies
descalzos se elevaban al menos treinta centímetros sobre la alfombra
oriental. Movió los dedos de los pies. Diez, chico. No le dolía la mano, pero
podía ver la piel pegada todavía al pomo, rosácea, sangrienta y deslustrada.
La puerta del cuarto de baño se abrió, aunque él no la había tocado. Tras
ella no estaba el cuarto de baño, sino un sendero que se adentraba en el
bosque. De repente se encontró avanzando por él. «Me parece que ya he
tenido antes este sueño», pensó, pero también estaba seguro de que no era
un sueño. Por debajo de un arbusto asomaba un pie desnudo, con una gota
de sangre bajando por el tobillo. Se inclinó para mirar bajo el arbusto y vio
que el pie, el tobillo y la pierna partían de una maraña de raíces, raíces
gruesas, cubiertas con montones de tierra. El pie se movía. Los dedos se
movían. Las raíces daban vueltas como serpientes. Harvey agarró la pierna,
tiró y de la tierra surgió un muchacho desnudo, dejando caer arena de su
cuerpo. Se levantó y miró a Butler con ojos llenos de barro.
Después el muchacho era una mujer. Flip Royce. Cuando abrió la boca
para hablar le salieron gusanos contorneándose.
—¿Por qué me mataste? —le preguntó—. ¿Por qué me mataste?

4
—Fui a Manor House por la tarde y todo el paseo estaba cubierto de
sangre, toda la puerta cubierta de sangre —decía Suzy a Sarah. Suzy se
frotaba, se apretaba a sí misma. Le brillaban los ojos como monedas de
plata—. Y tío Benjamin no sabía de qué se trataba, no hacía nada, sólo
miraba al vacío y murmuraba algo para sus adentros.
—No entiendo, no entiendo —decía Sarah. Estaba llorando, tenía la
nariz y los ojos rojos y un pañuelo entre los dedos—. Ahora recuerdo lo que
le pasó a Nancy, y cuando desapareció Christine, y esa muñeca horrible en
la secadora y todo lo demás, y no puedo dejar de temblar.
—Ahora todo el mundo está metido en esto —dijo Suzy, agarrotada por
su propio horror y todavía frotándose—. He hablado con ellos ahí fuera. No
sé qué está ocurriendo, no sé qué hacer.
—¿Por qué no se acaba? —dijo Sarah—. ¡Por favor, haz que se pare!
Suzy abrazó a Sarah. Sabía que sólo ella podía detener lo que había
comenzado. La clave estaba en tío Benjamin, en Roycewood, en Mill
House, en algo que ella debía recordar, algo de hacía mucho tiempo. No
quería recordar, sólo quería esconder, no quería recordar nunca.

5
—¡Mierda, alguien debe saber qué está pasando! —gritó George Caley.
Él y Victor Mancius no estaban con los detectives del condado o
estatales, sino con el jefe Delancey.
—¿Había algo por allí, donde la mataron?
Delancey no quería responder. Seguía en Manor House, esperando a que
Paul se despertara. Los hombres le habían encontrado allí.
—¿Había algo? —volvió a preguntar George.
—La atacaron con herramientas de jardín —dijo Delancey al fin—.
Esas pequeñas paletas y rastrillos que uno usa en las matas de flores.
—¡Los malditos alemanes! —gritó George.
—Tranquilo —dijo Victor. Podía notar la violencia atascada en la
garganta de George y a punto de estallar.
—¿Hay alguien con ellos? ¿Alguien ha hablado con ellos? —chilló
George.
—Los detectives del condado están allí —dijo Delancey fastidiado—.
Ellos se ocupan de eso.
—¿Y entonces qué coño hace usted? ¿Por qué está aquí sentado?
George se levantó y comenzó a pasear por la habitación a grandes
zancadas, golpeando la palma derecha con el puño izquierdo.
Delancey se puso rojo. Miró a George. Victor detuvo a George
poniéndole la mano sobre el hombro.
—Vamos a dar un paseo —le dijo.
—¡Vete a la mierda! —contestó George—. No soporto esta maldita
incompetencia.
Pero se dejó llevar, mirando a Delancey como con ganas de pelea.
Delancey le devolvió la mirada y contuvo sus ganas de decir algo.

«Devotos de Satán asesinan a la primera heredera», decían los titulares


del Daily News. Frank lo vio en manos de un detective del condado y
meneó la cabeza. ¿De dónde se habían sacado aquello los periodistas? No
era más que media tarde y ningún periodista había hablado todavía con él.
No había comido y tenía el estómago deshecho. Y todavía se sentía peor al
saber que la siguiente parada sería la casa de los Caley. Podía haber dejado
que lo hiciera otro, pero quería ver a Sarah incluso aunque no pudiera
hablar con ella en privado.
Frank caminó hacia The Vineyard bajo la opresiva luz del sol, deseando
no tener que llevar su uniforme. Sudaba. La camisa era clara y de manga
corta, pero estaba empapada.
Le abrió la puerta el más joven de los hermanos Caley. Su rostro era
duro, no sonreía, sus ojos azules parecían asustados. «No me gusta este
pequeño», pensó. Después se dio cuenta de que estaba cansado y algo
indispuesto. Intentó calmarse y lo logró.
—¿Está tu madre o tu padre en casa? —le preguntó—. Soy el sargento
Viele.
El chico dudó un momento.
—Sí —contestó—, pero no se movió.
—¿Puedes avisar a alguno de los dos? —le preguntó Frank, otra vez
irritado.
—Sí —contestó el chico. Se dio la vuelta y desapareció. Frank pudo oír
sus pasos y después su grito—. ¡Mamá, está aquí el poli!
Sarah acudió acompañada de una mujer embarazada que Frank había
visto allí antes. Recordó que era Suzy, la hermana de Sarah. Sarah parecía
envejecida, piel grisácea, encorvada, arrugada, su pelo dorado colgando
apagado y lacio. Frank intentó disimular sus sentimientos. Se tocó el ala de
la gorra. Sarah no parecía reconocerle. No le hizo ninguna señal, ni siquiera
una mirada amorosa. No sabía qué pensar de aquello.
—Entre —le dijo—. Pasemos a la otra habitación. Mi marido está fuera
en este momento.
Frank las siguió apenado hasta la cocina, con la quincalla tintineando.
Parecía que Sarah no le recordaba en absoluto.
—¿Quiere una taza de café? —preguntó Suzy.
Su voz era apagada, sin vida. También ella parecía un zombie, una
mujer en un sueño. Sus ojos estaban vacíos, enrojecidos, vidriados, y la piel
alrededor esponjosa.
—Sí, gracias —contestó, tras dudar un momento.
Sarah estaba sentada junto a la mesa de la cocina, con la mirada perdida
sobre su superficie, una mano sobre el abdomen y la otra con el pañuelo
sobre la boca, las rodillas bien juntas. Suzy se percató de la desorientación
del sargento Viele.
—Debe tener hambre, ¿no? —le preguntó con voz monótona.
Él esbozó una sonrisa. Ella no se la devolvió.
—No he comido nada desde anoche —dijo.
—¿Puedo prepararle un bocadillo? —preguntó Suzy a Sarah.
Era una acción automática, la pregunta de un boxeador en estado de
shock, la operación del instinto de un muerto viviente. Frank lo dejó ir.
Sarah hizo una señal con los dedos y no dijo nada. Era como si nunca lo
hubiera visto antes. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, y
Frank apartó la mirada. No podía entender qué había cambiado en ella
aunque lo intentaba. Quería abrazarla pero sabía que ella lo rechazaría.

En The Vineyard, al anochecer, Suzy y Victor Mancius y los Caley se


hallaban sentados en torno a la mesa de la cocina, bajo la luz amarilla. Suzy
parecía recuperada, pero seguía en silencio. Victor la abrazaba. Sarah
descansaba con los brazos sobre la mesa y la cabeza entre ellos, sin decir
nada y todavía con pañuelos húmedos entre los dedos. George se atusaba el
bigote o se tiraba de las cejas.
—¿Estás conmigo? —preguntó George a Victor de repente, mirándolo
fijamente.
Victor se percataba de la aspereza de la voz de George.
—Desde luego no estoy contra ti —le dijo—. Pero estaría loco si saliera
contigo al bosque y tú llevaras un revólver.
—Mierda —dijo George.
—¿Cómo voy a saber a quién vas a disparar?
Los ojos de George despedían un destello irracional, como el filo de un
cuchillo. No respondió a Victor, sino que simplemente se le quedó mirando.
Suzy se levantó.
—Vale ya, George. Hay docenas de policías por ahí y gente entrando
sabe Dios por dónde. ¿Cómo vas a detenerlos a todos?
Empezaba a pensar otra vez.
—Sabes que tenemos que hacerlo nosotros mismos —dijo George—. Si
esperamos a que lo haga la policía será demasiado tarde.
—Tú das por sentado que se trata de algún loco asesino de fuera —dijo
Suzy, con ojos vivos—. ¿Cómo sabes que no es alguien de aquí? ¿Cómo
puedes saber algo sobre el tema?
«Pero yo sé —pensó ella—, y no quiero saber».
—Todo lo que sé es que él sigue viniendo —dijo George.
Suzy comenzó a llorar, una explosión de toda la emoción contenida, las
primeras lágrimas del día.
—¿Por qué dices «él»? —le preguntó entre sollozos—. ¿Cómo
reconocerías a esa persona?
Siguió llorando, dejando salir toda la emoción.
—Victor la apretaba contra él.
—Venga, venga —le decía.
—Quiero dormir —dijo Sarah, todavía con la cabeza sobre la mesa—.
Me gustaría poder dormir.
8

Estaban allí fuera, esperándole, el doctor Royce lo sabía. No podía ver


bien, no podía pensar con claridad. Pero tenía la certeza de que debía salir
de su sueño y salir de la casa, encontrarlos y detenerlos. Le dolía la cabeza.
Le rugían los músculos y los huesos. Le parecía que los años de su vida y el
peso de sus pensamientos le aplastaban. Pero no podía estarse quieto.
Su boca estaba llena del sabor y el olor de la decadencia. Los dientes y
la lengua parecían revestidos de ella. Tenía la impresión de haber bebido
sangre durante el sueño y que ésta se había coagulado en las membranas de
la boca, entre los dientes. No a él, a ellos. Pero podía sentir el sabor. A
ellos, y él tenía que ayudarles, matarlos. Rebotaba contra las paredes del
pasillo mientras caminaba por él falto de equilibrio. Los ojos de todos sus
antepasados le contemplaban desde sus retratos, lo evaluaban, juzgaban su
error de cálculo.
Sentía que no podía respirar. Sentía que tenía que salir fuera, que el
pecho y los pulmones estaban apretados, que sólo el aire puro de la noche
podía mantenerlo vivo. Allí fuera había algo más, algo que necesitaba su
ayuda, que le gritaba. Algo que era parte de él, que debía erradicar con
compasión y pesar. Algo que había soñado y hecho en otra vida. Algo que
escapaba a su control.
El doctor Royce dejó la casa y avanzó por el sendero de piedra y se
internó entre los laureles y rododendros que se encorvaban en las lindes del
bosque como las espaldas de un animal. Sabía adonde se dirigía, al menos
para empezar. Se encaminó hacia el cementerio de los Royce, sin duda, sin
pausa. Allí se desplomó de rodillas ante las tumbas de su abuelo y su
abuela, dispuestas una junto a la otra con lápidas gemelas. En la una se leía
«Franklin Royce, 1875-1894», y en la otra sólo «Hesther, su esposa».
Nunca había rezado ante ellas anteriormente, y tampoco lo hizo ahora, sino
que simplemente les preguntó, en una voz tan baja que apenas él mismo
podía oírla, «¿Por qué, por qué, por qué?».
Después estallaron las muertes de Nancy y Flip, y sus propios errores,
en una convulsión de cuerpo y alma. En su garganta gorgoteó un «no, no,
no» enfermo, como vómito. Por las manos, los pies y la cara le caía un
sudor viscoso. Gritaba y lloraba sin contenerse, arañando y rasgando la
hierba y la tierra sobre las tumbas de sus abuelos, arrancándose el pelo con
dedos sucios y ensangrentados, deseando que aquellos huesos viejos y
muertos bajo él jamás hubieran soportado carne.

Chip y Doug Caley avanzaban con cautela por el bosque,


manteniéndose apartados del camino y los policías que vigilaban
Roycewood. Sus oídos percibían un zumbido que era para ellos una señal,
eran las voces quebradas y huecas de las radios de la policía junto con las
bocinas de los automóviles. Iban a encontrarse con los chicos de los Butler,
Harve y Billy, en un lugar que ellos denominaban «Rocas Negras». Se
entendía que cada pareja intentaría preparar una emboscada a la otra antes
de llegar al emocionante escenario, junto a las puertas de Roycewood.
Intentaban avanzar con cuidado, pero las ramas crujían a sus pasos. Se
movían en la oscuridad en fila india. De vez en cuando, Doug ponía su
mano sobre el hombro de Chip, para mantener el contacto.
—Les saltaremos encima —susurró Doug a su hermano mayor para
animarse—. Esos tontos estarán sentados allí sin temerse nada y nos
echaremos encima.
—Calla —dijo Chip—. Haz lo que tenemos planeado y cierra el pico,
gusano.
—Me gustaría que fuera Pokey —dijo Doug—. Sería más divertido si
fuera ella.
—Cállate —dijo Chip—. No es más que una niña.
No había luna. La oscuridad era completa, a no ser por las luces de la
puerta, que ahora se divisaban allá enfrente. Los insectos y las ranas emitían
sonidos sin parar. Los chicos se movían entre los espesos arbustos,
disfrutando su sigilo en cálida cercanía con la noche, oyendo voces más
adelante y los grillos allí cerca.
De repente Chip se detuvo y Doug tropezó con él desde atrás. Sintió la
necesidad de silencio como una orden misteriosa y sin palabras. Podía
sentir el «detente» en la postura del cuerpo de su hermano. Se quedó quieto
y empezó a temblar. Quería que su hermano dijera algo. Podía oler la peste
de las coles de mofeta sobre las que habían caminado. A la izquierda había
un sonido pero no esperaban que los Butler vinieran por allí. Era el roce de
ramas en la oscuridad sin viento. Era otra presencia.
Doug comenzó a temblar. Se acercó a Chip y pudo sentir que también él
temblaba. El olor apestoso de las coles de mofeta los envolvía. A la derecha
había otro sonido: crujidos de hojas secas, ramas secas quebrándose.
Hubo un soplo de aire, como si una flecha hubiera pasado muy cerca.
Era inaguantable. Sentían una presión, como si la noche caliente se hubiera
cerrado en torno a ellos como un puño. Los absorbía en la vegetación
quebrada, en los leños y las hojas putrefactos. Ahora sus cuerpos se
agitaban, atravesados ambos por espasmos que no podían controlar. Les
rodeaba el ruido de arbustos crujiendo, miembros dando vueltas, olor a
podrido. Se sintieron caer como si la tierra bajo sus pies los hubiera
empujado, sacudido en el aire y lanzado al suelo.

10

Fue Sarah la que se dio cuenta de que algo iba mal. Alzó de repente la
cabeza y miró a Suzy, a Victor y a George por primera vez en una hora.
Tenía el ceño fruncido, los ojos muy abiertos, los labios le temblaban. Algo
había chocado en su interior, escociéndole en la nariz, los ojos, los
miembros. Le zumbaban los oídos. Una oscuridad vibrante iba y venía ante
ella, paralizándola con un conocimiento repentino. Oyó su propia voz, vacía
como si fuera un eco en otra habitación, que decía «¿Dónde están los
chicos? ¿Dónde están los chicos?». Oyó a su propia mente gritar que
estaban en peligro. Sintió como si se viera caer hacia atrás en la silla, sin
que nadie la agarrara.
Curiosamente, Suzy no había sentido nada. Tenía las manos y los pies
calientes.
14
Búsquedas

1
George en una dirección, Victor en otra, ambos iban avisando a las
patrullas de policía que se encontraban. «Han desaparecido dos chicos.
Ayúdennos a encontrarlos».
Victor fue buscando hacia la puerta, George hacia el muro. Suzy se
quedó abrazando a Sarah en la cocina de The Vineyard. Suzy sentía que
estaba entrando en una nueva fase, que podía sentir cómo ocurría, podía
sentir el temblor acuoso desapareciendo de sus miembros como lluvia
secándose, como lágrimas secándose.
Victor se deslizaba por entre la maleza con una linterna en la mano,
gritando «¡Chip, Doug, eh, chicos!» y haciendo el mayor ruido posible. El
haz amarillo de la linterna alcanzaba una rama que parecía un brazo, una
pila de hojas que parecían un cuerpo, aquí y allá un arbusto que temblaba
como si alguien acabara de dejarlo.
Victor podía oír en la lejanía el ruido de los coches en la puerta, y
también los latidos del corazón palpitándole en las orejas. Estaba asustado a
pesar suyo. No sólo podía haber un asesino por allí, sino que había hombres
armados, lo que era todavía más peligroso; fueran o no policías, no podía
fiarse.
Se detuvo a escuchar, esperando oír un grito de respuesta o el ruido de
alguien que se acercaba. Nada aparte de los insectos, el tráfico y su propia
respiración. Temía lo que podía encontrar, pero esperaba que fuera vida y
no muerte. Dos chicos. No podía soportar la idea. No oyó nada y siguió
adelante, llamándolos.

2
El doctor Benjamin Royce salió de entre los árboles cerca de la caseta
del guarda. Estaba sin afeitar, el pelo desarreglado y cubierto de tierra, las
ropas sucias y rasgadas, y el rostro untado con sangre y tierra como si de
lágrimas sucias se tratara. Al principio, el guarda O’Hara no le reconoció.
El doctor Royce no hizo ninguna señal, sino que caminó simplemente hacia
la puerta para peatones de la entrada principal y la zarandeó como si fuera
un prisionero. O’Hara apretó el botón que la abría y el doctor Royce la
atravesó lentamente con la mirada perdida en algún punto lejano.
La mente del doctor Royce era un conglomerado de imágenes que ni él
mismo podía entender. Tampoco podía comprender la realidad de la gente
que se apiñaba fuera de la puerta. Mientras caminaba entre la multitud
pensaba en su mujer: ella le hacía señas al otro lado de un lago en el que
había sauces y una cabaña que colgaban al revés. Pensaba en su padre
muerto oculto tras un periódico, y bajándolo de repente. Pensaba en su
bisabuelo, que pestañeaba. Pensaba en sus abuelos, a los que nunca había
conocido. Pero ahora no los culpaba. Había perdido u olvidado el hilo de su
sufrimiento y no podía seguir las ideas que formaban una maraña en su
mente.
Pensó en su hijo adoptado. Pensó en toda su familia, lo reconocido y lo
no reconocido, los éxitos y los fracasos, el orgullo y la frustración, la
expectación y el dolor. Se sentía mal, impotente frente a lo que estaba
sucediendo. Se sentía asustado. Se veía en la nieve, respirando escarcha, en
pie a la falda de una montaña de hielo, mirando hacia arriba, la nieve
cayendo a su alrededor en copos blandos y gigantescos. Vio su propia cara
plateada por la escarcha, vio su cabeza cana y su aliento en nubes de vapor.
Vio que su boca se abría sin articular palabras, pero la lengua y los labios
trabajando en silencio.
De repente se encontró entre la gente fuera de la puerta, entre los
coches, las sirenas, las bocinas, las cegadoras luces de las cámaras de
televisión, las voces de radio, las voces de gente, los perros ladrando, los
niños mofándose desde las ventanillas abiertas de los coches. Había
olvidado qué venía a hacer aquí, a quién buscaba. Tenía la boca seca. Su
aliento le olía a excremento. Se arrastró hacia un grupo de cuatro hombres
que hablaban con un policía de uniforme junto a un coche azul y blanco.
—¿Qué están haciendo aquí todos ustedes? —preguntó—. ¿Por qué no
se van a casa?
Su voz sonaba débil, sin fuerza, sin potencia. No podía llenar los
pulmones. Se alejó sin recibir respuesta de los hombres, que se quedaron
mirándolo.

3
La búsqueda de George era meditada. Seguía los caminos y lanzaba el
haz de luz de la linterna contra todos los árboles y arbustos. Su ira superaba
cualquier otra emoción: no estaba asustado porque pudieran atacarle; en
realidad no temía encontrar a sus hijos dañados; simplemente estaba furioso
porque existiera toda aquella irracionalidad. Sabía que si pudiera meterse en
el asunto, romper cabezas o apretar gatillos, el problema se solucionaría.
Entre los gritos juraba y perjuraba. A la izquierda pudo ver la linterna de
otra persona buscando. Al menos tres policías estaban ya enterados. Tenía
la impresión de que no valían para nada. Estaba seguro de que si alguien
encontraba a los chicos, sería él.

4
También Tom Horton caminaba por el bosque. Su sirvienta se había ido
y había dejado al bebé tranquilo y a salvo. Sirvientas. Sophie Hawkins. Ella
había matado a Flip Royce. Estaba seguro. Ahora se enfrentaría a ella y
estos asesinatos sin sentido acabarían de una vez por todas.
Tom no llevaba linterna. Se tamboleaba de árbol en árbol, asustado por
lo que estaba haciendo. Apoyó la mejilla contra la áspera corteza de un
árbol e intentó calmarse. Sentía el estómago en la garganta, podía saborear
la mezcla amarga y ardiente de whisky y bilis.
Era una locura salir sin linterna. Se imaginaba ojos amarillos de
serpiente observándolo, lenguas rojizas chasqueando, dientes sangrientos
abiertos ante él, gente vudú atacándole. Pero lograría llegar a casa de los
Butler y se enfrentaría a Sophie. Tenía que detenerla. Estaba seguro de que
ella y sus amigos secretos habían matado no sólo a Flip, sino también a
Nancy.
Temblaba tanto que apenas podía moverse. Pero, borracho o no, tenía
que seguir adelante.

Sarah no podía estarse quieta. Suzy insistía en que se echara en la cama,


pero ella no podía. Iba de un lado a otro de la cocina dando vueltas a las
manos. Veía a sus hijos que yacían mutilados y la llamaban.
Suzy la observó desde cerca.
—¿Quieres que llame a un médico? ¿Quieres que llame a tío Benjamin?
—le preguntó.
«Ciertamente estaba entrando en una nueva fase», pensó. Ya no
temblaba tanto. Seguía asustada, pero se iba volviendo más reflexiva, más
fuerte. Tenía que hacerle frente, verlo con claridad, descifrarlo. ¿Podría?
¿Se permitiría hacerlo?
—No quiero ver a nadie —dijo Sarah—. Quiero a mis hijos. Dios mío,
que no les haya pasado nada.

6
Los chicos de los Butler volvieron a casa y contaron su historia. Trish
no se había percatado de que hubieran salido, y se quedó asombrada cuando
aparecieron procedentes de la oscuridad de la noche. Ahora los chicos
miraban serios a su madre mientras ella marcaba un número de teléfono con
dedos casi incontrolados.
—¿Sarah? —preguntó con voz cascada—. ¿Todavía no han vuelto Chip
y Doug?
—No —oyó al otro lado del teléfono.
—Harve y Bill iban a encontrarse con ellos en la entrada —dijo, casi
fuera de control. Tuvo que sentarse—. Han vuelto a casa y dicen que tus
chicos no aparecieron. —Respiró profundamente. Tenía que hacerlo—. Voy
a hacer que me lleven al lugar donde iban a encontrarse —dijo—. Avisaré a
la policía.
Después de despedirse, Trish apretó las manos contra el rostro, se lo
frotó y miró a sus hijos durante un momento con mirada interrogativa.
Podía ver que estaban asustados. ¿Por qué habían salido cuando les habían
dicho que no lo hicieran? Notó también en ellos cierta informalidad, como
si no estuvieran todo lo impresionados que según ella deberían estar.
—¿Viene papá? —preguntó Billy.
—Papá no se encuentra bien —contestó Trish—. Se quedará aquí con
Pokey. Vamos.
Se quedó mirándolos. Vio cómo bajaban la vista hacia sus manos sucias,
hacia los niquis manchados de comida.

Harvey Butler había oído la conversación entre su mujer y sus hijos en


la habitación de abajo. Ahora estaba en pie junto a las escaleras, en la
sombra, donde nadie podía verle. Sudaba, temblaba. Nada le haría salir allí
fuera, pensó, absolutamente nada.
Volvió a la cama y se metió entre las sábanas. La puerta de la habitación
estaba cerrada y las pesadas cortinas estiradas y tensas. Él se hallaba en una
oscuridad total, una oscuridad espesa, casi líquida, la noche en las
profundidades del mar. Pensó en la oscuridad como una sustancia que podía
tocar físicamente, que podía sentir, con la que podía jugar. Trish y los
chicos habían salido. ¿Dónde estaba Pokey? Sophie Hawkins se había ido,
huyendo de Roycewood y de él, suponía, tras el asesinato. Él solo.
Totalmente solo. Con los demonios.
Harvey pasó la mano por delante de la cara y no pudo verla. Sólo pudo
sentir el ligero movimiento del aire. Se acercó la mano derecha a los ojos
pero tampoco entonces pudo verla, sólo sentir que se acercaba.
Así.
No estaba seguro de dónde se hallaba el techo, las paredes o el suelo.
Podría estar suspendido en el espacio, en un plano astral, una deformación
temporal. Podía recordar las oscuras noches de la infancia, de la anestesia.
Estaba a punto de quitarse el audífono para hacer su aislamiento más
total cuando oyó el golpeteo de la puerta de la cocina bajo la ventana
abierta. Se quedó helado. Volvió a oír unos golpes, oyó un murmullo, oyó el
sonido de cristal tintineando, estallando, haciéndose astillas, en la primera
planta de su casa.

8
El Arboretum estaba a oscuras. Por eso se había perdido, pensó Tom
Horton: no había una luz que lo guiara. ¿Estaba Sophie Hawkins escondida
en la oscuridad, esperándole para atacar? ¿Dónde estaban los Butler? Sintió
de nuevo el sabor del whisky y el vómito en la garganta, lo contuvo y siguió
adelante con un esfuerzo.
La puerta de la cocina del Arboretum estaba cerrada con llave. Dio
vueltas al pomo, hablando consigo mismo, después le volvió a dar vueltas.
No iban a dejarlo fuera. Con el codo rompió el panel de cristal más próximo
a la cerradura, sin preocuparse del ruido. Alcanzó el pomo por dentro y le
dio la vuelta. Abrió la puerta y entró.
Le parecía saber dónde guardaba Harvey Butler el alcohol, así que se
dirigió allí, tropezó e hizo estallar unos cristales, encendió la luz y abrió el
armario.
No tenía Wild Turkey pero sí un buen Michter’s Pot Still. Abrió la
botella, echó un largo trago y gruñó sin contenerse. Se limpió la boca con la
manga, como un leñador.
¡La habitación de Sophie! Tom trataba de controlar su excitación
mientras se deslizaba por el pasillo a oscuras. A los pies de la escalera
tropezó con un aparador, lo tiró. Más cristal se rompió, y él lanzó una risita.
La cabeza le daba vueltas. Pensando en lo que le esperaba, la emoción le
hormigueaba a través de la niebla de alcohol que le embargaba. De repente
tenía que andar con cuidado. Tenía miedo, a pesar de la evidencia de que
Sophie pudiera estar allí, agachada detrás de la puerta, oyendo cómo se
acercaba paso a paso, los dientes blancos y los ojos blancos brillando contra
su cara de carbón, un cuchillo vudú en la mano, apuntando hacia arriba para
golpearle en la garganta.
Tom llegó a la puerta que pensó era la correcta y dio unos golpecitos,
como en un aviso: «Sophie, ¿estás ahí? Soy el señor Horton».
No hubo respuesta, ni se oyó movimiento alguno, y Tom intentó abrir la
puerta. Estaba cerrada con pestillo. La zarandeó, cada vez más enfadado,
después se apartó y echó otro trago, observando la puerta en la apagada luz
procedente de la ventana al fondo del pasillo. Concentró todas sus fuerzas y
dio una patada a la puerta, cerca de la cerradura, con la suela del zapato. La
puerta no saltó y se hizo daño en el tobillo. Era una puerta vieja, gruesa y
sólida, al igual que las jambas. Sabía que no podría abrirla.
Tom volvió sobre sus pasos echando tragos y sorbos a la botella,
atravesando el pasillo y la cocina. Después salió de la casa y le dio la vuelta
hasta la parte de delante. Se esforzó en escoger la ventana correcta. Recordó
que no era ésta en la que había visto el rostro pasmado de Harvey Butler la
primera vez que había espiado. Dos ventanas más allá. Rompió otro panel
de cristal con el codo, oyó el tintineo de los cristales estrellándose dentro de
la habitación. Metió el brazo, soltó el pestillo y subió la ventana. Podía oler
ya algo extraño y exótico, algo salvaje y sensual. Perfume. Incienso.
Hierbas. Canela y especias. Naranjas y limones. Se impulsó hasta el alféizar
y se dejó caer dentro, volcando unas cuantas macetas con plantas.
La única luz de la habitación era la de la oscura noche, pero Tom podía
distinguir la forma de la puerta y el interruptor de la luz al lado de ésta. Fue
hasta allí y le dio. Se encendió una pequeña lámpara verde oscura colocada
en una sencilla mesilla junto a una cama de acero pintada de blanco, como
la de un hospital, perfectamente hecha. Sobre el centro de la almohada
había un crucifijo recostado. Aquí se veían un sobrio escritorio, una silla y
una alfombra harapienta sobre el suelo. De las paredes blancas colgaban
viejos cuadros del niño Jesús, María y un santo que no podía reconocer.
Había una cómoda de roble con una pañoleta de encaje encima, sobre la
cual podía verse un pequeño recipiente de cristal parcialmente lleno de
botones diversos, lazos, limas de uñas y carretes de hilo multicolores. Una
pequeña televisión en un pequeño estante, frente a la cama. Y eso era todo.
Ni siquiera un pequeño rastro de la identidad oculta de Sophie, o de su
presencia. Excepto los aromas tropicales.
Tom estaba desilusionado, se quedó en pie, algo más tranquilo. Echó
otro trago. Le estaba haciendo sentirse algo mareado. Borracho. Se
balanceó e intentó centrar de nuevo la vista. La puerta de un armario. Fue
hasta ella y la encontró cerrada, se inclinó y observó la cerradura, centrando
la vista con cuidado. Podía ver el pestillo en el espacio entre la puerta y la
jamba. Fácil. Se dirigió a la cómoda, cogió una lima de uñas, volvió a la
puerta, echó un trago y dejó la botella en el suelo. Insertó la lima con gran
cuidado, alcanzó el pestillo, intentó retirarlo hacia el lado de la puerta. Se
movía.
Pero antes… antes… antes de abrir se detuvo y pensó. ¿Estaría Sophie
allí dentro? ¿Saldría de un salto, desnuda o vestida con una piel de tigre,
con las garras extendidas en torno al cuello, rasgándolo con cuchillos y
uñas? ¿O yacía allí, atada, amordazada y desgarrada, con los intestinos
saliéndole sangrientos del vientre redondo y negro?
Tom abrió la puerta del armario, esperándose cualquier cosa.

9
En el piso de arriba del Arboretum, Harvey Butler yacía en cama,
paralizado por los ruidos de un monstruo que se tambaleaba por la primera
planta de su casa. Golpeaba las puertas, hacía crujir el suelo, volcaba la
cristalería, que temblaba y rodaba. Se detuvo junto a la escalera, después
continuó por el pasillo, dio un golpe terrible a una puerta, gruñó, volvió por
el pasillo.
Harvey estaba seguro de que se trataba de su pesadilla hecha realidad,
aquella cosa pesada y mohína que había venido a cogerle, surgiendo de Mill
House y acechando por el bosque para atacarle. Pero esto no era un sueño.
Era realidad.
Estaba empapado de sudor. Rogó a Dios que lo salvara. Allá abajo, la
cosa salió por la cocina, dando un portazo. Harvey contuvo la respiración,
esperando que se fuera. Pero pudo oír cómo daba la vuelta a la casa y
después otro estallido de cristales. Volvía a entrar.
Se hizo el silencio. Le molestaba más que los ruidos. Le castañeteaban
los dientes. Sintió un cálido arroyuelo de humedad bajo él y se dio cuenta
de que había perdido el control de su vejiga. Se hizo una bola. Gimió,
después se aterró todavía más al percatarse de que allí donde yacía era
totalmente vulnerable, que tenía que esconderse.
Se quitó las sábanas de encima de golpe y saltó de la cama. Caminó a
tientas por la oscuridad, volcó una lámpara y se cortó con la bombilla,
destrozada. Tropezó con la mecedora y se golpeó la cabeza contra la pared,
haciéndose una herida. Se apretó contra la pared, casi se cae, siguió
moviéndose rígido hasta alcanzar el armario, abrió la manilla a tientas, cayó
dentro, entre las cajas de zapatos, y volvió a hacerse una bola, gimiendo.
Pero ni siquiera aquí estaba a salvo. De repente la cosa entraba en la
habitación, hipando y gorgoteando. A Harvey, el asma le hacía resollar,
aunque quería vencer la necesidad de respirar para poder oír y que no le
oyeran. Sabía que estaba cayendo mientras decía «oh no, oh no, oh no»,
para sus adentros. La cosa gorgoteante estaba frente a la puerta del armario,
la abría, le caía encima y él empezó a golpear, a revolcarse de terror,
incapaz de oírle decir «papá, papá» con voz ahogada mientras se apretaba
sobre él.
10
En la planta baja nada le saltó a Tom desde dentro del armario. La luz
de la pequeña lámpara de la mesilla revelaba que el armario de Sophie
había sido convertido en un santuario en miniatura, completado con un
pequeño altar cubierto por una tela blanca inmaculada. Sobre el altar había
una vela rosa (para san Antonio), otra azul (para san Pedro) y dos verdes
(para san Ramón), todas usadas recientemente; un limón seco, una naranja
seca y un dibujo de Cristo con un marco dorado que le mostraba con la
delicada mano sobre el corazón sangriento. En el espacio frente al altar
estaban las ofrendas: una botella de doctor Pepper y un cartón de leche rojo
y blanco, una barra de caramelo, un paquete de galletas, especias y canela
McCormick en frascos abiertos, una caja de medio kilo de azúcar y un bote
de sal, una manzana roja y otra amarilla, un vaso de cerveza (ahora ya
muerta) y un plato de chuletas de cerdo fritas cuyos bordes se curvaban.
Tom estaba atónito y avergonzado. La inocencia de las ofrendas le
llegaba al alma, superando incluso su estupor. Comenzó a sollozar por la
bondad y la tristeza de todo aquello y por su propia estupidez. Se dejó caer
de rodillas y rezó las oraciones que podía recordar hasta que ya no pudo
soportarlo, entonces se levantó y salió de la habitación por la ventana,
dejando la botella de whisky frente al altar como si de su propia ofrenda se
tratara. Se alzó al oír movimiento en la casa, golpes, carreras, gritos. Tom
saltó por la ventana y salió al aire cálido de la noche, todavía sollozando.
Se internó en el bosque. La tierra se balanceaba y daba vueltas a su
alrededor. Se cayó junto a un árbol, colgándose de él para dejar salir la
tormenta nauseabunda. Vomitó, tosió, lloriqueó. Se sentía demasiado mal
como para estar avergonzado.

11
Suzy siguió a Sarah cuando ésta se dirigió a la habitación de Chip, su
hijo mayor. Sarah se detuvo un momento en el umbral, y Suzy también. Las
paredes estaban cubiertas de pósters azul chillón con monstruos:
Frankenstein, Drácula. Fundas de discos esparcidas por todas partes: Pink
Floyd, Led Zeppelin, Black Sabbath, Rolling Stones. Ropa y zapatos de
tenis amontonados. Aparatos de alta fidelidad. Revistas abiertas o cerradas.
Libros de bolsillo. La cama deshecha. La ventana abierta, con las cortinas
echadas ambas hacia el mismo lado, y un extremo suelto de la corredera.
Velas gastadas goteando lágrimas de cera multicolores. Una pila de piezas
de coche, pestillos, clavos, piedras. Un olor extraño, rancio.
—¡Oh, Chip, que no te haya pasado nada! —dijo Sarah.
—Estarán bien —la tranquilizó Suzy.
Quería creérselo. Se movió junto a Sarah y la rodeó con su brazo. Era
increíble que ahora ella pudiera reconfortar a otros. ¿Cuánto tiempo
duraría?
—Tengo tanto miedo —dijo Sarah, apartándose de Suzy. Sarah
comenzó a arreglar la habitación de manera mecánica, separando jerséis,
pantalones, zapatos y calcetines, colocando las revistas y los libros en pilas
separadas—. Nunca crean problemas —dijo—. Son tan buenos chicos.
Se echó a llorar de nuevo, sosteniendo calcetines de deportes sucios en
las manos.
Suzy se acercó a Sarah y volvió a abrazarla. La arrulló, dándole unos
golpecitos en la espalda.
—Venga, Sarah, venga —le dijo.
Miró las pilas de ropa a los pies de Sarah y los calcetines que tenía en la
mano.
De repente Suzy se puso a temblar otra vez.
En los calcetines se veían rastros y manchas marrones. Recordaba algo
parecido. Se percató de dónde había percibido antes aquel olor rancio que
ahora llenaba la habitación. Recordó la sangre en el camino y la puerta de
su tío Benjamin.
La oscuridad la inundó, se estremeció, sintió como un desmayo. Los
pequeños pelos de la nuca se le pusieron de punta. Esperaba que los chicos
hubieran dejado la casa vivos, esperaba que estuvieran a salvo. No tenía un
sentimiento definido, sólo una sensación vaga de que la vida iba mal, de
sombríos montículos en los bordes de su mente. No podía dejar de temblar.

12

Tom podía recordar esta sensación de antes. A lo mejor tenía seis años,
o siete. Estaba en la cama, con fiebre. La luz de la calle brillaba en su
habitación a través de las hojas, a través de las ventanas, ondulándose como
una serpiente y haciendo bailar sombras sobre la pared de flores. Se había
despertado respirando entrecortadamente. Sentía la cabeza hinchada y como
flotando, el corazón le golpeaba dentro de las costillas, tenía náuseas pero le
daba miedo moverse, le daba miedo respirar. Estaba acostado en la cama,
muerto, lo sabía, y en la habitación había unas criaturas indescriptibles que
habían venido para comerse su cuerpo. Eran ratas que le miraban con ojos
rojos desde sus piernas, reptiles dentro de la cama, tan cerca de su cuerpo
que si se movía tocaría sus superficies frías y viscosas, escorpiones bajo la
almohada, tarántulas sobre la cabeza, hombres con caras blancas, labios
negros y las órbitas de los ojos vacías que sostenían cuchillos en sus garras
y le mostraban sus dientes amarillos y afilados. No podía gritar. Sus padres
no podían ayudarle. Estaba solo. Había querido matarse para poner fin a
aquello.
Ahora se apretaba contra el árbol en la oscuridad del bosque, sollozando
contra un brazo y escondiendo en él la cabeza, que le daba vueltas.
Esperando a que la pesadilla y el malestar desaparecieran como habían
desaparecido todos aquellos años.

13
La luz de la linterna de George Caley alcanzó a un grupo de tres
personas que se le acercaban: Trish Butler temblaba en el interior de su
vestido estampado, todo arrugado, y sus dos chicos avanzaban pegados a
ella. Le molestaba la estupidez de las mujeres y los niños exponiéndose al
peligro, pero contuvo su ira y los llamó.
—¿Habéis visto algo? —les preguntó, dándose cuenta de la dureza de
su voz.
Al acercarse pudo ver el temor vacío en los ojos hundidos de Trish.
—Tenemos que ayudar —dijo Trish—. Tenemos que encontrarlos.
George se agachó frente a los chicos y les preguntó pacientemente qué
sabían, iluminando más su propia cara que la de ellos. Le dijeron que iban a
encontrarse con los Caley en las Rocas Negras pero que no habían
aparecido.
George se puso en pie.
—Llevadme allí. Y mantengámonos juntos.
No habían dado más de cincuenta pasos entre los arbustos y los árboles,
cuando Trish localizó en el haz de su linterna el cuerpo inmóvil de Tom
Horton. Sintió una opresión en la garganta y por un momento no pudo
moverse, sólo pudo decir «¡Mirad!» con voz estrangulada, casi
imperceptible.
George iluminó hacia donde apuntaba ella y Trish corrió a arrodillarse
junto a Tom. Le llamó por su nombre, sin tocarlo. Él no se movía y ella le
tocó al fin. George se inclinó y comenzó a gritar y preguntarle qué había
hecho a los chicos.
Tom estaba caliente. Estaba vivo. George iba a descargar su ira contra
aquel cuerpo flojo, amenazó con golpearle, pero Trish se puso junto a Tom
y lo cubrió para protegerle.

14

El doctor Royce vagaba entre la gente y las cámaras de televisión,


hablando consigo mismo. Llevaba el cuello de la camisa torcido y cubierto
de barro. Parte de la camisa le salía fuera de los pantalones. Tenía los
zapatos desatados. Había abandonado la chaqueta hacía ya tiempo, pero
seguía sudando, mostrando grandes manchas oscuras bajo las axilas.
—¿Qué hacen aquí? —le preguntó a un hombre fornido que llevaba una
gorra de béisbol y bebía una lata de cerveza—. ¿Por qué no se van a casa?
El hombre lo miró con la mirada apartada de aquel a quien se le acerca
un mendigo.
—Váyase a la mierda —le dijo.
Al doctor Royce le dolía la cabeza. Era un dolor tan intenso que a veces
no veía nada durante segundos, y tenía que agitar los brazos en el aire para
mantener el equilibrio. Pero no podía descansar, tenía que moverse entre la
muchedumbre, de persona en persona, y mirarlas al rostro de manera
interrogante. ¿A quién estaba buscando? No lo sabía. Quería decir algo
diferente, pero lo único que podía articular frente a cada uno era que se
fueran a casa.
Pensó una y otra vez en su padre y su bisabuelo, aquellos hombres
rígidos, inaccesibles y desconocidos cuyos secretos de sangre él portaba
consigo.
—¡Lo hice por ti! —gritó, sin darse cuenta de que hablaba de nuevo con
el hombre fornido—. ¿Qué ocurría? ¿Qué era lo que iba mal?
Se dio media vuelta y se alejó dando tumbos antes de que el hombre
pudiera pegarle.
Volvió a aparecerle en la mente la cara sonriente de su esposa. «¡Hemos
tenido hijos!», le gritó. «¡Quizá no sean tuyos, pero son nuestros! ¡Son la
familia!».
¿Dónde estaba su hijo Paul? ¿Por qué lo había adoptado? Se detuvo y
miró a su alrededor. ¿Dónde estaban los chicos? La gente le contemplaba.
Un policía avanzaba hacia él. Las cámaras le apuntaban. En la puerta,
O’Hara le llamaba abiertamente. ¿Dónde estaban sus chicos, todos sus
chicos, toda su familia? Levantó los brazos. ¿Qué había ocurrido? Abrió las
manos. Sintió una corriente, un frío. Una onda de negro, una nube, una ola
que se movía de los pies a la cabeza, y se sintió caer, sorbido en un túnel sin
fin.

15
Ahora Victor podía ver y oír a otras personas buscando, tanto a la
izquierda como a la derecha. Veía los haces de luz yendo y viniendo entre
los arbustos de la colina que se elevaba hacia el muro exterior. También
gritaban los nombres de los Caley, como él, y no había respuesta. Llevaba
buscando media hora sin encontrar ni una señal de ellos, y se hallaba más
tranquilo.
Por lo que él podía ver, no había una explicación racional a lo que
estaba ocurriendo. Sólo había una locura que él no podía entender, una
violencia sin sentido, un malestar.
No sabía cómo enfrentarse a aquel mal informe. ¿Negarlo, como hacía
el doctor Royce? ¿Atacarlo, como George Caley? ¿Entrar en él, como
Suzy? ¿O seguir desconcertado como ahora?
Ya se había encontrado antes con esta maldad inaprensible, aunque
nunca tan de cerca: había leído casos de violaciones y asesinatos en
parques, casas abandonadas y carreteras desiertas, niños torturados y
mutilados en pasadizos y habitaciones escondidas, despellejamientos o
desmembramientos que salían a la luz cuando una mano, una cabeza, unos
genitales o tiras de piel o intestino se encontraban en bolsas de plástico en
contenedores de basura o alcantarillas.
Esas cosas ocurrían. Parecía que era imposible detenerlas. Al parecer
había alguna imperfección en los genes humanos que surgía aquí y allá con
una regularidad preocupante. Se lo denominaba inhumano pero era
esencialmente humano, y ése era el problema, uno no puede sacarlo a la luz
porque está latente dentro de cada persona, y cuando se descubre su
presencia abierta es demasiado tarde. Y para detenerlo hay que matar a los
tipos excéntricos o encerrarlos y esperar que no se reproduzcan por sí solos.
Victor pisaba raíces gruesas y una tierra fina, de la que sobresalían las
piedras. El haz de luz de su linterna alcanzó una formación rocosa afilada y
protuberante en la dirección en la que avanzaba. Parecía un hueso roto
saliendo de una herida. Comenzó a moverse hacia la izquierda de las rocas,
pisando la tierra cubierta de moho entre los árboles. Casi tropieza con los
dos chicos antes de verlos. Yacían uno junto al otro, pecho contra espalda,
con los brazos de uno rodeando al otro. Estaban desnudos y untados con
barro. Pero respiraban.

16

No había luz en el Arboretum. Trish Butler entró por la puerta de la


cocina seguida de sus hijos y de George Caley, que ayudaba a un Tom
Horton alicaído y estupefacto.
La cocina estaba cubierta con brillantes astillas de cristal. El teléfono
sonaba, cencerreando con temblores nerviosos una y otra vez. Trish se
lanzó sobre el aparato de la cocina y contestó. Suzy Mancius decía que
habían encontrado a los chicos de los Caley, inconscientes pero ilesos.
«¡Gracias a Dios!», gritó. Se dio la vuelta para dar a George la buena
noticia, pero en mitad de la frase se quedó paralizada. Cristales por el suelo
de la cocina. Gotas de sangre. ¿Dónde estaba Pokey? ¿Dónde estaba
Harvey? ¿Estaban muertos?
Trish dejó la cocina sin decir palabra, siguiendo el rastro de sangre por
el pasillo. Subió las escaleras con un nudo en la garganta. La cama estaba
vacía. Parte de los muebles estaban volcados, las ropas de la cama colgaban
hacia fuera. En la pared había rastros de sangre. Trish se quedó en la puerta
y gimió.
Primero no oyó la voz, después sí. Sonaba muy baja. Parecía venir del
armario.
Se lanzó hacia la puerta y la abrió. Bajo la pálida luz de la lámpara de
mesa no vio nada más que ropas magulladas. Pero oyó la voz y otro sonido,
como hipo, como palabras habladas por otro durante un sueño, un farfulleo
que sólo de lejos se asemejaba al lenguaje.
Apartó las ropas a un lado y encontró a su hija y a su marido. Él estaba
en pijama, tenía los ojos abiertos y vacíos y sangre en las mejillas y en la
ropa. La saliva le caía por las comisuras de los labios. Ella iba en
pantalones cortos, y estaba acurrucada bajo los brazos de su padre, que se
agarraba a ella tan fuerte que la carne la tenía blanca allí donde le clavaba
los dedos. Pokey tenía los ojos abiertos y lloraba.
15
Semicoma

1
La palidez y flaccidez del rostro del doctor Royce le hacían parecer
muerto. Yacía en el hospital, cubierto con sábanas blancas hasta el cuello.
Respiraba por la boca y por el tubo de oxígeno pegado con esparadrapo al
puente de la nariz y que entraba en una de las fosas nasales.
Suzy le miraba, y sus esperanzas se iban desvaneciendo. El médico que
le atendía, el doctor Hartig, neurólogo jefe, había dicho que probablemente
no podría hablar; ella podía ver que así sería.
Esperaba que viviera lo suficiente como para ayudar. Al parecer había
estado semiconsciente a ratos, y a lo mejor volvía a suceder. Lo pidió para
sus adentros.
El equipo que rodeaba la mesa no parecía estorbar a la enfermera, que
se movía suavemente por la habitación comprobando tablas, tubos, botellas,
pupilas, pies, lengua. La enfermera debía tener unos cincuenta años, fruncía
los labios y vestía ropas blancas muy ceñidas y un gorrito en la cabeza. Sus
ojos no sonreían tras las gafas; llevaba una plaquita con su nombre: «Foley,
R. N.».
—¿Se ha despertado alguna vez del todo? —preguntó Suzy.
—En realidad no —contestó la enfermera Foley. Observó a Suzy de
cerca, después se dio media vuelta—. Usted es Suzanne, la sobrina del
doctor Royce, ¿verdad? —le preguntó, todavía sin mirarla.
—Sí.
Suzy se quedó esperando.
La enfermera Foley parecía estar debatiendo algo en su interior mientras
se ocupaba de otras cosas.
—Estuvo un rato despierto —dijo—. Tiene parálisis en el lado
izquierdo y afasia. —Parecía querer decir más, pero se detuvo—. Es un
gran hombre —añadió, pero era obvio que en lugar de alguna otra cosa.
Suzy esperó un rato, después preguntó.
—¿Hay algo más? —volvió a esperar mientras la enfermera se ocupaba
con unos cuadros médicos.
La enfermera Foley se volvió y miró a Suzy a los ojos.
—Sí, hay más. Se despertó, parecía querer algo y yo le ofrecí agua, pero
la rechazó con la mano derecha e hizo un gesto como de escribir! —Se
inclinó y sacó algo del cajón de la mesilla, una tabla que mantenía contra el
peto de su uniforme blanco—. Así que cogí una pizarra y tiza y le sostuve
la pizarra mientras escribía esto —continuó. Mostró la tabla a Suzy.
Era una pizarra verde, un juguete infantil, y el doctor Royce había
garabateado, con una letra casi ilegible, «LO HARÍA OTRA VEZ».
Suzy podía leer el mensaje, pero no sabía qué quería decir.
Era ya mañana avanzada después de la noche en que el doctor Royce se
había desmayado entre la gente fuera de la puerta de Roycewood.
El lugar seguía vigilado por la policía.
Suzy se sentía más racional, con más control, más preparada para hacer
frente a la verdad, para resolver el misterio.
El doctor Royce se hallaba en una suite privada en el hospital Royce
Memorial. Los chicos de los Caley estaban en observación en una planta
más abajo. Suzy ya los había visto; no parecía que tuvieran más que unos
cuantos arañazos: miraban la televisión y se entretenían jugando al fútbol
electrónico entre cajas y bolsas de Doritos, Oreos y galletas tostadas.
Suzy se sentó y se quedó mirando a su tío mientras reflexionaba.
Nancy probablemente asesinada; Flip espantosamente asesinada; el tío
Benjamin primero con un ataque de excentricidad, ahora en coma; su
extraño mensaje. ¿Cuál era la conexión, más allá de los lazos familiares? Le
daba vueltas una y otra vez. Poco a poco fue viendo que tendría que echar
una hojeada a las fichas de la oficina de su tío: tanto Nancy como Flip
habían sido pacientes suyas. Y ella también lo era. Ella se había sentido
acechada. De alguna manera podría haber una pista allí, algo que ella había
olvidado o no quería recordar.
¿Pero cómo hacerlo?
La enfermera Foley parecía encerrada allí, cumpliendo con su tarea.
Le cogió la pizarra de las manos y la guardó. Suzy pensó en las llaves.
Pensó en el armario de la habitación, donde probablemente estaba la
ropa, y de ella colgarían las llaves. Si tuviera una oportunidad podría
cogerlas, si es que estaban allí. La oficina del tío Benjamin estaba en el
mismo hospital, los archivos en la oficina, las fichas en los archivos.
Se quedó sentada, tranquila, mientras la enfermera Foley le tomaba la
presión a su tío, dando aire a la almohadilla, soltándolo, apuntando la
lectura en la ficha al lado de la cama. La miró mientras limpiaba la baba a
su tío, le examinaba las pupilas, le sentía los dedos de los pies. Se quedó
sentada mientras anotaba el nivel de la botella invertida que colgaba al lado
de la cama, la vio comprobar el nivel del catéter tras la cama. La observó
mientras cerraba el tubo, quitaba la botella, se erguía, se dirigía al cuarto de
baño con la botella en las manos.
¿Cuánto tendría, 30,60 segundos? ¿Sería suficiente?
Suzy no lo pensó. Se lanzó hacia la puerta del armario, la abrió lo más
silenciosamente que pudo y miró. El tío Benjamin siempre había guardado
las llaves en una cadena de oro que ataba a su cinturón. Aquello siempre la
había fascinado, sobre todo siendo niña. Todavía estaban allí.
Podía oír el agua corriendo en el cuarto de baño, el tintineo del cristal,
la cadena funcionando. Tiró del cinturón, pero se atascó en la hebilla y hubo
de tirar en dirección contraria. Las manos le temblaban y esperaba que las
llaves no cayeran, después las sujetó para que no sonaran.
El cinturón se deslizó por las presillas, después por el anillo que
sujetaba la cadena que sostenía las llaves. Los sonidos del cuarto de baño se
detuvieron. Suzy se dio la vuelta con las llaves en la mano y cerró la puerta
del armario. A la izquierda aparecía ya la enfermera Foley, mirándola pero
sin dar muestras de sospecha. Suzy sentía un hormigueo por todo el cuerpo.
Estaba feliz, exultante. No se sentía tan bien desde hacía semanas.
Tenía las llaves.

2
—¿Tres días? No puedo dejarlos aquí todo ese tiempo. Ya ve que se
encuentran perfectamente. —Sarah Caley hablaba con el doctor Hartig
fuera de la habitación del hospital, moviendo nerviosa las manos y
mirándole de manera suplicante—. ¿Tienen que ser tres días?
El doctor Hartig la contempló con sus ojos marrones a través de
aquellas gafas redondas, que parecían ser su rasgo más sobresaliente. Tenía
los labios fruncidos.
—El examen fue positivo —dijo—. No hay nada de qué preocuparse,
pero sí hay que tratar unas cosas. Probablemente usar Metrazol para
estudiar algún ataque, hacer toda una serie neurológica completa, más
análisis de sangre y punturas de fluidos, probablemente una carga
psicológica, yo diría tres días como mínimo. Podría haber algo que
estuviera realmente dañado. Epilepsia, síndrome ictal o lo que fuera.
Era como una pesadilla que no terminaba nunca. Sarah no podía creerlo.
No quería oír toda aquella parrafada. Primero la desaparición de Chrissie y
la muerte de Nancy, el pez clavado al techo, el gato despedazado, los
conejos mutilados, la muerte de Flip, todo el resto. Estaba al borde de la
histeria. ¡No! ¡No! ¡No!
—No puedo dejarlos aquí —dijo con voz firme—. No. Voy a llevarlos a
Maine.
—Tengo que pedirle que lo reconsidere —dijo el doctor Hartig—.
Puede volver a ocurrir en cualquier momento.
—¡No! —dijo ella, casi chillando—. ¡Están bien! No les pasa nada
malo. Alguien los asustó o los atacó. Se vienen a casa conmigo.
Dentro de la habitación podía oír el sonido del juego de fútbol sobre el
de la televisión. Ella daba vueltas a sus dedos y estaba a punto de echarse a
llorar. Era verdad que los chicos estaban callados, pero no parecían
enfermos en absoluto. No podían ofrecer ninguna pista de lo que les había
ocurrido, no recordaban nada, ¡y eso era lo mejor! Sólo se acordaban de que
iban a encontrarse con los Butler y que entonces les había ocurrido algo
extraño después de oír a alguien cerca, algo que no podían recordar. ¡Basta!
Pero las preguntas seguían ahí, volviéndola loca. ¿Les había ocurrido antes?
Pensaban que sí, pero nunca de esta manera. Ni una pista. ¡Basta de
preguntas! Las ropas se habían encontrado a unos cien metros, en algún
lugar entre Mill House y el arroyo de Aronomink, pero no daban muestra de
que los hubieran violado o dañado, sólo había barro y lodo sobre sus
cuerpos, como si los hubieran pasado rodando sobre la capa de hojas del
bosque. ¡Basta! ¡Basta! ¡Estaban bien!
El doctor no dijo nada más. Se quedó mirando a Sarah a través de sus
gafas redondas. Pero ella estaba decidida. Se volvió hacia él. Tenía que
sacarlos de allí. Tenía que llevárselos en brazos.
—¿Qué tengo que hacer para llevármelos a casa? ¿Tengo que firmar
algún papel?
—Sí, tiene que hacerlo —le dijo el doctor Hartig, con los labios
fruncidos en una señal de desaprobación—. Vaya a las oficinas en la planta
baja. Buenos días.
El doctor se dio media vuelta y se alejó. Ella casi podía sentir el calor de
su ira. No le importaba. Entró en la habitación de los chicos. Estaban
sentados en la cama, con túnicas de hospital. Entró, caminó hacia ellos, los
abrazó, los besó temblorosa y ellos no la miraron, sólo se escabulleron,
concentrados en el juego.
—Vestios —les dijo, a punto de llorar—. Nos vamos a casa.
Esperaba gritos de alegría. Y una vez más se llevó una decepción. Los
chicos se levantaron lentamente y se dirigieron hacia la pila de ropa doblada
que ella había traído y dejado en una silla.
Por un momento sintió una duda, una señal de alarma insistente.
Después de todo los habían encontrado inconscientes, aparentemente de un
ataque. Pero también Chrissie estaba inconsciente cuando la encontraron, y
ahora se hallaba perfectamente.
Sarah alejó la duda de su cabeza.

Harvey Butler no quería dejar la casa. De hecho, volvía a preferir no


dejar la habitación. Estaba sentado junto a la ventana, temblando dentro del
albornoz.
—No puedo seguir ocultándolo —le dijo a Trish con la voz quebrada y
ojos vacíos—. Si no se lo digo lo averiguarán y vendrán a por mí de todos
modos.
Quedaban sin decir el temor de Mill House, la certeza de que aquella
cosa horrible había venido de allí para llevárselo, una certeza que no se
había desvanecido por el hecho de que Pokey, y no un monstruo, le hubiera
encontrado en el armario.
—Eso es absurdo —dijo Trish—. No pudiste matar a nadie. Estuviste
aquí conmigo todo el rato mientras ocurrió.
Pero Harvey podía ver constantemente la cara de Flip mientras la
mataba: barro en la boca, ojos hacia atrás, agonizantes, pelo manchado de
sangre. La imagen no le dejaba en paz. Ni tampoco su miedo a aquella cosa
que se escondía en Mill House.
Y los sueños: los sueños no paraban, todos diferentes pero igualmente
horribles, llenos de sombras deslizándose, ojos acechantes, gusanos, heridas
y lugares oscuros y húmedos.
Volvía a sentir ganas de vomitar. En vez de ello se levantó, se metió en
cama y se acurrucó mirando a la pared, dando la espalda a su esposa.
Trish lo miró. Le daba pena y un poco de asco. Sabía que él no había
hecho nada. No podía entender su seguridad de que así era. Sólo sabía que
tenía que llevarse a su familia de Roycewood.
De repente sus pensamientos se trasladaron a Tom Horton. ¿Por qué
sentía mayor simpatía por él que por su marido? ¿En qué se diferenciaba su
hundimiento del de Harvey, en realidad? Y ella misma, ¿por qué estaba tan
extraña de repente?
Harvey lloraba. Trish podía verlo por el movimiento de la sábana que lo
cubría, aunque no podía oírlo. Pensó en los chicos. ¿Por qué habían salido
al bosque aquella noche, cuando se les había indicado específicamente que
no salieran?
A los chicos hay que vigilarlos todo el tiempo.
De hecho, ¿dónde estaban ahora?
Tantas preguntas, tan pocas respuestas.
Trish se levantó del lado de la cama y dejó la habitación lo más
silenciosamente posible. Desde una ventana del pasillo miró hacia la
piscina, pero los chicos no estaban allí. El sol brillaba sobre la superficie
lisa y azul del agua, reluciendo en su profundidad. Tampoco podía oír nada,
aunque la ventana estaba abierta. Bajó la escalera y caminó tranquilamente
por la sala de estar, el estudio y la cocina. En las habitaciones no había
nadie.
Trish salió de casa por la puerta de la cocina, cuidándose de no hacer
ruido. De repente se preguntó por qué actuaba con aquella cautela. No lo
sabía. Sólo sentía.
Durante un momento se quedó escuchando en el camino que llevaba a
la piscina.
Los insectos zumbaban; no se oía otro ruido que el ronrroneo mecánico
del filtro. Se movió hacia la piscina, saliendo a la luz del sol, deslumbrante
y cálida.
La luz la cegó, y durante un momento le pareció ver un movimiento al
otro lado de la piscina, donde el césped se fundía con el bosque: figuras
desnudas, pálidas y delgadas, bailando unos segundos vientre contra
espalda, oscurecidos por las hojas. Rápidamente desaparecieron.
Sintió un nudo en la garganta, el temor le inundó los miembros,
haciéndola temblar. Después corrió por el borde de la piscina hacia el lugar
donde había visto las figuras. El corazón le golpeaba violentamente el
pecho y la cabeza. Se quedó en pie en la cegadora luz del sol. Allí no había
nada. Ni siquiera un arbusto se movía. Se dio la vuelta, corrió hacia la casa
y cerró la puerta, apoyó la espalda contra ella, temblando, y se echó a llorar.
4

—Me siento tan condenadamente frustrado que podría destrozarme los


puños contra las paredes —dijo George.
Victor veía que lo decía de verdad. Estaban en la austera habitación del
jefe Delancey, en la comisaría de policía. El jefe se hallaba sentado al otro
lado de la mesa, corpulento, de cara rojiza y vestido con el uniforme gris,
dando la espalda a las ventanas llenas de sol.
—Estamos haciendo todo lo posible —dijo Delancey—. La policía del
condado y la estatal nos ayudan. Estamos revisando todos los archivos para
localizar a los maníacos sexuales y gente así. Tenemos vigilado el lugar. No
sé qué más podemos hacer.
George golpeó la mesa con el puño.
—¿Qué hay de toda esa porquería de la brujería y el culto al diablo?
¿Está pasando algo así o es algo que ustedes les han contado a los
periódicos? ¿Qué están haciendo en torno a eso?
Delancey le miró impasible. Cuando habló, su voz sonaba tensa.
—También nos estamos ocupando de eso —dijo—. No sé cómo salió
esa historia, pero nosotros no la empezamos. Si quiere mi opinión, no es
más que un montón de tonterías.
—Fue un tal Elfring el que sacó la historia —dijo Victor—. Al parecer
era amigo de Flip.
—¿Por qué no me lo dijiste, maldito? —preguntó George, volviéndose
hacia Victor.
Victor lo miró.
—Porque no significa nada —contestó.
—Nos ocuparemos de eso —dijo Delancey.
—Nos ocuparemos de esto, nos ocuparemos de aquello. Vaya mierda —
dijo George—. ¿Qué pasa con todos esos negros, nazis y japoneses que
trabajan para nosotros? ¿Qué se sabe de ellos?
—Estamos investigando —dijo Delancey.
—Y el maldito lugar está siendo arrasado por los curiosos —exclamó
George—. ¿Cómo van a hacer algo con un millón de malditos escalando los
muros de nuestra propiedad?
—Estamos intentando controlarlo —dijo Delancey.
Durante un momento se hizo el silencio. George seguía meneando la
cabeza.
—¿Tiene alguna pista con que seguir adelante? —preguntó Victor.
Delancey tocó las carpetas sobre la mesa.
—No mucho —respondió—. Los del laboratorio criminal sólo se
interesan por una cosa. Algo que creen especialmente interesante.
Victor esperó. George se echó hacia adelante.
—¿De qué se trata? —preguntó George.
Delancey frunció los labios, los soltó, miró hacia abajo, alzó la mirada.
—La señora Royce estaba embarazada —dijo, en tono algo apologético.
—¿Y qué coño significa eso?
El jefe Delancey parecía molesto.
—Nada, que yo sepa —dijo—. Pero nos estamos haciendo preguntas
sobre la señora Horton. Que quizá lo suyo no fuera un accidente.
—¡Oh, mierda! —exclamó George, mientras Victor pensaba—.
Podríamos haberles dicho que no fue un accidente cuando ocurrió. ¡Ustedes
no son capaces de ver lo obvio!
—Déjalo estar, George —le dijo Victor.
Tenía una idea, pero la reservaría para sí.
—¡Vete a la mierda, tú! —dijo George—. ¡Menuda ayuda la tuya!
Victor suspiró y siguió pensando.

5
Suzy contempló a la enfermera Foley volviendo a ajustar la botella al
tubo del catéter, vio cómo se sentaba. Entonces se levantó y besó a su tío en
la mejilla.
—¿Puedo llamarla más tarde para saber cómo está? —le preguntó a la
enfermera con voz brillante.
La enfermera Foley se quedó pensativa un momento.
—De acuerdo, si es que estoy aquí —contestó sin sonreír.
—Gracias —dijo Suzy, y dejó la habitación.
Cogió el ascensor al segundo piso, donde estaban las oficinas del doctor
Royce. Con suerte no encontraría ni a la recepcionista ni a la enfermera, ya
que era la hora de la comida.
Los pasillos del hospital estaban pintados de verde, pero la puerta de la
oficina era de caoba, y el pomo y la placa de bronce brillante, todo de más
de cien años. Suzy no dudó, sino que movió el pomo. Giró. Empujó la
puerta. La sala de espera estaba vacía, las revistas ordenadas en una pila. En
la mesa de la recepcionista no había nadie.
—¿Señora Callahan? —llamó—. ¿Señorita Scott? —No se movió
mientras esperaba una respuesta. Nadie acudió. Caminó hacia la puerta que
conducía a la oficina interior. Llamó con los nudillos a la puerta—. ¿Señora
Callahan? ¿Señorita Scott?
Esperó, pero nadie respondía. Probó suerte con el pomo. Cerrado. Lo
intentó con algunas llaves, las que parecían más probables. La tercera se
introdujo en la cerradura y la abrió. Pasó dentro y cerró la puerta tras sí.
Nunca había visto la oficina de su tío tan vivida y al mismo tiempo tan
muerta. Los diplomas y certificados enmarcados colgando en la pared, los
recuerdos de sus antepasados médicos (antepasados suyos también), las
fotografías de su esposa, Paul, los chicos de Roycewood, el recetario sobre
la mesa vacía y brillante, la lámpara verde de bronce, las estanterías de
libros, la ventana por la que entraba el sol, siempre había visto todo esto sin
percatarse de ello realmente. ¿Dónde estaban los archivos? Siempre que
venía a verle tenía ya fuera su carpeta. ¿En el escritorio? En la habitación
no había ningún armario adecuado para ello.
Dio la vuelta al escritorio y probó suerte con los cajones.
Sorprendentemente estaban abiertos, incluso el más grande, a la derecha.
Miró allí primero. Estaba lleno de revistas de medicina. Abrió los restantes
cajones: muestras de medicamentos, un esfigmomanómetro, paquetes de
cigarrillos sin empezar, una caja de puros, clips, bolígrafos, lápices, botes
de tinta, cajas de cerillas, cinta adhesiva, más revistas, papel de escribir y
sobres, pero nada de correspondencia, ni personal ni de otro tipo.
Suzy estaba fastidiada. ¿Había un archivo escondido en la pared, tras los
libros o los paneles?
Estaba mirando y palpando por todas las paredes cuando oyó que
alguien entraba a la primera oficina.

Sarah acababa de ordenar a sus hijos que se metieran en la bañera


cuando oyó sonar el teléfono. No quería contestar, pero lo hizo. La voz al
otro lado era la de Frank.
—He estado intentando localizarte —le dijo—. ¿Algo va mal?
Todo iba mal, pero ¿cómo iba a decírselo?
—Estoy bien —le dijo ella, pero sabía que su voz sonaba débil y
distante.
—No lo parece —dijo él—. ¿Puedo ayudarte?
Ella no era capaz de responder. Oía el ruido del agua en el cuarto de
baño, y después un chico que le gritaba al otro: «Tú primero». Le habían
arrebatado algo y podía sentir la pérdida.
—¿Estás ahí? —preguntó él.
—Sí, estoy aquí —dijo ella.
Su voz pertenecía a otra persona de otra habitación, de otra vida.
—¿Podemos vernos? —preguntó Frank.
—No lo sé.
—Algo va mal, ¿verdad? Quiero decir con lo nuestro.
—No lo sé.
—¿Podemos vernos y hablarlo? ¿Hay alguien ahí escuchando?
—No, no hay nadie. Supongo que estoy aturdida. —Se detuvo un
momento, fatigada—. No quiero dejar la casa ni a los chicos.
Sabía que su tono no sonaba muy convincente. No sabía si decía la
verdad. Sólo sabía que no había pensado en él, que no quería verlo.
Hubo un silencio.
—Estaré aquí cuando me necesites —dijo Frank.
—De acuerdo —contestó Sarah.
Como perdida, esperó a que él colgara el teléfono antes de hacerlo ella.
Sentía náuseas en el estómago. Se sentía embarazada. Se sentía confusa,
hundida, a punto de desmoronarse.

Victor caminó por su casa de Berwyn, buscando a su mujer. Los perros


ladraban en sus jaulas, apoyándose en el alambre sobre las patas delanteras,
protestando insistentemente porque no les habían dado de comer. Las tazas
en que él y Suzy habían tomado café por la mañana seguían sobre la mesa.
Ella había dicho que tenía algo que hacer, pero no había especificado de qué
se trataba.
Seguro ya de que no estaba en casa, imaginó que estaría en el hospital,
visitando a su tío. Llamó allí y se enteró de que ya se había marchado. Le
fastidió. Tenía una idea que quería discutir con ella. A lo mejor ella pensaba
lo mismo. No era extraño que sus pensamientos siguieran el mismo camino
o que ella supiera lo que él pensaba incluso antes de que lo pensara.
Victor miró el reloj. Era la una y media. Esperaba que George Caley
hubiera ido a trabajar. Intentó localizarlo allí.

8
George Caley no estaba en su trabajo. Estaba en casa, sentado a la mesa
en su estudio de paneles de cerezo. El teléfono se hallaba muy cerca. No lo
había contestado cuando sonó. Sarah lo había hecho y no le llamó, así que
no era para él. La oyó balbucear unas palabras en el hall. Sonaba distante,
distraída. Le parecía un zombie. Pensó en lo que se habían querido y lo
sintió. Pensó en los chicos, a quienes habían traído a casa antes de tiempo.
Le parecía bien. Los mandaría a todos a alguna otra parte para que
estuvieran a salvo.
Pensó en sus héroes, Y. A. Tittle y John Unitas, el viejo Y. A. haciendo
su mejor pase, protegiéndose la calva, escabulléndose entre gigantes que le
doblaban en tamaño y eran el doble de jóvenes, luchando, completando
aquel juego invencible, haciendo surgir las ovaciones. Y John, el frío, el de
los ojos de pistolero, quieto mientras los cuerpos volaban y explotaban a su
alrededor, ignorando los gruñidos y los gritos, esquivando a Raymond
Berry una y otra vez hasta ganar el partido con el tiempo justo. Sacándolo
poco a poco. Haciéndolo como un hombre.
George contempló la escopeta que tenía en las manos. La luz hacía
brillar la plata y el acero blanco, lanzándole reflejos desde la caja de cedro.
Acarició el cañón, sintió la curvatura perfecta de la culata, levantó la
escopeta y apuntó hacia la cabeza de reno sobre la repisa de la chimenea.
Había hecho que Abercrombie le fabricara aquella escopeta en exclusiva,
para sus dimensiones. Era un Franchi 12, el acero relucía como una hoja de
filo de Damasco y las piezas se acoplaban como si hubieran nacido unas
con otras. Le encantaba. Se preguntó qué se sentiría disparando a un ser
humano. Esperaba averiguarlo.

A eso de las dos de la tarde Trish Butler había dejado de temblar y


llorar. Oyó a sus hijos entrar por la puerta principal y corrió a su encuentro.
No les preguntó dónde habían estado sino que los abrazó a ambos, temiendo
echarse a llorar de nuevo.
—No quiero que salgáis solos —dijo—. Sabéis que es peligroso. Sabéis
lo que les pasó a tía Flip, a Doug y a Chip. Prometedme que no saldréis
solos.
No lo prometieron. Cuando los soltó la miraron de manera extraña y
preocupada.
—No nos pasará nada, mamá —dijo Harve.
—No, mamá —dijo Billy como en eco.
—No quiero que salgáis de casa excepto con una persona mayor —dijo.
Agarró a cada uno por un brazo y los miró a la cara, intentando
impresionarlos. Pueden ver que he estado llorando, pensó—. Prometedlo —
dijo en voz alta, zarandeándoles los brazos.
—De acuerdo —dijeron ellos, mirando a otro lado.
Dudó un momento antes de seguir con lo que tenía en la cabeza.
Después decidió que debía decirlo.
—He visto a alguien o algo en las lindes del bosque, cerca de la piscina.
Era como gente que estuviera mirando la casa o escondiéndose. ¿Habéis
visto algo?
—¿Ahí fuera?
Ella asintió con la cabeza y los miró más de cerca.
—No estábamos ahí fuera —dijo Billy.
—No hemos visto nada —dijo Harve.
Apartaron la vista. ¿Se estaban burlando de ella? ¿Les parecería que
estaba alucinando, que se comportaba como una loca? Volvió a estrecharlos.
—Esta noche nos vamos —les dijo—. Nos iremos a Maine un poco
antes. No salgáis hasta entonces. —Los miró compungida—. Es todo lo que
os pido —les suplicó—. Prometédmelo.

10

Suzy estaba agachada detrás del escritorio de su tío Benjamin, y tenia


unas ganas irresistibles de orinar. Había oído que era normal con un estado
de embarazo ya avanzado, ¿pero tenía que ser tan repentino? Se apretaba
los muslos, pero no ayudaba mucho.
De vez en cuando podía oír a la recepcionista, la señora Callahan,
ordenando papeles, abriendo armarios, escribiendo a máquina o hablando
por teléfono. ¿Qué pasaría si simplemente se levantaba y salía? ¿Qué iba a
hacer la señora Callahan? Tenía tantas ganas que pensó en utilizar la
papelera. ¿Haría mucho ruido? ¿Y si la señora Callahan entraba justo
entonces y la sorprendía meando en la papelera del doctor Royce? ¿Podría
decir que estaba apagando un fuego?
Ahora le parecía saber dónde estaban los archivos. Estaban en la oficina
exterior, donde tenían que estar, al lado de la mesa de la señora Callahan y
probablemente abiertos. Pensó en todas sus maquinaciones y le pareció
divertido. Después pensó que se volvería loca de ganas de orinar.
Estaba a punto de mandarlo todo a paseo, levantarse y salir cuando oyó
la puerta de la otra oficina abrirse y volverse a cerrar. ¿Había salido la
señora Callahan? No le importaba. Se levantó, fue a la puerta y la abrió. La
señora Callahan no estaba. Los archivos se encontraban al lado de la mesa.
Suzy se dirigió hacia ellos y abrió el cajón superior. Estaban ordenados
alfabéticamente. Encontró Nancy Horton. Encontró Flip Royce. Encontró
Trish Butler, y su hermana Sarah. Sacó las carpetas correspondientes y
cerró el cajón. Volvió a abrirlo. Buscó la suya, pero no estaba. Buscó en
otros cajones, pero sin suerte. Como no quería que la sorprendieran lo dejó
pasar, cogió las carpetas y las escondió bajo la falda, sosteniéndolas a través
de la tela. Fue a la puerta, la abrió y salió al pasillo. No había nadie.
Caminó con las piernas rígidas hasta el lavabo de señoras. Allí se encontró
a la señora Callahan, a quien saludó antes de cerrar la puerta del
compartimiento. Antes de poder sentarse se meó por una pierna sin darse
cuenta. Rió. Se sentía mejor.
No podía esperar a llegar a casa y estudiar los informes con Victor. Qué
estupendo era sentirse bien otra vez.
¿Pero cuánto duraría?
16
Las llaves

1
Suzy se salió del borde de la carretera y aparcó con la rueda derecha
delantera sobre una azalea. Sus emociones la hacían sentirse mareada y
eufórica, desorientada e hiperactiva, a punto de reír o llorar. No le
importaba; no estaba segura. Entró corriendo en la casa, gritando.
—¡Los tengo!
Victor salió aturdido del estudio, donde se había quedado dormido. Su
pelo rizado estaba totalmente revuelto y sus ojos marrones todavía cubiertos
por el sueño.
—¿Qué es lo que tienes?
Ella sacudió las carpetas ante él.
—No podía esperar a llegar a casa —dijo—. ¿Ves cuánto te quiero? ¡Ni
siquiera he echado una hojeada!
—¿Pero qué es lo que tienes? —repitió él, frotándose la cara.
—¡Los partes de tío Benjamin! —gritó ella valientemente—. ¿Qué iba a
ser si no?
—Ah —dijo él, y la siguió.
Ella estaba ya junto a la mesa de la cocina. Tenía abiertas ante sí las
carpetas de Nancy y de Flip, y las estudiaba con ahínco.
—Creo que tanto Flip como Nancy estaban embarazadas —dijo—. Creo
que eso tiene algo que ver con todo el asunto.
—Sí, creo que lo estaban —contestó él, despertándose poco a poco.
No quería decirle a Suzy que estaba seguro de que, al menos con Flip,
así era.
—¿Sí? —Le miró—. Es elegante. Los grandes cerebros se mueven
siempre en pequeños canales o no sé. Todo encaja, ¿no?
—¿Qué es lo que encaja?
Pensó que ella era demasiado brillante, y que estaba como
enfervorizada, como arrastrada.
—¡Estaban embarazadas! —dijo ella, casi gritando—. ¡Eran pacientes
de tío Benjamin! ¡Es la clave! —Le miró y de repente se quedó apagada—.
No me crees.
—También las dos eran sobrinas suyas. ¿No es ésa la clave?
—¡Oh, vamos! —dijo ella—. No discutamos. —Pasó el dedo por una
página garabateada cuyas palabras casi no podía leer—. Eso no quiere decir
nada. Esto es lo que importa.
Estudió las páginas frunciendo el ceño. Poco a poco su estado de
excitación se fue calmando y cambió una vez más. Comenzó a llorar. Las
lágrimas le corrían a borbotones por las mejillas. No podía entenderlo.
Victor la contempló durante un momento, y después se sentó a su lado.
—¿De qué se trata? —le preguntó al fin—. Dímelo.
—Todavía no lo sé —dijo Suzy con voz quebrada—. ¿Cómo puedo
explicar algo que no sé? Pero la respuesta está aquí. Tiene que estar. ¿No
quieres mirar? Yo ya no puedo más.
La rodeó con un brazo y ella apretó la cara contra su hombro.
Se secó las lágrimas y la nariz en el jersey de él, junto al codo. Después
se apartó.
—He pensado en echar una ojeada en su casa. Tengo las llaves.
—Tienes las llaves —dijo él—. Debería haberlo sabido.
Suzy volvió a las carpetas, con los ojos ya secos. Victor vio la sorpresa
en su rostro, después vio cómo iba asomando a él la preocupación a medida
que ella seguía leyendo. Vio sus ojos hinchados y rojos bajo el ceño
fruncido. Él todavía no había echado una hojeada.
—¿Qué es lo que va mal? —preguntó él—. Ayúdame.
—Algunas de estas cosas están escritas en clave —dijo ella. Estaba a
punto de echarse a llorar otra vez—. Mierda.
—Déjame ver —dijo Victor.
Acercó su silla y la rodeó por la cintura con el brazo. Estaba totalmente
confuso pero quería complacerla, quería entender lo que la alteraba. No
sabía qué ocurría e intentaba ser receptivo. Se reservaba la noticia de que
Flip estaba en efecto embarazada, que había sabido por el jefe Delancey, a
la espera de que ella averiguase la verdad. Quería que se recuperara.
Suzy movió la carpeta hacia él, señalando con el dedo.
—Lee aquí —dijo ella—. No creo que puedas.
Miró a la línea. Decía «3-24 98.7, 3cc ms iv».
—Es una anotación médica —dijo él, medio en broma—. La
reconocería sin dudar.
—No lo es —dijo ella. No sonreía.
—¿De quién es esta carpeta?
—De Flip.
—¿De qué año?
—De este año.
Él se quedó pensando un momento.
—¿Es el único sitio en que has visto algo así?
Ella deslizó el dedo hacia abajo.
—Hay más.
Se sentía profundamente triste, más de lo que debería, a pesar de todos
los problemas. Las hormonas. El embarazo. La depresión. Intentó
controlarlo.
—¿Y los otros informes? —preguntó Victor.
Ella hojeó el de su hermana Nancy con cierto disgusto.
—Sí —dijo—. Montones de veces.
Su voz sonaba apagada.
—¿Qué opinas? —preguntó él.
—Creo que deberíamos visitar Roycewood —dijo Suzy, cerrando las
carpetas y conteniendo las lágrimas.
Y el miedo a Mill House volvió a paralizar otra vez sus pensamientos.
2
Sarah había reprimido su náusea durante una hora, pero cada vez iba a
más. Llegó un momento en que no pudo pararla, corrió al cuarto de baño y
vomitó hasta que estuvo seca, después vomitó de nuevo. George la oyó pero
no fue a ayudarla o preguntar al menos cómo se encontraba. Tenía otras
cosas en la cabeza. Cuando la oyó tirar de la cadena por segunda vez y dejar
el cuarto de baño fue a su encuentro, algo compadecido.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
Era evidente que no. Estaba pálida. Su entrecejo estaba arrugado. Había
unas líneas antes invisibles que ahora eran arrugas sobre su piel. Su pelo
estaba como apagado, parecía latón viejo. Y no parecía capaz de abrir los
ojos. Estaba sentada en una silla, pero inclinada hacia delante, como si fuera
a derrumbarse sobre el abdomen. Apoyaba ahí las manos, con los dedos
entrelazados.
—Creo que estoy embarazada —dijo—. ¡Dios mío, menudo momento
para estar embarazada!
Era mejor decírselo. Lo habían hecho una o dos veces.
George se dejó caer en una silla y se cubrió el rostro con las manos.
Respiró profundamente.
—Mierda —dijo—. Lo que nos faltaba.
Sarah comenzó a llorar. George no apartó las manos de la cara. Suspiró.

3
La cuestión era si deberían entrar en Manor House como si tuvieran
todo el derecho del mundo a estar allí o si deberían esperar a la noche y
entrar como ladrones. Suzy insistía en que debían hacerlo cuanto antes. Su
nerviosismo no le permitiría esperar hasta el anochecer. Victor se sentía
incómodo y se mostró reservado hasta el final. Ella se burlaba un poco de
su indecisión.
—Venga —le decía—. Es por una buena causa.
Y aun así parecía resignada, como si lo hiciera con determinación pero
sin esperanza.
Cogieron el coche y se encaminaron directamente a la puerta trasera de
Manor House. Aparcaron junto a la entrada.
—Creo que simplemente deberíamos entrar tan tranquilos —dijo Suzy
—. La señora Tyson o no se enterará o dará por sentado que tenemos algo
que hacer aquí.
—Intentémoslo —dijo Victor. Pero no se movió.
La puerta trasera estaba abierta. Suzy la empujó sin hacer ruido. Entró
en la cocina y miró alrededor. Victor la seguía. No se veía a nadie. El
silencio hacía pensar que no había nadie en la casa.
—Es por aquí —dijo Suzy en voz alta, y atravesó la cocina en dirección
al pasillo largo y sombrío.
Con la escasa luz que entraba por los bordes de las ventanas, cuyas
cortinas estaban echadas, Suzy podía ver el semicírculo formado por la
escalera central y la galería tras ella, que yacía a oscuras. El suelo del
pasillo estaba cubierto por una antigua alfombra, larga, delgada y raída, con
un diseño ya borroso y unas tiras de refuerzo como de encaje en torno a un
dibujo aserrado, un dibujo intrincado que de pequeña fascinaba a Suzy, y
que todavía tenía el poder de hipnotizarla. Pero ella miraba a la madera,
bien abrillantada, que podía verse a ambos lados de la alfombra: madera
que resplandecía levemente a la luz mortecina procedente de la ventana al
fondo del pasillo, un brillo que la reconfortaba, que la hacía seguir adelante.
Mirando hacia los lados podía avanzar, evitar la tentación de detenerse,
mirar, perderse en el sueño del diseño, evitar la confrontación final.
A ambos lados del pasillo se abrían numerosas habitaciones, pero Suzy
sabía adonde se dirigía. Ella había caminado por este pasillo muchas veces,
estudiada, observada y evaluada por las miradas de sus antepasados, que la
contemplaban fríamente desde la fila interminable de retratos.
Había pasado tres tristes años de su vida en una habitación que daba a
un pasillo como éste en la segunda planta. Tres años pensando cómo
escapar. Podía recordar el frío, la antigüedad, eso era, el dolor y el
sentimiento de estar perdida que experimentaba entonces. Recordaba cómo
echaba de menos su casa y a sus padres, viviendo aquí el final de la
adolescencia bajo la presión de su necesidad creciente de felicidad y
plenitud.
Suzy se encaminó directamente a la biblioteca y entró. Cuando los dos
estuvieron dentro cerró la puerta. Le sonrió interrogante.
—Aquí estamos —susurró—. No era tan difícil, ¿eh?
—No tengo tanta experiencia como tú en ser un soplón —dijo él.
A ella le dolió un poco aquel paso juguetón, pero se dio cuenta de que el
dolor procedía en realidad de otra tristeza. Se alejó de Victor para echar una
ojeada a la habitación. Las motas de polvo que ellos habían movido
flotaban en la luz del sol de la tarde, que entraba dorado a través de los
árboles y las ventanas. Había estanterías de libros hermosamente
encuadernados, un escritorio magnífico, una valiosa alfombra Meshed,
archivos en armarios de madera de castaño, y sobre unas mesillas enormes
libros que al parecer eran una Biblia, un diccionario y un atlas. En la casa
no se oían ruidos de ningún otro ser humano, nada más que la terliz de la
edad y el tiempo. A lo mejor la señora Tyson había salido, o dormía la
siesta.
—Tú te ocupas del escritorio y yo de los archivos —dijo Suzy—. Si
necesitas llaves, las tengo.
—¿Qué busco?
—¿Cómo voy a saberlo? —Sintió un brote de ira, pero se dominó—.
Probablemente encontrarás algo que te parezca interesante, cualquier cosa.
—¿Cómo qué?
—Cartas de amor. Libros asquerosos. Fotografías asquerosas. Yo solía
encontrarlas en la habitación de mi padre. ¿Yo qué sé?
Era insoportablemente triste.
Victor no dijo nada. Se daba cuenta de lo abatida que estaba y esperaba
que se le pasara. Había oído que las mujeres embarazadas siempre eran así,
especialmente vulnerables, con un humor impredictible. Y encima todo
esto.
Suzy se dirigió a los archivos y Victor al escritorio. Ni los unos ni el
otro estaban cerrados. Ella tiró de los cajones de madera de castaño del
armario mientras él hacía lo mismo con los de la mesa.
Después de diez minutos de silenciosa búsqueda, ninguno de los dos
encontró nada de lo que querían, fuera lo que fuera. Pero Suzy tenía una
idea.
—Hay una caja fuerte camuflada —dijo—. Tiene que haberla. De todos
modos, cuando vivía aquí siempre pensaba que la había, pero nunca logré
encontrarla.
—Así que lo has intentado antes.
Ella se puso roja.
—Sí, cuando vivía aquí. Era incorregible.
Él quiso poner a prueba su humor.
—Y todavía lo eres.
Le alegró ver que ella sonreía un poquito.
—Encontraremos la caja fuerte —dijo Suzy.
—Yo dejaré que me sorprendas con el hallazgo —contestó Victor,
reclinándose en la silla de piel que había junto a la mesa.
—Hay una —dijo ella—. Lo sé.
Victor pensaba en lo que estaban haciendo allí y en lo que podrían
encontrar. Mientras, Suzy hurgaba entre los libros encuadernados en piel de
las estanterías. Tenía la impresión de que compartía el rechazo de Victor a
entrar muy al fondo, la impresión de que sabía ya más de lo que quería
saber. Victor observaba el escritorio frente a sí. Había unos sobres marrones
y un bloc de notas. Los sobres estaban nuevos, el bloc sobado, era obvio
que había sido muy usado. Después de mirarlos un rato se echó hacia
adelante y cogió el bloc de notas. Sabía que encontraría algo en él, algo
importante. Dudó un poco antes de pasar las hojas. Cuando se convenció a
sí mismo de que realmente quería saber, comenzó.

Era la peor resaca que Tom Horton había tenido en su vida, quizá la
peor en toda la historia del mundo: una pesadilla que sonaba, golpeaba,
agarraba, tambaleaba. No podía salir de la cama, ni siquiera podía levantar
la cabeza, que parecía a punto de estallar. El dolor era tan intenso que
moriría gustoso para escapar de él, y una y otra vez se planteaba el pegarse
un tiro o cortarse las venas para acelerar la muerte.
Sus recuerdos de la noche anterior eran fragmentarios, pero es que ni
intentaba recordar. Quería seguir inconsciente, y odiaba los recuerdos que
interrumpían su sueño entrecortado. Recuerdos fugaces de bebida, de
ventanas rotas, de un altar escondido y de los vagidos de su hijo
atormentándole. Intentaba apartarlos pero representaba un esfuerzo
demasiado grande.
A eso de mediodía el dolor había disminuido, pero Tom todavía quería
quitarse la vida para poner fin a aquel sufrimiento vano. Se sentía tan
insignificante, tan poca cosa, tan esencialmente repugnante que a nadie le
importaría que se convirtiera en polvo. Ni a su madre. Era un insecto y
debía aplastarse a sí mismo.
A eso de la una volvió a quedarse dormido. Cuando se despertó una
hora más tarde se arrastró hasta el cuarto de baño. Su propio olor le daba
asco. Allí encontró una botella de Wild Turkey medio vacía, que había
dejado junto a la taza. La contempló, le habló y finalmente bebió de ella,
tapándose la nariz, sin poder respirar pero sin dejar de beber. «Una manera
de desaparecer tan buena como otra cualquiera», pensó. Echó otro trago.
Volvió a la cama revuelta y se quedó dormido. Soñó con su mujer muerta,
Nancy, la vio tal como la había visto al pie del acantilado. Destrozada por
algo más que una caída, ahora estaba seguro.

—Pensaba que tomabas precauciones —le dijo finalmente George a


Sarah, apartando las manos de la cara.
—Así es contestó Sarah sin abrir los ojos y con los labios tensos y
pálidos.
—¿Qué ocurrió?
—No sé qué ocurrió. Ni siquiera sé si lo estoy de verdad. Creo que sí.
Siento que sí.
—Oh, mierda —volvió a decir George.
Sarah pensaba en Frank. De repente también aquello la hacía sentirse
mal. ¿Qué le había ocurrido? ¿Cómo había podido? Otra vez tenía ganas de
vomitar. Se contuvo.
—¿Qué hacías antes con la escopeta? —preguntó.
—Me preparaba —dijo él.
—¿Para qué?
—Voy a salir de caza esta noche.
—Eso es una tontería —dijo ella, enfadada de repente—. No sabes a
quién puedes herir. Deja que la policía se ocupe de eso.
—Ya has dicho eso otras veces.
Sí, era verdad. Parecía tan lejos. Se echó a llorar.
—Tengo que salir —dijo ella—. Tengo que salir.
Él no iba a impedirlo.
—Adelante —le dijo—. Pero, por favor, no vayas andando.

La luz del sol dejó la biblioteca, moviéndose alrededor de la casa. Pero


todavía quedaban cinco horas hasta que se hiciera de noche.
Victor tiró de la cadena de la pequeña lámpara de mesa. Leyó la primera
página del bloc de notas, después pasó a la siguiente. Una nota le llamó la
atención. «¿3cc ahora? ck rec», decía.
Suzy no había encontrado ninguna caja fuerte en la pared, y ahora
levantaba las alfombras para examinar el suelo.
—Déjalo —le dijo él.
—No —contestó ella.
Victor volvió al bloc de notas. «Gen. 1, 28», leyó en una página. Y
debajo: «Gen. 2, 23», «Gen. 13, 16». Y debajo de esto, «¿Qué fue mal?».
Se paró a pensar.
—Creo que tengo un trabajo para ti más útil que meter la nariz debajo
de las alfombras.
Sarah le miró con expresión extraña. Después estornudó.
—Jesús —dijo él.
—Polvo —dijo ella.
—¿Hay una Biblia por aquí?
Sarah miró a su alrededor mientras se secaba la nariz.
—Claro.
—Qué tal buscar algunas cosas —dijo Victor.
—¿Cómo qué?
—Como Génesis 1,28; 2,23 y 13,16.
Ella se levantó y caminó hacia la Biblia familiar, sobre la mesita.
—Repítemelo —le dijo.

El sargento Viele apartó a Sarah a un lado de la carretera de


Conshohocken. Ella no sabía cuánto tiempo la había estado siguiendo,
lanzando destellos con las luces y después haciendo funcionar la sirena. No
se percataba de nada, ni siquiera de la carretera que tenía delante. Aparcó a
un lado de la calzada, sin sentir, y se quedó sentada esperándole. Oyó el
crujido de la gravilla bajo las pisadas, después se percató de que paraban.
—Hola, Sarah —dijo él.
Ella no le miró.
—Hola —respondió, con voz baja y monótona.
—No estabas rebasando el límite de velocidad —le dijo—. Sólo quería
hablar contigo.
—Está bien.
Él se percató del dolor de aquel rostro vuelto hacia abajo, de las
profundas líneas, de la expresión perdida.
—¿No podemos vernos en alguna parte? —le preguntó.
Ella esperó un poco antes de responder. Siguió sin mirarle.
—Creo que no. Todo se ha complicado tanto.
Frank se balanceaba alternativamente sobre los dos pies, mirando a los
coches que pasaban. Después volvió su vista hacia ella.
—Te quiero —le dijo—. Me gustaría ayudarte.
—Lo sé —contestó Sarah—. Pero no puedes. No por ahora.
—¿Es por tu marido? ¿Lo sabe?
—No es eso.
Él se quedó mirándola largo rato.
—Bueno, mejor será que conduzca con más cuidado, señora —le dijo al
fin, tocándose la visera de la gorra con la mano derecha.
Después se alejó. Sus pasos crujieron sobre la gravilla y su coche pasó
rápidamente. Ella no le miró.
Sarah siguió conduciendo. Apenas veía la carretera a través de las
lágrimas.

—«Y Dios los bendijo» —leía Suzy en voz alta—, «y Dios les dijo:
“Creced y multiplicaos, llenad la tierra y dominadla: y tened dominio sobre
los peces del mar, sobre las aves del aire y sobre todos los seres que se
mueven sobre la tierra”.»
—Me parece un buen credo para un tocólogo —dijo Victor—. ¿Qué hay
del siguiente, Génesis 2,23?
Ella volvió la página.
—«Y dijo Adán, “Ahora ésta es hueso de mis huesos, carne de mi
carne: se la llamará mujer, porque fue creada del hombre”.»
—Génesis 13,16 —dijo él.
Ella lo buscó.
—«Y haré que vuestra semilla sea como el polvo de la tierra: pues si un
hombre puede contar el polvo de la tierra, entonces también vuestras
semillas serán contadas».
—Mmmm —dijo Victor—. ¿Qué conclusión sacas?
—Es extraño —respondió Suzy—. ¿Algo más?
—Te lo digo ahora mismo —contestó él.
Victor cogió el primero de los sobres marrones que estaban encima de la
mesa. Estaba todavía cerrado. Iba dirigido al doctor Royce. No tenía sellos
ni remite. Al parecer había sido entregado en mano. Victor lo abrió con
dedos temblorosos.

9
A eso de las cuatro, Tom Horton sabía que tendría que entregarse a los
asesinos aquella misma noche. Tenía que detenerlos, tenía que ofrecerse
como cebo, ser la cabra atada que los cazadores de caza mayor utilizaban
como reclamo para el furioso tigre. Los atraería y después los mataría.
Caminaría por el bosque con un arma escondida en el bolsillo y un puñal en
la manga. No bebería hasta no haber finalizado el trabajo, y quizá tampoco
entonces.
Se levantó de cama, caminó con paso poco firme hasta el cuarto de baño
y vertió en la taza lo que quedaba de Wild Turkey. Sólo su olor le daba
náuseas. Todavía le dolía la cabeza, y seguía cansado. Le quedaban cuatro
horas.
Volvió a la cama y siguió durmiendo, satisfecho por su decisión. Le
parecía que su vida podía tener de nuevo sentido.

10
En la biblioteca de Manor House, dos cosas ocurrían al mismo tiempo.
Victor examinaba el contenido del gran sobre marrón, que resultó ser del
examinador médico, el doctor Havemeyer, y Suzy pasaba las hojas de la
Biblia familiar.
Mientras él leía con gran atención, ella miraba por encima hojas sueltas
de papel viejo, cubiertas de escritura borrosa, notas y cartas, postales y
recordatorios, trozos de tela, flores y hojas secas, programas de ballet y
entradas de teatro, anuncios de nacimiento o esquelas, recortes de periódico,
recuerdos de hechos pasados que ella contemplaba y dejaba en su sitio o
conservaba, sintiendo al mismo tiempo la atracción y el rechazo, la alegría
y la tristeza, una mezcla de emociones conflictivas que le empapaban los
sobacos con un sudor frío, que le producían un hormigueo por la espalda,
que la ponían alerta y le hacían temblar las rodillas.
Luchaba por recordar y no recordar al mismo tiempo. Aquí hay algo
muy peligroso, pensó, esto es una caja de Pandora, una caja de secretos de
la que pueden salir revoloteando murciélagos y locura. Pasaba las páginas,
temblando. Mira. No mires. Recuerda. No recuerdes. Pregunta. No
preguntes.
Victor habló y ella se dio la vuelta hacia él, aturdida y asustada. Vio que
él la contemplaba sorprendido.
—¿Qué? —preguntó ella.
Él sostenía un formulario en una mano y una cinta magnetofónica en la
otra.
—Es el informe médico de la autopsia de Nancy —dijo—. No había
sido abierto.
Suzy se acercó. Él notó el extraño brillo de sus ojos y cómo le
temblaban los labios y los dedos. Le pasó las hojas de papel, que se agitaron
cuando ella las cogió.
Victor tenía la sensación de haber hablado para evitar que ella traspasara
una especie de barrera.
—Puedes evitarte la rutina del principio —le dijo—. Fecha de
nacimiento y todo eso. Mira en «causa de la muerte». Caída por accidente.
—Claro —dijo ella, alzando unos ojos asustados—. ¿Qué más?
Cuéntamelo, no quiero leerlo.
Victor intentó que su voz fuera tranquila y suave, pero sintió la mirada
aterrada de ella y se apresuró.
—El resumen clínico y la descripción de la autopsia son acordes a la
causa —dijo rápidamente—. Lo que no entiendo es esto. —Alzó la cinta—.
¿Por qué manda también una cinta?
—No lo sé —contestó ella, todavía asustada—. ¿Por qué?
Él la miró con cautela.
—A lo mejor deberíamos escucharla y enterarnos —dijo.

11

Los chicos no paraban, pero Trish intentaba mantenerlos ocupados para


que no salieran de casa. Les había ordenado limpiar la habitación antes de
hacer las maletas, y llevaban una hora trabajando en ambas cosas de manera
poco metódica. Ella iba a controlarlos de vez en cuando, y los encontraba
atiborrando cajones o baúles con cualquier cosa, leyendo revistas o mirando
por la ventana sin moverse.
Por su parte, Pokey estaba muy ajetreada, metiendo todas sus cosas en
la maleta de manera ordenada, dando vueltas para no olvidar el secador, el
ondulador, una botella de champú sin la que no podía vivir, un juego de
costura. «¡Oh porras!», gritaba al recordar algo más, y salía corriendo a
cogerlo.
Siempre que entraba en su dormitorio se encontraba a Harvey
acurrucado todavía bajo las sábanas. A veces le oía hablar para sus adentros
tan bajo que no podía entender lo que decía. No le hablaba. Esperaba no
tener que vestirlo y llevárselo escalera abajo cuando llegara la hora de
partir.
Le parecía que su casa y todas las de Roycewood estaban terriblemente
abandonadas, hundidas bajo una nube baja y amenazante, tan espesa que
podía sentir su presión. Roycewood nunca volvería a ser lo mismo para ella.
Ni siquiera sabía si podría volver. Sabía que más tarde añoraría su casa,
pero ahora sólo podía sentir que tenía que dejarlo antes de que fuera
demasiado tarde, antes de que algo malo, violento y sobrenatural se
abalanzara sobre su familia y la destrozara.
Pensó en su hermana Flip, muerta, y en el tío Benjamin, en coma en el
hospital. Algo tiraba de ella para que se quedara, para que no abandonara,
no sucumbiera al terror, para hacerle frente y lograr que todo volviera a ir
bien.
Pero los chicos. Y el peligro penetrante que había sentido junto a la
piscina. Y los cristales rotos por toda la casa, trozos todavía por el suelo, la
sangre. Y Harvey, él también totalmente destrozado.
Tenía que darse prisa.

12

Pusieron la cinta en un cassette que Victor encontró en uno de los


cajones del escritorio, y antes de que se terminara Suzy se había encogido
en posición fetal en el suelo, con los ojos cerrados.
Las palabras abatidas y ásperas del doctor Havemeyer dejaron pronto
constancia de que el informe escrito era totalmente falso.
Su voz revelaba que los órganos sexuales de Nancy estaban literalmente
destrozados: «Rasgamiento perineal de tercer grado a través de las paredes
de la vagina, de la base perineal, el músculo rectal y el pliegue rectal»,
afirmaba su voz de manera terminante, sonando en eco como en una
habitación enorme y vacía. «Perforaciones y laceraciones por toda la vagina
y hasta el útero. Presencia de astillas de madera verde y de pequeños trozos
de sustancia maderosa oscura, probablemente corteza de árbol». Y
finalmente la revelación medio temida y medio esperada: «Útero
consistente por un embarazo de 16 semanas, pero la placenta y los
contenidos extirpados, quedando sólo unos pedazos destrozados a unos dos
o tres centímetros sobre la cerviz deshecha».
Suzy había escondido la cara entre los brazos y se había apretado
todavía más en la bola. Victor detuvo el cassette.
La oscura biblioteca permaneció largo rato en silencio.
—Me pregunto por qué ocultó todo esto —dijo Victor al fin.
—Me da miedo hacer suposiciones —dijo Suzy, sollozando entre los
brazos—. Creo que lo sé.
Victor la dejó llorar, sin acudir a su lado, sin tocarla. Poco a poco se fue
calmando.
—¿Quieres contármelo?
—No —respondió ella, y comenzó a sollozar otra vez.
Cuando volvió a calmarse, Victor le habló.
—¿Ahora?
Ella retiró los brazos y le miró con los ojos más atormentados que él
había visto nunca. Ya no era ella, sino otra persona, alguien que había
luchado con toda su fuerza pero cuyas últimas defensas habían cedido.
—No lo sé todo —dijo ella—. Todavía no soy capaz de dejarme
recordar. Pero mucho tiene que ver con Mill House, algo que ocurrió hace
mucho tiempo. —Volvió a llorar, balanceándose adelante y atrás—.
Tenemos que hablar con ella.
17
Sangre vieja

1
—¿Qué quieres decir, hablar con ella? —preguntó Victor—. ¿Quién es
ella?
—Tía Dorothy —dijo Suzy con resignación—. La esposa de tío
Benjamin.
—¿Alguien me ha contado algo de ella?
—Yo no —contestó Suzy con voz apagada—. Ni siquiera yo tengo
muchas noticias de ella últimamente. Pero sigue viva.
—No entiendo.
—Lleva «apartada» desde antes de que yo naciera, supongo que unos
treinta años. Vive en el hotel Barclay. Benjamin solía llevarme a verla, hace
mucho, mucho tiempo. Supongo que cuando todavía estaba bien de vez en
cuando. A mí me parecía una señora muy dulce. Solía leerme trozos de
libros de medicina. No entendía, pero ella me gustaba. Fue una médico de
gran prestigio.
Suzy estaba en pie, mirando a su alrededor de manera distraída.
—Supongo que será mejor llevar el informe con nosotros —dijo—. Y
quiero coger la Biblia, hay algunas cosas sobre las que me gustaría hacer
unas preguntas.
Suzy se quedó inmóvil y en silencio un rato más, después se estremeció
y emitió una serie de suspiros sofocados, como si estuviera conteniendo las
ganas de llorar.
—Me gustaría tener los informes médicos —dijo—. Ojalá no los
hubiéramos dejado en casa.

2
Sarah condujo hasta el parque junto al río y se quedó sentada en el
coche, contemplando la superficie del agua, que brillaba bajo el sol rizada
por el viento. Después lloró con las manos colgadas del volante y la frente
encima.
Sabía que debería estar en casa con sus hijos y su marido, haciendo lo
posible para convencer a George de que debían irse, o preparando sus cosas
y las de los niños para poder partir. Pero todavía no podía volver, no podía
enfrentarse a George ni a aquel sentimiento de culpabilidad y disgusto que
la inundaba al mirarlo; no sabía si podría hacerle frente algún día.
Pensó que era la edad, y el trastorno por todo lo que había ocurrido.
Simplemente había perdido el control, había hecho algo que nunca habría
hecho si la vida hubiera seguido siendo normal y tranquila. Todo y todos se
habían vuelto locos bajo la presión, incluida ella. Eso era.
Ahora tenía que salir de allí. Pero no podía moverse.

3
Dejaron Manor House como los restos de un ejército derrotado. Victor
avanzaba lentamente en cabeza, llevando la antigua Biblia familiar. Suzy le
seguía estudiando los sobres que colgaban flojamente de sus manos. Con
gran cuidado, Victor dejó la Biblia en el asiento trasero del Peugeot e
iniciaron la marcha a través de carreteras llenas de hojas. En veinte minutos
estarían en el Barclay. Ninguno de los dos decía palabra.
Victor no solía ser muy imaginativo, pero mientras Suzy soltaba algunos
sollozos él hacía un montón de conjeturas: el doctor Royce como una
especie de doctor Jekyll-míster Hyde moderno, involucrado en
experimentos mezclando ADN en tubos de ensayo y haciendo empalmes
genéticos. La señora Royce, una mujer lobo-vampiro que atacaba por la
noche a otras mujeres.
—No es lo que crees —dijo Suzy, como leyéndole el pensamiento—. Es
mucho, mucho peor.
Él no dijo nada y echó la culpa de su imaginación a los libros y
películas de ficción y al sensacionalismo de los medios de comunicación, el
tipo de cosa que uno se encuentra al echar una hojeada a un mal periódico:
«Doc crea un bebé de dos cabezas en un útero de vaca» y todo eso.
Pero a lo mejor, a lo mejor había un grano de verdad en ello.
—En la parte de delante de la Biblia —dijo lentamente Suzy— hay
páginas y más páginas para registrar los nacimientos de la familia, las
muertes y todo eso. Es como un árbol genealógico continuo.
Victor miraba a la carretera.
—¿Y?
—Hay algo que siempre me ha extrañado —dijo ella—, algo muy
curioso que noté hace ya mucho mucho tiempo. Le pregunté a mi padre
cuando tenía quince años, justo antes de que muriera, pero nunca me dijo
nada con sentido. Y lo mismo ocurrió cuando le pregunté a tío Benjamin.
Se detuvo y suspiró. Victor esperó a que continuara.
—Mi tatarabuelo, Benjamin F., tuvo en total tres hijos, según la Biblia.
Allí se ve que los dos primeros, un chico y una chica, murieron cuando
tenían aproximadamente 20 y 18 años. También puede verse que unos tres
años antes de eso mi tatarabuelo tuvo otro hijo. ¿Me sigues?
—Sí —dijo él.
Ella volvió a suspirar.
—Ahora aquí viene el rompecabezas —continuó—. Al seguir la pista de
las relaciones a partir de ahí, uno encuentra que ese hijo no es mi bisabuelo,
como debería ser, sino mi abuelo, el padre de mi padre y de tío Benjamin, y
no su abuelo.
Victor podía darse cuenta de que ella le miraba, esperando una
respuesta, así que asintió con la cabeza.
—Cuando preguntaba sobre eso, todo lo que obtenía por respuesta era
una especie de jerga con tal falta de sentido que la he olvidado. Siempre he
sospechado, sin querer pensar mucho en ello, que los dos hijos mayores de
mi tatarabuelo habían tenido juntos un niño, que resultó ser al mismo
tiempo mi bisabuelo y mi abuelo. ¿Entiendes?
Victor asintió con la cabeza.
—Benjamin F. educó a su nieto como si fuera su hijo, así que ahí
perdimos toda una generación. Supongo que intentaron encubrirlo, pero no
podían mentir totalmente en la Biblia familiar. Así que se limitaron a poner
allí su nombre, debajo de los dos chicos y de Benjamin F. Y cuando yo
preguntaba simplemente me dejaban de lado.
Victor continuaba pensando.
—¿Qué tiene que ver todo eso ahora? —preguntó.
—Algo —dijo ella, en voz baja y temerosa—. No sé exactamente qué.
Pero no puedo obligarme a pensarlo.
Estaban ya en el centro de la ciudad, atravesando las calles estrechas y
llenas de coches hacia Rittenhouse Square y el Barclay. Los dos sudaban
por el calor y la tensión.
—No quiero pensar en ello —dijo Suzy—. Es demasiado enfermo.
Victor se daba cuenta de que incluso ahora seguía intentando
mantenerse apartada. Probó suerte con una pregunta directa.
—¿Qué más encontraste en la Biblia? —preguntó.
Ella quedó un momento en silencio y después respondió como con
precaución, con voz monótona.
—Una nota de un tal doctor Philip Crozier, dirigida a Benjamin F. en
1888. Decía: «Los chicos han engendrado un hijo y deben ser separados».
—Entonces era verdad.
Ella suspiró todavía más profundamente, como con un pequeño gemido.
Se llevó la mano a la frente, como protegiéndose los ojos de una luz
cegadora.
—La nota del doctor Crozier procedía de algo denominado Instituto
para Enfermedades Nerviosas —dijo—. Los chicos estaban en un
manicomio.
Victor estaba seguro de que Suzy sabía más, algo que retenía, algo a lo
que no podía hacer frente. Tenía que haber más o nada tendría sentido, nada
explicaría nada. Pero ahora estaban ya en el Barclay. Salieron de mala gana
del coche y subieron la escalera con la Biblia y los sobres, caminando con
rodillas temblorosas hacia donde tenían a la tía Dorothy.

George oía las risas y los chillidos de Chip y Doug en el piso de arriba,
a pesar de haber cerrado la puerta del estudio. Interrumpían sus
meditaciones y le molestaban. Dejó caer violentamente la escopeta sobre el
escritorio forrado en piel. Al punto de hacerlo se arrepintió, pero la escopeta
no se disparó. Subió los escalones de dos en dos y encontró a los chicos
dando vueltas entrelazados en la cama de Chip. Éste tenía apresado al otro
en una llave y Doug gritaba, a punto de llorar.
—¡Basta ya! —había gritado George. Los chicos se le quedaron
mirando y se separaron—. ¡Doug, tú a tu habitación! —siguió gritando y
señalándole con el dedo. Después lo desvió hacia Chip—: ¡Y tú te quedas
aquí!
Pero aquello no bastaba. Su ira le desbordaba y necesitaba dejarla salir.
—¡Los dos a ordenar vuestras habitaciones! ¡Y preparar las maletas
para las vacaciones de verano! ¡Os vais esta noche!
No esperó ni un simple «sí» de respuesta. Se dio la vuelta y bajó a
zancadas por la escalera, preguntándose adonde habría ido la maldita de
Sarah. Había cogido el coche, así que suponía que estaría bien. «Sólo
embarazada —pensó—, embarazada, ¡por el amor de Dios, qué locura!».
George sabía que tenía que moverse para terminar con aquellas
meditaciones y aquel fastidio.

5
La señora McKinnon los miraba por la abertura de la puerta,
adelantando la cabeza por encima de barras y cadenas. No quería dejarles
entrar.
—Pero usted me recuerda —le decía Suzy—. Soy Suzy, la sobrina de la
señora Royce, y tengo que hablar con ella sobre el tío Benjamin.
La señora McKinnon seguía discutiendo y manteniéndose firme, aunque
su rostro dio ciertas muestras de reconocerla.
—No antes de que el doctor Royce llame dando su consentimiento —
dijo con su voz ruda y arisca.
Suzy comprendió que la señora McKinnon no sabía que el doctor Royce
estaba en el hospital.
—Pobre mujer —dijo—. No sabe que el tío Benjamin ha sufrido un
ataque.
Primero un ceño fruncido por el estupor, después un último asomo de
ira. Al final comprendió. El labio superior le temblaba por el dolor.
—No —dijo.
—Sí. Se encuentra ahora en el Royal Memorial. Tenemos que ver a tía
Dorothy y explicárselo.
La señora McKinnon dudó y cedió un poco en medio del dolor y la
sorpresa.
Suzy dio un paso adelante.
—Por favor. Ahora. Ya hemos venido hasta aquí.
La mujer soltó las barras y las cadenas y les abrió la puerta. Sus
movimientos eran todavía reacios.
—Está en el cuarto de estar —dijo la señora McKinnon—, viendo la
televisión.
Suzy se acercó de puntillas hacia el lugar de donde provenía el sonido y
avanzó hacia la pequeña esfinge arropada en mantas rosas en un sillón. Se
arrodilló frente a ella. La recordaba más vieja, más marchita. Sonrió a
aquellos ojos destellantes que lentamente iban al encuentro de los suyos.
Esperó.
La anciana se quedó mirándola, dando cabezaditas hacia un lado y
moviendo los labios agrietados. Suzy podía ver cómo jugaba con los dedos
bajo la manta. Ahora recordaba aquel hábito suyo de darle vueltas a la
alianza, aunque no había pensado en ello durante años.
—¿Te acuerdas de mí, tía Dorothy? —le preguntó con una sonrisa,
esperando sólo un poco de cordura, un poco de sentido.
—Eres Suzanne —dijo la anciana—. Solías traerme mandarinas.
Sí, era verdad. Ahora lo recordaba. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Debería haberse acordado y traído algunas.
—Nunca me han gustado las mandarinas —dijo la mujer, y sonrió. Sacó
el brazo derecho de debajo de la manta y apagó el televisor con el mando a
distancia. Acarició la mejilla de Suzy con unos dedos que parecían palos
secos, lisos, curvos y blancos—. Así que te has acordado de mí —continuó
—. Estás muy guapa.
Suzy se dio cuenta de que la anciana esperaba a que le besara y
sostuviera la mano, y así lo hizo. Después pensó que lo mejor era ser
directa.
—El tío Benjamin está en coma en el hospital —dijo—. Sospechan que
es una hemorragia cerebral.
Se quedó seria, esperando una reacción. Miró a la anciana a los ojos con
toda la tranquilidad que pudo, a la espera de alguna señal. Vio que
cambiaban y sé alegró.
—¿Hay parálisis? —preguntó la anciana.
¡Estaba bien! ¡Había entendido!
—La parte izquierda —contestó Suzy con voz quebrada.
No se extrañó por la sequedad de la reacción de su tía. Sólo esperaba,
mantenía la respiración y esperaba.

Suzy no se daba cuenta de la presencia de Victor en la habitación, pero


la tía Dorothy sí.
—¿Quién es? —le preguntó disgustada.
—Victor, mi marido —dijo Suzy.
La mujer tenía todavía cara de disgusto.
—Sí —dijo—. El doctor Royce me ha hablado de él. Pero no sabía que
tuviera barba. No me gustan los hombres con barba. Dile que se vaya.
—No lo haré —dijo Suzy arriesgándose.
La mujer esbozó de nuevo su suave sonrisa.
—Bien —dijo—. Eso me gusta.
Nada de dudas, ataca directamente.
—Me gustaría preguntarte algo sobre mi bisabuelo y otras cosas —dijo
Suzy.
La luz de los ojos de tía Dorothy se desvaneció y la sonrisa dejó su
rostro. Se quedó largo rato en silencio mientras Suzy esperaba expectante.
—Así que quieres saber sobre el muchacho y la muchacha, ¿no es
verdad? —le preguntó la anciana, frunciendo los labios de modo que las
arrugas se hicieron más profundas.
—Sí —dijo Suzy.
—El hijo era normal, eso era lo importante —comenzó tía Dorothy—.
El doctor Royce daba gracias por ello, y lo recordaba constantemente. «Mi
padre era normal, y yo también», me decía. Pero yo no le conté nada de mí
misma, y puse cuidado en que no tuviéramos hijos.
Suzy se percató de que se estaba desviando y trató de retenerla.
—Cuando dices que el niño era normal te refieres a mi abuelo, ¿no? —
le preguntó.
—Sí, querida, al padre de tu tío Benjamin y de tu padre. Era normal,
como también lo eran tu padre, tío Benjamin y su hermana Margaret,
aunque Margaret era un poco apagada y quizás un poco débil mentalmente.
Y todas vosotras, las chicas, salisteis también normales, tú, Sarah y Nancy,
Trish y Flip. Todas normales pero todas chicas, y las chicas no portan el
nombre de la familia, y tu tío y yo no podíamos tener hijos.
Empezó a musitar palabras ininteligibles y Suzy se asustó de perderla.
Apretó más fuerte su mano mientras aquellos viejos ojos se nublaban y
perdían y todo el cuerpo temblaba.
—Cuéntame algo de los dos muchachos. ¿Por qué no eran normales? —
preguntó Suzy.
Tía Dorothy siguió murmurando para sus adentros durante un rato.
Después volvió en sí y miró a Suzy.
—Pero su descendencia era normal. A veces pasa eso, los genes son
recesivos y no se puede recurrir a la ley de Mendel porque la carga genética
en una persona no es tan fuerte cuando se trata de este defecto. Entiendes, el
defecto genético es recesivo y puede incluso desaparecer en dos
generaciones. Y eso es lo que nosotros pensamos que había pasado.
—Los chicos, el hermano y la hermana —insistió Suzy con suavidad—,
mis bisabuelos, cuéntame algo de ellos.
La anciana la miró aterrorizada. Su cuerpo se puso rígido y sus ojos se
tornaron salvajes y brillantes, dejando ver la astucia surgida del temor.
—¡Pero no puedes saberlo! —le dijo—. ¡No puedes saberlo!
Suzy permaneció tranquila. Siguió apretando la mano de su tía y le
devolvió una mirada confiada y algo autoritaria.
—Tengo que saber —le dijo—. Si no fuera por ellos yo no estaría aquí,
y tengo que saber. Háblame del doctor Crozier. Háblame de los dos chicos
que eran mis bisabuelos. Cuéntamelo todo.

Tom Horton llamó por teléfono a Trish Butler antes de hacer lo que
sabía que tenía que hacer, como si pidiera su aprobación.
—Esta noche voy a hacer que vengan a por mí —le dijo—. Es la única
manera. Quiero que alguien lo sepa por si no vuelvo.
—Suena tan dramático —le dijo Trish—. Pareces cambiado. No creo
que debas hacerlo.
Ella no necesitaba más problemas. Le llegaba con sacar de allí a Harvey
y los niños. ¿Por qué Tom no la dejaba tranquila?
—No he estado bebiendo —dijo Tom—. Me muero por beber algo, pero
no lo haré. Estoy temblando.
—A lo mejor deberías beber algo —dijo Trish un poco malévola.
—No puedo —dijo Tom—. Tengo que hacer esto, y hacerlo bien. No
puedo quedarme dormido o fallar, como ayer por la noche. Es demasiado
importante.
Trish se enfadó.
—¿Qué te hace pensar que vendrán a por ti? Hay montones de gente en
el bosque. ¿Por qué no cualquiera de ellos?
Se hizo el silencio.
—Sé que soy yo —contestó Tom finalmente—. Yo soy el siguiente. Lo
sé.
—No salgas de casa —dijo ella.
Estaba temblando y a punto de gritar.
—Tengo que hacerlo —dijo Tom.
Trish estalló.
—¡Pues venga, adelante! —gritó—. ¿A quién va a importarle?
Y colgó el teléfono.

—Más tarde se les llamó «los niños lobo» —dijo tía Dorothy de mala
gana—. Parece que les empezó cuando llegaron a la adolescencia, y no
había antecedentes que lo explicaran. Era alguna combinación genética
casual, que nadie podía prevenir. El viejo Benjamin F. Royce se había
casado bien, pero debía haber algún error en los genes de Hesther Morris
que se juntó a algún error en los de él. Era lo que en aquellos días se
denominaba «sangre débil». Los hijos fueron perfectamente normales hasta
la adolescencia, e incluso entonces parecían perfectamente normales la
mayor parte del tiempo, hasta que un día… un día…
Durante un rato, tía Dorothy pareció perder el hilo de la narración, o que
la memoria le fallara. Después se tranquilizó y continuó:
—Un día atacaron a su madre con hachas, le desgarraron y abrieron el
vientre, tomaron el niño que llevaba en él y lo mataron también. Y se dice
que se lo comieron. Ocurrió en Mill House, en Roycewood.
Suzy intentó no reaccionar. Podía sentir la conmoción de Victor tras de
sí y le hizo una señal para que se callara y así tía Dorothy pudiera seguir
hasta el final y decirlo todo. Mill House era la casa a la que tío Benjamin
quería que ella se fuera a vivir. De alguna manera había algo en su interior
que siempre había sabido todo esto, que siempre lo había temido.
—Les vieron hacerlo —dijo la anciana—. Si no, jamás se habría
sospechado de ellos. Cuando los vieron estaban desnudos, pero cuando los
encontraron aparecieron pulcros, relucientes y alegres, y no podían recordar
nada de lo que habían hecho. Creo que hoy lo denominaríamos epilepsia
psicomotriz. Un comportamiento violento, automático y psicótico durante
el ataque seguido de una amnesia total.
Suzy podía sentir la fuerza repentina de las palabras de la anciana. Una
diagnosis hecha por su viejo yo, o por una parte de su yo profesional que
todavía se mantenía en la locura. Suzy sostuvo aquella mano fría y
mentalmente la urgió a continuar. Y ella así lo hizo.
—Lo mantuvieron en secreto, claro —dijo—, porque Benjamin F.
Royce era un hombre extremadamente poderoso. Y los chicos parecían bien
hasta que un día los encontraron en la cabaña copulando como perros,
echando baba y espuma por la boca. Después no podían recordar nada. Así
que se los llevó al Instituto para Enfermedades Nerviosas. El doctor Philip
Crozier era su médico. Al principio estaban bien allí. Después los
encontraron unas cuantas veces copulando en el patio de recreo, a veces con
los guardias alrededor, mirando y haciendo chistes. Así que los separaron.
Y fue peor. Después de esto nunca estuvieron cuerdos. Eran como animales
en una jaula, gritaban, echaban espuma por la boca, atacaban a cualquiera
que se acercara, se desgarraban las ropas y la piel y se mordían las uñas
hasta el hueso. Lo leí todo en el informe. La chica estaba embarazada.
Tuvieron que mantenerla sujeta hasta que tuvo al niño. Entonces se lo
quitaron para que lo educara el padre de ella, Benjamin F. Al final se
dejaron morir negándose a comer. El chico no tenía ni 20 años, la chica no
alcanzaba los 18.
Suzy permanecía sentada, totalmente aturdida. Pero también esto lo
sabía ya. ¿Cómo lo había sabido? ¿Qué más sabía que no podía recordar ni
admitir? ¿Qué era aquello que sabía y que tenía que ver con lo que estaba
ocurriendo ahora?
Suzy volvió a mirar a la anciana a la cara. Sus ojos estaban cerrados,
pero temblorosos. Dudó un momento. Esperó. No quería admitir que sabía
lo que venía ahora, quería oírlo y poner fin a las especulaciones, pero al
mismo tiempo quería mantenerlo oculto, encerrarlo y aislarlo como había
hecho tío Benjamin con Roycewood y con tía Dorothy, mantenerlos
encerrados y a salvo, al menos hasta ahora.

Cuando Sarah volvió a casa con el coche, The Vineyard estaba cubierto
por las sombras de los árboles y la colina. Apagó el motor y se quedó
sentada dentro un rato, juntando fuerzas para entrar en la casa. Faltaría poco
menos de una hora para que se hiciera de noche. Antes de eso tendría que
partir con los niños. No podía pasar aquí otra noche más, con George o sin
él.
Bajó del coche y se dirigió a la casa. La puerta trasera se hallaba
totalmente abierta. Le pareció extraño, a pesar de que los chicos no solían
preocuparse de cerrarla al entrar y salir. Pasó a la cocina y se quedó
escuchando. Había un silencio especial. No era el silencio que asegura que
no hay gente en la casa, sino una sensación de silencio forzoso, como si
hubiera alguien escondido, esperando. El corazón de Sarah latía ahora más
de prisa.
—¡Chip, Doug, Chrissie! —gritó—. ¡George! ¿Estáis en casa?
No pudo oír contestación alguna, pero sintió una respuesta. «Aquí hay
alguien —pensó—. Lo siento».
Miró en torno a la cocina vacía y en sombras. Sintió que un grito le
subía a la garganta, después lo detuvo. Por un momento, un juego de luz,
una sombra motivada por el movimiento de la cabeza, un pestañeo o simple
alucinación, le pareció haber visto unos cadáveres colgados de las vigas del
techo, chicos muertos en bata, con los ojos salientes, las lenguas colgando y
los rostros malva, chicos colgados que provenían de un sueño de la infancia
y que de repente la asaltaron estando despierta. Pero no, no había nada,
realmente no había nada.
Después se oyó una voz en la lejanía, una voz baja y apagada, una voz
de niño, que repetía una y otra vez un sonido que ninguna madre pasa por
alto. Pero no era un sonido ansioso o apenado, sino una simple repetición
mecánica, como la de una muñeca. Pero no había duda de que era la voz de
Chrissie farfullando «mamá… mamá…» en la distancia.
Sarah aguzó el oído, inclinó la cabeza y se quedó escuchando. Sí, era
Chrissie, pero no sonaba en su habitación, sino en alguna otra parte, en
alguna parte… Sarah cruzó la cocina en dirección al pasillo, caminando
despacio y siguiendo el sonido.
—¡Chrissie! —gritaba—. ¿Dónde estás, pequeña?
Se quedó escuchando de nuevo. En la planta baja. Allí donde dos días
antes, ¿o tres, o el día anterior?, había encontrado la muñeca en la secadora,
la muñeca atravesada con cuchillos de cocina.
Le pareció oír una risa disimulada, embozada.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
No hubo respuesta. Pero volvió a oír la voz de Chrissie. Abrió
precipitadamente la puerta de la planta baja y se lanzó escalera abajo. Su
mano pasó barriendo sobre el interruptor y lo perdió. Pero al llegar al pie de
la escalera le dio al que allí había. Las luces no se encendieron. Se quedó
parada en la penumbra. La luz del pasillo entraba por la puerta al final de la
escalera y a ella se añadía la que penetraba a través de las ventanas de la
lavandería, al fondo del pasillo de la planta baja.
Sarah se percató de que la voz de Chrissie no procedía de la lavandería
sino de detrás suyo, del fondo del pasillo que conducía a la parte delantera
de la planta baja, que carecía de ventanas. Allá atrás había unos cuartos
trasteros, que raramente se utilizaban, atiborrados de trastos viejos cubiertos
de polvo e infestados de arañas.
—¡Chrissie! —gritaba.
Y oía la voz de la niña que le respondía: «mamá…, mamá…, mamá…».
Una voz espaciada, sin expresión. Sarah avanzó a tientas por el pasillo hasta
llegar a una puerta entornada. La voz venía de allí dentro.
—¡Chrissie! —volvió a gritar.
Empujó la puerta y entró, buscando a tientas el interruptor de la luz. Lo
encontró y accionó, pero las luces no se encendieron. La voz procedía de la
esquina contraria. Sarah avanzó en la oscuridad. Tropezó con varias cajas y
estuvo a punto de caer.
—¡Chrissie! —gritó cuando llegaba.
Pero no encontró a la niña, sino algo duro y frío, algo con bandas y
botones. Un magnetofón.
Funcionando.
Sarah se enderezó y se dio la vuelta, turbada. Por la cabeza le pasaban
un montón de imágenes, y tenía la sensación de que había alguien tras ella.
Corrió gritando hacia la puerta, pero ésta se cerró bruscamente. Se estrelló
contra la puerta, la empujó y golpeó con los puños, lanzando gritos, gritos
auténticos, sin palabras. La puerta cedió un poco pero alguien la empujó
desde el otro lado con una fuerza que ella no podía igualar. Siguió
empujando hasta que le faltó el aire y comenzó a llorar. Tras ella, el
magnetofón seguía diciendo «mamá», y al otro lado de la puerta se oían
gruñidos y risitas extrañas, olfateos y gorgoteos mezclados con quejidos,
suspiros y arañazos, como si una jauría de perros estuviera allí fuera,
babeando por ella.
Sarah se apartó de la puerta, se retiró, tropezando con las cajas, hacia la
pared del fondo, se apretó contra ella, y lentamente se fue hundiendo,
perdiendo totalmente el conocimiento antes de que sus manos tocaran el
húmedo suelo de piedra.

10

—He seguido la trayectoria de todos vosotros, los de Roycewood —dijo


finalmente tía Dorothy, sin abrir los ojos—. Sé que tú no vives allí, pero
también he seguido la tuya. Tu tío Benjamin me visita dos o tres veces por
semana, y te adora. Me lo cuenta todo, y a veces incluso me pide consejo. A
veces me acuerdo de lo que me cuenta, a veces no. Lo mismo pasa con lo
que yo digo. A veces él piensa que yo no recuerdo, pero lo hago. A menudo
tengo ideas que pueden parecer extrañas a otras personas, pero que a mí me
parecen totalmente racionales. Y también a menudo lo que otra gente
considera racional a mí me parece totalmente loco. Me dicen que a veces
camino por las calles y desaparezco durante días, y no lo recuerdo. A mi
madre le ocurría lo mismo, y vivió con mi padre toda la vida. Creo que
prefiero vivir así, como estoy, pero me dicen que me escapo muchas veces y
que siempre estoy intentando hacerlo. Se me ha diagnosticado reacción
esquizofrénica, y probablemente sea verdad. —Se detuvo, abrió los ojos y
se percató de nuevo de la presencia de Suzy—. Y tú te preguntarás qué
tiene que ver todo esto contigo.
—Me pregunto si estás enterada de los problemas que estamos teniendo
en Roycewood —dijo Suzy con voz vacilante y el corazón en un puño—.
Seguro que sabes que mi hermana Nancy ha muerto, pero ¿sabes lo de Flip,
la esposa de Paul?
La tía Dorothy frunció los labios, como si estuviera sorbiéndose los
dientes. Aparte de esto, su cara no daba muestras de emoción.
—¿Cómo mataron a Flip? —preguntó.
Suzy se lo contó con detalle. Y después añadió lo que Victor y ella
acababan de descubrir sobre Nancy. Intentó evitar que los dientes le
castañetearan y le temblaran los miembros. La tía Dorothy se dio cuenta y
le dio unas palmaditas en la mano.
—Venga, venga, querida —le dijo.
Las noticias no parecían afectarla.
Suzy se preguntaba si era su locura la que le permitía escuchar aquellos
horrores del presente sin inmutarse, mientras que temblaba y se
conmocionaba al recordar el pasado. ¿Es que el presente no era real para
ella? ¿Era por eso que apenas se había inmutado con la noticia del ataque de
su marido?
—Te preguntas si la locura de los tatarabuelos ha pasado a los que son
hoy los chicos de Roycewood —dijo tía Dorothy en tono frío—. Y tienes
miedo a decirlo, porque es tan impensable y tú sí que lo has pensado.
Suzy asintió con la cabeza. Las lágrimas le asomaban y los dientes le
castañeteaban sin poder controlarlos. Oía a Victor conteniendo la
respiración tras ella, y veía y sentía los ojos de la anciana ardiendo sobre los
suyos.
—Creo que la respuesta es que sí —dijo tía Dorothy lentamente—. Pero
creo que hay más, más de lo que nunca has imaginado.

11

Trish tardó una hora en reponerse de su enfado. Ahora lamentaba haber


gritado a Tom de aquella manera. «¿A quién le importa?», le había dicho. Y
ahora tenía la respuesta. A ella le importaba.
Harvey seguía encogido en la cama, pero había dejado de gemir. Pokey
estaba en su habitación terminando de preparar las maletas. Los chicos
habían conseguido reunir todas sus cosas después de estar tras ellos toda la
tarde. Era evidente que estaban deseando salir, hacer otras cosas,
probablemente con los Caley. Tenía que reunir a todo el mundo y hacerlos
salir de Roycewood, al menos antes de que los chicos volvieran a
desaparecer. El coche esperaba frente a la puerta principal.
Pero tampoco podía salir corriendo y dejar a Tom hundido en la miseria.
No podía dejar que siguiera adelante con aquella estúpida idea de que se
usaría a sí mismo como cebo para capturar al asesino de Flip.
Trish salió de casa y se dirigió hacia Quarry House, gritando el nombre
de Tom mientras avanzaba por la carretera inundada en sombras.

12
—No sé si quiero saberlo —dijo Suzy a su tía.
Los dientes le castañeteaban todavía y se sentía incapaz de erguirse o de
centrar la visión. Unas oleadas negras de mareo la inundaban.
La anciana estaba ahora tranquila, segura.
—Ahora soy yo la que debo decir que tienes que hacerlo —le dijo. Hizo
un gesto solicitando la otra mano de Suzy y le sostuvo ambas con sus dedos
secos y quebradizos, que ya no temblaban—. No sé si fuiste una de las
escogidas —le dijo—. Pero sé que tu hermana Sarah y tu prima Trish sí lo
fueron. Fue una gran alegría cuando nacieron sus hijos George, Harvey,
William y Douglas. Tu tío Benjamin me repetía una y otra vez lo orgulloso
que estaba de que el nombre y la sangre sobrevivieran después de aquello.
Suzy no podía entender, no quería entender. Quería soltarse de aquellas
manos de bruja, librarse de aquel rostro de bruja que la contemplaba, huir
de la habitación, o hundirse en el suelo, desmayarse, perder el
conocimiento, perder la capacidad de oír o entender, posponer aquel
momento terrible. Quería gritarle a Victor que la salvara, que se la llevara
de allí, que ahogara a tía Dorothy, que detuviera las palabras, que detuviera
los pensamientos. Pero no podía moverse, no podía respirar. Oyó la voz de
Victor tras ella:
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
Eran las primeras palabras que él pronunciaba, y ella desearía que no lo
hubiera hecho.
—Es muy sencillo —oyó Suzy. Y quiso soltar sus manos, taparse los
oídos y borrar las palabras, pero no pudo—. Yo no podía tener hijos, y
adoptarlos, como Paul, no era suficiente para perpetuar el nombre de los
Royce. No serían sangre. Y el hermano de tío Benjamin, tu padre, Suzanne,
no había tenido hijos varones, sólo chicas, chicas y chicas.
Suzy no quería oírlo, daría cualquier cosa por no oírlo. Ahora sollozaba
y suplicaba en silencio, pero tía Dorothy siguió adelante, en un tono casi
orgulloso.
—Pero erais mujeres, Royce de los pies a la cabeza. Él quería el mejor
linaje para llevar adelante el nombre de los Royce, y allí estaban las chicas,
al menos Sarah, Trish y Nancy, abiertas sobre su mesa de reconocimiento al
menos dos veces al año. Eran Royce. Y estaban allí.
Suzy sabía el resto. No quería saberlo, pero lo sabía. Se dejó caer al
suelo, pero las manos de la anciana, ahora extrañamente poderosas, la
sostuvieron.
—Todo lo que se necesita es una pipeta y un momento —dijo tía
Dorothy en tono prosaico—. Una mujer puede pensar que es un frotis de
Pap cuando en realidad se trata de una inseminación. Una inseminación del
esperma de Benjamin hecha en el momento adecuado. Un semental de pura
raza. Una yegua de pura raza. Royce de pura raza.
—Pero no pensó en los malos genes —dijo Victor de repente.
—Sí lo hizo —contestó tía Dorothy—. Pero pensó que valía la pena. —
Respiró hondo—. Y yo estuve de acuerdo —dijo—. Mi marido es un
hombre tan importante que nunca duerme. Es Dios.
—Y ahora son asesinos como los primeros —dijo Suzy, alzando un
rostro arrebatado por la ira.
—Tranquila, tranquila, querida —dijo tía Dorothy mirándola con
expresión grave—. Son lo que yo llamo imps. Injertos en el árbol familiar,
como hacen los hortelanos para mantener un plantel puro y fértil. Puros
Royce. Procreación dentro de la línea familiar.
«Q. V. imps», pensó Suzy. Lo volvería a hacer. Era el último mensaje
que su tío Benjamin había dejado, escrito en una pizarra.
—Ahora deben estar encerrados —dijo tía Dorothy—. Todos. Como yo.
Qué pena.
De repente Suzy se puso rígida y se volvió a Victor. Ahora que el
secreto había salido a la luz iba recuperando el control de sí misma, aunque
todavía le brotaban las lágrimas.
—Los chicos de Sarah —le dijo—. ¡Menos mal que están todavía en el
hospital, menos mal que no están en casa!
—No dejéis que salgan —dijo tía Dorothy.
Cerró los ojos y se echó a dormir.

13

Pronto sería de noche. Tom Horton estaba sentado en una roca al lado
del arroyo, mirando hacia abajo al lugar donde habían hallado a Nancy. Allá
al fondo todo yacía en una sombra profunda. No podía ver el agua, aunque
sí oírla.
Esperaba que vinieran, quienesquiera que fueran. Incluso a pesar de no
haber traído ni el revólver ni el cuchillo, como planeaba, pero esperaba que
vendrían a por él.
Tom intentaba dejar su mente en blanco, apartando todos los sonidos
ambientales: el agua, los grillos, las ranas, los pájaros. A lo mejor si
bloqueaba sus sentidos se darían cuenta y acudirían. A lo mejor si no los oía
tampoco los asustaría.
Cerró los ojos y esperó. El silencio era cada vez más profundo. En la
lejanía oyó la voz de una mujer, que le llamaba. Sabía que era Trish Butler.
Lo dejó de lado. Le pareció oír unas pisadas furtivas detrás suyo. Las apartó
de su mente.
18
El pasado presente

1
Caía la noche. Trish había dejado la casa, y Harvey Butler se recobraba
de su parálisis. Era muy sencillo. «Un hombre no puede vivir sintiendo
miedo», pensaba. Incluso aunque dejara Roycewood con su familia (las
maletas estaban hechas y esperaban ya en el coche), su miedo iría con él.
Era demasiado.
Si tenía que ir a Mill House para hacer frente al terror y vencerlo, había
llegado el momento.
Basta ya de indecisiones. Y de arrastrarse. Y de ser un gallina.
«Tienes que hacerlo —pensó—. El juego puede ser tuyo».
Se levantó y se vistió. Se sentía lleno de energía. En forma. Claro que
estaba asustado. Pero no iba a permitir que eso le detuviera. No esta vez.
Nunca más.
Mill House, la casa del molino. El lugar donde muelen tus huesos para
hacer su pan. El corazón del mal. El lugar donde se esconden los demonios.
Los chicos habían desaparecido, pero Pokey estaba en su habitación.
Harvey le dijo que se quedara en casa y no saliera.
Fuera estaba oscuro. Encontró una linterna. Temblaba, pero estaba
decidido a terminar con aquella locura. No podía permitir que el temor a
Mill House le arrebatara su condición de ser humano. No era un gallina. Ni
un cagado. No era un cobarde.
Se adentró en la oscuridad del bosque.
2
Victor y Suzy volvieron en coche a Roycewood conduciendo a toda
velocidad. Se dirigieron a Manor House, intentando decidir qué hacer.
Sabían que tenían tiempo mientras los chicos de los Caley estuvieran en el
hospital, separados de los Butler. Se preguntaban cómo iban a decírselo a
George y Sarah, a Harvey y Trish, cómo iban a callarlo, a responder por los
asesinos, qué hacer después. Suzy iba recuperando poco a poco el control
de sí misma, pero seguía helada hasta los huesos y no dejaba de temblar.
Manor House estaba tan oscura como la habían dejado dos horas antes,
y al parecer seguía vacía. Entraron con cuidado, portando la Biblia y los
sobres que se habían llevado innecesariamente. Llamaron a la señora Tyson,
pero nadie respondió.
Entraron desolados en la biblioteca, intentando evitar la certeza de que
pronto tendrían que llamar a los Caley y a los Butler, revelarles lo que
sabían y convencerles de que era verdad. No podían mirarse.
Permanecieron sentados, sin moverse, con la mirada perdida en el vacío.

3
Victor y Suzy casi atropellaron a Trish Butler, que corría por la carretera
a casa de Tom Horton. Ella se percató de la palidez de sus rostros, que ni
siquiera dieron muestras de verla. Los perdonó. Sabía que también ellos se
hallaban tensos. Y además había poca luz entre los árboles.
Quarry House parecía viva. Y siniestra. Las ventanas y la puerta de la
planta baja estaban abiertas y una música machacona salía del interior,
algún tipo de soul-disco. Trish entró sin llamar.
—¿Tom?
Le contestó una voz asustada desde el fondo del pasillo.
—No está. Ha salido. Y creo que se ha llevado al niño. No está aquí.
Era la señora Robbins. Su viejo rostro tenía una apariencia frenética.
—Dios mío —dijo Trish—. Tom no se habría llevado al niño. ¿Dónde
está el niño? ¿Sabe adónde iba?
—No señora —dijo la mujer—. No me dijo nada.
—Llame a la policía —le dijo Trish—. Dígales que vengan
inmediatamente.
Se dio la vuelta y salió de la casa. Corrió hacia la parte de atrás, donde
estaba el jardín alpino.
—¿Tom?
No hubo respuesta. El aire estaba tranquilo. Los árboles y arbustos de
los alrededores no se movían. Trish no sabía qué hacer. ¿Buscar a Tom?
¿Buscar al niño? ¿Asegurarse de que sus chicos estaban en casa, sanos y
salvos?
De repente le entró el pánico. Dio media vuelta y corrió hacia la
carretera, sin saber qué hacer. Sintió, o pensó, que alguien, o algo, la
miraba. Podía sentir cómo se le erizaba el pelo de la nuca. Corrió hacia su
casa. El corazón parecía ir a estallarle.

4
Habían estado allí. Tom lo sabía. Los había sentido y oído moviéndose
tras él, estudiándolo, acechándolo. Era totalmente de noche e,
inexplicablemente, se habían ido. Debería haberse dado la vuelta cuando
sintió que le rodeaban. No debería haber esperado a que le atacaran; debería
haber sido él el agresor.
Recordando la vez que había andado a ciegas por el bosque, Tom había
cogido una pequeña linterna. La sacó del bolsillo, la encendió y miró a su
alrededor. No había ojos que brillaran entre las matas. Nada. Se levantó
rígidamente, estiró el cuerpo y emprendió el camino de vuelta hacia la
carretera.
Recordaba haber oído una voz que le llamaba por su nombre, una voz
de mujer. Era Trish, estaba seguro. Pero había sido hacía mucho tiempo.
Esperaba que estuviera bien. Esperaba que no la hubieran querido a ella en
lugar de a él. Sabía que los encontraría.

Harvey Butler iba silbando por los oscuros senderos que conducían a
Mill House. Su linterna le asustaba casi tanto como la oscuridad.
Sospechaba que tras el globo amarillo de luz con el que caminaba le
esperaban bestias voraces y asesinos perversos.
Cuando se acercaba a la mole de Mill House se quedó sin saliva y dejó
de silbar. Las piernas le temblaban terriblemente. Apenas podía moverse.
El sonido antes ahogado por sus silbidos se le insinuaba ahora en la
mente. Gracias al audífono podía identificar el borboteo del agua y el
sonido ronco de los miles de insectos; las ranas croando, haciendo
estampidos, gorjeando; los pájaros de la noche cantando; las alas de los
murciélagos haciendo estremecerse el aire; las mariposas nocturnas
rondando como masas de algodón en torno al haz de luz. «Adelante, chico
—se decía—. Eres Tenzing alcanzando la cima del Everest, eres Ahab
frente a Moby Dick».
Se contempló los pies, que avanzaban lentamente por el camino de
piedra, azotacalles que entraban y salían constantemente de su campo de
visión. Este pequeño piececito se fue a Mill House, este pequeño piececito
se quedó en casa. Se detuvo frente a la gran puerta de roble y mantuvo en
alto la linterna. El resplandor amarillo iluminó la basta textura de la madera,
unida por bandas de hierro. Harvey se vio como la ilustración de un libro de
cuentos infantiles, el pequeño, calvo y gordito Harvey Butler llama a las
puertas del infierno. Doughboy se encuentra a Frankenstein. Frodo frente a
la puerta de un villano, con las Oreas graznando sobre las ramas de los
árboles. El pequeño y rechoncho Harvey Butler, que podía hacer pedazos lo
que le contrariaba como un dios de la guerra.
Llamó con los nudillos y no obtuvo más respuesta que el eco resonando
dentro de la casa, rebotando entre las frías paredes de piedra.
Un gran anillo de hierro bajo la cerradura servía para abrir la puerta.
Harvey lo agarró y le dio la vuelta. El corazón le latía apresuradamente. El
interior estaba oscuro y, por lo que podía ver, vacío.
«Que Dios me proteja», pensó Harvey. Y se internó en la oscuridad.

6
Cuando Sarah recobró el conocimiento era ya de noche. Probó suerte
con la puerta que la había tenido encerrada y la encontró abierta. Se dirigió
sigilosamente hacia la escalera. ¿Había sido sólo un aviso? A su alrededor,
la casa seguía vacía y sorda. Caminó con cuidado por los pasillos, gritando
los nombres de sus hijos y de su marido. No hubo respuesta. Sintió que se
iba quedando helada, que las piernas le temblaban, que la náusea le volvía,
recurrente. Corrió al cuarto de baño y vomitó hasta que se obligó a parar.
¿Dónde estaba Chrissie? ¿Dónde estaban los chicos? Fue a la biblioteca: la
escopeta de George no estaba, y él tampoco. Presa del pánico, Sarah salió
corriendo de la casa, llamando a sus hijos. Iba tambaleándose, aterrada.
Nadie respondía. ¡Sus hijos! Estaban en el bosque. Sabía que estaban en el
bosque, en peligro.
Cuando estaba en el acceso al garaje las luces de un coche pasaron
barriendo a su lado. Unas largas sombras se abalanzaron sobre ella y se
retiraron cuando el automóvil se acercó por la carretera de curvas. Antes de
que llegara reconoció la forma de las sirenas y se dio cuenta de que era
Frank Viele.
Dudó un momento. Sus hijos estaban fuera, en la oscuridad de la noche.
No quería que Frank la viera, ni que la ayudara. Dio media vuelta y se
internó corriendo en el bosque.

7
George Caley dio la vuelta a Manor House, manteniéndose tras los
setos. Llevaba la escopeta en una mano y una linterna en la otra, aunque
ésta iba apagada en este momento. Había hecho que Chrissie dejara el
enclave con la señora Hooper dos horas antes, cuando se dio cuenta de que
le molestaba profundamente la ausencia prolongada de Sarah. Mierda con
ella, había pensado. Sabe cuidarse sólita, la bruja. Había dicho a los chicos
que se quedaran en casa y había salido de caza. Ya había dado la vuelta a la
mitad del enclave pero no había visto nada, y todo lo que había oído eran
cosas que no podía ver. Pero le gustaba moverse, hacer algo positivo.
Había luces en Manor House, y George sabía que no debería ser así.
Una hora antes había pasado por la puerta de entrada y se había detenido a
hablar con O’Hara. Éste le había dicho que la señora Tyson había salido a
mediodía hacia el hospital, para cuidar al doctor Royce, y que los Morita la
llevaban en su coche. Ninguno de ellos volverían a pasar la noche al
enclave.
¿Y si encontraba a los alemanes saqueando la casa? ¿Debería disparar
primero y preguntar después? Pensó que sería lo mejor. Sentía cómo se
levantaban en su interior la tensión y la ira. Agarró más fuerte la escopeta.
George estaba a punto de entrar en la casa, con la escopeta lista, cargada
y gatillo a punto, cuando se encontró con el Peugeot a la entrada.
Era Victor. Debería haberlo sabido. George se dirigió tranquilamente a
la puerta y entró en la casa.

Frank Viele corrió hacia donde había visto desaparecer a Sarah, con las
llaves y hebillas tintineando y llevando en la mano una linterna que por su
forma curva parecía un arma.
No tenía la intención de venir aquí. Unas horas antes, en la carretera,
había pensado que jamás volvería a ver a Sarah, o que esperaría a que ella
le buscara. Antes de una hora ya no podía soportarlo.
Ella estaba preocupada. Sabe Dios lo que sentía. Y pensándolo bien,
sabía que también estaba en peligro. Los otros asesinatos de Roycewood
habían sido de mujeres. Sarah podría ser la siguiente.
Había estado dando vueltas, sin hacer caso a las voces de detención.
Tenía que hablar con ella, protegerla, abrazarla. Ella sería capaz de hacer
cualquier cosa, cualquier tontería. Tenía que detenerla.
Entró en el bosque llamándola a gritos. Después se paró para tratar de
oír una respuesta o algún ruido que le indicara hacia dónde estaba.
No se oía nada. No había más sonidos que el de su respiración y el
canto de los insectos. Sintió un hormigueo sobre la piel.

9
George Caley abrió la puerta de la biblioteca y entró con la escopeta en
la mano. Sólo vio unos ojos abiertos y vacíos por el terror que se lanzaban
hacia él y se clavaban en los suyos.
—George —dijo Victor.
—¡Deja eso! —dijo Suzy.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó George.
Suzy y Victor cruzaron una mirada y después miraron de nuevo a
George. Suzy fue la primera en recobrarse.
—Siéntate, George —le dijo—. Es mejor que te sientes y dejes la
escopeta.
Él no quería, pero sintió que ella sabía, pudo verlo en su mirada abatida.
Se sentó y dejó la escopeta sobre una silla a su lado.
—¿De qué se trata? —preguntó.
Se percató de cómo el terror invadía los ojos de Suzy, como si de
repente hubiera recordado algo.
—¿Qué tal los chicos en el hospital? —le preguntó.
—Ah, están bien —contestó George—. Ya están en casa.
Victor lanzó un quejido y George se volvió hacia él, pero Suzy
continuó:
—¿Estás seguro de que están en casa?
—Sí —respondió George.
Entonces Suzy se lo contó, sin que Victor la ayudara, y George no dijo
ni una palabra, sino que se quedó mirándola con el mismo ceño fruncido y
la misma expresión enojada hasta que terminó. Después se levantó, se
acercó al teléfono y marcó un número. Esperó un largo rato.
—No están en casa.
Y volvió junto a la silla para coger la escopeta.

10

Trish entró corriendo en la casa, sudorosa y temblando. Dio un portazo


tras ella. Había estado buscando y llamando a Tom, pero él no había
contestado. Que el maldito idiota hiciera lo que quisiera, que se matara, ella
no iba a quedarse allí fuera en la oscuridad ni un momento más.
Los había sentido; la habían seguido, la habían acechado a sólo unos
metros de la casa. Se había vuelto mientras caminaba, intentando verlos.
Pero no estaban allí. Se había echado a correr y los oía tras de sí. ¿Oyó unas
risitas? Había sentido que en cualquier momento algo duro y afilado la
golpearía entre los omóplatos, que la echaría al suelo y la desgarraría. Había
sentido el punto donde iba a ser el golpe. Había perdido el control. Pero
logró llegar a casa.
No podía dejarse caer. Tenía que cerrar puertas y ventanas, echar las
cortinas, coger un arma, proteger a su familia y a sí misma, llamar a la
policía. Las maletas estaban ya en el coche. Los chicos habían ayudado.
Ahora a sacar a Harvey de la cama y hacer marchar a Pokey.
Estaba llorando. Se apartó de la puerta y caminó por el pasillo. Intentó
llamar a alguien pero no pudo, no le salió más que un grito ahogado. Le
faltaba el aire, y en su interior sólo sentía el vacío y los golpes del corazón.
Tenía que recuperarse.
Al llegar a la escalera se reclinó sobre el pasamanos. Respiró hondo y
agachó la cabeza para controlar el mareo, aquella negrura que la estaba
inundando.
—¡Billy! ¡Harve! —gritó, pero no le salió más que un graznido
sofocado.
Subió al primer piso deslizándose sobre la pared. Las habitaciones
estaban vacías. Antes de llegar al segundo sabía que también allí lo estarían.
Pero se equivocaba. Pokey apareció en pie junto a la escalera, llorando
y con el pulgar en la boca.
—¡Se han ido! —gritó Pokey—. ¡Todos se han ido!
Trish cogió a la niña por la mano y se la llevó fuera de la casa, tirando
de ella. Volvió a adentrarse en la noche gritando los nombres de sus hijos
con todas sus fuerzas. Esperaba que no fuera demasiado tarde.

11

Harvey dio un paso y entró en Mill House. Ya estaba hecho. La


humedad fría del lugar lo envolvió y siguió por el pasillo. Esperaba que la
puerta se cerrara bruscamente tras él, pero no fue así, a pesar de que una
corriente fría repentina le golpeó la cara y le pasó rozando.
En la casa se oían ruidos, correteos y crujidos, pisadas y gemidos. A lo
mejor eran los suyos. A lo mejor los del molino, vivo y atormentado, cuyos
huesos de madera respondían al movimiento del agua y del viento, al
calentamiento y al enfriamiento del aire o a la atracción distante de los
planetas y las estrellas. O a lo mejor eran los sonidos de espíritus, diablillos
u ogros, invisibles pero tangibles, monstruos de los lugares húmedos,
oscuros y fríos que se arrastran haciendo que se te pongan los pelos de
punta y te tiemblen los miembros. Demonios.
La linterna de Harvey iluminó el pasillo hasta la primera habitación. Él
entró lentamente, temblando y escuchando los arañazos en las ventanas y
las paredes y los gemidos y vagidos que parecían proceder de debajo de la
casa, del sótano, donde se esconden los terrores. O del fachado, donde
criaturas aladas y sedientas de sangre cuelgan boca abajo de las vigas
putrefactas. Sobre él podía oír el golpeteo de sus excrementos cayendo
sobre el suelo.
La primera habitación contenía muebles viejos y burdos, en los que se
sentía todavía el trabajo de la madera. Había bancos y una mesa de
caballete muy bien conservados, así como aperos de molinos apoyados en
las paredes y colgando sobre la chimenea. Una vieja rueda de molino servía
como mesita para el café. Todo tenía un color mortecino bajo la luz de la
linterna.
Y aquella luz amarilla le permitía ver también los rastros cruzándose en
el suelo: huellas de cascos de un animal encabritado y de pequeños pies
desnudos, marcas de zapatos aquí y allá, las largas líneas barridas por
ratones y ratas de unas paredes a otras, los trazos de cieno donde cosas
derrumbadas habían arrastrado su cuerpo por la oscuridad.
Había un olor fétido, húmedo. Harvey avanzó por el pasillo con las
rodillas temblando y agarrando fuertemente la linterna. No se echaría a
correr. Nada de ser gallina. Afrontarlo. Ir a por ello con entusiasmo. Por
debajo del olor húmedo pudo sentir otro olor: moho y podredumbre,
cebollas y patatas olvidadas en la despensa y filtrándose por las bolsas, el
pescado de la semana pasada dejado sobre el radiador, montones de caca de
perro pisadas y untadas, mofetas muertas junto a la carretera.
Le sorprendió lo que encontró en la siguiente habitación: un arsenal de
basura de varios centímetros de altura, cajas de comida congelada rotas y
desparramadas, cajas de helado rezumando líquido, latas de Coca-Cola
vacías o empezadas, botellas de vino rotas, latas de sopa y de salsa de
tomate vacías, agujereadas con cuchillos o dardos y soltando gotas secas de
pulpa roja, cajas de galletas vacías vertiendo migas, compresas y pañuelos
de papel ensangrentados, rollos de papel higiénico desenrollados, montones
de pañales de bebé, juguetes rotos, ejemplares de Playboy con brillantes
vulvas abiertas, periódicos destrozados, bolsas manchadas de grasa y
rellenas de plumas ensangrentadas, pilas de excrementos y escombros que
cubrían la alfombra de debajo, una alfombra que rezumaba un líquido
negruzco con puntos de moho. Un montón de basura por el que se escurrían
las ratas.
De repente Harvey oyó con claridad el vagido de un niño. Era claro,
pero sonó durante tan poco tiempo que no podía estar seguro de haberlo
oído.
Mill House le aprisionaba, zumbaba y murmullaba a su alrededor como
un enjambre de abejas. El calambre que le recorrió el cuerpo le dejó débil,
como derritiéndose. El vagido volvió a oírse otra vez, era casi un grito,
parecía tan cerca. Dio un salto. Pero sabía que venía de debajo de sus pies,
de un enrejado en el suelo a través del cual se levantaba un vapor mohoso,
una comunicación con el sótano, con el mundo inferior habitado por
criaturas que reptaban y siseaban a la luz del día. «Una cruz —pensó—.
Necesito una cruz». No podía moverse.
Volvió a oírse el vagido, era un bebé sufriendo, atormentado. Le
destrozaba los nervios. Un terror repentino agitó su frágil resistencia, y su
control de sí mismo se desparramó como el agua de una bolsa agujereada
por mil cuchillos. Era un terror más sobrecogedor que el pánico, un terror
que le encogía, le mojaba los pantalones y hacía castañetear los dientes, un
terror que de repente lo dejó empapado en sudor, le derritió los huesos y
corrompió su voluntad.
El bebé gritó otra vez pidiendo ayuda, y él se sintió desgarrado por la
necesidad de contestar, acudir y rescatarlo. Se quedó temblando en la puerta
de la habitación llena de basura. Le temblaban tanto las manos que dejó
caer la linterna. Esta se rompió y Harvey quedó perdido en la oscuridad.
Sólo se veía la luz mortecina de las estrellas al fondo del pasillo, tras las
ventanas.
El bebé del sótano estaba sufriendo y tenía que ir a ayudarle. Pero ¿y si
era un truco de un ogro para atraerlo hacia los chupasangre y el lodo? ¿Y si
lo conducía hacia sábanas de citoplasma voraz que lo engulliría y
devoraría? Allá abajo había el tipo de cosa culebreante que uno encuentra
bajo los maderos podridos tras la cálida lluvia. Allá abajo estaban las
ventosas poderosas de esponjosos tentáculos, una masa viscosa y desnuda,
un enjambre de células como un apestoso cáncer, espirales y ruedas
dentadas, ramas y glóbulos de plasmodea que lo engullirían y digerirían, y
escupirían después lo que quedara. ¿Y si…?
Pero Harvey no podía soportar el llanto del niño. Avanzó a tientas,
palpando las paredes mohosas, hasta que encontró la puerta que llevaba al
sótano. Cruzó el umbral hacia los oscuros brazos de aquello que le esperaba
allá abajo.

12

Primero Sarah se escondió entre los árboles hasta que oyó a Frank Viele
pasar cerca y alejarse. Después siguió su búsqueda, llamando a Chip y
Doug. Sabía que de nuevo la seguían, que tenía que avanzar en silencio. Se
movió con más cuidado, extendiendo las manos al frente para tocar y
apartar los arbustos. La pálida luz de las estrellas apenas le permitía ver por
donde iba.
¿Eran ellos los que la seguían? ¿O era él otra vez? ¿O los unos y el
otro? ¿Dónde estaban sus hijos? ¿Por qué estaba ella allí? ¿Adonde se
dirigía?
El suelo bajo sus pies era pantanoso. Se hundía hasta los tobillos, y el
barro la absorbía más y más a cada paso. Pudo percibir el olor de
vegetación podrida. Las ramas le arañaban, le daban latigazos. Después el
suelo se hizo más firme y llegó a un arroyo de piedras.
Sarah lo cruzó lo más silenciosamente posible, deslizándose sobre las
piedras. Se daba cuenta de que todavía la seguían. No se paraba, sino que
avanzaba lo más rápido que podía hacia donde estaban sus hijos, hacia
donde tenía que salvarlos, hacia donde algo la arrastraba sin que ella pusiera
nada de su parte.
Entonces encontró un sendero, flanqueado a un lado por el arroyo de
piedras y al otro por un pequeño canal. El caz del molino. De repente supo
adonde se dirigía.
Mill House.
Apresuró la marcha, pero controlando cada paso. Sentía que unos ojos
le atravesaban la espalda. Cerró los ojos y se dio cuenta de que podía
avanzar así tan bien como con ellos abiertos.
Sintió algo enfrente. Abrió los ojos y vio la negra silueta de Mill House.
Había alguien también delante de ella.
Había alguien a su lado.
Y tras ella.
De repente todos estaban a su alrededor, ladrando, gruñendo.
Vio quiénes eran, incluso a pesar de la oscuridad. Se echó a correr hacia
la puerta de Mill House, quitándoselos de encima. Se abalanzó contra la
puerta y se arrojó al interior. Ellos la seguían, aullando.

13

Esta vez Tom Horton no iba tambaleándose. Avanzaba con paso firme,
iluminando el suelo con la linterna y pisando con seguridad y control. No
sabía dónde estaba ni a dónde se dirigía, pero sabía que había algo que tenía
que hacer. Los encontraría. Su cuerpo se lo decía. Se lo decía con firmeza y
seguridad. Su cerebro ya no sabía qué buscaba su cuerpo, pero lo seguía.
Oía un movimiento delante suyo, y sabía que era allí donde tenía que llegar.
Un pie avanzaba primero, y después el otro, y él contemplaba cómo
aplastaban las hojas podridas, se hundían en el suelo fangoso, chapoteaban
el agua y marchaban por un sendero. Parecía que había un grupo de perros
un poco más adelante, como abordando algo. Avanzó de manera automática
hacia aquel ruido.

14
Salieron corriendo de Manor House. George iba delante, con la linterna
y la escopeta, y Suzy y Victor intentaban seguirle, gritando «¡no!» para
detenerle. Tan pronto como se internaron en el bosque oyeron los ladridos y
los aullidos, como un grupo de perros o lobos rabiosos.
No era lejos. Cerca de Mill House. George corrió hacia los ruidos,
abriéndose paso entre los arbustos. Victor y Suzy seguían los tambaleos de
la luz. Primero corrían cogidos de la mano, tropezando. Victor se soltó y se
adelantó para intentar alcanzar a George y quitarle el arma.
Suzy pensó que no era posible, que no podía estar ocurriendo. No quería
pensar, no quería sentir, quería estar en otra parte, lo que sabía le daba
náuseas, a cada paso sentía el estómago golpeándole el corazón y
pegándosele a la garganta. Sentía al niño rebotando en su vientre.
Tenía la sensación de que sus pies no acertaban con el suelo, como si
cada paso adelante representara dos hacia atrás. Quería detenerse, alcanzar
a Victor, abrazarle, besarle, hacer el amor con él, olvidar todo lo demás.
¿Qué estaba haciendo allí?
Pero delante de ella, el haz de luz, el estampido de los pasos de George,
de los de Victor, de los suyos, corrían hacia una obscenidad de su propia
carne y sangre a que no podía enfrentarse.
Párate. Quería tiempo para detenerse. Quería tiempo para cerrar los
ojos. Quería morirse y poner fin a la pesadilla. Pero de repente ella, y
Victor, y George estaban ante Mill House, dentro de Mill House, entre ellos.
Aullaban en las sombras, en torno a un cuerpo extendido. Sarah.
Se volvieron hacia Suzy. Olieron su embarazo, y ella lo sabía. Sabía que
ahora querían el niño de su vientre.

15

En el sótano de Mill House, Harvey podía oír los garrapateos, gritos,


aullidos y ladridos sobre él. Se alejó tambaleándose, avanzando a tientas a
través de pasadizos llenos de moho que conducían hacia el lugar donde
estaba llorando el bebé. Estaba seguro de que en cualquier momento pisaría
un nido de serpientes o de sapos, que unas bestias voraces lo desgarrarían.
Pasó la última puerta y se halló temblando sobre el sonido del niño. No
estaba seguro de que debiera agacharse y tocarlo. Le sobrecogía el temor de
que lo que yacía a sus pies, gritando como un bebé atormentado, no fuera
un bebé. Sabía que si se inclinaba algo helado, viscoso y tremendamente
poderoso le agarraría las manos, tiraría de él, se abalanzaría hacia su
garganta con dientes puntiagudos y le rasgaría la yugular.
No tenía ni una cerilla para iluminar la habitación y ver qué era aquello
que levantaba sus brazos hacia él. De repente ya no le importaba. De
repente los aullidos y los gritos que oía sobre su cabeza le forzaron a actuar.
Simplemente quería poner fin al terror, a la indecisión y la cobardía, quería
parar inmediatamente aquellos vagidos y gorgoteos patéticos.
Harvey se inclinó, tocó y encontró al bebé cálido y mojado. Lo cogió y
salió tambaleándose por los oscuros pasillos hasta que sintió que tenía que
detenerse y gritar. Entonces vio una luz pálida, encontró la escalera y se
arrojó hacia los atroces sonidos de arriba.

16

George no podía soportar aquel sonido. Le destrozaba los nervios, le


atravesaba el corazón. Le parecía haberlo oído en pesadillas de muerte y
desmembración en lugares fríos y oscuros a donde no llegaba la luz, en
recuerdos ocultos bajo el pensamiento tan viejos como la humanidad
misma, lobos, osos y leones rondando el campamento en torno al fuego, un
sonido que debía detener antes de que le volviera loco. Oía a Victor a su
lado, sentía que le tiraba del brazo, lo oía gritando «¡no lo hagas!».
Perros rabiosos, pensaba George. Lo que veía eran perros rabiosos.
Babeando. Rociando espuma. De niño había visto perros rabiosos, perros
que ladraban a cualquier cosa que estuviera cerca, que se ladraban a sí
mismos.
George se volvió hacia Victor. Le apartó la mano de la escopeta y miró
a sus ojos suplicantes.
—Si intentas detenerme te mataré —le dijo.
George vio frente a él el cuerpo extendido de Sarah, con los brazos
despatarrados, como una muñeca rota. No sabía si estaba viva. Sólo sentía
su ira, su necesidad de atacar. Perros rabiosos rondando a Sarah,
encarándose a él, ladrando.
Pero no eran perros. Eran chicos. ¡Sus hijos! ¡Los hijos de los Butler! O
los que pasaban por ser sus hijos: ¡hijos de los Royce!
La sangre le bullía en la cabeza, se estremecía, lloraba, aullaba en un
grito de angustia. Apuntó hacia las figuras que se movían. Sus dedos
tensaron una y otra vez el gatillo. Las cargas explotaron y las figuras
saltaron. Los chillidos de dolor rasgaron la habitación. Brazos que
golpeaban, piernas pataleando.
George abrió el arma, llorando y rodeado de gritos, y volvió a cargarla.
Todas las manos se posaban sobre él, las de Victor, las de Tom, las de Viele,
pero él se mantuvo firme, apuntó y disparó dos veces más. Cerró los ojos
ante aquellas criaturas cubiertas de sangre que se desplomaban y
arrastraban hacia él mostrando las partes descarnadas de sus cuerpos. Dos
de ellos le llamaron «papá». Cayó de rodillas y soltó el arma.

17

Tom Horton se quedó mirando los cuerpos desnudos de los chicos,


destrozados y extendidos, mirando al policía que se inclinaba sobre Sarah,
que gritaba. Se volvió y miró a George Caley, arrodillado y llorando. A su
lado estaba la escopeta, rota.
Tom se acercó a George, se arrodilló frente a él y escuchó sus sollozos y
las voces de los otros. Intentó ver los ojos escondidos de George. Al final
Tom se inclinó, rodeó a George con sus brazos y lo acercó a sí.
—Ojalá yo lo hubiera hecho —le dijo al oído—. ¡Si yo pudiera haberlo
hecho!

18
Trish, que tiraba de una Pokey llorosa, los encontró en Mill House. Vio
a Victor y Suzy abrazándose, a Frank Viele tocando a Sarah mientras ella
yacía apretándose contra los cuerpos ensangrentados de sus hijos, vio a Tom
Horton abrazando a George, que sollozaba, vio a su marido con el niño de
Tom en brazos y contemplando la escena con ojos atónitos desde el otro
lado de la habitación.
De repente se sintió fuerte, ni siquiera tenía ya dificultades para respirar.
Soltó la mano de Pokey y cogió la linterna de George, que había caído al
suelo. Caminó hacia donde yacían sus hijos. Sus chicos. Sus pequeñines.
Pasó sus dedos sobre los cabellos revueltos y llenos de sangre, sobre los
rostros cada vez más fríos. Demasiado tarde.
Demasiado tarde. No podía echarse a llorar.
19
Epílogo

Tenía abiertos los grandes ojos azules, profundos como océanos,


misteriosos como la marea. Sabe Dios dónde estaría su mente. La piel le
colgaba, fláccida. La mandíbula caída dejaba su boca abierta, y a Suzy le
hubiera gustado poder cerrarla.
Al paso de una nube, el sol iluminó con luz dorada sus mejillas y su
barbilla, quitándole color a los ojos. Le quedaba tan poco de vida. Ni
siquiera pestañeaba.
Suzy le miraba, expectante y triste, pero no sentía odio. Le gustaría
poder hablar con él, compartir con él sus sentimientos. Le habían dicho que
no podía hablar. Le habían dicho que no podía entender. No lo comprobó.
Había encontrado su testamento metido en la Biblia. Había dejado sus
posesiones a sus hijos. A Chip y Doug Caley y a Harve y Billy Butler,
ahora todos muertos. Y a otros hijos que todavía no habían nacido,
cualquiera que fuera su apellido, siempre que en algún momento lo
cambiaran por el apellido Royce.
Pero primero le había confiado a ella la hacienda, siempre y cuando se
trasladara a vivir a Roycewood.
Ella intentaba entender. A lo mejor lo haría algún día. De momento no
lo creía posible.
Recordó las notas de los partes médicos que había cogido en su oficina,
las anotaciones sobre el momento, la temperatura y la inseminación secreta
en las fichas de Nancy, de Flip, de Sarah… ¿en la suya?
Pero no había encontrado su ficha. Por ninguna parte. No podía estar
segura. Todavía no.

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