Domingo III Cuaresma. Comentario 3 Lecturas

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Tercer Domingo de Cuaresma – Año B

DE LA RELIGIÓN DEL TEMPLO AL CULTO DEL CORAZÓN

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El presente texto es el comentario del P. Fernando Armellini para las tres lecturas de
este domingo.
Introducción

Cuando se hace una referencia a la necesidad de renuncia, autocontrol y sacrificio, se nota


con frecuencia el estupor, las sonrisas sarcásticas y alguna reacción irónica en las caras de los
que escuchan. Esta experiencia, bastante embarazosa para el que habla, también le ocurrió a
Pablo en Cesarea de Filipo. El procurador Romano había escuchado atentamente al Apóstol,
pero cuando comenzó a hablarle de “justicia, de continencia y del juicio futuro”, lo interrumpió:
“De momento, puedes retirarte; te llamaré en otra ocasión” (Hch 24,25).
En un mundo donde el éxito sonríe a los oportunistas, donde son admirados los que gozan
de la vida, permitiéndose cualquier desenfreno y convirtiendo su poder en norma de justicia (cf.
Sab 2,6-9), quien predica ciertos valores y propone decisiones comprometidas corre el riesgo de
no ser comprendido y de volverse impopular. Y, sin embargo, no es éste el único motivo por el
que la ética cristiana es mirada con desconfianza o es tomada a risa.
Existe un error que cometen incluso los educadores con las mejores intenciones: hablar de
obligaciones morales antes de haber hablado de Dios y de su Amor; antes de haber dejado claro
que Él no es el aguafiestas de la felicidad del hombre sino el Padre que quiere que sus hijos
gocen de la plenitud de la vida. Este acercamiento erróneo, tanto desde el punto de vista
teológico como pedagógico, es la primera razón del rechazo a la moral cristiana.

1
Pero existe un segundo motivo: la hipocresía de la práctica religiosa inaceptablemente
desligada del amor y de la justicia. El culto a Dios asociado a la atracción por el dinero y al
rencor hacia el hermano; el cumplimiento de ritos exteriores para acallar la conciencia. Las
acciones litúrgicas son solo auténticas cuando celebran una vida conforme al Evangelio. Las
oraciones agradables a Dios son las que hacemos “elevando las manos a Dios con pureza de
corazón, libres de enojos y discusiones” (1 Tim 2,8).

• Para interiorizar el mensaje, repetiremos:


“La práctica religiosa pura y sin mancha no está nunca separada del amor al hombre.”

Primera Lectura: Éxodo 20,1-17

1
Dios pronunció las siguientes palabras: 2”Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de
la esclavitud. 3No tendrás otros dioses aparte de mí. 4No te harás una imagen, figura alguna
de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo tierra. 5No te postrarás
ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso: castigo la culpa
de los padres en los hijos, nietos y bisnietos cuando me aborrecen; 6pero actúo con lealtad por
mil generaciones cuando me aman y guardan mis preceptos. 7No pronunciarás el nombre del
Señor, tu Dios, en falso. Porque el Señor no dejará sin castigo a quien pronuncie su nombre en
falso. 8Fíjate en el sábado para santificarlo. 9Durante seis días trabaja y haz tus tareas, 10pero
el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo alguno, ni
tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que viva en
tus ciudades. 11Porque en seis días hizo el Señor
el cielo, la tierra y el mar y lo que hay en ellos, y
el séptimo descansó; por eso el Señor bendijo el
sábado y lo santificó. 12Honra a tu padre y a tu
madre; así prolongarás tu vida en la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar. 13No matarás. 14No
cometerás adulterio. 15No robarás. 16No darás
testimonio falso contra tu prójimo. 17No
codiciarás los bienes de tu prójimo; no codiciarás
la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su
esclava, ni su toro, ni su asno, ni nada que sea
suyo.”

Puede que la Ley de Dios y los diez


Mandamientos sean, para los cristianos menos
comprometidos, una interminable lista de
prohibiciones que provocan su instintivo rechazo.
O puede que, como sostenía Pablo, estimulen
toda clase de deseos en contraposición a lo que
ordenan: “Yo no hubiera conocido el pecado si no
fuera por la Ley. No sabría de codicia si la Ley no
dijera: «No codiciarás»” (Rom 7,7-8).

2
Acerquémonos al texto que nos propone la lectura de hoy comenzando por dar a los diez
Mandamientos su verdadero nombre: Decálogo, es decir, “diez palabras”. No son –y en esto
nunca se insistirá lo suficiente– normas jurídicas impuestas por un déspota que se ve obligado a
justificar sus órdenes; no hay sanción alguna ligada a los Mandamientos; solo hay una promesa
de bienestar, por ejemplo, para quien honra al padre y a la madre: “así prolongarás tu vida en
la tierra que el Señor te va a dar” (v. 12).
No es correcto presentarlos como preceptos en referencia a los cuales seremos juzgados
un día recibiendo premio o castigo. No, no habrá un Dios airado y ofendido, pronto a castigar a
los transgresores. Quien no escucha al Señor no tiene por qué temer a castigos futuros sino que,
más bien, es llamado a darse cuenta de que hoy está arruinando su vida y dañando también la
de los demás. Es hoy cuando Dios, como Padre premuroso, se está dirigiendo a su hijo,
recomendándole encarecidamente: “Hoy te pongo delante bendición y maldición. Elige la vida y
vivirás tú y tu descendencia” (Dt 30,19).
Las diez palabras aparecen en la Biblia en dos versiones (cf. Éx 20,2-17; Dt 5,6-21),
introducidas por la misma fórmula: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la
esclavitud” (v. 2). Es la clave de lectura de todo el texto. El Decálogo no es un yugo duro y
pesado, no es un elenco de imposiciones desmotivadas, sino diez palabras de un padre que se
preocupa por la vida de sus hijos.
Aquel que indica los comportamientos a seguir para permanecer libres es el mismo Señor
que ha librado a su pueblo de Egipto y que no tolera ninguna forma de esclavitud.
Solo después de haber tomado conciencia de la identidad del autor de estas diez palabras,
y del objetivo por el cual han sido pronunciadas, se está dispuesto a responder a Dios como lo
ha hecho Israel: “Haremos todo lo que manda el Señor y obedeceremos” (Éx 24,7).
Ningún código del antiguo Medio Oriente tiene una introducción semejante a la del
Decálogo. El más célebre, el de Hammurabi, viene precedido de un largo prólogo en el que el
gran soberano se presenta, en primer lugar, como “el príncipe celoso, encargado de proclamar
la justicia, dirigir al pueblo y enseñar a la nación el camino recto”. Después da disposiciones,
fruto de su perspicacia y sabiduría. Ningún rey en Israel se ha arrogado nunca el derecho de
promulgar un código: en Israel, el camino de la vida podía ser solo indicado por Dios.
También el lenguaje empleado por la legislación bíblica es original y está en sintonía con el
versículo que introduce el Decálogo. En los códigos del antiguo Medio Oriente los preceptos
venían enunciados con fórmulas genéricas: “Si alguien hace tal cosa… sufrirá el siguiente
castigo…”. No así las diez palabras; éstas se dirigen personalmente a cada uno: “Tú harás o tú
no harás esto o lo otro…” El israelita piadoso es siempre interpelado directamente por su Dios y
no reduce nunca la propia fidelidad a la estrecha observancia de normas, sino que la vive como
una respuesta personal al Señor.
El Decálogo ha tenido una importancia notable en la vida religiosa de Israel. Constituía la
síntesis de toda la Torah. Era leído solemnemente durante la Fiesta de las Tiendas y estaba
presente en la liturgia diaria del templo. Incluso hoy, todo hebreo lo recita dos veces al día, en
las oraciones de la mañana y de la tarde. En la fiesta del bar mitzvah, quien, habiendo cumplido
los 13 años, ha llegado a la edad adulta, lo recita delante de toda la asamblea reunida en la
sinagoga, para declarar su decisión de permanecer fiel a toda la Ley de su pueblo.
El interés por el Decálogo ha sido siempre tan elevado en Israel que los sacerdotes del
templo habían restringido su proclamación pública a algunos momentos particularmente

3
solemnes, mientras que algunos rabinos, para impedir que se difundiese la creencia de que solo
los diez Mandamientos habían sido dados por Dios, sostenían que, entre las dos tablas de la Ley,
entre los Mandamientos, Dios había escrito los 613 preceptos de la Ley.
Frente a la importancia que ha tenido el Decálogo en la religión judía, es extraño que en el
Nuevo Testamento no se cite nunca explícitamente y no haya tenido un lugar específico en la
predicación de Jesús y de la Iglesia primitiva. Solo Marcos refiere que Jesús lo citó una vez y de
manera incompleta (cf. Mc 10,19). Aunque su valor no haya sido puesto nunca en discusión, lo
cierto es que el Decálogo no ha ocupado nunca el centro de la predicación moral del Maestro,
ni ha sido nunca identificado con la voluntad de Dios.
Jesús ha resumido toda la Torah no en diez palabras sino, primero en dos: “Ama a Dios y
ama a tu prójimo” (cf. Mt 22,33-34) y, después, en una sola: “Ama a tu hermano” (cf. Jn 13,34-
35). En todo el resto del Nuevo Testamente, se habla siempre de un solo mandamiento, como
recuerda Pablo: “El que ama al prójimo, ya cumplió toda la Ley. De hecho, los mandamientos:
no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y cualquier otro precepto, se
resumen en éste: «Amarás al prójimo como a ti mismo»” (Rom 13,8-9).
El precepto del Amor constituye no solamente la síntesis de los Mandamientos, sino que
abre de par en par el horizonte a posibilidades infinitas. Ninguno de los diez Mandamientos
obliga a amar al enemigo, a perdonar sin límites y sin condiciones, a distribuir generosamente
los propios bienes al que tiene necesidad, a sacrificar la vida por el hermano, incluido el
enemigo. Nada de esto viene impuesto por los diez Mandamientos, pero la Ley del Amor lo
pide; exige la atención constante al hermano, la generosidad sin límites, un corazón grande
como el del Padre que está en los cielos. Si el discípulo de Cristo es aquel que está dispuesto,
como el Maestro, a donar en todo momento la propia vida, ¿tiene todavía sentido recordarle
que no debe matar, robar, cometer adulterio…?
Las diez palabras son siempre actuales, aun si indican solamente los primeros pasos, los
más elementales e indispensables del seguimiento de Cristo. No agotan toda la Ley de Dios
porque, como dice Pablo: solamente “el Amor es el cumplimiento pleno de la Ley” (Rom 13,10);
son todavía útiles, sin embargo, porque constituyen las fronteras mínimas del Amor. Quien se
da cuenta de no ser fiel ni siquiera a las diez palabras, debe tomar conciencia de su dramática
condición y admitir que ha traspasado el último límite que lo separaba de las decisiones de
muerte que ha tomado.

Segunda Lectura: 1 Corintios 1,22-25

22
Porque los judíos piden milagros, los griegos buscan sabiduría,
23
mientras que nosotros anunciamos un Cristo crucificado,
escándalo para los judíos, locura para los paganos; 24pero para
los llamados, tanto judíos como griegos, un Cristo que es fuerza y
sabiduría de Dios. 25Porque la locura de Dios es más sabia que la
sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios más fuerte que la
fortaleza de los hombres.

4
El Crucificado es el signo del Amor de Dios. Y, frente a este Amor, nadie puede permanecer
indiferente; todos deben tomar una posición, dar una respuesta.
Dos son las respuestas negativas: la de los judíos, para quienes Jesús crucificado es un
escándalo, y la de los griegos, que lo consideran una locura.
Los judíos esperaban manifestaciones espectaculares de la presencia de Dios, como había
ocurrido durante el éxodo de Egipto; estaban convencidos de que el mundo nuevo surgiría de
manera prodigiosa (v. 22). Jesús, sin embargo, ante el desafío de mostrar que Dios estaba con Él,
pendiendo de la cruz, acepta la derrota.
Los sabios de Grecia no creían en los milagros; se fiaban solamente, como los iluminados
del siglo XVII, de la razón (v. 23). La muerte de Jesús no respondía a ninguna lógica humana,
siendo, por tanto, una locura.
Los dos argumentos son denunciados por Pablo porque pueden siempre infiltrarse en las
comunidades de los discípulos. Puede haber entre ellos quienes razonen como los judíos,
considerando la fe y la religión como medios para obtener gracias y milagros, para ser
protegidos contra las adversidades y desgracias que golpean a otros hombres. ¿No son
venerados los santos por muchos cristianos como autores de prodigios más que como testigos
de aquel que ha dado la vida por los hermanos?
Puede haber cristianos que se comportan como griegos: exigen pruebas racionales de la fe
y se olvidan de que, para quien juzga según los criterios de los hombres, la propuesta de Cristo
será siempre una locura.

Evangelio: Juan 2,13-25

13
Como se acercaba la Pascua judía, Jesús subió a Jerusalén. 14Encontró en el recinto del
templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los que cambiaban dinero sentados.
15
Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las
monedas de los que cambiaban dinero y volcó las mesas; 16a los que vendían palomas les dijo:
“Saquen eso de aquí y no conviertan la casa de mi Padre en un mercado.” 17Los discípulos se
acordaron de aquel texto: «El celo por tu casa me devora.» 18Los judíos le dijeron: “¿Qué señal
nos presentas para actuar de ese modo?” 19Jesús les contestó: “Derriben este santuario y en
tres días lo reconstruiré.” 20Los judíos dijeron: “Cuarenta y seis años ha llevado la construcción
de este santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” 21Pero Él se refería al santuario de su
cuerpo. 22Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos recordaron que había dicho
eso y creyeron en la Escritura y en las palabras de Jesús. 23Estando en Jerusalén por las fiestas
de Pascua, muchos creyeron en Él al ver las señales que hacía. 24Pero Jesús no se confiaba de
ellos porque los conocía a todos; 25no necesitaba informes de nadie, porque Él sabía lo que
había en el interior del hombre.

La escena de la expulsión de los mercaderes del templo es


referida por los cuatro evangelistas, y esto demuestra la
importancia que atribuían al hecho. En el tiempo de Pascua,
Jerusalén bullía de peregrinos venidos de todas las partes de
mundo para celebrar la fiesta, ofrecer sacrificios y cumplir
promesas. La ciudad, que normalmente contaba con 50.000

5
habitantes, podía llegar hasta 180.000 con ocasión de la Pascua; todas las familias se
implicaban en la acogida de algún peregrino. Muchos de ellos venían de países lejanos después
de haber ahorrado lo necesario, tras renuncias y sacrificios durante años, para poder permitirse,
al menos una sola vez en la vida, el “santo viaje” (cf. Sal 84,6). Durante los días de fiesta,
acudían al templo para orar, pedir consejos a los sacerdotes, ofrecer holocaustos al Señor,
entregar sus generosas ofrendas con monedas de bronce,
las únicas que podían circular en el lugar santo; los
“denarios” de Roma, declarados legalmente impuros,
debían ser canjeados en las mesas ad hoc de los
cambistas de moneda.
Para los comerciantes, el tiempo de Pascua
significaba una oportunidad que no podían dejar escapar:
en pocas semanas lograban acumular más ganancias que
durante todo el resto del año. A pesar de los precios elevados, los peregrinos llenaban tiendas y
negocios desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Era difícil para los sacerdotes del
templo resistir a la tentación de aprovecharse de la oportunidad de ganar dinero también ellos
y, de hecho, durante las tres semanas que precedían a la Pascua, abrían también sus
mercadillos y tenderetes bajo los pórticos del sagrado recinto. Habían habilitado el pórtico
regio para la venta de corderos (se dice que para la cena pascual se sacrificaban unos 180.000
corderos), de bueyes y otros animales. Al final de la escalinata que, de la parte sudoccidental,
introducía en el templo, se habían preparado cuatro estancias para el cambio de moneda, a un
interés del doce por ciento. Dentro y fuera del templo, el vaivén de gente era indescriptible
como lo era algarabía de voces de guardias y peregrinos, de comerciantes, ganaderos y
curtidores de pieles anunciado sus ofertas.
Los que verdaderamente se beneficiaban de este comercio eran los aristócratas de
Jerusalén pertenecientes a la secta de los saduceos. Los gestores eran miembros de la familia
de los sumos sacerdotes Anás y Caifás quienes, desde hacía decenios, mantenían el control del
poder religioso y económico de la capital.
La casa de oración había sido transformada por sus propios ministros en un mercado.
El episodio dramático narrado por el evangelio de hoy hay que insertarlo en este contexto.
Fue con ocasión de una fiesta de Pascua que Jesús se encontró con el indigno espectáculo
arriba descrito (vv. 13-14).
Las emociones que experimentó el Maestro no son reseñadas por ningún evangelista pero
es fácil imaginarlas por la reacción que tuvo: sin mediar una
palabra, confeccionó una especie de látigo sirviéndose
probablemente de trozos de cuerdas con las que se ataban
los animales y, a continuación, comenzó a expulsar con furia
a todos los que se encontraban bajo el pórtico regio,
lanzando al aire sillas, dinero y las jaulas de las palomas;
después, sin detenerse, bajó por la escalinata y, ante la
sorpresa de los cambistas de monedas, volcó sus mesas y, con ellas, las pilas de monedas
preparadas para el cambio.
Juan es el único evangelista en mencionar que, además de los vendedores, también los
bueyes y las ovejas fueron expulsados (v. 15).

6
El gesto de Jesús decretó el fin de la religión ligada a la ofrenda de animales y declaró el
rechazo, por parte de Dios, de sacrificios cruentos, cuya inconsistencia había sido ya anunciada
por los profetas: ¿”De qué me sirve la multitud de sus sacrificios?” –dice el Señor.– “Estoy harto
de holocaustos de carneros, de sangre de animales cebados; la sangre de novillos, corderos y
chivos no me agrada” (Is 1,11). En la prueba máxima de Amor que Jesús estaba a punto de dar,
se exponía el único sacrificio agradable al Padre, el que, a los
cristianos de su comunidad, Juan había explicado así: “Hemos
conocido lo que es el Amor en aquel que dio la vida por
nosotros” (1 Jn 3,16).
El gesto realizado por Jesús en el templo es sorprendente.
Nadie se esperaría semejante reacción, casi descontrolada, de
quien se presentó como “manso y humilde de corazón” (Mt
11,29). ¿Por qué se ha comportado de esta manera? La
explicación se encuentra en las dos frases que pronunció.
La primera: “Saquen eso de aquí y no conviertan la casa de mi Padre en un mercado” (v. 16).
Se refería a un oráculo del profeta Zacarías quien, después de haber anunciado la llegada de un
mundo completamente renovado, un mundo en que el Señor sería rey de toda la tierra y el país
transformado en jardín, concluía: “Ya no habrá, aquel día, mercaderes en el templo del Señor
Todopoderoso” (Zac 14,21).
Purificando el templo de mercaderes, Jesús ha pronunciado su condena severa e inapelable
contra toda mezcolanza entre religión y dinero, entre culto al Señor e intereses económicos.
Dios espera del hombre solo amor y el amor es gratuito; se alimenta y manifiesta solamente
por medio de dones generosos y desinteresados. Para evitar peligrosos equívocos, Jesús ha
instado a sus discípulos: “Gratuitamente han recibido, gratuitamente deben dar. No lleven en el
cinturón oro ni plata ni cobre, ni provisiones para el camino ni dos túnicas ni sandalias ni bastón.
Que el trabajador tiene derecho a su sustento (Mt 10,9-10).
La enseñanza más importante, sin embargo, se encuentra en la siguiente frase: “Derriben
este santuario y en tres días lo reconstruiré” (v. 19). No se refería ya al comercio y al tráfico
indignos que se desarrollaban en aquel santuario, sino a la inauguración de un nuevo templo;
anunciaba el inicio de un nuevo culto: “Él se refería al santuario de su cuerpo” (21).
Los judíos estaban convencidos de que Dios moraba en el
santuario de Jerusalén, a donde acudían a ofrecerle sacrificios.
Jesús ha declarado que esta religión ha cumplido ya su cometido.
La dramática escena de la ruptura del velo del templo de
Jerusalén (cf. Mt 27,51) señalaría el fin de todos los espacios
sagrados, de todos los lugares reservados para el encuentro con
Dios; constituiría la solemne declaración de que el tiempo de la
separación entre lo profano y lo sagrado había llegado a su fin. Dondequiera que se encuentre
quien está en comunión con Cristo, está unido a Dios y puede adorar al Padre.
El gesto de Jesús no es simplemente una corrección de abusos sino el anuncio de la
desaparición del templo, hasta entonces considerado como la garantía de la presencia de Dios y
de la Salvación. El encuentro del hombre con Dios no tendrá ya lugar en un lugar determinado,
sino en un nuevo templo: el Cuerpo de Cristo Resucitado.

7
A la samaritana que le preguntaba en qué lugar sería adorado el Señor, Jesús respondió:
“Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén se dará culto al Padre. Los
que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque esos son los
adoradores que busca el Padre” (Jn 4,21-24).
Algunos textos del Nuevo Testamento esclarecen en qué consiste el nuevo culto
introducido por Jesús. Pablo recomienda: “Ahora, hermanos, por la misericordia de Dios, los
invito a ofrecerse como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: este es el verdadero culto (Rom
12,1) y el autor de la Carta a los Hebreos agrega: “No se olviden de hacer el bien y de ser
solidarios: estos son los sacrificios que agradan a Dios” (Heb 13,16). Santiago concretiza todavía
más el contenido del nuevo culto: “Una religión pura e intachable a los ojos de Dios consiste en
cuidar de los huérfanos y de las viudas en su necesidad, y en no dejarse contaminar por el
mundo” (Sant 1,27). Estos sacrificios que el cristiano está llamado a ofrecer no se realizan en un
lugar sagrado ni mediante ritos sino en la misma vida.
Resucitando de los muertos a su propio Hijo, el Padre ha colocado la piedra angular del
nuevo santuario. Pedro exhorta a los nuevos bautizados de sus comunidades a unirse a Cristo:
“piedra viva, rechazada por los hombres, elegida y estimada por Dios”. Y explica: “También
ustedes, como piedras vivas, participan en la construcción de un templo espiritual que ofrece
sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe 2,4-
5).
Ahora todo queda claro: el único sacrificio agradable a Dios es el don
de la vida, el servicio generoso prestado al hombre, especialmente al más
pobre, al enfermo, al marginado, a quien tiene hambre, a quien está
desnudo. Quien se inclina ante el hermano para servirlo, realiza un gesto
sacerdotal: unido a Cristo, templo de Dios, hace subir hacia el cielo el suave
perfume de una ofrenda pura y santa.
¿Qué sentido tienen, entonces, nuestras solemnes liturgias, los
sacramentos, los cantos, las procesiones, las peregrinaciones, las oraciones
comunitarias, las prácticas devocionales? Nada dan a Dios, no añaden nada a su gozo perfecto.
Las manifestaciones religiosas responden, sin embargo, a una íntima necesidad del
hombre: celebrar aquello en lo que creemos a través de gestos y signos sensibles, realizados a
solas o en comunidad. Los sacramentos son signos mediante los cuales Dios comunica su
Espíritu y el hombre le manifiesta la propia gratitud por este don. El error está en pensar que la
ejecución de estos ritos sea suficiente para establecer una buena relación con el Señor y que la
participación en las solemnes celebraciones pueda substituir las obras concretas de amor.
El pasaje evangélico concluye con una información sorprendente: Durante la fiesta, “al ver
las señales que hacía, muchos creyeron en Él. Pero Jesús no se fiaba de ellos porque los conocía
a todos, porque Él sabía lo que había en el corazón del hombre” (vv. 23-25). La razón de esta
actitud de desconfianza de Jesús era debida a que aquellas personas se habían acercado a Él, no
atraídas por su mensaje sino porque habían presenciado sus prodigios. La fe que tiene
necesidad de ver, de pruebas a través de obras extraordinarias, es una fe frágil. Jesús no se
fiaría, tampoco hoy, de quien lo busca como curandero o autor de milagros. La verdadera fe
consiste en aceptar convertirse, junto a Él, en piedras vivas del nuevo templo, y en inmolar la
propia vida por los demás.

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