Higgins Jack - El Ojo Del Huracan
Higgins Jack - El Ojo Del Huracan
Higgins Jack - El Ojo Del Huracan
HURACAN
JACK HIGGINS
En recuerdo de mi abuelo
Robert Bell, medalla militar
y valiente soldado.
El bombardeo de mortero
contra el número diez de Downing
Street mientras se celebraba la
reunión del gabinete de Guerra, a
las diez de la mañana del Jueves
7 de Febrero de 1991, es hoy
cuestión archivada, aunque nunca
se ha explicado de manera
satisfactoria. Quizas las cosas
pudieron ocurrir así…..
1
Anochecía cuando Dillon salió
del callejón y se detuvo en la
esquina. Caía sobre el Sena un
torbellino de aguanieve formando
barrillo en las calles, y hacía
mucho frío incluso para ser enero
en París. Él vestía chaquetón
marino, gorro de lana, pantalón
tejano y botas, como un marinero
más de las barcazas que recorrían
el río, lo que definitivamente no
era.
Hizo copa con las dos manos
para encender un cigarrillo y se
quedó unos momentos al abrigo
de un zaguán, escrutando la
callejuela empedrada y las luces
del pequeño café en la acera de
enfrente. Al cabo de un rato arrojó
la colilla, sepultó los puños en los
bolsillos de la casaca y se dispuso
a cruzar.
Junto a la entrada del
establecimiento, dos sujetos
recogidos en lo más oscuro de la
calleja le siguieron con la mirada.
—Debe de ser él —susurró el
primero, haciendo un ademán.
—No —le retuvo el otro—.
Espera a que haya entrado.
Los sentidos de Dillon
aguzados por muchos años de
mala vida no dejaron de fijarse en
la pareja, pero no dio muestras de
haberlos visto. Hizo alto en la
entrada y deslizó una mano bajo el
chaquetón para asegurar la
Walther PPK en el cinto de los
tejanos, hacia el hueco de la
espalda. Luego abrió la puerta y
entró.
Era un establecimiento típico
de aquella orilla: media docena de
mesas, mostrador forrado de cinc,
hileras de botellas delante de un
espejo rajado, una cortinilla de
abalorios en la entrada de la
trastienda.
El camarero, un vejestorio de
canoso bigote que cubría su
camisa sin cuello con una
chaqueta de lana, friolero, dejó a
un lado la revista que estaba
leyendo y abandonó el taburete.
—¿Monsieur?
Dillon se desabrochó el
chaquetón y puso el gorro sobre la
barra. Era un hombre menudo, de
poco más de metro sesenta y
cinco, rubio y con unos ojos en los
que el camarero no logró discernir
ningún color determinado, excepto
que eran los más fríos que el
anciano había visto en su larga
vida. Se estremeció, víctima de un
temor inexplicable, pero luego
Dillon sonrió. El cambio fue
asombroso; con un simple rictus
manifestaba calor humano y una
simpatía enorme. Al fin dijo en
perfecto francés:
—¿Se encontraría en este
local media botella de champaña o
algo parecido?
El viejo se quedó mirándole
con asombro.
—¿Champaña, señor? Lo dirá
en broma. Sólo tengo los vinos de
la casa, uno blanco y uno tinto.
Colocó sendas botellas sobre
la barra. Eran vinos de ínfima
categoría, de los que llevan una
cápsula de plástico en vez de
tapón de corcho.
—Muy bien, quiero el blanco.
Déme un vaso —dijo.
Después de cubrirse otra vez
con su gorra, fue a ocupar una
mesa junto a la pared, desde
donde veía tanto la puerta de
entrada como la cortinilla de la
trastienda. Destapó la botella,
escanció un poco de vino en el
vaso y lo probó.
—Será de la cosecha de la
semana pasada, digo yo —se
volvió hacia el camarero.
—¿Monsieur? —repitió el
camarero afectando no
comprender.
—No importa —Dillon
encendió otro cigarrillo y se
arrellanó en la silla, dispuesto a
esperar.
Detrás de la cortina de la
trastienda, mirando hacia fuera, un
cincuentón de estatura mediana y
facciones algo demacradas
levantaba el cuello de piel de su
abrigo negro como defensa contra
el frío. La prenda y el Rolex de oro
en la muñeca izquierda le daban
aspecto de comerciante próspero,
lo que en cierto sentido era, ya
que se trataba de un agregado
comercial de la embajada soviética
en París. Además Josef Makeiev
era coronel del KGB.
A su lado y mirando por
encima del hombro del otro, un
joven moreno llamado Michael
Aroun, que lucía un fastuoso
abrigo de vicuña, susurraba en
francés:
—Esto es ridículo, Ése no
puede ser nuestro hombre; parece
un don nadie.
—Craso error, Michael, que
muchos han cometido antes que tú
—replicó Makeiev—. Espera y
verás.
Sonó la campanilla al abrirse
la puerta, y con un golpe de lluvia
entraron los dos hombres que
habían permanecido emboscados
afuera mientras cruzaba Dillon.
Uno de ellos tendría más de metro
ochenta de estatura, barbudo, con
la cara desfigurada por una cicatriz
sobre el ojo derecho. El otro era
mucho más bajo. Ambos vestían
chaquetón marino y vaqueros.
Parecían exactamente lo que eran,
unos buscavidas.
El camarero se inquietó un
poco al verlos de codos sobre la
barra.
—Tranquilo, viejo —dijo el
más joven—. Sírvenos unas
copas.
El grandullón se volvió hacia
Dillon.
—Creo que ya están servidas
—se acercó a la mesa,
apoderándose del vaso de Dillon,
y lo vació de un trago—. Nuestro
amigo no tendrá inconveniente, ¿a
que no?
Sin levantarse, Dillon alzó la
pierna izquierda y pateó con
fuerza la rodilla del barbudo,
tirando hacia abajo. El hombre
cayó con un grito ahogado,
tratando de sujetar el tablero de la
mesa, y Dillon se puso en pie. El
barbudo quiso incorporarse y cayó
derrumbado en una de las sillas.
Su amigo sacó la mano del bolsillo
y accionó el resorte de su navaja
automática, pero entonces
apareció la mano de Dillon
esgrimiendo la Walther PPK.
—Déjala sobre la barra.
¡Cristo! ¿Es que no vais a
aprender nunca? Ahora llévate a
ese mierda de aquí, mientras
todavía estoy de buen humor.
¡Ah!, y que lo ingresen de urgencia
en el hospital más próximo; me
parece que le he dislocado la
rótula.
El bajito se acercó a su
compañero y, no sin dificultad,
consiguió que se incorporase. La
pareja se quedó un momento en
medio del local, el rostro del
barbudo retorcido en una mueca
de dolor.
Dillon fue a abrirles la puerta
de la calle, donde proseguía el
diluvio.
Cuando pasaron por su lado
los despidió:
—Tengan ustedes muy
buenas noches —y cerró la puerta.
Sin soltar la Walther, encendió
un cigarrillo con la derecha
después de tomar una cerilla del
expositor de la barra, y sonrió al
espantado camarero.
—No te preocupes, abuelo,
que no es problema tuyo —y
luego, recostándose contra la
barra, alzó la voz para decir en
inglés—: Vamos, Makeiev. Sé que
está usted ahí, así que salga.
La cortinilla se abrió y Makeiev
y Aroun se hicieron presentes.
—Mi querido amigo Sean,
cuánto me alegro de verte otra
vez.
—¿No es extraordinario? —
replicó el aludido, con ligerísimo
acento del Ulster en la voz—.
Primero intenta hacer que me
cosan a puñaladas y luego resulta
que somos íntimos.
—Ha sido inevitable, Sean —
contestó Makeiev—. Para
demostrar cierto punto de
discusión a este amigo. Voy a
presentaros.
—No es necesario —dijo
Dillon—. Le he visto a menudo en
fotografía. Cuando no aparece en
las páginas financieras sale en las
revistas de sociedad. ¿Michael
Aroun, si no me equivoco? El
hombre que tiene todo el dinero
del mundo.
—No todo, no todo, señor
Dillon —alzó una mano Aroun.
Dillon no hizo caso.
—Dejemos las cortesías,
amigo, hasta que me diga usted
quién es el que ha quedado al otro
lado de la cortina.
—Sal, Rashid —ordenó Aroun
en voz alta, y luego explicó
volviéndose hacia Dillon—: No es
más que un ayudante mío.
Apareció entonces un joven
de rostro moreno y facciones
astutas; llevaba cazadora de cuero
con el cuello levantado, y las
manos hundidas en los bolsillos.
Dillon sabía reconocer a un
profesional en cuanto le echaba el
ojo encima.
—Las manos fuera. —Hizo un
ademán con la Walther, y en
efecto Rashid sonrió y sacó las
manos de los bolsillos—. Bien,
ahora ya puedo irme.
Se volvió hacia la puerta.
—Por favor, Sean. Sé
razonable. Queremos hablarte de
un trabajo —rogó Makeiev.
—Lo siento, Makeiev. No me
gusta tu manera de hacer
negocios.
—¿Ni siquiera por un millón,
señor Dillon? —intervino Michael
Aroun.
Dillon se detuvo un momento
para mirarle fríamente, y luego
sonrió poniendo en juego su gran
cordialidad.
—¿Un millón de dólares o un
millón de libras, señor Aroun? —
tras lo cual salió a la calle, bajo el
aguacero.
Cuando se cerró la puerta,
Aroun comentó:
—No contamos con él.
—Al contrario —replicó
Makeiev—. Es un tipo muy extraño
ése, puedes creerme.
Volviéndose hacia Rashid, le
preguntó:
—¿Traes el teléfono portátil?
—Sí, coronel.
—Bien, pues ve tras él.
Síguele y no le pierdas de vista.
Cuando haya entrado en su casa,
dondequiera que sea, me llamas.
Estaremos en la avenida Victor
Hugo.
Rashid salió sin pronunciar
palabra. Aroun sacó la cartera y
dejó sobre la barra un billete de mil
francos.
—Le quedamos muy
agradecidos —aclaró en beneficio
del estupefacto camarero, y luego
él y Makeiev salieron.
Mientras se ponía al volante
del sedán Mercedes negro, se
volvió de nuevo hacia el ruso.
—No se le ha visto ni un solo
titubeo.
—Un tipo muy notable el tal
Sean Dillon —respondió Makeiev
mientras el automóvil se ponía en
marcha—. La primera vez que
empuñó una pistola fue por cuenta
del IRA, en mil novecientos
setenta y uno. Figúrate, Michael.
Hace de eso veinte años y aún no
ha visto nunca una celda por
dentro. Intervino en el caso
Mountbatten, tras lo cual los suyos
le consideraron quemado, por lo
que pasó al continente. Como te
decía, ha trabajado para todos, la
OLP, el Ejército rojo alemán de los
primeros tiempos, incluso para
ETA. Mató a un general español
por encargo de los nacionalistas
vascos.
—¿Y para el KGB?
—Naturalmente. Ha trabajado
para nosotros en varias ocasiones.
Contratamos siempre a los
mejores, y Sean Dillon es de ésos.
Además de inglés e irlandés, que
no hace al caso, habla francés y
alemán con soltura; árabe, italiano
y ruso pasablemente.
—Y no le han atrapado nunca
en veinte años. ¿Cómo ha podido
tener tanta suerte?
—Porque posee un
extraordinario talento de actor,
amigo. O mejor dicho, es un genio.
Cuando era un adolescente su
familia se mudó de Belfast a
Londres, y allí consiguió ingresar
en la Real Academia de Arte
Dramático con una beca. Incluso
figuró en el elenco del Teatro
Nacional cuando tenía diecinueve
o veinte años. Nunca he conocido
a nadie tan capaz de cambiar de
personalidad o de aspecto
recurriendo sólo al lenguaje
corporal. No suele utilizar
disfraces, aunque tampoco los
desdeña cuando hace falta. Según
la leyenda, a los servicios secretos
de varios países les falta una
fotografía que poner en su ficha,
de manera que no saben a quién
deberían buscar.
—¿Ni siquiera los británicos?
Al fin y el cabo, tratándose de un
agente del IRA deben ser los
mejor informados.
—Ni siquiera los británicos.
Como te decía, no le han detenido
nunca, ni le interesó jamás la
celebridad, a diferencia de otros
amigos suyos irlandeses. No creo
que exista una foto suya en
ninguna parte, excepto los viejos
retratos del colegio.
—¿Tampoco de sus tiempos
de actor?
—Eso quizá, pero han
transcurrido veinte años, Michael.
—¿Crees que se encargará
de nuestro asunto si le ofrezco una
cantidad suficiente?
—El dinero por sí solo nunca
ha sido móvil suficiente para él.
Dillon se fija sobre todo en la
naturaleza del trabajo... ¿Cómo
decirlo? Que sea interesante. Y
por encima de todo, es un actor.
Vamos a ofrecerle un nuevo papel.
En el teatro del mundo, si se
quiere, pero no deja de ser una
interpretación.
Sonrió mientras el Mercedes
se unía a la caravana que enfilaba
hacia el Arco del Triunfo.
—Espera y verás.
Recibiremos noticias a través de
Rashid.
En aquellos momentos el
capitán Ali Rashid se hallaba a
orillas del Sena, al final de un
pequeño malecón que daba
directamente al río. Seguía
lloviendo a raudales agua
mezclada con barro; Nôtre Dame
iluminada por los focos parecía
pintada en una pantalla de gasa.
Contempló a Dillon, que venía por
el estrecho malecón y enfilaba
hacia un barracón edificado sobre
pilotes. Esperó a que el otro
entrase y luego le siguió.
Era un local bastante vetusto,
hecho de madera y rodeado de
barcas, barcazas y botes de todas
clases y tamaños. Sobre la puerta,
una enseña decía: LE CHAT NOIR.
Miró con disimulo por la ventana.
Había una barra y varias mesas,
casi exactamente igual que en el
establecimiento anterior, sólo que
allí servían comidas y, al fondo, un
tipo sentado en un taburete tocaba
el acordeón. Todo muy parisién.
Dillon estaba de pie junto a la
barra hablando con una
muchacha.
Rashid se hizo prudentemente
atrás, regresó a la entrada del
malecón y, deteniéndose al abrigo
de una breve marquesina, marcó
en su teléfono portátil el número
de la casa de Aroun en la avenida
Victor Hugo.
Se oyó un ligero clic al
amartillar la Walther y en seguida
Dillon le metió el cañón por la
oreja derecha, lo que resultaba no
poco doloroso.
—Sólo un par de preguntas,
muchacho —exigió—. Para
empezar, ¿tú quién eres?
—Me llamo Rashid, Ali Rashid
—dijo el joven.
—¿Eres de la OLP, supongo?
—No, señor Dillon. Soy
capitán del ejército iraquí, con la
misión de escoltar al señor Aroun.
—Y Makeiev y el KGB, ¿qué
tienen que ver?
—Digamos que están de
nuestro lado.
—Según están saliendo las
cosas en el golfo, falta os hace
tener a alguien de vuestro lado,
muchacho —se oyó la tenue
vibración de una voz en el teléfono
portátil—. Vamos, contéstale.
—¿Dónde está nuestro
hombre, Rashid? —le preguntó
Makeiev.
—Aquí mismo, al lado de un
café de la orilla, cerca de Nôtre
Dame —explicó Rashid—. Con la
boca del cañón de su Walther
apoyada en mi oreja.
—Que se ponga —ordenó
Makeiev.
Rashid le pasó el aparato a
Dillon, que dijo:
—¿Qué pasa, viejo
sinvergüenza?
—Un millón, Sean. En libras,
si prefieres esa moneda.
—¿Qué hay que hacer a
cambio de tanto dinero?
—El trabajo más importante
de tu vida. Deja que Rashid te
acompañe hasta aquí y lo
discutimos.
—No creo —replicó Dillon—.
Preferiría que movieras el trasero
y te pasaras por aquí a
recogernos.
—Hecho —dijo Makeiev—.
¿Dónde estáis?
—En la orilla izquierda, frente
a Nôtre Dame. En una taberna del
malecón que se llama Le Chat
Noir. Te esperamos.
Mientras se guardaba la
Walther en el bolsillo, le devolvió el
teléfono a Rashid, quien preguntó:
—¿Viene?
—Naturalmente —sonrió
Dillon—. Y ahora, ¿qué te parece
si entramos y nos tomamos unas
copas cómodamente sentados?
En el salón del piso principal
de un inmueble de la avenida
Victor Hugo que daba al Bois de
Boulogne, Josef Makeiev colgó el
teléfono y se encaminó hacia el
sofá en donde había dejado el
abrigo.
—¿Era Rashid? —preguntó
Aroun.
—Sí, está con Dillon en un
local junto al río ahora. Voy a
recogerlos.
—Te acompaño.
Makeiev se puso el abrigo.
—No es necesario, Michael.
Tú quédate aquí vigilando la casa.
No tardaremos.
Y salió, mientras Aroun
tomaba un cigarrillo de la
tabaquera de plata que estaba
sobre la mesita y lo encendía.
Luego puso en marcha la
televisión. Estaban dando las
noticias, en directo desde Bagdad.
Los bombarderos Tornado de la
Royal Air Force británica atacaban
la capital en vuelo rasante.
Saboreó la amargura de la
impotencia, apagó el aparato y,
tras servirse un coñac, fue a
sentarse junto a la ventana.
Michael Aroun era un hombre
de unos cuarenta años, muy
notable en muchos sentidos.
Nacido en Bagdad, de madre
francesa y padre iraquí y militar,
había tenido además una abuela
norteamericana. Al morir, ésta le
había dejado a su madre una
fortuna de diez millones de dólares
y cierto número de concesiones
petroleras en Texas.
Su madre murió el mismo año
que Aroun terminaba la carrera de
derecho en Harvard y le dejó
heredero de toda la fortuna, ya
que el padre, retirado del ejército
iraquí con el grado de general,
prefirió pasar los últimos días de
su vida recluido en la antigua
mansión familiar de Bagdad,
repleta de libros.
Como muchos grandes
hombres de negocios, Aroun
carecía de estudios empresariales.
Nada sabía de planificación
financiera ni de administración
comercial. Como solía decir, en
frase copiada luego por muchos:
«Si necesito otro contable, voy y
me compro otro contable».
Su amistad con Saddam
Husein era consecuencia natural
del hecho de que el padre de
Aroun había sido gran partidario
del presidente iraquí cuando éste
inició su carrera política, y además
un destacado miembro del partido
Baas. De ahí la privilegiada
posición de Aroun en la
explotación de los yacimientos
petrolíferos de su país, que hizo
de él un multimillonario de
incalculable peculio.
«Después de los primeros mil
millones ya no te molestas en
seguir contando», era otro de sus
dichos. Y sin embargo, ahora se
enfrentaba a un desastre. No sólo
se esfumaba la prevista
participación en los ansiados
campos petrolíferos kuwaitíes,
sino que veía arruinados, además,
sus intereses domiciliados en Iraq
por culpa de los devastadores
bombardeos con que la coalición
castigaba el país desde el 17 de
enero.
Él no se llamaba a engaño;
sabía que la partida estaba
perdida, que lo más prudente
habría sido seguramente no
comenzarla, y que el sueño de
Saddam Husein se había acabado
de una vez por todas. Como
hombre de negocios estaba
acostumbrado a sopesar
probabilidades, y no le concedía
ninguna a Iraq en la campaña
terrestre que tarde o temprano
tendría que empezar.
Distaba mucho de quedar
arruinado en términos de fortuna
personal. Le quedaban sus
intereses petroleros en Estados
Unidos, y su doble nacionalidad
francesa e iraquí convertía una
posible confiscación en un asunto
bastante delicado. Estaba además
su imperio naviero y sus
numerosas propiedades
inmobiliarias en varias capitales
repartidas por todo el mundo. Pero
no era eso lo que más le
importaba. Cada vez que ponía en
marcha el televisor y veía lo que
estaba ocurriendo todas las
noches en Bagdad montaba en
cólera, pues se había descubierto
un patriotismo, aunque sincero,
sorprendente en un hombre tan
atento a sus propios intereses.
Además, y esto era mucho más
importante, su padre había muerto
durante uno de los bombardeos, la
tercera noche de la guerra aérea.
Había un gran secreto en su
vida. En agosto, poco después de
la invasión de Kuwait por las
fuerzas iraquíes, Saddam Husein
en persona le hizo llamar. En
aquellos momentos, mientras
miraba junto a la ventana, y con la
copa de coñac en la mano, la
lluvia que azotaba la terraza y más
allá, el parque, recordaba aquella
entrevista.
El apartamento de Martin
Brosnan estaba en el Quai de
Montebello frente a la Île de la Cité
y disfrutaba de una de las mejores
vistas sobre Nôtre Dame que
podían hallarse en París. Además
quedaba lo bastante cerca de la
Sorbona como para acudir allá a
pie, lo que le convenía
perfectamente.
Eran poco después de las
cuatro cuando regresaba a su
vivienda aquel hombre alto, de
anchos hombros cubiertos por una
trinchera pasada de moda y
cabello negro, sin una sola cana
pese a sus cuarenta y cinco años,
y tan largo que a Martin Aodh le
daba cierto aire de espadachín del
siglo XVI. Lo de Aodh, vale por
Hugo en gaélico y su raza
irlandesa se manifestaba además
en los pómulos salientes y los ojos
color gris claro.
Hacía frío otra vez y Martin se
estremeció mientras doblaba la
esquina para entrar en Quai de
Montebello. Apretó el paso para
alcanzar la entrada del bloque de
apartamentos, del cual dicho sea
de paso era propietario, y de ahí
que se hubiese quedado con el
principal de la esquina, el que
tenía la mejor vista. Desde la
esquina y hasta el cuarto piso la
fachada estaba recubierta de
andamios debido a unas obras de
embellecimiento.
Se disponía a subir los
escalones de acceso al barroco
portal cuando oyó una voz que le
llamaba.
—¿Martin?
Alzó los ojos y vio a Anne-
Marie Audin que asomaba sobre la
barandilla del balcón.
—¿Cómo diablos...? ¿De
dónde has salido tú? —exclamó,
asombrado.
—De Cuba. Acabo de llegar.
Subió tomando los escalones
de dos en dos y ella le recibió con
la puerta abierta. La encerró en un
abrazo de oso y regresaron juntos
al recibidor.
—Qué maravilla volver a
verte. ¿Por qué Cuba?
Ella le besó y le ayudó a
quitarse la gabardina.
—¡Ah! Un jugoso encargo de
la revista Time. Pasemos a la
cocina. Voy a prepararte un té.
Lo del té era un chiste viejo
entre ellos. Pese a ser
norteamericano, Martin no
soportaba el café. Sentado junto a
la mesita, encendió un cigarrillo y
la observó mientras ella preparaba
el té. Su cabello corto era tan
negro como el suyo. Aquella mujer
que se movía con suprema
elegancia tenía la misma edad que
él y sin embargo aparentaba doce
años menos.
—Tienes un aspecto
magnífico —dijo mientras ella le
servía el té. Saboreó un sorbo y
asintió en muestra de
aprobación—. Estupendo, tal
como aprendiste a hacerlo allá en
South Armagh, en 1971, mientras
Liam Devlin y yo te enseñábamos
por la vía práctica cómo
funcionaba el IRA.
—¿Cómo está ese viejo
canalla?
—Sigue en Kilrea, a las
afueras de Dublín, da alguna clase
en el Trinity College y asegura
tener setenta años, aunque todos
sepamos que es mentira.
—Ése no sentará cabeza
nunca.
—Sí, y tú estás maravillosa —
dijo Brosnan—. ¿Por qué no nos
habremos casado?
Era una pregunta repetida
ritualmente durante años, otro
chiste compartido entre ambos. En
otro tiempo habían sido amantes,
pero hacía años que eran sólo
buenos amigos. Aunque distaba
de ser una relación corriente; él
habría sido capaz de dar la vida
por ella, tal como estuvo a punto
de ocurrir en un pantano de
Vietnam cuando se vieron por
primera vez.
—Dicho esto, háblame de tu
nuevo libro.
—Una filosofía del terrorismo
—explicó él—. Muy aburrido. No
creo que se vendan muchos
ejemplares.
—Una lástima, teniendo en
cuenta que proviene de un
entendido en la materia.
—En realidad, no importa. El
conocer las razones nunca ha
servido para cambiar la conducta
de las personas.
—Eres un cínico. Anda,
vamos a beber algo de verdad.
Abrió el frigorífico y sacó una
botella de Krug.
—¿De cosecha nueva?
—¿Cuál, si no?
Pasaron al magnífico salón.
Sobre la chimenea de mármol, un
gran espejo de marco dorado;
plantas en todas partes y un piano
de cola, sofás cómodos y algo
desaliñados, y una cantidad
descomunal de libros. Anne había
dejado abierta la ventana del
balcón y Brosnan fue a cerrarla
mientras ella abría la botella de
Krug y sacaba dos copas del
aparador. En aquel preciso
momento oyeron sonar el timbre
de la puerta.
—¿Profesor Brosnan? —dijo
Hernu—. Soy el coronel Max
Hernu.
—Le conozco perfectamente
—contestó Brosnan—. Action
Service, ¿no es cierto? ¿A qué
viene todo esto? ¿Es mi pasado
pecaminoso el que vuelve por mí?
—No precisamente; lo que
pasa es que necesitamos su
ayuda. Le presentó al inspector
Savary y a los señores Gaston y
Pierre Jobert.
—Pasen, por favor —dijo
Brosnan, acuciada su curiosidad
muy a su pesar.
El despacho de Ferguson en
el tercer piso del Ministerio de
Defensa ocupaba la esquina
posterior, con vistas a la Horse
Guards Avenue, el Victoria
Embankment y el río al fondo.
Apenas se había sentado detrás
de su escritorio cuando entró Mary
corriendo.
—Fax de Hernu, codificado.
Acabo de pasarlo por la máquina.
No le va a gustar.
Contenía la esencia de la
conversación entre Hernu y Martin
Brosnan, los datos acerca de Sean
Dillon, todo.
—¡Santo cielo! —exclamó
Ferguson—. No podría ser peor.
Ese Dillon es como un fantasma.
¿Existe o no existe ese fulano?
Tan peligroso como Carlos en
tanto que terrorista internacional,
pero totalmente desconocido para
los medios y para la opinión en
general, y sin nada que nos
permita hincarle el diente.
—Una cosa sí tenemos,
señor.
—¿El qué?
—Tenemos a Brosnan.
—Cierto, pero ¿querrá
ayudarnos? —Ferguson se puso
en pie para acercarse a la
ventana—. Hace un año le pedí a
Martin un favor, y no quiso saber
nada del asunto.
Se volvió con una sonrisa y
prosiguió:
—Es esa Anne-Marie Audin, la
novia que tiene. Ella no quiere que
recaiga en lo que fue antes.
—Sí, eso es comprensible.
—Pero no importa. Lo mejor
será que nos pongamos a redactar
un informe con la novedad para el
primer ministro. Que sea breve.
Ella sacó una estilográfica del
bolsillo de su camisa y tomó notas
mientras él dictaba.
—¿Alguna cosa más, señor?
—preguntó cuando hubo
terminado.
—Me parece que no. Que lo
pasen a máquina. Un ejemplar
para el archivo y otro para el
primer ministro. Envíalo en
seguida al número diez mediante
mensajero, con nota de
confidencial y reservado.
El mensaje codificado se
recibió por radio en el gabinete de
cifra de la embajada en París.
Makeiev se quedó junto a la
máquina, esperando con
impaciencia a que saliera la
transmisión. El operador se la
entregó y el coronel, tras insertar
las hojas en el decodificador,
tecleó su clave personal. En su
prisa por enterarse del contenido,
empezó a leer el mensaje
decodificado mientras andaba por
el pasillo, tan excitado como la
misma Tania Novikova después de
leer el encabezamiento: A la
atención del primer ministro,
confidencial y reservado. Y lo
releyó una vez más sentado detrás
de su escritorio. Reflexionó unos
momentos y luego alargó una
mano hacia el teléfono rojo.
En su piso de Cavendish
Square, Ferguson estaba a punto
de acostarse cuando sonó el
teléfono. Era Hernu, quien
anunció:
—Malas noticias. Ha liquidado
a los hermanos Jobert.
—¡Caramba! No pierde el
tiempo, ¿verdad? —farfulló
Ferguson indignado.
—Hemos hablado con
Brosnan para solicitarle su
colaboración, pero me temo que la
negativa es irrevocable. Ofrece
asesoramiento y todo lo que le
pidamos, pero no quiere intervenir
activamente.
—Tonterías —replicó
Ferguson—. Eso es inadmisible.
Cuando el barco hace agua todos
deben ponerse al achique, sin
excepciones. Y este barco se está
hundiendo a toda velocidad, por lo
que veo.
—¿Alguna sugerencia?
—A lo mejor serviría de algo
que yo hablase con él. No estoy
seguro de la hora, porque tengo
pendientes algunos asuntos, pero
procuraré estar ahí por la tarde. Le
llamaré para confirmárselo.
—Excelente. Será una
satisfacción para nosotros el
recibirle.
Ferguson se quedó un rato
pensándolo y luego llamó al piso
de Mary Tanner.
—Supongo que, al igual que
yo, esperabas poder descansar en
relativa tranquilidad esta noche
después del madrugón de hoy,
¿verdad? —dijo.
—Ésa era mi intención, en
efecto. ¿Ha ocurrido algo?
La puso al corriente.
—Creo que lo más oportuno
sería tomar el avión mañana, tener
una charla con Hernu y después
hablar con Brosnan. Es menester
que comprenda la gravedad del
asunto.
—¿Quiere que le acompañe?
—Por supuesto. En ese país
yo no entiendo ni la carta del
restaurante; en cambio tú, gracias
a tu educación de niña rica, tienes
la ventaja de dominar el idioma a
la perfección. Ponte en contacto
con el administrador del parque
móvil del ministerio y dile que
necesito el birreactor Lear a punto
para mañana por la mañana.
—Lo solventaré, ¿alguna cosa
más?
—No. Mañana nos vemos en
la oficina, y no olvides el
pasaporte.
Ferguson colgó el aparato, se
acostó y apagó la luz.
De regreso en su barcaza,
Dillon puso de nuevo el agua a
hervir, echó un poco de whisky
Bushmills en un tazón, le añadió
un poco de jugo de limón y azúcar,
echó agua hirviendo y se arrellanó
en la salita mientras tomaba el
primer sorbo de ponche. «¡Dios
mío! Martin Brosnan, al cabo de
tantos años.» Su espíritu evocaba
los viejos tiempos con el
americano y con Liam Devlin, su
antiguo comandante. Devlin, la
leyenda viviente del IRA. Días
salvajes, febriles, cuando
desafiaban todo el poder del
ejército británico luchando cara a
cara. Nada volvería a ser como
entonces.
Tenía sobre la mesa un
montón de periódicos británicos.
Los compraba en el quiosco de la
Gare de Lyon. Estaban allí el Daily
Mail, el Express, The Times y el
Telegraph. Le interesaban sobre
todo las secciones de política, y
todos venían a decir más o menos
lo mismo. La crisis del golfo, los
bombardeos sobre Bagdad, las
especulaciones acerca de cuándo
comenzaría la ofensiva en tierra. Y
las fotos, naturalmente. El primer
ministro John Major a la puerta del
diez de Downing Street. ¡La
prensa británica era maravillosa!
Allí se polemizaba sobre las
medidas de seguridad, se
especulaba acerca de posibles
ataques terroristas árabes y se
publicaban incluso diagramas y
planos de los alrededores de
Downing Street. Y más fotos del
primer ministro y de los demás
ministros del Gobierno, que
acudían a las cotidianas reuniones
del gabinete de Guerra.
Indudablemente, la acción estaba
en Londres. Dejó los periódicos
tras ordenarlos con meticulosidad,
apuró el ponche y se metió en la
cama.
Casi lo primero que hizo
Ferguson cuando llegó a su
despacho fue dictar una breve
nota para el primer ministro, con el
fin de ponerle al corriente y
notificarle el viaje a París. Mary
llevó el borrador a la secretaría
interior; la funcionaria, cuyo turno
de noche estaba a punto de
concluir, una tal Alice Johnson,
viuda de guerra cuyo esposo
había caído en las Malvinas, pasó
a máquina el informe en seguida.
Estaba sacando una xerocopia
cuando se presentó Gordon
Brown, que había adoptado un
horario partido, tres horas de diez
a una por la mañana y seis hasta
las diez de la noche. Dejó en el
suelo un portafolios y se quitó la
americana.
—Puede irse cuando usted
quiera, Alice. ¿Alguna cosa
especial?
—Sólo estos papeles para la
capitana Tanner. Es un informe
para el número diez y he
prometido llevárselo.
—Ya lo haré yo —dijo
Brown—. Váyase a casa.
Ella le pasó los dos
ejemplares del informe y se puso a
despejar su mesa de despacho.
Imposible confeccionar otra copia
más, pero al menos tenía la
oportunidad de leerlo, cosa que
hizo mientras se encaminaba por
el pasillo hacia la oficina de Mary
Tanner. Cuando entró la halló
sentada detrás de su escritorio.
—El informe que pidió, mi
capitana. ¿Quiere que llame a un
mensajero?
—No, gracias, Gordon. Ya me
ocuparé yo.
—¿Alguna cosa más, mi
capitana?
—No. Sólo he venido para
despejar el escritorio. El brigadier
Ferguson y yo nos vamos a París
—consultó su reloj—. Debo darme
prisa, hay que presentarse en
Gatwick a las once.
—Que tengan un buen viaje.
Cuando regresó a su sección,
Alice Johnson todavía estaba allí.
—Oye, Alice, ¿te importaría
quedarte unos minutos más?
Tengo un recado urgente. Otro día
te sustituiré yo a ti.
Se puso el abrigo, corrió
escaleras abajo hacia la cantina y
se metió en una de las cabinas de
teléfono público. Casualmente
Tania Novikova estaba en casa,
porque la noche anterior no había
salido de la embajada hasta muy
tarde.
—Te tengo dicho que no me
llames aquí nunca. Yo te llamaré
—fue lo primero que dijo.
—Necesito verte. Salgo a la
una.
—Imposible.
—He visto otro informe. Sobre
el mismo asunto.
—Entiendo. ¿Tienes copia?
—No, no he podido. Pero lo
leí.
—¿Qué dice?
—Te lo contaré a la hora del
almuerzo.
Ella se dio cuenta de que la
situación demandaba un control
enérgico por su parte, por lo que
se dirigió a él con voz fría y dura:
—No me hagas perder el
tiempo, Gordon. Estoy ocupada.
Será mejor que pongamos fin a
esta conversación. Te llamaré o no
cuando a mí me convenga.
La reacción de él fue de
pánico inmediato.
—No, espera que te lo cuento.
No había mucho. Sólo que los dos
delincuentes franceses que
intervinieron en el asunto fueron
asesinados y ellos sospechan que
ha sido el tal Dillon. ¡Ah! Y el
brigadier Ferguson y la capitana
Tanner se van a París hoy a
mediodía con la Lear del servicio.
—¿Para qué?
—Esperan poder convencer al
tal Martin Brosnan para que los
ayude.
—Bien —dijo ella—. Te has
portado, Gordon. Nos veremos
esta noche en tu piso. A las seis, y
me pasarás tu calendario de
turnos para los próximos quince
días —dicho lo cual colgó.
Con un suspiro de alivio,
Brown regresó a su despacho.
En el camarote de su barcaza
instalado como salita, Dillon
apuraba una copa de Krug
mientras estudiaba un plano a
gran escala de Londres. A su
alrededor, clavados en las paredes
de caoba, numerosos artículos y
sueltos de todos los periódicos, en
cuanto aludiesen concretamente a
cuestiones del número diez, de la
guerra del golfo y del buen papel
que estaba haciendo John Major.
Había también varias fotografías
del primer ministro más joven del
siglo. Parecía como si las miradas
le siguieran a todas partes, como
si Major le estuviera observando.
—Yo también te he echado el
ojo a ti, colega —dijo Dillon en voz
baja.
Lo que más le extrañaba eran
aquellas reuniones diarias del
gabinete de Guerra británico en el
número diez. Todos aquellos
cabestros enchiquerados en un
mismo corral, ¡vaya blanco
perfecto! Sería como lo de
Brighton otra vez, cuando todo el
Gobierno británico estuvo a punto
de desaparecer borrado del mapa.
Pero ¿el número diez como
blanco? No parecía posible. El
búnquer Thatcher, había dicho
alguien después de las medidas
de seguridad que dispuso la
temible Dama de Hierro. Oyó
pasos en la cubierta y como quien
no quiere la cosa, entreabrió un
cajón que contenía un revólver
Smith & Wesson del 38. Al ver que
era Makeiev volvió a cerrarlo.
—Podía telefonear, pero he
pensado que era mejor que
habláramos personalmente —dijo
el ruso.
—¿Qué hay ahora?
—Traigo algunas fotos de
Brosnan con su aspecto actual,
tomadas por nosotros. ¡Ah!, y ésta
es de su amiga, Anne-Marie
Audin.
—Bien. ¿Algo más?
—Tengo nuevas noticias de
Tania Novikova. Parece ser que el
brigadier Ferguson y una
ayudante, la capitana Mary
Tanner, han venido a vernos.
Despegaron de Gatwick a las once
—consultó el reloj—. Supongo que
estarán con Hernu ahora mismo.
—¿Con qué objeto?
—La verdadera finalidad del
viaje es visitar a Brosnan y tratar
de lograr su intervención activa
para localizarte.
—¿De veras? —sonrió
fríamente Dillon—. Martin empieza
a convertirse en una molestia.
Tendré que hacer algo al respecto.
Makeiev asintió al tiempo que
contemplaba los recortes de las
paredes.
—¿Una exposición privada?
—Estoy familiarizándome con
mi hombre —explicó Dillon—.
¿Una copa?
—No, gracias —Makeiev
experimentaba un súbito
malestar—. Tengo cosas que
hacer. Seguiremos en contacto.
Y salió a cubierta. Dillon se
sirvió un poco más de champaña,
tomó un sorbo y luego se detuvo,
se encaminó a la cocina y vertió el
resto de la botella en el desagüe.
Un despilfarro, pero era preciso.
Regresó a la sala, encendió un
cigarrillo y contempló de nuevo los
recortes. Pero ahora sólo podía
pensar en Martin Brosnan. Tomó
las fotos que le había traído
Makeiev y las clavó en la pared
junto a los demás papeles.
En el coche, Hernu
comentaba:
—Es caso perdido. No hará
nada más.
—Yo no estaría tan seguro. Lo
discutiremos luego, durante la
cena en el Ritz. ¿Aceptas mi
invitación? A las ocho, ¿de
acuerdo?
—Con placer —dijo Hernu—.
El Grupo Cuarto debe de ser
mucho más generoso con sus
cuentas de gastos que el mísero
departamento mío.
—¡Qué va! Todo se lo
debemos a nuestra querida Mary
—explicó Ferguson—. El otro día
me enseñó esa tarjeta maravillosa
de plástico que le han enviado los
de American Express. ¡La tarjeta
Platino! ¿Qué le parece, coronel?
—¡Canalla! —se indignó Mary,
mientras Hernu se desternillaba de
risa.
Después de la audiencia en
Downing Street, Ferguson pasó
por su despacho en Defensa para
poner al día el expediente Dillon y
despejar la mesa. Como de
costumbre, prefería trabajar en su
piso, así que regresó a Cavendish
Square y le encargó a Kim un
tardío desayuno de huevos
revueltos con tocino. Estaba
leyendo su Times cuando llamaron
a la puerta. Instantes después Kim
introdujo a Mary Tanner y
Brosnan.
—Mi estimado amigo Martin
—se puso en pie Ferguson para
darle la mano—. Henos aquí
reunidos otra vez.
—Eso parece —dijo Martin.
—¿Qué tal el funeral?
—Como funeral, estuvo bien
—contestó secamente Brosnan, y
encendió un cigarrillo—. ¿Qué hay
de nuevo? ¿Cómo está la
situación?
—He hablado otra vez con el
primer ministro. No habrá
comunicaciones a la prensa.
—En eso estoy de acuerdo —
contestó Brosnan—. No serviría
para nada.
—Todos los servicios de
información afectados, incluyendo
el Special Branch, naturalmente,
están al corriente y harán lo que
puedan.
—Que no será mucho —
contestó Brosnan.
—Otro punto —terció Mary—.
Sabemos que va contra el primer
ministro, pero no tenemos ninguna
pista acerca de cómo quiere
intentarlo ni cuándo. Podría ocurrir
esta misma tarde, sin ir más lejos.
Brosnan meneó la cabeza.
—No. No creo que pueda ser
tan pronto. Esas cosas requieren
más preparación, según mi
experiencia.
—¿Por dónde empezará
usted? —preguntó Ferguson.
—Por mi viejo amigo Harry
Flood. Cuando Dillon pasó por
aquí en el ochenta y uno
seguramente recurrió a sus
contactos con el hampa al objeto
de aprovisionarse. Es posible que
Harry pueda averiguar algo.
—¿Y si no?
—Entonces volveré a pedirle
prestada su avioneta, volaré a
Dublín y tendré unas palabras con
Liam Devlin.
—¡Ah, sí! Quién mejor —dijo
Ferguson.
—En el ochenta y uno Dillon
estuvo en Londres por orden de
alguien. Si Devlin pudiera decirnos
quién, quizá constituiría una buena
pista.
—Me parece lógico. ¿Hablará
con Flood esta noche?
—Ésa es mi intención.
—¿Dónde se alojará usted?
—Conmigo —dijo Mary.
—¿En Lowndes Square? —
Ferguson alzó las cejas con
sorpresa—. ¿De veras?
—¡Vamos, brigadier! No me
venga con pegas ahora. Recuerde
que disponemos de cuatro
habitaciones, cada una con su
propio cuarto de baño, y puedo
darle al profesor Brosnan una que
tenga candado por dentro.
Brosnan soltó una carcajada.
—Vámonos ya. Hasta luego,
brigadier.
Utilizaron el coche de
Ferguson. Ella cerró la ventanilla
corrediza que los aislaba del
compartimiento del conductor y
entonces dijo:
—¿No sería mejor que
llamase usted a su amigo para
anunciarle la visita?
—Supongo que sí. He de
buscar su número.
Ella sacó de su bolso un
cuaderno de notas.
—Lo tengo aquí. No figura en
los listines. Ahí lo tiene. Cable
Wharf, eso está en Wapping.
—Muy eficiente.
—Y aquí tiene un teléfono.
Le pasó el móvil.
—Usted disfruta
organizándolo todo —comentó él
al tiempo que marcaba el número.
Fue Mordecai Fletcher el que
contestó. Brosnan dijo:
—Con Harry Flood, por favor.
—¿Quién le llama?
—Martin Brosnan.
—¡El profesor! Soy Mordecai.
Hace... ¡qué sé yo!... tres o cuatro
años que no teníamos noticias de
usted. ¡Cristo!, el jefe se va a
poner contento.
Instantes después otra voz
dijo:
—¿Martin?
—¿Harry?
—No te creo, bastardo. Eres
un fantasma que me viene a
atormentar.
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Sentados en el conjunto de
sofás del rincón, Brosnan relató lo
ocurrido con todo lujo de detalles.
Mordecai escuchaba apoyado de
espaldas contra la pared, sin que
su rostro denotase ninguna
reacción.
Cuando Brosnan hubo
terminado, Flood dijo:
—Así pues, ¿qué quieres de
mí, Martin?
—Dillon siempre se mueve en
la clandestinidad, Harry, para
conseguir cuanto le haga falta, y
no me refiero sólo a colaboración
física, sino también a armas,
explosivos y cosas así. Estoy
seguro de que esta vez hará lo
mismo.
—¿Y vosotros queréis saber a
quién acude?
—Exacto.
Flood se volvió hacia
Mordecai.
—¿Qué te parece?
—No sé, Harry. Quiero decir
que hay muchos tratantes
habituales de armas, pero lo que
hace falta aquí es uno que no
tenga inconveniente en
aprovisionar al IRA.
—¿Alguna idea? —preguntó
Flood.
—En realidad, no, jefe. El
caso es que muchos de nuestros
hampones del East End adoran a
Maggie Thatcher y usan
calzoncillos con la bandera
nacional. No tratarían con unos
tíos irlandeses dispuestos a poner
bombas en los almacenes
Harrods. Podemos hacer
averiguaciones, naturalmente.
—Pues hazlo —dijo Flood—.
Corre la voz, pero con discreción.
Mordecai salió y Harry Flood
tendió la mano hacia la botella de
champaña.
—¿Tú sigues sin beber? —
preguntó Brosnan.
—Sí, colega, pero eso no es
motivo para que no bebáis los
demás. Mientras tanto, me
cuentas tus aventuras de los
últimos años, y luego nos vamos
todos al Embassy, que es uno de
mis clubes más respetables, a ver
si nos dan algo para cenar.
Ferguson dijo:
—Está usted demasiado
nervioso, Martin.
—Es la espera —respondió
Brosnan—. Ya sé que Flood hará
cuanto pueda, pero estoy seguro
de que el tiempo juega contra
nosotros.
Ferguson se alejó de la
ventana y bebió un sorbo de té de
la taza que tenía en la mano.
—¿Qué le gustaría que
hiciéramos?
Brosnan titubeó un instante, y
luego miró a Mary y dijo:
—Preferiría ir a Kilrea para
hablar con Liam Devlin. Es posible
que se le ocurra algo.
—Nunca en la vida le ha
faltado una ocurrencia, desde
luego —se volvió Ferguson hacia
Mary—. ¿Qué te parece?
—Creo que sería lo más
sensato, señor. Al fin y al cabo, un
viaje a Dublín no es gran cosa,
hora y cuarto desde Heathrow con
la Aer Lingus o la British Airways,
lo mismo da.
—Y la casa de Liam en Kilrea
está a sólo media hora de la
ciudad —apuntó Brosnan.
—De acuerdo —asintió
Ferguson—. Ustedes dos me han
convencido, pero que sea desde
Gatwick y con la Lear, por si
hubiese alguna novedad y se
viesen obligados a regresar en
seguida.
—Gracias, señor —contestó
Mary.
Mientras se encaminaban
hacia la salida, Ferguson agregó al
tiempo que alargaba la mano
hacia el teléfono:
—Ahora mismo llamo al viejo
granuja, sólo para prevenirle de
que va a tener visita.
Mientras bajaban la escalera,
Brosnan dijo:
—¡Gracias a Dios! Al menos
eso me da la sensación de que
hacemos algo.
—Y yo conoceré por fin al
gran Liam Devlin —contestó Mary
tomando la delantera para
indicarle dónde quedaba el coche.
En Gatwick la nieve
empezaba a cuajar junto a la pista
cuando despegó la Lear. Una vez
alcanzaron la altura de crucero
Mary preguntó:
—¿En qué piensa usted en
estos momentos?
—No estoy seguro —replicó
Brosnan—. Ha pasado mucho
tiempo desde la última vez que
estuve en Belfast. Liam Devlin,
Anne-Marie, ¡tantas cosas!
—¿Y Sean Dillon?
—No se preocupe, a ése no le
olvido. No podría —se volvió y se
quedó mirando a lo lejos mientras
la Lear se elevaba para evitar las
nubes y giraba hacia el noroeste.
Extendió el contenido de la
maleta sobre la cama, en la
mugrienta habitación del hotel, y
luego se desnudó. Primero se
puso los pantalones vaqueros, las
zapatillas viejas y un grueso
suéter. Luego se ajustó la peluca.
Sentado frente al espejo del
pequeño tocador, desordenó los
grises cabellos hasta darles el
aspecto de una melena
despeinada y descuidada.
Después se ató el pañuelo a la
cabeza y estudió su propio
aspecto. Por último se puso la
falda, que le cubría hasta los
tobillos, y completó el personaje
con la vieja gabardina de talla
demasiado grande.
Estudió el resultado frente al
espejo del armario. Cerró los ojos,
se concentró en el papel y cuando
volvió a abrirlos ya no había allí
ningún Dillon, sino una vieja
mendiga decrépita y deforme.
Apenas necesitó ningún
maquillaje, sólo un poco de fondo
para dar el tono marchito al cutis y
un trazo de lápiz labial rojo
violento, completamente fuera de
lugar pero que entraba en el estilo
del disfraz. Tomó del portafolios
una petaca de whisky y se echó
una cantidad en las manos,
frotándose la cara y echándose
otro poco en la pechera de la
gabardina. Luego guardó el Cok,
un par de periódicos y la botella de
whisky en una bolsa de plástico y
se dispuso a salir.
Contempló en el espejo la
extraña figura de anciana
vagabunda.
—¡A escena! —dijo en voz
baja, y salió con precaución.
La escalera estaba desierta.
Salió al patio, cerrando la puerta
cuidadosamente a su espalda, y
se encaminó hacia la salida que
daba al callejón. La había
alcanzado ya cuando se abrió
detrás de él la puerta del hotel.
Una voz exclamó:
—¡Eh! ¿Adónde vas, si se
puede saber?
Al volverse Dillon vio un
cocinero con un mandil bastante
sucio, que echaba una caja de
cartón al cubo de la basura.
—¡Vete a tomar por saco! —
graznó Dillon.
—¡Lárgate de aquí, vieja
bruja! —replicó el otro.
Dillon cerró la verja a su
espalda.
«Diez sobre diez, Sean», se
dijo, satisfecho, mientras echaba a
andar por la calle.
Salió a Falls Road arrastrando
los pies, y tan extraño era su
aspecto que los transeúntes se
hacían a un lado para no
tropezarse con él.
Era casi la una y en el bar del
hotel Europa, Brosnan y Mary
Tanner pensaban ya en ir a
almorzar cuando hizo su aparición
un botones.
—¿Señor Brosnan?
—Soy yo.
—Su taxi ha llegado, señor.
—¿Taxi? —dijo Mary—. No
hemos pedido ningún taxi.
—Sí lo hemos pedido —
replicó Brosnan.
La ayudó a ponerse el abrigo
y cruzaron la recepción siguiendo
al botones, hasta la salida principal
y escalinata abajo, donde
esperaba un coche negro de
alquiler. Brosnan dio una libra al
botones, y subieron. El conductor,
separado de los pasajeros por un
cristal, usaba gorra de lana y
guardapolvo a la antigua.
—Si puede saberse adónde
vamos... —dijo ella.
—Desde luego que sí, querida
—sonrió Liam Devlin, y sin apenas
volverse metió la primera y
arrancó.
Poco después de la una y
media, Devlin enfilaba Canal
Street con el taxi.
—Está al fondo. Vamos a
estacionar al otro lado, en ese
patio.
Tras apearse del coche
cruzaron la calle y se acercaron a
la entrada.
—Portaos bien que estamos
saliendo en la televisión —dijo él al
tiempo que alargaba la mano para
accionar el timbre que se veía
junto a la maciza puerta reforzada
por un marco de hierro.
—No queda muy hogareño —
comentó Mary.
—Con los antecedentes que
tiene Tommy McGuire, esta
fortaleza le hacía más falta que un
chalé adosado en alguna
urbanización de moda —Devlin se
volvió hacia Brosnan—. ¿Vas
cargado, hijo?
—No —respondió Brosnan—.
Pero ella sí, ¿no es cierto?
—Llamémoslo prudencia
innata, o tal vez deformación de la
mala vida.
El altavoz que estaba al lado
de la puerta crujió y dijo:
—¿Eres tú, Devlin?
—¿Y quién si no, idiota?
Viene conmigo Martin Brosnan y
una señorita amiga suya, así que
abre la puerta, que estamos
helados de frío.
—Os habéis adelantado.
Quedamos a las dos.
Se oyeron pasos al otro lado y
al abrirse la puerta apareció un
hombre alto, de sesenta y tantos
años y de aspecto algo
esquelético. Llevaba un grueso
jersey y unos pantalones vaqueros
muy raídos, y esgrimía un subfusil
ametrallador Sterling.
Devlin entró sin aguardar
invitación, empujándole a un lado.
—Y qué se supone que vas a
hacer con ese trasto, ¿empezar
otra guerra?
McGuire cerró la puerta y la
atrancó.
—Sólo si no hay más remedio
—los observó con desconfianza y
por último alargó una mano—.
¿Martin? Cuánto tiempo sin
vernos.
Luego se volvió hacia Devlin:
—En cuanto a ti, viejo diablo,
si supiera cómo no estás todavía
en la tumba, patentaría el sistema
y me haría rico. ¿Y usted quién
es? —concluyó mirando a Mary.
—Una amiga, conque vamos
al grano —cortó Devlin.
—De acuerdo, pasen por aquí.
El almacén estaba
completamente vacío, excepto en
un rincón donde tenía una
camioneta. Se accedía por una
escalera de hierro a un altillo,
donde antes se alojaban unos
despachos acristalados. McGuire
precedió a sus invitados y entró en
el primer despacho, que contenía
un pupitre y una mesa de control
de televisión. Uno de los monitores
mostraba la calle y el otro la
entrada. Depositó la Sterling sobre
el pupitre.
—¿Vives aquí? —preguntó
Devlin.
—En el piso de arriba. He
reformado la vivienda del
almacenero para mí. Vamos al
asunto, Devlin. ¿Qué queréis de
mí? Antes mencionaste a Sean
Dillon.
—Está otra vez en pie de
guerra —dijo Brosnan.
—Creí que había acabado
mal. Quiero decir, después de
tanto tiempo sin saber nada de él
—McGuire encendió un cigarrillo—
. En cualquier caso, ¿qué tiene
que ver conmigo?
—Intentó liquidar a Martin en
París, y mató por error a la novia
de éste.
—¡Jesús! —exclamó McGuire.
—Ahora anda suelto por
Londres y quiero echarle el guante
—intervino Martin.
McGuire miró de nuevo a
Mary.
—Y ¿dónde encaja ésa?
—Soy capitana del ejército
inglés y me llamo Tanner —se
presentó ella, lacónica.
—¡Por el amor de Dios,
Devlin! ¿Qué pasa aquí? —se
espantó McGuire.
—Tranquilo —respondió
Devlin—. No viene para detenerte,
aunque todos sabemos que si
Tommy McGuire se hallase
todavía en el mundo de los vivos,
no le caerían menos de veinticinco
años.
—¡Viejo cabrón! —exclamó
McGuire.
—No seas insensato —le
aconsejó Devlin—. Sólo
necesitamos que nos contestes a
un par de preguntas, luego podrás
seguir jugando a llamarte George
Kelly.
McGuire alzó una mano, como
excusándose.
—Vale, entendido. ¿Qué
necesitáis saber?
—Mil novecientos ochenta y
uno. La campaña de colocación de
bombas en Londres —dijo
Brosnan—. Tú eras el control de
Dillon.
McGuire miró a Mary y luego
dijo:
—Correcto.
—Sabemos que Dillon tendría
las habituales dificultades para
aprovisionarse de armas y
explosivos, señor McGuire —dijo
Mary—. Y tengo entendido que en
tal situación, él prefería recurrir a
sus contactos con el hampa, ¿es
así?
—Sí, solía trabajar de esa
manera —respondió McGuire de
mala gana, sentándose.
—¿Sabría usted a quién
recurrió en Londres, en mil
novecientos ochenta y uno? —
insistió Mary.
McGuire puso cara de sentirse
acorralado.
—¿Cómo voy a saber eso?
Pudo recurrir a cualquiera.
Devlin perdió la paciencia.
—Estás mintiendo, bastardo.
Me consta que lo sabes —sacó la
mano derecha del guardapolvo,
empuñando una anticuada Luger,
y apoyó la boca del cañón en el
entrecejo de McGuire—. ¡Habla en
seguida, o de lo contrario...!
McGuire apartó el arma a un
lado.
—Está bien, Devlin. Tú ganas
—encendió otro cigarrillo—.
Operaba con un tipo de Londres
llamado Jack Harvey, un gran
traficante, un verdadero gángster.
—¡Vaya! Veo que no ha sido
tan difícil, ¿no te parece? —dijo
Devlin.
En ese instante llamaron con
insistencia a la puerta de abajo y
todos se volvieron hacia la pantalla
del monitor. Era una vieja mendiga
que estaba al lado de la puerta y
cuyas palabras salieron con
claridad por el altavoz:
—Si es usted tan amable,
señor Kelly. ¿Querría dar una
limosna a una pobre desvalida?
McGuire habló al micrófono:
—Lárgate de ahí, vieja
pedigüeña.
—¡Dios nos asista, señor
Kelly! Con este frío tan terrible me
moriré delante de su puerta y lo
verá todo el mundo.
McGuire se puso en pie.
—Voy a echarla de aquí. Será
sólo un momento.
Bajó corriendo la escalera de
hierro y conforme se acercaba a la
puerta, extrajo de una cartera muy
manoseada un billete de cinco
libras. Abrió la puerta y sacó el
dinero.
—Anda, toma esto y lárgate.
La mano de Dillon salió de la
bolsa de plástico esgrimiendo la
Colt.
—¡Cinco libras! Tommy,
muchacho, la edad te hace
pródigo.
Lo empujó hacia el interior y
cenó la puerta. McGuire estaba
aterrorizado.
—Pero ¿esto qué es?
—La Némesis —dijo Dillon—.
El castigo de tus pecados en vida,
Tommy. A todos nos alcanza.
¿Recuerdas aquella noche del
setenta y dos, cuando tú, yo y
Patrick abatimos a los Stewart que
salían corriendo del incendio?
—¿Dillon? —susurró
McGuire—. ¿Eres tú?
Empezó a volverse y de
improviso gritó:
—¡Devlin!
Dillon le disparó dos tiros en la
espalda, que le destrozaron la
columna vertebral y lo derribaron
de bruces. Mientras abría la puerta
apareció Devlin en el rellano
disparando al mismo tiempo con la
Luger. Dillon disparó tres tiros
seguidos, que rompieron el cristal
de la oficina, y saltó afuera
cerrando de un portazo.
En el momento en que echaba
a correr aparecieron procedentes
de la calle mayor dos Land Rover
descubiertos, transportando cada
uno cuatro soldados. Era que el
ruido de los disparos había
sembrado la alarma. La situación
no podía ser más comprometida
para Dillon, pero él no titubeó.
Acercándose a una reja de
ventilación de las alcantarillas,
fingió tropezar y dejó caer la
automática Colt a través de los
barrotes.
Cuando se incorporaba
alguien le gritó:
—¡Quédate quieta donde
estás!
Estaba todo lleno de
paracaidistas con uniformes de
camuflaje, chalecos antibalas y
boinas rojas, todos con el fusil a
punto. Dillon los obsequió con la
mejor actuación de su vida.
Trastabilló hacia delante,
quejándose, y aferró por las
solapas al joven teniente.
—Jesús! Señor, ocurre algo
terrible dentro de ese almacén. Yo
estaba ahí guareciéndome del frío
y esa gente se ha liado a tiros.
El teniente olfateó el hedor a
whisky y se quitó a la anciana de
encima.
—¡Sargento! Registre la bolsa.
El sargento revisó el contenido
de la bolsa de plástico.
—Una botella de morapio y
unos periódicos, señor.
—Muy bien, quédate ahí y
espera.
El oficial empujó a Dillon hacia
la acera de enfrente, detrás de uno
de los coches, y sacó de éste un
altoparlante.
—¡Los de dentro! Echad las
armas por la puerta y salid de uno
en uno y con las manos en alto.
Os damos dos minutos, o
entraremos a por vosotros.
Todos los integrantes de la
patrulla estaban en posición de
alerta, con la atención fija en la
puerta del almacén. Dillon
retrocedió hacia el patio, se ocultó
detrás del taxi de Devlin y luego
echó a correr cautelosamente
hasta encontrar lo que buscaba,
una tapadera de alcantarilla. La
levantó y empezó a bajar por la
escalerilla de hierro, sin olvidarse
de volver a tapar la boca de
acceso. Muchas veces, en los
viejos tiempos, por ese camino se
había salvado de ser apresado por
el ejército británico y todavía
recordaba a la perfección el plano
del alcantarillado en la zona de
Falls Road.
El túnel era de reducidas
dimensiones y estaba muy oscuro.
Él avanzó a tientas, escuchando
hacia dónde corría el agua, y salió
a otro túnel mayor, en pendiente,
que correspondía al desagüe de la
calle principal. Él sabía que éste
daba a unos vertederos del canal
paralelo a Belfast Lough. Arrojó a
la corriente la falda y la peluca, y
usó el pañuelo para frotarse con
fuerza los labios y el rostro. Luego
siguió caminando con rapidez por
el andén hasta que halló otra
escalerilla de hierro. Empezó la
ascensión hacia los rayos de luz
que se colaban por los agujeros de
la tapa de hierro y, tras escuchar
unos momentos, la levantó.
Estaba en una calleja adoquinada
junto al canal; al otro lado se veían
los patios traseros de una hilera de
casas desvencijadas. Colocó en
su lugar la tapadera de la
alcantarilla y enfiló hacia Falls
Road andando con toda la
celeridad que pudo.
En el almacén, el teniente
estaba de pie junto a McGuire
caído en el suelo y examinaba los
documentos de identidad de Mary
Tanner.
—Son perfectamente
auténticos. Puede verificarlo —
decía ella.
—¿Y esos dos?
—Vienen conmigo. Escuche,
teniente. Recibirá usted una
explicación de mi jefe, que es el
brigadier Charles Ferguson, del
Ministerio de Defensa.
—De acuerdo, capitana —se
justificó el otro—. Nos limitamos a
cumplir con nuestro deber. No es
como en los viejos tiempos,
¿sabe? Ahora la policía del Ulster
nos marca de cerca. Todas las
muertes deben investigarse a
fondo, o nos meten un paquete.
Entró el sargento.
—El coronel está al teléfono,
mi teniente.
—Bien —respondió éste, y
salió.
Brosnan se volvió hacia
Devlin.
—¿Cree que era Dillon?
—De lo contrario sería mucha
coincidencia. ¡Una mendiga! —
meneó la cabeza Devlin—. ¡Quién
lo habría adivinado!
—Sólo Dillon sería capaz de
eso.
—¿De veras creen que ha
venido ex profeso desde Londres?
—preguntó Mary.
—Pudo averiguar por Gordon
Brown lo que nos proponíamos, y
¿cuánto dura el vuelo regular entre
Londres y Belfast? —preguntó
Brosnan—. ¿Una hora y cuarto?
—Lo que significa que tendrá
que volver allá —dijo ella.
—Quizás —asintió Liam
Devlin—. Pero no hay nada
absoluto en esta vida, muchacha.
Ya lo aprenderás, y has de saber
que nos enfrentamos con un
hombre capaz de burlar a la
policía de toda Europa durante
veinte años o más.
—Va siendo hora de echarle
el guante a ese bastardo —miró
atentamente a McGuire—. No
tiene muy buen aspecto, ¿verdad?
—Donde hay violencia hay
muertes. Andar en compañía del
diablo nunca conduce a buen fin
—dijo Devlin.
En la compañía de pompas
fúnebres, el portero de noche dejó
pasar a Dillon por la puerta
principal.
—¿El señor Hilton? La
señorita Myra le espera.
—No se moleste en
acompañarme, conozco el camino.
Dillon subió por la escalera,
recorrió el pasillo y abrió la puerta
del despacho. Myra le esperaba.
—Entre —dijo.
Llevaba un traje negro con
pantalones y fumaba un cigarrillo.
Myra fue a sentarse detrás del
escritorio y dio una palmada sobre
la caja.
—Ahí lo tiene. ¿Dónde está el
dinero?
Dillon colocó el portafolios
sobre la caja y lo abrió. Paquete a
paquete extrajo hasta los quince
mil, que fue colocando delante de
ella. Quedaban en el portafolios
cinco mil dólares, la Walther con el
silenciador Carswell y la Beretta.
Cerró el portafolios y sonrió.
—Es un placer hacer negocios
con ustedes.
Con el portafolios sobre la
caja, cargó con todo y echó a
andar mientras ella iba a abrirle la
puerta.
—¿Qué va a hacer con eso,
volar el edificio del Parlamento?
—Ése fue Guy Fawkes —
replicó él, al tiempo que se alejaba
por el pasillo y empezaba a bajar
por la escalera.
El pavimento estaba helado
cuando salió a la calle y dobló la
esquina dirigiéndose hacia la
camioneta. Billy, escondido en la
oscuridad y algo nervioso, empujó
la BMW por el manillar siguiendo
con la vista a Dillon mientras éste
recorría la fila de coches
estacionados y se detenía junto a
la furgoneta Morris. Angel abrió la
puerta del compartimiento de
carga y Dillon metió la caja; ella
cerró y ambos rodearon el
vehículo pasando a ocupar la
banqueta junto a Fahy.
—¿Están ahí, Sean?
—En efecto, Danny.
Cincuenta libras de Semtex con su
etiqueta de la fábrica de Praga y
todo. Vámonos de aquí. Nos
espera una noche muy larga.
Fahy recorrió un par de
manzanas antes de doblar hacia la
calle principal. Cuando se unió a la
corriente del tráfico, Billy siguió a
la camioneta con su BMW.
12
Alrededor de la medianoche
Billy estacionó la BMW en el patio
trasero del local de Whitechapel y
entró. Subió con fatiga las
escaleras hasta el apartamento de
Myra. Ella le oyó y fue a abrir en
camisa de noche transparente,
desnuda al contraluz.
—Hola, cielito. Lo
conseguiste.
—Estoy congelado —replicó
Billy.
Ella le hizo pasar, lo sentó en
un sillón y empezó a descorrer
cremalleras para quitarle las
prendas de cuero.
—¿Adónde ha ido?
Él alargó la mano hacia la
botella de brandy, se sirvió una
buena ración y la apuró de un
trago.
—Como a una hora de
Londres nada más, Myra, pero es
una aldea perdida donde Cristo dio
las tres voces.
A continuación lo explicó todo:
Dorking, la carretera de Horsham,
Grimethorpe, Doxley y Cadge End
Farm.
—Estupendo, cielito. Lo que
necesitas ahora es un buen baño
caliente.
Pasó al cuarto de baño y abrió
los grifos. Cuando regresó a la
sala de estar Billy se había
dormido en el sofá, con las piernas
abiertas. Ella suspiró, fue a buscar
una manta para taparlo y luego se
acostó.
En el piso de Lowndes
Square, Brosnan estaba en la
cocina preparando unos huevos
pasados por agua y vigilando la
tostadora cuando sonó el teléfono.
Mary fue a descolgar y al cabo de
un instante entró.
—Es Harry, quiere decirte
unas palabras.
Brosnan tomó el aparato.
—¿Cómo estás?
—Estupendamente, amigo.
Era sólo para avisaros de que
salimos en seguida.
—¿Cómo vamos a llevar el
asunto?
—No habrá más remedio que
improvisar, aunque quizá
tendremos que ponernos un poco
violentos.
—Eso pensaba yo —dijo
Brosnan.
—¿Me equivoco al suponer
que eso le creará alguna dificultad
a Mary?
—Temo que así es.
—Pues entonces, que no
entre ella. Cuando estemos allí
veré lo que hacemos. Déjamelo a
mí. Hasta luego.
Brosnan colgó y regresó a la
cocina, donde Mary estaba
disponiendo los huevos y las
tostadas, y sirviendo el té.
—¿Qué ha dicho? —preguntó
ella.
—Nada de particular. Nos
preguntábamos cuál sería la mejor
manera de actuar.
—Supongo que tú opinas que
lo mejor sería darle a Harvey en la
cresta con un bastón muy pesado.
—Algo por el estilo.
—¿Y por qué no aplicarle
tornillos en los pulgares? —¿Por
qué no, en efecto? —Alcanzó una
tostada—. Si resulta necesario...
En Grimethorpe la pista
estaba completamente cubierta de
nieve, los portalones de los
hangares cenados, y no se veía ni
rastro de los aviones. Un hilo de
humo salía de la chimenea de uno
de los barracones, único signo de
vida que advirtió Dillon mientras se
acercaba a la vieja torre de control
y detenía su vehículo. Sacó su
petate y su portafolios y se
encaminó hacia la puerta. Cuando
entró halló a Bill Grant junto a la
estufa, tomándose un café.
—¡Ah! Estás ahí, muchacho.
Esto parecía desierto. Empezaba
a preocuparme —dijo Dillon.
—No hacía falta —Grant, que
llevaba un mono negro de aviador
y cazadora de cuero, alargó la
mano hacia la botella de escocés y
echó un poco en su café.
Dillon dejó en el suelo el
petate, pero conservó el
portafolios en la mano.
—¿Será prudente esto,
colega? Vamos, digo yo —
comentó en su tono más
impertinente.
—Yo nunca he sido muy
prudente, colega —remedó Grant
el acento señoritil de Dillon—. Por
eso he acabado en este agujero.
Cruzó hacia su escritorio y se
sentó. Tenía desplegada la carta
correspondiente al canal de la
Mancha, con la costa de
Normandía y Cherburgo y sus
alrededores, la misma que Dillon
había consultado la noche que
estuvo allí con Angel.
—Me gustaría salir ya,
muchacho —prosiguió Dillon— Si
te preocupa el resto del flete,
puedo pagártelo al contado ahora
mismo.
Hizo un ademán alzando el
portafolios y agregó:
—No te importará cobrar en
dólares, supongo.
—No, pero lo que sí me
importa es que me tomen por tonto
—replicó Grant señalando el
mapa—. Land's End, ¡y un carajo!
Vi cómo lo consultabas la otra
noche que estuviste aquí con la
chica. El canal de la Mancha y la
costa francesa. Me gustaría saber
lo que te traes entre manos.
—Desde luego estás hablando
como un imprudente —contestó
Dillon.
Grant abrió un cajón del
escritorio y sacó su viejo revólver
Webley.
—¿Ah, sí? Eso lo veremos.
Ahora coloca el maletín sobre el
escritorio y sepamos lo que hay.
—Claro que sí, muchacho. No
hay por qué ponerse violentos.
Dillon se acercó un paso y
colocó el portafolios sobre la
mesa. Con la otra mano se sacó al
mismo tiempo la Beretta del cinto y
le descerrajó a Grant un tiro a
bocajarro.
El aviador se derrumbó de
espaldas en el sillón. Dillon se
guardó la Beretta, plegó el mapa,
se lo puso debajo del brazo,
recogió el petate y el portafolios y
salió, pisando la nieve en dirección
al hangar, donde entró por el
portillo para desatrancar la puerta
corredera quedando descubiertas
las dos avionetas. Eligió la Cessna
Conquest por la sencilla razón de
que era la que estaba más cerca.
Tenía la escalerilla bajada. Arrojó
el petate y el maletín al interior,
subió y tiró de la escotilla para
cerrarla.
Tras ocupar el asiento
izquierdo, el del piloto, estudió la
carta. Serían unas ciento
cincuenta millas de vuelo hasta el
campo de aviación de St. Denis, y
salvo dificultades como vientos de
proa, en una máquina como
aquélla no se tardaría más de tres
cuartos de hora. Naturalmente no
se había registrado ningún plan de
vuelo, con lo que era de prever
que aparecería como intruso en
alguna pantalla de radar. Pero no
importaba. Si salía al mar derecho
por Brighton, desaparecería en
medio del canal antes de que
nadie se diera cuenta de lo
ocurrido. Otra cosa era la
aproximación a St. Denis, aunque
volando por debajo de los
seiscientos pies mientras se
acercaba a la costa, con un poco
de suerte no sería detectado por el
radar del aeropuerto de
Maupertus, en Cherburgo.
Colocó la carta desplegada
sobre el otro asiento, para poder
consultarla, y dio el contacto,
arrancando primero el motor de
babor y luego el de estribor. Sacó
la Conquest del hangar y se
detuvo unos instantes para
verificar, los instrumentos. Los
depósitos de combustible estaban
a tope; Grant no se había alabado
en vano. Dillon se puso el cinturón
de seguridad y condujo la avioneta
hacia la cabecera de pista.
Dando la proa al viento, inició
la carrera de despegue. En
seguida notó la retención de la
nieve acumulada, por lo que dio
máximo de gas y atrajo hacia sí
los mandos. La Conquest despegó
y empezó a ganar altura. Al
ladearla para enfilar rumbo a
Brighton vio abajo un sedán negro
que avanzaba entre los árboles en
dirección a los hangares.
—No sé quién demonios sois,
pero si venís por mí habéis llegado
demasiado tarde —dijo en voz
baja, al tiempo que describía una
amplia curva y orientaba la
avioneta hacia la costa.
En el instante en que el
Mercedes salía de entre el
bosquecillo de Grimethorpe, la
Conquest ganaba altura y
desaparecía. Brosnan iba al
volante, Mary a su lado y Harry
Flood en el asiento posterior.
Mary se asomó por la
ventanilla.
—¿Sería él?
—Es posible —dijo Brosnan—
. No tardaremos mucho en
saberlo.
Pasaron por delante del
hangar abierto, donde estaba la
Navajo Chieftain, e hicieron alto
junto a los barracones. Brosnan,
que fue el primero en entrar, halló
el cadáver de Grant.
—¡Aquí! —llamó a los demás,
y Mary y Flood fueron a reunirse
con él.
—Así que el del avión es
Dillon —comentó ella.
—Lo que significa que se nos
ha escapado otra vez el muy
bastardo —dijo Flood.
—No esté tan seguro —
exclamó Mary—. Quedaba otra
avioneta en el hangar—y se volvió
para salir corriendo.
—¿Qué pasa? —preguntó
Flood al ver que Brosnan echaba a
correr también.
—Entre otras cosas, la chica
es también piloto militar —explicó
Brosnan.
Cuando llegaron al hangar, la
escotilla de la Navajo estaba
abierta y Mary sentada en la
cabina. En seguida salió
anunciando:
—Los depósitos están a tope.
—¿Vas a perseguirle? —
preguntó Brosnan.
—¿Por qué no? Con un poco
de suerte nos pondremos al rebufo
—tenía un aire enérgico y decidido
cuando abrió el bolso y sacó el
teléfono celular—. Me niego a
admitir que ese hombre se salga
con la suya. Hay que pararle los
pies de una vez por todas.
Salió del hangar, extendió la
antena del teléfono portátil y
marcó el número del móvil de
Ferguson.
El coche de Ferguson, en
cabeza de una caravana de seis
automóviles camuflados del
servicio especial, acababa de
entrar en Dorking cuando recibió la
llamada de Mary. Iba con el
inspector Lane en el asiento
posterior, y delante el sargento
Mackie, al lado del chófer.
Ferguson escuchó el mensaje
de Mary y rápidamente tomó su
decisión.
—Totalmente de acuerdo.
Debes seguir a Dillon sin pérdida
de tiempo hasta St. Denis. ¿En
qué puedo ayudarte?
—Hable con el coronel Hernu,
de la Quinta. Que investigue quién
es el dueño de esa pista de St.
Denis, a fin de saber con quién
nos la jugamos. Seguramente
querrá intervenir también, pero eso
le llevará algún tiempo; mientras
tanto, que hable con las
autoridades del aeropuerto de
Maupertus para que actúen como
enlace cuando nos acerquemos a
la costa francesa.
—En seguida me ocupo de
ello, y tú toma nota de la
frecuencia de radio que voy a
decirte —y le comunicó
rápidamente los detalles—. Así
tendrás comunicación directa
conmigo en el Ministerio de
Defensa, y si no estoy en Londres
me pasarán tu llamada.
—A la orden, señor.
—Y otra cosa, cariño. Ten
cuidado —dijo él.
—Lo procuraré, señor.
Ella plegó la antena del
teléfono, lo devolvió al bolso y
regresó al hangar.
—¿Nos vamos, pues? —
preguntó Brosnan.
—Hablará con Max Hernu, en
París. El aeropuerto de Cherburgo
dirigirá nuestra aproximación, y
además nos tendrá al corriente de
lo que suceda —sonrió con
rabia—. Vámonos. Sería una
vergüenza llegar allí para
descubrir que ha vuelto a largarse.
Subió por la escalerilla de la
Navajo y fue a ocupar el asiento
del piloto. Harry Flood buscó plaza
en la cabina del pasaje y Brosnan
subió el último, cenó la escotilla y
ocupó el lugar del copiloto. Mary
arrancó los motores, primero el
uno y luego el otro, y realizó la
inspección de instrumentos antes
de sacar la avioneta del hangar.
Había empezado a nevar y un
viento ligero formaba una cortina
sobre la pista mientras ella se
dirigía a la cabecera y daba la
vuelta al aparato.
—¿Preparados? —preguntó.
Brosnan asintió y ella dio gas.
La Navajo recorrió la pista con un
rugido y se alzó hacia el cielo gris
cuando ella echó atrás la palanca
de mando.
El estudio era
sorprendentemente pequeño, con
un entarimado de roble y los
habituales retratos de aristócratas
de antaño. Contenía un escritorio
antiguo y un sillón, una chimenea
en desuso, un televisor, un fax y,
en una de las paredes, unos
estantes con libros.
—Date prisa —dijo Dillon,
sentándose al borde del escritorio
y encendiendo un cigarrillo.
Rashid se acercó a la
chimenea y apoyó una mano en el
entarimado, hacia el lado derecho
de aquélla. Evidentemente había
un resorte oculto; uno de los
paneles se abrió revelando una
pequeña caja fuerte. Rashid hizo
girar el disco hacia la derecha y
hacia la izquierda, y luego tiró del
pomo, pero la caja no se abrió.
—Tendrás que afinar mejor —
dijo Dillon.
—Déme un poco de tiempo —
Rashid estaba empapado de
sudor—. Debo haber equivocado
la combinación. Lo intentaré otra
vez.
Lo hizo, deteniéndose
únicamente para enjugarse el
sudor de la frente con la izquierda,
hasta que se produjo un «clic» que
incluso Dillon pudo oír.
—Ya está —dijo Rashid.
—Muy bien, pues adelante —
replicó Dillon y alargó la mano
izquierda, sin dejar de apuntar con
la Walther a la espalda de Rashid.
Rashid abrió la caja fuerte,
metió la mano y se volvió
empuñando una Browning. Dillon
le disparó en el hombro, con lo
que su adversario se volvió a
medias y recibió el segundo
balazo en la espalda. El joven
iraquí salió despedido contra la
pared, cayó al suelo y rodó
quedando boca abajo.
Dillon le contempló unos
instantes.
—¡Si es que nunca aprenden!
—dijo en voz baja.
Rebuscó dentro de la caja
fuerte. Contenía, perfectamente
ordenados, varios fajos de billetes
de cien dólares, francos franceses,
billetes ingleses de cincuenta
libras. Regresó al salón principal
para recuperar el portafolios,
volvió al estudio y, abriendo el
maletín sobre el escritorio, lo llenó
de dinero mientras silbaba su
musiquilla habitual. Cuando vio
que no cabía más, cerró el
portafolios. En ese preciso instante
oyó que abrían la puerta principal.