La Ajorca de Oro-Gustavo Adolfo Becquer

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La Ajorca de oro

Gustavo Adolfo Bécquer

Publicado: 1861
Fuente: Wikisource
Edición: Librería de Fernando Fe, Madrid, 1885
La ajorca de oro

lla era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira


el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en
nada á la que soñamos en los ángeles, y que, sin embargo,
es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el
demonio á algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la
tierra.
El la amaba: la amaba con ese amor que no conoce freno ni
límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se
encuentran martirios; amor que se asemeja á la felicidad, y que, no
obstante, parece infundir el cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las
mujeres del mundo.
Él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los
hombres de su época.
Ella se llamaba María Antúnez.
Él Pedro Alfonso de Orellana.
Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que
los vió nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace
muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que
fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola
palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.

II

El la encontró un día llorando y le preguntó:— ¿Por qué lloras?


Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió
á llorar.
Pero entonces, acercándose á María, le tomó una mano, apoyó el
codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la
corriente del río, y tornó á decirle:—¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador entre las rocas
sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes
vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y
solo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó:—No me preguntes por qué lloro, no me lo
preguntes; pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay
deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele
más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra
imaginación, sin que ose formularlas el labio, fenómenos
incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no
puede ni áun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi
dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras espiraron, ella tornó á inclinar la frente, y
él á reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo á su
amante con voz sorda y entrecortada:
—Tú lo quieres, es una locura que te hará reir; pero no importa: te
lo diré, puesto que lo deseas.
Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen; su
imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro,
resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano
temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y
en el coro los sacerdotes entonaban el Salve, Regina.
Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos,
cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al
altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imagen,
digo mal, en la imagen no; se fijaron en un objeto que hasta
entonces no había visto, un objeto que, sin poder explicármelo,
llamaba sobre sí toda mi atención. No te rías... aquel objeto era la
ajorca de oro que tiene la Madre de Dios en uno de los brazos en
que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné á rezar...
¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto.
Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes,
se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de
luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las
piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una
vertiginosa ronda dé esos espíritus de las llamas que fascinan con
su brillo y su increíble inquietud...
Salí del templo, vine á casa, pero vine con aquella idea fija en la
imaginación. Me acosté para dormir; no pude... Pasó la noche,
eterna con aquel pensamiento... Al amanecer se cerraron mis
párpados, y, ¿lo creerás? aún en el sueño veía cruzar, perderse y
tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que
llevaba la joya de oro y de pedrería; una mujer, sí, porque ya no era
la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo, era una mujer, otra
mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí.—¿La
ves? parecía decirme, mostrándome la joya.—¡Cómo brilla! Parece
un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano.
¿La ves? pues no es tuya, no lo será nunca, nunca... Tendrás acaso
otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta que
resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador... nunca...
nunca...—Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces
como ahora, semejante á un clavo ardiente, diabólica,
incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás... ¿Y
qué?... Callas, callas y doblas la frente... ¿No te hace reir mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su
espada, levantó la cabeza, que en efecto había inclinado, y dijo con
voz sorda:
—¿Qué Virgen tiene esa presea?
—La del Sagrario, murmuró María.
—¡La del Sagrario! repitió el joven con acento de terror: ¡la del
Sagrario de la catedral!...
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma,
espantada de una idea.
—¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? prosiguió con acento
enérgico y apasionado; ¿por qué no la tiene el arzobispo en su
mitra, el rey en su corona, ó el diablo entre sus garras? Yo se la
arrancaría para tí, aunque ne costase la vida ó la condenación. Pero
á la Virgen del Sagrario, á nuestra Santa Patrona, yo... yo que he
nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
—¡Nunca! murmuró María con voz casi imperceptible; ¡nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río. En la
corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos,
quebrándose al pie del mirador entre las rocas sobre que se asienta
la ciudad imperial.
III

¡La catedral de Toledo! Figuráos un bosque de gigantes palmeras de


granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y
magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha
prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.
Figuráos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se
mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de
colores de las ojivas; donde lucha y se pierde con la oscuridad del
santuario el fulgor de las lámparas.
Figuráos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de
nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como
sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno
monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el
que los siglos han derramado á porfía el tesoro de sus creencias, de
su inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo,
y un santo horror que defiende sus umbrales contra los
pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.
La consunción material se alivia respirando el aire puro de las
montañas; el ateismodebe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se presenta la catedral á nuestros
ojos á cualquier hora que se penetra en su recinto misterioso y
sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los
días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa en que
sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería, sus gradas de
alfombra y sus pilares de tapices.
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil
lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y
las voces del coro, y la armonía de los órganos y las campanas de
la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos
hasta las más altas agujas que lo coronan, entonces es cuando se
comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios que vive en él,
y lo anima con su soplo y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de
referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la
magnífica octava de la Virgen.
La fiesta religosa había traído á ella una multitud inmensa de
fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones; ya se
habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las
colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes
para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las
sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se
apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un
hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del
crucero. Allí la claridad de una lámpara permitía distinguir sus
facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrastrara
al fin á poner por obra una idea que sólo el concebirla había erizado
sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse.
Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar á cabo su criminal
propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el
sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su
pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un
silencio profundo.
No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos
rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, ó murmullos del
viento, ó ¿quién sabe? acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y
palpa en su exaltación lo que no existe, pero la verdad era que ya
cerca, ya lejos, ora á sus espaldas, ora á su lado mismo, sonaban
como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se
arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino, llegó á la verja,
y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta
capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra,
con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y
día por el santuario á cuya sombra descansan todos por una
eternidad.
—¡Adelante! murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo.
Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los
ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo
formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le
sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas
lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas
perdidas entre las sombras, oscilaron á su vista, y oscilaron las
estatuas délos sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo
todo con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
—¡Adelante! volvió á exclamar Pedro como fuera de sí, y se
acercó al ara, y trepando por ella subió hasta el escabel de la
imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y
horribles; todo era tinieblas y luz dudosa, más imponente aún que la
oscuridad. Sólo la Reina de los cielos, suavemente iluminada por
una lámpara de oro, parecía sonreir tranquila, bondadosa y serena
en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda é inmóvil que le tranquilizara
un instante, concluyó por infundirle temor; un temor más extraño,
más profundo que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero á dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió
la mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca de oro,
piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor
equivalía á una fortuna. Ya la presea estaba en su poder: sus dedos
crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural, sólo restaba huir,
huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía
miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas,
los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las
fajas de sombras y los rayos de luz que semejantes á blancos y
gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las
naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó
de sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con
luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos, y
ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin
pupila.
Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes,
cenobitas y villanos, se rodeaban y confundían en las naves y en el
altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos
sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras
veces, inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que
arrastrándose por las losas, trepando por los machones,
acurrucados en los doseles, suspendidos de las bóvedas, pululaban
como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de
reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia
espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas, arrojó un
segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó
desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al
pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos
aproximarse, exclamó con una estridente carcajada:
—¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.
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