Bazán Et Al. (2019)
Bazán Et Al. (2019)
Article
María Dolores Bazán, María Eugenia Burgos, Beatriz Bonillo, Gabriel Rodríguez, Marcela
Tejerina, Xara Sacchi Duen
Universidad Nacional de Salta
En este trabajo nos proponemos reflexionar críticamente en torno a dos términos cla-
ves: interculturalidad y género que consideramos decisivos en la construcción de nuestras
sociedades y de nuestras existencias. Interesa en primer lugar proponer una breve histo-
rización de ambas nociones abordando algunos de los múltiples significados y usos que
se les atribuyen, entendiéndolos como objetos construidos históricamente en la trama de
complejas relaciones políticas, económicas, sociales y culturales. La interculturalidad y por
ende, el género, no son conceptos transparentes ni simplemente formulaciones interpre-
tativas, son más bien, aparatos discursivos, tendientes a establecer, delimitar y estabilizar
muchos de los límites de lo que pensamos, decimos y hacemos, como nos relacionamos
con l*s otr*s y con nosotr*s mism*s, no solo como enseñamos sino como aprendemos,
define los modos en los que nos constituimos como sujet*s que actuamos sobre los otr*s y
sobre nosotr*s mism*s.
Como todo concepto, los de interculturalidad y género deben ser entendidos como
materiales de análisis no sólo teórico sino también histórico y epistémico. Ambos con-
ceptos tienen, a su vez, una genealogía propia de sentidos. Es decir, una historia específica
de significados, valores y prácticas a las que han sido asociados en cada época y lugar,
de acuerdo con condiciones sociales e institucionales concretas, intereses en juego, acto-
res intervinientes y capitales movilizados. Ambos conceptos, además, no han actuado ni
actúan aislados sino en interacción con otros, ya sea a través de préstamos, polémicas,
reelaboraciones o campos variables de relación e interlocución. Esta relación de diálogo
y tensión entre los conceptos pone en escena los diversos conflictos y luchas políticas que
los atraviesan en tantos espacios discursivos que participan (también) del proceso hege-
mónico de construcción de sentidos sociales y sus dislocaciones. Finalmente, estos con-
ceptos por supuesto, producen marcos de legibilidad de cuerpos, instituciones, figuracio-
nes simbólicas y subjetividades. Así mismo, aunque la conjunción “y”– interculturalidad y
género-, dé la impresión de que las nociones enlazadas por dicha conjunción se adicionan,
se suman o dan idea de coexistencia, conviene precaverse de sus restricciones, oposicio-
nes, superposiciones, contradicciones políticas, epistemológicas e historiográficas.
Referir a interculturalidad y género nos reenvía de igual modo a una combinación
heterogénea de diálogos, encuentros y desencuentros, debates, limitaciones y posibilidades
de desacoples entre enfoques y movimientos sociales. De ahí la complejidad a la hora de
intentar condensar líneas de abordaje, conscientes de cualquier manera, que estas pers-
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74 María Dolores Bazán et al.
Concierne en primer lugar sobrevolar los múltiples significados y usos que se le atri-
buyen al término «interculturalidad», entendiéndolo como un objeto construido históri-
camente en la trama de un complejo de relaciones políticas, económicas, sociales y cultu-
rales. La interculturalidad admite diferentes búsquedas y preocupaciones tanto del punto
de vista de la reflexión teórica como de iniciativas concretas. La interculturalidad no es
un concepto de la academia, sino que emerge fruto de las luchas de los movimientos indí-
genas de América Latina y a diferencia de Europa el discurso de lo intercultural aparece
ligado al problema de la discriminación sistemática de los migrantes del hemisferio sur
(Tubino, 2004).
La interculturalidad como objeto históricamente construido ha sido dotado de sentido
en contextos diferenciados e interconectados: Estados Unidos, Europa y América Latina,
planteando una suerte de migración del concepto de unos contextos a otros, especialmen-
te vehiculizado gracias a la presión de los organismos financieros, los acuerdos y tratados
internacionales y la labor de las agencias de cooperación internacional (Muñoz Cruz, cita-
do en Antolinez Dominguez, 2011).
La interculturalidad puede ser examinada tanto desde una dimensión teórica como
desde una dimensión política y en América Latina una y otra dimensión se superpo-
nen, se vuelven simultaneas y se funcionalizan y contradicen porque forman parte de los
idearios sociales y de las luchas políticas de los movimientos y organizaciones indígenas
durante al menos las últimas dos décadas. Por ello la noción de interculturalidad no se ha
asimilado de manera homogénea y es precisamente en los núcleos de poder indígena don-
de éstas son más controversiales y simultáneamente donde se proponen más propuestas y
sentidos (Moya, 2009, 22).
Sin duda, a diferencia de otros contextos, en Latinoamérica la cuestión de la intercul-
turalidad está estrechamente relacionada con la problemática indígena, pues fue a partir
del análisis de las relaciones entre indígenas y no indígenas que la noción de intercultura-
lidad y su derivada de educación intercultural emergieron desde las ciencias sociales lati-
noamericanas hace casi tres décadas (López, 1999). Igualmente, la noción de intercultura-
lidad aparece ligada a la emergencia desde hace no más de veinte años de un nuevo actor
social en el escenario sociopolítico latinoamericano: un movimiento indígena, primero
nacional, y, luego, regional, que removió la consciencia de las sociedades latinoamericanas.
El termino interculturalidad para López se enuncia en Sudamérica y específicamente
en el campo educativo como consecuencia de la puesta en práctica de experiencias educa-
tivas con los indígenas Arahuacos de Rio Negro en Venezuela. Señala a los antropólogos
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rello, 2009, 78). Educativamente esto significa fortalecer lo propio como punto de partida
para dialogar críticamente con lo ajeno.
La primera perspectiva responde al intento por parte de las instituciones internacio-
nales neoliberales (como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, entre
otras) y de los gobiernos nacionales latinoamericanos que defienden este modelo de
apropiarse de un ideal potencialmente democratizador y asumir el liderazgo del proyecto
intercultural por medio de un proceso de oficialización de la interculturalidad. La segun-
da indicaría concepciones críticas de la interculturalidad que surgen en las luchas de los
pueblos indígenas y de la sociedad civil nacional e internacional y que, reivindicando nue-
vas formas de democracia y de ciudadanía más participativas e incluyentes, cuestionan el
status quo vigente, manifestando como la educación intercultural no sólo es una decisión
pedagógica, sino que abarca también la dimensión política.
Distintos autores advierten asimismo que en el uso cada vez más amplio de la inter-
culturalidad y particularmente en su uso ya «oficial», encontramos un conflicto de signi-
ficados, políticas y metas que tiene sus raíces en asuntos de poder, en el debate sobre la
diferencia cultural y en planteos y proyectos políticos y sociales muy distintos. La crecien-
te incorporación de la interculturalidad en el discurso oficial de los Estados y organismos
internacionales tiene por fundamento un enfoque que no cuestiona el modelo sociopolíti-
co vigente, marcado por la lógica neoliberal “no cuestiona las reglas de juego” y es asumi-
da como estrategia para favorecer la cohesión social, asimilando los grupos socioculturales
subordinados a la cultura hegemónica. Las relaciones de poder entre los diferentes grupos
no son puestas en cuestión.
Desde la perspectiva poscolonial Walsh (2001; 2002), Mignolo (2002) suponen que la
interculturalidad se presenta como un proyecto que cuestiona los diversos multicultura-
lismos, porque éstos se quedan en la búsqueda de una especie de reconocimiento y de
celebración banalizante de una diferencia cultural por una entidad o lugar que se imagina
por fuera de los particularismos, en tanto se supone como universal (Restrepo, 2004, 281).
El debate sobre lo multicultural y lo pluricultural donde el prefijo multi, se sabe, “tiene
sus raíces en países occidentales” (Walsh, 2008, 5) constituye un relativismo cultural que
oculta la persistencia de desigualdades sociales. Por el contrario, prefijo plurise utiliza fun-
damentalmente en América Latina y refiere a una región en la que pueblos indígenas y
afrodescendientes han convivido “durante siglos con blancos mestizos y donde el mestiza-
je y la mezcla racial han jugado un papel significante” (op.cit). Por eso la interculturalidad
se inscribiría en otro registro, tendría una connotación contra-hegemónica y de transfor-
mación tanto de las relaciones sociales entre los diversos sectores que constituyen al país,
como de las estructuras e instituciones públicas (Walsh, 2001, 134).
Del mismo modo no deja de ser interesante –como afirma Cavalcanti-Schiel- que en
América Latina el debate contemporáneo acerca de la «interculturalidad» haya encontra-
do su más evidente ámbito de problematización inicial en el campo pedagógico, y no, de
manera más general, en el campo jurídico y político. En términos generales, en todos los
países latinoamericanos la educación intercultural, o educación bilingüe –o como ésta
se designa de manera más usual: educación intercultural bilingüe, constituye un tema
común, con una agenda prácticamente idéntica, lo que no acontece con otros temas más
conflictivos, como el territorio, la representación política y el control de los recursos natu-
rales. Lo que lleva a pensar que la educación resultaría un tema “blando” para el trata-
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1 Seguimos en nuestras reflexiones a Mattio, E. (2012) ¿De qué hablamos cuando hablamos de género? En Faún-
des, J. y otros (eds.), Sexualidades, desigualdades y derechos. Reflexiones en torno a los derechos sexuales y repro-
ductivos. Córdoba: Ciencia, Derecho y Sociedad); Clases Curso Virtual: Género y Sexualidades. Debates y Herra-
mientas para una educación Intercultural. Centro Redes; Preciado, Halberstan y Bourcier Retoricas de Género
Políticas de identidad, performance, performatividad y prótesis. Mimeo.
2 El Dictionnaire de La langue francaise (Diccionario de la lengua francesa) presentaba en 1876 el siguiente uso:
“No se sabe de qué género es, si es macho o hembra, se dice de un hombre muy reservado, de quien no se cono-
cen los sentimientos” citado por Scott. J. (2008).
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3Se reconocen “tres olas del feminismo”: genealogía que señala tres momentos esenciales: uno la obtención de
reivindicaciones concretas, por ejemplo: el sufragio universal -siglos XIX y XX- en la primera ola; la liberación
de la mujer y los derechos sexuales y reproductivos -años 60 del siglo XX- en la segunda; el reconocimiento de la
diversidad y de la diferencia -años 90 del siglo XX- en la tercera.
arreglos a través de los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en produc-
tos de la actividad humana.
La distinción sexo-género no tuvo un carácter meramente descriptivo, sino más bien
una pretensión crítica y desestabilizadora respecto de los modos de organización social
de las relaciones entre los sexos. Una década después, Joan Scott propuso que el género
debía entenderse como un sistema complejo de producción, simbolización e interpreta-
ción cultural de las diferencias sexuales, organizadas en dos universos que atraviesan la
totalidad de prácticas y relaciones colectivas: el universo que nombra lo “masculino” y el
que refiere a lo “femenino”. Ambos órdenes articulan de modo diferencial los elementos
distintivos entre los sexos y los traducen en múltiples desigualdades, construidas mediante
una trama densa de significaciones que van, desde las representaciones sociales sobre el
significado de “mujer” y “varón”, pasando por los discursos normativos (religioso, políti-
co, educativo, científico, legal, etc.) que indican cómo leer y producir identidades de géne-
ro en cada contexto, hasta las instituciones abiertamente creadas a partir de la división
sexual, como el mercado laboral, la familia y el sistema de parentesco.
El estudio de los sistemas de género como sistemas binarios que oponen la hembra al
macho, lo masculino a lo femenino, no sobre la base de la igualdad, sino más bien en tér-
minos jerárquicos y asimétricos contribuyó a desacralizar los roles sociales culturalmente
asignados a varones y mujeres. Si el género es una interpretación cultural y variable, no
hay un modo unívoco de entender la feminidad o la masculinidad. El «ser mujer» – y
por extensión, el «ser varón» – no puede ser entendido como una identidad «natural» o
«incondicionada», sino más bien como roles sociales culturalmente asignados, que por su
carácter contingente son susceptibles de ser resignificados (Mattio, 2012, 89).
En el seno del pensamiento feminista Judith Butler (2001) ha criticado las definicio-
nes que, como la propuesta por Joan Scott, no ponen nunca en cuestión la existencia de
dos –y sólo dos- formas de organización de las prácticas sexuales, a las que se hacen coin-
cidir con dos identidades igualmente excluyentes –aunque desigualmente operantes- como
las de “varón” y “mujer”. Para Butler este modo de conceptualizar binariamente el vínculo
entre “género” y “sexo” parte de pensar a la heterosexualidad como un a priori no pro-
blemático. Esta matriz discursiva/epistémica heterosexual opera – según la autora – como
un modelo que “supone que para que los cuerpos sean coherentes y tengan sentido debe
haber un sexo estable expresado mediante un género estable (masculino expresa hombre;
femenino expresa mujer) que se define históricamente y por oposición mediante la prácti-
ca obligatoria de la heterosexualidad” (Ivi, 38).
La matriz heterosexual funciona como un marco u horizonte en el que los cuerpos
son leídos y significados, y a partir del cual se regulan los modos disponibles y viables de
vivir y actuar «como mujeres» o «como varones». De tal modo, aquellos cuerpos, géneros
o deseos que transgredan de alguna forma los modelos regulativos que tal matriz impone,
están expuestos a las más diversas formas de sanción social –burlas, persecuciones, des-
crédito moral, falta de reconocimiento jurídico, social o cultural, e incluso, la muerte–.
Butler sugería que la teoría feminista no debía «prescribir una forma de vida con
género» sino más bien «abrir el campo de las posibilidades para el género sin dictar qué
tipos de posibilidades debían ser realizadas» (Ivi, 10). Es decir, no debía canonizar las for-
mas tradicionales de concebir la masculinidad o la feminidad sino más bien evidenciar
la inestabilidad intrínseca de tales expresiones. En un texto fundacional y revolucionario
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como «El género en disputa» en 1990, Butler se propone desestabilizar «el orden obligato-
rio de sexo/género/deseo», es decir, la pretendida naturalidad del vínculo causal o expresi-
vo entre tales términos (Butler, 2001).
Según relata Mattio (Mattio, 2012, 101) en una entrevista reciente, interrogada acerca
de la distinción sexo-género, Butler señalaba: «No estoy segura de que la distinción entre
sexo y género siga siendo importante. Algunos antropólogos en los años ochenta y noven-
ta afirmaban que el sexo era un hecho biológico, y el género, la interpretación social o
cultural de ese hecho biológico. Ahora, sin embargo, los historiadores de la ciencia han
demostrado que las categorías de sexo han cambiado con el tiempo, que ahora usamos
criterios diferentes para determinar el sexo […]. No se puede decir que el género sea una
forma cultural y el sexo simplemente un asunto biológico, porque la biología misma tiene
una historia social y no siempre ha considerado el sexo de la misma manera». Y agregaba:
«¿Existe un buen modo de categorizar los cuerpos? ¿Qué nos dicen las categorías? Creo
que las categorías nos dicen más sobre la necesidad de categorizar los cuerpos que sobre
los cuerpos mismos. A mí me resultó interesante la distinción entre sexo y género porque
permite, como decía Beauvoir, diferenciar entre anatomía y función social, de modo que
se podría tener una anatomía cualquiera pero la forma social no estaría determinada por
la anatomía
En el mismo sentido Mattio (Ivi, 90-91) destaca que el aspecto más interesante de la
propuesta de la autora norteamericana es su concepción performativa del género. Con-
tra la presuposición de sentido común que concibe cualquier actuación de género como
expresión de una determinada identidad de género mayormente estable, Butler toma en
cuenta la sugerencia nietzscheana de que «no hay ningún ‘ser’ detrás del hacer», entonces
el género no es un atributo sustantivo que precede a nuestras actuaciones – performan-
ces – masculinas o femeninas: “El género siempre es un hacer, aunque no un hacer por
parte de un sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción. […] no hay una iden-
tidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se constituye performa-
tivamente por las mismas «expresiones» que, según se dice, son resultado de ésta” (Butler,
2001, 58)
Butler no concibe al género de manera «voluntarista» – es decir, nadie elige el género
que ha de actuar frente a los demás como si se tratase de la indumentaria con la que nos
vestimos cada día –. Por el contrario, Butler subraya el abordaje discursivo que implica
su propuesta: «la performatividad», aclara, «debe entenderse, no como un ‘acto’ singular
y deliberado, sino, antes bien, como la práctica reiterativa y referencial mediante la cual el
discurso produce los efectos que nombra» (Butler, 2002, 18). Es decir, desde que venimos
al mundo somos colocados en un horizonte discursivo heterocentrado en el que somos
reconocidos o como varones o como mujeres.
Su concepción performativa de género evita igualmente todo compromiso «construc-
tivista». Es decir, su manera de entender el proceso de generización no presupone una
superficie de inscripción – el cuerpo – que estaría sexuada de antemano. En «Cuerpos que
importan» en 1993, Butler explicita que la «sexuación» del cuerpo también es un efecto
performativo: «las normas reguladoras del ‘sexo’ obran de una manera performativa para
constituir la materialidad de los cuerpos y, más específicamente, para materializar el sexo
del cuerpo, para materializar la diferencia sexual en aras de consolidar el imperativo hete-
rosexual» (Ibidem). Butler señala que no hay un cuerpo puro que descanse por debajo de
las categorías sexuales, genéricas o raciales con las que es marcado desde su nacimiento,
sino que dicho cuerpo nos es dado, se nos hace perceptible a la luz de categorías social-
mente compartidas que no sólo tienen un carácter descriptivo, sino que además tienen
una fuerza normativa ineludible (Ivi, 31).
Otras perspectivas han puesto en evidencia los orígenes biomédicos del concepto de
género. Preciado recurre a la tipología de Foucault que establece una diferencia histórica
entre sociedades soberanas, disciplinarias y de control. Según Foucault en las sociedades
soberanas (hasta el S. XVIII) hay una equivalencia jurídico-simbólica entre el crimen y el
castigo, y el poder (un poder negativo puesto que sólo puede decidir de la muerte) se arti-
cula en torno a la figura de un soberano único que decide sobre la muerte de sus súbditos.
Por el contrario, en las sociedades disciplinarias y de control, el poder depende de la capa-
cidad de producir la vida en términos demográficos, de políticas de control de la repro-
ducción; en otras palabras, el poder es usado para dar, administrar y optimizar la vida. El
soberano, si bien tenía poder de dar vida y muerte, en realidad solo tenía poder de muer-
te, poder de la espada, podía quitar-marcar-gastar-destrozar las vidas. El poder moderno
cuida el cuerpo y la población, lo produce, lo optimiza, como cuerpo productor y cuerpo
reproductor. El soberano se transforma en una instancia colectiva y se pasa del castigo del
acto-crimen al castigo del sujeto. La falta se la traslada del acto al sujeto. Que será a partir
de allí: sujeto criminal, peligroso, anormal, etc. se buscará la razón del crimen justamente
en las marcas de la raza (degeneración, atavismo), de la sexualidad (infantilismo, mono-
mania, etc), de la clase (la pobreza como causa de la criminalidad). Lo que en realidad
supone la producción de esos cuerpos y sujetos anormales, patologizados, criminalizados,
etc. En estas sociedades hay también una dinámica institucional de corrección y regula-
ción sistemática de los espacios (por ejemplo, la prisión, el hospital, la escuela, la carrera
militar, etc.), cuyo objetivo es la regulación del cuerpo y la transformación de los hábitos
de conducta.
Preciado realiza una correspondencia entre estas formas de división del poder y un
análisis histórico de los regímenes de producción de la sexualidad en la civilización occi-
dental. En este sentido considera que se podría hablar de una sexualidad premoderna,
moderna y posmoderna. Las fronteras entre los distintos periodos de esta historia de la
sexualidad son difusas, aunque para la autora de «Manifiesto Contrasexual» (2000) sí exis-
ten algunos puntos de inflexión (marcados por una serie de “fechas-fetiches”) en los que se
producen cambios muy significativos que determinan la transformación de las identidades
de género.
Así recupera que Thomas Laqueur señala en su libro «Making sex» que hasta el S.
XVII existía un sólo sexo, el masculino, con una variable débil y decadente que se asocia-
ría a la feminidad. Se creía en la existencia de una especie de órgano sexual universal que
se representaba en forma U (derivando en masculino si estaba para afuera y en femenino
si se encontraba hacia adentro). Posteriormente apareció un nuevo régimen visual de la
sexualidad, un nuevo paradigma epistemológico, para el que los órganos genitales consti-
tuían elemento clave de la diferencia sexual.
Por lo tanto, la diferencia sexual y la diferencia entre homosexualidad y heterosexua-
lidad serían regímenes de representación de la sexualidad relativamente recientes. No es
hasta el S. XVII cuando la representación médica de la anatomía sexual produce la dife-
rencia sexual entre lo masculino y lo femenino. Del mismo modo que no es hasta finales
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del S. XIX, cuando diversos estudios asociados a la ciencia médica fijaron por primera vez
la distinción lingüística y conceptual entre homosexualidad y heterosexualidad, entre per-
versión sexual y normalidad.
Siguiendo a Foucault también podemos constatar que el “dispositivo de la sexuali-
dad” se desplegó especialmente en cuatro áreas: la sexualidad de la mujer, la sexualidad
de los niños, el control de la reproducción y las patologías sexuales. A partir de ellas van a
crearse – inventarse – figuras que serán observadas y reguladas: la mujer histérica, el niño
masturbador, la pareja legal que practica la anticoncepción, y el pervertido, generalmente
identificado con la homosexualidad.
Según Preciado, si extendemos los análisis del poder y la sexualidad de Foucault al
siglo XX, podemos señalar un punto de inflexión fundamental (otra fecha-fetiche) en tor-
no a 1953, coincidiendo con la aparición pública de Christine Jorgensen, la primera tran-
sexual mediática estadounidense. Los “sujetos sexuales” aparecen, así como una invención
moderna que comenzará a cuestionarse. A mediados del S. XX, se gesta una noción de la
sexualidad que pone en duda la relación causal entre sexo y género, esto es, que cuestiona
la idea de que el sexo es una instancia biológica predeterminada y fija que sirve como base
estable sobre la que se asienta la construcción cultural de la diferencia de género.
Ese mismo año, el psicólogo y sexólogo neozelandés, Dr. John William Money espe-
cializado en el tratamiento de niños con problemas de indeterminación de la morfología
sexual, utilizó por primera vez la noción de género (castellanización del término anglo-
sajón gender que deriva de genus, género: categoría taxonómica y gramatical. Ser, especies,
género. Etc.) para referirse a la posibilidad quirúrgica y hormonal de transformar los órga-
nos genitales durante los primeros 18 meses de vida.
Esto va a suponer un cuestionamiento absoluto, subraya Preciado “del régimen sexual
bipolar de la modernidad, de la epistemología visual sobre la que se había construido el
conocimiento de la sexualidad”. Además, es muy significativo el hecho de que el concepto
de género no apareció en el ámbito de los estudios sociológicos y humanistas, sino asocia-
do a la medicina y a las tecnologías de intervención de la sexualidad.
John Money justificaba estas intervenciones quirúrgicas en los bebés con problemas
de indeterminación sexual como el único medio para posibilitar su adaptación a la vida
familiar y a la lógica productiva y re- productiva de la sociedad. Lo llamativo es que esta
práctica (que supuso la aplicación artificial y cruel de un proceso de selección sexual de
corte darwinista) sólo comienza a ponerse en cuestión hacia finales de los años 90 cuan-
do se constituyeron las primeras asociaciones de intersexuales en los EEUU que exigían
poder acceder a sus historiales médicos y reclamaban el derecho de todo cuerpo a elegir
las transformaciones que se lleven a cabo sobre su morfología genital.
Para Preciado este hecho ilustra como los dispositivos institucionales de poder de la
modernidad (desde la medicina al sistema educativo, pasando por las instituciones jurí-
dicas o la industria cultural) han trabajado unánimemente en la construcción de un régi-
men específico de construcción de la diferencia sexual y de género. Un régimen en el que
la normalidad (lo natural) estaría representado por lo masculino y lo femenino, mientras
otras identidades sexuales – transgéneros, transexuales, discapacitados – no serían más
que la excepción, el error o el fallo, monstruoso que confirma la regla.
Las teorías queers, señala Preciado, ponen en cuestión la distinción clásica entre sexo
y género, haciendo hincapié en el hecho de que la noción de género apareció en el contex-
to del discurso médico como un término que hacía referencia a las tecnologías de inter-
vención y modificación de los órganos genitales y cuyo único objetivo era llevar a cabo un
proceso de normalización sexual.
Del mismo modo Preciado considera necesario y urgente desde un punto de vista
político repensar el auténtico sentido de la dicotomía sexo-género (presentada convencio-
nalmente como una relación natural), y entender dicha dicotomía como el resultado de
aplicar un conjunto de dispositivos políticos e ideológicos. La sexualidad no sería algo bio-
lógico, sino una construcción social, una tecnología, y sólo trascendiendo la dicotomía entre
sexo y género se puede articular un discurso y una acción política que rompa con la labor
normalizadora y mutiladora de la diferencia sexual.
Ahora bien, más allá de las sugerentes discusiones entre éstos y otros tantos posi-
cionamientos teóricos en el interior del campo académico, existe un acuerdo general en
sostener que “género” y “sexo” no son dos dimensiones excluyentes entre sí. Del mismo
modo, tampoco son productos de la determinación unívoca de la cultura y de la natura-
leza respectivamente, ni de la total libertad de elección de l*s sujetos. Es decir que, ni la
condición sexual de una persona es sólo el conjunto de rasgos anatómicos que definen su
genitalidad (más bien comporta el universo de valoraciones, prescripciones y posibilida-
des activadas simbólicamente en su entorno), ni el género es exclusivamente la condición
(masculina o femenina) impuesta más o menos coercitivamente por la sociedad y mol-
deada por la cultura. Tanto el sexo como el género pertenecen al orden de las diferencias
críticas sobre las que la cultura, la ideología y el lenguaje operan construyendo jerarquías
y organizando arbitrariamente el poder, aunque sin hegemonizarlo nunca por completo.
“…Este…bueno yo… para mí este… los momentos más lindos, más decisivos de mi vida, ha sido en
mi infancia, en mi infancia eh … tengo muchos recuerdos…eh porque bueno antes éramos libres,
yo sentía así …, yo sentía una libertad total en esas épocas, mi niñez hasta mi adolescencia […] eh
hasta el momento que yo fui a la escuela”
“[…] porque es un recuerdo que nunca voy a olvidar que siempre lo voy a recordar y que siempre
voy a llevar como experiencia … eh … en mis primeros pasos … eh … en la vida, era como un…,
como un despertar para mí porque siendo … siendo niña ingrese en la escuela … porque entré a la
escuela no teniendo mucha oportunidad en la escuela… cuando entré a la escuela era un momento
tan …, tan duro no? para mí …, porque en aquel época muy poco wichis ingresaba en la escuela
…, me acuerdo que no… no permitían los wichis en una escuela y yo ingresé en mi primer grado…
ingresé en la escuela nacional, una escuela que yo… este no vi muchos wichis ahí […]
[…] y bueno… cuando … eh … voy a mi escuela … era duro para mí … porque yo no comprendía
casi el castellano…, no entendía casi el castellano, no lo hablaba muy bien al castellano…, enton-
ces era para mí muy difícil …, para mí estar entre gente o … de de hijos que uno creía que eran
mayores… que yo me refiero en … en la pobreza en la riqueza …, entonces yo me sentía tan …, tan
humilde, tan bajo, en medio de mis compañeras …, veía mis compañeras traían todo, tenían útiles,
tenían buen vestidos, eh ….a la par de ellos yo me sentía tan … , tan chiquita …, pero yo estaba
ahí, estaba compartiendo, escuchaba la maestra enseñando ahí y yo sentía como… me burlaban mis
compañeros porque bueno yo…yo no hablaba, no preguntaba, me burlaban eh …. de una forma
muy este…. discriminada por decir así, … yo me sentía tan… tan discriminada en esos tiempos,
porque me burlaban, me decían muchas cosas, y por ahí este… pasaban y yo estaba en el primer
asiento, eh… por ahí ello me burlaban me decían cosas … que por ahí me cuesta repetir, no no lo
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quiero repetir, son palabra muy fuertes … me decían de todo, me decían de todo, me pegaban en la
cabeza, pasaban, me mechoneaban … y no hablaba … tampoco lloraba –se ríe- no hablaba …, pero
tampoco lloraba – se ríe- aunque era… duele no? porque cuando te tiran los pelos era un dolor,
pero no … no lloraba …, yo sentía una cosa, yo decía soy fuerte, entre medio de ellos yo sentía la
fuerza …, yo quería estudiar…, esa era mi decisión …, yo tome una decisión…, no mirar …, no
sentir los golpes … solo estudiar y saber […]. (N. López, comunicación personal, junio 2015)
Hemos tomado este texto para comenzar a hablar del color de la escuela en el norte
salteño. Es un intento de llamar la atención sobre la dificultad de reconocer que este color
es el de la racialización. La racialización es el efecto de los procesos de colonización que
construyen y legitiman blanquitud como un modo del ser: como un modo de ser legible,
como un modo de la normalidad, como un modo de la ciudadanía, como un modo del
“ser nacional” y del ser identitario.
De esta manera se elabora una especie de pantone (paleta de colores) en el cual la
blanquitud es el ideal de realización y a su vez de posibilidad de reconocimiento social,
legal y político. Podríamos decir que la blanquitud hace ciudadanía. O más aún hace per-
sonas o seres humanos. Rita Segato dice que las poblaciones del continente nunca dejan
de ser “casi blanc*s”. En este sentido se impone una ceguera de color y cuesta hablar de
nuestra morochez.
La blanquitud es una tecnología de subjetivización, de producción de capital-mer-
cancía o simbólico- y una matriz de legibilidad, posibilidad y existencia de los cuerpos.
Tal vez por ello l*s alumn¨*s de una escuela de Salvador Mazza, en la frontera argentina
boliviana, como relatáramos en el libro Exploraciones de Frontera (2010), frente a la pre-
gunta escolar ¿Qué son l*s aborígenes para nosotr*s? Respondieron: casi raza, cuando se
interrogó sobre el sentido de esta afirmación, aclararon: casi especie, al recordarles que
habían visitado a pueblos originarios en sus comunidades, los definieron entonces como:
casi humanos.
¿Por qué habría de sorprendernos estas afirmaciones si la institución escuela y sus
técnicas corporales suele funcionar como el lugar donde se aprende la razón colonial, se
naturaliza la racialización y en este sentido se vuelve expulsiva para quienes son la “fron-
tera del color” o de la lengua? La misma enunciación de la pregunta realizada a l*s niñ*s
dibuja un “nosotros” dentro -del que todo niñ* quiere pertenecer, “la blanquitud”- y un
“otros” l*s aborígenes fuera. De cualquier manera, la contundencia del parecido entre los
cuerpos dentro y fuera deja lugar para la elaboración de un “casi como nosotros los otros”.
Segato dice que al continente le cuesta hablar del color de la piel y de los trazos físicos de
sus mayorías, del rasgo generalizado en nuestras poblaciones y de nosotr*s mism*s.
No hay duda de que la humanidad de algunos cuerpos –y no solo indígenas- sigue
siendo cuestión de controversias, incluso para nuestros niños y niñas en proceso de esco-
larización, es que la educación pareciera ser uno de los enclaves más fuertes de la repro-
ducción del pensamiento colonial. Lo que asoma ahí es el tinte de algo tan genérico y
general como la no-blancura, lo morocho, los negros. Es el trazo de nuestra historia que
aflora y aparece como un vínculo, como un linaje históricamente constituido escrito en la
piel, una oscuridad que se adensa más en algunos paisajes, como en el norte de Argentina,
más allá de Córdoba, en Santiago del Estero, en Tucumán, Salta, Jujuy, en sus barrios y
villas de los márgenes urbanos, en las comunidades indígenas y característicamente, como
afirma Segato, el paisaje carcelario.
Toda una serie de tecnologías que implican “estar en escuela” que incluyen no sólo la
lengua, sino también la relación con esa lengua, la relación inscripta en nuestros cuerpos
con las formas de inscripción de la lengua, los códigos de clase, gestualidad y las figura-
ciones, casi diríamos fantasmáticas de lo blanco, muestran, educan en la blanquitud como
matriz reguladora de los cuerpos y las voces. La expulsión, la minorización, la especia-
lización del otro funciona como máscaras blancas sobre los rostros negros en el sentido
que Fanon explícita es el mismo en que l*s niñ*s responden: “Porque es una negación sis-
temática del otro, una irrazonable decisión de rechazar en el otro todos los atributos de
la humanidad, el colonialismo fuerza al pueblo que domina a hacerse constantemente la
pregunta, “en realidad, ¿quién soy yo?”
Las historias que nos contamos a nosotr*s mism*s y la historiografía argentina misma
insisten que hay pocos descendientes indígenas. Que no hay afrodescendientes. El relato
se ha construido al mismo tiempo que el país, podríamos decir. Pero ¿Cómo se construye
la ignominia, el rechazo, el racismo y los privilegios de la lengua y el acceso a la educa-
ción? ¿Cómo se construye lo visible? ¿El niño morocho y “amanerado” de la escuela que
preocupa a las maestras, y que hace crecer el rumor como pólvora? ¿La niña que dice me
enamoré de Paula? Tod*s ¿invisibles? ¿Minorías? La invisibilidad se construye a base de
una jerarquización y normativización del campo de lo visible, de la legitimación de algu-
nos cuerpos según la experticia en determinadas técnicas corporales, por ejemplo, el habla
de una lengua hegemónica, la codificación de una serie de supuestos culturales comunes,
de la repetición de una serie de actuaciones consideradas como normales.
El relato de Nancy López, comunicadora wichi de la radio comunitaria La Voz Indíge-
na de Tartagal e integrante del grupo de mujeres Memoria Étnica, desnuda el entramado
con que se va a encontrar cualquier educand* Y tensiona incluso hasta el deseo o la ima-
ginación: ¿Quién podrá estudiar? ¿Bajo qué parámetros, en qué lengua, con qué cuerpo?
Y por lo tanto los deseos e imaginarios políticos: ¿Quién podrá gobernar? ¿En qué len-
gua? ¿Con qué cuerpo?
En los procesos educativos se tramitan fuertes continuidades y algunas rupturas con
el orden establecido. La materialidad de los cuerpos interactúa con las condiciones mate-
riales y culturales del mundo en el que se desarrollan y que les marcan los límites de lo
“posible” y lo “deseable” en un determinado tiempo y lugar. La educación retoma enton-
ces, reforzando o poniendo en cuestión, esas atribuciones, así como mostrando cómo de
modos explícitos e implícitos los procesos educativos siempre “hablan” de diferencias cul-
turales y de sexo-género.
Si además consideramos que estamos situados en contextos coloniales es ineludible
reconocer la relación fundante entre diferencia sexual y racialización. Los cuerpos colo-
niales y sus prácticas institucionales que luego nominamos interculturalidad y género son
cuerpos racializados, es decir que los procesos, las técnicas y tecnologías de subjetiviza-
ción son parte de la historia tecnopolítica de la piel. Es decir, la piel entendida como el
órgano sobre el que el régimen soberano inscribirá los sistemas de exclusión y lo norma-
tivo, por ejemplo, el leprosario o la tortura. Y en los regímenes biopolíticos del capital
se sustentarán sistemas económicos, como a través de la máquina-mercancía que será el
esclavo. Estas figuraciones sobre la piel funcionarán como imaginarios de quién es posible
como sujeto de habla – de enunciación – y quién no. Los imaginarios racializados hege-
mónicos constituyen así la cotidianeidad en las instituciones educativas.
Comparative Cultural Studies: European and Latin American Perspectives 7: 73-89, 2019
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5. Bibliografía
Comparative Cultural Studies: European and Latin American Perspectives 7: 73-89, 2019
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