Alba Rico-El Regreso de La Peste

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad No 296,

noviembre-diciembre de 2021, ISSN: 0251-3552, <www.nuso.org>.

El regreso de la Peste
Pansindemia y normalidad

Santiago Alba Rico

La pandemia se inscribe en un horizonte de normalidad que ya había


transitado por cinco novedades históricas: descorporización, globa-
lización, desdemocratización, precolapso ecológico y confinamiento
tecnológico. Pero mientras que otras «plagas», como las guerras, nos
resultan familiares –e inclusive alimentan la creatividad y la épica–, el
covid-19 es mucho menos familiar, y ya no recordamos las viejas pes-
tes, mientras que la imposibilidad de construir un relato común nos
deja políticamente inermes.

Todo lo irracional es normal

Formulemos un presupuesto de partida: al contrario de lo que pre-


tendía la metafísica de Hegel, no todo lo real es racional ni todo lo
racional es real. Esto, en cualquier caso, no representa un problema.
Lo que sí es un problema es el hecho de que, por inercias radicalmente
antropológicas, antes de toda manipulación y de toda intervención po-
lítica, lo real comparece siempre ante nuestros ojos como normal. Por
«real» entiendo aquí «lo que ocurre», «lo que acaece», «lo que aparece
en el mundo». Todo lo que ocurre –incluso lo que juzgamos irracio-
nal– es normal, se inscribe desde el principio –o casi– en lo que Walter

Santiago Alba Rico: es escritor y ensayista. En la década de 1980 fue guionista del mítico
programa de televisión La bola de cristal y ha publicado más de 20 libros sobre política,
filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro. Ha colaborado
y colabora con distintos medios de comunicación (Público, Cuarto Poder, ctxt, Ara, Eldia-
rio.es y El País, entre otros). Su último libro es España (Lengua de Trapo, Madrid, 2021).
Palabras claves: capitalismo, covid-19, desdemocratización, normalidad, pansindemia.
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Benjamin llamaba «aura de la costumbre». Es normal que un avión vuele y


normal también que tenga un accidente; es normal la democracia y normal
el golpe de Estado; es normal que el agua salga del grifo y normal tener que
ir a buscarla con un cubo a diez kilómetros de casa.
La implacable La implacable normalidad de los acontecimientos tie-
normalidad de los ne tres efectos políticamente inquietantes. El primero
acontecimientos es que la actividad de pensar, por muy humana que se
nos antoje, constituye una excepción antropológica:
tiene tres efectos lo normal no invita a ser pensado y, por lo tanto, vivir
políticamente y pensar son dos dimensiones paralelas que raramen-
inquietantes te se cruzan. En este sentido, digamos de pasada, la
dificultad de Adolf Eichmann para «pensar», fuente
de su rutinaria criminalidad, según la caracterización de Hannah Arendt,
se debía a que el régimen nazi y el exterminio de judíos le parecían, precisa-
mente, «normales».
De esta primera consecuencia se deriva otra muy evidente, y es que ni
defendemos la normalidad ni nos defendemos de ella, por lo que lo normal
es que las clases medias –que son las clases que proporcionan la media antro-
pológica de nuestras sociedades– no defiendan, por ejemplo, la democracia
mientras se mantiene en pie, ni se defiendan de la dictadura cuando esta la
echa por tierra. No se está en el mundo, no importa qué forma tenga ni cuán
hostil o favorable se nos presente, por una decisión, sino «por costumbre».
En cuanto a la tercera consecuencia, en fin, tiene que ver con la dificul-
tad para imaginar un destino común en términos de Humanidad, algo que
siempre fue difícil, pero que en el actual «realismo capitalista» (Mark Fisher)
se parece ya a una clausura de la imaginación; más allá de nuestra casa, nues-
tra familia, nuestra tierra, está Twitter, pero no el «género humano», instan-
cia abstracta que no podemos sentir amenazada. Lo normal, por tanto, es no
pensar, no defenderse y no imaginar; en condiciones capitalistas la normali-
dad se vuelve, por añadidura, no solo más normal que nunca, sino asimismo
más peligrosa e interactiva. En condiciones capitalistas, no se puede ya «ser
normal» –digamos– sin contribuir más o menos a derretir el Ártico.
Esta implacable normalidad de los acontecimientos humanos explica en
parte la rápida normalización en nuestras vidas de la pandemia de covid-19
y de las medidas tomadas contra ella (mascarilla, distancia de seguridad,
confinamiento, etc.). Al mismo tiempo y paradójicamente, el hecho de que
se haya producido en un marco neoliberal global ha determinado ese rea-
lísimo efecto sorpresa que sacudió por un momento la gelatina de nuestra
cotidianidad. Cuando hablo de «nuestra» me refiero a esa «clase media glo-
bal» que comparte un imaginario cultural, tecnológico y mercantil. Lo que
quiero decir es que la pandemia, al derribar o al menos debilitar ese marco,
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ha debilitado también la normalidad, inscribiendo sus amenazas, por pri-


mera vez, en «el aura de la novedad», que es siempre la del descubrimiento
traumático de lo realmente real.
Antes de normalizar la pandemia y las medidas tomadas contra ella, por
un minuto –por un segundo– quedamos desprotegidos y sentimos la ten-
tación de pensar, defendernos e imaginar otro mundo. La normalidad ca-
pitalista, como veremos, no contemplaba, ni estructural ni subjetivamente,
este tipo de amenazas. No contemplaba –más radicalmente– la posibilidad
de que el «eslabón débil» de la cadena fuera el cuerpo mismo. El segundo
presupuesto de partida, indisociable del primero, es el siguiente: así como el
trueno de la tormenta en medio de la noche nos recuerda la antigüedad del
mundo, la pandemia nos recuerda la antigüedad de las sociedades humanas.
Pero nos la recuerda en condiciones nuevas. Así que se impone una pregun-
ta: ¿qué hay de antiguo y qué hay de nuevo en esta situación?

¿Qué hay de antiguo?

Si algo nos ha sorprendido de la pandemia es precisamente el retorno de


esa «cosa» tan antigua que, como la historia misma, creíamos haber dejado
atrás: la Peste. Desde el Neolítico, con la generalización de la guerra y la
domesticación animal, las sociedades humanas han sido regularmente vol-
teadas por epidemias infecciosas, resultado y umbral de transformaciones
epocales. Pensemos en las más conocidas: la de Atenas durante la Guerra
del Peloponeso; la que azotó, en el siglo v, el imperio de Justiniano; la Peste
Negra que en torno de 1300 mató a 80% de la población europea; la de
Milán en 1630 y la de Londres en 1665; la llamada gripe española que acabó
con la vida de 50 millones de personas en todo el mundo tras la Primera
Guerra Mundial; o pensemos, según el elocuente título de la obra de Jared
Diamond (Armas, gérmenes y acero, 1997) en la devastación que los castella-
nos llevaron a América en forma de bacterias y virus desconocidos para los
indígenas. Así que, con la pandemia de covid-19, retorna la historia misma
y con ella, ciertos atavismos defensivos reveladores de una continuidad his-
tórica y social que también habíamos olvidado.
¿Qué hay de antiguo? En primer lugar, la comparecencia del cuerpo
como amenaza; es decir, esta idea terrible de que nuestros cuerpos y los de
los otros son peligrosos en sí mismos, que se dan y reciben la muerte –o al
menos el dolor y el mal– mediante los gestos más sencillos. En definitiva, la
experiencia empírica del contagio, que inscribe la desconfianza en el hecho
elemental de la existencia; y que es, por lo tanto, el contrapunto de ese rasgo
de confianza elemental que, a través también del cuerpo, reproduce la vida
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misma: la maternidad. Resulta interesante señalar que esta experiencia del


cuerpo como amenaza (la idea negativa del «contagio», que deja de ser sim-
ple «contacto», según su raíz etimológica, para devenir «contacto mortal»)
señala uno de esos rarísimos casos en que las creencias populares, en el cam-
po nosológico, han sido más sabias y atinadas que las tesis de la medicina.
Los atenienses, durante la famosa peste de Atenas de 430 a.C., descrita por
Tucídides y Lucrecio, ya intuían que los cuerpos eran vectores de difusión de
la enfermedad. Sin embargo, Hipócrates hablaba de «miasmas» y Lucrecio
del «aire» como causa de la infección.
Mientras intuitivamente se tomaban medidas muy parecidas a las de
hoy, la medicina siguió ignorando el concepto de contagio o menosprecian-
do su valor, y ello hasta mediados del siglo xvi, cuando Girolamo Fracastoro
escribió su libro Del contagio, oponiéndose a la tradición científica de su épo-
ca, que siguió en todo caso vigente mucho tiempo más. En 1665, durante la
peste de Londres, aún estaba en discusión. Todos improvisaban medidas, a
veces muy crueles, como si la peste fuera contagiosa, pero los médicos insis-
tían en atribuir la difusión del mal al «ambiente». Solo entre 1782 y 1880 se
estableció definitivamente la teoría de los gérmenes. A partir de ese momento,
frente a las epidemias, un inédito enlace nupcial entre Estado y ciencia impuso
la práctica del llamado «cordón sanitario», trasladado luego, de manera peli-
grosa, a la vida política para definir espacios de exterioridad antagónica con los
que, como con los virus, no se puede dialogar ni negociar.
Muy antigua es también la búsqueda de chivos expiatorios como forma
de racionalizar la amenaza del contagio. Frente a la insoportable idea de la
contingencia, los humanos hemos preferido siempre la «mala voluntad», que
tiene la ventaja de introducir un orden o un plan
Muy antigua es en el despliegue de la adversidad y de reconocer
también la búsqueda nuestra existencia individual como algo más que
de chivos expiatorios un alboroto de átomos: como objeto concreto de
–dirá un personaje de Benito Pérez Galdós con
como forma de
ocasión de la epidemia de cólera de 1834– un
racionalizar la amenaza «mal querer». No olvidemos, en todo caso, que
del contagio originalmente «epidémico» se utilizaba para refe-
rirse a aquel que residía en un lugar del que no era
nativo; «epidémico» era, en efecto, el cuerpo extranjero, lo que quizás expli-
ca que el furor popular atribuyera a menudo estos «malos quereres» a la pre-
sencia de un extraño o forastero, o de quienes, como los judíos, eran tratados
como tales. Todas las calamidades, en fin, reclaman un «farmacós» –causa y
remedio– en el que localizar la fuente del mal y cuya eliminación garantiza
la salvación. Cada sociedad, en cada época y territorio, ha buscado uno a la
medida de sus conflictos propios. En Atenas se eligió a los espartanos, que
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habrían envenenado el agua; en 1347, por supuesto, a los judíos; en 1834 se


señaló en Madrid a los frailes, pero en Filipinas a los ingleses y en Francia a
la policía. Las historias locales explican la orientación de la cólera popular y
del sacrificio reparador. En todos los casos, los pobres y los campesinos, ex-
tramuros de la ciudad, aparecen, si no como responsables primeros, sí como
vehículos privilegiados de contagio. En estas crisis, las mujeres, al contrario,
parecen rehabilitarse momentáneamente como sanadoras, de manera que
se acude en busca de salvación a la «bruja», a quien en tiempos normales se
perseguía. Salvo en España, donde la derecha acusó a las feministas de haber
propagado el covid-19 durante la celebración del 8 de marzo de 2020.
Muy antigua también es, por fin, la esperanza de que la crisis sirva para
la regeneración individual y social: es la pandemia como kairos u oportuni-
dad en orden a una transformación radical del universo, a una renormaliza-
ción, en otro raíl, de la experiencia común. Fijémonos, por ejemplo, en esta
reflexión de Daniel Defoe, a finales del siglo xvii, en su famoso Diario del
año de la peste:

los hombres, si supiesen que su muerte está cerca, rápidamente se recon-


ciliarían. Es nuestra seguridad en la vida lo que nos induce a rechazar
lejos de nosotros tales cosas, y a ella hay que atribuir las disensiones, los
rencores obstinados, los prejuicios, la falta de caridad y la falta de unión
cristiana. Otro año más de peste pondría fin a todos los desacuerdos. La
visión de una muerte próxima, o de un mal que lleva en sí la amenaza
de muerte, libraría a nuestro humor de los malos gérmenes, borraría las
animosidades que existen entre nosotros y nos llevaría a ver las cosas con
otros ojos.

Si no somos solidarios ni empáticos, si reñimos y guerreamos es, pues,


porque nos sentimos protegidos de todo mal; y es el descubrimiento repentino
de la fragilidad lo que nos revela la humanidad común y renueva nuestros
vínculos con el otro; y ello hasta el punto de que –se nos ocurre– bastaría
que la peste prolongase sus hachazos un año más para que una nueva socie-
dad, más justa y caritativa, surgiese de sus cenizas. Como sabemos, estas tres
«antigüedades» han estado presentes en la pandemia de covid-19: retornó el
contagio a una sociedad –como veremos– dominada por la comunicación,
que es su contrario; se buscaron chivos expiatorios acordes con la época,
unos más clásicos –así los chinos o los inmigrantes, ese exterior que antaño
representaban los campesinos– y otros más estructurales, relacionados con
el poder de estructuras abstractas difíciles de asir y, por eso mismo, muy
amenazadoras; y se activó, asociada a la epifanía de la Muerte y la Fragilidad,
una esperanza casi religiosa en una alternativa cultural, si no económica, al
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neoliberalismo y su erosión de los vínculos antropológicos. En algunos paí-


ses occidentales –como los de la Unión Europea o los Estados Unidos de
Joe Biden– se tomaron algunas medidas orientadas a proteger a las clases
medias, pero los límites de esta esperanza se revelaron del modo más áspero
y realista en la negativa de las grandes potencias a liberar las patentes de las
vacunas o sencillamente a desarrollar sus propias vacunas. La pandemia
obligaba a remiendos muchas veces electoralistas, pero ofrecía más que nada
un nuevo kairos empresarial, sobre todo a los Big Pharma.

La pansindemia

Estas antigüedades, sin embargo, refractaban en unas condiciones históri-


cas completamente nuevas, en nada parecidas a las de la gripe española de
1918. La pandemia, en efecto, se inscribía en un horizonte de normalidad
presidido por cinco novedades históricas: descorporización, globalización,
desdemocratización, precolapso ecológico y confinamiento tecnológico.
Diremos algo brevemente de todas ellas, no sin antes recordar que to-
das estas novedades, reunidas a modo de gavilla o enjambre inextricable,
permiten describir la crisis sanitaria en un marco más amplio y, si se quie-
re, holístico: lo que Richard Horton, siguiendo a Merryll Singer, llamó en
octubre de 2020, en un artículo publicado en The Lancet, «sindemia», para
describir no el fenómeno estrictamente médico de la comorbilidad, sino el
entrelazamiento propio de esta civilización –desigualdad económica, dis-
criminación cultural, explotación industrial de la naturaleza, concentración
urbana– en el que había cobrado vida el virus y que aseguraba su difusión,
al mismo tiempo que las condiciones sociales de su nacimiento e incidencia.
El médico y epidemiólogo italiano Ernesto Burgio se atreve a ir más allá
para calificar la crisis actual de «pansindemia», la primera de la historia, de
la que no se podrá salir, obviamente, mediante soluciones médicas mila-
grosas y puntuales (como las vacunas). Contra las ilusiones de una ciencia
mercantilizada que habría generado la certeza de terapias personalizadas
infalibles, Burgio recupera los conceptos de biocenosis y patocenosis para
recordar que, del mismo modo que la naturaleza se reproduce en equilibrio
dinámico, también existe un equilibrio en el ámbito biomédico entre las
diversas enfermedades, de manera –digamos– que no se puede eliminar una
sin introducir otra o sin que, alterado el equilibrio, se abra una nueva bre-
cha nosológica en nuestra relación con la naturaleza. O por decirlo de otra
manera: no se puede superar un límite natural sin encoger las perspectivas
de supervivencia de la especie; no se puede mejorar la vida cotidiana sin em-
peorar las condiciones antropológicas de la humanidad; no se puede alargar
tema central | El regreso de la Peste. Pansindemia y normalidad 125

© Nueva Sociedad / Alejandro Magallanes 2021


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la vida sin quitarle dignidad. Hace cuatro décadas, el teólogo y sociólogo


Iván Illich forjó el concepto de iatrogenia para referirse a las enfermedades
producidas por la institución médica o, mejor dicho, por el proceso crecien-
te de medicalización de nuestras sociedades. No se trata de decir que es la
medicina, cuyos progresos son indudables, la que produce las enfermedades
–como en la denuncia hilarante de Molière–, sino de recordar que una medi-
cina ancilar del capitalismo no solo seleccionará interesadamente sus campos
de investigación, sino que contribuirá a opacar el lecho pansindémico en el
que se ve obligada a intervenir, generando de paso la ilusión de que una pas-
tilla o una vacuna permiten dejar atrás todas las crisis, subjetivas o colectivas.
Como bien aclara Horton al final del mencionado artículo de The Lancet:

La crisis económica que avanza hacia nosotros no se resolverá con un


fármaco ni con una vacuna. Se necesita nada menos que un avivamiento
nacional. Acercarse al covid-19 como una sindemia invitará a una visión
más amplia, que abarque la educación, el empleo, la vivienda, la alimen-
tación y el medio ambiente. Ver el covid-19 solo como una pandemia
excluye un prospecto tan amplio pero necesario.

¿Qué hay de nuevo?

Si aceptamos, pues, que la difusión del covid-19 constituye una sindemia y,


aún más, una pansindemia, es necesario analizar la normalidad compleja en
la que surgió; es decir, todas esas «novedades» que constituían la normali-
dad de nuestra vida antes de la pandemia. Esto obliga, de entrada, a tratar
la emergencia y difusión del virus como un problema económico, sí, pero
también como un problema de «civilización», y ello a partir de dos consta-
taciones: la fragilidad común dentro de un sistema que nos había prometido
la inmortalidad individual y la dificultad para resolver la contradicción mo-
vimiento/inmovilidad. En un libro de 1995, Las reglas del caos, me ocupaba
yo de la oposición contagio/comunicación en el marco de una sociedad –la
capitalista consumista– que caracterizaba entonces como de «cuarentena es-
tructural», asociando este rubro a la ilusoria emancipación del cuerpo que
ha acompañado la sustitución del valor de uso por el valor de cambio y que
se ha reflejado en técnicas higiénicas, deportivas, publicitarias, quirúrgicas,
orientadas todas ellas a separar, si se quiere, los cuerpos de la vida; o los cuer-
pos de la propiocepción.
El verdadero problema de cualquier poder hegemónico ha sido siempre
el de decidir quién se mueve y quién no; la decisión, pues, sobre la movilidad
de los cuerpos. Ahora bien, esta decisión implica, más allá, la de decidir
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quién tiene cuerpo y quién no, pues el que se mueve –y tanto más cuanto
más aumenta la velocidad– parece tener menos cuerpo que el que no se
mueve. Toda condena a prisión es una condena a estar aprisionado en el
propio cuerpo. El capitalismo, en definitiva, ha tenido que resolver el dilema
movilidad/inmovilidad en un marco de dependencia respecto de algunos
cuerpos cuya importancia nuclear había que negar y de otros cuya descor-
porización era la condición misma de la obtención de beneficios. Quiero de-
cir que el capitalismo es un sistema que exige desde
sus entrañas movilidad, velocidad y aumento de los El capitalismo
intercambios, distribución universal de mercancías, es un sistema que
globalización y financiarización de la economía. Al exige desde sus
mismo tiempo, es un sistema que se basa, material
y subjetivamente, en el concepto de seguridad. Esta
entrañas movilidad,
paradoja el capitalismo la ha resuelto médica y tec- velocidad y
nológicamente. Ha ido sustituyendo el «contagio» – aumento de los
el con-tacto– por la comunicación –el comparto de intercambios
información– en un orden de cuarentena estructural
en el que las mercancías circulan sin usarse y los cuerpos se cruzan sin to-
carse. Esta solución, obviamente, sanciona y reproduce una desigualdad de
partida. Bajo el capitalismo altamente tecnologizado y consumista, quienes
se mueven y, por tanto, carecen de cuerpo son los turistas, los consumido-
res, los usuarios de las redes y, ahora, los trabajadores telemáticos; los que no
se mueven y, en consecuencia, están atrapados en su cuerpo son los muertos,
los ancianos, los enfermos, los migrantes, los refugiados y, por supuesto, los
terroristas, con su sempiterna bomba atada al pecho. Frente a la inmovilidad
sagrada del mikado japonés, hierático en su trono, cuyo cuerpo enfático se
reverenciaba, en las sociedades capitalistas el cuerpo solo puede aparecer
como negativo y amenazador, despreciado y peligroso: obstáculo para la
velocidad y para la salud. Mientras la cuarentena estructural funcionaba,
las urbes occidentales vivían con placer su ausencia de cuerpo recurriendo a
vallas, muros y celdas donde encerraban los cuerpos fuera de su vista. Ahora
bien, la explosión –pues así se vivió, pese a las mil advertencias previas– de
la pandemia nos reinstaló brutalmente a todos en el cuerpo, en este cuer-
po extranjero y negativo, concebido como amenaza amenazada: amenaza
para los otros y para el capitalismo, el cual depende de ellos, y amenazado
por los otros y por el capitalismo, que pretende negar de nuevo su presen-
cia o, al menos, hacer una nueva selección.
Esta nueva selección –quién tiene cuerpo y quién no– tiene que ver aho-
ra con la tecnología, a través de la cual –a la espera del colapso– se refuerzan
las desigualdades: durante la pandemia, quienes trabajaban con sus cuerpos
estaban literalmente expuestos a morir, mientras que quienes trabajaban
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telemáticamente tenían muchas más posibilidades de conservar la vida. Sea


como fuere, la pandemia llega ya a un mundo, como digo, de cuarente-
na estructural, en el que las nuevas tecnologías habían resuelto el dilema
movilidad/inmovilidad a través del confinamiento tecnológico. Antes de
ser confinados en casa por la pandemia, estábamos confinados ya en nues-
tras tablets, nuestros iphones y nuestras redes: nuestros cuerpos podían coger
el metro, barrer la oficina o reunirse en el bar –e incluso
La «proletarización viajar a Australia– mientras permanecían inmóviles en sus
del ocio» se pantallas. Este confinamiento tecnológico, agravado du-
ha extendido rante la pandemia, no tiene vuelta atrás; o no la tiene en
los planes de los gestores chapuceros del capitalismo, que
tanto como la siguen pensando en un retorno a la normalidad con algu-
«telematización nos parches económicos, médicos y tecnológicos. Durante
del trabajo» la pandemia, la «proletarización del ocio» de la que hablaba
Bernard Stiegler se ha extendido tanto como la «telemati-
zación del trabajo». Los cuerpos, tras su fulgurante y prometedora reaparición,
han quedado de nuevo reprimidos o, más radicalmente, forcluidos.
Inseparable de esta forclusión mercantil y tecnológica de los cuerpos, el
mundo de antes de la pandemia vivía en una situación de precolapso ecoló-
gico como consecuencia, entre otros factores, de la presión industrial sobre la
naturaleza, inseparable a su vez de la emergencia de nuevos virus. Como bien
explica Rob Wallace en su ya clásico Grandes granjas, grandes gripes (2016),
el capitalismo ha convertido la naturaleza misma en un laboratorio, de ma-
nera que, más allá de teorías de la conspiración, puede decirse que, de algún
modo, el covid-19 ha sido fabricado por el ser humano, pero dentro de los
cuerpos de las gallinas y los cerdos. Ninguna vacuna aplicada a los humanos
puede resolver este problema.
El mundo anterior al covid-19, en fin, era un mundo caracterizado por
la desdemocratización. Digo desdemocratización porque los regímenes au-
toritarios son tan antiguos como el hierro y el trigo. Lo que sí era nuevo era
la precaria y desigual democratización del planeta, cuya normalidad, como
hecho o como aspiración, aceptaron las clases medias globales entre 1945
y 2011. Como sabemos, hemos asistido a distintos modelos de gestión de
la pandemia –el biopolítico chino, el neoliberal de Donald Trump o Jair
Bolsonaro, el socialdemócrata de la ue–, pero en un contexto global de clara
radicalización social negativa; es decir, de desconfianza creciente en las ins-
tituciones y de desplazamiento del voto conservador hacia la ultraderecha.
La crisis de la pandemia y las medidas tomadas contra ella han hecho acep-
tables, por un lado, recortes de derechos civiles en nombre de la salud; por
otro lado, han agravado el desprestigio institucional, frente al cual las alter-
nativas rebeldes han adoptado formas inesperadas: desde el negacionismo y
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el movimiento antivacunas hasta el terraplanismo, esta paradójica rebeldía


antisistema no se puede despachar con desprecio o como un simple refugio
oportunista del neofascismo. Más allá de un análisis sociológico que la lon-
gitud de este artículo no permite, es indudable que la democracia no sale re-
forzada de la pandemia y sí, en cambio, expresiones de rebelión colindantes
con el empirismo protofascista y la superstición conspiracionista, a las que,
de algún modo, da la razón la gestión institucional –médica, política y eco-
nómica– de la crisis. De cómo se combinan políticamente en la pansindemia
todos estos factores da buena medida, por ejemplo, el asalto el pasado 10 de
octubre a la Confederación General Italiana del Trabajo (cgil, por sus siglas
en italiano) por parte de neonazis que participaban en Roma en una mani-
festación ideológicamente transversal contra el pasaporte sanitario impuesto
por las autoridades a los trabajadores italianos.

Gestión de la pansindemia

Hace unos meses, acababa un artículo sobre la investigación y distribución


de las vacunas (un invento objetivamente beneficioso) recordando que si el
capitalismo es una pansindemia va a seguir produciendo sin parar virus y
pandemias; y va a seguir produciendo, también sin parar, vacunas y medi-
camentos. Pero una pansindemia no se soluciona suministrando pastillas a
sus responsables y sus víctimas. La diferencia entre una crisis y un colapso
–como se refleja, por ejemplo, en la Biblia– es que el colapso se presenta en
forma de «plagas» encadenadas; la nosocenosis y la iatrogenia aceleran los
desajustes en un circuito cerrado: en estos dos últimos años hemos visto, en
lo anecdótico, cómo un solo barco, el Ever Given, obstruía el canal de Suez y
paralizaba el comercio mundial, recordándonos –como la pandemia– nues-
tro anclaje terrestre o, si se quiere, nuestra dependencia del espacio; y asisti-
mos ahora, en un tono más trágico, a una crisis energética sin precedentes,
con escasez de petróleo, de gas, de plásticos, de los llamados «minerales
raros» de los que dependen los microchips o semiconductores en los que se
sostiene la economía mundial. El covid-19 es solo un síntoma de una pan-
sindemia a la que le estallan de pronto todas las costuras.
Ahora bien, el problema es justamente que el colapso llega a un mundo sin
«exterior»: si la humanidad puede ser destruida y el individuo entero, con su
tiempo de ocio, ha sido interiorizado en el sistema, no hay «afuera» al que
huir. Nos encontramos –lo he dicho otras veces– ante una crisis histórica sin
precedentes, caracterizada por la imposibilidad de los bárbaros, que tantas
veces han asegurado la renovación trágica del mundo. Nuestros bárbaros
son hoy las pandemias, las catástrofes climáticas, los accidentes, que ni son
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ni tienen «sujeto». Estas «plagas» de apariencia autónoma hacen muy di-


fícil localizar un responsable, lo que facilita las teorías de la conspiración,
que sirven de manera lenitiva para convertir en relato comprensible una
estructura inasible. Y hacen muy difícil construir un sujeto de intervención
política, es decir, un relato de combate colectivo. La pansindemia no es una
guerra. Estábamos familiarizados con las guerras; y las guerras permitían
la intervención, incluso la épica. La pansindemia es mucho menos familiar
que una guerra y no permite ningún tipo de intervención activa, individual
o común, en el nivel de la ciudadanía. Esta imposibilidad de construir un
relato común, ni siquiera parcial, nos deja completamente inermes en tér-
minos políticos.
Así que gestionar un horizonte de epidemias y catástrofes climáticas –de
«plagas» bíblicas– va a ser mucho más complicado que gestionar un ho-
rizonte de terrorismo planetario, aunque la epidemia y la catástrofe están
reemplazando al terrorismo (igual que el islamismo sustituyó al comunis-
mo) como pretexto e instrumento de gobernanza iliberal. Ese es el mundo
que nos espera, salvo que la imaginación de una naturaleza sin humani-
dad lleve al convencimiento de que la normalidad es la víspera del colapso,
un horizonte no lejano que –excepto a los cuatro libertarios megalómanos
que están convencidos de poder huir a Marte– no conviene tampoco a
nuestras clases dirigentes. Que, en todo caso, siguen empeñadas en par-
chear la normalidad.

Septiembre de 2021
Li­ma
No 263
ACTUALIDAD: La vacancia en el orden del día, Pilar Arroyo. REFLEXIÓN: La promesa
republicana. Una meditación sobre nuestro Bicentenario, Gonzalo Gamio Gehri. Desafíos
del bicentenario. Una relectura desde la teología de la liberación, Marco Antonio Prieto
Caso. ¿Qué ves? (Jer 1,11). Una mirada profética de la realidad, Mila Díaz Solano, OP.
Para que tengamos vida plena, Carlos Flores Lizana. Re-vestir vidas des-nudadas.
Biopolítica desde la opción preferencial por los pobres, Glafira Jiménez París. El efecto
Pigmalión o el buen samaritano de la educación, Jorge de Juan Fernández y Carlos
González de la Mota Bianchi. La «Prisión Permanente Revisable» desde la bioética y la ética
de la compasión, José Ramón Pascual García. ENTREVISTA: José Ignacio González Faus:
más calidad que cantidad, la Iglesia en el cambio de época. Entrevista de Aníbal Pastor.
INFORME: Recrudece el hambre en el mundo y en el Perú, Carmen Lora. DOCUMENTOS:
V Jornada Mundial de los pobres. Mensaje del papa Francisco. Con paso firme, hagamos
grande nuestro Perú. Mensaje de los Obispos del Perú. El asesinato del presidente de Haití.
Espejo del caos político y socioeconómico de una sociedad, Los jesuitas de Haití. Sostener la
esperanza, Mensaje de la Conferencia de religiosas y religiosos de Cuba.

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