Gallery Book 4512 LostigresdeMalasia-EmilioSalgari
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ISBN 978-987-34-0568-6
CUIT: 30-70827052-7
CAPÍTULO PRIMERO
EL ASALTO DEL “MARIANA”
-¿Vamos avante? ¿Sí o no? ¡Voto a Júpiter! ¡Es imposible que hayamos varado en un banco
como unos estúpidos.
-No se puede, señor Yáñez.-Pero, ¿qué es lo que nos detiene?-Todavía no lo sabemos.-¡Por
Júpiter! ¡Ese piloto estaba borracho! ¡V.
liente fama la que así se conquistan los malayos! ¡Yo que hasta esta mañana los había
tenido por los mejores marinos de los mundos! Sambigliong, manda desplegar otra vela. Hay
buen viento, y quizás logremos pasar.
-¡Que el diablo se lleve a ese piloto imbécil.
Quien así hablaba se había vuelto hacia la popa con el ceño fruncido y el rostro alterado
por violenta cólera.
Aun cuando ya tenía edad (cincuenta años), era todavía un hombre arrogante, robusto, con
grandes bigotes grises cuidadosamente levantados y rizados, piel un poco bronceada, largos
cabellos que le salían abundantes por debajo del sombrero de paja de Manila, de forma
parecida a los mejicanos y adornado con una cinta de terciopelo azul.
Vestía elegantemente un traje de franela blanca con botones de oro, y le rodeaba la cintura
una faja de terciopelo rojo, en la cual se veían dos pistolas de largo cañón, con las culatas
incrustadas en plata y nácar- armas, sin duda alguna, de fabricación india-; calzaba botas de
agua de piel amarilla y un poco levantadas de punta.
-¡Piloto!- gritó.
Un malayo de epidermis de color hollín con reflejos verdosos, los ojos algo oblicuos y de luz
amarillenta que causaba una expresión extraña, al oír aquella llamada abandonó el timón y se
acercó a Yáñez con un andar sospechoso que acusaba una conciencia poco tranquila.
-Podada- dijo el europeo con voz seca, apoyando la diestra sobre la culata de una pistola.
¿Cómo va este negocio? Me parece que había dicho usted que conocía todos estos parajes
de la costa de Borneo, y por eso lo he embarcado.
-Pero señor...- balbució el malayo con aire cohibido.
-¿Qué es lo que quiere usted decir?- preguntó Yáñez, que parecía haber perdido por
primera vez en su vida su calma habitual.
-Antes no existía este banco.
-¡Bribón! ¿Ha salido acaso del fondo del mar esta mañana? ¡Es usted un imbécil! Ha dado
un falso golpe de barra para detener el “Mariana”.
-¿Para qué, señor.
-¿Qué sé yo? Pudiera suceder que estuviese de acuerdo con esos enemigos misteriosos que
han sublevado a los dayakos.
-Yo nunca he tenido relaciones más que con mis compatriotas. señor.
-¿Cree usted que podemos desencallar.
-Sí, señor; en la marea alta.
-¿Hay muchos dayakos en el río.
-No lo creo.
-¿Sabe si tienen buenas armas.
-No les he visto más que algunos fusiles.
-¿Qué será lo que les habrá hecho sublevarse?-murmuró Yáñez.
Aquí hay un misterio que no acierto a desentrañar, aun cuando el Tigre de la Malasia se
obstine en ver en todo esto la mano de los ingleses. Esperemos a ver si llegamos a tiempo de
conducir a Mompracem a Tremal-Naik y a Damna antes de que los rebeldes invadan sus
plantaciones y destruyan sus factorías. Veamos si podemos dejar este banco sin que la marea
alcance el máximum de su altura.
Volvió la espalda al malayo, se fue a la proa, y se inclinó en la amura del castillo.
El barco que había encallado, probablemente por efecto de una falsa maniobra, era un
espléndido velero de dos palos, de reciente construcción, a juzgar por sus líneas todavía
limpias, impecables, y con dos enormes velas, las de los grandes paraos malayos.
Debía desplazar por lo menos doscientas toneladas, e iba tan bien armado, que podía
hacerse temer de cualquier mediano crucero.
Sobre la toldilla se veían dos piezas de buen calibre protegidas por una plataforma movible
formada por dos gruesas planchas de acero dispuestas en ángulo, y en el castillo de proa
cuatro bombardas o enormes espingardas, armas excelentes para ametrallar al enemigo, aun
cuando de poco alcance.
Además llevaba una tripulación, demasiado numerosa para un barco tan pequeño,
compuesta de cuarenta malayos y dayakos, ya de cierta edad, pero todavía fuertes, de rostro
altivo y con no pocas cicatrices, lo cual indicaba que eran gente de mar y de guerra a un
mismo tiempo.
La embarcación estaba detenida en la boca de una bahía extensa, en la cual desaguaba un
río que parecía caudaloso.
Multitud de islas, entre ellas una muy grande, la defendían de los vientos de Poniente. La
bahía hallábase rodeada de escolleras coralíferas y de bancos cubiertos de vegetación muy
espesa y de color verde intenso.
El “Mariana” había encallado en uno de aquellos bancos ocultos por las aguas, que
entonces comenzaba a verse por efecto de la baja marea.
La rueda de proa se había encajado profunda-mente, haciendo imposible ponerlo a flote
con sólo el medio de lanzar el ancla a popa y halar la cuerda.
-¡Perro de piloto! exclamó Yáñez después de haber observado con atención el bajo.
¡No saldremos de aquí antes de medianoche! ¿Qué me dice usted, Sambigliong.
Un malayo de cara arrugada y cabellos encanecidos, pero que, sin embargo, parecía muy
robusto, se había acercado al europeo.
-Digo, señor Yáñez, que sin la ayuda de la plea-mar, son inútiles todas las maniobras.
-¿Tienes confianza en ese piloto.
-No sé qué decirle, capitán- respondió el mala-yo-, pues no lo he visto nunca. Pero...
-Continúa- dijo Yáñez.
-Eso de haberlo encontrado solo, tan lejos de Gaya, metido en una canoa que no podría
resistir una ola, y enseguida ofrecerse a guiarnos... ¡Vamos!... Me parece que todo eso no está
muy claro.
-¿Se habrá cometido una imprudencia al confiarle el timón?- se preguntó Yáñez, que se
había quedado pensativo.
Después, sacudiendo la cabeza como si hubiese querido arrojar lejos de sí un pensamiento
importuno, añadió.
-¿Por qué razón ese hombre, que pertenece a vuestra raza, habrá querido perder el mejor y
más poderoso parao del Tigre de la Malasia? ¿No hemos protegido siempre a los borneses
contra las vejaciones de Inglaterra? ¿No hemos derrotado a James Broak para dar la
independencia a los dayakos de Sarawak.
-¿Y por qué, señor Yáñez- dijo Sambigliong-, se han levantado en armas tan de improviso
contra nuestros amigos los dayakos de la costa? Porque también Tremal-Naik, al crear
factorías en estos litorales antes desiertos, les ha proporcionado el medio de ganarse la vida
cómodamente sin correr el riesgo de caer en manos de los piratas que los diezmaban.
-Esto es un misterio, mi querido Sambigliong, que ni Sandokán ni yo hemos logrado aclarar
hasta ahora. Ese imprevisto estado de ira contra Tre-mal-Naik debe tener un motivo que
ignoramos; pero seguramente alguien ha procurado darle aire para que el incendio sea mayor.
-¿Correrán verdadero peligro Tremal-Naik y su hija Damna.
-El mensajero que ha enviado a Mompracem ha dicho que se hallan en armas todos los
dayakos y como poseídos de locura, que han saqueado e incendiado tres factorías, y que
hablaban de matar a Tremal-Naik.
-Y sin embargo no hay en toda la isla mejor hombre que él- dijo Sambigliong.
No comprendo cómo esos bribones arruinan y saquean sus propiedades.
-Algo sabremos cuando lleguemos al “kampong” de Pangutarang. La aparición del
“Mariana” calmará un poco a los dayakos, y si no deponen las armas, los ametrallaremos
como merecen.
-Y conoceremos el motivo del levantamiento.
-¡Oh!- exclamó de pronto Yáñez, que había vuelto la cabeza hacia la boca del río.
Allí hay alguien que, al parecer, quiere dirigirse hacia nosotros.
Una pequeña canoa con una vela había desembocado por detrás de los islotes que
obstruían la desembocadura del río, y dirigía la proa hacia el “Mariana”.
Sólo un hombre la tripulaba; pero estaba aún tan lejos, que no se podía distinguir si era un
malayo o un dayaco.
-¿Quién podrá ser?- se preguntó Yáñez, que no lo perdía de vista.
Mira, Sambigliong: ¿no te parece que está indeciso respecto de cómo debe maniobrar?
Ahora se dirige hacia los islotes, ahora se aleja para echarse sobre las escolleras de coral.
-Se diría que trata de engañar a alguien respecto de su rumbo; ¿verdad, señor Yáñez?-
respondió Sambigliong.
¿Lo vigilarán acaso, y tratará, en efecto, de engañar a alguien.
-Eso mismo me parece- contestó el europeo.
Ve a buscar mi anteojo, y manda que carguen con bala una bombarda. Trataremos de
ayudar en la maniobra a ese hombre, que, evidentemente, trata de unirse con nosotros.
Un momento después dirigía el anteojo hacia la canoa, que aun se encontraba a unas dos
millas de distancia, y que concluyó por alejarse de los islotes, dirigiéndose resueltamente
hacia el “Mariana”.
De pronto Yáñez lanzó un grito.
-¡Tangusa.
-¿El que Tremal-Naik había llevado consigo a Mompracem y a quien había hecho factor.
-Sí, Sambigliong.
-Pues ahora sabremos algo de esa insurrección, si es él- dijo el dayako.
-¡Oh, sí; es él! ¡No me equivoco; lo veo bien!... ¡Oh.
-¿Qué es, señor.
-Que veo una chalupa tripulada por una docena de dayakos, y me parece como que quiere
dar caza a Tangusa. ¡Mira hacia la última isleta! ¿Ves.
Sambigliong aguzó la mirada y vio que, efectivamente, una embarcación muy estrecha y
muy larga dejaba la embocadura del río y se lanzaba a toda velocidad hacia el mar bajo el
impulso de ocho re-mos manejados con gran brío.
-Sí, señor Yánez; dan caza al factor de Tre-mal-Naik.
-¿Has mandado cargar una bombarda.
-Las cuatro.
-¡Muy bien! Esperemos un momento.
La canoa, que tenía el viento de popa, bogaba derecha hacia el “Mariana” con bastante
velocidad; sin embargo, no podía correr tanto como la chalupa. El hombre que la montaba se
hizo cargo de que lo seguían, y dejando la caña del timón, tomó los dos remos para acelerar la
carrera.
De pronto una nube de humo se elevó de la proa de la chalupa, y a los pocos instantes se
oyó en el “Mariana” el estampido de un tiro.
-Hacen fuego sobre Tangusa, señor Yáñez!- dijo Sambigliong.
-¡Bueno, querido yo enseñaré a esos bribones cómo tiran los portugueses!- repuso el
europeo con su calma habitual.
Tiró el cigarrillo que estaba fumando, se hizo sitio entre los marineros que habían invadido
el castillo de proa atraídos por el disparo, y se acercó a la primera bombarda de babor,
apuntándola contra la chalupa.
La caza continuaba con furia, y la canoa, no obstante los desesperados esfuerzos del
hombre que la montaba, perdía terreno.
Otro tiro de fusil partió de la chalupa, pero sin daño alguno, pues es sabido que los
dayakos mane-jan mejor sus cerbatanas que las armas de fuego.
Yáñez seguía mirando impasible.
-Está en la línea- murmuró al cabo de dos minutos.
Hizo fuego. Se inflamó el largo cañón, produciendo un estampido que repercutió incluso
bajo los árboles que cubrían la lejana costa de la bahía.
A estribor de la chalupa se vio alzarse un chorro de agua: enseguida se oyeron en
lontananza gritos de rabi.
-¡Tocada, señor Yáñez!- gritó también Sambigliong.
-Y se irá a pique muy pronto- repuso el portugués.
Los dayakos interrumpieron la carrera y viraron desesperadamente, con la esperanza de
saltar en uno de los islotes antes de que se hundiese la embarcación.
La avería que le produjo el proyectil de la bombarda, una bala de libra y media por mitad
de plomo y cobre, era demasiado grande para que pudiese correr mucho tiempo.
En efecto, los dayakos estaban todavía a más de trescientos pasos del islote más cercano,
cuando la chalupa, que se llenaba rápidamente de agua, faltó bajo sus pies y se fue a fondo.
Como los dayakos de la costa son todos hábiles nadadores, pues pasan la mayor parte de
su vida en el agua, lo mismo que los malayos y los polinesios, no había peligro de que se
ahogasen.
-¡Salvaos- dijo Yáñez-; pero, si volvieseis a la car-ga, os abrasaríamos las costillas con una
buena metralla de clavos.
La pequeña canoa, viéndose libre de sus perseguidores gracias a tan afortunado tiro, había
vuelto a emprender su ruta hacia el “Mariana” empujado por la brisa, que aumentaba con la
puesta del sol; así es que muy pronto se encontró en aguas del velero.
El hombre que la guiaba era un joven de treinta años de piel amarillenta, perfil casi
europeo, como si fuese hijo del cruce de las razas caucásicas y malaya; su estatura era más
bien pequeña, pero parecía muy fornido; llevaba el cuerpo liado en tiras de tela blanca, que le
sujetaban fuertemente los brazos y las piernas, y en las ligaduras se veían manchas de sangre.
-¿Lo habrán herido?- se preguntó Yáñez.
Ese mestizo me parece que sufre mucho. ¡Ohé! ¡Echad una escala y preparad algunos
cordiales.
Mientras los marineros ejecutaban aquellas órdenes, la pequeña canoa dio la última
bordada, pegándose al costado de estribor del velero.
-¡Sube pronto!- gritó Yáñez.
El factor de Tremal-Naik ató la canoa a una cuerda que le habían arrojado, amainó la vela,
subió con algún trabajo la escala y apareció sobre la toldilla.
Un grito de sorpresa y horror se le escapó al portugués.
El cuerpo de aquel desdichado aparecía acribillado como por una descarga de
innumerables perdigones, y de algunas de aquellas heridas todavía salían gotas de sangre.
-¡Por Júpiter!- exclamó Yáñez estremeciéndose.
¿Quién te ha puesto de ese modo, mi pobre Tangusa.
-Las hormigas blancas, señor Yáñez- contestó el malayo con voz apagada y haciendo un
horrible gesto de dolor.
-¡Las hormigas blancas!- exclamó el portugués.
¿Quién te ha cubierto el cuerpo con tales insectos, siempre ávidos de comer.
-Los dayakos, señor Yáñez.
-¡Ah, miserables! Vete a la enfermería y que te curen; después hablaremos. Ahora dime tan
sólo si Tremal-Naik y su hija Damna corren peligro inminente.
-El amo ha formado un pequeño cuerpo de malayos, e intenta hacer frente a los dayakos.
-Está bien; ponte en manos de Kibatang, que entiende de heridas, y después envía a
buscarme, mi pobre Tangusa. Por el momento, tengo que hacer otra cosa.
Mientras el malayo, ayudado por dos marineros, descendía a la cámara, Yáñez había puesto
de nuevo su atención en la desembocadura del río, en la cual habían aparecido tres grandes
chalupas montadas por tripulaciones numerosas, y una con puente doble, en la cual se veía
uno de esos pequeños cañones de cobre amarillo llamados lilas por los malayos, fundidos con
una parte de plomo.
-¡Oh, diablo!- murmuró el portugués.
¿Tendrán intención esos dayakos de venir a medirse con los tigres de Mompracem? ¡No
será con esa fuerza con la que habéis de poder con nosotros! ¡Tenemos buenas armas, y os
haremos saltar como cabras salvajes.
-Tendrán otras chalupas escondidas detrás de las islas, señor Yáñez- dijo Sambigliong.
Somos demasiado fuertes para que vayamos a tenerles miedo, aun cuando conozcamos la
audacia y el empuje de los hijos de piratas y cortacabezas.
-¿No tenemos aún dos cajas de aquellas?...
-¿Balas de acero con punta? Sí, capitán.
-Manda traerlas sobre cubierta, y da orden a to-dos nuestros hombres para que se pongan
botas de mar, si no quieren estropearse los pies. ¿Se han embarcado los haces de espinos.
-También, señor Yáñe.
-Manda ponerlos alrededor de la borda. Si quieren subir el asalto, los veremos gritar como
fieras salvajes. ¡Piloto.
Podada, que se había subido hasta la cofa del trinquete para observar el movimiento
sospechoso de las cuatro chalupas, descendió, y se acercó al portugués mirando
oblicuamente.
-¿Sabes si esos dayakos tienen muchas barcas.
-No he visto apenas ninguna en el río- contestó el malayo.
-¿Crees que tratarán de abordarnos aprovechándose de nuestra inmovilidad.
-No lo creo, mi amo.
-¿Hablas sinceramente? ¡Ten cuidado, porque comienzo a sospechar de ti, pues esta
encalladura no me parece accidental.
El malayo hizo un gesto para esconder la fea sonrisa que le apuntaba en los labios, y
enseguida dijo con tono de resentimiento.
-No he dado motivo ninguno para que dude de mi lealtad mi amo.
-¡Pronto lo veremos!- contestó Yáñez.
Ahora vamos a buscar a ese pobre Tangusa mientras Sambigliong prepara la defensa.
CAPÍTULO II
EL PEREGRINO DE LA MECA
Si por fuera era bellísimo el velero, que podía competir con los yachts mejores de la época,
el interior, especialmente la cámara de popa, era realmente fastuoso.
Sobre todo la sala central, que servía de comedor y de salón, estaba alhajada con librerías,
mesa y sillas talladas e incrustadas de nácar y oro; en el suelo se veían alfombras persas,
tapices indios en las pa-redes, y cortinillas de seda color de rosa con franjas de plata velaban
la luz de las ventanillas.
Del techo pendía una gran lámpara que parecía de Venecia, y entre tapices y tapices se
veían sober-bias colecciones de armas de todos los países.
Tendido en un diván de terciopelo negro, vendado desde la cabeza hasta la planta de los
pies y envuelto en una manta de lana, estaba el Intendente de Tremal-Naik, ya curado, y más
animado con el cordial que tomara.
-¿Han cesado los dolores, mi valiente Tangusa?-le preguntó Yáñez.
-Kibatang posee ungüentos milagrosos- contestó el herido.
Me ha frotado todo el cuerpo, y ya me siento mucho mejor.
-Pues cuéntame cómo ha sucedido todo eso. Antes de nada, ¿sigue el amigo Tremal-Naik en
el “kampong” de Pangutarang.
-Sí, señor Yáñez; y cuando lo he dejado estaba fortificándose para poder resistir a los
dayakos hasta que llegase usted. ¿Cuándo llegó a Mompracem el mensajero que le hemos
enviado a usted.
-Hoy hace tres días, y, como ves, no hemos perdido el tiempo para acudir en socorro de
nuestro amigo con el mejor barco.
-¿Qué es lo que piensa el Tigre de la Malasia de tan imprevista insurrección, cuando aun
no hace tres semanas miraban los dayakos a mi señor como a su genio tutelar.
-A pesar de las conjeturas que hemos hecho, no hemos adivinado el motivo por el cual los
dayakos han tomado las armas y destruido las factorías que tantas fatigas le costaron a
Tremal-Naik. ¡Seis años de trabajo, y más de cien mil rupias tiradas quizás inútilmente!
¿Tienes alguna sospecha.
-Voy a contarle lo que hemos podido saber. Ha-ce un mes, o antes acaso, desembarcó en
estas costas un hombre que no debe pertenecer a la raza malaya ni a la bornesa, diciendo que
era un musulmán ferviente, y llevaba el turbante verde de los que han hecho la peregrinación
a la Meca. Ya sabe us-ted, señor, que los dayakos de esta parte de la isla no adoran a los
genios de los bosques, ni a los buenos ni a los malos espíritus, como sus hermanos del Sur,
pues son musulmanes, a su modo, naturalmente, pero no menos fanáticos que los de la India
Central. ¿Qué es lo que dijo aquel hombre a esos salvajes? Eso ni mi señor ni yo hemos
llegado a saberlo. El hecho es que logró fanatizarlos, induciéndolos a destruir las factorías y a
rebelarse contra la autoridad del señor Tremal-Naik.
-Pero, ¿qué historia es la que me cuentas?- exclamó Yáñez en el colmo de la sorpresa.
-Una historia tan verdadera, señor Yáñez, que mi amo corre el peligro de morir abrasado
en su “kampong” juntamente con su hija la señorita Damna, si usted no acude en su socorro.
Ese hombre del turbante verde no solamente ha levantado a los salvajes contra la factoría,
sino también contra mi amo, pues quieren a todo trance su cabeza, señor Yáñez.
El portugués se había puesto pálido.
-¿Quién podrá ser ese peregrino? ¿Qué misterioso deseo lo empuja en contra de Tremal-
Naik? ¿Tú lo has visto.
-Sí-, al escapar de entre las manos de los dayakos.
-¿Es joven o viejo.
-Es viejo, señor; de elevada estatura y flaquísimo; un verdadero tipo de peregrino que tiene
hambre y sed. Y aun hay algo más grave en el misterio- añadió el mestizo.
Me han dicho que hace dos semanas llegó un barco de vapor con bandera inglesa, y que el
peregrino estuvo conversando largo rato con el comandante.
-¿Y marchó pronto esa nave.
-A la mañana siguiente; y sospecho que durante la noche desembarcó armas, porque ahora
muchos dayakos tienen fusiles y pistolas, siendo así que antes no tenían más que cerbatanas y
cuchillos.
-¿De modo que los ingleses se mezclan en este asunto?- preguntó Yáñez que parecía muy
preocupado.
-Es posible, señor. ¿Sabe las voces que corren por Labuán? Que el Gobierno inglés tiene
intención de ocupar nuestra isla de Mompracem con el pretexto de que constituimos un
constante peligro para sus colonias, y que nos enviarán a otra tierra más lejana. ¡Los ingleses,
que deben estaros reconocidos por haberlos desembarazado de los tigres que infestaban la
India.
-Querido mío, ¿tú crees que el leopardo puede guardar gratitud al mono por haberlo
librado de los insectos que le molestaban.
-No, señor; porque esos animales carnívoros no tienen ese sentimiento.
-Pues tampoco lo tiene el Gobierno inglés llama-do el leopardo de Europa.
-¿Y dejará usted que se apoderen de Mompracem.
Una sonrisa dilató los labios de Yáñez. Encendió un cigarrillo, aspiró dos o tres bocanadas
de humo, y dijo con voz tranquila.
-No sería ésta la primera vez que los tigres de Mompracem se ponen enfrente del leopardo
inglés. Le hemos hecho temblar un día en Labuán, y corrió el peligro de ver a sus colonos
devorados por nosotros y arrojados al agua. ¡No nos dejaremos sorprender ni vencer.
-¿Y Sandokán? ¿Ha enviado a Tija sus paraos para inmolar hombres.
-Sí; y que no serán menos animosos que los últimos tigres de Mompracem- contestó Yáñez.
¿Quiere Inglaterra arrojarnos de una isla que venimos ocupando hace treinta años? ¡Que
se atreva y entregaremos a las llamas la Malasia entera, y batallaremos sin cuartel contra el
insaciable leopardo! ¡Veremos si ha de ser el Tigre de la Malasia el que sucumba en la lucha.
En aquel momento se oyó la voz de Sambigliong, el contramaestre del “Mariana” que
gritaba.
-¡A la cubierta, capitán.
-¡Llegas a tiempo!- respondió Yáñez.
Acabo de terminar mi coloquio con Tangusa. ¿Qué hay de nuevo.
-¡Que avanzan.
-¿Quiénes? ¿Los dayakos.
-Sí, capitán.
-¡Está bien.
El portugués salió de la cámara, tomó la escalera y apareció en la cubierta.
El sol iba a ocultarse rodeado por una nube de oro, y teñía de rojo el mar, ligeramente
rizado por una brisa suave.
El “Mariana” seguía inmóvil, y cómo eran aquellos momentos los del máximum de la baja
mar, se había inclinado un poco sobre el costado de estribor, de modo que la cubierta aparecía
sin banda en aquella parte.
Hacia los islotes que obstruían el río se veía avanzar lentamente una docena de grandes
canoas, entre ellas cuatro dobles, precedidas por un pequeño parao armado con un mirin,
pieza de artillería algo mayor que el “lila”, fundido como éste, con plomo, cobre y latón.
-¡Ah!- dijo Yánez con su flema habitual.
¿Quieren medirse con nosotros? ¡Muy bien! Tenemos pólvora bastante con que
obsequiarlos: ¿verdad, Sambigliong.
-La provisión es buena, capitán- contestó el malayo.
-Observo que avanzan muy despacio. No parece que tengan mucha prisa, querido
Sambigliong.
-Esperan a que se haga de noche. Antes de que desaparezca la luz es preciso ver qué
trazas tienen.
Tomó el anteojo, y lo asestó al pequeño parao que iba precediendo a la flotilla de chalupas.
Iban en él quince o veinte hombres vestidos de guerra: pantalones estrechos abotonados en
las caderas y en la garganta del pie; “sarong” muy corto, y en la cabeza, una especie de
birrete muy curioso, de larga visera y con muchas plumas, llamado “tadung”. Algunos estaban
armados de fusiles; los más, en lugar del “kampilang”, pesadas armas blancas de un acero
muy fino, llevaban los “pijan-rant”- especie de puñal de hoja larga, y no ondulante como los
kriss malayos-, y sostenían grandes escudos cuadrados de piel de búfalo.
-¡Hermosos tipos!- dijo Yáñe.
-¿Son muchos, señor.
-¡Uf! Centenar y medio, mi querido Sambigliong.
Dicho esto se volvió, mirando a la toldilla del “Mariana”. Sus cuarenta hombres estaban
todos en sus puestos de combate: los artilleros, detrás de los dos cañones y de las cuatro
bombardas; los fusileros, detrás de la amura cuyos bordes estaban cubiertos con haces de
agudos espinos, y los hombres de maniobras, que por el momento nada tenían que hacer, en
lo alto de las cofas bombas de mano y carabinas indias de cañón largo.
-¡Vaya; pues que vengan a buscarnos!- murmuró visiblemente satisfecho de las órdenes
dadas por Sambigliong.
El sol desaparecía, lanzando sus últimos rayos, tiñendo de una luz áurea y rosada las
costas de la inmensa isla y las escolleras contra las cuales se deshacían las olas que venían
del mar. El astro del día se sumergía majestuosamente en el agua, inflamando un gran
abanico de nubes que había encima de él, y de las cuales partían grandes zonas de oro y
ráfagas de púrpura que esmaltaban el claro azul del cielo. Casi bruscamente desapareció el
sol, tiñendo de color rojo encendido por breves instantes el horizonte todo; enseguida fue
atenuándose aprisa aquella oleada de luz, y, como no hay crepúsculo en aquellas latitudes, la
gran fantasmagoría se extinguió y las tinieblas envolvieron la bahía, las islas y las costa.
-¡Buena noche para otros, y mala para nosotros!-dijo Yáñez, que no había podido menos de
contemplar extasiado aquella espléndida puesta de sol.
Miró a la flotilla enemiga. El pequeño parao, las chalupas dobles y las sencillas
apresuraron la marcha.
-¿Estamos dispuestos.
-Sí- contestó por todos Sambigliong.
-Entonces, ya no os detengo más, mis buenos tigres de Mompracem.
-El pequeño parao se hallaba a tiro, y cubría las chalupas que lo seguían en fila una detrás
de otra, para evitar los fuegos de la artillería del “Mariana”.
Sambigliong se inclinó sobre una de las piezas emplazadas en la toldilla, que estaban
montadas sobre pernos para poder hacer fuego en todas direcciones y después de haber
mirado durante algunos instantes hizo fuego, despedazando el árbol de trinquete del parao, el
cual cayó sobre el puente, arrastrando la enorme vela.
Aquel tiro, verdaderamente maravilloso, arrancó furiosos gritos a los que iban en las
chalupas; a su vez llameó la proa del barco inutilizado.
El cañoncito del pequeño velero había respondido al disparo del “Mariana”; pero la bala,
mal dirigida, no había hecho más que agujerear el con-tra-foque, que Yáñez no había mandado
amainar.
¡Esos bribones tiran como los reclutas de mi país!- dijo Yáñez, que continuaba fumando
plácidamente apoyado en la amura de proa.
Al disparo siguió una serie de detonaciones se-cas. Eran los “lilas” de las chalupas dobles,
que secundaban el fuego del parao.
Afortunadamente, aquellos cañoncitos no estaban todavía a tiro y todo se redujo a mucho
ruido y mucho humo, sin daño del “Mariana”.
-Ante todo, deshaced el parao, Sambigliong- dijo Yáñez- y procurad desmontar el cañoncito,
que es lo único que puede hacernos daño. Seis hombres a las dos piezas y menudead el fuego,
mi...
Se interrumpió bruscamente lanzando una mirada hacia la popa. Hizo un gesto de
sorpresa.
-¡Sambiglion!- exclamó palideciendo.
-No tema, señor Yáñez: el parao estará deshecho o arrasado como un pontón antes de dos
minuto.
-¿Y el piloto, que no he vuelto a verlo.
-¡El piloto!- exclamó el malayo dejando la pieza, que ya había apuntado.
¿Dónde está ese bribón.
Yáñez, presa de una agitación vivísima, había atravesado rápidamente la toldill.
-¡Busca al piloto!- gritó.
-Capitán- dijo un malayo que estaba al servicio de las dos piezas de popa-, acabo de verlo
bajar a la cámara.
Sambigliong, que había sospechado lo mismo, se precipitó por la escalera empuñando una
pistola.
Yáñez lo siguió, mientras los dos cañones trona-ban contra la flotilla con horrísono fragor.
-¡Ah, perro!- se oyó gritar.
Sambigliong había sujetado fuertemente por la espalda al piloto, que iba a salir de un
camarote, y que tenía en la mano un pedazo de cuerda embreada y encendida.
-¿Qué es lo que hacías, miserable?- gritó Yáñez, arrojándose a su vez sobre el malayo, que
intentaba resistir al contramaestre.
Al ver al comandante, que tenía también una pistola en la mano, y que parecía dispuesto a
saltarle los sesos, el piloto se había vuelto amarillo, es decir, pálido; pero respondió con cierta
calma.
-Señor, he bajado para tomar una mecha para las bombardas.
-¿A este sitio por las mechas?- gritó Yáñez..
¡Bribón, lo que pretendías era incendiar el barco.
-¡Yo.
-¡Sambigliong, ata a este hombre!- mandó el portugués.
¡Así que hayamos batido a las dayakos nos veremos.
-No hacen falta cuerdas, señor Yáñez- repuso el contramaestre.
Le haremos dormir durante doce horas, y no nos molestará en ese tiempo.
Agarró brutalmente por los hombros, al piloto, que ya no trataba de resistir, le comprimió
con los pulgares la nuca, y después le hundió en el cuello, un poco más abajo de los ángulos
de las mandíbulas, los índices y los dedos del corazón, estrujándole las carótidas contra la.
columna vertebral. Con esta operación se produjo una cosa extraña. Podada abrió
desmesuradamente los ojos y la boca como si sufriese un principio de asfixia, se le hizo
anhelosa la respiración, echó atrás la cabeza y cayó en brazos del contramaestre cual si
estuviese muerto.
-¡Lo has matado! exclamó Yáñez.
-No, señor- repuso Sambigliong-; lo he adormecido, Y hasta dentro de doce o quince horas
no podrá despertar.
-¿Hablas en serio.
-Más tarde lo veréis.
-Échalo en una hamaca, y subamos corriendo. El cañoneo se hace muy vivo.
Sambigliong levantó al piloto, que no daba señales de vida, y lo tendió sobre una alfombra:
enseguida subieron ambos rápidamente a la cubierta, en el momento mismo en que los dos
cañones de caza volvían a tronar, haciendo retemblar el velero.
El combate entre el “Mariana” y la flotilla se había empeñado con ardimiento.
Las dobles chalupas que, como ya hemos dicho, iban armadas con “lilas” se habían
colocado en un frente bastante largo a diestra y siniestra del parao para dividir el fuego del
velero, empeñándose en proteger resueltamente a las otras embarcaciones, que a pesar de su
pequeñez llevaban a bordo tripulaciones muy numerosas reservadas para el ataque final.
Los disparos se sucedían con rapidez, y las balas, aunque todas eran de muy poco calibre,
pasaban silbando en gran cantidad sobre el “Mariana”, incrustándose en los penoles,
horadando las lonas, maltratando el cordaje y astillando las amuras. Va-rios hombres estaban
heridos, y alguno muerto: sin embargo, de esto, los artilleros de Mompracem seguían
cumpliendo su deber con fría serenidad y calma maravillosa.
Como había disminuido la distancia, comenzaron a tronar las bombardas, lanzando sobre la
flotilla descargas de metralla, compuesta en su mayor parte de clavos que herían cruelmente
a los dayakos, haciéndolos gritar y saltar como monos rojos.
A pesar de aquellas descargas formidables no ce-saba de avanzar la flotilla. Los dayakos
que por lo general eran muy valientes, casi tanto como los malayos, y que no temen a la
muerte, remaban con fu-ria, mientras los que iban armados con fusiles sostenían un fuego
vivísimo, si bien muy poco eficaz, pues apenas tenían práctica de aquellas armas.
Ya se habían acercado las chalupas a unos quinientos pasos, cuando el parao, sobre el cual
se concentraba el fuego de los cañones del “Mariana”, se tumbó sobre un costado.
Había perdido sus dos mástiles, el balancín lo había hecho pedazos un tiro de Yáñez, y su
obra muerta casi no existía.
-¡Desmonta el cañoncito, Sambigliong!- gritó Yáñez al ver que se acercaba al parao una
doble chalupa con la intención de recoger la pieza de artillería antes de que se fuese a pique
el barco.
-¡Sí, comandante!- respondió el malayo, que servía en la pieza de babor.
-¡Y vosotros ametrallad a la tripulación antes de que lo recojan!- añadió el portugués, que
desde lo alto de la toldilla seguía atentamente los movimientos de la flotilla, sin dejar por eso
el cigarro.
Una andanada de los cañones y de las bombardas cayó sobre el parao desmontando el
cañoncito, cuya cureña hecha añicos se fue abajo de golpe, mientras un huracán de metralla
barría la embarcación desde la proa hasta la popa, hiriendo a la mayoría de los tripulantes.
-¡Buen golpe!- exclamó el portugués con su habitual tranquilidad.
¡Uno que ya no nos producirá más molestias.
El pequeño velero era tan sólo una cáscara de nuez que se hundía con toda rapidez en el
agua. Los hombres que habían escapado de tan tremenda andanada se arrojaron al mar, y
nadaban hacia las chalupas, mientras los pontones disparaban furiosos los “lilas” con no
mucha fortuna, a pesar de ofrecerles el “Mariana” un buen blanco con su inmovilidad y su
mole.
De pronto el parao se puso quilla arriba, volcando en las aguas muertos y heridos. Gritos
feroces salieron de las chalupas al ver que el parao se iba a la deriva con la quilla al aire.
-¡Chilláis como ocas!- dijo Yáñez.
¡Se necesita al-go más para vencer a los tigres de Mompracem, queridos míos! ¡Fuego a
las chalupas! ¡Adelante, fusileros! ¡Esto va entrando en calor.
Aun cuando privados del parao, que con su pieza podía contestar a los cañones de caza, la
flotilla había vuelto a emprender el avance, acercándose rápidamente al “Mariana”.
Los tigres de Mompracem no economizaban pólvora ni balas. Los cañones de las piezas de
caza y de las bombardas alternaban con las nutridas descargas de fusilería, que abrían
grandes huecos en la tripulación de los pontones y de las chalupas.
Aquellos viejos guerreros, que hicieron temblar a los ingleses de Labuán, que habían
vencido y deshecho a James Brook, el rajá de Sarawak, y que destruyeron después de
combates formidables a los terribles “thugs” indios, se defendían de un modo admirable, sin
cuidarse de buscar amparo detrás de la obra muerta.
Despreciando todo peligro, a pesar de los consejos del portugués, que procuraba conservar
sus hombres, habían saltado todos sobre las amuras para ver mejor, y desde allí, como desde
las cofas, hacían un fuego infernal sobre las chalupas, diezmando cruelmente a las
tripulaciones.
Pero los asaltantes eran tantos en número, que a pesar de tan graves pérdidas no se
desanimaban.
Otras chalupas salidas del río se habían unido a la flotilla. Por lo menos eran trescientos
salvajes suficientemente armados los que se dirigían al abordaje del “Mariana”, resueltos a
expugnarlo y a matar hasta el último de sus defensores. No podía esperarse cuartel de
aquellos bárbaros sanguinarios, que no tienen más que un solo deseo: hacer cosecha de
cráneos humanos.
-¡El negocio se va a poner serio!- murmuró Yáñez al ver las nuevas chalupas.
¡Tigrecitos míos, dad de firme cuanto podáis, o concluiremos por dejar aquí nuestras
cabezas! ¡Ese perro peregrino los ha fanatizado de tal modo, que se han vuelto rabiosos.
Se acercó a la pieza de caza de estribor, que acababa de cargarse en aquel momento, y
apartó a Sambigliong, que estaba apuntando con ella.
-¡Deja que me caliente también un poco!- dijo.
Si no deshacemos los pontones y no echamos al agua sus “lilas”, antes de tres minutos
estarán aquí.
-Los espinos los detendrán, comandante.
-No lo sé, querido. Pondrán en juego sus “kampilangs”.
-Y nuestros gavieros no harán menos fuego con sus granadas.
-Sea; pero prefiero que no lleguen hasta aquí.
Puso fuego a la pieza, y como siempre, no falló el tiro. Uno de los pontones compuesto de
dos chalupas reunidas por medio de un puente, se fue a pique.
Las proas, tocadas a flor de agua, se inundaron, y la masa flotante se hundió.
Un segundo pontón quedó también medio deshecho; al tercer cañonazo que disparó Yáñez,
ya las chalupas alcanzaron al “Mariana”.
-¡Empuñad los parangs, y llevad a popa las bombardas!- gritó abandonando la pieza, que ya
era inútil.
¡Obstruid la proa.
En un abrir y cerrar de ojos se ejecutaron las órdenes. Los fusileros se pusieron en masa
en la toldilla, dejando solos a los gavieros de las cofas, mientras que Sambigliong con algunos
hombres desfondaba a hachazos dos cajas, sembrando por la cubierta una infinidad de bolitas
de acero, erizadas de puntas finísimas.
Los dayakos, furiosos por las graves pérdidas sufridas, habían rodeado al “Mariana”
gritando de un modo atronador y tratando de trepar, agarrándose donde podían.
Yáñez empuñó una cimitarra y se colocó en medio de sus hombres.
-¡Apretad las filas en derredor de las bombas! gritó.
Los fusileros que estaban cerca de las bordas no cesaron de hacer fuego, hiriendo a
quemarropa a los dayakos de los pontones y a cuantos pretendían subir al abordaje.
Los cañones de los fusiles y de las carabinas in-dias se habían calentado de tal modo, que
abrasaban las manos de los tiradores.
Los dayakos llegaban encaramándose como monos. De pronto estallaron grandes gritos de
dolor entre los asaltantes.
Habían puesto las manos sobre los haces de espinos que cubría las bordas, y cuyas ramas
se habían disimulado con el empalletado.
Al sentirse desgarrados los dedos, y no pudiendo soportar dolor tan agudo, se dejaron caer
encima de sus compañeros, arrastrándolos en su caída.
Si los que trataron de asaltar el barco por babor y estribor no pudieron conseguirlo; en
cambio los que se izaron por el bauprés, habían sido más afortunados, pues encontraron un
apoyo en el mismo palo.
A golpes de “kampilang” desataron los haces de aquel sitio, los arrojaron al agua, y diez o
doce hicieron irrupción en el castillo de proa dando gritos de victoria.
-¡Adentro con las bombardas!- gritó Yáñez, que los había dejado hacer.
Las cuatro bocas de fuego lanzaron una andanada de clavos, limpiando todo el castillo.
Fue una descarga terrible. Ninguno de los asaltantes quedó en pie, aun cuando tampoco
cayeron muertos.
Aquellos desgraciados, que recibieron de lleno los tiros, rodaban por el castillo dando
alaridos de dolor y debatiéndose desesperadamente.
Sus cuerpos, horadados en cien sitios por los clavos, parecían cribas goteando sangre.
Sin embargo, la victoria estaba lejana todavía.
Otros dayakos subieron por todas partes, dispersando primero los espinos con los
“kampilangs”, y saltaron sobre cubierta a pesar del fuego vivísimo de los tigres de
Mompracem.
Pero allí esperaba a los asaltantes otro obstáculo no menos duro que los espinos; eran las
bolitas de acero que llenaban toda la cubierta, y cuyas puntas no era posible esquivar ni con
las pesadas botas de agua.
Además, los gavieros desde las cofas comenzaron a arrojar granadas que estallaban con
estruendo, lanzando en derredor fragmentos de metal.
Pillados entre dos fuegos e imposibilitados de avanzar, los dayakos se habían detenido;
enseguida un terror súbito se apoderó de ellos al verse ametrallados de nuevo; allí cayeron
varios y los restantes se precipitaron en montón sobre las bordas, arrojándose al agua y
nadando como desesperados hacia los pontones y las chalupas.
-Por lo visto, parece que ya tienen bastante- dijo Yáñez, que no había perdido su flema
durante la lucha.
¡Esto os enseñará a temer a los viejos tigres de Mompracem.
La derrota de los isleños era completa. Pontones y chalupas huían a fuerza de remos hacia
los islotes que se extendían delante del río; y sin responder al fuego del velero, fuego que hizo
cesar muy pronto el portugués, al cual repugnaba matar personas que ya no podían
defenderse.
Diez minutos después la flotilla, cuyas chalupas hacían agua la mayor parte, desaparecía
en el río.
-Se han marchado- dijo Yáñez.
Supongo que nos dejarán tranquilos.
-Nos esperarán en el río, señor- dijo Sambigliong.
-Nos darán de nuevo la batalla- añadió Tangusa, que a los primeros cañonazos había subido
a cubierta para tomar parte en la defensa, aun hallándose, como se hallaba, sin fuerzas.
-Les daremos otra lección que les quitará para siempre las ganas de importunarnos.
¿Habrá agua bastante para ir hasta la escala del “kampong” .
-Durante largo trecho el río es muy profundo, y con viento favorable no habrá dificultad en
subirlo.
-¿Cuántos hombres hemos perdido?- preguntó Yáñez a Kibatang, un malayo que hacía de
médico de a bordo.
-Hay ocho en la enfermería, señor; entre ellos dos graves, y cuatro han muerto.
-¡Que el demonio se lleve a esos malditos salvajes y a su peregrino!- exclamó Yáñez.
¡En fin, esto es la guerra!- añadió dando un suspiro.
Enseguida, volviéndose hacia Sambigliong, que parecía esperar alguna orden, añadió.
-La marea está a punto de alcanzar su mayor al-tura. ¡Tratemos de salir de este banco
maldito.
CAPÍTULO III
EN EL RÍO KABATAUN
Hacía ya cuatro o cinco horas que el agua seguía creciendo en la bahía, cubriendo poco a
poco el banco en que había encallado el “Mariana”.
Era, pues, aquel el momento para intentar poner a flote la embarcación, lo cual no parecía
cosa muy difícil pues los marineros ya observaron un movimiento de la rueda de proa. Todavía
no flotaba el velero; pero nadie dudaba de llegar a sacarlo de aquel mal paso ayudándolo con
alguna maniobra.
Desembarazada la cubierta de los cadáveres que la llenaban, especialmente en el castillo
de proa, donde cayeron muchos dayakos bajo las descargas de metralla hechas a quemarropa,
y recogidos y colocados en las cajas los peligrosos balines de punta que habían detenido tan a
tiempo el asalto de los belicosos isleños, los tigres de Mompracem se pusieron enseguida a la
faena bajo la dirección de Yáñez y de Sambigliong.
A sesenta pasos de la popa se tiraron dos pequeñas anclas, se haló a la cuerda para echar
hacia atrás la nave, ayudando el empuje de la marea, y se pusieron las velas de modo que el
viento no resultara a favor de proa.
-¡A la cuerda, muchachos!- gritó Yáñez cuando todo estuvo dispuesto.
¡Saldremos pronto de aquí.
Ya se habían oído ciertos golpeteos del agua bajo la proa, señal evidente de que la crecida
de la marea tendía a suspender la embarcación.
Doce hombres se precipitaron a la cuerda, mientras otros tantos se echaron a los cables
que sujetaban las anclas para que el esfuerzo fuese mayor: los primeros habían comenzado ya
a hacer girar las as-pas de los molinetes.
Al cabo de cuatro o cinco vueltas de las aspas del cabrestante, el “Mariana” vaciló sobre el
banco en que se apoyaba, virando lentamente hacia estribor a impulsos del viento que
henchía con fuerza las dos inmensas velas.
-¡Ya estamos libres!- gritó Yáñez con voz alegre.
Probablemente, hubiera bastado la marea para sacarnos de aquí. ¡Qué sorpresa tan
agradable va a tener el piloto cuando despierte! ¡Recoged las anclas, izad las velas, y en
marcha hacia adelante en dirección del río.
-¿Embocamos el río, sin esperar al día?- preguntó Sambigliong.
-Me ha dicho Tangusa que es ancho y profundo y que no tiene bancos- respondió Yáñez.
Prefiero atravesar ahora sin luz y sorprender a los dayakos, que seguramente no nos
esperarán tan pronto.
Los marineros, haciendo un poderoso esfuerzo con el cabrestante, arrancaron las anclas
del fondo, y los gavieros orientaron las velas y los foques del bauprés. Tangusa, que no había
dejado la toldilla, se puso al timón, por ser el único que conocía la embocadura del Kabataun.
-Condúcenos tan sólo hasta dentro del río, mi valiente muchacho- le había dicho Yáñez-;
después regiremos nosotros el “Mariana” y te irás a descansar.
-¡Oh! Ya no soy un niño, señor- contestó el mestizo-, para tener necesidad inmediata de
descanso. El bálsamo prodigioso con que Kibatang untó mis heridas me ha calmado las
dolores.
-¡Ah!- exclamó Yáñez, mientras que el “Mariana”, rodeando prudentemente el banco,
avanzaba hacia el río.
No me has dicho todavía cómo has caído en manos de los dayakos ni por qué te han
martirizado.
-No me dejaron tiempo esos bribones para concluir de contarle a usted mi triste aventura-
respondió el mestizo haciendo un esfuerzo para sonreír.
-¿Venías del “kampong” de Tremal-Naik cuando te pillaron.
-Sí, señor Yáñez. Mi amo me había encargado que me llegase hasta la orilla de la bahía
para conducirlo por el río.
-Estaba seguro de que no dudaríamos en correr en su socorro; ¿verdad.
-No lo dudaba, seño.
-¿Dónde te sorprendiero.
-En los islotes.
¿Cuánd.
-Hace dos días. Unos hombres que habían tra- bajado en las plantaciones me reconocieron
enseguida y me asaltaron en mi canoa, haciéndome prisionero. Debieron pensar que Tremal-
Naik me enviaba a la costa en espera de algún socorro, porque me interrogaron largamente,
amenazándome con cortarme la cabeza si no les revelaba el motivo de mi estancia en aquellos
lugares. Como me negué a contestar, aquellos miserables me arrojaron en un pozo que estaba
próximo a un hormiguero, me ataron bien, y me hicieron varias incisiones para que saliese
sangre.
-¡Ladrones.
-Ya sabe usted, señor Yáñez, qué voraces son las hormigas blancas. Atraídas por el olor de
la sangre, no tardaron en venir sobre mí por batallones, y comenzaron a devorarme vivo
poquito a poco.
-¡Un suplicio digno de salvajes.
-Y que duró un buen cuarto de hora, haciéndome sufrir tormentos espantosos.
Afortunadamente, aquellos insectos se habían arrojado también sobre las cuerdas que me
sujetaban brazos y piernas, y no tardaron en roerlas, pues estaban empapadas en aceite de
coco para que al secarse me apretasen más.
-¿Y tú apenas te viste libre escapaste?- dijo Yáñez.
-¡Puede usted imaginárselo!- respondió el mestizo.
Como se habían alejado los dayakos, me metí entre la espesura de la floresta vecina,
cercana al río; y como vi atracada una canoa con vela, me hice a la mar, pues ya había
divisado en lontananza al velero.
-¡Has sido bien vengado.
-Señor Yáñez, esos salvajes no merecen compasión. ¡Oh.
Aquella exclamación se le escapó al descubrir algunas luces que brillaban en las costas de
los islotes que componían la barra del río.
-Los dayakos vigilan, señor Yáñez.
-Ya lo creo- repuso el portugués.
¿Podremos pa-sar de largo sin que nos vean.
-Tomaremos por el último canal- contestó el mestizo, observando atentamente la superficie
del río.
En aquella dirección no veo brillar luz alguna.
-¿Habrá bastante calado.
-Sí; pero hay bancos.
-¡Ah, diablo.
-No tema por eso, señor Yáñez. Conozco muy bien la cuenca, y espero que entraremos en
Kabataun sin ningún tropiezo.
-Mientras tanto, nosotros tomaremos nuestras precauciones para rechazar cualquier
ataque- contestó el portugués, dirigiéndose al castillo de proa.
El “Mariana” impulsado por una ligera brisa de Poniente, se deslizaba dulcemente,
acercándose ca-da vez más a la cuenca del río.
La marca, que aun seguía subiendo, facilitaría la marcha rechazando un buen trozo las
aguas del Kabataun.
La tripulación, excepto dos o tres hombres encargados de la cura de los heridos, estaba
sobre cubierta en los puestos de combate, pues no sería difícil que, a pesar de la terrible
derrota sufrida, intentasen los dayakos un nuevo abordaje, o rompiesen el fuego ocultos en los
bosquecillos de los islotes.
Tangusa guió el “Mariana” de modo que estuviera siempre lejos de las luces que ardían
cerca de las escolleras, y que debían dominar el campamento de los enemigos; enseguida, con
una hábil maniobra, metió el barco dentro de un canal bastante estrecho que se abría entre la
costa y un islote, sin que se oyese grito alguno de alarma en una orilla ni en la otra.
-Ya estamos en el río, señor- dijo a Yáñez, que había vuelto a reunirse con él.
-¿No te parece un poco extraño que no hayan visto nuestra entrada los dayakos.
-Quizás estén durmiendo, no sospechando que pudiésemos salir del banco con tanta
facilidad y tan felizmente.
-¡Hum!- hizo el portugués moviendo la cabeza.
-¿Duda usted.
-Creo que nos han dejado pasar para darnos la batalla al remontar el río.
-Pudiera ser, señor Yáñez.
-¿Cuándo llegaremos.
-Al mediodía.
-¿Cuánto dista del río el” kampong” .
-Dos millas.
-De bosque, probablemente.
-Y espeso, señor.
-Ha sido un error de Tremal-Naik no haber fun-dado junto al río la principal factoría. Nos
veremos precisados a dividirnos. Y aunque es cierto que mis tigres se baten tan bien en el
puente de los paraos como en tierra..., sin embargo...
-¿Vamos atrás, señor? El viento es favorable, y la marea nos empujará todavía durante
algunas horas.
-¡Adelante, y cuidado con dar en seco con el “Mariana”.
-Conozco muy bien el río.
El velero dobló una lengua de tierra que formaba la barra del río, y remontó la corriente
empujado por la brisa de la noche, que henchía las velas.
Aquella corriente de agua, que aun hoy es poco transitada a causa de la hostilidad continua
de los dayakos que no respetan ni siquiera la cabeza de los exploradores europeos, tenía una
anchura de un centenar de metros, corría por entre dos orillas bastante altas, cubiertas de
duriones, mangos y árboles gomíferos.
No se veía brillar ninguna luz entre los árboles, ni se escuchaba rumor que indicase la
presencia de aquellos formidables cazadores de cabezas.
Solamente de cuando en cuando se oía el chapuz en las aguas, que debían ser muy
profundas, de algún caimán dormido a flor de agua, y al que espantaba la masa del velero.
Tanto silencio no inspiraba confianza a Yáñez que redoblaba la vigilancia, procurando
descubrir algo bajo la densa oscuridad de los árboles.
-¡No- murmuraba-; es imposible que hayamos podido pasar inadvertidos! Alguna cosa debe
suceder: Afortunadamente conocemos al enemigo y no nos tomará de sorpresa.
Había transcurrido una media hora, sin que hubiese acaecido nada de extraordinario, y ya
comenzaba a confiar el portugués, cuando hacia la parte baja de la corriente del río se vio
alzarse por encima de las copas de los grandes árboles una línea de fuego.
-¡Ta! ¡Un cohete!- exclamó Sambigliong, que lo había visto primero.
La frente de Yáñez se nubló.
-¿Cómo es que estos salvajes poseen cohetes de señales?- se preguntó.
-Capitán- dijo Sambigliong-, eso es prueba de que en este negocio andan mezclados los
ingleses. Estos salvajes no han visto cohetes hasta este momento.
-Los habrá traído el misterioso peregrino.
-¡Mire hacia allí: contestan.
Yáñez se volvió hacia la proa, y vio a una gran distancia y hacia la otra parte de la corriente
del río extinguirse en el cielo un nuevo rastro de luz.
-Tangusa- dijo volviéndose hacia el mestizo, que no abandonaba la barra del timón- parece
que se preparan a hacernos pasar una mala noche los ex cultivadores de tu señor.
-Lo sospecho, señor Yáñez- respondió el mestizo.
En aquel momento se oyeron voces en la proa, exclamando.
-¡Hogueras.
-¡O incendio.
-¡Mira hacia allá.
-¡Arde el río.
-¡Señor Yáñez! ¡Señor Yáñez.
De unos cuantos saltos se puso en el castillo de proa, donde se habían reunido algunos
hombres de la tripulación.
Toda la parte alta del curso del río, que descendía casi en línea recta con sólo un ligero
serpenteo, aparecía cubierta por infinidad de puntos luminosos, que ya se agrupaban, ya se
dispersaban, para reunirse poco después en líneas y masas espesísimas.
Yáñez había quedado tan sorprendido, que estuvo silencioso algunos minutos.
-¿Algún fenómeno capitán?- preguntó concisamente Sambigliong.
-No lo creo- repuso por fin Yáñez, cuya frente se oscurecía cada vez más.
Tangusa, que había confiado momentáneamente la barra a uno de los timoneles, había ido
corriendo, alarmado por aquellas exclamaciones.
-¿Puedes decirme qué es esto?- preguntó Yáñez al verlo.
-Eso son luces que descienden por el río, señorcontestó el mestizo.
-¡Es imposible! Si cada uno de esos puntos luminosos señalase una barca, serían miles de
ellas, y no creo que los dayakos posean tantas, ni aun reuniendo todas las que hay en los ríos
borneses.
-Sin embargo, son luces- replicó Tangusa.
-Pero, ¿dónde las han encendido.
-No lo sé, señor.
-¿Sobre aquellos troncos de árboles.
-No sé decirle. El hecho es que esas luces se acercan, capitán, y que el “Mariana” corre el
peligro de incendiarse.
Yáñez lanzó un ¡por Júpiter!, tan tremendo, que dejó estupefacto a Sambigliong.
-¿Qué es lo que han preparado esos canallas?-exclamó el valiente portugués.
-Capitán, preparemos las bombas por precaución.
-¡Y arma a nuestros hombres de botafuegos y manivelas para separar esas hogueras! ¡Esos
malditos salvajes tratan de abrasar nuestro barco! ¡Andad pronto, tigrecitos míos: no hay
tiempo que perder.
Aquellos centenares y centenares de puntos luminosos se agrandaban a ojos vistas,
conducidos por la corriente, y cubrían un trozo enorme del río.
Descendían por grupos, produciendo un efecto maravilloso para visto en otra ocasión;
hubieran admirado al propio Yáñez; pero en aquel momento no se paraba en efectos estéticos.
Los haces encendidos giraban sobre sí mismos formando líneas circulares y espirales que se
rompían enseguida, o ya trazando una recta que al cabo se transformaba en una serpentina.
Un gran número filaba por las orillas; en cambio, otros danzaban en medio, donde la
corriente era más rápida.
No se podía saber sobre qué ardían a causa de la espesa sombra que proyectaban los
altísimos árboles que cubrían las orillas; pero se suponía que soportase tales hogueras alguna
masa flotante.
Toda la tripulación se había armado rápidamente de botafuegos, barras de penoles, aspas y
manivelas, y se había colocado a lo largo de los costados del “Mariana” para apartar aquellos
peligrosísimos haces inflamados. Algunos hombres habían descendido a las redes de la
delfinera del bauprés y a las barcazas para poder maniobrar mejor.
-¡Siempre por el centro del río!- gritó Yáñez a Tangusa, que había vuelto a manejar la barra
del timón.
¡Si nos sorprendiese el fuego, pronto recalaríamos a una de las orillas.
La flotilla ígnea llegaba empujada por las oleadas del agua e iba al encuentro del
“Mariana” que avanzaba con lentitud por lo débil de la brisa.
-¡Tomad una de esas hogueras!- dijo Yáñez a los malayos que se hallaban en las redes de la
delfinera, cuya extremidad inferior casi tocaba la superficie del río.
Todos los marineros se habían puesto a la faena, descargando furiosos golpes de
botafuegos y de manivelas sobre aquellos fuegos flotadores que rodeaban el “Mariana”.
Un malayo recogió una de las minúsculas hogue-ras, y se la llevó a Yáñez. Era una nuez de
coco llena de algodón empapado en una materia resinosa que arde mejor que el aceite
vegetal, y que usan de ordinario los borneses y los siameses.
-¡Ah, bribones!- exclamó el portugués.
¡He aquí un maravilloso hallazgo y una cosa que yo no había imaginado! ¡Qué zorros y qué
pillos se han vuelto estos dayakos! ¡Tigrecitos míos, sacudid con prisa: si este algodón se
adhiere a la madera, nos asan como a patos en asador.
Tiró el coco y se lanzó a la proa, donde era mayor el peligro, pues al embestir contra el
tajamar aquellas llamas se volcaban en gran número, y la materia viscosa y resinosa de que
estaba empapado el algodón, podía adherirse a los costados, en los cuales prendería
enseguida favorecido por la brea, que los cubría.
Los tigres, que comprendieron el gravísimo peligro que corría el velero, no escatimaban los
golpes. Especialmente los que se encontraban en las redes de la delfinera y a caballo de los
troncos no cesaban un instante, hundiendo los minúsculos flotadores ígneos, que llevaban a
centenares deslizándose y volcándose a lo largo de los costados del “Mariana”. Sin embargo
de esto, aun se escapaban algunos algodones ardientes que de cuando en cuando se adherían
al barco, prendiéndose enseguida al alquitrán que despedía un humo acre y denso.
¡Ay del barco que hubiese tenido una tripulación menos numerosa! Afortunadamente, los
tigres de Mompracem eran suficientes para vigilar toda la borda, y cuando el fuego
comenzaba a manifestarse, las bombas lo apagaban en el acto, con un potente chorro de
agua.
Más de media hora duró tan extraña lucha. Los peligrosos flotadores comenzaron a
hacerse más raros, y por último concluyeron de desfilar, desapareciendo río abajo.
-¿Nos prepararán todavía otra sorpresa- dijo Yáñez que se había acercado al mestizo- al ver
que su criminal tentativa les ha salido mal? ¿Escogerán otro medio? ¿Qué opinas, Tangusa.
-Creo que no llegaremos al embarcadero del “kampong” sin que los dayakos nos den una
batalla, señor, Yáñez- contestó el mestizo.
-Lo prefiero a cualquier otra sorpresa, querido mío. Hasta ahora no veo ninguna chalupa.
-Todavía no hemos llegado. La brisa es tan débil, que, si no aumenta, llegaremos mañana
por la noche, en vez de llegar al mediodía.
-Eso me contraría. ¡Ohé, tigretes: abrid los ojos y tened las armas sobre cubierta! ¡Los
cortacabezas nos espían.
Encendió un cigarrillo, y se sentó en la borda de popa para poder vigilar mejor las dos
orillas.
El “Mariana”, que escapó por milagro de aquel segundo peligro, seguía avanzando con
lentitud, pues la brisa casi se extinguía.
No se oía rumor alguno en las orillas, cubiertas por inmensos árboles que extendían sobre
el río sus ramas monstruosas haciendo la oscuridad mayor, por lo cual no dudaba nadie que
ojos ocultos seguían la marcha del velero.
Era imposible que después de aquella tentativa que tan poco faltó para que les saliera
bien, los dayakos hubiesen renunciado a la idea de destruir aquella tan pequeña como
poderosa nave que los había rechazado de modo tan sangriento.
Habían dejado atrás cinco o seis millas sin que hubiera sucedido nada, cuando Yáñez
descubrió bajo las sombras de la floresta unos puntos luminosos que aparecían y
desaparecían con gran rapidez.
Parecía como si hombres con antorchas corrie-sen desesperadamente por entre los
árboles, ocultándose de pronto entre la maleza. Enseguida se oyeron en varias direcciones
silbidos, que no procedían de las serpientes.
-Son señales- dijo el mestizo, previendo la pregunta que Yáñez iba a hacerle.
-No lo he dudado- respondió el portugués, que comenzaba a inquietarse otra vez.
-¿Qué nueva sorpresa nos preparan.
-No será mejor que la otra, señor. Quieren a toda costa impedirnos llegar al embarcadero.
-Comienzo a perder la paciencia- dijo Yáñez.
¡Si al menos se mostrasen y atacasen de un modo resuelto.
-Saben que somos fuertes y que no nos falta buena artillería, señor, y por eso no intentarán
asaltarnos.
-Instintivamente siento algo que me dice que esos bribones preparan algo malo contra
nosotros.
-No digo que no, y le aconsejaría que no mandase desarmar las bombas.
-¿Temes que nos envíen otra flotilla de nueces de coco.
En vez de contestar, el mestizo se levantó rápidamente dando un golpe de barra al timón.
-Estamos en el paso más estrecho del río, señor Yáñez- dijo al cabo.
¡Prudencia, o damos contra cualquier banco.
El río, que hasta entonces había sido suficientemente ancho para permitir maniobrar al
“Mariana” con libertad, se había estrechado casi de pronto hasta el punto de cruzarse las
ramas de los árboles de un lado a otro.
La oscuridad era tan profunda, que Yáñez no acertaba a ver las orillas.
-¡Hermoso sitio para intentar un abordaje!- murmuró.
-¡Apunta las lombardas hacia las dos riberas, Sambigliong!- gritó Yáñez.
Los hombres al servicio de aquellas gruesas bo-cas de fuego ejecutaron las órdenes; pero
apenas lo habían hecho, cuando el “Mariana”, que había acelerado la marcha hacía algunos
minutos, pues la brisa refrescaba, chocó bruscamente contra un obstáculo que lo hizo
desviarse hacia babor.
-¿Qué ha sucedido?- gritó Yáñez.
¿Hemos encallado.
-No, mi capitán- contestó Sambigliong, que se había lanzado hacia la proa-: el “Mariana”
flota.
Con un golpe de barra el mestizo puso en ruta el barco; pero de nuevo chocó, y el
“Mariana” volvió a desviarse, retrocediendo algunos metros.
-¿Qué es esto?- gritó Yáñez acercándose a Sambigliong.
¿Hay una línea de escollos delante.
-No veo, capitán.
-Pues no podemos pasar. ¡Mandad bajar a alguno al agua.
Un malayo ató una cuerda y se deslizó por ella, mientras el velero volvía a enderezar el
rumbo.
Yáñez y Sambigliong, inclinados sobre la amura de proa, miraban con ansiedad al malayo
que se había echado a nadar para descubrir el obstáculo que impedía la marcha del barco.
-¿Es una escollera?- preguntó Yáñez.
-No, capitán- respondió el marinero, que continuaba buceando de cuando en cuando, sin
cuidarse de los caimanes que podían merendársele las piernas.
-Entonces, ¿qué es.
-¡Ah, señor! Han tendido una cadena bajo el agua, y no podemos avanzar si no se corta.
En el mismo instante una voz poderosa se oyó entre los árboles de la orilla izquierda,
gritando en un inglés muy gutural.
-¡Rendíos tigres de Mompracem: si no, os exterminaremos a todos.
CAPÍTULO IV
EN MEDIO DEL FUEGO
Otro cualquiera se hubiese impresionado al oír aquella amenaza lanzada por un hombre
que pertenecía a raza tan sanguinaria y animosa, sabiendo al propio tiempo que el camino de
huída estaba cortado.
Yáñez, que había oído a un tiempo al malayo y al amenazador enemigo, no dio señal alguna
de cólera ni de desfallecimiento.
Otras ocasiones había tenido en su vida no me-nos terribles, y no había perdido su gran
calma.
-¡Ah!- exclamó sencillamente.
¡Quieren exterminarnos! ¡Menos mal que han tenido la galantería de advertírnoslo! ¡Y aún
los llamamos salvajes.
Después de estas palabras, que demostraban su serenidad de ánimo, se volvió al malayo,
que estaba todavía en el agua, y le preguntó.
-¿Es muy sólida la cadena.
-Es de ancla gruesa, capitán- contestó el marinero.
-¿Dónde la habrán encontrado estos salvajes? Porque no creo que hayan aprendido a
fabricarlas. ¡Ese peregrino les ha enseñado a hacer maravillas.
-Capitán Yáñez- dijo Sambigliong-, el “Mariana” da de través. ¿Mando echar un anclote.
El portugués se volvió a mirar al velero, que no pudiendo avanzar, no obedecía al timón y
comenzaba a virar sobre estribor, yéndose hacia atrás con lentitud.
-Cala un anclote de pincel, y prepara la chalupa. Es preciso cortar esa cadena.
El ancla cayó con rapidez, hundiéndose pocos metros, pues en aquel sitio el río no era muy
profundo, y el “Mariana” se detuvo, enderezándose enseguida con la proa a la corriente.
La misma voz de antes, pero más amenazadora, salió de entre la espesura repitiendo la
intimación.
-¡Rendíos, u os exterminaremos a todos.
-¡Por Júpiter!- exclamó Yáñez.
¡Me había olvidado de contestar a ese amigo.
Hizo con las manos portavoz, y gritó.
-¡Si quieres mi barco, ven a tomarlo; pero te advierto que tenemos pólvora y plomo en
abundancia! ¡Y no me des más la tabarra, porque tengo quehacer en este momento.
-¡El peregrino de la Meca te castigará!.
-¡Ve a que te ahorquen con tu Mahoma! ¡Te encontrarás muy bien en su compañía.
Sambigliong hizo calar la chalupa, y mandó seis hombres a cortar la cadena.
-¡Atención, artilleros de babor, y proteged el descenso.
La más pequeña de las embarcaciones flotó, y seis malayos armados de pesadas hachas y
de fusiles saltaron dentro.
-¡Picad firme y, sobre todo, pronto!- les gritó el portugués.
Enseguida se subió en la amura de popa agarrándose a una cuerda, y miró con atención
hacia la orilla desde la cual había salido la voz del peregrino misterioso.
A través de la espesura vio pasar todavía puntos luminosos, los cuales se alejaban con
velocidad fantástica.
-¿Qué será lo que esos tunantes estarán preparando?- se preguntó, no sin alguna
preocupación.
-Señor Yáñez- dijo Tangusa, que había dejado el timón inútil entonces-, en la orilla derecha
he visto luces.
-¿Serán los dayakos que estarán reuniendo nuevamente nueces de coco? Hace ya un buen
rato que estamos viendo pasar luces.
Al poco rato soltó una imprecación. Había visto elevarse de entre la maleza de las dos
orillas treint o cuarenta cohetes que rompieron la oscuridad den-sísima que reinaba bajo los
árboles.
-¡Ponen fuego a la floresta esos miserables!- gritó.
-¡Y eso sí que es peor!- añadió el mestizo con voz alterada, por el espanto.
Todos esos árboles están rodeados de “giunta wan”, saturados de caucho.
-¡Podada!- gritó el portugués, dirigiéndose al hombre que mandaba la chalupa.
¿Podréis resistir vosotros solos.
-Tenemos nuestras carabinas, señor Yáñez.
-¡Apresuraos cuanto podáis, y enseguida venid a reuniros con nosotros! ¡Sambigliong,
manda levar el anclote.
-¿Volvemos a bajar el río, capitán?- preguntó el contramaestre.
-¡Y a escape, querido mío! ¡No tengo ganas de que me asen vivo! ¡A la banda todo el timón,
Tangusa.
En un abrir y cerrar de ojos fue levada el ancla y el “Mariana”, que tenía el viento de
bolina, viró con rapidez de bordo dejándose llevar por la corriente.
Una docena de hombres con grandes remos ayudaban a la acción del timón, que no era
muy eficaz, pues tenía a favor el agua.
Los seis marineros de la chalupa, aun cuando desamparados por sus compañeros, no
abandonaron la cadena, que golpeaban fuertemente con golpes furiosos, pues los gruesos
anillos no cedían con facilidad.
Entretanto, el incendio se propagaba con rapidez espantosa, y nuevos puntos de luz se
alzaban de va-rios sitios para extenderlo en un gran espacio.
Las llamas encontraban un soberbio elemento en los “giunta wan” (urceola elástica),
gruesas plantas trepadoras de las cuales extraen los malayos una sustancia viscosa de que se
sirven para cazar pájaros; en los “gambires”, en los colosales árboles del alcanfor y en las
plantas gomíferas, tan abundantes en todos los bosques de Borneo.
Aquella masa vegetal crepitaba cual si sus fibras estuviesen llenas de cartuchos de fusil, y
al producir la detonación lanzaban por las grietas una linfa más o menos saturada de resina,
la cual a su vez comunicaba fuego fomentando el incendio cada vez más.
Una luz intensísima sucedió a las tinieblas y miríadas de chispas se elevaron a gran altura
volteando entre torbellinos de humo.
El “Mariana” descendía precipitadamente con la ayuda de los remos para librarse de tal
incendio, que ya se propagaba a los árboles próximos a las dos orillas; pero, apenas había
recorrido unos quinientos pasos, cuando la proa chocó, repercutiendo el golpe en todas las
partes de la carena.
Gritos furiosos estallaron en el castillo de malayos, temerosos de que apareciesen en un
momento dado las chalupas de los dayakos.
-¡Estamos presos.
-¡Nos han cortado la retirada.
Yáñez fue corriendo, imaginándose lo que había sucedido.
-¿Otra cadena?- preguntó abriéndose paso entre sus hombres.
-Sí, capitán.
-Entonces, la habrán tendido hace pocos minutos.
-Eso debe ser- dijo Tangusa, que parecía alterado.
Señor Yáñez, no nos queda otro recurso que tomar tierra antes de que el incendio llegue
hasta aquí.
-¡Dejar el “Mariana”!- exclamó el portugués.
¡Eso nunca! ¡Sería el fin de todos nosotros, incluso de Tremal-Naik y de Damna.
-¿Mando echar al agua la otra chalupa?- preguntó Sambigliong.
Yáñez no contestó. Erguido sobre la proa, con las manos en la escolta del pequeño
trinquete, el cigarrillo apagado y apretado entre los labios, miraba el incendio, que se
extendía más cada vez.
También hacia la parte baja del río comenzaban a elevarse las llamas. Dentro de muy poco
el “Mariana” se encontraría en medio de un mar de fuego: y como los árboles casi cruzaban
su ramaje sobre el río, la tripulación corría el peligro de ver caer encima de ella una lluvia de
tizones ardiendo y de cálidas cenizas.
-Capitán- repitió Sambigliong-, ¿mando echar al agua la segunda chalupa? Corremos el
peligro de perder el “Mariana” si no escapamos.
-¡Escapar! ¿Y hacia dónde?- preguntó Yáñez con voz tranquila.
Tenemos el fuego delante y detrás, y aunque rompamos la cadena, no por eso mejorará la
situación.
-¿Nos dejaremos freír entonces, señor Yáñez.
-¡Todavía no nos han guisado!- respondió el portugués con su maravillosa calma.
¡Los tigres de Mompracem son chuletas un poco duras.
Enseguida, cambiando bruscamente de tono, gritó.
-¡Extended la lona sobre el puente, y arriad las velas sobre los hierros de sostenimiento!
¡Al agua las mangas de las bombas, y calad las anclas! ¡Los artilleros, a su puesto!.
La tripulación, que esperaba llena de angustia una decisión, izó en pocos instantes los
hierros de sostenimiento, y arrió las dos inmensas velas.
El “Mariana”, como todos los “yachts” que hacen viajes a las regiones extremadamente
cálidas, tenía una lona para resguardar el puente de los abrasadores rayos solares.
Con toda celeridad se extendió la tela, y las dos velas se echaron encima, dejando caer los
extremos a lo largo de las bordas de modo que quedase cubierta toda la nave.
-¡Haced funcionar las bombas y mojad las telas! mandó Yáñez.
Encendió el cigarrillo y se fue hacia la proa, mientras tanto se lanzaban torrentes de agua
contra las telas, empapándolas por completo.
Los hombres encargados de cortar la cadena volvían en aquel momento bogando a la
desesperada. Sobre ellos ardían las ramas de los árboles, cubriéndolos de chispas.
-Llegan a tiempo- murmuró el portugués.
-¡Qué magnífico espectáculo! ¡Lástima no poder verlo desde un poco más lejos! ¡Lo
admiraría mejor.
Una verdadera tromba de fuego caía sobre el río. Los árboles de las dos orillas, la mayor
parte gomíferos, ardían lanzando monstruosas llamaradas y torbellinos de humo pesado y
denso.
Los troncos carbonizados se tumbaban en el suelo haciendo crujir las plantas vecinas, a las
cuales se enlazaban otras parásitas, y los “gambires” esparcían chorros de caucho inflamado.
Enormes árboles de alcanfor, causarino, sagús, arenghas sacaríferas, dammares saturados
de resina, plátanos, cocoteros y duriones llameaban como colosales antorchas, retorciéndose
y estallando; después se desplomaban, cayendo en el río y silbando de un modo ensordecedor.
El aire se hacía irrespirable, y las velas y la tela que cubrían el “Mariana” humeaban y se
contraían, no obstante los continuos chorros de agua que los mojaban.
El calor era tan intenso, que los tigres de Mompracem a pesar de la protección de las
velas, se sentían desfallecer.
Inmensas nubes de humo y nimbos de chispas que el viento impulsaba se introducían en el
espacio comprendido entre el piso de la cubierta y las telas, envolviendo a los hombres
aterrorizados, mientras que de lo alto caían sin interrupción ramas llameantes que las bombas
apagaban con trabajo, a pesar de que maniobraban enérgicamente.
Una bóveda de fuego lo envolvía todo; barco, río y orillas.
Los dayakos y los malayos que componían la tripulación miraban con espanto aquella
cortina de llamas que no se apagaba nunca, y se preguntaban con angustia si había llegado
para ellos la última hora.
Tan sólo Yáñez, el hombre eternamente impasible, parecía que no se preocupaba con el
tremendo peligro que corría el “Mariana”.
Sentado en la cureña de una de las piezas de po-pa, fumaba con placidez un cigarrillo cual
si fuera insensible al calor espantoso que los rodeaba.
-¡Señor- gritó el mestizo, corriendo hacia él con la cara desencajada y los ojos dilatados por
el terror-, nos achicharramos.
Yáñez se encogió de hombros.
-Yo nada puedo hacer- respondió con su calma habitual.
-¡El aire se hace irrespirable.
-Conténtate con el poquito que entre en tus pulmones.
-¡Escapemos, señor! ¡Nuestros hombres han roto la cadena que nos cerraba el paso hacia
la parte alta del río.
-Querido mío, ten por seguro que allá no ha de hacer más fresco que aquí.
-Entonces, ¿debemos perecer así.
-Sí, si así está escrito- respondió Yáñez sin quitarse el cigarrillo de los labios.
Se recostó sobre la cureña como si fuera sobre una poltrona, añadiendo después de
algunos instantes.
-¡Bah! ¡Esperemos.
De pronto algunas descargas de fusilería resonaron en el río acompañadas de grandes
gritos.
-¡Qué fastidiosos se han vuelto estos dayakos!-dijo.
Atravesó el puente sin cuidarse de los torrentes de agua que le caían encima, y alzando un
pedazo de la inmensa tienda, miró hacia la orilla.
A través de la cortina de fuego vio a varios hombres que parecían demonios corriendo por
entre las oleadas de fuego y disparando contra el velero. No parecía sino que aquellos
salvajes terribles eran como las salamandras, porque, a pesar de hallarse desnudos, se
atrevían a meterse por entre las llamas, para disparar desde más cerca.
A Yáñez se le había contraído el rostro. Una cólera furiosa se manifestó en aquel hombre
que pare-cía tener agua en las venas y podía aportárselas con el más flemático de los
anglosajones.
-¡Ah, miserables!- gritó.
¡Ni aun en medio del incendio queréis concederme una tregua! ¡Sambigliong, tigres de
Mompracem, una andanada sin misericordia sobre esos demonios.
Se levantó un poco de tela, reuniéronse las cuatro bombardas sobre estribor, y mientras el
incendio devoraba con más ímpetu que nunca los enormes árboles que festoneaban el río, la
metralla comenzó a silbar a través de la cortina de fuego, hiriendo a los salvajes con un
huracán de clavos y fragmentos de hierro.
Bastaron siete u ocho descargas para decidir a aquellos bribones a retirarse. Algunos
habían caído heridos, y se asarían entonces en medio de las hierbas y de la maleza crepitante.
-¡Si hubiese caído también el peregrino!- murmuró Yáñez.
¡Pero ese tunante se habrá guardado muy bien de exponerse a nuestros tiros.
Llamó al malayo que había guiado la chalupa, y que volvió a bordo en el momento mismo
en que comenzaban a arder los árboles que crecían en las márgenes del río.
-¿Habéis cortado la cadena?- le preguntó.
-Sí, capitán Yáñez.
-¿Es decir, que el paso está libre.
-Completamente.
-El fuego se apaga hacia lo alto del río, tendiendo a aumentar hacia la parte baja- murmuró
Yáñez.
Será mejor ponernos en marcha antes de que esos canallas tiendan otra cadena o que sus
chalupas vengan hasta aquí. Suceda lo que quiera, marche-mos.
La bóveda de verdor que cubría el río en aquel sitio quedó destruida por el huracán de
fuego que la abrasaba, y en ambas orillas ya no quedaban en pie más que algunos enormes
troncos de durión y de árboles de alcanfor medio carbonizados que llameaban todavía como
inmensas antorchas.
Hacia Poniente, en cambio, donde la floresta estaba intacta todavía, avanzaba el incendio
de un modo terrible.
El peligro de que ardiese el velero se había evita-do.
-Aprovechémonos- dijo Yáñez.
El aire comienza a hacerse un poco más respirable, y la brisa sigue soplando de popa.
Hizo recoger la inmensa tela, cuyos bordes estaban sumergidos en el agua, y mandó
colocar las velas en los penoles. Las maniobras se realizaron con rapidez, entre una verdadera
lluvia de cenizas que aventaba el aire contra el velero, cegando a los hombres y haciéndolos
toser.
Todavía era irrespirable la atmósfera que flotaba sobre el río, a causa de los altísimos
carbones ardientes de las riberas, pero ya no se corría el peligro de morir asfixiados.
A las cuatro de la mañana se izaron las anclas, y el “Mariana” volvió a emprender la
navegación con notable velocidad.
Los dayakos, que debían haber sufrido crueles pérdidas, no volvieron a dejarse ver.
Probablemente, el incendio, que iba en aumento hacia Poniente, los había obligado a retirarse
a toda prisa.
-No se les ve- dijo Yáñez al mestizo, que observaba las dos orillas, en las cuales todavía
ondulaban densas columnas de humo y haces de chispas.
Si nos dejasen tranquilos por lo menos hasta llegar al embarcadero... ¿No habrán
comprendido que estamos resueltos a defender hasta el último extremo nuestra piel? Después
de las lecciones recibidas, debían persuadirse de que no somos galletas a propósito para sus
dientes.
-Han sabido, señor Yáñez, que corremos en socorro de mi patrón.
-Pues no creo que se lo haya dicho nadie.
-Sospecho que lo sabían antes de que usted llegase. Algún criado ha debido hacer traición,
o ha oído las órdenes dadas por Tremal- Naik al mensajero que le envió a usted.
-¿Quién habrá sido.
-Aquel malayo que usted recogió porque se le ofreció como piloto, deben haberlo enviado
al encuentro del “Mariana”.
-¡Por Júpiter! ¡Ya no me acordaba de ese tunante!- exclamó Yáñez.
Ya que los dayakos nos dan un poco de tregua, y el incendio se apaga por sí mismo, nos
cuidaremos de él. Quizás consigamos que nos de algunos informes que puedan sernos
preciosos acerca de ese misterioso peregrino.
-¡No hablará.
-Si se obstina en seguir mudo, me encargo de hacerle pasar un mal cuarto de hora.
¡Tangusa, ven.
Recomendó a Sambigliong que mantuviera siempre a la gente en sus puestos de combate,
temiendo alguna nueva sorpresa por parte de los enemigos, y descendió a la cámara, donde
todavía ardía la lámpara.
En un camarote contiguo al saloncito yacía sobre una litera el piloto, presa del profundo
sueño que le produjo Sambigliong con sus enérgicas compresiones.
No era aquel un sueño regular. La respiración no se le oía apenas; tan poco, que se podría
creer muerto al malayo: además, estaba amarillo, que es la palidez de la raza.
Yáñez, a quien Sambigliong había dicho lo que debía hacer para despertar al piloto, frotó
vigorosamente las sienes y el pecho del dormido; después le levantó los brazos,
replegándoselos violentamente hacia atrás para dilatarle los pulmones, ejecutando esta
operación varias veces.
Al cabo de nueve o diez sacudidas abrió los ojos el malayo y los fijó llenos de terror en el
portugués.
-¿Cómo te encuentras, amigo?- le preguntó Yáñez con acento ligeramente irónico.
El piloto seguía mirándolo sin decir palabra, y pasándose y repasándose una mano por la
frente sudorosa. Parecía que hacía esfuerzos para coordinar las ideas, y, a medida que la
memoria adquiría su imperio, su rostro se tornaba más pálido y una expresión de angustia se
retrataba en sus facciones.
-¡Vamos!- dijo Yáñez.
¿Podremos saber cuándo vas a contestarnos.
-¿Qué es lo que ha sucedido, señor?- preguntó por fin Podada.
No acierto a explicarme cómo me he dormido tan repentinamente después del apretón que
me dio el contramaestre.
-La cosa es tan poco interesante, que no vale la pena que te la explique- respondió Yáñez.
Tú, en cambio, eres el que debes darme ciertas explicaciones que me has prometido.
-¿Qué explicaciones.
-Saber, por ejemplo, quién te ha mandado que embarrancases el barco en el banco de
arena.
-¡Le juro, señor!...
-¡Déjate de juramentos! Es inútil que te obstines en negar: eres un traidor y te tengo en
mis manos. ¿Quién te ha pagado para que destruyeras mi nave? Porque tú ibas a incendiarla.
-¡Esa es una suposición de usted!- balbució el malayo.
-¡Basta!- dijo Yáñez.
¿Quieres hacerme perder la paciencia? Quiero saber quién es ese maldito peregrino que ha
puesto en armas a los dayakos y que pide la cabeza de Tremal-Naik.
-¡Señor, usted puede matarme, pero no obligarme a decir cosas que ignoro.
-¿Estás seguro.
-¡Yo no he visto nunca ningún peregrino.
-¿Y tampoco has tenido tratos con los dayakos que me han asaltado.
-¡Nunca me he cuidado de ellos, señor; se lo juro por “Vairang Kidul”! (La reina del Sur). Yo
me dedicaba a recorrer la costa para registrar las cavernas donde las golondrinas de mar
hacen sus nidos, por encargo de un chino que comercia en eso, cuando de pronto vino un
golpe de viento que me arrastró con la canoa hacia Poniente. El encontrar su barco ha sido
una cosa puramente casual.
-¿Por qué, entonces, estás tan pálido.
-Señor, me han sometido a una compresión tan grande, que creí que querían hacerme
pedazos, y todavía no me he repuesto de la impresión- respondió el piloto.
-¡Mientes!- dijo Yáñez.
¿No quieres confesar? ¡Está bien; ya veremos si hablas o no.
-¿Qué es lo que quiere usted hacer, señor?- preguntó con voz temblorosa el miserable.
-Tangusa- dijo Yáñez volviéndose hacia el mestizo-, ata las manos a este traidor, y
enseguida súbele sobre cubierta. Si trata de resistirse, le pegas un tiro.
-Tengo cargadas mis pistolas- contestó el intendente de Tremal-Naik.
Yáñez salió de la cámara y subió al puente, mientras que el mestizo ejecutaba la orden
recibida, sin que por su parte el malayo se atreviera a resistirse.
CAPÍTULO V
LAS CONFESIONES DEL PILOTO
El “Mariana” había rebasado ya la zona del incendio, y en aquel momento navegaba entre
dos orillas llenas de verdor, en las cuales los duriones, los árboles de alcanfor, los sagús, los
plátanos de hojas gigantescas y las espléndidas arenghas sacaríferas entrelazaban sus ramas.
Había servido de barrera al fuego por aquel lado un riachuelo que desaguaba en el
Kabataun.
Calma absoluta reinaba en ambas riberas, por lo menos en aquellos instantes. No debían
haber llegado hasta allí los dayakos, porque se veían una porción de aves acuáticas bañarse
tranquilamente, señal evidente de que se creían seguras.
Grandes y gruesos pelargopsis, cuyo enorme pico es del color del coral, nadaban a lo largo
de los cañaverales, pescando los bellos peces llamados alcedos, y saludaban al velero
lanzando un largo silbido; meciéndose en sus nidos, de la forma de una bolsa, piaban
blandamente, mientras que dormitaban sobre los bancos de arena buen número de cocodrilos
de cinco o seis metros de longitud, cuyos rugosos lomos estaban cubiertos por una espesa
capa de fango.
-Ahí están los encargados de hacerle soltar la lengua a ese condenado malayo- murmuró
Yáñez, mirando fijamente a los formidables reptiles.
¡Qué ocasión tan hermosa! ¡Sambigliong.
El contramaestre acudió enseguida.
-Manda echar al agua un anclote.
-Nos detenemos aquí, capitán Yáñez.
-Solamente algunos minutos. Y además, acércanos cuanto puedas a uno de esos bancos.
-¿Quiere usted pescar algún cocodrilo.
-Ya lo verás; pero entretanto prepara una cuerda sólida.
En aquel momento apareció el piloto en la cubierta, con las manos atadas atrás y
marchando delante del mestizo, que le gritaba y le amenazaba.
El desgraciado parecía presa de un terror muy grande; pero a pesar de eso no parecía
dispuesto a confesar.
-Sambigliong- dijo Yáñez tan pronto como calaron el anclote, echa unos trozos de carne
salada a esos monstruos, a ver si se les despierta el apetito.
El “Mariana” se había detenido a muy corta distancia de uno de aquellos bancos de fango,
en el cu-al es habían reunido cinco o seis cocodrilos: entre ellos había uno al que le faltaba la
cola, perdida, según todas las probabilidades, en alguna de sus inverosímiles luchas.
Calentábanse al sol tranquilamente, y seguían medio adormilados, sin cuidarse de la
cercanía del velero, pues dichos reptiles son por naturaleza poco desconfiados.
-¡Despertaos, “boyos”!- gritó Sambigliong, arrojando al banco varios pedazos de carne
salada.
-Al ver caer aquel maná los cocodrilos se levantaron; en seguida se lanzaron sobre las
presas, disputándoselas ferozmente. Durante un momento no se vio más que una masa de
escamas y de colas agitándose con poderosa furia, que se movían en todas direcciones;
después se co- locaron en la orilla del banco abriendo las enormes mandíbulas, armadas de
agudos dientes, en dirección del velero, en espera de otra distribución de comida, pues se les
había despertado el apetito.
-Señor Yáñez- dijo el piloto mirando al portugués, como si hubiese comprendido que el
hombre destinado a los cocodrilos era él, contemplando medio muerto de miedo las fauces
abiertas de los monstruos.
¡Señor!- balbució acercándose a Yáñez.
-¡Calla!- le contestó secamente.
El contramaestre ató una sólida cuerda en derredor del cuerpo del desgraciado malayo, y
enseguida, suspendiéndole con sus poderosos brazos, lo arrojó fuera de la borda antes de que
hubiera pensado en oponer resistencia alguna.
Podada dio un grito horrible, creyendo que iba a caer entre las mandíbulas de aquellos
reptiles formidables; pero quedó suspenso entre el agua y la borda.
Al ver aquella presa humana los cocodrilos se precipitaron en el agua, poniéndose a nadar
con to-da velocidad hacia el “Mariana”.
El piloto, loco de terror, se debatía como un desesperado, dando vueltas sobre sí mismo y
lanzando gritos espantosos. En su rostro, cuyas facciones se contrajeron horriblemente, se
retrataba una angustia indescriptible.
-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Perdón! ¡Salvadme!- gritaba haciendo sobrehumanos esfuerzos para
romper las cuerdas que le sujetaban las manos.
Yáñez, de pie sobre la borda, agarrado a la escalera de alambre de babor del trinquete, lo
miraba impasible, mientras que los cocodrilos procuraban agarrar la presa lanzándose hasta
la mitad del cuerpo fuera del agua, ayudados con enérgicos coletazos dados en ella.
-Si no muere de miedo Podada- dijo Tangusaserá un milagro.
-Los malayos tienen dura la piel- contestó Yáñez.
¡Dejémosle gritar un poco.
El pobre hombre seguía gritando y diciendo siempre.
-¡Socorro! ¡Perdón...! ¡Que me alcanzan!... ¡Perdón, señor.
Yáñez hizo una seña a Sambigliong para que tirase un poco de la cuerda, pues un cocodrilo
había rozado la presa con la extremidad del hocico; enseguida, volviéndose hacia el piloto,
que seguía golpeándose y encogiendo cuanto podía las piernas.
-¿Quieres que te deje caer en la boca de los “boyos”, o que mande izarte?- dijo.
Tu vida la tienes en las manos.
-¡No... señor... me tocan...; me alcanzan...; no puedo más.
-¿Hablarás.
-¡Sí; hablaré... lo diré todo...; todo!...
-Júralo por “Vatrang Kidul”, ya que es la protectora de los cazadores de nidos de
golondrinas de mar.
-¡Lo juro..., lo juro!...
-Pero antes te advierto que si te niegas a confesarlo todo te mando arrojar entre las fauces
de los cocodrilos más grandes que haya.
-¡No; no tengo ganas de eso, y!...
-Continúa- dijo Yáñez.
-Pero, ¿me matarán después de haberlo confesado todo.
-No sé qué haré con tu pellejo. Seguirás prisionero hasta nuestra vuelta; después podrás ir
a que te ahorquen donde quieras. Seguidme a la cámara; y tú también, Tangusa.
El malayo, a quien no le parecía verdad verse vivo todavía y que castañeteaba con terror
los dientes, siguió al portugués y al mestizo sin hacerse rogar.
-Ahora escuchemos tu interesante confesióndijo Yáñez medio tendiéndolo en un pequeño
diván y volviendo a encender el cigarrillo, que había deja-do apagar para ver mejor el asalto
de los cocodrilos y las contorsiones del piloto.
Acuérdate de que lo has jurado y de que no soy hombre para dejar que jueguen
impunemente conmigo.
-¡Lo diré todo, patrón.
-Bueno. Los dayakos te han enviado al encuentro del “Mariana”.
-No puedo negarlo- contestó el malayo.
-¿Fue el peregrino.
-No, señor. Yo no he hablado nunca con ese hombre.
-¿Quién es.
-Me sería un poco difícil decirlo; no sé siquiera de dónde ha venido. Ha llegado hace
algunas semanas, trayendo consigo muchas cajas llenas de armas y mucho dinero en guineas
y florines holandeses.
-¿Solo.
-Eso creo.
-¿Y qué es lo que ha hecho.
-Se presentó a los jefes de tribu, que lo recibieron con gran deferencia al ver que llevaba
puesto el turbante verde de los peregrinos que han ido a visitar el sepulcro del Profeta. Lo
que les haya contado y ofrecido, lo ignoro: sé únicamente que pocos días después los dayakos
se levantaron en armas y pedían la cabeza de Tremal-Naik, que hasta el presente había sido
su protector.
-¿Les regaló las armas a esos imbéciles fanáticos.
-Y mucho dinero.
-¿Es verdad que un día un barco inglés llegó a la boca del Kabataun y que ese peregrino
habló con el comandante?- preguntó Yáñez.
-Sí, señor; y además le diré que la tripulación desembarcó durante la noche otras cajas con
armas.
-¿No sabes a qué raza pertenece ese hombre.
-No, señor; lo que puedo decir es que su epidermis es muy oscura y que habla con
dificultad el borneo.
-¡Qué misterio tan impenetrable!- murmuró Yáñez.
¡Aunque me quiebre la cabeza, no acertaré a descifrarlo! Quedó silencioso un instante,
como si buscase en las profundidades de un pensamiento sin fin; después, volvió a preguntar.
-¿Cómo han podido saber que el “Mariana” venía en socorro de Tremal-Naik.
-Creo que ha sido un criado del indio el que dio la noticia a los jefes dayakos y al peregrino.
-¿Qué encargo te dieron a ti.
El malayo tuvo un momento de indecisión, pero enseguida contestó.
-Ante todo, el de embarrancar el “Mariana”.
-¡No me había engañado al dudar de ti! ¿Y qué más.
-Déjeme, señor, que no confiese el resto.
-Habla sin temor: te he prometido conservarte la vida, y yo no falto nunca a mi palabra.
-Pues... aprovechar el asalto de los dayakos para incendiar el velero.
-¡Gracias por tu franqueza!- dijo Yáñez riendo.
¿Es decir, que habían decidido matarnos.
-Sí, señor. Según creo, el peregrino tenía algún motivo para quejarse de los tigres de
Momprace.
-¡También de nosotros!- exclamó Yáñez, que iba de sorpresa en sorpresa.
¿Quién podrá ser? Por nuestra parte, nunca hemos tenido nada con los fanáticos
musulmanes.
-No sé qué decirle, señor.
-Si es cierto lo que acabas de contar, ese miserable seguirá persiguiéndonos.
-No los dejará tranquilos, creedme, y pondrá en práctica todos los medios a su alcance
para mataros a todos- dijo el piloto.
Me consta que ha hecho jurar a los jefes dayakos que no os respetarán.
-Y nosotros haremos lo que podamos para matar cuantos nos sea posible; ¿verdad,
Tangusa.
-Sí, señor Yáñez- contestó el mestizo.
-Podada- dijo el portugués.
¿Sabes si la factoría de Pangutarang se halla cercada.
-No lo creo, señor, pues el peregrino ha reunido casi todas sus fuerzas para deshacerse de
usted.
-Entonces, ¿estará libre el camino que va del embarcadero al “kampong” de Tremal-Naik.
-Por lo menos, estará mal guardado.
-¿Cuánto te ha dado el Peregrino para que embarrancases mi barco y lo incendiases.
-Cincuenta florines y dos carabinas.
-Te doy doscientos, si me guías hasta el “kampong.
-Acepto, señor- respondió el malayo-; hubiera aceptado también sin recompensa alguna,
pues le debo la vida.
-¿Estamos todavía muy lejos del embarcadero.
-Llegaremos dentro de un par de horas; ¿verdad?- dijo Tangusa mirando al malayo.
-Quizás antes.
Yáñez desató las cuerdas que sujetaban las ma-nos del prisionero, y salió diciendo.
-Subamos a cubierta.
Reinaba todavía sobre el río una gran calma, y las ligeras ondas que desplazaba la
embarcación iban a morir en las orillas cubiertas de soberbias hierbas arborescentes, de
hermosas cycas, de pandamus y de palmas que desplegaban sus abanicos de hojas
gigantescas.
Entre los “rotangs” que pendían cual largos fes-tones de los altísimos troncos de los
árboles, se veían los horribles “kilmang”, monos negros que tienen la frente estrechísima, los
ojos hundidos en las órbitas, enorme boca, aplastada la nariz, y bajo el cuello un gran bocio
que les cuelga cual si fuese una vejiga inflada. Aquellos animales saltaban de rama en rama
sin mostrar temor alguno. Algunas veces se veían nadar entre las hierbas multitud de
“bewah”, gigantescos lagartos semiacuáticos que alcanzan a tener dos metros de largo.
No se veía indicio alguno de los dayakos. Si estuviesen cerca, no mostrarían tanta
tranquilidad los monos, en general muy recelosos.
El “Mariana” que avanzaba con lentitud, aun cuando le ayudaban los remos, pues el viento
penetraba apenas por entre aquellas dos enormes murallas de floresta, continuó su ruta, sin
que nada se le opusiera, hasta el mediodía, que se detuvo delante de una especie de
plataforma que avanzaba dentro del agua sostenida por varios pilotes.
-¡El embarcadero del “kampong” de Pangutarang!- exclamaron simultáneamente Tangusa y
el piloto.
-¡Cala el ancla y arrima!- mandó el portugués.
¡Los artilleros a las bombardas.
Dos anclotes cayeron al fondo, y el velero, empujado por la corriente, se apoyó en el
embarcadero, a cuyos pilotes se ataron unos cables.
Yáñez había subido sobre la obra muerta para asegurarse de que no había dayakos
emboscados en aquella orilla.
No había duda de que los crueles salvajes habían pasado por allí, pues se veían varias
cabañas destruidas por el fuego, y un gran cobertizo medio derruido y con los pilares
ennegrecidos por el humo y las llamas.
-Parece que no hay ninguno- dijo Yáñez volviéndose hacia el mestizo, que también se había
subido en la obra muerta.
-No esperaban que pudiésemos llegar hasta aquírespondió Tangusa.
Estaban demasiado seguros de que podrían detenernos en la hoz del río, y allí concluir con
todos nosotros.
-¿Qué distancia hay de aquí al “kampong”.
-Un par de horas, señor Yáñez.
-Disparando los cañones de caza, ¿Podrá oírlos Tremal-Naik.
-Es probable. ¿Piensa usted ponerse enseguida en camino.
-Sería una imprudencia. Esperaremos a la noche; pasaremos con más facilidad, y acaso sin
que nos vean.
-¿Cuántos hombres vamos a llevar.
-No llevaremos más de veinte. Es preciso que no quede sin gente el “Mariana”. Si
perdiésemos el bar-co, se perdería para todos, incluso para Tre-mal-Naik y para Damna.
Mientras tanto, haremos una ligera exploración por los alrededores para que no nos tiendan
un lazo. Esta tranquilidad es muy sospechosa.
Hizo poner en batería las bombardas y los cañones con la boca hacia el embarcadero,
levantar una barricada con barriles llenos de hierros de modo que sirviesen para resguardar
mejor a los servidores de la artillería, y mandó amainar las velas, sin quitarlas de los penoles,
para que el buque pudiera zarpar en pocos minutos.
Terminados aquellos preparativos, Yáñez, el mestizo y el piloto, escoltados por cuatro
malayos de la tripulación y armados hasta los dientes, descendieron al embarcadero para
reconocer los alrededores antes de aventurarse con el grueso de la gente bajo los espesos
bosques que se extendían entre la orilla del río y el “kampong” de Pangutarang.
CAPÍTULO VI
LA CARGA DE LOS ELEFANTES
Cinco minutos después, y en medio del más absoluto silencio, atravesaban el riachuelo, que
apenas tenía agua, y se reunían en la orilla opuesta, casi desprovista de árboles.
Una vasta llanura, en la cual se veían algunos grupos de palmeras, se extendía en un gran
espacio, elevándose en el lugar que ocupaba una maciza edificación, sobre la cual se erguía
una torrecilla a modo de observatorio.
Apenas comenzaba a clarear el día, y no era posible distinguir lo que era aquello en
realidad; pero el piloto y el mestizo no tenían necesidad de la luz para saber dónde se
encontraban.
-¡El “kampong” de Pangutarang!- exclamaron a un tiempo.
-¡Y rodeado por los dayakos!- añadió Yáñez arrugando el entrecejo.
¿Se habrá reunido ya el grueso de sus fuerzas.
Multitud de hogueras dispuestas en semicírculo ardían ante la factoría, cual si los terribles
cortacabezas hubiesen establecido un gran campamento.
Yáñez y sus hombres se detuvieron mirando con ansiedad aquellas lumbres, tratando de
darse cuenta de las fuerzas de los sitiadores.
¡Esto sí que es un inconveniente de importancia!-murmuraba Yáñez.
Sería una imprudencia aventurarse a ciegas contra fuerzas que pueden ser veinte veces
superiores; y, por otro lado, sería también una locura esperar a que amanezca. Faltaría la
ventaja de la sorpresa, y podrían rechazarnos.
-Señor- dijo el piloto-, ¿qué decide usted.
-¿Crees que son muchos los sitiadores.
-A juzgar por el número de hogueras, podría creerse que sí. ¿Quiere usted que vaya a
cerciorarme de las fuerzas que componen.
Yáñez lo miró con desconfianza.
-Sospecha usted de mí, ¿verdad?- dijo sonriendo el malayo.
Tiene usted razón: Hasta ayer era su enemigo. Sin embargo, está usted equivocado: he
roto con esos hombres, y prefiero que me cuente entre los suyos, que son malayos como yo.
-¿Podrás regresar antes de que salga el sol.
-Todavía tardará media hora en salir, y le prometo que estaré de vuelta dentro de diez
minutos.
-¡Vaya; entonces me dará una prueba de fidelidad!- dijo Yáñez.
-La tendrá usted.
El malayo tomó un “parang” hizo un gesto de despedida, y se alejó, metiéndose por medio
de una plantación de jengibre, que los sitiadores no habían destruido todavía.
Yáñez, reloj en mano, contaba los minutos. Temía mucho que tardase el piloto y que
clarease antes de su regreso, haciendo imposible la sorpresa.
No había contado seis minutos, cuando apareció Podada corriendo a todo correr.
-¿Qué hay?- le preguntó Yáñez adelantándose a su encuentro.
-El grueso de las fuerzas que nos atacó en la boca del río no ha llegado todavía. Los
sitiadores no son más de ciento, y sus filas son tan débiles, que no pueden resistir un empuje
repentino.
-¿Tienen armas de fuego.
-Sí, señor.
-¡Bah! ¡Ya sabemos cómo se sirven de ellas.
Se volvió hacia sus hombres, que se le habían reunido, y que solamente esperaban sus
órdenes para caer sobre el enemigo.
-¡Tirad a matar!- les dijo.
¡Es preciso que demuestren los tigres de Mompracem que no temen a esos cortacabezas.
-En cuanto lo ordene usted, lo echaremos a pique todo, señor Yáñez- contestó el más viejo.
Ya le consta que nunca hemos tenido miedo.
-Acerquémonos en silencio para atraparlos por la espalda. No hagáis fuego si yo no lo
mando. ¡For-memos en columna de asalto.
Formaron en doble fila, y el pelotón desapareció en los jengibres, que eran bastante altos
para ocultarlos.
Yáñez se había puesto una carabina en bandolera; desenvainó el machete, y empuñó una
magnífica pistola india de dos cañones.
Atravesaron con tal rapidez la plantación, que no tardaron cuatro minutos en colocarse a
ochenta pa-sos de los sitiadores.
Estos, seguros de que nadie los sorprendería, vivaqueaban en grupos de cuatro y cinco
hombres en derredor de las hogueras.
A trescientos metros más allá se alzaba el “kampong”.
Era una especie de “kotta”, o sea una fortaleza bornesa, formada por un cuerpo de fábrica
y circundada por anchos tablones de durísima madera de tek, suficientemente sólidos para
resistir las balas de los cañoncitos llamados “lilas”, y aun las de un “mirim”; además, la
rodeaba por completo un espeso bosque de arbustos espinosos que hacían imposible que
pudiesen tomar por asalto la fortificación hombres casi desnudos y privados de escarpias.
Sobre la parte de fábrica alzábase una casa de hermosa apariencia que recordaba los
“bungalows” indios, con una torrecilla de madera semejante a un alminar árabe, en el cual
ardía una gran linterna a manera de faro.
-Tangusa- dijo Yáñez, que había mandado a sus hombres que se echasen a tierra... pues
quería que no pudieran divisarlo antes de que él se diese cuenta exacta de la situación en que
se hallaba la factoría-.
¿dónde está el paso de entrada.
-Frente a nosotros, señor.
-¿No iremos a caer en medio de los espinos.
-Yo guiaré.
-¿Estáis prontos?- preguntó Yáñez volviéndose hacia los suyos.
-Todos estamos prontos, capitán.
-Cargad al grito de ¡Viva Mompracem!, para que no corramos el peligro de que nos fusilen
los defensores del “kampong”. ¡Adelante.
Hicieron una descarga, y tumbaron a cinco o seis dayakos que habían abandonado
precipitadamente la lumbre en derredor de la cual vivaqueaban; enseguida atravesaron como
el rayo la débil línea del sitio, haciendo fuego y gritando a todo gritar.
-¡Viva Mompracem.
Los cortacabezas, sorprendidos por aquel asalto inesperado con el cual ni soñaban, no
intentaron siquiera oponer resistencia; así que el animoso grupo pudo alcanzar el bosque
espinoso y ponerse bajo su amparo.
Varios hombres de los que defendían el interior de la fortaleza aparecieron armados con
fusiles, y se disponían a hacer fuego, cuando se oyó una voz que gritaba con ímpetu.
-¡Quietos! ¡Son amigos! ¡Abrid la puerta.
-¡Ohé; amigo Tremal-Naik!- exclamó Yáñez lleno de alegría, ¡No tenemos ganas de que nos
fusilen los tuyos! ¡Ya tenemos bastante con el plomo de los dayakos.
-¡Yáñez!- gritó el indio con una verdadera explosión de entusiasmo.
Un tablón enorme de madera de tek, tan pesado como si fuese de hierro, y que levantaron
varios hombres sirviéndose de fuertes cables suspendidos de grandes garruchas, dejó libre el
paso, por el cual se lanzaron los tigres de Mompracem con el mestizo y el piloto, penetrando
en el “kampong”, mientras que los defensores del reducto exterior saluda-ban a los sitiadores
con dos disparos de bombarda y un violento fuego de fusilería.
Un hombre de estatura más bien alta, de mediana edad, y con el bigote y el pelo
entrecanos, pero todavía esbelto y vigoroso, de finas facciones, con la piel un poco bronceada
y ojos muy negros, abrió los brazos para estrechar al portugués.
No vestía como los borneses ricos, sino a la mo-da india, un poco modernizada, pues ya no
están en uso el “doote” ni el “dugbah” siendo el traje in-do-inglés más sencillo y cómodo, pues
consta de una chaqueta de tela blanca con alamares de seda roja, ancha faja recamada de
oro, estrechos calzones blancos y turbante pequeño.
-¡Aquí; sobre mi pecho, amigo Yánez!- exclamó, abrazándolo estrechamente.
¡Está escrito que tengo que recurrir siempre a la generosidad y al valor de los invencibles
tigres de Mompracem! ¿Cómo está el Tigre de la Malasia.
-Reventado de salud.
-¿Y tú, Surama.
-Queriéndote siempre muchísimo. ¿Y Damna? ¿Dónde está que no la veo.
-¿El tigre o mi hija.
-Uno y otra. ¡Ya me olvidaba de tu valiente fiera.
-Mi hija está durmiendo, y el tigre va camino de la costa con Kammamuri.
-¡Cómo! ¿El maharatto no está aquí?- exclamó Yáñez.
-Ante el temor de que Tangusa no hubiera podido reunirse con vosotros para guiaros,
partió, a pesar de mis consejos, con una pequeña escolta, y a estas horas, si ha logrado
escapar de los dayakos, se habrá embarcado para Mompracem.
-Ya lo encontraremos más tarde.
-Ven, amigo mío- dijo Tremal-Naik.
Este sitio no es a propósito para que hablemos. ¡Hola, Tangusa! Haz los honores de casa, y
prepara comida y bebida a los tigres de Mompracem.
Se dirigió hacia el “bungalow” que se alzaba entre algunos techados de enormes
dimensiones, llenos de productos agrícolas y de una doble línea de defensa, e introdujo a su
amigo en una habitación del piso bajo, iluminada todavía por una hermosa lámpara india,
cuyos vidrios azulados atenuaban la luz.
Tremal-Naik no había renunciado a sus costumbres de hijo de Bengala. La habitación
estaba amueblada a la moda india, con muebles ligeros, pero elegantísimos; en derredor se
veían esos bajos y cómodos divanes que no faltan en las casas ricas de los adoradores de
Brahma Siva y Visnú.
-Ante todo- tomad una buena copa de “bram” – dijo el indio llenando dos copas con ese
delicioso y excelente licor, compuesto con arroz fermentado, azúcar y el jugo de varias palmas
que lo perfuman.
-Estoy tan sudoroso como un caballo que ha corrido doce leguas sin tomar aliento. ¡Ya no
soy jo ven, amigo mío!- dijo Yáñez vaciando de un trago la copa.
Ahora explícame este misteri.
-Si me lo permites, una pregunta antes de nada. ¿Cómo habéis llegado.
-Con el “Mariana” y después de haber forzado la boca del río. Luego te contaré los
pormenores de la lucha.
-¿Dónde has dejado el “Mariana”?-En el “embarcadero”.-¿Es muy numerosa la tripulación?-
Es igual en fuerza a la que he traído.Tremal-Naik se quedó pensativo.-Son hombres capaces
de defender mi veler.
dijo Yáñez.
-Es que también son muchos los dayakos, más de los que crees; sobre todo, bien armados y
ejercitados.
-¿Por el peregrino?-Sí.-Habrás visto a ese bribón.-¿Yo?¡Nunca!-¿Tampoco tú sabes quién
es?- preguntó Yáñez en el colmo del asombr.
-No- respondió Tremal-Naik.
Le envié un mensajero hace dos semanas rogándole que se viese conmigo donde quisiera
para que me explicase los motivos de su odio, y prometiéndole que nadie atentaría a su vida.
-Y él se habrá guardado muy bien de obedecer.
-Me contestó en cambio que fuese yo a entregarle mi cabeza juntamente con la de mi hija.
-¿Ha tenido tanta audacia ese miserable?- exclamó indignado Yáñez.
Veamos; ¿has ofendido a algún jefe de los dayakos? Porque estos cortacabezas son
ferozmente vengativos.
-Yo no he hecho nunca mal a ninguno: además, ese hombre no es dayako- contestó el indio.
-Entonces, ¿qué es.
-Algunos dicen que es un árabe viejo y fanático; otros dicen que es un negro; y otros, que
es un indio.
-Debe tener algún motivo muy grande para odiarte de ese modo.
-Ciertamente que sí; pero, cuanto más pienso en ello, menos acierto a descubrir la causa;
en vano me devano los sesos para acertar. Sin embargo, he tenido una sospecha.
-¿Cuál.
-Pero es tan absurda, que te reirías si te la dijese dijo Tremal-Naik.
-Dila.
-¿Será algún “thug”.
En vez de acoger con una sonrisa esta sospecha, como esperaba el indio, Yáñez palideció
ligeramente.
-¿Estás bien seguro, Tremal-Naik- dijo al cabo, gravemente-, de que a los lugartenientes
del jefe de los estranguladores, de Suyodhana, en fin, los hayamos matado a todos en la
caverna de Raymangal, o los ingleses en las hecatombes de Delhi? ¿Quién podrá asegurarl.
-¿Y crees que después de once años haya pensado alguien en vengar a Suyodhana.
-Has podido probar por ti mismo su tenacidad y el implacable odio de aquellos asesinos. Tú
has sido la causa de su fin.
Tremal-Naik volvió a quedar pensativo, y en su rostro se dibujaba una angustia grande. De
pronto hizo un gesto como para arrojar de él aquella visión, y dijo.
¡No! ¡Es imposible; es absurdo! Admito que aun haya “thugs” en la India; pero no se
habrían atrevido a tanto. Ese peregrino debe ser un miserable charlatán que trata de
imponerse a los dayakos para fundar alguna sultanía, y finge odiarme. Habrá esparcido la voz
de que no soy mahometano, de que soy un enemigo de los dayakos, una hechura de los
ingleses encargado de sojuzgarlos, o cualquiera otra cosa por el estilo, para lanzarme de aquí.
Será todo lo que quieras, incluso un verdadero fanático; pero no un “thug”.
-Bueno: lo que te parezca; pero no creo que te encuentres en muy buenas condiciones al
presente. ¿Has perdido todas tus factorías.
-Las han saqueado y quemado.
-Hubiera sido mejor que te hubieses quedado con nosotros en Mompracem.
-Intentaba colonizar estas costas y civilizar a estos bárbaros.
-Y, ¡claro!, has escrito en la arena- dijo Yáñez riendo.
-Ya lo ves.
-Además, este asunto te costará, probablemente, algunos centenares de miles de rupias.
Menos mal que pueden pagar los gastos tus factorías de Bengala. ¿Cuándo vamos a desalojar
esto.
-Te pido de plazo tan solo veinticuatro horascontestó Tremal-Naik-, para poder recoger lo
mejor de cuanto poseo; después prenderemos fuego a to-do, y nos iremos en busca de tu
barco.
-Y nos iremos a escape hacia Mompracem- dijo Yáñez.
También es necesaria allá nuestra presencia.
Pronunció tan gravemente estas palabras, que el indio se sorprendió.
-¿Qué? ¿Sucede algo?- pregunt.
-¡Qué sé yo! No sé nada todavía. Corren rumores inquietantes para el Tigre de la Malasia.
-¿Cuáles.
-Parece ser que los ingleses tienen intención de hacernos desalojar a Mompracem. Desde
hace algún tiempo vienen achacándonos todos los actos de piratería que se realizan a lo largo
de las costas de la isla, siendo así que hace ya muchos años que nuestros paraos dormitan
sobre sus anclas. Dicen que nuestra presencia anima a los piratas costeros, y que, ya directa,
ya indirectamente, los azuzamos contra los barcos que van a Labuán. ¡Mentiras! Pero tú ya
conoces la doblez del leopardo británico.
-Y su ingratitud también- dijo el indio.
¡Así es como quiere recompensarnos el haberles limpiado la India de la secta de los
“thugs.
-¿Cederá Sandokán.
-¡Él!... Es capaz de arrojar el guante de desafío a toda Inglaterra, y...
Un cañonazo lejano le cortó la palabra.
-¿Has oído?- exclamó poniéndose en pie de un salto, presa de vivísima agitació.
-Sí; se oyen cañonazos hacia el Su.
-¡Son los dayakos que atacan al “Mariana.
-Sígueme al observatorio, Yáñez- dijo Trema.
Naik.
Desde allí podemos oír mejor hacia que lado suenan los disparos.
CAPÍTULO VIII
LA EXPLOSIÓN DEL “MARIANA”
Las hordas de los dayakos desembocaban en aquel momento en la floresta, lanzados a una
carrera desenfrenada en grupos grandes y pequeños, sin or-den alguno.
Aullaban como bestias feroces agitando de un modo insensato sus pesados “kampilongs”
de luciente acero, y disparando al aire algunos tiros de fusil.
Parecían furiosos, y probablemente lo estaban, por no haber logrado decapitar a los
últimos defensores del “Mariana” que, más listos que ellos, habían podido refugiarse en la
factoría antes que pudieran prenderlos.
-¡Por Júpiter!- exclamó Yáñez, que los observaba atentamente desde lo alto del recinto.
Son muchos esos bribones, y, aun cuando su instrucción militar deja mucho que desear, van
a darnos que hacer.
-No son menos de cuatrocientos- dijo Tre-mal-Naik.
-¡Ta! ¡Ta! Disponen de un parque de sitio- añadió el portugués, viendo salir de la espesura
un gran pelotón que conducía una docena de “lilas” y un “mirim”.
¡Ese canalla de peregrino! Parece que entiende de cosas de guerra, pues dedica todos sus
cuidados a la artillería.
-¡No marchan muy mal los artilleros¡ ¡Maniobran como soldados de tres meses.
Le aseguro, capitán, que no tiran mal del tododijo Sambigliong.
Barrían muy bien el “Mariana” enfilándolo de popa a proa.
-¿Habrá sido soldado antes ese condenado peregrino?- se preguntó Yáñez.
¿Quién demonios puede ser ese hombre misterioso.
-Yáñez- dijo Tremal-Naik mirándolo de un modo expresivo-, ¿crees que podamos resistir
mucho tiempo.
-Comparados con ellos, estamos un poco débiles de artillería- respondió el portugués-,
porque no tenemos nuestras piezas de caza; pero antes de que los sitiadores suban al asalto,
tendremos tiempo bastante y diezmaremos lo suficiente sus columnas si quieren intentarlo a
viva fuerza. Basta con que no lleguen a faltar los víveres y las municiones.
-Ya te he dicho que estamos bien provistos, especialmente de lo primero. Todos los
cobertizos se hallan abarrotados.
-Entonces, nos sostendremos bien hasta que regrese Kammamuri. Sandokán no dudará de
enviarte más socorros, sabiendo que estás en peligro. ¿Qué tiempo habrá empleado en llegar
a la costa.
-Por lo menos, una semana.
-Entonces, a estas horas debe estar en Mompracem.
-Eso creo, si es que no lo han matado los dayakos- contestó Tremal-Naik.
¡Hum! ¡Acometer a un hombre que va escoltado por un tigre! Nadie se habrá atrevido a
tanto. De aquí a quince días, poco más o menos, podrá estar de vuelta. Nos sostendremos
firmes hasta entonces, y mientras tanto procuraremos divertir a los dayakos haciéndoles
bailar a metrallazos.
-¿Y si Sandokán no nos mandase socorros.
-En tal caso, amigo mío, nos marcharemoscontestó Yáñez con su calma acostumbrada.
-¿Con todos esos sitiadores.
-Ya veremos si son tantos dentro de quince días. Porque supongo que no cargaremos las
bombardas con patatas ni los fusiles con huevos de paloma. Terminaremos nuestra
inspección, querido Tre-mal-Naik, y procuraremos fortificar los puntos más débiles. Debemos
resistir, y resistiremos.
Mientras proseguían su visita, los dayakos acamparon en derredor de la factoría lejos del
alcance de los tiros de las bombardas, construyendo rápidamente con ramas y hojas de
plátanos pequeñas cabañas para resguardarse de los rayos solares, y sus artilleros algunas
trincheras de tierra y piedra emplazando las piezas de modo que pudiesen batir la factoría por
todos lados.
Aquellos cañones no eran de calibre para producir daños en la maciza empalizada de tejo
que cerraba el recinto, pues es madera durísima y ofrece una resistencia enorme. Sin
embargo, cuando Yáñez, terminada la visita, subió a la torrecilla con Tre-mal-Naik y
Sambigliong para ver mejor la llanura, no pudo contener un gesto de cólera.
-¡Ese peregrino ha debido ser soldado!- repitió- A los dayakos jamás se les hubiese ocurrido
levantar trincheras ni hacer fosos para ponerse a cubierto de los tiros del adversario.
-¿Lo ves?- dijo en aquel momento Tremal-Naik.
-¿A quién.
-Al peregrino.
-¡Cómo! ¿Se atreve a mostrarse.
-Míralo allí, de pié, sobre aquel tronco de árbol que han hecho rodar los artilleros hasta
colocarlo delante del “mirim” con objeto de reforzar la trinchera.
Yáñez miró atentamente en la dirección indicada, y sacó del bolsillo unos anteojos de
marina, apuntándolos hacia allí.
Encima del tronco había un hombre muy alto y muy seco, vestido completamente de
blanco, con alamares de oro, zapatos rojos de punta retorcida, como los que usan los borneses
ricos, y la cabeza cubierta con un amplio turbante de seda verde, que le bajaba hasta los ojos.
Su edad parecía fluctuar entre los cincuenta y los sesenta años. Era de color muy
bronceado, pero no tan oscuro ni opaco como el de los malayos y de los dayakos, y sus
facciones, que Yáñez distinguía perfectamente, tenían una regularidad y una perfección que
no era la de las dos razas dominantes de las islas malayas.
-Parece un árabe o un birmano- dijo Yáñez después de haberlo observado atentamente.
-No es dayako, ni menos malayo. ¿De dónde habrá salido ese hombre.
-¿No lo has visto nunca?- preguntó Tremal-Naik.
-Mientras más registro en mi memoria, más me convenzo de no haber tenido jamás que ver
con ese hombre- contestó el portugués.
Y, sin embargo, debemos haberlo visto en alguna parte. Su odio contra mí, y también
contra vosotros, pues según tengo entendido, en cuanto concluya conmigo se ocupará de los
tigres de Mompracem, lo habrá motivado algo.
-¡Ah! ¿También quiere tomarla con Mompracem?- dijo Yáñez sonriendo.
¡Se conoce que no sa-be todavía lo que valen nuestros tigrecitos! ¡Que pruebe a lanzar sus
hordas sobre las costas de nuestra isla! ¡Ya verá cuántos dayakos vuelven! ¡Ta! ¡La danza
guerrera! ¡Mal indicio.
-¿Qué quieres decir, Yáñez.
-Que los dayakos se preparan para la pelea. Antes de poner mano en los “kampilangs” se
excitan con la danza. Sambigliong, ve a decir a nuestra gente que esté dispuesta, y haz llevar
las bombardas a los cuatro ángulos del edificio para poder batir todos los puntos del
horizonte. Cuando se pongan en movimiento los dayakos, iremos nosotros a dirigir la defensa.
Unos ciento cincuenta guerreros con un “kampilang” en cada mano se destacaron
formando cuatro columnas con el grueso de la gente, y avanzaron hacia el “kampong” para
proseguir bailando.
Así que llegaron a unos quinientos pasos del recinto, dieron un grito feroz: era un grito de
desafío. Después formaron cuatro círculos y se pusieron a danzar desordenadamente.
Depositaron en el centro las armas, cruzando unas con otras; enseguida algunos de
aquellos salvajes sacaron de una especie de morrales que llevaban colgados varias cabezas
humanas que parecían cortadas recientemente, y las colocaron entre los grupos formados con
los “kampilangs”.
Al ver aquellas cabezas, Yáñez apenas pudo reprimir un gesto de ira.
-¡Miserables!- exclamó.
-Pertenecían a tus hombres; ¿verdad, mi pobre amigo?- dijo Tremal-Naik.
-¡Sí!- contestó el portugués.
Deben haber pescado los cadáveres lanzados por la explosión al río para apoderarse de sus
cabezas. No haremos nosotros eso, no; pero, ¡vive Dios!, las cambiaremos por plomo.
-¿Quieres que ya que están a nuestro alcance les hagamos una descarga de metralla.
-Todavía no. Dejémoslos que disparen ellos el primer tiro.
Mientras tanto, los dayakos continuaban saltando como monos o como borrachos en la
plena excitación de una borrachera bailando de un modo espantoso, moviendo los brazos y
haciendo contorsiones al son de los golpes que varios tamborileros daban con unas mazas en
un tronco hueco cubierto con piel de tapiro.
Los danzarines bailaban primero con una cierta cadencia tranquila, y enseguida daban
saltos como si ante ellos hubiese una hoguera, y por último emprendían una carrera loca
empuñando unos pequeños “kriss”, cual si persiguiesen a un imaginario enemigo que huye.
Aquella danza duró más de media hora; al cabo de ella los guerreros, exhaustos,
anhelantes, volvieron a sus respectivos campamentos.
Reinó un silencio profundo durante algunos minutos, y de pronto resonó en la llanura un
grito formidable lanzado por todos los combatientes.
-¿Se disponen para atacarnos?- preguntó Tremal-Naik a Yáñez, que de nuevo se puso a
mirar con los gemelos.
-No; veo a un hombre que acaba de salir del cobertizo donde se resguarda el peregrino, y
que trae una banderola verde en lo alto de una lanza.
-¿Qué? ¿Nos envían algún parlamentario.
-Eso parece- contestó el portugués.
-¿A intimarnos la rendición.
-La paz de seguro que no.
Un dayako, probablemente algún guerrero famoso, a juzgar por las grandes plumas con
que se adornaba la cabeza y por la extraordinaria cantidad de brazaletes de cobre que le
cubrían los brazos y piernas, había salido del campamento, seguido de otro que llevaba uno
de aquellos grandes tambores de madera de que se sirvieron para marcar el compás a los
bailarines.
-¡Caracoles!- exclamó el Portugués.
¡Un parlamentario en toda la regla! Únicamente que en vez de un trompetero, trae un
tamborilero, o, mejor dicho, un tamborilerazo. Ese peregrino debe ser un hombre muy
civilizado. Bajemos, Tremal-Naik. Vamos a ver qué es lo que nos envía a decir el general de los
dayakos.
Apenas habían dejado la torrecilla y entrado en la terraza que se extendía sobre la
contrapuerta, cuando llegó el parlamentario diciendo que quería hablar con el dueño blanco.
-Yo no soy el dueño del “kampong”- dijo el portugués inclinándose sobre el parapeto y
mirando con curiosidad al guerrero y al tamborilero.
-No importa- respondió el parlamentario.
El Peregrino de la Meca, el descendiente del gran Profeta, desea que no hable sino con el
hombre blanco, el hermano del Tigre de la Malasia.
-¡Por Júpiter!- exclamó riendo Yáñez.
¡Dos hermanos de distintos colores! ¡Ese peregrino debe ser un necio.
Y alzando la voz prosiguió.
-Entonces, decidme qué es lo que me quiere el descendiente del Profeta.
-Me envía a decirte que por ahora os concede la vida a ti y a tus hombres, con la condición
de que le entregues a Tremal-Naik y a su hija.
-¿Y qué quiere hacer con ellos.
-Cortarles la cabeza- contestó cándidamente el guerrero.
-Pero por lo menos me dirás por qué motivo quiere decapitarlos.
-Porque así lo quiere Alá.
-Pues dile que, a su vez, mi Alá no lo quiere; que yo he venido aquí para hacer respetar su
deseo, y que estoy dispuesto a defender a mis amigos.
-Te repito que Alá y el Profeta han decretado la muerte de ese hombre y de esa muchacha.
-¡Pues yo envío al diablo a todos ellos y a ese peregrino embrollón, que os ha embaucado
dándoos a beber alguna mixtura.
-El peregrino es un hombre que ha hecho milagros delante de nosotros.
-Pero no delante de mí; y así, le dirá que lo desafío a que me haga alguno. Mientras tanto
no me pruebe lo contrario, seguiré creyéndolo un intrigante que abusa de vuestra credulidad
y de vuestros instintos sanguinarios.
-Le diré cuanto me ha dicho el hombre blanco.
-No te apresures, porque nosotros no tenemos prisa- dijo Yáñez con ironía.
El tamborilero redobló por tres veces en el pesado instrumento, cuyo sonido se parecía al
de un trueno lejano; hecho esto, los dos salvajes volvieron al campamento donde los guerreros
esperaban con impaciencia.
-¡Ese peregrino debe ser el mayor tunante que haya bajo la capa del cielo!- dijo Yáñez a
Tre-mal-Naik así que se alejaron los dos parlamentarios.
¿Qué milagros habrá hecho ese hombre para que los dayakos hayan llegado a creerle un
semidiós? ¡Quisiera saberlo.
-Evidentemente, algo ha debido hacer- contestó el indio.
Nadie se impone tan de repente a esos salvajes que son desconfiados por naturaleza.
-¡Armas, dinero y milagros!- exclamó Yáñez.
¡Con todo eso se doma hasta a los antropófagos! ¡Y no saber por qué ese hombre la ha
tomado con nosotros.
-Conmigo y con mi hija- rectificó Tremal-Naik.
-Eso por ahora; pero, ¿y después? Además, no sería yo el que se fiase de las promesas de
ese impostor. ¡Ta! ¡Vuelve el parlamentario! ¡Ya comienzan a serme importunos él y su
tamborilero! ¡Si vuelve otra vez, mando que le tiren a las piernas un metrallazo de clavos y
balines.
-Hombre blanco- dijo el parlamentario cuando llegó debajo de la terraza-, el peregrino me
envía a decirte que realizará delante de ti un milagro tan grande, que ningún otro hombre
pueda realizarlo, demostrándote a ti y a tus gentes que es invulnerable.
-¿Quiere que yo haga la prueba de la penetración disparando sobre él una bala de mi
carabina?- preguntó Yáñez burlonamente.
-Se propone ejecutar ante tus ojos la prueba de fuego, y demostrarte que saldrá ileso por la
protección celestial de que goza. Tan solamente pide que le concedas una zona de terreno
próxima al “kampong” para que puedas observarlo.
-¿Y después?-¿No te hasta?-Pregunto qué es lo que hará después.-Esperar tu resolución.-
¿Que debe ser?...-Entregarle en sus propias manos el indio y su hija, porque, efectuada la
prueba, no dudarás ya de que es un semidiós contra quien nadie puede luchar; ni tú, ni tus
hombres, y menos el Tigre de la Malasia, aun cuando diga que es invencible.
-Ya que el peregrino es tan galante que nos ofrece un espectáculo, dile que, por nuestra
parte, no nos oponemos. Por lo menos, nos servirá de distracción.
-¿No crees, hombre blanco, que pueda realizar el peregrino esa prueba.
-Te lo diré cuando haya visto el milagro.
-Y entonces, ¿te rendirás.
-Eso, por ahora, no puedo decírtelo.
-Tus hombres dejarán en el acto las armas y te abandonarán.
-Muy bien; esperaré a que os entreguen los fusiles- contestó Yáñez con sonrisa irónica.
No había transcurrido un cuarto de hora del regreso de los dos parlamentarios al
campamento, cuando Yáñez y Tremal-Naik, que permanecieron en la terraza, deseando
regodearse con el milagro, vieron dos grupos de dayakos, compuesto cada uno de una
quincena de hombres desarmados, que se acercaban al “kampong” llevando grandes cestos
llenos de piedras, planas la mayor parte, que debían haber sido recogidas en el lecho de algún
riachuelo.
Se detuvieron a cincuenta pasos de la terraza, y las colocaron formando una especie de ara
de seis metros de largo por otros tantos de ancho.
-Preparan el brasero- dijo Yáñez a Tremal-Naik, que lo interrogaba.
Distribuidos los dos grupos, avanzaron otros dos cargados de leña resinosa, que
acumularon sobre las piedras, prendiéndole fuego y dejándola ar-der durante par de horas.
Yáñez, Tremal-Naik y toda la guarnición, exceptuando a los centinelas, asistieron
pacientemente a los preparativos colocándose debajo de los árboles, cuyas frondosas ramas
proyectaban una sombra muy fresca en la terraza construida sobre el recinto, desde donde los
defensores podían hacer fuego con comodidad.
Los dayakos, que, por lo que podía colegirse, querían demostrar al hombre blanco- para
ellos un ser superior- los milagros del peregrino, habían ido reuniendo poco a poco en
derredor de la hoguera, sin que los defensores del “kampong” se tomasen el trabajo de
protestar pues todos habían ido sin ar-mas.
-He aquí una diversión que no hemos gozado nunca- había dicho Yáñez-, y que no producirá
ningún efecto, por lo menos sobre mis tigrecitos.
-Y mucho menos sobre mis malayos y javaneses añadió. Ya no creen en Alá como esos
imbéciles. ¿Quién habrá dado a conocer a esos salvajes la religión mahometana.
-Los árabes antiguos, querido- respondió el portugués.
¿No sabes que aquellos intrépidos navegantes conocieron y recorrieron estas regiones
cuando todavía europeos ignoraban que existiesen en esta parte del globo las grandes islas
malayas? Tú no sabes que existió un hombre llamado Tolomeo, y que vivía en el año 166 del
nacimiento de Jesucristo; pero puedo decirte que ya en aquella época los árabes conocían
perfectamente a los malayos; el Quersoneso Aurea, donde colocaban el monte Ofir, que no era
sino el Sumatra; Glabadiva, que es la Java actual; los sátiros, que son los batias; mejor dicho
los antropófagos. ¡Eh! ¡Mira el peregrino que se adelanta! Ese bribón se dejará abrasar las
plantas de los pies para hacer creer a sus fanáticos que es un semidiós, ser superior, un
verdadero descendiente del gran Profeta. ¡Admiro su fuerza de voluntad y su presencia de
ánimo.
-¡Yo lo mataré de un tiro de fusil o de bombarda! Repus.
-No cometeremos tal asesinato, amigo mío. Debemos ser los últimos en contestar a las
provocaciones. Somos personas civilizadas.
Un grito enorme les advirtió que el peregrino iba a salir del campamento para demostrar al
hombre blanco y a sus guerreros su invulnerabilidad y su poder de ente superior.
Damna, la gentil y graciosa anglo-india, se había reunido con su padre y con Yáñez.
También los tigres de Mompracem estaban en la terraza, con las carabinas apoyadas en el
parapeto, por temor de alguna sorpresa por parte de aquellos salvajes, en los cuales no tenían
confianza alguna.
El peregrino avanzaba hacia el ara de piedras, convertidas en ascuas después de dos horas
de fuego continuo.
Levaba puesto el turbante verde, y la cara cubierta con un pedazo de seda del mismo color.
Vestía una especie de camisa muy ajustada, de “nanquín” amarillo, que le llegaba hasta las
rodillas, y tenía los pies desnudos.
-O ese hombre es un gran embustero, o es una verdadera salamandra- dijo Yáñez.
-¿No pasean también los faquires indios sobre ti-zones ardientes, en lugar de hacerlo sobre
piedras calentadas?- dijo Tremal-Naik.
¿No te acuerdas de la fiesta de Damna Ragiae, donde conociste a la adorable Surama, la
sobrina del rajá de Gualpara.
-¡Por Júpiter! ¡Es verdad; me acuerdo!- contestó Yáñez.
-También en aquella fiesta los fanáticos corrían sobre las brasas.
-Pero salían tostados de aquel infierno, mientras que este demonio de peregrino promete
que paseará sobre esas piedras, puestas al rojo blanco, sin que le suceda nada.
-Ya lo veremos, Yáñez, a menos que sea un gran faquir.
-¡Abre los ojos, Damna!- dijo Yáñez viendo que la muchacha se inclinaba sobre el parapeto.
¡No me fío de esos bribones.
-¿Qué teme usted, señor Yáñez.
-¡Eh! Un tiro de fusil dispara pronto.
-A la vista no. ¡Adelante, señor descendiente de Mahoma! ¡Mostradnos vuestro milagro.
El misterioso adversario de Tremal-Naik había llegado al ara de piedras, que debían
despedir un calor intolerable.
Se recogió un instante en sí mismo con las ma-nos levantadas y fija la mirada hacia
Oriente, o sea en dirección del lejano sepulcro del profeta; movió los labios como si rezase, y
enseguida se lanzó resueltamente, gritando tres veces de un modo estentóreo.
-¡Alá! ¡Alá! ¡Alá.
Con paso seguro, insensible al horrible calor que salía de las piedras, desnudas las piernas
y los pies, avanzó sobre el ara a paso lento, sin proferir un gesto que revelase el menor dolor.
Los dayakos, estupefactos, atontados ante aquella prueba, alzaban los brazos mirándolo
con admiración profunda.
Para ellos, aquel hombre debía de ser, sin duda alguna, un semidiós, un verdadero
descendiente del gran Profeta.
Realizando el recorrido, el peregrino se detuvo un instante; enseguida volvió sobre sus
propios pa-sos, siempre tranquilo, siempre impasible, como si en vez de pasear sobre aquellas
piedras donde se podía cocer pan, paseara sobre la hierba de un prado.
-¡Ese debe ser un hijo del compadre Belcebú!-exclamó Yáñez, que no podía menos de
admirar el estoicismo de aquel hombre.
¿Cómo puede resistir ese calor? Tiene los pies desnudos: aquí no puede haber trampa.
-¡Ese hombre debe ser insensible como las salamandras!- contestó Tremal-Naik.
Terminada la segunda prueba, el peregrino volvió el rostro enmascarado con el trapo hacia
Yáñez y lo miró durante algunos instantes; después se alejó lentamente, dirigiéndose hacia su
cobertizo, mientras que los dayakos, presa de una verdadera exaltación, gritaban hasta
enronquecer.
-¡Alá! ¡Alá! ¡Alá.
Algunos minutos más tarde, en tanto que los guerreros volvían a sus campamentos
precipitándose hacia el peregrino, se presentó por tercera vez bajo la terraza.
-¿Qué es lo que quieres todavía, pesado?- le preguntó Yáñez.
-Vengo a preguntarte si después de tan gran prueba como la que te ha dado el
descendiente del Profeta te decides a rendirte- dijo el guerrero.
-¡Ah, es verdad; debía darte una contestación!-dijo Yáñez. Puedes decirle al hijo, sobrino o
primo de Mahoma, que le doy las gracias por el interesante espectáculo que se ha dignado
ofrecernos a nosotros, pobres incrédulos.
Enseguida, quitándose con un gesto soberano un magnífico anillo que llevaba en un dedo
se lo tiró al parlamentario, añadiendo.
-¡Y ésta es su recompensa.
CAPÍTULO X
EL ASALTO AL “KAMPONG”
En las islas malayas, y también en algunas de la Polinesia, todavía está en uso la prueba
del fuego; pero no sirve, como entre nosotros sirvió en tiempos pasados, para probar la
inocencia de aquel a quien se culpaba de homicidio o de hurto: en la Malasia y en la Polinesia
es tan sólo una ceremonia religiosa.
Únicamente los sacerdotes son los que en ciertas épocas del año, y con objeto de tener
propicias a las divinidades más o menos celestiales, realizan ese paseo, no sobre carbones
encendidos, como los fanáticos de la India, sino sobre piedras puestas al rojo blanco.
Dicha ceremonia se celebra casi siempre en una pequeña calzada formada con pedruscos,
y que mi-de generalmente tres metros de largo por medio de ancho.
Los sacerdotes encienden el fuego al despuntar la aurora, y lo mantienen vivo hasta el
mediodía; después, acompañados de algunos discípulos, quitan las cenizas y los tizones,
pronuncian algunas frases de ritual que, según ellos, son indispensables, sacuden con una
rama los bordes del brasero, y andan lentamente sobre las piedras con los pies desnudos.
No está marcada la longitud de los pasos; pero se supone que deben pisar, por lo menos
tres veces cada vuelta.
¿Cómo se arreglan para resistir y, lo que es más asombroso, para salir indemnes de la
prueba? ¡Misterio.
Atribuyen su invulnerabilidad al “maná”, poder misterioso que hace que los iniciados
puedan andar sobre las piedras ardientes sin que se produzcan ninguna quemadura. Dicho
poder no está representado por símbolo alguno, y puede transmitirse de unos a otros tan sólo
por medio de la palabra.
Como quiera que sea, el hecho es que dichos sacerdotes salen absolutamente indemnes de
la terrible prueba.
Un viajero europeo, el coronel inglés Gudgeon, hace algunos años que, juntamente con
varios compañeros suyos, quiso hacer por sí mismo la prueba hallándose en una isla del
Océano Pacífico en ocasión de celebrarse una ceremonia religiosa. El coronel tenía por seguro
que su empeño iba a costarle sufrir quemaduras dolorosas. Pues bien, (¿lo creeréis?); el
animoso inglés salió de la prueba tan ileso como los sacerdotes. Tan sólo uno de sus
compañeros, a pesar de haber recibido el maná, o sea el poder misterioso, que como hemos
dicho se trans-mite con la palabra, sufrió quemaduras bastante grandes; pero, según los
sacerdotes, fue suya la culpa.
Cometió la imprudencia de mirar atrás, cosa severamente prohibida a los que han recibido
el maná; una excusa dada por los sacerdotes, seguramente, para salvar la dignidad del rito.
¿Cómo pudo realizar la prueba el coronel, si todavía una hora después de terminada la
ceremonia estaban tan calientes las piedras, que ardieron en el acto varias raíces de una
madera muy dura que echaron sobre aquel ara? El inglés no ha sabido explicárselo.
Contó que había experimentado en todo el cuerpo gran calor, y en los pies, algo parecido a
ligeras sacudidas eléctricas, pero nada más, y que esas sacudidas le duraron unas siete u
ocho horas consecutivas. En cambio, la piel de los pies no tenía señal alguna de la más
pequeña quemadura.
En Nueva Zelanda son más terribles las pruebas de fuego, y se dice que tan sólo los
individuos de ciertas familias pertenecientes a ciertas castas tienen el privilegio de poder
resistirlas.
En esa región no se reduce la cosa a pasear por encima de unas cuantas piedras, sino que
el paseo se realiza dentro de un horno de forma redonda, de diez metros de diámetro, y en el
cual hay que permanecer de veinte a treinta segundos.
Es tan elevada la temperatura dentro de dichos hornos, que una vez a cierto viajero que
quiso medirla se le fundió el recipiente de metal del termómetro, vertiéndosele todo el
mercurio. ¡El instrumento señalaba 200 grados.
¿Cómo pueden resistir esos hom-bres-salamandras? También esto es un misterio. Sin
embargo, resisten, y salen incólumes de prueba tan espantosa.
Teniendo esto en cuenta, no es para admirarse si también el peregrino de la Meca, que no
por eso dejaba de ser un hombre extraordinario, había po-dido realizar su prueba, con objeto
más bien de fanatizar a sus guerreros que de producir impresión en Yáñez y en los defensores
del “kampong”, demasiado escépticos y burlones para caer estúpidamente en la emboscada y
ofrecer su cabeza a los “kampilangs” de aquellos salvajes sanguinarios.
El desprecio que hizo el portugués pagando al peregrino como si se tratase de un histrión o
de un clown, tenía que desencadenar la cólera, a duras penas reprimida, de aquellos
cortacabezas y redoblar la furia del despreciado.
Efectivamente; apenas hubo regresado al campamento el parlamentario, cuando se alzó un
espantoso clamoreo en derredor del “kampong”; clamor que parecía producido más bien por
un centenar de fieras que por seres humanos.
-¡Ya se han puesto a rabiar como si fueran monos rojos después de haber comido una
guindilla!-dijo Yáñez riendo.
Tendremos guerra sin cuartel.
¡Bah! Nos defenderemos mientras tengamos cartu chos o hasta que no quede vivo un
dayako.
Después, alzando la voz, gritó.
-¡Muchachos, a vuestros puestos, y matad cuantos más podáis! ¡No olvidéis que si caéis en
manos de esos brutos, lo menos malo que puede pasaros es que os corten la cabeza de un solo
golpe de “kampilang”.
Los tigres de Mompracem, malayos y javaneses, se precipitaron hacia sus puestos de
combate, resueltos a oponer la más encarnizada resistencia y a quemar hasta el último
cartucho, pues el milagro del peregrino no había hecho mella alguna en su fidelidad.
Además, estaban seguros de que iban a dar una lección tremenda a tan desordenadas
hordas. Resguardados como estaban por la muralla de maderos de tek, que podía desafiar los
fuegos de los “lilas” y aun los de los “mirim”, y siendo todos tiradores escogidos, no temían el
ataque, especialmente con la dirección de Yáñez, que gozaba de fama de invencible, como el
mismo Tigre de la Malasia.
Sin contar a los tigres de Mompracem, todos habían sido piratas, única profesión posible,
por lo menos entonces, en aquellos países que, siendo riquísimos, no tenían comercio alguno.
Con tales hombres resueltos a vender cara la piel y sabiendo, como sabían, que no había de
haber piedad para ellos, los dayakos iban a encontrarse con un hueso durísimo de roer.
Al ver a los asaltantes que se reunían en derredor de la cabaña del peregrino, tigres,
malayos y javaneses se apresuraron a ocupar los ángulos del recinto, desde donde podían
barrer la llanura con las bombardas.
Yáñez y Tremal-Naik a su vez se quedaron en la terraza por la parte de la compuerta, pues
estaban seguros de que los dayakos habían de dirigir sobre aquel punto sus principales
ataques.
Pusieron en batería la bombarda más gruesa del “kampong” y a su servicio seis piratas de
Mompracem, enviando a Sambigliong a la torrecilla, que era el mejor punto para poder batir
el llano.
-Damna- dijo el portugués, viendo que los dayakos formaban ya la columna de asalto-, éste
no es tu sitio, aun cuando sé que manejas una carabina como cualquier fusilero de a bordo.
Dentro de pocos minutos los “lilas” y los “mirim” de esos bribones enviarán abundantes balas
al recinto, y no quiero que te expongas a tal peligro.
-¿Creéis que el peregrino lanzará sus gentes al ataque?- preguntó la niña.
-Sí, porque en este mundo hay hombres que no saben ser agradecidos.
-Señor Yáñez, no le entiendo.
-He pagado a ese hombre el espectáculo que nos ha ofrecido dándole un anillo que en
manos de un judío vale seguramente mil florines, y ve lo que son las cosas: ese bergante me
recompensa con un asalto al arma blanca. ¿Vale la pena ser generoso con ese perro inmundo?
Si hubiese hecho tal regalo a un clown o a un histrión de mi país, estoy seguro de que me
hubiese llevado a cuestas hasta España, atravesando, si fuera preciso, la sierra, del
Guadarrama. ¡Qué mundo tan bribón.
-¡Ah, señor Yáñez!- exclamó Damna riendo.
¡Aun cuando esté usted a las puertas de la muerte, no dejará de decir chistes.
-¿Te ríes?- dijo el portugués.
¡No desmientes tu raza, niña mía.
-Con usted y con sus tigrecillos, no tengo miedo a los dayakos.
Un cañonazo interrumpió el diálogo. Los asaltantes habían disparado un “mirim”.
La bala pasó silbando sobre el recinto, y fue a ca-er al otro lado del “kampong” sin causar
ningún daño.
-Es preciso rectificar la mira, queridos míos, o no haréis nada- dijo Yáñez.
-¡Pronto, Damna; retírate!- dijo Tremal-Naik.
¡Las balas no respetan a nadie.
-Ni siquiera a las niñas bonitas- añadió Yáñez.
-¿Voy a estar sin hacer nada mientras vosotros necesitáis gente?- preguntó Damna.
-Si tenemos necesidad de una tiradora más, te llamaremos- respondió Tremal-Naik.
Vete a la habitación baja del bungalow: allí no correrás peligro alguno.
En aquel momento resonaron cuatro tiros, uno detrás de otro. Los “lilas”, al disparar el
“mirim”, habían enviado sus balas contra los tablones del recinto.
-¡Vete!- repitió Tremal-Naik.
¡No voy a poder batirme a gusto si te veo aquí expuesta a los tiros de la artillería! Cuida de
que no dejen apagar los hornos de las cocinas.
-¿Los hornos?- preguntó Yáñez, mientras que Damna, después de haber dado un beso a su
padre, descendía corriendo la escalera.
¿Vas a ofrecer algún banquete a los sitiadores.
-Sí; pero ya verás de qué clase- contestó el indio.
Un verdadero plato infernal, que los hará gritar como condenados. ¡Míralos; ya se mueven!
¡Tú, a la bombarda, Yáñez, que eres un maravilloso artillero.
-Y los ametrallaré perfectamente- respondió el portugués, tirando el cigarro y acercándose
al cañón, cuya boca amenazaba a la llanura.
Los dayakos, instruidos por el peregrino, habían formado cuatro columnas de asalto, cada
una compuesta de sesenta u ochenta hombres que se dirigían hacia el “kampong”,
cubriéndose con sus inmensos escudos, cuadrados hechos de piel de tapir o de búfalo, y
armados únicamente con los “kampilangs”. Una quinta columna, exclusivamente compuesta
de fusileros, se había distribuido por la llanura, formando una cadena para apoyar el ataque
juntamente con las “lilas” y los “mirim”.
-El peregrino debe haber sido soldado- dijo una vez más Yáñez-; pero todavía dudo que le
resulte bien su táctica. Así que los dayakos se lancen al asalto, romperán las filas. En estos
guerreros no puede haber entrado la disciplina militar. ¡Adelante con la música.
Los sitiadores comenzaban a disparar con gran violencia. Los cañonazos alternaban con
nutridas descargas de carabina; pero sin obtener apenas resultado, porque los gruesos
tablones de tek del recinto no cedían tan fácilmente: además, los defensores del “kampong”
se hallaban bien resguardados por los parapetos.
Por otra parte, los árboles espinosos que se extendían en derredor eran espesísimos,
impidiendo a los fusileros de los sitiadores hacer puntería.
La espingarda colocada en la plataforma del alminar disparó el primer tiro contra la
columna que se dirigía hacia el sitio donde estaba la contrapuerta, y la bala, de buen calibre,
lanzada por Sambigliong, que era un magnífico artillero, no se había perdido.
-¡Ya se ha derramado la primera gota de sangre! dijo Yáñez.
¡Esperemos a que se convierta en un río.
Los tigres de Mompracem, que eran los que servían las bombardas, disparaban desde los
ángulos del “kampong”, produciendo un ruido ensordecedor.
Como aquellas pequeñas bocas de fuego no podían contrarrestar los tiros de los “lilas” y
sobre to-do de los del “mirim”, disparaban balas de una libra contra las columnas de asalto,
abriendo grandes claros.
Las carabinas indias, de gran alcance, manejadas por los malayos y los javaneses,
apoyaban vigorosamente el fuego de las espingardas, poniendo a dura prueba el rendimiento
de los asaltantes.
Yáñez no perdía el tiempo. Cada tiro de carabina que hacía era un hombre a tierra:
enseguida iba a la bombarda tan pronto como ésta se hallaba cargada, y enfilando la columna
que se dirigía hacia la contrapuerta, disparaba haciendo tiros tan verdaderamente admirables
que dejaban estupefacto al mismo Tremal-Naik, y que arrancaban gritos de entusiasmo a los
malayos y a los javaneses del “kampong”.
Los dayakos, que no se veían muy bien sostenidos que digamos, ni por los artilleros, que
eran pésimos tiradores, ni por sus fusileros, más hábiles disparando flechas que balas,
procuraban apretar el paso, animándose con gritos feroces y cubriéndose lo mejor que podían
con sus escudos, cual si éstos pudiesen librarlos de los proyectiles de las carabinas indias. El
fuego del “kampong” los diezmaba. Las columnas experimentaban pérdidas enormes, pero no
por eso se descomponían.
Sin embargo, cuando las bombardas comenzaron a descargarles encima torrentes de
metralla, cubriéndolos de clavos y de fragmentos de hierro, se los vio vacilar, y las líneas se
abrieron por varias partes.
-¡Adelante!- gritaba Yáñez, que ni siquiera se tomaba el trabajo de cubrirse con el
parapeto.
¡Tirad de firme, y concluiremos por echarlos a rodar! ¡Ametralladles las piernas.
Y el fuego iba siempre en aumento, cubriendo las bandas con una verdadera lluvia de
plomo, de hierro y de clavos.
Tigres de Mompracem, malayos y javaneses rivalizaban en bravura y en audacia, resueltos
a no permitir que los dayakos llegasen debajo del recinto ni se lanzaran al asalto.
Sobre todo, las bombardas hacían verdaderos estragos, tumbando un buen número de
hombres a cada descarga de metralla que disparaban. No producían heridas mortales, es
verdad; pero, al destrozarles las piernas, ponían fuera de combate a los guerreros.
A pesar de esto y de las enormes pérdidas sufridas, los obstinados salvajes no cejaban. Por
el contrario, hicieron un esfuerzo supremo, y llegaron rápidamente a la zona de los árboles,
arrojándose animosamente entre los espinos, donde se detuvieron para reposar un momento
antes de intentar el último avance.
-¡Es verdadera carne de cañón!- dijo Yáñez, cuya frente se había nublado.
¡No creía que pudiesen llegar tan cerca! Es verdad que aun no están en el recinto, y que, si
las bombardas resultan inútiles por el momento, todavía pueden dar fuego las carabinas y las
pistolas.
-No te inquietes, amigo mío- dijo Tremal-Naik.
Les tengo preparada una sorpresa que les producirá en el pellejo más efecto que los
clavos.
-Pero, mientras tanto, están ahí abajo.
-¡Déjalos venir! Los recintos son altos, y los tablones de tek lo bastante gruesos para que
sus “kampilangs” se mellen sin arrancar ni una astilla.
-Me inquieta el fuego de sus cañones.
-¡Tiran tan mal.
-Pero, ¿qué hacen? Yo no los oigo.
-Avanzaban arrastrándose bajo los espinos.
-¿Está bien asegurada la contrapuerta.
-He mandado poner las clavijas de hierro, y na-die podrá alzarla. ¡Míralos allí.
Mientras los “lilas” y el “mirim” continuaban disparando, abriendo a todo lo largo de los
recintos algún que otro agujero por los cuales apenas cabía una mano, y los fusileros
avanzaban, siempre dispuestos en cadena, tirándose al suelo y ocultándose detrás de los
pequeños repliegues del terreno y de los troncos cortados para hurtarse a las descargas de la
bombarda colocada en el alminar, el cual no había cesado de hacer fuego, los asaltantes se
abrían paso con grandes precauciones a través de las plantas espinosas.
Como iban casi desnudos y la maleza y los arbustos estaban armados de formidables
puntas agudísimas, la empresa no era fácil, como lo probaban los gritos de dolor que daban
los sitiadores, y que no podían refrenar.
-Se hacen tiras las carnes- dijo Yáñez, que inclinado sobre el parapeto los espiaba por entre
la abertura que formaban dos sacos de arena colocados delante de la bombarda. Las espinas
muerden; ¿verdad, queridos míos.
-¡Y, sin embargo, pasan esos demonios! ¡Allí sale el primero, que se escurre a lo largo del
recinto.
-¡Y que no irá a decir a sus compañeros si es o no sólido!- añadió el portugués.
Apuntó la carabina y disparó casi sin mirar. El dayako, que había salido, a costa,
probablemente, de algunos desgarrones al atravesar aquella terrible barrera, se incorporó de
golpe sobre las rodillas, largó ambos brazos a un tiempo, y volvió a caer dando un grito ronco,
con la cabeza deshecha por el proyectil.
-¡Fuego al medio de la espesura!- gritó Yáñez.
¡Están debajo de ella.
Enseguida hizo girar sobre el perno la bombarda, y bajando el cañón cuanto pudo, lanzó de
través una andanada de metralla, mientras que los tigres de Mompracem, los malayos y los
javaneses reanudaban el fuego, destrozando a un tiempo arbustos y hombres. Voces
espantosas se elevaron de debajo de la espesura; señal clara de que no habían sido perdidos
todos los tiros; enseguida un aluvión de hombres se lanzó hacia la contrapuerta, atacándola a
golpes de “kampilang” en tanto que los “lilas” y el “mirim” redoblaban sus tiros, tratando de
enviar las balas a la terraza para alejar a los defensores.
Tremal-Naik dio un silbido. De repente salieron de la cocina ocho hombres con enormes
calderos, que despedían un humo acre y denso.
Subieron las escaleras rápidamente y colocaron los calderos en la parte de la terraza que
daba sobre la contrapuerta.
-¡Por Júpiter!- exclamó Yáñez al verse envuelto por aquel humo, que le producía una tos
violenta.
¿Qué es lo que traéis ahí.
-¡Mira, Yáñez!- gritó Tremal-Naik-; deja el puesto a estos hombres.
-¡Pero ésos comienzan a subir.
-¡El caucho hirviendo los hará bajar.
Los ocho hombres armados de cacerolas y cucharones de largo mango, comenzaron a
volcar el líquido humeante que contenían los calderos.
Gritos espantosos, horribles, desgarradores, se oyeron enseguida en la parte baja del
recinto. Los dayakos, brutalmente abrasados por el caucho hirviendo que les arrojaban, sin
economizarlo nada, desde lo alto del parapeto se lanzaron como locos en medio de los
espinos, huyendo a la desesperada.
Una media docena de ellos, que había recibido las primeras paletadas del terrible líquido,
quedaron allí, delante de la compuerta, retorciéndose y aullando de un modo lúgubre, cual
lobos hidrófobos.
-¡Por Júpiter!- exclamó Yáñez haciendo un gesto de horror.
¡Este indio ha tenido una idea feliz! ¡Asa vivos a esos pobres diablos.
Los dayakos huían de todas partes, pues también desde las otras terrazas comenzaron a
rociar a cuantos habían intentado escalar el recinto.
El intenso fuego de las espindargas y de las carabinas completaba la derrota de los
sitiadores, que ya no pensaban más que en ponerse fuera del alcance de las armas de fuego
de los defensores del “kampong”, yendo a refugiarse en sus campamentos.
En vano habían tratado los fusileros de correr en ayuda de las columnas de asalto, que se
replegaban atropelladamente. Una andanada de metralla lanzada por todas las bombardas los
obligó a seguir a los fugitivos.
Dos minutos después no quedaban en derredor del “Kampong” más que los muertos y
algún herido próximo a lanzar el último suspiro.
CAPÍTULO XI
EL REGRESO DE KAMMAMURI
Convencidos los dayakos de que no era fácil to-mar el “kampong” al asalto, sobre todo
después de la desastrosa prueba que habían realizado y que les había causado pérdidas
gravísimas, decidieron establecer el sitio en toda regla, en espera de que los defensores
tuviesen que capitular, acosados por el hambre.
Construyeron en derredor de la llanura cuatro campos atrincherados para precaverse
contra una posible salida de los sitiados, reforzándolos con trincheras, elevadas seguramente
bajo la dirección del peregrino, que cada día se revelaba más como hombre de guerra.
Además, llevaron la artillería mucho más adelante, socavando para ello dos trincheras
paralelas, y molestando no poco a los sitiados con un continuo cañoneo, que, si no causaba
daños graves obligaba a Yáñez y a Tremal-Naik, lo mismo que a su gente, a estar siempre en
guardia, por temor a que fuese el preludio de un nuevo asalto.
Ya habían transcurrido cinco días desde la primera tentativa de ataque, sin que en realidad
hubiese ocurrido otra cosa que un gasto enorme de municiones por parte de los dayakos y
mucho ruido. Lo único que consiguieron había sido la demolición de la torrecilla, que como
estaba demasiado expuesta, fue desmoronándose por pedazos, lo que obligó a los defensores
a retirar la bombarda y a abandonar aquel puesto.
Yáñez comenzaba a aburrirse. Hombre de acción e inquieto, no obstante su aparente
calma, veía que la cosa iba para largo, y no bastaban a distraerle los cigarros que consumía
en cantidad prodigiosa.
No se carecía de nada en el “kampong”. Los almacenes estaban abarrotados, y los
cobertizos, llenos de “gabá”, el magnífico arroz que cultivan los javaneses y que supera en
mucho al del Ramgoon.
En los recintos o corrales del interior picoteaban muchas gallinas selváticas, prontas a
dejarse degollar sin la menor protesta para satisfacer el hambre de los asediados; las frutas
abundaban, y las bodegas estaban repletas de enormes vasijas de tierra colmadas de “bram”,
fuerte licor obtenido por la fermentación del arroz mezclado con azúcar y con el jugo de
varias palmas. ¿Qué más? Durante las ho-ras más cálidas del día la guarnición podía apagar la
sed con magnífico “kalapa”, bebida refrescante que contienen las nueces de coco, pues había
multitud de cocoteros en el compartimiento de la granja, y fumar sin escasez los deliciosos
“cortados”, esos perfumados cigarros de Manila, y los “rorok” javaneses, cigarritos enrollados
en una hoja seca de “nipa” de sabor muy agradable.
-¿Qué es lo que te hace falta, que te aburres tanto, amigo mío?- preguntó el indio a Yáñez
al caer de la tarde del quinto día, viéndole más contrariado que nunca.
No creo que haya guarnición alguna sitiada que goce de tanta abundancia.
-¡Esta calma me aplana!- respondió el portugués.
-¡La llamas calma! ¡Pero si la artillería enemiga no deja de zumbar desde la mañana hasta
la noche.
-Para no hacer más que agujeros en los tablones que no han hecho nunca daño a nadie y
que no protestan.
-¿Querrías mejor que las balas agujereasen a nuestros hombres.
-Tienes siempre razones que ofrecer, mi querido Tremal-Naik; pero, sin, embargo, yo
quisiera marcharme de aquí.
-No hay más que alzar la contrapuerta. Pero yo en tu lugar preferiría pasear en derredor
del “bungalow”- contestó riendo el indio.
Tu inquietud depende de la absoluta falta de noticias de Sandokán.
-También eso es cierto. Deseo saber cómo van las cosas en Mompracem, y suspiro porque
regrese Kammamuri.
-Déjalo el tiempo necesario.
-Ya debía estar aquí.
-No son muy seguras que digamos las regiones que tiene que atravesar para llegar a la
costa, amigo Yáñez, y no tendría nada de extraño que hubiese encontrado bastantes
obstáculos en su camino. Vámonos a la terraza de la contrapuerta a ver de una ojeada a los
sitiadores antes de que se ponga el sol.
Salieron del saloncito donde acababan de cenar en compañía de Damna, y se fueron hacia
el recinto.
Los hombres de guardia, que eran los javaneses, pues a ellos les tocaba velar aquella
noche, devoraron con apetito envidiable, puestos a horcajadas en los parapetos, sus
extravagantes platos.
Unos engullían, sin dárseles un pepino de las balas enemigas que de cuando en cuando se
clava-ban en los pancones el “panciang”, condumio mal oliente compuesto con cangrejitos y
pescados pequeños conservados en vasijas de barro, donde se los deja fermentar hasta que se
corrompen; otros se regodeaban con el “udang”, pasta hecha con crustáceos secados al sol y
reducidos después a polvo, y otros comían el “laron”, que también es una pasta amasada con
larvas de ciertos gusanos acuáticos, plato escogido y gustosísimo para los paladares javaneses
y malayos.
No parecía que el asedio hubiese menguado el apetito a aquellos valientes, ni tampoco el
rudo trabajo a que estaban sometidos, dejándolos sin deseos de masticar el “siri” y el “batel”
por cuyo abuso tenían los dientes tan negros como semillas de girasol.
Apenas llegaron al parapeto, Yáñez y Tre-mal-Naik notaron que había algún movimiento en
el campo de los dayakos.
Los jefes reunieron en derredor suyo a sus muchos guerreros, y parecía que les dirigían
discursos entusiásticos, a juzgar por los furiosos movimientos de brazos, mientras que en
otros sitios ejecutaban las danzas guerreras del “kampilang” y del “kriss”. El sol se ponía en
aquel momento tras un denso y negro nubarrón que parecía saturado de electricidad, y cuyas
márgenes eran cárdenas.
-¿Un ataque y un huracán?- se preguntó Yáñez; que aspiraba el aire, entonces muy seco.
¿Qué es lo que me dices, Tremal-Naik.
-Esta noche tendremos tempestad- contestó el indio, mirando también el nubarrón que se
extendía a ojos vistas.
-Con acompañamiento de fuego celeste y terrestre. Porque tengo la seguridad de que los
dayakos deben estar cansados de cañonear inútilmente nuestros recintos, y aprovecharán la
tromba de agua para emprender el ataque.
-Y no estaría mal escogido el momento. Se dispara mal cuando el agua da en la cara.
-Cubramos las terrazas, Tremal-Naik. Nuestros hombres pueden alzar en media hora los
cobertizos necesarios para poner a cubierto del agua por lo menos a los artilleros. ¡Por
Júpiter! ¿La tomarán de veras esta noche.
-No lo creo, mientras tengamos caucho.
-Manda llenar todas las cacerolas que tengas.
-Voy a dar órdenes- contestó el indio, descendiendo precipitadamente.
Iba a dirigirse Yáñez hacia el ángulo del recinto en el cual se hallaba la bombarda, cuando
de pronto pasó silbando por delante de él una flecha, lanzada probablemente por un
“sumpitan” o sea una cerbatana, y fue a clavarse en uno de los postes que sostenían la
terraza.
-¡Ah, traidores!- exclamó Yáñez lanzándose hacia el parapeto con una pistola en la mano.
Miró hacia debajo de los árboles espinosos, mientras que Sambigliong, que estaba
poniendo la bombarda en batería, haciéndose cargo del peligro que había amenazado al
portugués, corría armado con una carabina. No se movía ni una rama, ni rumor alguno
turbaba el silencio que había bajo los arbustos que flanqueaban el recinto.
-¿Ha visto usted a ese bribón, capitán?- preguntó el nostramo.
-Debe haber desaparecido enseguida –contestó Yáñez.
-Quizás estuviese envenenada la flecha con el jugo de “upas”.
-¡Veamos!- dijo el inglés, dirigiéndose hacia el poste.
-¡Una flecha mensajera!- exclamó.
En la extremidad del dardo, cuya caña o asta era muy fuerte, había distinguido una cosa
blanca, como si fuese un pedazo de papel arrollado al poste.
-¡Vamos; entonces no se trata de una tentativa de asesinato contra mi respetable persona!-
dijo.
Arrancó la flecha, cuya punta, hecha con una agudísima espina, se clavó profundamente en
el madero, y rompió el hilo que sujetaba la carta al as-ta.
-Señor Yáñez- dijo Sambigliong-, ¿se sirven ahora de las flechas los dayakos para enviar las
cartas a su destino? Pues es un servicio postal de nuevo género.
-¿Qué es lo que hay?- preguntó en aquel momento Tremal-Naik, que ya había dado las
órdenes y volvía con Damna.
-Un cartero desconocido que me ha entregado esta carta en la punta de una flecha-
contestó Yáñez.
¿Será una intimación de rendición.
Desenvolvió con cuidado el papel, que estaba cubierto de gruesos caracteres, le echó un
vistazo y dio un grito de alegría.
-¡Kammamuri!-¡Mi maharatto!-exclamó Tremal-Naik.-¡Lee, Yáñez, lee!“ Desde esta mañana
estoy en los alrededores del campo- escribía en inglés el maharatto-, y esta noche procuraré
introducirme en la factoría con la ayuda de un ex criado que ahora está entre los rebeldes.
Dejad colgando una cuerda en el ángulo que mira hacia el Sur y preparaos a la defensa, los
dayakos se disponen para asaltaros.- “Kammamuri”.
-¡Ya está aquí ese valiente maharatto!- exclamó Tremal-Naik.
Debe haberse tragado el camino para haber regresado tan pronto.
-¿Estará solo?- preguntó Damna.-Si tuviese tigres de Mompracem en su compañía, lo
hubiera escrito- contestó Yáñe.
-Por lo menos, tendrá el tigre- dijo Tremal-Nai.
-Si es que no lo han matado- dijo Yáñ.
-¿Quién será ese ex criado que lo ayuda.
-Debe haber varios entre los rebeldes- contestó Tremal-Naik.
Yo tenía unos veinte dayakos a mi servicio, y tan pronto como apareció el peregrino se
fueron todos.
-Señor Yáñez- dijo Sambigliong-, esta noche estaré en el ángulo que mira al Sur.
-Tú eres más necesario aquí que allá- respondió el portugués.
¿No has oído que los dayakos se disponen a asaltarnos? Enviaremos a Tangusa con el
piloto. Y ahora, amigos, preparémonos a sostener el segundo ataque, que, probablemente,
será más formidable que el primero, y no olvides que, si entran aquí los dayakos, irán
nuestras cabezas a aumentar sus colecciones.
Ya había llegado la noche: era muy oscura, y no prometía nada de bueno. El negro
nubarrón había invadido todo el cielo, ocultando rápidamente los astros: hacia el Sur
relampagueaba.
Reinaba una calma pesadísima en la llanura y en la floresta. El aire era tan sofocante, que
hacía difícil la respiración; y tan cargada estaba de electricidad la atmósfera, que todos los
hombres del “kampong” experimentaban gran inquietud y malestar.
En los campamentos de los dayakos la oscuridad era absoluta, y tampoco se percibía rumor
alguno por aquel lado. Los “lilas” y el “mirim” hacía ya algunas horas que no disparaban.
Los defensores del “kampong”, así que terminaron de construir los cobertizos para
resguardar las espindargas, se habían tendido en el parapeto de la terraza, escuchando
ansiosamente y con las carabinas al alcance de la mano.
Yáñez, Tremal-Naik y una media docena de tigres, vigilaban desde la compuerta donde se
había emplazado la bombarda que se retiró de la torrecilla. Ambos estaban, algo nerviosos y
preocupados. Aquel silencio de los campamentos de los dayakos ejercía sobre ellos mayor
impresión que un tiroteo de los más violentos.
-Prefiero un ataque furioso a esta calma- dijo Yáñez, que fumaba rabiosamente mordiendo
al propio tiempo la punta del cigarro.
¿Avanzarán arrastrándose como las serpientes.
-Es probable- contestó Tremal-Naik.
No los veremos alzarse hasta que hayan atravesado la llanura y se encuentren reunidos
bajo los espinos.
-Quizás esperen que estalle el huracán para que no sea tan eficaz el fuego de nuestras
carabinas. Cuando aquí llueve, es el diluvio.
-El caucho los calmará y sustituirá a las balas. Todos los recipientes disponibles están al
fuego.
Entretanto se condensaba el huracán. Algunas rachas de viento llegaban ya, doblando las
copas de los árboles espinosos; hacia el Sur, tronaba y relampagueaba. La gran voz de la
tempestad daba la or-den de ataque.
De repente, un atroz relámpago, semejante a una enorme cimitarra, cortó en dos la
enorme nube rebosante de agua; enseguida se oyó un pavoroso fragor. Parecía que allá en la
bóveda celeste se había empeñado un duelo con enormes cañones de marina o de costa y que
carros cargados con planchas o barras de hierro corrían como locos sobre puentes metálicos.
Aquel ruido duró dos o tres minutos con gran acompañamiento de relámpagos; enseguida
se abrieron las cataratas del cielo y una verdadera tromba de agua se volcó sobre la llanura.
Casi en aquel mismo instante se oyó gritar a los centinelas colocados en los ángulos de los
recintos.
-¡A las armas! ¡Aquí está el enemigo.
Yáñez y Tremal-Naik, que se habían recostado bajo el parapeto, se pusieron en pie de un
salto.
-¡A las bombardas!- había gritado con voz tonante el portugués.
A la luz de los relámpagos, luz vivísima porque era un relampagueo continuo, con
incesante acompañamiento de truenos formidables, se veía a los dayakos lanzados a una
carrera desenfrenada atravesar el llano en grupos mayores o menores con sus gigantescos
escudos en alto para protegerse contra los torrentes de agua.
Parecían demonios vomitados por el infierno. La ilusión era completa al verlos al
resplandor rojizo, lívido o violado de los relámpagos.
Las espingardas, previsoramente resguardadas con los cobertizos, habían comenzado a
disparar de un modo violento, segando la copa de los arbustos espinosos antes de que la
metralla cayese sobre la llanura.
También los malayos, los javaneses y los piratas que no estaban al servicio de las bocas de
fuego disparaban como mejor podían, adosados por completo a los parapetos; pero el agua
que caía era tanta que la mayor parte de las veces las carabinas falla-ban.
La tempestad hacía muy difícil la defensa con las armas de fuego, y no había señales de
que comenzara a calmarse. Cierto que no podía durar mucho tiempo: los huracanes que
estallan en aquellas regiones adquieren una intensidad espantosa de la cu-al no podemos
formarnos idea; pero, generalmente, no duran más allá de media hora.
Algunos huracanes se desarrollan y cesan en unos minutos. ¡Pero qué furia la suya en tan
brevísimo tiempo! Parece que se hunde el Universo entero o que lo devora un incendio
inmenso, no obstante el agua que cae del cielo.
La nube negra parecía que se había convertido en una masa de fuego y que todos los
vientos se concretaban sobre la llanura extendiéndose en derredor del kampong de Tremal-
Naik.
Los árboles se retorcían como si fueran simples hierbecillas; los gigantescos “duriones”,
que parecían poder desafiar las más tremendas convulsiones terrestres, caían al suelo
arrancados de cuajo por aquellas ráfagas irresistibles; a los poderosos “pombos” los
despojaba vertiginosamente de sus ramas; las enormes hojas de las palmas y de los plátanos
volaban por el aire cual pájaros monstruosos.
Agua, viento y fuego se mezclaban rivalizando en violencia, mientras allá arriba, en lo alto
de la cúpula llameante, los truenos hacían oír la robusta voz de la tempestad, ahogando por
completo los estampidos de los “mirim” de los “lilas” y de las bombardas. Aun cuando cegados
por los relámpagos y medio asfixiados por los colosales chorros de agua, que les caía encima,
los defensores del “kampong” no se desanimaban y mantenían siempre un fuego vivísimo,
ametrallando a las hordas salvajes que avanzaban mezclando sus gritos con los truenos.
-¡No os paréis; fuego siempre!- gritaban sin cesar Yáñez, Tremal-Naik y Sambigliong, que
estaban bajo el cobertizo que defendía la bombarda de la contrapuerta.
Los dayakos, que no sufrían grandes pérdidas, pues no marchaban en columna, llegaron
pronto a reunirse bajo las plantas espinosas, que se pusieron a cortar como locos con sus
pesados machetes, con objeto de abrirse un paso que les permitiera ir libremente al asalto del
recinto.
Todos sus esfuerzos se dirigieron hacia la compuerta. Era aquel el sitio más sólido del
“kampong” pero también el que ofrecía mayores probabilidades para poder llegar a invadir la
factoría.
Algunos grupos se habían armado de pesados pilotes para servirse de ellos como de arietes
y hundir los pancones del recinto.
Comprendiendo Yáñez y Tremal-Naik que iban a jugar la última carta, hicieron venir
corriendo a to-dos los criados del kampong con los calderos llenos de caucho. Una vez más,
aquel líquido horrible podía rendir mayores servicios que las armas de fuego.
Los dayakos, que cortaban rápidamente los arbustos espinosos, llegaban ya. Un grupo,
después de haber abierto un ancho sendero, desembocó bajo el recinto y asaltó resueltamente
la compuerta, golpeándola de un modo terrible con un tronco de árbol enarbolado por treinta
o cuarenta brazos.
Una lluvia de caucho hirviendo les cayó sobre la cabeza, quemándoles a un tiempo los
cabellos y el cuero cabelludo, y obligándolos a retirarse precipitadamente y a abandonar la
empresa.
No tuvo mejor fortuna otro grupo que intentó sustituir al primero; pero llegaba el grueso
de las fuerzas, que ni la metralla lograba detener. Doscientos o trescientos hombres, furiosos
ante la obstinada resistencia que oponían los asediados, se precipitaron contra el recinto,
apoyando en los parapetos gruesas cañas de bambú para escalar las terrazas. A los gritos de
Yáñez y de Tremal-Naik, todos los hombres del kampong corrieron hacia aquella parte, no
quedando más que unos cuantos artilleros con las bombardas. Habían tirado las carabinas,
que eran casi inútiles con aquel aguacero que no cesaba, y empuñaron los “parangs”, armas
no menos pesadas y cortantes que los “kampilangs” de los dayakos. A pesar de las abundantes
rociadas del líquido infernal, los asaltantes subían intrépidamente con una desesperación
terrible y dando gritos espantosos.
Los primeros que llegaron a los parapetos rodaron instantáneamente al foso, con las
manos cortadas y abierta la cabeza; pero otros sobrevinieron y daban formidables golpes de
“kampilang” para ale-jar a los defensores.
Trepaban como monos por los bambúes, o saltando unos sobre otros formaban pirámides
humanas que ni el caucho hirviente con que los rociaban podían deshacer.
Al sentirse abrasados daban gritos horrorosos; les caía a pedazos la piel humeando, y, sin
embargo, aquellos fanáticos animados por las voces del peregrino, que resonaban desde las
plantas espinosas, resistían con una tenacidad que hizo palidecer a Yáñez, el cual comenzaba
a perder la fe en el triunfo. Los defensores del “kampong” sobre todo los tigres de la Malasia,
no mostraban menos tenacidad ni menos coraje que los asaltantes. Con los “parangs”,
manejados por brazos sólidos, cortaban y mutilaban de un modo horrible a cuantos llegaban a
erguirse sobre los parapetos.
En tanto, gritaban los dayakos.
-¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!- ni más ni menos que los fanáticos musulmanes de la arenosa Arabia, y los
piratas de Yáñez contestaban con no menos entusiasmo.
-¡Viva Mompracem! ¡Plaza de los tigres del Archipiélago.
La sangre corría a torrentes. La empalizada del recinto chorreaba, y las terrazas se ponían
rojas. De una a otra parte combatían con igual furor, mientras que el huracán, rugiendo
siempre, alumbraba con sus relámpagos a los combatientes para que pudieran acometerse
mejor.
La tenacidad y el ardimiento de los dayakos no obtenían gran resultado. Por tres veces los
guerreros del peregrino, desafiándolo todo; el fuego de las bombardas que los tomaba de
costado y los diezmaba, las rociadas de caucho ardiendo, y los “parangs” que los mutilaban,
intentaron el asalto, logrando ponerse a horcajadas en los parapetos, y las tres veces se
vieron obligados a dejarse caer en los fosos, ya llenos de muertos y de heridos.
-¡Todavía otro esfuerzo!- gritó Yáñez, que veía vacilar a los asaltantes.
¡Un esfuerzo más, y dare-mos cuenta de estos testarudos.
Las espingardas redoblaban sus descargas, y los malayos y los javaneses, que tuvieron un
momento de descanso, volvieron a cortar carne viva mientras que los criados volcaban los
últimos recipientes de caucho.
El ataque ya no era tan enérgico. Los dayakos asaltaron por cuarta vez, pero sin el empuje
y el fanatismo de antes.
El terror comenzaba a apoderarse de ellos. Ni siquiera invocaban a Alá.
Sin embargo, su último esfuerzo no fue menos peligroso que los anteriores. Todavía eran
muchos, mientras que la guarnición había disminuido bastante, expuesta como estaba al
fuego de alumnos tiradores ocultos bajo los arbustos.
Además, comenzaba a dejarse sentir el cansancio. Las anchas hojas de acero pesaban en
las ma-nos de los malayos y de los javaneses y hasta en las de los tigres de Mompracem.
Los cortacabezas volvieron a trepar, en tanto que en el foso, sus compañeros, haciendo un
supremo esfuerzo, intentaban abrir una brecha en la contrapuerta golpeando los pancones
con un tronco. ¡Ay, si los defensores pierden ánimo! ¡Todo concluiría para ellos, incluso para
la graciosa Damna.
Yáñez, con la bombarda vuelta de modo que barriera el parapeto, gritó a sus hombres, a
punto de lanzarse sobre los asaltantes que se disponían a sal-tar a la terraza.
-¡Atrás por un momento.
Salió el tiro, y la metralla barrió desde un ángulo al otro del recinto todo el parapeto,
matando e hiriendo a cuantos enemigos se encontraban allí.
Al mismo tiempo los criados volcaban todos los recipientes que aun quedaban llenos, sobre
los que golpeaban la contrapuerta.
Apenas se había disipado el humo, cuando un soberbio tigre cayó sobre el parapeto,
lanzando un bramido feroz, y revolviéndose contra un dayako que milagrosamente había
quedado en pie, le clavó los dientes en el cráneo.
Al ver al terrible carnívoro, que los incesantes relámpagos hacían destacarse como si fuera
pleno día, un terror invencible invadió a los asaltantes.
Si también las fieras del bosque corrían en ayuda del hombre blanco y del indio, era que
aquellos hombres tenían mayor poder que el peregrino de la Meca.
A los pocos instantes la retirada se convirtió en fuga precipitada, desordenada. Los
salvajes arrojaron sus escudos y sus “kampilangs” para correr más libremente.
Ninguno obedecía a los jefes ni a los gritos del peregrino, que en vano se deshacía
gritando.
-¡Adelante por Alá! ¡Mahoma os protege.
Después de todo, no eran tan imbéciles que olvidasen que ni Alá ni el Profeta los habían
protegido en nada.
Mientras que huían los dayakos, perseguidos por la metralla de las bombardas, un hombre
se había lanzado sobre la terraza, dirigiéndose rápidamente hacia Yáñez y Tremal-Naik.
Era un hermoso tipo indio, de cerca de cuarenta años, no tan alto como Tremal-Naik, pero
en cam-bio más membrudo: su piel bronceada tenía ciertos reflejos cobrizos, destacándose
netamente sobre su traje blanco; sus ojos eran muy negros y de mirada enérgica, y sus
facciones de finas líneas eran a un tiempo arrogantes y dulces.
Yáñez, al verlo, había gritado lleno de alegría.
-¡Kammamuri.
-¡Mi valiente maharatto!- exclamó a su vez Tre-mal-Naik.
-Llego demasiado tarde- contestó el indio.
¿Verdad, patrón.
-¡A tiempo para ver los talones a los dayakos!-contestó Tremal-Naik.
-¿Acabas de saltar en este momento?- preguntó el portugués.
-Sí, señor Yáñez; y ha sido un verdadero milagro que no me hayan matado vuestros
hombres. Trepaba por la cuerda en el mismo instante en que hacían una descarga de
metralla.
-¿Has estado en Mompracem.
-Sí, señor Yáñez.
-Entonces, habrás visto al Tigre de la Malasia.
Hace siete días hoy que lo dejé.
-¿Has venido solo.
-Solo, señor Yáñe.
-¿No has traído refuerzo alguno.
-No.
-Vete a descansar y a reponer tus fuerzas, porque debes estar casi muerto por las
privaciones. Dentro de poco tiempo iremos a reunirnos contigo- dijo Tremal-Naik.
Yáñez, tiremos los últimos tiros a los fugitivos, y tú, Darma- gritó volviéndose hacia el tigre-
deja a ese hombre y vete a la cocina.
FIN