Resumen Del Cuento

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 2

I

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos, desde la valla, al fondo de la plaza,
aparecer un jinete sobre un caballo de buen aspecto, con un pañuelo al cuello que flotaba en el aire. viento., un
sampedrano de sedoso pelo negro., y una alforja llena, que espoleaba en dirección a la casa. Lo reconocimos. Fue el
hermano mayor quien, años seguidos, volvió.
Todos nos reímos
- ¡Estás bajo el ricino! ...
El árbol había crecido y se balanceaba armoniosamente con la brisa del mar. Mi hermano lo tocó, limpió con cariño
las hojas que rozaban su rostro y luego regresamos al comedor. Sobre la mesa estaba la bolsa rebosante; Sacó, uno
por uno, los artículos que había traído y se los entregó a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Adónde había
viajado! Quesos frescos y blancos, envueltos a la cintura con paja de cebada

II

Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos
a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y
entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano,
y entre ellas, escabullíanse los conejos. Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapó se del
corral el Pelado, un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete aros, flacos y golosos.

Pero el Pelado a más de eso era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y los otros
comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias
piezas de nuestra limitada vajilla. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había
llegado el Carmelo todos miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la
aristocracia de la afición y de la sangre fina. - ¿Cómo no matan -decía en su defensa del gallo- a los patos que no
hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo
sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte?

El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño, y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota
blanca, súbanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del
buche para darlo a sus polluelos.

III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del
Castillo que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar una plazuela, donde quemaban a Judas el Domingo de
Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. En el fondo del
desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únanse en pequeños grupos, tal como lo hacen los
peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres. Siguiendo el camino, divisase en la costa, en la borrosa y
vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre
la rumorosa orilla y el estéril desierto. En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántense las casuchas de frágil
caria y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan.
Limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme a la puerta el bote pescador, con sus
velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yace con su muda y
simbólica majestad el timón grácil, la cabeza que «achica» el agua mar afuera y las sogas retorcidas como
serpientes que duermen.
Junto al bote duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo embriagado por la brisa caliente y por la tibia
emanación de la arena, su dulce suelo de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas en cuyos
duros pies de redondos dedos, piérdanse, como escamas, las diminutas uñas, la cara tostada por el aire y el sol, la
boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente,
con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo. Por las calles no transitan al medio
día las personas y nada turba la paz en aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de
sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo, las gentes de San Andrés. Los domingos, al clarear el alba,
iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios.

IV

La cola formó un arco de plumas iridiscentes y su cuerpo color caramelo se transformó en un pecho duro y audaz.
Una tarde, después del almuerzo, mi padre nos dio la noticia. Aceptó una apuesta en el juego de tap de San Andrés
del 28 de julio. Le dijeron que Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de pura sangre.
Mi padre se enojó. Durante el mes, Carmelo se topó con Ajiseco, otro aficionado, un famoso gallo ganador como el
nuestro, en muchas batallas únicas. Carmelo irá a la pelea y peleará a muerte, cuerpo a cuerpo, con el gallo más
fuerte y más joven. Seis días seguidos vino un hombre a preparar el Carmelo.
El hombre lo limpió delante de mi padre y se lo probó en la uña. Unos minutos más tarde, en silencio y con una
calma trágica, sacaron el gallo, que el hombre llevaba en brazos como si fuera un niño.

Banderas peruanas ondearon sobre las casas con motivo de la fiesta nacional, que allí pudieron celebrar con un
gran juego de gallos, al que asistieron todos los terratenientes y ricos del valle. Los marineros vestían camisas
nuevas con rayas horizontales rojas y blancas, sombreros de caña, alpargatas y pañuelos atados al cuello. Nos
dirigimos al "campo". Una higuera de hoja caduca daba acceso al circo bajo sus ramas arqueadas.
Mi padre, rodeado de varios amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a su derecha estaba el dueño del paladín
Ajiseca. Sonó la campana, la gente se acomodó y empezó la fiesta. De lugares opuestos salieron dos hombres, cada
uno llevando un gallo. Las espadas brillaban, los oponentes se miraban, dos gallos de constitución débil y uno de
ellos croaba. Hubo un crujido de alas, plumas volando, gritos de la multitud, y después de unos segundos de jadeo,
uno de ellos cayó. La multitud encantada aplaudió y ambos gallos sangrantes fueron sacados del ring.
El juez tocó el timbre y comencé a temblar. En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno
con su polla. Hubo un profundo silencio y los opositores fueron despedidos. No faltaron los aficionados anunciando
la victoria de Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecían al rival.

Tan pronto como Carmelo encontraba un enemigo, comenzaba a picotearlo, a batir sus alas y a cantar
ruidosamente. Tenía cuidado de poner sus patas armadas sobre el pecho de su enemigo, sin apuñalar nunca a su
adversario (tal cosa es cobardía), mientras que él, tirano y tonto, quería hacerlo todo con aleteos y fuertes golpes.
Nuevas apuestas se hicieron a favor de Ajisec y la gente ya felicitaba al dueño del diminutivo. En su nuevo
encuentro, Carmelo cantó, recordó su época y atacó con tal furia que derrotó al otro de un solo impulso.

Finalmente, Carmelo cayó un fuerte golpe y se quedó sin aliento...- ¡Bravo! ¡Bien hecho Ajiseco! - gritaron sus
seguidores, creyendo haber ganado la prueba. De hecho, el Carmelo fue incorporado. Entonces, en medio del dolor
de la caída, nació todo el coraje de los gallos del Caudato. Carmelo se sumó, como un soldado herido, atacando
frontal y definitivamente a su oponente, con un golpe que lo dejó muerto en el acto. Fue entonces cuando
Carmelo, que estaba sangrando, cayó luego de que Ajiseco le enterró el pico.

Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo le dábamos maíz, se lo poníamos
en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. De pronto el
gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo.
Acercarse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo.
Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella noche.

También podría gustarte