Jorge Macchi
Jorge Macchi
Jorge Macchi
Gabriel Pérez Barreiro, Catálogo de la muestra monográfica, Santander Cultural, Bienal del
Mercosur, Porto Alegre, Brasil | 2007
1. El objeto ansioso
El hecho de que Macchi evite lo ilustrativo o lo didáctico es, a la vez, una elección personal y
síntoma de un momento histórico. Si el término “arte post conceptual” existiese, se aplicaría
perfectamente a su obra. Crecer en los años ochenta en Buenos Aires implicaba vérselas con un
panorama artístico dividido entre la herencia de los conceptualistas políticos, reunidos en torno a
Jorge Glusberg, y la pintura expresionista de gran escala, cuyo epítome era Guillermo Kuitca. A
riesgo de simplificar excesivamente la cuestión, podríamos decir que Macchi suma el contenido
expresivo y psicológicamente cargado del pintor al lenguaje visual claro y puro del conceptualista.
Pero, por supuesto, donde su obra difiere es en el carácter no narrativo de la expresión. Más que
crear escenarios dramáticos o retablos, la obra de Macchi espera que el espectador aporte
asociaciones y haga su propia lectura. En tanto no se apoya en una escena ya armada o en un
pretexto conceptual, la obra corre un riesgo mucho mayor de ser incomprendida o tildada de
hermética, pero es precisamente esa sensación tan cautivante de querer asir una imagen que
parece flotar en el éter la que hace a la obra de Macchi tan emocionante y difícil de clasificar.
Mucho se ha pensado sobre las conexiones que existen entre Macchi y el espíritu intelectual de
Buenos Aires, como así también con la filosofía y la poética de Jorge Luis Borges. Mucha menos
atención se ha prestado, en cambio, a las operaciones formales que organizan su producción, así
como a la dificultad que hay de determinar modos estables de lectura sobre las obras. En sus
trabajos tempranos más logrados, como Untitled, en el que se ve una almohada cubierta de vidrios
rotos, o Pentagrama, donde otra almohada aparece fijada con cinco cuerdas a una pared, las
lecturas pueden versar tanto acerca de la violencia política como del sufrimiento de un insomne
que pasó una noche en vela. Lo importante aquí es que no hay explicación capaz de agotar las
posibilidades contenidas en el objeto, ni texto capaz de sustituir la experiencia que implica
encontrarse frente a él.
En este sentido, que Macchi elija objetos cotidianos resulta significativo. Por medio de las
operaciones más simples, estos objetos sufren un proceso de desfamiliarización, al punto de que lo
obvio se vuelve excepcional. Es casi como si la fracción de segundo que media entre la percepción
y la comprensión hubiera sido ralentizada y cargada de contenido. Pensándolo así, su obra guarda
paralelos con la de Waltercio Caldas, que logra un similar sentido de desconcierto. Claro que con
un lenguaje más formal, opuesto a la sensibilidad más emocional y vulnerable de Macchi. Esta
necesidad de aminorar la velocidad y complicar la brecha que existe entre una imagen y su
significado responde, en parte, a la creciente complejidad de los mensajes visuales que nos
rodean. Jimmy Durham, citando a Gabriel Orozco, dice que el arte ya no puede aspirar a ser
emocionante porque eso Benetton siempre lo va a hacer mejor. El camino, para algunos artistas
contemporáneos, consiste en comenzar por el otro extremo del espectro, esto es, por observar lo
cotidiano y tratar de restablecer el sentido y la complejidad por medio del simple acto de mirar
atentamente.
2. Vidas paralelas
En dos obras llamadas Vidas paralelas, dos accidentes ocurren al mismo tiempo. En una de ellas,
una caja de fósforos abierta muestra los fósforos ordenados de forma idéntica en uno y otro de sus
dos compartimentos; algo que, ciertamente, podría suceder en el ámbito teórico de la estadística,
pero que nunca esperaríamos atestiguar. En la otra obra, dos paneles de vidrio aparecen rotos
exactamente de la misma manera.
La relación entre suerte y accidente es una constante en la obra de Macchi. Por un lado, es posible
leerla en términos metafísicos, como una prueba de que el universo contiene y prevé todo acto
posible, de modo que la posibilidad de encontrar dos paneles de vidrio idénticamente rotos es, en
última instancia, sólo cuestión de tiempo, suerte o paciencia. Este es el universo tan
elegantemente descrito por Borges en “La Biblioteca de Babel”. Sin embargo, la elección del título,
Vidas paralelas, introduce inmediatamente una nota personal y emocional más allá del alarde
intelectual. La búsqueda de la pareja perfecta, la tentadora creencia de que el alma gemela
perfecta existe, sólo que no sabemos dónde, es un cliché de la vida sentimental. Por otra parte, la
imagen a la que nos enfrentamos en ambos casos es un accidente, algo que trastoca el orden
previsible de las cosas. El vidrio roto nos conduce de manera inmediata y directa a otro cliché
emocional: el paisaje dramático de una separación traumática. Otra vez, contenidos contradictoria
y emocionalmente cargados entran en conflicto entre sí, en ambos casos a partir de objetos que
prácticamente no han sido tocados por el artista.
Las obras de la serie Vidas paralelas, quizás más que las de ninguna otra, muestran cuán distante
está la lógica de Macchi de los modelos hegeliano o platónico, según los cuales, cuanto más puro
es el objeto, más cerca está del arquetipo abstracto. En el caso de Macchi, cuanto más simple y
limpio es el objeto, más referencias contiene y más personales y sentimentales son esas
relaciones. La estrategia del mirar oblicuo y concentrado podría incluirse en la lista de medios de la
obra de Macchi; de la misma manera, el sentido del humor refinado y oscuro. La caja de fósforos y
el vidrio roto resultan casi tontos en su falta de pretensión y elaboración, pero, al mismo tiempo,
lejos están de parecerse a las obras intencionadamente torpes o adolescentes de muchos de los
contemporáneos de Macchi en la escena internacional del arte. El carácter esencialmente adulto
de su obra, el aire resignado y nostálgico, son aún más notables por el hecho de que provienen de
un artista que estaba al comienzo de la treintena cuando produjo algunas de sus sus obras más
delicadas y significativas.
3. Música incidental
Cuando Macchi dejó Buenos Aires en 1996 en busca de nuevos horizontes, su primera escala fue
Duende Initiative, en Rotterdam. Ése sería el inicio de un viaje de varios años por distintos
programas de residencia artística en Europa. Semejante paso puede leerse, a la vez, como un
esfuerzo por ir más allá de las limitaciones de la escena porteña y una manera de aguijonear el
deseo de probarse a sí mismo en un nuevo contexto. El sentido de desplazamiento, vulnerabilidad
y malentendido creativo que surge siempre que uno se asienta en un nuevo lugar terminaría siendo
el factor central de su obra en los años siguientes.
Una de las primeras obras producidas en esa residencia, Accident in Rotterdam, fue un avance
decisivo hacia una práctica más conceptual y un alejamiento de las obras más esculturales u
objetuales producidas en Buenos Aires. En Accident in Rotterdam, dos autitos de juguete chocan
en la intersección producida en el piso del estudio por la sombra de una ventana. Una vez más, las
referencias abarcan desde la literatura (Edgar Allan Poe), hasta la sensación de ansiedad que se
tiene al cabo de una separación, tamizadas por un sobrecogedor sentido de desgracia, dado que el
accidente y la suerte se encuentran una vez más en un lugar improbable. Esta obra, quizás, más
que ninguna otra, sugiere la existencia de un mundo paralelo al nuestro, y que si lo buscamos lo
suficiente lo vamos a encontrar. Aquí hay un pasaje del Macchi productor de objetos ansiosos al
Macchi vidente de un mundo misterioso que se encuentra justo debajo de la superficie de la
banalidad. Esta habilidad para encontrar lo significativo en las cosas cotidianas tiene muy poco que
ver con un lenguaje formal y todo que ver con un refinamiento de la sensibilidad y con un ojo capaz
de detectar lo extraordinario en lo trillado.
Macchi llama a este tipo de noticias “música incidental”, en referencia a las bandas sonoras de las
películas que ayudan a crear un clima, pero que nunca pasan de ser música de fondo. La
instalación Incidental Music, de 1997, resultó clave en la articulación del desplazamiento de esa
música, desde el fondo al primer plano; además, fue la primera vez que la música pasó a ser un
elemento esencial de la obra de Macchi. En Incidental Music, una enorme selección de estas
historias de accidentes y hechos violentos, tomadas de la prensa popular, aparece pegada en tres
grandes hojas de papel. Las historias están dispuestas en líneas rectas de modo tal que forman
notaciones musicales. Los pequeños espacios que se generan en los renglones donde una historia
termina y otra comienza son la base de una composición que puede escucharse con unos
auriculares que cuelgan del techo. Mientras el espectador sigue con los auriculares la tranquila
composición estilo Satie, se crea un ciclo perceptivo entre la belleza formal de la obra y la
naturaleza sangrienta y aleatoria de las historias. La música misma está tomada por la tensión
entre intención y accidente, dado que las notas surgen de una decisión que nada tiene que ver con
las leyes de la composición; aún así, no podemos evitar buscarle un propósito y un sistema a esa
música con tanto empeño como intentamos encontrar una razón que explique la existencia de
estas historias y un modo de justificarlas o entenderlas.
El uso que hace Macchi de la música señala nuevamente una diferencia fundamental respecto del
tropo musical en la modernidad, considerado entonces la forma de arte ideal y más pura. Al
generar música a partir de historias sensacionalistas de violencia, o con delgadas hebras de
cabello humano (A.B.) o mediante la disolución de las notas con gotas que podrían ser de lluvia o
lágrimas (La Tempesta), Macchi se vale de la música casi como de un ready made cultural, como
de un imán al que se adhieren estereotipos y atribuciones personales y colectivas. En la obra Time
Machine, de 2005, hace un loop con finales de películas de Hollywood de la década del cuarenta,
de modo de crear la banda sonora de una película de terror a partir de los heroicos cierres de los
films originales.
El traslado de Macchi a Rotterdam en 1996 fue crucial: allí adoptó una más clara actitud
de flâneurfrente al mundo que lo rodeaba, como si se hubiese convertido en una antena capaz de
sintonizar el potencial absurdo de la vida cotidiana. Con la serie Monoblock, Macchi había
descubierto la potencia poética que reside en el acto de sustraer el texto de las hojas impresas, de
modo de dejar en éstas una profunda ausencia (si es posible el oxímoron). En la serie de mapas
recortados, Macchi creaba nuevamente la metáfora visual de un mundo de ausencia y añoranza.
La Guía de la inmovilidad es una guía de la ciudad de Buenos Aires a la que le han extraído todas
las manzanas; sólo queda un remanente esquelético de la ciudad. En un cierto nivel, estas
sustracciones ponen de manifiesto la inversión entre primer plano y fondo que se da en la mayor
parte de la obra de Macchi. En este caso, en un nivel a la vez formal y de contenido. La
transparencia del papel genera una contaminación visual a causa de las manzanas faltantes; al
mismo tiempo, ciertas expectativas son defraudadas, pues es el camino mismo el que se
transforma en destino, en la medida en que no hay edificios ni puntos de referencia, sino sólo
líneas de conexión.
La idea de mapa psicológico o de recorrido por la experiencia de una ciudad fue concretada
en Buenos Aires Tour, proyecto en colaboración con la poeta María Negroni y el compositor
Edgardo Rudnitzky, asiduo compañero de trabajo de Macchi a partir de entonces. El proyecto
marcó el regreso de Macchi a Buenos Aires después de muchos años en Europa. Este libro-guía
alternativo de Buenos Aires fue para él la manera de renegociar y redescubrir su propia ciudad.
Más que una ciudad vacía, Buenos Aires Tour representa un camino a través de distintos barrios y
experiencias intensas. Si bien es cierto que, dentro del arte contemporáneo, la producción de
mapas se ha convertido prácticamente en un cliché, la aproximación que hace Macchi a su entorno
debe más a la necesidad de encontrar una estructura capaz de contener sus ambivalentes
reacciones al entorno que al intento de ilustrar un determinado fenómeno social o cultural. El libro-
guía, en Buenos Aires Tour, subvierte todo lo que podríamos esperar de una guía turística: incluye
hasta el facsímil de una nota escrita por un suicida y encontrada en una de las caminatas.
Más o menos por la misma época en que trabajaba en Buenos Aires Tour, Macchi se dedicó a
realizar otro cuerpo de obra que implicaba caminar por la ciudad recogiendo rastros. Víctima
serial representa uno de los ejemplos más contundentes de una sensibilidad librada a su propia
suerte en la ciudad. Varios tipos de inscripciones y señalizaciones urbanas fueron filmadas en una
secuencia de la que resulta un mensaje violento, paranoico y amenazante. Lo que el mensaje da a
entender es que todo el mundo efectivamente está ahí afuera para agarrarte, es sólo cuestión de
saber leer los signos. Este paulatino y selectivo filtrarse de un contenido emotivo en textos
funcionales o comerciales se produce también en muchas obras hechas con periódicos recortados,
en las que una frase sola queda colgando en el hueco practicado a un papel.
5. De aquí a la eternidad
Desde su primer vídeo, La flecha de Zenón, hasta el más reciente Vanishing Point, Macchi se ha
interesado por las representaciones del infinito. En el vídeo, la paradoja de Zenón se traduce
elegantemente a la cuenta regresiva del comienzo de una película, de modo tal que la subdivisión
del último segundo retrasa indefinidamente el inicio del film. Un principio similar se aplica
en Vanishing Point, donde el diseño del empapelado parece desaparecer en el ángulo de dos
paredes. En ambos casos, la comprensión lógica del infinito queda explicada y contradicha
simultáneamente por aquello que tenemos delante de nuestros ojos.
La representación visual del infinito es uno de los grandes problemas que han acosado a
científicos, artistas y filósofos durante siglos. La imposibilidad de encontrar un equivalente visual de
la idea de una extensión continua y sin fin de nuestro espacio físico demuestra que cualquier
intento de hacerlo se revelará de inmediato como algo limitado e incompleto. Estas obras en las
que Macchi arma una estructura mental para hacernos pensar el infinito mientras vemos el infinito
plantean una de las preguntas centrales de su producción. Si no podemos confiar en que nuestros
ojos nos digan la verdad, porque el conocimiento no puede ser probado por medio de la visión,
¿cómo podemos aspirar a organizar el mundo visualmente si estamos desgarrados entre lo que
sabe nuestra mente y lo que ven nuestros ojos? La obra de Macchi parecería sugerir que si bien no
podemos confiar en lo que vemos, es lo único en lo que podemos apoyarnos. Lo que ves
ciertamente no es todo lo que hay, pero es un punto de partida tan bueno como cualquier otro.
El último verano
María Gainza, catálogo del envío argentino a la Bienal de Venecia, Buenos Aires | 2005
A veces las obras de Jorge Macchi se nos aparecen como una larga carta de amor. De ésas que
uno podría encontrar escondidas entre las páginas de un libro viejo en la biblioteca de una casa
alquilada durante la temporada de verano. Son obras sobre la fragilidad de las cosas, sobre lo que
queda del día, aleteos lejanos de quejumbrosa belleza. Hechas de ausencias que sobrevuelan la
escena tan o más poderosamente que las presencias. Imágenes tristes que encarnan esa
sensación inexorable de estar encerrado dentro de nuestra cabeza que es la soledad.
En el trabajo de Macchi la palabra clave es desprendimiento. Macchi empieza con poco, con lo que
las olas dejan al romper sobre las orillas de nuestra conciencia, y termina con menos. Es un artista
de la pérdida y de la nostalgia que ha construido una obra que nos provoca la sensación de estar
en un lugar absolutamente privado y altamente secreto y, de golpe, sentir que alguien más está
ahí. Es una presencia íntima sin ser personal. Como un antiguo amante a quien no veíamos hace
años. O mejor dicho, como su fantasma.
Diciembre
O el instante en que la ola crece
Hay cosas en este mundo que hacen pensar en Macchi: la estela blanca que deja el avión a chorro
al perderse entre las nubes, los círculos que reverberan en el agua una vez que la piedrita se
hundió, el perfume evaporado que persiste pegado a las paredes de un frasco de vidrio. Es un
efecto más que un resultado. Si fuera una viruela, no serían las marcas sobre la piel sino la
sensación de debilidad en las piernas por haber guardado cama. Es lo que permanece, vibrando.
Porque cada obra de Macchi captura algo que ha perdido solidez. Su material no es la síntesis, ni
el esqueleto de una idea, sino su fantasma: el zumbido del mosquito en algún lugar detrás de la
oreja, que al tiempo que nos paraliza, nos advierte que darnos vuelta sería inútil, tanto como
intentar rascarnos nuestra propia espalda.
Es una sustancia que se escurre entre los dedos en el instante mismo en que intentamos cerrar el
puño. En Macchi, nunca es la forma lo que hace el espacio sino el espacio lo que deshace a la
forma, hasta pulverizarla. Las páginas de los avisos fúnebres de Monoblock fueron caladas hasta
borrar, una a una, todas las palabras. El nombre, el último hilo que sostiene a las personas en el
mundo, se esfuma. Quedan unas grillas filiformes tiritando sobre la pared, edificios, ciudades,
cementerios que evocan el espectro escuálido de la existencia.
Y sin embargo el elemento fantasmal, el aliento en la nuca de sus obras, apenas asusta. No hay
nada de siniestro ni de aterrador sencillamente porque ellas no han nacido del miedo sino de la
tristeza. EnMar Muerto, laten sobre la pared, como la melancólica radiografía que registra una
enfermedad, las sombras de unos vasos que contienen sal. En Vidas Paralelas, dos vidrios se han
roto exactamente de la misma manera: marcas de nacimiento, líneas de la palma de una mano que
se abren y cicatrizan en puntos idénticos, ríos de dolor que corren por cauces gemelos. Si el
hombre es irremediablemente una isla, estas parejas se nos presentan no tanto como personajes
separados de una misma vida, sino como elementos de una realidad en tándem, en la que ninguno
podría existir sin el otro. En Still-songlas luces de una bola plateada que giraba dentro de una
habitación han perforado con agujeros la pared. Son las huellas de una fiesta que terminó y no
volverá a suceder. Quizá una felicidad que se prolongó un minuto de más, tal vez una luz
demasiado intensa que sobreexpuso el recuerdo sobre el muro como cuando el sol quema círculos
en el césped.
Y ocurre que para encontrar su forma más acabada, cada una de las obras de Macchi ha
necesitado de un corrimiento mínimo. Ese que sucede cuando, de repente, la ola comienza a
trepar. No son los grandes cataclismos, los cambios bruscos de presión ni las descompensaciones
abismales los que producen sus imágenes, sino más bien un sacudón imperceptible. Un
desplazamiento silencioso. Tan aparentemente inofensivo pero implacable que recuerda la aguja
del reloj que de a saltitos milimétricos va empujando los días.
Hay un clima de lluvia, de eterna lluvia irlandesa, como en Mercier y Camier de Beckett, que en la
obra de Macchi alcanza el status de una idea metafísica. Una quietud misteriosa, una gravedad o
calma. Un segundo antes: todo parecía desmoronarse. Un segundo después: la situación se ha
estabilizado. En Les feuilles Mortes, las líneas de un cuaderno se vienen a pique. Precipitándose
hacia el suelo capturan la irreversible propensión de los cuerpos a pasar del orden al desorden y
luego, quizá, a desvanecerse en el aire. Y sin embargo, en The Speaker’s Corner, donde las
comillas se hamacan sobre la pared mientras envuelven citas vacías, en Blue Planet, donde los
continentes del mapa han sido barridos por el agua, el desorden no surge como la negación del
orden, sino, y principalmente, como la condición ordinaria de todo movimiento: el resultado de la
mezcla automática y azarosa de las moléculas que andan sueltas por ahí. La fuerza del mundo
de Macchi estriba en que éste nace precisamente en el instante mismo en que asume su
desequilibrio.
Curiosamente, la obra de Macchi no es sólo el registro de una emoción sino el espacio mental
donde se desenvuelve una lucha: entre la destrucción de la imagen y la búsqueda de la imagen
posible. Jacques Dupin, el poeta, decía: “En el bosque estamos más cerca del leñador que del
caminante solitario. No es un espacio atravesado por los rayos del sol y el canto de los pájaros
sino su futuro escondido: trozos de madera. Todo se nos da para ser forzado, para casi destrozarlo
–y destrozarnos a nosotros mismos”. Como si la imagen sólo pudiera nacer cuando todas las
chances para la vida han sido destruidas, Macchi explora los márgenes, los finales, los desechos,
lo que queda atrás. Es una cuestión de mantener una vigilia silenciosa sobre el mundo hasta el
último momento, hasta que éste comienza a quebrarse por la presión que se ha colocado sobre
sus espaldas. Entonces Macchi recoge las astillas.
Enero
O el sonido del agua al romper contra la arena
Si uno de los fuertes del trabajo de Macchi es la rapidez y limpieza de pensamiento -cómo une dos
puntos de una idea sin que el pulso le tiemble y sin necesidad de florete- el otro, a decir verdad, es
su consecuencia inexorable: porque habiendo sido reducidas a lo esencial, despojadas de
ornamento, las obras de Macchi dan el mismo placer formal que la música. Y entonces se
comprende que en realidad el artista está interesado en problemas que se extienden fuera del
campo de las artes visuales y que lo que él ha emprendido, desde hace ya varios años, es un
enorme proyecto poético.
Por eso en sus obras, así como en la poesía, los cruces entre la imagen visual y la acústica se
suceden. Hay obras silenciosas que aluden a la música de manera directa: en Nocturno los clavos
sobre un pentagrama parecen el intento desesperado por retener una melodía; las hay
abiertamente musicales: en La Ascensión, una cama elástica colocada debajo de un fresco
veneciano registra la Ascensión de la Virgen María y, como el parche tirante de un bombo, evoca
el golpe del mazo, mientras la música de una viola de gamba recrea tristemente el esfuerzo del ser
humano por ganar la inmortalidad: el salto torpe, su breve estrellato y su inevitable caída a la tierra;
y finalmente hay obras sin acompañamiento musical ni referencias directas, y que aún así
parecieran esconder un metrónomo silencioso que marca su ritmo interior. Fuegos de
Artificio captura la explosión de la huella de un zapato: una de esas obras en las que las pausas y
los hiatos visuales parecieran, más que romper la cadencia musical, suceder bajo su influencia. O
bien Horizonte, donde los resortes que sostienen una fotografía del mar se vuelven las ondas de
un misterioso instrumento de cuerdas, y el horizonte, una fermata, la notación que en una partitura
suspende o prolonga el sonido por más tiempo del establecido.
Cuando éramos niños nos decían que si colocábamos un caracol sobre nuestra oreja podríamos
escuchar el rumor nocturno del mar. Más tarde, descubrimos que, en realidad, lo que sucedía era
que, por su forma, el caracol podía amplificar las vibraciones de los sonidos más leves de un lugar:
el aire que peina la hierba del jardín, la respiración de un perro durmiendo al sol, una cortadora de
pasto a lo lejos. No serían otra cosa las obras de Macchi, amplificadores que captan y reproducen
ruidos que en condiciones normales el oído humano pasaría por alto. Obras como noches que
propagan a través de kilómetros el susurro más tenue, los roces ligeros que provocan las cosas
olvidadas: la música ambiente del universo.
Febrero
O lo queda cuando la espuma se retira
El filósofo Richard Wolheim solía pasar cuatro horas por reloj frente a una obra. Escribió:
“Desarrollé una forma de mirar las pinturas que consumía enormes cantidades de tiempo pero a su
vez era sumamente gratificante. Llegué a reconocer que generalmente me llevaba por lo menos
una hora desembarazarme de todas las asociaciones dispersas y percepciones erróneas, de ahí
en adelante cuanto más tiempo me quedaba, más parecía que la pintura me entregaba su secreto”.
Las obras de Macchi, en cambio, no exigen de tanto tiempo frente a frente porque más que una
mirada intensa son imágenes que necesitan una absorción. Y en eso se acercan poderosamente a
la literatura. Tanto que al final uno comienza a presentir al artista como el creador de ficciones
visuales.
Días después de ocurrido el encuentro sus obras crecen en la memoria. Rebotan por las
habitaciones de la mente en cámara lenta como objetos dentro de una nave espacial. Son
imágenes que podrían ser tapas de libros en su poder de condensar historias pero no, son más
bien lo que encontraríamos al abrir el libro si uno pudiera, literalmente, destilar el relato hasta dar
con su esencia.
Cada persona con una identidad coherente está, a cada momento, narrándose a sí misma la
historia de su vida, siguiendo el hilo de su propio relato. En el amor olvidado, el tiempo que no
volverá, las almas gemelas, las historias policiales, los derrumbes, los encuentros azarosos, los
accidentes, Macchi encuentra imágenes para contar las historias que lo habitan. Y al hacerlo
atrapa algo de su antiguo perfume.
Pero las buenas historias no tienen un principio, un medio y un desenlace sino que tienen un
principio que nunca deja de empezar o más bien, un final que nunca deja de terminar. En el
mensaje de feliz cumpleaños publicado en el diario de Historia de amor, flota desamparado el
recuerdo, un barquito de papel en el océano del tiempo; la bolsa sobre el espejo de un armario
busca desahuciada atrapar un reflejo sin darse cuenta que ese mismo gesto terminará por
sofocarlo. Porque la de Macchi es indudablemente una ficción que medita sobre la incomunicación.
Sobre lugares donde, más allá del lenguaje que refleja una concepción del mundo y que supone
relaciones humanas, no queda más que la singularidad, lo inexplicable, lo indecible. Pero también
la realidad incontestable de la existencia.
El universo está hecho de historias, no de átomos. Eso parecen murmurar las obras de Macchi. En
Los sueños de Einstein, Alan Lightman relata cómo en 1905 un oficinista en Berna que está por
terminar un trabajo al que llama Teoría especial de la Relatividad, cada noche, durante treinta días,
tiene un sueño diferente: en cada uno de ellos el tiempo opera de manera distinta. En uno el
tiempo es circular, las personas repiten sus triunfos y errores una y otra vez; en otro no hay tiempo,
sólo momentos congelados. Es un libro que investiga la naturaleza de la posibilidad y del azar, algo
que a Macchi también lo desvela. Pero alejado del pragmatismo de aquel protagonista de Lightman
que describe la tristeza como “nada más que un poco de ácido transfigurado en el
cerebelo”, Macchi ha decidido habitar un lugar donde una verdad emocional puede tener la misma
solidez que una verdad científica.
Marzo
O de espaldas al mar
Las obras de Macchi son lo que un instante después se vuelve pasado. En un episodio de la
serieTwin Peaks de David Lynch, los demenciales hermanos Horn, echados en las cuchetas de
una cárcel, recuerdan su infancia. Entonces sus ojos se pierden en la imagen nublada de Louise
Dombrowski, una chica que con tan sólo una linterna revoloteando en su mano, baila como la llama
embrujada de una vela en una habitación oscura. Ese recuerdo que años después sigue
hipnotizándolos es el fantasma del amor. Y lo que hace que uno de ellos se pregunte acaso lo
mismo que nos preguntamos cada vez que nos paramos frente a una obra de Jorge Macchi: Oh,
hermano, ¿en qué nos hemos convertido