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SAGA ROMANCE Y LETRAS 4. Una Esposa Inadecuada. Hilda Rojas

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Contenido

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Epílogo
«Hazte digno del amor y este vendrá.»
Louisa May Alcott
Capítulo I
Londres, 19 de noviembre de 1819.

La señorita Emma Jane Cross, hija de lord Rothgar, tomó


la mano ofrecida por el lacayo y bajó del carruaje mirando
por primera vez Bellway House, la casa de su tía Iris, lady
Grimstone. Era una hermosa y sólida residencia moderna de
dos pisos que brindaba espacio y comodidad a sus
habitantes, sin llegar a ser ostentosa a pesar de estar en el
exclusivo barrio de Mayfair.
Emma arregló uno de sus rubios y rebeldes mechones
que se había salido de su peinado y lo llevó detrás de su
oreja. Suspiró, ella no quería estar ahí.
―¡Al fin llegamos! ―exclamó Iris jovial llegando al lado
de su sobrina, alzó la vista con orgullo y satisfacción ante la
fachada de la casa―. ¿Qué te parece, querida?, ¿no es
adorable?
―Es una casa muy linda ―concordó Emma con
sinceridad. Pero no podía evitar reflejar en su rostro las
pocas ganas que tenía de estar en Londres.
―No ponga esa cara, señorita Cross. Le vendrá bien una
temporada aquí ―tranquilizó con un afable tono paternal
Adrien Thompson, vizconde Grimstone, el nuevo esposo de
Iris. Contrajeron segundas nupcias hacía cuatro meses.
Fueron amigos de infancia y, tras perder el contacto por casi
treinta años, el amor surgió cuando se reencontraron
dándoles un segundo aire a sus vidas que ya estaban
hechas.
Emma volvió a suspirar, no debía estar ahí
interrumpiendo a los recién casados. No importaba que
ambos sobrepasaran las cuatro décadas, debían tener
tiempo para estar a solas, no con una invitada que no
deseaba estar ahí.
Maldijo su mala suerte.
«Ian Thompson, bien muerto estás, gran pedazo de
mierda ambiciosa», pensó soez Emma por enésima vez
desde las fiestas de Pascua de Resurrección.
Ian fue un pariente lejano del vizconde Grimstone que
aspiraba a que el título se quedara en la rama de su familia
a cualquier precio ―y eso incluía el asesinato sistemático de
los herederos―. Emma, por defender a su prima política,
Katherine, hija de lord Grimstone, le disparó en la rodilla a
Ian e impidió que la situación pasara a mayores.
Por ese hecho, todo el mundo en Brockenhurst ―el
pueblo de dónde provenía Emma― la sindicaba,
injustamente, como asesina, dado que Ian desapareció del
pueblo de la noche a la mañana junto con su familia.
Lo que sucedió en realidad fue que, tras ser enjuiciado,
Ian fue sentenciado a muerte y fue a parar a la horca. El
resto de su familia se fue a vivir a Escocia, escapando del
estigma que dejó el ambicioso muchacho, antes de que los
alcanzara. Y por más que la familia de Emma intentó aclarar
el hecho, fue infructuoso, el daño estaba hecho. En el
pequeño pueblo de Brockenhurst, el rumor se había
retorcido lo suficiente para quedar en el inconsciente
colectivo que Emma era una asesina impune.
Por ese motivo, sus padres la enviaron a Londres con su
tía Iris, para que escapara de aquel escándalo y, si tenía
suerte, que también encontrara marido. A sus veintitrés
años, Emma todavía tenía una oportunidad. Pero la señorita
Cross no coincidía con las esperanzas de sus padres, no era
tan optimista al respecto, puesto que consideraba que el
hombre de sus sueños, simplemente, no existía, y no
pretendía casarse por conveniencia, aunque la vida de
soltera no fuera tan auspiciosa.
―Ah, mi hijo se lució esta vez ―comentó Iris satisfecha,
ajena a los pensamientos de Emma. Tomó del brazo a su
sobrina y comenzaron a subir los peldaños de la escalinata
que daba a la puerta de acceso que ya estaba abierta―.
Esta casa fue su regalo de bodas.
―Fue muy generoso de su parte. ―Emma sonrió―. ¿Mi
primo sigue siendo su dolor de cabeza? ―preguntó
socarrona.
―Greg sigue estando soltero ―dijo lacónica como
respuesta afirmativa―. Al menos está enmendando su
insano libertinaje y está ocupando su tiempo con algo
productivo. Si vieras el estropicio que causó él mismo con
sus excesos. ¡Sus administradores estaban estafándolo en
sus narices!
―Y si está tan complicado con sus finanzas, ¿cómo fue
que le regaló esta casa? ―interrogó con cierta suspicacia.
―Era de él, se la heredó tu difunto tío Charles ―explicó
Iris―. Una propiedad menos por la cual él tendrá que
preocuparse mientras estemos vivos.
―Entiendo…
Para Emma, Gregory era un pariente que siempre fue un
ser lejano, y no solo por su título de duque, el cual tuvo que
asumir desde los diecisiete años, sino porque sus vidas
nunca congeniaron por diversos motivos.
Cada año, desde que Emma tenía memoria, tía Iris
viajaba desde Londres, con su esposo, hijos y su sobrino,
Angus, para visitar a su familia materna en Brockenhurst y
se quedaban un par de semanas. Cuando Gregory era niño,
él solo compartía con los tres hermanos mayores de Emma,
quienes la olvidaban esos días y la excluían de sus juegos,
por lo tanto, ella se veía obligada a jugar con sus primas y
sus muñecas. Y ya siendo adulto, Gregory era casi obligado
a continuar con esas visitas junto con tía Iris y Angus ―sus
primas se fueron casando en el transcurso―, y él se
limitaba a salir de juerga junto con Angus y levantarse
tarde, apenas coincidiendo con ella en la cena.
Y, si bien Angus tenía las mismas costumbres que
Gregory, era más maduro, compartía más con ella y la
familia, por lo que tenía un lazo más estrecho.
Con Gregory, en cambio, siempre hubo una especie de
barrera. Era unos cinco años mayor que ella y sus vidas
eran tan diferentes e incompatibles como el agua y el
aceite. Podría decirse que eran unos completos extraños
que solo compartían un vínculo sanguíneo.
Eso fue hasta esa última visita que él hizo para las fiestas
de Pascua de Resurrección, en abril de ese año.
Con sus hermanos casados, ella era la única que podía
«entretener» al duque, dado que él, sorpresivamente, había
dejado de lado las fiestas, los burdeles y el alcohol. Y Emma
jamás imaginó que lo iba a pasar tan bien a su lado, porque
ella no era precisamente una dama de compañía
convencional. Carreras a caballo, practicar tiro al blanco con
pistolas, cazar conejos, plancharle los bolsillos jugando a las
cartas. En cada competencia, en cada desafío, ella lo
superaba, y él, lejos de enojarse, la provocaba a ir más
lejos.
Cuando sucedió lo de Ian, después de aquel disparo, él no
le reprochó su actuar ni la trató como si fuera una mujer
debilucha, impulsiva o tonta. Gregory solo se limitó a
abrazarla y se quedó con ella hasta que, horas más tarde,
por cansancio, se durmió.
Y después, como cada año, él se fue.
«Idiota», masculló Emma mentalmente. Lo hacía cada
vez que recordaba a su primo. Detestaba reconocer que lo
hacía a menudo. Porque él, sin ninguna intención, le hizo
anhelar y disfrutar de su compañía, haciendo aguda esa
sensación de soledad que la rondaba desde hacía un par de
años.
―Bien, querida ―dijo Iris sacándola de sus turbulentas
cavilaciones. Ya estaban en el amplio vestíbulo de la casa y
la servidumbre estaba alineada, listos para recibirlos―. Te
presento a Hamilton, nuestro mayordomo. ―El hombre que
se inclinaba con respeto tenía la apariencia de un boxeador
más que de un mayordomo, a Emma le daba la impresión
que las costuras de su traje se le iban a reventar en
cualquier instante. Luego dirigió su atención hacia un grupo
de mujeres―. Aquí están Priscilla, Rose y Prudence, ellas se
encargan de las labores domésticas. ―Las muchachas
hicieron una leve reverencia sin alzar la vista―; nuestro
chef, el señor Baudin, y Penélope será tu doncella…
―Tía, no necesito doncella ―interrumpió Emma, dando
con la mirada una elocuente disculpa a la muchacha, quien
no alcanzó a disimular su sorpresa alzando sus cejas―,
puedo vestirme y peinarme sin…
―Sí, es necesario, querida ―desestimó Iris de inmediato,
antes de que Emma siguiera esgrimiendo excusas―. Me
acompañarás a todos mis eventos sociales y no puedes ir
con la ropa desaliñada que usas en casa de tu padre… y
tampoco usarás ropa de hombre ―decretó, de un modo tan
encantador y tan determinado, que a su sobrina no le quedó
escapatoria―. Mañana iremos al atelier de madame Collier,
para que tengas un nuevo guardarropa. Noviembre y
diciembre son meses muertos aquí en Londres, por lo que
tendremos todo el tiempo del mundo para prepararte para
la temporada que inicia en enero…
Emma emitió un quejido que no correspondía a una
señorita, y menos a la hija de un barón ―aunque el
susodicho perteneciera a la aristocracia rural―, pero que sí
demostraba su profundo lamento por tener que verse en la
obligación de acudir a esas reuniones sociales, donde todo
el mundo, a juicio de Emma, se pavoneaba ostentando todo
lo que poseían; mucho dinero, hipocresía, altanería, y poco
cerebro.
―No pretenderás quedarte encerrada como en
Brockenhurst ―continuó Iris impertérrita a las protestas de
su sobrina y se dirigió a la servidumbre―: Muchas gracias a
todos por recibirnos, pueden continuar con sus labores.
Hamilton, por favor, que suban el equipaje de la señorita
Cross a su habitación y luego, si fuera tan amable, envíe té
y pastitas a la salita celeste ―ordenó afable. La
servidumbre, con silenciosa eficiencia, desapareció del
vestíbulo.
Iris volvió a tomar del brazo a su sobrina. Adrien las
secundaba aguantando la risa, le encantaba ver a su esposa
en acción.
―Si tienes suerte, en esos eventos sociales que detestas
encontrarás un marido que tolere todas tus extravagancias
―argumentó emocionada, al tiempo que abría la puerta y
entraban a una hermosa y luminosa sala; papel mural,
cortinajes, tapices y alfombras ostentaban los tonos que le
daba su nombre. Aquel lugar era todo lo que la señora de la
casa necesitaba para recibir amistades, escribir la
correspondencia, entretenerse y dedicar su tiempo en las
labores de administración doméstica de Bellway House. En
el centro de la estancia había cómodas y austeras poltronas
que rodeaban una mesa de centro, una pequeña biblioteca
llena de libros y un escritorio.
―Que tolere mis extravagancias… ¡¿Extravagancias?!
―repitió Emma incrédula.
―Extravagancias ―insistió Iris sonriendo con malicia, y
con un gesto la conminó a sentarse en una de las
poltronas―. Sé de tu afición a muchas cosas que no
corresponden a una señorita de tu posición y tu madre me
ha encargado que corrija esos comportamientos
indeseables…
―¡¿Indeseables?! ―volvió a interrumpir Emma.
―Indeseables ―afirmó Iris con suficiencia―. Pero, me
temo que tu madre es muy ingenua, en realidad eres
incorregible, querida. ―Emma abrió su boca formando una
asombrada «O»―. Vas a ser todo un desafío, no basta con
tus preciosos ojos grises que acompañan esa carita tan
inocente. Creo que nuestro plan de ataque debe ser, al
contrario de lo que piensas, la honestidad. No podemos
ocultar tus «peculiaridades», porque tarde o temprano
terminarás metiendo la pata. Por el contrario, si te muestras
tal como eres (guardando las proporciones), más de algún
caballero podrá apreciar la joya que eres.
―Creo que su plan no funcionará, tía ―rechazó Emma
arrugando la nariz y negando con la cabeza―. Le
recomiendo que no se esfuerce tanto, yo estoy a unos
meses de convertirme en solterona y así me voy a quedar.
―Eres la señorita número dos millones que dice eso, y
necesitas mucho más que esa frase para persuadirme. No
subestimes a los hombres, querida ―aconsejó en su vasta
sabiduría―. Cuando menos lo imaginas ellos te pueden
sorprender gratamente ―afirmó sonriéndole a su esposo
que le guiñaba un ojo con complicidad.
―No somos el enemigo ―intervino Adrien, quien estaba
sentado en una postura relajada, cruzando sus pies―. El
problema de las mujeres es que la mayoría de los hombres
son idiotas.
―Y esos ya están casados, no te preocupes, querida
―agregó Iris―. Un hombre inteligente no se casa con la
primera debutante hermosa que encuentra, sino con aquella
mujer que sea igual o mejor que él tanto en espíritu como
en intelecto. Ya ves a tu primo Angus, él es muy feliz con
Katherine, ella lo sacó de las garras de la muerte y de la
soltería, y lo mantiene en vereda sin esfuerzo.
―Lo de ellos fue algo muy raro y especial. No hay forma
de comparar ―rebatió Emma con escepticismo de hallar
algo así de hermoso. El amor era algo que ella deseaba
encontrar, pero siendo como era, dudaba que un hombre
fuera lo suficientemente valiente para aceptarla sin sentir
amenazada su masculinidad.
―Me basta con que pongas de tu parte y me acompañes
a donde vaya. Tomaremos el té mientras preparan tu
habitación. Hoy descansaremos, el viaje me ha dejado
exhausta.
Emma arqueó una de sus cejas con franca incredulidad.
No había poder en esta tierra que dejara a su tía exhausta.
En ese momento, golpearon la puerta, Priscilla traía el té.
*****

Gregory, desnudo de la cintura para arriba, recibió el


golpe en el abdomen que le sacó todo el aire de los
pulmones. Sus rodillas flaquearon y cayó al suelo.
―¡Fin del tercer asalto! ―decretó el árbitro.
Jadeando, Gregory fue a su esquina. Angus Moore, conde
de Corby, su primo, le dio agua y le dio una esponja para
que se limpiara el sudor de la cara y el pecho.
―¿Estás bien, Ravensworth? ―preguntó Corby eufórico
por la pelea. Solo tenían treinta segundos para el
descanso―. Ese ojo te va a quedar morado.
―Estoy bien ―respondió bebiendo un largo sorbo de
agua―. Solo le estoy dando ventaja.
―Menuda ventaja de tres asaltos. Si sigues así, serás el
primer duque de Ravensworth en no dejar descendencia
―advirtió serio, sin ánimo de bromear―. Deja de perder el
tiempo y termina antes de que te deje estúpido con tanto
golpe. Toma una naranja, para que no te desmayes
―aconsejó y Gregory recibió la fruta pelada, comiéndola en
dos mascadas―. Yo soy el que debería estar golpeando a
ese infeliz para defender el honor de Katherine, no tú.
―Pero tú vas a ser padre ―señaló Greg con la boca
llena―… y apenas llevas una semana boxeando, ese cretino
solo quería molerte la cara. Tiene mucho más experiencia
que tú.
―Más vale que se disculpe.
Gregory se limpió la boca con el antebrazo, al tiempo que
tragaba.
―No te preocupes. Nadie ofende a mi familia en mi
presencia y se va sin recibir su merecido.
―Termina pronto. Ve, terminó el descanso.
Gregory se dirigió al centro del básico cuadrilátero que se
conformaba poreran cuatro estacas que delimitaban el área
de pelea. Se puso en guardia flexionando un poco las
rodillas, adelantó su pierna izquierda y alzó sus nudillos
desnudos a la altura de sus ojos.
Su contrincante lo miró y, altanero, sonrió de medio lado
pensando que a ese duque engreído le quedaba poco
tiempo para seguir de pie.
El árbitro inició el asalto.
El oponente de Gregory era lord Brompton, un hombre
alto y corpulento que medía cinco pies y nueve pulgadas de
altura, a diferencia del duque que, a pesar de ser una
pulgada más alto, era un poco más delgado y aparentaba
ser más débil.
Brompton, orgulloso por su imponente estado físico, que
provocaba miedo y respeto, era también un par del reino,
un marqués de rancio abolengo, que se ofendía cuando
alguien sin pedigrí se unía a la aristocracia. En su inflamada
y desdeñosa verborrea, había osado llamar a la esposa de
Corby como «la condesa fregona». Era de dominio público
que lady Corby, a pesar de ser sangre azul, no renegaba de
sus orígenes humildes. Y aquella afrenta, provocó la ira de
Angus y Gregory, quienes estaban practicando en la
academia de boxeo para caballeros del 13 de Bond Street.
Gregory llevaba un año boxeando, y aunque al principio
no practicaba tan seguido, el señor Jackson, el dueño del
club, le había animado a tomárselo más en serio, puesto
que tenía mucho talento pugilístico. El único motivo que
Ravensworth tuvo para unirse al club, fue un vano intento
por despejar su mente de su inesperada impotencia sexual,
y evadir los fantasmas de la sífilis que ya se había llevado a
tres de sus compañeros de juerga en el último año.
Luego de probar todo para curar su paranoia de estar
contagiado ―porque según numerosos médicos, estaba
sano― e impotencia sexual, Gregory tocó fondo y, cuando lo
hizo, decidió que, en vez de revolcarse en su miseria, iba a
gastar su energía física en el club de boxeo tres veces a la
semana por dos horas y concentrar sus pensamientos y
esfuerzos en salvar el ducado.
Aquella sabia decisión, fue solo el comienzo de sus
problemas. Después de llevar una década de hedonismo y
decadencia, descuidó a tal extremo sus labores como
duque, que había delegado sus responsabilidades a sus
administradores a quienes apenas supervisaba. Y, cuando
volvió a tomar las riendas de la administración, se dio
cuenta de que estaba a punto de perderlo todo. Las deudas
no se pagaban, las propiedades no se atendían, los
inquilinos estaban furiosos con su señor y, para más inri,
detectó un descarado desfalco a las arcas del ducado.
Llevaba alrededor de seis meses recuperando el tiempo
perdido, y ser lo que su padre siempre le encomendó;
continuar con el legado y proteger a la familia. A su madre,
la delicada situación financiera se la ocultó todo lo que pudo
pero, finalmente, tuvo que aceptar que la carga de la
omisión era más pesada que la verdad. Al menos con ello,
Iris había dejado de presionarlo para que se casara. A sus
veintiocho años, una esposa era lo que menos necesitaba
en ese momento.
Pobre y sin una erección, no había esposa, herederos ni
un matrimonio exitoso.
―¡Vamos, Greg! ―exclamaba Angus a viva voz―.
¡Pártele la cara!
Lord Brompton asestó un potente derechazo hacia el ojo
de Gregory, quien lo evadió con facilidad, sorprendiendo al
marqués. Solo bastó medio segundo de vacilación y Gregory
propinó una serie de cuatro rápidos y certeros golpes en el
abdomen, y un gancho al ojo izquierdo de Brompton.
El marqués, desorientado, ya estaba viendo doble y no
sabía a cuál de los dos duques debía golpear. Hubiera
jurado que Gregory iba a volver a caer tras el último asalto.
Se había confiado, debió suponer que ese payaso no jugaba
limpio. Propinó un golpe hacia la mandíbula, el cual no dio lo
suficiente en el objetivo. En cambio, no vio venir el
puñetazo que se incrustó en sus costillas.
Brompton gruñó de dolor y, lleno de ira, intentó agarrar
del cabello a Gregory, dispuesto a romperle los huesos de la
cara. Ya no le importaba que ese fuera un movimiento
ilegal.
Pero Gregory lo anticipó, con un ágil y simple cambio de
posición de sus pies, esquivó el artero ataque y volvió a
propinar una ráfaga de cinco golpes directos a la cara. El
tiro de gracia fue un potente derechazo en el abdomen.
Sin remedio, las rodillas de Brompton tocaron el suelo y
no fue capaz de volver a levantarse. Su cara estaba
completamente magullada y casi no podía respirar por el
contundente castigo. Negó con su cabeza, en un claro
indicio de que no podía continuar.
―¡Fin del combate! ―decretó el árbitro―. ¡Lord
Ravensworth gana el combate!
Voces masculinas cargadas de euforia celebraron la
victoria de Gregory. Los amigos de lord Brompton le
ayudaron a levantarse. Con lo poco que le quedaba de
orgullo, el marqués enderezó su postura y miró a Angus.
―Le ofrezco mis más sinceras disculpas a lady Corby
―dijo lord Brompton, dando una adolorida pero solemne
inclinación―. Nunca más volveré a ofenderla.
―Disculpas aceptadas ―dijo Angus, conforme con el
lamentable aspecto del marqués―. Mañana llévele un ramo
de flores a mi esposa, como muestra de buena voluntad.
―¿Rosas?
―Ella prefiere las margaritas. Es una mujer de gustos
sencillos.
―Serán margaritas, entonces.
Lord Brompton se retiró de la estancia con lo que
quedaba de su dignidad. Gregory se acercó a su primo con
una sonrisa triunfal.
―¿Qué me dices, Angus? ¿Me veo guapo para
presentarme esta noche ante mi amada madre? ―interrogó
guasón y conocedor del éxito que tenía entre las damas por
su peculiar combinación de cabello negro y ojos verdes, los
cuales resaltaban más debido a que el verano pasado su
piel se había tostado por estar trabajando bajo el sol en su
propiedad principal en el campo en Windlesham.
Angus tardó unos segundos en procesar aquella
información, luego hizo una mueca de dolor y se llevó las
manos a la cara, exasperado consigo mismo.
―No me digas que llegó hoy. ―Gregory asintió ufano―.
¡Condenación! ¡Lo olvidé!
―Más te vale llevar a Katherine. ―Le dio unas palmaditas
de consuelo en la espalda a Angus―. Bien, me retiro, nos
vemos a la noche.
Gregory se dirigió al vestidor para asearse. Esa noche no
solo vería a su madre. También iba a estar ella.
Resopló, quería verla.
Capítulo II
Gregory tocó la aldaba de la puerta de Bellway House.
Había llegado a pie a la casa de su madre. La residencia
ducal, Westwood Hall, quedaba relativamente cerca y no
necesitaba de un carruaje o un caballo.
Esa era una de las cosas que había cambiado en el
transcurso de los últimos meses. Antes, Ravensworth vivía
en un cómodo departamento de soltero en el exclusivo
barrio de Albany, un lugar donde no podían entrar madres ni
hermanas ―y, claramente, eso no detenía a Iris―. Ahora
que se tomaba en serio las responsabilidades de su título,
había vuelto a la casa donde vivió hasta los veintitrés años.
En aquella época, no veía la necesidad de mantener una
propiedad tan grande si vivía solo. Su madre vivía con
Angus y sus hermanas ya estaban todas casadas.
Había olvidado que Westwood Hall era el corazón del
ducado de Ravensworth. Todo lo que necesitaba para
administrar su legado estaba ahí, por lo que redujo su vida a
la austeridad. Solo usaba dos habitaciones, el dormitorio y
la biblioteca ―donde también comía―, motivo por el cual,
el servicio se reducía al mayordomo, la cocinera y la
muchacha de la limpieza.
Al volver a sus raíces, Gregory se había dado cuenta de lo
estúpido que había sido.
Hamilton, el mayordomo de Bellway House, abrió la
puerta y, al reconocer la visita, hizo una leve inclinación y le
hizo pasar. El hombre, imperturbable ante el golpeado
aspecto del duque, recibió el abrigo y el sombrero de
Gregory.
―¿Qué tal es volver a la vida de mayordomo? ―preguntó
Gregory, relajado―. ¿Mejor que el boxeo?
―En ciertos aspectos es mucho mejor, su excelencia
―respondió Hamilton permitiéndose esbozar una inusual
sonrisa―. Pero a veces dan ganas de estampar los nudillos
en la cara del chef ―confesó tronando los nudillos.
―Dios libre a Baudin cuando te colme la paciencia
―sentenció Gregory riendo―. Sé estoico, es difícil hallar un
chef francés… que sea realmente francés y que no solo
haga una mala imitación del acento.
―Con lady Grimstone en casa, podré tolerarlo ―afirmó el
mayordomo con sinceridad―. Ella lo mantiene a raya.
―¿Y cómo está el ánimo de mi madre?
―Excelso ―respondió alzando sus cejas.
―No sé si eso es bueno o malo para mí… ―dudó
Ravensworth. El mayordomo se encogió de hombros de
buen humor, e hizo el ademán de guiar al duque hacia la
sala de estar―. No te molestes con anunciar mi visita,
Hamilton, de seguro mi madre sabe que soy yo.
―Insisto, su excelencia. Siempre es un placer presenciar
sus encuentros.
―Eres un cotilla ―apostilló el duque, guasón.
―Si me permite…
Hamilton dirigió sus pasos dignos hacia la sala de estar.
Gregory sonreía a sus espaldas, quién hubiera dicho que
ese boxeador que le hizo ganar unas apuestas, fuera un
mayordomo que no encontraba trabajo por la mala
reputación que había sembrado su ultimo patrón en
venganza, por haber intervenido por defender a su patrona
de la brutal golpiza que estaba recibiendo.
El mayordomo abrió la puerta de la sala de estar, y
Gregory esperó detrás.
―Su excelencia, lord Ravensworth, milady ―anunció
Hamilton solemne.
Gregory se internó en la estancia, en ella se encontraban
Iris, Adrien, Angus y Katherine.
No estaba Emma. Una punzada de decepción se instaló
en sus entrañas.
―¡Greg, queri…! ―El saludo de Iris quedó en el aire y fue
reemplazado por un grito ahogado que acompañó el rostro
desfigurado de la impresión―. ¿Pero qué le ha pasado a tu
cara? Pareciera que te la pisó un caballo ―interrogó yendo a
su encuentro. Gregory la abrazó y le besó la mejilla. Ah,
jamás imaginó que iba a extrañar tanto a su madre.
―Mamá ―le susurró al oído, e inspiró el aroma familiar.
Se separó de ella sonriendo burlón―. No te preocupes, no
es para tanto. ¿Angus no te ha dicho nada? ―preguntó
arqueando una ceja y mirando acusador a su primo.
―No, ese bribón no me ha contado. Ahora veo por qué.
―Bueno, para tu tranquilidad, yo fui el que gané. Imagina
cómo quedó mi contrincante. Pero será más divertido que
Angus te cuente lo que sucedió.
―Muchachito insensato ―masculló Iris con cariño y le
acarició la magullada cara, sin importarle que le raspara la
áspera barba a medio crecer de Gregory―. Con ese aspecto
te pareces a Charles.
Gregory esbozó una sonrisa. Se sentía culpable, no le
llegaba ni a los talones a su padre.
―Saludaré al resto ―se dispensó Gregory besando
nuevamente a su madre. Se dirigió hacia Adrien y le
estrechó la mano―. Lord Grimstone, un placer verlo de
nuevo.
―El placer es todo mío, muchacho. Es bueno tenerte en
casa ―afirmó dándole unas palmadas en la espalda.
―Estuve en Windlesham, volví hace una semana. El
campo me mantuvo muy ocupado, uno no se da cuenta del
paso del tiempo, pero no me quejo ―respondió sonriendo.
Sí, definitivamente, había sido un estúpido al dejar en
manos de otros su responsabilidad, no era tan malo después
de todo.
―Así veo… Ya hablaremos de ello, tengo un par de
proyectos para unos cultivos y quiero saber tu opinión.
―¿Mi opinión? ―interpeló incrédulo―. Apenas estoy
tomando el ritmo, no creo serle de mucha ayuda.
―Te recuerdo que estamos en las mismas condiciones.
Dos cabezas piensan mejor que una.
―Conversaremos, entonces, después de la cena.
―Papá, no monopolices a Ravensworth ―terció
Katherine. En su cara solo había felicidad―. Al fin llegas,
granuja ―saludó irreverente a su primo político. Le dio un
beso en la mejilla―. Gracias ―le susurró guiñándole un ojo.
―Fue divertido ―aseguró Gregory y no pudo soslayar el
vientre abultado de Katherine―. Cada vez estás más
redonda ―comentó indiscreto, mas feliz por su primo y su
esposa. Usualmente, un hombre no le decía ni una palabra a
una mujer en estado de buena esperanza respecto a su
condición. Pero Katherine era especial, no estaba
contaminada por esa santurrona mojigatería de la
aristocracia sobre algo tan natural.
―Y es maravilloso estar así de redonda ―aseguró
dichosa―. No hallo la hora de tener a mi bebé en mis
brazos.
―Espero que Angus no se desmaye ese día ―bromeó de
buen humor.
―Te ves peor que esta mañana ―intervino Angus,
haciendo una mueca que torció su boca, casi sintiendo el
dolor de su primo―. Mañana no saldré a ninguna parte, solo
para ver a Brompton entrando a Pearl Palace con un ramo
de margaritas para Katherine.
―Creo que, justamente, pasaré por ahí. Será una
maravillosa coincidencia ―concordó Gregory socarrón.
Los tres rieron de buena gana. Después de tres meses
separados por sus responsabilidades y obligaciones, era
gratificante estar reunidos en familia.
Pero, dentro de toda esa alegría, algo inquietaba a
Gregory. No se atrevía a preguntar por Emma. Iris le había
confirmado en su última carta que ella vendría a Londres,
no obstante, su prima no daba luces de estar ahí. De hecho,
se sentía molesto. Sabía que Emma sentía aversión por
Londres, pero nunca habría pensado que era cobarde, al
extremo de no venir.
―Perdón por la tardanza. ―Escuchó Gregory la voz
agitada de Emma y él, en el acto, dio media vuelta.
Lo primero que vio fue a una hermosa mujer rubia,
ataviada con un simple y elegante vestido azul que velaba
sus atributos, mas dejaba en evidencia otros. Era increíble,
solo habían pasado seis meses y ella se veía más madura.
Sin embargo, intuía que Emma seguía siendo la misma
joven indómita que recordaba. Las mejillas encendidas de
ella le provocaron un atisbo de ternura. Cada cierto tiempo,
volvía a su memoria la imagen de la tez siempre arrebolada
de Emma. Él sabía que no estaba así porque ella fuera
tímida. Emma corría, o en el mejor de los casos, caminaba
rápido, pero jamás lo hacía de un modo lánguido como
todas las damas. Se preguntó si una mujer tan enérgica
como ella paseaba, solo por el simple placer de disfrutar
una caminata lenta prendada de su brazo.
Dejó de divagar.
―Pues valió la pena, querida ―afirmó Iris dándole una
mirada aprobadora y le tomó las manos―. Te ves hermosa.
Emma esbozó una sonrisa, no muy convencida. Debía
reconocer que su doncella se había esmerado por hacer que
su apariencia fuera más sofisticada. Pero no era para tanto.
Solo era su apariencia, seguía siendo ella, con sus
«extravagancias indeseables».
―Gracias, tía.
Emma se separó de Iris, saludó con una reverencia a lord
Grimstone y, al finalizar, recorrió la estancia con la mirada.
Lo primero que vio fueron los intensos ojos verdes de
Gregory clavados en ella, se sintió expuesta ante el
escrutinio de su primo.
¡Pamplinas!
Pamplinas o no, Emma no pudo dejar de mirarlo, no
parecía ser él… su aspecto había cambiado de un modo
radical y no precisamente por su cara golpeada. Su cuerpo,
su piel, esa barba, todo en él era más tosco. Si antes
Gregory destilaba elegancia y sofisticación, ahora era un
hombre que vestía con más sobriedad y sencillez, la cual no
le restaba un ápice a su virilidad. ¿Seguiría siendo el mismo
hombre de hace seis meses? ¿O solo era el exterior?
Él sonrió ampliamente, mostrando una alegre hilera de
dientes. Se acercó a ella a paso decidido y le tomó las
manos con familiaridad. Emma sintió el impulso de
retirarlas, sintiendo temor por esa sensación extraña que le
produjo el contacto, pese a que ambos tenían los guantes
puestos.
«No seas tonta, se lo puede permitir, ¡somos primos!»,
pensó Emma con desesperación.
―¡Bienvenida a Londres! Y yo que pensaba que te habías
acobardado. ¡Soy un idiota redomado! ―Fue el particular
saludo de Greg. Emma sintió algo parecido al alivio, al
menos, la voz de él era la misma de siempre.
―Si tú dices que eres un idiota, yo no soy quién para
rebatirlo ―replicó sin una pizca de respeto, obteniendo una
sonrisa guasona de Ravensworth―. Gracias por tu
bienvenida ―contestó Emma, haciendo una leve
reverencia―. Debo admitir que era necesario alejarme un
tiempo del pueblo. Faltó poco que me salieran persiguiendo
con antorchas y trinches ―bromeó haciendo un exagerado
gesto dramático.
―¡Eso hubiera sido terrible! ―exclamó en el mismo tono
y rió―. Pero no permitiremos que te aburras aquí… Mi
misión será devolver las horas que me dedicaste en
Brockenhurst para hacer que mi estancia fuera algo
inolvidable ―ofreció relajado.
―No me opondré a ninguna actividad recreativa que me
propongas, mientras sea decente ―puntualizó, conocedora
de la fama del duque en la capital, la cual era cien veces
peor que en Brockenhurst―. Hasta yo tengo mis límites.
―No es divertido si es decente ―desestimó indolente
bajando un poco la voz―. Pero por ti haré la excepción
―agregó, volviendo a usar el tono normal. Su madre se
acercaba con el ceño fruncido. Soltó las manos de Emma.
―¿No puedes evitar ser un granuja y comportarte?
―interrumpió Iris―. Contrólate, tu prima es una dama.
«¡Já!», gritó la mente de Gregory, «lo que tiene de dama,
lo tengo de santo».[JPT1]
―No puedes negar que Emma no es como las demás
―replicó Gregory―. No tiene esa ridícula sensiblería
femenina. Y, eso, es un cumplido ―agregó, mirando a
Emma con elocuente convicción.
―Como sea ―espetó Iris―. Solo compórtate…
―Si me disculpan, iré a saludar a Angus y Katherine
―anunció Emma, prácticamente huyendo de ambos.
―Ve, querida ―autorizó Iris con los ojos centrados en su
hijo mayor, mas la atención de Ravensworth siguió a Emma
por un segundo. Iris se aclaró la garganta.
―Por favor, Greg, sé cuidadoso con tu prima, te recuerdo
que no están en el campo. No la puedes exponer a las
habladurías de Londres que son infinitamente más feroces
que en Brockenhurst ―exigió Iris en un severo susurro―. No
solo está aquí para escapar de las malas lenguas, sino
también para que encuentre un esposo.
Gregory reprimió el impulso de abrir su boca por la
sorpresa.
―¿Ella te lo pidió? ―interrogó entrecerrando sus ojos. Era
imposible que Emma sucumbiera a los convencionalismos,
ella no era así.
―¡Desde luego que no! Celia y Daniel me pidieron el
favor de propiciar un enlace. Si antes era difícil que ella se
casara, ahora es peor. Solo hay que encontrar a un hombre
que se enamore con locura de ella y que acepte su forma de
ser, porque por conveniencia… ―Iris dejó la frase en el aire
y negó con su cabeza―. ¡Dios nos asista! Es un caso
perdido. Solo espero que, si se queda soltera, al menos su
reputación no quede en entredicho, y menos por alguna
tontería tuya. Algo inocente para un hombre, puede arruinar
la vida de una mujer. [JPT2]Creo que eso lo tienes más que
claro.
―Mamá, creo que he dado pruebas suficientes de que
estoy enderezando mi vida.
―Y eso es fabuloso, querido. Estoy orgullosa de ti…
―convino―. Por lo mismo, tendrás que acompañarnos a
todas mis reuniones sociales cuando comience la
temporada.
El rostro de Gregory se transformó en una máscara que
reflejaba todo su horror.
―¡Oh!, ¿por qué? ―preguntó en un quejido.
―Ya me has demostrado que estás enmendando tu
camino, y también los demás deben verlo. Eso solo lo
lograremos asistiendo a los eventos sociales que yo
frecuento, no a los de tus dudosas amistades.
Amistad, el último año Gregory había aprendido a
diferenciar a los verdaderos amigos, los cuales podía contar
con los dedos de la pata de una gallina. Como ya no era un
mujeriego juerguista y vicioso, sus «amigos»
desaparecieron paulatinamente en el transcurso del año.
―Les servirá a los dos ―prosiguió Iris implacable―. No
he olvidado que sigues soltero. Tal vez, si ahora te dedicas a
mirar con otros ojos a las damas casaderas, encontrarás
una esposa más que adecuada…
El gong que anunciaba la cena resonó en la estancia,
salvando a Gregory del ataque sorpresa de Iris, quien ya
llevaba varios meses sin mencionar el escabroso asunto del
matrimonio. Era casi un milagro.
No obstante, Gregory ya no huía del tema como antes,
producto de su absurda inmadurez. Ahora, lo evitaba porque
se encontraba en un gran dilema, estaba de acuerdo en que
debía sentar cabeza, pero también quería hacerlo bajo sus
términos. Llevaba más de un año sin concretar un encuentro
sexual debido a su impotencia. En su mente, todavía
quedaban resabios de su paranoia respecto a un posible
contagio de sífilis, aunque los síntomas no se habían
manifestado.
Por lo tanto, el primer requisito que debía cumplir su
futura esposa, era que despertara su deseo. Y nadie, a lo
largo del último año, había logrado tal proeza, a excepción
de…
Emma.
De todas las mujeres sobre la tierra, ella, la más
inadecuada; indómita, independiente, terca, marimacho,
atrevida, irreverente, marisabidilla y contumaz; solo Emma
había podido despertar algo de esa libido dormida, y eso no
era lo único, también había surgido un sentimiento nuevo,
uno que él no podía describir. Aquello sucedió en
Brockenhurst y, en ese momento, Gregory no quiso
profundizar ese lazo que los unía, sentía que su parentesco
era una barrera suficiente para desistir en averiguar qué
pasaba si avanzaba un poco más. No era tan solo una
mujer, era su prima, y si cometía el más mínimo error con
ella, acarrearía una catástrofe familiar que su madre no le
perdonaría jamás.
En ese entonces, Gregory decidió alejarse, olvidar, abocar
sus esfuerzos a comenzar a recuperar el poder económico
del ducado. Pensó que, si su prima había logrado que una
mínima parte de su deseo retornara a su vida, entonces,
cualquier mujer podría.
Para su gran desdicha, no fue así, intentó fijarse en otras,
pero ni en Londres ni en Windlesham, ninguna mujer fue
capaz de lograr lo que Emma había provocado.
Y ahora lo confirmaba; verla, hablar con ella, sentir de
nuevo esa distendida familiaridad, le estaba haciendo hervir
la sangre como si tuviera quince años.
¿Qué diablos iba a hacer? Emma sentía una aversión al
matrimonio sin amor. Su madre tenía razón, un hombre
debía amar con locura incondicional a su prima para tolerar
todas sus peculiaridades, porque ella no iba a cambiar. Ella
exigía más de lo que cualquier hombre podía ofrecer.
«Yo no soy cualquier hombre». Gregory se asustó de lo
que su mente manifestó tan resueltamente. Odió sentirse
tan fuera de sí, debía tranquilizarse. Ya no era ese hombre
impulsivo que arriesgaba todo sin pensar en las
consecuencias.
―No te quedes ahí parado, hijo. Escolta a tu prima al
comedor ―ordenó Iris, sacando bruscamente a Gregory de
sus turbulentas cavilaciones.
Aclaró su garganta, buscó con la mirada a Emma y le
ofreció el brazo. Inspiró hondo el aroma a violetas que ella
emanaba con sutileza, pero para él, era como un ariete
intentando penetrar en sus fosas nasales, como si fuera una
especie de complot para su autocontrol.[JPT3]
Resopló, iba a ser una larga cena, una muy, muy larga
cena.
Capítulo III
Era lunes, el tercer día que Emma vivía en Londres. Como
cada mañana, su doncella entró en su habitación para el
ritual de aseo matutino y prepararla para un nuevo día.
Penélope era muy habladora y entusiasta, su espíritu alegre
era contagioso, por lo que Emma siempre salía con una
sonrisa de buen humor adornando sus labios.
Emma se preguntaba si algún día su tía se quedaría
quieta. Siempre había algo que hacer, no existía la
tranquilidad en Bellway House.
El día sábado fueron al atelier de madame Collier en Bond
Street para tener una jornada maratónica de moda. Emma
no podía negar que encargar algunos vestidos nuevos y
comprar accesorios era algo justo y necesario. No era lo
mismo que recurrir a la modista del pueblo, que si bien
hacía un buen trabajo, solo estaba enfocado para la vida del
campo. Tener unos cuantos vestidos de fiesta no era un
atentado a su forma de ser, que disfrutaba de las cosas
simples. Un poco de frivolidad no era malo para su espíritu
femenino ―porque lo tenía―. Le impresionó constatar que
la nueva tendencia de moda era resaltar la cintura para
obtener la silueta de un curvilíneo reloj de arena, por lo que
el corte que antes estaba justo debajo del busto, había
bajado varias pulgadas.
Según Iris, esa moda era, particularmente, muy
halagadora para Emma, quien poseía un cuerpo núbil que
era capaz de dejar a muchos caballeros prendados con tan
solo verla.
Emma lo dudaba, en cuanto ella abriera la boca, esos
mismos caballeros huirían despavoridos.
El domingo por la mañana tenía toda la apariencia de que
iba a ser un día sosegado. Fueron a la iglesia y luego
visitaron a Angus y Katherine, quienes estaban
compartiendo con sus amigos, los marqueses de Bolton,
Margaret y Michael Martin, una encantadora pareja ―y
protagonista de un gran escándalo el año anterior― que
esperaban la llegada de su cuarto hijo. Justo a la hora del té,
Margaret comenzó a tener contracciones y todo se volvió un
feliz caos.
En resumidas cuentas, por lo que decía el mensaje de
Angus y Katherine, tras un rápido parto, la pequeña y
saludable lady Laura nació a las once y media de la noche,
lo que convirtió a los marqueses de Bolton en felices padres
y a Angus en padrino.
Mientras bajaba las escaleras, Emma comenzó a sentir
una inquietud. Sentía la necesidad visceral de experimentar
la libertad que le brindaba vivir en el campo, donde
solamente era cosa de ir a las caballerizas, tomar a su
querido Gastón, emprender una carrera a rienda suelta y
hacer cualquier actividad que la llenara de esa satisfacción
de hacer algo a la perfección; practicar tiro al arco o con
pistolas, supervisar las tierras con su padre o, simplemente,
dar una buena caminata al aire libre hasta llegar al lago
para pescar o leer un buen libro. Sabía que esas actividades
no eran algo que fuera demasiado útil en la vida de una
mujer soltera, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Tenía tanta libertad para realizar algunas actividades, sin
embargo, como era una dama, no se le permitía estudiar
más de la cuenta, ni tampoco que se le ocurriera la
ignominiosa idea de trabajar o poner un negocio. No era
propio de su rango social.
Pero sí era aceptable casarse con un hombre, procrear a
sus vástagos a cambio de un techo y comida. Emma
consideraba que un matrimonio por conveniencia era similar
a la prostitución o la esclavitud.
Por eso quería un matrimonio por amor. No había en él,
ese intercambio frío de favores, sino todo lo contrario, se
formaba un equipo, una suerte de compañerismo donde
cada uno cumplía un rol, mas no era absoluto, se
fusionaban, amalgamaban a la perfección, en igualdad. Se
vivía la vida, juntos.
Debía admitir que era una romántica, y no se iba a
disculpar por ello.
Ese ejemplo de maravillosa y perfecta compenetración la
veía en Iris y Adrien, Angus y Katherine. Ellos le confirmaban
que era posible lograr esa casi utópica sociedad, eran muy
diferentes a sus padres, que si bien se tenían respeto y
cariño, había algo que los separaba y los mantenía en una
cordial distancia.
Ella no quería eso para su vida. Quería amor, pasión,
experimentar esa paz intensa que era vivir un
entendimiento tan profundo, una afinidad tan suprema, que
era capaz de permitir que un hombre y una mujer
alcanzaran una unión próspera para sus mentes, cuerpos y
espíritus.
Emma suspiró, dudaba poder lograr algo así de sublime,
sentía que vivía en el país equivocado, rodeada de los
hombres equivocados y quizás en un tiempo equivocado.
Por lo pronto, quería algo, una pizca de la libertad que
había dejado en Brockenhurst.
Emma detuvo sus pasos y resopló. Nada de eso podía
hacerlo en Londres sin un acompañante. Al parecer, Gregory
era el único que podía secundarla en todas esas actividades
sin recriminarle nada. Ser solo su prima era una ventaja, tal
vez si fuera otra mujer, él estaría sermoneándola con qué es
apropiado o no para una dama. Iba a comprobar si el
ofrecimiento de su primo solo fue una vana cortesía o si, de
verdad, él se iba a encargar de que ella no cayera
irremediablemente en el pozo de la desesperación.
Con esa idea en mente, Emma continuó con su camino
para ir a desayunar.

*****
Emma miraba por la ventanilla del carruaje que
traqueteaba por Brook Street. El frío otoñal de esa tarde se
colaba al interior del coche, pero Iris y Emma cubrían sus
piernas con una manta de piel y conservaban el calor de sus
pies con ladrillos calientes.
―Quiero hacerle un regalo especial a Adrien ―reveló Iris
logrando la atención de su sobrina―. Y tú, mi querida
Emma, me vas a ayudar a encontrarlo.
―Ah, entonces ¿no vamos a ir al atelier de madame
Collier? ―interpeló desconcertada.
―No, iremos el viernes. Esto fue solo una mentirita
piadosa para Adrien ―confesó sin sentir culpa alguna.
―Pobrecito. Tía, eres malvada con él ―acusó socarrona.
―El fin justifica los medios, querida. Toda mujer debe
saber eso ―afirmó relajada―. Para compensarte por
participar involuntariamente en este engaño, te invitaré a
tomar un chocolate caliente en el Gunter’s cuando
terminemos nuestra misión.
―Usted sabe cómo persuadir a las personas. Me gustó
mucho la idea del chocolate. ―Sonrió Emma―. Y, ¿cuál es
el motivo de la sorpresa?
―Oh, solo es porque sí. A veces no se necesita ningún
motivo para hacer un regalo. Adrien lo hace siempre,
pueden ser flores, una golosina, algo que necesite. Cuando
menos lo espero, él me sorprende.
―Oh, lord Grimstone es un hombre único.
―Así es, tengo mucha suerte. En esta vida el amor tocó
dos veces mi puerta ―aseguró con una sonrisa que
evidenciaba su felicidad.
―Bendita sea, tía… ―Suspiró, sin duda el amor
correspondido era maravilloso―. Entonces, ¿a dónde
vamos?
―Vamos a Floris ―contestó lacónica.
―¿Floris?
―A mi juicio, la mejor tienda de Londres donde podremos
encontrar los más finos productos de cuidado, belleza e
higiene personal ―respondió con suficiencia.
―No puedo imaginar que el regalo especial para lord
Grimstone sea un cepillo de dientes.
Iris rió.
―No, no será un cepillo de dientes, te lo aseguro. Quiero
encontrar una fragancia únicamente para él.
El trayecto continuó virando hacia el sur por New Bond
Street hasta llegar a Picadilly. Tomaron luego St. James para
entrar a Jeremyn Street. En el número 89 se encontraba
Floris.
Tan pronto entraron en la elegante tienda, sutiles y
deliciosos aromas les dieron la bienvenida. Finas encimeras
de madera brillaban gracias a décadas de pulido en donde
se exhibían botellas de perfumes, peines, jabones, cepillos
de dientes, alfileres, correas y brochas de afeitar. En las
paredes también había vitrinas de vidrio y espejos, llenas de
productos.
Los candelabros de cristal le daban un toque de clase y
distinción pero sin llegar a ser ostentoso. Y, ¿qué era lo
mejor de todo? Ningún dependiente las presionó para hacer
una compra, ellas miraron a su antojo y probaron diversas
fragancias. No obstante, gracias a la gentil ayuda del dueño
del local, llegaron a la conclusión de que encargarían una
mezcla especial y personalizada para Adrien, compuesta de
bergamota, limón, azahar, menta y pino.
Salieron de la tienda con el compromiso de volver a la
semana siguiente para probar el resultado. Emma compró
una fragancia masculina de cuero y bergamota. Había cierta
sonrisa de malicia en su rostro al momento de abandonar la
tienda.
El siguiente destino, tal como lo prometió Iris, fue tomar
chocolate caliente en el Gunter’s.

*****
―Ha llegado una nota, su excelencia ―anunció Quinn, el
mayordomo de Westwood Hall. Un hombre que siempre
estuvo al servicio del ducado de Ravensworth. Había visto
crecer a Gregory, y se podía permitir ser más que un simple
empleado para el duque.
Gregory alzó la vista y se restregó los ojos.
―¿Qué hora es? ―preguntó desorientado. No notó en qué
momento del crepúsculo, Sally, la muchacha del servicio,
había encendido las velas, si no fuera por ello, todo estaría
sumido en la más absoluta oscuridad.
―Son las siete, su excelencia ―respondió con una sonrisa
bonachona. Su amo se la pasaba horas en la biblioteca
haciendo lo que debió hacer desde hacía más de diez años.
―Creo que es un poco tarde para el té ―observó el
duque haciendo una mueca y luego estiró su cuerpo de un
modo nada apropiado para un duque.
―Nunca es tarde para una buena taza de té, su
excelencia. ―En silencio, Quinn ofreció la bandeja donde
estaba la nota, un papel doblado y lacrado.
―Oh, cierto, gracias… ―Tomó el mensaje y lo revisó a la
rápida, sin remitente y sin sello, dirigió su atención al
mayordomo―. ¿Esperan respuesta para este mensaje?
―Sí, señor. El muchacho está esperando en la cocina.
―Muy bien… Por cierto, aceptaré su consejo respecto al
té, mi estimado Quinn.
―Enseguida traeré una bandeja ―anunció solícito y dio
media vuelta para salir de la estancia.
―Gracias… Oh, ¡espere! ―Los pasos de Quinn se
detuvieron en el acto y se volvió hacia Gregory―. ¿Qué hay
de cenar hoy?
―El menú de hoy es sopa de verduras, puré de patatas y
pavo asado ―respondió sin vacilar.
―Fabuloso, que me lo traigan a las diez.
―Se lo comunicaré a la señora Norris. ¿Desea algo más,
su excelencia?
―Nada más, muchas gracias, Quinn.
Gregory volvió a mirar la nota. Intrigado, rompió el sello,
desdobló el papel y ante él apareció la más horrenda de las
caligrafías que había visto en su vida.
Después de un par de segundos para recuperarse de la
impresión, se concentró en leer ―mejor dicho, en
descifrar― la nota:

Querido Greg:
¡Sálvame, por favor! No he tenido un momento de paz y
quietud desde que llegué a Londres. Tía Iris se ha encargado de
que no exista el aburrimiento durante mi estancia, mas necesito,
imperativamente, algo que solo tú me puedes dar, sin reproches
descorteses, ni expresiones de horror.
Me veo en la obligación de tomar tu palabra ―dado que no
se te ha visto un cabello por Bellway House― y pedirte que me
lleves a dar un paseo a caballo, disparar, lanzar piedras a un
estanque o cualquier otra actividad que no sea ir a tiendas,
merendar con adorables damas o cenar con parejas aún más
adorables ―todavía creo que es un error el haber venido a
Londres con tu madre recién casada―. He de admitir que todo ha
sido mejor de lo que imaginé, pero creo que tú entiendes el
motivo de mi desesperación.
Esperando que estés bien, y no haberte importunado, me
despido.

Señorita Emma Cross.

Gregory alzó las cejas. Emma se había adelantado a sus


intenciones, porque de verdad pensaba cumplir su palabra,
aunque eso fuera un suplicio para él. La cena a la que había
concurrido le provocó una prolongada erección que lo dejó
adolorido. Fue un problema feliz, su «amigo» había hecho
acto de presencia después de una larga temporada.
Releyó la nota. Pobre Emma.
Ya imaginaba que su madre iba a mantener muy ocupada
a su prima. Su plan era dejar pasar unos días para no pecar
de insistente y darle algo de tiempo para que ella se
acostumbrara. De hecho, pretendía ir a cenar al día
siguiente para extenderle una invitación a Emma para dar
un paseo matutino por Hyde Park, y si no había
inconveniente, llevarla a Westwood Hall para que se
desahogara disparando en el extenso patio de la residencia
ducal. Era un buen plan que llenaría el alma de Emma por,
al menos, una semana.
Sonrió, por supuesto que entendía la desesperación de su
prima. Era muy fácil, porque ella se parecía mucho a él en
ciertos aspectos. Una mujer como ella era capaz de tolerar
la acelerada vida social de su madre, pero, al mismo
tiempo, necesitaba tiempo para sí misma y disfrutar de las
cosas que realmente le apasionaban. En Londres no podía
salir sola, como lo hacía en la propiedad de su padre en
Brockenhurst, para practicar sus actividades favoritas que
eran más propios del sexo masculino. Si lo hacía en la
capital, le acarrearía dolores de cabeza innecesarios.
Gregory determinó que, en pos de complacer a Emma,
iba a tener que hacer ciertas concesiones. Para empezar, el
tema de los caballos. Hacía mucho que no los usaba para
transporte, no por austeridad, sino porque no los
necesitaba. En aquella época en la que andaba de fiesta en
fiesta, siempre iba con amigos o, simplemente, alquilaba
uno… Y, ahora, vivía en un lugar privilegiado y sus seres
queridos vivían cerca, por lo que se movía siempre a pie.
Tomó una pluma, mas la dejó en el aire, se preguntó si
estaba tomando una buena decisión. Su moral era tan
minúscula que no se horrorizaba con el hecho de que Emma
hiciera «cosas de hombres» porque, francamente, él había
visto y hecho cosas peores. Además, que Emma no fuera
una delicada y mojigata damisela era una de las cosas que
más le gustaba de ella.
La sentencia «me gusta» resonó en su cabeza y retumbó
en su pecho. Se quedó unos instantes estático. Era un
idiota.
―¡Al demonio!
Entintó la pluma y procedió a escribir.

Mi muy estimada señorita Emma:


Estaré más que encantado de sacarte de ese horrendo y
oscuro pozo de desesperación que está carcomiendo tu delicada
alma femenina.
Mañana, precisamente, iré a cenar a Bellway House para
que podamos planear una agenda de pasatiempos que sean
compatibles con tu exquisito gusto, y lograr alejarte de las
adorables garras de mi madre y su fabulosa agenda social por, al
menos, unas cuantas horas al día.
Siempre a vuestro servicio ―eso no lo dudes nunca, ni por
un instante―, se despide afectuosamente.

Gregory Ravensworth.

Greg pasó el papel secante sobre la nota, la dobló y lacró


con su sello ducal. En ese instante, llegó Quinn con la
bandeja para servir el té.
―Entregue la respuesta al muchacho y dele un chelín por
el servicio ―ordenó Gregory con amabilidad, entregando la
nota al mayordomo.
―Como ordene, su excelencia.
Quinn dejó nuevamente a solas a Gregory, quien se
servía el té como si fuera una solemne ceremonia.
Bebió un sorbo de la infusión y sonrió. Qué no daría por
ver el rostro de su prima.
Capítulo IV
―Lord Ravensworth, milady ―anunció Hamilton,
solemne, en la entrada de la sala de estar.
A Iris se le iluminó el rostro. Esperaba la visita de su hijo,
él le había enviado un mensaje anunciando que iría a cenar
esa noche. Estaba tan feliz por el positivo cambio de
Gregory. En pocos meses había pasado de protagonizar
escándalos y cotilleos por su libertinaje y excesos, a tener
una vida casi monacal.
Sabía que el hecho de casi perder la fortuna del ducado
le hizo concentrarse en lo realmente importante. Pero intuía
que había algo más profundo en el cambio de su hijo. Tal
vez nunca lo sabría, pero agradecía cada día el hecho de
tener a Gregory de vuelta, y dejar atrás el distanciamiento
que durante años los separó.
―¡Oh, qué alegría tenerte en casa, hijo mío! ―exclamó
Iris abriendo los brazos. Gregory la abrazó y se quedó unos
segundos así, quieto, disfrutando del contacto.
―Mamá… ―Le besó la mejilla y se separó de ella―. Me
recibes como si no me vieras nunca.
―Todavía no me acostumbro a verte tan seguido. ―Iris
frunció el ceño―. Oh, ese ojo está peor que la última vez
que te vi. Tiene un color horrible. No quiero ni saber cómo
está el resto de tu cara. ¿Te has dejado crecer la barba para
ocultarlo?
―No exageres, mamá… Además, me gusta la barba. Me
he dado cuenta de que mantener un afeitado prolijo es una
pérdida de tiempo. ―Dirigió su atención al esposo de su
madre, que los observaba con una sonrisa paternal―. Lord
Grimstone. ―Hizo una leve inclinación a modo de saludo la
cual fue respondida.
―Bienvenido, es un gusto verte de nuevo, muchacho
―saludó el vizconde Grimstone y le estrechó la mano―.
¿Has tenido noticias sobre lo que conversamos?
―Sí, después de la cena se lo comentaré en detalle.
―Estupendo…
Gregory recorrió la estancia con la mirada buscando a
Emma, no tardó en encontrarla. Vestía de blanco, estaba de
pie a la espera de que sus miradas se cruzaran.
De inmediato, su memoria volvió a esa noche en que
Emma le disparó a Ian… Ella vestía un camisón blanco
inmaculado, sus cabellos largos y rubios confinados en una
trenza que dejaba escapar mechones. Su brazo alzado con
el arma humeante, el inconfundible aroma a pólvora
quemada y su mirada fría e implacable. Era como ver la
versión terrenal de un seductor ángel de la muerte.
Para él, había algo de erótico en una mujer con poder.
Ahora ella era solo un ángel, sin la parte macabra de la
muerte. Pero seguía siendo poderosa, por algún motivo
inexplicable.
Dejó de divagar. Se aclaró la garganta y fue a saludar a
su prima.
Emma, al ver a Gregory, sonrió con alegría. Sin embargo,
al mismo tiempo y con férrea fuerza de voluntad, reprimió
dar un gritito y correr hacia sus brazos. Su salvador había
llegado. ¿Por qué demonios se veía tan encantador si su
apariencia era tan lamentable? Su barba estaba más espesa
y el moretón de su ojo tenía un terrible color negruzco. Pero
le daba la impresión de que, si él la abrazaba, ella se
perdería entremedio de esos enormes brazos que la sobria
levita no podía ocultar.
―Mi encantadora y desesperada Emma ―saludó Gregory
tomándole las manos―. ¿Cómo estás, querida?
―Tal como dices, desesperada ―respondió directa,
abriendo más sus ojos y arqueando sus cejas―. ¿Y tú? Veo
que nadie te ha vuelto a golpear.
Gregory se obligó a soltar las manos de Emma. Prefería
no llamar la atención de su madre. Casi podía sentir su
mirada inquisitiva a sus espaldas. Tomó una regia y
respetuosa postura con su prima, para mantener las
distancias.
La miró a los ojos, con diversión.
―De verdad deberías haber visto cómo le quedó la cara a
mi oponente ―respondió y sonrió de medio lado,
rememorando el momento en que el infame marqués de
Brompton llegó a Pearl Palace con el ramo de margaritas
para Katherine. La condesa tuvo que hacer acopio de toda
su voluntad para no estallar en sonoras carcajadas al ver
que el rostro del ofensor estaba todo inflamado y hacía
muecas de dolor cada vez que se movía―. En fin, deberás
confiar en mi palabra.
―Haré eso y más, confiaré mi destino en tus manos…
Entonces, ¿me vas a llevar a dar un paseo a caballo?
―interrogó Emma relajada, intentando no evidenciar su
ansiedad más de lo debido.
―Creo que «paseo a caballo» es un eufemismo muy
pobre para tu concepto de montar, mi encantadora y
desesperada Emma ―replicó recordando las trepidantes
carreras a caballo, en las que su prima montaba a
horcajadas, sin que a ella le importara lo indecente que era
para una dama que se preciara de tal.
Indecente o no. Emma era una amazona excepcional,
incluso con vestido, lo cual ya era toda una proeza.
―Oh, eres insufrible, Greg ―bufó Emma, cruzándose de
brazos. Otra postura nada apropiada para una dama, que
alzaba más el recatado busto de ella, transformándolo en
voluptuoso.
Gregory tragó saliva.
―Primero debo conseguir caballos ―continuó,
esforzándose en no desviar la vista del rostro de su prima,
de lo contrario, cierta parte de su anatomía despertaría de
entre los muertos y se ganaría un gran dolor en el… alma…
de nuevo.
―¿Un duque sin caballos? ―Emma alzó una de sus cejas
con incredulidad y burla.
―Son innecesarios para un duque soltero, pero por ti,
solo por ti ―subrayó―, haré una concesión.
―¿Me tengo que sentir halagada por ello, su excelencia?
―interpeló burlona.
―Por supuesto que no, mi encantadora y desesperada
Emma ―respondió llevándose una mano al pecho―. No es
necesario…
―¿Podrías dejar de llamarme así? ―espetó, al tiempo que
ser formaba una leve línea vertical entre sus cejas.
―Oh, siempre belicosa, Emm, pareces una gatita furiosa
―continuó Gregory guasón.
―Greg, estoy perdiendo la paciencia. ―Y su rostro lo
evidenciaba con adusta claridad.
―Es porque solo me interrumpes, gatita. ―Y él solo
seguía probando el límite de Emma antes de que ella
explotara.
―No es apropiado que me des ese tipo de sobrenombres
―contraatacó Emma en un severo susurro.
―Oh, solo lo digo de cariño, gatita.
―Gregory Charles Albert John Montague… [JPT4]
Esa fue la señal de Gregory, su nombre completo en la
pétrea voz de Emma. Ni su madre recurría a llamarlo de esa
forma desde que tenía doce años.
―Está bien. ―Alzó sus manos dejando a un lado sus
bromas―. Mañana vendré a buscarte a las ocho de la
mañana. Iremos a Tattersall’s a buscar un par de castrados
que he alquilado y luego vamos a pasear a Hyde Park
―reveló Gregory notando un leve cambio en la expresión de
su prima―. ¿Por qué pones esa cara?, ¿no te agrada la idea,
o quieres una yegua?
―Oh, por supuesto, muero por un poco de aire fresco, y
prefiero un castrado.
―¿Entonces? ―preguntó intrigado, inclinando levemente
su cabeza―. Y no digas que no pasa nada ―advirtió sin
rastro de mofa.
Emma tomó aire, vacilaba en darle sus motivos. Él ya se
estaba tomando muchas molestias, y ella no quería pecar
de exigente, pero…
―Odio con todo mi corazón las sillas de montar de
amazona. Me producen un dolor de espalda horroroso
―reveló arrugando su nariz pecosa.
Gregory sonrió con cierto alivio, no sabía por qué se
había tensado.
―Concuerdo con ello, nadie me puede convencer de que
montar de lado tenga algo de cómodo ―convino Gregory,
relajando a Emma―. Es más, creo que montar de esa forma
es bastante peligroso para la amazona.
―Reconozco que la silla de lado es bastante cómoda para
paseos tranquilos o un trote leve… pero no para galopar, ni
el animal ni yo estaremos equilibrados.
―Entonces, ¿cómo pretendes resolverlo? No puedes
montar a horcajadas en Londres, dejarás una estela de
hombres escandalizados y mujeres desmayadas en tu paso
por Hyde Park por tu falta de decoro… que yo no comparto
―se apresuró a aclarar.
―Tengo mis métodos… ―respondió Emma con un tinte
de misterio en el tono de su voz―. ¿Sabes cuál es el
problema más grande de ser mujer?
Gregory parpadeó ante esa pregunta que cambiaba el
tenor de la conversación. Emma siempre hacía lo mismo, y
siempre resultaban intercambios más que interesantes y
divertidos.
―Puedo enumerar más de una docena de problemas
exclusivos de vuestro sexo, pero, ilumíname, querida
―conminó de muy buen humor.
―No tener la apariencia de un hombre ―respondió
lacónica.
Gregory hizo el exagerado gesto de quedarse pensativo;
se cruzó de brazos mirando al cielo, al tiempo que el dedo
índice de su mano derecha golpeteaba el prominente bíceps
izquierdo. A Emma le pareció que la manga de la levita se
iba a rasgar en cualquier momento.[JPT5]
―Sí, creo que eso puede encabezar la lista ―concordó al
cabo de unos segundos―. Pero no hay nada que puedas
hacer al respecto. ―La miró de arriba abajo, descarado―.
No hay forma de que puedas parecer un hombre con ese
cuerpo.
Emma, casi inmune a esa mirada depredadora, sonrió
como si supiera algo que él no.
―Mañana, me llevarás a Tattersall’s, alquilaremos un par
de caballos y montaré a horcajadas en medio de Hyde Park
y nadie se dará cuenta ―decretó con suficiencia.
―Eso lo quiero ver…

*****

Gregory esperaba a Emma a la entrada trasera de


Bellway House. El día estaba muy frío y la neblina parecía
no querer disiparse. Penélope, la doncella de su prima, le
había entregado una nota en la cual le daba esa extraña
instrucción.
Ataviado con un sobrio traje de montar, Gregory se veía
soberbio; llevaba una larga capa beige de lana gruesa que
estaba abierta y permitía vislumbrar que calzaba sus botas
hessianas, pantalones de ante de color gris que marcaban
sus piernas y la chaqueta de estilo militar que destacaba la
espalda ancha que terminaba en estrechas caderas. Todo
ese atuendo le confería un aire peligroso.
Eso fue lo que Emma vio al salir de la casa y la paralizó
por un segundo. Él estaba distraído mirando la punta de sus
botas. Parpadeó para recomponerse y se aclaró la garganta.
Gregory alzó la vista y entrecerró los ojos.
No sabía si reír, llorar o ponerse furioso.
―¿Emma Jane? ―interpeló con la voz estrangulada.
La risa de Emma le confirmó que era ella porque, a
simple vista, lo que tenía al frente era un muchachito
imberbe y delgado que usaba gafas redondas, ataviado con
una sencilla capa de lana gris, un anodino traje de montar y
un sombrero horroroso. Un pequeño e insignificante
hombrecito sabiondo.
―¿Nos vamos? ―dijo Emma, comenzando a caminar
rápido, pasando de largo al lado de Gregory. ¡Ella olía a
cuero y bergamota! ¡Hasta ese maldito detalle había
planeado!
―Emm… ―balbuceó Gregory. Esa mujer lo iba a matar―.
¡Mierda! ―masculló perdiendo los estribos. Emma ya estaba
dando vuelta la esquina de la casa, enfilando sus pasos
hacia la calle.
Gregory comenzó a dar zancadas largas hasta alcanzar a
esa mujer exasperante. ¡Maldita fuera!
―¿Qué demonios intentas hacer, Emma? ―siseó
tomándola del codo. Estaban en pleno Brook Street y, a esa
hora, ya había numerosos transeúntes.
―Intento ir a buscar un maldito caballo, su excelencia
―respondió Emma haciendo más grave el tono de su voz y
se deshizo del contacto con más fuerza de la que Gregory
imaginó, dejándolo perplejo. Ravensworth debía admitir que
el tono era acorde con la apariencia de ella.
―¡Por todos los dioses! ¿Acaso no te das cuenta de lo que
haces? ¿Qué va a pasar si nos descubren? ¡No, peor aún!
¿Qué pasará con tu reputación si te descubren?
―¿Quién se fijará en su secretario, milord? ―respondió
Emma desenfadada, actuando a la perfección como un
hombrecillo al servicio del ducado―. No existe un lord que
mire a la cara a los sirvientes, soy invisible.
―Yo sí lo hago ―replicó categórico.
―Eres la excepción que confirma la regla, milord.
Gregory se refregó la cara con frustración. Infinita, infinita
frustración.
―¿Mi madre sabe algo de esta maldita locura? ―interpeló
adivinando la respuesta de Emma.
―Si no mal recuerdo, usted le pidió permiso anoche
―respondió ella, como si él tuviera algún tipo de estupidez
temporal.
―¡Exactamente! Le pedí permiso para salir a pasear con
mi desesperada prima, no con un… «Secretario» ―subrayó
en voz baja.
―Entonces, ella sabe que acaba de salir con su prima, no
con su secretario ―replicó llevándose las manos a la
espalda.
―¡Maldición, Emma! ¡Mi mamá me va a matar!
―exclamó en tono suplicante.
―Deje de blasfemar tanto, su excelencia ―reprendió
guasona.
―¡Esto es increíble! ¡Tú misma blasfemaste hace un rato!
―acusó con la urgente necesidad de empatar la situación.
―Solo soy un secretario, me lo puedo permitir ―replicó
mirándose las uñas, se las había cortado, pero olvidó
limarlas.
―¡Suficiente! ¡Vamos a casa! ―Gregory intentó tomarla
del brazo, pero ella lo esquivó con agilidad.
―Si su excelencia intenta llevarme a casa, montaré un
espectáculo tan grande que sí dejará mi reputación en
entredicho. Gritaré como lunático y me resistiré con dientes
y uñas ―amenazó sin que le temblara la voz, mirándolo a
los ojos.
Se quedaron en silencio sosteniéndose la mirada,
retándose a quién doblegaba a quién.
―¡Maldición, Emma! ―claudicó Gregory, resoplando
frustrado―. ¡Está bien!
―Emmett Cross, milord. ―Hizo una reverencia digna y
masculina.
―Emmett… ―repitió Gregory con un gruñido―. Y tienes
la desfachatez de usar el nombre de nuestro abuelo.
―Que Dios lo tenga en su santa gloria... Me pareció
irónicamente apropiado, es un nombre que suena parecido
a Emma.
Gregory, a esas alturas, ya solo se debatía entre llorar o
enfurecerse, y estaba ganando la segunda opción.
―Te lo voy a advertir solo una vez, Emmett Cross. Si nos
descubren, si queda en entredicho cualquiera de nuestras
reputaciones o mi honor…
―Por favor, tu reputación no puede estar más mancillada
de lo que ya está ―rebatió ufana.
Gregory contó hasta diez, al tiempo que sus fosas nasales
se dilataban con cada respiración. ¡No podía matarla! ¡Era
ilegal!
―¡Cómo sea!... Emmett ―masculló el nombre con furia
apenas contenida, al tiempo que sentía que su paciencia se
esfumaba por arte de magia. No, magia no. Mejor dicho, por
culpa de esa insufrible mujer obcecada―… Señorita Emma
Cross, si la reputación de cualquiera de nosotros dos se ve
comprometida, de cualquier modo que nos perjudique, se
tendrá que casar conmigo… o con cualquier hombre que la
comprometa. Eso es lo que va a exigir la sociedad, mi título,
mi honor, mi madre, la tuya y toda nuestra maldita familia.
¿Estamos de acuerdo? ―ultimó, jugándose su última carta.
Amenazar a Emma con un posible matrimonio por
obligación era un recurso bajo y peligroso. Pero era efectivo
si pretendía persuadir a su prima de desistir de ese
descabellado plan.
―Eso no va a suceder, su excelencia. Nadie nos
descubrirá ―respondió Emma con una vehemente
seguridad que lo dejó anonadado.
Pero Gregory no se permitió evidenciarlo, no debía
flaquear.
―¿Estamos de acuerdo? ―insistió con tanta seriedad y
convicción, que logró crear una fisura en la inquebrantable
voluntad de Emma.
Por un segundo, ella se cuestionó si estaba haciendo
algún tipo de pacto con el diablo. Un diablo de intensos ojos
verdes que la escrutaban implacables.
¡Al demonio! ¡Nada malo iba a pasar!
―Estamos de acuerdo ―Emma aceptó. Se quitó el guante
de cuero, escupió la palma de su mano derecha y la ofreció,
desafiando al duque.
Gregory sin dejar de mirarla a los ojos, también hizo lo
mismo, desnudó su mano y la escupió para darle un apretón
firme.
Un pacto entre caballeros que no eran caballeros se había
sellado.
―Empieza a acostumbrarte al título de Ravensworth,
Emma, porque, tarde o temprano, tendrás que usarlo
―advirtió severo, empezando a enfilar sus pasos hacia Hyde
Park.
Emma esbozó una maliciosa y triunfal sonrisa, aclaró su
garganta y salió tras Gregory.
Capítulo V
―¿En serio no me vas a hablar durante todo el día?
―interpeló Emma intentando alcanzar a Gregory. Una
zancada de él eran dos suyas. Llevaba quince minutos
mirándole la espalda en una tensa caminata por Hyde Park.
Silencio.
―Oh, por favor, Greg. No seas infantil.
Gregory se detuvo, Emma chocó con su espalda. Como
acto reflejo, ella retrocedió un paso, al mismo tiempo que
Ravensworth daba media vuelta.
―¿Infantil? ¿Yo? ―interpeló amenazante―. ¡Vaya que
eres un sinvergüenza! ―exclamó procurando no delatar el
género de su prima ante los transeúntes.
―Concuerdo, su excelencia. Si tuviera vergüenza, no me
vestiría así ―replicó rebelde, y prosiguió en voz baja―:
Gasté una buena parte de mis ahorros para que la modista
del pueblo me confeccionara en secreto ropa de varón.
―Pues debiste contratar un sastre. Pareciera que
hubieras heredado la ropa de un difunto que en vida fue
más grande que tú ―exageró mirándola de arriba abajo.
―¿Tú crees que hay una sastrería en Brockenhurst?
Déjame responderte: no, no hay sastrerías. Y si la hubiera,
por solo el hecho de no tener «eso». ―Apuntó a la
entrepierna de Gregory―. Me sacarían a patadas.
―Es posible ―convino con un gruñido, debía admitir que
ella tenía razón. Dio media vuelta y prosiguió con la
caminata―. Ya falta poco para llegar a Tattersall’s… procura
no hablar, a menos que sea estrictamente necesario.
―¡Sí, milord!
Continuaron con el recorrido sin decir nada más. Greg ya
estaba empezando a calmar su enojo y sus pasos eran
menos enérgicos. Emma lo pudo alcanzar y caminaba a su
lado, miraba con interés todo a su alrededor. Debía
reconocer que Londres era una ciudad que no era del todo
mala, tenía muchas virtudes. Por ejemplo, era
impresionante estar en Hyde Park, parecía un oasis en
medio de las lujosas construcciones.
Al salir de Hyde Park, Emma supo que ya estaban cerca.
El olor del ambiente le indicó, sin ningún lugar a dudas, que
estaban cerca de Tattersall’s. No era una idea romántica,
Emma, arrugando su nariz, se preguntó cuántas libras de
estiércol de caballo debían apalear los mozos cada día.
Londres no era una ciudad que olía bien, era una mezcla de
barro, humo, neblina, estiércol de caballo y aguas servidas.
Con unos cuantos días viviendo en aquella metrópoli, su
olfato ya se había habituado y no sentía el mal olor.
Obviamente, no podía soslayar la exclusiva fragancia de
«Eau de fumier de cheval[1]» que impregnaba todo a su
alrededor.
―Más te vale no hacer ese gesto cuando entremos
―señaló Gregory de pronto.
―¿Cuál gesto? ―preguntó Emma.
―Arrugaste tu pecosa nariz ―respondió lacónico―. Un
hombre no arruga la nariz con el olor a estiércol.
―¿No me digas que ustedes son inmunes al mal olor?
―replicó burlona.
―Evidentemente siento el hedor, pero no lo demuestro, y
no quiero que mi secretario llame la atención de los demás
con sus maneras delicadas ―subrayó tajante.
―Uy, qué paranoico, su excelencia. ―Emma rodó sus
ojos―. Sé actuar como un hombre.
―Me has demostrado empíricamente que sabes, hasta
caminas como uno. ―Miró a su alrededor, no había nadie
cerca. Sin perder el ritmo de su caminata, se inclinó un poco
hacia Emma y susurró a su oído―: ¿No serás de ese tipo
raro de mujeres que les gusta vestir y vivir como hombres,
al punto de saciar sus apetitos con mujeres? ―interpeló
directo, sin recato ni decoro, quería castigar a Emma,
sacarla de sus casillas, robarse su inocencia… si es que la
tenía.
―No ―respondió tranquila en el mismo tono―. Me pongo
ropa de hombre y actúo como uno, porque para tener los
mismos privilegios y derechos que tú, debo aparentar que
tengo un pene ―respondió aún más directa―. Quiero ir a
caballo sin que me apunten con el dedo, porque sus mentes
enfermas piensan que si abro las piernas para montar un
animal para transportarme, he de hacer lo mismo con todos
los hombres del mundo. Quiero ir sola por la calle sin que
me digan nada, porque, aparentemente, una mujer soltera
que anda sola es prostituta y, por lo tanto, se le puede
insultar o abusar de ella… [JPT6]Y si hubiera tenido más
valor, incluso habría ido a la universidad. ―Se quedó unos
segundos en silencio imaginando, si tan solo hubiera tenido
la suerte de vivir cerca de Oxford habría sido valiente,
aunque sin dinero. Su padre la amaba y mimaba, pero tenía
límites, jamás la habría alentado a cometer semejante
barbaridad… Era un sueño imposible.
Gregory no sabía cómo rebatir aquellos argumentos tan
contundentes y llenos de convicción. Por una parte,
pugnaba buena parte de sus creencias de cómo debía ser
una mujer, pero por otra, descubrió que lo que quería Emma
era algo justo. Ella era una mujer inteligente y
perseverante, hubiera sido mejor que él y todos sus
compañeros de estudios en Oxford. Se sintió culpable,
estuvo más tiempo borracho y yaciendo con mujeres en vez
de estudiar, su prima habría aprovechado al máximo su
oportunidad si la hubiera tenido.
―Podría seguir enumerando los privilegios que tienes sin
darte cuenta de ello, pero se me seca la boca ―remató
Emma, pensando que ya había hablado más de la cuenta.
Gregory seguía en silencio.
―¿Has leído el tratado de Mary Wollstonecraft? ―Al
parecer, no podía quedarse callado por mucho tiempo.
―¿Wollstonecraft?
―Con eso has respondido mi pregunta. Voy a buscar la
copia que tengo para que lo leas. Creo que te parecerá
interesante, ustedes tienen ideas muy parecidas… No me
mires con esa cara.
Emma rio, sin poder disimular del todo su cristalina voz
femenina.
―¿Quién diría que el duque de Ravensworth era un
hombre ilustrado? ―se burló Emma en medio de sus
carcajadas.
―Cayó en mis manos por accidente… ―se defendió con
seguridad, tenía una reputación de estúpido que debía
proteger―. No te ilusiones.
Emma dejó de reír de a poco. Volvían a ser los mismos de
siempre.
―¿Ya no estás enojado conmigo?
Gregory detuvo sus pasos [JPT7]y Emma siguió de largo.
Al notar que iba sola, miró hacia atrás. Él estaba tomando
unas manzanas que estaba ofreciendo una niña en medio
de la calle. No pudo escuchar el intercambio, pero no había
que ser un genio para saber que Greg estaba comprando.
Con una sonrisa ancha y auténtica, la niña le entregó toda
su mercancía, una canasta llena. Ravensworth le desordenó
el cabello, despidiéndose de ella y continuó con su camino.
Aquel gesto tan sencillo, a Emma le pareció tan inesperado
como tierno. Un duque jamás toca a una niña andrajosa que
vende manzanas en Hyde’s Corner.
Al llegar a su lado, Gregory le ofreció una lustrosa
manzana roja a Emma con una sonrisa desenfadada de niño
bueno.
«Es un idiota encantador».
―¿Una ofrenda de paz, Emmett[JPT8]? ―propuso Greg.
―Con esa cara me haces recordar la serpiente del
Paraíso, ¿no querrás engañarme? ―cuestionó Emma
socarrona. Necesitaba tener el control.
―Siempre he pensado que la serpiente ha sido un
personaje incomprendido. Heme aquí, tal como la serpiente,
tentándote con el fruto del árbol del conocimiento.
―En ese caso, acepto. ―Tomó la manzana y le dio una
buena mordida. Emma dio un leve gemido de aprobación, la
fruta estaba dulce y jugosa.
―Tienes un poco de… ―Sin pedir permiso, Gregory
limpió con su pulgar la gota de jugo de manzana que se
deslizaba por la comisura de la boca de Emma. Arrastró su
dedo sobre el labio carnoso hasta llegar a la mitad. Luego,
se chupó el dedo.
Emma dejó de masticar. Esos ojos verdes volvían a
mirarla con intensidad, como si pudiera leerle el
pensamiento.
Y el momento se fue.
Gregory continuó con la marcha.

*****

Tattersall’s era el paraíso para cualquier persona que se


declarara amante de algún deporte ecuestre. Al interior del
recinto, convergían toda clase de hombres llevando a cabo
algún propósito; aristócratas con sus finos y elegantes
trajes, sirvientes, mozos de cuadra, herreros, entrenadores,
vendedores de carruajes, dueños de caballos, agentes de
apuestas.
Y, tal como supuso Emma, no había ni una sola mujer.
―¿Cómo pretendías hacerme entrar en este lugar?
―interpeló Emma en voz baja y grave―. Esto es un club
exclusivo para caballeros.
Greg se aclaró la garganta, en un significativo gesto de
nerviosismo.
―Pretendía entrar y salir. Tú te ibas a quedar esperando
sentada en una banca de Hyde Park. No me iba a tomar más
de diez minutos ―confesó, logrando un perfecto tono de
indolencia masculina―. Toma, lleva la canasta, Cross, las
manzanas serán para los mozos de cuadra.
Emma bufó y la recibió de mala gana.
―Es una estupidez que una mujer no pueda siquiera
alquilar un caballo o, derechamente, comprarlo ―pontificó
Emma, maldiciendo mentalmente lo pesada que estaba la
canasta. Greg la llevaba como si pesara una libra, pero ella
sentía que eran veinte.
―Las subastas son los lunes y jueves en esta época del
año ―respondió Gregory, obviando el comentario de
Emma―. Y sí, es una estupidez, he conocido un par de
mujeres que son amantes de la hípica y sus conocimientos
no tienen nada que envidiarle a muchos de los presentes.
Pero así son las cosas.
―Que las cosas se hagan de una manera no significa que
sea la correcta ―contraatacó.
―Guarda silencio y disfruta de tu privilegio, Emmett
―zanjó Gregory buscando en medio del gentío el establo del
señor Becker, el hombre al que le iba a alquilar un par de
castrados que había visto el día anterior.
―¡Ravensworth! ―Una voz masculina llamó al duque a
sus espaldas. Gregory detuvo sus pasos e hizo una mueca,
reconocía esa voz. Dio una elocuente orden no verbal a
Emma y ella bajó la vista. El duque dio media vuelta, al
tiempo que su secretario hizo lo mismo, pero
manteniéndose un paso detrás de él.
Emma dejó la canasta en el suelo, necesitaba descansar.
―Brompton ―saludó Gregory con regia amabilidad―.
¿Cómo estás?
―Mejor ―respondió lacónico―. Qué raro verte aquí.
¿Buscas un purasangre? Poseo excelentes ejemplares para
la subasta del jueves.
―De momento no estoy interesado en comprar, pero lo
tendré en cuenta. En realidad, solo he venido a buscar un
par de castrados que he alquilado por la temporada
―respondió.
―Entiendo, ¿también vas a alquilar algún tipo de coche?
Grandchester tiene los mejores ―comentó Brompton con
entusiasmo. Por su parte, Gregory solo quería deshacerse
de él, pero no podía despacharlo así sin más. La
conversación trivial entre caballeros era un mal necesario, si
deseaba deshacerse del marqués con celeridad, sin
ofenderlo.
―De momento, solo necesito un caballo para mí y otro
para mi secretario ―explicó, como si su sirviente no fuera
alguien importante que presentar―. Y, además, debo
moverme mucho esta temporada, mi madre me va a
arrastrar por todos los salones de Londres para que mi
prima logre cazar a algún pobre diablo incauto.
Brompton hizo una mueca burlona, pero pronto se
transformó en una de dolor, acompañada de un quejido.
«¡Retiro lo de idiota encantador! Gregory, eres un
estúpido, arrogante, mentecato, bueno para nada», Emma
estaba contando hasta diez ―tenía la asombrosa capacidad
de maldecir y contar al mismo tiempo―, conteniendo las
ganas de patearle los testículos a Gregory.
―Pobre de ti, me apiado de tu triste alma. ―Brompton le
dio una palmada en el hombro―. Dime al menos que tu
prima es bonita.
―Su belleza no es sobresaliente, pero tampoco es un
patito feo. Bastante aceptable, diría yo. ―Gregory alcanzó a
escuchar un bufido ahogado de Emma. Sonrió con malicia―.
Si es que te gustan las pecosas. [JPT9]
―No, las pecas solo son aceptable en las niñitas de doce
años, en una mujer no las tolero ―afirmó el marqués con un
tono jactancioso―. Ya sabes, me gustan las mujeres, bien
mujeres, que no teman gritar y gemir con un buen revolcón
Aquella libidinosa y grosera declaración no fue buena
para la imaginación de Gregory. Ya había fantaseado con
cierta pecosa dándose más que un buen revolcón.
Se aclaró la garganta.
―Dudo que halles alguna así entre las debutantes.
―¿Quién habló de debutantes? Aún estoy joven para
verme en la obligación de sentar cabeza.
―El tiempo no pasa en vano, Brompton. Llegarás a una
edad en que no tendrás una erección que dure lo suficiente
para engendrar.
El marqués rompió en estiradas y presuntuosas
carcajadas.
―Vengo de una familia de sementales ―refutó con
suficiencia―. Mi padre logró engendrar hasta los cincuenta.
Fue una lástima que no sobreviviera para ver a mi pequeña
hermanita crecer.
―Impresionante… ―Gregory alzó sus cejas exagerando
su asombro. Emma se aclaró la garganta, evidenciando que
estaba harta de esa conversación banal y vulgar de los
«caballeros». El duque solo la había extendido más de la
cuenta para molestar a su prima, se lo merecía―.
Brompton, me encantaría seguir con esta ilustrativa
conversación, pero tengo asuntos que atender y me estoy
retrasando.
―Nos estamos viendo, aunque dudo que coincidamos,
huyo de esos bailes a los que te arrastrará tu madre.
―Así es la vida, «Bienaventurados los que lloran, pues
ellos serán consolados» ―citó burlón un pasaje de la
Biblia[JPT10], a modo de despedida. Dio media vuelta y
empezó a caminar―. ¡Cross, apura el paso! ―ordenó
altanero.
Emma tomó la maldita canasta y lo siguió con la cabeza
gacha.
¡Lo iba a matar!
―Supongo que no te vas a tomar a pecho mis palabras,
mi estimado Emmett ―dijo Gregory de pronto. Necesitaba
sofocar, en el acto, el fuego belicoso que probablemente
estaba carcomiendo a Emma. Debía admitir que quiso
molestarla, en realidad no pensaba así de ella―. Pecosa o
no, la belleza de mi prima radica en su inteligencia, idiotas
como Brompton no merecen siquiera respirar el aroma a
violetas que ella desprende ―declaró serio―. ¿Le viste
cómo tenía la cara?
Por dos segundos, a Emma no le salió la voz, asintió y
tosió. Necesitaba agua. Volvió a toser y logró despejar su
garganta.
―La tenía como si todo el ejército hubiera marchado
sobre ella, su excelencia ―respondió haciendo un gesto de
lástima―. Y yo que pensaba que su merced se veía mal con
su ojo morado.
―Acabas de ver al que me dejó el ojo morado. No fue
arrogante de mi parte decir que mi contrincante quedó peor.
Se lo merecía, osó decirle «condesa fregona» a Katherine
―confesó ufano―. Imagina lo que le haría solo si intenta ser
más que amable con mi prima favorita…
Una parte de Emma pensó que Gregory era demasiado
arrogante como para estar decidiendo quién podía cortejarla
o no. Sin embargo, una leve sonrisa curvó sus labios. Ese
idiota la había elogiado como nadie en su vida.

*****

Una hora después, Emma estaba con una sonrisa amplia


y relajada en la puerta trasera de Bellway House. El peinado
que le había hecho Penélope, fue tan firme que soportó un
brioso galope sin que se le desarmara un solo mechón. Su
disfraz no sufrió ningún percance.
Gregory, ya acostumbrado a ver a ese hombrecito
sabelotodo de Emmet, solo podía decir que lo había pasado
muy bien. Sostenía firme las riendas de los dos caballos,
uno blanco y uno negro, cuyos nombres eran Hefesto y
Vulcano respectivamente. La expresión de su rostro
evidenciaba su satisfacción. No alcanzaba a entender por
qué se sentía de ese modo, pero le gustaba saber que su
Emma había pasado un buen rato con él.
―¿Estás contenta, mi estimada Emma? ―preguntó Greg,
volviendo a tratarla como mujer. En realidad, no era tan
diferente a hacerlo como un hombre.
―Más que contenta ―respondió con su sonrisa
inamovible. Era posible que ni siquiera la broma más terrible
de Gregory le arruinara su felicidad.
―Entonces me doy por pagado… Vete antes de que te
descubra mi madre. Daré la vuelta y no me iré hasta que te
despidas de mí desde la ventana de tu habitación.
Emma asintió con energía y dio media vuelta. Avanzó
cuatro pasos y se detuvo. Gregory notó que ella mascullaba
algo, y alzó sus cejas con sorpresa al ver que se devolvía
casi corriendo. Se colgó de su cuello y lo abrazó fuerte.
―Gracias, Greg ―susurró emocionada―. Eres el mejor.
―Le dio un rápido beso en la mejilla y huyó.
Gregory, sintiéndose desorientado, se llevó la mano a la
cara. Estaba caliente.
¿¡Qué demonios le estaba pasando!?
Capítulo VI
―¿Por qué hice eso? ―se preguntó Emma en voz alta.
Cada vez que recordaba el inocente beso que le dio a
Gregory como agradecimiento, se le subían los colores a la
cara.
«Porque querías hacerlo», se respondió mentalmente.
―No es que fuera particularmente inapropiado, solo fue
un beso en la mejilla a mi primo, no tiene nada de malo,
¿cierto? ―se justificó, haciendo caso omiso a su cerebro
transgresor.
«Ah, pero no se sintió como un beso que le das a un
familiar. Eres una mentirosa, señorita Cross».
Emma dio un quejido y enterró la cabeza en la almohada.
El corazón le latía veloz. Todavía podía sentir el tenue e
indefinible aroma del perfume de Greg mezclado con el de
su piel, la sensación de su barba rozando sus labios con un
dejo de aspereza, el jadeo ahogado que él no pudo reprimir
por su atrevimiento.
Emma llevaba cuatro días de relajo y demasiado tiempo
para mortificarse cada vez que venía a su memoria ese
beso. Las actividades de tía Iris habían disminuido debido a
un resfriado que, en palabras de ella, no era gran cosa. No
obstante, lord Grimstone prácticamente la obligó a guardar
cama.
Antes de convertirse en vizconde, lord Grimstone era un
boticario en Whitechapel, por lo que había visto demasiados
resfriados mal cuidados que terminaban en muerte, por lo
tanto, nadie lo iba a convencer de cambiar de opinión
respecto a las medidas que debía tomar para la
recuperación de la vizcondesa.
Emma estaba acostada en su cama todavía, a pesar de
haber despertado temprano. Intentó dejar de lado el tema
del beso y comenzó a debatirse si ir a la iglesia o no. Su
deber cristiano le decía que sí, sus pocas ganas de escuchar
un sermón le decía que no. Lo más probable era que se
dormiría, como siempre, a la mitad del servicio.
―Además, nadie me puede acompañar, es el día libre de
Penélope, una lástima ―resolvió zanjando el asunto.
Pero no se iba a quedar todo el día acostada. Ya estaba
empezando a aburrirse y eso no era bueno, porque Greg
volvería a su mente y sería un cuento de nunca acabar.
Se levantó de la cama, se puso una bata y bajó hacia la
cocina. Baudin, el chef francés, era el único que estaba en
la estancia. Su apariencia le hacía ver de la misma edad de
Emma; alto, delgado, de cabellos ondulados y castaño claro,
el mismo color que ostentaban sus grandes ojos vivaces. En
realidad, no tenía apariencia de chef.
El hombre estaba ―literalmente― con las manos en la
masa. Al ver a Emma entrando en su cocina, frunció el ceño
con molestia, lo que en realidad le hacía ver adorable, y
puso sus manos en jarras.
―Oh, Baudin, esas no son las maneras de decir buenos
días ―amonestó Emma desenfadada. A Baudin no le
gustaba que los señores entraran en su cocina.
―Usted no debeguía estag aquí, madeimoselle
―sentenció Baudin con su acento nasal tan propio de su
país natal, pero sin exagerar, procuraba hablar bien el
idioma que le daba de comer.
―Solo vengo a buscar agua caliente, Baudin, no se
sulfure ―replicó Emma adentrándose en la cocina―.
¡Caramba, qué bien huele esto! ―exclamó estirando los
dedos hacia unos croissants recién horneados.
Baudin le dio un golpecito con sus manos enharinadas.
―¡Son paga el desayuno, madeimoselle! ―reprendió
severo.
―Ohhhh, Baudin, no sea tan estricto. Es solo una
probadita… Sus manjares no se comparan a nada que haya
probado antes ―halagó sincera.
Baudin resopló. Esa muchachita sabía de lo que hablaba,
por supuesto que sus preparaciones no tenían comparación.
―Señor Baudin ―intervino la voz amable y masculina de
Hamilton―. Deje que la señorita pruebe un croissant, no sea
quisquilloso. [JPT11]Buenos días, señorita Cross.
―Buenos días, Hamilton ―saludó Emma con una radiante
sonrisa.
―Aparte de venir a mermar la producción de croissants,
¿qué la trae por la cocina? ―interrogó interesado―. No
debería estar aquí.
―Oh, cierto. He venido a buscar agua caliente.
―¿Por qué no ha tocado la campanilla? Para eso está el
servicio, señorita.
―Es el día libre de Penélope y no quise molestar a las
demás que ya están ocupadas con sus labores. Es solo agua
caliente, tengo dos manos y perfectamente puedo subir una
jarra para mi aseo ―explicó Emma.
―Entiendo. En ese caso, yo le subiré el agua caliente,
señorita.
―No es necesario, Hamilton.
―Insisto. ―Dirigió su atención a Baudin, que estaba
mirando el intercambio, dejando de lado la masa―. ¿Sería
tan amable de darle un croissant a la señorita Cross?[JPT12]
―volvió a solicitar el mayordomo, sin perder un ápice de su
cortesía.
Baudin, como último acto de rebeldía, puso los ojos en
blanco y, con una sonrisa tirante, hizo un gesto con la
mano, conminando a Emma para que tomara un croissant.
―Sabía que usted podía ser razonable, Baudin ―dijo
Hamilton―. Señorita Cross, suba a su habitación, en breve
le llevaré el agua caliente.
―Gracias, Hamilton. ―Dio un mordisco al tibio croissant y
gimió de gusto―. Dios santo, Baudin, sus manos están
benditas ―halagó con la boca llena.
―Con sus lisonjas no me hagá cambiag de opinión sobre
su invasión a mi cocina, madeimoselle.
―Oh, Baudin. No sabe lo insistente que puedo ser. Tarde
o temprano disfrutará de mis incursiones en su templo.
Muchas gracias por permitirme disfrutar de este trozo de
cielo.
Emma dio media vuelta, solo escuchó el bufido del chef
que, lejos de molestarla, le provocaba risa.
Mientras volvía a su habitación, se preguntó qué podría
hacer una señorita en Londres en un día domingo, sin
carabina.
Nada.
Resopló. No quería recurrir a Greg, aunque sabía que él
no se negaría. Pero pronto surgió la solución.
―¡Rayos! ¡Por supuesto!
Emma sonrió. Iría a ver a Katherine.

*****

―Lord Grimstone y la señorita Cross ―anunció Buttler


con su tono de voz pomposo, mientras Adrien y Emma
entraban en el salón matinal de Katherine, el cual era el
mismo que usaba Iris cuando Angus estaba soltero y vivía
con ella.
―Gracias, Buttler ―dijo lady Corby con una sonrisa en los
labios―. Por favor, dígale a la señora May que traiga té y
pastitas ―solicitó amable―. Ah, que sean muchas
―puntualizó.
―Como ordene, milady.
El mayordomo estirado se retiró de la estancia y
Katherine se levantó para recibir a su padre y a su prima.
Los abrazó y les dio un efusivo beso en la mejilla a cada
uno.
Emma adoraba a Katherine, le gustaba su forma de ser
tan relajada y cariñosa. Su vida siempre fue dura, y el hecho
de ser condesa no le hizo cambiar en nada.
―En cuanto recibí tu nota, le pedí a la señora May que
hiciera esas pastitas que tanto te gustaron la otra vez, Emm
―comentó Katherine mientras tomaba asiento.
―Ah, qué maravilla, eres la mejor. ―Aplaudió Emma con
entusiasmo.
―Oh, a mí me encanta consentirte…
―¿Cómo te has sentido?, te ves cada vez más redonda y
feliz ―preguntó Emma.
―Todo va muy bien, este bebé es muy vigoroso. Angus
está seguro de que es una niña, yo creo que va a ser un
varón ―respondió risueña―. Pero da igual, mientras esté
sano, no importa lo que sea… ―Katherine suspiró y se
acarició el vientre―. ¡Ah, qué gusto tenerlos en casa!,
¿cómo está la salud de tía Iris, papá?
―En cama todavía, creo que mañana estará en
condiciones de levantarse. Pero sin salir de casa.
―¿Ha sido duro mantenerla quieta?
―¿Duro? Yo diría que ha sido un esfuerzo hercúleo… Ya
sabes cómo es.
Katherine rio a carcajadas.
―Pobrecita ―satirizó lady Corby.
―Cuando termine el té, volveré a Bellway House. Te
apuesto mi cabeza a que en estos momentos Iris está
fastidiando a Baudin.
Emma rio, era fácil fastidiar a Baudin, solo había que
poner un pie en la cocina.
―Enviaré a Emma de vuelta en el carruaje, no te
preocupes, papá.
―¿Y Angus, dónde está ese granuja? ―intervino Emma
con diversión. ¡Ah!, le encantaba estar en compañía de sus
primos, podía ser ella misma sin que le alzaran las cejas por
su conducta o manera de expresarse. Debía admitir que
también disfrutaba estar en casa de tía Iris, ella también era
bastante sencilla y relajada. Pero, debido a sus actividades
sociales, debía comportarse.
―Oh, él ya viene. Fue con Greg a practicar a la academia
de boxeo.
―Espero que lord Brompton no vuelva a ofenderte
―sentenció Emma―. Aunque me encantaría que lo hiciera
de nuevo, solo para tener una oportunidad de ver cómo
Greg le vuelve a partir la cara… ¡No, mejor aún! A mí me
gustaría partirle la cara.
Katherine rio, sí, Greg le había partido la cara a
Brompton, y si Emma se lo proponía, quizá podría patearle
otra parte que estaba por debajo del ombligo.
―Eres terrible, Emma. Si te interesa partirle la cara a
algún caballero, podrías pedirle Greg que te enseñe boxeo
ya que tiene más experiencia. El señor Jackson, el dueño de
la academia, dice que es un deporte saludable para las
damas, tomando ciertas precauciones.
―Me gusta tu idea pero, lógicamente, no puedo ir a su
academia a tomar lecciones.
―No, es de caballeros, lo siento. Debe ser,
principalmente, porque ellos practican a torso desnudo.
―No hay ninguna novedad en el cuerpo de un hombre
―replicó Emma con suficiencia. Consideraba que ya
contaba con experiencia respecto a la anatomía masculina
en sus estudios teóricos de arte, no tenían nada
extraordinario―. No me incomodan los torsos desnudos de
los caballeros. He visto toda la vida a mis hermanos cuando
éramos niños y nadábamos en la laguna.
―Señorita Cross, no puede comparar el cuerpo de un
niño con el de un hombre ―intervino lord Grimstone con un
tono de voz que evidenciaba estar casi escandalizado. Lo
divertido era que él reía.
Katherine también.
―En fin, Angus me ha hecho algunas demostraciones
―continuó Katherine―, y considero que una dama debe
saber defenderse y mantener un cuerpo saludable, pero en
mi estado, prefiero postergar el asunto.
―Oh, entiendo, es muy interesante ―coincidió Emma.
Miró al padre de Katherine con premeditada ilusión―. Lord
Grimstone, si quisiera tomar clases de boxeo, ¿me lo
permitiría?
Adrien se quedó pensativo.
En ese momento, entró la señora May trayendo consigo
el té y las pastitas. Katherine, como buena anfitriona, sirvió
las tazas. Emma la miraba absorta, a pesar de estar en
estado de buena esperanza, su prima lograba ejecutar
movimientos elegantes y fluidos.
Emma siempre derramaba el té, era la torpeza
personificada. El singular aroma la sacó de sus cavilaciones,
Katherine le ofreció una taza y ella, sin dudar, bebió un
sorbo. El sabor era magnífico, pero tenía algo diferente.
Lord Grimstone también probó su infusión y dio un
suspiro de placer, era aficionado a combinar sabores en el
té, y sabía que Katherine hacía lo mismo. Ese té en
particular, sabía delicioso.
―Siento una nota cítrica ―observó―. ¿Es lima?
Katherine curvó sus labios, sus ojos expresaban picardía.
―Bergamota ―reveló Katherine―. No les gusta a todos,
pero veo que a ti sí y a Emma también.
―Uno no puede beber el té sabiendo siempre igual, a la
postre, termina por aburrir ―observó Emma fascinada―. Es
como la vida, hay rutinas que se pueden prolongar por
mucho tiempo, pero estoy convencida de que es saludable
hacer variaciones para mantenerlas, tomar riesgos, probar
cosas nuevas, de lo contrario, el espíritu se estanca…
―Emma calló, lord Grimstone y Katherine la miraban con
interés―. ¿He dicho algo impropio? ―preguntó insegura. A
veces, sin darse cuenta, traspasaba los límites imaginarios
que imponían las convenciones sociales. Su madre siempre
le reprendía por esto o por aquello. Y es que Emma, nunca
estaba en silencio.
―Por favor, continúe, señorita Cross ―alentó Adrien―. Su
discurso era inspirador.
―Ya veo por qué Katherine es tan especial ―sentenció
Emma con una sonrisa―. Usted es un caballero diferente a
los demás.
Adrien le dio una sonrisa paternal, la vida le había
enseñado con lecciones maravillosas y con pruebas que casi
no pudo sortear con éxito. Su existencia fue marcada por
mujeres valientes, inteligentes e independientes y por su
padre, duro e inflexible, con el cual solo se pudo reconciliar
en sus últimos días de vida. Apreciaba el valor de una mujer.
―La vida me ha enseñado que jamás se debe silenciar
las reflexiones de una mujer ―pontificó Adrien, y bebió té.
―Definitivamente, es más fácil cuando uno las deja ser.
De ese modo, la recompensa es mucho más deliciosa
―intervino una voz masculina que, para Emma, era
inconfundible. Alzó la vista y en el quicio de la puerta estaba
Gregory, apoyado en una postura indolente, brazos
cruzados y piernas también. Su cabello estaba húmedo,
sonreía ladino.
Emma le devolvió la sonrisa por mero impulso.
Recordó el beso, sintió que la cara se le puso roja en dos
segundos y centró sus esfuerzos en imaginar la cara
maltrecha de lord Brompton.
―¡Greg, eres un bribón! ―exclamó Katherine riendo y
levantándose de su poltrona para recibir a su primo con un
beso en la mejilla.
Angus se unió a ellos en ese instante, saludó a su esposa
con un casto beso en los labios, un abrazo y una caricia en
el vientre. A ellos, al contrario de los matrimonios
convencionales, no les importaba dar muestras de afecto
conyugal en frente de sus familiares o el público.
Emma quería algo así para ella. No una unión fría por
conveniencia, o un matrimonio tibio porque no hubo más
alternativa. Aquello era como tomar té sin azúcar ni leche
durante toda la vida.
―Bien, esto es un saludo y una despedida ―resolvió lord
Grimstone poniéndose de pie. Le hizo una leve inclinación
de cabeza a Emma―. Señorita Cross, mi respuesta es sí.
―Sin más dilación, se dirigió a la puerta, le dio una
palmadita en el hombro a Angus, otra a Greg y un beso a su
hija―. Me retiro, iré a vigilar a Iris, les apuesto una guinea a
que ella está fastidiando a alguien.
―Le apuesto una guinea a que, aparte de estar
fastidiando a alguien, ese alguien es Hamilton o Baudin y
después lo fastidiará a usted ―sentenció Ravensworth
socarrón.
―Ya te confirmaré si te ganaste una guinea, muchacho.
―Le guiñó un ojo a Greg y sonrió.
―Lo acompañamos a la salida, lord Grimstone ―ofreció
Angus, sin esperar respuesta. Katherine tomó del brazo a su
padre y salieron de la estancia.
Emma y Greg se quedaron a solas y el silencio se instaló
entre ellos. En su mente, Greg contó hasta diez.
―Un penique por tus pensamientos, Emmett ―bromeó
Gregory, no pudo sostener más ese vacío, y tomó asiento al
lado de Emma.
―Deberías ofrecerme más que un penique por mis
pensamientos ―replicó Emma con suficiencia―. ¿Dónde
están tus modales? Debes saludar primero.
Gregory se llevó la mano al pecho dramáticamente.
―Cielo santo, mi estimada Emma, por favor dispense mi
falta de educación. ―Le tomó las manos desnudas y
depositó un beso suave y tibio en cada una de ellas.
Emma no se esperaba aquello, se maldijo por no haberse
puesto guantes, pero es que en casa de Katherine no era
necesaria tanta formalidad…
Lo peor era que quería más. ¡Ni siquiera ella sabía qué
era ese más! Sentía una especie de anticipación, que algo
se estaba gestando entre ellos y no sabía qué era a ciencia
cierta.
Gregory no le soltó las manos.
―Mañana te iré a buscar para dar un paseo, Vulcano
necesita desfogarse, necesita a su dueña ―anunció Gregory
en tono de secretismo―. Después… ¿qué te gustaría hacer?
―Lo que tú quieras ―respondió sin siquiera pensar, sus
palabras salieron sin el permiso de su cerebro.
Gregory alzó una ceja y sonrió de medio lado,
decididamente, esa expresión era de flagrante flirteo.
«¡No lo hace a propósito! Es un reflejo condicionado
propio de un granuja», se convenció Emma en un intento
desesperado por no seguirle el juego. Dios santo, ni siquiera
podía ponerle nombre a lo que estaba sintiendo. Se sentía
en una guerra consigo misma.
―Ya pensaré en algo que sea lo bastante indecoroso e
inapropiado para una dama, pero perfectamente aceptable
para un caballero ―decidió Gregory. Soltó las manos de
Emma.
Katherine y Angus entraron en la estancia.
―¿Quién quiere jugar whist? ―propuso Angus de buen
humor.
Greg y Emma se miraron y sonrieron con complicidad.
―Eso creo que fue un sí ―afirmó Katherine―. Ya que
Angus y Greg son los peores jugadores que he visto en mi
vida, me iré por lo seguro; Emma hará pareja conmigo y
Angus con Greg… y que gane el mejor ―decretó sin dar
derecho a réplica.
―¿Los peores jugadores? ―interpeló Greg asombrado―.
¿¡Los peores!? Angus, hay que responder a esta afrenta.
Esto es guerra, milady.
―Ya lo quiero ver, su excelencia…

*****

El coche traqueteaba en medio de la noche. Emma


miraba por la ventanilla, intentando obviar al tremendo
hombre que tenía a su lado, que parecía acaparar todo el
espacio dentro del coche y que desprendía un exquisito
aroma a sándalo. Era una tortura. ¿Por qué sentía esas
ganas incontenibles de arrojarse a sus brazos?
«Mira la calle, mira la calle, mira la calle», era la letanía
que su cerebro usó de estrategia para no hacer algo de lo
que se iba a arrepentir. Emma lo sabía, si cedía a sus
deseos, iba a estar perdida.
Suspiró.
Después de un aplastante triunfo de las damas por sobre
los caballeros en el whist. Gregory se ofreció para
acompañar a Emma a Bellway House. Él sonreía ufano,
miraba a Emma sin disimulo. Ya había tomado una decisión.
Durante los últimos días, no podía dormir tranquilo y le
estaba tomando mucho esfuerzo concentrarse en su
trabajo. Su mente, cuando lo sorprendía con la guardia baja,
lo asaltaba con la provocativa figura de Emma cubierta de
prendas masculinas y se repetían los recuerdos de aquella
mañana que fue un vaivén de emociones.
Al principio aquello le asustó. Pensó que, si le gustaba su
prima con esa apariencia, tal vez estaba empezando a
sentir predilección por los hombres.
¿Y si era aquello lo que le provocó impotencia? No sabía,
a esas alturas, todo era posible.
Primero, analizó qué era lo que más le gustaba de ella.
Para su desdicha, sacó la conclusión de que le atraía tanto
la versión femenina como masculina, por lo que no tenía
ninguna claridad sobre sus gustos, ¿le gustaban tanto los
hombres como las mujeres? Lo cual lo dejó, de nuevo, en un
punto muerto.
Decidió entonces, armarse de valor e ir a un exclusivo y
secreto ―secreto a voces― club de caballeros, llamado «El
Cisne Blanco». Entró a un privado, observó y confirmó, con
gran alivio, que los hombres en un contexto erótico no le
provocaban ningún tipo de deseo. Los miró, intentó hacerse
la idea de estar en una situación pasional. Sin embargo,
aquello no le produjo ni una chispa. En medio de esos
hombres sudorosos, bien formados y fuertes ―y algunos
más femeninos que cualquier mujer con la que haya
yacido―, no sintió nada, él solo era un barril de pólvora
mojada. En lo personal, no tenía nada en contra de ese tipo
de inclinación, incluso en sus días de juerga tuvo conocidos
que preferían a los varones, y no los juzgaba por ello. A
Greg le importaba un pimiento lo que hicieran las personas
en sus dormitorios, mientras no se metieran en sus asuntos.
Lamentablemente, las consecuencias de ser sorprendido en
un acto de «indecencia grave» eran nefastas.
La cárcel era el castigo de un delito que se juzgaba sin
distinción entre clases sociales. La sodomía se pagaba con
años de claustro y trabajos forzados ―en el mejor de los
casos, la muerte en el peor―.
En fin, cuando vio a Emma, tan femenina pero tan
apasionada con su discurso sobre la vida. Supo que,
simplemente, ella, toda ella, le encantaba, y que la ropa
masculina lo único que hacía era resaltar las curvas de ese
cuerpo voluptuoso que se ocultaba bajo las faldas del
sencillo vestido que ella lucía.
Emma o Emmett eran la misma persona. Una mujer libre
e impetuosa que no se conformaba con esperar que la vida
le diera migajas. Era todo, o nada.
Y Greg ya había atravesado un punto al cual no podía
retroceder. Solo tenía que dar un paso adelante, porque ya
no tenía miedo.
Pero primero, tenía que convencer a Emma. Hacerle ver
que él seguía siendo un bribón, un granuja que sufría una
ligera aversión a las convenciones. Y que estaba loco por
ella.
Tan loco que solo quería llegar a las últimas
consecuencias, y aquello era pisar terrenos que siempre
evadió. El matrimonio y todo lo que conlleva; serle fiel,
adorarla y formar una familia. Entre ellos existía lo principal,
confianza, complicidad y compañerismo.
¿Y el amor?
¿Y la pasión?
Por su parte, cumplía con ambos requisitos. Le quedaba
una gran tarea, porque Emma no era una mujer
convencional, a su corazón no se llegaba con flores, poemas
y un casto y tradicional cortejo.
El corazón de Emma era indómito, y él no podía domarla,
debía seguirla… ser su igual.
El coche se detuvo frente a Bellway House.
Gregory no esperó a que un lacayo abriera la puerta del
coche. Bajó sin más ceremonias para ofrecerle la mano a
Emma, quien la tomó sin reservas.
―Ha llegado sana y salva, querida. ―Guio la mano de
ella para que le tomara el brazo y se encaminó al acceso
principal de Bellway House. La puerta de entrada ya estaba
abierta y el mayordomo aguardaba―. Buenas noches,
Hamilton ―saludó con su usual encanto―. ¿Mi madre está
despierta?
―No, su excelencia. Se retiró a sus aposentos temprano.
―Oh, qué lástima, quería ver su estado de salud.
―Baudin pudo constatar que la salud de su madre solo
mejora ―comentó serio, pero en sus ojos se reflejaba la
diversión.
―Oh, lo imaginaba. ―Sonrió ladino―. Mañana avísele
que vendré [JPT13]a verla a la hora del té, después de mi
paseo con la señorita Cross y otros asuntos posteriores que
debo atender.
―Se lo informaré, su excelencia.
―Bien. ―Se deshizo del contacto y, a modo de
despedida, hizo una leve inclinación a su prima―. Nos
vemos mañana a las ocho, señorita Cross. Tal como la
última vez. ―Le guiñó un ojo―. Buenas noches.
Dio media vuelta, subió al coche y se fue.
«Tal como la última vez»… Resonó en la cabeza de Emma
mientras saludaba a Hamilton y entraba a la casa. Su
corazón latía rápido y ella no decidía qué motivo le estaba
provocando esa sensación; la expectativa de salir a
cabalgar, por estar a solas con Greg, por lo importante que
era para ella que él no le prohibiera vestir de hombre.
Porque esa última frase significaba, decididamente que,
para lo que tuviera en mente Greg, ella debía vestir como
varón.
Y cuando ella vestía de ese modo, por algún motivo
extraño, más mujer se sentía.
¡Vaya contradicción!
Capítulo VII
Emma se escabulló sigilosa por las estrechas escaleras
de servicio que daban a la cocina, y espió la actividad
matutina de Baudin por la puerta entreabierta. El chef
estaba concentrado en sus quehaceres, Emma solo debía
esperar el momento exacto en que le diera la espalda, para
ir al encuentro con Greg.
Baudin canturreaba en francés, tenía una hermosa voz.
La cual se silenció en el preciso instante en que llegó
Hamilton, probablemente, a dar instrucciones. Emma
maldijo para sus adentros.
―¿Los señores todavía no llaman a la campanilla?
―inquirió con su habitual tono autoritario pero amable.
―Non, monsieur Hamilton ―respondió lacónico, sin alzar
la vista, pendiente de las verduras que trozaba para el
fondo de res.
Hamilton se quedó unos momentos en silencio. Se aclaró
la garganta.
―En ese caso, tenga todo a punto para el desayuno de
los señores. Según me informó Penélope, la señorita Cross
ya salió con lord Ravensworth, pero sin probar bocado. ¿No
los ha visto? Tengo entendido que se reúnen en el patio.
―Non.
―¿Seguro? ―insistió poniendo sus manos sobre la mesa.
―Oui… ―Baudin enterró el cuchillo sobre la tabla de
cortar y alzó la vista―. Monsieur Hamilton, si hubiega visto
a madeimoselle Cross pasag pog aquí, créame que me
habría dado cuenta ―respondió enérgico.
―Me avisa si la ve, por favor.
―No soy la niñega de madeimoselle Cross.
―Lo sé, señor Baudin. Solo le estoy pidiendo que si la ve
que me lo indique. Como mayordomo, es mi deber conocer
hasta el más mínimo movimiento de esta casa y su deber es
colaborar al correcto funcionamiento de Bellway House
―explicó calmado―. Este es su territorio, también debe
saber quién entra y sale e informarlo cuando es requerido
―agregó apelando al ego del chef.
―Oh, très bien! ―claudicó Baudin. Su idioma nativo solía
aparecer con mayor regularidad cuando se ofuscaba.
―Yo no entiendo por qué usted actúa siempre tan a la
defensiva, señor Baudin. No soy su enemigo ―recriminó
Hamilton sin perder el control―. Usted es capaz de colmarle
la paciencia incluso al alma más bondadosa del planeta.
―Me gusta estag solo, monsieur Hamilton y me
desagradan las integupciones en mi trabajo.
―Relacionarse con el servicio de la casa también es parte
de su trabajo, señor Baudin. Intente mejorar su actitud y
todo será más fácil. Usted lleva poco tiempo en este país,
pero le puedo asegurar que jamás va a trabajar en una casa
como esta, con amos tan considerados y generosos con sus
empleados. Y lo digo con conocimiento de causa, he tenido
que lidiar con verdaderas lacras con título ―aseveró firme.
Baudin bufó, sabía que Hamilton tenía razón, pero sus
motivos para mantener a todo el mundo lejos eran
contundentes. Nadie lo podía entender.
―Al menos, confíe en mí, señor Baudin.
Hamilton dejó solo al chef, quien dio un sentido suspiro y
siguió con sus labores.
Emma vio que, de pronto, Baudin sollozó, y parpadeó
rápido. ¿Estaba llorando?
―Putain oignons! ―exclamó Baudin con voz
estrangulada.
Emma sintió cierto alivio. Su dominio del francés no era el
de los mejores, pero sí aprendió a maldecir con propiedad. Y
llamar «putas» a las cebollas entraba en su catálogo mental
de imprecaciones graves favoritas, siempre y cuando quien
las recibiera no fuera una mujer.
Emma no tuvo que esperar más, Baudin dio media vuelta
y ella supo que era su momento. Abrió la puerta de servicio
sin hacer ruido y salió corriendo en puntillas.
Fueron los cinco segundos más largos de su vida y…
¡Éxito!
Emma cerró la puerta tras de sí con el pecho agitado,
entornó los ojos. Bendita sea tía Iris, ella era la que dirigía la
casa, por lo tanto, si los goznes no emitían ninguna clase de
ruido era porque estaban aceitados y eso era su obra. Sus
labios se curvaron en una sonrisa pícara.
Y así la vio Greg.
Se estaba convirtiendo en un maldito santo. No sabía de
dónde sacaba tanta fuerza de voluntad para no ir, tomarla
entre sus brazos y besarla hasta hacerle perder el sentido.
Ah, sí lo sabía. Si hacia algo así, era probable que Emma
lo dejara cantando como mezzosoprano de un rodillazo en
los testículos.
Se aclaró la garganta.
―Has tardado un siglo, Emmett ―amonestó, ofreciéndole
las riendas del Vulcano, su castrado negro.
Emma abrió sus ojos. Por alguna absurda razón, con el
transcurso de los días, Gregory le parecía más atractivo; su
barba oscura bien cuidada y cada vez más espesa resaltaba
sus ojos que eran tan verdes como el jade. Le hacía ver más
maduro y la imagen del joven libertino que conservaba en
su memoria, se difuminaba.
―Tuve problemas para salir, su excelencia ―respondió de
buen humor, tomando las riendas de su caballo, acarició el
morro del animal con cariño―. Hola, amor, ¿me extrañaste,
bello? ―le susurró a Vulcano, se metió la mano al bolsillo y
extendió la palma frente a sus fosas nasales. Vulcano,
extasiado, recogió su regalo, terrones de azúcar.
―¿Así que de ese modo sobornas al animal? ―constató
Gregory, sintiendo una ridícula sensación de celos en contra
de Vulcano―. Eres un tramposo.
―Le doy en el gusto y luego él me da en el gusto a mí,
¿cierto, Vulcano?
El caballo resopló con placidez.
―¿Así funciona contigo? ―interpeló Greg guasón,
acercándose a ella, invadiendo su espacio personal.
―¿Tú que crees? ―replicó Emma alzando una ceja.
―Creo que tu buen humor es suficiente respuesta… Es
evidente que hay que darte en el gusto. ―Se quedó unos
segundos en silencio, admirado esos labios rosados, levantó
la vista; gris y verde se encontraron―. Y vale, totalmente, la
pena.
«¡Dios, me va a besar!», pensó Emma desesperada. Una
parte de ella estaba a punto de cerrar los ojos y esperar a
sentir; la otra parte, en cambio, se reveló enumerándole, al
menos, diez motivos para no ceder a sus impulsos.
El primero, Greg había sido un seductor redomado y era
experto en hacer caer como moscas a las mujeres. Había
cosas que no cambiaban, y ser un tipo encantador con el
sexo femenino ya lo tenía muy arraigado en su manera de
ser. Simplemente, él era así y ella no significaba otra cosa
que ser su prima.
―¿Nos vamos? ―susurró Emma, intentando recuperar su
voluntad. Gregory sonrió de medio lado.
―Después de ti, mi estimado Emmet.
Emma puso el pie en el estribo y se impulsó con fuerza y
agilidad sobre la silla de montar. Aquello fue un verdadero
suplicio para Gregory, los pantalones ajustados
evidenciaban las exquisitas formas de esa mujer que le
estaba haciendo cometer una locura tras otra.
Gregory sacudió su cabeza para espabilarse y montó a
Hefesto. Su caballo blanco bufó impaciente.
―Llegando a Hyde Park, veremos quién es el mejor el día
de hoy ―sentenció Gregory controlando a Hefesto, quien ya
estaba desesperado por galopar.
―Que así sea, lord Ravensworth ―convino Emma.

*****
Emma sobre un caballo era algo digno de admiración. Ella
era una amazona excepcional, y Gregory lo sabía bien. Él
fue educado como un caballero, lo subieron a una montura
poco después de aprender a caminar, era parte de su vida
ser un jinete consumado. No obstante, debía reconocer que
Emma era mucho más hábil. Ella y el animal se fusionaban
en un solo ser.
Cabalgar a todo galope al lado de ella, era todo un placer;
estimulaba su espíritu competitivo y su esencia masculina.
Como nunca, él estaba disfrutando la aventura que era
seducir a esa mujer, le hacía cuestionar sus creencias, su
moral, su concepción de lo que debía ser un hombre. Lo
hacía sentir más vivo que nunca.
Todo era nuevo. Si bien, él conocía perfectamente lo que
era el deseo, la lujuria, el enamoramiento fácil, lo que
Emma le provocaba era indefinible, estaban presentes esos
impulsos, pero también había un sentimiento superior, más
cálido, tierno, de querer construir, proteger y atesorar. Tenía
la certeza de que lo que sentía en su pecho crecía en una
infinita progresión.
Lo llenaba, le desafiaba a ser mejor cada día.
Emma miraba de soslayo a Gregory, él cabalgaba a su
lado. No sabía qué hacer, usualmente disfrutaba de esa
tensión, de ese estado de peligro que sentía al soltar las
riendas y dejar que el caballo la llevara. No obstante, esa
misma sensación la estaba viviendo a todas horas cuando
estaba al lado de su primo. Los últimos días le estaba
costando ponerlo en su lugar, porque siempre fue un
extraño, y cada minuto que pasaba a su lado, su concepción
para el fraternal término «primo» se alejaba de su persona.
Ella podía decir con absoluta propiedad que las hermanas
de Greg, Cadence y Daphne, eran sus primas. Lo mismo
aplicaba para Angus y, por extensión, su esposa, Katherine,
por la cual sentía un especial cariño por comportarse como
una hermana. Todo el resto de los hijos de sus tíos eran sus
primos… Sin embargo, Gregory siempre fue una presencia
lejana, ajena a su vínculo de sangre.
No lo conocía realmente, hasta la última visita que él hizo
en abril. La imagen que conservaba de ese chico que era un
tiro al aire, se traslapaba con ese hombre que cuando creía
que estaba solo, se le veía taciturno y cansado, y que en el
momento en que era sorprendido, intentaba ocultar sus
tribulaciones con su sonrisa fácil y despreocupada.
Y ahora, él era un hombre diferente. Emma sabía a
grandes rasgos que estuvo a punto de perder gran parte de
su fortuna por abandonar sus responsabilidades. Dejó de
lado su antigua vida para dedicarse a administrar el ducado.
Sus escándalos ya no aparecían en pasquines de cotilleos
―según tía Iris, era mencionado, al menos, una vez al
mes―, no salía de parranda, se levantaba temprano y, en
vez de desfogarse con casadas, viudas y burdeles,
practicaba boxeo. Esto último, había transformado ese
cuerpo juvenil y delgado en uno corpulento y viril en tan
solo unos meses.
Lo que Emma no sabía a ciencia cierta era si sus salidas
se debían a que Greg solo estaba devolviéndole el favor que
ella le hizo en Brockenhurst, o porque él lo deseaba.
No sabía si esas miradas y actitudes eran propias de su
forma de ser; encantadora y seductora, o si él estaba
intentando llamar su atención seriamente.
No sabía si responder a ese llamado, o ignorarlo.
No sabía si ella se estaba enamorando, o si él estaba
estimulando algo más primario… ¿o ambas cosas iban de la
mano?
No sabía qué hacer o qué sentir, estaba confundida.
Necesitaba repuestas, claridad.
Un estruendo le hizo dar un respingo. Un disparo.
Emma perdió el control de su montura y Vulcano dejó de
obedecerla.
―¡Emma! ―exclamó Gregory muerto de preocupación,
olvidando que debía llamarla Emmet―. ¡Emma!
Emma escuchaba los gritos de Gregory, al tiempo que
intentaba recobrar el dominio del animal que se había
lanzado a una carrera desenfrenada.
―Tranquilo, Vulcano ―exhortó Emma, mientras tiraba de
las riendas, no quería hacerlo con demasiada fuerza y
brusquedad, el caballo podía encabritarse y el resultado,
fatal. Era mejor controlar la velocidad de a poco e intentar,
del mejor modo posible, esquivar a los pocos transeúntes
que daban sus paseos matutinos en Rotten Row―. Perdón
―le dijo a una señora que caminaba distraída―. ¡Mierda!
―exclamó al evadir a un tipo gordo que le lanzó furibundas
imprecaciones.
Gregory la seguía de cerca, mas no podía darle alcance.
En su mente cruzaron millones de terribles imágenes, una
peor que la otra. Se sentía impotente.
Espoleó a Hefesto, quien dio un relincho y aumentó su
velocidad. Deseaba con su vida alcanzarla. Para él fue el
minuto más largo de su existencia, confiaba en las
habilidades de Emma, pero no confiaba en las casualidades
que transformaban una situación ordinaria en algo que
jamás debió ser.
Gracias a la sangre fría de su jinete, poco a poco Vulcano
fue disminuyendo su velocidad. Emma, calmando sus
propios nervios, tiró fuerte de las riendas y la carrera
culminó.
―Bien hecho, cariño ―le susurró Emma al caballo y le dio
unas palmadas amorosas―. Tremendo susto que nos hemos
llevado.
No pasaron más de cinco segundos y Gregory llegó a su
lado.
―¿Estás bien, querida? ―preguntó, sin importarle si
había testigos cerca o no.
―Sí, Greg… ―respondió, intentando no detenerse a
pensar demasiado en ese «querida»―. ¿Escuchaste ese
disparo? Me sorprendió con la guardia baja y perdí el control
de Vulcano por unos instantes ―explicó apresurada. El
sonido de los disparos no le asustaba, en Brockenhurst
aquello era común, pero en Hyde Park no lo esperaba ni en
un millón de años.
―Lo oí, me diste un susto de muerte… ―Miró a su
alrededor, no sabía de dónde pudo provenir el disparo―.
¿Cómo se les ocurre hacer esto? ―masculló―. Sé que a
veces hacen competencias de tiro en algunas zonas de este
parque.
―Entiendo… Necesito caminar un poco ―estimó Emma.
―Sí, creo que yo también. ―Gregory se desmontó de
Hefesto. Emma hizo lo propio, pero en el momento en que
sus pies tocaron la tierra, sus piernas flaquearon―. ¡Emm…
met! ―exclamó intentando alcanzarla antes de que cayera
al suelo. La tomó fuerte de la cintura y la apretó contra su
cuerpo. No había espacio entre ellos. Emma lo miró con los
ojos muy abiertos. ¡Dios Bendito!
―Creo que fue la impresión ―susurró―… No siento
fuerza en las piernas.
―¡Maldición, Emma! ―masculló Gregory, sin saber muy
bien qué hacer.
Otro disparo.
Ambos miraron en todas direcciones.
―Me parece que la competencia se está llevando a cabo
por allá. ―Señaló[JPT14] Gregory con un gesto hacia una
zona boscosa más allá del Serpentine―. ¿Puedes caminar?
―Sí…
Emma logró sostenerse en pie y Gregory, de mala gana,
soltó su agarre y comenzaron a caminar a paso tranquilo.
No había mucha gente en Hyde Park en esa época del año.
Si bien el parlamento había empezado sus sesiones, la
verdadera actividad social comenzaría en enero. Emma no
podía imaginar cómo iban a ser de caóticos sus días, a
duras penas podía llevarle el ritmo a tía Iris, y eso que
todavía no empezaba la temporada.
Otro disparo. Se detuvieron.
―Deben estar muy aburridos para hacer competencias
de tiro un día lunes ―comentó Gregory intentando dilucidar
con más precisión el lugar exacto de dónde provenían los
disparos.
―Para los aristócratas londinenses, Londres es aburrido
todos los días, a todas horas en esta época ―replicó
Emma―. Hyde Park está casi desierto y, a mi juicio, es un
lugar, día y hora ideal para hacer esas competencias.
Disparo.
Ellos comenzaron a avanzar de nuevo a paso sosegado.
―Antes pensaba así ―dijo Gregory de pronto―. Que
Londres es aburrido sin la temporada ―aclaró.
―¿Qué te hizo cambiar tanto, Greg? ―preguntó Emma,
sin detenerse a pensar que quizás estaba haciendo una
pregunta demasiado personal.
Gregory se quedó en silencio con un aire melancólico,
miró sus botas que ya estaban sucias. Pensó en el hombre
que fue, en el que era ahora, en sus miedos, la raíz de ello.
«Dale en el gusto, solo así sabrás si ella también acepta
lo que eres».
El hermetismo se prolongó. Gregory no lograba encontrar
las palabras. Le invadió el temor a perder lo que tenía con
Emma, esa complicidad. ¿Cómo confesar sin provocar un
daño permanente? Su verdad se le antojaba demasiado
sórdida para contársela a una mujer que vivió toda la vida
en el campo, alejada de los vicios. Ella era demasiado
inocente respecto a la vida de un hombre con demasiada
libertad.
Ante el mutismo de Greg, Emma no quiso insistir y solo
se limitó a escuchar el sonido de sus pasos, el de los
caballos y los disparos.
―Muchas cosas sucedieron a lo largo de un año y medio
―reveló al fin, solo a medias. Una críptica introducción.
Emma no pudo evitar sonreír, era digna de la confianza
de él.
―¿Muy malas? ―preguntó Emma con mucho interés.
Gregory seguía mirando sus botas al caminar, esbozó una
floja sonrisa.
―Mi inocente Emmet, ¿sabes qué hace realmente un
libertino? ―Alzó la mirada y se quedó ensimismado en un
punto fijo.
―Me puedo hacer una idea.
―Muy bien, empeora esa idea por diez.
―¿Un libertino es una especie de descendiente de
Satanás? ―interpeló socarrona.
Gregory rio a carcajadas.
―Creo que es una descripción bastante infantil, pero
también es extrañamente acertada… Vivir como si uno
fuera el descendiente del impío e invulnerable Satanás,
tiene sus consecuencias. Soy un simple humano, al fin y al
cabo.
―¿Y se puede saber qué tipo de consecuencias sufriste?
―Durante un año, cinco compañeros de juerga
enfermaron gravemente. Uno murió en cuestión de meses,
otro dos sobrevivieron un año, quizá… creo que los otros ya
están agonizando. Hasta hace poco tiempo, pensé que iba a
morir del mismo modo que ellos ―confesó, recordando que
merecía todo lo que vivió en esa época negra, como castigo
a sus pecados capitales que le hicieron cometer el peor
error como ser humano, haber dejado en último lugar a su
familia y su legado―… Sífilis ―agregó.
―Vaya… eso es… vaya.
―Cuando murió el primero, no le tomé demasiada
importancia. Luego me fui enterando de la situación del
resto y, de pronto, pensé que yo iba a ser el siguiente.
Siempre íbamos juntos a todas partes… ―Hizo una larga
pausa, Emma era una mujer que podía hacerse la idea de lo
que hacía, no era necesario entrar en demasiados
detalles―. No fui prudente, ni maduro. Solo pensaba en mí,
en retrasar mis responsabilidades, en vivir sin freno todo lo
que mi posición me brindaba con facilidad. Tenía la absurda
idea de que viviría lo suficiente para esperar el día en el que
me podría serio.
Emma estaba impactada. Esa enfermedad era terrible, la
horripilante agonía a veces se extendía por meses, las
personas se contagiaban y no sabían hasta que era muy
tarde, dejando en el camino a más personas enfermas.
―¿Y no estás contagiado?, ¿cómo estás seguro de ello?
―interrogó Emma con cautela, mientras que una punzada
aguda de temor le perforaba el pecho.
―Consulté innumerables opiniones médicas. Y hasta el
día de hoy visito a mi médico de cabecera. Él insiste en que
estoy sano, que no he manifestado los síntomas que
debieron haber aparecido hace meses… ―Se quedó callado
nuevamente. Notó que era muy fácil conversar con Emma,
abrirse, ella no lo juzgaba ni le reprochaba nada. No le daba
sermones mojigatos. Suspiró, ya que estaba en la labor de
exteriorizar sus pensamientos, bien podía admitir que―:
Hace más de un año no he sido capaz de involucrarme con
nadie, y no por falta de voluntad ―acotó―, sino por miedo a
propagar la enfermedad, o a ser contagiado.
―Debió ser muy difícil ―supuso Emma. Después de todo,
Gregory era un hombre y un año de celibato era como un
castigo. No era tonta, ella pudo vislumbrar el significado
implícito de las palabras de él. La naturaleza masculina
solía, en cierto modo, sepultar sus sentimientos, como si
temieran sentir. Era todo un logro que él hubiera tenido la
fortaleza mental de salir adelante sin ayuda―. Lo siento
mucho.
―No debes sentirlo, mi paranoia sirvió para poder ocupar
mi tiempo en tomar mis responsabilidades en serio. Debo
inferir que mi madre te ha puesto al día respecto a ello.
―Sí, ella me contó grosso modo… Supongo que tía Iris no
sabe lo de…
―Desde luego que no, Dios me ampare. Apenas podía
lidiar con eso como para involucrar a mi madre… Por eso
mismo, dejé que todo el mundo pensara que no pasaba
nada, que seguía siendo el mismo de siempre. Ella no se
merecía sufrir esa preocupación.
―Ella está muy orgullosa de ti, Greg.
―Sí, creo que lo está… Tomar el lugar de mi padre nunca
fue fácil.
―Eras muy joven cuando falleció tío Charles.
―Muy joven, muy estúpido, muy arrogante ―agregó con
dureza―… Aterrado de no dar la talla. ―Se encogió de
hombros, no era un gesto de que no le importara, era de
resignación―. Finalmente, he asumido que nunca voy a ser
lo suficiente, jamás seré como él…
―No digas esas estupideces, Greg ―interrumpió Emma.
En su voz había un tono que jamás había escuchado
Gregory―. Tú no eres tu padre, eres diferente. No puedes
siquiera comparar sus vidas, sus experiencias… No eres
más ni eres menos que él, eres tú y, en este momento de tu
vida, estás dando lo mejor de ti para honrar su legado.
―Emma tragó saliva, inesperadamente, se había formado
un nudo en su garganta, su voz se quebró, pero continuó―:
Puede que lo engrandezcas, puede que lo mantengas, ¡qué
más da! Si estás poniendo tu vida en ello.
Un disparo, el eco reverberó por largos segundos.
―Gracias, Emm. ―Gregory miró los ojos grises de esa
mujer. Estaba aliviado. La expresión de ella solo evidenciaba
una comprensión que iba más allá de la cortesía, sus ojos
estaban vidriosos y enrojecidos. Era preciosa―. Ha sido un
consuelo hablar contigo.
―Soy lo mejor que pudo haberte pasado en la vida
―satirizó, intentando quitarle seriedad a la conversación
que acababan de sostener.
―Debo admitir que así es, mi estimado Emmet.
Disparo. Gregory resopló.
―¿Qué te parece si vamos a humillar a esos tunantes que
están disparando? ―propuso Greg.
―¿Y cómo pretendes hacerlo? ―interpeló Emma,
parpadeando desconcertada por el brutal cambio de tema.
―Apostaré cinco guineas a que no pueden vencer a mi
secretario.
―Es una apuesta muy fuerte, su excelencia ―aseveró
Emma, fingiendo severidad―. ¿Acaso no está recuperado de
sus vicios?
―Por supuesto. De hecho, solo apuesto cuando voy a
ganador.
―En ese caso, solo accederé si me da la mitad de las
ganancias ―propuso desvergonzada.
―¿Estamos negociando, Emmet? ―Gregory sonrió de
medio lado.
―Siempre.
―Entonces, trato hecho.
Capítulo VIII
―¡Debí suponer que los tunantes eran ustedes!
―exclamó Gregory al ver al grupo conformado por cuatro
hombres.
Cuatro pares de ojos se quedaron mirándolo por cinco
segundos en silencio. Cuatro cejas se alzaron hasta llegar al
nacimiento del cabello, todas al mismo tiempo.
―¡Ravensworth! ―exclamaron todos casi al unísono.
Gregory le entregó las riendas de su caballo a Emma,
para ir al encuentro de los cuatro caballeros que dejaron el
juego de lado y saludaron a Gregory con abrazos y
palmadas en la espalda, llenos de entusiasmo. Emma, en su
papel de secretario, se mantuvo al margen, por lo que pudo
apreciar la escena a placer. Todos vestidos con informal
elegancia, eran la viva estampa de jóvenes granujas llenos
de vida y ajenos a las preocupaciones. Tal como lo era
Gregory.
―Estás irreconocible, duque ―observó lord Axford
mirándolo de arriba abajo―. Te queda bien la barba, el ojo
morado no, ¿fue algún marido agraviado?
Ravensworth rio grave. En su vida pasada llena de
excesos, prefería que las mujeres con las que se involucraba
tuvieran un esposo enterrado dos metros bajo tierra.
―Nada de eso, solo exigí satisfacción de una forma que
no resultara fatal para mí ―respondió―. ¿Qué hacen en
Londres a esta hora de la mañana? Ninguno de ustedes
suele «madrugar» ―interrogó Gregory de buen humor.
―Nos reunimos por un motivo no muy alegre ―reconoció
Axford, bajando la vista por un instante―. Ayer fue el
funeral del pobre de Wroughton, nos emborrachamos en su
honor y decidimos terminar el día aquí, antes de partir
mañana a la casa de campo de Brunswick.
―Entiendo… ―Gregory respondió lacónico. En ese grupo
todos sabían la causa de la muerte, sus semblantes se
entristecieron―. Es una verdadera lástima lo de Wroughton.
Por un momento que se les antojó eterno, solo se
escuchaba el dulce trinar de los pájaros que abundaban en
el parque.
―Hace mucho que no te veíamos ―continuó lord Axford
rasgando el lúgubre aire silente―. Pensamos que tú
también…
―¡No! ―Gregory cortó con cierta brusquedad lo que
Axford insinuaba―. No… ―rectificó más suave―. Solo
estuve a un paso de perder mi patrimonio. Un ducado no
sirve de nada si eres pobre, mi madre me desollaría vivo
―repuso intentando imprimir en su tono de voz su habitual
indolencia. Emma, en ese instante, supo que él no les iba a
contar lo que le había revelado a ella minutos atrás―. Estoy
dedicando mis esfuerzos y tiempo en ello.
―Un caballero sin dinero no es nada ―convino Axford.
―Y también sin una esposa ―agregó Ravensworth
guasón.
Emma alzó una ceja. ¿Esposa?
―¡No! ¡¿Te vas a dejar atrapar por las matronas de
Londres?! ―dramatizó Axford, llevándose las manos a la
cabeza.
―La vida es demasiado corta, y ya he perdido demasiado
tiempo pensando únicamente en mí, solo debo hallar una
esposa inadecuada.
―¿Inadecuada? ―interrogó intrigado.
―Creo que una mujer que es considerada inadecuada
para el resto de la sociedad, es lo que un libertino retirado
necesita como estímulo para mantenerse alejado de
burdeles y amantes. Estoy convencido de que una esposa
feliz, es una mujer dispuesta a saciar toda clase de apetitos
―explicó Gregory.
Las palabras de Greg le provocaron a Emma un súbito
sonrojo. Se acomodó las gafas y se aclaró la garganta con
discreción.
―Es interesante tu teoría… Pero no me convence para
nada.
―No tengo por qué convencerte, no me casaré contigo.
Todos prorrumpieron en sonoras y graves carcajadas.
Vulcano y Hefesto relincharon.
―¿Y bien? ―agregó Greg tomando una pistola―. ¿Alguno
de ustedes le ha atinado a la diana? ―interpeló observando
dicho objeto con aire distraído ―. ¿O siguen siendo los
peores tiradores del reino?
Todos discreparon en una sonora cacofonía. En realidad
eran bastante buenos y, según recordaban, Gregory era el
que tenía peor puntería.
―Ustedes no aguantan ni una broma ―prosiguió Gregory
sonriendo―. Pero insisto en que son los peores y les
apuesto cinco guineas a cada uno, a que mi enclenque
secretario puede disparar mejor que todos ustedes… Al
primer intento ―agregó altanero.
Todos miraron al hombrecito anodino que acompañaba a
Ravensworth y que sujetaba las riendas de dos caballos. Las
carcajadas volvieron a estallar y aceptaron la apuesta en
medio de burlas y risotadas.
―¡Cross! ―llamó Gregory autoritario―. Proceda…
―Emma, aparentando estar intimidada, titubeó incómoda
no sabiendo qué hacer con los caballos. Greg reía
internamente ante esa muestra de fingida torpeza―.
¡Muévase, hombre! ―apremió, poniendo sus ojos en blanco
y tomó con brusquedad las riendas. De soslayo, le guiñó el
ojo―. Patéales el trasero, gatita ―susurró solo para ella,
provocando un rojo intenso en la cara de Emma.
―Ravensworth es un hombre perverso, ¿cómo tolera
trabajar con él? ―interpeló Axford, entregándole una pistola
a Emma, quien examinó el arma con ojo crítico. Comprobó
que ya estaba preparada apropiadamente y miró de soslayo
el objetivo. Todas las marcas estaban cerca del centro.
Debía reconocer que tenían razón en afirmar que eran
mejores que Greg.
Emma se aclaró la garganta.
―Solo el oneroso pecunio que me da su excelencia
justifica mi paciencia ―respondió Emmett con sequedad.
Todos rieron por la insolente insubordinación de Cross.
Emmett alzó su brazo y disparó sin mirar realmente la
diana.
―¡Perdón, se me disparó sin querer! ―exclamó Emmett
consternado.
Las risas cesaron en el acto. Los cuatro hombres, en un
estado de total incredulidad, fueron a inspeccionar la diana
al mismo tiempo.
La bala estaba incrustada en el mismísimo centro. Un tiro
limpio que estaba rodeado por una linda constelación de
disparos errados.
―Válgame, eso ha sido inesperado. Cross está ciego
como un topo ―afirmó Gregory, simulando a la perfección
estar tan sorprendido como el resto―. Prefiero no seguir
tentando mi buena fortuna. Un caballero sabe cuándo
retirarse, les enviaré un pagaré para que cada uno liquide
su deuda ―sentenció Greg―. Soy un duque casi en la
bancarrota, debo volver a ser un partido aceptable para mi
futura esposa inadecuada.
―Eso fue pura suerte, tu secretario ni siquiera sabe
tomar una pistola ―masculló Axford, regresando al lado de
Greg―. Queremos otra oportunidad.
Todos concordaron en que había sido una simple
coincidencia y deseaban recuperar sus cinco guineas.
―No, no, no, no, no, no, no ―negó rápido Greg, pero dos
segundos después, dijo―: Oh, está bien… ¡Cross, intente
atinarle otra vez! Y no me haga perder dinero o le juro que
será despedido.

*****
Emma y Greg, durante todo el camino de regreso a
Bellway House, reían a carcajadas [JPT15]cada vez que
recordaban la charada que habían improvisado. Casi no
podían creer que habían ganado una pequeña fortuna, al
repetir dos veces la apuesta.
Rodearon Bellway House y llegaron al patio trasero,
desmontaron casi al mismo tiempo sus caballos.
Experimentaban el mismo estado de ánimo, Emma no se
quería despedir, Gregory tampoco.
Ambos suspiraron en perfecta sincronía y rieron con
timidez al notarlo. Había cierta nota de nerviosismo, de
anticipación en el aire, estaban absolutamente convencidos
de que algo tangible se estaba construyendo entre ellos.
―Bien, señor Cross, lo dejo sano y salvo. ―Le tomó la
mano enguantada a Emma y le dio un leve toque con sus
labios―. Esta tarde vendré a ver cómo sigue la salud de mi
madre ―anunció sin soltarla―. Por lo que tendrás que
tolerar mi presencia dos veces en un mismo día.
―Creo que puedo hacer ese sacrificio, su excelencia
―replicó con su tono de secretario―. Hasta la tarde, Greg
―se despidió volviendo a ser Emma.
―Hasta la tarde, querida. ―Se inclinó hacia ella y le
depositó un suave beso en la mejilla, muy cerca de la
comisura de sus labios y que duró más de la cuenta. Emma
contuvo la respiración, no fue capaz de mover un músculo
cuando él susurró grave a su oído―: ¿Qué sucedería si te
beso?
Emma tragó saliva.
―Creo que eso ya lo has hecho ―murmuró evasiva,
sintiendo que su corazón latía desbocado ante esa
repentina y sugerente pregunta.
Gregory sonrió sintiendo cierta satisfacción. Emma no se
movía, pero tampoco lo rechazaba por completo. La miró a
los ojos, luego a sus labios rosados y anhelantes.
―Tienes razón… Pero quiero saber… ―Se acercó
peligrosamente a su boca―. Qué se siente… besarte…
aquí…
Con suma delicadeza, los labios de Gregory acariciaron
los de Emma. Ah, tibios, suaves…
―¡Mon Dieu! ―exclamó Baudin casi chillando. Emma y
Greg se separaron en medio segundo―. ¿Lodg Gavenswog?
―El chef, estupefacto, miraba alternando entre Gregory y su
acompañante y, al reconocerlo, jadeó―. ¿¡Madeimoselle
Cross!? ―interrogó centrando su atención en ella.
―¡Shhhhhh! Ni media palabra de esto, Baudin ―advirtió
ella, confirmando tácitamente su identidad.
―Pego, ¿qué hace en esa facha? ―interrogó
escandalizado.
―Esto es ropa para montar a caballo, naturalmente
―respondió Emma poniendo sus manos en jarra.
―He visto a muchas damas a caballo y pegmítame
discrepar, ellas no lucen un atuendo como el suyo ―censuró
el chef, imitando el gesto de Emma.
―Con razón Hamilton a veces le quiere estampar los
nudillos en la cara, usted es insufrible ―intervino Greg―.
Baudin, solo imagine que no ha visto nada.
―Es muy difícil olvidag ese tête à tête entre caballegos
―satirizó Baudin, irreverente―. Pego, justamente, no
guecuegdo qué venía a buscag, tal vez lo haga si vuelvo a la
cocina.
El chef volvió por dónde vino, mas no les dio la espalda,
su mirada era acusadora.
Un vacío frío los invadió, dejándolos despojados de esa
efervescente emoción. El momento se había ido para
siempre.
―¡Maldita sea! ―mascullaron los dos al unísono.
Gregory resopló molesto, ni siquiera iba a regañar a
Emma por maldecir, solo por el hecho de que esa palabrota
confirmaba que ella deseaba ese beso tanto como él.
Emma, por su parte, solo deseaba gritar de pura frustración.
―Ya te besaré apropiadamente ―advirtió Greg con
determinación, iniciando su retirada―… Y me aseguraré de
que no haya interrupciones. ―Montó a Hefesto sin soltar las
riendas de Vulcano, se tomó el ala de su sombrero como
despedida y se marchó.
Emma solo atinó a tocarse los labios. ¡Demonios! ¡Había
sido tan breve! ¡La iban a besar de verdad! Y ella solo
quería colgarse del cuello de él y entregarse sin recato.
Maldijo nuevamente entre dientes. Enojada, frustrada y
acalorada se dirigió a la puerta. Lo único bueno de toda la
situación era que la próxima vez que saliera con Greg, no
iba a tener que ingeniárselas para evadir a Baudin. Ya con
él, eran dos quienes sabían su sucio secreto; Penélope no le
decía nada, pero siempre le fruncía el ceño reprobando su
conducta.
Emma se detuvo, dio un pisotón y gimió.
Más le valía a Ravensworth cumplir con su palabra.
Volvió a caminar y llegó hasta la puerta que daba a la
cocina, puso la mano en el pomo y suspiró. Negó con la
cabeza, ¿qué estaba haciendo? Gregory la estaba volviendo
loca.
No quiso darle más vueltas y entreabrió la puerta.
―No hay nadie más, madeimoselle ―avisó Baudin desde
su mesón.
Emma entró con más seguridad y le sonrió al chef que
estaba frente al fuego, probando la sazón del caldo de pollo
que borboteaba llenando el ambiente de un delicioso aroma
que le recordó a Emma que no había probado bocado
alguno.
―Gracias, Baudin ―dijo Emma con suavidad―. Le debo
una, así que le prometo que no vendré a molestar a la
cocina por una semana ―se comprometió con total
sinceridad.
―Oh, no tiene que agradeceg nada ―respondió el chef,
un tanto desconcertado por aquella muestra de amabilidad.
Usualmente, cuando a los amos les conviene, la
servidumbre es invisible―. Solo no haga cosas de las que se
pueda aguepentig en el futugo. Llevo poco tiempo aquí,
pego me he dado cuenta de que este país es mucho más
conservadog que France… ―se atrevió a aconsejar.
―Eso lo tengo muy claro, señor Baudin. Gracias por el
consejo.
―Baudin, vi a lord Ravens… Oh, tiene compañía, ¿quién
es el señor? ―interpeló Hamilton, entrecerrando sus ojos. El
hombrecito de gafas tenía un rostro familiar… uno que no
tardó en descubrir―. ¡Dios mío! ¿Señorita Cross?
Emma, como única respuesta, entornó sus ojos y gimió
dando un pisotón en el suelo por segunda vez en menos de
diez minutos, ya parecía ser el día de la frustración eterna.
―¿Qué hace en esa facha? ―repitió la misma pregunta
que Baudin, pero sin el tono de censura en su voz, era más
bien de sorpresa.
―Es ropa para montar a caballo, naturalmente. ―Y ella
también repitió la descarada respuesta que le dio al chef,
sintiendo que esta vez su sucio secreto quedaría al
descubierto.
Lo sabían demasiadas personas y no tenía el suficiente
poder ―económico, principalmente― para lograr que
mantuvieran la boca cerrada.
―Naturalmente ―coincidió Hamilton, para gran asombro
de Emma―. El almuerzo será servido a la una de la tarde y,
dado que no ha desayunado, le serviremos un plato de sopa
junto con los emparedados ―avisó, sin insistir en el
incómodo asunto de vestimentas masculinas.
―Muchas gracias por la consideración… bien… yo me iré.
―Apuntó hacia la escalera de servicio―… por ahí.
Hamilton hizo una leve inclinación con su cabeza y
Emma, como si fuera una especie de gata asustada, enfiló
su rumbo hacia la escalera con pasos estudiados y
comedidos.
Cerró la puerta tras de sí.
Baudin y Hamilton rieron en voz baja al escuchar cómo el
sonido de los pasos de Emma, delataban que subía
corriendo la escalera como alma que lleva el diablo.
Hamilton se aclaró la garganta tras un instante, dirigió su
atención a Baudin.
―Señor Baudin, ¿por qué no me dijo que la señorita Cross
vestía de ese modo tan singular para una dama? ―interrogó
Hamilton sin reproche.
―Oh, es que cuando ella salió con lodg Gavenswog la
sentí pasag, pero no la vi ―contestó relajado―. Solo
configmé que ega ella cuando escuché su voz hablando con
el duque.
―Entiendo, muchas gracias, señor Baudin.
―¿Va a delatag a madeimoselle Cross? ―interpeló
interesado, después de todo, ella no era una mala persona.
―Creo que mantendremos el secreto de su peculiar
atuendo… de momento ―contestó ufano―. Prosiga con su
buen trabajo, Baudin.
Hamilton dejó solo al chef quien, desde hacía mucho
tiempo, no sonreía por pasar un buen momento.

*****

Gregory entró a la salita celeste de Iris, quien se levantó


a recibirlo con un amoroso abrazo.
―Mamá ―saludó Greg, dándole un beso en la mejilla―.
Te ves radiante, qué bueno que ya estás mejor de salud.
―Oh, solo fue un leve catarro, nada de qué preocuparse
―replicó acariciando la mejilla de su hijo―. Adrien es muy
exagerado con sus cuidados.
―Yo hubiera hecho lo mismo, así que no busques aliados
para amonestar a lord Grimstone ―replicó socarrón.
―Traidor.
―Siempre. ―Rio, pensando en la guinea que le había
dado el esposo de su madre en el vestíbulo, pagando la
apuesta que habían hecho en casa de Corby. Adrien era un
hombre que tenía honor, aunque fuera en nimiedades. Le
debía su lealtad, no cualquiera domaba el carácter
impetuoso de Iris.
―Estaba a punto de tomarme un té, ¿deseas una taza?
―ofreció Iris, al tiempo que se sentaba en su sillón orejero e
invitaba a su hijo a hacer lo mismo en la poltrona que
estaba a su lado.
―Si fueras tan amable ―aceptó, sentándose con
propiedad donde le indicaba su madre.
Iris comenzó a servir las tazas, no necesitaba preguntarle
a Greg cómo lo quería, él siempre lo tomaba sin azúcar,
porque solía ser un glotón con las pastitas dulces.
―Veo que estás pasando bastante tiempo con Emma
―observó Iris directa, sin recurrir a ningún preludio de
conversación banal―. Incluso te has tomado la molestia de
arrendar caballos para salir a cabalgar a Rotten Row.
―Creo que estás exagerando, paso tanto tiempo con ella,
como con Angus y Katherine ―respondió natural, recibiendo
la taza de té.
―El problema es que ustedes pasan muchas horas a
solas ―replicó Iris, revolviendo su taza―. Por muy primos
que sean, la gente habla.
¿Cómo podía responder a eso Gregory? Su madre tenía
razón, pero ella no sabía que lo veían montar con su
secretario, no con su prima. La gente no iba a hablar sobre
ello.
―No tengo problema si quieres ponerle una carabina,
aunque eso también da motivos para que la gente especule.
No tienes de qué preocuparte, mamá. En esta época no hay
nadie en Londres que pueda sembrar rumores…
―Ay, hijo mío, todavía hay inocencia en ti ―satirizó Iris―.
Para sembrar un rumor, solo basta con que un solo par de
ojos apropiados[JPT16] estén en el lugar correcto.
―Tendré más cuidado, sé que mi fama no es la mejor,
pero esa fama también dice que no me aprovecho de las
damas casaderas ―accedió. Su madre no le estaba
poniendo las cosas fáciles, cortejar a Emma ya era, per se,
una tarea titánica. De momento, no quería decirle nada a
Iris, de lo contrario, tendría que someterse a todas esas
reglas convencionales que detestaba y que no aplicaban en
una mujer como Emma.
Gregory bebió un sorbo de té. Esperaba ver a Emma.
Bebió otro más.
―¿Por qué no la cortejas como es debido? ―interpeló Iris,
provocando que Greg escupiera el té que estaba a punto de
deslizarse por su garganta―. ¡Cielo santo! ¡No era necesaria
esa reacción tan explosiva! ―exclamó Iris―. Estoy hecha un
desastre, hijo ―riñó, limpiándose la cara con la servilleta.
Gregory no podía responder, estaba ahogado en té.
―¿Cuándo le propondrás matrimonio?
―¡Mamá! ―alcanzó a exclamar Greg, antes de entrar en
otro acceso de tos.
―No soy estúpida, ni ciega, hijo mío. A diferencia de
Angus, a ti se te debe presionar directamente. La miras
como tu padre me miraba a mí… Aunque eso ya es bastante
perturbador verlo en mi hijo, no quiero ni saber qué pasa
por tu mente cuando miras a Emma.
Gregory resopló. Todavía no podía entender lo estúpido
que había sido al pensar que estaba engañando a Iris,
duquesa viuda de Ravensworth y vizcondesa de Grimstone.
―Emma no es como tú, definitivamente… ―respondió,
admitiendo implícitamente sus intenciones―. No haré las
cosas a tu manera, será a la mía… o más bien, a la manera
de Emma ―masculló, recordando el beso frustrado de ese
mediodía.
―Mientras no tengan que casarse con una licencia
especial… Recién se lo estoy perdonando a Angus, ni
siquiera lo pudimos celebrar como corresponde.
―Lo de ellos fue un caso especial, mamá…
―No me interesa, quiero una boda ―replicó
enfurruñada― ¡Una de verdad! Anuncio, amonestaciones,
ceremonia, recepción y luna de miel ―enumeró casi sin
respirar.
―Bueno, tendrás que tener paciencia, mamá. Emma es
Emma, las cosas no son fáciles ni convencionales con ella.
―Lo sé… Ella será una esposa inadecuada para el
ducado… Pero eso no es lo importante, la quieres y ella a ti.
Lo sé.
Gregory esbozó una sonrisa. Emma era inadecuada, pero
absolutamente perfecta.
Capítulo IX
―¡Emma! ―Katherine chasqueó los dedos frente a los
ojos de su prima―. ¡Despierta!
Emma parpadeó como si hubiera estado dormida y luego
despertado en una mesa en medio del Gunter’s.
―¡Oh! ¡Sí!... ¡Perdón! ―Suspiró―. Lo siento, Kathy… creo
que hoy no soy buena compañía.
―No debí insistir tanto en que salieras conmigo…
―Katherine inclinó ligeramente su cabeza escrutando el
rostro de Emma. Algo le pasaba a su prima, pero no podía
dilucidar qué―. Sabes que puedes hablar conmigo,
¿extrañas mucho Brockenhurst? ―interrogó, tomándole las
manos con mucho cariño.
Emma esbozó una sonrisa. ¡Ah, cómo quería a Kathy!
―Sí y no ―respondió sincera―. Me encanta la vida en el
campo, es lo que conozco y me hace sentir segura, que
tengo un lugar en el mundo… Pero desde lo de Ian…
Brockenhurst dejó de ser mi hogar. No podía ir tranquila a
comprar sin sentirme odiada por los demás. Mis pocas
amigas se vieron obligadas a retirar su amistad debido a los
rumores, y mucho menos podía participar de las actividades
del pueblo. Asistir a la iglesia se volvió un infierno… Todas
sus miradas suspicaces y cuchicheos a mis espaldas. No
había dimensionado todo lo que tenía hasta que lo perdí.
―Sonrió resignada―. Yo traté de conservar mi orgullo y
aparentaba que no me importaba, de verdad quería hacer
mi vida de nuevo. Pero debo reconocer que es imposible,
todo cambió para siempre. Desde el momento en que
abandoné la casa de mi padre, tuve la sensación de que
jamás iba a volver.
―Oh, querida, lo lamento tanto. Ha sido más que injusto
que pagues por los pecados de otro. Nunca imaginé lo duro
que había sido para ti… ¿Y aquí? ¿Cómo te has sentido? Sé
que tía Iris puede ser muy exigente con su agenda social
pero…
―Oh, ha sido mejor de lo que imaginé ―intervino antes
de que Katherine terminara―. Debí suponer que ella se
codeaba con personas que no son muy conservadoras. Sin
embargo, lo bueno es que puedo verlos a ustedes más
seguido y Greg se ha encargado de no permitir que me
agobie la vida citadina. Ha sido muy amable en darme lo
que necesito sin cuestionarme demasiado.
―La madurez le ha sentado muy bien a Greg ―observó
Katherine―. Ni siquiera Angus hubiera podido pronosticar
ese cambio en su primo, es casi un milagro. Solo le falta que
se case… ¡Pobrecita la que caiga en sus redes! ―exclamó,
fingiendo una risita perversa.
Emma se aclaró la garganta, se sintió como si la hubieran
apuntado con un dedo.
―¿Por qué dices «pobrecita»?, ¿sabes algo sucio respecto
a Ravensworth? ―preguntó Emma, queriendo darle ligereza
a su tono de voz, para que su interés se interpretara como
un simple cotilleo.
Katherine sonrió ladina.
―A lo que me refiero, es que no se puede hacer nada con
su indecente pasado. La mujer que se case con él, tendrá
que tolerar el hecho de que tiene demasiada experiencia
con el género femenino y, por lo tanto, deberá darse el
trabajo de cultivar su carácter y no ceder a los celos.
―¿Celos? ―interpeló, como si fuera la primera vez que
escuchaba en su vida esa palabra.
―Greg tiene un prontuario amoroso tanto o más extenso
que Angus, por lo que es más que seguro que la mujer que
se convierta en su esposa, se topará con la mayoría de sus
antiguas amantes… las relativamente decentes. En el
círculo aristocrático de Londres todos se conocen de algún
modo u otro ―explicó, sin preocuparse de la posible
sensibilidad de Emma, dada su inexperiencia amorosa―. Si
él se llega a casar con una chiquilla insegura o sin carácter,
se la comerán viva. Algunas mujeres suelen ser unas
verdaderas víboras ―acotó desdeñosa.
―¿Y cómo manejas eso? ―interrogó Emma alzando sus
cejas. Francamente, no había considerado la nutrida lista de
conquistas amorosas de Greg. Tal vez, simplemente, eso no
le importaba desde la conversación que sostuvo con él en
Hyde Park.
―A decir verdad, no tengo que manejarlo ―admitió
Katherine relajada―. Angus se asegura de demostrarme su
amor y fidelidad con sus actos. Un hombre enamorado sabe
cómo hacer sentir segura a una mujer ―argumentó.
Emma debía admitir que su primo Angus había cambiado
para mejor con el matrimonio. Casi no se podía comparar
con el hombre que había sido la última década.
―¿Y tú crees que es posible que un hombre como Greg
se enamore? ―interpeló, y se comió una galletita.
Katherine se quedó pensativa.
―Aunque él se empeñe en demostrar lo contrario, como
todos los hombres, es un sentimental. Es demasiado
encantador como para tolerar una unión que se base en una
fría conveniencia. ¿Te lo imaginas desayunando en silencio,
junto a una mujer que cotorree sin cesar para llenar el
vacío? ¡Moriría en vida! Y, probablemente, se buscaría una
amante. Tía Iris lo desollaría si hace eso, ella puede ser muy
flexible, pero hay cosas que no le perdonaría jamás.
―Creo que Greg no sufrirá con ninguna mujer. Tiene el
suficiente encanto para enamorar a cualquiera y que ella se
adecue a sus gustos ―objetó Emma, sintiéndose presa de la
inseguridad. Un oscuro pensamiento invadió su mente, era
posible que ella podía ser una más en su lista de conquistas.
Era evidente que Greg quería algo más de ella… y ella de él.
Pero, ¿eso significaba que había algo más profundo?
―Tienes razón, cualquier mujer estaría encantada de
casarse con él, pero eso no tendría gracia ―prosiguió
Katherine sin siquiera imaginar lo que rondaba la cabeza de
su prima―... Ahora que lo pienso, ustedes se parecen
mucho en algunos aspectos; son competitivos y necesitan
siempre algún tipo de desafío en cualquier ámbito de sus
vidas. Morirían del aburrimiento si todo es demasiado
sencillo y monótono en una relación… Es más, creo que
ustedes serían una gran… ―Katherine ahogó un jadeo y
apuntó a Emma con un dedo acusador―. ¡Ustedes!
Emma intentó poner su mejor cara de indiferencia y bebió
un sorbo de té.
―No ha pasado nada entre nosotros ―repuso tranquila―.
Greg me ha llevado a cabalgar y a disparar a Hyde Park,
nada diferente de lo que hicimos en Semana Santa
―desestimó.
―Se atrevió a llevarte a Hyde Park. ¿Sabes qué significa
que un hombre soltero lleve una dama a ese lugar? ―Emma
negó con la cabeza y siguió bebiendo té. Los ojos de
Katherine brillaban de emoción―. ¡Dios santo! Es como si
gritara a los cuatro vientos que pretende casarse con ella.
Da lo mismo que no haya nadie en Londres, solo basta que
haya un testigo confiable y el rumor será de dominio público
en cuestión de días... ¿Llevaste al menos una carabina?
Emma se ahogó con el té y tosió sin control, ganándose
las miradas curiosas de todos los comensales del salón de
té.
Si supiera Katherine que a él solo lo habían visto
pasearse con Emmett en vez de Emma. Lo que decía su
prima no significaba nada. De hecho, era muy conveniente
para Gregory si no lo vinculaban a ella directamente.
«Pero él no quería pasear con Emmet, siempre quiso
hacerlo con Emma», protestó su cerebro.
Emma gimió. ¿En qué momento se había salido todo de
control? Ya no sabía qué hacer, qué pensar o qué sentir.
―¡Ajá! ―Katherine continuó con sus elucubraciones,
mientras le daba palmaditas en la espalda―. ¡¿Cómo no me
di cuenta antes?!
Emma alzó su mano para señalar que ya estaba bien,
tosió una última vez, cubriendo su boca con una servilleta.
―Ay, querida… ¿Greg no se te ha insinuado?
Emma le dio una mirada elocuente a Katherine, aunque
era más elocuente el tono carmín de sus mejillas. El
recuerdo de haber sido descubierta por Baudin, y luego por
Hamilton, no ayudaba mucho.
Katherine ahogó un gritito de emoción.
―¿Te besó? ―interrogó. Emma se cubrió el rostro y
asintió.
―Hoy ―susurró contrita.
―¡Cielo santo!
―Nuestros labios se tocaron solo un segundo antes de
que el chef nos descubriera ―admitió Emma, intentando
restarle importancia al asunto, pero su actitud decía todo lo
contrario, todavía no se atrevía a descubrir su rostro que
parecía un adorable tomate.
―Noooooooo, ¡qué mala suerte! Cuando Greg te dé un
beso apropiadamente, sabrás si él es el indicado. ―Sonrió
Katherine con la malicia reflejada en su voz. Emma,
anonadada, abrió los dedos para espiar entre ellos y ver el
rostro de su prima. Poco a poco bajó sus manos y las puso
en su regazo.
―¿En serio un beso puede definir mi vida amorosa?
―cuestionó, entrecerrando sus ojos con franca
incredulidad―. Te recuerdo que solo has besado a Angus,
¿cómo se supone que sabes que él es el indicado?
―El primer beso que te da un hombre define muchos
aspectos de su personalidad y voluntad ―pontificó con
propiedad―. Angus fue el primero que me besó con respeto,
luego de una inflamada declaración de amor, jamás me
forzó ni me acosó como sucedió cuando trabajaba de
sirvienta. Lamentablemente, hay hombres que piensan que
una mujer, simplemente, debe aceptar sus asquerosas
atenciones.
A la memoria de Emma le llegó el recuerdo de un par de
ocasiones en que la besaron a la fuerza, y fue repugnante.
Katherine tenía razón, el concepto de seducción de algunos
hombres dejaba bastante que desear. En cambio, Gregory
lograba, al menos, obtener el libre consentimiento de una
mujer, su seducción era sutil.
Ah, debía reconocer que ella hubiera aceptado un beso y,
tal vez, algo más. ¡Qué cosa tan terrible aquello de
mantener su virtud intacta! ¡Era un incordio! Otra injusticia
más para las mujeres. A Gregory jamás lo tildarían de
«puto» por haber yacido con la mitad de la población
femenina de Londres, en cambio a ella, por un solo beso la
podrían forzar a un matrimonio para conservar su honor y el
de toda su familia.
Menos mal que eso no sucedió con quienes intentaron
tomar algo de ella sin su permiso. Habría estado obligada a
soportar el infierno de yacer y concebir hijos de un marido
violador. A ella no le importaba que todo el mundo dijera
que ese era «el deber de una esposa», si no entregaba su
cuerpo libremente, para ella eso era, lisa y llanamente, una
violación.
―Emma, vuelve, estamos aquí. ―Katherine, otra vez, le
chasqueó los dedos frente a sus ojos.
Emma suspiró, solía divagar demasiado.
―¿Cuándo lo volverás a ver? ―insistió Katherine
interesada.
―No tengo idea. Se supone que, en estos momentos,
debe estar con tía Iris. Creo que por hoy ya hice mi cuota de
Greg. ―Resopló. Al menos, se sentía un poco menos
agobiada al hablar más abiertamente sobre sus
sentimientos―. No digas ni una palabra de esto a nadie, ni
siquiera a Angus.
―Palabra de bruja ―prometió Katherine alzando su mano
derecha con solemnidad―. Pero en cuanto él te bese,
tendrás que darme los detalles ―exigió con propiedad―.
Estoy casi segura que pronto serás una duquesa. Ve
acostumbrándote a que te llamen «su excelencia».

*****
Emma entró al vestíbulo de Bellway House un par de
horas antes de la cena. Hamilton recibió su pelliza con
solemnidad.
―Gracias, Hamilton ―dijo Emma con suavidad. Casi ni
quería mirarlo a la cara después de haber sido sorprendida
vestida de hombre esa misma mañana.
―Un placer, señorita ―respondió impasible. Emma se
preguntó si Hamilton había perdido la memoria. En su tono
de su voz no se reflejaba ni la diversión ni el reproche―.
Lady Grimstone me ha encomendado indicarle que algunos
de sus vestidos nuevos han llegado, y que ya están en su
guardarropa.
Incluso si el mensaje estaba relacionado con ropa, a
Hamilton no se le movió un músculo de su rostro.
Impresionante, el hombre era la discreción personificada.
Aquella actitud hizo que Emma se relajara al instante,
liberándose en el proceso, un entusiasmo femenino que
recorrió el cuerpo de ella y se tradujo en una linda sonrisa. A
veces, se permitía sentir un poco de vanidad, y vestidos
nuevos siempre le alegraban. Lo que no le alegraba era el
tedio de tomarse medidas, volver al taller a hacer ajustes y
elegir complementos.
―Excelente ―celebró y, al fin, se atrevió a mirar al
mayordomo―. Hamilton. ―La efímera tranquilidad la
abandonó; cambió su peso de un pie a otro, quería
aparentar normalidad pero era una tarea titánica―. ¿Lord
Ravensworth vino esta tarde? ―preguntó para salir de
dudas. No sabía qué tan extensas eran las visitas que le
daba Gregory a su madre… ¿Y si todavía estaba en casa?
¡Dios!
―Llegó justamente después de su salida con lady Corby
―respondió solícito, recordando el leve gesto de decepción
del duque cuando él mismo le informó que ella no estaba en
casa―. Le ha dejado una nota cuando se marchó ―informó,
extendiendo un papel doblado y sellado.
―¿Ah, sí? ―preguntó, maldiciendo a sus condenadas
cuerdas vocales que delataron sus repentinos nervios con
una vergonzosa vacilación en su tono de voz. Tomó la nota
de entre los dedos del afable mayordomo―. ¿Algo más?
―No, señorita Cross ―contestó.
―Muchas gracias… este… ―Intentó conservar su
dignidad sin salir corriendo a leer la nota―. Me voy…
―Hamilton asintió regio, y sus labios se curvaron apenas
una décima de pulgada, imperceptible a los ojos de Emma.
―Un placer servirle, señorita.
Emma caminó con su espalda recta y midiendo la
distancia de sus pasos, hasta que supuso que Hamilton ya
había abandonado el vestíbulo. Alzó su falda y emprendió
una carrera hasta el inicio de la escalera, donde no se
detuvo, subió los escalones de dos en dos para llegar más
rápido, rogando al cielo que su tía o lord Grimstone no la
sorprendieran en ese indecoroso ascenso.
Tuvo suerte, llegó a su habitación sin ser descubierta,
cerró la puerta y apoyó su espalda en ella. Estaba acalorada
y jadeaba, pero no sabía si era por correr o por la nota que
tenía aferrada sobre su pecho.
Intentó calmarse, abrió la nota con cuidado, intentando
no romper el papel. Ahí estaba la inconfundible caligrafía de
Greg que decía:

Mi estimadísima Emma:
Grande fue mi congoja al enterarme de que no estabas en
casa. Pero, en el fondo, agradezco que Katherine te hubiera
abducido a tomar el té, mi madre estuvo particularmente…
¿cómo puedo decirlo sin que suene descortés?... Muy
conversadora…

Emma sonrió, entendía a Greg, tía Iris era una mujer


avasalladora, y cuando se proponía hablar sin parar, solo
lord Grimstone era capaz de contener y encauzar su
entusiasmo.
En fin, le he avisado que a las tres de la tarde de este
viernes, me presentaré en Bellway House para llevarte a dar un
paseo y, por eso mismo, te pido que lo hagas vestida como una
señorita y salgas por la puerta principal... con tu doncella como
carabina.

Emma frunció el cejo.

Oh, no te ofusques, gatita, no es que me desagrade tu lado


masculino, es más, estoy ridículamente acostumbrado a Emmet,
pero quisiera tener también el honor de disfrutar de la refrescante
compañía de Emma; me he enterado de que tienes vestidos
nuevos y quisiera comprobar si las halagadoras palabras de mi
madre hacia tu persona son ciertas… ¿Qué término usó?... Oh sí,
magnífica.
Concédele esa gracia a este pobre hombre que solo quiere
saciar su curiosidad de un modo honorable.

Tuyo.
Greg.

Postdata: no he olvidado mi promesa. En cualquier


momento la cumpliré y, cuando lo haga, espero no tener una
rodilla clavada en alguna parte delicada de mi anatomía.

―¡Oh, Greg! Eres un idiota, ¿cómo vas a cumplir tu


promesa ante los ojos de una carabina? ―Suspiró―. ¿Qué
quieres de mí?
Las afirmaciones de Katherine acerca de las verdaderas
intenciones de Gregory la confundían. Los últimos meses, su
relación de casi extraños se había estrechado tanto que no
sabía en qué momento ella había empezado a sentir algo
más que un sentimiento fraterno o de amistad. Ravensworth
la había cautivado de un modo tan sutil que se le hacía una
eternidad esperar cuatro días, ansiaba su compañía más
que nada en el mundo.
¿Él se sentía igual que ella? ¿Indefenso, vulnerable y, a la
vez, con unas ganas irrefrenables de averiguar qué sucedía
si daba un paso más allá?
Más valía que fuera así, porque ella no iba a consentir
estar en desventaja.
Porque todo lo importante que poseía en su vida estaba
en juego; la reputación y honor de su familia, su virtud, su
corazón… y su apreciada libertad.
Capítulo X
Las cenas en Bellway House eran un momento familiar,
cálido y acogedor para Emma. Sus tíos le brindaban buena
compañía y conversación que siempre era variada; podía ir
desde botánica, política, pasando por anécdotas de sus
infancias, de sus familias, hasta filosofía.
Los Grimstone eran muy flexibles a la hora de cenar; sí
era una exigencia cambiarse de ropa ―esa regla era de
Iris―; pero se podían usar atuendos sencillos, si no era una
comida formal o familiar ―esa regla era de Adrien―.
Esa noche solo estaban ellos tres disfrutando del postre y
había un aroma peculiar y dulzón en el aire.
―¿Qué está preparando Baudin, tía Iris? ―preguntó
Emma con curiosidad―. Huele delicioso, dan ganas de
invadir su territorio.
―Baudin debe estar horneando el bizcocho para un
pastel ―respondió esbozando una sonrisa.
Emma abrió mucho los ojos, sorprendida.
―¿Alguien está de cumpleaños? ―interrogó mirando
alternadamente a Iris y a Adrien.
―Yo, querida ―respondió Iris―. En años anteriores, en
estas fechas, me encontraba en Richmond, en la propiedad
que tiene Angus en esa ciudad y, junto con Greg, me
organizaban un baile.
―Oh, no lo sabía… ―susurró Emma, sintiendo
culpabilidad.
―No tenías por qué saberlo ―tranquilizó Iris―. Sin
embargo, con mi hijo reformado y Angus casado, era lógico
que las cosas cambiaran. Además, con el estado de buena
esperanza de Katherine, Angus no quiere viajar hasta que el
bebé ya tenga unos buenos meses. Él está un poquitín
aprensivo y, por más que le digamos que ella y el bebé
están en perfectas condiciones, no entiende. ―Suspiró
dramáticamente―… Como sea, este año será diferente,
mañana solo haremos una cena familiar ―explicó.
―¿Le sucede algo, señorita Cross? ―preguntó Adrien,
preocupado. Ella estaba con el rostro desencajado
―Es que… no tengo ningún presente para tía Iris ―mintió
con descaro. Al escuchar «cena familiar», su mente fue
directamente a los ojos verdes de Greg.
Iba a ser un suplicio.
A la luz de los hechos acaecidos ese día, sus ansias
aumentaron exponencialmente, la brecha de cuatro días se
había reducido solo a uno.
¿Por qué Greg no le dijo nada sobre el cumpleaños de tía
Iris?
―No te preocupes, Emma ―repuso Iris, dando una
sonrisa benevolente―. Me basta con tener a los que más
amo celebrando mi nuevo año de vida. Dios ha sido
generoso conmigo… Aunque un buen regalo sería que Greg
se casara pronto y me diera nietos.
Adrien rio de buena gana.
―Ah, querida, tu ambición no tiene límites ―señaló lord
Grimstone, tomándole la mano―. El pobre duque está
recién enmendando su camino y ya quieres que se ponga a
buscar una esposa. Esa es una decisión que no debe
tomarse solo con la cabeza, sino también con lo que le dicte
el corazón. Tú lo sabes mejor que nadie.
―Oh, solo quiero verlo feliz. ―Iris hizo un puchero como
si tuviera diez años
Emma bebió un poco de vino… ¡Oh, demonios! Estaba
delicioso, pero sentía que necesitaba algo más fuerte para
quitarse la absurda sensación de ser observada.
―Y algún día lo será, pero no depende de nosotros
―prosiguió Adrien―, sino de él y la mujer de la que se
enamore.
―Usted es un románico, lord Grimstone ―intervino
Emma, intentando sacar a Greg del tema de conversación.
En ese instante no se sentía lo suficientemente serena para
estar hablando sobre el amor y Ravensworth al mismo
tiempo
Adrien, ignorante de los propósitos de ella, le dio una
sonrisa que confirmaba las palabras de Emma. Sí, era un
romántico empedernido.
―El amor y el romance es un privilegio de pocos ―afirmó
convencido―. Los hombres, en su mayoría, no lo aprecian lo
suficiente y desperdician innumerables oportunidades en la
vida; y las mujeres, tienen pocas posibilidades de hallarlo en
un mundo hecho a la medida y conveniencia de nosotros.
»La bendición de amar y ser amado requiere de suerte
para encontrar a la persona indicada, valentía para admitir
el sentimiento, determinación para engrandecerlo y
sabiduría para prolongarlo a través del tiempo… Estoy
seguro de que si yo no hubiera puesto el amor en primer
lugar, jamás habría sido feliz.
―Vaya… todo parece tan complejo ―comentó Emma,
pensando si alguna vez lograría aquello.
«Con él».
―En realidad es sencillo, después de dar el primer paso,
el resto se aprende en el camino ―replicó Adrien,
guiñándole el ojo con cierta complicidad.
El primer paso. Emma no sabía si ya lo había dado o si
todavía estaba parada al borde de un acantilado, indecisa
de dar el salto.
Por lo pronto, solo esperaba poder actuar con naturalidad
junto a Greg, como si nada hubiera pasado. No deseaba que
aquel sentimiento cambiara las cosas que disfrutaba de él;
su sincera amistad, aceptación y compañerismo.
Su miedo más grande era perderse a sí misma por amor.

*****

Emma daba vueltas y vueltas en la cama sin poder


conciliar el sueño. Harta de su tormento, se levantó, se puso
la bata y decidió bajar a la cocina a buscar un vaso de leche
tibia. Siempre le daba buenos resultados.
Era tarde, todos dormían… Menos Baudin que estaba
todavía en la cocina, terminando de decorar el pastel de
cumpleaños de Iris.
―Solo vengo por un vaso de leche ―anunció Emma,
antes de que el chef le pusiera una mala cara―. Sé que
prometí no poner un pie, pero lo necesito.
La mirada que le dio Baudin fue de elocuente impaciencia
y siguió haciendo tirabuzones de merengue.
―Oh, creo que el culpable de su desvelo empieza con las
iniciales «lodg» y termina en «Gavenswog» ―declaró el chef
irreverente, como castigo a la invasión de la pecosa
madeimoselle en sus dominios.
―Usted no conoce el respeto, Baudin ―acusó Emma.
Estaba sorprendida, la malintencionada broma del chef no la
afectaba en lo absoluto. Tal vez era porque él sabía casi
toda la verdad.―. ¿Un cazo, la leche? ―preguntó. El chef le
apuntó dos zonas de la cocina. Emma no tuvo dificultad en
hallar lo que buscaba y, con eficiencia, puso el cazo con
leche al fuego.
―Me lo puedo pegmitig, madeimoselle Cross, usted no
guespeta mi teguitoguio ―replicó, regalándole una cínica
sonrisa.
―No sé por qué me cae tan bien si usted es tan odioso.
Es un sinsentido, hasta me parece adorable, señor
―aseveró Emma, probando la temperatura de la leche
metiendo un dedo en el líquido y luego se lo chupó.
―Al pagueceg, usted se siente a gusto con el sufrimiento
―replicó, sin perder la concentración.
Emma rio.
―No sea ridículo, a nadie le gusta el sufrimiento, Baudin.
―Emma volvió a comprobar la temperatura de la leche,
ahora estaba perfecta―. Ni siquiera a usted que es tan
gruñón.
Emma sacó un vaso de la alacena y lo llenó con leche
tibia.
―En eso le puedo dag la gazón. ―Se retiró un par de
pasos hacia atrás y admiró su obra―. C’est magnifique
―susurró satisfecho.
―Espero que tenga tan buen sabor como su apariencia
―opinó Hamilton, entrando a la cocina en bata, pantuflas y
portando una palmatoria. Parecía tan relajado como si
estuviera de uniforme―. ¿Insomnio, señorita Cross?
―preguntó amable.
―Resolviéndolo. ―Alzó su vaso de leche como si
estuviera dando un brindis y se tomó todo el contenido de
una sola vez como si se tratara de cerveza.
―Así veo… ―replicó, alzando sus cejas y dirigió su
atención al chef―. Señor Baudin, ¿ha terminado por hoy?
―Oui, monsieur Hamilton.
―Muy bien, excelente trabajo, como siempre. ¿Mañana
va a necesitar ayuda adicional? Priscilla tiene aptitudes para
la cocina y puede ser su ayudante para preparar la cena de
cumpleaños de lady Grimstone ―ofreció.
―Si llegase a necesi... ―Se le trabó la lengua―. Ne-ce-si-
tag-lo… se lo hagué sabeg ―aceptó Baudin e inclinó su
cabeza―. ¿Usted también tiene insomnio?
―No, me despertaron sus cuchicheos y vine a
inspeccionar ―respondió Hamilton, sin reproche.
―Oh, lo lamento ―intervino Emma―. Yo soy la culpable y
le he dado conversación al adorable Baudin.
―Baudin es tan adorable como un erizo, señorita
―aseveró, permitiéndose esbozar una sonrisa burlona―.
Pero es un buen hombre cuando se le llega a conocer
―agregó, mirando de soslayo al chef.
―Oh, Hamilton, usted es terrible. ―Rio Emma, sin notar
que Baudin se puso colorado hasta las orejas. Distraída, se
dedicó a lavar el vaso y el cazo, y profirió un sonoro bostezo
que no reprimió por tener las manos ocupadas que luego
secó en su bata, impasible―. Bien, creo que estoy de muy
buen humor gracias a ustedes dos y podré dormir tranquila.
―Miró el pastel, parecía una obra de arte―. Sin duda, usted
tiene un don, Baudin. ―Reparó en el carmín que cubría el
rostro del chef, quien no decía nada―. Oh, no sea tímido,
parece que no está acostumbrado a ser halagado tantas
veces… ―Sonriendo se acercó al umbral de la puerta, hizo
un gesto con sus dedos y se despidió―: Que tengan muy
buenas noches.
El silencio se propagó en la cocina.
Hamilton, imperturbable por el azoramiento del chef, le
dio unas palmadas en la espalda.
―Vaya a descansar, se lo merece, estimado Baudin. Que
tenga buenas noches.

*****

―Mi querida, querida prima ―dijo Greg, después de


haber saludado a su madre y a lord Grimstone. Era el último
en llegar a la celebración de cumpleaños.
Le tomó las manos a Emma y se las besó efusivamente,
logrando que ella entrecerrara sus ojos con suspicacia.
―Vas a matar del corazón a este pobre hombre. Te ves
hermosa, una verdadera diosa tentando a este simple
mortal ―halagó, coqueteando con descaro frente a sus
primos. Luego, dirigió su atención a Katherine, y le sonrió de
medio lado―. ¿La conozco a usted, hermosa señora? ―Le
tomó las manos y se las alzó. Ella reía―. Qué afortunado el
hombre que la ha puesto tan encantadoramente redonda,
milady.
―Eres un idiota, Greg ―dijo Katherine.
―Andas de muy buen humor, Ravensworth ―intervino
Angus, dándole un abrazo, y las palmadas de rigor en la
espalda.
―¡Por supuesto! Mi primo favorito, ¡no!, mejor dicho, mi
hermano del alma ha salvado nuevamente mi dignidad y
honor.
―De nada ―dijo Angus riendo.
―Menos mal que enviaste esa nota. A veces no recuerdo
ni siquiera mi propio cumpleaños ―confesó en un susurro a
los tres.
―Con razón no lo mencionaste en la… en… ―Emma se
mordió la lengua. No quería miradas suspicaces, ya era
suficiente el descarado coqueteo de Greg, disfrazado de
coqueteo de mentira. Era terrible.
―En el adorable paseo a caballo en Rotten Row. ―Greg le
tomó la palabra a su Emma… Ah, su cerebro ya estaba
haciéndole jugarretas―. Si es que se le puede llamar paseo
a una carrera digna de Ascott.
―Todos los años tengo que recordarle un día antes el
cumpleaños de un familiar que valga la pena saludar
―añadió Angus, mirando a Emma―. Le he dicho que anote
las fechas en alguna libreta.
―¡Y lo hago! ―se defendió Greg―. Lo malo es que las
pierdo. ¿Debería contratar un secretario? ―preguntó a nadie
en particular. Emma contuvo unas ganas locas de darle un
puntapié en los tobillos.
―Yo diría que una libreta es mucho menos costosa que
contratar a un secretario ―respondió Katherine―. Pobrecita
la que se case contigo, vas a olvidar hasta tu aniversario.
Ninguna mujer que se precia de tal, perdona ese tipo de
descuido.
Katherine miró de reojo a Emma quien, a su vez, miraba
asesina a Greg. Vaya qué eran divertidos esos dos.
―¡Pobrecito de ti! Terminarías apuñalado en el primer
aniversario ―agregó Emma como venganza.
―O castrado ―añadió Angus―. Vas a tener que cultivar
tu memoria para las fechas, de lo contrario no tendrás
descendencia, ni sobrevivirás al primer año de matrimonio.
―Ya, suficiente de futuras viudas por apuñalamiento y
castración. ―El duque alzó sus manos, rindiéndose―. No se
puede con ustedes tres atacando sin piedad.
El gong que anunciaba la cena resonó.
Katherine le tomó el brazo a Angus. Iris ya iba a la
delantera con Adrien, encabezando la distinguida procesión
de parejas.
Gregory quedó rezagado con Emma. Él le ofreció el brazo
con galantería y ella se lo apretó con fuerza. Pero para su
desdicha, Ravensworth tensó el músculo impidiendo el
artero ataque.
―¿Qué pretendes, Greg? ―interrogó Emma, en un siseo
amenazante.
―¿Yo? ―replicó, fingiendo inocencia.
―No, el rey. ¡Lógicamente que tú!
―Pretendo muchas cosas, Emma. Por lo pronto… ―Se
aclaró la garganta―. ¿Cuándo estás de cumpleaños?
Emma no sabía si sonreír como idiota o darle un pisotón
en sus finas botas.
―19 de febrero ―respondió, lacónica.
―19 de febrero, 19 de febrero, 19 de febrero ―repitió en
voz baja para memorizarlo. Se interrumpió―. ¿Cuántos años
cumples? ¿Veintidós? ¿Veintitrés? ―interrogó curioso.
―Veinticuatro ―contestó, empezando a esbozar una
sonrisa.
―Veinticuatro, 19 de febrero… ―volvió a repetir.
―¿Y tú?
―Marzo ―respondió por inercia, pero vaciló por unos
instantes, y luego, como si hubiera tenido una epifanía,
sonrió alegre―. El 19, cumpliré veintinueve, un mes
después que tú. Vaya, qué conveniente para mi mala
memoria con las fechas.
―Te regalaré una libreta ―prometió Emma―. Una que no
puedas perder.
―Muy considerado de tu parte, pero primero tengo que
sobrevivir a tu cumpleaños… Definitivamente, no te
regalaré ningún objeto corto punzante, no quiero que me
apuñales… y menos que me castres.
Emma negó con la cabeza. Cedió a la tentación de reír.
―Eres un idiota, Greg.
―Y por eso te gusto… ―Emma puso los ojos en blanco―.
Anda, dilo… di que te gusto ―presionó, sacando toda su
artillería pesada―. Admítelo, gatita.
―No.
―Oh, yo sé que sí, mi querido Emmett ―continuó con su
asedio verbal―. Te gusto muchííííísimo.
―¡Basta!... ¡Te van a escuchar! ―masculló Emma,
mirando de reojo la puerta. Greg le regaló una radiante
sonrisa llena de masculina arrogancia.
―No me importa si nos oyen… Anda dilo, solo una vez
―provocó seductor.
Emma resopló… y cedió.
―Eres un idiota y un canalla ―declaró a
regañadientes―… y por eso me gustas ―admitió.
El corazón de Gregory se llenó de esperanza y
satisfacción.
―Tú también me gustas, Emm… y mucho ―afirmó,
sonriendo con una ternura que a Emma le sorprendió ver en
él―. Vamos, antes de que mi madre…
―¿Qué esperan ustedes dos?, ¿una invitación escrita con
letras doradas? ―Se escuchó la voz de Iris desde el umbral
de la puerta. Tenía sus manos en jarra, una postura muy
poco apropiada para una dama, pero, ¡al demonio! Era su
cumpleaños.
Greg miró a Emma de un modo que solo decía «te lo
dije». Ella no tuvo más alternativa que volver a reír.
Capítulo XI
―Al fin desapareció ese moretón de tu ojo ―observó Iris,
al recibir a Gregory en la salita celeste―. Ya no pareces un
granuja con resaca.
―No tengo una resaca desde Semana Santa, mamá
―puntualizó alzando una ceja.
―Y fue por una buena causa, hijo mío…
Se quedaron en silencio. Al interior de la estancia de Iris
solo se escuchaba el tictac del reloj y el sonido amortiguado
de carruajes y transeúntes que provenía de la calle.
―Mamá…
―Dime, hijo.
―¿Puedes irte antes de que llegue Emma? ―pidió con
suma cautela.
―Te recuerdo que estoy en mi casa. No me iré a ninguna
parte ―replicó Iris altanera y se sentó con propiedad en una
poltrona.
Gregory gimió internamente. Sin embargo, en su rostro
solo se dibujó una sonrisa tirante. Iris lo miraba desafiante.
―¿Puedo al menos pedirte que no digas nada? ―Iris abrió
la boca para replicar, pero Greg terció agregando, en un
tono cercano al suplicante―: nada inapropiado. ―En ese
instante, el duque pensó que el peor error de su vida había
sido delatar sus intenciones al escupir el té cuando su
madre comenzó a acorralarlo.
Sí, había sido un ataque sorpresa. Su arrogancia le hizo
una muy mala jugada.
―¿Por quién me tomas? ―replicó Iris ofendida.
―Por una mujer que quiere que la hagan abuela en tres
segundos y no escatima en esfuerzos o maquinaciones
―respondió sin adornar la cruda realidad.
―Hijo, puedo comportarme apropiadamente…
El sonido de nudillos golpeando la madera los hizo callar
y miraron hacia el vano de la puerta.
Lord Grimstone.
Gregory sintió un profundo alivio. Bendito fuera Adrien.
―Greg, muchacho ―saludó el vizconde con un apretón
de manos―. ¿Me puedes prestar a tu madre por unos
minutos? Necesito hablar con ella algo importante y en
privado.
Interiormente, Greg daba saltos de felicidad. Sin palabras,
invitó a que lord Grimstone se llevara a Iris lejos de la salita
celeste y la entretuviera hasta el fin de los tiempos.
―Les recuerdo que hablan de mí, y estoy presente
―protestó Iris, poniéndose de pie y los reprendió con la
mirada.
―Oh, querida, tu presencia jamás puede pasar
desapercibida y menos para mí ―argumentó Adrien
zalamero―. Si piensas que esta es una sucia estratagema
para que dejes a Greg en paz… estás en lo cierto. Vamos.
―Le ofreció la mano a su esposa con un brillo de diversión
en sus ojos―. Te prometo que no te arrepentirás.
Iris, con sus cincuenta años recién cumplidos y dos
matrimonios en el cuerpo, se sonrojó.
―Creo que esto es demasiado para mí ―masculló
Gregory―. Madre, por favor, por una vez en tu vida obedece
a tu esposo. Esto se está volviendo incómodo.
―Te lo mereces. ―Alzó su mentón con altivez y se colgó
del brazo de su esposo como si tuviera quince años―.
Vamos, mi amor, enséñame todo lo que quieras en tu
despacho.[JPT17]
Gregory entornó sus ojos y se tapó los oídos, hasta que
sintió muy amortiguado el sonido de la puerta al cerrarse.
Recorrió la estancia con la mirada y, al confirmar que no
había nadie más, soltó el aire de sus pulmones.
Estaba de pie en medio de la sala, había llegado diez
minutos antes de las tres y, a solas, sintió ansiedad.
Miró el pequeño reloj que estaba sobre la chimenea y vio
la hora; faltaban cinco minutos.
El intempestivo sonido de la puerta abriéndose hizo que
Greg diera media vuelta.
Emm…
¡Emmet!
Sin mediar ninguna palabra, Emma lo tomó de la mano y
se lo llevó de la salita celeste, para dirigirse a paso veloz
hacia la cocina. Gregory, aturdido, solo la siguió.
Atravesaron los territorios de Baudin, el cual ya estaba
siendo invadido por Hamilton. Ambos hombres observaron
el espectáculo, boquiabiertos.
Al salir al patio, Emma ignoró el hecho de que había
como testigos varios mozos de cuadra acatando las
instrucciones del encargado del establo, todos ellos estaban
inmersos en sus labores. Pero Greg no ignoró que algunos
los miraban con las cejas alzadas y paralizados. Emma
siguió avanzando hasta dar vuelta a la casa y salir a la calle.
El aire frío del exterior fue como una bofetada para Greg.
Detuvo sus pasos obligando a Emma a hacer lo mismo.
―No es muy decoroso que dos hombres anden de la
mano en público, Emmett ―señaló Greg, alzando su mano
que Emma sujetaba con fuerza.
―¡Diantres! ―Emma lo soltó con brusquedad y se aclaró
la garganta.
Gregory hizo un ademán exagerado para invitar a Emma
a reanudar la marcha. Ella reprimió el reflejo condicionado
de hacer una leve y femenina reverencia. Se ajustó las
gafas, tomó el ala de su sombrero y comenzó a caminar a
paso firme.
―Creo haber sido muy específico en mi nota del día lunes
sobre el atuendo que mi prima debía usar para nuestro
paseo ―señaló Gregory, mirando hacia el frente.
―Y el día martes sació su curiosidad de ver uno de los
vestidos nuevos de su prima, su excelencia ―respondió
Emma con su tono de voz de Emmet.
―Oh, y se veía hermosa. No me canso de pensar que era
una verdadera diosa a la que veneraría con gusto el resto
de mi vida. ―La miró de soslayo, Emma miraba hacia
delante, pero notó que ella no pudo evitar esbozar una
sonrisa de orgullo femenino―. Pero hoy, la muy malvada
diosa me ha castigado y me ha enviado a Emmet… Ni
siquiera perderé el tiempo en enojarme. Ella siempre hace
lo que se le antoja, no sé por qué no me extraña.
―Siempre lo hará si tiene la oportunidad ―respondió
Emma con descaro. Era divertido y relajante hablar de ella
en tercera persona, le daba una extraña sensación de
libertad de cuerpo y alma.
―Y sus oportunidades se multiplican conmigo. Tengo la
horrible sensación de estar siendo utilizado por ella
―insinuó Greg, un poco en broma, un poco en serio.
―¡Utilizado! No sea dramático, lord Ravensworth.
Definitivamente, ella no lo utiliza. Usted debe ser la única
persona sobre la tierra que tolera sus… ¿cómo es que dice
su madre?... ¡Ah, sí! «Extravagancias» ―aseveró Emma de
buen humor.
―Tolerar no es una palabra que utilizaría, requiere de un
esfuerzo supremo de mi parte, y en realidad no es así.
Aceptar sería una más precisa, puesto que, en realidad, ya
me he habituado a sus extravagancias. Incluso podría decir
que me parecen graciosas y, a veces, convenientes.
«Aceptar», esa palabra a Emma le llenó el corazón.
―Y hablando de conveniencia, ¿a dónde pretende
llevarme, su excelencia?
―Tendré que improvisar. ―Saludó al pasar a un conocido
con un leve gesto―… Dado que iba a pedirle a la señorita
Cross su consentimiento para cortejarla.
Emma detuvo sus pasos, absolutamente perpleja, No vio
venir esa declaración. Greg siguió caminando impertérrito.
Ella parpadeó intentando dilucidar si estaba durmiendo
todavía y si todo era un loco sueño. Se pellizcó el dorso de
su mano, el dolor agudo era real. Apresuró sus pasos y
alcanzó a Ravensworth.
―¿Qui…? ―Inspiró una bocanada de aire―. ¿Quieres?...
¿Co-cortejarme? ―balbuceó nerviosa, tanto que le hizo
olvidar hablar de ella en tercera persona.
―Es lo que pretendía, quería hacerlo del modo
tradicional… Bueno, en el caso de que ella aceptase. No soy
tan imbécil como para asumir que ella va a decir que sí
―acotó―. Quería dar paseos, conversar, hacer planes para
el futuro, mimarla, enamorarla e intentar seducirla sin éxito,
ya siempre estaríamos ante la implacable mirada de su
carabina que resguardará su virtud… Pero ahora, solo estoy
al lado de mi secretario. Cortejar a un varón no va acorde a
mis preferencias, pero tratándose de ti, Emmet, puedo ser
más flexible y me obligarías a echar mano a mi ingenio.
―Sonrió ladino―. El problema que tengo es que no puedo
cortejarlo de un modo tan explícito en público. Sería un
escándalo, del tipo que no quiero atraer.
Silencio. Gregory miró a Emma, y ella lo miraba fijo.
Ninguno de los dos rehuyó al contacto.
―¿Por qué?... ¿Por qué ha elegido a la señorita Cross?
―«¿Por qué yo?», rectificó su cerebro.
Gregory suspiró.
―¿Sabes, Emmet? Hasta hacía unos minutos los nervios
me estaban carcomiendo. Anoche no dormí bien, porque es
la primera vez que hago esto y también está la posibilidad
de sufrir un rechazo por parte de mi prima. Pero ahora me
doy cuenta de que cuando estoy con mi inusual secretario…
Es más fácil hablar ―confesó. Detuvo sus pasos y miró a su
alrededor para orientarse, habían caminado sin rumbo
específico. Un edificio le indicó que estaban llegando a
Grosvenor Street―. Pero este no es el lugar apropiado…
demonios ―masculló al ver un rostro conocido―. ¡Buenas
tardes, Brompton! ―saludó al marqués, quien caminaba en
su dirección.
―¡Qué tal, Ravensworth! ―saludó alegre, ignorando
completamente al secretario, quien, como buen sirviente, se
apartaba un par de pasos. Greg pensó que el marqués iba a
seguir de largo, pero, inesperadamente, se detuvo―. Qué
coincidencia, justo envié una nota a tu casa. Un hombre te
estuvo buscando hoy en el club del señor Jackson.
Greg frunció el ceño, intrigado.
―¿Te dijo para qué me buscaba?
―No, solo preguntó con qué frecuencia ibas al club… Me
pareció extraño. ―Hizo una mueca que torció su boca y se
encogió de hombros―. Le dije que era relativo, nunca se
sabe contigo.
―Entiendo, ¿solo eso? ¿No dejó algún mensaje, nombre,
tarjeta?
―No, nada… Probablemente era un acreedor siguiendo tu
pista. Vigila tus deudas, duque ―aconsejó con un leve tono
de superioridad―… Bien, debo irme. ―Se tomó el ala de su
sombrero y se despidió.
Greg hizo un gesto en silencio y comenzó a caminar de
nuevo. Emma lo siguió, se preocupó al notar que los labios
siempre curvados de Gregory ahora eran una fina línea.
―¿Sucede algo malo? ―preguntó Emma, al cabo de un
minuto de mutismo.
―Estoy intentando recordar si tengo alguna deuda
pendiente que haya pasado por alto… Tendré que revisar
mis libros de cuentas y ver si hay algún pagaré escondido
en alguna parte de mi biblioteca… Antes era muy
descuidado.
―¿Quieres que te ayude? ―se ofreció por mero impulso.
―Muchas gracias por tu generoso ofrecimiento, pero no
será necesario, tengo todo en orden. Si realmente hay algún
acreedor, esperaré a que llegue a Westwood Hall y pagaré
mi deuda. ―Tomó una honda respiración para volver a
retomar su buen humor y exhaló―. A propósito de ello,
¿conoces la propiedad ducal?
―Estuve ahí, pero era un bebé, por lo que, en el estricto
rigor, no la conozco ―respondió lo que sus padres le habían
comentado una vez al recordar una de las pocas visitas que
hicieron a la capital.
―La ventaja de que mi leal secretario me acompañe en
estos momentos, en vez de la adorable Emma, es que nadie
pondrá en entredicho su reputación por entrar a la casa de
un hombre soltero, aunque sea con fines inocentes y
honorables. ―Una sonrisa seductora iluminó sus labios―.
Estamos cerca… ¿Quieres conocerla?
―Desde luego, me encantaría ―respondió Emma con
manifiesto entusiasmo.
―Te mostraré mi hogar y luego contestaré tu pregunta.
No he olvidado que te debo una respuesta… y tú también
me debes una.
Caminaron a paso enérgico, como solo dos hombres
pueden hacerlo. Greg reía internamente, se preguntaba
cuándo sería el día en que podría pasear lánguidamente con
Emma tomada de su brazo y que todo el mundo lo viera.
Tal parecía que eso solo podría suceder el día de su boda.
Si es que llegaba, Emma debía aceptar primero. Pero
Gregory todavía conservaba un poco de su arrogancia que
le hacía darlo por hecho.
Cuando doblaron la esquina de Dover Street, Greg detuvo
sus pasos y le indicó a Emma que habían llegado a su
destino, mostrándole la acera de enfrente. Ella se encontró
con una propiedad que era imponente, un verdadero
palacio; en una robusta construcción de tres pisos, pudo
contar veintidós ventanas y cuatro chimeneas. La elegante
puerta de madera que daba acceso, estaba decorada con
dos columnas que sostenían un arco, hermosamente
decorado, y en el centro, el emblema del ducado en un
exquisito sobrerrelieve.
―Es bonita, ¿no? ―dijo Greg con orgullo admirando la
fachada―. Iniciaron su construcción en 1723 y tardaron
unos diez años en terminarla, cuando mi abuelo era un
chiquillo.
―Bonita es una palabra muy pobre para describir toda
esta magnificencia ―acertó a decir Emma.
―Tienes razón… ―Comenzó a atravesar la calle y Emma
lo siguió―, los duques deben conservar cierta reputación y
una propiedad como esta es una buena forma de hacerlo…
Cuando mis hermanas se casaron, no vi la necesidad de
vivir en Westwood Hall… ―El tono de voz de Greg dejó de
ser relajado, había cierto pesar en sus palabras―. Le pedí a
mi madre que se fuera a vivir con Angus. Este lugar era
demasiado para mí… joven, inmaduro y cobarde es una
muy mala combinación para el poseedor de un título que
conlleva muchas responsabilidades.
Greg se aclaró la garganta, ya estaban frente a la puerta.
Tocó la aldaba, que tenía la forma de un león de bronce que
sostenía en su hocico un anillo. Emma se preguntaba si
Greg se daba cuenta de lo íntimo que era hablar de sus
sentimientos, de admitir sus errores frente a ella. No lo creía
que fuera tan artero como para exponerse de esa manera
solo para manipularla. Había algo en su voz, en sus gestos,
que delataban que no había artificio alguno en ellos que
indicaran que lo hacía a propósito.
Y la fama que ostentaba podía decir de todo, menos que
engañaba y manipulaba a jovencitas inexpertas. En su
historial había viudas, meretrices, y amantes fijas o
casuales. No iba a comenzar con ella un nuevo prontuario
de seducción de vírgenes, mucho menos con su prima.
Toda la familia lo desollaría vivo, partiendo por su padre.
Emma frunció el ceño, ¿por qué estaba dándose a sí
misma explicaciones?
Porque estaba en el borde del abismo alzando un pie para
lanzarse al vacío y estaba aterrada.
―¿Pasa algo malo, Emmet? ―preguntó Greg―. ¿Te duele
la cabeza?
―No, no es nada… ―se apresuró a negar―. Debe ser el
frío.
En ese instante un hombre canoso abrió la puerta, era
Quinn, el mayordomo, quien al ver al duque abrió más la
puerta.
―Su excelencia. ―Hizo una leve reverencia―. Bienvenido
a casa.
―Gracias, Quinn ―dijo Greg mientras se quitaba la capa
y el sombrero―. Él es el señor Emmett Cross, un muy buen
amigo ―presentó sin que le temblara la voz ante la
flagrante mentira, se preguntaba si el fiel mayordomo
recordaba el nombre de su abuelo materno.
―Bienvenido a Westwood Hall, señor Cross ―saludó
Quinn solemne y, para sorpresa de Greg, nada en su voz o
expresión parecía indicar que el afable anciano asociara el
nombre de su abuelo con el jovencito que estaba
presentando.
―Gracias, señor ―dijo Emma un tanto nerviosa, se quitó
la capa y el sombrero, dejando al descubierto una larga y
ondulada coleta rubia.
―¡Vaya, Emmet! Jamás hubiera imaginado que usaba el
cabello tan largo. Es muy inusual en un caballero ―aseveró
Greg guasón, no pudo evitar ponerla en un aprieto.
Emma lo fulminó con la mirada. Su disfraz era para usarlo
en la calle, por lo que no era necesario quitarse el sombrero
ni la capa.
―Se trata de una promesa que le hice a Nuestro Señor
Todopoderoso. Hace muchos años, cuando mi querido primo
casi murió, juré que si se salvaba no me cortaría nunca el
cabello ―respondió Emma con su tono de voz de jovencito
altanero―. Pobrecito, un hombre lo apuñaló en una parte
muy sensible de su cuerpo por hablar de más.
―Su primo es un hombre con mucha suerte ―señaló
Greg, apenas conteniendo las carcajadas―. Quinn, mi buen
amigo y yo estaremos en la biblioteca. Lleve por favor té y
galletas… ¿o quieres algo más fuerte?, ¿un oporto, tal vez?
―preguntó inocente, mirando a Emma.
―Oporto ―replicó, rebelde.
―Té para mí, entonces ―decretó Greg―. Ah, y muchas
galletas.
―Como diga, su excelencia.
Greg guió a Emma por el amplio vestíbulo que daba
acceso a la segunda planta y a las distintas habitaciones
que conformaban el primer piso.
―Solo uso la biblioteca y mi habitación para vivir
―señaló Greg―, trabajo y como aquí. El resto está cerrado,
pero podremos dar un recorrido después, si gustas.
Entraron en la biblioteca más grande que jamás había
visto Emma; volúmenes y volúmenes desde el suelo hasta
el cielo, ordenados en decenas de anaqueles que adornaban
todas las paredes. Había un enorme globo terráqueo, una
cómoda y elegante chaise longue, sillones orejeros
tapizados en cuero para sentarse a leer, y el enorme y
robusto escritorio principal que, probablemente, no había
sido movido desde que se sentó por primera vez ahí el
bisabuelo de Greg. Estaba lleno de documentos y una pila
de libros contables en perfecto orden. Todo en ese lugar
estaba pensado para la comodidad del señor de la casa.
―Impresionante, ¿no? ―dijo Greg, intentando ponerse en
el lugar de Emma, estudiando junto a ella la estancia.
―Debo darte la razón, es abrumadora. ¿Has leído algo de
aquí?, ¿o solo es para ostentar? ―preguntó con una cuota
de desafío en el tono de su voz. Se internó en la biblioteca
admirando el lugar.
―Debo admitir que cuando era niño leía mucho, luego
falleció mi padre y ya sabes qué pasó después… Desde
hace un tiempo he vuelto a mis antiguas aficiones
―respondió, mientras se dirigía hacia la licorera que estaba
sobre una mesita, al lado del escritorio―. Toma asiento, por
favor ―invitó, indicándole uno de los sillones.
―Gracias. ―Emma se sentó con propiedad digna de un
caballero. El sillón era mucho más confortable de lo que
parecía y dio un suspiro de puro gusto.
―¿De verdad te gusta el oporto o solo lo haces para
llevar la contraria? ―preguntó Greg, al tiempo que servía
una copa.
―En verdad me gusta ―respondió Emma. El duque alzó
una ceja con cierta incredulidad―. A veces, mi padre me
invitaba una que otra copita a escondidas de mi madre.
―Siempre me dio la impresión de que eras su hija
predilecta. ―Le ofreció la copa a Emma y ella la recibió
esbozando una sonrisa al sentir el aroma del licor.
Emma extrañaba a su padre y, debía reconocer, que a su
madre también. Las cartas que intercambiaban con
regularidad solo eran un pequeño aliciente para la distancia.
―No sé si predilecta, pero sí reconozco que fue más
indulgente y cariñoso conmigo que con mis hermanos
―respondió, mientras agitaba un poco el contenido de la
copa―. Mi madre intentaba convertirme en una señorita y
mi padre, a escondidas, alentaba mis aficiones masculinas.
El tiempo, mi terquedad y mi soltería, provocaron que mi
madre desistiera de su intento por hacer de mí una
verdadera mujer.
―Una verdadera mujer… ―susurró Greg para sí mismo.
Se preguntó, ¿qué era ser una mujer? ¿Vestir como una?,
¿hablar como una?, ¿tener el cuerpo de una?
En su camino por la vida había tratado con innumerables
mujeres, todas distintas entre sí. Lo único que podía sacar
en limpio, era que una verdadera mujer, era aquella que
vivía bajo sus propios términos. Tal vez por eso siempre
prefirió involucrarse con aquellas que tenían la libertad de
decidir sobre su sexualidad… al menos, la mayoría. Dejó sus
cavilaciones de lado y tomó asiento en el sillón que estaba
al lado del de Emma y agregó:
―Creo que no estoy de acuerdo con el concepto de tu
madre, sobre lo que es ser una mujer. Puedo decir, con toda
propiedad, que eres una mujer que tiene otros intereses,
que difieren de lo convencional para tu sexo, pero nada
más.
―Y mi madre te habría dicho que el mundo no es un
lugar feliz para una señorita transgresora… Salud por ello.
―Alzó su copa y bebió un poco de su oporto.
―En ello concuerdo con mi tía Celia, el mundo es un
lugar brutal para quienes salen de la norma. Pero creo que,
si se lleva con dignidad, fortaleza y convicción, se puede
vivir en paz.
―¿Eso te enseñó el libertinaje? ―preguntó Emma, casi
sin pensar si era correcto o no tocar ese tema. Gregory le
hacía olvidar todo lo que su madre le inculcó sobre lo
apropiado.
Ravensworth se inclinó un poco y apoyó los antebrazos
sobre sus rodillas, entrelazó sus dedos. Se quedó
ensimismado mirando cómo jugueteaban sus pulgares.
―El libertinaje me enseñó a equivocarme de todas las
maneras posibles. Salir de la norma para un hombre es,
indudablemente, más fácil de sobrellevar que para una
mujer. Pero cuando la realidad cae con todo su peso, hace
que la consciencia se transforme en un juez severo y en un
verdugo implacable… Me cuestioné si había sido un
verdadero hombre, lo hice millones de veces. Ahora puedo
decir que, solo los últimos meses de mi vida, me he
considerado como tal. ―Dirigió su atención hacia esa mujer
que le fascinaba y la miró a los ojos―. Y tú, mi estimada
Emma, ¿te consideras una verdadera mujer?
Emma alzó las cejas, jamás nadie le había hecho esa
pregunta, ni siquiera ella misma… No obstante, la respuesta
vino a su cabeza de inmediato, sin ninguna clase de
vacilación.
En ese instante golpearon la puerta. Greg dio su
autorización; no podía ser otro más que Quinn, trayendo
consigo una bandeja con el té y un plato rebosante de
aromáticas galletas de vainilla. A Emma se le hizo agua la
boca.
―Me he tomado la libertad de traer dos tazas, en el caso
de que el señor Cross se sienta tentado, su excelencia
―señaló el mayordomo mientras dejaba la bandeja en la
mesa de centro.
―Siempre precavido. Muchas gracias, Quinn ―agradeció
Greg. Al igual que él, Emma tenía afición por las galletas,
cada vez que la veía con una taza de té, las devoraba sin
misericordia.
―Un placer, señor.
Siendo el epítome de la discreción, Quinn los dejó
nuevamente a solas. Greg se preparó una taza de té y se
zampó cinco galletas en el proceso. Emma seguía con su
oporto y no reprimió el impulso de estirar su mano y probar
si estaban tan buenas como parecían. El silencio era
cómodo mientras comían y bebían, y solo era interrumpido
para halagar las benditas manos de la señora Norris por
preparar esas delicias.[JPT18]
Emma bebió el último trago de oporto. Siempre ocurría lo
mismo, se achispaba. Solo un poco, pero lo suficiente para
despojarse de sus inhibiciones, y decir fuerte y claro:
―Soy una verdadera mujer ―afirmó convencida. Gregory
la miró atento―. A pesar de lo que diga mi madre sobre mis
aficiones, intereses y preferencias. Aunque no sea tan
femenina y delicada como todos quisieran, y no ser lo que
esperan de mí. Soy una mujer.
Greg pudo percibir cierto brillo en los ojos de Emma que
evidenciaba la emoción de manifestar con palabras esos
sentimientos escondidos. En ese instante supo, que había
llegado el momento. Dejó su taza de té a un lado y se
levantó de su asiento. Con amabilidad tomó la copa vacía
de Emma de entre sus manos y la dejó sobre la mesita.
Emma lo observaba nerviosa, el rostro de Greg se había
endurecido. Sus ojos verdes parecían querer penetrar sus
pensamientos, al mismo tiempo que le ofrecía la mano.
Ella la tomó y se levantó de su asiento.
―Voy a responder tu pregunta, querida ―anunció Greg,
le tomó la otra mano libre a Emma y se las llevó al pecho
sin soltarlas―. ¿Por qué tú? ¿Por qué quiero cortejarte y
lograr llevarte al altar? La respuesta es, porque tú, Emma
Cross, eres una mujer extraordinaria. Porque me enamoré…
―Respiró hondo y repitió―: Me enamoré de esa mujer
indómita que conocí de verdad en Brockenhurst, y no me la
pude quitar de la cabeza. Intenté creer que no era
correcto… que yo no era el correcto para ti. Pero cuando
volví a verte, simplemente, no pude seguir engañándome a
mí mismo. ―Besó las manos de Emma, quien lo miraba con
los ojos muy abiertos. Por primera vez en su vida, ella no
tenía palabras―. Sé que tú no deseas un matrimonio por
conveniencia, y lo único que te puedo ofrecer de valor para
ti, es mi amor y la promesa de no convertir lo nuestro en
una jaula… Porque cuando tú eres libre, es el momento en
que más te amo. [JPT19]
El pecho de Emma vibraba con los acelerados latidos de
su corazón y ella casi no podía creer que Gregory la amaba,
¡la amaba! A ella, que nunca cumpliría las expectativas de
una esposa tradicional de ningún hombre. ¡Gregory estaba
loco!…
Y Emma adoraba que él fuera así. Porque solo con él, era
completamente libre de ser ella misma, sin temor a ser
censurada o cuestionada.
Había llegado ese momento que temía y a la vez ansiaba.
Dio un paso al frente y se lanzó al vacío, dejando fluir en su
corazón todo lo que sentía por Greg; admiración, por ser lo
suficientemente hombre para reconocer que se había
equivocado; orgullo, por sus esfuerzos por recuperar lo que
había perdido; atracción, por ese otrora libertino que
todavía conservaba esa faceta de pícaro seductor; deseo,
porque era una mujer y él despertaba en ella, el anhelo de
algo que apenas podía atisbar.
Y amor… porque no podía imaginar amar a otro que no
fuera Greg. En su garganta pugnaba el deseo de decir esas
palabras que cambiarían su vida para siempre.
―No sé cómo diablos te enamoraste de mi ―logró
articular Emma, al fin. Gregory alzó sus cejas con
desconcierto, un pánico atenazó su corazón y de inmediato
se reflejó en su rostro. Aquel gesto la enterneció, debía
sacar a ese hombre de su miseria―… Pero te acabas de
meter en el peor problema de tu vida, porque… porque yo
también te amo.
―¡Eres terrible, casi me da un síncope! ―exclamó Greg
aliviado, sintiendo una inconmensurable felicidad que jamás
pensó experimentar en su vida. Nada se le igualaba a amar
y ser amado por esa mujer tan singular―. ¡Te amo, Emma
Cross! ¡Te amo!
Y la voluntad de Greg se rompió, no se pudo contener
más. Soltó las manos de Emma solo para enmarcar su rostro
y atraer sus labios a los de él. La besó firme, desafiándola a
seguirlo con el mismo ímpetu, y ella respondió a esa
provocación. Cerró los ojos y se entregó, aun sabiendo que
poseía poco y nada de experiencia en besar. Sin embargo,
no importaba nada, porque la boca de él le enseñaba y ella
en pocos segundos supo que le encantaba ser su aprendiz.
Se aferró a su cuello, y acarició el negro cabello corto,
arrancando un ahogado y grave gruñido a Greg que llenó de
valentía a Emma.
Sus labios se dedicaron a prodigarse cálidas caricias, que
fueron aumentando en intensidad, conforme pasaban los
segundos. Sus respiraciones se convirtieron en inspiraciones
hondas que eran contenidas hasta ser exhaladas con
pasión. Gregory pronto descubrió que adoraba el labio
inferior de Emma, tan carnoso que era perfecto para
atraparlo con gentileza entre sus dientes, y soltarlo
lentamente. Le dio un leve roce con la lengua.
Emma no sabía qué hacer con el incontenible impulso de
continuar besando a Greg. Algo había despertado en ella,
una primigenia y adictiva compulsión. ¿Eso era la pasión?
Su cuerpo se lo gritaba, ¡sí, lo era!, no tenía dudas.
Entretanto, Gregory sintió la lujuria recorrer cada rincón
de su cuerpo en completa libertad. Pero a diferencia de las
innumerables veces que la sintió, ahora había algo más
profundo, ese innegable sentimiento que se enraizaba en su
corazón y que solo Emma había sido capaz de provocar.
Sí, ella era una mujer totalmente inadecuada para ser
duquesa y, sin embargo, era perfecta para ser su
compañera para toda la vida. Y eso era lo único realmente
importante.
Así continuó la primera lección de seducción. Emma
emuló a Greg y se atrevió también a dar esos húmedos
roces que le hacían sentir un atávico e inusitado palpitar
entre sus piernas. Aquello no la detenía, sino todo lo
contrario, abrió un poco más su boca y, de pronto, se
encontró con la suave invasión de la lengua de Greg, la cual
ella aceptó y saboreó a placer; tenía un leve gusto a dulce y
vainilla que se mezcló con su propio sabor a oporto.
Las manos de Greg recordaron que podían moverse, y él
ya estaba perdiendo la razón. Emma era puro instinto y
pasión, sus besos eran la más inocente y voluptuosa delicia.
Necesitaba tocarla, cerciorarse de que era la realidad y no
una vívida fantasía. Lentamente, recorrió sus curvas. Sus
manos se arrastraron audaces por la núbil silueta femenina.
La ropa de varón no dejaba nada a la imaginación. Gregory
no pudo contenerse más y la atrajo hacia él, haciendo que
ella sintiera cuán duro y crudo era su deseo. Solo anhelaba
enterrarse en las profundidades de su Emma. Poseerla y
convertirla en su mujer, porque, maldita sea, él ya era de
ella.
Emma jadeó cuando Greg deslizó sus palmas sobre sus
nalgas y la apretó. No esperaba esa osada caricia, pero
quería más, que él la abriera y la tomara. Sabía en qué
consistía la unión de un hombre y una mujer, pero jamás
imaginó que involucraba esa tormenta de sensaciones
nuevas y sensuales. Emma se tomó la flagrante libertad de
acariciar el viril pecho, descender por ese abdomen tenso y
palpar la evidente y rígida prueba del deseo masculino.
Greg sintió que iba a estallar en ese instante, reprimió el
impulso animal de drenarse, pero no logró contener esa
sensación de liberación. Fue extraño, glorioso, acuciante.
Jadeó y gimió gutural, como si su Emma hubiera exorcizado
una maldición con tan solo una caricia.
Quería arrancarle la ropa a Emma.
Y eso le devolvió la razón a Greg. ¡Maldición! ¡Había
perdido el control! Y ella le ponía condenadamente difícil
recuperarlo.
―Emma, gatita ―pudo decir Greg sobre los labios de
ella―. No podemos seguir… Déjame, al menos, pedir tu
mano. ―Siseó frustrado―. ¡Maldita sea! Me vuelves loco.
―Besó el cuello de Emma, provocando que una oleada de
frío y calor recorriera el cuerpo femenino.
―Greg… Oh, Greg ―susurró Emma, ebria de
sensaciones, aspirando el masculino aroma que desprendía
el cuerpo de él―. Tienes razón… pero… ―¡Dios! ¿Qué era
esa urgente necesidad? No se había dado cuenta pero
estaba casi montando el muslo de Greg. Notó una insólita
humedad en su feminidad, aquello la desconcertó y fue
como un balde de agua fría―. Prométeme que será un
cortejo breve…
Gregory dejó de besar su cuello, jamás había sufrido una
prueba tan difícil al poco autocontrol que le quedaba.
Inspiró hondo y se separó tan solo un poco para poder
mirarla. Emma respiraba agitada, sus ojos grises estaban
nublados por el deseo, sus mejillas arreboladas, su boca
sensualmente entreabierta, y sus labios estaban enrojecidos
e hinchados por los besos que se habían dado. Era la
perfecta personificación de erotismo e inocencia.
―Será lo suficientemente breve para que mi madre logre
organizar una boda como ella desea. ―Suspiró―. No va a
perdonar otra licencia especial y ceremonia secreta en
menos de un año.
Emma gimió frustrada.
―Debo llevarte a casa, mi preciosa gatita. Pedir tu
mano… y soportar un cortejo ―determinó Greg, ya
dominando su razón por completo.
―Es tan injusto…
―Lo sé, pero ambos somos un peligro para el otro… Ya no
nos dejarán salir sin carabina, mi reputación me precede…
Cuando nos casemos, ya no habrá reglas.
―Greg…
―Dime.
―No seas iluso, tú y yo nos las ingeniaremos para
saltarnos las reglas.
Emma sonrió. Greg también.
Ninguno de los dos, jamás imaginó en su vida que el
matrimonio iba a ser el sinónimo de su libertad.
Capítulo XII
―Lord Rothgar, su correspondencia ―anunció la ama de
llaves de High Oak Hall, entrando en el despacho del barón.
El padre de Emma siempre recibía varias misivas a diario,
pero desde que su hija había viajado a Londres, esperaba
cualquier novedad de parte de ella o de Iris, su hermana.
―Gracias, señora Richards.
De entre las numerosas cartas, Daniel encontró una de
Iris. Desestimando el resto, abrió el sobre con una sonrisa
curvando sus labios. Se arrellanó más en su asiento y leyó:

Londres, 3 de diciembre de 1819.

Querido Daniel:
No te daré ningún inútil y cortés preámbulo en esta carta
porque estoy muy emocionada y feliz:
¡He conseguido un esposo para Emma!

―¡Quéééééééééééé! ―exclamó Daniel, agradeciendo a


Dios haber estado sentado en su silla. Se sintió un poco
mareado y su corazón estaba latiendo tan rápido que
comenzó a asustarse.
Celia, su esposa, entró casi corriendo al despacho con
una mano en el pecho. Daniel era un hombre que jamás
gritaba, y sentir su voz grave exclamando a todo pulmón,
era tan inusual como ver a su hija menor comportándose
como una dama por más de veinte minutos seguidos.
―Daniel, ¿estás bien, esposo? ―preguntó con sus ojos
casi saliendo de sus cuencas.
―Emm… Emm… Emm… ―balbuceó sin control.
―¿Emma? ―sugirió Celia, Daniel asintió―. ¿Qué sucede
con nuestra hija?
―S-se… se… ¡se va a casar! ―respondió, sin creer que
esas palabras estaban saliendo de su boca.
Celia ahogó un gritito.
―¡Es imposible! ―susurró, sintiendo que todo era un
sueño. Estaba segura de que, en cualquier momento, iba a
despertar con su bordado sobre el pecho.
―Eso es lo que dice Iris, estoy leyendo una carta que
acaba de llegar de Londres. Es de hace tres días.
―Debe ser una broma.
―Iris suele hacerme jugarretas, pero no llegaría a ese
extremo… ―Miró el papel que tenía entre las manos, tragó
saliva―. No he terminado de leer la carta.
―Entonces, continúa.
Daniel asintió, se aclaró la garganta y continuó.

Si has logrado recuperarte de tu impresión, déjame


asegurarte de que esto no es una cruel broma, ni es un sueño. Es
absolutamente cierto.
Ahora, te has de preguntar qué clase de hombre va a
cometer semejante hazaña, y esto es lo más maravilloso; se trata
de Gregory, mi hijo mayor, él es nuestro héroe.
Resulta que ambos están perdidamente enamorados desde
hace meses ―cosa que yo ya sabía, tengo ojos―, pero recién
ahora han tenido el coraje de aceptar sus sentimientos, por lo
tanto, no quieren perder el tiempo en un compromiso de un año,
si están completamente seguros de su amor.
Yo creo que, aunque no nos guste la idea, debemos ceder
en ello y apresurar todo para llevar a cabo la boda lo más pronto
posible ―antes de que alguno de esos dos se golpee en la cabeza
y se arrepienta, ¡no podemos perder esta oportunidad de oro!―,
por lo que deben venir tú y Celia a Londres apenas terminen de
leer esta carta, así ella me podrá ayudar a organizar la boda y tú
te encargarás con Greg de afinar los escabrosos detalles legales.
Nuestros hijos, que tantos dolores de cabezas nos han
dado, se unirán en santo matrimonio y, después, solo se tendrán
que preocupar en ser felices y darnos numerosos nietos.
Esperando que no te opongas al enlace ―sería el colmo,
porque es la última oportunidad de Emma de hallar a un hombre
que sea lo suficientemente valiente para aceptar sus
extravagancias―, me despido rebosante de felicidad.
Tu hermana que te ama con todo su corazón.
―Y futura consuegra, vaya, qué chistoso―.
Iris Grimstone.
―¡Cielo Santo, es cierto! ―exclamaron al mismo tiempo
Daniel y Celia.
Daniel miró a su esposa. En su semblante no había
ningún rastro de felicidad, sino algo que era más parecido a
la preocupación.
―¿Pasa algo malo, Celia? ―interrogó Daniel, sintiendo
cierto temor.
―Es Gregory. ―Celia arrugó su nariz―. No me gusta
mucho la idea ―sentenció―. ¡Son primos!
―¿Y qué hay con eso? ―preguntó Daniel, alzando sus
cejas, sorprendido por la actitud de su esposa.
―¿No recuerdas lo que sucedió con Leonard y Rose?
―Ellos se casaron siendo primos, ¿no? ―Daniel se
encogió de hombros, quitándole importancia al asunto. A
decir verdad, no entendía el punto de Celia.
―Pues, precisamente eso, ellos son primos y sus hijos
son… son… ―dudó, no quería sonar despectiva, pero la
realidad era dura―… son un poco faltos de intelecto y
enfermizos ―susurró.
―Ahhh, eso. ¿Y tú crees que los futuros vástagos de
Emma y Greg serán así?
―¡Por supuesto!
―¡Pamplinas! A estas alturas de mi vida, prefiero
arriesgarme a aprobar esa unión por tres motivos. ―Alzó su
dedo índice para empezar a enumerar―: Uno, el más
importante, están enamorados; dos, no habrá otra
oportunidad para Emma en esta vida, siendo como es…
―Eso es culpa de vuestra indulgencia, esposo mío
―reprochó Celia, cortando el conteo de Daniel. Lo hacía
cada vez que hablaban sobre la manera de ser de Emma. El
barón entrecerró sus ojos.
―No me interrumpas ―advirtió―; tres, Greg es un
duque, las posibilidades de Emma para casarse eran casi
nulas, que sea la futura lady Ravensworth es un verdadero
milagro; y cuatro…
―Dijiste tres motivos ―terció Celia por segunda vez.
―Pues se me acaba de ocurrir un cuarto motivo mientras
enumeraba… ¡No me sigas interrumpiendo, mujer!
―amonestó frunciendo el ceño, alzó su dedo meñique
mirando severo a su esposa y continuó―: y cuatro, no ha
habido matrimonios entre primos en mi familia, al menos,
en dos generaciones, mientras que Leonard y Rose, si no
mal recuerdo, sus padres eran primos, sus abuelos eran
primos… y creo que hasta sus bisabuelos eran primos… En
el caso de Emma, la endogamia no es un factor a
considerar… Si es que crees en esas patrañas.
Celia suspiró resignada, los motivos que daba su esposo
eran más poderosos y sensatos que sus temores. En su
interior, ella prometió a Dios llevar flores a la iglesia todos
los lunes y viernes si sus nietos llegaban a salir sanos e
inteligentes. No iba a estar tranquila hasta que los
pequeños tuvieran más de diez años y supieran leer de
corrido.
―Entonces, no hay nada más que agregar, nuestra hija
se va a casar ―sentenció Celia, esbozando una sonrisa.
―Se va a casar y será muy feliz, Celia. ¡Que no te quepa
duda! ―Daniel se levantó de su asiento, rodeó el escritorio
y tomó las manos de su esposa―. Nada malo va a suceder.
Si su amor es fuerte, podrán soportar cualquier cosa que la
vida les depare. Míranos, nosotros apenas nos conocíamos
cuando nos casamos y hemos aprendido a querernos y
respetarnos. No lo hemos hecho tan mal después de todo.
―Inclinó su cabeza, buscando los ojos grises de Celia―.
Emma estará bien, querida. ―Besó su frente, como siempre
lo hacía cuando quería consolar a su esposa―. Ten fe.
Celia asintió y suspiró.
―Bien ―resolvió Daniel―. Organiza nuestro viaje,
partiremos pasado mañana. Mientras tanto, escribiré a Iris
para confirmarle que iremos a Londres… ―Rio al pensar en
su hermana―. Ya estoy empezando a creer que de verdad
ella tiene un don de casamentera. Al menos, esta vez, será
sin la dichosa licencia especial.
―Por algo será un cortejo breve… ―comentó Celia―.
Greg no soportará tanto tiempo con las manos quietas.

*****

―Lord Ravensworth, señorita Emma ―anunció Hamilton


con un tono que Emma interpretó como diversión, él podía
llamarla por su nombre ahora que estaba comprometida.
Ella le devolvió el gesto sacando su lengua.
―Emma ―amonestó Iris en un susurro―. No seas infantil
con Hamilton.
―A él le gusta fastidiar, tía ―replicó Emma en el mismo
tono―. Míralo cómo goza con esta situación.
Gregory entró en la salita celeste con una sonrisa en sus
labios, un ramo de rosas blancas en su mano derecha y una
caja adornada con una cinta roja en su mano izquierda. Su
sonrisa se deformó al ver a su madre acompañando a su
prometida.
Como cada día, debía contar hasta diez para convencerse
que debía hacer eso para mantener a su madre contenta y
lograr distraerla para intentar seducir a Emma.
Nunca lo lograba.
―Madre, ¿de verdad es necesario todo esto? ―Fue el
particular saludo de Greg. No había llegado a contar hasta
ocho y su paciencia se había hecho humo. Se inclinó para
besarle la mejilla y miró de soslayo a Emma. Sus ojos se
encontraron por un instante fugaz, pero lo suficiente para
sentir la sangre hervir.
―Absolutamente, hijo. Su compromiso aún no es del todo
formal hasta que lleguen tus tíos desde Brockenhurst. Y
tardarán un poco más de lo habitual, las carreteras están
horrorosas en esta época del año ―respondió indolente.
―Lo estás disfrutando, ¿cierto?
―Por supuesto ―afirmó sin amilanarse.
―Lo imaginaba. ―Dirigió su completa atención a su
Emma. No importaba si el vestido que se ponía era nuevo o
viejo, siempre se veía preciosa―. Mi adorada y dulce, dulce
Emma. ―Tomó su mano enguantada y se la besó―. Cada
día, mi prometida es más preciosa.
―Y tú cada día más adulador, mi dulce, dulce duque
―respondió sin una pizca de timidez. Conocía a Greg, él
solo intentaba fastidiarla haciendo el papel de enamorado
bobalicón―. Veo que hoy estás intentando con las rosas
blancas.
―Elegantes, clásicas, y hermosas. Este juego de adivinar
tus flores favoritas es muy estimulante, ya he pasado por
lirios, tulipanes, alstroemerias, jazmines, peonías y
camelias… He aprendido mucho de botánica últimamente.
Dime, ¿acerté esta vez? ―Ofreció el ramo de rosas con una
sonrisa socarrona.
―No ―negó, sonriendo del mismo modo―, aunque debo
decir que estas son hermosas. Muchas gracias. ―Se acercó
el ramo y aspiró la dulce fragancia.
Greg resopló.
―Tendré que volver a intentarlo mañana, pero con un
ramo de cebollas adornadas con perejil ―anunció divertido,
intentando tomar asiento entre Iris y Emma. No obstante,
era imposible, su madre no se movía―. ¿Tendrías la
amabilidad? Se supone que tengo que cortejar a mi
prometida y resulta que mi madre se interpone. Te recuerdo
que conozco a Emma desde que usaba pañales ―solicitó a
su madre para que hiciera el espacio suficiente para poder
sentarse. Iris se aclaró la garganta dándole una elocuente
mirada de advertencia a su hijo y le cedió más espacio―.
Gracias… esto es increíble ―masculló y escuchó una risita
ahogada de Emma. La miró obsequiándole una sonrisa
forzada que mostraba todos sus dientes―. Con esto no fallo.
―Le ofreció la caja a Emma y ella la tomó rozando sus
dedos con los de él. Gregory respondió a la breve caricia.
Ternura era algo que nunca había sentido hacia una mujer,
su prometida era la primera.
Emma deshizo el lazo y abrió la caja, el aroma a vainilla
se impregnó en el aire.
―Oh, Greg… ―susurró―. Ahora estas son mis flores
favoritas. ―Del interior de la caja sacó una galleta con
forma de flor y se la comió―. Mmmmmm… deliciosa.
―La señora Norris las hizo con mucho entusiasmo cuando
le dije que eran para ti.
―Oh, qué amable es. Envíale mi más sincero
agradecimiento. ―Le ofreció una galleta a Greg y él comió
de su mano.
Sin más, olvidaron que Iris estaba al lado de ellos.
―Iré a ver por qué tarda tanto el té ―anunció Iris para
tener una excusa plausible y dejar a la pareja unos minutos
a solas, su crueldad no era tan extrema. Se levantó y, antes
de salir, advirtió severa alzando un dedo acusador hacia su
hijo y luego hacia su sobrina―: Ni intenten cerrar esta
puerta.
Iris se alejó lentamente. Emma y Greg eran la viva
estampa del amor platónico y cortés, se miraban a los ojos,
embelesados en sus colores gris y verde.
Solo por cinco segundos.
―¡Demonios, pensé que nunca se iría! ―masculló Greg,
tomando con delicadeza la nuca de Emma para acercarla a
él y besarla. Ella respondió de inmediato, aferrándose a la
chaqueta de él y devolvió ese beso con desesperación.
―¡Cómo extrañaba besarte! ―susurró Emma sobre los
labios de Greg.
―Yo también, mi gatita ―respondió Greg, sintiendo que
el tiempo se les acababa demasiado pronto. Aprovechó esos
minutos preciosos bebiendo la dulzura de la boca de su
prometida. Era lo único que tenían.
Greg pensó en ese instante que Emma tenía razón, había
sido un iluso, la espera lo estaba matando. Era momento de
saltarse las reglas. Era demasiado para él… y para ella.
Con un hercúleo esfuerzo, dejó de besarla. Cada vez que
se obligaba a hacer eso se sentía vacío. Emma suspiró
hondo y, con cierta frustración, bajó la cabeza. Gregory le
besó la frente.
―Sabes que te amo, ¿cierto, mi gatita? ―murmuró con
ternura.
―Así como yo a ti.
Gregory alcanzó a oír la voz de Iris. Estaba cerca, apenas
les había dado un maldito minuto.
―Salgamos a cabalgar antes del amanecer ―propuso
apresurado―. A las seis. Te esperaré en la esquina.
―Me leíste el pensamiento. ―Besó de nuevo a Gregory―.
A las seis ―confirmó y se comió una galleta.
Diez segundos después apareció Iris escrutándolos con la
mirada, ellos sonreían inocentes comiendo galletas.
Mirándolos suspicaz, no dijo nada. Sirvió el té y se sentó en
su sillón orejero para leer un libro, mientras los tortolitos
disfrutaban de estar juntos. Ella ya venía de vuelta en esta
vida, su hijo era idéntico a su querido Charles. En pocas
palabras, era incorregible.
Y peligroso para la virtud de Emma.
¡Gracias al cielo que Daniel llegaba al día siguiente! Así
podrían fijar la fecha para el enlace. Mientras antes fuera,
mejor. No quería que los cálculos matemáticos la sindicaran
como la culpable de permitir que su hijo corrompiera a
Emma antes de tiempo.

*****

Emma salió por la puerta trasera de Bellway House a las


seis en punto, ataviada con su habitual atuendo de
secretario. Todos dormían. El silencio de la ciudad era casi
insoportable. Rodeó la casa y corrió hasta la esquina de la
calle donde estaba Greg esperándola montado sobre
Hefesto y llevaba a Vulcano de las riendas.
Sonrió de felicidad, los últimos días habían sido caóticos.
Desde que Greg le anunció a Iris que ella era la mujer de
su vida, los momentos a solas fueron prohibidos y las visitas
de Ravensworth se redujeron a tomar el té en la salita
celeste.
Greg se apeó de su caballo y Emma corrió a su
encuentro. En medio de la calle vacía, ella se aferró al cuello
de él, quien la atrajo a su cuerpo y se besaron con ansia y
pasión. No habían podido hacerlo tal como la primera vez,
solo unos besos robados que eran tan breves como un frágil
suspiro. Aquel instante les supo a gloria, sus labios
queriendo devorar la boca amada y sentir que nunca era
suficiente.
―Oh, gatita mía. Te extrañé tanto ―susurró Greg entre
beso y beso―. Estos días han sido una maldita tortura.
―Y será peor cuando lleguen mis padres.
―Será horroroso, estarán alojándose en Westwood Hall.
Adiós a mis días de tranquilidad.
El sonido de los cascos de un caballo interrumpió aquel
interludio pasional y se separaron con brusquedad. Un jinete
solitario pasó por el lado de ellos y los saludó tomándose el
ala de su sombrero en silencio. Ambos respondieron al
mismo tiempo.
Cuando el jinete ya iba lo suficientemente lejos, Emma y
Greg resoplaron frustrados. Se miraron con complicidad y
sonrieron.
―Este no es el mejor lugar para besarnos… ―señaló
Gregory―. Vamos a Hyde Park, a esta hora no habrá
testigos, además, Vulcano necesita desfogarse… y yo
también ―añadió pícaro.
―¡Su excelencia! No es apropiado darle esa clase de
información a su prometida ―amonestó Emma, fingiendo
afectación.
―Mi prometida es una mujer muy especial. Mi lenguaje y
la información que le proporciono acerca de lo que me
provoca, no afectan su femenina sensibilidad… ―Le entregó
las riendas a Emma, quien las recibió gustosa y montó el
caballo con facilidad. Greg estaba feliz, todo lo que vivía con
ella le daba un nuevo propósito a su existencia―. Las
damas primero ―invitó.

*****

―Ha llegado esta nota para usted, milord ―dijo el


mayordomo ofreciendo la bandeja de plata a su señor.
―Gracias ―respondió lacónico y soltó el humo azul de su
cigarro.
El mayordomo, sin decir nada más, se retiró.
El hombre abrió la nota que iba sellada con lacre de color
azul, era el distintivo que usaba el detective que había
contratado para investigar a Ravensworth. Llevaba más de
un año persiguiendo un solo objetivo y cada vez que
pensaba que lo iba a alcanzar, el duque se escabullía como
si adivinara sus intenciones.
Esperaba, esta vez, lograr algo de satisfacción y
tranquilidad para su atribulada alma, si lograba hundir a ese
hombre.

Mi estimado lord X:
Mis investigaciones al fin han rendido frutos, acabo de
confirmar lo que los rumores indican; Ravensworth es un
sodomita.
Quedo a la espera de sus órdenes.
Saludos.

Sr. M.

El hombre sonrió con una mueca similar a la felicidad.


Ese sentimiento había dejado de sentirlo desde hacía mucho
tiempo. Esta vez, nada ni nadie evitaría la ruina de
Ravensworth. Se levantó de su cómodo asiento y se acercó
a la chimenea, arrugó la nota y la arrojó a las lenguas de
fuego. Hipnotizado, contempló cómo el papel se consumía,
pensando y decidiendo en cuál era el siguiente paso a
seguir, debía ser en el momento adecuado. Iba a necesitar
unas semanas para orquestar todo lo necesario para su
venganza.
Tenía que ser un solo golpe, pero lo suficientemente
fuerte para acabar, de una vez por todas, con el hombre
que llenó de desgracia a su familia.
Capítulo XIII
Susurros de Elite, 14 de diciembre de 1819.

Los tranquilos y fríos días previos a la Navidad se han visto


perturbados por una noticia que, sinceramente, nadie esperaba…
No, mejor dicho, se esperaba, pero en unos diez años más.
Mas debo recapitular los hechos para ponerlos en contexto.
Desde hace un año, este prestigioso magazine dejó de
tener noticias referentes al duque de R--worth, quien
protagonizaba, al menos, un escándalo digno de mencionar al
mes, el cual nosotros nos regodeábamos al difundir a la buena
sociedad.
Ese cambio de comportamiento nos pareció sospechoso,
durante meses estuvimos atentos y vigilantes a su casi beata
conducta. Lord R--worth, paulatinamente, dejó de asistir a bailes,
garitos, casas de cuestionable reputación, así como también, no
se le vio acompañado de nadie que vistiera faldas y escotes
demasiado reveladores.
Luego, el libertino solo desapareció, transformándose en un
miembro respetable y reservado de la buena sociedad; con suerte
se le veía acompañando a sus primos, los condes de C--by,
visitando a su madre la vizcondesa de G--tone, y el único club que
visita es el de boxeo del afamado señor J--son. Ha sido el epítome
del buen aristócrata… Hasta ahora.
Y, fiel a su estilo, vuelve a ser protagonista de un nuevo
susurro a lo grande. Hoy, precisamente, ha salido publicado en
todos los periódicos de Londres el anuncio de su compromiso con
la señorita E.
¿Y quién es nuestra heroína, la que ha hecho tal proeza de
hacerlo sentar cabeza? Según nuestras confiables fuentes, se
trata de la hija de un barón de la aristocracia rural de Somerset,
lord R--gar, quien, curiosamente, es su tío por parte materna.
Como pueden apreciar, siempre vamos un paso adelante.
Sí, mis queridos lectores, todo queda en familia. El
escurridizo y depravado lord R--worth va a contraer nupcias el día
5 de enero con su prima, en una boda que podríamos catalogar
como sospechosamente repentina y rápida.
¿Se está tratando de ocultar algún desliz del duque? ¿Nos
enteraremos de un alumbramiento de un primogénito demasiado
prematuro? O, más increíble aún, ¿esto es una boda por amor?
¿Un amor tan grande ―y ardiente― que ellos no desean estar
separados?
Ya nada me sorprendería, ilustres calaveras y canallas han
caído durante este año que está terminando ―y son,
asombrosamente, felices. Basta ver a su primo lord C--by y su
eterna sonrisa―. Sin duda, esto se trata de alguna fiebre por
recuperar reputaciones y enderezar conductas reprochables.
Un libertino menos inspirando a nuestros jóvenes varones
influenciables que lo ven como un modelo a seguir, es un buen
caballero que conoce sus límites y enfrenta la consecuencia de
sus actos como un hombre.
Le deseamos al duque de R--worth la mayor de las dichas y
a la señorita E… suerte, mucha, mucha suerte.
Porque la necesitará.

―¿Cómo diablos se enteran de todo? ―masculló Greg,


doblando el ejemplar del pasquín que solía leer, hasta el
año pasado, solo para probar hasta qué punto podían
retorcer sus actos, más si eso cabía.
Ahora lo leía por simple diversión. Nunca se sabía si había
información útil en esas páginas.
Ya veía venir el aluvión de curiosos invadiendo en los
próximos días Bellway House. En cuestión de horas ellos
podían averiguar dónde se encontraba la mujer que había
cazado al duque, para intentar sonsacarle alguna infidencia,
y luego, esparcirla como si fuera la peste negra.
Gregory entornó sus ojos con frustración, más le valía ir
más temprano a la casa de su madre e intentar ayudar a
Emma para manejar esa horda de chismosos. Debía
agradecer al cielo que la mayoría se encontraba en sus
casas de campo por la Navidad.
Se arrellanó en su cómodo asiento y resopló. Entornó sus
ojos y evocó la madrugada en la que salió a cabalgar con
Emma, tres días atrás.
Había algo precioso en ella desde que se declararon, un
brillo en sus ojos que antes no existía, y en sus hermosos
rasgos, se reflejaba una especie de paz que era contagiosa.
Cabalgar a su lado se había convertido en uno de sus
momentos favoritos.
Y, al final del paseo, cuando ambos estaban exultantes
por la vigorosa carrera, se entregaron a las delicias de los
besos y caricias.
Inocentes, al principio; ávidos y pasionales, al final.
Emma cada vez era más avezada en el arte de besar,
aprendía con entusiasmo y celeridad. Si antes él era el que
guiaba y enseñaba, ahora ella era capaz de llevarlo por
caminos sensuales que jamás había recorrido. Emma podía
ser recatada con sus labios, al tiempo que sus manos eran
perversas; o al revés, su lengua enredada a la suya, casi
haciendo el amor con él y sus manos firmemente ancladas a
su cuello, acariciando su cabello, incitándolo, desafiándolo,
a dar un paso más.
Una candidez fusionada con instinto, eso era su futura
esposa. A él le fascinaba dejarla libre, que nada la
reprimiera, aunque eso pusiera en jaque su cordura.
Y la adoraba.
Pero, no podía llegar más lejos con ella ―de momento―,
todo se trataba de oportunidad y de sus deseos.
Y su deseo más ferviente era tenerla en una cama, bajo
él, jadeando de placer.
Sin embargo, una sombra se cernió sobre esa lúbrica
fantasía. ¿Y si él no era capaz? Si al llegar al momento
crucial no podía responder como hombre. ¿Qué iba a hacer?
Abrió sus ojos. La inseguridad apagó el fuego que,
segundos atrás, lo tenía al borde de ceder a la tentación de
abrir su pantalón, para encontrar el fugaz pero satisfactorio
alivio del estímulo en solitario.
Se refregó la cara, molesto consigo mismo. Comenzó a
ordenar sus libros, cartas y documentos para poder
distraerse, nada iba a conseguir si se mortificaba. Optó por
continuar trabajando.
Al cabo de quince minutos, su escritorio estaba
despejado, tomó la última carpeta que quedaba por
guardar. Era su copia del acuerdo matrimonial al que había
llegado con su tío Daniel.
El atisbo de una sonrisa comenzó a surcar su rostro, al
rememorar esa instancia. A diferencia de lo que se
acostumbraba hacer, Gregory le pidió a lord Rothgar que
Emma participara de las negociaciones. La cara de
incredulidad de su tío fue digna de plasmar en un retrato.
En primer lugar, su esposa iba a ser libre de disponer de su
dote. Si bien las arcas del ducado no rebosaban de riqueza,
prefería que ese dinero lo administrara Emma. Aparte de
ese beneficio, ella también iba a recibir una generosa
asignación mensual para sus gastos personales.
La cláusula más insólita ―para el padre de su futura
esposa― que habían acordado fue que él, como duque, se
comprometía a solventar la educación de Emma. Ella podía
elegir uno o varios temas de estudio que fueran de su
interés y se contrataría un tutor para instruirla y profundizar
sus conocimientos.
El sonido de los controlados golpes en la puerta lo
sacaron de sus cavilaciones y le indicaron que se trataba de
Quinn. Gregory dio su autorización, y el venerable
mayordomo hizo acto de presencia con su característica
solemnidad.
―El señor Walter Redford solicita audiencia con usted, su
excelencia ―anunció el mayordomo entregando una
tarjeta―. Dice que esperará todo lo necesario hasta obtener
una entrevista.
Gregory, extrañado, leyó la sobria tarjeta de
presentación. Su inesperada visita era un abogado del
bufete Collins, Parker y Redford. Entrecerró sus ojos, era
socio, eso quería decir que sus motivos eran tan
importantes que su misión no podía delegarla a cualquiera.
―Dígale que pase.
―Su excelencia ―asintió Quinn, cerrando la puerta tras
de sí.
Gregory guardó en un cajón la carpeta con su acuerdo
matrimonial y esperó.
Sus dedos comenzaron a tamborilear.
La puerta se abrió y el mayordomo entró invitando al
abogado a que se internara en la estancia. Los dedos de
Greg dejaron de moverse. La apariencia del señor Redford
era impecable, porte y rasgos aristocráticos le conferían
autoridad pocas veces vista sin necesidad de que abriera la
boca.
―Muy buenos días, su excelencia ―saludó el señor
Redford, con una leve inclinación. Su tono era firme y
seguro. Eso le gustó a Greg, quien respondió ofreciéndole
asiento con un relajado gesto―. Muchas gracias por
recibirme.
―Digamos que me ha ganado la curiosidad, señor
Redford. ¿Desea algo de beber? ¿Un té?
―No, muchas gracias, su excelencia ―rechazó con
amabilidad―. Prefiero no dilatar mi visita más de la cuenta.
―Muy bien. ―Miró de soslayo a su mayordomo―. Puede
retirarse, Quinn. Muchas gracias.
El mayordomo asintió y los dejó a solas. El señor Redford
se aclaró la garganta y abrió su maletín. Extrajo unos
papeles y se los ofreció a Greg, quien los recibió, pero no les
prestó atención de inmediato. Miraba al abogado fijamente.
―Lord Ravensworth, el motivo por el cual me he
presentado en el día de hoy es para informarle que soy el
albacea de la última voluntad de Lizbeth Jones, condesa
viuda de Castairs, que en paz descanse. Ella falleció el
duodécimo día del mes de octubre pasado y lo ha nombrado
tutor legal de su hija, la señorita Grace Archer.
Gregory alzó sus cejas. Sorprendido era una palabra que
no alcanzaba para definir su estado. De su boca no podía
salir ningún sonido. El nombre de lady Castairs le era ajeno
y desconocido, no lograba asociarlo con ningún rostro. ¿En
qué momento de su vida se habría cruzado con ella? ¿Cómo
era posible que una mujer lo nombrara tutor de su hija con
la fama que él tenía?
―El documento que le acabo de entregar es una copia de
su testamento en el cual ella lo nombra como tutor de la
niña.
―¿Perdón?, ¿dijo niña? ¿Cuántos años tiene? ―logró
balbucear.
―Seis años ―respondió con eficiencia y extrajo de su
maletín un sobre sellado―. También lady Castairs le dejó
una carta. ―Se la entregó a Gregory, él la recibió como un
mero acto reflejo. Su mente estaba en blanco, miró el sello.
Nada, ningún recuerdo.
El señor Redford se aclaró la garganta con franca
incomodidad.
―La señorita Grace en estos momentos está residiendo
en la casa de su tía abuela, la señora Rosemary Archer,
quien espera que se haga cargo a la brevedad de su pupila,
pues no tiene los medios económicos para mantenerla por
mucho tiempo. En los papeles están las indicaciones de
cómo llegar…
Las palabras del abogado se escuchaban lejanas, casi
como un murmullo ahogado. La mente de Ravensworth
vagaba en medio de una bruma de recuerdos borrosos, era
como si no conservara ninguna memoria de la última
década de su vida.
―¿Por qué no me he enterado de esto sino hasta ahora?
―interpeló Greg―. Han pasado dos meses desde el deceso
de lady Castairs.
―No supe del fallecimiento de ella hasta hace un mes y
medio. La señorita Grace, mientras tanto, estuvo residiendo
en un orfanato. En cuanto llegué a Carlisle, comencé a
trabajar en averiguar la ubicación de la residencia del
pariente vivo más cercano de lady Castairs, y que estuviera
en condiciones de recibir a la señorita Grace de manera
temporal. Independiente de si un testamento tiene pocas
disposiciones, deben ponerse en regla antes de ser
informados, y eso tarda, su excelencia, sobre todo cuando
se trata de la tutela de una niña ilegítima. ―Greg no dijo
nada, apenas podía digerir aquella información―. Ahora, si
fuera tan amable ―prosiguió el señor Redford―, necesito
que firme este comprobante que acredita que ha recibido
toda la documentación referente a la custodia de la menor…
Gregory volvió al momento, miró con desconcierto al
abogado. Parpadeó y fue como despertar de un sueño. Tomó
el comprobante, lo leyó. Todo estaba en orden y firmó. Era
bien sabido que no podía eludir ni negarse a la
responsabilidad de ser tutor y tampoco era correcto, una
persona había confiado en él para asegurar el bienestar de
una niña.
―Muchas gracias ―dijo el señor Redford y guardó el
documento en su maletín―. Si tiene alguna duda en el
futuro, no dude en contactarme, estaré encantado de
responderla. ―Se levantó de su asiento e hizo una
inclinación―. Que tenga buenos días.
―Igualmente… ―respondió.
El abogado se retiró. Un silencio plúmbeo abombó los
oídos de Gregory. Debía saber qué decía esa carta.
Un súbito ímpetu le hizo abrir el sobre con decisión.
Desplegó el papel y leyó. Estaba fechada desde hacía tres
meses.

Mi estimado lord Ravensworth:


Es muy posible que no tengas idea de quién soy, y ni
siquiera que hayas oído hablar de mí. Nuestra historia solo existió
durante una noche en la que asistimos a un baile de máscaras. Tú
no sabías quién era, pero yo sí sabía quién eras tú.
Fuiste el hombre que había elegido para vivir una noche de
pasión. Solo una, para experimentar lo que era el deseo, sentirme
viva, cometer una locura. Y hasta el día de hoy, jamás me he
arrepentido de lo que hice, me diste un recuerdo imborrable que
agradeceré eternamente.
Hace siete años yo era una joven viuda de veintiocho años
y muy tímida. Me había casado por conveniencia con Edward
Jones, conde de Castairs, quien, desesperado por dejar
descendencia a su avanzada edad de cincuenta y cinco años, no
le importó mi humilde posición, ni mi edad, ni mi paupérrima
dote. Él solo quería un heredero, y yo escapar de la ruina que
había azotado a mi familia. Falleció al tercer año de matrimonio.
Yo no pude concebir su anhelado heredero. Era estéril.
Al menos, eso era lo que creía, mejor dicho, lo que mi
esposo me hizo creer.
Cuando transcurrieron dos meses desde nuestro único
encuentro, me di cuenta de que había traído una inesperada y
maravillosa consecuencia.
Sí, como has de suponer, quedé encinta y tú eres el
progenitor. No hubo otro hombre más en mi vida. Fuiste el
segundo y el último.
La familia de mi difunto esposo, al enterarse de este hecho,
me envió a la propiedad más lejana, en Carlisle al norte de
Inglaterra. Ahí di a luz a mi pequeña y amada Grace. Lleva mi
apellido de soltera para que su existencia no fuera asociada a los
Jones. Vivimos tranquilas y sin más compañía que nosotras
mismas, sin pasar grandes necesidades. Todo ello fue gracias a
mi buen amigo de la infancia, el señor Redford, que se encargó de
asegurar legalmente que la asignación que había heredado de mi
esposo no me fuera arrebatada. La familia Jones creía que era
suficiente con que tuviera un techo donde dormir, y que ya no
tenía derecho sobre el dinero de Castairs, pues este no debía
beneficiar a la mujer que manchó de oprobio y vergüenza a la
familia.
Debo asegurarte que su rechazo no hizo mella en mi
felicidad. Mi hija llenó mi existencia de un amor incondicional que
jamás pensé experimentar.
Nunca quise confesar que tú eras el hombre que engendró
a mi hija. Nadie lo supo, ni siquiera el señor Redford ―pero me
temo que, al momento de redactar mi testamento, lo va a
sospechar―. Este secreto, si no es revelado por ti, se va a ir a mi
tumba, tú tienes el derecho de decidir qué hacer con él.
En estos momentos, estoy muy enferma, no sé cuánto
tiempo más podré resistir. Es por ello que, en mi lecho de muerte,
he llamado al señor Redford para redactar mi última voluntad,
legarle mis pocas posesiones a mi hija y nombrarte tutor de
Grace. Te suplico que veles por ella, es mi tesoro más preciado,
ha iluminado mis días con su viveza, su amor y su calidez.
No te pido que tomes el rol de padre ni que le reveles quién
eres, no estás obligado a ello. Solo te ruego que la cuides hasta
que Grace sepa valerse por sí misma y no sea una carga para
nadie; el espíritu de mi hija es fuerte y su alma tiene un vigor que
nunca poseí, sé que ella luchará si se le dan las armas, si se le
protege y estimula su fortaleza durante sus años más tiernos.
Lamentablemente, esta responsabilidad no se la pude
delegar a mi buen amigo, el señor Redford. Él no puede hacerse
cargo de mi Grace, puesto que su esposa se ha negado a
recibirla, con el pretexto de que todo el mundo pensará que es
una hija ilegítima de él. De hecho, la señora Redford ya lo pensó y
le acarreó muchos problemas a mi amigo. A él no le puedo
reprochar ni obligar a nada, su amistad y honorabilidad lo ha
llevado más allá del deber. No podía permitir que la relación con
su esposa se dañara por mi causa.
Perdóname por lo que te he hecho, jamás fue mi intención,
y por eso te lo oculté. Pero ahora no tengo más alternativa, y
debo apelar a tu generosidad, bondad y comprensión para que
guíes el camino de mi hija.
En esta amarga hora, he de confesar que tengo miedo de lo
que se avecina, he arrojado a mi pequeña a un destino incierto y
sufro ante la idea de haberla traído al mundo para que fuera
infeliz. Solo la esperanza de que creas en mis palabras brinda un
atisbo de alivio a mis temores y culpas.
Cada noche le ruego a Dios que perdone mis pecados, que
bendiga a Grace, que no la abandone y que a ti te llene de
sabiduría. Mis debilidades nos han arrastrado a todos en esta
situación que nadie pidió. Esperaba vivir más años, poder
descansar solo cuando mi hija ya no me necesitara, no sentir
cómo mi vida se apaga día a día sumida en la incertidumbre.
Espero que, al terminar de leer esta carta, no me odies por
lo que he hecho, pues en mi corazón, albergo el más cálido y
cariñoso recuerdo de ti. Deseo que tu vida sea larga y esté llena
de dicha, amor y prosperidad.
Afectuosamente.

Lizbeth.

Gregory dobló la carta y la volvió a dejar en el sobre.


Había asistido a innumerables bailes de máscaras y disfrutó
de excitantes encuentros furtivos. Pero siempre iba a
recordar a esa dama desconocida, de ojos singulares y
cabellos color caoba, que temblaba de lo nerviosa que
estaba. Sin embargo, estaba tan empecinada en lograr su
objetivo que logró simular que era una mujer sofisticada y
liberal. Eso lo sedujo, a pesar de todo, ella era dueña de su
voluntad y no iba a rendirse hasta obtener lo que quería.
Ella deseaba solo una noche, no debían revelar sus
nombres, y al alba iba a desaparecer, ese fue el trato.
Solo por eso pasó toda la noche con ella, porque ella lo
deseó, lo buscó, lo había elegido. Y aquella dama cumplió
con su promesa, jamás la volvió a ver, no supo de ella hasta
hacía unos segundos.
Ahora sabía que esa dama tenía un nombre, era Lizbeth.
Y Lizbeth era la madre de su hija, Grace.
Por algún extraño motivo, Gregory no cuestionaba la
veracidad de esa inmensa noticia, sabía que era así, un
hecho tan irrevocable como el amor que sentía por Emma.
Gregory guardó el sobre en el bolsillo interno de su
chaqueta. Sabía lo que tenía que hacer, tenía un deber, no
había recuperado su honor para perderlo por no hacer lo
correcto. Ya no era un chiquillo cobarde.
Era imperativo contárselo a Emma en primer lugar y
rogar al cielo que ella no cancelara su compromiso.
Porque él no iba a abandonar a Grace.
Capítulo XIV
Lord X fumaba su cigarro con gran placer, al tiempo que
leía el The Times. El olor del humo impregnaba cada rincón
de esa estancia. No importaba cuántas veces lavaran los
cortinajes o enceraran los muebles, el resultado era inútil,
en cuanto él prendía un cigarro, todos los esfuerzos se
convertían en un desperdicio de tiempo.
Fumar, de hecho, era lo único que disfrutaba hacer. La
paz lo había abandonado hacía un año.
Dobló el periódico y miró con desdén el pasquín que
compraba todos los martes. No le gustaba leer chismes de
la aristocracia, era una actividad indigna para un par del
reino. Pero, siempre aparecían menciones sobre el hombre
que estaba empecinado en arruinar.
Ya no sabía por qué lo seguía comprando. Ravensworth
ya no era aficionado a los escándalos públicos, sino más
bien a los de una índole más turbia.
Sin embargo, como cada martes, desplegó el pasquín y
leyó.
Cinco minutos después, reía a carcajadas graves y
sonoras, rayando la locura. Parecía que Dios, al fin, había
respondido a todas sus fervientes plegarias. Ravensworth le
estaba dando todo lo que necesitaba para que su ruina
fuera más apoteósica. Su matrimonio «por amor» iba a ser
destruido de una forma tan definitiva que, si tenía mucha
suerte, lo iba a dejar sin la posibilidad de engendrar un
heredero. Porque, ¿qué esposa enamorada va a querer
compartir la cama con un sodomita? El duque podía ser
muchas cosas, pero no era del estilo de forzar a las mujeres
para saciar sus apetitos. Su fama era la de un Casanova
caballeroso y atento al momento de brindar sus favores. Un
debilucho, a fin de cuentas, porque jamás obligaría a su
esposa a abrir las piernas para concebir un hijo.
Las noticias de ese pasquín no podían ser más oportunas,
iba a ser la tormenta perfecta que azotaría la existencia de
Ravensworth. No iba a quedar ni un rastro de la vida que
tanto disfrutaba… Se iba a convertir en una eterna
procesión al cadalso hacia el fin de sus días. El duque iba a
terminar rogándole a Dios que lo borrara de la faz de la
tierra.
Lord X guardó el pasquín en un cajón, iba a ser un
recuerdo del día en que Ravensworth selló su destino.

*****

Baudin revolvía la mezcla de azúcar y leche que estaba


tomando el color marrón que buscaba desde hacía un par
de horas. La receta del confiture de lait era un enrevesado
secreto familiar que había atravesado el océano Atlántico.
Baudin tenía un primo que, a su vez, tenía una prima
segunda española quien, a su vez, tenía una tía abuela que
residía en el lejano país de Argentina, en Sudamérica, la
cual tenía una media hermana que trabajaba en el país
vecino, Chile, lugar donde, desde hacía un par de siglos,
hacían el «manjar» el cual era, básicamente, leche
caramelizada.
A simple vista era sencillo, pero era todo un arte hacerlo.
La receta llevaba unos veinte años en la familia, incluso
su madre todavía conservaba un frasco vacío del «manjar»
que cruzó el océano. Baudin aún podía recordar el sabor…
sin duda su nombre le hacía justicia, era un manjar de los
dioses.
Y ahora estaba emulando la receta para usarlo como
relleno para el pastel de bodas de la señorita Emma. Debía
tener todo preparado porque ella le pidió que se encargara
del pastel y él iba a sacar toda su artillería pesada de
recetas exclusivas para que todo saliera perfecto.
―¿Qué es ese aroma? ―preguntó una conocida voz
femenina.
«Cuando hablamos del lobo, se le ve la cola[2]», pensó el
chef sin dejar de revolver el espeso contenido de la olla. La
señorita Emma siempre visitaba su cocina, y él ya no se
tomaba el trabajo de molestarse por la invasión a su
territorio.
―Es confiture de lait, madeimoselle Emma ―respondió
lacónico.
―Huele de maravillas ―afirmó Emma a sus espaldas y le
hizo dar un respingo, había caminado tan sigilosa que no
sintió que ya estaba al acecho.
―Ni se atreva a meteg un dedo ―advirtió, dándole una
palmadita a la mano intrusa de Emma que ya iba directo a
la olla―. Esto está muy caliente.
―Es usted muy insolente, Baudin ―rezongó Emma,
sobándose el dorso de su mano, fingiendo que el golpecito
había sido más fuerte.
―Si no tolega mi insolencia no debeguía entrag a la
cocina ―replicó mordaz.
―Ah, pero el problema que tengo es que usted me cae
muy bien. Ni siquiega cuando me case lo dejagué de
molestag ―dijo Emma, imitando el acento de Baudin.
El chef resopló y negó con la cabeza. Tomó una cuchara,
la arrastró por sobre la superficie densa y marrón del
confiture de lait para obtener una pequeña porción y se la
ofreció a Emma.
―Tiene que soplag antes de probag ―indicó serio.
―Gracias. ―Emma recibió la cuchara, sopló varias veces
y probó.
―Mmmmmmmmmmmmmmmmmm… ―celebró Emma
sintiendo cómo el dulzor se derretía en su boca, en una
explosión de sabor. Verdadera ambrosía divina―. Es
maravilloso, Baudin.
―El señor Baudin es maravilloso cuando no anda de mal
humor ―intervino Hamilton, socarrón. Emma sonrió al ver al
afable mayordomo, siempre le parecía que tenía una
especie de sexto sentido para entrar en la cocina cuando
ella estaba ahí.
Baudin se aclaró la garganta y se concentró en seguir
revolviendo. Hamilton logró notar que tenía las orejas rojas.
―¿Quiere un poco de confiture de lait, Hamilton?
―ofreció Emma, desenfadada.
―Nunca me niego a probar las preparaciones de nuestro
ilustre chef ―aceptó Hamilton.
Sin mediar más palabras, Baudin tomó otra cuchara y
sacó otra porción de la preparación. Estiró el brazo
ofreciendo, a ciegas, a quien quisiera probar.
Hamilton se adentró en la cocina y tomó la cuchara.
Sopló para enfriar y probó.
Alzó las cejas y degustó con fruición. Un grave
«mmmmmmm» salió de su garganta, como si retumbara
directo desde su tórax.
Aquello no fue bueno para la salud mental de Baudin.
Emma miraba con inocente expectación, inmune al sonido
extático y viril que emitía el mayordomo.
―Está bueno, ¿cierto? ―elogió Emma con una sonrisa.
―Más que bueno ―respondió Hamilton y, acto seguido,
parpadeó, recordando el motivo por el cual estaba en la
cocina―. Señorita Emma, usted tiene la asombrosa
capacidad de distraer hasta al sirviente más diligente. La
hemos estado buscando por toda la casa.
―Ohhhhhhh ―gimió Emma―. ¿Cuántas veces debo
insistir que mi caligrafía es horrenda para las invitaciones?
Katherine está haciendo un gran trabajo, no lo voy a
arruinar.
―La verdad es que la buscaba para un asunto mucho
más placentero para usted. Lord Ravensworth la espera en
el despacho de lord Grimstone.
―¡Greg! ―Sonrió radiante, pero, de súbito, frunció el
ceño. Era muy extraño, él siempre la visitaba en la salita
celeste―. Iré ahora… Baudin, de nuevo, debo decir que sus
manos son benditas.
―Merci ―susurró el chef.
Emma abandonó la estancia dejando a Baudin y a
Hamilton a solas.
―Usted no me engaña, Baudin ―acusó Hamilton,
sacando, sin permiso, otra probada del confiture de lait―.
Cuando la señorita Emma se convierta en lady
Ravensworth, la va a extrañar mucho. ―Sopló y se llevó la
cuchara a la boca volviendo a celebrar con un «mmmmm»
largo y profundo.
―Tiene gazón, ella es inolvidable ―admitió el chef y
retiró la olla del fuego―. Pego todavía está usted aquí paga
gueemplazagla con sus molestas integvenciones.
―Y lo hago con mucho placer, monsieur Baudin. ―Tomó
otra porción del dulce manjar―. Tengo cierta debilidad por
perturbar su trabajo y darle algo de humanidad a su
persona… ¡Qué bueno está esto! ―acotó gustoso.
―No debeguía cedeg a sus debilidades, monsieur
Hamilton. Siempre son nefastas las consecuencias ―replicó
Baudin, sintiendo que no solo hablaban de las intrusiones en
su cocina, sino de algo más personal.
Hamilton se quedó pensativo y esbozó una sonrisa.
―Creo que, en parte, tiene razón. Sin embargo, a veces
vale la pena, incluso cuando hay nefastas consecuencias.
―Robó otra cucharada, rebalsando de confiture de lait―. Y,
en este caso en particular, se ha convertido en mi debilidad.
―Se llevó la cuchara a la boca y se comió el dulce de una
sola vez. Estaba caliente y empezó a soplar para enfriarlo
luego―. Esta delicia vale una quemadura de lengua.

*****

Emma golpeó la puerta antes de entrar en el despacho


de lord Grimstone y la abrió. Se encontró con Gregory
dándole la espalda, miraba hacia el jardín, absorto. Su
figura se recortaba ante la luz matutina, delineando todas
sus formas masculinas.
―Bien, aprovechando que Iris está distraída, los dejo a
solas ―anunció Grimstone, Emma no había reparado en su
presencia.
―Gracias, milord ―dijo Emma internándose en la
estancia. El mutismo de Greg era ominoso, ella no quiso
llamar su atención, hasta que sintió el suave clic de la
cerradura―. ¿Greg?, ¿pasa algo? ―preguntó sin ocultar su
nerviosismo.
Emma logró escuchar el profundo suspiro de Gregory
antes de dar media vuelta, quedando frente a ella. Su
expresión manifestaba algo que no pudo identificar del
todo. Esa seriedad solo la había visto cuando él visitó
Brockenhurst en las Pascuas pasadas, cuando se encontraba
a solas y creía que nadie lo miraba…
En esa época cuando él creía que estaba enfermo…
¿Acaso él estaba…?
Gregory se acercó a ella y, sin mediar palabras, la abrazó
fuerte, como si quisiera tenerla así para siempre. Inspiró el
aroma de la piel amada, quizá con el temor de hacerlo una
última vez. Emma era una mujer extraordinaria, pero su
mentalidad liberal podía tener un límite infranqueable.
Pocas mujeres aceptaban una hija ilegítima dentro de sus
casas y, si lo hacían, lograban hacerle la vida imposible a
ese vástago concebido con otra mujer. Gregory no deseaba
que Grace viviera sola en una casa con alguna niñera,
aislada del mundo como si fuera algo sucio y repugnante,
pero tampoco quería que recibiera malos tratos de su
esposa como si fuera un horrible y sórdido pecado que
debía ser castigado.
El pecador era él, el irresponsable fue él, el que debía
asumir las consecuencias de sus actos era él. No una niña
inocente que no pidió venir al mundo. ¡Era su hija!
En sus manos tenía la misión de forjar a una persona,
lady Castairs endosó en él esa responsabilidad, apelando a
su hombría y honor.
Ambas cosas las había recuperado hacía poco, no las iba
a perder de nuevo. Era su deber hacer lo correcto, aunque a
todo Londres no le gustara. No le importaban las malas
lenguas, ni las murmuraciones, él ya sabía vivir con ello.
Debía enseñarle a Grace a lidiar con esa ineludible parte de
su futura vida.
―Greg ―murmuró Emma―. ¿Qué es lo que sucede? Me
estás asustando.
Ravensworth volvió al momento y se separó de ella a
pura fuerza de voluntad. La miró a los ojos, eran preciosos,
con motitas plateadas que salpicaban y matizaban el iris.
Los ojos de Emma siempre transmitían todas sus
emociones, y ahora estaba muerta de preocupación.
Debía terminar con eso.
Cuando iba de camino a Bellway House, pensó en mil
maneras de explicar la situación a su prometida. Pero
cuando escuchó su voz, se dio cuenta de que no valían nada
sus palabras y excusas. Ella debía leer la carta, enterarse
del mismo modo que él.
Del bolsillo interno de su levita, sacó el sobre que
contenía la carta y se la entregó. Emma la recibió y la
estudió con curiosidad, luego lo miró a él.
―Por favor, léela ―pidió Greg en un susurro.
Emma desplegó el papel y comenzó a leer en silencio.
Gregory fue testigo de los cambios en el semblante de
Emma; primero había interés y curiosidad, luego una línea
vertical cruzó su entrecejo. Percibió que la hoja comenzaba
a temblar y, acto seguido, ella ahogó un jadeo tapándose la
boca. Sus grandes ojos grises se aguaron y lo contemplaron
fijo por largos segundos. Greg le sostuvo la mirada, pocas
veces la había visto llorar, quiso abrazarla y consolarla, pero
debía dejarla llegar hasta el final. Ella bajó la vista hacia la
carta y prosiguió.
Dos goterones bailaron al borde de las largas pestañas y
cayeron pesados al suelo. Emma intentaba contener su
llanto, mas era inútil, su mano aún confinaba su boca,
ahogando su angustioso plañido.
Para Greg, fueron los cinco minutos más tortuosos de su
vida, y supo que habían llegado a su fin, cuando ella enjugó
sus lágrimas con el dorso de su mano izquierda, mientras
que la mano con la que sostenía la carta colgó inerte sobre
su costado y se quedó mirándolo fijo.
―Me enteré solo hace media hora. Lady Castairs falleció
hace poco más dos meses ―respondió la tácita pregunta
que leía en el rostro de Emma. Más allá de eso, no podía
inferir qué pensamientos atravesaban la mente de su
prometida. Sus ojos, que antes eran claros y transparentes,
ahora eran impenetrables.
Emma asintió y suspiró.
―¿Quién más sabe de esto? ―interrogó Emma con un
tono monocorde y un tanto congestionado por el llanto.
―El señor Redford y tú… necesitaba que tú te enteraras
primero. Después se lo diré a mi madre y al resto de nuestra
familia.
Emma volvió a asentir, conforme con la respuesta. Miró la
carta de nuevo, como si quisiera asegurarse de que todo
era real.
―¿Dónde está ella? ―preguntó Emma, sin quitarle la
vista al papel.
―Está viviendo con su tía abuela en Whitechapel, quien
espera que me haga cargo lo más pronto posible.
―Whitechapel ―repitió Emma en un susurro. No era
necesario ser londinense para saber que ese barrio no era
de los mejores―. ¿Y qué es lo que harás?
La pregunta que Gregory tanto temió llegó al fin. Su
decisión podía cambiarlo todo. Emma era insondable para
él, más allá de haberla visto llorar, no sabía nada sobre el
motivo que provocaban sus lágrimas.
―Me la llevaré a vivir conmigo, es mi deber y
responsabilidad ―respondió firme, como nunca antes en su
vida.
Su voz decía explícitamente que nadie le haría cambiar
de parecer, ni siquiera su amada Emma.
―¿Cuándo la irás a buscar? ―continuó Emma con su
interrogatorio. Gregory comenzaba a sentir la desesperación
corroyendo su temple. Ella no expresaba nada.
―Hoy mismo… En cuanto salga de aquí… ―Greg vaciló,
pero ya no soportaba la duda. Tomó la mano de su hermosa
prometida, buscando algo, una señal en su mirada―.
Emma, por favor, dime algo… lo que sea…
Ella parpadeó y suspiró hondo.
―Es totalmente inesperado ―dijo al fin, con un atisbo de
emoción―. Pero no era algo imposible, esto era algo que
podía suceder y que yo asumí al aceptar tu mano, la de un
libertino redimido.
―Una cosa es asumir la posibilidad de que algo así va a
suceder… pero otra, es aceptar un hecho, Emma. Estamos a
punto de casarnos y yo…
―Y tú tienes una hija, no una pupila ―se apresuró a decir
tajante―. Greg, no eres el primer hombre que tiene hijos
ilegítimos. A mí no me importa que tengas uno, dos, tres,
me da igual. Lo que de verdad me interesa es que los únicos
hijos que engendres en el futuro sean conmigo.
Alivio, eso fue lo que sintió Greg con la firme respuesta
de Emma. Ella todavía veía un futuro con él, no lo rechazaba
ni le reprochaba nada.
La adoraba.
―Entonces, ¿no estás enojada? ―preguntó no pudiendo
contener su emoción.
Emma frunció el ceño, lo miró como si hubiera dicho una
estupidez tan grande como Júpiter.
―¿Cómo demonios voy a estar enojada contigo por la
existencia de Grace? ¡Si estás haciendo lo correcto, maldita
sea! ―exclamó vehemente―. Me habrías decepcionado
profundamente si me hubieras respondido con evasivas
pusilánimes o prometiéndome que Grace vivirá lejos, como
si fuera un cachorrito que recoges en la calle pero que no
quieres conservar porque no es lindo. Eso no te lo habría
perdonado, mi admiración por ti habría muerto, porque te
amo por tu determinación y carácter. ―Se quedó unos
instantes en silencio, se secó una lágrima antes de decir―:
En realidad, estoy triste y consternada, no por el hecho de
enterarme de que tienes una hija… es inesperado, sí, pero
no es malo, la vida es así. Lo que pasa es que no puedo
evitar sentir tristeza por aquella mujer que, por atreverse a
vivir, fue repudiada. Me indigna lo que vivió, ¿por qué a
nosotras se nos castiga por tener hijos sin estar casadas,
mientras que a ustedes casi se les da un premio?... De
haberlo deseado de verdad, lady Castairs habría encontrado
la manera de interrumpir esa vida. Pero no lo hizo, decidió
ser madre, conociendo las duras consecuencias. ¡Qué
injusto es ser mujer! ¡Y ese idiota de Castairs acusándola de
ser infértil! ¡Su semilla era la mala! ―Dio un pisotón de pura
impotencia y más lágrimas rodaron furiosas―. ¡Eso sí que
me hace enojar! Todos son una montaña putrefacta de
hipócritas santurrones.
Gregory abrazó a Emma, ella enterró su frente en el duro
pecho masculino y lloró. La sociedad era tan cruel con sus
castigos, nadie tenía permitido cometer errores y menos si
era mujer. Querían santos, seres inocentes, insulsos e
inmaculados. Nadie podía ser así, la naturaleza humana era,
en esencia, imperfecta, impura y débil.
Lloró por esa mujer que estaba enferma y llena de miedo
por el porvenir de su hija, temerosa del mundo que la iba a
encasillar con el peyorativo término de bastarda. Una
persona de segunda categoría. No podía evitar ponerse en
el lugar de lady Castairs, o en el de Grace.
Al menos, Emma tenía la seguridad de que Greg le iba a
dar la protección necesaria a Grace, para tener una vida
más auspiciosa que estando en Whitechapel, donde no era
querida. Lo amó por no dudar, por confiar en ella, por decir
la verdad.
Gregory no pudo evitar que sus ojos se humedecieran.
Era una mezcla de alivio y tristeza, porque él pensaba igual
que Emma. La vida de un hijo ilegítimo era, de por sí, dura,
y si a eso se le agrega ser mujer, pobre y sin ninguna clase
de protección, era una condena a una vida llena de
vejaciones, aberraciones, enfermedad, y la muerte era
considerada casi una bendición.
Él no iba a permitir eso, era el maldito duque de
Ravensworth, que de algo sirviera tener un título y tierras,
con eso le bastaba para proteger a los suyos.
―Gracias, Emm ―dijo Greg con su voz estrangulada―.
Habría sido el hombre más miserable del mundo si no
hubieras aceptado a Grace… Yo… también me habría
sentido decepcionado si hubieras actuado de un modo
egoísta.
―Sí soy egoísta… quería ser la primera en darte un hijo.
―Suspiró y luego rio―. No se puede tener todo en la vida.
―Alzó su vista y, sonriendo, lo miró a los ojos―. Esta es
nuestra primera prueba como compañeros de vida y ni
siquiera nos hemos casado. No quiero ni saber cómo serán
los años venideros.[JPT20]
―¿Tienes miedo? ―interrogó, un poco en broma, un poco
en serio, al tiempo que le enjugaba con sus pulgares la
humedad de sus mejillas. No pudo evitar pensar que,
incluso con su cara congestionada por el llanto, su
prometida era hermosa.
―Sería muy arrogante de mi parte si no lo tuviera, pero
tengo la convicción de que, mientras estemos juntos,
apoyándonos y amándonos, nada será tan terrible
―respondió firme.
―Una sociedad perfecta e inquebrantable. Así solía
llamarle mi padre. ―Alzo la vista al cielo, recordándolo.
Hasta hacía muy poco nunca creyó en sus palabras―. Tengo
que darle la razón, no era un loco romántico con suerte.
―Tío Charles debe estar orgulloso de ti, Greg, no lo
dudes.
Ravensworth sonrió. ¡Ah!, su Emma era increíble.
―Eso espero… ¿Me acompañas a buscar a Grace?
Prefiero que la familia se entere de una sola vez… Será
menos… ¿tortuoso?
―Tortuoso aplica perfectamente, su excelencia… Y, por
supuesto que te acompañaré a buscar a Grace. ―Se separó
de Greg y llamó a Hamilton con la campanilla. El
mayordomo no tardó en aparecer en el vano de la puerta.
Emma se preguntó si él tenía un oído muy agudo o era un
cotilla. No importaba, después de todo, no hacían nada
inapropiado―. Hamilton, ¿podría decirle a Carter que saque
el carruaje lo más pronto posible, por favor? Daremos un
paseo con su excelencia.
―Como ordene, señorita Emma… ―Hamilton se quedó
pensativo por un segundo y dijo―: Si me permite el
atrevimiento, ¿en cuántos minutos debo informarle a lady
Grimstone que ustedes salieron sin carabina?
Emma se quedó pensativa unos segundos, calculando.
Primero debía cambiarse de ropa y luego escabullirse junto
con Greg.
―Informe a mi tía unos diez minutos después de haber
salido…
―Así será, señorita Emma.
Capítulo XV
―¿Estás seguro de que aquí es? ―interrogó Emma,
observando a través de la ventanilla del coche la depresiva
miseria que reinaba en el lugar y que le provocaba una
sensación sofocante, una opresión en el pecho que no había
experimentado en su vida.
Gregory estaba atónito, había estado en barrios pobres
antes, pero esa parte de la ciudad en particular era, sin
duda, la peor calle de Londres.
―Según el documento que me entregó el señor Redford…
aquí es, Dorset Street ―confirmó, señalando la calle que era
más bien un lodazal―. Las instrucciones dicen que tenemos
que buscar una vivienda de puertas y ventanas verdes que
está al final de la manzana, debería resaltar entre las demás
porque se supone que evidencia que tuvo tiempos mejores.
―Creo que esta vez fue una buena idea venir como
Emmett ―comentó haciendo una mueca y sin dejar de
mirar por la ventanilla―. No creo que la capa sobre el
vestido hubiera servido de mucho para ocultar que no
pertenezco aquí.
Pocas veces en su vida, Emma había sido testigo de ese
nivel de pobreza; el barrio estaba conformado por
verdaderas madrigueras cuyas estructuras eran tan
precarias que daban la impresión de que se derrumbarían
en cualquier momento. El olor insalubre que se respiraba en
el ambiente era una mezcla de humo, aguas servidas,
estiércol de caballo y perros callejeros. Pululaban por todas
partes niños andrajosos corriendo descalzos y jugando con
sus caritas manchadas, pero sus miradas eran duras y
fieras; mujeres ocupadas de sus quehaceres con sus faldas
enlodadas y hechas jirones en el ruedo; hombres ociosos
bebiendo, jugando, fumando, hablando fuerte y sin rastro de
un mínimo de educación, respeto o decoro.
Era un mundo aparte, donde la pobreza y la escasez de
oportunidades, educación, y dinero, hacían mella en el
espíritu humano, sacando lo peor de su condición.
―Bien, intentaremos abreviar nuestra misión. No quiero
ni imaginar en qué condiciones está Grace ―respondió
Greg, quien, a pesar de ir con un atuendo sencillo, su
cuerpo sano, fuerte y aseado delataba que no era pobre.
Ravensworth se desordenó el cabello ―más si eso
cabía― y bajó del coche. Reprimió el impulso de ofrecerle su
mano a Emma, se metió las manos en los bolsillos de su
abrigo y encorvó un poco su postura. Emmett bajó de un
salto plantando sus botas en el lodo, salpicando los
pantalones de Greg, quien la miró con sus ojos de «mira lo
que has hecho con mi ropa a la medida».
―Te verás más ad hoc ―señaló Emma con su tono
sabiondo de Emmet.
―Vamos, listillo, no me hagas perder el tiempo ―exhortó
Greg, usando un tono de voz que era desconocido para
Emma.
―No sabía que podías transformarte en un barriobajero.
―Tengo habilidades ocultas, milor ―afirmó con una
impostación y acento diferente en sus palabras. Sorbió su
nariz de un modo nada elegante―. No es la primera vez que
estoy en un lugar así.
―Ya lo puedo imaginar, ser libertino implica no estar solo
en clubes elegantes, ¿o me equivoco?
―Las mejores peleas de boxeo y las apuestas más
emocionantes están en la calle ―respondió, alzando y
bajando sus cejas repetidamente.
Gregory y Emma se alejaron del carruaje y caminaron. El
frío inclemente hacía que el vaho saliera por sus narices y
las enrojecieran. Emma se cubrió con la bufanda buscando
algo de aire caliente. Fijaron la vista al frente, intentando no
hacer contacto visual con nadie, solo centraban su atención
en las fachadas de las construcciones. Con cada paso que
daban, se acercaban a una casita que, poco a poco,
comenzaba a encajar con la descripción dada por el señor
Redford.
―Ojalá haya alguien en casa ―murmuró Greg, mirando al
cielo, casi como una plegaria.
Años que no hacía eso, encomendarse al Todopoderoso.
Gotas de agua cayeron sobre su rostro, pronto iba a
llover.
Unos niños corrían hacia el duque y su secretario, y uno
de ellos chocó contra Greg. En menos de un segundo,
Ravensworth tenía al niño sujeto del brazo. Sus compañeros
se esfumaron tan rápido como aparecieron, al notar que
habían atrapado a uno de los suyos.
―Este truco no funciona conmigo, mocoso ―dijo Greg,
quitándole al niño su recién obtenido botín, le había robado
su bolsa de monedas―. Puedes irte a la horca por ladrón,
¿lo sabías?
El niño, que parecía tener unos siete años, lo miró con
terror. Forcejeó para zafarse, pero era un esfuerzo inútil.
―¡Suéltame, hijo e’ puta! ―insultó el ladronzuelo,
logrando que Emma abriera los ojos como platos. Nunca
había escuchado a un niño tan pequeño decir semejante
grosería―. ¡Suéltame!
―¡Suéltelo, maldito! ―exigió una voz infantil.
Ravensworth desvió su mirada hacia un niño andrajoso
muy peculiar, un ojo verde y el otro azul centelleaban de
furia. El niño se dirigió hacia él, corriendo con decisión y le
pateó la espinilla, para luego aferrarse a su brazo y
morderlo.
Era una verdadera alimaña salvaje con dientes de acero.
Greg contuvo un aullido de dolor y soltó al pequeño
ladronzuelo que se encargó de patear las piernas del duque.
Ravensworth no hallaba qué hacer para que el niño salvaje
dejara de morderlo sin tener que recurrir a los golpes,
intentaba mover su brazo, pero su agarre era implacable.
Emma observaba, petrificada, la caótica escena por
largos segundos, todo había sido muy rápido. Eran solo dos
niños, pero atacaban como energúmenos.
Antes de que el niño le propinara otra patada a Greg,
Emma reaccionó y lo cogió con fuerza del torso para alejarlo
de su objetivo. No pudo evitar sentir su cuerpo esmirriado,
todos sus huesos se sentían a través de la tela. Una
profunda lástima inundó su corazón.
―¡Huye, señoritinga! ―gritaba el niño confinado en los
brazos de Emma, luchando y dando patadas al aire para
zafarse.
―¡No soy señoritinga! ―replicó el niño, ofendido,
soltando a su presa―. ¡Soy Grace, la bastarda! ―proclamó
con orgullo.
La expresión de sorpresa de Gregory no tenía
precedentes en la memoria de Emma. Jamás lo había visto
de esa forma y fue tan fugaz que pensó que lo había
imaginado. Ravensworth no iba a permitir que la impresión
lo atontara ―después de todo, ¿cuántas «Grace, la
bastarda» podrían estar en esa calle?―, endureció sus
facciones y aprovechó la airada distracción de la salvaje
niña, para alzarla, intentando alejar sus briosas piernas de
su torso para que no lo volviera a patear.
Emma, completamente anonadada con la singular
presentación de la niña, aflojó el agarre y el pilluelo que
tenía cautivo, huyó escopetado con destino desconocido.
―¡Suélteme! ―exigió la niña. Un ominoso y gutural
sonido emergió de su garganta.
Le escupió el ojo y, para mala suerte del duque, dio en el
blanco.
―¿¡Eres Grace Archer!? ―preguntó Greg, ignorando el
escupitajo verde que le escurría desde el ojo hacia la
mejilla.
―¿Quién la busca? ―inquirió la niña altanera.
―Responde primero mi pregunta, mocosa ―demandó
Greg, rindiéndose a ser suave y educado con «Grace, la
bastarda»―. No estás en posición de exigir nada. Tu secuaz
ha huido.
La niña dejó de forcejear. Incrédula, miró hacia todas
partes, quedando desconcertada. Sus brazos y piernas
colgaron sin vida. Volvió a mirar a su alrededor, intentando
convencerse de que nadie iba a su rescate. Parpadeó
rápido, intentando tragar sus lágrimas de decepción, la
habían abandonado… otra vez. Su nariz delató su tristeza al
ponerse colorada.
―No voy a repetir mi pregunta por segunda vez ―insistió
Ravensworth severo.
La niña lo miró desafiante, a pesar de tener sus grandes
ojos vidriosos.
―Mi nombre es Grace Archer, señor ―respondió con más
orgullo que cuando declaró que era «Grace, la bastarda»,
revelando que tenía un acento norteño muy marcado.
Desde que Gregory se enteró esa misma mañana de que
tenía una hija, jamás imaginó que la iba a conocer en esas
circunstancias. Una suerte de pelea callejera con babuinos
salvajes.
―Indícame la casa de tu tía abuela ―ordenó Greg, al
tiempo que cargó a Grace al hombro como si fuera un saco
de papas. Buscó con torpeza un pañuelo en sus bolsillos,
pero no lo encontró. Emma le dio el suyo. Greg murmuró un
agradecimiento y logró limpiarse, al fin, el ojo y la mejilla.
―No me acuse, señor ―imploró la niña―… Por favor…
―Si me prometes portarte bien, no te acusaré ―negoció
Greg.
―Me portaré bien ―prometió―. Bájeme, por favor.
Greg detuvo sus pasos y resopló. Bajó a la niña y se
quedó perdido en sus singulares ojos. Solo una vez había
visto algo tan notable.
En lady Castairs.
Un dolor agudo en su espinilla le hizo soltar un
juramento.
―¡Chiquilla embustera! ―masculló saltando en un pie.
Grace corrió con una sonrisa triunfal en sus labios, pero,
en el proceso, perdió su raído sombrero, dejando al aire una
revuelta mata de cabellos cortos y negros como los de Greg.
Recogió el sombrero, miró de reojo su obra y rio a
carcajadas, carcajadas que fueron ahogadas en cuanto el
compinche del hombre estirado, emprendió una carrera
para alcanzarla. Grace volvió a correr, esta vez, asustada, el
hombre de gafas era más rápido de lo que supuso. No era
un blandengue, sino un verdadero rayo.
Su huida no duró más de cinco segundos.
―Muy astuta, señorita Grace ―dijo Emma con su tono
grave de jovencito, tomando a la niña por el torso. Tragó
saliva, estaba tan delgada como el otro niño―. Yo hubiera
hecho lo mismo.
―No soy una señorita, soy una bastarda ―corrigió la
niña, forcejeando, pero con menos energía, el cansancio ya
estaba ganando terreno.
―Yo te llamaré como me apetezca, y de ningún modo te
complaceré dirigiéndome a ti como «Grace, la bastarda».
Llévanos con tu tía abuela, ahora ―ordenó firme―. Sin
trampas, somos dos contra uno. Si me pateas, mi
compañero te alcanzará como yo lo hice, tiene las piernas
más largas que tú y yo juntos ―advirtió.
―No me acuse a mi tía abuela, por favor.
―No lo haremos ―prometió Emma―. Pero esta vez no
nos confiaremos.
Grace, en dos segundos, volvió a ser un saco de papas
sobre el hombro de Greg.
―La casa de mi tía abuela es esa de puerta verde
―señaló la niña, rindiéndose a su destino.
Ya no hubo gritos, forcejeos, golpes y embustes.
En silencio, Greg y Emma enfilaron sus pasos hacia donde
indicaba Grace. La fachada coincidía con la descripción
dada por el señor Redford. Sí, alguna vez fue un buen hogar.
Ahora se caía a pedazos.
Greg llamó a la puerta. Nadie contestó.
Insistió.
Nada.
A esas alturas, el duque tenía poca paciencia.
Resopló.
Silencio.
Aporreó la puerta.
―Debe estar durmiendo, siempre lo hace ―dijo Grace―.
Hay un cordel que sirve para abrir la puerta ―indicó.
Greg no tardó en hallarlo, tiró y liberó una tranca de
madera que aseguraba la vivienda paupérrimamente.
Cualquiera podía entrar y salir. Gregory imaginó lo peor.
Maldijo a Redford por dejar a Grace en un lugar así, pero tal
como estaba la situación, no había duda de que Rosemary
Archer era la única familiar viva que recibiría a la bastarda
concebida por Lizbeth.
Aunque, en realidad, Greg no sabía qué era peor; un
orfanato, o esa casa en medio de Whitechapel.
―Buenos días ―saludó Greg entrando en la casa. Un
fuerte olor a alcohol y a orina impregnaba el ambiente. Bajó
a Grace con suavidad. Emma se quedó resguardando la
entrada, por si las dudas, Grace era... impetuosa―. ¿Hay
alguien aquí?
―La habitación de tía Rosemary está por allá ―señaló
Grace, apuntando hacia la derecha. No había una pared o
una puerta, solo una cortina sucia separaba la estancia del
resto de la casa.
Gregory corrió la cortina con cautela, halló a una mujer
que podría ser de la misma edad de Iris; sus cabellos
desordenados eran como pajas grises entre hebras
castañas, su tez era blanca y poseía un cuerpo demasiado
delgado. Dormía profundamente en una posición incómoda
sobre un colchón de paja y no se había cambiado de ropa.
De su garganta emergían sonoros ronquidos. Varias botellas
de vino barato estaban regadas por el suelo.
Ravensworth nunca fue un hombre especialmente
violento, pero aquella indignante situación le estaba
provocando unas ganas de golpear a alguien. Impotencia y
frustración era todo lo que sentía. Ni siquiera quería
imaginar si Grace ya había sido víctima de algún tipo de
aberración. Rogaba al cielo que su hija se hubiera defendido
tan bien de cualquiera, tal como lo hizo con él.
Emma observaba el lugar, se le encogió el corazón al ver
tanta miseria junta. No sabía cómo Rosemary Archer había
llegado a ese nivel de indigencia, pero podía elucubrar
varias hipótesis, preponderaban los tres factores que podían
ser la ruina de una mujer: pobreza, ignorancia y desamparo.
Gregory se adentró en el miserable dormitorio e intentó
despertar a la mujer. Lo único que logró fue que ella
balbuceara palabras malsonantes y diera manotazos al aire
para que la dejaran dormir.
―Esto funciona la mayoría de las veces, señor ―intervino
Grace, llevando un vaso de agua turbia…
―¡Grace, no! ―exclamó Emma estirando el brazo,
intentando impedir el radical plan de la niña.
Tarde. Grace le mojó la cara a la mujer que dio un alarido
furibundo. La niña corrió y se escabulló tras Emma, quien la
protegió escondiéndola bajo su abrigo. Ambas se miraron al
mismo tiempo, Emma sintió una fascinación por la hija de
Greg y le guiñó un ojo con complicidad. Grace esbozó una
sonrisa e intentó imitar el gesto, pero solo logró entornar los
dos ojos al mismo tiempo.
―¡Maldita mocosa bastarda! ―Rosemary se incorporó
con torpeza, secándose la cara con lo que halló a mano―.
¡Me las pagarás por despertarme!
Gregory carraspeó grave.
―¿Rosemary Archer? ―inquirió Ravensworth, haciendo
un esfuerzo descomunal por ser amable.
La mujer solo en ese instante reparó en que no estaba
sola y frunció el ceño. Extraña y fría respuesta, a juicio de
Gregory. Rosemary ni se inmutó con la presencia de un
hombre desconocido en su casa… dos hombres si contaba a
Emmet.
―¿Quién la busca? ―replicó altanera.
Gregory ya podía suponer de dónde había aprendido
Grace aquella peculiar forma de evadir una pregunta.
―Soy Ravensworth y he venido a buscar a Grace
―respondió, sacando a relucir toda su pomposidad ducal.
―¿El duque? ―Alzó sus cejas con incredulidad―. Y se la
va a llevar así, ¿sin más? ―interpeló Rosemary, riendo
burlona―. Ha tarda’o demasia’o en aparecerse, su
excelencia. Más de un mes.
―Redford me lo ha informado solo esta mañana ―se
justificó lacónico.
―Tinterillo de pacotilla ―masculló Rosemary―. Los
aboga’os siempre trabajan como si tuvieran to’o el tiempo
del mundo, ¿y una? Le dejan un paquetito bien vesti’o y
llorón.
―¿Bien vestido? ―Fue el turno de Greg de enarcar su
ceja, cuestionando el concepto de buen vestir de Rosemary
Archer
―El paquetito tenía que comer, lo único de valor que
poseía la bastarda eran las joyas que su maldita madre le
heredó… pero eran tan falsas como el honor de mi difunto
hermano… Y esos lindos vestidos finos que tenía no sirven
aquí en Whitechapel. Los vendí, al igual que su cabello
antes de que se llenara de piojos… Eso sirvió pa’ poner el
pan en la mesa.
―¿Poner el pan en la mesa, dice? ―interpeló Emma con
su voz grave―. Grace está en los huesos.
―¡Eran mías, mi madre me las dio! ¡Ya no tengo nada de
ella! ―reprochó Grace con su voz quebrada y limpiando sus
lágrimas con brusquedad. Emma la abrazó intentando
consolarla, se le partía el corazón por esa niña, despojada
de un día para otro de todo su mundo.
―Veo que su dieta se basa en vino, señora ―agregó
Gregory, haciendo rodar una botella con la punta de su
bota, la cual fue a parar a los pies de Rosemary.
La mujer dio flojas y burlescas risotadas mostrando que
le faltaban varios dientes y otros que estaban en el proceso
de caerse en cualquier instante.
―El dinero que obtuve se hizo humo en dos semanas.
Estas botellas me las gané anoche con mi propio esfuerzo.
―Se limpió la comisura de sus labios con el dedo pulgar e
índice, un gesto vulgar que Gregory entendió al instante―.
Le compré unas prendas de niño pa’ que la bastarda no
fuera violada tan fácilmente. He hecho lo posible pa’
protegerla y sobrevivir.
Emma tragó saliva, no sabía si ese plan era tan seguro
como pretendía Rosemary.
―Espero que eso no haya sucedido, señora ―espetó
Gregory.
―Ya me habría dado cuenta, su excelencia. ¿Cómo la
encontró?, ¿intentando robar u ofreciendo sus servicios?
―interpeló con una cruda y descarnada realidad.
―Robando ―masculló Greg.
―¡Ahí tiene!, ¡nada le ha pasa’o! ―replicó ufana―. Su
honra está intacta… Después de todo, es lo único de valor
que tiene una mujer y esa posesión dura poco en este
barrio.
―Se le agradecen profundamente sus servicios de
cuidadora ―zanjó Gregory poniendo su bolsa de dinero
sobre la mesa―. Aquí hay suficiente para retribuirle con
generosidad lo que ha gastado en Grace, su tiempo y
esfuerzo por mantenerla viva y entera… Me la llevaré ahora
mismo, ¿me podría entregar las pertenencias que no ha
vendido?
―Todas sus pertenencias las tiene puestas, su excelencia
―respondió Rosemary.
―Bien, entonces eso es todo… Que tenga buenos días.
―Dio media vuelta, sus ojos se encontraron con los de su
prometida que estaba impactada por la experiencia vivida y
luego con los de Grace, parecía un cachorrito asustado,
aferrada a Emma. Al menos a ella no le tenía miedo.
Gregory suspiró. La realidad era mil veces peor que sus
elucubraciones más sórdidas. No quería saber qué había
visto y oído Grace en todo ese tiempo en Whitechapel.
Suspiró hondo y se agachó frente a Grace, su hija. Ni
siquiera era el momento de revelarle esa verdad.
―Grace, dile adiós a tu tía Rosemary. Tu madre me
encomendó cuidarte y eso es lo que haré a partir de este
momento ―dijo Greg, tratando de ser firme, pero sin
intimidarla.
―¿Me va a cuidar? ―Miró de reojo a su tía abuela, quien
evadió el contacto, luego susurró―. ¿A usted le gusta
mucho el vino?
―Solo bebo media copa en la cena ―respondió sincero―.
Pero prefiero las galletas ―susurró, solo para Grace.
―Hace mucho que no como galletas ―comentó. [JPT21]
Y ese fue un muy buen momento que eligieron sus
tripitas para protestar de hambre.
―Te llevaré a mi casa a comer algo delicioso, ¿estás de
acuerdo? ―propuso Gregory con cierto desenfado―.
Dormirás en una cama mullida y calientita.
Grace volvió a mirar de reojo a Rosemary.
―Me da pena dejarla sola… Cuando llega de su trabajo
de noche, llora. No tiene a nadie más que a mí ―confesó en
un susurro. Ravensworth sintió lástima por Rosemary al
evocar la imagen que le describía su hija.
―Eres una niña muy generosa y bondadosa… pero…
Dame un segundo. ―Greg se levantó y estudió a
Rosemary… Tal vez―… Señora, si usted desea cambiar de
profesión…
Rosemary negó vehemente con la cabeza.
―Grace ya tiene suficiente con ser bastarda, no hay que
agregarle que tiene una tía puta… ―Rio sin ganas,
revelando su resignación y tristeza―. No, su excelencia, me
quedo aquí. En su mundo, la gente lo sabe todo y usarían
esa información para hundir a Grace en el momento menos
oportuno… solo váyase y limítese a cumplir con la voluntad
de Lizbeth ―dijo la mujer convencida, como si aquellas
palabras fueran su única y genuina muestra de cariño hacia
su sobrina nieta―. Vete con el duque, niña. Estarás mucho
mejor que aquí, no te puedo seguir manteniendo… ¡No me
mires así! ¡Vete!
Grace dio un respingo. Emma la tomó en brazos y la niña
se dejó hacer. Era tan liviana y delgada.
―Vamos, Grace ―le susurró al oído―. Todo será para
mejor, te lo prometo, cariño… Dile adiós a la señora
Rosemary. ―Emma dio media vuelta y los ojos bicolores de
Grace se cruzaron con los de su tía abuela, hizo un gesto de
despedida con sus deditos.
Rosemary alzó su mano y sus dedos se arquearon
temblorosos.
―Si cambia de opinión… ―Gregory dejó su tarjeta de
visita encima de la mesa, al lado de la bolsa de dinero.
―Eso no sucederá, su excelencia ―rechazó Rosemary.
Gregory asintió con un leve gesto de cabeza y dio media
vuelta. Abrió la puerta para permitir que Emma saliera
primero con Grace.
―Su excelencia ―llamó de pronto Rosemary, los pasos
de Greg se detuvieron y miró por encima del hombro―. No
permita que ella termine como yo o como Lizbeth. ―Fue lo
único que se atrevió a pedir.
―Se lo juro por mi vida ―prometió solemne―. Ahora
Grace tiene una familia.
―Vaya con Dios, su excelencia.
―Igualmente.
La puerta se cerró. Rosemary se quedó ensimismada
observando sus manos ajadas. Dos goterones fueron a parar
a sus palmas.
Maldijo a esa pequeña bastarda. Por más que lo intentó,
de todos modos, se encariñó. Elevó una plegaria al cielo,
rogó al Señor Todopoderoso que la desgracia de las mujeres
Archer muriera con ella y no con Grace.
Capítulo XVI
Grace miraba fijamente a ese hombre barbón mientras
viajaban a quizá dónde. Ni siquiera sabía si de verdad era
un duque. Todos le prometían que iba a estar mejor, pero
nunca sucedía; primero en el orfanato, luego ese señor que
la llevó con tía Rosemary, y ahora esos dos hombres que, a
pesar de no inspirarle miedo, tampoco la convencían de que
todo cambiaría. Todavía tenía esa sensación de inseguridad
de no saber cuánto tiempo se iba a quedar antes de que
tuviera que irse a otro lugar.
«Quiero a mi mamá».
―Tranquila, señorita Grace ―le susurró el hombre que iba
a su lado. Era joven y sus gafas le hacían parecer
inofensivo. Pero no debía fiarse, era rápido corriendo―. No
te haremos ningún daño ―prometió.
De inmediato, esas palabras resonaron en su joven
memoria, trayendo consigo un recuerdo. Sintió miedo, subió
sus piernas que colgaban del asiento y se las llevó a su
pecho, al tiempo que las rodeaba con sus brazos.
―¿Estás bien, señorita Grace? ―interrogó el hombre de
gafas con mucha preocupación.
―¿No se va a bajar los pantalones, señor? ―replicó Grace
con voz trémula.
―¡Jesucristo! ―exclamó el hombre barbón, parecía que
estaba enojado―. Jamás haremos eso frente a ti… ―Se
quedó unos instantes en silencio, se restregó la cara con sus
manos, resoplaba, como si quisiera gritar.
―Señorita Grace ―intervino suave el hombre de gafas―.
¿Alguien le ha hecho algún daño? ¿La han obligado a hacer
algo que no quería?
Grace no quería traer a su mente esas imágenes, pero
era inevitable, recordaba todo con demasiada nitidez… Fue
horrible, no sabía si debía decirlo…
―Por favor, Grace, cuéntanos ―suplicó el hombre de
barba. ¿Iba a llorar? Tenía los ojos enrojecidos―. Te aseguro
que estás a salvo, no volverás a Whitechapel nunca más. Te
lo juro por mi vida.
Grace pensó en ese momento que nadie le había jurado
nada en todo lo que llevaba de existencia. ¿Y si él no era
malo?
―No se preocupe, señorita Grace. Nadie se va a enojar
con usted si nos dice la verdad ―aseguró el hombre de
gafas―. Se lo prometo, queremos protegerla… y nadie se
bajará los pantalones ―subrayó.
El hombre de gafas le hacía sentir segura, luego miró al
hombre de barba, estaba en silencio y la miraba como si le
estuviera rogando que hablara.
Tal parecía que eran honestos. No le iban a regañar ni se
enojarían con ella si hablaba con la verdad.
―Una noche, un hombre fue a visitar a tía Rosemary
―comenzó a relatar con su peculiar y dulce acento―. Me
desperté con sus voces y lo vi, él decía que no le iba a hacer
daño a mi tía abuela… y se estaba bajando los pantalones…
y se acostó sobre ella… y mi tía abuela me miró, y enojada
me dijo que cerrara los ojos y que me tapara los oídos
―recordó, enumerando mecánicamente cada suceso.
―¿Y lo hiciste? ―inquirió el hombre de barba,
consternado. Grace se preguntaba si estaba triste, o si le
dolía algo. Pobrecito el señor duque.
Grace asintió con la cabeza.
―Cerré mis ojos fuerte. Pero él mentía ―continuó
Grace―, le hacía daño a tía Rosemary. Ella se quejaba, de
todas formas podía oírla.
―¿Dormías en la misma cama que ella? ―peguntó el
hombre de gafas. Grace lo miró, él parecía estar triste… Ella
también se sentía triste. No importaba que tía Rosemary no
fuera cariñosa o que le dijera bastarda, no se merecía que le
hicieran daño, jamás le había pegado, como sí había
sucedido en el orfanato en el corto tiempo que estuvo ahí.
―Grace, ¿dormías en la misma cama que Rosemary?
―insistió con suavidad el hombre de barba.
Grace negó con su cabeza.
―Tía Rosemary me hizo un colchón de paja al lado del
suyo ―respondió.
―¿No sucedió nada más? ―preguntó el hombre de gafas.
―Cuando ya no escuché la voz de mi tía, me asusté
―continuó Grace. Podía recordar todo con detalle, siempre
era así, su mente guardaba todo lo que veía y oía, incluso lo
que quería olvidar―. Abrí los ojos y vi que el hombre se
subía los pantalones… mi tía preguntó por el dinero, él dijo
que agradeciera que no se hubiera follado a la niña… ¿qué
es follar? ―preguntó inocente.
―¡Jesucristo! ―volvió a mascullar el hombre de barba,
tapándose la cara con sus manos. Murmuraba palabras que
ella no podía entender.
―Señor, ¿le duele algo? ―preguntó Grace, sintiendo una
inusitada preocupación por él.
―Le duele su corazón, porque no pudo impedir que eso
sucediera ―respondió en un susurro el hombre de gafas―.
Nadie debería vivir una experiencia como la tuya.
―¿Qué es follar? ―Grace repitió su interrogante. No le
gustaba tener preguntas sin respuesta.
Un silencio inundó el carruaje. Solo se escuchaba el
sonido de los cascos de los caballos.
―En este momento de tu vida no te lo puedo explicar
―dijo el hombre de barba, rompiendo su mutismo―. Quiero
que sigas siendo una niña y disfrutes de ello. Esos son
temas de adultos y cuando tú lo seas, lo sabrás. Solo intenta
olvidar esa palabra y lo que sucedió…
No era una respuesta del todo satisfactoria para Grace.
Pero la entendía. Sin embargo…
―Yo puedo recordar todo… todo… lo que veo ―replicó
ella. Un inesperado nudo en su garganta se apoderó de su
voz impidiéndole hablar. En su mente estaba la imagen de
su madre muriendo, de sus palabras de amor, de lo felices
que eran antes de que enfermara, de la voz del señor
Redford diciendo que estaría mejor con Rosemary hasta que
llegara el duque, los niños rechazándola, ella intentado ser
parte de la pandilla de ladrones… Pensó que «Grace la
bastarda» era un buen mote, todo el mundo le decía así
desde que su madre murió, aunque no entendía bien de lo
que se trataba. Lo que sí sabía era que ser bastarda era
algo muy malo.
Miró al duque… Ravensworth, así se presentó. Tía
Rosemary lo llamaba «su excelencia», parecía que era
verdad que ese hombre era diferente a los que había visto
en su vida. Aunque no sabía qué demonios era un duque.
Esperaba que fuera algo mejor que ser bastarda.
―Si tú no puedes olvidar ―dijo el duque―. Entonces
nosotros vamos a colmarte de buenos recuerdos. Tendrás
tantos momentos felices que todo lo malo y lo feo que has
vivido se hará pequeño y no te hará daño ―sentenció. Se
quitó los guantes de cuero y le ofreció la palma de su
enorme mano. Grace lo miró a los ojos, eran muy lindos,
verdes como las esmeraldas falsas del collar de mamá. Puso
su pequeña mano sobre la palma de él, estaba caliente. Con
su otra mano, el duque le tomó la que tenía libre y las
encerró en su calor―. Te prometo que haré todo lo posible
por darte una vida feliz. Eres una niña muy fuerte, mi
pequeña Grace. Cumpliré con lo que tu madre me pidió y
más.
Aquellas palabras, el duque las decía como si fueran una
verdad absoluta. Y Grace hizo lo que no había hecho desde
el día que su madre dejó de existir.
Confió.

*****

Gregory no alcanzó a tocar la aldaba de Westwood Hall y


Quinn ya estaba abriendo la puerta. Como mayordomo,
había visto innumerables situaciones inusuales, pero jamás
una como esa. El duque, el supuesto señor Cross y un niño
andrajoso con ojos de distinto color.
Sus cejas se arquearon.
―Bienvenido a casa, su excelencia ―saludó, volviendo a
ser la discreción personificada―. Debo informarle que su
madre lo ha estado buscando. Vino con sus futuros suegros.
―¿Están aquí? ―preguntó internándose en el vestíbulo,
quitándose el sombrero y el abrigo. Emma lo imitó.
―Se fueron hace cinco minutos ―respondió, recibiendo
las prendas para colgarlas en el perchero.
―Gracias a Dios ―agradeció mirando al cielo. Necesitaba
algo de tiempo para preparar a Grace, no podía presentarla
a su madre vestida de esa forma, debía darle algo de
dignidad a su hija―. Quinn, ¿sabes si en el ático hay
vestidos viejos de alguna de mis hermanas? ―preguntó con
aplomo.
―¿Vestidos? ―interpeló con curiosidad mirando al niño―.
¿Seguro?
―Es una niña, su nombre es Grace Archer ―respondió
lacónico. Necesitaba la maldita colaboración de todo el
mundo―. Es una larga historia, ya se enterará cuando sea
el momento.
―Entiendo, su excelencia. Mis disculpas por la confusión,
señorita Grace ―se excusó el mayordomo, haciendo una
leve inclinación ante la niña andrajosa, quien le esbozó una
tímida sonrisa―. Iré a ver enseguida, creo que su madre
guardó algunos. ¿Quiere que le diga a Lisa que prepare un
baño de agua caliente para la señorita?
―Sí, lo más rápido que puedan, por favor. Gracias.
―Como ordene, su excelencia. ―Miró a la niña, no
necesitaba saber toda la historia, si no fuera por los ojos
diría que era el vivo retrato del duque. Luego miró al señor
Cross y sonrió―. Bienvenida a casa, señorita Emma.
―Gracias, Quinn. Sabía que no lo podíamos engañar por
mucho tiempo ―respondió Emma, desenfadada.
―Aunque no lo crea, se parece bastante a su abuelo…
Será un inmenso placer servirle cuando se convierta en la
nueva duquesa. ―Hizo una solemne y digna reverencia―. Si
me disculpan, iré a cumplir con mi cometido.
Los tres se quedaron en silencio a mitad del vestíbulo.
Grace miraba todo con los ojos muy abiertos. Jamás había
estado en un lugar tan lindo, grande y lujoso. Centró su
atención en el hombre… mejor dicho, mujer, de gafas. ¿Por
qué vestía pantalones igual que ella?
Sus miradas coincidieron.
―Creo que no nos hemos presentado apropiadamente,
señorita Grace ―dijo con su voz de mujer. Era
impresionante el cambio, su tono sonaba muy dulce.
«Señorita Emma», la llamó el hombre de traje, Quinn…
Estaba conociendo muchas personas en un día.
La señorita Emma se agachó y quedó a su misma altura.
Se quitó las gafas y le sonrió. Era hermosa, sus ojos también
lo eran, grises, como las nubes de Londres.
Todos tenían el mismo color en los dos ojos. Cuando su
madre vivía, Grace pensaba que todo el mundo tenía dos
colores. Pero cuando ella falleció, se dio cuenta de que en
realidad era al revés y fue consciente de que todo el mundo
la miraba extraño al fijarse en sus colores.
―Señorita Grace, mi nombre es Emma Cross, soy tu
prima segunda y la prometida del duque de Ravensworth.
Es un gran placer conocerte y espero que seamos muy
buenas amigas.[JPT22]
―Será todo un placer, señorita Emma… Mi nombre es
Grace Archer. ―Hizo una digna reverencia, tal como le había
enseñado su madre. Esperaba haberlo hecho bien, supuso
que como ya no estaba en Whitechapel, debía comportarse
como una damita.
―Estoy segura de que así será ―afirmó Emma
guiñándole el ojo.
Gregory carraspeó y sonrió. Grace centró su atención en
él. Era tan, tan alto… y de pronto, también estaba a su
altura.
―Señorita Grace. Ahora me presentaré como es debido;
mi nombre es Gregory Montague, duque de Ravensworth
―dijo solemne, inspiró hondo, no sabía si estaba haciendo
lo correcto, pero era mejor revelar la verdad sin más
dilación. Espiró y dijo―: Esta mañana, me enteré de tu
existencia y de que soy tu padre.
«Gregory…»
«El nombre de tu padre es Gregory, guarda ese secreto,
nadie debe saberlo, nadie». Las palabras de su madre,
grabadas a fuego, fueron las últimas que dijo con
coherencia. A su mente llegaron tan claras como si se las
hubiera dicho cinco minutos antes. Sus ojos se abrieron de
par en par.
―¿Mi padre? ―El duque asintió con la cabeza―… usted
es… mi padre… mi padre… «El nombre de tu padre es
Gregory» ―susurró como si estuviera convenciéndose de
que él existía―… Nadie debe saberlo… ¡nadie! ―repitió las
vehementes palabras de su madre. Miró a Greg asustada,
¡lo dijo en voz alta! Se tapó la boca como si de ese modo
pudiera borrar lo que había dicho.
Greg se quebró. Era demasiado.
―Oh, Grace, no… ―Abrazó a su hija. Se aferró al cuerpo
delgado y desnutrido que, en tan pocas horas, se había
convertido en lo más trascendental y sagrado de su vida.
Sin saber cómo, brotaron lágrimas de sus ojos―. Soy tu
padre… yo no lo sabía… Yo… lo siento tanto… tu madre solo
te protegía… pero todos deben saber que eres mi hija…
nunca te abandonaré. Nunca, te lo prometo.
Grace estaba tiesa ante ese inesperado contacto, el
duque… Ravensworth… su padre… lloraba y decía esas
palabras que, inexorablemente, iban a quedarse grabadas
para siempre. No sabía qué hacer. Escuchó que alguien más
lloraba, miró de soslayo, era la señorita Emma, su hermoso
rostro estaba surcado por gruesas lágrimas.
«Nunca te abandonaré».
―¿Me lo promete? ―susurró la pequeña, sintiendo un
poco de esperanza.
―Como hay un Dios en el cielo, te lo prometo. Nunca te
abandonaré. No puedo abandonar a mi hija, eres mi sangre
y mi carne. Eres mía.
Y eso fue todo para Grace. Entornó sus ojos que habían
visto demasiado para tener seis años y con sus delgados
brazos rodeó con fuerza el cuello de ese hombre, su padre.
Y lloró… Por su madre, por el miedo que sintió al estar
sola, por la incertidumbre de vivir sin saber si iba a lograr
llegar con vida al día siguiente, por la pobre tía Rosemary
que estaba sola y con hambre, por ser una bastarda… Lloró
todas las lágrimas que tragó cuando le enseñaron que de
nada servía llorar; mas en ese instante, no podía evitarlo,
solo caían.
Emma, con su vista nublada por las lágrimas, solo sentía
orgullo por ese hombre. Ahí, de rodillas, llorando, abrazando
a su hija como si ella siempre hubiera estado presente en su
vida, sin importarle que estuviera sucia, andrajosa; sin
cuestionar si Grace era de su sangre o no, haciendo lo que
un padre debía hacer.
Proteger, atesorar lo más sagrado que un hombre podía
poseer. Una hija.
Gregory, sin soltar a Grace, extendió su mano hacia su
prometida; era una petición, una tácita súplica. Emma la
tomó sin titubear y dejó que él la atrajera hacia ellos. Los
abrazó a ambos, y el llanto se acrecentó en los tres. Y para
ella fue lo más hermoso de su vida, pero también lo más
triste. Sintió un profundo dolor por Lizbeth, Rosemary y
Grace, por sus vidas, sus penurias, fracasos y sufrimientos.
Ninguna de ellas pudo elegir de verdad, siempre eran
decisiones forzadas por el miedo, por obedecer absurdas
reglas y verdades que no eran absolutas. Al lado de ellas, se
sentía como una mujer privilegiada y, por ello mismo, se
prometió luchar por Grace, darle siempre su lugar, amarla,
protegerla y asegurarse de que nadie dudara de su derecho
de ser la hija de Ravensworth.
Se prometió terminar el trabajo de Lizbeth con todo lo
que implicara. Aunque fuera un escándalo, aunque hablaran
de ellos a sus espaldas y los rechazaran. Nada ni nadie les
iba a impedir criar a una niña fuerte, formar una mujer
inquebrantable y poderosa.
Y así dejaron correr las lágrimas y el tiempo.
Poco a poco, ese llanto catártico, purificador y lleno de
promesas fue convirtiéndose en sollozos y respiraciones
entrecortadas. El primero en recomponerse fue Greg, quien
secó sus lágrimas y luego las de Grace y Emma.
Sonrió, ni siquiera estaba casado y ya sentía que había
formado a su familia. Ese cálido sentimiento le colmó el
alma, lo desbordó. Le dio una misión en la vida.
El discreto sonido de Quinn aclarándose la garganta hizo
que todos se pusieran de pie. Greg tomó en brazos a Grace
y no le pasó desapercibido que la nariz de su fiel
mayordomo estaba levemente enrojecida.
«¿En qué momento todos se volvieron tan
sentimentales?», pensó irónico.
―Su excelencia. El baño de la señorita Grace está listo en
sus aposentos. Me temo que no hallé prendas adecuadas de
sus hermanas, pero sí encontré algunas suyas de cuando
era niño. Creo que le quedarán un poco holgadas, pero son
mejores que el atuendo que lleva en este momento.
―Perfecto, mientras estén limpias no puedo pedir más,
muchas gracias. Quinn, dígale a la señora Norris que nos
prepare unos bocadillos para almorzar… y que sean
contundentes, por favor.
―Ya lo está haciendo, su excelencia. Me tomé la libertad
de anticiparme a su solicitud.
―Magnífico. No sé qué haría sin usted.
―Probablemente, usted estaría calentando el agua, su
excelencia ―desestimó. Quinn sabía que su amo era un
hombre que lograba adaptarse a los cambios. Tarde o
temprano vencía las adversidades.
―Gracias, por todo. ―Miró a Grace―. Ahora iremos con
Emma, te bañaremos y te pondremos ropa limpia, después
podremos almorzar algo delicioso.
Grace asintió con la cabeza, deseaba con su alma
sentirse limpia de nuevo.
Los tres subieron la escalera, con el alma liviana y el
corazón sosegado. Una prueba más había sido superada.
―¿Cómo lo debo llamar? ―le preguntó Grace a Greg. Ella
era una niña que necesitaba saber todo, nunca nada era
obvio.
―Papá ―respondió tajante. Abrió la puerta de su
habitación. Cruzaron la estancia, traspasaron otra puerta y
entraron al cuarto de baño.
―Papá… ―murmuró Grace, le gustaba cómo sonaba esa
nueva palabra―. Y a la señorita Emma, ¿cómo la debo
llamar?, es su prometida, ¿cierto? ―La miró, ella le
esbozaba una serena sonrisa.
Greg la dejó en el suelo con suavidad, se arremangó la
camisa y Emma también hizo lo mismo para comprobar la
temperatura del agua.
―Así es. Tu papá y yo nos casaremos pronto, por eso soy
su prometida ―explicó Emma con naturalidad, mientras
hundía la mano en el agua, la temperatura estaba
perfecta―. También somos primos, por eso te dije que era
tu prima segunda, puedes llamarme como te sea más
cómodo. Somos familia, después de todo. Cuando nos
casemos, viviremos todos juntos.
―Familia… ―susurró
―¿Te puedes quitar la ropa, Grace? ―preguntó Greg―.
Me daré la vuelta para no mirarte ―agregó mientras le daba
la espalda. La pequeña, sin dudar, comenzó a desnudarse.
―¿Puede ser «prima Emma»? ―continuó Grace con su
conversación.
―Si te gusta, puede ser prima Emma… o, simplemente,
Emma ―respondió, intentando no demostrar su turbación al
ver ese cuerpo tan delgadito y sucio.
―Me gusta «Emma»… ¿por qué usted usa pantalones,
Emma? ―interrogó con curiosidad.
―Porque me gusta. La ropa de varón es muy cómoda,
¿no crees? ―preguntó al tiempo que la tomaba en brazos y
la metía a la tina. Grace soltó un elocuente sonido de
satisfacción con el agua caliente, era la primera vez que se
bañaba en una tina tan grande.
Greg dio media vuelta y, al ver el cuerpo de su hija, tragó
saliva, podía contar cada uno de sus huesos.
―Con la ropa de niño puedo trepar y correr, pero también
me gustan los vestidos lindos ―aseveró la pequeña, ajena
al escrutinio de su padre―. ¿Usted usa vestidos?
―La mayoría de las veces ―respondió Emma y, tomando
el jabón, comenzó a lavar su cabello. El agua rápidamente
comenzó a enturbiarse―. Vas a quedar muy limpia y linda
para que conozcas al resto de la familia.
―¿Hay más familia? ―preguntó asombrada. Toda su vida
había sido solo su madre y ella, luego solo era Grace. Grace
la bastarda.
―Tienes una abuela, tías, tíos, primos… ―agregó Emma,
sacando a Grace de sus melancólicos sentimientos.
―¿Hermanos? ―preguntó la pequeña con cierta ilusión.
―Ojalá, en el futuro, pueda darte hermanos ―respondió
con una sonrisa, feliz ante esa idílica imagen que se formó
en su mente―. Serás la hermana mayor. ―Emma miró de
soslayo a Greg, estaba ensimismado, mirándolas―. ¿Pasa
algo, cariño?
―Nada grave ―respondió lacónico y suspiró―. Desde
que me enteré de la existencia de Grace esta mañana, solo
ahora puedo sentir un verdadero alivio. Me duele el cuerpo
ahora ―confesó―. Mi hija está segura, está contigo, en mi
casa, donde corresponde. No le puedo pedir más a la vida,
eres extraordinaria… Grace es extraordinaria… Gracias.
―Lo somos, ¿cierto, Grace? ―convino Emma,
desenfadada. La niña solo atinó a asentir, estaba distraída
mirando sus manos que empezaban a arrugarse en el
agua―. Ponte de pie, querida, debo enjabonar tu cuerpo.
Greg, trae ese cubo de agua, por favor… Después
tendremos que armarnos de paciencia… acabo de ver unos
piojitos.

*****

Eran las ocho de la noche cuando Iris, vizcondesa de


Grimstone, entró a la biblioteca de Westwood Hall a la
cabeza de una pequeña tropa de parientes; su esposo,
Adrien; su hermano, Daniel; su cuñada, Celia; su sobrino-
hijo, Angus y su sobrina-hijastra Katherine.
Gregory Charles Albert John Montague, duque de
Ravensworth, la esperaba sentado en el escritorio con una
expresión severa.
―¿Dónde está Emma? ―preguntaron Iris, Daniel y Celia
al mismo tiempo.
Greg evitó poner sus ojos en blanco, en cambio, los invitó
a tomar asiento haciendo un gesto con su mano.
Ninguno obedeció, a excepción de Adrien, Angus y
Katherine, quienes ya se habían sentado y se limitaban a
observar. Suficiente drama había con los progenitores de los
futuros esposos.
―Por favor, solo tomen asiento. Emma está en perfectas
condiciones ―declaró Gregory severo―. Su virtud está
intacta, si eso les preocupa ―agregó con acritud―. Ha
sucedido algo mucho más importante.
―Así veo, la nota que enviaste fue demasiado críptica
―replicó Iris con acidez―. Salieron esta mañana, vaya a
saber dónde. Hoy se anunció tu compromiso y Bellway
House fue invadido por aristócratas cotillas para ver a
Emma.
―Bastaba con que dijeran que estaba indispuesta
―desestimó Gregory con indolencia.
―Por supuesto que dijimos eso, pero, probablemente,
medio Londres vio a Emma paseando contigo…
«Terriblemente indispuesta» ―ironizó Iris como si su hijo
tuviera tres años.
―Nadie vio a Emma, madre. Eso te lo puedo asegurar,
solo el servicio de Westwood Hall. ―Resopló―. Por favor,
tomen asiento… lo necesitarán ―masculló.
Iris frunció el ceño, al igual que Daniel y Celia. Sin
embargo, al cabo de unos largos segundos, obedecieron la
petición de Ravensworth, que solo los miraba. No iba a decir
nada hasta que todos estuvieran sentados.
―Y ahora, ¿podría, su excelencia, darnos explicaciones?
―insistió Iris, que se había transformado en el portavoz
familiar.
Gregory, sin palabras, se levantó de su asiento y le
entregó la carta de Lizbeth a su madre.
―Léela en voz alta, por favor. Y no hagas preguntas hasta
que termines.
Iris desplegó el papel y leyó.
Al principio, la voz de Iris era firme, pero conforme
avanzaba su lectura, esta comenzó a transformarse en un
hilo estrangulado. En los últimos párrafos, sus lágrimas
apenas le dejaban ver las letras y se interrumpía para poder
tomar aire.
Cuando Iris terminó, intentó dominar su llanto y
conservar su entereza para poder interrogar a su hijo.
El resto de los familiares tenían expresiones dispares.
Celia lo miraba con censura, Daniel era inescrutable; eso lo
esperaba Greg. Angus y Katherine estaban boquiabiertos;
sorpresa era mejor que reproche. Lord Grimstone se había
puesto de pie y le daba su apoyo moral a Iris, posando sus
manos en los hombros de su esposa. Estaba serio, pero
también vio mucha preocupación.
―Esta mañana me visitó el abogado de lady Castairs, con
esta carta, el testamento, las indicaciones de dónde estaba
Grace y me entregó toda la documentación pertinente. Acto
seguido, fui a hablar con Emma sobre esto. Leyó esa misma
carta ―informó Greg con voz atona―. Mi futura esposa
debía ser la primera en saberlo. Ella aceptó este hecho sin
objetar y nuestro compromiso continuará.
―Dios santo ―murmuró Celia―. Supongo que
mantendrás a esa niña en una de tus casas de campo, no
pretenderás que se críe con los hijos que vayas a tener con
Emma.
―¿Qué has dicho, Celia? ―interpeló Iris, mirando a su
cuñada como si le hubiera salido otra cabeza―. ¿Acaso no
escuchaste la carta que acabo de leer?
―Esa mujer debió pensarlo dos veces antes de
involucrarse con un hombre como Ravensworth ―replicó
Celia inflexible.
―¡Lady Castairs pensaba que era estéril, por todos los
santos! ―exclamó Iris―. Era viuda y libre de hacer lo que
quisiera.
―Da igual, ese fue su castigo por su pecaminoso e
indecente comportamiento ―insistió Celia, sin ceder.
―No puedo creer lo que estoy escuchando… ―susurró
Iris.
―Tía Celia ―intervino Greg―, no voy a entrar en
discusiones acerca de moral…
―Tú menos que nadie, Ravensworth, puede hablarme de
moral ―interrumpió Celia vehemente.[JPT23]
―Celia, detente ―exhortó Daniel en un murmullo.
―No, Daniel. Esto es grave, Emma no merece esta
humillación.
―Emma no lo considera una humillación ―declaró
Gregory alzando el tono de su voz. El silencio reinó―. Mi hija
―subrayó, intentando estar más sereno―. Estaba en
Whitechapel con su único familiar vivo que fue capaz de
recibirla por un tiempo. Sin embargo, Grace estaba viviendo
en condiciones infrahumanas, que ninguna persona debería
sufrir; hambre, frío, suciedad y expuesta a ser víctima de
aberraciones. Y, a pesar de todo eso, Emma me acompañó a
buscarla, porque ella es una mujer que no le teme a nada y,
por sobre todas las cosas, me comprende y tiene una
concepción de la bondad, generosidad y empatía mucho
más elevada que la «buena sociedad», que no son más que
una horda de hipócritas y mojigatos.
―¡¿Llevaste a mi hija a ese lugar?! ―exclamó Celia,
iracunda.
―Emma me acompañó por voluntad propia ―replicó Greg
sin elevar su tono de voz―. Me ayudó a traer a mi hija a
casa, le brindó cariño, seguridad, dulzura, cuidado y
atenciones que cualquier niña debería recibir,
independiente de su origen. Les informo que Grace no va a
ser escondida y aquí es donde se va a quedar. Y si a alguien
no le gusta, pues me importa un soberano bledo.
Silencio.
―Lo siento, pero yo estoy demasiado descompuesta con
esta situación. ―Celia se levantó y abandonó la estancia,
airada. El sonido de la puerta al cerrarse fue más elevado
de lo apropiado.
Daniel no dijo nada, pero su rostro evidenciaba toda su
incomodidad con la reacción de Celia. Salió detrás de ella
apenas murmurando una disculpa.
En ese instante, todos respiraron.
―Por eso hablé antes a solas con ustedes. Grace ha
vivido demasiado los últimos meses como para tener que
seguir soportando desplantes de extraños ―explicó Greg―.
Esto, precisamente, es lo que no quería que ella viera.
¿Alguno de ustedes va a sermonearme o a darme clases de
moral?
Nadie respondió.
―Quiero ver a la niña ―exigió Iris.
Greg asintió. Salió de la estancia y todo se envolvió en un
denso silencio que nadie se atrevió a romper. Al cabo de un
minuto, la puerta se abrió.
Una niña vestida de varón, de cabellos negros, cortos y
desordenados, atravesó el umbral de la puerta. Greg y
Emma ―a nadie le pasó desapercibido su atuendo
masculino, pero poco importaba en ese momento― la
llevaban de la mano; con su singulares iris, verde y azul,
Grace recorrió la estancia llena de rostros nuevos y
asombrados que le devolvían la mirada.
―Querida familia ―anunció Greg―, tengo el inmenso
placer de presentarles a la señorita Grace Archer, mi hija.
Iris ahogó un jadeo.
―Es idéntica a ti… ―susurró Iris, alternando su mirada
entre Grace y Greg.
―Eso mismo dijo Quinn hace un momento ―le comentó
Emma a Greg en un íntimo murmullo. El duque sonrió con
cierta satisfacción.
―Bien ―prosiguió Greg. Conminó a Grace para que se
acercara a Iris, porque al parecer su madre sufría un inusual
ataque de parálisis y mutismo, y dijo―: Hija, ella es Iris, tu
abuela…[JPT24][JPT25]
Capítulo XVII
Susurros de Elite, 21 de diciembre de 1819.

Faltan pocos días para Navidad y nuestro «reformado» lord


R--worth ya nos está regalando deliciosos escándalos con su
inesperado retorno a la sociedad.
Para comenzar, ya se le ha visto dando paseos a caballo en
Rotten Row junto a su prometida, la señorita E. Jamás habíamos
visto una pareja tan «entusiasta» en sus muestras de cariño, más
de alguno se ha escandalizado siendo testigo de sus besos
furtivos y miradas más que sugerentes, y ya medio Londres ha
comenzado a hacer apuestas sobre la fecha de nacimiento del
primogénito del duque.
Y todo indica que será antes de septiembre del próximo
año.
Pero me siento con el deber de advertir que esas apuestas
ya son dinero perdido o, mejor dicho, deberían reformularla para
no perderlo y mejor apostar en vaticinar el mes de nacimiento del
primer hijo legítimo del duque.
Sí, mi querido y sagaz lector, es precisamente lo que
piensa. El día de ayer, en su paseo de las cuatro de la tarde,
nuestro otrora libertino empedernido, paseaba con la señorita E,
escoltada por una carabina muy especial; una preciosa pequeña
de cabellos negros y ojos peculiares que iba de la mano, en
medio de los dos prometidos, ofreciendo una estampa familiar
ideal. Dado el pasado escandaloso y promiscuo de lord R--worth,
era cuestión de tiempo para que apareciera un vástago nacido en
pecado.
Sin embargo, al contrario de lo que suele suceder con los
hijos ilegítimos, la pequeña señorita G no ha sido escondida en
algún rincón rural de Inglaterra, manteniéndola alejada de su
progenitor. No señor, está a vista y paciencia de todo el mundo, y
ese hecho parece no afectar en lo más mínimo la sensibilidad
moral de la prometida del duque de R--worth, quien ofrecía una
radiante sonrisa en aquel evocador paseo familiar. Tal parece que
es inmune a las miradas indiscretas y a la reprobación de su
madre por su comportamiento.
Lady R--garth sí puso el grito en el cielo.
Ahora, todos quienes han visto a esta niña se preguntan;
¿de dónde salió?, ¿quién es su madre?, ¿por qué apareció ahora y
no antes? Las respuestas a estas interrogantes son tanto o más
escandalosas que la existencia de la propia señorita G, y se las
enumeraremos a continuación:
Carlisle.
La difunta Lady C--tairs.
La familia del antiguo conde de C--tairs
mantuvo a la señorita G oculta junto con su
madre, lejos de Londres, hasta el día en que
falleció lady C--tairs.
Agreguemos a esto, que lord R--worth no sabía
nada de la existencia de la señorita G hasta
hace muy poco. ―Esa excusa es, curiosamente,
la más usada por todos los pares del reino,
nunca saben nada―.
Pero, en este caso, esa justificación parece ser cierta, dado
que el duque ha hecho todo lo contrario a lo que hizo la familia
política de la difunta lady C—tairs, exhibiendo con orgullo a su
hija como si fuera legítima.
Ya veremos si la buena sociedad acepta a la pequeña
señorita G en el futuro, tal como lo ha hecho su prometida. Me
temo que, con este hecho, se podrá probar hasta dónde llega el
poder que tiene el ducado de R--worth sobre la moral. Quizá no
vaya a ser necesario ofrecer una generosa dote para atraer un
matrimonio que sea capaz de borrar el pasado de ella.

―¡Por supuesto que esa horda de hipócritas aceptará de


muy buen grado a mi nieta! ―exclamó Iris lanzando con
desdén el pasquín sobre la mesa del desayuno―. Y no será
por una cuantiosa dote, eso solo atrae a cazafortunas y
mentecatos.
Lord Grimstone tomó el «Susurros de Elite» y lo leyó a la
rápida para detectar qué había ofuscado a su esposa. La
miró con ternura, Iris era incomparable.
―Pequeña Iris, sabes perfectamente que ese pasquín
especula, retuerce y engrandece los hechos. No sé por qué
te alteras de esa manera. Ni siquiera por Ravensworth te
enojabas tanto, y él sí que ha llenado páginas con su
antiguo comportamiento.
―Grace es diferente, es mi nieta ―zanjó Iris―. Soy capaz
de estrangular al que ose hablar mal de ella.
A su memoria llegó el recuerdo imborrable del momento
en que estrechó entre sus brazos a esa pequeña que llevaba
su sangre, tan hermosa e inocente. No importaba si se
había perdido sus primeros años o su nacimiento, ahora
estaba donde correspondía por derecho, en el seno de su
familia.

―Oh, pequeña Grace ―susurró Iris entre lágrimas―. Eres


sencillamente perfecta, tu nombre no pudo ser más ideal.
Estoy tan feliz de conocerte, querida.
La abrazó con amor, porque la amó desde el instante en
que leyó su nombre en la carta de lady Castairs. No dudaba
de la palabra de la condesa, porque ella la conoció, a esa
tímida muchacha casada con un vejestorio desesperado por
dejar descendencia. Sus ojos eran únicos, Grace los había
heredado, pero el resto era la viva imagen de Greg a su
misma edad.
La niña, conmocionada con tantas muestras de afecto,
también abrazó a Iris. Su abuela era cálida, tenía un aroma
especial. Jamás iba a olvidar ese día. Apenas podía
reaccionar, tantas emociones bullían desde su interior y no
era capaz de exteriorizar con palabras.
Pero podía empezar por repetir las palabras de su abuela,
pues era exactamente lo que quería decir.
―También estoy feliz de conocerla, abuela.
Iris sonrió, qué voz más bella, la tenía hechizada con ese
acento norteño que para muchos podía ser un poco brusco y
nada elegante. Pero para ella, era un verdadero coro de
ángeles.
―Oh, eres una verdadera preciosidad… ―Iris se separó
del contacto y tomó a Grace de las manos―. Querida, te
voy a presentar al resto de la familia. Este apuesto
caballero, es mi esposo, Adrien, lord Grimstone.
Grace, un poco más tranquila después de ese maravilloso
recibimiento, hizo una leve reverencia hacia Adrien, quien le
dio una suave caricia en su cabello negro.
―Es un gusto conocerlo, lord Grimstone. ―Miró a Iris y
preguntó en voz baja―. ¿Cómo debo llamarlo? ¿Abuelo?
Iris alzó una ceja maliciosa.
―Sí, puedes llamarlo abuelo ―decretó, logrando que
Adrien hiciera un gesto de divertida incredulidad que decía
claramente «¿Así que soy abuelo?».
―Es un gran placer conocer a mi primera nieta ―afirmó
Adrien, haciendo una inclinación para depositarle un suave
beso en la coronilla. Se irguió, miró a Angus y a Katherine
de reojo, y se encogió de hombros―. Lo siento,
Ravensworth se les adelantó por mucho.
Todos rieron de buen humor. El mal sabor de boca que
había dejado Celia, se esfumó por arte de magia. Greg se
preguntó si sus tíos se irían de Westwood Hall después de la
furibunda declaración de su tía.
En realidad, le importaba poco.
Las presentaciones continuaron con Katherine y Angus,
como primos segundos, quienes le dieron muestras de
cariño a Grace, como si la hubieran conocido desde
siempre.
Jamás en su vida Grace se había sentido tan querida por
personas que no fueran su madre, no podía más de la
emoción. Se sintió la niña más afortunada del mundo.
Tenía un padre, abuelos, primos… y quizás iba a tener
hermanitos. Solo le faltaba su mamá… cómo le hubiera
gustado compartir con ella esa alegría tan inmensa de tener
una familia.
«Mamá…»
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
―Tu mamá debe estar muy feliz por ti, Grace ―le susurró
Emma al oído―. Desde el cielo te observa, se ha convertido
en el ángel que velará por ti para siempre.

―No me cabe duda que eso harás, querida ―sentenció


lord Grimstone―. Ya lo has hecho con Celia. ―Iris lo fulminó
con la mirada. Adrien desestimó aquel gesto―. Oh,
convengamos que no la has estrangulado, pero sí le has
retirado la palabra. Recuerda que es la madre de la futura
esposa de tu hijo, y además es tu cuñada.
―Me da igual. No le hablaré hasta que cambie su maldita
actitud. ―Adrien se aclaró la garganta, reprendiéndola
tácitamente por la palabrota. Iris alzó su mentón―. Como
decía, hasta que no cambie su maldita actitud, no le dirigiré
la palabra o terminaré estrangulándola. No sé cómo Greg
toleró sus silenciosos desplantes hasta que se marchó de
Westwood Hall.
―En eso te doy la razón, Greg fue casi un santo
―convino Adrien―. Daniel, sabiamente, optó por lo más
sano, fue un gran acierto que se llevara de inmediato a
Celia a un hotel hasta el día de la boda. Me apiado de su
alma, está entre la espada y la pared.
―A Celia lo único que debería importarle es la felicidad
de Emma, y ella es feliz con el camino que ha elegido… Lo
bueno es que no es necesaria su ayuda para los
preparativos de la boda; las invitaciones ya han sido
enviadas, pronto haremos la prueba del vestido de novia, y
lo demás va según lo planeado. Ya quiero ver a Emma
probándose ese precioso vestido que madame Collier le
está confeccionando.
―Y, a propósito de novia, ¿dónde está la señorita Emma?
―preguntó Adrien, extrañado por la ausencia de ella en la
mesa.
―Gregory la vino a buscar temprano junto con Grace
para ir a patinar a Hyde Park, así tendrán el Serpentine para
ellos solos. ―Sonrió con suficiencia―. Mi nieta es la mejor
carabina del mundo.
―¿Quién diría que la defensora del honor y virtud de la
señorita Emma sería una niña de seis años? Me apiado del
pobre Ravensworth ―declaró guasón―. Será uno de los
pocos novios enamorados que tendrá que esperar hasta que
el sacerdote le dé su bendición, a menos que el destino
dicte lo contrario… No, no me alces esa ceja reprobadora,
Iris, apuesto que Charles no soportó la espera y aprovechó
la más mínima oportunidad… Al igual que yo.
Iris, ruborizada hasta el cabello, solo se limitó a beber su
té.
Lord Grimstone rio socarrón.
―Pequeña Iris, pocas veces en la vida te has quedado sin
palabras, y tu silencio me da la razón… Se van a casar en
quince días, déjalos en paz, después de todo, ellos sin hacer
nada ya están siendo objeto de especulación. ―Iris bufó―.
No sacas nada con enojarte, mejor, prométeme que vas a
disfrutar la Navidad junto a tu nieta en Westwood Hall. ―Le
tomó la mano a su esposa y se la besó con ternura―.
Reconoce que Greg se ha esmerado en darte unas fiestas
inolvidables en su casa, dale un respiro a ese muchacho.
Emma y Grace han cambiado su vida como no lo
imaginaste.
Iris suspiró. Su esposo tenía razón.

*****

Quinn abrió la puerta de Westwood Hall, dándoles la


bienvenida a Greg, Emma y Grace, que entraban
apresurados, jadeantes y empapados. El fuerte viento
estaba gélido y el agua nieve penetró en el vestíbulo como
un inoportuno invitado.
―Qué bueno es tenerlos en casa, su excelencia, señoritas
―saludó el mayordomo, sin evitar esbozar una sonrisa.
―Gracias, Quinn ―respondieron los tres al mismo tiempo
y rieron por la sincronía.
―Vaya, le diré a la señora Norris que prepare un té para
que entren en calor ―anunció Quinn, recibiendo sombreros,
bufandas, guantes, pellizas y patines―. Están todos
empapados.
―La tormenta de nieve se nos vino encima en un
santiamén… y lo del té va a ser perfecto ―dijo Greg,
quitando la nieve de su barba―. Quinn, antes que nada,
envíe un lacayo a Bellway House lo más rápido posible para
avisar que la señorita Emma se quedará aquí hasta que
remita la tormenta de nieve.
―Una sabia decisión ―se atrevió a opinar el
mayordomo―. Le diré al joven Richard que vaya ahora
mismo antes de que el tiempo siga empeorando.
―Y que se quede allá. Puede ser muy peligroso si vuelve,
no importa si la distancia es corta. Nosotros apenas
llegamos ―agregó Ravensworth serio―. Iremos a
cambiarnos.
―Señorita Emma, puede ir a la habitación de invitados
que usaron sus padres para cambiarse la ropa mojada,
Priscilla irá enseguida a atenderla ―señaló Quinn con
eficiencia―. En honor a la premura, ¿sabe dónde se ubica?
―Yo se lo indicaré, no se preocupe ―terció Greg.
―Gracias, Quinn. Es muy amable ―agradeció Emma.
―Un placer, señorita Emma. ―Dirigió su atención a su
joven y vivaz ama―. Señorita Grace, en breve, Amy acudirá
a su habitación para ayudarle.
―Gracias, señor Quinn ―dijo la pequeña y, acto seguido,
miró a Greg―. Papá… Ya que Emma está aquí, ¿podemos
hacer los adornos para Navidad? ―preguntó suplicante, con
sus ojos especiales brillando de emoción.
Greg fingió meditarlo profundamente.
―No lo sé… ―Suspiró con dramatismo. Intentando no
sonreír, le preguntó al mayordomo―: Quinn, ¿los
muchachos alcanzaron a traer las ramas de enredadera,
acebo y muérdago?
―Esta mañana, precisamente ―respondió solícito―.
También ha llegado el papel dorado ―agregó.
―Entonces haremos adornos hoy ―decretó Gregory―.
Eso sí, después de tus estudios ―añadió, provocando un
súbito puchero de su hija―. Ya sabes cuál es el trato,
señorita; primero el deber, luego la diversión… Aunque,
ahora que lo pienso, ya hemos adelantado bastante
diversión esta mañana.
―¿Ves? ―intervino Emma―. Papá tiene razón, con mayor
motivo debes estudiar con la señorita Parker. No querrás ser
una damita ignorante, ¿cierto?
―No, Emma ―admitió Grace, negando son su cabeza―.
Quiero saber muchas cosas, como tú.
―Así me gusta. ―Emma le guiñó el ojo a su primita―.
Debes cultivar tu inteligencia, mi pequeña Grace.
Grace asintió, moviendo su cabeza con energía.
Greg se quedó ensimismado, contemplando cómo sus
bellas mujeres hablaban cómplices. Se sentía orgulloso de
ambas.
Pero no debía quedarse demasiado tiempo prendado,
había cosas impostergables por hacer. Parpadeó volviendo
al momento.
―Bien, vamos a quitarnos esta ropa mojada, no quiero
que cojan un resfrío ―apremió―. ¡El que llega último es un
idiota! ―desafió, empezando a correr hacia la escalera.
―¡Tramposo! ―exclamó Emma alzando sus faldas y,
tomando de la mano a Grace, emprendió una carrera tras
Greg, quien reía a carcajadas―. ¡No importa si llegas
primero, ya eres un idiota!
Corrieron a toda velocidad. Greg acortó sus zancadas
para darles falsa ventaja, al tiempo que Emma estiraba el
brazo para alcanzarlo, pero él, con agilidad, las esquivaba.
Grace reía y chillaba eufórica. Subieron los peldaños en ese
jovial juego del gato y el ratón hasta casi llegar a la segunda
planta, lugar donde Greg se hizo atrapar.
Emma y Grace lo abrazaron y él se dejó caer al suelo
mientras que ellas lo cubrían de besos, caricias y risas.
Una tímida voz femenina llamó a Grace, interrumpiendo
el juego. Era Amy, su niñera, que aguardaba por ella para
ayudarla. La niña le dio un último beso a su padre y se
levantó para ir a su habitación.
―Nos vemos en un rato, preciosa ―se despidió Greg,
poniéndose de pie, a la vez que ayudaba a Emma a hacer lo
mismo―. No olvides ir a estudiar con la señorita Parker
cuando estés lista.
―Sí, papá ―respondió Grace con entusiasmo mientras
tomaba de la mano a Amy.
Greg se quedó sonriendo, observando cómo su hija se
internaba en su habitación. Luego miró a Emma, ella
todavía observaba hacia la puerta que ya se había cerrado.
Su prometida sonreía feliz y satisfecha. El duque no tenía
duda de que esa misma sonrisa la vería en los labios de
Emma cuando se tratara de los hijos que iban a concebir…
Y pensar que se iba a perder de todo eso si no hubiera
reaccionado a tiempo. No habría conocido a la verdadera
Emma, no habría sabido lo que era esa inacabable felicidad
que experimentaba amándola. Estaría solo, en su piso de
Albany, recuperándose de una resaca junto al tibio cuerpo
de una mujer anónima, a la cual, al cabo de unos días,
habría olvidado sin remedio. Su vacua existencia intentando
ser llenada con placeres efímeros y banales, que lo habrían
llevado, inexorablemente, al mismo destino que a sus
compañeros de juerga. Quizá habría muerto antes de
conocer a Grace, no hubiera podido protegerla o, peor aún,
no habría sabido apreciar la maravilla de ser padre.
Su vida habría sido un verdadero desperdicio. Un hombre
inútil. El miedo y la cobardía lo estaban llevando por un
camino sin salida ni retorno.
Pero tampoco iba a demonizar el miedo, se había
convertido en un buen incentivo para despertar de una
pesadilla que él mismo había provocado.
Se solazó contemplando el etéreo perfil de Emma, su
nariz pequeña y pecosa, sus labios rosas, esos ojos grandes
y transparentes. ¡Cómo amaba a esa mujer!
―Adoro a Grace ―susurró Emma, sacando a Greg de sus
cavilaciones―. Es una niña tan inteligente y adorable. Estoy
enamorada de ella ―confesó emocionada.
―Todos la adoramos ―convino Greg, ¡cómo idolatraba el
generoso corazón de Emma!
Ambos se quedaron en silencio. Gregory tomó la mano de
Emma e inspiró hondo… Estaba nervioso.
―¿Quieres ir conmigo, gatita?
Ella lo miró, solo bastó encontrarse con esos ojos verdes
llenos de anticipación. Emma sabía, sin ninguna clase de
duda, cuál era el alcance de esa simple oración.
Era una invitación más que sugerente.
En su mente aparecieron todos esos besos furtivos, llenos
de ansiedad, esas caricias robadas que jugaban con el límite
del pudor. Ese deseo primigenio que todavía no había sido
saciado, y que estaba ahí, a la agonizante espera de ser
arrancado de su cuerpo. De pronto, Emma sintió que su piel
se calentaba, y su corazón comenzó a latir frenético,
bombeando sangre a todo su cuerpo.
En quince días más se iba a casar con ese hombre. ¿Por
qué esperar? Su madre ya había hecho un pobre intento de
explicar lo inexplicable, ignorante de que su hija ya
manejaba la teoría básica. Todo se redujo a una especie de
conversación que pretendía ser trascendental, pero estaba
llena de balbuceos que no llegaron a ninguna parte.
Katherine, por su parte, fue mucho más osada con su
intención de sacarla de su ignorancia y le presentó a su
doncella ―una joven que vivió un tercio de su vida en un
burdel y que Greg recomendó para cambiar de oficio―, con
ella sí pudo conversar y salir de dudas, hasta le dio consejos
útiles que abultaron sus limitados conocimientos eróticos.
Pero nada se asemejaba a lo que estaba sintiendo en ese
momento. Si tenía que recibir lecciones, prefería que
pasaran al método práctico con el hombre que tenía al
frente.
¿Por qué no?
«Lo deseo».
Emma sonrió, se acercó a él y, seductora, lamió sus
labios.
―¿Eso es un «sí» o un «espera hasta la noche de bodas»?
―preguntó Greg. Los ojos de Emma se detuvieron un
segundo en esa boca masculina que tanto adoraba, su
prometido se estaba mordiendo el labio inferior. Ese simple
gesto la volvió loca.
―Definitivamente es un sí, cariño ―respondió, atrapando
en su mano el duro bulto que prometía sacarla de su
virginal miseria.
Greg siseó, la atrajo a él casi con violencia, estaba a la
nada misma de perder el control. Aspiró el aroma del cuello
de Emma; lluvia, humedad y violetas.
―No sabes cuánto quiero llegar hasta el final, gatita
―murmuró mordiéndole con gentileza el lóbulo de su oreja.
―Y así será, hasta que ya no tenga vida.
Capítulo XVIII
Y Greg dejó de refrenarse. Besó con frenesí la boca de
Emma, entrelazando sus lenguas en feroz y sexual
contienda, al tiempo que alzó las húmedas faldas del
vestido de ella, ganándose un femenino gritito ahogado y,
como si no fuera suficiente sorpresa, llevó sus manos a la
cara posterior de sus muslos y la instó, sin palabras, a que
se afirmara de su cuello y le rodeara la cintura con sus
piernas.
Así, sin dejar de besarla y sin importarle nada más, la
llevó a su habitación.
La puerta se cerró tras ellos. Emma, prisionera entre la
pared y su prometido, se dejó hacer. Montada sobre sus
caderas, sintió cómo los besos descendían sobre su cuello y
cómo su piel era erosionada por el toque de la frondosa
barba masculina, al mismo tiempo que sus nalgas eran
apretadas con urgencia. Emma acariciaba el cabello negro
de Greg y le daba desesperados y gentiles tirones que lo
desordenaban sin piedad.
―Me vuelves loco, Emma ―murmuró Greg a su oído y,
fuera de sí, prosiguió con el ardiente martirio.
Lo siguiente que sintió ella fue una sutil caricia en su
feminidad, él jamás la había tocado ahí. Los dedos de él
comenzaban a indagar entre sus pliegues hasta descubrir su
centro. Acarició suave, esparciendo su densa humedad. Y la
penetró con un dedo.
Tan estrecha…
―Estás tan mojada, maldita sea ―masculló Greg. Siseó,
necesitaba controlarse, se sentía hambriento. Abandonó su
candoroso interior.
Se apretó contra ella, no podía tomarla como si fuera un
animal ―por muchas ganas que tuviera―. Su Emma era
virgen, debía hacerlo bien, no provocarle dolor ―aunque él
no tuviera mucha idea de cómo hacerlo―, tampoco quería
asustarla con su entusiasmo. Algunos solo daban una
embestida firme… A él no le gustaba mucho esa opción, no
iba con su forma de ser, lo hallaba bestial.
Su consuelo era que Emma estaba más que dispuesta
para recibir sus atenciones. No podía arruinar el inicio de su
vida en la intimidad. Solo había una primera vez.
Tomó una honda inspiración y, con suavidad, dejó a
Emma de pie frente a él.
―Date la vuelta, gatita ―ordenó firme pero contenido.
Emma, respirando superficialmente, ávida por más,
obedeció.
―Relájate, querida ―pidió Ravensworth en un murmullo.
Domó sus deseos, acariciando la espalda femenina,
recorriendo la columna hasta llegar a la nuca. Comenzó a
soltar el cabello rubio de su confinamiento de horquillas y
trenzas. Era largo, una verdadera cascada de seda dorada
que le llegaba hasta la cintura―. Debí ser más suave, lo
siento.
―No, está bien ―se apresuró a responder―. Yo también.
―Respiró hondo―… Yo también estoy ansiosa. Esto es muy
diferente a lo que me han contado y a lo que he leído…
Greg esbozó una sonrisa lobuna a sus espaldas y
comenzó a desatar el vestido.
―No me sorprende que tengas una idea de lo que se
viene ―replicó, abriendo el vestido con cierta dificultad por
la humedad de la tela―. Siempre hablas con cierta libertad
sobre la anatomía masculina. Es evidente que odias no
saber.
―Sé algunas cosas…
―Interesante, me gusta que hallas saciado tu curiosidad.
Sé sincera, querida… ¿Qué tan lejos te llevó?, ¿te has
tocado alguna vez? ―Era evidente a lo que él se refería,
Emma no necesitó que fuera más específico. Greg era el
primero, mas no el único en rozar y acariciar su intimidad.
Ella también se había atrevido a tocarse. Todo comenzó
cuando fue consciente de las consecuencias del fervor que
los besos y caricias de Greg desencadenaban en[JPT26] su
cuerpo.
Siempre quedaba excitada y frustrada… muy, muy
frustrada. Hasta que un día no soportó ese estado.
―Unas cuantas veces ―confesó sincera, sintiendo su
rostro enrojecer y agradeciendo que miraba hacia la puerta.
―¿Lograste sentir placer? ―interrogó fascinado por esa
mujer. Bajó el vestido, el cual cayó pesado al suelo―. Tantas
enaguas ―alegó, desatando la primera capa―. Eres un
regalo bastante complicado de desenvolver.
―Yo te creía más hábil.
Gregory rio grave.
―Lo soy. ―El resto de las enaguas cayó. La desnudez de
Emma solo era cubierta por el corsé, el camisón, las medias
y las botas.[JPT27]
―Oh…
Emma sentía que la piel se le erizaba, tenía frío, pero la
habitación estaba templada. El fuego de la chimenea ardía
brioso irradiando calor.
―No has respondido, ¿sentiste placer? ―insistió Greg
alzando el camisón hasta la cintura. Se acercó al cuerpo de
Emma y una de sus manos cubrió su sexo.
―Sí, lo sentí ―admitió en un hilo de voz. No sabía si eso
era correcto o no, solo había sido maravilloso.
―Sin duda eres una mujer extraordinaria, mi curiosa
gatita… Y, como premio, te contaré un secreto. ―Con suma
delicadeza, uno de sus dedos se hundió con lentitud en su
anhelante centro. Emma jadeó con esa invasión, era extraño
y, al mismo tiempo, exquisito―. Dicen que un buen amante
debe darle placer a una mujer, pero no es así. ―Su dedo
comenzó a entrar y salir con facilidad, era una tormentosa
tentación. Otro dedo más la penetró―. Han manipulado a
las mujeres con que deben esperar a que un hombre las
toque, las convencen de que el placer del sexo es sucio,
antinatural, que va contra Dios si no es para procrear. Los
hombres les temen tanto a las mujeres poderosas que les
han quitado el poder de satisfacer sus necesidades, de
gobernar sobre sus cuerpos y sus deseos.
»Un buen amante es un hombre que es capaz de seguir
el camino al placer de una mujer, y si esa mujer conoce
cómo llegar a él, tiene el poder de hallar la satisfacción sin
que importen demasiado las habilidades de su amante,
porque ella lo moldeará a sus deseos… Tú, mi extraordinaria
Emma, has encontrado ese camino, sabes dónde reside tu
placer, y me guiarás para dártelo cuando esté dentro de ti.
Emma sopesó las palabras de Greg, tenían demasiado
sentido en ese momento. Su placer dependía de ella, de
cuánto se conociera a sí misma, de lo contrario, ¿cómo
diablos otra persona podría saber qué era lo que le
gustaba? Ella misma era la clave de todo. Era una estupidez
lo otro que decían, que si se tocaba era pecado, una
aberración, que podía, incluso, morir. Si fuera por eso, todos
los hombres estarían muertos.
¿Cómo era posible que algo que se sentía tan bien fuera
tan malo?
Gregory dejó de estimularla, se alejó y prosiguió con su
tarea.
El corsé cayó.
―Siento que estoy en desventaja ―dijo Emma de
pronto―. Tú estás muy vestido.
―No por mucho tiempo, querida… Solo déjame disfrutar
esta primera vez.
Greg no podía estar demasiado tiempo separado de
Emma y se apegó a la espalda femenina. Ella pudo percibir
el calor de él, de aquella tensa erección que se incrustaba
entre sus nalgas. Emma no reprimió un suave gemido en el
instante en que Greg acunó sus senos con ambas manos y
los apretó sin que llegara a ser doloroso. Le gustaba aquella
sensación, la excitaba.
―Son perfectos. Mira, puedo cubrirlos por completo
―susurró a su oído―. Me pregunto si tus pezones son del
mismo color que tus labios, de ese rosado tentador.
―No demores en averiguar…
―Eso mismo haré. Alza los brazos.
El camisón abandonó el cuerpo de Emma y quedó tirado
en el suelo junto con el vestido, las enaguas y el corsé.
Gregory puso una rodilla en el suelo, sin atreverse a mirar
hacia arriba, a su altura estaba ese apetitoso trasero
respingón, al cual le dio una juguetona[JPT28] lamida que la
sorprendió y le hizo reír nerviosa.
―Da media vuelta ―conminó, dándole una palmadita.
Sus manos rozaron las generosas caderas femeninas
mientras ella giraba hasta quedar frente a él.
Tomó la bota derecha y la puso sobre su muslo, desató y
soltó los cordones y, acto seguido, la quitó. Acarició la
pierna de Emma, ascendiendo hasta llegar al muslo, y
desató las medias de lana en el proceso, las cuales también
se unieron a la montaña de ropa femenina. Repitió su
seducción con la otra pierna.
Greg no quiso alzar la vista, estaba seguro de que, si
miraba el glorioso cuerpo de Emma, no sería capaz de
desnudarse, la tomaría vestido. De rodillas, se concentró en
quitarse la ropa…
―No ―cortó Emma―. Quiero hacerlo yo…
Gregory resopló, debió suponer que ella no aceptaría
aquello y, resignado, se levantó. No osó tocar a Emma,
porque el hecho de mirarla se había convertido en un
suplicio erótico. Su cuerpo curvilíneo era perfecto, piernas
firmes y torneadas, caderas anchas que ostentaban un
triángulo de rizos rubios que le tentaban a perderse de
nuevo entre ellos. Siguió con su tortura, admirando su
cintura que clamaba por ser recorrida por su lengua, al igual
que ese vientre suave. Y esos pechos, redondos y turgentes,
que eran coronados por unos pequeños pezones rosas que
lo desafiaban a lamer… Eran mejor de lo que él imaginó. Se
humedeció los labios con la lengua. Quería devorarlos.
Pero Emma ya había comenzado con su misión.
Y esa hermosa mujer resultó ser muy hábil desnudándolo.
Algo bastante obvio si ella misma vestía de varón. La levita
fue a parar al suelo, al igual que el chaleco. Tiró hacia arriba
de los faldones de la camisa de lino y desanudó el pañuelo
del cuello con maestría. Gregory no perdía detalle de ese
hermoso rostro amado, concentrado en hacer desaparecer
cada prenda que lo cubría.
Le ayudó a acelerar la tarea, quitándose la camisa por
arriba, al tiempo que ella desabotonaba su pantalón con
premura.
―¡Jesucristo! ―susurró Emma, liberando el miembro de
Greg que estaba al máximo de su longitud.
―No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano, gatita
―amonestó socarrón, con cierto orgullo masculino. Era la
primera vez que una mujer le propinaba esa palabra al dejar
al descubierto su erección. Aunque, claro, era el primero
que Emma veía, no había con qué comparar.
―Silencio ―rechazó Emma, acunando con delicadeza los
testículos con una mano, y acariciando el inhiesto miembro
con la otra―. Tan suave ―susurró, admirada―. Es mucho
más grande de lo que supuse. Debe ser por tu altura
―comentó casi como si fuera una especie de científica
estudiando a su espécimen. Acarició el borde del glande―.
Muy, muy suave…
―Oh, sí ―murmuró Gregory, sintiendo por primera vez,
después de largos meses, la placentera sensación de ser
estimulado. Emma apenas lo había tocado y estaba a punto
de explotar. Movió sus caderas, empujando hacia adelante y
ella lo empuñó―. Aprieta un poco más… ―Jadeó―.
¡Jesucristo!
―¿Ahora tengo el derecho de reprenderte por quebrar el
tercer mandamiento? ―bromeó Emma, al tiempo que se
deleitaba con ser la persona que arrancaba esos jadeos
graves, esos siseos que espoleaban su propio deseo. Sus
caricias comenzaron a ascender y descender a lo largo de
esa magnífica erección.
Greg disfrutó de cada caricia. Enseñó a su prometida
cómo llevarlo directo al éxtasis; presión, velocidad, tacto. Su
cuerpo a medio desnudar estaba en permanente tensión.
Era el cielo, era el purgatorio, era el infierno.
No pasó demasiado tiempo hasta que llegó a cierto punto
en el cual, sintió al fin, esa sensación que era la antesala al
orgasmo. No era justo, no quería detenerse, las caricias de
Emma acicateaban sin remedio su pasión insatisfecha. Pero
debía hacerlo, quería hacer tantas cosas con ella.
―No sigas ―rogó con la voz estrangulada―. O me voy
a…
―¿O te vas a correr?… ―sugirió ella, sin soltar el
miembro, absorta con su nuevo poder descubierto; someter
a su hombre solo con sus manos―. ¿Ese es el término?
―aceleró más sus atenciones.
―¡Cristo! ¡Sí!
Y, de nuevo, como ese día en que ella osó tocarlo la
primera vez, lo arrasó esa extraña sensación liberadora, era
como si fuera la sombra de un orgasmo. Un jadeo torturado
emergió de su garganta. Greg se concentró en reprimir el
impulso animal de vaciarse, no quería terminar todavía, no
deseaba dejarlos a ambos a medias. Quería estar hundido
en su mujer y llenarla de él.
―Maldita sea ―gimió grave. Tan solo una mínima parte
de su simiente salió expulsada.
El éxtasis y, a la vez, no lo era.
Emma se quedó quieta, fascinada con lo que había
logrado. El pecho de Greg subía y bajaba acelerado, su
mandíbula estaba apretada y cada músculo de su torso y
brazos se marcaba. Ella se lamió los labios, el miembro de
Ravensworth seguía tan duro como al principio. Una gota
gruesa se había deslizado hasta humedecer sus dedos.
Emma, impúdica, embadurnó la simiente en el glande con el
pulgar. Greg dio un quejido suplicante.
―¿Acabas de…? ―Emma dejó la pregunta en el aire.
―Casi… casi ―respondió de inmediato―. La fiesta por
poco acaba sin empezar.
Emma sonrió con malicia, no le importaba mucho si
terminaba, vaya ironía, quería verlo. Su mano comenzó a
bombear de nuevo.
―Oh, no, gatita, suficiente de diversión para ti. ―Sujetó
la muñeca de Emma con firmeza―. Ahora me toca a mí…
Ve a la cama ―ordenó, mirando de soslayo aquel lugar
donde pretendía consumar su unión.
Emma siguió la mirada de Greg y reparó en la inmensa y
alta cama de cuatro postes, adornada con doseles de
terciopelo burdeos y cubierta con mantas del mismo color.
―Quiero que te arrodilles con las piernas abiertas y que
te afirmes del respaldo ―continuó Greg―… por favor.
Educación ante todo. ―Le ofreció la mano y ella la tomó.
La guio hacia la cama y, acto seguido, le ayudó a
mantener el equilibrio mientras subía. Emma hizo lo que
Greg le pidió. Ahí, arrodillada con las piernas abiertas y
agarrada al respaldo, se sentía expuesta, vulnerable y, a la
vez, como un ser sensual digno de ser admirado.
―Mira hacia el frente ―ordenó el duque a sus espaldas.
Emma acató el mandato y solo podía escuchar el crepitar de
las llamas, sus agitadas respiraciones, el sonido
amortiguado de las botas al caer, y el susurro de la ropa de
él.
Lo siguiente que sintió fue el peso del cuerpo de
Ravensworth hundiendo el colchón. Sus manos trepando por
sus muslos hasta llegar a sus caderas y, sin palabras, le
pidió que las bajara. Emma no pudo con la curiosidad, miró
hacia abajo y ahí estaba Greg a punto de devorarla.
Y fue el paraíso.
Se asió más fuerte al respaldo, mientras disfrutaba de
esa lengua que dejaba un rastro de fuego por donde pasara.
Gregory aferrado a sus muslos, inmovilizándola, obligándola
a recibir aquel prohibido deleite, al mismo tiempo que él se
daba un lúbrico banquete; comía, bebía, lamía y chupaba a
placer, y la música de fondo eran esos jadeos ahogados,
esos lánguidos gemidos, esas palabras entrecortadas que le
decían que no se detuviera. Estaba maravillado de esa
mujer, la amaba. Con cada prueba que les ponía la vida,
más la adoraba.
Emma estaba tan cerca de llegar al clímax y, a la vez, tan
lejos. Faltaba algo, ese contacto preciso que solo había
logrado ella con sus dedos. Tímidamente, movió sus
caderas.
Oh, sí, eso era, su gozo aumentó. Gregory seguía su
compás, arrastraba su lengua sobre su sexo, haciéndole
perder la razón. Su concepción del pudor y el límite de lo
permitido entre dos amantes se volvió borroso.
A Emma ya no le importó más ni lo que dijera su familia,
la sociedad, el sacerdote, sus pares… Esa habitación se
había transformado en su templo junto a la persona que la
amaba, y le daba libertad de vivir su vida como se le
placiera.
Ya no quiso esperar más, dejó de moverse. Greg la miró
un tanto extrañado mientras se limpiaba la boca.
―¿Hice algo mal, gatita? ―preguntó Ravensworth. Era
raro, pensó Emma, no había vulnerabilidad ni temor en el
tono de voz, solo avidez por saber.
―Lo estabas haciendo perfecto ―respondió esbozando
una sonrisa―, pero necesito tenerte dentro de mí.
―Entonces, toma lo que desees…
Gregory se quedó quieto. Emma retrocedió sobre el
cuerpo de él hasta llegar a sus caderas. Se inclinó sobre él y
lo besó, sin importarle que rastros de su esencia todavía
estuvieran en la boca de él. Fue profundo, animal y, al
mismo tiempo, tierno.
Emma se irguió y dudó. La teoría era mucho más fácil
que la práctica.
―Solo la primera vez es difícil, preciosa. No temas….
Hazlo a tu ritmo e intenta relajarte… solo tómame.
Emma asintió.
Alzó sus caderas y tomó el duro miembro de Greg,
guiándolo a su resbaladiza entrada. Lentamente comenzó a
descender, para luego, ascender. El interior de Emma se
acoplaba a él poco a poco pero inexorable.
Y Gregory fue consumido por el infierno. Sus manos
fueron directo a la cintura de Emma como si fueran un ancla
que podía retenerlo en la tierra. Cada vez que ella se
empalaba en él, más profundo la sentía. Podía percibir cómo
el cálido y denso calor del interior de Emma lo envolvía y le
daba la bienvenida. Jamás había sentido semejante dicha y
suplicio, todo al mismo tiempo.
Emma, ajena a ello, estaba concentrada en
acostumbrarse a esa inusual pero ambicionada invasión,
mas no le impedía seguir con su cometido. Hasta que llegó
a ese punto, donde sentía que se estrechaba más. Esa era
la prueba de su virtud, lo que tanto protegían todas las
mujeres.
Lo que les daba un absurdo valor como personas.
Prosiguió, avanzó y retrocedió, avanzó, y empujó un poco
más… Esperó sentir dolor, pero no sucedió nada. Llena de
valor, descendió más y más, sin volver atrás. Casi sin darse
cuenta, había traspasado el límite.
Estaban completamente unidos.
Gregory siseó. Estaba dentro de ella en toda su longitud,
lo albergaba bañándolo con sus aguas voluptuosas. Enterró
sus talones en el colchón, bajó un poco sus caderas y
embistió.
―¡Dios! ―gimió Emma, presa de un inusitado fogonazo
de placer―. ¡Más!
Greg empezó a penetrar a Emma con un cadencioso
ritmo al principio, pero pronto, sus estocadas adquirieron
rapidez. Sus cuerpos chocaban, acercándolos, veloz, al
culmen. Entre resuellos y quejidos, Emma cambió el ritmo,
apoyó sus manos sobre el duro pecho enterrando sus dedos,
sus caderas ondularon y restregó su clítoris en el proceso,
buscando ese punto de ignición que la catapultaría al cielo.
Ravensworth, inmerso en ese intercambio primitivo, tomó
los pechos de ella, que lo estaban tentando con ese sensual
vaivén. Acarició las cimas con las palmas para luego
apretar, colmar sus manos de aquella carne firme y pesada.
No quiso seguir privándose de probar, se incorporó. Ella
abrazó el fuerte cuello, entregándose para que él succionara
uno de los pezones mientras pellizcaba con gentileza el
otro. El interior de Emma lo apretó, sintió cómo ella lo
apresaba y lo arrastraba más adentro. Los gemidos que ella
le daba comenzaron a ser más agudos. Estaba cerca.
―¡No pares! ¡Dios! ¡No pares! ―exigió su mujer en medio
de su briosa cabalgata.
Alternó con su asedio una y otra vez. Emma era deliciosa,
inocente, pero llena de instinto y fervor que extinguía el
recuerdo de cualquier experiencia anterior. Arrebató de su
memoria la existencia de las otras mujeres. En su mundo
solo existía Emma. Y era suya.
Para siempre.
Greg, no soportó ese maravilloso castigo que le
propinaba Emma. Abandonó sus pechos y tomó las
redondas nalgas para tomar impulso y embestir.
―¡Dios, sí! ―gimió lánguida.
A Ravensworth no le bastaron más señales, se hundió en
ella con fuerza, constancia y solidez, arrebatándole a Emma
grititos que iban a la par de ese orgasmo que se iba
acercando inevitablemente. Se aferró a ella como si fuera la
vida misma.
Y sucedió.
Emma sintió esa ya familiar sensación de deleite, mas
esta vez era diez veces más poderosa, una oleada de calor
la devastó desde el centro de su ser, aniquilando todo
pensamiento, convirtiéndola en un ser colmado de gozo que
cabalgaba sobre las anegadas llanuras de su hombre, quien
no pudo aguantar más esa tormentosa seducción y,
dejándose llevar, se derramó en su ardiente interior,
sintiendo una divina liberación que puso fin a esa impía
penitencia a la que su propia inconsciencia lo sometió por
más de un año.
Ambos sintieron, al mismo tiempo, que el deleite los
devoraba por completo. Se quedaron quietos, en exquisita
tensión, saboreando los estertores del atávico ritual
compartido, que no solo unió sus cuerpos, sino sus vidas,
sus almas y anhelos.
―Te amo, Emma ―susurró Gregory, apenas recuperando
el aliento. La besó con ternura y la miró a los ojos―. Eres mi
vida.
―Oh, Greg… Yo también te amo, con todo mi corazón.
Siguieron unidos, sin preocuparse del paso del tiempo.
Respiraban sosegados, recobrando el sentido, saboreando el
momento.
Emma estaba cansada pero eufórica. Nada se comparaba
a hacer el amor con el hombre de su vida. Ese que le
otorgaba libertad, no la cuestionaba, no dudaba de ella…
confiaba en ella. La amaba.
Ravensworth estaba feliz, al fin sentía que su vida había
tomado un rumbo definitivo. Emma le devolvió su libertad y,
al mismo tiempo, lo sentenció a la más dulce cadena
perpetua.
Vivir esta vida y la otra, a su lado.
Capítulo XIX
Emma parpadeó lento, se sentía un tanto desorientada y
adolorida. Todo era cálido, estaba desnuda, montada
sobre…
Greg.
Ahora lo recordaba todo. Sonrió ladina y satisfecha. Había
sido la experiencia más deliciosa ―y adictiva― de su vida.
Pero tenía una sensación rara en el vientre, como si él
estuviera dentro de ella todavía, sin embargo, no era así, ya
no estaban unidos.
―Te quedaste dormida… como una gatita. ―La voz grave
de Gregory resonó en su oído. Emma se incorporó. Su cara
había estado pegada al pecho de él, quien sonrió
divertido―. Te quedó la mejilla colorada ―aseveró
acariciándole el rostro. Emma cerró los ojos y se solazó del
cálido contacto.
―¿Cuánto rato llevo dormida? ―preguntó un tanto
amodorrada.
―Tal vez unos veinte minutos ―respondió, admirando el
cuerpo de Emma―. Lo suficiente para recuperar el vigor.
―¿El vigor? ―preguntó inocente, pero de inmediato
comprendió―. Oh… supongo que quieres volver a hacerlo.
―Solo si tú quieres ―replicó―. Pero primero necesito
mimarte. Ven aquí y abrázame.
Emma se acostó al lado de Greg y sus piernas se
enredaron al tiempo que él la abrazaba y besaba su
coronilla. Emma se acurrucó sobre el sólido pecho de él y
aspiró el masculino aroma de su piel.
―¿Lo disfrutaste? ―preguntó Greg, sabiendo que así fue,
pudo sentir el intenso clímax de Emma, pero prefería
escuchar las palabras de ella.
―Fue indescriptible ―respondió entusiasta―. Pensé que
iba a doler. Fue extraño, siempre dicen que la primera vez
es dolorosa, que así se sabe que la virtud está intacta. ―Se
quedó en silencio, en ese instante cayó en la cuenta, él
podía pensar que ella no era virgen―. ¿Lo sentiste?
―preguntó nerviosa―. Yo soy… yo era…
Gregory no dijo nada, se limitó a estrecharla más entre
sus brazos.
―¿Greg?... te puedo asegurar que…
―Tranquila, mi amor ―se apresuró a interrumpir. Suspiró
largo y hondo―. Mira, seguramente lo que te voy a decir no
te gustará nada, gatita ―dijo Ravensworth con un tono de
voz calmado―. Pero debes saber que, a lo largo de los
últimos quince años, he estado con más mujeres de las que
puedo recordar. Ninguna de ellas era virgen, y puedo
asegurarte que jamás sentí con ellas lo que acabo de sentir
contigo. Estabas tan estrecha y apretada que fue una
verdadera tortura esperar para estar dentro de ti por
completo, pero te sentí… sentí cómo de a poco te abrías. Sé
que he sido el primero y es mejor para mí que no haya sido
doloroso para ti, no me hubiera perdonado haberte hecho
algún daño, que no hubieras disfrutado. Fue, simplemente,
perfecto.
―Pero, de todas formas… ¿por qué no dudas? No era lo
que se espera ―insistió Emma, en una confusa mezcla de
incredulidad y orgullo por las palabras de Ravensworth.
―Porque me lo hubieras dicho. En algún momento me lo
habrías confesado, porque eres demasiado franca y tu boca
siempre traiciona tu cerebro. No habrías podido sostener
una mentira de esa magnitud… No a mí… Y, de todas
formas, si hubiera sido así, yo no habría podido reprocharte
nada, porque estoy muy lejos de ser un santo… ―Rio―.
¿Qué has hecho conmigo, mujer? Estoy pensando como tú.
―Creo que has evolucionado ―replicó ufana.
―Creo que soy lo mejor que te ha pasado.
Emma rio.
―Esa sentencia es mía, no me la robes. ―Alzó la vista.
Greg miraba hacia el techo con una sonrisa feliz, satisfecha.
Le gustaba verlo así, amaba profundamente a ese hombre.
Había algo sublime en ver su cambio a través de los años.
En cierto modo, ser espectadora de la transición de libertino
inmaduro a un hombre hecho y derecho había sido un
privilegio que no todas las mujeres podían ver en sus
esposos.
«Esposo».
En la práctica ya estaban casados… Menos mal que
faltaba poco para la ceremonia, ya quería comenzar su vida
viviendo cada día con Gregory. Emma comenzó a acariciar
el ancho pecho de él, que subía y bajaba regular, le gustaba
sentir esa varonil suavidad. Había descubierto tantas cosas
en menos de una hora, la sensación de tocar su cuerpo, la
intimidad, el roce de sus pieles, el placer, el aroma de su
unión…
Descubrió que esa sexual fragancia le excitaba, volvían a
ella las reminiscencias de las placenteras sensaciones
vividas. Al parecer, su vigor también había vuelto. Sin más
dilación, su mano comenzó a descender por la sólida
topografía masculina, hasta encontrar ese sendero de vellos
que la guiaban directo hacia el miembro de Greg.
Ravensworth atrapó su mano antes de que pudiera llegar
a su objetivo.
―Antes de volver a divertirnos, mi gatita. ―Besó su
mano y, acto seguido, se levantó―…, debo poner a secar tu
ropa al fuego. Me temo que la mía no te quedará.
Greg se dirigió a la montaña de prendas de Emma y las
recogió. Luego fue al hogar de la habitación y comenzó a
distribuir la ropa sobre el suelo y en el respaldo de unas
sillas. Emma lo contemplaba embelesada; incluso hacer
algo tan simple como acomodar ropa se había vuelto
erótico. El cuerpo de Ravensworth no se asemejaba a nada
de lo que hubiera visto antes en pinturas, dibujos o
esculturas. Gregory era más corpulento, sus músculos eran
macizos, se marcaban y tensaban con cada movimiento.
Todo él exudaba virilidad y fuerza.
Al terminar, él la miró con sensual malicia y se mordió el
labio inferior. Volvió a la cama y se montó a horcajadas
sobre los muslos de ella.
―No te muevas ―ordenó lacónico.
Greg plantó las palmas sobre el colchón a la altura de la
cabeza de ella y la besó con voracidad. Sus lenguas se
enredaban y compartían su esencia primigenia, como si
quisieran saciar el hambre que sentían el uno hacia el otro,
pero no era suficiente. Greg comenzó a regar besos por la
esbelta columna que era el cuello de Emma, mordió su
oreja, lamió su garganta. Ravensworth degustó a placer la
sal de su tersa piel, al tiempo que comenzó a dar un
voluptuoso descenso de besos hasta llegar al monte de
venus, el cual mordió con gentileza, y desde ahí, comenzó a
dar una larga lamida que pasó por el vientre, describió un
círculo alrededor del ombligo, humedeció el valle de sus
senos, hasta llegar de nuevo a su cuello. Volvió a descender
para saborear la curva de sus pechos para luego devorarlos
por completo y terminar jugando con sus pezones con la
lengua. Degustó toda la blanca piel como si tuviera toda la
eternidad para dedicarse a ello, tentando a Emma, quien se
arqueaba, ofreciéndose impúdicamente a que él continuara
con aquella sensual exploración que repetía una y otra vez.
Sin piedad.
Emma sentía que se derretía cada vez que Greg dejaba
su rastro cálido y húmedo. La piel se le erizaba cuando el
calor le abandonaba y se volvía a encender cuando lo
recuperaba. Se deleitó con esa ardiente veneración y se
dejó adorar. Y cuando él quiso separarle las piernas con las
rodillas, ella no opuso resistencia, sino todo lo contrario, se
abrió y él la penetró dulce y lento. Emma ahogó un jadeo de
gozo, la sensación de tener a ese inmenso hombre sobre
ella, mirándola con intenso deseo y ternura, fue
abrumadora.
Gregory comenzó a embestir con meditada languidez,
disfrutando cada segundo de su posesión. Emma recibía
cada estocada entre suaves gemidos, alzando sus caderas
para que sus cuerpos colisionaran y provocaran una chispa
de delectación que la elevaba un peldaño más en esa
escalada por alcanzar el éxtasis.
El instinto natural y sexual, la entrega incondicional de
Emma, espoleaba el deseo de Greg de hundirse más en ella
y perderse por toda la eternidad en las profundidades que lo
acogían, como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar;
unido a ella, dentro de ella, amándola. En ese instante, lo
único que él sabía era que todo lo que poseía le pertenecía
a Emma; su vida, su amor, su futuro, su riqueza. Era la
piedra fundamental de su existencia.
Las manos de Emma se aferraron a sus caderas, sus
gráciles dedos se enterraban en su piel, urgiéndolo a
acelerar sus acometidas. Ella estaba cerca, su interior
comenzó a cerrarse en torno a su miembro y fue suficiente
señal. Se lo iba a dar todo.
Obedeció a la orden tácita de ella, sin importar si perdía
la cordura en el proceso. Su ritmo se volvió frenético en
estocadas cortas y aceradas que arrancaban deliciosos
espasmos y jadeos.
El mundo ya no existía. Emma estaba fuera de sí y,
entregada a ese celestial intercambio, en el que se sentía
amada y podía amar libremente, se dejó ir. Extática,
susurraba sin parar el nombre de Gregory, el cual se
confundía entre los graves jadeos que él daba con cada
oleada de resplandeciente placer que los consumía. Era una
verdadera canción erótica que llegó a su fin cuando él,
tenso, se vació dando un gemido estrangulado, intentando
llegar hasta el fondo de su mujer.
Exhausto, Gregory se desplomó sobre Emma, a la vez
que ella lo abrazaba fuerte y le besaba con ternura.
―Te amo, mi libertino redimido ―murmuró ella con los
labios sobre la piel de Greg―. Eres maravilloso.
―Te amo, mi gatita. Haces que todo mi mundo tenga
sentido.
―¿Y Grace? ―lo reprendió con cariño.
―Oh, Grace es historia aparte, es mi hija, la adoro, daría
todo por ella. Pero algún día hará su vida cuando sea una
mujer, conocerá un hombre que la ame tanto como yo y se
irá. Tú serás la que estará a mi lado, aguantando al viejo
decrépito que seré en el futuro.
―¿Viejo decrépito? ―cuestionó Emma alzando una ceja
con incredulidad. Imaginó a Greg con canas, con esa mirada
pícara, amándola. No, jamás se convertiría en un viejo
decrépito.
―Sí, seré un viejo decrépito que todavía estará loco por
ti.

*****

Iris tomaba el desayuno en el comedor, masticaba


lentamente su tostada con mermelada. Adrien estaba a su
lado leyendo el periódico al tiempo que tomaba café. La
tormenta de nieve había durado tres días y solo había
amainado durante la madrugada. Después del desayuno, los
vizcondes despacharían a todo el personal de Bellway
House para que celebraran con sus familias la Nochebuena
y la Navidad y ellos irían a Westwood Hall.
Al comedor entró Hamilton con su imperturbable
solemnidad.
―Lady Grimstone… Lord y lady Rothgar…
El mayordomo no alcanzó a finalizar su anuncio.
―¿Dónde está mi hija? ―demandó Celia, entrando con
brusquedad al comedor, interrumpiendo el desayuno. Tras
ella, iba su esposo, Daniel, sumamente nervioso.
―Celia, querida, por favor ―intentó tranquilizar Daniel.
No quería provocar la ira de su esposa.
Iris, quien comenzaba a embadurnar ―con extrema
parsimonia― otra tostada con mantequilla, la ignoró.
―¿Qué significa que Emma está en Westwood Hall?
―intervino Daniel, sabiendo que su hermana no le hablaba
a su esposa.
―Bueno, ciertamente hay una buena justificación…
―respondió Iris y dio una mordidita a su tostada, masticó y
tragó―. A todo esto, ¿cómo se enteraron?
―Como todo Londres ―respondió Daniel.
―Lord Black nos lo dijo, todo el mundo sabe que hace
tres días se le vio a Emma entrando con Ravensworth… y
esa niña ―agregó Celia, diciendo la última palabra con
cierto desdén.
―Daniel, ¿podrías decirle a tu esposa que «esa niña» es
mi nieta y que tiene un nombre? No sé cuándo perdió la
educación y la memoria.
Daniel puso los ojos en blanco, no iba a caer en ese
juego. Celia alzó su barbilla con altivez.
―Iris… ¿podrías ser tan amable de explicarnos por qué
Emma está con Ravensworth sin carabina en Westwood
Hall? ―insistió Daniel.
Adrien observaba la escena intentando no reír, su mirada
alternaba entre su esposa, Daniel y Celia.
―Es muy simple, querido. Hace tres días, si no mal
recuerdas, se desató una tormenta de nieve, la cual
sorprendió a Emma, Greg y Grace en la mitad de un paseo.
Les era más seguro llegar a Westwood Hall que a Bellway
House, de hecho, enviaron a un joven con un mensaje para
avisarme y por poco no llega. Se ha ido recién esta mañana
de vuelta.
―¡Ha estado tres días a solas con Ravensworth! ¡Por
Dios, su reputación! ―exclamó Celia escandalizada―. ¡Esto
es inaceptable!
―Bueno, ¿querías que Emma se arriesgara a regresar en
medio de la tormenta, a pesar de que no era seguro para
nadie? ―cuestionó Daniel para intentar bajar el belicoso
ánimo de su esposa―. Era una situación extraordinaria. Se
casarán en once días, tampoco es tan terrible.
―Pero, Daniel, ¡es el buen nombre de nuestra familia!
Suficiente escándalo es que mi hija vaya a convivir con esa
niña para sumarle este…
―¡Ya, basta, Celia! ―exclamó Iris golpeando la mesa, se
levantó con brusquedad, haciendo chirriar la silla―. ¡Estoy
harta de soportar tus desplantes hacia mi nieta y tu hija!
¡Qué importa si la reputación de Emma está en entredicho!
¡Qué importa si Emma ama a mi nieta! ¡Qué importa,
maldita sea! ¡Se va a casar con mi hijo porque ellos se
aman! ¡¿Hasta cuándo pretendes juzgarlos?![JPT29]
―¡Hasta que Emma se comporte como una dama y se
haga respetar! ―replicó Celia altanera.
―¡¿Una dama?! Emma es una mujer como pocas. ¡Será
una duquesa! ¡Puede hacer lo que se le plazca! No me
vengas con hipocresías sobre lo que ella debe hacer o no...
¿O quieres que te recuerde que tus hermanas estaban muy
lejos de tu concepto de «damas» y que casi te costaron tu
compromiso con Daniel? Agradece que mi padre te diera un
voto de confianza, arriesgándose a que convirtieras a mi
hermano en el hazmerreír de Brockenhurst, si resultaba
cierto que tenías la misma moral que tus hermanas que
habían perdido su virtud por atrapar un uniforme militar.
El rostro de Celia quedó lívido.
―¿Pensaste que yo no me enteraría del motivo por el
cual ellas viven en Escocia haciéndose pasar por viudas?
―prosiguió Iris, ya estaba harta de callar―. No sé cómo
puedes juzgar a la difunta madre de Grace con tanta
dureza, si tus propias hermanas están en esa misma
situación. Te llenas la boca con decencia, de ocultar hijos
ilegítimos, como si tu sangre fuera inmaculada y se fuera a
ensuciar por respirar el mismo aire que Grace. Decencia no
es esconder la basura bajo la alfombra, decencia es hacer lo
correcto, con rectitud, es hacerse cargo de las
responsabilidades con honor. ¡Eso es lo que hacen Emma y
Greg! Y si no eres capaz de verlo, mejor que ni te aparezcas
en la iglesia para ver cómo ellos unen sus vidas.
El pecho de Iris subía y bajaba agitado, estaba presa de
la ira que la encegueció. No rehuía la mirada de Celia, quien
se quedó muda ante las palabras de su cuñada.
El secreto mejor guardado de su familia, nunca fue tal y
nadie se lo reprochó. Hasta ahora, que le explotó en su
cara[JPT30].
―Todos pueden cometer errores, Celia. Nadie es perfecto
en este mundo. No peques de puritana porque solo lograrás
empañar la felicidad de Emma ―concluyó Iris volviéndose a
sentar en su silla―. Es tu única hija.
Dicho esto, un tenso silencio se cernió en el comedor.
Adrien miraba a su esposa con sus cejas alzadas por la
sorpresa, Daniel estaba mudo, y Celia tenía sus ojos
enrojecidos.
―Hoy se celebrará la cena de Nochebuena en Westwood
Hall. Sería maravilloso si asistes con Daniel, será la primera
vez que Emma ejercerá su papel de anfitriona ―invitó Iris y,
acto seguido, continuó con su desayuno, impertérrita, como
si la escena que había protagonizado jamás hubiera
ocurrido.

*****

Bellway House estaba completamente vacía, todos los


sirvientes se habían ido a las casas de sus familiares a pasar
las festividades. Baudin estaba solo en la cocina frente a un
plato de sopa de verduras, pan, queso y una copa de vino.
Solo una vela iluminaba la estancia.
No le gustaba el silencio, sobre todo el de una casa vacía,
le abombaba los oídos. Entre cucharadas de sopa y trozos
de pan, comenzó tararear una melodía sin ton ni son, solo
para rellenar el aire. Recordó a su madre y sus hermanas,
en días así las extrañaba, pero sabía que jamás podría
volver a su hogar. Le enviaba cartas a su hermana mayor,
que estaba casada y nunca lo había juzgado. A través de
ella sabía cómo estaba el resto de su familia.
Limpió las incipientes lágrimas. Era un sentimental, por
eso mismo iba a estar despierto hasta la medianoche para
esperar la llegada de Navidad. Se preguntó si Jesús, en su
inmensa bondad, habría perdonado que él fuera un
«pervertido desviado», como decía su padre. El Hijo de Dios
perdonaba a prostitutas, adúlteras y pecadores… ¿lo habría
perdonado a él?
Lo descubrieron justo cuando se había arriesgado. Había
sido tan difícil encontrar a alguien como él, un hombre que
no fuera afeminado. Su naturaleza sentía una predilección
por los varones que fueran masculinos en su forma de ser,
no una copia barata y vulgar de una mujer. Las mujeres
eran hermosas, divertidas y delicadas, pero no le atraían,
prefería su compañía y amistad.
Jeaques, el hombre de quien se enamoró, era un poco
mayor que él, pero estaba casado para ocultar sus
inclinaciones. Se amaban, apenas llevaban unos meses de
encuentros furtivos en posadas a las afueras de París. A
Baudin no le importaba ser el sucio secreto de Jeaques, no
tenían más alternativa que ocultarlo; era feliz, al fin sentía
amor y era correspondido.
Fue un escándalo familiar, su padre, un hombre con una
prominente carrera política, al descubrirlo in fraganti, lo
golpeó hasta casi matarlo y lo repudió. Lo echó de su casa
solo con lo puesto.
París era una ciudad enorme, su hermana mayor, a
escondidas, le ayudó a encontrar trabajo en una casa como
ayudante de cocina. En ese tiempo, Baudin aprendió todo lo
que pudo, pero sintió que la ciudad se hizo pequeña...
Francia se hizo pequeña, leía en el periódico sobre su padre,
o escuchaba sobre su madre en los cotilleos de la vida
social.
Adoraba a su familia, los extrañaba profundamente y no
quería cortar los lazos con su madre y sus hermanas
menores, a quienes visitaba en secreto.
Sin embargo, esas visitas también llegaron a su fin. Un
día, su madre lo recibió con su cara magullada, su padre se
había enterado que él había ido a verla y ella pagó las
consecuencias con una feroz golpiza. En ese momento,
Baudin, impotente por proteger a su madre, supo que debía
partir; mientras más lejos, mejor. Atravesó el Canal de la
Mancha con una carta de recomendación escrita por el
esposo de su hermana y pronto logró encontrar trabajo; un
chef francés era un símbolo de status muy cotizado en la
aristocracia londinense.
Al menos en eso tuvo suerte, no pasó mucho tiempo sin
trabajar. Desde ese entonces, ya llevaba dos años viviendo
en Inglaterra. Había logrado olvidar a Jacques, a quien
jamás había vuelto a ver, e hizo todo lo humanamente
posible para no evidenciar sus inclinaciones; convertirse en
un hombre huraño y hermético fue su manera de mantener
a todo el mundo dentro de límites seguros.
Lamentablemente, Londres era mucho más conservador
que París, no debía arriesgarse a ser sorprendido en una
relación con un hombre, puesto que podía perder algo más
que su trabajo. En el mejor de los casos, ser privado de su
libertad e ir a parar a la cárcel de Newgate. En el peor,
podía morir colgado en la horca.
Antes de llegar a Bellway House había trabajado para el
viejo conde de Burford, pero cuando este falleció, su
heredero despidió a todo el servicio para introducir al
propio. Sin embargo, tuvo la amabilidad de darle una carta
de recomendación y avisarle que el duque de Ravensworth
buscaba un chef francés.
Llevaba seis Navidades en soledad desde que su padre lo
repudió, de las cuales, dos las vivió en Inglaterra. Todavía no
se acostumbraba, era la primera vez que pasaba esa
festividad sin trabajar.
Un ruido proveniente del patio lo alertó. Se secó las
lágrimas y se sorbió la nariz con premura. Tomó el cuchillo y
se puso a la defensiva sin levantarse de su silla. Miró hacia
la puerta, se quedó a la espera, podía ser un ladrón.
La puerta se abrió.
Para su alivio y sorpresa, se trataba de Hamilton, quien
entraba en la estancia ocupando casi todo el umbral de la
puerta. Su abrigo y sombrero estaban cubiertos de nieve.
Baudin frunció el entrecejo, extrañado por su presencia, y
dejó a un lado el cuchillo con discreción.
―Buenas noches, señor Baudin ―lo saludó Hamilton
mientras se sacudía la nieve―. Imaginé que iba a pasar la
Navidad solo en esta inmensa casa.
―No es nada del otro mundo estag solo en estas fechas,
monsieur Hamilton ―desestimó el chef―. Y usted, ¿qué
hace aquí?
―Pues no tengo un lugar donde ir ―respondió con
naturalidad―. Esta tarde fui al cementerio, hice unas
compras y heme aquí. Es lo que hago siempre cuando tengo
el día libre.
―¿No tiene amigos, familiagues con quienes pasag la
Nochebuena?
―Mi padre era mi única familia y lleva diez años muerto;
y es bastante difícil tener amigos fuera del servicio cuando
se trabaja de mayordomo ―respondió con naturalidad.
―Oh, entiendo… Solo hice sopa paga cenag ―insinuó
una invitación.
―Un plato caliente de comida siempre es bienvenido.
Gracias, señor Baudin ―aceptó Hamilton sentándose a la
mesa―. ¿Me podría dar confiture de lait de postre? Solo un
poco ―pidió amable.
Baudin, que estaba sirviendo el plato de comida, negó
con la cabeza esbozando una sonrisa.
―Usted no piegde la opogtunidad, ¿non? Agradezca que
hice seis libras para teneg de resegva ―accedió, poniendo
el plato, los cubiertos y una copa frente al mayordomo.
―Usted tiene un corazón generoso con este hombre
adicto a los manjares ―elogió con un tono de voz
solemne―. Muchas gracias.
Ambos hombres comieron en silencio, de vez en cuando,
Hamilton alababa el sabor de la sopa que combinaba a la
perfección con el pan o el queso. Era una cena frugal pero
deliciosa.
Al llegar al postre, Baudin sirvió dos pocillos con su
confiture de lait. Hamilton sonrió como si fuera un niño, el
chef se aclaró la garganta, ese tipo de gestos lo ponían
nervioso. Hamilton lo ponía nervioso. No sabía si le hablaba
con segundas intenciones o solo era así, amable y cálido.
Nada en el mayordomo indicaba que tenía las mismas
inclinaciones que él, pero era un hombre confiable,
tolerante y bondadoso, de eso no tenía dudas. Era cosa de
ver cómo era con el resto de la servidumbre o con sus
amos.
Podían ser amigos. Baudin sintió que eso estaría bien,
amistad era algo a lo que podía aspirar sin temores. Estaba
cansado de la soledad y Hamilton insistía en ser amable con
él, a pesar de lo malhumorado que podía llegar a ser.
―Esto está muy delicioso, señor Baudin ―halagó el
mayordomo degustando su postre―. Usted es un prodigio.
―Gracias, monsieur Hamilton… ―Se aclaró la garganta,
un inesperado nudo había aparecido―. Creo que puede
tomagse la libegtad de usar mi nombre de pila y llamagme
Silvain ―dijo sintiendo que su cara comenzaba a calentarse.
Hamilton alzó sus cejas con sorpresa, para luego, asentir
con la cabeza en un gesto firme.
―Entonces, usted debe hacer lo mismo, le exijo que me
llame Benedict. ―Ofreció su mano y el chef se la estrechó
con seguridad―. Feliz Nochebuena, Silvain.
―Feliz Nochebuena, Benedict.
Capítulo XX
Los suaves golpes en la puerta se ahogaban al internarse
en la habitación ducal. Eran insistentes y rápidos.
Gregory parpadeó con languidez y, desorientado, miró
hacia su izquierda, ahí estaba Emma durmiendo plácida.
―¿Papá, puedo entrar? ―preguntó la inconfundible voz
de Grace. Gregory se desperezó y se levantó para abrir la
puerta. Detuvo sus pasos abruptamente.
Estaba desnudo.
Maldijo por lo bajo, volvió sobre sus pasos y buscó su
bata de levantarse.
―¿Papi? ―insistió Grace con voz cantarina.
―Espera un segundo, preciosa ―respondió Greg al
tiempo que se ataba bien la bata. Se acercó a Emma, que
empezaba a despertar, y le susurró apresurado―: Gatita,
ponte la bata y ve a la habitación de la duquesa, Grace
quiere entrar en la habitación. ―Le acercó la prenda a su
prometida, quien abrió sus ojos de par en par por la
inesperada situación.
Rauda, Emma se levantó, se puso la bata y fue directo a
la puerta que conectaba los dormitorios ducales. Grace no
podía verla en la habitación de Greg hasta que estuvieran
casados. No era tanto por el ejemplo que daban, sino
porque Grace podía cometer alguna indiscreción si se
emocionaba conversando.
Gregory abrió la puerta de su habitación y Grace lo
esperaba con una gran sonrisa, se abalanzó y él la tomó en
brazos.
―¡Es Navidad! ¡Ha nacido Jesús! ¡Vístete, papá!
¡Tenemos que ir a la iglesia con mis abuelitos! ―exclamó
extasiada casi sin respirar.
―Veo que ya te has vestido para la ocasión.
Grace asintió con un vigoroso gesto de cabeza.
―Amy me ayudó, eligió el vestido más lindo.
―Hizo una estupenda elección, el rojo combina con los
colores de tus ojos ―afirmó Greg, pegando su frente a la de
su hija, quien le sujetó la cara con sus manitos―. Eres una
niña maravillosa. Eres el mejor regalo de Navidad, te amo,
hija mía ―susurró solo para ella.
―Te amo, papi ―respondió Grace en el mismo tono. Le
dio un beso en la mejilla y su entusiasmo retornó―. Ve a
vestirte, iré a despertar a Emma.
―Creo que con este escándalo que has armado, es
posible que ya hayas despertado a Emma. ―Sonrió pícaro y
le guiñó el ojo, Grace rio bajito.
La puerta de la habitación contigua se abrió. Emma se
había puesto un chal sobre la bata y se restregaba los ojos.
―¿Qué es todo este alboroto? ―preguntó con su voz
amodorrada, una espléndida actuación.
―¡Emma, es Navidad! ―exclamó Grace. Greg la bajó y
fue corriendo hacia ella, la abrazó, aferrándose fuerte a su
cintura y Emma le acarició el cabello.
―¡Tienes razón, Gracie! ―convino Emma con alegría―.
Me vestiré e iremos a la iglesia. Ve a despertar a tus abuelos
―propuso con cierta malicia.
La sonrisa de Grace se amplió y, veloz como un zorrito,
fue a buscar a sus abuelos que dormían en una de las
habitaciones de huéspedes.
Greg se acercó a Emma, quien bostezaba ―esta vez de
verdad―, la abrazó por la cintura y ella apoyó su cabeza
sobre su hombro. Ambos observaban a Grace golpeando la
puerta de la habitación donde estaban Iris y Adrien.
―Feliz Navidad, lady Ravensworth ―saludó Gregory en
un susurro.
―Todavía falta para eso, Greg ―replicó modesta.
―Para mí lo eres desde que me aceptaste, mi duquesa.
A Emma se le inundó el corazón de amor por ese hombre
que la sostenía, con el que pretendía pasar toda la vida.
Esos días de tormenta de nieve que había pasado con Greg
iban a llegar a su fin. Después de la Navidad, tendría que
volver a Bellway House con tía Iris. Iba a extrañar mucho a
Ravensworth y Grace, aunque fuera por pocos días.
Salió de su ensoñación y se estiró.
―Espero no quedarme dormida en el servicio religioso
―dijo Emma en medio de un nuevo bostezo, algo nada
refinado―. La voz del sacerdote es soporífera. No sé cómo
lo haré para nuestra boda.
―Yo solo espero que la iglesia no se derrumbe cuando
entre el depravado duque de Ravensworth… Antes de ir a
fijar una fecha para nuestra boda, no había puesto un pie en
una desde hacía diez años.
―Nos sentaremos en la última fila, entonces ―decretó
Emma, socarrona―. Así tendremos tiempo de escapar, en
caso de que tu demoníaca presencia eche abajo los
cimientos de la iglesia.
―Esperemos que la construcción lo soporte. Hoy será un
largo día. La iglesia, el desayuno, besarnos bajo el
muérdago hasta arrancar todas las bayas…
―¡Déjales algunas a los demás! ―amonestó con una
sonrisa en los labios―. No necesitas un muérdago para
besarme. ―El silencio reinó por unos plácidos segundos
mientras compartían el calor de sus cuerpos. Emma miró a
Greg y se encontró con sus preciosos ojos verdes―. Para
Grace será una Navidad muy especial, es la primera que
vive sin su madre, hay que hacer todo lo posible para que
su corazón no se llene de melancolía, debe recordar a lady
Castairs con amor, no con tristeza.
―Haremos tantas cosas hoy, que no habrá demasiado
tiempo para ponerse triste ―aseguró Greg con
entusiasmo―. Mis hermanas vendrán a cenar esta noche y
podrán conocer a Grace y ella se divertirá con sus primos.
―Gregory se quedó un momento en silencio―. ¿Deseas que
vaya a buscar a tus padres al hotel después del servicio
religioso?
Emma suspiró y negó con su cabeza.
―No es necesario, amor, ya les envié una nota ayer. Mi
padre respondió que mamá se sentía indispuesta
―respondió bajando su voz. Le entristecía la actitud de su
madre, a quien no veía desde que Grace llegó a sus vidas, le
decepcionaba su prejuicio, si tan solo quisiera conocer de
verdad a Greg y a Grace se daría cuenta de lo equivocada
que estaba. Sin embargo, tampoco era partidaria de la idea
de que su padre obligara a su madre a asistir a las
celebraciones de Navidad en contra de su voluntad―.
Espero que no esté así para nuestra boda.
―Yo también espero lo mismo. Ojalá todo cambie cuando
estemos casados. ―Inspiró hondo―. Bien, a vestirse,
tenemos un gran día por delante.

*****

Emma se miraba al espejo mientras Penélope, su


doncella en Bellway House, terminaba de recoger su cabello
en un elaborado moño que fue decorado con una corona de
flores en variados tonos pastel, el cual sujetaba el velo de
seda que caía como una cascada transparente hasta la
cintura. El ansiado cinco de enero había llegado, y la espera
fue eterna.
Casi no se reconocía. Ante ella estaba el reflejo de una
mujer madura y decidida, no el de una damisela asustada
ante un matrimonio incierto. Se sentía una mujer
privilegiada, se iba a casar con un hombre que la amaba tal
como era, sin necesidad de ocultar ninguna faceta de su
carácter, y ella lo amaba a él con todo lo que significaba su
pasado, su presente y su futuro.
Se aceptaban, eran una sociedad perfecta e
inquebrantable. En su interior, Emma le pidió
fervientemente a Dios que bendijera la unión de sus almas y
su porvenir.
―Listo, señorita Emma ―finalizó Penélope, orgullosa de
su habilidad, su señora se veía espléndida―. Es la novia
más linda que he visto en mi vida
―Gracias, Penny ―dijo Emma con un ligero sonrojo y se
puso de pie con una sonrisa radiante. Dio media vuelta y
miró a Iris y Katherine, quienes oficiaron de «damas de la
novia»―. ¿Cómo me veo? ―les preguntó comenzando a
sentirse nerviosa. Cada minuto que pasaba se volvía más
real su inminente boda.
Su tía y su prima emitieron un largo suspiro, aprobando lo
que veían; una hermosa mujer ataviada con un primoroso
vestido de algodón de color marfil, decorado con flores
bordadas en el ruedo, zapatos a juego con el vestido,
guantes de cabritilla y una sencilla cadena de oro con un
colgante de diamante.
Katherine se acercó a su prima y le dio un afectuoso
abrazo a la vez que le ofrecía un ramo de rosas blancas
decoradas con cintas y encaje que fueron traídas desde el
invernadero de Pearl Palace.
―Que seas muy feliz, mi querida Emm ―deseó Katherine
desde el corazón.
―Gracias, Kathy ―respondió Emma sonriendo, sentía un
nudo en la garganta de la pura emoción. Luego dirigió su
atención hacia su tía Iris, quien la contemplaba embelesada.
―Mi hijo se enamorará más de ti cuando te vea ―afirmó
Iris con la voz embargada de felicidad y le dio un largo y
maternal abrazo.
―Entonces no lo hagamos esperar ―replicó Emma.
En ese momento, golpearon la puerta con timidez. Iris
frunció el ceño, extrañada. No esperaban a nadie.
Se dirigió a la puerta y la abrió con cautela.
Era Celia.
Sin decir ni una palabra, Iris la dejó pasar e instó a
Katherine y a Penélope a que salieran de la habitación para
dejarlas a solas.
Cuando la puerta se cerró, Celia solo se limitó a abrazar a
su hija.
Se quedaron quietas y en silencio. Emma hasta hacía
unos segundos antes, pensó que sus padres no asistirían a
la boda, incluso habían acordado que lord Grimstone la iba a
entregar en el altar. Emma no permitió darle cabida a la
tristeza por la ausencia de Celia, pero en ese instante sintió
que ya no le faltaba nada para empezar su nueva vida.
―Mamá… gracias por venir ―murmuró Emma con los
ojos anegados en lágrimas.
Celia no respondió, el orgullo todavía seguía influyendo
en sus palabras y pensamientos. Daniel se había hartado de
la situación y le dio un ultimátum para que dejara de lado la
discordia. Celia estaba dividida entre ceder y mantener su
postura.
Pero también estaba harta de aquello.
Celia dio un hondo suspiro, se separó de su hija y, sin
soltarla del todo, la miró a los ojos.
―¿Estás segura de casarte, Emma? ―preguntó Celia con
mucha seriedad.
Emma entornó sus ojos e intentó calmar el intenso
impulso de darle una respuesta belicosa. Meditó por largos
segundos y llegó a comprender que su madre estaba
preocupada por ella. En su pregunta había una implícita
aceptación, si ella se arrepentía de casarse, su madre era
capaz de aguantar todo el escándalo que traía consigo
aquella decisión. Toda una ironía.
Emma esbozó una sonrisa.
―Mamá, estoy más que segura, es mi deseo casarme con
Gregory y convertirme en la madrastra de Grace. No puedo
vivir mi vida sin ellos ―declaró convencida. No quiso
reprocharle su pregunta, no quería más peleas, silencios y
desaires―. Los amo con toda mi alma, ¿comprendes? Esto
va más allá de lo que puedan decir de nosotros. Tenemos el
privilegio de vivir como se nos plazca y voy a aprovecharlo,
porque lo único que tengo es el hoy y el ahora.
―Muy bien ―aceptó Celia bajando la vista, carraspeó
nerviosa y agregó con decisión―: Tu padre está abajo,
esperando para entregarte en el altar.
Emma asintió con su cabeza y, con una sonrisa trémula,
volvió a abrazar a su madre. Algo parecido al alivio se
desbordaba en su alma.
―Gracias, mamá. Te prometo que seré feliz.
―Eso espero, hija.
Ambas se separaron, Emma enfiló sus pasos hacia la
puerta al tiempo que Celia se quedó contemplándola como
si estuviera despidiéndose de su hija para siempre.
―Emma ―llamó por última vez.
Ella detuvo sus pasos y miró a Celia por encima del
hombro.
―Sé que ustedes se aman, pero la vida de casados es
muy diferente. Nunca, nunca, aceptes ni perdones un golpe,
una humillación o un insulto por parte de tu esposo. Si lo
permites, aunque sea solo una vez, será tu condena. No
dejes que el amor te transforme en una sombra ―aconsejó
firme.
Emma asintió en silencio, sin menospreciar la advertencia
de su madre, porque entendía su temor. Mal que mal, ella
solo conocía la mala fama de Greg, hasta dónde podían
llegar sus vicios, mas no dimensionaba la magnitud de su
cambio. Inspiró hondo, cruzó el umbral de la puerta,
grabando en su memoria las palabras de su madre, porque,
probablemente, se las diría a Grace cuando se casara.

*****

Los pétalos de flores que regaba Grace en el suelo


formaban el delicado sendero nupcial que le señalaron a
Greg que su prometida había llegado. Le sonrió a su hija
quien, al terminar su importantísimo rol, fue directo a los
brazos de Iris, que estaba en primera fila.
Gregory alzó la vista y ahí estaba Emma, escoltada por su
padre. No pudo evitar que su sonrisa se ensanchara. En el
momento que vio a lord Grimstone al lado de su madre,
supo que sus tíos ―en especial Celia― habían admitido que
debían dejar sus diferencias de lado, aunque fuera solo por
un día. Después de todo, Emma no se iba a casar dos veces.
Emma le sonreía de vuelta, le sobrecogió el alma verla
tan decidida, feliz, y hermosa. Definitivamente, se sentía
indigno de merecer esa incomparable mujer, pero ya no
había vuelta atrás. Estaba total y absolutamente loco por
ella, y se lo iba a demostrar cada día de su vida.
Hasta exhalar su último aliento quería hacerla feliz.
Daniel avanzó junto a su hija, dichoso porque ella había
logrado un matrimonio por amor, un privilegio para ella,
siendo como era, porque nadie apreciaba lo que era Emma
en realidad. Al llegar frente al altar, situó a su hija con
solemnidad a la izquierda de Gregory.
La ceremonia comenzó.
―Queridos y amados, estamos reunidos aquí ante los
ojos de Dios y ante esta congregación, para unir a este
hombre y esta mujer en el Santo Matrimonio ―comenzó a
recitar el sacerdote. Su voz grave y potente hacía eco en los
techos abovedados de la antiquísima iglesia―; que es un
estado honorable, instituido por Dios en el tiempo de la
inocencia del hombre, que significa para nosotros la unión
mística que hay entre Cristo y su Iglesia…
Greg y Emma se miraron de soslayo, prácticamente sin
escuchar al sacerdote que leía el libro común de oraciones.
«Estás hermosa», halagó Ravensworth solo moviendo los
labios. Emma respondió con una elocuente sonrisa, miró al
frente, intentando aparentar que prestaba atención a la
ceremonia.
―… Teniendo debidamente en cuenta las causas por las
cuales se ordenó el matrimonio ―continuó el sacerdote―.
»Primero, fue ordenado para la procreación de niños…
Gregory alzó una ceja irreverente. «Procrear»… eso podía
hacerlo con mucho gusto, aunque también pretendía
hacerlo por diversión.
―… En segundo lugar, fue ordenado como remedio
contra el pecado y para evitar la fornicación…
Ahora fue el turno de Emma de alzar una ceja; el remedio
para evitar la fornicación llegaba un poco tarde, tenía un
serio problema de adicción a los placeres que compartía con
Greg.
―… En tercer lugar, fue ordenado para la unión, ayuda y
consuelo mutuo que uno debería tener del otro, tanto en
prosperidad como en adversidad…
«Una sociedad perfecta e inquebrantable». Gregory
pensó de inmediato en su padre, un hombre sabio que
murió demasiado pronto. No se cansaba de pensar que
siempre tuvo razón.
―… Por lo tanto, si algún hombre puede mostrar
cualquier causa justa, por qué no pueden unirse legalmente,
que ahora hable, o de aquí en adelante que calle para
siempre ―conminó el sacerdote en un tono desafiante.
Silencio. Ominoso y tenso. El sacerdote miró a todos los
asistentes y luego observó la entrada de la iglesia.
Ni un alma. Al parecer, nadie iba a impedir esa unión.
El sacerdote, conforme, prosiguió con la boda.
Emma y Gregory soltaron el aire de sus pulmones al
mismo tiempo, con alivio. Sin darse cuenta, habían estado
conteniendo la respiración. Se miraron y sonrieron
cómplices.
―Gregory Charles Albert John Montague, ¿quieres tener a
esta mujer como tu esposa, para vivir juntos después de la
ordenanza de Dios en el estado sagrado del matrimonio?
¿Quieres amarla, consolarla, honrarla y soportarla en la
enfermedad y salud? Y, abandonando todo lo demás,
guardarte solo para ella, ¿mientras los dos vivan?
―interpeló el sacerdote mirando a Ravensworth.
―Sí, lo haré ―respondió Gregory con convicción. El
corazón le latía con fuerza dentro de su pecho. Tan solo
hacer esa promesa lo estaba poniendo eufórico.
―Emma Jane Cross, ¿quieres tomar a este hombre como
tu esposo, para vivir juntos después de la ordenanza de
Dios en el estado sagrado del matrimonio? ¿Quieres
obedecerle y servirle, amar, honrar y soportarlo en la
enfermedad y en la salud? Y, abandonando a todos los
demás, guardarte solo para él, ¿mientras los dos vivan? ―El
sacerdote la interpeló. La miraba con cierta bondad.
―Sí, lo haré ―aceptó sonriéndole a Greg. No iba a
discutir la parte de «obediencia», ambos sabían que aquello
era un caso perdido.
―¿Quién entrega a esta mujer para casarse con este
hombre? ―inquirió el sacerdote. Daniel se acercó, tomó la
mano de Emma y se la ofreció al sacerdote. Al recibirla, este
se la entregó a Greg y él la tomó con su mano derecha.
―Ahora, repite después de mí…
―Yo, Gregory, te tomo a ti, Emma, como esposa ―repetía
Greg después del sacerdote―, para poseer y sostener
desde este día en adelante, para bien, para mal, en la
riqueza, en la pobreza, en enfermedad y en salud, para
amar y atesorar, hasta que la muerte nos separe, según la
santa ordenanza de Dios; y a ti te doy mi tributo.
Ambos soltaron sus manos, luego fue Emma la que tomó
la mano derecha de Greg y repitió después del sacerdote:
―Yo, Emma, te tomo a ti, Gregory, como esposo, para
poseer, sostener y obedecer. ―Se aclaró la garganta y
Ravensworth le alzó una ceja con picardía―, desde este día
en adelante, para bien, para mal, en la riqueza, en la
pobreza, en enfermedad y en salud, para amar y atesorar,
hasta que la muerte nos separe, según la santa ordenanza
de Dios; y a ti te doy mi tributo.
Volvieron a soltar sus manos. Gregory le entregó el anillo
de bodas a Emma y ella, a su vez, lo depositó sobre el libro
de Oraciones, acto seguido, el sacerdote lo tomó y se lo
entregó a Gregory quien lo sostuvo y, exhibiéndolo, recitó:
―Con este anillo te desposo, con mi cuerpo yo te adoro,
y todos mis bienes mundanos yo te los doy. En el Nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. ―Greg
deslizó en el dedo anular izquierdo la hermosa banda de
oro, en cuyos hombros había tres perlas, una grande y dos
pequeñas, que escoltaban un óvalo de rubí. El anillo de
matrimonio que ya habían portado cuatro duquesas antes
que Emma―. Te amo, gatita ―susurró al tiempo que
acariciaba los nudillos de su casi esposa.
―Y yo a ti, mi dulce duque ―respondió ella en un tono
apenas audible.
―Aquellos que… ―prosiguió el sacerdote con la
ceremonia, ajeno a ese íntimo intercambio. Sin embargo,
Gregory le llamó la atención con discreción. El hombre,
pasmado por la interrupción, se inclinó para escuchar.
Greg le susurró al oído y el sacerdote lo miró incrédulo,
muy desconcertado, estado que el duque aprovechó para
intentar persuadirlo de acceder a su inusual petición, la cual
fue aceptada ―más por proseguir con la ceremonia que por
convicción―, pues no era algo que fuera contra la
ceremonia, es más, la reforzaba.
El silencio que había al principio se llenó de susurros de
todos los invitados que no comprendían lo que sucedía ―a
excepción de Angus que era el padrino de Greg―.
Finalmente, el sacerdote asintió y dio su venia.
Greg agradeció con sinceridad y continuaron con la parte
de la ceremonia que no estaba contemplada.
Emma le entregó un anillo a Gregory, quien repitió la
misma acción que ella había llevado a cabo con
anterioridad; lo depositó en el libro, el sacerdote lo tomó y
se lo devolvió a la novia, quien, después de exhibirlo,
comenzó a deslizar la banda de oro en el anular izquierdo
de Greg y también recitó:
―Con este anillo te desposo, con mi cuerpo yo te adoro,
y todos mis bienes mundanos yo te los doy. En el Nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
El sacerdote tosió, todavía un poco incómodo por ese
inesperado desvío de la ceremonia, y los conminó a
arrodillarse. Greg le guiñó el ojo a Emma y ella le sonrió con
suficiencia.
―Oremos…
Mientras todos oraban junto al sacerdote, Greg estudió su
alianza que eligió Emma para él, era una banda de oro que
ostentaba un tallado que evocaba la textura de hilos
entrelazados, era una verdadera obra de arte. Ambos
decidieron imitar la nueva tradición familiar que habían
impuesto Angus y Katherine, quienes se salieron un poco de
la norma en la que solo el hombre daba un anillo de bodas.
El sacerdote interrumpió los pensamientos de Greg al unir
sus manos con las de Emma y declaró:
―Aquellos a quienes Dios ha unido, que nadie los separe.
―Se dirigió a los asistentes y proclamó―: Visto que Gregory
y Emma han dado su mutuo consentimiento en el
matrimonio sagrado, han sido testigos de lo mismo ante
Dios y esta compañía y, al mismo tiempo, han dado y
prometido sus tributos el uno al otro, han declarado lo
mismo al dar y recibir un anillo uniendo las manos. Declaro
que son marido y mujer. En el nombre del Padre, y del Hijo,
y del Espíritu Santo. Amén.
Ya estaban casados, oficialmente, pero la ceremonia
estaba lejos de terminar. Emma y Greg no dejaban de
sonreír, el resto del mundo desapareció. La voz del
sacerdote se tornó soporífera y se oía como un eco lejano
que reverberaba en ininteligibles palabras, salmos y
oraciones. Perdieron el sentido del tiempo, grabando en sus
memorias ese momento en que se miraban a los ojos y, sin
palabras, se profesaban el inmenso amor que brotaba en
sus corazones.
Instantes después ya estaban de pie firmando el acta
junto a sus testigos, lo que daba por finalizada la ceremonia.
La solemnidad que reinaba en el ambiente fue rota por los
sollozos de Iris y Celia, quienes estaban tomadas de las
manos por la emoción del momento y eran consoladas por
sus respectivos esposos.
Sus dolores de cabeza ya estaban casados.
Emma y Greg ya eran marido y mujer.
Capítulo XXI
El desayuno de bodas en Bellway House fue familiar e
íntimo, donde la música, la buena comida y el vino
abundaron. Los recién casados apenas estuvieron juntos
dado que todos querían felicitarlos y darles sus parabienes.
En un extremo del salón estaba Emma compartiendo con
Katherine y las hermanas menores de Greg; Cadence y
Daphne, quienes llegaron a Londres para la Navidad, ya que
vivían la mayor parte del año en el campo junto a sus
esposos. Eran dignas hijas de Iris, los prejuicios no existían,
y no interpusieron barreras entre los hijos de ellas y Grace,
quienes jugaban y llenaban el ambiente de infantil bullicio y
alegría.
―De haber sabido que Greg se iba a casar contigo, le
hubiéramos pedido a mamá que, en vez de visitarlos por un
par de semanas, hubiera sido un par de meses. No me cabe
duda de que ya llevarían muchos años de casados
―comentó Cadence alzando sus cejas con picardía.
Emma rio y negó con la cabeza.
―Hubiera sido imposible, mi madre insistía en que me
comportara como una dama cuando ustedes estaban de
visita, por lo que no podía compartir demasiado con los
muchachos. Estaba condenada al aburrimiento eterno de
jugar con muñecas ―reveló Emma riendo ante esa
remembranza.
―Ahhhh… eso explica todo, por eso siempre tenías cara
de fastidio cuando jugabas con nosotras ―terció Daphne―.
Ahora entiendo… pobrecita.
―Moría por trepar árboles, ir a nadar, lanzar piedras,
pescar y apostar ―confesó Emma socarrona.
―Dios Santo, éramos una tortura para ti ―descubrió
Cadence.
―A veces ―reconoció arrugando la nariz―. Después Greg
creció…
―¡Y se convirtió en un idiota! ―exclamó Daphne.
Todas rieron.
―Todavía no puedo creer que Angus y Greg dejaron sus
indecentes formas de vida de lado. Angus está
irreconocible, mis más sinceros respetos, Katherine. Sin
duda debió haber sido una tarea hercúlea ―elogió Daphne a
su prima política, a quien recién había conocido en Navidad.
Junto con su hermana no habían podido asistir al
matrimonio de su madre porque ambas estaban con sus
hijos recién nacidos―. ¿Cómo aguantas ese humor tan
negro y poco caballeroso de Corby?
―Oh, no tengo que aguantarlo, yo también poseo un
humor tanto o peor que el suyo ―desestimó Katherine
haciendo un gesto con su mano y acariciando su vientre con
la otra. No tenía temor a sincerarse con aquellas mujeres
que conocía desde hacía tan poco tiempo, sentía que eran
versiones más jóvenes de Iris, desenfadadas y alegres―.
Habitualmente, se queda sin poder replicar. Pero en realidad
es un espléndido esposo.
―Parece que esos dos solo eran imbéciles con nosotras
por ser sus hermanas ―acertó a decir Cadence, lo que
provocó nuevas risas en las cuatro mujeres―. Oh. ―Hizo un
gesto de fastidio―, ahí viene Greg, ¡por qué tiene que ser
tan inoportuno!
―Creo que ustedes están compartiendo información de
interés ―intervino Ravensworth al llegar al grupo femenino.
Miró a sus hermanas y entrecerró sus ojos hasta que se
convirtieron en finas rendijas.
―No decíamos nada más que la verdad… ―replicó
Cadence con inocencia.
―Que eras un idiota ―agregó Daphne.
―Eso no es novedad. ―Greg se encogió de hombros con
indolencia―. Pensé que hablaban de cómo ustedes fueron
arrastrando a mis amigos y primo hacia el matrimonio. Sus
esposos, esos pobres, pobres hombres, me han
encomendado decirles que las esperan para la próxima
pieza de baile... un vals ―especificó con cierta malicia.
Katherine, Daphne y Cadence sonrieron en el acto y, sin
más dilación, cada una fue a buscar a su respectivo esposo.
―Al fin solos ―bromeó Greg y tomó de las manos a
Emma―. Recuerdo cierta amenaza que te hice hace poco
tiempo… ―Alzó sus cejas, juguetón―. ¿Te acostumbras al
título Ravensworth?
Emma rio a carcajadas.
―Creo que me acostumbraré, su excelencia ―replicó
cómplice.
―¿Qué dices si nos fugamos, lady Ravensworth? ―invitó
sonriendo de medio lado.
Ah, esa seductora sonrisa. En esos días de encierro
previos a la Navidad, Emma aprendió a reconocerla, y solo
significaba una cosa.
―Ni siquiera han pasado cuatro horas de celebración ―se
negó Emma sin demasiada convicción―. Todavía no es
apropiado que nos retiremos de la fiesta.
―No me importa, creo que ha sido suficiente por hoy;
hemos hablado con todos los invitados, bailamos, cortamos
el pastel, he soportado las bromas de todos los hombres de
la familia, tu madre me ha dirigido la palabra para
advertirme que si no te trato bien me castrará y, felizmente,
se ha comportado con amabilidad con Grace, lo cual se lo
agradezco en el alma. ―Emma, sabiendo que ningún motivo
era poderoso, entrecerró sus ojos y fingió una sonrisa. Greg
resopló―… La verdad es que no quiero evidenciar ante
todos que nos vamos a nuestra celebración particular, y
quiero mi pequeña venganza por someterme a esta
horrorosa convención social. Si hubiera sido por mí, me caso
y te llevo a la cama. Soy un hombre reformado, pero tengo
una incontrolable tendencia a quebrar una norma al día, por
muy insignificante que sea.
Emma estaba de acuerdo con el último argumento.
―¿Y cómo pretendes que nos vayamos de este lugar sin
que nadie se dé cuenta? ―preguntó Emma, aceptando la
inapropiada propuesta de su esposo.
Greg le susurró su plan al oído y Emma sonrió con
malicia.
Cualquiera que los hubiera visto, pensó que él le
susurraba un sinfín de cosas indecentes a su esposa.
No estaban tan lejos de la realidad.

*****

Emma asomó la cabeza por la puerta de servicio que


daba a la cocina, en la cual estaban trabajando unos
cuantos sirvientes que entraban y salían.
Baudin estaba descansando sentado en una silla con las
manos detrás de la cabeza, los ojos entornados y tenía las
piernas cruzadas sobre la mesa. Era extraño para ella verlo
sin un cuchillo o cuchara en la mano.
Esbozando una sonrisa, Emma decidió despedirse del
chef, invadiendo su territorio siendo una mujer casada.
―¿Quién le autorizó a descansar, Baudin? ―interpeló
Emma con severidad.
El chef, impertérrito, abrió un ojo y luego lo cerró.
―Yo mismo me he autoguizado, lady Gavenswog
―respondió irreverente. Bajó los pies de la mesa, se levantó
y se estiró, sin importar si eran modales apropiados para
mostrar frente a una duquesa―. Tal paguece que usted
nunca dejagá esa extraña costumbre de vestig como
caballego.
―Estoy escapando de mi propia celebración ―explicó
Emma con ligereza―, pronto mi esposo vendrá a mi
encuentro.
―No sé pog qué no me sogprende ―replicó el chef y
sonrió―. Gueciba mis más sincegas felicitaciones, lady
Gavenswog. Espego que tenga una dichosa vida junto a su
amado esposo.
―Oh, Baudin, usted es tan adorable… Muchas gracias. Si
no fuera porque la señora Norris es maravillosa y ha estado
en Westwood Hall desde hace décadas, me lo habría
llevado.
―Me halaga, pego habría guechazado su propuesta. Me
gusta mucho trabajag aquí ―respondió sincero.
―Entiendo… Ohh, lo voy a extrañar mucho ―admitió
sintiendo un nudo en la garganta.
―Supongo que cuando venga de visita, vendrá a invadig
mi teguitoguio. Solo paga no pegdeg la costumbre.
―Eso no lo dude.
Pasaron cinco segundos sin decir nada, solo se escuchaba
el animado ajetreo de la cocina. Baudin dio un suspiro
entrecortado.
―Si no es demasiado el atrevimiento, me gustaguía
dagle un pequeño guegalo. No es gran cosa, espegue, pog
favog. ―Sin aguardar una respuesta, Baudin se dirigió a la
despensa y en quince segundos ya estaba de vuelta―. Me
ha costado la vida salvag el último frasco de la salvaje
glotoneguía de Ben… de monsieur Hamilton. ―Le ofreció un
envase de vidrio rebosante de confiture de lait. A Emma le
brillaron los ojos. Recibió el regalo sintiéndose
profundamente conmovida, humilde.
―Oh, Baudin, no sé qué decir, merci beaucoup.
―Paga que su luna de miel sea más dulce.
Emma le dio un abrazo al chef, que se ruborizó ante la
inesperada muestra de afecto, y que él respondió con
nerviosas palmaditas en la espalda de la nueva duquesa.
―Ejem…
Un carraspeo masculino interrumpió el abrazo. Emma se
separó del chef y le guiñó un ojo.
―Te has demorado una eternidad, Ravensworth ―acusó
Emma guasona, poniendo sus manos en jarra. Con una
sonrisa en los labios, fue hacia el encuentro de su esposo.
―Tuve problemas para deshacerme de mi adorada madre
―explicó. Miró a Baudin y alzó una ceja exigiendo
explicaciones, solo para fastidiarlo por un segundo, y luego
relajó su expresión―. Mis felicitaciones, Baudin, todo estuvo
delicioso y el pastel fue, definitivamente, perfecto ―halagó
y recorrió la estancia con la mirada―. ¿Han visto a
Hamilton? Le pedí que me trajera el abrigo.
―Hablando del diablo, aquí está[3] ―señaló Emma.
―Milady, milord ―saludó Hamilton con una digna
reverencia, sin importar que estuviera cargado de prendas
de vestir; abrigo, guantes, bufanda y sombrero―. Aquí está
su encargo.
―Gracias, Hamilton ―dijo Gregory, recibiendo y
poniéndose las prendas una a una―. ¿Están listos los
caballos?
―A la espera en el patio, milord ―respondió el
mayordomo, eficiente.
―Perfecto. ―Le ofreció su brazo a su flamante esposa―.
¿Nos vamos?
―Por supuesto ―aceptó con voz de Emmet, tomando el
ala de su sombrero e ignorando a su esposo, quien
resopló―. No es adecuado que dos caballeros se sometan a
una situación comprometida… aunque estén casados. ―Le
guiñó el ojo con picardía―. Hamilton. Baudin. Un placer,
señores ―se despidió con una regia inclinación, dio media
vuelta y se dirigió hacia la salida―. ¡Vámonos, Ravensworth,
que me haré viejo!
Gregory se encogió de hombros y con un gesto se
despidió del mayordomo y el chef, los cuales se quedaron
absortos en la puerta hasta que esta se cerró.
―Está más que claro quién lleva los pantalones en ese
matrimonio ―observó Hamilton, socarrón, cruzándose de
brazos.
―Y su nombre empieza con la inicial «lady» y termina en
«Gavenswog» ―añadió Baudin imitando la postura de su
amigo.
―Me temo que la celebración terminará cuando se den
cuenta de la fuga de los novios. Nos vemos a la cena,
Silvain. ―Hamilton palmeó la espalda del chef―. Si es que
no me quedo dormido de pie.
―No se duegma, Benedict. La cena paga el segvicio es su
plato favoguito ―reveló el chef.
―No puedo pedir más, usted es el mejor. Nos vemos.
―Nos vemos.
La ventaja de la amistad para Baudin, era que le permitía
hacer inocuas e invisibles muestras de cariño hacia su
amigo. Y poder hacer eso, le hacía feliz.

*****

Emma y Greg entraron en Westwood Hall muertos de frío


pero felices. La sonrisa no se iba de sus rostros, el corto
trayecto desde Bellway House lo hicieron con tranquilidad a
causa de la nieve y el hielo.
Los recibió Quinn, mas su semblante estaba serio. No era
la acostumbrada afable solemnidad, no, era algo diferente y
Greg supo en ese momento que algo había sucedido.
―Tiene visitas, milord ―anunció sin más―. Lord
Castleford lo espera en la biblioteca desde hace una hora.
Insistió en que no se iría hasta tener una entrevista con
usted.
―¿Castleford? ―Greg repitió frunciendo el ceño. No tardó
en recordar quién era. Sin embargo, era más que extraña su
presencia en su casa―. Supongo que le mencionaste que
hoy celebraba mi matrimonio.
―Fue lo primero que le informé, debo decir que no le
importó en lo más mínimo ―respondió el mayordomo
sintiendo una profunda aversión hacia lord Castleford.
―Qué extraño, no me gusta nada ―murmuró Gregory,
resopló y miró a Emma―. Ve y espérame en nuestra
habitación…
La mirada de Emma fue más que significativa, no iba a
moverse.
―Está bien, acompáñame, pero no reveles tu identidad
en frente de ese sujeto. El conde de Castleford es de ese
tipo de hombres que tienen una pésima opinión acerca de
las mujeres como tú ―informó comenzándose a quitar las
prendas que lo abrigaban y que Quinn recibía en silencio.
―¿Con demasiada personalidad? ―interpeló Emma
alzando una ceja e, imitando a su esposo, también comenzó
a despojarse de sus prendas más abrigadoras, y le entregó
el frasco de confiture de lait al atento mayordomo.
―Con cerebro y voluntad… que es casi lo mismo,
querida. ―Se aclaró la garganta y se dirigió a la biblioteca
dando grandes zancadas, Emma iba a la zaga siguiendo sus
pasos con premura.
Ravensworth abrió la puerta y al interior de la estancia se
encontró a lord Castleford junto con otros cuatro hombres,
que parecían ser sus lacayos y estaban a la espera de su
llegada. El conde leía uno de los libros de su biblioteca
mientras que sus acompañantes estaban de pie en postura
marcial. Gregory se acercó hasta quedar frente al conde.
Emma, en su papel de diligente secretario, como siempre,
tomó lugar a una distancia prudente de su señor.
―Buen día, lord Castleford. Hace mucho que no hemos
coincidido ―saludó Greg con voz monocorde. El hombre
cuyas canas evidenciaban que, aunque había envejecido de
golpe desde la última vez que lo vio, seguía siendo un
hombre fuerte y vigoroso. El conde, con parsimonia, dejó su
lectura de lado y se levantó con ayuda de su bastón, que lo
usaba más como un accesorio que le otorgaba distinción
que por necesidad física. Miró a Greg a los ojos y dio una
leve inclinación como respuesta.
―Lord Ravensworth. En efecto, creo que la última vez
que lo vi fue hace un poco más de un año, en el funeral de
Cristopher ―contestó mirando de soslayo al hombrecillo de
gafas y coleta larga y rubia que seguía al duque.
―Me temo que no voy a ofrecerle nada de beber, quisiera
no perder el tiempo con los buenos modales, dado que me
acabo de casar y quiero celebrar de un modo más privado
con mi esposa ―anunció directo, sin siquiera hacer amago
de tomar asiento frente a su inoportuna visita―. ¿A qué le
debo el honor de su presencia en mi hogar?
Castleford le dedicó una sonrisa que no evocaba ni
simpatía ni cordialidad. Era un gesto lleno de cinismo.
―Oh, en realidad se trata de algo muy simple, me lo voy
a llevar arrestado para llevarlo mañana ante el magistrado
―respondió sin que se le moviera un músculo de su rostro.
―¿Ah sí? ―cuestionó Greg, altanero. Avanzó un paso
hacia Castleford, mas en su interior miles de preguntas se
agolpaban sin respuesta―. ¿Y cuál es el crimen que
supuestamente he cometido?
―El más antinatural, indecente y detestable crimen de
todos, Ravensworth. ―Hizo una pausa dramática, volvió a
mirar por un segundo al hombrecillo de gafas, y luego volvió
su atención hacia el duque, intentando medir la reacción del
él, mas era impenetrable―. Sodomía.
Gregory rio a carcajadas. Jamás le habían dicho algo tan
ridículo en su vida. Sabía que era una acusación seria, podía
ir a la horca, pero le pareció absolutamente inverosímil.
―No sabía que usted era aficionado a las bromas, lord
Castleford ―replicó entre risas―. Es un presente de bodas
bastante retorcido de su parte, pero, ¡hombre!, nunca están
de más las risas.
Sin embargo, a Emma aquella acusación no le hacía
gracia. Observaba a Castleford, el hombre ni se inmutaba,
pero no disimulaba darle severas miradas de reojo a ella.
―Sabe muy bien que no soy un hombre particularmente
inclinado a este tipo de humor, Ravensworth ―replicó
severo―. Esto no es una estúpida broma. Será un placer
liberar a su esposa del asqueroso suplicio de yacer con un
molly[4]. Estoy seguro de que algún día ella me lo
agradecerá. Llévense al duque, muchachos, y que nadie
intervenga ―ordenó con un tono glacial.
Tres de los hombres que acompañaban a Castleford se
acercaron a Gregory, amenazantes. Uno llegó al lado de
Emma, que se había mantenido impertérrita en un rincón.
Al verse rodeado, Gregory dejó de reír. Miró hacia donde
estaba Emma, verla siendo objeto de amenaza lo puso en
alerta. En medio segundo, ya no había rastro del hombre
que se carcajeaba sin parar.
―Se está extralimitando con su broma, Castleford
―advirtió Gregory severo, calculando sus posibilidades de
escapar junto con Emma. No tenía más alternativas, el
conde iba en serio―. Por favor, retírese de mi casa.
―Yo nunca hago bromas ―sentenció Castleford,
avanzando un paso más, quedando a tan solo un palmo de
distancia de Ravensworth―. Y más le vale acompañarnos
por las…
Gregory decidió que ya había sido suficiente. No dejó que
la avanzada edad del conde fuera disuasorio.
Sin dejar que Castleford continuara con sus palabras, le
asestó un golpe directo a la nariz, haciendo que el viejo
retrocediera. Los otros tres hombres no necesitaron
órdenes, se abalanzaron sobre Greg para reducirlo.
―¡Greg! ―exclamó Emma, sintiendo que el pánico
atenazaba sus entrañas al verlo en peligro. El hombre que
estaba cerca de ella intentó asirla del brazo, pero fue más
rápida y le propinó una certera patada en la entrepierna,
dejándolo en el suelo retorciéndose de dolor.
―¡Que ese hombre no escape! ¡También lo necesitamos!
―demandó Castleford, quien cubría su sangrante nariz con
un pañuelo―. ¡Llévense a Ravensworth!
Gregory luchaba, golpeaba con potencia la quijada de
uno, el abdomen de otro, pero su ataque era entorpecido
por el tercero, quien le asestó un feroz golpe en la espalda
que le hizo perder el equilibrio y le quitó el aire de los
pulmones.
―¡Suéltenlo, hijos de perra! ―gritó Emma, dándole con
una licorera al que atacó a Greg, pero el conde la hizo
tropezar con su bastón y en vez de darle en la cabeza, le
golpeó torpemente en la espalda, haciéndola caer de bruces
en el proceso.
Un puntapié en el abdomen la ovilló de dolor y le hizo
perder la respiración. Otra patada en la cabeza la dejó
sumida en la oscuridad. El hombre que ella había golpeado
en la espalda había cobrado su venganza con demasiada
prontitud.
―¡Emm! ―exclamó furibundo Ravensworth, volviendo al
ataque, pero cuatro hombres contra uno era demasiado.
Entre empujones, golpes de puños y pies que propinaba, no
pudo evadir el golpe de gracia que le asestó el mismo conde
en la cabeza con el mango de plata de su bastón, dejándolo
inconsciente.
―¡Lord Ravensworth! ―escuchó Castleford. Era el
mayordomo que en ese momento abría la puerta y, al ver la
situación, quedó perplejo y paralizado―. ¡Santo cielo!
―¡Vámonos! ―apremió el conde. No obstante, al ver que
sus hombres no estaban en tan buenas condiciones como
para llevarse a Ravensworth y su asqueroso amante,
decidió―. Llévense al duque, ya atraparemos a este otro.
¡Rápido!
Entre los dos que estaban en mejores condiciones,
tomaron a Ravensworth, otro se abrió paso como puesto de
avanzada y atacó al mayordomo con un puñetazo en el
rostro que lo dejó en el suelo. El conde salió de la biblioteca
encabezando la procesión que se llevaba a Gregory a
rastras, mientras que el último hombre iba a la retaguardia,
adolorido por el castigo que infligió Emma a sus genitales.
La puerta principal se cerró dando un gran estruendo.
El chasquido de un látigo, cascos de caballos, las ruedas
de un carruaje.
Silencio.
Quinn se levantó, atontado, sobándose la mandíbula y
escupió sangre. Trastabillando, se acercó a su señora que
yacía en el suelo, inmóvil.
Demasiado inmóvil.
―¡Jesucristo! ¡No! ¡Lady Ravensworth! ―Con sumo
respeto, intentó despertar a su señora, su cabeza se movía
laxa. Quinn la tomó con cuidado y su mano quedó
ensangrentada―. Milady… no ―susurró con la voz
estrangulada, intentando conservar la calma―… ¡Ayuda!
―gritó―. ¡Ayuda! ¡Ayuda!
Capítulo XXII
Gregory despertó desorientado, mareado y con un agudo
dolor en la cabeza. Estaba tendido en un suelo que parecía
ser de tierra. Parpadeó con cierta dificultad y, poco a poco,
empezó a acostumbrarse a la penumbra reinante, pero no
era capaz de ver mucho. Solo se podía vislumbrar un hilo de
luz proveniente de la rendija de una puerta, que estaba a
unas tres yardas de distancia y era, probablemente, la única
salida de ese lugar que desprendía un desagradable olor a
moho y humedad. Intentó moverse, pero fue inútil, sus
manos estaban atadas a la espalda, sus tobillos estaban
unidos y, no conforme con ello, también estaba dentro de
una especie de saco que se cerraba alrededor de su cuello.
Quiso hablar, sin embargo, se dio cuenta de que dentro de
su boca tenía un trapo.
¿¡Dónde estaba!?
Su mente no alcanzó a repetir esa pregunta; miles de
imágenes llegaron a su memoria… Emma frente a él
diciendo feliz «sí, lo haré»… Su madre felicitándolo y
deseándole lo mejor para su vida… Él bailando un vals con
su adorada esposa… Grace, preguntándole en secreto si
Emma iba a ser su mamá… Su fuga con Emma vestida de
Emmet… La inoportuna visita de…
¡Castleford!
¡Emma!
Llenó sus pulmones de ese aire fétido. Necesitaba
escapar, pero no debía sucumbir al pánico. Estudió el lugar
donde se encontraba, pero no podía identificar formas.
Comenzó a retorcerse para intentar soltar sus ataduras.
La puerta se abrió y solo se vio una sombra deforme que
se proyectaba en el suelo. Gregory se quedó quieto, alguien
se internaba.
Se trataba del conde de Castleford, su rostro era
iluminado por el candelabro que portaba, lo que le confería
un aspecto tétrico. A medida que el conde se adentraba en
la estancia, Gregory se dio cuenta de que estaba en una
especie de almacén vacío. Lord Castleford quedó de pie
frente a él, mirándolo desde arriba y sus labios se curvaban
en una siniestra sonrisa.
―Veo que mi ilustre huésped ha despertado ―ironizó el
conde. Todo estaba saliendo de acuerdo a su plan… bueno,
casi todo. La mirada del duque destilaba ira, lo cual lo
regocijó; el infeliz estaba sufriendo―. Mañana lo llevaremos
temprano frente al magistrado. Debo reconocer que su fama
pugilística le hace justicia, pudo ofrecer una digna pero
inútil resistencia a mis hombres. Reconozco que lo
subestimé, debí emplear más personas para poder
apresarlo junto con su amante. De momento, me tendré que
conformar solo con usted, ya atraparé a su… ¿secretario?
―se burló cáustico.
Gregory solo lo miraba fijo, no iba a darle la satisfacción
de verlo retorcerse en vano, clamando por su libertad.
―Mis hombres lo vigilarán durante toda la noche, así que
le recomiendo que no intente escapar. ―Alzó el candelabro
y se paseó por toda la habitación, revelando que en el lugar
solo había una silla y una mesita al lado de la puerta―.
Como puede ver, hemos tomado las medidas pertinentes
para no facilitar su fuga, pero si llega a tener la mínima
suerte de liberar sus ataduras y se deshace del hombre que
lo vigilará aquí adentro, le advierto que será inútil, afuera
hay tres guardias que se turnan para vigilar la salida. Le
recomiendo que duerma y guarde energías para intentar
defenderse mañana.
Dicho esto, el conde salió de la estancia. Un hombre
entró y se sentó en la silla, sobre la mesita dejó una
palmatoria y se dispuso a leer.
Gregory se quedó pensativo, intentando entender su
situación. Por algún motivo enfermo y definitivo, Castleford
lo quería vivo, de lo contrario, ya sería comida de peces en
el Támesis. Todo confirmaba que de verdad iba a llevar a
cabo su acusación de sodomía.
¿Por qué? Apenas lo conocía. Como mucho, había
hablado con él dos veces. Nada los vinculaba a excepción
de Cristopher, quien fue un hombre alegre y jovial a la hora
de divertirse. Un buen muchacho que había fallecido hacía
un poco más de un año por la sífilis. Él fue el segundo
miembro del grupo con el cual salía de juerga en sucumbir a
esa mortal enfermedad.
Respiró hondo y analizó sus posibilidades de escape.
¿Qué era lo más conveniente? ¿Intentar una fuga o esperar
la oportunidad? Debía admitir que la primera opción era
imposible, ni siquiera podía mover sus muñecas, el saco
entorpecía cualquier movimiento. Y si por algún prodigio
celestial lograba liberarse, tal vez podría reducir al guardia
de la puerta, pero con el resto…
En ese momento, era más sabio esperar, confiar en que
Emma estuviera bien y que su familia iba a hacer todo lo
posible por encontrarlo.
No debía temer, comenzó a pensar en qué iba a decir
frente al magistrado, cómo se iba a defender, puesto que
una acusación de esa envergadura no se presentaba si no
existían pruebas contundentes, y él estaba seguro de que
ese no era el caso… Castleford bien podía presentar
testimonios falsos. Él, por su parte, podía argumentar que
estaba recién casado y que en tiempos pasados fue un
consumado y conocido mujeriego…
Sus pensamientos volvieron a Emma y, la imagen de ella
siendo golpeada, hizo que se le encogiera el estómago. Su
esposa era la mujer más valiente que había conocido en su
vida, pero también la más impulsiva del mundo. Los
hombres de Castleford se habían ensañado con su castigo
porque estaban seguros de que ella era un hombre y, para
peor, molly. Repitió su ruego al cielo para que ella estuviera
bien.
Inspiró hondo.
Emma debía estar bien.
Tenía que estarlo.

*****

―Ya está descansando ―anunció Adrien saliendo de la


habitación de Emma. En situaciones así, agradecía los
conocimientos que había obtenido en la guerra tratando a
los heridos. Iris y Celia esperaban afuera en una intranquila
serenidad.―. Tiene una costilla rota que, por suerte, no le
perforó el pulmón, y también un corte en la cabeza que
requirió de un par de puntos. Le di un poco de láudano para
que descansara sin sentir dolor, de lo contrario, habría
salido corriendo a buscar a Ravensworth.
―¡Dios Santo! ―se lamentó Celia, sintiendo angustia y
alivio en partes iguales. Su hija estaba fuera de sí cuando
llegaron a Westwood Hall, habían tenido que sostenerla
entre tres para que entendiera que no se podía hacer nada
si ella no hablaba.
―¿Dijo algo más? ―interrogó Iris preocupada.
Adrien dio un profundo suspiro y negó con la cabeza.
―Nada más de lo que ya sabemos. Todo lo que tenemos
es lo que nos dijo cuando se tranquilizó y la información que
nos entregó Quinn. ¿Angus no ha vuelto con Daniel de la
residencia de Castleford? ―preguntó Adrien.
―Sí, pero, tal como supusimos, el infeliz no estaba
―contestó Iris, sintiendo en su alma una furia que era
contenida solo porque no podía perder la cabeza ante esa
calamidad de proporciones bíblicas.
―Hubiera sido demasiado obvio que Castleford
mantuviera cautivo a Greg en su propiedad ―señaló Adrien
alzando sus cejas con cierta ironía. Iris lo fulminó con la
mirada―. Pero, lógicamente, no se perdía nada con probar
―repuso sabiamente.
―¿Qué es lo que haremos ahora? ―intervino Celia. Si
bien Ravensworth no era santo de su devoción, era el
hombre que hacía feliz y aceptaba a su hija. La situación,
por supuesto, no le alegraba.
―Creo que debemos llamar a un abogado, urgente
―respondió Adrien―. Si Castleford cumple con lo que
anunció, mañana va a estar llevando a Ravensworth a la
corte de Bow Street para interponer su denuncia. Greg
necesita que alguien lo libere bajo fianza y que después lo
defienda ante el gran tribunal de Old Bailey. ―Iris ahogó un
grito incrédulo, no podían enjuiciar a su hijo, era inocente.
Adrien, con pesar, explicó con crudo realismo―: Lo están
acusando de un delito grave, Iris, implica una pena de
muerte si todo sale mal. Dudo que el magistrado desestime
el caso presentado por un par del reino.
―¿Y si hacemos la guardia en la corte para impedir que
vaya a ese lugar en primer lugar? ―propuso Iris, bajo la
lógica que, sin Greg, el conde no podía hacer la denuncia.
―Castleford fue con cuatro hombres para apresarlo y no
fue fácil. Estoy seguro de que va a tomar sus precauciones,
Iris. ¿Y si van armados? ¿Y si alguien, cualquiera de
nosotros, sale herido? O, peor aún, ¿muerto?
Adrien tenía razón, las posibilidades de que todo saliera
mal eran muy altas.
Todos se quedaron en silencio. Era una calle sin salida…
más bien, sin salidas fáciles.
―No debemos perder tiempo, entonces ―determinó Iris
de súbito―. Y sé quién nos puede asesorar… Celia, por
favor, quédate con Emma por si despierta. Ella no debe
moverse con esa costilla rota. Nosotros nos encargaremos
del resto.

*****

―¿¡Sodomía!? ¿¡Lord Ravensworth?! ―interpeló perplejo


August Montgomery. Todo Londres conocía la antigua fama
de mujeriego del duque y no tenía sentido el delito por el
cual lo habían apresado.
Iris solo pensó en el señor Montgomery al surgir la
necesidad de contratar un abogado, él ya había ganado una
connotada reputación haciéndose cargo de casos en los
cuales era incierto el resultado del juicio para el acusado.
Montgomery se quedó dubitativo por unos segundos. Su
esposa, Minerva, en silencio y atenta a la conversación, les
servía té a Iris y a Adrien.
―¿Podrá tomar este caso? ―preguntó Iris con voz
temblorosa, si eso no sucedía, tenía que esperar hasta el día
siguiente para conseguir otro abogado.
August, silente, rearmaba mentalmente su agenda de los
casos en lo que estaba trabajando. Esbozó una sonrisa
imperceptible, que solo notó Minerva, a su esposo le
gustaban los desafíos.
―Es lo mínimo que puedo hacer por usted, lady
Grimstone ―resolvió August después de un segundo―, ha
sido una de las principales benefactoras de la fundación
educativa de mi cuñada.
―Gracias, señor Montgomery.
―Es un placer. ―Le sonrió con bondad―. Bien, necesito
toda la información posible. Minnie, querida, necesitaré tu
ayuda.
―Por supuesto ―respondió solícita. Se dirigió al escritorio
que estaba en la estancia, y preparó papel, tinta y pluma
para escribir.
―Mi caligrafía es horrorosa y luego no entiendo lo que
escribo, y mi esposa suele tener una percepción diferente
de lo obvio ―explicó a Iris con una cuota de orgullo―. Bien,
lady Grimstone, ¿sabe si Castleford conocía previamente a
Ravensworth?
Iris se quedó pensativa, si Greg lo había conocido antes
de su redención, era información que no manejaba.
―No, que yo sepa. La última década poco y nada supe de
sus relaciones interpersonales. Siempre me enteraba de sus
escándalos por medio de los rumores y pasquines de
cotilleos.
―¿Deudas? ―prosiguió August.
―No, ha saneado sus deudas los últimos meses
―respondió Iris―. Estoy segura de que no le debe dinero a
nadie.
―¿Mujeres?
Iris se encogió de hombros. Minerva, sin dejar de
rasguear sobre el papel con su pluma, dijo:
―Tengo entendido que Castleford ha sido viudo los
últimos quince años. Y, si hubiera tenido una amante, todos
nos habríamos enterado, como siempre pasa con los
secretos a voces.
Montgomery resopló.
―Tal parece que todas las respuestas nos las tendrá que
dar su excelencia. Mañana me apostaré en la corte desde su
apertura para tomar el caso en cuanto el magistrado dicte
su resolución respecto a la denuncia de Castleford.
Necesitaré que alguno de ustedes me pueda acompañar
para que se pueda pagar una eventual fianza.
―Yo iré con usted ―respondió Adrien antes de que Iris
abriera la boca. No iba a permitir que su esposa atravesara
por esa experiencia en la cual iba estar impotente mientras
acusaban a su hijo. Prefería que esperara en casa con
Grace, quien, afortunadamente, creía que su padre estaba
de luna de miel.
―Estupendo. Mañana llegaré a las nueve y media al
número cuatro de Bow Street. El magistrado de turno inicia
sus audiencias a las diez.

*****

Gregory sentía todo el cuerpo adolorido, no sentía sus


brazos ni sus piernas. A tan solo una yarda de distancia
yacía Emma ovillada. Un charco de sangre comenzó a
extenderse sobre el piso hasta alcanzarlo. Quería moverse,
tocarla, despertarla.
«¡Emma!», gritaba su mente, su garganta estaba
cerrada, no podía emitir ningún sonido. La sangre lo
empapaba, podía sentir su olor metálico mezclado con el
perfume de violetas que ella siempre usaba.
«¡Emma! ¡Emma!».

―¡Despierta! ―Un puntapié en la espalda lo sacó de


golpe de esa horrenda pesadilla. El cansancio lo había
derrotado y se durmió a pesar de estar atado y amordazado.
Gregory abrió los ojos. Su guardia no era el mismo tipo
que lo estuvo vigilando antes de quedarse dormido, y
estaba acompañado por otro, ambos estaban armados. La
habitación seguía estando a oscuras, pero ahora entraba
por la puerta una luz que le confirmaba que ya era de día.
Sin mediar palabras, el esbirro de Castleford rasgó la tela
del saco y lo liberó de ese confinamiento que entorpecía sus
movimientos. Entre los dos hombres, cortaron sus ataduras
y Ravensworth dio un aullido de dolor que era amortiguado
por el trapo que le tapaba la boca. Sus músculos estaban
agarrotados, ni sus brazos ni sus piernas le obedecían. Se
encontraba completamente tullido; condición que ambos
hombres aprovecharon para ponerle grilletes en muñecas y
tobillos. Le sacaron el trapo de la boca y le dieron un poco
de agua, que para Ravensworth fue un verdadero alivio.
Sintió el sabor de su propia sangre junto con el agua, y solo
en ese instante fue consciente del corte que tenía en el
labio, al notar que este estaba inflamado.
―¡Camina! ―Fue la lacónica orden que Greg intentó
acatar, mas al dar el primer paso, trastabilló y cayó al suelo.
Sus brazos estaban tan agarrotados y tensos que no
pudieron obedecer la instintiva orden de protegerlo de la
caída.
Los hombres rieron con crueldad. Lo tomaron de las
axilas y lo arrastraron al exterior. La luminosidad lo
encegueció por unos instantes, el día estaba gélido y
soleado, parpadeó y pronto se acostumbró al brillo del sol.
Se dio cuenta de que había estado encerrado en una
especie de bodega y ahora estaba siendo conducido hacia
un carruaje negro que lo esperaba en medio del patio. Había
dos hombres apostados en la parte trasera del coche y uno
acompañaba al cochero, todos estaban armados con
escopetas y dagas. Una vez más, sus posibilidades de eludir
su confinamiento eran nulas.
Lo subieron al interior de la cabina, a la postre, sus
guardias hicieron lo mismo. No había señales de Castleford.
Sentado y escoltado por esos dos hombres, Gregory
comenzó a sentir sus extremidades, y la sensación de
parálisis remitió poco a poco. Al cabo de una media hora, ya
podía mover sus dedos a voluntad. Sin embargo, ese alivio
fue efímero, esa sensación de no ser dueño de sus
movimientos se esfumó solo para dar paso al dolor de la
golpiza que le habían propinado; abdomen, mandíbula,
espalda, piernas. Se miró los nudillos y los tenía magullados
y ensangrentados.
Volvió a pensar en Emma, volvió a rezar, implorando a
Dios que su esposa estuviera bien. Ella no era una mujer
débil, pero tan solo recordar los golpes que le propinaron
con saña hacía que el corazón se le acelerara y un sudor frío
se extendiera en su espalda.
No le importaba su porvenir, lo único que quería era tener
la certeza de que su esposa no hubiera sufrido
consecuencias más graves.
―Llegamos ―anunció uno de los hombres. Greg no supo
cuál de los dos fue, ni le importó.
Le ayudaron a bajar del carruaje para que no cayera por
los grilletes que apresaban sus pies, los cuales estaban
unidos por una cadena cuya longitud apenas le permitía dar
un pequeño paso.
Greg miró a su alrededor, confirmó que Castleford había
cumplido con su palabra, estaban frente a la corte de Bow
Street.
―Mis hombres han sido puntuales, magnífico ―dijo
Castleford a sus espaldas, y pronto ya estaba frente a él,
observándolo con una sonrisa que, si la hubiera visto en
otra circunstancia, podría interpretarse como una de
felicidad, pero en ese instante, era escalofriante. A
Ravensworth lo descomponía que una persona sintiera
placer por apresar a otra que era inocente. Greg, sin
entender todavía las motivaciones de Castleford por
denunciarlo, optó por el silencio. El conde continuó―: No se
preocupe, será rápido, pronto estará en casa.
Gregory miró con los ojos desorbitados a Castleford. ¿Qué
clase de broma enferma era aquella?
―Aunque dudo que su esposa quiera recibirlo en su cama
sabiendo que es un sucio molly ―agregó el conde
rezumando sorna.
El salón de la corte, a la diez de la mañana, ya estaba
lleno de personas. Ravensworth estaba en medio de
víctimas, guardias y delincuentes que esperaban a ser
juzgados en primera instancia. El magistrado escuchaba los
testimonios tanto del acusador como del acusado, que eran
escritos por el secretario. Con esos antecedentes, decidía.
Algunos casos eran desestimados, otros tendrían veredicto
al día siguiente, y muy pocos eran remitidos al gran tribunal
de Old Bailey.
La esperanza de Gregory era que su acusación fuera
desestimada.
Una hora después, Ravensworth estaba en el banquillo de
los acusados frente a sir James Coburn, magistrado de Bow
Street, quien presidía el lugar sentado en su escritorio. El
hombre tenía su cabello entrecano, mirada severa y una
barriga prominente. No importaba cuántas denuncias se
presentaban ante él; su atención era implacable. Le dio su
venía a lord Castleford para que diera su testimonio.
―Antes que nada, sir James, debo aclarar que el motivo
de mi denuncia es puramente impulsado por mi deber
ciudadano. No podía quedarme sentado y no hacer nada
frente a un delito tan repugnante y antinatural. Se debe dar
un castigo ejemplar, sin importar si el acusado es un par del
reino, un duque, menos que nadie, dada la influencia que le
brinda su título en la sociedad.
»El delito por el cual denuncio a Gregory Montague,
duque de Ravensworth, es el de sodomía. En este momento,
tengo un testigo que asegura que el duque fue avistado en
un privado de una casa de mollies llamada «El cisne
blanco». También tengo otro testigo que asegura que vio al
duque de madrugada junto a su secretario teniendo un
encuentro carnal en Hyde Park.
―¿Sus testigos están aquí? ―inquirió sir James.
Castleford asintió. Los testigos se presentaron y
describieron en mayor detalle los hechos que había
señalado el conde. Gregory observaba, sin transparentar
ninguna emoción, a los sujetos que prestaban testimonio.
Jamás los había visto en su vida.
Maldijo el momento en que visitó «El cisne blanco», pero
él solo había ido a mirar. Eso no constituía delito ―pero sí
un precedente que ahora lo estaba condenando―. Lo más
complicado de aclarar era lo que mencionaban sobre Hyde
Park. Era probable que lo hubieran visto con Emma aquel
día en que se escaparon a escondidas y tuvieron un
encuentro que casi pasa a mayores. Cualquiera que los
hubiera visto de lejos habría creído que estaba penetrando
a un hombre. Esa noche estaba seduciendo a su prometida,
él estaba apresándola por la espalda contra el tronco de un
árbol.
No importaba lo que dijera, era su palabra contra la de
Castleford y Emma no estaba ahí para rebatir el testimonio
que lo incriminaba.
El magistrado, después de escuchar a los testigos, miró a
Gregory.
―El acusado, ¿cómo se declara?
―Inocente, señor ―respondió Ravensworth con aplomo.
―Me lo temía ―murmuró el magistrado―. Entonces,
presente su defensa ―conminó a declarar con un gesto
hecho con su mano.
―En primer lugar, señor magistrado, debo asegurar que
mis inclinaciones sexuales son, exclusivamente, hacia las
mujeres. Es más, el día de ayer contraje matrimonio con la
señorita Emma Cross, ahora llamada Emma Montague,
duquesa de Ravensworth…
―Matrimonio que no ha sido consumado ―apostilló
Castleford casi con regocijo.
Ravensworth se aclaró la garganta. «Imbécil
manipulador», pensó con acritud.
―Felizmente lo hubiera consumado de no ser por el
conde, quien me tomó prisionero cuando pretendía
hacerlo… ―continuó Greg con voz monocorde―. En fin,
respecto a mi visita a la casa llamada «El Cisne Blanco», eso
ocurrió en el mes de noviembre y, en cierto modo, es
verdadera y fue puramente con fines académicos. Que haya
estado en un privado, observando, no constituye ningún
delito. Según el testimonio presentado por el señor. ―Le
dirigió una significativa mirada al testigo―, solo puede
afirmar que estuve ahí, pero no hice nada más que
observar.
»Y, en lo referente al segundo testimonio, puedo asegurar
que es completamente falso. Podría presentar testigos que
puedan refutar aquella acusación.
Sir James asintió. Miró de reojo al secretario, que estaba
terminando de transcribir las declaraciones de ambas
partes. Esperó unos segundos hasta que el hombre alzó su
cabeza, atento a cualquier intervención.
―Bien. ―Tomó la palabra sir James―. El delito por el cual
lo están acusando, su excelencia, es de suma gravedad y,
de resultar culpable, arriesga una condena que puede ir
desde tres años de presidio con trabajos forzados, hasta la
pena de muerte. Tampoco puedo desestimar el caso porque
lo ha presentado un par del reino y con testigos que han
declarado en su contra. Por lo tanto, y dado que esta corte
no tiene jurisdicción para emitir una sentencia, es que esta
acusación será remitida al tribunal de Old Bailey. Se
establece una fianza de quince libras, de lo contrario,
esperará su juicio en la prisión de Newgate.
El magistrado dio por terminada la sesión.
Y las esperanzas de Greg se hundieron en un abismo.
Dos guardias tomaron a Gregory, lo sacaron de la sala de
audiencias y lo escoltaron hacia una celda para esperar
junto a otros acusados a ser enviado a Newgate.
Castleford se retiró conforme con el dictamen, pero no
estaba del todo satisfecho. Para su tristeza, Ravensworth
actuó con orgullosa sumisión. No hubo gritos, espectáculos
desagradables, ni inflamadas y desesperadas declaraciones
o justificaciones. Estaba sorprendido, el duque había
recibido la sentencia con dignidad.
Daba igual, en Old Bailey se iba a dar la verdadera
batalla. Y mientras eso sucedía, la vida de Ravensworth se
iba a desmoronar como un castillo de arena asediado por el
mar.
Capítulo XXIII
Un tintineo metálico proveniente de un manojo de llaves
transformó el nervioso silencio en una tensa expectación. La
puerta de la oscura celda se abrió. Ravensworth, de
inmediato, alzó la cabeza y miró en esa dirección, al igual
que las otras tres personas que estaban en la misma
situación que él, privados de libertad y esperando a ser
trasladados a Newgate.
Un corpulento guardia entró y los examinó a todos dando
un rápido vistazo. No fue difícil distinguir a su objetivo, era
el único que vestía un elegante traje a la medida.
―¿Su excelencia? ―interpeló con mirada inquisidora.
Gregory asintió con la cabeza―. Haga el favor de ponerse
de pie ―ordenó con cierta deferencia. Gregory obedeció, el
guardia se dispuso a quitarle los grilletes de las muñecas y
los tobillos―. Han pagado su fianza, puede marcharse.
En ese momento, la expresión de Gregory fue de absoluta
sorpresa, no había pasado ni siquiera una hora esperando
en esa celda.
El guardia lo escoltó hasta la salida de la zona de los
calabozos y, tras cruzar el umbral, Greg divisó a lord
Grimstone que estaba esperándolo. Su rostro estaba muy
serio y hablaba con un hombre alto, cuyo porte solemne y
relativa juventud le confería un aspecto severo. Sin
embargo, al reparar en su presencia, los rostros de ambos
se transformaron; el esposo de su madre sonrió
evidenciando felicidad y alivio, y el hombre que lo
acompañaba esbozó una cálida sonrisa amable.
Gregory avanzó rápido, casi corriendo y, al llegar a ellos,
solo preguntó:
―¿¡Emma!? Por favor, dígame que está bien ―rogó con
la voz quebrada, aferrándose a los antebrazos de
Grimstone, sin importarle lo que pudiera pensar el
desconocido que lo acompañaba―… dígame que está sana
y salva... se lo supli…
―Tu esposa está bien, muchacho ―interrumpió Adrien el
desesperado interrogatorio de Greg, intentando imprimir
toda la serenidad que podía en su tono de voz para
tranquilizarlo―. Solo tiene una costilla rota y tuve que
suturarle su cabeza con un par de puntos ―especificó.
Ravensworth entreabrió la boca para blasfemar, pero Adrien
lo atajó―. Ella está bien, muchacho, en unas cuantas
semanas estará del todo recuperada. Emma es una mujer
fuerte, la tuve que sedar para que no saliera corriendo a
levantar cada piedra de Londres para encontrarte. Hace un
rato enviamos a un mensajero avisando que ya estás libre.
Ella está bien, esperándote en casa ―insistió lord
Grimstone.
Gregory entornó los ojos con profundo alivio, y solo en
ese instante se permitió respirar. Las piernas le flaquearon y
trastabilló. Lord Grimstone y el otro hombre que lo
acompañaba se apresuraron a contenerlo sin decirle una
palabra, actitud que el duque agradeció.
Tras unos segundos, Gregory se recompuso y enderezó su
espalda, ignorando el dolor sordo que le recorría la columna
producto de su inclemente cautiverio.
―Ravensworth, te presento al señor August Montgomery.
―Greg hizo una leve inclinación como saludo, gesto que
replicó el abogado―. Cuando Emma nos contó lo sucedido,
de inmediato decidimos llamar a August, quien aceptó sin
reparos asesorarnos legalmente con este problema. Gracias
a él pudimos acelerar el pago de la fianza y tu liberación, de
lo contrario, habrías tenido que esperar muchas horas más.
―Entiendo. ―Le ofreció la mano a August. El abogado
respondió con un apretón seguro―. Muchas gracias, señor
Montgomery, por todo lo que ha hecho. Pensé que iba a
estar encerrado un par de días. No es fácil conseguir un
abogado desde el interior de la cárcel.
―No es nada ―desestimó modesto―, es un placer haber
accedido a la petición de lady Grimstone. ―Sonrió con
bondad, algo extraño en un abogado. Greg no dudó de su
integridad. Su sentido para juzgar a las personas rara vez
fallaba en el último año―. Me temo que su excelencia debe
estar agotado y desea volver con su esposa. Yo debo
comenzar a trabajar con la información que he recabado
durante la presentación de la demanda. Si le parece bien,
mañana nos podemos reunir para comenzar a preparar su
defensa. La fecha del juicio nunca se sabe con demasiada
antelación, bien podemos tener una semana o un mes.
Gregory, agradecido por quitarse un peso de encima,
asintió con un gesto decidido.
―Me parece estupendo. Lo esperamos mañana en
Westwood Hall, ¿a la hora del té? ―propuso Greg.
―Será perfecto ―aceptó August.
Los tres hombres se separaron a la salida de la corte,
August tomó rumbo desconocido. Grimstone y Ravensworth
se quedaron brevemente ensimismados, viendo cómo se
alejaba. De pronto, Adrien le dio una cariñosa palmada en la
espalda al duque, que lo sacó de sus cavilaciones.
―No te preocupes, es un buen abogado, te lo aseguro
―afirmó Adrien convencido―. El año pasado, si lord
Swindon no hubiera muerto durante el juicio, Montgomery
habría ganado el caso para el marqués de Bolton.
Greg frunció el entrecejo, no tenía idea de lo que hablaba
Adrien.
―¿En qué mundo vives, muchacho? El año pasado, Angus
fue apuñalado por el asesino de Swindon cuando lo
reconoció en medio de Whitechapel. Así conoció a mi
Katherine.
Gregory boqueaba como pez. Todavía estaba aturdido y
seguía sin encontrar la conexión entre Angus, Montgomery
y el caso de Bolton. Un año atrás, su existencia era una
verdadera pesadilla y, siendo franco, no le interesaba estar
al tanto de los pormenores de la aristocracia londinense.
―Mientras volvemos a casa te lo contaré todo ―continuó
Adrien en una actitud que era más propia de Iris. Había
cierto brillo de emoción por narrar una buena historia―. Los
hechos son dignos de ser inmortalizados en una novela.
[JPT31]
Greg esbozó una sonrisa, ahora era una persona que
apreciaba las pequeñas cosas de la vida, incluso ese detalle
que Adrien evidenciaba, de algunos hombres que
adoptaban costumbres y maneras de sus esposas, y
viceversa. Se preguntó qué cosas intercambiaría con Emma
con el paso del tiempo.
Por lo pronto, solo quería verla.

*****

Gregory entró a la gran sala de estar de Westwood Hall y


lo recibió una marea de familiares que le dieron abrazos y
besos de bienvenida. Si no hubiera sido por la ausencia de
los niños y de Iris, Greg habría pensado que era una especie
de continuación de su matrimonio que se celebró el día
anterior.
El día anterior.
Santo Dios, solo había pasado un día y él se sentía un año
más viejo con todo lo vivido.
Greg buscó a Emma entre todas esas caras familiares que
lo miraban con alivio y daban muestras de preocupación.
Y la vio.
Sus miradas se cruzaron con absoluta comprensión.
Emma estaba recostada en la otomana con un vestido de
mañana, y su cabello rubio estaba recogido en una suelta
trenza. La misma que se hacía cada noche para dormir, y
que él se encargaba de desarmar para que esa cascada
dorada rozara su piel al ser cabalgado con sensual brío.
Cómo añoró esos maravillosos días previos a la Navidad, en
que se disfrutaron en su paraíso particular.
Greg dejó de divagar. Emma le sonreía con una mezcla de
alivio, felicidad y un poco de culpa; tal parecía que no la
pudieron retener demasiado tiempo en la cama y no se lo
hizo fácil a nadie.
A Ravensworth no le importaba, Emma se veía como una
reina rodeada por sus súbditos, regia, digna… y viva.
Caminó hacia ella y todos se hicieron a un lado para
abrirle paso. Se arrodilló ante su esposa, ignoró la tensión
dolorosa de todos sus músculos protestando. Reverente,
tomó la preciosa cara pecosa entre sus manos y la besó sin
ninguna clase de recato al tiempo que ella le acariciaba la
barba. Era un beso que insuflaba vida, consuelo y
complicidad, y que duró una eternidad enclaustrada en unos
segundos.
―¿Estás bien? ―se preguntaron al mismo tiempo, al
finalizar su beso. Sus rostros expectantes anhelaban una
confirmación.
―Sí ―se respondieron, de nuevo al unísono. Emma
repasaba las magulladuras de su rostro, la costra que se
había formado en el labio que estaba ligeramente hinchado.
Él se veía igual que ese día en que habían vuelto a
encontrarse. Golpeado, cansado, varonil y hermoso.
Se volvieron a besar, sin importarle los mudos testigos
que eran sus familiares, quienes miraban incómodos algún
adorno, la punta de sus zapatos, el largo de sus uñas o el
exquisito detalle de las cortinas de brocado dorado que
combinaba a la perfección con el blanco inmaculado de la
habitación.
Emma gruñó de dolor al inspirar demasiado profundo y
Greg interrumpió el beso, preocupado.
―Es la costilla ―explicó ella intentando disimular la
mueca de dolor que había hecho―. Les expliqué a todos el
motivo por el cual te han acusado ―advirtió en un tono de
secretismo―. Ya saben que era yo el hombre con el que te
han visto… tu secretario.
―No quiero imaginar la cara que pusieron tus padres.
―Ya nada les sorprende demasiado. ―Se encogió de
hombros―. Estamos casados y nada pueden hacer sobre lo
que hemos hecho.
―Todo esto es mi culpa ―se lamentó Greg en una íntima
admisión. Ahora los motivos de Castleford carecían de
importancia para él. No obstante, tenía la duda clavada
como una astilla en el dedo, molesta y punzante―. Algo
debí haber hecho para provocar la venganza del conde…
Porque eso es, una venganza.
―No ―rechazó Emma, negando vehemente con su
cabeza―. Él es el culpable, Greg. Si tú no sabes qué has
hecho para desatar su odio, entonces Castleford está
perdiendo la razón, no lo puedo ver de una manera más
amable.
―De todas formas, debo enfrentar un juicio. Todo lo ha
planificado en extremo detalle… Lo siento, mi gatita.
―Lo enfrentaremos juntos ―decretó ella en un susurro―.
Es lógico que él cree que tu secretario es un hombre, debió
seguirte… seguirnos, para hallar algún sucio secreto.
―Esbozó una sonrisa maliciosa―. Pero se ha equivocado,
¿no?
Gregory asintió, los días previos al juicio no iban a ser
fáciles, pero estaba seguro de que cuando la verdad saliera
a la luz ―con escándalo incluido― todo volvería a su cauce
normal.
―Castleford debe pensar que ha ganado… ―sentenció
Greg.
Un carraspeo los interrumpió. Se habían olvidado del
mundo.
―Bien, creo que todos estamos contentos de que Greg ha
llegado sano y salvo ―estimó Adrien, tomando el rol de
patriarca dado que su esposa estaba en Bellway House con
todos sus nietos―. Es momento dejar a solas a los recién
casados. ―Le dio una elocuente mirada a Emma,
recordándole tácitamente sus instrucciones respecto al
cuidado de sus heridas. Prudencia. Miró al resto―. Si
gustan, los pondré al tanto de todo lo que aconteció en la
corte, acompañado de una buena taza de té junto con Iris,
que debe estar atiborrando de golosinas a los niños.
Todos estuvieron de acuerdo, uno a uno, se despidieron
de Emma y Greg. La numerosa comitiva familiar abandonó
Westwood Hall, dejándolos disfrutar lo que quedaba del día.
Sin embargo, todos, sin excepción, tenían la penosa
sensación de que la luna de miel había terminado.

*****

Y, sin duda, había llegado a su fin.


A la mañana siguiente ―luego de una noche tranquila, en
la cual los recién casados comprobaron lo hermoso y
frustrante que era practicar el amor cortés, que consistía en
castos besos y abrazos[JPT32]―, la realidad se hizo
presente a la hora del desayuno con el titular del The Times,
uno de los periódicos más influyentes de Londres.

LORD RAVENSWORTH, ACUSADO DE GRAVE INDECENCIA.


El día de ayer, la corte de Bow Street se vio convulsionada
de su actividad habitual por una denuncia hecha por uno de
nuestros más ilustres aristócratas. Su señoría, Henry Dankworth,
conde de Castleford, interpuso una acusación de grave
indecencia en contra de su excelencia, Gregory Montague, duque
de Ravensworth, conocido los últimos años por su vida decadente
llena de excesos y libertinaje, y protagonista de numerosos
escándalos que alimentaron sórdidos rumores en los principales
círculos de la vida social londinense.
Durante la denuncia, lord Castleford entregó las pruebas
ante el magistrado sir James Coburn, por medio de dos testigos
que presenciaron distintos actos indecentes que evidencian las
depravadas inclinaciones antinaturales del duque de
Ravensworth.
Para sorpresa de los asistentes, lord Ravensworth admitió
parte de uno de los testimonios entregados, pero alegó su
inocencia con rotundidad, aduciendo que estaba recién casado y
que sus preferencias eran solo hacia el sexo opuesto.
Dadas las graves implicancias del caso ―y tal vez por la
fama que precedía al duque―, sir James no desestimó la
acusación, la derivó al tribunal de Old Bailey y estableció libertad
bajo fianza por quince libras para lord Ravensworth.
A la salida de la corte de Bow Street, lord Castleford declaró
lo siguiente:
«Mi deber como ciudadano y parlamentario es impedir que
esta clase de delitos se cometan a vista y paciencia de la
sociedad. Estas conductas pervertidas e indecentes son
inaceptables y, sin importar si se es un hombre común o un
aristócrata, el castigo debe ser ejemplar. Debe quedar
absolutamente claro que nadie está por encima de la moral y las
leyes de Dios y del hombre.»
Lamentablemente, fue imposible conseguir alguna
declaración de lord Ravensworth, posterior al dictamen de sir
James. Sin embargo, su abogado, el señor August Montgomery, se
limitó a comunicar que el duque solo hablará en el juicio, cuya
fecha todavía es incierta.

Gregory dobló el periódico, no sin sentir cierta molestia.


Le daban ganas de gritar a los cuatro vientos que no era
indecente ―bueno, sí lo era, pero no del modo que lo
acusaban― ni sodomita. Si bien en la nota del periódico no
eran explícitos con el tenor de la acusación, sí dejaba con
claridad que se trataba de sodomía.
―Esta caricatura es muy… gráfica. No me gusta cómo se
burlan de ti ―comentó Emma, frunciendo el ceño ante la
sátira del periódico que ella leía―. Mira.
Arrugando la nariz, le entregó el ejemplar a Greg. En la
caricatura se representaba al duque con los pantalones
abajo, practicando bestialismo con un cisne blanco, que
tenía los ojos desorbitados y cubría el flagrante acto con su
plumaje. Al pie decía: «Solo vengo a mirar».
―No sé si reír o llorar ―dijo Ravensworth, devolviéndole
el periódico a Emma.
―Pues puedes reír y luego los demandas por difamación
―sugirió Emma sin preocuparse demasiado.
Gregory lo pensó por dos segundos.
―No. ―Resopló―. No vale la pena el esfuerzo, ni el
dinero… Después de todo, mi reputación no puede estar
más mancillada ―afirmó Greg dándole una mirada
acusadora a su esposa. Emma abrió la boca, lista para
responder, mas Ravensworth se lo impidió alzando un dedo
y diciendo―: Fueron tus palabras, no mías.
―No es lo mismo que tengas mala reputación por ser un
libertino que por ser un sodomita, amor mío ―replicó con
crudeza―. Solo te pueden condenar a muerte por una, si te
encuentran culpable.
―Eso no sucederá ―replicó Greg, lacónico.
Emma suspiró, una punzada de dolor le recordó su
costilla rota.
―Me dan tanta tristeza aquellas personas que, por ser
diferentes en sus predilecciones, sus vidas se ven
amenazadas ―reflexionó Emma con pesar―. Creo que no
hace daño a nadie lo que hagan en sus dormitorios. Es más,
considero que es mucho más aberrante la pobreza y la
forma de ganarse la vida de la tía abuela de Grace, que dos
hombres que se aman… o dos mujeres.
Greg alzó sus cejas, sorprendido por el sentido de la
justicia y la moral de su esposa, que era muy diferente al de
los demás. ¿Cómo era posible que una mujer salida de un
pueblito del sur de Inglaterra tuviera una forma de pensar
tan poco ortodoxa? No debía asombrarse mucho, tal vez era
porque Emma siempre se quedaba dormida en la iglesia o
porque nunca le hacía caso a su madre… o porque nunca
fue una mujer convencional, su mente veía el mundo de
otra forma. Era impresionante lo parecido que eran sus
formas de pensar.
―Tienes razón, gatita. ―Le tomó la mano y se la besó―.
Recuerda que hoy viene el señor Montgomery para
comenzar a preparar mi defensa.
―Se morirá de la impresión cuando se dé cuenta de lo
fácil que será ganar el juicio. ―Emma rio, imaginando la
cara de Castleford.
Greg sonrió. Pero en su fuero interno no se estaba
tomando el asunto tan a la ligera como aparentaba. No iba
a dormir tranquilo hasta que el jurado diera su veredicto. No
cometería dos veces el error de dar algo por sentado.
Capítulo XXIV
―¡Papá! ―exclamó Grace al volver a su casa dos días
después. Abrazó a Greg con fuerza y él la alzó en brazos―.
Te extrañé mucho. ―Le besó la cara y después ambos
rozaron sus narices.
―Yo también te extrañé mucho, preciosa. ―Miró a Iris,
que estaba embelesada observando la escena―. Gracias
por traerla, mamá.
―Me la hubiera quedado para siempre ―replicó
socarrona―. Pero con todo lo sucedido… preferí que
estuviera con ustedes.
―Siempre piensas en todo… ―Contempló a su madre,
tan fuerte, tan decidida y sabia―. Sabes que te amo,
¿cierto?
―Oh, bribón ―dijo Iris visiblemente emocionada con las
palabras de su hijo, le dio un apretoncito en el antebrazo―.
Lo sé, aunque no me lo decías desde hacía mucho.
―He sido un idiota por muchos años… Lo diré más
seguido ―prometió.
―Eso espero. ―Parpadeó para disipar sus incipientes
lágrimas―. Debo irme, voy atrasada a la reunión que tengo
con lady Rothbury y las demás damas de la fundación. Dale
mis saludos a Emma, querido. Mañana vendré con Adrien.
―Los estaremos esperando.
Iris le dio sonoros besos a Grace y a su hijo, y se marchó
como el vendaval que era.
Gregory miró a su hija, que jugueteaba distraída con su
pañuelo de seda.
―Cuéntame, ¿lo pasaste bien con tus primos? ―preguntó
Greg entusiasmado.
―Sí, jugamos mucho ―respondió todavía ensimismada
con la suavidad de la seda. Alzó su mirada y prosiguió―: Tía
Cadence dijo que tenemos que ir a tomar el té la próxima
semana, ya que no tienes excusa para no visitar a la familia
más seguido porque ya no eres un idiota libertino ―repitió
textualmente las palabras de la hermana de Greg, quien
alzó las cejas y maldijo a Cadence por decir semejantes
cosas en frente de Grace. Había olvidado mencionarle a sus
hermanas sobre la memoria prodigiosa de su hija―. Lo
mismo dijo tía Daphne… ¿Qué es un idiota libertino?
―preguntó inclinando su cabeza con sumo interés.
Greg entornó los ojos. Estaba pagando todos sus pecados
con esa niña que no se le escapaba nada.
―Antes ―puntualizó―, era un hombre que no se portaba
muy bien. Eso es todo lo que diré hasta que cumplas la
mayoría de edad, y eso será cuando tengas ochenta años
―zanjó el tema, mirándola de un modo que no permitía
alguna réplica ingeniosa por parte de su hija.
Grace frunció el ceño.
―Pero ahora te portas bien, ¿cierto?
―Soy un santo ―respondió con convicción.
Grace volvió a inclinar su cabeza, como si estuviera
dilucidando si creer o no.
―¿Haces milagros? ―preguntó inocente.
―No ―contestó Greg, confundido por aquella inusual
pregunta.
―Entonces no puedes ser un santo ―concluyó Grace―.
¿Dónde está Emma? ―preguntó buscándola con la mirada,
cambiando radicalmente de tema.
―Está en el invernadero. ―Respiró fuerte por la nariz, un
poco frustrado por tener que decirle una mentira a su hija―.
Tuvo un pequeño accidente y se quebró la costilla. ―Grace
abrió mucho sus singulares ojos, con temor―. Está bien,
pero no debe hacer fuerza ni tomarte en brazos por un
tiempo ―se apresuró a explicar.
―¿No morirá?
A Greg se le partió el corazón con esa pregunta,
acompañada de unas lágrimas que su hijita contenía.
―No, preciosa, no… Emma está bien, ¿vamos a verla?
Nuestra adorada lady Ravensworth necesita muchos de tus
mimos ―propuso intentando aparentar ligereza en su voz.
Grace inspiró entrecortado y asintió enérgica. Greg le dio
un beso en la frente, la dejó en el suelo con delicadeza, y la
llevó de la mano al invernadero que se encontraba en la
parte posterior de Westwood Hall.
Al entrar, se encontraron con la escena que
protagonizaba Emma al fondo del invernadero; concentrada,
podando unos rosales como si se tratara de un experimento
científico. Todo el lugar necesitaba volver a la vida, había
sido relegado al olvido por demasiado tiempo.
―¡Emma! ―gritó Grace, al tiempo que corría hacia ella.
Hay momentos que se quedan grabados a fuego en la
memoria, y para Greg, la cara de Emma alzando la mirada
ante el llamado de Grace, fue un instante que dejó una
eterna huella en su alma.
En menos de un segundo, Emma soltó las tijeras de
podar, abrió sus brazos para recibir a la pequeña que
contuvo parte de su ímpetu para no hacerle daño. Se dieron
un abrazo apretado, y se colmaron de besos. Emma
adoraba la sensación de tener a la niña en sus brazos y le
encantaba mirar sus ojos verde y azul. Grace adoraba el
aroma y el cabello de Emma, y las pecas que ostentaba en
sus mejillas que eran iguales a las de ella.
―Ahora que tu papá y yo nos hemos casado, me quedaré
todos los días contigo ―anunció Emma tomando de las
manos a Grace―. ¿No es maravilloso?
―Podremos jugar todos los días ―respondió Grace.
―Y saldremos de paseo.
―Y me enseñarás a usar el arco y flecha.
―Y le haremos cosquillas a papá…
―Y… ―Grace no terminó su sentencia.
―¿Qué pasa, Gracie? ―preguntó Emma extrañada.
El mutismo de la pequeña se prolongó por unos segundos
más. Miró dubitativa a Emma y luego a su padre, que se
había unido a ellas mientras se abrazaban.
―Ahora que te has casado con papá… ¿te has convertido
en mi madrastra? ―preguntó inocente.
Emma sintió que, hasta ese preciso segundo, había
estado conteniendo la respiración a la espera de las
palabras de Grace. Sonrió y acarició las manos de la
pequeña con sus pulgares.
―Bueno, sí. Al casarme con tu papá me he convertido en
tu madrastra…
―No me gusta esa palabra, suena como si fueras una
bruja y tú no lo eres ―respondió Grace arrugando su
pequeña nariz.
A Greg le pareció familiar ese gesto.
―No, no suena bonito ―convino Emma, también
arrugando la nariz―. Gracie, tú puedes llamarme como
quieras, como lo dicte tu corazón… Sé que nunca seré como
tu mamita y mi intención no es reemplazarla, porque ella
tiene su lugar en tu vida y tus recuerdos. Ojalá ella
estuviera viva con nosotros… Lo único que te puedo
prometer es que te amaré como si te hubiera albergado en
mis entrañas y haré lo que Lizbeth no pudo; protegerte,
educarte, criarte… Quiero continuar con su legado, y su
legado eres tú. ¿Entiendes?
La joven mente de la pequeña entendió la mitad de lo
que quería decirle Emma, pero aquello no importaba,
porque ella le hacía sentir segura, amada… feliz. Junto a su
papá, Emma le hacía olvidar el dolor de estar sola en el
mundo.
―¿Puedo llamarte mamá Emma? ―preguntó la niña con
ilusión.
Emma asintió con profunda emoción, humilde ante el
título con que la niña la investía.
―Será todo un honor ser tu segunda mamá. ―Le dio un
abrazo y suspiró―. Te quiero mucho, hijita.
―Te quiero mucho, mamá Emma.
Gregory sentía que el pecho se le oprimía. Su esposa y su
hija lo rebalsaban de emociones que poca experiencia tenía
en procesar. Todo se había vuelto intenso con ellas; el amor,
el miedo, la felicidad, la tranquilidad, la preocupación… La
inmensidad de lo que sentía… Ahora entendía a la
perfección a sus padres.
Su mirada se encontró con la de Emma, sus hermosos
ojos grises brillaban de emoción. Ese fue el día en que Greg
confirmó en carne propia lo que ya sabía, pero había estado
demasiado ciego para comprender, que para ser madre no
se necesitaba parir sino tener un corazón generoso e
inmenso como el de su esposa.
Un carraspeo interrumpió la idílica escena. Era Quinn.
―Disculpe la interrupción, su excelencia.
Gregory dio media vuelta y se encontró con el afable
mayordomo que estaba a corta distancia.
―Dígame, Quinn.
―El señor Walter Redford solicita una entrevista con su
excelencia ―informó solícito.
―¿Redford? ―repitió Gregory desconcertado―.
Enseguida voy, que me espere en la biblioteca.
―Como usted ordene.
Greg dirigió su atención hacia su esposa e hija. Grace
estaba aferrada a Emma como si fuera un animalito
asustado.
Se acercó a su hija con cautela y le acarició su suave y
negra cabellera para tranquilizarla.
―¿Qué sucede, preciosa? ―preguntó Greg con suavidad.
La niña no emitió ni una palabra, solo se escondió más en el
pecho de Emma, quien se mecía suave, acunando a su hija,
susurrándole palabras de amor―. Hijita mía, dime qué te
pasa, por favor. Te prometo que no me enojaré.
Grace abandonó su cálido escondite y miró a su padre
con cautela.
―¿El señor Redford no me llevará?
Solo esa pregunta bastó para que Greg y Emma pudieran
comprender aquella repentina reacción de Grace.
―El señor Redford no se llevará a nadie, preciosa
―respondió Gregory.
―Nadie te puede sacar de aquí, hijita ―agregó Emma―.
Seguramente vino por otro asunto.
―¿Por qué no van a visitar a Katherine? Así aprovechan
de probar los arreglos que le hicimos al viejo carruaje ducal
y dan un paseo ―propuso Gregory, Emma comprendió las
intenciones de su esposo―. Se divertirán.
―¿Quieres ir, Gracie? ―preguntó Emma con un
entusiasmo casi exagerado.
Grace asintió, le encantaba lady Corby y su barriga que
se movía. Todos decían que tenía un bebé adentro y que
faltaba poco para que naciera.
―¡Vamos de inmediato! ―animó Emma poniéndose de
pie y tomando de la mano a Grace.
Gregory besó a su hija en la coronilla, y le dio un casto
beso a su esposa. Se quedó mirándolas hasta que salieron
del invernadero. Tomó una honda inspiración y recorrió el
lugar con la mirada, esa estancia pronto iba a volver a
llenarse de vida. Emma estaba tomando el control de
Westwood Hall y en cuanto terminara el asunto del juicio, su
esposa tomaría clases de ciencias, botánica y esgrima, esa
última la tomarían juntos.
Sintió a lo lejos el sonido de los cascos del carruaje ducal.
¿Cuántos minutos habían pasado?, ¿diez?, ¿quince?
Daba igual.
Ravensworth salió del invernadero y se dirigió a la
biblioteca, tenía un mal presentimiento. Desde aquel día en
que Redford le informó acerca de la existencia de Grace, no
había vuelto a tener novedades de él, se lo había tragado la
tierra.
Al entrar a la biblioteca, se lo encontró de pie mirando
por la ventana. Greg se aclaró la garganta para anunciar su
presencia, puesto que el sonido de la puerta no lo sacó de
su ensimismamiento. Redford dio media vuelta, su
expresión era severa.
―Buenos días, señor Redford. ¿En qué lo puedo ayudar?
―preguntó Greg con amabilidad―. Tome asiento, por favor.
―Estoy bien de pie. Gracias, su excelencia ―rechazó con
un tinte de agresividad en su voz.
Gregory fingió que no le importaba, se encogió de
hombros y se sentó en su escritorio, relajado. No le iba a
demostrar que estaba inquieto por su presencia y actitud.
―Usted dirá ―conminó el duque a que Redford fuera al
quid de la cuestión.
―Vengo a llevarme a Grace ―respondió secamente.
Pasaron cinco segundos de silencio en el cual los
hombres se sostuvieron la mirada.
―¿Perdón? ―Gregory se inclinó hacia adelante―. ¿Usted
cree que yo le entregaré a mi hija sin más? ―Redford abrió
la boca para replicar, pero Ravensworth continuó―: No es
mi pupila, es mi hija ―subrayó― y usted lo sabe
perfectamente. Según sé, su esposa no aceptó que usted
fuera el tutor de Grace, porque pensó que ella era una hija
ilegítima suya. No sé cómo pretende llevársela.
―Las cosas han cambiado, tengo que velar por el bien
superior de la niña. Usted no está en posición moral de criar
a Grace ―acusó el abogado―. Es por eso que me la llevaré,
vivirá en mi propiedad campestre. No le faltará nada.
Gregory contó hasta diez para no lanzarse a la yugular de
ese hombre. Sus fosas nasales se dilataban con cada
iracunda respiración.
―Hace un mes, usted no pensaba lo mismo acerca de mi
moral, es de dominio público mi fama de libertino ―aseveró
endureciendo su voz―, ni siquiera le preocupaba quién
custodiaba a mi hija. No le tembló la mano al dejarla en
Whitechapel con su tía abuela que se ganaba la vida como
meretriz. ―Redford alzó las cejas con sorpresa,
evidenciando que desconocía la ocupación de la señora
Archer―. ¿No lo sabía? Grace estuvo a punto de ser violada
y, si no fuera por la señora Archer, que tuvo que soportar el
vejamen de «trabajar» gratis, estaríamos contando otra
historia, ella hizo todo lo que tenía a su alcance para
proteger a mi hija.
»Ahora, dígame, ¿por qué de pronto le preocupa tanto
Grace?, ¿por qué, maldita sea, no tengo moral para criar a
mi propia hija?
―¿No le parece poco ser un molly? ―interpeló Redford
sin delicadeza―. Es suficiente motivo para que ella no esté
cerca suyo. Usted es un ser que no debe ser llamado
hombre.
Gregory entornó sus ojos y resopló conteniendo su ira.
―Así que se enteró de este asunto por la prensa y decidió
dárselas de héroe y quitarme a mi hija ―concluyó
Gregory―. No sé dónde usted estudió leyes, pero hasta
donde yo sé, soy inocente hasta que se demuestre lo
contrario en un juicio.
―El simple hecho de que lo hayan denunciado,
demuestra que no es inocente del todo. Impugnaré la tutela
de Grace en el tribunal ―amenazó―. Mientras tanto, ella se
va conmigo.
Gregory se puso de pie y golpeó la mesa. Se irguió sobre
su imponente altura y miró desafiante al abogado, quien no
le bajaba la vista.
―¡Hágalo! ¡Atrévase a hacerlo! Y yo no responderé sobre
mis actos ―siseó furibundo―. Porque por mi hija soy capaz
hasta de matar, señor. Lo desafío a probar mis límites.
―¿Me está amenazando? ―interpeló Redford con
irritación. Gregory pudo notar que el abogado tragaba
saliva.
Rodeó el escritorio con parsimonia hasta quedar al frente
del abogado. Avanzó un paso, Redford retrocedió.
―No es una amenaza, señor. Es lo que haré si usted se
atreve a precipitarse a tomar alguna acción legal en mi
contra ―respondió en un grave susurro―. Mi hija se queda
conmigo hasta que se demuestre mi jodida inocencia en el
juicio, ¿está claro?
Avanzó otro paso, Redford retrocedió otro.
―¿Y si se demuestra lo contrario? ―contraatacó
intentando mantener el tono firme de su voz.
―Pues estaré en la cárcel o muerto… Y si eso sucede,
Grace no necesitará de su protección, ella no estará sola.
Tiene a mi esposa que la ama como si fuera su sangre.
Tiene una familia completa que la protegerá, yo ya he
velado por ella en mi testamento… No será necesario que la
arranque de las personas que la aman para llevársela a una
casa de campo y esconderla como si fuera un pedazo de
mierda. ―Lo miró de arriba abajo―. Se le agradece cumplir
con la voluntad de lady Castairs, pero eso ya no es asunto
suyo. Retírese de mi vista antes de que pierda la poca
paciencia que me queda.
Sin decir una palabra más, Redford se marchó con la
sensación de haber cometido un grave error. Estaba seguro
de que las amenazas de Ravensworth no habían sido
lanzadas en vano, iba a cumplir su palabra si el impugnaba
la tutela de Grace.
Algo no le terminaba de cuadrar, no debió prestar oídos a
las convincentes palabras de Castleford en el White’s.
Ravensworth, al quedar a solas, reprimió el impulso de
arrasar con todo el mobiliario de la estancia. Bufó como un
toro embravecido, necesitaba ver a Montgomery, ahora él
manejaba todos sus asuntos legales dado que su antiguo
abogado rechazó seguir trabajando para él… Otra
consecuencia de la difamación de Castleford.
Pensar en ese sujeto solo le creaba la imperiosa
necesidad de descargar su ira en alguien.
El club de boxeo le iría bien.

*****

Susurros de Elite, 11 de enero de 1820.


No ha sido fácil la vida de lord R--worth en los últimos días.
La acusación de indecencia grave que pesa sobre él desde el día
6 de enero, ha provocado que se le cierren, prácticamente, todas
las puertas de la buena sociedad.
Ni siquiera puede ir a jugar a las cartas tranquilo sin que
todos le apunten con el dedo ―salvo el grupito de lores y ladies
cuya moral sigue siendo tema de discusión―. También nos ha
llegado el susurro de que un prominente abogado pretendía
impugnar la tutela de la señorita G, quien, como todo el mundo
sabe, es hija ilegítima de lord R--worth.
El infame duque ni siquiera puede practicar algún deporte
sin que haya inconvenientes. Se cuenta que, en el exclusivo club
del señor Ja--son, nadie quiso competir contra él, como si tuviera
algún tipo de enfermedad contagiosa. Solo su primo, el conde de
C--by, se atrevió a dar su apoyo público y ambos ofrecieron un
impecable y justo combate que fue presenciado por decenas de
testigos morbosos. Según nuestras fuentes, el dueño del club no
impidió la entrada de lord Ra--worth por el simple motivo de que
el duque es su mejor alumno, y también es inocente de lo que se
le acusa hasta que se demuestre lo contrario.
Y eso, estimados lectores, es el punto al cual queremos
llegar.
Si este prestigioso magazine se dedicara a publicar cada
rumor que emana nuestra buena sociedad, nos faltaría papel y
nos ganaríamos innumerables demandas por difamación. Antes
de publicar, investigamos y contrastamos la información recibida.
Y debo decir, con mucho orgullo, que casi nunca fallamos.
Por lo tanto, antes de emitir algún juicio sobre el duque, nos
vamos a remitir a los hechos, y los hechos son que está
perdidamente enamorado de su esposa y cada vez que se les ve
en público no hacen otra cosa que dar pruebas de su «ardiente»
devoción. Y que antes de la denuncia no nos había llegado ningún
susurro referente a las pervertidas preferencias del duque, sino
todo lo contrario. Solo basta recordar el escándalo que supuso el
hecho ―comprobado― acerca de los tres días de tormenta
previos a Navidad que pasó junto a su prometida, encerrados
―convenientemente― por «seguridad» en la propiedad ducal de
Dover Street.
Todo esto me hace tener la duda más que razonable de esa
desviación antinatural de la que se le acusa. Sabemos, mis
queridos lectores, que hay no pocos miembros de la aristocracia
que esconden esas indecentes inclinaciones bajo matrimonios
que aparentan ser amorosos y cordiales, y que se ponen en
evidencia en la intimidad de sus hogares; esposas que duermen
en el ala opuesta de la habitación de su marido, sospechosa
infertilidad o, por el contrario, hijos numerosos pero sin parecido
con el padre, rostros de amargura, amantes escondidos entre
secretarios, amigos íntimos o lacayos… y podríamos seguir
enumerando hasta el fin de los tiempos.
Queridos lectores, no pequen de juzgar antes de que el
tribunal de Old Bailey dé su veredicto. Si resulta ser culpable,
varios festinarán con el hecho y otros sentirán lástima… pero de
ser inocente, habrá una ola imparable de humillación.
Porque no hay nada más amargo que comerse las palabras
malintencionadas a costa de una falsa acusación.

*****

―¿Por qué esa mala cara, Silvain? ―preguntó el


mayordomo mientras cenaba con el chef. Ambos siempre
eran los últimos en comer y los últimos en ir a descansar―.
¿Ha tenido problemas con el servicio o con los amos?
―Non, Benedict, no se preocupe ―respondió el chef
mientras mareaba con el tenedor el puré de patatas que se
enfriaba en su plato―. En guealidad estoy preocupado por
lady Gavenswog… Nosotros sabemos la vegdad, es ella el
hombre con el cual han visto al duque.
―Oh, entiendo, Silvain. Se siente impotente por no poder
hacer nada antes del juicio.
―Oui, Benedict, eso es, impotencia.
Benedict se quedó en silencio. Pensó que sí había una
forma de ayudar, pero sentía que aquel secreto no les
pertenecía, debían primero pedir autorización.
―¿Qué le parece si en nuestro día libre vamos a ver a
lady Ravensworth y nos ofrecemos como testigos para el
juicio? ―propuso Benedict observando la reacción de
Silvain.
El chef sonrió y asintió con la cabeza. Benedict le dio una
palmada en la espalda, contento de haber tranquilizado a su
sensible amigo. Debía admitir que también se sentía así,
pero él estaba más acostumbrado a esconder ese tipo de
sentimientos. Solo por ver a Silvain de mejor humor, iba a
romper su regla de no involucrarse más allá del deber con
personas que no fueran sus amos o que no vivieran en la
casa en la cual trabajaba.
―Y después, si quiere, me acompaña a una taberna que
conozco, muy decente y limpia. Tienen una excelente
cerveza ―invitó relajado. Desde que conocía a Silvain,
jamás había visto que saliera en su día libre. Le pareció una
buena idea sacarlo de la casa por unas horas, conocerlo en
otro ámbito más distendido que no fuera la cocina de
Bellway House. Unas cuantas pintas de cerveza aflojaban
hasta la lengua más reservada.
Silvain, sorprendido por la invitación, se sonrojó. Su
corazón comenzó a dar acelerados latidos ante la
perspectiva de salir con Benedict. Entendía con claridad que
era en plan de inocente y masculina amistad, pero para él
esa proposición se había convertido en un momento que
podría atesorar.
―No he tenido la opogtunidad de probag la cegveza de
Inglatega ―aceptó tácitamente.
―Siempre hay una primera vez para todo. ―Se levantó
de la silla y se estiró―. Es todo por hoy, que tenga buenas
noches, Silvain.
―Que descanse, Benedict. Buenas noches.
Capítulo XXV
Un fuerte y punzante dolor le atravesaba la cabeza de
lado a lado. Silvain gimió contrito. Pocas veces se había
emborrachado en la vida porque sabía medirse, pero esa
maldita cerveza era más fuerte de lo que pensaba. Sin
darse cuenta, pasó de ese punto en el cual podía decir
basta, y fue demasiado tarde cuando ya estaba bebiendo
hasta perder la razón.
―¡Oh, merde! ―susurró despacio, incluso su propia voz
le parecía demasiado estridente para tolerar.
Estaba desorientado, solo recordaba retazos del día
anterior; la exitosa visita a Westwood Hall, en la cual él y
Benedict ofrecieron atestiguar para la defensa del duque, y
luego esa excelente taberna, diversión, música y la mejor
cerveza que había probado en su vida.
Y nada más.
El dolor de cabeza no le dejaba pensar con claridad. Se
dio cuenta de que estaba todavía vestido y que necesitaba
quitarse el olor a alcohol del cuerpo.
Masculló floridas maldiciones en francés que cesaron en
cuanto escuchó el leve sonido de golpes en la puerta que,
para él, era como si la estuvieran aporreando con un ariete.
―¿Silvain? ―Escuchó la voz de Benedict. Otra vez
golpearon la puerta.
Silvain miró en todas direcciones, intentando conservar la
calma. Él era el primero en levantarse… no tardó en darse
cuenta de que era muy tarde, su habitación, al igual que la
de todos los sirvientes, estaba en el sótano de la gran casa,
pero la suya tenía el privilegio de tener una diminuta
ventana por la cual entraba la luz mortecina de una mañana
nublada.
Ya había amanecido.
―¿Silvain?... Voy a entrar ―anunció Benedict.
El chef no alcanzó a abrir la boca para esgrimir una
negativa, el mayordomo ya estaba entrando en su
habitación con expresión preocupada. Se veía impecable y
fresco, como todos los días. Silvain, lo único que atinó a
hacer, fue cubrir su pecho como si fuera una especie de
damisela virginal. Inmediatamente, el chef se reprendió
mentalmente por aquella exagerada y ridícula actitud.
Estaba con los nervios de punta.
―Oh, Silvain, veo que tiene encima un enorme pelo del
perro que lo mordió[5] ―aseveró el mayordomo al notar el
ceniciento tono de piel del chef. Se internó más en la
habitación y cerró la puerta tras de él.
―Hable más bajo, s'il vous plait ―rogó en un lastimero
susurro.
Benedict rio. Una burbujeante carcajada salió de su
garganta. Silvain entornó sus ojos con fuerza.
―Lo siento, Silvain, no puedo evitarlo ―se disculpó con
sinceridad―. Su aspecto es lamentable. Tiene muy mala
cabeza con la cerveza, recuérdemelo cuando lo invite de
nuevo a beber. Usted cuando está borracho es un hombre
muy divertido y hablador.
La cara de Silvain fue de un absoluto horror ante esa
declaración, y su cuerpo se encogió al abrazar sus rodillas.
Aquel gesto le provocó un hondo pesar a Benedict. Se sentó
a los pies de la pequeña cama que ocupaba el chef, y el
duro colchón se hundió con su peso.
―No tema, Silvain ―aseguró serio, intentando
tranquilizarlo―. Sus secretos están a salvo conmigo, me los
llevaré a la tumba ―prometió solemne.
El chef asintió con su cabeza con un gesto leve,
evidenciando cierto recelo.
―Lo último que guecuegdo es que estaba muy divegtido
cantando una canción muy obscena ―aclaró Silvain. No
sabía qué tanto había hablado, estaba aterrorizado, a pesar
de que su amigo se mostraba bastante tranquilo. No había
reproche ni rechazo en su manera de mirarlo o de hablarle.
―Bueno, usted tiene una muy buena voz… Pero después
de ello se volvió muy nostálgico y melancólico ―reveló el
mayordomo―. Habló de Jeaques.
―¡Mon Dieu! ―susurró Silvain consternado, en sus ojos
se reflejaba miedo y dolor. Se cubrió la cara con las manos
para ocultar las lágrimas que habían inundado sus ojos en
menos de un segundo. Era el fin.
Debía irse… Lejos… Quizás España… o América.
―¡Cielo santo! ―murmuró Benedict. Se acercó un poco
más al chef y continuó en un susurro―: Por favor, no se
preocupe. Ya le dije, Silvain, sus secretos están seguros
conmigo. Yo lo entiendo… No sabe cómo lo entiendo…
―Buscó su mirada, inclinando la cabeza, pero no logró
hallar sus ojos castaños―. Eso fue lo que le dije anoche…
Las personas como nosotros no estamos destinados a amar
como los demás.
Silvain alzó la vista y miró a Benedict con absoluta
conmoción. ¿Había otra forma de interpretar la frase «las
personas como nosotros»?
―Creo que el que recuerda soy solo yo ―agregó
Benedict, esbozando una sonrisa resignada―. Lo que quiero
decir es exactamente lo que piensa. ―Hizo una pausa,
esperando que el chef comprendiera el peso de esa velada
confesión.
―Usted… usted es como yo ―murmuró Silvain―.
Somos… somos…
―Somos hombres y sabemos que no somos como el resto
―acertó a decir el mayordomo―. Hemos intentado cambiar
de mil maneras, pero es así como somos… Eso también se
lo dije anoche, pero creo que la cerveza eliminó todo rastro
de nuestra conversación ―bromeó ligero, confiaba en
Silvain―. Espero que no olvide lo que le diré ahora: de la
única forma en que las personas como nosotros podemos
vivir en paz, es aparentando.
―No podemos cambiag lo que somos ―agregó Silvain
con un tono de triste aceptación.
―No, no podemos… ―Tomó una honda respiración, para
darse algo de valentía―. Usted tuvo a su Jeaques y yo tuve
a Alan… Pero fui tonto, joven y arrogante. Por una torpeza
de mi parte, mi padre nos descubrió, fue demasiado para él
que su único hijo vivo fuera un… sucio molly. Su furia y
tristeza fue demasiado para su corazón y falleció mientras
intentaba darme una paliza… La culpa no me dejó vivir…
Alan se casó, tiene tres hijos. Supongo que su esposa no
sabe que él prefiere... otras cosas.
»Por eso mismo yo decidí hace muchos años que iba a
ser feliz en la medida posible, y que nunca me iba a casar y
dañar a una persona para ocultar mi naturaleza, que puede
ser de todo, menos deshonesta. Iba a vivir mi vida en
soledad, trabajar hasta el cansancio… En eso nos
parecemos.
―Oui ―musitó.
―Y llega usted a mi existencia y desbarata todos mis
planes… ¿Entiende lo que quiero decir?
Silvain negó con su cabeza, más por incredulidad que por
no comprender las palabras de Benedict.
―Creo que soy un idiota ―masculló el mayordomo,
sintiéndose molesto consigo mismo y se levantó―, creo que
he cometido un error. Por favor, haga cuenta que no he
dicho nada.
Silvain sintió miedo. No ese miedo a ser descubierto, o
ese que lo carcomía cuando pensaba en el rechazo. Sintió
miedo de perder lo que había logrado con Benedict. Esa
amistad, esa conexión con otro ser humano… se sentía un
hombre «normal» cuando estaba con él, no una
abominación.
De un salto se levantó de la cama, no le importó el
horrible dolor de cabeza. Tomó del brazo a Benedict, que
estaba a punto de abrir la puerta, y susurró a sus espaldas.
―S’il vous plait, Benedict. No se vaya… Pensé que solo
podría seg su amigo, estaba contento de estag así a su lado,
de vegdad… Jamás quise desbagatag sus planes… No ha
sido mi intención, pego esto que siento… Es, es inmenso. Si
no tolega mi presencia, puedo igme a otro lugag… Lo
entiendo pegfectamente, aquí es peligroso seg como
somos. Pardonne moi…[JPT33]
Silvain sintió que la enorme mano de Benedict encerraba
la suya, transmitiéndole su calor. Una tenue caricia con el
pulgar lo colmó de una especie de efímera felicidad.
―El problema es que no quiero que se vaya, Silvain, sino
que siga desbaratando mis planes una y otra vez ―replicó
Benedict, dando media vuelta. Él y Silvain tenían la misma
altura y mirarse a los ojos fue inevitable. Ya no había más
velos que descubrir, eran solo dos personas sedientas de
amor, entendimiento y compañía.
―¿Acaso quiegue… intentag una última vez… conmigo?
―preguntó Silvain sintiendo que todo su cuerpo temblaba.
Ni siquiera podía creer todo lo que estaba pasando.
―Usted me produce la terrible esperanza de poder ser
feliz a su lado, aunque tengamos que ocultarlo ante todos y
vivir con temor a que nos descubran ―respondió Benedict,
manteniendo esa atmósfera íntima y secreta―. Y eso es
porque… porque… le amo ―confesó en un hilo de voz casi
inaudible.
Silvain no necesitó seguir manteniendo la distancia.
Abrazó a Benedict con fuerza, podía sentir el calor de ambos
en su pecho. Inspiró su aroma, a limpio, como el sentimiento
que embargaba su corazón. Benedict respondió a ese
abrazo y suspiró sobre su hombro.
―Y si eso pasa, lo seguigué a donde vaya… Parce que je
t'aime aussi de tout mon coeur[6].
Lo que sucedió a continuación, fue lo que marcó un antes
y un después en sus vidas. Un tierno y silencioso beso que
selló la existencia de esos dos hombres. Era el primero que
se daban después de años de haber exiliado el verbo amar
de sus vocabularios. Volver a sentir en reciprocidad valía la
pena. No importaba que no pudieran mostrarse al mundo tal
como eran, para ellos esa secreta declaración era más que
suficiente; era una promesa, esperanza.
De que, a pesar de que nada iba a ser fácil, nunca más
iban a estar solos, porque tenían la certeza de que no se
iban a fallar, se tenían el uno al otro.
Incondicionalmente.
Eternamente.

*****

El día tan esperado había llegado. A las once de la


mañana del 21 de enero, la enorme sala del tribunal de Old
Bailey estaba abarrotada de curiosos y, entre ellos, se
encontraban los testigos tanto de la fiscalía como de la
defensa.
El juicio iba a ser presidido por el juez Fitzpatrick Rawson,
conde de Blackburn, conocido por su fama de ser
implacable, conservador y religioso. De todos los escenarios
posibles que pronosticó August, ese era el peor.
Gregory estaba de pie en el banquillo de los acusados; un
estrecho estrado rodeado de una barandilla de madera, dos
guardias, a cada lado, lo custodiaban. Sentía el cuerpo
tenso, poco y nada había dormido la noche anterior a causa
de los nervios. Estaba ojeroso y había perdido algo de peso.
Ni siquiera podía encontrar un aliciente buscando el
éxtasis, se negaba a hacer el amor con Emma, por más que
ella le dijera que sí podían. Habían pasado quince días
desde su acusación, los mismos días que no se atrevía a
tocar a su esposa por miedo a hacerle daño, hacía poco que
ella estaba en condiciones de respirar profundo sin sentir
una punzada de dolor. Debía esperar para poder amarla
como correspondía.
Mientras tanto, de la única forma en que sacaba toda
energía, era ocupándose de los asuntos del ducado y
boxeando, Corby era su eterno oponente y el mismo señor
Jackson participó en algunos combates. August Montgomery
trabajó diligentemente preparando la defensa, había
comprometido a varios testigos que podían dar fe de su
honorabilidad y hombría.
Ravensworth miró a su alrededor, en una parte de la sala
pudo divisar a toda su familia reunida; su madre, lord
Grimstone, sus hermanas y esposos, Angus y Katherine. Al
lado de ellos estaba lord Rothbury, lord Bolton y lord
Wexford, el grupito de lores escandalosos que le estaban
dando su apoyo en público.
En el lado opuesto de la sala, estaba lord Castleford que
lo miraba con una cínica sonrisa, sin ocultar su regodeo al
verlo en esa posición. Cerca de él y mezclados entre los
asistentes había rostros conocidos; lord Brompton, lord
Axford, Walter Redford, Baudin, Hamilton, Quinn y la
doncella de su esposa, Penélope.
Cerca de él estaba August Montgomery, su abogado, que
preparaba los papeles de su defensa, y más allá estaba el
fiscal, Reginald Howard.
Al centro de la sala estaba el jurado compuesto por doce
hombres que pertenecían a los «rangos medios amplios» de
la sociedad; eran caballeros, mercaderes, profesionales,
comerciantes y artesanos más adinerados.
―¡De pie! ―ordenó un hombre. El barullo reinante cesó y
fue reemplazado por el sonido de cientos de personas que
se levantaban de sus asientos―. ¡El honorable juez,
Fitzpatrick Rawson, conde de Blackburn, entra en sesión!
El juez, con su peluca blanca y toga negra, entró en la
sala y se sentó en el escritorio principal. El resto de los
asistentes se sentó y luego, el silencio.
Lord Blackburn, con solo una mirada, ordenó a un
empleado que estaba al final de la mesa del consejo que
registraba el juicio, a que se levantara y comenzara a leer la
acusación.
―Gregory Charles Albert John Montague, duque de
Ravensworth, ha sido acusado de cometer delitos graves
con Emmett Cross. ―Hizo una pausa y elevó un tono más su
voz―. El odioso y detestable pecado de la sodomía.
»El día once de diciembre, a las seis y quince minutos, el
señor Mark Willis realizaba un paseo matutino en Hyde Park
cuando notó al costado de Rotten Row dos caballos atados a
un árbol. Ante tal extraño suceso, el señor Willis decidió
buscar a los dueños de los animales en los alrededores. No
tardó en hallar el flagrante crimen que se estaba
cometiendo en una zona boscosa y oscura, reconociendo en
el acto al acusado y al hombre conocido como su secretario,
Emmett Cross, quienes se besaban y cometían actos muy
impropios para ser hombres. Al acercarse un poco más, a
escondidas, presenció lo que sospechaba, el acto es
demasiado bestial como para que aparezca en esta
declaración de manera explícita.
»El señor Willis buscó consejo con su señoría, Henry
Dankworth, conde de Castleford, acerca de si denunciar el
crimen o no. Su señoría no dudó ni por un instante y fue él
mismo quien hizo las averiguaciones pertinentes y presentó
la denuncia correspondiente, entregando como testigos
principales al señor Willis y al señor Ronald Partridge,
antiguo trabajador de la casa de entretenimiento para
sodomitas llamada «El Cisne Blanco», el cual dio su
testimonio sobre la visita que realizó el acusado a una sala
privada de dicho lugar a finales del mes de noviembre.
»Las investigaciones de lord Castleford, a través de
diversos testimonios, arrojaron que el acusado mantiene
una relación sodomita con el señor Emmett Cross ―finalizó
el empleado de la corte, quien miró a Ravensworth para
dirigirle la palabra―. ¿Cómo se declara el acusado?
―interpeló con su voz flemática y grave.
El silencio del lugar apenas era rasgado por una tos y un
leve murmullo de todos los asistentes comentando en voz
baja. El juez miró con severidad a Ravensworth, quien
estaba erguido, esperando a dar su respuesta.
―Inocente, milord ―respondió Greg firme, incluso
desafiante, desde el otro lado de la barandilla de madera,
en el banquillo de los acusados.
Un leve resoplido por parte del juez fue suficiente señal
para saber que, si lo encontraban culpable, la condena sería
implacable.
Iris bufó desdeñosa desde su asiento.
―Emmett Cross… Emma pudo haber usado otro nombre
para hacerse pasar como secretario, la muy sinvergüenza
se hizo llamar como mi padre ―comentó Iris en un susurro a
su esposo, quien se encogió de hombros como única
respuesta. Miró a su sobrino, Angus―. ¿Sabías eso? ―Corby
hizo un gesto elocuente con su rostro. Emma solo les había
comentado que ella se hacía pasar por hombre, pero nunca
dio el nombre que usaba.
El sonido de la puerta al abrirse llamó la atención de
varios. Gregory entornó los ojos, sabía quién era y, a pesar
de ello, se sintió más nervioso. No miró hacia atrás. Notó
que lord Castleford le susurraba algo al fiscal, quien asintió
con discreción.
―Comencemos con la intervención de la fiscalía
―sentenció el juez―. Señor Howard, si tiene la amabilidad.
―Llamo como primer testigo de la fiscalía al señor Mark
Willis…
Y así comenzó el juicio. El señor Willis dio más detalles de
su testimonio ante el jurado, quienes tenían toda su
atención en el hombre. Ravensworth miró furtivamente a
Castleford, el conde tenía una expresión de satisfacción,
como si un sueño estuviera haciéndose realidad. Volvió a
dirigir su atención al testigo, su complexión le resultaba
vagamente familiar. Quizá cuántas veces había pasado
frente a él sin darse cuenta.
―Si usted viera al señor Emmett Cross, ¿lo reconocería?
―interpeló el fiscal cuando Mark Willis finalizó su relato.
―Sí, señor ―respondió Willis.
―¿Está aquí en esta sala?
Hubo una breve pausa, el señor Willis recorrió la sala con
la mirada y se detuvo en un punto específico.
―Sí, señor ―afirmó seguro.
Un grito ahogado colectivo se escuchó resonar. El juez
alzó sus cejas con franca sorpresa.
―¿Lo podría señalar? ―continuó el fiscal.
Mark Willis apuntó. Cientos de miradas siguieron el dedo
índice del testigo y se centraron en un hombrecillo de traje
oscuro, sombrero, capa, gafas redondas y una larga coleta
rubia. Tenía la cara demacrada y las ojeras denotaban que
no había dormido bien en días. Sin embargo, en su rostro no
se apreciaba la sorpresa o la culpa.
El juez, intentando reprimir una actitud que evidenciara
su postura en favor del fiscal, dirigió su atención hacia el
secretario del acusado y ordenó:
―Que los guardias aprehendan al señor Cross.
Todo el mundo esperó a que el hombrecillo saliera
corriendo, que clamara por su inocencia, que se resistiera al
arresto, por lo que fue asombroso el descaro de Cross de
alzar sus manos y ofrecerlas para que le pusieran los
grilletes. Sin oponer ninguna resistencia, tomó su lugar al
lado de Ravensworth.
No se hablaron, no se miraron.
El juicio prosiguió.
―No tengo más preguntas para el testigo, milord
―declaró el fiscal.
―Abogado defensor, su turno ―inquirió el juez.
August Montgomery se levantó.
―Señor Willis, ahora que tiene más de cerca al señor
Cross, ¿podría asegurarme que es la persona con la que vio
a mi defendido en Hyde Park?
―Completamente seguro, señor.
―Bien ―respondió August, lacónico―. No tengo más
preguntas, milord.
Y así se sucedieron los testigos de la fiscalía, uno tras
otro; el hombre que trabajaba en «El Cisne Blanco» solo
testificó, sin poder dar más detalles, aparte de lo que todos
ya sabían sobre la visita del duque a la casa de sodomitas.
Un mozo de cuadra de Bellway House señaló que los
había visto besarse en el patio de la casa de Iris.
―¿Podría señalar al hombre con que vio besarse al
acusado? ―inquirió el fiscal.
El muchacho apuntó hacia Emmett.
Lord Axford también subió al estrado.
―¿Podría comentarnos acerca de la relación de los
acusados?
―Solo los he visto juntos en Hyde Park ―respondió
Axford, visiblemente nervioso e incómodo.
―¿En qué situación en particular?
―Estábamos en una competencia de tiro con mis amigos.
Ravensworth nos pasó a saludar, lo acompañaba su
secretario.
―¿Vio alguna actitud sospechosa?
Axford se aclaró la garganta.
―Se les vio normal ―respondió. Desvió la mirada hacia
Castleford―. P-pero era extraño ver a un duque y su
secretario dando un paseo a caballo en Hyde Park, no es
apropiado para un caballero mostrar un trato personal con
sus sirvientes.
―No tengo más preguntas ―finalizó el fiscal.
August tomó su turno para interrogar. El juez estaba
aburrido de la estúpida actitud del defensor, que parecía
solo estar echándole más tierra a la tumba del duque.
Siempre hacía la misma pregunta.
―¿Podría asegurarme que el hombre que está al lado del
acusado es el señor Emmett Cross?
Todos los testigos aseguraban que era Emmett Cross,
secretario y amante del infame duque de Ravensworth.
―No tengo más preguntas, milord ―finalizaba August el
interrogatorio.
El siguiente testigo de la fiscalía fue lord Brompton, quien
declaró que antes del mes de noviembre jamás había visto
a Ravensworth con un secretario. Simplemente, un día
apareció y cada vez que se topaba con el duque, estaba con
él.
August repitió la misma pregunta de siempre.
La respuesta siempre fue la misma.
―Señor Montgomery, ¿va a llamar algún testigo de la
defensa? ―interpeló el juez con escepticismo. Dudaba que
hubiera alguna explicación plausible para desacreditar la
acusación, luego de que la fiscalía declarara que ya había
finalizado con la contundente presentación de sus testigos.
―Sí, milord. Llamo a testificar al señor Emmett Cross
―respondió con tranquilidad.
Emmett subió al estrado para dar su testimonio, un
empleado de la corte se acercó con una biblia.
―¿Jura en nombre de Dios Todopoderoso, que toda la
evidencia que entregará será la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad? ―inquirió solemne.
Emmett alzó su mano derecha y, con voz grave y firme,
declaró.
―Juro en nombre de Dios Todopoderoso, que toda la
evidencia que entregaré será la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad ―juró intentando imprimir su tono
grave y digno de muchachito sabelotodo.
Emmett se sentó en el estrado. Y August se puso de pie,
se acercó a su testigo y preguntó.
―Señor, ¿podría decirle a este tribunal su nombre
completo y ocupación?
―Mi nombre es… ―Emma carraspeó y comenzó a
declarar con su voz de mujer―: Emma Montague, duquesa
de Ravensworth, esposa de Gregory Charles Albert John
Montague, duque de Ravensworth.
Un ruidoso coro de voces sorprendidas y desconcertadas
llenó el tribunal de un insoportable y caótico barullo.
Gregory, por primera vez en esa jornada, dejó entrever una
emoción y miró a su esposa con orgullo.
―¡Orden! ―demandó el juez, después de un minuto de
estupor―. ¡¡Orden en la sala!! ―vociferó―¡¡¡ORDEN, HE
DICHO!!
El barullo cesó gradualmente. El juez miró con severidad
a Emma.
―Más le vale que esto no sea una broma de mal gusto
―la reprendió circunspecto.
―Todo este juicio ha sido una broma de mal gusto, milord
―replicó irreverente.
El juez miró a su alrededor, necesitaba comprobar que el
supuesto hombre era mujer, solo había varones cerca de él.
Centró su atención en una señora de unos treinta años que
se encontraba entre los asistentes.
Ordenó que se acercara. La mujer, contrariada, obedeció.
―Señora, ¿cuál es su nombre? ―interrogó directo.
―Agnes Monroe, milord.
―¿Usted conoce al testigo o al acusado?
―No, milord, a ninguno de los dos.
―¿Podría comprobar si el testigo es una mujer?
Los ojos se le desorbitaron a la mujer, era muy
escandalosa y radical su petición, pero no podía negarse
ante la orden del juez.
―¿Tengo que hacerlo frente a todos? ―preguntó
renuente.
―En frente de todos ―respondió inflexible―. No debe
quedar ninguna duda. ¡Guardia, libere los grilletes del
testigo!
En menos de un minuto, Emma estaba libre y se sobó las
muñecas. La mujer se acercó a ella, la miraba tranquila y
con bondad.
―S-si me permite… ―susurró Agnes, vacilante.
―No se preocupe, no verá nada que no haya visto antes
―replicó Emma con serenidad.
Emma, ante todos, se levantó. Con dignidad y altivez se
despojó del sombrero, se soltó la coleta, se quitó los lentes,
la capa, el abrigo… Poco a poco se fueron develando sus
curvas naturales y pronunciadas, enfundadas en el pantalón
que estaba más ceñido de lo que solía usarlo
habitualmente. Se quitó el pañuelo de lino, y el chaleco,
quedando en camisa y pantalón.
Un jadeo colectivo se propagó en la sala, era evidente
que aquellos montículos que se translucían bajo la camisa
no eran de hombre.
Emma desabrochó los dos botones de nácar, abrió
levemente la camisa y ofreció la vista a la señora Agnes,
quien roja como tomate, miró y luego asintió con la cabeza.
La mujer se aclaró la garganta.
―La testigo tiene pechos de mujer, milord. ¿Quiere que
inspeccione sus pantalones? ―interpeló un tanto molesta
ante el vejamen del que fue partícipe. Sin querer había
humillado públicamente a una duquesa―. De aquí no se
puede constatar ningún bulto que indique que tiene sexo
masculino.
―Suficiente, señora Agnes ―zanjó el juez―. Puede
retirarse. Que quede constancia en el acta que el testigo
que todos han señalado como Emmett Cross es en realidad
una mujer.
―¡Objeción, milord! ―exclamó el fiscal, más por impulso
a no quedar en ridículo, que por tener un motivo
contundente para impugnar la prueba―. ¡Esto debe ser un
montaje!
―¡Objeción denegada! ―respondió el juez con dureza―.
Todos sus testigos indicaron que… ―dudó si decir «él» o
«ella». Hizo una breve pausa y, finalmente, optó por lo
evidente y por el rango que ella ostentaba, superior al suyo,
por lo demás―… Lady Ravensworth, alias Emmett Cross, es
el secretario y amante del acusado. ―En ese momento, lord
Blackburn comprendió el absurdo actuar del abogado
defensor. Solo se aseguraba que todos acusaran a Emmet.
Montgomery sabía que era la duquesa.
Debía admitir que fue una movida impresionante,
escandalosa y humillante para la esposa del acusado, pero
inteligente.
Ese maldito juicio se lo iban a recordar hasta el último día
de su vida. ¡Qué manera de perder el tiempo!
Mas el espectáculo debía continuar.
―Su testigo, señor Montgomery.
―Milady ―subrayó August―. ¿Podría explicar a esta
corte su participación en cada uno de los testimonios que
han entregado los testigos por parte de la fiscalía?
―En primer lugar, es verdad que me vieron con lord
Ravensworth en Hyde Park dándonos besos. En ese
entonces, ya estábamos comprometidos y decidimos
reunirnos en la madrugada para dar rienda suelta a nuestro
amor en la intimidad que nos brindaba nuestro pequeño
refugio en el parque ―declaró desenfada, como si fuera
muy normal que todas las parejas que estaban a punto de
casarse, cometieran aquellos actos indecorosos y furtivos.
August asintió, conforme e imperturbable.
―¿Usted por qué cree que el señor Willis asegura que mi
defendido es sodomita?
―Es lógico que haya pensado eso. Estaba vestida de
hombre, tal como me he presentado a esta corte el día de
hoy.
―¿Y qué justificación tiene para vestir de varón?
―Salvaguardar mi reputación… Bueno, creo que ya no
sirve de mucho a estas alturas. Me reuní con mi prometido
en la madrugada, disfrazada de hombre, para saltarnos las
normas sociales respecto al decoro que debe tener una
pareja comprometida. Puede que el señor Willis nos haya
descubierto compartiendo unas caricias algo… ardientes e
inapropiadas para sus sensibles ojos. ―Emma le regaló al
testigo aludido una tirante y sarcástica sonrisa que no
mostraba sus dientes.
―¿Tiene algo que decir respecto a los otros testimonios?
Emma miró al techo, repasando cada testimonio
mentalmente, y respondió segura:
―Antes de comprometernos, salía con lord Ravensworth
a cabalgar. Me vestía de varón porque no tolero las sillas de
amazona. La única forma decorosa que encontré para
montar a horcajadas fue aparentando ser un hombre. Fue
así como nos encontramos con lord Brompton en Tattersal’s
y otro día en cerca de la calle Dover. Lord Ravensworth,
para salvaguardar mi identidad, me presentó como su
secretario.
»En similares circunstancias, fue que nos encontramos
con lord Axford y sus amigos en Hyde Park. En esa
oportunidad, mi esposo me presentó como Emmett Cross
que, de hecho, es mi apellido de soltera.
»Respecto al señor Miller, el mozo de cuadra de Bellway
House, es posible que nos haya sorprendido dándonos
nuestro primer beso. En esa época nuestro cortejo secreto
estaba recién comenzando, y ese día habíamos salido a
pasear a caballo.
―¿Sabe algo acerca de la visita que realizó lord
Ravensworth a la casa llamada «El Cisne Blanco»?
―Efectivamente, mi esposo fue a ese lugar debido al
conflicto que provoqué en su fuero interno; a raíz de este
juicio, me confesó que no sabía si en ese entonces le
gustaba por mi atuendo masculino o por mi personalidad
poco convencional, por lo que asistió una noche a
comprobar si los hombres le atraían tanto como yo… El
resultado de esa investigación es evidente; estamos
casados y creo que hablar sobre nuestra vida íntima para
asegurarles sobre sus preferencias sexuales, podría
escandalizar a la audiencia. Supongo que también basta con
la fama que precedía a mi esposo con señoritas de faldas
ligeras antes de nuestro compromiso ―declaró sin ningún
tipo de delicadeza, más de alguna dama casi se desmayó
por lo relatado.
―Muchas gracias por su testimonio, su excelencia
―concluyó Angus Montgomery y, acto seguido, se dirigió al
juez―: No tengo más preguntas, milord.
El juez asintió con su cabeza y miró al fiscal.
―Su turno, señor Howard.
El fiscal se levantó y dijo:
―No tengo preguntas, milord.
Emma, conforme con su participación, se vistió con
habilidad. El guardia no se atrevió a ponerle los grilletes de
nuevo, en cambio, le ofreció su mano para bajar del estrado
y ella volvió al banquillo de los acusados, junto a su esposo.
Solo en ese momento, ambos se permitieron expresar sus
emociones. Gregory le sonrió a su Emma, tomó su cara
entre sus manos y apoyó su frente en la de ella, de una
manera que solo provocó una espontánea y profunda
ternura en la audiencia.
Menos uno, que los observaba con furia, impotencia y
maldiciendo a Willis que se tragó el perfecto disfraz de la
duquesa.
―No sabes cuánto te amo, gatita. Perdóname por
exponerte de esta manera ―susurró Gregory a su esposa.
―Todo esto vale la pena si vuelves a casa, mi dulce
duque ―respondió Emma, con tanto amor que Gregory se
prometió compensarla esa misma noche. Por primera vez en
semanas, sintió la seguridad que solo habría un resultado
en ese juicio.
―¿Tiene más testigos? ―espetó lord Blackburn a August.
―Sí, señor juez, el servicio doméstico de Bellway House.
En primer lugar, llamaré al chef, el señor Silvain Baudin que
lleva ocho meses al servicio de los vizcondes de
Grimstone…
Lord Blackburn se llevó las manos a la cara y se la
refregó, estaba harto. Aquel juicio era inaudito.
―Prosiga ―autorizó cansado.
August, esbozando una cínica sonrisa, llamó al estrado al
chef, quien declaró con entusiasmo sobre cómo descubrió a
los actuales duques de Ravensworth en su idilio secreto y
sobre el disfraz de la duquesa que usaba más veces de las
que podía contar.
Luego fue el turno de Penélope Coleman, doncella de lady
Ravensworth, quien la ayudaba a disfrazarse de varón.
Posteriormente, el mayordomo, Benedict Hamilton, quien
relató cómo descubrió el asunto del disfraz y las diferentes
situaciones en que vio a la duquesa con aquel atuendo.
Finalmente, Quinn, el mayordomo de Westwood Hall,
contó su parte de la historia, e hizo hincapié acerca de la
impresentable miopía de las personas que no notaron la
evidente feminidad del «señor Cross».
El abogado de la fiscalía intentó hacer su trabajo lo mejor
que pudo, interrogando a los testigos presentados por la
defensa, pero el testimonio de la duquesa fue demoledor.
Poco y nada pudo hacer para sostener la acusación.
―La defensa descansa ―anunció August.
―Al fin ―masculló por lo bajo lord Blackburn―. La corte
entra en receso para la deliberación del jurado.
En medio de la bulliciosa cacofonía de los asistentes, el
juez se levantó de su asiento y se retiró de la sala de la
corte; lo mismo hizo el jurado. Gregory se quedó en su lugar
junto a Emma. Miró hacia donde estaba su familia y sus
conocidos. Debía admitir que el grupito de los lores
escandalosos era pequeño pero significativo, por lo menos
tendría en su agenda tres o cuatro bailes seguros para ir
con su Emma. Iris llamó su atención y le hizo un breve gesto
de saludo que él respondió.
Gregory no sabía si tendría que dar muchas explicaciones
o ninguna, el rostro de Iris era inescrutable. Volvió a mirar a
su esposa, quien también saludaba hacia su familia.
―Menos mal que tus padres se marcharon a
Brockenhurst la semana pasada ―comentó Greg, aliviado.
―Mi madre se habría desmayado con mi testimonio.
―«Pero sí va a echar unas cuantas maldiciones cuando lea
el periódico», pensó imaginando la carta que le llegaría de
vuelta―. Tía Iris lo ha llevado bien, no está echando fuego
por los ojos.
―Conociéndola, a estas alturas le da lo mismo, su hijo
mayor está casado, adora a su esposa y ya le dio una nieta.
Puede darse por satisfecha… Pero estoy seguro que de
todas formas montará su número dramático para imponer
su jerarquía como matriarca.
―Vamos a tener que prepararnos…
―Lord Ravensworth ―llamó August, interrumpiendo la
conversación de Greg y Emma―. ¿Cómo está? ―Le ofreció
su mano para saludarlo, puesto que no había podido hacerlo
antes.
―Mal si sigues llamándome de ese modo ―le espetó
dándole un firme apretón, respondiendo al saludo―. Pero
estoy mejor ahora que se sabe la verdad… ¿Cuánto crees
que tardará la deliberación?
―Usualmente no tardan mucho en dar un veredicto, diez
a quince minutos… ―Un ruido llamó la atención del
abogado, que alzó sus cejas―. Pero creo que esta vez es
menos. ―Hizo un gesto hacia la puerta por donde había
salido el jurado.
Ni siquiera habían pasado cinco minutos.
―¡De pie! ―ordenó una voz―. ¡El honorable juez,
Fitzpatrick Rawson, conde de Blackburn, entra en sesión!
El juez volvió a tomar su lugar al igual que todo el mundo.
No hubo necesidad de llamar a que la audiencia guardara
silencio. En menos de diez segundos, nadie hablaba y se
podía escuchar hasta el vuelo de una mosca.
Con solemnidad, el juez llamó al presidente del jurado. La
tensión se palpaba en el ambiente.
El presidente del jurado desplegó el papel con el
veredicto. Tomó una gran bocanada de aire.
―El primer jurado del gran tribunal de Old Bailey,
encuentra al acusado, Gregory Charles Albert John
Montague, duque de Ravensworth… ¡Inocente de todos los
cargos! ―Un estruendo ensordecedor llenó la sala de
vítores, aplausos y silbidos. El presidente jurado prosiguió
con la lectura a viva voz ―: ¡Y absuelve de cualquier cargo
a Emma Montague, duquesa de Ravensworth, alias
«Emmett Cross»!
Lord Blackburn ni siquiera se tomó la molestia de llamar
al orden.
―Se cierra la sesión, caso cerrado… Liberen a su
excelencia ―dictaminó y se retiró de la sala. Necesitaba un
buen vaso de whisky y un cigarro.
Emma no esperó a que le quitaran los grilletes a su
esposo, se aferró a su cuello y lo besó con pasión, el
sombrero se le cayó al suelo y sus gafas se torcieron.
Lágrimas de alivio y felicidad rodaban por sus mejillas.
El juicio había terminado. Sus vidas volverían a la
normalidad, no importaba nada más, ni siquiera que su
reputación estuviera por el suelo, porque daba lo mismo. Su
esposo era inocente y estaba libre. Tenían toda la vida por
delante.
En medio de la celebración colectiva, lord Castleford
abandonó la sala.
Sus planes habían fallado, no había satisfacción en su
alma.
No iba a lamer sus heridas, había otras formas de hacer
pagar al duque de Ravensworth todo lo que le había
quitado.
Capítulo XXVI
La sala de la corte se fue vaciando poco a poco. Emma y
Greg eran casi los últimos en marcharse, después de haber
recibido las felicitaciones por el resultado del juicio de parte
de todo el mundo, desde sus familiares, amigos, conocidos,
hasta sirvientes y curiosos.
En un extremo del salón estaba lord Axford con una
expresión compungida. Se acercó con cautela a la pareja
que ya se disponía a abandonar la sala.
―Ravensworth ―llamó el conde a sus espaldas, la falta
de firmeza de su voz denotaba su nerviosismo.
Gregory miró por encima del hombro y luego resopló. Le
había llamado la atención que él testificara para la fiscalía,
pero no le sorprendió del todo, su amistad no era tan fuerte,
solo los unió la diversión que otorgaba el alcohol, las
apuestas, las fiestas y las mujeres. Dio media vuelta y lo
observó inexpresivo.
―Quería… yo… ―Dejó de hablar, entornó los ojos,
reprendiéndose por su incomprensible balbuceo, no sabía
por dónde empezar. Inspiró para tranquilizarse―.
Ravensworth… De verdad no era mi intención… Castleford
fue...
―Castleford… No sé qué problema tiene conmigo
―interrumpió Greg con un tono severo―. Y de verdad no
me importa qué hizo o qué dijo para que tú tomaras parte
de este espectáculo.
―Castleford tiene mis pagarés ―explicó apresurado―. Yo
no quería formar parte de esto, pero él me forzó. Si no
prestaba mi testimonio los iba a hacer efectivos... Greg, ese
tipo es peligroso, nos culpa a todos por la muerte de
Cristopher. Me tiene casi en la ruina… A todos nos ha hecho
algo, pero contigo… contigo es diferente.
―¿De qué estás hablando? Nadie obligó a Cristopher a
hacer lo que hizo, era un adulto, no un muchachito. Él sabía
lo que hacía…
―Pero Castleford no lo cree así… ―Miró en todas
direcciones, se sentía observado y dijo en un murmullo―:
Está obsesionado contigo. Me lo dijo, te quiere hundir… Te
ha estado siguiendo, ¿cómo crees que reunió cada maldita
prueba? No me sorprendería si orquestó todo para que
Blackburn fuera tu juez. Castleford no quería que fueras a la
cárcel, quería que pagaras con tu vida en la horca.
―¿Por qué me dices esto ahora? ¿Por qué no me lo
advertiste antes? ―cuestionó Gregory.
―Ya te lo dije, me tiene en sus manos ―susurró Axford,
desesperado. Volvió a mirar alrededor―. Ese sujeto, Willis,
trabaja para él.
―Es evidente que trabaja para él.
―No es un sirviente común, Ravensworth, es un
investigador privado… A todos nos ha encontrado un punto
débil y por ahí nos ataca para hacernos la vida miserable. Es
como un gato sádico jugando con un ratón. Pero, debo
admitir que no ha llegado a los extremos de hoy… Solo ten
cuidado y toma tus precauciones. Castleford no descansará
hasta estar satisfecho… Ha perdido la cordura.
Gregory asintió con la cabeza. Las palabras de Axford
tenían sentido y le daba respuestas a la incógnita de cuál
era la motivación del conde para hundirlo.
―Cuando un hijo muere, es lógico que pierdes la
cordura… hasta ese punto lo entiendo si nos culpa de ello
―razonó Gregory―. No obstante, Castleford no es el primer
ni el último aristócrata al que no le queda más alternativa
que heredar a su pariente más próximo.
―¡Oh, Santo Cielo! ¡Eso es! ―exclamó Axford
horrorizado. Se refregó la cara con las manos y exhaló
sonoramente―. El título de Castleford solo se pasa por
progenitura masculina ―agregó―. ¿Recuerdas? Cristopher
siempre se jactaba en broma de ser el último, no había
primos, hermanos… ningún heredero.
Y el peso de aquel recuerdo cayó como una roca sobre
ellos.
―Sin herederos, el título queda… ―insinuó Greg.
―Extinto ―confirmó Axford antes de que Ravensworth
terminara la oración.
―Y Castleford me culpa por acabar con su linaje…
―¡Oh, por Dios! ―exclamó Emma, quien hasta ese
momento había optado por mantenerse al margen de la
conversación. Se cubrió la boca con ambas manos y miró a
Gregory con pavor.
Un ominoso escalofrío recorrió la espalda de
Ravensworth. Solo una cosa se vino a su mente… más bien,
una persona.
Grace.
No era una heredera, no era legítima, pero todo el mundo
sabía que adoraba a su hija. Y si algo le pasaba…
―Debo irme, Axford… ―dijo Greg tomando de la mano a
su esposa―. ¡Gracias!
No esperó la respuesta de él. Salió del tribunal de Old
Bailey con un terrible presentimiento.

*****

Emma y Greg se bajaron del carruaje en la esquina de la


calle Dover para no delatar su llegada a Westwood Hall. En
el trayecto habían improvisado un plan de acción para
poder enfrentar a Castleford, en el caso de que sus
conjeturas fueran ciertas. Inquietos, calcularon que el conde
debía tener unos cuarenta minutos de ventaja desde que
dieron el veredicto; ese había sido el último instante en que
ambos lo vieron en la corte.
Greg rogaba al cielo que todo fuera una reacción
exagerada de su parte al pensar en el desequilibrio mental
de Castleford. No quería dejar nada al azar, porque a esas
alturas sabía que el conde era capaz de hacer todo por
atacarlo en su punto más débil.
Al llegar a Westwood Hall, los duques de Ravensworth se
separaron; Emma rodeó la inmensa propiedad para entrar
por la parte trasera y Gregory golpeó la puerta principal con
la esperanza de que no había sucedido nada.
Sin embargo, aquella esperanza murió en cuanto la
puerta se abrió.
No era Quinn[JPT34] quien lo recibía, sino Mark Willis.
―Bienvenido, su excelencia ―saludó el hombre con
sorna, al tiempo que lo amenazaba con una pistola justo
sobre el pecho y una daga en el vientre―. Me temo que su
mayordomo no está en condiciones de hacer su trabajo.
Gregory alzó las manos, mostrando su inmediata
rendición, y entró en la residencia ducal.
―¿Dónde está su esposa marimacho? ―interpeló Willis
escrutando el exterior con desconfianza.
―Se marchó con mi madre a una improvisada
celebración, yo solo venía a buscar a mi hija ―explicó con
un tono de voz comedido y pausado que no reflejaba
ninguna emoción. No obstante, su corazón comenzó a
bombear sangre con violencia, cada latido lo sentía furioso
contra su pecho.
―Oh, es una verdadera lástima ―satirizó Willis―… Su
hija lo está esperando en el salón. No intente nada estúpido,
su excelencia, o le dispararé ante el menor movimiento
brusco.
Gregory hizo un casi imperceptible asentimiento con su
cabeza. Avanzó por el amplio vestíbulo notando que había
otro secuaz de Castleford haciendo guardia. Se preguntó
cuántos hombres más habría y se preocupó mucho por la
integridad de Emma. Confiaba en ella, ponía en sus manos
su vida y la de Grace, porque sabía de lo que era capaz. No
dudó en su criterio cuando planearon actuar por separado.
Ella tenía razón, estando juntos no tenían alternativa.
Con eso en mente, Ravensworth se dirigió al salón
blanco, sintiendo en su espalda la punta acerada de la daga
y el cañón frío en la nuca. Al llegar a la estancia, abrió la
puerta y se encontró con lord Castleford sentado en una
poltrona a espaldas de Grace, observando cómo jugaba con
sus muñecas.
El viejo alzó su dedo índice y se lo llevó a los labios,
instando a Ravensworth a guardar silencio.
Greg sintió que Willis lo empujaba levemente para que se
internara en el salón.
―Déjenos a solas, Willis ―ordenó Castleford―. El duque
está atado de manos.
El hombre obedeció y cerró la puerta tras de sí.
Grace, al escuchar hablar a Castleford, alzó su mirada y
reparó en la presencia de su padre a la entrada del salón.
―¡Papá! ―exclamó la niña, poniéndose de pie―. Mira
quién ha venido a verme, el conde de Castleford es el papá
de un amigo tuyo ―presentó emocionada por cumplir bien
su papel de damita, quería que su papá se sintiera orgulloso
de ella.
―Ya veo, preciosa. Lo has hecho muy bien ―respondió
Greg con una sonrisa forzada.
―Tienes una hija muy inteligente, Ravensworth. Ha sido
una espléndida anfitriona ―elogió a la pequeña, mirando a
Greg con los ojos llenos de burla. Tomó el bastón que estaba
apoyado en la poltrona y desenvainó a medias un estoque
oculto en él; una tácita advertencia―. Sigue jugando,
querida… ―conminó a la pequeña, quien obedeció sin
cuestionar―. Me tomé la libertad de «persuadir» a su niñera
e institutriz de dejarnos a solas, pues aprecian mucho sus
vidas. La señorita Archer me ha demostrado que está
completamente capacitada para recibir a un viejo como yo
―comentó con un brillo de malicia en sus ojos.
A Gregory se le descompuso la cara, el conde se
regocijaba por dentro. Era evidente que el duque no pudo
evitar que pasaran por su cabeza cientos de imágenes
enfermas y retorcidas de Castleford con su hija. A
Ravensworth la bilis se le subió por la garganta y una
arcada lo dejó a punto de vomitar.
―Papá, ¿estás enfermo? ―preguntó Grace con inocencia.
Se preocupó mucho al ver el rostro lívido de Greg.
―Ravensworth está en perfectas condiciones, señorita
Archer ―terció Castleford con un afable y aterciopelado
tono de voz―. Probablemente comió algo que no le ha
sentado bien.
―Estoy bien, preciosa… continúa con tus muñecas
―tranquilizó Greg fingiendo ligereza. La niña, conforme con
la excusa, siguió jugando. Greg fulminó con la mirada a
Castleford―. ¿Qué es lo que pretendes? ―interpeló
intentando controlar su voz. No quería asustar a su hija, ni
quería provocar a Castleford, se encontraba demasiado
cerca de ella y estaba armado. Él tenía muy claro que el
conde no era un viejo decrépito, sus reflejos eran felinos.
―Simplemente, quiero quitártelo todo, como lo has hecho
conmigo ―respondió indolente―. Y creo que al final lo he
logrado. Quién diría que la pequeña Grace Archer fuera el
talón de Aquiles de Ravensworth.
―Francamente, no sé por qué me odias ―espetó Greg.
Las palabras de Castleford le confirmaban las conclusiones
a las que había llegado gracias a la confesión de Axford.
Pero necesitaba ganar tiempo para Emma y saber qué
pretendía el conde en realidad.

*****

Emma, muy sigilosa, bajó la escalera que le daba acceso


al sótano del palacio, y espió con cautela por la diminuta
ventana que daba a la cocina. Pudo ver que había dos
hombres, cada uno armado con una escopeta y montaban
guardia que amenazaba a los asustados sirvientes de
Westwood Hall. Quinn estaba con un ojo hinchado y miraba
desafiante a uno de los hombres que los tenía cautivos.
Era el mismo que la había pateado cuando se llevaron a
Greg.
La duquesa retrocedió y se quedó pensativa al inicio de la
escalera. Aquello solo confirmaba que sus temores no
habían sido exagerados. Castleford estaba en Westwood
Hall y quería su venganza definitiva.
Emma comenzó a sopesar sus opciones. La única arma
que tenía a mano era una navaja que tenía siempre
escondida en su bota. No podía llegar y entrar, estaba en
clara desventaja y no sabía cuántos hombres más había en
el lugar.
Debía arriesgarse, lo único que lamentaba era que no
podía moverse con tanta agilidad como quería, su costilla
aún estaba en proceso de recuperación.
No tenía tiempo.
Miró a su alrededor, al fondo del patio estaban las
caballerizas, a la derecha estaba el gallinero, a la izquierda,
el huerto.
¡El huerto!
Bendita fuera la señora Norris que había mantenido el
huerto cuando no hubo jardinero. Caminó cautelosa en esa
dirección como si fuera un oasis. Ahí estaban las
herramientas de jardinería, y podían ser excelentes armas;
una pala, un rastrillo y un zapapico… No estaba en la labor
de convertirse en una homicida, por lo que eligió el rastrillo
y la pala.
Volvió a descender por la escalera hasta llegar a la
entrada de la cocina, puso el rastrillo en el suelo, con las
puntas hacia arriba. Emma relajó su cuello, inspiró, espiró y
golpeó la puerta con el puño. Alzó la pala y esperó.
Los dos hombres, al sentir el golpe en la puerta, se
miraron. Sin decir ni una palabra, acordaron quién se
quedaba a vigilar y quién iba a investigar.
Quinn miró de soslayo a la señora Norris y ella asintió
imperceptible, a su vez, ella le dio un codazo a uno de los
mozos de cuadra que estaba al lado de ella.
El hombre que fue a investigar, abrió la puerta con
brusquedad. No alcanzó a alzar su arma, porque todo lo que
sintió fue un golpe en la cabeza que le hizo trastabillar y, al
dar un mal paso, pisó algo y no pudo ver el palo que le dio
en toda la nariz.
Recibió otro golpe en la cabeza y una patada de la que no
fue consciente.
Emma sintió una punzada de satisfacción por cobrarse
una pequeña revancha. Respirando agitada y con el corazón
desbocado, tomó la escopeta, le dio una breve ojeada al
arma y arrugó la nariz, se sentía más cómoda con una
pistola. Esculcó al sujeto, le robó un morral con municiones
y pólvora para la escopeta, y también encontró una pistola
que estaba cargada.
Emma sonrió y dio gracias a Dios.
Sin más dilación, se metió la pistola en la cintura del
pantalón y entró a la cocina apuntando con la escopeta.

*****

―Eras su héroe, Cristopher te admiraba ―reveló


Castleford con acritud―. Emulaba cuanta insensatez se te
cruzaba por la cabeza, incluyendo la cantidad de mujeres
con las que yacías. ¿Sabías que tenía una libreta donde
anotaba tus conquistas y las de él?
―Cristopher siempre fue competitivo. Esa libreta era solo
una tontería de un par de hombres inmaduros ―replicó
Greg, sabiendo que sus explicaciones eran un intento fútil
para convencer a Castleford de dejar su venganza de lado.
―¡Para él no lo era!
―¿Y qué quería que hiciera? Decirle «no vayas con esa
mujer que te puedes enfermar». Yo corrí los mismos
estúpidos riesgos, fuimos egoístas, arrogantes e
inconscientes… Yo solo tuve suerte y me detuve a tiempo…
y eso fue cuando Cristopher murió.
―Tus justificaciones no sirven y no traerán a Cristopher
de vuelta. Tu mera existencia fue la condena de mi hijo y la
extinción de mi legado. Generaciones de mis antepasados
desperdiciadas… ―Castleford se levantó resuelto―. Por tu
culpa no tengo nada, y ahora te lo quitaré todo… Me llevaré
a tu hija. No sabrás dónde estará, si está viva, si ha comido,
si está en un burdel... o si está muerta en el mar ―reveló
con perversa crueldad―. Esta pequeña se convertirá en el
peso más grande de tu consciencia, en lo que no te dejará
vivir, y te destruirá lenta y amargamente… Vivirás tu
infierno personal, morirás en vida al igual que yo… ―Sonrió,
un júbilo enfermizo se reflejaba en las augustas facciones
del conde, convirtiéndolo en un monstruo―. Señorita Grace,
usted y yo vamos a dar un paseo.
La niña observó al conde, confundida, luego miró a su
padre buscando su autorización. Greg estaba serio.
Por puro instinto, Grace se impulsó para emprender una
carrera hacia su padre, mas su intento fue estéril[JPT35].
Castleford, más rápido y fuerte, tomó la mano de la niña,
quien, asustada, comenzó a forcejear para soltarse.
―Vas a venir conmigo o te mato ―amenazó el conde a la
pequeña, al tiempo que le daba un tirón para acercarla a él
y, rápidamente, le ponía la hoja del estoque a medio
desenvainar en la garganta.
Grace se quedó quieta al sentir el frío filo metálico
haciéndole un corte leve que le provocó un inusitado ardor.
―Buena niña…
El sonido de varios disparos, casi al mismo tiempo,
reverberaron en la estancia. Todos se quedaron paralizados.
Afuera, se escuchaba el fragor de una pelea. Un grito
femenino. Un golpe en la pared.
Gregory podía reconocer esa voz.
Emma.
Otro disparo.

*****
Al entrar en la cocina, Emma se encontró con una imagen
que la llenó de temor y orgullo en partes iguales. Quinn, la
señora Norris y todo el resto del servicio de Westwood Hall
estaban reduciendo al otro hombre que los tenía bajo
amenaza. Posiblemente, habían aprovechado la distracción
que ella les ofreció al dejarlos con un solo vigilante.
Quinn, arrebatando la escopeta, asestó el golpe final y el
sujeto quedó inconsciente en el suelo.
―¿Cuántos hombres más vinieron con Castleford?
―interrogó Emma con autoridad, ignorando con indolencia
al tipo ensangrentado. Todos los sirvientes la miraron
boquiabiertos, menos Quinn, que ya estaba acostumbrado a
ver en ese atuendo a su señora.
―Creo que hay dos más, milady ―respondió el
mayordomo―. Deben estar en el vestíbulo vigilando el salón
blanco.
―Aten a este y al otro que está a la entrada de la cocina
―ordenó Emma como general de ejército―. Quinn, ¿está en
condiciones de acompañarme?
―Siempre a sus órdenes, milady.
Emma se agachó y comenzó a registrar al esbirro de
Castleford. Encontró más municiones y otra pistola, la revisó
y se la escondió en el bolsillo interno de su levita.
―¿Sabe usar la escopeta? ―le preguntó Emma al
mayordomo, quien asintió. Le fue entregado un morral con
municiones―. Tenga, venga conmigo. El resto, ármense con
lo que puedan y sígannos.
Emma encabezó el pequeño escuadrón de sirvientes de
Westwood Hall, que iban armados de sartenes, cuchillos, y
herramientas de jardinería. Con mucho sigilo, salieron de la
cocina, traspasaron el sector de las habitaciones de la
servidumbre y subieron por la escalera de servicio que daba
acceso al comedor y al vestíbulo. Optaron por hacer un
desvío por el comedor, puesto que había menos
posibilidades de encontrar a alguien en esa estancia.
Y estaban en lo correcto.
Emma, avanzando apegada a la pared, se asomó por la
puerta de acceso al comedor, divisó con precisión a dos
hombres y se volvió a esconder; uno estaba en la puerta
que daba a la calle y el otro, a quien ella reconoció como
Mark Willis, hacía guardia en la puerta de acceso del salón
blanco.
―Yo le disparo al que está en el salón blanco ―susurró
Emma muy bajito para que su eco en el gran comedor fuera
imperceptible―. Cúbrame, Quinn, hágase cargo del otro que
está en la entrada principal. Cada uno tiene un disparo, no
hay tiempo para recargar… A la cuenta de tres… Uno…
dos… ¡tres!
Quinn y Emma, sincronizados, salieron apuntando cada
uno a su objetivo. Prácticamente dispararon al mismo
tiempo. El sujeto de la entrada no supo lo que sucedió, llevó
sus manos a su abdomen y en sus ojos solo se veía el terror.
Quinn había dado en el blanco.
Por su parte, Emma no tuvo tanta suerte. Mark estaba
más atento y, lanzándose al suelo, pudo evadir la bala que
iba directo a su pecho, no sin antes disparar sin éxito.
Emma gritó frustrada, tiró la escopeta que se había
transformado en un estorbo y sacó una de las pistolas. Casi
al mismo tiempo, todo el servicio doméstico se lanzó contra
Willis, a quien intentaron reducir antes de que lograra
ponerse de pie.
Pero sus esfuerzos fueron en vano, Willis de todos modos
disparó otra vez a ciegas, antes de recibir un golpe con una
sartén que lo dejó inconsciente.
Emma, al ver que ya tenía vía libre, caminó a paso veloz
y abrió la puerta del salón blanco con violencia.

*****

Ya no hubo más disparos, un silencio ominoso y sepulcral


se extendió por varios segundos. Gregory tragó saliva, era
como si la muerte hubiera pasado muy cerca de él.
No podía obedecer a su impulso de ir a ver a Emma, si lo
hacía, le daría la oportunidad a Castleford de llevarse a su
hija o matarla. Se encontraba en un fatal dilema que no
sabía cómo resolver sin consecuencias.
La puerta se abrió.
―¡Suelta a mi hija, cabrón! ―exigió Emma con furia y
reprimió el impulso de disparar a matar. El viejo terminó de
desenvainar el estoque sobre el cuello de Grace.
Gregory entornó los ojos, la felicidad y alivio de verla
viva, entera e iracunda le devolvió el alma al cuerpo. Abrió
los ojos y miró de soslayo a su esposa. Su pecho subía y
bajaba con furia, y con una pistola le apuntaba a Castleford
con firmeza.
El conde rio a carcajadas.
―Ravensworth, definitivamente eres un pelele. Deberías
controlar a tu mujercita ―se burló Castleford ignorando a
Emma―. Te ha dejado en vergüenza delante de todo
Londres arrastrando la reputación del ducado en el lodo,
solo porque le das la libertad de montar a caballo con las
piernas abiertas como si fuera una putita… y ahora cree que
puede salvarlos. Es muy ambiciosa, tiene unos terribles
delirios de grandeza.
―Si fuera tan insignificante como piensa, entonces
explíqueme cómo es que llegué hasta aquí, viejo malnacido
―replicó Emma con frialdad―. ¿Cómo cree que va a salir
vivo sin sus hombres?
―Saldré vivo, porque tengo la vida de esta bastarda en
mis manos y ustedes no pueden hacer nada al respecto…
¡Muévanse! ―ordenó con un rugido. Grace chilló de miedo.
―Grace, hija ―dijo Emma con suavidad―. Tranquila,
querida. ¿Te acuerdas de cómo conociste a papá?
¿Recuerdas lo que hiciste tú y tus amigos?
Grace parpadeó y sin palabas confirmó.
―Quiero que hagas lo mismo ―ordenó Emma―. No
temas, papá te ayudará.
―¡Muévete, puta! ―vociferó Castleford, perdiendo el
control.
Y ese fue su error.
Grace obedeció, ella debía luchar por su vida. Greg supo
en ese momento lo que tenía que hacer y que debía actuar
rápido.
La pequeña, que tenía sus manos inertes a sus costados,
recordó con claridad ese día y no titubeó. Con movimientos
aprendidos de memoria, se aferró con todas sus fuerzas a la
mano del viejo que sostenía el estoque, y trató de empujar
lo suficiente hasta que logró enterrar sus dientes en la
huesuda muñeca como si la vida se le fuera en ello.
Castleford aulló al sentir que su carne se desgarraba.
Un disparo.
―¡Grace! ―gritó Greg, corriendo hacia su hija que tenía
la boca ensangrentada.
Al tiempo que Greg alcanzaba a Grace y la alejaba de los
inertes brazos de Castleford, este se derrumbaba de
espalda como si fuera un muñeco de trapo gigante, sin
soltar del todo el estoque.
Un golpe seco fue la señal inequívoca de que todo había
terminado.
―Déjame ver tu cuello, preciosa ―pidió Greg y revisó a
su hija, tenía un fino corte, largo pero superficial―. ¿Te
duele?
―Un poco, papi… Ese hombre, ¿está…? ―Grace intentó
mirar, curiosa.
―Cierra los ojos, querida. No lo veas, por favor ―ordenó
Greg con suavidad a Grace, mientras le besaba la coronilla y
miraba de soslayo el cuerpo de Castleford.
Un disparo en la plenitud de su frente.
Los ojos abiertos.
Y una expresión de macabra sorpresa.
―Greg ―susurró Emma―. Creo que no me siento bien…
Y dicho esto, lady Ravensworth se desplomó.
Capítulo XXVII
―Solo nos queda esperar ―sentenció Adrien con
preocupación al salir de la habitación.
Habían pasado veinte minutos desde que arribó junto con
Iris a la residencia ducal, luego de que el cochero de Greg
les había avisado que las cosas no estaban bien en
Westwood Hall, y sugirió que lord Grimstone llevara su
maletín médico.
Al entrar al vestíbulo, no habían pasado ni dos minutos
desde que Emma había quedado inconsciente. Los
vizcondes de Grimstone se encontraron con un macabro
cuadro; tres hombres maltrechos, atados y amordazados,
dos muertos, uno de ellos era el conde de Castleford. Emma
fue quien lo ultimó por salvar a Grace, pero no notó que
estaba herida, hasta que su cuerpo protestó y se
desvaneció cuando todo había acabado.
Iris jamás había visto a su hijo de esa manera. Era un
hombre que, ante la tremenda incertidumbre de no saber si
Emma iba a sobrevivir, se había encargado de todo lo que
podía en ese momento. Estaba intentado controlar la
hemorragia de su esposa, al tiempo que delegaba a Quinn
la misión de mantener encerrados a los secuaces de
Castleford y determinar dónde dejarían a los muertos. Le
pidió a su hija que fuera con su niñera a rezar por Emma
para mantenerla tranquila y, al final, ayudó a lord Grimstone
para tratar la herida de Emma.
―¿Cómo está ella? ―preguntó Iris al borde de las
lágrimas.
Adrien suspiró hondo.
―Inconsciente. Logré extraer la bala del abdomen y, al
parecer, no hubo daño en los órganos internos, en
apariencia tiene un buen diagnóstico… pero…
Ese maldito «pero» era demasiado ominoso para Iris.
―¿Pero…? ―murmuró sin querer saber de verdad.
―Si no recupera la consciencia pronto, todo será más
complicado para que logre sobrevivir. Está débil, necesita
alimentarse apropiadamente para recuperar la sangre que
perdió, hay que controlar la fiebre, evitar que se infecte la
herida… Esperar, eso es lo terrible…
―Dios Santo ―murmuró Iris consternada―. ¿Cómo está
Greg?
―Sosteniendo la mano de Emma… Lamentablemente, él
ya no puede hacer más que esperar a que ella despierte.

*****

Greg estaba en silencio observando el pecho de Emma,


con un sentimiento de culpa que se lo estaba comiendo
vivo. Se cuestionaba si había hecho lo correcto con las
decisiones que tomaron para salvar a Grace, o si debió
obedecer su instinto y no permitir que Emma interviniera,
enviándola junto al cochero a Bellway House. Sin embargo,
al instante se respondía que su esposa jamás habría tomado
un rol pasivo sabiendo que él y Grace corrían peligro.
Se preguntaba si, después de todo, Castleford había
logrado su objetivo, porque en ese instante se sentía en el
más horrendo infierno. Estaba destrozado. No podía hacer
nada por su esposa, era un hombre que, en ese instante de
su vida, no servía para nada más que para esperar. Lo peor
de todo era que ni siquiera tenía la libertad de hundirse en
la autocompasión, Grace lo necesitaba.
Y Emma no le perdonaría abandonar a su hija en ese duro
momento. Pero él no podía evitar sentirse perdido,
huérfano… moribundo.
―No nos abandones, gatita ―murmuró su acongojada
súplica, apretando con reverencia la mano de Emma,
esperando que ella, dentro de su inconsciencia, lograra
escucharlo―. No nos abandones… tenemos tanto que hacer
y ni siquiera hemos empezado… Lucha por ti, con la misma
fuerza que has luchado por Grace, por mí. No permitas que
Castleford gane… si tú te vas, si me dejas… No seré capaz
de hacer otra cosa que vivir por Grace, y no me importará
que otra persona herede el ducado ―admitió sin poder decir
nada más, su garganta se había cerrado y las lágrimas
empezaron a brotar mudas e inclementes.
La mitad de su vida era Emma y la otra era Grace, su
legado no eran las tierras ni un título, su real propósito
como hombre era hacer felices a las mujeres que amaba
con su alma.
Y ahora, la mitad de su alma pendía de un hilo.

*****

«¿Cómo está Emma?», «¿Cómo está Greg?», «¿Cómo


está Grace?»
Fueron las preguntas que contestó Iris a cada visitante
que llegaba a Bellway House al día siguiente.
«Todavía no despierta, durante la noche tuvo un poco de
fiebre». «Greg apenas lo soporta, pero Grace se ha
convertido en su baluarte, y junto con ella se ocupan de
atenderla».
A veces, Iris recibía como respuesta palabras de aliento
que no servían de mucho. A veces, solo había un respetuoso
silencio. Y en medio de ese silencio, lady Grimstone oraba
para que esa pesadilla llegara a su fin.

*****

A Greg no le importaba si hacía bien o mal, no quiso


apartar a Grace de los cuidados de Emma. Desde el
momento en que su hija llegó a su vida, comprendió que
ella tenía, irónicamente, el mismo carácter de su esposa.
Sabía que la pequeña no era igual a los demás, que orar
solo le daría un alivio por diez minutos. Tenía la certeza de
que Grace iba a sobrellevar mejor la espera si se sentía útil,
por lo que la niña, después de lavarse escrupulosamente las
manos, ayudaba a darle cucharadas de agua o sopa a
Emma, o asistía a Greg en cambiar el vendaje y limpiar la
herida.
Padre e hija unidos, porque de otra forma no soportarían
el dolor.
Greg apenas dormía, y cuando lo hacía, era al lado de su
esposa con mucho cuidado. Tampoco tenía apetito, pero se
obligaba a comer porque debía mantenerse bien para cuidar
de Emma.
Y cada hora que pasaba, era una pesadilla, porque era
una hora más que ella permanecía en las tinieblas. Emma
llevaba dos noches en aquel limbo.
―¿Papá? ―llamó Grace después de haberle dado un poco
de agua a Emma. Él la miró esperando sus palabras con
mucho interés―. Debes ir a bañarte, si mamá Emma
despierta ahora, lo primero que sentirá será ese olor y no
será lindo.
La inocente e inamovible esperanza de su hija lo
desarmaba y lo impulsaba a tener mayor entereza. Se
permitió ser un poco idiota para alivianar la carga.
―¿Qué olor? ―interpeló Greg oliendo su camisa. No tardó
en comprender la insolente sugerencia de su hija―. Ah, ese
olor.
―Yo me quedo con mamá Emma, ponte guapo para ella
―ordenó como una pequeña versión de su esposa.
Greg sonrió, era la primera vez que lo hacía desde que
Emma se desmayó. Su hija tenía la capacidad de darle
vestigios de felicidad en los peores momentos.
―Está bien ―accedió―. No tardaré mucho.
Grace le sonrió y Greg abandonó la habitación. La
pequeña, al verse a solas con su mamá Emma, se subió a la
cama y se acurrucó al lado de ella.
―Mamita ―susurró al oído de Emma―. Despierta pronto,
por favor. Papá está muy triste y yo también… No quiero
perder otra mamá… Duele mucho… Quédate con nosotros.
[JPT36]
Grace, hasta ese momento, había soportado bien la
situación, pero exteriorizar los temores que albergaba en su
corazón, le llenaba los ojos de lágrimas. Conocía demasiado
bien la muerte de un ser querido e irremplazable.
―Mamita, no nos dejes… Te quiero mucho, mucho…
―dijo cientos de veces como si fuera una fervorosa letanía,
la cual repitió hasta que se quedó dormida.
Veinte minutos después, con el cabello húmedo y el
cuerpo relajado, entró Greg a la habitación y se encontró
con la conmovedora escena que le llenó y desgarró el alma
en partes iguales. Observó a su Grace buscando consuelo
en Emma y…
Emma dándole consuelo a Grace, acariciando el cuerpo
de su hija con un movimiento casi inapreciable con sus
dedos.
―Emm… ―susurró Greg con la voz entrecortada,
acercándose a la cama―… Gatita.
Gregory se arrodilló frente a su esposa y se encontró con
sus hermosos ojos grises entreabiertos y esbozaba una floja
sonrisa. El duque le tomó la mano y se la besó con ternura y
devoción.
―Greg…
―No hables, gatita ―cortó con los ojos enrojecidos―.
Estás muy delicada…
―Greg… ―insistió Emma, se mojó los labios con la
lengua―. Te amo…
―Yo también te amo… No sabes cuánto. ―Miró a su hija,
la removió con delicadeza para despertarla―. Grace,
Grace… mamá despertó…
La niña parpadeó con pereza y se encontró con la mirada
de Emma.
―¡Mamita Emma! ―exclamó Grace dándole un beso en
la frente con extrema delicadeza―. Oh, mamita… ―El
mentón de la pequeña tembló y rompió en un llanto de la
más pura felicidad―. Te quedaste, mamita, te quedaste…
―Sí, hijita mía… me quedo… me quedo…

*****

Susurros de Elite, 21 de marzo de 1820.

El sábado recién pasado fue el inicio de la celebración del


cumpleaños del afamado duque de R--worth, ocasión que
aprovechó para realizar un ostentoso y extravagante baile, donde
también se realizó la presentación oficial en sociedad de la nueva
duquesa después de los terribles acontecimientos a los que
fueron sometidos desde principios de año, y que tuvieron un
cruento final que nadie sospechó.
Lamentablemente, nueve generaciones de hombres que le
dieron grandeza al condado de C--ford no fueron honrados como
debió ser, con dignidad; sino con sangre, locura y muerte.
Creo que nunca sabremos qué fue lo que sucedió a ciencia
cierta en la residencia ducal, el fatídico día del tumultuoso y
difamador juicio de Old Bailey, donde se demostró ―con creces,
aunque muchos cabezas de chorlito todavía lo cuestionan y
evitan a «lord sodomía» a toda costa― la inocencia de lord R--
worth. La única certeza que tenemos es que los duques se
defendieron sin importar las consecuencias, y lady R--worth
estuvo al borde de la muerte, haciendo que su convalecencia
fuera lenta y complicada.
Es por esto que toda la buena sociedad está muy
complacida de que ella ya esté totalmente recuperada ―y vestida
de dama, gracias a Dios―.
Y vaya que demostró su buena salud. Justo a la
medianoche, cuando el duque apagó la vela del pastel de
cumpleaños, lady R--worth le regaló a su esposo, en frente de
todos los escandalizados invitados ―excepto cierto grupito que
goza del escándalo―, un beso más que entusiasta ―descarado,
diría yo― y una misteriosa libretita negra que desencadenó las
carcajadas de los condes de C--by, quienes aparecieron por
primera vez en sociedad luego del nacimiento de su heredero en
el mes de febrero.
Y, hablando de grupitos que gozan del escándalo, es
evidente que los duques de R--worth son oficialmente parte de
ese círculo díscolo de la aristocracia, dado que el baile no fue
organizado solo para celebrar el cumpleaños del duque, sino para
tener una nueva instancia y reunir fondos para la loable
fundación de educación femenina liderada por las esposas de
estos lores de cuestionable comportamiento.
Ahora sabemos, según nuestras más que confiables
fuentes, que el día de hoy la feliz pareja de duques se fue a
Windlesham a disfrutar su justa y muy necesaria luna de miel, y
esperamos que ellos logren ―por fin― concebir el nuevo
heredero del ducado. Quién sabe, si tienen suerte, podrán
celebrar un nacimiento para Navidad.

Benedict dobló el pasquín, lo dejó sobre la mesita de


noche y miró de soslayo la ventanilla para asegurarse que
estuviera cubierta por la gruesa cortina. Había un pequeño
espacio que permitía ver una fracción de la luna a través del
vidrio, por lo que se levantó de la cama y corrió un poco la
tela.
―Mucho mejor ―sentenció el mayordomo, conforme con
su tarea.
―Egues un pegfeccionista, Ben ―dijo Silvain tomando el
pasquín que había dejado el mayordomo sobre la mesita―.
Habías aguantado bastante sin leeg el «Susugos» ―hizo
notar con malicia mientras lo hojeaba y releía la nota sobre
los duques―. Yo soy demasiado cuguioso y lo leí apenas lo
desechó lady Grimstone.
―No sé por qué insistes en que te lo rescate ―masculló
Benedict, volviendo a acostarse al lado de Silvain―. Antes
no te interesaba.
―Pogque no lo conocía. Es adictivo y divegtido ―justificó
resuelto y se acomodó entre los brazos de Benedict―. Hoy
te veo un poco gruñón, Ben ―comentó y siguió leyendo,
esbozando una sonrisa.
―Solo voy a decir que la señorita Grace me va a sacar
unas cuantas canas antes de cumplir treinta.
Silvain rio.
―Es idéntica a lady Gavenswog. Ágmate de paciencia,
Ben, que la señoguita lleva solo un día y te queda un mes
―aconsejó dejando de lado el pasquín, y se acurrucó en el
pecho del mayordomo para escuchar su corazón.
―Espera a que invada tu territorio ―replicó Benedict, al
tiempo que sus yemas depositaban una caricia perezosa
sobre el brazo de Silvain, y les brindaba mutua tranquilidad.
―Esas intromisiones ya no me afectan.
―¿Ah sí?, ¿por qué ese cambio?
Silvain le dio una mirada significativa.
―Fue una vegdadega bendición descubrig que la
habitación del mayorgdomo estuviega conectada con la del
chef ―explicó esbozando una sonrisa―. La última semana
ha sido magavillosa.
―Sí, tienes razón ―convino y le besó la frente―, quién
hubiera imaginado que por culpa de un ratón debajo del
armario notáramos la puerta que conecta nuestras
habitaciones. Seguramente pertenecieron a sirvientes que
eran matrimonio o amantes.
―Me gustaguía pensag que egan amantes.
―A mí también…
La conversación no continuó. Mientras ambos se besaban
con devota pasión, la llama de la vela se extinguía con el
aliento de esos dos amantes que nunca nadie imaginó o
sospechó.

*****

La puerta de la habitación del duque se abrió con


brusquedad. Gregory llevaba en brazos a su esposa como si
se hubieran recién casado. Hasta ese instante, no habían
podido tener su noche de bodas.
Y, ahora, no había impedimentos.[JPT37]
Esa noche no importaba el cansancio del viaje, porque
ganas sobraban. La eterna espera de la convalecencia había
llegado a su fin. Emma ya no sentía dolor de ninguna clase
y ese fue el mejor regalo de cumpleaños para Greg, porque
podría, al fin, amar a su esposa como tanto ansiaba.
Y Emma también ansiaba su regalo de cumpleaños
atrasado, porque el primer mes desde el disparo lo pasó con
sus sentidos embotados por el láudano que le
administraban para que pudiera tolerar mejor el dolor. Era
una dosis justa, ni muy fuerte para dormirla, ni muy suave
para que no hiciera el efecto sedante.
Al fin estaban solos.
En esa habitación no solo se escuchaban dos resuellos
furiosos de besos y el susurro de las ropas que se quitaban,
sino también estaba presente el sonido ínfimo del deseo
que vibraba en sus cuerpos. Había una atávica
desesperación por tocar la piel del otro, por estar dentro el
uno del otro.
Sin dejar de besarse y de tocarse, llegaron en una
prístina danza hasta la orilla de la alta cama. Emma cayó de
espaldas con gracia sobre el colchón, en medio de la dulce
melodía de su diáfana risa.
Mordiéndose el labio inferior, ella, conocedora del poder
que poseía sobre su esposo, se acomodó, ancló los talones
en la orilla del colchón y abrió sus muslos, invitándolo a
entrar a su húmedo y resbaladizo Edén.
Y Greg no se hizo de rogar. Estando de pie, guio su rígida
erección al anhelado centro femenino y la penetró
lentamente.
Emma gimió al borde del colapso, casi había olvidado lo
que era tener a su esposo dentro de ella, llenándola de ese
duro calor que embargaba sus sentidos.
Lo que vino después, para ambos, fue una vertiginosa y
voluptuosa escalada hacia la cumbre del placer. Emma
estaba ebria de una pasión que no quería contener. Gregory
le ofrecía una imponente y viril visión entre sus piernas; con
la cabeza echada hacia atrás en sensual abandono, se podía
ver la nuez de su cuello; la tensión de su cuerpo al embestir
con rapidez que marcaba sus clavículas, tendones y los
músculos de su torso. Sus manos aferradas a las rodillas de
ella, quien, a su vez, se agarraba a las sábanas para darse
el impulso suficiente que le permitía alzar y mover sus
caderas al frenético ritmo que su esposo le imponía,
recibiendo un delicioso gozo que solo la excitaba más.
Gregory, obnubilado por aquella entrega, soltó las rodillas
de Emma, apoyó sus manos en el colchón y se inclinó sobre
ella. No le importaba retrasar su deleite, porque era
inexorable y valía la pena esperar un poco más para
entregarle a Emma ese perfecto punto de fricción que la
elevaba con cada envite que le propinaba.
―Greg… Greg… ―repetía Emma en medio de los graves
gemidos de su esposo―. No pares, no pares… ―Era el
erótico ruego.
Gregory presionó tan solo un poco más y sintió que
Emma lo llenaba de su acuoso calor, al mismo tiempo que el
interior de ella lo apresaba en medio de un exquisito delirio
que iba in crescendo.
―¡Oh, Greg!... ¡Greg! ―gimió Emma cuando alcanzó el
inevitable éxtasis. Con cada riada de dorado placer, ella
gritaba el nombre de él.
―Emm ―gimió con los dientes apretados, soportando el
castigador orgasmo de su esposa, disfrutando la sensación
de sentir esas maravillosas contracciones que lo arrastraban
a su culmen―. ¡Emm! ―exclamó cuando ella se relajó, a la
vez que él daba su última estocada hasta el fondo y se
derramó con furia en su interior―. Emm… ―repitió con voz
estrangulada, empujando más adentro, sintiendo que su
alma se deshacía.
Por un largo rato, solo se oían sus respiraciones que, poco
a poco, se ralentizaban hasta volverse regulares.
Greg dio una breve carcajada grave y varonil.
―¿Qué te parece tan divertido? ―preguntó Emma,
sonriendo.
―Pensé en algo muy estúpido y nada apropiado para
este momento ―respondió sin dejar de reír.
―Anda, dímelo ―animó Emma, acariciando el rostro de
su esposo.
―Bueno… primero pensé en lo mucho que te amo…
―Ahhh, lindo ―lo interrumpió enternecida―. Yo también
te amo mucho… ¿y luego qué pensaste?
―En que me va a sorprender mucho si no te dejo
embarazada de gemelos con este tremendo orgasmo
―confesó desenfadado.
Emma rio a carcajadas.
―Oh, eres un idiota, Greg.
―Lo soy, nunca lo he negado… y por eso me amas.
―Por eso te amo… ―convino con una perezosa sonrisa.
Greg se separó de Emma. Ambos soltaron un espontáneo
jadeo que les recordó el placer experimentado, y que los
dejó con una sensación de vacío que quisieron volver a
llenar a toda costa.
Y así comenzó su ritual.
Emma se acomodó sobre la cama y Greg, cubriéndolos a
ambos con las mantas, la invitó a descansar sobre su pecho.
Enredaron sus piernas compartiendo el calor y se quedaron
quietos, dejando que los invadiera un placentero y lánguido
sopor.
―Cada vez que estamos así, confirmo lo que le dije a
Axford hace meses atrás ―dijo Greg llenando el silencio.
―Siempre pienso que esas palabras me las decías a mí.
―Por supuesto que eran para ti, gatita. Quería que fueras
mi esposa inadecuada… Pero después de casarme y vivir
contigo, debo hacer una pequeña corrección.
―Ilumíname.
―Un libertino redimido como yo, no necesitaba una
esposa inadecuada para continuar por el buen camino… Tú
eres, simplemente, la mujer perfecta que llena mi vida por
completo, no necesito otra cosa más que amarte… Estoy
honrado de ser tu esposo.
―Oh, Greg… ¿por qué tienes que decir cosas tan
preciosas? No tengo cómo replicar con algo más bonito que
eso.
―Solo di que me amas, gatita.
―Te amo, te amo, por siempre, mi dulce duque…
Epílogo
19 de mayo de 1832.

―¿Estás lista, preciosa?


―Lista, papá.
Padre e hija iniciaban el primer vals de su presentación
en sociedad. Emma observaba a Greg y Grace con orgullo y
emoción. Su pequeña ya tenía dieciocho años y se había
convertido en una extraordinaria y hermosa jovencita.
―¿Me concedes esta pieza, mamá? ―solicitó Caleb, el
joven conde de Windlesham que, al nacer en la Navidad de
1820, se había convertido en el heredero aparente del
ducado de Ravensworth.
Por ser una ocasión muy especial, lo fueron a buscar a
Eton y le permitieron participar por unas cuantas horas del
baile. Su hermana mayor no se presentaba en sociedad
todos los días.
―Por supuesto, mi apuesto conde ―aceptó Emma y tomó
la mano de su hijo que ya era tan alto como ella.
Definitivamente había heredado la estatura de su padre,
y un grado de su encantadora idiotez.
A Caleb le siguieron tres hermanos más, dos varones y
una mujer; Jack, Nathaniel y Caroline, con una diferencia de
tres años entre uno y otro. Todos ellos se acostaron
temprano, porque la fiesta era para adultos.
Los pasquines de cotilleos se preguntaban cómo lograban
controlar la tasa de natalidad del ducado con cuestionable
eficiencia. La duquesa llevaba tres años sin concebir y ya
estaban especulando en qué momento iba a ser evidente su
estado de buena esperanza. En el White’s ya estaban
haciendo sus apuestas.
La pista de baile pronto se llenó de invitados,
principalmente, amigos de los duques que habían
conformado un círculo de hierro para que nadie se
entrometiera en sus felices, escandalosas y poco
convencionales vidas. El temible vizconde Rothbury con su
bella esposa Olivia bailaban enamorados, al igual que la
hermana del vizconde, Minerva, que danzaba con gracia con
August, el fiel abogado del grupo. Michael, marqués de
Bolton, le daba un discreto beso a su esposa Margaret
―quienes eran más que felices por no ser duques aún. Lord
Hastings, el padre de Bolton[JPT38] y Olivia, gozaba de una
estupenda salud malcriando a sus nietos―. Angus y
Katherine reían mientras se susurraban secretos al oído, y
los condes de Wexford [JPT39]los miraban con cierta
complicidad.
Iris y Adrien estaban en un rincón esperando la siguiente
pieza. Pero, la verdad sea dicha, lady Grimstone solo
buscaba entre los asistentes algún futuro candidato para su
nieta. La crema y nata de la sociedad también había
asistido al magno evento, sin importar que la festejada
fuera hija ilegítima de Ravensworth. Ese detalle, con los
años, fue olvidado convenientemente. Grace estaba
destinada a ser la debutante de oro de la temporada.
La música cesó y las parejas se separaron. Grace sonrió
con malicia al revisar su carnet de baile, estaba lleno con los
nombres de los amigos de su padre o los hijos de sus
amigos. Había dos nombres en especial que le causaron
mucha alegría.
Que su padre se tomara esas «molestias» era muy
oportuno, porque Grace pretendía quedarse soltera por
mucho tiempo más. Era todavía muy joven, la libertad era
más divertida y sus padres no la apremiaban por casarse
pronto.
Quizás en siete años más, pero no ahora.
―Creo que la siguiente pieza me corresponde, señorita
Archer. ―Con solemne formalidad, anunció a sus espaldas el
joven Frank Smith, lord Somerton, alias «Amudiel». Era el
hijo mayor de Minerva Montgomery y había sido criado por
August como si fuera de su propia sangre. De hecho, el
joven lo llamaba padre.
El hombre era un ángel caído, un demonio, un «heredero
del diablo».
―Y después sigo yo ―terció Thomas Croft, lord Swindon,
más conocido como «Alastor», quien era hijo de la
marquesa de Bolton de su anterior matrimonio, pero que su
actual esposo había criado y amado como propio.
Ambos jóvenes eran primos y habían elegido
sobrenombres de demonios. Desde que entraron a estudiar
en Eton ―lugar donde se regían por la ley del más fuerte, o
el que tenía más amigos poderosos― ellos arrastraron la
mala reputación de sus progenitores y fueron tildados como
«Los Herederos del Diablo», asimismo, cualquiera que se
relacionara con ellos ya fuera por lazos sanguíneos o de
amistad. Y ahora que estaban estudiando en Oxford,
seguían siendo llamados del mismo modo.
Grace sonrió y dio media vuelta. Sus nombres estaban
escritos en su carnet de baile y delató su presencia[JPT40].
Ese par de granujas, que aparentaban ser unos vividores,
eran sus mejores amigos junto con Lawrence, Ernest, Alec y
Marian, quien ya llevaba su segunda temporada y la
semana siguiente se iba a llevar a cabo el baile que
organizarían sus padres.
―Todavía me sorprende que los hayan sacado a ti y a
Thomas de Oxford solo por mi cumpleaños.
―Cualquier excusa es buena para evitar un rato a los
profesores de la universidad… Lawrence, Ernest y Alec te
envían sus saludos, no pudieron asistir porque tenían un
examen muy difícil. En todo caso, nosotros sí que estamos
sorprendidos viéndote vestida de mujer ―respondió Thomas
guasón.
―Pero te ves muy linda ―halagó Frank.
―No me veo linda, lo soy ―replicó Grace ufana.
―Si tú lo dices ―dijeron ambos al unísono, muy
socarrones.
A cada uno, Grace le dio un certero golpe con su abanico
en la cabeza.
―Sin embargo, venir a tu presentación ha valido la pena
―repuso Frank sobándose―. Tenemos una loable misión
que cumplir en favor de lord Ravensworth, y eso es rellenar
tu carnet de baile, señorita Archer ―confesó con una
sonrisa cínica.
―Y luego tenemos que rellenar el de Marian ―intervino
Thomas―. No es ningún sacrificio, ambas bailan sin
pisarnos los pies, lo cual se agradece.
―Son tan tiernos ―ironizó Grace―. Fue asombroso ver el
carnet lleno antes de que empezara el baile. Mi papá ni
siquiera me preguntó si quería bailar con un par de
zopencos ―bromeó riendo.
―Por estar una semana afuera, habríamos bailado hasta
con lady Grimstone ―admitió Thomas―. Y ella sí que da
miedo.
El sonido de la orquesta anunciaba una contradanza.
Frank le ofreció el brazo a Grace, esa noche solo se iban a
divertir. Los estudios universitarios y la vida adulta no les
permitían a los amigos estar juntos tan seguido como antes.
Gregory observaba a su hija a lo lejos, escondido en un
rincón junto con Emma. Él sonreía malévolo.
―Sin duda tenías que quebrar una norma social el día de
hoy, ¿no? ―acusó Emma esbozando una sonrisa.
―Rellenar su carnet a sus espaldas es solo una inocente
maniobra para que ningún hombre que no sea de mi
confianza la toque ―admitió Greg sin rastro de culpa.
―Es muy arcaico de tu parte ―reprendió―. Pero creo que
Grace está de acuerdo con tu actuar.
―Conozco a mi hija.
―No podrás proteger su corazón por siempre.
―Lo sé… ―Suspiró―. Creció demasiado rápido.
―Confía en ella… Ya le llegará su momento. Mientras
tanto, tu deber será rechazar a cuanto caballero pida su
mano sin su consentimiento… Eso va a ser muy divertido.
―Casi tan divertido como llevar a cabo otras actividades
más placenteras ―replicó alzando sus cejas con picardía.
―Hablando de ello… ―Emma sonrió y, sin más
preámbulo, dijo―: Llevo dos meses de atraso…
No hubo necesidad de ser más específica. Greg sonrió
como un niño en Navidad. Abrazó a su esposa y la besó
larga y tiernamente.
―Gracias por darme un hijo más… Este será el último
―prometió solemne, acariciando el fértil vientre de su
esposa, quien tenía la bendición de dar a luz niños sanos,
sin complicaciones.
―Si seguimos haciendo lo que hemos hecho durante todo
este tiempo para controlar mis embarazos, creo que
tendremos éxito ―replicó Emma, poniendo su mano sobre
la de su esposo.
―Seis hijos es un buen número, me gusta.
―A mí también. Y es suficiente, eres un padre magnifico,
pero estos niños me consumen mucho tiempo y me cuesta
concentrarme en mis estudios…
―Me excita verte estudiando, gatita ―aseveró
acercándose mucho a su Emma, lascivo y enamorado.
―A ti te excita verme respirando, querido ―apostilló,
estando no muy lejos de la verdad. Osada, rozó cierta parte
de la anatomía de su esposo que empezaba a cobrar vida.
―Me encanta mi esposa, respira de un modo muy
sensual.
―Eres un idiota.
―Un idiota que está y estará loco, loco por ti. Siempre.

Fin
Agradecimientos
Al llegar al final [JPT41]de esta serie, no me queda más
que agradecer a todas mis lectoras ―y uno que otro lector―
que me apoyan de todas las formas posibles; leyendo,
asistiendo a eventos, alentando mi trabajo y exigiendo
historias nuevas a través de las redes sociales. A todas
ellas, les dedico mi más infinito agradecimiento.
A mis lectoras beta, mi brújula, reciban toda mi gratitud.
[JPT42]
Siempre le voy a agradecer a mi familia, sin ellos, todo
sería difícil. Los amo.
Y, por último, gracias, lord Afrelailo, por amarme y ser
como eres. Te amo.

Hilda Rojas Correa.[JPT43]

[1]
Agua de estiércol de caballo.
[2]
Traducción de la expresión: «Quand on parle du loup, on en voit la queue»,
que es una variante francesa de «Hablando del rey de Roma, y por la puerta se
asoma».
[3]
Traducción de la expresión: «Speak of the devil and here he is», que es una
variante inglesa de «Hablando del rey de Roma y por la puerta se asoma».
[4]
Término utilizado en el siglo XIX para denominar a un homosexual.
[5]
Tener un pelo del perro que lo mordió, es el término que se usaba en aquellos
años para hacer referencia a la resaca
[6]
Porque yo también te amo con todo mi corazón.

[JPT1]JAJAJAJA REAL. LO AMOOOO.


[JPT2]Iris siempre tan elocuente, weón, es mi heroína!!
[JPT3]Se lee extraño. O sea, entiendo la oración, mas tengo que leerla varias
veces.
[JPT4]Recién ahora me percato de esto… ¿cómo es que sabe su nombre
completo? Yo con suerte me sé el de mis hermanos ajajajaja.

[JPT5]RÁSGALA, EMMA!!!!!
[JPT6]¿Sabes qué es lo que más me duele de esta frase? Que, incluso a pesar
de los años que han pasado, se aplica a nuestra sociedad actual :c

[JPT7]Como que tenía la idea de que se habían detenido a conversar xd


[JPT8]¿Emmett o Emmett? Al inicio lo cambié, luego busqué cuál usabas más y
vi que los usas ambos, ¿con cuál te quedas, pillina?

[JPT9]CHÚPALOCONMAYOHIJODETUHERMOSAMADREEEEEEE
[JPT10]Debería ir en mayúscula, ¿o aún no tenía tanta importancia en esos
años?

[JPT11]Si dirá lo mismo que Emma, siento que debería haber un comentario o
actitud listilla de parte de ella.

[JPT12]Ya le dijo que le diera uno…


[JPT13]¿Vendré? Es decir, ya está ahí
[JPT14]Supongo que acá está en mayúscula porque no se usa como verbo de
habla, sino de acción, ¿cierto?

[JPT15]Todos «ríen a carcajadas»…


[JPT16]¿Apropiados o inapropiados?
[JPT17]MALDITA SEA, CÓMO LA AMOOOOOOO!!!!!
[JPT18]Suena redundante
[JPT19]AY MI CORAZONCITO NO PUEDE CON TANTOOOOOOOOOOOO TT-TT
[JPT20]¿Años? ¡Días! Pobrecitos, te ensañaste con ellos jajajaja
[JPT21]TT-TT
[JPT22]Mezcla el trato, la trata de tu y luego de usted…
[JPT23]AYYYYY, QUÉ GANAS DE DARLE UNA MERECIDA CACHETADA, POR
DIOOOOOOOS
[JPT24]
[JPT25]Al final, sí le dio el nieto que tan pronto quería TT-TT
[JPT26]Falta una palabra aquí.
[JPT27]Qué flojera tanta cosaaaaaa
[JPT28]¿A qué les dio una lamida?, ¿o es «le dio»?
[JPT29]IRIS, DAME UN HIJO, LACONCHADELALOOOOORAAAAAA
[JPT30]Cara, cara…
[JPT31]Gracias a los dioses tú escribiste esa novela jujujuju
[JPT32]Te amooo, eres la más bellaaaaa
[JPT33]MI CORAZÓN TT-TT
[JPT34]Quinn estaba en el juicio, testificando, ¿cierto? Sería bueno hacer
alguna mención de que se fue antes o algo así.

[JPT35]Entiendo por qué usas este término, pero, ¿podrías usar un sinónimo?,
¿«infructuoso» u otro? «Estéril» se suele usar más como un término de limpieza,
hospitales… o al menos así lo relaciono yo.

[JPT36]TT-TT
[JPT37]Menos mal que Emma no llegó virgen al matrimonio jajajaja, pobrecitos
jajajajajajaj

[JPT38]Y también de Olivia


[JPT39]¿Quiénes se supone que son? Me pierdo entre tanto título y nombre
enredado :c

[JPT40]¿lo que delató su presencia en el baile? No entendí :c


[JPT41]EL FINAL DE LA SERIE, LA CONCHA DE MI MAMIIIIII TT-TT
[JPT42]Es un placer, Pamelaila querida!!
[JPT43]5.45 – Fin :c
Amé, amé, amé TODO. Mujer, de verdad tus historias son… MARAVILLOSAS, no
entiendo cómo lo haces, pero agradezco eternamente haber cruzado nuestros
caminos.

Te amo, Pi, por más libros que compartir <3

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