Sociologia de La Educacion UNQUI 1

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El desarrollo del campo de la sociología


de la educación más allá de los “clásicos”

Objetivos
•• Identificar las principales corrientes teóricas que fueron estructurando el
campo de la sociología de la educación durante la segunda mitad del siglo
XX, a partir de los enfoques y conceptos fundantes de los autores clásicos.
•• Comprender los aportes de las perspectivas funcionalistas para el análisis
de la relación entre economía, educación y sociedad, y los procesos de
integración, estratificación y movilidad social.
•• Reconstruir la crítica sobre la escuela capitalista y su inserción en las diná-
micas de producción-reproducción-transformación de las desigualdades
sociales desde la tradición de pensamiento marxista.

2.1. Introducción
Tal como desarrollamos en la primera unidad del programa, la reflexión socio-
lógica sobre la educación en sus inicios se nutre de las principales cuestiones
que ocuparon la atención de “los clásicos”, vinculadas con la crisis de integra-
ción y los problemas sociales que acompañaron el proceso de consolidación
del capitalismo industrial en Europa desde mediados del siglo XIX hasta la
Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces, el enfoque funcionalista se
constituye como una de las grandes corrientes de pensamiento teórico que
ha influido en la estructuración del campo disciplinar y que tiene en la socio-
logía norteamericana de los años cincuenta y sesenta su piedra fundacional
(Bonal, 1998).
En el mundo bipolar de la posguerra, la disputa hegemónica y militar entre
las principales potencias emergentes (Estados Unidos y la URSS) condiciona-
ron el accionar de los Estados tanto en el nivel geopolítico como en relación
con sus prioridades de intervención en sus contextos locales, otorgando fuer-
te impulso a la inversión en materia de investigación científica y de desarro-
llo tecnológico. En el marco de la consolidación de los modelos de Estado de
bienestar, de crecimiento económico y de fuerte expansión de los sistemas
educativos –tanto en el acceso como en la duración de los años de escolari-
dad–, la preocupación por la eficiencia en el uso de los recursos públicos llevó
a la promoción de estudios sobre la función social que debía cumplir la edu-
cación, contribuyendo con ello a legitimar las políticas estatales “de igualdad
de oportunidades” (Karabel y Halsey, 1976).
El enfoque funcionalista brindó las justificaciones necesarias para las polí-
ticas del período al construir explicaciones sobre la escuela en las sociedades

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democráticas capitalistas, que la presentaron como un engranaje central para


la socialización, selección y asignación de posiciones sociales a través de la
distribución de recompensas “justas” en función de los méritos individuales
(Dubet y Martuccelli, 1998). De aquí que las nuevas preocupaciones de la
sociología de la educación en estos años estuvieran estrechamente vincula-
das con los procesos de estratificación y movilidad social, y con la articulación
entre el campo educativo y el mundo productivo. El estructural funcionalismo
propuesto por el sociólogo Talcott Parsons y los aportes de la teoría del capi-
tal humano del economista Theodore Schultz constituyen las contribuciones
más significativas en este sentido.
Hacia la década del setenta, diversos trabajos de investigación de raigam-
bre marxista, tanto en Francia como en Estados Unidos, pusieron en discusión
la perspectiva funcionalista hegemónica, denunciando las funciones latentes y
menos evidentes de la escuela: reproducir y legitimar las desigualdades socia-
les inherentes al capitalismo. Estos estudios fueron incluidos dentro de lo que
se conoce como las teorías de la reproducción o los enfoques crítico-repro-
ductivistas, en tanto se inscriben en la tradición del pensamiento crítico como
campo de producción científica que pretende comprender la realidad social
y generar las condiciones para transformarla, en vistas a superar las relacio-
nes de dominación. Los estadounidenses Samuel Bowles y Herbert Gintis, y
los franceses Louis Althusser, Christian Baudelot y Roger Establet aparecen
como los referentes centrales de estas posiciones.

2.2. La escolarización como mecanismo de integración,


estratificación y movilidad social
Como vimos con Durkheim en la Unidad 1, la educación en general y la escue-
la, en particular, cumplen una función social fundamental: al tiempo que per-
miten la socialización de los individuos en hábitos, normas y valores comunes,
garantizan una formación especializada a través de la enseñanza de conoci-
mientos diferenciados en pos de su integración orgánica al todo social. Esta
perspectiva sobre la educación ha sido caracterizada por algunos sociólogos
de la educación contemporáneos como la “paideia funcionalista” (Dubet y
Martuccelli, 1998), en tanto ha impregnado los sentidos sobre la escuela a
lo largo de la historia de los sistemas educativos nacionales, al menos hasta
los años setenta del siglo XX. Este modelo, representado en el ideal de la
escuela republicana francesa, ha caracterizado el proceso de configuración de
los sistemas escolares como instancia de transmisión de valores universales,
fundada en la razón y el progreso, y de distribución justa de posiciones a través
de criterios meritocráticos.
Tal como anticipamos en la introducción de la unidad, el predominio de la
perspectiva funcionalista en el proceso de institucionalización de la sociología
de la educación como subdisciplina específica, a partir de los años cincuenta,
se comprende en el contexto de consolidación de los denominados Estados
de bienestar. Allí, la promesa de movilidad social ascendente vía el sistema
educativo comenzó a vivirse como una realidad más probablemente efectiva,
en el marco de modelos político-económicos signados por el pleno empleo,

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por la configuración de un sistema de protección social estatal para la ciuda-


danía “trabajadora”, y por el reconocimiento constitucional de un conjunto de
derechos sociales, entre ellos, el trabajo y la educación.
La demanda por más educación, sobre todo por parte de los sectores hasta
entonces excluidos, se evidenció en el crecimiento acelerado de la matrícula
–como dijimos previamente–, pero también en la producción de nuevas for-
mas de diferenciación ahora dentro del propio sistema. En palabras de Bonal,
la educación se convirtió así en el “principal mecanismo estructurante de
las sociedades avanzadas y en la mejor prueba de la legitimidad del sistema
meritocrático en las sociedades capitalistas democráticas” (1998: 24). Bajo
el principio de igualdad de oportunidades educativas, el sistema escolar se
posiciona, tanto en el discurso político como en el académico, como el ámbito
privilegiado para la selección y jerarquización de los talentos disponibles que
accederán a los puestos de trabajo calificados y necesarios para el progreso
social. De aquí las preocupaciones principales de la sociología funcionalista
de la educación: la contribución de la educación a la estratificación social, al
desarrollo y a la movilidad social.

PARA AMPLIAR

“Estado de Bienestar Keynesiano (EBK)” es el nombre que suele

AA utilizarse para referir al sistema social desarrollado en las democra-


cias capitalistas industrializadas después de la Segunda Guerra Mun-
dial, más o menos inalterable hasta mediados de la década del seten-
ta, cuyas principales características pueden sintetizarse en: “(1) una
intervención estatal en la economía sin precedentes, para mantener
el pleno empleo; (2) la provisión pública de una serie de servicios
sociales universales, cuyo objetivo es la seguridad social en su senti-
do más amplio; y (3) la responsabilidad estatal en el mantenimiento
de un nivel mínimo de vida, entendido como un derecho social y no
como un problema de caridad pública para una minoría. Algunas de
estas características son compartidas por las formas de intervención
estatal propias del populismo en América Latina, que coexistió, con
sus peculiaridades periféricas, con el auge del EBK en los países cen-
trales” (Thwaites Rey, 2005: 16).

Estas perspectivas se consolidaron como las teorías dominantes del campo a


partir de los aportes de la sociología norteamericana de la posguerra, entre las
décadas de 1950 y 1960, en particular, del estructural funcionalismo –con su
principal exponente Talcott Parsons y sus novedosos análisis respecto de la
vinculación entre escuela-aula y sociedad–, y de la “teoría del capital humano”
–propuesta por el economista Theodore Schultz y sus discusiones respecto de
la relación entre educación y sistema productivo–. Sobre estas discusiones
avanzamos en los siguientes apartados.

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2.2.1. El aprendizaje de roles y la preparación para la inserción en el


mundo social: socialización, selección meritocrática y diferenciación
La institucionalización de la sociología de la educación en los Estados Unidos
de la posguerra se produce en el marco de la perspectiva funcionalista pre-
dominante y tiene a Talcott Parsons (1902-1979) como el máximo referente.
Sus análisis resultaron fundamentales en la medida que “descendió” al
nivel del aula para “identificar la correspondencia casi perfecta entre la escue-
la como subsistema social y la sociedad como sistema orgánico integrado y
equilibrado de relaciones sociales” (Bonal, 1998: 35). Para comprender esta
afirmación, veamos cuáles son los fundamentos centrales de su perspectiva
sociológica más amplia.
Parsons plantea una visión sistémica y funcionalista de la sociedad; es
preciso partir de su concepto de “sistema social” para comprender su teoría
de la estratificación social, que constituye su aporte más relevante (Duek e
Inda, 2014). Según el autor,

CC
Un sistema social –reducido a los términos más simples– consiste, pues, en
una pluralidad de actores individuales que interactúan entre sí en una situa-
ción que tiene, al menos, un aspecto físico o de medio ambiente, actores moti-
vados por una tendencia a ‘obtener un óptimo de gratificación’ y cuyas relacio-
nes con sus situaciones –incluyendo a los demás actores– están mediadas y
definidas por un sistema de símbolos culturalmente estructurados y comparti-
dos (Parsons, 1966: 25, en Duek e Inda, 2014. El destacado es nuestro).

Las sociedades son sistemas de relaciones sociales; relaciones entre actores


que proceden racionalmente –retomando la teoría de la acción weberiana–
según los roles específicos y diferenciados que asumen en cada subsistema
de interacción (la familia, la escuela, el trabajo, por nombrar algunos ejem-
plos). Estos roles y las interacciones desplegadas adquieren legitimidad en
la medida en que se estructuran a través del proceso de socialización que
supone la internalización normativa de una cultura común.
Así, en sintonía con la concepción durkheimiana de la sociedad como un
todo orgánico mayor a la suma de las partes, Parsons entiende que el accionar
de cada individuo en función del rol social que cumple, solo adquiere sentido
en su solidaridad/complementariedad con el de los restantes. Todo sistema
social, entonces, es un sistema estratificado, en el que los individuos se orde-
nan en una jerarquía según la función/el rol que desempeñan, es decir, según
las contribuciones diferenciales que realizan al mismo. Y es según estas dife-
rentes contribuciones que reciben diferentes recompensas. Así, el principio
que garantiza una estratificación adecuada –y en definitiva, el equilibrio y la
estabilidad del sistema– es la distribución de recompensas de acuerdo con
los méritos individuales (Duek e Inda, 2014).
En el esquema parsoniano, la supervivencia de la sociedad depende de la
realización de cuatro funciones: la adaptación al entorno, sea ajustándose o
transformando al medio externo; la búsqueda de objetivos y la movilización
de los recursos necesarios para alcanzarlos; la integración interna y el mante-
nimiento de las normas y pautas culturales que orientan la acción, y que son
interiorizados a través de las diferentes formas institucionales de socializa-
ción. La minimización del conflicto aparece, entonces, como requisito funda-
mental para garantizar la estabilidad del sistema.

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CC
La estratificación cumple no solo la función de inducir a los miembros del sis-
tema social a que ocupen los distintos lugares y desempeñen las respectivas
tareas (estatus y roles), sino que además asegura que tal distribución se efec-
túe de la mejor manera posible, de la manera más racional, que es aquella en
la que la asignación corresponde al mérito. A través de un adecuado sistema
de premios/incentivos (premios materiales, pero también prestigio, estima-
ción, etc.), la sociedad motiva a las personas talentosas o capacitadas a reali-
zar las tareas más importantes, al dispensar diferencialmente sus recompen-
sas de acuerdo con la trascendencia de las tareas. (Duek e Inda, 2014: 174).

Entendida como subsistema específico, la educación aparece aquí como un


eslabón central para garantizar tanto la integración social como una distribu-
ción de las posiciones sociales en función de los esfuerzos y capacidades indi-
viduales, funciones imprescindibles para mantener el orden social existente.
En su célebre ensayo “La clase escolar como sistema social...” (1959),
Parsons se preocupa por analizar la estructura del sistema escolar y los
modos en que este colabora con el proceso de socialización de los individuos
El sistema educativo norteame-
y, a la vez, con la distribución de los recursos humanos para los diferentes
ricano es obligatorio desde los
roles sociales. Es a través de estas dos funciones claves, que se desarrolla- 6 a los 16 o 18 años, según los
rán de manera progresiva y complementaria entre el nivel primario y el secun- Estados (primaria y los primeros
dario, que la escuela contribuye al equilibrio social: cuatro años de la secundaria) y se
estructura en los siguientes niveles:
educación infantil –prekindergarten
y kindergarten– de los 2 a los 5
años; educación primaria –elemen-

CC
EI interés principal de nuestro estudio se centra, pues, en un problema que tiene
tary school– de los 6 a los 11/12
dos facetas: primariamente, de qué manera puede lograr la unidad que denomi-
años; educación secundaria, divi-
namos clase impartir al alumno tanto los conocimientos como el sentido de la dida en dos tramos: la middle o
responsabilidad necesarios en orden al eficaz desempeño de sus obligaciones junior high school de los 11/12 a
en la vida adulta, y en segundo lugar, cómo realiza esa misma clase la función los 13 años, y la high school de
los 14 a los 18; y el nivel superior,
de coadyuvar a la distribución de los recursos humanos en función de la distribu-
que incluye estudios universitarios
ción del trabajo en la sociedad adulta. La relación existente entre ambos proble- –college– donde se puede aspirar
mas constituirá nuestro punto de referencia primordial. (Parsons, 1959: 64). a títulos de licenciatura –bachelor
hasta maestrías o doctorados–,
y otras opciones de formación
profesional.
El spot oficial que compartimos a continuación evidencia un ejemplo
vigente de la perspectiva funcionalista de la sociedad, al tiempo que
nos permite introducir el análisis que propone Parsons sobre la función
social de la institución escolar.   

<https://www.youtube.com/watch?v=_fo8Vef1acs>

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En la propaganda presentada, vemos cómo la concepción hegemónica de la


educación en la actualidad todavía sostiene la creencia compartida respecto
de la eficacia de la meritocracia como criterio selectivo que garantiza el progre-
so social. Veamos cómo nuestro autor explicaba –y legitimaba– esta posición
en los Estados Unidos de los años cincuenta.
Parsons identifica que a partir del nivel primario se inicia un proceso de dife-
renciación del alumnado que culmina en la bifurcación de las trayectorias edu-
cativas entre quienes acceden al college (estudios superiores) y quienes no, y
que se explica no solamente por el estatus económico familiar –que obviamen-
te incide y mucho en este devenir–, sino también por las distintas aptitudes
individuales que se ponen en juego en el ámbito escolar, y que influyen en el
rendimiento. De aquí que avanza en un análisis minucioso de lo que supone
la escolarización en cada uno de los niveles y cómo aportan a la progresiva –y
necesaria– estratificación social.
La escuela primaria representa la transición entre la familia y la escuela
secundaria. El ingreso al sistema educativo constituye para los niños el pri-
mer paso hacia la integración social, más allá del ámbito puramente familiar,
del que solo interesa resaltar la configuración de dos características básicas
que serán determinantes en el proceso de socialización y selección posterior:
el sexo y la autonomía o independencia. Por lo demás, Parsons se ocupa de
mostrar las diferencias entre escuela y familia, y entre el primario y el secun-
dario, donde el grupo de pares o coetáneos (según la traducción), se suma
como estructura fundamental de socialización.
El acceso a la escuela supone para los niños la entrada a un sistema de
disciplina y recompensas independiente del que imponen los padres en sus
hogares, independencia que es cada vez más amplia a medida que van cre-
ciendo y ampliando sus círculos sociales. En términos comparativos y esque-
máticos podríamos sintetizar que, mientras en la familia las normas son parti-
culares y concretas y devienen de la autoridad de los padres y sus voluntades
variantes y a veces arbitrarias, en la escuela, las normas pretenden ser uni-
versales y las leyes impersonales, garantizando la igualdad de todos ante la
ley y la impartición de la misma ley para el conjunto.
Además, si la familia se rige por vínculos afectivos y los padres procuran
satisfacer las necesidades de sus integrantes más allá de las capacidades
que estos puedan demostrar, en la escuela, las recompensas por los logros
obtenidos –las “notas”/calificaciones– responden a criterios racionales y
meritocráticos.
Respecto de las jerarquías entre los miembros, mientras que en la fami-
lia lo que “vale” son las diferencias generacionales y de sexo, en la clase
escolar lo que importa son los roles y el desempeño en ellos. De hecho, en
la escuela se aprende que los roles son específicos: el profesor es profesor
solo allí (en su casa, es padre o marido, cuando vota es un ciudadano como
cualquier otro, etc.) y que la autoridad que tiene sobre sus alumnos deriva no
de él como sujeto individual, sino del rol que desempeña dentro de la clase
como sistema social.
En el caso del nivel primario, donde el rol docente suele ocuparlo una mujer
como continuidad del rol materno, sin embargo, resulta fundamental que ella
no sea “en modo alguno una madre para sus alumnos”, sino que actúe “como
agente canalizador y legitimador de la diferenciación entre los componentes
de la clase en función del rendimiento” (Parsons, 1959: 75).

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En una escuela primaria organizada en grupos mixtos de chicos pertene-


cientes a un mismo barrio, a cargo de una única profesora que permanece con
ellos a lo largo todo un ciclo lectivo, el proceso de diferenciación dependerá de
que se garantice la “igualdad entre los competidores” –en términos de edad y
de “antecedentes familiares”–, la realización de tareas comunes, la polariza-
ción entre el grupo de alumnos y una única docente representante del mundo
adulto, y un sistema relativamente sistemático de evaluación del rendimiento
escolar –de atribución de premios y castigos– que “constituye un criterio de
selección para la determinación del futuro estatus del individuo en la socie-
dad” (Parsons, 1959: 68). En síntesis, el ingreso al nivel primario supone:

CC
1) Una emancipación del niño de su primitiva identificación emotiva con la fa-
milia; 2) una asimilación de una cierta categoría de valores y de normas socia-
les que se encuentran en un escalón superior a los que el niño puede adquirir
en el seno de la familia; 3) una distinción entre los miembros de la clase en
función del rendimiento respectivo y de la distinta valoración de tal rendimien-
to, y 4) desde el punto de vista de la sociedad, una selección y distribución de
los recursos humanos en función de la estructura funcional de la sociedad
adulta. (Parsons, 1959: 76)

En sintonía con lo propuesto por Durkheim, la escuela será el “órgano de


socialización” responsable de transmitir los valores de la cultura común y las
normas que moldean las personalidades individuales, necesarias para el desa-
rrollo de los roles sociales en la vida adulta. Como ejemplo, podríamos decir
que en la escuela aprendemos a creer y tener fe en que la educación nos dará
recompensas sociales futuras –lo que Parsons denomina como el aprendizaje
del “rendimiento como motivación de la conducta” (1959: 81)–; aprendemos
a someternos a la disciplina escolar y a comportarnos como alumnos (a los
tiempos y formas escolares, de vestir, de hablar, de movernos), el respeto a la
lengua y la cultura institucional, al sistema de jerarquías y el respeto a la auto-
ridad docente; a reconocer en la educación un medio de movilidad individual y
de progreso social; a participar en la competencia social por la obtención de
las titulaciones, entre otras cuestiones.
Para que esto sea posible, dirá nuestro autor, la familia y la escuela deben
compartir la creencia en la legitimidad tanto de la valoración diferencial del
rendimiento individual según criterios meritocráticos como de la gratificación
selectiva de los logros evaluados, siempre que se haya garantizado inicialmen-
te la igualdad de oportunidades. A la vez, debe “suavizarse” este mecanismo
apelando al carácter cuasi maternal de la profesora y su consideración de las
necesidades y dificultades de los niños. Por último, hay que considerar que
la configuración de una jerarquía de estatus dentro de la clase genera ciertos
“niveles de aspiración” diferenciales entre los niños y, en consecuencia, una
especie de segregación entre los diferentes grupos (Parsons, 1959).
En el proceso de socialización que se produce a lo largo de la escolariza-
ción, entonces, los individuos aprenden tanto las habilidades necesarias para
el futuro ejercicio profesional como los valores sociales consensuados que
garantizan la integración social. Mientras que en la primaria se desarrolla prio-
ritariamente el aspecto moral –valorado por sobre el aprendizaje cognitivo–,
en la secundaria se profundiza el proceso de diferenciación a través de una

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diversificación tanto de los contenidos transmitidos como de los profesores a


cargo de su enseñanza, priorizando la formación preprofesional y preuniversi-
taria, según el grupo de estudiantes del que se trate.
Si para los alumnos pertenecientes a los niveles de estatus más bajos la
escuela secundaria “constituye el principal trampolín desde el cual (...) saltan
hacia la vida laboral activa” y la estratificación se evidencia en “las diferen-
tes categorías de empleo futuro”, para los alumnos de estatus más alto, la
divisoria se juega entre quienes acceden solo al college –y los distintos roles
que allí puedan desempeñar– y quienes continúan sus estudios aún más allá
(Parsons, 1959: 81).
Sin embargo, en el nivel secundario, la diferencia de estatus y la jerarqui-
zación que resulta del rendimiento académico no son los únicos factores que
inciden en la selección, sino que también los grupos juveniles juegan un papel
central como fuente de prestigio social y que coexiste hasta cierto punto de
modo casi independiente de los primeros. Y es que, a diferencia de la prima-
ria, aquí los grupos de pares se conforman de modo voluntario, en función de
ciertas afinidades más allá de la pertenencia al mismo barrio, y constituyen
un ámbito de integración más autónomo, tanto respecto de la familia, como
de los grados/cursos escolares:

CC
El acceso a una posición de prestigio dentro del grupo juvenil al que se pertenece
constituye en sí mismo una especie de rendimiento o logro que se valora social-
mente. De aquí el hecho de que entre aquellos individuos que están destinados a
alcanzar un estatus elevado en la sociedad adulta se puedan distinguir dos cate-
gorías: la de aquellos cuyo expediente escolar es más o menos brillante y cuyo
prestigio dentro de su círculo es solo relativamente satisfactorio, y la categoría in-
versa: la formada por aquellos individuos que gozan de considerable prestigio,
siendo su expediente académico meramente satisfactorio. (Parsons, 1959: 83).

La escuela, entonces, al garantizar la cualificación de las personas en relación


con sus capacidades y esfuerzos opera como institución que contribuye a la
selección de los “más aptos” para ocupar las posiciones más prestigiosas y,
a su vez, socialmente necesarias. Las desigualdades resultantes son justas,
ya que son los propios individuos los responsables por el éxito o fracaso de su
formación y, por ende, de las posiciones laborales a las que podrán acceder
en el futuro. El circuito integración, selección y diferenciación retroalimenta el
funcionamiento armónico del orden social. Esta perspectiva tendrá continuidad
en la teoría del capital humano desde el campo de la economía coronando los
argumentos legitimadores de la meritocracia como valor liberal por excelencia.

2.2.2. Educación, productividad y crecimiento económico


Como decíamos en la introducción de la unidad, en el marco de la denominada
Guerra Fría librada entre Estados Unidos y la URSS la ambición por liderar la
carrera cientifica motivó a ambos países a invertir activamente en sistemas
educativos para producir recursos humanos competentes, objetivo que supu-
so, a su vez, dar con argumentos novedosos que sirvieran de base para reco-
nocer la función tecnológica y económica de la educación.

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El proceso de expansión educativa que devino en Europa y Estados Unidos


del acelerado crecimiento poblacional luego de la posguerra había sido abor-
dado desde una perspectiva económica preocupada por controlar el gasto o
el costo presupuestario y fiscal, que consideraba las demandas provenientes
del mundo de la educación como variables externas a la economía. El proble-
ma de satisfacer la nueva demanda cultural que traía aparejada la explosión
demográfica y la carrera armamentista exigía entonces resolver tres cuestio-
nes básicas: ¿cuánto se debía financiar y/o cuáles eran las prioridades?, ¿a
quiénes les cabía esa responsabilidad? y ¿cuál era el modo más eficaz y efi-
ciente de hacerlo?
Como puede intuirse, no hubo una respuesta unívoca frente a estas cues-
tiones, sino que se delinearon tres posiciones distintas: para los grupos afi-
nes a la ortodoxia económica, la idea de financiar ad eternum las demandas
educativas de la población era considerada una medida inviable por los excesi-
vos costos que ello implicaría; en cambio, en muchos países europeos donde
se habían consolidado los Estados de bienestar, proveer servicios educativos
universales vía el aumento de los recursos fiscales constituía una alternativa
posible. Finalmente, en el caso de Estados Unidos, los aportes de la teoría
del capital humano que desarrollaremos aquí sentarían las bases de un mode-
lo que traslada hacia los individuos la mayor responsabilidad en la resolución
de esta cuestión.
En este contexto, a principios de 1960 aparece por primera vez en el
debate académico la idea del significado puramente económico de la forma-
ción educativa de la población. De la mano de los economistas estadouniden-
ses Theodore Schultz (1902-1998) y Gary Becker (1930-2014), la teoría del
capital humano apuntó a desmontar la creencia dominante de concebir a la
educación como un gasto proveniente de necesidades ajenas a la esfera de
la economía. Por el contrario, planteaban que el aumento de la formación y
de las capacidades educativas de la población debía considerarse como una
“inversión” en virtud, precisamente, de la posibilidad de otorgar mayor tasa
de retorno individual y social a futuro. Vale destacar que, hasta entonces, los
problemas educativos habían permanecido por fuera de la órbita de las preo-
cupaciones del discurso dominante en las ciencias económicas.
El argumento retoma la distinción básica de la teoría económica de conce-
bir el gasto como consumo o por el contario como inversión. Si en el primer
caso, los bienes de consumo apuntan a generar una satisfacción directa de
las necesidades de los individuos (tales como los alimentos, la vestimenta o
la vivienda), los denominados bienes de inversión (como las maquinarias en
las industrias o el equipamiento tecnológico), en cambio, no producen satis-
facción inmediata, sino que su valor se estima por la capacidad de generar
nuevos bienes y servicios y aumentar con ello el rendimiento productivo. De
aquí que, en la medida que la educación no solo mejora los ingresos indivi-
duales, sino que a su vez aumenta las capacidades productivas mejorando el
funcionamiento de la economía a gran escala, puede ser concebida como una
inversión (Schultz, 1972).

¿Cómo explicar teóricamente el postulado central de este enfoque vinculado


con la relación existente entre las habilidades y los conocimientos de las per-
sonas y la productividad individual y de las economías nacionales?

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La denominación de la teoría del capital humano, con la que los autores dan
batalla a las tradiciones clásicas de la economía política, alude a una noción
que ha sido incorporada de manera tardía al lenguaje de la literatura económi-
ca y de las ciencias sociales (Tenti Fanfani, 2001), lo cual se explica tanto por
razones de orden moral como teóricas. Moral, porque supone concebir a los
sujetos como un recurso productivo y una forma de propiedad, contradiciendo
ciertas concepciones extendidas de pensarnos como los fines de la producción
económica y no como medios. Las teóricas, por su parte, refieren al desarrollo
de la economía como ciencia y a su relación con los modelos de producción.
Si bien, en su primera etapa, las explicaciones económicas incluían el tra-
bajo como uno de los componentes centrales del funcionamiento de la pro-
ducción, este era considerado desde su carácter eminentemente cuantitativo
en tanto “el grueso de la producción requería básicamente de esfuerzos físi-
cos o habilidades manuales elementales para las que todos los trabajadores
estaban, en principio, igualmente calificados” (1999: 130). La complejidad de
los sistemas de producción desarrollados centralmente durante la segunda
mitad del siglo XX plantearon a los economistas la necesidad de elaborar nue-
vos modelos interpretativos con el fin de comprender las “diferencias cuali-
tativas entre las capacidades productivas de los trabajadores, distinguiendo,
de este modo, entre componentes físicos y componentes humanos del stock
de capital” (1999: 131).
Para este enfoque, todo gasto que provea a las personas de la posibilidad
de aumentar su capacidad productiva debía ser concebido como un “capi-
tal”. De allí que el concepto de capital humano no se limita al problema edu-
cativo, sino que también refiere a aquellas actividades vinculadas tanto a los
servicios de salud como de formación profesional o de movilidad migratoria
que, en virtud del impacto que tienen sobre el rendimiento productivo de los
individuos, son también considerados elementos prioritarios.
En estudios orientados a comparar la experiencia de la economía de
Estados Unidos con la de algunos países de Asia y Europa, Schultz encuentra
que la razón que explica la variación positiva del primero sobre el resto no se
halla en la existencia de mayores recursos naturales o de inversión en capital
físico, sino en el capital humano.
Las contribuciones de la teoría del capital humano a la tradición funciona-
lista pueden comprenderse mejor a partir de las siguientes premisas: si las
personas parten de igualdad de condiciones para invertir en su formación,
todas podrían aumentar sus capacidades y convertirse así en “capitalistas”
(en tanto poseedores del capital humano) de una inversión sobre sí que mejo-
ra sus ganancias. Sin embargo, esta idea que a simple vista se nos aparece
como una “evidencia” del sentido común –ya que solemos considerar que es
justo que aquellos hombres y mujeres con más educación reciban mejores
salarios–, se vuelve compleja al nivel de la política pública cuando se trata de
determinar quién es el responsable de hacer esa inversión.

¿Por qué vale la pena invertir en educación?


Un aporte sustantivo de esta teoría ha sido popularizar la idea de la educación
como inversión y brindar argumentos para defender su sostenido incremento.
La teoría del capital humano sostiene que la decisión política de aumentar
la inversión pública en educación se justifica por la “tasa de retorno” (o ren-
dimiento) que genera, tanto a nivel individual como social. Los economistas

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norteamericanos demuestran que el aumento de las titulaciones posibilita el


acceso a puestos de trabajo más calificados y ello mejora, a la vez, el nivel
de las remuneraciones percibidas. Pero, al mismo tiempo, hay un interés
colectivo en la inversión educativa por parte de los gobiernos, en la medida en
que redunda en un crecimiento económico por el aumento de la productividad
de los trabajadores y, por ende, de la producción nacional en su conjunto, al
tiempo que contribuye con la disminución de la pobreza. Así, la “tasa interna
de retorno” y el “rendimiento social de la educación” compensan de manera
visible el gasto de inversión realizado (Schultz, 1972).
Los costos que como individuos tenemos que afrontar en el proceso de
inversión en capital educativo no son todos claramente visibles. La exigencia
del estudio requiere no solo lo que podemos denominar como un costo direc-
to, es decir, invertir dinero en la compra de libros, gastos de traslado o en el
pago de aranceles en el caso de las instituciones privadas, por ejemplo, sino,
principalmente, estudiar o capacitarnos nos exige que paguemos aquello que
los economistas denominan como el “costo de oportunidad”.
Aunque se trata de un costo más oculto y encubierto que el primero, tiene
una influencia mucho mayor sobre las decisiones de los sujetos a la hora de
emprender o abandonar los estudios en la medida que la formación implica
retirarse parcial o totalmente del mercado de trabajo, limitando con ello la posi-
bilidad de percibir ingresos. No obstante los “costos de oportunidad” impli-
cados en la moratoria social, los autores respaldan su postura en ciertas evi-
dencias científicas que arrojan datos para poner en valor ese lapso de tiempo
que el individuo dedica a estudiar y profesionalizarse en alguna carrera, que
muestran la correlación positiva entre nivel de estudio e ingresos y que pone
de relevancia el interés de los individuos por perseguir ese objetivo.
Las llamadas políticas desarrollistas –aludiendo tanto al desarrollo nacio-
nal como de los ciudadanos–, dieron fundamento a la creencia hoy sólidamen-
te vigente sobre la existencia de un modelo único de país –próspero y desa-
rrollado (encarnado por Estados Unidos)– a partir del cual es posible “medir”
y “calificar” al resto. Dentro de la extensa lista de países que en esa etapa
habían sido calificadas con el mote de “subdesarrollados”, se incluyó a los de
nuestra región por considerarse que no mostraban un nivel aceptable de “pro-
greso”, medido este por un conjunto de indicadores entre los que se incluye,
por cierto, los que refieren al sistema educativo.
En este contexto, cobraron impulso las intervenciones desplegadas desde
los organismos internacionales de financiamiento en el campo educativo de
los países subordinados a este poder hegemónico, orientadas a fomentar los
lazos entre la escuela y el mundo productivo como condición para la mejora
de las condiciones de vida de las poblaciones. La educación aparece así como
causa –y como solución– de los males de los países, evitando de ese modo
poner la mira sobre el sistema económico: el problema es la falta o la insu-
ficiencia en la formación, no los modelos productivos que configuran lo que
sus críticos desarrollaron posteriormente como la “teoría de la dependencia”.

Sociología de la educación Nora Gluz, Inés Rodríguez Moyano y Mariel Karolinski


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PARA AMPLIAR

La teoría de la dependencia surge en los años sesenta a partir de la

AA preocupación de un grupo de pensadores latinoamericanos interesa-


dos por estudiar las causas que obstaculizaban el desarrollo regional
respecto del crecimiento de las principales potencias. En discusión
con la “teoría del desarrollo” sostenida por el economista argentino
Raúl Prebisch desde la Comisión Económica para América Latina y
el Caribe (Cepal), diversos trabajos sociológicos –entre los que des-
taca el de los brasileros Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto
“Desarrollo y dependencia en América Latina” (1969)– mostraron
que el problema no era el “subdesarrollo” de los países latinoamerica-
nos, periféricos respecto de un “modelo clásico” de desarrollo seguido
por las economías centrales, sino el de la “situación de dependencia
estructural” que caracteriza a la región. Estas situaciones, además, no
resultan unívocas, sino que asumen diversas variantes según las arti-
culaciones entre las clases sociales, los modelos de producción eco-
nómica y las formas de organización política en cada Estado y nación
(Giller, 2014).

Ahora bien, ¿qué podemos decir hoy de estos argumentos?, ¿cómo han sobre-
vivido las ideas de la teoría del capital humano a lo largo de casi sesenta
años?
Más allá de las importantes críticas que recibió la teoría del capital huma-
no desde diversos autores, todo parece indicar que sus ideas aún gozan de
muy buena salud. Muchas de las creencias instaladas desde este enfoque
forman parte de nuestro más amplio sentido común. Basta atender al discur-
so de los políticos durante las campañas electorales para advertir fácilmente
su vigencia: el bienestar (individual y social) solo se asegura aumentando el
esfuerzo (individual y colectivo) de la inversión educativa; o a los mensajes de
las publicidades que operan de modos más sutiles.

El ex ministro de Educación de la Nación, Esteban Bullrich, manifestó:

WW “La verdadera pobreza cero se logra con una educación diez”


<https://infocielo.com/nota/70799/>

<https://www.youtube.com/watch?v=Ov9x5naV3ok>

Sociología de la educación Nora Gluz, Inés Rodríguez Moyano y Mariel Karolinski


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Sin embargo, esta persistencia es paradojal, ya que las evidencias en que


otrora se ha sostenido están en franco retroceso. Un aspecto central a seña-
lar para comprender el desarrollo de estas ideas en el tiempo refiere a las
transformaciones profundas en los modelos productivos y en el rol del Estado.
Si en los sesenta la centralidad planificadora del Estado sumada a la expan-
sión del mercado de trabajo fortalecía la apuesta de la inversión educativa
para garantizar la mano de obra calificada que se requería, la emergencia de
perspectivas neoliberales en materia de política económica a mediados de
los años setenta pusieron en cuestión la inversión estatal y su centralidad
en la planificación, pugnando por reducir el gasto público social a través de
mecanismos de descentralización y privatización.
En Argentina, estas medidas comenzaron a ser implementadas durante la
última dictadura cívico-militar y marcaron una ruptura con el modelo de indus-
trialización por sustitución de importaciones iniciado a partir del peronismo.
El resultado fue una enorme ampliación de los niveles de desempleo y pre-
carización del trabajo, provocando una caída abrupta del salario real de los
trabajadores y una incapacidad para incorporar a los grupos sociales que que-
rían “invertir en educación”. La consolidación del modelo neoliberal durante
los años noventa y los procesos de reestructuración económica y estatal pro-
movidos en ese contexto, mostrará un escenario con serias limitaciones para
generar empleo.
De este modo, se observa un crecimiento exponencial del sistema escolar
durante la década de los noventa, en especial en la educación secundaria y
superior universitaria, pero en un escenario muy distinto al que se planteaba
en los años cincuenta y sesenta, donde se inscribe la teoría del capital huma-
no. Allí, los procesos de expansión educativa iban de la mano de un merca-
do de trabajo también en crecimiento que ofrecía oportunidades atractivas
de inserción laboral y altos salarios; en los años noventa, por el contrario, la
demanda por la educación se vinculaba a evitar la pérdida de posiciones o un
empeoramiento de la situación socio-ocupacional –el “efecto paracaídas” que
menciona Jacinto (2004).
Como señalan las investigaciones sobre el tema, la convergencia de estas
dinámicas contrarias –un mercado laboral en retracción y el sistema educati-
vo en expansión– genera un efecto distorsivo en el vínculo entre educación y
trabajo en el cual la sobreabundancia de diplomas habilita a que los emplea-
dores seleccionen a los postulantes a partir de criterios educativos que no
siempre están relacionados con las exigencias de calificación del empleo ofre-
cido. Esta tendencia que ha sido denominada como el “efecto fila” produce el
desplazamiento de los menos educados por los más educados y un proceso
creciente de devaluación de las credenciales educativas. Se produce así una
suerte de círculo vicioso donde la escasez de empleo empuja a las personas
a distinguirse vía la obtención de mayores niveles de estudio, elevando con
ello los niveles de exigencia del mercado laboral, lo que presiona nuevamente
a seguir escalando en el sistema educativo (Filmus, 2001).
Esta espiral autodestructiva que afecta a los sectores más vulnerabilizados
se expresa no solo en el quedar “afuera”, sino también en el tipo de puestos
de trabajo a los que pueden acceder. Son los sectores más desposeídos –y
dentro de ellos los jóvenes, porque aún no cuentan con “experiencia laboral”–
quienes acceden a puestos precarios, inestables y escasamente cualificantes,
a pesar de que en muchos casos son la primera generación en sus familias
que llega a la escuela secundaria (Jacinto, 2004).

Sociología de la educación Nora Gluz, Inés Rodríguez Moyano y Mariel Karolinski

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