7014 Elreflejo
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El reflejo de la luna
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1 author:
Jeffrey Orozco
National University of Costa Rica
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All content following this page was uploaded by Jeffrey Orozco on 19 July 2014.
Colección
Cuentos
www.librosenred.com
Dirección General: Marcelo Perazolo
Diseño de cubierta: Daniela Ferrán
Pintura: Maria Leichner
Diagramación de interiores: Julieta L. Mariatti
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Índice
El reflejo de la luna 12
Amor de peluche 20
Heme aquí 24
Espejos distorsionados 27
Volver a mí 31
Aroma luminoso 35
Un llamado de confusión 38
Todo en su lugar 41
Libertad 47
Cuestión de ritmos 50
Avances paulatinos 53
Pasiones desfiguradas 56
De nuevo a casa 60
Pequeño en el tiempo 62
Cercanía 66
Dejarte 74
Espacios en blanco 76
De nuevo, el baúl 77
El desahogo 80
Pensar desnudo 83
Sin temores 86
Editorial LibrosEnRed 90
A mis padres, por el ejemplo que han significado
en cada etapa de la vida, por la inspiración para
seguir adelante con esfuerzo y buen humor.
L a clínica del amor
Era rubia, casi joven, pero impregnada de esa melancolía que solo los
años logran inculcar. Entró de la forma más natural que pude observar en
la mayoría de mis “clientes”. Y es que yo, sentado justo frente a la única
puerta de acceso a mi pequeña oficina, iniciaba mi trabajo aun antes de
que me contrataran, explorando los gestos de quienes se atrevían a cruzar
esa puerta de esperanzas. Ella se movía despacio, pero dejando ver en
cada movimiento su indiferencia. Emanaba de su mirada cierta expresión
de desprecio, quizás más bien de asco. Su vestimenta era evidente, y ese
maquillaje, con olor a noche de insomnio, decía todo sobre su oficio,
ocultando eso sí, hasta el más mínimo detalle sobre su personalidad.
–Disculpe, usted, pero estoy increíblemente cansada, y si paso por aquí es
porque desde hace días que siento curiosidad, ¡y ya! Y no voy a estar más de
lo necesario, así es que dígame así nomás cuánto cobra usted por contarle
a uno qué debe y qué no debe hacer, y por llenarlo de esperanza por lo
menos hasta que uno junte plata otra vez y venga a darse otra vuelta.
Jamás había tenido una apertura tan violenta, por lo que, inicialmente,
solo sonreí y la invité a sentarse. Luego, cuando pude estructurar alguna
respuesta, me dirigí a ella de la forma más simple que pude, tratando
de generar el espacio de confianza indispensable para profundizar en el
trabajo.
–¿No le parece que si tiene esa idea de lo que puedo hacer por usted es
poco espacio el que deja para que en realidad se haga algo?
–Perdón, perdón, pero me siento fatal.
–Un cafecito.
Apenas asintió, pero las lágrimas ahogadas le quebraron la voz. Me miró a
los ojos y me dejó completamente desarmado. Su voz salía de muy adentro,
y sus frases absorbían todo el dolor, para dejarlo suelto con el tono pausado
y la mirada hacia el suelo.
–Preferiría que usted fuera el cliente, así yo solo tendría que cobrar de
entrada, esa es la regla, y fingir pasión. Le ayudaría a quitarse la ropa,
malditos sean los que llevan fajas de amarrar o calzoncillos de broches, y le
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El reflejo de la luna
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y eso no cambiaría la cochinada que siento por dentro. Por favor, empiece
ya...
–Disculpe, linda –interrumpí–, eso es lo que trataba de hacer. Pero en mi
trabajo la cosa no es tan a la brava: hay que crear un bonito ambiente
para que nos sintamos tranquilos y así podamos entrarle con soluciones
reales a los problemas suyos. Si yo le dijera a rajatabla lo que pienso, sería
solo mi opinión y, ¿sabe qué?, eso sí que es pura mierda, como usted dice.
Mi trabajo no es el de ofrecer recetas que me he aprendido de memoria.
Para esa gracia simplemente se las daría a leer. El secreto está en saber
llevar a las personas hacia un ritmo de pensamiento absolutamente limpio,
y dejarlas que se relajen para entender lo que sienten...
–No se complique tanto, mi doctorcito, a mí lo que menos me interesa es
entender... Entre más entiendo, más lejos veo la posibilidad de cambiar...
Me conformo con que me haga sentir bien un rato, aunque mañana me
sienta que me lleva puta otra vez. Además, eso de entender es para los que
tienen tiempo de pensar; yo apenas si tengo cabeza para no olvidar los
calzones en casa ajena... Y dígame de una vez si me va a hacer algo, y si no,
cóbreme ya, y me largo así nomás.
Me dejó completamente desarmado, pues comprendí que en una situación
como esta, mi ajado discurso de racionalizar la emotividad para darle un
rumbo escogido era en sí mismo más hediondo que cualquier otra cosa. Por
eso me dejé llevar por el instinto y, sin pronunciar palabra alguna, tomé
sus manos alargadas y dejé que las mías se deslizaran despacio sobre ellas.
Madam se relajó y, ante la ternura que le ofrecí, reaccionó con una ternura
mucho mayor. Me abrazó con fuerza, y sobre mi hombro, dejó los residuos
de su maquillaje suavizado por las lágrimas de dolor. Lloró largo rato sin
pronunciar palabra alguna y, cuando estuvo tranquila, se incorporó despacio
y se dirigió a la puerta. Ahí se detuvo un rato y, con gran convicción, dijo
algo que nunca olvidaré:
–Gracias, doctorcito... En el fondo sabía que no me decepcionaría, y ahora
me voy tranquila. Su trabajo es mucho más difícil que el mío porque yo
solo tengo que dar mi cuerpo, que de todas formas ahí está, y mucho más
difícil que el del cura de la iglesia porque él solo da palabras y regaños
sin ponerse a pensar que cada quien es diferente. Usted, en cambio, se va
hasta donde uno está y, como sabiendo lo que uno necesita en realidad,
no se pone a decir estupideces para hacerlo sentir mejor, sino que lo hace
comprender que ese dolor tiene algún gustito especial...
Cuando salió Madam, no tuve más que cerrar la oficina y, llevado por mis
cavilaciones, me convertí en uno más de los que recorren una y mil veces el
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Caminata sin fin
Me acerco a ti, pero descubro que a cada paso te me haces más lejana.
¿Quién eres? ¿Por qué algo superior al destino condujo tus pasos hasta
mi ámbito de acción? Han pasado muchos años desde que mi espíritu se
acostumbró a un ritmo de vida que apenas podría catalogarse de “susurro”.
He sido un simple transcurrir: una sumatoria de días planos, con emociones
escondidas y un mínimo aliento, apenas suficiente para no decaer.
Y, de pronto, tus pasos brotan a mi alrededor, como para romper algún
tipo de hermetismo del que no me supe librar. Había luz, sí, pero no me
pertenecía. Había un sutil olor a vida, pero no lograba contagiarme. Solo
tenía energías para sentirme aludido, para reflexionar esporádicamente
sobre la necesidad de impregnarme de algo más. Era una forma de vida casi
abstracta, como si sucediera en mi cuerpo, pero estando sentado frente a
él, asumiéndolo como una pantalla de una película ajena, en la que no era
capaz de concentrar la imaginación. Un día venía cargado de los rasgos
fundamentales del día anterior. Una noche era distinta a la anterior apenas
en el clima, en el ruido externo, pero no en las sensaciones que despertaba en
mí. Me agoté de tanto esperar, de tanto reprimir algún tipo de necesidades
prohibidas, pero naturales y sanas para mi frágil espiritualidad.
Y, repentinamente, surge la fragancia dulce de tu alma tierna, el espectro
invisible de un arco iris interminable que se apodera de cada centímetro a
mi alrededor. Eres tú, despistada también de tu propia espiritualidad, pero
limpia aún de cualquier preocupación existencial. Me traes de vuelta algo
que me hizo fuerte, algo que alimentó mi alma de alegría muchos años
atrás. Por esas cosas del destino, tú eres una especie de recipiente de todo
cuanto me ha de alimentar, pero como no lo sabes, no será fácil encaminar
tu voluntad a que cumplas tan delicada misión. Sigues ahí, mostrándome
que hay algo bello en el mundo, pero dejando claro que no lo obtendré con
facilidad. ¿Cómo acercarme? ¿Cómo despertar una animosidad conducente
a la liberación de lo que me ha de fortalecer? Ni siquiera soy capaz de
imaginar la forma que habría de tomar una cotidianeidad contigo para
extraer de esa relación el sustento vital.
He de confesar que, desde el inicio, me vi atraído con una voracidad
irresistible. Necesitaba estar cerca de ti, inventar cualquier excusa pasajera
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Amor de peluche
No basta con que apure el paso. De todas formas, llegará unos cuantos
minutos tarde. Faltan varias cuadras por recorrer y, con la densidad del
tránsito, parece como si faltase una eternidad. Le sudan las manos porque
de alguna forma intuye que el recibimiento no será de lo mejor. Su mente
ha interiorizado que la falta es grave, a pesar de tratarse de un simple
atraso que fue imposible evitar. De fondo, hay algún asunto más que no
descifra, sencillamente porque su mente no se ha detenido a discernir. Algo
anda mal en esa relación, pero él se niega a dejar explícitas las razones.
Ha sido de buena voluntad que se desvió unas cuadras. No imaginó la
densidad horrorosa de esa masa vehicular. Quería generar ese pequeño
detalle porque imaginaba una sonrisa resplandeciente y un abrazo intenso
y contagioso.
Pero las cosas salieron mal. Inexplicablemente, olvidó conectar su celular,
así que la batería entró en agonía desde el inicio de la tarde y terminó
expirando justo cuando quería poner el mensaje de explicación. Luego,
esa estresante falta de espacios para estacionar, esos breves minutos que
necesitaba para comprar el ramo sorpresa. Caminar dos cuadras no era tanto,
si no hubiese empezado la lluvia torrencial. Así que, con rosas en mano,
no podía volver sin hacer un rodeo por la cuadra con más techos. Quince
minutos tarde; eso cuando arrancó el vehículo y sin contar con el torrente
de motores obstaculizando hasta la respiración. Su gesto espontáneo lo
estaba llevando a una angustia inmanejable. Mojado como estaba, parecía
natural volver a cambiarse la camisa, pero eso hubiese sido aterrador.
Mejor tarde y mojado, que seco pero nunca. Así que siguió en medio del
atascamiento, hasta que por fin llegó al semáforo culpable de tantísimos
atrasos. De ahí, faltaría solo esa cuadra final, despejada ya porque el nudo
de carros multicolores doblaba en la otra dirección.
El timbre se escuchaba débil desde afuera pero, en el centro de la sala,
vibraba como silbido desafinado. Dos veces más presionó el pequeño botón,
pero nadie aparecía. Por fin, se escuchó el llavín que se movía despacio. Las
rosas en su mano lucían maravillosas, como bebiendo sedientas las gotas
de lluvia que se deslizaban por cada pétalo. Sonrió con sinceridad porque
su alma se alegró al percibir el perfume detrás de la puerta, que aún
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novio para con otras mujeres pues, inconscientemente, asumía que todos
los espacios habrían de ser para ella. Algo así como si fuese un caramelo
que se gasta cuando alguien más lo saborea cuando, en realidad, era más
bien como una planta, que florecía más bella y robusta, cuando otras
manos le daban alimentación y cuidado. El amor de una pareja no se nutre
solo de lo que comparten entre sí, sino de todas las vivencias sanas en
cada una de las redes sociales que por separado les corresponde alimentar.
Cuando la desconfianza aflora sin ninguna base, todo parece indicar que,
más que amor, lo que hay de por medio es un apego antojadizo, lazos
de dependencia que no permiten que el afecto auténtico logre florecer.
Esa idea de que amar significa poseer se adueña de muchas relaciones y
termina estropeando la espontaneidad y los rasgos más elocuentes de una
sana personalidad.
Aquella noche, el hombre no tuvo ninguna intención de polemizar. Escuchó
con paciencia, una y otra vez, las múltiples versiones que lo dejaban casi
como si fuese un mujeriego empedernido aunque, en lo más sustancial de
su conciencia, sabía que ese no era el caso. Al final, logró mirarla con cierta
compasión y comprendió que lo peor que podría hacer era asumir culpas de
un pecado que nunca cometió, pues hacerlo era validar la actitud enfermiza
de esa dama de quien se había empezado a enamorar. Fueron pocas las
palabras que logró pronunciar antes de despedirse prematuramente, y
entre esas, solo algunas frases llegaron con fuerza a delinear un nuevo
rincón en su alma tierna: “Mira”, le dijo con suavidad, “deja de asumirme
como un amor de peluche. Sí, como esa niña chineada que esconde su
osito de felpa bajo su brazo, para que nadie pueda jugar con él, haciendo
rabietas si alguien más siquiera se atreve a mirar. Hay algo que no está bien:
esa forma tuya de querer sentirte segura a costa de manosear mi libertad
de ser quien soy y de tener cualquier indicio de vida social. He aprendido
antes que no soy yo quien debe asumir esa desconfianza tuya que surge
de tu propia frustración. No puedo cargar con tus actitudes aprendidas
y absorbentes porque yo lo que realmente quiero construir es un amor
de brazos abiertos, en el que cada uno pueda crecer. No está bien que yo
tenga que achicarme para caber bajo tu brazo, como el osito de peluche
que no tiene su propia voluntad”. Se despidió con un abrazo que no tuvo
receptora y caminó despacio hacia su auto, sintiéndose libre de un peso que
no estaba dispuesto a sostener.
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Heme aquí
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para tomar la cerveza de turno, mezclándola con vodka o con algo similar.
Terminaba con una embriaguez odiosa, refugiándose en el escondite oscuro
de la inconsciencia.
Así las cosas, lo racional hubiese sido que evitáramos ese tipo de
aproximación. Pero decenas de veces caímos en la misma trampa, llegando
invariablemente a ese estado de ánimo repulsivo que se mantenía más allá
de lo deseable. Al final del verano, los amigos empezaron a desperdigarse.
Los encuentros fueron cada vez más espaciados y con menos asistencia.
En una de esas pequeñas fiestas de bar, nos encontramos nuevamente.
Fue una confabulación de las circunstancias para dejarnos en una mesa
uno junto al otro. Con diferentes excusas, los otros se despidieron uno
a uno. Inicialmente, lo asumimos con naturalidad. Seguimos bromeando
sin sentido, como si hubiésemos acordado no dejar espacio a temas
engorrosos. Sin la aproximación del baile y sin el impulso de la embriaguez
habitual, nos sentíamos como dos seres completamente extraños. No
teníamos nada que decirnos, y las palabras sin sentido empezaron a
escasear. Un momento crítico se nos vino encima cuando terminamos
las cervezas respectivas. Debimos pedir la cuenta y despedirnos, pero
ninguno tomó la decisión. Así que nos dejamos llevar por la inercia
de los acontecimientos y por la amabilidad del mesero. La segunda
cerveza llegó entonces, acompañada de un pequeño bocadillo. Algo
similar sucedió con la tercera e, incluso, con la cuarta cerveza. Decidimos
por fin salir de ahí. En mi mente solo estaba la idea de huir, pero mi
amabilidad me llevó a ofrecerle un aventón hasta su apartamento.
Quizás sin pensarlo me ofreció un café, y yo, sin pensarlo tampoco,
no me pude negar. Por esas cosas de la vida, esa noche sus amigas no
dormirían allí. Dejaron una nota vistosa sobre la mesa, anunciando un
viaje inesperado. De nuevo solos, esta vez en un espacio más reducido y
sin miradas de terceros. En lugar del café, tomamos una cerveza más. No
logro recordar exactamente cómo pero, repentinamente, nos tomamos
de la mano. Luego, las caricias se fueron calentando hasta convertirse
en besos húmedos, más allá de la pasión. No debería quejarme. Fue un
acto intenso de exploraciones despreocupadas. He de confesar que el
olor de su desnudez expandía en mil medidas mi excitación. Pero desde
el inicio algo andaba mal. Tratamos de disimularlo. Nos entregamos
sin tapujos, pero nuestras mentes nunca estuvieron allí. Yo, ahora lo
entiendo, estaba haciéndole el amor a alguien más. Mientras que ella,
no me cabe duda, se estaba masturbando con mi intimidad.
No puedo recordar tampoco los detalles pintorescos de aquel desenlace
insospechado. Solo recuerdo que, a media mañana, desperté sin
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Espejos distorsionados
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había quedado en el cuarto, ropa por aquí y por allá, un par de adornos
despedazados, y las niñas asustadas tratando de encontrar algún consuelo.
No era la primera vez que una escena similar se repetía. Por alguna razón
que él nunca logró entender, Gina entraba por temporadas en profundas
depresiones, y su autoestima alcanzaba apenas para sobrevivir. Lo tenía todo:
un buen trabajo, relaciones sociales satisfactorias, una familia envidiable,
pero caía presa de un pánico horroroso, que se manifestaba sobre todo con
su marido. Él intentaba por todos los medios no generar situaciones que
desataran esos eventos desafortunados pero, por lo general, se iniciaban
sin ninguna explicación. Esperó, como otras veces, el regreso de Gina.
Sabía que una o dos horas más tarde regresaría, y entre llanto y enojos,
daría alguna explicación. Así fue. Ya las niñas estaban dormidas cuando se
escuchó el motor que avanzaba despacio.
–Eres un maldito –le dijo llorosa–. No pierdes oportunidad de conquistar a
cualquiera que se te ponga en el camino.
–No entiendo por qué dices eso.
–No disimules, sabes que algo tienes con alguna chica, solo mira el mensaje
en tu celular
–¿El celular? –preguntó él, tratando de recordar dónde lo había dejado.
Se fue a buscarlo al dormitorio y lo encontró debajo de alguna de la ropa
tirada en el piso. Estaba aún abierto el mensaje, que leyó y releyó muchas
veces, tratando de encontrar el pecado. Claro, no entendía que las iniciales
M.A., al final del mensaje desde un número desconocido, podrían asumirse
como de una mujer. Mario Alexis, su director de operaciones, le había
escrito agradeciendo el desenlace afortunado de su pleito con Juan Ramón,
el director de producción. El abrazo era una forma de Alfredo de mostrar
solidaridad y cercanía. Por más que releía el mensaje, no encontraba los
signos de su supuesta infidelidad. Explicó eso a Gina, dejando clara la
procedencia del mensaje y el porqué de este. Pero ella seguía ciega en su
mundo de tragedias imaginarias. Esa “M” no podía ser más que de Mariana,
o de alguna otra chica de piernas largas y pechos resaltados. Ese abrazo
que ahí se mencionaba no podía ser más que de complicidad, y la situación
resuelta no podía ser otra que la forma en que se liberaron de ser atrapados
por algún allegado o, incluso, por el novio también celoso de esa misteriosa
mujer. En su mente perturbada, todo parecía seguir un patrón enfermizo:
asumir, magnificar, terminar de distorsionar la realidad para hacerla lo más
hiriente y finalizar por verse a sí misma como un ser inaceptable. Vista
desde afuera, parecía como si ella se metiera a una habitación de espejos
distorsionados, en los que las imágenes ridiculizan la realidad. Ahí dentro,
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Volver a mí
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Aroma luminoso
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Aroma luminoso
Hay una ventana diminuta en lo más recóndito
de la sombra espesa en que algún día me convertí.
Por ahí se infiltra un aroma contundente
que irradia los rincones de la más insospechada existencia.
Una hoja se mueve en la oscuridad pertinaz;
se agita con suavidad contagiosa y dibuja una
sonrisa inexplicable en el universo gris.
Huele a ti, a tu fuerza y espontaneidad;
huele a tus energías sensuales y a lo rotundo de tus alegrías.
Huele a tu sonrisa, a tu entrega, a las caricias impensables.
Es el aroma de tus poros, de tus axilas deliciosas, de tus rincones de placer.
Y la luz envolvente penetra en mi mundo a través del olfato
y se hace humedad, sonrisas, erección.
Un puñado de palabras gratas termina de esclarecer el jardín circunstancial,
hasta que mi cuerpo se transfigura dentro de ti,
mutando en este ser liviano y feliz, que se libera sin ataduras del temor.
Recuerdo cada una de las palabras de este poema fugaz, y mientras lo
reconstruyo en mi mente, mi corazón se va sintiendo atrapado por unas
contagiosas ganas de sonreír. El día sigue empañado de melancolía, pero mi
estado de ánimo ha dado un vuelco radical. Después de un rato, la humedad
arrecia. Es increíble que parezca llover hacia arriba; las copas de los árboles
parecen antenas que apuntan al infinito; la brisa parece chocar contra sí
misma, formando una especie de evaporación que me empapa por debajo
del paraguas. Soy el único que camina sonriente porque los otros transeúntes
parecen amargados como yo mismo lo estaba una media hora atrás.
No me molesta la lluvia, pero decido refugiarme en este pequeño café. Un
capuchino, una enchilada, y luego repito la dosis hasta quedar satisfecho.
No hay manera de que deje de llover. Ahora sí es cierto que el cielo se
rebanó porque parece escupir un goteo desordenado, con capas desiguales
que dependen de la locación. Curiosa la escena esta, con un aguacero
torrencial a solo unos cincuenta metros, mientras que de esa distancia para
acá, solo hay un goteo tímido, digamos que hasta los diez o doce metros, y
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El reflejo de la luna
luego una llovizna casi fluida. Jamás noté ese libertinaje de la lluvia, como
si quisiera dibujar matices antojadizos.
Pido un tercer café, esta vez con un poco más de canela, e imagino que
yo mismo vivo como esta lluvia extraña de hoy. A veces, me siento intenso
respecto a alguien o a algo, pero simultáneamente me siento apenas
respirando respecto a alguien más. Pido más canela, claro, por el olor;
pido más café, claro, también por el olor, aunque admito que tomar esa
tasa así, con ambas manos, genera un calorcito que también proporciona
sensaciones exquisitas. Y la enchilada deja esa sensación semiardiente en
mi boca, un cosquilleo leve que también me agrada.
La dueña del local ya me conoce bien. Algunas veces, me trae disimulada
un trozo de papel y un lápiz de madera. Sabe que en cualquier momento
me abocaré a garabatear algunas frases desordenadas. Rara vez, me ha
pedido que se las leyera, pues parece disfrutar más que la lectura, el hecho
de observarme ajeno a mí mismo, como si mi ser quedase embarrado en
los renglones del papel. Cierta vez, me hizo una fotografía que puso bajo
el vidrio de una de las mesas, junto a la fotografía de muchos otros clientes
que también suelen frecuentar el lugar. Ahora no recuerdo en cuál mesa
quedó atrapada la foto, pero esta mesa a la que hoy me siento, es la que
me ha acogido una y otra vez.
Sé que es tarde: tendré que partir de nuevo a la soledad intensa de mi
habitación. Pero no me siento mal. Ya descubrí el secreto que guarda mi
abrigo azul. Así que me lo dejaré puesto hasta la hora de dormir, para
deleitarme repetidamente con ese aroma que ilumina mi ser.
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Un llamado de confusión
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nuevamente de blanco. Sin voz y sin gestos, susurraba señales claras, pero el
hombre frente a ella no lograba descifrarlas. Entonces, lo miraba fijamente,
mostrando en sus pupilas lo más profundo de su ser. Pero él seguía sin
comprender, y eso la molestaba. Muy rápidamente, su humor se fue
tornando gris, agrio. De repente, el sueño dio un salto en el tiempo y la llevó
a algunos días más tarde. Su hombre, a quien ella imaginaba de alma pura,
la había traicionado. Pudo verlo junto a alguien más, disfrutando alegrías
que con ella nunca compartió. Se despertó agitada cuando en el sueño se
convenció de que eso no era más que la cruda realidad, esa secuencia de
acontecimientos vividos solo unos días atrás. Desde ese momento se había
dejado llevar, y esa fuerza amorfa la tenía tendida en aquel lugar boscoso
pintado de blanco. Se incorporó apresurada. Ahora sí que las lágrimas se
apoderaron de su rostro. Su sordera era real, pero el camino de piedras
bajo sus pies descalzos y heridos era una simple ficción inventada por el
dolor en su alma. Se dispuso a dar un paso más, siguiendo el llamado de esa
fuerza confusa, un paso único y final.
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Todo en su lugar
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Por supuesto que hubiese preferido que todos los otros jefes no le
protegiesen, que el proceso de acusación hubiese prosperado para que
pagase por lo que me hizo y por lo que también hizo sufrir a otras más.
Mucho me pesó saber que Anita también fue maltratada, y que Marisol
resultase también agredida de esa forma asquerosa. No pude entender por
qué callaron. No se puede aceptar que dejasen todo como si ese gorila no
se les hubiese acercado para manosearlas y arrinconarlas sin ningún pudor.
El poder se lo concedieron de forma sumisa.
Yo decidí pelear, y de alguna forma gané, aunque en más de las formas perdí.
Asumí el proceso como una salvación, como un mecanismo de recuperar
mi dignidad a través de la venganza. Eso fue lo que no funcionó. De
ninguna manera sería posible recuperar mi paz mediante la magnificación
del odio. De ninguna manera hubiese avanzado hacia la parte mía que
se vio violentada peleando desde afuera, refugiándome en esa abogada
feminista que nunca se preocupó por mí, sino que asumió el asunto como
una batalla personal y casi abstracta contra el género masculino.
Todo lo dejé en manos del proceso de acusación y muy poco trabajé en mi
interior. Cada vez que me lo topaba o, incluso, cuando leía su nombre, mis
manos se humedecían de un sudor helado, y mi cuerpo entero temblaba
sin control. Él lo notaba: era suficientemente cínico como para saber que
estaba ganando, que su sola presencia me hacía desaparecer. Esa risita
burlona reproducía mi odio y me dejaba agotada y llorosa, hasta que
lograba disimularlo inventando cualquier actividad. Le di el poder y yo
me entregué vencida. El ejercicio de imaginarme golpeándolo me aliviaba
por unos minutos. Pero al poco tiempo se me revertía en más temor y
humillación.
Hoy, sin embargo, puedo sonreír. Sin esperarlo, encontré el mejor tipo de
apoyo: me entregué a lo que verdaderamente soy. Fue una persona que ya
se me hacía extraña la que se me acercó; una mujer casi desconocida para
mí; esa mujer que terminé siendo yo misma, pero limpia de todo lo que me
estaba haciendo desaparecer. Frente al espejo lo noté. En lo profundo de
mis ojos, se asomó lo que siempre fui antes de aquel evento desagradable.
Noté alegría, fuerza y, por qué no admitirlo, una sensualidad tranquila que
me llenó en tantos momentos de ganas de continuar. Decidí desprenderme
de mi bata y de mi ropa interior. Me puse de pie frente al espejo, desnuda,
tan desnuda como nunca lo había estado porque, de alguna forma,
siempre que lo estuve, me encontraba vestida por la indiferencia o por la
prisa. Nunca me contemplé así, como soy. Nunca me detuve a contemplar la
geografía de mi ser, la profundidad de mi alma a través de mis ojos. Nunca
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El vuelo del águila
Ella sabe que su sueño recurrente le dice algo sobre sí misma. Es un sueño
distinto, casi como un rompecabezas, porque se va formando día a día, no
siempre con alguna secuencia lógica. Lleva unas diez noches soñando partes
diferentes del mismo sueño, a veces se repite la imagen del águila yendo y
viniendo al nido, pero todo lo demás son como fragmentos distintos de una
historia que ya está a punto de descifrar.
Ahí está el ser emplumado, que viene a ser ella misma, comprimido en su
nuevo caminar, en su nueva forma de dar pasos en el aire. Se desliza rozando
apenas la existencia. Las alas extendidas se apoyan silenciosas en el tibio
transcurrir de la brisa transparente. Atrás ha quedado el nido habitado de
gritos hambrientos, que a veces son susurros de alegría, y a veces amalgamas
de pasión. No hay tiempo que perder. La vista habrá de agudizarse para
detectar el movimiento de lo que pronto será la fuente de nutrición, de
lo que será transportado en su pico fuerte, hasta la boca bulliciosa del ser
indefenso que es fruto de su propio ser. Las plumas que cubren su cuerpo le
dan plena comodidad. Pero no sabe hilvanar pensamientos, aunque tiene
plena conciencia de que aquello que alimenta el amor está mucho más allá
del nido mismo, de ese nido que es todo lo que ha logrado llegar a amar.
No sabe expresar sentimientos, pero no le cabe duda alguna de que daría
su vida por el bienestar de esa criatura bella que es parte de sí. Preferiría
no abandonar el refugio de su descendencia, que es a la vez su propio
hogar, el espacio concreto de la cotidianeidad del amor. Pero ha llegado
a la conclusión de que su vuelo hacia el mundo es parte de la vida misma:
porque afuera está el alimento, o al menos parte de él, porque el vuelo
mismo es intrínseco a su razón de existir. Repentinamente, se despierta
de lo que pudo estar soñando. El nido se ha transfigurado en un hogar; el
pichón es ahora la pareja que la acompaña y la niña que de ambos nació; la
presa es el beso que hoy encontró donde nunca estuvo perdido, y el vuelo
es su conexión con lo que realmente significa vivir.
Esta mañana, despertó un poco más agitada, pues la transfiguración del
águila en ella misma le deja una sensación de inquietud. Prepara el desayuno
como todos los días, quizás un poco más absorta que de costumbre. Abraza
a Matías que, como siempre, se levanta unos minutos más tarde, después
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Libertad
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El reflejo de la luna
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Cuestión de ritmos
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El reflejo de la luna
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Avances paulatinos
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El reflejo de la luna
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Pasiones desfiguradas
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El reflejo de la luna
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De nuevo a casa
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El reflejo de la luna
Esta vez sonrió casi calurosamente, y como sin pensarlo, tomó mi mano y la
besó con ternura. Poco a poco, mezcló sus caricias en mis manos con el jugo
de sus sentimientos que, de manera silenciosa, empezó a escurrirse más allá
de su maquillaje. Y yo, sin pretender explicármelo con palabras, me sentí
identificado con ese dolor abstracto que siempre la caracterizó.
“He vagado por el mundo buscando sin ningún objetivo fijo, y ahora me
termino de convencer de que es algo que nunca supe administrar. Sin
aceptarlo explícitamente, quise poner siempre límites porque el temor al
sufrimiento fue mucho más poderoso que mi filosofía del amor. Tuve la
posibilidad de entregarme plenamente, tal como siempre prediqué, pero
solo di mi tiempo y una pequeña parte de lo que me gusta de mí. Siempre
así, en muy pequeñas dosis, como temiendo que el uso de mis sentimientos
llegara a herrumbrarme. Siempre de la forma que me gustaba, pues eran
otros los que necesitaban de mí, y yo era capaz de captar alguna felicidad,
mientras satisfacía sus instintos. Y luego apareciste tú, cualquiera diría
que uno más, pero con una diferencia inconfundible: por alguna razón
extraña, no pediste nada y estuviste junto a mí rebatiendo mis ideas y
dejando que el tiempo y mis caprichos definieran cada circunstancia; casi
como sin necesidad, casi como aceptando que la vida va, con nosotros
o sin nosotros; y no me detuviste. Me dejaste ir sin recriminarme nada,
mientras yo, rechazando rotundamente mi idea de necesitar, aposté por
mi independencia y me alejé en silencio, para refugiarme en el estrecho
mundo de mi soledad...”.
Un largo silencio se entreveró con las caricias y, cuando el bus se detuvo,
juntos caminamos hacia el bosque, dejándonos llevar por las rutas del
pasado, pero en una ciudad que ahora nos parecía desconocida. Mientras
tanto, mis cavilaciones me llevaron a palpar un nuevo temor pues, por
alguna arraigada convicción, preferí detenerme un momento, y después
de besarla con ternura, le mostré con mis gestos el anillo dorado de mis
limitaciones sociales. Sin dejar de mirarme a los ojos, lo tomó despacio
y lo colocó en su billetera, y ahí, cobijados por la sombra oscura de los
sentimientos rejuvenecidos, terminamos de vivir lo que por mucho tiempo
había estado suspendido.
Esa tarde, como temiendo que el destino tomara un rumbo diferente, cerré
temprano la oficina y me fui a casa directamente, sin recoger siquiera el
auto. Cuando llegué, ella ya estaba ahí, y sin pronunciar palabra alguna
se acercó despacio, y desnuda de preocupaciones, se entregó completa,
generando ese ambiente exquisito de un amor profundo. Mi anillo estaba
en la mesa junto al suyo y, sobre ambos, una planta hermosa que empezaba
a retoñar.
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Pequeño en el tiempo
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El reflejo de la luna
me dijo: “Es hermosa, ¿verdad? Supongo que en las tardes, cuando ella está
de turno en el trabajo, viene usted también a visitarnos”.
Solo entonces me percaté de que todas mis visitas habían sido en las mañanas.
Respondí casi sin palabras que no la había conocido y ella, sabiendo más
sobre mí que lo que yo había sido capaz de comprender, agregó que desde
la primera vez había notado que mi presencia en la tienda se debía a una
atracción exquisita que causaban esa fotografía y las energías positivas que
su dueña emanaba, pero que seguramente yo no sabía explicar por qué.
“No hay duda”, le comenté, “pero solo en este momento he logrado
descubrirlo, ¿cómo ha sabido usted adivinarlo?”. Solamente sonrió y,
después de algunos segundos, respondió: “En ella ha sucedido algo similar,
claro que nunca lo ha observado, es solo que, los días que usted se acerca,
ella percibe algo especial en los objetos que usted ha inspeccionado…”.
Salí confundido, despidiéndome apenas con una leve sonrisa. Mi mente se
hizo insuficiente para explicar ese extraño placer, así que decidí no pensar
al respecto. Simplemente, me distraje caminando sin rumbo, hasta que tres
campanazos en la iglesia indicaron la posibilidad de una nueva visita al
lugar. Sin pensarlo, compré un pequeño ramo de rosas y me dirigí a la
tienda con la certeza de que algo que nunca había buscado aparecería
repentinamente para hacerme sentir mejor.
No fue necesario ningún tipo de presentación. Solamente nos miramos
y nuestros ojos reconocieron en el otro lo que las fuerzas energéticas se
habían encargado de hacer nacer. Las rosas quedaron junto a la pequeña
fotografía. Nuestros rostros se acercaron lentamente por una fracción de
segundo. Y así, pequeño en el tiempo, un cálido beso se convirtió en un
manto enorme de emociones que me impregnaron de una paz inagotable
y de inquebrantables deseos de vivir.
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Sobre las flores blancas
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El reflejo de la luna
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Cercanía
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El reflejo de la luna
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Dejarte
–¡¡No más!!
–¿No más?
–Sí, simplemente no más.
–No entiendo.
–No hay nada que entender.
–¿Cómo que no?
La tarde había empezado a extinguirse. Desde afuera se distinguían las dos
siluetas erguidas: una femenina, muy delgada y sexy, la otra más bien robusta.
La conversación parecía haberse desarrollado a borbollones, con amplios
espacios intermedios de un silencio casi sepulcral. Una nutrida manada de
aves escandalosas sobrevolaban los alrededores de la cabaña, haciendo un
ruido intenso que, de alguna manera, se cruzaba arrítmicamente con las
palabras femeninas cargadas de dolor.
–¿Cómo que no? –repitió él. –Luego se le acercó por la espalda para
desprenderse de sus dudas y explicaciones.
–No sé qué es lo que te viene molestando –continuó.
Ella siguió mirando por la ventana, como si sus oídos no se viesen penetrados
por aquellas palabras tantas veces escuchadas.
–Para mí todo sigue igual –siguió él después de una nueva pausa.
Su voz empezaba a sonar hueca, como desquebrajándose en la tonalidad de
las sílabas. A ella se le hacía difícil creer aquellos argumentos trillados, pero se
le hacía más difícil aceptar que había dejado de confiar él. Uno de los ruidosos
pericos se había desprendido de la manada y había atraído la atención de la
mujer. Ese alejamiento de la conversación generó una reacción agresiva en él.
–¡Maldición! –gritó el hombre con un enojo inaceptable–. ¿Por qué no podés
escucharme? ¿Cuántas veces tendré que repetir que no es un engaño, que
estoy cambiando completamente?
Ella no se dejó intimidar por el tono grosero. Ya muy poco le importaban
las palabras.
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El reflejo de la luna
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Espacios en blanco
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De nuevo, el baúl
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El reflejo de la luna
filosofía de la vida, pero para mí no era más que una entrega pasajera
y estúpida a esos placeres superfluos que no me llevarían más que a
lamentaciones irremediables. ¡Sexo! Ni siquiera lo pidió, pero de alguna
forma todas sus actitudes me empujaban a eso y, si no sucedió nada,
fue porque siempre supe evitarlo. Estúpido sonará, pero el orgullo de
haberlo evitado se me confunde con una frustración amarga de deseos
reprimidos. Bueno, él insistió que en mi caso ni siquiera podía hablarse de
deseos reprimidos porque yo no he sido capaz de desear. En eso sí falló por
completo: no pudo notar el dolor agudo escondido en esa forma hipócrita de
palidecer mis deseos. Mi boca dice no, pero mi sangre me empuja presurosa
a deseos irracionales. No es que no exista en mí ese cosquilleo irresistible,
es simplemente que puede más ese monosílabo grotesco de negación: ¡no,
no!, como atendiendo a un impulso mecánico de unos labios desconectados
por completo de mi sensibilidad encarcelada, pero amarrados a un temor
abstracto de mostrar mi calidez.
Después de algunos minutos, un cosquilleo desconocido despertó
paulatinamente la ramificación confusa de su sensibilidad. Alguna
embriaguez espontánea anuló en forma definitiva el fluir desordenado
de pensamientos y preocupaciones. Sin notarlo, se vio sumergida en una
refrescante y relajadora excitación. El poder incontenible de los instintos se
apoderó de los movimientos involuntarios de sus manos, guiándolas en una
exploración musicalizada de escondidos fragmentos de su propia anatomía.
Ahí, donde las electrizantes yemas de los dedos transitaban, se generaba
una explosión voraz de sensaciones. Y, por primera vez en muchísimos
años, la contracción placentera de su feminidad fue simultáneamente un
orgasmo del raciocinio. Lo mejor, sin embargo, fue la satisfacción espiritual,
que se multiplicó en una autoestima revitalizada y en un entusiasmo de
fronteras inexistentes.
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El desahogo
Era la tercera vez que el teléfono timbraba. En cada ocasión fui capaz de
reconocer de antemano que mis oídos no se toparían con el timbre dulce e
inspirador de su voz. Mi apego hacia ella venía creciendo y, pausadamente,
se fue generando una amistad especial. El teléfono era uno de esos aliados
incondicionales, pues me daba la oportunidad de recurrir a ella en numerosas
ocasiones. Esta vez, sin embargo, parecía que algo se había deteriorado.
Por la mañana, dejé un cortísimo mensaje en su contestadora, pidiéndole
que devolviese la llamada. No me entusiasmé al primer timbrazo, pues mi
sensibilidad se percató de que no sería su llamada. Algo similar sucedió con
las siguientes dos llamadas. Sabía, eso sí, que tarde o temprano la escucharía
mediante ese aparato encantador. Tal certeza se confundía con una extraña
incertidumbre sobre lo que en realidad quería plantearle. Es claro que no tenía
tema en especial ni motivo justificante parar llamarla. Había, entonces, un
impulso más bien irracional que me empujaba. La posibilidad de estremecerme
con el timbre de su voz era quizás un motivo mucho más que suficiente.
He de manifestar algo que ella difícilmente admitiría: aunque leve y
disimulada, existía una seductora complicidad de su parte. No era obvia
porque ella se permitía ocultar cada detalle comprometedor, rodeándolo de
un imperceptible juego de señales de doble sentido. Pero yo lograba leer
entre líneas esa disposición solapada de provocación. Sin duda alguna, era un
lenguaje complicado. Yo hubiese preferido algo más transparente, pero tenía
que conformarme con adivinar esa complicidad escondida. De alguna forma,
se las arreglaba para alimentar mi deseo y mi necesidad de aproximarme.
Y, simultáneamente, se las arreglaba para mantenerme lo suficientemente
lejos, como si mi cercanía se le volviese insoportable o, quizás, demasiado
atractiva. Era un juego cautivador en el que ninguna estrategia para acelerar
el ritmo de los acercamientos parecía funcionar. Me generaba una sensación
incontenible, y justo cuando me acercaba tratando de obtener algunas
migajas de cariño, ella tendía un muro imposible. Entonces, yo me alejaba
dolido, casi como prometiéndome no volver a intentarlo. Pero, en pocas
horas, ella dejaba entrever alguna señal alentadora y el círculo se prolongaba,
formando una espiral de esperanza en la cual yo, paulatina y solapadamente,
me permitía cada vez algo más atrevido.
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Pensar desnudo
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Jeffrey Orozco Barrantes
algo que tomar. En otra pausa, decidió rasurarse. Una pausa más, y abrió
el espacio para una ducha rápida. Al final, terminó vestido y despidiéndose
con un “voy a despejarme un rato, después hablamos más”. Cerró todos los
programas y apagó el computador. En su motocicleta empezó a deambular
sin rumbo preestablecido. Las ráfagas de brisa leve le acariciaban el rostro
y sus ojos lagrimeaban desordenadamente como respuesta al frío que se
colaba detrás de los anteojos de sol.
Una mujer abstracta se le dibujó en la mente. Descubrió en ella los rasgos de
todas las personas a quienes alguna vez respetó. Pero, de igual forma, se dio
cuenta, como por un impulso reflejo, que mucho de lo peor de sí provenía
de su incapacidad para abrir su corazón. Al ritmo de la marcha por las calles
desconocidas, quiso reflexionar sobre el estado patético en que estaba,
y de cómo el brillo, que alguna vez una pareja aportó a su vida, lo había
acercado a la parte más linda de sí mismo. Los pensamientos se le volvían
engañosos en esas circunstancias, y por eso prefería recurrir a algunas frases
que se le habían quedado impregnadas como un recordatorio que salía a
flote cada vez que no podía llegar a sus propias conclusiones. Le molestaba
saber con quién en particular había generado ese diálogo refrescante, o
si más bien lo había generado su imaginación como un mecanismo para
sacarlo a flote en lo peor de la tempestad.
Creo que los dos nos hemos ayudado mucho a ver lo lindo de la vida y
lo genial en que se convierte cuando se comparten pequeños momentos
intensos; eres definitivamente la persona adecuada.
Se repitió la frase varias veces hasta que se fue pintando de color a piel y se
fue impregnando de un olor particular que era solo de ella, esa persona a
quien alguna vez trató de olvidar, como si nunca hubiese existido, pero que
seguía capturando gran parte de su corazón.
Tienes razón. La suerte es haber encontrado a la persona adecuada; lo
valiente ha sido impulsar cosas con esa persona a pesar de las circunstancias;
lo sabio ha sido vivirlas en el marco de la profundidad total.
Más lágrimas agridulces recorrieron sus mejillas. Todo lo vivido fue profundo
y había dejado una huella rotunda; con ella aprendió a desprenderse de las
circunstancias para ser parte de un amor integral, cargado quizás de una
visión de momentos que ella insistía en recalcar, mientras él apostaba a un
compromiso que fuera capaz de sobrevivir más allá de la imaginación y de
la suerte inmanejable de lo espontáneo.
Grandes enseñanzas va dejando la vida y, a cada paso, nos damos cuenta de
que existe aún mucho más por vivir y descubrir; gracias por formar parte de
momentos lindísimos en mi vida.
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Sin temores
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