Tipos de Mente
Tipos de Mente
Tipos de Mente
Dennett, Daniel C.
Sinopsis
Universidad de Tufts
20 de diciembre de 1995
CAPÍTULO 1: ¿QUÉ TIPOS DE MENTE
EXISTEN?
Conocer la propia mente
¿PODREMOS saber alguna vez qué pasa por la mente de otra persona? ¿Puede
saber alguna vez una mujer lo que significa ser hombre? ¿Qué experimenta un
niño en el momento de nacer? ¿Qué experimenta un feto, si es que experimenta
algo, en el seno materno? ¿Y qué hay de las mentes no humanas? ¿En qué
piensan los caballos? ¿Por qué no les da asco a los buitres comerse los cadáveres
putrefactos de los que se alimentan? Cuando un pez se ve atravesado por un
anzuelo ¿le duele tanto como nos dolería a nosotros si ese mismo anzuelo nos
atravesara el labio? ¿Pueden pensar las arañas o son simplemente robots
diminutos que hacen inconscientemente sus elegantes telas? Y ya puestos, ¿por
qué no podría ser consciente un robot, si es suficientemente complejo? Hay
robots que pueden moverse y manejar cosas casi tan bien como las arañas;
¿podría un robot más complicado sentir dolor o preocupación por su futuro, del
mismo modo que una persona? ¿O hay un abismo infranqueable que separe a los
robots (y quizá a las arañas y a los insectos y a las demás criaturas «listas» pero
inconscientes) de aquellos animales que tienen mente? ¿Es posible que todos los
animales salvo los seres humanos sean en realidad robots inconscientes? Eso fue
lo que sostuvo notoriamente en el siglo XVII René Descartes. ¿Se equivocaría
de medio a medio? ¿Es posible que todos los animales, e incluso las plantas, y
hasta las bacterias, tengan mente?
O, por pasarse al extremo opuesto, ¿estamos seguros de que todos los seres
humanos tenemos mente? Por poner el caso más extremo de todos, puede que
usted sea la única mente del universo; puede que todo lo demás, incluyendo al
aparente autor de este libro, no sea más que una máquina sin mente. Esta extraña
idea se me ocurrió por primera vez cuando era pequeño, y puede que a usted se
le haya ocurrido también. Más o menos una tercera parte de mis alumnos
asegura que también ellos la concibieron y la rumiaron siendo niños. Suele
divertirles que se les enseñe que es una hipótesis filosófica tan corriente que
hasta tiene nombre: solipsismo, del latín «sólo yo». Nadie se toma el solipsismo
en serio durante demasiado tiempo, por lo que sabemos, pero sí ofrece un reto
importante: si sabemos que el solipsismo es estúpido, si sabemos que hay otras
mentes... ¿cómo lo sabemos?
¿Qué tipos de mentes hay? ¿Y cómo lo sabemos? La primera pregunta se
refiere a lo que existe: a la ontología, en lenguaje filosófico. La segunda
pregunta se refiere a nuestro conocimiento: a la epistemología. El propósito de
este libro no es responder a estas dos preguntas de una vez por todas, sino más
bien mostrar por qué estas dos preguntas han de responderse conjuntamente. Los
filósofos suelen advertimos de que no confundamos cuestiones ontológicas con
cuestiones epistemológicas. Lo que existe, dicen, es una cosa, y otra distinta es
lo que podemos conocer. Puede que haya cosas que sean absolutamente
incognoscibles para nosotros, de manera que debemos ser cuidadosos y no
considerar los límites de nuestro conocimiento como guías seguras acerca de los
límites de lo que hay. Estoy de acuerdo en que este es, generalmente, un buen
consejo, pero digo que ya conocemos lo suficiente sobre nuestras mentes como
para saber que una de las cosas que las diferencia de todo lo demás que haya en
el universo es nuestra manera de saberlo. Por ejemplo: usted sabe que tiene una
mente y que tiene un cerebro, pero ambas cosas son conocimientos de distinto
tipo. Usted sabe que tiene un cerebro de la misma manera que sabe que tiene
bazo: porque lo ha oído decir. Apostaría a que nunca se ha visto el cerebro o el
bazo, pero como los libros dicen que todos los seres humanos normales tienen
ambos, usted llega a la casi absoluta certeza de que también tiene uno de cada.
Con su mente tiene un trato más íntimo, tan íntimo que hasta podría llegar a
decir que usted es su mente. (Eso fue lo que dijo Descartes: que era una
conciencia, una res cogitans, una cosa pensante.) Un libro o un maestro podrían
decirle a usted qué es la mente, pero usted no tendría por qué creer en lo que
nadie le dijera para pensar, efectivamente, que usted tiene mente. Si alguna vez
se le ha ocurrido pensar si usted es normal y tiene una mente como la de los
demás, se dará cuenta inmediatamente de que, tal como señaló Descartes, esa
misma perplejidad sobre esta cuestión ya demuestra más allá de toda duda que
desde luego usted tiene mente.
Lo cual parece indicar que cada uno de nosotros conoce con exactitud una
mente desde dentro y que no hay dos de nosotros que conozcan la misma mente
desde dentro. Ninguna otra cosa se conoce del mismo modo. Y sin embargo,
toda esta controversia se ha planteado en función de cómo conocemos usted y
yo. Da por hecho que el solipsismo es falso. Cuanto más reflexionamos -
nosotros- acerca de esta presuposición, más inevitable parece. No es posible que
sólo haya una mente: o por lo menos, que haya sólo una mente como la nuestra.
Nosotros, los poseedores de mente, los «menteros»
Qué raro. Si este tipo cree que su camión es un compañero tan valioso que
merece entrar bajo el paraguas del «nosotros» es que debe de encontrarse muy
solo. O eso, o que su camión esté preparado de modo que sea la envidia de todos
los expertos en robótica del mundo. Por contra, «nosotros... mi perro y yo» no
nos sorprende en absoluto pero en cambio es difícil tomarse en serio un
«nosotros... mi ostra y yo». En otras palabras: tenemos la suficiente seguridad de
que los perros tienen mente y dudamos que la tengan las ostras.
La pertenencia a la clase de cosas que tienen mente proporciona una
garantía de primordial importancia: la de cierta categoría moral. Sólo a los que
poseen mente les importa, sólo a los que tienen mente puede preocuparles lo que
ocurre. Si yo le hago algo a usted que usted no quiere que yo le haga, eso tiene
una importancia moral. Importa porque le importa a usted. Puede que no importe
mucho, o que sus intereses se vean superados por todo tipo de razones o que el
hecho de que a usted le importe pueda incluso hacer que se muestre a favor de lo
que yo hago (si es que le estoy castigando a usted por una mala acción suya). En
cualquier caso, esa preocupación suya automáticamente pesa algo en la ecuación
moral. Si las flores tuvieran mente, lo que les hacemos podría importarles y no
solamente importaría a los que se preocupan por las flores. Si no hay nadie a
quien le importe, entonces no importa lo que le hagamos a las flores.
Puede haber quien disienta; habrá quien diga que las flores tienen cierta
categoría moral incluso aun sin que mente alguna sepa o se preocupe de su
existencia. Su belleza, por ejemplo, independientemente de que se aprecie o no,
es algo bueno en sí y por ello no debería destruirse a igualdad de los demás
factores. Este punto de vista no es el de quien dice que la belleza de las flores
importa a Dios, por ejemplo, o el de quien dice que podría importar a alguien
cuya presencia sea indetectable para nosotros. Se trata del punto de vista de que
la belleza importa incluso a pesar de que no haya nadie a quien le importe: ni a
las propias flores, ni a Dios, ni a nadie. Sigo sin convencerme, pero en lugar de
dejar de lado este punto de vista, hago notar que es polémico y no muy
compartido. Por contra, no hace falta alegar gran cosa para que la mayor parte de
la gente se muestre de acuerdo en que aquello que tiene mente tiene también
intereses que importan. Por eso se muestra tan preocupada la gente con la
cuestión de qué tiene mente y que no: cualquier propuesta de reajuste en las
fronteras de la clase de poseedores de mente tiene gran relevancia ética.
Podríamos equivocamos. Podríamos adjudicar mente a cosas que no la
tengan o podríamos pasar por alto una cosa con mente. Estas equivocaciones no
serían equivalentes. Pasarse en atribuir mentes («hacerse amigo» de las plantas
de nuestra casa o quedamos en vela por las noches preocupándonos por el
ordenador que duerme en nuestro escritorio) es, como mucho, un estúpido error
de credulidad. Quedarse corto al atribuir mentes (no tener en cuenta o rebajar o
negar la experiencia, el sufrimiento y la alegría, las ambiciones truncadas y los
deseos frustrados de una persona o animal que tuviera mente) sería un pecado
terrible. Porque, en definitiva: ¿Cómo se sentiría usted si se le tratara como a un
objeto inanimado? (Dése cuenta de cómo esta pregunta retórica apela a nuestra
categoría compartida como poseedores de mente.)
Lo cierto es que ambos errores podrían tener graves consecuencias morales.
Si nos pasamos en la atribución de mentes (si, por ejemplo, nos hacemos a la
idea de que como las bacterias tienen mente no podemos justificar su
eliminación) ello podría llevarnos a sacrificar el interés de muchos legítimos
portadores de intereses (nuestros amigos, nuestros animales de compañía,
nosotros mismos) por cosas que no tuvieran ninguna importancia moral genuina.
El debate acerca del aborto gira alrededor de un dilema semejante; algunos creen
que es evidente que un feto de diez semanas tiene mente, y otros piensan que es
evidente que no. Si no tiene mente, entonces queda abierto el camino para
argumentar que el feto no tiene mayores intereses que los que pueda tener,
pongamos, una pierna gangrenada o un diente cariado: y entonces se podría
destruir para salvar la vida (o sencillamente para servir a los intereses) de la
persona que tiene intereses y de la cual forma parte. Si el feto ya tiene mente,
entonces, decidamos lo que decidamos, tenemos que considerar sus intereses
conjuntamente con los de su portador temporal. En medio de estas dos
posiciones extremas se encuentra el auténtico dilema: el feto desarrollará en
seguida su propia mente si no se lo perturba, de modo que ¿cuándo empezamos a
contar sus futuros intereses? La relevancia de poseer una mente en relación con
la categoría moral resulta especialmente clara en estos casos, ya que si se sabe
que el feto en cuestión es anacefálico (que carece de cerebro) cambia la
consideración de forma drástica para la mayoría de las personas. No para todas.
(No es que intente sentar aquí estos asuntos morales, sino solamente mostrar
cómo una opinión moral común amplía nuestro interés sobre estas cuestiones
mucho más allá de nuestra curiosidad normal.)
Los dictados de la moralidad y del método científico van aquí en
direcciones opuestas. La línea ética consiste en equivocarse por exceso, para
estar a salvo. La línea científica consiste en poner la carga de la prueba en la
atribución, Como científico, por ejemplo, usted no podría limitarse a declarar
que la presencia de moléculas de glutamato (un neurotransmisor básico que sirve
para enviar señales entre las células nerviosas) equivale a la existencia de una
mente: tendría que demostrarlo sobre la base de que la «hipótesis cero» es que
esa mente no existe. (La hipótesis cero o de partida de nuestras leyes penales es
la presunción de inocencia, el ser «inocente mientras no se demuestre lo
contrario».) Entre los científicos existe un desacuerdo sustancial sobre qué
especies poseen cierto tipo de mente y qué tipo de mente es, pero incluso los
científicos que defienden con más ardor la conciencia de los animales aceptan
esta carga de la prueba... y piensan que pueden satisfacerla concibiendo y
confirmando teorías que demuestran que los animales son conscientes. Esas
teorías sin embargo todavía no se han confirmado y mientras tanto podemos
valorar la incomodidad de aquellos que en este punto de vista agnóstico, en este
«esperar a ver», ven un riesgo para la categoría moral de las criaturas de las que
ellos se muestran seguros de que son conscientes.
Imagínese que la cuestión que se nos planteara no fuera la de la mente de
las palomas o la de los murciélagos, sino la de las personas zurdas o la de las
personas pelirrojas. Nos ofendería profundamente que se nos dijera que todavía
hay que demostrar que esa categoría de seres vivientes posee lo suficiente para
entrar a formar parte de la clase privilegiada de los poseedores de mente. Hay
muchas personas que se sienten ultrajadas de manera parecida ante la exigencia
de la prueba de una mente para las especies no humanas, pero si son honradas
consigo mismas también garantizarán que ven la necesidad de semejante prueba
en el caso de la medusa, de las amebas o de las margaritas; de modo que nos
mostramos de acuerdo en el principio y en cambio nos resentimos en su
aplicación a criaturas muy parecidas a nosotros. Podemos aliviar algo sus recelos
acordando que nos pasaremos más bien por el lado de la inclusión en todas las
regulaciones hasta que los hechos queden bien establecidos; con todo, el precio
que se debe pagar por la confirmación científica de la hipótesis preferida en
cuanto a la mente de los animales es el riesgo de su contraprueba científica.
Palabras y mentes
a menos que tengamos las ideas de plato y de filete y para tener estos
conceptos necesitamos otro montón de conceptos (cuenco, fuente, vaca, carne...)
ya que este pensamiento concreto (nos) es fácilmente distinguible del
pensamiento
y creer
que el sol ha sido siempre la misma estrella, día tras día, desde
el 1 de enero de 1900, fecha en la que tomó el puesto de su predecesor
el sol actual.
Doy por sentado que nadie cree esto último pero resulta sencillo ver cuál es
la creencia y distinguirla tanto de la creencia estándar como de la siguiente,
igualmente tonta pero distinta,
x cree p
y desea q
z se pregunta si acaso r.
1. Snow is white.
2. La neige est blanche.
3. Der Schnee ist weiss.
¿A qué se refiere esta frase? ¿Es una queja en presente de indicativo sobre
el aburrimiento o es una verdad en pretérito sobre nuestros orígenes? Hay que
preguntar a la persona que ha creado la frase. Por los signos en sí mismos no hay
manera posible de decidir la respuesta. Esas marcas no tienen intencionalidad
intrínseca sean las que sean. Si poseen algún significado se debe al papel que
tienen en un sistema de representación anclado en las mentes de los que hacen la
representación.
¿Pero que puede decirse de los estados y de los actos de esas mentes? ¿Qué
es lo que les otorga intencionalidad? Una respuesta corriente es decir que esos
estados mentales y esos actos tienen significado porque ellos mismos, oh
maravilla, se componen de una especie de lenguaje, el lenguaje del pensamiento.
El mentalés. Es una respuesta inútil. Lo es no porque no pueda encontrarse con
que hay tal sistema en el funcionamiento interno del cerebro de las personas. Y
ciertamente podría haberlo, aunque un sistema semejante no sería como un
idioma natural del tipo del castellano o del francés. Es una respuesta inútil a la
pregunta planteada porque se limita a posponer la cuestión. Sea, que exista un
lenguaje del pensamiento. Y entonces ¿de dónde procede el significado de sus
términos? ¿Cómo sabemos lo que significan las frases en nuestro lenguaje del
pensamiento? Este problema se ve con mayor claridad si contrastamos la
hipótesis del lenguaje del pensamiento con la hipótesis rival y antecesora de ésta,
la teoría pictórica de las ideas. Nuestros pensamientos son como cuadros, expone
este punto de vista; tratan de lo que tratan porque, como cuadros que son, se
parecen a los objetos representados. ¿Cómo distingo mi idea de un pato de mi
idea de una vaca? ¡Dándome cuenta de que mi idea de un pato se parece a un
pato mientras que mi idea de una vaca no! Cosa que también es inútil porque
inmediatamente surge la cuestión de ¿cómo sabemos qué aspecto tiene un pato?
Y nuevamente no es que sea inútil porque no pudiera existir un sistema de
imaginería en nuestro cerebro que explotara las semejanzas gráficas entre las
imágenes internas del cerebro y las cosas representadas; es más, podría existir tal
sistema. De hecho, existe y estamos empezando a comprender cómo funciona.
Se trata de una respuesta inútil para nuestra pregunta fundamental, sin embargo,
porque se apoya en la mismísima comprensión que se supone debe explicar, y
por tanto es una respuesta circular.
La solución a este problema de nuestra intencionalidad es directa.
Acabamos de acordar que los artefactos de representación (como las
descripciones escritas y los dibujos) poseen una intencionalidad derivada en
virtud del papel que desempeñan en las actividades de sus creadores. Una lista
de la compra escrita en un trozo de papel posee únicamente la intencionalidad
derivada que obtiene de las intenciones del agente que la escribió. Pues bien ¡lo
mismo ocurre con una lista de la compra memorizada por el mismo agente! Su
intencionalidad es igual de derivada que la de la lista externa, y por las mismas
razones. De manera similar, una imagen meramente mental de nuestra madre (o
de Michelle Pfeiffer) tiene que ver con su objeto del mismo modo derivado que
el dibujo que hagamos. Es interna, no externa, pero sigue siendo un artefacto
creado por nuestro cerebro y significa lo que significa debido a su posición
concreta en la economía vigente de las actividades internas de nuestro cerebro y
en su papel de regir nuestras complejas actividades corporales en el mundo real
que nos rodea.
¿Y cómo ha llegado nuestro cerebro a tener una organización de estados tan
asombrosos con poderes tan asombrosos? Juguemos la misma baza otra vez: el
cerebro es un artefacto y obtiene la intencionalidad que tengan sus partes, sea la
que fuere, de su papel en la economía vigente de un sistema aún mayor del que
forma parte: o, dicho con otras palabras, de las intenciones de su creadora, la
madre Naturaleza (conocida también como proceso evolutivo por selección
natural).
Esta idea de que la intencionalidad de los estados cerebrales se deriva de la
intencionalidad del sistema o proceso que los ha diseñado es una idea
ciertamente extraña e inquietante en un primer momento. Podemos darnos
cuenta de sus consecuencias considerando un contexto en el cual es correcta con
seguridad: a saber, cuando nos preguntamos sobre la intencionalidad (derivada)
de los estados «cerebrales» de un robot manufacturado. Supongamos que nos
encontramos con un robot empujando un carrito de la compra en un
supermercado y que va consultando cada cierto tiempo una tira de papel con
símbolos escritos.
PARA poder ver con anticipación en el tiempo, es útil ver más allá en el espacio.
Los que fueron en un principio sistemas de monitorización internos y periféricos
evolucionaron lentamente hacia sistemas capaces de discriminación no sólo
proximal (cercana), sino distal (distante). Ahí es donde la percepción está a sus
anchas. El sentido del olor, u olfato, se apoya en que flotan en el aire llaves
precursoras para ciertas cerraduras del individuo. Las trayectorias de estos
precursores son relativamente lentas, variables e inciertas a causa de la
evaporación y la dispersión al azar; de este modo, se limita la información de la
fuente de la cual emanan. El sentido del oído depende de que las ondas sonoras
choquen con los transductores del sistema y como los caminos de las ondas del
sonido son más veloces y más regulares, la percepción puede aproximarse más a
una anticipación de la «acción a distancia». Pero las ondas de sonido pueden
desviarse y rebotar de manera tal que puede oscurecerse su origen. La visión
depende de la llegada muchísimo más rápida de fotones rebotados en las cosas
del mundo, siguiendo trayectorias absolutamente rectas, de modo que con un
sistema con un agujerito de forma adecuada (y, optativamente, con algunas
lentes), un organismo pueda obtener información instantánea de alta fidelidad
sobre los sucesos y las superficies alejados. ¿Cómo se dio esta transición de
intencionalidad, de la interna a la proximal, y de la proximal a la distal? La
evolución creó ejércitos de agentes internos especializados para recibir la
información disponible en la periferia del cuerpo. La luz que cae sobre un pino
lleva tanta información codificada como la que cae sobre una ardilla, pero ésta
está provista de millones de microagentes que buscan información,
específicamente diseñados para absorber, e incluso buscar, e interpretar dicha
información.
Los animales no son solamente herbívoros o carnívoros. Son, según el
bonito término acuñado por el psicólogo George Miller, informívoros. Y su
hambre epistémica les surge de la combinación, de exquisita organización, de las
hambres epistémicas específicas de millones de microagentes, organizados en
docenas, o en centenares, o en miles de subsistemas. Cada uno de estos
diminutos agentes puede concebirse como un sistema intencional absolutamente
mínimo, cuyo proyecto de vida es hacerse una sola pregunta una y otra y otra
vez: ¿Llega YA mi mensaje?, ¿llega YA mi mensaje? y ponerse en acción de
forma limitada pero adecuada todas las veces que la respuesta sea SÍ. Sin esa
hambre espistémica no hay percepción, ni captación. Los filósofos han intentado
a menudo analizar la percepción distinguiendo lo Dado y lo que luego hace la
mente con lo Dado. Lo Dado es, por supuesto, Captado, pero esa captación de lo
Dado no es cosa que haga un Gran Maestro Captador localizado en unos
cuarteles generales del cerebro del animal. La tarea de captar está distribuida
entre todos los captadores individualmente organizados. Los captadores no son
sólo los transductores periféricos (los bastones y los conos de la retina del ojo,
las células especializadas del epitelio de la nariz), sino también todos los
funcionarios alimentados por éstos, células y grupos de células conectados en
redes por todo el cerebro. Éstos no se alimentan de pautas luminosas o de
presión (la presión de las ondas sonoras y del tacto), sino de pautas de impulsos
neuronales; pero aparte de este cambio de dieta, representan papeles similares.
¿Cómo llegan a organizarse todos estos agentes en sistemas mayores capaces de
sustentar formas de intencionalidad cada vez más complejas? Mediante un
proceso de evolución por selección natural, desde luego, pero no mediante un
proceso único.
Quiero proponer un marco en que podamos colocar las diversas opciones de
diseño para el cerebro en el que veamos de dónde les viene su poder. Se trata de
una estructura ultrasimplificada pero la idealización es el precio que solemos
estar dispuestos a pagar para obtener una visión sinóptica. Llamo a ese marco
torre de la generación y la prueba. Cada piso de la torre que se construye otorga
mayor poder a los organismos de ese nivel para poder encontrar movimientos
cada vez mejores y encontrarlos además con mayor eficiencia.
El poder cada vez mayor de los organismos para producir futuro puede
representarse, de este modo, en una serie de pasos. Estos pasos ciertamente casi
no representan con claridad períodos transitorios definidos de la historia
evolutiva (no hay duda de que tales pasos los dieron diferentes linajes de manera
no uniforme y solapándose unos con otros), pero los distintos pisos de la torre de
la generación y la prueba marcan los avances importantes de poder cognitivo, y
una vez que veamos en esbozo algunas de las características notables de cada
piso, tendrá más sentido el resto de los pasos evolutivos.
En el principio fue la evolución darwiniana de las especies por selección
natural. Se generó ciegamente una variedad de organismos posibles, mediante
procesos de recombinación y mutación de genes más o menos arbitrarios. Se
probó a estos organismos y sólo sobrevivieron los mejores diseños. Este es el
piso bajo de la torre. Llamemos a sus habitantes criaturas darwinianas.
Figura 4.1
Figura 4.3
Uno de los medios por los cuales consiguen filtros útiles estas criaturas
popperianas es situar las opciones posibles de conducta ante el tribunal corporal
y explotar la sabiduría, por muy pasada de moda o miope que sea, acumulada en
esos tejidos. Si el cuerpo se rebela (por ejemplo, con reacciones tan típicas como
náusea, vértigo, temor o temblor) ya es un síntoma medianamente fiable (mejor
que lanzar una moneda al aire) de que el acto que se plantea puede no ser una
buena idea. Aquí se ve cómo en lugar de recablear el cerebro para eliminar tales
elecciones haciéndolas estrictamente impensables, la evolución puede
sencillamente organizar que la respuesta a cualquier pensamiento sobre ellas sea
un agobio tan fuerte como para que sea sumamente improbable que sean las
elegidas para actuar. La información del cuerpo en que se basa tal reacción
puede haberse instalado allí mediante una receta genética o debido a una reciente
experiencia individual. Cuando un bebé aprende a gatear tiene una aversión
innata a aventurarse cerca de un panel de cristal que tenga un hueco debajo, a
través del cual pueda ver un «acantilado visual». Aunque su madre le llame
desde cerca, le engatuse y le anime, el niño se echa atrás temeroso pese a no
haberse caído en su vida. La experiencia de sus antepasados le hace quedarse del
lado seguro. Cuando una rata ha comido un nuevo tipo de alimento y se le ha
inyectado una sustancia que le ha hecho vomitar, seguidamente muestra una
fuerte aversión al alimento que se parece al ingerido antes de vomitar y que
huele como él. Aquí la información que le induce a quedarse del lado seguro la
ha obtenido de su propia experiencia. Ningún filtro es perfecto (después de todo,
el panel de vidrio era seguro y el nuevo alimento de la rata no tiene nada de
tóxico) pero mejor seguro que arrepentido.
Los inteligentes experimentos de psicólogos y etólogos parecen indicar
algunas otras formas en las que los animales pueden probar «de cabeza» las
acciones recogiendo así un beneficio popperiano. En los años treinta y cuarenta
los conductistas demostraron una y otra vez que sus animales experimentales
eran capaces de «aprendizaje latente» sobre el mundo, un aprendizaje que no
estaba específicamente recompensado por ningún refuerzo detectable. (Este
ejercicio suyo de autorrefutación es en sí un ejemplo notabilísimo de otra
cuestión popperiana: que la ciencia progresa sólo cuando presenta hipótesis
refutables.) Cuando a las ratas se las permitía explorar un laberinto en el que no
había ni comida ni ninguna otra recompensa, terminaban por aprenderse el
camino en el transcurso normal de los acontecimientos; si luego se les colocaba
en el laberinto algo que ellas tenían por valioso, las ratas que antes se habían
aprendido el camino en incursiones anteriores lo encontraban más rápidamente
(cosa nada sorprendente) que las ratas del grupo de control que veían el laberinto
por primera vez. Puede parecer un descubrimiento insignificante. ¿Es que no
siempre ha sido evidente que las ratas eran suficientemente listas como para
aprender por dónde tenían que ir? Pues sí y no. Puede haber parecido evidente
pero este es el tipo de prueba (la prueba contrastada sobre la hipótesis cero) que
debe realizarse si tenemos que estar seguros de lo inteligentes que son las
diversas especies y en qué medida poseen mente. Como ya veremos, otros
experimentos con animales demuestran tendencias sorprendentemente estúpidas:
lagunas casi increíbles en el conocimiento que los animales tienen de su propio
entorno.
Valerosamente, los conductistas intentaron acomodar el aprendizaje latente
en sus modelos ABC. Uno de sus recursos más contundentes era postular un
«impulso de curiosidad» que se satisfacía (se «reducía» según decían ellos)
mediante la exploración. Después de todo, allí había un refuerzo funcionando en
todos esos medios sin refuerzo. Oh maravilla, todo entorno, por el simple hecho
de ser un entorno en el que hay cosas que aprender, está lleno de estímulos de
refuerzo. Como intento para salvar el conductismo ortodoxo era manifiestamente
vacuo pero eso no quiere decir que sea una idea inútil en otros contextos;
reconoce el hecho de que la curiosidad (hambre epistémica) debe mover
cualquier sistema de aprendizaje poderoso.
Nosotros, los seres humanos, somos condicionables mediante aprendizaje
ABC de modo que somos criaturas skinnerianas, pero no sólo somos criaturas
skinnerianas. También disfrutamos de los beneficios de un montaje heredado
genéticamente, de manera que también somos criaturas darwinianas. Pero somos
más. Somos criaturas popperianas. ¿Qué otros animales son criaturas
popperianas y cuáles son meramente skinnerianas? Los pichones eran los
animales experimentales preferidos de Skinner, y él y sus seguidores
desarrollaron la tecnología del condicionamiento operante hasta un grado
sumamente sofisticado, consiguiendo que los pichones exhibieran conductas
notablemente extravagantes y complejas. Cosa muy notable, los skinnerianos no
han conseguido demostrar nunca que los pichones no fueran criaturas
popperianas, y la investigación en un montón de especies distintas, desde pulpos
hasta mamíferos, pasando por peces, parece indicar con mucha fuerza que si
existen criaturas puramente skinnerianas, capaces de aprender sólo a base de
aprendizaje ciego de ensayo y error, habrán de encontrarse entre los
invertebrados sencillos. La gran babosa marina (o liebre marina) Aplysia
californica ha reemplazado más o menos al pichón como foco de atención entre
aquellos que estudian los mecanismos del condicionamiento sencillo.
Por tanto no diferimos de las demás especies en que seamos criaturas
popperianas. Lejos de ello, mamíferos y pájaros, reptiles, anfibios, peces e
incluso muchos invertebrados exhiben la capacidad de utilizar la información
general que obtienen de sus entornos para entresacar sus opciones de conducta
antes de ponerse en marcha. ¿Cómo se incorpora a sus cerebros la nueva
información del entorno exterior? Evidentemente por la percepción. El entorno
contiene una mezcolanza de riquezas, mucha más información de la que incluso
un ángel cognitivo podría usar. Los mecanismos perceptivos diseñados para
pasar por alto la mayor parte del flujo de estímulos se concentran en la
información de mayor utilidad y más fiable. ¿Y cómo se las arregla la
información reunida para ejercer su efecto selectivo cuando se «consideran» las
opciones, ayudando al animal a diseñar interacciones todavía más efectivas con
su mundo? Sin duda existe una variedad de métodos y de mecanismos
diferentes, pero entre ellos se encuentran aquellos que utilizan el cuerpo como
caja de resonancia.
La búsqueda de la sentiencia: informe de avances
UNA vez que llegamos a las criaturas popperianas (criaturas cuyos cerebros
tienen la capacidad de estar dotados, internamente, de habilidad preselectiva)...
¿qué viene después? Sin duda que muchas cosas diferentes, pero vamos a
concentramos en una innovación concreta cuyos poderes podamos ver
claramente. Entre los sucesores de las criaturas popperianas se encuentran
aquellos cuyos entornos internos reciben la información mediante las partes
diseñadas del entorno externo. Una de las ideas fundamentales más penetrantes
de Darwin fue que el diseño es costoso pero que la copia de los diseños es
barata; es decir, que hacer un diseño nuevo es muy difícil pero que rediseñar los
diseños antiguos es relativamente sencillo. Pocos de nosotros podríamos
reinventar la rueda, pero no tenemos que reinventarla ya que hemos adquirido el
diseño de la rueda (y otros muchos) de la cultura en la que hemos crecido.
Podemos llamar criaturas gregorianas a este sub-sub-subconjunto de criaturas
darwinianas, habida cuenta de que tengo para mí que el psicólogo británico
Richard Gregory es el más preeminente teórico del papel de la información (o,
más exactamente, lo que Gregory llama inteligencia potencial) para la invención
de movimientos inteligentes (lo que Gregory llama inteligencia cinética).
Gregory observa que unas tijeras, como artefacto bien diseñado, no son sólo el
resultado de una inteligencia, sino de un ser dotado de inteligencia (inteligencia
potencial externa) en su sentido recto y muy intuitivo: cuando le damos a alguien
unas tijeras aumentamos su potencial de llegar a realizar movimientos
inteligentes con mayor seguridad y más rápidamente (1981, págs. 311 y sigs.).
Los antropólogos admitieron hace tiempo que la aparición del uso de
herramientas se produjo al tiempo que se daba un aumento importante de la
inteligencia. Los chimpancés de la selva capturan termitas metiendo unas cañas
burdamente preparadas por los termiteros, sacándolas rápidamente llenas de
termitas que luego cogen pasándose la caña por la boca. Este hecho se vuelve
aún más significativo cuando averiguamos que no todos los chimpancés han
dado con este truco; en algunas «culturas» de los chimpancés las termitas son
una fuente de alimento inexplotada. Lo cual nos recuerda que el uso de
herramientas es una señal de inteligencia de ida y vuelta: no sólo requiere
inteligencia reconocer y mantener una herramienta (y más aún fabricarla), sino
que una herramienta confiere inteligencia a aquellos suficientemente afortunados
a los que se les ha dado una. Cuanto mejor diseñada esté la herramienta (cuanta
más información suponga su fabricación) mayor inteligencia potencial confiere a
su usuario. Y, nos recuerda Gregory, entre las herramientas más destacadas están
aquellas que él denomina herramientas mentales: las palabras.
Figura 4.4
El mundo de un ser tan simple está graduado desde la luz hasta la oscuridad
pasando por diversos grados de penumbra que recorren todo el gradiente. Este
ser no sabe, ni necesita saber, nada más. El reconocimiento de la luz es casi
gratuito: lo que pone en marcha al transductor es luz y al sistema le da igual si se
trata de la misma luz que vuelve una y otra vez o se trata de una luz nueva.
Ecológicamente, en un mundo de dos lunas sí habría diferencia en seguir una u
otra: el reconocimiento de la luna sería un problema añadido que requeriría una
solución. En un mundo semejante la mera fototaxia no sería suficiente. En
nuestro mundo, la luna no es el tipo de objeto que una criatura tiene que saber
reidentificar; con la madre suele ocurrir muchas veces justamente lo contrario.
La mamataxia (el dirigirse hacia la madre) es un talento mucho más
complejo. Si mamá emitiera una luz brillante podría valer con la fototaxia pero
no valdría si hubiera otras madres en las proximidades que usaran el mismo
sistema. Si mamá emitiera entonces un tono concreto de luz azul, diferente de la
luz que emiten todas las demás madres, entonces obtendríamos un buen
resultado colocando a cada uno de nuestros fototransductores un filtro que sólo
dejara pasar la luz azul. La naturaleza suele apoyarse en un principio similar
pero utilizando un medio que usa la energía más eficientemente. Mamá emite un
olor característico, distinguible de todos los demás olores (de las proximidades).
Entonces se consigue la mamataxia (la reidentificación de la madre y la
aproximación a ella) mediante la olfatotransducción u olfacción. La intensidad
de los olores es función de la concentración de las llaves moleculares al
difundirse en el medio circundante, el aire o el agua. Por tanto, un transductor
puede ser la cerradura de forma apropiada y puede seguir el gradiente de
concentración utilizando un dispositivo del tipo del vehículo de Braitenberg.
Estas firmas olfativas son antiguas y poderosas. En nuestra especie se han visto
sepultadas por miles de mecanismos distintos pero su situación en los cimientos
sigue siendo discernible. A pesar de nuestra complejidad, los olores siguen
conmoviéndonos sin que sepamos cómo o por qué, como describió en un texto
ya famoso Marcel Proust.4
La tecnología honra el mismo principio de diseño en otro medio más: el
RIPE (Radiobaliza indicadora de posición de emergencia) [en inglés, EPIRB,
Emergency Position Indicating Radio Beacon] un transmisor de radio autónomo
y a pilas que repite una y otra vez una señal concreta en una frecuencia
determinada. Se puede comprar en una tienda de efectos marineros y llevárselo
uno en el barco. Si nos vemos en un apuro, lo encendemos. Inmediatamente un
sistema mundial de rastreo capta nuestra señal RIPE e indica su posición con un
punto luminoso en un mapa electrónico. Busca asimismo esa señal concreta en
su enorme lista de señales y a partir de ella identifica nuestro barco. La
identificación simplifica muchísimo la búsqueda y el rescate porque supone una
redundancia: la baliza pueden rastrearla ciegamente los receptores de radio
(transductores) pero conforme los rescatadores se van acercando, les ayuda saber
si tienen que buscar (con la vista) un bou pesquero de color negro, un velero
pequeño de color verde oscuro o una balsa de goma de color naranja brillante.
Pueden añadirse otros sistemas sensoriales para hacer que la aproximación final
sea más rápida y menos vulnerable a una interrupción (por ejemplo, por si se
acabaran las pilas del RIPE). En los animales, el rastreo del olor no es el único
medio de la mamataxia. También se depende de las señales o firmas visuales y
auditivas como ha demostrado notablemente el etólogo Konrad Lorenz con sus
estudios pioneros sobre las «improntas» de los gansos y patos jóvenes. Los
polluelos que no reciben su impronta al poco de nacer con una firma o señal
adecuada de su madre, se fijarán en la primera cosa grande que se mueva y pase
por su lado y de ahí en adelante la considerarán su madre.
Las balizas (con sus complementos sensores) son buenas soluciones de
diseño cuando un agente debe rastrear (reconocer, volver a identificar) a un ente
concreto (normalmente otro agente, como mamá) durante largo tiempo. Se
instala anticipadamente la baliza en el objetivo y adelante. (Manifestación
reciente de esto son las balizas antirrobo que se instalan ocultas en los coches y
se activan a distancia cuando nos han robado el coche.) Pero como es normal,
todo tiene su coste. Uno de los más evidentes es que amigos y enemigos pueden
utilizar por igual la maquinaria de rastreo para acercarse al objetivo. Por
ejemplo, es muy corriente que los predadores estén sintonizados con los mismos
canales olfativos y auditivos que las crías que intentan no perder el contacto con
mamá.
Olores y sonidos se emiten en cierto ámbito que no queda fácilmente bajo
control del emisor. Un modo de conseguir una baliza más selectiva y de baja
energía sería colocarle a mamá un punto azul concreto (un pigmento de
cualquier tipo) y que la luz del sol creara en ese punto una baliza visible
solamente para ciertos sectores del mundo y que desapareciera sencillamente
cuando mamá se metiera en la sombra. La camada podría seguir el punto azul
siempre que fuera visible. Pero este dispositivo exige una inversión en
maquinaria fotosensible compleja: un ojo sencillo, por ejemplo, y no
simplemente un par de fotocélulas.
La capacidad de mantenerse en estrecho y fiable contacto con alguna cosa
concreta y ecológicamente muy importante (como, por ejemplo, mamá) no exige
la capacidad de concebir esa cosa como una entidad concreta y duradera que va
y viene. Como acabamos de ver, se puede conseguir una mamataxia fiable con
unos pocos trucos. Normalmente el talento es vigoroso en los entornos sencillos
pero a una criatura armada con un sistema tan simple se la «engaña» con
facilidad y cuando esto ocurre se precipita hacia su desgracia sin darse cuenta de
su estupidez. No hace falta que el sistema monitorice su propio éxito o
reflexione sobre las condiciones bajo las cuales tiene éxito o fracasa; ese es un
añadido posterior (y más costoso).
El rastreo en colaboración (en el cual el objetivo proporciona una baliza
cómoda simplificando así la tarea del rastreador) es un paso en el camino hacia
el rastreo competitivo, en el cual el objetivo no sólo no proporciona una baliza
de firma única, sino que intenta ocultarse activamente, hacerse irrastreable. Este
movimiento para no ser presa se ve contrarrestado por los sistemas de rastreo
general de los predadores, que lo rastrean todo, diseñados para hacer de aspectos
cualesquiera que revele un objeto digno de ser rastreado una especie de baliza
privada y provisional: una «imagen de búsqueda» creada para el momento por
un conjunto de detectores de rasgos del predador y que se utilizan para
correlacionar, a cada instante, la firma del blanco, para revisar y poner al día esa
imagen de búsqueda conforme cambia el blanco y siempre con el objetivo de
mantener en la retícula el objeto elegido.
Es importante admitir que esta variedad de rastreos no requiere una
categorización del blanco. Pensemos en un ojo primitivo, consistente en un
dispositivo de unos pocos centenares de fotocélulas que transducen un dibujo
cambiante de puntos luminosos y que a su vez se activan siempre que reciben luz
reflejada por algo. Un sistema así podría enviar fácilmente un mensaje de este
estilo: «X, ese lo que sea que es responsable de la investigación en curso con el
grupo de puntos luminosos, acaba de moverse hacia la derecha.» (No es que
tuviera que enviar el mensaje con tantas palabras: no harían falta en absoluto las
palabras, ni símbolos, en el sistema.) De modo que la única identificación que
produce este sistema consiste en una especie de identificación continuada
degenerada o mínima, instante tras instante, de aquello que se rastrea. Incluso
aquí hay cierta tolerancia para el cambio y la sustitución. Un grupo de puntos
luminosos que cambiara gradualmente y que se moviera sobre un fondo más o
menos estático puede cambiar su forma y su carácter interno radicalmente y
seguir siendo rastreable siempre que no cambie con demasiada brusquedad. (El
fenómeno phi, en el cual el sistema visual interpreta involuntariamente las
secuencias de luz destellante, como la trayectoria de un objeto en movimiento, es
una manifestación vívida de este circuito que llevamos incorporado a nuestros
propios sistemas de visión.)
¿Qué ocurre cuando ese X se mete temporalmente detrás de un árbol? La
solución más obvia es mantener intacta su imagen más reciente y luego echar un
vistazo alrededor, al azar, con la esperanza de encajar otra vez esta baliza cuando
aparezca, si es que aparece. Se pueden aumentar las probabilidades apuntando la
imagen de búsqueda hacia el lugar más probable de reaparición de la baliza
provisional. Y se puede conseguir una idea algo mejor que la puramente
azarística del lugar más probable de reaparición teniendo en cuenta la trayectoria
anterior de la baliza y trazando su continuación futura en línea recta. Lo cual nos
proporciona ejemplos de producción de futuro en una de sus formas más
antiguas y ubicuas, dándonos asimismo un caso claro de la flecha de
intencionalidad apuntada hacia un blanco inexistente pero razonablemente
esperable.
Esta capacidad de «mantenerse en contacto con» otro objeto (si es posible,
tocándolo y manipulándolo literalmente) es el prerrequisito de la percepción de
alta calidad. El reconocimiento visual de una persona o de un objeto concretos,
por ejemplo, es casi imposible si la imagen del objeto no se mantiene centrada
en la fóvea de alta resolución del ojo durante un tiempo apreciablemente largo.
Los microagentes con hambre epistémica necesitan tiempo para alimentarse y
organizarse. De tal manera que es una condición previa para desarrollar una
descripción que identifique el objeto la capacidad de mantener ese foco de
información acerca de una cosa concreta (de aquello, sea lo que fuere, que esté
rastreando).5
La manera de maximizar la probabilidad de mantener o de recobrar el
contacto con la entidad rastreada es confiar en múltiples sistemas
independientes, todos ellos falibles pero solapándose en sus competencias.
Cuando falla un sistema hay otros que lo relevan y el resultado tiende a ser un
rastreo suave y continuo compuesto de elementos que funcionan
intermitentemente.
¿Cómo están vinculados unos a otros estos sistemas múltiples? Hay muchas
posibilidades. Si tenemos dos sistemas sensoriales, podemos unirlos mediante
una compuerta Y: los dos tienen que ponerse en marcha simultáneamente con la
información para que el agente responda positivamente. (Una compuerta Y
puede construirse en cualquier medio: no es un objeto, sino un principio
organizativo. Son las dos llaves que han de abrirse para abrir una caja fuerte, o
para disparar un misil nuclear: van unidas por una compuerta Y. Cuando
enganchamos la manguera del jardín a un grifo por un lado y a una lanza de
apertura regulable en el otro, esas dos válvulas van unidas por una compuerta Y:
ambas han de estar abiertas para que salga el agua.) Como alternativa, se pueden
unir dos sistemas mediante una compuerta O: o uno de los dos, o A o B, o los
dos al mismo tiempo, provocan una respuesta positiva del agente. Las
compuertas O se usan para proporcionar un respaldo o para reservar subsistemas
dentro de un sistema mayor: si falla una unidad, la actividad de la unidad de
reserva es suficiente para mantener el sistema en funcionamiento. Los aviones de
dos motores los llevan unidos mediante una compuerta O: lo ideal puede ser que
funcionen ambos, pero en caso de necesidad basta con uno.
Conforme se van añadiendo más sistemas se perfilan maneras intermedias
de unirlos. Por ejemplo, se pueden unir de manera que SI un sistema A está
ACTIVADO, entonces si cualquiera de B o C está ACTIVADO, el sistema
responda positivamente; en otros casos ambos sistemas, B y C, deben estar
activados para producir una respuesta positiva. (Lo cual equivale a una regla de
mayoría que rigiera los tres sistemas; si la mayoría, una mayoría cualquiera, está
ACTIVADA, el sistema responderá positivamente.) Todas las maneras posibles
de unir sistemas con compuertas Y y con compuertas O (y con compuertas NO
que sencillamente invierten la respuesta de un sistema, cambiando ACTIVADO
por DESACTIVADO, y viceversa) se denominan funciones booleanas de esos
sistemas, ya que el sistema puede describirse muy precisamente basándose en los
operadores lógicos Y, O y NO, que formalizó por primera vez el matemático
inglés del siglo XIX George Boole. Pero también hay maneras no booleanas de
que los sistemas entremezclen sus efectos. En lugar de llevar a todos los
contribuyentes a una central del voto y otorgarle a cada uno de ellos un único
voto (SI o NO, ACTIVADO o DESACTIVADO) y canalizar a partir de ahí su
contribución a la conducta general hasta un punto único de decisión vulnerable
(el efecto sumado de todas las conexiones booleanas) podríamos permitirles que
mantuvieran sus conexiones independientes y continuamente variables con la
conducta y que el mundo extrajera una conducta como resultado de toda su
actividad. El vehículo de Valentino Braitenberg, con sus dos fototransductores
cruzados, es un ejemplo absolutamente simple de ello. La «decisión» de girar a
la izquierda o a la derecha surge de la fuerza relativa de las contribuciones de los
dos sistemas transductor-motor, pero el efecto no puede representarse de manera
eficiente y útil como función booleana de los respectivos «argumentos» aducidos
por los transductores. (En principio, el comportamiento basado en entradas y
salidas de un sistema tal puede aproximarse mediante una función booleana de
sus componentes si se analiza adecuadamente, pero semejante hazaña analítica
puede fracasar en revelar lo que es importante en esas relaciones. Por ejemplo,
considerar el tiempo atmosférico como un sistema booleano es, en principio,
posible, pero eso no permite trabajar con el sistema ni obtener información de
él.)
Instalando docenas o centenares o miles de circuitos semejantes en un único
organismo, pueden controlarse fiablemente las complejas actividades que
protegen la vida, todo ello sin que ocurra nada en el interior del organismo que
se parezca a tener pensamientos concretos. Se dan muchas decisiones del tipo
como si: como si reconociera, como si jugara al escondite. También muchísimas
maneras de que un organismo así equipado pueda «cometer errores», pero esos
errores nunca equivalen a formular la representación de una proposición falsa y
creer a continuación que es verdadera.
¿Qué versatilidad puede tener semejante arquitectura? Resulta difícil de
decir. Los investigadores han diseñado y probado recientemente sistemas
artificiales de control que producen muchas de las llamativas pautas de conducta
que observamos en formas de vida relativamente sencillas, como en insectos y
en otros vertebrados; de manera que es tentador creer que todas las asombrosas
conductas complejas de esas criaturas puedan estar orquestadas mediante una
arquitectura como esta, incluso aunque no sepamos todavía diseñar un sistema
de tal complejidad. Después de todo, puede que el cerebro de un insecto no tenga
más que unos cientos de neuronas y pensemos sin embargo en las complejísimas
relaciones con el mundo que puede supervisar una disposición de células
semejante. El biólogo evolucionista Robert Trivers indica, por ejemplo:
No hace falta ser un científico espacial para darse cuenta de que una de las
dos tiene que ser verdad, aunque ni Tom ni nadie más en la historia del mundo,
del pasado o del futuro, sepa decir cuál. Esta capacidad que nosotros poseemos
de montar hipótesis sobre la identidad, e incluso de comprobar dichas hipótesis
en la mayoría de las circunstancias, es bastante ajena a todas las demás criaturas.
Las prácticas y proyectos de muchas criaturas les exigen rastrear y reidentificar
individuos (sus madres, sus parejas, sus presas, sus superiores y sus
subordinados en el grupo) pero no hay prueba que parezca indicar que se den
cuenta de que cuando hacen eso, es eso lo que están haciendo. Su
intencionalidad nunca llega al punto de la concreción metafísica a la que puede
elevarse la nuestra.
¿Cómo lo conseguimos nosotros? No hace falta ser un científico espacial
para tener semejantes pensamientos, pero lo que sí hace falta es una criatura
gregoriana que entre sus herramientas mentales cuente con el lenguaje. Pero para
poder utilizar el lenguaje tenemos que estar equipados con los talentos que nos
permitan extraer estas herramientas mentales del medio (social) en que residen.
CAPÍTULO 5: LA CREACIÓN DEL
PENSAMIENTO
Psicólogos naturales que no piensan
Charles-Maurice de Talleyrand.
Hay muchos animales que se ocultan pero que no piensan que se están
ocultando. Muchos animales se juntan en manadas pero no piensan que se están
reuniendo en manadas. Muchos animales cazan pero no piensan que están
cazando. Todos ellos son beneficiarios de sistemas nerviosos que se ocupan de
los controles de esos comportamientos inteligentes y apropiados sin calentarle la
cabeza al sujeto con pensamientos, o con algo que discutiblemente se parezca a
los pensamientos que pensamos los pensantes. Cazar y comer, ocultarse y huir,
reunirse en manada y dispersarse son actos que parecen estar todos al alcance de
esos mecanismos no pensantes. Pero ¿hay conductas inteligentes que deban
verse acompañadas, precedidas o controladas por pensamientos inteligentes?
Si la estrategia de adoptar el enfoque intencional es una bendición tan
grande como he pretendido, entonces un lugar evidente para buscar un avance en
las mentes animales es el de los sistemas intencionales que en sí son capaces de
adoptar el enfoque intencional hacia otros (y hacia sí mismos). Deberíamos
buscar comportamientos que sean sensibles a las diferencias en los (hipotéticos)
pensamientos de otros animales. Hay una antigua broma entre los conductistas
que dice que no creen en las creencias, piensan que nada puede pensar y que, en
su opinión, nadie tiene opiniones. ¿Qué animales se consideran conductistas,
incapaces incluso de plantear hipótesis sobre las mentes de los demás? ¿Qué
animales se ven obligados, o a qué animales se les permite, sacar una titulación
más alta? Parece ser algo paradójico un agente no pensante preocupado con el
descubrimiento y la manipulación de los pensamientos de otros agentes, de
manera que quizá aquí podamos encontrar un nivel de complejidad que obligue
al pensamiento a evolucionar.
¿Podría el pensamiento lanzarse a sí mismo a la existencia tirándose de sus
propias orejas? (Si usted va a pensar cómo pienso, yo voy a tener que empezar a
pensar cómo piensa usted para estar a la par... una especie de carrera
armamentista de reflexiones.) Muchos teóricos han pensado que hay alguna
versión de esta carrera armamentista que explica la evolución de la inteligencia
superior. En un escrito influyente («Nature's Psychologists» [«Psicólogos de la
naturaleza»], 1978), el psicólogo Nicholas Humphrey argüía que el desarrollo de
la conciencia de uno mismo era una estratagema para desarrollar y experimentar
hipótesis sobre lo que pasaba por las mentes de otros. La idea es que la
capacidad de hacer sensible nuestra propia conducta a la manera de pensar de
otro agente (además de hacernos capaces de manipularla) nos dotaría
automáticamente de capacidad de sensibilizar nuestra conducta a nuestro propio
pensar. Cosa que podría ser o bien, como sugiere Humphrey, porque se utiliza la
conciencia de uno mismo como fuente de hipótesis sobre las conciencias de los
demás, o bien porque cuando se adquiere la costumbre de adoptar el enfoque
intencional hacia los demás, se cae en la cuenta de que resulta útil someterse uno
mismo a ese tratamiento. O porque mediante cierta combinación de estas
razones, la costumbre de adoptar el enfoque intencional podría ampliarse para
abarcar tanto la interpretación de los demás como la interpretación de uno
mismo.
En un ensayo titulado «Conditions of Personhood» [«Condiciones para ser
persona»], 1976, argüí que una clave importante para convertirse en persona fue
el paso de un sistema intencional de primer orden a un sistema intencional de
segundo orden. Un sistema intencional de primer orden tiene creencias y deseos
relacionados con muchas cosas, pero no relacionados con las creencias y los
deseos. Un sistema intencional de segundo orden tiene creencias y deseos
relacionados con creencias y deseos, propios o ajenos. Un sistema intencional de
tercer orden sería capaz de proezas tales como querer que otro crea que quiere
algo, mientras que un sistema intencional de cuarto orden podría creer que otro
quiere que crea que (el primero) quiere algo, y así sucesivamente. Yo sostenía
que el gran paso fue el del primer al segundo orden; los órdenes superiores son
sólo cuestión de qué cantidad de cosas puede retener un agente en su cabeza en
un momento dado, cosa que varía con las circunstancias incluso para un mismo
agente. A veces los órdenes superiores son tan sencillos que son involuntarios.
¿Por qué ese tipo de la película hace tantos esfuerzos para no sonreír? En su
contexto es deliciosamente evidente: su esfuerzo nos muestra que él ve que ella
no se da cuenta de que él ya sabe que ella quiere que él la saque a bailar y que
¡él quiere que las cosas sigan así! Otras veces, algunas repeticiones más sencillas
pueden dejarnos perplejos. ¿Está usted seguro de que yo quiero que usted crea
que yo quiero hacerle creer lo que estoy diciendo?
Pero si como otros autores y yo hemos argumentado, la intencionalidad de
orden superior es un avance importante en los tipos de mente, la línea divisoria
que buscamos entre la inteligencia que piensa y la que no, no está tan clara.
Algunos de los ejemplos mejor estudiados de una intencionalidad (aparente) de
orden superior entre criaturas no humanas parecen seguir quedando en el campo
de la destreza irreflexiva. Consideremos la «maniobra de distracción», esa
conducta bien conocida de los pájaros que anidan a baja altura y que, al
acercarse al nido un predador, se apartan subrepticiamente de sus vulnerables
huevos o polluelos y de la manera más ostentosa fingen tener un ala rota,
aleteando, cayéndose y chillando del modo más patético. Esta conducta atrae
generalmente al predador alejándolo del nido en una caza estúpida en la cual casi
nunca termina por capturar el alimento «fácil» que se le ofrece. El fundamento
latente en este comportamiento está claro y siguiendo la útil práctica de Richard
Dawkins en su libro de 1976, El gen egoísta, podemos darle la forma de un
imaginario soliloquio:
[Si ves x, haz A] y [si ves y, haz B] y [si ves z, haz C],...
Figura 5.2
Este es un caso de lo más simple que pueda imaginarse de una táctica que
incluye, en el extremo complejo del espectro, dibujos de diagramas y
construcción de modelos. Por ejemplo, ¿por qué dibujamos diagramas... en una
pizarra o (en otras épocas) en el suelo de una caverna con un palo afilado? Lo
hacemos porque volviendo a representar la información en otro formato, la
hacemos presentable para una u otra aptitud perceptiva con un propósito
determinado.
Las criaturas popperianas (y su subvariedad, las criaturas gregorianas)
viven en un entorno que puede ser aproximadamente dividido en dos partes: la
«externa» y la «interna». Los habitantes del entorno «interno» no se distinguen
tanto por el lado de la piel en el que se encuentran (como B. F. Skinner ha
señalado [1964, pág. 84] «La piel no es tan importante como frontera») como
por el hecho de ser o no portátiles, y por ello casi omnipresentes, y por ello
relativamente más controlables y más conocidos, y por ello con mayores
probabilidades de ser escogidos para beneficio del agente. (Como ya hemos
señalado en el capítulo 2, la lista de la compra en la tira de papel consigue su
significado exactamente de la misma forma que una lista de la compra
memorizada en el cerebro.) El entorno «externo» cambia de maneras que a veces
son muy difíciles de rastrear y, en general, está geográficamente fuera de la
criatura. (Los límites de la geografía para trazar esta distinción nunca están
mejor ilustrados que en el caso de los antígenos, malignos invasores del exterior,
y de los anticuerpos, leales defensores del interior, los cuales se mezclan con
fuerzas amigas [como las bacterias de nuestros intestinos, sin cuya participación
moriríamos] y con mirones insignificantes, formando multitudes de agentes
microbianos que pueblan nuestro espacio corporal.) El conocimiento portátil
sobre el mundo de una criatura popperiana tiene que abarcar una pizca de
conocimiento (un saber cómo) sobre esa parte omnipresente del mundo que es
ella misma. Por supuesto que tiene que saber cuáles son sus miembros y qué
boca hay que alimentar pero también tiene que saber por dónde anda, y saberlo
en su cerebro, hasta cierto punto. ¿Y cómo lo consigue? Utilizando los mismos
métodos de toda la vida: ¡situando marcas y etiquetas donde quiera que le resulte
práctico! Entre los recursos que un agente tiene que manejar contra el reloj se
encuentran los recursos de su propio sistema nervioso. No hace falta que este
conocimiento de sí mismo esté representado explícitamente, como no hace
ninguna falta que la sabiduría de una criatura no pensante esté representada
explícitamente. Puede tratarse de un mero saber cómo hacer las cosas encarnado
en ella, pero es un saber crucial sobre cómo manipular esa parte del mundo
curiosamente dócil y relativamente permanente que es uno mismo.
Lo que deseamos es que tales refinamientos de nuestros recursos internos
nos simplifiquen la vida de manera que podamos hacer las cosas mejor y más
deprisa (el tiempo siempre es precioso) con nuestro repertorio disponible de
talentos. Una vez más, no sirve de nada crear un símbolo interno como
herramienta para utilizar en el control de uno mismo si cuando «nos llama la
atención» no podemos recordar para qué lo hemos creado. La manipulabilidad
de cualquier sistema de señaladores, marcas, etiquetas, símbolos y demás
recordatorios depende de la robustez subyacente de las habilidades espontáneas
de rastreo y de reidentificación, que nos proporcionan con distintos caminos,
redundantes y multimodales, de acceso a nuestras herramientas. Las técnicas de
manejo de recursos con las que hemos nacido no hacen distinciones entre las
cosas exteriores e interiores. En las criaturas gregorianas como nosotros, las
representaciones de rasgos y objetos del mundo (externo o interno) se convierten
en objetos por derecho propio: cosas que se pueden manipular, rastrear, mover,
atesorar, alinear, estudiar, volver del revés y, además, ajustar y explotar.
En su libro Sobre la fotografía, de 1982, la crítica literaria Susan Sontag
señala que la llegada de la fotografía de alta velocidad fue un revolucionario
avance tecnológico para la ciencia porque, por primera vez, permitió a los seres
humanos examinar los complicados fenómenos temporales no en tiempo real,
sino en su propio tiempo, a su ritmo... a placer, metódicamente, analizando,
volviendo una y otra vez a los rastros creados por esos complicados sucesos.
Como se ha indicado en el capítulo 3 nuestras mentes naturales están preparadas
para afrontar los cambios que se den solamente a ritmos determinados. Los
sucesos que se den a mayor o a menor velocidad son sencillamente invisibles
para nosotros. La fotografía fue un avance tecnológico que llevaba en su estela
un inmenso empujón de poder cognitivo al permitirnos volver a representamos
los sucesos del mundo que nos interesaban en un formato, y a un ritmo, que
estaba hecho a la medida de nuestros sentidos concretos.
Antes de que hubiera cámaras y películas de alta velocidad, existían
muchos dispositivos de registro y observación que permitían al científico extraer
datos con precisión del mundo para un tranquilo análisis posterior. Los
exquisitos diagramas e ilustraciones de diversos siglos de ciencia son el
testimonio del poder de estos métodos; pero en una cámara fotográfica hay algo
especial: es «estúpida». Para poder «capturar» los datos representados en sus
fotografías, no tiene que entender a su objeto como debe comprenderlo un artista
o un dibujante humano. Por ello nos entrega una versión de la realidad sin editar,
sin contaminar, sin sesgar, pero aun así vuelta a representar y lista para las
facultades que están preparadas para analizar y, en último extremo, para
comprender los fenómenos. Este cartografiado carente de mente de datos
complejos mediante formatos más sencillos, más naturales o más cercanos al
usuario, como hemos visto, es un sello distintivo de una inteligencia creciente.
Pero junto con la cámara y con el enorme montón de instantáneas que salen
de ella, se plantea un problema de recursos: hay que etiquetar las propias
fotografías. Poco bien nos hace captar un suceso de interés en una instantánea si
luego no podemos recordar cuál de las miles de ellas que hay por toda la oficina
es la que representa el suceso de nuestro interés. Este «problema de
emparejamiento» no se presenta en variantes más sencillas y más directas del
rastreo, como hemos visto, pero generalmente hay que abordar el coste de
resolverlo; la treta puede financiarse a sí misma (el tiempo es oro) en aquellos
casos en los que permita el rastreo indirecto de cosas que no pueden rastrearse
directamente. Piénsese en la brillante práctica de pinchar alfileres de colores en
un mapa para señalar la localización de un gran número de sucesos que estamos
intentando comprender. Puede diagnosticarse una epidemia viendo (viendo,
gracias a los códigos de color) que todos los casos de cierto tipo se alinean en el
mapa junto con algún otro rasgo inconspicuo, o incluso hasta ese momento no
representado: el suministro de aguas, o el sistema de evacuación de aguas
fecales, o puede que la ruta del cartero. La base secreta de un asesino en serie
puede a veces localizarse (en una especie de «casataxia») dibujando el centro
geográfico del cúmulo de sus ataques. La drástica mejora de todos nuestros tipos
de investigación, desde las estrategias de forrajeo de nuestra época de cazadores-
recolectores hasta las investigaciones actuales de la policía, de los críticos de
poesía y de los físicos se deben generalmente al explosivo crecimiento de
nuestras tecnologías de re-representación.
En nuestros cerebros guardamos «señaladores» e «índices» dejando el
máximo posible de los datos al mundo exterior, en nuestras agendas, en nuestras
bibliotecas, en nuestros cuadernos de notas y en nuestros ordenadores y,
naturalmente, en nuestros círculos de amigos y de colaboradores. Una mente
humana no sólo no se limita al cerebro, sino que más bien se vería gravemente
minusválida si se le quitaran esas herramientas exteriores, tan minusválida por lo
menos como un miope al que se le quitaran las gafas. Cuantos más datos y
dispositivos nos quitamos de encima, más dependientes nos volvemos de esos
periféricos: sin embargo, cuanto más nos familiarizamos con los objetos
periféricos gracias a nuestra práctica en manipularlos, con más confianza
podemos desenvolvernos sin ellos, volviendo a abordar los problemas con la
cabeza, resolviéndolos con nuestra imaginación disciplinada por esa práctica
externa. (¿Podemos de cabeza poner por orden alfabético las palabras de esta
frase?)
Una fuente particularmente rica en nuevas técnicas de re-representación es
la costumbre que nosotros, y sólo nosotros, hemos desarrollado de cartografiar
deliberadamente nuestros nuevos problemas sobre la maquinaria que servía para
resolver los problemas anteriores. Por ejemplo, consideremos los muchos
métodos diferentes que hemos desarrollado para pensar en el tiempo al pensar en
el espacio (Jaynes, 1976). Tenemos todo tipo de convenciones para cartografiar
el pasado, el presente y el futuro, el antes y el después, el más pronto y el más
tarde (diferencias que son prácticamente invisibles en la naturaleza sin refinar)
sobre las ideas de izquierda y derecha, arriba y abajo, en el sentido de las agujas
del reloj y en sentido contrario. El lunes está a la izquierda del martes para la
mayoría de nosotros mientras que (en una valiosa convención, que se va
desvaneciendo de nuestra cultura, triste es decirlo) las cuatro en punto están
debajo de las tres y a mano derecha, cada día o cada noche. No se detiene ahí
nuestra espacialización del tiempo. Concretamente, en la ciencia se extiende a
los gráficos, que se han convertido hoy día en un sistema familiar de diagramas
para casi toda la gente alfabetizada. (Piénsese en los beneficios, o en la
temperatura, o en el volumen de nuestra cadena de música, subiendo y subiendo
y subiendo desde la izquierda hacia la derecha con el transcurso del tiempo.)
Utilizamos nuestro sentido del espacio para ver el paso del tiempo (generalmente
de izquierda a derecha, según la convención estándar, salvo en los diagramas
evolutivos en los que las eras más antiguas se muestran en la parte baja mientras
que el hoy aparece en lo alto). Como muestran estos ejemplos (la ausencia de
figuras en este punto del texto es completamente deliberada) nuestra capacidad
para imaginar estos diagramas cuando se nos invita verbalmente a hacerlo es, en
sí misma, una valiosa aptitud gregoriana, con muchos usos. Nuestra capacidad
para imaginar estos diagramas es parasitaria de nuestra capacidad de dibujarlos
y verlos, descargándolos al menos provisionalmente en el mundo exterior.
Gracias a nuestras imaginaciones realzadas mediante prótesis, podemos
formular posibilidades que de otro modo serían posibilidades metafísicas
imponderables e inadvertidas, como el caso de Amy, la moneda de la suerte que
se vio al final del capítulo 4. Necesitamos ser capaces de imaginar la trayectoria,
por lo demás invisible, que une a la genuina Amy de ayer con uno de los
peniques de aspecto semejante del montón: necesitamos dibujarla en «nuestra
imaginación». Sin esas ayudas visuales, externas o internas, tendríamos muchas
dificultades en seguir estas observaciones metafísicas, y muchas más dificultades
en aportarles algo. (¿Significa eso que alguien que haya nacido ciego no podría
participar en esas discusiones metafísicas? No, porque los ciegos desarrollan sus
propios métodos de imaginar espacialmente, preocupándose, lo mismo que la
imaginación de las personas que ven, de mantener el contacto con las cosas que
se mueven en el espacio, de diferente manera. Aunque una cuestión interesante
es qué diferencias hay, si es que hay alguna, entre los estilos de pensamiento
abstracto que adoptan los que han nacido ciegos o sordos.) Armados con esas
herramientas mentales, tendemos a olvidar que nuestras maneras de pensar
respecto al mundo no son las únicas y que en concreto no son prerrequisitos para
enfrentarse con éxito al mundo. Probablemente parece evidente en un principio
que como son tan manifiestamente inteligentes, los perros y los delfines y los
murciélagos deben tener conceptos más o menos como los nuestros, pero una
vez que reflexionemos no debería parecemos tan evidente en absoluto. Muchas
de las preguntas que hemos suscitado desde nuestra perspectiva evolutiva sobre
la ontología y la epistemología de otras criaturas no han quedado respondidas
todavía y las respuestas sin duda serán sorprendentes. Sólo hemos dado el primer
paso: hemos visto algunas posibilidades de investigación que anteriormente
habíamos pasado por alto.
De todas las herramientas mentales que adquirimos en el curso del
amueblamiento de nuestros cerebros a partir de las reservas de la cultura, no hay
ninguna más importante, por supuesto, que las palabras... habladas primero,
escritas después. Las palabras nos hacen más inteligentes al facilitamos la
cognición de la misma manera (pero muchas veces multiplicada) que las balizas
y las marcas del territorio facilitan la circulación por el mundo a las criaturas
más sencillas. La circulación en el mundo abstracto multidimensional de las
ideas es sencillamente imposible sin una inmensa reserva de marcas móviles y
memorizables que puedan compartirse, criticarse, registrarse y verse desde
diferentes perspectivas. Es importante recordar que hablar y escribir son dos
innovaciones completamente diferentes, separadas por muchos cientos de miles
(puede que millones) de años y que cada una de ellas presenta su conjunto
diferente de posibilidades. Tendemos a unir los dos fenómenos sobre todo al
teorizar respecto al cerebro y la mente. La mayor parte de lo que se ha escrito
acerca de las posibilidades de un «lenguaje del pensamiento» como medio de
operaciones cognitivas presupone que estamos pensando en un lenguaje escrito
del pensamiento... «escritura cerebral y lectura mental» como dije hace unos
años. Podríamos tener una mejor perspectiva de cómo la llegada del lenguaje
podría magnificar nuestros poderes cognitivos si en vez de eso nos
concentráramos en por qué y cómo podría funcionar adecuadamente un lenguaje
hablado del pensamiento (descendiente de nuestro lenguaje público y natural).
Hablando con nosotros mismos
Alan Turing.
Elaine Morgan, The Descent of the Child: Human Evolution from a New
Perspective [El origen del niño: la evolución humana desde una nueva
perspectiva].
Nuestra conciencia, las mentes de los otros
Sería tranquilizador llegar al final de nuestra historia y poder decir algo del
siguiente estilo: «... Y así vemos que de nuestros descubrimientos se sigue que
los insectos, los peces y los reptiles no son sentientes en absoluto (son meros
autómatas) pero ¡que los anfibios, las aves y los mamíferos son sentientes o
conscientes como nosotros! Y, por si interesa, el feto humano se conviene en
sentiente entre las semanas decimoquinta y decimosexta.» Semejante solución,
limpia y plausible para algunos de nuestros problemas humanos de toma moral
de decisiones supondría un enorme alivio, pero todavía no podemos contar
semejante historia y no hay motivos para creer que más adelante podrá contarse.
Es improbable que hayamos pasado por alto un rasgo mental que suponga una
diferencia clara en cuanto a la moralidad, y los rasgos que hemos examinado
parecen hacer su aparición no solamente de forma gradual, sino también de
modo asincrónico, incoherente y salteado, tanto en la historia evolutiva como en
el desarrollo de los organismos individuales. Por supuesto que es posible que
investigaciones posteriores revelen un sistema de similitudes y diferencias hasta
el momento indetectado que nos impresione adecuadamente y que, entonces,
seamos capaces de ver, por vez primera, por dónde ha trazado la naturaleza la
línea y por qué la ha trazado precisamente ahí. Sin embargo, no es una
posibilidad en la que apoyarse si ni siquiera hemos sido capaces de imaginar en
qué consistiría tal descubrimiento o por qué razón sería moralmente significativo
para nosotros. (De igual modo podríamos imaginar que determinado día
desaparecerán las nubes y Dios nos dirá, directamente, a qué criaturas hay que
incluir y a cuáles no en el círculo mágico.)
En nuestra búsqueda de diferentes mentes (y de protomentes) no parece
existir ningún umbral claro ni ninguna masa crítica... hasta que llegamos al tipo
de conciencia de que disfrutamos los seres humanos usuarios de lenguaje. Esa
variedad de mente es única y más poderosa en varios órdenes de magnitud que
cualquier otra variedad de mente, pero probablemente no queramos concederle
excesivo peso moral. Bien podríamos creer que cuenta más en cualquier cálculo
moral la capacidad de sufrir que la capacidad de razonamiento abstruso y
complejo sobre el futuro (y sobre todo lo demás que hay bajo la capa del sol).
Pues bien, ¿cuál es entonces la relación entre el dolor, el sufrimiento y la
conciencia?
Mientras la distinción entre dolor y sufrimiento sea, como la mayor parte de
las cosas cotidianas, una distinción no científica, en cierto modo sin límites
precisos, es sin embargo una marca de medida valiosa e intuitivamente
satisfactoria de importancia moral. El fenómeno del dolor ni es homogéneo para
todas las especies, ni es sencillo. Podemos verlo en nosotros mismos, dándonos
cuenta de lo poco evidentes que son las respuestas a determinadas cuestiones
bien simples. ¿Experimentamos como dolor los estímulos de nuestros receptores
de dolor, estímulos que nos impiden permitir a nuestros miembros que adopten
posturas forzadas y dañinas para nuestras articulaciones mientras dormimos? ¿O
debemos llamarlos más apropiadamente dolores inconscientes? En cualquier
caso, ¿tienen significación moral? Podríamos llamar a semejantes estados del
sistema nervioso que protegen el cuerpo, estados «sentientes» sin por ello
suponer que sean las experiencias de un ser, de un ego, de un sujeto. Para que
tales estados importen (los llamemos dolores, o estados conscientes, o
experiencias) debe haber un sujeto duradero a quien le importen porque sean
fuente de sufrimiento.
Considérese el fenómeno tan comentado de la disociación que se da en
presencia de un gran dolor o de un gran temor. Cuando se maltrata a los niños
suelen acogerse a una estratagema desesperada pero efectiva: «Se ausentan.» En
cierto modo se dicen a sí mismos que no son ellos quienes sufren ese dolor.
Parece haber dos variantes de disociadores: los que simplemente rechazan el
dolor como suyo y lo contemplan, por así decir, desde fuera; y aquellos que se
desintegran, por lo menos momentáneamente, en algo parecido a una
personalidad múltiple (no soy «yo» quien está sufriendo este dolor, sino «ella» o
«él»). Mi hipótesis no enteramente extravagante sobre esto es que estas dos
variantes de niños difieren en su aprobación tácita de una doctrina filosófica: que
toda experiencia debe ser experiencia experimentada por algún sujeto. Los niños
que rechazan el principio no ven nada malo en ausentarse del dolor dejándolo sin
sujeto para que circule por ahí sin herir a nadie en concreto. Los que aceptan el
principio tienen que inventarse a otro para que actúe de sujeto: «¡Cualquiera
menos yo!»
Pueda o no sostenerse cualquier interpretación de este fenómeno de
disociación, la mayor parte de los psiquiatras están de acuerdo en que funciona
hasta cierto punto. Esto es, consista en lo que consista este recurso de la
disociación, es genuinamente analgésico... o, por ser más precisos, sirva o no
para disminuir el dolor sí decididamente aplaca el sufrimiento. De modo que lo
que tenemos es una especie de resultado modesto: sea cual fuera la diferencia
entre un niño no disociado y otro disociado, se trata de una diferencia que afecta
notablemente a la existencia del sufrimiento o a su cantidad. (Me apresuro a
añadir que nada de lo que he dicho supone que cuando los niños disocian
mitiguen en modo alguno la atrocidad del perverso comportamiento de sus
maltratadores; sin embargo, disminuyen drásticamente el horror de los efectos
mismos... aunque esos niños paguen después un precio altísimo en la lucha
contra los efectos de su disociación.)
Un niño disociado no sufre lo mismo que un niño no disociado. Pero a
continuación ¿qué diremos de criaturas que son disociadas por naturaleza, que
nunca consiguen, ni intentan conseguir siquiera, esa suerte de organización
interna compleja que es la normal en un niño no disociado y que se quiebra en
un niño disociado? Una conclusión obligada podría ser: una criatura de ese tipo
está incapacitada por su constitución para pasar por esa especie o esa cantidad
de sufrimiento que puede soportar un ser humano normal. Pero si todas las
especies no humanas están en tal estado relativamente desorganizado, tenemos
base para la hipótesis de que los animales no humanos pueden desde luego sentir
dolor pero no sufrir como nosotros.
¡Qué bien! Puede esperarse que los amantes de los animales respondan a
esta sugerencia con justa indignación y con profundas sospechas. Como esta
sugerencia promete desde luego aliviar muchas de nuestras aprensiones sobre las
prácticas humanas corrientes absolviendo, por lo menos de cierta culpa que otros
les adjudican, a nuestros cazadores, granjeros y experimentadores, deberíamos
ser francamente cautelosos y ecuánimes en considerar su fundamento.
Deberíamos estar al tanto de posibles fuentes de engaño... por ambas partes, en
este asunto tan revuelto. La sugerencia de que los animales no humanos no son
susceptibles de niveles de sufrimiento humanos, provoca generalmente una
catarata de relatos que parten el corazón, la mayor parte de ellos sobre perros.
¿Por qué predominan los perros? ¿Podría ocurrir que los perros fueran los
mejores contraejemplos porque los perros tengan de verdad una mayor
capacidad de sufrimiento que otros mamíferos? Podría ser, y la perspectiva
evolutiva que hemos estado siguiendo puede explicamos el porqué.
Los perros, y sólo los perros entre las demás especies domesticadas,
responden fuertemente al enorme volumen de lo que podríamos denominar
conducta «humanizante» que les dirigen sus amos. Hablamos a nuestro perro,
nos compadecemos de él y generalmente lo tratamos como a un compañero
humano en la medida de lo posible... y nos deleitamos en su respuesta positiva y
familiar a esta simpatía. Podemos intentarlo con los gatos, pero rara vez se da.
Retrospectivamente no es sorprendente; los perros domésticos son descendientes
de mamíferos sociales hechos durante millones de años a vivir en grupos muy
cooperativos e interactivos, mientras que los gatos surgen de linajes asociales.
Lo que es más, los perros domésticos son diferentes a sus primos (lobos, zorros y
coyotes) en algo importante: responden al afecto humano. No hay ningún
misterio en esto. Los perros domésticos se han seleccionado precisamente por
esa diferencia durante centenares de miles de generaciones. En El origen de las
especies Charles Darwin señalaba que mientras la intervención humana
deliberada en la reproducción de especies domesticadas ha funcionado durante
miles de años para criar caballos más rápidos, ovejas más lanudas, ganado
vacuno más carnoso, y así sucesivamente, durante mucho más tiempo se ha
empleado una fuerza más sutil pero todavía más poderosa para conformar
nuestras especies domesticadas. La denominó selección inconsciente. Nuestros
antepasados practicaron la crianza selectiva pero no sabían que la estaban
practicando. Este favoritismo involuntario, a lo largo de eones, ha hecho que los
perros se parezcan más y más a nosotros en cosas que precisamente nos llaman
la atención. Entre otros rasgos que hemos seleccionado inconscientemente. yo
sugiero que se encuentra la susceptibilidad para su socialización con los
humanos que, en los perros, ofrece muchos de los efectos organizadores que
tiene en las propias crías humanas. Tratándoles como si fueran humanos,
tuvimos éxito en convertirlos en más humanos de lo que hubieran sido de no
darse ese trato. Comenzaron a desarrollar los propios rasgos organizativos que
de no haber sido así serían dominio exclusivo de los seres humanos socializados.
En resumidas cuentas, si la conciencia humana (la suerte de conciencia que es
necesaria para un sufrimiento auténtico) es, como yo he sostenido, una
reestructuración radical de la arquitectura virtual del cerebro humano, entonces
debería seguirse que los únicos animales que fueran capaces de algo que
remotamente se pareciera a esa forma de conciencia, serían aquellos animales a
los que también se les hubiera impuesto, mediante la cultura, esa maquinaria
virtual. Los perros son, claramente, los que están más próximos a cumplir esta
condición.
¿Y qué podemos decir del dolor? Cuando piso a alguien en un dedo del pie
causándole un dolor breve pero definido (y claramente consciente) le produzco
un daño muy escaso, generalmente nulo. El dolor, aun siendo intenso, es
demasiado breve como para que importe y yo no causo un daño permanente al
pie. La idea de que la persona a la que piso sufre durante un segundo o dos es
una aplicación errónea y risible de esa importante noción e incluso admitiendo
que mi pisotón que causa unos pocos segundos de dolor pueda originar unos
segundos o unos minutos más de irritación (especialmente si esa persona cree
que lo he hecho a propósito), el dolor en sí, como experiencia breve de signo
negativo es de una significación moral evanescente. (Que haya pisado a una
persona cantando un aria y esa interrupción le estropee su carrera operística es
harina de otro costal.)
Muchas discusiones admiten tácitamente que: 1) el sufrimiento y el dolor
son lo mismo a diferente escala; 2) que todo dolor es «dolor experimentado»; y
3) que la «cantidad de sufrimiento» ha de calcularse («en principio») sumando
todos los dolores (el horror de cada uno de ellos se determina mediante duración,
número de veces e intensidad). Estas suposiciones son grotescas cuando se
consideran desapasionadamente a la fría luz del día (cosa difícil para algunos de
sus partidarios). Nos ayudará un pequeño ejercicio: supongamos que, gracias a
cierto «milagro de la medicina moderna», pudiéramos separar todos nuestros
dolores y sufrimientos del contexto en el que se producen posponiéndolos, por
ejemplo, a finales de año, momento en el que podrían soportarse durante una
semana horrorosa de agonía continua, en una especie de vacaciones negativas o
bien (si nos tomamos en serio la fórmula que expresa la condición 3)
intercambiando duración por intensidad, de modo que la desgracia de un año
pudiera empaquetarse en un único montón que fuera un choque de intensidad
intolerable y que durara por ejemplo cinco minutos. Un año entero sin ni siquiera
un suave contratiempo o un dolor de cabeza a cambio de un descenso a los
infiernos sin anestesia, completamente reversible, y breve... ¿aceptaríamos
semejante trato? Yo desde luego sí si creyera que tiene algún sentido. (Damos
por supuesto, naturalmente, que este episodio horrible no me mataría ni me
dejaría una secuela de locura... aunque ¡no me importaría enloquecer durante ese
choque!) Lo cierto es que aceptaría el trato incluso si supusiera «duplicar» o
«cuadruplicar» el total del sufrimiento, siempre que no durara más de cinco
minutos y que no dejara secuelas duraderas. Yo creo que cualquiera podría
sentirse feliz de hacer un trato así, pero lo cierto es que no tiene ningún sentido.
(Por ejemplo, supondría que el benefactor que proporcionara tal servicio gratis a
todos duplicaría o cuadruplicaría, ex hypothesi, el sufrimiento del mundo... y el
mundo le amaría por ello.)
Lo que es erróneo en semejante planteamiento es, naturalmente, que no se
pueden desgajar dolor y sufrimiento de sus contextos de esa forma imaginada.
La anticipación y las consecuencias, y el reconocimiento de sus implicaciones
para los planes y perspectivas de vida de cada cual, no pueden dejarse a un lado
como meros «acompañamientos cognitivos» del sufrimiento. Lo que es terrible
de perder el empleo, o una pierna, o la reputación propia, o a un ser querido, no
es el sufrimiento que esos acontecimientos causan en nosotros, sino el
sufrimiento que son semejantes sucesos. Si lo que nos preocupa es descubrir y
mejorar situaciones desconocidas de sufrimiento en el mundo, lo que tenemos
que hacer es estudiar las vidas de las criaturas y no su cerebro. Por supuesto que
lo que les pasa por la cabeza es altamente significativo como ricas fuentes de
evidencia sobre lo que hacen y cómo lo hacen, pero lo que hacen termina por ser
tan visible (para observadores preparados) como las actividades de las plantas,
los torrentes de las montañas o los motores de combustión interna. Si no
encontramos sufrimiento en las vidas que podemos ver (estudiándolas
diligentemente, utilizando todos los métodos de la ciencia) podemos estar
seguros de que no hay sufrimientos invisibles en sus respectivos cerebros. Si
descubrimos sufrimiento, lo reconoceremos sin dificultad. Nos resulta
demasiado familiar.
Este libro empezaba con un montón de preguntas y, habida cuenta de que es
el libro de un filósofo, acaba no con las respuestas sino, espero, con mejores
versiones de esas mismas preguntas. Como mínimo podemos ver algunos
caminos que pueden seguirse y algunas trampas que deben evitarse en nuestra
actual exploración de los distintos tipos de mente.
LECTURAS ADICIONALES
PODRÍA dar la impresión de que no tiene mucho sentido que el que me lee lea a
su vez los libros que más me han influido para escribir este libro ya que, si he
hecho bien mi trabajo, habré extraído los mejores textos, ahorrando al lector
tiempo y dificultades. Puede que esto sea verdad de algunos de ellos, pero no de
los libros que enumero a continuación. Se trata de los libros que concretamente
quiero que lean mis lectores, si es que no los han leído ya, o que los relean si ya
los leyeron. De ellos he aprendido mucho ¡pero no lo suficiente! Lo cierto es que
me doy perfecta cuenta de que en esos libros hay mucho más que yo y los demás
podemos descubrir, y en cierto sentido este libro se pretende inductor y guía.
En primer lugar, presento dos libros famosos e influyentes, pero a menudo
mal comprendidos, de sendos filósofos: The Concept of Mind [El concepto de
mente] (1949) de Gilbert Ryle, y las Investigaciones filosóficas (1958) de
Ludwig Wittgenstein. Tanto Ryle como Wittgenstein se mostraban bastante
contrarios a la idea de una investigación científica de la mente, y es moneda
corriente en la «revolución cognitiva» que hemos ido mucho más allá de sus
análisis implacablemente acientíficos sobre lo mental. No es verdad. Hay que
tolerar su percepción errónea de buenas cuestiones científicas, a menudo tan
frustrante, y su casi total ignorancia de la biología y de la ciencia del cerebro,
pero aun así se las apañaron para hacer profundas e importantes observaciones
que la mayoría de nosotros sólo ahora estamos en condiciones de valorar
adecuadamente. El análisis de Ryle sobre el «saber cómo» (diferente del «saber
qué») ha llamado la atención desde hace mucho, y ha provocado la aprobación
de los científicos cognitivos, pero sus famosas pretensiones de que el pensar
podría producirse en el mundo público y que no tenía por qué recluirse en algún
lugar del pensar, han parecido perversas y mal fundamentadas para la mayor
parte de sus lectores. No cabe duda de que algunas lo eran, pero sorprende ver
cómo brilla buena parte del pensamiento de Ryle cuando se lo enfoca bajo una
nueva luz. Por su parte, Wittgenstein ha sufrido la admiración de una horda de
intérpretes erróneos que comparten con él su antipatía por la ciencia pero que
carecen de su visión. Se les puede pasar por alto sin que nos perdamos nada;
vayan al original y léanlo por medio de la lupa que he intentado proporcionarles.
Una figura colocada en sitio similar es la del psicólogo James J. Gibson, cuyo
libro sorprendentemente original The Senses Considered as Perceptual Systems
[Los sentidos considerados como sistemas perceptivos] (1968) ha sido un
pararrayos para ataques mal dirigidos por parte de científicos cognitivos y libro
sagrado para una camarilla absolutamente devota de gibsonianos radicales.
Léanlo: a ellos déjenlos para después.
El libro Vehicles: Experiments in Synthetic Psychology [Vehículos:
Experimentos de psicología sintética] (1984) de Valentino Braitenberg, ha
inspirado a una generación de robotistas y demás científicos cognitivos y es,
sencillamente, un clásico. Cambiará la manera de ver la mente de quien lo lea, si
es que mi libro no ha conseguido ya tal transformación. Otro filósofo que ha
bebido abundantemente del pozo de Braitenberg es Dan Lloyd y su libro de
1989, Simple Minds [Mentes sencillas], abarca buena parte de lo que abarca el
mío, con énfasis algo distintos pero creo que sin mayores discrepancias. Dan
Lloyd fue alumno informal mío y luego colega más joven en Tufts mientras
trabajaba en su libro. No puedo decir sin más lo que me ha enseñado y lo que yo
le he enseñado a él; de su libro hay mucho que aprender en todo caso. Podría
decir lo mismo de otros colegas míos del Centro, en Tufts, como Kathleen
Atkins, Nicholas Humphrey y Evan Thompson. Fue Atkins la que primero me
enseñó, ya a mediados de los ochenta, por que debíamos abandonar la
epistemología y la ontología anticuadas al pensar en las mentes animales, y
cómo debíamos hacerlo. Véanse, por ejemplo, sus ensayos «Science and our
Inner Lives: Birds of Prey, Beasts, and the Common (Featherless) Biped» [«La
ciencia y nuestra vida interior: las aves de rapiña, las bestias y el bípedo
(implume) común»] y «What Is It Like to Be Boring and Myopic?» [«¿En qué
consiste ser aburrido y miope»?] Nicholas Humphrey llegó en 1987 para trabajar
conmigo durante varios años pero todavía no he aceptado todas las ideas de su
Una historia de la mente (1995) a pesar de las muchas horas de discusión.
Estando Evan Thompson en el Centro terminó su libro conjunto con Francisco
Varela y Eleanor Rosch The Embodied Mind [La mente hecha carne] (1990) y
las influencias de ese libro en éste pueden verse fácilmente, estoy seguro. Más
recientemente, el libro de Antonio Damasio El error de Descartes (1996)
consolida y avanza algunos de los temas de estas obras, además de abrir nuevos
terrenos por su cuenta.
Para una comprensión más profunda del papel de la evolución en el diseño
de las mentes de todas las criaturas, habría que leer los libros de Richard
Dawkins, empezando por El gen egoísta. La Social Evolution [Evolución social]
de Robert Trivers es una introducción excelente a los mejores aspectos de la
sociobiología. El nuevo campo de la psicología evolutiva está bien representado
en una antología editada por Jerome Barkow, Leda Cosmides y John Tooby: The
Adapted Mind: Evolutionary Psychology and the Generation of Culture [La
mente adaptada: la psicología evolutiva y la generación de cultura] (1992), y
para un repensar que abre los ojos sobre la psicología y la biología del niño,
léase el de Elaine Morgan The Descent of the Child: Human Evolution from a
New Perspective [El linaje del niño: la evolución humana desde una nueva
perspectiva] (1995).
En otro frente, los etólogos cognitivos han alimentado las fantasías de los
filósofos (y de los psicólogos) sobre la vida mental y los poderes de los animales
no humanos con un torrente de fascinantes trabajos experimentales y de
observación. Donald Griffin es el padre de este campo. Sus libros El
pensamiento de los animales (1986), The Question of Animal Awareness [La
cuestión de la conciencia animal] (1976) y Animal Minds [Mentes animales]
(1992) y lo que es más importante, sus pioneras investigaciones sobre la
ecolocalización de los murciélagos, abrieron la mente de muchos a las
posibilidades de este campo. Un estudio ejemplar es el trabajo de Dorothy
Cheney y Robert Seyfarth con monos tumblu: How Monkeys See the World
[Cómo ven los monos el mundo] (1990). La antología de Andrew Whiten y
Richard Byrne, Machiavellian Intelligence [Inteligencia maquiavélica] (1988) y
la antología de Carolyn Ristau Cognitive Ethology [Etología cognitiva] (1991)
son al tiempo textos clásicos y análisis austeros de los distintos problemas; y el
libro bellamente ilustrado de James y Carol Gould The Animal Mind [La mente
animal] (1994) debería perfumar las conjeturas teóricas de todo aquel que piense
sobre la mente animal. Para lo ultimísimo en pensamiento y comunicación de los
animales véase el nuevo libro de Marc Hauser The Evolution of Communication
[La evolución de la comunicación] y el de Derek Bickerton Language and
Human Behavior [Lenguaje y comportamiento humano]. El ensayo de 1991 de
Patrick Bateson «Assessment of Pain in Animals» [«Evaluación del dolor en los
animales»] es una panorámica valiosa de lo que se sabe y de lo que sigue sin
saberse sobre el dolor y el sufrimiento animales.
En el capítulo 4 pasé de puntillas (aun no queriendo que así fuera) sobre
una amplia y fascinante literatura acerca de la intencionalidad de orden superior:
los niños y los animales como «psicólogos naturales». Decidí que podía pasar así
porque el asunto había recibido recientemente en otros lugares una buena
atención. Entre muchos, dos buenos libros que explican tanto los detalles como
su importancia son el de Janet Astington The Child's Discovery of the Mind [El
descubrimiento de la mente por el niño] (1993) y el de Simon Baron-Cohen
Autismo (1998).
También he sido escueto en el importante asunto del aprendizaje ABC y de
sus modelos actuales más prometedores. Para los detalles (y para algunas
diferencias no triviales de opinión filosófica que bien merece la pena considerar)
véanse Associative Engines: Connectionism, Concepts and Representational
Change [Máquinas asociativas: conexionismo, conceptos y cambio de
representación] (1993) de Andy Clark, y The Engine of Reason, the Seat of the
Soul [La máquina de la razón, sede del alma] (1995) de Paul Churchland. Los
que deseen entrar todavía más a fondo en los detalles (cosa que recomiendo)
pueden comenzar con el libro de Patricia Churchland y Terence Sejnowski, The
Computational Brain [El cerebro computativo] (1992). Considérense estos libros
como un contraste realista de algunas de mis conjeturas más impresionistas y
entusiastas. Dos filósofos más cuyas obras debería consultar cualquiera que
quisiera valorar las ideas que he avanzado aquí triangulándolas con visiones algo
relacionadas aunque bastante ortogonales son Gareth Evans y su The Varieties of
Reference [Las variedades de la referencia] (1982) y Ruth Garrett Millikan y sus
Language Thought and other Biological Categories [Pensamiento del lenguaje y
otras categorías biológicas] (1984) y White Queen Psychology and other Essays
for Alice [Psicología de la reina blanca y otros ensayos para Alicia] (1993).
La discusión sobre cómo hacer cosas pensantes de los capítulos 5 y 6 se
inspiró no sólo en Mind in Science [La mente en la ciencia] (1981) de Richard
Gregory, y en el texto de Andy Clark y Annette Karmiloff-Smith, sino también
en el libro de Karmiloff-Smith Más allá de la modularidad (1994) y en otros
libros anteriores que llevaban dándome vueltas por la cabeza, fructíferamente,
varios años: The Origins of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral
Mind [Los orígenes de la conciencia en la descomposición de la mente
bicameral] (1976) de Julian Jaynes; Metaphors We Live By [Metáforas por las
que vivimos] (1980) de George Lakoff y Mark Johnson; Mental Models
[Modelos mentales] (1983) de Philip Johnson-Laird y The Society of Mind [La
sociedad mental] (1985) de Marvin Minsky. Un libro nuevo que presenta los
primeros modelos concretos de algunas de estas actividades humanas
quintaesenciales es el de Douglas Hofstadter Fluid Concepts and Creative
Analogies: Computer Models of the Fundamental Mechanisms of Thought
[Conceptos fluidos y analogías creativas: modelos informáticos de mecanismos
fundamentales del pensamiento] (1995).
Mi libro de 1991, Consciousness Explained [La conciencia, explicada]
trataba fundamentalmente de la conciencia humana, y decía poco de la mente de
otros animales, como no fuera implícitamente. Como algunos lectores, al
intentar descubrir lo que en él se decía, han llegado a algunas conclusiones que
encontraron ambiguas o incluso alarmantes, me di cuenta de que tenía que
aclarar mi teoría de la conciencia, ampliándola explícitamente a otras especies.
Tipos de mentes es uno de sus resultados; otro es «Animal Consciousness: What
Matters and Why» [«Conciencia animal: qué importa y por qué»], que fue mi
contribución al congreso «En compañía de los animales» celebrado en la New
School for Social Research, en Nueva York, en abril de 1995. También ha sido
recibido con escepticismo el apoyo evolucionista a mi teoría de la conciencia
que expuse en mi libro La peligrosa idea de Darwin. Muchas de las ideas que
avanzo en Tipos de mentes están extraídas de otros artículos míos que aparecen
en la bibliografía o basadas en ellos.
BIBLIOGRAFÍA
notes
Notas a pie de página
1 Ciertas partes de este epígrafe proceden de mi libro La peligrosa idea de
Darwin, previa revisión.
2 El ejemplo de la rueda del timón tiene un importante pedigrí histórico. El
término «cibernética» lo acuñó Norbert Wiener a partir de la palabra griega que
significa «timonel». La palabra «gobernador» tiene la misma etimología. Estas
ideas de cómo se consigue el control mediante la transmisión y el procesado de
información las formuló claramente por primera vez Wiener en Cibernética
(1986).
3 Este epígrafe está extraído, con algunas revisiones, de La peligrosa idea
de Darwin.
4 Los olores no sólo se utilizan como señales de identificación. Suelen