Seducción y Venganza

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 190

Seducción y venganza

TRILOGÍA

Alma de pirata 1

S. F. Tale
No se permiten niños ni mujeres en el barco. Si cualquier hombre
fuera encontrado seduciendo a cualquiera del sexo opuesto,
y la llevase a la mar disfrazada, sufrirá la muerte.
(Código de conducta pirata)
Prólogo

El sol se colaba entre la espesura de la naturaleza tropical formada por una


exuberante y salvaje vegetación que crecía a ese lado de la isla, por la que
había que andar con mucho cuidado, ya que nunca se sabía cuándo uno se
podría tropezar con una serpiente o cualquier otro tipo de animal. El trinar
de los pájaros y el grito de las gaviotas era música antes de que el oído
captase el suave ronroneo de las olas al romper en la orilla de la cala a la
que muy poca gente llegaba, a no ser los barcos antes de atracar en el
puerto.
Allí, sobre aquella arena blanca bañada por aguas color turquesa,
Elisabeth salió a la carrera en cuanto vio la figura del hombre al que le
había regalado su corazón y, entre las palmeras, algunas inclinadas tras las
últimas tormentas, enroscó los brazos alrededor de su fuerte cuello para
hundir sus dedos en los mechones de aquel pelo oscuro como el carbón.
Respiró su olor amaderado y a almizcle, al acariciar con los labios esa zona
de la piel lo notó picante debido, quizás, por el sudor, puesto que a esas
horas del día el sol pegaba con fuerza y la caminata a la cala era larga,
dependiendo desde dónde salieras.
—No sabes cuánto te he añorado —le susurró Derek estrechándola más
fuerte.
—Y yo a ti. —Elisabeth sintió que las costillas se le resentían.
Él se separó para mirarla. Le apartó las hebras de pelo que se le habían
escapado de su recogido a la vez que repasaba su rostro como si lo estuviera
memorizando para nunca jamás olvidarse.
—¿En serio? —él le inquirió con una sonrisa tímida, le costaba creerse
sus palabras.
Elisabeth era consciente que él no se sentía merecedor de su amor. ¡No
sabía cómo sacárselo de la cabeza!
—Claro que sí. —Le repasó la línea de los labios con las yemas de los
pulgares—. Acuérdate, tú eres mío y yo soy tuya.
Tras parpadear, sus labios buscaron los de ella hambrientos. La candorosa
emoción de sus bocas unidas, las deliciosas caricias de sus lenguas
enroscadas que se retaban, consiguieron que una sensación de calor líquido
ardiese en el interior de Elisabeth, se desprendiera de sus entrañas para que,
luego, al terminar en sus venas le convirtiese la sangre en lava y le robase
todo vestigio de equilibrio. ¡Nunca se cansaría de besarlo! Derek la besaba
con avidez, a fondo, sin delicadeza ni moderación, era una necesidad cruda
y sin disfraz que se estremeció a través de sus cuerpos. Ella sintió sus dedos
cerrarse alrededor de su muñeca, pues, había iniciado una atrevida
exploración por encima de sus pantalones que le permitió, durante unos
segundos, palpar la erección. Con una risa baja, que acarició sus nervios ya
sensibilizados, se separó de ella.
—Tus besos son vida —murmuró al tiempo que apoyaba la barbilla en la
coronilla de su cabeza, con la respiración entrecortada mientras terminaba
la frase—: y me acompañarán allá a donde vaya.
—Vienes a despedirte, ¿verdad? —Beth notó un pinchazo de tristeza en
el corazón.
—Sí.
—Hablaste con…
—Sí, ayer durante la cena le hablé de la posibilidad de quedarme, no
sirvió de nada, tengo que ir con él. —Chasqueó la lengua antes de tomarle
el rostro entre sus manos—. Pero te prometo que volveré.
—¿Lo harás? —Le tembló la voz.
—Te lo prometo. —Le dio un suave beso en los labios—. Regresaré a
por ti y nunca nos separaremos.
—Te esperaré para comenzar una vida a tu lado.
—Acuérdate, mi horizonte está en tus ojos y no veo más allá de ellos.
Capítulo 1

5 años más tarde. Port Royal, 1690.


El viento no soplaba.
Los pájaros, sabedores de lo que allí iba a suceder, enmudecieron.
El sol calentaba tanto que las piedras ardían.
La gente se hacinaba en la plaza de la ciudad por uno de los espectáculos
que mezclaba a comerciantes con el populacho, a estos dos con los
maleantes entre otro tipo de escoria, tal como los piratas. En esos
espectadores se percibían tres silencios: el silencio de los vivos, el silencio
de los que ya no estaban, que congelaba los huesos.
Y el silencio de los que iban a morir.
Nadie tosía, no se oían las respiraciones de los allí congregados, nadie se
atrevía a moverse mientras veían cómo los reos subían las escaleras
arrastrando los pies. Mugrientos, atados, cabizbajos, caminaban en fila india
sin tropezarse y se iban colocando frente a las sogas que esa tarde eran unas
once. Once hombres con los que se pretendía dar un castigo ejemplar por si
a algún ciudadano se le ocurría adentrarse en el mundo de la piratería.
Uno, solo uno de ellos, iba con la cabeza erguida y bien alta. En su
mirada fiera y felina no se leía el arrepentimiento, el miedo o la pena, sino
el orgullo como el poder que, a pesar de las circunstancias, no había
perdido, pues era consciente de que su nombre pasaría a la posteridad; otros
solo lo harían por haberlo capturado. Eso le arrancó una bravucona sonrisa
sesgada que mantuvo cuando sus ojos se clavaron en el fondo de la plaza.
Los soldados los empujaron hacia delante a medida que les metían la
cabeza por el hueco de la horca. Ese hombre asintió imperceptiblemente. Y
fue correspondido.
En el arco de entrada a la plaza, había dos figuras casi de la misma altura,
con sendas espaldas apoyadas en la pared. Uno de ellos, el de mayor edad,
tenía el pie sobre la piedra y jugueteaba con una hierba que terminó
metiéndose en la boca. El más joven no se perdía un detalle de lo que iba a
suceder, en cambio, el otro, tras un parpadeo lento y pesado, giró el rostro
en el mismo instante que sonó el chasquido de la madera al abrirse y el
ruido de las cuerdas al tensarse por el peso de los cuerpos colgados. Se
mantuvo impertérrito, no así su acompañante, que fue incapaz de
contemplar cómo a su hermano le arrebataban su último hálito.
Los dos hombres se persignaron ante la guadaña de la muerte.
—Tranquilo, Dom. —Derek le dio un suave apretón a su hermano
pequeño.
—Maldito gobernador Finley, si lo tengo delante le meto el mosquete por
el trasero. —Movió la mandíbula al saborear el amargor de sus palabras.
—Vamos, salgamos de aquí, no vaya a ser que nos vean.
Sus pasos hacían eco entre las piedras del arco y salieron en dirección al
puerto donde sus hombres los esperaban, cuando un niño con su inocente
voz comenzó a entonar una melancólica canción que resonaría en los
corazones durante mucho tiempo.
—¿Quién va a recoger su cuerpo? —le inquirió Dominick con un nudo
en la garganta. Carraspeó para aflojarlo.
—Dos de mis hombres. —Tiró la hierba a un lado—. Lo llevaré
personalmente a los mares del sur, a Santa María, para que repose al lado de
padre.
—Me parece bien.
—Vigila mi posesión más preciada —le ordenó a su hermano—. Cuando
regrese, volverá a surcar estas costas.
—Prométeme que…
Derek se paró y obligó a Dom a pararse también en un punto de la ciudad
en el que se veía el infinito mar al fondo. Se cogieron por los hombros.
—Te lo prometo.
Se fundieron en un gran abrazo, pasaron años de la última vez que lo
hicieron: con un peso en el alma, con el corazón oprimido por el dolor,
Derek lanzó una promesa al infinito.
«Vengaré la muerte de mi hermano. Palabra de pirata», juró en silencio.
Capítulo 2

Port Royal. Varios meses más tarde.


Ese día había más ajetreo del normal en la ciudad por la llegada de un
navío que traería nuevas riquezas a las costas de Port Royal, tras haber
saqueado algún barco español. El movimiento frenético de las personas que
desembarcaban, de los comerciantes que como las gaviotas esperaban su
trozo y la algarabía de los recién llegados marcaban un antes y después con
los días anteriores en los que Elisabeth recontaba siempre el mismo número
de barcos.
Ninguno era el que ella esperaba ver.
Así, llevaba cinco años.
Cinco años en los que no había perdido la esperanza.
Esos años no eran nada con los que llevaba en Port Royal. Su hermana,
Katherine y ella habían crecido en esa pequeña ciudad donde piratas,
bucaneros y corsarios se mezclaban para mantener el fuerte a salvo de las
escaramuzas españolas. Apenas conocían nada de su país, ni habían visitado
Londres, lo único que tenían de la gran capital era su vestuario que
enviaban explícitamente para ellas. Jamás había emprendido un viaje que la
llevase más allá de los límites que podía ver desde la altiplanicie en la que
se levantaba su casa. No conocía otro lugar, no conocía otra vida que no
fuese la que se desarrollaba delante de sus ojos.
En la pequeña isla de Jamaica, en medio del Caribe, se había convertido
en mujer, había aprendido el significado de la muerte, tras haber perdido a
su madre por unas altas fiebres; había aprendido a amar y lo que era el amor
verdadero en brazos de un hombre que había desaparecido. Mucho había
pasado, pues ya no era aquella jovencita que se escabullía a la cala para ver
al hombre que era la luz de sus ojos. Esa chiquilla había desaparecido por la
larga espera, era una mujer a la que su padre quería casar con un oficial
inglés cuando su corazón esquivo surcaba los mares en busca de aquel que
había engullido el mar.
«Mentalízate, Eli, a lo mejor ha perecido en el mar», le repetía su
hermana no con el afán de hacerle daño, sino para no perderla a causa de la
espera.
¿Qué podía hacer ella?, ¿dejarse arrastrar por los planes de un padre más
pendiente de los piratas que de sus propias hijas?
—Si aparecieras ahora, te pediría que me llevases lejos —le pidió al
ancho mar.
—Que no te escuche padre, o te interrogará. —Soltó una risita Katherine
a su espalda.
Elisabeth pegó un brinco al no contar con su presencia.
—¿Me estabas espiando? —le inquirió molesta y con la mano en el
pecho.
—No, venía a buscarte. —Se colocó a su lado en la baranda de piedra del
balcón—. ¿Hay algo nuevo? —Puso la mano a modo de visera en la frente
para otear los barcos.
—Hay barcos nuevos.
—Sí, lo veo. —Estrechó los ojos—. Hay uno que no reconozco, el más
grande.
—A mí tampoco me suena de haberlo visto, pero ya sabes cómo se las
gastan estos hombres, a veces cuando derriban al enemigo se llevan las
partes más valiosas del barco enemigo para modificar los suyos.
—Veo que estás muy puesta en los asuntos de piratas. —El tono pícaro
de su hermana no le pasó desapercibido.
Elisabeth la observó: era una muchacha guapa de rostro redondeado,
perfecto y equilibrado con esas dulces facciones que la aniñaban. Se parecía
mucho a ella, la misma boca de labios rosados, un tanto gruesos, nariz
respingona y unos ojos verdes en el caso de Katherine avispados y
observadores como los de un águila.
—He aprendido algunas cosas de ellos —dijo encogiéndose de hombros.
—A lo mejor en ese barco viene el conde de Milford.
—¿Quién? —Al soltar esa pregunta la nariz se le arrugó.
—Eli, por Dios, mañana tenemos un invitado, un conde, ¿no recuerdas
que padre nos lo dijo?
—¡Ah, es verdad! No lo recordaba.
—Tu capitán Davenport te tiene muy ocupada pensando en él.
—¡Katherine! —Le golpeteó en el hombro. Su hermana terminó con el
trasero apoyado en la baranda—. Sabes muy bien que eso no es cierto.
—Era por meterme contigo. —Chasqueó la lengua—. Ese Davenport
nunca me ha gustado para ti.
—Lo sé.
—Se mearía en los calzones si se viese acorralado por un grupo de
piratas.
No rebatió a su hermana, pues barruntaba lo mismo que ella. James
Davenport no era más que un hombre, aunque, no estaba hecha para él, no
le hablaba de temas importantes, su conversación se limitaba a grandes
silencios que ni ella se atrevía a romper, ya que le resultaban más atractivos,
siempre le regalaba halagos, nunca hablaba con el corazón como hacía
Derek. Con él había aprendido mucho de la vida en el mar, de la vida en un
barco donde había crecido con sus dos hermanos pequeños. Le había
enseñado a trenzar flores, incluso a nadar para salvarse la vida. Todo ello
eran certezas, no lo había idealizado, lo había vivido y era lo que anhelaba:
una vida a su lado.
—Elisabeth…
—Sé lo que me vas a decir, que no vale la pena estar pendiente, aunque
también espero un milagro.
—Ojalá se cumpla —suspiró.
—Lo dijiste muy melancólica. —Aquello no era normal en su hermana.
—Todos tenemos deseos, Eli.
—¿En tu caso se cumplieron?
Katherine negó con la cabeza inclinada hacia abajo.
—¿Suspiras por ese hombre que te enseñó a nadar? —Elisabeth se llevó
las manos a la espalda y movía el cuerpo hacia los lados como una cría.
—Aprendí yo. —Las mejillas de Katherine se enrojecieron.
—Espero el día que me digas quién es.
—Lo haré, de momento no…
La entrada del joven William, un aparcero al que conocían desde que
llegaron, ya que más o menos eran de la misma edad, acalló a las dos
hermanas, más que nada, porque estrujaba la gorra entre las manos,
respiraba con agitación y en sus labios finos temblaba una sonrisa de
emoción. Era la persona de mayor confianza de ellas, de hecho, era quien
mantenía informada a Elisabeth de los barcos que atracaban en puerto y de
los hombres que desembarcaban de ellos. Él conocía la relación que tenía
con Derek, nunca les había fallado ni delatado, por eso, vigilaba de cerca el
puerto por ella. Ese día estaba más nervioso de lo normal.
—¡Hola, Will! —lo saludó Katherine.
—Hola, señorita.
—¿Qué pasa, Will? —Esperó a que él hablase—. ¡Oh! Saludas a mi
hermana y conmigo no hablas —imitó un tono de voz irritado.
—Han llegado nuevos barcos —soltó el muchacho con ojos brillantes.
—Lo sé, los he visto desde aquí. —Se lo mostró señalando con el dedo el
puerto.
—Él está aquí.
Esa simple frase consiguió que el mundo de Elisabeth dejase de girar, el
aire quedó atrapado en los pulmones y notaba los latidos acelerados de su
corazón en los oídos que percibía tapones y con la presión de tener hundida
la cabeza dentro del mar. La visión se le redujo a un punto invisible en el
espació que la rodeaba, que comenzaba a su vez a girar en círculos que
pretendían desequilibrarla para que cayese. Con una mano palpó el aire en
busca de la baranda para apoyarse en ella.
—¡Eli, los milagros existen! —exclamó emocionada Katherine—. Pero,
¿es seguro?
—Sí, sí lo es —asentía Will con la cabeza y su sonrisa terminó por
ensancharse en su rostro cuadrado un tanto curtido por el inclemente sol.
—Él… Él… —Las palabras se le atrancaban en la garganta, mientras que
sus ojos se posaban en aquella enorme embarcación.
—Elisabeth, Derek está aquí.
—¿Se…? —Bajó la cabeza para tomar una bocanada de aire—. ¿Seguro?
—Lo vi con mis propios ojos. —Esa información la obligó a agarrase con
más fuerza en la baranda, aunque percibió como varias manos la sujetaron.
—Tranquila, Eli, tranquila.
De pronto, intentó zafarse de ellos para salir en busca de él, tenía que
verlo por ella misma.
—Dejadme —ordenó entre dientes—. Soltadme.
—¡No! —le bramó su hermana, lo cual la hizo parar en seco—. ¿Adónde
pretendes ir?, ¿qué vas a hacer?
—Tengo que verlo.
—Eres una ingenua si piensas que te va a recibir con los brazos abiertos.
—Aquella fue una bofetada.
—Solo quiero verlo, aunque sea de lejos.
—¿Y si no se acuerda de ti o ha rehecho su vida con otra persona?
El labio inferior de Elisabeth comenzó a temblar, pues lo que acababa de
decir su hermana, millones de veces a ella se le había pasado por la cabeza.
Aquella posibilidad era la que le estrujaba el corazón y lo mantenía cautivo.
Un pinchazo de dolor le cruzó el pecho y salió por la espalda, debido a que
su cuerpo, de pronto, se había debilitado, no aguantaría por mucho tiempo
el cúmulo de emociones que lo embargaba. La larga espera había terminado
y todas estallaron, como la ola que se estrellaba contra la arena.
—Iremos esta noche —le prometió Will.
Capítulo 3

Hacía años que el Reverance no atracaba en el puerto de Port Royal y en


esa ocasión, tras haber navegado los mares del sur, regresaba con un
enorme botín que les habían arrebatado a los españoles, aunque los rumores
indicaban que había sido el Black Dragon, un invencible navío pirata que
era la peor pesadilla en todos los mares, era tan temido que se decía que
aquellos que se tropezaban con él, se rendían sin oponer resistencia. Quien
viese su sombra entre la niebla quedaba sin hálito en el cuerpo por su
majestuosidad.
Rumores. Solo eso.
Derek Turner mordiendo el labio inferior por dentro, observó la ciudad
de Port Royal mientras veía a sus hombres desembarcar las riquezas por las
cuales todos salían ganando. Los piratas se hacían ricos, con ellos los
mercaderes y, a su vez, enriquecían las tabernas locales que funcionaban
también de burdeles. Era la única ciudad que conocía donde se asentaban
tantas meretrices en un espacio que no se podía decir que fuese amplio. En
esos años en los que no había regresado, no oía cosas buenas de Port Royal,
para muchos era la Sodoma de la Biblia, para otros se merecía un buen
castigo divino. Él solo rezaba porque el Altísimo le permitiese vengarse,
luego, le dejaba la ciudad para que hiciese con ella lo que le viniese en
gana.
Lo cierto era que Port Royal había cambiado, había más casas hacinadas
unas al lado de otras, había más barcos y más movimiento que cuando se
había alejado. Políticamente hablando muy poco había cambiado en ese
tiempo, hasta se mantenía en el poder el mismo hombre, el teniente-
gobernador Finley. Tragó haciendo ruido, pues a él le debía dar un cuarto de
aquella captura, era lo establecido, ya que los ingleses en Jamaica
precisaban de los piratas para que fuesen brazos armados por si a los
españoles se les ocurría atacar. Hacía décadas que no oía de ningún ataque
español, lo que había permitido que se forjase un grupo importante de
terratenientes, que cultivaban las tierras con cañas de azúcar o algodón y
necesitaban de un comercio fluido con los españoles. Y los saqueos a los
barcos no les favorecían. Eso a Derek le importaba muy poco, ya que había
regresado por un único motivo que se guardaba para él.
Bueno, había otro asunto por el que debía regresar. Ese que había estado
pendiendo en el espacio que había entre su cabeza y su corazón que tenía
nombre de mujer. Desenganchó el catalejo del cinturón para mirar hacia la
gran casa que había en la altiplanicie. El corazón comenzó a palpitarle cual
caballo encabritado en el pecho al ver dos figuras femeninas y bien
vestidas.
—Elisabeth. —Al pronunciar su nombre, el mar, como si soltase un
suspiro de amor que tenía retenido en sus aguas más profundas, le acercó a
la nariz aquel aroma floral que se intensificaba por las notas del salitre.
Con esa reminiscencia, su mente se activó a esas tardes en las que se
encontraban de un modo furtivo en la cala. Desde el principio le asombró
que ella no se asustase de su presencia, de la valentía que su estrecho
cuerpo guardaba o el descaro con el que lo trataba. Todavía podía revivir
esa tarde en la que se quitó las capas de ropa que llevaba puesta y se lanzó
al mar sin saber nadar, él se celaba en como el agua salada le lamía cada
rincón de su nacarada piel. La enseñó a desenvolverse en el agua y entre
intento e intento, surgió el beso tan esperado entre ellos, palpitante en sus
bocas, en cómo la arrastró a una zona rocosa donde por primera vez sus
manos aprendieron las líneas de su cuerpo, le arrancaron suspiros y grabó
en su memoria todo lo que le gustaba. Jamás se introdujo en su cuerpo,
sabía que, si lo hacía, si le arrebataba su honor, era la perdición para Beth y
eso jamás se lo perdonaría. La quería demasiado para dañarla o provocar el
odio de su familia.
Aun así, sabía que en esos cinco años le había fallado.
Jamás supo que su separación duraría cinco años.
Tenía que verla, como fuese. Su corazón aplaudía esa idea, mientras que
su cabeza le aconsejaba que no lo hiciese. Que la dejase tranquila, habían
sido cinco años en los cuales pudieron suceder millones de cosas. ¿Y si
estaba prometida o peor, casada? Un gruñido salió de lo más hondo del
pecho.
—No, eso jamás. —Un pinchazo en el corazón casi lo encogió.
—Sabía que esto sucedería —oyó a su espalda la voz rasgada de Francis.
Era un hombre de mediana edad, había sido el brazo derecho de su padre,
los había criado a Duke, Dom y a él en el barco como fuera de él. Era un
hombre justo, casi esa madre a la que no habían conocido y que les enseñó
junto a su padre los secretos del mar, a desenfundar un arma o envainar la
espada si era necesario. Ellos dos habían forjado al hombre que era, duro y
temido en la mar, aunque honorable, amante y con principios morales, esos
de los que muchos lobos marinos carecían. De ahí, que todos sus hombres
hablasen bien de él, o de Duke o de Dom.
Francis era el único que conocía su relación con Elisabeth, lo había
ayudado a escaquearse o a librarse de las riñas de su padre solo para estar
con ella. Miró por encima del hombro a modo de bienvenida y el hombre,
alto, fibroso, de pelo todavía sin canas, de ojos azules astutos, nariz larga y
boca siempre seria, se colocó a su lado mirando hacia donde él lo hacía.
—Sabía que en estos años no la habías olvidado —reconoció en voz baja.
—Eso jamás sucederá. —Había aprendido que alejar a alguien era fácil a
no ser que la quisieras arrancar del corazón o de la cabeza; aquello era una
batalla perdida.
—¿Vas a ir a verla? —Se apoyó en la madera cargando el peso de su
cuerpo en la pierna derecha.
—Sí.
—Espero que eso no te haga flaquear.
Derek giró levemente el rostro.
—Un hecho no excluye al otro. Haré lo que vine a hacer y la pondré a
salvo, no quiero dañarla.
—Tu plan la dañará —le advirtió.
—Si sigue siendo…
—¡Han pasado cinco años, Derek! —le recordó Francis con brusquedad
—. Cinco años son muy largos.
—Elisabeth es una mujer de mente abierta, si le explico todo como Dios
manda, lo entenderá, ha entendido cosas peores. —Era cierto lo que le
decía, la muchacha que conoció era compasiva y entendía las necesidades
de la gente.
—No conoces a la mujer en la que se convirtió. —Francis también le
decía la verdad.
—Hablaré con ella.
—Atiende Derek, la cuestión no es que hables con ella, sino ¿ella querrá
hablar contigo?
Aquello lo hizo reflexionar. Francis estaba en lo cierto, a lo mejor
después de tantos años, de una larga espera, lo último que quería Elisabeth
era verlo y mucho menos escuchar las explicaciones que él tenía que darle.
Un poso de tristeza se fue asentado en sus entrañas, pues aquello lo percibió
como lo peor que le podía pasar, ya que en su mente no había cabida para el
desamor, al contrario, ella fue el lucero en las largas noches en el mar, era el
canto de sirena que lo embrujaba para no perder la vida, era el sol que lo
guiaba en cada uno de sus asaltos.
No había mayor soledad que la del mar.
No había mayor silencio que el del mar.
No había noches tan largas como las vividas en el mar.
La mayor oscuridad a la que se enfrentaba el hombre siempre era la que
hallaba en el mar.
No había peor enemigo que el mar.
Eso lo padeció él mismo en sus propias carnes y más sucesos horribles
que prefería mantener arrinconados y en medio de esa inmensidad más
grande que un desierto, Elisabeth era su oasis.
—Ella me entenderá —dijo con un nudo en la garganta sin reflejarlo en
el rostro.
En esos cinco años se acostumbró a esconder las emociones.
—No podrás obligarla a hacerlo.
—Estoy convencido de que no llegaré a ese punto.
—Hijo. —Francis le puso una mano en el hombro de un modo muy
paternal—. Los asuntos del corazón les están prohibidos a los piratas.
—Demostraré que ese dicho es falso —afirmó con rotundidad.
—El amor puede cegar a un hombre hasta nublarle la mente. No me
gustaría tener que recoger tu cuerpo o tener que rebanarte el gaznate cuando
la locura te acontezca. —Por el rabillo del ojo vio como Francis negaba con
la cabeza.
—No va a ocurrir, te lo aseguro.
—¿Cómo lo sabes? —Francis, junto con Duke, antes de morir, o Dom,
eran las tres personas que más se preocupaban por él y él se lo agradecía.
Eran los pilares fundamentales de su vida, por los cuales siempre debía
llegar a puerto con vida, pues a la familia nunca se le fallaba. Sabía que sus
hombres lucharían por él, harían por él lo que les pidiera y aquello que no,
también. Mas su familia siempre había sido lo más importante, de ahí que,
al morir su padre, él se erigió como el cabeza de la misma y la dirigía como
su barco, con democracia, hecho que granjeó que entre los tres hermanos
jamás hubiese rencillas, al contrario, había más unidad.
—No me preguntes la razón, simplemente lo sé. —Se encogió de
hombros.
—Derek, no existen los hombres inmortales.
—Francis, ¿me has oído decir eso? —Se giró hacia él, Francis lo copió.
—Temo esas frases que dejas sin terminar —le apuntilló.
—Amigo, no lo hagas, no hay nada a lo que temer. —Se cruzó de brazos
y se apretó la piel de los músculos tensos bajo la camisa, con todos los
dedos de las manos—. Me enfrentaré a lo que el destino me tenga
preparado y si a lo que me obliga es a tener que olvidarme de ella, lo haré
cueste lo cueste, pero jamás pondría a nadie en peligro.
—¡¡¡Capitán!!! —Bramó un joven marinero desde tierra. Derek giró
sobre sus pies para observar con alegría a una de sus cuadrillas—. ¡Venga a
beber una buena copa de ron!
—¡¡Iré en un rato!! —Levantó el brazo en señal de agradecimiento.
—No se raje, hay que celebrar la victoria. —Al lado del muchacho, había
otro marinero de la misma edad que silbó.
—¡Guardadme una botella!
Los hombres lo vitorearon alegres.
—Lo esperamos en la taberna de Lime Street.
Derek asintió, pues ellos siempre contaban con él para todo, hasta le
confesaban aquello que no harían ni con sus propias madres.
—Francis, las mujeres lloran por ti. —Alzó la voz otro.
—Diles que me esperen, que ardo por ellas.
—No creo que haya tantas —le respondió.
—Alguna habrá que requiera de mis reclamos. ¡Venga, largaos ya! —Los
echó de allí Francis.
Derek se carcajeaba a mandíbula batiente.
—Hay un rumor que está creciendo como la pólvora en este entramado
de calles —le advirtió con un tono tan oscuro que su voz se tornó más
rasgada.
—¿Cuál? —inquirió con cierto hartazgo.
—Que tú no estás detrás de este golpe, sino el Buitre Negro. —Francis
pronunció aquel nombre con respeto.
—Pueden creer lo que les venga en gana.
—¿No te importa? —Frunció el ceño.
—Me trae sin cuidado, pero si alguien me pregunta diré que ese fulano
no existe.
—Su leyenda ha llegado a Londres, lo tienen como un héroe —le contó
Francis—. Así como al Buitre Verde y al Buitre Rojo.
—Que siga creciendo su leyenda, ya veremos cuánto dura. —Miró con
una sonrisa a su segundo padre—. ¿Vamos? Hay posibilidades de que estos
terminen con las existencias de ron.
Francis sin decir nada lo palmeó en la espalda a modo de asentimiento.
Antes de desembarcar y poner un pie en el suelo de Port Royal, miró
hacia la casa.
«Tú eres mía y yo soy tuyo», dijo en silencio su corazón palpitante.
Capítulo 4

Port Royal jamás dormía, su vida continuaba a pesar de que todas las luces
del cielo se apagasen, aunque era muy raro que lo hiciese, ya que en
situación normal uno podía observar el brillo de las estrellas en la bóveda
oscurecida, además de la luna, cuyo reflejo plateado bailaba al son de las
olas del mar. Mas, esa noche resplandecía mucho, era más redonda, más
grande, incluso daba la impresión de que si uno estiraba la mano podría
tocarla.
Elisabeth cabalgaba a trote incómoda por la tela de sus vestimentas que
no solo la oprimían, sino que le impedían respirar con normalidad.
—Debo atarlo con maestría —le había dicho Katherine mientras la
ayudaba a vestirse.
La había aprisionado con aquel nudo que le hacía daño en las axilas. Sin
embargo, estaba segura que nadie reconocería en ella a la hija del teniente-
gobernador, pues iba vestida cual hombre acompañado de su mejor amigo
Will con el que compartiría una noche de mujeres y buen ron.
A medida que se acercaban al centro de la ciudad fue viendo el humo gris
de las chimeneas en la oscuridad de la noche. El ambiente, a medida que se
adentraban en Queen Street, se hacía más sofocante, la calidez del aire, que
nunca daba un respiro, se mezclaba con la humedad salada que desprendía
el mar, con la leña quemada de las casas junto al hedor que desprendían las
vísceras de pescado en descomposición tras un día ajetreado de mercado.
Elisabeth contuvo la respiración, no podía hacer otra cosa, no podía taparse
la nariz con nada o sería señal de que no era un hombre humilde. Al mirar
hacia los lados, solo pudo ver las sombras de los esqueletos de las casas de
ladrillos que se erguían como fantasmas en la noche a ambos lados, no
necesitaba ver más para saber que se apiñaban las unas contra las otras en
edificios de tres o cuatro pisos. En el fondo, conocía de memoria la inmensa
red de calles.
Se fueron acercando a Lime Street donde estaba la taberna de Florinda,
una criolla que terminó en Jamaica y su local era de renombre en toda la
isla. Los piratas, bucaneros y corsarios, siempre iban a comer sus platos, y
era la única donde no trabajaba ninguna meretriz, pues ella nunca lo quiso.
El olor a tierra húmeda se entremezcló con el resto provocando que una
bola creciera en su delicado estómago y le produjese una serie de arcadas.
En la última parte del trayecto pudo oír las risas enloquecidas de algunos
borrachos, los gemidos de mujeres follando, o riñas entre los ebrios por
motivos diversos, prostitutas o juego. Estos dos eran los más habituales, ya
que Port Royal no era una ciudad santa por muchas iglesias que tuviese,
sino que en sus calles solo había pecado, fomentado por los piratas que iban
en busca y pagaban por los mejores placeres de la vida.
Ya en Lime Street, las pocas luces encendidas que había procedían de las
tabernas-prostíbulos que se extendían a lo largo de la línea del puerto. Entre
ella, Florinda.
—Te ayudo a bajar —musitó con cuidado Will.
—¡Has perdido la sesera! —Beth chasqueó la lengua antes de
descabalgar de un salto más ágil que el de cualquier hombre—. Atemos los
caballos.
Lo hicieron en silencio y cuando iban a entrar, un grupo de dos piratas
malolientes, desdentados a la par que mugrientos, salían sosteniendo a otro
que arrastraba los pies al haber bebido tanto que estaba inconsciente. Will
empujó la puerta y detrás de él, Elisabeth, bajo su disfraz, entró en la
taberna. Su vestimenta quizás no pasaba muy desapercibida, una chaqueta
azul marino con muchos bolsillos, aunque de un tejido de mejor calidad;
botas de cuero fuerte, unos pantalones largos y un chaleco de punto debajo
de la camisa de fieltro. Cada vez que se vestía de ese modo, y ya llevaba
haciéndolo cinco largos años, sabía que una mujer no podía ponerse la ropa
de un hombre sin alterar el orden natural de las cosas. Mas, en esa ocasión
había un gran motivo, aunque siempre lo hubo y era el mismo: Derek.
Era cierto que llevaba tiempo sin ir, la taberna no había cambiado, era un
espacio con alguna que otra ventana, no las suficientes como para airearla y
el ambiente estaba cargado con una fragancia densa que se generaba por la
gran cantidad de gente concentrada, el humo de pipas creaba una espesa
neblina, a eso se le juntaban otros como levadura, fruta y un dulzor
embriagador con un toque amargo del alcohol del ron, entre otros, como el
whisky. El aire era tan espeso que costaba inhalarlo y casi era preciso tragar
para hacerlo pasar por la garganta. En el centro, a partir del cual se
organizaba toda la taberna, estaba la chimenea encendida que caldeaba
mucho más el interior y las lámparas iluminaban las botellas, recipientes de
peltre o se quedaba prendida en las copas de cristal, ubicadas de forma
azarosa en todas las mesas entorno a las que se sentaban más hombres de
los que cabían.
Will y Elisabeth se sentaron en una mesa pequeña cerca de donde estaba
Florinda que nada más verla le hizo saber con un gesto imperceptible que la
reconoció. La mujer, entrada en edad y en kilos, les sirvió personalmente
una botella de ron con dos copas.
—Él está aquí, señorita —comentó sin mover apenas los labios.
Beth al mirarla se fijó como la tela de colores vivos con la que tapaba el
moño brillaban por la luz.
—¿Dónde? —le preguntó con el corazón en la boca y las manos frías
como un témpano de hielo.
—En la esquina que lleva a la sala de invierno. —Con ese nombre hacía
referencia a una sala que Florinda solo abría en ocasiones especiales. Era
una habitación grande y sencilla con una única ventana picada en la gruesa
piedra. Estaba ubicada en la parte más vieja de la taberna, pues esa
construcción tenía casi la misma edad que la dueña.
Elisabeth miró con disimulo hacia dónde le había indicado. No hizo falta
que se moviera, Will agachó la cabeza para que pudiera verlo. ¡Ahí estaba
él! A escasos metros se hallaba sentado junto con otros hombres más
jóvenes el amor de su vida, el hombre dueño de sus suspiros, de las
lágrimas derramadas en silencio, de sus esperanzas. Ahí estaba vestido con
una casaca negra, bordada con ricos adornos del mismo color, que no
recordaba en él. Se imaginaba, puesto que no podía verlo, que el pantalón
sería igual. Su aspecto había cambiado, la belleza de la juventud se
mantenía en su sonrisa amplia y alegre que le suavizaba los rasgos
alargados del rostro por haber adelgazado. Sus facciones seguían siendo
hermosísimas: su nariz larga ancha en la punta, labios bien perfilados como
recordaba y unos ojos grises animados por la conversación y la luz. Aun así,
estaba guapísimo, con ese tono casi dorado de la piel, por la exposición del
sol que aumentaba el atractivo.
—Eli, Eli, deja de mirarlo o se dará cuenta de tu presencia —protestó
Will.
Ella, saliendo de sus pensamientos asintió y notó unas ganas horribles de
respirar, ¿cuándo había dejado de hacerlo? Ni se acordaba. La impresión de
tenerlo delante de ella, después de cinco años bien largos, la superaba. La
rabia, el enfado, el amor y una excitación incipiente se revolvían en su
interior cómo si se tratase de un crisol. Sí, debía mantener la calma para no
gritarle en la cara. Bebió de un trago el ron para que le calentase las
entrañas y dejar de temblar.
Dándole la espalda a Derek, Florinda que estaba al tanto de la situación
que había vivido la joven y que, junto a Katherine, se habían convertido en
sus dos grandes confidentes, habló con naturalidad.
—Se dice que la riqueza que acaba de traer el barco de Derek es gracias
al Buitre Negro —bajó la voz Florinda para decir ese nombre.
—No es verdad —zanjó Will.
Elisabeth miró con interés a su amigo.
—¿Por qué? —inquirió ella.
Will se inclinó sobre la mesa.
—Sería al revés. Al Buitre Negro nadie lo conoce, nadie sabe por las
aguas en las que surca su navío, si es cierto eso que dicen del Buitre, sería
él quien le robase a Derek las riquezas.
—¿Y si ayudó a Derek? —lanzó la pregunta al aire Elisabeth.
—Eso tiene más sentido, muchacha, solo tendrían que repartir los
beneficios. —Florinda se permitió especular.
—Me parecería raro. —Will por su parte desechó aquello con un gesto de
mano—. Los asuntos de los piratas se quedan entre ellos.
—¿Cómo puede ser que nadie halla visto a ese Buitre Negro? —
Elisabeth volvió a hacer la misma pregunta.
—Lo único que se sabe es que existir, existe, hay muchos hombres que
solo tienen alabanzas hacia él. —Era la misma explicación que Will daba
siempre.
Esas eran las tabernas en Port Royal, lugares donde la información era un
bien muy preciado y donde los intercambios de la misma no se pagaban ni
con todo el oro del mundo, además de ser el centro de la vida social de la
ciudad.
—Florinda, mañana enviaré a Will para que te pague la botella —le dijo
Elisabeth con una sonrisa.
La mujer de piel color canela se inclinó sobre ella.
—Hoy invita la casa, pero prométeme que me lo contarás todo si esta
noche te decides a hablar con él.
—Lo prometo.
En cuanto la mujer se metió detrás de la barra, Will no esperó a
preguntarle:
—¿Te ha reconocido?
—Will si lo hubiese hecho se acercaría, ¿no crees?
—Sí, es verdad.
—Nada, sigue hablando con sus acompañantes. —Elisabeth oteó por
encima del estrecho hombro de su amigo—. Ni se ha percatado de que
entramos.
—¡Arg! —Will bebió su copa y la rellenó—. ¿Ese hombre dónde tiene
los ojos, en el trasero?
—¡Will! —protestó por lo bajo Elisabeth que se encorvó en la mesa.
—Digo la verdad, hasta con estas pintas y ese mostacho postizo eres un
joven que él nunca ha visto.
—¿Parezco hombre?
—Es un parecido razonable. Aunque se nota que tu piel no está curtida
por el sol o el salitre. —Se encogió de hombros.
—No pretendo que me reconozca, solo quería verlo con mis propios ojos,
solo eso —le confesó con cierta melancolía y dolor, ya que le hubiese
gustado que él se percatase de su persona.
—Si nos quedamos el tiempo suficiente puede que consiga ver en ti la
mujer que eres.
—Chsss… hay oídos en todas partes. —Elisabeth movió la boca más que
habló.
—Lo lamento, pero es cierto.
—Da igual lo que creamos, será lo que tenga que ser. —Aquellas
palabras de las que tenía que mentalizarse, las corrió con un buen trago de
ron, bebida a la que se había acostumbrado, la favorita de su padre—.
¿Sabes cuánto tiempo echarán en puerto?
—Eso depende si tienen que arreglar algún desperfecto del barco, o por
cuánto tiempo quieran descansar. Realmente no te puedo decir.
Alzó la vista hacia donde estaba Derek que seguía centrado en la
conversación, no así Francis, el hombre al que recordaba por acompañarlo y
que lo escondía para que pudiera verla. Lo había visto un par de veces,
quizás un poco más, pero sobraban dedos de las manos. Sintió un escalofrío
cuando sus ojos se posaron en ella.
—Me ha visto Francis. —Los nervios hicieron explotar el miedo en su
interior.
—¿Está aquí?
—Sí.
—¡Vaya viejo con suerte! La vida de pirata le acompaña para bien.
Brindo por él. —Alzó la copa antes de beber—. A ver si advierte a Derek.
—No. —Aquello le salió de lo más hondo del corazón.
—Eli, ¿a qué viene eso ahora? —Frunció el ceño levemente por
incomprensión.
—Es mejor que no lo sepa. —El miedo la atenazaba.
—No lo entiendo, estamos aquí y prefieres que no te vea. —Hizo tres
chasquidos con la lengua—. No entenderé a las mujeres jamás.
—Si no me entiendo ni yo, no quieras comprenderme tú.
—Eso es de gran ayuda en estos momentos, Eli.
—Mejor que no me reconozca, nos puede poner en peligro si descubre mi
identidad. —Movió la cabeza un poco—. No ves que hay soldados de la
corona.
Will asintió.
—Oye, que a lo mejor Francis no sabe que eres tú. No creo que sea tan
listo.
—Pero no lo sabemos y tampoco debemos subestimarlo. Es mejor
marcharse.
—Quieta —le ordenó Will—. Si no han reparado en que eres tú, nuestra
marcha podría ponerlos sobre aviso.
Ese apunte de Will no era tan descabellado.
—¿Qué hacemos? —inquirió ella sin ver una salida a ese embrollo en el
que se había metido.
—Esperar y vuelve a mirar.
¡Bendita la hora que le había hecho caso! Agazapada por el hombro de
Will, sus ojos chocaron con los de Derek, más grises, escrutadores, que por
un instante parecieron sorprenderse de su presencia. ¿La habría reconocido?
Él al no moverse, ni sonreír en su dirección, le hizo creer a Elisabeth que en
el fondo no había pasado nada. Le mantuvo la mirada y percibió en el alma
como el tiempo se paró en ese instante en el que ambos volvían a verse…
¿Sin conocerse? Ahí sentada se despertaron todos los sentimientos que
había aguardado en su corazón, mas él solo con su parpadeo le acariciaba la
piel y eso creó que la seducción fluyera en cascada entre sus cuerpos.
Elisabeth estaba atrapada por sus ojos en los que, a causa de la luz, no se
distinguían las pupilas, por eso no podía separar los ojos de él por mucho
que lo intentase y notó una leve presión en la entrepierna, ya que las
imágenes de ambos perdidos entre abrazos, besos o caricias, se
intensificaron. No eran meras ensoñaciones de un pasado inalcanzable.
Derek estaba ahí.
Solo reaccionó al pellizco que Will le dio en la mano.
—No sigas haciendo eso.
—Bruto… —Un movimiento al fondo la puso en alerta—. Creo que se
va a acercar.
—Lo recibiremos bien.
Sin embargo, Derek solo pasó por la espalda de Elisabeth sin mirar para
ninguno de los dos. Tras él, Francis. Ambos salieron de la taberna.
—Derek no miró, Francis sí —la informó Will.
—Será mejor que nos marchemos. —Buscó con la mirada a Florinda y
ambas asintieron a modo de despedida.
—Vale, puede que se hayan marchado ya.
Elisabeth también quería creerlo, aunque una corazonada le indicaba que
había muchas posibilidades de que no fuese así. Salieron a la calle y lo
primero que los recibió fue el grito de las gaviotas, así como que notó el
ambiente todavía más caldeado que cuando habían llegado… ¿Cómo era
posible? Al respirarlo le quemaba en los pulmones, esa reacción solo le
pasaba al estar con Derek. No había estado, mas había compartido el mismo
espacio.
Comenzó a desatar el cabello y se oyeron unos pasos a su espalda a los
cuales no le prestó atención.
—Hola, Elisabeth.
Capítulo 5

La voz clara y masculina fue como un disparo que la tensó en cuanto se


adentró en su cuerpo por la espalda para salir al poco después por su pecho,
aunque electrizó su joven corazón que se saltó varios latidos que la dejaron
sin respiración. Lo que siempre había soñado en ese tiempo al fin estaba
sucediendo y así confirmó también que Derek la había descubierto.
—¿Elisabeth? —titubeó.
Ella se giró sobre sus pies sin soltar las cinchas del caballo que era su
único soporte.
Allí estaba, allí estaban de nuevo tras cinco años.
—Hola Derek —lo saludó con un tono tan neutral que hasta a ella le
asombró.
—¡Dios mío! —Él dio varios pasos al frente nervioso. Alargó su mano,
pero al instante, cuando iba a tocarla la dejó caer, aunque ella no se movió
un milímetro, es más, aunque se lo pidieran no podría hacerlo—. Pero…
¿Qué haces en un sitio como este?
—¿Cómo dices? —¿Era lo único que tenía que decir después de tantos
años?
—¿Por qué estás en una taberna?
—Espera. —soltó las cinchas—. Déjame que cuente: uno, dos, tres,
cuatro, cinco… Tras cinco años no tengo que darte explicación ninguna,
hay otros que sí deben explicarse.
—Solo me preguntaba qué hacías en un sitio como este.
—La taberna de Florinda será un sitio cualquiera para ti, para mí es una
segunda casa.
—Una señorita…
—¡Guárdate tus reproches para otra!
—Viniste a verme —afirmó él con total convicción.
—Sí, para cerciorarme de que en verdad estabas vivo y podía partirte las
pelotas. —Se oyó un quejido quedo—. Francis, puedes salir de tu escondite.
—Buenas noches, señorita Elisabeth —la saludó con cariño.
—Has hecho un pacto con el mar, ¿me equivoco? —inquirió ella.
—¿Por qué lo dice?
—Los años no han pasado por ti, estás igual.
—Gracias, y déjeme decirle que usted está más bella.
—No hace falta que me des las gracias, solo con compararte con este que
tienes al lado, sales ganando. —Se iba a montar al caballo y un brazo se lo
impidió.
—¿Por qué me tratas con esa insolencia?
—Vaya, es una chanza que tú me lo preguntes. —Tiró del brazo para que
se lo devolviese, sin embargo, él apretó más—. Suéltame, me tengo que ir.
—¡Suéltela! —le ordenó Will dando un paso adelante.
Para el asombro del momento, Derek así lo hizo.
—¿Quién es? —le preguntó con brusquedad.
—No te importa, pero para tu tranquilidad te diré que es mi
acompañante, así no sufres una apoplejía. —Se rio de sus propias palabras.
—¿Es tu nuevo amante? —volvió a insistir él.
—Francis, por favor, llévatelo de aquí que su sesera se ha chamuscado
con tanto sol.
—Señor Derek, soy Will —se dio a reconocer.
—¿Will? —Derek estaba asombrado—. ¿El joven Will?
—Sí, señor.
—¡Oh, amigo! —Los dos se fundieron en un abrazo y sus palmadas
recorriendo toda Lime Street.
«Tanto jaleo por un abrazo», bufó ella para sus adentros.
Tras eso, Francis también tuvo su parte de golpes de camaradería. En el
fondo, Elisabeth los envidiaba, las mujeres no podían tratarse de ese modo,
debían ser más cursis y repelentes, lo cual no entendía.
—Will, ¿cómo le permites estar aquí? Port Royal de noche es más
peligroso que por el día —le recriminó Derek.
—Sabe cómo zafarse de los maleantes, señor. En este tiempo ha
aprendido a utilizar la espada y a disparar —le contó Will que parecía estar
hablando de la situación del mar.
—Estoy presente —les dijo, lo que hizo reír a Francis.
—¿De verdad sabes disparar? —Derek estaba atónito.
—Si quieres pruebo contigo de diana.
—No, creo que no, estás demasiado agresiva.
—Venga, hasta más ver. —Ella se iba a montar, sin embargo, Derek la
volvió a retener—. ¿Alguna vez te han dicho lo cargante que eres?
—Sí, alguna vez.
—Pues aprende de las quejas —le gritó.
—Will, yo la llevo. —Aquello no era un ofrecimiento.
Elisabeth abrió la boca tres cuartas en un gesto no muy educado para una
muchacha de su cuna.
—Cierra la boca, Beth —le ordenó Derek.
—Elisabeth. —Ella apretó los dientes.
—¿Qué?
—Elisabeth, esa Beth de la que hablas ha muerto. —Aquella sentencia
fue un golpe duro para él.
—Francis, quédate con Will. —Elisabeth se estaba percatando de que
Derek cuando hablaba lo hacía dando órdenes.
Cuando iba a negarse, Derek con una habilidad pasmosa se había
montado al caballo y la subió a ella. Él, a medida que el caballo avanzaba,
la sujetaba entre sus fuertes brazos, no los recordaba con esa envergadura,
estaba más musculado, su torso seguía siendo ancho y en la espalda notaba
cada tendón de su cuerpo al moverse. Le costaba respirar cada vez que
notaba parte de su aliento en la nuca. En un momento se quedó muy quieta:
percibió que le quitaba la peluca, al sentir como respiraba su aroma, ella se
permitió reposar sobre él, ya que aquello era lo correcto, era lo que su
corazón quería a pesar de la distancia de cinco años que pendían sobre su
cabeza.
—Tu olor me acompañó todo este tiempo —le susurró, luego la besó en
el pelo.
Aquello fue un golpe para su alma, llegaba tras años de separación y lo
primero que hacía era darle un beso en vez de explicaciones.
—No me vas a ganar con besos y palabras idiotas. —Le dejó bien claro.
—Sé que tenemos que hablar.
—Me alegro que pensemos lo mismo. —Contuvo un escalofrío que la
recorrió en cuanto empezaron a subir la altiplanicie.
—Dime, ¿todavía hay soldados apostados en la puerta de entrada? —
Quiso saber él.
—Hay cosas que no cambian.
—Vale.
Derek tomó un desvío hacia un lado de la propiedad. Elisabeth no lo
conocía y daba por seguro que Will tampoco, incluso Katherine.
—¿Por dónde vamos? —le preguntó con curiosidad.
—Si seguimos este camino, llegaremos cerca de la puerta de la cocina.
—No lo sabía.
—Era el que utilizaba cuando me colaba en tu cuarto.
Aquel recuerdo la hizo sonreír. Era muy divertido abrirle la ventana y lo
mejor del mundo quedarse dormida entre sus brazos.
—Siempre me preguntaba por dónde venías. —Notó como le
convulsionaba el pecho.
—No le cuentes a nadie mi secreto —le susurró al oído y Elisabeth cerró
los ojos al percibir cómo su cálido aliento dulzón le recorría la piel.
Otro escalofrío le recorrió la columna, no sabía si era debido a la cercanía
de Derek o al supuesto frío. No, no podía discernir nada, solo que él la
aferró más a su cuerpo, para transmitirle.
—Arrebújate contra mí —le susurró
—No es buena idea.
—¿Quién lo dice? —le inquirió con la voz más enronquecida.
—Yo…
—No te resistas, sé que todavía nos une un amor que ha permanecido
intacto en tu corazón.
Aquellas palabras la hicieron reaccionar y empezó a forcejear a la vez
que veía su casa y lo cerca que estaba.
—Suéltame. —Se sorprendió que él no la forzase a quedarse quieta,
pensó que después de tanto tiempo sus modales con las damas hubiesen
sido más brutos, en cambio no era así, respetaba su petición. ¿Eso podía
significar qué tuvo a más mujeres? Ella bajó de un salto con esa pregunta
retumbando en su cabeza, atronando en su corazón y con el alma
entristecida.
—Aquí se vuelven a separar nuestros caminos. —Tragó saliva para
aflojar la presión del pecho.
—Quiero volver a verte, tenemos que hablar.
—Ya te enviaré por Will una nota.
—Está bien.
—Adiós Derek.
Se marchó con ganas de mirar hacia atrás.
***

Llegó a su cuarto enfadada consigo misma, por haber sido durante unos
minutos tan idiota de bajar con él las barreras. ¡No podía cometer ese error!
No obstante, le asombraba cómo él tenía poder sobre ella y, si se lo
permitía, haría lo que le viniese en gana. ¿Aquello podía ser posible? Lo
era, hasta su cuerpo reaccionó a él, al sentir en la espalda su torso subir y
bajar por la respiración, el calor de su cuerpo, la fuerza que desprendía, se
había humedecido como jamás lo había hecho.
—Eres tonta, tonta, tonta —se recriminó a sí misma.
Se sacó las botas y las metió en el falso fondo del armario que solo ella y
Katherine sabían que existía. De pronto, unos golpecitos en el cristal la
asustaron. Tuvo que taparse la boca para no despertar a la casa. Al acercarse
vio la sonrisa de Derek.
—¡Qué haces aquí, loco! —exclamó con el pulso acelerado por el susto.
Le abrió y por acto reflejo dio dos pasos atrás para dejarlo pasar. Él como
antaño, de un salto entró y cerró la ventana tras de sí—. Podían verte los
guardias.
—Sé apañármelas en la oscuridad. —Giró el rostro hacia la ventana
cerrada con una sonrisa socarrona.
—¿Qué haces aquí?
—Tenía que volver a verte.
—Pues ya me ves, fuera. —Le señaló la ventana con el dedo índice.
—No podía irme sin…
Le robó un beso.
Capítulo 6

Aquel contacto esporádico, cautivador, tentador, revolucionó sus


pensamientos y lanzó a Elisabeth al lugar donde su alma se había guarecido
durante los años que Derek permaneció ausente. Los recuerdos de aquel
pasado compartido recorrieron su nublada sesera y, de pronto, percibió de
nuevo la tela de sus enaguas húmeda por el agua del mar, o su pecho
desnudo acariciado por los rayos del sol y besado por la golosa boca del
hombre que había vuelto a su lado.
Todo le produjo un dolor agudo, intenso como un cuchillo en la boca de
su vientre.
Se pasó la punta de la lengua por los labios para retener el sabor de
Derek, pero lo empujó en cuanto reaccionó.
—Tú no eres nadie para reclamar mis besos después de cinco años —le
escupió con dolor.
—Soy consciente de que no hay vida, ni nos llegará la eternidad para
recuperar esos besos que no nos dimos, pero estoy aquí para recibir y
regalar esos que aún nos podemos dar.
Derek se iba a acercar a ella, Elisabeth movida por un impulso que se
desprendió del dolor y la ira que le provocaron sus palabras, estrelló la
mano en su mejilla. Cuando sus pieles entraron en contacto sintió de nuevo
ese rayo que la cruzó entera y que desperezó en ella todos los sentidos de su
largo letargo. Descalza sobre la madera del suelo, aunque vestida todavía,
percibió como una corriente de aire, que no supo de dónde procedía, le
subió por las piernas a la vez que iba erizando el vello. Su corazón en
cuestión de segundos, bombeaba embravecido, su respiración se agitó y
todas las emociones y sentimientos se reavivaron. Se percató muy tarde de
lo sucedido, alzó las cejas al abrir los ojos como platos y se llevó una mano
a la boca, ¿qué había hecho? Derek estiró hacia arriba la comisura de los
labios, fue la única muestra que dio su rostro.
—Lo… Lo… —Estaba temblando.
—Me la merezco—reconoció sin titubear. Movió la mandíbula hacia el
otro lado sin quejarse.
—No debí pegarte. —Se arrepentía por no haber controlado ese impulso.
—Beth, no te disculpes, sé lo que no he hecho en este tiempo, sé que me
merezco más que una simple bofetada. Entendería que no quisieras verme.
—La miró de un modo descarnado, fijamente, para demostrarle que hablaba
en serio y sin dobleces.
—No era mi intención pegarte.
—También has mostrado que no te soy indiferente. —Sacó el lado bueno.
—Es mejor que te vayas. —Se había expuesto al excusarse por su
comportamiento.
—Tenemos que hablar —le dijo lo que ella ya sabía.
—Hoy no es el momento Derek.
—Al menos déjame decirte que nunca te arranqué de mi corazón, que
nunca hubo ninguna mujer más que tú.
—¿Eso ultimo me lo creo porque es palabra de pirata? —Asentía con
ironía—. Ahora resulta que los piratas son puros y castos.
—No, pero…
—Ves, tú mismo lo reconoces. Fuera, me voy a desvestir. —Con un gesto
de cabeza le señaló la ventana.
—Bueno, —se encogió de hombros—, te he visto muchas veces desnuda.
—Fuera —le ordenó molesta con su actitud.
Elisabeth se dio la vuelta creyendo que él no miraba ni estaba con ella al
oír el ruido que hizo la ventana, por ello, se quitó los pantalones que lanzó
con un pie al otro extremo de la habitación y luego fue el turno de la larga
camisa que se quitó por la cabeza.
—¡¿Qué has hecho con tus pechos?! —Derek sacudió la cabeza ante lo
que estaba viendo y un mechón de pelo le cayó sobre la frente y un gruñido
se oía en el fondo de su garganta.
Ella se giró sin taparse al mantener las enaguas puestas que le cogían en
los pantalones, pues les había quitado las puntillas que las mantenían
sujetas a las piernas. Lo que más resaltaba y de lo que él se había percatado
era de los pechos vendados.
—¿No te habías ido? —protestó por su presencia.
—No, sigo aquí de una pieza y ahora responde, ¿dónde están tus pechos?
—Frunció tanto el ceño que unas profundas marcas de expresión le
surcaron la frente y se formaron otras en las esquinas de sus ojos
almendrados. No, Derek ya no era aquel chico despreocupado.
—Los he vendado para poder vestirme de hombre, no hay ninguno con
pechos —recalcó las diferencias obvias en el físico de un hombre y una
mujer.
—Sí los hay y con pechos más grandes que los tuyos por lo gordos y
corpulentos que son —describió Derek sin dejar de mirar la tela que le
cubría los senos—. No los vuelvas a vendar, vendré yo a ti.
—No quiero que vuelvas —repitió enfadada con ella misma, ya que su
piel le hormigueaba bajo la mirada gris de él que a esas horas de la noche
era tan oscura que le daba una apariencia peligrosa.
—¿Estás segura? —Elisabeth dudó unos segundos, los suficiente para
que Derek no se callara—. No tendrás que buscarme en la taberna de
Florinda.
—Márchate. —Tenía la boca pastosa y al tragar lo hizo en seco.
Él asintió y al verlo acercarse a la venta se dispuso a desatar el nudo de
Katherine y le fue imposible. Tuvo que claudicar.
—Derek —lo llamó.
—¿Qué?
—Ayúdame, por favor. —Le parecía increíble que requiriese de él, ¡era
tonta!
Él raudo como un gato acudió de inmediato.
—¿Qué pasa?
—Es el nudo, no puedo desatarlo. —Ella alzó el brazo para mostrárselo.
Él se inclinó y con dedos audaces comenzó a forcejear con la paciencia
suficiente como para no romper la tela. Ella sin poder contenerse, ya que las
yemas de los dedos le picaban, le tocó el pelo para saber si continuaba
siendo tan suave como lo recordaba. Y así era. La oscura mata espesa no
había cambiado. Sonrió al notar que temblaba bajo sus caricias, ¡le
afectaba! Algo en su interior se rompió y tuvo que contener las lágrimas.
Irguiéndose un poco, esperó a que le aflojara la tela, al tiempo que sus
rostros quedaron a una misma altura. De cerca, contempló al atractivo
hombre en el que se había convertido, el mar no lo había maltratado, al
contrario, lo había curtido, su mirada se había endurecido, alrededor de los
ojos le habían salidos unas rayitas que se mostraban cuando se enfadaba y
paseó los dedos por sus mejillas. Al hacerlo, él aflojó la mandíbula, para
luego, con los pulgares, recorrer el puente fino y largo de su nariz.
—Soy el mismo, Beth —le susurró.
—Ahora te veo.
El amor entre ambos era tan intenso y único que jamás se había apagado,
se había convertido en ascuas candentes a la espera de que una señal, un
acto, reavivase las llamas que solo estando juntos eran capaces de prender
de nuevo. Les creaba la ilusión de ser invencibles y vivir en una burbuja
donde las palabras pasaban a un segundo plano, ya que las miradas o las
caricias o sus cuerpos expresaban aquello que no se podía decir de otro
modo.
—Yo puedo verte en todos lados, aunque te disfraces, sabría que eras tú.
Ella le rodeó el rostro con las manos y pegó su naricilla a un lado de la de
él, aspirando su aroma para que se volviera a asentar en ella.
—Si cierro los ojos, puedo oler el mar en tu piel.
—Si cierro los ojos contigo entre mis brazos, en ti huelo lo mejor de la
tierra, las flores o el dulzor de la miel. Eres y serás mi mejor refugio.
Elisabeth se fue agarrando más fuerte a él. Estar semidesnuda con Derek,
después de tanto tiempo, se hacía extraño y normal, era correcto e
incorrecto, mas sabía que nada malo le sucedería, salvo por la seducción
que su voz extendía como tentáculos a su alrededor. Solo podía dejarse
llevar. Derek le rodeó la cintura, pegándola un poco a él, así, sus pezones
duros como pequeñas cerezas con cada respiración rozaban la aspereza de
su camisa o las filigranas de la pechera de su chaqueta y ese contraste la
excitaba hasta hacerla vibrar. Jamás había percibido sus pliegues íntimos
tan humedecidos. No se besaron, no se tocaron, solo permanecieron
abrazados permitiéndoles a sus almas reconocerse y encontrarse después de
todo.
—Creo que nos tenemos que separar —dijo Derek tan bajito que esas
palabras quedaron para ellos.
Elisabeth no fue capaz de abrir la boca si no era para soltar el gemido que
contenía al notar como él deslizaba las yemas de los dedos a lo largo de su
espalda desnuda y, luego, las subía por los costados perdiéndose en los
huesos de las costillas. Tomó aire.
—¿Por qué? —inquirió. Aquello la asustó, no deseaba perderlo otra vez.
—No voy a poder controlarme contigo… —Soltó un gruñido al bajar la
vista—. Tus pechos, Beth.
—¡Qué! —Se los miró, para subir la vista a él—. Están en su sitio, están
bien.
—Los tienes enrojecidos.
—Normal, Katherine me apretó mucho.
Él la soltó y comenzó a palpar por fuera de los bolsillos de su pantalón.
—¿Dónde diantres estás? —También buscó en los bolsillos de la
chaqueta y otra vez al pantalón—. Aquí. —Metió la mano en el bolsillo
derecho del que sacó un pequeño frasco alargado—. Toma, es un ungüento
especial para la piel, la persona que me lo dio me dijo que era bueno para
heridas que están cicatrizando, u otros problemas. —Ella lo miró con cara
rara—. Tranquila, no es peligroso, está hecho a base de aceites de plantas
medicinales. Solo tienes que extenderlo por las rojeces. —Se encogió otra
vez de hombros—. Si no lo haces vendré expresamente a aplicarlo sobre tu
piel.
—¿Lo harías? —lo desafió.
—Por supuesto, y no me retes. Será mejor que me vaya.
Ella asintió con pesar, con un peso en el corazón. Separó las manos de él
y las dejó caer a los lados de su cuerpo. No quería que se marchara, mas
debía dejarlo ir. Volvió a tomarle el rostro, esta vez enterrando los dedos por
los mechones de su pelo. Sin poder controlarse, le dio un suave beso y la
reacción de él la asombró: tembló, como temblaba cada vez que lo besaba
en el pasado.
—¿Por qué tiemblas? —Ella estaba igual.
—Me besas el corazón, siempre tuviste ese poder sobre mí —le declaró.
Se abrazaron, Derek la estrujó contra su cuerpo como si pretendiera
introducirla dentro de él.
—Te tengo que dejar marchar. —La angustia le apretaba la garganta con
un dolor insufrible.
—Lo sé y es lo normal. —Fue él quien puso la distancia entre ellos—.
Tengo que regresar al barco.
—¿Cuándo volveré a verte? —Esperaba con tal ansia la respuesta que no
era capaz de escuchar los latidos del corazón.
—Mañana. —Se acercó a la ventana y la abrió para salir. Ella fue detrás
de él—. Tápate, solo yo te puedo ver así —la avisó antes de desaparecer en
la oscuridad.
—Te espero.
Ese murmullo en la noche significaba que su corazón y su alma habían
decidido por ella: lo amaba.
Capítulo 7

Desde la cama Elisabeth veía como los rayos del sol se colaban entre las
cortinas vaporosas de su cuarto. Miraba hacia la misma ventana por la que
había entrado Derek. La misma por la que entraba cinco años atrás. El
corazón pegó un latido fuerte en el centro del pecho como si quisiera
despertarla de ese ensueño que no era real, aunque a la vez lo era.
Él había regresado, tarde, mas lo había hecho.
Se acordaba de ella, de lo que habían vivido, sin embargo, le debía
muchas explicaciones, demasiadas, y no sabía si estaba dispuesta o si quería
escucharlas, ya que no sabía a qué podía enfrentarse. En el fondo tenía un
miedo horrible, no de Derek, sino de su historia, de ahí que no pudiera
pegar ojo en toda la noche. La atracción y la pasión continuaban flameando
entre sus cuerpos, no obstante, entre ellos había secretos que se habían
forjado a lo largo de esos malditos cinco años.
Desde el principio, Derek no le ocultó que su padre era pirata y que esa
era su vida, ella lo aceptó con todo su ser, consciente de que era un hombre
que vivía más allá de los límites del bien y del mal y muy cerca de la
muerte. Le había contado muchas cosas sobre los piratas, su vida, su falta
de compromiso, incluso su desarraigo, mas Derek no le había mostrado eso,
tampoco lo hizo durante la noche. Siempre supo que él era diferente, le
mostró que no le importaba la cuna de ella, quién era o quién era su padre,
quien aceptaba a los piratas para la defensa de la isla y de Port Royal. Le
asombró que después de cinco años se moviera con el mismo hombre que
los ayudaba a verse y aunque no hablase de su familia, siempre la llevaba
con él. ¿Eso lo hacía diferente? Sí.
Lo que no quería escuchar era que había conocido a otra mujer, que otra
en esos cinco años había usurpado su puesto o a saber qué más, no lo
soportaría, se moría de los celos, y se sentiría la mujer más idiota del nuevo
mundo por haber esperado por un amor que no era tal. ¡Podía tener hijos!
No, no podía hablar con él, pues si lo hacía ella también debería hablar de
Davenport, el hombre con el que su padre había decidido casarla. ¡Se iban a
romper el corazón mutuamente!
Su amor era la soga que terminaría con ellos.
Lo que debía hacer era alejarlo, no podían verse de nuevo, ese era el
mensaje que le debía hacer comprender: por mucho que sus corazones
latiesen al unísono, sus destinos se habían separado para siempre. Además,
dentro de poco su padre anunciaría su compromiso con ese militar, aunque
no lo amase le debía respeto y debía asumir lo que le iba a tocar vivir, una
boda arreglada.
«¿Por qué no me puede ayudar la providencia?», barruntó a la vez que se
secaba una lágrima. «Tonta, no pienses así, Derek y tú solo podréis ser
conocidos, poco más», se respondió de inmediato.
La puerta se abrió de pronto y Elisabet de la impresión se irguió.
—Calla —le susurró Katherine metiéndose con ella en la cama—.
Déjame un sitio. —Se echó hacia un lado. Katherine tiró de las sábanas
hacia arriba para que las ocultasen—. Cuéntame, Eli, ¿viste a tu pirata? —
Su hermana no andaba con rodeos.
—Sí.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Diantres, Eli, podrías ser más abierta. ¿Qué pasó? —inquirió con
ansias por saber lo que había sucedido. Elisabeth bufó—. Esa no es una
respuesta. —La escrutó con detenimiento—. Has estado llorando…
¿hablaste con él?
—Sí, pero de nada importante. —Había cosas que no se podían decir
aunque se estuvieran clavando en el corazón como espinas.
—No le preguntaste por este tiempo, imagino. —Katherine comenzaba a
dar cosas por hecho.
—Somos conscientes de que debemos hablar sobre este tiempo, lo que
pasó o lo que vivió…
—¿Pero? —la interrumpió Katherine. Elisabeth se permitió contemplar a
su hermana. Su rostro redondeado, el más similar al de su madre, no
mostraba la preocupación de la vida, sino la fuerza y el vigor de la
juventud. En sus ojos verdes, lo que compartían las dos, vio el tintineo de la
esperanza de esas personas que creían que nada malo las alcanzaría.
Elisabeth bajó la mirada—. Habla —le urgió su hermana al comprobar que
no iba a soltar prenda—. Soy yo, Eli.
—Tengo miedo —reconoció al fin.
—¿Por qué? —Katherine no la entendía y no necesitó mirarla para
confirmarlo.
—A lo que puede decirme, ¿y si tiene familia?, ¿y si está comprometido
o casado, o si en este tiempo ha tenido hijos…? —Katherine le tapó la boca.
—No te agobies por lo que él todavía no te ha contado. No te adelantes a
los acontecimientos, a veces las cosas no son tal y como pensamos, puedes
equivocarte. —Su hermana quería hacerla razonar.
Elisabeth apartó la mano de la boca.
—Y puede que yo tenga razón. Me tiembla el alma cada vez que lo
pienso.
—Sí, es verdad, puedes tener razón, pero antes de disgustarte, es él quien
te lo debe confirmar. —Katherine estaba en lo cierto.
—Las dos sabemos qué puede mentir. —Esa afirmación fue un golpe a su
pobre corazón.
—¿Cómo estás tan segura? —Esa pregunta la hizo pararse unos instantes
y ponerse en duda ella misma, Katherine la mandaba mirar todo con cierta
objetividad—. El tiempo que estuvisteis juntos, ¿te mintió?
—No. —De eso sí estaba segura.
—Entonces, ¿por qué lo haría ahora?
—Fueron cinco años.
—Cinco años en los que mi hermana vivió de recuerdos, y a lo mejor él
también. ¿Te reconoció vestida de hombre?
—A la primera.
—Vamos, que el disfraz le vale a todos, menos a él. —Lentamente asintió
en silencio—. Interesante.
—No sé donde ves el interés. —Giró el rostro hacia el otro lado
—Te conoce. —Aquello dicho por su hermana volvió a golpearla. La
miró—. Te reconoce a pesar del tiempo transcurrido, eso dice mucho del
hombre que hay detrás del pirata.
—¿Tú crees?
—Yo no lo conozco, pero me da la impresión de que es así.
—¿Tú escucharías a tu pirata? —Elisabeth sabía que casi al mismo
tiempo las dos habían vivido su particular historia con unos jóvenes piratas,
Elisabeth se enteró mucho después, como Katherine de su aventura con
Derek. Nunca se desvelaron los nombres de esos dos hombres que las
habían cautivado.
—Desde luego, no pienso quedarme con dudas o con preguntas sin
resolver, eso lo tengo claro. También soy consciente de que cuando lo
vuelva a ver, si noto que él me ama como yo lo amo, no perderé un solo día
más. Me arriesgaré.
—Siempre has sido la más valiente de las dos. —Esa era la verdad,
Katherine era una bala de cañón, Elisabeth era más templada, incluso
sumisa para no tener problemas.
—Eres la única a la que le cuento mis dudas que son muchas.
—Lo sé.
—Prométeme o prométele a tu corazón que lo escucharás. Te lo debes a ti
misma —le rogó Katherine.
—Lo haré —le contestó con una firmeza que a ella misma le sorprendió.
—Eso espero o te ato a una palmera en un día de tormenta. —Las dos se
carcajearon por las ocurrencias de Katherine—. Te ha reconocido… —se
quedó pensativa—. ¿Cómo lo viste?
—Más atractivo —suspiró—. Muy atractivo, aunque queda muy poco del
muchacho que fue, el hombre en el que se ha convertido es… es… es muy
guapo. Me ayudó a desvestirme —le confesó.
—¡¿Qué?! —exclamó Katherine.
—Calla —le ordenó—. Se coló por la ventana como siempre y echó aquí
un rato.
—Me pudiste despertar para que lo conociera —se quejó Katherine,
decepcionada.
—Sí, en mitad de la noche, Katherine de verdad.
—Quiero conocerlo.
—Ya te lo presentaré.
—Más te vale —la amenazó—. Por cierto, hoy es la cena con el conde.
—Sí, es verdad. —Se tapó la cara con las manos—. Se me había
olvidado.
—¿Cómo será? —El rostro de su hermana se tornó más soñador.
—No lo sé, esta noche saldremos de dudas. —Negó con la cabeza—. Va
a venir Davenport y todavía no hablé de su existencia.
—Ya se lo contarás, pero, ¡qué pesado! ¿Qué le ve papá? Yo no veo qué
sea un hombre para ti. —Esa sentencia de su hermana le hizo vibrar el
corazón.
—No nos vemos mucho. —«Mejor así», pensó Elisabeth para sí misma.
—Deberías estar rezando a la providencia para que tu pirata te salvase de
Davenport. Ese hombre no me gusta para ti, en general no me agrada nada.
—Katherine le repitió lo mismo desde que lo conoció—. Tiene algo más
oscuro que los piratas de estas tierras.
Su hermana no se equivocaba, cada vez que lo veía, aunque fuese de
lejos, un escalofrío le recorría el espinazo y la tensaba. Solo cuando él se
marchaba se podía relajar.
—Ojalá papá aceptase un matrimonio con un pirata.
—Siempre nos queda escaparnos por amor. —Las dos se miraron
después de que Katherine dijera eso y se echaron a reír.
A Elisabeth por una vez no le pareció descabellado, más bien, era el
anhelo secreto de su alma y su corazón.
Capítulo 8

Durante toda la tarde, Elisabeth no dejó de pensar en las palabras de


Katherine: «Deberías estar rezando a la providencia para que tu pirata te
salvase de Davenport. Ese hombre no me gusta para ti», mas, las dudas, una
tras otra, la golpeaban hasta impedirle respirar y el miedo se mezclaba con
ellas, ya que ¿cómo se tomaría Derek la presencia de Davenport?, ¿cómo
reaccionaría a su futuro compromiso con Davenport?, ¿tendría la valentía
de dejarlo todo atrás para irse con «su pirata»? Ella no era Katherine, sabía
cuál era su lugar y su posición dentro de la familia Finley, eso era lo que la
frenaba: el deber. Se sentía entre la espada y la pared, entre el amor y el
deber lo que le provocaba una fuerte frustración, aun así, fue capaz de
aclarar un poco la mente y llegó a la conclusión de que debía hablar cuanto
antes con Derek para esclarecer la situación, él era quien debía escoger, a
parte de ella misma, pues, ¿qué era lo que quería?, ¿qué vida quería tener en
el futuro? Ella estaba segura, amaba a Derek con todas sus fuerzas, sino
fuese así, no lo hubiese esperado cinco años. Su corazón anhelaba una vida
a su lado, su mente, ya no tan fría, sino cauta, le mandaba esperar. Sin
embargo, había otra cuestión, su padre. ¿Qué tendría que decir él a todo
esto?
—¿Por qué todo son problemas? —lanzó la pregunta al cielo cuando
caminaba por los jardines de su casa.
De eso habían pasado horas, debido a que hacía un rato que había
escuchado un carruaje en la puerta de la mansión lo que confirmaba la
llegada el conde de Milford. Sentada en la silla del tocador, se miraba: el
peinado que le había hecho la doncella resaltaba las líneas redondeadas de
su rostro de ojos brillantes, mejillas arreboladas y labios entreabiertos,
debido a que al arrinconar todas las preguntas que le azotaban el alma, se
centró en la noche anterior con Derek, en su piel suave, en las manos que la
hicieron vibrar y calentarse a la vez, aunque tuviese endurecidas las yemas,
daba igual, solo él sabía cómo enaltecerla. Él le había dejado el recuerdo
más ardiente de su vida. Una sensual promesa que aún reverberaba en su
sangre.
Respiró hondo, con las manos se alisó la falda del vestido, que le habían
traído especialmente de Londres, y salió de su cuarto con el corazón
palpitante y el impulso de escaparse como le había dicho Katherine, mas,
solo esperaba que bajo la luz de la luna Derek se volviera a colar por su
ventana. Empero, había surgido un pequeño problema: no le había dicho
cuando volverían a verse. Con esa incógnita flotando en su mente, bajó la
escalinata de madera pulida y muy bien trabajada por los mejores
carpinteros traídos de Londres —uno se había quedado en Port Royal—. En
el último escalón, oyó la voz amable de su padre procedente de la sala,
donde recibía a todos los invitados cuando los tenía. Nerviosa, fue hacia
allí. Justo en la entrada, vio a su hermana con quien cruzó una mirada y le
hizo un gesto para que se acercara. Unos pasos delante de Katherine había
un hombre de pelo negro, vestido con sobriedad, ya que el mismo color de
su cabellera era el predominante en su atuendo. Al lado de ese desconocido
estaba Davenport, a Elisabeth le dio una arcada al ver el gorro militar que le
quedaba… sin comentarios.
—Mi Elisabeth. —El militar se acercó para besarla, ella se apartó.
Davenport puso un gesto rudo.
—Milord, deje que le presente a mi hija mayor. —Su padre le sonrió con
cariño, como siempre, su rostro muy similar al de Elisabeth mostraba una
alegría de la que hacía tiempo que no le veía bailar en sus ojos. Su padre
apartó a Davenport, y con una mano en el brazo del conde, el recién llegado
se giró.
«¡¡¡DEREK!!!», gritó su cabeza.
Con los ojos clavados en su elegante figura, el corazón le saltó varios
latidos antes de desbocarse en el pecho, las rodillas le repiqueteaban, el aire
se le quedó atrapado en los pulmones y, sin apenas fuerzas, se agarró a la
falda para no caerse redonda al suelo. ¡¿Qué hacía vestido de esa guisa en
su casa?! ¡Se había vuelto loco! Él, con descaro, sabiendo que ella estaba
atónita, palabra que no describía la situación real de Elisabeth y por lo cual
no lo delataría, le guiñó un ojo cómplice y se acercó a ella como el
caballero que era.
—Señorita Finley, un placer. —Su osadía no tenía límites, ya que apoyó
los labios sobre la piel de su mano. Ese leve contacto expandió sus
tentáculos que la recorrieron a toda velocidad y desembocaron en su
entrepierna que palpitó hasta hacerla suspirar. La puso más nerviosa.
—Milord —lo saludó con la voz temblorosa.
—Un placer conocerla, su padre me habló de usted…
—Es mi prometida. —Davenport se interpuso entre ellos para romper la
cercanía.
—Todavía no, capitán —le asestó Elisabeth dejándolo callado, pues su
estatus era superior al de ese cretino.
Elisabeth se fijó en Derek, su rostro impertérrito a simple vista no dio
muestra de que le molestase, no obstante, vio cómo en un segundo su
mandíbula se contrajo y se aflojó. Tuvo el suficiente autocontrol para no
mirarla y pedirle explicaciones.
—Mi hija tiene razón, no se ha hecho público —matizó el padre de
Elisabeth alejando a Davenport de nuevo—. Beth, Kat, el conde de Milford
ha venido para quedarse en Port Royal. —Esa información alegró a
Elisabeth que no sabía cómo tomar todo aquello.
Su mente, demasiado activa para la velada, se planteaba cuestiones muy
diferentes a todas: ¿Derek era conde? ¿Cómo era posible?, ¿por qué no se lo
había dicho? No comprendía nada, solo era consciente que no podía apartar
los ojos del hombre por el cual su alma suspiraba y su corazón palpitaba de
amor. Aunque, debía tener cuidado, Davenport no le quitaba ojo de encima,
ya que estaba celoso de Derek, aquello era demasiado evidente en su actitud
silenciosa.
—Tener a un conde en Port Royal, le da a Jamaica una gran distinción.
Esta pequeña isla, un diminuto reducto inglés en medio del imperio español,
es muy importante —recalcó su padre con orgullo—. Además, el conde
tiene una hacienda muy rica en algodón y en caña de azúcar.
—Sí, estoy expandiendo mis negocios —les explicó Derek a todos.
—Tendrá que convivir con piratas, bucaneros o corsarios, unas
alimañas…
—Señor Davenport…
—Capitán Davenport, para usted. —Estaba molesto.
—Capitán Davenport. —Derek lo pronunció con un tono cursi—. Esos
que cree que son alimañas, por lo que tengo entendido, serán los que
protejan de verdad a Port Royal en caso de que se produzca un ataque por
parte de los españoles —le rebatió Derek con lo que todo el mundo sabía.
—Bueno… —Davenport no sabía qué decir.
—En Jamaica el ejército inglés es demasiado diminuto —apostilló.
—Así es, milord, —intervino su padre—. No se equivoca, pero ya hace
mucho que los españoles no nos atacan, si lo hubiese, piratas, corsarios y
bucaneros cuyos barcos estén fondeados en el puerto, ayudarían a nuestras
tropas; son el mejor ejército.
—Mira la cara de Davenport —le dijo por lo bajo Katherine.
Elisabeth se fijó y su rostro estaba arrugado en una mueca de desagrado.
Sabía por ciertos comentarios que los piratas le molestaban a Davenport.
«Fastídiate», le dijo al militar para sus adentros. Odiaba bajar a la ciudad y
verlo caminar entre las gentes con aire de superioridad, aunque no le
desagradaba enriquecerse a costa de los botines que recalaban en el puerto,
pues todos obtenían sus beneficios.
—La cena está lista, señor —avisó Greene, el mayordomo.
—Vamos, no esperamos más. —A Elisabeth le maravilló cómo a su padre
no le afectaban las tensiones entre Derek y Davenport. Estaba ajeno a todo.
—Señorita Finley. —Derek le ofreció su brazo que ella cogió.
—Eres conde —afirmó muy bajito casi sin aliento, todavía no se lo creía.
—Hablaremos luego, Beth, ahora es muy mal momento —musitó. Dobló
más el codo para dar un breve apretón.
—Pero, por qué…
—Luego, Beth, no podemos ahora —le advirtió sin mover los labios.
No le quedó más remedio que acatar esa orden de Derek que, aunque le
fastidiase, tenía razón.
Se sentaron a la mesa en la que se reunían para cenar y esa noche era de
las pocas que estaba a rebosar de gente, pues era raro que tuviesen
invitados. Katherine a su lado gruñó molesta, le había tocado cenar frente a
Davenport, en cambio, Elisabeth estaba frente a Derek. Solo esperaba no
atragantarse, ¿y cómo iba a probar bocado si tenía el estómago en un puño?
Bufó para sus adentros. En cuanto tomó asiento, cruzaron una mirada, en la
grisácea de él Elisabeth pudo leer su propio deseo y esa promesa de algo
oscuro que podría ser el postre de la velada, que fue amenizada por una
agradable conversación. En silencio, entre mordisco y mordisco, podía
recrearse en los exquisitos modales que Derek mantenía en la mesa,
¡conocía a la perfección el protocolo de la aristocracia! Sus dedos largos
cogían con elegancia la cuchara, o el cuchillo y el tenedor con los que
despedazaba el trozo de faisán que había preparado la cocinera. Con
lentitud movía la mandíbula al masticar cada bocado. Era un conde, no
había lugar a dudas y ella estaba embrujada por ese hombre que tenía
múltiples caras, de las cuales, solo conocía una.
¿Cómo era posible que detrás del pirata descarado hubiese un aristócrata?
¿Cuántos secretos tendría Derek a sus espaldas? Esas preguntas se
diluyeron al percibir los pinchazos de excitación que le cubrían sus pliegues
íntimos y los licuaban cada vez que desde lo más hondo de su interior se
desprendían oleadas de un calor espeso que le convertía en lava la sangre.
—¿Tuvo tiempo de visitar Port Royal, milord? —inquirió su padre.
—Sí, he recorrido su vía principal y la verdad me asombra cómo se
parece a Londres.
—¿Ha estado en Londres? —inquirió Katherine que desvió la
conversación.
—Sí, de dónde vengo, y el parecido de Port Royal con la capital es
grandioso, de verdad, es lo primero que me asombró. —Elisabeth que
conocía bastante bien a Derek sabía que hablaba con sinceridad.
—No es para tanto, Londres es mucho mejor que este reducto —habló
con desdén Davenport.
—Le aseguro que el parecido con Londres es asombroso, se nota que no
se acuerda —le respondió Derek con el mismo tono, aunque para Elisabeth
era lo más erótico que había oído jamás—. Guardan tantas similitudes que
hasta en la arquitectura son iguales: edificios de tres o cuatro plantas,
hechas en ladrillo y madera, tejados a dos aguas y con patios traseros y
delanteros, ¿quiere algún detalle más, capitán? —lo retó Derek.
—A ver qué dice el tonto este. —Se rio Katherine por lo bajo, al igual
que Elisabeth.
Ese comentario de Derek la hizo sentirse orgullosa de él, por lo
inteligente que era.
No era un pirata cualquiera, tampoco el típico conde.
—Umm…
—Y si quiere más datos, me he informado de que Port Royal casi está tan
poblada como nuestra gran capital. —Estaba claro que Derek sabía mucho.
—Está en lo cierto, milord —asentía el gobernador Finley—. Solo yo sé
esos datos y aun así le puedo decir que los tengo sesgados.
—Si quiere le ayudo —se ofreció Derek.
—Pues a lo mejor la acepto y todo. —Derek sin saberlo había alegrado al
teniente-gobernador.
En el momento en el que sirvieron los dulces del postre, Elisabeth, por
debajo de la mesa, separó los muslos para liberar su entrepierna, mas, nada
la calmaba. Con disimulo, se llevó la mano a esa zona, no sirvió de nada, ya
que Derek, como si estuviera conectado a ella a pesar de la gente que los
rodeaba, la miró y de pronto, le sonrió de un modo oscuro y negó con la
cabeza para que parase lo que estaba haciendo a la vez que le regalaba una
mirada intensa. Él rompiendo el protocolo, mojó un dedo en el plato y lo
chupo para que ella lo viese… Elisabeth contuvo el aliento con un gemido
que se le clavó en la garganta, ¡ahí estaba su negligente y sombría promesa
sexual! El deseo de que esa noche la hiciera suya se agrandó tanto que los
pezones se le endurecieron. Tenían atracción mutua a raudales, era tan
poderosa que los alejó del resto de acompañantes, solo existían ellos dos.
La seducción lanzó a Elisabeth a una espiral de dura pasión que no sabía
cómo calmar.
Ella sin que se diese cuenta, tenía los ojos clavados en Derek, lo único
que le interesaba, sin embargo, se olvidó de que a su alrededor había
muchos ojos.
—Mi querida, Elisabeth, —Davenport la sacó de sus candentes
pensamientos—, si sigues mirando así al conde, tendré que arrancarte los
ojos con una cucharilla de oro.
Elisabeth regresó a la realidad bajo un frío helador que le rozaba los
huesos hasta estremecerla. Fulminó a Davenport con la mirada, abrió la
boca para replicarle, sin embargo, Katherine se adelantó:
—¡Maleducado! —exclamó su hermana—. Mala bestia, como le pongas
una mano encima a Elisabeth te la corto. ¡Mala pécora te pique! —inventó
la expresión.
—Un hombre que se considere un caballero jamás debería hablarle así a
una mujer, mucho menos a la que considera su prometida —le encasquetó
Derek con un tono amenazante.
—Bueno, hablan los celos…
Elisabeth movida por un impulso de rechazo se levantó tan rápido que
tiró la silla al suelo y de inmediato un lacayo la colocó en su sitio.
—Jamás me casaré con un hombre como usted, Davenport, antes le doy
mi corazón a un pirata, que son más honestos que usted —le escupió con
todo su odio.
—No sabes cómo son esas personas, si se pueden llamar así —alegó
Davenport a su favor.
—¡Fuera! —bramó con toda su furia. Por el rabillo del ojo vio cómo
Derek cerró las manos en puños. No requería de su ayuda.
—Tu padre…
El teniente-gobernador Finley se levantó airado. Davenport hizo lo
mismo, fue el único, Derek y Katherine se quedaron sentados.
—Delante de mí no volverás a tratar a mi hija de ese modo tan primitivo
—le dijo el padre de Elisabeth, lo que dejó a Davenport de una pieza.
—Jamás, ¡me oyes Davenport!, jamás me casaré contigo, olvídate —le
repitió Elisabeth.
—Pero Elisabeth, ¿qué dices? Era una broma. —Se quería librar de lo
que estaba a punto de suceder.
—Padre si me permite me voy a mi cuarto. Me da asco compartir la mesa
con un ser como este. —Elisabeth ya no podía callarse.
—Espera, hija, tú no debes marcharte, es Davenport —sentenció su
padre, que le dirigió una mirada aterradora, pues nadie conocía lo cruel que
podía ser cuando se enfadaba.
—Teniente-gobernador, yo… —Davenport ya no podía defenderse.
—Ha perdido todo mi respeto y confianza, jamás le concederé la mano
de ninguna de mis hijas, y ahora si es tan amable, márchese de mi casa. —
Davenport se dirigió a la salida agarrado a la empuñadura de su espada—.
Por cierto, escribiré mañana a primera hora a sus superiores para que lo
destinen a otro lugar. No lo quiero en Port Royal.
Elisabeth temblaba como una hoja. Katherine tiró de su vestido para que
se sentara y la cogió de la mano.
—Nos hemos deshecho de él. —Se alegró Katherine—. Padre, le doy la
razón en todo, y cuanto más lejos mejor.
—Así es, hija. Siempre os defenderé —prometió su padre.
Elisabeth miró a Derek que mantenía una postura recta que imponía por
la frialdad, la misma que se reflejaba en su rostro.
—Milord, perdón por esta interrupción tan abrupta. —Los cándidos ojos
de su padre, se dirigieron a ella—. Hija, tú tranquila, ese hombre jamás se te
acercará, te doy mi palabra. —Su padre tomó asiento de nuevo—. Jamás
pensé eso de él. ¿Alguna vez te habló así?
—Siempre fue muy posesivo. —Se oyó un gruñido de Derek—. Nunca
se propasó.
—Doy mi palabra —intervino Katherine—. Cuando estuve con ellos, él
no se propasó, además no lo permitiría y ya ve, padre, yo tenía razón.
—Debo escucharte más, cierto. —Sonrió—. Milord, mis hijas son el
mejor regalo del señor. Y lamento el comportamiento de Davenport…
—¿Puedo darle mi opinión de modo sincero? —dijo Derek.
Elisabeth se tensó.
—Por supuesto diga —jamás vio a su padre tan dispuesto a oír a otros,
menos a un desconocido. Elisabeth nunca había visto chispear el enfado en
los ojos de su padre.
—Cualquiera de sus hijas se merece a un verdadero caballero, no uno que
se da ínfulas de importancia por ser un capitán del ejército.
—Aquí, en Port Royal lo que predominan son los militares. —Su padre
parecía resignado ante eso.
—Se equivoca, hay un conde. —Con esa respuesta de Derek, Elisabeth
dejó de respirar, estaba pidiendo su mano.
—Milord, es muy pronto. —El gobernador estaba asombrado.
—Cualquier hombre estaría dispuesto a casarse con su hija.
—¡Hala! —exclamó por lo bajo Katherine que estaba tan asombrada
como ella—. Este hombre no se anda con chiquitas, parece dispuesto a
todo. —Elisabeth no necesitaba ese apunte de Katherine, conocía muy bien
a Derek, o eso creía.
—La decisión es de Elisabeth, pero estoy seguro de algo, a lo mejor me
equivoco, pues esta es nuestra primera toma de contacto, milord, creo que
usted es un caballero honorable que jamás le llenaría a mi hija los oídos con
frases tan horrendas, ni tampoco le hablaría como quien habla a un inferior.
—Gobernador, jamás le hablaría en términos como esos a ninguna dama,
eso me lo enseñó mi padre —confesó Derek que dejó a Elisabeth
sorprendida.
—Que mi hija decida si quiere un cortejo como Dios manda —dijo su
padre que de seguido metió un pedazo de tarta en la boca con un ánimo más
animado.
—Milord, ¿no tendrá un hermano? —inquirió embrujada Katherine.
Derek soltó una sonora carcajada que aligeró el ambiente en el comedor.
—Un hermano pequeño.
—Elisabeth hija, ¿qué dices?
Capítulo 9

—Hay mucho de lo que hablar —le había dicho Katherine de camino a


la habitación.
—No, Katherine, prefiero acostarme, mañana hablamos.
Elisabeth no quería hablar con su hermana, prefería estar sola en su
cuarto para meditar sobre todo lo que había pasado. A Davenport no le
concedió ni un solo minuto, ya que había algo de mayor importancia,
¿Derek era conde? O lo peor que se le ocurrió: que fuese capaz de tomar
una identidad falsa. Si eso era cierto, ¿qué pretendía? No comprendía nada,
¿cómo era posible que le ocultase algo así?, ¿por qué no lo sabía? Las
preguntas se le acumulaban en la cabeza y no sabía cómo darles salida, pues
o se las formulaba y que él respondiese o, por el contrario, jamás sabría la
verdad. Mas, otra duda se asentó en ella: Derek era un pirata que no tenía ni
dueño ni ley, ¿hasta qué punto le contaría la verdad?
«Elisabeth, hija, ¿qué dices?», se acordó de las palabras de su padre.
No quería tomar ninguna decisión, puesto que esperaba que Derek le
contase qué estaba pasando. Llegaron varias doncellas para desvestirla y la
liberaron de todas las cadenas que eran esos vestidos, como de la carga que
se fue asentando en su espalda, ya que toda aquella situación vivida durante
la cena le había dejado el cuerpo rígido, pese a que Derek también lo había
calentado con su juego de seducción delante de todos. ¿Davenport se habría
fijado por eso habló de aquella manera tan brusca? Aquella pregunta no era
baladí, aunque le daba igual, a él no lo quería y, por otro lado, se había
asombrado de lo bien que la conocía aquel hombre que tenía mil caras. En
cuanto las doncellas terminaron se retiraron sin hacer ruido, lo que
aprovechó Elisabeth para sentarse al borde la cama.
Necesitaba a Derek.
Su cuerpo todavía retenía la excitación que se había acumulado a lo largo
de la cena y clamaba por ser liberado de aquella tensión. Solo él podía ser
quien le diera rienda suelta a todo aquello. De pronto, unos golpecitos en la
ventana la lanzaron a la realidad. ¡Era él! Como siempre, lo dejó pasar.
Llevaba puesta esas ropas tan ricas como elegantes y le favorecían, ya que
lo convertían en un hombre más atractivo, además de interesante, y no se
anduvo con rodeos, le debía muchas explicaciones.
—¿Eres conde? —inquirió nada más poner un pie Derek en su cuarto.
—Sí —le respondió sin demora.
—¿Cómo es que no lo sabía? —Elisabeth se cruzó de brazos, al hacerlo,
sus pechos subieron.
—No lo vi necesario en el pasado y hoy quise darte una sorpresa. —Él la
observaba con cautela.
—Una sorpresa —pronunció esas palabras como si imprimiera su
significado—. ¿Y no se te ocurrió que merecía saberlo? ¿Es que no soy lo
suficientemente buena para ti?
Derek dio un paso al frente.
—Jamás vuelvas a decir eso— le ordenó con la mandíbula apretada.
—¿Qué pretendes que piense si me has dejado al margen de tu vida? —le
encasquetó.
Derek cerró los ojos y frunció la nariz, había acusado el golpe.
—Cuando nos conocimos mi padre era el conde, yo solo era el heredero.
—Tendrías que habérmelo contado.
—No podía Beth, no podía decirte eso.
—¿Por qué no? —insistió ella, aunque durante unos segundos quedó
pensativa—. Ahora que lo dices, es un poco raro ser pirata y conde al
mismo tiempo.
—Hay peores conjunciones que la mía.
—Me imagino, aun así, debería saber esto, me quedé con cara de pánfila
cuando mi padre te presentó como conde. ¡Me mentiste! —le gritó en voz
baja para no llamar la atención de nadie.
—No te he mentido, nunca lo hice, solo que omití esa información.
—¿Por qué? —reiteró ella.
—Mi familia cayó en desgracia, por eso mi padre se hizo pirata y nos
trajo al Caribe.
—¿En desgracia? —Elizabeth frunció el ceño.
Lo cogió de la mano y se sentaron en la cama.
—Lo acusaron de algo que no hizo: de fraude. Perdimos todo lo que
teníamos, aquí en Port Royal enterramos el título y comenzamos de nuevo.
—Respiró hondo—. Luego, mi padre, emprendió negocios en Londres, muy
fructíferos, en nombre del conde, se hizo pasar por un trabajador, y, de
repente, otra vez nos respetaron.
—¿Cómo sabes que sois respetados?
—He estado en Londres. —Se tomó un instante de silencio, aquella
historia todavía escocía en su interior—. No he mentido, Beth, a tu padre le
conté la verdad, aunque, antes de que digas nada, quiero ocultar que soy un
pirata, de hecho, solo Francis conoce mi ascendencia aristócrata, mi
tripulación desconoce el título que ostento. —Apoyó los codos en las
piernas.
Ella asintió y comenzó a acariciarle la espalda. No podía estar a su lado
sin tener las manos encima de él. Lo conocía bien como para creerle, ya que
si algo tenía Derek era que jamás jugaría con la familia, era sagrada para él.
—Pues al menos me deberías haber avisado de que venías, lo pasé fatal
—bufó soltando parte del aire que tenía retenido en los pulmones.
—Y yo —protestó él.
En cuanto sus miradas chocaron y se entrelazaron, Elisabeth se perdió en
la tormenta gris de sus ojos.
—¿Tú? —Aquello sí que la sorprendía.
—Sí, yo, con ese capitán con el que te quiere casar tu padre. —Se levantó
furioso y caminó encima de la alfombra—. Por respeto a tu padre no le
rompí los morros.
—Era mejor que no lo hicieras.
—Me quedé con las ganas, créeme. ¿Por qué te habla así?
—Fue la primera vez que lo hizo y lo he dejado bien claro, no quiero
saber de él.
—Sé cómo se las gasta el hombre —habló en general—, no se va a dar
por vencido.
—¿Cómo lo sabes? —Ella lo seguía con los ojos.
—Tu estatus le puede ayudar en su carrera. —Se paró delante de ella para
mirarla fijamente a los ojos—. ¿Ese mequetrefe de Davenport te ha besado?
—¡¿Qué?! —Elisabeth se quedó de una pieza, ¿cómo le preguntaba algo
semejante? ¡Estaba loco! Era lo único que le interesaba a Derek.
—Me has oído bien claro, no estamos tan lejos el uno del otro. —La
ansiedad por saber la respuesta podía con Derek, que estaba al borde de
perder los nervios.
—Sí.
—¡Maldita sea, Beth! —Se pellizcó furioso el puente de la nariz, lo hizo
con tanta fuerza que en la piel se notaba la concentración de sangre.
Ella se levantó, le quitó la mano y al contemplar su bello rostro de líneas
alargadas, vio algo fúnebre en él.
—En la mejilla. —Elisabeth se rió.
—No me hace gracia —gruñó molesto.
—Tienes que verte cuando te enfadas, te pones colorado.
—Solo de pensar que otro…
Ella se acercó y le rodeó el cuello con los brazos. Le dio un beso en la
mejilla.
—Así me besa él. —Derek soltó aire por la nariz—. Pero yo a ti… —Lo
besó en la comisura de los labios. Esa vez fue más atrevida y empujó la
lengua contra sus labios, él abrió la boca para corresponderle. Ella se separó
con la cabeza echada hacia atrás.
—No me has besado.
—Antes quiero que ardamos en deseo para que después nos besemos con
más ímpetu.
—Eres malvada —bromeó con los brazos alrededor de su cintura.
—He aprendido de ti.
Él asintió y bajó la mirada hacia el pecho.
—Ahora dime —cambió de tema—. ¿Cómo te va la piel?, ¿ha mejorado?
—No lo sé —le contestó aspirando su aliento con olor al vino de la cena.
—Tendrías que saberlo.
—Es que no lo probé. —Él alzó las cejas y abrió la boca todo a la vez.
—¡No! —exclamó un tanto indignado.
—Se me olvidó cómo debía aplicarlo.
—¿Me estás retando? —Sonrió con malicia, había descifrado lo que ella
pretendía que hiciese.
—Puede. —Ella se alejó de él y terminó con la espalda pegada a la pared
y se bajó el camisón hasta la cintura. Derek se acercó con lentitud medida,
mas, lo paró al levantar un dedo para señalarlo—. Quiero verte desnudo de
cintura para arriba.
Él no lo dudó y se quitó la ropa, así, le demostraba que él siempre la
obedecería, no solo eso, sino que no le temía a su desafío, tampoco a ese
divertimento en el que la seducción los atrapaba en su red. Ya estaban
calientes de la cena, mas aquello los arrojaba a las llamas de la pasión más
descarnada. Ella lo contempló con ojos hambrientos y recorrió cada
centímetro de su piel: su cuerpo era más maduro, delineado en unos
hombros anchos, caderas estrechas con los pectorales marcados por el
trabajo en la mar y brazos fuertes, donde tenía grabada la marca del sol,
pues el torso era más blanco que el resto. Aquel cuerpo estaba hecho para
caer miles de veces en el pecado. Él se acercó a ella con pasos medidos,
felinos y elegantes. Elisabeth estaba embrujada por ese espectáculo de
músculos, de piel y la excitación empezaba a presionar su bajo vientre. Al
estar a escasos centímetros de ella, se abrazaron sin que nada se
interpusiera, ¡eso era lo que necesitaban! Sentirse de nuevo. Aquel abrazo
supuso el reencuentro inexorable de sus almas que, unidas de nuevo,
volvieron a volar libres con el sentimiento de ser invencibles. En el pasado
jamás compartieron un momento de tal intensidad. Cuando Derek pegó su
torso y los pezones endurecidos de Elisabeth se pegaron a él un escalofrío
de placer, los recorrió a ambos a la vez.
—¡Dios, cuánto tiempo llevo esperando este día! —Ella notó como
respiraba su aroma—. Tenerte entre mis brazos de nuevo era el sueño y el
deseo que me mantuvo vivo todos estos años.
Por la diferencia de altura, ella le besó en el centro del pecho. Se
sorprendió al notar cómo temblaba bajo sus labios y oyó gemir a Derek.
—Creí que no volveríamos a estar así —susurró sobre su piel.
—La esperanza es lo último que se pierde.
—El tiempo se interponía entre nosotros.
—Estamos aquí y mi piel reconoce tu piel; mi cuerpo se acuerda del tuyo
y reacciona. —Colocó una mano en la parte baja de la espalda,
empujándola hacia delante para que notase su erección—. Mi alma ha
renacido en brazos de la tuya. Siempre he sido tuyo.
—Lo que nadie sabe es que te pertenezco.
Estuvieron un rato más sintiéndose en silencio. Derek la separó y le miró
las marcas sobre la piel.
—¿Quieres que te lo extienda yo? —inquirió con la voz enronquecida.
Ella asintió.
Al estar cerca del tocador, Derek alcanzó el frasquito y vertió un poco de
líquido en la yema del dedo índice y con delicadeza lo fue aplicando sobre
la marca, luego, hizo lo mismo con el otro. Percibía como su respiración
sobre la piel desnuda de su pecho le cosquilleaba, la hacía sensible a él y
cada ramificación nerviosa era el conducto por el cual la seducción se
expandía por su cuerpo hasta desembocar en su bajo vientre. Entretanto,
ella hundió la nariz en el pelo de él, donde reconoció el olor salado del mar.
Sin poder resistirse le dio un beso en la sien y le recorrió con dedos abiertos
la espalda en la que percibió las costillas, además de la columna. Ese cuerpo
le resultaba extraño, mas el hombre no, y eso lo facilitaba todo.
—Por favor, Beth —le susurró.
—No me pidas que pare —protestó antes de que él dijera nada.
—Si no lo haces, a lo mejor no responderé de mis actos. —Aquella
oscura promesa la azuzó más.
Ella no paró, continuó acariciándolo, aunque de modo más sosegado.
Tenerlo, sentir sus manos sobre la piel era el mejor regalo del destino. Mas,
advirtió un detalle.
—Tienes unas manos muy suaves, pero con las yemas un tanto
endurecidas.
—Gracias. —Sus labios dibujaron una sonrisa sesgada.
—Pensaba que tendrías callos del barco.
—No en todos los dedos. —Él se irguió por completo, abrió la mano
derecha y con el pulgar señaló el hueco en la palma entre el meñique y el
anular—. Ahí tengo una pequeña dureza.
—Tienes manos de aristócrata, no de pirata.
Él se encogió de hombros y ladeó la cabeza.
—Soy las dos cosas.
—Me lo tendrías que haber dicho antes —le repitió—. Si no te hubieras
ido, siendo heredero podríamos estar casados y ahora…
—Y tú tampoco me hablaste de Davenport —le encasquetó sin rabia en
la voz ni en su actitud—. Estamos iguales.
—No tuve tiempo.
—Yo tampoco, cuando me di cuenta tu padre nos estaba presentando.
—Tuvimos un pasado en el que Davenport no entraba, pero tu padre ya
era conde y sabías que ibas a heredar en título.
—Lo has dicho, es un título que no le doy importancia. Pero, ahora,
siendo conde, tengo una oportunidad de que tu padre me acepte y no tengo
que raptarte para hacerte mía.
—¿Estarías dispuesto? —inquirió ella con los labios sobre su hombro.
—Sabes que sí. —Su firmeza no daba lugar a dudas—. Cambiaré tu
destino, nuestro destino.
—No te estoy pidiendo que actúes.
—Y yo no te pido permiso, pero mi condición de conde favorecerá tu
estatus.
Se sostuvieron las miradas y ella vio la pasión encendida en los iris de
Derek que los convertía en el acero candente de un herrero.
—Te acuerdas de aquella vez entre las palmeras. —Fue una tarde en la
que casi desnudos, él se dejó ir en la mano de ella, mientras Elisabeth
cimbreaba las caderas encima de dos dedos de Derek.
—No he olvidado nada que sea tuyo.
Ella empujó el camisón hacia abajo con un movimiento de caderas, tras
ello, metió la mano dentro de los pantalones; él buscó la entrada a su
interior después de rozar los pliegues íntimos con los dedos. A medida que
los segundos pasaban, Elisabeth quedó sorprendida como la verga de Derek
palpitaba y se engrandecía, esa reacción le provocaba escalofríos de placer.
Se lamió los labios, se moría por tenerlo dentro.
Los gemidos quedos crearon una intimidad que originó que el aire
crepitase a su alrededor. Los juegos de la pasión jamás se olvidaban,
Elisabeth lo vislumbró cuando el clímax arrambló con ella.
Capítulo 10

—¿Hoy nos veremos? —le inquirió ella con voz adormecida.


—Sí, vendré. —Le dio un beso en la frente—. Sigue durmiendo.
Derek no salió por la ventana hasta que la respiración de Beth no fue
acompasada y tranquila. Sentado en el gran camarote de su barco aún podía
percibir cómo las curvas del cuerpo de Beth se acoplaban a su cuerpo; podía
sentir su calor y, a pesar de no haber dormido, estaba completamente
despejado, tanto que podía afirmar que le gustó velar el sueño de esa mujer
que lo era todo en su vida. Su belleza resaltaba más bajo la luz del
oscurecido firmamento y en cuanto los rayos de la luna entraron por la
ventana, la acariciaron como si tuviesen celos de él por no prestarles
atención como años atrás, en los que perdía la vista en el astro plateado
creyendo que Beth lo estaba mirando también.
No obstante, todavía había algo que los separaba: el pasado. No habían
hablado nada de esos cinco años en los que estuvieron alejados, ya que
revivir la pasión, que siempre los había unido, relegaba todo a un segundo
plano, mas era consciente que debían tratar ese tema. «A veces es mejor
apartar los recuerdos y guardarse los secretos del pasado», le había
aconsejado Dom una vez. «Nunca permitas que el pasado te haga perder
altura, afróntalo tal y como venga», le dijo Duke. Él, por mucho que sus
hermanos le dijeran, no podía enterrar nada de lo vivido con Elisabeth, no
podía relegarla a un mero recuerdo cuando su corazón imploraba por ella.
De ahí que, por ese amor tan puro que le profesaba y que lo alejaba del
común pirata que tenía varias mujeres en cada puerto, debía abrirse, aunque
al hacerlo supusiera enfrentarse de nuevo a la muerte de su padre, a su viaje
a Londres y como Duke murió. Sin embargo, lo haría, no tenía nada que
esconder, no había sido un santo varón, había arrancado vidas, por el
contrario, no había engendrado ninguna, ya que no se imaginaba
compartiendo lecho con otra mujer que no fuese Beth. Derek entrecerró los
ojos, si echaba la vista atrás, Dominic tampoco lo había hecho, no así Duke
que se divertía a su modo y manera.
«Se lo contaré todo», decidió en ese mismo instante. Ella se merecía la
verdad; se merecía que le regalase la mejor parte de sí mismo, como
siempre había hecho y seguiría hasta el final de sus días.
De súbito, como un fantasma rememoró otras palabras: «Si lo sigues
mirando así, tendré que arrancarte los ojos con una cucharilla de oro»,
aquella frase de Davenport, la llevaba clavada en el estómago como una
daga ardiente que lo quemaba por dentro. ¿Cómo osaba ese militar del tres
al cuarto hablarle así a Elisabeth?, ¿quién se creía que era? La furia lo
corroía cada vez que se acordaba. ¡¿Cómo podía haber hombres tan poco
considerados?! Los pocos y leves recuerdos que tenía de sus padres, y por
lo que le había confirmado su padre cuando estaba vivo, era que su
matrimonio siempre se había basado en el respeto y el amor mutuos. Esos
dos valores, entre otros, fue lo que les inculcó a Duke, a Dominick y a él;
jamás les animó a acostarse con ninguna meretriz, o mujer por la cual no
sintiesen un mínimo de respeto o de amor, no quería tener nietos ilegítimos,
ya que para él eso no era una familia. Tomando su ejemplo y obedeciendo a
sus palabras fue capaz de respetar la ausencia de Beth. Mas, ¿qué vida le
esperaba a Beth con un gañán como Davenport?
—Al menos su padre salió en su defensa, sino… —musitó con las muelas
apretadas al recordar aquella escena.
—No has desayunado —le riñó Francis entrando en su camarote.
—No tengo hambre. —Era cierto, tenía las entrañas como un amasijo de
nervios.
—¿Y eso? Tú nunca haces ascos a un buen desayuno.
—Hoy no.
Oyó los pasos de Francis acercarse y cómo el cuero de la silla crujió al
sentarse.
—Estás taciturno muchacho. —Derek se encogió de hombros—. Tú a mí
no me haces esos gestos, habla.
—No hay nada que decir. —De lo que tenía ganas era de partirle el
pescuezo a Davenport.
—Métete esas palabras por donde te quepan, a mí no mientas. —Salía su
lado maternal. Francis junto a su padre, los habían criado y era cierto que
ese hombre, al que podía llamarle su sombra, pues lo conocía mejor de lo
que él mismo se conocía, fue lo más similar a una figura materna, ya que en
algunos aspectos tenía la paciencia de una madre con sus retoños. Con eso
no quería decir que su padre fuese una mala bestia, ni mucho menos, sino
que era de otro modo, sobre todo, de lo que al mar se refería. Derek se
mantuvo en silencio—. Muy bien, esperaré aquí hasta que hables.
Derek bufó y puso los ojos en blanco a la vez que se rascaba una mejilla,
algunos pelos de la incipiente barba le picaron en el interior de las uñas.
—¿Qué tal en la casa del gobernador? —se interesó Francis que lo
escrutaba con atención.
—Bien —lo dijo tan bajo que apenas no se oyó.
—¿Te reconoció? —Aquella pregunta era normal, el teniente-gobernador
Finley conocía a su padre desde hacía tiempo, lo que no sabía era su título
nobiliario, Francis se había quedado con la mosca detrás de la oreja por si
su parecido con su padre lo delataría.
—No, está centrado en otros asuntos, además, ya aguanta sobre sus
espaldas bastantes años y por su casa habrán pasado multitud de caras como
para acordarse de padre.
—¿Qué asuntos son esos?
Derek le contó lo que habían hablado luego de que Beth y su hermana se
despidieron.
—Me habló a las claras de que quiere la paz entre los terratenientes y los
piratas, no quiere más rencillas, como las que buscan los militares, él
mismo se refirió a Port Royal como el mejor destino que el ejército puede
tener, ya que desde hace años no hay problemas con los españoles.
—Eso no significa que dentro de unas horas nos ataquen —apuntilló
Francis.
—Por eso le interesa que todos estemos unidos, no solo en la batalla, ya
que con los piratas todos se hacen ricos, y es verdad y tú lo sabes —lo
señaló con dedo—. No hay otro lugar donde las meretrices se hagan ricas,
solo pasa en Port Royal. Corsarios, piratas, bucaneros y militares quieren
esa unión, aunque es consciente de que es un tanto peligrosa.
—Vaya, es una novedad.
—A los terratenientes los abordajes de los piratas les afectan, porque
quieren establecer relaciones comerciales con los españoles, algo que quiere
fomentar Finley, pues sabe que es una vía para limar asperezas con el
imperio español.
—Entiendo. —Derek sabía que Francis no era idiota.
—Pues parece que hay muchas rencillas. —Chasqueó la lengua.
—¿Te preguntó a qué te dedicabas o que hacía un noble en Port Royal?
—Sí, le dije lo de la plantación.
—No le va a gustar a Dominick.
—Dom no está aquí, es cierto que es nuestra a un cincuenta por cien,
pero él está en Tortuga. —Se mesó el pelo un tanto frustrado al tener que
pensar en el mal genio de su hermano pequeño—. ¡Tenía que sonar
convincente, por Dios!
—Hiciste bien, hiciste bien, no te critico, en tu lugar haría lo mismo.
—¿Y a qué viene esa cara? —preguntó al verlo un tanto serio con una
expresión que rozaba la frialdad.
—No sé…
—Necesito que piense que soy inofensivo —se defendió Derek de
cualquier posible ataque.
—¿Y Elisabeth?
—Ya sabe qué soy conde, es obvio.
—¿Qué más? —le volvió a preguntar.
—Nada más.
—No le has contado la razón de por qué estás aquí —afirmó Francis con
sus ojos clavados en él y asintiendo lentamente.
—Ella es una de las razones por las que vine, ya lo sabes y… —Bufó
antes de soltar un gruñido.
—¿Qué ha pasado? —Francis dio en el clavo.
—Es el gobernador. —Dio un puñetazo en el escritorio—. El gobernador
quería casarla.
—Normal, no sé de qué te sorprendes…
—¡Cállate la maldita boca! —lo interrumpió al tiempo que se ponía de
pie y golpeaba la mesa con ambos puños.
—Un respeto, Derek —le alzó la voz para que comprendiese que estaba
hablando con él, no con un simple marinero. Meneó levemente la cabeza
como si volviese a la realidad. Volvió a tomar asiento con el corazón en la
boca y con el pulso palpitando en la vena del cuello—. ¿Ella quiere?
—Me quiere a mí.
—¿Cómo sabes eso? —Francis parecía asombrado—. Vamos a ver,
empecemos por el principio Derek, ¿con quién la quiere casar?
—La quería casar con un mequetrefe.
Francis bufó y se pellizcó el puente de la nariz, gesto que todos
aprendieron del padre de Derek.
—¿La quiere casar o ya no? —Francis quería enterarse bien.
—La iba a prometer a un capitán inglés, Davenport —esclareció Derek.
—No me suena su nombre. —Francis barruntaba, aunque negaba con la
cabeza—. No, no me suena y tampoco se lo oí a los muchachos.
—Es más o menos de mi edad, por lo que me comentó el gobernador, ha
llegado hace un par de años.
—¿Cómo es? —inquirió Francis con los ojos entrecerrados.
—Alto, rubio con unos ojos de conejo marrones, nariz chata… ¡Bag! —
Hizo un aspaviento de asco—. Un hombre cualquiera. Pero, la trata fatal.
—¡¿Qué?! —Aquello indignó y enfadó a Francis—. Un caballero que se
preste no hace semejante aberración.
—Le prohibió mirarme, ¡¡¡la amenazó delante de mí!!! —bramó. Su
rostro se ensombreció tanto que Francis alzó las cejas.
—Hijo, nunca te he visto tan iracundo.
—Le dijo que le arrancaría los ojos.
—No exageres Derek.
—¿Crees que mentiría con algo que afectase a Beth? —Por unos
instantes los dos hombres se sostuvieron las miradas. Derek por dentro,
ardía a causa de la furia con solo pensar en Davenport.
Su padre le había enseñado que de nada valían los puños, los charcos de
sangre, la vida, por el contrario, le mostró que a veces era necesario.
—Entonces, es cierto. —Francis abrió la boca.
—Ahora comprendes por qué quiero romperle la cara —dijo entre
dientes.
—La diosa fortuna por muy caprichosa que sea, siempre nos acaba
sonriendo y podrás hacerlo. ¿Qué hizo el gobernador?
—Lo largó fuera de la casa —confesó Derek.
—¡Muy bien por él! —exclamó Francis que aplaudía—. ¡Lo pateó! —Se
carcajeó—. Quién lo diría de nuestro gobernador.
—Verbalmente, sí lo echó y dijo delante de ella y de su hermana que, si
hubiera un mejor candidato, la casaría con ese otro. —Una sonrisa se le
dibujó en la boca a Derek.
—¿Qué hiciste?, ¿qué dijiste a eso? —Francis estaba ansioso, pues sabía
de su amor por Beth.
—Le dije que yo estaba dispuesto, dejé a Beth sorprendida.
—¿Te vas a casar con Elisabeth?
—Sé que suena loco, pero no puedo dejarla en manos de ese
desagraciado u otro cualquiera. Lo vi, Francis, lo vi cuándo le dijo esa
barbaridad: detrás de esa cara de cordero, hay un lobo.
—Vaya descripción.
—Quiero saberlo todo de él, hasta las canas que peina en la cabeza —le
ordenó entre dientes.
—Saldré con algunos hombres. —Francis no requería nada más para
actuar.
—Te agradecería no meter a nadie más. —Derek quería ser discreto.
—Entonces haré unas cuantas pesquisas, pero podemos hablar con el
joven Will, tiene una relación estrecha con Elisabeth y debe conocerlo. Ha
estado aquí estos cinco años —apuntó con acierto.
Derek asintió a esa idea, le molestó que no se le hubiese ocurrido a él,
sino a Francis.
—Tráemelo. —Le pidió un tanto más calmado, había sido una buena idea
—Muy bien. Esto… ¿esto va a afectar en algo a tu plan?
—Quiero vengarme, eso no ha cambiado. —Derek negaba con la cabeza,
esa parte todavía no se le había contado a Beth, lo estaba postergando hasta
que no pudiera esconderlo por más tiempo.
Capítulo 11

Elisabeth estaba sentada en la cama en un intento de poner en orden sus


recuerdos y sus pensamientos. ¿Era cierto lo que había pasado la noche
anterior? La cena no la ponía en duda, sino el encuentro sexual con Derek,
¿había sucedido o fue un sueño? «Es real», se reafirmó en silencio en
cuanto los rayos del sol entraron por su ventana con una ligera brisa en la
que Céfiro le acarició la mejilla. Indudable, la ventana por la que Derek
salía estaba abierta. Se dejó caer y rodó hacia el lado de la cama donde él
había estado, al hundir la cara en la almohada pudo percibir su aroma, otra
señal de que había sido cierto.
No obstante, había cometido un error y estaba más dividida que antes:
primero, la sensualidad como la sexualidad desde el pasado fluían entre
ellos como grandes olas que los alejaban de la realidad, más incluso que la
atracción. También se acordaba a la perfección como terminaron enredados
de la misma manera que lo habían hecho y ninguno de los dos podían frenar
aquello que era superior a sus propias almas. Segundo, no sabía nada de lo
que Derek había vivido en esos cinco años y ahí radicaban las dudas que se
asentaban entre el espacio que separaba su mente del corazón, ¿había
esposa?, ¿hijos? Había cedido a la sexualidad de lo prohibido y del poder
que en Port Royal estaba representado por los piratas. ¿Cómo había podido
ceder a la sexualidad del amor? Había sido débil al placer del hombre, al
placer de la carne. Había querido explorar lo que un día había hecho y, en
mitad de todo aquello, de las dudas, de la inconsciencia de lo que no sabía,
el cuerpo de Derek respondía a sus reclamos. Era su excitación.
Aunque esa noche comprendió que había dos Derek, uno que la amaba o,
al menos, así se lo decía, que la observaba con ojos amorosos, y otro que
era peligroso, ya que no se podía sacar de la cabeza la mirada inhumana y
fría que le dedicó a Davenport. Jamás había visto nada similar, sus ojos se
habían desprendido de cualquier tipo de sentimiento que, en particular a
ella, le congeló la sangre; jamás los había visto tan vacíos.
Sus meditaciones se vieron interrumpidas por las doncellas que le
trajeron el desayuno para, posteriormente, ayudarla a vestirse con un traje
color azul muy claro, más que el cielo en ese mismo día a la vez que otras
sirvientas estaban dispuestas a sacar las sábanas de la cama.
—No quitéis las sábanas, están limpias, ya lo haréis —les indicó
dispuesta a dormir varias noches más con el aroma de Derek.
—¿Estás lista? —Katherine asomó la cabeza por la puerta hasta que entró
con las manos a la espalda y girando el torso de un lado para otro.
—Sí.
—Bien, porque padre nos espera.
Las dos salieron de allí y Elisabeth no pudo más que preguntar ante el
mutismo de su hermana.
—¿Por qué quiere hablar con nosotras? —inquirió para que Katherine le
contase lo que sabía.
—Querrá hablar de lo sucedido ayer y de esa disposición del conde a
cortejarte.
—¿De verdad? —Comenzaron a bajar la escalinata.
—No lo sé. —Negó también con la cabeza—. Digo yo que será por eso.
—Espero que no me escondas nada.
—Elisabeth no, aunque eso te lo debo preguntar yo a ti, te retiraste a tu
habitación sin decirme una palabra —le reprochó su actitud de anoche.
—Quería estar sola después de lo de Davenport. —Se escudó en esa
disculpa y notó cómo las mejillas se le encendían a causa de la mentira.
—A ese mastuerzo no le debes dedicar un segundo más de tu vida.
Bajaron el último escalón y se dirigieron al despacho de su padre que esa
mañana estaba cerrado.
—Si hay algo más me lo contarás, ¿verdad? —quiso saber Katherine
escrutando a su hermana mayor.
—Claro que sí. —Era cierto, debía contarle todo a ella y así permitirse
soltar ese lastre que parecía ponerle piedras en el camino.
Elisabeth llamó dos veces a la puerta, era la señal que las distinguía del
resto de visitas.
—Adelante.
—¿Nos ha llamado, padre? —Elisabeth le preguntó nada más abrir la
puerta.
—Sí, pasad, pasad. —Les hizo un gesto con la mano.
Se sentaron en las sillas delante del escritorio. Elisabeth se fijó en que su
padre estaba de muy buen talante, ella en cambio, de los nervios. Saber que
tenía que hablar con Katherine… ¿Se habría percatado de algo?, ¿y su
padre? Tenía pánico a esa charla, cuando jamás tuvo miedo de hablar con
nadie. La nueva posición social de Derek, que era buena para su amor, a ella
le ponía la cabeza en una pica. Estaba en un momento que temía a todo y a
todos.
—Quiero hablar con vosotras, porque la conversación con el conde me
ha hecho reflexionar. —Elisabeth se puso nerviosa, su padre cuando
pensaba a veces podía ser muy peligroso y si… ¿Pudo haber charlado con
Davenport? No lo sabía. Debido a los nervios cruzó los tobillos debajo de la
silla y comenzó a mover un pie—. ¿Qué te pareció el conde, Elisabeth?
—Tendría que conocerlo más, así de primeras parece un hombre de
principios. —Ella se quedó en la superficie del asunto. No quería ahondar
más, debía disimular que ya se conocían tanto que él se atrevía a colarse por
su ventana y, sobre todo, que era un pirata.
—Es un hombre de principios y conoce muy bien Port Royal para ser un
recién llegado, lo cual me ha sorprendido para bien —apuntó Katherine.
—A mí también, Kat —dijo su padre que se reclinó en su cátedra
poniendo las manos encima de su chaleco con los dedos unidos.
—¿Puede ser que en Londres se hable de Port Royal? —ingirió curiosa
Kat.
—Efectivamente, en la capital se habla mucho de este pequeño reducto
inglés en estas latitudes y la gente tiene a los piratas como héroes —les
explicó su padre.
—Es que lo son —afirmó Elisabeth con la boca seca—. Ellos están
dispuestos a dar su vida si hay un ataque español, pero gracias a ellos y a
sus saqueos la corona saca provecho. —No decía nada que no fuera cierto,
pues una cuarta parte de los botines piratas que recalaban en Port Royal iba
para el gobierno.
Su padre asintió a sus palabras.
—Sí, el conde, después de que os retiraseis, me mostró su conocimiento
sobre estas y otras cuestiones de Port Royal, es un hombre instruido al que
tener muy en cuenta para pedir consejo, tanto que podría ser mi secretario.
—Pues no dude en hacerlo, padre —lo animó Katherine.
Elisabeth tosió ante la efusividad de su hermana.
—Elisa, hija, ¿permitirías que te cortejara? —Elisabeth se quedó de una
pieza, ¿tan impresionado dejó Derek a su padre? Ante esa pregunta de su
padre el corazón saltó varios latidos.
—Bueno yo… eh… —No sabía qué decir y lo peor era que le daba
rodeos a la respuesta del hombre al que amaba—… Sí —contestó al final.
—Me parece muy buena elección. —Su padre asentía y aquello lo tomó
como una felicitación—. Y Katherine…
—Quiero conocer a su hermano pequeño, padre, no lo dudo, por si le
interesa. —La firmeza de Katherine la asombró.
—¿Sin conocerlo? —inquirió Elisabeth asombrada por la reacción de su
hermana. ¿Dónde quedaba su amor por ese pirata?
—Sí, quiero conocerlo, el conde parece buen hombre, ¿por qué no iba a
serlo su hermano? —El razonamiento de Katherine no era descabellado.
Estaba claro que debían hablar con mucha urgencia, demasiada.
—Tengo que hablar contigo después —le dijo por lo bajo a lo que su
hermana asintió.
—Katherine, hija, no sabemos si su hermano ha viajado con él. —Aquel
apunte de su padre era muy cierto.
—Es más, no sabemos si va a venir a Port Royal —apuntó Elisabeth para
hacer cavilar a su hermana.
—Pregúntele, padre —le encasquetó Katherine.
—Es un poco pronto. —Elisabeth no sabía qué hacer para que su
hermana parase un momento y la ponía más nerviosa, tanto que se removió
en la silla como un pez lo hacía en la red.
Su padre se mantuvo en silencio.
—Padre, no tendrá miedo que le diga que está en Tortuga, ¿no? —se rio
por la bajo Katherine.
—Kat, hija, tú siempre pensando en piratas. —Elisabeth tragó con fuerza
—. ¿Cómo iba a permitir que mis hijas cayeran en manos de esos hombres?
«Pues ya lo está haciendo, padre, el conde lo es», pensó Elisabeth.
Capítulo 12

Esa mañana, cuando el reloj no había aún marcado las doce, Derek y
algunos de sus hombres observaban como los dueños de algunas
plantaciones, o los encargados (hombres que los ricos londinenses dejaban a
cargo de sus propiedades) examinaban a los esclavos recién llegados de
otras latitudes —el color de piel los delataba— con detenimiento. A Derek
se le revolvían las tripas. Aquella era la peor forma de deshumanizar a una
persona.
«Lo primero de que debéis aprender para que vuestros hombres os
respeten es que hasta el más humilde se merece una vida digna y solo la
encontrará gracias a la piratería y a vuestros buenos actos, ¿acaso os
gustaría ver a vuestros hermanos en las mismas condiciones de esas
personas?», se acordó de su padre como si las olas que mecían el Reverance
arrastrasen su recuerdo con ellas. Derek negó con la cabeza, antes de
dedicarse a la esclavitud, viviría de las rentas de la plantación, mas nunca
haría una actividad como esa, ya que en su persona no tenía cabida la
agresividad, no era un bucanero que en segundos se pusiera en contra de
una persona. No, no era de ese tipo de hombres, era más, su tripulación
sabía que no le gustaba el derramamiento de sangre gratuito.
—¿Por qué le miran la dentadura? —inquirió con asombro un joven de la
tripulación.
—Porque son ganado —le refirió otro.
—Huch, no es así —lo acalló Derek.
—¿Señor? —carraspeó este—. Me refiero a que los tratan como si lo
fuesen, es lo que hacía mi padre. —Su familia siempre había sido ganadera.
—Pero son personas. —Derek quería dejar bien claro la diferencia de lo
que estaban presenciando.
—Ojalá todos los hombres fueran como sus hermanos o usted —señaló el
cocinero del barco, quien había trabajado para su padre, que a su muerte
quiso estar con Derek.
Asintió en silencio a sus palabras, bien ciertas que eran pues aquellas
imágenes no se debían presenciar, tampoco nadie se debía meter para
terminar con ellas, pues muchos piratas habían terminado con los saqueos
contra los españoles, cuando el rey Carlos II firmó un tratado de paz con los
españoles y se convirtieron en mercaderes de esclavos. Esa era otra cara de
Port Royal, una rica ciudad del Caribe que tan pronto se llenaba de oro,
plata y otras riquezas, como de esclavos. Era generosa con el recién llegado,
aunque muy pronto te mostraba su crueldad, la cual jamás descansaba.
Las campanas de la iglesia resonaron en todos los rincones y al entornar
los ojos vio cómo Francis subía por la rampa hablando animadamente con
el joven Will. Aquel repicar en esa ciudad donde las tabernas y casas de
comidas eran también burdeles, sonaban como impropio, empero, muchos
hombres, libres, piratas, corsarios o bucaneros, acudían a misa cuando sus
almas así lo requerían. El hombre debía creer en algo y más el que daba su
vida a la mar. Jamás se lo prohibiría a sus hombres, en cambio, él apenas
acudía, la última vez fue con el fallecimiento de su padre, también quiso
hacerlo con Duke… Agitó la cabeza cuando un pinchazo le cruzó el
corazón.
—¡Venga, al trabajo! —les ordenó—. Ya hemos holgazaneado suficiente
y visto aún más —musitó. Todos los hombres le obedecieron y se dirigió a
los recién llegados a quienes con un gesto de cabeza les indicó que lo
siguiesen hasta su su camarote-despacho.
—Derek, tengo una misiva para ti. —El joven bajó la cabeza y algunos
mechones, al sacarse el sombrero cayeron sobre su cara.
—¿De quién?
—Del teniente-gobernador —le expuso will, que le tendió la carta y vio
el sello de Finley. Con manos rápidas la abrió.
Lord Milford,
Tras haber dado muchas vueltas a nuestra conversación de la otra noche, me complace
decirle que le permito cortejar a mi hija, la señorita Elisabeth. Tiene todo mi
consentimiento.
F.

Derek releyó incrédulo esas palabras del gobernador, ¡Beth era suya! Le
hubiese gustado reaccionar de otro modo, ponerse a hablar de cualquier
cosa con tal de no quedarse allí callado mientras, los otros dos lo miraban
expectantes, mas le habían empezado a sudar las manos y el corazón le latía
tan desbocado que ya no lo percibía en la boca, sino que había volado al
lado del Beth. Deseó que, por un acto de brujería, el barco se elevara y
fuese hasta la misma ventana por la que se había colado para reencontrarse
con la mujer a la que amaba, incluso, a la distancia que los separaba, le
pareció oír los latidos del corazón de Elisabeth, gemelos a los suyos
propios. Ella era la mujer a la que pertenecía.
Ahí estaba, con unas ganas tremendas de ponerse a brincar debido a que
¡había convencido a su padre en el papel de conde!, no pudo evitar sonreír,
quien lo viese reconocería una sonrisa triunfal. De súbito, sintió la
necesidad de estrechar entre sus brazos a Beth y jamás soltarla. Sin
embargo, un golpe de realidad le arreó un puñetazo, solo esperaba que…
Solo esperaba que entendiese por qué había regresado a la ciudad. La
sombra de aquello se cernió sobre él enfriándole la sangre, agitó la cabeza
para alejar el recuerdo lo más lejos posible. Solo quería vivir ese momento
y saborear en esos instantes la felicidad.
—¿Qué dice? —Francis estaba nervioso como un padre
—Me da su consentimiento para cortejar a Elisabeth. —Apenas se oyó
decirlo quiso dar saltos de alegría, mas debía controlar las emociones que lo
embargaban, aun así, no podía esperar a la noche para verla.
—¡Al fin! El título del que tanto renegabas, te ha abierto las puertas del
amor —le dijo Francis.
—El amor de Beth ya lo tenía, lo que está más cerca es la posibilidad de
matrimonio, pero debo ser cauteloso. —Aquella fue una advertencia para sí
mismo—. No estamos aquí por mi vida personal. —Dobló el legajo y lo
puso sobre la mesa, encima de otros papeles referentes a la plantación,
tomando a su vez una actitud más seria que mantenía con grandes esfuerzos
—. Will, si te hice llamar es por Davenport.
—Me sorprende ese cambio del gobernador Finley, cuando todo estaba
preparado para anunciar su compromiso con Beth —apuntó Will que se
sentó en una de las sillas con el sombrero entre sus manos. —También me
han contado que lo han echado de casa.
Derek les narró todo lo acontecido esa noche. Con un regusto amargo en
el paladar repitió aquella maldita frase en la que Davenport quería arrancar
los ojos a Elisabeth, ¿qué tipo desgraciado podía decir algo así a una dama?
—No me sorprende. —El joven Will se encogió de hombros.
—¿Por qué lo dices, muchacho? —Francis compartía la misma
estupefacción de Derek, quien lo miró con las cejas alzadas al no
comprender al joven.
—De toda la ciudad es sabido que es un altivo y provocador, trata a todos
como escoria, blancos, negros o a los mismos jamaicanos que trabajan en el
cuartel, tanto es así que hasta hay meretrices por toda la isla que no se
acuestan con él por miedo. —Para Will era obvio lo que contaba, mas no se
acordaba que ellos habían estado fuera cinco años.
—¡¿Qué dices?! —exclamó Francis.
—Es cierto —aseguró el muchacho que alternaba la mirada entre ambos.
—Si una meretriz no se acuesta con un hombre, eso es una señal horrible
de sí mismo —apuntó Francis que se acariciaba el mentón.
—No trata bien a nadie, los hombres que están bajo su mando le temen
—apuntilló Will por si lo primero no había sido poco.
—¿Ningún pirata le dio su merecido? —Derek estaba un tanto
asombrado.
—No va a las tabernas de Queen street o de Lime street, sino que
frecuenta una de Thames Street que está cerca del fuerte. Muy pocos piratas
acuden a ella y ahí hay una meretriz que le hace algún favor. Es cierto que
los observa por encima del hombro.
—Pues gracias a hombres como nosotros, él puede vivir tranquilo en la
isla. —Aquellas palabras de Francis eran tan ciertas que los otros dos
asintieron. Se cruzó de brazos, pasándose la lengua por los dientes—. Si
piensa que por vestir un uniforme es mejor que el resto, se equivoca, el
honor entre los tuyos se gana, no se consigue a la fuerza.
A Derek no le cogió de sorpresa lo que había escuchado, lo que sí le
sorprendió fue que Davenport se acostara con mujeres para luego visitar a
Elisabeth con esa digna máscara de caballero inglés con la elegancia que le
proporcionaba el uniforme, pues vestirlo era lo único digno que hacía. Se le
revolvieron las tripas. Un hombre que amaba a una mujer jamás pensaría en
pasar la noche con otra, sino que desearía estar con esa que hasta pasar por
la vicaría no la podías tocar. Le dieron ganas de arrancarle la cabeza de
entre los hombros. Grandes ondas de frustración le recorrieron las venas.
—Pobre Elisabeth, estaba engañada. —Francis negó con la cabeza.
—Se jacta de su relación con Elisabeth, a quien no respeta, solo la quiere
para subir en los escalones políticos de Londres, porque gracias a su
matrimonio con ella sabe que puede llegar a que el rey lo nombre
gobernador de Port Royal y si lo consigue terminará con todo tipo de
actividades piratas y dará caza a los corsarios, incluidos —añadió Will.
La tremenda felicidad de minutos antes, había desaparecido sin dejar
rastro pues Derek era consciente a pesar de tener el rostro sereno. La única
muestra de su malestar era la luz tétrica que reflejaba su mirada grisácea,
que daba miedo. Dio dos vueltas por la camareta, como si quisiera
tranquilizarse.
—¿Este petulante no se da cuenta de que si termina con esta actividad,
Port Royal pierde su modo de subsistencia? —inquirió Francis con toda la
razón del mundo.
—Está muy marcado por las ideas de Thomas Linch —dijo Will al
nombrar a uno de los terratenientes que llegó a gobernar Port Royal.
Derek pegó un puñetazo encima del escritorio consiguiendo que todos los
papeles se levantasen, la tabla crujiera, así como que todo el armazón del
barco hiciera un sonido hueco de dolor al mecerse por el movimiento del
mar.
—Beth es un mero peón en su tablero de ajedrez y te confirmo, —Derek
clavó los ojos en la figura de Will—, que le soltó a Beth un comentario muy
poco afortunado y delante del gobernador, quien reaccionó del modo que
debió, protegiendo a su hija.
—La gente que lo presenció está orgullosa de ese acto del gobernador,
pues muchos creíamos que era un títere de Davenport, ya que en más de una
ocasión dio muestras de estar en su línea de pensamiento —dijo Will—. Y
todos saben que tiene dos caras, el muy hipócrita.
—Cuenta —le pidió Francis adelantándose a Derek.
—Cuando está solo muestra su verdadero ser, fanfarrón, maleducado, las
tiene todas, delante de ella, su cara es amable. Vamos, es una farsa.
—¿Hay alguien más que sepa esto? —inquirió Derek.
—Katherine —confesó.
—¿Katherine está al tanto? —Derek no daba crédito. Poco a poco, la
mandíbula le cedió y abrió la boca.
—Sí, estaba conmigo cuando le oyó decir que le iba a arrebatar todo al
gobernador, empezando por su hija mayor y que a ese viejo senil no le
quedaría otra que retirarse a Londres —volvió a exponerles.
—No le importa nadie —musitó Francis.
—Solo él mismo —respondió Will.
—¿Y Katherine no se lo contó a Beth? —Derek comenzaba a estar
indignado con Katherine.
—No quería enfadarla ni disgustarla, la entiendo. —Will mostraba su faz
más comprensiva.
—Lógico, Derek, hijo —le habló Francis—. Beth es muy sumisa, pero
cuando se enfada muestra al monstruo que lleva dentro, la has visto
enfadada.
Era cierto, cuando Beth se enfadaba, y era muy raro que eso sucediera, se
convertía en otra persona.
—Aun así, tuvo que ponerla al tanto. —No iba a dar su brazo a torcer. ¡Él
no lo haría con sus hermanos!
—La señorita Kat quiso empezar por su padre, quien de aquella no la
escuchó. —Esas palabras de Will fueron un mazazo para Derek.
—Pues ha probado de su propia medicina —asintió Derek—. Vais a
hacer lo siguiente, id a la taberna de Thames street y vigiladlo, quiero saber
qué dice, pero antes, soltad el rumor que el conde de Milford tiene el
beneplácito para cortejar a Beth —les pidió.
—¡Estás loco! —exclamó Will.
—No, lo que quiere es retarlo —explicó Francis con sus ojos clavados en
la figura de Derek, quien les expuso de un modo muy escueto su plan, a lo
que el hombre asintió—: Inteligente.
—Está bien —aceptó Will—. Con esa noticia sabremos hasta dónde está
dispuesto a llegar.
—Pues id —les mandó.
—Por cierto, Elisabeth te manda un recado: te espera donde siempre.
En cuanto se marcharon los dos hombres con las consignas de lo que
debían hacer, sonrió lleno de amor y alegría también, a la espera de
enfrentarse con Davenport.
Movido por su corazón a rebosar de amor, abrió el cajón cercano a su
catre y sacó el relicario de plata. Sonrió con un inmenso cariño y en el frío
metal depositó un beso, antes de ponérselo al cuello.
Capítulo 13

Elisabeth andaba de un lado a otro, intranquila, pues Derek no había


llegado todavía y el reloj se demoraba en marcar los minutos y las horas. La
conversación con su padre le había mostrado que, aunque la vida se
complicara, siempre había un lugar para la esperanza que se albergaba en el
corazón.
Por fin podían amarse con libertad.
Por fin se había deshecho del yugo que la atenazaba.
Al fin podía ser ella misma, mostrarle al mundo cómo su cuerpo
temblaba por él, cómo su alma se deshacía entre sus brazos. Con sus besos
la transportaba a los confines del mundo, allí donde el cielo y el mar se
besaban sempiternos.
Quería abrazarlo, susurrarle que ya no tenían que esconderse, ni andar
con cuidado. Sí, le había ocultado que era de familia noble desde un
principio, en esas tardes lejanas en la playa, cuando creía que su amor era
imposible, pues, ¿quién podía amar a un pirata? La realidad y la razón se
unían para mostrarle que iba a sufrir, y así había pasado, cuando Derek
desapareció durante cinco años interminables en los que miraba al horizonte
en busca de una señal, hasta que… ¡Se podían amar! Atrás quedaban las
lágrimas, los suspiros de desesperanza, el rencor, los enfados y el dolor de
corazón. «¡Bendito secreto!», exclamó con alegría para sus adentros.
Los sueños que de chiquillos compartieron y desearon con todas sus
fuerzas, estaban a un ápice de cumplirse.
Tras salir del despacho de su padre, Beth no pudo hablar con su hermana
para contarle la verdad sobre Derek: era el hombre que ocupaba el espacio
entre el corazón y la mente. Estaba tan feliz que, detalles como ese, no se le
habían ocurrido, pues solo pensaba en el reencuentro con él. Podría haberse
vestido de hombre para subir al barco, mas, no era tonta, no podía
arriesgarse, conocía muy bien las leyes de los piratas: «No se permiten
niños ni mujeres en el barco. Si cualquier hombre fuera encontrado
seduciendo a cualquiera del sexo opuesto, y la llevase a la mar disfrazada,
sufrirá la muerte», recordó.
Le asombró que en pocas horas todo hubiera cambiado, la condición de
pirata ya no era un problema, Derek era conde de cara al resto de la ciudad.
—Beth. —Su nombre llegó acompañado por el ruido de las botas en las
tablas del suelo.
Ella se giró y ahí estaba su amor furtivo. Empujada por los latidos de su
corazón unidos más allá de la eternidad a los Derek se lanzó a sus brazos y
él la recogió. Elisabeth escondió el rostro en el hueco del cuello, allí donde
su olor a almizcle, amanerado, ahumado junto con las notas saladas del mar
se convertían en un aroma que lo diferenciaba de todos los hombres. En su
hombro desnudo por el camisón que tenía puesto notó como algunos
mechones de su cabello le acariciaron la piel, erizándola.
—Bésame —le ordenó ella.
Los ojos de Derek cobraron un aire salvaje y le provocaron esa fiebre en
la sangre.
Él sin decir palabra se detuvo para saborear la entrañable alegría que
Beth sabía que desprendía su mirada o cada poro de su piel, él con una
sonrisa de total entrega, dejó caer la boca sobre la suya, fuerte y rápido, y
cuando sus labios se abrieron para recibirlo, metió la lengua
profundamente, hambriento. La deslizó por cada recodo, provocándola,
seduciéndola. Él sabía a cerveza, al estofado que tantas veces había comido
en la playa años atrás, que preparaba el cocinero del barco. Era tal la pasión
con la que se besaban que la realidad, la razón por la cual lo había llamado
perdió importancia a la vez que Derek conseguía que sus labios íntimos
temblasen por desear que los acariciara como ya había hecho. Ella suspiró
al percibir cómo la lengua de él la acarició, la saboreó, encontrando los
lugares más sensibles dentro de la boca y los lamió con una sutil delicadeza
con la que se perdió sin remisión. Derek era la caricia de la seda más fina.
Entre ellos, sus manos formaron un apretado nudo de dedos y pulgares a la
vez que él fue rompiendo el beso. Ella se sintió fría y vacía.
El gris de sus iris resplandeció como la plata por las llamas de la pasión.
—Te necesito como el aire que respiro, necesito tu aliento como el vino
que bebo para sentirme vivo.
—Y yo, Derek. —No separó los dedos de las anchas mejillas de su rostro
en el que crecía la barba.
—He recibido la carta de tu padre —le dijo con voz enronquecida y
delineando las líneas de rostro con los ojos.
—Me lo imagino.
—¿Cómo es eso? —Le acarició los pómulos con las yemas de los
pulgares.
—Me dijo que te había escrito y luego le indiqué que Will te la podía
hacer llegar. —Negó con la cabeza, apartando la mirada de él.
—Sí, fue él quien me la entregó. ¿Qué sucede?
—No me fío de los guardias.
—¿A qué se debe? —La obligó a mirarlo al ponerle un dedo debajo del
mentón, intentando leer su secreto en los ojos.
Era imposible, pues no se trataba de ningún secreto, sino de un hecho.
—Algunos los puso directamente Davenport, por eso a veces temo que te
puedan ver —confesó su preocupación.
—No te asustes, de momento no va a pasar y menos ahora que puedo
entrar como el conde que soy. Tu padre habló contigo.
—Sí y te acepté, eso no resta para que tema a Davenport. —Beth se echó
a temblar.
Derek la estrechó entre sus brazos y se dejó reconfortar por la calidez de
su cuerpo, la fuerza de sus músculos.
—Estoy aquí y no voy a permitir que te pase nada —lo dijo con tal
firmeza que era imposible no creerle.
—Lo sé, pero también sé que es cruel, no me va a dejar tan fácilmente,
me sorprendería lo contrario.
—No tiene nada que hacer contra un conde. —Beth percibió que algo se
callaba, mas no quiso estropear ese momento con preguntas—. No tienes
nada que temer o de lo que preocuparte. Sus represalias no me dan miedo.
—Eres un pirata y nadie lo sabe.
—Un pirata que te regala su alma. —Pegó su frente a la suya—. Que se
entrega a ti con la convicción de un hombre completamente enamorado.
Sin poder contenerse más, en un intento para borrar lo malo, se arqueó de
puntillas, enredó las manos en su cabello, le tiró del cuello y lo acercó a sus
labios ya abiertos. Al principio, él se resistió, pero no tardó en devorarla y
pegarse más a ella. A medida que el beso se tornaba más intenso, Beth
sintió que la piel le ardía allí donde él colocaba sus manos. Enredada por el
candor del deseo, ella atrevida como nunca, tiró de su pantalón para
descamisarlo y colar los dedos por debajo y, así, recorrerle el vientre allí
donde la hendidura de su ombligo la empujó a trazar espirales, las mismas
en las que ella caía. Derek no tardó mucho en buscar su cuerpo, le bajó un
tirante del camisón para llevar a la boca su endurecido pezón y lo lamió con
hambre, sediento de su ambrosía. La combinación entre las caricias de su
lengua y la presión que ejercía con los dientes hizo que Elisabeth le sujetase
por el pelo compulsivamente. Sin poder evitarlo, ella arqueó la espalda y
movió las caderas en busca de la erección del pirata que se escondía en
Derek.
Derek le subió de nuevo el tirante a la vez que rodaba sus labios por la
clavícula, el hombro, así hasta demorarse en línea de su cuello justo cuando
fueron interrumpidos por la puerta al abrirse.
—Lisaaa, tenemos que… —La voz de Kat se apagó al verlos abrazados.
Los dos reaccionaron como unos chiquillos que habían sido cazados
cometiendo una fechoría.
—¡Kat! —exclamó sofocada Elisabeth que se quedó perpleja al ver cómo
su hermana sin amilanarse cerró la puerta sin separar los ojos de él.
—¿Mi…lo…rd? —Kat estaba tan asombrada que le costaba pronunciar
aquellas palabras.
—Señorita Finley…
—Tú calla y Kat, escucha. —Entornó los ojos y vio como Derek se llevó
la mano izquierda hacia la comisura derecha para limpiar… ¿los restos del
beso? No estaba segura.
Lo que le iba a decir era una información un tanto sensible que si llegaba
a oídos de cualquiera o a oídos de su padre se podía generar una guerra.
Mas su hermana debía saber la verdad.
—¿Qué pasa aquí? —Kat no salía de su sorpresa por lo que acababa de
ver, pues aquel acercamiento entre ellos no era el normal entre dos personas
que no se conocían. Los ojos de Kat se iluminaron al vislumbrar la verdad
—. Os conocéis —afirmó.
—Sí —aclaró Derek.
—Calla —le ordenó Beth—. Te tengo que contar una cosa.
—Está bien. —Kat alternaba la mirada entre uno y otro.
—A tu pregunta, sí, nos conocemos desde hace tiempo —confirmó Beth
con el corazón temblando y tambaleándose sobre sus pies.
—¿De qué os conocéis? Nunca lo he visto y donde estoy yo, estás tú. —
Kat estaba extrañada con ese razonamiento.
—Hace años que nos conocemos. —Derek apretó los labios, Beth intuyó
que se lo estaba pasando bien y no le importaba que Kat los hubiese
descubierto.
—Kat, espera —la frenó Beth—. Lo que te voy a decir no puede salir de
aquí o tendremos un grave problema.
—Vale —asintió Kat a la espera de una respuesta por parte de ambos.
—Él es mi pirata.
—¡Qué! —gritó Kat consternada.
—Calla —le ordenó su hermana
Katherine estaba anonadada, la luz del cuarto se reflejó en sus ojos casi
de un verde amarillo y en su boca se dibujó una gran sonrisa pícara.
—Él es tu pirata. —Los dos asintieron—. Ahora entiendo porque te la
comías con la mirada.
—No puedo permanecer impasible al lado de tu hermana —declaró
Derek sin amilanarse. Se ganó un codazo de Elisabeth—. ¡Auch!
—¿Te diste cuenta? —Beth se asustó ante aquello.
—Sí —afirmó Kat.
—Como Davenport, aunque padre lo tenía bien vigilado y al final cayó
en su propia trampa. —Soltó una carcajada, levantando el puño a modo de
triunfo—. No me extraña que lo añorases, es muy guapo.
—Lo sé —se rio Derek.
—Serás creído —le regañó Beth.
—Sí que lleváis años juntos… Una cuestión, entonces, ¿eres o no eres
conde? —Kat no se cortó en tutearlo.
—Soy inglés de nacimiento como mi familia, que pertenece a la alta
nobleza. —Kat asentía lentamente a esa información que él daba como si la
estuviese estudiando para no olvidarla.
—¿Y qué hace un conde en Port Royal y convertido en pirata? —Aquella
duda era normal, Beth aún seguía dándole vueltas.
—Mi padre era conde y cayó en desgracia y fue cuando nos trasladamos
aquí. Él, poco a poco fue recuperando el prestigio por ciertos negocios y yo,
tras su muerte, al viajar a Londres, recuperé el honor perdido de mi familia.
—¿Tú lo sabías? —Señaló a Beth.
Ella negó con la cabeza.
—No, me enteré al mismo momento que tú
Kat miró hacia la ventana abierta de par en par.
—Te colaste por su ventana —se dirigió a él con una sonrisa casi de
solterona resabidilla.
—Exacto. —Derek estaba encantado, lo veía en su rostro, así como en su
actitud.
Kat volvió sus ojos a su hermana
—Por eso lo aceptaste sin pensar y casi por un arrebato. —Beth asintió
—. Pero creo que vais a tener un problema.
—¿Por qué? —Derek tomó las riendas de la conversación.
—No creo que Davenport te deje escapar con tanta facilidad —expuso
Kat el mismo problema en el que reparaba Beth.
—Me da lo mismo, no lo quiero y nunca lo quise, menos ahora que papá
ha conocido a Derek. —Esa era la verdad que llevaba dentro.
—Milord.
—Llámame Derek —le dijo a Katherine
—Vale, Derek, por un casual, ¿tu hermano no será pirata también? —A
esa pregunta él dio la callada por respuesta—. Seguro que sí, quiero
conocerlo y me cae bien tu familia.
—¡Kat, por favor! —A Beth le estaba dando un ataque de bochorno por
la falta de pundonor de su hermana.
—¿Qué? —se quejó ella.
—¿Y tu pirata? —le inquirió Elisabeth.
—¿Conoces a un pirata? —El asombrado en esos instantes era él.
—Así es, mi hermana no es la única atrevida —contestó. Kat se encogió
de hombros hacia su hermana—. Un amor con otro se quita. —Su sonrisa
estaba llena de intenciones y no le importaba nada de nada—. Estáis
enamorados, sobre todo, tú, un hombre no mira a una mujer con esa
intensidad si su corazón no palpitase como un caballo salvaje.
Sí, ella lo comprobó cuando su cabeza reposó en su torso, ese era el ritmo
de su pulso.
—Siempre he estado enamorado de tu hermana, es la única mujer que
ocupa mi corazón
—Ahora podéis recuperar el tiempo perdido —les dijo Kat con cierta
añoranza—. No lo dejes escapar y tú cómo le hagas daño no te llegará
Jamaica para esconderte.
—No lo haré —sentenció.
—Si lo haces te juro que te pego y luego te tiro al mar —lo amenazó.
Las dos hermanas se rieron, esa era la misma amenaza que siempre decía
Kat. Una hermana, muchas veces, era la que ponía en orden los
pensamientos, pues hacía que viera las cosas más claras.
—Vuestro secreto morirá conmigo, lo juro —les prometió Kat.
Tras la salida de Kat, Elisabeth se dejó caer a los pies de la cama
derrotada. La realidad, de pronto, le pesaba lo suficiente en la espalda para
que precisase un momento de descanso. Derek se acercó y se acuclilló
frente a ella.
—¿Qué tienes? —inquirió con cierto tono de preocupación.
—Es todo.
—¿Todo qué?
—Derek, al decir que eres pirata, de súbito, me di cuenta del alcance de
eso, alguien puede delatarte si llegase a oídos extraños —expiró sus miedos.
Él le cubrió las manos, luego de besarle los nudillos.
—Si eso sucediera, buscaremos la salida, mientras, quiero aprovechar
cada hora que me regala el tiempo y la vida a tu lado. —Se alzó un ápice
para besarle la mejilla—. No pensemos en lo que puede ser.
—Te quiero, Derek.
—Te amo, Elisabeth.
Se fundieron en un abrazo a través del cual ella supo que no sobreviviría
si la alejasen de nuevo de él. Se convertiría en su peor versión si eso llegase
a suceder.
Capítulo 14

Por muy raro que fuese, la noche anterior llovió, pues en esas fechas no
solía caer ni una gota, y esa mañana, al despuntar el alba, los hercúleos
rayos del sol se abrían paso entre la espesura ennegrecida de las nubes,
como si se tratasen de espadas de luz que apartaban la oscuridad a su paso,
hecho que Derek interpretó al igual que sus hombres: «días mejores están
por venir y la vida nos sonríe», le vino a la mente ese comentario.
La humedad avivaba ese olor a tierra mojada, los charcos en el suelo, que
se consumían con el intenso calor con el que venía acompañada la lluvia,
podía influir en esa suave brisa que soltaba el mar, cual suspiro, y que le
acariciaba la cara sin ese olor a salitre y que, por el contrario, arrastraba el
fabuloso aroma de las rosas así como del resto de las flores que decoraban
el inmenso jardín de la mansión del gobernador con quien Derek, en su
versión de conde honorable, paseaban entre los parterres. Desde lo alto de
aquella colina le asombró ver casi la totalidad de Port Royal, que a esas
horas comenzaba a desperezarse con una serenidad casi impropia de una
ciudad pirata, pues los primeros transeúntes, comerciantes casi todos ellos
conversaban al tiempo que las gaviotas alteraban el ambiente con sus gritos,
no obstante, la claridad brillante de la mañana le daba un aire de calma y
tranquilidad que Derek nunca había percibido.
—Me complace hablar con usted a solas, sin que mis hijas anden de por
medio. —Se llevó la mano al chaleco, donde sacó un reloj para comprobar
la hora—. Les queda poco para levantarse.
—¿Es malo? —Se rio por la nariz, mientras sus ojos se fijaban en las
siluetas de las casas hacinadas con algunas chimeneas humeantes, signo de
que la vida comenzaba a adueñarse de la ciudad.
—No, pero no nos podrán interrumpir y podemos hablar francamente.
—Siempre hablo con sinceridad, señor, incluso con sus hijas delante.
—Lo sé y me alegra que lo diga. —El gobernador se paró donde el jardín
terminaba en una muralla que les llegaba por las rodillas y desde allí se
podía ver la inmensidad del mar. Derek sabía que era mucho mayor que
aquella imagen que contemplaba. La había vivido en sus propias carnes.
Los confines del mar eran más grandes que los de tierra—. No soy ducho en
el arte de las palabras, por eso mi carta fue escueta.
—Pero directa —señaló como halago Derek, que llevó las manos hacia la
espalda.
Unas horas antes de la cena había recibido una nota del gobernador
Finley para verse a esas horas tempranas para departir sobre Elisabeth y su
futuro.
—Sí, milord, a usted debo darle las gracias, porque por su visita el
capitán Davenport ha mostrado su verdadera cara, no me esperaba unas
palabras como aquellas, mi hija se merece algo mejor, y en usted estoy
convencido que lo hallará. —A Derek le sorprendió como aquel hombre no
se mordía la lengua a la hora de exponer sus sentimientos por sus hijas, no
como otros para los que eran una mera mercancía para el status de la
familia—. No me gustaría que nada malo le ocurriese a ninguna de las dos.
—Le prometo que a mi lado a la señorita Elisabeth no le ocurrirá nada,
pero si me lo permite, también protegeré a Katherine. —Era la hermana de
su amada, no podía dejarla a su suerte si algo le sucedía al gobernador,
como jamás hubiese dejado a su suerte a Duke si él se lo hubiese permitido,
no iba a cometer los mismos errores. Había sido una lección que su padre
les había inculcado desde niños y que, por su mala cabeza, por no
imponerse como el hermano mayor que era, había salido perdiendo.
«Por mucho que Dominic se niegue, lo obligaré a casarse con ella», se
dijo a sí mismo, pensando en su hermano pequeño.
—Se lo agradezco, la seguridad de mis hijas es lo más importante, más
que la mía, lo que me pase a mí… —Se mantuvo un segundo en silencio
—…, me da igual, no quiero perderlas a ellas, todavía me pesa la muerte de
mi esposa.
Sin quererlo, Derek se sintió unido a ese hombre por la guadaña de la
muerte. ¿Cómo era posible? Abrió las aletas de la nariz para respirar hondo,
antes de añadir:
—Sé a lo que se refiere.
—¿Ha perdido a alguien recientemente? —Se atrevió a inquirir el
gobernador que lo miró de hombre a hombre.
—A mi padre y a un hermano.
—Eran tres —afirmó el gobernador.
—Así es, señor, y hay pérdidas de las cuales uno no se sobrepone nunca,
solo el tiempo las alivia.
—¿Cómo es posible que alguien tan joven hable de este modo?
—Uno que ha vivido mucho.
—Ni que fuera pirata —soltó una carcajada.
A Derek se le pusieron las pelotas en el gaznate y esa sensación la
empujó tragando con fuerza. Bajó la cabeza con la mandíbula apretada,
aquel hombre de apariencia de bobo, o que a muchos les resultaba
insignificante, no se perdía por ningún camino. Era listo.
—No. —Sonrió de modo forzado—. No lo soy. —Respiró de nuevo—.
¿No se fía de ellos?
—Me fío, la corona, Inglaterra en sí les debe mucho, incluso los nobles
más nobles de Londres aumentan sus fortunas gracias a sus plantaciones
aquí, por lo que todos les debemos la estabilidad social y económica, así
como la riqueza de Port Royal, la ciudad más rica a este lado del mundo.
Ellos son Port Royal, nadie más.
¿Cómo era posible que un gobernador que mandaba matar a los piratas
hablase así de ellos? ¿Sería alguien sin escrúpulos escondido detrás de una
piel de cordero? Las dudas lo asaltaban con respecto a ese hombre del que
no sabía qué creer ¿era un asesino? Por como hablaba de los piratas y el
conocimiento de su importancia en un enclave como Port Royal, ciudad que
atacarían los españoles, no lo concebía. ¿Le dio a otro la orden para
ejecutarlos? ¿o cabía la posibilidad de que la orden la diese otro que no
fuese él? Dudas y más dudas. Se tenía que arriesgar.
—Tengo entendido que hace poco se han matado a algunos. —Derek
sabía que se metía en terreno pantanoso.
—Una infamia. —Derek frunció el ceño ante esa declaración, incluso
sospechó que el gobernador conocía su verdadera vida en el mar—. Fue un
castigo desmedido hacia unos hombres que protegen este reducto inglés en
mitad del vasto imperio español. —Chasqueó la lengua con un sonido de
desagrado—. Jamás permitiré que vuelva a suceder. Solo agradezco que…
—Estaba claro, el gobernador no había editado ese decreto de matarlos.
El gobernador se paró a sí mismo y quedó meditabundo.
—¿Señor?
—Nada, nada, reflexiones de viejos.
Derek asentía a esas palabras, pero la sangre le hirvió al no darle el
nombre del culpable de esas injustas muertes. No podía seguir por esos
derroteros o se descubriría a sí mismo.
—Hablemos de algo agradable.
—Sí. —Intentó sonreír de modo sincero—. Me gustaría llevar a sus hijas
a la plantación para que la viesen.
—Es una buena idea, alejarlas de la ciudad, y que vean el interior de
Jamaica me parece muy bien, como que haya pensado en Katherine. —El
gobernador asentía en su dirección y su expresión era de sincera ilusión.
—Entiendo que están muy unidas.
—¿Y su hermano va a estar?
Esa pregunta se le atragantó a Derek que tosió con el puño delante.
—Eh… Dominik. —¿Qué pintaba su hermano pequeño en todo eso?
—Si, su hermano, ¿va a estar?
—No, él no está en Port Royal, pero creo que vendrá.
¿Por qué cuando requería a su hermano, este nunca estaba? Dom
comenzaba a ser un espíritu de contradicción o escapismo, ya no lo tenía
claro.
—Una pena, Katherine me ha preguntado por él—. ¿Katherine estaba
interesada en su hermano? Derek alzó las cejas con asombro—. ¿Es buen
hombre? —Quiso saber el gobernador.
—Sí.
—Por supuesto, es su hermano. —El gobernador negó con la cabeza—.
Vaya pregunta la mía.
—Si fuese un maleante le aseguro que también se lo diría, pero no es el
caso, es un buen hombre, se lo aseguro, pero nunca se enamoró. —La
mirada que le echó el gobernador fue perpleja cuanto más—. Hasta donde
yo sé, no se ha enamorado —se apresuró a defenderse—. No me cuenta su
vida amorosa.
«Dominik espero que estés en Tortuga y vengas pronto, como me entere
que estás en los mares del sur te degüello», se juró a sí mismo. Aun así, a
Derek le dio la sensación que Finley parecía querer dejar todo atado como
si la muerte lo acechara o, al menos, lo sospechara. Para soltar un poco el
lastre, dijo:
—Señor, verá casadas a sus hijas, se lo aseguro.
—Eso espero, no quiero dejar a ninguna desprovista o desprotegida. Pero
vayamos por partes. —Se giró y le dio la espalda al mar—. Primero Elisa,
me alegra que esté en Port Royal, milord, lo repito porque así lo creo, de
que la hará feliz, me agradaría que la boda fuese lo antes posible, con eso
no me refiero que no se conozcan o, sino que me gustaría espantar a
abejorros tales como Davenport.
—Estoy de acuerdo.
—Además, su presencia le vendrá bien a la ciudad y por descontado a mí,
que ahora podré consultar su opinión, si así me lo permite.
—Estaré encantado de confrontar nuestras opiniones.
—Vayamos a casa. —Estuvieron caminando un rato en silencio—. ¿Qué
día tiene pensado ir a la plantación?
—Lo antes posible, quizás pasado mañana. Así, les doy tiempo para que
preparen los baúles.
—Cierto, a las mujeres les cuesta hacer el equipaje. —Se rio—. Está
bien, así lo comunicaré… —El gobernador se paró—. Quédese a desayunar
y deles usted mismo la noticia —le sugirió con amabilidad.
—Prefiero que lo haga usted, gobernador.
Al llegar a la entrada de la casa, se vieron sorprendidos por la presencia
de Kat.
—Milord —lo saludó con una genuflexión.
—Señorita Finley. —Inclinó la cabeza cortésmente.
—Buenos días padre. —Le dio un beso en la mejilla antes de decirle a
Derek—. ¿Ha venido a ver a mi hermana?
Por unos instantes, Derek creyó que Kat lo descubriría. Su atrevimiento,
por esa sonrisa pícara que le lanzaba, no tenía fin. «Sí, estoy convencido,
creo que es perfecta para Dom», barruntó para sus adentros.
—No Kat —la regañó su padre—. Hemos estado departiendo ciertos
asuntos.
Ella asentía lentamente.
—Entiendo. —No parecía muy conforme.
—Milord, si me disculpa debo entrar —se despidió el gobernador—.
Pronto nos veremos.
Derek estrechó la mano firme de aquel hombre que parecía inofensivo.
—Katherine —dijo su nombre Derek, en cuanto el gobernador
desapareció.
—Llámame Kat, vamos a ser familia si nadie lo impide —le contestó
ella.
—No me voy a andar con rodeos
—Un pirata nunca lo hace. —Puso los ojos en blanco de una forma muy
simpática.
—Sé que tienes en tu poder cierta información de Davenport.
—Will, maldito bocazas —lo maldijo ella entre dientes.
—Eso no es lo importante —la frenó Derek.
—La quieres saber.
—No. —Volvió a poner las manos a la espalda—. Entiendo que practicas
las mismas tretas que Beth, te viste de hombre. —Ella asintió—. Quiero que
lo hagas para mí.
Kat alzó las cejas y abrió la boca al mismo tiempo.
—Milord, ¿mi hermana sabe que le gustan las mujeres con ropas
masculinas? —bromeó.
—No, no es eso, lo siento, quiero que te hagas pasar por hombre para
hacerme un favor.
Capítulo 15

«Os vais a marchar con el conde, quiere mostraros la plantación», con


esas palabras de su padre, a Kat le dio por gritar, en cambio a Elisabeth se le
quitaron las ganas de desayunar por la emoción. ¡Iba a pasar unos días con
Derek!, aunque Kat y las doncellas la acompañasen. La ilusión ligada a los
nervios la mantenían inquieta con la mente acelerada, pues se permitía idear
algunas situaciones que se podrían dar en casa de Derek, un lugar
desconocido donde todo podía ser posible al estar juntos, pues les
proporcionaría una intimidad que, de momento, solo rozaban con las yemas
de los dedos cuando él se colaba por su ventana y siempre manteniendo la
cautela y silencio para no ser descubiertos. Allí, eso ya no pasaría. Además,
desde la cena, Davenport no había vuelto, no sabía si era por orden de su
padre u otro motivo, mas daba a entender que Port Royal se lo había
tragado, lo cual le agradaba, no quería verle, solo vivir al lado de Derek,
quien era lo más importante en su vida.
El viaje era en dos días, o eso había entendido, cierto era que no había
escuchado a su padre, de la emoción tenía los oídos taponados por el
bombeo continuo de su corazón que le provocaba sofocos. La anticipación
le despertó miles de preguntas, ¿cómo sería la casa?, ¿quién viviría en ella?
¿tendría alguna referencia pirata? Eso no podía ser, sin embargo, Elisabeth
se moría de deseo. Iban a convivir bajo el mismo techo, eso le provocaba
que estuviera sola o no, la piel la notase caliente y los pezones se le
endurecieran al reparar en el recuerdo de Derek al que necesitaba. El último
beso que se habían dado todavía le quemaba en los labios. Al pensar en esos
días, se imaginó en más de una vez arrancándose la ropa y pegando su
cuerpo al de él para notar la fuerza y la firmeza del suyo. Quería acariciarlo,
apretar los dedos hasta sentir los huesos que se escondían debajo; anhelaba
que la hiciese suya de una maldita vez. Disfrutar de la sensación de su
cuerpo sobre el suyo.
Quizás motivada por su orgullo femenino escogió ella misma los trajes
que llevaría, ¿para sorprender a Derek? Posiblemente, mas ella solo
pensaba en las horas que iban a pasar juntos, la felicidad hizo que la
realidad se tornase cual burbuja que la engullía y no veía el momento de
partir de casa de su padre para irse.
A lo largo del día esperaba alguna noticia de Derek, pero no sucedió.
Motivada por un impulso salido de la presión que palpitó en su entrepierna
desde que se enteró de la noticia, decidió vestirse de nuevo de hombre para
entrar en el Reverance, y le daba igual si la pescaban y la capturaban, no
podía esperar a verlo, pues no le había contado nada de ese viaje, ¿por qué?
Con la ayuda de Kat y Will llegó al puerto y subió la rampa del barco.
—Alto, ¿quién está ahí? —La cabeza de un muchacho asomó en lo alto
iluminada por un farolillo—. ¿Quién es usted? —Los nervios la atenazaron
y le prohibieron articular palabra. Debía salir de ese desaguisado y el
corazón le golpeaba contra las costillas—. ¡Hable!
—Vengo a ver al capitán. —Impostó la voz todo lo que pudo.
—¿Para qué?
—Tengo un asunto que tratar. —El cuerpo se le agitaba a causa de los
nervios. Quería que todo aquello se terminase para sentirse un poco más
segura, ya que se empezaba a arrepentir de lo que estaba haciendo.
—Váyase con el trasero a otra parte.
Elisabeth en vez de obedecer continuó ascendiendo.
—¡Qué se marche! —le ordenó a voz en grito el muchacho.
En segundos Derek apareció por detrás del hombre y al reconocerla
sonrió sorprendido, al principio miró hacia los lados e incluso bajó la
cabeza para esconder la expresión traviesa que se reflejó en su rostro,
cuando las comisuras de sus labios tiraron hacia arriba, vio la dentadura y
como la punta de la lengua se asomaba por entre los dientes.
—Está bien, está bien. —Elisabeth percibió cómo se aguantaba la risa.
—¡Capitán! —se asustó el otro.
—Tranquilo, yo me encargo. —Hizo un gesto con la mano para que ella
subiera—. Se me olvidó decirte que esperaba visita.
—Muy bien, señor.
Elisabeth pasó por el lado del muchacho que la taladró con la mirada
impregnada de desconfianza.
Él la dirigió a su amplio camarote, preparado con una gran mesa sobre la
que había un sextante, mapas, un catalejo y el gorro pirata que tantas veces
había visto. Algunos huecos se habían transformado en estanterías con
objetos, al tiempo que un catre amplio estaba al lado contrario, casi
empotrado a la pared, y esa zona se separaba con tres escalones de un
inmenso escritorio con dos cátedras delante. Elisabeth lo miraba todo con
ojos nuevos, ya que jamás había estado allí y estaba incumpliendo una
norma, la cual le podía originar la muerte. La imprudencia en el mundo
pirata se pagaba con la vida, eso la hizo temblar y se mordió el labio
inferior para ocultar el temor que de pronto le entró. Él se acercó a ella, le
pasó el pulgar por la boca y liberó el labio inferior de entre los dientes.
Mantuvo la mirada en la zona que estaba tocando, a ella se le cortó
respiración, El labio le quemaba.
—Has desafiado las leyes piratas —le advirtió con la voz enronquecida.
—Lo sé, pero no me riñas —le susurró sobre el pulgar, con los pulmones
ardiendo por tener su piel tan cerca.
—¿Por qué te atreviste?
—Tenía que verte.
—No deberías haberlo hecho. Te has puesto en peligro.
—Sé que tú me protegerás.
Derek se relajó y dejó caer la mano por lo que entrelazó los dedos a los
suyos.
—Tú, la hija obediente del teniente-gobernador, disfrazada para entrar en
un barco pirata y en el camarote del capitán.
Los nervios y el peligro que la había atenazado unos minutos antes, se
transformaron en una gran ola de excitación que la envalentonó: se
desabrochó la trabilla de los pantalones, le cogió la mano libre y le obligó a
que pasara los dedos por los labios de su sexo. Él con lentitud disfrutaba de
su humedad.
—Prométeme que esos días en tu casa me harás tuya —le obligó a decir.
—Ya lo eres.
—Tengo que oírtelo decir… Prométemelo.
—Está bien —dijo él penetrándola con un dedo.
Ella sin poder resistirse más, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó.
Lo acercó más para profundizar el beso. Elisa ya no entendía sus días sin
uno de esos besos, o sus labios, que eran cálidos, tentadores, y cuando su
lengua rozó la suya, una sacudida de lujuria la recorrió y no pudo esperar
para explorar los placeres que le esperaban. Ella terminó el beso y se alejó
de él, sacando el dedo de su interior.
—¿Por qué no me dijiste que nos íbamos a tu casa? —le pidió una
explicación.
—Era una sorpresa —susurró antes de darle un cariñoso beso en la frente
—. Eres igual de hermosa de mujer como de hombre. —Se inclinó hacia
ella para hablarle al oído—. ¿Te cuento un secreto? —Su aliento le recorrió
la piel de la mejilla, erizándola a su paso.
—S…Sí
—Eres el primer hombre al que beso. —A Elisabeth se le escapó una
risilla nerviosa—. No nos podemos poner en riesgo, me oyes, nunca.
—Me lo tendrías que haber dicho.
—Era una sorpresa que se me ocurrió y tu padre aceptó, ¿molesta?
—No
Lo volvió a besar.
Recordaba lo que había hecho en el carruaje que las llevaba a Milford
Hall. La tarde era tranquila, calurosa, la brisa del mar parecía bañar todavía
más esa parte de la isla como si quiera lamer la exuberante naturaleza de
Jamaica que no solo se componía de palmeras, sino de orquídeas, mangles,
el hibisco tintaba de rojo el brillante verde intenso de los numerosos
helechos, que a su vez se entremezclaban con los árboles que solo crecían
en esas latitudes como el ébano, el campeche, la caoba o el árbol de las
calabazas y el Ackee, un árbol perenne que alcanza los diez metros de
altura, de tronco corto y densa corona con sus flores, que aparecían durante
los meses cálidos, fragantes, de cinco pétalos de color verde claro y que
daba un fruto parecido a la pera, de la cual se comía un pequeña parte que a
Elisabeth no le agradaba mucho. Mas, para hacer caminos que comunicasen
el interior con los puertos, se había talado mucha naturaleza, aunque por
dónde iban era salvaje y eso la fascinaba, la enamoró, pues nada tenía que
ver con Port Royal.
No obstante, la historia de la isla también estaba unida a las grandes
plantaciones, esas enormes propiedades en manos de colonos europeos que
tenían trabajando a esclavos, tanto foráneos como nativos, con los que se
estaba cruzando a lo largo del trayecto, sudorosos, cansados y sin protestar
del abuso de los blancos. En esos precisos instantes, hasta tuvo que separar
la vista de la ventanilla, para no presenciar cómo apaleaban a un hombre a
latigazos. Se le encogió el corazón y una idea le quedó bien clara: el
hombre era el ser más cruel que había visto jamás.
La naturaleza volvía a hacerse con el espacio y tras un rato de camino se
abría cual telón para mostrar una enorme casa que se integraba con el
espacio selvático. De estructura rectangular, con base de ladrillos y piedra
tapada por pequeños setos, se alzaba en dos pisos, el último era de madera,
material empleado también en las contras, que durante la noche cubrían las
ventanas de guillotina y cuyo color contrastaba con el blanco
resplandeciente con el que estaba pintada el resto. En el frente, al igual que
a los laterales, se habrían pequeños porches con barandas. Delante de la
construcción se habría una gran explanada de hierba bien rasurada y
dividida en dos partes por un pequeño camino empedrado, decorado con
flores de hibisco que algún jardinero había convertido en setos. ¡Era una
casa preciosa! Mucho más que la mansión en la que vivía. Unos lacayos, las
ayudaron a apearse del carruaje.
—Bienvenidas a Milford Hall —las saludó Derek con una sonrisa.
—Bonito nombre —dijo Kat que no paraba de mirarlo todo.
—Milord. —Elisabeth se aguantó las ganas de enroscar los brazos
alrededor de su cuello, en cambio, lo saludó con una genuflexión que su
hermana imitó.
No la cogió de sorpresa, Katherine a veces se olvidaba del protocolo.
—No, no —les pidió Derek—. A partir de ahora nada de protocolo, esta
también es vuestra casa. Adelante, por favor.
Las dos subieron los siete escalones que separaban el porche —con
cuatro columnas clásicas que sustentaban la balconada superior— del
camino y entraron en un vestíbulo de altos techos, ni muy grande ni muy
pequeño, aunque sí muy iluminado, ya que las paredes blancas captaban la
luz que entraba a raudales por las dos ventanas, y en el cual se podía ver la
gran escalera que subía al piso superior tallada en madera de caoba que era
la misma de los pocos muebles que lo decoraban, al igual que el marco de
las ventanas y puertas interiores.
—Os presento a Severus, el mayordomo. —El hombre alto y delgado, de
rostro cuadrado y mandíbula prominente, de piel curtida por el sol, inclinó
la cabeza en silencio—. A él podéis pedirle lo que os plazca. Venid —les
pidió.
Lo que Derek quería era mostrarles las tres estancias que se abrían en esa
parte baja: su despacho, en el cual el escritorio estaba lleno de papeles, la
sala de estar que tenía más pinta de salón, y el comedor que se abría al lado
contrario y tenía una terraza que daba a un lateral de la casa.
—Espero que durante vuestra estancia estéis cómodas. —Aquello fue
más un ruego que un comentario.
—Aquí es imposible no estarlo. —Kat no se cansaba de mirar todo sin
disimular su asombro—. No es una fortaleza como en la que vivimos.
—Es muy bonita, no me la había imaginado así —musitó Elisabeth que
ya se veía viviendo allí el resto de sus días. Aquella idea no solo le
sobrevoló la cabeza, sino que le hizo palpitar el corazón y encogerle las
entrañas por su propia precipitación.
—¿Ha superado tus expectativas? —Derek esperaba su respuesta con
impaciencia.
—Sí —le sonrió de vuelta maravillada y encantada al mismo tiempo.
—¿Es dónde vais a vivir cuando os caséis? —inquirió Kat sin
amilanarse.
A Elisabeth se le tintaron las mejillas de un rojo vivo por la referencia de
su hermana.
—¡Katherine! —exclamó sin aire en los pulmones por su atrevimiento.
—Es mi intención, sí —declaró Derek con la sinceridad que lo
caracterizaba.
—Serán muy frecuentes mis visitas. —A eso Beth resopló.
—¿No te ves viviendo aquí? —Derek parecía inseguro.
Miró hacia los lados y comprobó que estaban solos.
—¿Tu vida no está en el barco?
—Y aquí, esta casa es mía —le aseguró firme—. Como las plantaciones
que le pertenecen y que espero que mañana las veáis.
—¿Tienes esclavos? —Elisabeth sabía que aquello se asemejaba a un
interrogatorio, mas no le importó, pues durante el trayecto se prometió
tratar a los trabajadores como se merecían, como personas.
—No, son hombres y mujeres libres que trabajan para mí, como antes lo
hicieron para mi padre —explicó.
—Eres de los pocos, por no decir el único que piensa de ese modo —
señaló Kat.
—En la mar tengo a mi cargo hombres de todo tipo de raza o condición,
los trato como al resto, con el mismo respeto que se merece cualquier
persona —les contó para matizar todavía más su relato que era verídico por
muy pirata que fuese.
—Como dice nuestro padre: da igual la condición que se tenga, todos
somos personas —añadió Beth a sus palabras.
—Así que esta casa ya le pertenecía a tu familia —se interesó Kat.
—Sí, la compró mi padre con el primer botín, luego, fue añadiendo más
terrenos y la remodeló. De hecho, puedo decir que me he criado aquí más
que en el barco.
Elisabeth no sabía esos datos, y se lo apuntó mentalmente para
preguntarle más tarde cuando tuviesen ocasión de estar solos.
—Severus ahora os mostrará vuestros cuartos, y luego bajad a tomar un
té. ¡Severus! —lo llamó.
El mayordomo apareció con presteza.
—¿Señor?
—Muéstrales sus cuartos a las señoritas Finley —le pidió.
Elisabeth antes de seguir al mayordomo miró a Derek que tenía el rostro
iluminado de placer al tenerla de nuevo a su lado, y le leyó en sus labios:
«Hay otra sorpresa». Bajó la cabeza ante la inminente oleada de sangre que
se le acumuló en las mejillas.
Capítulo 16

Al punto que Elisabeth desapareció por la puerta, Derek frenó a su futura


cuñada cogiéndola por el brazo, puesto que debían tratar un asunto que a él
le picaba bastante en el alma.
—Espera.
Katherine miró el agarre de sus dedos con cierta altanería y logró que él
la soltase. Había sido demasiado audaz en su actitud para con ella.
—Sabía que tendríamos que hablar —le encasquetó ella resabidilla.
—¿Trajiste lo que te pedí? —El misterio sobrevoló el aire que los
rodeaba.
—Sí —le confirmó por lo bajo para que su hermana no la oyese—.
Métete esto en la cabeza, pirata, si digo que voy a hacer algo, es que lo voy
a hacer. Está a buen recaudo, mi doncella no ha sospechado.
Derek asintió.
—Atiende bien: Francis está en las cocinas esperándote…
—¿Hay que salir ya? —Abrió mucho los ojos.
—No, antes de la cena, por eso ya está aquí.
—Vale. —Se quedó meditabunda—. Me inventaré algo, que estoy
cansada y prefiero acostarme, a Elisabeth no la cogerá de susto ni
sospechará, porque sabe que me gusta dormir.
—Le tengo preparada una sorpresa que nos mantendrá fuera de casa para
que te puedas mover con libertad.
—¿Los criados no sospecharán? —Derek percibió el cambio de aire
alrededor de Katherine, pudo oler el temor y, más pronto que tarde, captó
cómo el rostro redondeado de ella se oscureció por las dudas que también se
reflejaron en sus ojos verdes, la misma tonalidad que los de Elisabeth.
Le sorprendió observar que en el fondo las dos hermanas se parecieran
tan poco físicamente como mentalmente, claro estaba que Duke, Dominick
y él casi eran iguales. Ellas eran bellezas diferentes, aunque él se quedaba
con su amada Elisabeth. Debía procurar sosegarla para que no reculase.
—Tranquila, todos saben que aparte de noble soy pirata y nadie dirá nada
—le confesó con confianza.
Kat puso los ojos en blanco.
—Todavía no doy crédito. —Negó con la cabeza y se encogió de
hombros para mentalizarse de eso—. Seré cauta.
—No esperaba menos de ti y si tienes alguna duda, Francis te lo contará
todo.
Solo esperaba obtener lo que quería.
Capítulo 17

Tomando el té en el jardín trasero, donde árboles frutales jugaban al «pilla


pilla» con las palmeras y otros árboles autóctonos, había un rincón muy
íntimo al lado de un sauce llorón que le daba ese ambiente inglés, a través
del cual la selva adyacente guardaba para sí los secretos de aquellos que los
quisieran narrar. Así lo hizo Derek con ellas. Trago tras trago, les contó que
había visto grandes plantaciones de café en las tierras bañadas por los mares
del sur, que había surcado junto a su padre y sus hermanos, habían arribado
en playas de agua cristalina y arena blanca, había sobrevivido a tormentas,
cuya fuerza arramblaba con todo a su paso creando grandes inundaciones.
Para Elisabeth la sensación de haber estado en una jaula durante esos
cinco años se acrecentó con las historias de islas piratas en los mares del
sur, donde corsarios, bucaneros u otro tipo de filibusteros enterraban sus
tesoros. ¿Por qué los hombres podían vivir grandes aventuras y las mujeres
no? Aquella cuestión se asentó entre su cabeza y su corazón. Mas todo
quedó relegado a un segundo plano cuando Derek, de forma muy
misteriosa, le quiso atar el lazo que llevaba al cuello sobre los ojos, ¿qué era
lo que no podía ver?
Con cuidado la dirigía a alguna parte de la propiedad.
—No me sueltes. —Ella daba pasitos muy cortos.
—Sosiégate, jamás lo haré. —La besó en la sien.
Elisabeth estiró un brazo y lo que tocó con los dedos separados fue
vegetación; percibió las hojas de los helechos, los troncos que podían ser de
palmeras, otras hojas o flores que por el tacto no reconoció. El olfato
también se le agudizó y el olor intenso que desprendía la naturaleza al
anochecer no le pasó desapercibido, pues habían flores que solo podías
percibir a esas horas, a esos los acompañaba otro dulce y fresco, potente y
embriagador, que aprendió a reconocer de todos sus años viviendo en
Jamaica: el hibisco. Su aroma era inconfundible, sin embargo, notó que se
mezclaba con el del mar que lo convertía en salvaje. Derek había logrado
agitar sus sentidos sin ponerle un dedo encima, sin haber caricias candentes
que los prendieran en las llamas de la pasión. Solo con taparle los ojos y el
oído se le afinó tanto que a lo lejos pudo oír el rumor del mar, ¿a dónde la
había llevado?
—Derek, ¿dónde estamos?
Él sin decir nada, se colocó detrás de ella y le quitó el lazo. Poco a poco
fue abriendo los ojos para comprobar que, frente a ella, con algunas
enormes hojas que pretendían taparlo estaba el mar. Al girarse sobre sus
pies, se quedó anonadada al ver que aquel pedazo de selva estaba iluminado
por pequeñas antorchas dispuestas de tal modo que no provocasen un
incendio y generaban claroscuros como en un escenario mágico, pues el
fuego tornaba la naturaleza más enigmática, recóndita y la rodeaba esa aura
seductora de lo desconocido. Al fijarse de nuevo en el mar, se percató en
cómo el mismo sol tintaba de naranja el horizonte y convertía las aguas en
un mar dorado, donde las promesas cobraban veracidad y el amor flotaba
entre olas color oro.
Con el corazón desbocado en el pecho, golpeándole en las costillas, miró
a ese hombre que no perdía la oportunidad de sorprenderla.
—¿Te gusta? —inquirió con cierta timidez impropia para un pirata y en
la que ella volvió a ver en sus ojos grises a aquel joven que la conquistó.
«¿Un pirata puede ser así de romántico?», barruntó. Ella no contestó, ya
que se había quedado sin palabras, por ello, se lanzó a su cuello.
—Me alegro que el destino te haya traído de vuelta. —Inspiró su aroma
un poco más picante por el sudor—. Debes saber que te esperaría toda una
eternidad.
—Eso ya no va a hacer falta, estoy aquí y no me iré. —Ella se separó y
volvió a mirarlo a los ojos, que la observaban con el amor puro con el que
un hombre podía recoger a una mujer en su mirada—. Te necesito para
seguir vivo. —Le dio un beso firme en la frente—. Ven.
Entrelazó los dedos con los de ella y la guio por la estrecha línea que
separaba la vegetación de la arena. A medida que avanzaban con los últimos
rayos del sol, vio lo que parecía una cama con dosel cubierta por una
vaporosa tela blanca.
—¿Y eso? —Le apretó la mano para que frenase su caminata.
—Hoy vamos a cenar en la playa —le confesó con una sonrisa.
—Derek, ¿no es un poco peligroso?, ¿qué pasa con los filibusteros? —
Cierto temor a ser asaltados la rodeó.
—A este lado de la isla no llegan, porque están las plantaciones y lo
mejor para ellos se halla en Port Royal, donde pueden fulminar sus riquezas
en alcohol y mujeres.
—Me fiaré de tu palabra si estás tan seguro, no me gustaría que ningún
asaltador de caminos nos diese un susto.
—No va a pasar, además, tengo hombres apostados en varios puntos,
pero primero lo que debes hacer es descalzarte —le pidió.
—¡¿Qué?! —exclamó contrariada. Él se descalzó y se quitó los calcetines
—. ¿De verdad?
—Sí.
—Derek, si hay hombres apostados no es decoroso que me descalce, me
pueden ver los tobillos.
—Hay hombres, pero no les vas a mostrar los pies, solo yo los veré. —
Sin levantarse le tomó un pie—. Te lo haré yo.
Le quitó el zapato y, luego, con dedos delicados, le rodó la media por
toda la longitud de la pierna. La piel se fue erizando al paso de sus yemas.
Repitió lo mismo con la otra. Elisabeth cerró los ojos para contener ese
deseo oscuro que se desprendió como una ola candente desde las
profundidades de su cuerpo, que la cubrió entera y le fluyó por las venas.
Derek era puro fuego.
—Listo. —Se irguió guardando las medias en el bolsillo del pantalón—.
Nadie sabrá que estás descalza.
Ella perdió la voz a causa del atrevimiento de él que, cuando volvió a
cogerla de la mano, la condujo por la arena que le raspaba las plantas de los
pies y los lamía con la frialdad de esas horas, pues el sol ya no la calentaba.
El cenador al que llegaron, era más bonito de cerca. Estaba preparado
para cenar, con una pequeña mesa en el centro, con dos sillas, había una
hoguera de la que pendían varias piezas de carne asándose a las brasas y era
lo que lo iluminaba todo, amenizado por el canto de las aves, lo que le daba
un aspecto más encantador a esa sorpresa.
—Esto es muy bonito —musitó sin aliento y con el corazón
bombeándole. Estaba tan nerviosa que temblaba y no sabía dónde fijar la
vista. Solo recordaba que un hombre tenía la capacidad de sorprenderla:
Derek. Siempre había sido él para todo.
—Hecho por y para ti.
—No quiero que esto termine. —Sin poder contenerse, enroscó los
brazos alrededor de su cuello.
—Jamás lo hará. —La separó para dar un firme beso en los labios—.
Ahora, señorita Finley, a cenar. —Él, muy caballeroso, le apartó la silla para
que tomase asiento.
Mientras Derek servía el vino y se disponía a trinchar una de las piezas
de carne, ella se perdía en el beso entre el sol y el agua; en cómo el astro rey
iba apagando su luz, o en cómo se creaban franjas doradas en el mar. Al
mirar hacia un lado, una figura llamó su atención: se trataba de un navío de
enormes dimensiones y bastantes metros de eslora. Elisabeth jamás había
visto un barco similar amarrado en Port Royal.
—Derek —lo llamó preocupada.
—¿Qué? —Él estaba más interesado en la carne.
—Mira hacia las rocas. —Le señaló el lugar exacto con el dedo índice.
Él dejó los platos de fina porcelana para dar dos pasos hacia atrás.
—¡Ah!, dices el barco. —Parecía muy tranquilo.
—¿Qué hace un barco pirata aquí?
—Es mío, no hay de qué temer. —Se centró de nuevo en la carne.
—¿Por qué no está en Port Royal?
—Si hay algún problema, lo tengo a mano para poner a la gente a salvo,
y así evito el viaje a Port Royal —explicó.
Elisabeth había comprendido que con él salvaría a todos los miembros
del servicio que vivían en la casa o que lo necesitasen. Derek le sirvió su
plato sin temblarle las manos.
—¿No te agrada que esté aquí? —Se interesó por su opinión.
—No, no me molesta. —El rico olor a la carne le despertó el hambre. En
cuanto metió un pedazo en la boca, se le deshizo.
Inmediatamente después de que Derek se sentase, y empezasen a comer,
no pudo evitar hacerle unas cuantas preguntas.
—¿Has oído hablar del buitre negro?
—Sí, en Port Royal. —Cortó un pedazo de carne rasgando con el
cuchillo la porcelana, ruido que le provocó dolor de dientes a Elisabeth—.
En los mares del sur no. A mi juicio exageran.
—¿Por qué? El miedo es libre, Derek. —Ella bajó la mirada al plato que
fue degustando con lentitud.
—Y hay mucho de mito. —Elisabeth dejó de comer y agitó la cabeza
para que se explicara—. En Londres los piratas somos héroes, porque la
gente no es consciente de lo que sucede aquí, estamos muy lejos de la
metrópoli y si llega a los noticiarios, que unos piratas ingleses derrotaron a
los franceses o a los españoles o a los holandeses, nos convierten en
grandes patriotas, a pesar de tener a nuestras espaldas muchos muertos. A
ellos solo les importa que hemos ganado.
—Entiendo.
—Por eso digo que, cuando se habla de un pirata hay que juzgarlo por lo
que hizo, y quizás ese tal buitre negro no sea como lo describen.
—Dicen que es muy bravo y fiero en el mar.
—¿Qué pirata no lo es? —Cogió el hueso del costillar y lo limpió con los
dientes del mismo modo que lo hacía años atrás. A Elisabeth le encantaba
verlo tan natural y distendido, sin estar vigilante a todo a su alrededor, ese
era Derek, ese era su hombre. Al terminar, se limpió con un paño—. Todo
pirata tiene algo que esconder.
—¿Y tú? —le devolvió la pregunta.
—Mi gran secreto siempre has sido tú; mi punto débil eres tú.
Elisabeth se sonrojó y no pudo evitar sonreír con timidez.
—¿Y en el mar?
—Mi camaradería con mis hermanos, hay muchos que no conocen ese
lazo familiar y no queremos que lo hagan. Pero ninguno esconde nada. —
Tragó con fuerza como si quisiera alejar algún suceso o sentimiento que lo
atenazase. Volvió a tragar esta vez adelantando el mentón, un gesto que ella
nunca vio. Comprendió que sí, había un secreto que no era capaz de
confesar. Elisabeth abrió la boca para hablar, sin embargo, la cerró—. Habla
—le pidió.
—¿Te acuerdas de todo lo que hablamos? —Antes de que partiera cinco
años atrás, mientras el sol lamía sus pieles o el agua del mar tapaba su
desnudez, forjaron muchas promesas entrelazadas a un futuro en común
lleno de esperanza.
—Sí y ¿sabes por qué? —Ella negó con la cabeza, con el corazón tan
palpitante que desprendía millones de mariposas—. Los escribí cuando me
quedaba solo en mi camarote.
—¿En serio? —Le cortó la respiración.
—Te lo aseguró, mi cuaderno de bitácora está lleno de apuntes, de frases
que me decías o de esos planes que ideamos tumbados en la arena.
A Elisabeth le comenzaron a sudar las manos, ¿aquello podía ser posible?
—¿Todavía quieres…?
—¿Formar una familia? —concluyó por ella que asintió—. Mira a tu
alrededor, esto es nuestro futuro.
—La plantación es el futuro —dijo casi sin aire en los pulmones.
—No permitiría que fueses la esposa de una pirata.
—Lo eres.
—Cierto, pero también conde. Quiero darte una vida tranquila en la que
disfrutar, en la que resguardarte cuando el mundo se ponga en contra, no
una en la que vivas con la incertidumbre de si arribaré en puerto o no.
—El amor no es asunto de piratas. —Se podría decir que ella había
crecido escuchando esa frase y no sabía hasta qué punto era cierta o no.
—Mírame a mí, un pirata enamorado desde hace años de la misma mujer.
—Se chupó el pulgar luego de recoger los restos de comida—. ¿Quieres
vivir esta vida conmigo?
—Claro, aunque ojalá fuese hombre.
—Beth, ¡¿qué diantres dices?! No podría amarte.
—No lo digo por eso, sería bueno que alguien me explicase por qué las
mujeres no podemos ser piratas, corsarias o bucaneras.
—No me gustaría que estuvieses metida en ese mundo, si ya de por sí la
vida es dura para todos, la mar es indómita y el doble de insegura.
—Eso no resta a que desee vivir esas aventuras a tu lado. Pero tengo
mie…
—No lo tengas. —Negó con la cabeza, separando el plato.
—Tengo miedo de que un día añores el mar y por mi culpa no puedas
embarcarte de nuevo —reconoció ese pesar que portaba su corazón—.
Perteneces al mar.
—No es verdad —aseveró él.
—A un pirata la mar siempre lo llama.
—Pero no es mi caso.
—Algún día volverás —insistió ella con temor.
—A quien quiera más riquezas y poder sí, a mí no. He estado mucho
tiempo fuera de casa y ahora que he regresado, que te he recuperado,
aunque el mundo no lo sepa, jamás... —Se levantó con el paño en las manos
que lo arrojó sobre la mesa y se acuclilló delante de ella—. Mírame a los
ojos. —Ella le obedeció—. Jamás me moveré de tu lado y si es el caso de
que el mar me llame, pasearé por la orilla, pero nunca me separaré de mi
familia ni la dejaré desprotegida. —Se irguió y le tendió la mano, ella la
aceptó sin pensar. Se dirigieron hacia la orilla, donde las atrevidas olas les
lamieron los pies—. Bajo el firmamento estrellado y con el mar como único
testigo te prometo, aquí, ahora, que no habrá nada que me aleje de ti.
Antes de que ella pudiera hacer algo más que separar sus labios, se
inclinó para besarla. Elisabeth percibió su boca suave, firme; su lengua
caliente y sabrosa por la cena. Su corazón se aceleró ante la idea de hacer
algo tan impactante, ahí, en la playa, supuestamente frente a tantos ojos
invisibles que cuidaban porque nada les sucediera.
Sin embargo, ella no tenía ningún deseo de parar. Entrelazó sus manos
alrededor de su cuello y lo atrajo más cerca, deseaba con desespero que la
noche nunca terminara.
Cuando él se separó, ella sintió la pérdida de su alma, la cual le entregaba
a cambio de otro deseo:
—Hazme tuya.
Capítulo 18

Aquella orden enmascarada de dulce petición, que soltó sin apenas aire en
los pulmones, generó cierto instante de dudas en Derek que se vieron
reflejadas en su mirada grisácea. Para Elisabeth estaba en un «sí, pero no»,
que a ella la tambaleó sobre sus talones, debido a que no anhelaba que se
echara hacia atrás. Ella quería que la hiciese suya, que la tomase en cuerpo
y en alma hasta el más allá.
—¿Estás segura? —inquirió él con voz queda.
—Sí, por supuesto —su respuesta fue firme.
Antes de que él reculara la situación, Elisabeth tomó las riendas
enroscando los brazos alrededor de su cuello y lo acercó a sus labios.
Parecía que Derek se iba a resistir al principio, mas no tardó en devorarla
como a ella le gustaba, la aferró por la cintura y la pegó a él para hacerla
partícipe de la dureza de su erección, del fuego de su deseo a través de la
ropa que se interponía entre ellos como miles de barreras. Aun así, ella
podía percibir el calor que desprendía su piel y la calidez de su aliento, que
mezclado con la suave brisa que desprendía el mar, lo hacían irresistible.
Derek tenía el poder, desde que se conocieron, de dominar y saturar sus
sentidos, su cuerpo se relajaba instintivamente con solo verlo o al entrar en
contacto con el de él. La cabeza le daba vueltas en cuanto se separó.
—Espero que no dudes que ardo en tu deseo.
—Me enloqueces, Elisabeth, y esa seguridad me excita —le dijo con la
respiración agitada.
—Entonces, no esperes más. —Ella estaba enaltecida por la lujuria que
fluía por sus venas.
—No lo dudo, pero no habrá vueltas atrás.
—Qué así sea.
Él no necesitó nada más para comenzar a desvestirla y que ella hiciese lo
propio con él. Cuando Elisabeth notó los hombros al aire, Derek en un
arrebato, cogió los dos extremos del corsé y tiró de todas las prendas juntas,
vestido y camisola interior. Las rompió —rasgando el ambiente que los
rodeaba a la vez que era casi irrespirable, que les caldeaba la piel hasta
tornarla sensible a cualquier caricia—, y cayeron por la cintura de
Elisabeth, quien lo había medio desnudado. Él la ayudó a terminar con la
camisa, que utilizó de almohada para ella, cuando terminaron tumbados en
la orilla del mar y cuyas olas les lamían los pies. Elisabeth no se cubrió los
pechos, se quedó desnuda, expuesta ante él para que se percatara de que no
tenía reparos, era imposible, pues ya se habían visto desnudos muchas veces
cinco años atrás.
De inmediato, Derek los cubrió de besos, y atormentó sus excitados
pezones; los pellizcó, los mordisqueó, los acarició con la suavidad de su
lengua aterciopelada, del modo que presintió que ella tanto necesitaba. La
combinación entre su lengua y sus dientes hizo que ella le sujetase por el
pelo para que no se le ocurriese separarse. El sexo de Elisabeth se
humedeció por completo, le gustaba tanto, que arqueó la espalda para
ofrecérselos, él la estaba seduciendo, conquistando, poseyendo; era justo lo
que ella quería y, sin poder evitarlo, cegada por el placer, movió las caderas
en busca de la erección. Al notarlo, Derek que hasta ese momento había
estado entre sus piernas con el pantalón puesto, se irguió para sacárselo.
Sus miradas, bajo la luz de las estrellas, se entrelazaron y deslizó un dedo
por entre los labios de su deseo para separarlos. Masajeó el lugar exacto que
a Elisbeth le dolía tanto y consiguió que la presión en esa zona de su cuerpo
disminuyera hasta que se desplomó en medio de gemidos de placer mientras
su sexo le empapaba la mano. Él también gimió y la penetró con el dedo.
Ella se quejó levemente, mas no dejó de mover las caderas, ¡tenían voluntad
propia! Necesitaban ansiosas esa penetración. Derek tenía otros planes: con
el pulgar le acarició el clítoris hasta que estuvo hinchado, sensible y
dolorido por su toque.
Elisabeth sabía que lo apropiado sería detenerlo, empujarlo, separarlo, ya
que en esa situación su honor corría peligro, en cambio, la realidad era otra
diferente: no podía negarle nada. No podía negarse a sí misma esos ríos de
placer; no podía negarles a sus almas que se diluyesen en una sola. Sin
saber en qué preciso instante cerró los ojos, los volvió a abrir y lo miró, su
rostro estaba duro, y apasionado, jamás lo había visto así.
—¿Cuán… Cuándo vas a estar dentro de mí? —Se arqueó de nuevo.
—Cuando sepa que vas a ser mía.
—Te quiero dentro. —En sus ojos brillaba algo extraño, una especie de
ternura que le llegó al corazón.
Fue entonces, cuando Derek dibujó un círculo con las caderas, y su
miembro se deslizó con suavidad por entre los húmedos labios de su sexo.
Ella se tensó a la espera de la punzada de dolor que seguía a la penetración,
nunca llegó, por eso, se apoyó sobre los codos y lo que vio la excitó todavía
más: Bajo la luz de una luna llena redonda, plateada, que iluminaba
tenuemente la playa, la enhiesta verga de Derek se deslizaba entre sus
pliegues íntimos, que Elisabeth también separó con las manos.
—Te ... ¿Te gusta? —le inquirió él con voz enronquecida y entrecortada.
—S… sí… —Durante una fracción de segundo volvió a ser consciente de
cómo el mar le lamía los pies, mas no conseguía enfriarle el cuerpo, al
contrario, la hacía caer en la espiral apretada de lujuria que Derek creaba
alrededor de su cuerpo.
—Rodéame las caderas con las piernas, será más intenso.
En cuanto lo hizo, su pene se colocó mejor entre sus labios y pudo sentir
la piel rugosa así como la vena hinchada que lo cruzaba. Ella, entregada a la
lujuria del momento, con las caderas danzando al mismo ritmo que las
Derek, dejó caer la cabeza hacia atrás soltando gemidos. Le daba igual
quien pudiera escucharla, era más, tener ojos vigilando, la estimulaba
convirtiéndola quizás en una ramera que no en una mujer de bien, que debía
esconderse en sus aposentos para entregarse a su hombre. ¡NO IBA A
FALSEAR SUS EMOCIONES!
—¿Va a ser siempre así? —Les costaba respirar.
—Mejor. —Esa respuesta la hizo jadear más fuerte.
Lentamente, Derek le cubrió el cuerpo con el suyo. Sentir su peso, su piel
mojada por el sudor, que se movía encima de ella tan desesperado, reavivó
su anhelo. Ansiosa por notar de nuevo aquel placer tan intenso, se movió
con mayor ímpetu debajo de él, y al percibir como unos calambres le
recorrían las piernas, le clavó las uñas en la espalda, segundos antes de que
el orgasmo arramblase. El deseo en esos segundos se materializó en esa
parte erecta del cuerpo masculino que le proporcionaba un gran placer que
solo él podía darle. Gritó su nombre con el estallido del éxtasis y en un par
de segundos, él hundió el rostro en el hueco de su cuello al soltar un
gruñido.
Sus piernas quedaron enredadas en la espuma del mar que pretendía
esconder lo que allí y pretendía ser, junto a la luna, su refugio de amor.
Pasados lo que fueron unos minutos, en los que sus respiraciones
continuaban desacompasadas, lo mismo que el latir de sus corazones —el
de Elisabeth estallaba y chispeaba de felicidad—, Derek se apartó y desvió
la mirada hacia el estómago de ella. Elisabeth hizo lo mismo, estaba
pegajoso y resplandeciente por su semen, que él se encargó de limpiar con
una de las prendas rotas, de la cual se deshizo al tirarla a un lado. Luego,
preparó una almohada con la chaqueta de su traje y arrastró a Elisabeth con
él para mantenerla a su lado.
La cabeza le quedó en su torso, en donde podía escuchar su pulso aún
encabritado, una sinfonía que la iba adormeciendo.
—Beth, te ofrecería darnos un baño, pero a lo mejor el mar está bastante
frío a estas horas de la noche.
—Estoy bien cómo estoy —dijo con voz somnolienta.
—Y yo. —La besó en el pelo y se aferró fuerte a ella—. En mi soledad
con el mar, sus olas arrastraban tu voz.
—¿Cómo es eso?
—Te oía, cuando las demás voces perdían importancia y la cobraba mi
corazón.
Ella sonrió sobre su piel. La punta de su lengua rozó la piel de su
abdomen, picaba en el paladar y saboreó un poco el agua salada que los
rodeaba.
—¿Dónde aprendiste a hacer esto que me has hecho? —inquirió intrigada
y un tanto juguetona a pesar de tener el cuerpo laxo por el estallido de
placer.
—En la isla de Santa María.
Elisabeth nunca había oído ese nombre, ni lo conocía
—Nunca oí hablar de ella —le hizo saber—. ¿Está cerca de aquí?
—Está muy lejos, en los Mares del Sur —le explicó mientras sus dedos
le recorrían la columna vertebral que tiraba de la piel—. Allí pasé estos
cinco años y donde agrandamos la fortuna familiar, asaltando
embarcaciones chinas y de otros lugares de aquellas tierras. Es como Port
Royal, jamás vi tanta riqueza. —Derek se deshizo de su abrazo, se sentó
con la mirada perdida en el mar, ella también, y le acarició los hombros—.
Donde hay piratas, hay meretrices.
—¿Estuviste con alguna? —La pregunta le salió sola. Contuvo el aire,
esperando su respuesta. No podía imaginarse a Derek con otra mujer. Eso le
dolería, aunque entendía que, tras tanto tiempo, pudiera suceder.
—No, mi padre jamás nos lo permitió. —Se encogió de hombros—.
Quería que fuésemos hombres de bien, que jamás traicionaran su corazón.
Quería que formásemos una familia y tener nuestros hijos, pues, según él,
eso es lo que le da sentido a la vida de cualquier hombre. Era la vida que
quería para nosotros, aquí en Jamaica, por eso compró las tierras para la
plantación, para darnos un futuro mejor que el de ser piratas. Pero eso no
excluye que mirase lo que ellas practicaban con sus amantes esporádicos, y
esto que te hice, lo vi hacerlo a algunos hombres, por eso sabía que podía
ser tan placentero para ti como para mí.
—Te convertiste en un fisgón.
—Más o menos, todo lo que veía, lo quería practicar contigo, aunque
después me tuviera que dar placer a mí mismo.
—¿No tomaste a ninguna mujer? —Volvió a preguntar con las entrañas
encogidas.
Él negó con la cabeza muy lejos de allí.
—En esas tierras aprendí mucho, crecí y perdí el doble.
Ella se mantuvo en silencio, o eso pretendía, mas la curiosidad fue más
fuerte.
—¿A qué te refieres? —musitó para que quedase entre ellos.
—Allí murió mi padre en manos de un bucanero que aprendió todo lo
que sabía de Bartholomew y enseñó, a su vez, al capitán Henry Morgan.
—El pirata que fue gobernador. —Elisabeth se acordaba de aquel hecho,
pues ese hombre se alió con los franceses para continuar con la piratería.
—Sí, ese mismo. Jamás pensé que fuera a madurar de un modo tan
horrible, pero debí convertirme en el cabeza de familia con la ayuda de
Francis. —Expiró el aire retenido en los pulmones y se limpió una lágrima
—. Duke no me lo puso fácil, casi enloqueció. —Elisabeth sabía que se
trataba de su hermano mediano—. En el mar se convirtió en alguien a quien
temer, ya que esa furia que retenía en su interior, en el mar le dominaba el
alma. Pero era hombre de ley, nunca rompió con la promesa que nos hizo
jurar mi padre en su lecho de muerte: «jamás os separéis, os defenderéis
hasta la muerte». Hasta que le dieron caza.
Con la mano sobre su espalda notó como los músculos se le aflojaron, los
hombros se le hundieron. A su alrededor, los grillos cantaban alegres como
si aquella historia no les importase.
—No tuviste la culpa.
—En parte sí, porque de los tres fui yo quien rompió esa promesa, no
llegué a tiempo para defenderlo de la muerte.
Ella le rodeó el rostro con las manos y se asombró al fijarse como sus
lágrimas se adueñaban del reflejo de la luna.
—Esté donde esté tu hermano, sabe que no fue tu culpa y mucho menos
que eres mal hermano. —Él no hizo nada, seguía en su mundo interior—.
Derek. —Él la miró—. Regresa conmigo. —Quería alejarlo del dolor.
—Te prometo que no me moveré de tu lado. Por eso, por ti, dejaré el mar.
—Tienes alma de pirata.
—No, Beth, tú eres más importante que nada. Estos cinco años no
requería de ninguna mujer, porque solo existe una con la que quiero estar,
una a la que solo ama mi corazón: tú.
—No requiero promesas, solo a ti.
—Me tienes. —Aplastó la boca contra la de ella. Ella gimió, envolviendo
sus brazos alrededor de su cuello y atrayéndolo más cerca. Sus lenguas se
cruzaron en una danza erótica, que volvía a enaltecer sus cuerpos y prender
la llama del fuego de la lujuria, por el que sus destinos quedaron unidos.
Saboreó en su boca el mar, así como la promesa de un futuro. Se inclinó
hacia ella, antes de romper el beso con pequeños mordisquitos.
—Vente. —Derek se puso en pie con agilidad felina.
Elisabeth lo siguió y terminaron enredados en el mar, abrazados,
permitiendo que las olas se llevasen todo lo malo, quedando sus espíritus
desnudos.
Capítulo 19

H ermano:
Cuando estés leyendo esta misiva, estaré rumbo a Port Royal. Al no tener noticias tuyas,
quiero personarme para ayudarte en nuestra misión, no voy a permitir que portes con esta
carga tú solo, cuando compartimos el mismo sentimiento y mi alma clama venganza.
Este es un asunto que nos compete a los dos.
Es un asunto de familia.

Derek chasqueó la lengua, se quedó parado, con el más profundo


asombro retratado en el rostro, aunque en cuestión de segundos, se tornó
lívido. Hacía un cuarto de hora que Severus lo levantó de la cama, que
compartía con Elisabeth, por la llegada de la escueta misiva de Dominick,
que lo revolvió por dentro al dar al traste con sus planes. Echó la cabeza
hacia atrás y miró al techo que lo separaba de su amor, que dormía
plácidamente en la cama.
—¡Maldita sea! —Golpeó el escritorio que había sido de su padre y que
había traído de Londres—. ¡MALDITA SEA MI ESTAMPA!
Con esa carta de su hermano percibió una soga invisible que poco a poco
se le iba cerrando en torno al gaznate. La venganza y el amor chocaron en
su corazón, sentimientos tan contrarios provocaron que se sintiese al borde
de un precipicio que tirase por donde tirase era una caída sin igual, pues
tenía mucho que perder: o a su hermano, la única familia que le quedaba
con vida, o al amor de su vida. Así de sencillo y de complicado se había
tornado todo. Su vida era un pozo oscuro sin salida. Lo peor de todo era que
al tratar con el teniente-gobernador no le pareció un hombre hostil, todo lo
contrario, era un hombre de paz, que creía en la presencia de los piratas en
Port Royal.
No era un problema al que se enfrentaba, era un doble problema, pues no
era tonto, iba a salir herido, iba a perder lo más valioso que un hombre
podía tener en vida, la familia y el amor.
—¡Severus! —llamó a su mayordomo.
—Dime, Derek. —Había una gran amistad entre ellos, pues Severus era
un antiguo esclavo que huyó de Tortuga en uno de los levantamientos que
se produjeron en esa isla y se integró en la tripulación de su padre. No
obstante, al resultar herido en un enfrentamiento, Derek le dio una mejor
estabilidad, aunque sabía que Severus desenvainaría la espada por él si
llegaba el momento.
—Es una carta de Dominick, está en camino, pero antes de que recale
donde siempre…
—Lo tendré todo preparado —lo interrumpió.
—Gracias, pero antes de que llegue, tengo que alejar a las señoritas
Finley de él.
El hombre entrado en edad quedó perplejo y tras unos segundos en
silencio, agitó la cabeza. De pronto, en su rostro se reflejó al antiguo pirata.
—Derek, ¿qué sucede que yo no sé?
—Si Dominick se entera del apellido de estas muchachas, las matará y
luego me cortará el gaznate. —Las debía poner a salvo de la furia de Dom.
—Debido a…
—Sabes qué queremos vengar la muerte de Duke.
—Como todos los que lo conocimos, queremos justicia. —Aquella frase
le congeló la sangre en las venas y le revolvió las tripas.
—Pues son las hijas del gobernador —declaró al fin con la boca seca.
—Vale, ¿y? —Severus no daba atado los cabos.
—Como que ¿y?
—Ellas son inocentes. —Severus lo entendía, lo que no compartía era
que ellas tuvieran que sufrir la furia de Dom.
—No para Dom, y no quiero que en esta casa corran ríos de sangre.
—Estás muy seguro de que tu hermano se cegará con esas dos
muchachas.
—Demasiado. —Conocía a su hermano y el dolor todavía lo corroía por
dentro. Exhaló el aire que retuvo en los pulmones. Era consciente que no
tardaría mucho en complicarse todo.
—Dominick no es un desalmado, Derek. —Severus se acercó a él—. No
creo que les haga nada.
—Por si acaso, prefiero prevenir.
—Dom no es una mala bestia, jamás le pondría una mano encima a una
mujer.
—Lo sé, pero…
—Es la primera vez que amas de verdad —sentenció Severus—. ¿Es ella
la mujer que recordabas en los mares del sur?
Derek suspiró.
—Siempre fue ella.
—Háblale de ella a Dom, debe saberlo todo.
En ese aspecto Severus tenía razón. Siempre había ocultado la existencia
de Elisabeth tanto a su padre como a sus hermanos, aunque Duke
sospechaba que podía haber alguna mujer rondándole la cabeza, realmente
solo Francis conocía a Elisabeth. ¿Hasta qué punto Dom la aceptaría? Con
el dorso de la mano se rozó el bolsillo del pantalón en el que había
guardado el relicario que ese día quería mostrarle a Beth, era la señal de que
siempre había estado con él, mas intuía que le iba a ser imposible.
—Tienes que abrirle el corazón a tu hermano para que te comprenda —le
aconsejó Severus.
—Mientras ese día llega, prefiero prevenir. —A veces no había nada
como la cautela.
—Lo tienes decidido.
—Deben marcharse.
Esa ocasión el corazón le tembló de miedo y debía esconder ese
sentimiento que lo hacía débil ante los acontecimientos. Ante la vida. La
furia contra sí mismo consiguió que, con la misiva de su hermano en un
mano, la arrugase en cuanto se agarró al respaldo de la silla que crujió por
la fuerza que ejercía.
El baile del destino había comenzado.
Capítulo 20

Elisabeth se desperezó a medida que los primeros rayos del sol le


acariciaron el rostro como si se tratasen de miles de hadas que danzaban
sobre su pelo. Fue despegando los párpados poco a poco a medida que los
dedos se tropezaron con el cabezal de hierro forjado de la cama. Al respirar
hondo, pudo percibir las últimas notas de la fragancia de la Reina de noche
o flor lunar, una planta similar a un cactus, cuyas flores solo se abrían
durante las frescas horas de la noche, bañando el ambiente con un aroma
dulce, similar a la vainilla, aunque más rico que el del azahar o el jazmín.
Era distinta a todas las plantas que había visto en su vida, pues, su tallo
tenía miles de espinas que se podían pinchar en la piel.
La noche anterior, habían llegado a casa tras el baño en el mar donde las
olas de la pasión competían con las del mar, que les lamían la piel, mientras
sus cuerpos caldeaban el agua. Derek le había enseñado que había muchas
maneras de adorar el cuerpo, de recibir un placer infinito sin tener que
penetrarla, hecho que según él repitió: «ese momento quiero vivirlo después
de casarme contigo. Es la última forma que me queda para hacerte mía».
Ella lo aceptó de buen agrado, puesto que jamás había barruntado que se
pudiera disfrutar de ese acto sin que él la penetrase. Sonrió ante los
múltiples recuerdos que habían forjado bajo la luz de la luna, la única
testigo de su amor carnal, de la lujuria que enredaba sus corazones sin
permitirles separarse.
Se levantó relajada, con un ánimo alegre que le hacía querer bailar, reír y
gritar. Su vida tornaba hacia donde ella siempre había deseado, hacia Derek.
Los deseos más ocultos, casi perdidos en los confines de esos cinco años, se
estaban convirtiendo en realidad. El hombre, que le había arrebatado el
alma nada más verse, que la había enamorado con una sola palabra, estaba a
su lado. Su mente la llevó a una tarde perdida en los océanos del tiempo.

***

Varios años atrás.


La tarde era tranquila, muy soleada y calurosa. La joven Elisabeth se
había escapado de su doncella, una mujer mayor que a la tarde se quedaba
trastocada en cuanto sus posaderas reposaban en las sillas del jardín trasero.
Por eso, aprovechó su semi libertad para ir a recoger conchas a la playa.
Caminaba descalzada por la orilla, en la cual la arena fina y blanca, que
destellaba bajo el candor del astro rey, era más gruesa y oscura por las olas
que rompían en ella. Los bajos del vestido estaban empapados, mas lo
levantó para ir depositando el montón de conchas que no le cabían en las
manos. Se irguió al coger la última y miró al mar.
«Ojalá supiera nadar para sumergirme en estas aguas, para convertirme
en una sirena y surcar nuevos mares», siempre le lanzaba al agua el mismo
deseo.
—¿Se ha perdido señorita? —inquirió una voz masculina aterciopelada.
Ella pegó un brinco y se giró. Un joven alto, delgado de pelo negro como
el carbón y rostro alargado, cuya boca que le sonreía con socarronería, la
miraba con unos impresionantes ojos grises que se asemejaban a una
tormenta. Era la primera vez que veía a un joven tan atractivo, con unos
humildes pantalones negros, la camisa por fuera y ese aire salvaje que lo
tornaba un tanto peligroso.
—No. —Miró hacia los lados, no había nadie. ¿De dónde había salido?
—. ¿Qué hace aquí?
—He venido a la playa —dijo con descaro.
Ella se estiró cuan alta era con orgullo.
—Pues que sepa que solo viene si yo quiero.
—¿Quién lo dice?
—Yo.
—¿Y usted es? —Él acortó la distancia que los separaba y la ojeó de
arriba abajo varias veces.
Por primera vez, Elisabeth notó una sensación extraña: la piel le picaba
cada vez que él parpadeaba y una extraña presión se asentó en su bajo
vientre.
—Señorita Finley —le encasquetó, nerviosa.
—¡Oh! —exclamó él con asombro fingido—. La hija del gobernador, lo
siento, Madame —pronunció aquella palabra con cierto retintín.
—Puede irse —lo despachó con cajas destempladas y se giró para darle
la espalda.
—No. —Aquella respuesta, consiguió que Elisabeth abriera la boca.
Sin amilanarse, lo encaró con la expresión de una niña caprichosa que se
reflejaba en su rostro.
—Se lo ordeno.
—A un pirata nadie le ordena nada. —Elisabeth percibió cómo el
corazón se le paró y cómo las mejillas se le arrebolaron, ¡era un pirata! —.
¿Y qué hace una dama descalza cuando sus pies deben ir tapados?
Ella bajó la vista y sí, se le veían los dedillos de los pies. Dejó caer el
vestido que se los tapó, aunque se mojó de nuevo con el agua del mar.
Intentó lanzarle una mirada cargada de desdén, mas no era impasible a ese
muchacho.
—Tranquila. —Acercó sus labios a su mejilla—. Será un secreto entre tu
y yo —le contestó al oído atrevido.
La calidez de su aliento le erizó la piel no solo del rostro, que recorrió
como si se tratase de la brisa marina, sino la de todo el cuerpo.

***

Ese recuerdo la acompañó al salón, iluminado por la claridad del día que se
colaba por los ventanales y el frescor de la mañana entraba por la terraza,
cuyas puertas estaban abiertas. Dentro ya estaba Derek, que miraba al
infinito por la ventana, entre las cortinas, que flotaban a su lado dándole un
aire inalcanzable, casi divino, y su pelo negro captaba la luz como un
espejo, aunque la ropa mostraba la tensión de los músculos que había
dejado.
—Buenos días —lo saludó con una gran sonrisa dibujada en los labios.
Una mano invisible la empujó para acercarse a él. Derek al oírla, se giró
y le correspondió con una sonrisa gemela a la suya, a pesar de que parecía
costarle mantener ese gesto que no le acariciaba los ojos. En cuanto
estuvieron uno frente a otro, él la estrechó con fuerza entre sus brazos.
—Buenos días, amor. —Aprovechó que estaban solos para regalarle un
dulce beso en la mejilla—. ¿Descansaste?
—Jamás dormí tan bien. —Soltó una risilla nerviosa.
—Estos colchones de plumón son muy buenos para descansar —añadió
Kat que los sorprendió. Se volvieron hacia ella que los saludó—. Creo que
pronto será vuestra boda.
—Eso espero. —Derek apoyó la frente en la sien de ella.
Se sentaron a la mesa para dar buena cuenta del espléndido desayuno que
la cocinera les había preparado, a base de huevos, beicon y dulces que, a
Elisabeth le abrieron aún más el hambre, sin embargo, había algo en él que
la hizo no separar la vista de Derek. Su rostro de líneas alargadas no estaba
relajado, cuando masticaba lo hacía con tanta fuerza que oía como
chocaban las muelas, tenía las aletas de la nariz abiertas y, a veces,
estrechaba los ojos. No estaba calmado y lo notaba por un hecho que no le
pasó desapercibido: la noche anterior en la cena daba grandes mordiscos a
la carne, en cambio, en esos instantes, estaba comiendo con cautela y no era
por la presencia de Kat ni por protocolo. Beth no pudo contenerse más y
tras beber un último trago de té, no pudo frenar la lengua:
—Derek, ¿qué sucede? —Él volvió el rostro hacia ella, como si tratase de
discernir cómo sabía de su desasosiego—. Habla. —Lo cogió de la mano.
—Debo hablar con vosotras. —Se limpió con una servilleta que dejó a un
lado del plato, que rodeó al apoyar los brazos con las manos cerradas en
puños.
—¿Y eso? —intervino Kat.
—Hoy debéis regresar a Port Royal —les dijo sin dilaciones.
—¿Por qué? —inquirió Elisabeth—. ¿Ha pasado algo?
—Va a venir mi hermano.
—¡Me quedo! —exclamó Kat que pegó un brinco en la silla—. Quiero
conocerlo.
—Creo que no va a poder ser —le respondió él con el rostro contrito.
Elisabeth no entendía nada.
—Pero, ¿a qué viene este cambio repentino? —Quiso saber ella que
comenzó a percibir una quemazón en el estómago.
—¿Tan peligroso es? —añadió Kat que lo miraba con interés y los brazos
apoyados en el borde de la mesa de madera.
—Sí. —Aquello las mantuvo calladas.
—¿Derek? —Elisabeth comenzó a inquietarse, a cada respiración
percibía pinchazos en los costados como si hubiese corrido durante horas.
Algo pasaba e iba a descubrir de qué se trataba.
—No quiero que os haga daño.
—¿Por qué nos lo iba a hacer? —La pregunta le salió de inmediato—.
No nos conoce y nada le hemos hecho para que nos trate tan mal —razonó
en voz alta.
—Elisa está en lo cierto. —Kat afirmó lo mismo.
—No es por vosotras, sino a causa de vuestro padre. —Fue sincero, por
mucho que bajase la cabeza.
—No sabía qué conocía a padre —apuntó Kat que frunció el ceño
extrañada.
—No lo conoce. —Derek negó con la cabeza.
Elisabeth lo soltó. Cada vez lo entendía menos y que decir tenía que su
secretismo la enervaba, calcinándole las venas de todo el cuerpo que, poco
a poco se tensaba a medida que pasaban los segundos y los minutos.
—¡Habla claro, por Dios! —le exigió. Su intuición advertía que no le iba
a gustar lo que podía escuchar y que el asunto era más serio de lo pudiera
barruntar.
—¿Es lo que queréis? —Las miró para confirmarlo.
Elisabeth con esa cuestión que sobrevoló las cabezas de todos confirmó
que no era nada bueno.
—Sí —respondió Kat por las dos, al tener más capacidad de reacción.
Ella se mantuvo en silencio, sabía que Derek no se pondría así si no fuera
por algo que lo molestara o lo inquietase, mas, ¿ella quería saberlo o
prefería mantenerse ignorante de todo? Se pasó las manos por la falda, le
comenzaron a sudar frío y el corazón le latía desacompasado.
—Mi hermano cree que vuestro padre firmó la orden de matar a unos
piratas, entre los cuales estaba nuestro otro hermano —declaró el pecado
que logró que el mundo de Elisabeth se congelase—. No quiero que os vea,
cuando lo que quiere es venganza. Vengar la muerte de Duke.
—Nuestro padre no dio ninguna orden —lo defendió Kat con las mejillas
un tanto encendidas—. Díselo, Elisabeth —la urgió su hermana.
«Te ha engañado y tú caíste en sus redes», le refirió una voz interior, la
cual originó que la furia le cabalgase por la sangre. El amor que ella había
creído que compartían era una farsa, había caído en la seducción de un
pirata que solo venía buscando venganza. Seducción y venganza: un viejo
amor teñido por una atracción que la hechizó, aunque lo que escondía era el
sentimiento más vil de todos, la venganza, el desquite para arrebatarle la
vida a un hombre en nombre de otro. Al tomar conciencia de todo ello,
Elisabeth se levantó tan de repente que la silla cayó; la ropa le apretaba
tanto que no le permitía que el aire llegase a los pulmones, por lo que su
pecho subía y bajaba desacompasado.
—Lo queréis matar —soltó las palabras que había detrás de la
explicación de Derek, saboreando ese toque metálico de la sangre, que
borbotaba fuera de control de su corazón roto en mil pedazos—. Queréis
matarlo —repitió.
—¡¿Qué?! —exclamó Kat que no se creía aquello.
—No, Beth. —Derek, de pie, se puso a su lado.
—¡NO ME TOQUES! —Se soltó en cuanto él la agarró por el brazo—.
¡Maldito pirata! Solo pensáis en vuestra justicia, en vuestras riquezas y con
sangre es con lo que lo arregláis todo, es ahí donde habéis vivido. Es ahí
donde comienza vuestra pordiosera e inhumana vida.
—Eli. —Kat la sujetó por los hombros.
—Suéltame, Katherine. —Su hermana hizo caso omiso de su petición.
Elisabeth ya no atendía a razones ni a palabras dulces, su orgullo de
mujer, de hija primogénita, blandió la espada y cual guerrero en el campo
de batalla, iba a mantener a su familia a salvo, nadie iba a tocar a su padre.
Si lo hacían era por encima de su cadáver.
—Dejadme explicarme, por favor…
La voz de Derek le sonó tan maligna al oído, que un escalofrío la
envolvió de pies a cabeza y le estrujó el corazón. Se tenía que proteger de
ese filibustero farsante.
—¿Tú, pidiendo algo por favor? —Una carcajada muy oscura, salida de
ultratumba de sus entrañas, congeló el ambiente a su alrededor—. Me has
engañado desde que reapareciste en mi vida.
—No, te amo con todo mi ser —declaró él con el rostro anegado en un
dolor que se reflejaba en su rostro.
Como si el destino quisiera mostrarle por última vez al hombre que
amaba, se pudo fijar en que ambos compartían el mismo dolor, esa carga
insoportable que los estaba hundiendo en el mismo infierno y del que
ninguno saldría con vida. Era incomparable a esos cinco años de ausencia,
ya que se estaban enfrentando a un dolor más grande del que podían
soportar, ya que él le arrancó su corazón, ella se lo arrancó a él.
—¡Mentira! Te has acercado a mí para estar cerca de mi padre y, en
cuanto puedas le cercenarás el gaznate, ¡no me mientas más!
—La que mientes eres tú, sí, vine a por el gobernador, pero he tenido más
de una ocasión para hacerle algo y no le toqué un pelo.
—¿Cómo sé que en estos instantes está vivo? —Habló el rencor por ella
—Elisabeth —le protestó su hermana.
—Está vivo —contestó él con firmeza.
—No me vuelvas a hablar, no me busques, márchate lejos, ¡vete!, porque
no me encontrarás, jamás debí amarte y de lo que me arrepiento es de
haberte entregado mi corazón para que tú lo estrujes. —Estaba desbordaba
por un dolor que la superaba y que conseguía que el resto del mundo dejase
de tener importancia.
—Beth. —La quiso agarrar, ella se alejó varios pasos.
—Esa a la que llamas Beth, ha muerto, solo queda Elisabeth. —El dolor
fue lacerante y una vez más creyó que iba a morir, como cuando pasaban
los meses y los años y no tenía noticias de Derek. Sin embargo, por algún
extraño motivo, estaba sobreviviendo incluso a eso.
—Elisabeth, hay una explicación. —Él había acusado el golpe, ya que los
ojos se le aguaron y la tristeza que le cubrió el rostro jamás la había visto.
—No quiero saber de ti, eres peor que Davenport.
—Eso no es cierto y lo sabes —se defendió Derek sin apenas fuerzas.
Ella giró sobre sus pies, no quería volver a verlo, afirmación que se
asentó con fuerza en el espacio que cubría su mente del corazón.
—Katherine, nos marchamos —le ordenó a su hermana con una frialdad
tal que se sorprendía a sí misma, pues sabía de donde salía. En la puerta le
dijo—: Jamás has existido para mí. —Salió de allí con las lágrimas
picándole en los ojos.
Capítulo 21

«Los deseos de un pirata nunca se adecuan a nadie, pero sí lo pueden


hacer con los deseos más secretos de la mujer a la que ama», le había dicho
su padre una noche mientras observaba el mar a oscuras.
Derek sabía que todo su ser estaba unido al de Elisabeth, le pesase a
quién le pesase, pues en su mundo virtudes, como la nobleza, no existían,
en cambio ella era sincera y noble, jamás había falseado ninguna de sus
reacciones. En cambio, entre piratas las alianzas podían romperse antes de
la llegada de la noche. Ella era lo más real que tenía en su vida y la perdió
en cuestión de segundos antes de poder confesarle que creía que su padre
nada tenía que ver con la muerte de Duke, un hecho que debía explicarle a
su hermano. A Derek le escocía por dentro su ruptura con ella, aunque una
parte de sí mismo la comprendía, aun así, le dolía en lo más profundo del
alma; deseaba con todas sus fuerzas protegerla de los errores cometidos y
que les estaban impidiendo que estuvieran juntos. Él nunca se había
arrepentido de nada de lo que había hecho. Y se arrepentía de todo.
Dos días habían pasado desde aquella fatídica mañana en la que su
mundo había dejado de tener importancia, inclusive su vida.
Dos días habían tenido que esperar Will, Kat y Francis, para hablarle de
lo que habían recabado, pues él se encerró en su propia soledad para
recomponerse un poco y, así, poder mirar a los ojos a Katherine Finley,
aunque si quería reprocharle algo, que lo hiciera, acudiría a pecho
descubierto como cualquier hombre arrepentido, no iría el pirata.
Kat los había reunido en unos pasadizos secretos que se abrían bajo los
cimientos de la mansión del gobernador, hechos por los españoles antes de
que los ingleses les arrebatasen Jamaica. El acceso era escarpado y bastante
empinado con dos entradas, una por un sótano secreto de la casa, otro por
los acantilados por donde accedieron Derek y Francis, quienes no confían
en aquello, ya que era un buen lugar para una emboscada. Por ninguna de
las dos entradas se veía la longitud total de aquellos pasadizos abiertos en
celdas que pudieron haber sido utilizadas como calabozos para retener a los
enemigos. No obstante, era profunda y oscura, el silencio era roto por el
goteo constante del agua y el rumor del mar que entraba como si en
cualquier momento se adueñara de ella a través de grandes olas. El pasadizo
escarpado, muy empedrado por las enormes rocas que se iban encontrando,
cuya elevación les dificultaban el camino. En cuanto estuvieron reunidos, el
primero en hablar fue Francis:
—¿Por qué nos has reunido aquí? —A Francis le dio un escalofrío.
—Mi hermana no está al tanto de nada de esto, no quiero que nos vea
reunidos ni tampoco levantar sospechas de nadie, pues algunos soldados le
son leales a Davenport —explicó Kat con deferencia a lo que había
sucedido, lo cual obvió.
—Bueno, ¿habéis descubierto algo? —Derek tenía prisa, no se sentía
muy seguro allí. Por eso echó las orejas hacia atrás y tenía los sentidos en
alerta.
—Que si hemos descubierto… —susurró Kat de mala gana.
—Lo encontramos en Thames Street —comenzó a contarle Will—.
Estaba compartiendo cerveza y vino con sus camaradas que lo animaban
por lo de Elisabeth.
—Para nada se le veía afectado —señaló con desagrado Kat.
—Le restó importancia, en sus piernas estaba sentada una meretriz —
apuntilló Will.
—Entiendo —asintió Derek que se cruzó de brazos y se apretó con
fuerza los músculos.
«Eres peor que Davenport», se acordó del reproche que le había regalado
Elisabeth. No, no era igual que él, había una gran diferencia, él amaba a
Elisabeth por encima de todo, algo que Davenport no sabía hacer, sino ¿por
qué tenía entre sus brazos a una fulana? Aquello le revolvió las tripas.
—Decía que eso no le preocupaba, porque se podía casar todavía con la
pequeña de las Finley —gruñó Katherine que cerró las manos en puños e
inclinó el cuerpo—. Ese palurdo estúpido que solo piensa con su miembro,
jamás me pondrá un dedo encima, antes le corto las manos y luego la verga
para dárselos a comer a las alimañas. —Dio tantos detalles que los tres
hombres empalidecieron.
—Eso no va a pasar —le aseguró Derek que percibió cómo el rostro se le
encogía en una mueca de ira.
—Quiere quitarle el puesto al gobernador —confesó por su parte Francis.
—¡¿Cómo?! —exclamó Derek consternado.
Kat bufó desesperada por las palabras de Francis.
—Ha dicho que tenía los días contados al tener a sus hombres apostados
en la mansión, que con un movimiento de dedo lo matarían, pero añadió
que tiene que redactar una misiva…
—Ese no sabe ni cómo coger la pluma —espetó Kat interrumpiendo a
Francis.
—Una misiva —repitió Derek para que alguien continuase.
—En la que da un informe sobre el gobernador, un hombre que según él
es anárquico, de temperamento inestable y que da muestras de que la edad
le pesa, pues quienes lo conocen dicen que está senil. —finalizó Francis de
informarlo y que para nada estaba de acuerdo con esa descripción—. Claro
está, si lo consigue, mandará matar a bucaneros, corsarios y piratas.
—Fue quien firmó la orden que mandó matar a esos piratas, entre ellos tu
hermano —confirmó Will por si quedaba alguna duda—. Se jactaban sus
compinches, que lo laureaban por ese hecho para estupefacción de todos los
presentes.
—¡Es que mi padre no lo hizo! —La voz de Kat hizo eco—. Derek has
hablado con él, sabes que mi padre no tiene voluntad asesina ni sanguinaria.
Derek entendía que Kat quería solucionar lo sucedido en su casa para que
no tuviese dudas de la inocencia de su padre.
—Y tampoco está senil —añadió Derek asintiendo, pues sí, conocía al
gobernador—. Está más cuerdo que muchos hombres que componen mi
tripulación.
—Él jamás lo haría —lo defendió también Will, cuyo rostro se encogió
por el enfado—. He hablado mucho con él y aunque sabe que filibusteros,
bucaneros y piratas a veces son hombres sin escrúpulos, es consciente de
que Port Royal y, en general, Jamaica os necesita para que siga en las
manos correctas.
—Exacto, es más, cuando le pregunté por esas muertes declaró que fue:
«una infamia». —A Derek no tenían que convencerlo de nada, el culpable
ya tenía nombre y no era el del gobernador, era Davenport.
—¿No puede estar implicado? —expuso Francis una nueva teoría.
—Como vuelvas a hablar así de mi padre, la punta de mi zapato se
clavará en tu trasero —lo amenazó Kat.
—Esta mujer es una salvaje. —Francis tenía abiertos los ojos como
platos.
—Ojalá fueras hombre. —Se rio Derek.
—Era una simple pregunta y suposición, sé que no tiene tacha. Los
piratas apenas tienen trato con él, pero hablan bien de él. —Francis sabía de
lo que hablaba—. Lo que Davenport no sabe, es que esa carta va a pasar por
sus superiores y uno de ellos está aquí, ha llegado hace tres días, y ya se ha
entrevistado con el gobernador con el que no deja de estar y, por lo que les
oí a unos soldados le da largas a Davenport.
—Si leen la carta, Davenport estará acabado. —Will había dado en el
clavo.
—¿Es eso cierto? —les inquirió Kat.
—Así es —afirmó Derek—. Además, cuando estuve en Londres hablé
con algunos hombres que estuvieron aquí y hablaban muy bien de tu padre,
no lo van a deponer —sentenció—. No le conviene a la corona, pero
asegurarme que Davenport dio esa orden. No quiero cometer errores.
—Yo te puedo conseguir la información. —Kat no dudó.
—¿Cómo? —Derek no quería ponerla en peligro, ya se había arriesgado
bastante.
—Tengo mis armas, no hay de qué preocuparse, no me costará nada.
—¿Estás segura? —Francis no lo tenía claro.
—¿Dudas de que una mujer pueda conseguir información?
—No. —Dio un paso atrás el viejo pirata.
—Te avisaré en cuanto la tenga.
—Me podéis dejar a solas con ella, por favor —les pidió a Will y a
Francis, que se marcharon hablando amigablemente. En cuanto sus figuras
se perdieron, los hombros de Derek se hundieron—. ¿Cómo está?
—Mal, está muy callada, apática, no quiere hablar con nadie, me deja
estar a su lado y no sé por qué. —Kat se encogió de hombros—. Ya no la
hago reír.
—Entiendo.
—Tú no estás mucho mejor.
—Yo no soy importante, es ella. —Se encogió de hombros.
Kat le sostuvo la mirada a Derek, él la tuvo que apartar de inmediato o se
derrumbaría.
—La amas más que a tu vida. —Aquella chiquilla de carácter casi
indómito, le había leído parte de su alma.
—Siempre la amaré —dijo cabizbajo.
Ella apoyó una mano en su brazo.
—Entiendo que quieras vengar la muerte de tu hermano —confesó ella
con total franqueza lo que le sorprendió a Derek—. No me mires así, si
alguien hubiese matado a Elisabeth le cortaría el pescuezo yo misma. Ella
lo entenderá.
—En estos momentos da igual lo que yo quiera, solo protégela, por favor
—le pidió con el corazón en un puño. Aunque no lo dijera, él siempre
velaría por la seguridad de Beth, jamás la dejaría a su suerte.
—Intercederé por ti, te lo prometo.
—Si no es demasiado tarde.
—No permitiré que vuestra historia termine así.
Aquella sentencia de Kat, hizo que Derek viese una posibilidad a la
esperanza.
Al amor.
Capítulo 22

Derek estrujó entre los dedos de una mano la nota que Kat le había
enviado en la que le narraba lo sucedido meses atrás.
«Con la disculpa y la patraña de que habían herido a un soldado que no
existía, mandaron apresar y justiciar a un grupo de piratas por orden de
Davenport, quien añadió para darse más ínfulas de importancia, que había
encontrado a un tal Buitre verde», había escrito Katherine.
La mano en la que tenía el legajo se la llevó a la frente con los ojos
cerrados y una expresión de dolor en la boca que se estiró en una horrible
mueca. Ahí estaba la verdad de todo, de las últimas horas de su hermano
Duke, la mentira que lo había llevado a la tumba.
—Mataré a Davenport —juró con el pecho que le ardía a causa de la
mezcolanza de emociones tales como la rabia, el odio, el rencor y… LA
VENGANZA, que era la más fuerte de todas ellas. Se inclinó sobre el
escritorio y pegó un puñetazo que levantó el polvo que se había asentado
entre los distintos documentos.
Se había convertido en el acantilado donde chocaban olas de dolor: por
un lado, estaban las referentes a la pérdida de Elisabeth, a quien cada día la
percibía más lejos. Se negaba a pensar que todo había terminado, no podía
ser. Mas, era tan intenso ese sentimiento de pérdida que a veces debía tomar
varias copas de ron para dejar de sentir, ya que lo inundaba la desesperanza,
no quería ser pesimista, en cinco años no lo había sido, en cambio ahí
estaba, tan lejos y tan cerca de la mujer por la que suspiraba su corazón. Por
el otro lado, estaban sus hermanos, quería justicia para Duke y al haber
encontrado al culpable, debía hacerle ver a Dominick que se habían
equivocado de objetivo y persona. Todo ello creaba corrientes frías que le
rodeaban el corazón, pues no sabía que podía salir de esa situación. Ojalá
pudiera escapar de ese dolor que lo acompañaba y lo arrastraba a las
entrañas del infierno, mas, no servía de nada, ya que fuese a donde fuese lo
acompañaría.
Sin embargo, el dolor era lo que lo hacía sentirse vivo, aun así, no se
miraba al espejo, la última vez que lo hizo, vio a un hombre a punto de
extraviarse, destrozado por el dolor y la desesperación que portaba una gran
carga sobre los hombros al ser el cabeza de una familia que iba a
desmoronarse sin poder hacer nada. Cuando iba a aflojar todo el cúmulo
que tenía en el pecho, la puerta se abrió para mostrar a un Dominick de tez
morena, con el pelo recogido en una pequeña coleta y sus ojos grises
brillaron en cuanto se tropezaron con los de Derek, pues habían estado
separados bastante tiempo.
—¡Hermano! —Se acercó a él a grandes zancadas con los brazos
extendidos.
Derek enmascaró sus sentimientos para fundirse en un abrazo. A pesar de
saber que la hora había llegado con la presencia de Dom, sonrió por la
alegría que le daba volver a verlo, volver a estar juntos. Se palmearon la
espalda para mostrarse mutuamente la alegría. Derek se separó.
—Déjame verte. —Lo miró de arriba abajo, estaba de una pieza.
Dominick, al igual que Duke, se parecían mucho a él, con esa mata de
pelo negro que caracterizaba a los Turner, el rostro alargado, donde esos
ojos grises lo escrutaban todo, la nariz larga y fina que recordaba a la de su
padre, en cambio Dom había heredado la boca de su madre, una fina línea
en situación normal, que se ensanchaba por la sonrisa, como en esa ocasión
y que le daban un aire aniñado.
—Cinco meses, Derek —confirmó Dom como si eso le molestase.
—Casi seis —matizó él.
Derek le rodeó los hombros y lo empujó suave a una de las sillas que
había delante del escritorio para que tomase asiento.
—Ya estoy aquí. —Miró a su alrededor con ojos avispados el camarote
—. No ha cambiado nada —musitó más para él que para Derek, o Francis
que también estaba con ellos, ya que había llegado con Dom.
—Tampoco tengo pensado hacer ningún cambio. Y cuéntame, ¿qué tal
por Tortuga?
—Muy bien, todo tranquilo con los españoles y los franceses, aunque hay
algunos bucaneros que se cambiaron de bando. Ahora, hay que tener mil
ojos. Nada tiene que ver con Port Royal, hay muchas alianzas rotas —le
explicó la nueva situación de la isla.
—Si es más seguro estar aquí, quédate. —Aquello fue un ruego de
hermano a hermano.
—Lo haré durante un tiempo. —Derek asintió a esas palabras—. No
quiero enfrentamientos con nadie.
—¿Has ido por Santa María? —Su pregunta asombró tanto a Dom que
alzó la cejas de inmediato.
—Derek, por Dios Santo, si hubiese ido, no estaríamos hablando.
—Es verdad.
—¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada. —Negó con la cabeza, se había equivocado por una
sencilla razón: estaba alargando el momento de hablar del asunto que los
había reunido de nuevo.
—Nuestra fortuna está a salvo —apuntilló Dom.
—No debéis de qué preocuparos, vuestro padre no fue tonto —intervino
Francis que estaba apoyado en la pared con los brazos cruzados y que
alternaba la vista entre los dos Turner—. Vuestro padre lo dejó todo bien
atado.
—Exacto —afirmó Dom—. Y bien, ¿recibiste mi misiva?
—Sí.
El momento había llegado.
—Entonces, dime. —Dom se acomodó mejor en la silla y a Derek no le
pasó desapercibido como frotaba las manos a las perneras del pantalón. Era
el gesto que su hermano hacía cuando se preparaba para entrar en la batalla.
Derek se mantuvo en silencio y Dom ladeó la cabeza—. Estás cambiado. —
Lo escrutó con detenimiento—. Has visto a tu misteriosa mujer.
—Así es. —Debía enfrentarse a todo.
—¿Te aceptó a pesar de los cinco años fuera? —Derek asintió—. ¿Ahora
se puede saber quién es?
Derek miró de soslayo a Francis que se frotaba los ojos con un par de
dedos. «Tienes que decirlo, debe saberlo», lo empujó una voz interior.
—¡Maldición, Derek! Estás muy taciturno —se quejó Dom.
—Elisabeth Finley —confesó.
Al oír ese nombre, Dom pegó un brinco en la silla.
—Finley —lo pronunció con desdén y amargura que Derek sospechaba
que venía de la muerte de Duke—. La hija del gobernador.
—La mayor, sí. —Derek mantenía la compostura, aunque era una
fachada, pues estaba a la espera de la reacción de Dom, para enfrentarse
también a él.
Dom se pasó las manos varias veces por la cara, la ropa se le tensó al
envararse y, con el transcurso de los segundos, se fue levantando
lentamente, antes de encararse a él.
—Estás enamorado de la hija del gobernador. —Dom no lo preguntó, lo
afirmó.
—Sí.
—Estás con la hija de un asesino.
—No —sentenció Derek que sabía a la perfección que se iba a librar una
fortísima lucha entre ellos.
El rostro de Dom bronceado por los vientos del mar y el humo de cien
abordajes, pasó de la tristeza al vago terror y a la furia en cuestión de
segundos antes de estallar contra él.
—¿Ahora lo defiendes? Por querer estar con ella defiendes a ese viejo
mal nacido que le arrebató la vida a nuestro hermano, ¡rompió nuestra
familia! Y tú también —le reprochó con dolor y algo que Derek no supo
discernir—. ¿Crees que no me duele la muerte de Duke?, ¿que no lo añoro?
—Los dos lo añoramos.
—No —dijo con firmeza Dom—. Si lo hicieras habrías hecho justicia,
pero he tenido que venir para descubrir que mi hermano mayor nos ha
traicionado, a vivos y muertos. Haré justicia.
—¿De qué justicia hablas? —Derek se colocó delante de su hermano con
agilidad felina, movida por el nerviosismo que se apoderaba de él—. ¿De
matar a inocentes?
Dom se llevó las manos a la cabeza
—¡Maldito seas, Derek! —le gritó—. ¡No es inocente!
—¡Lo es!
—Te has dejado comprar —extrajo Dom de sus erróneas conclusiones.
—No sabes lo que dices. —Su hermano ya no razonaba.
—Lo sé, no he perdido la sesera, porque tú querías matarlo tanto como
yo, ahora que te has metido entre las piernas de tu ramera…
Aquello encendió la furia más cruda de Derek que se abalanzó sobre su
hermano que, al cogerlo de la pechera lo levantó un poco del suelo.
—No vuelvas a hablar así de Elisabeth, ¿me oyes? o tendremos
problemas —lo amenazó.
—¿Qué te ha dado? Te ha embrujado con sus artes amatorias.
Derek le pegó la espalda contra la pared.
—Retira lo que has dicho. —Aquella petición la soltó con un tono oscuro
que hasta a él mismo lo asombró.
—Tranquilos, que reine la paz —intervino Francis que los separó con las
manos.
—¿Cuánto dinero te han dado? —inquirió Dom.
—No es cuestión de dinero, Dominick —lo amonestó Francis.
—¿Tú también? —Los miraba horrorizados.
—¡No me han dado nada! —le gritó Derek en la cara.
—Jamás pensé esto de ti, Derek, me arrepiento de haber permitido que te
hicieras con las riendas de este asunto.
—¿Quieres derramar sangre inocente?, ¿es lo que quieres? Padre jamás
mató a un inocente.
—No metas aquí a padre, debe estar revolviéndose en la tumba si te está
viendo, eres una vergüenza para esta familia.
—Padre me apoyaría.
—¡Mientes!
—No Dom, no fue el gobernador quien mandó matar a Duke y a los otros
hombres —confesó Derek, aunque sospechaba que su hermano no iba a
entrar en razones.
—Él es quien tiene el poder de quitar la vida o mantenerla, ¡no me
mientas!
—No te miento, he estado haciendo mis pesquisas, pero debes dejarme
explicarte…
—¡Nada! No eres mi hermano. —Negó con la cabeza con una expresión
de asco—. Estás matando a Duke mil y unas veces con tus malditas
palabras de perdón hacia el gobernador.
Derek cogió la bola de papel, la desdobló y de un golpe se la pegó a su
hermano en el pecho. Dom abrió muchos los ojos, al ver cómo Derek le
cogió una mano para que aguantase el papel.
—Cuando dejes de estar ciego por la venganza, lee esta nota de
Katherine Finley.
—¿Quién?
—La hija pequeña del gobernador —especificó Francis—. Nos ha
ayudado a dar con el verdadero asesino de Duke.
—Ahora, si quieres lo lees, pero a mí no me dices que me he dejado
comprar por un puñado de monedas manchadas con la sangre de mi
hermano. Duke no solo era tu hermano, era el mío también y su muerte
quizás me pesa más que a ti.
Con el pulsó acelerado, domeñado todavía por una furia implacable, salió
de su camarote cerrando con un portazo y de camino a la borda, pegó una
patada a un barril de madera que, al estar vacío, rompió. La impotencia lo
estaba embargando y embriagando, pues no era capaz de notar nada más y
le nublaba tanto la mente que las ganas de matar o pegarle a alguien se
hicieron irrefrenables. ¡TODO ESTABA SALIENDO MAL! Se vio a las
puertas de perder a su hermano, ya no le quedaría nadie, estaría solo.
—Lo siento Duke —dijo nada más ver el cielo despejado—. El
gobernador no te mató y estoy convencido de que sabes quien es tu
verdugo.
—¿Capitán? —lo llamó uno de sus hombres a quien obvió.
Subió a donde estaba el timón, como cuándo discutía con su padre, para
alejarse de todo y el mundo se olvidase de su existencia. Su vida en
cuestión de días se había trastocado, la felicidad se le escurrió entre los
dedos como si un hada o un duende se lo estuviese llevando bien lejos.
Todo indicaba que sus actos y pesquisas no resultaron eficaces, ni dieron
sus frutos cuando todo, incluso las moiras, dirigían sus tijeras hacia
Davenport, ya que ese ser infecto era el único responsable de todo.
—Jamás me dejé comprar por nadie, pero si algo aprendí de padre fue
que un hombre no debería tener las manos sucias de sangre inocente. Jamás
lo haré —se volvió a prometer a sí mismo.
—Ni yo. —Escuchó la voz de Dom.
Derek no lo miró.
Su hermano, unos centímetros más alto que él, se sentó a su lado con la
carta de Kat en las manos.
Derek ni se alteró con su presencia. Estaba en un punto que iba a dejar de
luchar por todos, se sentía cansado, con el alma derrotada por primera vez
en su vida.
—He leído las palabras de la señorita Finley —comenzó Dom a hablar.
—Ahora, las hermanas Finley son señoritas. —Se rio por la nariz con
ironía.
—¿Quién es Davenport? —inquirió con cierto tono adusto y con la
certeza de querer saberlo.
—Un capitán del ejército de nuestra majestad, engreído, que quiere
terminar con la vida pirata de Port Royal sin darse cuenta que nosotros
fortalecemos la economía y nuestras riquezas sustentan el bienestar social
de la isla —le explicó a grandes rasgos—. Fue él quien mandó matar a ese
grupo de piratas entre los que estaba Duke y todas mis pesquisas también
apuntan hacia él, o ¿aún crees que en este tiempo en Port Royal no hice
nada más que fornicar?
—Francis también me relató…
—¿Lo crees?
Dom omitió el último comentario.
—Sí, como te decía, Francis me contó cómo se disfrazó de hombre para
ayudaros. —Derek asintió—. También me refirió cómo has perdido a
Elisabeth al contarle la verdad. —Derek no hizo ningún amago de moverse
—. Lo siento, Derek.
—A veces hay que permitir que la gente hable, porque hice mi trabajo, no
he estado mano sobre mano, vine a Port Royal por Duke.
—Vamos, ese Davenport tiene las manos manchadas con la sangre de un
Turner.
—¿Lo dudas? —le repitió la pregunta.
—No.
—Él lo mató, el gobernador no estaba de acuerdo y doy fe, él mismo me
lo dijo.
—Te creo.
—Hice mi trabajo Dom, y no solo eso, recuperé y perdí de nuevo a
Elisabeth. —Esa última frase le quemó el pecho hasta percibir cómo las
lágrimas le picaban en los ojos.
—Te ayudaré con ella, no te preocupes. —Bajó la cabeza—. Nunca me
he avergonzado de ti.
—Ni yo.
—Perdóname, me ofusqué y no debía de haberlo hecho, hermano, nunca
me has fallado y debería oírte, no cegarme por el rencor. —Dom le tendió la
mano, Derek la miró y al final, se la cogió para terminar fundido en un
abrazo—. Lo lamento, Derek.
—Yo también, por no tener la paciencia de explicar o hacerte entender
que las pesquisas apuntaban a otra persona.
—Quiero dar con él y darle una paliza de la que nunca se recupere.
—Lo haremos juntos.
La brisa que el mar soltó, cual suspiro, al ver la nueva alianza entre los
hermanos, la arrastró a los confines, allí donde el agua y el cielo se besaban
sempiternos y donde residían los ancestros de los hombres del mar, para
hacerles partícipes del juramento.
El día de la justicia había llegado.
Capítulo 23

Port Royal jamás dormía, la vida nocturna era tan ruidosa como la diurna,
ya que los hombres continuaban reunidos en los restaurantes, casas de
comidas y en las posadas que se transformaban en burdeles, hasta altas
horas. Por la mañana, algunos estaban durmiendo en la calle o cerca del
puerto, como en la arena de la playa.
Esa noche, se caracterizaba por el silencio, no el de los humanos, sino el
de las aves, en el firmamento las estrellas titilaban más que nunca, mientras
que la luna evitaba iluminar ciertas esquinas del pequeño entramado de
calles de la ciudad pirata. El más notable era el silencio del mar, su rumor se
había acallado como si esperase alguna noticia o, por el contrario, estuviese
a la espera de algún suceso. En Thames Street había una calma que no
llegaba a ser muda, ya que las risas y las conversaciones salían por las
ventanas de la taberna donde los militares se reunían cada noche. Allí, la
calle tenía apariencia de un gran túnel que no tenía final, debido, más que
nada, a que la claridad de luna se apoyaba en los tejados aledaños,
expectante de lo que iba a suceder. La calma era tan hueca que si hubiese
soplado la brisa del mar hubiese hecho eco, habría hecho chirriar el cartel
de la taberna arrastrando calle abajo.
Quien pasara por allí no se habría percatado de las sombras que
acechaban en las esquinas a la espera de actuar. Su presencia añadía el
silencio del destino, el peso de la justicia divina que se iban a cobrar los
hombres, lo que hacía aquella calle más estrecha y sombría de lo que en
realidad era. Pesaba tanto en el ambiente que se dejaba notar en las paredes,
donde un encapuchado esperaba, mientras jugaba con una hierba seca en la
boca.
—¡Capitán, quédese! —A esa voz le siguieron otras.
—Me voy, hasta más ver. —Un hombre alto y delgado se tambaleaba
intentando mantener el peso del cuerpo en un equilibrio imposible. Tras
pelearse con el sombrero, unos silbidos parecidos a los de los gorriones
llenaron la calle rompiendo el silencio, él ni se percató, iba a la suyo,
arrastrando un brazo por las paredes.
De súbito, varios hombres se abalanzaron sobre él, puso resistencia, no la
suficiente como para deshacer de sus captores que lo llevaron lejos de allí,
donde el mar crujía en las maderas de los navíos piratas, y bajo el hedor del
pescado podrido, empezaron a lloverle golpes que lo empujaron hacia el
suelo, aunque antes iba dando puñetazos al aire sin acertar la puntería.
Patadas en las costillas con las puntas de las botas, golpes en la cara con
algo duro y lacerante.
Derek lo cogió por el cuello de la camisa con ganas de romperle la cara,
por Elisabeth, por Duke, por los piratas que murieron aquella tarde con la
soga al cuello. Con ese recuerdo que le inundaba la mente, el alma le hirvió.
Continuó arreándole puñetazos, permitiendo que la rabia y la ira salieran de
su cuerpo, de su espíritu. Los chorros bermellones de la sangre destellaban
bajo la luz tenue de la luna que iluminaba aquel rincón, y con ojos ciegos
por todas las emociones, sensaciones y sentimientos, no se fijó en que la
cara de Davenport se había convertido en una máscara de sangre, mientras
el resto de los hombres seguían pegándole. Derek no era consciente de que
el sudor le corría por el rostro, que tenía el estómago dolorido a causa de los
nervios y en los labios había gotas de sangre de aquel mal nacido. ¡Se
estaba desquitando!
No paró hasta que percibió cómo la cabeza de Davenport cayó hacia atrás
al soltar un suspiró de dolor. Francis lo cogió por los brazos y lo separó del
militar.
—Ya está, hijo, ya está —le susurró para que nadie más lo oyese.
—Recuerda esto, nadie se mete con el Buitre Rojo. ¡Deshaceros de él!
Los hombres lo cogieron por los brazos y las piernas para tirar su cuerpo
al mar y este se encagarse de él.
Derek, lo que aprendió esa noche, era que a veces era mejor no recordar,
aunque jamás se olvidase el pasado.
Se pasó la manga de la chaqueta por la cara, con una única idea:
recuperar a Elisabeth.

***

La luz de la luna creaba un río luminoso que parecía dividir el agua del mar
en dos partes iguales e iguales de oscuras, o al menos era como lo percibía
Derek sentado en su cátedra del escritorio de su camarote por la ventana
reticulada que se abría al exterior. Allí, donde ella estaba en la bóveda
celestial, la negrura de la noche se tornaba un tanto azulada como si un ente
divino quisiera mostrarle que, en realidad, ni su vida ni su corazón estaban
en sombras, al contrario, creyendo que todas las luces se habían apagado,
todavía había espacio para una llama que no se había apagado: Elisabeth.
Debía actuar y cuanto antes mejor, ¿cómo? No hacía falta que nadie le
dijera que estaba enfadada y dolida con él, mas la certeza de recuperarla se
iba agrandando en su pecho.
—Al fin podré dormir tranquilo, sabiendo que Duke podrá descansar en
paz —confesó Dom rellenando su copa de un buen ron que Derek había
sacado y con el que celebraba victorias.
—La diosa Fortuna nos ha vuelto a sonreír una vez más. —Con esa frase,
Francis brindó con Dom.
—La providencia ha estado siempre de nuestro lado, pues es una
injusticia lo que se ha hecho y las injusticias se pagan. —Dom tragó
haciendo ruido—. La sangre se paga con sangre. Hermano —lo llamó—.
No pareces contento.
—Lo estoy. —Derek bajó la cabeza y se fijó en cómo la luz de los
candiles se reflejaba en la bebida amarronada que había en su copa y de la
que no había bebido.
Tomó un sorbo largo y apretó los dientes al tragar el líquido, que le corrió
por la garganta, ardiente como si quisiera arrancarle la voz. Ojalá se llevase
con él la pena que le atenazaba el corazón y dejara de sentir la soledad, pues
le dolía en el alma, si era que aún la tenía, estar tan cerca y tan lejos del
amor de su vida. ¡Debía ponerle remedio!
—Tu hermano tiene la mente en la mujer a la que ama —descifró
Francis, a lo que Derek asintió sin importarle lo que pensaran de él.
—Debes hablar con ella —le dijo Dom, que apoyó un codo en la mesa.
—No me has quitado de ninguna duda, Dom.
—Ve y habla con ella, Derek, mereces hacerte oír, explicarle lo que no te
permitió —añadió Francis repantingado en la silla.
—Es muy fácil, pero sé que está dolida y lo último que quiere será
verme.
—Hay que hablar con ella, convencerla de que está equivocada. —
Francis se pasaba el dedo por el labio superior.
El silencio se asentó entre los tres hombres, que se sumieron en sus
pensamientos. Derek sabía que a veces, lo mejor era mantenerse alejado
para no estropear más las cosas, aunque tampoco dejarlas enfriar tanto
como para que no se pudieran solucionar. Sabía que reconocer su error, no
haber sido sincero con Beth iba a tener sus consecuencias, y como decía su
padre: «siempre tenemos razón, cuando reconocemos nuestros errores».
—Creo que sé quién te puede ayudar —apuntó Dom agitando el dedo
índice en el aire—. Katherine.
—Es verdad. —Francis miró a Derek como si hubiesen dado con la
solución de todos los problemas.
—Es una mujer muy imaginativa y de buen corazón, habla con ella, no
pierdes nada y pídele que interceda por ti.
Derek frunció el ceño con esas palabras de su hermano.
—Mujer imaginativa y de buen corazón, ¿cómo puedes hablar así de una
mujer que no conoces? —le lanzó la cuestión a su hermano pequeño con el
ceño fruncido.
—Por lo que me habéis contado, se disfrazó de hombre, eso es tener
imaginación, a poca gente se le ocurriría algo así. —Se encogió de hombros
como si esa explicación sirviera para todo.
Derek cogió un legajo y la pluma para escribir.
Katherine:
Te escribo estas líneas para pedirte un favor: habla con Beth.
No te estaría pidiendo algo así si no fuera de vital importancia. Me quemo por dentro al
estar lejos de ella. Beth es mi mundo entero desde que la conocí y solo tú puedes ayudarme
en este menester que se me torna tan complicado.
La amo más que a mi vida y no puedo estar más tiempo alejado de ella.
Espero tu respuesta.
Derek.

Dobló el papel y puso el sello de su título nobiliario.


—Toma. —Se la tendió a Francis—. Mañana a primera hora, házsela
llegar a Kat.
—Muy bien.
—Ya verás cómo hay solución, hermano, y esto queda en un mal sueño.
«Ojalá», barruntó Derek, que asintió al comentario de su hermano.
Capítulo 24

Elisabeth se sentía muerta en vida, tras haber perdido de modo consciente


a Derek, el único hombre que amaría por siempre.
«Ojalá pudiera odiarlo», se permitió desear en esos seis días en los que
no lo había visto, en los que por mucho que abriera la ventana, él no
entraba, ¿para qué?, ¿para discutir? No quería oír nada sobre él y su
implantación de justicia por su hermano, la razón por la cual se había
acercado a ella, para estar más cerca de su padre, a quien no fue capaz de
decirle nada, sin sentir miedo por él. En esos días, desde su regreso, su
padre apenas había parado en casa, ya que un oficial muy importante del
ejército había llegado a Port Royal desde Londres y, no verlo la hacía
sentirse insegura, con un ay en el corazón lo esperaba. Ojalá pudiera
aborrecer a Derek en mitad de su estado de nervios, preocupación y dolor,
mas no podía. Era incapaz. En cambio, tenía un agujero agonizante en el
corazón, porque el abismo entre ellos era demasiado grande para unirlos de
nuevo.
Añoraba su forma de acariciarla, de mirarla, añoraba su modo de respetar
su inteligencia y como la animaba a dar sus propias opiniones. El modo
impertérrito en el que aceptó que lo suyo no podía ser.
Eso la llevaba a transitar por el camino de la amargura.
Haberlo separado de su vida le había provocado un dolor insólito, tanto
era así que no percibía el pulso del corazón, había perdido el alma, pues él
se la había arrebatado. No, ella se la había entregado y había dejado la
mejor parte de sí misma al lado de Derek. Todo aquello, cada vez que lo
recordaba, le producía un dolor más grande del que podía soportar.
Elisabeth paró, dio un paso hacia atrás y percibió la mueca dolorida que
reflejó su rostro antes de sentir cómo el hueco de su pecho se ensanchaba y
las lágrimas volvían a rodar por las mejillas. Se las limpió rápido para que
Kat no las viese, pues había dicho que se había recuperado, no obstante,
intuyó que su hermana no la había creído. No podía evitarlo: cuando el
dolor la envolvía en sus malignas redes todo lo demás perdía importancia.
En esos días hasta ella estaba cambiada, apenas comía, había
empalidecido y sus ojos verdes eran como dos faros vigilantes, tampoco
hablaba mucho, prefería estar en silencio al lado de su hermana y de su
padre y dejarse llevar por la sensación de que todo iba bien, sin embargo,
todo estaba mal. Muy mal, pues su corazón, ese órgano que no conocía el
sentido de la supervivencia, estaba destrozado en mil pedazos y la cara lo
reflejaba a todas horas, ya que el desamor no se podía ocultar.
Había algo a lo que estaba dispuesta: luchar contra el amor con todas sus
fuerzas.
Por ello había decidido tomar los hábitos, aunque no lo había expuesto a
nadie. Lo que no era consciente, lo que no había aprendido en cinco de años
de ausencia era que cuando el amor llegaba a la vida de las personas,
arramblaba con todo y venía mil y unas veces como las olas que se
estrellaban a sus pies y le mojaban los bajos del vestido.
Miró al infinito.
Port Royal le había dado el amor.
Port Royal le había entregado la felicidad.
Port Royal se había convertido en su jaula y en su infierno.
—¡Mira lo que he encontrado! —exclamó Kat que corría hacia ella con
una gran concha en las manos, de esas que al acercarlas al oído se podía oír
el rugido del mar, aunque estuviese lejos.
Ella al verla, asintió con una sonrisa en los labios.
—¡Oh, Eli! —Su hermana la abrazó fuerte y ella soltó de nuevo la
tristeza que la mantenía cautiva.
El dolor que guardaba en su interior no podía expresarse con palabras,
gritos ni gemidos, el silencio era su mejor aliado.
—Todo se arreglará —le dijo su hermana.
—No —le dijo ella.
Kat se separó.
—¿Cómo puedes pensar así?
—Porque es la realidad y la verdad, quiero que mi familia esté a salvo —
le explicó sin la necesidad de añadir nada más, porque había sido lo
suficientemente clara.
—¿Qué pasa con el amor que te une a Derek? —Hurgó en la herida Kat
sin amilanarse.
—Nada.
—Todavía estáis unidos por él.
—No hay nada, solo hay cenizas imposibles de reavivar. —Respiró
hondo para poder continuar a pesar del temblor del labio inferior—. No ha
dejado nada a su paso.
—Lo amas.
—Es imposible amar al hombre que quiere matar a tu padre, ¿tú lo
harías? —le lanzó la pregunta a su hermana.
—Sí —le contestó firme.
Aquella contestación la dejó de una pieza. La rabia le hirvió por todo el
cuerpo, y transformada en su peor versión se enfrentó a ella también.
—Siempre has sido la más inconsciente de las dos, ¿eso es lo que quieres
a papá?
—Lo quiero tanto como tú, pero si no te empecinaras en tu dolor, sabrías
que Derek ha defendido a papá, pues otro es el culpable.
—Ahora lo defiendes —le reprochó con rabia.
—Sí, ¿y sabes por qué?
—No me interesan tus explicaciones. —Se giró y comenzó a andar hacia
el camino que la llevaría de vuelta a la casa.
—¿Qué harías si me matasen?
Aquella pregunta de Kat la paró en su huida. «¿Qué harías si perdieras a
la mejor amiga y compañera de viaje que es tu hermana?», la cuestionó una
voz interior salida de un rincón oscuro de su cabeza. Un escalofrío la
recorrió.
—Sin haberte perdido, te defendí mil veces ante Davenport y hablé otras
tantas con papá para evitar que te comprometiese con él, pero parece que
todo eso lo has olvidado. —La voz de Kat estaba cada vez más cerca de ella
—. Solo te importas tú y tu mísero dolor de dama despechada. —La cogió
por el brazo y la giró para encararla—. Si estuvieras atenta a tu alrededor,
habrías visto que yo ayudé a Derek a dar con el culpable para salvar a papá,
no lo has salvado tú.
—¿Qué? —Elisabeth abrió la boca y en su expresión no había más que
estupor.
—Ayudé a Derek a desenmascarar a Davenport, quien quería deshacerse
de papá para convertirse en el teniente-gobernador, y le importabas bien
poco, porque estaba dispuesto incluso a casarse conmigo —le contó con
rencor a su hermana—. Me enteré de todo esto, mientras tú… ¿Qué hacías?
Lamerte las heridas. Te lo vuelvo a preguntar, Elisabeth: ¿qué harías si me
matasen? Yo lo tengo claro, vengar tu muerte, cómo pretendían hacer Derek
y su hermano.
Aquel golpe de realidad le hizo comprender que al ensimismarse en su
mundo hecho añicos, refugiarse en el silencio, la habían alejado de todo lo
que se cocía a su alrededor y de lo cual no había sido consciente. Debía
sincerarse, abrirse ante la posibilidad de otra pérdida a la vez que vio
reflejado en los ojos de su hermana pequeña el dolor que sentía ante la
posibilidad de perderla. Jamás había sido una hipócrita con nadie ni mucho
menos con sus sentimientos.
—Yo querría justicia y si no, la aplicaría yo misma.
—Eso es lo que pretendían Derek y su hermano, ¿ahora los comprendes?
Claro que los entendía, eran la única familia que tenían, tres hermanos
unidos por lazos de sangre era el mayor vínculo y cuando uno faltaba se
perdía una gran parte de los dos que quedaban con los pies en la tierra. Aun
así, reconsideró su postura:
—Me mintió.
—Creo que eso te lo debe explicar él. —Su hermana la abrazó tan rápido
que no le permitió corresponderle, al separarse le frotó un brazo—. Ve a la
orilla y recapacita en todo esto como cuando éramos niñas.
Kat se fue dejándola sola con sus pensamientos.
Le hizo caso y se acercó a la orilla, allí donde el agua salada y fresca del
mar le lamía los dedos de los pies con la pretensión de arrastrar lo malo. En
esos días había estado ciega, no se había percatado de nada ni de que su
hermana se había puesto en riesgo para dar con la verdad que, escondida a
ojos de todos, fue lo que la separó de Derek cuando él solo pretendía
encontrar al asesino de su hermano que no era otro que ese horrible hombre
con el que un día, su padre, estuvo a punto de comprometerla. No obstante,
él había logrado dos objetivos: salvar a su padre de las fauces de Davenport
como vengar a su hermano, mientras ella, ajena a todo, solo quería odiarlo.
Aquel pirata que pretendía expulsar o borrar de su mente, había
mantenido a salvo a su familia, a ella misma sin pedir nada a cambio, sin
hacer ruido, simplemente permaneciendo a su lado de un modo invisible
que le había hecho amarlo más.
—¿Se ha perdido, señorita? —le inquirió una voz masculina.
Capítulo 25

El corazón le saltó varios latidos para luego, desbocarse igual que un


caballo salvaje en mitad de una enorme llanura y las manos le empezaron a
sudar frío, por lo que percibió la sal del mar, que se había quedado
impregnada en la piel al coger las conchas. No era capaz de moverse, el
cuerpo no le obedecía, al contrario, lo tenía rígido; respiraba en pequeñas
bocanadas; la boca se le secó y los pies se le iban hundiendo en la arena a
medida que las olas, unas tras otras, rompían encima de ellos.
«Tú eres mía y yo soy tuyo», el rumor del mar arrastró a sus oídos
aquella promesa que había quedado latente entre ellos y que durante cinco
años no se había roto.
—¿Se ha perdido, señorita? —repitió él.
Reconocería aquella voz en cualquier lugar del mundo.
Con el pulso acelerado y nerviosa como nunca jamás, se fue girando
hasta que sus ojos tropezaron con la figura de Derek. Tenía un hombro
apoyado en un tronco de una de las palmeras aledañas, con las manos en los
bolsillos y un tobillo cruzado sobre otro, la observaba con un amor que
ninguno de los dos podía disimular, pues en los ojos de aquellos que
amaban de verdad, con el corazón, jamás había embustes. A pesar de la
distancia pudo ver las diferencias con respecto a como lo vio la última vez:
las líneas alargadas de su rostro quedaban ocultas por una barba oscura que
había crecido bastante, tenía ojeras de apenas dormir, lo mismo que ella, y
en su expresión vio reflejada su propia tristeza. Ninguno de los dos había
salido inmune de aquella separación.
Él se fue acercando, sin separar los ojos de ella, con paso seguro y, de vez
en cuando, giraba el rostro para mirar hacia los lados como si le costara fijar
la vista. En cuanto estuvieron frente a frente, ella percibió que una mano
invisible, la empujó hacia Derek, que con gusto la recogió entre sus brazos.
A la vez que se colgó de su cuello, pegó la boca a la de él que separó los
labios con entusiasmo, puesto que Elisabeth, audaz como jamás se sintió, le
rozó la lengua sin miedo, ni timidez, para inclinarse contra él, y Derek
gimió mientras la besaba aún más profundamente. Se detuvieron en
reconocerse, en recuperar la cercanía, a través de sus bocas unidas volvían a
sentir ese latido que los unía.
Elisabeth le estaba dando el beso que palpitaba entre sus bocas, que había
quedado como pendiente entre ellos y debían resolverlo. Ella percibió como
la pasión más cruda y sin disfraz se estremeció a través de su cuerpo
mientras tomaba de ella todo lo que podía: sus miedos, sus inhibiciones, su
ira, su necesidad, su mismo aliento.
¡Ese era el paraíso!
Poco a poco, Derek se fue separando no sin reverenciar aquellos labios
que desprendían la misma ambrosía de la que se alimentaban los dioses. Él
sonrió y le plantó un ligero beso entre las cejas antes de apoyar su frente
contra la de ella.
—No sabía qué íbamos a empezar por el final. —Derek se rio por la
nariz.
—Ni yo. —Hundió las yemas de los dedos en la barba—. Tenemos que
hablar.
—Lo sé y déjame decirte que tu padre está bien, nadie os hará daño
mientras que yo siga en este mundo.
—¿Y tu hermano? —Le dio un escalofrío. Estaba segura de que no debía
temer nada, aun así, no pudo evitarlo.
—Nunca será un problema entre nosotros. —Se encogió de hombros—.
Vino de Isla Tortuga y no tenía idea de lo que había encontrado en mis
pesquisas sobre la muerte de Duke…
Elisabeth dio dos pasos hacia atrás.
—¿Cómo se te ha ocurrido meter a mi hermana en tus asuntos? —le
recriminó y le dio un suave empujón en el hombro.
—Beth, no es lo que tú crees.
—¡Ah!, ¿no? Lo que sé es que te ayudó, ¿qué debo creer, Derek?
—¡Dios, dame paciencia! —Echó la cabeza hacia atrás soltando ese
ruego—. Sois más testarudas que una mula.
—¡¿Qué?!, ¿cómo te atreves? —Se ofendió.
—Tu hermana es más imparable que tú, incluso el doble de testaruda, en
un principio requería de su ayuda, pero ella podía negarse, pero no lo hizo
porque quería tanto como yo descubrir la verdad sobre Davenport, al que
odia más que yo.
—Lo sé.
—Luego, fue ella la que se ofreció.
—Derek, pudiste frenarla.
—Claro, y perder la vida en el intento, porque si no me llega contigo, que
eres imparable cuando se te mete algo aquí, —le dio unos golpecitos suaves
en la frente con el dedo índice—, ella es peor. Quería demostrar que vuestro
padre era inocente y conseguir por sus propios medios la información de la
culpabilidad de Davenport.
—¡Es que a quién se le ocurre! Mi padre respeta a los piratas, ¿cómo
pudiste dudar?
—Al principio, todo apuntaba a él, es la mayor autoridad aquí, en Port
Royal. Cuando llegué y tuve trato con él y hablé con detenimiento, discerní
que, efectivamente, era un buen hombre y, de repente, toda la información
recabada me llevó a Davenport, información que Dominick no tenía.
Discutimos…
—¿Por qué?
—Estaba obcecado y le costó un poco comprender el giro que había dado
todo, por eso, porque no estuvo aquí.
Elisabeth asentía, mas, tenía un peso en el corazón.
—Me mentiste, Derek. —Bajó la cabeza.
—No, solo te oculté información…
—Es mentir.
—No quería dañarte, no quería preocuparte cuando este asunto era mío.
—Cuando regresaste a mí lo convertiste en nuestro asunto y más,
teniendo en cuenta que queríais matar a mi padre por la muerte de vuestro
hermano. ¿De verdad no es asunto mío?
—Tienes razón, pero ya has visto, no fue él y hallé la verdad de los
sucesos. —La sujetó por la cintura y tiró de ella para que se acercara a su
cuerpo—. Jamás permitiré que la sangre de un inocente se derrame, no
quiero llevar conmigo esa carga y tu padre está fuera de todos los cargos.
—¿Estás seguro?
—Desde luego, ¿cómo puedes desconfiar de mí si yo solo te amo? Por
favor, Beth, no desconfíes de mí. Mi alma, mi ser entero sobreviven si estás
a mi lado, si no te siento cerca, me siento yermo.
—No me vuelvas a esconder nada, no omitas información porque creas
que me derrumbaré si me entero. He sobrevivido a tu ausencia durante
cinco años y si he logrado sobrellevarlo, puedo con todo.
—Lo sé, pero quería protegerte.
—Si no me cuentas tus preocupaciones, lo que sucede, me pones en
peligro.
—Tienes razón. —Tras sopesar algo durante unos segundos, separó el
cuello de la camisa para coger un colgante y mostrárselo.
Nada más verlo, a Elisabeth se le vaciaron los pulmones. Se había
olvidado de aquel objeto, que le regaló la noche anterior a que Derek
partiera de Port Royal.
—El relicario —musitó. Tenía la respiración entrecortada, el poco aire
que respiraba le raspaba en la garganta y hacía más notable el nudo que se
le anudaba alrededor de la garganta. Se llevó la mano libre a la boca para
disimular el temblor del labio inferior.
Ella le apretó los dedos contra el corazón.
—Me ha acompañado todos estos años, por eso puedo decir que estuviste
conmigo. Si las batallas que libraba me quebraban, tú me mantenías firme;
cuando la soledad se columpiaba en mi alma, el relicario me recordaba que
había alguien esperándome; si el inmenso silencio que hay en el mar me iba
a enloquecer, el sonido de tu voz regresaba a mí. En más de una ocasión
salvaste a este pobre pirata.
Se quedaron callados y Elisabeth estaba segura de que él podía oír los
latidos de su corazón. Luego, notó la mano de Derek sobre la suya.
El corazón había vuelto a decidir por ellos.
Elisabeth subió la vista para mirarlo con todo su ser. La había vuelto a
enamorar y, así, su amor por él tomó la palabra.
—A partir de ahora nos lo contaremos todo, no quiero secretos ni medias
verdades ni silencios que nos separen, solo quiero la verdad, aunque sea
dura. —Se quedó quieta en aquella posición a la espera de una respuesta
que creyó ver en el brillo gris de sus iris.
—Te prometo que jamás te ocultaré nada. Eres lo más bonito que me
regaló la vida y lo más bello que tengo; eres mi único punto débil de lo que
te amo, que no soy capaz de expresarlo con palabras. —Le rodeó el rostro
con las manos—. A partir de ahora, estoy aquí para dedicarte mi vida entera
y la próxima vez que hable con tu padre es para pedirle tu mano.
—¡¿Qué?! —Elisabeth comenzó a temblar de pies a cabeza de los
nervios—. ¿Qué… qué dices?
—Pues que me quiero casar contigo —soltó. Se encogió de hombros y
una expresión de felicidad juvenil le cubrió el rostro—. Ya hemos perdido
cinco años de nuestras vidas, no quiero esperar más tiempo, si tú me
aceptas.
Elisabeth permaneció en silencio parpadeando muy rápido y sin respirar.
Ahí, en aquella playa donde su historia de amor había empezado, con el mar
rompiendo a sus pies como si los bautizara, comprendió que llegaba un
momento que no importaba quién eras, cuántos años tenías, por cuántas
dificultades habías pasado ni cuántas te quedaban por vivir, porque había un
único instante donde lo importante era el amor verdadero. Ese que solo se
hallaba una vez en la vida y ella lo tenía enfrente.
—¿Debo tener miedo a tu silencio? —inquirió Derek con inseguridad.
—¿Un pirata tiene miedo?
—En mi caso, cuando se trata de ti o de nosotros, sí, tengo miedo.
—Sí.
—¿Qué? —Derek frunció levemente el ceño.
—Sí, me casaré contigo.
Él sonrió.
—¿De verdad? —Ella asintió y sin pensarlo, la estrechó entre sus brazos
y comenzó a girar con ella
—¡Derek, has enloquecido! —Se reía Elisabeth con los brazos
enroscados en su cuello.
La fue bajando y aplastó la boca contra la de ella, ambos henchidos de
felicidad.
Francis junto a Katherine salieron de entre las palmeras, aplaudiendo y
riendo, compartiendo la alegría de la pareja.
—Derek, ¿me puedes hacer un favor? —le pidió Kat muy misteriosa.
—Cuidaré de Elisabeth hasta soltar mi último aliento, te lo prometo. —
Besó a Beth en la sien.
—Eso ya me lo esperaba, pero no era eso, sino que le digas a tu hermano
que su rosa inglesa lo espera aquí.
Kat se marchó hacia el sendero que conducía a la mansión del
gobernador, dejándolos a todos, boquiabiertos.
—¿Se refiere a Dom? —inquirió asombrado Derek que no pestañeaba.
—Eso parece —afirmó Francis, que se ganó dos miradas inquisitivas—.
Yo no sé nada de este asunto, palabrita del niño Jesús. —El hombre se
marchó poniendo pies sobre polvorosa.
—¿Nuestros hermanos se conocen? —Elisabeth no pudo reprimir esa
pregunta.
—Ya no sé qué decir.¡Bah! —Derek no le dio la mayor importó—. Que
hagan y digan lo que quieran, solo me importa un futuro.
—¿Cuál? —Entrecerró los ojos por el sol.
—El nuestro.
Epílogo

Un mes más tarde.


—Sí, quiero. —Con esa sencilla respuesta Derek dio salida a los nervios
que lo acompañaron en las últimas horas, sobre todo, en el altar, esperando
a Beth.
Con esas dos palabras se sellaba el amor infinito que compartían.
Tras finalizar la ceremonia, Dom que se había mantenido en un discreto
segundo plano, se acercó a él.
—Enhorabuena, hermano. —Se fundieron en un abrazo—. Me alegro por
ti.
—Lo sé y gracias por no marcharte.
—No podía dejarte solo. —Dom en un momento, miró hacia la selva y se
quedó de una pieza—. Derek mira.
Obedeció a su hermano y el corazón se le paró: Duke estaba con ellos.
Ver a su hermano le apretó el pecho hasta conseguir que un nudo le
atenazase la garganta, ya que aquella imagen supuso la confirmación de que
continuaban unidos.
—Está con nosotros —musitó Derek que volvió la vista a Dom a la vez
que él hacía lo mismo.
—Allá donde esté, está celebrando tu matrimonio. —Volvieron a mirar y
aquel espíritu había desaparecido—. Sabe que hemos hecho justicia.
En silencio Derek asintió a esas palabras de Dom. Desde que se habían
deshecho de Davenport no habían tenido más noticias, sino que ese hecho
ya era una noticia en sí misma, debido a que solo podía significar una cosa:
había muerto. El ejército había dado orden de capturarlo por haber
desertado y por otras acusaciones que caían sobre su persona, mas Derek no
las sabía, puesto que el teniente-gobernador las guardó y no se las daría
hasta después del enlace.
—¿Puedo raptar a mi flamante recién estrenado marido? —inquirió Beth
que estaba muy guapa con su vestido nuevo.
—Claro, todo tuyo. —Con una sonrisa Dom se alejó hasta donde estaba
Francis y otros hombres de confianza de Derek, que iban bien vestidos, así
escondían sus identidades piratas.
Se giró hacia ella y le dio un beso en la frente sin importarle los
invitados.
—Todo pirata que se precie tiene un mapa del tesoro, el mío siempre me
conduce al mismo lugar.
- ¿Cuál? - inquirió ella con ojos encandilados.
—A ti. —Embargado por el amor, le acarició la mejilla con el pulgar- . Te
amo.
Beth suspiró.
—Y yo a ti, pero tenemos que saludar a algunos invitados —le dijo ella.
—Vale. —Le cogió una mano y se la apretó como señal de aceptación.
Habían llegado personalidades muy importantes en la isla que había
invitado el padre de Beth, no había dejado ninguno y todos habían aceptado
de buen agrado asistir a ese acontecimiento social tan importante, ya que no
siempre se casaba la hija de un teniente-gobernador—. Estoy deseando que
termine todo esto —le susurró él al oído.
—Va a ser difícil. —Beth soltó una risilla nerviosa.
—Cuando todo el mundo esté despistado, te cojo y nos vamos, ¿te
parece?
—¿En la fiesta de nuestra propia boda?
—Sí.
—Hay que esperar —le dijo ella con las mejillas encendidas, aquella
imagen para él era la más bonita, pues saber que él tenía ese efecto en ella
le agradaba—. No podemos dejar a todas estas personas. Además, no hemos
comido el pastel de novios.
A lo que se refería Beth, era a un plato popular en las bodas, que consistía
en un pastel de carne picada, muchas veces de cordero, decorado con migas
de pan dulce. Como ingrediente principal tenía un anillo de cristal. A Derek
le sorprendió, nunca había comido nada tan bueno, a pesar de que los
nervios solo le permitieron comer un poco más de la mitad, eso sí, tenía
bastante sed, ese día hacía más color del normal o así lo percibía él. Todo
estaba saliendo a las mil maravillas, hasta que…
—¡No puede ser! —exclamó Dom, pálido como una vela que sostenía lo
que parecía era un anillo.
Kat al otro lado de la mesa prorrumpió en risas.
—¿Qué le sucede a tu hermana? —Derek enarcó una ceja en dirección a
su hermano.
—Es el anillo de cristal. —Derek la miró sin comprender—. Verás,
dentro del pastel de carne hay un anillo, la muchacha que lo encuentre, será
la siguiente en casarse, claro que eso se refiere a las mujeres, no sé si es lo
mismo para los hombres. —Beth se tapó la boca con una mano—. Nunca he
visto a un hombre tan colorado.
Derek asintió a esa información y se rio por lo bajo de su hermano. Era la
primera vez que veía a Dominick como posible hombre casadero, a eso se
le sumaba que jamás lo había visto tan tímido, consternado, además de
nervioso por lo que le había sucedido. Los dos tuvieron que aguantar la risa,
¡nunca había visto a su hermano en esa tesitura! Lo que no le pasó
desapercibido fue que Kat no separaba la vista de él, ¿qué había entre ellos?
Todavía se acordaba del comentario de Kat en la playa, aquellos dos
escondían algo, de ahí que, cuando tuvo la ocasión se acercó a su hermano,
en un momento que este se alejó un poco de la celebración.
- ¿Quieres contarme algo? - Ante esa misteriosa pregunta de Derek, Dom
frunció el ceño extrañado.
—¿De qué?
Derek se encogió de hombros con las manos en la espalda.
—No sé. —Negó con la cabeza—. Quizás, algo sobre Katherine.
—No hay nada que contar.
—Me he fijado en que no dejas de mirarla.
- No sigas por ese camino - lo amenazó Dom.
—¿Por cuál? - Se hizo el tonto.
- Entre Katherine y yo no hay nada. —Dom respondió veloz.
—¿Seguro?
A Derek le quedó claro que la falta de respuesta de Dom significaba algo.
Nota de autora

La trilogía ALMA DE PIRATA que comienza con esta novela, es el


resultado de mi fascinación particular por las ciudades perdidas, entre ellas
el antiguo enclave inglés de PORT ROYAL.
Una ciudad que como describo, era un lugar que para muchos debía ser
destruido porque en sus calles solo había pecado, que se pude describir en
tres palabras: sexo, alcohol y riqueza. Como cuento, era una de las ciudades
más ricas gracias a la piratería, ya que por ellos toda la ciudad se enriquecía
y de este hecho hay muchas anécdotas.
Los nombres de las calles son reales, como lo que se dice de sus casas
hacinadas o su parecido con Londres.
Henry Morgan como Bartholomew Roberts son nombres reales de
piratas.
También las referencias que hago a Isla Tortuga y los problemas que
hubo con los esclavos, historia de Severus, son sucesos históricos.
La casa del gobernador Finley como Milford Hall las añadí para la trama.
Agradecimientos

Quiero empezar por Lola Gude, mi editora. Gracias por tu apoyo y por la
confianza puesta en mí para adentrarme en el mundo de la romántica. Me
abriste un camino desconocido, que me cambió.
Gracias y más gracias a la amiga más especial que me regaló esto de la
escritura: Marian Arpa. Gracias por estar ahí, por las largas conversaciones,
por poner el mundo patas arriba o arreglado a nuestra manera, por tus ideas
y tus consejos. Gracias por estar ahí.
Una mención muy especial a Dani de la Peña y a Hollie Deschanel, por
escucharme, por esas conversaciones a cuatro (Marian también se una), por
las risas, por el apoyo y reflejar un hecho: el mundo del escritor no es
solitario, está lleno de personas muy bonitas.
A Nuria Pazos, por todo. Por tu interés, tu apoyo y además por esas
conversaciones en las que destripamos una novela y que nos arrancan tantas
risas.
A mis chicas del WhatsApp, por todos estos años a mi lado.
A mi familia, siempre.
Si te ha gustado

Seducción y venganza
puedes disfrutar de estas
El amor verdadero no entiende de tiempo y
distancia.
En una isla donde imperan las voluntades de los
piratas, la seducción los envolverá y los empujará
a unirse hasta consumirlos en el fuego de una
pasión que creían extinguida.

Elisabeth Finley, la hija mayor del teniente-gobernador de Port Royal, vive


pendiente de los barcos que recalan en el puerto, pues cinco años el mar se
llevó uno que todavía no le ha devuelto. La mujer afable y cariñosa que
todos ven durante el día, se transforma por la noche para colarse en las
tabernas de la ciudad para recabar información sobre el hombre que
mantiene cautivo su corazón. Hasta que una noticia llega a sus oídos: el
Reverance ha echado el ancla en la ciudad.

Lo que menos se imagina Elisabeth es que Derek Turner tiene otros


motivos para estar en Port Royal. Cinco años atrás dejó la ciudad como un
joven muchacho lleno de ilusión y regresa convertido en un hombre que ha
restablecido el honor perdido por su familia, que se está resquebrajando por
un acontecimiento fatal, y que está preparado para administrar justicia.
Pero, el corazón tomará su propio camino. ¿Puede el amor ser más fuerte
que la sed de revancha?

Seducción, amor, y… venganza: sumérgete en las aguas del Caribe y en


las calles de Port Royal a finales del s. VII.
S. F. Tale es el seudónimo de una autora nacida en Ferrol el 1 de julio de
1982. Amante de los libros y enamorada de las letras, se licenció en
Humanidades, sin olvidarse de su cuaderno en el que dibujaba el mapa de
esas historias que le gustaría escribir. Su primera novela, Mi mal de amores
eres tú, ha resultado finalista del VII Certamen de Novela Romántica
Vergara-RNR.
Edición en formato digital: marzo de 2024

© 2024, S. F. Tale
© 2024, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Diseño de portada: LoEs Servicios editoriales, Myrian Giordano


Imagen de SHUTTERSTOCK: Alina Osadchenko, Natykach Nataliia, Digital4250

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la
creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre
expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y
por respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por
ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE
continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-19687-23-4

Conversión digital: leerendigital.com

Facebook: penguinebooks
Facebook: SomosSelecta
Twitter: penguinlibros
Instagram: somosselecta
Youtube: penguinlibros
Índice

Seduccion y venganza

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Epílogo
Nota de autora
Agradecimientos

Si te ha gustado esta novela


Sobre este libro
Sobre S. F. Tale
Créditos

También podría gustarte