La Busqueda de La Felicidad y La Regla D
La Busqueda de La Felicidad y La Regla D
La Busqueda de La Felicidad y La Regla D
García González
J.J. Padial Benticuaga
(coords.)
Autotrascendimiento
Prólogo
J. A. García González
Carta a Dña. Concepción Sorauren de Falgueras........................ 7
l. EL MAESTRO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
APÉNDICES 339
en tomo a las diversas formulaciones de una máxima que, a lo largo de los tiempos, y en
numerosas culturas se ha presentado como el resumen y mejor expresión de la moral: la
regla de oro.
En efecto, "no trates a los demás como no deseas ser tratado" o, en su versión
positiva, "trata a los demás como deseas ser tratado" son afirmaciones que reciben valo
raciones dispares. En el discurso ordinario se presentan como si no tuvieran necesidad de
más explicaciones, como expresiones de lo que todo el mundo sabe o debería saber. Sin
embargo, no es extraño que, cuando se convierten en objeto de análisis, se vuelvan pro
blemáticas. En este caso, con frecuencia son despreciadas como confusas declaraciones
de buenas intenciones, e incluso conculcadas porque su mismo contenido se considera
erróneo o pernicioso.
¿Es verdad que, contra lo que el sentido común nos dicta a primera vista, son estas
tesis inútiles o aun nocivas para la moral? ¿Cabe la posibilidad de que ambas sean com
patibles? Y, en ese caso, ¿cuál es el lugar que ocupan en el estudio de la acción humana?
La importancia de tener ambas en cuenta ambos principios es subrayada por algu
nos autores. Así, por ejemplo, Robert Spaemann, titula una de sus obras, que se presenta
como un tratado de ética, con un título que alude precisamente a ellos: felicidad y bene
volencia. Según este autor, la ética antigua gira en tomo a la búsqueda del bien, orienta
hacia una vida lograda. Por el contrario, la ética moderna, se preocupa ante todo por las
reglas que gobiernan la convivencia. "La dificultad de toda ética eudemonista consiste en
fundamentar el interés por el bien de los demás y, junto a ello, en dotar de sentido no sólo
a la idea de responsabilidad ante sí, sino también a la de responsabilidad de sí mismo. La
dificultad de toda ética universalista del deber es, por el contrario, hacer que se conciba
un interés capaz de mover a cada uno a querer algo que, a juicio de cada cual, sería bueno
que todos lo quisieran"3•
A continuación intentaré aclarar el sentido de estas dos afirmaciones y el lugar que
ocupan en la moral, y a procurar desentrañar qué podemos aprender de ellas.
Ante todo hay que advertir que, a pesar de que las dos ocupen un lugar central,
no son del mismo tipo. La afirmación de que los hombres al actuar siempre buscamos la
felicidad es la descripción de un aspecto inseparable de toda acción que denominamos
humana, independientemente de la calificación moral que merezca. Mientras que la regla
de oro es la expresión de un imperativo o mandato moral, que se dirige al hombre como
ser libre y que, en consecuencia, debe ser reconocido y puede ser conculcado. Por eso
parece razonable comenzar abordando las pretensiones de la primera afirmación, pues
quizá al hilo de su examen podemos aprender algo significativo acerca de la acción hu
mana, que puede también ser relevante para el estudio de la moral.
Uno de los problemas inherentes al concepto de felicidad es su ambigüedad: todos
pueden estar de acuerdo en que quieren ser felices porque la palabra felicidad evoca a
cada cual cosas distintas. Cada quien se representa el bien de acuerdo con su modo de
ser y actuar. Esto parece dar la razón a los que consideran irrelevante el principio desde
el punto de vista práctico. La felicidad, y el concepto que tenemos de ella, solo se podría
conocer a posteriori respecto de las acciones, pero no serviría para entenderlas en cuanto
acciones racionales ni contribuiría para nada a conformarlas.
Sin embargo, en mi opinión, se trata de una afirmación llena de sentido, que sí que
aporta algo decisivo para comprender la conducta humana. Como ha señalado Alejandro
Vigo, para Aristóteles, la palabra praxis, que solemos traducir por acción, no es un térmi
no genérico aplicable a toda conducta, ni se puede decir que aquella que estudia la ética
-la acción humana- sea un tipo particular de praxis5. Por el contrario, para Aristóteles, la
ética va dirigida a aquellos que son capaces de praxis, algo que distingue al hombre (o a
algunos hombres, pues es preciso al menos excluir a los niños) del resto de los animales.
Cabe definir la praxis como un tipo de conducta que el agente emprende sobre el
trasfondo de una representación de la propia vida tomada como un todo. Ahora bien, esto
es precisamente lo que afirma en primer lugar la tesis de que todos los hombres buscan la
felicidad. Buscar la felicidad no es buscar un bien, sino buscar un bien global que pueda
satisfacer todas mis aspiraciones.
Lo primero que pone de relieve esta tesis es que la acción moral presupone
un yo. Pero no solo como una actividad presupone una sustancia que actúa: operari
sequitur esse, el obrar sigue al ser. En la praxis el yo aparece, sí, como agente, pero
también de algún modo -que podría parecer paradójico para una metafísica estricta
mente sustancialista-, como una exigencia. La acción humana, la praxis, aparece como
procediendo del yo y, al mismo tiempo, como un principio configurador del yo que la
ejerce. Esta es, por cierto, la tesis socrática que Aristóteles desarrolla en su doctrina
sobre los hábitos.
Un aspecto de la postura de Aristóteles podría exponerse parafraseando a Kant: el
"yo quiero" acompaña a todas mis acciones. Kant en su deducción trascendental de las
categorías. afirma esto precisamente del "Yo pienso"6. Podríamos expresar lo mismo de
otro modo diciendo que la praxis sólo puede surgir en el agente que está convencido de
que domina su vida y la puede orientar hacia un bien global.
Afirmar que existe un yo de este tipo, que podríamos denominar «práctico», equi
vale a aceptar que existe la posibilidad de integrar todas las actividades que emprende
mos, que todas ella pueden contribuir a un fin unitario, y que ese fin es el fin de alguien
realmente existente. De lo contrario, nos veríamos obligados a aceptar que el hombre es
un ser fragmentario, y que cualquier intento de referirse a sí mismo como un quién ver-
dadero y unitario se apoya siempre tan solo en un espejismo, lo que convierte la conducta
racional, con todas las exigencias que le son inherentes, en una «pasión inútil».
Nada es más evidente que lo azaroso de la vida humana, lo intermitente de sus
acciones libres y la inconstancia de sus resoluciones. Lo que ahora puedo entender como
mi bien global no coincide necesariamente con lo que ayer concebía como tal. A esto
se une la dificultad de explicar o exponer racionalmente mi idea del bien o de mí mis
mo, esa misma idea que, según decimos, el hombre posee implícitamente a la hora de
actuar. Esto puede llevamos incluso a dudar de que haya tal cosa como un yo y, con él,
una unidad posible de la vida humana. Puesto que mi concepción del yo cambia, y el yo
mismo parece cambiar, ¿qué sentido tiene buscar a lo largo del tiempo un bien global de
mi vida?
Y, sin embargo, el agente moral, al actuar, parece aceptar por esa misma razón
ciertas convicciones. Por un lado está seguro de que es él, y no otra u otra cosa, quien
origina la acción. Por otra parte, y por eso mismo, acepta su responsabilidad ante lo que
hace, aun cuando pueda preferir huir de ella. Se podría decir que la búsqueda de la felici
dad presupone un imperativo ineludible, que se identifica con el reconocimiento de que
soy un agente libre: actúa como si fueras un verdadero yo. De hecho, el yo moral es el
que mejor parece manifestar lo que nosotros entendemos por «identidad» de la persona,
y no es aventurado afirmar que la doctrina del alma de Sócrates, más que en el yo de una
supuesta reflexión autoconsciente se apoya en el yo que una y otra vez se manifiesta en
la pretensión humana de actuar como un ser moral.
Por otra parte, el yo que afirmamos al actuar resulta difícil de identificar si acudi
mos a otras formas de conocimiento, por así decir, externas. Decir que el yo es el cuerpo
resulta apresurado: ¿el cuerpo completo?, si no es así, ¿qué parte del cuerpo?, ¿en qué
momento de su desarrollo? La extraña relación del yo como agente moral con su cuerpo
fue puesta ya de manifiesto por Platón. El hombre actúa como si nada le pudiera afectar
esencialmente al margen de su propia acción. Pero, si es así, la muerte física no puede
disolverlo. El mismo Kant reconoce este hecho de algún modo cuando presenta la afir
mación de la inmortalidad del alma como un postulado de la razón práctica, algo que, de
no ser aceptado, convertiría en irracional la conducta moral7.
La visión de la acción que deriva de la teoría aristotélica de la praxis parece pre
suponer que la vida moral no es de entrada un continuo, como pueden parecerlo algunos
procesos o movimientos naturales, sino una sucesión de elecciones (proaíresis) discon
tinuas. Pero el agente moral que busca la felicidad acepta también su continuidad en el
tiempo. Los seres humanos no recordamos en cada uno de nuestros actos todos los actos
precedentes, sin embargo, es claro que, cada vez que actuamos, al reconocernos en virtud
de esa acción como agentes libres, nos reconocemos también como capaces de responder
de un pasado y mantener nuestras decisiones en el futuro. Esto explica, por ejemplo, ac
ciones como las promesas, y da sentido a la búsqueda de bienes cuyo logro se encuentra
diferido en el tiempo.
l. EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD
En resumidas cuentas, el fin que buscamos no puede ser ajeno al tipo de querer
que se manifiesta en el deseo de felicidad: el de un ser que se sabe uno a lo largo del
tiempo, dueño de sí en el futuro y capaz de buscar un bien global que no se puede identi
ficar totalmente con ninguno de los bienes particulares que se pueden disfrutar a lo largo
de la vida. Desde la orientación a la felicidad que traslucen todas nuestras acciones, al
menos algo resulta patente: sólo la búsqueda constante de un bien estable e integrador
impide que nuestra vida sucumba a la incoherencia. Lo contrario nos condena a repetir
en falso una y otra vez la inesquivable pretensión de ser un yo moral que aspira a rea
lizar el bien.
La exigencia de dar unidad a nuestras acciones y de orientarlas expresamente
hacia un bien único es, por tanto, una enseñanza moral que podemos extraer de la con
sideración de los implícitos de nuestra acción. Todo esto nos muestra también que no
podemos actuar racionalmente en virtud de un puro deseo que partiera de algo que somos
previa e independientemente de la razón: por ser racional, la praxis necesita una razón o
una concepción del bien que justifique la decisión.
Pero, ¿cabe decir algo acerca del contenido de la felicidad? Pues parece que debe
existir alguna conexión entre este ideal moral congruente con el yo de la praxis y los
deseos del hombre. En efecto, si pretendemos buscar un bien unitario y coherente, es
preciso, ante todo, darle contenido, pero, al hacerlo, surge la pregunta acerca del lugar
que ocupan nuestros deseos en esta búsqueda de la felicidad, pues ¿cabe acaso concebir
una felicidad que no los satisfaga?
Los deseos humanos aparecen frecuentemente como contrapuestos con las exi
gencias de la razón, que es la instancia humana capaz de plantearse esa tarea de dar uni
dad y coherencia a la vida. Puede parecer incluso que los deseos del hombre que actúa
deben ser previamente elevados y rectificados, si no suprimidos, antes de convertirse
en principio de la acción. Ahora bien, hay que tener cuidado antes de generalizar esta
percepción del conflicto. La evidencia de que el deseo se contrapone en ocasiones a la
razón no puede ser tomada apresuradamente como regla. Esto es lo que hace, por ejem
plo Kant, pero la consecuencia es el divorcio irrevocable entre el yo agente moral, que
podemos denominar, con todas las cautelas, «ideal», y el deseante. En estas condiciones
no resulta extraño que la búsqueda de la felicidad se declare como un objetivo inmoral.
Pero las cosas no son tan claras, y no lo son porque los deseos humanos son más
complejos de lo que parece suponer esta declaración. De hecho, el deseo humano, aun
que parezca ocioso decirlo, es humano, y en él se revela la condición del hombre tanto
232 José Ignacio Murillo
como en la razón y en las máximas que pueda ser capaz de formular. No por azar define
Aristóteles al ser humano como inteligencia deseante o deseo inteligente8• Sin el deseo
como principio no existiría acción alguna.
Por eso los grandes socráticos fueron especialmente diligentes a la hora de bus
car lo distintivo del deseo humano. Todos los animales son deseantes, pero ninguno de
ellos intenta organizar racionalmente su conducta. En cambio, la condición racional del
hombre transfigura su aspiración al bien y la hace distinta de la animal. El hombre no
sólo desea aquello que valora como útil y conveniente en virtud de su dotación instintiva
natural. Esto se manifiesta en un deseo que ningún animal experimenta, el de una pose
sión que sólo el intelecto de que participa el hombre es capaz: el deseo de saber9• Algo
que nos recuerda a la descripción del éxtasis que provoca la belleza en el Banquete de
Platón. Se trata de un rasgo que también encontramos en un aristotélico medieval y en
un contexto doctrinal diferente: el deseo del hombre sólo se agota en la visión de Dios.
Tomás de Aquino no duda en calificar a este deseo como «natural».
En todos estos casos, el deseo del bien del animal racional aparece como carente
de barreras: sólo se aquieta con lo más alto, con el bien más perfecto y fuente de todos
los bienes. Dejando de lado la reticencia a usar este término por parte de los autores
antiguos, podríamos decir que el bien de nuestra búsqueda es el bien infinito. En efecto,
si tal bien existe, parece que sólo él puede satisfacer el ansia de un ser racional. Esto
explica que, desde la perspectiva racional, los deseos puedan ser relativizados. Sabemos
que nuestros deseos concretos no son todo lo que podemos desear, y un mínimo de expe
riencia nos confirma en la convicción de que ninguna cosa limitada que podemos desear
agota nuestra capacidad desiderativa ni puede satisfacemos completamente.
Que el deseo humano esté orientado al saber y que todos los deseos humanos
guarden una relación con él matiza la idea de una felicidad meramente subjetiva. Una
felicidad exclusivamente sensible podría ser subjetiva, en el sentido de que sólo yo la
disfruto y que lo que me agrada a mí no tiene por qué agradar a los demás. Y esto si ad
mitiéramos que quepa llamarla propiamente felicidad -pues, por las razones que hemos
mostrado, esto no sería la felicidad de que habla Aristóteles- y si se puede hablar en
algún sentido de una subjetividad sensible que la pueda disfrutar. Pero si la posesión en
que culmina el deseo es el acto del intelecto, la felicidad pierde «subjetividad».
El conocimiento intelectual no es subjetivo, salvo en el sentido de que lo ejerce
alguien -habrá que ver en qué sentido se le puede llamar propiamente sujeto-, porque se
encuentra vertido a lo que las cosas son en sí mismas, independientemente de mis deseos
o aspiraciones. El deseo de conocer la verdad no puede ser un deseo hedonista, porque se
satisface con lo conocido tal como es en sí mismo, al margen del modo en que el deseo
pueda predeterminarlo. En este sentido contiene ya una alusión a la autotrascendencia
característica del agente racional. Los deseos meramente sensibles se despiertan ante lo
que se conoce y se orientan hacia objetivos determinados; los deseos influidos por la in
teligencia se orientan, en cambio, hacia algo que está más allá de su desencadenarse em
pírico. Por eso son dúctiles y se van reconfigurando a medida que la realidad buscada va
ganando en contornos y perspectivas, en contenido. El hombre, como señala Spaemann,
sólo se alegra con la realidad1º. Que nuestro deseo esté orientada a que las cosas sean
de un determinado modo y que concibamos el bien como algo que debe ser realizado
depende de esta configuración racional del deseo.
El deseo de ser feliz sólo se despierta en un agente capaz de conocer lo verdadero.
El bien que el hombre busca es formalmente un bien verdadero. Sólo un bien determinado
como tal -aunque sea erróneamente- puede ser objeto de la actividad práctica. Por eso
también, si la búsqueda de la felicidad es un problema provocado por el intelecto, parece
razonable admitir que sólo puede ser resuelto mediante el conocimiento de la verdad. Esto
tiene una directa implicación ética, que también dota de contenido a la acción: el primer
imperativo es conocer qué es lo bueno y, si ese conocimiento no es definitivo -y difícil
mente puede serlo en el ámbito variable y contingente de la praxis-, aspirar a descubrirlo,
conocerlo y hacerlo mejor. También por eso la rectificación forma parte de la vida moral.
Que la captación del bien dependa del conocimiento de la verdad supone que una
condición para alcanzar un bien que pueda colmar nuestras expectativas es someternos
a las leyes que impone la inteligencia. El anhelo de una felicidad verdadera, al margen
de cualquier engaño que pudiera proteger una satisfacción, es una manifestación clara de
que la felicidad no es esencialmente una satisfacción.
Puesto que podemos captar la realidad en sí misma, buscamos lo bueno en sí mis
mo y no sólo para nosotros. Esta simple consideración permite también poner en tela de
juicio el supuesto egoísmo de la aspiración humana a la felicidad. Nuestro deseo no se
dirige solamente a mi bien, sino a que se haga el bien. El hombre es capaz de alegrarse
con el bien en sí mismo y puede quererlo. Esto está conectado con dos observaciones que
ha desarrollado la antropología filosófica reciente.
Por una parte, con el hecho de que, a diferencia de los animales, el hombre no vive
en un medio, sino que habita un mundo. Forma parte de la búsqueda del bien, encontrar
un lugar como agente en el conjunto de lo real. Mundo es el nombre que designa esa
constelación global ordenada de todas las cosas, en las que nosotros debemos encontrar
nuestro lugar. Una parte esencial de la sabiduría consiste en encontrar ese lugar que cla
rifica qué estamos llamados a aportar.
La segunda observación es que el hombre es un ser excéntrico. De entrada, no se
encuentra confinado en su cuerpo, sino que es capaz de vivirlo al mismo tiempo desde
dentro y desde fuera. Es la distinción entre el cuerpo vivido y el mero cuerpo: soy mi
cuerpo, pero también un cuerpo entre los cuerpos11• Pero la excentricidad tiene también
JO Cfr. Spaemann, R., Ética: cuestiones fundamentales, Eunsa, Pamplona 2007 (8ª ed.), 40-41.
11 Cfr. Plessner, H., Die Stufen des Organischen und der Mensch. Einleitung in die philosophische Anthro
pologie, Gesammelte Schrifften, IV, Suhrkamp, Frankfurt 1981, 360 ss.
234 José Ignacio Murillo
que ver con la capacidad de relativizar mis propios intereses ante los de otro que también
los tiene. Y esto nos abre precisamente hacia el otro que se menta en la regla de oro. Si
la regla de oro tiene algún sentido es, de entrada, en virtud de esa capacidad de ponemos
en el lugar del otro y de reconocer su realidad al mismo nivel que la nuestra12• Pero esa
capacidad es fruto de la misma racionalidad desde la que configuramos nuestros deseos
como principios de acciones libres.
Ahora bien, esto nos plantea una pregunta que la ética clásica parece dejar abierta.
Si el deseo del bien se define por la capacidad de poseer, aun cuando consideremos que
ésta se identifica con la contemplación desinteresada, ¿cómo podemos conciliarla con
la aceptación de que nuestros deseos puedan tender a la realización de un bien que, al
menos en apariencia, no podemos poseer?
La consideración del deseo humano en tanto deseo racional es la que nos conduce
hasta las puertas de la regla de oro. Volvamos, por tanto sobre ella, para intentar aclarar
su significado y sus implicaciones.
Si nada deseáramos, no actuaríamos. Pero todo desear parece incluir una refe
rencia al bien del sujeto deseante. Esto aparece en algunas interpretaciones del amor al
prójimo, que lo definen como una extensión del amor a sí mismo. Consistiría en tratar al
otro como me trato a mí porque lo considero una parte de mí mismo.
Esto no es del todo falso, pero resulta insuficiente para fundar la moralidad, por
que hace reposar el amor sobre el egoísmo, es decir, propone como razón exclusiva del
amor el propio bien en cuanto propio, entendido como algo perfectamente claro, deter
minado y, además, espontáneo. De ser así, incluir a otro en el amor que nos tenemos no
es amarlo como otro. Además cabe preguntar, ¿qué nos lleva a considerar al otro como
una parte de mí mismo? Esto puede deberse, por ejemplo, a algún instinto o a una especie
de error, pero en ninguno de los dos casos nos encontramos ante lo moral.
En cambio, la regla de oro habla del amor a sí mismo como algo distinto del amor al
otro. Además, bien mirado, sólo en la medida en que haya otros distintos de mí, amarme a mí
mismo cobra un sentido determinado, porque sólo entonces aparece propiamente el sentido
del yo personal. Esto nos invita a pensar que en este caso no estamos hablando de un mero
deseo espontáneo del bien, precisamente porque entendemos el bien propio sobre el trasfon
do del bien ajeno: como distinto pero, al mismo tiempo, compatible. Y hemos de recordar que
los deseos de que habla la moral no son meras inclinaciones naturales, sino los deseos que se
despiertan en virtud del conocimiento de la realidad en cuanto tal, es decir, tal como aparece
ante la inteligencia. Si aparezco ante mí y comienzo a desear para mí es porque simultánea
mente me conozco como distinto de los demás y, especialmente, de los otros.
acciones fuera el bien para mí y ese bien estuviera clausurado y acotado de antemano,
nada distinto aparecería como digno de respeto. Plantear la regla de oro desde el punto
de vista de nuestros deseos, si consideramos estos como algo dado, la destruye. La pura
soledad anula de entrada la moral13.
Por otra parte, la experiencia muestra que sólo podemos llegar a comportarnos
como personas tratando a otras personas. Aunque para ello no basta la mera presencia
material, sino que lleguemos a comprender que lo son. Algo tan básico para nuestro de
sarrollo psicológico como el lenguaje no puede ser aprendido sin otros hablantes, y todo
acto lingüístico los presupone, al menos como virtuales interlocutores.
Por supuesto, la regla no afirma explícitamente todo lo que hemos visto hasta
ahora, pero lo presupone de tal modo que su negación la haría ininteligible. Quizá no
hemos probado que contenga todos los deberes. Pero sí, al menos, que, a diferencia de
otras, alude al hecho que funda la moral y se apoya inmediatamente sobre él. Lo cual nos
permite sospechar que no se trata de un enunciado banal.
Considerar el trato que podemos recibir de otros nos acerca a lo específico de la regla
de oro, pues, como hemos visto, uno de sus elementos formales es introducir como criterio
de nuestra conducta el reconocimiento de la alteridad del otro y la exigencia de compren
derlo. Querer recibir un trato es un deseo que ya incluye al otro como otro. Pero el deseo de
recibir un trato determinado no deja de ser un deseo hasta el momento en el que el respeto al
otro aparece como una exigencia incondicional. La regla de oro presupone esa incondicio
nalidad en la medida en que se presenta como norma, pero, como ya hemos visto, alude ade
más directamente al hecho que funda la norma. Sólo cabe entablar relaciones interpersona
les auténticas en la medida en que aceptemos que el otro es tan real como nosotros mismos.
Al hacerlo, y mientras nos mantengamos en esa convicción, la búsqueda de la felicidad, es
decir, del bien integral del otro, se mantiene como una orientación de nuestras acciones.
En este punto resulta claro cuán estrechamente está conectada la regla de oro con
la búsqueda de la felicidad de aquel a quien va dirigida. Por una parte, hemos visto que,
en la medida en que somos agentes racionales, no podemos no buscar un bien global
para nosotros mismos en cada una de nuestras acciones. De lo contrario, nuestras accio
nes no serían racionales. Ahora cabe añadir algo más. En último extremo, no podemos
constituirnos como agentes racionales en solitario. Como hemos visto, la racionalidad es
intrínsecamente interpersonal.
Una manifestación de este hecho es que nos introduce en el mundo de la justi
ficación. Toda acción, al mismo tiempo que es una modificación de la realidad y una
conducta movida por el deseo, contiene una apología. Las razones que la justifican son
esgrimidas, aunque sólo sea ante nosotros, a modo de defensa. Por eso es posible pedir
una justificación de las acciones. Y por eso también las normas que enunciamos y que
deben gobernar la convivencia deben ser justificadas y estar apoyadas en una concepción
13 Tomás de Aquino considera incluso que el primer acto moral procede de una delibaración acerca de sí
mismo y del modo de referirse a Dios. Cfr. S. Th., 1-II, q. 89, a. 6, co.
La búsqueda de la felicidad y la regla de oro 237
del bien que pueda ser compartida de algún modo. Así pues, la razón no sólo introduce,
como Kant insiste en recordar, la universalidad en las máximas que la gobiernan, sino
también la posibilidad y aun la exigencia de justificarse ante otro, y es, en este sentido,
como el lenguaje, esencialmente interpersonal. No cabe responder sin comprender pre
viamente la relación de una persona con otra a la que algo se debe.
Esto explica que cada acción dibuje una visión del bien. Se puede actuar como si
el placer o el honor fueran un bien definitivo. Y también se entiende que esas acciones
puedan ser reprobadas porque aceptan responsablemente una concepción errónea del
bien, que no es coherente con la naturaleza de quien la acepta y, de modo particular, con
su condición interpersonal.
Cabe decir que un ser es racional porque es personal. Una de las dificultades que
se contraponen a la afirmación de que buscamos la felicidad consiste en que orienta todas
nuestras acciones a lo que podemos poseer. Ya nos hemos referido a lo apresurado que es
presentar los deseos como si procedieran de un yo totalmente conformado y previamente
delimitado respecto de los otros. Por el contrario, la misma constitución de la subjetivi
dad es una prueba de que el hombre no es así.
Pensemos, en primer lugar, que el hombre sin los demás no es biológicamente via
ble. Esa necesidad de los otros, que es ineludible en la infancia, el periodo de formación
por excelencia, condiciona la vida posterior del ser racional, pues sin las relaciones con
los demás no alcanzamos siquiera el comportamiento que llamamos humano. Para que el
cuerpo humano se convierta en vehículo de nuestra condición personal, es necesario que
convivamos con otras personas. De ellas aprendemos el lenguaje, pero, ante todo, frente
a ellas desarrollamos la conciencia de que somos personas y aprendemos a tratarnos a
nosotros mismos como a seres personales. De este modo, podemos ver que el trato que
queremos para nosotros no aparece al margen de la interpersonalidad que menta la regla
de oro. En la medida en que actúo como un ser racional, también me trato a mí mismo
como si fuera otro del que tengo que cuidar.
Por otra parte, hemos de recordar que, sin contar con los demás, somos incapaces
de proponernos los fines superiores de nuestra actividad. En la medida en que las relacio
nes interpersonales son tan internas a nuestra condición natural, cualquier orientación a
un bien meramente individual debe ser considerada como una caída. Es más, de lo dicho
se deduce que el egoísmo que esto supone no puede ser originario, sino que procede de
un corte o detención en el desarrollo del yo. La caída moral se parece a un requebraja
miento, basado en una imagen errónea de nosotros mismos, que nos orienta hacia un
fin falso e imposible. Y este corte siempre implica una separación respecto de los otros.
Esto es coherente con la condición del yo moral a que nos referíamos al principio. El
yo moral no es ante todo un yo que disfruta de lo que tiene, sino un agente del bien. Aportar
es, por tanto, la clave de la moral. No quiere decir esto que el disfrute o la posesión sean
inmorales. El hombre es el animal capaz de tener14 y la posesión provoca disfrute. Por otra
14 Cfr. Polo, L., Sobre la existencia cristiana, Eunsa, Pamplona 1996, 103-126.
238 José Ignacio Murillo
parte, la naturaleza humana es indigente y necesita alcanzar bienes que podemos denomi
nar individuales. Pero de acuerdo con este planteamiento, lo que resulta ajeno a la moral es
más bien detenerse en el disfrute meramente individual o aislado respecto de las relaciones
interpersonales. Es, por otra parte, en esa pretensión en la que aparece el individuo como
separado y enfrentado a los otros o a la comunidad.
Si la racionalidad es inseparable de la interpersonalidad y depende de ella, la
posesión no puede ser lo último. Como señala Polo, en el hombre los niveles del tener
más bajos, como el tener según el cuerpo, son hechos posibles por los superiores, como
el poseer según la inteligencia. Pero, por encima del tener, se encuentra en el hombre el
dar15• La praxis moral, en lo que tiene de exigencia de hacer el bien, revela la condición
donal del ser humano. Con ella también se revela su autotrascendencia, es decir, la im
posibilidad de congelar o determinar lo que somos. Y si el dar es más profundo que el
tener, también el tener se tiene que subordinar al dar. Ahora bien, el dar de que hablamos
no es una difusividad dirigida a lo inferior, sino que está orientado de modo primario a la
persona. Es, de hecho, una forma de referirse a lo característico de la relación interperso
nal. Cabe incluso decir que el dar, a pesar de que representa algo así como una inversión
o cambio de signo respecto al tener, es, sin embargo, el modo propio de «tener» otras
personas o, al menos, de poner las condiciones de tenerlas, pues, en este caso, la posesión
depende también de una reciprocidad que no puede ser forzada.
"Hay más alegría en dar que en recibir"16• Recordemos con Aristóteles que la feli
cidad no es tanto un bien que se posee, como un bien que se ejerce o realiza. La persona
disfruta más aportando que recibiendo -a no ser que entendamos también el recibir como
un modo de aportar-, porque el dar está más próximo a su condición personal17. En mi
opinión, la expresión bíblica también forma parte, es más, parte esencial, del contenido
de la felicidad humana. Y el modo más simple y directo de referirse a ella es a través de
la regla de oro.
Así pues, la unión de las dos tesis que hemos examinado es más estrecha de lo
que puede parecer. La búsqueda de la felicidad revela la lógica de la acción humana en la
medida en que procede de un yo racional y libre. Aunque buscar la felicidad no sea una
norma, sino un elemento inseparable del obrar moral, reconocerlo nos ayuda a examinar
racionalmente nuestras acciones y nos pone en el camino de desechar bienes aparentes
o imposibles.
Una de las conclusiones de ese reconocimiento es que si yo aspiro a ser feliz, la
felicidad que busco no puede estar por debajo del yo que debe buscarla. Pero ese yo no
puede ser entendido sin los otros y sin la posibilidad de entablar una relación personal
efusiva con ellos. Si lo que quiero es hacer el bien, ante todo debo hacerlo a aquellos que