0% encontró este documento útil (0 votos)
49 vistas595 páginas

Higgins Jack - El Ojo Del Huracan

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1/ 595

EL OJO DEL

HURACAN

JACK HIGGINS
En recuerdo de mi abuelo
Robert Bell, medalla militar
y valiente soldado.
El bombardeo de mortero
contra el número diez de Downing
Street mientras se celebraba la
reunión del gabinete de Guerra, a
las diez de la mañana del Jueves
7 de Febrero de 1991, es hoy
cuestión archivada, aunque nunca
se ha explicado de manera
satisfactoria. Quizas las cosas
pudieron ocurrir así…..
1
Anochecía cuando Dillon salió
del callejón y se detuvo en la
esquina. Caía sobre el Sena un
torbellino de aguanieve formando
barrillo en las calles, y hacía
mucho frío incluso para ser enero
en París. Él vestía chaquetón
marino, gorro de lana, pantalón
tejano y botas, como un marinero
más de las barcazas que recorrían
el río, lo que definitivamente no
era.
Hizo copa con las dos manos
para encender un cigarrillo y se
quedó unos momentos al abrigo
de un zaguán, escrutando la
callejuela empedrada y las luces
del pequeño café en la acera de
enfrente. Al cabo de un rato arrojó
la colilla, sepultó los puños en los
bolsillos de la casaca y se dispuso
a cruzar.
Junto a la entrada del
establecimiento, dos sujetos
recogidos en lo más oscuro de la
calleja le siguieron con la mirada.
—Debe de ser él —susurró el
primero, haciendo un ademán.
—No —le retuvo el otro—.
Espera a que haya entrado.
Los sentidos de Dillon
aguzados por muchos años de
mala vida no dejaron de fijarse en
la pareja, pero no dio muestras de
haberlos visto. Hizo alto en la
entrada y deslizó una mano bajo el
chaquetón para asegurar la
Walther PPK en el cinto de los
tejanos, hacia el hueco de la
espalda. Luego abrió la puerta y
entró.
Era un establecimiento típico
de aquella orilla: media docena de
mesas, mostrador forrado de cinc,
hileras de botellas delante de un
espejo rajado, una cortinilla de
abalorios en la entrada de la
trastienda.
El camarero, un vejestorio de
canoso bigote que cubría su
camisa sin cuello con una
chaqueta de lana, friolero, dejó a
un lado la revista que estaba
leyendo y abandonó el taburete.
—¿Monsieur?
Dillon se desabrochó el
chaquetón y puso el gorro sobre la
barra. Era un hombre menudo, de
poco más de metro sesenta y
cinco, rubio y con unos ojos en los
que el camarero no logró discernir
ningún color determinado, excepto
que eran los más fríos que el
anciano había visto en su larga
vida. Se estremeció, víctima de un
temor inexplicable, pero luego
Dillon sonrió. El cambio fue
asombroso; con un simple rictus
manifestaba calor humano y una
simpatía enorme. Al fin dijo en
perfecto francés:
—¿Se encontraría en este
local media botella de champaña o
algo parecido?
El viejo se quedó mirándole
con asombro.
—¿Champaña, señor? Lo dirá
en broma. Sólo tengo los vinos de
la casa, uno blanco y uno tinto.
Colocó sendas botellas sobre
la barra. Eran vinos de ínfima
categoría, de los que llevan una
cápsula de plástico en vez de
tapón de corcho.
—Muy bien, quiero el blanco.
Déme un vaso —dijo.
Después de cubrirse otra vez
con su gorra, fue a ocupar una
mesa junto a la pared, desde
donde veía tanto la puerta de
entrada como la cortinilla de la
trastienda. Destapó la botella,
escanció un poco de vino en el
vaso y lo probó.
—Será de la cosecha de la
semana pasada, digo yo —se
volvió hacia el camarero.
—¿Monsieur? —repitió el
camarero afectando no
comprender.
—No importa —Dillon
encendió otro cigarrillo y se
arrellanó en la silla, dispuesto a
esperar.
Detrás de la cortina de la
trastienda, mirando hacia fuera, un
cincuentón de estatura mediana y
facciones algo demacradas
levantaba el cuello de piel de su
abrigo negro como defensa contra
el frío. La prenda y el Rolex de oro
en la muñeca izquierda le daban
aspecto de comerciante próspero,
lo que en cierto sentido era, ya
que se trataba de un agregado
comercial de la embajada soviética
en París. Además Josef Makeiev
era coronel del KGB.
A su lado y mirando por
encima del hombro del otro, un
joven moreno llamado Michael
Aroun, que lucía un fastuoso
abrigo de vicuña, susurraba en
francés:
—Esto es ridículo, Ése no
puede ser nuestro hombre; parece
un don nadie.
—Craso error, Michael, que
muchos han cometido antes que tú
—replicó Makeiev—. Espera y
verás.
Sonó la campanilla al abrirse
la puerta, y con un golpe de lluvia
entraron los dos hombres que
habían permanecido emboscados
afuera mientras cruzaba Dillon.
Uno de ellos tendría más de metro
ochenta de estatura, barbudo, con
la cara desfigurada por una cicatriz
sobre el ojo derecho. El otro era
mucho más bajo. Ambos vestían
chaquetón marino y vaqueros.
Parecían exactamente lo que eran,
unos buscavidas.
El camarero se inquietó un
poco al verlos de codos sobre la
barra.
—Tranquilo, viejo —dijo el
más joven—. Sírvenos unas
copas.
El grandullón se volvió hacia
Dillon.
—Creo que ya están servidas
—se acercó a la mesa,
apoderándose del vaso de Dillon,
y lo vació de un trago—. Nuestro
amigo no tendrá inconveniente, ¿a
que no?
Sin levantarse, Dillon alzó la
pierna izquierda y pateó con
fuerza la rodilla del barbudo,
tirando hacia abajo. El hombre
cayó con un grito ahogado,
tratando de sujetar el tablero de la
mesa, y Dillon se puso en pie. El
barbudo quiso incorporarse y cayó
derrumbado en una de las sillas.
Su amigo sacó la mano del bolsillo
y accionó el resorte de su navaja
automática, pero entonces
apareció la mano de Dillon
esgrimiendo la Walther PPK.
—Déjala sobre la barra.
¡Cristo! ¿Es que no vais a
aprender nunca? Ahora llévate a
ese mierda de aquí, mientras
todavía estoy de buen humor.
¡Ah!, y que lo ingresen de urgencia
en el hospital más próximo; me
parece que le he dislocado la
rótula.
El bajito se acercó a su
compañero y, no sin dificultad,
consiguió que se incorporase. La
pareja se quedó un momento en
medio del local, el rostro del
barbudo retorcido en una mueca
de dolor.
Dillon fue a abrirles la puerta
de la calle, donde proseguía el
diluvio.
Cuando pasaron por su lado
los despidió:
—Tengan ustedes muy
buenas noches —y cerró la puerta.
Sin soltar la Walther, encendió
un cigarrillo con la derecha
después de tomar una cerilla del
expositor de la barra, y sonrió al
espantado camarero.
—No te preocupes, abuelo,
que no es problema tuyo —y
luego, recostándose contra la
barra, alzó la voz para decir en
inglés—: Vamos, Makeiev. Sé que
está usted ahí, así que salga.
La cortinilla se abrió y Makeiev
y Aroun se hicieron presentes.
—Mi querido amigo Sean,
cuánto me alegro de verte otra
vez.
—¿No es extraordinario? —
replicó el aludido, con ligerísimo
acento del Ulster en la voz—.
Primero intenta hacer que me
cosan a puñaladas y luego resulta
que somos íntimos.
—Ha sido inevitable, Sean —
contestó Makeiev—. Para
demostrar cierto punto de
discusión a este amigo. Voy a
presentaros.
—No es necesario —dijo
Dillon—. Le he visto a menudo en
fotografía. Cuando no aparece en
las páginas financieras sale en las
revistas de sociedad. ¿Michael
Aroun, si no me equivoco? El
hombre que tiene todo el dinero
del mundo.
—No todo, no todo, señor
Dillon —alzó una mano Aroun.
Dillon no hizo caso.
—Dejemos las cortesías,
amigo, hasta que me diga usted
quién es el que ha quedado al otro
lado de la cortina.
—Sal, Rashid —ordenó Aroun
en voz alta, y luego explicó
volviéndose hacia Dillon—: No es
más que un ayudante mío.
Apareció entonces un joven
de rostro moreno y facciones
astutas; llevaba cazadora de cuero
con el cuello levantado, y las
manos hundidas en los bolsillos.
Dillon sabía reconocer a un
profesional en cuanto le echaba el
ojo encima.
—Las manos fuera. —Hizo un
ademán con la Walther, y en
efecto Rashid sonrió y sacó las
manos de los bolsillos—. Bien,
ahora ya puedo irme.
Se volvió hacia la puerta.
—Por favor, Sean. Sé
razonable. Queremos hablarte de
un trabajo —rogó Makeiev.
—Lo siento, Makeiev. No me
gusta tu manera de hacer
negocios.
—¿Ni siquiera por un millón,
señor Dillon? —intervino Michael
Aroun.
Dillon se detuvo un momento
para mirarle fríamente, y luego
sonrió poniendo en juego su gran
cordialidad.
—¿Un millón de dólares o un
millón de libras, señor Aroun? —
tras lo cual salió a la calle, bajo el
aguacero.
Cuando se cerró la puerta,
Aroun comentó:
—No contamos con él.
—Al contrario —replicó
Makeiev—. Es un tipo muy extraño
ése, puedes creerme.
Volviéndose hacia Rashid, le
preguntó:
—¿Traes el teléfono portátil?
—Sí, coronel.
—Bien, pues ve tras él.
Síguele y no le pierdas de vista.
Cuando haya entrado en su casa,
dondequiera que sea, me llamas.
Estaremos en la avenida Victor
Hugo.
Rashid salió sin pronunciar
palabra. Aroun sacó la cartera y
dejó sobre la barra un billete de mil
francos.
—Le quedamos muy
agradecidos —aclaró en beneficio
del estupefacto camarero, y luego
él y Makeiev salieron.
Mientras se ponía al volante
del sedán Mercedes negro, se
volvió de nuevo hacia el ruso.
—No se le ha visto ni un solo
titubeo.
—Un tipo muy notable el tal
Sean Dillon —respondió Makeiev
mientras el automóvil se ponía en
marcha—. La primera vez que
empuñó una pistola fue por cuenta
del IRA, en mil novecientos
setenta y uno. Figúrate, Michael.
Hace de eso veinte años y aún no
ha visto nunca una celda por
dentro. Intervino en el caso
Mountbatten, tras lo cual los suyos
le consideraron quemado, por lo
que pasó al continente. Como te
decía, ha trabajado para todos, la
OLP, el Ejército rojo alemán de los
primeros tiempos, incluso para
ETA. Mató a un general español
por encargo de los nacionalistas
vascos.
—¿Y para el KGB?
—Naturalmente. Ha trabajado
para nosotros en varias ocasiones.
Contratamos siempre a los
mejores, y Sean Dillon es de ésos.
Además de inglés e irlandés, que
no hace al caso, habla francés y
alemán con soltura; árabe, italiano
y ruso pasablemente.
—Y no le han atrapado nunca
en veinte años. ¿Cómo ha podido
tener tanta suerte?
—Porque posee un
extraordinario talento de actor,
amigo. O mejor dicho, es un genio.
Cuando era un adolescente su
familia se mudó de Belfast a
Londres, y allí consiguió ingresar
en la Real Academia de Arte
Dramático con una beca. Incluso
figuró en el elenco del Teatro
Nacional cuando tenía diecinueve
o veinte años. Nunca he conocido
a nadie tan capaz de cambiar de
personalidad o de aspecto
recurriendo sólo al lenguaje
corporal. No suele utilizar
disfraces, aunque tampoco los
desdeña cuando hace falta. Según
la leyenda, a los servicios secretos
de varios países les falta una
fotografía que poner en su ficha,
de manera que no saben a quién
deberían buscar.
—¿Ni siquiera los británicos?
Al fin y el cabo, tratándose de un
agente del IRA deben ser los
mejor informados.
—Ni siquiera los británicos.
Como te decía, no le han detenido
nunca, ni le interesó jamás la
celebridad, a diferencia de otros
amigos suyos irlandeses. No creo
que exista una foto suya en
ninguna parte, excepto los viejos
retratos del colegio.
—¿Tampoco de sus tiempos
de actor?
—Eso quizá, pero han
transcurrido veinte años, Michael.
—¿Crees que se encargará
de nuestro asunto si le ofrezco una
cantidad suficiente?
—El dinero por sí solo nunca
ha sido móvil suficiente para él.
Dillon se fija sobre todo en la
naturaleza del trabajo... ¿Cómo
decirlo? Que sea interesante. Y
por encima de todo, es un actor.
Vamos a ofrecerle un nuevo papel.
En el teatro del mundo, si se
quiere, pero no deja de ser una
interpretación.
Sonrió mientras el Mercedes
se unía a la caravana que enfilaba
hacia el Arco del Triunfo.
—Espera y verás.
Recibiremos noticias a través de
Rashid.

En aquellos momentos el
capitán Ali Rashid se hallaba a
orillas del Sena, al final de un
pequeño malecón que daba
directamente al río. Seguía
lloviendo a raudales agua
mezclada con barro; Nôtre Dame
iluminada por los focos parecía
pintada en una pantalla de gasa.
Contempló a Dillon, que venía por
el estrecho malecón y enfilaba
hacia un barracón edificado sobre
pilotes. Esperó a que el otro
entrase y luego le siguió.
Era un local bastante vetusto,
hecho de madera y rodeado de
barcas, barcazas y botes de todas
clases y tamaños. Sobre la puerta,
una enseña decía: LE CHAT NOIR.
Miró con disimulo por la ventana.
Había una barra y varias mesas,
casi exactamente igual que en el
establecimiento anterior, sólo que
allí servían comidas y, al fondo, un
tipo sentado en un taburete tocaba
el acordeón. Todo muy parisién.
Dillon estaba de pie junto a la
barra hablando con una
muchacha.
Rashid se hizo prudentemente
atrás, regresó a la entrada del
malecón y, deteniéndose al abrigo
de una breve marquesina, marcó
en su teléfono portátil el número
de la casa de Aroun en la avenida
Victor Hugo.
Se oyó un ligero clic al
amartillar la Walther y en seguida
Dillon le metió el cañón por la
oreja derecha, lo que resultaba no
poco doloroso.
—Sólo un par de preguntas,
muchacho —exigió—. Para
empezar, ¿tú quién eres?
—Me llamo Rashid, Ali Rashid
—dijo el joven.
—¿Eres de la OLP, supongo?
—No, señor Dillon. Soy
capitán del ejército iraquí, con la
misión de escoltar al señor Aroun.
—Y Makeiev y el KGB, ¿qué
tienen que ver?
—Digamos que están de
nuestro lado.
—Según están saliendo las
cosas en el golfo, falta os hace
tener a alguien de vuestro lado,
muchacho —se oyó la tenue
vibración de una voz en el teléfono
portátil—. Vamos, contéstale.
—¿Dónde está nuestro
hombre, Rashid? —le preguntó
Makeiev.
—Aquí mismo, al lado de un
café de la orilla, cerca de Nôtre
Dame —explicó Rashid—. Con la
boca del cañón de su Walther
apoyada en mi oreja.
—Que se ponga —ordenó
Makeiev.
Rashid le pasó el aparato a
Dillon, que dijo:
—¿Qué pasa, viejo
sinvergüenza?
—Un millón, Sean. En libras,
si prefieres esa moneda.
—¿Qué hay que hacer a
cambio de tanto dinero?
—El trabajo más importante
de tu vida. Deja que Rashid te
acompañe hasta aquí y lo
discutimos.
—No creo —replicó Dillon—.
Preferiría que movieras el trasero
y te pasaras por aquí a
recogernos.
—Hecho —dijo Makeiev—.
¿Dónde estáis?
—En la orilla izquierda, frente
a Nôtre Dame. En una taberna del
malecón que se llama Le Chat
Noir. Te esperamos.
Mientras se guardaba la
Walther en el bolsillo, le devolvió el
teléfono a Rashid, quien preguntó:
—¿Viene?
—Naturalmente —sonrió
Dillon—. Y ahora, ¿qué te parece
si entramos y nos tomamos unas
copas cómodamente sentados?
En el salón del piso principal
de un inmueble de la avenida
Victor Hugo que daba al Bois de
Boulogne, Josef Makeiev colgó el
teléfono y se encaminó hacia el
sofá en donde había dejado el
abrigo.
—¿Era Rashid? —preguntó
Aroun.
—Sí, está con Dillon en un
local junto al río ahora. Voy a
recogerlos.
—Te acompaño.
Makeiev se puso el abrigo.
—No es necesario, Michael.
Tú quédate aquí vigilando la casa.
No tardaremos.
Y salió, mientras Aroun
tomaba un cigarrillo de la
tabaquera de plata que estaba
sobre la mesita y lo encendía.
Luego puso en marcha la
televisión. Estaban dando las
noticias, en directo desde Bagdad.
Los bombarderos Tornado de la
Royal Air Force británica atacaban
la capital en vuelo rasante.
Saboreó la amargura de la
impotencia, apagó el aparato y,
tras servirse un coñac, fue a
sentarse junto a la ventana.
Michael Aroun era un hombre
de unos cuarenta años, muy
notable en muchos sentidos.
Nacido en Bagdad, de madre
francesa y padre iraquí y militar,
había tenido además una abuela
norteamericana. Al morir, ésta le
había dejado a su madre una
fortuna de diez millones de dólares
y cierto número de concesiones
petroleras en Texas.
Su madre murió el mismo año
que Aroun terminaba la carrera de
derecho en Harvard y le dejó
heredero de toda la fortuna, ya
que el padre, retirado del ejército
iraquí con el grado de general,
prefirió pasar los últimos días de
su vida recluido en la antigua
mansión familiar de Bagdad,
repleta de libros.
Como muchos grandes
hombres de negocios, Aroun
carecía de estudios empresariales.
Nada sabía de planificación
financiera ni de administración
comercial. Como solía decir, en
frase copiada luego por muchos:
«Si necesito otro contable, voy y
me compro otro contable».
Su amistad con Saddam
Husein era consecuencia natural
del hecho de que el padre de
Aroun había sido gran partidario
del presidente iraquí cuando éste
inició su carrera política, y además
un destacado miembro del partido
Baas. De ahí la privilegiada
posición de Aroun en la
explotación de los yacimientos
petrolíferos de su país, que hizo
de él un multimillonario de
incalculable peculio.
«Después de los primeros mil
millones ya no te molestas en
seguir contando», era otro de sus
dichos. Y sin embargo, ahora se
enfrentaba a un desastre. No sólo
se esfumaba la prevista
participación en los ansiados
campos petrolíferos kuwaitíes,
sino que veía arruinados, además,
sus intereses domiciliados en Iraq
por culpa de los devastadores
bombardeos con que la coalición
castigaba el país desde el 17 de
enero.
Él no se llamaba a engaño;
sabía que la partida estaba
perdida, que lo más prudente
habría sido seguramente no
comenzarla, y que el sueño de
Saddam Husein se había acabado
de una vez por todas. Como
hombre de negocios estaba
acostumbrado a sopesar
probabilidades, y no le concedía
ninguna a Iraq en la campaña
terrestre que tarde o temprano
tendría que empezar.
Distaba mucho de quedar
arruinado en términos de fortuna
personal. Le quedaban sus
intereses petroleros en Estados
Unidos, y su doble nacionalidad
francesa e iraquí convertía una
posible confiscación en un asunto
bastante delicado. Estaba además
su imperio naviero y sus
numerosas propiedades
inmobiliarias en varias capitales
repartidas por todo el mundo. Pero
no era eso lo que más le
importaba. Cada vez que ponía en
marcha el televisor y veía lo que
estaba ocurriendo todas las
noches en Bagdad montaba en
cólera, pues se había descubierto
un patriotismo, aunque sincero,
sorprendente en un hombre tan
atento a sus propios intereses.
Además, y esto era mucho más
importante, su padre había muerto
durante uno de los bombardeos, la
tercera noche de la guerra aérea.
Había un gran secreto en su
vida. En agosto, poco después de
la invasión de Kuwait por las
fuerzas iraquíes, Saddam Husein
en persona le hizo llamar. En
aquellos momentos, mientras
miraba junto a la ventana, y con la
copa de coñac en la mano, la
lluvia que azotaba la terraza y más
allá, el parque, recordaba aquella
entrevista.

Por estar realizándose un


simulacro de alarma aérea, las
calles de Bagdad que recorría el
Land Rover del ejército se
hallaban completamente a
oscuras. El conductor era un joven
capitán del servicio de información
militar, llamado Rashid, a quien ya
conocía de otras ocasiones. Era
uno de los de la nueva generación,
diplomado por la academia
británica de Sandhurst. Aroun le
ofreció un cigarrillo inglés y
encendió otro para sí mismo.
—¿Qué te parece? ¿Crees
que habrá alguna reacción?
—¿De los americanos y los
ingleses? —Rashid tomaba sus
precauciones—. ¡Quién sabe! Algo
habrá. Creo que el presidente
Bush va a optar por la postura
fuerte.
—No; estás equivocado —
replicó Aroun—. He hablado con él
personalmente dos veces, en
recepciones de la Casa Blanca. Es
lo que nuestros amigos yanquis
llaman un buen muchacho. No hay
acero en ese carácter.
Rashid se encogió de
hombros.
—Yo soy un hombre sencillo,
señor Aroun, un simple soldado, y
quizá veo las cosas de un modo
algo simplista. Sólo sé que
estamos hablando de un hombre
que fue piloto de la marina a los
veinte, que participó en muchas
operaciones, que fue derribado
sobre el mar del Japón y logró
sobrevivir y ganar una
condecoración. Yo no
subestimaría a un hombre así.
Aroun frunció el ceño.
—¡Vamos, hombre! Los
americanos no enviarán un ejército
al otro extremo del mundo para
defender un insignificante emirato
árabe.
—¿No fue eso exactamente lo
que hicieron los británicos para
defender sus islas Falkland? * —le
recordó Rashid—. Los argentinos
no creyeron que tal reacción fuese
a producirse. Por supuesto,
contaban con la energía de la
Thatcher. Los ingleses, quiero
decir.
—Condenada mujer —se
limitó a replicar Aroun,
arrellanándose en el asiento
mientras el coche enfilaba la
entrada principal del palacio
presidencial, y sintiendo el
comienzo de una súbita depresión.
Siguió a Rashid por una
sucesión de pasillos de marmóreo
boato. El joven militar le precedía
con una linterna en la mano. Era
fantasmagórica aquella procesión
por corredores a oscuras, donde
los pasos adquirían una
resonancia sepulcral. Finalmente
se detuvieron ante una puerta
flanqueada por dos guardias.
Rashid abrió, y ambos entraron.

* Nombre que dan los ingleses a las islas


Malvinas.
Saddam Husein, a solas, de
uniforme y sentado detrás de un
voluminoso escritorio alumbrado
por una única lámpara
apantallada, escribía con lenta
aplicación. En seguida alzó los
ojos y sonrió, abandonando la
pluma.
—Michael —salió al encuentro
del visitante para abrazar a Aroun
como a un hermano—. ¿Cómo
está tu padre? ¿Se encuentra
bien?
—En excelente estado de
salud, mi presidente.
—Transmítele mis respetos.
Tienes buen aspecto, Michael.
Salta a la vista que París te
favorece —volvió a sonreír—.
Puedes fumar si quieres. Sé que
te agrada. A mí me lo han
prohibido los médicos.
Volvió a ocupar su puesto
detrás del escritorio y Aroun se
sentó en uno de los sillones,
consciente de la presencia de
Rashid en la sombra, junto a la
pared.
—París es buena cosa, pero
mi lugar está aquí ahora, en estos
tiempos difíciles.
Saddam Husein meneó la
cabeza.
—No estoy de acuerdo,
Michael. A mí me sobran
soldados, pero tengo pocos
hombres como tú. Eres rico,
famoso, plenamente aceptado en
los más altos círculos de la
sociedad y entre los gobiernos de
todo el mundo. Y además, por
causa de tu madre, a quien Dios
tenga en su gloria, no sólo eres
iraquí sino también ciudadano
francés. No, Michael. Quiero que
te quedes en París.
—Pero ¿por qué, mi
presidente? —preguntó Aroun.
—Porque es posible que algún
día te solicite un servicio para mí y
para nuestro país, que sólo tú
podrías prestarnos.
—Cuente conmigo para lo que
sea necesario —replicó Aroun.
Saddam Husein se puso en
pie y fue hacia la ventana más
próxima, abrió las contraventanas
y salió a la terraza. Las sirenas
ululaban quejumbrosamente
dando fin al simulacro y las luces
de la ciudad empezaron a
encenderse poco a poco.
—Confío en que nuestros
amigos americanos y británicos se
limiten a ocuparse de sus propios
asuntos, de lo contrario... —se
encogió de hombros—. De lo
contrario, tendremos que decirles
que lo hagan. Recuerda, Michael,
que, como dejó escrito el profeta
en el Corán, hay más verdad en
una espada que en diez mil
palabras.
Hizo una pausa y luego
prosiguió, sin dejar de contemplar
el panorama de la ciudad:
—Un francotirador en la
oscuridad, Michael. Del SAS
británico, o de los israelíes, ¡qué
más da! Pero... ¡menudo golpe, la
muerte de Saddam Husein!
—Dios no lo quiera —dijo
Michael Aroun.
Saddam se volvió hacia él.
—Cúmplase siempre Su
voluntad, Michael, pero ¿entiendes
lo que quiero decir? Lo mismo
podría pasarles a Bush o a esa
mujer, la Thatcher. Una prueba de
que mi brazo alcanza a todas
partes. El golpe definitivo —se
volvió nuevamente de espaldas—.
¿Serías capaz de organizar una
cosa así, en caso necesario?
Aroun se sintió excitado como
nunca en su vida.
—Ya lo creo, mi presidente.
Todo es posible, en especial si se
dispone de dinero suficiente. Sería
un obsequio mío para usted.
—Bien—asintió Saddam—.
Regresarás a París
inmediatamente. El capitán Rashid
te acompañará. Él tiene los
detalles de ciertos códigos que
usaremos en las emisiones
públicas de radio, cosas así.
Puede suceder que el día no
llegue nunca, Michael, pero si se
da el caso...
Otra vez se encogió de
hombros.
—Tenemos amigos
influyentes —se volvió hacia
Rashid—. Ese coronel del KGB,
de la embajada soviética en
París...
—El coronel Josef Makeiev,
mi presidente.
—Sí —corroboró Saddam
Husein—. Como muchos de los
suyos, no está muy conforme con
los cambios que ocurren ahora en
Moscú. Nos ayudará en todo
cuanto pueda. En realidad, ya se
nos ha ofrecido.
De nuevo encerró a Aroun en
un abrazo de hermano.
—Ve ahora. Tengo quehacer.
En el palacio aún no habían
dado las luces. Aroun salió a la
oscuridad del corredor guiándose
por el círculo de claridad de la
linterna que portaba Rashid.
Desde su regreso a París
había visto con frecuencia a
Makeiev, aunque deliberadamente
limitó sus relaciones a los actos de
sociedad, como las recepciones
de las diversas embajadas.
Saddam Husein estaba en lo
cierto; el ruso, decididamente
inclinado en favor de su causa, se
manifestaba más que dispuesto a
hacer cualquier cosa que
supusiera dificultades para
Estados Unidos y Gran Bretaña.
Las noticias del Próximo
Oriente, desde luego, eran
desfavorables. Quién hubiera
dicho que llegaría a organizarse
tan descomunal ejército. Y luego,
en la madrugada del 17 de enero
empezó la batalla del aire. Un
revés tras otro, y la ofensiva
terrestre que no tardaría en
desencadenarse.
Se sirvió otro coñac, mientras
recordaba la rabia y la
desesperación que había sufrido
cuando se enteró de la muerte de
su padre. Aunque nunca fue
hombre demasiado religioso,
acudió a una mezquita de París y
rezó. Pero no le sirvió de
consuelo. La sensación de
impotencia le roía, hasta que, por
fin, una mañana irrumpió en el
gran salón barroco Ali Rashid,
pálido y excitado, con un bloc de
notas en la mano.
—Por fin ha salido, señor
Aroun. La señal que esperábamos.
Acabo de escucharla por radio
Bagdad.
El viento del cielo está
soplando. Servíos de lo que
está en la mesa y que
Dios os acompañe.

Aroun miró con asombro a su


interlocutor y la mano temblorosa
que aferraba el bloc, pero él
también tenía la voz ronca cuando
dijo:
—Tenía razón el presidente.
El día ha llegado.
—Exacto —dijo Rashid—.
«Servíos de lo que está en la
mesa.» Hay que poner manos a la
obra. Voy a ponerme en contacto
con Makeiev y celebraremos una
entrevista cuanto antes.
De pie junto a la ventana y
silbando bajito una cancioncilla
que nadie conocía, Dillon
contempló el panorama de la
avenida Victor Hugo y el Bois de
Boulogne.
—Esto debe de ser lo que los
agentes de la propiedad llaman
una vista privilegiada.
—¿Me aceptaría una copa,
señor Dillon?
—Un champán no caería mal.
—¿Tiene usted alguna
preferencia? —preguntó Aroun.
—¡Ah, sí! ¡El hombre que
tiene de todo! —dijo Dillon—.
Desde luego, me gustaría un Krug,
pero no de gran añada. Prefiero
saborear la combinación de
varietales.
—Hombre de gustos finos,
según veo. —Aroun hizo una seña
a Rashid, que abrió una puerta
lateral y salió.
Dillon se desabrochó el
chaquetón, sacó un cigarrillo y lo
encendió.
—¿Conque precisan ustedes
de mis servicios, por lo que me ha
dicho ese viejo zorro? —indicó con
un ademán hacia Makeiev, que se
calentaba junto a la chimenea—.
El trabajo más importante de mi
vida, según me explicó, más un
millón de libras. ¿Qué hay que
hacer?
Rashid regresó en seguida
con el Krug en una cubitera y tres
copas en una bandeja; tras dejar
ésta sobre la mesita se puso a
descorchar la botella. Aroun
contestó:
—No estoy seguro, pero
tendría que ser algo muy especial,
algo que demuestre al mundo
entero que Saddam Husein puede
golpear donde se le antoje.
—Buena falta le hace al pobre
chico —replicó alegremente
Dillon—. No están saliéndole bien
los asuntos últimamente.
Cuando Rashid hubo llenado
las tres copas, el irlandés agregó:
—¿Qué problema tienes,
muchacho? ¿No vas a beber con
nosotros?
Rashid sonrió y Aroun explicó:
—Pese a Winchester y a
Sandhurst, señor Dillon, el capitán
Rashid sigue siendo un musulmán
muy musulmán. No toma alcohol.
—A su salud, pues —alzó la
copa Dillon—. Respetemos a un
hombre de principios.
—Tendría que ser algo
grande, Sean. No vale la pena
intentar nada de importancia
secundaria. Aquí no se trata de
volar a cinco paracaidistas
británicos en Belfast —dijo
Makeiev.
—¡Ah! ¿Prefieren a Bush? —
sonrió Dillon—. ¿Es eso lo que
quieren, el presidente de Estados
Unidos tumbado de espaldas con
una bala alojada en la cabeza?
—¿Sería tan absurdo eso? —
preguntó Aroun.
—Hoy por hoy, sí, colega —
replicó Dillon—. George Bush no
se ha enfrentado sólo a Saddam
Husein, sino a toda la nación
árabe. Ya sé que eso es una
tontería, pero así es como lo ven
muchos árabes fanáticos. Grupos
como Hezbollah, OLP o las
partidas incontroladas como los
Vengadores de Alá, de los que
serían capaces de atarse una
bomba a la cintura y hacerla
estallar mientras el presidente se
inclina para estrechar una mano
de entre la muchedumbre.
Conozco a esa gente, sé cómo
funciona su mentalidad. He
colaborado en el entrenamiento de
agentes del Hezbollah en Beirut y
he trabajado para la OLP.
—Así pues, ¿cree que nadie
puede acercarse a Bush en estos
momentos?
—Lea los periódicos. Las
aceras de Washington y de Nueva
York han sido limpiadas de
cualquiera que tenga el más ligero
aspecto de árabe.
—Pero usted, señor Dillon, no
tiene ningún aspecto de árabe —
dijo Aroun—. Para empezar, es
rubio.
—También Lawrence de
Arabia era rubio y solía hacerse
pasar por árabe —meneó la
cabeza Dillon—. El presidente
Bush tiene el mejor servicio de
seguridad del mundo, pueden
creerme. Un círculo de acero, y
además, en las circunstancias
presentes va a quedarse en casa
hasta que termine ese jaleo del
golfo, ya lo verán.
—¿Y el secretario de Estado,
James Baker? —preguntó Aroun—
. Está dedicado a la diplomacia
itinerante por toda Europa.
—Sí, pero la dificultad estriba
en saber cuándo. Usted se entera
de que ha estado en Londres o en
París cuando ya ha terminado su
estancia y lo sacan por la
televisión. No, olvídense de los
norteamericanos por ahora.
Aroun cayó en un silencio
sombrío. Makeiev fue el primero
en romperlo.
—Aconséjanos con tu
experiencia profesional, Sean.
¿Quién tiene el sistema de
seguridad más débil en lo tocante
a líderes nacionales?
Dillon prorrumpió en una
sonora carcajada.
—¡Ah! Supongo que podrán
contestar a eso aquí, los de
Winchester y Sandhurst.
Rashid sonrió.
—Tiene razón. Los británicos
seguramente son los mejores del
mundo para operaciones
clandestinas. Los éxitos de su
Special Air Service Regiment
hablan por sí solos, pero en otros
aspectos... —meneó la cabeza.
—El primer obstáculo con que
tropiezan es la burocracia —
explicó Dillon—. Los servicios de
seguridad británicos operan a
través de dos departamentos
principales. Los que muchos
siguen llamando el MI5 y el Ml6. El
MI5, o DI5 si verdaderamente
queremos ser exactos, está
especializado en contraespionaje
en el interior de Gran Bretaña; los
demás actúan en el extranjero.
Luego tenemos la sección especial
de Scotland Yard, a la que hay
que llamar si realmente queremos
detener a alguien. El Yard también
tiene una brigada antiterrorista, y
además están los diferentes
servicios de información militar,
todos en plena actividad, y todos
rivales de los demás y por ahí,
señores, es por donde se cuelan
los errores.
Rashid le llenó de nuevo la
copa de champaña.
—¿Y dice usted que, debido a
eso, sus dirigentes no están bien
protegidos? ¿La reina, por
ejemplo?
—¡Vamos! —se sorprendió
Dillon—. No hace tantos años que
la reina despertó en Buckingham
Palace y encontró a un intruso
sentado en su cama. ¿Y cuántos
días habrán transcurrido, seis
nada más diría yo, desde que el
IRA estuvo a punto de cargarse a
Margaret Thatcher y a todo el
gabinete británico en un hotel de
Brighton, durante el congreso del
partido conservador?
Dillon dejó la copa sobre la
mesita y dio lumbre a otro
cigarrillo.
—Los británicos son gente de
mentalidad anticuada. Les gusta
que los policías vayan de uniforme
para que se sepa que lo son, y no
quieren que les digan lo que
deben hacer, y esto se refiere a
los ministros del gabinete que van
a pie dando un paseo por las
calles desde su casa de
Westminster hasta el Parlamento.
—Por fortuna para los demás
que no somos como ellos —
comentó Makeiev.
—Exacto —remachó Dillon—.
Incluso a los terroristas tienen que
tratarlos con miramientos, o
digamos hasta cierto punto, no
como los servicios secretos
franceses. ¡Cristo!, si los
muchachos del Action Service
pudieran echarme el guante me
tendrían despatarrado y con un
cable eléctrico en los huevos antes
de lo que se tarda en contarlo.
Pero, ¡ojo!, que también ésos se
equivocan de vez en cuando.
—¿Qué quieres decir con
eso? —preguntó Makeiev.
—¿Tienen a mano un
periódico de la tarde?
—Ciertamente. Estaba
leyéndolo hace un rato —afirmó
Aroun—. Sobre mi escritorio, Ali.
Rashid regresó con un
ejemplar de Paris Soir.
—Página dos. Léalo en voz
alta. Les interesará —dijo Dillon.
Se sirvió otra copa de
champaña mientras Rashid leía el
suelto en el periódico.
—«Mrs. Margaret Thatcher,
hasta fecha reciente primera
ministra de Gran Bretaña,
pernoctará en Choisy como
invitada del presidente Mitterrand,
con quien proseguirá
conversaciones mañana por la
mañana. A las dos de la tarde
abandonará su residencia para
regresar a Inglaterra en un avión
de la RAF que despegará de una
pista militar de Valenton.»
—¿Increíble, no? ¡Cómo se
puede permitir que aparezca una
gacetilla así! Pues les aseguro que
los principales periódicos de
Londres la habrán publicado
también.
Hubo un silencio solemne y
luego Aroun dijo:
—¿No estará insinuando
que...?
Dillon se volvió hacia Rashid:
—Tendrán ustedes mapas de
carreteras en esta casa. Vaya por
ellos.
Rashid salió sin pérdida de
tiempo y Makeiev dijo:
—¡Por Dios, Sean! Ni siquiera
tú...
—¿Cómo que no? —replicó
tranquilamente Sean—. ¿No dijiste
que tenía que ser algo importante,
un gran golpe? ¿Servirá Margaret
Thatcher o bien estamos jugando
a las batallitas aquí?
Antes de que Aroun pudiese
responder, regresó Rashid con
dos o tres mapas. Desplegó uno
sobre la mesita y todos se
volvieron a contemplarlo, excepto
Makeiev, que permaneció junto a
la chimenea.
—Esto es Choisy —dijo
Rashid—. A cincuenta kilómetros
de París, y aquí está Valenton, con
el aeropuerto militar, a sólo doce
kilómetros.
—¿No tienen otro mapa a
escala más amplia?
—Sí —desplegó Rashid otro.
—Bien —dijo Dillon—. Aquí se
ve bien claro que no hay más
comunicación que la carretera
comarcal entre Choisy y Valenton,
y aquí, a unos cinco kilómetros de
la pista, hay un paso a nivel del
ferrocarril. Perfecto.
—¿Para qué? —quiso saber
Aroun.
—Para una emboscada. Mire,
yo sé cómo se montan esas
operaciones. Habrá un solo coche,
dos a lo sumo, y una escolta.
Quizá media docena de motoristas
de las CRS.
—¡Dios mío! —susurró Aroun.
—Sí, bueno. Él no tiene
mucho que ver con eso. Podría
salir bien. Muy rápido y muy
sencillo, lo que los ingleses dicen
un pedazo de tarta.
Aroun se volvió a Makeiev en
busca de auxilio, pero el otro se
encogió de hombros.
—Lo dice en serio, Michael.
Tú lo has pedido así, conque
decídete.
Aroun respiró hondo y se
volvió de nuevo hacia Dillon. —
Está bien.
—De acuerdo —dijo
tranquilamente Dillon. Tomó de la
mesita un bloc y un lápiz, y
garabateó con rapidez—. He aquí
los datos de mi cuenta numerada
en Zúrich. Le transferirán un millón
de libras mañana por la mañana a
primera hora.
—¿Por adelantado? —se
extrañó Rashid—. ¿No es mucho
pedir?
—No, muchacho. Vosotros
sois los que pedís mucho, así que
las reglas han cambiado.
Terminado el encargo con éxito,
espero recibir otro millón.
—¡Un momento! —empezó
Rashid.
Pero Aroun le hizo callar con
un ademán.
—Conformes, señor Dillon, y
me parece incluso barato. ¿En qué
podemos servirle ahora?
—Necesitaré dinero para los
primeros gastos. Supongo que un
hombre como usted no dejará de
tener en casa una buena cantidad
de vil metal.
—Una gran cantidad,
ciertamente —sonrió Aroun—.
¿Cuánto necesita?
—¿Podría ser en dólares?
Unos veinte mil, digamos.
—Naturalmente. —Aroun hizo
un gesto a Rashid, que se
encaminó al fondo del salón y
descubrió una caja fuerte
empotrada detrás de un cuadro al
óleo.
—Y yo, ¿qué hago? —
preguntó Makeiev.
—El antiguo almacén de la
calle Helier, el que hemos usado
otras veces. ¿Todavía tienes la
llave?
—Desde luego.
—Bien. Allí encontraré casi
todo lo que necesito. Para este
trabajo, no obstante, me falta una
ametralladora ligera. Con trípode.
Una Heckler & Koch o una M60,
cualquier cosa por el estilo servirá
—consultó su reloj—. Las ocho.
Me gustaría que estuviese allí a
las diez, ¿de acuerdo? Debe ser
puntual.
—Desde luego —repitió
Makeiev.
Rashid se acercó con un
portadocumentos.
—Veinte mil. En billetes de
cien, lo siento.
—¿Alguna posibilidad de que
estén controlados? —preguntó
Dillon.
—Descartado —le aseguró
Aroun.
—Bien. Me llevaré los mapas.
Anduvo hacia la puerta, salió y
empezó a bajar la escalera
semicircular rumbo al portal.
Aroun, Rashid y Makeiev le
acompañaron.
—Pero ¿eso es todo, señor
Dillon? —preguntó Aroun—. ¿No
podemos hacer nada más por
usted? ¿No necesita más ayuda?
—La que ahora necesito voy a
buscarla en el hampa —explicó
Dillon—. Los sinvergüenzas
honrados que trabajan por dinero
suelen inspirarme más confianza
para estas cosas de los fanáticos
de una causa política. No siempre,
pero la mayoría de las veces sí.
No se preocupen. Tendrán noticias
mías, sean las que fueren. Para
entonces habré empezado a
actuar.
Rashid abrió el portal. Entró
una ráfaga de aguanieve, y Dillon
se caló la gorra.
—Cochina noche, por cierto.
—Una cosa más, señor Dillon
—añadió Rashid—. ¿Qué pasa si
algo sale mal? Quiero decir que,
como usted habrá cobrado su
millón por adelantado, nosotros...
—¿Os quedaríais sin nada a
cambio? No te preocupes,
muchacho. En ese caso,
propondré un objetivo alternativo.
Nos queda el nuevo primer
ministro británico, ese tal John
Major. Estoy seguro de que a
vuestro jefe en Bagdad tampoco le
disgustaría ver su cabeza en una
bandeja.
Sonrió por última vez, salió a
la calle, bajo el aguacero, y cerró
el portal a sus espaldas.
2

Por segunda vez aquella,


noche Dillon se detuvo delante de
Le Chat Noir, al extremo del
pequeño malecón. Estaba casi
desierto; en una mesa rinconera
una pareja hacía manitas sobre
una botella de vino. El acordeón
tocaba quedo y el músico charlaba
al mismo tiempo con el encargado
de la barra. Eran los hermanos
Jobert, gángsteres de poca monta
en el hampa de París, cuyas
actividades fueron a menos desde
que Pierre, el de la barra, perdió
una pierna en un desgraciado
accidente de automóvil, tres años
antes, durante un atraco a mano
armada.
Cuando se abrió la puerta y
entró Dillon, el otro hermano, dejó
de tocar.
—¡Ah! ¿Otra vez por aquí,
monsieur Rocard?
—Hola, Gaston —le estrechó
la mano Dillon y luego se volvió
hacia el de la barra—. Hola,
Pierre.
—Escuche. Todavía me
acuerdo de esa canción, esa
melodía irlandesa que le gusta a
usted. —Gaston tocó unas notas
en su instrumento.
—Muy bien. Eres un artista —
dijo Dillon.
A espaldas de ellos, la parejita
abandonó sus asientos y salió.
Pierre sacó del frigorífico media
botella de champaña.
—¿Champaña como siempre,
supongo? No es nada del otro
jueves, amigo, pero aquí somos
pobres.
—Conseguirás que me eche a
llorar —replicó Dillon.
—¿En qué podemos servirle?
—inquirió Pierre.
—¡Bah! Pensaba proponeros
un pequeño negocio —hizo Dillon
un ademán hacia la puerta—.
Sería mejor cerrar, me parece.
Gaston dejó el acordeón sobre
la barra y fue a bajar la persiana
metálica. Luego corrió el cerrojo
de la puerta y retornó a su
taburete.
—¿Y bien, amigo?
—Puede ser el negocio de
vuestra vida, muchachos —dijo
Dillon abriendo el maletín para
sacar uno de los mapas de
carreteras, con lo que descubrió al
mismo tiempo los fajos de billetes
de cien—. Veinte mil, americanos.
Diez ahora y el resto después del
trabajo —anunció.
—¡Santo cielo! —exclamó
Gaston, impresionado, pero Pierre
no desfrunció el ceño—. ¿Qué hay
que hacer a cambio de tanto
dinero?
Por experiencia Dillon
procuraba decir la verdad hasta
donde fuese posible.
—Se me ha encargado por
parte de la Unión Corsa resolver
un pequeño problema —dijo
mientras empezaba a desplegar el
mapa, citando el nombre de la
organización criminal más temida
de Francia—. Un caso de rivalidad
comercial, podríamos decir.
—¡Ah! Entiendo —añadió
Pierre—. Usted se ocupará de
eliminar el problema.
—Exacto. Las personas en
cuestión pasarán por esta
carretera en dirección a Valenton
mañana, poco después de las dos.
Iré a su encuentro aquí, cerca del
paso a nivel.
—¿Y cómo se llevará a cabo
el trabajo?
—Una sencilla encerrona.
Todavía estáis en el negocio del
transporte, ¿verdad? ¿Coches
robados, camiones?
—Bien lo sabe usted, que nos
los ha comprado tantas veces —
contestó Pierre.
—Un par de camionetas no
sería demasiado pedir, ¿no es
cierto?
—Y luego, ¿qué?
—Esta noche iremos a
inspeccionar el terreno —consultó
su reloj—. Será a las once,
saliendo de aquí. No nos llevará
más de una hora.
Pierre meneó la cabeza.
—Escuche. Puede que haya
jaleo. Estoy demasiado mayor
para andar a tiros por ahí.
—Estupendo —le replicó
Dillon—. ¿A cuántos pelaste
cuando andabas con los de la
OAS?
—Entonces yo era joven.
—Sí, supongo que a todos
nos espera lo mismo. Nada de
tiros. Vosotros dos iréis y os
largaréis en seguida, tan rápidos
que ni siquiera os enteraréis de lo
que ocurra. Un pedazo de tarta —
sacó del portafolios varios fajos de
billetes y los extendió con
parsimonia sobre la barra—. Diez
mil, ¿hay trato?
La codicia se impuso, como
siempre, tan pronto como Pierre
hubo acariciado los billetes con los
dedos.
—Creo que sí, amigo.
—Bien. Hasta las once, pues.
Dillon cerró el maletín y
Gaston fue a abrirle la puerta.
Cuando el irlandés hubo salido,
Gaston volvió a cerrar y luego se
volvió.
—¿Qué opinas?
Pierre sirvió dos copas de
coñac.
—Opino que nuestro común
amigo Rocard es un gran
embustero.
—Pero también es un hombre
muy peligroso —añadió Gaston—.
¿Qué hacemos?
—Esperar y ver —brindó
Pierre con su copa—. Salut.
Dillon se encaminó a pie hacia
el almacén de la calle de Helier,
aunque no sin dar rodeos de unas
calles a otras y refugiándose
alguna que otra vez en la
oscuridad para ver si le seguía
alguien. Hacía tiempo había
aprendido que todos los grupos
políticos revolucionarios estaban
plagados de facciones y de
chivatos, lo cual era
particularmente cierto en el caso
del IRA. Por la misma razón, y tal
como había explicado a Aroun,
prefería recurrir a delincuentes
profesionales siempre que
necesitase ayuda, a hampones
honrados que hacían las cosas
sólo por dinero, como él solía
decir. Por desgracia, ni siquiera
esto era del todo seguro. Creyó
adivinar algo raro en la actitud del
gordo Pierre.
En la puerta del almacén se
abría un portillón por donde entró
Dillon tras descorrer la cerradura.
Dentro guardaba un sedán
Renault, un Ford Escort y una
moto BMW de la policía cubierta
con una lona. Tras verificar que
todo estuviese en orden, enfiló la
escala de madera y se metió en la
vivienda del altillo. No era éste su
único hogar, ya que tenía además
una barcaza en el río, por si
acaso.
Sobre una mesa de la salita
encontró un petate de lona con
una tarjeta que sólo decía: SU
PEDIDO. Sonriendo, abrió la
cremallera y halló una
ametralladora Kalashnikov PK
último modelo, con el trípode
doblado y el cañón desmontado
para mayor facilidad de transporte.
En el petate venía además una
caja con la cinta de cartuchos y, a
su lado, otra caja similar. Dillon fue
a abrir un cajón de la cómoda,
sacó una manta plegada y la
guardó en el petate; luego cerró la
cremallera, se ajustó la Walther al
cinto y salió hacia la escalera
portando el voluminoso bulto.
Después de echar el cierre del
portillón, regresó por donde había
venido sintiéndose presa de
excitación, como siempre le
ocurría en tales ocasiones. Aquél
era el momento más emocionante
del mundo: cuando la acción se
ponía en marcha. Salió a una calle
principal y pocos instantes
después hizo señas a un taxi que
le llevó nuevamente a Le Chat
Noir.

Salieron de París en dos


camionetas Renault idénticas,
excepto en que la una era negra y
la otra blanca. Gaston abría
camino, mientras Dillon viajaba en
el asiento del acompañante y
Pierre los seguía con el otro
vehículo. Hacía mucho frío y
seguía cayendo aguanieve,
aunque no llegaba a cuajar.
Apenas hablaron; Dillon se
arrellanó en el asiento con los ojos
cerrados para que el francés
creyera que iba dormido.
No lejos de Choisy la
camioneta patinó y Gaston soltó
un juramento mientras luchaba
con el volante.
—Tranquilo, hombre. No nos
conviene ir a parar a la cuneta.
¿Dónde estamos?
—Acabamos de tomar la
desviación hacia Choisy. Falta
poco.
Dillon se incorporó. Había
nieve en las cunetas pero no en la
calzada.
—Cochina noche —dijo
Gaston—. ¡Hay que ver!
—Recuerda esos hermosos
billetes de cien dólares —le
recordó Dillon—. Eso te ayudará a
soportarla.
Al poco dejó de nevar y se
aclaró el cielo, asomando la media
luna. Al coronar una loma vieron
abajo el semáforo del paso a nivel.
Junto a éste se alzaba un
barracón en desuso, las ventanas
tapadas con tablones y un montón
de adoquines delante, cubiertos de
nieve en polvo.
—Para aquí —ordenó Dillon.
Gaston obedeció y frenó en el
lugar indicado cortando al mismo
tiempo el contacto. Pierre detuvo
la camioneta blanca al lado y se
apeó no sin dificultad, debido a la
pierna artificial, para reunirse con
ellos.
Dillon contempló la
encrucijada desde una veintena de
metros de distancia y asintió.
—Perfecto. Dame las llaves.
Gaston lo hizo y el irlandés
abrió la puerta trasera de la
furgoneta. Allí estaba el petate de
hule; abrió la cremallera mientras
sus acompañantes miraban,
extrajo la Kalashnikov, montó el
cañón con pericia y puso el arma
en posición apuntando hacia la
trasera del vehículo. Luego acercó
el cajón de las municiones y montó
la cinta.
—Parece peligrosa de veras
—dijo Pierre.
—Cartuchos de siete coma
dos milímetros, mezclando
trazadoras y perforadoras de
blindaje —explicó Dillon—. Desde
luego es un arma de cuidado la
Kalashnikov. Con una de ésas yo
he visto hacer pedazos un Land
Rover cargado de paracaidistas
británicos.
—¿De veras? —dijo Pierre, y
cuando Gaston fue a decir algo le
impuso silencio tocándole el brazo
con la mano—. ¿Qué hay en la
otra caja?
—Más munición.
Dillon sacó del petate la
manta, cubrió con ella la
ametralladora y luego cerró la
puerta trasera con la llave. A
continuación se puso al volante,
arrancó y maniobró con la
camioneta varios metros, hasta
dejarla con la trasera apuntando
hacia el cruce. En seguida se apeó
y cerró con llave la puerta. Las
nubes cubrieron la Luna y empezó
a llover, aunque esta vez más
nieve que agua.
—¿Así que piensa dejarla
aquí? ¿Y si se fija alguien? —
preguntó Pierre.
—En efecto, ¿qué pasaría
entonces? —Dillon se arrodilló
junto a la rueda posterior del lado
de la carretera, sacó del bolsillo
una navaja y tras accionar el
muelle pinchó el neumático cerca
de la llanta. Salió el aire con un
silbido y el neumático quedó plano
en seguida.
Gaston asintió.
—Muy hábil. Si alguien repara
en ella, creerá que está averiada.
—Pero, ¿y nosotros? —
preguntó Pierre—. ¿Qué quiere
que hagamos?
—Muy sencillo. A las dos de la
tarde Gaston se presenta con la
Renault blanca y la deja cruzada
en la carretera. No en la vía, ¡ojo!,
sólo bloqueando la carretera. Se
apea, echa la llave y se larga a
toda velocidad, dejándola
abandonada —se volvió hacia
Pierre—. Tú, que le habrás
seguido en otro coche, le recoges
y os volvéis a París sin pérdida de
tiempo.
—¿Y usted? —preguntó el
gordo.
—Yo estaré aquí esperando,
escondido en la otra camioneta.
Ya me las arreglaré. Ahora nos
volvemos a París, me dejáis en Le
Chat Noir y nada más. No me
volveréis a ver más.
—¿Y el resto del dinero? —
preguntó Pierre mientras se ponía
al volante de la otra furgoneta y
Gaston y Dillon entraban.
—Lo tendréis, perded cuidado
—le tranquilizó Dillon—. Yo
siempre cumplo, como espero que
cumplan los demás. Es un punto
de honor, amigo. Ahora, vámonos
de aquí.
Cerró los ojos de nuevo y se
tumbó en el asiento. Pierre miró de
soslayo a su hermano y puso en
marcha el vehículo.

Regresaron a Le Chat Noir


sobre la una y media. Tenían un
garaje frente al establecimiento.
Gaston abrió la puerta y Pierre
metió la camioneta.
—Me voy —anunció Dillon.
—¿No quiere pasar? —le
preguntó el gordo—. Gaston le
llevará a casa.
Dillon sonrió.
—A mí nunca en la vida me ha
llevado nadie a casa.
Echó a andar y desapareció
en una callejuela. Pierre le dijo a
su hermano:
—Síguele y no pierdas la
pista.
—¿Por qué? —quiso saber
Gaston.
—Porque necesito saber
dónde para, eso es. Este negocio
apesta, Gaston, apesta peor que
pescado podrido. Vamos, ¡vete ya!

Dillon se movió rápidamente


de una calle a otra, según su
costumbre, pero Gaston, caco
desde la infancia, también era
experto en aquellos menesteres y
logró seguir la pista sin acercarse
demasiado en ningún momento.
Dillon pensaba regresar al
almacén de la calle de Helier, pero
en un momento dado, al detenerse
en una esquina para encender un
cigarrillo echó una ojeada hacia
atrás y habría jurado que había
visto un movimiento. Lo que era
cierto; se trataba de Gaston, que
acababa de refugiarse en un portal
para no ser sorprendido.
Para Dillon, sin embargo, la
simple sospecha era suficiente. La
actitud de Pierre le había
inquietado durante toda la noche y
le daba un mal presentimiento.
Dobló a la izquierda, desanduvo el
camino en dirección al río y
recorrió unos muelles, dejando
atrás un par de camiones con los
parabrisas recubiertos de nieve.
Por fin llegó a un hotel de
mala muerte, de los visitados
únicamente por prostitutas y
camioneros en tránsito, y decidió
entrar.
El recepcionista era un vejete
con abrigo y bufanda para
protegerse contra el frío. Le miró
con sus ojos llorosos,
abandonando la novela que
estaba leyendo.
—¿Monsieur?
—Acabo de traer una carga
desde Dijon hace un par de horas
y pensaba regresar esta misma
noche, pero se me ha estropeado
el maldito camión. Necesito una
cama.
—Son treinta francos,
monsieur.
—No lo dirá en serio —replicó
Dillon—. Me voy de aquí en cuanto
amanezca.
El viejo se encogió de
hombros.
—Por veinte, puedo darle la
número dieciocho del segundo
piso, pero no se han cambiado las
sábanas.
—¿Cuándo las cambian, una
vez al mes? —aceptó Dillon la
llave, y tras pagar los veinte
francos subió.
La habitación, incluso bajo la
tenue luz del descansillo, resultó
tan innoble como cabía esperar.
Cerró la puerta, se movió con
precaución en la habitación a
oscuras y se acercó a la ventana
con cautela. Hubo un movimiento
bajo un árbol en la otra acera, la
que daba a los muelles. Gaston
Jobert salió corriendo a toda prisa
hasta perderse en la bocacalle.
—Qué fatalidad —susurró
Dillon en voz baja; luego encendió
un cigarrillo y se tumbó en la
cama, mirando al techo, mientras
reflexionaba sobre la situación.

Sentado a la barra de Le Chat


Noir esperando el regreso de su
hermano, Pierre hojeaba el Paris
Soir a falta de mejor cosa que
hacer, y fue entonces cuando se
fijó en el suelto sobre la entrevista
de Margaret Thatcher con
Mitterrand. Sintió un acceso de
náuseas y releyó el artículo,
horrorizado. En ese preciso
instante se abrió la puerta y entró
Gaston a toda prisa.
—¡Qué noche! Estoy calado
hasta los huesos. Dame un coñac.
—Toma —sirvió una copa
Pierre—. Y mientras te lo bebes,
puedes leer esta interesante
noticia de Paris Soir.
Gaston hizo lo que le
mandaba su hermano, y se le
atragantó el coñac.
—¡Dios mío! ¡Es ella la que
pernocta en Choisy!
—Y despegará de la antigua
pista militar de Valenton.
Sale de Choisy a las dos.
¿Cuánto se necesitará para llegar
hasta el paso a nivel? ¿Diez
minutos?
—¡Santo Cielo! ¡Estamos
perdidos! —dijo Gaston—. No es
asunto para nosotros, Pierre. Si
llega a ocurrir, todos los guripas de
Francia se echarán a la calle.
—No ocurrirá. Yo sabía que la
presencia de ese malnacido era
mal presagio. Siempre me pareció
algo raro. ¿Lograste seguirle?
—Sí, estuvo dando vueltas por
las calles durante un rato y luego
se metió en ese hotelucho del
viejo François, junto a los muelles
—se estremeció y prosiguió en
tono lloriqueante—: ¿Qué vamos a
hacer? ¡Esto es el fin, Pierre! Nos
encerrarán en una celda y echarán
la llave al mar, ¡ya lo verás!
—Te digo que eso no
sucederá —replicó Pierre—. No, si
nos chivamos. A lo mejor hasta
nos lo agradecen. Puede que
incluso den recompensa por él.
Dame el teléfono particular del
inspector Savary.
—Estará acostado ya.
—Claro que lo estará, ¡idiota!,
y bien calentito con su gorda,
como deberían estar siempre los
buenos detectives. Tendremos
que sacarlo de la cama.

El inspector Jules Savary


despertó con una maldición
cuando sonó el teléfono de la
mesita de noche. Se hallaba solo,
porque su mujer estaba pasando
una semana en Lyon, en casa de
su madre. La noche había sido
larga: dos atracos a mano armada
y un intento de violación. Acababa
de conciliar el sueño. Descolgó.
—Savary al habla.
—Soy yo, inspector, Pierre
Jobert.
Savary miró hacia el
despertador.
—¡Por todos los santos,
Jobert! Son las dos y media de la
madrugada.
—Ya lo sé, inspector, pero
tengo algo muy especial para
usted.
—Eso no es una novedad, así
que puede esperar hasta que
amanezca.
—No lo creo, inspector. Le
ofrezco la oportunidad de
convertirse en el policía más
famoso de Francia. El golpe de su
vida.
—A otro perro con ese hueso
—dijo Savary.
—Margaret Thatcher. Duerme
en Choisy esta noche y sale de
Valenton a las dos, ¿no es cierto?
Si quiere, le digo todo lo que sé
acerca del hombre que se ha
propuesto no dejar que llegue.
Jules Savary despabiló en una
fracción de segundo.
—Dónde estás, ¿en Le Chat
Noir?
—Sí —respondió Jobert.
—Dentro de media hora. —
Savary colgó, saltó de la cama y
empezó a vestirse.

En aquel mismo momento


Dillon decidía mudarse. El hecho
de que Gaston le hubiera seguido
no tenía por qué significar sino que
los hermanos querían averiguar
más detalles acerca de él. Pero,
por otra parte...
Salió, no sin cerrar la puerta
con la llave, buscó la escalera de
incendios y bajó con cautela.
Abajo había una puerta que se
abrió con facilidad, y se halló en
un patio trasero, en el que
desembocaba un callejón por el
que fue a parar a la calle principal.
Cruzó siguiendo una fila de
camiones aparcados, y eligió uno
que estaba a cincuenta metros del
hotel, pero con buena visibilidad.
Sacó la navaja y actuó sobre el
borde superior de la ventanilla del
acompañante. El cristal no tardó
mucho en ceder un poco y le
permitió meter los dedos para
seguir forzándolo. Al cabo de un
minuto estaba dentro; dominando
el deseo de fumar, se levantó el
cuello del chaquetón, embutió las
manos en los bolsillos y esperó
medio tumbado en la banqueta.
Eran las tres y media cuando los
cuatro coches sin identificación se
detuvieron delante del hotel y
saltaron ocho hombres, ninguno
de ellos de uniforme, lo que no
dejaba de ser curioso.
—Action Service, si no estoy
equivocado —se dijo Dillon.
Gaston Jobert se apeó del
último coche y habló con los
demás unos momentos; luego
todos entraron en el hotel. Dillon
no estaba enfadado, sino más bien
complacido al comprobar que su
instinto no le engañaba. Se apeó
del camión y buscó el refugio de la
bocacalle más próxima, para
continuar luego hacia el almacén
de la calle de Helier.

El servició secreto francés,


tantos años famoso bajo la sigla
SDECE, decidió rebautizarse bajo
la administración Mitterrand con el
nombre de Direction Générale de
la Sécurité Extérieure, o DGSE,
como parte de un lavado de
imagen de aquella organización
tan misteriosa como expeditiva y,
según decían, ajena a cualquier
clase de escrúpulos. Aunque,
incluso concediendo eso, contadas
organizaciones análogas del
mundo podían medirse con ella en
términos de eficacia.
Como en los viejos tiempos, el
servicio seguía dividido en cinco
secciones y numerosos
departamentos; de aquéllas la más
famosa, o la más infame según
como se mire, era la Sección
Quinta, más comúnmente llamada
Action Service, la responsable de
haber desarticulado la OAS.
El coronel Max Hernu había
intervenido en todo eso y había
cazado a los OAS tan
encarnizadamente como
cualquiera, pese a haber sido
antes paracaidista en Indochina y
en Argelia. Tenía sesenta y un
años; canoso, presentaba aspecto
de caballero elegante detrás de su
escritorio, en un despacho de la
primera planta de las oficinas
centrales de la DGSE, sitas en el
bulevar Mortier. Faltaban pocos
minutos para las cinco y Hernu se
había calado las gafas de montura
de concha para leer el informe. Le
habían sacado de su casa de
campo a sesenta y cinco
kilómetros de París, y acababa de
llegar. El inspector Savary
aguardaba en actitud respetuosa.
Hernu se quitó las gafas.
—Aborrezco esta hora de la
mañana. Me recuerda las
madrugadas de Dien Bien Phu,
cuando faltaba poco para el final.
Sírvame otro café, si no le importa.
Savary tomó la taza, se
acercó a la cafetera eléctrica y
sirvió un café muy cargado.
—¿Qué opina usted, señor?
—Esos hermanos Jobert,
¿cree usted que nos lo han
contado todo?
—Absolutamente seguro.
Hace años que los conozco.
Pierre, el mayor, estuvo en la OAS
y aunque cree que eso le da
categoría, en realidad son dos
pillos de segunda. Se defienden
bien con los coches robados.
—¿De modo que un asunto
como éste se saldría de su
especialidad?
—Desde luego. Me han
confesado que habían vendido
coches a ese tal Rocard otras
veces.
—¿De los trucados?
—Sí, señor.
—Por supuesto, han dicho la
verdad. Los diez mil dólares que
han dejado en esta mesa lo
corroboran. Pero ese Rocard...
Usted tiene experiencia policial,
inspector. ¿Cuántos años de
servicio de calle?
—Quince, señor.
—Déme su opinión.
—La descripción física es
interesante porque, según los
hermanos Jobert, no hay tal
descripción. No es un tipo
corpulento, no medirá más de
metro sesenta y cinco. Ojos sin
color definido, cabello rubio.
Gaston dice que cuando lo
conoció creyó que era un
enclenque, y luego dejó medio
muerto a un tipo dos veces más
grande que él en menos de cinco
segundos.
—Adelante —encendió un
cigarrillo Hernu.
—Pierre dice que su francés
es demasiado perfecto.
—¿Qué quiere decir con eso?
—No se sabe; sólo que
siempre le pareció que había algo
extraño en él.
—¿Cómo si no fuese francés
en realidad?
—Exacto. Dos puntos de
interés al respecto. Suele silbar
una cancioncilla rara, y Gaston se
ha quedado con ella de oído, ya
que es acordeonista. Dice que
Rocard le explicó una vez que era
una tonada irlandesa.
—Esto empieza a ponerse
interesante.
—Segundo punto. Mientras
estaba montando la ametralladora
en la plataforma de la camioneta,
allá en Valenton, les dijo a los
muchachos que era una
Kalashnikov y que además de
munición normal disparaba
trazadoras y perforadoras,
etcétera. Dijo haber visto cómo se
destrozaba con eso un Land Rover
lleno de paracaidistas ingleses.
Pierre no se atrevió a preguntarle
dónde había visto tal cosa.
—¿Así que olfatea usted el
IRA por ahí, inspector? ¿Qué
medidas ha tomado al respecto?
—He solicitado al personal de
su departamento la colección de
fotografías. Los Jobert están
viéndolas ahora.
—Excelente —Hernu se puso
en pie y esta vez llenó su taza
personalmente—. ¿Cómo
interpreta lo del hotel? ¿Cree
posible que alguien le haya puesto
sobre aviso?
—Quizá, pero no
necesariamente —contestó
Savary—. Quiero decir que... ¿qué
tenemos ahí? Un verdadero
profesional, dispuesto a dar el
golpe de su vida. Quizá fue sólo
que adoptaba precauciones
excepcionales, para asegurarse de
que nadie le siguiera hasta su
verdadero destino. En una
palabra, yo no me fiaría ni un pelo
de los Jobert, conque ¿por qué iba
a hacerlo él?
Se encogió de hombros y Max
Hernu apuntó con astucia:
—Hay algo más. Dígalo ya.
—Me da mala espina ese
individuo, coronel. Creo que nos
las tenemos que ver con alguien
fuera de lo corriente. Podemos
suponer que hizo lo del hotel
porque sospechaba que Gaston
estaba siguiéndole, pero luego
querría averiguar por qué. Es
decir, si era sólo curiosidad de los
Jobert o si había algo más.
—¿Significa eso que pudo
quedarse por allí hasta que
llegaron los nuestros?
—Es muy posible. Aunque por
otra parte, quizá no sabía que
Gaston estuviera siguiéndole, y lo
del hotel fue sólo una precaución
rutinaria, un truco aprendido en la
Resistencia, durante la guerra.
Hernu asintió.
—Correcto. Vamos a ver si
han terminado. Dígales que pasen.
Savary salió y regresó con los
hermanos Jobert, que traían
muecas de preocupación en las
caras.
—¿Y bien? —dijo Hernu.
—No hubo suerte, coronel. No
está en los libros.
—De acuerdo —contestó
Hernu—. Vayan abajo ahora, que
les conducirán de vuelta a casa.
Más tarde pasaremos a recogerles
otra vez.
—¿Para qué, coronel? —
preguntó Pierre.
—Para que el hermano de
usted pueda ir a Valenton con la
furgoneta Renault y usted pueda
seguirle con el coche, tal como les
indicó Rocard. Ahora, salgan —lo
que hicieron los hermanos a toda
prisa, mientras Hernu se volvía
hacia Savary—. Nos
encargaremos de que la señora
Thatcher sea conducida por otro
camino más seguro, pero sería
una lástima decepcionar al amigo
Rocard.
—Si es que aparece, coronel.
—Nunca se sabe. A lo mejor
lo hace. Ha conducido usted este
asunto con mucha habilidad,
inspector. Me parece que voy a
tener que secuestrarle para la
Sección Quinta, ¿le importaría?
«¿Le importaría?» Savary
estaba casi sofocado de emoción.
—Sería un honor para mí,
señor.
—Bien. Vaya y tome una
ducha y un desayuno. Nos
veremos luego.
—¿Y usted, coronel?
—Yo, inspector... —rió Hernu
al tiempo que consultaba su
reloj—. Las cinco y cuarto. Voy a
llamar al Intelligence Service
británico de Londres. Para sacar
de la cama a un antiguo amigo
mío. Es el que puede ayudarnos a
resolver nuestro misterio, si
alguien puede.

La dirección general del British


Security Service ocupa un
voluminoso edificio de ladrillo
blanco y rojo, no lejos del hotel
Hilton de Park Lane, aunque
muchas de las secciones de aquél
están repartidas en diferentes
lugares de la capital. El número
especial al que llamó Max Hernu
era el de un departamento llamado
Grupo Cuarto, establecido en el
tercer piso del Ministerio de
Defensa. Fue creado en 1972 para
encargarse de la lucha contra el
terrorismo y la subversión en las
islas Británicas. Sólo rendía
cuentas al primer ministro, y desde
su fundación había sido
administrado por un solo hombre,
el brigadier Charles Ferguson, que
se hallaba durmiendo en su piso
de Cavendish Square cuando le
despertó el teléfono de la mesita
de noche.
—Ferguson —despabiló al
segundo, sabiendo que debía ser
algo importante.
—Es. París, brigadier —
anunció una voz anónima—.
Prioridad uno. El coronel Hernu.
—Pase la llamada y conecte
el secráfono.
Ferguson se sentó en la
cama. Era un hombre desaliñado,
corpulento, de sesenta y cinco
años, de alborotado cabello gris y
papada.
—¿Charles? —Hernu hablaba
inglés a la perfección.
—Querido Max, ¿a qué debo
esta llamada en hora tan
intempestiva? Has tenido suerte al
encontrarme; el poder establecido
quiere mi jubilación y la de todo el
Grupo Cuarto.
—Qué absurdo.
—Tienes razón, pero hace
años que nuestra situación de
autonomía molesta al director
general. ¿En qué puedo servirte?
—La señora Thatcher
pernocta en Choisy. Tenemos los
detalles de un complot para
atentar contra ella mañana, en el
recorrido hacia la pista militar de
Valenton.
—¡Dios mío!
—Está todo controlado. La
señora regresará a su casa por
otro camino, pero aún es posible
que el individuo en cuestión se
haga presente. Aunque lo dudo, le
esperaremos de todos modos esta
tarde.
—¿Quién es? ¿Alguien a
quien conozcamos?
—Por lo que dicen nuestros
informantes, sospechamos que es
irlandés, aunque habla nuestro
idioma lo bastante bien como para
hacerse pasar por nativo. La
cuestión es que los testigos han
pasado revista a nuestros ficheros
sobre el IRA, sin ningún resultado.
—¿Tienes una descripción?
Hernu le repitió lo que sabía.
—Me temo que no es gran
cosa.
—Voy a hacer que lo pasen
por el ordenador y te pondré al
corriente. Cuéntame los detalles
—lo que Hernu hizo, y cuando
hubo terminado Ferguson
comentó—: A ése no le veréis más
el pelo, muchacho. Te apuesto
una cena en el grill del Savoy la
próxima vez que te asomes por
aquí.
—Tengo un presentimiento en
este caso; creo que es un tipo
diferente —dijo Hernu.
—Y sin embargo no está en
vuestros libros, y eso que
procuramos teneros al día.
—Lo sé —dijo Hernu—. Y tú
eres el experto en materia de IRA,
conque, ¿qué te parece que
hagamos?
—En eso estás equivocado —
dijo Ferguson—. El experto
principal en materia de IRA lo
tenéis allá en París. Es nuestro
amigo irlandés-norteamericano
Martin Brosnan. Al fin y al cabo,
estuvo en las filas de ellos hasta
mil novecientos setenta y cinco.
Tengo entendido que ahora es
profesor de filosofía política en la
Sorbona.
—Tienes razón —respondió
Hernu—. Lo había olvidado.
—Está hecho un ciudadano
respetable, publica libros y vive
bastante bien gracias a los
millones que le dejó su madre al
fallecer en Boston hace cinco
años. Si tienes un misterio entre
manos, él puede ser el hombre
indicado para solucionarlo.
—Gracias por la sugerencia —
dijo Hernu—. Pero veamos antes
qué pasa en Valenton. Te pondré
al corriente.
Ferguson colgó, pulsó un
llamador de pared y se levantó. Al
momento se abrió la puerta y
apareció su sirviente, un ex gurja,
poniéndose una bata sobre el
pijama.
—Emergencia, Kim. Voy a
llamar a la capitana Tanner y
luego tomaré un baño. El
desayuno, cuando llegue ella.
El gurja se retiró. Ferguson
descolgó el teléfono y marcó un
número.
—¿Mary? Aquí Ferguson.
Asunto importante. Te necesito en
Cavendish Square antes de una
hora. ¡Ah, sí! Y será mejor que te
pongas el uniforme; recuerda que
tenemos reunión en Defensa a las
once. Siempre los impresionas
más con las pinturas de guerra.
Colgó y pasó al cuarto de
baño sintiéndose muy despierto y
sumamente animado.
Eran las seis y media cuando
el taxi recogió a Mary Tanner a la
puerta de su vivienda de Lowndes
Square. El conductor quedó
impresionado, aunque esto le
ocurría a mucha gente cuando
ella, como en esta ocasión, lucía el
uniforme de capitana del cuerpo
femenino con las alas del cuerpo
aéreo del ejército sobre la pechera
izquierda; debajo de éstas, la cinta
de la medalla de San Jorge,
condecoración al valor de no
pequeña distinción, así como otras
por servicios en la campaña de
Irlanda y en el cuerpo de
pacificación de las Naciones
Unidas en Chipre.
Era menuda de cuerpo, de
cabello negro y corto, con
veintinueve años de edad y
muchos de servicio. Hija de un
médico, estaba licenciada en
letras por la universidad de
Londres y había intentado
dedicarse a la enseñanza, pero le
pareció una ocupación tediosa en
exceso. Tras enrolarse en el
ejército hizo casi toda su carrera
en la policía militar, y pasó una
temporada en Chipre. Destinada
por tres veces al Ulster, fueron los
incidentes de Derry los que le
valieron una cicatriz en la mejilla
izquierda y la medalla que llamó la
atención de Ferguson, del que
hacía dos años había pasado a
ser ayudante.
Pagó el taxi y subió a toda
prisa por la escalera hasta el piso
de la primera planta, cuya puerta
abrió con su propia llave.
Ferguson estaba en su elegante
estudio, sentado en el sofá delante
de la chimenea, con una servilleta
al cuello, mientras Kim le servía
unos huevos escalfados.
—Llegas a tiempo —dijo—.
¿Qué te gustaría tomar?
—Un té, por favor. Earl Grey,
Kim, y una tostada con miel.
—Conservando la figura, ¿eh?
—Demasiado temprano para
chistes machistas, ¿no le parece,
brigadier? ¿Cuál es el caso?
La puso al corriente al tiempo
que desayunaba. Ella escuchó con
atención mientras Kim le servía el
té y la tostada.
Cuando hubo concluido la
explicación, ella comentó:
—Ese Brosnan... Nunca oí
hablar de él.
—Es porque pertenece a los
viejos tiempos, querida. Tendrá
unos cuarenta y cinco años ahora.
En la biblioteca encontrarás un
expediente acerca de él. Nació en
Boston, de una de esas familias de
Norteamérica asquerosamente
ricas. De muy alta sociedad. Su
madre era dublinesa. Empezó
como chico rico, estudios en
Princeton y todo eso. Luego lo
estropeó todo presentándose
como voluntario para el Vietnam.
Creo que eso fue en mil
novecientos sesenta y seis. Sirvió
con los Rangers en la
aerotransportada y se licenció con
el grado de sargento y cargado de
condecoraciones.
—¿Qué tiene eso de raro?
—Pudo ahorrarse el ir al
Vietnam a través de las prórrogas
por estudios, pero no lo hizo. Y se
alistó como soldado raso. No deja
de ser excepcional en una persona
de su extracción social.
—Viejo cargado de prejuicios,
eso es lo que es usted. ¿Qué hizo
luego?
—Ingresó en el Trinity College
de Dublín para preparar el
doctorado. Es protestante, dicho
sea de paso, aunque su madre era
una católica muy devota. En
agosto del sesenta y nueve estaba
visitando a un tío materno,
sacerdote en Belfast. Recordarás
lo que ocurrió allí y cómo empezó
todo, ¿verdad?
—¿Cuando los extremistas
protestantes quisieron pegar fuego
al barrio católico? —dijo ella.
—Y la policía no hizo gran
cosa por impedirlo. La plebe
incendió la iglesia del tío de
Brosnan y luego echó a andar por
Falls Road. Un puñado de
veteranos del IRA hizo frente con
algunos fusiles y pistolas, y
cuando uno de ellos cayó,
Brosnan recogió el fusil. Un reflejo
instintivo, supongo. Quiero decir,
después de lo del Vietnam y todo
eso.
—¿Y quedó comprometido a
fondo desde entonces?
—Más o menos. Recordarás
que por aquel entonces había
muchos hombres así en el
movimiento. Idealistas que creían
en la libertad de Irlanda y todo lo
demás.
—Lo siento, señor. He visto
demasiada sangre en las calles de
Derry para pasar por eso.
—Sí. En fin, no intento
disculparle. Mató a más de uno
entonces, pero siempre cara a
cara, dicho sea en su favor. Llegó
a hacerse bastante famoso.
Entonces apareció esa
corresponsal de guerra, una
fotógrafa francesa llamada Anne-
Marie Audin. Él le salvó la vida en
Vietnam cuando su helicóptero fue
derribado. Es una historia bastante
romántica. Ella se presentó en
Belfast y Brosnan la introdujo
durante una semana en la
clandestinidad. Ella publicó una
serie de reportajes en la revista
Life, puedes figurarte, la lucha de
los valientes independentistas
irlandeses, etcétera.
—¿Qué pasó luego?
—En mil novecientos setenta
y cinco pasó a Francia para
negociar una compra de armas.
Resultó que era una emboscada y
que la policía le estaba esperando.
Por desgracia, mató a un agente.
Le sentenciaron a cadena
perpetua. En el setenta y nueve se
escapó de la cárcel... con mi
ayuda, si me está permitido
decirlo.
—¿Por qué?
—Es otro caso anterior a tu
época. El de un terrorista llamado
Frank Barry. Empezó en el Ulster
con un grupo incontrolado llamado
Los Hijos de Erín y luego entró en
el circuito del terrorismo europeo.
Un genio del mal como se han
visto pocos. Trató de atentar
contra lord Carrington durante una
estancia de éste en Francia como
secretario de Exteriores. Los
franceses echaron tierra al asunto,
pero el primer ministro montó en
cólera y recibí órdenes de cazar a
Barry costara lo que costara.
—¡Ah! Ahora lo comprendo.
¿Necesitó usted a Brosnan para
conseguirlo?
—Sí, hace falta un ladrón para
atrapar a un ladrón, como suele
decirse, y éste colaboró.
—¿Y luego?
—Regresó a Irlanda y
consiguió su doctorado.
—¿Y la tal Anne-Marie Audin?
¿Se casaron?
—No, que yo sepa, pero ella
le hizo un favor más grande. Su
familia es de las de más rancio
abolengo de Francia y disfruta de
una influencia política enorme.
Además él tiene la Legión de
Honor por aquel salvamento en el
Vietnam. En todo caso,
presionaron entre bastidores y
hace cinco años el presidente
Mitterrand le concedió una
amnistía. Ahora ha quedado
completamente limpio.
—¿Y cómo es que ahora da
clases en la Sorbona? Debe de
ser el único profesor que haya
matado a un policía.
—No lo creas; después de la
guerra hubo uno o dos que habían
hecho exactamente lo mismo
durante la Resistencia.
—Pues yo digo que la cabra
siempre tira al monte.
—¡Mujer de poca fe! Como te
decía, puedes consultar el
expediente en la biblioteca si
quieres saber más —le pasó una
hoja de papel—. He aquí una
descripción de nuestro hombre
misterioso. No es mucho, pero
pásalo por el ordenador de todas
maneras.
Ella salió, y entró Kim con un
ejemplar de The Times. Ferguson
ojeó los titulares y luego pasó a la
segunda página, donde reparó
inmediatamente en el suelto de
agencia que, al igual que Paris
Soir, daba la noticia de la visita de
la señora Thatcher en Francia.
—Que tengas suerte, Max —
dijo en voz baja mientras se servía
otra taza de café.
3

Aquel día amaneció mucho


más templado en París, de
manera que hacia la hora del
almuerzo se había derretido casi
toda la nieve, y lo mismo en las
afueras excepto algunos
manchones en las cunetas y los
setos, mientras Dillon se dirigía
hacia Valenton por las carreteras
secundarias. Montaba en la BMW
del garaje y vestía uniforme
completo de guardia de las
compañías republicanas de
seguridad, con zamarra oscura de
cuero, casco, gafas y metralleta
MAT49 en bandolera.
Había sido una locura por su
parte, naturalmente, pero era
incapaz de privarse del
espectáculo, gratuito por
añadidura. Se detuvo en un
camino vecinal junto a la puerta de
una granja y después de consultar
al mapa, enfiló a pie el sendero,
que cruzaba un bosquecillo, hasta
salir al lado de un murete de
piedra en lo alto de una loma.
Bastante lejos, como a unos
doscientos metros, se divisaba el
paso a nivel y la furgoneta Renault
negra, estacionada exactamente
donde él la había dejado. No se
veía ni un alma. Como un cuarto
de hora más tarde pasó un tren.
Consultó su reloj. Las dos y
cuarto. De nuevo dirigió sus
prismáticos Zeiss hacia la zona, y
entonces apareció la Renault
blanca, que dio media vuelta en
medio de la carretera dejando
cortado el paso. La seguía un
Peugeot; al volante, Pierre inició la
maniobra para regresar por donde
había venido, mientras Gaston
corría hacia el coche. Era un
modelo antiguo, pintado de
burdeos y crema.
—Muy bonito —dijo en voz
baja Dillon mientras el Peugeot se
alejaba—. Y ahora el séptimo de
caballería —agregó, al tiempo que
encendía un cigarrillo.
Unos diez minutos más tarde
se presentó en la carretera un
camión, que se vio obligado a
frenar al hallar el paso cortado. En
las lonas, sendos letreros
proclamaban: STEINER
ELECTRONICS.
—Electrónica y un huevo —
dijo Dillon.
Desde dentro del camión, una
ametralladora pesada abrió fuego,
dejando la furgoneta hecha un
colador. Cuando cesó el tiroteo,
Dillon se sacó del bolsillo una
cajita negra que era un pequeño
detonador electrónico, lo conectó y
extendió la antena.
Del camión saltaron una
docena de hombres, todos de
mono negro, cubiertos con cascos
antidisturbios y armados de
subfusiles. Cuando estuvieron
cerca de la Renault, Dillon accionó
el detonador. La carga explosiva
que estaba en la segunda caja, la
que según había dicho a Pierre
contenía más munición para la
ametralladora, estalló al instante.
El vehículo se desintegró y los
trozos de la carrocería volaron por
el aire como en una escena
filmada a cámara lenta. Varios
hombres quedaron en el suelo, y
los demás corrieron a cubrirse.
—Chúpense ésa por ahora,
caballeros —dijo complacido
Dillon.
Regresó por donde había
venido, cruzando el bosquecillo, y
montado en su BMW se alejó de
allí rápidamente.

Abrió la puerta del almacén de


la calle de Helier, volvió a montar
en la moto, la entró y la calzó con
el trípode.
Cuando se volvía a bajar la
puerta, Makeiev le habló desde
arriba:
—¿Salió mal, supongo?
Dillon se quitó el casco.
—Así parece. Los hermanos
Jobert me denunciaron.
Mientras subía por la escalera,
Makeiev comentó:
—El disfraz es genial. Un
policía no es más que un policía
para todo el mundo. Nada que
describir.
—Exacto. Hace unos años
trabajé para un gran irlandés
llamado Frank Barry, ¿te suena?
—Ciertamente. Un verdadero
Carlos.
—Era mejor que Carlos. Cayó
en el setenta y nueve, sin que se
haya sabido quién fue el
responsable. Usaba mucho el
truco de hacerse pasar por un
CRS motorizado. Los carteros
también sirven. Nadie se fija en un
cartero.
Los dos hombres pasaron al
salón.
—Cuéntame —dijo Makeiev.
Dillon le resumió lo ocurrido.
—Corrí el riesgo de emplear a
esos dos y salió mal, eso es todo.
—¿Y ahora qué?
—Como dije, voy a proponer
un blanco alternativo. No es cosa
de permitir que se pierda tanto
dinero; debo ir pensando en mi
jubilación.
—Tonterías, Sean. Tú no
piensas en tu jubilación para nada.
Lo haces porque te excita ese
juego.
—Quizá tengas razón —Dillon
encendió un cigarrillo—. Sólo sé
una cosa, y es que no me gusta
verme derrotado. Pensaré algo
para vosotros y al mismo tiempo
liquidaré una deuda.
—¿Los Jobert? ¿Acaso vale la
pena?
—¡Ah, sí! —exclamó Dillon—.
Es una cuestión de honor, Josef.
Makeiev suspiró.
—Ahora me toca hablar con
Aroun para darle la mala noticia.
Te mantendré al corriente.
—Aquí o en la barcaza —
sonrió Dillon—. No te preocupes,
Josef. Yo no he fallado nunca,
cuando me tomo un asunto en
serio.
Makeiev enfiló escaleras
abajo. Se oyeron sus pasos
cruzando el almacén y finalmente
el golpe del portillón al cerrarse.
Dillon se volvió y regresó al salón
silbando quedamente.
—No lo entiendo —dijo
Aroun—. En televisión no han
dicho ni una sola palabra.
—Ni la dirán —se apartó
Makeiev de la ventana desde
donde se divisaba la avenida
Victor Hugo—. Será el caso que
no sucedió jamás y así lo
despacharán los franceses. La
idea de que la señora Thatcher
haya podido correr un peligro
mientras se hallaba en suelo
francés sería una ofensa nacional.
Aroun estaba pálido de rabia.
—Tu hombre ha fracasado,
Makeiev. Mucho hablar, pero en
fin de cuentas nada. Menos mal
que no he transferido el millón a su
cuenta de Zúrich esta mañana.
—¡Pero si lo habías
prometido! En todo caso, puede
ocurrírsele llamar en cualquier
momento para verificar si se ha
depositado el dinero —dijo
Makeiev.
—Mi querido Makeiev, tengo
quinientos millones de dólares
depositados en ese banco. Frente
a la posibilidad de que le fuesen
retirados, el gerente quedó más
que dispuesto a incurrir en un
pequeño engaño esta mañana,
cuando Rashid se lo advirtió.
Cuando llame Dillon para
averiguar la situación, se le dirá
que el dinero está depositado.
—Estás tratando con un
hombre muy peligroso —objetó
Makeiev—. Si llegase a
averiguarlo...
—¿Quién iría a decírselo? Tú
no, ciertamente. Además va a
cobrar, en fin de cuentas, pero
sólo si consigue un buen
resultado.
Rashid le sirvió una copa de
café y se volvió hacia Makeiev.
—Prometió un blanco
alternativo y dijo algo del primer
ministro. ¿Qué planes tiene?
—Nos dirá alguna cosa
cuando lo haya decidido —
contestó Makeiev.
—¡Palabras! —exclamó
Aroun, acercándose a la ventana
con la taza de café en la mano—.
¡Nada más que palabras!
—No, Michael —anunció
Makeiev—. Te equivocas de
medio a medio.

El apartamento de Martin
Brosnan estaba en el Quai de
Montebello frente a la Île de la Cité
y disfrutaba de una de las mejores
vistas sobre Nôtre Dame que
podían hallarse en París. Además
quedaba lo bastante cerca de la
Sorbona como para acudir allá a
pie, lo que le convenía
perfectamente.
Eran poco después de las
cuatro cuando regresaba a su
vivienda aquel hombre alto, de
anchos hombros cubiertos por una
trinchera pasada de moda y
cabello negro, sin una sola cana
pese a sus cuarenta y cinco años,
y tan largo que a Martin Aodh le
daba cierto aire de espadachín del
siglo XVI. Lo de Aodh, vale por
Hugo en gaélico y su raza
irlandesa se manifestaba además
en los pómulos salientes y los ojos
color gris claro.
Hacía frío otra vez y Martin se
estremeció mientras doblaba la
esquina para entrar en Quai de
Montebello. Apretó el paso para
alcanzar la entrada del bloque de
apartamentos, del cual dicho sea
de paso era propietario, y de ahí
que se hubiese quedado con el
principal de la esquina, el que
tenía la mejor vista. Desde la
esquina y hasta el cuarto piso la
fachada estaba recubierta de
andamios debido a unas obras de
embellecimiento.
Se disponía a subir los
escalones de acceso al barroco
portal cuando oyó una voz que le
llamaba.
—¿Martin?
Alzó los ojos y vio a Anne-
Marie Audin que asomaba sobre la
barandilla del balcón.
—¿Cómo diablos...? ¿De
dónde has salido tú? —exclamó,
asombrado.
—De Cuba. Acabo de llegar.
Subió tomando los escalones
de dos en dos y ella le recibió con
la puerta abierta. La encerró en un
abrazo de oso y regresaron juntos
al recibidor.
—Qué maravilla volver a
verte. ¿Por qué Cuba?
Ella le besó y le ayudó a
quitarse la gabardina.
—¡Ah! Un jugoso encargo de
la revista Time. Pasemos a la
cocina. Voy a prepararte un té.
Lo del té era un chiste viejo
entre ellos. Pese a ser
norteamericano, Martin no
soportaba el café. Sentado junto a
la mesita, encendió un cigarrillo y
la observó mientras ella preparaba
el té. Su cabello corto era tan
negro como el suyo. Aquella mujer
que se movía con suprema
elegancia tenía la misma edad que
él y sin embargo aparentaba doce
años menos.
—Tienes un aspecto
magnífico —dijo mientras ella le
servía el té. Saboreó un sorbo y
asintió en muestra de
aprobación—. Estupendo, tal
como aprendiste a hacerlo allá en
South Armagh, en 1971, mientras
Liam Devlin y yo te enseñábamos
por la vía práctica cómo
funcionaba el IRA.
—¿Cómo está ese viejo
canalla?
—Sigue en Kilrea, a las
afueras de Dublín, da alguna clase
en el Trinity College y asegura
tener setenta años, aunque todos
sepamos que es mentira.
—Ése no sentará cabeza
nunca.
—Sí, y tú estás maravillosa —
dijo Brosnan—. ¿Por qué no nos
habremos casado?
Era una pregunta repetida
ritualmente durante años, otro
chiste compartido entre ambos. En
otro tiempo habían sido amantes,
pero hacía años que eran sólo
buenos amigos. Aunque distaba
de ser una relación corriente; él
habría sido capaz de dar la vida
por ella, tal como estuvo a punto
de ocurrir en un pantano de
Vietnam cuando se vieron por
primera vez.
—Dicho esto, háblame de tu
nuevo libro.
—Una filosofía del terrorismo
—explicó él—. Muy aburrido. No
creo que se vendan muchos
ejemplares.
—Una lástima, teniendo en
cuenta que proviene de un
entendido en la materia.
—En realidad, no importa. El
conocer las razones nunca ha
servido para cambiar la conducta
de las personas.
—Eres un cínico. Anda,
vamos a beber algo de verdad.
Abrió el frigorífico y sacó una
botella de Krug.
—¿De cosecha nueva?
—¿Cuál, si no?
Pasaron al magnífico salón.
Sobre la chimenea de mármol, un
gran espejo de marco dorado;
plantas en todas partes y un piano
de cola, sofás cómodos y algo
desaliñados, y una cantidad
descomunal de libros. Anne había
dejado abierta la ventana del
balcón y Brosnan fue a cerrarla
mientras ella abría la botella de
Krug y sacaba dos copas del
aparador. En aquel preciso
momento oyeron sonar el timbre
de la puerta.
—¿Profesor Brosnan? —dijo
Hernu—. Soy el coronel Max
Hernu.
—Le conozco perfectamente
—contestó Brosnan—. Action
Service, ¿no es cierto? ¿A qué
viene todo esto? ¿Es mi pasado
pecaminoso el que vuelve por mí?
—No precisamente; lo que
pasa es que necesitamos su
ayuda. Le presentó al inspector
Savary y a los señores Gaston y
Pierre Jobert.
—Pasen, por favor —dijo
Brosnan, acuciada su curiosidad
muy a su pesar.

Por orden de Hernu, los


hermanos Jobert se quedaron en
el vestíbulo mientras él y Savary
eran introducidos en el salón por
Brosnan. Anne-Marie se volvió con
el ceño ligeramente fruncido y
Brosnan hizo las presentaciones.
—Es una gran satisfacción
para mí —le besó la mano
Hernu—. Soy admirador suyo
desde hace años.
—¿Martin? ¿No vas a meterte
en ningún lío? —dijo ella con aire
preocupado.
—Claro que no —la tranquilizó
él—. Ahora, ¿en qué puedo
servirle, coronel?
—En un asunto de seguridad
nacional, profesor. Apenas me
atrevo a mencionarlo, pero he de
recordar que mademoiselle Audin
es una periodista gráfica de
bastante renombre.
Ella sonrió.
—Total discreción. Tiene
usted mi palabra, coronel.
—Estamos aquí porque nos lo
sugirió el brigadier Charles
Ferguson, de Londres.
—¡El viejo diablo! ¿Y por qué
sugirió que hablaran ustedes
conmigo?
—Porque es usted un experto
en asuntos relacionados con el
IRA, profesor. Permita que me
explique.
Lo que el otro hizo,
resumiendo el asunto con toda la
brevedad posible.
—Ya lo ve, profesor —
concluyó—. Los hermanos Jobert
han pasado revista a las
fotografías que tenemos de
militantes del IRA pero no le han
identificado, y Ferguson tampoco
pudo hacer nada con la breve
descripción que pudimos
transmitirle.
—Tienen ustedes un problema
serio.
—Amigo mío, ese hombre no
es un cualquiera. Debe de ser
alguien fuera de lo común para
intentar una cosa así, y sin
embargo no sabemos nada de él,
excepto que es irlandés y habla el
francés con soltura.
—¿Qué quieren que haga yo,
pues?
—Hable con los Jobert.
Brosnan lanzó una ojeada
hacia Anne-Marie y luego se
encogió de hombros.
—Por mí no hay
inconveniente. Que pasen.
Se apoyó en el borde de la
mesa con la copa de champaña en
la mano, mientras ellos le
contemplaban con cierta timidez,
dadas las circunstancias.
—¿Qué edad tendrá?
—Es difícil decirlo, monsieur
—contestó Pierre—. Es una
persona que cambia de un
momento para otro. Como si
tuviese distintas personalidades.
Yo diría que debe de rondar los
cuarenta.
—¿Y su descripción?
—Estatura entre pequeña y
mediana, cabello rubio.
—Parece un don nadie —
intervino Gaston—. Creíamos que
era un enclenque, pero una noche
machacó a un gigantón en nuestro
establecimiento.
—Cuando estaba montando la
Kalashnikov hizo un comentario
diciendo que había visto cómo se
destrozaba con ella un Land Rover
lleno de paracaidistas ingleses.
—¿Eso es todo?
Pierre frunció el ceño.
Brosnan sacó del cubilete la
botella de Krug y Gaston dijo:
—No, hay otra cosa. Siempre
silba una cancioncilla, una tonada
extranjera. Aprendí a tocarla en el
acordeón. Él decía que era
irlandesa.
Brosnan se quedó con el
rostro inexpresivo, inmóvil, con la
botella en una mano y la copa en
la otra.
—Y le gusta ese brebaje,
monsieur.
—¿El champaña?
—Sí, en efecto, cualquier
champaña, pero él prefiere la
marca Krug.
—¿Como éste, de cosecha
reciente?
—Sí, señor. Decía que le
gustaba la mezcla de varietales —
explicó Pierre.
—Siempre decía eso el muy
bastardo.
Anne-Marie apoyó una mano
en el brazo de Brosnan.
—¿Sabes quién es, Martin?
—'Estoy casi seguro. ¿Sabría
tocar esa música aquí, en el
piano? —se volvió hacia Gaston.
—Lo intentaré, monsieur.
Abrió la tapa, ensayó unos
instantes el teclado y luego tocó
con un dedo el comienzo de la
tonada.
—Con eso basta —se volvió
Brosnan hacia Hernu y Savary—.
Es la antigua canción popular
irlandesa La alondra en el aire
claro, y ustedes se hallan en un
apuro, señores, porque el hombre
a quien buscan es Sean Dillon.
—¿Dillon? —dijo Hernu—.
Naturalmente. El hombre de las
mil caras, como dijo alguien de él.
—Un poco exagerado —
replicó Brosnan—. Pero la cosa va
por ahí.

Tras despedir a los hermanos


Jobert, Brosnan y Anne-Marie
ocuparon un sofá frente al de
Hernu y Savary. El inspector
tomaba notas mientras el
norteamericano hablaba.
—Su madre murió en el parto.
Creo que eso sería en 1952. Su
padre era electricista y buscando
trabajo se mudó a Londres, por lo
que Dillon fue a la escuela allí.
Tenía un talento increíble para el
teatro, o mejor dicho, es un actor
genial. Es capaz de cambiar
delante de uno, aparentar una
joroba, echarse quince años
encima. Asombroso.
—Así, ¿le conoce usted bien?
—preguntó Hernu.
—En Belfast, durante los años
malos, antes de que él consiguiera
la beca para estudiar en la
academia de arte dramático. Sólo
estuvo allí un año; no tenían nada
que enseñarle. Hizo un pequeño
papel o dos en el Teatro Nacional,
nada importante. Hay que recordar
que entonces era muy joven.
Luego, en 1971, su padre, que
había regresado a Belfast, fue
muerto por una patrulla del ejército
británico. Cayó en un fuego
cruzado. Un accidente, en
realidad.
—Pero Dillon lo tomó a mal.
—Ya lo creo. Por iniciativa
propia se ofreció a los
«provisionales» del IRA. Les cayó
bien. Era inteligente, poseía
facilidad para los idiomas. Le
enviaron a Libia durante un par de
meses, a uno de esos campos de
entrenamiento para terroristas.
Para un cursillo en materia de
armamento. No hizo falta más, ni
él se volvió nunca atrás de su
decisión. Dios sabe a cuántos
habrá matado.
—Así, ¿aún actúa para el
IRA?
Brosnan meneó la cabeza.
—Ya no, desde hace
bastantes años. Todavía se
considera a sí mismo como un
soldado, pero opina que la
dirección actual es un puñado de
comadres claudicantes y que no
tienen empleo para él. Sería capaz
de matar al Papa si se le
convenciese de la necesidad de
hacerlo. Era aficionado a intentar
cualquier cosa, con tal de que
fuese destructiva. Se rumorea que
estuvo implicado en el caso
Mountbatten.
—¿Y entonces?
—Beirut, Palestina. Ha
trabajado mucho para la OLP.
Muchos grupos terroristas han
utilizado sus servicios —Brosnan
meneó repetidamente la cabeza—.
Preveo que van a tener
dificultades.
—¿Por qué dice eso,
exactamente?
—Por el detalle de que haya
recurrido a un par de infelices
como los Jobert. Siempre actúa
del mismo modo. Aunque no le
haya salido bien esta vez, él sabe
que la debilidad de todos los
movimientos revolucionarios es
que proliferan en ellos los
exaltados y los delatores. Usted
dijo que era el hombre sin rostro, y
es verdad, porque no creo que
exista ninguna foto suya en ningún
archivo. Y aunque existiera, de
poco serviría.
—¿Por qué lo hace? —
preguntó Anne-Marie—. No creo
que se mueva por ninguna
motivación política.
—Porque le gusta. Está
enganchado —explicó Brosnan—.
Es un actor, la función va de veras
y él sabe que hace bien el papel.
—Tengo la impresión de que
no le aprecia usted mucho —
aventuró Hernu—. En el terreno
personal, quiero decir.
—Pues... hace mucho tiempo
intentó matarme, y también a un
buen amigo mío —dijo Brosnan—.
¿Contesta eso a su pregunta?
—Ciertamente, es motivo
justificado —Hernu se puso en pie,
y Savary le imitó en seguida—.
Nos vamos. Quiero transmitir
todas estas informaciones al
brigadier Ferguson cuanto antes.
—Como usted guste —
respondió Brosnan.
—Espero poder seguir
contando con su colaboración en
este asunto, profesor.
Brosnan miró de reojo a Anne-
Marie, que había permanecido
muy seria.
—Mire —contestó al fin—. No
tengo inconveniente en hablar otra
vez con ustedes si eso puede
servir de alguna cosa, pero no
quiero intervenir personalmente.
Usted conoce mi pasado, coronel.
Pase lo que pase, no deseo
regresar a aquello. Es una antigua
promesa que le hice a cierta
persona.
—Lo entiendo perfectamente,
profesor —se volvió Hernu hacia
Anne-Marie—. Ha sido un placer,
mademoiselle.
—Les acompaño —contestó
ella, conduciéndolos hacia la
salida.
Cuando regresó, Brosnan
había abierto la ventana y estaba
en el balcón, mirando hacia la otra
orilla del río y fumándose un
cigarrillo. La ciñó con un brazo.
—¿Estás bien?
—¿Cómo? ¡Ah, sí!
Perfectamente —respondió ella, al
tiempo que apoyaba la cabeza en
su pecho.

En aquel preciso instante,


Ferguson estaba sentado junto a
la chimenea en su piso de
Cavendish Square. Sonó el
teléfono y Mary Tanner lo
descolgó desde la biblioteca. Al
cabo de unos momentos salió y
anunció:
—Era Downing Street. El
primer ministro quiere verle.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo, señor.
Ferguson se incorporó,
quitándose las gafas de présbita.
—Pide el coche. Tú me
acompañarás y esperarás fuera.
Ella descolgó, impartió una
breve orden y colgó.
—A su entender, ¿cuál será el
motivo, brigadier?
—No estoy seguro. Mi
jubilación inminente, o tu retorno a
empleos más rutinarios. O ese
asunto de Francia. A estas alturas
ya estará enterado. En fin,
vayamos allá y lo sabremos —
inició la marcha hacia la salida.

Después de pasar los


controles de seguridad a la
entrada de Downing Street, Mary
Tanner se quedó en el coche
mientras Ferguson pasaba por la
puerta más famosa del mundo.
Estaba todo bastante tranquilo en
comparación con la última vez que
había visitado aquello. En esa
ocasión la señora Thatcher daba
una fiesta de Navidad para el
personal de la casa: encargadas
de la limpieza, mecanógrafas,
oficinistas. Un rasgo muy típico en
ella, o la otra cara de la Dama de
Hierro.
En realidad era una lástima
que ella no continuase en el cargo,
se dijo con un suspiro mientras
seguía a un secretario joven por la
escalera principal donde se
alinean las copias de retratos de
tantos grandes hombres de la
historia: Peel, Wellington, Disraeli
y muchos más. Entraron en un
pasillo, el joven llamó a la puerta y
la abrió.
—El brigadier Ferguson,
primer ministro.
La última vez que Ferguson
había visto aquella habitación, el
toque femenino se manifestaba
inequívocamente en una infinidad
de detalles; ahora las cosas eran
diferentes, un poco más austeras.
Oscurecía fuera y John Major
estaba revisando una especie de
informe. En su mano, la pluma se
movía con celeridad considerable.
—Disculpe la espera, será
sólo un momento —dijo.
La naturalidad de la cortesía
sorprendió a Ferguson; tal género
de consideraciones no abundaba
entre los jefes de estado. Major
firmó el informe, lo dejó a un lado y
se acomodó en su asiento: un
hombre de cabello gris y gafas de
montura de concha, de aspecto
más bien agradable, el primer
ministro más joven del siglo XX.
Casi desconocido para el público
en general en el momento en que
sucedió a Margaret Thatcher, su
manera de conducirse durante la
crisis del golfo le había definido ya
como un estadista de verdadera
talla.
—Tome asiento, brigadier, por
favor. Tenemos poco tiempo, así
que iré derecho al grano. El asunto
que ha afectado a la señora
Thatcher en Francia. Muy
inquietante, como es obvio.
—Lo es en efecto, primer
ministro. Menos mal que las cosas
salieron como salieron.
—Sí, pero más por efecto de
la buena suerte que por otra cosa,
a lo que parece. He hablado con el
presidente Mitterrand y estamos
de acuerdo en que el interés de
todos, teniendo en cuenta
principalmente la situación actual
en el golfo, impone, a la mayor
brevedad la adopción de máximas
medidas de seguridad.
—¿Y la prensa, primer
ministro?
—Nada debe filtrarse a la
prensa, brigadier —le advirtió John
Major—. ¿Entiendo que les falló a
los franceses la captura del
individuo en cuestión?
—Temo que es así, señor,
según mis últimas informaciones,
pero el coronel Hernu, del Action
Service, se mantiene en estrecho
contacto con nosotros.
Diariamente, intercambiamos
información.
—Hablé con la señora
Thatcher y ha sido ella quien llamó
mi atención sobre usted, brigadier.
Según he creído entender, ¿el
departamento de información
llamado Grupo Cuarto fue creado
en 1972, responsable únicamente
ante el primer ministro, con la
finalidad de abordar y resolver
casos concretos de terrorismo y
subversión?
—Es correcto.
—Lo que significa que ha
servido usted a cinco primeros
ministros, contándome yo mismo.
—Lo siento, primer ministro,
pero no es del todo exacto —
objetó Ferguson—. Tenemos una
dificultad en estos momentos.
—¡Ah! Estoy al corriente. A los
servicios normales de seguridad
nunca les agradó demasiado su
presencia, brigadier. Viene a ser
algo demasiado parecido a un
ejército privado del primer ministro.
Por eso creyeron que el relevo en
el Número Diez sería una buena
oportunidad para librarse por fin de
usted.
—Me temo que así es, primer
ministro.
—Bien, pues no está en mis
planes y no sucederá. He hablado
con el director general de los
servicios de seguridad. El asunto
está solventado.
—Lo celebro sinceramente.
—Bien. Ahora mismo, su
primera urgencia, como es obvio,
consistirá en cazar al responsable
de ese incidente francés,
quienquiera que sea. Además, si
pertenece al IRA es asunto
nuestro de todas maneras, ¿no le
parece?
—Totalmente de acuerdo.
—Bien. Puede retirarse, y
ponga manos a la obra. Téngame
informado acerca de cualquier
novedad importante, pero siempre
por los conductos reservados a mi
exclusiva atención.
—Naturalmente, primer
ministro.
La puerta se abrió como por
arte de magia, apareció el
ayudante para acompañar a
Ferguson y el primer ministro se
puso a trabajar con otro legajo de
papeles mientras se cerraba la
puerta y el brigadier Ferguson era
conducido escaleras abajo.

Mientras se ponía en marcha


el sedán, Mary Tanner se adelantó
a cerrar el cristal.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué
le hizo llamar?
—¡Ah! El asunto francés —
habló con sorprendente
indiferencia Ferguson—. ¿Sabes
una cosa? Me ha parecido que
éste tiene bastante madera.
—No insista en ese tema, por
favor —dijo Mary—. ¿No cree que
después de tantos años de
administración tory teníamos
derecho a esperar un cambio?
—Buena defensora de los
trabajadores estás hecha tú —
replicó él—. Tu padre, Dios lo
tenga en su gloria, era profesor de
cirugía en Oxford, y tu madre es
dueña de la mitad del
Herefordshire. Y ese piso tuyo de
Lowndes Square no valdrá menos
de un millón, digo yo... ¿Por qué
será que los hijos de los ricos
siempre salen tan izquierdosos,
pero sin abandonar la costumbre
de cenar en el Savoy?
—Qué grosera distorsión de
los hechos.
—En serio, querida. Yo he
trabajado para tantos primeros
ministros laboristas como
conservadores. El color del político
no importa. El marqués de
Salisbury cuando era primer
ministro, Gladstone, Disraeli, todos
tuvieron problemas muy parecidos
a los que tenemos hoy. Los
fenianos, los anarquistas, las
bombas en Londres... sólo que
entonces usaban la dinamita y hoy
el Semtex, ¡y que no sufrió pocos
atentados la reina Victoria! —
contempló la circulación por
Whitehall mientras se dirigían
hacia el Ministerio de Defensa—.
En el fondo nada cambia.
—Muy bien, tomo nota de la
conferencia, pero ¿qué ha
pasado? —exigió ella con
impaciencia.
—Pues que volvemos a tener
empleo, ¡eso es lo que ha pasado!
—dijo él—. Temo que tendremos
que aplazar tu reincorporación a la
Policía Militar.
—¡Condenado...! —exclamó
ella con júbilo, arrojándole los
brazos al cuello.

El despacho de Ferguson en
el tercer piso del Ministerio de
Defensa ocupaba la esquina
posterior, con vistas a la Horse
Guards Avenue, el Victoria
Embankment y el río al fondo.
Apenas se había sentado detrás
de su escritorio cuando entró Mary
corriendo.
—Fax de Hernu, codificado.
Acabo de pasarlo por la máquina.
No le va a gustar.
Contenía la esencia de la
conversación entre Hernu y Martin
Brosnan, los datos acerca de Sean
Dillon, todo.
—¡Santo cielo! —exclamó
Ferguson—. No podría ser peor.
Ese Dillon es como un fantasma.
¿Existe o no existe ese fulano?
Tan peligroso como Carlos en
tanto que terrorista internacional,
pero totalmente desconocido para
los medios y para la opinión en
general, y sin nada que nos
permita hincarle el diente.
—Una cosa sí tenemos,
señor.
—¿El qué?
—Tenemos a Brosnan.
—Cierto, pero ¿querrá
ayudarnos? —Ferguson se puso
en pie para acercarse a la
ventana—. Hace un año le pedí a
Martin un favor, y no quiso saber
nada del asunto.
Se volvió con una sonrisa y
prosiguió:
—Es esa Anne-Marie Audin, la
novia que tiene. Ella no quiere que
recaiga en lo que fue antes.
—Sí, eso es comprensible.
—Pero no importa. Lo mejor
será que nos pongamos a redactar
un informe con la novedad para el
primer ministro. Que sea breve.
Ella sacó una estilográfica del
bolsillo de su camisa y tomó notas
mientras él dictaba.
—¿Alguna cosa más, señor?
—preguntó cuando hubo
terminado.
—Me parece que no. Que lo
pasen a máquina. Un ejemplar
para el archivo y otro para el
primer ministro. Envíalo en
seguida al número diez mediante
mensajero, con nota de
confidencial y reservado.

Mary elaboró rápidamente un


borrador con su propia máquina de
escribir y luego enfiló pasillo abajo
hacia la sección de secretaría
interior. Existía una en cada
planta, y todo el personal era de
probada confianza. Se oía el
incesante tableteo del teletipo. De
pie ante la máquina, un hombre de
cincuenta y tantos años, cabello
blanco y gafas con montura de
acero, del modelo del ejército, con
la camisa arremangada.
—Hola, Gordon —dijo ella—.
Máxima urgencia y la mejor
presentación. Con una copia para
el archivo personal. ¿Te
encargarás en seguida?
—Naturalmente, capitana
Tanner —le echó una breve
ojeada al documento—. Se lo llevo
dentro de quince minutos.
Ella salió y él se puso delante
de la máquina de escribir,
respirando hondo para serenarse
mientras leía la primera línea: A la
atención del primer ministro,
confidencial y reservado. Gordon
Brown tenía veinticinco años de
antigüedad en el Intelligence
Corps y la categoría de suboficial,
carrera digna aunque no
espectacular, que culminaría en la
concesión de la Orden del Imperio
Británico y una oferta de empleo
en el Ministerio de Defensa
cuando le tocase jubilarse del
ejército. Y todo le había salido bien
hasta que su mujer murió de
cáncer, hacía un año. Como no
tenían hijos, se encontró solo y
triste en el mundo a los cincuenta
y cinco años. Pero entonces
sucedió algo milagroso.
En el ministerio se recibían
con frecuencia tarjetones de
invitación a las numerosas
recepciones de las diversas
embajadas en Londres. Él solía
hacer uso de ellos para distraerse.
Y en el vernissage de una
exposición de arte organizada por
la embajada alemana conoció a
Tania Novikova, secretaria y
mecanógrafa de la embajada
soviética.
Simpatizaron en seguida. Ella
tenía treinta años y no era
particularmente bonita, pero
después de la segunda vez que
salieron ella se lo llevó a la cama
en el piso que él tenía en Camden
y fue como una revelación. Brown
no sabía que las relaciones
sexuales pudieran ser así, y quedó
enganchado al instante. Así
empezó todo. Las preguntas
acerca de su empleo y de todo lo
que ocurriese o dejase de ocurrir
en el Ministerio de Defensa. Luego
se produjo el enfriamiento. Dejó de
verla y quedó completamente
trastornado, fuera de sí. La llamó a
su piso y ella se mostró fría y
distante al principio; luego le
preguntó si había estado haciendo
algo interesante.
Él comprendió en seguida lo
que sucedía, pero no le importó.
Por aquel entonces circulaban en
el ejército británico muchos
informes sobre los cambios
políticos en Rusia. Era tan fácil
sacar una copia más. Cuando las
llevó al piso de ella, todo volvió a
ser como antes y se vio
transportado a cumbres del placer
que jamás había entrevisto antes.
A partir de entonces no tuvo
inconveniente en hacer lo que
fuese necesario ni en suministrar
copias de cualquier cosa que a
ella pudiese interesarle. A la
atención del primer ministro,
confidencial y reservado. ¿Hasta
dónde llegaría la gratitud de ella a
cambio? Cuando hubo
mecanografiado el informe separó
dos copias más, una de ellas para
sí mismo. Tenía un archivador
propio guardado en un cajón de su
dormitorio. La otra era para Tania
Novikova, que naturalmente no era
secretaria-mecanógrafa de la
embajada soviética como le había
dicho a Brown, sino capitana del
KGB.

Gaston abrió la puerta de su


garaje frente a Le Chat Noir y
Pierre se puso al volante del viejo
Peugeot burdeos y crema. Su
hermano se instaló en el asiento
posterior y el automóvil se puso en
marcha.
—Estaba pensando —empezó
Gaston—. ¿Qué pasará si no lo
atrapan? Quiero decir que podría
volver por nosotros, Pierre.
—No digas tonterías —se
impacientó Pierre—. Habrá puesto
pies en polvorosa, Gaston. Sólo un
loco se quedaría, por aquí, con
todo el jaleo que se ha armado.
Anda, enciéndeme un cigarrillo y
cállate. Vámonos a tomar una
buena cena, y luego iremos al
Zanzibar. Todavía está en cartel el
número de strip-tease con las
hermanas suecas.
Faltaba poco para las ocho y
las calles se hallaban silenciosas y
desiertas. La gente se encerraba
en sus casas debido al intenso
frío. El coche salió a una plazuela
y mientras la cruzaban, apareció
detrás de ellos un CRS en
motocicleta, haciéndoles señales
con el faro.
—Nos está siguiendo uno de
la bofia —anunció Gaston.
El policía los adelantó, hombre
sin rostro tras las gafas y el casco
de motorista, y con la mano les
ordenó que se detuvieran.
—Un mensaje de Savary,
supongo —dijo Pierre y estacionó
el coche sobre la acera.
—Puede que le hayan cazado
ya —comentó Gaston, excitado.
El CRS dio media vuelta y
montó la moto sobre su caballete
detrás de ellos. Gaston abrió la
puerta posterior y se asomó.
—¿Han pillado ya a ese
bastardo?
Dillon se sacó de la zamarra
una Walther con un silenciador
Carswell y le disparó dos tiros en
el corazón. Luego se alzó las
gafas y se volvió. Pierre se
santiguó.
—Eres tú.
—Sí, Pierre. Cuestión de
honor.
La Walther tosió dos veces
más; luego Dillon se la guardó
bajo la solapa de la zamarra,
montó en la BMW y desapareció.
Empezó a nevar un poco. En la
plazuela reinaba el silencio.
Transcurrió casi media hora hasta
que fueron hallados por un policía
de a pie que hacía la ronda
encapuchado para protegerse del
frío.

El piso de Tania Novikova


quedaba justo al lado de
Bayswater Road y no lejos de la
embajada soviética. La jornada
había sido muy difícil, por lo que
regresó con intención de acostarse
temprano. Minutos antes de las
diez y media llamaron a la puerta,
justo cuando ella estaba
secándose después de tomar una
ducha. Contrariada, se puso una
bata y bajó a abrir.

El turno de noche de Gordon


Brown había terminado a las diez.
No veía llegado el momento de
poder estar con ella, así que tras
las habituales dificultades para
estacionar su Ford Escort se
presentó a la puerta y llamó con
impaciencia, muy excitado.
Cuando ella fue a abrir y vio quién
era montó en cólera y le tiró del
brazo hacia dentro.
—Te dije que no debías
presentarte aquí, Gordon, bajo
ninguna circunstancia.
—Es que se trata de un caso
especial —suplicó él—. Mira lo
que traigo para ti.
En la sala, ella tomó el
voluminoso sobre, lo rasgó y
extrajo el informe. A la atención
del primer ministro, confidencial y
reservado. Sintió crecer su
emoción a medida que lo leía.
Parecía mentira que aquel imbécil
hubiese puesto en sus manos una
jugada tan importante. Le tocaba
las caderas y subía buscando los
pechos, y se dio cuenta de que lo
tenía muy excitado.
—Interesante, ¿no? —
preguntó él.
—Excelente, Gordon. Te has
portado como un buen muchacho.
—¿De veras? —la agarró con
más fuerza—. ¿Puedo quedarme?
—¡Oh, Gordon! ¡Qué lástima!
Precisamente me ha tocado el
turno de noche.
—Por favor, querida —él
temblaba como una hoja—
Aunque sólo sean unos minutos.
Ella comprendió que era
necesario tenerlo contento, de
manera que dejó el informe sobre
la mesa y le tomó de la mano.
—Un cuarto de hora, Gordon.
No dispongo de más tiempo. Y
luego te irás —le anunció mientras
lo conducía hacia su habitación.
Cuando se hubo librado de él
se vistió a toda prisa, mientras
deliberaba consigo misma qué
hacer. Ella era una comunista pura
y dura, así la habían educado y así
pensaba continuar durante el resto
de su vida. Además estaba
entregada al servicio del KGB con
toda su lealtad; a esa institución
debía estudios, carrera y la poca o
mucha consideración social que
hubiese merecido en su mundo.
Para ser una mujer joven, tenía
ideas sorprendentemente
anticuadas. No era partidaria de
Gorbachev ni de los demás locos
de la glasnost que rodeaban a
éste; por desgracia, en el KGB
muchos sí eran partidarios y entre
ésos destacaba su jefe en la
embajada de Londres, el coronel
Yuri Gatov.
¿Cuál sería su actitud si
llegaba a conocer tal informe?, se
preguntó mientras salía a la calle y
echaba a andar. ¿Cómo
reaccionaría Gorbachev ante la
noticia del fracasado intento de
asesinar a la señora Thatcher?
Tan indignado como el propio
primer ministro británico,
seguramente, y si ésa era la
reacción de Gorbachev, el coronel
Gatov pensaría lo mismo. Así
pues, ¿qué hacer?
La solución se le ocurrió
mientras caminaba sobre el helado
pavimento de Bayswater Road.
Aquel papel podía interesar a un
hombre que no sólo opinaba igual
que ella, sino que además estaba
situado precisamente en el lugar
donde se desarrollaba la acción,
París. Su ex jefe el coronel Josef
Makeiev. En efecto, Makeiev
sabría cómo sacar el mejor partido
posible de aquella información.
Regresó por el parque de
Kensington Palace y se encaminó
a la embajada soviética.
Casualmente Makeiev se
había quedado en su despacho
aquella noche, cuando su
secretaria metió la cabeza y le
anunció:
—Llamada desde Londres,
por el secráfono. Es la capitana
Novikova.
Makeiev descolgó el teléfono
rojo.
—Tania —dijo con cierta
entonación de afecto en la voz;
habían sido amantes durante los
tres años que ella estuvo
trabajando a sus órdenes en
París—. ¿En qué puedo ayudarte?
—Tengo entendido que se ha
producido a primera hora de hoy
un incidente que afectó al Imperio.
Era una antigua expresión en
clave del KGB, utilizada durante
algunos años para referirse a
cualquier intento de magnicidio
que guardase relación con la Gran
Bretaña.
Makeiev despabiló al instante.
—Estás en lo cierto. Del tipo
habitual de aquí no ha pasado
nada.
—¿Te interesa?
—Y mucho.
—Te envío un fax codificado.
Estaré en mi oficina, por si quieres
comentar algo.
Tania Novikova colgó. Tenía
sobre otra mesita su propio
telefacsímil codificador. Tras
acercarse a la máquina, tecleó con
rapidez los detalles necesarios,
comprobándolos en la pantalla.
Agregó la clave personal de
Makeiev y fue introduciendo las
hojas del informe. Al cabo de
pocos segundos recibió la
confirmación de recibido completo.
Se puso en pie, encendió un
cigarrillo y se acercó a la ventana,
dispuesta a esperar.

El mensaje codificado se
recibió por radio en el gabinete de
cifra de la embajada en París.
Makeiev se quedó junto a la
máquina, esperando con
impaciencia a que saliera la
transmisión. El operador se la
entregó y el coronel, tras insertar
las hojas en el decodificador,
tecleó su clave personal. En su
prisa por enterarse del contenido,
empezó a leer el mensaje
decodificado mientras andaba por
el pasillo, tan excitado como la
misma Tania Novikova después de
leer el encabezamiento: A la
atención del primer ministro,
confidencial y reservado. Y lo
releyó una vez más sentado detrás
de su escritorio. Reflexionó unos
momentos y luego alargó una
mano hacia el teléfono rojo.

—Hiciste bien, Tania. La


criatura es mía.
—Me alegro.
—¿Sabe Gatov algo de esto?
—No, coronel.
—Bien, pues vamos a dejarlo
así.
—¿Puedo hacer algo más?
—¡Y tanto! Cultiva a tu
contacto. Pásame sin demora
cualquier cosa que haya. Y es
posible que deba pedirte algo más.
Un amigo mío se desplazará
próximamente a Londres. Es el
amigo que mencionan los papeles.
—Quedo a tus órdenes.
Tania colgó, muy satisfecha
de sí misma, y se encaminó hacia
la cantina.

En París, Makeiev permaneció


un rato sentado, con el ceño
fruncido, y luego descolgó para
llamar a Dillon. Hubo una breve
espera hasta que se puso el
irlandés.
—¿Quién es?
—Soy Josef, Sean. Voy para
allá. Máxima importancia.
Makeiev colgó el aparato,
requirió su abrigo y salió.
4

Aquella noche Brosnan y


Anne-Marie fueron al cine y
después a un pequeño restaurante
de Montmartre llamado La Place
Anglaise. Era uno de sus favoritos
porque, pese al nombre, tenía
entre sus especialidades un
suculento estofado irlandés. No
estaba demasiado lleno, y justo
habían dado cuenta del primer
plato cuando apareció Hernu,
seguido de Savary.
—Nieva en Londres, nieva en
Bruselas y nieva en París —se
sacudió Hernu el polvillo blanco de
la manga, y se desabrochó el
abrigo.
—De su aparición deduzco
que estoy siendo seguido, ¿o me
equivoco? —preguntó Brosnan.
—No hay tal, profesor. Fuimos
a su casa, donde el conserje nos
dijo que habían salido al cine, y
luego tuvo la amabilidad de
mencionar tres o cuatro
restaurantes que ustedes
frecuentan. Éste es el segundo.
—Entonces, siéntense y
tomen un coñac y un café. Deben
de estar helados —dijo Anne-
Marie.
Ambos se quitaron los abrigos
y Brosnan hizo una seña al chef,
que acudió en seguida a tomar
nota del pedido.
—Lamento estropear su
velada, mademoiselle, pero es que
se trata de un caso importante —
dijo Hernu—. El asunto ha tomado
un giro desgraciado.
—Estamos preparados para lo
peor —encendió un cigarrillo
Brosnan.
Fue Savary quien continuó:
—Hace unas dos horas, los
cadáveres de los hermanos Jobert
han sido hallados en su automóvil
por un agente en servicio de
patrulla. Estaban en una plazuela
no lejos de Le Chat Noir.
—¿Asesinados, quiere usted
decir? —intervino Anne-Marie.
—¿Cómo? ¡Ah, sí! Muertos a
tiros, mademoiselle.
—Dos en el corazón cada
uno, ¿verdad? —preguntó
Brosnan.
—En efecto, profesor, el
forense así lo aseguró apenas les
hubo echado una ojeada. No nos
quedamos a ver lo demás. ¿Cómo
lo sabía usted?
—Ha sido Dillon, sin duda. Es
un truco de profesional veterano,
coronel, como seguramente no
ignora usted. Nunca un solo tiro,
siempre dos, por si el otro llega a
replicar aunque sea en un acto
reflejo.
Hernu removió el café.
—¿Usted preveía esto,
profesor?
—Cómo no. Era de esperar
que volviese por ellos tarde o
temprano. Un hombre extraño.
Siempre cumple su palabra, nunca
deja un contrato pendiente, y exige
lo mismo de quienes tratan con él.
Es lo que él llama cuestión de
honor. O por lo menos, así
pensaba en los viejos tiempos.
—¿Permite que le haga una
pregunta? —dijo Savary—. Yo
llevo quince años en las calles y
he conocido muchos asesinos. Y
no sólo gángsteres para quienes el
matar es parte de su oficio, sino
también infelices de esos que
matan a su mujer porque les ha
sido infiel. Dillon me parece otra
cosa diferente. Quiero decir que
los soldados ingleses mataron a
su padre y él se hizo del IRA, eso
se puede entender. Pero no lo que
ha venido haciendo después.
Durante veinte años. Tantos
crímenes y la mayoría de ellos ni
siquiera perpetrados en su patria,
¿por qué?
—No soy psiquiatra —replicó
Brosnan—. Si lo fuese, le daría
muchos nombres raros
empezando por psicópata y todo lo
demás. He conocido a hombres
así en las fuerzas especiales del
ejército, en el Vietnam, y algunos
eran hombres que valían, pero que
una vez empezaron a matar ya no
podían dejarlo. El instinto se
apoderaba de ellos como una
droga. Y la fase siguiente siempre
consistía en matar aunque no
fuese necesario, en hacerlo a
sangre fría. Allí en Vietnam era
como si las personas, no sé cómo
decirlo, se hubieran convertido en
cosas.
—¿Cree que es eso lo que le
ha sucedido a Dillon? —preguntó
Hernu.
—Es lo que me sucedió a mí,
coronel —replicó Martin Brosnan
con dureza.
Hubo un silencio y por último
Hernu dijo:
—Es preciso que lo
atrapemos, profesor.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿nos ayudará a
cazarlo?
Anne-Marie apoyó una mano
en el brazo de él, con una mueca
de gran contrariedad en el rostro, y
se volvió hacia los dos intrusos
hablándoles casi con acritud:
—Eso es trabajo de ustedes, y
no de Martin.
—Tranquila, no te preocupes
—la apaciguó Martin, y
volviéndose hacia Hernu añadió—:
Cualquier consejo que yo pueda
dar, o cualquier información útil,
cuenten con ello, pero ninguna
intervención personal. Lo siento,
coronel. No puede ser de otra
manera.
Savary terció en la discusión:
—Usted dijo que él intentó
matarlos una vez, a usted y a un
amigo.
—Sí, eso fue en el setenta y
cuatro. Él y yo trabajábamos para
ese amigo, un hombre llamado
Liam Devlin. Era lo que podríamos
llamar un revolucionario a la
antigua. Todavía creía posible
luchar como en los viejos tiempos,
como un ejército clandestino
contra las tropas de ocupación, un
poco al modo de la Resistencia
francesa durante la última guerra.
Aborrecía las bombas, los
atentados indiscriminados, cosas
así.
—¿Qué pasó? —preguntó el
inspector.
—Que Dillon desobedeció las
órdenes y que la bomba destinada
a un coche patrulla de la policía
mató a media docena de niños.
Devlin y yo fuimos por él, y trató
de liquidarnos.
—Sin éxito, como es evidente.
—Bien, nosotros no éramos
exactamente unos niños de la
calle —la voz reflejaba ahora un
cambio sutil, más dura, más
cínica—. Me dejó una marca en un
hombro, y yo le hice otra en el
brazo. Fue entonces la primera
vez que desapareció y pasó al
continente.
—¿Y no ha vuelto a verle?
—Estuve en la cárcel durante
más de cuatro años desde el
setenta y cinco, inspector. En
Belle-Isle. Se le olvidan a usted
sus expedientes. Él trabajó
durante algún tiempo con un
individuo llamado Frank Barry, otro
refugiado del IRA que prefirió el
panorama de Europa continental.
Ese Barry sí era malo, ¿lo
recuerda usted?
—Ya lo creo, profesor —dijo
Hernu—. Recuerdo que en 1979
trató de asesinar a lord Carrington,
el secretario británico de
Exteriores, en circunstancias muy
parecidas a las de este caso
reciente, por cierto.
—Dillon seguramente quiso
emular esa operación. Idolatraba a
Barry.
—A quien usted mató
actuando por cuenta de los
servicios de información británicos,
si no estoy equivocado.
—Ustedes perdonen —dijo
Anne-Marie, poniéndose en pie, y
se dirigió hacia los servicios.
—La hemos molestado —dijo
Hernu.
—Está preocupada por mí,
coronel. Teme que las
circunstancias me obliguen a
empuñar otra vez un arma y me
empujen por los caminos de antes.
—Lo comprendo, amigo mío
—se incorporó Hernu para
ponerse el abrigo—. Ya le hemos
entretenido bastante. Le ruego que
presente mis excusas a
mademoiselle Audin.
—Sus clases en la Sorbona,
profesor —dijo Savary—; estoy
seguro de que sus alumnos las
adoran. Apostaría a que tiene el
aula muy concurrida.
—Siempre —dijo Brosnan.
Los siguió con la mirada, y
luego Anne-Marie regresó.
—Lo siento, querida —le dijo.
—No ha sido por culpa tuya —
parecía fatigada—. Creo que me
voy a casa.
—¿No te vienes conmigo?
—Esta noche no. Quizá
mañana.
Brosnan firmó la cuenta que le
presentaba el chef, quien les
ayudó a ponerse los abrigos y los
acompañó hasta la puerta para
despedirlos. Fuera, la nieve
empezaba a cuajar sobre el
adoquinado. Ella sintió un
escalofrío y se volvió hacia
Brosnan.
—¿Sabes una cosa, Martin?
Hubo un cambio en ti allá dentro,
mientras hablabas con ellos. Por
un momento, volviste a ser el otro
hombre.
—¿De veras? —dijo él,
aunque sabía que era verdad.
—Voy a buscar un taxi.
—Te acompaño.
—Prefiero que no lo hagas.
La siguió con la mirada
mientras ella se alejaba, y luego
se volvió hacia la dirección
opuesta. Pensaba en Dillon, en
dónde se hallaría y qué estaría
haciendo.
La barcaza de Dillon estaba
amarrada en un pequeño recodo
del muelle de St. Bernard. Era un
amarradero reservado
principalmente a lanchas motoras,
embarcaciones de placer en
aquellos momentos recubiertas
con toldillos de lona para el
invierno. Por dentro era
sorprendentemente lujosa, la sala
revestida de caoba tenía espacio
para dos cómodos sofás y un
televisor. La cabina estaba
amueblada con un sofá cama y
comunicaba con una ducha.
Enfrente la cocina, pequeña pero
muy moderna, y dotada de todos
los enseres que pudiera desear un
buen cocinero. Acababa de poner
agua a hervir cuando oyó pasos
en la cubierta. Abrió un cajón,
extrajo una Walther y después de
armarla se la guardó debajo del
cinto, a la espalda. Luego salió.
Era Makeiev, que se sacudió
la nieve del abrigo antes de entrar
en la salita diciendo:
—Vaya nochecita. Hace un
tiempo de perros.
—Peor estarán en Moscú —le
recordó irónico Dillon—. ¿Un café?
—Cómo no.
Makeiev abrió una alacena y
sacó la botella de coñac, mientras
el irlandés regresaba con un tazón
en cada mano. —Y bien, ¿qué
pasa?
—En primer lugar, mis
informantes me dicen que los
hermanos Jobert han aparecido
por ahí bastante difuntos. ¿Crees
que eso es prudente?
—Citando el inmortal diálogo
de una de aquellas películas
rancias de James Cagney, lo
tenían merecido hace tiempo.
¿Qué más ha sucedido?
—¡Ah! Que ha aparecido otra
vez un fantasma de tu viejo
pasado. Un tal Martin Brosnan.
—¡Virgen Santísima! —por un
momento, Dillon pareció
consternado—. ¿Martin Brosnan?
¿De dónde diablos habrá salido
ése?
—Pues resulta que está
viviendo aquí en París, río arriba
de donde estamos ahora, en Quai
de Montebello. En esa manzana
de la esquina que se halla frente a
Nôtre Dame. Un portal con una
decoración barroca. Desde aquí
son cuatro pasos, no tienes
pérdida. Además están
restaurando la fachada y la tienen
cubierta de andamios.
—Cuántos detalles —sacó
Dillon una botella de Bushmills y
se sirvió—. ¿Por qué?
—Acabo de pasar por delante
de la casa, de camino hacia acá.
—¿Y qué tiene que ver
conmigo todo eso?
Makeiev se lo explicó todo, lo
de Max Hernu, Savary, Tania
Novikova en Londres, sin omitir
detalle.
—Al menos, sabemos lo que
pretenden nuestros amigos —dijo
a guisa de conclusión.
—Esa chica, la Novikova,
podría serme muy útil —dijo
Dillon—. ¿Estás seguro de que se
ajustará a nuestros planes?
—Sin ninguna duda. Trabajó
para mí hace algunos años. Es
una chica muy lista, y lo mismo
que yo, no está contenta con el
giro que han tomado los asuntos
en nuestro país. El jefe de ella es
diferente. El coronel Yuri Gatov es
uno de ésos, un partidario del
cambio.
—Sí, podría ser muy
importante —repitió Dillon.
—¿Significa eso que piensas
ir a Londres?
—Cuando lo tenga decidido te
lo diré.
—¿Y Brosnan?
—Si me lo tropezase en la
calle no me reconocería.
—¿Estás seguro?
—Mira, Josef, podría
tropezarme contigo y no me
reconocerías. En realidad nunca
has visto cómo cambio, ¿verdad?
¿Has traído tu coche?
—Claro que no. He venido en
taxi. Confío en poder encontrar
otro ahora.
—Voy por alguna prenda de
abrigo y te acompaño un
momento.
Salió mientras Makeiev se
ponía el abrigo y apuraba otro
coñac. Entonces oyó un roce a su
espalda y cuando se volvió, Dillon
estaba frente a él en chaquetón y
gorra de marinero, algo más bajo y
contrahecho, e incluso la cara
parecía diferente. Aparentaba
unos quince años más. El cambio,
realizado exclusivamente
mediante el dominio del lenguaje
corporal, era increíble.
—¡Dios mío! Es asombroso —
dijo Makeiev.
Dillon se irguió y dijo con
burlona sonrisa:
—Josef, muchacho, si hubiera
continuado en la carrera teatral
ahora yo sería un monstruo de la
escena. Vámonos.

La nieve era apenas una capa


de polvillo fino en las aceras. Las
barcazas surcaban el río y Nôtre
Dame, iluminada por los focos,
parecía flotar en medio de la
noche. Salieron al muelle de
Montebello sin haber atisbado un
taxi.
Makeiev dijo:
—Ahí la tienes, ésa es la casa
de Brosnan. Es propietario de todo
el edificio; su madre le dejó con el
riñón bien cubierto, a lo que
parece.
—¿De veras?
Dillon contemplaba el
andamiaje, y Makeiev explicó: —
Apartamento número cuatro, justo
en la esquina del principal.
—¿Vive solo?
—Sí, no está casado. Tiene
una amiga, Anne-Marie Audin...
—¿La periodista? La he visto
una vez, estuvo en Belfast allá por
el setenta y uno. Brosnan y Liam
Devlin, que era mi jefe entonces,
le concedieron una exclusiva
sobre las interioridades del IRA.
—¿La conoces?
—Personalmente no. ¿Viven
juntos?
—Creo que no.
En aquellos momentos
apareció un taxi doblando la
esquina y Makeiev alzó el brazo.
—Mañana seguiremos
hablando.
El taxi se alejó y Dillon se
disponía a desandar camino
cuando apareció Brosnan al fondo
de la calle. Dillon le reconoció al
instante.
—Hola, Martin, ¡viejo
bastardo! —dijo en voz baja.
Brosnan se metió en su casa y
Dillon se volvió, satisfecho,
silbando quedamente una
musiquilla.

En su piso de Cavendish
Square, Ferguson estaba a punto
de acostarse cuando sonó el
teléfono. Era Hernu, quien
anunció:
—Malas noticias. Ha liquidado
a los hermanos Jobert.
—¡Caramba! No pierde el
tiempo, ¿verdad? —farfulló
Ferguson indignado.
—Hemos hablado con
Brosnan para solicitarle su
colaboración, pero me temo que la
negativa es irrevocable. Ofrece
asesoramiento y todo lo que le
pidamos, pero no quiere intervenir
activamente.
—Tonterías —replicó
Ferguson—. Eso es inadmisible.
Cuando el barco hace agua todos
deben ponerse al achique, sin
excepciones. Y este barco se está
hundiendo a toda velocidad, por lo
que veo.
—¿Alguna sugerencia?
—A lo mejor serviría de algo
que yo hablase con él. No estoy
seguro de la hora, porque tengo
pendientes algunos asuntos, pero
procuraré estar ahí por la tarde. Le
llamaré para confirmárselo.
—Excelente. Será una
satisfacción para nosotros el
recibirle.
Ferguson se quedó un rato
pensándolo y luego llamó al piso
de Mary Tanner.
—Supongo que, al igual que
yo, esperabas poder descansar en
relativa tranquilidad esta noche
después del madrugón de hoy,
¿verdad? —dijo.
—Ésa era mi intención, en
efecto. ¿Ha ocurrido algo?
La puso al corriente.
—Creo que lo más oportuno
sería tomar el avión mañana, tener
una charla con Hernu y después
hablar con Brosnan. Es menester
que comprenda la gravedad del
asunto.
—¿Quiere que le acompañe?
—Por supuesto. En ese país
yo no entiendo ni la carta del
restaurante; en cambio tú, gracias
a tu educación de niña rica, tienes
la ventaja de dominar el idioma a
la perfección. Ponte en contacto
con el administrador del parque
móvil del ministerio y dile que
necesito el birreactor Lear a punto
para mañana por la mañana.
—Lo solventaré, ¿alguna cosa
más?
—No. Mañana nos vemos en
la oficina, y no olvides el
pasaporte.
Ferguson colgó el aparato, se
acostó y apagó la luz.

De regreso en su barcaza,
Dillon puso de nuevo el agua a
hervir, echó un poco de whisky
Bushmills en un tazón, le añadió
un poco de jugo de limón y azúcar,
echó agua hirviendo y se arrellanó
en la salita mientras tomaba el
primer sorbo de ponche. «¡Dios
mío! Martin Brosnan, al cabo de
tantos años.» Su espíritu evocaba
los viejos tiempos con el
americano y con Liam Devlin, su
antiguo comandante. Devlin, la
leyenda viviente del IRA. Días
salvajes, febriles, cuando
desafiaban todo el poder del
ejército británico luchando cara a
cara. Nada volvería a ser como
entonces.
Tenía sobre la mesa un
montón de periódicos británicos.
Los compraba en el quiosco de la
Gare de Lyon. Estaban allí el Daily
Mail, el Express, The Times y el
Telegraph. Le interesaban sobre
todo las secciones de política, y
todos venían a decir más o menos
lo mismo. La crisis del golfo, los
bombardeos sobre Bagdad, las
especulaciones acerca de cuándo
comenzaría la ofensiva en tierra. Y
las fotos, naturalmente. El primer
ministro John Major a la puerta del
diez de Downing Street. ¡La
prensa británica era maravillosa!
Allí se polemizaba sobre las
medidas de seguridad, se
especulaba acerca de posibles
ataques terroristas árabes y se
publicaban incluso diagramas y
planos de los alrededores de
Downing Street. Y más fotos del
primer ministro y de los demás
ministros del Gobierno, que
acudían a las cotidianas reuniones
del gabinete de Guerra.
Indudablemente, la acción estaba
en Londres. Dejó los periódicos
tras ordenarlos con meticulosidad,
apuró el ponche y se metió en la
cama.
Casi lo primero que hizo
Ferguson cuando llegó a su
despacho fue dictar una breve
nota para el primer ministro, con el
fin de ponerle al corriente y
notificarle el viaje a París. Mary
llevó el borrador a la secretaría
interior; la funcionaria, cuyo turno
de noche estaba a punto de
concluir, una tal Alice Johnson,
viuda de guerra cuyo esposo
había caído en las Malvinas, pasó
a máquina el informe en seguida.
Estaba sacando una xerocopia
cuando se presentó Gordon
Brown, que había adoptado un
horario partido, tres horas de diez
a una por la mañana y seis hasta
las diez de la noche. Dejó en el
suelo un portafolios y se quitó la
americana.
—Puede irse cuando usted
quiera, Alice. ¿Alguna cosa
especial?
—Sólo estos papeles para la
capitana Tanner. Es un informe
para el número diez y he
prometido llevárselo.
—Ya lo haré yo —dijo
Brown—. Váyase a casa.
Ella le pasó los dos
ejemplares del informe y se puso a
despejar su mesa de despacho.
Imposible confeccionar otra copia
más, pero al menos tenía la
oportunidad de leerlo, cosa que
hizo mientras se encaminaba por
el pasillo hacia la oficina de Mary
Tanner. Cuando entró la halló
sentada detrás de su escritorio.
—El informe que pidió, mi
capitana. ¿Quiere que llame a un
mensajero?
—No, gracias, Gordon. Ya me
ocuparé yo.
—¿Alguna cosa más, mi
capitana?
—No. Sólo he venido para
despejar el escritorio. El brigadier
Ferguson y yo nos vamos a París
—consultó su reloj—. Debo darme
prisa, hay que presentarse en
Gatwick a las once.
—Que tengan un buen viaje.
Cuando regresó a su sección,
Alice Johnson todavía estaba allí.
—Oye, Alice, ¿te importaría
quedarte unos minutos más?
Tengo un recado urgente. Otro día
te sustituiré yo a ti.
Se puso el abrigo, corrió
escaleras abajo hacia la cantina y
se metió en una de las cabinas de
teléfono público. Casualmente
Tania Novikova estaba en casa,
porque la noche anterior no había
salido de la embajada hasta muy
tarde.
—Te tengo dicho que no me
llames aquí nunca. Yo te llamaré
—fue lo primero que dijo.
—Necesito verte. Salgo a la
una.
—Imposible.
—He visto otro informe. Sobre
el mismo asunto.
—Entiendo. ¿Tienes copia?
—No, no he podido. Pero lo
leí.
—¿Qué dice?
—Te lo contaré a la hora del
almuerzo.
Ella se dio cuenta de que la
situación demandaba un control
enérgico por su parte, por lo que
se dirigió a él con voz fría y dura:
—No me hagas perder el
tiempo, Gordon. Estoy ocupada.
Será mejor que pongamos fin a
esta conversación. Te llamaré o no
cuando a mí me convenga.
La reacción de él fue de
pánico inmediato.
—No, espera que te lo cuento.
No había mucho. Sólo que los dos
delincuentes franceses que
intervinieron en el asunto fueron
asesinados y ellos sospechan que
ha sido el tal Dillon. ¡Ah! Y el
brigadier Ferguson y la capitana
Tanner se van a París hoy a
mediodía con la Lear del servicio.
—¿Para qué?
—Esperan poder convencer al
tal Martin Brosnan para que los
ayude.
—Bien —dijo ella—. Te has
portado, Gordon. Nos veremos
esta noche en tu piso. A las seis, y
me pasarás tu calendario de
turnos para los próximos quince
días —dicho lo cual colgó.
Con un suspiro de alivio,
Brown regresó a su despacho.

Ferguson y Mary Tanner


tuvieron un vuelo excelente y
aterrizaron en el aeropuerto
Charles de Gaulle poco después
de la una. A las dos eran
introducidos en el despacho de
Hernu, en la sede central de la
DGSE, bulevar Mortier.
Ferguson fue recibido con un
breve abrazo.
—¡Charles, viejo pirata!
Cuánto tiempo.
—Vamos, vamos, ¡esos
modales franceses! —dijo
Ferguson—. A ver si la próxima
vez me darás un beso en cada
mejilla. Te presento a mi ayudante
Mary Tanner.
Ella vestía un elegante traje
chaqueta de Armani color castaño
oscuro, con unos exquisitos
botines de Manolo Blahnik. En las
orejas unos aretes con brillantes, y
un Rolex sumergible de oro en la
muñeca completaban su
presencia; para ser una muchacha
que no destacaba por su belleza,
tenía un aspecto encantador.
Hernu sabía apreciar la clase en
cuanto la veía y le besó la mano.
—Capitana Tanner, su
reputación la precede a usted.
—Sólo la parte favorable,
espero —replicó ella en correcto
francés.
—En fin —dijo Ferguson—.
Dejémonos de ceremonias y
vamos al grano. ¿Qué pasa con
Brosnan?
—Hablé con él esta mañana y
accede a recibirnos en su
apartamento hoy a las tres. Lo que
todavía nos deja tiempo para
almorzar. Tenemos aquí una
cantina excelente, adonde acuden
todos, desde el director hasta el
último empleado —les franqueó la
puerta—. Síganme. No será la
mejor comida de París, pero sí la
más barata.

En el camarote de su barcaza
instalado como salita, Dillon
apuraba una copa de Krug
mientras estudiaba un plano a
gran escala de Londres. A su
alrededor, clavados en las paredes
de caoba, numerosos artículos y
sueltos de todos los periódicos, en
cuanto aludiesen concretamente a
cuestiones del número diez, de la
guerra del golfo y del buen papel
que estaba haciendo John Major.
Había también varias fotografías
del primer ministro más joven del
siglo. Parecía como si las miradas
le siguieran a todas partes, como
si Major le estuviera observando.
—Yo también te he echado el
ojo a ti, colega —dijo Dillon en voz
baja.
Lo que más le extrañaba eran
aquellas reuniones diarias del
gabinete de Guerra británico en el
número diez. Todos aquellos
cabestros enchiquerados en un
mismo corral, ¡vaya blanco
perfecto! Sería como lo de
Brighton otra vez, cuando todo el
Gobierno británico estuvo a punto
de desaparecer borrado del mapa.
Pero ¿el número diez como
blanco? No parecía posible. El
búnquer Thatcher, había dicho
alguien después de las medidas
de seguridad que dispuso la
temible Dama de Hierro. Oyó
pasos en la cubierta y como quien
no quiere la cosa, entreabrió un
cajón que contenía un revólver
Smith & Wesson del 38. Al ver que
era Makeiev volvió a cerrarlo.
—Podía telefonear, pero he
pensado que era mejor que
habláramos personalmente —dijo
el ruso.
—¿Qué hay ahora?
—Traigo algunas fotos de
Brosnan con su aspecto actual,
tomadas por nosotros. ¡Ah!, y ésta
es de su amiga, Anne-Marie
Audin.
—Bien. ¿Algo más?
—Tengo nuevas noticias de
Tania Novikova. Parece ser que el
brigadier Ferguson y una
ayudante, la capitana Mary
Tanner, han venido a vernos.
Despegaron de Gatwick a las once
—consultó el reloj—. Supongo que
estarán con Hernu ahora mismo.
—¿Con qué objeto?
—La verdadera finalidad del
viaje es visitar a Brosnan y tratar
de lograr su intervención activa
para localizarte.
—¿De veras? —sonrió
fríamente Dillon—. Martin empieza
a convertirse en una molestia.
Tendré que hacer algo al respecto.
Makeiev asintió al tiempo que
contemplaba los recortes de las
paredes.
—¿Una exposición privada?
—Estoy familiarizándome con
mi hombre —explicó Dillon—.
¿Una copa?
—No, gracias —Makeiev
experimentaba un súbito
malestar—. Tengo cosas que
hacer. Seguiremos en contacto.
Y salió a cubierta. Dillon se
sirvió un poco más de champaña,
tomó un sorbo y luego se detuvo,
se encaminó a la cocina y vertió el
resto de la botella en el desagüe.
Un despilfarro, pero era preciso.
Regresó a la sala, encendió un
cigarrillo y contempló de nuevo los
recortes. Pero ahora sólo podía
pensar en Martin Brosnan. Tomó
las fotos que le había traído
Makeiev y las clavó en la pared
junto a los demás papeles.

En Quai de Montebello, Anne-


Marie trasteaba en la cocina
mientras Brosnan, sentado a la
mesa, corregía un trabajo. Cuando
sonó el timbre ella se secó las
manos con un paño y salió.
—Deben de ser ellos —dijo—.
Yo abriré, y tú no olvides lo que
me has prometido.
Le hizo una breve caricia en la
nuca y fue a abrir. Se oyeron
voces en el recibidor y ella regresó
con Ferguson, Hernu y Mary
Tanner.
—Voy a preparar un poco de
café —anunció Anne-Marie al
tiempo que desaparecía en la
cocina.
—Mi querido Martin —le
tendió la mano Ferguson—.
Cuánto tiempo sin vernos.
—Es sorprendente. Sólo nos
vemos cuando tiene usted algo
que pedirme —comentó Brosnan.
—Le presento a una persona
a quien usted no conoce. Mi
ayudante la capitana Mary Tanner.
Brosnan le echó una rápida
ojeada a aquella figura menuda,
morena, elegante, con la cicatriz
en la mejilla, y le gustó lo que vio.
—¿No podía usted encontrar
una ocupación más distinguida
que la que le ofrece este viejo
carcamal? —bromeó.
Ella se extrañó al sentirse algo
intimidada en presencia de aquel
cuarentón de cabello ridículamente
largo, cuyo rostro permitía adivinar
con facilidad que su propietario
había visto lo peor de la vida.
—Es la crisis, hay que
aprovechar todas las
oportunidades —dejó un instante
su mano entre las de él.
—Ahora que quedan dichas
las payasadas podremos empezar
a trabajar en serio —terció
Ferguson.
Hernu se acercó a la ventana
y Ferguson y Mary se sentaron en
un sofá frente a Brosnan.
—Me ha contado Max que
habló con usted anoche, después
del asesinato de los hermanos
Jobert.
Anne-Marie sirvió los cafés
sobre una bandejita, y Brosnan
corroboró:
—Cierto.
—¿Dice que se niega usted a
colaborar con nosotros?
—Expresado así suena
demasiado fuerte. Lo que yo dije
fue que estaba dispuesto a
colaborar en todo cuanto me fuese
posible, exceptuando una
intervención personal activa por mi
parte. Así que si han venido con
intención de persuadirme, pierden
el tiempo.
Anne-Marie llenó las tazas y
Ferguson se dirigió a ella:
—¿Usted está de acuerdo,
mademoiselle Audin?
—Martin dejó esa vida hace
muchos años, brigadier—procuró
ella medir sus palabras—. Me
desagradaría ver que retorna a
ella, cualesquiera que fuesen los
motivos.
—Pero ¿sin duda estará usted
de acuerdo en que hay que
detener a un hombre tan peligroso
como Dillon?
—Que lo detengan otros,
entonces, ¿por qué ha de ser
Martin? ¡Por el amor de Dios! —
hablaba ahora con voz
destemplada, furiosa—. Eso es
trabajo de ustedes. Para eso se
les paga.
Max Hernu se acercó a tomar
una taza de café.
—Ocurre que el profesor
Brosnan se halla en una posición
especial por lo que concierne a
este asunto, mademoiselle. Él fue
compañero de Dillon, trabajó con
él durante años. Podría ser una
gran ayuda para nosotros.
—No quiero volver a verle con
un arma en la mano —replicó
ella—. Y si se mete en esto,
ocurrirá, y una vez metido en ese
camino sólo hay una salida, y
todos sabemos cuál es.
Incapaz de contenerse, dio
media vuelta y se metió otra vez
en la cocina. Mary Tanner fue tras
ella y cerró la puerta. Anne-Marie
tenía las dos manos apoyadas en
la fregadera y el rostro demudado.
—¡Ellos no quieren
comprenderlo! ¡No se hacen cargo
de lo que quiero decirles!
—Yo sí lo comprendo —dijo
Mary con sencillez, y cuando
Anne-Marie empezó a sollozar
quedamente, la abrazó.
Brosnan abrió el ventanal y
salió al balcón, junto a los
andamios, respirando a pleno
pulmón el aire helado. Ferguson
fue a reunirse con él.
—Lamento haberla
disgustado.
—No es verdad. Usted sólo
piensa en su objetivo. Siempre ha
sido así.
—Es un mal individuo, Martin.
—Lo sé —asintió Brosnan—.
Esta vez el pequeño bastardo ha
destapado un cesto lleno de
serpientes. Necesito un cigarrillo.
Hernu estaba sentado junto a
la chimenea. Brosnan halló un
paquete de cigarrillos, y después
de un breve titubeo fue a abrir la
puerta de la cocina. Anne-Marie y
Mary estaban sentadas la una
frente a la otra, tomándose las
manos. Mary se volvió hacia él.
—Déjenos un rato solas. Se
pondrá bien.
Brosnan regresó al balcón,
encendió un cigarrillo y se apoyó
sobre la barandilla.
—Parece una gran mujer esa
ayudante de usted. Y la cicatriz en
la mejilla izquierda... Es de
metralla. ¿Quiere contarme la
historia?
—Era teniente de la policía
militar en Londonderry y estaba de
patrulla. Un fulano del IRA iba a
colocar un coche bomba cuando
se le caló el motor. Lo dejó junto a
la acera y echó a correr. Por
desgracia, estaba a las puertas de
una residencia de ancianos. Mary
patrullaba en su Land Rover por
allí cuando la alertó un paisano.
Ella se metió en el coche, soltó el
freno de mano y logró llevarlo en
punto muerto, cuesta abajo, hasta
un descampado. Estalló cuando
ella echaba a correr.
—¡Dios mío!
—Sí, en esa ocasión Él
intervino oportunamente. Cuando
salió del hospital recibió una
severa reprimenda por
desobedecer una consigna
permanente, y la medalla de San
Jorge por la valentía de su acción.
Después de eso entró a trabajar
conmigo.
—Las aguas tranquilas son
profundas —sentenció Brosnan
con un suspiro y arrojó el cigarrillo
por la ventana mientras Mary
Tanner regresaba al salón.
—Se ha acostado un rato.
—Muy bien, pues
continuemos —dijo Brosnan—. O
mejor dicho, acabemos. ¿Qué más
iban a decir ustedes?
Ferguson se volvió hacia
Mary.
—El turno es tuyo, querida.
—He rebuscado en los
archivos y he verificado lo que
daba de sí el ordenador —abrió su
bolso color marrón y sacó una
fotografía—. La única imagen de
Dillon que hemos logrado
encontrar. Es de una foto de grupo
tomada en la academia de arte
dramático hace veinte años.
Hicimos que la ampliase un
experto del departamento.
Era una foto sin definición, el
grano visible y el rostro
completamente anónimo, el de un
joven, casi un adolescente como
cualquier otro.
Brosnan la devolvió.
—No sirve. Ni siquiera yo le
reconozco.
—¡Ah! Es él, en todo caso. Su
compañero de la derecha llegó a
tener cierto éxito en televisión.
Murió.
—¿No sería a manos de
Dillon?
—No, de un cáncer de
estómago, pero en 1981 fue
entrevistado por uno de nuestros
agentes y nos confirmó que era
Dillon el que estaba a su lado en la
foto.
—La única identificación
positiva que tenemos, y no sirve
para nada —rabió Ferguson.
—¿Sabía usted que tiene
licencia de vuelo, y lo que es más,
como piloto comercial? —dijo
Mary.
—Pues no, no lo sabía —
replicó Brosnan.
—Según uno de nuestros
informantes, la obtuvo en el
Líbano hace algunos años.
—¿Por qué le investigaban
ustedes en el ochenta y uno? —
preguntó Brosnan.
—¡Ah! Ésa es una historia
interesante —replicó ella—. Según
tengo entendido, usted le ha
contado al coronel Hernu que
había caído en desacuerdos con el
IRA, y que se había salido de sus
filas para entrar en el circuito
terrorista internacional.
—Así es.
—Pues por lo visto lo
repescaron en 1981. Estaban en
dificultades con sus grupos de
acción en Inglaterra. Demasiadas
detenciones, como pasa a veces.
A través de un informante del
Ulster supimos que estuvo algún
tiempo actuando en Londres. Se le
atribuyeron tres o cuatro
incidentes, por lo menos. Dos
coches bomba y el asesinato de
un informante de la policía en
Ulster que había sido recolocado
con su familia en Maida Vale.
—Y nunca tuvimos la menor
oportunidad de atraparlo —dijo
Ferguson.
—Eso se comprende —añadió
Brosnan—. Como dije antes, nos
las tenemos con un actor genial.
Sabe transformarse delante de
uno utilizando sólo el lenguaje
corporal; hay que verlo para
creerlo. Imagine ahora lo que será
capaz de hacer con un poco de
maquillaje y un tinte para el
cabello. Recuerden que sólo mide
un metro sesenta y cinco. Una vez
se disfrazó de mujer para engañar
a los soldados de la patrulla en
Belfast.
Mary Tanner le escuchaba
con gran atención.
—Continúe —le solicitó en voz
baja.
—¿Saben otra razón de que
no le hayan cazado nunca? Tiene
una serie de personalidades
ficticias. Cambia el color del
cabello, usa los trucos de
maquillaje que sean necesarios y
luego se hace una foto, que es la
que utiliza en los pasaportes y
otros papeles de identidad falsos.
Tiene al día la colección y así,
cuando necesita viajar, le basta
con hacerse otra vez parecido a la
persona de la fotografía.
—Muy ingenioso —dijo Hernu.
—En efecto, por eso no
servirá ninguna campaña de
colaboración ciudadana por
televisión ni a través de la prensa.
Dondequiera que va, desaparece
en la clandestinidad. Cuando
trabajaba en Londres y le hacía
falta algo, ayuda, armas, lo que
fuese necesario, se hacía pasar
por delincuente común y recurría
al hampa.
—¿Quiere decir que no
utilizará ningún contacto del IRA?
—preguntó Mary.
—No lo creo. A lo sumo, algún
amigo que haya vivido durante
muchos años libre de sospecha y
en quien confíe plenamente, pero
ésos no abundan.
—Falta un punto que no
hemos mencionado hasta aquí —
dijo Hernu—. ¿Para quién trabaja?
—Indudablemente, no será
para el IRA —intervino Mary—. Se
realizó un control de los datos del
ordenador, y además estamos
conectados con el ordenador de la
policía del Ulster y con el del
servicio de información militar en
Lisburn. Nadie tenía ni idea de
ningún atentado contra la señora
Thatcher.
—¡Ah! Eso lo creo, aunque
nunca se puede estar seguro —
comentó Brosnan.
—Nos quedan los iraquíes,
claro está —dijo Ferguson—.
Seguro que a Saddam le gustaría
hacer pedazos a cualquiera en
estos momentos.
—Cierto, pero tampoco hay
que olvidar el Hezbollah, la OLP,
los Vengadores de Alá y quién
sabe cuántos grupúsculos más.
Ha trabajado para todos ellos —le
recordó Brosnan.
—Sí —dijo Ferguson—.
Necesitaríamos tiempo para
consultar a todas nuestras fuentes,
y no creó que dispongamos de
mucho.
—¿Cree que volverá a
intentarlo? —preguntó Mary.
—No sé nada en concreto,
querida, pero llevo muchos años
en el oficio. Siempre confío en mi
intuición, y esta vez mi intuición
me dice que el caso aún no está
cerrado.
—En fin, en eso no puedo
ayudarle. He hecho todo cuanto
estaba en mi mano —Brosnan se
puso en pie.
—Todo lo que estaba
dispuesto a hacer, querrá decir —
dijo Ferguson.
Pasaron al vestíbulo y
Brosnan les abrió la puerta.
—¿Regresan ustedes a
Londres, supongo?
—¡Ah! No sé. Quizá
podríamos quedarnos unos días, a
disfrutar las delicias de París.
Todavía no he visto el Ritz
después de las reformas.
Mary Tanner dijo:
—Será un palo para la cuenta
de gastos —y tendiéndole la mano
agregó—: Adiós, profesor
Brosnan. Celebro haberle
conocido personalmente.
—Y yo a usted. Coronel —se
despidió de Hernu con una
inclinación de cabeza, y cerró.

Cuando regresó al salón


Anne-Marie salió del dormitorio;
tenía el rostro desencajado y
pálido.
—¿Habéis tomado alguna
decisión? —preguntó.
—Tenías mi palabra. Les
ayudé en lo que pude. Ahora se
han ido y para mí el asunto ha
terminado.
Ella abrió el cajón del
escritorio. Contenía un batiburrillo
de bolígrafos, sobres, papel de
cartas y sellos de correos. Estaba
también una Browning High Power
del nueve, una de las armas cortas
más mortíferas del mundo y la
preferida del SAS por encima de
todas.
Anne-Marie no pronunció ni
una sola palabra, limitándose a
cerrar el cajón mientras le
contemplaba con toda la calma de
que era capaz.
—Voy a hacer café —anunció
al tiempo que se metía en la
cocina.

En el coche, Hernu
comentaba:
—Es caso perdido. No hará
nada más.
—Yo no estaría tan seguro. Lo
discutiremos luego, durante la
cena en el Ritz. ¿Aceptas mi
invitación? A las ocho, ¿de
acuerdo?
—Con placer —dijo Hernu—.
El Grupo Cuarto debe de ser
mucho más generoso con sus
cuentas de gastos que el mísero
departamento mío.
—¡Qué va! Todo se lo
debemos a nuestra querida Mary
—explicó Ferguson—. El otro día
me enseñó esa tarjeta maravillosa
de plástico que le han enviado los
de American Express. ¡La tarjeta
Platino! ¿Qué le parece, coronel?
—¡Canalla! —se indignó Mary,
mientras Hernu se desternillaba de
risa.

Tania Novikova salió del


cuarto de baño del piso de Gordon
Brown en Camden cepillándose el
cabello. Él se puso una bata.
—¿No quieres quedarte? —
preguntó.
—No puedo. Ven al salón —
se puso la chaqueta y se volvió
frente a él—. Ni más visitas al piso
de Bayswater, ni más llamadas
telefónicas. Ese horario tuyo del
mes próximo, ¿por qué hay tantos
turnos dobles?
—Nadie los quiere, en
especial los funcionarios que
tienen familia. Para mí no es
problema, así que los he asumido
todos y cobro las horas
extraordinarias.
—¿De manera que sales a la
una y vuelves a entrar a las seis
de la tarde?
—Eso es.
—¿Tienes un contestador
automático, de esos que te
permiten llamar a casa desde otro
teléfono y recoger los mensajes?
—Sí.
—Bien. Nos mantendremos en
contacto por esa vía.
Ella echó a andar hacia la
puerta, pero él la retuvo tomándola
del brazo.
—Pero ¿cuándo podré verte?
—Será difícil por ahora,
Gordon. Hay que guardar
precauciones. Si no tienes nada
mejor que hacer, vete a casa entre
turno y turno. Haré lo que pueda.
Él la besó con avidez.
—¡Cariño!
Ella se deshizo de él.
—Debo irme ahora, Gordon.
Abrió la puerta, bajó la
escalera y salió. Hacía mucho frío
en la calle, por lo que alzó el cuello
de su abrigo.
—¡Dios mío! ¡Las cosas que
hay que hacer por la madrecita
Rusia! —dijo, mientras caminaba
hacia la esquina y llamaba a un
taxi.
5

Caía un frío siberiano aquella


noche, un frente que barría
Europa, tan helado que ni siquiera
dejaba nevar. Faltaba poco para
las siete y, en el apartamento,
Brosnan añadió un par de rollizos
troncos a la chimenea.
Anne-Marie, estirada en el
sofá, rebulló y se incorporó
diciendo:
—Así, ¿cenamos aquí?
—Será mejor, creo —dijo él—.
Hace una noche fatal.
—Voy a ver lo que hay en la
cocina.
Él puso en marcha el televisor
para ver el noticiario. Más
ofensivas aéreas contra Bagdad,
pero la campaña terrestre aún no
comenzaba. Apagó el receptor y
en ese instante Anne-Marie salió y
tomó su abrigo de la silla donde lo
había dejado antes.
—El frigorífico está casi vacío,
como de costumbre. O me
explicas cómo hago una cena con
un pedazo de queso mohoso, un
huevo y medio cartón de leche, o
tendré que salir para comprar algo
en la charcutería de la esquina.
—Te acompaño.
—¡Qué tontería! —dijo ella—.
¿Por qué hemos de padecer los
dos? Vuelvo en seguida.
Le echó un beso con los
dedos y salió. Brosnan fue a abrir
el ventanal y salió al balcón,
aterido de frío, mientras encendía
un cigarrillo y vigilaba la calle.
Cuando ella asomó la cabeza por
el portal y empezó a cruzar la
calle, él gritó desde el balcón en
tono dramático:
—¡Adiós, amor mío! ¡Ah, el
dulce dolor de la despedida!
—¡Tonto! —gritó ella—. ¡Entra
antes de que pilles una pulmonía!
Y continuó caminando con
precaución sobre el hielo que
recubría los adoquines, hasta
desaparecer a la vuelta de la
esquina.
En ese instante sonó el
teléfono. Brosnan se apresuró a
entrar en el salón, dejándose la
ventana entreabierta.

Dillon había cenado temprano


en un pequeño café que solía
frecuentar. Regresó a pie y su
camino le llevó por delante del
bloque de pisos donde vivía
Brosnan. Se detuvo en la acera
opuesta, acusando el frío pese al
chaquetón marino y a la gorra de
lana calada hasta las orejas.
Mientras se golpeaba los costados
con vigor, contempló la ventana
iluminada del apartamento.
Cuando salió del portal Anne-
Marie, la reconoció al instante y
retrocedió para refugiarse en la
sombra. La calle estaba en
silencio; no pasaba ni un alma, y
cuando Brosnan se asomó al
balcón y habló con ella, a Dillon no
se le escapó ni una sola de las
palabras que pronunciaron. Pero
interpretó el diálogo de una
manera completamente errónea,
como que se despedían hasta el
día siguiente. Cuando ella dobló la
esquina, él cruzó la calle con
rapidez, y tras comprobar que
llevaba la Walther bien asegurada
al cinto, en el hueco de la espalda
como siempre, miró en todas
direcciones para ver si se
acercaba alguien y luego empezó
a escalar los andamios.
La llamada era para Brosnan
de Mary Tanner.
—De parte del brigadier
Ferguson, ¿podríamos visitarle
mañana por la mañana, antes de
nuestro regreso?
—No, servirá de nada —le
advirtió Brosnan.
—¿Significa que acepta o que
no acepta?
—Está bien —dijo él de mala
gana—. Si se empeñan...
—Le comprendo. De veras —
aseguró ella—. ¿Cómo está Anne-
Marie?
—¡Ah! Es una mujer fuerte —
contestó él—. Ha visto más
guerras que nosotros banquetes
de gala. Por eso, siempre me ha
extrañado un poco su postura en
cuanto la cuestión tiene que ver
conmigo.
—¡Ay, amigo mío, y qué
estúpidos son ustedes los
hombres a veces! Eso es porque
está enamorada de usted,
profesor. Así de sencillo. Hasta
mañana.
Brosnan colgó. Sintió una
corriente de aire helado y el fuego
de la chimenea se avivó. Al
volverse vio que estaba allí Sean
Dillon, de pie delante del ventanal
abierto, empuñando la Walther con
la izquierda.
—Dios bendiga a los reunidos
—dijo.

La charcutería vecina, como


tantos establecimientos por el
estilo en los últimos tiempos, era
propiedad de un caballero hindú,
un tal señor Patel. Trataba con
gran obsequiosidad a Anne-Marie,
y la acompañaba en su búsqueda
por las estanterías llevándole el
cesto de la compra: deliciosas
baguettes francesas, leche,
huevos, queso de Brie y una
hermosa empanadilla.
—Hecha por mi mujer con sus
propias manos —aseguró el señor
Patel—. Dos minutos en el
microondas y servirá para una
cena perfecta.
Empaquetó las cosas con
primor para ella.
—Lo apuntaré todo en la
cuenta del profesor Brosnan, como
de costumbre.
—Gracias —contestó Anne-
Marie, mientras él acudía a abrir la
puerta.
—Ha sido un placer,
mademoiselle.
Ella emprendió el regreso
cruzando el helado pavimento con
una súbita sensación de
inexplicable euforia.

—¡Cielos, Martin! ¡Qué bien te


han tratado los años! —se quitó
Dillon con los dientes el guante de
la mano derecha, para rebuscar en
su bolsillo el paquete de tabaco.
Brosnan, que estaba a un
metro del cajón de su escritorio
donde guardaba la automática
Browning, inició un movimiento
cauteloso.
—¡Chico travieso! —hizo
Dillon un gesto con la Walther—.
Prefiero que te sientes en el brazo
del sofá y que pongas las manos
detrás de la cabeza.
Brosnan obedeció.
—Estás disfrutando, ¿eh,
Sean?
—Ya lo creo. ¿Cómo anda el
viejo cretino de Liam Devlin
últimamente?
—Vivito y coleando. Todavía
en Kilrea, a las afueras de Dublín,
como tú ya sabes.
—En efecto.
—Ese operativo en Valenton,
el de la señora Thatcher —dijo
Brosnan—. Qué negligente de tu
parte, Sean. Quiero decir, lo de
trabajar con un par de golfos como
los Jobert. Estás perdiendo estilo.
—¿Lo crees así?
—Sin duda había mucho
dinero de por medio.
—Muchísimo —dijo Dillon.
—Te habrán pagado por
adelantado, digo yo.
—Muy gracioso —Dillon
empezaba a aburrirse.
—Otra cosa que me llama la
atención —continuó Brosnan—.
¿Qué quieres de mí después de
tantos años?
—¡Ah, eso! Lo sé todo acerca
de ti —contestó Dillon—. Que te
están sacando información sobre
mi Hernu, ese coronel del Action
Service, el viejo bastardo de
Ferguson y esa compinche suya,
la capitana Tanner. Yo me entero
de todo, Martin. Tengo amigos en
todas partes y son de los buenos,
de los que tienen acceso a todo lo
que quieran.
—¿De veras? ¿Y quedaron
contentos con tu fracaso en lo de
la Thatcher?
—Eso no ha sido más que un
ensayo, una prueba a ver si
sonaba la flauta. Les he prometido
otro blanco alternativo, ya sabes
cómo funcionan las cosas en este
negocio.
—Ciertamente, y otra cosa
que sé es que el IRA jamás ha
pagado por un golpe.
—¿Quién ha dicho que yo
trabajo para el IRA? —sonrió
Dillon—. En estos tiempos son
muchos los que desearían darles
un buen toque a los británicos.
Brosnan comprendió, o creyó
comprender.
—¿Bagdad?
—Lo siento, Martin, pero ésa
es una pregunta a la que no vas a
encontrar respuesta en toda la
eternidad.
Brosnan replicó:
—Ten un poco de paciencia.
Sería un buen golpe para Saddam.
Quiero decir que tal como le está
saliendo la guerra, le haría mucha
falta algo así.
—¡Cristo! Siempre has sido
demasiado hablador.
—El presidente Bush está
atrincherado en Washington, así
que sólo nos quedan los
británicos. Has fracasado con la
mujer más famosa del mundo, de
manera que, ¿a quién le toca
luego? ¿Al primer ministro?
—En el lugar en donde
estarás pronto estas cuestiones no
importan a nadie, muchacho.
—Pero tengo razón, ¿verdad?
—¡Maldito seas, Brosnan!
¿Por qué has de intentar ser
siempre el más listo? —estalló
Dillon, furioso.
—No lo conseguirás nunca —
dijo Brosnan.
—¿De veras? Entonces,
tendré que demostrar que estabas
equivocado.
—Como decía antes, estás
perdiendo estilo, Sean. Ese intento
tuyo contra la señora Thatcher...
Me recuerda el proyecto de
nuestro viejo y querido Frank Barry
cuando quiso atentar en St.
Etienne contra el secretario inglés
del Exterior, lord Carrington. Me
sorprendió bastante que utilizaras
él mismo plan de acción, pero bien
mirado tú siempre creíste que
Barry era algo especial, ¿no es
cierto?
—Era el mejor.
—Y en fin de cuentas acabó
bien muerto —le replicó Brosnan.
—Quienquiera que lo hiciese,
debió dispararle por la espalda —
dijo Dillon.
—¡Mentira! —le rebatió
Brosnan—. Estábamos cara a
cara, si mal no recuerdo.
—¿Así que tú mataste a Frank
Barry? —susurró Dillon.
—Alguien tenía que hacerlo —
dijo Brosnan—. Es lo que les pasa
a los perros rabiosos. Yo trabajaba
por cuenta de Ferguson, dicho sea
de paso.
—¡Maldito bastardo! —Dillon
alzó la Walther y apuntó con
cuidado, y entonces se abrió la
puerta y entró Anne-Marie con las
bolsas de la compra.
Dillon se volvió hacia ella.
Brosnan gritó: «¡Al suelo!», y se
arrojó, mientras las dos balas de
Dillon se incrustaban en el sofá.
Anne-Marie gritó, pero no de
miedo sino de rabia, dejó caer las
bolsas y se abalanzó contra él.
Dillon intentó esquivarla y
trastabilló de espaldas, saliendo al
balcón. En la sala, Brosnan gateó
hasta el escritorio para tratar de
hacerse con la pistola. Anne-Marie
clavó las uñas en el rostro de
Dillon. Éste soltó una blasfemia y
la apartó de un empujón, que la
envió de espaldas contra la
barandilla y la hizo caer balcón
abajo.
Brosnan había abierto el
cajón, derribó la lámpara dejando
la sala a oscuras y empuñó la
Browning. Dillon hizo tres disparos
seguidos y corrió agachado hacia
la puerta. Brosnan disparó dos
veces, demasiado tarde. Se oyó el
portazo. Se incorporó y corrió
hacia la barandilla para mirar.
Anne-Marie yacía sobre el
empedrado. Brosnan se volvió,
cruzó corriendo la sala y el
vestíbulo, y bajó la escalera de
dos en dos.
Cuando salió a la calle había
empezado a nevar. No se veía ni
rastro de Dillon, y el portero que
estaba arrodillado al lado de Anne-
Marie alzó la mirada y dijo:
—Ha salido un hombre con
una pistola, profesor. Cruzó la
calle corriendo.
—No se preocupe —Brosnan
se inclinó a recogerla entre sus
brazos—. ¡Una ambulancia! ¡Dése
prisa!
Empezó a nevar con más
fuerza. Él la acunó entre los
brazos y esperó.

En los magníficos salones del


Ritz, Ferguson, Mary y Max Hernu
se lo estaban pasando en grande.
Iban por la segunda botella de
Louis Roederer Crystal y el
brigadier se hallaba de un humor
excelente.
—¿Quién fue el que dijo que
cuando uno está aburrido del
champaña significa que está
aburrido de la vida? —preguntó.
—Indudablemente, debió ser
un francés —replicó Hernu
convencido.
—Muy probable, pero creo
que ha llegado el momento de
brindar por la proveedora de este
banquete —alzó su copa—. A tu
salud, Mary querida.
Ella se disponía a contestar
cuando vio por el espejo de pared
que había aparecido en la entrada
el inspector Savary, y estaba
hablando con el maestresala.
—Me parece que le buscan a
usted, coronel —se volvió hacia
Hernu.
Éste miró hacia la entrada.
—¿Qué habrá pasado ahora?
—y poniéndose en pie, anduvo por
entre las mesas para acercarse a
donde estaba Savary. Hablaron
unos instantes, mirando hacia la
mesa donde quedaban los
británicos.
—No sé lo que pensará usted,
señor, pero a mí me da mala
espina —dijo Mary.
Antes de que él pudiese
contestar, Hernu había regresado,
muy serio.
—No son buenas noticias.
—¿Dillon? —preguntó
Ferguson.
—Le hizo una visita a
Brosnan.
—¿Qué pasó? ¿Está bien
Brosnan?
—Sí, sí. Hubo un tiroteo y
Dillon escapó —lanzó un suspiro
de pesadumbre—. Pero
mademoiselle Audin está en el
hospital St. Louis y, por lo que me
cuenta Savary, la cosa no
presenta buen cariz.

Cuando llegaron, Brosnan


estaba en la sala de espera de la
segunda planta, paseando arriba
abajo con impaciencia y fumando.
En sus ojos había una expresión
frenética como Mary Tanner no
había visto nunca en nadie.
Fue la primera en acercarse.
—Lo siento.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó
Ferguson.
Lacónico y frío, Brosnan les
resumió los sucesos. Cuando
estaba a punto de acabar el relato,
apareció un hombre alto y canoso
en bata de cirujano. Brosnan se
volvió hacia él con viveza.
—¿Cómo está ella, Henri? —y
dirigiéndose a los demás,
agregó—: El profesor Henri
Dubois, colega mío en la Sorbona.
—Bastante mal, amigo mío.
Las fracturas de la pierna
izquierda y la columna vertebral
son malas, pero me preocupa más
la del cráneo. La están preparando
para intervenir y voy a operarla
ahora mismo.
Dicho esto salió, y Hernu
rodeó con el brazo los hombros de
Brosnan.
—Vamos a tomar un café,
amigo. Sospecho que la noche va
a ser larga.
—Yo únicamente tomo té —
dijo Brosnan, con las facciones
pálidas y la mirada sombría—. No
soporto el café, aunque le parezca
a usted la cosa más rara del
mundo.

Había un pequeño café para


visitantes en la planta baja. Estaba
casi desierto, por lo avanzado de
la hora. Savary se ausentó para
encargarse de los aspectos
policiales y los demás ocuparon
una mesa en un rincón.
—Sé que estará pensando en
otras cosas, pero ¿puede
contarnos algo de lo que dijo? —
preguntó Ferguson.
—¡Ya lo creo! Trabaja por
cuenta de alguien y desde luego
no es el IRA. Van a pagarle por
esta acción e incluso presumió de
que sería mucho dinero.
—¿Alguna idea acerca de
quién puede ser?
—Cuando le mencioné a
Saddam Husein se puso furioso.
Tengo la impresión de que la cosa
anda por ahí. Otro punto
interesante. Les conoce
perfectamente a ustedes.
—¿A todos nosotros? ¿Está
usted seguro? —dijo Hernu.
—Sí, sí. También presumió de
eso —se volvió hacia Ferguson—.
Incluso sabía que usted y la
capitana Tanner estaban aquí para
sacarme información. Son sus
palabras. Y dijo que tenía amigos
bien situados.
Frunció el ceño mientras
procuraba recordar las palabras
exactas, y luego las repitió:
—«Mis amigos son de los
buenos, de los que tienen acceso
a todo lo que quieran».
—¿Eso dijo? —miró Ferguson
a Hernu—. Preocupante, ¿no les
parece?
—Pues usted tiene otro
problema, porque dijo que el
atentado contra la Thatcher no
había sido más que un ensayo,
que tenía otro blanco alternativo.
—Continúe —dijo Ferguson.
—Conseguí que se saliera de
sus casillas aguijoneándole por lo
mal planeado que estuvo el golpe
de Valenton. Creo que averiguarán
ustedes que se propone atentar
contra el primer ministro británico.
—¿Está usted seguro? —
preguntó Mary.
—Desde luego —asintió él—.
Le tendí una trampa, asegurándole
que nunca lo conseguiría, y él se
puso furioso y prometió demostrar
cómo me equivocaba.
Ferguson miró a Hernu, con
un suspiro.
—Ahora ya estamos al
corriente. Será preciso acudir a la
embajada y dar la alarma a
nuestra gente en Londres.
—Yo haré lo mismo aquí —
dijo Hernu—. Tarde o temprano
tendrá que salir del país.
Alertaremos a todos los
aeropuertos y líneas de
transbordadores. Lo habitual,
aunque de una manera discreta,
naturalmente.
Todos se pusieron en pie, y
Brosnan añadió:
—Pierden ustedes el tiempo.
No lo atraparán con las rutinas de
costumbre. Ni siquiera saben a
quién deben buscar.
—Es posible, Martin —dijo
Ferguson—. Pero es menester
que hagamos cuanto está en
nuestra mano, ¿verdad?
Mary Tanner les acompañó
hasta la puerta.
—Mire, brigadier, si no le
importa preferiría quedarme.
—Por supuesto, querida. Nos
veremos luego.
Ella se dirigió al mostrador y
pidió dos tazas de té.
—Son fantásticos esos
franceses —comentó—. No hay
manera de hacerles entender que
nos gusta tomar el té con leche.
—Gente para todo —dijo
Brosnan, lacónico—. Ferguson me
ha contado cómo se hizo usted
esa cicatriz.
—Un recuerdo de la vieja
Irlanda —se encogió ella de
hombros.
Él se devanaba los sesos en
busca de conversación.
—¿Y la familia de usted?
¿Vive en Londres?
—Mi padre era profesor de
cirugía en Oxford. Murió hace
unos años, de cáncer. Mi madre
todavía vive y tiene una finca en el
Herefordshire.
—¿Hija única?
—Tuve un hermano. Diez
años mayor que yo. Lo mataron en
Belfast. Un francotirador le acertó
desde Divis Flats. Era capitán de
infantería de marina.
—Lo siento.
—De eso hace muchos años.
—Pero no la dispondrá
favorablemente para con las
personas como yo.
—Ferguson me contó cómo se
vio usted implicado en lo del IRA
después de la guerra del Vietnam.
—Otro yanqui entrometido, ha
debido pensar usted —suspiró—.
Parecía lo justo en aquellos
momentos, así era y es inútil
querer afirmar otra cosa. Estuve
metido hasta el cuello durante
cinco largos y sangrientos años.
—¿Y cómo lo ve usted ahora?
—¿Lo de Irlanda? —soltó una
áspera carcajada—. Por lo que a
mí concierne, podrían hundirse
todos en el océano con su isla.
Poniéndose en pie, agregó:
—Vamos a estirar las piernas
—dicho lo cual enfiló hacia la
salida sin volverse.
Dillon estaba en la cocina de
su barcaza, hirviendo agua,
cuando sonó el teléfono. Makeiev
anunció:
—Está en el hospital St. Louis.
Ha sido necesario actuar con
discreción en las averiguaciones,
pero mi informante ha podido
comprobar que está en la lista de
urgencias.
—Al carajo con ella —dijo
Dillon—. ¿Por qué no se quedó
con las manos quietas?
—Esto podría desencadenar
un alboroto importante. Voy a
verte y hablaremos.
—Te espero aquí.
Dillon echó agua hirviendo en
una palangana y se metió en el
baño. Allí se quitó la camisa y
sacó un portafolios del armario
empotrado bajo el lavabo. Era
exactamente lo que había previsto
Brosnan. La cartera contenía una
colección de pasaportes, en cuyas
fotografías aparecía el mismo
Dillon convenientemente
disfrazado. Y también un neceser
de maquillaje de gran calidad.
En el decurso de los años
había cruzado muchas veces a
Inglaterra, ida y vuelta, a menudo
haciendo escala en Jersey, una de
las islas del canal. Era suelo
británico y, una vez en ella, no
hacía falta pasaporte para el vuelo
a Inglaterra. Así que esta vez sería
un turista francés de vacaciones
en Jersey, para lo cual seleccionó
un pasaporte a nombre de Henri
Jacaud, un vendedor de
automóviles oriundo de Rennes.
A continuación eligió un
permiso de conducción de Jersey
a nombre de Peter Hilton,
domiciliado en St. Helier, la capital
de la isla. En Jersey los permisos
de conducir, a diferencia del resto
de las islas Británicas, llevan una
fotografía del titular. Hacía años
que había comprendido la utilidad
de andar provisto de una identidad
verificable; nada tranquilizaba
tanto a la gente como poder
comparar el rostro de una persona
con las fotos de sus papeles. En
este caso, la fotografía del permiso
de conducir y la del pasaporte
francés eran idénticas, como
convenía al itinerario.
Disolvió en el agua caliente un
poco de tinte negro para el cabello
y empezó a cepillarse el suyo, de
color natural rubio. Era
sorprendente cómo cambiaba una
cara con sólo ponerse el pelo de
otro color. Modeló con el secador
un peinado diferente y lo fijó con
brillantina. Luego seleccionó de su
portafolios unas gafas de montura
de concha y cristales ligeramente
ahumados. Cerró los ojos para
concentrarse en su papel, y
cuando los abrió ahí estaba Henri
Jacaud frente al espejo. El efecto
era extraordinario. Cerró el
portafolios, lo guardó en el
armario, se puso la camisa y salió
a la cabina principal provisto del
pasaporte y el carné de conducir.
En ese instante llegaba
Makeiev.
—¡Vaya susto! —exclamó—.
Creí que me había tropezado con
un desconocido.
—Lo es —dijo Dillon—. Henri
Jacaud, vendedor de coches en
Rennes, tomándose unas
vacaciones de invierno en Jersey.
Embarcado en el hidrodeslizador
de St. Malo.
Y mostrándole el permiso de
conducir, agregó:
—Qué también es Peter
Hilton, residente en Jersey y de
profesión contable en St. Helier.
—¿No necesitas pasaporte
para ir a Londres?
—No lo necesitan los
residentes en Jersey, porque es
territorio británico. El permiso de
conducir sirve para atribuirme una
cara. Así la gente se queda
tranquila, creyendo que saben
quién eres. Incluso la policía.
—¿Qué ocurrió esta noche,
Sean? ¿Qué ha pasado en
realidad?
—Decidí que había llegado el
momento de ocuparme de
Brosnan. ¿No lo entiendes, Josef?
Me conoce demasiado bien, sabe
muchas cosas acerca de mí, y eso
puede ser peligroso.
—Desde luego. Un tipo muy
listo ese profesor.
—No es sólo eso, Josef. Él
sabe cómo me muevo, conoce mi
manera de pensar. Somos
animales de la misma especie, nos
hemos movido en el mismo
mundo, y las personas no
cambian. Aunque él crea haberse
reformado, sigue siendo el mismo
operador clandestino, el agente
más temido que tuvo el IRA de los
viejos tiempos.
—¿Así que decidiste
eliminarlo?
—Fue una decisión súbita.
Pasaba por delante de su casa, y
entonces salió la mujer. Oí cómo
se despedían. Por lo que dijeron,
pareció que ella no iba a quedarse
esa noche, así que aproveché la
oportunidad y escalé los andamios
de la fachada.
—¿Qué pasó?
—¡Ah! Lo tuve encañonado
con mi pistola.
—¿Pero no lo mataste?
Dillon soltó una carcajada, se
dirigió a la cocina y regresó con
una botella de Krug y dos copas.
—¡Vamos, Josef! Los dos cara
a cara después de tantos años.
Era preciso hablar, ¿no lo
comprendes?
—¿No le dirías para quién
estás trabajando?
—Claro que no —mintió Dillon
con soltura, al tiempo que llenaba
las dos copas —. ¡Por quién me
tomas!
Brindó, y Makeiev siguió
insistiendo:
—Quiero decir que, si él
supiera que tienes un objetivo
alternativo y que planeas ir por
Major... —se encogió de
hombros—. En ese caso,
Ferguson estaría sobre aviso y tu
misión en Londres resultaría
imposible. Y estoy seguro de que
Aroun preferiría cancelar toda la
operación.
—Pero, puesto que no lo
sabe... —Dillon tomó otro sorbo de
champaña—. Aroun puede
quedarse tranquilo. Al fin y al
cabo, necesito ese otro millón. Lo
he comprobado con Zúrich, dicho
sea de paso. El primer millón se
encuentra depositado ya.
Makeiev rebulló incómodo en
su asiento.
—Naturalmente. ¿Cuándo
sales?
—Mañana o pasado, ya
veremos. Mientras tanto, podrías
organizar una cosa para mí. Esa
Tania Novikova de Londres.
Necesito que me ayude.
—No hay problema.
—Ante todo debes saber que
mi padre tenía un primo segundo,
un oriundo de Belfast que vivía en
Londres y se llamaba Danny Fahy.
—¿Del IRA?
—Sí, pero no activo. Un
submarino. Muy hábil con las
manos. Un técnico excelente; era
capaz de montar cualquier cosa.
En el ochenta y uno recurrí a él
para unas operaciones que hice
en Londres por cuenta de la
organización. Por aquel entonces
residía en el diez de Tithe Street,
en Kilburn. Necesito que la
Novikova averigüe su paradero.
—¿Algo más?
—Sí, también necesitaré un
piso. Supongo que ella podrá
conseguírmelo. Imagino que no
vive en la embajada, ¿o sí?
—No, tiene un piso cerca de
Bayswater Road.
—Ése no me sirve como base
permanente. Estará vigilado. La
sección especial de Scotland Yard
suele hacer eso con los
empleados de la embajada
soviética, ¿no es cierto?
—¡Bah! No es como en los
viejos tiempos —sonrió Makeiev—
. Gracias a ese loco de
Gorbachev, ahora todos somos
amigos.
—De todos modos, preferiría
alojarme en otro lugar. El piso de
ella puede servir cuando tengamos
necesidad de hablar, nada más.
—Hay una dificultad —advirtió
Makeiev—. Por lo que se refiere al
material, quiero decir los
explosivos, las armas y demás por
el estilo que puedas necesitar, me
parece que no va a poder
ayudarte. Como dije la primera vez
que te hablé de ella, su jefe el
coronel Yuri Gatov, el director de
la central del KGB en Londres, es
un hombre de Gorbachev y
simpatiza mucho con nuestros
amigos los británicos.
—No importa —dijo Dillon—.
Para esa clase de asuntos tengo
mis contactos, aunque necesitaré
más capital operativo. Si he de
pasar un control de aduanas en el
trayecto de Jersey a Londres, no
me conviene que me pillen con un
maletín repleto de billetes.
—Estoy seguro de que Aroun
podrá solventar ese pequeño
problema.
—Entonces, todo en orden.
Me gustaría hablar con él antes de
salir. Mañana por la mañana, por
ejemplo, ¿puedes arreglarlo?
—Muy bien —Makeiev se
abotonó el abrigo—. Te mantendré
al corriente sobre la situación en el
hospital.
Al llegar al pie de la escalera
se detuvo y se volvió:
—Una cosa más. Digamos
que la operación acaba tal y como
esperamos. Se desencadenará
una caza del hombre como no se
ha visto nunca. ¿Tienes prevista la
manera de salir de Inglaterra?
Dillon sonrió.
—A eso precisamente
pensaba dedicar mi atención a
partir de ahora. Adiós y hasta
mañana.
Makeiev salió y Dillon se sirvió
otra copa de champaña y se
quedó sentado a la mesa,
contemplando los recortes que
cubrían la pared. Alargó la mano
hacia el montón de diarios y
rebuscó hasta localizar el que
buscaba. Era un ejemplar de la
revista París Match del año
pasado. En la cubierta venía una
foto de Michael Aroun, y en el
interior un reportaje de siete
páginas sobre su vida y
costumbres. Encendió un cigarrillo
y se puso a leerlo.
Era la una de la madrugada y
Mary Tanner estaba sola en la
sala de espera cuando apareció el
profesor Henri Dubois. Venía muy
fatigado, con los hombros
abatidos, y tras dejarse caer en un
sillón encendió un cigarrillo.
—¿Dónde está Martin? —le
preguntó.
—Por lo visto, el único
pariente cercano que le queda a
Anne-Marie es su abuelo. Martin
está intentando localizarlo. ¿Sabe
usted quién es?
—Todo el mundo lo sabe,
mademoiselle. Es uno de los
hombres más ricos de Francia y
un industrial muy poderoso. Y muy
anciano. Ochenta y ocho años,
creo. Es paciente mío; el año
pasado padeció una embolia. Me
parece que Martin pierde el
tiempo. Vive en la finca de la
familia, Château Vercors, a más
de treinta kilómetros de París.
Entró Brosnan, con aspecto
de tremenda fatiga, pero se animó
al ver a Dubois.
—¿Cómo está?
—No quiero engañarte, amigo
mío. No está bien, nada bien. Hice
lo que pude; ahora sólo nos resta
esperar.
—¿Puedo verla?
—Por ahora será mejor que
no. Te avisaré.
—¿Te quedas de guardia?
—Sí, procuraré dormir un par
de horas en el sofá de mi consulta.
¿Qué tal con Pierre Audin?
—No le he visto. Hablé con
Fournier, el secretario. De todos
modos, el viejo está postrado en
una silla de ruedas y apenas se
entera de lo que ocurre a su
alrededor.
Dubois suspiró.
—Me lo temía. Nos veremos
más tarde.
Cuando hubo salido, Mary
dijo:
—Usted también debería
tratar de dormir un poco.
Él sonrió con tristeza.
—Ahora mismo me parece
que no voy a poder conciliar el
sueño nunca más. Todo ha
ocurrido por mi culpa, en cierta
manera —había una mueca
desesperada en su rostro.
—No diga eso.
—O para decirlo de otra
manera, por culpa de lo que fui.
De otro modo, nada de esto habría
pasado.
No hable así, por favor. Está
siendo injusto consigo mismo.
El teléfono de la mesa sonó y
ella lo descolgó, habló breves
momentos y colgó.
—Ferguson, que se
interesaba por nosotros —apoyó
una mano en el hombro de
Brosnan—. Por favor, acuéstese
en el sofá. Cierre los ojos. Yo me
quedo y le despertaré tan pronto
como haya alguna novedad.
Él obedeció, aunque de mala
gana; paradójicamente, cayó en
seguida en un sueño profundo,
letárgico. Mary Tanner se quedó a
su lado, sumida en negros
presentimientos y escuchando la
respiración monótona del
durmiente.
Dubois regresó hacia las tres
de la mañana. Como si hubiera
captado su presencia, Brosnan
despertó sobresaltado y se sentó
inmediatamente.
—¿Qué hay?
—Acaba de volver en sí.
—¿Puedo verla? —se puso en
pie Brosnan.
—Sí, naturalmente —cuando
Brosnan hizo ademán de
encaminarse hacia la salida,
Dubois le retuvo poniéndole una
mano en el brazo—. No está bien,
Martin. Me parece que debes
prepararte para lo peor.
—No, no puede ser, ¡no es
posible! —replicó Brosnan con voz
ahogada.
Echó a correr por el pasillo,
abrió la puerta de la habitación y
entró. Una enfermera joven velaba
a la paciente. Anne-Marie estaba
muy pálida, y con la cabeza
totalmente envuelta en vendajes
parecía una novicia.
—Esperaré fuera, monsieur —
dijo la enfermera, y salió.
Brosnan se sentó y tomó la
mano de Anne-Marie, que abrió
los ojos, mirándole al principio sin
reconocerle. Luego sonrió.
—¿Eres tú, Martin?
—¿Quién si no? —le besó la
mano.
A espaldas de ambos la
puerta se entreabrió. Era el
médico que acudía a echar una
ojeada.
—Ese pelo tan largo. Es
ridículo —alzó ella una mano para
tocarlo—. En aquel pantano del
Vietnam, cuando los vietcong iban
a acabar conmigo, apareciste de
entre el cañaveral como un
guerrero de la Edad Media.
Llevabas el pelo demasiado largo,
y sujeto con una cinta.
Cerró los ojos, y Brosnan dijo:
—No intentes hablar.
Descansa.
—Es preciso —prosiguió ella,
abriendo los ojos de nuevo—.
Déjalo, Martin. Quiero que me lo
prometas. No vale la pena. No te
devolverá tu antiguo ser.
Le tomó de la mano con
sorprendente fuerza, e insistió:
—Prométemelo.
—Tienes mi palabra —dijo él.
Ella se relajó y volvió los ojos
hacia el techo.
—Mi querido y salvaje
chicarrón irlandés. Nunca he
querido a ningún otro, Martin.
Cerró los ojos con suavidad y
el aparato que estaba junto a la
cama cambió de tono. En una
fracción de segundo Dubois se
precipitó al interior de la
habitación.
—Sal ahora, Martin. Espera
fuera.
Empujó a Brosnan hacia la
salida y cerró. Mary estaba de pie
en el pasillo.
—¿Martin? —le interrogó.
Él se quedó mirándola sin
expresión, y entonces volvió a
abrirse la puerta y salió Dubois.
—Lo siento, amigo mío. Todo
ha terminado.

En la barcaza, Dillon despertó


con el primer zumbido del teléfono.
—Ha muerto, me temo —
anunció Makeiev.
—Lo siento —dijo Dillon—. No
fue mi intención.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó
Makeiev.
—Me parece que voy a salir
hoy por la tarde. Será lo más
prudente, dadas las
circunstancias. ¿Qué hay de
Aroun?
—Quiere hablar con nosotros
a las once.
—Bien. ¿Está enterado de lo
ocurrido?
—No.
—Mejor, que continúe así. Te
espero delante de la casa a las
once.
Colgó y amontonó las
almohadas para apoyar la
espalda. Anne-Marie Audin. Una
lástima. Matar mujeres no era lo
suyo. Sólo una vez, en Derry, una
denunciante, pero lo tenía
merecido. En este otro caso, había
sido un accidente. Un mal
presagio. Demasiados hechos
imprevistos. Aplastó la colilla y
trató de conciliar otra vez el sueño.

Poco después de las diez


Ferguson y Hernu llamaron al
apartamento de Brosnan. Les
abrió Mary Tanner.
—¿Cómo está? —preguntó
Ferguson.
—Se mantiene gracias a la
actividad. El abuelo de Anne-Marie
está delicado, así que Martin y el
secretario se han puesto en
contacto para despachar los dos
juntos los detalles del sepelio.
—¿Tan pronto? —preguntó
Ferguson.
—Mañana en Vercors, en el
panteón familiar.
Ella los introdujo; Brosnan
estaba junto a la ventana, mirando
afuera, y se volvió para recibirlos,
con las manos en los bolsillos y el
rostro demudado.
—¿Y bien? —inquirió.
—No hay novedad —dijo
Hernu—. Hemos puesto en aviso a
todos los puertos y aeropuertos.
Con discreción, naturalmente —y
después de un titubeo agregó—:
Nos parece que será mejor no
divulgar la noticia, profesor. La de
la infortunada muerte de
mademoiselle Audin, quiero decir.
Brosnan parecía
extrañamente indiferente.
—No lo atraparán. Es en
Londres donde hay que buscar, y
cuanto antes mejor. Seguro que ya
se ha puesto en camino, y para
buscar en Londres me necesitan a
mí.
—¿Quiere decir que va a
ayudarnos? ¿Que quiere intervenir
en ese caso? —preguntó
Ferguson.
—Sí.
Brosnan encendió un
cigarrillo, abrió la ventana y salió al
balcón. Mary fue a reunirse con él.
—No puede usted, Martin. Se
lo prometió a Anne-Marie.
—Le mentí para que muriese
tranquila. No se ve nada aquí.
Está todo a oscuras.
Sus facciones habían
revestido una dureza pétrea, y la
mirada tenía una expresión
siniestra. Era la cara de un
desconocido.
—¡Oh, Dios mío! —susurró
ella.
—Acabaré con él —dijo
Brosnan—. Aunque sea lo último
que haga en la vida. Quiero verlo
muerto.
6

Faltaban minutos para las


once cuando Makeiev se presentó
delante del apartamento de
Michael Aroun en la avenida Victor
Hugo. El chófer detuvo el coche
junto a la acera; en el mismo
instante en que cortaba el
contacto, se abrió la puerta y entró
Dillon en el compartimiento
posterior.
—Más vale que te quites los
zapatos de salón. Está todo lleno
de barrillo —dijo, sonriente.
Makeiev alargó la mano para
correr el cristal.
—Te veo de muy buen humor,
considerando las circunstancias.
—¿Por qué no iba a estarlo?
Sólo quiero asegurarme de que no
vayas a contarle nada a Aroun
sobre lo de la Audin. —Desde
luego que no.
—Mejor así —sonrió Dillon—.
No quiero que ocurra nada que
venga a estropear el asunto.
Entremos.

Rashid les abrió y una


doncella se encargó de sus
abrigos. Aroun les aguardaba en
su fastuoso salón.
—Valenton, señor Dillon. Una
decepción notable.
—En la vida nada es perfecto,
ya debería usted saberlo. Le
prometí un blanco alternativo y
pienso ir por él —replicó Dillon.
—¿El primer ministro
británico? —preguntó Aroun.
—Así es —asintió Dillon—.
Hoy por la tarde me voy a
Londres. Pensé que debíamos
charlar antes.
Rashid lanzó una ojeada a
Aroun, que dijo:
—Desde luego, señor Dillon.
¿En qué podemos servirle?
—Ante todo necesito más
capital operativo. Treinta mil
dólares, que me serán entregados
por alguna persona de confianza
en Londres. En efectivo, como es
natural. El coronel Makeiev podrá
encargarse de los detalles.
—No hay problema —dijo
Aroun.
—En segundo lugar, está la
cuestión de cómo largarme de
Inglaterra una vez la operación
haya concluido con éxito.
—Parece usted muy seguro
de sí mismo, señor Dillon —dijo
Rashid.
—Los viajes hay que
abordarlos siempre con buen
ánimo, muchacho —contestó
Dillon—. Con los años he
aprendido que el punto principal
de todo atentado importante es
cómo salir sin dejar la piel. Quiero
decir que, si cazo al primer
ministro británico por cuenta de
ustedes, la dificultad principal para
mí estará en cómo abandonar
Inglaterra, y ahí es donde
interviene usted, señor Aroun.
Entró la camarera con un
servicio de café. Aroun aguardó
mientras ella colocaba las tazas y
las llenaba; cuando se hubo
retirado habló:
—Por favor, explíquese.
—Una de mis aficiones
menores es la de volar, y tengo
entendido que la comparto con
usted. De acuerdo con un antiguo
artículo de la revista Paris Match,
usted es propietario de una finca
en Normandía llamada Château
Saint Denis, a unas veinte millas al
sur de Cherburgo por mar.
—Es exacto.
—El artículo decía que estaba
usted enamorado de ese lugar, por
lo remoto y no contaminado, como
si fuese una cápsula del tiempo en
donde se hubiese conservado el
siglo dieciocho.
—¿Adónde quiere usted ir a
parar exactamente, señor Dillon?
—preguntó Rashid.
—Decía también que disponía
de pista de aterrizaje propia, y que
no pocas veces el señor Aroun se
desplazaba allí, procedente de
París, pilotando su propio avión.
—Muy cierto —asintió Aroun.
—Excelente. He aquí lo que
haremos, pues. Cuando se
aproxime el... ¿cómo lo diría yo?...
la conclusión de los
acontecimientos, se lo haré saber.
Usted volará a su finca de St.
Denis, y yo saldré volando de
Inglaterra para reunirme con usted
cuando se haya cumplido la
misión. A partir de ahí usted
organiza mi evacuación.
—Pero ¿cómo? —preguntó
Rashid—. ¿Dónde piensa
encontrar un avión?
—Hay muchos aeroclubes,
muchacho, y montones de
avionetas para alquilar.
Sencillamente, no pienso cumplir
el plan de vuelo. Desapareceré, en
una palabra. Como piloto, tú ya
sabes que uno de los principales
quebraderos de cabeza de las
autoridades es la inmensidad del
espacio aéreo no controlado. Y
una vez haya aterrizado yo en St.
Denis, por mí como si queréis
pegarle fuego al artefacto —miró
alternativamente a Rashid y
Aroun—. Así, ¿quedamos de
acuerdo?
Fue Aroun quien contestó:
—Absolutamente, y a
disposición de usted, por nuestra
parte, si nos necesita para algo
más.
—En tal caso, el señor
Makeiev se lo haría saber. Me voy
—anunció Dillon, encaminándose
hacia la puerta.
En la calle, se detuvo un
momento en la acera junto al
coche de Makeiev, soportando la
ligera nevisca.
—Ya está. Ahora no nos
veremos durante algún tiempo.
Makeiev le entregó un sobre.
—La dirección de la casa de
Tanta, y su número de teléfono —
consultó su reloj—. No he
conseguido localizarla a primera
hora de la mañana. He dejado un
mensaje en el contestador
automático diciendo que quiero
hablar con ella a mediodía.
—Bien —dijo Dillon—. Te
llamaré desde St. Malo antes de
tomar el hidrodeslizador de Jersey.
Sólo para verificar si todo marcha
bien.
—¿Te llevo? —se ofreció
Makeiev.
—No, gracias. Tengo ganas
de hacer ejercicio —Dillon le
tendió la mano—. Hasta la
próxima, y que sea buena.
—Que tengas suerte, Sean.
Dillon sonrió.
—Sí, eso siempre hace falta
—añadió, y luego se volvió y se
alejó silbando una cancioncilla.

A mediodía, Makeiev habló


con Tania, tras conectar el
secráfono.
—Recibirás la visita de un
amigo —anunció—. Será esta
noche, probablemente. Es la
persona de quien te he hablado.
—Me encargaré de él,
coronel.
—Tienes entre manos el
asunto más importante de toda tu
vida —dijo él—. Puedes creerlo.
Necesitará un alojamiento, dicho
sea de paso. Que tenga buena
comunicación con el tuyo.
—Desde luego.
—Y quiero que me busques a
un hombre.
Le dio las señas de Danny
Fahy. Cuando hubo terminado,
ella contestó:
—No creo que sea difícil.
¿Algo más?
—Sí, le gustan las Walther.
Ocúpate de eso también, querida.
Seguiremos en contacto.

Mary Tanner entró en la suite


del Ritz. Ferguson estaba tomando
el té de la tarde al lado de la
ventana.
—Por fin —dijo él—. Me
preguntaba por qué tardabas
tanto. Nos vamos.
—¿Adónde? —preguntó ella.
—Volvemos a Londres.
Ella respiró hondo.
—Yo no, brigadier. Yo me
quedo.
—¿Te quedas?
—Para asistir al funeral en
Château Vercors, mañana a las
once de la mañana. Al fin y al
cabo, él se ha avenido a hacer lo
que usted quería, ¿no sería
oportuno corresponder en algo?
Ferguson alzó una mano, en
un gesto de excusa.
—De acuerdo, queda
justificado. Sin embargo, yo debo
presentarme en Londres hoy.
Puedes quedarte si quieres, y
mañana enviaré la Lear para que
os recoja a los dos. ¿Bastará con
eso?
—No veo por qué no —sonrió
ella, alargando la mano hacia la
tetera—. ¿Otra taza, brigadier?

Sean Dillon se subió al


expreso de Rennes y llegó a las
tres, a tiempo para tomar el tren
de St. Malo. No había muchos
viajeros; el mal tiempo que
azotaba toda Europa había
desanimado a los escasos turistas
de la temporada baja. El
hidrodeslizador zarpó hacia Jersey
con poco más de veinte pasajeros.
Sean desembarcó en el muelle
Alberto de St. Helier poco antes de
las seis, y tomó un taxi para ir al
aeropuerto.
Antes de llegar supo que
habría dificultades, pues cuanto
más se acercaban al aeropuerto
más espesaba la niebla. Ocurría a
menudo en Jersey, pero no
significaba el fin del mundo.
Comprobó que los dos vuelos de
la tarde a Londres habían sido
cancelados, salió de la terminal, se
metió en otro taxi y ordenó al
conductor que le llevase al primer
hotel.
Media hora después
telefoneaba a París para hablar
con Makeiev.
—Siento no haber podido
llamar desde St. Malo, el tren llegó
con retraso y no podía exponerme
a perder el deslizador. ¿Hablaste
con la Novikova?
—¡Ah! Desde luego —dijo
Makeiev—. Está todo arreglado.
Ella te espera, ¿dónde estás?
—En un lugar llamado hotel
L'Horizon, de Jersey. El
aeropuerto está cerrado por la
niebla. Espero poder salir mañana
por la mañana.
—Seguro. Tenme al corriente.
—Lo haré.
Dillon colgó, luego se endosó
la casaca y bajó al bar. Le habían
dicho que aquel hotel tenía un
buen restaurante. Ocupó una
mesa y al poco se acercó un
italiano bien parecido y de aspecto
enérgico, que se presentó como
Augusto, el chef. Dillon aceptó la
carta, pidió una botella de Krug y
se dispuso a pasar una velada
tranquila.

Más o menos hacia la misma


hora sonó el timbre del
apartamento de Brosnan, en Quai
de Montebello. Cuando fue a abrir,
con un vaso largo de escocés en
una mano, se halló frente a frente
con Mary Tanner.
—Hola —dijo él—. No la
esperaba.
Ella le quitó el vaso de la
mano y lo vació en la maceta de
plantas artificiales que decoraba el
recibidor.
—Eso no le hará ningún bien.
—Si usted lo dice. ¿Qué
desea?
—Recordé que se había
quedado usted solo y no me
pareció muy conveniente. ¿Habló
usted con Ferguson antes de su
marcha?
—Sí, y me dijo que usted se
quedaba. Propuso que le
siguiéramos mañana por la tarde.
—Sí, pero con eso todavía no
nos organizamos para esta noche.
Supongo que no habrá comido
nada en todo el día, así que le
sugiero que salgamos a cenar, y,
por favor, no me diga que no.
—Ni se me ocurre, mi
capitana —se cuadró él.
—Déjese de tonterías. Habrá
por aquí cerca algún lugar que le
agrade.
—Ya lo creo. Permita que
vaya por mi abrigo y en seguida
estoy con usted.
Era un típico bistró situado en
un callejón, sencillo y sin
pretensiones, con reservados
donde se podía cenar en la
intimidad y aromas paradisíacos
que emanaban de la cocina.
Brosnan pidió champaña.
—¿Krug? —preguntó ella
cuando sirvieron la botella.
—Aquí me conocen.
—¿Siempre toma champaña?
—Hace años recibí un tiro en
el estómago y me han quedado
algunos problemas. Los médicos
me prohibieron los licores y el vino
tinto, pero me concedieron el
champaña. ¿Se ha fijado en el
nombre de este local?
—La Belle Aurore.
—Como aquel café de
Casablanca. ¿Humphrey Bogart?
¿Ingrid Bergman? —alzó la
copa—. A tu salud, muñeca.
Hubo un silencio de cordial
entendimiento y luego ella
preguntó:
—¿Podemos hablar de
asuntos de trabajo?
—¿Por qué no? ¿Qué le
preocupa?
—¿Qué pasará ahora? Quiero
decir que Dillon sabe borrar sus
huellas. Usted mismo lo dijo.
¿Cómo se las arreglarán para
localizarle?
—Tiene un punto débil —dijo
Brosnan—. Por lo general, no se
comunica nunca con los del IRA,
ya que teme a los confidentes. Lo
que le deja sólo una opción, que
es la que suele tomar. El mundo
del hampa. Cualquier cosa que
necesite, armas, explosivos o
incluso colaboración humana, la
busca en el lugar más idóneo y
¿sabe usted cuál es?
—El East End de Londres.
—Sí, es un sitio tan romántico
como Little Italy o el Bronx en
Nueva York. Los hermanos Kray,
que son lo más parecido a unos
gángsteres de cine que haya
tenido nunca Inglaterra, o la banda
de Richardson. ¿Conoce usted a
fondo ese barrio?
—Creía que todo eso había
pasado a la historia.
—No del todo. Algunos de los
peces gordos, o los gobernadores
como ellos se llamaban, se han
pasado a la legalidad, Pero la
mayor parte de la delincuencia al
viejo estilo, los atracos a bancos y
furgones de seguridad, siguen en
manos del mismo grupo de
siempre. Gentes de la familia que
lo practican como un simple
negocio, pero capaces de pegarte
un tiro si te entrometes.
—Qué simpáticos.
—Todo el mundo los conoce,
incluso la policía. Pues bien, a esa
cofradía recurrirá Dillon.
—Usted perdone —objetó
ella—, pero me parece que ése
debe ser un grupo bastante
restrictivo.
—Está usted en lo cierto, pero
casualmente resulta que yo tengo
lo que podríamos llamar el carné.
—Y ¿cómo diablos lo ha
conseguido?
Él llenó de nuevo las copas de
champaña.
—Allá por mil novecientos
sesenta y ocho, durante mi
juventud aventurera y
despreocupada en Vietnam, fui
paracaidista de la
aerotransportada. Me destinaron a
un grupo de las fuerzas especiales
que actuaba en Camboya.
Ilegalmente, si no es indiscreción
decirlo. Estaba formado por
individuos de todos los cuerpos,
especialistas podríamos decir.
Incluso había algunos marines, y
así fue como conocí a Harry Flood.
—¿Harry Flood? —frunció el
ceño ella—. Me suena ese nombre
por alguna razón.
—Es posible. Me explico.
Harry tiene la misma edad que yo.
Nacido en Brooklyn, su madre
murió en el parto, y él se crió con
su padre hasta los dieciocho años,
en que murió el padre también. Al
verse solo en la vida se enroló en
los marines y fue destinado al
Vietnam; allí nos encontramos —
soltó una carcajada seca—. Nunca
olvidaré esa primera vez.
Estábamos hasta el cuello en un
pantano apestoso del delta del
Mekong.
—Parece un tipo interesante.
—Vaya si lo es. La Estrella de
Plata, la Cruz de la Armada. En el
sesenta y nueve, cuando me
licencié yo, a él le faltaba todavía
un año. Lo destinaron a Londres,
como sargento de la escolta en la
embajada. Allí fue donde ocurrió.
—¿Qué ocurrió?
—Una noche conoció a una
chica en la sala de baile vieja del
Lyceum, una muchacha llamada
Jean Dark. Como cualquier otra
veinteañera bonita con su
camisero de algodón, sólo que ésa
era distinta. La familia Dark eran
gángsteres, unos auténticos
villanos del East End. El padre
tenía su pequeño imperio a orillas
del río y era tan famoso, a su
manera, como los mismos
hermanos Kray. Murió poco
después, aquel mismo año.
—¿Qué pasó? —preguntó
ella, totalmente fascinada por la
historia.
—La madre de Jean intentó
hacerse cargo del negocio. Mamá
Dark, la llamaban todos. Hubo
diferencias, bandas rivales, como
suele pasar. Harry y Jean se
casaron, se establecieron en
Londres y él se vio arrastrado. En
lo de eliminar a los rivales y todo
eso.
—¿Quiere decir que se hizo
gángster?
—No es la manera más
diplomática de decirlo, pero si. Y
mucho más que eso. Se convirtió
en uno de los principales
gobernadores del East End
londinense.
—¡Ah, sí! ¡Ahora caigo! Es el
dueño de todos esos casinos, y el
promotor de una gran urbanización
a orillas del Támesis.
—Exacto. Jean murió de
cáncer hará cinco o seis años, y la
madre había desaparecido
bastante antes. Él se limitó a
seguir la corriente.
—¿Es ciudadano británico
ahora?
—No, ha preferido no
renunciar a la nacionalidad
estadounidense. Las autoridades
no han podido expulsarle porque
no tiene antecedentes. Nunca ha
estado en la cárcel, ni un solo día.
—¿Y sigue siendo un
gángster?
—Eso depende de cómo
quiera usted definir esa palabra.
En los viejos tiempos cometió
muchas fechorías, o lo hicieron
sus muchachos, pero siempre
fueron delitos a la antigua.
—¿Quiere decir nada tan feo
como las drogas o la prostitución?
¿Sólo atracos a mano armada,
protección, bagatelas de ese
estilo?
—No sea tan severa. Tiene
los casinos, intereses en
compañías de electrónica y
promociones inmobiliarias. Es
propietario de medio Wapping y de
casi toda la orilla del río. Todo
sumamente legal.
—¿Y sigue siendo un
gángster?
—Digamos que para muchos
vecinos del East End sigue siendo
el gobernador. El yanqui, le
llaman. Simpatizará usted con él.
—¿Usted cree? —se
sorprendió ella—. ¿Cuándo va a
presentármelo?
—Tan pronto como pueda
arreglarlo. En el East End nadie se
mueve sin que Harry y sus
muchachos lo sepan. Si alguien
puede ayudarme a cazar a Sean
Dillon, ése es él.
En aquel momento se
presentó el camarero para servir
sendas sopas de cebolla a la
francesa.
—Y ahora, cenemos —
concluyó él—. Estoy famélico.

Harry Flood estaba en cuclillas


en el fondo del pozo, con los
brazos cruzados para conservar el
calor corporal, desnudo hasta la
cintura y descalzo, sin más que
unos pantalones de camuflaje. El
pozo mediría poco más de un
metro cuadrado y la lluvia entraba
sin cesar a través de la reja de
bambú con que se cerraba, sobre
su cabeza. A veces acudían
algunos vietcong a contemplarle;
enseñaban a los visitantes aquel
perro yanqui que pisaba su propia
inmundicia, aunque hacía mucho
tiempo que él se había
acostumbrado al hedor.
Le parecía como si hubiera
estado allí siempre y el tiempo
había dejado de significar nada
para él. Jamás había
experimentado una desesperación
tan absoluta. La lluvia arreciaba y
caía por la boca del pozo como
una catarata. El nivel del agua
subía con rapidez. Se puso en pie
y de súbito se halló con el agua
hasta pecho y subiendo. Caía
sobre su cabeza sin cesar; luego
perdió pie y se vio obligado a
patalear y bracear para
mantenerse a flote. Luchando por
el aire, sus uñas se clavaron en
las paredes del pozo. De súbito
una mano le agarró con fuerza, lo
izó sacándole del agua y pudo
respirar libremente otra vez.

Harry Flood despertó


sobresaltado y se incorporó en la
cama. Hacía años, desde que
estuvo en Vietnam, que tenía
aquella pesadilla. Mucho tiempo,
en todo caso, y siempre acababa
ahogándose. Lo de la mano
salvadora había sido una novedad.
Buscó el reloj. Eran casi las
diez. Tenía la costumbre de echar
una siesta a primera hora de la
tarde, antes de salir a visitar uno
de los clubes, pero esta vez se
había pasado. Se puso el reloj,
corrió al cuarto de baño y tomó
una ducha rápida. Mientras se
afeitaba observó algunas canas en
su negro cabello.
—A todo el mundo le ocurre,
Harry —dijo en voz baja,
sonriendo.
En efecto, sonreía a menudo,
aunque si alguien se hubiese
fijado habría notado un cierto
rictus de fatiga; era la sonrisa de
un hombre que juzgaba la vida, en
conjunto, decepcionante. Bastante
bien parecido, aunque tal vez de
aspecto algo rudo, musculoso, de
hombros fuertes, en realidad no
estaba mal para sus cuarenta y
seis años, como él mismo se decía
por lo menos una vez al día para
darse moral. Se endosó una
camisa negra de seda con tirilla y
un traje de Armani, de seda cruda
marrón, ancho y cómodo, tras lo
cual verificó su aspecto en el
espejo.
—Listo otra vez para hacer
estragos, muchacho —se dijo, y
salió.
Vivía en un apartamento
enorme, que era parte de unos
almacenes reformados de los
muelles. Las paredes de ladrillo de
la sala estaban enjalbegadas, y el
suelo de madera barnizada estaba
cubierto de alfombras indias por
todas partes. Sofás cómodos, una
barra y, detrás de ésta, estanterías
con botellas de todas las marcas
imaginables. Aunque sólo eran
para los invitados; él nunca
tomaba alcohol. Al fondo tenía un
voluminoso escritorio y detrás del
mismo, anaqueles con libros.
Abrió la puertaventana y salió
al balcón, que miraba al río. Hacía
un frío tremendo. El puente de la
Torre quedaba a su derecha y más
al fondo, la Torre de Londres
iluminada por los proyectores. Un
barco pasó río abajo, tan
iluminado que incluso pudo
distinguir a los miembros de la
tripulación trabajando en cubierta.
Respiró a fondo el aire, que
cortaba de tan frío como era, y que
siempre le servía de estímulo.
Al fondo de la sala se abrió
una puerta y entró Mordecai
Fletcher. Era un hombrón de metro
ochenta, de pelo gris acero y
bigotillo recortado. Vestía traje
azul de americana cruzada y lucía
corbata con los colores de la
guardia real; tan convencional
aspecto quedaba en parte
desmentido por las cicatrices
alrededor de los ojos y la nariz
aplastada, que obviamente había
sido rota más de una vez.
—Te has levantado —
constató el recién llegado.
—Eso parece —replicó Flood.
Mordecai había sido su brazo
derecho, y su puño, durante casi
quince años: El ex boxeador de los
pesos pesados había tenido el
buen criterio de abandonar los
cuadriláteros antes de que
empezase a resultar perjudicado
su cerebro. Pasó detrás de la
barra, sirvió un agua Perrier,
añadió hielo y limón en el vaso y
se acercó.
Flood tomó el vaso sin
molestarse en darle las gracias.
—¡Dios, cuánto me gusta ese
viejo río! ¿Alguna novedad?
—Ha llamado el contable, por
no sé qué papeles que hay que
firmar. Le he dicho que se pase
por aquí mañana por la mañana.
—¿Algo más?
—Ha llamado Maurice, el del
Embassy. Dice que estuvo
comiendo allí Jack Harvey
acompañado de esa zorra de
sobrina que tiene.
—¿Myra? —asintió Flood—.
¿Ha ocurrido algo?
—Maurice ha dicho que
Harvey sólo preguntó si te
pasarías por allí más tarde. Dijo
que volvería para probar suerte en
las mesas —titubeó—. Ya sabes lo
que busca ese cabrito, Harry, y tú
has procurado evitarle.
—No vamos a vender,
Mordecai, y desde luego tampoco
vamos a entrar en sociedad con
ése. Jack Harvey es el peor sujeto
del East End; comparados con él
los hermanos Kray parecen niños
de teta.
—Yo creía que eras tú el de la
comparación, Harry.
—Yo nunca me he metido en
asuntos de drogas, Mordecai, ni
exploto mujeres. Ya lo sabes. De
acuerdo que he sido un malhechor
durante algunos años, o mejor
dicho lo hemos sido los dos —
entró en el salón y se dirigió hacia
el escritorio, de donde tomó un
marco de plata con una fotografía
que siempre estaba allí. Meneó la
cabeza—. Cuando Jean estaba
muriéndose, durante aquellos
cochinos meses en que nada tenía
importancia. Pero ya sabes lo que
le prometí antes de que todo
terminase. Que lo dejaría.
Mordecai cerró la
puertaventana.
—Lo sé, Harry. Era mucha
mujer Jean.
—Por eso nos hicimos
legales, y ¿acaso no tenía razón?
¿Sabes cuánto vale ahora nuestra
compañía? Casi cincuenta
millones. ¡Cincuenta millones de
libras! —sonrió con rabia—.
Conque deja que sean Jack
Harvey y otros como él los que se
ensucien las manos, si tanto les
agrada.
—Sí, pero muchos en el East
End siguen considerándote el
gobernador, Harry. Todavía te
llaman El Yanqui.
—No me quejo —abrió Flood
un armario para extraer un abrigo
de color oscuro—. Algunas veces,
eso resulta muy útil, y no se puede
ignorar. Vámonos ahora. ¿Quién
nos conduce esta noche?
—Charlie Salter.
—Bien.
Mordecai titubeaba.
—¿Quieres que cargue una
pipa, Harry?
—¿Estás loco, Mordecai? ¿No
te he dicho que ahora somos
legales?
—Sí, pero Jack Harvey no lo
es, y ahí está lo malo.
—Ya me ocuparé yo de Jack
Harvey.
Bajaron en el que había sido
el montacargas del almacén a la
planta baja, donde esperaba el
Mercedes sedán negro. Charlie
Salter estaba apoyado contra el
coche, leyendo el diario; era un
hombre diminuto, delgado, en
uniforme gris de chófer. En
seguida dobló el periódico y abrió
la puerta posterior.
—¿Adónde, Harry?
—Al Embassy, y conduce
despacio. Hay hielo en las calles
esta noche y quiero leer el
periódico.
Salter se puso al volante.
Mordecai ocupó el asiento del
acompañante y accionó el mando
a distancia. El portón del almacén
se abrió y salieron al muelle. Flood
desplegó el periódico, se arrellanó
en el asiento y se dispuso a
enterarse de cómo marchaba la
guerra del golfo.

El club Embasssy estaba a


poco más de medio kilómetro,
cerca de la carretera de Wapping.
Llevaba abierto sólo seis meses y
era otra de las reformas de
antiguos tinglados de mercancías
promovidas por Harry Flood. Los
coches se estacionaban en el
solar de un callejón trasero, que se
hallaba ya bastante lleno. El
encargado era un negro viejo, que
se refugiaba en una caseta.
—Le he reservado su plaza,
señor Flood —dijo al tiempo que
salía.
Flood se apeó del coche con
Mordecai y tiró de cartera mientras
Salter aparcaba el coche. Extrajo
un billete de cinco libras y se lo dio
al viejo.
—No te lo gastes en vicios,
Freddy.
—¿Con eso? —sonrió el
viejo—. No hay ni para ir con una
tía por la puerta de atrás de la
taberna, en estos tiempos. Qué
mala cosa es la inflación, señor
Flood.
Flood y Mordecai aún reían
cuando salieron del callejón. Salter
se reunió con ellos mientras
doblaban la esquina y se
disponían a entrar. El interior
estaba caldeado y era lujoso, con
suelo de cuidosas ajedrezadas,
entrepaños de roble y cuadros al
óleo. Mientras la chica del
vestíbulo se encargaba de sus
abrigos salió corriendo un hombre
bajito vestido de etiqueta, y que
hablaba con inconfundible acento
francés.
—¡Ah, señor Flood! Es un
honor. ¿Se quedará a cenar?
—Creo que sí, Maurice. Antes
echaremos una ojeada. ¿Algún
rastro de Harvey?
—Todavía no.
Bajaron un par de escalones
para pasar al salón comedor. Era
una prolongación del ambiente del
club, con sus paredes revestidas
de roble, sus cuadros y sus
reservados con asientos de Cuero.
El local estaba casi lleno y los
camareros se afanaban con
diligencia; al fondo, una orquestina
de tres músicos tocaba sobre un
pequeño estrado; había una pista
de baile, también de dimensiones
reducidas.
Serpenteando entre las
mesas, Maurice fue a abrir una
puerta acolchada que daba a la
sala de juego. También estaba
abarrotada; el público se
empujaba alrededor de la ruleta y
en casi todas las mesas los
asientos estaban ocupados.
—¿Perdemos mucho? —le
preguntó Flood a Maurice.
—Tenemos altibajos, señor
Flood. Al final todo se equilibra,
como de costumbre.
—Hay muchos puntos esta
noche, de todas maneras.
—Y ninguno de ellos es un
jeque árabe —le comentó
Mordecai.
—Con ese asunto del golfo,
prefieren no dejarse ver
demasiado —explicó Maurice.
—¡Natural! —sonrió Flood—.
Vámonos a cenar.
Tenía su reservado en un
rincón, cerca de la orquesta,
desde donde se abarcaba todo el
local. Pidió salmón ahumado,
huevos revueltos y agua Perrier, al
tiempo que extraía un Camel de
una antigua pitillera de plata.
Nunca había logrado
acostumbrarse a fumar cigarrillos
ingleses. Mordecai le dio fuego y
luego se quedó de pie, de
espaldas contra la pared. Flood,
sentado, contempló el panorama
con el ceño fruncido; estaba
pasando uno de aquellos
momentos sombríos en que uno
se pregunta para qué sirve la vida.
En seguida entró en el comedor
Charlie Salter y se acercó
apresuradamente por entre las
mesas.
—Jack Harvey y Myra acaban
de entrar —anunció.

Harvey era un cincuentón de


mediana estatura y sobrado de
kilos, hecho que el traje azul de
estambre no lograba disimular,
pese a haber sido cortado en
Savile Row. Estaba muy calvo y
tenía las facciones carnosas y
fláccidas de un emperador romano
de la decadencia.
Su sobrina Myra tenía treinta
años, aunque parecía más joven.
Recogía sus cabellos negros ala
de cuervo en un moño sujeto con
una peineta de brillantes. La cara
apenas pintada, excepto los labios
maquillados color rojo sangre.
Vestía una chaquetilla con
lentejuelas y una minifalda negra
de Gianni Versace, y calzaba
zapatos de tacón muy alto, ya que
apenas alcanzaba el metro
sesenta de estatura. Estaba
inmensamente atractiva y todos
los hombres se volvían a mirarla.
Además era la mano derecha de
su tío; licenciada en económicas
por la universidad de Londres, era
tan despiadada y carente de
escrúpulos como él mismo.
Flood se quedó sentado, sin
molestarse en darles la
bienvenida.
—Harry, muchacho —se sentó
Harvey sin aguardar invitación—.
No te importa que te
acompañemos un rato, ¿verdad?
Myra se inclinó y besó a Flood
en la mejilla.
—¿Te gusta mi nuevo
perfume, Harry? Me ha costado
una fortuna, pero Jack dice que es
como un afrodisíaco, por lo bien
que huele.
—Qué palabra tan difícil para
ti —dijo Flood.
Ella se sentó en la otra silla,
mientras Harvey sacaba un puro;
tras cortarlo, alzó la mirada hacia
Mordecai y le dijo:
—¿Dónde tienes tu puñetero
encendedor, eh?
Sin torcer el gesto, Mordecai
le dio fuego y Myra continuó
diciendo:
—¿Invitas a una copa? Ya
sabemos que tú no bebes, pero
piensa en los pobres infelices de
los demás.
Hablaba con un ligero acento
cockney, no demasiado exagerado
y que en ella resultaba atractivo.
Apoyó una mano en la rodilla de
Flood y éste dijo:
—¿Cóctel de champaña, si no
recuerdo mal?
—Lo aceptaré.
—Yo no. Demasiado flojo para
mí ese brebaje —apuntó Harvey—
. Que sea un escocés con agua en
vaso grande.
Maurice, que había
permanecido en actitud
expectante, dio la orden a un
camarero y luego se inclinó hacia
el oído de Flood.
—Sus huevos revueltos, señor
Flood.
—Los tomaré ahora —
contestó Flood.
Maurice se alejó, e instantes
después apareció el camarero con
una bandeja de plata. Quitó la
tapadera y sirvió los huevos, que
Flood atacó sin más preámbulos.
Harvey comentó:
—Aún no te he visto
despachar una comida decente,
Harry. ¿Qué es lo que no funciona
contigo?
—Nada en realidad —explicó
Flood—. La comida no me importa
mucho, Jack. Allá en Vietnam,
cuando era un muchacho, los
vietcong me tuvieron prisionero y
aprendí que no se necesitaba
mucho para sobrevivir. Más tarde
recibí un tiro en el estómago y me
recortaron treinta centímetros de
tripa.
—Algún día tendrás que
enseñarme la cicatriz —dijo
coqueta Myra.
—Pero no hay mal que por
bien no venga. Si no me hubieran
herido, la infantería de Marina no
me habría dado un destino tan
descansado como la custodia de
la embajada de Londres.
—Y no habrías conocido a
Jean —dijo Harvey—. Recuerdo el
año que os casasteis, Harry. Ese
mismo año murió papá Sam Dark
el Viejo, el rey sin corona del East
End desde que metieron a los
Kray en el talego. ¡Y Jean! —
meneó la cabeza—. ¡Qué mujer!
Los pretendientes formaban cola
delante de su puerta. Incluso tuvo
a un oficial de la guardia real, un
lord. Siéntate bien, ¿quieres? —
agregó reprendiendo a Myra.
—Pero prefirió casarse
conmigo —dijo Flood.
—No le fue tan mal, Harry.
Quiero decir que tú la ayudaste en
los negocios, sobre todo cuando
murió su mamá. Todos lo
sabemos.
Flood apartó el plato y se
limpió inmediatamente los labios
con la servilleta.
—Estamos de cumplido esta
noche, ¿eh, Jack? ¿A qué has
venido en realidad?
—Tú sabes lo que quiero,
Harry. Quiero una participación.
Tienes cuatro casinos ahora y
¿cuántos clubes, Myra?
—Seis —dijo ella.
—Y esos proyectos de los
muelles —continuó Harvey—.
Deberías compartir la tarta.
—Sólo que hay una pequeña
dificultad con eso, Jack —le
explicó Flood—. Hace mucho
tiempo que soy un hombre de
negocios legal, mientras que tú...
—meneó la cabeza—. Un chorizo
siempre es un chorizo.
—¡Bastardo yanqui! No tolero
que nadie me hable así —dijo
Harvey.
—Acabo de hacerlo, Jack.
—Entraremos, Harry, te guste
o no.
—Inténtalo —dijo Flood.
Salter había cruzado la
habitación para ir a apoyarse de
espaldas contra la pared al lado de
Mordecai. El grandullón le habló
en voz baja y Salter se alejó.
Myra dijo:
—Lo dice en serio, Harry. Te
aconsejo que seas razonable. Sólo
pedimos una tajada pequeña del
negocio.
—Asociados conmigo entráis
en asuntos de informática,
promociones inmobiliarias, clubes
y salas de juego —aclaró Flood—.
¿Qué gano yo a cambio? Entrar
en asuntos de chulos, putas, droga
y protección. Yo me ducho tres
veces al día, cariño, pero no
serían suficientes para poderme
sentir limpio.
—¡Cabrón de yanqui! —Myra
levantó la mano, pero él la sujetó
por la muñeca.
Harvey se puso en pie.
—Déjalo, Myra. Vámonos. Ya
nos veremos, Harry.
—Espero que no —replicó
Flood.
Cuando hubieron salido,
Mordecai se inclinó hacia su jefe.
—Qué individuo tan
repugnante. Siempre me han dado
náuseas él y sus amiguetes.
—Hay gente para todo —dijo
Flood—. No permitas que tus
prejuicios te alteren el buen
humor, Mordecai, y tráeme una
taza de café.
—El muy cerdo —iba diciendo
Jack Harvey mientras se
encaminaba con Myra hacia el
estacionamiento del callejón—. Me
las va a pagar por haberse
atrevido a hablarme de esta
manera.
—Ya te dije que veníamos a
perder el tiempo —replicó la mujer.
—Tenías razón —se caló los
guantes en sus manazas—.
Tendremos que demostrarle que
hablamos en serio, ¿verdad?
Una camioneta estaba
detenida al fondo de la calle.
Cuando ellos se acercaron el
conductor encendió las luces de
posición. Era un joven de unos
veinticinco años, de aspecto
peligroso y decidido, que lucía
chaqueta de aviador de cuero
negro y una gorra de visera.
—Señor Harvey.
—Buen muchacho, Billy.
Llegas justo a tiempo —se volvió
Harvey hacia su sobrina—. No
creo que conozcas a Billy Watson,
Myra.
—Pues no, no lo recuerdo —
dijo ella contemplándole con
descaro.
—¿A cuántos tienes atrás? —
se informó Harvey.
—A cuatro, señor Harvey.
Tengo entendido que el tal
Mordecai Fletcher es un pedazo
de animal —alzó un bate de
béisbol—. Con esto lo pondremos
a caldo.
—Sobre todo nada de armas
de fuego, recuerda que te lo tengo
dicho.
—Como usted quiera, señor
Harvey.
—Un par de palos es todo lo
que hace falta, y tal vez un par de
piernas rotas. Adelante con ello.
Debe salir tarde o temprano.
Harvey y Myra continuaron su
camino.
—¿Crees que bastará con
cinco? —preguntó Myra.
Él profirió una breve
carcajada.
—¿Que si bastará? ¿Acaso se
cree un Sam Dark? Aquél sí era
un hombre, pero ese yanqui... Lo
dejarán inválido. Tendrá que andar
seis meses con muletas. Son tipos
duros, Myra.
—¿De veras? —dijo ella.
—Anda, date prisa que hace
un frío que pela —concluyó él,
apresurándose en dirección al
coche.

Una hora más tarde Harry


Flood se puso en pie, dispuesto a
abandonar el local. Mientras la
empleada del vestíbulo le ayudaba
a ponerse el abrigo, se volvió para
dirigirse a Mordecai.
—¿Dónde está Charlie?
—¿Ah? Salió hace un par de
minutos. Ha ido a calentar el
motor. Quiero decir que con el frío
que viene del norte, Harry, se nos
va a helar hasta el Támesis.
Flood soltó una carcajada y
luego salieron a la calle. Todo
sucedió con mucha rapidez. El
portón trasero de la camioneta que
se hallaba estacionada al otro lado
de la calle se abrió, y saltaron
varios hombres que cruzaron a la
carrera, empuñando bates de
béisbol. El primero en acercarse
asestó un golpe de volea, pero
Mordecai se inclinó hacia el lado
contrario, bloqueó el brazo del
asaltante y lo volteó sobre la
cadera, echándolo escaleras abajo
hacia el muelle.
Los otros cuatro se detuvieron
y formaron en círculo, con los
bates dispuestos.
—Esto no os servirá de nada
—dijo Billy Watson—. Os vamos a
romper las piernas.
A sus espaldas, un disparo
retumbó con fuerza en el aire
helado, y luego otro. Todos se
volvieron y Charlie Salter salió a la
luz al tiempo que recargaba una
escopeta de cañones recortados.
—Los palos al suelo, si no
queréis acabar hechos papilla —
ordenó.
Todos hicieron lo que se les
había mandado y se quedaron en
actitud expectante. Mordecai se
acercó a los asaltantes y tras
pasarles revista, agarró con fuerza
los cabellos del más cercano.
—¿Para quién trabajas,
muchacho?
—No lo sé, señor.
Mordecai lo llevó a rastras
hasta la verja de los muelles y le
acercó la cara a las puntas de
hierro.
—Repito. ¿Para quién
trabajas?
El chico se rajó en seguida.
—Jack Harvey nos contrató,
pero fue Billy quien lo organizó
todo.
—¡Cerdo! Me las pagarás por
esto —dijo Billy.
Mordecai lanzó una ojeada a
Flood, que le hizo una seña
afirmativa. El hombrón le dijo a
Billy:
—Tú te quedas. Los demás,
¡largo de aquí!
Los aludidos echaron a correr.
Billy Watson les plantó cara,
bravucón, y Salter dijo:
—Se está rifando un par de
tortas y ése tiene todos los
números.
De súbito, Billy recogió del
suelo uno de los bates y se puso a
la defensiva.
—¡Muy bien! A ver quién se
atreve. Tú, Harry Flood, ¡gran
hombre! ¡Que no eres nadie sin
tus guardaespaldas!
Mordecai adelantó un paso y
Flood dijo:
—No —y avanzando a su vez
hacia su retador, dijo—: Tú lo has
querido, muchacho.
Billy lanzó el golpe, Flood lo
esquivó y cazó la muñeca
derecha, retorciéndosela. Con un
grito, Billy dejó caer el palo y
simultáneamente el americano dio
media vuelta y le asestó un
codazo en la cara que le hizo
flaquear, rodilla en tierra.
Mordecai recogió el bate pero
Flood dijo:
—No. Ya lleva lo suyo,
dejémoslo.
Encendió un cigarrillo mientras
continuaban callejón adelante.
Mordecai insistió:
—¿Qué hay de Harvey?
Habrá que hacerlo picadillo.
—Lo pensaré —contestó
Flood mientras se acercaban al
automóvil.
Billy Watson se recobró al
cabo de un rato, apoyado en la
verja. Empezó a nevar mientras se
dirigía, cojeando, hacia la
furgoneta. Cuando se disponía a
ocupar el asiento del conductor,
surgió de un portal cercano Myra
Harvey, levantándose con una
mano el cuello de pieles del
abrigo.
—¿Qué? No parece que os
haya salido demasiado bien,
¿verdad?
—Señorita Harvey —graznó
él—. Creí que se habían marchado
ustedes.
—Mi tío me dejó en casa pero
he vuelto en un taxi. No quise
perderme el espectáculo.
—No me diga que había
previsto que acabase así —
aventuró él.
—Me temo que sí, cielito. A
veces mi tío comete algunas
equivocaciones, ¡le pierden sus
buenos sentimientos! ¿De veras
creíste que cinco vagabundos
como vosotros podríais contra
Harry Flood?
Abrió la puerta de la
camioneta y le empujó adentro.
—Al otro asiento. Yo
conduciré.
Se puso al volante, con el
abrigo de pieles entreabierto y la
minifalda arremangada a más no
poder.
—Pero... ¿adónde vamos? —
preguntó Billy.
—A mi casa. Te hace falta un
buen baño caliente, cielito —le
apretó el muslo con la mano
izquierda, y luego arrancó y puso
en marcha el vehículo.
7

El vuelo de Jersey llegó a la


terminal uno de Heathrow minutos
después de las once de la mañana
siguiente. La maleta de Dillon
tardó en salir media hora, que él
aprovechó para fumar y leer el
periódico. La guerra marchaba
bien para las fuerzas de la
coalición; aunque Iraq logró
derribar un par de aviones, los
bombardeos causaban estragos
terribles.
Apareció la maleta y él pasó
los controles. Hubo una
aglomeración de viajeros por
coincidir la llegada de varios
aviones. En la aduana no
registraban a nadie aquella
mañana, por lo visto, aunque en
su caso tampoco habrían
encontrado nada. Su maleta
contenía sólo una muda de ropa y
los utensilios de higiene personal,
más un par de periódicos en el
portafolios. En la cartera llevaba
dos mil dólares en billetes de cien.
Nada de extraño en todo eso; en
cuanto al pasaporte francés, lo
había destruido en el hotel de
Jersey. Ya no se podía volver
atrás. Cuando volviese a Francia
tendría que ser por otra ruta
completamente distinta, y hasta
entonces el permiso de conducir
de Jersey, a nombre de Peter
Hilton, sería la única identificación
que podría necesitar.
Subió por la escalera
mecánica a la planta superior y se
puso a la cola delante de una de
las ventanillas bancadas para
cambiar quinientos dólares por su
equivalente en esterlinas. Repitió
esta operación en otros tres
bancos y luego bajó a buscar un
taxi, mientras silbaba quedamente
una cancioncilla.
Dio orden al taxista de que le
llevase a la estación de
Paddington; allí dejó la maleta en
una taquilla. Telefoneó al número
de Tania Novikova que le había
dado Makeiev, por si estaba en
casa, pero le respondió el
contestador automático. No se
molestó en dejar ningún mensaje y
salió para tomar otro taxi que le
condujese a Covent Garden.
Con sus gafas ahumadas, su
corbata a rayas y su gabardina
Burberry color azul marino
presentaba un aspecto
perfectamente respetable.
El taxista dijo:
—Un tiempo horrible, jefe.
Apuesto a que pronto veremos
una nevada de aúpa.
—No me sorprendería. —
Dillon hablaba con perfecto acento
universitario.
—¿Vive usted en Londres,
jefe?
—No, he venido un par de
días por negocios. He estado
bastante tiempo en el extranjero —
añadió Dillon, campechano—. En
Nueva York. Hace muchos años
que no había visto Londres.
—Ha cambiado mucho. Nada
es como antes.
—Eso creo. El otro día leí en
el diario que ya no se puede pasar
por Downing Street.
—Es verdad, jefe. La señora
Thatcher hizo instalar un nuevo
sistema de seguridad y cerró la
entrada de la calle con una verja.
—¿De veras? —dijo Dillon—.
Me gustaría verlo.
—Podemos pasar por allí, si
quiere. Le llevo hasta Whitehall y
luego echamos atrás hacia Covent
Garden.
—Me parece bien.
Dillon se arrellanó en el
asiento, encendió un cigarrillo y
contempló las calles. Avanzaban
hacia Whitehall pasando por
Trafalgar Square. Los dos
centinelas de la guardia montada,
sable en ristre, vestían capote
largo para resguardarse del frío.
—Los caballos deben pasar
un frío de mil diablos —observó el
taxista, y luego añadió—: Hemos
llegado, jefe. Downing Street.
Redujo un poco la marcha, al
tiempo que comentaba:
—No podemos parar. Cuando
lo haces, en seguida vienen los
guardias y te preguntan por qué no
circulas.
Dillon miró al fondo de la calle.
—¿Así que ésa es la famosa
verja?
—La locura de la Thatcher,
como la llaman algunos chalados.
Si me lo preguntan a mí yo diría
que tiene razón. Esos malditos del
IRA han dado bastantes golpes en
la capital durante los últimos años.
Si yo mandara, los fusilaría a
todos, ¡ya lo creo! ¿Le va bien que
le deje en Long Acre, jefe?
—Vale —aprobó Dillon al
tiempo que se reclinaba en el
asiento y reflexionaba sobre la
verja, más bien portentosa, de
Downing Street.
El taxi se detuvo junto a la
acera y Dillon pagó con un billete
de diez libras.
—Quédese el cambio —y
volviéndose echó a andar con
celeridad hacia Langley Street.
Toda la barriada de Covent
Garden hervía de actividad como
de costumbre, aunque debido al
frío los transeúntes iban tan
abrigados que más parecía una
escena de Moscú que de Londres.
Dillon siguió la corriente del gentío
y por último halló lo que buscaba
en una calleja cerca de Neal's
Yard. Era una pequeña tienda de
atrezzo, con el escaparate lleno de
máscaras antiguas y disfraces. La
campanilla sonó cuando él empujó
la puerta, y apareció procedente
de la trastienda un setentón de
cabello blanco como la nieve y
rostro redondo y mofletudo.
—¿En qué puedo servirle? —
preguntó.
—Necesito un poco de
maquillaje. ¿Tiene un neceser?
—Sí, tenemos algunas cajas
muy completas —se volvió a sacar
una y la abrió sobre el
mostrador—. Ésta la usa el
personal del Teatro Nacional.
¿Usted es de la profesión?
—Sólo aficionado, me temo.
Somos actores de casa parroquial
—Dillon examinó el contenido de
la caja—. Magnífico. Llevaré
además una barra de carmín rojo
brillante, tinte negro para el cabello
y un poco de disolvente.
—El señor es un entendido.
Me llamo Clayton, dicho sea de
paso; voy a darle la tarjeta del
establecimiento por si necesita
algo más.
Empaquetó los artículos
solicitados y añadió:
—Son treinta libras, y no lo
olvide, si le hace falta algo...
—No. Estoy servido —dijo
Dillon, y salió silbando.

Nevaba en la aldea del


Vercors cuando la procesión
fúnebre salió del castillo. Pese al
mal tiempo, los habitantes del
pueblo se alinearon a ambos lados
de la calle principal, los hombres
con la gorra en la mano, mientras
Anne-Marie Audin viajaba hacia el
reposo definitivo. Sólo tres coches
siguieron al furgón de la funeraria,
el viejo Pierre Audin y su
secretario en el primero, los
sirvientes de la casa en los otros
dos. Brosnan y Mary Tanner
pasearon con Max Hernu por entre
las viejas lápidas mientras
sacaban del coche al anciano en
silla de ruedas y lo metían en la
iglesia.
Era una típica iglesia de aldea,
muy antigua, de paredes
blanqueadas que exhibían las
estaciones del vía crucis, y hacía
en ella mucho frío, hasta tal punto
que Brosnan se dijo que nunca en
la vida había pasado tanto frío,
mientras aguardaba allí, con los
dientes castañeteando, sin
escuchar apenas los oficios,
levantándose y arrodillándose
cuando lo hacían los demás.
Cuando terminó el funeral y los
sepultureros se llevaron el ataúd,
se dio cuenta de que Mary Tanner
le había tomado de la mano.
Echaron a andar hacia el
mausoleo familiar, que era una
especie de capilla gótica de
granito y mármol. Las puertas de
roble estaban abiertas de par en
par. El cura se detuvo a dar la
última bendición y metieron el
ataúd. El secretario dio vuelta a la
silla de ruedas y se llevó al
anciano, encorvado sobre sí
mismo y con una manta sobre las
piernas.
—Me da pena por él —dijo
Mary.
—No es necesario, me temo
que no se entera de nada —
explicó Brosnan.
—Eso no siempre es cierto.
Se acercó al coche y apoyó la
mano en el hombro del viejo.
Luego volvió sobre sus pasos.
—Regresamos a París,
amigos míos —dijo Hernu.
—Y luego, a Londres —
corroboró Brosnan.
Mary le retuvo tomándole del
brazo mientras se encaminaban al
coche.
—Mañana, Martin. Tenemos
tiempo y no consentiré otra cosa.
—De acuerdo, pues será
mañana por la mañana —
respondió él, pasando a ocupar el
asiento posterior y sintiéndose
súbitamente muy fatigado. Mary se
sentó a su lado y Hernu puso en
marcha el automóvil.
Poco después de las seis
Tania Novikova oyó que llamaban
al timbre y bajó a abrir. Era Dillon,
con su maleta en una mano y el
portafolios en la otra.
—Saludos de parte de Josef.
Se quedó sorprendida. Desde
su conversación con Makeiev se
había dedicado a leer en los
ficheros del KGB londinense para
ponerse al día en cuanto a Dillon,
y se había asombrado al enterarse
de sus antecedentes. Esperaba
ver a una especie de héroe
infernal, y lo que veía era un
hombre menudo en gabardina, con
gafas oscuras y corbata de rayas.
—¿Es usted Sean Dillon? —
preguntó.
—El mismo.
—Pase, por favor.
Las mujeres nunca le habían
interesado mucho a Dillon. A
veces se fijaba en alguna para una
necesidad ocasional, pero nunca
había tenido el menor vínculo
emotivo. Mientras subía por la
escalera detrás de Tania observó
que tenía buen tipo y que el traje
pantalón negro la favorecía.
Llevaba el pelo recogido en la
nuca con un lazo de terciopelo,
pero cuando se volvió hacia él a la
plena luz del salón vio que en
realidad era bastante fea.
—¿Ha tenido usted buen
viaje?
—Perfecto, sólo que me he
visto obligado a hacer noche en
Jersey por culpa de la niebla.
—¿Quiere tomar algo?
—Agradecería un té.
Ella abrió un cajón y sacó una
Walther con dos cargadores de
repuesto y un silenciador Carswell.
—¿Su arma preferida, según
dice Josef?
—Desde luego.
—He pensado que esto
también podría serle útil —le
entregó un paquete pequeño—.
Dicen que detiene una bala del
cuarenta y cinco disparada a
quemarropa. Nailon y titanio.
Dillon lo desplegó. Abultaba
mucho menos que un antibalas
corriente; tenía corte de chaleco
bastante bien imitado, y se
sujetaba con unas tiras de velero.
—Excelente —dijo él, al
tiempo que lo guardaba en la
maleta junto con la Walther y el
silenciador. Apoyado en el umbral
de la cocina, se desabrochó la
gabardina y encendió un cigarrillo
mientras ella preparaba el té.
—Está usted muy cerca de la
embajada soviética aquí.
—Sí, a cuatro pasos —
dispuso el servicio de té en una
bandeja—. Le he reservado una
habitación en un pequeño hotel a
la vuelta de la esquina, en
Bayswater Road. Es un
establecimiento de esos que
frecuentan los representantes de
comercio cuando necesitan hacer
noche.
—Muy bien —tomó un sorbo
de té—. Vamos al grano. ¿Qué ha
sabido de Fahy?
—No hemos tenido mucha
suerte hasta el momento. Hace un
par de años se mudó de Kilbum a
una casa en Finchley, pero allí
sólo se quedó un año y volvió a
mudarse. Ahí se pierde su pista,
pero le encontraremos. He
destinado una persona a esa
investigación.
—Bien hecho. Es esencial.
¿La estación del KGB en Londres
tiene todavía una sección de
documentos falsos?
—Naturalmente.
—De acuerdo —le mostró su
permiso de conducir de Jersey—.
Necesito una licencia de piloto civil
al mismo nombre y domicilio.
Necesitará una foto.
Introdujo un dedo bajo la
funda de plástico del permiso y
sacó un par de copias idénticas.
—Siempre conviene tenerlas
disponibles.
Ella tomó una.
—Peter Hilton, Jersey.
¿Puedo preguntar para qué va a
servir?
—Porque llegado el momento,
tendré que salir de aquí a toda
prisa, es decir volando, y para
alquilar una avioneta se exige la
licencia emitida por la secretaría
de Aviación Civil —se sirvió otra
taza de té—. Dígale a su
especialista que debe ser válida
para aparato bimotor y vuelo con
instrumentos.
—Tomaré nota —abrió su
bolso, del que extrajo un sobre en
el que guardó la fotografía, tras
garabatear una anotación en la
solapa—. ¿Algo más?
—Sí, necesito una descripción
detallada del sistema de
protección instalado en el diez de
Downing Street.
Ella reprimió una exclamación
de sorpresa.
—¿Debo entender que ése va
a ser su objetivo?
—No exactamente, sino el
inquilino del lugar, que no es lo
mismo. ¿Sería difícil averiguar el
horario habitual del primer
ministro?
—Depende de lo que se pida.
Siempre hay algunas referencias
fijas, según el día. El turno de
interpelaciones en la Cámara de
los Comunes, por ejemplo.
Algunas cosas han cambiado
debido a la guerra del golfo, como
es natural. El gabinete de Guerra
se reúne todas las mañanas a las
diez.
—¿En Downing Street?
—Sí, por cierto, en el salón del
gabinete. Pero el primer ministro
sale a veces durante la jornada.
Ayer mismo realizó una grabación
para la red de emisoras de las
Fuerzas Armadas, destinada a las
tropas del golfo.
—¿Dónde? ¿En los estudios
de la BBC?
—No, tienen sus propios
estudios centrales en Bridge
House, que está al lado de la
estación de Paddington, no lejos
de aquí.
—Bien, muy interesante.
¿Qué medidas de seguridad se
tomaron?
—No muchas, puede creerlo.
Un par de agentes de paisano y
nada más. Los británicos están
locos.
—No crea que no hacen bien
su trabajo. Hábleme de ese
confidente que tiene usted, el que
le ha pasado toda la información
acerca de Ferguson. —Cuando
ella se lo hubo contado todo, él
asintió—. Así, ¿lo tiene bien
agarrado, pues?
—Supongo que podría ser una
manera de describirlo. —Que siga
así —se puso en pie, al tiempo
que se abotonaba la gabardina—.
Será mejor que vaya a inscribirme
en ese hotel.
—¿Ha comido usted? —
preguntó ella.
—No.
—Voy a hacerle una
sugerencia. Al lado del hotel
encontrará un restaurante italiano
muy recomendable, el Luigi's. Es
uno de esos pequeños
establecimientos familiares. Usted
vaya a inscribirse y yo me pasaré
por la embajada, a ver qué
tenemos sobre el sistema de
seguridad en Downing Street, y
por si se ha averiguado algo
acerca de Fahy.
—¿Y la licencia de vuelo?
—Se arreglará.
—En veinticuatro horas.
—De acuerdo.
Se puso el abrigo y un chal,
bajaron la escalera y salieron
juntos. El pavimento estaba helado
y ella le llevó el portafolios
mientras se colgaba de su brazo
hasta que llegaron al hotel.
—Hasta dentro de una hora —
dijo ella antes de proseguir su
camino.
Hacia finales de la época
victoriana, el lugar había sido una
próspera fonda. Los propietarios
actuales habían procurado sacarle
el mejor partido posible, que no
era mucho. El comedor, a la
izquierda de la recepción, no
invitaba a entrar. En aquellos
momentos no tendría más de
media docena de comensales. El
recepcionista era un anciano de
aspecto cadavérico que vestía un
raído uniforme pardo. Moviéndose
con infinita lentitud, asentó el
registro de Dillon y le hizo entrega
de la llave. Quedó claro que allí los
huéspedes transportaban sus
propias maletas.
La habitación era exactamente
lo que cabía esperar. Cama doble,
cobertores sórdidos, una ducha,
una televisión con aparato
tragamonedas y un hornillo con
tetera junto con una cestita
conteniendo bolsas de té, café
instantáneo y leche en polvo.
Diciéndose que no era para
muchos días, abrió la maleta y
sacó sus pertenencias.

Entre los múltiples negocios


de Jack Harvey figuraba una
empresa funeraria de Whitechapel.
Era un establecimiento bastante
prestigioso y próspero además, ya
que como él solía bromear, la
clientela nunca fallaba. Estaba en
un imponente edificio Victoriano de
tres pisos que él hizo rehabilitar
por completo.
Myra utilizaba como vivienda
el ático y se ocupaba de la
administración de la empresa, y
Harvey mantenía un despacho en
el principal.
Harvey ordenó a su conductor
que esperase, se acercó a la
puerta y llamó. El vigilante de
noche fue a abrirle.
—¿Está mi sobrina? —
preguntó Harvey.
—Creo que sí, señor Harvey.
Harvey cruzó el local de la
planta baja, donde tenían la
exposición de ataúdes, y recorrió
el pasillo flanqueado de capillas
habilitadas para que los parientes
pudiesen velar a sus difuntos.
Subió por la escalera y llamó a la
puerta de Myra.
Ella acudió a abrir, puesta
sobre aviso por una discreta
llamada del vigilante. Tras hacerle
esperar unos momentos, abrió la
puerta:
—Tío Jack.
Él entró sin aguardar
invitación. Ella lucía un vestido
mini con lentejuelas doradas,
medias negras y zapatos de salón.
—¿Ibas a salir, o qué? —
inquirió él.
—Sí, pienso ir a la discoteca.
—Olvídalo por ahora. ¿Has
hablado con los contables? ¿Hay
manera de hacer algo contra Flood
legalmente? ¿Alguna dificultad con
los alquileres o por el estilo?
—Ni pensarlo —replicó
Myra—. Nos lo hemos mirado con
lupa. Nada que hacer.
—Bien, pues entonces tendrá
que ser por las malas.
—Eso no te salió demasiado
bien anoche, ¿verdad?
—Porque di el encargo a unos
inútiles, a una banda de jóvenes
vagos que no valen un rábano.
—Y ahora, ¿cómo piensas
resolverlo?
—Ya se me ocurrirá.
Mientras se encaminaba hacia
la puerta oyó un ruido en la
habitación.
—¡Hola! ¿Quién anda ahí?
Abrió la puerta de par en par y
apareció Billy Watson, de pie y con
expresión de haber sido pillado en
falta.
—¡Cristo! —se volvió Harvey a
Myra—. ¡Es repugnante! ¿Acaso
no piensas nunca en otra cosa?
—Al menos nosotros lo
hacemos por lo normal —replicó
ella.
—¡Que te den por saco! —
chilló él.
—Ése se encarga, no te
preocupes.
Harvey bajó hecho una fiera y
Billy dijo:
—A ti no te importa un cuerno
nadie, ¿verdad?
—Billy, cielito, fíjate que estás
en la casa de los muertos —
contestó Myra mientras recogía el
abrigo de pieles y el bolso—. Ellos
se quedan ahí abajo, quietecitos
en sus ataúdes, y nosotros
estamos vivos. Es así de sencillo,
conque procura sacarle el máximo
provecho. Anda, vámonos.

Cuando entró Tania, Dillon


estaba sentado en uno de los
diminutos reservados de Luigi's
tomando el único champaña
disponible, un Bollingerno de
reserva pero bastante pasable. El
viejo Luigi la saludó con gran
deferencia, como a cliente favorita,
y ella se sentó al lado de aquél.
—¿Champaña? —preguntó
Dillon.
—¿Por qué no? —se volvió
ella hacia Luigi—. Pediremos la
cena luego.
—Un asunto que no se ha
mencionado es el de mi capital
operativo. Eran treinta mil dólares
comprometidos por el señor
Aroun.
—Está solventado. El
individuo en cuestión se pondrá en
contacto conmigo mañana. Es un
contable de no sé qué compañía
de Aroun en Londres.
—De acuerdo. ¿Qué más
tiene para mí? —preguntó él.
—Sobre Fahy, nada todavía.
Lo de la licencia de piloto está en
marcha.
—¿Y qué hay del número
diez?
—He consultado los ficheros.
Downing Street siempre ha sido
una vía pública, pero cuando el
IRA estuvo a punto de volar a todo
el gabinete, durante la conferencia
del partido conservador en
Brighton, se impuso un cambio de
criterios en materia de seguridad.
Y luego la campaña de colocación
de bombas en Londres y de
atentados personales precipitó las
cosas.
—¿Y qué?
—Bien, pues en otros tiempos
los transeúntes solían quedarse en
la acera frente al número diez para
ver las entradas y salidas de los
grandes y los poderosos. Eso
acabó. En diciembre del ochenta y
nueve la señora Thatcher
promulgó nuevas medidas de
seguridad. Por consiguiente, ahora
el lugar es una fortaleza. La verja
es de acero y tiene tres metros de
altura. Por cierto, es de estilo
neovictoriano. Un detalle de la
dama de hierro.
—Sí, la he visto hoy mismo.
Como Luigi daba vueltas
alrededor de la mesa con aire de
preocupación, interrumpieron su
diálogo para pedir minestrone,
solomillo con patatas fritas y una
ensalada de lechuga.
Tania prosiguió:
—Algunos opinaron que
estaba siendo víctima de
alucinaciones paranoicas. Lo que
es absurdo, naturalmente. Esa
señora jamás ha alucinado con
nada en toda su vida. En cualquier
caso, al otro lado de la verja se
instaló una cortina de acero que
puede alzarse a gran velocidad en
caso de que un vehículo intentase
forzar la entrada.
—¿Y el edificio en sí?
—Las ventanas, incluso las de
estilo georgiano, han sido
provistas de cristales antibala.
¡Ah!, y los cortinajes son un
verdadero milagro de la ciencia
moderna. Son capaces de
absorber la onda expansiva de
una explosión.
—Ciertamente se ha
informado usted bien.
—Aunque parezca increíble,
todo lo que acabo de contarle ha
salido de un periódico o de una
revista de este país. La prensa
británica impone su derecho a
publicar por encima de cualquier
otra consideración; simplemente,
no hacen caso de ninguna
consecuencia en cuanto a la
seguridad. En cualquier
hemeroteca importante puede
usted encontrar detalles sobre la
distribución interior del número
diez, o de la casa de campo del
primer ministro en Chequers o
incluso del palacio de
Buckingham.
—¿Hay alguna posibilidad de
infiltrarse en el servicio doméstico?
—En otros tiempos eso era un
coladero. Ahora casi todos los
servicios corren a cargo de
empresas contratadas, y en parte
también la limpieza, pero se
controla muy severamente al
personal. Aunque siempre se
escapa algún detalle, como es
natural. Como aquel fontanero que
estaba trabajando en el número
once, en la vivienda del canciller
de Exchequer, y buscando la
salida abrió una puerta y se
encontró paseando por el número
diez.
—Suena como un vodevil
francés.
—Recientemente se descubrió
que algunos empleados de esas
empresas contratadas, pese a
todos los controles de seguridad
habían logrado colarse con
identidad falsa. Y algunos de ellos
tenían autorización para trabajar
en el Ministerio del Interior y otros.
—Con esto sólo me dice usted
que a veces ocurren negligencias.
—Cierto —le concedió ella—.
¿Tiene usted alguna idea en
concreto?
—¿Quiere decir cómo
apostarme con una carabina de
precisión, en plan francotirador, y
dispararle desde doscientos
metros de distancia cuando salga
por la puerta? No, no lo creo. En
realidad ahora mismo no tengo
ninguna idea concreta, pero ya se
me ocurrirá algo. Siempre se me
ocurre... —En aquel momento el
camarero traía la sopa, y Dillon
dijo—: Huele que alimenta, así que
limitémonos a cenar.
Luego él la acompañó hasta
su casa. Nevaba un poco y hacía
mucho frío.
—¿No le recuerda su tierra
este tiempo?
—¿Mi tierra? —se asombró
ella, sin entender lo que le decía.
Al cabo de un instante soltó la
carcajada y se encogió de
hombros—. ¿Moscú, quiere decir?
¡Hace tanto tiempo! ¿Quiere subir
un rato?
—No, gracias. Es tarde y llevo
sueño atrasado. Estaré en el hotel
mañana por la mañana. Hasta el
mediodía, digamos. Por lo que he
visto allí, no me atrae la idea de
almorzar en aquel comedor, pero
volveré a las dos, para que pueda
usted localizarme en cualquier
momento.
—Muy bien —dijo ella.
—Buenas noches, pues.
Novikova cerró la puerta y
Dillon se volvió y echó a andar.
Sólo cuando hubo desaparecido al
doblar la esquina de Bayswater
Road se despegó de las sombras
de un portal Gordon Brown, en la
acera de enfrente, y se quedó
mirando la ventana de Tania, en
donde acababa de encenderse la
luz. Aguardó allí largo rato y luego
se fue.
A la mañana siguiente, en
París, la temperatura subió tres o
cuatro grados y las calles
empezaron a deshelarse. Poco
antes de mediodía, Mary y Hernu
recogieron a Brosnan con el
Citroen negro del coronel. Él, de
gabardina y gorra de tweed, los
esperaba en el portal de su bloque
en Quai de Montebello, portando
una maleta. El conductor la cargó
en el portaequipajes y Brosnan fue
a ocupar el asiento posterior, al
lado de los otros dos.
—¿Alguna novedad? —
preguntó.
—Ni media palabra —dijo el
coronel.
—Como les decía, seguro que
ya está allí. ¿Qué hay de
Ferguson?
Mary consultó su reloj.
—Estará en audiencia con el
primer ministro ahora, para dar la
alarma sobre la gravedad del
asunto.
—Es lo único que puede hacer
—comentó Brosnan—. Eso y
correr la voz entre las demás
ramas de los servicios de
seguridad.
—¿Cómo se lo plantearía
usted, amigo? —preguntó
inquisitivo Hernu.
—Sabemos que en el ochenta
y uno estuvo trabajando en
Londres para el IRA. Como le
explicaba a Mary, debió recurrir a
sus contactos con el hampa para
abastecerse. Siempre lo hace así,
y esta vez será lo mismo. Por eso
necesito ver a mi viejo amigo
Harry Flood.
—¡Ah, sí! El temible señor
Flood. La capitana Tanner me ha
hablado de él, pero ¿qué sucederá
si no puede ayudarnos?
—Hay otros medios. Tengo un
amigo en Irlanda, Liam Devlin.
Vive en Kilrea, en las afueras de
Dublín, y no hay nada que no sepa
sobre la historia reciente del IRA y
sobre quién hizo qué cosas. Es
una idea —encendió un cigarrillo y
se recostó en el respaldo—.
Atraparé a ese bastardo de una
manera o de otra. Me las pagará.
El conductor les condujo a la
zona de la terminal de aviones
particulares del Charles de Gaulle.
La Lear estaba ya en pista,
esperándoles, y no hubo ningún
formulismo que despachar. Todo
estaba resuelto de antemano. El
chófer llevó las maletas a donde
esperaba el copiloto. Hernu dijo:
—Capitana, ¿me permite? —
besó a Mary en ambas mejillas, y
luego tendió la mano a su
acompañante—. Y usted, amigo
mío, no olvide que cuando uno
sale a un viaje cuya meta es la
venganza, primero hay que cavar
dos tumbas.
—¿Filosofías usted? —dijo
Brosnan—. ¿A estas alturas?
Adiós, coronel.
Se abrocharon los cinturones
de seguridad. El copiloto entró la
escalera, cerró la escotilla y fue a
reunirse con su compañero en la
carlinga.
—Hernu tiene razón, ¿sabe?
—dijo Mary.
—Desde luego, pero yo no
puedo hacer otra cosa —replicó
Brosnan.
—Lo comprendo, créame —
dijo ella al tiempo que el avión
empezaba a rodar sobre la pista.

Cuando Ferguson fue


introducido en el despacho del
número diez, el primer ministro
estaba de pie junto a la ventana,
tomando una taza de té. En
seguida se volvió sonriendo
amigablemente.
—La taza que refresca,
brigadier.
—Siempre se dijo que durante
la guerra resistimos a base de té,
primer ministro.
—Al menos a mí me ayuda a
resistir mi calendario de
actividades, con la reunión del
gabinete de Guerra todas las
mañanas a las diez, como usted
ya sabe, y las demás urgencias
del golfo.
—Y ¿cuándo gobiernan el
país? —dijo Ferguson.
—Hacemos lo que podemos.
Nunca se dijo que la política fuese
fácil, brigadier —dejó la taza sobre
una mesita—. He leído su último
informe. ¿Cree probable que el tal
Dillon se encuentre aquí, en algún
lugar de Londres?
—Por las palabras que cruzó
con Brosnan, creo que debemos
admitir esa posibilidad, primer
ministro.
—¿Ha dado la voz de alarma
a todos los servicios de
seguridad?
—Por supuesto, pero el caso
es que no podemos asignarle
ningún rostro. Hay una
descripción, eso sí. Rubio, bajito,
etcétera, pero como dice Brosnan,
a estas horas habrá cambiado
completamente de aspecto.
—Se me ha sugerido que
quizá podría ser útil algo de
publicidad a través de la prensa.
—Es una idea, pero no creo
que sirva de gran cosa —replicó
Ferguson—. ¿Cómo iban a
ponerlo? La policía desea
interrogar para una investigación a
un individuo llamado Sean Dillon,
pero que seguramente ya no se
llama así, y cuya descripción no se
da porque no sabemos qué
aspecto tiene y si lo supiéramos,
ya habría dejado de tenerlo.
—Muy pintoresca su
descripción, brigadier, ¡por todos
los santos! —soltó una carcajada
el primer ministro.
—Claro que también
podríamos imaginar otros titulares
más llamativos. «Chacal del IRA
acecha al primer ministro», por
ejemplo.
—No, no quiero escándalos
de ese género —dijo con firmeza
el primer ministro—. Dicho sea de
paso, por lo que se refiere a
Saddam Husein como inspirador
de este asunto, según sugirió
usted en su informe, lamento
decirle que sus colegas de los
servicios de información no están
de acuerdo. Tienen la firme
convicción de que es una trama
del IRA, y debo poner en
conocimiento de usted que la
investigación prosigue en tal
sentido.
—Está bien, si los del servicio
especial quieren perder el tiempo
visitando tabernas irlandesas en
Kilburn, están en su derecho.
Se oyó un golpe en la puerta y
asomó un secretario.
—Nos esperan en el Savoy
dentro de quince minutos, primer
ministro.
John Major sonrió con gran
simpatía y dijo:
—Otro de esos tediosos
almuerzos oficiales, brigadier.
Cóctel de gambas para empezar...
—Seguido de una ensaladilla
de pollo —dijo Ferguson.
—Búsquelo y encuéntrelo,
brigadier —ordenó el primer
ministro—. Hágame el favor.
En el acto el secretario le
indicó a Ferguson el camino de la
salida.

Tania traía buenas noticias


para Dillon, pero como sabía que
era inútil llamar al hotel antes de
las dos, se encaminó a su piso.
Estaba rebuscando la llave en el
bolso cuando Gordon Brown cruzó
la calle y se detuvo a su lado.
—Al fin me tropiezo contigo —
dijo.
—¡Santo cielo, Gordon! ¡Estás
loco!
—¿Y qué es lo que he de
hacer cuando suceda algo
importante y tú debas saberlo? No
puedo quedarme esperando a que
te pongas en contacto conmigo.
Podría ser demasiado tarde, así
que no me queda otro remedio
que subir a hablar contigo.
—Imposible. Me esperan en la
embajada dentro de media hora.
Podemos tomar una copa, eso es
todo.
Se volvió y antes de que él
pudiera replicar se encaminó hacia
el pub de la esquina. Para evitar el
ruido y la agitación de la barra,
pasaron al fondo y ocuparon un
banco del rincón. Brown pidió una
cerveza y Tania un vodka con
zumo de lima.
—¿Qué hay para mí? —
preguntó ella.
—¿No debería ser yo el que
hiciera esa pregunta? —al
instante, ella hizo ademán de
ponerse en pie, pero él la retuvo
poniéndole la mano sobre el
antebrazo—. Perdona. No te
vayas.
—Entonces, aprende a
comportarte —volvió a sentarse—.
Y ahora, habla de una vez.
—Ferguson se reunió con el
primer ministro poco antes de las
doce, y regresó al despacho a las
doce y media, antes de que yo
terminase la primera mitad de mi
turno. Llamó a Alice Johnson para
dictarle un informe. Es una de las
mecanógrafas de confianza. El
informe era para el expediente.
—¿Te quedaste una copia?
—No pude, pero hice lo
mismo que la otra vez, se lo llevé
al despacho y lo leí por el camino.
La capitana Tanner se ha quedado
en París con Brosnan para asistir
al entierro de una francesa.
—¿Anne-Marie Audin? —le
recordó ella.
—Llegan hoy en el avión.
Brosnan ha ofrecido su
colaboración incondicional. ¡Ah!, y
todas las secciones de los
servicios de información han sido
notificadas sobre la presencia de
Dillon. Por orden del primer
ministro no trascenderá nada a los
periódicos. Me parece que han
encargado a Ferguson el mando
de la operación.
—Bien —dijo ella—. Muy bien,
pero quiero que continúes con
este asunto, Gordon. Debo irme.
Ella fue a levantarse pero él la
agarró de la muñeca.
—Anoche te vi con un
individuo, serían las once, cuando
ibais a tu piso.
—¿Estabas vigilando mi
casa?
—Lo hago a menudo cuando
salgo del despacho.
Ella estaba fuera de sí de
rabia, pero lo disimuló.
—Pues si estabas ahí, debiste
ver que el caballero en cuestión,
un compañero de la embajada, no
subió. Sencillamente me
acompañó a casa. Ahora
suéltame, Gordon.
Soltándose de un tirón, salió a
paso rápido y Brown, muy
deprimido, se acercó a la barra y
pidió otra cerveza.

Cuando llamó a la puerta de la


habitación de Dillon, minutos
después de las dos, él abrió en
seguida. Ella entró sin hacerse de
rogar.
—Parece muy satisfecha de sí
misma —comentó él.
—Lo estoy.
Dillon encendió un cigarrillo.
—Adelante. Dígame.
—En primer lugar, he tenido
una charla con mi informador del
Grupo Cuarto. Dice que Ferguson
acaba de ver al primer ministro.
Están convencidos de que usted
se encuentra en el país, y han
dado la alarma a todas las
secciones. Brosnan y la Tanner
vienen de París. Brosnan ha
prometido su colaboración
ilimitada.
—¿Y Ferguson?
—El primer ministro no quiere
publicidad. Únicamente ha dado
orden de captura cueste lo que
cueste.
—Es agradable sentirse tan
deseado.
—Segundo —abrió el bolso y
sacó un cuadernillo parecido a un
pasaporte—. Una licencia de
piloto, emitida por Aviación Civil a
nombre de un tal Peter Hilton.
—Magnífico —dijo Dillon, al
tiempo que se apoderaba del
documento.
—Sí, el especialista que
tenemos se ha esmerado. Le
mencioné sus condiciones y dijo
que le extendería una licencia
comercial. A lo que parece,
también es usted instructor de
vuelo.
Dillon comprobó la fotografía y
hojeó las páginas.
—Excelente. No se puede
pedir más.
—Pues eso no es todo —
continuó ella—. ¿No le interesaba
conocer el paradero de un tal
Daniel Maurice Fahy?
—¿Le han localizado?
—En efecto, pero no vive en
Londres. Traigo un mapa de
carreteras —lo desplegó—. Tiene
una finca aquí, que llaman Cadge
End, cerca de una aldea de
Sussex. Estará a unos cuarenta y
cinco o cincuenta kilómetros de
Londres. Hay que tomar la
carretera de Horsham por Dorking
y luego meterse en los bosques.
—¿Cómo sabe usted todo
eso?
—El agente a quien encargué
la búsqueda consiguió localizarlo
ayer por la tarde. Mientras
inspeccionaba el lugar y realizaba
algunas averiguaciones en la
taberna del pueblo, se le hizo
tarde y no pudo regresar a
Londres hasta después de
medianoche. Esta mañana he
recibido un informe detallado.
—¿Y qué?
—Dice que la granja está muy
alejada del camino, cerca de un río
llamado Arun. Es terreno de
pantanos y turberas. El pueblo se
llama Doxley y la finca está a poco
más de kilómetro y medio, hacia el
sur. Hay un cartel indicador.
—Es eficaz su agente.
—Es joven y tiene ganas de
hacer méritos. Según pudo saber
en la taberna, Fahy tiene una
punta de ganado y se dedica a
chapuzas de maquinaria agrícola.
Dillon asintió.
—Sí, eso coincide.
—Hay otra cosa que puede
constituir un imprevisto. Vive con
él una chica, una sobrina-nieta, a
lo que parece. Mi agente la ha
visto.
—Y ¿qué dice de ella?
—Que entró en la taberna
para comprar unas botellas de
cerveza. Unos veinte años. Angel
se llama, Angel Fahy. Dijo que
tenía aspecto de campesina.
—Estupendo —se puso en pie
y se deslizó en la americana—.
Debo ir allí ahora mismo. ¿Tiene
usted coche?
—Sí, pero es sólo un Mini.
Más práctico para aparcar en
Londres.
—No importa. Como usted
dijo, son sólo cincuenta kilómetros
como máximo. ¿Me lo presta?
—Naturalmente. Está en el
garaje, al fondo de mi calle.
Vamos a verlo.
Él alcanzó su gabardina, abrió
el portafolios, sacó la Walther,
metió un cargador y se la guardó
en el bolsillo izquierdo. El
silenciador lo metió en el derecho.
—Sólo por si acaso —dijo, y
salieron.
El coche en realidad era un
Mini Cooper, es decir bastante
más rápido, negro con una
moldura dorada.
—Excelente —dijo él—. Me
voy ahora.
Mientras se ponía al volante,
ella preguntó:
—¿Por qué es tan importante
Fahy?
—Porque es un manitas capaz
de fabricar cualquier cosa, un
constructor de bombas genial, y
lleva muchos años en la
clandestinidad. Me ayudó mucho
en el ochenta y uno, la última vez
que actué por aquí, y otra cosa
que ayuda es que se trata de un
primo segundo de mi padre. Le
conozco desde niño. No ha
mencionado usted el efectivo de
Aroun, dicho sea de paso.
—Debo recogerlo esta tarde, a
las seis. Todo muy teatral. Un
Mercedes se detendrá en la
esquina de Brancaster Street con
Town Drive, no lejos de aquí. Yo
diré: «Hace mucho frío, incluso
para esta época del año», y
entonces el conductor me dará un
maletín.
—¡Dios mío! Ha debido ver
demasiada televisión últimamente
—dijo Dillon, y poniendo en
marcha el coche se despidió
diciendo—: Seguiremos en
contacto.

Después de la audiencia en
Downing Street, Ferguson pasó
por su despacho en Defensa para
poner al día el expediente Dillon y
despejar la mesa. Como de
costumbre, prefería trabajar en su
piso, así que regresó a Cavendish
Square y le encargó a Kim un
tardío desayuno de huevos
revueltos con tocino. Estaba
leyendo su Times cuando llamaron
a la puerta. Instantes después Kim
introdujo a Mary Tanner y
Brosnan.
—Mi estimado amigo Martin
—se puso en pie Ferguson para
darle la mano—. Henos aquí
reunidos otra vez.
—Eso parece —dijo Martin.
—¿Qué tal el funeral?
—Como funeral, estuvo bien
—contestó secamente Brosnan, y
encendió un cigarrillo—. ¿Qué hay
de nuevo? ¿Cómo está la
situación?
—He hablado otra vez con el
primer ministro. No habrá
comunicaciones a la prensa.
—En eso estoy de acuerdo —
contestó Brosnan—. No serviría
para nada.
—Todos los servicios de
información afectados, incluyendo
el Special Branch, naturalmente,
están al corriente y harán lo que
puedan.
—Que no será mucho —
contestó Brosnan.
—Otro punto —terció Mary—.
Sabemos que va contra el primer
ministro, pero no tenemos ninguna
pista acerca de cómo quiere
intentarlo ni cuándo. Podría ocurrir
esta misma tarde, sin ir más lejos.
Brosnan meneó la cabeza.
—No. No creo que pueda ser
tan pronto. Esas cosas requieren
más preparación, según mi
experiencia.
—¿Por dónde empezará
usted? —preguntó Ferguson.
—Por mi viejo amigo Harry
Flood. Cuando Dillon pasó por
aquí en el ochenta y uno
seguramente recurrió a sus
contactos con el hampa al objeto
de aprovisionarse. Es posible que
Harry pueda averiguar algo.
—¿Y si no?
—Entonces volveré a pedirle
prestada su avioneta, volaré a
Dublín y tendré unas palabras con
Liam Devlin.
—¡Ah, sí! Quién mejor —dijo
Ferguson.
—En el ochenta y uno Dillon
estuvo en Londres por orden de
alguien. Si Devlin pudiera decirnos
quién, quizá constituiría una buena
pista.
—Me parece lógico. ¿Hablará
con Flood esta noche?
—Ésa es mi intención.
—¿Dónde se alojará usted?
—Conmigo —dijo Mary.
—¿En Lowndes Square? —
Ferguson alzó las cejas con
sorpresa—. ¿De veras?
—¡Vamos, brigadier! No me
venga con pegas ahora. Recuerde
que disponemos de cuatro
habitaciones, cada una con su
propio cuarto de baño, y puedo
darle al profesor Brosnan una que
tenga candado por dentro.
Brosnan soltó una carcajada.
—Vámonos ya. Hasta luego,
brigadier.
Utilizaron el coche de
Ferguson. Ella cerró la ventanilla
corrediza que los aislaba del
compartimiento del conductor y
entonces dijo:
—¿No sería mejor que
llamase usted a su amigo para
anunciarle la visita?
—Supongo que sí. He de
buscar su número.
Ella sacó de su bolso un
cuaderno de notas.
—Lo tengo aquí. No figura en
los listines. Ahí lo tiene. Cable
Wharf, eso está en Wapping.
—Muy eficiente.
—Y aquí tiene un teléfono.
Le pasó el móvil.
—Usted disfruta
organizándolo todo —comentó él
al tiempo que marcaba el número.
Fue Mordecai Fletcher el que
contestó. Brosnan dijo:
—Con Harry Flood, por favor.
—¿Quién le llama?
—Martin Brosnan.
—¡El profesor! Soy Mordecai.
Hace... ¡qué sé yo!... tres o cuatro
años que no teníamos noticias de
usted. ¡Cristo!, el jefe se va a
poner contento.
Instantes después otra voz
dijo:
—¿Martin?
—¿Harry?
—No te creo, bastardo. Eres
un fantasma que me viene a
atormentar.
8

Con el Mini Cooper, el viaje


desde Londres fue fácil para
Dillon. Aunque había quedado un
ligero manto de nieve sobre los
campos y en las cunetas, las
carreteras se hallaban
perfectamente despejadas y no
demasiado frecuentadas. En
cuestión de media hora llegó a
Dorking, cruzó la población sin
detenerse y continuó de frente
hacia Horsham. A unos ocho
kilómetros se detuvo en una
gasolinera, sacó el mapa de
carreteras y preguntó al
dependiente que le llenaba el
depósito:
—¿Conoce usted un pueblo
que se llama Doxley?
—Siga por esta desviación a
la derecha y verá un indicador que
dice Grimethorpe. Es una pista de
aterrizaje, pero antes de llegar
encontrará otro letrero que indica
la carretera de Doxley.
—Así, ¿no queda muy lejos?
—A cinco kilómetros, poco
más o menos, pero verá que es
como el fin del mundo —rió el de
la gasolinera al tiempo que
cobraba—. No hay mucho que ver
allí.
—Echaré una ojeada de todos
modos. Un amigo me ha dicho que
alquilaban una finca para los fines
de semana.
—Si es así, yo no me he
enterado.
Dillon se puso en marcha y se
plantó delante del indicador de
Grimethorpe en cuestión de pocos
minutos; luego se desvió enfilando
el camino más estrecho y encontró
el indicador de Doxley, tal como le
había dicho el de la gasolinera.
Era una pista de montaña,
encerrada entre taludes, hasta que
salió a la falda de una loma que
dejaba contemplar un paisaje
desolado y espolvoreado de nieve.
Algunos bosquecillos, una
cuadrícula de tierras de labor
resguardadas por tapias bajas y,
más allá, una extensión pantanosa
que alcanzaba hasta la orilla de un
río, indudablemente el Arun. Al
lado, y como a kilómetro y medio
de distancia, un caserío de doce o
quince tejados rojos y una
pequeña iglesia, que debía ser
Doxley. Emprendió el descenso
hacia el valle boscoso y cuando
estuvo cerca, vio una verja de
hierro abierta de par en par y un
indicador de madera carcomida
donde apenas podía leerse: CADGE
END FARM.
La pista atravesaba el bosque
y le llevó casi en seguida hasta la
finca. Vio unas cuantas gallinas
que corrían de un lado a otro, una
casa y dos establos alineados de
forma que con la tapia cerraban un
patio, todo ello increíblemente
avejentado, como si no se hiciesen
reformas desde hacía siglos, pero
Dillon sabía que mucha gente del
campo prefería vivir de esa
manera. Se apeó del Mini y se
encaminó hacia el portal, llamó y
trató de abrir, pero estaba corrido
el cerrojo. Entonces se volvió y se
dirigió hacia el corral más próximo.
Tenía los carcomidos portones de
madera abiertos de par en par,
dejando ver una camioneta Morris
y un coche Ford sin ruedas,
montado sobre un par de
caballetes, aparte un gran número
de utensilios agrícolas.
Dillon se sacó un cigarrillo y,
mientras lo encendía haciendo
copa con las manos, una voz a
sus espaldas exclamó:
—¿Tú quién eres? ¿Qué
buscas aquí?
Al volverse vio a una
muchacha en la entrada. Vestía
unos viejos pantalones remetidos
en las botas de goma, un grueso
jersey de cuello de cisne debajo
de un viejo anorak y una gorra de
punto a modo de boina como las
que usaban los pescadores de la
costa occidental de Irlanda. Y le
apuntaba amenazadoramente con
una escopeta de dos cañones.
Cuando él hizo ademán de
acercarse, ella amartilló el arma.
—Quédate donde estás —dijo
con acento irlandés muy marcado.
—Tú debes de ser la que
llaman Angel Fahy.
—Angela, si no te importa.
El agente de Tania tenía
razón; parecía una pequeña
campesina. Pómulos anchos, nariz
respingona y una mueca de
desafío.
—¿Serías capaz de disparar
con eso?
—Si me obligas.
—Sería una lástima, porque
he venido expresamente para ver
al primo de mi padre, el
desaparecido Danny Fahy. Ella
frunció el ceño.
—Y ¿quién demonios dice ser
usted, señor?
—Dillon me llamo, Sean
Dillon.
Ella soltó una carcajada
despectiva.
—¡Eso es una maldita
mentira! Usted ni siquiera es
irlandés y Sean Dillon está muerto,
lo sabe todo el mundo.
Dillon decidió adoptar el
áspero y característico acento de
Belfast.
—Parafraseando a un famoso
escritor, mi querida niña,
podríamos decir que la noticia de
mi fallecimiento ha sido
grandemente exagerada.
Por poco se le cae la escopeta
de las manos.
—¡Virgen Santísima! ¿Tú eres
Sean Dillon?
—De toda la vida. Las
apariencias engañan.
—¡Dios mío! —exclamó ella—.
¡El tío Danny me ha contado
tantas cosas de ti! Pero como si
fuesen cuentos, sin nada que ver
con la realidad, y ahora te
apareces en persona, vivito y
coleando.
—¿Dónde está?
—Ha arreglado el coche del
tabernero del pueblo y hace como
una hora bajó a entregarlo. Dijo
que regresaría a pie, pero
supongo que se habrá quedado a
tomar un trago.
—¿A estas horas? Pero ¿no
está cerrada la taberna hasta la
tarde?
—Eso será según la ley, Sean
Dillon, pero no aquí en Doxley.
Aquí no se cierra nunca.
—Vamos por él, pues.
Ella dejó la escopeta sobre un
banco y se subió en el Mini.
Mientras ponía el coche en
marcha, él dijo:
—Entonces, ¿cuál es tu
historia?
—Me he criado en una granja
de Galway; mi padre se llamaba
Michael y era sobrino de Danny.
Murió hace seis años, cuando yo
tenía catorce, y al cabo de un año
mi madre volvió a casarse.
—Deja que lo adivine —dijo
Dillon—. A tu padrastro no le
caíste bien y a ti tampoco te
simpatiza.
—Algo por el estilo. Al tío
Danny le conocí en los funerales
de mi padre y me gustó en
seguida. Cuando las cosas se
pusieron feas me escapé de casa
y me vine aquí. Él se portó muy
bien. Escribió a mi madre y ella
dijo que podía quedarme. Por lo
visto se alegraba de verse libre de
mí.
Lo dijo sin ninguna
autocompasión, lo que agradó a
Dillon.
—Dicen que no hay mal que
por bien no venga.
—He pensado que si tú eres
primo segundo de Danny y yo soy
sobrina-nieta suya, ¿entonces tú y
yo somos parientes
consanguíneos, como dicen?
Dillon soltó una carcajada.
—Supongo que hasta cierto
punto, sí.
Ella se arrellanó con cara de
júbilo en el asiento.
—¡Qué emoción! Yo, Angel
Fahy, emparentada con el mejor
agente que haya tenido nunca el
IRA provisional.
—Supongo que algunos
disputarían esa opinión —dijo él al
tiempo que entraban en el pueblo;
pronto detuvo el coche delante de
la taberna.
Era una aldea muy pequeña,
semiabandonada, con apenas una
quincena de casas mal
conservadas, una iglesia de estilo
normando y un cementerio
cubierto de matorrales. La taberna
se llamaba El Hombre Verde, y la
entrada era tan baja que hasta
Dillon se vio obligado a inclinar la
cabeza. El techo de vigas de
madera era muy bajo, el suelo de
losas de piedra pulidas por el paso
de los años, y las paredes
encaladas. El hombre en manga
corta que estaba detrás de la barra
no tendría menos de ochenta
años.
Alzó la mirada y Angel dijo:
—¿Está aquí, señor Dalton?
—Junto a la chimenea,
tomándose una cerveza —
contestó el viejo.
Junto a la hoguera que ardía
en un ancho hogar de piedra había
un banco de madera, y delante de
éste una mesa. Allí estaba Danny
Fahy, leyendo el periódico y con
un vaso delante. Era un hombre
de sesenta y cinco años, de barba
canosa y descuidada. Usaba gorra
de visera y un viejo traje de lana
Harris Tweed.
Angel dijo:
—Tienes visita, tío Danny.
Él alzó los ojos y la miró
primero a ella y después a Dillon,
con una expresión de extrañeza.
—¿En qué puedo servirle,
señor?
Dillon se quitó las gafas.
—¡Dios bendiga a todos los
presentes! —dijo hablando con
acento de Belfast—, y en especial
a ti, viejo pendón.
Danny Fahy palideció; la
emoción había sido demasiado
intensa.
—¡Dios nos asista! Eres tú,
Sean, ¡y yo que creía que hacía
tiempo estabas durmiendo en tu
caja!
—Pues bien, no lo estoy y
aquí me tienes —Dillon sacó de la
cartera un billete de cinco libras y
se lo pasó a Angel—. Un par de
whiskys, del irlandés a ser posible.
Ella regresó a la barra y Dillon
se volvió. Danny Fahy tenía
auténticas lágrimas en los ojos y le
abrazó con fuerza.
—¡Dios bendito, Sean! ¡No te
digo lo que me alegro de verte!
La sala de estar de la granja
estaba sucia y abarrotada de
trastos, y los muebles eran muy
antiguos. Dillon se acomodó en un
sofá mientras Fahy encendía la
chimenea. Angel estaba en la
cocina y preparaba la comida. La
puerta daba a la sala y Dillon
podía verla mientras se afanaba
de un lado a otro.
—Y ¿cómo te ha tratado la
vida, Sean? —preguntó Fahy
mientras cargaba la pipa y la
encendía—. Han pasado diez
años desde aquel jaleo que
armaste en Londres. ¡Muchacho!,
les diste quehacer a manos llenas
a los ingleses.
—No lo habría conseguido sin
tu ayuda, Danny.
—Fue una gran época. Y
¿cómo te ha ido luego?
—Estuve en Europa, en
Oriente Medio, moviéndome. He
trabajado mucho para la OLP.
Incluso he aprendido a pilotar un
avión.
—¿En serio?
Angel entró y dejó sobre la
mesa sendos platos de huevos
con tocino.
—Comedio mientras está
caliente.
Luego acercó una bandeja
con la tetera y la lechera, tres
tazones y un plato de rebanadas
de pan con mantequilla.
—Siento no poder servir nada
más fino, pero no esperábamos
compañía.
—Para mí está bien —dijo
Dillon, y se puso a atacar la
comida.
—Así que ahora estás aquí,
Sean, y vestido como un caballero
inglés —se volvió Fahy hacia
Angel—. ¿No te decía que era un
gran actor este hombre? En todos
estos años no han conseguido
echarle el guante. Ni una sola vez.
Ella asintió, sonriente; la
emoción al ver a Dillon cambió
incluso su personalidad.
—¿Estás trabajando ahora en
algo, Sean? Para los del IRA,
quiero decir.
—Antes se helará el infierno
que ponerme otra vez yo al
servicio de ese montón de
comadres —contestó él.
—Algo te traes entre manos,
Sean —dijo Fahy—. Lo adivino.
Anda, cuéntanoslo.
Dillon encendió un cigarrillo.
—¿Si te dijera que estoy
trabajando para los árabes,
Danny, para Saddam Husein en
persona?
—Jesús, Danny, y ¿por qué
no? ¿Qué te han pedido que
hagas?
—Cualquier cosa, un golpe...
con tal de que sea algo grande.
América queda demasiado lejos,
así que sólo nos quedan los
británicos.
—Viene que ni pintado —los
ojos de Fahy brillaban.
—La Thatcher estuvo el otro
día en Francia para ver a
Mitterrand. Yo tenía planes para
ella, para cuando fuese a tomar el
avión. El sitio era perfecto, una
carretera solitaria en medio del
campo, pero entonces uno en
quien confiaba me traicionó.
—Siempre sucede así,
¿verdad? —comentó Fahy—. De
manera que ahora estás buscando
otro blanco. ¿Quién es, esta vez,
Sean?
—He pensado en John Major.
—¿El nuevo primer ministro?
—exclamó Angel, asombrada—.
¡No te atreverás!
—¿Y por qué no? —intervino
Fahy—. ¿Los muchachos no
estuvieron a punto de volar todo el
puñetero gobierno inglés en
Brighton? Anda, Sean, dime cuál
es tu plan.
—No lo tengo, Danny. Ahí
está lo malo. Sólo sé que pagan
por esto una cantidad que ni
siquiera te la imaginas.
—Pues ésa es una razón tan
buena como cualquier otra para
ponerlo en marcha. ¿De modo que
has venido a pedir ayuda a tu tío
Danny?
Fahy se acercó a un aparador
y regresó con una botella de
Bushmills y dos vasos, que llenó
en seguida.
—¿Tienes alguna idea para
empezar?
—Nada de nada, Danny.
¿Trabajas todavía para el
movimiento?
—Quédate quieto y que no te
descubran, fue la orden que recibí
de Belfast hace tantos años que
ya ni siquiera me acuerdo. Desde
entonces, ni una sola palabra y yo
aburrido a morir, así que me mudé
aquí. Estoy a gusto, me agrada el
país y me cae bien la gente. No se
meten en lo que no les importa.
Me gano bien la vida con la
reparación de maquinaria agrícola
y mantengo unas cuantas ovejas.
Somos felices aquí Angel y yo.
—Pero sigues aburrido a
morir. ¿Te acuerdas de Martin
Brosnan, dicho sea de paso?
—Ya lo creo. No erais muy
amigos vosotros dos.
—He tenido un tropiezo con él
en París, recientemente. Es
posible que se presente por
Londres buscándome; trabaja por
cuenta de los servicios secretos
ingleses.
—El muy bastardo —frunció el
ceño Fahy mientras volvía a cebar
la pipa—. ¿Será cierta esa historia
de que Brosnan logró introducirse
como camarero en el diez de
Downing Street, hace años, y no
hizo nada?
—Sí, yo también la he oído.
Una fantasía, y en todo caso nadie
podría entrar ahora como
camarero ni de ninguna otra
manera. ¿Sabes que han vallado
la calle? Ese lugar es una
fortaleza. No se puede entrar ahí,
Danny.
—¡Bah! Siempre se encuentra
algún modo. El otro día estaba
leyendo en una revista cómo
durante la Segunda Guerra
Mundial tenían a un grupo de la
Resistencia francesa en no sé qué
cuartel general de la Gestapo. Las
celdas estaban en los sótanos y la
Gestapo en el principal. Y la RAF
envió a un fulano en un Mosquito a
cincuenta pies y dejó caer una
bomba que explotó en la calle y
arrasó el principal a través de la
ventana, de modo que todos los
alemanes se fueron al carajo y los
del sótano consiguieron salir.
—¿Qué diablos intentas
decirme? —preguntó Dillon.
—Que tengo una gran fe en la
potencia de las bombas y en la
ciencia balística. Se puede poner
una bomba donde tú quieras, con
tal de que sepas lo que tienes
entre manos.
—¿Cómo se entiende? —
preguntó Dillon.
—Anda, tío Danny,
enséñaselo —dijo Angel.
—Que me enseñe, ¿el qué?
—preguntó Dillon.
Danny Fahy se puso en pie al
tiempo que aplicaba otra cerilla a
su pipa.
—Vamos, acompáñame —y
volviéndose, enfiló hacia la puerta.

Fahy abrió la puerta del otro


corral y entró. Era enorme, con
vigas de roble soportando el tejado
a dos aguas; tenía un altillo que
servía de henil, al que se accedía
por una escala de madera. Abajo
se veían varias máquinas
agrícolas, entre las cuales había
un tractor, además de un Land
Rover bastante nuevo y, sobre un
trípode, una antigua motocicleta
BSA de 500 centímetros cúbicos
en perfectas condiciones.
—¡Qué belleza! —exclamó
Dillon de inmediato con sincera
admiración.
—Sí, la compré de segunda
mano el año pasado. Se me
ocurrió restaurarla para ganar
algún dinero, pero ahora que la he
terminado no me veo con corazón
para revenderla. Es tan buena
como una BMW.
En un rincón oscuro, al fondo,
se adivinaba otro vehículo.
Cuando Fahy encendió la luz
apareció una furgoneta Ford
Transit de color blanco.
—¿Y eso? —dijo Dillon—.
¿Qué tiene de especial?
—Espera, Sean —dijo
Angel—. Espera y verás.
—Las cosas no son lo que
parecen —anunció Fahy.
En su rostro, una mueca de
excitación y como una especie de
orgullo mientras descorría la
puerta lateral mostrando una
batería de tubos metálicos, tres en
total, atornillada en el piso y
apuntado en ángulo hacia el techo.
—Morteros, Sean, como los
que han usado los muchachos en
el Ulster.
—¿Pretendes decir que esto
todavía funciona? —preguntó
Dillon.
—¡Caramba! No, porque no
tengo explosivos. Pero podría
funcionar, eso es todo lo que digo.
—Explícamelo.
—He soldado en el piso una
plataforma de acero para
reforzarlo y que resista el
retroceso, y los tubos también
están soldados entre sí. Es tubo
calibrado corriente, del que puede
comprarse en cualquier parte. Lo
de los temporizadores eléctricos
también ha sido fácil; se
encuentran en cualquier ferretería.
—¿Cómo funcionaría?
—Una vez puestos en
marcha, tienes un minuto para
salir de la furgoneta y echar a
correr. El techo está recortado; lo
que ves no es más que una lámina
de politeno que disimula la
abertura, pintada del mismo color.
Así, los proyectiles salen sin
desviarse. Además hay un
pequeño dispositivo conectado a
los temporizadores, para que se
autodestruya la furgoneta después
de haber disparado los obuses.
—Y ¿en qué consistirían
ésos?
—Aquí —se encaminó Fahy
hacia un banco de taller—.
Botellas de oxígeno corrientes.
Tenía varias de éstas apiladas
después de desmontar el culote.
—¿Qué se necesitaría para
cargarlos? ¿Semtex? —mencionó
Dillon el explosivo de fabricación
checoslovaca tan empleado por
los terroristas del mundo entero.
—Yo diría que unas doce
libras en cada uno bastarían para
un buen trabajo, pero es difícil de
conseguir.
Dillon encendió un cigarrillo y
paseó alrededor de la furgoneta,
con rostro inexpresivo.
—Eres un chico malo, Danny.
El movimiento te ordenó que
permanecieras quieto y que no
hicieras nada.
—Como te decía antes,
¿cuántos años hace de eso? —
replicó Fahy—. Uno se vuelve loco
de aburrimiento.
—¿Conque te has buscado un
poco de ocupación?
—Ha sido fácil, Sean. Soy un
veterano de la construcción
mecánica, como sabes.
Dillon contemplaba el
artefacto y Angel le preguntó:
—¿Qué te parece?
—Creo que ha hecho un buen
trabajo.
—Tan bueno como cualquiera
de los que se hicieron en el Ulster
—dijo Fahy.
—Sí, pero lo malo es que
todas las veces que se han usado,
no se han distinguido por su
precisión que digamos.
—Funcionaron como la seda
en el golpe contra la comisaría de
Newry, hace seis años, y cayeron
nueve guripas.
—¿Y qué me dices de las
demás veces, cuando no le dieron
ni a la puerta de un establo?
Incluso me parece recordar que en
Portadown alguien se voló a sí
mismo con uno de esos trastos. Es
demasiado azaroso.
—No como lo haría yo. Puedo
fijar el blanco en un mapa a gran
escala, reconocer previamente la
zona a pie y dejar la furgoneta
orientada. No olvides que las
botellas de oxígeno llevarían unas
aletas soldadas para estabilizar la
trayectoria. Invento mío. Una
bonita parábola, arriba y abajo, y
luego vuela el mundo entero, sin
que ninguna medida de seguridad
pueda impedirlo. Quiero decir, ¿de
qué sirve una verja si tú vas por el
aire?
—Ah, ¿te refieres ahora a
Downing Street? —preguntó
Dillon.
—¿Por qué no?
—Todas las mañanas a las
diez hay reunión en la sala del
gabinete, es lo que ellos llaman el
gabinete de Guerra. Te cargarías
prácticamente al Gobierno entero,
no sólo al primer ministro.
Fahy se santiguó.
—¡Virgen Santísima! Sería un
golpe para recordar durante toda
la vida.
—Harán coplas sobre ti,
Danny —le dijo Dillon—. Dentro de
cincuenta años, en todas las
tabernas de Irlanda se cantará a
Danny Fahy.
Fahy descargó el puño sobre
la palma de la otra mano.
—Todo esto son bufonadas,
Sean. No sirve para nada sin el
Semtex, y como te decía antes,
aquí es imposible conseguirlo.
—No estés tan seguro de eso,
Danny —apuntó Dillon—. Tal vez
se encuentre un proveedor.
Vamos a tomar un par de
Bushmills y mientras tanto
seguiremos discutiéndolo.

Fahy había desplegado sobre


la mesa un plano a gran escala de
Londres y lo examinaba con una
lupa.
—Éste podría ser un buen
sitio —dijo—. Avenida Horse
Guards, subiendo desde el muelle
Victoria por el lado del Ministerio
de Defensa.
—Sí —asintió Dillon.
—Si dejáramos la Ford en la
esquina con Whitehall, y
suponiendo que yo pudiese
disponer de un punto de mira
predeterminado, para tener
referencia de la dirección, calculo
que los proyectiles trazarían una
gran parábola sobre estos tejados
y aterrizarían de lleno en el diez de
Downing Street —dejó su lápiz al
lado de la regla—. Necesito ir a
echar una ojeada.
—Lo harás —dijo Dillon.
—¿Funcionará, primo? —
preguntó Angel.
—¡Ah, sí! —contestó él—.
Verdaderamente creo que podría
funcionar. A las diez de la
mañana, ¡todo el maldito gabinete
de Guerra patas al aire! ¡Es
maravilloso, Danny! ¡Maravilloso!
Se echó a reír, y luego agarró
al viejo del brazo.
—¿Estás conmigo en esto?
—Desde luego que sí.
—Bien —replicó Dillon—. Hay
mucho dinero de por medio,
¡mucho! Te voy a retirar, Danny, ¡a
todo lujo! En España, en Grecia,
donde prefieras.
Fahy enrolló el plano y Dillon
anunció:
—Me quedo esta noche:
Mañana nos vamos a Londres, a
echar una ojeada —sonrió y
encendió otro cigarrillo—. El
asunto presenta buen cariz, de
veras. Ahora, háblame de esa
pista que hay en Grimethorpe.
—Es un lugar casi
abandonado, a unos cinco
kilómetros de aquí, ¿qué quieres
tú con Grimethorpe?
—Como te decía antes,
cuando estuve en Oriente Próximo
aprendí a volar. Es un buen
sistema para salir con rapidez.
¿En qué situación se encuentra
Grimethorpe?
—Es una larga historia.
Durante los años treinta fue un
aeroclub, luego la RAF la usó
como estación logística y cuando
la batalla de Inglaterra se
construyeron tres hangares. Hace
algunos años, alguien quiso
aprovecharla para montar otra vez
un aeroclub, y asfaltaron la pista,
pero la empresa fracasó. Y hace
tres años se la quedó un fulano
llamado Bill Grant. Tiene dos
aviones y la empresa se llama
Grant's Air Taxis. No sé más; hace
poco se rumoreaba que no le iban
bien las cosas.
Los dos mecánicos que tenía
se marcharon —sonrió—. Estamos
en recesión económica, Sean, y
eso afecta incluso a los ricos.
—¿Vive allí?
—Sí —intervino Angel—.
Estaba con su novia, pero ella le
ha dejado también.
—Creo que me gustaría
conocerle —sugirió Dillon—.
¿Querrías llevarme, Angel?
—Claro que sí.
—Bien, pero antes debo hacer
una llamada.
Llamó al piso de Tania
Novikova, que contestó en
seguida.
—Soy yo —dijo él.
—¿Ha salido todo bien?
—Ha sido increíble. Mañana
te lo contaré. ¿Fuiste a recoger el
dinero?
—¡Ah! Sí, no hubo ninguna
dificultad.
—Bien. Estaré en el hotel a
mediodía. Me quedo a hacer
noche aquí. Hasta luego —y colgó.
Brosnan y Mary Tanner
subieron en el montacargas con
Charlie Salter y se encontraron
con Mordecai, que los esperaba y
que tras estrecharle la mano a
Brosnan con mucho calor dijo:
—Me alegro de verle,
profesor. Harry está sobre ascuas.
—Ésta es Mary Tanner —dijo
Brosnan—. Pórtate bien delante
de ella, porque es capitana del
ejército.
—Es un placer, señorita —le
estrechó la mano Mordecai—. Yo
hice la mili con los granaderos de
la Guardia, pero no pasé de
gastador.
Los condujo a la sala, donde
estaba Harry Flood sentado al
escritorio, repasando unas
cuentas. Tan pronto como alzó los
ojos y vio a los que entraban se
puso en pie de un salto.
—¡Martin! —y corrió a darle un
abrazo, jubiloso.
Brosnan dijo:
—Aquí, Mary Tanner. Del
ejército, Harry, y es una pieza de
gran calibre, así que ándate con
cuidado. Trabaja para el brigadier
Charles Ferguson, del servicio de
información, y ella es su ayudante.
—Entonces, cuidaremos
nuestros modales —dijo Flood
dándole la mano—. Acercaos a
tomar unas copas y tú, Martin,
cuéntame a qué viene todo esto.

Sentados en el conjunto de
sofás del rincón, Brosnan relató lo
ocurrido con todo lujo de detalles.
Mordecai escuchaba apoyado de
espaldas contra la pared, sin que
su rostro denotase ninguna
reacción.
Cuando Brosnan hubo
terminado, Flood dijo:
—Así pues, ¿qué quieres de
mí, Martin?
—Dillon siempre se mueve en
la clandestinidad, Harry, para
conseguir cuanto le haga falta, y
no me refiero sólo a colaboración
física, sino también a armas,
explosivos y cosas así. Estoy
seguro de que esta vez hará lo
mismo.
—¿Y vosotros queréis saber a
quién acude?
—Exacto.
Flood se volvió hacia
Mordecai.
—¿Qué te parece?
—No sé, Harry. Quiero decir
que hay muchos tratantes
habituales de armas, pero lo que
hace falta aquí es uno que no
tenga inconveniente en
aprovisionar al IRA.
—¿Alguna idea? —preguntó
Flood.
—En realidad, no, jefe. El
caso es que muchos de nuestros
hampones del East End adoran a
Maggie Thatcher y usan
calzoncillos con la bandera
nacional. No tratarían con unos
tíos irlandeses dispuestos a poner
bombas en los almacenes
Harrods. Podemos hacer
averiguaciones, naturalmente.
—Pues hazlo —dijo Flood—.
Corre la voz, pero con discreción.
Mordecai salió y Harry Flood
tendió la mano hacia la botella de
champaña.
—¿Tú sigues sin beber? —
preguntó Brosnan.
—Sí, colega, pero eso no es
motivo para que no bebáis los
demás. Mientras tanto, me
cuentas tus aventuras de los
últimos años, y luego nos vamos
todos al Embassy, que es uno de
mis clubes más respetables, a ver
si nos dan algo para cenar.

En aquellos momentos Sean


Dillon y Angel Fahy recorrían la
oscura comarcal entre Cadge End
y Grimethorpe. Los faros del coche
arrancaban destellos a la nieve y
el hielo acumulados en las
cunetas.
—Hermoso, ¿verdad? —dijo
ella.
—Si tú lo dices.
—A mí me gusta el campo y
todo esto. Lo mismo que a tío
Danny. Se ha portado muy bien
conmigo.
—Es natural, tú te has criado
en el campo, allá por Galway.
—Aquello era muy diferente,
eran tierras pobres. Costaba
mucho ganarse la vida y eso se le
notaba a la gente, por ejemplo a
mi madre. Como si hubiese habido
una guerra y la hubieran perdido
ellos, y no les quedase nada más
que perder.
—Sabes hablar, chica —
comentó él.
—Eso me decía la señorita de
inglés. Decía que si estudiaba
mucho y ponía atención, podría
aspirar a hacer cualquier cosa.
—¡Vaya! Eso debió servirte de
consuelo.
—De consuelo y nada más,
porque mi padrastro me destinaba
a moza de establo sin sueldo. Por
eso me fui.
Los faros mostraron un letrero
desconchado que decía
Grimethorpe Airfield, a lo que
Dillon enfiló un camino estrecho,
aunque asfaltado, lleno de baches.
Pocos instantes después entraban
en la pista; había tres hangares,
una vieja torre de control y un par
de barracones de chapa ondulada,
uno de los cuales tenía la ventana
iluminada. Estacionado frente a
éste se veía un Jeep y Dillon
aparcó al lado. En el momento en
que se apeaban se abrió la puerta
del barracón y apareció un
hombre.
—¿Quién anda ahí?
—Soy yo, señor Grant. Angel
Fahy. Traigo una visita.
Grant era bajito y delgado,
constitución común en muchos
pilotos. Parecía tener cuarenta y
tantos años y vestía tejanos y una
cazadora de aviador de los de la
Segunda Guerra Mundial.
—Entren, entonces.
El interior del barracón estaba
caldeado, gracias a una
salamandra cuya chimenea
atravesaba el techo. Se echaba de
ver que aquel barracón era la sala
de estar para Grant. En una mesa
quedaban las sobras de una
comida, y junto a la estufa se veía
una mecedora antigua frente a un
televisor puesto en el rincón.
Enfrente y bajo la ventana, un
pupitre largo con algunos mapas.
—Es un amigo de mi tío —dijo
Angel.
—Hilton, Peter Hilton —dijo
Dillon, mientras Grant le tendía la
mano con una mueca de
desconfianza.
—Bill Grant. No le debo nada,
¿verdad?
—No me consta, al menos —
retornó Dillon al inglés de maestro
de escuela.
—Me alegro, para variar. ¿En
qué puedo servirle?
—Necesito fletar un vuelo
para dentro de unos días, y quiero
que me diga si le interesa o si he
de preguntar en otro sitio.
—¡Bien! Eso depende.
—¿De qué depende? ¿Tiene
usted un avión, creo?
—Tengo dos; la cuestión está
en saber cuánto tiempo más me
dejará tenerlos el banco en el
hangar. ¿Quiere echarles una
ojeada?
—Cómo no.
Salieron, cruzaron la pista en
dirección al último hangar y Grant
abrió un portillo; buscando a
tientas en un lado, halló el
interruptor y encendió las luces.
Tenía dos avionetas allí, en
batería, ambas bimotor. Dillon
anduvo hasta la más cercana.
—Ésta la conozco, es una
Cessna Conquest. ¿Y la otra?
—Navajo Chieftain.
—Si está tan apurado como
dice, ¿qué pasa entonces con la
gasolina?
—Siempre tengo llenos los
depósitos, señor Hilton, soy gato
viejo para eso. Nunca se sabe
cuándo puede salirle a uno un
trabajo —hizo una mueca dolida—
. Aunque, para serle sincero, con
la recesión no se encuentran
muchas personas dispuestas a
fletar una avioneta en estos
tiempos. ¿Adónde quiere que le
lleve?
—En realidad pensaba dar
una vuelta yo mismo uno de estos
días —contestó Dillon—, sólo que
todavía no sé con seguridad
cuándo.
—¿Tiene licencia, pues? —
preguntó Grant con aire dubitativo.
—¡Ah, sí!, y totalmente en
regla —se sacó Dillon el
documento y se lo entregó.
Grant le echó una breve
ojeada y lo devolvió.
—Eso le permite manejar
cualquiera de estas dos, aunque
yo preferiría acompañarle para
mayor seguridad —subrayó Grant.
—No hay problema —
concedió Dillon—. Pensaba en la
parte occidental del país, en
Cornualles. Hay una pista de
aterrizaje en Land's End.
—La conozco bien. Es una
pista de hierba.
—Tengo amigos por allí.
Seguramente me quedaré a hacer
noche.
—Por mi parte, no hay
inconveniente —Grant apagó la
luz y mientras regresaban al
barracón preguntó—: ¿En qué se
ocupa usted, señor Hilton?
—¡Ah! Finanzas, censura de
cuentas, cosas así —contestó
Dillon.
—¿Tiene alguna idea de
cuándo quiere salir? Debo
mencionar que estos fletes suelen
ser bastante caros, alrededor de
dos mil quinientas libras. Cuando
los pasajeros son media docena
eso no tiene importancia, pero
tratándose de un solo viajero...
—Me parece bien.
—Luego están mis gastos de
pernocta, el hotel, las dietas ... ya
sabe.
—No hay problema ¡—Dillon
extrajo de su cartera diez billetes
de cincuenta libras y los dejó
sobre la mesa—. Aquí hay
quinientas libras a cuenta;
considérelas como una reserva
definitiva para dentro de los
próximos cuatro o cinco días. Le
telefonearé para darle el instante
exacto.
Grant se animó al ver los
billetes.
—Está bien. ¿Quieren tomar
un café o algo antes de irse?
Dillon aprobó:
—Cómo no.
Grant se metió en la cocina,
que estaba al fondo del barracón.
Mientras se oía el agua llenando la
cafetera, Dillon se llevó un dedo a
los labios, hizo una seña a Angel y
se acercó al pupitre donde
estaban los mapas. Los revisó
rápidamente y encontró en
seguida el que representaba la
zona del canal y la costa
noroccidental francesa. Angel, a
su lado, miraba mientras él
reseguía con el dedo el contorno
de la costa de Normandía,
localizaba Cherburgo y continuaba
más al sur. Allí estaba St. Denis,
con la pista de aterrizaje
claramente marcada. En seguida
plegó el mapa y lo juntó con los
demás.
Desde la cocina, Grant le
había observado a través de la
puerta entornada.
El agua arrancó a hervir y él
sirvió en seguida el café en tres
tazones.
—¿Encontraremos muchas
dificultades con este tiempo? ¿La
nieve? —preguntó Dillon.
—Podría darlas, si cuaja —
contestó Grant—. Podría ocurrir
que apareciese cubierta esa pista
de hierba en Land's End.
—Tendremos que cruzar los
dedos para que no ocurra —apuró
Dillon su tazón de café—. Será
mejor que nos vayamos ahora.
Grant los acompañó hasta la
puerta para despedirles. Ellos se
metieron en el Mini y arrancaron;
él agitó la mano, cerró la puerta y
se encaminó al pupitre para ver los
mapas. Estaba seguro de que
habían mirado el tercero o el
cuarto, empezando a contar desde
arriba: «Canal de la Mancha y
costa de Francia.»
Frunció el ceño y dijo en voz
baja:
—Me gustaría saber ahora a
qué juega usted, señor.

Mientras regresaban por la


lóbrega carretera comarcal Angel
comentó:
—Tú no vas a Land's End
para nada, ¿verdad, primo? En
realidad lo que quieres es volar
hasta esa pista de St. Denis en
Normandía.
—Sí, pero será nuestro
secreto —dijo él tocándole la
mano, sin dejar de conducir—.
¿Me prometes una cosa?
—Lo que tú quieras, Sean.
—Que quede entre nosotros
dos, por ahora. No quiero que
Danny lo sepa. ¿Sabes conducir,
dicho sea de paso?
—¿Conducir? ¡Claro que sí!
Yo misma llevo las ovejas a la
feria con la furgoneta Morris.
—Dime, ¿qué te parecería si
vamos a Londres mañana por la
mañana tú, yo y Danny?
—¡Estupendo!
—Bien, pues ya lo sabes.
Y continuaron el viaje
nocturno. Los ojos de ella brillaban
como estrellas.
9

El día amaneció claro y frío,


auténticamente invernal, pero no
había hielo en las carreteras
alrededor de Londres. Angel y
Danny Fahy, en la furgoneta
Morris, seguían a Dillon. Angel
conducía con bastante habilidad. A
través del retrovisor Dillon pudo
comprobar que le seguía
perfectamente hasta entrar en
Londres y durante todo el recorrido
hasta Bayswater Road. Tenía ya
un plan medio concebido en su
mente cuando aparcó el Mini
Cooper en la acera, se apeó y
abrió el portón del garaje de Tania.
Cuando Angel y Danny
llegaron y se detuvieron ante la
puerta les dijo:
—Meted también la furgoneta.
Lo que ella ejecutó con
presteza; cuando ambos se
hubieron apeado salieron del
garaje.
Dillon cerró y se volvió hacia
sus acompañantes:
—¿Seréis capaces de
acordaros de la calle y el garaje
aunque yo no esté?
—No digas tonterías, primo.
Claro que sí —respondió Angel.
—Está bien. Es importante.
Ahora, subamos en el Mini y
vámonos a dar una vuelta.
En su apartamento de Cable
Wharf, sentado detrás de su
escritorio, Harry Flood repasaba
las cuentas de la noche anterior.
Charlie Salter entró portando una
bandeja con un servicio de café.
Cuando sonó el teléfono, el
pequeñín lo descolgó y luego se lo
pasó a Flood.
—Es el profesor.
—¿Martin? ¿Cómo va todo?
—dijo Flood—. Lo pasé muy bien
anoche. Esa Tanner es una chica
extraordinaria.
—¿Hay alguna noticia?
¿Habéis conseguido averiguar
algo? —preguntó Brosnan.
—Todavía no, Martin. Espera
un momento —Flood cubrió el
micrófono con la mano y le
preguntó a Salter—: ¿Dónde está
Mordecai?
—Haciendo la ronda, Harry.
Para correr la voz con discreción,
como tú dijiste.
Flood habló de nuevo al
teléfono:
—Lo siento, chico. Estamos
haciendo todo lo que podemos,
pero llevará algún tiempo.
—Que es lo único que no
tenemos —dijo Brosnan—. Está
bien, Harry, sé que harás todo lo
que esté en tu mano. Volveré a
llamar.

Brosnan estaba de pie junto al


escritorio de Mary Tanner, en la
sala del piso de ella en Lowndes
Square. Colgó y se acercó a la
ventana al tiempo que encendía
un cigarrillo.
—¿Hay novedad? —preguntó
ella, cruzando la habitación para
reunirse con él.
—Me temo que no. Como dice
Harry, lleva su tiempo. He sido un
estúpido al no darme cuenta.
—Procura tener un poco de
paciencia, Martin —le tocó ella el
brazo.
—¡Si es que no puedo! —
replicó él—. Es una sensación
difícil de explicar, como hallarse en
medio de una tormenta esperando
a que descargue el gran rayo que
uno sabe que no tardará en llegar.
Conozco a Dillon. Sé que se
moverá con rapidez. Estoy seguro
de ello, Mary.
—¿Qué quieres hacer,
entonces?
—¿Estará Ferguson en
Cavendish Square esta mañana?
—Sí.
—Pues vamos a hablar con él.
Dillon estacionó el Mini
Cooper cerca de Covent Garden.
Tras preguntar en una librería
cercana entraron en otro
establecimiento, no lejos de allí,
especializado en mapas y guías
de todas clases. Dillon se puso a
rebuscar entre los mapas a gran
escala del Servicio Topográfico los
correspondientes a la zona centro
de Londres, hasta hallar el que
representaba el barrio de
Whitehall.
—¿Qué te parece el detalle de
ese plano?—le susurró Fahy—.
Podrías calcular el tamaño del
jardín del número diez casi al
milímetro.
Dillon adquirió el mapa y el
dependiente lo enrolló y lo
introdujo en el tubo protector de
cartón. Después de pagar, salieron
de la tienda y regresaron al coche.
—Ahora, ¿qué? —preguntó
Danny.
—Vamos a dar una vuelta.
Para estudiar la situación.
—Me parece bien.
Angel se sentó atrás y su tío al
lado de Dillon. Bajaron hacia el río
y enfilaron por la avenida Horse
Guards. Dillon hizo una breve
parada en la esquina antes de
doblar por Whitehall en dirección a
Downing Street.
—Mucho guripa por aquí —
comentó Danny.
—Vigilan que no estacione
nadie.
Delante y a la izquierda de
ellos, un coche se había detenido
junto a la acera y cuando iban a
adelantarlo, vieron que el
conductor estaba consultando un
plano.
—Un turista, supongo —dijo
Angel.
—Ya verás lo que pasa ahora
—le dijo Dillon.
Ella se volvió y vio que se
acercaban al coche dos guardias;
hubo un breve diálogo y el
forastero se despegó de la acera y
reemprendió la marcha.
—No pierden el tiempo —
comentó Angel.
—Downing Street —anunció
Dillon instantes después.
—¡Qué te parece esa verja! —
comentó Danny con asombro—.
Me gusta ese toque de estilo
feudal. Seguro que habrán hecho
un buen trabajo ahí.
Dillon se unió a la caravana
que daba la vuelta a Parliament
Square y entró de nuevo en
Whitehall para regresar en
dirección a Trafalgar Square.
—Regresamos a Bayswater
—anunció—. Fijaos en el recorrido
que he elegido.
Saliéndose de la caravana de
Trafalgar Square, cruzó el arco del
Almirantazgo, rodeó el monumento
a la reina Victoria, frente al palacio
de Buckingham, y después de
pasar Constitution Hill y Mable
Arch por Park Lane entró en la
calle Bayswater.
—Es bastante fácil —comentó
Danny Fahy.
—Bien, pues subamos a mi
deprimente hotel, que tomaremos
una taza de té para calentarnos.

Ferguson dijo:
—Está usted demasiado
nervioso, Martin.
—Es la espera —respondió
Brosnan—. Ya sé que Flood hará
cuanto pueda, pero estoy seguro
de que el tiempo juega contra
nosotros.
Ferguson se alejó de la
ventana y bebió un sorbo de té de
la taza que tenía en la mano.
—¿Qué le gustaría que
hiciéramos?
Brosnan titubeó un instante, y
luego miró a Mary y dijo:
—Preferiría ir a Kilrea para
hablar con Liam Devlin. Es posible
que se le ocurra algo.
—Nunca en la vida le ha
faltado una ocurrencia, desde
luego —se volvió Ferguson hacia
Mary—. ¿Qué te parece?
—Creo que sería lo más
sensato, señor. Al fin y al cabo, un
viaje a Dublín no es gran cosa,
hora y cuarto desde Heathrow con
la Aer Lingus o la British Airways,
lo mismo da.
—Y la casa de Liam en Kilrea
está a sólo media hora de la
ciudad —apuntó Brosnan.
—De acuerdo —asintió
Ferguson—. Ustedes dos me han
convencido, pero que sea desde
Gatwick y con la Lear, por si
hubiese alguna novedad y se
viesen obligados a regresar en
seguida.
—Gracias, señor —contestó
Mary.
Mientras se encaminaban
hacia la salida, Ferguson agregó al
tiempo que alargaba la mano
hacia el teléfono:
—Ahora mismo llamo al viejo
granuja, sólo para prevenirle de
que va a tener visita.
Mientras bajaban la escalera,
Brosnan dijo:
—¡Gracias a Dios! Al menos
eso me da la sensación de que
hacemos algo.
—Y yo conoceré por fin al
gran Liam Devlin —contestó Mary
tomando la delantera para
indicarle dónde quedaba el coche.

En la pequeña cafetería del


hotel, Dillon, Angel y Danny Fahy
se sentaron a tomar el té en una
mesa del rincón. Fahy tenía sobre
las rodillas el mapa topográfico
parcialmente desplegado.
—Es extraordinario, ¡la
cantidad de detalles que revelan
con toda exactitud!
—¿Puede hacerse, Danny?
—¡Ah, sí! Sin ninguna
dificultad. ¿Recuerdas ese cruce
de Horse Guards con Whitehall?
Ése podría ser el lugar, un poco
esquinado. Lo estoy viendo
mentalmente. Con este mapa yo
puedo calcular la distancia exacta
entre la esquina y el número diez.
—¿Estás seguro de poder
superar los edificios que quedan
en medio?
—¡Claro! Como te dije el otro
día, Sean, la balística es una
ciencia exacta.
—Pero no podéis parar ahí —
dijo Angel—. Ya visteis lo que
pasó con aquel turista. Los
guardias lo echaron de allí en
cuestión de segundos.
Dillon se volvió hacia Fahy.
—¿Danny?
—No hace falta más. Estará
todo cronometrado con
anterioridad, Angel. Aprietas el
botón para activar el circuito, te
apeas de la furgoneta y los
morteros se disparan
automáticamente antes de un
minuto. Ningún guardia podría
anticiparse para impedirlo.
—Pero ¿qué haréis vosotros?
—insistió ella.
Fue Dillon el que contestó.
—Escucha. Por la mañana a
primera hora salimos de Cadge
End. Tú, Danny, en la Ford
Transit, y Angel y yo en la Morris,
donde llevaremos escondida la
moto BSA. Angel meterá la Morris,
como lo hemos hecho hoy, en el
garaje al fondo de la calle.
Colocaremos una rampa en la
trasera para que yo pueda salir
con la BSA en marcha.
—Para seguirme a mí, ¿no es
cierto?
—Yo iré detrás de ti, y cuando
lleguemos a la esquina de Horse
Guards con Whitehall, pones en
marcha tu aparato, te sales de la
furgoneta, te montas conmigo en
la moto y salimos a todo gas. El
gabinete de Guerra se reúne todas
las mañanas a las diez. Con un
poco de suerte, nos los cargamos
a todos.
—¡Jesús!, Sean, y nunca
sabrán de dónde les llovió el
pepinazo.
—En seguida regresamos a
Bayswater, donde estará Angel
esperándonos al volante de la
Morris, metemos la BSA en la
trasera y nos largamos. Con eso
nos plantamos rápidamente en
Cadge End mientras ellos estarán
apagando el fuego todavía.
—Es brillante, primo —dijo
Angel.
—Excepto en un detalle —
advirtió Fahy—. Sin los malditos
explosivos no hay malditas
bombas.
—Eso déjamelo a mí —agregó
Dillon—. Yo te conseguiré los
explosivos.
Se puso en pie.
—Tengo algunas cosas que
hacer. Vosotros dos, regresad a
Cadge End y esperad. Ya me
pondré yo en contacto con
vosotros cuando pueda.
—Y ¿cuándo será eso, Sean?
—Pronto, muy pronto —sonrió
Dillon mientras ellos se disponían
a salir.

Tania llamó a la puerta a las


doce en punto. Él fue a abrir y dijo:
—¿Lo tiene?
Ella abrió sobre la mesa el
maletín que traía y expuso los
treinta mil dólares que él había
pedido.
—Bien —dijo—. Necesitaré
sólo diez mil para empezar. —
¿Qué hará con el resto?
—Lo entregaré en recepción.
Que guarden el maletín en la caja
fuerte del hotel.
—Tiene algo preparado, lo sé
—aseguró ella con animación—.
¿Qué ha pasado en esa aldea de
Cadge End?
Dillon le contó el plan entero
sin omitir detalle.
—¿Qué le parece? —preguntó
por último.
—Increíble. Un golpe de los
que sólo se dan una vez en la
vida. Indudablemente necesitará
explosivos. Lo mejor sería el
Semtex.
—Efectivamente. En el
ochenta y uno, cuando operaba
aquí en Londres, tuve tratos con
un individuo que disponía de
Semtex —soltó una carcajada—.
O mejor dicho, tenía cualquier
cosa que uno pudiese necesitar.
—¿Quién es ese hombre, y
cómo puede estar seguro de que
anda todavía por aquí?
—Es un hampón llamado Jack
Harvey, y sigue por aquí. Lo he
comprobado.
—No le entiendo.
—Entre otras cosas, tiene una
compañía de pompas fúnebres en
Whitechapel. La he buscado en las
páginas amarillas y ahí sigue. Por
cierto, ¿me permite que siga
usando el Mini un poco más?
—Desde luego.
—Bien. Lo estacionaré en
alguna calle. Necesito mantener
despejado ese garaje.
Recogió el abrigo.
—Acompáñeme; vamos a
comer algo y luego iré a hablar
con ese tipo.

—¿Habrá leído el expediente


de Devlin, supongo? —le preguntó
Brosnan a Mary Tanner mientras
cruzaban el centro de Dublín y el
río Liffey por el muelle St. George
a fin de pasar al otro lado de la
ciudad, conducidos por un chófer
uniformado de la embajada.
—Sí, pero ¿son verdad todas
esas historias? Como la de su
intervención en el plan alemán
para atentar contra Churchill,
durante la guerra. *
—¡Ah, eso! Pues sí.
—¿Y es el mismo hombre que
le ayudó a escapar de esa cárcel
francesa en mil novecientos
setenta y nueve?

* Ver Ha llegado el Águila, publicado por


Ediciones Grijalbo.
—El mismo Devlin.
—¡Pero Martin! Según usted,
él dice tener setenta años.
Forzosamente, debe ser más
viejo.
—Un par de años son un
detalle sin importancia, tratándose
de Liam Devlin. En una palabra,
usted va a conocer al hombre más
extraordinario que haya visto en su
vida, un sabio, un poeta y un
pistolero del IRA.
—Esa última parte no
constituye ninguna recomendación
para mí —dijo ella.
—Lo sé —contestó—. Pero no
cometa el error de confundir a
Devlin con la hez que está
utilizando el IRA en estos últimos
tiempos.
Dicho lo cual guardó silencio,
víctima de una. súbita melancolía,
mientras el coche se internaba en
el paisaje rural irlandés, dejando
atrás la capital.

Kilrea Cottage, como llamaban


a la casa, estaba a las afueras de
la aldea y vecina a un convento.
Era de construcción antigua, de
una sola planta, con tejado de
falso estilo gótico y ventanas con
cristales emplomados a ambos
lados del porche, donde se vieron
obligados a resguardarse de la
llovizna mientras Brosnan
accionaba el pulsador de la
anticuada campanilla. Se oyeron
unos pasos y se abrió la puerta.
—Cead míle fáilte—dijo Liam
Devlin en irlandés, abrazando a
Brosnan—. Mil veces bien venido.

El interior de la casa era de


intenso carácter Victoriano. Casi
todo el mobiliario era de caoba y el
empapelado William Morris, de
imitación, pero en cambio los
cuadros, todos de Atkinson
Grimshaw, eran auténticos.
Liam Devlin regresó de la
cocina con un servicio de té en
una bandeja.
—Mi ama de llaves sólo está
aquí durante la mañana. Es una
de las hermanitas del convento
vecino; necesitan el dinero.
Mary Tanner estaba
absolutamente atónita. Esperaba
ver a un anciano y se encontraba
con un hombre sin edad definida,
que vestía camisa negra de seda
italiana, jersey negro y pantalón
gris cortado a la última moda.
Quedaba todavía bastante color
en los cabellos otrora negros y
tenía la cara muy pálida, aunque
se notaba que siempre había sido
así. Los ojos azules eran tan
extraordinarios como la
sempiterna sonrisa irónica con que
parecía burlarse tanto de sí mismo
como del resto del mundo.
—¿Así que trabaja usted para
Ferguson, joven? —se volvió hacia
Mary para servirle el té.
—En efecto.
—Ese asunto en Derry, el otro
año, cuando retiró usted el coche
que llevaba la bomba. Fue algo
fuera de serie.
Ella se dio cuenta de que
estaba ruborizándose.
—No hay que darle tanta
importancia, señor Devlin. En
aquella situación no se podía
hacer otra cosa.
—Sí, por lo general lo que hay
que hacer está claro, pero lo que
cuenta es el ser capaces de
hacerlo —se volvió hacia
Brosnan—. Lo de Anne-Marie.
Mala suerte, chico.
—Voy por él, Liam —dijo
Brosnan.
—¿Lo haces por ti o por el
interés general? —meneó la
cabeza Devlin—. Deja aparte la
venganza personal, Martin, o
cometerás algún error y eso es
algo que no puedes permitirte,
tratándose de Sean Dillon.
—Sí, lo sé —asintió
Brosnan—. Vaya si lo sé.
—Así que va a intentar un
golpe contra el tal John Major, el
nuevo primer ministro —dijo
Devlin.
—Y ¿cómo cree que lo
intentará, señor Devlin? —
preguntó Mary.
—Pues según mis noticias en
cuanto a la seguridad del diez de
Downing Street actualmente, no
creo que tenga muchas
oportunidades de introducirse —
miró a Brosnan y sonrió con
ironía—. Fíjese usted, mi querida
Mary, en que hace menos de diez
años un muchacho conocido mío,
llamado Martin Brosnan, logró
colarse disfrazado de camarero en
una recepción que se celebraba
en el número diez. Y dejó una rosa
sobre el escritorio de la primera
ministra, claro que entonces el
cargo lo ocupaba una mujer.
—Ésas son historias pasadas,
Liam. Háblanos del presente —le
interrumpió Brosnan.
—¡Ah! Ése trabajará como
siempre, recurriendo a sus
conocidos del mundo del hampa.
—¿No del IRA?
—Dudo que en estos
momentos el IRA tenga ninguna
relación con nada de esto.
—Pero sí la tuvo hace unos
diez años, cuando trabajó en
Londres.
—¿Y qué?
—Estaba pensando que si
supiéramos quién lo reclutó
entonces, eso podría sernos útil.
—Entiendo. Quizá podría
decirnos a quiénes recurrió en esa
oportunidad.
—Ya sé que no es muy
probable, pero es lo único que
tenemos, Brosnan.
—Todavía nos queda tu amigo
Flood, el de Londres.
—Lo sé, y me consta que no
dejará piedra por remover, pero
necesita tiempo y no nos sobra.
Devlin asintió.
—Está bien, muchacho,
déjamelo a mí y veré lo que puedo
hacer —consultó su reloj—. La
una. Vámonos a tomar un
bocadillo y a lo mejor un par de
Bushmills, y os aconsejo que
luego cojáis vuestra Lear y os
volváis a Londres. Me pondré en
contacto con vosotros tan pronto
como haya algo, os lo prometo.
Dillon estacionó en la esquina
más cercana al negocio de
pompas fúnebres de Jack Harvey
en Whitechapel, y anduvo hasta la
puerta con el maletín en la mano.
Todo era de un estilo bellamente
discreto, hasta el pulsador del
timbre que hizo acudir al portero.
—El señor Harvey me está
esperando —mintió alegremente.
—Al fondo del corredor,
después de las capillas, verá la
escalera. El despacho está en el
primer piso. ¿A quién debo
anunciar, señor?
—Señor Hilton —Dillon
contempló la exposición de
ataúdes, las flores—. Poco
movimiento aquí.
—¿Se refiere al negocio? —el
portero se encogió de hombros—.
En esta casa los clientes entran
por la puerta de atrás.
—Ya veo.
Dillon recorrió el pasillo y se
detuvo a curiosear ante una de las
capillas, observando las coronas
amontonadas, las velas. Entró y
contempló el cadáver de un
hombre de mediana edad,
pulcramente ataviado de traje
oscuro, con las manos cruzadas y
la cara retocada de maquillaje.
—Pobre cretino —dijo Dillon, y
salió.
En la recepción el portero
descolgaba el teléfono.
—¿Señorita Myra? Hay un
visitante, el señor Hilton. Dice que
tiene cita concertada.
Dillon abrió la puerta del
antedespacho de Harvey y entró.
No contenía muebles de oficina,
sólo un par de plantas en macetas
y varios sillones. Se abrió la puerta
que daba al despacho y entró
Myra. Vestía pantalón negro de
lycra ceñido como una segunda
piel, botas negras y un caftán
escarlata tres cuartos, y estaba
sumamente atractiva.
—¿El señor Hilton?
—En efecto.
—Soy Myra Harvey. ¿Dice
usted que tiene cita con mi tío?
—¿Lo dije?
Ella le miró con desdén y
detrás de ella volvió a abrirse la
puerta y entró Billy Watson; se
echaba de ver que la aparición
había sido acordada con
anterioridad. Él se apoyó de
espaldas contra la puerta, con los
brazos cruzados; el atuendo negro
le prestaba un aire oportunamente
amenazador.
—¿A qué juega usted? —dijo
ella.
—Eso se lo reservo al señor
Harvey.
—Échalo de aquí, Billy —
ordenó ella, y se volvió hacia la
puerta.
Billy dejó caer la mano sobre
el hombro de Dillon, en un gesto
nada cordial. Dillon descargó el pie
sobre el empeine derecho de su
adversario y acto seguido giró
sobre sí mismo con el brazo
extendido y el puño cerrado, cuyos
nudillos conectaron con la sien de
Billy; éste lanzó un grito de dolor y
cayó pesadamente de espaldas en
uno de los sillones.
—Anda poco listo ése,
¿verdad? —comentó Dillon.
Sacó la cartera, extrajo diez
billetes de cien dólares atados con
una goma y se los arrojó a Myra.
Ella no acertó a atraparlos en el
aire, por lo que tuvo que
agacharse a recogerlos del suelo.
—Fíjate en eso —exclamó
Myra—: ¡Billetes nuevos!
—Sí, son los que huelen mejor
—espetó Dillon—. Ahora dile a
Jack que un viejo amigo quiere
verle y trae más de lo mismo.
Ella se quedó inmóvil,
mirándole unos momentos con los
ojos convertidos en rendijas; luego
se volvió y abrió la puerta del
despacho de Harvey. Viendo que
Billy trataba de incorporarse, Dillon
le dijo:
—No te lo aconsejo.
Billy desistió y Myra volvió a
aparecer de nuevo.
—De acuerdo, le recibirá.
Era un despacho
sorprendentemente correcto, de
hombre de negocios, con
entarimado de roble, alfombra
verde georgiana de seda y una
estufa de gas que representaba
una chimenea de leña casi al
natural. Harry estaba detrás de un
voluminoso escritorio de roble,
fumándose un puro.
Tenía ante sí los mil dólares y
contempló a Dillon con calma.
—Tengo poco tiempo, así que
no intentes jugar conmigo,
muchacho —tomó en la mano los
billetes—. ¿Más de lo mismo?
—Cierto.
—No te conozco. Le has dicho
a Myra que eras un viejo amigo,
pero yo nunca te he visto antes.
—Me viste hace mucho
tiempo, Jack, diez años para ser
exactos, sólo que yo tenía otro
aspecto entonces. Recién llegado
de Belfast, y traía una misión.
Hicimos negocios tú y yo. Y no te
resultaron mal, según recuerdo.
¡Todos aquellos ricos dólares
recaudados por los simpatizantes
del IRA en Norteamérica!
Harvey dijo:
—Coogan. Michael Coogan.
Dillon se quitó las gafas.
—El mismo que viste y calza,
Jack.
Harvey dio una lenta
cabezada de asentimiento y se
volvió hacia su sobrina.
—Myra, te presento a un viejo
amigo, el señor Coogan de
Belfast.
—Ya veo —dijo ella—. Uno de
ésos.
Dillon encendió un cigarrillo y
se sentó, colocando el maletín
junto a sus pies, y Harvey dijo:
—La otra vez pasaste por
Londres como Atila el rey de los
hunos. Debí cobrarte más por todo
aquel material.
—Tú me diste un precio, y yo
lo pagué —contestó Dillon—. No
hay nada más justo.
—¿Y qué será esta vez?
—Necesito un poco de
Semtex, Jack. Podría
arreglármelas con cuarenta libras,
pero eso es un mínimo. Cincuenta
estarían mejor.
—¿No pides demasiado tú?
Ese género es como el oro. Todo
estrictamente controlado por la
autoridad.
—Tonterías —dijo Dillon—. Lo
pasan de Checoslovaquia a Italia,
a Grecia y hasta Libia. Lo hay en
todas partes, Jack, y tú lo sabes,
conque no me hagas perder el
tiempo. Veinte mil dólares.
Se colocó el maletín sobre las
rodillas y fue arrojando el resto
hasta diez mil sobre el escritorio,
un paquete de billetes tras otro.
—Diez ahora y diez a la
entrega.
La Walther con el silenciador
Carswell montado estaba en el
mismo maletín, lista para su uso.
Esperó con la tapadera del maletín
levantada, y luego Harvey sonrió.
—De acuerdo, pero te va a
costar treinta.
Dillon cerró el maletín.
—Imposible, Jack. Puedo
llegar hasta veinticinco, pero ni
uno más.
Harvey asintió.
—De acuerdo. ¿Para cuándo
lo quieres?
—Dentro de veinticuatro
horas.
—Creo que podré
solucionarlo. ¿Dónde podemos
localizarte?
—No lo has entendido bien,
Jack. Yo me pondré en contacto
contigo.
Dillon se puso en pie y Harvey
dijo con amabilidad:
—¿Algo más en que podamos
servirte?
—En realidad, sí —dijo
Dillon—. A manera de prenda de
buena voluntad, como si
dijéramos. Me iría bien un arma
corta de repuesto.
—Sírvete tú mismo, muchacho
—Harvey empujó hacia atrás su
sillón y abrió el segundo cajón del
escritorio, a su derecha—. Puedes
elegir.
Contenía un revólver Smith &
Wesson del 38, una pistola checa
Cesca y una Beretta italiana, que
fue la que escogió Dillon, quien
tras comprobar el cargador se
guardó el arma en el bolsillo.
—Ésta servirá.
—Es una pistola de señorita
—dijo Harvey—, pero no te discuto
el gusto. Hasta mañana, entonces.
Myra le abrió la puerta y Dillon
se despidió diciendo:
—Ha sido un placer, señorita
Harvey —y salió rozando a Billy,
que se había puesto en pie.
—Me gustaría romperle las
piernas a ese enano cabrón.
Myra le palmeó la mejilla.
—No lo pienses más, cielito.
Tú cuando estás de pie no sirves
para nada; todo tu talento se
manifiesta en la posición
horizontal. Anda, vete a jugar con
tu motocicleta o lo que quieras —y
se metió de nuevo en el despacho
de su tío.
Dillon hizo alto al pie de la
escalera y guardó la Beretta en el
maletín. La única cosa mejor que
una pistola eran dos pistolas. A
veces el detalle marcaba la
diferencia, pensó mientras se
encaminaba a paso rápido hacia el
Mini Cooper.
Mary dijo:
—De ése no me fiaría yo ni
tanto así.
—Es un tipo duro ese
pequeño bastardo —advirtió
Harvey—. Cuando estuvo aquí en
el ochenta y uno, por cuenta del
IRA, yo le suministré armas,
explosivos, todo lo que pidió. Tú
estabas en la universidad
entonces, no en el negocio, así
que seguramente no lo recordarás.
—¿Coogan no será su
nombre auténtico?
—Claro que no —corroboró
él—. ¡Un demonio colorado! En
aquellos tiempos a mí me estaba
fastidiando mucho un tal George
Montoya, allá en Bermondsey,
apodado George el Español. Una
noche Coogan me hizo el favor de
apiolarlos, a él y a su hermano,
detrás de un bar que llamaban El
Flamenco. Lo hizo de balde.
—¿De veras? —dijo Myra—.
Y ¿dónde vamos a encontrar el
Semtex que pide?
Él soltó una carcajada, abrió el
cajón superior y sacó un manojo
de llaves.
—Voy a enseñarte una cosa.
Salieron del despacho a un
pasillo, él primero, y abrió una
puerta con llave.
—He aquí algo que ni siquiera
tú sabías, querida.
Las paredes de la pieza
estaban revestidas de estanterías.
Él apoyó una mano en la fila
central de las correspondientes a
la pared del fondo, y toda la
estantería giró sobre unos goznes
ocultos. Buscó el interruptor, y
cuando encendió la luz descubrió
un pañol que contenía armas de
todas clases.
—¡Dios mío! —exclamó ella.
—Lo que quieras, aquí lo
tengo —dijo él—. Pistolas, fusiles
de asalto AK y MI5.
Rió con burla y agregó:
—Y Semtex —señaló con un
ademán tres cajas de cartón
puestas sobre una mesa—. Hay
cincuenta libras en cada una de
ésas.
—Entonces, ¿por qué le has
pedido un plazo?
—Para que baile un poco —se
volvió hacia la salida y lo dejó todo
como estaba antes—. A lo mejor
servirá para sacarle un poco más
de pasta.
Cuando se hallaron de nuevo
en el despacho, ella le preguntó:
—¿Qué crees tú que se
propone?
—Me trae sin cuidado, y
además ¡a ti qué te importa! ¿No
te habrá salido una vena patriótica
de repente?
—No es eso, era sólo
curiosidad.
Él recortó la punta de otro
cigarro.
—¿Sabes una cosa? Se me
ha ocurrido una idea. Sería muy
práctico que el pequeñín me
ayudase a librarme de Harry Flood
—y se echó a reír
estentóreamente.
Eran poco más de las seis y
Ferguson se disponía a dejar su
despacho en el Ministerio de
Defensa cuando sonó el teléfono.
Era Devlin.
—Hola, viejo carcamal. Tengo
novedades para ti.
—Desembucha —dijo
Ferguson.
—En el ochenta y uno, el
control de Dillon en Belfast era un
tipo llamado Tommy McGuire, ¿te
acuerdas de él?
—Ya lo creo que me acuerdo.
¿No lo liquidaron hará un par de
años, por no sé qué rencillas
internas del IRA?
—Eso fue lo que contaron,
pero anda por ahí con otra
identidad.
—Y ¿cuál sería ésa?
—Todavía no lo he
averiguado. He de ver a unas
personas en Belfast. Voy allá esta
noche. Dicho sea de paso,
entiendo que al actuar de esta
manera me convierto en agente
oficial del Grupo Cuarto. Quiero
decir que no me gustaría dar con
los huesos en la cárcel, a mi edad.
—Tienes nuestro pleno
respaldo, te lo prometo. ¿Qué
quieres que hagamos nosotros?
—He pensado que si Brosnan
y esa capitana tuya, la Tanner,
quieren intervenir en la operación,
podrían volar mañana por la
mañana a Belfast con la Lear. Que
me esperen en el bar del hotel
Europa. Dile a Brosnan que debe
identificarse ante el jefe de
recepción; seguramente me
pondré en contacto con ellos hacia
mediodía.
—Me ocuparé de ello —dijo
Ferguson.
—Sólo una cosa más. ¿No te
parece que deberíamos jubilamos
en vez de meternos en esa clase
de cacerías?
—Habla por ti —dijo
Ferguson, y colgó el teléfono.
Lo pensó un rato y luego llamó
pidiendo una secretaria.
Después llamó al piso de Mary
Tanner en Lowndes Square;
mientras estaba hablando con ella
entró Alice Johnson provista de su
bloc de notas y su lápiz. Ferguson
le hizo seña de que se sentase y
continuó hablando con Mary.
—Será a primera hora de la
mañana. Desde Gatwick otra vez,
supongo. Con la Lear os plantaréis
allí en una hora. ¿Salís a cenar
esta noche?
—Harry Flood ha propuesto el
River Room del Savoy, le gusta la
orquestina que tienen allí.
—Creo que os divertiréis.
—¿Le gustaría
acompañarnos, señor?
—Pues sí me gustaría —dijo
Ferguson.
—Está bien, le esperamos allí
a las ocho.
Ferguson colgó y se volvió
hacia Alice Johnson.
—Un comunicado breve,
confidencial y reservado a la
atención del primer ministro, para
el expediente especial —y dictó
rápidamente un informe sobre las
últimas novedades, incluyendo su
conversación con Devlin—.
Original y copia, y ya puede llamar
al mensajero mientras lo pasan a
máquina para mi firma. Dése prisa,
debo salir.
Ella volvió a su despacho con
rapidez. Gordon Brown estaba
junto a la copiadora y ella se sentó
a la máquina.
—Creí que Ferguson había
salido —inquirió él.
—Yo también, pero está aquí
y acaba de darme un trabajito
extra. Otro informe confidencial
para el primer ministro.
—¿De veras?
Ella empezó a teclear con
rabia y acabó en dos minutos.
Entonces se puso en pie y dijo:
—Pues tendrá que esperar,
necesito ir al lavabo.
—Yo te hago las copias.
—Gracias, Gordon.
Recorrió el pasillo y estaba a
punto de abrir la puerta del lavabo
cuando se dio cuenta de que
había olvidado su bolso sobre el
escritorio. Volvió sobre sus pasos
y regresó deprisa a la oficina. La
puerta estaba entreabierta y vio a
Gordon, de pie junto a la
copiadora, leyendo el informe. Con
no poco asombro por parte de ella,
lo dobló, se lo guardó en el bolsillo
interior de la americana y sacó
rápidamente otra copia.
Alice estaba totalmente
estupefacta y no supo qué hacer.
Recorrió otra vez el pasillo y se
encerró en el lavabo, mientras
procuraba dominar su
nerviosismo. Al cabo de un rato
salió.
El informe y la copia estaban
sobre su escritorio.
—Hecho —dijo Gordon—, y
acabo de llamar al mensajero.
Ella respondió con forzada
sonrisa:
—Lo paso a la firma.
—Bien, y yo voy a bajar a la
cantina. Hasta luego.
Alice enfiló el pasillo, llamó a
la puerta del despacho de
Ferguson y entró. Él alzó la mirada
de lo que estaba escribiendo:
—¡Ah! Muy bien. Voy a
firmarlo ahora, y despache usted
el envío para el primer ministro en
seguida —Ella temblaba, y
Ferguson al darse cuenta frunció
el ceño—. ¡Mi querida señorita
Johnson! ¿Qué le pasa?
Ella se lo contó. Él la escuchó
con expresión preocupada y
cuando la explicación hubo
terminado, descolgó el teléfono.
—¿Sección especial? Con el
inspector jefe Lane. De parte del
brigadier Ferguson, Grupo Cuarto.
Máxima urgencia. En mi despacho
y sin demora, por favor —y
después de colgar se volvió hacia
ella—. Esto es lo que hará usted.
Vaya a su despacho y compórtese
como si no hubiese ocurrido nada.
—Pero si no estará allí,
brigadier. Ha bajado a la cantina.
—¿De veras? —dijo
Ferguson—. ¿Por qué habrá
hecho una cosa así?
Cuando Tania oyó la voz de
Gordon Brown montó en cólera
inmediatamente.
—¿No te lo tengo dicho,
Gordon?
—Sí, pero es urgente.
—¿Dónde estás ahora?
—En la cantina del ministerio.
Tengo otro informe.
—¿Es importante?
—Mucho.
—Léemelo.
—No, te lo daré cuando
termine mi turno, a las diez.
—Nos veremos en tu piso,
Gordon, te lo prometo, pero
necesito saber ahora lo que hay y
si te niegas, no hará falta que te
molestes en llamarme otra vez.
—No, no. Está bien, lo leeré.
Cuando hubo terminado, ella
dijo:
—Buen chico, Gordon. Hasta
luego.
Él colgó y se volvió al tiempo
que doblaba la copia del informe.
La puerta de la cabina se abrió de
golpe y Ferguson le arrebató el
informe de los dedos.
10

Tania no necesitó más de una


llamada para localizar a Dillon en
el hotel.
—La cosa está que arde —
anunció—. La búsqueda de una
pista sobre usted se ha
desplazado a Belfast.
—Cuénteme.
Ella lo hizo y concluido el
relato, preguntó:
—¿Usted entiende lo que está
pasando?
—Sí —dijo él—. El tal McGuire
era un pez gordo de los
provisionales en aquella época.
—¿Y murió, o anda por ahí
todavía?
—En eso Devlin tiene razón.
Se rumoreó que había muerto a
consecuencia de un ajuste de
cuentas interno del movimiento,
pero eso no fue más que una
argucia para retirarlo de la
circulación una temporada.
—Si consiguen localizarlo,
¿podría crearle dificultades a
usted?
—Quizá, pero no si le localizo
yo primero.
—Y ¿cómo se las arreglará
para eso?
—Conozco a un hermanastro
suyo, un tal Macey. Él sabrá
dónde se le puede encontrar.
—Pero eso significa que
tendría que ir a Belfast usted
mismo.
—No es difícil. Una hora y
cuarto con la British Airways.
Ahora no recuerdo a qué hora
sale el último vuelo de la noche,
tendré que consultarlo.
—Espere, tengo aquí los
horarios de la compañía —dijo
ella, al tiempo que rebuscaba en
su escritorio. Halló la guía y la
hojeó buscando la página de los
vuelos a Belfast—. El último avión
despega a las ocho y media. Son
las siete menos cuarto ahora, pero
con los embotellamientos de la
tarde sería mortal tratar de llegar a
Heathrow, sobre todo con este mal
tiempo, se perderá por lo menos
una hora o quizás hora y media.
—¿Y mañana por la mañana
?, contestó Dillon
—A las ocho y media,
también.
—Será cuestión de madrugar.
—¿Le parece prudente?
—Nada lo es en esta vida,
¿no cree? Sabré arreglármelas, no
se preocupe. Seguiremos en
contacto.
Colgó, reflexionó unos
momentos y luego llamó a la
British Airways para reservar una
plaza en el primer vuelo de la
mañana, dejando abierto el vuelo
de retorno. Encendió un cigarrillo y
se acercó a la ventana. Si le
parecía prudente, había dicho ella,
e intentó recordar lo que Tommy
McGuire podía saber acerca de él
allá por el ochenta y uno. No lo de
Danny Fahy, de eso estaba seguro
porque en aquel entonces Fahy
vivía oculto y no intervenía en
nada. Era una relación puramente
personal. Pero lo de Jack Harvey
era otro asunto; al fin y al cabo,
había sido el mismo McGuire
quien le había señalado a Harvey
como un posible proveedor de
armas.
Tras ponerse la americana,
sacó la gabardina del armario y
salió. Cinco minutos después
paraba un taxi en la esquina, subió
y ordenó al taxista que le llevase
rápidamente a Covent Garden.
Gordon Brown estaba sentado
frente al escritorio de Ferguson, en
el despacho a media luz, y estaba
asustado como nunca en su vida.
—No lo hice con mala
intención, brigadier, se lo juro.
—Pues ¿con qué intención se
quedó usted una copia del
informe?
—Fue una tontería, lo
confieso, un capricho. Sentí
curiosidad porque iba dirigido al
primer ministro.
—¿Se da cuenta de lo que ha
hecho, Gordon? ¡Un hombre de
carrera, y después de tantos años
de servicio en el ejército!
El inspector Lane, de la
sección especial, era un individuo
casi cuarentón que con su
arrugado traje de tweed y sus
gafas más bien parecía un
maestro de escuela.
—Voy a preguntárselo una
vez más, señor Brown —dijo,
apoyándose en una esquina del
escritorio—. ¿Ha sacado copias
como ésta otras veces?
—Desde luego que no, ¡se lo
juro!
—¿Y ninguna otra persona le
ha sugerido que lo hiciera?
Gordon se mostró
escandalizado.
—¡Por todos los santos,
inspector! Eso sería traición. He
sido brigada en el Servicio de
Información Militar.
—Sí, señor Brown, eso lo
sabemos —dijo Lane.
En este punto sonó el teléfono
interior y Ferguson descolgó. Era
un subordinado de Lane, el
sargento Mackie.
—Estoy en el antedespacho,
brigadier. Acabamos de registrar el
piso de Camden. ¿Si me hacen el
favor de salir usted y el inspector?
—Gracias —dijo Ferguson, y
colgó—. Está bien, vamos a darle
un poco de tiempo para que lo
piense mejor, Gordon. ¿Inspector?
Con una seña a Lane, se puso
en pie y se encaminó hacia la
puerta. El inspector le siguió y una
vez fuera vieron a Mackie en el
antedespacho, todavía con la
gabardina y el sombrero
impermeable puestos, y con una
bolsa de plástico en la mano.
—¿Han encontrado algo,
sargento? —le preguntó Lane.
—Creo que así podríamos
decirlo, señor —Mackie sacó de la
bolsa un archivador de cartón y lo
mostró—. Una colección bastante
interesante.
Las copias de los informes
aparecían pulcramente
clasificadas; las primeras eran las
de fecha más reciente, de los
comunicados dirigidos al primer
ministro. Lane comentó:
—¡Caramba, brigadier! A lo
que parece, andaba en esto desde
hace bastante tiempo.
—Ya lo veo —dijo Ferguson—
. Pero, ¿con qué finalidad?
—¿Quiere decir que trabajaba
para alguien, señor?
—Indudablemente. Estoy
ocupado en una operación de
naturaleza muy delicada. Hubo en
París un atentado contra un
hombre que trabajaba para mí, y
murió una mujer. Nosotros nos
preguntábamos cómo pudo
localizarles el malo de la película,
digamos para entendernos. Ahora
ya lo sabemos; los detalles de
estos informes eran comunicados
a una tercera persona. Eso debió
ser.
Lane asintió.
—Será preciso continuar con
el interrogatorio.
—No, porque andamos
escasos de tiempo. Vamos a
intentarlo de otra manera.
Dejemos que se vaya. Es un
simple, y creo que hará lo más
simple.
—Estoy de acuerdo, señor —
se volvió Lane hacia su
ayudante—. No le pierda de vista,
Mackie, o tendrá que volver a
patrullar las calles en Brixton. Y yo
con usted, si fracasamos.
Los dos policías salieron a
toda prisa, y Ferguson abrió la
puerta y entró de nuevo en su
despacho, yendo a ocupar su
sillón.
—Un asunto muy lamentable,
Gordon.
—¿Qué harán conmigo,
brigadier?
Ferguson tomó entre las
manos la copia del informe.
—Tendré que pensarlo. Ha
cometido usted una estupidez
incalificable —y agregó con un
suspiro—: Váyase, Gordon.
Váyase a casa. Hablaremos
mañana por la mañana.
Gordon Brown apenas lograba
creer en su buena suerte. Sin
darse apenas cuenta de lo que
hacía, abrió la puerta del
despacho y salió al pasillo en
dirección al guardarropa del
personal. Acababa de salvarse por
los pelos. Aquello podía haber
significado el fin, y no sólo la
pérdida de su carrera y su
jubilación, sino incluso la cárcel.
Ahora lo que se imponía era echar
cruz y raya, y Tania tendría que
aceptarlo. Bajó al sótano al tiempo
que se ponía el abrigo, se metió
en su coche y momentos después
enfilaba hacia Whitehall, seguido
de cerca por Mackie y Lane en el
Ford Capri del sargento, que
llevaba una matrícula corriente.

En el barrio de Covent Garden


las tiendas abrían por la noche, y
Dillon lo sabía. Pese al frío
invernal las calles aún tenían
muchos transeúntes, y él se dio
prisa en dirigirse a la tienda de
atrezzo teatral de Clayton cerca de
Neal's Yard. Halló iluminados los
escaparates, la puerta cedió al
empujarla y sonó la campanilla.
Clayton apartó la cortinilla,
sonriendo.
—¡Ah! Es usted. ¿En qué
puedo servirle?
—Pelucas —solicitó Dillon.
—Tenemos un buen surtido —
decía verdad; las había de todas
clases, de cabello corto, de cabello
largo, onduladas, rubias, pelirrojas.
Dillon seleccionó una media
melena de cabello gris.
—Entiendo —dijo Clayton—.
¿Un papel de abuelita?
—Algo parecido. ¿Y la ropa?
No quiero nada de fantasía,
prendas de segunda mano serían
lo mejor.
—Pase.
Clayton se metió en la
trastienda y Dillon le siguió. Había
muchas estanterías con ropa y un
montón de prendas en un rincón.
Le pasó revista con mucha soltura
y seleccionó una falda larga de
color castaño con cintura elástica y
una vieja gabardina larga que le
llegaba casi hasta los tobillos.
—Qué papel va a ser, ¿una
vagabunda o la bruja del saco?
—Se llevaría usted una
sorpresa —Dillon había visto unos
tejanos en el montón; se hizo con
ellos y luego seleccionó entre los
zapatos de otro montón un par de
mocasines que habían visto
mejores tiempos.
—Esto servirá —dijo—. ¡Ah!, y
esto —tomando una antigua
pañoleta de un estante—. Métalo
todo en un par de bolsas de
plástico y dígame cuánto le debo.
Clayton se puso a
empaquetar.
—Debería darle las gracias
por llevarse todo eso, pero hay
que comer. Serán diez pavos para
usted.
Dillon pagó y se hizo con las
bolsas.
—Muchas gracias.
Clayton fue a abrirle la puerta.
—A usted, y déles un buen
espectáculo.
—¡Ah!, ya lo creo —replicó
Dillon, y en seguida enfiló a paso
vivo hacia la esquina, donde hizo
seña a un taxi y regresó al hotel.

Cuando Tania Novikova fue a


abrir la puerta y se encontró con
Gordon Brown supo en seguida,
por instinto, que algo iba mal.
—¿Qué pasa, Gordon? Te
prometí que iría a verte.
—Necesitaba hablar contigo,
Tania, era urgente. ¡Ha pasado
una cosa terrible!
—Tranquilízate —dijo ella—.
Tómalo con calma. Sube y
cuéntamelo todo.
Lane y Mackie se hallaban
estacionados al fondo de la calle y
el inspector usó en seguida el
teléfono del coche para comunicar
la dirección a Ferguson.
—El sargento Mackie ha
inspeccionado la entrada, señor.
La tarjeta dice que es una tal
Tania Novikova.
—¡Por Dios! —exclamó
Ferguson.
—¿La conoce, señor?
—Una supuesta secretaria de
la embajada soviética, inspector.
En realidad es capitana del KGB.
—Entonces seguro que debe
actuar a las órdenes del coronel
Yuri Gatov, señor, que es el
encargado de la estación de
Londres.
—Yo no estoy tan seguro.
Gatov es hombre de Gorbachev y
de ideas muy prooccidentales.
Tengo entendido, en cambio, que
la Novikova se sitúa más a la
derecha que Gengis Jan. Me
extrañaría que Gatov estuviera
enterado de todo esto.
—¿Va a notificárselo, señor?
—Todavía no. Oigamos
primero lo que tiene que decir ella.
Es información lo que buscamos.
—¿Quiere que entremos,
señor?
—No, esperen un poco.
Estaré con ustedes dentro de
veinte minutos.

Tania miró con cautela por


entre las cortinas. Al fondo de la
calle vio a Mackie de pie junto a su
coche y eso fue suficiente; ella era
capaz de reconocer a un policía en
cualquier lugar del mundo, Moscú,
París, Londres... eran iguales en
todas partes.
—Cuéntame otra vez lo que
ocurrió, Gordon, sin olvidar detalle.
Gordon Brown hizo lo que le
mandaba y ella le escuchó con
paciencia, sin ningún comentario.
Por último asintió.
—Hemos tenido suerte,
Gordon, mucha suerte. Anda y ve
a la cocina, a preparar un poco de
café para los dos. Tengo que
hacer un par de llamadas —le
oprimió la mano—. Luego
pasaremos un rato muy especial tú
y yo.
—¿De veras? —se le
animaron las facciones, y salió.
Ella descolgó y llamó al
apartamento de Makeiev en París.
Estuvo largo rato sonando, pero
cuando iba a desistir respondieron
al otro lado y ella dijo:
—¿Josef? Soy Tania.
—Me has pillado en la ducha.
Estoy empapando la alfombra.
—Serán sólo unos segundos,
Josef. Es para decirte adiós. Estoy
quemada. Mi informador se ha
descubierto. De un momento a
otro echarán abajo la puerta.
—¡Dios mío! —exclamó él—.
¿Y Dillon?
—En seguridad, y funcionando
a plena marcha. Lo que va a hacer
ese hombre incendiará el mundo.
—Pero... ¿y tú, Tania?
—No te preocupes, no dejaré
que me atrapen. Adiós, Josef.
Colgó, encendió un cigarrillo y
a continuación llamó al hotel
dando el número de la habitación
de Dillon, que contestó en
seguida.
—Soy Tania —dijo—. Algo ha
salido mal.
Él se lo tomó con aparente
calma.
—¿Muy mal?
—Descubrieron a mi
informador y luego lo dejaron
suelto, y el pobre idiota los ha
encaminado hasta mí. La secreta
está al fondo de la calle, o mucho
me equivoco.
—Entiendo. ¿Qué piensa
usted hacer?
—No se preocupe, no voy a
quedarme a contarles nada. Una
cosa. Ellos saben que Gordon me
pasó el informe de anoche. Estaba
en la cabina telefónica de la
cantina del ministerio cuando
Ferguson lo detuvo.
—Comprendo.
—Prométame una cosa —dijo
ella.
—¿El qué?
—Hágalos volar a todos, por
favor—el timbre de la puerta
estaba sonando y ella concluyó—:
Debo terminar. Buena suerte,
Dillon.
En el instante de colgar entró
Gordon Brown con el café y las
tazas.
—¿Han llamado?
—Sí, Gordon. Por favor, sé un
encanto y ve a ver quién es, anda.
Él bajó y abrió la puerta. Tania
respiró hondo. Morir no era difícil.
La causa en que ella creía había
sido siempre lo más importante de
su vida. Aplastó la colilla del
cigarrillo, abrió un cajón de su
escritorio, sacó una pistola
Makarov y se disparó un tiro en la
sien derecha.
A mitad de la escalera Gordon
Brown volvió corriendo sobre sus
pasos e irrumpió en la habitación.
Al verla caída junto al escritorio,
con la pistola todavía en la
derecha, exhaló un grito terrible y
cayó de rodillas.
—¡Tania, amor mío! —se
lamentó.
Y cuando oyó el golpe de un
objeto pesado contra la puerta, en
la planta baja, supo lo que tenía
que hacer. Quitó la Makarov de la
mano del cadáver. Cuando la
levantó, su propia mano temblaba.
Respiró hondo tratando de
serenarse y apretó el gatillo en el
mismo instante en que la puerta
de la entrada cedía y Lane y
Mackie se precipitaban escaleras
arriba, con Ferguson pisándoles
los talones.

Al fondo de la calle se había


formado el habitual grupito de
curiosos. Dillon se unió a la gente,
con el cuello levantado y las
manos en los bolsillos. Empezaron
a caer algunos copos de nieve
cuando abrieron las puertas
traseras de la ambulancia, y vio
que metían dos camillas cubiertas
con mantas. La ambulancia se
alejó y Ferguson se quedó unos
momentos de pie en la calle,
hablando con Lane y Mackie.
Dillon reconoció en seguida al
brigadier, cuya foto le había sido
mostrada hacía bastantes años.
Evidentemente, sus dos
interlocutores eran policías.
Al cabo de un rato, Ferguson
se metió en su coche con chófer y
se alejó, Mackie entró en la casa y
Lane también se marchó. La
estratagema era obvia; Mackie se
quedaba en la vivienda por si
aparecía alguien. Una cosa era
segura: Tania había muerto y por
lo visto también su amante; Dillon
supo que gracias a este doble
sacrificio podía considerarse a
salvo.
Regresó al hotel y acto
seguido llamó a París para hablar
con Makeiev.
—Tengo malas noticias, Josef.
—¿Tania?
—¿Cómo lo sabes?
—Telefoneó. ¿Qué ha
pasado?
—La descubrieron, o mejor
dicho descubrieron al informador.
Prefirió matarse, Josef, antes que
dejarse prender. Una mujer muy
entera.
—¿Y el informador, el amigo
de ella?
—Hizo lo mismo. He visto
cómo se llevaban los cadáveres
en una ambulancia. Ferguson
estaba allí.
—¿En qué sentido te afecta
esto?
—En ninguno. A primera hora
de la mañana me voy a Belfast,
para cortar la única pista que
podría llevarles hasta mí.
—¿Y luego?
—Vais a quedar maravillados,
Josef, tú y tu amigo árabe. ¿Qué
te parecería el gabinete de Guerra
británico al completo?
—¡Santo Dios! ¿No lo dirás en
serio?
—Desde luego que sí.
Tendrás noticias muy pronto.
Colgó, se puso la americana y
bajó al bar, silbando una
cancioncilla.

Ferguson esperaba al coronel


Yuri Gatov sentado en un
reservado del bar, frente a la
entrada de Kensington Park y la
embajada soviética. El ruso, un
hombre alto, de cabello blanco y
abrigo de pelo de camello, se
presentó dando muestras de
agitación.
—No puedo creerlo, Charles.
¿Que ha muerto Tania Novikova?
¿Por qué?
—Mira, Yuri. Tú y yo nos
conocemos desde hace más de
veinticinco años. Hemos sido
adversarios muchas veces, pero
voy a concederte el beneficio de
creer que realmente deseas el
cambio y el final del conflicto Este-
Oeste.
—¡Pero si es así, y tú lo
sabes!
—Por desgracia, no todos en
el KGB están de acuerdo contigo,
a lo que parece, y Tania Novikova
era de ésos.
—Sí, es cierto que era
partidaria de la línea dura, pero
¿qué estás diciéndome con eso,
Charles?
De manera que Ferguson le
contó lo de Dillon, el atentado
fallido contra la señora Thatcher,
lo de Gordon Brown, lo de
Brosnan, todo. Gatov preguntó:
—Así ¿dices que ese
disidente del IRA quiere atentar
contra el primer ministro y que
Tania andaba complicada en ello?
—Muy directamente
complicada.
—Yo no sabía nada, Charles.
Te lo juro.
—Y yo te creo, amigo, pero es
preciso que existiera otro eslabón.
Quiero decir que ella se las arregló
para transmitir la información vital
a París, donde estaba Dillon. Así
fue como él supo lo de Brosnan y
todo lo demás.
—París —dijo Gatov—. Se me
ocurre una cosa. ¿Sabíais que ella
estuvo tres años en París antes de
ser destinada a Londres? ¿Y
sabes quién es el jefe de la
estación del KGB en París?
—Claro que sí, es Josef
Makeiev —dijo Ferguson.
—Que no es muy partidario de
Gorbachev, que digamos, sino
muy de la vieja guardia.
—Lo cual explicaría muchas
cosas —añadió Ferguson—. Pero
nunca lograremos demostrarlo.
—Cierto —asintió Gatov—.
Aunque voy a llamarle de todos
modos, sólo para inquietarle un
poco.

Makeiev no se había alejado


mucho del teléfono, así que
descolgó a la primera llamada.
—Makeiev al habla.
—¿Josef? Soy Yuri Gatov. Te
llamo desde Londres.
—Yuri. Qué sorpresa —dijo
Makeiev, poniéndose
inmediatamente en guardia.
—Tengo una noticia
desagradable, Josef. Es sobre
Tania, Tania Novikova.
—¿Qué pasa con ella?
—Se ha suicidado esta tarde
junto con un amante suyo, un
funcionario del Ministerio de
Defensa.
—Santo cielo —exclamó
Makeiev procurando hablar en
tono convincente.
—Le pasaba información
reservada. Acabo de tener una
reunión con Charles Ferguson, del
Grupo Cuarto. ¿Conoces a
Charles?
—Desde luego.
—Me pilló totalmente
desprevenido. Debo decirte que yo
no estaba al corriente de las
actividades de Tania. Como ha
trabajado para ti durante tres años,
Josef, pensé que tú la conocerías
mejor. ¿Se te ocurre alguna
explicación?
—Ninguna, me temo.
—¡Ah! Bien, si te enteras de
algo no dejes de llamarme.
Makeiev se sirvió un escocés
y se asomó a contemplar la helada
que cubría las calles de París. En
un instante de desvarío se le
ocurrió llamar a Michael Aroun,
pero luego se dijo que no serviría
de nada. Y Tania había hablado
con tanta certeza. Que iba a
incendiar el mundo, ésas fueron
sus palabras.
Alzó la copa.
—Brindo por ti, Dillon —dijo en
voz baja—. A ver si eres capaz de
conseguirlo.

Eran casi las once en el River


Room del Savoy, y aunque la
orquestina seguía tocando, Harry
Flood, Brosnan y Mary estaban a
punto de dar por terminada la
espera cuando se presentó por fin
Ferguson.
—Hoy sí necesito una copa y
más que nunca. Que sea un
escocés doble, por favor.
Flood llamó a un camarero y
le transmitió la petición, mientras
Mary preguntaba:
—¿Qué diablos ha ocurrido?
Ferguson les hizo un rápido
resumen de todos los
acontecimientos del día y cuando
hubo terminado, Brosnan
comentó:
—Eso explica muchas cosas,
pero lo más desagradable es que
no adelantamos nada en cuanto a
Dillon.
—He de subrayar un punto —
le interrumpió Ferguson—.
Cuando arresté a Brown en la
cantina del ministerio, él hablaba
por teléfono y tenía el informe en
la mano. Creo probable que
estuviese comunicándose con la
Novikova en aquel momento.
—Ahora le entiendo —
intervino Mary—. ¿Quiere decir
que ella, a su vez, pudo transmitir
esa información a Dillon?
—Es posible —dijo Ferguson.
—¿Qué quieren dar a
entender? —preguntó Brosnan—.
¿Que acaso Dillon irá a Belfast
también?
—Quizá, si le atribuyó
importancia suficiente —añadió
Ferguson.
—Será menester tentar la
suerte, entonces —se volvió
Brosnan hacia Mary—. Saldremos
a primera hora de la mañana. Será
mejor que nos vayamos ahora.
Mientras cruzaban el vestíbulo
en dirección a la salida, Brosnan y
Ferguson se adelantaron,
charlando, y Mary se volvió hacia
Flood:
—Le aprecia usted mucho,
¿verdad?
—¿A Martin? —dijo él, y
asintió—. El Vietcong me tuvo
prisionero en un pozo durante
muchas semanas. Cuando
vinieron las lluvias solía inundarse
y yo me veía obligado a pasar toda
la noche de pie para no ahogarme.
Había sanguijuelas, lombrices y
todo lo que usted quiera. Y cierto
día, cuando las cosas estaban
peor que nunca, apareció una
mano que tiró de mí para sacarme.
Era Martin, con una cinta
ciñéndole la frente, el cabello largo
y la cara pintada, que parecía un
indio. Es un tipo extraordinario.
Mary contempló a Brosnan.
—Sí, en efecto, creo que esas
palabras le describen muy bien.

Dillon telefoneó pidiendo un


taxi para las seis, y bajó a esperar
en la entrada del hotel, con la
maleta en una mano y un maletín
en la otra. Lucía gabardina, traje,
corbata a rayas y gafas, conforme
al papel de Peter Hilton que
representaba en aquellos
momentos y a cuyo nombre se
hallaban su permiso de conducir y
la licencia de piloto. En la maleta
iban los efectos personales y los
artículos adquiridos en Clayton de
Covent Garden, todo pulcramente
doblado junto con una toalla del
hotel, calcetines y calzoncillos. Era
un equipaje normal e incluso lo de
la peluca podía explicarse con
facilidad.
La carrera hasta Heathrow fue
rápida a aquella hora de la
mañana. Recogió la tarjeta de
vuelo en el mostrador y tras
entregar su equipaje y enterarse
del número de su asiento, se
dispuso a esperar.
No iba armado, pues no
ignoraba que habría sido imposible
pasar, dadas las máximas
medidas de seguridad vigentes
para todos los vuelos a Belfast.
Se hizo con una colección de
periódicos, subió al restaurante y
pidió un desayuno completo a la
inglesa. A continuación se puso a
leer los periódicos, fijándose sobre
todo en la marcha de la guerra del
golfo.

En Gatwick la nieve
empezaba a cuajar junto a la pista
cuando despegó la Lear. Una vez
alcanzaron la altura de crucero
Mary preguntó:
—¿En qué piensa usted en
estos momentos?
—No estoy seguro —replicó
Brosnan—. Ha pasado mucho
tiempo desde la última vez que
estuve en Belfast. Liam Devlin,
Anne-Marie, ¡tantas cosas!
—¿Y Sean Dillon?
—No se preocupe, a ése no le
olvido. No podría —se volvió y se
quedó mirando a lo lejos mientras
la Lear se elevaba para evitar las
nubes y giraba hacia el noroeste.

Aunque Dillon no podía


saberlo, cuando su avión aterrizó
en el aeropuerto Aldergrove, a las
afueras de Belfast, hacía rato que
Brosnan y Mary habían
desembarcado y se encaminaban
al hotel Europa. Tardaron como
media hora en hacerle entrega de
su equipaje, tras lo cual se puso a
la cola; los funcionarios de
aduanas inspeccionaron a algunos
pasajeros, pero él pasó sin
problemas, y al cabo de cinco
minutos estaba fuera y subiéndose
en un taxi.
—¿Es usted inglés? —le
preguntó el taxista.
Dillon adoptó en seguida su
acento de Belfast:
—Y ¿qué le hace pensar eso?
—Jesús! Disculpe usted —
contestó el taxista—. ¿Adónde
vamos?
—Búsqueme algún hotel de
Falls Road —pidió Dillon—. Que
esté cerca de Craig Street.
—Hay poco que ver por allá.
—Recuerdos de la juventud —
explicó Dillon—. Llevo muchos
años trabajando en Londres y he
venido sólo para un día, por
negocios. Se me ocurrió que podía
hacer una visita a los viejos
fantasmas.
—Como usted quiera. Está el
Deepdene, pero como le decía, no
es nada del otro jueves.
En aquel instante los adelantó
una tanqueta Saracen y cuando
enfilaron hacia la avenida
principal, vieron una patrulla
militar.
—Las cosas no cambian —
dijo Dillon.
—No, claro, y la mayoría de
estos chicos ni siquiera habían
nacido cuando empezó el jaleo —
aseguró el taxista—. Quiero decir
que adónde vamos a parar, ¿a
otros cien años de guerra?
—Sólo Dios lo sabe —
respondió Dillon con santurronería,
y desplegó su periódico.

El taxista tenía razón. El


Deepdene no era gran cosa, un
voluminoso edificio Victoriano en
una calleja lateral que daba a Falls
Road. Dillon pagó la carrera, entró
y se encontró en un vestíbulo
venido a menos, con una raída
alfombra. Cuando hizo sonar el
timbre del mostrador apareció una
mujer corpulenta, con aspecto de
matrona.
—¿En qué puedo servirte,
amigo?
—Una habitación para esta
noche.
—Está bien —dijo ella
empujando el libro de registro
hacia él y volviéndose para
descolgar una llave—. La número
nueve, en la primera planta.
—¿Quiere cobrar ahora?
—Si usted quiere, pero no
hace falta. Una sabe reconocer a
un caballero cuando lo ve.
Subió por la escalera, buscó la
puerta y abrió. La habitación era
tan ruin como cabía esperar, con
un lavabo de latón y un perchero.
Dejó la maleta sobre la mesa y
volvió a salir, no sin cerrar la
puerta con llave, para explorar el
pasillo hasta que localizó la salida
de emergencia. Al llegar al pie de
la escalera abrió la puerta y salió a
un patio bastante mugriento; el
callejón lindaba con los patios
traseros de una serie de casas de
aspecto increíblemente
abandonado, pero que a él no le
deprimieron en absoluto. Era una
zona que conocía muy bien y
donde, en su día, había obligado
al ejército inglés a bailar una
danza infernal. Continuó por la
calleja sonriendo al recordarlo,
hasta que salió a Falls Road.
11

—Todavía recuerdo cuando


inauguraron este establecimiento
en mil novecientos setenta y uno
—dijo Brosnan volviéndose hacia
Mary. Estaba de pie junto a una
ventana de la sexta planta, en el
hotel Europa de Great Victoria
Street, junto a la estación del
ferrocarril—. Durante una
temporada se convirtió en blanco
privilegiado de las bombas del
IRA. Parecía como si no tuvieran
otra cosa que hacer.
—Usted no se hallaría entre
ellos, supongo.
Él prefirió no hacer caso del
leve sarcasmo que advirtió en el
comentario.
—Ciertamente, no. A Devlin y
a mí nos agradaba el bar, y lo
frecuentábamos mucho.
Ella soltó una carcajada de
incredulidad.
—¡Qué absurdo! ¿De veras
quiere que crea que mientras el
ejército británico los buscaba a
ustedes por toda Belfast, usted y
Devlin estaban sentados en el bar
del Europa?
—O en el restaurante, a
veces. Acompáñeme, voy a
enseñárselo. Pero será mejor que
nos llevemos los abrigos, por si se
recibe algún mensaje mientras
estamos abajo.
Mientras bajaban en el
ascensor, ella preguntó:
—¿Supongo que no irá usted
armado?
—No.
—Está bien. Lo prefiero.
—¿Y usted?
—Yo sí —dijo ella
tranquilamente—. Pero eso es
distinto. Soy una funcionaría de la
Corona, en comisión de servicio y
en zona activa.
—¿Qué lleva?
Ella abrió el bolso y le dejó ver
el arma un instante. Era una
automática pequeña que cabía en
la palma de la mano.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Una pieza bastante rara,
una vieja Colt del veinticinco. La
adquirí en África.
—No sería para matar
elefantes, supongo.
—No, pero sirve para lo que
ha de servir —dijo ella con una
sonrisa nada alegre—. Siempre
que se sepa disparar con ella,
claro.
Las puertas se abrieron y
salieron al vestíbulo.

Dillon avanzó con rapidez por


Falls Road. Nada había cambiado,
en absoluto; todo seguía como en
los viejos tiempos. En dos
ocasiones vio patrullas de la
policía del Ulster reforzadas por
tropas, y luego vio pasar dos
blindados de transporte, pero
nadie hacía caso. Por último halló
lo que buscaba en Craig Street,
como a kilómetro y medio del
hotel. Era un pequeño comercio
con dos escaparates protegidos
por persianas de hierro. Sobre la
entrada colgaba la enseña de las
tres bolas de latón, símbolo de las
casas de empeños, con el letrero
PATRICK MACEY.
Dillon abrió la puerta y entró
en un recinto polvoriento. La
tienda apenas iluminada era un
batiburrillo de objetos, televisores,
vídeos, relojes; en un rincón
incluso se divisaba una cocina a
gas y un oso de peluche.
El mostrador tenía una
defensa de malla de acero y, al
otro lado, un hombre sentado en
un taburete se dedicaba a reparar
un reloj de pulsera, con la lente de
aumento puesta en un ojo. Alzó la
mirada y el visitante vio las
facciones pálidas y avejentadas de
un individuo que podría contar
unos sesenta años.
—¿En qué puedo servirle?
Dillon replicó:
—Nada cambia nunca,
Patrick. Este lugar tiene el mismo
olor de toda la vida.
Macey se quitó la lupa del ojo
y frunció el ceño.
—¿Nos conocemos de algo?
—Ya lo creo, Patrick. ¿No
recuerdas aquella noche caliente
de junio del setenta y dos, cuando
pegamos fuego a los almacenes
de aquel protestante y le matamos
a él y a sus dos sobrinos cuando
salían corriendo? A ver si me
acuerdo bien. Estábamos los tres
—Dillon se colocó un cigarrillo en
los labios y lo encendió
despacio—. Tú y tu hermanastro,
Tommy McGuire, y yo.
—¡Virgen Santísima! ¿Eres
tú? ¿Sean Dillon?—exclamó
Macey.
—El mismo de siempre,
Patrick.
—Jesús! Sean, no creí que
volvería a verte nunca en Belfast.
Pensábamos que estabas...
Hizo una pausa y Dillon
preguntó:
—¿Pensabas que yo estaba
dónde, Patrick?
—En Londres —contestó
Patrick Macey—. O en algún sitio
así —añadió en tono desmayado.
—Y ¿de dónde sacasteis
semejante idea? —Dillon se
encaminó hacia la puerta, la cerró
y bajó la persiana.
—¿Qué haces? —preguntó
Macey, alarmado.
—Será una pequeña charla en
privado, Patrick, muchacho. Nada
más.
—No, Sean. No quiero nada
de eso. Ya no tengo nada que ver
con el IRA, estoy retirado.
—Ya sabes lo que se dice,
Patrick. Cuando te metes con ellos
no hay jubilación que valga.
¿Cómo está Tommy últimamente,
dicho sea de paso?
—¡Ah, Sean! Creí que estabas
enterado. El pobre Tommy murió
hace cinco años, liquidado por uno
de los suyos. Una querella
estúpida entre los provisionales y
uno de los grupos escindidos. Se
sospechó del Ejército Nacional de
Liberación de Irlanda.
—¿Estás seguro? —cabeceó
Dillon—. ¿Has visto últimamente a
alguno de los viejos? ¿A Liam
Devlin, por ejemplo?
Entonces vio que lo tenía
atrapado, porque Macey no supo
evitar que la alarma asomase a su
rostro.
—¿Liam? No le he visto desde
los años setenta.
—¿De veras? —Dillon levantó
la trampilla que estaba al final del
mostrador y se coló en el interior
de la tienda.
—¡Qué mal embustero eres!
—se burló, y le cruzó la cara de
una bofetada—. Entra ahí.
De un empujón, lo metió en el
despacho de la trastienda. Macey
estaba aterrorizado.
—No sé nada.
—Nada, ¿de qué? Todavía no
te he preguntado, pero antes voy a
decirte un par de cosas. Tommy
McGuire no está muerto, sino que
vive en algún lugar de esta bonita
ciudad, bajo otro nombre, y tú vas
a decirme dónde está. Segundo,
que Liam Devlin ha estado aquí
para hablar contigo. Tengo razón
en los dos puntos, ¿verdad? —
Macey estaba helado de pavor,
atemorizado, y Dillon le abofeteó
nuevamente—. ¿A que sí?
La resistencia del viejo se
rompió en seguida.
—Por favor, Sean, ¡por favor!
Estoy enfermo del corazón. Podría
darme un ataque.
—Y te dará, si no hablas. Te
lo prometo.
—Está bien. Devlin estuvo
aquí esta mañana para preguntar
por Tommy.
—¿Quieres que adivine lo que
dijo?
—Por favor, Sean —Macey
estaba temblando—. Me
encuentro mal.
—Dijo que el malvado de
Sean Dillon andaba suelto por
Londres y que era menester
echarle el guante, y qué mejor
fuente de información sino Tommy
McGuire, el antiguo compañero de
Dillon, ¿estoy en lo cierto?
Macey asintió.
—Sí.
—Bien. Por fin vamos a
alguna parte. —Dillon encendió
otro cigarrillo y contempló la
voluminosa y anticuada caja fuerte
del rincón—. ¿Es ahí donde están
las armas?
—¿Qué armas, Sean?
—Vamos, no quieras tomarme
el pelo. Has sido traficante de
armas toda la vida. Ábrela.
Macey sacó la llave de un
cajón del escritorio y fue a abrir la
caja. Dillon lo apartó a un lado.
Contenía varias armas cortas, una
Webley antigua y un par de
revólveres Smith & Wesson.
Pero su vista reparó en
seguida en una automática Colt 45
del ejército americano. La tomó en
la mano para sopesarla y
comprobó el cargador.
—Magnífico, Patrick. Sabía
que se puede confiar en ti —dejó
la pistola sobre el escritorio y se
sentó frente a Macey—. Dime,
¿qué más pasó?
El rostro de Macey tenía un
color muy extraño.
—No me encuentro bien.
—Te encontrarás mejor
cuando me lo hayas dicho todo.
Continúa.
—Tommy vive solo, como a
ocho manzanas de aquí, en Canal
Street. Hizo reformar el viejo
almacén al final, y se hace llamar
Kelly, George Kelly.
—Conozco esa zona palmo a
palmo.
—Devlin preguntó el número
del teléfono de Tommy y le llamó
desde aquí mismo. Dijo que
necesitaba hablar con él, y que se
trataba de Sean Dillon, y Tommy
quedó en recibirle a las dos.
—Muy bien —dijo Dillon—.
¿Has visto lo fácil que es? Ahora
iré a verle yo antes de que lo haga
Devlin, y hablaremos de los viejos
tiempos, sólo que yo no voy a
molestarme en telefonear. Prefiero
darle una sorpresa; me parece que
será más divertido.
—No te dejará entrar —replicó
Macey—. Sólo se puede entrar por
delante, todas las demás puertas
están condenadas. Está paranoico
desde hace años, aterrorizado
pensando que alguien podría venir
por él. Y la puerta de delante está
llena de alarmas y cámaras de
televisión y todo eso.
—Siempre hay una manera —
dijo Dillon.
—Siempre la hubo para ti —
Macey tiraba del cuello de su
camisa como si le ahogase—. Las
píldoras —jadeó al tiempo que
intentaba abrir el primer cajón del
escritorio. Pero el frasco del
medicamento se le cayó de la
mano y se derrumbó en la silla.
Dillon se puso en pie y acudió
a recoger el botellín.
—Lo malo es, Patrick, que tan
pronto como salga yo por esa
puerta tú telefonearás a Tommy, y
eso no estaría bien, ¿verdad?
Se acercó a la chimenea y
arrojó el frasco a las brasas. A su
espalda se oyó el ruido de un gran
golpe y cuando se volvió pudo ver
que Macey había caído de la silla
al suelo. Dillon se acercó un
instante. Macey tenía el rostro de
un color púrpura intenso y sus
piernas se agitaban
convulsivamente. De súbito exhaló
un gran suspiro, como si se le
escapara el aire, volvió la cabeza
a un lado y quedó completamente
inmóvil.
Dillon se guardó la Colt en un
bolsillo, salió a la tienda y fue a
abrir. Luego predispuso el cierre
de seguridad, dejando la persiana
bajada, e instantes después
doblaba la esquina para regresar a
Falls Road y se encaminó a su
hotel andando con la mayor
celeridad posible.

Extendió el contenido de la
maleta sobre la cama, en la
mugrienta habitación del hotel, y
luego se desnudó. Primero se
puso los pantalones vaqueros, las
zapatillas viejas y un grueso
suéter. Luego se ajustó la peluca.
Sentado frente al espejo del
pequeño tocador, desordenó los
grises cabellos hasta darles el
aspecto de una melena
despeinada y descuidada.
Después se ató el pañuelo a la
cabeza y estudió su propio
aspecto. Por último se puso la
falda, que le cubría hasta los
tobillos, y completó el personaje
con la vieja gabardina de talla
demasiado grande.
Estudió el resultado frente al
espejo del armario. Cerró los ojos,
se concentró en el papel y cuando
volvió a abrirlos ya no había allí
ningún Dillon, sino una vieja
mendiga decrépita y deforme.
Apenas necesitó ningún
maquillaje, sólo un poco de fondo
para dar el tono marchito al cutis y
un trazo de lápiz labial rojo
violento, completamente fuera de
lugar pero que entraba en el estilo
del disfraz. Tomó del portafolios
una petaca de whisky y se echó
una cantidad en las manos,
frotándose la cara y echándose
otro poco en la pechera de la
gabardina. Luego guardó el Cok,
un par de periódicos y la botella de
whisky en una bolsa de plástico y
se dispuso a salir.
Contempló en el espejo la
extraña figura de anciana
vagabunda.
—¡A escena! —dijo en voz
baja, y salió con precaución.
La escalera estaba desierta.
Salió al patio, cerrando la puerta
cuidadosamente a su espalda, y
se encaminó hacia la salida que
daba al callejón. La había
alcanzado ya cuando se abrió
detrás de él la puerta del hotel.
Una voz exclamó:
—¡Eh! ¿Adónde vas, si se
puede saber?
Al volverse Dillon vio un
cocinero con un mandil bastante
sucio, que echaba una caja de
cartón al cubo de la basura.
—¡Vete a tomar por saco! —
graznó Dillon.
—¡Lárgate de aquí, vieja
bruja! —replicó el otro.
Dillon cerró la verja a su
espalda.
«Diez sobre diez, Sean», se
dijo, satisfecho, mientras echaba a
andar por la calle.
Salió a Falls Road arrastrando
los pies, y tan extraño era su
aspecto que los transeúntes se
hacían a un lado para no
tropezarse con él.
Era casi la una y en el bar del
hotel Europa, Brosnan y Mary
Tanner pensaban ya en ir a
almorzar cuando hizo su aparición
un botones.
—¿Señor Brosnan?
—Soy yo.
—Su taxi ha llegado, señor.
—¿Taxi? —dijo Mary—. No
hemos pedido ningún taxi.
—Sí lo hemos pedido —
replicó Brosnan.
La ayudó a ponerse el abrigo
y cruzaron la recepción siguiendo
al botones, hasta la salida principal
y escalinata abajo, donde
esperaba un coche negro de
alquiler. Brosnan dio una libra al
botones, y subieron. El conductor,
separado de los pasajeros por un
cristal, usaba gorra de lana y
guardapolvo a la antigua.
—Si puede saberse adónde
vamos... —dijo ella.
—Desde luego que sí, querida
—sonrió Liam Devlin, y sin apenas
volverse metió la primera y
arrancó.
Poco después de la una y
media, Devlin enfilaba Canal
Street con el taxi.
—Está al fondo. Vamos a
estacionar al otro lado, en ese
patio.
Tras apearse del coche
cruzaron la calle y se acercaron a
la entrada.
—Portaos bien que estamos
saliendo en la televisión —dijo él al
tiempo que alargaba la mano para
accionar el timbre que se veía
junto a la maciza puerta reforzada
por un marco de hierro.
—No queda muy hogareño —
comentó Mary.
—Con los antecedentes que
tiene Tommy McGuire, esta
fortaleza le hacía más falta que un
chalé adosado en alguna
urbanización de moda —Devlin se
volvió hacia Brosnan—. ¿Vas
cargado, hijo?
—No —respondió Brosnan—.
Pero ella sí, ¿no es cierto?
—Llamémoslo prudencia
innata, o tal vez deformación de la
mala vida.
El altavoz que estaba al lado
de la puerta crujió y dijo:
—¿Eres tú, Devlin?
—¿Y quién si no, idiota?
Viene conmigo Martin Brosnan y
una señorita amiga suya, así que
abre la puerta, que estamos
helados de frío.
—Os habéis adelantado.
Quedamos a las dos.
Se oyeron pasos al otro lado y
al abrirse la puerta apareció un
hombre alto, de sesenta y tantos
años y de aspecto algo
esquelético. Llevaba un grueso
jersey y unos pantalones vaqueros
muy raídos, y esgrimía un subfusil
ametrallador Sterling.
Devlin entró sin aguardar
invitación, empujándole a un lado.
—Y qué se supone que vas a
hacer con ese trasto, ¿empezar
otra guerra?
McGuire cerró la puerta y la
atrancó.
—Sólo si no hay más remedio
—los observó con desconfianza y
por último alargó una mano—.
¿Martin? Cuánto tiempo sin
vernos.
Luego se volvió hacia Devlin:
—En cuanto a ti, viejo diablo,
si supiera cómo no estás todavía
en la tumba, patentaría el sistema
y me haría rico. ¿Y usted quién
es? —concluyó mirando a Mary.
—Una amiga, conque vamos
al grano —cortó Devlin.
—De acuerdo, pasen por aquí.
El almacén estaba
completamente vacío, excepto en
un rincón donde tenía una
camioneta. Se accedía por una
escalera de hierro a un altillo,
donde antes se alojaban unos
despachos acristalados. McGuire
precedió a sus invitados y entró en
el primer despacho, que contenía
un pupitre y una mesa de control
de televisión. Uno de los monitores
mostraba la calle y el otro la
entrada. Depositó la Sterling sobre
el pupitre.
—¿Vives aquí? —preguntó
Devlin.
—En el piso de arriba. He
reformado la vivienda del
almacenero para mí. Vamos al
asunto, Devlin. ¿Qué queréis de
mí? Antes mencionaste a Sean
Dillon.
—Está otra vez en pie de
guerra —dijo Brosnan.
—Creí que había acabado
mal. Quiero decir, después de
tanto tiempo sin saber nada de él
—McGuire encendió un cigarrillo—
. En cualquier caso, ¿qué tiene
que ver conmigo?
—Intentó liquidar a Martin en
París, y mató por error a la novia
de éste.
—¡Jesús! —exclamó McGuire.
—Ahora anda suelto por
Londres y quiero echarle el guante
—intervino Martin.
McGuire miró de nuevo a
Mary.
—Y ¿dónde encaja ésa?
—Soy capitana del ejército
inglés y me llamo Tanner —se
presentó ella, lacónica.
—¡Por el amor de Dios,
Devlin! ¿Qué pasa aquí? —se
espantó McGuire.
—Tranquilo —respondió
Devlin—. No viene para detenerte,
aunque todos sabemos que si
Tommy McGuire se hallase
todavía en el mundo de los vivos,
no le caerían menos de veinticinco
años.
—¡Viejo cabrón! —exclamó
McGuire.
—No seas insensato —le
aconsejó Devlin—. Sólo
necesitamos que nos contestes a
un par de preguntas, luego podrás
seguir jugando a llamarte George
Kelly.
McGuire alzó una mano, como
excusándose.
—Vale, entendido. ¿Qué
necesitáis saber?
—Mil novecientos ochenta y
uno. La campaña de colocación de
bombas en Londres —dijo
Brosnan—. Tú eras el control de
Dillon.
McGuire miró a Mary y luego
dijo:
—Correcto.
—Sabemos que Dillon tendría
las habituales dificultades para
aprovisionarse de armas y
explosivos, señor McGuire —dijo
Mary—. Y tengo entendido que en
tal situación, él prefería recurrir a
sus contactos con el hampa, ¿es
así?
—Sí, solía trabajar de esa
manera —respondió McGuire de
mala gana, sentándose.
—¿Sabría usted a quién
recurrió en Londres, en mil
novecientos ochenta y uno? —
insistió Mary.
McGuire puso cara de sentirse
acorralado.
—¿Cómo voy a saber eso?
Pudo recurrir a cualquiera.
Devlin perdió la paciencia.
—Estás mintiendo, bastardo.
Me consta que lo sabes —sacó la
mano derecha del guardapolvo,
empuñando una anticuada Luger,
y apoyó la boca del cañón en el
entrecejo de McGuire—. ¡Habla en
seguida, o de lo contrario...!
McGuire apartó el arma a un
lado.
—Está bien, Devlin. Tú ganas
—encendió otro cigarrillo—.
Operaba con un tipo de Londres
llamado Jack Harvey, un gran
traficante, un verdadero gángster.
—¡Vaya! Veo que no ha sido
tan difícil, ¿no te parece? —dijo
Devlin.
En ese instante llamaron con
insistencia a la puerta de abajo y
todos se volvieron hacia la pantalla
del monitor. Era una vieja mendiga
que estaba al lado de la puerta y
cuyas palabras salieron con
claridad por el altavoz:
—Si es usted tan amable,
señor Kelly. ¿Querría dar una
limosna a una pobre desvalida?
McGuire habló al micrófono:
—Lárgate de ahí, vieja
pedigüeña.
—¡Dios nos asista, señor
Kelly! Con este frío tan terrible me
moriré delante de su puerta y lo
verá todo el mundo.
McGuire se puso en pie.
—Voy a echarla de aquí. Será
sólo un momento.
Bajó corriendo la escalera de
hierro y conforme se acercaba a la
puerta, extrajo de una cartera muy
manoseada un billete de cinco
libras. Abrió la puerta y sacó el
dinero.
—Anda, toma esto y lárgate.
La mano de Dillon salió de la
bolsa de plástico esgrimiendo la
Colt.
—¡Cinco libras! Tommy,
muchacho, la edad te hace
pródigo.
Lo empujó hacia el interior y
cenó la puerta. McGuire estaba
aterrorizado.
—Pero ¿esto qué es?
—La Némesis —dijo Dillon—.
El castigo de tus pecados en vida,
Tommy. A todos nos alcanza.
¿Recuerdas aquella noche del
setenta y dos, cuando tú, yo y
Patrick abatimos a los Stewart que
salían corriendo del incendio?
—¿Dillon? —susurró
McGuire—. ¿Eres tú?
Empezó a volverse y de
improviso gritó:
—¡Devlin!
Dillon le disparó dos tiros en la
espalda, que le destrozaron la
columna vertebral y lo derribaron
de bruces. Mientras abría la puerta
apareció Devlin en el rellano
disparando al mismo tiempo con la
Luger. Dillon disparó tres tiros
seguidos, que rompieron el cristal
de la oficina, y saltó afuera
cerrando de un portazo.
En el momento en que echaba
a correr aparecieron procedentes
de la calle mayor dos Land Rover
descubiertos, transportando cada
uno cuatro soldados. Era que el
ruido de los disparos había
sembrado la alarma. La situación
no podía ser más comprometida
para Dillon, pero él no titubeó.
Acercándose a una reja de
ventilación de las alcantarillas,
fingió tropezar y dejó caer la
automática Colt a través de los
barrotes.
Cuando se incorporaba
alguien le gritó:
—¡Quédate quieta donde
estás!
Estaba todo lleno de
paracaidistas con uniformes de
camuflaje, chalecos antibalas y
boinas rojas, todos con el fusil a
punto. Dillon los obsequió con la
mejor actuación de su vida.
Trastabilló hacia delante,
quejándose, y aferró por las
solapas al joven teniente.
—Jesús! Señor, ocurre algo
terrible dentro de ese almacén. Yo
estaba ahí guareciéndome del frío
y esa gente se ha liado a tiros.
El teniente olfateó el hedor a
whisky y se quitó a la anciana de
encima.
—¡Sargento! Registre la bolsa.
El sargento revisó el contenido
de la bolsa de plástico.
—Una botella de morapio y
unos periódicos, señor.
—Muy bien, quédate ahí y
espera.
El oficial empujó a Dillon hacia
la acera de enfrente, detrás de uno
de los coches, y sacó de éste un
altoparlante.
—¡Los de dentro! Echad las
armas por la puerta y salid de uno
en uno y con las manos en alto.
Os damos dos minutos, o
entraremos a por vosotros.
Todos los integrantes de la
patrulla estaban en posición de
alerta, con la atención fija en la
puerta del almacén. Dillon
retrocedió hacia el patio, se ocultó
detrás del taxi de Devlin y luego
echó a correr cautelosamente
hasta encontrar lo que buscaba,
una tapadera de alcantarilla. La
levantó y empezó a bajar por la
escalerilla de hierro, sin olvidarse
de volver a tapar la boca de
acceso. Muchas veces, en los
viejos tiempos, por ese camino se
había salvado de ser apresado por
el ejército británico y todavía
recordaba a la perfección el plano
del alcantarillado en la zona de
Falls Road.
El túnel era de reducidas
dimensiones y estaba muy oscuro.
Él avanzó a tientas, escuchando
hacia dónde corría el agua, y salió
a otro túnel mayor, en pendiente,
que correspondía al desagüe de la
calle principal. Él sabía que éste
daba a unos vertederos del canal
paralelo a Belfast Lough. Arrojó a
la corriente la falda y la peluca, y
usó el pañuelo para frotarse con
fuerza los labios y el rostro. Luego
siguió caminando con rapidez por
el andén hasta que halló otra
escalerilla de hierro. Empezó la
ascensión hacia los rayos de luz
que se colaban por los agujeros de
la tapa de hierro y, tras escuchar
unos momentos, la levantó.
Estaba en una calleja adoquinada
junto al canal; al otro lado se veían
los patios traseros de una hilera de
casas desvencijadas. Colocó en
su lugar la tapadera de la
alcantarilla y enfiló hacia Falls
Road andando con toda la
celeridad que pudo.

En el almacén, el teniente
estaba de pie junto a McGuire
caído en el suelo y examinaba los
documentos de identidad de Mary
Tanner.
—Son perfectamente
auténticos. Puede verificarlo —
decía ella.
—¿Y esos dos?
—Vienen conmigo. Escuche,
teniente. Recibirá usted una
explicación de mi jefe, que es el
brigadier Charles Ferguson, del
Ministerio de Defensa.
—De acuerdo, capitana —se
justificó el otro—. Nos limitamos a
cumplir con nuestro deber. No es
como en los viejos tiempos,
¿sabe? Ahora la policía del Ulster
nos marca de cerca. Todas las
muertes deben investigarse a
fondo, o nos meten un paquete.
Entró el sargento.
—El coronel está al teléfono,
mi teniente.
—Bien —respondió éste, y
salió.
Brosnan se volvió hacia
Devlin.
—¿Cree que era Dillon?
—De lo contrario sería mucha
coincidencia. ¡Una mendiga! —
meneó la cabeza Devlin—. ¡Quién
lo habría adivinado!
—Sólo Dillon sería capaz de
eso.
—¿De veras creen que ha
venido ex profeso desde Londres?
—preguntó Mary.
—Pudo averiguar por Gordon
Brown lo que nos proponíamos, y
¿cuánto dura el vuelo regular entre
Londres y Belfast? —preguntó
Brosnan—. ¿Una hora y cuarto?
—Lo que significa que tendrá
que volver allá —dijo ella.
—Quizás —asintió Liam
Devlin—. Pero no hay nada
absoluto en esta vida, muchacha.
Ya lo aprenderás, y has de saber
que nos enfrentamos con un
hombre capaz de burlar a la
policía de toda Europa durante
veinte años o más.
—Va siendo hora de echarle
el guante a ese bastardo —miró
atentamente a McGuire—. No
tiene muy buen aspecto, ¿verdad?
—Donde hay violencia hay
muertes. Andar en compañía del
diablo nunca conduce a buen fin
—dijo Devlin.

Dillon entró por la puerta


trasera del hotel a las dos y cuarto
exactamente, y subió corriendo a
su habitación. Allí se quitó los
vaqueros y el suéter, los guardó
en la maleta y encerró ésta en el
estante superior del armario. Se
lavó con rapidez la cara y luego se
vistió de camisa blanca y corbata,
traje oscuro y gabardina Burberry
azul. A los cinco minutos de su
llegada bajaba por la escalera
posterior con el portafolios en la
mano y salía por el callejón a Falls
Road, por donde echó a andar con
rapidez. Antes de cinco minutos
detuvo un taxi y se hizo conducir al
aeropuerto.

El oficial responsable del


servicio de información militar para
la zona de Belfast era un coronel
llamado McLeod, a quien no hizo
demasiado feliz la situación que se
le planteaba.
—Sus explicaciones no
bastan, capitana Tanner —dijo—.
No se puede tolerar que
aparezcan ustedes por aquí como
unos energúmenos y se pongan a
actuar por iniciativa propia —se
volvió hacia Devlin y Brosnan—. Y
menos en compañía de personas
con unos antecedentes tan
dudosos. La situación aquí es muy
delicada y hay que tener en cuenta
las atribuciones del Royal Ulster
Constabulary, que naturalmente
considera esto como terreno suyo.
—Tiene usted toda la razón,
pero dejémoslo por ahora —dijo
Mary—. El sargento de ustedes
que está ahí fuera ha tenido la
amabilidad de consultar para mí
los horarios de los vuelos a
Londres. Hay uno a las cuatro y
media, y otro a las seis y media.
¿No cree que sería buena idea
que registrásemos a fondo a los
pasajeros de esos vuelos?
—No somos del todo
estúpidos, capitana. Hemos
tomado ya nuestras medidas al
respecto, pero estoy seguro de
que no hará falta que le recuerde
que no somos un ejército de
ocupación. Aquí no ha habido
ninguna declaración de ley
marcial, y no tengo autoridad para
cerrar los aeropuertos. Todo lo
que puedo hacer es notificar a la
policía y a los agentes de la
seguridad del aeropuerto en la
forma habitual, y como usted
misma ha dicho, en lo que
concierne a ese individuo, Dillon,
no hay mucho que explicarles —el
teléfono del militar sonó y él lo
descolgó y dijo—: ¿Brigadier
Ferguson? Lamento tener que
molestarle, señor. Aquí el coronel
McLeod, del cuartel general de
Belfast. A lo que parece, tenemos
un problema.
Aunque se había encaminado
al aeropuerto, Dillon no tenía
ninguna intención de tomar el
vuelo de Londres. Habría podido
intentarlo, pero se dijo que era una
locura, desde el momento en que
disponía de otras alternativas.
Eran poco después de las tres
cuando se volvió hacia el
mostrador de salidas. Acababa de
perder el vuelo de Manchester,
pero el de Glasgow, anunciado
para las tres y cuarto, salía con
retraso.
Se acercó al mostrador e
interpeló a la azafata:
—Esperaba atrapar el vuelo a
Glasgow, pero he llegado tarde.
Ahora veo que tiene retraso.
Ella tecleó en su terminal y
contempló la pantalla.
—Sí, media hora de retraso,
señor, y sobran plazas. ¿Quiere
tomar pasaje?
—Desde luego que sí —
aceptó él en tono de
agradecimiento, y sacó el dinero
de la cartera mientras ella
extendía el billete.
Allí no había ningún control
especial, y por otra parte el
contenido de su portafolios era
totalmente inocuo. Los pasajeros
habían sido llamados a bordo ya,
por lo que se encaminó derecho al
avión y ocupó un asiento próximo
a la cola. Muy satisfactorio. Sólo
una cosa había salido mal: Devlin,
Brosnan y la mujer se habían
presentado antes que él en casa
de McGuire. Una lástima, porque
eso planteaba el problema de lo
que él les hubiese contado o no.
Lo de Harvey, por ejemplo. Sería
preciso actuar con celeridad, por si
acaso.
Sonrió con simpatía cuando la
azafata de vuelo le preguntó si
quería una copa.
—Preferiría una taza de té —
dijo, al tiempo que desplegaba un
periódico tomado de su portafolios.

McLeod hizo que condujeran a


Brosnan, Mary y Devlin al
aeropuerto. Llegaron justo cuando
los altavoces llamaban a los
pasajeros del vuelo de las cuatro
treinta a Londres. Un inspector de
la policía del Ulster les ayudó a
obviar los formulismos del control
de equipajes.
—Sólo treinta pasajeros, como
pueden ver. A todos los hemos
investigado a fondo.
—Me parece que estamos
dando palos de ciego —comentó
McLeod.

Cuando los altavoces llamaron


a los pasajeros, Brosnan y Devlin
se situaron junto a la puerta
mirando con atención, una a una,
a todas las personas que pasaban.
Después del último, Devlin dijo:
—Aquella monja vieja, Martin.
¿No se te habrá ocurrido
cachearla?
McLeod terció con
impaciencia:
—¡Por el amor de Dios!
¡Apresúrense!
—Qué mal carácter tiene ese
hombre —comentó Devlin cuando
se hubo alejado el coronel—.
Debieron abusar de la vara con él
en su colegio, o algo de ese
género. ¿Se vuelven ustedes a
Londres?
—Sí, será mejor seguir sobre
el asunto —dijo Brosnan.
—¿Y usted, señor Devlin? —
preguntó Mary—. ¿No tendrá
ningún inconveniente?
—¡Ah! A decir verdad, hace
años Ferguson me extendió un
aval. Por servicios prestados a los
servicios secretos británicos.
Estaré bien —se despidió de ella
con un beso en la mejilla—. Ha
sido un placer, de veras.
—Para mí también.
—Cuida a este muchacho.
Dillon sabe muchos trucos.
Habían llegado a la salida de
embarque. Devlin sonrió y
desapareció de repente,
sumergido entre la multitud.
Brosnan respiró hondo.
—En fin, ¡a Londres!
Démonos prisa —y la tomó del
brazo para enfilar con ella el
acceso.
El vuelo a Glasgow duró sólo
cuarenta y cinco minutos. Dillon
aterrizó a las cuatro y media. El
aparato del puente aéreo con
Londres despegaba a las cinco y
cuarto. Adquirió su pasaje en la
taquilla y lo primero que hizo luego
fue apresurarse hacia el otro lado
del vestíbulo, en busca de una
cabina, para llamar a Danny Fahy
en Cadge End. Fue Angel la que
se puso.
—Que se ponga tu tío Danny,
soy Dillon —ordenó él.
Danny dijo:
—¿Eres tú, Sean?
—El mismo. Estoy en
Glasgow esperando el avión.
Llegaré a la terminal número uno
de Heathrow a las seis y media,
¿podrías ir a recogerme? Tienes el
tiempo justo.
—No hay problema, Sean. Me
acompañará Angel.
—Eso está bien, y otra cosa,
Danny. Quizá tendremos que
trabajar toda la noche. Mañana
puede ser el gran día.
—¡Jesús!, Sean —dijo Fahy,
pero Dillon colgó sin escuchar
nada más.
Luego telefoneó al despacho
de Harvey en la empresa de
pompas fúnebres de Whitechapel.
Fue Myra la que descolgó.
—Aquí Peter Hilton.
Estuvimos hablando ayer. Querría
tener una palabra con su tío.
—No está. Tiene un entierro
en Manchester y no volverá hasta
mañana por la mañana.
—Qué contrariedad —dijo
Dillon—. Me prometió tener mi
mercancía en el plazo de
veinticuatro horas.
—¡Ah! La tiene aquí —
contestó Myra—. Pero se exige
pago al contado.
—Así será —miró su reloj
mientras calculaba el tiempo que
le llevaría el viaje de Heathrow a
Bayswater para recoger el
dinero—. Me pasaré por ahí hacia
las ocho menos cuarto.
—Le espero.
En el momento de colgar
llamaron a los pasajeros y Dillon
corrió a sumarse a la cola de los
que embarcaban.

Myra, de pie junto a la


chimenea del despacho de su tío,
tomó una decisión. Sacó del
escritorio la llave de la habitación
secreta, y luego salió al rellano.
—¿Estás ahí, Billy?
Él subió al cabo de unos
momentos.
—¿Qué quieres?
—¿Otra vez te habías metido
en las capillas? Ven acá, que te
necesito.
Ella anduvo por el pasillo
hasta la puerta del fondo, la abrió
y apartó el tabique falso. Luego le
indicó una de las cajas de Semtex.
—Lleva eso a la oficina.
Cuando fue a reunirse con él,
la caja estaba colocada sobre el
escritorio.
—Pesa una barbaridad, ¿qué
es?
—Es dinero, Billy, en lo que a
ti te concierne. Ahora óyeme, y
escucha bien. ¿Te acuerdas de
aquel individuo bajito que te
machacó ayer?
—¿Qué pasa con él?
—Vendrá hoy, a las ocho
menos cuarto, para darme un
puñado de dinero a cambio de lo
que contiene esta caja.
—¿Y qué?
—Quiero que estés en la calle
a las siete y media, llevando ese
uniforme de cuero tan bonito que
tienes, y con tu BMW a punto.
Cuando él salga, Billy, le sigues.
Hasta el puñetero Cardiff si hace
falta —le dio una palmadita en la
cara—. Y si le pierdes la pista,
cielito, no hace falta que vuelvas
por aquí.

Nevaba un poco en Heathrow


cuando Dillon salió por la terminal
número uno. Le esperaba Angel,
que agitó la mano con animación.
—Glasgow. ¿Qué hiciste allí?
—dijo ella.
—Averiguar qué llevan los
escoceses debajo de las faldas...
Ella soltó la carcajada y se
colgó de su brazo.
—¡Eres terrible!
Salieron pisando la alfombra
de nieve y se reunieron con Fahy
en la furgoneta Morris.
—Me alegro de verte, Sean.
¿Adónde vamos?
—A mi hotel de Bayswater —
dijo Dillon—. Me llevo mis cosas
de la habitación.
—¿Te vienes con nosotros?
—preguntó Angel.
—Sí —asintió Dillon—. Pero
antes vamos a una empresa de
Whitechapel, a recoger un regalo
para Danny.
—¿Qué va a ser eso, Sean?
—preguntó Fahy.
—¡Ah! Unas cincuenta libras
de Semtex.
La furgoneta patinó y coleó en
medio de la calzada, mientras
Fahy procuraba recobrar el
dominio del vehículo.
—¡Virgen Santísima! —
exclamó.

En la compañía de pompas
fúnebres, el portero de noche dejó
pasar a Dillon por la puerta
principal.
—¿El señor Hilton? La
señorita Myra le espera.
—No se moleste en
acompañarme, conozco el camino.
Dillon subió por la escalera,
recorrió el pasillo y abrió la puerta
del despacho. Myra le esperaba.
—Entre —dijo.
Llevaba un traje negro con
pantalones y fumaba un cigarrillo.
Myra fue a sentarse detrás del
escritorio y dio una palmada sobre
la caja.
—Ahí lo tiene. ¿Dónde está el
dinero?
Dillon colocó el portafolios
sobre la caja y lo abrió. Paquete a
paquete extrajo hasta los quince
mil, que fue colocando delante de
ella. Quedaban en el portafolios
cinco mil dólares, la Walther con el
silenciador Carswell y la Beretta.
Cerró el portafolios y sonrió.
—Es un placer hacer negocios
con ustedes.
Con el portafolios sobre la
caja, cargó con todo y echó a
andar mientras ella iba a abrirle la
puerta.
—¿Qué va a hacer con eso,
volar el edificio del Parlamento?
—Ése fue Guy Fawkes —
replicó él, al tiempo que se alejaba
por el pasillo y empezaba a bajar
por la escalera.
El pavimento estaba helado
cuando salió a la calle y dobló la
esquina dirigiéndose hacia la
camioneta. Billy, escondido en la
oscuridad y algo nervioso, empujó
la BMW por el manillar siguiendo
con la vista a Dillon mientras éste
recorría la fila de coches
estacionados y se detenía junto a
la furgoneta Morris. Angel abrió la
puerta del compartimiento de
carga y Dillon metió la caja; ella
cerró y ambos rodearon el
vehículo pasando a ocupar la
banqueta junto a Fahy.
—¿Están ahí, Sean?
—En efecto, Danny.
Cincuenta libras de Semtex con su
etiqueta de la fábrica de Praga y
todo. Vámonos de aquí. Nos
espera una noche muy larga.
Fahy recorrió un par de
manzanas antes de doblar hacia la
calle principal. Cuando se unió a la
corriente del tráfico, Billy siguió a
la camioneta con su BMW.
12

Por razones técnicas no se le


pudo asignar pista de despegue a
la Lear Jet en el aeropuerto de
Aldergrove hasta las cinco y
media. Eran las seis y cuarto
cuando Brosnan y Mary
aterrizaban en Gatwick, donde les
aguardaba un coche del ministerio.
Mediante el teléfono del automóvil
Mary localizó a Ferguson en el
piso de Cavendish Square.
Cuando Kim los introdujo le
hallaron calentándose junto a la
chimenea.
—Qué tiempo tan malo, y
temo que viene más nieve —tomó
un sorbo de té—. Bien, amigos, al
menos volvéis enteros. Habrá sido
una experiencia enriquecedora.
—Podríamos describirla así.
—¿Estáis completamente
seguros de que era Dillon?
—Pongamos que sí, o sería
mucha coincidencia que alguien
eligiese precisamente aquel
momento para cargarse a Tommy
McGuire —dijo Brosnan—. Y
luego, lo del disfraz de vieja del
saco. Una típica actuación de
Dillon.
—Sí, muy notable.
—Aunque hay que admitir que
no ha regresado en el vuelo de
Londres, señor —dijo Mary.
—Dirás mejor que crees que
no ha regresado —la corrigió
Ferguson—. Por lo que sabemos,
ese condenado individuo sabría
hacerse pasar por el piloto del
avión. Parece capaz de cualquier
cosa.
—A las ocho y media sale otro
avión hacia Londres. El coronel
McLeod nos prometió controlar el
pasaje a fondo.
—Perderá el tiempo —se
volvió Ferguson hacia Brosnan—.
¿Está usted de acuerdo, Martin?
—Temo que sí.
—Pasemos de nuevo revista a
los hechos. Cuéntenmelo todo tal
como sucedió.
Cuando Mary hubo terminado,
Ferguson dijo:
—Hace un rato estaba
estudiando los vuelos de salida de
Aldergrove. Esta tarde
despegaban aviones hacia
Manchester, Birmingham,
Glasgow, e incluso un vuelo a
París, a las seis y media, de donde
se puede regresar fácilmente a
Londres. Mañana por la mañana
tendríamos aquí a nuestro
hombre.
—Y todavía nos quedan las
rutas marítimas —le recordó
Brosnan—. El transbordador de
Larne a Stranraer, en Escocia, y
desde ahí, un tren rápido hasta
Londres.
—O pudo cruzar la frontera
irlandesa para salir luego por
Dublín en una docena de
direcciones diferentes —dijo
Mary—. De esta manera no
adelantamos nada.
—Sería interesante que
dilucidáramos el motivo de su viaje
—explicó Ferguson—. No pudo
conocer vuestra intención de
visitar a McGuire hasta la noche,
cuando Brown reveló a la
Novikova el contenido del informe.
Y sin embargo, salió disparado
hacia Belfast a la primera
oportunidad. ¿Por qué haría eso?
—Para cerrarle la boca a
McGuire —opinó Mary—. Otro
punto interesante es que
habíamos convenido la entrevista
con McGuire a las dos, pero
fuimos allá media hora antes. Sin
eso, Dillon se habría presentado el
primero.
—Pero ahora no puede estar
seguro de si McGuire os contó
algo, ni qué fue.
—Sí, señor, pero lo importante
es que Dillon sabía que McGuire
tenía algo que contar acerca de él.
Por eso se tomó la molestia de ir
por él, y ese algo no podía ser otra
cosa que la información de que el
tal Jack Harvey había sido su
proveedor de armamento durante
la campaña del ochenta y uno en
Londres.
—Sí, cuando hablamos de eso
en Aldergrove, antes de vuestra
partida, hice unas
comprobaciones. El inspector
Lane, del Servicio especial, me ha
dicho que Harvey es un gángster
conocido y que trabaja a gran
escala. Drogas, prostitución, lo de
siempre. La policía le persigue
desde hace años, pero con poco
éxito. Por desgracia es también un
negociante legalmente
establecido. Inmobiliarias, salas de
espectáculos, agencias de
apuestas y todo eso.
—¿Qué quiere decir con eso,
señor? —preguntó interesada
Mary.
—Que no va a ser tan fácil
como tal vez hayáis imaginado. No
podemos detener a Harvey para
interrogarlo porque un muerto le
haya acusado de algo que sucedió
hace diez años. Piénsalo bien,
querida. Se limitaría a permanecer
sentado, con la boca bien cerrada,
hasta que un equipo de los
mejores abogados de Londres lo
sacase a la calle en un tiempo
récord.
—O dicho de otro modo, que
haríamos el ridículo ante los
tribunales.
—Exactamente —suspiró
Ferguson—. Siempre he
simpatizado con la idea de que la
mejor manera de hacer justicia con
las clases criminales sería
acorralar a todos los abogados en
un callejón y fusilarlos allí.
Brosnan contemplaba
pensativo la nevisca al otro lado
de la ventana.
—Hay otro medio.
—¿Supongo que se refiere a
su amigo Flood? —sonrió
Ferguson con rabia—. No voy a
impedir que le consulte, pero
procure no salirse de los límites de
la legalidad.
—¡Ah! Eso, por supuesto,
brigadier. Se lo prometo —
Brosnan cogió su abrigo—.
Vámonos, Mary. Vayamos a ver a
Harry.

A Billy le resultó fácil seguir la


furgoneta con su BMW. Había
nieve en las cunetas pero el
asfalto estaba sólo húmedo.
Durante el recorrido por Londres y
hasta Dorking encontraron mucha
aglomeración, y aunque no había
tanta en la carretera de Horsham,
todavía le bastó para pasar
inadvertido.
Tuvo suerte cuando la Morris
enfiló la desviación de
Grimethorpe, porque había dejado
de nevar y se despejó el cielo
dejando que luciese la media luna.
Billy apagó el faro y se guió por las
luces de posición de la distante
camioneta, amparado en la
oscuridad.
Cuando cambiaron de
dirección después del indicador de
Doxley, él prosiguió con cautela,
deteniéndose en la cima y
observando desde lejos cómo
entraba la camioneta en la granja.
Paró el motor y continuó en
punto muerto cuesta abajo, hasta
detenerse frente a la puerta y la
enseña de madera que decía:
CADGE END FARM. Recorrió a pie el
sendero entre los árboles y pudo
observar el interior iluminado del
corral, al otro lado del patio. Allí
estaban Dillon, Fahy y Angel al
lado de la furgoneta. Entonces
Dillon se volvió y salió al patio para
cruzarlo.
Billy se batió precipitadamente
en retirada, regresó a donde
estaba su BMW y continuó
rodando cuesta abajo, no
atreviéndose a arrancar el motor
hasta que se halló bastante lejos
de la granja. Cinco minutos
después salía nuevamente a la
carretera principal y regresaba en
dirección a Londres.
Desde su sala de estar Dillon
llamó al apartamento de Makeiev
en París.
—Soy yo—dijo.
—Estaba preocupado —
anunció Makeiev—. Con eso de
Tania...
—Tania eligió su propia
escapatoria —replicó Dillon—. Ya
te lo he dicho; lo hizo para
asegurarse de que nadie le
sacaría ni una palabra.
—¿Y ese asunto que
mencionaste, el viaje a Belfast?
—Todo resuelto. Y todos los
sistemas en marcha, Josef.
—¿Cuándo será?
—El gabinete de Guerra se
reúne a las diez de la mañana en
Downing Street. Entonces
daremos el golpe.
—Pero ¿cómo?
—Ya lo leerás en los
periódicos. Lo que importa ahora
es que le digas a Michael Aroun
que vuele a su refugio de St. Denis
mañana por la mañana. Tengo
previsto llegar por la tarde, no sé a
qué hora.
—¿Tan pronto?
—No supondrás que voy a
entretenerme por aquí, ¿verdad?
¿Tú qué harás, Josef?
—Creo que lo mejor sería
acompañar a Aroun y a Rashid en
el vuelo de París a St. Denis.
—Bien. Hasta la vista, pues, y
no dejes de recordarle a Aroun lo
del segundo millón.
Dillon colgó, encendió un
cigarrillo y luego volvió a descolgar
para llamar al campo de aviación
de Grimethorpe. Al cabo de un
rato logró la comunicación.
—Bill Grant aquí —parecía
algo embriagado.
—Soy Peter Hilton, señor
Grant.
—¡Ah, sí! —dijo Grant—. ¿En
qué puedo servirle?
—Esa excursión a Land's End
que teníamos prevista. Será
mañana, creo.
—¿A qué hora?
—Si pudiera tener la máquina
preparada a partir de mediodía,
¿le parece bien?
—Siempre y cuando no
arrecie la nevada. Si cuaja mucho
podría crearnos dificultades.
Grant colgó despacio, alargó
la mano para hacerse con la
botella de whisky escocés y se
sirvió un generoso trago. Luego
abrió el cajón de la mesa. Tenía
allí un viejo revólver Webley de
reglamento, con una caja de
munición del 38. Lo largó y lo
devolvió al cajón.
—Muy bien, señor Hilton.
Pronto sabremos lo que se trae
usted entre manos —y apuró el
whisky de un trago.

—¿Que si conozco a Jack


Harvey? —se echó a reír Harry
Flood, sentado detrás de su
escritorio, y luego se volvió hacia
Mordecai Fletcher—. ¿Le
conocemos, Mordecai?
El gigantón miró sonriendo a
Brosnan y a Mary, que estaban de
pie delante de ellos, con los
abrigos puestos.
—Sí, creo que podría decirse
que conocemos bastante bien al
señor Harvey.
—Sentaos, por el amor de
Dios, y contadme qué ha pasado
en Belfast —dijo Flood.
Se pusieron cómodos y Mary
hizo un rápido resumen de todo el
asunto. Por último preguntó:
—¿Cree posible que Harvey
fuese proveedor de armas para
Dillon allá por el ochenta y uno?
—Viniendo de Jack Harvey
nada me sorprende. Él y su
sobrina Myra dirigen un pequeño
imperio muy bien organizado y que
comprende toda clase de
actividades delictivas: mujeres,
drogas, atracos a mano armada y
a gran escala, lo que usted quiera.
Aunque.., ¿armas para el IRA? —
se volvió hacia Mordecai—. ¿Tú
qué opinas?
—Sería capaz de desenterrar
la momia de su abuela para
venderla, si creyera que iba a
ganar algo con eso —dijo.
—Muy justo —Flood se volvió
hacia Mary—. Ahí tiene la
contestación.
—Bien, y si Dillon recurrió a
Harvey en el ochenta y uno, cabe
la posibilidad de que lo haga otra
vez.
Flood objetó:
—Con lo que contáis no hay
suficiente para que la policía
empapele a Harry. Saldría por la
puerta grande.
—Imagino que el profesor
estará pensando algún
planteamiento más sutil para hacer
cantar a ese bastardo —dijo
Mordecai, al tiempo que
descargaba el puño derecho
contra la palma izquierda.
Mary miró a Brosnan, quien se
encogió de hombros.
—Si no sugieres tú otra cosa,..
De individuos como Harvey no se
consigue nada con amabilidades.
—Tengo una idea —ofreció
Harry Flood—. Últimamente
Harvey anda muy empeñado en
querer formar sociedad conmigo.
¿Y si le pidiera una reunión para
comentar el asunto?
—Espléndido —dijo
Brosnan—. Pero que sea cuanto
antes. No tenemos tiempo que
perder, Harry.

Cuando llamó Flood, Myra


estaba sentada tras el escritorio de
su tío, repasando las cuentas de
sus salas de espectáculos.
—Hola, Harry. Qué sorpresa
tan agradable.
—Esperaba poder hablar con
Jack.
—Imposible, está en
Manchester asistiendo a una
reunión de no sé qué club social
de la comarca.
—¿Cuándo volverá?
—Temprano. Tiene quehacer
aquí durante la mañana, así que
madrugará para coger el puente
aéreo de las siete y media en
Manchester.
—¿Así que estará aquí sobre
las nueve?
—Más bien a las nueve y
media, por lo cargada que está la
circulación para entrar en Londres.
Pero oye, Harry, ¿a qué viene todo
esto?
—Estaba pensando, Myra,
que a lo mejor he sido un poco
estúpido. En lo de la sociedad,
quiero decir. Puede que Jack
tenga razón. Juntos podríamos
hacer muchas cosas.
—Estoy segura de que le
agradará saberlo —dijo Myra.
—Iré a veros con mi contable,
mañana por la mañana a las
nueve treinta en punto —añadió
Flood, y colgó.

Myra se quedó un rato


contemplando el teléfono, luego lo
descolgó, llamó al hotel Midland
de Manchester y preguntó por su
tío. Jack Harvey, con mucho
champaña y más de una copa de
aguardiente en el cuerpo, estaba
de excelente humor cuando
descolgó el aparato en la
recepción del hotel.
—Myra, cariño, ¿qué pasa?
¿Hay fuego o se ha producido una
aglomeración de difuntos?
—Más interesante aún. Acaba
de telefonear Harry Flood.
Le contó lo ocurrido, y Harvey
se serenó al instante.
—¿Así que quiere vernos a
las nueve y media?
—Exacto. ¿Qué te parece?
—Creo que todo es mentira.
¿Por qué iba a cambiar de opinión,
así de repente? A primera vista no
me agrada.
—¿Le llamo para cancelar la
reunión?
—No, no, al contrario. Nos
reuniremos, sólo que vamos a
tomar nuestras precauciones, eso
es todo.
—Escucha —dijo ella—.
También llamó el tal Hilton, o
como se llame, y reclamó su
mercancía. Luego se pasó por
aquí, pagó al contado y se la llevó.
¿Hice bien?
—Buena chica. Por lo que
concierne a Flood, asegúrate de
prepararlo todo por si fuese
necesario hacerle un buen
recibimiento, ¿me entiendes?
—Creo que sí, Jack, creo que
sí.
—Nos veremos delante de la
compañía de pompas fúnebres de
Harvey un poco antes de las
nueve y media. Me acompañará
Mordecai, y usted puede hacerse
pasar por mi contable —dijo Harry
Flood dirigiéndose a Martin
Brosnan.
—¿Y yo qué hago? —
preguntó Mary.
—Ya lo veremos.
Brosnan se puso en pie y se
acercó a la puertaventana que
miraba al río.
—Me gustaría saber qué
estará haciendo ahora ese
bastardo —añadió.
—Mañana, Martin —le
contestó Flood—. El que sabe
esperar se lleva el gato al agua.

Alrededor de la medianoche
Billy estacionó la BMW en el patio
trasero del local de Whitechapel y
entró. Subió con fatiga las
escaleras hasta el apartamento de
Myra. Ella le oyó y fue a abrir en
camisa de noche transparente,
desnuda al contraluz.
—Hola, cielito. Lo
conseguiste.
—Estoy congelado —replicó
Billy.
Ella le hizo pasar, lo sentó en
un sillón y empezó a descorrer
cremalleras para quitarle las
prendas de cuero.
—¿Adónde ha ido?
Él alargó la mano hacia la
botella de brandy, se sirvió una
buena ración y la apuró de un
trago.
—Como a una hora de
Londres nada más, Myra, pero es
una aldea perdida donde Cristo dio
las tres voces.
A continuación lo explicó todo:
Dorking, la carretera de Horsham,
Grimethorpe, Doxley y Cadge End
Farm.
—Estupendo, cielito. Lo que
necesitas ahora es un buen baño
caliente.
Pasó al cuarto de baño y abrió
los grifos. Cuando regresó a la
sala de estar Billy se había
dormido en el sofá, con las piernas
abiertas. Ella suspiró, fue a buscar
una manta para taparlo y luego se
acostó.

Makeiev llamó a la puerta del


piso de la avenida Victor Hugo y
Rashid le abrió.
—¿Alguna novedad para
nosotros? —preguntó el joven
iraquí.
Makeiev asintió.
—¿Dónde está Michael?
—Le espera á usted.
Rashid le condujo a la
biblioteca, donde le aguardaba
Aroun de pie junto a la chimenea.
Lucía un esmoquin negro, porque
acababa de regresar de la ópera.
—¿Qué pasa? —preguntó—.
¿Ha ocurrido algo?
—Acaba de telefonear Dillon
desde Inglaterra. Ha pedido que
vayas a la finca de St. Denis en
avión mañana por la mañana, y
dice que él acudirá por la misma
vía más tarde.
Aroun palideció de
nerviosismo.
—¿Qué sucede? ¿Qué se
propone?
Aroun llenó una copa de
coñac para el ruso, y Rashid se la
sirvió.
—Dice que planea un ataque
contra el gabinete de Guerra
británico en Downing Street.
Hubo un silencio sepulcral. El
rostro de Aroun era la viva imagen
de la perplejidad.
—¿El gabinete de Guerra?
¿Todos juntos? Eso es imposible,
¿cómo se le ocurre semejante
cosa?
—No tengo ni idea —dijo
Makeiev—. Me limito a repetirte lo
que ha dicho él, que el gabinete de
Guerra se reúne a las diez de la
mañana y que él dará el golpe ahí.
—¡Dios es grande! —exclamó
Aroun—. Si lo consiguiese ahora,
en plena guerra y antes del
comienzo de la ofensiva terrestre,
la repercusión en todo el mundo
árabe sería increíble.
—Así lo creo.
Aroun avanzó un paso y
agarró a Makeiev por la solapa.
—¿Puede hacerlo, Josef?
¿Puede?
—Parece muy seguro de sí
mismo —dijo Makeiev,
soltándose—. Yo sólo te repito lo
que él ha dicho.
Aroun se volvió y se quedó
mirando las llamas de la
chimenea. Luego ordenó a Rashid:
—Despegaremos a las nueve
del Charles de Gaulle, con la
Citation. No nos llevará mucho
más de una hora.
—A tus órdenes —contestó
Rashid.
—Llama al Château St. Denis
ahora y habla con el viejo
Alphonse. Dale permiso desde la
hora del desayuno en adelante.
Que se tome un par de días de
vacaciones. No quiero tenerle por
allí.
Rashid asintió y salió de la
biblioteca, y Makeiev preguntó:
—¿Alphonse?
—El mayordomo. En esta
temporada del año está solo en el
castillo. Cuando necesita servicio
lo contrata de entre el personal de
la aldea, todos gente de confianza.
Makeiev dijo:
—Me gustaría acompañaros,
si no te importa.
—Por supuesto, Josef —
Aroun llenó otras dos copas de
coñac.
—Dios me perdone por beber
precisamente en estos momentos,
pero voy a hacer una excepción —
alzó la copa—. Por Dillon, y que
todo salga como él se propone.
Eran la una de la madrugada
cuando Dillon entró en la cuadra;
Fahy estaba en su banco,
trabajando con una de las botellas
de oxígeno.
—¿Cómo va?
—Espléndido —contestó
Fahy—..Sólo faltan ésta y otra
más. ¿Qué tal el tiempo?
Dillon se acercó a la puerta
abierta.
—Ya no cae nieve, pero dicen
que viene más. He estado viendo
la previsión del teletexto en tu
televisor.
Fahy transportó el cilindro
hasta la Ford Transit, entró y se
puso a montarlo con gran
precaución. Mientras Dillon
miraba, entró Angel con una
cafetera y dos tazones.
—Qué amable —su tío le
tendió uno de los tazones para
que ella lo llenara de café.
Luego Dillon hizo lo mismo y
dijo:
—He pensado mucho en lo
del garaje donde ibas a esperarme
con la camioneta, Angel. Ahora no
estoy seguro de que sea una
buena idea.
Fahy hizo un alto en su
trabajo, con la llave de tuercas en
la mano, y alzó la vista.
—¿Por qué no?
—Allí encerraba el coche la
mujer rusa, mi contacto. Ahora la
policía lo sabrá, seguramente, y
quizá tengan controlado el garaje
lo mismo que vigilan el piso.
—Entonces, ¿qué propones?
—¿Recuerdas el hotel de
Bayswater Road donde estuve
alojado? Hay un supermercado en
la misma calle, con una gran zona
de estacionamiento en la parte de
atrás. Eso servirá, para el caso da
lo mismo —se volvió hacia
Angel—. Cuando vayamos allá te
lo enseñaré.
—Como tú digas, Sean.
Angel se quedó para ver cómo
terminaba Fahy el montaje del
improvisado obús y luego regresó
hacia el banco.
—Estaba pensando en ese
lugar de Francia, ¿St. Denis se
llama?
—Sí, ¿qué pasa con eso?
—¿Volarás directamente
hacia ese lugar cuando hayas
dado el golpe?
—Eso es.
Ella contestó con precaución:
—¿Cómo quedamos nosotros
entonces?
Fahy se incorporó para
limpiarse las manos.
—La chica tiene razón en eso,
Sean.
—Quedáis de perlas los dos
—replicó Dillon—. Es un golpe
limpio, Danny, el más limpio que
yo haya organizado en mi vida.
Nunca lo relacionarán con
vosotros ni con este lugar. Si salen
bien las cosas mañana, que sí
saldrán, estaremos otra vez aquí a
las once y media a más tardar, y
con eso habrá terminado todo.
—Si tú lo dices —contestó
Fahy.
—Claro que sí, Danny, y si es
el dinero lo que te preocupa,
quédate tranquilo que tendrás tu
parte. Mi cliente puede transferir
dinero a cualquier parte del
mundo. Lo recibirás aquí o en
cualquier lugar de Europa que te
convenga.
—Por supuesto, y además ya
sabes que no lo hago por el
dinero, Sean —contestó Fahy—.
Lo digo sólo por si hubiese alguna
posibilidad, la más mínima, de que
algo saliese mal. Pensando en
Angel, a ver si me entiendes —se
encogió de hombros.
—No te preocupes. Si hubiese
algún peligro, yo sería el primero
en deciros que os largarais
conmigo. Pero no será necesario.
—Dillon rodeó con el brazo los
hombros de la chica—. Estás
nerviosa, ¿verdad?
—Tengo unos retortijones de
estómago que no me dejan
tranquila, Sean.
—Acuéstate—la empujó hacia
la puerta—. La hora de salida será
a las ocho.
—No podré pegar ojo.
—Inténtalo. Ahora, vete. Es
una orden.
Ella salió de mala gana. Dillon
encendió otro cigarrillo y se volvió
hacia Fahy.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—No, en nada. Acabo dentro
de media hora. Ve tú también a
acostarte, Sean. En cuanto a mí,
me pasa lo mismo que a Angel. No
creo que vaya a conciliar el sueño.
Otra cosa —agregó Fahy—. He
encontrado un traje antiguo de
motorista para ti. Está allá, echado
sobre la BSA.
Era una cazadora de cuero
con pantalones y botas del mismo
material, todo ello bastante usado.
Dillon sonrió.
—Me recuerda los tiempos de
mi juventud. Voy a probármelo.
Fahy interrumpió el trabajo y
se pasó la mano por los ojos en un
ademán de fatiga.
—Oye, Sean, ¿tiene que ser
mañana?
—¿Hay algún problema?
—Como te dije, me gustaría
soldar unas aletas sobre los
cilindros para darles más
estabilidad en su trayectoria. Pero
ahora no tendremos tiempo para
hacerlo —arrojó la llave de tuercas
sobre el banco—. Todo esto es
muy precipitado, Sean.
—Échale la culpa a Martin
Brosnan y a sus amigos, Danny,
no a mí —replicó Dillon—. Vienen
pisándome los talones. Estuvieron
a punto de atraparme en Belfast, y
sólo Dios sabe cuándo aparecerán
otra vez. No, Danny, ha de ser
ahora, o nunca.
Se volvió para salir, y Fahy
recogió de mala gana la llave y
siguió trabajando.

El traje de cuero no estaba


nada mal, y Dillon se contempló en
el espejo del armario mientras
subía la cremallera de la cazadora.
—¿Qué te parece esto? —se
dijo en voz baja—. Como a los
dieciocho años, cuando el mundo
era joven y todo parecía posible.
Bajó la cremallera de la
cazadora, se la quitó y luego abrió
su portafolios y desplegó el
chaleco antibalas que le había
dado Tania la primera vez que se
vieron. Se lo puso, lo alisó con
cuidado, lo abrochó con los cierres
de velero y se endosó la cazadora
encima.
Sentado al borde de la cama,
sacó la Walther del portafolios, la
examinó y le atornilló el silenciador
Carswell en el cañón. Luego
comprobó la Beretta y la guardó
en el cajón de la mesita de noche,
al alcance de la mano. Guardó el
portafolios en el armario y luego
apagó la luz y permaneció tendido
sobre la cama, mirando al techo
en medio de la oscuridad. Nunca
se emocionaba y tampoco lo hizo
en aquellos momentos, pese a la
inminencia del golpe más grande
de su vida.
—Vas a escribir historia con
esto, Sean —murmuró en voz
baja—. ¡Historia!
Cerró los ojos y al poco se
quedó dormido.

Durante la noche volvió a


nevar y con la última campanada
de las siete, Fahy salió por el
sendero para ver cómo estaba la
carretera. Cuando regresó vio que
Dillon estaba en la puerta de la
granja, comiéndose un bocadillo y
con un tazón de té en la otra
mano.
—No sé cómo lo consigues —
comentó Fahy—. Yo no sería
capaz de tragar bocado, o lo
devolvería todo.
—¿Tienes miedo, Danny?
—Muerto de miedo es lo que
estoy.
—Eso es bueno. Aguza tus
sentidos y te pone alerta. Puede
suponer toda la diferencia.
Cruzaron hacia las cuadras y
se detuvieron junto a la Ford
Transit.
—Está a punto como nunca lo
ha estado —le anunció Fahy.
Dillon apoyó una mano en su
hombro.
—Has hecho maravillas,
Danny, ¡maravillas!
Angel apareció a sus
espaldas, completamente vestida
para salir con sus pantalones
raídos, las botas, el anorak, el
suéter y la gorra de lana.
—¿Nos vamos?
—En seguida —dijo Dillon—.
Antes debemos meter la BSA en la
furgoneta.
Abrieron las puertas traseras
de la Morris, colocaron una
plataforma de madera en plano
inclinado y empujaron la
motocicleta hasta meterla. Dillon la
montó en el trípode y Fahy entró la
plataforma. Luego le pasó un
casco. —Para ti. Yo tengo otro en
la Ford —titubeó antes de
agregar—: ¿Vas armado, Sean?
Dillon le mostró la Beretta que
portaba debajo de la cazadora.
—¿Y tú?
—Jesús! Ya sabes que
aborrezco las pistolas, Sean.
Dillon se guardó de nuevo la
Beretta y subió la cremallera.
Luego cerró las puertas de la
furgoneta y se volvió. —¿Todos
contentos?
—¿Estamos listos para salir?
—preguntó Angel.
Dillon consultó su reloj.
—Aún no es hora. Creo que
podríamos salir a las ocho. No
conviene anticiparse demasiado.
Vamos a tomar otra taza de té.
Cruzaron hacia la casa y
Angel puso el agua a calentar.
Dillon encendió un cigarrillo y se
apoyó en el fregadero,
contemplándola.
—¿Es que no tienes nervios?
—preguntó ella—. A mí me late el
corazón a cien por hora.
Fahy llamó desde la sala de
estar.
—Ven a ver esto, Sean.
Dillon se acercó. Desde un
rincón, el televisor mostraba con
las primeras noticias de la mañana
la nevada que había caído sobre
Londres durante la noche. Los
árboles de las plazas, las estatuas,
los monumentos, estaban
revestidos de un manto blanco, y
lo mismo muchas aceras.
—¡Malo! —comentó Fahy.
—Deja de preocuparte. Las
calzadas estarán limpias —dijo
Dillon mientras Angel entraba con
la bandeja—. Un buen tazón de té,
Danny, bien cargado de azúcar
para darte energía, y luego nos
vamos.

En el piso de Lowndes
Square, Brosnan estaba en la
cocina preparando unos huevos
pasados por agua y vigilando la
tostadora cuando sonó el teléfono.
Mary fue a descolgar y al cabo de
un instante entró.
—Es Harry, quiere decirte
unas palabras.
Brosnan tomó el aparato.
—¿Cómo estás?
—Estupendamente, amigo.
Era sólo para avisaros de que
salimos en seguida.
—¿Cómo vamos a llevar el
asunto?
—No habrá más remedio que
improvisar, aunque quizá
tendremos que ponernos un poco
violentos.
—Eso pensaba yo —dijo
Brosnan.
—¿Me equivoco al suponer
que eso le creará alguna dificultad
a Mary?
—Temo que así es.
—Pues entonces, que no
entre ella. Cuando estemos allí
veré lo que hacemos. Déjamelo a
mí. Hasta luego.
Brosnan colgó y regresó a la
cocina, donde Mary estaba
disponiendo los huevos y las
tostadas, y sirviendo el té.
—¿Qué ha dicho? —preguntó
ella.
—Nada de particular. Nos
preguntábamos cuál sería la mejor
manera de actuar.
—Supongo que tú opinas que
lo mejor sería darle a Harvey en la
cresta con un bastón muy pesado.
—Algo por el estilo.
—¿Y por qué no aplicarle
tornillos en los pulgares? —¿Por
qué no, en efecto? —Alcanzó una
tostada—. Si resulta necesario...

Aquella mañana la circulación


avanzaba muy lenta en la
carretera de Horsham a Dorking y
hasta Londres, debido al estado
de la calzada. Angel y Dillon iban
delante en la Morris y Fahy los
seguía de cerca en la Ford Transit.
La tensión de la muchacha era
visible; tenía los nudillos blancos
sobre el volante, pero conducía
muy bien de todas maneras.
Pasaron Epsom, luego Kingston y
cruzaron el Támesis por Putney
Bridge. Eran ya las nueve y cuarto
cuando enfilaron Bayswater Road
en dirección al hotel.
—Ahí enfrente tienes el
supermercado —dijo Dillon—. Al
lado está la entrada del
estacionamiento.
Ella giró el volante, metió la
primera y entró a paso de hormiga
en el estacionamiento, que estaba
ya bastante lleno.
—Allá al fondo hay sitio —dijo
Dillon—. Nos conviene.
Estaba junto a un gigantesco
remolque cubierto con un plástico,
sobre el que se había acumulado
la nieve. Ella condujo la camioneta
hacia el costado más oculto y
Fahy estacionó la suya al lado.
Dillon se apeó de un salto, se puso
el casco de motorista y fue a abrir
las puertas traseras. Colocó la
plataforma en posición y sacó la
BSA con ayuda de Angel. Mientras
él se colocaba a horcajadas en el
sillín, ella metió la plataforma y
cenó las puertas. Dillon dio el
contacto y el motor de la BSA
arrancó al instante, con poderoso
ronquido. Consultó el reloj. Las
nueve y veinte. Descansó la
máquina sobre la pata de cabra y
se acercó a la Ford, donde estaba
Fahy.
—Recordad que la
sincronización es esencial. No
podemos dar demasiadas vueltas
alrededor de Whitehall porque si
se fija alguien parecerá
sospechoso. Si llegamos
demasiado pronto, procura ganar
tiempo en el muelle Victoria.
Finges una avería, y yo me
detendré como para ayudarte.
Pero desde el muelle Victoria
hasta la avenida Horse Guards
esquina con Whitehall no podemos
tardar más de un minuto, no lo
olvides.
—¡Jesús, Sean! —Fahy
parecía aterrorizado.
—Tranquilo, Danny, tranquilo
—le pidió Dillon—. Todo saldrá
bien, ya lo verás. Ahora, ¡en
marcha!
Volvió a montar en la BSA y
Angel dijo:
—Anoche recé por ti, Sean.
—Siendo así, no podemos
fallar. Hasta pronto —y arrancó la
moto maniobrando para colocarse
detrás de la Ford Transit.
13

Harry Flood y Mordecai


aguardaban sentados en el
Mercedes, conducido por Salter.
Un taxi se detuvo frente a la
funeraria de Whitechapel y se
apearon Brosnan y Mary, que
caminaron con precaución sobre la
nieve que recubría la acera. Flood
les abrió la puerta del coche y
consultó el reloj.
—Faltan segundos para las
nueve y media. Entremos.
Se sacó una Walther del
interior de la americana y accionó
la corredera.
—¿Necesitas algo, Martin? —
preguntó.
—No sería mala idea —asintió
Brosnan.
Mordecai abrió la guantera,
sacó una Browning y la pasó por
encima del respaldo.
—¿Le parece bien, profesor?
Mary exclamó:
—¡Por el amor de Dios! ¡Ni
que nos dispusiéramos a
comenzar la tercera guerra
mundial!
—Tal vez se trata de evitarla
—dijo Brosnan—. ¿A que no
habías pensado en eso?
—Vamos allá —dijo Flood al
tiempo que se apeaba del coche,
Brosnan le imitó y Mordecai salió
por el otro lado. Cuando Mary
quiso hacer lo mismo, Flood le
dijo:
—Aquí no, querida. Le dije a
Myra que acudiría acompañado
por mi contable y eso explicará la
presencia de Martin. En cuanto a
Mordecai, siempre viene conmigo.
Es lo que ellos esperan ver.
—Espere un momento —dijo
ella—. Yo soy la autoridad
encargada del caso, la
representante oficial del ministerio.
—Pues peor para usted.
Ocúpate de ella, Charlie —ordenó
Flood a Salter, y se encaminó
hacia la puerta, donde Mordecai
llamaba ya al timbre.
El portero los recibió con
modales obsequiosos.
—Buenos días, señor Flood.
El señor Harvey les presenta sus
excusas y les ruega que pasen a
la sala de espera unos minutos.
Está en camino, procedente de
Heathrow.
—Muy bien —dijo Flood,
siguiendo al cancerbero.
La sala de espera tenía una
decoración discreta, con sillones
de cuero negro y moqueta y
empapelado de colores también
oscuros. Unos falsos candelabros
daban una tenue claridad, y se oía
a través de un sistema de
altavoces empotrados una música
adecuada a la naturaleza del
establecimiento.
—¿Qué opinas? —preguntó
Brosnan.
—Que está en camino,
procedente de Heathrow —dijo
Flood—. No nos pongamos
nerviosos.
Mordecai escrutaba la entrada
y luego curioseó en una de las
capillas.
—¡Flores! Es lo que más me
molesta de estos establecimientos.
Siempre he asociado las flores con
la muerte.
—Lo recordaré cuando te
toque la vez: no se admiten
coronas —bromeó Flood.

Eran aproximadamente las


nueve y cuarenta minutos cuando
la Ford Transit se subió en una
acera del Victoria Embankment.
Fahy tenía las manos sudorosas.
Por el retrovisor vio que Dillon
detenía la BSA en la acera y se
acercaba para asomarse a la
ventanilla.
—¿Va todo bien?
—De primera, Sean.
—Nos quedaremos aquí
mientras sea posible. Un cuarto de
hora sería lo ideal. Si se acerca un
guardia de la circulación limítate a
salir de frente y yo te seguiré.
Seguiremos por el muelle poco
menos de un kilómetro y luego
damos la vuelta.
—De acuerdo, Sean —dijo
Fahy, castañeteándole los dientes.
Dillon sacó un paquete de
cigarrillos, se puso dos en los
labios, los encendió y pasó uno a
Fahy.
—Sólo para que veas que soy
un loco romántico —y soltó una
carcajada.

Cuando Harry Flood, Brosnan


y Mordecai pasaron al
antedespacho, Myra les
aguardaba. Lucía su traje pantalón
negro y las botas, y llevaba un
legajo de documentos en la mano.
—Pareces muy ocupada,
Myra —le dijo Flood.
—Así es, Harry. Yo me
encargo de todo aquí —le besó en
la mejilla y saludó con un ademán
a Mordecai—. Hola, músculos.
Luego se volvió hacia
Brosnan:
—¿Y ése quién es?
—Mi nuevo contable, el señor
Smith.
—¿De veras? Jack os espera
—los invitó a pasar, al tiempo que
abría la puerta del despacho y los
precedía.
En la chimenea
chisporroteaba un buen fuego y el
ambiente estaba caldeado y
confortable. Harvey, sentado tras
su escritorio, fumaba su
acostumbrado puro. A la izquierda,
sentado en el brazo de un sofá, se
había situado Billy, con la
gabardina doblada sobre una
rodilla.
—Hola, Jack —dijo Harry
Flood—. Me alegro de verte.
—¿Realmente? —dijo Harvey,
mirando a Brosnan—. ¿Y ése
quién es?
—Es el nuevo contable de
Harry, tío Jack —rodeó el
escritorio Myra, quedándose de
pie a espaldas de su tío—. El
señor Smith.
—Nunca había visto a un
contable con el aspecto del señor
Smith; ¿y tú, Myra? —meneó la
cabeza Harvey, y luego se volvió
hacia Flood—. El tiempo es oro,
Harry. ¿Qué te trae por aquí?
—Dillon —dijo Harry Flood—.
Sean Dillon.
—¿Dillon? —puso cara de
total extrañeza Harvey—. ¿Y quién
diablos es Dillon?
—Un tipo bajito —dijo
Brosnan—. Irlandés, aunque sabe
hacerse pasar por lo que él quiera.
Usted le vendió armas y
explosivos en mil novecientos
ochenta y uno.
—Estuvo muy feo eso por tu
parte, Jack —dijo Harry Flood—.
Dillon hizo volar manzanas enteras
de Londres, y sospechamos que
ahora vuelve a las andadas.
—Y ¿a quién habrá recurrido
para equiparse, si no a su viejo
compinche Jack Harvey? —dijo
Brosnan—. Parece lógico, ¿no?
Myra apretó los dedos sobre
el hombro de su tío y Harvey, con
el rostro encendido, dijo:
—¡Billy!
Flood alzó una mano.
—Iba a decir que si es una
escopeta recortada lo que
esconde bajo la gabardina, será
mejor que la tenga amartillada.
Billy disparó al instante a
través de la gabardina y le acertó
en el muslo izquierdo a Mordecai
cuando el gigante se disponía a
sacar la pistola. En rápido
movimiento, Flood sacó la mano
del bolsillo empuñando la Walther
y le pegó a Billy un tiro en el
pecho, derribándolo sobre el
respaldo del sofá. Al mismo tiempo
se disparó el otro cañón de la
escopeta y Flood recibió parte de
la perdigonada en el brazo
izquierdo.
Jack Harvey abrió el cajón del
escritorio y su mano apareció
empuñando un revólver Smith &
Wesson, pero Brosnan le disparó
en el hombro con toda intención.
Hubo unos instantes de caos; la
habitación se llenó de humo y olor
a cordita.
Myra se inclinó sobre su tío,
que estaba derrumbado en el
sillón, gimiendo. La sobrina gritó
con furor, aunque su rostro no
expresaba ningún temor:
—¡Cabrones!
Flood se volvió hacia
Mordecai.
—¿Estás bien?
—Lo estaré cuando el doctor
Aziz se haya ocupado de mí,
Harry. Ese pequeño bastardo
estuvo muy rápido.
Flood, sin soltar la Walther, se
sujetó el brazo izquierdo y la
sangre goteó entre sus dedos.
Miró a Brosnan.
—Acabemos con eso.
En dos pasos se acercó al
escritorio y alzó la Walther
apuntando a Harvey.
—Te voy a dar entre los ojos
si no nos cuentas lo que queremos
saber. ¿Qué hay de Sean Dillon?
—¡Que te parta un rayo!—
replicó Jack Harvey.
Flood bajó un momento la
Walther y luego apuntó con
intención, a lo que Myra gritó:
—¡No! Por favor, dejadle en
paz. El hombre al que buscáis se
hace llamar Peter Hilton. Es el
mismo que hizo tratos con tío Jack
en el ochenta y uno, y que
entonces usaba el nombre de
Michael Coogan.
—¿A qué ha venido?
—Compró cincuenta libras de
Semtex. Anoche las recogió y
pagó al contado. Hice que Billy le
siguiera por ahí con la BMW.
—¿Y dónde dices que está?
—Aquí —les pasó un papel
que tenía sobre el escritorio—. Lo
había anotado todo para Jack.
Flood ojeó el papel y se lo
pasó a Brosnan, sonriendo pese al
dolor de la herida:
—Cadge End Farm, Martin.
Parece prometedor. Vámonos de
aquí.
Se volvió hacia la salida y
Mordecai le siguió, arrastrando la
pierna herida y goteando sangre.
Myra se acercó a Billy, que
empezaba a gemir en voz alta;
luego se volvió y dijo en tono
áspero:
—Me las pagaréis por esto.
—Nada de eso, Myra —
replicó, Harry Flood—. Si tienes
dos dedos de frente lo archivarás
a título de experiencia. ¡Ah!, y no
dejes de llamar a un médico de
confianza.
Dicho lo cual se volvió y salió,
seguido por Brosnan.
Faltaba poco para las diez
cuando se subieron en el
Mercedes, y Charlie Salter dijo:
—Por Dios, Harry, vais a
poner el coche todo perdido de
sangre.
—Tú conduce, Charlie. Ya
sabes adónde tienes que ir.
Mary preguntó, ceñuda:
—¿Qué ha ocurrido ahí
dentro?
—Esto ha ocurrido —Brosnan
le mostró el papel con las señas
de Cadge End Farm.
Mary lo leyó y exclamó:
—¡Dios mío! Será mejor que
llame al brigadier.
—Nada de eso —dijo Flood—.
Me figuro que ahora es asunto
nuestro, después del jaleo que se
ha armado y de haber puesto en
juego nuestro propio pellejo, ¿no
te parece, Martin?
—Desde luego que sí.
—Así que vamos a pasarnos
por esa discreta residencia que
tiene mi buen amigo el doctor Aziz
en Wapping, para que remiende a
Mordecai y le eche una ojeada a
mi brazo. Luego nos vamos a
Cadge End.

Cuando Fahy se sumó a la


corriente de la circulación
procedente del muelle Victoria,
para entrar en la avenida Horse
Guards delante del edificio del
Ministerio de Defensa, sudaba a
pesar del frío. Debido a la
intensidad del tráfico rodado la
calzada estaba limpia de la nieve
que, en cambio, se acumulaba
sobre las aceras, los árboles y los
edificios a ambos lados. A través
del retrovisor veía a Dillon,
siniestro en su traje de cuero
negro sobre la BSA. Era la hora de
la verdad y todo se desarrolló en
un abrir y cerrar de ojos.
Al llegar al cruce de Horse
Guards con Whitehall maniobró la
camioneta y la detuvo en la
posición calculada de antemano.
Al otro lado de la calle, en Horse
Guards Parade, dos soldados de
la guardia montada, como de
costumbre, permanecían inmóviles
con los sables en posición de
presentando armas.
Algo más allá un guardia
urbano se volvió y reparó en la
camioneta. Fahy cortó el contacto,
puso en marcha los
temporizadores y se caló el casco
de motorista. Cuando salió y echó
llave a la puerta de la furgoneta el
policía le interpeló desde lejos y
echó a correr hacia él. Dillon frenó
la BSA al lado de Fahy, éste se
subió a horcajadas en el asiento
trasero y la moto reanudó la
marcha, describiendo un círculo
alrededor del asombrado guardia y
enfilando a toda velocidad hacia
Trafalgar Square. La primera
detonación se oyó en el mismo
instante en que Dillon se
confundía con la circulación que
entraba en la plaza. Luego hubo
otra, o quizá dos, y por último todo
pareció fundirse en la gigantesca
explosión que destruyó
automáticamente la Ford Transit.
Dillon continuó no demasiado
deprisa, pasando por Admiralty
Arch y la avenida del Mall; diez
minutos más tarde cruzaba Marble
Arch y doblaba hacia Bayswater
Road, y poco después entraba en
la zona de estacionamiento del
supermercado. Angel se apeó de
la camioneta al verlos, abrió las
puertas traseras y colocó la
plataforma en posición. Dillon y
Fahy metieron la moto y cenaron
las puertas sin pérdida de tiempo.
—¿Ha funcionado? —
preguntó Angel—. ¿Ha salido todo
bien?
—No te preocupes por eso
ahora. Tú sube y conduce —
ordenó Dillon; mientras ella se
disponía a obedecer, los dos
hombres subieron a su lado.
Un minuto después salían otra
vez a Bayswater Road.
—Ahora nos volvemos por
donde hemos venido, y sin correr
demasiado —dijo Dillon.
Fahy conectó la radio y se
puso a buscar entre las diferentes
sintonías de la BBC.
—Nada, ¡maldita sea! Sólo
música y cháchara.
—Déjala encendida y ten
paciencia —ordenó Dillon—. No
tardará en salir.
Encendió un cigarrillo y se
arrellanó en el asiento, silbando
quedamente.

Mordecai Fletcher estaba


tendido sobre un quirófano en la
pequeña sala de operaciones de la
clínica próxima a la carretera de
Wapping. Un indio canoso, con
gafas redondas de montura de
acero, el doctor Aziz, examinaba
su pierna.
—Amigo Harry, ¿no habíamos
convenido que no volveríamos a
correr este género de aventuras?
—dijo—. Henos aquí otra vez
como después de una noche de
algaradas en Bombay.
Flood se había quitado la
americana y estaba sentado en
una silla, mientras una joven
enfermera india se ocupaba de su
brazo. Había recortado la manga
de la camisa y le limpiaba la herida
con unos algodones. Brosnan y
Mary, de pie, contemplaban la
cura.
Flood pregunto a Aziz:
—¿Cómo está?
—Permanecerá ingresado dos
o tres días. Necesito anestesiarlo
para extraer esos perdigones, y
además han afectado a una
arteria. A ver lo tuyo, ahora.
Sosteniendo el brazo de
Flood, lo exploró cuidadosamente
con unas pinzas, mientras la
enfermera acercaba una bandeja
esmaltada. Aziz dejó caer en ella
un perdigón, luego dos, mientras
Flood hacía muecas de dolor. El
indio localizó otro perdigón.
—Creo que ya está, Harry,
pero tendré que sacar una
radiografía.
—Por ahora véndalo y ponme
un cabestrillo —dijo Flood—.
Volveré más tarde.
—Si te empeñas...
Vendó el brazo con habilidad,
ayudado por la enfermera. Luego
abrió un armario y halló una caja
de viales de morfina, de los cuales
inyectó uno a Flood.
—Como en Vietnam, Harry —
comentó Brosnan.
—Esto te aliviará el dolor —
dijo Aziz a Flood mientras la
enfermera le ayudaba a ponerse la
americana—. Te espero por la
tarde; no lo demores más.
La enfermera pasó el
cabestrillo por la nuca de Flood.
Estaba poniéndole el abrigo sobre
los hombros cuando se abrió la
puerta de golpe y entró Charlie
Salter de estampida.
—Hay un jaleo de mil
demonios. Acabo de oírlo en la
radio. Ataque de mortero contra el
diez de Downing Street.
—¡Dios mío! —exclamó Mary
Tanner.
Flood la tomó del brazo y la
condujo hacia la salida, al tiempo
que ella se volvía hacia Brosnan.
—Vámonos, Martin. Al fin ya
sabemos adónde ha ido el muy
bastardo.

El gabinete de Guerra estuvo


más concurrido que otras veces
aquella mañana. Eran quince,
contando al primer ministro.
Apenas había dado principio la
reunión en la sala del Gabinete,
situada hacia la parte posterior del
edificio, cuando cayó el primer
obús, describiendo una gran
parábola de unos doscientos
metros de alcance, desde la
esquina de Horse Guards con
Whitehall donde estaba la
furgoneta. Hubo una explosión
tremenda, tan fuerte que se
escuchó con toda claridad en el
despacho del brigadier Charles
Ferguson, del lado del ministerio
que daba a la avenida Horse
Guards.
—¡Cristo! —exclamó
Ferguson, y al igual que la
mayoría de los funcionarios del
ministerio, corrió hacia la ventana
más próxima.
En la sala del gabinete de
Downing Street, los cristales
especiales de las ventanas se
quebraron, pero la mayor parte de
la onda expansiva quedó
absorbida por las cortinas
blindadas. La primera bomba
arrancó un cerezo y dejó un cráter
en el jardín. Las otras dos cayeron
más lejos del blanco, en
Mountbatten Green, donde se
hallaban estacionadas algunas
unidades móviles de la radio. Sólo
una de ellas estalló, pero al mismo
tiempo se produjo la explosión de
la furgoneta, al actuar el
dispositivo de autodestrucción
programado por Fahy. Cosa
sorprendente, hubo poco pánico
en la sala del gabinete. Todos se
agacharon y algunos buscaron
refugio debajo de la mesa. Hubo
una corriente de aire procedente
de las ventanas rotas y una
confusión de voces distantes.
El primer ministro se puso en
pie y forzó una sonrisa, diciendo
luego con extraordinaria
tranquilidad:
—Caballeros, me parece que
será menester que nos reunamos
en otra parte —y salió de la
habitación mostrando el camino a
los demás.

Mary y Brosnan ocuparon los


asientos posteriores del Mercedes,
y Harry Flood iba al lado de
Charlie Salter, que luchaba por
abrirse paso entre la
aglomeración.
—He de ponerme en
comunicación con el brigadier
Ferguson —estaba diciendo
Mary—. Es indispensable.
Cruzaban Putney Bridge y
Flood se volvió para consultar con
la mirada a Brosnan, quien asintió.
—De acuerdo —dijo Flood—.
Haga lo que le parezca mejor.
Usando el teléfono portátil,
ella llamó al Ministerio de Defensa,
pero Ferguson estaba ilocalizable.
Parecía reinar bastante confusión
en el ministerio; ella comunicó el
número del portátil a la telefonista
y desconectó.
—Estarán corriendo de un
lado para otro, como todo el
mundo —dijo Brosnan,
encendiendo un cigarrillo.
Flood ordenó a Salter:
—Pues ya lo sabes, Charlie.
Hacia Dorking, pasando por
Epsom, y tomamos luego la
carretera de Horsham. Pisa a
fondo.

Los pasajeros de la furgoneta


Morris escucharon el boletín de la
BBC, emitido en el habitual tono
tranquilo, desprovisto de toda
alarma. Anunciaba que hacia las
diez de la mañana se había
producido un atentado con
bombas contra el diez de Downing
Street, que el edificio había sufrido
algunos daños pero que el primer
ministro y los integrantes del
gabinete de Guerra reunidos a la
misma hora habían salido ilesos.
La camioneta patinó de
repente mientras Angel gemía:
—¡Oh, no! ¡Dios mío!
Dillon retuvo el volante con
una mano.
—Tranquila, muchacha. Tú
sigue conduciendo —pidió con
calma.
Fahy parecía a punto de
desmayarse.
—Si me hubieras dado tiempo
para montar esos estabilizadores,
el resultado habría sido bien
distinto. Tenías demasiada prisa,
Sean. Dejaste que Brosnan te
comiera los nervios y eso ha sido
fatal.
—No digo que no —reconoció
Dillon—. Pero hemos fallado y eso
es lo único que cuenta.
Sacó un cigarrillo, lo encendió
y de súbito se echó a reír como un
loco.

Aroun salió de París a las


nueve y media, dispuesto a pilotar
personalmente la Citation, ya que
Rashid poseía una licencia que le
calificaba cómo copiloto y con ello
quedaban satisfechos los
requisitos reglamentarios. En la
cabina del pasaje, Makeiev leía la
prensa de la mañana mientras
Aroun llamaba a la torre de control
del aeropuerto de Maupertus,
cerca de Cherburgo, para solicitar
el aterrizaje en su pista privada de
St. Denis.
El controlador le autorizó la
maniobra y luego agregó: —
Acabamos de recibir un boletín
informativo. Atentado con bombas
contra el gabinete británico en
Downing Street, Londres.
—¿Qué ha ocurrido? —
preguntó Aroun.
—No han dicho nada más.
Sonriendo, excitado, Aroun se
volvió hacia Rashid, que también
había oído el mensaje, y le dijo:
—Anda, coge los mandos y
aterriza tú —tras lo cual salió
medio agachado de la cabina y se
sentó frente a Makeiev—
Acabamos de recibir un boletín por
radio. Atentado con bombas contra
el número diez de Downing Street.
Makeiev arrojó a un lado el
periódico.
—¿Qué ha sucedido?
—Es cuanto se sabe por
ahora —Aroun volvió los ojos al
cielo y abrió las manos—.
¡Alabado sea Dios!

Ferguson estaba en el parque


Mountbatten, junto a las
furgonetas de la radio, con el
inspector Lane y el sargento
Mackie. Nevaba un poco y los
especialistas de la policía se
dedicaban a inspeccionar con
precaución el tercer obús de Fahy,
el que no había hecho explosión.
—Mal asunto, señor —estaba
diciendo Lane—. Usando una
frase anticuada, podríamos decir
que han golpeado en el corazón
mismo del imperio. Quiero decir,
¿cómo se atreven a tanto?
—Porque estamos en una
democracia, inspector, y porque la
vida debe continuar, y eso significa
que no se puede hacer de Londres
una fortaleza erizada de defensas
como si estuviéramos en algún
país del Este europeo.
Un policía joven se acercó
provisto de un teléfono móvil y
habló al oído de Mackie. El
sargento se acercó y dijo:
—Usted perdone, brigadier,
pero es urgente. Su oficina ha
intentado localizarle. Una llamada
de la capitana Tanner.
—Démela —Ferguson tomó el
teléfono—. Al habla Ferguson.
Entiendo. Déme el número.
Hizo un ademán hacia Mackie,
que sacó su bloc de notas y un
lápiz para anotar el número que le
dictaba Ferguson.
El Mercedes cruzaba por
Dorking cuando sonó el teléfono.
Mary lo recogió al instante.
—¿Brigadier?
—¿Qué hay? —preguntó él.
—El atentado contra el
número diez. Sin duda ha sido
Dillon. Hemos averiguado que
anoche compró en Londres
cincuenta libras de Semtex,
suministradas por Jack Harvey.
—¿Dónde estáis ahora?
—Saliendo de Dorking, señor,
por la carretera de Horsham.
Están conmigo Martin y Harry
Flood. Tenemos una dirección
donde quizá se encuentre Dillon.
—Dímela —hizo de nuevo una
seña a Mackie y repitió en voz alta
los detalles que le daban para que
el sargento los anotase.
Mary prosiguió:
—La carretera no se halla en
buenas condiciones, señor. Hay
mucha nieve, pero confiamos en
llegar a Cadge End dentro de
media hora.
—Muy bien. Procura no
exponerte, Mary, pero no dejes
que se escape ese bastardo. Te
envaremos refuerzos tan pronto
como sea posible. Estaré en mi
coche, para que sepas dónde
localizarme.
—A la orden, señor.
Dejó el receptor y Flood se
volvió hacia ella.
—¿Qué hay?
—Que envían refuerzos, pero
tenemos orden de no permitir que
huya.
Brosnan se sacó la Browning
del bolsillo y revisó el cargador.
—No lo hará —dijo con
rabia—. Esta vez no.

En pocas palabras Ferguson


puso a Lane al comente de lo
sucedido.
—¿Usted qué cree, inspector?
¿Qué estará haciendo el tal
Harvey?
—Haciéndose remendar por
algún médico del hampa en alguna
clínica clandestina, señor.
—Seguro. Investíguenlo, pero
si le localizan no interfieran.
Mantengan la vigilancia. Lo que
nos interesa ahora es el escondrijo
de Cadge End. Hágase con unos
cuantos coches y vayamos allá
cuanto antes.
Lane y Mackie se alejaron a
toda prisa y cuando Ferguson se
disponía a seguirlos, apareció por
la esquina el primer ministro.
Llevaba un abrigo oscuro y le
acompañaban el Secretario de
Interior y varios subsecretarios.
Cuando vio a Ferguson se acercó.
—¿Esto es obra de Dillon,
brigadier?
—Así lo creo, primer ministro.
—Faltó poco —sonrió—.
Demasiado poco para tomarlo a
broma. Un hombre notable ese
Dillon.
—No seguirá siéndolo por
mucho tiempo, primer ministro. Al
fin le tenemos localizado.
—Pues no pierda más tiempo
conmigo, brigadier. Dése prisa y
no escatime recursos.
Ferguson se volvió y salió
corriendo.

La pista forestal de Cadge


End estaba todavía más recubierta
de nieve que a primera hora de la
mañana. Angel la sorteó como
pudo hasta que llegó al patio de la
granja y metió el vehículo en la
cuadra. Cuando paró el motor se
hizo un silencio opresivo. Fahy lo
rompió diciendo:
—¿Y ahora qué?
—Una taza de té bien caliente,
diría yo —contestó Dillon al tiempo
que se apeaba, rodeaba la
furgoneta y abría las puertas
traseras para colocar la
plataforma.
—Ayúdame, Danny —bajaron
la BSA y la dejaron sobre su
trípode—. Se ha portado bien.
Hiciste un trabajo magnifico ahí,
Danny.
Angel enfiló hacia la casa y
mientras la seguían, Fahy le
preguntó a Dillon:
—¿Tú nunca te pones
nervioso, Sean?
—Aprendí hace tiempo que no
sirve de nada.
—Pues yo sí, Sean, y lo que
necesito ahora no es un puñetero
té sino un buen trago de whisky.
Mientras él se metía en la sala
de estar, Dillon subió a su
habitación. Encontró un viejo
petate y, con rápidos movimientos,
empezó a meter en él su traje, la
gabardina, las camisas, los
zapatos y demás enseres.
Comprobó su cartera. Le
quedaban unas cuatrocientas
libras. Abrió el portafolios que
contenía los cinco mil dólares
sobrantes del dinero que había
solicitado para gastos, así como la
Walther con el silenciador Carswell
montado. Armó la pistola y le quitó
el seguro, dejándola lista para la
acción, y la devolvió al portafolios
junto con el permiso de conducir
expedido en Jersey y la licencia de
piloto. Abrió la cremallera de su
cazadora, sacó la Beretta y la
comprobó; luego volvió a
guardarla en el cinto de los
pantalones de cuero, hacia la
espalda, ocultando la culata bajo
la cazadora de motorista.

Cuando bajó la escalera


acarreando el petate y el
portafolios, Fahy estaba de pie,
abajo, mirando la televisión. El
noticiario daba unos planos de
Whitehall cubierto de nieve, de
Downing Street y de Mountbatten
Green.
—Acaba de salir el primer
ministro en ronda de inspección de
daños, y estaba tan tranquilo,
como si nunca en la vida hubiese
tenido ninguna preocupación.
—Sí, es un tipo con suerte —
dijo Dillon.
Angel entró y le sirvió una taza
de té.
—¿Qué va a pasar ahora,
Sean?
—Lo sabes muy bien, Angel.
Que me voy volando y me pierdo
en el infinito azul.
—¿A ese lugar, St. Denis?
—Eso es.
—Muy bonito, Sean, y
nosotros aquí, ¡a cargar con el
paquete! —dijo Fahy.
—¿Se puede saber de qué
paquete hablas?
—Tú ya me entiendes.
—Nadie tiene ni la menor pista
acerca de ti, Danny. Aquí estarás
seguro hasta el día del juicio
universal. Es a mí a quien
persiguen los pies planos, Brosnan
y su amiga, y ese brigadier
Ferguson. A mí me atribuyen lo
que ha pasado.
Fahy se volvió sin decir nada y
Angel intervino:
—¿No podríamos irnos
contigo, Sean?
Él dejó la taza sobre la mesa y
apoyó ambas manos en los
hombros de la muchacha.
—No es necesario, Angel. El
fugitivo soy yo, no tú ni Danny. Ni
siquiera saben que existís.
Cruzó hacia el teléfono, lo
descolgó y llamó al campo de
aviación de Grimethorpe. En
seguida oyó la voz de Grant:
—¿Sí? ¿Quién es?
—Aquí Peter Hilton,
muchacho —recobró Dillon sus
modales de clase alta británica—.
¿Todo preparado para mi vuelo?
¿No habrá demasiada nieve?
—Atmósfera despejada desde
aquí hasta la punta occidental del
país —contestó Grant—. Podría
encontrar alguna dificultad para
despegar, eso sí. ¿A qué hora
quiere salir?
—Estaré ahí dentro de media
hora, ¿de acuerdo? —preguntó
Dillon.
—Le espero.
Mientras Dillon colgaba, Angel
gritó:
—¡No, tío Danny!
Al volverse, Dillon vio que
Fahy estaba en el umbral y le
encañonaba con una escopeta.
—Soy yo el que no está de
acuerdo —dijo, amartillando los
dos cañones.
—Danny, muchacho —abrió
ambas manos Dillon—. No hagas
eso.
—Nos vamos contigo, Sean, y
punto.
—¿Es tu dinero lo que te
preocupa, Danny? ¿No te dije que
el hombre para quien trabajo
puede transferir dinero a cualquier
continente?
Fahy empezó a temblar. La
escopeta osciló levemente en sus
manos.
—No, no es el dinero —se
descompuso un poco—. Estoy
asustado, Sean. ¡Cristo! ¡Cuando
vi aquello en la televisión! Si me
atrapan me pasaré el resto de mis
días entre rejas. Estoy demasiado
viejo, Sean.
—Entonces, dime: ¿por qué
aceptaste ayudarme, para
empezar?
—¡Y yo qué sé! Tantos años
metido en este agujero, muerto de
aburrimiento. La camioneta
preparada, los obuses, eran una
fantasía con la que mataba el
tiempo, y entonces apareciste tú y
la convertiste en realidad.
—Lo comprendo —dijo Dillon
resignado.
Fahy alzó de nuevo la
escopeta.
—Así es, Sean. O nos vamos
todos, o tú no sales de aquí.
Dillon echó la mano a la
espalda y aferró la culata de la
Beretta; un giro del brazo y Fahy
recibió dos balazos en el corazón
que le enviaron trastabillando
hasta el recibidor, donde chocó de
espaldas contra la pared y cayó
lentamente al suelo.
Angel exhaló un grito, echó a
correr y se arrodilló al lado de su
tío. Luego se irguió poco a poco,
mirando fijamente a Dillon.
—¡Lo has matado!
—No me dejó otra salida.
Ella se volvió, abrió la puerta
principal y salió corriendo. Dillon la
persiguió. La chica cruzó el patio y
desapareció en una de las
cuadras. Dillon se acercó a la
entrada y se detuvo para
escuchar. Se oía un rumor en el
altillo, y cayeron algunas briznas
de paja.
—Escucha, Angel. Te llevo
conmigo.
—No lo creo. Quieres
matarme como hiciste con tío
Danny. ¡Eres un maldito asesino!
—su voz sonaba ahogada.
Por un instante, él alzó el
brazo armado con la Beretta
apuntando hacia el altillo.
—Pero ¿tú qué esperabas?
¿Cómo creías que iba a terminar
todo esto?
No hubo respuesta. Él se
volvió, corrió hacia la casa y entró
saltando sobre el cadáver de
Fahy, al tiempo que se guardaba
otra vez la Beretta en el cinto.
Recogió el portafolios y el petate
que contenía sus ropas, regresó a
la cuadra y lo arrojó todo en el
asiento posterior de la furgoneta
Morris.
Lo intentó por última vez.
—Vente conmigo, Angel. Te
juro que nunca te haría daño.
Tampoco esta vez obtuvo
contestación.
—¡Al diablo contigo, pues!—
dijo él, poniéndose al volante y
arrancando el vehículo.

Largo rato más tarde, cuando


todo quedó en silencio, Angel se
atrevió a bajar del altillo y cruzó
hacia la casa. Allí permaneció
sentada en el suelo, inmóvil junto
a su tío, con la espalda contra la
pared y una expresión ausente en
los ojos. Y no se movió tampoco
cuando se oyó fuera el ruido de un
coche que entraba en el patio.
14

En Grimethorpe la pista
estaba completamente cubierta de
nieve, los portalones de los
hangares cenados, y no se veía ni
rastro de los aviones. Un hilo de
humo salía de la chimenea de uno
de los barracones, único signo de
vida que advirtió Dillon mientras se
acercaba a la vieja torre de control
y detenía su vehículo. Sacó su
petate y su portafolios y se
encaminó hacia la puerta. Cuando
entró halló a Bill Grant junto a la
estufa, tomándose un café.
—¡Ah! Estás ahí, muchacho.
Esto parecía desierto. Empezaba
a preocuparme —dijo Dillon.
—No hacía falta —Grant, que
llevaba un mono negro de aviador
y cazadora de cuero, alargó la
mano hacia la botella de escocés y
echó un poco en su café.
Dillon dejó en el suelo el
petate, pero conservó el
portafolios en la mano.
—¿Será prudente esto,
colega? Vamos, digo yo —
comentó en su tono más
impertinente.
—Yo nunca he sido muy
prudente, colega —remedó Grant
el acento señoritil de Dillon—. Por
eso he acabado en este agujero.
Cruzó hacia su escritorio y se
sentó. Tenía desplegada la carta
correspondiente al canal de la
Mancha, con la costa de
Normandía y Cherburgo y sus
alrededores, la misma que Dillon
había consultado la noche que
estuvo allí con Angel.
—Me gustaría salir ya,
muchacho —prosiguió Dillon— Si
te preocupa el resto del flete,
puedo pagártelo al contado ahora
mismo.
Hizo un ademán alzando el
portafolios y agregó:
—No te importará cobrar en
dólares, supongo.
—No, pero lo que sí me
importa es que me tomen por tonto
—replicó Grant señalando el
mapa—. Land's End, ¡y un carajo!
Vi cómo lo consultabas la otra
noche que estuviste aquí con la
chica. El canal de la Mancha y la
costa francesa. Me gustaría saber
lo que te traes entre manos.
—Desde luego estás hablando
como un imprudente —contestó
Dillon.
Grant abrió un cajón del
escritorio y sacó su viejo revólver
Webley.
—¿Ah, sí? Eso lo veremos.
Ahora coloca el maletín sobre el
escritorio y sepamos lo que hay.
—Claro que sí, muchacho. No
hay por qué ponerse violentos.
Dillon se acercó un paso y
colocó el portafolios sobre la
mesa. Con la otra mano se sacó al
mismo tiempo la Beretta del cinto y
le descerrajó a Grant un tiro a
bocajarro.
El aviador se derrumbó de
espaldas en el sillón. Dillon se
guardó la Beretta, plegó el mapa,
se lo puso debajo del brazo,
recogió el petate y el portafolios y
salió, pisando la nieve en dirección
al hangar, donde entró por el
portillo para desatrancar la puerta
corredera quedando descubiertas
las dos avionetas. Eligió la Cessna
Conquest por la sencilla razón de
que era la que estaba más cerca.
Tenía la escalerilla bajada. Arrojó
el petate y el maletín al interior,
subió y tiró de la escotilla para
cerrarla.
Tras ocupar el asiento
izquierdo, el del piloto, estudió la
carta. Serían unas ciento
cincuenta millas de vuelo hasta el
campo de aviación de St. Denis, y
salvo dificultades como vientos de
proa, en una máquina como
aquélla no se tardaría más de tres
cuartos de hora. Naturalmente no
se había registrado ningún plan de
vuelo, con lo que era de prever
que aparecería como intruso en
alguna pantalla de radar. Pero no
importaba. Si salía al mar derecho
por Brighton, desaparecería en
medio del canal antes de que
nadie se diera cuenta de lo
ocurrido. Otra cosa era la
aproximación a St. Denis, aunque
volando por debajo de los
seiscientos pies mientras se
acercaba a la costa, con un poco
de suerte no sería detectado por el
radar del aeropuerto de
Maupertus, en Cherburgo.
Colocó la carta desplegada
sobre el otro asiento, para poder
consultarla, y dio el contacto,
arrancando primero el motor de
babor y luego el de estribor. Sacó
la Conquest del hangar y se
detuvo unos instantes para
verificar, los instrumentos. Los
depósitos de combustible estaban
a tope; Grant no se había alabado
en vano. Dillon se puso el cinturón
de seguridad y condujo la avioneta
hacia la cabecera de pista.
Dando la proa al viento, inició
la carrera de despegue. En
seguida notó la retención de la
nieve acumulada, por lo que dio
máximo de gas y atrajo hacia sí
los mandos. La Conquest despegó
y empezó a ganar altura. Al
ladearla para enfilar rumbo a
Brighton vio abajo un sedán negro
que avanzaba entre los árboles en
dirección a los hangares.
—No sé quién demonios sois,
pero si venís por mí habéis llegado
demasiado tarde —dijo en voz
baja, al tiempo que describía una
amplia curva y orientaba la
avioneta hacia la costa.

Angel estaba sentada junto a


la mesa de la cocina; entre sus
manos, el tazón de café que le
había dado Mary. Brosnan y Harry
Flood, con su brazo en cabestrillo,
escuchaban de pie, y Charlie
Salter apoyaba el hombro en el
quicio de la puerta.
—¿Has dicho que en lo de
Downing Street estuvieron Dillon y
tu tío? —preguntaba Mary.
Angel asintió.
—Yo conducía la furgoneta
Morris que transportó la moto del
señor Dillon. Él siguió a tío Danny,
que iba en la Ford Transit —
parecía una sonámbula—. Luego
conduje desde Bayswater hasta
aquí y tío Danny tenía miedo,
mucho miedo de lo que pudiera
pasar.
—¿Y Dillon? —preguntó Mary.
—Tenía previsto despegar
desde ese campo de aviación
cercano, el de Grimethorpe.
Alquiló una avioneta al señor
Grant, que es el director del
campo. Dijo que iba a Land's End,
pero no era verdad.
Ausente, mirando al vacío,
sostenía el tazón con ambas
manos. Brosnan intervino con
amabilidad:
—¿Adónde iba, Angel? ¿Lo
sabes tú?
—Me lo enseñó en el mapa.
Hay una pista de aterrizaje en
Francia, cerca de la costa. Un
lugar llamado St. Denis, cerca de
Cherburgo.
—¿Estás segura? —insistió
Brosnan.
—¡Ah, sí! Tío Danny le pidió
que nos llevase, pero él no quiso y
entonces tío Danny se enfadó y
entró con la escopeta, y
entonces... —se echó a llorar.
Mary la rodeó con los brazos.
—No llores... Ya pasó todo.
Brosnan preguntó:
—¿Hubo algo más?
—No creo —Angel aún
parecía aturdida— Le ofreció
dinero a tío Danny. Dijo que su
cliente podía pagarlo en cualquier
lugar del mundo.
—¿No mencionó el nombre?
—inquirió Brosnan.
—No, nunca —su rostro se
ilumine»—. ¡Ah, sí! Ahora
recuerdo el primer día dijo algo
acerca de trabajar por cuenta de
los árabes.
Mary se volvió hacia Brosnan:
—¿Iraq?
—Siempre me pareció que era
una posibilidad.
—Está bien. Vamos a
inspeccionar lo de Grimethorpe —
dijo Flood—. Tú, Charlie, quédate
aquí con la chica hasta que llegue
el séptimo de caballería. Nos
llevamos el Mercedes —y salió
mostrando el camino a los demás.

Rashid, Aroun y Makeiev


estaban de pie en el gran salón del
castillo de St. Denis, bebiendo
champaña mientras aguardaban el
comienzo del noticiario televisado.
—Será una jornada de júbilo
en Bagdad —dijo Aroun— Ahora
la nación conocerá el poderío de
su presidente.
En la pantalla apareció el
busto parlante del presentador,
que anunció la noticia en breves
palabras. Luego salieron las
imágenes: Whitehall bajo la nieve,
la guardia montada, la parte
trasera del número diez de
Downing Street con las ventanas
rotas y los cortinajes colgando,
Mountbatten Green y el primer
ministro inspeccionando los
estragos. Los tres espectadores
guardaron silencio, estupefactos.
Fue Aroun el primero en romperlo.
—¡Ha fallado! —susurró—.
¡No ha servido de nada! Un par de
ventanas rotas y un agujero en el
jardín.
—Pero se ha intentado —
protestó Makeiev— El golpe más
sensacional asestado nunca
contra el Gobierno británico, ¡y en
la misma sede del poder!
—¡A quién le importa eso! —
arrojó Aroun a la chimenea su
copa de champaña—
Necesitábamos resultados, y no se
han conseguido. Fracasó contra la
Thatcher y ha fracasado contra el
primer ministro británico. Pese a
tus grandes palabras, Josef, sólo
contabilizamos fracasos.
Desesperado, se derrumbó en
una de las sillas del comedor, y
Rashid comentó:
—Menos mal que no se le
pagó el millón de libras.
—Cierto —replicó Aroun—.
Pero el dinero no tiene tanta
importancia. Es mi posición
personal cerca del presidente la
que ha quedado comprometida.
—¿Qué vamos a hacer? —
preguntó Makeiev.
—¿Hacer? —Aroun se volvió
hacia Rashid—. Vamos a preparar
un cálido recibimiento para nuestro
amigo Dillon, ¿no te parece, Ali?
—A sus órdenes, señor Aroun
—contestó Rashid.
—En cuanto a ti, Josef, ¿estás
con nosotros en esto? —preguntó
Aroun.
—Naturalmente —contestó
Josef, al no ver la posibilidad de
decir otra cosa—. Naturalmente.
Se sirvió otra copa de
champaña, pero le temblaban las
manos.

En el instante en que el
Mercedes salía de entre el
bosquecillo de Grimethorpe, la
Conquest ganaba altura y
desaparecía. Brosnan iba al
volante, Mary a su lado y Harry
Flood en el asiento posterior.
Mary se asomó por la
ventanilla.
—¿Sería él?
—Es posible —dijo Brosnan—
. No tardaremos mucho en
saberlo.
Pasaron por delante del
hangar abierto, donde estaba la
Navajo Chieftain, e hicieron alto
junto a los barracones. Brosnan,
que fue el primero en entrar, halló
el cadáver de Grant.
—¡Aquí! —llamó a los demás,
y Mary y Flood fueron a reunirse
con él.
—Así que el del avión es
Dillon —comentó ella.
—Lo que significa que se nos
ha escapado otra vez el muy
bastardo —dijo Flood.
—No esté tan seguro —
exclamó Mary—. Quedaba otra
avioneta en el hangar—y se volvió
para salir corriendo.
—¿Qué pasa? —preguntó
Flood al ver que Brosnan echaba a
correr también.
—Entre otras cosas, la chica
es también piloto militar —explicó
Brosnan.
Cuando llegaron al hangar, la
escotilla de la Navajo estaba
abierta y Mary sentada en la
cabina. En seguida salió
anunciando:
—Los depósitos están a tope.
—¿Vas a perseguirle? —
preguntó Brosnan.
—¿Por qué no? Con un poco
de suerte nos pondremos al rebufo
—tenía un aire enérgico y decidido
cuando abrió el bolso y sacó el
teléfono celular—. Me niego a
admitir que ese hombre se salga
con la suya. Hay que pararle los
pies de una vez por todas.
Salió del hangar, extendió la
antena del teléfono portátil y
marcó el número del móvil de
Ferguson.

El coche de Ferguson, en
cabeza de una caravana de seis
automóviles camuflados del
servicio especial, acababa de
entrar en Dorking cuando recibió la
llamada de Mary. Iba con el
inspector Lane en el asiento
posterior, y delante el sargento
Mackie, al lado del chófer.
Ferguson escuchó el mensaje
de Mary y rápidamente tomó su
decisión.
—Totalmente de acuerdo.
Debes seguir a Dillon sin pérdida
de tiempo hasta St. Denis. ¿En
qué puedo ayudarte?
—Hable con el coronel Hernu,
de la Quinta. Que investigue quién
es el dueño de esa pista de St.
Denis, a fin de saber con quién
nos la jugamos. Seguramente
querrá intervenir también, pero eso
le llevará algún tiempo; mientras
tanto, que hable con las
autoridades del aeropuerto de
Maupertus para que actúen como
enlace cuando nos acerquemos a
la costa francesa.
—En seguida me ocupo de
ello, y tú toma nota de la
frecuencia de radio que voy a
decirte —y le comunicó
rápidamente los detalles—. Así
tendrás comunicación directa
conmigo en el Ministerio de
Defensa, y si no estoy en Londres
me pasarán tu llamada.
—A la orden, señor.
—Y otra cosa, cariño. Ten
cuidado —dijo él.
—Lo procuraré, señor.
Ella plegó la antena del
teléfono, lo devolvió al bolso y
regresó al hangar.
—¿Nos vamos, pues? —
preguntó Brosnan.
—Hablará con Max Hernu, en
París. El aeropuerto de Cherburgo
dirigirá nuestra aproximación, y
además nos tendrá al corriente de
lo que suceda —sonrió con
rabia—. Vámonos. Sería una
vergüenza llegar allí para
descubrir que ha vuelto a largarse.
Subió por la escalerilla de la
Navajo y fue a ocupar el asiento
del piloto. Harry Flood buscó plaza
en la cabina del pasaje y Brosnan
subió el último, cenó la escotilla y
ocupó el lugar del copiloto. Mary
arrancó los motores, primero el
uno y luego el otro, y realizó la
inspección de instrumentos antes
de sacar la avioneta del hangar.
Había empezado a nevar y un
viento ligero formaba una cortina
sobre la pista mientras ella se
dirigía a la cabecera y daba la
vuelta al aparato.
—¿Preparados? —preguntó.
Brosnan asintió y ella dio gas.
La Navajo recorrió la pista con un
rugido y se alzó hacia el cielo gris
cuando ella echó atrás la palanca
de mando.

Max Hernu estaba en su


despacho de la DGSE
despachando unos papeles con el
inspector Savary cuando le
pasaron la llamada de Ferguson.
—Hola, Charles. Estáis muy
alterados en Londres esta
mañana.
—No te rías, amigo, porque
puede ocurrir que todo el jaleo
acabe recayendo en tu jurisdicción
—replicó Ferguson—. Lo primero.
Hay un campo de aviación privado
en un lugar de la costa llamado St.
Denis, cerca de Cherburgo.
¿Quién es el titular?
Hernu cubrió el micrófono con
la mano y le ordenó a Savary:
—Mira en el ordenador, a ver
quién es el dueño de un campo de
aviación privado en St. Denis, de
la costa de Normandía.
Mientras Savary se
apresuraba a cumplir el encargo,
Hernu prosiguió al teléfono:
—Cuéntame a qué viene todo
esto, Charles.
Ferguson lo hizo y concluyó
diciendo:
—Vamos a atrapar a ese
bastardo, Max. Acabaremos con él
de una vez por todas.
—Me parece bien, amigo —
contestó, en cuyo instante entró
Savary con un papel. Hernu lo leyó
y se le escapó un silbido—. La
pista en cuestión pertenece a la
finca Château St. Denis, propiedad
de Michael Aroun.
—¿El multimillonario iraquí?
—rió Ferguson con acritud—. Eso
lo explica todo. ¿Querrás ocuparte
de hablar con Cherburgo para que
dejen pasar a Mary Tanner y le
comuniquen además esa
información?
—Claro que sí, amigo.
Además voy a solicitar un avión
para acudir allá con unos cuantos
ayudantes de la Sección Quinta.
—Buena caza a todos,
entonces —dijo Charles Ferguson,
y colgó.
El cielo estaba cubierto de
nubes bajas sobre la costa de
Normandía. Varias millas mar
adentro, Dillon salió de entre el
techo de nubes, a unos mil pies, y
descendió en aproximación a la
línea costera hasta quinientos pies
por encima de un mar revuelto, de
oleaje coronado de espuma
blanca.
El vuelo había sido perfecto,
sin dificultad alguna. Dillon tenía
muy buen sentido de la orientación
y cuando empezó a sobrevolar la
costa vio el castillo de St. Denis
colgado sobre los arrecifes, y la
pista de aterrizaje a unos cientos
de metros más allá. Había algo de
nieve, pero ni mucho menos tanta
como en Inglaterra. Se veía un
pequeño hangar prefabricado y
delante de él la Citation. Hizo una
sola pasada sobre el edificio,
volvió la proa al viento y bajó los
alerones para un aterrizaje
perfecto.

Aroun y Makeiev estaban en


el gran salón, junto a la chimenea,
cuando oyeron pasar el avión
sobre sus cabezas. Rashid entró
corriendo y fue a abrir la puerta
ventana, tras lo cual salieron todos
a la tenaza cubierta de nieve.
Aroun tenía unos prismáticos. La
Cessna Conquest aterrizó a unos
trescientos metros del hangar y
rodó sobre la pista en dirección a
éste, hasta estacionarse al lado de
la Citation.
—Ya está aquí —dijo Aroun.
Enfocó los prismáticos hacia
la avioneta y vio que se abría la
escotilla y aparecía Dillon. Pasó
los prismáticos a Rashid, que echó
sólo una rápida ojeada antes de
cedérselos a Makeiev.
—Voy a recogerlo con el Land
Rover —dijo Rashid.
—Nada de eso —meneó la
cabeza Aroun—. Que camine por
la nieve el muy bastardo, mientras
le preparamos un recibimiento
conveniente.
Antes de apearse, Dillon había
dejado el petate y el portafolios en
la Conquest. Luego se acercó a la
Citation y se puso a curiosear
mientras encendía un cigarrillo.
Aquel modelo de avioneta lo había
pilotado él muchas veces en el
Oriente Próximo y era su preferida.
Apuró el cigarrillo y encendió otro.
Hacía mucho frío y estaba todo
muy silencioso. Un cuarto de hora
y el transporte no aparecía por
ningún lado.
—Así que en ésas estamos —
se dijo en voz baja, y regresó a la
Conquest.
Abrió el maletín, comprobó la
Walther y el silenciador Carswell y
se ajustó la Beretta en el cinto. A
continuación tomó el petate en una
mano, el portafolios en la otra,
cruzó la pista y enfiló el sendero
entre los árboles.
Cincuenta millas mar adentro,
Mary comunicó su identificación a
la torre de control de Maupertus.
La respuesta se recibió en
seguida.
—Les esperábamos.
—¿Tengo autorización para
aterrizar en St. Denis? —preguntó
ella.
—Se está cubriendo muy
rápidamente; hace sólo veinte
minutos tenía un techo de mil pies,
pero ahora será de seiscientos
pies como mucho. Les
aconsejamos que lo intenten aquí.
Brosnan, que había
escuchado el diálogo a través de
sus propios auriculares, se volvió
hacia ella, alarmado.
—Ahora ya no podemos hacer
eso.
Ella respondió al control de
Maupertus:
—Debemos ir allá, es urgente.
—Hay un mensaje del coronel
Hernu para usted.
—Léalo —contestó ella.
—«El campo de aviación de
St. Denis pertenece a la finca
Château St. Denis propiedad del
señor Michael Aroun».
—Gracias. Cambio y corto —
dijo ella tranquilamente, y luego se
volvió hacia Brosnan—. ¿Ha oído
eso? Michael Aroun.
—Uno de los hombres más
ricos del mundo —asintió
Brosnan—. E iraquí, por más
señas.
—Todo encaja —comentó
ella.
Él se desabrochó el cinturón
de seguridad.
—Voy a decírselo a Harry.

Sean Dillon anduvo sobre la


nieve hacia la explanada de
acceso y los tres hombres le
siguieron con la mirada. Aroun
dijo:
—Ya sabes lo que debes
hacer, Josef.
—Desde luego —Makeiev se
sacó del bolsillo una Makarov
automática, la comprobó y la
guardó de nuevo.
—Anda, Ali. Que pase —
ordenó Aroun a Rashid.
El militar salió. Aroun regresó
al sofá, junto a la chimenea, y
recogió el periódico; luego se
sentó a la mesa, desplegando
sobre ésta el periódico, y sacó un
revólver Smith & Wesson que
escondió debajo del papel.
Rashid abrió la puerta en el
momento en que Dillon subía los
escalones recubiertos de nieve.
—Lo consiguió, señor Dillon
—dijo el joven capitán.
—Sí, aunque habría
agradecido un transporte —replicó
Dillon.
—El señor Aroun le espera en
el salón. Permita que me encargue
de su equipaje.
Dillon depositó el petate en el
suelo, pero retuvo el maletín.
—Me lo quedo —sonrió—. Es
el dinero sobrante.
Siguió a Rashid por el
inmenso vestíbulo de baldosas
blancas y negras hasta llegar al
gran salón. Aroun le recibió
sentado a la mesa.
—Pase, señor Dillon —dijo el
iraquí.
—Dios bendiga a todos los
presentes —contestó Dillon al
tiempo que cruzaba el salón hasta
la mesa, deteniéndose junto a ella
con el portafolios en la mano.
—Su actuación no ha sido
satisfactoria —espetó Aroun.
Dillon se encogió de hombros.
—Unas veces se gana y otras
se pierde.
—Se nos prometieron grandes
cosas. Usted iba a incendiar el
mundo.
—Otra vez será —Dillon dejó
con suavidad el portafolios sobre
la mesa.
—Otra vez —de súbito, el
rostro de Aroun se encendió de
ira—. ¿Otra vez? Voy a decirle lo
que ha hecho usted. No sólo me
ha fallado a mí, sino que también
ha fallado a Saddam Husein, el
presidente de mi país, con quien
había empeñado yo mi palabra. Y
como consecuencia del fracaso de
usted, mi honor está por los
suelos.
—Qué quiere que le diga,
¿que lo siento?
Rashid se sentó al borde de la
mesa, columpiando una pierna, y
comentó volviéndose hacia Aroun:
—Dadas las circunstancias,
fue una decisión prudente la de no
pagar a este hombre.
—¿Qué ha dicho? —preguntó
Dillon.
—El millón por adelantado que
según sus instrucciones debía
depositarse en Zúrich.
—Yo hablé con el director y
me confirmó que había sido
transferido a mi cuenta —gritó
Dillon.
—Por orden mía, ¡necio!
Tengo depositados muchos
millones en ese banco. Ante la
amenaza de retirarlos, el director
no tuvo inconveniente en seguir al
pie de la letra mis instrucciones.
—Muy mal hecho —replicó
Dillon con tranquilidad— Yo
siempre cumplo mi palabra, señor
Aroun, y exijo que los demás
cumplan la suya. Es cuestión de
honor.
—¿Honor? ¿Se atreve a
hablarme de honor? —Aroun
profirió una carcajada seca—.
¿Qué te parece eso, Josef?
Makeiev, que se había
mantenido detrás de la puerta, dio
un paso adelante con la Makarov
en la mano. Dillon se volvió a
medias y el ruso dijo:
—Tranquilo, Sean, tranquilo.
—Nunca he dejado de estarlo,
Josef —replicó Dillon.
—Las manos sobre la cabeza,
señor Dillon —le ordenó Rashid.
Dillon obedeció. Rashid abrió la
cremallera de la cazadora de
cuero, buscó un arma y no la halló;
luego cacheó la cintura de Dillon y
descubrió la Beretta—. Muy astuto
—dijo, poniendo el arma sobre la
mesa.
—¿Me permiten un cigarrillo?
—se llevó la mano al bolsillo
Dillon, a lo que Aroun echó el
periódico a un lado y le apuntó con
el Smith & Wesson, mientras
Dillon sacaba un paquete de
tabaco—. ¿De acuerdo?
Rashid le dio fuego y el
irlandés se quedó de pie con el
cigarrillo colgando de una
comisura de la boca.
—¿Y ahora qué? ¿Josef debe
liquidarme?
—No, ese placer me lo
reservo yo —replicó Aroun.
—Seamos razonables, señor
Aroun. —Dillon accionó los dos
pestillos del portafolios,
disponiéndose a abrirlo—. Yo le
devuelvo el resto del dinero que
me entregó usted para los gastos,
y quedamos en paz, ¿qué le
parece?
—¿De veras cree que esto
puede arreglarse con dinero? —
preguntó Aroun.
—En realidad, no —dijo Dillon
al tiempo que sacaba del maletín
la Walther con el silenciador
Carswell y le disparaba un tiro
entre los ojos. Aroun cayó hacia
atrás, derribando la silla, y Dillon
giró sobre sí mismo hincando
simultáneamente una rodilla en
tierra. Makeiev recibió los dos
tiros, mientras la pistola del ruso
disparaba una bala al azar.
Dillon se incorporó y se volvió
al instante, con la Walther a punto.
Al instante Rashid levantó ambas
manos a la altura de los hombros.
—No es necesario, señor
Dillon, y además puedo serle útil
todavía.
—Ya lo creo que puedes—
replicó Dillon.
De súbito se oyó el rugido de
un avión que pasaba sobre el
castillo. Dillon agarró del hombro a
Rashid y lo empujó hacia la
ventana.
—¡Abre! —ordenó.
—Bien —obedeció Rashid, y
ambos salieron a la terraza, desde
donde pudieron ver el aterrizaje de
la Navajo, pese a la niebla que
empezaba a cubrir la pista.
—Y ésos, ¿quiénes son?
¿Amigos vuestros? —preguntó
Dillon.
—No esperábamos a nadie,
¡se lo juro! —contestó temeroso
Rashid.
Dillon tiró de él hacia atrás y
apoyó la boca del silenciador en el
cuello de su prisionero.
—Aroun tenía una bonita caja
fuerte en su apartamento dé la
avenida Victor Hugo. No me digas
que aquí no tiene lo mismo.
Rashid no lo pensó dos veces.
—En el estudio. Voy a
mostrársela.
—Desde luego que lo harás —
replicó Dillon, y le empujó hacia la
puerta.

La Navajo pilotada por Mary


rodó sobre la pista y fue a
estacionarse junto con la
Conquest y la Citation. Cuando
cortó el contacto, Brosnan había
pasado ya a la cabina y empezaba
a abrir la escotilla. Bajó con
agilidad y se volvió para tender la
mano a Flood, luego a Mary.
Estaba todo muy silencioso. El
viento levantaba pequeños
remolinos de nieve.
—¿Y esa Citation? —preguntó
Mary—. No puede ser Hernu, no
ha tenido tiempo suficiente.
—Es la de Aroun, sin duda —
aventuró Brosnan.
Flood les llamó la atención
sobre las huellas de pasos,
claramente visibles, que se
dirigían hacia el sendero entre los
árboles, a cuyo fondo se erguía el
bello edificio.
—Ahí tenemos indicado
nuestro camino —dijo, y echó a
andar el primero, seguido de
Brosnan y Mary.
15

El estudio era
sorprendentemente pequeño, con
un entarimado de roble y los
habituales retratos de aristócratas
de antaño. Contenía un escritorio
antiguo y un sillón, una chimenea
en desuso, un televisor, un fax y,
en una de las paredes, unos
estantes con libros.
—Date prisa —dijo Dillon,
sentándose al borde del escritorio
y encendiendo un cigarrillo.
Rashid se acercó a la
chimenea y apoyó una mano en el
entarimado, hacia el lado derecho
de aquélla. Evidentemente había
un resorte oculto; uno de los
paneles se abrió revelando una
pequeña caja fuerte. Rashid hizo
girar el disco hacia la derecha y
hacia la izquierda, y luego tiró del
pomo, pero la caja no se abrió.
—Tendrás que afinar mejor —
dijo Dillon.
—Déme un poco de tiempo —
Rashid estaba empapado de
sudor—. Debo haber equivocado
la combinación. Lo intentaré otra
vez.
Lo hizo, deteniéndose
únicamente para enjugarse el
sudor de la frente con la izquierda,
hasta que se produjo un «clic» que
incluso Dillon pudo oír.
—Ya está —dijo Rashid.
—Muy bien, pues adelante —
replicó Dillon y alargó la mano
izquierda, sin dejar de apuntar con
la Walther a la espalda de Rashid.
Rashid abrió la caja fuerte,
metió la mano y se volvió
empuñando una Browning. Dillon
le disparó en el hombro, con lo
que su adversario se volvió a
medias y recibió el segundo
balazo en la espalda. El joven
iraquí salió despedido contra la
pared, cayó al suelo y rodó
quedando boca abajo.
Dillon le contempló unos
instantes.
—¡Si es que nunca aprenden!
—dijo en voz baja.
Rebuscó dentro de la caja
fuerte. Contenía, perfectamente
ordenados, varios fajos de billetes
de cien dólares, francos franceses,
billetes ingleses de cincuenta
libras. Regresó al salón principal
para recuperar el portafolios,
volvió al estudio y, abriendo el
maletín sobre el escritorio, lo llenó
de dinero mientras silbaba su
musiquilla habitual. Cuando vio
que no cabía más, cerró el
portafolios. En ese preciso instante
oyó que abrían la puerta principal.

Brosnan subió la escalinata


cubierta de nieve, esgrimiendo en
la derecha la Browning que le
había dado Mordecai. Titubeó
unos instantes y luego empujó la
puerta, que cedió en seguida.
—¡Cuidado! —le advirtió
Flood.
Brosnan lanzó una ojeada
cautelosa y observó la espaciosa
entrada con sus baldosas blancas
y negras, así como la escalinata
que conducía a la planta superior.
La doble puerta del salón
principal estaba abierta de par en
par, por lo que Brosnan pudo ver
en seguida a Makeiev caído en el
suelo. Tras un instante de
vacilación, siguió avanzando, con
la Browning a punto.
—Ha estado aquí, eso se
nota. ¿Quién será ése?
—Hay otro detrás de la mesa
—dijo Flood.
Todos se acercaron y Brosnan
hincó una rodilla en tierra para dar
la vuelta al cadáver.
Mary entró a su vez en el
vestíbulo, cerró la puerta a su
espalda y siguió con la mirada a
los dos hombres que entraban en
el gran salón. Oyó un leve crujido
a su izquierda, y al volverse vio
abierta la puerta del estudio.
Sacando del bolso la Colt del 25,
se acercó. Al hacerlo su ángulo de
visión abarcó el escritorio y
también el cadáver de Rashid
caído en el suelo. Cuando quiso
acudir, movida por una reacción
instintiva, Dillon salió de detrás de
la puerta, le quitó la pistola de la
mano y se la guardó en un bolsillo.
—¡Caramba! Qué placer tan
inesperado —dijo, al tiempo que le
clavaba la Walther en un costado.

—Pero, ¿por qué lo habrá


matado? —dijo Flood a Brosnan—
. No lo entiendo.
—Porque el muy cabrito me
engañó. Porque no quiso pagar lo
que debía.
Ambos se volvieron y vieron a
Mary en el umbral y detrás de ella
a Dillon, con la Walther en la
izquierda y el maletín en la otra
mano. Brosnan alzó la Browning,
pero Dillon dijo:
—Al suelo y empújala con el
pie, Martin, o mato a la chica. Lo
digo en serio.
Brosnan dejó la Browning en
el suelo, muy despacio, y luego le
dio un puntapié que la hizo
resbalar sobre el parqué.
—Bien —dijo Dillon— Así está
mucho mejor.
Empujó a Mary, lanzándola al
encuentro de sus acompañantes, y
con la puntera de la bota envió la
Browning hacia el vestíbulo.
—Vaya, vaya —dijo Harry
Flood—. A ése le conozco, es
Michael Aroun.

—Hemos conocido a Aroun,


pero, ¿quién es el otro? Por
curiosidad —dijo Brosnan
señalando a Makeiev.
—El coronel Josef Makeiev,
del KGB, estación de París. Un
hombre de la vieja escuela. No le
gustaba lo que hace Gorbachev, ni
el mismo Gorbachev.
—Hay otro muerto en el
estudio —dijo Mary mirando a
Brosnan.
—Un capitán del servicio
secreto iraquí, llamado Ali Rashid,
ayudante de Aroun —explicó
Dillon.
—Asesino a sueldo, ¿eh? Muy
bajo has caído, Sean —dijo
Brosnan señalando a Aroun con
un ademán—. ¿Por qué le mataste
en realidad?
—Ya te lo he dicho, porque no
quiso pagar. Cuestión de honor,
Martin. Yo siempre cumplo mi
palabra, como sabes. Ellos no.
¿Cómo demonios me habéis
encontrado?
—Una dama llamada Myra
Harvey hizo que te siguieran, y
eso nos condujo a Cadge End.
Gran negligencia por tu parte,
Sean.
—Eso parece. Por si te sirve
de consuelo, la única razón de que
no hayamos volado por los aires
todo el gabinete de Guerra de los
ingleses ha sido que tú y tus
amigos andabais demasiado
cerca. Lo que me obligó a actuar
con precipitación, y eso es malo.
Danny quería montar unas aletas
estabilizadoras en las botellas de
oxígeno que nos servían de
obuses; si lo hubiéramos hecho el
resultado habría sido muy distinto.
Pero nos faltó tiempo, gracias a ti.
—Me alegro de saberlo —
replicó Brosnan.
—Y ¿cómo me localizasteis
aquí?
—Esa pobre niña víctima tuya
nos lo dijo —le contestó Mary al
instante.
—¿Angel? Lo siento por ella.
Es buena chica.
—¿Y Danny Fahy? ¿Y Grant,
el del campo de aviación?
¿También lo sientes por ellos? —
preguntó Brosnan.
—No debieron meterse en
esto.
—¿Lo de Belfast y la muerte
de Tommy McGuire lo hizo usted?
—preguntó Mary.
—Fue una de mis mejores
actuaciones.
—Y no regresó en el avión de
Londres, ¿verdad? —agregó ella.
—No, me fui a Glasgow y
desde allí regresé a Londres con
el puente aéreo.
—¿Y ahora qué? —inquirió
Brosnan.
—¿Quién, yo? —Dillon alzó el
portafolios— Llevo aquí una bonita
suma en efectivo que Aroun tenía
en su caja fuerte, y puedo elegir
entre varias avionetas. El mundo
es mío. A cualquier parte, menos
Iraq.
—¿Y nosotros? —quiso saber
Harry Flood, que parecía
encontrarse mal; tenía el rostro
desencajado de dolor y removía el
brazo izquierdo puesto en
cabestrillo.
—Sí, ¿qué va a pasar con
nosotros? —preguntó Mary—
Después de liquidar a tantos, ¡qué
importan tres más!
—Es que no tengo más
remedio —explicó Dillon con
paciencia.
—Tú no pero yo sí, ¡bastardo!
Harry Flood llevó la mano
derecha hacia el cabestrillo, sacó
la Walther que tenía escondida y
le disparó dos tiros en el corazón.
Dillon trastabilló de espaldas hasta
dar contra el entarimado, dejó caer
el maletín y cayó al suelo,
volviéndose boca abajo en una
especie de convulsión. Luego
quedó inmóvil, de bruces, la
Walther con el silenciador Carswell
todavía firmemente sujeta en la
mano izquierda.
Ferguson estaba en su coche,
a mitad del camino de regreso a
Londres, cuando Mary le llamó
usando el teléfono del estudio de
Aroun.
—Hemos acabado con él,
señor —anunció.
—Cuéntamelo todo.
Ella lo hizo y contó lo de
Michael Aroun, Makeiev, Ali
Rashid, sin omitir detalle, y
concluyó diciendo:
—Eso es todo, señor.
—Así parece. Voy de regreso
hacia Londres; acabamos de
pasar por Epsom. He dejado al
inspector Lane al frente de la
investigación en Cadge End.
—¿Qué hacemos ahora,
brigadier?
—Subíos en el avión y
regresad en seguida. Estáis en
territorio francés, recordadlo. Voy
a hablar con Hernu ahora mismo
para que se encargue de todo.
Cuando hayáis despegado me
llamáis otra vez. Os daré las
instrucciones para el aterrizaje.
Tan pronto como quedó libre
la comunicación, Ferguson llamó
al despacho de Hernu en la
DGSE. Fue Savary el que
contestó.
—Aquí Ferguson, ¿saben a
qué hora aterriza el coronel Hernu
en St. Denis?
—Está muy mal el tiempo allí,
brigadier. Aterrizan en Cherburgo,
en el aeropuerto de Maupertus, y
continuarán viaje en coche.
—Está bien. Va a encontrar
allí una escena digna del tercer
acto de Macbeth, así que será
mejor que se lo explique todo, y
usted le transmitirá la información.
En la pista la visibilidad se
había reducido a menos de cien
metros, debido a la niebla
procedente del mar. La Navajo
pilotada por Mary Tanner rodó
hacia la cabecera. Brosnan,
sentado al lado de ella, y Flood
con la cabeza dentro de la cabina
contemplaban la operación.
—¿Seguro que lo
conseguirás? —preguntó este
último.
—En estas condiciones lo
difícil no es despegar, sino
aterrizar —respondió ella,
conduciendo la avioneta hacia el
muro gris algodonoso. Tiró de la
palanca de mando y la Navajo
empezó a ganar altura, hasta
superar la niebla, en cuyo
momento maniobró rumbo al mar.
Mary estabilizó la altitud a nueve
mil pies y al cabo de un rato
conectó el piloto automático y se
reclinó en el asiento.
—¿Cómo estás? —le
preguntó Brosnan.
—Bien. Un poco fatigada, eso
es todo. Era tan... elemental. Casi
no puedo creer que haya acabado.
—Acabado del todo —dijo
alegremente Flood con media
botella de escocés en una mano y
sujetando con dificultad un vaso
de plástico en la otra; acababa de
descubrir el pequeño bar de la
avioneta.
—Creí que no bebías nunca
—dijo Brosnan.
—Salvo en las grandes
ocasiones —alzó Flood el vaso de
plástico— Ésta va por Dillon, para
que se pudra en el infierno.
Dillon oyó voces y el golpe de
la puerta principal al cerrarse.
Cuando volvió en sí fue como
regresar de la muerte a la vida.
Tenía un dolor terrible en el pecho,
pero eso era de esperar. Era
considerable el impacto mecánico
de un tiro disparado a tan escasa
distancia. Examinó los dos orificios
de la cazadora de cuero, y
dejando la Walther en el suelo se
bajó la cremallera. Las dos balas
que le había disparado Flood
estaban empotradas en el chaleco
de titanio y nailon que le diera
Tania la primera vez que habló
con ella. Abrió los cierres de velero
y se quitó el chaleco, que
abandonó en el suelo. Luego
recogió la Walther y se puso en
pie.
Había permanecido un buen
rato completamente inconsciente;
se trataba de un fenómeno natural,
pese a la defensa antibalas,
debido a la proximidad de los
disparos. Dillon se acercó al
armario de los licores y se sirvió
una copa de coñac. Mirando a su
alrededor vio los cadáveres
tendidos en el suelo, el portafolios
en el mismo lugar donde él había
caído, y cuando oyó el rugido del
despegue de la Navajo lo
comprendió todo. El asunto
quedaba en manos de los
franceses, lo que no dejaba de ser
lógico en fin de cuentas. Estaban
en su terreno, lo cual seguramente
significaba que Hernu no tardaría
en llegar con sus muchachos.
Quedaba tiempo para huir,
pero ¿cómo? Se sirvió otra copa
mientras lo pensaba. Estaría allí la
Citation de Michael Aroun, pero
¿adónde podría dirigirse sin dejar
algún tipo de rastro? No, la mejor
solución, como de costumbre, era
desaparecer en París. Siempre
había sabido desenvolverse en la
clandestinidad de la gran
metrópoli. Tenía la barcaza y el
apartamento en el altillo del
almacén de la calle Helier, ¿qué
más podía pedir?
Apuró el coñac, recogió el
maletín y luego se quedó indeciso,
mirando el chaleco antibalas de
titanio con los dos proyectiles
empotrados. Al cabo de un
momento sonrió y dijo en voz baja:
—Chúpate ésa, Martin.
En seguida abrió la puerta
ventana de par en par y se detuvo
un instante en la terraza,
respirando a pleno pulmón, con
deleite, el aire frío. Por último bajó
por la escalera exterior, saliendo al
césped, y enfiló hacia el sendero,
silbando quedamente.

Mary sintonizó en su radio la


frecuencia que le había indicado
Ferguson. Su señal fue captada al
instante por el gabinete de radio
en el ministerio de Defensa, lo que
puso en marcha un avanzado
dispositivo codificador, tras lo cual
se pasó la comunicación al
brigadier.
—Volamos sobre el Canal,
señor, de regreso a casa.
—Será en Gatwick —dijo él—.
Os esperarán allí. Hernu acaba de
llamarme desde su coche, camino
de St. Denis. Es exactamente lo
que me figuraba. Para los
franceses, nada de eso ha
ocurrido en su territorio. Aroun,
Rashid y Makeiev murieron en un
accidente de automóvil, y Dillon
tendrá una tumba de pobre, sin
nombre, sólo un número más. Es
lo mismo que haremos nosotros
con el tal Grant. —Pero ¿cómo,
señor?
—Hemos avisado a uno de
nuestros médicos, que certificará
muerte natural por paro cardíaco.
Tenemos nuestra propia
organización para este género de
asuntos desde los tiempos de la
Segunda Guerra Mundial. En una
calle tranquila del distrito norte de
Londres. Con su propio crematorio
y todo. Mañana Grant quedará
reducido a un puñado de cenizas,
sin autopsia ni nada.
—Pero, ¿y Jack Harvey?
—Eso es diferente. Aún le
tenemos entre nosotros, lo mismo
que ese muchacho, Billy Watson,
hospitalizados en una clínica
privada de Hampstead. El servicio
especial los vigila.
—¿Por qué tengo la impresión
de que no nos resta nada que
hacer?
—No será necesario. Harvey
no querrá pudrirse durante veinte
años en la cárcel por cómplice del
IRA. Él y los suyos mantendrán el
pico cerrado, y lo mismo el KGB.
—¿Y Angel?
—Estaría bien que te la
llevaras a casa y te encargaras de
ella una temporada. Estoy seguro
de que sabrás hacerlo, querida. La
sensibilidad femenina, y todo eso
—hubo una pausa, y luego él
agregó—: ¿Lo entiendes, Mary?
Nada de esto ha ocurrido nunca.
—¿Eso es todo, señor?
—Eso es todo, Mary. Hasta
luego.

—¿Qué ha dicho el viejo


cabrón? —preguntó Brosnan.
Ella le repitió el diálogo y
cuando hubo terminado, Flood
soltó una estruendosa carcajada.
—¿Así que no ha pasado
nada? ¡Maravilloso!
—¿Y ahora qué? —preguntó
Mary.
—Sólo Dios lo sabe —
Brosnan se echó hacia atrás,
cerrando los ojos.
Ella se volvió hacia Harry
Flood, que hizo un brindis con el
vaso de plástico.
—A mí, que me registren —
dijo.
Mary lanzó un suspiro,
desconectó el piloto automático y
se dispuso a pilotar la avioneta,
con la costa de Inglaterra a la
vista.

Escribiendo con rapidez,


Ferguson completó su informe y
cerró el expediente; luego se puso
en pie y se acercó a la ventana.
Nevaba otra vez mientras él
miraba hacia la izquierda, hacia la
esquina de Hourse Guards
Avenue con Whitechapel, donde
había ocurrido todo. Estaba
cansado, cansado como no se
había sentido desde hacía mucho
tiempo, pero todavía le quedaba
una cosa que hacer. Regresó a su
escritorio e iba a utilizar el
secráfono cuando éste sonó,
anticipándose.
Hernu dijo:
—Hola, Charles. Estoy en St.
Denis y siento decirte que hay
dificultades.
—Cuéntame —dijo Ferguson,
notando al instante un vacío
terrible en el estómago.
—Tres cadáveres nada más:
Makeiev, Rashid y Michael Aroun.
—¿Y Dillon?
—Ni rastro, excepto un
chaleco antibalas muy moderno,
en el suelo, con dos balas
incrustadas, disparadas por una
Walther.
—¡Dios mío! —exclamó
Ferguson—. ¡El muy bastardo aún
anda suelto!
—Temo que así es. He dado
parte a la policía, naturalmente, y
a todos los organismos habituales,
pero no diré que alimente muchas
esperanzas.
—Ni yo. Hace veinte años que
no conseguimos echarle el guante
a Dillon, conque ¿por qué habría
de ser distinto esta vez? —dijo
Ferguson, y después de exhalar
un profundo suspiro prosiguió —:
De acuerdo, Max. Seguiremos en
contacto.
Regresó a la ventana y se
quedó contemplando los copos de
nieve que caían. Para qué llamar a
la avioneta; Mary, Brosnan y Flood
no tardarían en saberlo de todos
modos. Pero aún tenía una
obligación que cumplir. Regresó
de mala gana a su escritorio,
descolgó el secráfono y, tras
pensar unos instantes lo que iba a
decir, llamó a Downing Street y
solicitó hablar con el primer
ministro.

Hacia la tarde y arreciando la


nevada, Pierre Savigny, un
campesino de la aldea de St. Just,
a las afueras de Bayeux, circulaba
cuidadosamente con su viejo
camión Citroen por la carretera
principal en dirección a Caen. De
súbito le salió al paso un peatón
con cazadora y pantalón de
motorista, levantando la mano.
Por poco lo atropella. El
camión patinó un poco durante la
frenada, y en seguida Dillon abrió
la puerta del lado derecho.
—Disculpe por haberle parado
así —sonrió—, pero es que llevo
mucho rato andando por la
carretera.
—¿A quién se le ocurre, en
una cochina tarde como ésta? —le
comentó Savigny mientras Dillon
se izaba hasta el asiento.
—Voy a Caen. Espero atrapar
el último tren a París. Se me ha
averiado la moto y he tenido que
dejarla en un taller de Bayeux.
—Pues habrá tenido suerte,
amigo —replicó Savigny—. Porque
yo voy a Caen. Llevo patatas para
el mercado de mañana —metió la
primera y arrancó el camión.
—Magnífico —Dillon se colocó
un cigarrillo entre los labios,
accionó el encendedor y no dijo
nada más, con el maletín sobre las
rodillas.
—¿Así que es usted un
turista, monsieur? —preguntó
Savigny al tiempo que ganaba
velocidad.
Sean Dillon sonrió con
amabilidad.
—En realidad, no —dijo—.
Pasaba por aquí nada más.
Dicho lo cual, se arrellanó en
el asiento y cerró los ojos.

También podría gustarte