Gumaro Foglia Cuentos de Los Abuelos Vol. I
Gumaro Foglia Cuentos de Los Abuelos Vol. I
Gumaro Foglia Cuentos de Los Abuelos Vol. I
I - Gumaro Foglia
Contenido
Presentación .............................................................................................................................................. 2
Introducción .............................................................................................................................................. 3
Una Reflexión de Fermín Espino Ayala. Catedrático Filosofía UNAM (1897-1980) † ....................... 3
Voces Perdidas................................................................................................................................... 4
La criadita (Sra. Soila Castilla de González) † ......................................................................................... 5
Mi perro y la bestia blanca (Sr. Gabriel Martínez Araujo) † .................................................................... 8
Los sapos de oro (Sra. Ma. Irinea Feregrino López) † ........................................................................... 12
Brujería (Sra. Lucía Foglia Rivera) †...................................................................................................... 15
Tlaquintepachtli. (Sr. Taladeo Ozuna Victoria) † ................................................................................... 20
Dos cráneos (Sr. Bernardino Cuenca)† ................................................................................................... 26
Biografía.................................................................................................................................................. 30
Presentación
Cuando uno escucha la voz de un viejo, suelen despertar con ella en nuestro interior, las ingénitas
imágenes de los bellos tiempos en que podíamos darnos el lujo de soñar, aquellas voces recorren
nuestros más recónditos recuerdos y recrean fantásticamente aquellos fantasmas tan temidos
cuando niños.
Sin embargo, ellos, los viejos siempre sentencian nuestra madurez, de igual forma como nosotros en
algún tiempo sentenciaremos a nuestros niños, y esa sentencia no se oculta, es directa y acribilla
los sentidos, quizá algunos podamos tomar estas historias como simples cuentos, pero ellos, los
viejos insisten en contarlas, a qué se debe esto, es tan solo un afán por ser escuchados, es acaso
que pretenden inculcarnos algo oculto, que pretenden con esas historias, referirnos a la existencia
de un ser supremo que nos aguarda en algún sitio.
Los mitos, las creencias profanas, y también, porque no mencionar, aquellas tan sublimes, castas e
intocables: las religiosas. Se convierten en este espacio, en una impactante y profunda realidad.
Ocasionalmente fantástica, en otras, bestialmente siniestra. Empero, sería interesante el
preguntar, para quién esto es real y para quién falsa.
Tal vez para algunos se requiera más que esto para poder desvariar en imaginaciones insulsas. Quizá
se requiera también más que el hecho de echar mano a la imaginación; para poder llegar allá, o
plantearse el reto de visitar aquellos sitios sin gracia aparente, en donde habitan esos seres
majestuosos, de quienes tanto hablan nuestros viejos, allá donde se guardan aquellos secretos
plagados de sucesos tan extraños, tan invisibles e incomprensibles para todos nosotros “los
comunes”, (por no mencionar aquella frase hiriente, que con desdén, ellos utilizan al dirigirse a
las nuevas generaciones); "los jóvenes".
Es a esto precisamente que se refieren las historias relatadas en este libro. Será acaso cierto, que
"Los Jóvenes" pierden algo en la acelerada carrera materialista de sus vidas; algo que
verdaderamente no perciben por considerarlo inútil, o que simplemente dejan a un lado por
parecerles banal e inconscientemente ajeno. Valdría la pena también el reparar por un instante en
lo que hay de cierto en aquellas frases llenas de amargura que sin proponérselo, nos recriminan
nuestros ancestros; esas frases venidas del compendio de sus experiencias, o en todo caso, como
nos lo muestra Foglia, de sus Cuentos de los abuelos.
Será cierto tal vez que los fantasmas y ánimas de ultratumba aún nos rodean al igual que en
aquellos tiempos; pero que ahora solo se manifiestan, expresamente a los pocos seres sensibles y
que a nosotros, los conformistas, solo nos resta el contentarnos con ser simples partícipes de la
desbordante e increíble imaginación cinematográfica de Steven Spielberg.
Esto es lo que viene a plantearnos, a grosso modo, ésta recopilación de voces antiguas; (y que conste
aquí que digo antiguas con todo el respeto que puede merecer tanta experiencia). Invito pues al
lector a tomar su propia decisión “escuchando”, más que leyendo, estos Los Cuentos de Los
Abuelos.
Introducción
Una Reflexión de Fermín Espino Ayala. Catedrático Filosofía UNAM (1897-1980) †
A todo lo largo y ancho de nuestro maravilloso país “México”, existen innumerables cuentos,
leyendas y sucesos fantásticos, muchos de ellos conocidos por todo el mundo (quién no ha
escuchado a cerca de la Llorona por ejemplo), y sin embargo, existen otros tantos; si no de gran
importancia como éste, sí de igual belleza, pero que por desgracia todos ellos se están perdiendo
con cada uno de los irremediables decesos de nuestros abuelos.
Quién, no ha quedado fascinado alguna vez por la voz de un viejo contando sus hazañas, quién no
ha sido partícipe en alguna ocasión de una rueda conformada al rededor de una persona
provinciana que con todo y su aparente cansancio, cautiva con el encanto de su maravillosa voz.
Sin embargo, tristemente, ante el oído contemporáneo; éstas historias aparecen ahora como
simples fábulas concebidas en gran parte por la aparente ignorancia que años atrás envolvía a
nuestra cultura, (es decir a nuestros abuelos), personas en su gran mayoría, humildes campesinos
y otro buen tanto poseedoras del crédito por la increíble pureza de la imaginería mexicana, ya
sea de los antiguos niños o bien de los geniales artesanos que pueblan o poblaban nuestras
provincias.
Para fortuna nuestra existen “todavía” algunas de esas voces, por muy poco cercanas en tiempo, a la
totalidad del siglo, y todavía más increíble, (existen aún quienes lo rebasan), es justo entonces
reconocerlos como poseedores y portadores de una gran cultura y en este libro Cuentos de los
Abuelos se pretende, más que hacer un homenaje, tratar de rescatar algunas de sus hazañas
convirtiendo esto en un material de gran valía, no solo histórica, sino también cultural y por ende
parte importante de la cimentación de nuestro patrimonio, herencia cuantiosa para nuestros niños,
dueños innegables ya de este planeta.
En Cuentos de los Abuelos, éstos, aparecen con sus historias; viejas voces que se atreven incluso a
jurar por mantener intacta la veracidad de dichos sucesos, pues bien. Si muchos de ellos fueron
testigos presenciales, los que no, han sido muy afortunados con el simple hecho de que, el
desarrollo de sus vidas; coincidiera en el tiempo y espacio justo en que se desarrollaron todos
ellos, es por esto que ahora, nos dan cuenta precisa de apariciones fantasmales, la presencia de
bestias jamás vistas, Gnomos traviesos, y hasta Brujas malévolas o en su caso benéficas que se
ensañaron o también, defendieron a los personajes. En fin, estos relatos son ecos antiguos que nos
sugieren aprender a ser un poco más sensibles a los avisos ocultos que nos presenta la madre
naturaleza, quizá como un sino de nuestra salvación.
Las voces antiguas que nos brindan aquí sus mágicas historias, no son únicamente la satisfacción
propia de poder escucharlos, o bien la urgente necesidad del ser escuchados, esto es en sí, (al
decir de ellos) más que un jalón de orejas; es un aviso oportuno sobre nuestra absoluta y al
parecer inconsciente pérdida constante; La Capacidad de Admiración.
Experiencias sabias que nos llegan de generación en generación (…), o quizá del más allá, a fin de
cuentas, se tome como se tome, lo que es bien cierto, es la singular belleza y encanto que da a una
historia la voz “apagada” de un viejo, y en este pequeño libro, Gumaro Foglia pretende llevar a
ustedes (claro, no con el mismo encanto) pero si en un intento por rescatar sus propias palabras:
Los Cuentos de los Abuelos.
Voces Perdidas
Al principio fíjese usté que si me daba harto miedo al verla rondando todas las noches por la casa;
pero pus, ‘ora ya hasta me acostumbré de verla andar por aquí. Total, no le hace mal a nadie. ‘Ora
fíjese también que mis hijos dicen que ya es como de la familia. Por la tarde, cuando llegan de la
jornada, hasta me preguntan por ella; que si no la he visto, que si ya habló, y todas esas cosas que
preguntan los chamacos cuando andan de maloras, usté ya sabe, pa’ que le platico, lo que es más,
con decirle que ya hasta nombre le pusieron estos carájos.
‘Ora ya nomás me estoy acostumbrando a su escándalo, me despierta por las noches con el ruidero
que hace cuando se pone a lavar los trastes; y total, que ni los lava, pues al otro día por la mañana
ai tengo que andar levantando todo su tiradero que hace, yo creo que ni puede cargar bien las
cosas, porque se le caen de las manos, y siempre que me levanto, como ya le digo, ando
encontrando todo regado y claro, pus tengo que levantarlo, ni modo que lo deje ai todo en el
suelo; trastes sucios que deja regados por toda la cocina, los trapos de sacudir que andan arriba de
la alacena, se trompieza con las sillas. (Hay joven, si yo le platicara todos los corajes que paso
con esta muchacha) Toditas mis ollas de peltre me las tiene bien despostilladas, ya parecen
bacinicas de tanto golpe que les da cuando asegún ella, anda haciendo la comida.
Pero la otra noche, sí que me hizo encabritarme de puritita muína la condenada; figúrese que en el
día estaba yo lavando toda mi ropa; se me había juntado ya la de tres días, (usté perdonará, pero
de puro güevona que soy), hasta apenas ese día por la tarde comencé a lavar, y como era de
saberse, pus ya no me dio tiempo de tender la ropa. Yo acostumbro lavar todo primero y después
tender, pero uno que sabe lo que Dios dispone verdá, pues que se me viene el aguacero de repente
y se me hizo fácil dejar toda la ropa mojada en la tina; mañana temprano la tiendo, me dije, y
como estaba yo bien cansada pus ni cuenta me di a qui’oras me quedé bien pelada, cuantimenos
me iba a dar cuenta de lo que 'bía pasado por la noche.
Pues fíjese que ésta canija, (va usté a creer) que a la mañana siguiente, cuando me levante, vine a
encontrar que todita mi ropa estaba regada en el patio. La primera vez que esto me pasó, el
Duque, ese mugriento perrito que vio usté por allá afuera; buena friega se llevó, pues a purititas
patadas y palazos lo saqué de la casa maldiciéndolo por andar de mal portado. Inocente, fíjese
que yo le andaba echando la culpa al pobre perro.
Pero quien iba a pensar también que era la tal muchacha esa quien me andaba haciendo esas
fregaderas, mucho menos me iba yo a poner a pensar en que lo hacía nomás por ayudarme la muy
acomedida. Pero eso si, al día siguiente yo ya había lavado toda mi ropa de nuevo, y como
también llovió esa tarde, la tina se me volvió a quedar con la ropa mojada y pus yo me quedé
pensando todavía en que había sido el mugriento perro, porque aquella noche andaba suelto, y se
me ocurrió entonces amarrarlo acá adentro del cuarto pa vigilarlo, o pa' tenerlo cerca por si me
quedaba bien dormida; pero no señor, a propósito me quedé bien despierta por puritita curiosidad.
Pues cuál va siendo mi sorpresa, que allá en el patio de adelante, se oían muchos ruidos raros; de
primero, pensé qu’era mi viejo o los chamacos que se habían ido a orinar allá afuera, pero como
ventié los ronquidos en los cuartos, pus me dije que no podían ser ellos. Si hasta ganas de
hablarle al Lencho, me dieron pa que fuera él quien saliera a ver qué pasaba, ya luego, voltié a
ver al duque que estaba amarrado ai en la esquina del cuarto, y si, ai estaba tóbia el animalito,
bien amarrado y yo creo que tóbia sin saber porqué lo habían castigado; estaba muy echadito,
pero tiemble y tiemble el pobre, hecho bola y hasta allá, arrinconado, bien asustado.
Cuando salí del cuarto donde duermo a la cocina, pa ver qué era lo que andaba por ai, la vi de golpe
enfrente de mí. Era una chamaca re chula la condenada, bien vestida y limpiecita como ella sola.
Era la Camila (así le pusieron estos carájos), estaba de frente a la tina donde tenía mi ropa
mojada, pero flotando en el aire, con su vestido largo y con un calzón de manta de mi viejo en las
manos levantadas, como haciendo por colgarlo en el tendedero. ¡Pero qué pendeja que era la
Camila! Me dije, pa empezar; el tendedero estaba pa’tras de la casa, en el patio grande. Y en
segundas, yo tiendo primero todo lo blanco pa que no me lo manche la ropa de color, y no sé qué
me pasó esa vez, pues yo si soy muy miedosa, pero verla ai parada, queriendo tender la ropa
donde no había tendajal, pus se me hizo muy chistoso y pues a mí que se me sale la carcajada,
entonces, como si se ‘viera enojado, me voltió a ver y quien sabe como, pero se desapareció de
repente enfrente de mí.
Yo calculo que la Camila ha de tener apenas unos quince años, o no sé, yo nomás digo no, a lo
mejor en vida tenía esa edá antes de morir, y se lo digo nomás por su carita, fíjese que es así de
chiquita, y palabra que si usté la viera joven, ¡bien, pero lo que se dice bien bonita la mugre
chamaca! Yo le digo de cariño la Criadita, y conste que no por ofender; sino porque, como la he
visto que le gusta mucho andar haciendo el qui’acer.
Pero fíjese también que no es tanto así, porque ella es una muchacha extraña, si, el color blanco de
su piel y sus ojitos grandotes y amielados, no son de familia pobre com'uno, no; yo creo que ha
de’ver sido hija de alguno de los hacendados de por aquí, pus se ve que fue gente elegante la
niña, ya ve que dicen que antes así traían a sus mujeres los hombres de por estos lugares, nomás
trabaje y trabaje, quesque pa que no tuvieran malos pensamientos, su vestido es muy largo (…)
¡cómo me gusta su vestido! es, de un color azul cielo brilloso y con vistas rojas a todo lo largo
del pecho, todo caído hasta los pies, y con el vuelo bordado en hilo de oro. Su cabello es largo,
largo y muy oscuro, negro, muy parecido al de las chamacas de por acá, ya ve como son, y como
se peinan, pues así ella, con dos trenzas bien gruesas que le llegan hasta la cintura. (Hay joven…
si yo ‘viera tenido una hija), así me ‘viera gustado vestirla, y así también; igual como es la
Camila, yo la ‘viera enseñado a ser de trabajadora a la condenada (…)
Figúrese que la otra vez fui al pueblo y como no queriendo, pasé a visitar a mis hermanas, ai en la
casa nomás estaba la Juana, mi hermana mayor, las demás se ‘bían ido pa México a ver a un tío
enfermo, después de un rato, ya estábamos bien entradas en el chisme cuando le platiqué que en
la casa se nos aparecía una chamaca a la que le gustaba ayudarme con el qui’acer, ella me dijo
que a la mejor Diosito; viendo las ganas con que me quedé de tener una muchachita, me la había
mandado pa que me cuidara, y créame joven, que a veces me quedo pensando y si me da harto
miedo; pero no crea que del miedo, ese que espanta, no señor, sino del otro, ese que dice el cura
que es más peligroso, el que provoca el diablo con sus tentaciones.
Imagínese, yo a mis setenta y tantos años pensando en que voy a tener una hembrita en mi casa,
después de que Dios me bendijo con puros labregonzotes. Eso, hasta luego creo que ha de ser
pecado no cree usté; pero fíjese que no se lo he dicho al curita porque ya me imagino que va a
querer venir a bendecirme la casa y pa que quiere que jamás vuelvo a ver a mi Camila. No se
crea, pero luego, ya en las noches, cuando todo está callado y mi marido y mis hijos ya están
roncando, nomás la oigo que ai anda en la cocina, bien apurada con el trabajo, azotando los
trastes, quien sabe que tanto hará la pobre mujer, y a veces también me la imagino que está aquí
conmigo, muy cerquita de mi, acariciándome mis canas, platicándome sus cosas, (como si de a
deveras ella fuera m’ija), ya luego, cuando estoy bien ilusionada, hasta ganas me dan de pararme
de la cama pa ir a platicar un rato con ella, me dan ganas de preguntarle qué le pasa, que si en
algo la puedo ayudar. El Güicho, m’ijo el más canijo, me dice a cada rato que estoy bien loca,
pero yo ni le hago caso, ya ve; locuras que piensa uno de viejo. (Y no se crea), pero ya luego,
esas veces cuando más ilusionada estoy, de repente me la vuelvo a imaginar y se me presenta en
mi cabeza , así, tal como es; una niña rara, con su piel medio transparente, flotando sobre el piso,
sin que se mueva ni tantito la tela de su vestido, con su mirada muy triste y con su boquita
siempre muda, fíjese que tanto y bien me la imagino; que hasta me entra de repente un
escalofrío, d’esos feos, como cuando uno está con calentura, y luego se me viene una temblorina
en todo el cuerpo, que ya solo se me quita cuando me levanto de la cama, enciendo la vela y me
pongo a leer la Biblia.
Sra. Zoila Castilla de González
78 Años. (Finada)
Acámbaro, Guanajuato.
Antes de que nos fuéramos a vivir para la hacienda de los alemanes; allá en Tapachula, mi papá
Agustín tenía una casita bien metida en la selva. ¡Que re chulo se veía todo allá adentro!, y
cuantas cosas raras se encontraba uno por allá, había animales bien raros, unas lagartijas con dos
colas, otras que brillaban como si sus escamas fueran de puritito oro, también había plantas que
ya no se ven, mucho menos por acá, cuando yo tenía chorrillo , nomás me iba pa la selva y yo ya
estaba bien abusado y sabía que buscar, había una especie de granada de color azul, que adentro
tenía unos granitos bien colorados, como de color sangre y dulces, dulces, que uno se comía pero
si bien sabroso, y ya al ratito quedaba uno re bien de la panza, como nuevo; piedras con figuritas
se hallaba uno tiradas en el camino, hasta platos y unos molcajetes (…) ¡Ñtañ!, solo los pinches
gringos entraban hasta allá adentro, si, porque a los “mugres mexicanitos” les hacia cus-cus , yo
veía como se bajaban en sus helicópteros, unos aparatotes así de grandes, y nomás se llevaban
montones de tierra, quién sabe para qué, yo nomás decía, ¡he, pinches gringos algo se están
robando! y los apedreaba desde lejos, pero ya ves manito, que uno es naco , y como no sabe uno
lo que tiene, y los papás no hacen por mandarlo a la escuela, pus menos va a saber uno que ellos,
con todo y sus aparatos se están robando algo valioso allá adentro de la selva, y como pinches
Chamulas somos de al tiro bien pendejos, pus ya ves que todo nos quitan y nomas nos quedamos
viendo y nos reímos, ja, ja, ja.
Bueno, el chiste es que fíjate tú, allá por mil novecientos cuarenta y cinco, ¡Jumm!, yo estaba re
chapatín , tendría como unos seis años, y me gustaba mucho correr pal monte y subirme a la loma
a gritarles groserías a todos los aviones que pasaban por allá, yo que iba a saber que en otros
países estaban duros los catorrazos , yo de catorrazos nomás sabía por los cuerazos que me metía
má Linda , y mi pá Gus , porque siempre me mandaban a la sierra por leña y fíjate que por allá, a
eso de las seis de la tarde ya estaba oscuro, oscuro, y pus yo de chamaquito, me daba harto
miedo, entrar para allá. Pero aún así, a punta de cuerazos, má Linda me llevaba, baile y baile
para ir por el machete, me daba mi lazada y órale cabrón si no ibas, yo siempre me escondía para
esperar a que má Linda se metiera a la casa y entonces ya que no me veía, me iba arrastrando
hasta donde estaba amarrado mi Tagua; un perrazo negro, como al doble de mi tamaño, y que mi
pá nomás soltaba cuando se iba a cazar venados.
Como allá uno siempre está bien jodido, y con la ignorancia se creen muchas cosas, pues a mí me
daba mucho miedo andar por allá solo, además fíjate que si uno se descuidaba, pinches changos,
desde arriba de los árboles te apedreaban, y si te dejabas; tiro por viaje te agarraban de barco; ya
de regreso, a veces era tanto mi miedo, que yo veía clarito como las ramas de los árboles revivían
y me querían agarrar, cuando esto me sucedía, aventaba por allá el atado de leña, y patitas pa que
las quiero, ya luego, en la casa, má Linda me regresaba a puros cuerazos y fíjate tú, que con la
cueriza, luego, luego cómo que agarra uno valor, ahí me tenias entonces regresando más noche
todavía por el atado de leña, chille y chille, y ya de puro coraje, a puras patadas me traía al Tagua
nomás pa desquitarme.
Lo que es la lealtad de los pobres animalitos verdad, pinche Tagua, ja, ja, nomás me veía en las
tardes, arrastrándome para desamarrarlo a que me acompañara, y si vieras que fiestas me hacía —
me quería mucho el pobre—, pero eso sí, él ya sabía bien que al regreso, a puras patadas me lo
iba a traer, y ya nomás me medía la distancia y de lejitos me venía cuidando.
Caminando, caminado, yo ya muchas veces me había encontrado con animales muertos; un venado,
un armadillo, una vez hasta me encontré a un leopardo, todo apestoso, con las tripas de fuera ya
Cuentos de los Abuelos Vol. I// Gumaro Foglia Página 8
Cuentos de los Abuelos Vol. I - Gumaro Foglia
sin cabeza, parecía que lo había matado otro animal más grande, lo digo por el tamaño de las
mordidas que tenía en el cuerpo, pero yo no sabía que hubiera otro animal que comiera carne y
que además fuera más grande que ese, y ahora que me acuerdo no creo que lo hubiera, pues hasta
mi pá le tenía miedo al dichoso leopardo, él decía que si de pura casualidad uno se encontraba
con su caca , lo mejor era que uno se volviera sobre sus pasos pa evitar encontrárselo, yo le
platiqué a mi pá de todos los animalitos muertos que últimamente me había estado encontrando
allá en la selva, pero él nunca me creyó, ha, pero cuando le dije del leopardo, luego, luego me
dijo que le dijera a donde estaba, y yo, lo llevé hasta donde estaba el cuerpo del animal, y ya te
imaginarás como me fue, pues antes él ya me había advertido que no anduviera diciendo
mentiras, y como el cuerpo del leopardo ya no estaba en su lugar, pues me acomodó de nuevo mi
cueriza, porque cuando llegamos a aquel lugar, ya no había ni siquiera un gusano que demostrara
que yo no estaba mintiendo, —ha que mañita tenían antes los papás que siempre para corregirlo
a uno se tenía que dar antes una chinga a los chamacos,— luego, todavía con el cinturón en la
mano, mi pá me explicó que a lo mejor el leopardo ya se andaba muriendo y que ya muerto, los
coyotes se lo habían tragado.
Allá en mi tierra, no había nada que hacer, y como todavía no había mucha gente, era muy raro oír
lo que pasaba en los alrededores, o ver gente en la distancia, unos meses después, mi hermano
mayor Lupe, llego a visitarnos, él trabajaba con uno de los hacendados más ricos de por allá, la
hacienda de su patrón estaba tan lejos, que uno, (bueno, él), no podía ir y venir todos los días, así
que se quedaba por allá. Y fue precisamente él, mi hermano quien llegó con el chisme que andaba
por allá en la hacienda, le platicó a mi pá que un animal muy grande andaba matando al ganado,
no solo al de su patrón, pues ya el caporal le había dicho que a otros tres hacendados, también se
les andaba perdiendo el ganado o que a las reces las encontraban muertas y sin cabeza, fue hasta
entonces que mi pá me creyó lo del leopardo y a partir de entonces, él era quien iba por la leña a
la selva. Mi ahora difunto papá, fue siempre muy valiente, él siempre me decía; —cuando andes
solo por la selva, y algo te dé miedo, agarra tu machete y muérdelo por un costado muy fuerte, y
vas a ver que se te quita ese miedo. — Yo nunca le hice caso, porque yo bien sabía que mi pá
nunca le había tenido miedo a nada y yo de grande iba a ser tan valiente como él.
Mi hermano se regresó a trabajar al tercer día, y al mismo tiempo, empezaron a suceder cosas muy
extrañas acá por mi casa, cuando llegaba mi pá por las noches, él y má linda empezaban a hablar
bajito para que yo no me diera cuenta, pero ella siempre terminaba llorando y como no queriendo
hacer ruido, cuando terminaban de platicar, se levantaba de la silla y se iba a cerrar todas las
ventanas y a atrancar bien la puerta.
Cuando se acostaba a mi lado, empezaba a temblar, y yo como chamaco, creía que la tierra húmeda
en donde nos dormíamos, le daba mucho frío, y entonces la abrazaba para que no lo sintiera
tanto; cuando se apagaba el quinqué de la casa, allá en la selva, todo se quedaba callado, no se
escuchaban ni los changos que luego gritaban por la noche, la oscuridad llenaba toda la selva y
un rugido extraño se escuchaba a lo lejos, afuera de la casa, el Tagua se ponía muy loco, primero
empezaba a aullar, y a mí, con ese aullido se me erizaba todo el cuerpo, después, se escuchaba
clarito como se empezaba a azotar en el piso y las tablas al mismo tiempo que ladraba con fuerza,
como si quisiera romper la cadena que lo sujetaba del pescuezo para salir corriendo para atrapar a
esa cosa que andaba matando animales en la selva. Y no se quedaba quieto, hasta que mi pá salía
y lo soltaba; durante muchas noches sucedió siempre así, y fue tanto, que llegó el momento en
que nos acostumbramos; má Linda apagaba el quinqué, todo se quedaba oscuro y callado,
comenzaban los rugidos allá lejos, en la selva, entonces el Tagua comenzaba a ladrar y mi pá
salía a soltarlo, entonces se lanzaba corriendo como un loco, perdiéndose entre las hiervas de la
selva.
Por las mañanas, ya también era costumbre que mi má linda me mandaba a buscar al Tagua que
siempre se quedaba en el manantial que estaba cerca de la casa, yo siempre lo encontraba allí,
tirado cerca del agua, se veía muy cansado, todo revolcado y lleno de lodo, en ocasiones con
mucha sangre en todo el cuerpo, pero para mi alegría, no era toda suya, pues casi nunca tenía
heridas graves; y digo que casi nunca, porque en una ocasión, la última, si regresó muy
lastimado, parecía que le habían pasado un rastrillo por las costillas, por cierto que aquella vez,
los rugidos se escucharon muy cerca de la casa, má linda y yo no pudimos dormir en toda la
noche, y nos la pasamos chillando, yo le decía a mi pá que por favor fuera por el Tagua porque
aquel animal me lo iba a matar, mientras má linda me daba de coscorrones y le decía a mi pá que
no saliera.
Mi pá no salió aquella noche, y por la mañana fue cuando encontramos al Tagua, yo pensé que ésta
vez si se me moría, pero entre mi pá y má Linda, lo curaron; le amarraron unos trapos en las
costillas y ya para la tarde estaba bien. Preocupado porque sabía que en la noche mi pá lo iba a
soltar de nuevo, lo lleve atrás de la casa supuestamente para esconderlo y allí lo amarré, yo le
decía en su oreja que se callara, que no hiciera ruido para que no lo encontraran, pero, lo que es la
inocencia; no sirvió para nada pues el perro ahora se la pasó ladrando todo el día, muy inquieto,
de la mañana a la tarde no paró, se azotaba incluso más fuerte que las noches anteriores, se
aventaba hacia la selva, como queriendo romper la cadena, muy enojado; se azotaba en el piso,
luego en la barda de madera.
Mi pá hoy no había salido a trabajar en el campo, se había quedado en la casa con má Linda y desde
temprano yo noté que estaban los dos muy preocupados, de hecho desde el día en que mi
hermano se había regresado pa la hacienda de su patrón, má linda se la pasaba llorando y a mí, la
verdad ahora sí que me estaba entrando el miedo.
Empezó a llover como a eso de las cuatro de la tarde, todo el cielo se oscureció, y caían unos truenos
tan fuertes, que los ladridos del Tagua se dejaban de oír por largo tiempo, yo estaba parado detrás
de la ventana, hablándole al perro para que se calmara, mientras que adentro, má Linda le rezaba
a San Miguel y a la Virgen de Guadalupe, mi pá estaba afuera, desde donde yo estaba podía
verlo, abajo del aguacero, con su machete Acapulco en la mano, aunque no lo dijo, mi pá creía
que el animal aquel, estaba muy cerca de la casa pero yo estaba seguro de que si se acercaba, mi
pá lo iba a hacer cachitos con su machete, y ya no me daba tanto miedo al verlo allí parado,
cuidándonos.
El Tagua, cada vez ladraba más fuerte y pasaban las horas, cuando de repente, abajo de un
relámpago, apareció como salido del infierno aquel animalazo, era la cosa más fea que jamás
hubiera visto, era mucho más grande que mi pá, andaba en dos patas, y en las otras dos, tenía
unas garras bien grandes, todo su cuerpo estaba cubierto de un pelaje tan blanco que brillaba en la
noche, su hocico, era un poco alargado, como el de los armadillos, y cuando lo habría para rugir,
se podían ver adentro, unos colmillos tan largos y puntiagudos que uno no sabía cómo le cabrían
en su hocico, igualitos a los cuchillos con que má linda mataba a los puercos.
Aquel animal estaba ya tan cerca que con el mido, su rugido pareció más fuerte; tanto, que pensé
que iba a tirar la casa con dar uno más, se escuchaban tan fuertes que podían compararse con el
sonido de los truenos que caían del cielo. Hasta entonces, todavía no tenía tanto miedo, pero
cuando vi que mi pá agarraba su machete con las dos manos y lo mordía con mucha fuerza, supe
que las cosas debían andar muy mal, y las piernas se me doblaron, tanto, que no supe cómo fue
que llegué hasta el suelo, donde pude esconderme en un rincón oscuro, a través de los carrizos
que hacían de paredes, había algunas rendijas por las que pude ver a mi pá levantando el machete,
se echó a correr sin más sobre la bestia blanca, yo estaba seguro que hasta allí había llegado ese
monstruo, pero (…) solo un machetazo pudo darle, porque aquel animal, de un solo manotazo,
hizo que mi pá volara hasta el lavadero; mi pá no se levantaba, y yo junto a má Linda que ya
estaba escondida también a mi lado, gritábamos chillando muy fuerte, cuando vimos que ese
animal iba hacia donde había caído mi pá, yo supe entonces que él ya no se iba a poder defender.
El tagua que seguía como loco atrás de la casa, rompió de repente los maderos de la barda, se soltó,
brincó sobre el animal que estaba a punto de matar a mi pá, con uno de sus enormes manotazos;
entre gruñidos del animal, ladridos del Tagua y los truenos de la lluvia, los dos animales se
perdieron entre la espesura de la selva, entonces má linda y yo, pudimos salir para recoger a mi
pá, lo metimos a la casa mientras a escuchábamos como se alejaban de nosotros los ladridos y
rugidos.
Pasaron dos días, mi pá tenía el pecho las mismas heridas que días antes curáramos en el cuerpo del
Tagua, quien hasta este momento, todavía no regresaba a la casa, sin que mi má Linda lo supiera,
yo salía todas las mañanas a buscarlo al manantial, pero no lo pude encontrar, por las noches ya
no se escuchaban los rugidos y los grillos cantaban de nuevo, se escuchaba en la distancia como
se peleaban los changos sobre los árboles.
Fue hasta el quinto día, que mi pá se levantaba de guardar reposo, salió a caminar por el patio un
momento, y fue él, quien lo vio venir a lo lejos, venía arrastrándose, mi pá me gritó muy
emocionado y los dos fuimos juntos a alcanzarlo, venia sangrando mucho, al vernos el pobre
perro, nomás se quejaba como un niño chiqueado; ya de cerca me di cuenta que su carita, de lado
derecho, estaba deshecha, tenía en el cuerpo casi toda la piel levantada, y en el hocico, como
prueba de que su cacería había terminado y de que ya todo estaba bien para nosotros gracias a él,
traía una de las enormes manazas de aquel animal, aquella enorme garra, era de el tamaño de una
de mis piernas; al acercarnos, se levantó orgulloso dio unos pasos hacia donde estábamos, y la
depositó en los pies a mi pá, allí se quedó muerto.
Cuando le contamos lo sucedido a toda la gente que vivía cerca, nadie nos creyó nada, decían que
las marcas que tenía mi pá en el pecho, se las había hecho en alguna caída que se había dado en
alguna de sus borracheras, (y eso que mi pá nunca anduvo de borracho), lo cierto, es que desde
aquella noche, ya nadie volvió a escuchar los rugidos por las noches ni tampoco se desapareció el
ganado, mucho menos se encontraron animales muertos en la selva ni en las haciendas.
Sr. Gabriel Martínez Araujo
67 años. (Finado)
Tapachula, Chiapas.
Jué allá por los años sesenta, en el poblado de La Venta. Yo tenía apenas dos días de haber llegado
con mi familia a la hacienda del Salitrillo cuando empezó a sucederme todo esto; como
acabábamos de llegar, ya tenía mucha ropa sucia que se me juntaba de mis chamacos, de mi
marido y mía también, porque ya llevaba dos días sin lavar. La paila de tallar, pa’ la gente que no
era de la hacienda, estaba lejos de la casa grande; y lo primerito que hice cuando llegué, Jué
cargarme mi bulto y me juí encaminando pa’ lavarla.
Allá arriba todo se veía rete bonito, el sol brillaba tanto, que hasta uno tenía que cerrar un poco los
ojos pa no caerse de tanto deslumbre, a lo lejos, se miraba caminar a la gente por el patio grande
de la hacienda, y se divisaba también, un hilito de tierra seca entre el pasto; que mientras se
acerca, uno adivinaba que no era otra cosa, que el camino por el que se llega hasta ese tendal de
pailas tan bonito. Pero que también estaba muy solo, la paila que yo usé aquel día, estaba muy
cerca de un montón de tierra y piedras, que por esos rumbos la gente le dicen cüisillos.
Yo ya tenía un buen rato lave y lave, luego que terminé de tallar, juí a traer la ropa hasta la puesta de
sol, pa que se me secara; pues mire usté, que la estaba tendiendo en la alambrada, cuando de
repente vi allá en el cüisillo, una sombra blanca, como niebla trasparente que se me acercaba. Me
entró sin saber porqué, un miedo bien feo, y que me voy corriendo pa la casa; mire nomás, si
hasta la ropa que había lavado, la dejé allí tirada, toda húmeda y hecha bola, bien revolcada entre
la tierra.
Esa fue la primera vez que me espantaron, y de allí empezaron las cosas raras, pues cada día era de
diferente manera que se me manifestaba esa cosa; otra vez, yo estaba en la pieza descansando, y
allá del otro lado, en la cocina, se oía clarito que alguien me tiraban todos los trastes; como ya me
imaginaba, con mucho miedo iba a ver quién o qu’era lo que hacia el ruido, y cuando entraba, me
daba cuenta de que todo estaba en su lugar. Yo no podía ver nada, pero esto, solo al principio,
porque luego por las mañanas, cuando me levantaba de la cama pa hacer la merienda, encontraba
mis platos y jarros todos tirados en las plantas, y así paso un tiempo, en la casa ocurrían muchas
cosas; escondían los sombreros, que después de unos días aparecían en el lugar donde deberían
de haber estado. Teníamos también un caballo al que todas las noches amarrábamos a una viga
muy grande que estaba atrás de la casa, ya más tarde, o por la noche, clarito se oía cómo el
animal andaba arrastrando la viga por todo el patio, pero salíamos a ver y el caballo estaba bien
dormido y la viga en su lugar, llegué a escuchar varias veces como se caía también la cerca del
corral donde guardábamos el ganado de los patrones, pero otra vez, cuando salíamos no había
desorden y todo estaba bien.
Conforme pasaba el tiempo, era más seguido y estando con toda mi familia, siempre por las tardes,
sentía bien clarito cómo me pasaban una mano fría, muy helada por toda la espalda, cuando esto
pasaba, me quedaba tiesa, no me podía mover ni tampoco podía hablar, lo único que podía hacer
era rezar en mi cabeza hasta que aquella cosa me dejaba en paz. A mí ya me daba mucho miedo,
y no me podía controlar porque ya era del diario, por lo que rezaba y rezaba todas las noches pa
que ya no me asustaran; pero no me valió, nada me servía y me seguían espantando.
Luego, otra vez, mis niños ya estaban durmiendo, me puse a rezar como ya le hacia todas las noches
y entonces, sin querer vi p’arriba, al tejado y allí estaba una como lima muy grande, que flotaba
y se movía sola, se cambiaba de lugar una y otra vez, mientras yo, muy espantada me metía a las
cobijas, pero otra vez, ni eso me servía, pues el miedo me hacia destaparme la cara y allí seguía
esa cosa, como burlándose de mí, total que no dormía, sino hasta que el cansancio me llegaba, y
entonces si me quedaba bien dormida.
¡Mhhch!, En la recámara, me topaba a cual ‘ora, con la sombra blanca que también veía ya a diario
en todas partes, siempre me quedaba sin poder hablar ni moverme, mi familia me preguntaba lo
que me pasaba y yo no podía contestarles, solo les quedaba ayudarme pa que me sentara en un
canapé . Después, cuando yo ya reaccionaba; les platicaba lo que había visto y siempre resultaba
que de entre ellos, ninguno había visto nada. Por aquel entonces era ya tanto mi miedo que ya pa
irme a dormir; tenía que entrar a la recámara caminando de espaldas y con los ojos bien cerrados,
tanteando las paredes y los muebles, eso solo pa no volver a ver a ese espíritu que tanto miedo me
daba.
Fue entonces cuando me acordé de aquella señora espiritualista que vivía en Acámbaro, y que ya
antes me había curado a m’ijo, una vez en que lloraba mucho, ella me dijo qu’era de espanto y si
me lo curó. Y por eso le agarré fe, juí a verla de nuevo, pa ver si es que ella me podía ayudar con
mi problema. Me puso en medio de la pieza, me llenó el cuerpo con barro amarillo y me pegaba
en la espalda con ramas tiernas de ruda , rezando el Padre Nuestro y otras tantas Ave María,
¡regresa Irene! me decía y con cada varazo en mi espalda me repetía lo mismo; al final, me dijo
ya sin gritos que el espíritu ya se me iba a presentar y que cuando él apareciera, yo le tenía que
preguntar todo lo que quisiera saber (…)
Yo lo vi, era la misma sombra blanca que siempre veía, solo que ‘ora ya acompañada por la señora
espiritualista, no me dio tanto miedo y entonces si pude hablar; le pregunté al espíritu que porqué
me espantaba, le dije que ya me dejara en paz, porque a mí me daba mucho miedo, le dije
también y ya enojada que se jüera a espantar a otra persona. Y entonces él me respondió que no
le tuviera miedo, y que por favor lo dispensara pero que yo era la persona destinada a sacarlo de
apuros; me explicó que cuando estaba vivo, él ‘bía sido el jefe de los indios Chichimecas, y que
su tribu ‘bía estado compuesta por veinticinco docenas de personas, ellos ya eran cristianos
cuando tuvieron la última pelea con indios de otros lugares y que él quería llevar todos sus restos
al pantión, me dijo también que su cuerpo junto con los otros, estaban enterrados en la esquina
del corral, allá justo donde estaba plantado el nopal más grande de la región y que yo debería
escarbar del lado donde sale el sol. Además me aseguró que no trabajaría de balde , pues él me
iba a pagar el favor que yo le iba a hacer, ya que del otro lado del mismo nopal, o sea del lado
donde se mete el sol, ‘bía un morral de piel lleno con monedas de oro; pa poder tenerlas, me dijo,
tienes que tejer una víbora hecha con limón , ponerla al rededor de lo que tú encuentres en el
hoyo, y entonces dar seis vueltas a la derecha diciendo: Eres solo pasto, te convertirás en víbora,
y que al ver que mi tejido se convertía en una víbora de verdá, le dijera lo siguiente: no eres
víbora, eres solo pasto, dando ‘ora seis vueltas hacia la izquierda.
Al día siguiente, cargados con picos y palas, algunos amigos y vecinos que sí me creyeron, juímos
todos juntos a escarbar abajo del nopal, trabajamos mucho pues la tierra es dura pero solo
encontramos los restos de siete personas, todos estaban sentados, con algunos trastos a su lado,
aunque lo hicimos con cuidado por el respeto a los difuntos, todas las vasijas y platos se
rompieron cuando las sacamos, pero yo pude armar dos y me los traje de recuerdo. Entre los
esqueletos, encontramos uno que tenía un collar muy ancho, con adornos de color verde y rojo,
como piedritas que brillaban, también tenía unos aretes con muchas piedras de colores muy
bonitas, yo creo que ese era el jefe; otros dos tenían sobre los hombros pedazos de fierro amarillo
que brillaba con el sol, con dibujos como unos corazones de color rosita. Todos tenían pedazos de
flechas entre las costillas, esto porque ‘bían peleado con otros indios, eso dijo el espíritu; así,
sacamos los restos, los acomodamos en la pieza de mi casa y los velamos durante toda una noche,
al día siguiente bien tempranito, los llevamos a enterrar al pantión.
El pantionero, se puso con remilgos, nos hizo muchas preguntas, quería saber, (y cualquiera lo ‘viera
hecho), de dónde ‘bíamos sacado tanto esqueleto, nos preguntó que quienes eran los difuntos, que
si ya le ‘bíamos avisado al cura, y hasta nos preguntó que si los huesos estaban bautizados, cosa
que, pus no sabíamos, sin embargo le contestamos ya muy enojados que Dios hace a los hombres
y acepta a todos en el cielo, estén bautizados o no, que porqué él entonces no nos los aceptaba en
el pantión.
Yo pensé que allí ya todo se terminaría; pero no, pues los días siguientes me siguieron espantando,
tal vez porque no busque ni dije a nadie lo del dinero, una señora amiga mía me aconsejó ir de
nuevo con la espiritualista, y ésta otra me aconsejó también ir por el dinero, porque asegún ‘bía
dicho el espíritu, que yo era la elegida pa recibirlo y pues como yo ya ‘bía hecho mi trabajo, ‘ora
el espíritu tenía el compromiso de pagarme. Así, junto con la señora que me ‘bía aconsejado
primero, juí hasta el lugar señalado por el espíritu, escarbamos por todas partes sin encontrar nada
de dinero, lo único que encontramos al pegarle con la pala en la raíz del nopal, fueron muchos
sapos negros, con ojos de color amarillo muy raros y que desde entonces nunca he vuelto a ver.
Mi esposo y mis suegros que se ‘bían quedado con los pedazos de flecha, los adornos del jefe y las
piedrecitas de los aretes; algunos días después de que sacamos los huesos; me los mataron, nadie
supo quién ni como, y sin avisarme, toda su familia se fue entonces pa Sinaloa, y yo ya no les
pude preguntar más sobre lo que pasó, pues me vine casi en seguida a la ciudad de México. Yo
me imagino que allí quedaron todavía muchos cadáveres, porque después supe que, en donde
quiera que escarbaban pa hacer cimientos o las fosas pa los baños , iban encontrando muchos
huesos más, a todos los llevaron al pantión, pero del dinero nunca se supo nada, tiempo después,
de que llegué a México, le platiqué a mi mamá de todo eso, y ella me dijo que no ‘bía encontrado
nada porque ‘bía dejado que los sapos se fueran, y que a la mejor, ellos eran el dinero, y como yo
no ‘bía hecho el ritual que me pidió el espíritu, pues no se convirtieron en oro.
Lo cierto es que jamás me atrevería a hacer aquello de la víbora y el pasto, primero porque soy
católica y segundo porque me sigue dando mucho miedo. Al final, yo solo le pedí al cielo pa que
los espíritus o el espíritu me dejaran en paz; y Diosito me lo concedió.
Sra. Ma. Irinea Feregrino López
86 años
La Venta, Michoacán
Desde que lo compró don Gumaro, La Camelia; nuestro ranchito, siempre estuvo bien cuidado, no
había naranjo que al pie no estuviera bien chapeado. La naranja que aquí se da, siempre ha sido
bien dulce, los mangos grandotes y amarillos. Allá arriba para el potrero, siempre se veía la
milpa creciendo parejita, a mi me gustaba mucho hacer el queso con la leche que todas las
mañanas traía don Gumaro, y en Todos Santos; ¡Mmmh!, no se diga en Todos Santos cómo se
tragaba ese señor mis tamales, daba gusto verlo pasearse como no queriendo por la sala, los
dulces de pipián, los de coco, el pan de muerto, si de el altar que poníamos, no lo corría uno, ni
a él, ni a mi nuestro hijo Roberto.
Cómo eran de golosos esos hombres, solo los podía quitar del altar diciéndoles que necesitaba frutas
o flores para terminar de adornarlo, pero luego, ya en seguida estaban allí de nuevo, dándole
vueltas al cuarto para ver qué era lo que no habían probado, y si ya de todo habían comido, igual
se cargaban cualquier cosa para seguir moviendo la mandíbula, no tenían llenadera esos hombres,
y como entonces casi no había gente por aquí, pues a mí me daba gusto verlos dando vueltas por
la casa.
Ya una vez que pasaban los días de guardar, los dos sabían bien que había que llevar toda esa
tragazón a la gente del pueblo, para que se acabara, y allá, en Zamora , también era bien bonito
ver a la gente como se comía con gusto todo eso que yo había preparado, no, “si no es nada
pendejo el indio ”, ya después hasta me venían a pedir más de los recalentados, y yo, pues les
daba; porque eso si, a mi no me gusta andar remilgando con la comida, mucho menos que se me
eche a perder cuando hay quien tiene una barriga vacía. Porque yo si soy bien claridosa, y
siempre les digo a todos los que vienen, si tienen hambre pues que se coman todo, total, a la
tumba no me voy a llevar más que la satisfacción de ver como se dan gusto con mis guisos;
además aquí lo que sobra es tragazón.
Así estaban las cosas por aquí, gracias a ese viejo gruñón de don Gumaro y a nuestro hijo, nunca nos
faltaba nada. El ranchito, gracias a Dios siempre nos dio todo, yo tenía mis puercos bien gordos,
mis gallinas, mis gansos, mis patos, y también unos cuyos re chulos que nos dejaban buen dinero
con la venta de su piel; don Gumaro tenía ya sus diecisiete vacas, un semental, dos caballos y una
yegua, sus árboles frutales naranja, plátano, mango, guanábana, y otras que ya ni me acuerdo;
también tenía cuatro hectáreas bien frondosas de cedros maduros , y otras dos más esperando, ya
hasta estábamos haciendo planes de comprar una camioneta para cuando mi Beto fuera más
grande.
Sin embargo, de tanto esperar llega lo ansiado y mi Betillo tenía que crecer, que chulo se me puso,
grandote, juguetón y siempre muy cariñoso, no podía andar afuera del rancho por un tiempecito,
porque cuando regresaba; a besos nos quería comer a los dos viejos. —Mis Viejitos Chulos— nos
decía. No es porque sea mi hijo, pero está bien guapo el condenado, esos músculos los hizo aquí
en La Camelia, porque aparte de todo, es bien trabajador, y fíjese si no me iba a doler lo que le
hicieron; pues resulta que para empezar, a don Gumaro me lo convencieron para que abriera una
brecha que atravesara nuestro rancho, por ese camino pasaría la gente de el Coco , que antes tenía
que dar todo el rodeo para poder salir a la carretera, y éste, que allí va de sonso, pues se abrió la
brecha.
El Coco empezó a crecer, la gente llegaba para comprar terrenos allá atrás, con el tiempo uno ya ni
conocía a la gente que entraba y salía por el caminito. Fue entonces también que a don Cirilo, un
compadre de don Gumaro, se le ocurrió “pedirle permiso” para construir una cantina en nuestro
terreno; justo a la orilla del camino que lleva o trae del Coco, y allí van los dos, uno de comodino
y otro de borrego a darle el permiso, sin cobro ni nada, nomás así por ser compadres.
Al principio no hubo ningún problema, pues aquí se conocía a casi toda la gente, además, todos
usábamos quinqués para alumbrarnos por las noches, pero cuando llegó la mentada luz,
empezaron los problemas, todas las noches era un escándalo de viejos borrachos, con su rockola a
todo volumen, llegó a haber entre borracheras, hasta dos muertos en pleitos con machete, y esto
se debió a que el santo compadre, empezó a meter maricones y pirujas a la cantina según para
mejorar el servicio y atraer a la clientela.
De los mariconcitos no había queja, todos eran muy modositos, bueno, solo había dos, pero se
bañaban a diario, se arreglaban, olían bien cuando se le acercaban a uno para platicar y hasta eran
muy respetuosos y atentos, pues al pasar frente a la casa gritaban el saludo aunque uno no
anduviera por allí, pero las viejas, que decir de esas viejas, quien sabe de dónde sacaría mi
compadre tanta vieja de esa, feas y revoltosas, busca pleitos con ganas, le armaban camorra hasta
los hombres; ni entre ellas se respetaban pues a cada ratito salían volando de la cantina,
arrastrándose en la tierra, enseñándole a todo el mundo los calzones, trenzadas en los trancazos
una pegada de las greñas de otra.
Rosa se llamaba una de ellas, empezó a querer coquetear con mi Roberto, pero él, respetuoso como
era, nunca le dio entrada, (Bueno, eso creo) ya que al fin hombre y pues; todos son cabrones los
muy jijos. Así pasaron tres años, de aguantar aquel escándalo más por costumbre que por
voluntad, mi Beto conoció a una mujer de la capital y se la robó el muy jijo (…) de don Gumaro,
yo no estaba muy de acuerdo pues la muchacha traía una niña pero; que se le hace cuando los
hijos se aferran.
Ya con su mujer, mi Betito se desvivía por consentirla y esto claro, no podía pasar desapercibido
para la gente, entre ellas la tal Rosa, que se quedó bien ardida pues me imagino que quería a mi
Beto para ella, pero pues cuando.
Así que con todo su ardor encima, empezó a hacer una bola de porquerías que para desgracia nuestra
no sabíamos lo que era; una vez mi comadre Celia me dijo que la había visto por las noches
matando gallinas, y que la sangre de aquellos animalitos la regaba al rededor de nuestra casa,
como los perros ya la conocían, pues no hacían ningún ruido cuando ella andaba por las noches
en el terreno así que nunca nos dimos cuenta, pero con el tiempo, muchas veces me fui
encontrando tirados frascos llenos con sal en la rejilla de madera que está en la entrada, o pedazos
de tela bien amarrada y que tenían adentro montones de tierra revuelta con cabellos, yo nunca fui
de esa gente que cree en brujerías ni nada de esas cosas, pero si me dan mucho asco y así como
me las encontraba, las aventaba al hoyo donde se entierra la basura o las quemaba, pero también
con el tiempo y sin saber como, las cosas se empezaron a poner mal en la Camelia; los naranjos
ya no llenaban los cerros con su perfume de azares, la milpa se helaba antes de lograrse.
Yo le echaba la culpa a don Gumaro porque creía que ya se estaba haciendo viejo y güevón, pero mi
Beto salía siempre para defenderlo diciéndome que no era así, que ellos dos, junto con sus
peones, estaban trabajando igual o más que de costumbre, que abonaban la tierra, que ya hasta la
habían quemado y vuelto a sembrar para que se lograra la cosecha pero que nada servía. Parecía
que la Camelia se estaba muriendo de vieja como nosotros, si a mi hasta me parecía oír que se
quejaba por las noches, allá arriba en el potrero donde acababan de quemar las cañas dobladas.
En menos de un año, las deudas se llevaron todo el ganado, que ahora ya sumaban ochenta y siete,
tres caballos, y dos yeguas, hasta la camioneta nueva que con tantos sacrificios se había
comprado para entregar los cortes de naranja, se tuvo que vender para pagarle al banco; y
entonces si, yo creí que nunca se iba a poder levantar de nuevo mi ranchito.
Para colmo de males, un día mi hijo amaneció bien enfermo, estaba ojeroso, y temblaba de frío,
Araceli su mujer, estaba muy espantada, porque decía que se nos iba a morir, ya que trajimos a
tres doctores, uno de Zamora, uno de Papantla y hasta uno de los más reconocidos de Xalapa y
todos, sin excepción, decían que mi hijo no tenía nada, que por lo tanto ellos no podían curarlo.
Fue entonces cuando a mí se me ocurrió; (y que Dios me perdone) pero me acordé que allá adelante
de Gutiérrez Zamora, cerca de San Rafael , está el llamado Paso del Tigre , donde vive un brujo
muy famoso, que ya hasta en la tele ha salido, así que fui a verlo.
Este señor nos dijo que “El Trabajo” que le habían hecho a mi hijo, era muy malo, y que iba a estar
bien difícil para quitárselo de encima, porque en algún lugar del rancho, se encontraba enterrada
una muñeca de trapo, hecha con una camisa de mi Beto y rellena con tierra de campo santo .
Nos dijo que era necesario encontrarla y que cuando la tuviéramos, en seguida íbamos a notar que
mi Beto se comenzaba a recuperar. Pero eso no era todo, pues para que el mal se fuera había que
regresárselo a quien lo había hecho; para esto, mi Beto tenía que comprar veinticinco rosas
blancas, (las más bonitas que encontrara) y ya con estas junto con la muñeca, hacer un atado con
un listón negro, e irse caminando para el río , eso si, tenía que ir él solo, y tenía que ser antes de
las doce de la noche, esperar allí sentado y que cuando dieran las doce en punto, él debería
voltearse de espaldas al río, aventar el atado por sobre sus hombros lo más lejos que pudiera y por
último venirse caminando a la casa sin voltear para nada; escuchara lo que escuchara.
Más de tres semanas con todo y sus congojas le llevó a don Gumaro y a todos sus peones encontrar
la muñeca, la Camelia ya se veía como panteón para estrenar, de tantos agujeros.
Y mi Betito no empeoraba, (pero tampoco se mejoraba ni un poquito), hasta que por fin, una
mañana llegaron todos muy contentos, gritando desde la entrada, ¡doña Lucia, doña Lucia, ya
encontramos el trapo ese!
Cuando me lo entregaron, a mi me dio mucho gusto, pero ese gusto no fue suficiente para evitar que
me diera también mucho asco, tanto que no pude contenerme y vomité casi en las manos del peón
que me lo había entregado; efectivamente, era la camisa de mi hijo, bien amarrada con pedazos
de medias de mujer que le daban forma de gente, la tierra con que estaba relleno, apestaba con un
olor que jamás había sentido, tenia gusanos blancos saliéndole, moviéndose enojados, como
queriendo comerse entre ellos, por todas partes salían, se movían aplastándose unos a otros,
algunos muy grandes y otros más pequeños, éstos últimos con una cola delgada al final del
asqueroso animal, pero lo que más asco me provocó, fue encontrar la fotografía de mi Beto
enterrada con alfileres en donde estaba lo que parecía la cabeza del monigote aquel.
(Imagínese si no sería cosa del diablo), pues enseguida que le puse el muñeco a mi hijo en las
manos, él se pudo mover, como si nada le hubiera pasado, y aunque tuvieron que transcurrir unas
dos horas para que las ojeras, junto con todos los moretones que tenía en el cuerpo desaparecieran
por completo; ya para las diez de la noche, todos estábamos felices, y mi Beto, tan fuerte como
siempre empuñaba decidido el ramo de flores que muy pronto iba a ocupar, mi nuera y yo muy
espantadas, le pedíamos que ya no fuera, que se olvidara del asunto o que se esperara para
mañana, y él, voluntarioso como su padre, ya estaba bien decidido, más aún, parecía muy
encorajinado; en sus músculos, ya de por sí bien marcados, se le saltaban las venas por todo el
Cuentos de los Abuelos Vol. I// Gumaro Foglia Página 17
Cuentos de los Abuelos Vol. I - Gumaro Foglia
cuerpo, como queriendo reventarle a través de la ropa, poquito antes de que dieran las once de la
noche, salió con su atado de flores camino al río.
Por aquí, a eso de las nueve de la noche, ya toda la gente estamos bien dormidos, pero en el rancho,
como era de esperarse, todavía estábamos despiertos, esperando que mi Beto regresara, rezando y
rezando tal como nos había dicho que hiciéramos el brujo.
El río Tecolutla está como a media hora de camino desde la Camelia, para poder llegar, hay que
tomar un sendero abandonado y entrar luego por el paso de Troncones , allí la maleza y la hierba
se juntan y hacen parecer la noche como dicen por allí, “como boca de lobo” yo nada más me
imaginaba a mi Beto pasando por esos lugares, solito, si en el día me daba miedo ese trecho, ya
me imagino como se vería en la noche aquel lugar; a esta hora a de parecer como la misma
entrada al infierno. Me decía, yo no soy como toda esa gente que creen en fantasmas ni
demonios, pero deveras que en esos momentos, uno piensa muchas cosas, y yo me preguntaba
entonces:
—Bueno, si en verdad existe Dios, porqué no ha de existir también el Diablo—.
Mi hijo regresó ya como a eso de la una de la madrugada, todos salimos corriendo, entre lágrimas a
recibirlo, aquella noche como casualidad habían cortado la luz eléctrica, y la poca que salía de los
quinqués era muy bajita porque el petróleo ya se estaba acabando, fue por esto que nadie se fijó
bien en mi hijo, ni siquiera su mujer se dio cuenta de que venía muy pálido, y de nuevo con unas
ojeras tremendas, su ropa estaba desgarrada, caminaba entre tumbos, como si viniera bien
borracho, yo tenía miedo de que se nos fuera a enfermar de nuevo, pero por más que le
preguntábamos lo que había pasado, no nos dijo nada, y así, con toda la duda encima, nos fuimos
todos a dormir.
Al día siguiente, “Bendito Dios y la Virgen”, ya mi muchacho estaba bien, ya tenía de nuevo el
color moreno de su cara, sus ojitos brillaban pizpiretos como antes, las ojeras que traía, ya solo
eran las que me había heredado, y cuando estábamos desayunando, me dio un beso en la frente, y
me dijo:
—Mamacita, anoche el Diablo me quería llevar;—
Cuando llegué al río; todo estaba bien, el sonido del agua corriendo me hacía sentir muy tranquilo, y
el perfume de las rosas que llevaba en las manos, subía hasta mi nariz y parecía que llenaba con
ese perfume todo el ambiente, hasta me pareció un lugar bonito, brillaban las estrellas, se veían
los peces saltando en el agua; pero cuando se dieron las doce en mi reloj, lueguito me paré de
donde estaba sentado, me di la vuelta y avente atrás de mí, lo más lejos que pude las flores, nunca
escuché cuando el ramo cayó al agua, así que sin poner más atención empecé a caminar, al primer
paso que di, escuché un grito, un grito desesperado de mujer, como cuando está pariendo. Iba a
voltear, pero me acordé de lo que te dijo el brujo, y con mucho trabajo seguí caminando; después,
una peste muy fea empezó a salir de entre la tierra, y conforme avanzaba, comencé a escuchar
muchas voces, algunas gritaban mi nombre, Roberto, Roberto, me llamaban y otras se burlaban
de mi con carcajadas a mi espalda, quise caminar más rápido, correr, pero no pude, era como si
algo me detuviera por atrás.
Conforme avanzaba las ramas de los arbustos se me iban enredando entre los pies y las piernas, en
los brazos, por todo el cuerpo, y me jalaban como si en verdad quisieran que volteara la vista, y
ya no podía más, me sentía tan cansado, que mis piernas se doblaban, con cada paso que daba, ya
no me aguantaban, sentí por un momento que me iba a desmayar, cuando de pronto enfrente de
mi pasó una luz que me dejó ciego, y un ruido tan fuerte que pensé que mis oídos se iban a
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Cuentos de los Abuelos Vol. I - Gumaro Foglia
reventar; era un tráiler que pasaba por la carretera a toda velocidad, y pitando con su claxon,
como un loco. Luego, todo se volvió a quedar en silencio, ya no escuché nada, ni sentía tampoco
nada enredado al rededor de mi cuerpo, había llegado a la carretera y entonces pude correr hasta
que llegué aquí.
Desde aquella noche, la Camelia ha empezado a mejorar bastante, todavía no tenemos ganado, ni
caballos pero la naranja y el plátano ya están dando para comprar otra camioneta, mi hijo ya tiene
cuatro niñas más y por fin, después de todos sus intentos, le llegó el varoncito, él dice que le va a
poner de nombre Roberto. De aquella mujer, Rosa, ya no supimos nada, unos allá en el Coco,
dicen que se fue a trabajar para otro pueblo, otros, aseguran que se juntó con uno de los borrachos
con los que andaba y que éste en una de tantas borracheras la mató a machetazos, incluso hay
quien asegura que una noche, después de que mi Beto fue al río, vieron frente a la cantina como
se le apareció el Diablo para llevársela de las purititas greñas hacia la milpa, a mi no me importa
lo que le haya pasado, pero eso sí, yo no le deseo un mal a nadie y por si las dudas, a partir de
aquel día, todas las noches, le rezo a Dios porque si en verdad ella está difunta; la perdone y le
conserve con bien en su santa gloria.
Sra. Lucía Foglia Rivera †
Papantla, Veracruz
No, si aquí, ya desde hace un güato que se le conoce: Tlaquintepatchtli le llaman por acá, bueno, los
que de a deveras tienen el valor de decirlo. Tlaquintepatchtli ya es más viejo que el Santo Cristo,
y si no me cree, vaya por allí y nomás pregunte por él; eso sí, a los más viejos nomás, porque los
jóvenes ¡juuum!, ora ya no saben nada, y nomás en puro invento se les va la boca, a mí tampoco
me crea mucho de lo que le digo he, total, dicen por acá que yo no soy de fiar, y puéque tengan
razón, pues como yo no soy ni seré católico, pues tampoco creía en esas cosas…
Y las habladurías crecen y pues dicen los paisanos que a mi igual me da por jurar, que por no jurar
nada de lo que digo. Pero vaya, vaya, yo lo invito a que pregunte, eso sí, a ver si todavía hay
quien le cuente, porque ya todos nos estamos muriendo de viejos, a la mejor nadie le dice nada,
pero, póngase bien abusado, porque le aseguro que cuando usted pregunte por él; pues le van a
decir que son puros inventos de “los Cuates”
—porque así nos decían a todos los de la palomilla que lo vimos—.
Pero fíjese bien, póngase bien hacha, porque aquel que le diga eso, sino lo corre rapidito de su casa,
usted luego se va a dar cuenta de cómo se pone pálido luego, luego, y eso, pues de puritito miedo
que da acordarse de esa cosa, aquí ya desde hace tiempo que habíamos oído de ese mentado
animal, ¡hum!, desde mis abuelos, y yo le aseguro que sí existe, porque yo lo vide, nomás que no
es como ahora dicen en las noticias, quesque El Chupacabras; !mch¡, lo que sí es bien cierto es
que se chupaba todas las cabras y al ganado de la región… (a la mejor por eso le pusieron así los
de la capital), aunque a decir verdá, nunca nadie supo de donde venia aquella cosa, pero si hasta
hubo también quien dijera que lo había atacado allá en el campo, nomás que ya no lo dicen por
que le tienen más miedo al qué dirán de la gente, y como aquí, a el que habla de esas cosas que
según están fuera de la iglesia pues los condena el padrecito, pues lo tachan nomás a uno de puro
loco y ya luego ni quien se acuerde.
Yo me acuerdo como le digo, que ya mi abuelo platicaba del Tlaquintepatchtli, él decía que aquel
animal había nacido allá en los tiempos cuando todavía se creía en los dioses verdaderos; cuando
todos todavía conocíamos bien la historia de los indios y sus tradiciones, cuando de adeveras se
respetaba y se honraba a la naturaleza, allá cuando se hablaba la lengua del quetzal y había
mujeres bonitas, andábamos de chamacos trabajando en la grana cuando a uno de los escuincles
se le ocurrió ir a ver a las viejas que se estaban bañando allá río abajo, yo tendría como seis años
y fíjese que ya andaba pensando en viejas, (Ja, Ja, nomás por eso me casé cuatro veces).
Éramos deveras calientes todos nosotros, mi padre decía que era por la tierra que nos contagiaba, y
yo no sé qué seria, pero a esa edad, yo ya sabía más de eso que todos los muchachitos calientes
que andan ahora por aquí; bueno, le decía que andábamos trabajando y de allí que nos bajamos
rapidito por las peñas, arrastrándonos para que las viejas no nos vieran y se fueran a espantar
sabiendo que las andábamos mirando sin permiso, aquí casi todo está desierto, la tierra es seca,
hay mucho polvorín por todas partes y nomás se mira entre las peñas uno que otro órgano
parado, entonces uno se tiene que andar con mucho cuidado entre ellos cuando se juntan porque
dicen que la espina, donde entra, ya no sale.
Al Juan se le metió una de esas en la nalga y la infección no le paró hasta que su apá le cortó el
pedazo, por eso le decíamos el medio culo, que luego, para que no nos regañaran los viejos, lo
redujimos a el Mecu; pues el Mecu, era el que siempre encabezaba la espiadera de las viejas, era
fino pa encontrarlas bañándose, parecía que las oía desde lejos pues aquella ocasión caminamos
buen trecho antes de llegar a la caída de agua donde ellas se bañaban ahora, digo ahora porque
ellas ya sabían que las andábamos espiando, porque el Mielecita siempre le iba con el chisme a su
hermana y pues ella les decía a sus amigas, así, siempre andaban cambiando de lugar para
evitarnos, pero como ya dije, el Mecu era fino pa los olores, cuantimás pal de la mujer fresca.
Aquella tarde ya estaba comenzando a bajar el sol, y las mujeres se fueron corriendo pa llegar
temprano a sus casas, nosotros todavía nos quedamos tirados otro rato como para repasar
aquellos cuerpos encuerados jugando en el agua, era re bonito repasarlo con calma allí tirados en
la tierra, como si de nuevo regresaran para pasar más tiempo por nuestras cabezas, así, se nos
hacía bien tarde y aquella vez, ya la luna estaba alta y aunque menguaba, aluzaba bien bonito
toda la tierra caliza, se reflejaba como si fuera un espejo, (a mí en veces, me parecía que en las
piedras de las lomas había plata escondida, porque esa luz, cuando había luna llena, brillaba harto
en los peñascos).
Y ai veníamos los Cuates, el Tordillo, el Mielecita, la Negra, el Cosme, el Tacuate, el Pancho y yo,
todos siempre siguiendo al Mecu, el mayorcito de nosotros, cuando no cantábamos al regreso, el
Mecu siempre tenía una historia que contar, ya fuera para presumirnos de sus viejas o para
espantarnos. Éramos todos sin duda chamaquitos bien valientes, pero cuando empezaba con sus
cuentos de miedo, el Mecu, siempre, pasara lo que pasara, se agarraba a uno de nosotros de
encargo y no lo soltaba hasta que lo hacía berrear de puro miedo, en esa ocasión no hablaba de
cosas miedosas, no, no platicaba de todo lo que se podía hacer con una vieja, cuando entra en
celo y cuando ya la tiene uno bien preparada en el monte, y nosotros chamacos, pues bien
creídos, nos traía con la baba chorreando, yo siempre creí que todo eso era mentira, pero pues ya
ve que el interés es interés y … ja, ja, ja.
En esas andábamos cuando al Cosme se le ocurrió parar un rato para mear, nos orillamos por la
colina del río y mientras él hacia lo suyo, pues nosotros como buenos amigos pues lo tuvimos que
acompañar, allí estábamos los Cuates, todos echándole más caudal al río cuando arriba, allá en el
cielo, algo pasó volando, el Tordillo dijo que había sido una águila blanca, que se andaba robando
a los borregos de don Pancho, pero enseguida el Tacuate le dio un coscorrón explicándole que las
águilas no eran tan grandes, pues la sombra que pasó sobre nosotros, si que estaba y bien grande,
yo me acuerdo bien que se tardó un güato en pasar completa. Por esos días, habíamos visto ya
muchos murciélagos grandes, pero de esos grandes, que creo que ahora ya se acabaron, eran
como del tamaño de un gato, ahora ya les dicen vampiros; quesque porque chupan la sangre, y si
es cierto, esos animalitos se chupan la sangre, pero nomás la del ganado que anda herido, le
lamen las heridas pero nunca atacan a la gente porque le tienen miedo, aquí los matan porque un
doctor que vino dijo que traen la rabia, pero nada más, la cosa es que lo que vimos, no era ningún
animalito conocido de las montañas.
Al otro día, bien temprano llegaron a llamar a la puerta de mi casa; era el Mielecita, mensajero
especial de Mecu, pues a ese siempre le había gustado el chisme, y a eso había venido; el Mecu
quería que fuéramos a ver a la montaña un montón de animales muertos que habían aparecido
cerca de la colina.
Una vez reunida la toda palomilla, los Cuates fuimos juntos a buscar aquella matanza. Se suponía
que íbamos a escondidas porque aquellas aventuras eran solo para nosotros, pero cual va siendo
nuestra sorpresa que al llegar a aquel lugar, casi todo el pueblo estaba allí viendo la carnicería
que alguien, o algo había hecho con el ganado de don Eraclio; eran veintisiete borregos, siete
Cuentos de los Abuelos Vol. I// Gumaro Foglia Página 21
Cuentos de los Abuelos Vol. I - Gumaro Foglia
cabras y dos reces las que estaban allí tiradas, con el cuerpo despedazado como si las hubieran
tasajeado una por una y luego metido algunos pedacitos al molino de nixtamal; a un animal le
faltaba la cabeza, a otro, una o varias patas, casi todos estaban despellejados, pero eso sí, todos,
sin que faltara uno, estaban vacíos del cuerpo, no tenían ni un poquito de sangre, como si se las
hubieran sacado a propósito, claro que había sangre regada, y mucha por todas partes, pero era
claro comprender que por mucha que ésta fuera, no alcanzaba para que uno pudiera pensar que
era la de todos esos animales muertos. Yo ya había estado antes en la matanza de reces y
borregos, y había mirado cuánta sangre se le saca a un cuerpo de esos animales, casi dos baldes
llenos por cabeza, y esa vez, allí en la sierra, aunque había mucha sangre regada, cualquiera
entendería que toda esa, no era suficiente para llenar tan siquiera dos baldes, y si uno piensa en
que eran treinta y tres animales sin contar las dos reces, pues cuantimenos.
La gente luego se preocupo, se organizaron para llamar a los doctores de la ciudad pero ni uno llegó,
pasaron cuatro días y todas la mañanas, sin falta, alguien había de encontrar el ganado muerto de
otro vecino en las mismas condiciones de la primera vez, fue el papá de la Negra, un hombre
creyente, "tan creyente que todo se lo creía", a quien se le ocurrió de pronto que a lo mejor una
manada de vampiros andaba suelta por allí, como era de suponerse, la gente se le unió y todos
juntos fueron luego a juntar leña verde para acabar con la plaga que estaba arruinando a más de
un ganadero.
Fuimos durante dos días a las cuevas de la roca, unos cubrían la salida de la cueva con redes
grandes, las aseguraban con piedras y atados de leña a modo de que no pasara nada por entre
ellas, los otros, se iban caminando con su carga de leña verde hasta el otro lado de la peña, donde
ya se sabía que tenía otra salida la cueva, por último, las señoras y mujeres se iban para lo alto, a
tapar con piedras todos los pequeños agujeros que tuvieran que ver con la salida de las cuevas, y
así, ya todos listos y en sus respectivos lugares, se prendía lumbre en la entrada de la cueva, se
esperaba a que la lumbre tomara fuerza y que hiciera braza y luego, el fogón era atizado con la
leña verde, varios hombres soplaban el humo para dentro con sus camisas; era fácil entonces la
labor que nos quedaba a nosotros los chamacos, pues allá en la salida, donde estaba ya la red bien
asegurada, rápido se llenaba de los vampiros que querían escapar del fuego, y no encontrando
otra salida más que ésta donde los esperábamos, quedaban atorados en la red y a puros palos los
matábamos, todos los escuincles andábamos rete contentos, matando vampiros, a diario
sacábamos y quemábamos un chorro de animales muertos, y esto siguió durante varias semanas,
los vampiros seguían saliendo, y nosotros matándolos, ya era obligación de uno que cuando se
viera un vampiro volando por el monte, lo siguiera hasta encontrar su cueva, pues eso quería
decir que con él habrían más y como se sabe, era para repetir la matanza de siempre, ya había
montones de ceniza por todas partes, en el ambiente ya se respiraba el olor penetrante de los
cuerpos quemados, ya casi no se veían vampiros por ninguna parte, y las matanzas se iban
haciendo cada vez menos, además de molestas, pero ni así se terminaban las otras matanzas; las
del ganado que seguía apareciendo destazado por todas partes y sin un charquito de sangre en el
cuerpo.
Las cacerías de vampiros ya se estaban haciendo un problema, los mayores discutía entre ellos, pero
nada se arreglaba, algunos hasta dejaron de ir a las matanzas, pues ahora decían que esos
animalitos ya no era los culpables de que el ganado estuviera siendo muerto, y entre esas
discusiones yo escuché a un viejo mencionar desde el principio de esas peleas, que era
Tlaquintepatchtli quien estaba haciendo todo aquello, pero nadie le hacía caso, hubo incluso
quien le dijera loco y hasta quien lo empujara de una forma vergonzosa, y en aquellas últimas
discusiones, él, con plena conciencia volvió a repetir que era Tlaquintepatchtli quien estaba
haciendo todo aquello, quizá habría salido alguien de entre la muchedumbre para insultarlo y
empujarlo de nuevo, pero ahora, ya el miedo los empezaba a ser un poquito más razonables, sí; el
miedo, pues aparte del ganado se empezaba a escuchar por aquí y por allá, los comentarios de que
aquella sombra que volaba por las noches (y que los Cuates antes ya habíamos visto, pero que
tuvimos que callarnos porque las vareadas que nos daban en la casa por andar inventando dolían
de a feo), era cierta.
La gente crédula como es por acá, comenzó a inventar cosas, alguien dijo que esto era un castigo de
Dios, como menciona un pasaje de la Biblia, y no faltaron aquellos que empezaron a poner
sangre de ternero en las puertas de sus casas en forma de cruz, pues el miedo no era para menos;
a Graciela, una de las muchachas más bonitas, hermana de mi amigo la Negra, la encontraron una
mañana afuera de su casa, desnuda y de la misma forma en que se encontraba en aquel tiempo a
todos los cuerpos del ganado muerto, fue Tlaquintepatchtli dijo aquel viejo quien por desgracia
días después, y cegado en su aparente locura por un intento de matar a ese animal, también fue
encontrado muerto tirado entre los peñascos y completamente vacío del cuerpo.
Fue entonces cuando al Mecu se le ocurrió ayudarle a la Negra en su venganza, las madres ya no
dejaban a los niños salir de las casas, por el temor de que les sucediera lo mismo que a la
muchacha y al viejo, pero nosotros a escondidas, nos seguíamos viendo para platicar de la tristeza
que últimamente se le había metido en el corazón a nuestro buen amigo, una cosa era que
anduviéramos espiando a su hermana, pero otra muy distinta era que se la hubieran matado y de
esa forma, así que ya platicado y todos listos para irnos de cacería, en nuestra ingenuidad, nos
escapamos juntos una buena noche, el Tordillo le había robado la escopeta a su padre, el
Mielecita, llevaba un puñal de monte que le había quitado a su hermano mayor, la Negra llevaba
un revolver veintidós, el Cosme, el Tacuate, el Pancho y yo junto con el Mecu, no conseguimos
armas, pero en el camino agarramos sendos palos para enfrentarnos a ese animal asesino.
Durante una hora caminamos juntos hasta llegar a la peña, nunca supe si el estar juntos o las armas
que llevábamos era lo que nos daba valor de estar solos un montón de niños en el cerro por la
noche, pero llegamos hasta la punta, desde allí, cada quien montó su guardia al rededor de la
peña, desde donde se podía apreciar todo, el río, el pueblo, el monte y hasta la profundidad del
cañón que se cerraba allá abajo convirtiéndose en un hilito negro lleno de oscuridad, no
esperamos mucho, y fue Tacuate quien gritó primero, ¡allí está, allí está! todos corrimos a su
punto de observación, y la sangre se nos heló cuando allá abajo, del centro del cañón, salía un
animal enorme, un animal al que nunca ninguno de nosotros habíamos visto, era sin duda
Tlaquintepatchtli.
La sombra negra se deslizaba lentamente sobre la neblina de la misma forma en que el pescado nada
dentro del agua, estábamos todos abrazados allá arriba, todos hechos una bola, y espantados de
verdad al ver allá abajo aquel animal extraño, ninguno se movía ni decía nada, como evitando
cualquier ruido que atrajera su atención hacia nosotros, desde allá arriba se podía calcular
fácilmente el tamaño del animal y cuatro reces en fila se quedaban cortas para completar el
tamaño de su cuerpo, una cola parecida a la de las ratas se agitaba atrás, mientras que las alas de
piel, iguales a las de los vampiros que matamos días antes soportaban todo el peso de aquella
cosa, quedaba por cierto que no debía ser poco. La negra se separó decidido de entre nosotros,
con el terror que nos mantenía clavados en el piso, vimos apuntar su revólver hacia aquel
monstruo al tiempo que lo maldecía con un grito y jalaba del gatillo; eso fue todo lo que hacía
falta para que aquella cosa nos descubriera y remontara el vuelo en nuestra dirección, la Negra
había herrado el tiro, o mejor dicho, los tiros, porque aunque vació totalmente su revólver, al
perecer ni uno solo de los plomos tocó al animal que se venía ya imparable sobre nosotros,
completamente furioso.
Ya casi lo teníamos encima y ninguno recordaba que teníamos más armas en las manos, solo la
Negra recargaba su pistola; cuando comenzó a disparar por segunda vez, fue como si de pronto
despertáramos y todos echamos mano a las armas respectivas, nos dispusimos a comenzar con la
desigual pelea, el animal pasó muy cerca de nosotros, una andada de plomazos se le clavó en el
cuerpo y yo le alcancé a dar un palazo en una pata cuando la dirigía en pos de el Mielecita, el
Tordillo jaló de la escopeta y al tronar, todos pudimos ver que las postas se clavaban en el pecho
del animalazo, sin embargo y para su mala suerte, la explosión lo aventó unos dos metros atrás de
nosotros, momento en que el animal aprovechó para pillarlo de los hombros con sus fuertes
garras y llevárselo volando ante nuestro terror, hasta el fondo del cañón.
Habíamos perdido al Tordillo, y ahora, estábamos más espantados que nunca, ya sabíamos que
nosotros solos no éramos pieza para enfrentarnos a ese animal, de modo que entre llanto, coraje,
miedo e impotencia, decidimos llamar a los mayores para que nos ayudaran a rescatar a nuestro
amigo, ahora ya sabíamos bien en donde se escondía, y así lo dijimos a la gente del pueblo; al
principio nadie nos creyó, además estuvimos a punto de sufrir otra de las buenas palizas ya
acostumbradas, de esas que evitan a un niño decir mentiras, pero nuestra desesperación, además
del llanto de la madre del Tordillo al confirmar que en verdad no estaba en casa, obligó a todos
los hombres del pueblo a tomar su armas y seguirnos.
Un ejército entero compuesto por mujeres y hombres apareció decidido cruzando el desfiladero,
guiados por unos cuantos niños, por el camino describíamos aterrados a nuestros padres la forma
de aquel animal; aún no nos creían del todo hasta que por fin se convencieron al tenerlo enfrente,
los grandes ojos saltones brillaban en rojo dentro de aquella cueva, de su hocico babeante
parecido al de los puercos pelones salían chillidos de advertencia hacia nosotros, y sus orejas
puntiagudas se movían en todas direcciones como si intentara descubrir con esto alguna manera
de escaparse, en sus garras todavía sangrantes cargaba el cuerpecito de mi amigo; ya mutilado,
sin un brazo, con el pecho desgarrado y comprobamos después que sin una gota de sangre
adentro.
Rápidamente los hombres hicieron una fila de frente a la entrada, y miles de disparos hicieron eco
adentro de la cueva, recorriendo todo el cañón de norte a sur, me pareció que todas las rocas y
peñascos se desprenderían sobre nosotros de tantas explosiones de disparos que se mezclaban en
el viento con los agudos chillidos que ensordecían producidos por aquel animal. Al final, todos
recargando apresurados sus armas y preparados por si salía de pronto, esperábamos a que el
humo de la pólvora se esparciera, pero ya no sucedió nada, el humo bajo rápidamente, todos
entramos más con terror que con precaución pero lo único que nos esperaba dentro, era el cuerpo
del Tordillo, allí tirado en el centro de la cueva, que ahora lucía adornada con manchas de sangre
que escurrían por todas partes; el animal se había escapado, aunque herido, pero al perecer vivo.
Muchos meses duró el llanto de la madre del Tordillo, al igual que nuestro arrepentimiento, por
tratar de hacer las cosas solos, ya que no fue solo el Tordillo quien murió aquella noche, pues a la
mañana siguiente, mis grandes amigos, el Mecu, y la Negra, fueron encontrados en el fondo del
desfiladero, la gente decía que había sido de nuevo el Tlaquintepatchtli, pero yo supe enseguida
que no era así, porque ellos, los niños más valientes que yo conociera, se habían aventado al
desfiladero, porque al igual que yo, sentían toda la culpa de aquella muerte tan inútil y que a fin
de cuentas nosotros provocamos, solo que ellos fueron más valientes que los demás. La búsqueda
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Cuentos de los Abuelos Vol. I - Gumaro Foglia
de aquel animal por todo el cañón, también se prolongó; incluso por dos años, del pueblo le
pidieron ayuda al gobierno, pero éste yo creo que los tomó de a locos por que dicha ayuda jamás
llegó.
Tlaquintepatchtli no volvió a, aparecer jamás para matar al ganado ni a la gente, pero yo recuerdo
bien que así decía el viejo loco que se murió: “Cada cien años en la tierra de Ometéotl, un
mensajero viene del inframundo para recordarle a los hombres que todo, lo bueno y lo malo, tiene
un creador supremo, y un destructor supremo, y que éstos, vendrán juntos un día para guiar a el
pueblo del jaguar hasta el jardín de los dioses, pero mientras que ese día llega, Tlaquintepatchtli
se encargará de recordar a el hombre que no falta mucho”.
Sr. Taladeo Osuna Victoria
82 años.
Estado de México.
Allá por la entrada de Piedras Negras; merito donde empieza a dar avanzada la curva de la carretera
federal, ya no se puede pasar tranquilo por las noches; aquí si es como decía mi padre (que el
señor guarde en su gloria), hay que tenerle mucho respeto a los difuntos o ellos te enseñan a
respetarlos. Y es que ahora la gente ya va siendo muy irrespetuosa y ya no tiene ningún temor de
Dios. Antes, yo me acuerdo, que caminaba bien tranquilo a cual‘ora, luego me venía desde La
Uno caminado hasta la casa, pero desde aquella noche ahora sí que ya no se puede. (Y aunque se
pudiera…)
Aquellos dos muchachos estaban, lo que se dice bien locos, ya toda la gente de por aquí conocía
bien de sus pleitos, pero nadie hacían nada para pararlos, y como ellos no se metían con uno ni
con nadie, ni tampoco había autoridades que los metieran en santo juicio, pues tenía que pasar lo
que paso.
Aquilino y Jacinto ya se traían ganas desde muchos años antes, ellos habían sido los dueños de las
parcelas de aquí al lado hasta que les paso su desgracia. Siempre fueron buenos vecinos, pero
cuando empezaron con sus líos; si eran bien molestos, hasta acá se oían todos sus gritos y peleas,
(cómo habrían de ser de grandes sus pleitos si hasta acá se oían), y como aquí en las noches no
hay más ruido que los carros de la carretera, pues se oía bien clarito cuando empezaban con sus
cosas.
Lo único malo era que siempre empezaban a discutir por las noches. Cuando uno los veía por la
calle, le juro que no se podía pensar en que aquellos dos muchachos anduvieran en pleitos, en
primera, porque su padre fue siempre un buen hombre, cristiano de los buenos, (huum, de esos ya
no nacen), d’esos que no se metían con nadie y que además ayudaban al necesitado sin pedir nada
a cambio; como iba uno a pensar entonces que sus hijos serían todo lo contrario, huum, si usté los
hubiera conocido de mocosos , hasta carita de ángel tenían los dos chamacos, pero conforme
crecieron (…)
Ellos no cambiaron casi nada, eran, lo que se dice un buen partido para las chamacas casaderas.
Jóvenes, fuertotes los dos, con buena posición; ha, porque eso sí, aunque con sus pleitos, tenían
cada quien lo suyo, y bien suyo, aunque heredado de sus padres, si, pero lo mantenían bien
trabajado y conservado, eran los dos bien luchones pal trabajo, y yo no sé porqué se
descompusieron tan feo.
Cada que se encontraban, nomás era cosa de unas cuantas palabras y ya prontito sacaba cada uno su
machete. Ya pa entonces uno nomás podía ver las chispas saltando por sus cabezas cuando los
hacían chocar (…) que caray; ¡los dos estaban a la medida pa matarse!, si no fueran hermanos;
grandotes y fuertes como ellos solos, como ningún otro de por acá, curtidos en el campo y
quemados por el sol, tan buenos para entrarle al trabajo como para manejar el machete, en pleitos
y faenas.
Qué tan buenos serían, que si uno hubiera podido contarles las cicatrices que llevaban en sus
cuerpos, verdad de Dios que habrían tenido las mismas, (y dígame si no), pues mire que si Jacinto
recibía el filo del machete por un hombro, era seguro entonces que después de un rato, Aquilino
no podría esquivar el mismo golpe durante el pleito y tendría una cicatriz igual al terminar esa
pelea.
El coraje que se traían el uno por el otro, nunca nadie lo supo explicar bien, fueron huérfanos desde
chamacos, y habían sido siempre buenos hermanos, hasta que un día decidieron partir la parcela
que les dejara su difunto padre. Y de allí pal real, en las tardes o en las noches, siempre se oía el
chisporrotear de los machetes cuando se estrellaban, pero si parecía que hasta se citaban para
encontrarse. Fíjese nomás, por las mañanas se salían tranquilos cada quien por su camino a
cumplir con su jornal, uno podía verlos desde lejos trabajando muy duro cada uno en su parcela,
chapeando los naranjos o pagando la raya a sus peones.
Pero el chiste era nomás que llegara la tarde y con ella el regreso pa sus casas, y como mera
casualidad siempre se encontraban allí, en la entrada de la curva, justo donde empezaba el terreno
de uno y acababa el del otro, allí era donde comenzaban siempre los problemas, todas las tardes,
casi a la misma hora. En alguna ocasión yo quise aconsejarlos para que dejaran el pleito, pero
como era de esperarse, los dos me mandaron mucho a la fregada y sin explicarme siquiera la
razón de sus peleas, pasaron los días y los meses, hasta que una tarde, nadie pudo evitar lo que
sucedió.
Fue algo más bien extraño, yo creo que Dios los castigó por ser hermanos y andar en broncas,
aquella noche se dieron las nueve y como de costumbre escuché a lo lejos los primeros insultos, y
también el primer ruido de machetazos, así se escuchaba siempre el principio de la pelea que
luego se alargaba por un poco más de una hora y también como de costumbre, después de ese
tiempo, todo volvía a quedar en silencio.
Por aquel entonces a mí me gustaba mucho caminar un rato por las noches después de cenar y antes
de irme a dormir, con el tiempo ya me había acostumbrado a escuchar la misma pelea de siempre,
más ‘delante, yo ya hasta me acercaba en silencio, escondiéndome tras las cañas y nomás pa ver
como se pondría ahora la dichosa pelea.
Era bonito ver a dos machos bien bragados moviendo el machete como ninguno, pero aquella última
vez no salí a tiempo de la casa; como si el destino quisiera dejar aquello en un secreto nomás para
ellos dos, salí tarde de mi casa a dar mi acostumbrado paseo, los ruidos de machetes dejaron de
escucharse cuando apenas me iba acercando a la curva, caminé más rápido llevando en la cabeza
una curiosidad ya muy cochina, porque el silencio que siguió de la riña, se volvió muy feo,
pesado, sordo, como nunca lo había escuchado antes.
Los grillos ya no volvieron a cantar como lo hacían siempre después de terminado aquel relajo, ni
las ranas se escuchaban adentro de los pozos, la curiosidad como ya dije, me llevó sin querer
hasta la entrada de la curva y lo que vi, me dejo tieso por un momento, sentí que la sangre se me
cuajó todita adentro de las venas. Allí estaban los dos tirados, muy quietecitos los pobres, con sus
machetes bien filosos todavía empuñados en sus manos, ahogándose en un manantial de sangre
que salía de sus cuerpos; los dos muy tirados y los dos también muy tiesos, serenos pero sin
cabeza.
La iglesia todavía no se terminaba de construir, por lo que es de suponerse que en el pueblo no había
sacerdote quién bendijera sus cuerpos. Ya difuntos y al parecer sin parientes que los reclamaran,
mucho menos a quien poder avisarle de sus muertes, pues la gente del pueblo decidió enterrarlos
a cada uno en su parcela. Yo ya me lo imaginaba, lueguito se empezó a correr el arguende, ya lo
dice el dicho; “si no está el gato, salen sin pena los ratones”. Un montón de chismes se hicieron y
corrieron por todo el pueblo:
— Se decía que todo el lío que armaron los hermanos, había sido causado por una vieja de San
Cosme, otros decían que por pelear la posesión de las tierras, otros que tenían pacto con el
Diablo, y hasta hubo quien dijo que aquellos dos hermanos se habían puesto de acuerdo pa matar
al padre. —
Y así siguieron creciendo los chismes por acá, ahora resultaba que; aunque nadie les dirigía la
palabra, ni tampoco nadie nunca se les acercó siquiera para saludarlos, ya todos sabían de que
“había muerto la puerca”, o lo que es lo mismo; todos conocían el porqué de aquel odio tan
grande entre hermanos y que los llevó sin remedio hasta la muerte.
Otra cosa extraña pasó días después; la gente con sus chismes, decía que había sido obra del diablo,
pero yo luego dije, que el diablo no era más que toda esta bola de chamacos irrespetuosos de este
mugriento pueblo. Y quien más podía haber sido sino esos escuincles. Pues resulta que justo a los
nueve días de aquellas muertes, las cabezas de los dos difuntos, aparecieron amarradas sobre las
ramas de unos naranjos, curiosamente, cada una colocada en el lindero que le correspondía a cada
cual.
Fue mi compadre Chema el que me pidió le ayudara para enterrar de nuevo aquellos restos, y pues
siendo nosotros los vecinos más cercanos y los únicos que más o menos les dirigíamos la palabra,
nos correspondía hacer “el segundo sepelio”, y nomás como buena obra, así lo hicimos. Cuando
llegamos al lugar, (no me lo va usté a creer), pero las dos cabezas estaban atestadas de gusanos,
descarnándose de pudrición, cada una colgando de su respectivo naranjo; el viento las mecía y
entre ellas se veían, ¡si!, se miraban una a la otra, directo a los ojos, y en esas miradas; se
adivinaba un odio tan grande que deveras hizo temblar al más bragado de éste pueblo, y se lo
digo yo, porque ese, no era otro que mi compadre Chema. Porqué no las enterramos juntas
compadre, me dijo Chema, quien quita y así estos dos se reconcilian y todos quedamos en paz, a
mí, esto me pareció una buena idea, y ya que en el pueblo todavía no había un cura para darles
los santos óleos, pues me pareció lo más cristianamente justo.
Nos dedicamos entonces a hacer el hoyo; la tierra estaba muy blanda por el tiempo de lluvias así que
las palas entraban fácil en el lodazal y terminamos más rápido de lo que pensamos, ya por fin
nomás quedaba llenarlo. Se escuchó un golpe seco, los huesos tronaron al chocar cuando las
avente sin más reverencia hasta el fondo del agujero; me pareció ver salir chispas de entre las
cabezas, y mi compadre, hombre un poco más respetuoso de la iglesia que yo, rezó un Padre
Nuestro y tres Ave María; se persignó, les echó una bendición y así, tan calmados, como si nada
’biéramos hecho, cada quien se fue después para su casa.
A la noche siguiente, fui de nuevo a caminar un rato antes de irme a dormir, para entonces, ya ni me
acordaba de lo que había pasado con los difuntos, pero cuando llegué a la entrada de la curva, vi
con gran espanto enfrente de mí una aparición; "eran dos cráneos blancos", tan blancos y
brillantes como los ojos del tlacuache cuando se refleja en ellos la luna llena.
Los dos cráneos flotaban en el aire como si tuvieran vida propia y así, flotando se pusieron enfrente
de mí, cerrándome el paso, volaban casi al ras del pavimento, poniéndose cada uno hacia un lado
de la carretera, pude ver en las cuencas vacías, el mismo odio que tenían antes aquellas cabezas
colgadas que habíamos enterrado. De repente, desde las orillas de la carretera, los cráneos se
lanzaron uno contra el otro, el choque de huesos fue tan fuerte que un chorro de chispas azulosas
saltó hasta mi cara dejándome ciego por un momento.
Los cráneos avanzaban lentamente sobre la carretera, siempre delante de mí, se separaban de nuevo
lentamente hacia los extremos de la carretera y una, y otra vez chocaban entre sí; todo el tiempo
delante de mí. Aquí si que me dio harto miedo, pues, si yo trataba de rebasarlos, ellos se
estrellaban rápidamente para cerrarme el paso, “como obligándome a ver aquella espantosa
pelea”.
Y como hacia adelante tenía que ir para llegar a mi casa, pues no hubo más remedio que echarme
valor encima para seguirlos con paso muy lento; me eché una hoja de tabaco a la boca y la juí
masticando hasta que llegamos al final de la curva, que era justo el límite de los terrenos que
pertenecieran a los dos hermanos, hasta allí, los dos cráneos desaparecieron de repente.
- Por eso ya le digo mi amigo, no se vaya ahorita, ya es tarde, quédese; total, no hay ninguna prisa
(…)
Yo escuchaba muy atento aquella singular historia; pero irremediablemente al conocer ese final tan
inesperado, sin proponérmelo salió de mi rostro una sonrisa un tanto incrédula que él, con gran
enfado percibió, y entonces con un tono molesto me sugirió.
- Pues si quiere vallase, pero eso sí, escúcheme bien lo que le digo, si al entrar a la curva de Piedras
Negras, se le aparecen los cráneos; vallase con mucho cuidado, con calma, muy atrasito de ellos.
Y ni se le ocurra tratar de adelantárseles porque le puede pasar lo que a mí.
Retiró entonces la gruesa cobija de lana con la que cubría sus piernas y descubrí casi con terror, que
allá abajo; al final de su pierna derecha, bajo el tobillo, algo le faltaba.
Sr. Bernardino Cuenca
82 Años.
Ejido Sectorial “La Uno” Hidalgo.
Biografía
Gumaro Foglia. Ilustrador y Escritor autodidacta (En ese orden estricto). Nació en México Distrito
Federal en el año de 1967. Su obra “Literaria” está compuesta por 6 libros con el género de Narrativa
Urbana.
- Cuentos del Barrio
- Cuentos de Terror para niños antes de Dormir
- Biografía Ilustrada de Don Gumaro el Perdido.
- Soñar tu Sombra (Poemas Cortos)
- 100 Poemas Eróticos al Filo
ilo de la Noche.
- Cuentos de los Abuelos Vol II.
Con éste último, Gana el primer lugar en el concurso “Voces de Cervantes” Llevado a cabo en la Plaza
Cívica de la Ciudad de Guanajuato. El libro se publica con 2000 ejemplares bajo la Dirección general
del Fondo de Cultura Económica el año de 1998.
Aunque no se considera escritor; ha tenido la oportunidad de narrar sus cuentos en varias estaciones de
Radio: IMER (Demos Chance), Radio Universal, Estéreo 100, La Hora Nacional, La voz de Veracruz,
Sinaloa y sus recuerdos entre otras. Publicaciones en revistas varias Como Generación, Las Brujas, El
diario Uno más Uno, El Universal y la Jornad
Jornada.
a. Han sido testigos de la fuerza de sus letras.
Ha participado en Encuentros Culturales de Poesía y Cuento (A puerta Cerrada y Callejeros) en casi todos
los estados de la república Mexicana. Donde ha ganado reconocimientos importantes.
importantes Logrando
invitaciones como ponente destacado de una contracultura ya extinta ¨Los Llamados Chavos Banda¨.Banda¨
Dónde Expuso reflexiones filosóficas relevantes con temas como ¨Jóvenes, Identidad Perdida¨ que
dieron pauta a la apertura Social y política de Diversos Movimientos Juve
Juveniles
niles y Políticos en los 70´s.
Por otra parte, suu obra Plástica Consta de 12 Exposiciones Itinerantes en la república Mexicana. San
S
Luis Potosí, Querétaro, Aguascalientes, Baja California Sur, Sonora, Coahuila, Chiapas, Durango,
Guerrero, Veracruz, Estado de México y Desde luego México Capital D.F. de dónde es originario.
Su inmersión a las letras; fue un asunto casual y por más gracioso e inesperado.. Según nos cuenta; se dirigía una tarde con
el editor del periódico Generación para entregar uno de sus dib
dibujos
ujos que sería publicado en esta joven editorial. Al dejar la
ilustración convenida. El borrador de uno de sus cuentos, quedó olvidado en el folder que contenía el dibujo a publicar.
Fue entonces que sus dibujos fueron olvidados por completo, exigiéndole que en su lugar, entregara semanalmente alguno
de sus relatos para la publicación. Así nace El Escritor, Gumaro Foglia con su Alias La Hoja Estúpida y publica durante
6 años consecutivos historias que él llama ¨intrascendentes” dejándonos un pequeño legado del observador casual que
retrata instantes volátiles de una cotidianeidad que usualmente pasamos desapercibida.
// Gumaro Foglia
Cuentos de los Abuelos Vol. I// Página 30