Seducción y Venganza
Seducción y Venganza
Seducción y Venganza
TRILOGÍA
Alma de pirata 1
S. F. Tale
No se permiten niños ni mujeres en el barco. Si cualquier hombre
fuera encontrado seduciendo a cualquiera del sexo opuesto,
y la llevase a la mar disfrazada, sufrirá la muerte.
(Código de conducta pirata)
Prólogo
Port Royal jamás dormía, su vida continuaba a pesar de que todas las luces
del cielo se apagasen, aunque era muy raro que lo hiciese, ya que en
situación normal uno podía observar el brillo de las estrellas en la bóveda
oscurecida, además de la luna, cuyo reflejo plateado bailaba al son de las
olas del mar. Mas, esa noche resplandecía mucho, era más redonda, más
grande, incluso daba la impresión de que si uno estiraba la mano podría
tocarla.
Elisabeth cabalgaba a trote incómoda por la tela de sus vestimentas que
no solo la oprimían, sino que le impedían respirar con normalidad.
—Debo atarlo con maestría —le había dicho Katherine mientras la
ayudaba a vestirse.
La había aprisionado con aquel nudo que le hacía daño en las axilas. Sin
embargo, estaba segura que nadie reconocería en ella a la hija del teniente-
gobernador, pues iba vestida cual hombre acompañado de su mejor amigo
Will con el que compartiría una noche de mujeres y buen ron.
A medida que se acercaban al centro de la ciudad fue viendo el humo gris
de las chimeneas en la oscuridad de la noche. El ambiente, a medida que se
adentraban en Queen Street, se hacía más sofocante, la calidez del aire, que
nunca daba un respiro, se mezclaba con la humedad salada que desprendía
el mar, con la leña quemada de las casas junto al hedor que desprendían las
vísceras de pescado en descomposición tras un día ajetreado de mercado.
Elisabeth contuvo la respiración, no podía hacer otra cosa, no podía taparse
la nariz con nada o sería señal de que no era un hombre humilde. Al mirar
hacia los lados, solo pudo ver las sombras de los esqueletos de las casas de
ladrillos que se erguían como fantasmas en la noche a ambos lados, no
necesitaba ver más para saber que se apiñaban las unas contra las otras en
edificios de tres o cuatro pisos. En el fondo, conocía de memoria la inmensa
red de calles.
Se fueron acercando a Lime Street donde estaba la taberna de Florinda,
una criolla que terminó en Jamaica y su local era de renombre en toda la
isla. Los piratas, bucaneros y corsarios, siempre iban a comer sus platos, y
era la única donde no trabajaba ninguna meretriz, pues ella nunca lo quiso.
El olor a tierra húmeda se entremezcló con el resto provocando que una
bola creciera en su delicado estómago y le produjese una serie de arcadas.
En la última parte del trayecto pudo oír las risas enloquecidas de algunos
borrachos, los gemidos de mujeres follando, o riñas entre los ebrios por
motivos diversos, prostitutas o juego. Estos dos eran los más habituales, ya
que Port Royal no era una ciudad santa por muchas iglesias que tuviese,
sino que en sus calles solo había pecado, fomentado por los piratas que iban
en busca y pagaban por los mejores placeres de la vida.
Ya en Lime Street, las pocas luces encendidas que había procedían de las
tabernas-prostíbulos que se extendían a lo largo de la línea del puerto. Entre
ella, Florinda.
—Te ayudo a bajar —musitó con cuidado Will.
—¡Has perdido la sesera! —Beth chasqueó la lengua antes de
descabalgar de un salto más ágil que el de cualquier hombre—. Atemos los
caballos.
Lo hicieron en silencio y cuando iban a entrar, un grupo de dos piratas
malolientes, desdentados a la par que mugrientos, salían sosteniendo a otro
que arrastraba los pies al haber bebido tanto que estaba inconsciente. Will
empujó la puerta y detrás de él, Elisabeth, bajo su disfraz, entró en la
taberna. Su vestimenta quizás no pasaba muy desapercibida, una chaqueta
azul marino con muchos bolsillos, aunque de un tejido de mejor calidad;
botas de cuero fuerte, unos pantalones largos y un chaleco de punto debajo
de la camisa de fieltro. Cada vez que se vestía de ese modo, y ya llevaba
haciéndolo cinco largos años, sabía que una mujer no podía ponerse la ropa
de un hombre sin alterar el orden natural de las cosas. Mas, en esa ocasión
había un gran motivo, aunque siempre lo hubo y era el mismo: Derek.
Era cierto que llevaba tiempo sin ir, la taberna no había cambiado, era un
espacio con alguna que otra ventana, no las suficientes como para airearla y
el ambiente estaba cargado con una fragancia densa que se generaba por la
gran cantidad de gente concentrada, el humo de pipas creaba una espesa
neblina, a eso se le juntaban otros como levadura, fruta y un dulzor
embriagador con un toque amargo del alcohol del ron, entre otros, como el
whisky. El aire era tan espeso que costaba inhalarlo y casi era preciso tragar
para hacerlo pasar por la garganta. En el centro, a partir del cual se
organizaba toda la taberna, estaba la chimenea encendida que caldeaba
mucho más el interior y las lámparas iluminaban las botellas, recipientes de
peltre o se quedaba prendida en las copas de cristal, ubicadas de forma
azarosa en todas las mesas entorno a las que se sentaban más hombres de
los que cabían.
Will y Elisabeth se sentaron en una mesa pequeña cerca de donde estaba
Florinda que nada más verla le hizo saber con un gesto imperceptible que la
reconoció. La mujer, entrada en edad y en kilos, les sirvió personalmente
una botella de ron con dos copas.
—Él está aquí, señorita —comentó sin mover apenas los labios.
Beth al mirarla se fijó como la tela de colores vivos con la que tapaba el
moño brillaban por la luz.
—¿Dónde? —le preguntó con el corazón en la boca y las manos frías
como un témpano de hielo.
—En la esquina que lleva a la sala de invierno. —Con ese nombre hacía
referencia a una sala que Florinda solo abría en ocasiones especiales. Era
una habitación grande y sencilla con una única ventana picada en la gruesa
piedra. Estaba ubicada en la parte más vieja de la taberna, pues esa
construcción tenía casi la misma edad que la dueña.
Elisabeth miró con disimulo hacia dónde le había indicado. No hizo falta
que se moviera, Will agachó la cabeza para que pudiera verlo. ¡Ahí estaba
él! A escasos metros se hallaba sentado junto con otros hombres más
jóvenes el amor de su vida, el hombre dueño de sus suspiros, de las
lágrimas derramadas en silencio, de sus esperanzas. Ahí estaba vestido con
una casaca negra, bordada con ricos adornos del mismo color, que no
recordaba en él. Se imaginaba, puesto que no podía verlo, que el pantalón
sería igual. Su aspecto había cambiado, la belleza de la juventud se
mantenía en su sonrisa amplia y alegre que le suavizaba los rasgos
alargados del rostro por haber adelgazado. Sus facciones seguían siendo
hermosísimas: su nariz larga ancha en la punta, labios bien perfilados como
recordaba y unos ojos grises animados por la conversación y la luz. Aun así,
estaba guapísimo, con ese tono casi dorado de la piel, por la exposición del
sol que aumentaba el atractivo.
—Eli, Eli, deja de mirarlo o se dará cuenta de tu presencia —protestó
Will.
Ella, saliendo de sus pensamientos asintió y notó unas ganas horribles de
respirar, ¿cuándo había dejado de hacerlo? Ni se acordaba. La impresión de
tenerlo delante de ella, después de cinco años bien largos, la superaba. La
rabia, el enfado, el amor y una excitación incipiente se revolvían en su
interior cómo si se tratase de un crisol. Sí, debía mantener la calma para no
gritarle en la cara. Bebió de un trago el ron para que le calentase las
entrañas y dejar de temblar.
Dándole la espalda a Derek, Florinda que estaba al tanto de la situación
que había vivido la joven y que, junto a Katherine, se habían convertido en
sus dos grandes confidentes, habló con naturalidad.
—Se dice que la riqueza que acaba de traer el barco de Derek es gracias
al Buitre Negro —bajó la voz Florinda para decir ese nombre.
—No es verdad —zanjó Will.
Elisabeth miró con interés a su amigo.
—¿Por qué? —inquirió ella.
Will se inclinó sobre la mesa.
—Sería al revés. Al Buitre Negro nadie lo conoce, nadie sabe por las
aguas en las que surca su navío, si es cierto eso que dicen del Buitre, sería
él quien le robase a Derek las riquezas.
—¿Y si ayudó a Derek? —lanzó la pregunta al aire Elisabeth.
—Eso tiene más sentido, muchacha, solo tendrían que repartir los
beneficios. —Florinda se permitió especular.
—Me parecería raro. —Will por su parte desechó aquello con un gesto de
mano—. Los asuntos de los piratas se quedan entre ellos.
—¿Cómo puede ser que nadie halla visto a ese Buitre Negro? —
Elisabeth volvió a hacer la misma pregunta.
—Lo único que se sabe es que existir, existe, hay muchos hombres que
solo tienen alabanzas hacia él. —Era la misma explicación que Will daba
siempre.
Esas eran las tabernas en Port Royal, lugares donde la información era un
bien muy preciado y donde los intercambios de la misma no se pagaban ni
con todo el oro del mundo, además de ser el centro de la vida social de la
ciudad.
—Florinda, mañana enviaré a Will para que te pague la botella —le dijo
Elisabeth con una sonrisa.
La mujer de piel color canela se inclinó sobre ella.
—Hoy invita la casa, pero prométeme que me lo contarás todo si esta
noche te decides a hablar con él.
—Lo prometo.
En cuanto la mujer se metió detrás de la barra, Will no esperó a
preguntarle:
—¿Te ha reconocido?
—Will si lo hubiese hecho se acercaría, ¿no crees?
—Sí, es verdad.
—Nada, sigue hablando con sus acompañantes. —Elisabeth oteó por
encima del estrecho hombro de su amigo—. Ni se ha percatado de que
entramos.
—¡Arg! —Will bebió su copa y la rellenó—. ¿Ese hombre dónde tiene
los ojos, en el trasero?
—¡Will! —protestó por lo bajo Elisabeth que se encorvó en la mesa.
—Digo la verdad, hasta con estas pintas y ese mostacho postizo eres un
joven que él nunca ha visto.
—¿Parezco hombre?
—Es un parecido razonable. Aunque se nota que tu piel no está curtida
por el sol o el salitre. —Se encogió de hombros.
—No pretendo que me reconozca, solo quería verlo con mis propios ojos,
solo eso —le confesó con cierta melancolía y dolor, ya que le hubiese
gustado que él se percatase de su persona.
—Si nos quedamos el tiempo suficiente puede que consiga ver en ti la
mujer que eres.
—Chsss… hay oídos en todas partes. —Elisabeth movió la boca más que
habló.
—Lo lamento, pero es cierto.
—Da igual lo que creamos, será lo que tenga que ser. —Aquellas
palabras de las que tenía que mentalizarse, las corrió con un buen trago de
ron, bebida a la que se había acostumbrado, la favorita de su padre—.
¿Sabes cuánto tiempo echarán en puerto?
—Eso depende si tienen que arreglar algún desperfecto del barco, o por
cuánto tiempo quieran descansar. Realmente no te puedo decir.
Alzó la vista hacia donde estaba Derek que seguía centrado en la
conversación, no así Francis, el hombre al que recordaba por acompañarlo y
que lo escondía para que pudiera verla. Lo había visto un par de veces,
quizás un poco más, pero sobraban dedos de las manos. Sintió un escalofrío
cuando sus ojos se posaron en ella.
—Me ha visto Francis. —Los nervios hicieron explotar el miedo en su
interior.
—¿Está aquí?
—Sí.
—¡Vaya viejo con suerte! La vida de pirata le acompaña para bien.
Brindo por él. —Alzó la copa antes de beber—. A ver si advierte a Derek.
—No. —Aquello le salió de lo más hondo del corazón.
—Eli, ¿a qué viene eso ahora? —Frunció el ceño levemente por
incomprensión.
—Es mejor que no lo sepa. —El miedo la atenazaba.
—No lo entiendo, estamos aquí y prefieres que no te vea. —Hizo tres
chasquidos con la lengua—. No entenderé a las mujeres jamás.
—Si no me entiendo ni yo, no quieras comprenderme tú.
—Eso es de gran ayuda en estos momentos, Eli.
—Mejor que no me reconozca, nos puede poner en peligro si descubre mi
identidad. —Movió la cabeza un poco—. No ves que hay soldados de la
corona.
Will asintió.
—Oye, que a lo mejor Francis no sabe que eres tú. No creo que sea tan
listo.
—Pero no lo sabemos y tampoco debemos subestimarlo. Es mejor
marcharse.
—Quieta —le ordenó Will—. Si no han reparado en que eres tú, nuestra
marcha podría ponerlos sobre aviso.
Ese apunte de Will no era tan descabellado.
—¿Qué hacemos? —inquirió ella sin ver una salida a ese embrollo en el
que se había metido.
—Esperar y vuelve a mirar.
¡Bendita la hora que le había hecho caso! Agazapada por el hombro de
Will, sus ojos chocaron con los de Derek, más grises, escrutadores, que por
un instante parecieron sorprenderse de su presencia. ¿La habría reconocido?
Él al no moverse, ni sonreír en su dirección, le hizo creer a Elisabeth que en
el fondo no había pasado nada. Le mantuvo la mirada y percibió en el alma
como el tiempo se paró en ese instante en el que ambos volvían a verse…
¿Sin conocerse? Ahí sentada se despertaron todos los sentimientos que
había aguardado en su corazón, mas él solo con su parpadeo le acariciaba la
piel y eso creó que la seducción fluyera en cascada entre sus cuerpos.
Elisabeth estaba atrapada por sus ojos en los que, a causa de la luz, no se
distinguían las pupilas, por eso no podía separar los ojos de él por mucho
que lo intentase y notó una leve presión en la entrepierna, ya que las
imágenes de ambos perdidos entre abrazos, besos o caricias, se
intensificaron. No eran meras ensoñaciones de un pasado inalcanzable.
Derek estaba ahí.
Solo reaccionó al pellizco que Will le dio en la mano.
—No sigas haciendo eso.
—Bruto… —Un movimiento al fondo la puso en alerta—. Creo que se
va a acercar.
—Lo recibiremos bien.
Sin embargo, Derek solo pasó por la espalda de Elisabeth sin mirar para
ninguno de los dos. Tras él, Francis. Ambos salieron de la taberna.
—Derek no miró, Francis sí —la informó Will.
—Será mejor que nos marchemos. —Buscó con la mirada a Florinda y
ambas asintieron a modo de despedida.
—Vale, puede que se hayan marchado ya.
Elisabeth también quería creerlo, aunque una corazonada le indicaba que
había muchas posibilidades de que no fuese así. Salieron a la calle y lo
primero que los recibió fue el grito de las gaviotas, así como que notó el
ambiente todavía más caldeado que cuando habían llegado… ¿Cómo era
posible? Al respirarlo le quemaba en los pulmones, esa reacción solo le
pasaba al estar con Derek. No había estado, mas había compartido el mismo
espacio.
Comenzó a desatar el cabello y se oyeron unos pasos a su espalda a los
cuales no le prestó atención.
—Hola, Elisabeth.
Capítulo 5
Llegó a su cuarto enfadada consigo misma, por haber sido durante unos
minutos tan idiota de bajar con él las barreras. ¡No podía cometer ese error!
No obstante, le asombraba cómo él tenía poder sobre ella y, si se lo
permitía, haría lo que le viniese en gana. ¿Aquello podía ser posible? Lo
era, hasta su cuerpo reaccionó a él, al sentir en la espalda su torso subir y
bajar por la respiración, el calor de su cuerpo, la fuerza que desprendía, se
había humedecido como jamás lo había hecho.
—Eres tonta, tonta, tonta —se recriminó a sí misma.
Se sacó las botas y las metió en el falso fondo del armario que solo ella y
Katherine sabían que existía. De pronto, unos golpecitos en el cristal la
asustaron. Tuvo que taparse la boca para no despertar a la casa. Al acercarse
vio la sonrisa de Derek.
—¡Qué haces aquí, loco! —exclamó con el pulso acelerado por el susto.
Le abrió y por acto reflejo dio dos pasos atrás para dejarlo pasar. Él como
antaño, de un salto entró y cerró la ventana tras de sí—. Podían verte los
guardias.
—Sé apañármelas en la oscuridad. —Giró el rostro hacia la ventana
cerrada con una sonrisa socarrona.
—¿Qué haces aquí?
—Tenía que volver a verte.
—Pues ya me ves, fuera. —Le señaló la ventana con el dedo índice.
—No podía irme sin…
Le robó un beso.
Capítulo 6
Desde la cama Elisabeth veía como los rayos del sol se colaban entre las
cortinas vaporosas de su cuarto. Miraba hacia la misma ventana por la que
había entrado Derek. La misma por la que entraba cinco años atrás. El
corazón pegó un latido fuerte en el centro del pecho como si quisiera
despertarla de ese ensueño que no era real, aunque a la vez lo era.
Él había regresado, tarde, mas lo había hecho.
Se acordaba de ella, de lo que habían vivido, sin embargo, le debía
muchas explicaciones, demasiadas, y no sabía si estaba dispuesta o si quería
escucharlas, ya que no sabía a qué podía enfrentarse. En el fondo tenía un
miedo horrible, no de Derek, sino de su historia, de ahí que no pudiera
pegar ojo en toda la noche. La atracción y la pasión continuaban flameando
entre sus cuerpos, no obstante, entre ellos había secretos que se habían
forjado a lo largo de esos malditos cinco años.
Desde el principio, Derek no le ocultó que su padre era pirata y que esa
era su vida, ella lo aceptó con todo su ser, consciente de que era un hombre
que vivía más allá de los límites del bien y del mal y muy cerca de la
muerte. Le había contado muchas cosas sobre los piratas, su vida, su falta
de compromiso, incluso su desarraigo, mas Derek no le había mostrado eso,
tampoco lo hizo durante la noche. Siempre supo que él era diferente, le
mostró que no le importaba la cuna de ella, quién era o quién era su padre,
quien aceptaba a los piratas para la defensa de la isla y de Port Royal. Le
asombró que después de cinco años se moviera con el mismo hombre que
los ayudaba a verse y aunque no hablase de su familia, siempre la llevaba
con él. ¿Eso lo hacía diferente? Sí.
Lo que no quería escuchar era que había conocido a otra mujer, que otra
en esos cinco años había usurpado su puesto o a saber qué más, no lo
soportaría, se moría de los celos, y se sentiría la mujer más idiota del nuevo
mundo por haber esperado por un amor que no era tal. ¡Podía tener hijos!
No, no podía hablar con él, pues si lo hacía ella también debería hablar de
Davenport, el hombre con el que su padre había decidido casarla. ¡Se iban a
romper el corazón mutuamente!
Su amor era la soga que terminaría con ellos.
Lo que debía hacer era alejarlo, no podían verse de nuevo, ese era el
mensaje que le debía hacer comprender: por mucho que sus corazones
latiesen al unísono, sus destinos se habían separado para siempre. Además,
dentro de poco su padre anunciaría su compromiso con ese militar, aunque
no lo amase le debía respeto y debía asumir lo que le iba a tocar vivir, una
boda arreglada.
«¿Por qué no me puede ayudar la providencia?», barruntó a la vez que se
secaba una lágrima. «Tonta, no pienses así, Derek y tú solo podréis ser
conocidos, poco más», se respondió de inmediato.
La puerta se abrió de pronto y Elisabet de la impresión se irguió.
—Calla —le susurró Katherine metiéndose con ella en la cama—.
Déjame un sitio. —Se echó hacia un lado. Katherine tiró de las sábanas
hacia arriba para que las ocultasen—. Cuéntame, Eli, ¿viste a tu pirata? —
Su hermana no andaba con rodeos.
—Sí.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Diantres, Eli, podrías ser más abierta. ¿Qué pasó? —inquirió con
ansias por saber lo que había sucedido. Elisabeth bufó—. Esa no es una
respuesta. —La escrutó con detenimiento—. Has estado llorando…
¿hablaste con él?
—Sí, pero de nada importante. —Había cosas que no se podían decir
aunque se estuvieran clavando en el corazón como espinas.
—No le preguntaste por este tiempo, imagino. —Katherine comenzaba a
dar cosas por hecho.
—Somos conscientes de que debemos hablar sobre este tiempo, lo que
pasó o lo que vivió…
—¿Pero? —la interrumpió Katherine. Elisabeth se permitió contemplar a
su hermana. Su rostro redondeado, el más similar al de su madre, no
mostraba la preocupación de la vida, sino la fuerza y el vigor de la
juventud. En sus ojos verdes, lo que compartían las dos, vio el tintineo de la
esperanza de esas personas que creían que nada malo las alcanzaría.
Elisabeth bajó la mirada—. Habla —le urgió su hermana al comprobar que
no iba a soltar prenda—. Soy yo, Eli.
—Tengo miedo —reconoció al fin.
—¿Por qué? —Katherine no la entendía y no necesitó mirarla para
confirmarlo.
—A lo que puede decirme, ¿y si tiene familia?, ¿y si está comprometido
o casado, o si en este tiempo ha tenido hijos…? —Katherine le tapó la boca.
—No te agobies por lo que él todavía no te ha contado. No te adelantes a
los acontecimientos, a veces las cosas no son tal y como pensamos, puedes
equivocarte. —Su hermana quería hacerla razonar.
Elisabeth apartó la mano de la boca.
—Y puede que yo tenga razón. Me tiembla el alma cada vez que lo
pienso.
—Sí, es verdad, puedes tener razón, pero antes de disgustarte, es él quien
te lo debe confirmar. —Katherine estaba en lo cierto.
—Las dos sabemos qué puede mentir. —Esa afirmación fue un golpe a su
pobre corazón.
—¿Cómo estás tan segura? —Esa pregunta la hizo pararse unos instantes
y ponerse en duda ella misma, Katherine la mandaba mirar todo con cierta
objetividad—. El tiempo que estuvisteis juntos, ¿te mintió?
—No. —De eso sí estaba segura.
—Entonces, ¿por qué lo haría ahora?
—Fueron cinco años.
—Cinco años en los que mi hermana vivió de recuerdos, y a lo mejor él
también. ¿Te reconoció vestida de hombre?
—A la primera.
—Vamos, que el disfraz le vale a todos, menos a él. —Lentamente asintió
en silencio—. Interesante.
—No sé donde ves el interés. —Giró el rostro hacia el otro lado
—Te conoce. —Aquello dicho por su hermana volvió a golpearla. La
miró—. Te reconoce a pesar del tiempo transcurrido, eso dice mucho del
hombre que hay detrás del pirata.
—¿Tú crees?
—Yo no lo conozco, pero me da la impresión de que es así.
—¿Tú escucharías a tu pirata? —Elisabeth sabía que casi al mismo
tiempo las dos habían vivido su particular historia con unos jóvenes piratas,
Elisabeth se enteró mucho después, como Katherine de su aventura con
Derek. Nunca se desvelaron los nombres de esos dos hombres que las
habían cautivado.
—Desde luego, no pienso quedarme con dudas o con preguntas sin
resolver, eso lo tengo claro. También soy consciente de que cuando lo
vuelva a ver, si noto que él me ama como yo lo amo, no perderé un solo día
más. Me arriesgaré.
—Siempre has sido la más valiente de las dos. —Esa era la verdad,
Katherine era una bala de cañón, Elisabeth era más templada, incluso
sumisa para no tener problemas.
—Eres la única a la que le cuento mis dudas que son muchas.
—Lo sé.
—Prométeme o prométele a tu corazón que lo escucharás. Te lo debes a ti
misma —le rogó Katherine.
—Lo haré —le contestó con una firmeza que a ella misma le sorprendió.
—Eso espero o te ato a una palmera en un día de tormenta. —Las dos se
carcajearon por las ocurrencias de Katherine—. Te ha reconocido… —se
quedó pensativa—. ¿Cómo lo viste?
—Más atractivo —suspiró—. Muy atractivo, aunque queda muy poco del
muchacho que fue, el hombre en el que se ha convertido es… es… es muy
guapo. Me ayudó a desvestirme —le confesó.
—¡¿Qué?! —exclamó Katherine.
—Calla —le ordenó—. Se coló por la ventana como siempre y echó aquí
un rato.
—Me pudiste despertar para que lo conociera —se quejó Katherine,
decepcionada.
—Sí, en mitad de la noche, Katherine de verdad.
—Quiero conocerlo.
—Ya te lo presentaré.
—Más te vale —la amenazó—. Por cierto, hoy es la cena con el conde.
—Sí, es verdad. —Se tapó la cara con las manos—. Se me había
olvidado.
—¿Cómo será? —El rostro de su hermana se tornó más soñador.
—No lo sé, esta noche saldremos de dudas. —Negó con la cabeza—. Va
a venir Davenport y todavía no hablé de su existencia.
—Ya se lo contarás, pero, ¡qué pesado! ¿Qué le ve papá? Yo no veo qué
sea un hombre para ti. —Esa sentencia de su hermana le hizo vibrar el
corazón.
—No nos vemos mucho. —«Mejor así», pensó Elisabeth para sí misma.
—Deberías estar rezando a la providencia para que tu pirata te salvase de
Davenport. Ese hombre no me gusta para ti, en general no me agrada nada.
—Katherine le repitió lo mismo desde que lo conoció—. Tiene algo más
oscuro que los piratas de estas tierras.
Su hermana no se equivocaba, cada vez que lo veía, aunque fuese de
lejos, un escalofrío le recorría el espinazo y la tensaba. Solo cuando él se
marchaba se podía relajar.
—Ojalá papá aceptase un matrimonio con un pirata.
—Siempre nos queda escaparnos por amor. —Las dos se miraron
después de que Katherine dijera eso y se echaron a reír.
A Elisabeth por una vez no le pareció descabellado, más bien, era el
anhelo secreto de su alma y su corazón.
Capítulo 8
Esa mañana, cuando el reloj no había aún marcado las doce, Derek y
algunos de sus hombres observaban como los dueños de algunas
plantaciones, o los encargados (hombres que los ricos londinenses dejaban a
cargo de sus propiedades) examinaban a los esclavos recién llegados de
otras latitudes —el color de piel los delataba— con detenimiento. A Derek
se le revolvían las tripas. Aquella era la peor forma de deshumanizar a una
persona.
«Lo primero de que debéis aprender para que vuestros hombres os
respeten es que hasta el más humilde se merece una vida digna y solo la
encontrará gracias a la piratería y a vuestros buenos actos, ¿acaso os
gustaría ver a vuestros hermanos en las mismas condiciones de esas
personas?», se acordó de su padre como si las olas que mecían el Reverance
arrastrasen su recuerdo con ellas. Derek negó con la cabeza, antes de
dedicarse a la esclavitud, viviría de las rentas de la plantación, mas nunca
haría una actividad como esa, ya que en su persona no tenía cabida la
agresividad, no era un bucanero que en segundos se pusiera en contra de
una persona. No, no era de ese tipo de hombres, era más, su tripulación
sabía que no le gustaba el derramamiento de sangre gratuito.
—¿Por qué le miran la dentadura? —inquirió con asombro un joven de la
tripulación.
—Porque son ganado —le refirió otro.
—Huch, no es así —lo acalló Derek.
—¿Señor? —carraspeó este—. Me refiero a que los tratan como si lo
fuesen, es lo que hacía mi padre. —Su familia siempre había sido ganadera.
—Pero son personas. —Derek quería dejar bien claro la diferencia de lo
que estaban presenciando.
—Ojalá todos los hombres fueran como sus hermanos o usted —señaló el
cocinero del barco, quien había trabajado para su padre, que a su muerte
quiso estar con Derek.
Asintió en silencio a sus palabras, bien ciertas que eran pues aquellas
imágenes no se debían presenciar, tampoco nadie se debía meter para
terminar con ellas, pues muchos piratas habían terminado con los saqueos
contra los españoles, cuando el rey Carlos II firmó un tratado de paz con los
españoles y se convirtieron en mercaderes de esclavos. Esa era otra cara de
Port Royal, una rica ciudad del Caribe que tan pronto se llenaba de oro,
plata y otras riquezas, como de esclavos. Era generosa con el recién llegado,
aunque muy pronto te mostraba su crueldad, la cual jamás descansaba.
Las campanas de la iglesia resonaron en todos los rincones y al entornar
los ojos vio cómo Francis subía por la rampa hablando animadamente con
el joven Will. Aquel repicar en esa ciudad donde las tabernas y casas de
comidas eran también burdeles, sonaban como impropio, empero, muchos
hombres, libres, piratas, corsarios o bucaneros, acudían a misa cuando sus
almas así lo requerían. El hombre debía creer en algo y más el que daba su
vida a la mar. Jamás se lo prohibiría a sus hombres, en cambio, él apenas
acudía, la última vez fue con el fallecimiento de su padre, también quiso
hacerlo con Duke… Agitó la cabeza cuando un pinchazo le cruzó el
corazón.
—¡Venga, al trabajo! —les ordenó—. Ya hemos holgazaneado suficiente
y visto aún más —musitó. Todos los hombres le obedecieron y se dirigió a
los recién llegados a quienes con un gesto de cabeza les indicó que lo
siguiesen hasta su su camarote-despacho.
—Derek, tengo una misiva para ti. —El joven bajó la cabeza y algunos
mechones, al sacarse el sombrero cayeron sobre su cara.
—¿De quién?
—Del teniente-gobernador —le expuso will, que le tendió la carta y vio
el sello de Finley. Con manos rápidas la abrió.
Lord Milford,
Tras haber dado muchas vueltas a nuestra conversación de la otra noche, me complace
decirle que le permito cortejar a mi hija, la señorita Elisabeth. Tiene todo mi
consentimiento.
F.
Derek releyó incrédulo esas palabras del gobernador, ¡Beth era suya! Le
hubiese gustado reaccionar de otro modo, ponerse a hablar de cualquier
cosa con tal de no quedarse allí callado mientras, los otros dos lo miraban
expectantes, mas le habían empezado a sudar las manos y el corazón le latía
tan desbocado que ya no lo percibía en la boca, sino que había volado al
lado del Beth. Deseó que, por un acto de brujería, el barco se elevara y
fuese hasta la misma ventana por la que se había colado para reencontrarse
con la mujer a la que amaba, incluso, a la distancia que los separaba, le
pareció oír los latidos del corazón de Elisabeth, gemelos a los suyos
propios. Ella era la mujer a la que pertenecía.
Ahí estaba, con unas ganas tremendas de ponerse a brincar debido a que
¡había convencido a su padre en el papel de conde!, no pudo evitar sonreír,
quien lo viese reconocería una sonrisa triunfal. De súbito, sintió la
necesidad de estrechar entre sus brazos a Beth y jamás soltarla. Sin
embargo, un golpe de realidad le arreó un puñetazo, solo esperaba que…
Solo esperaba que entendiese por qué había regresado a la ciudad. La
sombra de aquello se cernió sobre él enfriándole la sangre, agitó la cabeza
para alejar el recuerdo lo más lejos posible. Solo quería vivir ese momento
y saborear en esos instantes la felicidad.
—¿Qué dice? —Francis estaba nervioso como un padre
—Me da su consentimiento para cortejar a Elisabeth. —Apenas se oyó
decirlo quiso dar saltos de alegría, mas debía controlar las emociones que lo
embargaban, aun así, no podía esperar a la noche para verla.
—¡Al fin! El título del que tanto renegabas, te ha abierto las puertas del
amor —le dijo Francis.
—El amor de Beth ya lo tenía, lo que está más cerca es la posibilidad de
matrimonio, pero debo ser cauteloso. —Aquella fue una advertencia para sí
mismo—. No estamos aquí por mi vida personal. —Dobló el legajo y lo
puso sobre la mesa, encima de otros papeles referentes a la plantación,
tomando a su vez una actitud más seria que mantenía con grandes esfuerzos
—. Will, si te hice llamar es por Davenport.
—Me sorprende ese cambio del gobernador Finley, cuando todo estaba
preparado para anunciar su compromiso con Beth —apuntó Will que se
sentó en una de las sillas con el sombrero entre sus manos. —También me
han contado que lo han echado de casa.
Derek les narró todo lo acontecido esa noche. Con un regusto amargo en
el paladar repitió aquella maldita frase en la que Davenport quería arrancar
los ojos a Elisabeth, ¿qué tipo desgraciado podía decir algo así a una dama?
—No me sorprende. —El joven Will se encogió de hombros.
—¿Por qué lo dices, muchacho? —Francis compartía la misma
estupefacción de Derek, quien lo miró con las cejas alzadas al no
comprender al joven.
—De toda la ciudad es sabido que es un altivo y provocador, trata a todos
como escoria, blancos, negros o a los mismos jamaicanos que trabajan en el
cuartel, tanto es así que hasta hay meretrices por toda la isla que no se
acuestan con él por miedo. —Para Will era obvio lo que contaba, mas no se
acordaba que ellos habían estado fuera cinco años.
—¡¿Qué dices?! —exclamó Francis.
—Es cierto —aseguró el muchacho que alternaba la mirada entre ambos.
—Si una meretriz no se acuesta con un hombre, eso es una señal horrible
de sí mismo —apuntó Francis que se acariciaba el mentón.
—No trata bien a nadie, los hombres que están bajo su mando le temen
—apuntilló Will por si lo primero no había sido poco.
—¿Ningún pirata le dio su merecido? —Derek estaba un tanto
asombrado.
—No va a las tabernas de Queen street o de Lime street, sino que
frecuenta una de Thames Street que está cerca del fuerte. Muy pocos piratas
acuden a ella y ahí hay una meretriz que le hace algún favor. Es cierto que
los observa por encima del hombro.
—Pues gracias a hombres como nosotros, él puede vivir tranquilo en la
isla. —Aquellas palabras de Francis eran tan ciertas que los otros dos
asintieron. Se cruzó de brazos, pasándose la lengua por los dientes—. Si
piensa que por vestir un uniforme es mejor que el resto, se equivoca, el
honor entre los tuyos se gana, no se consigue a la fuerza.
A Derek no le cogió de sorpresa lo que había escuchado, lo que sí le
sorprendió fue que Davenport se acostara con mujeres para luego visitar a
Elisabeth con esa digna máscara de caballero inglés con la elegancia que le
proporcionaba el uniforme, pues vestirlo era lo único digno que hacía. Se le
revolvieron las tripas. Un hombre que amaba a una mujer jamás pensaría en
pasar la noche con otra, sino que desearía estar con esa que hasta pasar por
la vicaría no la podías tocar. Le dieron ganas de arrancarle la cabeza de
entre los hombros. Grandes ondas de frustración le recorrieron las venas.
—Pobre Elisabeth, estaba engañada. —Francis negó con la cabeza.
—Se jacta de su relación con Elisabeth, a quien no respeta, solo la quiere
para subir en los escalones políticos de Londres, porque gracias a su
matrimonio con ella sabe que puede llegar a que el rey lo nombre
gobernador de Port Royal y si lo consigue terminará con todo tipo de
actividades piratas y dará caza a los corsarios, incluidos —añadió Will.
La tremenda felicidad de minutos antes, había desaparecido sin dejar
rastro pues Derek era consciente a pesar de tener el rostro sereno. La única
muestra de su malestar era la luz tétrica que reflejaba su mirada grisácea,
que daba miedo. Dio dos vueltas por la camareta, como si quisiera
tranquilizarse.
—¿Este petulante no se da cuenta de que si termina con esta actividad,
Port Royal pierde su modo de subsistencia? —inquirió Francis con toda la
razón del mundo.
—Está muy marcado por las ideas de Thomas Linch —dijo Will al
nombrar a uno de los terratenientes que llegó a gobernar Port Royal.
Derek pegó un puñetazo encima del escritorio consiguiendo que todos los
papeles se levantasen, la tabla crujiera, así como que todo el armazón del
barco hiciera un sonido hueco de dolor al mecerse por el movimiento del
mar.
—Beth es un mero peón en su tablero de ajedrez y te confirmo, —Derek
clavó los ojos en la figura de Will—, que le soltó a Beth un comentario muy
poco afortunado y delante del gobernador, quien reaccionó del modo que
debió, protegiendo a su hija.
—La gente que lo presenció está orgullosa de ese acto del gobernador,
pues muchos creíamos que era un títere de Davenport, ya que en más de una
ocasión dio muestras de estar en su línea de pensamiento —dijo Will—. Y
todos saben que tiene dos caras, el muy hipócrita.
—Cuenta —le pidió Francis adelantándose a Derek.
—Cuando está solo muestra su verdadero ser, fanfarrón, maleducado, las
tiene todas, delante de ella, su cara es amable. Vamos, es una farsa.
—¿Hay alguien más que sepa esto? —inquirió Derek.
—Katherine —confesó.
—¿Katherine está al tanto? —Derek no daba crédito. Poco a poco, la
mandíbula le cedió y abrió la boca.
—Sí, estaba conmigo cuando le oyó decir que le iba a arrebatar todo al
gobernador, empezando por su hija mayor y que a ese viejo senil no le
quedaría otra que retirarse a Londres —volvió a exponerles.
—No le importa nadie —musitó Francis.
—Solo él mismo —respondió Will.
—¿Y Katherine no se lo contó a Beth? —Derek comenzaba a estar
indignado con Katherine.
—No quería enfadarla ni disgustarla, la entiendo. —Will mostraba su faz
más comprensiva.
—Lógico, Derek, hijo —le habló Francis—. Beth es muy sumisa, pero
cuando se enfada muestra al monstruo que lleva dentro, la has visto
enfadada.
Era cierto, cuando Beth se enfadaba, y era muy raro que eso sucediera, se
convertía en otra persona.
—Aun así, tuvo que ponerla al tanto. —No iba a dar su brazo a torcer. ¡Él
no lo haría con sus hermanos!
—La señorita Kat quiso empezar por su padre, quien de aquella no la
escuchó. —Esas palabras de Will fueron un mazazo para Derek.
—Pues ha probado de su propia medicina —asintió Derek—. Vais a
hacer lo siguiente, id a la taberna de Thames street y vigiladlo, quiero saber
qué dice, pero antes, soltad el rumor que el conde de Milford tiene el
beneplácito para cortejar a Beth —les pidió.
—¡Estás loco! —exclamó Will.
—No, lo que quiere es retarlo —explicó Francis con sus ojos clavados en
la figura de Derek, quien les expuso de un modo muy escueto su plan, a lo
que el hombre asintió—: Inteligente.
—Está bien —aceptó Will—. Con esa noticia sabremos hasta dónde está
dispuesto a llegar.
—Pues id —les mandó.
—Por cierto, Elisabeth te manda un recado: te espera donde siempre.
En cuanto se marcharon los dos hombres con las consignas de lo que
debían hacer, sonrió lleno de amor y alegría también, a la espera de
enfrentarse con Davenport.
Movido por su corazón a rebosar de amor, abrió el cajón cercano a su
catre y sacó el relicario de plata. Sonrió con un inmenso cariño y en el frío
metal depositó un beso, antes de ponérselo al cuello.
Capítulo 13
Por muy raro que fuese, la noche anterior llovió, pues en esas fechas no
solía caer ni una gota, y esa mañana, al despuntar el alba, los hercúleos
rayos del sol se abrían paso entre la espesura ennegrecida de las nubes,
como si se tratasen de espadas de luz que apartaban la oscuridad a su paso,
hecho que Derek interpretó al igual que sus hombres: «días mejores están
por venir y la vida nos sonríe», le vino a la mente ese comentario.
La humedad avivaba ese olor a tierra mojada, los charcos en el suelo, que
se consumían con el intenso calor con el que venía acompañada la lluvia,
podía influir en esa suave brisa que soltaba el mar, cual suspiro, y que le
acariciaba la cara sin ese olor a salitre y que, por el contrario, arrastraba el
fabuloso aroma de las rosas así como del resto de las flores que decoraban
el inmenso jardín de la mansión del gobernador con quien Derek, en su
versión de conde honorable, paseaban entre los parterres. Desde lo alto de
aquella colina le asombró ver casi la totalidad de Port Royal, que a esas
horas comenzaba a desperezarse con una serenidad casi impropia de una
ciudad pirata, pues los primeros transeúntes, comerciantes casi todos ellos
conversaban al tiempo que las gaviotas alteraban el ambiente con sus gritos,
no obstante, la claridad brillante de la mañana le daba un aire de calma y
tranquilidad que Derek nunca había percibido.
—Me complace hablar con usted a solas, sin que mis hijas anden de por
medio. —Se llevó la mano al chaleco, donde sacó un reloj para comprobar
la hora—. Les queda poco para levantarse.
—¿Es malo? —Se rio por la nariz, mientras sus ojos se fijaban en las
siluetas de las casas hacinadas con algunas chimeneas humeantes, signo de
que la vida comenzaba a adueñarse de la ciudad.
—No, pero no nos podrán interrumpir y podemos hablar francamente.
—Siempre hablo con sinceridad, señor, incluso con sus hijas delante.
—Lo sé y me alegra que lo diga. —El gobernador se paró donde el jardín
terminaba en una muralla que les llegaba por las rodillas y desde allí se
podía ver la inmensidad del mar. Derek sabía que era mucho mayor que
aquella imagen que contemplaba. La había vivido en sus propias carnes.
Los confines del mar eran más grandes que los de tierra—. No soy ducho en
el arte de las palabras, por eso mi carta fue escueta.
—Pero directa —señaló como halago Derek, que llevó las manos hacia la
espalda.
Unas horas antes de la cena había recibido una nota del gobernador
Finley para verse a esas horas tempranas para departir sobre Elisabeth y su
futuro.
—Sí, milord, a usted debo darle las gracias, porque por su visita el
capitán Davenport ha mostrado su verdadera cara, no me esperaba unas
palabras como aquellas, mi hija se merece algo mejor, y en usted estoy
convencido que lo hallará. —A Derek le sorprendió como aquel hombre no
se mordía la lengua a la hora de exponer sus sentimientos por sus hijas, no
como otros para los que eran una mera mercancía para el status de la
familia—. No me gustaría que nada malo le ocurriese a ninguna de las dos.
—Le prometo que a mi lado a la señorita Elisabeth no le ocurrirá nada,
pero si me lo permite, también protegeré a Katherine. —Era la hermana de
su amada, no podía dejarla a su suerte si algo le sucedía al gobernador,
como jamás hubiese dejado a su suerte a Duke si él se lo hubiese permitido,
no iba a cometer los mismos errores. Había sido una lección que su padre
les había inculcado desde niños y que, por su mala cabeza, por no
imponerse como el hermano mayor que era, había salido perdiendo.
«Por mucho que Dominic se niegue, lo obligaré a casarse con ella», se
dijo a sí mismo, pensando en su hermano pequeño.
—Se lo agradezco, la seguridad de mis hijas es lo más importante, más
que la mía, lo que me pase a mí… —Se mantuvo un segundo en silencio
—…, me da igual, no quiero perderlas a ellas, todavía me pesa la muerte de
mi esposa.
Sin quererlo, Derek se sintió unido a ese hombre por la guadaña de la
muerte. ¿Cómo era posible? Abrió las aletas de la nariz para respirar hondo,
antes de añadir:
—Sé a lo que se refiere.
—¿Ha perdido a alguien recientemente? —Se atrevió a inquirir el
gobernador que lo miró de hombre a hombre.
—A mi padre y a un hermano.
—Eran tres —afirmó el gobernador.
—Así es, señor, y hay pérdidas de las cuales uno no se sobrepone nunca,
solo el tiempo las alivia.
—¿Cómo es posible que alguien tan joven hable de este modo?
—Uno que ha vivido mucho.
—Ni que fuera pirata —soltó una carcajada.
A Derek se le pusieron las pelotas en el gaznate y esa sensación la
empujó tragando con fuerza. Bajó la cabeza con la mandíbula apretada,
aquel hombre de apariencia de bobo, o que a muchos les resultaba
insignificante, no se perdía por ningún camino. Era listo.
—No. —Sonrió de modo forzado—. No lo soy. —Respiró de nuevo—.
¿No se fía de ellos?
—Me fío, la corona, Inglaterra en sí les debe mucho, incluso los nobles
más nobles de Londres aumentan sus fortunas gracias a sus plantaciones
aquí, por lo que todos les debemos la estabilidad social y económica, así
como la riqueza de Port Royal, la ciudad más rica a este lado del mundo.
Ellos son Port Royal, nadie más.
¿Cómo era posible que un gobernador que mandaba matar a los piratas
hablase así de ellos? ¿Sería alguien sin escrúpulos escondido detrás de una
piel de cordero? Las dudas lo asaltaban con respecto a ese hombre del que
no sabía qué creer ¿era un asesino? Por como hablaba de los piratas y el
conocimiento de su importancia en un enclave como Port Royal, ciudad que
atacarían los españoles, no lo concebía. ¿Le dio a otro la orden para
ejecutarlos? ¿o cabía la posibilidad de que la orden la diese otro que no
fuese él? Dudas y más dudas. Se tenía que arriesgar.
—Tengo entendido que hace poco se han matado a algunos. —Derek
sabía que se metía en terreno pantanoso.
—Una infamia. —Derek frunció el ceño ante esa declaración, incluso
sospechó que el gobernador conocía su verdadera vida en el mar—. Fue un
castigo desmedido hacia unos hombres que protegen este reducto inglés en
mitad del vasto imperio español. —Chasqueó la lengua con un sonido de
desagrado—. Jamás permitiré que vuelva a suceder. Solo agradezco que…
—Estaba claro, el gobernador no había editado ese decreto de matarlos.
El gobernador se paró a sí mismo y quedó meditabundo.
—¿Señor?
—Nada, nada, reflexiones de viejos.
Derek asentía a esas palabras, pero la sangre le hirvió al no darle el
nombre del culpable de esas injustas muertes. No podía seguir por esos
derroteros o se descubriría a sí mismo.
—Hablemos de algo agradable.
—Sí. —Intentó sonreír de modo sincero—. Me gustaría llevar a sus hijas
a la plantación para que la viesen.
—Es una buena idea, alejarlas de la ciudad, y que vean el interior de
Jamaica me parece muy bien, como que haya pensado en Katherine. —El
gobernador asentía en su dirección y su expresión era de sincera ilusión.
—Entiendo que están muy unidas.
—¿Y su hermano va a estar?
Esa pregunta se le atragantó a Derek que tosió con el puño delante.
—Eh… Dominik. —¿Qué pintaba su hermano pequeño en todo eso?
—Si, su hermano, ¿va a estar?
—No, él no está en Port Royal, pero creo que vendrá.
¿Por qué cuando requería a su hermano, este nunca estaba? Dom
comenzaba a ser un espíritu de contradicción o escapismo, ya no lo tenía
claro.
—Una pena, Katherine me ha preguntado por él—. ¿Katherine estaba
interesada en su hermano? Derek alzó las cejas con asombro—. ¿Es buen
hombre? —Quiso saber el gobernador.
—Sí.
—Por supuesto, es su hermano. —El gobernador negó con la cabeza—.
Vaya pregunta la mía.
—Si fuese un maleante le aseguro que también se lo diría, pero no es el
caso, es un buen hombre, se lo aseguro, pero nunca se enamoró. —La
mirada que le echó el gobernador fue perpleja cuanto más—. Hasta donde
yo sé, no se ha enamorado —se apresuró a defenderse—. No me cuenta su
vida amorosa.
«Dominik espero que estés en Tortuga y vengas pronto, como me entere
que estás en los mares del sur te degüello», se juró a sí mismo. Aun así, a
Derek le dio la sensación que Finley parecía querer dejar todo atado como
si la muerte lo acechara o, al menos, lo sospechara. Para soltar un poco el
lastre, dijo:
—Señor, verá casadas a sus hijas, se lo aseguro.
—Eso espero, no quiero dejar a ninguna desprovista o desprotegida. Pero
vayamos por partes. —Se giró y le dio la espalda al mar—. Primero Elisa,
me alegra que esté en Port Royal, milord, lo repito porque así lo creo, de
que la hará feliz, me agradaría que la boda fuese lo antes posible, con eso
no me refiero que no se conozcan o, sino que me gustaría espantar a
abejorros tales como Davenport.
—Estoy de acuerdo.
—Además, su presencia le vendrá bien a la ciudad y por descontado a mí,
que ahora podré consultar su opinión, si así me lo permite.
—Estaré encantado de confrontar nuestras opiniones.
—Vayamos a casa. —Estuvieron caminando un rato en silencio—. ¿Qué
día tiene pensado ir a la plantación?
—Lo antes posible, quizás pasado mañana. Así, les doy tiempo para que
preparen los baúles.
—Cierto, a las mujeres les cuesta hacer el equipaje. —Se rio—. Está
bien, así lo comunicaré… —El gobernador se paró—. Quédese a desayunar
y deles usted mismo la noticia —le sugirió con amabilidad.
—Prefiero que lo haga usted, gobernador.
Al llegar a la entrada de la casa, se vieron sorprendidos por la presencia
de Kat.
—Milord —lo saludó con una genuflexión.
—Señorita Finley. —Inclinó la cabeza cortésmente.
—Buenos días padre. —Le dio un beso en la mejilla antes de decirle a
Derek—. ¿Ha venido a ver a mi hermana?
Por unos instantes, Derek creyó que Kat lo descubriría. Su atrevimiento,
por esa sonrisa pícara que le lanzaba, no tenía fin. «Sí, estoy convencido,
creo que es perfecta para Dom», barruntó para sus adentros.
—No Kat —la regañó su padre—. Hemos estado departiendo ciertos
asuntos.
Ella asentía lentamente.
—Entiendo. —No parecía muy conforme.
—Milord, si me disculpa debo entrar —se despidió el gobernador—.
Pronto nos veremos.
Derek estrechó la mano firme de aquel hombre que parecía inofensivo.
—Katherine —dijo su nombre Derek, en cuanto el gobernador
desapareció.
—Llámame Kat, vamos a ser familia si nadie lo impide —le contestó
ella.
—No me voy a andar con rodeos
—Un pirata nunca lo hace. —Puso los ojos en blanco de una forma muy
simpática.
—Sé que tienes en tu poder cierta información de Davenport.
—Will, maldito bocazas —lo maldijo ella entre dientes.
—Eso no es lo importante —la frenó Derek.
—La quieres saber.
—No. —Volvió a poner las manos a la espalda—. Entiendo que practicas
las mismas tretas que Beth, te viste de hombre. —Ella asintió—. Quiero que
lo hagas para mí.
Kat alzó las cejas y abrió la boca al mismo tiempo.
—Milord, ¿mi hermana sabe que le gustan las mujeres con ropas
masculinas? —bromeó.
—No, no es eso, lo siento, quiero que te hagas pasar por hombre para
hacerme un favor.
Capítulo 15
Aquella orden enmascarada de dulce petición, que soltó sin apenas aire en
los pulmones, generó cierto instante de dudas en Derek que se vieron
reflejadas en su mirada grisácea. Para Elisabeth estaba en un «sí, pero no»,
que a ella la tambaleó sobre sus talones, debido a que no anhelaba que se
echara hacia atrás. Ella quería que la hiciese suya, que la tomase en cuerpo
y en alma hasta el más allá.
—¿Estás segura? —inquirió él con voz queda.
—Sí, por supuesto —su respuesta fue firme.
Antes de que él reculara la situación, Elisabeth tomó las riendas
enroscando los brazos alrededor de su cuello y lo acercó a sus labios.
Parecía que Derek se iba a resistir al principio, mas no tardó en devorarla
como a ella le gustaba, la aferró por la cintura y la pegó a él para hacerla
partícipe de la dureza de su erección, del fuego de su deseo a través de la
ropa que se interponía entre ellos como miles de barreras. Aun así, ella
podía percibir el calor que desprendía su piel y la calidez de su aliento, que
mezclado con la suave brisa que desprendía el mar, lo hacían irresistible.
Derek tenía el poder, desde que se conocieron, de dominar y saturar sus
sentidos, su cuerpo se relajaba instintivamente con solo verlo o al entrar en
contacto con el de él. La cabeza le daba vueltas en cuanto se separó.
—Espero que no dudes que ardo en tu deseo.
—Me enloqueces, Elisabeth, y esa seguridad me excita —le dijo con la
respiración agitada.
—Entonces, no esperes más. —Ella estaba enaltecida por la lujuria que
fluía por sus venas.
—No lo dudo, pero no habrá vueltas atrás.
—Qué así sea.
Él no necesitó nada más para comenzar a desvestirla y que ella hiciese lo
propio con él. Cuando Elisabeth notó los hombros al aire, Derek en un
arrebato, cogió los dos extremos del corsé y tiró de todas las prendas juntas,
vestido y camisola interior. Las rompió —rasgando el ambiente que los
rodeaba a la vez que era casi irrespirable, que les caldeaba la piel hasta
tornarla sensible a cualquier caricia—, y cayeron por la cintura de
Elisabeth, quien lo había medio desnudado. Él la ayudó a terminar con la
camisa, que utilizó de almohada para ella, cuando terminaron tumbados en
la orilla del mar y cuyas olas les lamían los pies. Elisabeth no se cubrió los
pechos, se quedó desnuda, expuesta ante él para que se percatara de que no
tenía reparos, era imposible, pues ya se habían visto desnudos muchas veces
cinco años atrás.
De inmediato, Derek los cubrió de besos, y atormentó sus excitados
pezones; los pellizcó, los mordisqueó, los acarició con la suavidad de su
lengua aterciopelada, del modo que presintió que ella tanto necesitaba. La
combinación entre su lengua y sus dientes hizo que ella le sujetase por el
pelo para que no se le ocurriese separarse. El sexo de Elisabeth se
humedeció por completo, le gustaba tanto, que arqueó la espalda para
ofrecérselos, él la estaba seduciendo, conquistando, poseyendo; era justo lo
que ella quería y, sin poder evitarlo, cegada por el placer, movió las caderas
en busca de la erección. Al notarlo, Derek que hasta ese momento había
estado entre sus piernas con el pantalón puesto, se irguió para sacárselo.
Sus miradas, bajo la luz de las estrellas, se entrelazaron y deslizó un dedo
por entre los labios de su deseo para separarlos. Masajeó el lugar exacto que
a Elisbeth le dolía tanto y consiguió que la presión en esa zona de su cuerpo
disminuyera hasta que se desplomó en medio de gemidos de placer mientras
su sexo le empapaba la mano. Él también gimió y la penetró con el dedo.
Ella se quejó levemente, mas no dejó de mover las caderas, ¡tenían voluntad
propia! Necesitaban ansiosas esa penetración. Derek tenía otros planes: con
el pulgar le acarició el clítoris hasta que estuvo hinchado, sensible y
dolorido por su toque.
Elisabeth sabía que lo apropiado sería detenerlo, empujarlo, separarlo, ya
que en esa situación su honor corría peligro, en cambio, la realidad era otra
diferente: no podía negarle nada. No podía negarse a sí misma esos ríos de
placer; no podía negarles a sus almas que se diluyesen en una sola. Sin
saber en qué preciso instante cerró los ojos, los volvió a abrir y lo miró, su
rostro estaba duro, y apasionado, jamás lo había visto así.
—¿Cuán… Cuándo vas a estar dentro de mí? —Se arqueó de nuevo.
—Cuando sepa que vas a ser mía.
—Te quiero dentro. —En sus ojos brillaba algo extraño, una especie de
ternura que le llegó al corazón.
Fue entonces, cuando Derek dibujó un círculo con las caderas, y su
miembro se deslizó con suavidad por entre los húmedos labios de su sexo.
Ella se tensó a la espera de la punzada de dolor que seguía a la penetración,
nunca llegó, por eso, se apoyó sobre los codos y lo que vio la excitó todavía
más: Bajo la luz de una luna llena redonda, plateada, que iluminaba
tenuemente la playa, la enhiesta verga de Derek se deslizaba entre sus
pliegues íntimos, que Elisabeth también separó con las manos.
—Te ... ¿Te gusta? —le inquirió él con voz enronquecida y entrecortada.
—S… sí… —Durante una fracción de segundo volvió a ser consciente de
cómo el mar le lamía los pies, mas no conseguía enfriarle el cuerpo, al
contrario, la hacía caer en la espiral apretada de lujuria que Derek creaba
alrededor de su cuerpo.
—Rodéame las caderas con las piernas, será más intenso.
En cuanto lo hizo, su pene se colocó mejor entre sus labios y pudo sentir
la piel rugosa así como la vena hinchada que lo cruzaba. Ella, entregada a la
lujuria del momento, con las caderas danzando al mismo ritmo que las
Derek, dejó caer la cabeza hacia atrás soltando gemidos. Le daba igual
quien pudiera escucharla, era más, tener ojos vigilando, la estimulaba
convirtiéndola quizás en una ramera que no en una mujer de bien, que debía
esconderse en sus aposentos para entregarse a su hombre. ¡NO IBA A
FALSEAR SUS EMOCIONES!
—¿Va a ser siempre así? —Les costaba respirar.
—Mejor. —Esa respuesta la hizo jadear más fuerte.
Lentamente, Derek le cubrió el cuerpo con el suyo. Sentir su peso, su piel
mojada por el sudor, que se movía encima de ella tan desesperado, reavivó
su anhelo. Ansiosa por notar de nuevo aquel placer tan intenso, se movió
con mayor ímpetu debajo de él, y al percibir como unos calambres le
recorrían las piernas, le clavó las uñas en la espalda, segundos antes de que
el orgasmo arramblase. El deseo en esos segundos se materializó en esa
parte erecta del cuerpo masculino que le proporcionaba un gran placer que
solo él podía darle. Gritó su nombre con el estallido del éxtasis y en un par
de segundos, él hundió el rostro en el hueco de su cuello al soltar un
gruñido.
Sus piernas quedaron enredadas en la espuma del mar que pretendía
esconder lo que allí y pretendía ser, junto a la luna, su refugio de amor.
Pasados lo que fueron unos minutos, en los que sus respiraciones
continuaban desacompasadas, lo mismo que el latir de sus corazones —el
de Elisabeth estallaba y chispeaba de felicidad—, Derek se apartó y desvió
la mirada hacia el estómago de ella. Elisabeth hizo lo mismo, estaba
pegajoso y resplandeciente por su semen, que él se encargó de limpiar con
una de las prendas rotas, de la cual se deshizo al tirarla a un lado. Luego,
preparó una almohada con la chaqueta de su traje y arrastró a Elisabeth con
él para mantenerla a su lado.
La cabeza le quedó en su torso, en donde podía escuchar su pulso aún
encabritado, una sinfonía que la iba adormeciendo.
—Beth, te ofrecería darnos un baño, pero a lo mejor el mar está bastante
frío a estas horas de la noche.
—Estoy bien cómo estoy —dijo con voz somnolienta.
—Y yo. —La besó en el pelo y se aferró fuerte a ella—. En mi soledad
con el mar, sus olas arrastraban tu voz.
—¿Cómo es eso?
—Te oía, cuando las demás voces perdían importancia y la cobraba mi
corazón.
Ella sonrió sobre su piel. La punta de su lengua rozó la piel de su
abdomen, picaba en el paladar y saboreó un poco el agua salada que los
rodeaba.
—¿Dónde aprendiste a hacer esto que me has hecho? —inquirió intrigada
y un tanto juguetona a pesar de tener el cuerpo laxo por el estallido de
placer.
—En la isla de Santa María.
Elisabeth nunca había oído ese nombre, ni lo conocía
—Nunca oí hablar de ella —le hizo saber—. ¿Está cerca de aquí?
—Está muy lejos, en los Mares del Sur —le explicó mientras sus dedos
le recorrían la columna vertebral que tiraba de la piel—. Allí pasé estos
cinco años y donde agrandamos la fortuna familiar, asaltando
embarcaciones chinas y de otros lugares de aquellas tierras. Es como Port
Royal, jamás vi tanta riqueza. —Derek se deshizo de su abrazo, se sentó
con la mirada perdida en el mar, ella también, y le acarició los hombros—.
Donde hay piratas, hay meretrices.
—¿Estuviste con alguna? —La pregunta le salió sola. Contuvo el aire,
esperando su respuesta. No podía imaginarse a Derek con otra mujer. Eso le
dolería, aunque entendía que, tras tanto tiempo, pudiera suceder.
—No, mi padre jamás nos lo permitió. —Se encogió de hombros—.
Quería que fuésemos hombres de bien, que jamás traicionaran su corazón.
Quería que formásemos una familia y tener nuestros hijos, pues, según él,
eso es lo que le da sentido a la vida de cualquier hombre. Era la vida que
quería para nosotros, aquí en Jamaica, por eso compró las tierras para la
plantación, para darnos un futuro mejor que el de ser piratas. Pero eso no
excluye que mirase lo que ellas practicaban con sus amantes esporádicos, y
esto que te hice, lo vi hacerlo a algunos hombres, por eso sabía que podía
ser tan placentero para ti como para mí.
—Te convertiste en un fisgón.
—Más o menos, todo lo que veía, lo quería practicar contigo, aunque
después me tuviera que dar placer a mí mismo.
—¿No tomaste a ninguna mujer? —Volvió a preguntar con las entrañas
encogidas.
Él negó con la cabeza muy lejos de allí.
—En esas tierras aprendí mucho, crecí y perdí el doble.
Ella se mantuvo en silencio, o eso pretendía, mas la curiosidad fue más
fuerte.
—¿A qué te refieres? —musitó para que quedase entre ellos.
—Allí murió mi padre en manos de un bucanero que aprendió todo lo
que sabía de Bartholomew y enseñó, a su vez, al capitán Henry Morgan.
—El pirata que fue gobernador. —Elisabeth se acordaba de aquel hecho,
pues ese hombre se alió con los franceses para continuar con la piratería.
—Sí, ese mismo. Jamás pensé que fuera a madurar de un modo tan
horrible, pero debí convertirme en el cabeza de familia con la ayuda de
Francis. —Expiró el aire retenido en los pulmones y se limpió una lágrima
—. Duke no me lo puso fácil, casi enloqueció. —Elisabeth sabía que se
trataba de su hermano mediano—. En el mar se convirtió en alguien a quien
temer, ya que esa furia que retenía en su interior, en el mar le dominaba el
alma. Pero era hombre de ley, nunca rompió con la promesa que nos hizo
jurar mi padre en su lecho de muerte: «jamás os separéis, os defenderéis
hasta la muerte». Hasta que le dieron caza.
Con la mano sobre su espalda notó como los músculos se le aflojaron, los
hombros se le hundieron. A su alrededor, los grillos cantaban alegres como
si aquella historia no les importase.
—No tuviste la culpa.
—En parte sí, porque de los tres fui yo quien rompió esa promesa, no
llegué a tiempo para defenderlo de la muerte.
Ella le rodeó el rostro con las manos y se asombró al fijarse como sus
lágrimas se adueñaban del reflejo de la luna.
—Esté donde esté tu hermano, sabe que no fue tu culpa y mucho menos
que eres mal hermano. —Él no hizo nada, seguía en su mundo interior—.
Derek. —Él la miró—. Regresa conmigo. —Quería alejarlo del dolor.
—Te prometo que no me moveré de tu lado. Por eso, por ti, dejaré el mar.
—Tienes alma de pirata.
—No, Beth, tú eres más importante que nada. Estos cinco años no
requería de ninguna mujer, porque solo existe una con la que quiero estar,
una a la que solo ama mi corazón: tú.
—No requiero promesas, solo a ti.
—Me tienes. —Aplastó la boca contra la de ella. Ella gimió, envolviendo
sus brazos alrededor de su cuello y atrayéndolo más cerca. Sus lenguas se
cruzaron en una danza erótica, que volvía a enaltecer sus cuerpos y prender
la llama del fuego de la lujuria, por el que sus destinos quedaron unidos.
Saboreó en su boca el mar, así como la promesa de un futuro. Se inclinó
hacia ella, antes de romper el beso con pequeños mordisquitos.
—Vente. —Derek se puso en pie con agilidad felina.
Elisabeth lo siguió y terminaron enredados en el mar, abrazados,
permitiendo que las olas se llevasen todo lo malo, quedando sus espíritus
desnudos.
Capítulo 19
H ermano:
Cuando estés leyendo esta misiva, estaré rumbo a Port Royal. Al no tener noticias tuyas,
quiero personarme para ayudarte en nuestra misión, no voy a permitir que portes con esta
carga tú solo, cuando compartimos el mismo sentimiento y mi alma clama venganza.
Este es un asunto que nos compete a los dos.
Es un asunto de familia.
***
***
Ese recuerdo la acompañó al salón, iluminado por la claridad del día que se
colaba por los ventanales y el frescor de la mañana entraba por la terraza,
cuyas puertas estaban abiertas. Dentro ya estaba Derek, que miraba al
infinito por la ventana, entre las cortinas, que flotaban a su lado dándole un
aire inalcanzable, casi divino, y su pelo negro captaba la luz como un
espejo, aunque la ropa mostraba la tensión de los músculos que había
dejado.
—Buenos días —lo saludó con una gran sonrisa dibujada en los labios.
Una mano invisible la empujó para acercarse a él. Derek al oírla, se giró
y le correspondió con una sonrisa gemela a la suya, a pesar de que parecía
costarle mantener ese gesto que no le acariciaba los ojos. En cuanto
estuvieron uno frente a otro, él la estrechó con fuerza entre sus brazos.
—Buenos días, amor. —Aprovechó que estaban solos para regalarle un
dulce beso en la mejilla—. ¿Descansaste?
—Jamás dormí tan bien. —Soltó una risilla nerviosa.
—Estos colchones de plumón son muy buenos para descansar —añadió
Kat que los sorprendió. Se volvieron hacia ella que los saludó—. Creo que
pronto será vuestra boda.
—Eso espero. —Derek apoyó la frente en la sien de ella.
Se sentaron a la mesa para dar buena cuenta del espléndido desayuno que
la cocinera les había preparado, a base de huevos, beicon y dulces que, a
Elisabeth le abrieron aún más el hambre, sin embargo, había algo en él que
la hizo no separar la vista de Derek. Su rostro de líneas alargadas no estaba
relajado, cuando masticaba lo hacía con tanta fuerza que oía como
chocaban las muelas, tenía las aletas de la nariz abiertas y, a veces,
estrechaba los ojos. No estaba calmado y lo notaba por un hecho que no le
pasó desapercibido: la noche anterior en la cena daba grandes mordiscos a
la carne, en cambio, en esos instantes, estaba comiendo con cautela y no era
por la presencia de Kat ni por protocolo. Beth no pudo contenerse más y
tras beber un último trago de té, no pudo frenar la lengua:
—Derek, ¿qué sucede? —Él volvió el rostro hacia ella, como si tratase de
discernir cómo sabía de su desasosiego—. Habla. —Lo cogió de la mano.
—Debo hablar con vosotras. —Se limpió con una servilleta que dejó a un
lado del plato, que rodeó al apoyar los brazos con las manos cerradas en
puños.
—¿Y eso? —intervino Kat.
—Hoy debéis regresar a Port Royal —les dijo sin dilaciones.
—¿Por qué? —inquirió Elisabeth—. ¿Ha pasado algo?
—Va a venir mi hermano.
—¡Me quedo! —exclamó Kat que pegó un brinco en la silla—. Quiero
conocerlo.
—Creo que no va a poder ser —le respondió él con el rostro contrito.
Elisabeth no entendía nada.
—Pero, ¿a qué viene este cambio repentino? —Quiso saber ella que
comenzó a percibir una quemazón en el estómago.
—¿Tan peligroso es? —añadió Kat que lo miraba con interés y los brazos
apoyados en el borde de la mesa de madera.
—Sí. —Aquello las mantuvo calladas.
—¿Derek? —Elisabeth comenzó a inquietarse, a cada respiración
percibía pinchazos en los costados como si hubiese corrido durante horas.
Algo pasaba e iba a descubrir de qué se trataba.
—No quiero que os haga daño.
—¿Por qué nos lo iba a hacer? —La pregunta le salió de inmediato—.
No nos conoce y nada le hemos hecho para que nos trate tan mal —razonó
en voz alta.
—Elisa está en lo cierto. —Kat afirmó lo mismo.
—No es por vosotras, sino a causa de vuestro padre. —Fue sincero, por
mucho que bajase la cabeza.
—No sabía qué conocía a padre —apuntó Kat que frunció el ceño
extrañada.
—No lo conoce. —Derek negó con la cabeza.
Elisabeth lo soltó. Cada vez lo entendía menos y que decir tenía que su
secretismo la enervaba, calcinándole las venas de todo el cuerpo que, poco
a poco se tensaba a medida que pasaban los segundos y los minutos.
—¡Habla claro, por Dios! —le exigió. Su intuición advertía que no le iba
a gustar lo que podía escuchar y que el asunto era más serio de lo pudiera
barruntar.
—¿Es lo que queréis? —Las miró para confirmarlo.
Elisabeth con esa cuestión que sobrevoló las cabezas de todos confirmó
que no era nada bueno.
—Sí —respondió Kat por las dos, al tener más capacidad de reacción.
Ella se mantuvo en silencio, sabía que Derek no se pondría así si no fuera
por algo que lo molestara o lo inquietase, mas, ¿ella quería saberlo o
prefería mantenerse ignorante de todo? Se pasó las manos por la falda, le
comenzaron a sudar frío y el corazón le latía desacompasado.
—Mi hermano cree que vuestro padre firmó la orden de matar a unos
piratas, entre los cuales estaba nuestro otro hermano —declaró el pecado
que logró que el mundo de Elisabeth se congelase—. No quiero que os vea,
cuando lo que quiere es venganza. Vengar la muerte de Duke.
—Nuestro padre no dio ninguna orden —lo defendió Kat con las mejillas
un tanto encendidas—. Díselo, Elisabeth —la urgió su hermana.
«Te ha engañado y tú caíste en sus redes», le refirió una voz interior, la
cual originó que la furia le cabalgase por la sangre. El amor que ella había
creído que compartían era una farsa, había caído en la seducción de un
pirata que solo venía buscando venganza. Seducción y venganza: un viejo
amor teñido por una atracción que la hechizó, aunque lo que escondía era el
sentimiento más vil de todos, la venganza, el desquite para arrebatarle la
vida a un hombre en nombre de otro. Al tomar conciencia de todo ello,
Elisabeth se levantó tan de repente que la silla cayó; la ropa le apretaba
tanto que no le permitía que el aire llegase a los pulmones, por lo que su
pecho subía y bajaba desacompasado.
—Lo queréis matar —soltó las palabras que había detrás de la
explicación de Derek, saboreando ese toque metálico de la sangre, que
borbotaba fuera de control de su corazón roto en mil pedazos—. Queréis
matarlo —repitió.
—¡¿Qué?! —exclamó Kat que no se creía aquello.
—No, Beth. —Derek, de pie, se puso a su lado.
—¡NO ME TOQUES! —Se soltó en cuanto él la agarró por el brazo—.
¡Maldito pirata! Solo pensáis en vuestra justicia, en vuestras riquezas y con
sangre es con lo que lo arregláis todo, es ahí donde habéis vivido. Es ahí
donde comienza vuestra pordiosera e inhumana vida.
—Eli. —Kat la sujetó por los hombros.
—Suéltame, Katherine. —Su hermana hizo caso omiso de su petición.
Elisabeth ya no atendía a razones ni a palabras dulces, su orgullo de
mujer, de hija primogénita, blandió la espada y cual guerrero en el campo
de batalla, iba a mantener a su familia a salvo, nadie iba a tocar a su padre.
Si lo hacían era por encima de su cadáver.
—Dejadme explicarme, por favor…
La voz de Derek le sonó tan maligna al oído, que un escalofrío la
envolvió de pies a cabeza y le estrujó el corazón. Se tenía que proteger de
ese filibustero farsante.
—¿Tú, pidiendo algo por favor? —Una carcajada muy oscura, salida de
ultratumba de sus entrañas, congeló el ambiente a su alrededor—. Me has
engañado desde que reapareciste en mi vida.
—No, te amo con todo mi ser —declaró él con el rostro anegado en un
dolor que se reflejaba en su rostro.
Como si el destino quisiera mostrarle por última vez al hombre que
amaba, se pudo fijar en que ambos compartían el mismo dolor, esa carga
insoportable que los estaba hundiendo en el mismo infierno y del que
ninguno saldría con vida. Era incomparable a esos cinco años de ausencia,
ya que se estaban enfrentando a un dolor más grande del que podían
soportar, ya que él le arrancó su corazón, ella se lo arrancó a él.
—¡Mentira! Te has acercado a mí para estar cerca de mi padre y, en
cuanto puedas le cercenarás el gaznate, ¡no me mientas más!
—La que mientes eres tú, sí, vine a por el gobernador, pero he tenido más
de una ocasión para hacerle algo y no le toqué un pelo.
—¿Cómo sé que en estos instantes está vivo? —Habló el rencor por ella
—Elisabeth —le protestó su hermana.
—Está vivo —contestó él con firmeza.
—No me vuelvas a hablar, no me busques, márchate lejos, ¡vete!, porque
no me encontrarás, jamás debí amarte y de lo que me arrepiento es de
haberte entregado mi corazón para que tú lo estrujes. —Estaba desbordaba
por un dolor que la superaba y que conseguía que el resto del mundo dejase
de tener importancia.
—Beth. —La quiso agarrar, ella se alejó varios pasos.
—Esa a la que llamas Beth, ha muerto, solo queda Elisabeth. —El dolor
fue lacerante y una vez más creyó que iba a morir, como cuando pasaban
los meses y los años y no tenía noticias de Derek. Sin embargo, por algún
extraño motivo, estaba sobreviviendo incluso a eso.
—Elisabeth, hay una explicación. —Él había acusado el golpe, ya que los
ojos se le aguaron y la tristeza que le cubrió el rostro jamás la había visto.
—No quiero saber de ti, eres peor que Davenport.
—Eso no es cierto y lo sabes —se defendió Derek sin apenas fuerzas.
Ella giró sobre sus pies, no quería volver a verlo, afirmación que se
asentó con fuerza en el espacio que cubría su mente del corazón.
—Katherine, nos marchamos —le ordenó a su hermana con una frialdad
tal que se sorprendía a sí misma, pues sabía de donde salía. En la puerta le
dijo—: Jamás has existido para mí. —Salió de allí con las lágrimas
picándole en los ojos.
Capítulo 21
Derek estrujó entre los dedos de una mano la nota que Kat le había
enviado en la que le narraba lo sucedido meses atrás.
«Con la disculpa y la patraña de que habían herido a un soldado que no
existía, mandaron apresar y justiciar a un grupo de piratas por orden de
Davenport, quien añadió para darse más ínfulas de importancia, que había
encontrado a un tal Buitre verde», había escrito Katherine.
La mano en la que tenía el legajo se la llevó a la frente con los ojos
cerrados y una expresión de dolor en la boca que se estiró en una horrible
mueca. Ahí estaba la verdad de todo, de las últimas horas de su hermano
Duke, la mentira que lo había llevado a la tumba.
—Mataré a Davenport —juró con el pecho que le ardía a causa de la
mezcolanza de emociones tales como la rabia, el odio, el rencor y… LA
VENGANZA, que era la más fuerte de todas ellas. Se inclinó sobre el
escritorio y pegó un puñetazo que levantó el polvo que se había asentado
entre los distintos documentos.
Se había convertido en el acantilado donde chocaban olas de dolor: por
un lado, estaban las referentes a la pérdida de Elisabeth, a quien cada día la
percibía más lejos. Se negaba a pensar que todo había terminado, no podía
ser. Mas, era tan intenso ese sentimiento de pérdida que a veces debía tomar
varias copas de ron para dejar de sentir, ya que lo inundaba la desesperanza,
no quería ser pesimista, en cinco años no lo había sido, en cambio ahí
estaba, tan lejos y tan cerca de la mujer por la que suspiraba su corazón. Por
el otro lado, estaban sus hermanos, quería justicia para Duke y al haber
encontrado al culpable, debía hacerle ver a Dominick que se habían
equivocado de objetivo y persona. Todo ello creaba corrientes frías que le
rodeaban el corazón, pues no sabía que podía salir de esa situación. Ojalá
pudiera escapar de ese dolor que lo acompañaba y lo arrastraba a las
entrañas del infierno, mas, no servía de nada, ya que fuese a donde fuese lo
acompañaría.
Sin embargo, el dolor era lo que lo hacía sentirse vivo, aun así, no se
miraba al espejo, la última vez que lo hizo, vio a un hombre a punto de
extraviarse, destrozado por el dolor y la desesperación que portaba una gran
carga sobre los hombros al ser el cabeza de una familia que iba a
desmoronarse sin poder hacer nada. Cuando iba a aflojar todo el cúmulo
que tenía en el pecho, la puerta se abrió para mostrar a un Dominick de tez
morena, con el pelo recogido en una pequeña coleta y sus ojos grises
brillaron en cuanto se tropezaron con los de Derek, pues habían estado
separados bastante tiempo.
—¡Hermano! —Se acercó a él a grandes zancadas con los brazos
extendidos.
Derek enmascaró sus sentimientos para fundirse en un abrazo. A pesar de
saber que la hora había llegado con la presencia de Dom, sonrió por la
alegría que le daba volver a verlo, volver a estar juntos. Se palmearon la
espalda para mostrarse mutuamente la alegría. Derek se separó.
—Déjame verte. —Lo miró de arriba abajo, estaba de una pieza.
Dominick, al igual que Duke, se parecían mucho a él, con esa mata de
pelo negro que caracterizaba a los Turner, el rostro alargado, donde esos
ojos grises lo escrutaban todo, la nariz larga y fina que recordaba a la de su
padre, en cambio Dom había heredado la boca de su madre, una fina línea
en situación normal, que se ensanchaba por la sonrisa, como en esa ocasión
y que le daban un aire aniñado.
—Cinco meses, Derek —confirmó Dom como si eso le molestase.
—Casi seis —matizó él.
Derek le rodeó los hombros y lo empujó suave a una de las sillas que
había delante del escritorio para que tomase asiento.
—Ya estoy aquí. —Miró a su alrededor con ojos avispados el camarote
—. No ha cambiado nada —musitó más para él que para Derek, o Francis
que también estaba con ellos, ya que había llegado con Dom.
—Tampoco tengo pensado hacer ningún cambio. Y cuéntame, ¿qué tal
por Tortuga?
—Muy bien, todo tranquilo con los españoles y los franceses, aunque hay
algunos bucaneros que se cambiaron de bando. Ahora, hay que tener mil
ojos. Nada tiene que ver con Port Royal, hay muchas alianzas rotas —le
explicó la nueva situación de la isla.
—Si es más seguro estar aquí, quédate. —Aquello fue un ruego de
hermano a hermano.
—Lo haré durante un tiempo. —Derek asintió a esas palabras—. No
quiero enfrentamientos con nadie.
—¿Has ido por Santa María? —Su pregunta asombró tanto a Dom que
alzó la cejas de inmediato.
—Derek, por Dios Santo, si hubiese ido, no estaríamos hablando.
—Es verdad.
—¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada. —Negó con la cabeza, se había equivocado por una
sencilla razón: estaba alargando el momento de hablar del asunto que los
había reunido de nuevo.
—Nuestra fortuna está a salvo —apuntilló Dom.
—No debéis de qué preocuparos, vuestro padre no fue tonto —intervino
Francis que estaba apoyado en la pared con los brazos cruzados y que
alternaba la vista entre los dos Turner—. Vuestro padre lo dejó todo bien
atado.
—Exacto —afirmó Dom—. Y bien, ¿recibiste mi misiva?
—Sí.
El momento había llegado.
—Entonces, dime. —Dom se acomodó mejor en la silla y a Derek no le
pasó desapercibido como frotaba las manos a las perneras del pantalón. Era
el gesto que su hermano hacía cuando se preparaba para entrar en la batalla.
Derek se mantuvo en silencio y Dom ladeó la cabeza—. Estás cambiado. —
Lo escrutó con detenimiento—. Has visto a tu misteriosa mujer.
—Así es. —Debía enfrentarse a todo.
—¿Te aceptó a pesar de los cinco años fuera? —Derek asintió—. ¿Ahora
se puede saber quién es?
Derek miró de soslayo a Francis que se frotaba los ojos con un par de
dedos. «Tienes que decirlo, debe saberlo», lo empujó una voz interior.
—¡Maldición, Derek! Estás muy taciturno —se quejó Dom.
—Elisabeth Finley —confesó.
Al oír ese nombre, Dom pegó un brinco en la silla.
—Finley —lo pronunció con desdén y amargura que Derek sospechaba
que venía de la muerte de Duke—. La hija del gobernador.
—La mayor, sí. —Derek mantenía la compostura, aunque era una
fachada, pues estaba a la espera de la reacción de Dom, para enfrentarse
también a él.
Dom se pasó las manos varias veces por la cara, la ropa se le tensó al
envararse y, con el transcurso de los segundos, se fue levantando
lentamente, antes de encararse a él.
—Estás enamorado de la hija del gobernador. —Dom no lo preguntó, lo
afirmó.
—Sí.
—Estás con la hija de un asesino.
—No —sentenció Derek que sabía a la perfección que se iba a librar una
fortísima lucha entre ellos.
El rostro de Dom bronceado por los vientos del mar y el humo de cien
abordajes, pasó de la tristeza al vago terror y a la furia en cuestión de
segundos antes de estallar contra él.
—¿Ahora lo defiendes? Por querer estar con ella defiendes a ese viejo
mal nacido que le arrebató la vida a nuestro hermano, ¡rompió nuestra
familia! Y tú también —le reprochó con dolor y algo que Derek no supo
discernir—. ¿Crees que no me duele la muerte de Duke?, ¿que no lo añoro?
—Los dos lo añoramos.
—No —dijo con firmeza Dom—. Si lo hicieras habrías hecho justicia,
pero he tenido que venir para descubrir que mi hermano mayor nos ha
traicionado, a vivos y muertos. Haré justicia.
—¿De qué justicia hablas? —Derek se colocó delante de su hermano con
agilidad felina, movida por el nerviosismo que se apoderaba de él—. ¿De
matar a inocentes?
Dom se llevó las manos a la cabeza
—¡Maldito seas, Derek! —le gritó—. ¡No es inocente!
—¡Lo es!
—Te has dejado comprar —extrajo Dom de sus erróneas conclusiones.
—No sabes lo que dices. —Su hermano ya no razonaba.
—Lo sé, no he perdido la sesera, porque tú querías matarlo tanto como
yo, ahora que te has metido entre las piernas de tu ramera…
Aquello encendió la furia más cruda de Derek que se abalanzó sobre su
hermano que, al cogerlo de la pechera lo levantó un poco del suelo.
—No vuelvas a hablar así de Elisabeth, ¿me oyes? o tendremos
problemas —lo amenazó.
—¿Qué te ha dado? Te ha embrujado con sus artes amatorias.
Derek le pegó la espalda contra la pared.
—Retira lo que has dicho. —Aquella petición la soltó con un tono oscuro
que hasta a él mismo lo asombró.
—Tranquilos, que reine la paz —intervino Francis que los separó con las
manos.
—¿Cuánto dinero te han dado? —inquirió Dom.
—No es cuestión de dinero, Dominick —lo amonestó Francis.
—¿Tú también? —Los miraba horrorizados.
—¡No me han dado nada! —le gritó Derek en la cara.
—Jamás pensé esto de ti, Derek, me arrepiento de haber permitido que te
hicieras con las riendas de este asunto.
—¿Quieres derramar sangre inocente?, ¿es lo que quieres? Padre jamás
mató a un inocente.
—No metas aquí a padre, debe estar revolviéndose en la tumba si te está
viendo, eres una vergüenza para esta familia.
—Padre me apoyaría.
—¡Mientes!
—No Dom, no fue el gobernador quien mandó matar a Duke y a los otros
hombres —confesó Derek, aunque sospechaba que su hermano no iba a
entrar en razones.
—Él es quien tiene el poder de quitar la vida o mantenerla, ¡no me
mientas!
—No te miento, he estado haciendo mis pesquisas, pero debes dejarme
explicarte…
—¡Nada! No eres mi hermano. —Negó con la cabeza con una expresión
de asco—. Estás matando a Duke mil y unas veces con tus malditas
palabras de perdón hacia el gobernador.
Derek cogió la bola de papel, la desdobló y de un golpe se la pegó a su
hermano en el pecho. Dom abrió muchos los ojos, al ver cómo Derek le
cogió una mano para que aguantase el papel.
—Cuando dejes de estar ciego por la venganza, lee esta nota de
Katherine Finley.
—¿Quién?
—La hija pequeña del gobernador —especificó Francis—. Nos ha
ayudado a dar con el verdadero asesino de Duke.
—Ahora, si quieres lo lees, pero a mí no me dices que me he dejado
comprar por un puñado de monedas manchadas con la sangre de mi
hermano. Duke no solo era tu hermano, era el mío también y su muerte
quizás me pesa más que a ti.
Con el pulsó acelerado, domeñado todavía por una furia implacable, salió
de su camarote cerrando con un portazo y de camino a la borda, pegó una
patada a un barril de madera que, al estar vacío, rompió. La impotencia lo
estaba embargando y embriagando, pues no era capaz de notar nada más y
le nublaba tanto la mente que las ganas de matar o pegarle a alguien se
hicieron irrefrenables. ¡TODO ESTABA SALIENDO MAL! Se vio a las
puertas de perder a su hermano, ya no le quedaría nadie, estaría solo.
—Lo siento Duke —dijo nada más ver el cielo despejado—. El
gobernador no te mató y estoy convencido de que sabes quien es tu
verdugo.
—¿Capitán? —lo llamó uno de sus hombres a quien obvió.
Subió a donde estaba el timón, como cuándo discutía con su padre, para
alejarse de todo y el mundo se olvidase de su existencia. Su vida en
cuestión de días se había trastocado, la felicidad se le escurrió entre los
dedos como si un hada o un duende se lo estuviese llevando bien lejos.
Todo indicaba que sus actos y pesquisas no resultaron eficaces, ni dieron
sus frutos cuando todo, incluso las moiras, dirigían sus tijeras hacia
Davenport, ya que ese ser infecto era el único responsable de todo.
—Jamás me dejé comprar por nadie, pero si algo aprendí de padre fue
que un hombre no debería tener las manos sucias de sangre inocente. Jamás
lo haré —se volvió a prometer a sí mismo.
—Ni yo. —Escuchó la voz de Dom.
Derek no lo miró.
Su hermano, unos centímetros más alto que él, se sentó a su lado con la
carta de Kat en las manos.
Derek ni se alteró con su presencia. Estaba en un punto que iba a dejar de
luchar por todos, se sentía cansado, con el alma derrotada por primera vez
en su vida.
—He leído las palabras de la señorita Finley —comenzó Dom a hablar.
—Ahora, las hermanas Finley son señoritas. —Se rio por la nariz con
ironía.
—¿Quién es Davenport? —inquirió con cierto tono adusto y con la
certeza de querer saberlo.
—Un capitán del ejército de nuestra majestad, engreído, que quiere
terminar con la vida pirata de Port Royal sin darse cuenta que nosotros
fortalecemos la economía y nuestras riquezas sustentan el bienestar social
de la isla —le explicó a grandes rasgos—. Fue él quien mandó matar a ese
grupo de piratas entre los que estaba Duke y todas mis pesquisas también
apuntan hacia él, o ¿aún crees que en este tiempo en Port Royal no hice
nada más que fornicar?
—Francis también me relató…
—¿Lo crees?
Dom omitió el último comentario.
—Sí, como te decía, Francis me contó cómo se disfrazó de hombre para
ayudaros. —Derek asintió—. También me refirió cómo has perdido a
Elisabeth al contarle la verdad. —Derek no hizo ningún amago de moverse
—. Lo siento, Derek.
—A veces hay que permitir que la gente hable, porque hice mi trabajo, no
he estado mano sobre mano, vine a Port Royal por Duke.
—Vamos, ese Davenport tiene las manos manchadas con la sangre de un
Turner.
—¿Lo dudas? —le repitió la pregunta.
—No.
—Él lo mató, el gobernador no estaba de acuerdo y doy fe, él mismo me
lo dijo.
—Te creo.
—Hice mi trabajo Dom, y no solo eso, recuperé y perdí de nuevo a
Elisabeth. —Esa última frase le quemó el pecho hasta percibir cómo las
lágrimas le picaban en los ojos.
—Te ayudaré con ella, no te preocupes. —Bajó la cabeza—. Nunca me
he avergonzado de ti.
—Ni yo.
—Perdóname, me ofusqué y no debía de haberlo hecho, hermano, nunca
me has fallado y debería oírte, no cegarme por el rencor. —Dom le tendió la
mano, Derek la miró y al final, se la cogió para terminar fundido en un
abrazo—. Lo lamento, Derek.
—Yo también, por no tener la paciencia de explicar o hacerte entender
que las pesquisas apuntaban a otra persona.
—Quiero dar con él y darle una paliza de la que nunca se recupere.
—Lo haremos juntos.
La brisa que el mar soltó, cual suspiro, al ver la nueva alianza entre los
hermanos, la arrastró a los confines, allí donde el agua y el cielo se besaban
sempiternos y donde residían los ancestros de los hombres del mar, para
hacerles partícipes del juramento.
El día de la justicia había llegado.
Capítulo 23
Port Royal jamás dormía, la vida nocturna era tan ruidosa como la diurna,
ya que los hombres continuaban reunidos en los restaurantes, casas de
comidas y en las posadas que se transformaban en burdeles, hasta altas
horas. Por la mañana, algunos estaban durmiendo en la calle o cerca del
puerto, como en la arena de la playa.
Esa noche, se caracterizaba por el silencio, no el de los humanos, sino el
de las aves, en el firmamento las estrellas titilaban más que nunca, mientras
que la luna evitaba iluminar ciertas esquinas del pequeño entramado de
calles de la ciudad pirata. El más notable era el silencio del mar, su rumor se
había acallado como si esperase alguna noticia o, por el contrario, estuviese
a la espera de algún suceso. En Thames Street había una calma que no
llegaba a ser muda, ya que las risas y las conversaciones salían por las
ventanas de la taberna donde los militares se reunían cada noche. Allí, la
calle tenía apariencia de un gran túnel que no tenía final, debido, más que
nada, a que la claridad de luna se apoyaba en los tejados aledaños,
expectante de lo que iba a suceder. La calma era tan hueca que si hubiese
soplado la brisa del mar hubiese hecho eco, habría hecho chirriar el cartel
de la taberna arrastrando calle abajo.
Quien pasara por allí no se habría percatado de las sombras que
acechaban en las esquinas a la espera de actuar. Su presencia añadía el
silencio del destino, el peso de la justicia divina que se iban a cobrar los
hombres, lo que hacía aquella calle más estrecha y sombría de lo que en
realidad era. Pesaba tanto en el ambiente que se dejaba notar en las paredes,
donde un encapuchado esperaba, mientras jugaba con una hierba seca en la
boca.
—¡Capitán, quédese! —A esa voz le siguieron otras.
—Me voy, hasta más ver. —Un hombre alto y delgado se tambaleaba
intentando mantener el peso del cuerpo en un equilibrio imposible. Tras
pelearse con el sombrero, unos silbidos parecidos a los de los gorriones
llenaron la calle rompiendo el silencio, él ni se percató, iba a la suyo,
arrastrando un brazo por las paredes.
De súbito, varios hombres se abalanzaron sobre él, puso resistencia, no la
suficiente como para deshacer de sus captores que lo llevaron lejos de allí,
donde el mar crujía en las maderas de los navíos piratas, y bajo el hedor del
pescado podrido, empezaron a lloverle golpes que lo empujaron hacia el
suelo, aunque antes iba dando puñetazos al aire sin acertar la puntería.
Patadas en las costillas con las puntas de las botas, golpes en la cara con
algo duro y lacerante.
Derek lo cogió por el cuello de la camisa con ganas de romperle la cara,
por Elisabeth, por Duke, por los piratas que murieron aquella tarde con la
soga al cuello. Con ese recuerdo que le inundaba la mente, el alma le hirvió.
Continuó arreándole puñetazos, permitiendo que la rabia y la ira salieran de
su cuerpo, de su espíritu. Los chorros bermellones de la sangre destellaban
bajo la luz tenue de la luna que iluminaba aquel rincón, y con ojos ciegos
por todas las emociones, sensaciones y sentimientos, no se fijó en que la
cara de Davenport se había convertido en una máscara de sangre, mientras
el resto de los hombres seguían pegándole. Derek no era consciente de que
el sudor le corría por el rostro, que tenía el estómago dolorido a causa de los
nervios y en los labios había gotas de sangre de aquel mal nacido. ¡Se
estaba desquitando!
No paró hasta que percibió cómo la cabeza de Davenport cayó hacia atrás
al soltar un suspiró de dolor. Francis lo cogió por los brazos y lo separó del
militar.
—Ya está, hijo, ya está —le susurró para que nadie más lo oyese.
—Recuerda esto, nadie se mete con el Buitre Rojo. ¡Deshaceros de él!
Los hombres lo cogieron por los brazos y las piernas para tirar su cuerpo
al mar y este se encagarse de él.
Derek, lo que aprendió esa noche, era que a veces era mejor no recordar,
aunque jamás se olvidase el pasado.
Se pasó la manga de la chaqueta por la cara, con una única idea:
recuperar a Elisabeth.
***
La luz de la luna creaba un río luminoso que parecía dividir el agua del mar
en dos partes iguales e iguales de oscuras, o al menos era como lo percibía
Derek sentado en su cátedra del escritorio de su camarote por la ventana
reticulada que se abría al exterior. Allí, donde ella estaba en la bóveda
celestial, la negrura de la noche se tornaba un tanto azulada como si un ente
divino quisiera mostrarle que, en realidad, ni su vida ni su corazón estaban
en sombras, al contrario, creyendo que todas las luces se habían apagado,
todavía había espacio para una llama que no se había apagado: Elisabeth.
Debía actuar y cuanto antes mejor, ¿cómo? No hacía falta que nadie le
dijera que estaba enfadada y dolida con él, mas la certeza de recuperarla se
iba agrandando en su pecho.
—Al fin podré dormir tranquilo, sabiendo que Duke podrá descansar en
paz —confesó Dom rellenando su copa de un buen ron que Derek había
sacado y con el que celebraba victorias.
—La diosa Fortuna nos ha vuelto a sonreír una vez más. —Con esa frase,
Francis brindó con Dom.
—La providencia ha estado siempre de nuestro lado, pues es una
injusticia lo que se ha hecho y las injusticias se pagan. —Dom tragó
haciendo ruido—. La sangre se paga con sangre. Hermano —lo llamó—.
No pareces contento.
—Lo estoy. —Derek bajó la cabeza y se fijó en cómo la luz de los
candiles se reflejaba en la bebida amarronada que había en su copa y de la
que no había bebido.
Tomó un sorbo largo y apretó los dientes al tragar el líquido, que le corrió
por la garganta, ardiente como si quisiera arrancarle la voz. Ojalá se llevase
con él la pena que le atenazaba el corazón y dejara de sentir la soledad, pues
le dolía en el alma, si era que aún la tenía, estar tan cerca y tan lejos del
amor de su vida. ¡Debía ponerle remedio!
—Tu hermano tiene la mente en la mujer a la que ama —descifró
Francis, a lo que Derek asintió sin importarle lo que pensaran de él.
—Debes hablar con ella —le dijo Dom, que apoyó un codo en la mesa.
—No me has quitado de ninguna duda, Dom.
—Ve y habla con ella, Derek, mereces hacerte oír, explicarle lo que no te
permitió —añadió Francis repantingado en la silla.
—Es muy fácil, pero sé que está dolida y lo último que quiere será
verme.
—Hay que hablar con ella, convencerla de que está equivocada. —
Francis se pasaba el dedo por el labio superior.
El silencio se asentó entre los tres hombres, que se sumieron en sus
pensamientos. Derek sabía que a veces, lo mejor era mantenerse alejado
para no estropear más las cosas, aunque tampoco dejarlas enfriar tanto
como para que no se pudieran solucionar. Sabía que reconocer su error, no
haber sido sincero con Beth iba a tener sus consecuencias, y como decía su
padre: «siempre tenemos razón, cuando reconocemos nuestros errores».
—Creo que sé quién te puede ayudar —apuntó Dom agitando el dedo
índice en el aire—. Katherine.
—Es verdad. —Francis miró a Derek como si hubiesen dado con la
solución de todos los problemas.
—Es una mujer muy imaginativa y de buen corazón, habla con ella, no
pierdes nada y pídele que interceda por ti.
Derek frunció el ceño con esas palabras de su hermano.
—Mujer imaginativa y de buen corazón, ¿cómo puedes hablar así de una
mujer que no conoces? —le lanzó la cuestión a su hermano pequeño con el
ceño fruncido.
—Por lo que me habéis contado, se disfrazó de hombre, eso es tener
imaginación, a poca gente se le ocurriría algo así. —Se encogió de hombros
como si esa explicación sirviera para todo.
Derek cogió un legajo y la pluma para escribir.
Katherine:
Te escribo estas líneas para pedirte un favor: habla con Beth.
No te estaría pidiendo algo así si no fuera de vital importancia. Me quemo por dentro al
estar lejos de ella. Beth es mi mundo entero desde que la conocí y solo tú puedes ayudarme
en este menester que se me torna tan complicado.
La amo más que a mi vida y no puedo estar más tiempo alejado de ella.
Espero tu respuesta.
Derek.
Quiero empezar por Lola Gude, mi editora. Gracias por tu apoyo y por la
confianza puesta en mí para adentrarme en el mundo de la romántica. Me
abriste un camino desconocido, que me cambió.
Gracias y más gracias a la amiga más especial que me regaló esto de la
escritura: Marian Arpa. Gracias por estar ahí, por las largas conversaciones,
por poner el mundo patas arriba o arreglado a nuestra manera, por tus ideas
y tus consejos. Gracias por estar ahí.
Una mención muy especial a Dani de la Peña y a Hollie Deschanel, por
escucharme, por esas conversaciones a cuatro (Marian también se una), por
las risas, por el apoyo y reflejar un hecho: el mundo del escritor no es
solitario, está lleno de personas muy bonitas.
A Nuria Pazos, por todo. Por tu interés, tu apoyo y además por esas
conversaciones en las que destripamos una novela y que nos arrancan tantas
risas.
A mis chicas del WhatsApp, por todos estos años a mi lado.
A mi familia, siempre.
Si te ha gustado
Seducción y venganza
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El amor verdadero no entiende de tiempo y
distancia.
En una isla donde imperan las voluntades de los
piratas, la seducción los envolverá y los empujará
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pasión que creían extinguida.
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Índice
Seduccion y venganza
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Epílogo
Nota de autora
Agradecimientos