Historia de Las Religiones Antiguas - Oriente, Grecia y Roma

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HISTORIA

DE LAS
RELIGIONES ANTIGUAS

ORIENTE, GRECIA Y ROMA


r
]osé María Blázquez
Jorge Martínez-Pinna
Santiago Montero

HISTORIA
DE LAS
RELIGIONES ANTIGUAS

ORIENTE, GRECIA Y ROMA

TERCERA EDICIÓN

CÁTEDRA
HISTORIA. SERIE MAYOR
1.• edición, 1993
3.• edición, 2011

La publicación de esta obra ha mere·


ciclo una de las Ayudas a la Edición del
Ministerio de Cultura para la difusión
del Patrimonio Literario y Científico
español.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido


por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las
correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para
quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística
o científica, o su transformación, interpretación o ejecución
artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada
a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

©José María Blázquez, Jorge Martínez· Pinna, Santiago Montero


Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 1993, 2011
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 20.226-2011
l.S.B.N.: 978-84-376-2861-5
Printed in Spain
Impreso en Anzos, S. L.
Fuenlabrada (Madrid)
Prólogo

Bajo la denominación de «Ciencias de las Religiones» (Religionswissenschaft) los es-


tudios sobre religión y religiones cuentan con una tradición universitaria en países
de Europa y América que, en algunos casos, remontan a finales del siglo pasado.
Así, por ejemplo, en el College de France de París se dictaba ya el primer curso de
«cultos no cristianos» pocos años antes de que, en 1886, fuera creada la «V séction de
l'École Pratique de Hautes Études» de La Sorbona correspondiente a las Ciencias Re-
ligiosas. Por entonces dicha materia comenzaba a ser impartida regularmente en las
universidades de Leiden, Oxford y Copenhague y, algo más tarde, en Roma.
Un hito importante en la historia de estos estudios fue la celebración del primer
congreso sobre «Ciencias de la Religión» en Estocolrno, en 1897, y el primero sobre
«Historia de las Religiones» en París en 1900. La publicación de la Revue des Religions
(fundada en 1889) y, poco después, de la célebre Enryclopaedia of Religion and Ethics
(edición de J. Hastings) en 1908-1921 contribuyó a impulsar la disciplina en no poca
medida.
Los estudios de Ciencias de las Religiones constituyen un campo específico de in-
vestigación y analizan su propio objeto de análisis bajo diferentes perspectivas: dia-
crónico-histórica, descriptivo-fenomenológica (comparativa), sociológica (antropo-
logía cultural, sociología y psicología de la religión) y filosófica-hermenéutica. El
estudio de las religiones ha sufrido un proceso de fragmentación en disciplinas des-
conectadas unas de otras, razón por la cual, tiende -todavía tímidamente- a pro-
moverse un estudio interdisciplinar de la religión y de las religiones. Ello contribuye
no sólo a conocer la naturaleza y desarrollo histórico de las mismas, sino que aporta
un notable caudal en orden a la comprensión del hombre y de la sociedad en el pasa-
do y en el presente.
Un ejemplo de ello lo constituye la Historia de las Religiones, que tiene corno ob-
jeto las manifestaciones, en la universalidad del tiempo y del espacio, de aquella acti-
tud humana que calificarnos de «religiosa>>. Corno su propia denominación indica, la
tarea que se le asigna en principio parte de los hechos debidamente constatados o estable-

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ciclos que, como recientemente ha sido observado, deberá ordenar y coordinar, ade-
más de reconstruir conjuntos de doctrinas, creencias, prácticas e instituciones histó-
ricamente atestiguadas o positivamente verificables. Esta disciplina utiliza un méto-
do propio, el método histórico-comparativo, cuyo cometido es buscar los procesos y
los ambientes culturales en los que los hechos son reales y como tales objeto de histo-
ria. Sin embargo, una vez determinados y examinados en su diversidad y particulari-
dad, hechos y sistemas religiosos exigen ser confrontados entre sí, «comparados»,
buscando así -como ha sido apuntado- la acción que hayan podido ejercer los
unos sobre los otros, intentando separar los rasgos o elementos parecidos, análogos o
comunes. Aún estamos lejos de que el uso del método comparativo llegue a generali-
zarse y el estudio de una religión suele casi siempre realizarse desde el marco de la ci-
vilización en la que ésta nace. Pero por lejano que esté debemos confiar en que llega-
rá el momento en que los investigadores de esta disciplina utilicen lenguajes y meto-
dologías comunes que permitan explicar cada religión menos en sí misma que por
referencia a su formación.
La historia más reciente pone continuamente de relieve la importancia de la reli-
gión como factor político y social y la consiguiente necesidad de impulsar el estudio
de esta disciplina, ya que el conocimiento científico del hecho religioso es impres-
cindible para la comprensión de la cultura de los pueblos.
En España la situación de estos estudios es, todavía, muy incipiente, si bien es
preciso reconocer avances importantes en los últimos años, tales como la inclusión
de asignaturas relacionadas con la Historia de la Religión en los nuevos planes uni-
versitarios, la creación del Instituto de Ciencias de las Religiones en la Universidad
Complutense de Madrid o la reciente constitución de la Sociedad Española de Cien-
cias de las Religiones. Las carencias existentes no se corresponden, no obstante, con
la reclamación de los estudios sobre religión que demanda nuestra sociedad y a la que
pretende, de forma muy modesta, atender la presente obra.

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PRIMERA PARTE

ORIENTE

JosÉ MARiA BLÁZQUEZ


CAPÍTULO PRIMERO

La religión sumeria

Los sumerios procedían probablemente del norte de Mesopotamia, y se instala-


ron en la región meridional del país. Hablaban una lengua no semita. Pronto los aca-
dios, que eran semitas, llegados del desierto de Siria, penetraron poco a poco en el
territorio de Sumer y se fueron fusionando lentamente con los sumerios. Hacia el
año 2375 a.C., Lugalzaggisi de Umma unificó la mayoría de las ciudades-templos.
Poco después Sargón de Acad impuso su hegemonía, pero la civilización sumeria
pervivió, ya que los reyes sumerios se proclamaron tributarios del nuevo conquista-
dor. El imperio de Sargón 1 fue destruido después de un siglo por los guti, que noma-
deaban por la región del alto Tigris. Un siglo después los monarcas de la 111 dinastía
de U r lograron deshacerse de los guti, inaugurando un periodo que coincide con el
siglo de oro de la civilización sumeria.
El imperio sumerio se hundió ante el ataque de los elamitas por el este y de los
amorreos, que procedían del desierto sirio, por el oeste. A partir del año 1763 a.C., el
monarca amorreo de Babilonia, Hammurabi, trasladó el centro de su imperio a su
ciudad. Los casitas un siglo después amenazaron a los amorreos, hasta su triunfo de-
finitivo en 1527.

EL PANTEÓN SUMERIO

Los dioses mesopotámicos se diferenciaban notablemente de los egipcios. Los


primeros son antropomorfos y actuaban en la naturaleza, mientras que los segundos
eran de aspecto total o parcial animal, aunque también los hay de forma humana. En
Mesopotamia se produjo una especialización y una jerarquización del panteón, así
como una diferente valoración según las distintas ciudades sumerias, como resultado
de una especulación teológica de varias escuelas ligadas entre sí. En Mesopotamia

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dos divinidades no tienen el mismo carácter, y así los que personificaban los fenó-
menos de la naturaleza eran de sexo masculino, mientras que al femenino correspon-
dían las diosas de la fecundidad.
En el Oriente antiguo son raros los dioses de carácter celeste. Donde recibieron
culto fue entre los semitas occidentales, entre los cuales el primer puesto por su difu-
sión lo obtuvieron El y Elyon de Beirut, Baal Samin de los arameos y Y ahveh. En
Egipto el gran dios celeste era Horus, con el que se identificaba el faraón.
El norte de Siria y Anatolia son las tierras donde los dioses atmosféricos gozan de
más predicamento. A este grupo pertenece el dios hurrita Tesub, los luvitas Patta y
Tarkhunta, el amorreo Hadad, adorado también en Mesopotamia con el nombre de
Adad, el protohitita Taru, todos ellos manifestaciones del gran dios de la tempestad,
cuyo atributo es el rayo y su símbolo el toro. Acabaron por convertirse en dioses cós-
micos y salvadores. Su culto estuvo muy extendido, como lo indican sus imágenes:
de Jekde al norte de Alepo, fechada en el siglo VIII o VII a.C.; de Arslan Tash, de
tiempo de Tiglath-Pileser III (744-727 a.C.); de Til Barsib del siglo XII-XI a.C. y una
segunda pieza muy parecida a la anterior pero sin toro, etc.
La escultura, la glíptica y la arquitectura son las únicas fuentes de la religión su-
meria para el periodo protohistórico, ya que la escritura comenzó hacia el año 3000
a.C. Después de esta fecha, además de las tres fuentes anteriores, las inscripciones vo-
tivas de los soberanos y de fundación, así como las tablillas de carácter económico
que mencionan ofrendas religiosas, los himnos, lamentaciones, augurios y los textos
religiosos aportan datos muy preciosos sobre la religión sumeria.
Fuente importante para la teología sumeria son las listas de los dioses, como la de
Fara (2600 a.C.), la de Abu Salabikh (2550 a.C.), la de Nippur (1900 a.C.), la de Isin
(1900 a.C.), la de Larsa (1800 a.C.) y la de Babilonia (1200-600 a.C.). Las dos prime-
ras datan del periodo sumerio. Las listas de Salabikh y de Ebla demuestran que a me-
diados del III milenio el panteón sumerio estaba ya clasificado jerárquicamente. El
Himno del cielo y de la tierra es un compendio de las concepciones religiosas de todo el
Creciente Fértil.
El panteón sumerio está formado por un grupo de divinidades principales con
sus atributos, y por un segundo grupo de dioses secundarios. La tríada divina está in-
tegrada por An, Enlil y Enki, que corresponden a los estratos cósmicos: el cielo,
donde gobierna An, la tierra es el dominio de Enlil y el fundamento de lo anterior
pertenece a Enki.
En la mentalidad sumeria estaban siempre presentes los aspectos masculino y fe-
menino, por eso a cada dios correspondía su pared ro. La paredra de An era probable-
mente la tierra. An fue venerado en Uruk, su nombre significa «el cielo» y su símbolo
era la estrella; se le atribuía el número sesenta, base del sistema aritmético sumerio.
A Enlil, cuyo número era cincuenta, se le consideraba el señor del aire y residía en
una montaña, entre los vientos y la tempestad; era el legislador y se le representaba
como un guerrero. La ciudad de Nipp. ·era el asiento principal de su culto y su espo-
sa era la diosa Ninlil. Enki es el tercer d. 'S de la tríada. Era el señor de la tierra, cuya
base es el océano, que es el primer plano; la parte inferior de la tierra y las aguas sub-
terráneas el lugar donde van a parar los muertos, donde después reinará Nergal; su
número sagrado era el cuarenta y su templo se encontraba en Eridu.
An era el dios supremo, que rara vez se relacionaba con los hombres. Enlil es el
vigilante de las normas que rigen la comunidad de los mortales; siempre estaba pre-

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parado para enviar el diluvio a la humanidad. Enki es la justicia, el equilibrio y la in-
teligencia dinámica, favorece la colaboración entre los dioses y los hombres; asimis-
mo este dios sugiere la construcción del arca, para salvar animales y una familia hu-
mana.
La segunda tríada es de carácter astral y está formada por Zuen, con la luna como
símbolo; Ud, representado por el sol, y la diosa Inanna, cuyo símbolo es la estrella de
la mañana. Estos astros eran la representación sumeria del mundo. Sus giros medían
el tiempo y contribuían a la conservación del universo. Esta tríada era una segunda
manifestación de la luz, encarnada en An. En la mitologia sumeria, An es el padre de
Zuen y de Ud, tenido a veces por hijo del anterior, y hermano de Inanna. Los núme-
ros de estos dioses eran treinta para Zuen, veinte para Ud y quince para Inanna.
Zuen era llamado también Nanna, cuyo primer elemento significa señor del conoci-
miento, y el segundo señor del cielo. Su esposa era Ningal, la Gran Señora, y su lugar
de culto la ciudad de Ur.
Ud era el dios dispensador de la vida. Es el señor de la luz, de la inspiración y de
la inteligencia. Es la gran justicia que escudriña todo. Es el sol que surge, y entonces
se le denominaba Babhar, «el rey brillante». Sus símbolos eran el disco y la rueda, ge-
neralmente de cuatro rayos. Su esposa era Aa, con el significado del agua como fuen-
te de la vida. Ud se veneraba en Zimbü y en Ararma. Estos dioses astrales, que se
mueven según ciclos regulares, llevaron a los sumerios a una concepción cíclica del
universo, a la idea del eterno retorno.
Inanna, simboliza los dos aspectos del comportamiento de la vida, la lucha del
hombre y la reproducción en el caso de la mujer. Era la señora de la fertilidad. Los
textos acadios la asimilan a Ishtar. Inanna, morada celeste, se asocia a Dumuzi, dios
que muere y que resucita. En Uruk se construyó el templo de Inanna.
El panteón sumerio conoció otros muchos dioses, uno es Nergal soberano de los
infiernos y esposo de Ereshkigal, la hermana de Inanna; la diosa Gula protectora de
los médicos; la diosa Nagi o Narise, patrona de los seres que habitan el agua dulce; la
diosa de los escribas y de la escuela, también diosa del campo, Nidabe; Ninurta, pa-
trono de los artesanos y asimismo dios guerrero; Ningirsu de Lagash, protector de la
vegetación y esposo de Bau. Esta mitología no estaba reñida con un buen conoci-
miento del cosmos y de la naturaleza por los sumerios.
La religión sumeria hunde sus raíces en una etapa muy anterior. Característica de
la religión sumeria es la concepción antropomórfica de los dioses, demostrada por el
vaso cultual de Uruk III (2900 a.C.) en el que se representa a la diosa Inanna bajo for-
ma humana. Los dioses del panteón sumerio son cerca de quinientos. No todos reci-
bían culto en la misma ciudad, ni tenían la misma importancia. Los sumerios desco-
nocían un panteón unitario, debido a la estructura política de sus diferentes ciuda-
des-Estado. Cada ciudad tenía un panteón propio, aunque los centros religiosos más
importantes y antagónicos fueron Nippur y Eridu, que tuvieron creencias religiosas
diversas. La mitología descubre la lucha de los dioses entre sí.
Los sumerios han proyectado su sistema estatal monárquico en el mundo celeste.
Los dioses sumerios principales se asignaron desde el principio varios cometidos.
Esta concepción se encuentra también en el mito babilonio de Atramkhasis.

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Los MITOS

Los mitos sumerios tratan el origen de los dioses, del mundo, del hombre y de su
destino, y de la vida de ultratumba. La diosa Maunmu era la más primordial, la ma-
dre que engendró por partogénesis el cielo (An) y la tierra (Ki), y la que dio a luz a
todos los dioses. Esta primera pareja se unió en matrimonio sagrado; de su unión na-
ció Enlil.
En cuanto al origen del mundo, los mitos sumerios rara vez tratan del origen del
cielo y de la tierra. Las dos escuelas teológicas de Nippur y de Eridu tienen concep-
ciones diferentes. Según la primera, antes de que comenzara a existir el cielo y la tie-
rra, subsistía un mundo embrionario, que contenía la vida en estado latente. De estos
fueron engendrados An, el cielo, y Ki, la tierra. La teología de Nippur aceptaba tres
principios vitales: cielo, agua y tierra, que están en el origen del mundo divino.
La teología de Eridu ofrece un sistema más sencillo y coerente. Admite un doble
principio vital de todo: el agua dulce, Abzu, y el agua del mar, Tiamat. De su unión
se originaron el cielo, la tierra y el agua, que engendraron a Enlil y a Enki. Sobre el
origen de los otros dioses se tienen pocos datos.
La mitología sumeria es pobre en alusiones cosmogónicas. Algún fragmento en-
seña que Enlil separó a sus padres, An se llevó el cielo y Enlil se llevó la tierra.
La teología de la escuela de Eridu no se interesa en la constitución del universo,
al revés de la de Nippur. Después de que Enlil separó el cielo y la tierra, pudo formar
el firmamento. De su unión con Ninlil se engendró el dios Nanna, la luna, y los
otros dioses. Dos mitos cuentan uno el matrimonio del dios de Nippur con la hija de
Nunbarshegunu, y el otro, del dios con la diosa. Enlil se unió tres veces con Ninlil,
que dio a luz sucesivamente a Nergal, a Ninarzu, y a Erbilulu. De la unión del primer
hijo de Enlil, Suen-Ashimbabbar, con Ningal nacieron Utu. el dios sol, e lnanna, la
diosa Venus, con cuyos nacimientos se organizó el firmamento. Después Enlil hizo
que la tierra produjese plantas y animales.
La teología de Eridu ofrece otra versión sobre el origen de la vida en la tierra. En
el mito de Enki y Ninkhursag, Enki, el agua dulce, dejó en estado a la tierra; de ésta
nació la diosa Ninmu, la vegetación, y uniéndose después con la hija engendró Nin-
khurra, la fibra, y de ésta Uttu, el tejido. Por generación brotan las plantas. En la teo-
logía de Eridu la fuerza vivificadora es el agua dulce, y en la de Nippur el aire.
En los orígenes del cosmos se daba la perfección y la felicidad. Todo había sido
creado perfecto. En el paraíso, Dilmu, no existían la muerte, la enfermedad y el do-
lor. Esta perfección absoluta era un marasmo, pues Enki yacía junto a su esposa vir-
gen aún. Se unió a la diosa Ningursag, a su hija y a la hija de ésta. El drama divino
viene noticiado por el hecho de comer Enki ciertas plantas, antes de haberles asigna-
do su función. Disgustada Ningursag, afirma que no mirará más a Enki hasta que
muriese. Enki se debilita progresivamente. Finalmente su esposa le sana. En este
mito el tema paradisíaco va unido a una teogonía, un drama en el que se castiga al
dios creador, que se debilita poco a poco. Su falta estuvo a punto de liquidar su crea-
ción. El mito indica también la naturaleza mortal de los dioses.
Los sumerios se interesaron más que en el tema del origen del cosmos, en su or-
ganización. En el mito de la Gesta de Ninurta, el hijo de Enlil organizó el mundo des-

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pués de destruir las fuerzas malignas. En el mito Enkiy la organización del mundo, la or-
ganización del mundo es obra de Enki, pero por encargo de Enlil.
Cuatro versiones diferentes explican en la mitología sumeria la creación del
hombre. Según una versión, el hombre, al igual que las plantas, brotó de la tierra. Se-
gún otro mito unos obreros divinos modelaron al hombre de la arcilla, y luego Mam-
mu modeló su imagen y Enki le dio vida. En un tercer mito es la diosa Anuru la
creadora de la humanidad. En el cuarto mito el hombre fue creado de la sangre de
dos dioses. El hombre fue creado para el servicio de los dioses. Este servicio era el
culto, y en cierto modo compartía con ellos la naturaleza divina.
Las solemnidades de la construcción de los templos y del Año Nuevo tenían una
estructura cosmológica.
Los hombres no eran esclavos de los dioses, sino sus colaboradores y también sus
imitadores. El hombre ha sido creado para reemplazar a los dioses en el trabajo de la
tierra. Antes de la creación del hombre, los dioses se procuraban los alimentos traba-
jando la tierra. Los sumerios, al revés de los acadios, juzgaron positivamente el traba-
jo de la tierra, que consistía principalmente en la agricultura y en la construcción de
templos. Los dioses crearon los cereales y el ganado para sacar al hombre del embru-
tecimiento. En la fiesta del Año Nuevo, los dioses fijaban la suerte del año que co-
menzaba. Estos decretos divinos determinaban el destino de todo tipo de seres.
El mundo en la concepción religiosa sumeria se regenera continuamente, pues el
orden cósmico estaba turbado por la gran serpiente, que amenaza llevar el mundo al
caos, y por las faltas de los hombres. Estas faltas se purgaban con ritos. La fiesta de
regeneración del mundo era la solemnidad del Año Nuevo, según el ciclo del eterno
retorno. Un rito fundamental de esta fiesta era el hieros gamos entre los dioses de la ciu-
dad, representados por sus imágenes, o entre el sacerdote, encarnación de Dumuzi y
que recibe el título de esposo de Inanna, y una hieródula. La finalidad de este matri-
monio sagrado, que unía el cielo con la tierra, era santificar la ciudad donde se cele-
braba y asegurar la prosperidad.
La construcción de un templo se consagraba con ritos importantes. Era una re-
petición de la cosmogonía, pues el templo, que era el palacio del dios, representaba la
imago mundi. En el templo dedicado a la diosa Inanna en Brak, fechado hacia el año
3000 a.C., se recogieron varios millares de figurillas en alabastro negro y blanco, con
uno o varios pares de ojos. Serían exvotos que protegían la ciudad.
Según la mitología sumeria, después de la creación del hombre un dios fundó
cinco ciudades, y las convirtió en centros de culto. Los dioses comunican a los hom-
bres los planos de las ciudades y de los santuarios. Estos planos preexisten en el cielo.
En Babilonia los planos de las ciudades tenían sus arquetipos en las constelaciones,
Nínive en la Osa Mayor, Asuren Arturo, etc. También las constituciones preexisten
en el cielo. La realeza descendió igualmente del cielo, la segunda vez después del di-
luvio. Todas estas creencias responden a la idea que las instituciones imitaban los ac-
tos revelados por los dioses al hombre.
El mito del diluvio se conoce en una versión sumeria. El hombre, que se salvó
del diluvio, se llamaba en este caso Zisudra. No habitó la tierra, sino que fue trasla-
dado al país de Dilmun. An y Enlil determinaron destruir la humanidad contra la
opinión de algunos dioses. La decisión divina llega a conocimiento de Zisudra,
quien probablemente recibe indicaciones para la fabricación del arca. Después de
siete días y siete noches, Utu, el sol, se aparece de nuevo y ante él se postra Zisudra.

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Finalmente An y Enlille conceden la inmortalidad, la vida y aliento de los dioses en
Dilmun.
El mito del diluvio, muy extendido por todos los pueblos de la tierra, se integra
en cierta manera en el ritmo cósmico. El mundo en decadencia es sumergido en la
aguas, para resurgir del caos acuático. En unos mitos la causa del diluvio son las fal-
tas de los hombres y en otros los caprichos de los dioses. El diluvio fue un castigo di-
vino, pues los hombres se rebelaron contra su destino, que era servir a los dioses. En
la Epopeya de Atrahasis, Enlil monta en cólera porque los hombres se habían enrique-
cido. En el mito mesopotámico parece suceder debido a las faltas rituales cometidas
por los hombres. En otra versión la culpa la tuvo el ruido infernal que hacían los
hombres. El cosmos debe ser recreado, pues envejece y se debilita.
Uno de los mitos sumerios más importantes es el descenso a los infiernos. El
mito comienza narrando los amores de lnanna con el pastor Dumuzi. lnanna deter-
minó bajar a los infiernos para privar a su hermana Ereshkigal de la soberanía sobre
el mundo infernal; conforme lnanna atravesaba las siete puertas, el portero la despo-
jaba de sus vestidos y adornos, hasta dejarla completamente desnuda, es decir, sin po-
der alguno. Ereshkigalla mata con su sola mirada. La amiga de lnanna, Ninshubur,
siguiendo las instrucciones que le había dado antes del descenso, informó del viaje a
los dioses Enlil y Nanna-Sin, quienes se desentendieron del asunto, pues estaba ter-
minantemente prohibido penetrar en el reino de los muertos. Enlil halló una solu-
ción. Crea dos mensajeros que envía a los infiernos con el alimento y el agua de la
vida. Éstos llegaron, a fuerza de engaños, hasta el cadáver que estaba colgado de un
clavo, y lo reanimaron. Pero los siete jueces del infierno retienen a Inanna, pues an-
tes debía traer a alguien que la reemplazase. lnanna vuelve a la tierra acompañada de
una legión de demonios, encargados de hacerla volver a los infiernos si no encontra-
ba un sustituto divino. Los demonios trataron de apoderarse de Ninshubur, pero
lnanna lo impide. Se dirigen luego a las ciudades de Bad-Tibira y Umma. Los dioses
protectores de estas ciudades se arrastran ante lnanna, quien se ablanda y marcha a
otra ciudad. Llega finalmente a Uruk donde la diosa descubre indignada que Dumuzi
se había vestido ricamente, sentado en el trono y convertido en el soberano de la ciu-
dad. lnanna fijó en Dumuzi la mirada de la muerte. Dumuzi suplicó a Utu, su cuña-
do, que le convirtiera en serpiente, y bajo este disfraz escapó a la mirada de su herma-
na Geshtinanna, y luego se refugió en un redil de ovejas. Allí le cogieron los demo-
nios, que le torturaron y le condujeron a los infiernos. Probablemente Ereshkigal
sintió compasión de Dumuzi y le permitió pasar la mitad del año en los infiernos,
siendo la otra mitad sustituido por su hermana.
En la versión sumeria parece encubrirse la idea, muy antigua, que la muerte ri-
tual, que es reversible, sigue a toda creación o procreación. Los monarcas sumerios y
acadios en el matrimonio sagrado encarnaban a Dumuzi, lo que significaba aceptar
la muerte ritual del rey.
El mito sumerio no describe el infierno. En el mito acadio Ishtar, enfurecida
porque se le prohíbe entrar en los infiernos, amenaza con derribar las puertas para
que devoren a los vivos. El agua de la vida se encontraba en los infiernos igualmente,
Ereshkigal ordena a su mensajero que lave a Tammuz, le unga con perfumes y le vis-
ta con un traje de ceremonia.
En el mito sumerio se esconde un misterio instaurado por Inanna para asegurar
el ciclo de la fecundidad universal. Se ha supuesto que el mito sumerio tenía una es-

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tructura más compleja que el acadio, donde Ishtar decretaba las lamentaciones ritua-
les anuales por Tammuz. Se llevaba a Tammuz sabiendo que a los seis meses de su
descenso a los infiernos volvía a subir. Tammuz es una encarnación de los dioses jó-
venes que mueren y resucitan. En la mitología sumeria los monarcas cada año cele-
braban la recreación del mundo, que tenía antes que ser aniquilado. Se implicaba la
muerte ritual del monarca. Las modalidades cósmicas, vida/muerte, caos/cosmos,
esterilidad/fecundidad, son momentos de un mismo proceso. Este misterio es una
explicación unitaria de la existencia humana y del mundo, ordena los ritmos cósmi-
cos, las relaciones con los dioses y el destino humano. No es posible abolir la muerte
y el hombre debe aceptar este destino. Los dioses Dumuzi y Tammuz, encarnados ri-
tualmente por los monarcas, acercan lo divino y lo humano.
Los sumerios, como todos los pueblos de la antigüedad, estaban totalmente im-
buidos en lo religioso. Así los mitos pasan incluso al arte menor. En el cilindro de
Sharkalisharri, fechado hacia el año 2200 a.C., aparecen dos héroes desnudos, acóli-
tos del dios del agua, dando de beber a dos búfalos en un país montañoso, no lejos de
una corriente de agua; es una composición mitológica, cuyo significado se nos esca-
pa. En otros cilindros acadios contemporáneos al anterior se representa a Gilgamesh
en lucha con el toro, o con el león. La glíptica acadia trató ampliamente temas de
teología y de dogmática. Frecuentemente los dioses intervienen en actividades nue-
vas. El mito de Etana se encuentra en un cilindro con este pastor subido al cielo por
un águila. Estos temas contaban con una gran tradición, como lo prueban los cilin-
dros del periodo proto-urbano: uno de ellos representa al rey-sacerdote disparando
contra sus enenmigos ante un templo; en otro el sacerdote, acompañado de dos acó-
litos, se dirige hacia un templo; un tercero escenifica el matrimonio sagrado entre el
rey-sacerdote y una diosa. En el primer periodo dinástico continúan con ligeras va-
riantes estos mismos temas.

ARQUITECTURA RELIGIOSA

Se empleó el ladrillo plano-convexo en la construcción de los santuarios en la


época de las primeras dinastías (2800-2370 a.C.). Gilgamesh se siente orgulloso de
haber construido el templo de Eanna, en honor de Anu, dios del firmamento, y de
Ishtar, señora del amor y de la guerra.
El Tell de Kafadye, en la región de Diyala, ha proporcionado una serie de tem-
plos fechados en los tres periodos protodinásticos (2800-2370 a.C.). El mayor de
ellos, asentado sobre un podio, constaba de un gran patio rectangular rodeado de de-
pendencias, todo en el interior de una muralla de planta ovalada. Los sacerdotes vi-
vían en una casa próxima durante el protodinástico III. Se excavaron cisternas para
las abluciones rituales. En la época de Uruk, una muralla rodeaba los santuarios.
Ahora se enterraron figurillas puntiagudas de carácter mágico. La mayoría de los
templos tenían la planta de la casa de atrio. El santuario en la habitación más alejada
de la entrada y de dimensiones mayores. La celia era alargada y estaba precedida de
un vestíbulo.
En la época neosumeria (2230-2000 a.C.) se creó la zigurat escalonada, que era
un templo construido sobre un pedestal. Se conocen en Sumer y Asur una docena de
estas zigurats. Urnammu dedicó una zigurat al dios luna Nannar. Era de planta rec-

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tangular con un centro fabricado de adobes revestido de ladrillos rojos. El templo se
erigió sobre una tercera terraza. Se ascendía a la primera torre por una triple escali-
nata. Posteriormente esta zigurat se convirtió en un recinto amurallado monumen-
tal. Se levantaron ahora los templos de la paredra, la diosa Nirgal y la casa de lasa-
cerdotisa, que estaba presidida por la hija del monarca reinante.
La zigurat de Ea en Eridu se construyó sobre los restos de otros santuarios más
antiguos superpuestos. Una de las características de las zigurats era su altura, que les
daba un carácter de monumento inaccesible.
En Tell Asmar, un templo estaba dedicado al monarca divinizado Shusin. Tenía
patio central con altar rodeado de estancias. La cella era poco profunda y ancha, con
nicho al fondo de la cámara para albergar la imagen del monarca divinizado.

EL CULTO Y EL SACERDOCIO

En Sumer el poder religioso impregnaba totalmente el poder político, e influía


en la economía. El rey era el representante del dios de la ciudad. El sumerio vivía en
contacto continuo con los dioses a través del culto en los templos.
Las inscripciones reales conmemoran la construcción de los templos, como los
de Eridu de planta rectangular. Al periodo proto-histórico pertenecen los templos
de Uruk, ya de mayor tamaño. Después se construyeron los templos de la 111 dinastía
de Ur, cuya forma más perfecta fue la zigurat, que es un templo de forma de torre. El
dios habitaba en la cella. Los templos no eran todos de la misma planta. Se fabrica-
ban de adobes y tenían una torre, y el sanctasanctorum, en el que sólo penetraban, al
igual que ocurría en el templo de Jerusalén, los sacerdotes. La fiesta más importante
desde el punto de vista religioso era la del Año Nuevo. Otras se celebraban en honor
de otros dioses. Se sacaban en procesión las estatuas de los dioses, y se les ofrecía sa-
crificios de víctimas o productos de la tierra. En los rituales desempeñaban un papel
importante la plegaria y el canto, acompañado de varios instrumentos musicales. El
monarca era el representante del dios y el jefe religioso, el encargado de construir los
templos, de vigilar que todo se hiciera según las prescripciones y de consultar los
oráculos. En los templos algunos soberanos colocaban sus estatuas.
Los sacerdotes sumerios se ordenaban según una jerarquía precisa, que variaba de
unas ciudades a otras. El título de sacerdote de jerarquía más alta era de señor. El sa-
cerdote dependía del cargo superior de la ciudad. La función sacerdotal superior lle-
vaba consigo la administración de los bienes del templo, que eran muy importantes
en tierras, ganados, esclavos, ofrendas y artesanos. Otros sacerdotes eran los encarga-
dos de diversos menesteres religiosos, como la purificación, recibir las ofrendas
y hacer augurios. Los templos sumerios contaban asimismo con sacerdotisas. Es-
cenas de culto se representan frecuentemente en el arte. Baste recordar la estela de
Urmammu, fechada en el siglo XVII a.C., con el monarca ofreciendo una libación
ante Ningal y en adoración ante Nannar.

18
RITUAL FUNERARIO

En las tumbas reales de Ur, se depositaron con el cuerpo de los monarcas los ca-
rros con sus caballos y demás personal de servicio, como esclavos, que posiblemente
estarían narcotizados antes de morir y ser enterrados.
Los sumerios cuidaron mucho de sus muertos. Las ofrendas en las tumbas y la
colocación de los cadáveres en ellas, indican que creían en algún tipo de pervi-
venCia.
Las religiones de fertilidad al igual que las de salvación giran en torno a dos me-
tas: alejar lo más posible la llegada de la muerte, y que cuando llegue sea lo menos do-
lorosa, y que haya algún tipo de supervivencia ultraterrena. El descubrimiento de la
agricultura, con la observación del ciclo de los vegetales, permitió al hombre antiguo
llegar a la supervivencia después de la muerte. En Oriente desde el Neolítico se llegó,
con cierta seguridad, a la creencia de haber algún tipo de supervivencia, como se de-
duce del tipo de enterramiento, aunque se desconocen las creencias religiosas que se
encuentran en la base de estos ritos. Esto se deduce de los rituales seguidos en las
tumbas reales de Ur, fechadas hacia el siglo XVII a.C. A través del ritual se puede de-
ducir que el monarca y su esposa seguían en la otra vida llevando el mismo tipo de
vida que en la presente. La presencia de los instrumentos musicales y de mujeres, po-
siblemente concubinas, indican que el sumerio imaginaba la vida ultraterrena tran-
quila y parecida a la presente, y con los mismos goces y placeres eróticos, banquetes,
cantos, etc. El común de los mortales llevaba en la ultratumba, llena de polvo y oscu-
ridad, una vida embrionaria. Depués este mundo oscuro se llenó de monstruos y de
demonios. Los muertos padecían sed. La desecación significaba el disolverse, por eso
necesitaban agua. Este mismo concepto se encuentra en uno de los textos de los sar-
cófagos, que se refiere a la identidad del muerto con Osiris, en cuanto principio
acuático, Nilo y Nun.
El primogénito debía suministrar continuamente agua al difunto. Los muertos
podían recorrer la tierra como espíritus malignos y había que librarse de ellos con
prácticas mágicas. Una concepción tan pesimista de la ultratumba se difundió igual-
mente en el Asia Anterior.

APORTACIONES DEL ARTE A LA RELIGIÓN SUMERJA

En el arte quedan reflejados mitos, ritos, imágenes de los dioses y genios, y algu-
nas características de la religión sumeria. Frecuentemente las escenas son muy difíci-
les de interpretar, al carecer de fuentes literarias que se refieran a ellas. Se espigan
algunos datos, que completan las páginas anteriores. Los dioses sumerios se manifes-
taban en el sol, en la luna, en el agua, en la tierra, en el cielo y en la tormenta. Las
fiestas celebraban los principales acontecimientos del año agrícola. La festividad re-
ligiosa por excelencia era la del Año Nuevo, que tenía lugar al cambio de la estación.
El dios, que personificaba la potencia generadora, en la estación estéril era Tammuz,
que estaba muerto. La Gran Madre y todo el pueblo se lamentaba de esta muerte o
desaparición. Durante las fiestas, el dios era liberado de la muerte. Entonces las sa-

19
gradas nupcias de la pareja divina aseguraban la fertilidad de la naturaleza en el año
que comenzaba.
Esta fertilidad está descrita en un vaso de alabastro hallado en el templo de la
diosa lnanna en Uruk, fechado en torno al año 3000 a.C. El vaso está decorado con
tres bandas superpuestas. La banda inferior va decorada con plantas y con animales,
que son manifestaciones de la diosa. En la banda intermedia se ve a unos hombres
que llevan ofrendas a la divinidad; caminan desnudos, corno siempre que se repre-
senta a un hombre ante el dios. La escena principal se desarrolla en la banda supe-
rior. La diosa recibe un cesto de frutos. Detrás de la diosa, los haces de caña identifi-
can a la diosa. Se acerca un oferente desnudo detrás de un sacerdote que sería posi-
blemente un rey o el jefe . La ofrenda es un ceñidor, regalo de toda la comunidad.
Detrás de la diosa se amontonan las ofrendas. Se representan varios vasos; dos son en
forma de cabra o de león. Delante de estos objetos probablemente se encuentra un
mueble del templo, que es una figura de carnero de gran tamaño, que sostiene una zi-
gurat de dos pisos, que sería un santuario de la diosa. Para H. Schrnokel, especialista
en la cultura surneria, los relieves de este vaso presentan una especie de credo de la
devoción del antiguo Surner, que une la naturaleza, el hombre y la divinidad en un
todo armónico.
En Uruk también se encontró una jarra ritual datada hacia el año 3000 a.C., de-
corada con la lucha de toros y de leones. Quizá este combate simbolice la lucha entre
fuerzas divinas. El león representaría el aspecto destructivo de la Gran Madre. Esta
pieza, corno una de Tell Agrab, también del año 3000 a.C., decorada con un hombre
desnudo entre leones, que podría representar al «Señor de los animales», o el pie de

Vaso ritual decorado con animales.


Hacia el 3000 a.C.
~luseo de Baghdad.

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Estela de Jafache con posible alusión
a la festividad del Año Nuevo.

copa con la misma decoración, fecha y procedencia, son soportes de vasijas para de-
positar las ofrendas ante los dioses.
Toda la estatuaria mesopotámica fue fabricada como exvotos para ser ofrecida a
los templo, con lo que el fiel estaba presente continuamente ante la divinidad. Tam-
bién había estatuas de culto que se depositaban en el altar, frente al nicho, en la celia.
Estas últimas eran de materiales preciosos, o estaban recubiertas de materias valio-
sas. Se conocen dos piezas que pertenecieron a un grupo de exvotos de diez figuras,
procedentes del santuario de Tell Asmar, datadas en torno al año 2700 a.C., que se
enterraron bajo el suelo del altar. Los dioses se distinguen de los orantes por su tama-
ño, por los emblemas de las bases que identifican a los dioses y por el gran diámetro
de los ojos. Los emblemas águila y gacela con rama son los de los dioses que se vene-
raban en el templo de Uruk. En Tell Asmar, el dios se llamaba Abu, «el dios de la ve-
getación». El símbolo de la Diosa Madre era el hijo. Las dos deidades llevan una
copa, flor o rama. La primera también la sostienen los adoradores de la diosa. Segu-
ramente aluden estos símbolos a que los fieles o los dioses participaban en la fiesta
del Año Nuevo. Las estatuillas de Tell Asmar representaban a los dioses y a los hom-
bres en un momento en que ambos mundos, el religioso y el humano, se acercaban
mutuamente.
Se conocen también objetos del mobiliario del templo. Así, un pedestal hallado
en Jafache, fechado hacia el año 2650 a.C., con varón desnudo de pie con ceñidor a
la cintura, con ganchos para ofrendas o recipientes con incienso. En un segundo pe-
destal procedente de Tell Agrab, de la misma fecha, luchan dos hombres desnudos,
con vasos sobre su cabeza. En los vasos se depositarían ofrendas o libaciones. Se des-
conoce si representan a seres vivos o a dioses. Las figuras que pertenecen al mobilia-
rio del templo van desnudas, ya que la desnudez es un parte del ritual de presentación

21
ante la divinidad. Una pieza excepcional es el pedestal para recibir ofrendas de Ur,
fechado hacia el año 2500 a.C., con cabra rampante apoyada en el árbol de la vida.
Entre los cuernos podían colocarse platos de ofrendas y cuencos. Se da una combina-
ción en esta pieza entre herbívoro y planta, símbolo de la fertilidad natural relacio-
nada con los dioses de la fertilidad. El animal está cargado con la esencia de la divini-
dad y de la vida de los dioses inmortales. La cabra en esta pieza, según H. Frankfort,
refleja con pasmosa claridad el poder divino, que entonces se creía apoyado en el al-
tar. Una segunda pieza, igualmente extraordinaria por su calidad artística, es el vaso
de Entemena, fechado hacia el año 2400 a.C., procedente de Lagash, fabricado en
plata sobre base de cobre, regalado al templo del dios, cuyos emblemas lleva graba-
dos. El dios al que está dedicado se llamaba Ningirsu. Era un dios de la naturaleza, la
lluvia y las inundaciones. En el friso principal el águila, lndugud, representada cua-
tro veces, indica la esfera de acción del dios: su violencia en la guerra, en la tempes-
tad, en las inundaciones y su manifestación benéfica.
Igualmente se conocen mazas votivas, como la dedicada por el rey de Kish, Mesi-
lim, a Ningirsu, con águila leontocéfala y leones, fechada en torno al año 2600 a.C.
En los santuarios de todo el país se depositaban placas, con decoraciones simila-
res, desde el periodo protodinástico 11 hasta finales del 111. La más famosa es la estela
de Jafache, cuya significación es probablemente religiosa y alusiva a la festividad de
Año Nuevo. Tiene tres registros. El tema es una sola fiesta en la que participan un
hombre y una mujer. En la parte superior derecha, un varón sentado, con un racimo
de dátiles o una rama frondosa, recibe una copa de un servidor. En el lado izquierdo,
una dama está sentada con copa y rama. Detrás del sillón una sirvienta abanica a la
dama y sostiene una jarra de vino. En el centro, dos animadores se dan las espaldas.
Uno toca el arpa, y su compañero baila. En el segundo friso, dos transportistas llevan
las provisiones para la fiesta, una gran vasija de cerveza colgada de una vara; uno lle-
va el soporte circular para asentar la vasija en el suelo. En el lado derecho, un sir-
viente conduce una cabra, para sacrificarla con un gran cuchillo. Lleva una pila de
panes sobre la cabeza. En el tercer friso, reconstruido, esta vez un lancero precede a
un carro de guerra vacío. Siguen dos hombres; uno con recipiente sujeto a un palo
que apoya en el hombro. En otra placa de Lagash, datada hacia el año 2500 a.C., hay
sólo dos registros. El gobernador U rnanshe lleva en la cabeza un cesto con la arcilla
para fabricar los ladrillos del templo que van a construir. En el inferior se celebra la
terminación del santuario. Su familia está representada en dos filas de figuras. Esta
pieza seguramente describe el ritual de fundación del templo.
Otras estelas indican claramente las creencias de la intervención de los dioses en
los acontecimientos de los mortales. Así, en la estela datada hacia el año 2450 a.C.,
que conmemora la victoria de Eannatum de Lagash sobre la ciudad de Umma por
haber invadido los campos de la primera ciudad y haber destruido un mojón, se re-
presentan en una cara varias escenas de guerra. En una de ellas Eannatum preside los
funerales de sus muertos. En otra composición el monarca ofrece libaciones a los
dioses en dos vasos llenos de ramas. Un buey atado está a punto de ser sacrificado a
Ningursu, que ha ayudado a la victoria de su ciudad, como se representa en la cara
opuesta, ya que el dios ha atrapado a los hombres de Umma en su red y los ha des-
truido. La red está cerrada por un mango con el emblema del dios, el águila leontocé-
fala sobre leones. Su figura, de tamaño grande, va acompañada de un dios de tamaño
más pequeño.

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Vestigios de antiguos mitos, según H. Frankfort, podían rastrearse en la caja de
resonancia de un arpa de Ur. En cuatro registros se representa sucesivamente, de
arriba abajo, un héroe entre dos toros con cabezas humanas. Un lobo con cuchillo de
trinchar a la cintura y un león sirven a una mesa llena de cabezas de oso y de cordero
y con una pierna de carnero. El león camina detrás del lobo, lleva un cuenco y una
gran jarra de licor. En el tercer registro un asno toca una gran arpa sostenida por un
oso. Un animal pequeño agita una carraca. En el panel inferior camina un hombre-
escorpión seguido de una gacela que lleva vasos o incensarios y de un gran jarrón.
También se han interpretado las escenas de este arpa como alusivas al mito de Gilga-
mesh o de las fiestas de Tammuz.
En la estela de Naramsim, levantada en torno al año 2250 a.C. en Sippar para
conmemorar la victoria sobre los lullubi en los Montes Zagros, llevada a Susa en el
siglo XII a.C. como botín de guerra por el conquistador elamita Shutruk-Nahhunte,
el monarca está deificado y lleva casco con cuernos propio de los dioses, bajo los
cuerpos celestes, que representan a los dioses.
Del periodo neosumerio (2125-2025 a.C.) se conservan algunos objetos con que
Gudea amuebló un templo, como una palangana decorada con dioses que sostienen
el vaso manante, unidas unas con otras, de modo que cada diosa sostiene en la mano
derecha un vaso y con la mano izquierda el de la compañera. El agua brota hacia aba-
jo en una doble corriente para fertilizar la tierra. Del cielo cae agua que mana de ja-
rros redondos sostenidos por diosas.
Otros cuencos estaban decorados con leones. Un vaso de libación datado en tor-
no al año 2150 a.C., decorado con dos serpientes entrelazadas y dos dragones de pie
con armas, está dedicado por Gudea a Ningizzida, su especial protector. Una tapa de
lámpara, de la misma fecha, está cubierta con serpientes entrelazadas. En los cimien-
tos de los edificios se colocaban clavos de bronce con inscripciones, algunos con
imágenes de dioses. En el templo de lnnana-lshtar los clavos iban decorados con
toros.
En la estela de Ur-Nammu, el fundador de la 111 dinastía de Ur, en torno al
año 2150 a.C., se representa la adoración al dios luna Nannar y a su consorte Ningal, am-
bos entronizados.
Las esculturas seguían ofreciéndose en los templos como exvotos, pues se creía
en el poder de las imágenes, reforzado por ofrendas de alimentos y bebidas a los dio-
ses. Se conocen algunas imágenes de dioses de este periodo para ser depositadas en
las capillas que había en las calles, como una estatuilla sedente de la diosa Ningal, es-
posa del dios luna Nannar, divinidad tutelar de Ur, ofrecida por la sacerdotisa de la
diosa hija del rey Ishme-Dagan de Sin. Las imágenes de culto se sustituían por relie-
ves. En uno de ellos la diosa Lilith está colocada de frente desnuda y alada, con ga-
rras en lugar de pies y plumas desde el talón a la rodilla; sus garras se apoyan sobre un
león tumbado; la diosa cubre su cabeza con filas de cuernos. Lilith era una divindad
de carácter siniestro y aterrador, fiel exponente del espíritu sombrío de la religión
mesopotámica. Los símbolos de sus manos son cuerdas de medir.
De estos relieves y de las estatuas de culto se hacían copias en arcilla que se depo-
sitaban en los templos. También hay ejemplares de este tipo en casas particulares,
que se colocaban sobre altares domésticos para que la divinidad representada prote-
giera a la familia. En otra placa un dios hunde su puñal en el vientre de un cíclope.
Quizá represente un mito del que no existen datos en la literatura. Otro relieve re-

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presenta el rostro del monstruo Humbaba, que se creía ver en los intestinos de los
animales sacrificados para obtener presagios. En una segunda pieza, Humbaba está
representado de cuerpo entero y patizambo.
En Ja cabecera deJa estela de Hammurabi, el monarca, de pie, se presenta ante el
dios sol entronizado, que expresa magníficamente la comunión entre el dios de la
justicia y el legislador. Una estatuilla depositada en un templo representa a Hammu-
rabi arrodillado ante su dios. En la base el monarca está nuevamente arrodillado
ante una diosa entronizada. Según reza la inscripción, el objeto fue dedicado por la
salud del rey al dios Amurru.

PERVIVENCIA DE LA RELIGIÓN SUMERIA

A pesar de la desaparición de los sumerios hacia el año 2000 a.C. como entidad
política independiente, su lengua y su religión pervivieron. La lengua sumeria se
convirtió en lengua litúrgica y los mismos dioses se mantuvieron en la cultura babi-
lónica. Pervivieron la tríada sumeria y la tríada astral, ésta bajo nombres semitas.
Nergal y Ereshkigal sigueron gobernando el mundo infernal.
Los mitos sumerios como el de Gilgamesh o el del diluvio pasaron a la religión
babilonia. Enlil fue sustituido por Marduk. Los templos siguieron funcionando con
las mismas normas, aunque eran más grandiosos. El centro principal de culto se des-
plazó a Babilonia. Sin embargo, algunos aspectos de la religión sumeria cambiaron.
La tríada, An, Enlil y Ea(= Enki), perdió su importancia poco a poco, Marduk de
Babilonia y Asur de los asirios se convirtieron en dioses universales, al igual que Sha-
mash. La plegaria individual y los salmos penitenciales desempeñaron un papel im-
portante en el culto, pues la religión acadia ponía el acento en el individuo.

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CAPÍTULO 11

La religión asirio-babilónica

CARACTERES GENERALES DE LA RELIGIÓN


ENTRE LAS POBLACIONES DEL PRóXIMO ÜRIENTE

El habitante de Mesopotamia, que vivía en una región en gran parte desértica y


hostil, proyectaba, al igual que el egipcio, esta realidad física en la esfera religiosa,
pero llegaba a interpretaciones diametralmente opuestas. El hombre mesopotámico
se sentía vinculado con el dios, y éste actuaba más como un déspota o un amo capri-
choso que como un padre. En la concepción mesopotámica, el hombre ha sido crea-
do para excavar canales y construir diques. Tiene, sin embargo, algo de divino, pues
nació de la sangre de algunos dioses que fueron muertos para este fin. Estos motivos
se recogen en el Mito de Atrakhanis, que es la más antigua versión babilónica del mito
sumerio de la creación del hombre. Los dioses reunidos en asamblea encargan a la
diosa madre Mami que cree al hombre para que trabaje. El mito babilónico tiene dos
novedades respecto al sumerio: el hombre posee un elemento divino, que es la inteli-
gencia, y está condenado al castigo del trabajo, idea que no existe en el mito sumerio.
A finales del 11 milenio a.C., en el Poema de la Creación, se introduce otra idea nueva: el
dios que ha sido sacrificado para que de su sangre se cree al hombre, no es We, el dios
de la inteligencia, sino Kingu, dios que combatió junto a Tiamat, y, por tanto, un
dios pecador, y por eso el hombre se inclina al pecado. En este mismo poema, el
hombre es el punto culminante de toda la creación.
En la narración de la creación del hombre entre los hebreos aparece una innova-
ción, la mujer, que en el relato bíblico es la introductora del pecado. En el mito babi-
lónico el hombre no tiene culpa del pecado, sino que ha sido creado así. La concep-
ción hebrea no admite esta última idea, pues la divinidad no puede pecar. En el rela-
to bíblico varios detalles conducen a Mesopotamia: el paraíso, palabra de origen
sumerio; la mención de los ríos Éufrates y Tigris; la creación de la tierra, uno de los

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mitos de Atrakhasis; el elemento divino; la idea que el hombre ha sido creado para
trabajar y que tiene dentro de sí el principio del pecado. El pecado de Adán es un pe-
cado intelectual, el conocimiento del bien y del mal, sólo reservado a Dios.
En la concepción hebrea y no en la mesopotámica, la muerte es la consecuencia
directa del pecado. Es, en su totalidad, una concepción mucho más pesimista que la
babilónica, pues el hombre es la causa de todos los males. El hombre es creado para
ser señor del universo, concepción totalmente diversa de la de Mesopotamia. En la
concepción hebrea el hombre es libre ante Y ahveh.
En las poblaciones seminómadas semíticas del Proximo Oriente las relaciones
eran exclusivamente de parentela. Por esta causa las vinculaciones del dios con el jefe
de la tribu eran también de parentela. Se origina de este modo el culto al dios del pa-
dre, no ligado a su santuario, sino a un grupo humano. El dios se revela y es recono-
cido. La creencia en el dios del padre se documenta en el área de la media luna en el
11 milenio a.C., y en el sur de Arabia se mantiene hasta los primeros siglos de la era
cristiana. Esta concepción se desarrolló posiblemente entre todas las poblaciones se-
míticas nómadas y seminómadas, Palestina y sur de Arabia. Al sedentarizarse, estas
poblaciones sufrieron una parcial transformación en las relaciones hombre-dios.
Nace de este modo el concepto de alianza y de pacto entre el dios, a veces anónimo, y
su pueblo. Los sabeos estaban ligados a Almaqah, su dios nacional. Probablemente
todo soberano, en el momento de acceder al trono, hacía una alianza entre el pueblo
y el dios, como lo indica el que las conquistas militares se hiciesen en nombre de Al-
maqah. En el mundo judío el dios de Siquén, se llamaba el Baal Berit, Baal de la
alianza que Y ahveh hizo necesariamente con Abrahán, con Moisés en el Sinaí, con
Josué en Siquén, con Josías en Jerusalén en el año 622 a.C. y finalmente con Nehe-
mías. Este pacto, del tipo de los que se hacían en el Oriente, presupone una igualdad
por ambas partes. El dios pide la exclusividad de su culto, se empieza a pertenecer al
pueblo del dios por la circuncisión, practicada entre otros pueblos de Oriente y par-
cialmente en Egipto, y que respondía a un sincretismo. Después los hebreos, ya se-
dentarizados, se comprometieron al cumplimiento del sábado. Esta concepción con-
dujo al monoteísmo.

LA RELIGIÓN BABILÓNICA

El panteón

La religión de Babilonia fue una continuación en gran medida de la sumeria. Las


fuentes para el conocimiento de esta religión están redactadas en sumerio y en aca-
dio. La mayoría de la documentación religiosa de la que dispone el investigador
sobre la religión babilónica son copias. El primer problema con que se cuenta es su
datación. Las inscripciones son de particular importancia por las invocaciones y de-
dicatorias a los dioses que contienen. Igualmente son significativos los nombres teó-
foros. La nomenclatura de una época o región también arroja luz sobre la religión.
Hoy se admite la unidad de la religión babilónica, pero se presenta con diferentes ca-
racteres. Así, es una religión de salvación con Marduk, de justicia con Shamash, de
carácter nacional con Asur y agrícola con Dumuzi. Es una religión politeísta y sin-
cretista. Los dioses son de carácter astral y antropomorfo, pero carecen casi de perso-

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nalidad y por ello un epíteto vale para todos. Muchos dioses equivalen a aspectos lo-
cales o parciales de las potencias mayores.
Es posible señalar algunos aspectos locales o temporales de la religión babilónica
gracias al material arqueológico suministrado por las excavaciones. Es una caracte-
rística de la religión babilónica la correlación entre los mundos terrestre y celeste,
con el monarca como intermediario.
El panteón babilónico es conocido por diferentes listas de dioses. La lista paleo-
babilónica y otras de la misma época no mencionan a todos los dioses del panteón,
puesto que son muchos. La tríada sumeria de Anu, Enlil y Ea se mantuvo en el mun-
do acádico. La tríada astral se identificó a los dioses semíticos de las divinidades res-
pectivas: Sin, la luna; el sol, Shamash; Ishtar, la estrella Venus, que era la lnanna su-
meria. Enlil fue sustituido por Marduk.
Los dioses se organizaban en ocho grupos, que son los de Anu, de Enlil, de la
diosa madre, de Enki-Ea, de Nanna-Sin, de Inanna-Ishtar, de Ninurta y de los dioses
infernales. Los primeros en la lista del panteón sumerio se repiten en el panteón ba-
bilónico. Estos dioses, cabezas de fila, estaban acompañados por otros que les presta-
ban ayuda y consejo. Se distinguían por el espacio concedido a sus atributos.
Anu y Enlil, dioses supremos, iban acompañados respectivamente de sus padres.
Muchas de las parejas divinas que precedían a Anu, eran aspectos del cielo y de la tie-
rra, y lo mismo sucedía con Enlil. Los progenitores eran dueños de ámbitos determi-
nados, como la tierra, el cielo, la vida, el país. En la religión sumeria y babilónica al-
gunos nombres de dioses sin coincidir se sobreponían. Así, Anu reinaba sobre los
otros dioses, pero no gobernaba, puesto que esto lo hacía Enlil. Era el árbitro, sólo se
aisló de los otros dioses más tarde. Enlil mantuvo siempre su nombre, pero se le lla-
mó Señor, y no cambió su naturaleza. lshtar se superpuso a lnanna, Adad sustituyó a
Ishkun, Sin suplantó a Nanna. Estos dioses eran antropomorfos. Su fuerza no cono-
cía límites y su tamaño era muy diferente al de los hombres. Llevaban una tiara con
muchas filas de cuernos.
Los dioses del panteón sumerio eran muchos, pero no pugnaban entre sí, sino
que un juramento les obligó a delegar en uno solo la obligación de gobernar y salvar
al mundo, aunque sin renunciar a su esfera específica. Así Enlil era el dueño en la
tierra y en el aire, Anu en el cielo supremo, Ea en las aguas y Nergal en los infiernos.
Cada dios tenía un lugar determinado en el cielo y en la tierra. Ea se afincó en Eridu,
Enlil en Nippur y Anu en Uruk, y lo mismo sucedía con todos los otros dioses im-
portantes.
Con el tiempo, los grandes dioses, Anu, Enlil y Ea, perdieron su importancia en
el culto, y fueron sustituidos por Marduk, Ishtar y Shamash. Y finalmente este últi-
mo será el dios universal por excelencia, venerado incluso por los extranjeros. Sha-
mash castigaba a los malhechores, defendía la justicia y recompensaba al justo. Los
dioses infundían temor sagrado a causa de su luminosidad. Marduk era el señor de
Babilonia y de todas las tierras controladas por esta ciudad. Marduk e Ishtar eran los
dioses por excelencia, Marduk dominaba el cielo, extendía su poder sobre los vien-
tos, era el combatiente supremo, presidía también las faenas agrícolas. Marduk ter-
minó por asumir a los otros dioses. Algunos investigadores han visto en este hecho
una cierta tendencia al monoteísmo, difícil de aceptar.
Mesopotamia ha proporcionado buenas imágenes de dioses, como una diosa de
la metalurgia, identificada con Nina, en un fragmento de vaso de Entemena de La-

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gash, fechado a mediados del 111 milenio a.C.; las diosas entronizadas Bau y Nigal de
Ur, datadas respectivamente entre los años 2060-1955 y 1960-1700 a.C.; Hammura-
bi ante el dios-sol Shamash, etc.
Unas divinidades tenían ciertas vinculaciones específicas, como Sin y Shamash
con la luna y el sol. Dumuzi y Sumuqan se relacionaban con la agricultura o la cría
de ganado.
En la realidad, como indican las inscripciones oficiales, los monarcas se dirigían
en sus plegarias a los dioses más importantes del panteón, pues el rey dependía direc-
tamente de los dioses nacionales, o de divinidades específicas, según las circunstan-
cias. Un ejemplo bien significativo es el kudurru -monumentos característicos de la
región de Babilonia a partir del año 1500 a.C.- de Melishishu 11, donde se repre-
sentan varias divinidades por sus emblemas. En lo alto se encuentran los dioses de
carácter astral de la bóveda celeste, la media luna de Sin, la estrella de lshtar y el dis-
co de rayos de Shamash. En la parte inferior estaban Nisaba, el escorpión de lshhara
y la serpiente cornuda de Ningizzida. En el cielo supremo se hallan dos tiaras con
seis pares de cuernos, que aluden a Anu y Enlil; el carnero y la cabra, el pez de Ea y la
matriz de la gran-madre Ninhursag. En la parte inferior combaten bajo lps símbolos
de monstruos y de armas los dioses secundarios de la guerra y de las catástrofes Ner-
gal, Ninurta y Zababa. También en el cielo se encuentran los atributos de Marduk, la
pluma y la mesa de Nabu y el busto y el perro de Gula. Casi a nivel de tierra se hallan
el fulgor de Adad, la lámpara de Nusku, el arado de Ningirsu y los pájaros de los dio-
ses tutelares de la monarquía, Shuqamuna y Shumaliya. Este kudurru representa mag-
níficamente el panteón en tiempos de este monarca.

Los mitos

En Asia florecieron mucho los mitos, tanto en Mesopotamia en el 111 mi-


lenio a.C., como en Anatolia y en Siria en el 11 milenio a.C. y en Palestina en el
1 milenio a.C. El mito en Mesopotamia ha conocido una evolución histórica. Así los
mitos del nacimiento de Nanna del 111 milenio a.C., el Poema de la Creación del 11 mile-
nio a.C., el Poema de Erra de comienzos del 1 milenio a.C. no sólo se fechan en épocas
muy diversas, sino que los fines son diferentes. En el Poema de Erra el objetivo es lite-
rario, en el Poema de la Creación predomina el carácter ritual, y en el mito de Nanna
hay un intento de interpretar la realidad.
Tanto en el Oriente como en Egipto se daba la unión de mito y rito, como se ob-
serva en Mesopotamia en las fiestas del Año Nuevo. En Sumer el episodio central
del rito eran las bodas sagradas con la sacerdotisa que representaba a la diosa de la fe-
cundidad. En Uruk el sacerdote se identificaba a Dumuzi y la sacerdotisa a lnanna.
En las relaciones mito y rito un papel importante lo desempeñaban los dioses que se
mueran y que resucitan. En Egipto la unión de rito y mito se manifestaba diariamen-
te en la derrota de Apofis. El sacerdote oficiaba en este rito en el puesto del faraón,
que a su vez personificaba al dios solar Ra. El rito repetía la lucha victoriosa entre Ra
y la fuerza del caos, personificadas en el dragón en forma de serpiente Apofis.
Al sol se le consideraba como el vencedor de la noche. Ra recordaba su naci-
miento y la creación del mundo realizada por él. La aparición diaria del sol se consi-
deraba míticamente como la primera manifestación del dios al comienzo del mundo.

28
Su victoria garantizaba el orden sobre las fuerzas de la naturaleza. Las relaciones mi-
to-rito se manifiestan muy claras en Egipto en los rituales funerarios, en las prácticas
mágicas y en el culto.
La religión babilónica no llegó a alcanzar la riqueza de mitos que la sumeria. Los
mitos babilónicos tratan dos temas clave, uno se refiere a la elevación de Marduk al
rango de dios supremo y de Nergal al trono de los infiernos, mientras que el segundo
tiene por protagonista al hombre. Son los mitos de Gilgamesh, Etana y Adapa.
Según los especialistas en historia de las religiones (M. Eliade ), <<nada se le puede
comparar al Poema de la Creación en cuanto a grandiosidad, tensión dramática, esfuer-
zo por conjugar la teogonía, la cosmogonía y la creación del hombre en toda la litera-
tura sumeria. Junto al Poema de Gilgamesh, son las dos grandes creaciones de la literatu-
ra acádica». El Poema de la Creación relata el origen del mundo, con la finalidad de
honrar a Marduk. Sus raíces se pierden en el mundo sumerio, pero el tema está rein-
terpretado. Aparece la primera pareja, Apsu y Tiamat. Apsu es la masa de agua dulce
sobre la que flota la tierra y Tiamat el mar, es bixesual y a la vez femenina. Otras pa-
rejas fueron engendradas de la mezcla de aguas dulces y saladas. La segunda pareja
está formada por Lakhmu y Lakhamu y la tercera por Anshar y Kishar, que signifi-
can respectivamente en lengua sumeria la «totalidad de los elementos superiores» y la
«totalidad de los inferiores». Del matrimonio sagrado de estas dos totalidades nació
Anu, dios del cielo, que a su vez engendró a Ea. Esta última pareja molestaba el repo-
so de Apsu, que se quejó a Tiamat, pues ni de día ni de noche podía reposar. Los qui-
so aniquilar para que hubiera silencio y pudiera dormir. Se ha señalado que en estos
versos se adivina la nostalgia de la materia que tiende a la inmovilidad primordial, la
resistencia a todo movimiento, condición de toda cosmogonía.
Los jóvenes dioses se quedaron estupefactos ante la determinación de Apsu. Ea
con sus conjuros mágicos logró que Apsu se durmiera profundamente, le encadenó y
le mató. Ea se convirtió de este modo en un dios de las aguas, donde su esposa Dam-
kina engendró a Marduk. Anu continuó la lucha contra Tiamat haciendo surgir los
vientos y las olas. Tiamat se lanzó a una lucha decidida, creó la serpiente, el león,
monstruos, demonios y seres con armas terribles y valientes. También se sirvió del
dios Kingu, al que confió el poder supremo. Anu y Ea se acobardaron y sólo Marduk
aceptó combatir, pero con la condición de que todos los dioses _admitieran su procla-
mación como dios supremo. Tiamat luchó contra Marduk. Este lanzó contra ella
primero a los vientos, para hinchar su cuerpo, después disparó flechas que le atrave-
saron el cuerpo y el corazón. La mató y arrojó el cadáver a la tierra. Los ayudantes de
Tiamat huyeron despavoridos, Marduk quitó y rompió las armas y encadenó a Kin-
gu, regresó junto a Tiamat, le rompió el cráneo y partió el cuerpo en dos mitades.
Una se convirtió en la bóveda celeste y de la otra se formó la tierra. Marduk fijó el
curso de las estrellas; después el de los planetas; fijó el tiempo y configuró la tierra
con los órganos de Tiamat. Finalmente Marduk decidió crear al hombre para servi-
cio de los dioses. Los dioses vencidos esperaban el castigo. Ea sugirió que fuese sacri-
ficado sólo uno y todos estuvieron de acuerdo en que fuera Kingu. Se le abrieron las
venas y de su sangre formó Ea al hombre. El poema termina con la construcción de
un santuario en honor de Marduk.
La cosmogonía de este poema es sombría y la antropología pesimista. Los enemi-
gos de Marduk son de carácter demoníaco. Tiamat no sólo es el caos primordial, sino
la creadora de monstruos. Se intentó detener la creación del universo al aniquilar a

29
los más jóvenes dioses. La muerte de Apsu fue la primera de una serie de asesinatos
creadores, Ea organizó, por vez primera, la masa acuática. Hay una serie de creacio-
nes negativas, al crear Tiamat a monstruos, Marduk creó el cielo y la tierra del cuer-
po de Tiamat.
Se ha señalado al examinar este mito que el cosmos participa de una doble natu-
raleza, de una materia ambivalente, cuando no demoníaca, y de una forma divina,
obra de Marduk. Esta ambivalencia se manifiesta en que la bóveda es creada del
cuerpo de Tiamat, las estrellas son las moradas de los dioses. La tierra surge de los ór-
ganos de Tiamat y de la mitad de su cuerpo, pero santificada por las ciudades y los
templos. Como escribe M. Eliade, a quien seguimos en la interpretación de los mi-
tos, «el mundo es el resultado de una mezcla de primordialidad caótica y demoniaca
por una parte, y de creatividad y sabiduría por otra».
Es la fórmula cosmogónica más compleja a la que llegó la especulación mesopo-
támica, pues reunió en una síntesis audaz todas las estructuras de una sociedad divi-
na. La creación del hombre arranca de la tradición sumeria, en cuanto que el hom-
bre es creado para servir a los dioses y explica el origen a partir de dos dioses sacrifi-
cados. Kingu se ha convertido en el jefe de los monstruos y de los seres demoniacos,
creados por él. El hombre está formado de una materia demoníaca, que es la sangre

Biblos, Hacha.
Gilgamesh y Enkidu.
Beirut. Museo Nacional.

30
de Kingu. Un pesimismo trágico está bien patente en el mito acadio y en el origen
del hombre. La única esperanza es que el hombre ha sido modelado por Ea. Beroso
recogió un mito, según el cual Bel (Marduk) ordenó a los dioses cercenarle la cabeza
y modelar al hombre a partir de su sangre mezclada con la tierra. Este mito significa-
ría que el hombre está compuesto de una mezcla de sustancia divina y demo-
1 maca.
El Poema de Gilgamesh es la suprema creación del genio babilónico, aunque episo-
dios de la vida de este rey de Uruk se encuentran ya en Sumer. El poema narra los in-
tentos del héroe por alcanzar la inmortalidad y su fracaso definitivo. Gilgamesh era
hijo de un mortal y de la diosa Ninsum. Comienza el poema con la descripción de las
fabulosas construcciones que emprende el héroe. Inmediatamente presenta a Gilga-
mesh como un tirano, que viola mujeres y somete a los hombres a duros trabajos. Los
habitantes de la ciudad suplican a los dioses que les libren de semejante azote, y estos
deciden crear a un hombre capaz de enfrentarse a Gilgamesh, Enkidu, que es un ser
que vive entre las fieras. Gilgamesh, que había oído hablar de este ser semisalvaje, in-
tenta atraerle a Uruk enviándole a una ramera. Los dos primeros luchan, vence Gil-
gamesh y terminan por hacerse amigos. En compañía de Enkidu, Gilgamesh em-
prende una serie de hazañas heroicas. Primero se dirigen al bosque de los cedros
guardado por el monstruo Huwawa, a quien vencen, y talan el cedro sagrado. Vuelto
a Uruk, la diosa Ishtar se enamora de Gilgamesh, quien la desprecia, por lo que la
diosa pide a su padre Anu que cree al toro celeste para aniquilar a Gilgamesh y a su
ciudad. Anu se niega, pero al final cede ante la amenaza de soltar a todos los muertos
del infierno. El toro se lanza contra Uruk y mueren muchos de sus habitantes. Enki-
du le sujeta por la cola y Gilgamesh lo mata metiéndole la espada en la nuca. Ishtar
maldice al rey subida en lo alto de la muralla. Enkidu envalentonado, corta una pata
del toro, la tira ante Ishtar e insulta a la diosa. Enkidu sueña que los dioses le han
condenado. Al día siguiente enferma y al cabo de doce días muere. Gilgamesh lloró
la muerte de su amigo siete días y siete noches. hasta que el cuerpo de Enkidu co-
menzó a descomponerse y le entierra. Gilgalmesh abandona la ciudad y camina
errante aterrorizado con la idea de la muerte. Sólo le interesa adquirir la inmortali-
dad, quiere buscar al único hombre inmortal, salvado del diluvio, Utnapishtim.
El héroe supera una serie de pruebas de tipo iniciático. En las montañas Mashu,
se encuentra las puertas cerradas y defendidas por dos hombres escorpiones terrorífi-
cos. Los monstruos le permiten penetrar en el túnel. Doce días tarda en atravesar el
túnel que termina en un jardín maravilloso. Junto al mar se encuentra a la ninfa Si-
duri, a la que pregunta dónde puede encontrar a Utnapishtim. La ninfa le disuade de
sus propósitos, pues «cuando los dioses hicieron a los hombres, asignaron la muerte a
los hombres y se guardaron la vida para sí. Tú, Gilgamesh, hincha tu vientre y goza
cada día y cada noche. Haz de cada día una fiesta y danza y retoza día y noche». Sidu-
ri, ante el deseo de Gilgamesh, le encamina al barquero Urshanabi y juntos atravis;:-
san las aguas de la muerte y llegan a la orilla donde vive Utnapishtim, a quien pre-
gunta cómo consiguió la inmortalidad. Gilgamesh escucha de él la historia del dilu-
vio. Le ordena que trate de no dormir seis días y siete noches. Se trata de una prueba
iniciática. El permanecer despiertos es una transmutación de la conciencia humana.
Gilgamesh se duerme los seis días y las siete noches, y cuando le despierta Utnapish-
tim, se lamenta de lo sucedido. Finalmente, le revela el lugar donde se encuentra la
planta que le vuelve a la eterna juventud. Gilgamesh desciende al fondo del mar y lo-

31
gra coger la planta. De vuelta se baña en una fuente y durante el baño una serpiente
le arrebata la planta. En medio de sollozos se lamenta Gilgamesh de su mala suerte a
Urshnabi. Este episodio es una nueva prueba iniciática: el héroe no ha sabido sacar
provecho de un don inesperado; carece, pues, de «sabiduría». Algunos episodios del
Poema de Gilgamesh (el bosque de los cedros, el sueño, el tambor, etc.) se han conside-
rado como ideas y prácticas chamánicas.
Este poema se ha interpretado en el sentido de que los mortales no tienen escapa-
toria ante la muerte. Sin embargo, también se da a entender que algunos hombres
podían obtener la inmortalidad sin ayuda de los dioses, cumpliendo una serie de
pruebas iniciáticas. En estos dos poemas hay una antropología pesimista. Este pesi-
mismo domina otros textos religiosos, como El Diálogo entre el amoy el criado, que es el
resultado de un fuerte nihilismo, ya que todo esfuerzo humano es inútil. Más pesi-
mista aún es el Dialogo sobre la miseria humana. La piedad con los dioses no sirve para
nada. El dios trae la pobreza al devoto y en cambio los impíos amasan fabulosas for-
tunas. Triunfan los criminales, los injustos, los bandidos, los sinvergüenzas, mientras
que los justos, los débiles y los enfermos están llenos de miserias. Son experiencias
nihilistas ante una injusticia generalizada. En otro texto se describe una situación pa-
recida a la de Job, hasta que Marduk le salva.
El pensamiento religioso acadio puso el acento sobre el hombre y sobre los lími-
tes de la posibilidad humana. La distancia entre los hombres y los dioses es infran-
queable, pero un elemento divino en el hombre es el espíritu. Vive el hombre en una
ciudad cuyos templos y zigurats representan el centro del mundo, y que aseguran la
comunicación entre el cielo y la tierra. El centro religioso se había desplazado a Ba-
bilonia, que era la puerta de los dioses. El hombre podía manipular determinados
objetos ritualmente y considerarse bajo la protección de un dios.
El mito de Adapa también trata el tema de la inmortalidad. En este mito la res-
ponsabilidad no es del protagonista. Ea creó a Adapa inteligente, pero mortal. Una
vez Adapa rompió las alas al viento, porque éste volcó su barca, lo que significaba
una violación del orden cósmico. Anu llamó a Adapa a juicio. Antes de ir, Ea le ins-
truyó sobre cómo debía comportarse en el cielo, y le recomendó que no aceptase el
pan de la muerte. Adapa admitió que rompió al viento las alas para vengarse. Anu,
admirado por su sinceridad, le ofrece el pan y el agua de la vida, que Adapa rechazó,
con lo que perdió la inmortalidad.
El mito de Nergal y de Ereshkigal celebra al cielo y al infierno, a la muerte, a la
vida y a los demonios. Ereshkigal se preparó un reino independiente en los infier-
nos, terrible hasta para los mismos dioses. Sólo participaba en los banquetes celestes
y enviaba a un mensajero para que pidiese la parte que le correspondía de alimentos.
Un día Nergal se enfadó y despreció al mensajero, acción que enfureció a la diosa
Ereshkigal, que solicitó que el dios Nergal le presentara excusas. El dios sedujo a la
diosa y después la abandonó. Ereshkigal envió un mensajero a Anu con terribles
amenazas, como sembrar la tierra de muertos, que serían más numerosos que los vi-
vos. Nergal bajó a los infiernos sin esperanza de regresar, pero con la intención de
reinar allí. Primero cogió a Ereshkigal por los cabellos y la expulsó del trono, arro-
jándola tierra para cortarla la cabeza. Ante la súplica de la diosa, Nergalla dejó libre.
Ereshkigal ofreció a Nergal ser su esposa, entregarle el dominio de los infiernos y
poner en sus manos la sabiduría. Al fin Nergal besó a la diosa, viendo cumplidos sus
deseos.

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Otros mitos, como los de Anzu o de Erra, narran la restauración del orden cós-
mico perdido por la revuelta de algunos dioses secundarios; el descenso de Ishtar a
los infiernos o el diluvio.

Culto y rito

En Mesopotamia, a comienzos del 11 milenio, los sacerdotes estaban jerarquiza-


dos en treinta categorías según sus cometidos. También se consagraban al cuidado de
los dioses mujeres pertenecientes a las clases altas, que debían ejercer en gran parte la
prostitución sagrada. En los templos funcionaban escuelas que preparaban a los fu-
turos sacerdotes.
Los templos de Mesopotamia y de Egipto repetían un arquetipo, que tuvo su ori-
gen en el momento de la creación. En Egipto se documenta en la más antigua con-
cepción mitológica, como lo indica una inscripción del templo de Edfu, donde se re-
cuerda expresamente la primera isla que salió del caos acuático, las cabañas y la inter-
vención de los dioses de carácter menor, que construyeron el templo por encargo del
dios creador Pta. La conexión entre el templo primordial y el dios de los antepasados
es una concepción típicamente egipcia, así como la presencia de la pilastra, señal de
la sacralidad del lugar y punto central del mundo. En Mesopotamia el templo se le-
vanta sobre una montaña sagrada. En un ritual babilónico de época aqueménida, se
recoge el ritual seguido en la restauracion de un templo. Se proyecta en el origen de
la creación al salir del océano la tierra (arcilla) sobre la que se levanta el templo. Lo
primero que aparecieron fueron las cabañas y después la creación de divinidades me-
nores, que completaron la construcción del templo.

La fiesta del Año Nuevo

La fiesta del Año Nuevo comprendía los siguientes rituales: l. o Expiación por el
cautiverio de Marduk cumplida por el rey. 2.o Liberación de Marduk. 3.o Combates y
procesión ritual, presidida por el monarca hasta la mansión del Año Nuevo, Bit Aki-
tu; la procesión representaba a los dioses que iban a combatir a Tiamat. 4.o Matrimo-
nio sagrado con una hieródula, personificación de la diosa, después de un banquete
sagrado. S.o Determinación de las suertes por los dioses. En el santuario de Marduk
el gran sacerdote cumplía determinadas acciones para humillar al monarca. El pue-
blo buscaba a Marduk hasta que era liberado. Esta fiesta era la repetición de una cos-
mogonía, la regeneración periódica del cosmos.
Un papel importante en el ritual lo desempeñaban las purificaciones, los him-
nos, los conjuros y los sacrificios. El sumo sacerdote de Marduk preparaba cuidado-
samente la fiesta y participaba en ella acompañado de músicos y de cantores, pues el
canto y la música eran parte fundamental del ritual, y de artesanos. Toda la pobla-
ción de la ciudad y de los alrededores intervenía en la fiesta. Esta fiesta de Babilonia
ofrece muchos puntos de contacto con un ritual en honor de la diosa Ishtar celebra-
do en Mari en época de Hammurabi. Diversos ritos preparaban la solemnidad en la
que participaban los dioses. Se celebraban varios rituales de purificación. La pobla-
ción cantaba y bailaba, también intervenían el monarca y los artesanos de diferentes
oficios.

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Templos

Cada ciudad celebraba fiestas en honor de su dios local. Babilonia contaba con
unos sesenta templos importantes y más de mil capillas. En ellos se celebraban a dia-
rio ofrendas a los dioses, banquetes sagrados y la liturgia. Otras ceremonias sólo te-
nían lugar con motivo de sucesos importantes, como ritos de penitencia de los mo-
narcas, la fundación o restauración de los templos, el vestido de la imagen de dioses,
el comienzo de las campañas militares, las fiestas, la muerte del monarca, la conme-
moración de los difuntos, etc. Los templos solían estar rodeados por un muro que
delimitaba el recinto sagrado. Un altar se solía levantar al aire libre delante del pórti-
co. Una gran sala conducía al sanctasanctórum, donde se encontraba la imagen del
dios sobre un podio. La imagen del dios estaba acompañada de las de su esposa e hi-
jos. Este tipo de templo arranca de modelos de la época sumeria, sólo se aumentaron
el tamaño del edificio y el número de capillas. También creció el número de depen-
dencias y de los almacenes de los templos que guardaban los donativos y ofrendas de
los devotos.
Los templos tenían una gran importancia económica y social. Favorecían el co-
mercio según determinadas normas y acuerdos. Hacían préstamos, sancionaban los
acuerdos, tenían una gran cantidad de artesanos de toda clase que trabajaban febril-
mente. Los cargos sacerdotales se vendían.
Los templos más famosos en la etapa paleobabilónica a partir del año 2000 a.C.
se construyeron en la región de Eshnunna, además de los de Asur, y seguían el mode-
lo de templo con patio y celia plana a nivel del suelo.
Los templos mayores de este tipo son los tres templos de Tell-Harmal y el templo
de Neriltu en Eshnunna dedicado este último a Ishtar Kititum. Tienen celia y ante-
celia, menos el templo doble. Este último santuario está precedido de un patio rec-
tangular con entrada con vestíbulo flanqueado por torres. Se ha supuesto que habría
un santuario de tamaño menor, en el ángulo nordeste de una entrada monu-
mental.
El monarca Karaindash, a mediados del siglo xv a.C., consagró a la diosa lnanna
un templo de gran originalidad en el Eanna de Uruk. Consta de una celia alargada,
de un vestíbulo delante de la puerta principal, de dos puertas de acceso a la calle con
corredores laterales, todo en el interior de un muro de planta rectangular. En los ni-
chos del zócalo alternan las imágenes de un dios de la montaña con las de una ninfa
del agua. Éstas sostienen un vaso del que brota agua. El zócalo moldeado fue una in-
novación de Karaindash. Kurigalzu restauró el santuario de Nannar en Ur y erigió
un templo en honor de la esposa del dios Ningal. En el centro del santuario se en-
contraba una sala cubierta de cúpula sobre pechinas. Kurigalzu levantó una nueva
capilla en Dur-Kurigalzu, con recintos consagrados a Enlil y a Ninurta, «Señores de
la Casa de los dioses», a Ninlil, «Dueña de la Casa de la Gran Señora de los cielos», y a
Enlil, «Señor del Gran todo». En el centro de los tres recintos se encontraba la torre
central. Los recintos tenían cámaras alargadas en torno a un patio central.
En el periodo neobabilónico (h. 612-539 a.C.) se fabricaron dos piezas que de-
muestran cómo toda la actividad humana se colocaba bajo la protección de los dio-
ses. El mojón de Mardukapaliddina, fechado en el año 714 a.C., conmemora la dona-

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ción de tierras a un súlxlito, que se pone bajo la protección de los dioses, simboliza-
dos en la parte superior. En la cabecera de la inscripción fundacional de Nabuapalid-
dina, del año 870 a.C., en la que el rey celebra la restauración del templo de Shamash
en Sippar, el texto recuerda la antigua estatua del dios sol, que se veneraba en el san-
tuario. Su imagen tiene rasgos arcaicos, en su gesto, en el emblema del anillo y en los
hombres-toros del lateral de trono. El dios está entronizado debajo de un baldaqui-
no. Se aproximan al dios tres varones. El sumo sacerdote de Shamash coje la mano
del monarca para presentarle al dios. Una diosa intercede alzando sus manos en gesto
de oración. Delante del dios se encuentra el símbolo solar colocado en un pedestal
sobre una mesa; en la parte superior le sostienen dos divinidades. El sumo sacerdote
toca la mesa con su mano.

La plegaria. Conjuros. Salmos penitenciales

En la religión babilónica la plegaria individual a los dioses tuvo un gran desarro-


llo. Muchas plegarias que coincidían con determinados ritos son muy breves. Los
conjuros eran muy empleados, principalmente con motivo de desgracias y calamida-
des, y acentúan la benevolencia del dios hacia los fieles. Se hacían frecuentemente
conjuros a Marduk, señor de la súplica, a Ishtar, a Shamash, al dios-fuego Girsu y a la
diosa-luz Nusku. Algunos conjuros se encuentran a medio camino entre la magia y la
religión. Igualmente había lamentaciones. El fiel solía terminar todas estas súplicas
con una promesa. Se habían redactado determinados formularios según las circuns-
tancias.
Frecuentemente el fin de la plegaria era conjurar una calamidad que acechaba al
1 fiel. La religión babilónica conoció los salmos penitenciales en dialecto sumerio
acompañados de una traducción en lengua acadia. Estos salmos se componían de
una parte fija. La finalidad de los salmos era aplacar la cólera divina y confesar las
faltas del fiel. Se ha supuesto que estos salmos se recitaban a dos voces por el sacerdo-
te y el penitente. El salmo de penitencia terminaba con una petición de intercesión a
los dioses y con una fórmula ritual. Igualmente el fiel mezclaba a veces conjuros y
salmos penitenciales. Se usaban muchas fórmulas ya estereotipadas, a las que el fiel
podía referirse y convertirlas en una invocación. Los salmos podían convertirse en
un diálogo o en un monólogo, principalmente por sugerencias regias. La plegaria ba-
bilonia no alcanzó nunca un tono personal.
En el culto de Babilonia la plegaria personal y los salmos de penitencia son pie-
zas importantes. Una plegaria babilonia se dirige a todos los dioses, incluso a los que
el fiel no tnvoca:

¡Oh señor, grandes son mis pecados! ¡Oh dios, al que no conozco, grandes son
mis pecados!... ¡Oh diosa, a la que no conozco, grandes son mis pecados! El hombre
nada sabe, ni siquiera sabe si peca o hace bien. ¡Oh mi señor, no rechaces a tu servi-
dor, mis pecados son siete veces siete, aleja mis pecados!

La confesión iba acompañada de gestos litúrgicos, como postrarse en tierra o


arrodillarse. Otro género empleado por los fieles fue el de las bendiciones.

35
La adivinación

En el campo de la adivinación el influjo de la religión sumeria fue nulo. Casi to-


dos los documentos se redactaron en lengua acadia, aunque la mántica acádica se
presentaba descendiendo del rey sumerio Sippar. Se conocen textos de adivinación
en número muy elevado, fechados a partir del año 2000 a.C. Desde este momento
hasta el cambio de la era se mantuvo muy uniforme en cuanto a la técnica. La mánti-
ca se desarrolló mucho en Babilonia. El pensamiento religioso sumerio puso el acen-
to en los dioses, y el acádico en el hombre y en sus problemas diarios. Las preguntas
se dirigían principalmente al dios sol, al dios del tiempo, de la noche, a los astros y
rara vez a los dioses locales. A Shamash se le invocaba como juez, no como legisla-
dor. La mántica es posible porque la creación se considera descifrable. Los dioses
nunca mentían al dar una respuesta, pero ésta podía ser ambigua o no dar ninguna
contestación. Algunos presagios estaban condicionados. El fiel podía esquivar los
malos presagios con ritos adecuados. Igualmente las respuestas solían ser lacónicas y
difícil reconocer el cumplimiento. Algunas respuestas estaban equivocadas. En estos
casos se atribuía la equivocación a errores personales, pero no se acusaba al dios. Se
obtenían presagios de las vísceras del animal sacrificado, ya desde el comienzo del
11 milenio a.C. El adivino aplicaba criterios ya fijados de antemano, como el color o
el tamaño de los órganos. Se empleaba mucho en la mántica el hígado. El arúspice se
fijaba en determinados detalles anatómicos. Igualmente se usaban los pulmones, los
riñones o las circunvoluciones de los intestinos.
Los sacrificios se utilizaban en dos sentidos diferentes: sin haber existido una
pregunta anterior, o mediante sacrificios especiales para obtener los presagios a una
pregunta concreta. En este último caso se observaban el mayor número de datos que
se podía obtener. Se conocen documentos referentes a la selección de los adivinos, a
los formularios de las preguntas, a las respuestas y al impacto de las respuestas en la
paz, en la guerra y en la vida pública. Falta documentación sobre las varias especiali-
dades de la mántica. Un archivo importante de la mántica se encontraba en la biblio-
teca de Nínive.
La aruspicina babilónica usó una técnica y unos ~étodos de análisis muy compli-
cados y perfeccionados. También se valió de los datos suministrados por la astrolo-
gía. Las dos artes principales fueron la teratomancia, o análisis de las partes anóma-
las del cuerpo, y la oniromancia o interpretación de los sueños; i~almente se em-
pleó la incubatio. Estas disciplinas exigían un personal especializado. Los médicos ha-
bían logrado un examen detallado de los pacientes, pero la terapéutica era de carácter
médico-mágico. También se utilizaban métodos más populares, en los que un puña-
do de harina, unos granos o la observación de la naturaleza servían para obtener pre-
sagios. Se sacaban presagios igualmente de los animales, del vuelo de las aves y del
comportamiento de las serpientes. Calendarios especiales prohibían o aconsejaban,
en determinados días o meses, actividades mánticas. Los babilonios obtenían presa-
gios de cualquier señal, además de los oráculos.

36
La magia

El cumplimiento de los presagios funestos se podía evitar mediante determina-


dos ritos, ya fuera con el fin de anular el presagio o de lograr que recayera sobre otro
ser. La magia y la adivinación se desarrollaron mucho en la religión babilonia, como
lo indica la abundante documentación de las bibliotecas babilónicas. Fue excepcio-
nal en Babilonia la magia que no acudía a la intervención divina. Las prescripciones
estaban dictadas por los dioses. Los dioses como Marduk, Ea, Asalluhi y Ningirim,
eran los que tenían el poder de actuar.
La magia en estos casos combate principalmente a los demonios, que solían tener
aspecto animalesco y repulsivo, eran crueles y se mostraban sordos a las plegarias hu-
manas. De noche visitaban ciudades y aldeas, y se les consideraba bien seres celestes
rebeldes, bien criaturas infernales. También combatía a los encantadores de ambos
sexos, a los espíritus de los difuntos y a los fantasmas, que se diferenciaban de las
miasmas que atacaban a los animales, a las plantas e incluso a los minerales. Lamash-
tu, hija de Anu, por ser infecunda se cebaba principalmente en los niños y en sus ma-
dres. Otro demonio terrible era Mamit, que guardaba las leyes y los acuerdos.
En las enfermedades o malformaciones físicas y en los encantamientos se acudía
al exorcista. Como protección en las casas o en determinadas salas, especialmente ex-
puestas al peligro, se colocaban figuras, como los toros alados asirios. El individuo se
protegía con determinadas joyas o sellos, que servían de amuletos. Otras veces el
amuleto era una plegaria que actuaba como exorcismo.
La demonología se desarrolló extraordinariamente en la religión babilónica.
Este desarrollo indica una cierta sensación de angustia y de terror en los hom-
bres.

La sacralidad del monarca

La sacralidad del monarca babilónico se proclamaba de diferentes modos. En los


epítetos que se le concedían, como rey del país o rey de las cuatro regiones del uni-
verso, que eran títulos de los dioses. Se le consideraba hijo del dios, era el intermedia-
rio entre los dioses y los hombres, expiaba los pecados de su pueblo y comía de los
manjares ofrecidos diariamente a los dioses. En definitiva, era el representante de la
divinidad.

Influjo de la religión babilónica

Con la caída de Babilonia en el año 539 a.C., no desapareció su religión. Conti-


nuaron recibiendo culto en privado y en público los mismos dioses, Marduk, Ishtar,
Anu, Enlil, Sin, Ea, Adad, Shamash, etc. La helenización, que llegó con Alejandro
Magno, se manifestó en la onomástica y en la introducción de ciertos elementos ar-
quitectónicos. La aruspicina babilónica, a través de Siria y de Anatolia, influyó muy
probablemente en la etrusca.

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En el Antiguo Testamento se puede rastrear este influjo, como en la narración
del diluvio. La caída de Adán y el tema del paraíso entre otros, como la lucha entre
pastores y agricultores (Caín y Abel), acusan influjo de los mitos sumerios. Algunos
salmos judíos se encuentran próximos a determinadas plegarias babilónicas en sus
motivos y formulaciones. Lo mismo cabe asegurar de los libros hebreos de Job, del
Cantar de los Cantares y del Libro de la Sabiduría. En Babilonia los judíos conocie-
ron varios temas fundamentales de la religión irania, que aceptaron y que después
incorporaron a sus doctrinas.

LA RELIGIÓN DEL ELAM

Los elamitas fueron un factor importante en el hundimiento de la III dinastía de


Ur. Poco tiempo después fueron expulsados de Sumer y rechazados hacia el este, lo
que les obligó a extenderse por el interior de Irán, logrando crear un Estado podero-
so. Elam culturalmente dependió mucho de Mesopotamia. Después sufrió un proce-
so fuerte de babilonización. La época de esplendor de Elam abarca desde los si-
glos XVII al XII a.C., desarrollando una gran cultura urbana.
La religión del Elam todavía no es bien conocida. Un documento importante
para el conocimiento de los dioses elamitas es el tratado concluido entre un príncipe
de Susa y Naramsim, rey de Agade. El primer dios citado es una diosa de nombre Pi-
nikir, cuyo culto pervivió hasta dos milenios después. Fue sustituida en el 11 milenio
por una nueva diosa, Kiri-risha, Gran diosa o Unica Grande, que pertenecía a un
universo religioso diferente, en el que la deidad central era un dios y no una diosa.
En el primer milenio a.C. fue sustituida a su vez por otra diosa de nombre Partí.
Dioses de otra clase son Hutran, Humban, Nahunte, Gal y Inshustrinak, señor
deSusa. Un dios mencionado en el tratado de Pinikir, Nahunte, era el dios sol y dios
de la justicia. Los juramentos se hacían en Susa en su nombre. El dios más venerado
en Susa fue lnshushinak, citado en primer lugar en las inscripciones reales de esta
ciudad, pero en el mencionado tratado está situado en el quinto. Kiri-risha, mil años
después del tratado, podía ser su esposa o. del dios Gal, que va colocado en las ins-
cripciones delante del anterior. Se desconoce el carácter de Inshushinak; sólo se sabe
que compartía la acrópolis de Susa con el dios Gal.
Un importante dios del panteón elamita fue Shimut, conocido en el II milenio
como dios de Elam. Era el mensajero inspirado de los dioses. Su esposa era Manzat,
calificada de Grande señora. Lakamar fue la diosa de las aguas, compartía el poder de
los infiernos con Ishmekarab, por lo que también juzgaba a los muertos.
Dos destacadas divinidades elamitas fueron el dios de la tempestad y el dios luna.
Junto a estos dioses, la religión elamita conoció otros secundarios, como Shazi, cita-
do en un conjuro. Algunos dioses son sólo nombres y se desconoce su carácter, como
Nazit, la divina Naruti, etc.

Aportaciones del arte a la religión elamita

Escenas de culto se representaron en los cilindro sellos elamitas ya en el periodo


elamita antiguo, entre los siglo xx y xvm a.C. con la deidad entronizada y el devoto

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delante de ella, y a veces con una mesa de ofrendas entre los dos. Eran diferentes
prácticas del ritual, que varios siglos después repiten en Asiria. Al comienzo del pe-
riodo elamita medio, alrededor del siglo xv a.C., el devoto hace la ofrenda de un ani-
mal a la divinidad entronizada y con cuernos sobre la cebeza. El trono termina en
cabeza de animal. Otras veces el dios se asienta sobre un animal. El fiel lleva en sus
manos una cabra para sacrificarla. en una composición secundaria el devoto se en-
cuentra delante de una deidad de pie.
En el periodo medio elamita son frecuentes, en los cilindros sellos, las escenas de
adoración o culto con un viviente que tiene un abanico para dar aire al dios. La ma-
yoría de estos cilindros proceden del despósito de cilindros hallado en la capilla del
santuario de Tchoga-Zambil. Con pocas excepciones pertenecen al último periodo
medio elamita, cuando el rey Untashgal (h. 1265-1245 a.C.) construyó el santuario.
Un ejemplo de estos cilindros con escenas religiosas de este periodo es una pieza fe-
chada en el siglo Xlll a.C. en la que la divinidad está entronizada; se lleva a la boca un
jarro y un sirviente, colocado de pie delante de ella, le abanica. La misma composi-
ción se repite en un cilimdro de época neoelamita de los siglos IX-Vlll a.C. Delante
de la deidad entronizada está colocada una mesa de ofrendas, encima de ellas se en-
cuadra una fila de jarros y delante un devoto ofrece un jarro al dios. Otro cilindro
con tema religioso es de gran originalidad, se halló en el santuario de Tchoga-
Zambil. El dios del agua está arrodillado y de sus espaldas, brazos y manos brotan co-
rrientes de agua que se recogen en jarros. El mismo tema se repite en la estela de Un-
tashgal, fechada en el siglo xm a.C.
Un tema favorito de los cilindros elamitas es el de los animales monstruosos que
aterrorizaban continuamente a los habitantes del Oriente. Una escena de culto se es-
culpió en el relieve rupestre de Kurangun, fechado entre los siglos XV-XI a.C., en los
montes de Rakhtiarios. La composición principal está enmarcada en un rectángulo.
En el centro, un dios con cuernos está sentado sobre un trono formado por los ani-
llos superpuestos de una serpiente que el dios sujeta por el cuello. El dios sostiene un
jarro, del que brotan dos corriente de agua, una de las corrientes forma un arco por
encima del dios, de una diosa colocada a sus espaldas y termina probablemente, en
un jarro, que sostiene un sirviente. La segunda corriente termina en las manos del
primer fiel, colocado de pie delante del par de dioses, seguidos por otros dos. Varias
filas de devotos superpuestas contemplan la escena. Visten traje corto. El tema del
dios con vasos del que salen corrientes de agua, aparece por vez primera en el perio-
do arcaico (h. 2370-2230 a.C.) y pasó después al arte elamita.
En la cabecera de la estela de Elam, se representa el tema clásico del monarca
ante un dios. En un bronce de gran maestría artística, la reina Napu-Asu, esposa de
Untash-Huban, está de pie en oración, como lo indican sus manos juntas sobre la
cintura. La inscripción sobre los bordes del vestido recoge maldiciones. En la gran
estela de piedra del rey Untash-Huban, fechada hacia el año 1500 a.C., el monarca se
encuentra ante un dios. Se representan en ella otros motivos religiosos, como el ge-
nio en el vaso manante, el hombre toro.
El arte elamita también representó figuras de portadores de ofrendas de pie, re-
vestidas de traje talar hasta los pies, con gesto de adoración por la postura de su brazo
derecho, y orantes. Se han hallado en Susa y se fechan a mediados del 11 milenio a.C.
La ofrenda unas veces es de cabra montés, otras de cabrito.
Un panel de ladrillos modeados, hallado en Susa, datado en el siglo xm a.C., por

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la inscripción que menciona a los dos hijos de Shutruk-Najunte, Kutir-Najunte, y
Sibhak-in-Shusinak, se representa a un dios cuya parte inferior es de toro, que toca
con sus manos humanas una palmera esterilizada. En el lado de la derecha se en-
cuentra una diosa de pie con el cuerpo trabajado como una columna.
A finales del siglo XII a.C. se fecha una tabla de bronce con ceremonia celebrada
a la salida del sol. En cuclillas y desnudos dos varones hacen abluciones sobre una es-
planada, en la que hay dos zigurats, una mesa de ofrendas, unas pilas, una tinaja para
el agua, dos columnas y un bosquecillo sagrado. La inscripción menciona al monar-
ca Silhak-in-Shushinak. Se representa en esta pieza un conjunto religioso muy com-
pleto: la veneración de los semitas por el árbol, y las columnas de los santuarios de
Tiro y de Jerusalén. La tinaja recuerda al mar de bronce del templo de Jerusalén y de
otros santuarios semitas.
Importantes por su contenido religioso son los relieves elamitas rupestres de Izeh
(Malamir), fechados en el siglo VII a.C. En el de Kul-i-Farah III, el monarca seguido
por una larga procesión es llevado por atlantes y ofrece un sacrificio. En el de Kul-i-
Falah IV, el príncipe elamita está sentado para celebrar el banquete sagrado sosteni-
do por varias filas de devotos.

LA RELIGIÓN ASIRIA

Asiria fue desde antiguo una región caracterizada por una intensa urbanización y
una floreciente economía agrícola. El Estado asirio nació de la fusión de dos núcleos
diferentes: el triángulo de Asiria entre el Zab superior y el Tigris, con Nínive como
centro urbano principal, y la ciudad de Asur, un poco más al sur. Esta región fue ha-
bitada por una población local de origen hurrita. Asur debe su importancia a su posi-
ción fluvial y a su comercio.

El panteón asirio

Se conocen los dioses del panteón asirio. Asur fue el dios principal de la ciudad
de Asur y del reino de los asirios. Los monarcas asirios mencionan en sus inscripcio-
nes los dioses de los que eran devotos. El rey Tiglath-Pileser 1 (1116-1078 a.C.) era
un fiel fanático de su dios Asur. Llevaba sus tropas a una guerra feroz contra otros
pueblos en nombre de Asur, de Ninurta, de Adad y de la sanguinaria Ishtar asiria. De
Asur disponemos de pocos datos. Ni su origen, ni sus relaciones con otros dioses ni
el nombre de su compañera son conocidos. El dios Asur es el único del pueblo. Los
monarcas asirios eran vicarios del dios.
Junto a este dios se veneraba a Marduk, dios nacional de Babilonia. Asurnasirpal 1
cree que la diosa Ishtar le ha elegido, y a la diosa dirige su oración. Adadnirari III
sólo confió en el dios de la escritura, de la sabiduría y de la fecundidad, Nabu, hijo de
Marduk, de origen babilonio. Sargón fue devoto de Asur, de Nabu y de Marduk. En
un documento conservado en un archivo de la época del imperio medio asirio, se ci-
tan como dioses venerados en la corte a Sin, dios de carácter lunar, a la diosa madre
Sherua, a la que se le califica a veces de esposa de Marduk, a Ishtar de Arbelas, a Gula
y a otras cuantas. Los teólogos asirios ensalzaron sus dioses y de este modo establecie-
ron una extensa nivelación.

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La mayoría de la población era devota de dioses de rango inferior a los citados,
que eran muchos en número. A los que los fieles acudían directamente utilizando
fórmulas fijas. Después de la reforma religiosa de Sammuramat, el panteón asirio es-
taba formado, según indica la inscripción de Samsi-ilu redactada con ocasión de su
victoria sobre Urartu, por Aspur, «el gran señor, rey de los dioses, que fija el desti-
no», por la tríada divina Anu, Enlil y Ea; por Marduk, por Nabu, por Sin, por Ishtar
y por Gula. Bel-harrambel-usur, un gobernador de tiempo de Salmanasar IV, men-
ciona el panteón asirio en la cabecera de una estela: Marduk, Nabu, Shamash, Sin e
Innanna-Ishtar.
La regente Sammuramat, la Semíramis de los griegos, esposa de Samsi-Adad V y
madre de Adadnirari III, introdujo una reforma religiosa, que culminó con la cons-
trucción en Calah y en Nínive de un templo dedicado al dios Nabu, divinidad secun-
daria del panteón babilonio, que de este modo entró triunfante en el panteón asirio.
Esta reforma obedecía a intereses políticos más que religiosos, pues intentaba borrar
la enemistad entre Babilonia y Nínive, sacar a los asirios de su aislamiento político y
el acercamiento de los dos reinos.
La reforma religiosa tuvo también un sentido cultural, debido al carácter del dios
babilonio. En el complejo sagrado de Ezida, en Calah, dedicado por Sammuramat y
Adadnirari, delante de la cella de Nabu, se han descubierto la sala de lectura de los
escribas, documentos y estatuas. Al mismo tiempo se construía un segundo templo al
mismo dios en Nínive.
G. Pettinato ha señalado la importancia de esta reforma religiosa, apoyado en
una inscripción de la estatua de Nabu costeada por el gobernador de Calah, de nom-
bre Bel-tarsi-ilumma, en torno al año 798 a.C., en la que se anima al lector a confiar
sólo en Nabu, y no poner la esperanza en ningún otro dios. Como puntualiza el sabio
italiano, «el país propiedad exclusiva del dios guerrero Asur, en el que los soberanos
son gobernantes terrenos del dios Asur, y en cuyas manos se ha consignado la cruel
arma de Asur, que debe reducir el mundo entero a su poder, este país levanta santua-
rios a un dios babilonio, y casi proclama la unicidad de tal dios». El escriba asirio lla-
ma a Nabu «hijo excelso de Esagila» e «hijo de Nudimmud», o sea, hijo de Marduk,
cuyo templo principal es Esagila, y nieto de Nudimmud-Ea, el dios de la sabiduría.
También se puntualiza que es el predilecto de Enlil, «señor de los dioses», en el pan-
teón sumerio.
Se levantaron dos templos en Calah y en Nínive en el año 787 a.C. para favore-
cer el culto al dios babilonio y más tarde en Asur, lo que se ha interpretado en el sen-
tido que la introducción del culto a Nabu en la capital encontró resistencia por parte
del sacerdocio asirio, que no fue capaz de crear una teología parecida a la de Babi-
lonia.
Con la introducción del culto de Nabu en Nínive, llegó a Asur la fiesta del Año
Nuevo. Senaquerib (705-681 a.C.) levantó la «casa de la fiesta del Año Nuevo» fuera
de la muralla de Asur, con jardines y árboles plantados en fosos excavados en la roca.
La existencia de nombres compuestos de Asur, prueba su popularidad entre la
masa.

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Culto

Los archivos del templo de Nabu proporcionan preciosos datos sobre el culto,
los sacrificios, las ofrendas, las fiestas y sobre el estamento sacerdotal. Como todos
los templos, el de Nabu no pagaba contribuciones. El monarca costeaba los sacrifi-
cios diarios. Al frente del templo se encontraba un pontífice, que cuidaba de la admi-
nistración y de los bienes, ayudado por un funcionario. Los sacerdotes, artesanos y
criados servían en las dependencias del sumo sacerdote. Los templos poseían tierras
y bienes inmuebles.
Se conoce una fiesta de carácter ritual en honor de Nabu, que se celebraba en su
templo de Calah, conocida por un texto. Se trata de los preparativos de la cámara ri-
tual para una ceremonia nupcial, donde se transportaban para pasar la noche las
imágenes de Nabu y su esposa. A la mañana siguiente, el pueblo llevaba a la estatua
en procesión por la ciudad montada en un carro, precedida por el príncipe heredero.
La procesión terminaba fuera de los muros de la ciudad, donde se hacían sacrificios y
seguía una fiesta que duraba todo el día. Todos los fieles presentes comían las carnes
de las víctimas inmoladas, ofreciendo antes en el altar una ofrenda de harina y pan.
Los comercientes ofrecían a los fieles animales para sacrificarlos al dios. Por la tarde,
los sacerdotes devolvían la estatua a la celia de su templo y los escribas apuntaban las
ofrendas recibidas.

Arquitectura religiosa

En Asur estaban abiertos al culto treinta y cuatro templos. El del dios Asur se le-
vantó en época antigua, en tiempos de Samsi-Adad I (h. 1748-1716 a.C.). Después se
construyó la zigurat dedicada a Enlil y con posterioridad el doble santuario de Enlil-
Asur, cuya construcción comenzó con Tukultininurta I (1235-1198 a.C.). A Tiglath-
Pileser I (h. 1116-1078 a.C.) se debe el doble templo consagrado a Anu y a Adad, re-
novado por Salmanasar III. Asurnirari I erigió el doble templo de Sin y de Shamash,
después transformado por Senaquerib. A la época predinástica pertenece el templo
de Ishtar, con posterioridad unido al de Nabu y al de Sarpanitu. Fuera de la ciudad,
hacia el noroeste, se encontraba la casa de la fiesta de Akitu, vinculada con la cele-
bración de la del Año Nuevo.
En las representaciones de los sellos se reproducen algunos templos, que se han
podido reconstruir a grandes rasgos. En la acrópolis de Asur, aguas abajo del Tigris,
el visitante contemplaría el templo de Asur, la zigurat de Enlil y las dos zigurats
de Anu y Adad, y en segundo término el templo de Sin y Shamash y el de las dos
Ishtar.
El templo de Asur, que era el santuario nacional, fue obra de Samsi-Adad en el
siglo XVII a.C. Salmanasar I lo reconstruyó después de un incendio, según el primiti-
vo modelo: un patio central cuadrado y otros patios secundarios a distinto nivel. Se-
naquerib levantó una celia estrecha y alargada precedida de un ancho vestíbulo de
entrada.
La zigurat de Enlil era de planta cuadrada. Fue la más grande de las tres que hubo

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en Asur. Tiglath-Pileser I terminó las zigurats de Anu y Adad, y colocó dos templos
en medio de ellas, con celia alargada, con un profundo nicho de cabecera y con una
antecella ancha. Delante de los dos templos se construyó un patio. Salmanasar III re-
novó este conjunto.
Los templos con zigurats eran la casa del dios y sólo una sacerdotisa pernoctaba
en su interior. Los restantes templos tenían estatuas y a ellos acudían los fieles.
Al otro lado de la plaza, se encontraban los dos templos gemelos de Sin y de Sha-
mash, levantados en un solo cuerpo, a finales del siglo XVI a.C., por Asurnirari l.
Tienen una fachada común. Se penetraba por un portal que daba paso a un vestíbulo
y a un patio casi cuadrado, a cuyos lados se encontraban la antecella y la celia. Este
conjunto sagrado seguía la primitiva organización característica de los santuarios asi-
rios. Próximos a éstos se encontraban un templo doble, obra de Tukultininurta I, y el
de Ishtar. Cada templo tenía su calzada de acceso y entrada independiente. La vía del
templo mayor está flanqueada por torres, tiene antecella y celia. En cambio el segun-
do carece de antecella.
Asur se convirtió en ciudad sagrada y panteón real cuando Tukultininurta trasla-
dó la capital a la orilla opuesta del río, un poco más al norte, a Calah, que contaba
con un templo consagrado a Asur, que constaba de un gran patio, del templo propia-
mente dicho y de la zigurat al fondo, con la celia colocada entre ambos.
En Calah, en el extremo septentrional de la acrópolis, se construyeron la zigurat
de Ninurta y un templo con dos santuarios. El principal tenía celia y antecella. Dos
leones androcéfalos guardaban la entrada. En el menor se esculpió un relieve con un
dios tetráptero armado de rayos, que perseguía a un león-aguila.
El Egida o templo de Nabu era de planta casi cuadrada cuyas dimensiones
eran 85 X 80 m. Se levantó en el lado sureste de la acrópolis de Nimrud. El santuario se
subdividía en dos zonas, una estaba destinada a las funciones públicas y la segunda al
culto de Nabu y de su compañera Tasmetu. El complejo monumental sólo disponía
de una única entrada, protegida por dos sirenas. Desde la puerta de ingreso se pasaba
a una sala rectangular, que daba a un atrio con altar. En el lado derecho se encontra-
ban la sala del trono y la celia. Desde el atrio, a través de un pronaos, se pasaba a las
celias de Nabu y de Tasmetu, de planta rectangular con la capilla al fondo, donde se
encontraban las estatuas de los dioses. A la izquierda estaba la biblioteca y la sala de
lectura. Este templo seguía el modelo del de Borsippa, sede del culto a Nabu.
Sargón II (721-705 a.C.) levantó una nueva capital, que llamó Dur-Sharrukin,
«residencia de Sargón». En la acrópolis se construyó la zigurat y los templos de seis
dioses: Sin, dios lunar, su esposa Ningal y Shamash, dios solar, tenían santuarios con
celia alargada y amplia antesala; los templos de Adad, dios de la tormenta, de Ninur-
ta, de la caza y de la guerra, y de Ea, dios de las aguas, carecían de antecella.
Los monarcas asirios acudían muy frecuentemente a los templos. Así, Senaque-
rib fue asesinado mientras rezaba en el templo de su dios Nisrok, en el año 681 a.C.
(2 Re 19, 37). Salmanasar III, Samsi-Adad V y Adadnirari III visitaron los santua-
rios famosos del reino de Babilonia. Kuta, la ciudad de Nergal; Borsippa, la ciudad
de Nabu; y Babilonia, la ciudad de Marduk, donde el monarca sirio comió de los ali-
mentos del dios. La finalidad de estas visitas no era exclusivamente religiosa, sino
también política.

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Magia. Adivinación. Oráculos e interpretación de los sueños

Los asirios fueron muy dados a todas estas prácticas. Los sacerdotes interpreta-
ban los oráculos. También trabajaban intérpretes de augurios y astrólogos. Se obte-
nían adivinaciones del examen del hígado y del vuelo de las aves entre otros procedi-
mientos.

Aportación del arte al conocimiento de la religión asiria

Una pieza excepcional es un relieve cultual hallado en un pozo del templo del
dios Asur en Asur. La postura frontal del dios indica que la placa recibió culto. La
parte inferior del vestido y el gorro llevan un dibujo de escamas, que representa la
montaña y que indica, en este caso, que la deidad es inmanente a la tierra. De sus ma-
nos y caderas brontan plantas de las que se alimentan cabras, que simboliza la vida
vegetal y animal. Dos deidades de carácter secundario llevan un vaso manante.
En un altar de Tukultininurta (h. 1250-1210 a.C.) se representa la celebración de
un rito ante el mismo objeto. El monarca, fácilmente identificable por el cetro que
lleva, está representado dos veces, primero al acercarse en gesto de adoración, con el
brazo derecho levantado, y luego arrodillado ante el altar tallado con el emblema del
dios Nusku. Esta composición expresa un concepto religioso diferente, donde no se
describe el encuentro casi íntimo entre el dios y el monarca, como en las estelas des-
de los tiempos de Gudea hasta Hammurabi. En Asiria esta actitud era imposible,
pues los dioses estaban distanciados de los hombres. Se ignora si ello obedece a una
conciencia profunda de la trascendencia de la divinidad, o bien a una actitud procli-
ve al fetichismo.
En la escena de culto, el dios figura como una estatua situada sobre un pedestal,
mientras que en las escenas mitológicas carece de base. Antes no se había establecido
esta diferencia entre dios y estatua.
La distancia entre los dioses y el hombre en la concepción religiosa asiria queda
bien manifestada en una de las escenas del llamado obelisco roto, fechado en torno al
año 1110 a.C. Los vasallos homenajean al rey, mientras dos manos salen de una
nube, que flota sobre ellos. Una mano sostiene un arco, símbolo probable de Asur.
La otra mano hace un gesto de aquiescencia divina al homenaje al monarca. Otros
símbolos de diferentes dioses acompañan a la nube. En una loseta de revestimiento
de pared, fechada en tiempos de Tukultininurta 11, se expresa el mismo sentimiento
de la lejanía de los dioses de los humanos. El dios inaccesible ayuda al monarca y al
pueblo. Sobre la carroza real aparece Asur en compañía del dios del sol, disparando
flechas con su arco a los enemigos de Asiria. Las nubes cargadas de gotas de agua son
un don del dios para el país e indican que Asures una fuerza de la naturaleza. A Asur
se le representa en esta loseta con alas y una cola emplumada. En origen las alas re-
presentaban el cielo que sostiene el sol. El disco solar alado aparece en cilindros del
11 milenio a.C. Asur ofrece rasgos comunes con el Marduk babilonio. Ambos pare-
cen ser una forma especializada de la personificación de la vida natural. Puede ser
considerado como la forma asiria de la divinidad sumeria, adorada bajo diferentes

44
nombres desde antiguo. El cuerpo emplumado de Asur podía ser la sustitución de
lnsdugud.
Un altar confirma la misma concepción asiria sobre la divinidad, ya expresada
magníficamente en las piezas anteriores. Tukultininurta 1 se encuentra entre dos fi-
guras, que sostienen el símbolo solar. En la base los carros asirios avanzan por un te-
rreno montañoso.
En la decoración de las paredes de los palacios asirios, al igual que sucedió en
Mari, los temas religiosos abundaron, pues toda la vida estaba inmersa en lo religio-
so. Así, en las pinturas murales del palacio de Tukultininurta 1, en su ciudad residen-
cial, Kar Tukultininurta, cerca de Asur, aparecen dos composiciones, que después se
repetirían frecuentemente en el arte asirio: el árbol de la vida y el grifo con cresta so-
bre la cabeza. Ambos temas eran desconocidos en Mesopotamia y muy corrientes en
Mitanni. Los grifos alados se asocian frecuentemente al árbol de la vida y de este
modo pasaron al periodo asirio tardío.
La creencia en la sacralidad de las plantas, o más bien en que la divinidad se ma-
nifestaba en el reino vegetal, era muy antigua en la religión mesopotámica. En el si-
glo xv a.C., según señala H. Frankfort, cambió la forma de expresarse esta tendencia.
Antes de esa fecha, los árboles y plantas representaban símbolos con seguridad cuan-
do se les encuentra en un contexto inequívoco. Muchas celebraciones rituales se vin-
culaban al árbol de la vida, por lo que éste carecía de un sentido simplemente decora-
tivo. A propósito de este motivo, H. Frankfort dice que en la fiesta asiria de Año
Nuevo, en contraste con la costumbre de los pueblos del sur, intervenía un tronco de
árbol desnudo al que se fijaban bandas metálicas llamadas «yugos». En Siria también
se veneraba un árbol. La preeminencia del árbol de la vida en Asiria es una prueba de
la tendencia a representar a los dioses por sus símbolos.
El arte del periodo asirio tardío (h. 1000-612 a.C.) aporta datos importantes que
completan la visión que los textos ofrecen sobre la religión asiria. Los toros androcé-
falos alados, llamados lamassu, eran genios protectores, por esta razón decoraban el
palacio real y las puertas para impedir la entrada de los malos espíritus. La entrada
triple del palacio de Sargón 11 (721-705 a.C.) en Korsabad estaba guardada por de-
monios y genios tetrápteros.
En la decoración de los palacios asirios los temas religiosos estaban presentes.
Así, se describen minuciosamente las campañas de Asurnasirpal 11 (883-859 a.C.); el
dios Asur con su arco en apoyo de su protegido, aparece sobre el rey. Incluso la cace-
ría teminaba en un ritual religioso: una libación sobre el cuerpo de los animales
muertos. Las escenas en las que participaba el monarca se encuadran entre demonios
alados, rociaban agua sagrada, reforzando de ese modo el vigor del rey. En otros re-
lieves, grifos alados rociaban igualmente al árbol de la vida junto a Asurnasirpal 11.
Esta placa estaba colocada en el nicho situado detrás del trono en el palacio noroeste
de Nimrud. Recordaría al visitante la protección sobrenatural de que disfrutaba el
monarca. Llama la atención que nunca se representa en el arte al monarca asirio ac-
tuando en rituales, si se exceptúa la mencionada libación sobre los animales muertos
en la cacería. En la religión asiria estaba muy acentuada la responsabilidad del rey
por los actos del pueblo. El monarca sirio era el chivo expiatorio ante los dioses. Por
esta razón empleaba muchas horas del día en la magia profiláctica y en actos de peni-
tencia.
En el obelisco negro, hallado en Calah, fechado en el año 827 a.C., se vuelve a se-

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ñalar que los acontecimientos humanos están bajo la protección de los dioses. El
símbolo del dios sol preside el acto de vasallaje de Jehú de Jerusalén.
El único relieve con escena mitológica procede del templo del dios Ninurta de
Nimrud. En él un genio alado armado de rayos persigue a un dragón alado. Es pro-
bable que represente la acción del dios del agua y su ayudante, ya que el dragón sim-
boliza desde antiguo la tormenta.
Un relieve de Tiglath-Pileser III (745-727 a.C.) es importante por la escena reli-
giosa en él representada. Muestra una procesión de hombres en alguna ceremonia re-
ligiosa, caminan batiendo palmas al compás de la música. Cierra la procesión un va-
rón cubierto con máscara de león, y un manto caído desde la cabeza por la espalda y
los costados.
Entre los muebles utilizados por Asurnasirpal 11, un bronce representa al demo-
nio del viento del sudeste, Pazuzu, desnudo, tetráptero y con cara de monstruo.
La ropa de los monarcas asirios iba adornada con algunos motivos religiosos, que
tendrían carácter mágico, como la túnica bordada de Asurbanipal 11 (668-630 a.C.):
un genio de rodillas, tetráptero, con cuernos en la cabeza, que indican que es de natu-
raleza divina, sujeta por una pata a un león que ataca a un toro. Otros genios alados
rocían de agua sagrada al árbol de la vida. U na vez el árbol de la vida está colocado
entre toros alados, también un genio tetráptero con casco de cuernos camina en el
centro del manto.

46
CAPÍTULO III

La religión de los pueblos de Siria y de Arabia

EL PANTEÓN SIRIO

Posiblemente en esta región donde se asentaron los arameos, la religión era muy
parecida a la practicada por los sirios y los fenicios de la costa. Una divinidad impor-
tante era el dios de la tempestad Hadad, el altísimo, equivalente al Tesub de los hu-
rritas y al Baal ugarítico. La paredra de Hadad era Atargatis, diosa similar a Amat.
Los nombres de los dioses que recuerdan la lengua aramea son pocos. Las inscripciones
de Cinzirli, redactadas en una lengua próxima al arameo y fechadas en el siglo XIII a.C.,
mencionan algunos nombres de dioses venerados por los reyes locales. Se citan
en ellas a Hadad y a continuación a El. A juzgar por la onomástica, parecen distin-
guirse los teónimos de la región de los nombres de los dioses de los particulares o de
los del monarca, que parecen extranjeros.
Hadad era el dios más importante de Alepo. Tenía un templo famoso levantado
en Damasco, a comienzos del imperio romano, donde hoy está la mezquita. Su com-
pañera era Athares, equivalente a la Astarté fenicia. En Hama en el siglo IX a.C.
se veneraba a un Baal del cielo, citado en la estela de Zakir. En un tratado del si-
glo VIII a.C. hallado en las proximidades de Alepo se menciona a Hadad. También se
veneraba en esta región a Shahar, el dios-luna, que se asocia a otros dioses de carácter
astral de Mesopotamia, como en Harran.

EL PANTEóN DE PALMIRA Y DE DuRA-EuRoPos

Palmira está situada a medio camino entre Mesopotamia y el Mediterráneo, en la


estepa semidesértica comprendida entre el Éufrates y la Siria occidental. Su civiliza-
ción es diferente de la de las otras ciudades sirias, profundamente helenizadas. Los

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palmirenos hablaban arameo. La religión de Palmira es totalmente diferente de la de
sus vecinos. La numerosa población árabe escapó relativamente bien a la heleniza-
ción profunda. Los cultos de Palmira son conocidos de una manera imperfecta. Las
fuentes de este conocimiento son los monumentos figurados y las inscripciones que
suelen dar los nombres de los dioses. Los datoti sobre rituales son pobres y no se con-
servan textos mitológicos. Las escenas mitológicas representadas son escasas. Los re-
lieves contienen filas de dioses. Junto a deidades típicas de Palmira, se veneraban a
otras procedentes de Babilonia, de Fenicia y de los árabes nómadas. En los templos
recibían culto los dioses principales y otros asociados a ellos.

La triada de Be/

Contaba este dios con el santuario más importante de la ciudad, que se ha conser-
vado hasta hoy día, y cuya celia fue consagrada en el año 32. El santuario estaba ro-
deado de pórticos. Los sacerdotes de Bel pertenecían a un colegio influyente en la
vida de la ciudad.
Los nombres reóforos compuestos de Bel son frecuentes en el siglo 1, y se remon-
tan al siglo 11 a.C. El dios principal y ancestral de Palmira era Bol, citado en una ins-
cripción griega fechada en el año 149 a.C., cambiado después en Bel a partir de la
época helenística. Bel es el Zeus be/os.
Los testimonios de su culto se fechan a partir del siglo 1, y proceden del témenos
del santuario, que prueban que había ya en este lugar un complejo cultual, donde se
veneraban a numerosas divinidades al lado de Bel. Se mencionan al Bol acompañado
de demonios; a Belhammon, paredra de la diosa Manawat, aspectos todos del teóni-
mo de Bel; a Y arhibol; a Aglibol; a Herta; a Nanais y a Reseph; a una hija de Bel y a la
diosa Ba'altak.
La llamada por los palmirenos «Casa de sus dioses», estaba consagrada a la tríada
compuesta por Bel, Y arhibol y Aglibol. Los sacerdotes de Bel crean una teología
nueva en la que Bel era cosmocrator y sus acólitos, el sol y la luna. La existencia de
esta tríada ha sido puesta en duda por M. Gawlikowski, igual que la de Baal Samio,
con buenas razones.
Los tres dioses están mencionados en una dedicatoria de un palmireno encontra-
da en la isla de Cos. También Bel se asociaba a Arsu y a una diosa.
Es importante, desde el punto de vista del culto, el relieve hallado en el tálamos
norte del templo de Bel, en el que se representan el zodiaco y los bustos de los plane-
tas alrededor de Bel, que simboliza la bóveda celeste sostenida por cuatro águilas co-
locadas en las esquinas con las alas extendidas, que simboliza el dominio de Bel sobre
el cosmos regido por el curso de los astros. Los siete planetas se identifican con siete
divinidades.
Esta tríada está representada igualmente en otros documentos, como en una tése-
ra, y en compañía de Arsu en un relieve del museo de Palmira. Bellleva nimbo o cá-
latos sobre su cabeza. Unos relieves pertenecientes al peristilo del santuario de Bel
permiten entrever algo sobre los mitos y ritos del templo. En un relieve se representa
la ofrenda del incienso, rito importante en la religión de estos pueblos, y en los otros
tres una procesión en la que participan un camello que lleva un palanquín rojo entre
una multitud aclamando al cortejo detrás de un asno (?) que camina sin guía. Dos

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personas apoyan en el suelo un trofeo o una estatua vestida con coraza. El relieve
describe gráficamente el rito, corriente entre los árabes, del transporte de objetos sa-
grados en una tienda que era un ritual del templo. La escena se ha interpretado tam-
bién como una ilustración del mito de fundación de Palmira, cuyo asentamiento
vendría indicado por el asno sin conductor, que manifiesta la voluntad divina.
Un relieve describe el combate de los dioses en el que participa el propio Bel y
otras cuatro divinidades, con un monstruo, versión del mito babilonio de Marduk
(Bel en Babilonia) y de Tiamat, tema central del mito del Año Nuevo, que coincidía
con la fecha de dedicación del templo. Este mito pertenecía a los más antiguos del
santuario de Bel, siendo independiente del sistema astrológico del santuario. En el
lado opuesto del relieve se representa un templo, un bosque sagrado, dos altares lle-
nos de frutos y Aglibol con cabeza radiada y nimbada con coraza y armada, que da la
mano a Malakbel, que recibía culto en el bosque sagrado. Los dioses están colocados
debajo de un águila con las alas desplegadas, que sostiene una palma en sus garras y
una serpiente en el pico. A los lados están presentes los sacerdotes. En estos relieves
queda claro que hay referencias a otros cultos no vinculados directamente con el de
Be!. El carácter astral del relieve del tálamo se dataría en la época de la construcción
del nuevo templo. La identificación de algunos dioses con los planetas, inspirada en
la astrología, originaría una teología nueva manteniendo los mitos más antiguos.
Y arhibol es el segundo dios importante, después de Be!. Tiene carácter solar. En
Dura-Europos ambos dioses tenían un templo a ellos consagrados. Y arhibol era el
«ídolo de la fuente». Tenía un santuario con piscina y muros, cuyos sacerdotes emi-
tían oráculos. Este dios tenía funciones independientes de la de ser simple acólito de
Be!. Este santuario oracular, era probablemente el lugar de una teofanía naturalista.
Los dos polos del primitivo culto de Palmira serían el templo de Bel y este san-
tuario.
A Y arhibol se le representa armado con espada y lanza, frecuentemente revesti-
do con coraza, según una iconografía que también se repite en Bel y en otros dioses.
Se ha pensado igualmente en la existencia en Palmira de una tríada compuesta por
Y arhibol, Aglibol y Arsu u otra diosa. En un relieve colocado a la entrada de la cella
del santuario de Bel, se esculpió un dios con coraza y rayos sobre la cabeza, en com-
pañía de un dios lunar y de una diosa con cetro, divinidades que acompañan a Bel en
otros muchos relieves, y a la entrada del templo del dios principal de Palmira. La
tríada de Y arhibol se ha pensado que se pintó en el santuario de los dioses de Palmira
en Dura-Europos, ciudad fortificada sobre el Éufrates, en el que se representa el sa-
crificio de Julio Terencio delante de tres dioses militares, y de las Iychai de Palmira y
de Dura-Europos. En un grafito del mismo templo se mencionan a Yarhibol, Agli-
bol y Arsu. En otro fresco del mismo santuario se pintó el sacrificio del eunuco Otes
y de labsymos, ante cuatro dioses militares nimbados sobre esfera, que indica el ca-
rácter cósmico del grupo, y que el culto del santuario de Dura-Europos era el mismo
del templo de Bel en Palmira. Bel, Y arhibol, Aglibol y Arsu eran dioses palnetarios
que regían el destino del universo.
El culto a Aglibol era también independiente del tributado en el gran santuario
de Be!. A Aglibol y Malakbel se consagraban bosques. Los tres dioses del templo de
Bel en Palmira van acompañados de Arsu, que era venerada independiente en un
santuario. Se le identificaba con el dios griego Ares, en cuanto planeta, por su icono-
grafía y por la semejanza entre ambos nombres. Su atributo era el camello, lo que in-

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dicaría un origen nómada y árabe del dios. En su culto desempeñaban un papel im-
portante dos insignias en forma de asta rematadas con dos imágenes de Arsu y de un
dios asociado a él, quizá Azizu, que figuran llevadas por un sacerdote en muchas tése-
ras. A veces a la tríada de Bel, Y arhibol y Aglibol se asocia Astarté, representación
del planeta Venus.
Una dedicatoria arcaica hallada en el templo de Bel en Palmira está consagrada a
Bel Belhammon y a Manawat, que son aspectos de Bel y que tenían templos dedica-
dos en el año 89.
La diosa Beltire se asociaba también a Bel, al igual que Ba'altak, lo que prueba
que Bel se vinculaba en Palmira a diferentes dioses que tenían culto independiente,
vinculados en función de su carácter astral y formaban un ciclo planetario que indi-
can el carácter cósmico del dios principal Bel, que regía el destino del universo.

Baal Samin

Una característica de la religión de Palmira es que tuvo dos dioses supremos coe-
táneos. Al lado de Bel, los palmirenos veneraron una segunda divinidad de carácter
igualmente cósmico, identificada también con Zeus. Baal Samio, «el señor de los cie-
los», conocido desde el siglo x a.C. en Fenicia y en el interior de Siria, que empezó a
desempeñar cierto papel bajo la dinastía de los Seléucidas, bajo el nombre de Zeus
Olímpico. Su culto está bien atestiguado en Hauram, donde ya a finales del si-
glo 1 a.C. contó con un templo a él dedicado en Si. En Palmira recibió culto en un
santuario de origen tribal. Los emigrantes procedentes del sur de Siria introdujeron
su culto en Palmira.
Baal Samio es un dios de la tormenta, dispensador de la lluvia, de la fertilidad, de
los cultivos agrícolas y de la fecundidad del ganado. Tuvo carácter cósmico. Se le re-
presentaba bajo la iconografía de Zeus Olímpico. Llevaba barba poblada, lo que le
difernenciaba de la mayoría de los dioses de Palmira. En una estela de Dura-Europos
fechada en 31-32, está entronizado, con barba, pelo largo y un manojo de frutos en su
mano. Como genio tutelar de la ciudad se encuentra en un relieve de Dura-Europos,
fechado en 157-158. En la región del noreste de Palmira en Wadi'Arafa, en un relie-
ve datado en el año 152, se representa entronizado entre dos toros acompañado de
Bel, Aglibol, Malakbel, Astarté-Némesis, Arsu y Abgal, que eran los dioses de los
principales santuarios de Palmira, procedente de ai-Maqate, su imagen va asociada a
las de Bel, Y arhibol y Astarté.
En un grafito procedente de Khirbet Abu Duhur, Baal Samio se encuentra en-
tronizado a la puerta de su templo entre dos columnas terminadas en capiteles deco-
rados con águilas, otras dos escoltan la cabeza del sol en el frontón y otras dos vuelan
junto a los capiteles. Un devoto se acerca a un altar, y un jinete, junto a un segundo
altar, se encamina al templo. El santuario data de principios del siglo 1 a.C. Constaba
de muchos patios rodeados de pórticos. Uno de ellos tenía la cella y un bajorrelieve
cultual de principios del siglo 1, dentro de un nicho en el que se representaba un
águila con las alas extendidas acompañada de los bustos de la luna y el sol y de otras
águilas. Este relieve se ha interpretado como la tríada de Baal Samio (el águila) de
Aglibol y de Malakbel (el sol). Esta representación es idéntica a la del tálamo del
templo de Be!. El águila con las alas extendidas simboliza la bóveda celeste. El carác-

so
1

ter cósmico del culto queda bien indicado en los bustos radiados que aparecen en nu-
merosos templos sirios.
En el tálamo de la celia del santuario de Baal Samin, en un dintel se esculpieron
los siete bustos planetarios, en todo semejante a la citada composición del techo del
santuario de Be!. En esta segunda representación, a Baal Samin, al igual que Bel, se le
concibe como el dueño de los cielos y de los astros que rigen el destino del universo.
Se representa en ambas piezas la misma teología fundada en la astrología helenística.
La tríada de Baal Samin está representada en tres relieves anepígrafos. El dios está
coronado con un cálato, armado y vestido con coraza, acompañado de otros dioses
militares, nimbados y con rayos sobre la cabeza. Se trata de Baal Samin, Aglibol y
Malakbel. El santuario de estos dos últimos se llamaba el «Bosque sagrado». La tríada
de Baal Samin y la de Be! son simétricas y son una expresión racional y necesaria de
la divinidad suprema. Los cultos eran distintos, como corresponde a la población
muy variada de Palmira. Las dos tríadas son de formación ya helenística y de co-
mienzos de la era.
Se ha considerado la creación del sistema teológico de los santuarios de Be! y de
Baal Samin como dos fenómenos de adptación al espíritu de los tiempos por parte
de los ambientes sacerdotales de Palmira en relación con los dos santuarios. El san-
tuario estaba dedicado a Baal Samin y a Durahlum, mencionados en muchas ins-
cnpctones.
Se ha propuesto la tesis de que la tríada de Baal Samin llevaba como acólitos a
Rahim y a Durahlum, dioses de carácter lunar y solar. En los monumentos la noción
de la tríada queda muy desdibujada. Los monumentos de la tríada de Baal Samin no
proceden de Palmira sino de las estepas vecinas. En el relieve mejor conservado se
encuentra a Baal Samin con una iconografía idéntica a la del dios Afiad en su templo
de Dura-Europos, fechado en el año 54 a.C., sobre dos prótomos de grifos. Según
M. Gawlikowski, a quien seguimos en este tema, la identidad del dios militar consi-
derado como Baal Samin es insegura, pues su aspecto es diferente al de Baal Samin
en su templo de Palmira. Podía ser una forma de un Baal Samin peculiar del medio
árabe de la estepa de Palmira que representa a la mayoría de los dioses armados, lo
que sería una señal de la actitud de los nómadas hacia un dios.
La pareja de Aglibol-Malakbel se asocia varias veces a una forma de «señor del
cielo», designado habitualmente como dios anónimo, no mencionado en los santua-
rios de Baal Samin y de Durahlum. La tríada del dios anónimo, de un altar, donde se
representan tres bustos: Zeus flanqueado por dos personajes radiados en la cabeza es
idéntica a la tríada de Baal Samin. El dios anónimo citado en más de trescientas ins-
cripciones fechadas entre los años 103-268 a.C. es probablemente un aspecto parti-
cular de Baal Samin. Las fórmulas votivas de estos altares indican una cierta trascen-
dencia y una vinculación personal entre el dios y sus fieles, ausente en otros dioses de
Palmira, se ofrecen los altares en acción de gracias. El culto del dios anónimo es una
fórmula evolucionada del de Baal Samin, paralela al culto tradicional del santuario y
diversa del de Baal Samin armado. Aparece en el siglo 11, bajo las influencias de las
corrientes religiosas y filosóficas de esta época.
En el altar conservado en el Museo Capitolino de Roma y dedicado por los pal-
mirenos, se representa a Malakbel bajo cuatro aspectos que forman un ciclo mitoló-
gico, que siguen el desarrollo de la personalidad de Malakbel: como espíritu de la ve-
getación, mensajero del dios supremo, y el sol diurno y nocturno.

51
Dos basas con relieves encontradas en el santuario de Be! señalan el proceso de
solarización. En una de ellas, se esculpieron los bustos de un dios armado entre una
cabra y un grifo que acompañan a Malakbel. En la inferior se halla un busto radiado
y nimbado entre águilas. Otra basa va adornada con figuras parecidas. La identifica-
ción de Malakbel con el sol sería el resultado de una reflexión teológica.

Allat y los dioses árabes

Los dioses árabes eran venerados también en Palmira por lo menos en cuatro
santuarios: los de Allat y Arsu, y los de Shams y Manawat. Los nómadas árabes tribu-
taban culto a una gran cantidad de dioses guerreros poco diferenciados en su carác-
ter. Frecuentemente eran anónimos. Se conocen los nombre de unos doce: Abgal,
Maan, Asar, etc., documentados en la onomástica árabe. Se les representaba con el
vestido de las gentes del desierto, armados con lanza y un escudo pequeño, con espa-
da frecuentemente a la cintura y rara vez con coraza. Suelen aparecer en parejas y
muchas veces cabalgan caballos o camellos.
En un exvoto dedicado por un estratega de Anat, fechado en el año 225 a.C., se
encuentran dos dioses vestidos de beduinos, dos con coraza y nimbados, en compa-
ñía de una diosa. El grupo representa a Be! acompañado de personajes de menor im-
portancia, de los que tres se llaman Ardayan, Asar y Aslam. Los árabes armaron a sus
dioses con el equipo guerrero de los nómadas. Cuando se sedentarizaron, adoptaron
el armamento grecorromano.
Junto a los dioses guerreros aparece una diosa envuelta en su manto, con cetro,
nimbada y con calathos en su cabeza. Se la denomina «Fortuna de la aldea», «Genio de
los jardines». Era una diosa de carácter protector.
Un relieve del siglo 1 d. C. está dedicado a una diosa entronizada, con cálato sobre
la cabeza, velada y con un pie apoyado sobre un personaje. Un perro y un águila le
acompañan en el lado izquierdo. En el derecho, se encuentra otra diosa con corona
torreada sobre la cabeza, de pie y con un ramo de olivo.
Otra era la diosa árabe Allat, representada con los atributos de la Atenea griega,
lanza, escudo, égida con gorgoneion. Heródoto (111, 8) ya la menciona como Alilat, y
la identifica con Urania. Su identificación con Atenea es de época romana, en Palmi-
ra, en Hauram y en Hatra. En Palmira también se la representa como diosa entroni-
zada entre leones. Los otros dioses armados de Palmira tienen la iconografía de
Atenea.
Dos imágenes fechadas en el siglo 1, de estilo sirio, con lanza, de pie o entroniza-
das, se encuentran entre dos leones, símbolo de Allat. La escultura de un gigantesco
león guardaba el témenos del santuario de Allat en Palmira.
En un relieve del peristilo del templo de Be! se representa el combate de una dio-
sa armada acompañada de otros dioses.
Ninguna imagen de Allat con los atributos de Atenea parece fecharse con ante-
rioridad al siglo 11.
En un bajorrelieve del santuario de Khirbet es-Sané, localidad situada en la este-
pa suroeste de Palmira, se encuentra la diosa según las dos tradiciones iconográficas.
En este momento el dios árabe Rahim va asociado a la diosa, y en su santuario a Baal
Samin y a Durahlum. Rahim pudo recibir culto en el templo de Allat.

52
Próximo al santuario de Allat se levantó el templo independiente de Shams,
el sol, según testimonios de dos descripciones datadas respectivamente en los
años 31-30 a.C. y en el año 272 a.C. Este templo debe ser el que Aureliano mandó
restaurar después del saqueo de la ciudad por sus tropas. En un bajorrelieve del tem-
plo de Khirbet Wadi Suwane, Allat va acompañada de Shams, que coexiste con Y ar-
hibol y con Malakbel, dioses de carácter solar.
En un monumento fechado en el año 263 a.C. hallado en el santuario de Khirbet
Abu Duhur en la región noroeste de Palmira, se menciona al «Rey)) bajo la iconogra-
fía del dios sirio de la tormenta, jefe del panteón arameo, llamado Bel, Baal Samin,
Hadad, etc., acompañado de otros dos dioses.
En Khirbet Semrim se construyó en el año 195 a.C. un santuario dedicado a Ab-
gal y Ma'an. El primer dios se asocia a Asar, Azizu, Aglibol y Malakbel en las inscrip-
ciones. Abgal se le representa como un jinete vestido a la moda indígena. Es un dios
de la estepa, que no recibió culto en Palmira.
Los dioses árabes de las gentes del desierto recibían culto en Palmira, al mismo
tiempo que los de la ciudad eran venerados en el desierto. Este proceso se interrum-
pió al final del siglo 11. El culto a Allat pervivió hasta finales del siglo rv.

Santuarios y culto

Los cuatro templos mejor conocidos son los de Be!, Baal Samin, Nabu (dios babi-
lonio) y Allat. Presentan todos ellos características comunes en su construccción. El
área sagrada está delimitada por el témenos. El santuario de Baal Samio tenía tres pa-
tios de columnas, y el de Allat, un patio rectangular.
En los patios se hacían ciertos ritos. Al santuario de Bel acudían todos los habi-
tantes de Palmira y, en cambio, a los restantes además devotos de la misma proce-
dencia. Es probable que algunos santuarios dependieran de las cuatro tribus de la
ciudad que respondían a unidades territoriales, y que fueron creadas en tiempos de
Nerón.
El exterior de la cella era de tipo grecorromano. Frecuentemente un bajorre-
lieve sustituía a la imagen. Los templos tenían numerosos nichos, que se fechan en el
siglo 1. Son uniformes e iban decorados con los bustos de los dioses y con otros sím-
bolos.
El rito principal consistía en quemar incienso. También se sacrificaban anima-
les, como lo indican los altares de los santuarios de Bel y de Baal Samio. Las inscrip-
ciones mencionan matrimonios sagrados (lectisternio de Be!, cojines para el lecho
del dios, cama ofrecida a Baal Samio). El ritual del templo de Bel consistía en una
procesión de un camello. Probablemente la Gran Columnata y las Columnatas trans-
versales servían para estas procesiones. También se ayunaba como parte del ritual.
Se prohibía determinados alimentos. Se echaban multas destinadas a los tesoros sa-
grados.
Las téseras que servían para el ingreso mencionan como ritual importante en
Palmira los banquetes sagrados. La mayoría de las capillas servían a este fin. Tenían
un banco y un nicho para guardar los relieves sagrados, como sucedía en la cella del
templo de Allat, en un edificio del templo de Bel, en una capilla próxima al teatro y
en un rincón del pórtico próximo a la celia de Baal Samio. Estos banquetes se cele-

53
braban igualmente en Dura-Europos. La téseras mencionan los nombres de los dio-
ses en cuyo honor se celebraban estos banquetes: Bel en compañía de otros dioses,
Belti, Allat, Ba'altak, Belastar, Gad Belma, etc. Los thiasos organizaban estos banque-
tes. El principal era el de los sacerdotes de Bel, los había también en honor de Baal
Samin, Allat, Aglibol y Malakbel. El simposiarca de los sacerdotes de Bel era uno de
los cargos más importantes de Palmira. Era el encargado de presidir los ritos, de los
asuntos del santuario y de la distribución del vino, frecuentemente a su cuenta. Las
tribus, las familias y los particulares costeaban los banquetes. Existía probablemente
una jerarquía sacerdotal.

DIOSES DE HATRA

El relieve religioso más original que ha proporcionado Hatra es una mezcla de


antiguos influjos asirio-babilonios, con otros llegados de Irán y con aportes icono-
gráficos griegos. La figura central es un dios de pie, de aspecto terrorífico. Lleva dia-
dema coronada por un águila y largo cabello y barba. A ambos lados de la frente sa-
len dos cuernos, viste túnica y pantalón, lleva un gran espadón a la cintura y empuña
en alto un hacha. Escorpiones y serpientes rodean la figura central. En el lado iz-
quierdo hay una insignia de culto con discos superpuestos. Sostiene por un collar a
un cancerbero y a la derecha se encuentra una diosa entronizada entre leones encima
del cancerbero. Ésta sostiene una insignia de culto y está coronada igualmente por
un águila y por cuernos.
A influjos orientales se deben en este curioso relieve las insignias de culto y los
cuernos, considerados respectivamente símbolos divinos y atributos del poder, fre-
cuentes en los monumentos religiosos de Mesopotamia. El cancerbero es de origen
griego, pero la túnica, las joyas, el pantalón, la espada y el bigote son de inspiración
parta, así como la frontalidad de las figuras. Este relieve indica bien la amalgama de
influjos diferentes de la religiosidad de estos pueblos y el fuerte sincretismo que les
caracterizó. Una imagen de la diosa de Hatra es igualmente de gran originalidad. Re-
presenta a Atenea-Allat sobre un león entre dos dioses. A influjo griego se debe el ar-
mamento y la egíada.
La citada inscripción de Cinzirli ofrece algunos datos importantes de carácter re-
ligioso. El rey declara a su hijo que debe el reino a los dioses y que puede comer y be-
ber con Hadad, alusión posible a las ofrendas funerarias más bien que a una concep-
ción de la vida de ultratumba.

Aportaciones del arte a la religión siria

Relieves y esculturas de Te!! Hallaf arrojan luz sobre aspectos importantes de la


mentalidad religiosa de estas poblaciones. Grifos alados flanqueaban la entrada del
pórtico a la estancia principal del palacio. Piensa H. Frankfort que posiblemente
sean manifestaciones de un poder similar al del pájaro cuya imagen se encuentra
también sobre una columna en Tell Hallaf. En el arte asirio el grifo y el hombre-
grifo representaban al mismo demonio o la misma deidad. Eran figuras guardianas,
al igual que las esfinges; la misma función tenían los hombres escorpión de la puerta

54
Hatra. Divinidad con e·.ancerbero.

55

1
de ingreso a la ciudadela. Tiene cuatro cuernos, signo de divinidad. Otros relieves
desvelan aspectos interesantes de las creencias religiosas, como uno en el que el disco
solar alado está levantado por dos hombres-toros, tema que aparece ya a comienzos
del II milenio en un estandarte de Mesopotamia. Bajo el disco se colocó una figura
arrodillada.
En un relieve hitita de Ain Dura, norte de Siria, fechado en los siglos X-IX a.C.,
genios atlantes caracterizados como seres divinos por sus cuernos en la cabeza, con
pies de toro, levantan las manos en alto. En el centro de ellos se encuentra el Atlas,
dios de la montaña, como lo indica la decoración rocosa de su falda y las hojas a su
lado. En un relieve de Tell Hallaf se esculpió un genio de seis alas y en otro un demo-
nio alado con dos cabezas de león. En el palacio de la misma localidad se halla una
diosa que hacía de cariátide. Está de pie con una mano apoyada en la cintura. Todas
estas piezas se fechan en el siglo IX a.C. Todos estos seres tenían existencia real en las
mentes de las gentes y poseían un carácter maléfico o apotropaico.
La localidad coetánea de Cinzirli, en el siglo IX a.C., ha proporcionado algunas
piezas importantes para conocer las creencias religiosas de sus habitantes. Una esfin-
ge androcéfala tiene una cabeza de león en el pecho. Los dos cuernos sobre la cabeza
prueban que se trata de un ser divino. Cinzirli ha proporcionado imágenes de dioses
esculpidos en los relieves. Visten a la moda hitita, con falda, zapatos y gorro alto. Los
dioses atmosféricos blanden el hacha y empuñan el triple rayo, desonocido en Meso-
potamia y sólo documentado en la Puerta de los Leones de Malatya. La diosa K u papa
está entronizada y sostiene un espejo en su mano.
En Sa-K<;egi:izü, en el último tercio del siglo VIII a.C, se esculpió un grifo, de pie,
tetráptero, con el cubo del agua sagrada y el hisopo, según modelos asirios, y dos dio-
ses fácilmente reconocibles por sus cuernos flanqueando el árbol sagrado, debajo del
disco alado.

RELIGIÓN DE EBLA

La ciudad de Ebla se asentaba al sur de Alepo. En Ebla se hablaba una lengua se-
mita occidental emparentada con el cananeo, escrita con los caracteres cuneiformes
de los sumerios. La ciudad fue destruida hacia el año 2250 a.C. por Naramsin. A fi-
nales del III milenio Ebla estaba controlada por los reyes de Ur.

Originalidad del panteón de Ebla

La religión de Ebla se caracteriza por encontrarse el poder político separado del


religioso. Ambos no se fundían en la persona del soberano, a diferencia de lo que su-
cedía en Egipto y en Mesopotamia. Los reyes de Ebla no eran investidos por el dios.
Los poderes político y religioso coexistían, pero eran independientes, lo que ha lle-
vado aG. Pettinato a sostener que la cultura y civilización de Ebla eran laicas. En el
I milenio a.C., este fenómeno se documenta en los estados vecinos, entre los amo-
rreos, en Ugarit, en los principados fenicios, cananeos y arameos. Los hebreos se ca-
racterizaron por su concepción puramente religiosa de la realeza, pues Y ahveh era el
único soberano.

56
'
El panteón

El panteón es de tipo semítico occidental. Algunos dioses del panteón mesopotá-


mico no se han identificado en Ebla, como Enlil, dios supremo sumerio. El dios su-
premo de Ebla y de todas las culturas semíticas occidentales no se asimiló con el En-
lil sumerio. No se dio un fenómeno de sincretismo. Como escribe el citado estudioso
italiano de los textos de Ebla, «esto sugiere una profunda reflexión intelectual y al
mismo tiempo una madurez espiritual en el campo religioso que denota un perfecto
conocimiento del mundo divino».
En el panteón de Ebla se documentan otros dioses del mundo semítico, como
Reshef, Ba'al, Ishtar, Sipis, Kamis y Hadad; del mundo hurrita, como Hepat, Astapi
e Ishara, junto a dioses de carácter desconocido como Kura o Kakkab.

Características de la religión eblaíta

Una de las características más notables de la religiosidad eblaíta es la veneración


de los dioses de otras ciudades y países, manifestada igualmente en el envío de dioses
de la corte eblaíta a lugares distantes como Biblos, Y asur o Adab. Sin duda razones
políticas están en la base de estas ofrendas, pero indican un espíritu religioso muy
amplio. Otros pueblos, como el hebreo, el babilonio, el asirio y el sumerio se caracte-
rizaban por la abierta hostilidad hacia los dioses de otros países.
Otra característica de la religión de Ebla consiste en que se había llegado casi a
un monoteísmo y al concepto abstracto de dios.
Dagan era el dios principal, el señor por antonomasia, divinidad oficial y de
múltiples manifestaciones. No se le daba nombre alguno, pues el nombre del dios no
podía pronunciarse, al revés de lo que sucedía en Mesopotamia. Los eblaítas ya con-
cebían en el III milenio a. C. lo divino como entidad abstracta. Los dioses de Ebla
prestaban ayuda continuamente a sus devotos.
Dos templos de Ebla han proporcionado sendas pilas cultuales, de forma rectan-
gular, muy importantes por las escenas esculpidas en ellas. La pila hallada en el tem-
plo B1 se fecha en torno a los años 1900-1850 a.C. y debía haber estado colocada en
la celia, contra el banco de la pared opuesta a la entrada. La pila, con dos comparti-
mentos rectangulares, está decorada con relieves en la parte exterior. Es ejemplar
único en Siria en este periodo y puede depender de los escasos modelos de pilas lus-
trales de doble cavidad procedentes de la Mesopotamia meridional protodinástica,
documentadas en Nippur. Las dos pilas tienen las paredes exteriores adornadas con
una escena de banquete ritual, en la que el rey levanta una copa delante de una mesa
de ofrendas llena de panes ácimos, típica de la Siria antigua. La decoración del otro
fragmento presenta a un personaje con barba en acto de hacer una libación. Asisten
al rito en un caso unos guerreros armados y en el otro unas mujeres y dignatarios con
la reina libando delante del rey. El banquete sagrado debía ser un rito clave en la reli-
gión oficial de Ebla en época amorrea, independiente de la divinidad que recibiera
culto en el templo.
La decoración de la pila hallada en el gran templo O es más original. Se represen-

57
ta la misma escena de banquete sagrado con el rey y la reina ante la mesa con panes
ácimos, acompañados de dignatarios, envueltos en mantos y llevando lanzas, y de
dos sacerdotisas portando vasos rituales. En el panel inferior hay una fila de ovejas
que caminan delante de un altar con un pájaro estilizado. La fecha de esta pieza se si-
túa entre los años 1850-1800 a.C. Esta pila lustral reproduce piezas análogas en oro
halladas en Biblos. Los altares con pájaros se encuentran en la glíptica contemporá-
nea de Capadocia. En uno de las caras laterales hay una composición típica de Babi-
lonia en época acádica: el héroe desnudo y el monstruo alado de cola anguiforme. Es
probable que estos temas de ambiente mesopotámico se reelaborasen en la Siria de
época amorrea. En el otro lado menor, un leontocéfalo agarra dos leones.
Una tercera gran pila ritual, datada entre los años 1800-1750 a.C., se ha hallado
en el templo N. Se encuentra junto a una mesa de ofrendas fabricada en basalto, pro-
bablemente utilizada en los sacrificios. Es muy probable que se reprodujese nueva-
mente en esta pieza la escena del banquete sagrado en el lado mayor. En los laterales
hay diosas representadas frontalmente, con la cabeza cubierta por la tiara de los dio-
ses con doble cuerno. En el lado opuesto la escena es díficil de interpretar. Se escul-
pieron tres parejas de varones con barba. Dos parejas parecen abrazarse. Probable-
mente se representa una serie de actos rituales simbólicos en los que participan dig-
natarios o sacerdotes en una fiesta sagrada.

EL PANTEÓN DE MARI

A partir del final del III milenio a.C. aparecen en el curso medio del Éufrates los
semitas occidentales, a los que pertenecen los amorreos, que tenían un dios epóni-

Estatua de sacerdotisa dedicada en el Templo


de la diosa Ninni-zaza de Mari. Hacia el 2400 a.C.
Museo de Damasco.

58
mo, Amurru, diferente de los semitas orientales. Las inscripciones de Mari han pro-
porcionado nombres de diferentes dioses. Una de las divinidades principales de los
amorreos es Addu equivalente al gran dios de la tempestad de los semitas occidenta-
les, Hadad. Dagan, citado en el Antiguo Testamento como dios de los filisteos, po-
blación de origen indoeuropeo, contaba con un gran templo en la ciudad, también
aparece en Ugarit; al igual que la diosa Anat, muy venerada en esta última ciudad.
Un dios que se repite igualmente en Ugarit es Hawran, dios curador. Mari rendía
culto también a Yarakh, dios luna, a Reshef, muy venerado en Fenicia, y a Salim,
dios del bienestar.
Desconocemos los mitos de Mari. La religión de Mari está más próxima a la de Fe-
nicia y Palestina que a la de Mesopotamia. Un templo de la ciudad está lleno de betilos
al igual que el templo de los obeliscos de Biblos, fechado en los siglos XIX-XVIII a.C.
En el atrio del templo de Dagan de Mari hay una columna semejante a las que se en-
contraban en la puerta de los templos del Melqart de Tiro y de Cádiz, en el templo de
Jerusalén y en los santuarios palestinos y de Chipre, conocidos estos últimos por mo-
delos de terracotas, como el de ldalion, hoy en el Museo del Louvre.
En Mari había profetas de corte, como en Biblos y en Israel, vinculados a los dio-
ses Hadad y Dagan, así como profetisas. Las profecías eran muy estimadas por los
monarcas de Mari en sus decisiones políticas.

Arquitectura religiosa

Se conoce una serie de santurarios fechados en el 111 y 11 milenios a.C. Al primer


momento de florecimiento de la ciudad, datado a mediados del 111 milenio, pertene-
cen los templos de Ishtar, de Ninni-zaza, de lshtarat, de Ninhursag y de Dagan. Un
grupo de templos son de planta cuadrada, con los elementos indispensables de culto,
altar, tinajas para las libaciones y banquetes. A veces se adosó un segundo santuario y
pequeñas dependencias. Los templos solían disponer de un espacio a cielo abierto,
como en los santuarios de Dagan, de lshtar y de Ninhursag.
El segundo tipo de santuarios es una casa particular, como los templos de Ninni-
zaza y de lshtarat. Disponen de una celia con bancos adosados a los muros, sobre los
que se depositaban los exvotos y las esculturas. El centro era una habitación impor-
tante; el templo de Ninni-zaza tenía un betilo en esta estancia.
En torno al 2000-1900 a.C. se construyó en el centro de la ciudad la zigurat, con
una sala de culto alargada, pórticos y acceso defendido por dos leones de bronce. So-
bre el muro del fondo de la celia se colocó un altar, y por la parte trasera dos peque-
ñas dependencias. Estos templos son semejantes a los sirios in antis. Se establecían de-
pósitos de clavos del 11 milenio. Se desconoce los nombres de los monarcas que
construyeron los santuarios en época arcaica. Los dioses venerados en los santuarios
se conocen por inscripciones de época posterior.
En los templos los devotos ofrecían estatuas de oran tes, con las manos entrelaza-
das y vistiendo kaunakes. Los templos de Mari han proporcionado gran cantidad de
estatuas con los nombres de sus propietarios, dedicadas a la salud de los monarcas,
como la estatua de Shibum consagrada por la vida del rey de Mari lkum-Shamagan,
datada entre los siglos xxv-xxiv a.C. Eran de personas importantes de la administra-
ción real, de oficiantes del culto o de mercaderes. Sólo se conoce una figura de rey.

59
Algunos relieves son de carácter votivo. Las damas que cubren su cabeza con un~
los, del siglo XXIV a.C., de pie o sentadas, son sacerdotisas o señoras que han desc.--
peñado un papel importante en algunas ceremonias rituales.
Algunas placas votivas fechadas en el siglo XXVI a.C., con combates de anim.a.b..
de monstruos y de héroes, son propias de una mitología muy primitiva, que alude &..
cambio de las estaciones o a las fuerzas de la naturaleza. Un lienzo de mosaico,~
do entre los siglos xxv-xxiv, está decorado con una escena religiosa, con oficiaruo
de ambos sexos, entre los que destacan sacerdotisas con polos. Desfilan orantes ~
vasos en las manos, que se dirigen a un personaje colocado delante de una silla. P~
blemente se trata de un dios. En el registro del centro se hallan las sacerdotisas COl""
polos, y en el superior unas damas cubiertas con capas. Dos sacerdotisas están vuel~
una hacia la otra, delante de un mueble que se ha interpretado como un lecho dÍ$-
puesto para un matrimonio sagrado, que tiene pies de toro y está cubierto con un.a
piel de cordero: debajo se cuentan tres basas cónicas.
El templo de Ishtar, de planta cuadrada y rodeado de un alto muro circular, está
representado en un vaso plástico fechado entre los años 2600-2430 a.C. El santuario
de Ishtar ha proporcionado gran cantidad de vasos de lujo importados, tallados en
piedra verde o gris, serpentina, clorita o esteatita.

Estatua de una diosa con vaso. Mari. Sala del tro-


no del Palacio del rey Zi.Jnri-Lim. Comienzos del
siglo XVIII a.C. Museo de Alepo.

60
Aportaciones del arte a la religión de Mari

Algunos gobernantes aspiraron a divinizarse, como lo indican los cuernos de


Puzur-lshtar de Mari, ciudad que ha dado una de las imágenes más populares, la
diosa de pie, con cuernos en la cabeza y un vaso manante, fechada a comienzos del
siglo XVIII a.C.
Son importantes, desde el punto de vista religioso, las pinturas del palacio de
Mari, de comienzos del siglo XVIII a.C., destruido en torno al año 1760 a.C., que re-
presentan al rey Zimri-Lim recibiendo los emblemas de la diosa Ishtar, con su arma
y el león como atributos, en presencia de varias divinidades. Debajo de este grifo hay
dos diosas con vasos de los que brotan agua. Alrededor de un árbol estilizado hay
animales fantásticos, del tipo de los querubines, que prohibían la entrada en el
Edén.
La sala de audiencias del palacio de Mari iba decorada igualmente con escenas re-
ligiosas. La diosa lshtar recibía la ofrenda que le ofrecía una diosa. Sigue un cortejo
de diosas y de humanos. Todo encuadrado entre querubines. El rey ofrece una liba-
ción y combustión a un dios sentado en una montaña y con media luna sobre la cabe-
za. El monarca está acompañado por divinidades. Se ha supuesto que estas pinturas
describen alguna ceremonia oficiada por el rey en algún templo de la ciudad.

EL PANTEÓN NABATEO

Los nabateos eran una tribu árabe, asentada en época aqueménida en el reino de
Edón. En el año 312 a.C., eran aún nómadas. Su refugio era Petra y se dedicaban al
comercio caravanero. El apogeo nabateo coincide con el gobierno de Aretas IV
(8 a.C.-40 d. C.) o de su hijo Obodas 11, a los que se atribuyen los principales monumen-
tos de Petra: el templo de Qasr el-Bint y la tumba de el-Khazneh. Al final del siglo 1,
el centro político se desplazó a Bosra. Los nabateos hablaban un dialecto árabe. De-
sarrollaron un arte, escultura y arquitectura, de gran estilo, con influjos helenísticos,
mientras las creencias religiosas permanecieron ajenas a este mundo. Las fuentes so-
bre los cultos nabateos son escasas. Es indemostrable el monoteísmo primitivo como
forma religiosa de este pueblo.
Los dioses nabateos al igual que los sirios, se vinculaban a un lugar o a un grupo
humano.

Dushara

Fue el dios principal del panteón nabateo. Se le denominaba «dios de Gaia», que
fue la primera capital de este pueblo, «dios de Madrasa>>, «dios de Manbatu» y <<nues-
tro señon>. Es el dios de la dinastía. Los griegos le identificaron con Zeus, con Ares o
con Dioniso.
El léxico Suda, remontando a una fuente antigua, escribe lo siguiente:

61
Theusares es el dios Ares en la Petra árabe. Es muy venerado entre ellos, y prin-
cipalmente aquí. El ídolo es una piedra negra, cuadrangular y anicónica. Mide cua-
tro pies de alto y dos de longitud. Se asienta sobre una base recubierta de oro. Se le
ofrecen sacrificios y se le vierte la sangre de las víctimas. Tal es su libación.

El betilo está representado en las monedas de Bosra, de época del emperador He-
liogábalo. En fecha posterior, tres betilos rectangulares se asentaban sobre una base
escalonada. El colocado en el medio es de tamaño mayor. Unos objetos planos, que
asemejan panes, se apilan sobre los tres betilos, en número desigual.
Donsares recibía culto en Adraha, bajo la forma de un betilo hemisférico. En
una roca de Petra se tallaban muchos betilos que representaban al dios nabateo. Una
vez un betilo está coronado por el busto de un joven. El teónimo de Dushara es un
apelativo topográfico, «el de Sharay», topónimo que se aplicaba a muchos lugares. Es
identificado por los griegos con Zeus, en tanto que dios dinástico. Heródoto (111, 8)
menciona el único dios de los árabes asimilado a Dioniso, llamado Orotal o Orotalt,
junto a la diosa Alilat.

Diosas

En el templo de Petra se ha encontrado una placa rectangular con un rostro es-


quemático, que representa a la diosa Hayyan, hija de Niyabat, asimilada por un fenó-
meno de sincretismos con la Afrodita griega.
Las tribus de Negeb y del Sinaí tributaban culto a Alilat, equivalente griega de
Urania, o sea, al planeta Venus. Tenía un templo en Ascalón, según Heródoto, pero
la diosa de esta ciudad después se llamó Derceto, «la poderosa». Fue venerada por los
árabes lihyanitas en el siglo IV a.C. como han-Uzzay. Jerónimo menciona que tenía
un templo en Elousa. Anualmente se congregaban los beduinos alrededor del betilo
y la veneraban como estrella de la mañana. Otra gran diosa de los nabateos fue Allat,
«la diosa», identificada con la Alilat de Heródoto. Posteriormente, se la asimiló a
Atenea, en época romana y antes lo fue a Atargatis. Su culto estaba muy extendido
desde Edesa y Hatra a Emesa, Palmira y La Meca. Esta diosa se menciona en Petra y
una sola vez en Hagra. Los nómadas safaítas le invocaban en sus grafitos como diosa
protectora. Era muy honrada en Hauram. Los santuarios importantes de esta diosa
se encontraban en Bosra y Salkhad, éste fundado a mitad del siglo 1 a.C. Allat contó
con otro santuario a ella dedicado en Wadi Ramm.
Las inscripciones funerarias de Hegra mencionan frecuentemente a la diosa Ma-
nawaru, después de Dushara, como fiadores de la inviolabilidad de las tumbas.

Otros dioses nabateos

Los nabateos tenían propensión, según M. Gawlikowski, a multiplicar los dioses,


al igual que los calificativos que los definían, que sólo eran perífrasis. En Petra, He-
gra y Palmira se documenra el dios de Sabu. En Palmira se le denomina «Fortuna de
los nabateos». En Bosra recibió culto el dios de Qasyu. Las inscripciones mencionan
frecuentemente el dios Shai al-Qawn cuyo nombre significa «el compañero de la tri-

62
bU>). Las inscripciones griegas de Hauram citan al dios Licurgo, que era tenido por el
rey mítico de los árabes, según Nomos. No se le ofrecía vino en sacrificio. Otro dios
mencionado en algunos antropónimos y en una inscripción de Hegra era Hubalu
idéntico a Allat.
Los nabateos mantuvieron los cultos locales más antiguos, como en el santuario
de Khirbet et-Tann-Ur. Qos era el dios tribal de los edomitas y se le identificó con el
de Zeus-Hadad sirio, representado sobre dos toros con el rayo en la mano. En el si-
glo 1 a.C. este dios tenía un templo en Horawa. Su compañera era una diosa con pe-
ces sobre su cabaza, Atargatis-Derceto, divinidad venerada en Ascalón y en otros lu-
gares. Los nabateos veneraban igualmente al dios sirio de la tormenta, Baal Samio,
en su santuario de Sa.
Estrabón (XVI, 4.26) menciona el culto al sol entre los nabateos de Petra, pero
de su culto no se conservan testimonios arqueológicos. Siguiendo costumbres grie-
gas, los nabateos divinizaron a uno de sus reyes, a Obodas 1, muerto en el año 84 a.C.
En el año 268 se restauró el templo de Zeus Obodas. En Petra tenía dedicado un san-
tuario. Contaba también con una cofradía dedicada a promover su culto.

El culto nabateo

Los nabateos no tuvieron un panteón sistematizado. En Petra se tributaba culto


en lugares elevados de los que se conocen una cuarentena. Estos lugares elevados te-
nían un altar, cubetas para las libaciones, betiJos y salas de banquetes, todo tallado en
la roca. Además de los banquetes sagrados, se celebraban sacrificios sangrientos en
los santuarios tribales o familiares. Los betiJos tallados en la roca son votivos. Junto
a ellos se encuentran cúpulas para las libaciones y salientes rocosos para depositar las
ofrendas. El texto de la Suda, se refiere, probablemente, al monumento de Petra, lla-
mado Qasr el-Bint, que era de forma cúbica y tenía altar monumental. La celia tenía,
al fondo, un aditon en el que un estrado servía de trono al ídolo. La celia cuadrada es
típica de la arquitectura nabatea y de la del sur de Siria.

EL PANTEÓN DEL SUR DE ARABIA

El conocimiento del panteón del sur de Arabia, la Arabia Felix, se basa en los da-
tos procedentes de las inscripciones y en los proporcionados por la arqueología. El
panteón es mal conocido. Su carácter astral es seguro, como se deduce de los nom-
bres de sus dioses: Shams, el sol y Attar, identificada con el planeta Venus y equiva-
lente a la Ishtar de los asirios y de los babilonios. De muchos dioses se desconoce el
sexo y su carácter.
El dios Attar ocupaba el primer en el panteón del sur de Arabia. Era el dios de la
irrigación y su símbolo era la gacela. Frecuentemente Attar está asociado a la diosa
Hawbas. Attar destronó al dios supremo semítico Il.Los diferentes reinos del sur de
:\rabia tenían sus dioses protectores, nacionales, que recibían culto en el santuario
de la capital. En Saba la federación de las tribus sabeas tributaba culto en el templo
de Marib al dios Ilmakah, dios de carácter lunar, que se presentaba con atributos dio-
nisiacos, como la cabeza de toro, el vino y la piel del león. Era el dios sol, hipóstasis
masculina de la diosa Shams y guardián de la dinastía sabea.

63
Wadd, originario del norte de Arabia, era el dios nacional en Ma'in. En Hadr.
mawt el dios nacional se llamaba Syn y su templo se encontraba en la capital Shalr
wah. Se la asimila al dios lunar. Las menciones de Teofrasto y de Plinio, así como al-
gunas acuñaciones monetarias, indican que era un dios-sol, que correspondía a
Shams, diosa adorada igualmente en Kataban. Shams era además la diosa nacional
del reino de Himyar.
En Ma'in el dios protector era Nitrah. Su santuario gozaba del derecho de asilo y
disponía también de un oráculo. En Kataban se tributaba culto al mismo tiempo a
Anbay y a Hawkam. Ambos dioses eran personificaciones de una divinidad similar
al babilónico Nabu, dios de la ciencia y portavoz de la divinidad en la religión asirio-
babilónica.
Varios grupos tribales tenían su propio dios patrono. Así, en Saba, Talab era el
dios protector de la federación tribal de Suma y. Los de Amir, tribu beduina y carava-
nera, localizados en el norte del Y emen, ofrecían exvotos de camellos a su dios
patrono Somawi por la prosperidad de sus rebaños. Los « hijos de Il» procedían del
norte y recibían culto en Kataban. Eran el equivalente de los «hijos de Allah»
en La Meca, antes de la predicación del profeta Mahoma. Se llamaban al-Lat, al-Uza
y Manat.
Algunos dioses protegían a las personas, la construcción de los edificios, la fami-
lia, la casa, etc. Los dioses se representaban frecuentemente por medio de animales-
símbolos, como el toro, el águila, la gacela, el ibex, etc. Más frecuentemente por un
símbolo abstracto, como la cachiporra o el rayo. Pocas deidades tenían formas antro-
pomorfas, y, por lo general, estas imágenes son tardías y se deben a influencias de la
religión pagana durante el imperio romano, en opinión de J. Ryckmans, a quien se-
guimos en este tema.

Santuarios

Los santuarios de la Arabia Felix han sido recientemente estudiados por


J. Schmidt, a quien brevemente seguimos. Su conocimiento se debe a la arqueología
y a algunas fuentes literarias. Al primer periodo histórico pertenecen unos santua-
rios que se localizan en la llanura este del Yemen, en Gabal Balaq al-Ausat. Su planta
es rectangular. La puerta de entrada se encuentra en la pared más corta. La disposi-
ción de las habitaciones es bien sencilla: un patio con tres salas techadas situadas en
frente de la entrada y sin comunicación unas con otras. Estos edificios de culto se re-
lacionaban con los vecinos túmulos individuales y con torres cenotafios.
Dos templos sabeos presentan una disposición de las habitaciones más compleja
y su forma es más variada, especialmente en lo tocante a la técnica y a los materiales
de construcción. Tenían un patio con una celia tripartita, a la que se había añadido
por tres lados una perístasis. También se añadió un propileo construido con pilares
monolíticos en número que variaba de seis a ocho. Un ejemplo de este tipo de san-
tuario es el dedicado a Wadd en Wadi Qututa.
Unas inscripciones conservan el nombre del dios al que estaba consagrado el san-
tuario, así como el nombre del constructor Yagdum'il, y la fecha en que fue levanta-
do, en torno al año 700 a.C. Alrededor del santuario probablemente hay sepul-
turas.

64
En el mismo periodo se data aproximadamente el santuario de Masagid, erigido
al pie de la montaña de Gabal Sahl y dedicado a Almaqah, dios-luna. El templo con-
siste en un témenos, rodeado por una alta pared, con tres puertas de acceso, la central
con un propileo de columnas. Este santuario responde al mismo concepto del tem-
plo de Wadd, con una distribución casi idéntica. El mismo devoto construyó un
templo más alargado, dedicado también a Almaqah, en la antigua capital sabea de
Sirwah. Sigue el mismo patrón clásico.
Otro templo en el área minea, cuya construcción fue alterada con el tiempo, es el
santuario de Attar Ras en Ma'in. El patio estaba rodeado por pilares. Su fecha de
construcción es la segunda mitad del siglo v.
Un segundo grupo de santuarios, que sigue una planta diferente y diversa dispo-
sición de las habitaciones, se conoce en la minea Gawl y en Kataban.
Se documentan también otras formas de templos, sobre los que se dispone de po-
cos conocimientos. Frecuentemente se menciona en la literatura arqueológica plan-
tas absidales, ovoidales y elípticas, como en la distribución del templo de Awam, en
el oasis de Marib, o en el templo consagrado a Almaqah en Sirwah. Estas referencias
corresponden más bien a las paredes del témenos. Todos los templos fueron cons-
truidos en piedra. Muchos de ellos, como los de Masagid o Mahram Bilkis estuvie-
ron abiertos al culto durante varios siglos. Fueron rehechos o adaptados al cambio
del gusto del tiempo, como sucedió en el templo consagrado a Almaqah en Masagid,
levantado a finales del siglo VIII a.C.
La principal característica del sur de Arabia, por lo que se refiere principalmente
a la arquitectura, fue su sencillez y belleza austera, dominada por unas formas cúbi-
cas, sin adornos, de pilares monolíticos cuadrados o rectangulares. Estas característi-
cas pueden observarse bien en los edificios de Ma'in, Baraqis y Mahram Bilkis.
Los santuarios desempeñaban un papel importante en la vida de las ciudades.
Cada ciudad tenía su santuario o capilla. Los templos contaban con una clase de ser-
vidores, cuyas funciones estaban bien definidas. Estos cargos eran hereditarios. Se
encargaban de la construcción del templo, interpretaban los oráculos e intervenían
en los sacrificios. En Saba determinados sacerdotes de Attar pertenecían a tres dife-
rentes clanes.

El culto y el ritual

Se conservan varios objetos de culto, como páteras, altares de piedra para los sa-
crificios de los animales, bronces, mesas de libaciones, empleadas también para que-
mar aromas, e mcensarios.
Los sacrificios podían tener un carácter imprecatorio, propiciatorio o expiatorio.
Era de carácter individual. Con motivo de peregrinaciones y de la construcción de
edificios públicos se hacían sacrificios colectivos. También se celebraban banquetes
rituales con ocasión de las peregrinaciones.
En una inscripción grabada en la roca en el monte Riyam, en el norte de Sana,
escrita con motivo de una peregrinación, Talab mandaba organizar comidas. El na-
turalista Plinio el Viejo cuenta que en el templo de Shabwah en Hadramawt el dios
entretenía a los convidados varios días cada año con lo recolectado por el diezmo.
Talab ordenaba a sus devotos ayudar a la peregrinación anual al templo federal sabeo
en Marib.

65
J. Ryckmans recoge otros datos importantes del culto, como que en época anti-
gua en Saba unos individuaos se presentaban al dios patrono en un templo para ser
nombrados para un cargo público. Al parecer cumplían temporalmente ciertas obli-
gaciones en el templo más bien que dedicarse a la prostitución sagrada. En los si-
glos II-Ill d. C. los prisioneros eran sacrificados en un acto ritual para agradecer a la diosa
Shams la victoria militar.
Las dedicaciones individuales en el periodo antiguo progresivamente fueron
reemplazadas por la ofrenda de una estatua, que representaba al oferente y llevaba
una inscripción. Se ofrecían también figuras de animales para obtener la prosperidad
del ganado, e imágenes humanas con los órganos sexuales bien marcados para lograr
descendencia. Funcionaban oráculos y la oniromancia durante el sueño y en el templo.
Algunos rituales tenían por finalidad obtener la lluvia, como uno que se celebró
en el siglo m, del que se tiene noticia por un texto sabeo, cuando la población de Ma-
rib acudió al templo de Ilmaqash. También se hacían ciertos rituales en función de la
caza.

Magia

La magia estaba muy unida a la religión. Eran muy usados los amuletos con el
nombre o el animal símbolo del dios. Se llevaban también talismanes y fórmulas má-
gicas. Igualmente se acudía a prácticas astrológicas.

Creencias sobre la ultratumba

Las prácticas funerarias prueban la creencia en una vida después de la muerte..


Los difuntos eran enterrados en tumbas colectivas. También se momificaban los ca-
dáveres, como en Shibam Suhaym, al norte de Sana. Los nombres de los difuntos se
inscribían en las estelas, que frecuentemente estaban adornadas con figuras huma-
nas. También se colocaban plintos con una cabeza, una estatua pequeña o una placa
de alabastro plana y pulimentada.

66
CAPÍTULO IV

La religión hitita

Los hititas era un pueblo indoeuropeo que dominó en Anatolia durante el 11 mi-
lenio. Desde el año 1740 hasta el año 1460 a.C. se extendió la primera fase de su his-
toria, llamada imperio antiguo, a la que siguió un segundo periodo imperial que
abarca desde el año 1460 al 1200 a.C. aproximadamente. Durante toda su historia,
los hititas se caracterizaron por asimilar las influencias de otros pueblos con los que
se relacionaron, como los babilónicos, los hurritas, los habitantes del norte de Siria,
etcétera.

EL PANTEÓN

Se dispone de una documentación muy variada sobre la religión hitita. El texto


más antiguo se remonta al primer monarca y en él se encuentran ya las bases funda-
mentales de la religión hitita posterior. Este rey se llamaba Anitta, que vivió en tor-
no al año 1715 a.C. En este texto se perfila un cuadro coherente del panteón. La di-
vinidad más importante es el dios de la tempestad, equivalente al Zeus griego. El
dios ama al rey y le concede la victoria sobre sus enemigos. Gracias a su ayuda, Anit-
ta recuperó la estatua del dios Shiushummi, que era el dios de una ciudad conquista-
da. Esta aceptación de dioses extranjeros fue una de las características de la religión
hitita en todas las épocas. Otra deidad, Halmashuitta, la santa sede, era un dios pro-
tohitita. Anitta menciona también la construcción de templos en honor de los dioses
mencionados y las fiestas correspondientes de dedicación, que coincidían en parte
con las ceremonias conocidas por los textos de Kultepe. El monarca hitita también
recuerda grandes sacrificios de animales cazados en ocasión de estas fiestas y ofreci-
dos a los dioses. El segundo documento religioso en importancia es de la época de
Hatusil 1, en torno al año 1600 a.C. En él se cita a la gran diosa celeste de la ciudad de

67
Arinna, de la que era devoto el monarca, diosa prehitita convertida después en espo-
sa del dios de la tempestad. También se leen los nombres de este último y de la diosa
Mezulla, considerada por la tradición hija de la diosa solar de Arinna y de Taru, dios
de la tempestad. Estos primeros dioses parecen proceder del panteón prehitita. Qui-
zá constituían la antigua tríada anatólica, asimilada a divinidades de la localidad
mencionada. Eran dioses de carácter indefinido, que se mantuvieron siempre.
A partir de esta época se detecta el influjo hurrita sobre la religión hitita. Hatusil 1
trasladó a la capital de su reino, Hattusas, los dioses hurritas. El monarca hitita tra-
jo al dios de la tempestad, señor de Armaruk, de su campaña contra Hashshu, en la
ribera del Éufrates, así como al dios de la tempestad de Alepo, al dios de la montaña
de Adalur y a la diosa de Alalak; a Hepat, hija de la diosa Allatum, que es Ereshkigal,
y a Lilluri. Sus estatuas fueron transportadas y colocadas en los templos de Hattusas.
Las imagenes del dios de la tempestad de Armaruk y de Alepo eran toros. Las esta-
tuas de Allatum, Adalur y Lilluri se fabricaron con oro y plata. Un toro simbolizaba
a los dioses de Hahu. El rey era especial devoto de la diosa solar de Arinna. En su tes-
tamento sólo se alude vagamente al dios.
Se desconocen los ritos, ceremonias y oraciones de la religiosidad de esta época.
Durante el imperio antiguo hitita, los dioses centrales del panteón eran dioses del
grupo de los háticos, sometidos por los hititas. Los cantores de Kanesh celebraban a
algunos dioses con nombres indoeuropeos. En la región de Pala, que era una de las
principales subdivisiones del imperio hitita, se veneraba al dios Zibarwa.
El principal dios del panteón oficial era el dios de la tempestad, calificado de rey
y señor del país; a él pertenecían el cielo, la tierra y los hombres. Su esposa era la dio-
sa de Arinna. El dios ha elegido al rey Labarna, Ishtar era una diosa solar, Telepinu
pertenecía al círculo del dios de la tempestad: la diosa Mezulla y su hija; la diosa Zin-
tuhi; el monte Zalianu; la diosa Zashhapuna y los dioses de la tempestad, Zippalanda
y Nerik. La importante deidad de tiempos del rey Anitta, Hamashuitta, se convirtió
ahora en el nombre del trono divinizado.
El panteón hitita estaba formado por muchos otros dioses, como por el dios de la
guerra y de la peste, Shulinkatte; la diosa de la mágia, Katahzipuri, y las diosas de los
infiernos, Papaya e Ishdushtaya. Otros dioses venerados de origen luvita, como Tar-
hunt, que era el Shanta del periodo neohitita, dios de la tempestad; el dios solar Ti-
wat, y el dios de la luna, Arma. Una característica de la religión hitita consistía en el
hecho de que los dioses podían llevar dos nombres, uno entre las deidades y otro en-
tre los hombres.
La religión hitita se caracterizó por la fuerte asimilación de dioses de otros pue-
blos como los hurritas. Los dos grandes dioses hurritas fueron las dos principales
deidades hititas, Tesub fue el dios de la tempestad hurrita y Hepat su esposa.
La lista de los dioses hurritas citados, casi en el mismo orden, se conoce por dos
documentos, uno procedente de Ugarit y el segundo de Hattusas. En las dos listas
son constantes la oposición de los dioses a las diosas y la tendencia a establecer pare-
dra; la sucesión de Kumarbi, Ea, Luna, Sol, Astabi; el grupo femenino: Daki(t), Hu-
deua Hudellurra, lshara, Allani, Sauska y Adamma-Kubaba; la mención de dos Ish-
tar, una masculina y de carácter guerrero y otra de carácter amoroso y femenina; la
divinización de objetos de culto: la mesa, la estatua, etc.; el lugar ocupado por la geo-
grafía, como montañas y ríos y la presencia del cielo y de la tierra.
Las diferencias entre ambas listas son las siguientes: el orden de muchas divini-

68
dades mal definidas, como Nubadig, Pisasaphi; la mención de dioses extranjeros pro-
cedentes del panteón semita de Ugarit, como El, Anat; de Hattusas, Hulla-Mezulla,
el sol de Arinna, Sarruma; de Alepo, como los dioses sirios, Pairras, Pithanu, y la asi-
milación de Kumarbi a El, a Enlil o a Dagan.
El más antiguo panteón hurrita es una copia del sistema babilónico, y pasa a la
religión hitita. Hepat es la diosa suprema y Tesub el dios principal. El sistema de pa-
redras queda evidente con la introducción de Salas, Nikkal, etc. Todos estos fenóme-
nos religiosos maduraron al final del 111 milenio a.C. y a comienzos del 11. El sincre-
tismo religioso hurrita se produjo alrededor de los grandes santuarios de Tesub. La
religión hurrita no tuvo un panteón real, como el hitita a partir del siglo XIV a.C.
La teología hurrita se inspira en la babilónica. Los más antiguos santuarios de Tesub,
Kumarbi y de Sauska se encontraban en la región noreste de Mesopotamia, de donde
procede con probabilidad el único documento de la religión hurrita, fechado con an-
terioridad al año 2000 a.C., la tablilla de fundación de un templo. Los tratados y los
rituales hurrita-hitita de Kizzuwatura mencionan unos dioses antiguos, según un or-
den constante, que son los Anunnaki sumerios: Nara y Namsara, Minki y Ammun-
ki, Kumarbi, etc., que no desempeñaron ningún papel en el culto de época histórica,
salvo Kumarbi, y que fueron orillados. Detrás de esta concepción se perfila la noción
de la realeza divina, que pasa de una dinastía a otra.
Los relieves rupestres del santuario de Y azilikaya, cerca de Hattusas, ilustran grá-
ficamente el panteón hitita. Se trata de un santuario parcialmente consagrado a los
difuntos de la dinastía hitita. En las paredes del santuario se enfrentan dos procesio-
nes de dioses fácilmente identificables por sus nombre o por sus atributos. En el lado
izquierdo abre el cortejo el dios de la tempestad, Tesub, de pie armado con una maza,

Friso de dioses hititas. Yazilikaya. En torno al 1250 a.C.

69
-,
1

junto a su toro y apoyado en dos deidades montañosas, le acompaña la diosa Hepat,


también de pie sobre una pantera. Siguen el hijo Sharruma sobre un felino y dos dio-
sas representadas sobre un águila bicéfala. Cierran el cortejo varias diosas. En la pro-
cesión de dioses del lado opuesto, participan un dios de la tempestad, de pie sobre
dos montañas, el dios Ea de Babilonia, Ishtar-Shaushka alada en compañía de Ninat-
ta y Kulitta, el dios luna, Kushuh el dios sol, Shimegi y otros dioses. Cierran la pro-
cesión divina el cielo y la tierra. El orden de marcha coincide con las listas de los tex-
tos de la reforma religiosa de Tuthaliya IV, hacia el año 1250 a.C., en la que se pres-
cribe el orden con el que los dioses deben ser representados. Siempre el dios del cielo
abre el cortejo. En los tratados de los monarcas hititas del imperio nuevo firmados
con otros pueblos, se conservan varias listas de dioses como testigos del tratado, dio-
ses que después pasaron al panteón hitita. Algunas listas responden a los dioses de los
pueblos con los que los hititas establecieron relaciones. En el tratado firmado en tor-
no al año 1315 a.C. entre el rey hitita Muwatalli y el monarca de Anatolia Alakshan-
du, se mencionan al dios solar del cielo, a la diosa solar de Arinna, al dios de la tem-
pestad, protector del rey, y al gran dios de la tempestad, rey de los países. Sigue una
lista de dioses de la tempestad citados por el nombre de la ciudad donde se hallaban
sus santuarios, y finalmente la diosa del cielo Hepat. Continúan los genios protecto-
res de las ciudades y una serie variada de dioses, como Allatum, la sumeria Ea, Tele-
pinu, el dios mesopotámico Sin, Ishtar de Nínive, los dioses de los lulahhos y de los
habiros, y los antiguos dioses: Naphara, Wara, Enlil y su esposa, importantes dioses
del panteón sumerio; montañas sagradas y todas las fuerzas de la naturaleza diviniza-
da, como el cielo, la tierra, el mar, los vientos, las nubes, etc.
Imágenes de dioses hititas bien conocidas, como la estatuilla de un dios barbudo,
sentado y con gorro redondo de Bogazkoy, fechada en torno al año 1900 a.C.; dios

Acemhi:iyük. Tríada divina.


Siglo XVIII a.C.

70
r

barbudo y alado junto a una diosa de Kultepe, siglo XIX-XVII a.C.; la tríada divina de
Acemhoyük del siglo xvm a.C.; los dioses combatiendo del palacio real de Büyükka-
le, siglo xv-xiv a.C.; el dios de la tormenta de Firaktin, 1275-1250 a.C.; el príncipe
llevando un arco y una lanza delante de dos dioses-montaña, de pie sobre toros del
santuario de Hanyeri; príncipe y dios de la tormenta en su carro encima de tres dio-
ses-montaña sostenidos por genios, siglo XIII a.C. de lmamkulu; la diosa entronizada
de frente de Akpinar; tres dioses dirigiéndose a la derecha en Tasci, siglo XIII a.C.; el
dios de la tormenta con lanza, gorro puntiagudo y casco de cuernos de Akc;akoy, si-
1 glos XIV-XIII a.C., etc.

MITOS HITITAS

Los hititas reinterpretan algunos mitos de los pueblos vecinos y ello constituyó
uno de los aspectos originales de su religión. Uno de los mitos más significativos es el
del dios que desaparece. Generalmente el héroe es Telepinu y en otras versiones lo es
el dios de la tempestad, su padre, o el dios solar. El mito se recitaba durante el culto.
Falta el comienzo del relato, por lo que se desconocen las razones que tuvo Telepinu
para desaparecer. Esta desaparición originó una catástrofe generalizada: el fuego se
apagó, los dioses y los hombres se encontraron desanimados, no se unían entre sí los
hombres ni los animales y los granos tampoco maduraban, etc. El dios sol buscó a
través de sus mensajeros, el águila y el dios de la tormenta, a Telepinu, pero sin con-
seguirlo. Finalmente la diosa madre envía a la abeja a buscarlo, le encontró dormido
y le despertó picándole. Telepinu se irritó mucho y envió tal cúmulo de calamidades
que los mismos dioses se asustaron, hasta que lograron aplacarle mediante prácticas
mágicas. Al final Telepinu regresó junto a los dioses y la vida pudo continuar.
Telepinu no era un dios de la vegetación, que muere y resucita, pero su desapari-
ción producía violentos resultados. Telepinu se aplacó mediante ritos de purifica-
ción. El protagonista se caracteriza por un furor demoniaco contra su propia crea-
ción. El mito describe la aniquilación de lo creado por sus mismos creadores.
En la fiesta del Año Nuevo se recitaba el mito del combate entre el dios de la
tempestad y el dragón. En el primer choque entre ambos, el dios de la tormenta fue
derrotado y pidió ayuda a otros dioses. La diosa lnanna invitó al dragón a un ban-
quete, pero antes solicitó la ayuda de un hombre. Hupashiya le pudo fácilmente atar
y el dios de la tormenta le mató. Hupashiya se marchó a vivir con la diosa, quien le
prohibió mirar por la ventana para que no viese a su familia, lo que no hizo. Falta el
final del mito.
El combate entre el dios y la diosa es un mito bien conocido en otras religiones,
como la lucha entre Zeus y el gigante Tifón. Algunos textos aluden a que en la fiesta
del Año Nuevo se celebraba un combate ritual entre dos grupos. El dragón presenta
en el mito hitita características especiales que le diferencian de otros seres monstruo-
sos. Es un corredor y corto de inteligencia. El dios de la tormenta acabó venciendo al
dragón no por su valor sino con la ayuda de un mortal, revestido con la fuerza divi-
na, por ser el amante de una diosa e hijo del dios de la tormenta. El ayudante fue ani-
quilado por el autor de su semidivinización. La prohibición de mirar por la ventana,
tiene por finalidad que no se transmita la condición divina a los mortales.

71
TEOGONÍA HURRITA-HITITA

La teogonía hurrita-hitita se conoce gracias a una serie de documentos literarios


procedentes de la capital Hattusas. Se trata de textos traducidos de la lengua hurrita a
la hitita en torno al año 1300 a.C.
Esta teogonía presenta un fuerte carácter sincrético, propio de la religión hitita.
La concepción hurrita de la divinidad era ajena a la expresada por la teogonía sumeria.
Los grandes dioses sumerios pasaron al panteón hurrüa, pero no los dioses locales.
El principal protagonista de estos textos era el dios hurrita Kumarbi, que es el
padre de los dioses. En los orígenes, el rey era Alalu, y Anu era el dios más importan-
te, que le servía. Después de nueve años, Anu le atacó y venció. Alalu se refugió en el
mundo subterráneo y Kumarbi le sirvió durante nueve años hasta que atacó a Anu,
que huyó al cielo, pero Kumarbi le agarró por los pies, le mordió los riñones y le lan-
zó contra el suelo. Kumarbi se reía de su hazaña, pero Anu le aseguró que estaba pre-
ñado. Kumarbi escupió lo que aún tenía del cuerpo de Anu en su boca, pero parte de
la virilidad de Anu penetró en su cuerpo, quedando preñado de este modo y parió
tres dioses. El texto se conserva muy mutilado, pero se supone que los hijos de Anu
declararon la guerra a Kumarbi y le destronaron.
El canto de Ullikummi cuenta los esfuerzos de Kumarbi por arrebatar la sobera-
nía a Tesub. Para lograr vencerle, untó con su semen una roca. De esta unión nació
Ullikummi, que era un hombre de diorita. Sin que lo supiera el gigante Upelluri, que
soportaba el cielo y la tierra desde el mar, Ullikummi creció tanto que pudo tocar el
cielo. Tesub acudió al mar para vencer al gigante, sin lograrlo. Ullikummi amenazó
con destruir a la humanidad. Los dioses se asustaron mucho y pidieron ayuda a Ea,
que primero acudió a Enlil y luego a Uperulli, y les preguntó si sabían que se trataba
de destronar a Tesub. Uperulli respondió que nada sabía cuándo fueron elevados so-
bre él el cielo y la tierra, como tampoco cuándo fueron separados por un cuchillo.
Ahora le dolía la espalda, pero desconocía quién fuera el dios. Ea pidió a los dioses
que se trajera el cuchillo con el que se había separado el cielo de la tierra, guardado
en los almacenes de los padres y de los abuelos. Con el cuchillo cortaron los pies a
Ullikummi, quien continuaba afirmando que la realeza celeste le había sido asignada
a él por su padre, Kumarbi. Al final Tesub logró derrotarlo. Algunos elementos de
este mito indican un gran arcaísmo, como la autofecundación de Kumarbi, la unión
sexual de un dios con una roca, de la que nació un monstruo humano rocoso, y las
relaciones entre este ser y Uperulli, que es el Atlas hurrita. El primer episodio cabe
interpretarlo como una alusión a la bisexualidad de Kumarbi, típica de las divinida-
des primordiales. En este caso, Tesub es hijo de Anu, dios celeste, y de una divinidad
andrógina. El bloque de piedra de diorita que sostenía el cielo es la columna universal.
Un texto hurrita-hitita presenta estrechas analogías con la teogonía fenicia, que
remonta a Sancuniatón, autor que vivió antes de la guerra de Troya, según una tradi-
ción conocida por Filón de Biblos y transmitida por Hesíodo. Según Filón el primer
dios soberano fue Elium (Alalu), de su unión con Bruth nacieron Urano (Anu) y Ge;
estos últimos engendraron a El (Kumarbi), Urano después de discutir con su esposa,
intentó matar a sus hijos. El con una hoz o lanza, que había fabricado, expulsó a su
padre y se convirtió en soberano. Al final Baal (Tesub) obtuvo la soberanía sin com-
bate. Este mito hurrita sobre las genealogías divinas debió influir en el fenicio y He-

72
r
síodo debió usar la misma traducción. El mito hurrita-hitita, contiene muchos ele-
mentos sumerios y babilónicos, como los nombres de los dioses Anu, Ishtar y posi-
blemente Alalu; por tanto, presenta un fuerte carácter sincretista.
El mito hurrita-hitita pertenece a la serie de cosmogonías que describen el com-
bate entre un dios y el dragón, al que sigue el descuartizamiento del vencido.
Todos estos mitos que describen las luchas entre los dioses por la soberanía, exal-
tan al vencedor y explican la estructura actual del mundo y la condición de la huma-
nidad.

TEMPLOS Y CULTO

El santuario hitita más famoso fue el mencionado de Y azilikaya. En la capital,


Hattusas, se han descubierto cinco grandes templos. Estos santuarios tenían grandes
corredores y estancias, almacenes y residencias para los sacerdotes. La celia guardaba
la imagen del dios. Se supone que a las ceremonias religiosas asistían sólo un peque-
ño grupo de fieles, y la imagen del dios no era fácilmente visible a todo el mundo.
Los símbolos podían representar igualmente a los dioses. Estaban muy bien legisla-
das las normas sobre la fabricación de estatuas religiosas, su conservación, sus atributos,
etc. Delante de un toro, atributo del dios de la tempestad, en un relieve de Alaca Hoyük
se encuentra el monarca haciendo una plegaria. Había igualmente templos al aire libre.
El templo era la morada del dios. Los sacerdotes estaban encargados de lavar y
vestir la estatua del dios, presentarle alimentos, etc. También servían en los templos
sacerdotisas que eran, al igual que los sacerdotes, numerosas. Los sacerdotes se puri-
ficaban antes del culto, y el templo debía estar bien guardado durante la noche. Las
ofertas destinadas a los dioses sólo podían ser dedicadas a este fin. El ritual de las

Alaca-Hoyük. Rey y reina sacrificando ante un toro. Siglo XIV a.C.

73
Bogazkoy. Templo del dios de la tormenta y de la diosa del sol. Arriba: el templo rodeado de almacenes.
Abajo: el banco de los sacerdotes y de los funcionarios. Según K. Bittel.

fiestas estaba bien puntualizado en todos sus detalles. Cada templo tenía su calenda-
rio de fiestas religiosas.
Los templos hititas constaban de un patio central, a veces porticada rodeado de
cámaras con puerta monumental, y del sanctasanctórum al fondo. El adobe y la ma-
dera se usaban en la construcción de muros y de terrazas. Una característica de los
templos hititas fue la abundancia de ventanas al exterior. Se conocen cinco templos
en Hattusas, pero se ignora a qué dioses estaban dedicados. Tampoco es totalmente
seguro que fueran santuarios que poseían tierras, ganados y jardines. El templo reci-
bía tributos. Disponían de un servicio de sacerdotes y de músicos que intervenían en
los rituales. Igualmente trabajaban artesanos y otros profesionales en los talleres.
El mayor de estos templos está rodeado de almacenes y de archivos del santuario.
En el centro se construyó, rodeado de calles enlosadas, un edificio rectangular, con
pórtico de entrada, seguido de un gran patio enlosado con pozo de abluciones y pór-
tico al fondo. Los ritos se celebraban en el sanctasanctórum.
En el santuario de Y azilikaya se han encontrado nichos funerarios, que prueban
que aquí se enterraron miembros de la familia real, como Tuthaliya IV. Un templo

74
El rey Warpalawas en oración ante el dios Tarkun. Alrededor del año 730 a.C. Wriz, Anatolia.

75
Malatya. Ortostato. El rey Sullumeli vertiendo una libación ante cuatro dioses. Siglos x-IX a.C.
Ankara Museo Arqueológico.

tumba de planta cuadrada se construyó en Gavurkalesi. Estaba decorado con los re-
lieves que representaban a dos dioses o a un monarca divinizado en compañía de un
dios. Delante de ellos estaba sentada una diosa.

RITOS

Un rito muy arcaico de purificación de un ejército hitita comprendía el sacriticio


de un hombre, de un perro pequeño y de un macho cabrío. El ejército pasaba entre
las dos mitades de las víctimas.
Tres sacerdotes en procesión se esculpieron en un relieve de Alaca-Hoyük del si-
glo XIV a.C. Escenas de ofrendas o de culto se conocen en varios relieves, como los
de Hatusil 111 al dios de la tormenta en Firaktin, fechada antes de los años 1275-1250 a.C.;
rey y reina sacrificando ante un toro de Alaca-Hoyük, siglo XIV a.C.; una escena
ritual de la misma ciudad y fecha; o el dios entronizado con maza en mano ante un
adorante, también de Alaca-Hoyük y del siglo XIV a.C.; y ya en la época neohitita el
rey Sulumeli derramando una libación ante cuatro dioses, siglo x-Ix a.C. de Malatya;
la reina ante la diosa Ishtar subida sobre un pájaro de la misma procedencia y fecha, etc.

ADIVINACIÓN Y MAGIA

Entre los hititas se desarrolló mucho la adivinación mediante oráculos, sueños,


profecías o la incubatio de los sacerdotes. Los procedimientos más usados para obtener
la adivinación entre los hititas eran el examen de las vísceras de los animales sacrifi-
cados, la observación de los astros, la observación del vuelo de los animales y el
echar suertes. Es típicamente hitita la adivinación basada en el comportamiento de
la serpiente o del pez.
En los archivos hititas se conserva gran cantidad de rituales que prueban que el
hitita vivía en un mundo dominado por las creencias mágicas. Todas las clases socia-
les hititas eran muy dadas a la magia.
También los hititas usan rituales mágicos procedentes de otros pueblos, como
sumerios y babilonios, pero igualmente de los luvitas, de los hurritas y de los anatolios.

76
Las sacerdotisas se entregaban frecuentemente a prácticas mágicas y rara vez los
sacerdotes. La magia era de origen divino, a ella acudían los propios dioses como en
el mito de Telepinu. Los dioses habían enseñado la magia a los hombres.

EL MONARCA HITITA

Los reyes hititas, al igual que los restantes del Próximo Oriente, estaban en una
especial relación con los dioses. El país pertenecía al dios de la tempestad, que había
delegado en el soberano, que por ello era el predilecto del dios. Así, Anitta era el fa-
vorito del dios de la tempestad celeste, y Hatusil 1 del dios solar. Los monarcas hititas
eran sacerdotes de los dioses. El rey estaba segregado de los restantes hombres. Los
reyes muertos no eran divinizados ni adorados como dioses, pero existió un culto a
los soberanos ya difuntos en las capillas de palacio.
Las ceremonias fúnebres que se hacían a la muerte del monarca estaban muy
bien fijadas. Eran ritos de tránsito, que permitían al rey difunto desplazarse al cielo
en compañía de los dioses, por esta razón tenían obligatoriamente que participar en
las fiestas, al igual que la familia real y los altos dignatarios.

LA PLEGARIA

La plegaria también desempeñó un papel importante en la religiosidad hitita. La


recitaba el fiel para obtener la bendición y la protección divina sobre la familia real o

Karkemish. Ortostato. Dos dioses de pie sobre león agachado. Siglo IX a.C. Ankara.
Museo Arqueológico.

77
sobre el reino. Cuando alguna calamidad amenazaba o azotaba al país, se creía que así
sucedía porque el rey había cometido alguna falta contra los dioses, quienes de este
modo se alejaban del soberano y del reino.
La religiosidad hitita conoció la plegaria de confesión de las culpas y la contric-
ción por las faltas cometidas.

LA RELIGIÓN DE LOS REINOS NEOHITITAS

Hacia el año 1200 a.C. el imperio hitita desapareció, seguramente debido a la


gran conmoción que ocasionaron los Pueblos del Mar. Sin embargo, la religión hiti-
ta no desapareció totalmente, sino que se mantuvo en los llamados reinos neohititas.
En algunos relieves de Malatya, ciudad vecina al Éufrates, las imágenes representan
al rey y a la reina ofreciendo una libación al dios. Los dioses se asemejan mucho en su
atuendo a los de Y azilikaya. Una serie numerosa de dioses hititas están presentes en
estos relieves, como el dios de la tempestad a pie o en su carro, el dios Sharruma, el
dios sol y el antiguo dios del ciervo sobre este animal. Un relieve describe gráfica-
mente el combate del dios de la tempestad con una serpiente. En otros relieves dioses
con cascos de cuernos luchan contra las serpientes.
En una estela de Malatya el dios Karhuha y la diosa Kubaba, según rezan las ins-
cripciones, están representados respectivamente sobre un león y sentada. En Karke-
mish, sobre el alto Eufrates, los relieves representan a los dioses, cuyas imágenes van
acompañadas de sus respectivos nombres. Estos relieves decoraban la vía de las pro-
cesiones que conducían al templo. Es posible reconocer al conocido dios de la tem-
pestad Tarhunza, a una diosa desnuda y alada que debe ser Ishtar, a Karhuha y a la
diosa Kubaba.
En la segunda mitad del siglo IX a.C. un rey de Hama, en el norte de Siria, men-
ciona a la diosa a la que rinde culto, que es la diosa Balsalati. En el reino de Taba!, en
Capadocia, en el siglo VIII a.C., el dios venerado era Tarhu, al que se vuelve a encon-
trar en el relieve de Ivriz, en tamaño gigantesco, con espigas y racimos de uvas.
En una inscripción de Karatepe, en Cilicia, fechada en el año 730 a.C., semen-
ciona a Tarhunt del cielo, al dios sol del cielo, a Aa y a todos los dioses; y la inscrip-
ción fenicia a Baal del cielo, a Shamash eterno, a El creador y a Aa equivalente
a Ea.

LA RELIGIÓN DE MITANNI

Las poblaciones hurritas de la alta Mesopotamia y del norte de Siria crearon un


gran imperio que abarcó desde el Mediterráneo hasta Siria. Mitanni fue uno de los
grandes reinos del Próximo Oriente, que después de unos trescientos años desapare-
ció sin dejar rastro. No se han descubierto hasta el momento presente ni la capital,
que se ignora dónde se encontraba, ni sus archivos. Mitanni es pieza clave dentro de
la historia del Próximo Oriente. Sometió a vasallaje las tierras del norte de Siria y de
la alta Mesopotamia. El imperio de Mitanni debió ser una federación poco unida.
Los nombres de sus monarcas son indoeuropeos.
Una serie de divinidades de Mitanni se mencionan en el tratado firmado entre

78
r-
1
:(
1

·~·

Estatua cariátide de una diosa.


Hall del palacio de Kapara.
Siglo IX a.C. Basalto. Museo de Alepo.

Suppiluliuma y Mattiwaza. Este panteón es muy parecido al hurrita. Estaba integra-


do por Tesub, señor del cielo y de la tierra; por Sin y por Shamash, dios luna y dios
sol; por el dios luna de Harran; por los dioses de la tempestad de diversas ciudades; y
por dioses del panteón mesopotámico, como Anu, Antu, Ninlil y Enlil.
En la carta que envió Tushratta, rey de Mitanni, al faraón egipcio Amenofis 111
se leen los nombres de algunos dioses, como Tesub, la diosa Shaushka (Ishtar), Shi-
megi, el dios sol, y Ea, dios de la sabiduría.

79
LA RELIGIÓN DE URARTU

Este reino, que se extendió en torno al lago de Van a partir del siglo IX a.C., de-
sempeñó un papel importante y después fue liquidado por los escitas. La religión se
asemejó mucho a la hitita. En la roca de Meher-Kapusu se colocó una lista de sacrifi-
cios ofrecidos a los dioses. El carácter de muchas de sus divinidades es desconocido;
otros son dioses de ciudades. También se mencionan a Haldi, a Tesheba, dios de la
tempestad, y a Schiwin, dios de carácter solar.
Estos tres dioses eran la tríada de la religión de Urartu. Haldi es el dios más im-
portante del panteón, a quien se le dedica gran número de inscripciones. Se le repre-
sentaba como un varón barbudo o como un joven imberbe sobre un león. Su esposa
era la diosa Aroubani. Era un dios de carácter guerrero al que se dirigía el rey al salir
a campaña para obtener la victoria. En los santuarios de Haldi se ofrecían como ex-
votos armas y escudos que colgaban de las paredes. Su templo se llamaba «la casa de
las armas». El segundo puesto en el panteón de Urartu lo ocupaba Tesheba. Se le re-

Estatua cariátide del trono de una divinidad de


Urartu. Toprak Kale. Urartu. Templo de la diosa
Haldi. Siglos Vlll-VIi a.C. British Museum.

80
presentaba como hombre encima de un toro, con un haz de rayos en la mano. La
diosa Houba era su esposa. El tercer dios Schiwin era de carácter solar y se le repre-
sentaba como un hombre arrodillado, con el disco solar alado entre las manos. Su es-
posa era posiblemente la diosa Toushpouea que ocupa el tercer lugar en la lista de las
diosas. Su imagen son probablemente las damas aladas que decoran los calderos de
culto.
Los dioses de los países y ciudades conquistados y de otros de regiones asociadas
a Urartu también formaban parte del panteón. En la citada lista se mencionan, «el
dios de la ciudad de Khaldi», «el dios de la ciudad de Toushpa», «el dios de la ciudad
de Koumanou» y «el dios de la ciudad de Mousasin>. También se conocen en la reli-
gión de Urartu dioses de las cavernas, del agua, del mar, de la tierra, de las montañas,
etcétera.
Algunos datos sobre la religión de Urartu se pueden explicar en la descripción de
la campaña del monarca asirio Sargón 11 contra una ciudad de Urartu, de nombre
Mousasir. Los habitantes de la ciudad ofrecieron un gran número de bueyes y corde-
ros a los dioses. Sargón 11 se llevó a su capital las imágenes del dios Haldi, representa-
do con tiara y cetro, y de su esposa Bagbartu, así como la tinaja que contenía el vino
ofrecido en las libaciones y las cuatro estatuas de los guardianes divinos, que vigila-
ban la puerta del templo. Un relieve de Korsabad representa el saqueo de la ciudad.
Las imágenes regias, a los lados de la puerta, la vaca alada con su ternero y los tinajo-
nes de las libaciones.
El relieve del palacio de Sargón 11 se fecha en el año 714 a.C. y en él se representa
uno de los más antiguos templos de Urartu, construido a final del siglo IX a.C. El
templo estaba levantado sobre un podio. Tenía un techo a doble vertiente y un fron-
tón. La fachada tenía una puerta pequeña en el centro, seis columnas y dos estatuas
de bronce en actitud de oración delante de dos lanzas. Este tremplo se asemeja a los
templos de Anatolia.
Sargón II se apoderó en el templo de Mousasir, según una inscripción, de exvo-
tos de armas en gran número: « 1.514 jabalinas de bronce pesadas o ligeras; puntas
de lanza de bronce macizo ... jabalinas de bronce con forros de bronce ... 305.412 es-
padas».
También se habían ofrecido como exvotos armas fabricadas en metales precio-
sos: «una gran espada para ser llevada a la cintura, para cuya fabricación se necesitó
alrededor de 14 kg de oro; jabalinas de plata; arcos y lanzas con incrustaciones de
oro; escudos pesados de plata con umbos en forma de cabeza de monstruos, de leo-
nes, de toros salvajes... 34 carros de plata».
Los almacenes del templo, que fueron saqueados, guardaban muebles y joyas:
t<39 3 copas de plata, pesadas o ligeras, fabricadas en Asiria, en U rartu, o en Habhi;
dos grandes cuernos de uso con anillos de oro; un anillo de oro; un sello, que garanti-
zaba los decretos de Bagbartu, esposa de Haldi, incrustado en piedras precio-
sas; 9 echarpes para cubrir la cabeza del dios, bordados con disco de oro... ; un lecho de
marfil; un cojín de plata para la cabeza del dios rodeado de oro y adornado con pe-
drerías; 139 bastones de marfil...; 10 mesas de madera de boj; engarces de oro y de
plata; 2 altares; 14 variedades de gemas para adornar la divinidad; piedras preciosas
que pertenecieron a Haldi y a Bagbartu.» Esta inscripción indica magníficamente la
riqueza de un templo de Urartu y menciona el tesoro y el mobiliario del dios.
Imágenes de dioses son algunos bronces. En Adilcevaz se talló la figura del dios

81
de la tempestad vestido con traje hitita o hurrita. El dios cabalga un toro, viste a la
moda asiria y lleva en su cabeza una corona con cuernos.
En un medallón se representa a la diosa Aroubani entronizada y un devoto de-
lante en gesto de adoración y en un segundo un sacrificio al dios Haldi. Ambas piezas
se fechan en el siglo VIII a.C.

82
CAPÍTULO V

La religión de Israel

Los hebreos eran un pueblo semita. La llegada de los antiguos antepasados a Is-
rael hay que relacionarla con los movimientos de los amorreos, un pueblo nómada,
como lo indican la lingüística, la onomástica y la sociología. Emigrantes y pastores
de ovejas de la alta Mesopotamia, fundaron a principios del segundo milenio varias
dinastías en las ciudades del norte de Siria y de Mesopotamia, que pertenecen al mis-
mo tipo ~·ocia! que Abrahán. Habitaban la misma región de procedencia que Abra-
hán. Este movimiento afectó a todo el desierto sirio. Los patriarcas hebreos no fue-
ron conquistadores, sino que acampaban pacíficamente en los alrededores de las ciu-
dades.

LA RELIGIÓN DE LOS PATRIARCAS

La tradición judía identificó la religión de los patriarcas con la de Israel, de for-


ma que el dios de Abrahán sería el mismo dios que el de Moisés. Las tres fuentes del
Pentateuco coinciden en esta afirmación. Sin embargo, las fuentes elohísta y sacer-
dotal aceptan que el nombre de Jahveh no se remonta a la época de los patriarcas, así
como tampoco las instituciones del culto de la religión posterior, y que algunos usos
fueron abandonados o condenados. Sabían que existían otros dioses distintos a Jah-
veh, que eran venerados aún en la época de Josué. Es característico de la religión pa-
triarcal el culto al dios del padre, el dios del antepasado inmediato. Su culto se trans-
mitió de padres a hijos, y así el dios del padre se convirtió en el dios de la familia.
Esta fórmula se documenta en las tablillas de los mercaderes asirios en Capadocia en
el siglo XI a.C. Por lo general se trata de un dios sin nombre, aunque otras veces es ya
conocido. En el Génesis rara vez va acompañado de un apelativo. Los antepasados
de los israelitas adoraron varios dioses del padre. No existía un monoteísmo, sino

83
una monolatría coexistente junto al culto a otros dioses menores. Se pueden señalar
varios rasgos de la religión del dios del padre: iba ligado a un grupo humano y no es-
taba vinculado a un santuario; se reveló a un antepasado y fue aceptado por éste; es
una divinidad nómada, que acompaña y defiende al grupo que le es fiel a través de
sus migraciones y se convierte en su guía. El dios del padre se vinculó a sus fieles me-
diante promesas a un antepasado, del que se reveló, y a su descendencia.
Al llegar a Canaán, los antepasados seminómadas de los israelitas encontraron
otros santuarios. Junto al dios del padre, las narraciones patriarcales mencionan a El
Elyon, El Saday, El Roí, El Betel, El Olam, que no son sino diferentes formas del
gran dios El. Elyon significa el Altísimo y se trata de dos divinidades cananeas com-
binadas. El Betel es el El del santuario de Betel. El Roí tiene el significado de «El me
ve». El Saday, el El de la montaña y de la llanura, es el nombre del dios de Abrahán,
de Isaac y de Jacob.
Bajo este nombre se reveló a Abrahán El Saday, al contrario de lo que sucede con
El Roi o El Olam (El, el eterno), y no está vinculado a un santuario aunque se mani-
fiesta en ciertos lugares sagrados, Mambré (?) y Betel. El Saday se identificó con El
posiblemente en la alta Mesopotamia, donde recibió culto a comienzos del II mile-
nio a.C. Los relatos patriarcales no mencionan a Baal, dios fenicio que gozó después
de tanta aceptación entre los israelitas, ni se conocen nombres compuestos suyos. En
cambio, El aparece en nombres personales de Mari, así como en la onomástica amo-
rrea. Durante el 1 milenio a.C., El había ya perdido su importancia en Siria.
Los patriarcas encontraron el culto a El en los santuarios de Canaán. Abrahán
invocó a El Olam en Berseba; se manifestó a Isaac y a Jacob como el dios de su padre
Abrahán, El, el mismo dios, que declara que es el El de Betel. El tiene un santuario
en Siquén. La tradición vinculó a los patriarcas con los santuarios de Mambré, Si-
quén, Betel y Berseba. Posiblemente cada patriarca estaba asociado a un solo santua-
rio: Abrahán a Mambré, Isaac a Berseba, Jacob a Betel e Israel a Siquén. El Antiguo
Testamento presenta a los patriarcas como fundadores de estos santuarios. Pero en
realidad eran antiguos santuarios cananeos consagrados a El, que frecuentaron los
patriarcas. La revelación se efectuaba durante los sueños. Los patriarcas asimilaron a
El al dios del padre. Sin embargo, no se aceptaron los rasgos mitológicos de El ni sus
cualidades típicas. ·

Culto y rituales

El Génesis contiene muy pocos datos sobre las prácticas religiosas de los patriar-
cas. Éstos erigieron altares, lo que era una forma de expresar que adoptaron los san-
tuarios existentes. Ofrecían sacrificios de animales, como todos los nómadas. Tan
sólo se describe detalladamente el sacrificio de Isaac, sobre la montaña, que era un
holocausto. Este relato justificaría la sustitución de una víctima humana por un ani-
mal, o la fundación de un santuario, donde no se sacrificarían víctimas humanas. El
único sacrificio cruento que probablemente conocieran los patriarcas es el pascual,
documentado entre los nómadas de Arabia, quienes celebraban la Pascua el primer
mes de la primavera, para de esta manera asegurar la prosperidad y fecundidad del
rebaño.
La tradición atribuye a los patriarcas ciertas prácticas condenadas después, como

84
el erigir piedras sobre la tumba, según el ejemplo de Raquel. A veces estas piedras re-
cuerdan una teofanía. Jacob después que la divinidad se le manifestara en sueños
en Betel, levantó una piedra que se convirtió en objeto de culto, y fue untada con
aceite.
También hubo en época de los patricarcas árboles sagrados, como el encinar de
More, en Siquén, donde se detuvo Abrahán al entrar en Canaán. A la sombra de la
encina de Mambré, Abrahán levantó un altar. Cuando las prácticas cultuales cana-
neas fueron condenadas, estos árboles perdieron inmediatamente su importancia.
1 Es posible que los patriarcas practicaran la circuncisión, costumbre quizá de ori-
gen cananeo y que está documentada en un marfil de Megiddo fechado en los si-
glos XIV-XIII a.C. A partir del año 2800 a.C. se practicaba la circuncisión en el norte de
Siria, según las estatuillas de bronce de Tell el-Gredeideh. Los árabes del desierto, los
1 moabitas, los amonitas y los edomitas se circuncidaban. En origen, era un rito de ini-
ciación al matrimonio y a la vida del clan. Después entre los iraelitas se convirtió en
un signo de la alianza entre Dios y su pueblo. Escenas de circuncisión se representan ya
en un relieve egipcio de la sexta dinastía procedente de Sakara (2350-2000 a.C.).
l.
LA RELIGióN DE MoisÉs

1 La salida de Egipto de los hebreos

La liberación de los israelitas de Egipto es el artículo fundamental de la fe he-


brea. Los quince primeros capítulos del Exodo describen este acontecimiento. En el
1 relato se han unido diferentes elementos: rasgos legendarios en las narraciones del
nacimiento de Moisés y de las plagas, recuerdos míticos en el paso del Mar Rojo y
cantos de victoria; una liturgia pascual, leyes cultuales sobre la Pascua, los Ázimos y
los primogénitos.
1 La opresión de los israelitas consistía en que estaban obligados a construir las
ciudades de Pitón y Ramsés. No se puede dudar de la existencia de Moisés, a quien la
tradición judía presenta como sacerdote, profeta, jefe carismático, autor del Penta-
teuco, fundador de la religión de Israel, organizador del culto y del pueblo y promul-
gador de la Ley.
La crítica moderna le ha despojado de casi todas estas cualidades. Su nombre es
egipcio. Entró en relaciones con los madianitas. Durante su estancia en Madián reci-
bió Moisés la revelación del nombre de Jahveh. De esta estancia se ha deducido que
el jahvismo es de origen madianita.
El nombre de Jahveh significa «Y o soy el existente». La teofanía tuvo lugar en
una zarza que ardía sin consumirse. Esta interpretación no significa que sea trascen-
dente. Es un misterio para el hombre. Actúa en la historia de Israel, que debe reco-
nocerle como único dios y salvador. En Jahveh se continúa la fe de los patriarcas.
Sobre su fe se funda la religión de Israel. Jahveh carece de mitología. No se manifies-
ta en el ciclo de las estaciones, sino en el acontecer histórico, que él dirige. Esta con-
cepción divina es totalmente diferente de la de los egipcios y cananeos.
La Pascua (Éx 12, 1-28; Lev 23, 4-14; Num 28, 16-25) que celebraban los israeli-
tas antes de la salida de Egipto es una fiesta de pastores nómadas o seminómadas. Se
celebraba fuera de un santuario, sin altar ni sacerdote, en una noche de luna llena, y

85
la víctima se asaba, no se cocía. Se comía sin levadura y sin hierbas del desierto. El
vestido era el típico de los pastores. Era una fiesta anual. Es un sacrificio preisraelita,
relacionado con el de los árabes preislámicos.
El Éxodo presenta la salida de Egipto como una huida. La fecha de esta salida es
probablemente el año 1250 a.C., en tiempos de Ramsés 11.

La estancia en el Sinaí y la alianZJJ

La estancia de los hebreos en el Sinaí duró según la tradición unos cuarenta años.
Este acontecimiento ocupa la mayor parte del Éxodo, todo el Levítico y buena parte
de los Números. En el Sinaí, Jahveh convirtió a los israelitas en su pueblo elegido, se
unió con ellos en una alianza y les otorgó sus leyes civiles y religiosas, el llamado Có-
digo de la Alianza, y la ley cultual, que ocupa todo el Levítico, sobre el santuario y
sus ministros.
No se sabe a ciencia cierta donde está situado el Sinaí. Se le ha localizado en dis-
tintos lugares: en Horeb, cerca de Cadés, y más probablemente en Arabia.
La alianza entre Jahveh y su pueblo elegido se ha interpretado como un tratado
de vasallaje, similar a los tratados hititas fechados entre los años 1450 y 1200 a.C., a
los de Alalak del siglo XI o a los de Ras Samra. Sin embargo, la comparación con es-
tos documentos obliga a concluir que la alianza del Sinaí no tiene la forma de un tra-
tado en sus formas más antiguas. La alianza del Sinaí obligaba a unos mandamientos.
Fue hecha por mediación de Moisés y ratificada por un rito de sangre, símbolo de la
unión de Jahveh y su pueblo. Este rito de sangre es un rasgo esencial de la alianza del
Sinaí y consistía en la doble aspersión del altar y del pueblo, según era costumbre en-
tre las alianzas de los antiguos árabes.
En el Éxodo (20, 1) se conserva el Decálogo, que tiene rasgos elohístas y adicio-
nes deuteronomistas. Se relaciona con los decálogos rituales. En origen son distintas
colecciones de prohibiciones apodícticas. El núcleo es muy arcaico, de finales del
11 milenio a.C. Algunas prescripciones presuponen una vida sedentaria.

Entonces habló Elohim y pronunció estas palabras: «Yo soy Jahveh, tu Dios,
que te he sacado del país de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses
frente a mí. No te fabricarás esculturas ni imagen alguna de lo que existe en los cie-
los por arriba o de lo que existe en la tierra por abajo, o de lo que hay en las aguas
bajo la tierra. No te postrarás ante ellas ni las servirás; pues yo, Jahveh, tu dios, soy
un El celoso, que castigó la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y
la cuarta generación respecto a quienes me odian; y, en cambio, uso de misericordia
hasta la milésima con quienes me aman y guardan mis mandamientos.
»No profieras en vano el nombre de Jahveh, tu Dios; porque Jahveh no juzgará
inocente a quien profiera su nombre en vano.
»Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu
faena; mas el séptimo día es sábado (=descanso), en honor de Jahveh; no harás nin-
guna faena ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu ganado, ni tu
huésped que está dentro de tus puertas; porque en seis días hizo Jahveh los cielos y la
tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos, pero el séptimo día descansó. Por eso ben-
dijo Jahveh el día del sábado y lo santificó.
»Honra a tu padre y a tu madre para que se prolonguen tus días sobre el suelo que
Jahveh, tu Dios, te da.

86
»No matarás.
»No adulterarás.
»No hurtarás.
»No depondrás contra tu prójimo testimonio falso.
»No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás su mujer, ni su siervo, ni su
criada, ni su toro, ni su asno, ni nada de lo que a tu prójimo pertenece.>>

El Decálogo tiene un carácter ritual y religioso. Los dos primeros mandamientos


coinciden con el Decálogo anterior. Siguen cuatro mandamientos para días determi-
nados, y cuatro prohibiciones sobre ofrendas.

Guárdate de pactar alianza con los habitantes del país al que te diriges, para que
no constituyan un lazo en medio de ti; por el contrario, derruirás sus altares, harás
pedazos sus massebas, y sus asherat has de talar; pues no te has de prosternar ante otro
El (dios); porque Yahveh tiene por nombre, Celoso: un El celoso es; no sea que pac-
tes alianza con los moradores del país: ¡ellos se prostituyen tras sus elohim (dioses), y
ofrecen sacrificios a sus dioses! Se te invitaría y comerías de su sacrificio, y tomarías
a sus hijas para tus hijos, y sus hijas se prostituirían tras de sus elohim y harían prosti-
tuirse a tus hijos en pos de los mismos.
No te fabricarás elohim de función. Guardarás la fiesta de los ázimos; durante sie-
te días comerás panes ázimos, según te ordené, en el tiempo señalado del mes de
Abib; pues en el mes de Abib saliste de Egipto.
Todo primer nacido es mío y toda primera cría macho de tu ganado, ya mayor,
ya menor; sin embargo, la cría primera de un asno la rescatarás mediante un corde-
ro, y si no la quieres rescatar, la desnucarás. Rescatarás todo primogénito de tus hi-
jos, y no comparecerás ante mí con las manos vacías.
Seis días trabajarás, mas en el séptimo descansarás; incluso en la arada y en la sie-
ga has de descansar.
Celebrarás la fiesta de las Semanas, de las primicias de la siega del trigo, y la fiesta
de la Recolección al tornar del año.
Tres veces comparecerá todo varón tuyo a presencia del señor Jahveh, Dios
de Israel; pues arrojaré a naciones delante de ti y ensancharé tu frontera y nadie co-
diciará tu país cuando subas, tres veces al año, a contemplar la faz de Jahveh, tu
Dios.
No verterás junto al pan fermentado la sangre de mi víctima sacrificial, ni guar-
darás hasta la mañana siguiente la víctima de fiesta de Pascua.
Las primicias de los primeros frutos de tu tierra traerás a la casa de Jahveh, tu
Dios.
No cocerás el cabrito en la leche de su madre.

Este último Decálogo presupone que Israel está asentado en Canaán, que se dedi-
ca a la agricultura y que celebra en un santuario las fiestas agrícolas recibidas de los
cananeos.
Estos mandamientos tienen cierto paralelismo con el final del Código de la
Alianza.
El sentido de la alianza del Sinaí es doble: compromiso de Jahveh y obligación
impuesta al pueblo. En ambas alianzas, Jahveh se manifiesta mediante una teofanía.
En la alianza del Sinaí, Jahveh promete a los israelitas no sólo darles la tierra, sino
también expulsar a los cananeos de Palestina. Esta promesa es un rasgo peculiar de la
religión del dios del padre, y es un lazo fundamental entre la religión patriarcal y el

87

l
jahvismo primitivo. Una diferencia importante entre ambas alianzas radica en que a
Abrahán no se le impuso mandamiento alguno, aunque se sobreentiende que debía
reconocer como dios especial al que se le había aparecido.

jabveby El

La antigua tradición israelita estableció una continuidad entre las tradiciones re-
ferentes a la misión de Moisés, a la salida de los israelitas de Egipto y a su estancia en
el Sinaí. La tradición reciente vinculó a Moisés con esos acontecimientos, y le atri-
buyó toda la organización cultual, así como la legislación civil y religiosa. En defini-
tiva, atribuye a la época de Moisés hechos muy posteriores en el tiempo.
Moisés no es el fundador de la religión judía, sino el mediador entre la revelación
de Jahveh y su pueblo. Al llegar los israelitas a Canaán la religión israelita era todavía
la de un grupo seminómada.
Las fuentes elohísta y sacerdotal recalcan la continuidad de la nueva religión con
la de los patriarcas. Jahveh recuerda a Moisés que él es «el dios de tu padre, el dios de
Abrahán», creencia que es fundamental en la religión de Israel.
Esta continuidad se apoya en varios puntos. La religión de los patriarcas y el jah-
vismo es una religión de pastores seminómadas. La intervención de Jahveh y la del
dios de los patriarcas no tiene nombre. El dios de Moisés se llama Jahveh, cuyo signi-
ficado él mismo explica.
Es trascendente. Se revela en su actuación y es un misterio para el hombre. Las
teofanías de Jahveh son mucho más impresionantes que las del dios del padre. El
dios anónimo del padre se convierte en Jahveh. Ahora la comunidad se vincula a
Jahveh y no al dios del padre de un grupo determinado, como sucedía en tiempos de
los patriarcas. El jahvismo tiene una mayor amplitud y profundidad con respecto a la
religión de los patriarcas. No es una ruptura, sino una novedad.
En época de los patriarcas el dios del padre se asimiló a El, el gran dios del pan-
teón cananeo. Quizá el culto al becerro de oro se dirija a El. El toro es un símbolo de
Jahveh en este episodio, pero el epíteto de toro es el que recibe El en los textos de Ras
Samra. El toro es un atributo de El y figuras de toros han aparecido en las excavacio-
nes. La interpretación que hay que dar al culto del becerro de oro ha sido muy discu-
tida. Lo más probable es que en el desierto, un grupo opuesto a Moisés considerara
como presencia de dios a la figura de un toro, y no al arca de la alianza. Sería el toro
de El, asimilado al dios del padre en época de los patriarcas. Precisamente, en las mi-
nas del Sinaí, en Serabit-el-Khadim, en el siglo xv a.C., los cananeos tributaron culto
a El bajo el nombre de El Olam, que se había asimilado al dios de Abrahán. Sin em-
bargo, el origen del jahvismo no está vinculado a la religión de El, aunque se dio una
asimilación entre ambos, como se expresa en los oráculos de Balaán, transmitidos
por las fuentes elohísta y jahvista. Jahveh recibe de El varios conceptos: su carácter
cósmico, el título de rey, la corte divina y seguramente su carácter bienhechor.
En algunos episodios se presenta a Jahveh como un dios guerrero: así en el canto
de victoria del Éxodo, en la liberación de Egipto presentada como guerra contra los
amalecitas, en el canto del arpa y en las menciones a la guerra de Jahveh. Este carác-
ter guerrero se eleva al jahvismo primitivo y enlaza con la historia de Josué y de los
Jueces. Este carácter no se documenta con facilidad en la religión de los patriarcas.

88
El carácter guerrero de El aparece, no en la documentación de Ras Samra, sino en la
Historia fenicia de Sancuniatón, utilizada por Filón de Biblos. Más probable es que la
idea del Jahveh guerrero se remonte a la liberación de Egipto.

El monoteísmo y Moisés

Frecuentemente se defiende que Moisés fue el fundador del monoteísmo judío.


En realidad, la religión de los patriarcas era una monolatría. Moisés no creyó en un
único dios. Esta doctrina no era la del jahvismo primitivo, ya que en el Éxodo se dice
textualmente: «¿Quién es como tú entre los dioses, Jahveh?» y «Ahora sé que Jahveh
es mayor que todos los dioses». El primer mandamiento del Decálogo presupone la
existencia de otras divinidades, aunque prohíbe rendirles culto, porque Jahveh es un
dios celoso y exclusivo, y en esto se diferencia la religión israelita de todas las restan-
tes del antiguo Oriente. Un segundo aspecto de la religión mosaica es la prohibición
de tener imágenes cultuales, objetivo del segundo mandamiento que se repite en el
Decálogo ritual, en el Código de la Alianza y en otros pasajes del Antiguo Testamen-
to. La prohibición sólo abarca a las imágenes de Jahveh y no a otras figuras asociadas
con su culto, como los querubines de los santuarios de Silo y de Jerusalén, que son fi-
guras simbólicas. Tampoco se refiere al becerro de oro, ni a los toros de Jeroboán,
que estaban considerados como pedestal de la divinidad.
Esta prohibición se explica por la teofanía del Sinaí, donde Jahveh habló en me-
dio del fuego. La prohibición de imágenes sería el resultado de la trascendencia de
Dios. Se prohibía encontrar una semejanza en algún objeto existente.

Santuario. Sacrificio. Sábado

La tradición sacerdotal del Éxodo (15, 17; 25, 8) describe el santuario del desier-
to, que se denominaba la tienda de la reunión o la morada. Albergaba el arca, que era
un cofre de madera de acacia que contenía las tablas de piedra, en las que estaban es-
critos los diez mandamientos; recibía el nombre de Arca de la Alianza. Su cuidado
estaba encomendado a los levitas. Las fuentes antiguas no describen la tienda ni tam-
poco el arca, ni relacionan una con la otra, pero es probable que en época mosaica
existieran ambos elementos. La tienda, que guardaba el arca, era el lugar de encuen-
tro de Jahveh, y el arca, el símbolo de la presencia divina.
No existió un sacerdocio constituido. La tradición sacerdotal tuvo a Aarón por
sacerdote, pero las narraciones antiguas no le consideran así ni actuó como tal, ni los
miembros de Leví se mencionan con funciones sacerdotales. La religión mosaica co-
noció la inmolavión de la víctima: la sangre se derramaba y se comía su carne. Esta
forma se mantuvo en el ritual de la Pascua. De este sacrificio hay constancia en la
Arabia preislámica. Al becerro de oro se ofrecían holocaustos y sacrificios de comu-
nión. Después se comía y bebía. El sacerdote madianita Jetró ofreció un holocausto y
sacrificios seguidos de una comida. Moisés ordenó a unos jóvenes que al establecer la
alianza ofreciesen holocaustos y sacrificios de comunión. A continuación el mismo
Moisés realizó este rito con la sangre de la víctima. Estos sacrificios están tomados de
los cananeos.

89
Posiblemente la fiesta del sábado se remonta a los orígenes del jahvismo, aunque
supone una vida sedentaria y agrícola. Es mencionada en los dos Decálogos. Des-
pués se convirtió en una de las principales observancias de la ley. Durante el sábado
se descansaba de las actividades semanales. La institución del sábado es anterior a la
llegada de los israelitas a Canaán, donde no se conocía.

Los SANTUARIOS

Los santuarios semitas comprendían no sólo el edificio o el altar, sino también


un área sagrada, al igual que en Grecia, Mesopotamia, Arabia, Fenicia y Siria en épo-
ca helenística. El templo de Salomón estaba rodeado de un atrio. El culto podía cele-
brarse al aire libre, en un espacio acotado por estelas. Un santuario de este tipo fue el
de Guilgal, que erigieron los israelitas después del paso del Jordán y donde se circun-
cidaron y celebraron la Pascua.
Los profetas Amós y Oseas condenaron los sacrificios celebrados en Guilgal y
Betel. Eran lugares de culto sin edificio. En el santuario de Guilgal,Josué acotó el es-
pacio sagrado con doce piedras sacadas del Jordán. También podía ser sagrado un
monte, como el Sinaí o el monte Hermón. El lugar de culto estaba sustraído al uso
profano, pues la divinidad se manifestaba en el santuario. Estos santuarios tenían sus
prescripciones. En el templo de Jerusalén los gentiles sólo llegaban hasta el atrio. En
la zarza que ardía sin consumirse, Dios ordenó a Moisés descalzarse. El templo tenía
derecho de asilo, al igual que los antiguos santuarios de seis ciudades, derecho que
después se extendió a toda la ciudad. Los santuarios se erigen donde había habido
una teofanía. Así Gedeón fundó el santuario de Ofrá en el lugar donde se le apareció
el ángel de Jahveh. El templo de Jerusalén se levantó donde David construyó un al-
tar y donde se detuvo el ángel de Jahveh. Los israelitas, al igual que los cananeos,
consideraban a las fuentes y a los pozos, a los árboles y las alturas lugares de la mani-
festación o presencia de la divinidad.
En la vía de Jerusalén a Jericó se encontraba la fuente del sol. La divinidad se
apareció a Agar, en el pozo de Lahay-Roy. A Salomón se le consagró rey en la fuente
de Guilión en Jerusalén. Abrahán invocó a Jahveh en el pozo de Berseba.
Los profetas Oseas e lsaías condenaron los sacrificios junto a los terebintos, y el
Deuteronomio, el Libro de los Reyes, Jeremías, Ezequiel e lsaías el culto sobre las
colinas y bajo los árboles. Se trata de lugares de culto, no de un culto a los árboles. La
encina de Siquén fue otro lugar sagrado en tiempos de Jacob. A su sombra levantó
Josué una gran piedra; Abimélek fue proclamado rey en la encina de Mambré, en
las proximidades de Hebrón; Abrahán erigió un altar y allí recibió a los tres hués-
pedes.
Las montañas eran consideradas moradas de la divinidad en Mesopotamia, Siria
del norte y en Fenicia, donde Elías luchó contra los profetas de Baal. Gozaban de
esta cualidad el Líbano, el Hermón y el Tabor. Contra el culto de este último monte
arremetió el profeta Oseas. Jahveh sólo tenía dos montes santos, el Sinaí, lugar de la
revelación de Moisés, y Sión, donde residía.
El templo era el lugar idóneo para celebrar el culto. En Siria y Palestina los tem-
plos se construían siguiendo el modelo de los palacios, como en Ay. El plano del
templo de Hazor, de los siglos xv-xiv a.C., es el mismo del futuro templo de Sa-
lomón.

90
Los santuarios cananeos y los que a su imitación hicieron los israelitas se llaman
«lugares altos». Algunos estaban establecidos en altura, como los santuarios que Sa-
lomón levantó al oriente de Jerusalén para Kamós y Milkón. Otros no se encontra-
ban en alto, como en el valle de Ben-Hinnom de Jerusalén. Algunos en motas, como
los del sudoeste de Jerusalén, fechados entre los siglos VII y VI a.C.
Estos lugares de culto necesitaban un altar. Los accesorios de culto más típicos
fueron además la masseba y asherat. La primera era una estela conmemorativa, testi-
monio de alianza o de compromiso, como la piedra que Josué levantó en el santuario
de Siquén, o en memoria de un difunto, y objeto de culto como manifestación de la
presencia divina. Jacob, después de la visión divina en Betel, erigió como recordato-
rio la piedra que fue su cabecera durante el sueño y la llamó «Casa de Dios». Estas
piedras fueron condenadas después, pues se pasaba fácilmente a considerarlas repre-
sentaciones de la divinidad. Era el símbolo de la divinidad masculina y la asherat de la
diosa, llamada Aserá en Ugarit. La de Josué va asociada a Baal. Podría ser de madera,
un poste o un árbol. Junto a estos objetos de culto hay que mencionar los altares de
incienso, recordados después del destierro de Babilonia. Han aparecido en Lakis.
Son de forma cúbica o alargada, con una concavidad en la parte superior. Eran en
realidad unos pebeteros. Ofrendas de incienso se ofrecían en las terrazas de las casas.
Era un elemento primordial del culto en las alturas. De época de la monarquía israe-
lita son los pebeteros de terracota hallados en Siquén y Megiddo. Los lugares altos es-
tán muy citados en el Antiguo Testamento a la sombra de los árboles. Eran santua-
rios al aire libre, pocas veces tenían edificaciones. Se mencionan también las casas de
los templos construidas en Betel por Jeroboán, donde oficiaban sacerdotes, demoli-
dos después por Josías. Estos lugares altos servían a veces para el culto funerario.
También se levantaban piedras sobre las tumbas, como sobre la de Absalón. Estas es-
telas conmemoraban a los difuntos importantes de Guézer y en Hazor. En los lugares
altos se hacían a veces prácticas funerarias. El Levítico condena expresamente todos
estos elementos del culto:

Destruiré vuestros lugares altos, aniquilaré vuestros altares de incienso, amonto-


naré vuestras estelas, sobre las estelas de vuestros falsos dioses.

Aquí se enumeran todos los componentes del culto cananeo.


Estos lugares no fueron siempre condenados en Israel. Samuel ofreció un sacrifi-
cio en el lugar alto de su ciudad y Salomón en Gabaón, santuarios que fueron visita-
dos hasta el final de la monarquía.
Ezequías intentó destruirlo, pero Manasés los restableció y pervivieron hasta la
reforma de Josías. Eran santuarios del culto a Jahveh, que seguían modelos cana-
neos. Frecuentemente por sincretismo religioso se tributaba culto, además de a Jah-
veh, a Baal y a Aserá, y se celebraban los cultos típicos de los cananeos. Los profetas
predicaron contra estos lugares de culto. Con el tiempo fueron equiparados a los san-
tuarios paganos o considerados ilegítimos, por los abusos en ellos frecuentemente
cometidos y por la centralización del culto. Los libros de los Reyes censuran que to-
dos los monarcas, salvo Ezequías y Josías, tributaran culto en estos santuarios.

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Los santuarios israelitas en época de los patriarcas

La tradición atribuyó a los patriarcas la fundación de ciertos santuarios. Se esta-


blecieron donde había habido una teofanía. Abrahán se detuvo en Siquén al llegar a
Canaán, en la cima de Moré, árbol que emitía oráculo. Era un santuario cananeo y
Abrahán edificó un altar, lo mismo que Jacob. Éste se trasladó al santuario de Betel,
después de purificarse. Jacob, al abandonar las prácticas paganas, ordenó a los israeli-
tas entregar los ídolos de la familia a la sombra de la encina de Mambré.
En el santuario de Siquén estaba la tumba de José. Jahveh hizo una alianza con
las tribus ligadas entre sí en Siquén. Con esta ocasión se levantó una gran piedra bajo
la encina del santuario. En este santuario Abimélek fue proclamado rey e igualmente
lo fue Roboán por las tribus, y aquí se consumó también el cisma entre Judá e Israel.
Siquén perdió su importancia ante Silo en tiempos de los reyes y ante Betel después
del cisma. Posiblemente en Siquén se celebró un ritual de renovación de la alianza.
La tradición atribuye a Jacob la fundación del santuario de Betel. Este santuario
era un lugar de peregrinación. El ritual consistía en ungir una estela y en pagar el
diezmo. Se ofrecían sacrificios a Jahveh y se le hacían consultas; aquí estuvo deposi-
tada el arca y fue el santuario rival del templo de Jerusalén después de consumado el
cisma. Betel fue también en origen un santuario cananeo dedicado al culto de El.
En Mambré, Abrahán construyó un altar a la sombra de la encina. No era un lu-
gar de culto, sino el lugar de residencia de Abrahán, de Isaac y de Jacob. En Mambré
recibió Abrahán a los tres jóvenes. Allí tuvieron lugar dos teofanías. En Mambré se
tributó un culto sincretista. Sólo el Génesis menciona a Mambré.
En Berseba se apareció Jahveh a Isaac junto a un pozo, donde le confirmó la pro-
mesa hecha a su padre. Isaac levantó un altar. La tradición remonta su fundación a
Abrahán, que plantó un tamarisco. Estaba dedicado a El. En época de Samuel toda-
vía este santuario era lugar de culto, que se convirtió en centro de administración
de la justicia. En tiempos de la monarquía fue lugar de peregrinación. El profeta
Amós condenó el culto en Berseba, así como los celebrados en Betel, Dan, Samaría y
Guilgal.
El jahvismo reprobó el culto de todos estos santuarios, que en origen serían cana-
neos. En Betel, Berseba y Mambré recibiría veneración El, al igual que en Siquén,
bajo las advocaciones de El Betel, El Ilam, El Saday y El Berit.

La tienda del desierto

Los israelitas tuvieron durante su travesía por el desierto como santuario una
tienda, donde Jahveh hablaba con Moisés y donde se daban oráculos. La presencia de
Jahveh se manifestaba en la nube que impedía la entrada a la tienda mientras Moisés
hablaba con Dios. La tradición sacerdotal describió minuciosamente la tienda: era
de forma rectangular, tenía marcos de madera, estaba recubierta de bandas de lana,
llevaba bordadas figuras de querubines y estaba adornada con bandas de pelo de ca-
bra. Todo ello estaba tapado con pieles de carnero teñidas de rojo. Una cortina cerra-
ba la entrada y un velo separaba el santo de los santos, donde se encontraba deposita-

92
da el arca. En el santo se hallaban la mesa de los panes de la oblación y el candelabro.
Delante de la puerta se encontraba la pila de las purificaciones y un altar. Todo esta-
ba rodeado de un atrio, cercado por una barrera de estacas de bronce, de las que col-
gaban cortinas de lino. Era un templo desmontable y transportable.
El templo de Jerusalén sirvió de modelo a esta construcción ideal. Este tipo de
tienda tiene paralelos entre los árabes. Era llevada a lomos de camellos y seguía los
desplazamientos de la tribu. Una tienda sagrada se plantó en un campamento carta-
ginés.

El arca

La tienda guardaba el arca (Éx 25, 10-15; 37, 1-3;Jue 20, 27), que contenía den-
tro las tablas de la ley. El arca era una caja de madera de acacia chapeada en oro y con
anillas para que los levitas pudieran transportarla. Estaba protegida por dos querubi-
nes. El arca de la alianza era llevada delante de los israelitas a la salida del Sinaí. El
arca fue un elemento de culto durante la travesía del desierto. No siempre el arca se
menciona asociada a la tienda, como en Guilgal y en Silo. Fue capturada por los filis-
teos, que finalmente la devolvieron. David colocó el arca en una tienda en Jerusalén
y Salomón la depositó en la parte más alta del templo. Debió desaparecer con la des-
truccción del templo de Jerusalén en el año 587 a.C.
El arca tenía dos sentidos irreconciliables entre sí. Por un lado significaba el tro-
no divino, y, por otro, era el receptáculo de la ley. Era el signo visible de la presencia
de Dios entre su pueblo. El traslado del arca se celebra como: «Dios ha venido al
campo», afirman los filisteos, y «Levántate Jahveh, hacia tu reposo, y tú el arca de la
fuerza», cuando la trasladó David. Al ser llevada al templo de Jerusalén, la gloria de
Jahveh tomó posesión del santuario. Tuvo un poder terrible, al ser signo de la pre-
sencia de Dios, como experimentaron los filisteos. Era considerada como el trono y
el escabel de Jahveh. Así, Dios afirma: «Aquí está el lugar de mi trono, el lugar donde
poso la planta de mis pies». Este trono estaba vacío, al tener prohibido Israel las imá-
genes de Jahveh. El propiciatorio, que estaba sobre el arca, tenía más importancia
que ella. En el ritual de las expiaciones, el sacerdote rociaba de sangre el propiciato-
rio. Sustituyó el arca después del destierro. También era la sede de la presencia
divina.
En los santuarios de Silo y de Jerusalén, el arca y los querubines representaban el
trono de Dios. En las concepciones más antiguas, el arca era el pedestal, un trono y el
soporte de la divinidad invisible.
Según una segunda concepción, el arca contenía las tablas de la ley, el Decálogo,
que era el instrumento del pacto entre Jahveh y su pueblo. Las tradiciones más anti-
guas del Pentateuco no relacionan el arca con templo. La tradición sacerdotal recoge
la relación que existía ya en el desierto.

Santuarios israelitas en Palestina

El Antiguo Testamento menciona varios santuarios israelitas de Palestina ante-


riores a la construcción del templo de Jerusalén. Éstos son los siguientes: el de Guil-
gal se encontraba cerca de Jericó y estaba delimitado por un círculo de piedras. Aquí

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1
1
1

~
se circuncidó el pueblo. Se celebró la primera Pascua en Palestina y cesó el maná. Sa-
muel hacía justicia en este santuario, como en Betel y Mispá. En él Saúl fue procla-
mado rey y después condenado por Samuel. Los profetas Oseas y Amós condenaron
el culto en los santuarios de Guilgal y de Betel. Guilgal fue eclipsado por Silo en épo-
ca de los jueces. En este último santuario se reunían las tribus en época de Josué y se
sorteó el territorio de las siete tribus. Se celebraba allí la fiesta de la peregrinación.
Aquí se aclamó a Jahveh por vez primera como «Sabaot, que tiene sede sobre los que-
rubines». Silo fue destruido en el siglo IX a.C. En Mispá había otro santuario donde
se celebraban reuniones invocando a Jahveh. Aquí también Samuel administraba
justicia, y Saúl fue designado por suerte primer rey de Israel. El santuario de Gabaón
era en época de Salomón «el lugar alto más grande». En este lugar, David entregó a
los descendientes de Saúl a los gabaonitas para que los descuartizaran, rito cananeo
que indica que el santuario fue antes un santuario cananeo. Sobre el santuario de
Ofrá se dispone de mejor información. En él se dieron un árbol sagrado, una teofa-
nía del ángel de Jahveh a Gedeón, un mensaje de salvación, la creación de un culto
sobre un altar. Según otra tradición Jahveh ordenó a Gedeón demoler el altar de
Baal, cortar la asherat, levantar y ofrecer a Jahveh un sacrificio con la madera de la
asherat. Se trata, pues, de un santuario cananeo en origen. Fue el santuario del clan de
Joás, padre de Gedeón. El pueblo no encontraba dificultad, según la primera tradi-
ción, en tributar culto a Baal y a Jahveh conjuntamnente. Gedeón, después de su vic-
toria sobre los madianitas, confeccionó un efod con parte del botín, tomando este ob-
jeto cultual de los cananeos. Ofrá era un santuario doméstico. Dan fue una capilla
privada de Miká y un santuario tribal de Dan. La iniciativa de fundación provino de
los hombres, no de Dios. Se aumentaron faltas graves sobre él, que serían condena-
das por los profetas, pues tenía un ídolo, un efod, un tera.ftm y un sacerdote no levita.
Se trataba, pues, de un santuario ilegal. En el segundo, Jeroboán colocó el segundo
becerro de oro. Fue igualmente condenado por los profetas aunque era un santuario
de Jahveh. David fundó un santuario en Jerusalén, donde primero instaló el arca y
después levantó un altar. Aquí trajo el arca, que se encontraba en poder de los filis-
teos, desde Quiryat-Yearim, con una procesión en la que David bailó desnudo al son
de los cuernos y haciendo sacrificios. Con el establecimiento del arca en Jerusalén,
David afianzó su poder sobre las tribus. Jerusalén heredó el arca que había estado en
Silo bajo los jueces y la tienda del desierto. Las tradiciones vinculadas con ellas se fi-
jaron en Jerusalén, que se convirtió de este modo en la ciudad santa. David constru-
yó un altar. En el relato se conservan los elementos esenciales, repetidos otras veces:
teofanía al aparecer el ángel de Jahveh a David, mensaje de salud, cese de la plaga,
inaguración del culto, construcción del altar y sacrificios. En Jerusalén en época de
los patriarcas se veneraba a El Elyon, dios cananeo. Jahveh, al igual que en los otros
santuarios de los patriarcas, suplantó a una antigua divinidad cananea, de la que reci-
bió los títulos. Quizá en Jerusalén hubiera también un antiguo santuario, ya que Mel-
quisedec era rey y sacerdote de El Elyon en el momento de la conquista de la ciudad
que después pasó al culto de Jahveh.

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El templo de Jerusalén

David quiso levantar un templo en Jerusalén (2 Cr 2-6), ciudad que convirtió en


el centro religioso de Israel. Tan sólo confeccionó los planos, reunió los materiales
de la construcción, el oro para la fabricación de objetos sagrados, los artesanos nece-
sarios y reguló las funciones del clero.
Salomón trajo las maderas empleadas en el templo del Líbano y la piedra de las
canteras próximas a Jerusalén. Los obreros eran en su mayoría israelitas obligados a
participar en los trabajos, a título de prestación personal. Fenicios fueron los artesa-
nos especializados. Los libros sagrados conservan dos descripciones del templo, difí-
ciles de interpretar. El templo era de forma alargada y tenía tres partes: el vestíbulo,
una sala de culto y el santo de los santos, separado por un velo de la sala. A cada lado
de la entrada se colocaron dos columnas, que serían equivalentes a las estelas de los
santuarios cananeos, del Heracleion de Tiro y del Idalion en Chipre. Una construc-
ción de tres pisos recorría tres lados del templo. Seguramente el templo estaba reco-
rrido por un zócalo de piedra y los muros recubiertos de maderas de cedro. Un atrio
rodeaba el templo, al que se pasaba desde palacio. El templo era en realidad una capi-
lla del palacio. El templo de Jerusalén, con su división interna tripartita, recuerda a
los santuarios de Lakis, de Alalak y de Hazor, fechado en el siglo XIII a.C. Se encon-
traba emplazado donde en la actualidad se encuentra la mezquita de Ornar. La entra-
da miraba al este. La roca del centro de esta mezquita sería el basamento del altar de
los holocaustos, que se encontraba delante del templo. El templo se levantaría al oes-
te de la roca. Según otra teoría, que parece más aceptable, la roca sería el fundamento
del santo de los santos.
En el santo de los santos se conservaba el arca. En la sala de culto se encontraba
el altar de cedro, el altar de oro, la mesa de los panes de oblación y los diez candela-
bros; y el altar de bronce, o altar de los sacrificios, se encontraba delante del templo.
En el atrio se hallaba el llamado mar de bronce, que era un gran pilón sostenido por
doce toros, del tipo del de Amatunte en Chipre. Los reyes utilizaron el tesoro del
templo como propio, pues era un santuario real, o un santuario estatal.
Este templo duró hasta la ruina del Estado de Judá. Los reyes posteriores a Salo-
món introdujeron algunas innovaciones. Así, Josafat añadió un segundo atrio. En el
templo fueron ungidos todos los reyes de Judá. A la entrada se encontraba un cepillo
1 para recoger las limosnas, que sacaba un secretario real. Los reyes fueron los superin-
tendentes del templo. Manasés levantó en el recinto del templo altares a los ídolos y
una asherat. Ezequías quitó la serpiente de bronce. Josías limpió el templo de los obje-
tos de culto de Baal, de Aserá, de los astros, de los caballos del carro del sol y de los
1 altares. Se celebró en él la prostitución sagrada, y las mujeres tejían velos para la diosa
Aserá. Esta represión de la idolatría duró poco, pues el profeta Ezequiel describe el
templo lleno de toda clase de imágenes de reptiles y bestias repugnantes, grabadas so-
bre las figuras. Las mujeres plañían a la muerte de Tammuz y veinticinco sacerdotes
1 se postraban ante el sol llevándose un ramo a la nariz. Se trata de rituales paganos ce-
lebrados en el templo de Jahveh.
Alrededor del templo se creó una teología. Era la casa de Dios. La oscuridad del

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santo de los santos recuerda la nube del desierto sobre la tienda. El culto respondía a
la idea de la presencia divina del templo.
Los profetas defendían la misma creencia. Isaac vio, al ser llamado al ministerio
profético, a Jahveh sentado en su trono, y una nube que llenaba el templo. Jeremías
afirma que el trono de la gloria de Jahveh se encuentra en Jerusalén. Ezequiel ve la
gloria de Jahveh abandonar el templo. En la concepción hebrea, Jahveh, señor del
universo, era trascendente, al mismo tiempo que eligió el templo y Jerusalén. Esta
dicotomía se solucionó defendiendo que el fiel oraba en el santuario y Jahveh le oiría
desde el cielo. No parece que el templo tuviera el simbolismo cósmico que le atribu-
yeron en el siglo 1 d.C. Filón de Alejandría y Josefo, según el cual la montaña del
templo era el centro del mundo y el templo y sus utensilios eran una imagen del
mundo. Sin embargo, hubo cierta oposición al templo, como sucedió con Natán en
época de David, o con las recabitas, e incluso con un profeta, que contempló la cons-
trucción del segundo templo.

EL CULTO CENTRALIZADO EN jERUSALÉN

Santuarios

Durante la época de los jueces, a comienzos de la monarquía, se rendía culto a


Jahveh en varios lugares altos, que no tuvieron la misma importancia. Las tribus es-
taban unidas por un vínculo religioso, manifestado en un culto común en un santua-
rio central. Primero este santuario estuvo en Siquén, pero al desplazarse el arca, se
cambió el santuario central a Silo. Cuando los filisteos se apoderaron del arca, el san-
tuario fue a Gabaón, a donde se dirigió Salomón a hacer sacrificios y allí tuvo una re-
velación. En otros santuarios cananeos, reconocidos por el Código de la Alianza, re-
cibió culto Jahveh con anterioridad al siglo vm a.C., pues se permitía sacrificar en
todo lugar donde se mencionase el nombre de Jahveh. En Jerusalén reanudó David
el culto interrumpido por la caída del arca en poder de los filisteos y sucedió a Silo
como santuario central, aunque todavía Gabaón no perdió su importancia. El centro
de culto nacional lo obtuvo Jerusalén en tiempos de Salomón.
La secesión de Israel significó un cisma religioso. Jeroboán, para evitar que su
pueblo se volviera a Roboán, fabricó los becerros de oro. Sin embargo, continuó la
misma religión, pues sólo se cambió el símbolo. Los becerros eran imágenes de ma-
dera chapadas en oro, y no eran imágenes de Jahveh. No fueron atacados ni por
Elías, ni por Jehú, ni por Amós. Era fácil para la masa de la población confundirlos
con el toro de Baal, de ahí su condena por el profeta Ajías, contemporánero de Jero-
boán, por Amós y por el autor del Deuteronomio. Jeroboán construyó dos santua-
rios rivales de Jerusalén en Dan y en Betel. El primero databa de la época de los jue-
ces y el de Betel se remontaba a Abrahán. Amós condenó estos santuarios, al igual
que el de Berseba y el deSamaría. Dan estaba servido por un sacerdocio descendiente
de Moisés. Betel tenía un altar. Era un templo del Estado de Israel, con sacerdocio y
culto reglamentado, destruidos por Josías. El Deuteronomio, al igual que los profe-
tas Amós, Ezequiel y Oseas, arremetieron contra otros santuarios, como Berseba y
Guilgal.
Jerusalén fue el santuario del Estado de Judá visitado por fieles procedentes deIs-

96
rael. Ezequías intentó convertir a Jerusalén en el único santuario, celebrando allí la
Pascua, purificando el templo y reorganizando el clero, al igual que lo pretendió Jo-
nás haciendo una gran reforma religiosa, abandonando el culto de los Baales, de las
Astartés y los otros cultos paganos. Josías suprimió los santuarios locales. Con
ocasión de esta reforma se eliminó el santuario de Betel. Se celebró una gran Pascua
centralizada en Jerusalén. Con la muerte de Josías en el año 699 a.C. volvieron los
santuarios locales y los cultos extranjeros en Judá e Israel. Durante el destierro de los
hebreos a Babilonia, el templo de Jerusalén quedó en ruinas, pero siguió siendo visi-
tado y quizá celebrando sacrificios.
La reforma de Josías obedeció al descubrimiento en el templo del libro de la ley,
el Deuteronomio, que reunía tradiciones levíticas de Israel llevadas a Judá con oca-
sión de la caída de Samaría, por tanto, es más antiguo que la reforma de Josías. En él
se defiende que sólo hay un santuario y un altar, al haber un único Dios. Este santua-
rio no podía estar en otro sitio que en Jerusalén.
El Deuteronomio fue olvidado en la reforma de Ezequías y reencontrado bajo
Josías, manteniendo su importancia religiosa entre los judíos deportados a Babilonia,
donde no levantaron ningún santuario. En Palestina sólo se reconstruyó el templo
de Jerusalén, pero existieron santuarios en Elefantina y Leontópolis. En el santuario
de Elefantina se practicó la religión popular descrita por Jeremías y Ezequiel. El san-
tuario de Leontópolis data de época helenística. Garizim era el santuario visitado
por los samaritanos. Según la tradición, fue fundado por Josué, destruido por Nabu-
codonosor y restaurado después del destierro.
En las sinagogas no se celebraban sacrificios, pero en ellas se reunían los judíos
para orar, leer y comentar los libros sagrados. Se supone que esta institución comen-
zó en Babilonia durante el destierro y que llegó a Palestina con Esdras. También se
han propuesto fechas de su origen posteriores a la dominación persa.

El sacerdocio israelita

En la época de los patriarcas no había sacerdocio, sino que el cabeza de familia


hacía los sacrificios. El sacerdocio en Israel era una función (2 Cr 24, 1-19). Para ser
sacerdote no era necesaria la intervención divina, así como tampoco una vocación
especial. Al sacerdote se le investía al cumplir por vez primera el gesto ritual de mi-
nistro del altar. Después de la cautividad se ungió al sacerdote; previamente era in-
vestido, pero no había una ordenación sacerdotal ni otro rito especial. El sacerdocio
era sagrado por su función. Permanecía separado de lo profano y sometido a deter-
minadas reglas de pureza. No se podía casar con una prostituta o una mujer repudia-
da. Vestía trajes especiales al entrar en el santuario. Se purificaba mediante oblacio-
nes y no bebía alcohol.
El sacerdote entraba al servicio de un santuario. Era el guardián del templo y el
que recibía a los visitantes. Existían familias sacerdotaies en las que el sacerdocio pa-
saba de padres a hijos. Al crearse un santuario doméstico, inmediatamente se instala-
ba en él un sacerdote. El santuario de Silo estuvo encomendado a la familia de Elí.
David encargó a Sadoq y a Abiatar el cuidado del arca, y Sadoq después entró al ser-
vicio del templo. Los sacerdotes de Jerusalén eran más importantes que los de los
santuarios locales. Con la reforma del culto se reagrupó el clero.

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El sacerdote emitía oráculos, como lo hacían los hijos de Leví. En el desierto se
acudió a Moisés para consultar a Jahveh. Después se consultaba mediante el efod, los
urim y los tummim. El efod era en origen un vestido ceñido que llevaba la diosa Anat,
convirtiéndose luego en un atributo del sumo sacerdote, que se llevaba sobre la túni-
ca y el manto y con el que pronunciaba los oráculos. Era una especie de mandil que
contenía las bolsas con las suertes. Los urim y los tummim eran las suertes sagradas. Se
ignora en qué consistían, aunque se ha pensado que fueran dados, piedrecitas o vari-
llas. Después del reinado de David no se volvieron a usar en los oráculos el efod, los
urim y los tummim. Los reyes Ajab de Judá y Jorán de Israel consultaban a Jahveh me-
diante los profetas.
Los levitas estaban encargados de la instrucción al pueblo. Jahveh había enco-
mendado a los sacerdotes la enseñanza de la ley en el santuario. La Torá, o ley, era
una regla práctica de conducta, principalmente referente al culto y lo puro e impuro.
Estas enseñanzas de la ley regían las relaciones entre Dios y el individuo. Los sacer-
dotes eran los intérpretes de la ley y maestros de la moral y de la religión. Los profe-
tas eran los emisarios de Dios, que les inspiraba directamente. Después del destierro
de Babilonia, los levitas fueron los encargados de enseñar al pueblo. Las enseñan-
zas se impartían ahora en las sinagogas. Los laicos podían ser escribas y doctores de
la ley.
En época antigua los patriarcas eran los que ofrecían los sacrificios. En tiempos
de los jueces, Jahveh ordenó a Gedeón levantar un altar y ofrecer un holocausto. Los
padres de Sansón y de Samuel ofrecían también sacrificios, mientras el sacerdote Elí
sólo era el guardián del templo. Los reyes Saúl, David, Salomón y Ajab hicieron sa-
crificios aunque no eran sacerdotes. A comienzos del siglo vm a.C. ofrecer sacrifi-
cios era un privilegio de los sacerdotes (Lev 1, 1-7), aunque no la función primordial
que tenían encomendada. La víctima era sacrificada por el oferente, que podía perte-
necer al clero de inferior categoría en los sacrificios públicos. En origen, el sacerdote
manipulaba la sangre. Se encargaba de colocar sobre el altar la parte de la víctima
ofrecida a Dios. La tribu de Leví era la encargada de ofrecer incienso, privilegio que
tenían los descendientes de Aarón.
Con el tiempo el sacerdote perdió la capacidad de emitir oráculos y le quedó re-
servada la función de sacrificar.
El sacerdote israelita era el mediador entre Dios y el hombre y entre éste y
Dios.

Los levitas

Los miembros de la tribu de Leví (Éx 6, 16-20; Num 3, 6-50) eran los encargados
de las funciones sacerdotales. La palabra «leví» significa cliente de Dios. El sacerdo-
cio israelita, como el de todo el Oriente, era hereditario, desde muy antiguo, como lo
indica el hecho de que los hijos del sacerdote Elí fueron también sacerdotes. En las
fuentes más antiguas los levitas aparecen como extranjeros. Las familias sacerdotales
estaban vinculadas a un santuario determinado, pero no estaban afincadas a un terri-
torio. Las unía la comunidad de función.
Jahveh eligió a los descendientes de Leví para ejercer las funciones sacerdotales.
Estaban al servicio de Aarón, aunque otra fuente les menciona como sus antagonis-

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tas por haber animado al pueblo a cometer idolatría. Su situación dentro del pueblo
era privilegiada. No se censaban ni recibieron tierras cuando Canaán fue repartida
entre la tribus de Israel. Cobraban los diezmos. La familia de Aarón desempeñaba el
sacerdocio perpetuo y los restantes hijos de Leví le estaban subordinados.
No se sabe con exactitud la fecha y el motivo de la elección de los levitas. Duran-
te el periodo de los jueces y al comienzo de la monarquía no todos los sacerdotes eran
levitas. Samuel pertenecía a la tribu de Efraín, estaba en el santuario de Silo y ofrecía
sacrificios. Los hijos de David fueron sacerdotes y pertenecían a la tribu de Judá. Je-
roboán colocó a sacerdotes en el santuario de Betel que no eran descendientes de
Leví. En otros santuarios de Israel oficiaban levitas, como en el de Dan, donde Miká
nombró sacerdote a su hijo. Después contrató a un levita descendiente de Moisés,
que era de ascendencia levítica. Desde el periodo de los reyes se preferían levitas para
desempeñar el servicio de los santuarios. Los levitas figuran ya como sacerdotes en
exclusiva a partir de la primera mitad del siglo VII a.C.
El Deuteronomio es el único libro sagrado que menciona levitas durante la mo-
narquía, pues a los libros de los Reyes sólo le interesaba el sacerdocio de Jerusalén.
En el Deuteronomio levitas y sacerdotes desempeñaban las mismas funciones. To-
dos los levitas no ejercían las funciones sacerdotales, y así no disfrutaban de los emo-
lumentos que tenían los sacerdotes, aunque gozaban de los derechos inherentes a es-
tos últimos. Podía oficiar en el santuario central y recibir su parte como cualquiera
de los levitas del santuario. Esta normativa fue anterior a la reforma de Josías. A los
levitas, que oficiaban en los lugares altos, sus colegas de Jerusalén les prohibían ofi-
ciar en el culto. La posición de los levitas quizá se relacionó con la centralización del
culto en un solo santuario o con un proyecto de reforma debido a los levitas de Is-
rael, o un resultado de la reforma de Ezequías. Antes de la reforma, los fieles se sen-
tían atraídos por los grandes santuarios de Betel y de Jerusalén, lo que perjudicaba a
los sacerdotes de los santuarios locales. Se estableció así una distinción de hecho en-
tre el sacerdocio de los santuarios locales y el de los grandes santuarios.
En época de Ezequiel estaba ya establecida la diferenciación entre sacerdotes y
levitas. Los esclavos públicos del templo, cuya existencia se remonta a David, eran
incircucisos y fueron sometidos por los levitas, que en castigo a su idolatría fueron
excluidos de los oficios más importantes del sacerdocio. A partir de entonces, los le-
vitas eran sacerdotes de grado inferior. Los llamados sacerdotes levitas eran los úni-
cos que podían ofrecer la grasa y la sangre de las víctimas y entrar en el santuario. Se
les consideraban descendientes de Sadoq, el sacerdote de tiempos de David. Se esta-
bleció una diferencia entre los sacerdotes, los que servían al templo y los que aten-
dían al altar. Cada uno de estos grupos tenía asignada una zona diferente. La reforma
de Ezequiel normaliza la costumbre.
En el libro de Josué se mencionan cuarenta y ocho ciudades repartidas por tri-
bus, propiedad de los levitas, según había ordenado Jahveh a Moisés, pero esta narra-
ción parece ser una utopía; debieron ser ciudades donde residían los levitas fuera de
los santuarios, dispersas después de la fundación del templo; mientras, según el Deu-
teronomio, estaban repartidos por todo el territorio, como residentes extranjeros.
Ezequiel los asienta en las proximidades de Jerusalén.

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Los sacerdotes de jerusalén y su jerarquía

Los pocos datos referentes al sacerdocio fechables antes de Josías se refieren sólo
a Jerusalén. Las referencias minuciosas al sacerdocio de época de David datan de
tiempos posteriores a la cautividad de Babilonia. En época de David los sacerdotes
fueron Abiatar y Sadoq. Este último sería el sacerdote jebuseo de Jerusalén, que se
encontró David al conquistar la ciudad donde se veneraba a El Elyon. Los descen-
dientes de ambos sacerdotes chocaban frecuentemente entre sí.
Los sacerdotes de Jerusalén eran funcionarios del rey al pertenecer a un santuario
estatal. Los jefes eran altos funcionarios, y estaban a las órdenes del rey, que, como
Ajab, podía ofrecer él mismo sacrificios por su carácter sacral. Con cierta frecuencia
las relaciones entre reyes y sacerdotes no fueron amistosas. A la reina Atalía la derri-
bó una conjura capitaneada por un sacerdote; Zacarías fue lapidado por mandato de
un sacerdote. Sin embargo, lo frecuente fueron las buenas relaciones entre los mo-
narcas y los descendientes de Sadoq. El sacerdocio israelita, como el de los grandes
santuarios de Oriente, estuvo muy jerarquizado. Las pocas menciones que citan al
sumo sacerdote antes del destierro parece ser que son interpolaciones. El primer
sumo sacerdote fue Josué en tiempos de Zorobabel. El sumo sacerdote era el jefe de la
comunidad bajo la dinastía de los Asmoneos. Hacía las veces del rey. Debajo de él ve-
nía, en orden de jerarquía, el superintendente del templo, encargado de la policía del
templo. Seguía en orden de escalafón los guardianes encargados de recibir las contri-
buciones del pueblo. Los ancianos tenían un papel importante, pues eran los jefes de
las familias sacerdotales.
El rey debía costear los gastos del templo, al carecer éste de bienes, como otros
templos de Oriente. No hay datos de que pagara el mantenimiento del sacerdocio. En
tiempos de Elí, el sacerdote retiraba una cantidad de carne. Los hijos fueron censura-
dos por separar su parte antes de haber ofrecido la grasa al altar. El sacerdote recibía
parte de las contribuciones aportadas por el pueblo. Los sacerdotes recibían, con la
condición de reparar el templo, los impuestos obligatorios o las limosnas, según lo
mandado por Joás. Si un sacerdote no cumplía con sus obligaciones, se le retenía par-
te de la paga. Los sacerdotes levitas recibían para la manutención de las víctimas
ofrecidas a Jahveh la paletilla, las quijadas y el estómago y el mejor aceite, vino, trigo
y lana. Si el santuario estaba lejos, las entregas de las primicias, de los primogénitos y
del diezmo se podía permutar por dinero para celebrar un banquete delante de Jah-
veh, en el que participaban los levitas. Cada tres años, los diezmos se repartían entre
las viudas, los huérfanos, los extanjeros y los levitas de donde uno vivía. Todas estas
ordenanzas se refieren a los levitas repartidos entre el pueblo. En los códigos elohísta
y jahvista no se alude a la parte que corresponde a los sacerdotes de las primicias y del
diezmo.
La tradición posterior atribuyó a David las veinticuatro clases de cantores y de
porteros. No se mencionan antes de la cautividad, pero ya existían. Actuaban en los
santuarios, y así el profeta Amós alude a la música religiosa en el santuario de Betel.
Los primeros cantores del templo de Jerusalén eran extranjeros.
Un empleado del templo era el guardián de los vestidos. También los santuarios
tenían esclavos, descendientes de los esclavos públicos de la monarquía. Su origen se

100
remontaba al tiempo de Josué. A este grupo pertenecían los gabaonitas empleados en
el templo. Los libros del Éxodo y de Samuel mencionan mujeres que estaban a la en-
trada de la tienda de reunión, pero no desempeñaban función cultual. En las fiestas
religiosas cantaban y bailaban las mujeres. El culto a Jahveh no conoció el sacerdo-
cio femenino, al revés de lo que sucedía en Asiria y Fenicia. Hubo antes de la refor-
ma de Josías prostitutas sagradas en el templo de Jerusalén y mujeres que tejían el
velo de Aserá, pero todo esto es de origen cananeo. También existieron prostitutas y
prostitutas en Israel condenados por Oseas y por el Deuteronomio, mencionados en
el libro de los Reyes, que actuaban en el mismo templo de Jerusalén.

El sacerdocio después del destierro de Babilonia

Nabucodonosor, al conquistar Jerusalén, ejecutó a las altas jerarquías sacerdota-


les. Fueron desterrados la mayoría de los descendientes de Sadoq y del personal ads-
crito al templo de categoría inferior y otros levitas que no trabajaban en el templo.
Parte de la tribu de Leví y algunos levitas permanecieron viviendo en Palestina. Du-
rante la cautividad de Babilonia siguieron al culto los santuarios locales suprimidos
por la reforma de Josías con culto sincretista. Las lamentaciones de Jeremías serían
trenos utilizados en las asambleas litúrgicas de Judá. Se ofrecían sacrificios en las rui-
nas del templo de Jerusalén y se ayunaba.
Sacerdotes de varias familias sacerdotales volvieron a Palestina y también algu-
nos levitas. También volvieron cantores. Los primeros se fueron a Jerusalén, y los
cantores, porteros y esclavos del templo, a sus lugares de procedencia.
El ritual de la elección del sumo sacerdote comprendía una purificación y un
vestido. La unción del sumo sacerdote se aplicó desde finales de la época persa. Estos
ritos de investidura ponen en relación el sumo sacerdote con los reyes.
El ritual de la monarquía pasó, al desaparecer ésta, al sumo sacerdote. Esto le
convertía al sumo sacerdote en jefe de la nación representante de Dios.
Los monarcas pagaban antes del destierro todos los gastos del culto público. Ciro
y Daría costearon los gastos de reconstrucción del templo, las ofrendas y los sumi-
nistros a los sacerdotes de Jerusalén.
Sin embargo, bajo Esdras el templo pasó verdadera necesidad. Bajo Nehemías los
ingresos eran: la capitación anual de un tercio de sido para el mantenimiento del
culto y la capitación de medio sido por persona a partir de los veinte años.
Ezequiel asignó una parte de los sacrificios a los sacerdotes. Según los Números,
los sacerdotes se mantenían de los sacrificios y de las obligaciones del pueblo. Ahora
el sacerdote recibió el pecho y el muslo derecho de las víctima. En los sacrificios de
reparación obtenía casi toda la víctima. A los levitas se les asignó el diezmo del trigo
y del vino nuevo. Nehemías atribuyó a los sacerdotes las primicias del suelo y de los
árboles, los primogénitos, lo mejor de la harina, del vino, del aceite y de las frutas y a
los levitas los diezmos.

101
Los PROFETAS

Los grandes profetas fueron los verdaderos creadores del monoteísmo judío, al
luchar contra los cultos cananeos y contra el sincretismo religioso que se filtraba por
todas partes, como hizo ya el profeta Elías en tiempos de los reyes del reino del norte,
Ajab y Ocozías (874-850 a.C.). Lucharon contra una de las formas más difundidas de
la religiosidad cósmica, propia de un pueblo de agricultores que creían que lo demás
se manifiesta en objetos y ritos cósmicos. Los profetas judíos vaciaron la naturaleza
de toda presencia divina.
El culto y los sacrificios cruentos fueron objeto de duras críticas. No sólo predi-
caban la desacralización de la naturaleza, la desvalorización de la actividad cultual,
sino también la regeneración espiritual del individuo. Al atacar la religión cósmica,
los profetas anteriores al destierro anunciaron la ruina del país, la desaparición del
Estado hebreo y la total aniquilación del pueblo. Sólo les interesaba la política desde
la verdadera religión. Las catástrofes que azotaban a los judíos eran la manifestación
de la cólera de Jahveh y teofanías negativas. Descubrieron por vez primera el signifi-
cado de la historia como epifanía de Dios, teoría aceptada por el cristianismo.
En Israel hubo dos tipos de profetas. El primero estaba formado por los profetas
llamados cultuales, que actúan cerca del templo y participan en los ritos junto a los
sacerdotes. Son profetas de la corte asociados a los santuarios del rey. Muchos fueron
falsos profetas y anunciaban lo que el monarca quería oír. Un segundo grupo estaba
integrado por los profetas escritores desde Amós al segundo lsaías. Proclamaban su
mensaje en virtud de una vocación especial. Se proclamaban mensajeros de Jahveh,
que los llamaba directamente a profetizar. Todos los profetas de este segundo grupo
estaban convencidos de la autenticidad y urgencia de su mensaje. La posesión divina
se manifestaba frecuentemente mediante el éxtasis. Algunos, como Oseas, fueron
acusados de locos. Se trataba solamente de las sacudidas efectistas provocadas por la
presencia terrorífica de Jahveh. Este fenómeno es bien conocido a través de las en-
fermedades iniciáticas de los chamanes, y las locuras de los grandes místicos de todas
las religiones. Los grandes profetas no sólo tenían facultades adivinatorias, sino po-
deres de carácter mágico. Muchos gestos suyos tenían un valor simbólico. La revela-
ción de Jahveh era directa. La fuente de la inspiración podía ser la visión, la audi-
ción, el sueño, el conocimiento milagroso, etc. El profetismo del Antiguo Testa-
mento no es fenómeno original de Israel, pues se documenta en todo el Próximo
Oriente, como en Mari, etc.
No hubo una oposición radical entre sacerdotes y profetas. Estos estuvieron rela-
cionados con el culto y el templo. Así, lsaías recibió una visión en el templo. Jere-
mías y Ezequiel fueron sacerdotes. Joel, Habacuc, Nahún y Sofonías compusieron
piezas litúrgicas. Sacerdotes y profetas tenían puntos comunes. No hubo en el tem-
plo de Jerusalén profetas que formaran una clase particular del clero.
En varios profetas como Amós, lsaías y otros, hay un ataque duro contra la ex-
plotación del hombre por el hombre, de las viudas, huérfanos, extranjeros y esclavos
por razones estrictamente religiosas. Es lo que gusta a Jahveh y no los sacrificios.
También contra la vida de lujo escandaloso de los ricos. Dios quiere la aplicación del
derecho y la justicia.

102
Los ricos «venden al inocente por dinero... tuercen el proceso del indigente», se-
gún las palabras de Amós (2, 6-7). Sus riquezas han quedado reducidas a polvo
(4, 7-11 ). Estos pecadores confiados multiplican sus sacrificios. Amós pone en boca de
Jahveh la siguiente frase: «Detesto y rehúso vuestras fiestas ... por muchos holocaus-
tos y ofrendas que me traigáis, no las aceptaré ni miraré vuestras víctimas cebadas.»
(5, 21). Jahveh (5, 24-25) sólo admite el cumplimiento de la justicia y del derecho.
lsaías hace decir a Jahveh: «Qué me importa el número de vuestros sacrificios. Estoy
harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones.» (1, 11). No vale nada negar
porque vuestras manos están llenas de sangre (1, 15). Aprended a obrar el bien: bus-
cad el derecho, enderezad al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda
(1, 17). Isaías ataca los pecados políticos y sociales: la opresión de los pobres (3, 12-15),
el desenfreno de la vida de los ricos (1, 11-13), el lujo (3, 12-15), la injusticia social
(5, 1-7, 23), el espolio de las tierras (5, 8-10), pecados que el profeta considera como
actos de rebeldía contraJahveh (1, 2-3), condena a los malos gobernantes (28, 19-22)
e incluso a los sacerdotes y profetas cultuales (28, 7 -13). Mensaje parecido predica Je-
remías (7, 9-11) y pasará al cristianismo.

AsPECTOS DEL CULTO

El altar

Era unos de los elementos fundamentales en los santuarios en época de los pa-
triarcas. El rito principal del culto era el sacrificio del altar (Gén 8, 20; 12, 7; 13, 18;
22, 9; 26, 25). En Palestina se hacían sacrificios sobre un altar o roca tallada, como el
gran cubo de piedra de Sara, o el bloque rectangular de Hazor de un templo cananeo
del siglo XIII a.C. Plataformas de grandes piedras se han hallado en Hazor y Megiddo.
Altares israelitas adosados al muro y de piedra se han descubierto en Megiddo, del
año 3000 a.C.; en Ay, fechado en el tercer milenio, y en Lakis, siglo XIV-XIII a.C.
Gedeón ofreció un sacrificio sobre una roca. En Bet-Semes, sobre una gran pie-
dra, se ofreció en holocausto las vacas y el carro que habían transportado el arca. El
pueblo sacrificaba sobre la tierra en tiempos de Saúl el ganado de los filisteos. Gene-
ralmente los altares de la época de Moisés, Josué Qos 8, 30), de los jueces Que 6, 24),
de David y de Elías eran construidos como los de los patriarcas. Se excluía el hierro
en la fabricación de un altar. Solían tener una rampa o escalera. Los sacerdotes de-
bían llevar pantalones al subir al altar.
En el desierto la tienda tenía dos altares, el del holocausto delante de la entrada y
el de los perfumes delante del velo. El primero consistía en unas tablas de acacia cha-
padas de bronce. El segundo era también de madera de acacia chapado en oro. El
templo de Salomón mantuvo estos dos altares.
Ajab sustituyó el altar de Salomón por uno del tipo del que vio en Damasco,
según modelo sirio. Era una copia del altar del templo de Hadad-Rimmón en Da-
masco.
En época cananea los perfumes se quemaban en soportes cilíndricos o rectangu-
lares de barro cocido. Al comienzo de la monarquía israelita se usaban pilares rectan-
gulares, como los de Siquén y Megiddo.

103
El altar en origen conmemoraba una teofanía, como el que Jacob levantó en Si-
quén. Era el signo de la presencia divina.

Los sacrificios israelitas. Sus clases

En el holocausto se quemaba toda la víctima, que debía ser un macho sin defec-
to. Se ponía la mano sobre la cabeza del pueblo: El oferente degollaba a la víctima,
mientras el sacerdote rociaba el altar con la sangre; la despedazaba y los cuartos eran
colocados sobre el altar.
El sacrificio de comunión era de tres tipos: de alabanza, espontáneo y el votivo.
En este sacrificio la víctima se repartía entre Jahveh, el sacerdote y el oferente. La
porción de Jahveh era la grasa, el hígado, los riñones y la cola de los ovinos. El sacer-
dote se quedaba con el pecho. El resto de la víctima lo comían el oferente y los invi-
tados en estado de pureza ritual.
Existían dos tipos de sacrificio expiatorio, el sacrificio por el pecado y el de repa-
ración, con los que se restablecía la alianza con Jahveh rota por el pecado humano.
En el primero la víctima variaba según el oferente, y así se sacrificaba un toro si se
trataba del sumo sacerdote y del pueblo, un cabrón si del príncipe, una cabra u oveja
si de un particular, mientras que los pobres ofrecían dos tórtolas. Estos sacrificios se
diferenciaban de los restantes por los ritos. Se llevaba al interior del templo parte de
la víctima. En estos ritos quedaba muy claro el valor expiatorio de la sangre. Las car-
nes se repartían de modo diferente que en el holocausto. El sacrificio de reparación
lo ofrecían los particulares. Únicamente se sacrificaban carneros.
Las ofrendas también podían ser de vegetales, como flor de harina no cocida em-
papada en aceite y acompañada de incienso o tortas cocidas sobre chapas, sin levadu-
ras y con sal, o espigas tostadas o pan cocido, y acompañadas de aceite e incienso
de las primicias. De todas estas ofrendas parte se quemaba sobre el altar. Los sacrifi-
cios sangrientos los practicaban ya los israelitas seminómadas, pero se desconoce
su rito.
Los sacrificios expiatorios se hicieron durante la monarquía. Las ofrendas vege-
tales son antiguas. Se mencionan ya en el libro de Samuel, al igual que las ofrendas de
mctenso.
El ritual de los israelitas era afín al de los cananeos. Los sacrificios consumidos
sobre el altar fueron tomados de los cananeos y combinados con los antiguos ritos de
sangre, desconocidos entre los cananeos. Después estos rituales evolucionaron inde-
pendientemente.
La religión de Israel rechazó los sacrificios humanos. El sacrificio de Isaac por su
padre, Abrahán, se interpreta como prueba. Los sacrificios de niños están atestigua-
dos sólo en tiempos de Ajab, época de un fuerte influjo cananeo. Se celebraban en el
valle de Ben-Hummom, en las proximidades de Jerusalén. Este sacrificio es tardío y
fue rechazado por el yahvismo y por los profetas. En la actualidad se cree que estos
sacrificios no se dieron en la realidad.
Al sacrificio israelita se le han dado varias interpretaciones: dar a una divinidad
maligna, medio mágico de unión con la divinidad, y comida del dios. El sacrificio is-
raelita tiene más bien el carácter de don, de comunión con la divinidad. Los profetas
que vivieron antes del destierro, como Isaías,Jeremías, Oseas, Amós y Miqueas, con-

104
denaron duramente los sacrificios, las peregrinaciones y las fiestas. Incluso Amós y
Jeremías censuraron el culto del desierto. En realidad, atacan el formalismo de un
culto exclusivamente exterior.

La ortKión

La oración acompañaba al culto. Amós menciona cantos acompañados de ins-


trumentos musicales. La oración pública era rítmica y cantada. El salterio es el libro
de oración típico. En él se ha conservado cantos litúrgicos de la época de los reyes. Se
oraba de pie. Existían ciertos ritos de purificación y de desecración como holocaus-
tos, sacrificios por el pecado, purificación del leproso y abluciones. Un sacrificio por
el pecado, de origen pagano y aceptado por el yahvismo, fue el de la vaca roja, sacrifi-
cada por un laico delante de un sacerdote. Se quemaba, y el sacerdote arrojaba al fue-
go madera de cedro, rojo de cochinilla e hinojo. Las cenizas se depositaban en un lu-
gar puro.
El agua lustral purificaba de la impureza cometida al tocar un cadáver o una
tumba.
El leproso que se había curado debía también purificarse mediante el sacrificio
de un ave, que debía realizarse sobre un recipiente con agua de una fuente. Otra ave
era sumergida en esta agua. Se soltaba el ave y se hacía una aspersión sobre el leproso.
Al octavo día se ofrecía un sacrificio por el pecado y un holocausto. Todas estas pres-
cripciones eran restos supersticiosos en origen.

Ritos y fiestas sagradas

El israelita celebraba un gran número de fiestas. La vida pastoril y agrícola estaba


marcada por tres grandes fiestas, al igual que los acontecimientos públicos o fami-
liares.
El servicio diario del templo comprendía el sacrificio de un cordero por la maña-
na y un holocausto por la tarde, acompañado de una ofrenda de harina y de una li-
bación.
En el novilunio se sacrificaban en holocausto diez toros, un carnero, siete corde-
ros, un macho cabrío por los pecados y se hacían ofrendas y libaciones.
La fiesta principal de los judíos era la Pascua (Éx 12, 1-20), fiesta típica de pasto-
res, que se celebraba en el plenilunio del primer mes de primavera. Con la sangre del
cordero sacrificado se rociaba la puerta. La carne debía asarse y comerse esa misma
noche. No se debían romper los huesos de la víctima. Se comía con panes sin levadu-
ra e hierbas amargas. Los familiares estaban preparados para viajar. Al día siguiente
se celebraban los ácimos, o panes sin levadura. Era una fiesta agrícola. Posiblemene-
te recibieron los israelitas esta fiesta de los cananeos. El Deuteronomio obligaba a
celebrar la Pascua en Jerusalén. Con la reforma de Josías se unieron ambas fiestas.
La segunda gran fiesta era la siega del trigo. Se celebraba cincuenta días después
de cortar la primera gavilla. El rito consistía en la ofrenda de dos panes de harina
nueva cocida con levadura. Esta fiesta es también de carácter agrícola y también to-
mada probablemente de los cananeos.

105
La tercera gran fiesta era la de los Tabernáculos (Dt 31, 10), igualmente de carác-
ter agrícola. Se celebraba cada año en el santuario de Silo al cabo de una peregrina-
ción. Iba acompañada de fiestas populares, con danzas y cantos. Duraba siete días y
se celebraba a comienzos del año en otoño.

Ritual funerario

Los israelitas inhumaban. En el duelo participaban plañideras Oer 9, 17-18; 22,


18; 34, 5), ya documentadas en el sarcófago de Ahiram de Biblos y en pinturas egip-
cias, como las de las tumbas de Ramose de Tebas, alto oficial en tiempos de Amen-
hotep IV (1380-1362 a.C.), de Minnakht, que vivió en tiempos de la dinastía XVIII,
en torno al año 1480 a.C.; de los escultores Nebamim e Ipuky de Tebas, de época de
Amenofis IV, etc. En los funerales de los reyes judíos se quemaban perfumes.

Soberanía

La monarquía israelita fue en origen una institución extranjera y, como tal, mal
vista por un amplio sector de la sociedad, pues Y ahveh era el único rey de Israel. Sin
embargo, no tardó en ser considerada agradable a Jahveh, que era el que ungía a los
reyes (1 Sm 24, 7-11; 26, 9-11; 16, 23), lo que convertía al monarca en hijo suyo
(2 Sm 7, 14). El pueblo hebreo se consideraba, igualmente, hijo de Jahveh. El mo-
narca pertenecía a la esfera de Jahveh, pero no estaba divinizado.
El ritual de la ceremonia de la consagración del monarca comprendía varios ri-
tos: la unción, la proclamación de la realeza y la entronización. Una de las finalida-
des del rey era asegurar el orden cósmico, la fertilidad de los campos, administrar la
justicia y defender a los débiles.
La monarquía fue considerada como una nueva alianza entre David y Jahveh.
Los reyes eran los jefes de la religión estatal, aunque se han conservado pocos datos
sobre la función sacerdotal del monarca. El Antiguo Testamento proporciona algu-
nos indicios sobre la misma, y así cuando el arca fue transportada a Jerusalén, David,
actuando en calidad de sacerdote, danzó delante del arca, ofreció holocaustos y sacri-
ficios de comunión y bendijo al pueblo en nombre de Jahveh (2 Sm 6, 16-18). Su hijo
Salomón bendijo igualmente a la asamblea reunida con motivo de la dedicación del
templo de Jerusalén (1 Re 8, 14).
El salmo 110, 4 proclama al monarca sacerdote eterno, según el rito de Melqui-
sedec. Es posible que el monarca desempeñara un papel importante en los rituales
del Año Nuevo, que implicaría la revitalización simbólica de la creación y el rito de
la muerte y resurrección del rey, con lo cual aparecen también relacionados algunos
salmos. Muchos monarcas tributaron culto a los dioses cananeos, a las alturas, a la
vegetación y a las piedras, como por ejemplo Salomón, quien aceptó los cultos de sus
múltiples esposas extranjeras y construyó santuarios a sus dioses (1 Re 11, 6-7).

106
LITERATURA

El judaísmo dividió los libros del Antiguo Testamento en Pentateuco, Profetas


y hagiógrafos. El canon judío de libros revelados se fijó en el concilio de Jamnia
(90-1 00). Las tendencias racionalistas del judaísmo de Alejandría los agrupó en Pen-
tateuco; historia Oosué, Reyes, Rut, Crónicas, Esdras, Nehemías y Ester); profecía
(Profetas, Lamentaciones y Daniel) y poesía y sabiduría Oob, Proverbios, Salmos,
Cantar de los Cantares y Eclesiastés).
Casi todos los géneros literarios del Antiguo Testamento son los mismos que los
empleados en el antiguo Oriente. Así los relatos del Génesis sobre la creación son
análogos a los de las literaturas de Egipto y de Babilonia y más concretamente a la
creación en el Enumasb Eli. Este último también tiene puntos de contacto con los li-
bros de los Salmos y de Job. La narración del Génesis sobre el paraíso y el diluvio
presenta paralelos con el poema babilonio de Gilgamesh y con la segunda obra babi-
lonia, Atrabasis. La división de la humanidad y la diversidad de lenguas se repiten en
la literatura mesopotámica, donde igualmente se encuentran genealogías anteriores y
posteriores al diluvio.
La literatura judaica hebrea está muy influida por la del antiguo Oriente, incluso
se emplean las mismas formas apodícticas, como especiales entre los heteos. Las or-
denanzas litúrgicas israelitas recuerdan las de la monarquía hetea referente a los sa-
cerdotes y servidores del templo, al culto y a los detalles de la liturgia de los días festi-
vos. Las ceremonias de la fiesta de Año Nuevo israelita son semejantes a las de Meso-
potamia. La literatura del antiguo Oriente tiene parecidos registros sobre diferentes
temas de la Biblfa: generaciones del mundo, reyes y profetas, ciudades y comarcas,
etc. En las literaturas egipcia y mesopotámica hay descripciones históricas y cróni-
cas, como las de los libros de los Reyes. Los himnos son conocidos en Mesopotamia
y en Egipto igualmente. Así, el salmo 104, himno a Jahveh creador, se fecha después
del destierro, y está inspirado en el himno de Amenofis IV al sol e influido por la li-
teratura egipcia. Está redactado como las listas enciclopédicas de las ciencias natura-
les de Egipto, incorpora motivos sirio-cananeos del caos acuático primordial.
Israel pronto tuvo una poesía lírica, e incluso épica, de las que se conocen ciertas
alusiones en los libros sagrados, como el Libro deljusto, el Canto del pozo, el Libro de las
bata/fas de Jabveb y el Canto de Débora. Los salmos forman varias colecciones: sal-
mos 3-11, atribuidos a David, que es la colección más antigua; salmos 42-89, colección
elohísta, con algunas otras colecciones más pequeñas, relacionadas con el culto,
como los salmos de Coré y de Asaf, que proceden de estos dos gremios de cantores
del templo en el periodo posexílico; y finalmente los salmos 90-149, que no se vincu-
lan con los anteriores. Según su tipología, los salmos se pueden clasificar en himnos,
lamentos colectivos o individuales, cantos de acción de gracias, cantos reales y poe-
sía didáctica y sapiencial. Aunque ya en los siglos 1-v a.C. circularon algunos salmos,
la redacción definitiva no es anterior al año 300 a.C. Los Proverbios se inspiran en la
literatura egipcia, pues algunos de sus pasajes son una adaptación del Immo-Em-
Afah. Los problemas del justo paciente y del impuro triunfante, tal como aparecen
en el libro de Job, se plantearon ya en A/abaf1Zil aljuicio de la sabiduría, en la Teodicea y en
la obra egipcia Disputa sobre el suicidio. Poemas del tipo del Cantar de los Cantares se

107
encuentran en Mesopotamia, al igual que las Lamentaciones, que cantan la destruc-
ción de Jerusalén. El Cantar de los Cantares, fechado entre los siglos V-IV a.C., tiene
paralelos con la literatura amorosa egipcia. Otra interpretación le atribuye un carác-
ter mitológico-cultual, relacionado con las bodas de las divinidades de la vegetación
o con el matrimonio sagrado. Incluso se ha defendido la presencia de huellas de dra-
ma, representado en Jerusalén durante la fiesta de Tammuz-Adonis e Ishtar.
El Eclesiastés era uno de los cinco libros que se leían en las fiestas de los Taber-
náculos. El autor usa el recurso literario de presentarse como rey. Su fecha más pro-
bable es la segunda mitad del siglo III a.C. Este libro acusa quizá contactos ocasiona-
les con la filosofía griega cínica y epicúrea. Otros influjos más claros le relacionan
con la literatura sapiencial egipcia, conocida a través de traducciones al arameo he-
chas por los judíos de Elefantina y fechadas en el siglo v a.C. Otros paralelos condu-
cen a la épica de Gilgamesh. Asienta el criterio que el destino del hombre se encuen-
tra en manos de Dios y no depende de su conducta piadosa, que era la creencia tradi-
cional; asimismo aconseja disfrutar de la vida, como en el canto egipcio del arpista y
los consejos del copero de Dios en el poema de Gilgamesh.
Las Lamentaciones son cuatro elegías y una oración comunitaria, motivadas por
la destrucción del templo. Tienen paralelos en los lamentos de destrucciones de los
templos en Mesopotamia, pero no parece que exista una dependencia literaria res-
pecto a estos últimos. Fueron redactados por un testigo, pero la tradición atribuyó su
paternidad al profeta Jeremías. Los cantos debieron escribirse después del año 58 7 y
antes del año 538 a.C.

CoNCEPTO DE Dios EN IsRAEL

La peculiaridad más notable de la religión de Israel fue la creencia en un único


Dios, fuera del cual no hay otros dioses. Con el tiempo se produjo una evolución ha-
cia este concepto. Los hebreos reconocían en la historia el escenario en la interven-
ción divina. Jahveh se reveló como Dios salvador a favor de un grupo explotado que
residía en Egipto, al que convirtió en pueblo elegido por él en los acontecimientos
históricos.
Estas relaciones se mezclaron con privilegios y obligaciones. Toda la historia de
Israel fue un encuentro con el Dios vivo, que actúa en la historia. Este Dios suscitó
intérpretes del acontecer histórico, que hicieron una filosofía de la historia. Las pri-
mitivas confesiones de fe en Israel insisten en su acción salvífica. Jahveh era un Dios
que trascendía las fuerzas de la naturaleza. La fe en la creación de Jahveh no es el ar-
tículo más primitivo ni esencial. El Dios de Israel no se vincula con los ritmos y ci-
clos de la naturaleza. Rechazó los mitos sagrados, que celebraban el ciclo de la vida y
de la muerte, y eliminó la mitología. Los cielos eran para los mesopotámicos la mis-
ma majestad divina, pero para el salmista sólo un testimonio de la grandeza de Dios.
En Egipto y Mesopotamia los dioses eran inmanentes a la naturaleza. En Mesopota-
mia se concebía al sol como el dios Shamash; el salmista como el servidor fiel, pues
Jahveh no estaba en la naturaleza. El Antiguo Testamento no diviniza la naturaleza.
El Génesis presenta la creación como buena. Jahveh y el hombre, imagen y semejan-
za de dios, están en mutua conexión. El hombre domina la naturaleza. La creación es
un acto de la voluntad divina.

108
En la narración bíblica de la creación no aparece ningún relato mítico del tipo de
los orientales, que describe la lucha con otros dioses o seres mitológicos. El caos se
opone a la creación ordenada. El Océano aparece en las cosmogonías orientales
como origen de la vida. La creación del hombre, como en las narraciones acadias y
babilónicas, fue una nueva decisión del creador. La idea de que el hombre es imagen
de Dios y que éste le forma con polvo de la tierra se encuentra en Mesopotamia y
Egipto. En los mitos de la creación de Sumer y de Babilonia el hombre es creado
para trabajar los campos divinos. El jahvista desmitifica el trabajo, que es presentado
como un valor en sí.

LITERATURA APÓCRIFA Y APOCALÍPTICA

La literatura apócrifa se caracteriza por ser total o parcialmente judía o haber


sido redactada entre los años 200 a.C. y 200 d. C.; considerarse a sí misma obra inspi-
rada; referirse al Antiguo Testamento y atribuirse a un autor citado en este último.
Esta literatura usa un lenguaje mítico.
Los apócrifos son numerosos: 2 Baruc, 1 y 2 Henoc, 4 Esdras, Testamento de los
XII Patriarcas, 3 y 4 Macabeos, Testamento de Moisés, etc. Gran parte de la literatu-
ra apócrifa es de carácter apocalíptico, de revelación, sobre verdades inaccesibles al
hombre y referentes principalmente a la escatología individual y colectiva. Esta lite-
ratura apareció en una época turbulenta para el judaísmo, cuando el proceso de hele-
nización de Israel corría el riesgo de ser profundo, principalmente bajo Antíoco IV,
cuando surgió la resistencia armada capitaneada por el sacerdote Matatías y sus hijos,
y otra de carácter espiritual de los piadosos.

Las facciones. Los saduceos

Según el historiador judío Flavio Josefo, en esta época aparecieron las tres faccio-
nes de los saduceos, los esenios y los fariseos. Los primeros eran la nobleza laica y sa-
cerdotal helenizada y apoyaban al régimen vigente. No creían en la resurección de
los cuerpos ni en los ángeles ni en la providencia divina.

Los esenios

En el siglo II a.C. se dio una fuerte separación entre los judíos helenizados y los
piadosos, que son los autores de gran parte de la literatura apócrifa.
El origen de la comunidad esenia fue el nombramiento de Jonatán, hermano y
sucesor de Judas Macabeo, como sumo sacerdote, después de los tres sacerdotes hele-
nizados Jasón, Menelao y Alcino, impuestos por Antioco IV y por Demetrio IV. El
periodo de formación de los esenios se extendió durante los pontificados de Jonatán
y de Simón, con los que el Maestro de Justicia entró en conflicto. Esta etapa se carac-
teriza no sólo por la evolución dentro del grupo esenio, sino por los conflictos con el
poder religioso y político de Jerusalén. Estos conflictos estallaron durante el pontifi-
cado de Juan Hircano, que persiguió al Maestro de Justicia en su retiro y durante

109
cuyo mandato pereció éste. El sacerdote impío no sería una persona determinada,
sino que se referiría a los sacerdotes asmoneos desde Judas Macabeo hasta Alejandro
J aneo, según un orden preciso.
Hacia el año 130 a.C. una secta de los esenios se instala en Qumrán, junto al mar
Muerto, comunidad que sería destruida en el año 68 d.C. Recientemente se ha pro-
puesto la teoría de que los moradores de Qumrán son un grupo esenio escindido del
núcleo original. Tanto el Maestro de Justicia como su oponente, el Mentiroso, ha-
bían pertenecido al grupo fundamental. Disputaron entre sí y una pequeña parte si-
11
guió al Maestro de Justicia. Los orígenes del movimiento esenio y los orígenes de
Qumrán son diferentes. El esenismo es un movimiento palestino que hunde sus raí-
ces en la tradición apocalíptica de Palestina de finales del siglo III y II a.C. y que con-
tinuó bajo la dominación romana.
La comunidad de Qumrán se consideraba el auténtico Israel, la comunidad de la
alianza santa, pobre y eterna. Con el tiempo se desgajaron otras comunidades. La de
Damasco prohibía la poligamia del rey. Los terapeutas de Egipto formaban cenobios
vecinos de hombres y mujeres, pero al igual que los de Palestina, practicaban el celi-
bato. Qumrán era una comunidad cismática, separada del sacerdocio oficial de Jeru-
salén, del templo y de los fariseos. Estaba formada en gran parte por sacerdotes, a los
que se unió gran número de fariseos perseguidos por Juan Hircano (134-104 a.C.).
Alejandro Janeo (103-76 a.C.) continuó la persecución despiadada contra los fari-
seos, que fueron después favorecidos por su sucesora y viuda Alejandra (76-62 a.C.).
Seguían el calendario solar, pues no admitían el lunar impuesto en tiempos de Jona-
tán. Este punto parece ser fundamental en la disputa entre el Maestro de Justicia y el
Mentiroso, además de la organización del ciclo festivo y de la forma peculiar de in-
terpretar las prescripciones bíblicas, relacionadas con el templo, el culto y la pureza
de las personas y de las cosas.
Los miembros de la secta se dedicaban al estudio y práctica de la Torá de Moisés,
a la revelación de los profetas y a la revelación comunicada al Maestro de Justicia so-
bre la interpretación del texto bíblico. Esta conciencia de haber tenido una revela-
ción llevó al Maestro de Justicia a anunciar la inminencia del final de los tiempos, la
conciencia de la elección y predestinación divinas, la inutilidad del templo y del cul-
to en él tributado, a proponer una serie de normas para la vida diaria, que quiso im-
poner no sólo a sus seguidores sino a todos los esenios, imposición que fue rechazada
por éstos y llevó a la ruptura. Los miembros de la secta creían en la libertad y admi-
tían la predestinación para el bien y al mal. Al igual que los apocalípticos, creían que
Dios había escrito de antemano la historia del mundo y de la humanidad. Su soterio-
logía era la salvación por la gracia y no por las obras. El cumplimiento de los manda-
mientos era la condición para la alianza de Dios.
Los sacerdotes desempeñaban un papel fundamental en Qumrán. En el consejo
supremo de la comunidad había doce laicos y tres sacerdotes; en el consejo de los jue-
ces, seis laicos y cuatro sacerdotes o levitas, y en la división menor de la comunidad
un sacerdote y diez laicos.
Qumrán elaboró una teoría del templo y de los sacrificios: el templo era la comu-
nidad misma y los sacrificios eran espirituales. La secta tenía una función expiatoria
que borraba los pecados. A los impíos sólo esperaba la aniquilación. La comunidad
era de hermanos y el principal mandamiento el amor. Las comidas de los esenios
eran sagradas, pero no sacrificiales. Podían comer carne, pero no los terapeutas, ni

110
beber vino. Se comía en silencio y vestidos con trajes sagrados y después de bañarse.
Las comidas eran ritos de alianza entre sus participantes y posiblemente también de
alianza con Dios y con los antepasados.

Los fariseos

La secta de los fariseos creía en los ángeles, en la resurrección, en el libre albedrío


y en la providencia divina, al igual que los esenios, los sectarios de Qumrán y los
cristianos, y a diferencia de los saduceos.
Se oponían generalmente a las especulaciones apocalípticas y a los cálculos sobre
el final de los tiempos. Acomodaban tanto la ley escrita como la oral a las necesi-
dades de los tiempos. En casos de necesidad, quebrantaban la obligación del
cumplimiento del sábado. Los fariseos pusieron el núcleo de la vida religiosa en el
cumplimiento de la ley establecida tras la reforma de Esdras. Su doctrina de salva-
ción para los israelitas era muy generosa. Los escribas laicos cultos presidían a los fa-
nseos.

TEOLOGÍA APOCALÍPTICA

Trascendencia divina

Los apócrifos acentúan la tendencia del judaísmo posexílico a trascendentalizar a


Dios, como atributo de su santidad. El nombre de Jahveh dejó de pronunciarse y se
sustituye por Adonay. Sin embargo, Dios está comprometido en la salvación de Is-
rael y a través de este último en la de todas las naciones. Dios se comunica pero no
mediante los profetas, sino por las visiones y sueños.

La salvación de los gentiles

Algunos apócrifos, como el Testamento de los XII Patriarcas, obra fechada entre
los años 109-106 a.C., y otros de época helenística, extendieron la salvación a to-
dos los gentiles. En los Oráculos Sibilinos, libro III, datado hacia el año 140 a.C.,
se lee:

Ni tampoco habrá de nuevo guerra sobre la tierra, ni sequía, ni volverá el ham-


bre. Por el contrario, habrá una gran paz por toda la tierra y el rey será amigo del rey
hasta el fin de los tiempos, y el Inmortal en el cielo estrellado hará que se cumpla
una ley común para todos los hombres por toda la tierra.

La acción de Dios trasciende a Israel y llega a algunos individuos. El Apocalipsis


siriaco de Baruc, fechado hacia el año 70 a.C., afirma que el número de los israelitas
que se salvan es muy pequeño.

111
Antropocentrismo y teocentrismo

La acción de Dios es antropocéntrica, como en el Antiguo Testamento, y se con-


vierte en los apócrifos en un teocentrismo. Dios cuida del hombre para que éste se
centre en Dios y participe de su reino.
El Dios de los apócrifos es clemente y misericordioso. Es sentido como padre y
protector de todos.
Los apócrifos de origen palestino suelen entender la justicia como justicia salvífi-
ca, y los de origen helenístico más bien como distributiva. La justicia del hombre
consiste en cumplir la Torá. El mandamiento por antonomasia era la caridad con el
prójimo.

ANGEOLOGÍA

Origen de la creencia

La creencia en los espíritus buenos y malos llegó al mundo judío desde Persia a
través de Babilonia, aunque los israelitas desde antiguo creyeron en la existencia de
seres muy superiores al hombre, como la serpiente del paraíso. En este grupo se en-
cuentran también los querubines, seres híbridos de origen mesopotámico mitad
hombres y mitad animales, que guardaban las puertas del paraíso. Los serafínes eran
en origen los dioses protectores, que flanqueaban a los reyes de Oriente.
Antes del destierro a Babilonia no se perfila la condición moral de los ángeles.
Después del destierro, ya aparecen los ángeles buenos y malos o demonios. Los ánge-
les llenan el vacío que hay entre la lejanía de Dios y el hombre, aunque Dios se puede
comunicar directamente con el género humano.
A estos seres se les denomina generalmente ángeles, hijos de Dios o hijos del cie-
lo, los santos, los que no duermen, los vigilantes. Este nombre se aplica también a los
ángeles caídos que fornicaron con las hijas de los hombres (Gén 6, 1-4).

Creación

El apócrifo denominado Jubileos, fechado hacia el año 105 a.C., afirma que los
ángeles aparecieron el primer día de la semana de la creación. Los ángeles estaban
hechos de fuego. En ocasiones se les representaba vestidos de blanco o de luz, mien-
tras que otras veces se aparecían en forma humana. Los judíos creían que los ángeles
tenían un cuerpo etéreo y por eso podían pecar con las mujeres.

Número de ángeles

Los ángeles eran miríadas, según la literatura apócrifa. En 2 Henoc, se lee que en
el primer cielo se encuentran doscientos ángeles que mandan sobre las estrellas.

112
También se dice que existían quince miríadas de ángeles que guían al carro del sol de
día, y tan sólo mil de noche. Ángeles de seis alas preceden al carro del sol y cien espí-
ritus celestes le dan fuego. Satanael, ángel rebelde, dirige doscientas miríadas de án-
geles en al quinto cielo. En el sexto se encuentran siete formaciones de arcángeles
que controlan la naturaleza, a las plantas y al hombre. Cada uno de estos tiene un án-
gel custodio. Entre los arcángeles se encuentran siete fénix, siete querubines y siete
hexápteros. El séptimo cielo lo habitan las virtudes, las dominaciones, potestades,
querubines, serafines, tronos y escuadrones de ángeles de múltiples ojos.
1 Henoc, fechado hacia el año 170 a.C., menciona siete clases de ángeles: queru-
bines, serafines, los ángeles de múltiples ojos, potestades, tronos y dominaciones.
Querubines y serafines guardan el paraíso, y junto a los ángeles de múltiples ojos vi-
gilan el trono de Dios.
Según los Jubileos, los ángeles forman jerarquías y se dividen en superiores e in-
feriores. Los primeros sirven en la corte celestial y guardan el sábado. Los segundos
gobiernan los fenómenos de la naturaleza. La jerarquía suprema son los ángeles de la
presencia divina, que cuidan de los hombres. Los ángeles de la presencia divina son
los arcángeles en número de siete, número posiblemente en relación con las siete di-
vinidades de los babilónicos. Sus nombres son: Uriel, Rafael, Ragüel, Miguel, Sara-
qael, Gabriel y Remeiel. Según 1 Henoc, Uriel rige el mundo y el tártaro; Rafael los
espíritus del hombre; Ragüel, las estrellas y la administración de la justicia; Miguel, el
pueblo de Dios; Saraqael, los pecadores; Gabriel, el paraíso, los querubines y los sera-
fines; y Remeiel, los resucitados. Esta alta jerarquía angélica intercede por los hom-
bres, revela los secretos de Dios y guía a los hombres.
Todas las naciones tienen su ángel custodio, que puede apartar a los pueblos de
Dios. La literatura apocalíptica- defendió que los ángeles regían el cosmos, las lluvias
y los fenómenos atmosféricos. Los ángeles estaban al frente de las estrellas, que pro-
bablemente se consideraban seres vivos, e igualmente intervenían en la vida de los
hombres. Los guiaban, protegían e interpretaban las visiones apocalípticas.

Demonios

Eran ángeles rebeldes. También estaban jerarquizados. Al frente de ellos se en-


contraba Satán, el acusador o Mastema. Se encargaban de perder y causar toda clase
de males a los hombres, Satán extravió a los ángeles malos, a los que convirtió en
súbditos suyos. A veces, el jefe de los ángeles malos se llama Beliar.
La caída de los ángeles se interpreta como la explicación del origen del mal. Los
ángeles responsables de este acontecimiento fueron Semyaza y Azabel. La caída se
pone en relación con la unión de los hijos de Dios con los hijos de los hombres, o con
la creación y pecado del primer hombre.

Origen del mal

El pecado del primer hombre, incitado por el demonio, fue el origen del mal. El
mal es superior al hombre y no se puede explicar por el libre albedrío humano. Tam-
poco su origen está en Dios, sino que se debe a poderes sobrehumanos diferentes de
los divinos.

113
El pecado proviene de la unión de los ángeles con las hijas de los hombres. Algu-
nos apócrifos insisten también en que el hombre es responsanble de sus pecados.
Igualmente se creía que el mal se debe a la inclinación maligna introducida en el
hombre, pues Dios creó al hombre con estas dos tendencias, la positiva y la negativa.
Esta inclinación al mal no existirá en la vida futura.

PESIMISMO Y DUALISMO

Los apócrifos se caracterizan por su concepción dualista: Dios y Beliar, ángeles


buenos y malos, hombres buenos y malos, el mundo presente y el del futuro, los que
se salvan y los que se condenan. Se ha supuesto que este dualismo es de origen persa.
Sin embargo, el dualismo cósmico persa, con un Dios bueno y otro malo de la misma
categoría, nunca fue aceptado por los apócrifos ni por el Antiguo Testamento. Los
apócrifos admiten la existencia de poderes contrarios a Dios, pero subordinados a él.
A influjo iranio se debe la superación de la concepción tradicional de los profetas
de que el futuro será intramundano. Los apócrifos admitían, al igual que los persas,
el mundo presente y el de más allá. El pesimismo de los apócrifos sobre el mundo
presente contribuyó a aceptar esta creencia. La literatura apócrifa es pesimista en la
interpretación de la historia presente y futura. Sin embargo, junto a este pesimismo,
los apócrifos esperaban de Dios la salvación.
En 4 Esdras, redactado hacia el año 150, el libro más pesimista sobre la salva-
ción, se leen frases como las siguientes: «no hay hombre entre los nacidos que no
obre el mal», «muchos han sido creados pero sólo pocos se salvarán». El Apocalipsis
siriaco de Baruc es menos pesimista, pues sostiene que los justos no son pocos y des-
cribe la historia humana como la alternancia de buenos y malos; según este texto, el
mal no es totalmente malo ni el bien totalmente bueno. Los Jubileos presenta un
dualismo parecido.
En la literatura de Qumrán, el dualismo ético se establece en la oposición entre
Dios-Mastema, ángeles buenos-ángeles malos, justos-malvados. En Jubileos los bue-
nos son los israelitas y los malos los gentiles. Los apocalípticos y el Libro de la Sabi-
duría sitúan la retribución de los buenos al final de los tiempos, siempre en un futuro
intramundano.
Al igual que los libros sapienciales del Antiguo Testamento, los apócrifos divi-
den el mundo en dos planos, cielo y tierra, y por ello a Dios se le denomina el Altísi-
mo. El libro de Daniel cita los libros celestes y 1 Henoc las tablas celestes, donde
todo estaba ya escrito. El dualismo espacial no admite contrarios. Doctrina típica del
Oriente era la correspondencia entre cielo y tierra. Las cosas humanas y sagradas
fueron modeladas según el prototipo celeste.
Varios apócrifos admiten la distinción entre alma y cuerpo.

REINO DE DIOS

El contenido del reino de Dios es un tema tratado frecuentemente en los apócri-


fos. Los agentes son Dios y el Mesías; el sujeto, los ángeles y los hombres, los israeli-
tas y los gentiles. Los bienes de la salvación son materiales y espirituales. El objeto es

114
la victoria de Dios y el objeto inmediato, el triunfo de Israel y su salvación. Suele ex-
tenderse a Israel, que se salvará colectivamente. Sin embargo, algunos apócrifos,
como 1 Henoc, el libro III de los Oráculos Sibilinos y algunos párrafos del Testa-
mento de los XII Patriarcas, admiten la posibilidad de salvación de los gentiles. Los
profetas tuvieron esta misma contradicción. El segundo Isaías admite la salvación,
pero Jeremías, Zacarías y Ezequiel fueron partidarios de su aniquilación.
El concepto «reino de Dios)) no tuvo un significado uniforme en el Antiguo Tes-
tamento. Se daba en el pasado, en el presente y en el futuro de Israel, al que afectaba,
pero también a todas las naciones. Se ejercía a través de un rey descendiente de Da-
vid, que la literatura extrabíblica llama Mesías, pero igualmente se puede dar el reino
de Dios sin Mesías o a través del siervo de Jahveh. Es el reino escatológico del final
de los tiempos en un futuro cercano. Es futuro, pero ya está presente. Ha venido,
pero no plenamente. Es de duración ilimitada. El reino de Dios es intramundano
siempre que va ligado a los días del Mesías, ya que los profetas y los salmos sólo creen
en este mundo.
Algunos apócrifos admiten la existencia de dos reinos de Dios, un temporal in-
tramundano y otro trascendente. Esta teoría pasó a la teología cristiana y rabínica.
El reino de Dios ultramundano no será perfecto. Los apocalípticos suelen admitir
sólo un reino de Dios en el más allá, pues este mundo está dominado por los malos
demonios.
En el Libro de Daniel, redactado poco antes del año 165 a.C., el reino de Dios
será en este mundo de Israel, y será eterno. Por tanto, los israelitas asesinados duran-
te la persecución de Antíoco IV y otros muchos muertos resucitarán corporalmente
para incorporarse a este reino. Estos textos influyeron profundamente en los apócri-
fos. Los Jubileos también colocan el reino de Dios en este mundo, y más concreta-
mente en Palestina; Jerusalén y el templo son el ombligo del mundo. El Libro de
Noé acepta un reino de Dios intramundano, y admite igualmente la resurrección de
justos y pecadores.

EL HIJO DEL HoMBRE

Este sintagma aparece en la literatura apocalíptica y después desempeñó un papel


importante en el pensamiento de Jesús y en el cristianismo primitivo. Se encuentra
ya en Daniel 7, con sentido de una colectividad que no excluye el sentido individual,
que sería un personaje trascendente, el hombre celeste de los gnósticos o un título del
Mesías. Seguramente existió ya antes de la composición del Libro de Daniel. En las
Parábolas de Henoc, fechadas en torno al año 100 a.C., el Hijo del Hombre es un ser
anterior a la creación, un ser divino preexistente, trascendente, juez de vivos y muer-
tos. Se manifiesta al final de los tiempos. Recibe títulos propios del Mesías, como «el
elegidm), «el ungido del Señon), «luz de los gentiles)), etc. La iglesia primitiva y el pro-
pio Jesús identificaron al Hijo del Hombre con Jesús, quien habla de sí mismo como
el Hijo del Hombre.

115
VIAJES POR EL CIELO

En el libro 1 Henoc (17-36), que es el apócrifo más importante, se describen dos


viajes de Henoc por la tierra, por el cielo y por el sol. En 2 Henoc se descubren los
siete cielos. EL primero es un inmenso mar, con los depósitos de hielo, nieve y escar-
cha; doscientos ángeles controlan las estrellas. En el segundo cielo se encuentran los
ángeles rebeldes y en el tercero el jardín del paraíso con el árbol de la vida. En el
cuarto cielo moran el sol y la luna, que salen por doce puertas; quince miríadas de
ángeles tiran del carro solar durante el día y cuatrocientos ángeles quitan la corona al
sol durante la noche. Preceden a la carroza ángeles de seis alas y un centener de espí-
ritus celestes le dan fuego.
El quinto cielo es la morada de los ángeles que se rebelaron contra Dios, que fue-
ron doscientas miríadas capitaneadas por Satanael. En el sexto cielo habitan siete
formaciones de ángeles que ordenan la marcha de la naturaleza. En el último cielo se
encuentran los serafines, los ángeles de la presencia divina y el trono de Dios.

SEOL

En 1 Henoc (22) se describe el Seol. En una cueva de la montaña se encuentran


los espíritus de los justos, refrescados por el agua de una fuente. En una segunda cue-
va se hallan los pecadores que no expiaron los pecados durante la vida. En la tercera
moran los pecadores castigados y en la cuarta los mártires. Al final se producía una
resurección de los espíritus.

LA INMORTALIDAD DEL ALMA

El Libro de los Vigilantes cree en la inmortalidad del alma, pero no en la de los


cuerpos. Esta creencia debe ser antigua, anterior al año 400 a.C. Es poco probable
que se deba a influjo persa. El Eclesiastés, fechado a mediados del siglo III a.C., se ríe
de esta creencia (3, 18-21).

PERVIVENCIA DEL PENSAMIENTO APOCALÍPTICO

Las creencias apocalípticas son de gran importancia para interpretar correcta-


mente las enseñanzas de Jesús y las del cristianismo primitivo. Jesús era un apocalíp-
tico y sus creencias religiosas se movían en este ambiente. Sus primeros seguidores
fueron judíos de Palestina que se habían criado en círculos de la apocalíptica. De este
modo muchas creencias de esta doctrina judía pasaron a Jesús y a la iglesia primitiva,
llegando hasta nuestros días. También el judaísmo posterior a la destrución de Jeru-
salén y el Islam son deudores de la apocalíptica.

116
QUMRÁN Y EL CRISTIANISMO PRIMITIVO

No se puede negar algunos puntos de contacto entre los esenios de Qumrán y Je-
sús y el cristianismo primitivo, pero las diferencias son profundas. En un principio
la secta de Qumrán era una élite sacerdotal con aportaciones importantes de fariseos.
Ni Jesús ni sus seguidores eran sacerdotes, ni a Jesús ni a sus discípulos directos re-
monta ningún sacerdocio. El Maestro de Justicia rompió con el templo y el culto de
Jerusalén. Ni Jesús ni sus discípulos inmediatos hicieron nunca esto, pues Jesús pre-
dicaba en el templo y los judeocristianos cumplían con el templo y sus preceptos.
El movimiento de Qumrán es de élites. La predicación de Jesús y sus seguidores
es de masas. En Qumrán las abluciones y baños constituían un rito importante, que,
sin embargo, no tuvo eco en el cristianismo. Jesús no impuso el celibato ni siquiera a
sus inmediatos seguidores, pues los doce discípulos estaban casados. Los consejos de
laicos y sacerdotes de Qumrán son desconocidos en el círculo de Jesús. En Qumrán
había obispos pero el episcopado cristiano es diferente: las cartas pastorales de Pablo
y la carta de Clemente Romano desconocen el episcopado monárquico.

117
CAPíTULO VI

La religión cananea

Hacia el año 2200 a.C., el pueblo semita de los amorreos, guerreros seminóma-
das, pastores y en ocasiones también agricultores, arruinó la civilización del Bronce
Antiguo, que había comenzado poco antes del año 3000 a.C. por obra de los cana-
neos, llamados con este nombre en el Antiguo Testamento y ocupantes de la región
sirio-palestina. Los cananeos eran también semitas que se sedentarizaron, se dedica-
ron a la agricultura y a la vida urbana y comenzaron una nueva etapa cultural.
En la costa sirio-palestina florecieron los cultos de la fertilidad agrarios, que cho-
caban con las creencias religiosas de los pastores nómadas que veneraban a dioses de
carácter astral y celeste. Este choque de creencias originó una tensión religiosa y una
simbiosis.
Las fuentes de la religión cananea son varias: el Antiguo Testamento, Filón de
Biblos, contemporáneo del principado de Augusto, Luciano de Samosata, escritor
del siglo II d.C., Nonno de Panópolos, autor del siglo v d.C., las inscripciones feni-
cias y principalmente la abundante documentación escrita propiciada por las exca-
vaciones de Ugarit, en el norte de Siria, que ha proporcionado una gran cantidad de
tablillas sobre temas religiosos.

EL PANTEÓN CANANEO

El dios más importante era El, que en semítico significa «dios». Se le denomina-
ba Padre de los dioses y de los hombres, creador de la tierra, Todopoderoso, Padre de
los años y Rey. Se le calificaba de sapientísimo, santo y misericordioso. Tenía dos es-
posas Anat y Asherat, que dieron a luz respectivamente el lucero de la mañana y el
lucero de la tarde. Este mito era el modelo de un rito que se celebraba al comienzo de
un ciclo de siete años. Todos los dioses nacieron de El y de Asherat que también ha-

118
Ugarit. Ofrenda del rey de Ugarit al dios El. Alepo. Museo.

119
bía sido engendrada por El, por esta razón Asherat recibe el nombre de madre de los
dioses. El fue muy prolífico pues engendró setenta hijos.
El en origen era el dios supremo, pero esta situación privilegiada la perdió, ya
que Baal le arrebató el puesto que tenía. Este fenómeno de sustitución de un dios
creador y dueño del Universo por un joven dios, en este caso Baal, es bien conocido
en las religiones antiguas. Baal hasta robó sus dos esposas a El, que se volvió indeci-
so, ocioso y débil. El culto de Baal, el señor, era antiguo, pues era ya venerado en el
111 milenio a.C. entre las poblaciones del alto y medio Éufrates, donde también se
rendía culto a la diosa Anat. Se denominó a Baal, príncipe, señor de la tierra, jinete
de las nubes, el soberano, el poderoso; tiene a la vez su nombre propio Hadad. Baal
era de carácter guerrero, pero al mismo tiempo fue principio de fecundidad, lo mis-
mo que su esposa y hermana Anat.
Otros dioses mencionados en los mitos son Yam, príncipe del mar, y Mot, la
muerte. Contra los dos luchó Baal, puesto que querían arrebatarle la soberanía que
éste había alcanzado.

Imágenes de dioses

El dios Reshef aparece ya representado en el mango de un puñal procedente del


templo de los Obeliscos, en Biblos, fechado en los siglos XIX-XVIII a.C., así como en
varios bronces. Hacia la misma fecha, un dios Baal armado con maza y lanza y con
un casco de cuernos se representa en una estela de Ugarit. El rey de esta última ciu-
dad ofrece libaciones a El, que aparece sentado y con un casco de cuernos de toro, en
otra estela del mismo lugar fechada en el siglo XIV. También en Ugarit se ha encon-
trado una figura de diosa representada de pie, desnuda y de frente, sosteniendo en
alto unos cabritos; brazaletes, pulseras y collares adornan a la diosa, así como una co-
rona que termina en un botón y unos penachos. También en un marfil de Ugarit (si-
glos XIV-XII a.C.), la diosa con cuernos de toro en la cabeza da el pecho a dos jóvenes,
indicando con ello que se trata de una diosa de la fertilidad y de la lactancia humana.
Este mismo carácter demuestra una imagen de diosa desnuda de pie, tocándose los
senos y con el triangulo sexual bien marcado, hallada en Megiddo y fechada entre los
años 2000 y 1200 a.C. La misma Astarté, desnuda y de pie entre esfinges, decora un
diente de elefante encontrado en Ugarit (siglo XIII a.C.). Un bronce sirio, datado a
mediados del 11 milenio, representa la imagen de una diosa con un casco picudo de
cuernos y portando diferentes armas, por lo que probablemente se trate de la diosa
Anat. Otras veces, como en una representación de los siglos xv-xiv a.C. encontrada
en Ugarit, la diosa aparece vestida y sentada.

Mitos

Un importante mito ugarítico cuenta el ataque de Baal y el destronamiento de


El. Baal ataca desprevenidamente a El, que se encontraba en su palacio del monte
Sapan, y logra herirle. El mito parece aludir a la castración de El, que se encuentra
en otras mitologias como la griega (Urano) y la hurrito-hitita (Anu). Esta castración
explicaría sactisfactoriamente el hecho de que el dios El perdiera la soberanía, pues

120
La Bekaa. El dios Reshef. 11 milenio a.C. Beirut.
Museo Nacional.

en el Oriente antiguo los monarcas no podían estar castrados. Despúes de verse pri-
vado de la soberanía, El se refugió en las profundidades de los abismos. El padre de
los hombres y de los dioses pidió socorro a los dioses, Yam acude en su auxilio y le
ofrece bebida fuerte. El le nombra sucesor suyo, le promete un palacio (templo) y
le anima a destronar a Baal. Se entabla un combate entre este último y Y am, quien al
parecer obtiene la victoria y con ella la soberanía. El y la mayor parte de los dioses se
encuentran reunidos en una montaña. Y am exige la rendición de Baal, quien le ha-
bía insultado y había asustado a los dioses. El recibió a los mensajeros de Y am y de-
claró que Baal debe pagar un tributo a Y am, pues es su esclavo, y podían dominarlo
con facilidad. Baal se prepara para enfrentarse a Y am, con el auxilio de Anat. En
otra versión, Yam desterró a Baal, pero fue vencido por Anat. Kosharwa-Hasis, el
herrero divino, prepara a Baal dos garrotes mágicos, que se disparan como flechas.
Con uno Baal toca el hombro de Y am y con el otro le golpea la frente, cae a tierra y
es muerto por Baal. Ashtart le suplica que le descuartice y disperse sus miem-
bros.
Y am es el hijo amado de El y como tal recibe sacrificios. Es al mismo tiempo
dios y un monstruo acuático, un dragón con siete cabezas. Es el principio y la mani-
festación de las aguas subterráneas. El triunfo de Baal simboliza la victoria de la llu-
via sobre el mar. La lluvia fecundadora sustituye al mar estéril. Con este triunfo so-

121
bre el monstruo acuático, Baal justifica su soberanía. El mito alude a la venganza de
un dios joven contra el usurpador, que ha castrado a su padre. Estos combates se pue-
den repetir muchas veces, por eso Y am reaparece en otros textos.
La diosa Anat celebró la victoria de Baal sobre le dragón Y am con un banquete.
Anat, como buena diosa de la fecundidad, cerró las puertas del palacio, mató a los
viejos, a los guardianes y a los soldados. Rodea su cuerpo con las cabezas cortadas de
sus víctimas. Este mito es propio de una sociedad agraria. En otro episodio Anat se
atreve a amenazar a su propio padre El. Cuando Anat encontró el cuerpo de Baal,
devoró su cuerpo y bebió su sangre. Por este proceder sanguinario, propio de los dio-
ses de la guerra y del amor, Anat es de carácter bisexual, pues tiene también atributos
masculinos. Baal, que no amaba la guerra, envió sus mensajeros a la diosa, ofrecién-
dole regalos. Le pide que deje de combatirle y que haga ofrendas por la fertilidad de
los campos. Le comunica que va a crear el rayo y el trueno, para que hombres y dio-
ses conozcan la llegada de la lluvia. Anat se deja convencer. Hasta este momento,
Baal no disponía de un palacio, o sea de un templo, que proclamase su soberanía,
para lo que necesitaba el permiso de El. Baal envía a Asherat para convencer a El
con el argumento de que en el futuro enviará abundantes lluvias. El se dejó conven-
cer y ordenó a Kosharwa-Hasis que le construyese un palacio, que Baal quería sin
ventanas para que no se colara Y am por ellas. Al fin, Baal cede. La construcción del
templo indica que Baal ha alcanzado la soberanía.
El mito tiene igualmente un sentido cósmico propio de toda la religión cananea,
pues el templo-palacio es una imago mundi y corresponde a una cosmogonía, ya que
Baal triunfó sobre el caos acuático, que simboliza Y am y conformó al mundo.
Después de terminado el templo-palacio, Baal se enfrenta con Mot, la muerte,
hija de El, que es el único caso en todo el Próximo Oriente de una personificación de
la muerte, lo que supone que está divinizada. Baal comunica a Mot que es el único
dios de los dioses y de los hombres y el único que puede beneficiarles. Mot reinaba
sobre el mundo subterráneo, Baal envió mensajeros, que se marchan a las dos monta-
ñas, que son los límites del mundo. Los mensajeros encontraron a Moten una región
sucia, sentada en su trono y rodeada de fango. Los mensajeros no podían aproximar-
se demasiado, pues Mot podía engullirles. Mot despidió a los mensajeros y pidió a
Baal que la visitara. Mot declaró que si Baal descendía a los infiernos sería aniquila-
do. Le mandó que fuese en compañía de las lluvias, de los vientos y de las nubes. An-
tes de descender a los infiernos, Baal engendró un hijo que encomendó a El. Se des-
conoce el final del mito. Es probable, como en el caso de Tammuz y de otros dioses
de la vegetación, que bajase a los infiernos para morir allí. El mito describe el deseo
de Baal, hijo de Dagan (el grano), dios de la fecundidad agraria y de la tempestad, por
dominar no sólo el universo sino también los infiernos.
El texto tiene una laguna. Continúa la narración con la noticia que dos mensaje-
ros comunican a El que Baal ha muerto, lo que entristece profundamente al padre de
los dioses y de los hombres, que da prueba de un profundísimo dolor echándose al
suelo, rompiendo su vestido, arañándose el rostro y golpeándose el pecho. La muerte
de Baal ocasionó una catástrofe, por lo que El pide a Asherat que nombre a un hijo
en el puesto de Baal. Es nombrado Athar, que no se considera capacitado para de-
sempeñar dignamente la soberanía.
La diosa Anat busca el cuerpo de Baal, se lo echa a las espaldas y lo lleva hacia el
norte. Anat sacrifica seis clases diferentes de víctimas, en número de setenta por cada

122
una, en honor de Baal difunto. Es un sacrificio fúnebre que se supone útil al muerto.
No se describe el ritual del sacrificio. En otros sacrificios, y en este caso se seguiría
probablemente el mismo ritual, se describe la purificación y la unción, el ingreso en
la tienda, la asunción de la víctima y la impetración y sacrificio para hacer descender
a los dioses. Todo ello es un fiel reflejo del ritual sacrificial de Ugarit, que se aproxi-
ma a la escena de banquete celestial. Una vez que Anat encuentra a Mot, hace con él
una especie de muerte ritual, pues se comporta como si fuera una gavilla de mies.
Corta el cuerpo con un cuchillo, lo aventa, lo tuesta en el fuego, lo tritura en el moli-
no, lo siembra en los campos y lo devoran las aves. Esta muerte es típica de los dioses
de la vegetación. Mot retorna a la vida después de siete años y se lamenta del trato
que le dio Anat y de que Baal le quitase la soberanía. Baal y Mot combaten nueva-
mente. Se golpean las cabezas y se muerden hasta que la diosa del sol, Shapash, ad-
vierte a Mot de parte de El que es imposible arrebatar la soberanía. Anat también fue
informada de que la soberanía de Baal es para siempre.
Esta victoria sobre Mot se refiere probablemente al ciclo de siete años de sequía.
Los mitos de Baal revelan un modo específico de la naturaleza divina según la con-
cepción cananea. A la derrota y muerte de los dioses sigue su reaparición más o me-
nos periódica, típica de los dioses de la vegetación. Los mitos de Baal expresan las
normas del cosmos y de la sociedad, y también que la muerte es normal en la existen-
cia de todos los seres vivos.
En los mitos de Ugarit se leen datos muy interesantes sobre los sacrificios, que
responden sin duda al ritual sacrificial de la ciudad. Se degollaban bueyes y también
ovejas, toros y carneros cebones, novillos de un año y corderos lechales. En la
mencionada escena sacrificial de Anat, se puntualiza que cogió un cordero, una me-
dida de pan, las entrañas de un ave y escanció vino y miel. Igualmente se describen
escenas mágicas en los mitos, como en dos ritos de incubatio, que termina con una teo-
fanía que podía darse fuera del sueño. También se narra alguna acción simbólica má-
gica de conjuro, el ordenamiento de una procesión o de una hierogamia. Los partici-
pantes se visten los trajes rituales, recitan la salmodia y la letanía sagrada y se dispo-
nen los asientos de los dioses. Finalmente se indica el color de los trajes procesiona-
les y quizá la entonación del inicio del himno recitado durante o al final de la proce-
sión.

Culto y sacerdocio

El tipo de sacrificios es muy parecido a los descritos en el Antiguo Testamento.


Los había de varias clases: holocausto, sacrificio expiatorio y de comunión. El Anti-
guo Testamento describe minuciosamente el ritual de un sacrificio de los profetas de
Baal, que se recoge al referirse a la religión hebrea. Las danzas, los gritos y las lacera-
ciones del cuerpo ocupaban un lugar importante en el ritual de culto.
En los templos oficiaban sacerdotes y sacerdotisas. También había personas con-
sagradas, profetas, citados en la Biblia y sacerdotes que daban oráculos. Los templos
tenían altares e imágenes de los dioses o sus símbolos. Muchos elementos de la reli-
gión cananea pasaron a la israelita.

123
Estela de Baal. Ugarit. El dios levanta la maza y
sostiene una lanza con planta, simbolizando su
efecto sobre la naturaleza. Delante hay un devoto
con traje sirio. Siglos XVII-XV a.C. París. Louvre.

LA RELIGIÓN DE UGARIT

La ciudad de Ugarit, en el norte de Siria, fue un importante centro cultural y eco-


nómico de los cananeos durante la Edad del Bronce, siendo arrasada con la invasión
de los Pueblos del Mar, hacia el año 1200 a.C. Las excavaciones practicadas en el lu-
gar, la moderna Ras Samra, han proporcionado una importante cantidad de tablillas
y de restos arqueológicos de carácter religioso, que permiten hacerse una idea clara
de la religión cananea durante el 11 milenio a.C. G. del Olmo Letea publicado un ex-
haustivo estudio sobre la religión cananea, que se sigue.

El panteón

Las dos fuentes para el conocimiento de la religión de Ugarit son los documentos
escritos y los restos arqueológicos.
Los textos mitológicos reflejan un universo teológico con su correspondiente
panteón. Los documentos culturales y administrativos reflejan una funcionalidad re-

124
ligiosa. Los fieles expresaban su propia religiosidad en el culto familiar y en la piedad
personal. El panteón que figura en cada uno de estos documentos es diferente.
Ocho son los dioses principales que aparecen citados en el ciclo de Balu-Anatu, a
los que se suman otra media docena de divinidades intermedias.
En la mitología cananea no existe un claro principio teogónico. En Ugarit lo di-
vino se estabilizó en una pareja primordial, Ilu-Atiratu, de la que dimanan en prime-
ra generación las restantes divinidades, los llamados «hijos de Ilu», o los «Setenta hi-
jos de Atiratu».
Junto a este principio unificador de lo divino operó un principio cosmogónico-
cosmológico, principio de implantación-afirmación entre «hermanos», como confi-
gurador de una estructura de lo divino, que es la proyección del orden natural de la
que afirma, como originalidad de la religión cananea el módulo dual del dios supre-
mo/dios inmediato del padre de los dioses/rey de los dioses.
Se destacan tres dioses principales que corresponden a los ámbitos cielo-mar-
infierno//Balu-Yammu-Motu, con preponderancia de Balu, ligado a la importancia
excepcional que la lluvia tenía en la región. La relación mutua entre estas tres divini-
dades fue de conflicto-afirmación. En este conflicto se configuran dos bandos con-
trapuestos: el de los colaboradores y el de los opositores, la familia de Ilu y la asam-
blea de Balu.
Yammu es el hijo y amado de Ilu, la diosa madre se llama Atiratu del mar. Tam-
bién Motu es hijo y amado de Ilu. Balu es el esposo/hermano de Anatu. Balu tiene
un carácter sincrético en el panteón de Ilu, quizá se dio en él otro fenómeno: la com-
binación de dos panteones, el amorreo y el cananeo, el de Ilu y el de Dagón. El dios
Kotaru-Hasisu, dios de la magia, tuvo una autonomía en el panteón cananeo. Su ac-
tuación es decisiva en el primer combate de Balu.
La diosa sol, Sapsu, representa el aspecto astral. Aparece tanto al servicio de
Motu, como actuando en favor de Balu frente a sus enemigos, Attaru y el mismo
Motu. Suple a Kotaru, y en el desenlace del último conflicto Balu-Motu, obedece las
órdenes de Ilu. El cuarto contrincante en la lucha por el poder entre los dioses es At-
taru, que es una una figura de comparsa. La mitología cananeo-ugarítica es una sínte-
sis peculiar y diferente de las otras mitologías del Oriente antiguo, determinada por
su situación geográfica y social, lo que la hizo inacabada.
La épica conoce cuatro grandes divinidades: Ilu, Atiratu, Balu y Kotaru. Es una
expresión literaria anterior a la del ciclo baálico. Otros dioses sin protagonismo es-
pecial son Raspu, Y ammu, Horanu, Ilsu, heraldo de los dioses, su esposa Y atipanu y
Satiqatu, génio mágico.
Los dioses del culto oficial ofrecen un cuadro más amplio, sin falta de coordina-
ción y jerarquización de las divinidades. Se conocen pequeños panteones especializa-
dos, que responden a diferentes clases o situaciones sociales.
G. del Olmo Lete divide los textos cultuales en tres categorías. La primera es el
panteón de palacio o tutelar de la dinastía. Una serie de acciones cultuales se desarro-
lla en la capilla regia, oficiadas por el rey y por su familia en honor de los cultos de
palacio. Las listas de dioses carecen de orden regular. Se conocen algunas series res-
pectivas dentro de un mismo texto. Predominan las divinidades tutelares de la casa.
Resaltan ciertas divinidades relacionadas con el mundo infernal. Se observa la pre-
sencia casi exclusiva de dioses propios de la dinastía. Un grupo es el de grandes divi-
nidades del panteón. La casa real tenía, pues, sus divinidades peculiares: unas eran

125
dinásticas, otras tutelares y otras representaban a los dioses ancestrales-infernales.
Los textos de carácter adivinatorio y oráculos no mencionan divinidades, lo que
es un dato importante.
En textos de carácter ritual, no sacrificial, el devoto se dirige a la divinidad. Se
aprecia una clara preferencia por las adivinaciones dobles, igualmente una marcada
persistencia de series fijas.
La mayoría de los textos cultuales de Ugarit describen el ritual sacrificial de las
festividades o de los días del mes. Su esquema es elemental. Se determina la víctima,
la divinidad a la que se ofrece y el ritual a seguir. Los dioses citados son los del pan-
teón cultual y oficial de Ugarit. Algunos dioses de los panteones dinástico y adivina-
torio se repiten en este panteón. Se observa la ausencia de Motu.
El panteón oficial se ha transmitido en dos copias autónomas. Es el único género
de textos religiosos con traducción acádica. Sirvió de pauta litúrgica para el ritual del
sacrificio de Sapanu. Se abre con el nombre del dios padre (Ilib). A esta denomina-
ción primordial se agrupan otros dos nombres propios de la divinidad suprema, 11 y
dgn, que forman una trinidad de invocación. Este mismo proceso se observa en el
caso de Balu y Haddu. Balu es el dios protector de Ugarit.
A Balu siguen siete divinidades encabezadas por la divinidad-divinización dual
tierra y cielos. El grupo siguiente está integrado también por siete divinidades prece- 1
didas de la denominación-divinización montes y valles, a la que acompañan seis dei-
dades femeninas jerarquizadas. Los textos finales dan nueve divinidades mientras
uno sólo menciona seis. Esta lista refleja la divinización del cosmos, la globalización 1
y la localización. En total hay un panteón de treinta y tres dioses. La lista de todos los
dioses conocidos en Ugarit alcanza los doscientos cuarenta nombres, siendo el nú-
1
mero de las individualidades divinas muy inferior. El panteón ugarítico acusa clara-
mente el fenómeno del sincretismo y el influjo cultural amorreo, hurrita, hitita y su-
merio-acadio, pero no el egipcio. El proceso cananeo es de expansión mitificadora y
diversificadora frente al bíblico, que es desmitificador y unificador.
El influjo de la religión hurrita en la ugarítica es grande. En el panteón ugarítico
se admite alguna advocación divina hurrita. El panteón hurrita se conocía en Ugarit
a través de las listas canónicas.

Santuarios

Los templos de Ugarit se construyeron principalmente en la acrópolis. Los dos


más famosos eran los consagrados a Balu y a Dagan. Ilu tuvo su propio templo.
Otros dioses habitaban en la casa de otras divinidades. Según el mito, el templo ce-
lestial era modelo del terrenal. El dios Kotaru, arquitecto divino, estaba encargado
de la planificación y construcción de los santuarios. El templo de Balu estaba rodea-
do de un muro exterior, levantado sobre un podio, al que se accedía a través de un es-
calera, y precedido por un patio interior. El santuario constaba de un vestíbulo, de
una nave central y del sanctasanctórum. En el patio se encontraba el altar, provisto
de dos gradas. Al templo se ascendía mediante una escalinata.
El templo de Dagan-Ilu es parecido al anterior en su estructura arquitectónica,
pero carecía de capilla interna. Era el templo más antiguo de Ugarit. Entre el mobi-
liario cultual del santuario cabe mencionar los exvotos, estelas, inciensarios, lámpa-
ras, estatuas, vasos, fuentes de oro y otros recipientes.

126
Al norte del palacio real debió construirse el santuario hurrita. La llamada «casa
del sacerdote mago» se encuentra al sur de la acrópolis, que ha proporcionado dife-
rentes instrumentos de adivinación cultual, como pulmones inscritos y modelos de
hígado. Un templo con la misma disposición arquitectónica tripartita y con similar
ajuar cultual, es el llamado santuario de los r~tones.
En el interior del palacio funcionaba un gran ámbito de culto, pues la ideología
real desempeñaba un papel importante en la religión ugarítica. El monarca tenía un
papel fundamental en la liturgia y a su muerte recibía un culto especial. En palabras
de G. del Olmo Lete, el palacio era la casa del rey divinizable y morada de los reyes
muertos y divinos. Tenía el significado de casa de los dioses. Los textos litúrgicos
mencionan tres espacios dentro del palacio destinados respectivamente al culto sa-
crificial, al adivinatorio y al funerario.
La capilla palatina era la estructura principal del culto sacrificial y adivinatorio
regios. Según los datos de los textos, se trataba de una estructura elevada a la que as-
cendían los dioses, el monarca y su familia, en la que se ofrecían sacrificios así como
ofrendas incruentas, para lo cual disponía de un altar. Algunos dioses tenían su capi-
lla propia, instalada en la torre, según la Leyenda de Kirta, donde se ofrece un sacri-
ficio compuesto por aves, un cordero, pan y vino. En este lugar elevado el hombre se
encontraba con dios y se celebraban el ritual sacrificial y el oracular.
En el panteón regío se menciona el jardín, nombre del mes del ritual y del ce-
menterio del palacio. Constituye el gran espacio cultual palatino debido a la impor-
tancia del culto a los monarcas difuntos. Aquí se celebraban los ritos sacrificiales y
evocatorios. Se encontraban varias estructuras vinculadas con el ritual de libación
atestiguado en las tumbas, así como hornacinas en las que se colocarían las estatuas
de los seres divinos o divinizados, destacando aquella correspondiente a la divinidad
ancestral. Una parte importante de la liturgia funeraria consistía en la quema de per-
fumes y hierbas, según lo denuncia la presencia de quemaperfumes. También está
documentado en el culto el uso de una mesa.

Ritual de los sacrificios

Los textos litúrgicos ugaríticos mencionan varios tipos de ritos de ofrendas, que
tenían sus reglas precisas. El sacrificio engloba una denominación con significación
de banquete. La ofrenda alude al aspecto sacrificial-ofertorio. La literatura ugarítica
recuerda igualmente el sacrificio diario y el hipotético sacrificio perpetuo. En los dos
tipos básicos del sistema sacrificial de Ugarit participaban los oferentes y los ofician-
tes en el banquete sagrado, en el que asimismo intervenía la divinidad. Además se
añadían determinadas libaciones. La religión ugarítica conocía dos tipos de sacri-
ficios.
Otro rito frecuente se refiere a la purificación-desacralización del rey. Antes de
su intervención sacrificial u oracular, el rey se lavaba para quedar purificado. Trans-
currido el tiempo sacro, el monarca quedaba desacralizado. Vinculado con este ritual
de purificación estaría el ritual denominado «desacralización de las manos», unido a
la ofrenda de una víctima. El sacrificio de Sapanu es la lista del panteón oficial de los
dioses ugaríticos en el contexto del sacrificio.
Se conoce la liturgia del Año Nuevo en Ugarit, que comenzaba con la ofrenda de

127
1

idolo arcaico. Ugarit.


Comienzos del II milenio a.C. Museo de Alepo.

las primicias (un racimo a Ilu). Esta fiesta es conocida en Israel, en Emar y en Ebla, y
se celebraba en el día del plenilunio. El palacio real aportaba dos panes ácimos, una
paloma, miel y aceites finos, y para los muertos una libación de catorce jarras de vino
y una medida de harina.
En el ritual funerario había un banquete sacrificial. Sería el equivalente del ritual
de Mari, mediante el cual se alimentaban los difuntos. En Ugarit se enterraba a los
muertos en el subsuelo de las casas, como sucedía en Siria y Mesopotamia. A través
de un drenaje, el difunto recibía las libaciones. Con el tiempo, los enterramientos se 1
hicieron extraurbanos, apareciendo ahora la asociación cultual de carácter funerario. ,
Con este motivo, la celebración del difunto se trasladó a un santuario.
Se sacrificaban mamíferos y aves, generalmente bóvidos, ovinos, palomas y tór-
tolas; también se utilizaron peces, crudos o guisados; el sacrificio asnos, cápridos y
1
gansos era raro. Los textos mencionan con mucha frecuencia las vísceras y otras par-
tes del cuerpo como el hocico, la pechuga, el lomo, etc. Se ofrecía igualmente a los
dioses vino, aceite, cereales, harina, miel, bálsamos y metales preciosos.
1
128
La liturgia

Como ejemplo de un ritual prescriptivo sacrificial, se ofrece un fragmento del si-


guiente texto, según la traducción de G. del Olmo Lete:

En el mes de risyn (el primer vino), en el día del novilunio, (se) cortará un raci-
mo para Ilu en ofrenda pacífica.
En el (día) trece se lavará el rey (quedando) purificado.
En el (día) catorce, ofrenda de las primicias.
Además: dos carneros a la «Señora de las mansiones)).
Dos aves a las «gentes divinas)),
y un carnero (y) una alcuza (de aceite a) Ilsu,
(otro) carnero (a) los Ilahuma.
El rey se sentará purificado (y habrá/hará) expiación ...
y proclamación del día (de fiesta).

Es un caso de liturgia mensual o sea una sucesión de celebraciones sacras, sobre


todo sacrificiales, que corresponden a determinados días de un mes. Se refiere al mes
del primer vino y se configura como un ritual de Año Nuevo (otoño).
La introducción sitúa el rito en el tiempo sagrado. Probablemente nos encontre-
mos ante una vendimia ritual y procesión al templo de Ilu, donde se consumaría la
ofrenda, a no ser que el ritual se desarrollase en la viña. En la conclusión del ritual se
asigna la ofrenda de dos carneros a la diosa Attartu, que formaba pareja con el dios
supremo Ilu como divinidades de la fertilidad. Posiblemente ambos rituales de
ofrendas, vegetal y animal, se relacionarían en cuanto al lugar y tipo.
1 La gran sección del texto conduce al punto culminante del tiempo sagrado, al
plenilunio, a sea el día 14 del mes al que precedía el ritual de purificación del rey.
Esta purificación es el requisito imprescindible para la actuación cultual del rey, y da
al ritual el carácter de regio. La liturgia del día 14 comprendía cuatro-cinco ritos sa-
1 crificiales variados, que se celebrarían en el santuario de palacio. Se abre esta liturgia
con la ofrenda de las primicias, a los dioses en general, o al dios. Sigue una cuádruple
ofrenda sacrificial a otras tantas divinidades, con un total de seis víctimas. Tres ad-
vocaciones son típicas de la liturgia palatina, y pertenecen al culto de los reyes muer-
1 tos, convertidos en dioses de palacio. El rey presidía el rito de expiación y de procla-
mación del día de plenilunio. Sigue una nueva acción ritual de ofrenda sacrificial ce-
lebrada en palacio. Las ofrendas se dedican a cinco-seis divinidades: a Ilu y Anat, por
un lado, y a las divinidades tutelares y ctónicas por otro.
En un sacrificio se enumera la serie de víctimas y divinidades. El puesto princi-
pal lo ocupa una trinidad inicial con cinco ofrendas; a continuación viene una lista
de ocho divinidades con siete víctimas. Probablemente se trata de un sacrificio de
comunión ofrecido a todo el panteón. El ritual siguiente constituye un nuevo tipo de
sacrificio, consistente en la cremación de vísceras, cereal o hierba temprana a los
dioses ancestrales.
La tercera sección ritual es la ofrenda de productos vegetales (aceite y pan) y ani-
males (miel y palomas) ofrecida en el santuario de palacio. Los destinatarios serían

129
los reyes muertos de la dinastía. Otra ofrenda de vino y harina se hacía en una insta-
lación cultual funeraria de palacio.
En el templo de la diosa Ilatu, en las gradas del altar, se celebraban tres sacrifi-
cios. El primero comprendía doce víctimas en honor de nueve dioses, de los que sie-
te son divinidades dinásticas. Se destaca la mención de dioses ancestrales-infernales.
La segunda serie se celebra también en el templo de Ilatu, unida a su pareja Ilu. La
tercera serie comprende siete sacrificios a cinco-seis divinidades. Finalmente el ri-
tual se celebraba en el templo de Ilu. Una primera serie de ofrendas comprendía un
sido de plata y diversas víctimas. Se continuaba en el altar de Balu con sacrificios
ofrecidos a las diversas advocaciones de este dios. El penúltimo día de la semana se
repite la última ofrenda del día anterior y se concluye con el ritual de purificación
oracular, oficiado por el rey en el templo de Ilatu, señora de las mansiones. El día
siete al atardecer se celebra el ritual desacralizador del tiempo y del rey oficiante.
U no de los apéndices con los que terminan los textos es el siguiente:

Entonces sacrificará el rey al «sarmiento» (y) al «cuerno»


en el terrado en el que habrá cuatro o más habitáculos
de ramas: un carnero en holocausto,
un toro y un carnero en sacrificio pacífico, siete veces;
ad libitum dará el rey respuesta.
A la puesta del sol el rey (quedará) desacralizado y
revestido esplendidamente y limpio su rostro,
le entronizarán en el palacio y una vez allí
alzará sus manos al cielo.

El destinatario es un dios desconocido en la literatura ugarítica, cuyo nombre se


relaciona con «sarmiento con racimos». Es un ritual mixto.

Liturgia funeraria

No se conocen textos ugaríticos referentes al culto a los muertos. Un mito narra


cómo el dios Balu fue muerto y enterrado en la «caverna de los dioses de la tierra»
(infierno), donde fue conducido por su hermana Anatu, ayudada por la diosa Sapsu,
después de lamentarle a imitación del sios supremo Ilu. Igualmente Danilu promete
enterrar al héroe Aqhatu, muerto en una emboscada tendida por la diosa Anatu, ele-
vándole a la categoría de dios. Sin embargo, el mito no continúa por lo que no se
puede conocer el ritual funerario utilizado.
Una práctica funeraria son las lamentaciones acompañadas de gestos de humilla-
ción y laceración.
Los enterramientos de las casas de Ugarit presuponen unos importantes rituales
funerarios, celebrados el día de la inhumación y continuados a lo largo del año. Un
texto menciona la mirra de la sepultura, lo que indica una preparación de los cadáve-
res a base de ungüentos. Otros datos de carácter funerario se deducen a partir de las
estelas y de sus inscripciones, que mencionan las ofrendas dedicadas a los difuntos a
lo largo del año, como en Mesopotamia. El rito se celebraría en el santuario urbano.

130
El culto funerario a los monarcas difuntos

Un texto menciona una serie de ofrendas de combustión y comunión ofrecidas a


los monarcas muertos. Parte del ritual se celebraba de noche y en palacio. En la pri-
mera parte se organiza el ritual según cuatro tipos de ofrenda o sacrificio, con la lista
de los dioses. La segunda parte proporciona sólo una lista. El ritual se repetía a lo lar-
go del mes. En un complemento del ritual se incluye a la Diosa Madre, divinidad di-
nástica.
En el novilunio o plenilunio se ofrecían ofrendas en el jardín de palacio a todos
los dioses y a los soberanos difuntos.
Igualmente se celebraba todas las semanas un ritual de evocación en el palacio.
Había días consagrados a los sacrificios y ofrendas, otros al ritual regio de purifica-
ción y desacralización y otros a acciones cultuales de tipo no sacrificial, con las esta-
tuas de los dioses sacadas en procesión. Las ofrendas son de tres categorías, animales,
vegetales y minerales. Los sacrificios eran ofrecidos por la familia real. En la primera
semana actuaban los hijos e hijas del rey, en la segunda posiblemente la reina y a con-
tinuación el monarca. El día 14 del mes participaban seres divinizados y oraculares,
seres de la ultratumba, divinidades ctónicas de los infiernos, a los que se les ofrecían
sacrificios, se les hacía preguntas y se celebraban cantos en su honor. Los dioses hon-
rados eran los principales de Ugarit, es decir Ilu, A tira tu, Balu y Attartu, así como los
dioses tutelares de palacio y de la dinastía.
En una tablilla se ha identificado un calendario del mes de Hryyaru (mes de los di-
funtos). En su primera parte se describen rituales temporales de los días 1, 14 y 18
del mes, los dos primeros con sentido lunar y el tercero se refiere a la purificación del
monarca. Continúan los ritos de ofrendas celebrados en una estructura funeraria. La
última sección incluye un ritual sacrificial. Las divinidades mencionadas son de ca-
rácter doméstico.

Realezp y mito

Un mito presenta a los héroes divinizados, los Rapauma, a cuyo círculo pertene-
cen los Kirta, los reyes legendarios, los Danilu, los miembros de la dinastía, los di-
funtos y los más recientes, o sea el clan de Didtanu. Otros héroes del mito son Y ahi-
panu y Tamaqu, los asistentes de Ilu, que durante siete días, el último se les incorpo-
ra Balu, se reúnen en un banquete celestial, donde se sacrifican víctimas y se escancia
VInO.
El mito es la exaltación divina de los héroes-manes de la dinastía, centrada en el
legendario Danilu. El mito evoca su exaltación a la categoría de héroe divino.

Nombres divinos de los reyes

Los reyes de Ugarit tenían carácter divino después de su muerte. Lugar impor-
tante tenían los reyes fundadores del clan y de la dinastía, que representan a todo el

131
grupo, y son el prototipo de los monarcas. Los reyes de Ugarit son los moradores de
la tierra-infierno, desde donde influyen sobre su pueblo. Reciben denominaciones
relacionadas con funciones específicas que se les atribuyen en el culto, como la fun-
ción protectora del rey-dios en el ámbito político, su intervención oracular y su pre-
sencia en el culto regio funerario.
La lista redactada en tiempos de Ar-Halba conserva los nombres de trece de sus
predecesores. La serie abarca catorce monarcas.

La divini:(ftción del monarca

Un texto celebra la divinización del rey, que es divinidad ctónico-infernal, ga-


rante y curador-salvador de la dinastía. Se describe la llegada del monarca al infierno
y la adquisición de los poderes divinos otorgados por Balu.
Otro texto es un salmo de lamentos y súplica a Sapsu, en favor de los reyes muer-
tos, de los que la diosa es protectora y acompañante en los infiernos.
La llegada del rey a los infiernos se celebraba durante tres días y tres noches,
coincidiendo con la fase final del ciclo lunar, con los sacrificios de holocausto y de
comunión en honor de las grandes divinidades del panteón, en versión hurrita, espe-
cialmente astrales entre los que se sienta el rey difunto, acompañando a la luna.

La entroniz;Jción del nuevo rry

La fiesta duraba veintiún días, a partir del novilunio; celebraba la exaltación di-
vina del rey muerto. El ritual era una hierogamia del rey con la diosa Pidrayu, hija
del dios titular de la monarquía, Balu. El monarca interviene por vez primera en la
liturgia del culto. Se ofrecían sacrificios a los grandes dioses, en versión hurrita, y a
los antepasados divinos de la dinastía. El culto se dirige al rey divino-divinizable y se
celebraba en palacio.

El culto palatino

Un texto administrativo menciona los festivales regios, que son una veintena de
ritos, muchos ya recordados, celebrados en palacio y en explotaciones agrícolas. Se
designa la divinidad principal conmemorando la ocasión, el rito y lugar. Se trata de
un mito convivial (banquete) en el que el vino es un elemento de consumo.

Ritual a los dioses tutelares de palacio

Se celebra en palacio, incluye un doble banquete ligado a un ritual y a un sacrifi-


cio, dedicado a un par de divinidades, ligadas al culto palatino como patronos de pa-
lacio.

132
Rituales regios de plenilunio y de novilunio

Algunos rituales sacrificiales se celebraban en el novilunio y plenilunio y eran


extensivos a otros centros urbanos, norma esta última de la liturgia de Ugarit. Los ri-
tos sacrificiales estaban precedidos por el ritual de purificación del rey, lo que indica
que los primeros sacrificios de plenilunio se celebraban en el santuario regio, repeti-
dos en otros lugares urbanos, en honor de los dioses tutelares de la dinastía con pre-
dominio del culto a los muertos divinizados de la dinastía.

Procesiones regias

El monarca participaba en procesiones rituales, traslado e investidura de imáge-


nes, que entran en palacio y en otros lugares de culto.
Los oficiantes regios y los dioses subían a la capilla palatina, o los reyes marcha-
ban detrás de los dioses. Se trata de una procesión en honor de diversas divinidades,
de Attartu y de los Gataruma, que entran en palacio, reciben las ofrendas de vestido
o de metal precioso y celebran un banquete. El monarca seguía o transportaba las es-
tatuas de los dioses; salía a su encuentro y les acompañaba. Se ha supuesto reciente-
mente que este ritual es de origen hurrita.

Plegaria y oráculos regios

Se conserva un salmo cultual recitado por el monarca con ocasión de un peligro


nacional. El rey ofrecía sacrificios a los dioses (Yammu, Anatu, Attartu y Atiratu) y
a los antepasados en los santuarios urbanos de Ilu y Balu. Esta plegaria cultual tiene
el sentido de un oráculo de salvación y un testimonio de historia de salvación, en la
que Balu aparece como señor de la historia.

Rituales regios de oráculo

Los reyes ugaríticos iban a «ver» a las diferentes divinidades, les interrogaban y
comunicaban sus palabras. En un texto, el ritual del mes de los difuntos tiene su epi-
centro en el día del plenilunio, cuando los reyes difuntos descienden y dan respuesta
en la capilla real, donde el primer día sube la familia real siete veces, después de ofre-
cer sacrificios a los antepasados dinásticos.

Magia y adivinación

La religión cananea tiene un fuerte componente mágico. Su expresión es la adi-


vinación, para convencer al futuro y conjurarlo. Todas las manifestaciones adivina-
torias se realizan a través de prácticas rituales. En Ugarit había dos tipos de adivina-
ción, la regia y la profesional.

133
La nigromancia regia estaba en relación con el culto a los muertos de la dinastía.
Es un rito de evocación del tipo del de la pitonisa de Endor (1 Sam 28, 3-25), que
posiblemente es de origen cananeo. En este ritual regio participaban el monarca y su
familia en las instalaciones cultuales de palacio, los reyes muertos, los dioses inferna-
les. Se celebraban durante la noche, en el mes de difuntos, en el mausoleo real y en
las capillas altas de palacio. Se recordaba a los dioses infernales ancestrales, destina-
tarios de las ofrendas. El canto desempeñaba un papel importante.
En Ugarit desarrollaba su actividad personal especializado en actividades de adi-
vinación a través de las vísceras de los animales sacrificados. Se usaban modelos de
hígado y de pulmón con inscripciones. Algunas piezas se han hallado en la casa del
sacerdote-mago, donde también se ha encontrado la reproducción en arcilla de un
pulmón de ovino. Igualmente había prácticas de hepatoscopia.
Asimismo se conoce un caso en Ugarit de presagio estelar, bien documentado en
Oriente.
También se acudía a la interpretación de las configuraciones de fetos humanos o
de animales, como en Mesopotamia, según una práctica adivinatoria conocida como
teratomancia.
Otro ritual practicado en Ugarit tenía por finalidad prevenir o corregir el futuro,
como contra la mordedura de serpientes a los caballos. Se repetía doce veces el con-
juro mágico divinizado a otras tantas divinidades diferentes. Once veces el conjuro
resulta ineficaz. La duodécima dirigida al dios Horanu mediante plantas mágicas ex-
trae el veneno y lo disuelve en el agua. Igualmente había conjuros mágicos contra un
demonio causante de la enfermedad. Este conjuro se recogió en el archivo de palacio
y prueba el uso de prácticas mágicas entre la familia real y la creencia en espíritus
maléficos. Las recetas mágicas aseguraban la curación. Se mezclaba el uso de plantas
medicinales con determinadas acciones simbólico-mágicas.

LA RELIGIÓN FENICIA

Los fenicios eran un pueblo semita que habitaban el actual Líbano. Eran descen-
dientes de los cananeos del 11 milenio. Se dedicaban sobre todo al comercio y funda-
ron colonias por todo el Mediterráneo.
Una de las fuentes más antiguas sobre la religión fenicia es la obra del sacerdote
fenicio, que vivió en el siglo XI a.C., Sancuniatón, guien escribió sobre la concepción
fenicia de la creación del mundo, según Filón de Biblos, autor del siglo 1. Esta obra
sólo se conoce en fragmentos. El trozo más importante ha sido conservado por el au-
tor cristiano Eusebio de Cesarea. Una segunda fuente es la literatura de Ugarit, que
describe la religión del 11 milenio. Datos muy significativos se pueden obtener igual-
mente del Antiguo Testamento. Algunos autores clásicos, como Plutarco y Luciano,
dan información que debe manejarse con cautela.

Dioses

Cada ciudad fenicia era autónoma y esta autonomía dejó su huella en la religión.
Los fenicios tenían una tendencia a agrupar a los dioses por tríadas. Así, El, Baalat y

134
Adonis era el panteón venerado en Biblos. El era el dios supremo del panteón de
Ugarit, según Filón de Biblos; algunos clásicos, como Filón, le identificaron con
Cronos. Baalat significa «señora». Era una diosa de la fecundidad, de la naturaleza y
de la vida. Era la divinidad femenina más importante de Biblos, como lo indica la
inscripción de época persa, Ychanmilk, que dice:
Soy Ychanmilk, rey de Biblos, hijo de Yeharbaal y nieto de Urimilk, rey de Bi-
blos, que la señora de Baalat de Biblos ha hecho rey de Biblos. He invocado a mi se-
ñora Baalat de Biblos, que me ha criado. He levantado para mi señora Baalat de Bi-
blos este altar de bronce, que está colocado en este patio, y la puerta de oro, que se
encuentra delante de mi puerta, y el disco alado de oro, que está sobre la piedra de
oro, y este pórtico con sus columnas y capiteles que las coronan y el techo. Todo esto
lo he construido yo, Ychanmilk, rey de Biblos, para mi señora Baalat de Biblos, por-
que he invocado a mi señora Baalat de Biblos, me ha oído y me ha favorecido bendi-
ga Baalat de Biblos a Ychanmilk, rey de Biblos, le conceda larga vida, y prolongue
sus años en Biblos, porque es rey justo. Le otorgue la señora Baalat de Biblos, favor a
los ojos de los dioses y a los ojos del pueblo de esta tierra, y el favor de esta tierra mía
sea con él. Seas quién seas, rey u hombre, que continúas haciendo trabajos sobre este
altar o sobre esta puerta de oro, o sobre este pórtico, mi nombre es Y o soy Ychan-
milk, rey de Biblos; deberás ponerlo junto al tuyo en este trabajo y si no pones mi
nombre con el tuyo, si quitas este trabajo, o destruyes los cimientos de este lugar, la
señora Baalat de Biblos destruya a este hombre y su semen delante de todos los dio-
ses de Biblos.

Adonis, es el tercer dios del panteón de Biblos, significa «mi señon>. Simboliza el
ciclo de la muerte y de la resurrección de la vegetación. El mito griego celebra la
vuelta a la vida de Adonis, el amante de Afrodita, muerto por la dentellada de un
jabalí, a petición de esta diosa. Adonis es un dios de carácter agrario. En el si-
glo XI a.C., en Biblos se tributó igualmente culto a Hammon, pues en la inscripción
más arcaica de esta ciudad se menciona a un servidor de Hammon de nombre Abd-
hamón. Adonis fue venerado hasta en la puerta del templo de Jerusalén, donde el
profeta Ezequiel (8, 14), hacia el año 593 a.C., describe a mujeres sentadas plañiendo
a Adonis, el Tammuz babilonio.
Dioses secundarios de Biblos fueron Baal Samio, Elibaal y Shipitbaal. Baal Sa-
mio significa el «señor del cielo» y en Roma se le identificaba con Júpiter. En la ins-
cripción de Y chanmilk, rey de Biblos, fechada en el siglo x a.C., se mencionan como
dioses de esta ciudad a Baal Samio, a Baalat y a la asamblea de los santos dioses de Bi-
blos.
En la inscripción de Shipitbaal, de época persa, se citan los siguientes dioses:
Baal Samio, Baal Addir, Baalat y «todos los dioses». Baal Addir, significa «el señor
poderoso». La mención de la comunidad de dioses se encuentra ya en textos de Uga-
rit. Baal, ya conocido en Ugarit, fue la suprema divinidad de Biblos. Significa «el se-
ñon>. Tiene un carácter agrícola. Es el dios que muere y renace todos los años, al
igual que la naturaleza. Es también el dios de la tempestad y de los montes. Se le asi-
miló al Hadad de Mesopotamia y el Tesub de Anatolia.
En Sidón una diosa importante era Astarté, cuyo culto llevaron los fenicios a
Occidente. Los reyes y reinas de Sidón eran sus sumos sacerdotes y levantaron tem-
plos en su honor, como Eshmunasar de Sidón, Tabnit y Ummiashtart. Su culto esta-
ba atendido por sacerdotes y sacerdotisas. Astarté fue la gran diosa de la fertilidad

135
La gran diosa, señora de los animales
y de los vegetales:
~linet ei-Beida.
Siglo XIII a. C.
Marfil. Museo del Louvre.

humana, animal y vegetal, del tipo de la Inanna de los sumerios, de la Ishtar babiló-
nica y de la Isis egipcia. También tenía carácter funerario. Se la menciona en el Anti-
guo Testamento bajo el nombre de Ashtoret, abominación de los sidonios Oue 2, 13;
10, 6; 1 Sam 7, 4; 12, 10; 1 Re 11, S, 33; 2 Re 23, 13). El tercer dios del panteón sido-
nio fue Eshmun, recordado por vez primera en el tratado de Asarhadón con Baal de
Tiro. Fue el equivalente de Adonis, cuyos rituales los introdujeron en Occidente los
fenicios y se celebraron hasta comienzos de la época de la Tetrarquía. Los reyes Esh-
munasar y Bodashtart construyeron templos en honor de Eshmun.
Tiro veneraba a Melqart. Está mencionado en el tratado de Asarhadón con el rey
de Tiro. Recibió culto en Palestina en época de Ajab, culto introducido por su esposa
Jezabel. Su culto se prolongó a partir del siglo x a.C., y no es anterior al gobierno de
Hiram, quien le dedicó un templo y también otro a Astarté. Anualmente se celebra-
ba en su honor la fiesta de su resurrección. En Tiro contaba con un templo famosísi-
mo. Los griegos le identificaron con Heracles. Tuvo un carácter solar y fue protector
de la navegación. En Tiro se veneraba también a Astarté, cuyo culto se propagó por
Israel. Contra ese culto lucharon los profetas hebreos. Se la identificó con Afrodita,

136
lo que confirma su carácter de diosa de la fecundidad. El culto de Astarté va unido
con la prostitución sagrada. Se le menciona en el tratado de Asarhadón en compañía
de Melqart y de Eshmun. Melqart era un dios de carácter astral, protector de los na-
vegantes, lo que explica que en Occidente lo primero que hacían los marineros era
ofrecer sacrificios al dios de Tiro: si les eran propicios se asentaban en el lugar, y si
no se marchaban.
El mencionado tratado de Asarhadón cita otros dioses de Tiro, como Bali-ili, ve-
nerado también en Biblos, dios de los santuarios de los dioses Anat-Bali-ili, que en
los textos de Ugarit aparece como la esposa de Baal. La segunda parte del nombre pa-
rece ser un apelativo de la diosa Anat de Ugarit, Baal Samin, ya recordado; Baal Ma-
lage, «señor de los marineros» equivalente a Zeus Meiliquios; Baal Safón, con signifi-
cado de «señor del monte Safón», citado en textos del Antiguo Testamento y de Uga-
rit, y a Eshmun.
En Berito se veneraba a la «señora de Berito», Baalat, de la que intentó apoderar-
se Adonis, siendo vencido por un Baal marino, según Nonno.
Baal suele ir acompañado de un epíteto que indica su localización, como Baal Le-
banón, «señor del Líbano», y Baal Rosh, «señor del promontorio». Baal fue muy ve-
nerado en Israel. A su culto entre los israelitas alude frecuentemente el Antiguo Tes-
tamento Oue 2, 11; 3, 7; 6, 25.30; 9, 4; 10, 6; 1 Sam 7, 3; 1 Re 16, 31; 18, 19; 19, 18; 2
Re 10, 18-20; 17, 16; 2 Cr 21, 6; etc.).
Un dios venerado fue Reshef, asimilado con Apolo, inventor del grano y del ara-
do, según Filón de Biblos.
En Amrit, durante los siglos VI-V a.C., se veneraba a Shadrafa, «genio curadon>.
Se conocen otros dioses fenicios cultuales, inventores y artesanos, como Chusor, in-
ventor del fuego.
En la parte colonizada por los fenicios de Chipre se veneraba a Melqart, Astarté,
Reshef y Baal. Famoso fue, y estuvo abierto al culto hasta el Bajo Imperio, el templo
de Pafos dedicado a Astarté, al igual que el de Erice en Sicilia. Baal del Líbano reci-
bió culto igualmente en esta isla en el siglo XIII a.C., y Reshef en el siglo IV a.C. según
dos inscripciones a él dedicadas. En fechas más recientes Eshmun y Meqart conta-
ban con devotos. Cinzirli conoció a Baal Hammón en una fecha más temprana como
el siglo IX a.C., nombre que significa «señor del altar de los perfumes».

Imágenes de dioses

Se conocen abundantes representaciones de Astarté, incluso fuera de Oriente.


Entre estas últimas una especial significación tiene una estatuilla de Galera (Grana-
da), obra siria de la primera mitad del siglo VII a.C. que representa a Astarté entroni-
zada entre esfinges, con un recipiente sobre las rodillas y los pechos pe_rforados para
que saliese el líquido que se introducía por lo alto de la cabeza; hay van?s tronos v~­
cíos entre esfinges en el museo de Beirut. Importada de Oriente es ta~b1en la esta_tui-
lla procedente de Sevilla, que representa a Astarté desnuda con el pemado de la d10sa
egipcia Hathor. . .
En marfiles fenicios de Nimrud se ha hallado una d10sa alada, con un dtsco solar
sobre el pecho y flores de loto en las manos.
Tres anillos depositados en la tumba de La Aliseda (Cáceres), en torno al año 600 a. C.,

137
obras smas importadas represen-
tan a El entronizado, tetráptero y con
dos cabezas; a Reshef de pie; y a Baal
Samin. La corona de oro de estilo sirio,
guardada en la W alters Art Gallery de
Baltimore con figuras femeninas des-
nudas, posiblemente representan a As-
tarté (segunda mitad del siglo VIII a.C.).
En una placa la diosa se encuen-
tra totalmente desnuda, de pie, soste-
niendo voluminosos racimos de uvas,
símbolo de su carácter de diosa de la
naturaleza. En la misma tumba 79 de
Salamina, en Chipre, un arnés está de-
corado con una Astarté desnuda, de
pie, alada, debajo de una cabeza alada
de la diosa egipcia Hathor, rodeada de
leones y de otros animales. Esta Astar-
té desnuda y entre leones se repite en el
escudo de monte Ida en Creta en una
obra de arte fenicia fechada en el si-
glo VIII a.C. A la diosa de Biblos entro-
nizada y con el peinado de la egipcia
Hathor, ofrece libaciones el rey de
Biblos Y chanmilk, en una estela a la
sombra del disco alado fechada en el
siglo v a.C.

Nombres teóforos

Los nombres teóforos, muy fre-


cuentemente usados tanto en Fenicia
como en sus colonias, indican bien
cuáles eran los dioses más venerados:
Batbaal, «hija de Baal»; Aristatbaal,
«amada de Baal»; Abeshmun, «servidor
de Eshmun»; Anatbaal, «favorito de
Baal»; Boashtart, «de la mano de Astar-
i té»; Abibaal, «mi padre es Baal»; Um-
1
miashtart, «mi madre es Astarté»; ltto-
1 ___...
1 . baal, «Baal está con él»; Abdmelqart,

·. ·
1 ·'' 0\

:. :;"'.
~.·.=.~z·:·j ~-
eit
~i!'V~?'
.\ «Melqart es poderoso», etc. Estos nom-
bres fueron también llevados por los is-
L .. •)- ;-:
• 1 :·. · .•
,.1
. ·x-~ raelitas, lo que prueba la penetración
Diosa de estilo egipcio. Fenicia. Siglos VI-V a.C.
de la religión fenicia entre los hebreos
París. Louvre. en época de Da vid.

138
r
Teogonía y cosmogonía fenicias

La teología fenicia tenía una fórmula ternaria de dioses, según se ha indicado ya.
En cambio la de Ugarit era binaria. La cosmogonía fenicia, según los datos transmi-
tidos por Filón de Biblos, trataba sobre el origen del cosmos, la cultura y la genealo-
gía de los dioses. Esta división se remonta seguramente a Sancuniatón. Al principio
del universo corría un viento fortísimo y reinó el caos durante muchos siglos, lo que
aproxima de alguna manera esta cosmogonía a la mesopotámica y a la judía. Los as-
tros y la separación de las aguas del cielo se origínaron del huevo cosmogónico, lla-
mado Mot.
Esta cosmogonía podía derivar de la teogonía de Hermópolis, según la cual los
ocho dioses primordiales crearon el huevo y lo depositaron en una colina surgída del
caos primigenio. De él nació el sol, creador del mundo y de los hombres.
La versión de Moco, conocida a través de Damascio, confirma el carácter prima-
rio del éter y del aire. El engendró al mundo, Ilomos, y de éste nació Chusor, quien
inventó el hierro y otros oficios artesanales. Según Eusebio de Cesarea, Usoos fue el
inventor de las artes, de los oficios y de los vestidos confeccionados con pieles de
animal. Fue rival de su hermano Hipsuranios. En la genealogía propuesta por Filón
de Biblos, Eliun era el dios supremo, en compañía de Baalat de Berito; sus descen-
dientes fueron El, Baitilos, Dagón, Baaltis, Melqart y Astarté.
A la mitología fenicia pertenecía el ya mencionado mito de Adonis, la leyenda de
los orígenes de Tiro contada por Nonno, las historias de Pigmalión y la muerte y
apoteosis de Dido, fundadora de Cartago. En un mito transmitido por Filón de Bi-
blos, se describe la sucesión de cinco generaciones de dioses. Los hijos matan a sus
padres, se casan con sus madres y hermanas y sucesivamente usurpan la soberanía.

Los santuarios
Los santuarios fenicios continuaban la planta del templo con un ortostato fecha-
do en el siglo XIII a.C., de Hazor, en Israel. Constaban de un pórtico, de un vestíbulo
con dos basas de columnas a la entrada y el santo de los santos al fondo. En el segun-
do templo de Hazor, de la misma fecha, el santo de los santos está ya rodeado de
estelas decoradas con los mismos temas del creciente lunar y brazos con las palmas
abiertas, que siglos después aparecerán en las estelas púnicas. Se conocen varias re-
presentaciones de templos fenicios. Una placa de oro, que sirvió probablemente en
un aplique, está decorada con una fachada del templo de Pafos, en Chipre, dedicado
a Afrodita, es decir, a Astarté. Es un simple santuario, con las capillas laterales más
bajas que la central. Estas capillas guardan dos betilos y dos candelabros. Un gran be-
tilo ocupa el centro. El techo de las dos capillas laterales sostiene dos rosetones, y el
central la media luna.
En una moneda de la confederación chipriota, el santuario es muy parecido al
anterior. También tiene dos capillas: las laterales guardan candelabros, y la central
un betilo. Delante del templo hay un espacio sagrado cercado.
La tercera representación de un templo de la «santa Biblos» se encuentra en el re-
verso de la moneda. Tiene un patio porticado con un alto betilo sobre podio, al que

139
se llega mediante una escalera atravesando una fachada de columnas. Al lado dere-
cho hay una capilla con tejado a doble vertiente, con escalera de acceso y altar en el
interior.
Se conocen bien los templos fenicios de Kition, un templo que da una idea muy
exacta de lo que eran los santuarios fenicios construidos sobre los cimientos de otro
más antiguo. Tenía tres entradas: una central y dos laterales. Probablemente el santo
de los santos en el centro guardaba las imágenes de la divinidad y de sus dos acompa-
ñantes. A cada lado de la entrada principal, fuera del santo de los santos, se levanta-
ron dos pilares, representados en la monedas romanas del templo de Afrodita en Pa-
fos, que son los llamados Joaquim de Boaz en el templo de Salomón, y en la entrada
del santo de los santos de los templos de Arad, de Tiro y de Cádiz. Cerca de estos pi-
lares se encontraba la mesa de ofrendas. Por el lado norte y sur corrían dos templos.
El patio tenía dos entradas. Se construyó un segundo templo con patio, y témenos
con altar y unos monumentales propileos a la entrada. Fuera del patio se excavaron
dos huecos, que debían contener dos árboles sagrados plantados a cada lado de la en-
trada al área sagrada, árboles representados en la pintura del templo chipriota del si-
glo VIII a.C., que recuerdan el árbol del paraíso citado en el Génesis. El primer tem-
plo debió destruirse por el fuego en torno al año 800 a.C. y su construcción dataría
de la mitad del siglo IX a.C. Las ofrendas se colocaron después de la destrucción del
templo en unos huecos (bothroi), en el área del témenos al lado este del templo, y den-
tro del santo de los santos. Cada vez que se acumulaban las ofrendas, se depositaban
en el botrhos y se cubrían. En el templo se hallaron doce bucráneos próximos a la mesa
de ofrendas. Se usaban probablemente como máscaras por los sacerdotes. Máscaras
votivas de terracota se han encontrado en Kition y se datan en los siglos XII-XI a.C.
Los bucráneos tenían una larga tradición en los rituales de Chipre. Se documentan
ya a comienzos de la Edad del Bronce, colgados en palos de madera y guardados en la
parte más sagrada de los santuarios. Al final de la Edad del Bronce se usaron másca-
ras en varios templos, que tenía un dios con casco de cuernos en la cabeza y en el que
guardaba un dios colocado sobre un lingote de pie, este último fechado en el siglo XII a. C.
En el primer templo de éstos se encontraron los bucráneos cerca del altar junto
con cuernos y de otras ofrendas. Estos bucráneos se utilizaban en los rituales para
ponerse en contacto directamente con la divinidad.
Unas terracotas halladas en el área del templo de Apolo en Kition y en el santua-
rio de Ayia Irini, fechadas en los siglos VII-VI a.C., representan a unos sacerdotes o a
unos devotos en el momento de colocarse los bucráneos sobre el rostro. Este ritual
está descrito por Luciano de Samosata y todavía se practicaba en época imperial
avanzada. En los templos de Kition se sacrificaba mucho ganado ovino, como lo de-
nuncia la gran cantidad de huesos de estos animales que se han encontrado en los
bothroi de los templos. En el periodo fenicio se conocen otros rituales practicados en
la primera fase del templo, gracias a una inscripción fechada a finales del siglo IX a.C.
en la que se habla de la ofrenda del cabello en un vaso, rito descrito por Luciano un
milenio después, cuando narraba que en Hierápolis los devotos, antes de contraer
matrimonio, iban al templo, se cortaban el cabello y lo depositaban en un vaso de
oro o plata, que se fijaba en el templo, y que llevaba escrito su nombre. Esta inscrip-
ción menciona expresamente a Astarté como la diosa a la que se hacía esta ofrenda,
que era la diosa venerada en el templo. Una inscripción fechada en el siglo rv a.C.,
hallada en la acrópolis de Kition, cita a los barberos sagrados.

140
Biblos. Templo de los Obeliscos. Siglos XIX-XVIII a.C.

El templo de Kition estaba dedicado a una diosa representada en las terracotas


como Astarté, y debió ser reconstruido por el rey Ethbaal. Una inscripción del tem-
plo de Astarté de Kition menciona como personal al servicio del santuario a guardia-
nes, sirvientes, barberos, cocineros, escribas y prostitutas sagradas.
Entre los fenicios de Chipre (Pafos y Amatunthe), la prostitución sagrada era
muy parecida a la de los babilonios, como puntualiza Heródoto, que la describe en
los siguientes términos:

Por el contrario, la costumbre sin duda más ignominiosa que tienen los babilo-
nios es la siguiente: toda mujer del país debe, una vez en su vida, ir a sentarse a un
santuario de Afrodita y yacer con un extranjero. Muchas de ellas, que consideran
impropio de su rango mezclarse con los demás, en razón del orgullo que les inspiran
su poder económico, se dirigen al santuario seguidas de una numerosa servidumbre
que las acompaña, en carruaje cubierto, y guardan en sus inmediaciones. Sin embar-
go, las más hacen lo siguiente: muchas mujeres toman asiento en el recinto sagrado
de Afrodita con una corona de cordel en la cabeza; mientras unas llegan, otras se
van. Y entre las mujeres quedan unos pasillos, delimitados por cuerdas, que van en
todas direcciones; por ellos circulan los extranjeros y hacen su elección. Cuando una

141
mujer ha tomado asiento, en el templo, no regresa a su casa hasta que algún extranje-
ro le echa en el regazo y yace con ella en el interior del santuario. Y, al arrojar el di-
nero, debe decir tan sólo: «Te reclamo en nombre de la diosa Milita» (ya que los asi-
rios, a Afrodita la llaman Milita). La cantidad de dinero que eche puede ser la que se
quiera; a buen seguro que no la rechazará, pues no le está permitido, ya que ese dine-
ro adquiere un carácter sagrado: sigue al primero que se lo echa sin despreciar a na-
die. Ahora bien, tras la relación sexual, una vez cumplido el deber para con la diosa,
regresa a su casa y, en lo sucesivo, por mucho que le des no podrás conseguir sus fa-
vores. Como es lógico, todas las mujeres que están dotadas de belleza y buen tipo se
van pronto, pero aquellas que son poco agraciadas esperan mucho tiempo sin poder
cumplir la ley; algunas llegan a esperar hasta tres y cuatro años. Por cierto que, en al-
gunos lugares de Chipre, existe también una costumbre muy parecida a ésta.

El primer templo de Astarté de Kition fue destruido por el fuego y más tarde re-
construido. En un ángulo del patio se ha hallado un depósito de fundación, que con-
sistía en cerámicas y en huesos de animal carbonizados mezclados con cenizas y con
una navaja de hierro, todo cubierto por el siguiente piso del templo. No se trata de
un bothros, sino de un depósito asociado con una ceremonia de fundación y un sacrifi-
cio realizados en un ángulo del templo, no bajo el muro, ya que sólo se reconstruyó
las columnas y el techo. En este segundo templo desaparecieron las dos entradas late-
rales al santo de los santos. Se conservó el altar. Este segundo periodo del templo
abarca desde el año 800 al 600 aproximadamente y corresponde al gobierno de Hi-
ram II.
En el año 709 a.C., los asirios ocuparon Chipre, interrumpiéndose las relaciones
con Tiro. El tercer periodo del templo coincide con los años que van del600 al4 50 a. C.
y fue de gran prosperidad y riqueza para el santuario, como lo prueban las ofren-
das y las nuevas construcciones. Todavía se levantó un cuarto templo en Kition con-
sagrado a Astarté.
Una pintura de un vaso chipriota, fechado entre los años 850-700 a.C., represen-
ta un templo tripartito, flanqueado por dos árboles, con torres rematadas por cabezas
humanas. Los dos lados del vaso están decorados con casi la misma representación.
La estructura del templo es muy parecida a la del templo de Pafos, conocido por las
monedas. Es probable que en la pintura también se represente el altar. Las figuras
humanas son posiblemente prostitutas sagradas.
Este templo sigue modelos orientales, del tipo de Afrodita de Pafos y del de As-
tarté de Kition. La pintura de este vaso podía representar a uno de estos templos.

Sacerdocio

Los sacerdotes se encargaban del culto, de los sacrificios y de los rituales. Existía
una jerarquía sacerdotal compuesta por un sumo sacerdote, otros sacerdotes de rango
inferior y coadjutores. Se conservan varias representaciones halladas no en Fenicia,
sino en Palermo, como la figura del sacerdote colocado delante del signo de Tanit, de
un caduceo y de un quemaperfumes con gesto de adoración. Cubre su cabeza un go-
rro picudo. Un segundo sacerdote, también con gesto de adoración en sus manos,
esta vez con la cabeza cubierta, con el símbolo de Tanit bordado sobre el vestido, su
silueta es una estela del tojet de Cartago. Los templos contaban con barberos sagra-

142
r
dos, con músicos (pues la música era parte importante del ritual), con escribanos y
con sirvientes. El rey de la ciudad era al mismo tiempo el sumo sacerdote. Los sacer-
dotes de Tiro, Sidón y Biblos pertenecían a las clases altas de la sociedad de estas ciu-
dades. El cargo sacerdotal se transmitía de padres a hijos, por lo menos en Biblos con
Batnoam, y su hijo sacerdote Baalat. También existía sacerdotisas de Astarté, men-
cionadas en la inscripción de Eshmunasar.
La prostitución sagrada era un ritual importante del culto fenicio practicado por
las devotas y las sacerdotisas. El sacerdocio no era célibe, aunque los sacerdotes que
servían en el Heracleion gaditano lo fueran. Debían éstos llevar el cabello corto, no
tener barba, vestir una túnica larga de lino sin ceñidor e ir descalzos mientras hacían
los servicios del templo. Llevaban bandas que colgaban de debajo de los hombros. Se
desconoce si esta descripción del sacerdocio gaditano hecha por Silio Itálico puede
aplicarse a todo el sacerdocio fenicio, aunque es probable que sí lo fuera. Los profe-
tas fenicios eran una parte fundamental de la religión, como se desprende del relato
de Elías en tiempos de Ajab.

Sacrificios

Una descripción minuciosa del sacrificio y del ritual seguido se conserva en la


narración del sacrificio hecho por los profetas de Baal (Melqart), en competición
con Elías, que fueron sacrificados por el profeta judío. El sacrificio y el rito seguido
por Elías era muy similar al de sus contrincantes (1 Re 18):
......
Yo he quedado sólo como profeta de Yahveh, mientras los profetas de Baal son
cuatrocientos cincuenta hombres. Dénsenos dos novillos y escojan ellos para sí un
novillo, córtenlo en pedazos y colóquenlo sobre la leña sin pegar fuego; yo, por mi
parte, prepararé el otro novillo, lo colocaré sobre leña y tampoco pegaré fuego. En-
tonces invocaréis el nombre de vuestro dios, y yo invocaré el nombre de Yahveh, y
el dios que responda mediante el fuego, ése será Elohim.
Todo el pueblo respondió y dijo:
-¡Está bien la cosa!
Dijo entonces Elías a los profetas de Baal: «Elegíos uno de los novillos y prepad-
lo los primeros, pues sois los más numerosos; luego invocad el nombre de vuestro
dios, mas no hagáis fuego.» Ellos cogíeron, en efecto, el novillo que se les había asig-
nado, le prepararon y luego invocaron el nombre de Baal, desde la mañana hasta el
mediodía, diciendo: «¡Oh Baal, atiéndenos!» Pero no hubo voz alguna ni quien con-
testara, y ellos danzaban con una sola pierna junto al altar que habían hecho. A me-
diodía burlóse Elías de ellos y exclamó: «¡Gritad más fuerte!, pues es dios, pero ten-
drá alguna necesidad y habrá ido al excusado: quizá duerma, y ha de despertarse.>>
Gritaban, pues, más fuerte, y, con arreglo a su costumbre, hacíanse incisiones con
espadas y lanzas hasta chorrear sangre por su cuerpo.

Probablemente el templo de Cádiz era parecido al de Tiro. Tenía a la entrada dos


columnas de bronce, como el templo de Jerusalén, y los templos fenicios en terracota
de Chipre, una fuente de abluciones, como este santuario, un altar al aire libre, y
guardaba las cenizas del dios. Los sacerdotes eran célibes. Iban tonsurados. En el He-
racleion gaditano no entraban las mujeres ni los cerdos, al igual que en el templo de
Jerusalén.

143
Los grandes profetas de Israel condenaron el ritual de quemar a los hijos primo-
génitos ofrecidos a Baal Hammón, que sería el mismo rito de ofrecer las primicias a
la divinidad. Las condenas bíblicas son expresivas. En la reforma de Josías, el autor
sagrado pone en boca de Y ahveh el siguiente mandato: «Desapruebo el Ioft/ que se
encuentra en el valle de Ben-Ennom, que nadie pase por el fuego a su hijo o a su hija
en honor de Moloch.» Los niños eran quemados en un altar según testimonio del
profeta Jeremías. El mismo profeta puntualiza que se trata de un ritual extraño al
yahvismo, realizado sobre un altar, que parte del ritual consistía en quemar incienso,
que este holocausto se hacía en honor de Baal, y nuevamente condena tajantemente
estos sacrificios de víctimas inocentes. Diodoro Sículo, refiriéndose al sacrificio de
niños en Cartago, añade que se depositaban en las manos abiertas, inclinadas, de una
estatua de Baal Hammón, para que se deslizasen al interior y se abrasasen. Porfirio a
finales del siglo m y Eusebio de Cesarea en el siglo IV, tomando el dato de Filón de
Biblos, puntualizan que los fenicios en caso de grandes calamidades, como guerras,
sequías o pestes, sacrificaban a sus hijos en honor de Baal Hammón.
La historia de Fenicia está llena de estos sacrificios, como cuenta Sancuniatón en
su Historia, traducida al griego en ocho libros por Filón de Biblos. Otros autores de la
época imperial romana confirman lo anteriormente expuesto. Se tocaba música de
flautas y de panderos para que no se oyeran los gritos de las víctimas. La música era
parte del ritual del sacrificio. Todas las familias tenían la obligación de ofrecer a sus
niños, y quienes no los tenían, los compraban a los pobres. En los tojet se descubren
huesos de pájaros y de corderos. Se ha pensado que el fallecimiento de un recién na-
cido por causas naturales iba acompañado del sacrificio de un animal para obtener
de los dioses un segundo hijo.
También entre los semitas están documentados los sacrificios humanos. Jefté sa-
crificó a su hija a Y ahveh después de su victoria sobre los amonitas. Jehú mató a los
profetas de Baal. Josías inmoló sobre sus altares a los sacerdotes de los lugares en Sa-
maría, y Elías a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Restos claros de sacrifi-
cios humanos, de pájaros y de corderos han aparecido en un templo de Ammán, fe-
chado en el siglo XIII a.C. El rey moabita inmoló a su hijo al ver que no podía vencer
a los israelitas.
En la actualidad se tiende a admitir que en el tofet se enterraban a los niños que
no se habían integrado en la comunidad, y por esta razón no se depositaban sus cuer-
pos con el resto de los ciudadanos. A estos niños se les incineraba en el toftt y los
adultos lo eran en otras necrópolis a partir del siglo VIII a.C. Seguramente los autores
griegos presentaron esta incineración como un verdadero sacrificio humano, aun-
que hubieran muerto por causas naturales. En los tofet se mezclaban restos de niños y
de animales incinerados.
Entre los israelitas se celebraban sacrificios de sustitución del primer hijo o del
primer animal. Los fenicios de fuera de la metrópolis han podido sacrificar animales
para pedir a Baal Hammón un segundo hijo. El tofet era un lugar sagrado, donde se
pedía a Baal Hammón, con el sacrificio del animal, un segundo hijo en lugar del inci-
nerado, muerto por causas naturales.
Se sacrificaban a los dioses fenicios pájaros, toros o corderos. También se quema-
ba incienso.
Los candelabros eran piezas importantes del culto fenicio como lo prueban el in-
censario de bronce de Kition, con un personaje sentado delante del árbol sagrado, to-

144
cando una lira, lo que confirma la importancia de la música en el culto fenicio, al
igual que en el israelita; o un segundo de la misma procedencia con un varón que lle-
va un panel de metal hacia un árbol sagrado, que prueba que se disponía a ofrecer
una ofrenda ya que, al parecer, la~ explotaciones de las minas en Chipre y en Cástulo
Gaén) van unidas a los templos. Estos desempeñan un papel importante dentro de la
economía. En un tercer incensario de bronce, un varón se encamina también hacia
el árbol sagrado llevando al hombro unos tubos, metal, etc. Son importantes por re-
presentar los rituales algunas páteras y vasos pintados de Chipre y algunos marfiles
fenicios del fuerte de Salmanasar 111 en Nimrud, en los que se represente a Astarté
entronizada, a veces acompañada de una esfinge como en la imagen de Galera. De-
lante de la diosa hay una mesa llena de recipientes para ofrecer libaciones o propor-
cionar alimento a la diosa. Hacia la mesa se dirigen músicos tocando diferentes ins-
trumentos, bailarines cogidos de la mano u otras personas con pájaros para sacrificar
a Astarté. Estos marfiles de Nimrud, páteras y pinturas chipriotas describen magnífi-
camente el ritual de un sacrificio a Astarté y los diversos elementos que lo inte-
graban.
Otro elemento importante del ritual fenicio consistía en la ofrenda del cabello,
según se ha indicado ya, con el que hay que vincular muy probablemente las llama-
das navajas de afeitar, decoradas a veces con imágenes de Melqart, de Reshef, de lsis
amamantando a Horus, Horus-Ra, Harpócrates, arpistas, figuras grotescas, o de ani-
males, como león, hipocampo, grifo, arpistas, etc. A estas figuras hay que atribuirlas
un sentido mágico. Han aparecido en tumbas del norte de Africa, de Ibiza y de Cer-
deña, y son fechadas entre los siglos VII-II a.C.
Estas navajas han aparecido frecuentemente en tumbas, lo que indica que se de-
bía usar en los rituales fúnebres como para depilar los cadáveres.
Los cultos atacados por los grandes profetas de Israel son fenicios en origen. De
hecho, la mayoría de los judíos durante la época de la monarquía practicaba la reli-
gión cananea, cuyo influjo fue enorme en la israelita.
Una actitud orante consistió en levantar el brazo derecho con la mano abierta di-
rigida hacia delante y los pies descalzos, según representación de los escarabeos.

Amuletos

Estos objetos de carácter mágico fueron muy usados por los fenicios y su uso lo
extendieron por todo el Mediterráneo. En los collares de La Aliseda (Cáceres), fe-
chados hacia el año 600 a.C., están presentes todos los tipos de amuletos fenicios, en
forma de lengüeta, cabezas de serpientes, esferas, creciente lunar, el sol, etc.

La adivinación

El libro de los Reyes menciona a los profetas de Baal, contra los que luchó el pro-
feta Elías. Un oráculo funcionaba en el Heracleion gaditano, que profetizó a César el
año 61 a.C. su futuro poder.

145
Creencias y ritos fúnebres

La concepción sobre la ultratumba en Palestina, Siria y Anatolia se basaba en la


creencia de que el soberano, al revés de lo que le sucedía al resto de los mortales, era
admitido al banquete de los dioses, como afirma una inscripción siria del siglo VIII a. C.;
la misma idea se representa en una escena del sarcófago de Ahiram, del siglo x a.C.,
o un marfil de Megiddo datado en el siglo XIII a.C., donde una diosa sirve al so-
berano en compañía de músicos. El triunfo militar recuerda las victorias del rey.
Desde comienzos del 1 milenio antes de Cristo se extendió esta ideología a toda la so-
ciedad, según se deduce de las estelas funerarias con el difunto banqueteando como
en las estelas neohititas de Marash, fechadas a finales del siglo VIII o a comienzos del
siglo VII a. C., de Cinzirli, siglos x- IX a. C., de Karkemish de comienzos del siglo VIII a. C.,
del sacerdote Agbar de Nerab de la primera mitad del siglo VI a.C.
La incineración, propia de los pueblos indoeuropeos, comenzó a generalizarse y
sustituyó parcialmente a la inhumación. La incineración del cadáver presupone un
cierto concepto de divinización del difunto. En edad clásica, se funden las dos con-
cepciones: la osírica y esta otra ideología propia de los pueblos de Asia, cuando el
muerto se heroiza, como lo indican los monumentos púnicos de Sicilia. La heroiza-
ción del difunto es un aspecto de la afirmación de las religiones solares .

...
~

Sidón. Sarcófago antropoide. Siglo IV a.C. Beirut. Museo NacionaL

146
Ni entre los fenicios ni entre los hebreos se documenta un culto a los muertos.
Sin embargo, debió existir la creencia de algún tipo de vida más allá de la muerte,
como lo indica la inscripción en arameo de Pananu, rey de Y a'udi, en el norte de Si-
ria, fechada en el siglo VIII a.C., en la que se describe al rey difunto comiendo y be-
biendo en la ultratumba en compañía de Hadad. Seguramente esta vida ultraterrena
es la representada en el sarcófago de Ahiram, en la que se representa el difunto en-
tronizado acompañado por esfinges, bebiendo delante de una procesión de varones
dirigiéndose hacia él con gesto de adoración. También podía simbolizar el banquete
fúnebre, aunque ello es menos probable. Las inscripciones de Ahiram, las sidonias a
partir de Tabnit y la de Eshmunasar 111, que prohíben robar o revolver el sarcófago,
presuponen cierta creencia en el más allá y que el difunto está vinculado de alguna
manera con su sepultura, pues se molesta el reposo del difunto removiendo sus
huesos.
Las inscripciones funerarias de la familia real de Sidón demuestran que los feni-
cios llamaban a sus muertos raphaim, término ya usado en Ugarit. En esta ciudad se
ofrecía a los difuntos un banquete que duraba siete días consecutivos con el fin de
asegurar la prosperidad del reino. En la Siria del 11 milenio estos raphaim recibían
culto y se equiparaban a los dioses Manes. Habitaban en una casa subterránea.
En el 11 milenio, el rito fúnebre frecuente en Siria y Palestina fue la inhumación
y rara vez se usó la incineración. A partir del siglo VIII a.C. en Fenicia se documentan
incineraciones en Khaldé, Hazor, Akhiv, Tanbonrit y Tell Rache.
Se desconoce el ritual seguido en la cremación, si había un lugar determinado
para este fin, o si cada cremación tenía el suyo. La deposición de las cenizas se hacía
en un lugar distinto del de la cremación.
Se desconoce si las tumbas en los siglo VII-VI a.C. se señalaban con estelas. En
Akhiv una estela señalaba una tumba. En una tumba de Trayamar se han recogido
diez platos utilizados en el banquete fúnebre, un quemaperfume, que indica que se
quemaban huesos olorosos, objetos todos depositados como sagrados una vez que la
tumba se cerró. Los platos se rompían encima de la tumba para no usarse más. Todas
estos rituales son de origen fenicio.
El entierro iba acompañado de plañideras, según indican los relieves del sarcófa-
go de Ahiram de Biblos.

Máscaras fúnebres

Un elemento usado en los rituales funerarios y en los templos debió ser las más-
caras de terracota. Su origen oriental es claro, pues máscaras de culto, fabricadas a
mano o con rueda de alfarero, han aparecido en el área de los templos de Hazor, en el
siglo XIII a.C. Desde final de la Edad del Bronce se generalizó la máscara en Siria
(Tell Hadidi y Meskesie) y en Palestina (Hazor). En la Edad del Hierro se encuentran
máscaras en el santuario filisteo de Te! Gesile, fechadas a finales del siglo XII a.C. o a
comienzos del siguiente. Una máscara datada hacia el año 850 a.C. se halló en Tiro.
Otras máscaras en Fenicia se han descubierto en Akziv, final del siglo IX-VII a.C., Se-
repta Amrit. En tumbas y santuarios chipriotas son abundantes estos objetos (lda-
lion, Marion, Amathus, Kurion).

147
CAPÍTULO VII

La religión del Irán antiguo


LA RELIGIÓN ANTERIOR A ZARATUSTRA

Los iranios eran un pueblo indoeuropeo. Irán estuvo formado por dos grandes
tribus, los medos y los persas, que fundaron bajo Ciro el Grande el primer gran impe-
rio del mundo antiguo.
En el sur de Rusia se asentaron otros iranios, como los escitas, que crearon una
civilización local importante. Los partos llegados del este fundaron el segundo impe-
rio iranio. Los partos, fieles a las tradiciones iranias, fueron muy permeables al hele-
nismo y fueron los grandes mediadores entre el helenismo y la cultura irania. Los
saces, originarios de las estepas del Asia Central, crearon en el este de Irán y en el
Noroeste de la India un gran número de Estados y una civilización original. Los sog-
dianos acapararon el comercio entre China y Occidente. Se asentaron al este de Irán.
Los sasánidas mantuvieron durante más de cuatrocientos años la lucha contra Roma
primero y después contra Bizancio.
En los orígenes de la religión del Irán antiguo desempeñó un papel importante la
región nororiental, el actual Afganistán e incluso el norte de este país.
La fuente principal para reconstruir la religión en este periodo son los cantos au-
ténticos de sacrificios, conocidos bajo la denominación de yasht. Otras fuentes reli-
giosas son el libro de Firdausi, la literatura pahlevi, los Rivqyats persas y otros poemas
épicos que recogen mitos antiguos. La comparación con la religión india, con sus
mitos, ritos y creencias, arroja mucha luz sobre la religión irania.

El panteón

El panteón iranio primitivo conocía varios dioses, a cuya cabeza se encontraba


rodeado de una corte de deidades independientes, cuyos nombres eran Ameretat,

148
Aramati, Asha, Haurvatat, Xshathra y Vohu Manah. Se trataba de conceptos abs-
tractos, como la inmortalidad, la moderación, el orden justo, la salud, la realeza y el
pensamiento bueno. Estos dioses iban ligados a determinados elementos, y así Ara-
mati se vinculaba a la tierra, Haurvatat al agua, Asha al fuego, Xshathra al metal,
Ameretat a las plantas y Vohu Manah al buey. Se les denomina los Amesa Spentas y
eran antiguos dioses funcionales indoiranios, de tal manera que se puede establecer
la siguiente equivalencia:

Mitra - Vohu Manah


Varona - Asha
lndra - Xshathra
Sarasvati y otros - Aramati
Nasatyas - Haurvatat y Ameretat

Los dioses principales estaban rodeados de otras deidades secundarias. Así a Mi-
tra acompañaban Sraosa y Asi (la retribución), aunque sobre este último es imposi-
ble afirmar con absoluta seguridad que pertenezca a este periodo; posteriormente
tuvo un carácter escatológico. Los límites entre las diversas funciones eran siempre
fluctuantes, como también sucedía entre los dioses indios.
Ahura Mazda era el dios supremo de la religión irania. Su nombre significa
«señor de la sabiduría». Era un dios del cielo y, por tanto, omnisciente y sacerdote
celeste.
Dos dioses en la religión irania antigua eran Vayu y Varathrayna. El primero es
el ideal del guerrero. Es el dios de los soldados, pero igualmente de los muertos y de
la fecundidad. Vayu también significa la atmósfera en movimiento. Es un dios de ca-
rácter naturalista, el principal motor del mundo y el principio de todas las cosas. Fue
muy venerado en la región este de Irán. Varathrayna es el equivalente de lndra en la
India. Se manifestaba en los seres humanos, en los animales y en el viento. Este dios
después desempeñó un papel importante.
Otra divinidad igualmente destacada fue Anahita, diosa de la fecundidad, ligada
a Mitra, que aparece en compañía de los Nahaithya. Se vincula al agua de un gran
río, que probablemente es el Oxus. Se la representa como una muchacha. El castor
era su animal sagrado. Era una diosa plurivalente.
La región este de Irán veneró igualmente al fuego, llamado Atar, que era hijo de
Ahura Mazda.
La religión irania anterior a Zaratustra conocía dos clases de dioses, al igual que
la India. Los primeros encarnaban la buena conducta (los ahura) y los segundos la
mala (los daeva ).

Cosmogonía

Es posible reconstruir la primitiva cosmogonía a través de los textos más anti-


guos y de otras fuentes posteriores. Y a la tercera gatha es en realidad un poema cos-
mogónico, que trata de los orígenes del mundo. En ella aparecen dos espíritus pri-
mordiales contrapuestos, uno bueno y otro perverso, que se daban conjuntos en
Vayu, que era el árbol cósmico y el pilar que unía el cielo con la tierra.

149
Estandarte con los genios del agua.
Luristan. Montes Zagros.
1900-1800 a. C.
Bronce. París. Louvre.

La literatura pahlevi (Riv. Dat. 1 Den., XL VI 3-5, 11.13.28) describe la creación


en los siguientes términos:

Crea el mundo entero. Nada más creado, lo lleva a su seno. Le aumenta conti-
nuamente y no cesa de mejorarlo. Los crea uno des púes de otro, a partir de su propio
cuerpo. Crea el cielo a partir de su cabeza. Crea la tierra a partir de sus pies. Crea el
agua a partir de sus lágrimas. Crea las plantas a partir de sus cabellos. Crea el fuego a
partir de su pensamiento.

El Universo sale, pues, del cuerpo de la divinidad. En esta descripción cada indi-
viduo es considerado como un mundo en pequeño.

Mitos

La fiesta del Año Nuevo, cuyo ritual se encuentra descrito en los relieves del pa-
lacio de Persépolis, de época aquemémida, ocupa el centro de los mitos, con la muer-
te del dragón cósmico, de la lluvia y de la tormenta. Este tema del guerrero que mata
a los dragones se reparte en varios mitos, de los que sólo quedan huellas.

150
El héroe de otro gran ciclo mitológico es Yima, primer hombre y primer rey.
Otros mitos iranios tienen como primer hombre a Gayomart; la primera pareja sería
Mashya y Mashyane.
Una pieza clave por sus representaciones religiosas es el cuenco de Hasanlu, ha-
llado en Azerbaiyán y fechado en los siglos XII-XI a.C. En el registro superior tres
dioses son llevados en carro; dos conducidos por mulos y uno por un toro, delante
del cual un sacerdote ofrece un jarro. Lleva el pelo corto, en contraste con los peina-
dos de los tres dioses, que son largos, flequillo sobre la frente. Al parecer está presen-
te al sacrificio de dos ovejas, que dos hombres conducen al sacrificio. Los tres dioses
son posiblemente el dios del agua, identificado por el toro, generalmente asociado
con este dios en la religión del oeste de Asia. El dios del país lleva cuernos. El colo-
cado en medio es el dios sol, fácilmente identificado por el disco solar alado.
Debajo del dios sol, un héroe vestido con falda y con las manos protegidas com-
bate con un monstruo que tiene la cabeza y la parte superior humanas, pero con el
cuerpo inferior en el interior de una montaña. A sus espaldas, un perro de tres cabe-
zas y cuello abre sus fauces en la parte posterior de la montaña. Esta escena parece es-
tar en relación con la corriente de agua que brota de la boca del toro. Al parecer, el
héroe lucharía contra el monstruo de la montaña. El combate sería contra el dios del
agua. En la parte inferior, hacia la izquierda, un niño ofrece a un dios entronizado,
que extiende su mano hacia el pequeño y que tiene en la izquierda un martillo. A la
derecha de la escena de combate, se encuentra una diosa de pie, desnuda, con el man-
to extendido, que recuerda a otra representación del arte sirio.
E. Parada, a quien hemos seguido en la exégesis de esta excepcional pieza, sugiere
interpretar las escenas como un poema épico del dios hurrita Kumarbi, conservado
en un texto hitita. La epopeya describe los intentos del dios más viejo, Kronos, Ku-
marbi para recobrar la soberanía celeste que ha perdido ante el dios de la tormenta,
Tesup. Las escenas representadas parecen reflejar composiciones parecidas a las des-
critas en el mito: la presentación del mito al padre, la diosa exhibiendo su encanto fe-
menino, como Ishtar en su mito, y la batalla con el monstruo de la montaña. Las res-
tantes escenas probablemente se relacionan con la composición principal: un arque-
ro caminando mira a un águila o halcón que transporta por el aire a una diosa. Este
motivo podría aludir a que el monstruo creado por Kumarbi esparcería a todos los
dioses debajo del cielo. Probablemente la cabeza de la serpiente de la extremidad su-
geriría que se trata de una figura divina. Posiblemente la diosa conduciendo un león
sigue conceptos iranios. Debajo de esta escena, dos hombres matan a otro con barba
colocado en posición frontal. El tema aparece ya en el periodo arcaico babilónico,
donde probablemente se refiere a la lucha de Gilgamesh y de Enkidu contra el guar-
dián del bosque de los cedros. Esta composición pasará al arte de Mitanni y a los re-
lieves neohititas. Probablemente expresa conceptos igualmente iranios.

Antropología

La antropología irania primitiva conoce muchos espíritus y almas bajo los nom-
bres de ahu, manah, urvan, tanu, etc., citados en los escritos zoroástricos más anti-
guos.
Más importantes que los anteriores son los fravasis, palabra que significa protec-

151
ción, que son espíritus tutelares, o ángeles custodios, y las almas de los hombres pia-
dosos. Las almas de los muertos o uroan, se unían a su fravasi; y eran objetos de culto al
atardecer o en la primera mitad de la noche. Recompensaban a sus fieles con bueyes
y hombres y volvían a estar entre los vivos en la fiesta de Hamanspa dmaedaya.
El polígrafo persa Al describe esta fiesta:

En esta época era costumbre comer en las tumbas de los difuntos y beber en los
tejados. Se creía que los espíritus de los difuntos, durante estos días, abandonaban el
lugar de su recompensa o de su castigo. Se podían acercar a los platos arreglados para
ellos, pues ellos absorbían la fuerza. Perfumaban sus caras con enebro para que los
muertos gozen del olor de esta planta, y para que los espíritus de los hombres piado-
sos se ocupasen de los asuntos de la familia, al mismo tiempo que de sus hijos y del
resto de sus parientes.

Losfravasis eran además de los espíritus de los antepasados, los ángeles custodios,
seres celestes preexistentes, ayudantes de Dios, en la gran lucha entre los seres bue-
nos y los seres malos. Se les representaban como jinetes armados que defendían el
cielo. Estaban vinculados al viento y la lluvia. Después pasaron a la religión zoroás-
trica.

La comunidad religiosa

En la religión irania antigua existían ciertas sociedades secretas dedicadas al cul-


to, compuestas por jóvenes guerreros y militares pertenecientes a la nobleza que se
entregaban al éxtasis. A estos guerreros se les llamaban lobos. Veneraban a un héroe
matador de dragones, llamado Freton, Farn o Karsasp, Garsasp, que ya se menciona-
ba en los ritos mitológicos del Año Nuevo.
Los miembros de estas sociedades de culto, cuyo patronos eran Mitra y Vayu, lle-
vaban una vida licenciosa, que después fue condenada por el zoroastrismo. También
sembraban el terror en la región. Se entregaban a un culto ctónico, rendían culto a
los fravasis y hacían sacrificios cruentos. Este carácter terrorífico queda bien mani-
fiesto en el hecho que el dragón y el lobo fueron sus emblemas y el negro el color más
usado en su armadura y en sus vestidos. También se entregaban a ritos de fecundi-
dad. Este tipo de sociedades pervivieron hasta época parta en Armenia y en el no-
roeste de Irán.

El sacerdocio

El sacerdote, ZJJOtar, que se encontraba al frente de la comunidad sacerdotal, se


encargaba de alabar al dios y de ofrecer las ofrendas. La religión antigua de Irán, al
igual que la de la India, contó con una clase sacerdotal, que participaba en el ritual
del haoma, y ofrecía el sacrificio del soma.
Existieron otros tres clanes de sacerdotes en esta época arcaica de la religión ira-
nía, que también se documentan en la India. Se les designaba con los nombres de
kavi, usij y vifra. El primero era el sacerdote inspirado por los dioses, pero también
este término designaba al príncipe. El usij sacrificaba al toro o bien intervenía en el
sacrificio. Vifra era el sacerdote inspirado.

152
El culto

En el culto desempeñaron un papel importante la alabanza, la invocación y el


canto a los dioses. El encargado de esta plegaria, el staotar, tuvo un papel importante
en el sacrificio, al que acompañaba un encargado de recitar determinadas fórmulas
estereotipadas. Estas alabanzas pasaron al zoroastrismo.
Un objeto litúrgico importante fue el barsman, manojo de pequeñas ramas de ár-
bol atados con una cinta sobre la que se hacía el sacrificio, que necesariamente no lo
ofrecía un sacerdote; podía ejecutarlo igualmente un príncipe. Otros elementos del
sacrificio iranio antiguo eran el haoma, el fuego y las libaciones. El haoma era una be-
bida venerada, al igual que los dioses. Una segunda bebida de alcohol era la
hura.
La libación, ZPothra, podía ser de leche, agua o de diferentes bebidas que contu-
viesen alcohol, como el vino. Así, Mitrídates Eupátor ofreció libaciones de leche,
miel y vino, según el historiador griego Apiano (Mithridatica 66). Los iniciados en los
cultos de Mitra en Mesopotamia bebían leche, hidromiel y agua.
Se sacrificaban preferentemente toros y caballos y rara vez hombres. Estos últi-
mos sacrificios proceden de los escitas, que también eran iranios. Se sacrificaban las
víctimas según un ritual conocido por escita.
Un papel importante desempeñó en la religión irania el culto al fuego, que se uti-
lizaba para ahuyentar a los malos espíritus, para purificar, renovar y quemar las
ofendas. Zaratustra continuó con el culto al fuego, que variaba según su función y
que partía del fuego doméstico. En el sacrificio se tomaba el fuego de la llama que ar-
día sin apagarse. En los santuarios iranios del fuego, éste se colocaba en el interior de
un círculo. Los ritos relacionados con el fuego desempeñaron un papel importante
en las ordalías con carácter purificador. El ritual consistía en atravesar el fuego para
purificarse de alguna falta cometida. En las ordalías estaba bien precisada la madera,
la esencia y los instrumentos que se necesitaban. El fuego en estos casos era sagrado.
El fuego también santificaba y renovaba la vida. El fuego se consideraba el elemento
superior del hombre, que retomaba el fuego celeste al morir lo que explicaría los ri-
tos de incineración. Atar era la deidad del fuego.
Importante fue en esta época arcaica la purificación lograda a través de lavarse
antes de beber la libación. Existía una clase de bautismo vinculado al sacrificio y ab-
sorción de la haoma. En los cultos de Mitra se reconoce, igualmente, una purificación
mediante agua y fuego.

La vida de ultratumba

A los espíritus de los antepasados se les ponía alimentos y bebidas y después se les
mantenía alejados. El tipo de sepultura variaba en la época arcaica: la exposición del
cadáver en lugares especiales para que los buitres o los perros los devorasen o se des-
compusiesen. Este ritual fúnebre es propio de pueblos nómadas y está documentado
en las estepas de Asia Central. La incineración y posterior colocación de las cenizas
en una urna, ritual atestiguado en la región oriental de Irán, entre los escitas y sárma-

153
tas. Este rito fúnebre es propio del país donde apareció el zoroastrismo; el embalsa-
mamiento que Herodoto (1, 216) conoce entre los massagetas, también entre los sár-
matas y escitas, y también entre los iranios de las regiones del este y del norte, según
el mismo historiador (1, 140); y el enterramiento en tumbas rupestres y mausoleos,
documentados sólo en el oeste de Irán.
Se sacrificaban sobre las tumbas víctimas. El zoroastrismo prohibió los llantos y
lamentaciones con ocasión de los entierros. Parte importante del ritual fúnebre entre
los iranios del este consistía en este periodo anterior a Zaratustra en llantos y lamen-
taciones, en golpearse el cuerpo, en arrancarse los cabellos y en suicidarse.
Los iranios creían en un viaje del alma al cielo. El alma atravesaba, según des-
cripción de Ardai Viraz Namak, que recoge creencias más antiguas, las esferas estelar,
lunar y solar, llamadas respectivamente, humat, hext y huvarst. Después el alma llegaba
a la luz del paraíso, que, en esta etapa anterior al zoroastrismo, significaba las luces
sin comienzo. Llegada el alma al paraíso, Vohu Manah se levantaba de su trono, la
cogía de la mano y la conducía a Ahura Mazda y a su corte de dioses. Se asignaba al
alma una sala, un trono, un vestido, una diadema de luz y una corona.
En una tercera fuente sobre la escatología irania primitiva, el Hadoxt Nask, el dae-
na del hombre recibía al alma. El hombre tenía dos mitades, celeste y terrestre, el dae-
na y el alma, ambas de naturaleza espiritual. La suerte de la daena dependía de esta
vida y la del alma de la constitución de la daena. La buena daena tomaba la forma de
una muchacha de quince años acompañada de dos perros. Se creía que la casta gue-
rrera irania vestía en la ultratumba un manto cósmico, que brillaba con resplandores
rojos. Estaba decorado con piedras preciosas, de color de plata y oro. Esta concep-
ción presupone la creencia de que el alma individual retomaba al alma divina y uni-
versal.
Los iranios en esta época arcaica pensaban que las acciones de los hombres cons-
tituía una especie de segunda personalidad, que acogía al difunto. En la escatología
irania se creía que el alma tenía que atravesar un puente que en la escatología irania
posterior era una espada, el alma pecadora debía pasar sobre el filo de la espada, lo
que indica la creencia de que el paso era estrecho. También se admitía la insistencia
de un interrogatorio del alma. Toda esta escatología es anterior a la aparición de Za-
ratustra.

Las fiestas del Año Nuevo

Estas fiestas, centradas en la muerte ritual de un dragón, desempeñaban un papel


importante en el culto iranio primitivo. El sentido místico de estos ritos es difícil de
precisar, pues se conocen pocos textos zoroástricos. Las fiestas constaban de una su-
cesión de ritos y mitos.
El mito supone la existencia de un dragón dueño de la vida, y que la sequía inva-
de el país. Un héroe divino se apodera de la fortaleza donde habitaba el dragón,
triunfando sobre el monstruo. Esta victoria deja libres las aguas de la fortaleza, así
como las mujeres cautivas que el dragón tenía en su harén. Las aguas liberadas fertili-
zan de nuevo la tierra y el héroe divino contrae una hierogamia con las mujeres libe-
radas.

154
En la fiesta de Año Nuevo hay dos series paralelas de ritos, de carácter personal e
impersonal según el siguiente esquema:

Elementos impersonales Elementos personales

1. Sequía 1. Dominio de un dragón


2. Toma de la fortaleza 2. Victoria sobre un dragón
3. Liberación de las aguas 3. Liberación de las mujeres
4. Comienzo de la lluvia 4. Hierogamia

El dios, Varathrayna, que mata al dragón, Azi, de la lluvia, llamado también la


serpiente, es una de las deidades del Irán antiguo. Otros héroes, que matan el dragón,
son Ka-Rasaspa y Thraetaona.
El mismo Mitra ofrece algunos rasgos de matador del dragón, y después casi to-
dos los reyes importantes mataban dragones.
Este combate ritual contra el dragón está descrito por Sahnamah, que cuenta
cómo el rey Faredon se convierte en dragón que siembra el terror para que sus hijos
prueben sus virtudes heroicas. El más valiente es el menor de los hijos, que es el que
recibe el reino. El monarca se dedica a una masacre sagrada.
Se observa una tendencia a la historización en la fiesta irania del Año Nuevo,
cuando reina el usurpador del rey y la sequía azota la tierra. Una vez destronado por
un soberano legítimo, llueve otra vez. Esta leyenda aparece ya en el monarca legen-
dario Yima. Firdausi recoge la leyenda de que el dragón es un usurpador extranjero,
de nombre Azdaha, encadenado por el rey legítimo Faredon. El rito se repetía todos
los años.
En los misterios de Mitra pervivió el combate contra el dragón, donde se cele-
braba un simulacro litúrgico de batalla, en la que se mataba a mazazos un dragón,
que era cubierto de flechas, como cuenta la Historia Augusta (Commodo 9) a propósito
de la iniciación del emperador Commodo en los misterios de Mitra. En estos miste-
rios el dios se le representa como un arquero.
La liberación de las mujeres desempeña un papel importante en Firdausi. Faredon
casa a las mujeres liberadas. En la India, en vez de la liberación de las mujeres, se libe-
ran vacas. En Irán, según Al-Berone, Faredon saca a las vacas de su escondrijo.
En los textos de Irán, el rey desempeña un papel importante como dispensador
de la lluvia.
En las fiestas del Año Nuevo el monarca sale vencedor de los poderes malignos y
reinaba sobre el universo. Toda la creación se renovaba y los humanos eran libera-
dos de la muerte y de la vejez, ya que Ohrmazd resucitaba a los muertos, cuando to-
das las potencias malignas fuesen arrojadas del mundo, lo que daba sentido escatoló-
gico también a esta fiesta anual. Durante su celebración los espíritus de los difuntos
volvían a la tierra.
Ciertos ritos de fecundidad y cortejos fálicos se celebraban igualmente el día de
Año Nuevo. Además de la hierogamia, había mascaradas con una gran licencia se-
xual. En las mascaradas participaban hombres, animales y seres híbridos.

155
ZARATUSTRA. VIDA y DOCTRINA

Fuentes y familia

Las fuentes principales para el conocimiento de la vida de Zaratustra son sus


poemas, Gathas, que son las partes más antiguas del Avesta y que están redactadas en
un dialecto muy arcaico, próximo a los Vedas. El lenguaje de los gathas es propio de la
región este de Irán, lo que indica que este país era el lugar donde vivieron Zaratustra
y sus primeros seguidores. La fecha de su nacimiento no es segura. Cálculos no muy
seguros colocan su actividad entre los años 1000 y 600 a.C. También son dudosos
otros datos sobre su vida.
Era un ZJJotar, compositor y cantor de cánticos, que tenían detrás de sí una tradi-
ción de poesía sagrada. En los gathas, se puede espigar algunas referencias sobre su
origen y familia. Pertenecía al clan Spitama, cuyos antepasados se dedicaban a la cría
de caballos. Tuvo dos hijos, uno varón, de nombre Isatvastra, y una hija, Pourucista,
que se casó con uno de sus discípulos. Kavi Vistaspa, fue el protector de Zaratus-
tra. Según el A vesta el nombre de su padre era Pourusaspa y Dughdghova el de su
madre.

Enemigos y seguidores

Zaratustra fue un adversario decidido de la religión irania antigua. Por ello se vio
obligado a huir de su tribu. Encontró refugio junto al rey-sacerdote Vistaspa, que
pertenecía a la tribu Fryana. Zaratustra por motivos religiosos, económicos y socia-
les tuvo opositores entre los reyes-sacerdotes ( kavis ), los sacrificadores ( usigs) y los
que hacían el rito ( karpans ). La región dedicada a la cría de ganado estaba arruinada
por gentes mentirosas. Enemigo personal de Zaratustra fue Bendva y un kavi.
Zaratustra contó entre sus protectores al citado rey-sacerdote Vistaspa y a dos
cortesanos suyos, de nombre Frasaostra y Jamaspa. Este último se casó con la hija de
Zaratustra. Zaratustra contó con seguidores que se denominaban amigos, pobres,
partidaros de Maga o confederados. Posiblemente los seguidores era un grupo vaga-
bundo que practicaba la mendicidad y la pobreza, que vestía un traje especial, llevaba
una maza para su defensa y tenía una gran libertad en su conducta.
Un partido enemigo se opuso a este grupo de seguidores de Zaratustra, que era
contrario a los sacrificios de ganado bovino. Se les consideraba, como lo indican los
ritos y mitos de la sociedad masculina, los fundadores de un culto nuevo. De una
gatha se deduce que los opositores a Zaratustra eran la citada sociedad de guerreros,
ya que Zaratustra había atacado duramente al primer hombre y rey, de nombre
Yima, que había dado a los hombres trozos de carne de buey a comer y que era el
hombre más importante de la sociedad masculina. Zaratustra se opuso tenazmente a
los ritos de las sociedades de guerreros y a la bebida sagrada, la haoma.
La actuación de Zaratustra promovió una verdadera revolución y la aparición de
una religión nueva. Los antiguos dioses fueron reemplazados por seres espirituales,
los Santos Inmortales, que eran una espiritualización de los antiguos dioses, agrupa-

156
dos en apartados según su función: el dominio, la vida militar y el principio econó-
mico y social. Estas funciones eran ejercidas por los Santos Inmortales.

La religión de Zaratustra

El primer dios en la predicación de Zaratustra, y de hecho el único, era Ahura


Mazda, que le revela la doctrina, transmitida a sus amigos y fieles. Zaratustra tuvo vi-
siones en las que oía las divinas palabras de Ahura Mazda y éxtasis mediante la bebi-
da de agua que daban el verdadero conocimiento y la iluminación y quedaba dormi-
do profundamente durante siete días y siete noches.
Uno de los seguidores de Zaratustra, Kavi Vistaspa, tuvo auténticas visiones du-
rante un viaje chamánico, posible por haber tomado estupefacientes, que se debían
usar en la primera comunidad zoroástrica para provocar el tránsito que otras veces
era natural. Quizá igualmente despeñaron un papel importante para provocar el
estado de tránsito el canto, frecuente entre los kavis. El paraíso significó para Zara-
tustra problamente la «casa del canto». Los poemas de Zaratustra, los gathas, son los
cánticos, lo que indica que en la comunidad de seguidores de Zaratustra el canto de-
sempeñó un papel importante. Tanto Zaratustra como sus fieles tenían un compor-
tamiento chamánico.
Las creencias de Zaratustra se vincularon a la vieja concepción de la doble natu-
raleza de Vayu, pero la espiritualizó.
Los puntos fundamentales del sistema de Zaratustra son: su concepción sobre
Ahura Mazda y los Santos Inmortales; el dualismo entre el Bien y el Mal; la oposi-
ción entre el cuerpo y el espíritu; la escatología y los comienzos de la apocalíptica; la
gran ordalía final por el fuego y el metal fundido, y la revelación divina sobre su
persona.
Ahura Mazda, el principio y el fin, era un dios todopoderoso, que llevaba en su
interior una contradición entre el Bien y el Mal.
Zaratustra era de tendencia monoteísta, que no pudo desarrollar plenamente, de-
bido al dualismo.
Se alineaban con el Espíritu Santo todos los seres buenos, los Santos Inmortales,
y todos los hombres que hayan obedecido la doctrina de Zaratustra. El adversario de
Ahura Mazda era Anra Mainyu, «espíritu hostil». Los dos habrían creado el mundo
sensible. El espíritu bueno es la vida y el espíritu malo la no-vida. Los hombres se
agrupaban en dos campos alrededor de estos dos enemigos. Los contrarios eran Asha
y Drug. La verdad y la mentira. Anra Mainyu era la encarnación de la muerte. En los
gathas se menciona el demonio Maraka. Se creían en muchos clanes de demonios,
daevas. El pecado se llamaba aenah. Uno de los peores enemigos, además de Anra
Mainyu, era el furor Aeshma.
Tanto Zaratustra como sus fieles, se oponían a las mujeres que seguían a las socie-
dades de guerreros.
El gran dios estaba rodeado de una gran corte de dioses, concepción tomada por
Zaratustra de la religión tradicional. Habían salido de él. Eran aspectos de su perso-
na, pero eran independientes. Llevaban nombres abstractos, pero se vinculaban a di-
ferentes elementos. Estos seres eran una sublimación de la serie funcional de los dio-
ses indoiranios. Zaratustra espiritualizó los viejos dioses funcionales, que quizá esta-

157
han ya antes espiritualizados. Un problema religioso importante es saber si Ahura
Mazda, idéntico al V aruna indio, era adorado bajo este nombre antes de la aparición
de Zaratustra. Antes de la predicación de Zaratustra ya existían nombres abstractos
en época védica. Algunos eran comunes a los de la India y al Irán antiguo, lo que pa-
rece indicar que el nombre de Ahura Mazda ya se usaba antes de que viviera Zaratus-
tra, que le conoció como el gran dios, bajo este nombre, al igual que los de los dioses
secundarios, que le acompañaban, Aryaman y Bhaga, citados en los gathas bajo los
nombres de Sraosa y Así. Mitra era el Bhaga por excelencia.
Ahura Mazda era también el Universo y los Santos Inmortales, sus elementos.
La oposición entre cuerpo y espíritu no estaba muy acentuada en los gathas.
Zaratustra espiritualizó la vieja escatología irania. Su escatología se caracteriza
por el dualismo entre Buenos y Malos. Los primeros alcanzaban la beatituz en la casa
de Vohu Manah, y los malos iban con su enemigo, Acista Manah.
Al cielo se llegaba por el Puente de Chinvat. Este viaje del alma ocupaba un lugar
importante en los gathas. El músico Zaratustra atravesó este puente. Era el redentor,
que revela la palabra de dios y que empuja a los creyentes después de la muerte. Igual-
mente fue el enviado de dios.
Zaratustra predicó también la creencia en un juicio final, una gran ordalía por el
fuego y el metal fundido, presidida por Ahura Mazda. El mal terminaría al final por
ser vencido y el bien por triunfar. El resultado de este juicio final era la transfigura-
ción de todo el mundo.
La religión de Zaratustra exigía el cumplimiento de determinados preceptos mo-
rales. El seguidor de Zaratustra, en sus acciones, palabras y pensamientos, debía co-
laborar con Ahura Mazda y luchar contra los enemigos.
Otros preceptos de la religión de Zaratustra eran: proteger al ganado, darles agua
y no tratarles mal. El buen pastor fue para Zaratustra el modelo de piedad, preceptos
que indican que Zaratustra predicaba a una sociedad para lo que el ganado era la base
de la economía y de la subsistencia.
En la religión de Zaratustra desempeñó un papel importante la noción de fe, al
igual que la de elección, que implica el concepto de creer y profesar la fe. Se prometía
a los creyentes la recompensa, mizda, que se podía recibir ya en esta vida, pero princi-
palmente despúes de la muerte con la participación de Ahura Mazda, en el paraíso, al 1
que se llegaba mediante la gran ordalía, por mediación de Vohu Manah.
Los poemas de Zaratustra tenían una intención ritual. Se ha pensado que los
gathas eran textos litúrgicos para ser recitados durante los rituales. Otra explicación
más difícil de aceptar basada en la palabra maga consiste en interpretar los poemas
como ceremonias mágicas de purificación de la primera relación sexual de los recién
casados.
Losgathas tienen una intención ritual, pero no es totalmente seguro que sean tex-
tos litúrgicos. Más tarde tuvieron sentido cultual.

La comunidad religiosa de Zaratustra

Zaratustra dirigió su comunidad religiosa, pero ya en vida se dio una evolución


hacia el sincretismo, con la religiosidad antigua de Irán. El zoroastrimo terminó
siendo una fusión de estas dos religiones. La principal diferencia entre ambas religio-

158
nes estribaba en el hecho de que los dioses de la religión irania primitiva habían ocu-
pado su lugar, al lado de los Amesa Spantas, de los que Ahura Mazda era el principal.
Es importante para conocer la religión zoroástrica el Yasna Haptahati, que es el
principal monumento literario de este periodo. La mención del termino daena, iba a
desempeñar un papel importante en la fe, en el zoroastrismo y en la literatura zoroás-
trica redactada en lengua pahlevi, designa la religión revelada.
Los puntos fundamentales en la doctrina de Zaratustra, en la primera comuni-
dad de seguidores, eran: confesar a Ahura Mazda y a los Amesa Spantas y renunciar a
los daevas. A partir de éstos, sólo se nombran a Asha y a Aramati.
La comunidad tenía a Zaratustra como modelo y mediador. Probablemente, el
fiel prometía hacer el bien a la comunidad zoroástrica, Mazdayasnia y al ganado y
evitar el mal. Se comprometía a pensar bien, a hablar bien y a obrar bien, puntos
fundamentales de la moral posterior. La fe de estos fieles era una elección.
En esta primera comunidad de fieles, las plegarias, que eran también confesiones
de fe, seguían el estilo y el vocabulario de los gathas. En una plegaria se confesaba a
Zaratustra; en una segunda a Asha. La tercera era una fórmula corta y oscura, refe-
rente al hombre y a la mujer.
Un documento importante para conocer la situación religiosa de la primera co-
munidad es el Fravasi- Yasht. Y a un signo de sincretismo fue la aceptación del género
literario adaptado a sus necesidades. Era una alabanza a los espíritus de los antepasa-
dos, venerados en la comunidad.

La lryenda de Zaratustra

La comunidad de fieles creía que Zaratustra participaba de la divinidad por unir


en su persona las tres funciones sociales, el primer sacerdote, el primer guerrero y el
primer pastor. Zaratustra fue el primer doctor, el primero que predicó la doctrina de
Ahura y el primero que hizo profesión de fe. Es el primer maestro, juez, señor y re-
dentor. Fue elevado al rango de primer hombre y primer rey divino. Los devotos re-
lacionaron a Mitra con Zaratustra.
Se ha supuesto que la primitiva comunidad zoroástrica había redactado un poe-
ma épico-mitológico sobre su maestro. Zaratustra aparecía en este poema como un
ser semidivino y mítico.
Pronto circularon entre sus fieles leyendas maravillosas sobre su vida y sus obras,
sobre su nacimiento, y los sucesos que le precedieron. Los dioses protegieron al re-
cién nacido. A los veinte años se retiró a meditar. A los treinta, en un encuentro con
Vohu Manah en las orillas del río Daitya, tuvo una revelación divina.
Se ha supuesto que estas leyendas se remontan a la primera comunidad zoroásri-
ca, que tomaron fuerza cuando se conocieron las leyendas sobre Buda. En el oeste se
propagó una leyenda sobre Zaratustra diferente.

Escatología de Zaratustra

La fuente principal para conocer las ideas escatológicas de Zaratustra es un poe-


ma que formaba parte de Hadoxt Nask, hoy perdido, en el que Zaratustra preguntaba

159
a Ahura Mazda por lo que sucedía después de la muerte. Este texto es contemporá-
neo de Zaratustra. Según esta descripción el alma del justo permanece junto al cuer-
po tres días y recita el Gatha Ustavaiti. Al final de la tercera noche, el alma tiene la im-
presión de que sale el día, y de que un viento perfumado llega del sur. Este viento
trae la daena del muerto bajo la forma de una bella muchacha, que es tan bella debido
a las buenas acciones del difunto. El justo atraviesa las tres esferas celestes: la de las
estrellas, la de la luna y la del sol. Después llega al paraíso donde un justo muerto con
anterioridad le pregunta cómo ha pasado de la vida corporal a la vida espiritual, de la
vida dolorosa a la vida sin dolor, pero Ahura Mazda prohíbe seguir el interrogatorio
sobre el camino horrible, peligroso ligado a la separación, por la que ha pasado, que
consiste en la separación del cuerpo y de la conciencia. Este tema, el del camino peli-
groso, que recorre el alma después de la muerte, es central en los textos escatológicos
posteriores. Ahura Mazda ordena dar al muerto la bebida de primavera, que es la be-
bida de la inmortalidad. El texto se centra en el encuentro entre el alma y una mu-
chacha bella de quince años.
La escatología de los gathas no menciona el viaje del alma al cielo, ni la resurrec-
ción de la carne, ideas incompatibles con la de la ascensión al cielo. La tradición
pehlevi hace resucitar a todos los muertos. Tendrá lugar una transfiguración para
que el mundo sea inmortal para toda la eternidad. Se celebra el juicio, que premiará
a unos y castigará a otros. Se halla junto a esta creencia la de la purificación por el
fuego.
La simiente de Zaratustra no desapareció. Se encuentra en un lago, Kasaoya, de
este lago nació el redentor. El redentor es la encarnación de Asha. Nació de una vir-
gen. Es un ser divino, con cuerpo y vida humana y funda el reino de las potencias
buenas sobre la tierra. Los gathas nombran los enemigos vencidos por el herve escato-

Fragmento de escudo
de inspiración mitanni,
con la «Señora de las fieras>>.
Luristan. Oeste de Irán.
Comienzos del 1 milenio a.C.
Museo de Teherán.

160
lógico que son Anra Mainyu, Aka Manah, Aeshma, etc. Por esta victoria llegará la
edad de oro al mundo.
En otra escatología, Mitra, principal adversario de Ahrimán, y otros dos héroes
antiguos, Thraetaona y Pasotanu, desempeñan un papel decisivo.
Estas ideas apocalípticas y escatológicas ejercieron un influjo enorme en creen-
cias posteriores.

Culto y sincretismo

Zaratustra atacó el culto del haoma, que después desempeñó un papel primordial,
lo mismo sucede con Yima, y con las prescripciones referentes a los sacrificios, que
demuestran que la bebida del haoma iba vinculada a los sacrificios sangrientos, contra
las que luchó encarnizadamente Zaratustra y que no aceptaron tampoco sus seguido-
res. El culto y los dioses anteriores penetraron en el zoroastrismo. La aceptación de
todo esto indica un fuerte sincretismo por parte de los seguidores de Zaratustra, que
igualmente santificó el fuego.
El centro más importante de expansión del zoroastrismo fue Raga, ciudad situa-
da en la ruta caravanera entre Sogdiana, Bactriana y Margiana.

1 U RELIGIÓN DE LOS MEDOS

Algunos jefes medos, que llevaban nombres teóforos, proporcionan algunos da-
tos sobre la religión. Así, Bhagdatti (creado por el dios) indica que Bhaga era el nom-
bre del dios en la región oeste. Los dioses de la segunda y la tercera función pertene-
cían al antiguo panteón medo, según los datos suministrados por el Vendidad, colec-
ción de leyes religiosas, leyendas y mitos antiguos muy importantes. Mitra aparece
en las inscripciones de Artajerjes 11 y 111. Se discute si el teónimo Ahura se lee en los
textos.
Los medos en la época antigua carecían de templos y de imágenes de los dioses,
como se deduce del hecho de que no se mencionan en los anales asirios sus destruc-
ciones.

Los magos

Heródoto (1, 101) es una fuente importante para el conocimiento sobre los ma-
gos, que pertenecían a una de los seis clanes de medos. Constituían una casta sacer-
dotal. Interpretaban los presagios (Heródoto 1, 107-108, 120, 128). Su importancia
la mantuvieron en la corte aqueménida. Ofrecían libaciones (Heródoto VII, 43).
Profetizaban y sacrificaban caballos blancos (Heródoto VII, 113) y las víctimas de
los sacrificios (Heródoto VII, 191; Jenofonte, Cyropaedia VIII, 3.24). Conjuraban
(Heródoto VII, 191) y durante el sacrificio recitaban la lista de los dioses (Heró-
doto VII, 132; Jenofonte, Cyropaedia VIII, 1.23-24). En tiempos de los monarcas
aqueménidas eran sacerdotes del fuego (Heródoto IV, S, 14; VII, 5.57). Un mago
medo en una escena de culto ante un altar de fuego se representa en un relieve de
Qyz Qapan.

161
Ritual funerario

Heródoto (1, 140) describe el ritual funerario medo en los siguientes términos:

En cambio, tengo que hablar como de algo oscuro y sin seguridad en lo que a los
muertos se refiere; es decir, respecto a que el cadáver de un persa no recibe sepultura,
mientras no haya sido desfigurado por un ave de rapiña o un perro. Desde luego, los
magos se positivamente que lo hacen así, pues lo hacen públicamente. En cualquier
caso, los persas impregnan con cera el cadáver y, después, lo entierran.

De este párrafo se desprende que los medos habían aceptado el ritual funerario
de Zaratustra. Los magos medos, cuando Heródoto visitó el Oriente, se diferencia-
ban radicalmente en el ritual fúnebre de los persas. Del nombre del rey Phraortes se
deduce la creencia entre los medos de la supervivencia de los antepasados.

El sacrificio

Heródoto (1, 140) propone datos interesantes sobre los sacrificios de los magos:

Por su parte, los magos se diferenciaban notablemente del resto de los hombres,
en especial de los sacerdotes de Egipto; pues mientras éstos estiman como deber de
su clase no dar muerte a ningún animal, a excepción de los que sacrifican, los magos,
por el contrario, matan con sus propias manos toda clase de seres vivos, excepción
hecha del perro y el hombre, y lo consideran una gran hazaña, pues matan indistin-
tamente hormigas, serpientes y todo tipo de reptiles y volátiles.

Los magos odiaban algunos animales, especialmente a las ratas de agua (Plutarco,
Quaest.conv., IV.2 = 670 D). Las prescripciones seguidas por los magos se citan en

Torre de fuego en el valle de los sepulcros reales en


Naqsh i Rustam.

162
Vendidad (14). Se menciona la muerte de diez mil tortugas, diez mil ranas, diez mil
roedores de granos, diez mil pequeñas hormigas, diez mil gusanos que viven en la su-
ciedad y diez mil moscas. El V endidad es otra fuente para alcanzar cierto conocimien-
to sobre la religión meda. Su espíritu es totalmente diferente al de la religión de Za-
ratustra. Era una adaptación del zoroastismo al carácter de los magos. Es una obra
fundamentalmente legislativa. Cuenta que Ahura Mazda creó dieciséis países y que
Ahrimán intentó destruirlos con diferentes catástrofes.

El panteón medo

El Vendidad conserva una lista de demonios desconocidos antes. Uno de estos de-
monios femeninos se llamó Kunde. Su homónimo era Kunda. Estos demonios per-
tenecían al antiguo panteón medo, que fue barrido en gran parte por el zoroastrismo,
aceptado por los magos. Los viejos dioses medos pervivieron como daevas, al igual
que su culto. Los seguidores de estos daevas se reunían a la puesta del sol en los ce-
menterios y celebraban comidas. También se dedicaban a la necrofagia, o comida de
los cadáveres, o mejor a la homofagia. Incluso se ha pensado que comían a sus pro-
pios hijos, ritual que pervivió en época parta.
Se conoce la existencia de una épica mítico-heroica, cantada por un sacerdote
poeta. Los magos eran los intérpretes de los cantos sagrados que eran genealogías de
dioses.

LA RELIGIÓN PERSA ANTIGUA

El panteón persa

El dios principal de la religión persa era Ahura Mazda, citado en las inscripcio-
nes aqueménidas. Se le denomina grande, el gran dios y el más grande de los dioses.
Su nombre aparece seguido de los otros nombres de los dioses de la casa real. En la
inscripción de Naqsh i Rustam, de tiempos de Darío 1, se dice de este dios:

Ahura Mazda es un gran dios.


Ha creado esta tierra.
Ha creado el cielo.
Ha creado el hombre.
Ha creado la felicidad del hombre.
Ha hecho rey a Darío.

Se supone que esta fórmula es de origen medo. En esta inscripción aqueménida,


Ahura Mazda aparece como el creador, como un dios del cielo.
Otros dioses persas son Mitra, citado por primera vez en inscripciones de Susa y
de Hamadan de tiempos de Artajerjes 11 (405-359 a.C.). Se cita en compañía de Ahu-
ra Mazda y de Anahita.
En una inscripción de Persépolis de tiempos de Artajerjes 111 (359-338 a.C.) se
mencionan juntos Ahura Mazda y Mitra.

163
En tiempos de Darío 1, Mitra recibía un culto importante. De tiempos de Da-
río II (424-405 a.C.) se conocen nombres teóforos cdmpuestos de Mitra. Todos estos
testimonios prueban que Mitra era un dios importante entre los persas de tiempos de
Darío l. Su culto era más bien medo que persa. Su carácter, de dios-juez, los contra-
tos se ponían bajo su protección, vinculó a Mitra con la segunda función.
Artabazo Oenofonte, (yropaedia VII, 5.53) y Ciro el Joven Oenofonte, Económi-
co IV, 24) juraban por Mitra. Darío 111 (Plutarco, Alejandro 30), el último monarca
aqueménida, era devoto de Mitra. En tiempos del geógrafo griego Estrabón, con-
temporáneo de Augusto, Mitra se identificaba con el sol, pero así no fue en un prin-
cipio. Quinto Rufo (Hist.Aiex. IV, 13.12) cuenta que Darío 1 rogó al sol, a Mitra y al
fuego que dieran valor a sus tropas.
Los reyes aqueménidas celebraban la fiesta de Mitra con gran solemnidad y en
época parta se preparaban veinte mil caballos para esta fiesta (Estrabón XI, 14.9),
que era la antigua fiesta del Año Nuevo, en la que desempeñaba un papel importan-
te, lo que convertía a Mitra en un dios dinástico.
Los dioses iranios eran de carácter antiguo, lo que confirmaría la afirmación de
Heródoto (1, 131) en la que se dice que «los asirios dicen que los asirios llaman Mro-
dita Militta, los árabes Alilat y los persas Mitra>>. Quizá Heródoto confundió a Mitra
con su paredra. Se trataría, entonces, de la divina Anahita. También es posible inter-
pretar al párrafo de Heródoto apoyado en la ambigüedad sexual de las divinidades
iranias, basado en un texto de Diógenes Laercio (Proem., 6) en el que se dice que los
magos «condenan las representaciones de los dioses y principalmente a los que soste-
nía que los dioses son, a la vez, masculinos y femeninos».
Anahita se menciona por vez primera en las inscripciones de Artajerjes 11. Su culto
fue importante en época aqueménida, como lo prueba el hecho de que el monarca
persa Artajerjes 11, según cuenta Beroso en el libro 111 de su Historia de Caldea (Cle-
mente, Protr., V, 65.3), erigió estatuas en honor a Afrodita en Bactriana, en Ecbatana
y en Sardes. En monedas partas se representa a esta diosa al igual que en gemas de la
época aqueménida o de comienzos de la época parta.
Otros dioses del panteón persa eran los dioses ancestrales, a los que Ciro ofreció
sacrificios Oenofonte, (yropaedia 1, 6.3; III, 3.22; 111, 1.1). El dios principal entre és-
tos era, probablemente, Ahura Mazda. Otra deidad de estas sería Atar.
El fuego era un dios importante entre los persas. Se le ofrecían sacrificios (He-
ród. 1, 131 ). Los magos recitaban un canto tradicional al fuego sagrado y eterno,
como afirmó Quinto Rufo (111, 3.9) en una procesión Oenofonte, (yropaedia VIII,
3.13), en la que participaban devotos llevando el fuego sagrado y un carro.
Heródoto (1, 131) menciona entre los dioses a la luna, que profetizaban el futuro '

l
a los persas según los magos (Heród. VII, 3 7). Su carácter era masculino en los textos
iranios, pero para los persas era femenina (Strab. XV, 3). La luna se vinculaba con el
agua; los dos eran símbolos de fecundidad. Esta diosa es Anahita, que tenía por atri-
buto el agua. Los griegos identificaron a esta diosa con Artemis.
Según Heródoto (1, 131 ), recibían culto entre los persas el viento, el agua, el cie-
lo, el sol, la luna, el fuego y la tierra. En las fuentes de que dispone el investigador no
queda claro ni estaban divinizados y eran objetos de culto, o eran simples personifi-
caciones. Probablemente eran sedes individualizadas. El agua estaba personificada,
como lo prueba el que Jerjes la apostrofa en el Helesponto, como si se tratara de una
persona (Heród. VII, 35). Ciro el Grande intentó castigar al río Gyndes (Heród. 1,

164
r
181-190). Los magos ofrecían sacrificios a Tetis y a las Nereidas, citados con estos
nombres según la interpretación griega. El agua y el fuego se mencionan juntos.
Eran los dos elementos más importantes. La tierra, morada de los muertos y causa de
la fertilidad, era la diosa Sandaramat, de la región oeste, conocida entre los armenios
como Sandaramet, citada en los gathas como Armaiti.
En el país situado al oeste de Irán, una divinidad era Haoma, mencionado en el
teóforo Haomadata.

Culto

Heródoto (1, 131) escribió de los persas:

Estiman descarriado el levantar estatuas, templos, altares(... ) pienso que, al con-


trario de los griegos, creen que los dioses no se parecen a los hombres.

Los persas no tenían una concepción antropomorfa de los dioses como se des-
prende de este párrafo. Clemente de Alejandría (Protr., V, 65.1) confirma estacaren-
cia de templos y estatuas entre los persas, atestiguada por Heródoto, al escribir que
los persas y medos, según Dinos (h. 330 a.C.):

Hacían sacrificios al aire libre, y que creen que el agua y el fuego son las únicas
estatuas de los dioses.

Heródoto, sobre el culto a Ahura Mazda escribió:

Están acostumbrados a ofrecer a Zeus sacrificios en las cumbres de las más altas
montañas, porque llaman Zeus al conjunto de la bóveda celeste.

Heródoto (1, 131-132) describe minuciosamente el sacrificio de los persas en los


siguientes términos:

Por cierto que he averiguado que los persas observan las siguientes costumbres:
no tiene por norma erigir estatuas, templos ni altares; al contrario, tachan de locos a
quienes lo hacen; y ello, porque, en mi opinión, no han llegado a pensar, como los
griegos, que los dioses sean de naturaleza humana. En cambio, suelen subir a las ci-
mas de las montañas para ofrecer sacrificios a Zeus, cuyo nombre aplican a toda la
bóveda celeste. También ofrecen sacrificios al sol, a la luna, a la tierra, al fuego al
agua y a los vientos. Primitivamente sólo ofrecían sacrificios a esa divinidades, pero
después han aprendido de los asirios y los árabes a ofrecer sacrificios también aUra-
nia, si bien los asirios, a Mrodita, la llaman Milita, los árabes, Alilat, y los persas,
Mitra. En los sacrificios a los dioses citados, los persas observan el siguiente ritual.
Cuando se disponen a ofrecer un sacrificio a uno de sus dioses, conducen la víctima
a un lugar puro e invocan a la divinidad llevando en la tiara una corona, general-
mente de mirto. Ahora bien, el que sacrifica no puede impetrar el favor de la divini-
dad para él solo exclusivamente, sino que ruega por la ventura de todos los persas y
del rey, pues, como es natural, entre la totalidad de los persas está incluido el propio
oferente. Después de hervir la carne, una vez descuartizada la víctima en trozos me-
nudos, esparce en el suelo la yerba más tierna posible, generalmente trébol, y sobre
ella coloca, por lo regular, todos los trozos de carne. Una vez que los ha depositado,

165
un mago, presente al efecto, entona una teogonía (al menos ese es, según ellos, el
contenido del canto en cuestión), pues ocurre que sin un mago tienen por norma no
hacer sacrificios. Y, tras un breve instante de espera, el celebrante se lleva los trozos
de carne y hace con ellos lo que le viene en gana.

Los magos eran el clero casi oficial. Heródoto llama teogonía al género literario
de los yashts, pero también a los cantos litúrgicos. Jenofonte ( (yropaedia II, 1.1) men-
ciona que Ciro el Grande hacía suplicios a los dioses y a los héroes, que poseían el
paso de Persia. Los héroes son probablemente los antepasados. El sacrificio iba
acompañado de un canto litúrgico, como lo prueba la noticia transmitida por Jeno-
fonte ((yropaedia VIII, 1.23) de que los magos cantaban himnos a los dioses al co-
menzar el día, y ofrecían todos los días sacrificios a sus dioses preferidos.
También se ofrecían libaciones, mencionadas por Heródoto (VII, 43; 1, 132;
VII, 43). Jerjes ofreció libaciones al sol naciente y también derramó en el Helespon-
to, junto con una copa, una crátera de oro y una espada persa.
El sacrificio ofrecido por los magos al mar después de una tempestad de tres días,
era probablemente una libación (Heródoto VII, 191 ). También se ofrecían libacio-
nes a la tierra Oenofonte, (yropaedia III, 3.22). En tiempos de Estrabón (XV, 3.14)
los magos ofrecían sacrificios delante del fuego y del agua, y libaciones de aceite de
oliva, mezclado con leche y miel. En Persépolis los magos ya ofrecían libaciones
como lo indican las inscripciones redactadas en lengua aramea.
Igualmente se sacrificaban víctimas; Heródoto no precisa de qué clase eran, pero
en otro párrafo (Heródoto VII, 43) puntualiza que Jerjes en Pérgamo ofreció mil
bueyes, sacrificio confirmado por Jenofonte ((yropaedia VIII, 3.11.24), cuando escri-
be que Ciro ofreció a Zeus (Ahura Mazda) cuatro magníficos toros. Se sacrificaban
igualmente caballos al sol, criados en la llanura de Nisaeon, célebre por sus excelen-
tes caballos. Heródoto (I, 189; VII, 40) recogió la noticia de que Ciro el Grande po-
seía caballos blancos sagrados y que estos caballos se llamaban Nisaioi, por proceder
de esta llanura meda. Caballos blancos sacrificaron los magos al atravesar el río Stri-
mon (Heródoto VII, 113). Jenofonte (Anábasis IV, 5.35) recuerda que Ciro el Joven
entregó al jefe de una aldea un caballo persa para que lo sacrificase al sol. Se conocen
algunos pormenores del ritual de sacrificio de los caballos al sol, como que los caba-
llos destinados al sacrificio en honor del sol, eran llevados en procesión a los toros
consagrados a Ahura Mazda Oenofonte, (yropaedia VIII, 3.11-12). Jenofonte ((yro-
paedia VIII, 3.24) describe el sacrificio. Los caballos estaban muy vinculados con el
!
sol (Heródoto 1, 84.86).
Estrabón (XV, 3.16) recogió un dato interesante sobre la religión de los persas,
l
cuando escribió que cuando «ellos hacían sacrificios a cualquier dios, comenzaban
por hacer suplicios al fuego». Jenofonte en su (yropaedia (1, 6.1; III, 3.22; VII, 3.57;
VIII, 1.23; 3.11-12; 3.24; y 7.3), describe los sacrificios de Ciro el Grande a los dioses
que le sugieren los magos, citados siempre por el mismo orden. Ciro el Grande co-
mienza ofreciendo sacrificios a Ahura Mazda Oenofonte, (yropaedia III, 3.22; VIII,
3.11-12; 3.24 y 7.3). A continuación a Mitra y otros dioses Oenofonte, (yropaedia III,
3.22). También sacrifica al fuego, y después al dios del cielo, y a otros dioses Oeno-
fonte, (yropaedia VII, 3.57). Probablemente se comenzaba por hacer sacrificios al
fuego, como puntualizan Estrabón y Jenofonte en dos pasajes. Cuando se cantaba el
cántico del sacrificio se dirigía el fiel al fuego.

166
El sacrificio persa sigue el viejo ritual iranio, de la región este de Irán, en el que el
orden de los dioses estaba fijado desde la reforma de Zaratustra.
La sucesión de los dioses en la religión persa es conocida por las indicaciones de
Jenofonte ( (yropaedia VIII, 3. 11-12) y de Quinto Rufo (III, 3.11 ). El historiador es-
cribe que cuatro toros blancos se sacrificaban a Ahura Mazda y a los otros dioses su-
geridos por los magos; a continuación menciona caballos consagrados al sol (Mitra).
Después de los caballos, iban un carro blanco con yugo de oro consagrados a Ahura
Mazda; al que seguían un segundo carro blanco, dedicado a Mitra, y un tercero tirado
por caballos, con atalajes de púrpura. Hombres cerraban la procesión y llebaban al
fuego en un recipiente. Se ha interpretado estos datos, como que Ahura Mazda era
un dios de la primera función, su color era el blanco, de aquí un carro; el rojo era el
color de la segunda función, militar, cuyo nombre en el cortejo no se dice; y el oscuro
el de la tercera función. El fuego cerraba el cortejo.
Quinto Rufo transmite otros datos precisos sobre el Gran Rey. Primero venía el
fuego, en un altar de plata; seguían los magos cantando; trescientos sesenta y cinco
jóvenes vestidos con trajes de púrpura; el carro de Ahura Mazda tirado por caballos
blancos y los caballos del sol. Los jinetes que participaban en la procesión vestían
trajes dorados y llevaban fustas doradas.
En la región del oeste del país, se comenzaba el ritual con una plegaria y un sacri-
ficio al fuego. Estos sacrificios mencionados se ofrecían a los dioses del fuego, pero
los persas conocían otra clase de sacrificios. Heródoto (VII, 114) cuenta que al llegar
el ejército de Jerjes al río Strimon en Tracia se enterraron vivos nueve niños de am-
bos sexos, seleccionados entre las poblaciones vecinas. Heródoto confirma la exis-
tencia de sacrificios humanos entre los persas:

Los persas tienen la costumbre de enterrar vivos a seres humanos. Y o he oído


que la mujer de Jerjes, Amc-.stris, ya vieja, ordenó enterrar dos veces a siete mucha-
chos, hijos de la nobleza, para que reemplazasen a ella misma como víctima de un sa-
crificio al dios que creían que estaba en la tierra.

Este poder ctónico era una verdadera divinidad y por eso se la llamaba dios. Una
condena a muerte de carácter religioso cuenta Heródoto (111, 35) cuando recoge la
noticia de que el monarca aqueménida Cambises enterró vivos doce perros cabeza
abajo.

Santuarios

Heródoto (1, 131-132) dice que los persas no tenían ni templos ni altares. Ello no
es exacto, pues Darío 1, en la inscripción de Behistun, afirma expresamente que res-
tauró los lugaros de culto que el usurpador Gautama había destruido. Estos lugares
de culto eran nuevos en la religión irania. Se conocen santuarios en Susa y Persépo-
lis. El primero es una cámara de planta cuadrada, rodeada de un corredor y con cua-
tro pilares en el interior. La entrada tenía otros dos pilares. En Persépolis el santua-
rio estaba rodeado por cuatro cámaras. Tenía un nartex con cuatro columnas. En un
corredor se encontraba el fuego sagrado. En Sistan, se construyó otro templo, que
constaba de un corredor central rodeado de cuatro pórticos situados entre cuatro sa-
las en las esquinas. En el centro había tres grandes altares. Entre los pórticos se en-

167
'
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!
l
contraban las mesas de sacrificio. Se supone que los persas tomaron de Babilonia la
costumbre de construir templos. Los altares se podían levantar, igualmente, al aire
libre. Están documentados hacía el año SSO a.C. en la religión meda. Darío I está re-
presentado en Behistun delante de un altar de fuego que se transportaba en altares
portátiles como afirman Jenofonte ((yropaedia VIII, 3.12) y Quinto Rufo (Hist.
Alex., III, 3.9). Se llevaba el fuego en recipientes o en altares de plata. Los magos
eran los sacerdotes del fuego. En época sasánida se denominaban herbads. Se ha pen-
sado para explicar las diferencias entre los datos transmitidos por Heródoto y los su-
ministrados por otros autores clásicos, y textos elamitas y persas, que Heródoto se re-
fiere al culto entre el pueblo y las otras fuentes a la religión de la casa real.

Ritual funerario

Herodoto (1, 140) conserva noticias precisas sobre el ritual fúnebre que consistía
en enterrar los magos el cadáver, después de que los pájaros o los perros lo hubieran
descarnado, rito tomado del zoroastrismo, mientras que los restantes persas combi-
naban la inhumación y embalsamiento, ritual contrario al zoroastrismo. Este ritual
fúnebre está confirmado por otras fuentes. Heródoto (III, 16) escribe que la crema-
ción del cadáver se desconocía en su tiempo entre los persas, y que Jerjes (VII, 17)
embalsamó el cadáver de Artajerjes para enterrarlo. Ciro ordenó Oenofonte, (yropae-
dia VII, 7.2S) que su cuerpo se depositase en la tierra y Jerjes (Heród. VIII, 24) colo-
có a los muertos de la batalla de Termópilas en tumbas. Este ritual es contrario al se-
guido por el zoroastrismo, así como lo eran las lamentaciones fúnebres a las que se
entregaban los persas. Se conoce bien el ritual seguido a la muerte del monarca aque-
ménida Cambises, que consistió en estallido de sollozos, en desgarrar sus vestidos y
en estallar en lamentaciones (Heródoto 111, 6.6). Otro ritual fúnebre persa describe
Herodoto (IX, 24) que realizaron Mardonio y todo el ejército con ocasión de la
muerte del oficial persa de caballería Masistio. El ritual consistió en cortarse los ca-
bellos y las crines de los caballos y en lamentaciones continuas. Quinto Rufo (X,
S. 19) describe el duelo de la madre de Darío III a la muerte de Alejandro Magno. Se
arranca los cabellos y se tira por tierra, ritual fúnebre seguido por todos los persas, se-
gún Quinto Rufo (X, S. 7), ritos fúnebres prohibidos tajantemente por el zoroastris-
mo, que prueban que la religión persa antigua no se dejó influir por aquél. Jeno-
fonte (Cjropaedia Vlll, 7.20) recoge la idea que los antiguos persas tenían sobre la ul-
tratumba, al poner en boca de Ciro el Grande: el hombre volvía a sus elementos ori-
ginales y cada parte tornaba a la materia. Heródoto (III, 62) afirma que los persas no
creían en la resurrección de los muertos, cuestión ésta en la que se diferenciaban del
zoroastrismo.

Política religiosa de los monarcas aqueménidas

La política seguida por los reyes aqueménidas con la religión de los pueblos que
sometieron se caracterizó por una gran tolerancia, como lo demuestra el hecho de
que Ciro el Grande, en el año 339 a.C., permitió la vuelta a Palestina de los judjos
desterrados en Babilonia, reconstruir el templo y devolver los objetos de culto, lleva-
dos por Nabucodonosor.

168
Una política contraria fue la seguida por Cambises en Egipto (Heródoto 111,
16.27-29) y en templos fenicios (Heródoto 111, 37). Cambises mató al buey Apis, eje-
cutó a los consejeros de la ciudad de Menfis y quemó la momia sagrada. Heródoto
(111, 29) interpreta estos actos como la acción de un loco. También estas medidas po-
dían responder a su actitud religiosa, el perseguir a los sacerdotes egipcios de dioses
de carne y sangre, y a los dioses fenicios, que el monarca aqueménida encontraba ri-
dículos. Inscripciones egipcias se refieren a la tolerancia seguida por Cambises con
respecto a la religión egipcia. Las disposiciones dictadas contra el clero, y los tem-
plos de Babilonia obedecían, probablemente, a razones políticas. Jerjes (Ctesias, Per-
sica, 52-53) saqueó el gran templo de Babilonia. Se apoderó de su tesoro. Asesinó al
gran sacerdote. Babilonia quedó reducido a una simple satrapía. El culto de los dio-
ses de Babilonia, principalmente de Marduk, cesó, según reza una inspripción de Jer-
jes hallada en Persépolis.
En el año 522 a.C. el mago Gautama se sublevó hasta que fue vencido por Darío 1,
según cuenta una inscripción grabada por el propio rey aqueménida, con el auxilio
de Ahura Mazda que le entregó el reino y la descripción de Heródoto (111, 70 ss).
Esta victoria condujo a una revuelta generalizada contra los magos, que fueron asesi-
nados (Heródoto 111, 79), asesinato que se conmemoró con la institución de una fies-
ta que celebraba este hecho. Los magos en este tiempo seguían el zoroastrismo. Pro-
bablemente, habían intentado instaurar el antiguo régimen medo. Pronto, los magos
recuperaron su posición de sacerdotes en el imperio persa, según indican las inscrip-
ciones de Persépolis. Sin embargo, los monarcas aqueménidas no fueron seguidores
del zoroastrismo.

El Z#T"I/anismo

Esta religión es propia de la región oeste del país. Creía en un dios supremo, lla-
mado Zervan. Eudemo de Rodas, que vivió en la segunda mitad del siglo IV a.C., se-
gún Damascio (453-533) escribió en sus Dubitationesy solutiones (125 bis) que los ma-
gos consideraban el todo uno e inteligible en cuanto espacio y en cuanto tiempo, lo
que llevaba a la distinción de un dios bueno y un dios malo, a la luz y las tinieblas.
Beroso, hacia el año 300 a.C., tenía a Zervan por uno de los príncipes de la tierra.
Mar Abas, autor serio, afirmó que Moisés opinaba que Zervan era el personaje prin-
cipal de la mitología irania, en Adiabene y Media Atropatene. En el Vendidad apare-
ce Zervan adorado por los magos. Zervan desempeña un papel escatológico, por
cuanto los hombres seguían los caminos creados por Zervan, que era un dios celeste
y del destino.
La arqueología permite conocer alguna diosa de esta región. Una diosa de las fie-
ras, tetráptera, adorna un escudo de estilo de Mitanni, hallado en Luristán, al oeste
de Irán, fechado a comienzos del 1 milenio.

La realezJZ aqueménida

Los dioses elegían a los monarcas. Cuando había un interregno, como aconteció
a la muerte de Cambises, un oráculo del dios sol dado por mediación de su animal, el

169
caballo, indicaba quién debía ser el futuro rey. La ceremonia de la coronación del
monarca era el marco simbólico de la ideología regía. El rey salía de palacio a pie o a
caballo (Athen., XII, 8.514). Celebraba el banquete separado de los invitados por un
arroyo. Sólo en ocasiones el rey comía con sus invitados (Athen., IV, 25.145). El vi-
sitante se echaba a tierra delante del rey y besaba el suelo, costumbre recibida de las
monarquías de Mesopotamia. El rey aqueménida era la imagen del dios en la tierra, y
descendía de los dioses Qenofonte, Cyropaedia VII, 2.24). Los monarcas aqueménidas
no combatían en persona, sólo contemplaban la lucha, como Jerjes en Salamina o
Darío III en Issos.
El nimbo aureolaba su cabeza (Plutarco, Alex., 30), lo que indica su origen divi-
no. El rey, como sacerdote, era el intermediario entre los hombres y los dioses. Los
monarcas aqueménidas ofrecían sacrificios desde la época del padre de Ciro el Gran-
de, de lo que se encargaron después los miembros más eminentes de la familia real
Qenofonte, Cyropaedia VIII, 5.26). Cuando ofrecía sacrificios el monarca aqueméni-
da vestía de blanco, al igual que el clero (Quinto Rufo III, 17). La tiara y el vestido
en época posterior y durante el periodo parto estaban tachonados de estrellas, símbo-
lo de su posición cósmica y divina.
Los monarcas aqueménidas se enterraban en tumbas rupestres (Persépolis y
Naqsh i Rustam), que imitaban las casas del norte. Con anterioridad se construían
mausoleos, como el de Ciro el Grande en Pasargadas.
Arriano (Anábasis VI, 1.29.4 ss.) describe el mausoleo de Ciro. Era de planta cua-
drada y levantado con bloques de piedras cúbicas. En el primer piso se encontraba la
cámara fúnebre, a la que se llegaba por una puerta estrecha. El cuerpo estaba deposi-
tado en el interior de un círculo de oro. También colocaron un lecho, una mesa y el
mobiliario fúnebre, trajes de púrpuras, armas de oro, joyas y piedras preciosas. Estos
ritos fúnebres de los monarcas aqueménidas eran contrarios a los que hacían los se-
guidores del zoroastrismo. Los reyes recibían en las tumbas un verdadero culto fúne-
bre. Los magos custodiaban las tumbas. Los reyes les entregaban, diariamente, vino,
harina, un cordero, y todos los meses un caballo para el sacrificio Qenofonte, Anába-
sis VI, 29.17). Este ritual fúnebre es propio de los pueblos nómadas y contrario alzo-
roastrismo. A la muerte del monarca, se apagaba el fuego sagrado nacional, como su-
cedió en los funerales de Hefestión (Diodoro XVII, 114).
La leyenda real traduce la ideología regia transmitida por Heródoto (1, 107.122)
y por Justino (1, 4). Se refiere al nacimiento, a la educación y a la entronización
regta.

LA RELIGIÓN DE LOS PUEBLOS DEL NORTE DE IRÁN

Mitología

Heródoto (IV, 5-7) y Quinto Rufo (VII-VIII, 17-18) fabulan sobre los mitos de
estos pueblos, que diferenciaban tres funciones sociales, y cuyos símbolos eran la
copa, el hacha de combate y el carro con su yugo. La leyenda recogida por el historia-
dor griego es la siguiente:

Y por cierto que, al decir de los escitas, su pueblo es, de todos los del mundo, el
más reciente; y tuvo el siguiente origen: en aquella tierra, a la sazón desierta, nació

170
un primer hombre, cuyo nombre era Targitao. Y aseguran, aunque, a mi juicio, sus
palabras no son dignas de crédito, si bien es eso en cualquier caso lo que dicen, que
los padres del tal Targitao fueron Zeus y una hija del río Borístenes. Con semejante
progenie contó, pues, Targitao, que, a su vez, tuvo tres hijos: Lipoxais, Arpoxais y
Colaxais, que era el benjamín. Durante el reinado de los tres hermanos, se precipita-
ron de lo alto del cielo unos objetos de oro (en concreto, un arado, un yugo, un ha-
cha y una copa), que cayeron en Escitia. El hermano mayor, que fue el primero en
verlos, se acercó con el propósito de apoderarse de ellos; pero, al aproximarse, el oro
se puso al rojo. Cuando el mayor se alejó se acercó a ellos el segundo, pero el oro vol-
vió a hacer lo mismo. Así pues, el oro, al ponerse al rojo, rechazó a los dos primeros;
sin embargo, cuando en tercer lugar se aproximó el benjamín, se extinguió la incan-
descencia y el muchacho se lo llevó a su casa. Ante estos prodigios, los hermanos
mayores convinieron en entregarle al menor la totalidad del reino.

El panteón escita

Los dioses escitas pertenecían a las tres funciones. Heródoto (IV, 59) es la fuente
principal para el conocimiento del panteón escita.

Solamente ofrecen sacrificios propiciatorios a los siguientes dioses: principal-


mente a Hestia, después a Zeus y a Gea (pues creen que Gea es esposa de Zeus); y,
tras estos dioses, a Apolo, Afrodita Urania, Heracles y Ares. A estos dioses los reco-
nocen todos los escitas, mientras que los escitas reales también ofrecen sacrificios a
Poseidón. Por cierto que, en lengua escita, Hestia recibe el nombre de Tabiti; Zeus se
llama - a mi juicio, con toda razón- Papeo; Gea, Api; Apolo, Goitósiro; Afrodita
Urania, Artímpasa; y Poseidón, Tagimásadas. Ahora bien, no tienen por norma eri-
gir imágenes, altares ni templos, salvo en honor de Ares, ya que a este dios sí que
acostumbran erigírselos.

Zeus era el dios del cielo. Helios-Apolo equivalía a Mitra, qu<; son dioses de la
primera función. Ares es el dios de la segunda y Gea y Afrodita Urania, de la tercera.

Culto y santuario

La opinión de Heródoto es que los escitas no tenían ni templos, ni altares, ni es-


tatuas. Lo mismo afirma en el siglo IV Ammiano Marcelino (XXXI, 2.23) de los ala-
nos que, al igual que los sármatas, eran todos pueblos iranios. Heródoto (IV, 62) ha
descrito minuciosamente el culto a Ares:

Así es, en suma, cómo ofrecen sacrificios a todos sus dioses y éstos son los ani-
males que inmolan; sin embargo, en honor de Ares, siguen el siguiente rito: en cada
provincia de sus dominios tienen erigido un santuario dedicado a Ares que presenta
las siguientes características. En una extensión de unos tres estadios de largo por
otros tantos de ancho, siendo menor su altura, hay amontonados haces de fajina; y
sobre ese amasijo se acondiciona una plataforma cuadrada, tres de cuyos lados son
escarpados, pero que es accesible por uno de ellos. Y cada año agregan ciento cin-
cuenta carros de fajina, pues sucede que, por efecto de las tempestades, la pila se va
hundiendo paulatinamente.

171
Pues bien, en cada provincia se erigió sobre ese montón de leña un antiquísimo
alfanje de hierro, que viene a ser la simbolización de Ares. A dicho alfanje le dedican
sacrificios anuales consistentes en ganado y caballos; y, desde luego, a eso objetos les
ofrecen un número notablemente superior de sacrificios que a los demás dioses. De
todo los enemigos que capturan con vida, inmolan a un hombre de cada cien, pero
no de la misma manera con arreglo a la que sacrifican el ganado, sino de acuerdo
con un ritual diferente. Tras haber vertido vino sobre sus cabezas, degüellan a los
prisioneros sobre un recipiente, que, acto seguido, suben a la plataforma que está so-
bre el montón de fajina, derramando sangre sobre el alfanje. Así pues, llevan la san-
gre a lo alto de la plataforma, mientras que abajo, junto al santuario, hacen lo si-
guiente: a todos los hombres degollados les cortan el hombro derecho, así como el
brazo, y los arrojan al aire; y, posteriormente, cuando ya han completado el ritual
con las demás víctimas, se van (por su parte el brazo permanece en el lugar en que ha
caído, mientras que el cadáver yace en otro sitio).
Éstos son, en definitiva los sacrifios instituidos entre los escitas, y por cierto que
son los mismos, este pueblo no emplea jamás cerdos y tampoco quieren, bajo ningún
concepto, criarlos en su país.

Se ofrecen a los dioses toda clase de víctimas, pero principalmente caballos. Los
sacerdotes consagraban a los dioses un trozo de carne y una porción de entrañas que
tiraban a tierra delante del dios (Heródoto IV, 61 ).
La adivinación desempeñaba un papel importante entre los escitas (Heródo-
to IV, 67), noticia confirmada por Ammiano Marcelino (XXXL, 2.24). El fuego del
hogar regio desempeñaba un papel importante en los juramentos (Heródoto IV, 68).

Escatología

No se conocen datos referentes a la escatología de estos pueblos, aunque esta au-


sencia no quiere decir que no la tuvieran. Alguna creencia puede rastrearse a través
del folclore del Cáucaso. El caballo desempeña un papel importante. Existía un
vínculo especial entre la escatología y los ritos fúnebres. Se pronunciaba un discurso
sobre la tumba. Se sacrificaba un caballo, que traía un emisario celeste. El difunto
partía con él hacia los Nartes. Debía atravesar un río, custodiado por guardianes. El
dios Aminón le interrogaba. Si el muerto decía la verdad, le dejaba pasar y le daba un
guía para que le acompañara al país de los Nartes. Cruzaba a la orilla opuesta donde
se encontraban los difuntos castigados o premiados, según su conducta en la tierra.
Después llegaba al cruce de tres caminos: el primero conducía al cielo de los santos;
el segundo. al infierno de los malvados; y el tercero llevaba a los N artes. El muerto
elegía este último. El señor de los muertos le invitaba a sentarse entre ellos. El difun-
to no aceptaba. Finalmente, le colocaba en el centro del paraíso.
Heródoto (IV, 73) describe los ritos fúnebres de los escitas. Los parientes ponían
el cadáver sobre un carro. Se celebraba una comida. Las honras fúnebres duraban
cuarenta días, y después se enterraba el cadáver. A continuación, los escitas cum-
plían un rito de purificación, frotándose la cabeza con un ungüento. Heródoto (IV,
71-72) describe minuciosamente los rituales fúnebres de los reyes escitas que la ar-
queología confirma plenamente, y menciona un rito lustral (IV, 73-75), que era un
verdadero rito chamánico, según el cual el chamán acompañaba el alma del difunto
en el mundo inferior.

172
LA RELIGIÓN PARTA

El sacerdocio

La religión parta es dificil de conocer medianamente bien por la falta de docu-


mentación. Se conservan más datos sobre la religión de Armenia y del Asia Menor,
gracias a las inscripciones y a otras noticias. Se menci,onan sacerdotes iranios en Asia
Menor después de las campañas de Alejandro Magno. Estrabón (XV, 3.14) mencio-
na a estos sacerdotes en el Ponto. Y en otro texto recoge importantes datos sobre el
ritual seguido en los sacrificios. Se refiere el geógrafo a los sacrificios en honor al
fuego y al agua. Al fuego se ofrecía ramos de madera secos, que se encendían derra-
mando en ellos aceite de oliva. En honor del agua, abrían una fosa junto a un lago,
río, o fuente, y depositaban en ella las ofrendas. Vigilaban para que el agua no tocase
la sangre de la víctima. A continuación, colocaban el sacrificio sobre ramas de mirto
o de laurel. Los magos cantaban y derramaban una mezcla de aceite de oliva, de leche
y de miel sobre la tierra. Continuaban cantando durante mucho tiempo.
El segundo texto es igualmente significativo. En él afirma que los magos eran
numerosos en Capadocia, al igual que los santuarios persas. En los sacrificios no uti-
lizaban cuchillos, sino una maza. Los templos eran grandes. En el centro había un al-
tar. Los magos mantenían el fuego encendido siempre. Todos los días cantaban du-
rante una hora delante del fuego. Llevaban tiaras. El mismo ritual se observa en los
santuarios de Anahita y de Omanos. Se sacaba en procesión una estatua de madera de
Omanos. Se desconoce la organización de estos magos, que se ocupaban del culto
de los diferentes dioses. Algunos adoraban a Anahita. También practicaban el culto de
Mitra. El monarca armenio Tiridates, que fue a Roma a homenajear a Nerón, era de-
voto de Mitra y llevaba magos en su séquito, que serían, muy posiblemente, adorado-
res igualmente de Mitra. El satírico Luciano de Samosata (Menippo., 6-7.4.63 ss.),
quien describe una iniciación de los misterios de Mitra en Babilonia donde el inicia-
do bebía leche y una mezcla de miel y agua, y Porfirio (De Abstinentia IV, 16) vincu-
lan con los magos el culto de Mitra. Los magos rendían culto también a V oh u Ma-
nah, bajo el nombre de Omanos.
Estrabón (XI, 14. 16) recoge datos interesantes entre los armenios y los medos,
que seguían la religión persa. Los armenios eran devotos principalmente de Anahita,
que contaba con muchos santuarios, donde consagraban esclavos de ambos sexos. La
élite del país entregaba a sus hijos vírgenes, para que se dedicaran durante mucho
tiempo a la prostitución en honor de la diosa. Se casaban después sin ser ello una des-
honra. Este ritual de prostitución sagrada es contrario al que cuenta Plutarco (Ar-
tax., 24) de los templos consagrados a Anahita de los aqueménidas, donde las mu-
chachas hacían voto de castidad.

El culto

Apiano (Mithr., 66) describe bien el sacrificio que Mitrídates VI Eupátor hizo en
Zela. Los reyes llevaban ramos; levantaban dos montículos y depositaban sobre el
mayor miel, vino, aceite y perfumes para ser quemados. Repartían pan y otros ali-

173
mentos entre los presentes. Es el mismo tipo de sacrificio practicado por los monar-
cas persas en Pasargada; después prendían fuego a los ramos. El fuego era tan grande
que se veía a mil estadios de distancia, y no podía acercarse uno durante muchos
días. Este sacrificio de Mitrídates VI era de origen iranio.
La Crónica de Arbelas describe otro ritual iranio, en Adiabene, habitada por pobla-
ción irania, desconocido en el zoroastrismo. Arrojan al fuego los niños durante unas
grandes fiestas. Las gentes se reúnen en una gran fuente, donde se bañan. Cocinan y
dan de comer a sus esclavos. No comen antes de arrojar al fuego a uno de sus niños.
Cuelgan de los árboles algunos órganos de las víctimas. Disparan al aire muchas fle-
chas para manifestar de este modo su alegría.
La diosa Anahita tenía más allá del Éufrates grandes rebaños de vacas, que se
criaban para ser sacrificadas en su honor, como cuenta Plutarco (Luc., 24) al referir
las campañas de Lúculo contra Mitrídates VI y Tigranes de Armenia. En Capadocia
(Estrabón XV, 3.15) se remataba a la víctima con una maza.
También se sacrificaban caballos. Filóstrato, en su Vida de Apolonio de Tiana
(1, 18), relata que cuando su protagonista visitó Mesopotamia, se encontró al rey par-
to sacrificando al sol un caballo blanco que tenía puesto el atalaje, como en una pro-
cesión. Este sacrificio regio se ofrecía a Mitra.

Santuarios

Se conocen una gran cantidad de santuarios en ciudades, como Zela en el Ponto


Euxino; Nemrod Dagh en Commagene, etc. Un santuario que disfrutaba del dere-
cho de asilo consagrado a la diosa persa, se construyó en Hierocesárea en tiempos de
Atalo 11 (159-138 a.C.).
Estrabón (XII, 3.37) describe bien el culto iranio en Zela, que él conocía bien
por haber nacido en el reino del Ponto. En una ciudad había un santuario consagra-
do a Anahita, a la que adoraban los armenios. Las fiestas religiosas se celebraban con
una gran solemnidad. El templo tenía una gran cantidad de servidores y los sacerdo-
tes tenían derecho a participar en la corte. Los reyes trataban a Zela, no como una
ciudad, sino como un santuario de los dioses persas. El sacerdote reinaba sobre todo.
Los sirvientes del templo y el sacerdote, que era inmensamente rico, pues era el due-
ño de gran cantidad de tierras sagradas, habitaban toda la ciudad. Se trataba de un
gran dominio sagrado, administrado por el sacerdote y servido por numerosos escla-
vos. Estos dominios eran numerosos en Asia Menor. Famoso fue el mausoleo de An-
tíoco en Commagene. En Armenia los dioses iranios contaban con un gran número
de templos. Gregorio, el Iluminado, arrasó el templo de Bagayaric, robó los teso-
ros del santuario, los distribuyó entre los pobres y dedicó a la iglesia las tierras del
templo.
Templos consagrados a Anahita se conoce en Til, en Astisat, en Artaxata y en
Thillada Mirrhada, en las orillas del Éufrates, en Arbelas, en Sardes, en Babilonia, en
Susa, etc. Santuarios dedicados al fuego estaban abiertos en Sestan, en Kabol, etc.
Templos del fuego se representaban en monedas de los príncipes persas, acuñaciones
que continuaron en época sasánida en Pasargada y en Naqsh 1 Rustam. Los templos ~
típicamente partos de Asur, Hatra, Uruk, etc. tenían planta cuadrada. Estaban ro- •'.

deados por un corredor con columnas unidas por un arco.

174
En Tang i Sarvak, un relieve rupestre es importante por sus representaciones re-
ligiosas, datado por las inscripciones en la segunda mitad del siglo 11. Se trata de un
santuario al aire libre. Se esculpió un monarca delante de un betilo; un rey banque-
teando; el monarca recibe de un dios la investidura; un rey combatiendo a caballo;
un rey a caballo descuartizando un león; y dos personas ofreciendo un sacrificio so-
bre el altar. Algunas escenas son de difícil interpretación, así como la unidad del
conjunto, si es que algún día la tuvo en la mente del artista o del monarca.

Hatra, ciudad santa de los partos

Hatra era una ciudad santa, no se dedicaba al comercio caravanero como Palmi-
ra, ni era un puesto militar sobre una ruta como Dura Europos, ni tampoco un im-
portante lugar de provincias como Asur. Era la gran ciudad del dios Shamash, el sol,
citado en las inscripciones como el señor de Hatra. La ciudad se desarrolló alrededor
del santuario del dios. Hatra contaba con un buen número de templos secundarios.
La mayoría de las inscripciones halladas son de carácter religioso. Su comercio esta-
ba en función de ser un importante centro de peregrinación. Su carácter de ciudad
fortificada obedecía a los tesoros acumulados en los templos. La arquitectura religio-
sa de Hatra es muy parecida a la de Asur. Las plantas de los templos se agrupaban
como en Asur en tres categorías: templos de columnas de estilo griego; templos de
tradición mesopotámica y templos con iwans. Los templos del primer grupo son dos:
el llamado templo helenístico y el templo de Shahiru.
El primero estaba aislado delante del templo de Shamash. Era períptero y rodea-
do de dos columnatas de alturas diferentes. La interior tenía columnas jónicas con la
cella asentada sobre un alto basamento. La exterior era de columnas corintias, o sea
es un templo períptero sobre un podio, rodeado de un peristilo. Es un templo origi-
nal, sin paralelos, no es grecorromano ni tampoco griego. El templo de Shahiru es
próstilo en la planta, con pronaos de columnas jónicas.
Los templos de influjo oriental son de tres tipos. El primero, numeroso, sigue
una antigua tradición babilónica. Tiene planta en forma de T. Se trata de una sala
rectangular de dimensiones variables según los templos. La cella suele ser pequeña y
a veces es independiente. Frecuentemente tiene dos locales secundarios. El segundo
grupo son templos con iwan, como el edificio más monumental de Hatra, que es el
templo de Shamash, con rica fachada helenizante. Consta de dos grandes iwans, flan-
queados por locales más pequeños. Otros iwans pertenecen a templos, algunos cons-
truidos en el períbolo de Shamash.
Al tercer grupo de templos pertenece uno cuadrado, a espaldas de un gran iwan
meridional, con el que se comunica a través de una puerta. Es el santuario de Sha-
mash, según indican las inscripciones. Tiene una cella. Recuerda a templos iranios,
como uno construido cerca de Susa, y al templo de Surkh Kotal.
En las salas de los templos se celebraban banquetes sagrados, como lo indica el
gran iwan meridional, al igual que en diferentes templos de Palmira, donde aparecen
cráteras. El mismo destino tenía una serie de locales de Dura Europos, los santuarios
de los dioses sirios en Delos y los numerosos templos de Júpiter Dolichenus, dios de
Commagene, y de Mitra, muy venerados ambos en Anatolia orientaL Se ha supuesto
que el iwan servía de sala de comidas sagradas y de templo al mismo tiempo para co-

175
munidades diferentes, o que el culto se celebraba fuera del iwan. Unas salas podían re-
cibir muchos devotos, otras eran de tamaño reducido. Servían sólo a los miembros
de una familia.
El templo D sobre la acrópolis de la ciudad podía estar en relación con el palacio
real, como santuario palatino. Es posible que estuviera dedicado a Ishtar. Tiene un
vestíbulo poco profundo, una antecella pequeña y una cella alargada. En los alrede-
dores del templo no había construcciones, sino dependencias del culto, donde ha
aparecido el recipiente calcáreo decorado con los citados relieves y capillas que de-
bían guardar las imágenes votivas regaladas por el soberano. La estructura longitudi-
nal absidal tripartita del templo D está en el origen del desarrollo de una típica tipo-
logía de templos de la cultura arquitectónica de Siria, que pervive desde el periodo
paleosirio hasta el neosirio, documentada en templos de Biblos, Alalak, Tell Tayinat
y en el construido por Salomón en Jerusalén.

Rituales funerarios

Durante el periodo parto están documentada la exposición de cadáveres (Estra-


bón XI, 11.3) y la antigua creencia irania de la ascensión del alma a su lugar de ori-
gen, en la que creían los magos según el apologista cristiano Arnobio (Adv.nat.,
II, 62). Algunos poderes se oponían durante el viaje a esta ascensión. Los magos
ofrecían preces y cumplían determinados ritos. En esta ascensión al trono de Zeus
Oromazdes creía Antíoco de Commagene (69-34 a.C.).

Literatura religiosa

Un texto sagrado fue el fundamento de una liturgia, según el testimonio de Pau-


sanias, referente a los magos que oficiaban en Hierocesárea y en Hypaipa, descrip-
ción del culto al fuego en lo que coincide con Estrabón (V, 27.6). Esta liturgia debe
ser las invocaciones mencionadas por Heródoto (1, 132), por Jenofonte ((yropaedia
VIII, 1.23-24) y por Estrabón (XV, 733). En tiempos de Mani circulaban textos es-
critos en lengua irania atribuidos a Zaratustra. Los misterios de Mitra contaban tam-
bién con libros santos. Los magos partos representados en las pinturas de Dura Eu-
ropos sostienen rollos en sus manos.
En época parta los textos sapienciales y los apocalípticos del zoroastrismo debían
encontrarse ya redactados en lengua parta. Los magos contaban con libros de tradi-
ciones escritas, que se atribuían a Zaratustra.

Escatología

En el Próximo Oriente, en los siglos previos al cambio de era, circularon los


oráculos de Histaspe, protector de Zaratustra, que procedían de Irán. Se desconoce el
nombre de su autor. Podía tratarse de la traducción de una apocalipsis irania, o bien
de un texto redactado en griego por un buen conocedor del mundo iranio. Se carac-
terizan por su odio contra Roma. Los oráculos prometen un redentor, encarnación

176
:
de Mitra, describen la situación catastrófica del final de los tiempos, el caos social, la
anarquía y la disolución de las familias. Al final vendrá la liberación por un rey que
desciende del cielo. El jefe del mal debe ser vencido varias veces. Al final desaparece-
rá el mal de la tierra y reinará la paz. No se adorará más a los ídolos, que serán arroja-
dos de sus templos, como en las apocalipsis iranias. El zoroastrismo conoció también
un combate escatológico en su apocalipsis. La apocalíptica parta ya en los dos prime-
ros siglos antes de Cristo trató sus temas favoritos.

El redentor

Y a se ha aludido en las páginas anteriores al nacimiento de Zaratustra. En los


Oráculos de Histaspe la estrella es el signo del Gran Rey prometido, que es Mitra reen-
carnado. En una obra, que circulaba a nombre de Set, se cuenta que los magos de
Persia iban a una montaña denominada Monte de la Victoria. En la cima había una
caverna, fuentes y árboles. Allí los magos se lavaban, oraban y durante tres días ado-
raban al dios. Esta caverna se conoce también en los misterios de Mitra.
Este rito se celebraba cada año. Los magos esperaban que la estrella apareciera,
cuando ellos estuvieran en el Monte de la Victoria.
De esta documentación y de otras como la crónica de Zuqnin, redactada en siria-
co por un cristiano, donde se combina la tradición irania del nacimiento del reden-
tor y rey del mundo, con la narración del nacimiento de Cristo, se deduce que el sal-
vador del mundo debía nacer en una cueva de mujer. Este rey es Mitra reencarnado.
Todos los años los magos esperaban durante tres días su nacimiento y la aparición de
la estrella brillando. Cuando había nacido, entraban en la caverna y le ofrecían sus
coronas.

El zeroanismo

La religión parta estaba fuertemente influida por el zervanismo. Dominaba Me-


dia, la principal provincia del imperio parto (Estrabón XI, 13.1.6), con Ecbatana
como capital de los reyes partos y con los magos como capellanes de la corte
parta.
Plutarco (De lside 46-4 7) recoge un documento importante de esta época
que contiene algunos elementos de la teología y de los rituales que se encontraban
en la base del zervanismo y que después reaparecen en textos sasánidas. Según
Plutarco:

Algunos creían que había dos dioses, uno creador de las cosas buenas y otro de
las malas. Algunos llamaban al primero dios y al segundo demonio, como Zaratus-
tra, que vivió cinco mil años antes de la quema de Troya. Zaratustra denominaba al
primero Oromazes y al segundo Areimanios. Creía que el primero a lo que más se
parecía era a la luz y el segundo a las tinieblas y a la ignorancia, y que Mitra se encon-
traba en medio de los dos; por esto los persas llaman a Mitra mediador. Enseñaban
ofrecer al primero votos y sacrificios de acción de gracias y al segundo sacrificios
apotropaicos, y cosas oscuras. Ellos machacaban en un mortero una planta que lla-
mada omomi, e invocaban al Hades y a la sombra. A continuación, la mezclaban a la

177
sangre de un lobo degollado, llevan la mezcla a un paraje sin sol, y allí la arrojan.
Creían que algunas plantas pertenecen al dios bueno y otras al demonio malo. Entre
los animales, el perro, los pájaros y el erizo, pertenecían al bueno, y la rata de agua, al
malo. Por esto, mataban todas las ratas de agua que podían. Cuentan muchas fábulas
míticas sobre los dioses, como la siguiente, que el primero, Oromazes, nacido de la
más pura luz, y el segundo, Areimanios, se hacen la guerra.

Cada uno de estos dos dioses crearon otros veinticuatro dioses. Al final, «todos
los hombres serán dichosos, hablarán sólo una lengua, y formarán una única na-
ción», Mitra, cuyo culto probablemente procede de la región oeste de Irán, se encon-
traba en el centro de la apocalíptica y de la escatología parta.

La rea/ez¡¡

Se conoce bien una leyenda de carácter real fuera del imperio parto, en el caso de
Mitrídates VI Eupátor, monarca del reino del Ponto, recogida por Justino
(XXXVII, 2):

Su grandeza había sido anunciada por los presagios celestes. El año en que nació,
o cuando comenzó a reinar, un cometa brilló durante setenta días; lució tan intensa-
mente que pareció que el cielo ardía. Era tan grande que ocupaba un cuarto del cielo
y su brillo sobrepasaba al del sol brillante. Siendo muchacho sobrevivió a todas las
persecuciones de sus maestros, que le obligaron a montar un caballo salvaje y a lan-
zar jabalinas. Mitrídates domó al animal con una habilidad impropia de su edad.
Trataron de envenenarle sin conseguirlo, pues bebió continuamente antídotos y gra-
cias a remedios seguros y seleccionados se inmunizaba contra los peligros.
Después, temiendo que sus enemigos obtuvieran con las armas lo que no logra-
ron con el veneno, fingió haber sido enviado a cazar. Durante siete años no entró en
una casa, ni en una ciudad, ni en el campo. Erraba en los bosques y pasaba la noche
en las montañas. Todo el mundo ignoraba dónde se encontraba. Escapaba de las
bestias salvajes corriendo, o los perseguía y luchaba con algunos de ellos. Así, escapó
a los perseguidores, y enseñó a su cuerpo a soportar todas las fatigas.

Nada se sabe de cómo Mitrídates se hizo con el poder, pues las fuentes que lo
contaban se han perdido.
Los reyes partos se coronaban en la ciudad de Sez. Se supone que después de su
coronación eran celebrados como si encarnaran al dios salvador, Mitra, como indi-
can los Oráculos de Histaspe, la Crónica de Zuqnin y otros documentos. Durante o des-
pués de la coronación, el rey parto mandaba levantar un templo del fuego. El mo-
narca parto era sacerdote del fuego y sacrificador, según aparece en la citada narra-
ción de Apolonio.
Los reyes arsácidas recibían la educación propia de los magos. El rey arsácida ar-
menio Tiridates intentó iniciar a Nerón en los secretos de los magos (Plinio XXX,
2. 16-17), lo que el emperador rechazó. El rey parto era considerado rey del universo.
Su entronización inauguraba una nueva etapa de felicidad y paz para el universo. Los
reyes partos vestían trajes tachonados de estrellas, como Antíoco de Commagene, en
su tumba de Nemrod Dagh.
Se conocen bien los rituales de los reyes partos a través de las honras fúnebres de

178
los armenios. M. Xerenaci describe el sepelio del rey Artases. El trono y el lecho
eran de fino tisú. El manto que envolvía el cadáver estaba bordado con hilos de oro.
Tenía puesta en la cabeza una corona. Alrededor del trono se encontraban los hijos
del difunto, toda su familia, los príncipes, los sátrapas, varias clases de nobles, mu-
chos destacamentos de soldados, armados hasta los dientes como si fueran a comba-
tir al enemigo. El cortejo estaba precedido por los trompeteros y cerrado por jóvenes
vestidos de negro, por las lloronas y por los siervos. Junto a la tumba se suicidaban
muchas esposas, las concubinas y los esclavos vinculados por el monarca difunto.
Se conoce bien el ritual fúnebre de Antíoco de Commagene, en el centro de Ana-
tolia, gracias a la monumental inscripción de su mausoleo.
La inscripción de Antíoco 1 es de gran importancia para conocer el funciona-
miento del santuario. Indica bien el sincretismo religioso, al citar juntos a dioses
griegos a sus correspondientes persas. El rey asignó un territorio suficientemente ex-
tenso para el mantenimiento del santuario. Instituyó un sacerdote vestido a la moda
persa y reglamentó los rituales, estableciendo antiguos sacrificios y festivales nuevos
a celebrar los días de su nacimiento, de la coronación y de la epifanía de los dioses.
Ordenó celebrar dos días de fiesta por cada festividad anual. Antíoco 1 dividió a las
gentes de su reino por aldeas y ciudades para celebrar reuniones, festivales y sacrifi-
cios. Mandó celebrar las fiestas en los centros de culto más próximos y promulgó una
ley sagrada, que había que cumplir en el futuro. La ley sagrada mandaba que el sacer-
dote se dedicase sólo al culto del santuario y al cuidado de las estatuas. Iría vestido a
la moda persa. Debía hacer los sacrificios de incienso y de aromas en los altares, en
honor de los dioses y del fundador del santuario. A continuación, la inscripción alu-
de al banquete sagrado y al vino de inmejorable calidad que consumía la multitud
congregada. El santuario contaba también con músicas que celebraban las liturgias
todo el tiempo fijado por el sínodo. Se refería también la ley a los esclavos sagrados, a
los que no se podía perjudicar en nada, esclavizarlos para otros fines, ocasionarles da-
ños o apartarlos de las liturgias. Debían estar protegidos por todo el mundo, por los
sacerdotes, por los reyes, por los magistrados y por todos los particulares. Tampoco
podían apropiarse, enajenar o cambiar las aldeas consagradas a los dioses, ni destruir
los sacrificios establecidos. Terminaba la ley con una imprecación contra los que in-
tentasen destruir, dañar o falsificar el contenido de la ley, pidiendo, por el contrario,
la protección de los dioses patrios y de Persia, para los que la cumpliesen.
El mausoleo estaba rodeado de imponentes estatuas, que hoy día todavía impre-
sionan por su tamaño descomunal al visitante del lugar. Un relieve muestra a Antío-
co 1 recibido en el cielo por Mitra y Ohrmazd.

LA RELIGIÓN BAJO LOS SASÁNIDAS

Política religiosa de la monarquía sasánida

La caída de los arsácidas en el año 226 a.C. inauguró una cierta revolución en la
historia de Irán, en la religión, en el arte, en la literatura y en la política. Los sasáni-
das eran nacionalistas furibundos y zoroastristas. A pesar de la caída de la monarquía
parta, la continuidad con la etapa anterior se mantuvo en muchos aspectos.

179
El fundador de la dinastía sasánida, Artaxser 1, fue considerado un príncipe se-
guidor del zoroastrismo del que se considera un reformador y un recopilador de los
libros santos.
La principal fuente para el conocimiento de este periodo de transición es la Cró-
nica de Arbelas, que regoge la noticia del periodo sasánida. Se colocaron en cada sa-
trapía un mopat Gefe espiritual) y un marzpan (gobernador).
El nuevo monarca sasánida, Ardaser, según la Crónica de Arbelas:

Ordenó construir nuevos templos del fuego en honor de los dioses y venerar al
sol, que es el mayor dios de todos, con especiales cultos. Fue el primero que se dio el
título de rey de reyes. A su impiedad, añadió la blasfemia, porque quería apoderarse
del honor sólo debido a Dios y obligó a muchos fieles de otras religiones a adorar al
sol y al fuego.

Esta última tendencia ya se había dado al final de la dinastía arsácida. Posible-


mente, las medidas dictadas por Ardaser tenían por finalidad congraciarse con el po-
deroso clero iranio.
Agathia (11, 26) afirma que el nuevo monarca fue un convencido de la religión
predicada por los magos y que celebraba sus ritos secretos.
El sucesor de Artaxser, Sapor 1 (242-273), continuó con la política religiosa de su
padre. A él se deben la construcción de nuevos templos del fuego, la institución de
cultos, el nombramiento de los magos como sacerdotes y los poderes especiales otor-
gados al jefe de los magos, Karter.
El tercer monarca sasánida, Sapor 11 (309-378), fue calificado de mago y de dios,
lo que prueba que siguió la política religiosa de sus dos predecesores. Sin embargo,
Sapor 11 fue condescendiente con el maniqueísmo, que colocó a la misma altura que
el zoroastrismo, lo que indica que practicaba una cierta libertad de cultos.
Estos primeros monarcas sasánidas no fundaron una verdadera iglesia nacional.

El Avesta

Al periodo sasánida se debe el canon del Avesta. Sobre este punto la tradición zo-
roástrica recogió las noticias que se leen en Denkart 111 y IV, que es una enciclopedia
que recoge parte del Avesta perdido, pero en una lengua no fácil de entender. El pri-
mero conserva noticias de la época de Sapor 1 y el segundo, de las disposiciones de
Cosroes l. La revelación estaba confiada a documentos que fueron quemados por
Alejandro Magno.
Según Denkar 111, Zaratustra fundó la religión mazdayasniana. Vistaspa redactó
el texto base, que depositó en el tesoro de Sez y una copia en los archivos. Alejandro
Magno quemó este último ejemplar. El ejemplar guardado en Sez se tradujo al griego.
Artaxser reunió en un solo lugar los escritos que estaban dispersos. Tansar adaptó
esta colección a la revelación, que se encontraba en el Avesta, la depositó en la ciudad
de Sez y repartió copias.
Según Denkart IV, Vistaspa reunió la tradición mazdayasniana para enviarla a
los vice-reyes. Daray mandó hacer dos copias del Avesta y del Zand; colocó un ejem-
plar en el tesoro de Sez y un segundo en el archivo. El monarca arsácida V alaxs orde-

180
nó reconstruir el Avesta y el Zand. Alejandro Magno quemó el ejemplar del Avesta, y
envió a Grecia el Zand. Artaxser llamó a la corte a Tansar y adaptó los textos a la tra-
dición, Sapor 1 reunió los textos religiosos sobre medicina, astrología, movimientos,
tiempo, espacio, etc., que se encontraban dispersos en Grecia y en otros países y los
reunió en el Avesta. La copia más fiel la depositó en el tesoro de Sez.
Sez fue la capital de la Media Atropatene, e importante centro político, religioso,
de los magos y la patria del zervanismo, doctrina seguida por los magos. La literatura
de Sez existió, pues, en época parta. Se llamaba Zand y estaba en manos de los magos
de Media, que era el país único de los magos. Las Actas de los mártires de Siria recoge la
noticia de que los hijos del rey fueron instruidos en la literatura de los magos, lo que
prueba su existencia, que no sería probablemente sólo oral. Basilio de Cesarea, en si-
glo IV, que conocía bien a los magos de su tierra, afirmó que no tenían ni libros, ni
doctores y que los hijos aprendían la doctrina de los padres.
La fecha de la redacción del Avesta ha sido muy discutida y las opiniones son muy
contradictorias. Para algunos autores su redacción no es anterior a la conquista de
los árabes, pues en las Actas de los mártires se lee que la doctrina de Zaratustra no estaba
fijada por escrito. La fecha final de estas Actas es el año 630 d. C. Los textos redacta-
dos en lengua siria nunca califican al Avesta de libro. El Avesta destruido por Alejan-
dro Magno es una leyenda propagada por los magos sasánidas. También es legenda-
ria la traducción local sobre Tansar. Un dato importante es que al comienzo de la
dinastía sasánida no existía aún una iglesia nacional. La formación del canon se
completó bajo Cosroes 1 (531-579 d.C.), que «preservó en su totalidad lo que formó
parte del Avesta, ya existente en la tradición oral, ya en los libros y memorias, ya en la
lengua vulgar del pueblo, que se transmite oralmente; esto es, con sus respectivas
fuentes, todo el conocimiento de los adoradores de Mazda», según Denkar IV.
El Avesta es el canon de la iglesia nacional, cuya implantación va acompañada de
duras medidas contra los creyentes de otras religiones y contra los herejes.
La religión oficial irania se encontraba en desventaja ante el cristianismo, mani-
queísmo y judaísmo, que eran religiones del libro, lo que influyó sin duda en la for-
mación del canon, que comenzó probablemnte en el siglo m d.C. contra los mani-
queos y las otras religiones no iranias, continuó bajo Sapor 11 principalmente contra
los cristianos y finalizó con Cosroes l. Se terminaron por suprimir todos los elemen-
tos del zervanismo. El canon nació de la fusión de la tradición escrita del Sez, Zand y
de la tradición oral, Avesta.

Sacerdocio, liturgia y santuarios

En la época anterior a la entronización de los sasánidas existían dos clases de sa-


cerdocios: los magos y los sacerdotes del fuego. En tiempos sasánidas se llamaban
respectivamente mobads, sucesores de los magos, y herbads. Sobre los primeros se dis-
pone de alguna fuente de primera mano, como el historiador Amiano Marcelino
(XXIII, 6.32-35), que visitó el Oriente durante la campaña de Juliano:

En estas regiones [Media] se encuentran los fértiles campos de los magos ... Anti-
guamente estos magos no tenían importancia. Los gobernadores persas los utiliza-
ban para sus servicios en el culto, pues era una falta acercarse a los altares o sacrificar

181
una víctima antes que un mago, recitando las plegarias, hubiera ofrecido las libacio-
nes preliminares. Con el tiempo fueron numerosos y se conviertieron en un clan
aparte. Habitaban villas y tenían leyes. El respeto a la religión hizo que fueran muy
honrados.

Los magos formaban una verdadera aristocracia.


Las fuentes sobre los herbads son más escasas. Habitaban preferentemente en la
región suroeste del país. Y a en el siglo m se fusionaron ambos sacerdocios. Karter
fue el primero que hizo esta unión y bajo Sapor 11 alcanzó una posición importante
entre los magos, hasta el punto de poder considerársele como el fundador de la igle-
sia estatal sasánida. Su actividad religiosa se desarrolló en tiempos de Sapor 1, de
Ohrmazd 1 (272-273) y de Bahram 1 (273-276). Durante este último reinado se en-
frentó a Maní.
Los magos estaban jerarquizados. Porfirio (De abstin., IV, 16) recoge la noticia,
que se remonta posiblemente a la época parta, de que los magos creían en la transmi-
gración de las almas, y se subdividían en tres clases, según que tomaran comidas,
principalmente animales domésticos, o ninguna. Esta noticia la recogió también Je-
rónimo. Clemente de Alejandría (Strom., 111, 6.48.3) escribe que los magos, cuando
celebran el culto, no beben vino, no comen seres vivos, ni tienen relaciones sexuales.
Estas prescripciones pasaron a Maní.
Los magos continuaron siendo los sacerdotes del fuego, mientras los herbads, que
lo habían sido antes, se encargaron de las enseñanzas.
Una institución fundamental en época sasánida, junto al culto, fue la confesión
de las faltas, para la que existían varias fórmulas. Se enumeraban los pecados. El pe-
nitente pedía perdón. Confesaba la fe en Ohrmazd, en la retribución por las buenas
obras y en la resurrección del cuerpo. La confesión tenía el fin de obtener la felicidad
eterna. Los maniqueos también practicaban la confesión. La confesión se hacía de-
lante de una asamblea de sacerdotes y de justos. Se ha supuesto que la petición de per-
dón la hacían los penitentes en corro, para lo que los sacerdotes aplicaban el formu-
lario.
Durante la dinastía sasánida un gran número de templos del fuego estaban abier-
tos al culto. El fuego, símbolo de la divinidad, era de tres clases: Atur Farnbag, Atur
Gusnasp y Atur Burzenmihr, que corresponden, respectivamente, al de los sacerdo-
tes, de los guerreros y de los cultivadores. El templo de la segunda clase se encontra-
ba en el templo de la ciudad de Sez. Allí peregrinaban los reyes sasánidas. Los nom-
bres de los monarcas sasánidas Ohrmazd y Bahram, indican la nueva orientación re-
ligiosa de ellos, pues llevan en su formación los nombres del fuego sagrado, según el
zoroastrismo ortodoxo. Los tres monarcas Bahram siguieron una política favorable a
las reformas religiosas de Karter. No se puede asegurar lo mismo de Sapor 1 y de
Ohrmazd 1, pues estos reyes toleraron la predicación de Maní.
Los altares de fuego se representaron frecuentemente en las monedas acuñadas
por los monarcas. Los había portátiles también. El templo solía estar coronado por
una pequeña cúpula.
El zoroastrismo condenó los sacrificios de sangre, como lo atestiguan para la
época sasánida las declaraciones de la principal figura religiosa de época sasánida,
Aturpat 1 Mahraspandan. Una idea chocante de la escatología sasánida, fue la de que
todo el mundo se abstendría de comida en el milenio de Osetarmah.

182
La iglesia estatal

Y a se indicó que Karter fue el verdadero fundador de la iglesia nacional, llegó a


ser el maestro de ceremonia de los ritos y señor del templo del fuego de Anahita,
mago y juez de todo el imperio, capellán del monarca y jefe del templo de la ciudad
de lstaxr, que era el santuario nacional del imperio. Karter se propuso hacer del zo-
roastrismo la única religión autorizada en todo el imperio sasánida. Las primeras
medidas dictadas en este sentido datan de la época de Artaxser l. Sapor 1 construyó
templos del fuego en los nuevos territorios arrebatados a Roma, pero favoreció a
Mani. No se conocen medidas suyas contra los judíos, los cristianos o los budistas. El
centro principal del cristianismo era la ciudad de Edesa en Osraene. Cristianos y ju-
díos habitaban los territorios del oeste del imperio y eran numerosos. Los prisione-
ros cristianos, que Sapor colocó en Susiana, pudieron practicar su religión libremen-
te. A la muerte de Ohrmazd 1, esta libertad religiosa desapareció gracias a las medi-
das radicales de Karter contra todas las religiones. Karter fue especialmente contra-
rio a Mani y desempeñó un papel importante en la condena de éste en el año
276 d. C., que originó una gran persecución contra sus seguidores y que cesó en 293;
maniqueos perseguidos se refugiaron en Sogdiana. Después de la muerte de Karter,
los budistas no sufrieron molestias importantes, sino que por el contrario prospera-
ron. En la base de estas persecuciones hay motivos religiosos. Los mandeos se sen-
tían inclinados a la religión de los magos y no fueron molestados. Su principal adver-
sario era el cristianismo. Los judíos, que eran muchos e influyentes, no sufrieron per-
secuciones importantes.
Los cristianos fueron perseguidos por razones políticas y, principalmente, reli-
giosas. Los cristianos construían iglesias, predicaban su doctrina y no tenían la mis-
ma fe que el rey. Frecuentemente, estallaban discusiones teológicas entre cristianos y
magos, a las que aluden las Actas de los mártires. Hubo periodos de paz con los cristia-
nos por razones políticas, en tiempos de Y azdagird 1 (399-420) y de su hijo Bahram V
(421-438/9). Yazdagird 11 (438/9-457) fue, al contrario, intolerable con los cristia-
nos y los judíos. Esta persecución fue especialmente dura en Armenia, donde las igle-
sias se cerraron o convirtieron en templos del fuego. Después de la batalla de A varai:r
(451 ), el monarca volvió a la política de tolerancia. Sólo fue severo con algunos obis-
pos y prisioneros. A la sombra de esta política tolerable los nestorianos se refugiaron
en el imperio sasánida.

El ;zt17Janismo

El verdadero enemigo del cristianismo fue el zervanismo sasánida, que fue lo que
acabó con el zoroastrimo. Un sacerdote de la iglesia armenia, Eznik, ha transmitido
un mito sacándolo de Teodoro de Mopsuestia. El mundo tuvo una duración de nue-
ve mil años. Zervan era un dios con cuatro apariencias, cuatriforme. Antes de existir
el cielo, la tierra y las criaturas, durante mil años ofreció sacrificios con el fin de te-
ner un hijo, que llamaría Ohrmizd y crearía los cielos, la tierra y todo lo que en ella
hay. Ohrmizd y Ahrimán fueron concebidos en el seno de su madre. El primero que

183
se presentase a su padre sería rey, lo que hizo primero Ahrimán, pero fue rechazado
por ser moreno. El rey encontró solución en dar primero el reino a Ahrimán duran-
te nueve mil años y después reinaría Ohrmizd. Este último creó criaturas buenas,
pero no luz, y su hermano, malas.
Ahrimán pensaba que Ohrmizd podía concebir del seno de su madre. Prohibió
divulgar este pensamiento, pero el demonio Mahmi se lo comunicó a Ohrmizd. El
mito alude a la soberanía que otorga Zervan a su hijo Ohrmizd. Es un mito etiológi-
co. Según las Actas del mártir Posai y las de Adurhormizd y Anahed, Ohrmazd conci-
bió de su hija las estrellas y el fuego. Este mito justificaba los matrimonios incestuo-
sos, justificados también por otro mito, de este mismo país, del matrimonio de su
hermano Yima con su hermana. Estos dos mitos justificaban igualmente los matri-
monios incestuosos de los magos medas, costumbre confirmada por Estrabón (XV,
3.30): «No entierran a los magos, abandonan sus cuerpos a los pájaros. Entre ellos el
matrimonio con la madre es una costumbre antigua>>, y por Eusebio (Praep., VI,
10.16). Todas estas costumbres indican que el zervanismo era de origen medo.
Zervan se podía concebir como dios del cielo y del universo, como dios del tiem-
po y dios del destino. En los mitos era el tiempo sin límites. Era un ser personal.

Mandeísmo

Es una secta baptista gnóstica de una sociedad feudal, que arrancaba del judaís-
mo. Se vinculaba con Irán. Tenía a Media como patria y al monarca parto Ardaván
como a uno de sus líderes. El influjo de las doctrinas iranias fue muy fuerte en esta
secta, no sólo en la lengua, sino en los nombres de los objetos de culto, en la prohibi-
ción de llevar joyas, en las lamentaciones fúnebres, en las cinco oraciones, en el re-
chazo del sacrificio, en el bautismo de agua y de fuego, en la creencia en la ascensión
del alma y en la que los demonios se aposentaban junto a los restos mortales, en el
encuentro del alma con su doble, en la creencia de las buenas acciones, las provisio-
nes del camino en la otra vida, en la creencia de que encuentra en el cielo un trono y
en que la divinidad la recibe, creencias todas procedentes de Irán.
lranias son, igualmente, las dos grandes concepciones del mandeísmo: la creen-
cia en la redención del redentor y la lucha del rey de las tinieblas. La religión irania,
en general, y muy poco el zoroastrismo, influyeron poderosamente en el vocabulario
religioso, en los mitos y en los ritos mandeos. Este influjo iranio debió ser importan-
te en época parta. Duró hasta la llegada de los árabes. Una obra mandea importante
es el Right Ginza.

El maniqueísmo

El fundador de esta importante religión revelada del libro fue Mani. Sus padres
eran iranios y estaban emparentados con los arsácidas. Dejaron Media y se tralada-
ron a Babilonia.
En Seleucia-Ctesifonte, su padre se puso en contacto con una secta baptista.
Mani nació el año 216 y su educación religiosa estuvo marcada por la secta mandea.
A los doce años, según la leyenda, abandonó las doctrinas mandeas. A partir del

184
año 241, predicó su doctrina fuertemente teñida de zervanismo y de la de los magos
mitraicos, aunque se opuso a ellos (Acta Archélai XIV, 3; LXIII). Mani se presentó en
público como un mago y se le tuvo por sacerdote de Mitra. Sus seguidores fueron nu-
merosos en la región noroeste de Irán. Recibió una autorización del monarca Sapor I
para predicar su doctrina en todo el imperio. Mani perteneció al séquito del rey. La
situación favorable a Mani cambió en el reinado de Bahram I a causa de las denun-
cias de los magos y de Karter. Mani fue encarcelado y, probablemente, murió en pri-
sión. Sus seguidores consideraron su muerte como un martirio semejante al sufrido
por Jesús, al que Mani había dado un importante papel en su doctrina. El influjo del
cristianismo en el maniqueísmo no fue profundo. Mani aceptó también algunos in-
flujos del budismo.
El maniqueísmo era un sistema sincrético, a partir de creencias iranias.
El fundamento del maniqueísmo fue un dualismo radical: mundo de luz y mun-
do de tinieblas; espíritu y materia. El dios bueno es todo luz, fuerza y sabiduría. Esta
concepción tetramorfa deriva de las creencias del zervanismo. A este dios bueno se
opone el Príncipe de las tinieblas que es todo caos y lucha con sus demonios contra el
dios bueno. Esta guerra sigue concepciones iranias, que se repiten idénticas en el
Zatspram y el Ballm, donde Ohrmazd guerrea contra Ahrimán, creencia extraña a la
teología de Mani. El dios bueno, siendo paz y bondad, no podía combatir y llamó al
Hombre Primordial, al Primer Hombre, que es el verdadero redentor. Su naturaleza
es doble: de guerrero contra el mal y de salvador sufriente, que vence después de su
fracaso. Puntos fundamentales del mito maniqueo son: el sufrimiento del Hombre
Primordial y el salvador salvado.
Iranio es el mito de la seducción de los arcontes. El Tercer Enviado atraviesa la
bóveda celeste en su navío, la luna y se muestra a las potencias demoníacas encarce-
ladas por el Espíritu Vivo, que se llaman arcontes, que eran bisexuados. El Tercer
Enviado se apareció a los arcontes masculinos como ser femenino, y a los femeninos
ofrece su otra mitad masculina. Los arcontes se excitaron sexualmente. Los arcontes
masculinos expelieron partículas de luz en forma de esperma, que cayeron a la tierra
y crearon las plantas. Los demonios femeninos, preñados, abortaron.
Este mito maniqueo es de origen zervanista. El salvador comunicó a Adán la
gnosis, el conocimiento que salva, es decir, lo que fue, lo que es y lo que será. Me-
diante este conocimiento, el alma justa retorna a su verdadera patria, al mundo de la
luz. Esta ascensión del alma está tomada de creencias iranias.
En la gran pugna entre las potencias del Bien y del Mal, terminan por vencer las
primeras. El Gran Rey, llamado Jesús, preside el juicio final. Este rey y sus fieles, en
compañía de los dioses tutelares del infierno, abandonaron el mundo y volvieron al
mundo de la luz. Finalmente, las almas son purificadas.
En el maniqueísmo es importante la doctrina de los Tres Tiempos: antes de la
unión de la luz y de las tinieblas, la unión y la separación.
En el maniqueísmo existió una confesión de procedencia irania.
La antigüedad consideró al maniqueísmo una religión irania. Mani intentó pre-
dicar una religión nueva y única para todo el imperio. La predicación de la doctrina
era un aspecto fundamental.

185
La ideología real

Se mantuvo en el periodo sasánida la antigua ideología real de carácter religioso.


Se consideraba que el monarca sasánida gobernaba el universo. La entronización del
nuevo monarca era un acontecimiento importante, porque con ella comenzaba una
nueva era de justicia y de prosperidad. Se mantuvo en esta época la antigua creencia
de que el rey representaba el sol y la luna, según cuenta Ammiano Marcelino (XVII,
5.3). El monarca sasánida era divino. La principal función litúrgica del soberano sa-
sánida era ofrecer sacrificios, como el que ofreció Y azdakart 11 (438/9-45 7), después
de su victoria sobre sus vecinos, cuando sacrificó, en el altar de fuego, toros blancos y
bueyes en gran número. Se asesinaba frecuentemente a los enemigos vencidos en
un acto ritual, lo que era contrario al zoroastrismo, y se consagraban sus cabezas en
el templo del sol dedicado a Anahita en lstaxr, en tiempos de Artaxser 1 y de Sa-
por 11.
El monarca sasánida era el jefe de los magos, y en calidad de tal nombra sus supe-
riores en los templos del fuego. El ceremonial de la corte era muy rígido. Delante del
rey el visitante se postraba. Después, de pie, cruzaba las manos sobre el pecho. El
monarca estaba aislado y separado de los nobles. Cuando estaba entronizado, le cu-
bría un velo, que se levantaba durante las audiencias. A la muerte de rey se apagaba
su fuego personal.
En vida, los monarcas daban ciertas normas para la comida de su alma, que con-
sistía en comprar corderos, pan y vino. Esta costumbre es, más bien, aqueménida y
se conoce bien por la gran inscripción que mandó hacer Sapor l. En las tumbas rea-
les había un culto oficial al monarca difunto. Los cuerpos de los reyes sasánidas se
embalsamaban.
Diversos relieves rupestres indican que son los dioses los que invisten a los dife-
rentes monarcas sasánidas. Así, en un relieve de Naqsh i Rustam, lugar sagrado para
los aqueménidas, lo es de nuevo para los sasánidas. Ardashir 1 (224-241) y el dios
montan caballos. El dios sostiene en su mano izquierda el barsm, y el korymbos decora
la corona del príncipe. En un segundo relieve de la misma localidad, la diosa Anahi-
ta inviste al monarca Narseh (293-303). Todos los personajes están de pie, igual que
en un tercer relieve en el que Ahura Mazda inviste a Ardashir 11 (379-383), que le
ofrece, como en los relieves anteriores, la diadema en presencia de Mitra, facilmente
reconocible por la diadema radiada. Delante de los pies del rey y del dios se encuen-
tra un enemigo muerto caído a tierra, que parece ser un romano.
En el primer relieve, los enemigos vencidos del rey sasánida y del dios son Ahri-
mán, espíritu del mal, y Artabano V, el último rey parto. En un relieve de Bishapur,
el dios inviste a Bahram 11 (276-293), siempre ofreciendo la corona. Ambos cabal-
gan fornidos caballos. En un relieve de Naqsh i Bahram, Bahram 11 está entronizado
y rodeado de cuatro dignatarios. La corona real con alas a los lados es un símbolo del
dios de la victoria, V erethraghna.
En la gruta de Taq i Bustan, se excavó en la roca un monumento original, atri-
buido a Firug (457-484) o a Cosroes (590-628). Era el ala central de un iwan inacaba-
do. El fondo de la gruta se divide en dos paneles superpuestos. En el superior, el rey
sasánida recibe dos diademas, una le entrega Ahura Mazda, la otra, la diosa Anahita.

186
Debajo de este cuadro se esculpió al monarca a caballo, ambos embutidos en sus ar-
maduras.

INFLUENCIA DE LA RELIGIÓN IRANIA

Según H. Hultgard, el judaísmo palestino del siglo II a.C. recibió impulsos decisi-
vos de la religión irania, que contribuyeron a la maduración de importantes ideas ju-
días en los círculos de los hasidim (piadosos) y de los sadoquitas. En una época en la
que el judaísmo se enfrentaba con problemas nuevos, la religión irania fue un factor
impulsor y proporcionó ciertos prototipos. En este punto estriba la mayor impor-
tancia de la religión irania para el judaísmo de época grecorromana. Proporcionó
nuevas formas a la escatología universal para los más antiguos hasidim y la idea del
dualismo a los sadoquitas. Ninguna idea nueva apareció en el judaísmo en tiempos
sucesivos. A partir del dualismo en vigor en el siglo II a.C., se desarrolló en el judaís-
mo la idea de Satán.
Ciertos elementos iranios han encontrado su ambiente en el sincretismo judío,
aunque resulta difícil aislarlos. El desarrollo de las esperanzas mesiánicas en el
judaísmo de época grecorromana, especialmente en los Salmos de Salomón, en el
Testamento de los XII Patriarcas y en los Elogios de Enoch, ha sido estimulado posi-
blemente por ideas iranias, al igual que la figura contemporánea del salvador. En si-
milar sentido, otras influencias indirectas de ideas iranias sobre el judaísmo, por sin-
cretismo del ambiente, son el desarrollo del destino del alma después de la muerte y
la creencia del fin del mundo por mediación del fuego.
En época romana no se detectan influjos iranios profundos entre los judíos, pero
la rica imaginería escatológica irania ejerció un magnetismo en la hagadá judía. Mu-
chos detalles en los temas escatológicos están tomados de la religión irania.
La influencia irania comenzó a partir de los Macabeos. En los libros de Daniel y
de Enoch se ha creído reconocer un fuerte influjo de ideas iranias, sobre todo en lo
referente a la escatología y a la apocalíptica. De idéntica procedencia sería, en el li-
bro de Daniel, la representación de las cuatro edades del mundo a través de metales.
Las setenta semanas de Daniel y las diez de Enoch responden igualmente a especula-
. . .
cwnes tramas.
La aparición de la idea de ascensión al cielo entre los hasidim no es posible sin la
influencia irania. La descripción en Daniel de la imagen de dios sigue modelos de
Ahura Mazda o de Zervan. La descripción de la justicia es parte esencial de la apoca-
líptica de influjo iranio.
Detalles concretos de la descripción del futuro desgraciado de los pecadores en
Enoch presentan connotaciones con la apocalíptica irania. Los motivos escatológi-
cos se repiten en Irán.
Son creencias iranias: la idea del fuego y los metales, pero hay diferencias esen-
ciales. Entre los hasidim el fuego es un castigo; en la religión irania, sólo un medio de
separación entre buenos y malos y más tarde un procedimiento para la perfección es-
catológica y de limpieza. En el infierno iranio no hay fuego.
Hay paralelos muy fuertes entre la religión irania y la tradición judía en todo lo
referente al castigo de los ángeles malos. A influjo iranio se debe la idea de que los
demonios pierden su poder ante Dios. En el libro de Enoch, el barrer a los demo-

187

l
nios, como hizo Rafael, presenta parentescos iranios. En el libro de Daniel, aparecen
los ángeles separados por nombres y funciones diferentes, como en el zoroastrismo.
Los Santos Inmortales son creados por Ahura Mazda para ayudar a la creación y cui-
dar de ella. Las primeras figuras angélicas de los libros de Daniel y Enoch, desarro-
llan también funciones, pero no están tan estrictamente separados como en la reli-
gión irania, y sus funciones son diferentes. La creencia en los demonios es más bien
de origen babilonio que iranio.
El dualismo iranio se percibe claramente en algún apócrifo judío, pero el dua-
lismo típico de Irán en Zaratustra, con dos poderes antagónicos, no se detecta en
Israel.
Los libros de los sadoquitas tienen paralelos con ideas iranias en su concepción
del cosmos y en ciertas ideas escatológicas, como en las diferentes escalas del cielo en
números de tres y de siete y en sus características, en el libro apócrifo de Leví.
Posiblemente hay influjos iranios en la descripción escatológica del Libro de los
Jubileos.
La leyenda de Noé presenta parentesco notable con el nacimiento de Zaratustra.
Es posible, pero no fácilmente demostrable, que ya desde el siglo VI a.C. se dieran in-
flujos iranios en la literatura judía del destierro.
El libro de Ester manifiesta un buen conocimiento de la situación de Irán. Cier-
tos nombres pertenecen al círculo de Zaratustra. La fiesta judía, llamada Purim, ofre-
ce elementos cogidos de la festividad irania del Año Nuevo.
El libro de Tobías acusa influjos iranio concretos en aspectos elementales. Se cita
uno de los demonios más importantes del zoroastrismo. La recomendación de hacer
buenas acciones con vistas al Juicio Final presenta paralelos en Irán.
El judaísmo babilonio será el transmisor de estas ideas iranias, como lo demustra
el libro de Esdras III.
El influjo iranio dio su forma precisa a ideas desarrolladas embrionariamente en
el judaísmo. Una influencia más profunda de la religión irania se acusa entre los sa-
doquitas en relación con el dualismo. Los grupos marginales judíos no fueron toca-
dos por ideas iranias. En el dualismo esenio se detectan nuevos detalles de influjo
iranio.
Fuertes paralelos con las creencias iranias presentan la teoría de los dos grupos de
espíritus, que se enfrentan, las virtudes y los vicios del Testamento de los XII Pa-
triarcas y en ciertos escritos de Gumuram.
Ideas primitivas iranias aparecen en la figura del Hijo del hombre, del libro de
Enoch, pero es difícil concretar la influencia irania en la madurez del concepto del
Hijo del hombre.
La leyenda de Adán al salir del Paraíso admite fácilmente la comparación con el
mito de Yima en Irán.
En las especulaciones judías sobre la hipostasis divina se acusan influjos ira-
mos.
El destino del alma después de la muerte en detalles concretos presenta paralelos
con la escatología irania, como la creencia de que el alma yace tres días junto al cuer-
po muerto y que quiere volver a él. Ciertos detalles de la figura de la muerte, como
bella acompañada de olor agradable, son de origen iranio.
En época romana, en círculos asideos y sadoquitas, la creencia de la escatología
universal ofrece muchos puntos concretos de la escatología irania, como en los

188
presagios, en el envejecimiento de la tierra y en la destrucción de la naturaleza.
La idea del final del mundo por fuego es de origen iranio.
En la creencia en la resurrección de los muertos en Israel y en el zoroastrismo tie-
ne muchos paralelos, en las dudas sobre el modo, cómo se efectuará esta resurrec-
ción. Sorprendente parentesco presentan las respuestas a estas dudas, que las devuel-
ve en la misma forma el día de la resurrección. Si dios creó el mundo sacándolo de la
nada, puede igualmente devolver la vida que él dio.
Algunas leyendas cultuales son de origen iranio. Así, la descripción en 2 Maca-
beos de la imagen del segundo templo de Nehemías, está inspirada en el culto iranio
del fuego de Anahita.

LA RELIGIÓN DE LOS SOGDIANOS

El panteón

Las fuentes para el estudio del panteón de los sogdianos, pueblo nómada que ha-
bitaba la región oriental de Irán, son muy diversas: el Berone, las cartas sogdianas, los
nombres de los dioses y de los meses y algunos textos maniqueos y sogdianos.
Entre los sogdianos, la divinidad suprema era Zervan, dios equivalente al Brah-
man de la India, lo que indicca que la religión dominante de Sogdiana no era el zo-
roastrismo. La primera función estaría desempeñada por los dioses Ohrmazd y
Mihr, la segunda por Vasayn y seguramente por el viento violento y la tercera por
Anahita y por su séquito.
Los sogdianos tomaron de los sasánidas, al final de la dinastía, el calendario zo-
roástrico. Los dioses son los mismos del zoroastrismo reciente. A Zervan, que está
presente en la religión, no se le menciona.
Entre los demonios, los sogdianos conocían a Ahrimán, con sus acólitos ( daéva ),
cuya importancia en la religión era grande. Mandaban en las fuerzas de la naturaleza,
como la lluvia. Cuando presentaban batalla a Rustam cabalgaban cerdos, perros, ser-
pientes, elefantes y otros animales. Se mencionan al mismo tiempo que los espíritus
de las montañas, de las fuentes y de los árboles.
En un fresco de la región este de Irán, se representan seis episodios de la lucha de
un jinete contra un dragón, que termina con la victoria del primero.

Sacerdocio, culto y santuarios

La costumbre de construir edificios sacros penetró desde Irán por influencia


aqueménida y después griega a partir de las conquistas de Alejandro Magno. Los sa-
cerdotes eran los encargados del culto. También había profetas y brujos. Los sacerdo-
tes y los profetas tenían discípulos. Los templos estaban llenos de estatuas. Eran los
lugares de culto, del que se tienen pocas noticias.
En Sogdiana también había magos, citados en la traducción de las Actas de los már-
tires cristianos.

189
Escatología

Se conoce algún ritual funerario en Bukhara. Entierran a Siyavus, personaje mi-


tológico, en un lugar que se llamaba la Puerta de Ghuriyan. Los magos de Bukhara,
por este motivo, apreciaban mucho este lugar. Todos los años cada uno sacrificaba
en su honor un pollo antes de salir el sol. Los habitantes de Bukhara hacían lamenta-
ciones con motivo de su muerte, que eran bien conocidas por todos. Los músicos re-
citaban canciones. Se tiene noticia que sobre la tumba se recitaba el elogio fúnebre
del difunto entre los iranios del sur de Rusia. Llama la atención que en honor de un
héroe se creara un culto cuyo ritual consistía en sacrificios y lamentaciones, que se
celebraban precisamente en la fiesta del Año Nuevo.
La existencia de estas lamentaciones en los rituales funerarios está confirmada
por un cuadro hallado en el Turquestán oriental. Mujeres semidesnudas se arranca-
ban los cabellos y los hombres se golpeaban y se herían el rostro con cuchillos hasta
derramar sangre. Un texto maniqueo, redactado en lengua sogdiana, y un segundo
búdico describen estos ritos. Los familiares y amigos lloraban y gemían. Estas cos-
tumbres populares de duelo estaban prohibidas por el zoroastrismo. El primer texto
menciona el siguiente ritual: verter sangre, sacrificar un caballo, golpearse el rostro,
mutilarse las orejas, arrancarse los cabellos y hacer jirones los vestidos. Estos mismos
rituales funerarios los practicaban las tribus del oeste y norte de Irán. El cadáver se
incineraba y las cenizas se depositaban en una urna, con decoración inspirada en
ideas escatológicas.
Los sogdianos creían en la resurrección de los cuerpos. Los difuntos iban al pa-
raíso o al infierno.

LA RELIGIÓN DE LOS SACES Y OTROS PUEBLOS DEL ESTE DE IRÁN

El panteón

El panteón de estos pueblos se conoce por las monedas y por algunos documen-
tos escritos. La religión se caracteriza por un fuerte sincretismo. El panteón conoci-
do por las monedas es el de la casa real. Los dioses tenían figuras humanas, tomadas
de la religión griega.
Vad, que se representaba con barba, con cabellos caídos y manto flotante, era un
dios de la primera función. Junto a él se documentan Ahura Mazda y Mihr, dios so-
lar, coronado de rayos. Mitra era el redentor. Dioses secundarios fueron Mah, dios
lunar; Farr, que tiene el cetro; Ardvaxs, diosa que llevaba una cornucopia.
En la segunda función, de carácter militar, se agrupan varias divinidades. Entre
ellas Sahrevar, con casco y escudo griego; un dios guerrero representado como solda-
do iranio, y V anind, diosa alada con corona.
A la tercera función pertenecen Lruviisp, dios vinculado con los caballos, como
lo indica su imagen; Ter, con arco y flechas, diosa de la fecundidad, y Atar, con lla-
mas brotando de la espalda. Todos estos dioses son conocidos por las monedas.

190
Imágenes de dioses

En el reino de Kusan se ha hallado un busto, de influjo sasánida, que perteneció


posiblemente a Ahura Mazda, dios conocido también por las representaciones en
moneda. El relicario de Kamiska está decorado con los siguientes dioses: el sol, la
luna, Mihr y Mah, que confieren la investidura a un monarca.
En una tabla de Afganistán se representa un dios de pie. En un pectoral el dios
sol conduce su cuadriga. En el plato argénteo de Klimowa, el carro de la luna es tira-
do por bueyes. También en Afganistán ha aparecido la imagen de una diosa entroni-
zada, que probablemente es una figura de culto, considerada Ardvaxs.
En el templo de Zon, se rendía culto a un dios cuyo símbolo era el pez, quizá una
divinidad marina y del comercio, interpretado también como Mitra o Zervan. Preci-
samente un monarca del reino de Zabul llevaba una corona decorada con peces de
oro. La religión de los saces se caracteriza por un gran sincretismo. Las influencias
religiosas indias, iranias y griegas alternan o se dieron al mismo tiempo.

Lugares sagrados

El templo se concibe como la casa del dios. El santuario mejor conocido es el de


Surkh Kotal, en Afganistán. Tenía una terraza de planta rectangular, rodeada por un
muro con cuatro puertas de ingreso. Se duda si este santuario fue un gran templo del
fuego o un lugar de culto regio, o quizá ambas cosas a la vez. Una inscripción dice
que el templo se constuyó en honor de Kaniska.
En los ritos de fundación de una ciudad se ofrecían sacrificios humanos. Gar-
sasp, al fundar la ciudad deSistan, sacrificó tres mil prisioneros tomados en la batalla
de Kabul, porque había hecho un voto, que si fundaba la ciudad mezclaría la sangre
con la tierra.

Ritos funerarios

La descripción más completa de los ritos seguidos en los funerales se debe al his-
toriador Ammiano Macelino (XIX, 1.10-2.1), cuando narra el entierro del hijo del
rey Grumbates, que combatió contra los romanos en el ejército de Sapor 11. Muy ad-
mirado por su nacimiento, el joven príncipe fue llorado según la costumbre de su
pueblo. El cadáver se expuso sobre una tribuna, vestido con sus ropas habituales. A
su alrededor se levantaron diez lechos con maniquíes que representaban muertos,
hechos con tanto realismo que parecían cadáveres ya enterrados. Durante siete días,
hubo banquetes al mismo tiempo que se bailaba y recitaban cánticos funerarios llo-
rándose la muerte del joven príncipe. Por su parte, las mujeres gemían dolorosamen-
te, según la costumbre, porque la esperanza de su pueblo había perecido en la flor de
la juventud. Después se incineró el cuerpo y las cenizas se colocaron en una urna. A
continuación se decidió aplacar el espíritu del joven muerto arrasando e incendiando

191
la ciudad. Este ritual, magníficamente descrito por el último gran historiador de la
antigüedad, coincide con los rituales ya conocidos del norte de Irán.
El libro titulado Garsaspnamah, cuya acción se desarrolla en el este del Irán y que
narra detalladamente los ritos y el embalsamamiento del héroe Garsasp, cuenta que
las mujeres se golpeaban el rostro, se laceraban en las mejillas y se arrancaban los ca-
bellos. Las personas mayores, vestidas de negro y de azul, se golpeaban el pecho hasta
que sus ojos se inyectaban en sangre. El monarca difunto era conducido a la tumba
precedido de un caballo de batalla. Delante de la fosa, los dos parientes más próxi-
mos, Sam y Nareman, hacían grandes lamentaciones en su honor, recitando el elogio
fúnebre. Esta descripción coincide exactamente con los rituales conocidos del norte
y este de Irán.

La rea/ez¡¡

Los príncipes que gobernaban el este de Irán fueron divinizados. En los textos
saces de Khotan, al rey se le denomina «dios de gracia». La inscripción de Kaniska le
da el apelativo de «hijo de dios». Al monarca se le representaba con una flor de loto
como emblema. En las monedas y en los frescos la cabeza del rey se escenificaba
nimbada. Un acto divino era la investidura real.

LA RELIGIÓN DE ARMENIA

La religión de los armenios se mantuvo en la esfera de la irania, predominando el


zoroastrismo, aunque también se practicaban cultos de otras religiones. La fase más
antigua está envuelta en la oscuridad. Tork, dios d<: la tormenta, iconográficamente
equivalente a Nergal, tuvo el centro de su culto en Angel, donde se encontraba la ne-
crópolis real. Este dios no sufrió un proceso de sincretismo con el zoroastrismo. En
Astisat fueron adorados V ahagan y su consorte Astlik.
La gran diosa de la religión armenia fue Anahita, que recibió culto en Eriza y a la
que las muchachas armenias, según Estrabón, consagraban su virginidad como pros-
titutas sagradas en el templo. El culto de Anahita iba asociado al de Nana. Estrabón
(XII, 3.37) escribe que los armenios adoraban a Anaitis, forma griega del nombre de
Anahita. En Armenia se han encontrado muchas terracotas de una madre con su
niño, del tipo de las de lsis lactante. Probablemente representan a Nana con Attis, el
Tammuz de los semitas. Muchos armenios debían considerar a la madre y al hijo
como Semíramis y Ara.
Mitra fue el dios que gozó de mayor devoción en la región armenia. Los nombres
teóforos compuestos de Mitra son numerosos. El único templo conocido dedicado a
este dios se encuentra en la Armenia turca, Bagayaric. Mitra desempeñó un papel
importante en las leyendas armenias. En el siglo 1 el rey armenio Tirídates 1, herma-
no del rey parto Vologases, era un gran devoto de Mitra. Jámblico, que vivió en Ar-
menia, escribió las Babyloniaka, que parece ser una alegoría mitraica.
Es probable que las legiones romanas acuarteladas en Armenia desempeñaran un
papel importante en la propagación del culto a Mitra dentro de imperio romano.
El jefe del panteón armenio, descrito por Agathangelos, es Aramazd (Ahura
Mazda), que es el padre de los dioses y el creador del cielo y de la tierra. Su templo

192
principal se encontraba en Anikamax, al norte de Armenia. Un segundo santuario
consagrado al mismo dios se levantó en Bagawan, próximo al centro del poder real.
Aquí se celebraba la festividad del Año Nuevo. Este dios se identificó con Baal Sa-
men, cuyo culto floreció en la región que hablaba el arameo en época parta. Un tem-
plo dedicado a Baal Samen se constuyó en Ani. Tires una divinidad menor del pan-
teón zoroástrico, que tenía un santuario cerca de Artaxata. Agathangelos le llama
«intérprete de sueños». Es el escriba de los dioses.
El dualismo zoroástrico también quedó reflejado en la religión armenia, al igual
que el odio a las ranas y ratas, la creencia en los demonios y el fuego sagrado, con al-
tares y sacerdotes.

LA RELIGIÓN DE LA GEORGIA ANTIGUA

Fuentes

Las fuentes sobre la religión de la antigua Georgia son variadas: la arqueología, la


literatura clásica, los relatos georgianos sobre la conversión al cristianismo, las tradi-
ciones locales, etc.

Época arcaica. Los Visaps

En la religión georgiana arcaica se creía en la existencia de monstruos marinos,


los Visaps, del tipo de los mencionados en la Biblia (Tob 40,20 y Gén 1,21). Eran se-
res maléficos. Están representados en monolitos, como en Agdaha-Yurt y Tokma-
kan Gol, junto a corrientes de agua.

Panteón

La Crónica de Leonti Mrovelli, conservada en los Anales Georgianos, cuya última re-
dacción se remonta al siglo XI, cuenta que el rey Farnabazo hizo un gran ídolo de
nombre Armazi y su sucesor Saurmag otros dos, Ainina y Danana, en el camino de
Mtskheta. La Conversión de Georgia recoge lo mismo, y añade que Farnabazo erigió el
ídolo Zaden.
En época de S. Nino la imagen de Armazi se describía como un hombre de mar-
fil; a su cuerpo se adhería una placa de oro. Tenía un casco de oro y llevaba un toisón
de ónice y de berilo. Su mano sostenía una espada resplandeciente. La persona que se
acercaba a la imagen moría inmediatamente. A su derecha se encontraba la estatua
de oro llamada Gaci, y a su izquierda la de la plata, Ga. Esta descripción se remonta
al año 960.
En una enfermedad del rey Mirian, en tiempos de S. Nino, se invocaron a Ar-
maz, Zaden, Ga y Gaci. Otras fuentes georgianas confirman el culto a estos dioses, a
los que se ha identificado con divinidades iranias. Así, Armaz equivale a Ahura Maz-
da, Zaden a Azat y Ainina a Anahita. Igualmente se han propuesto equivalencias.
Zaden sería el Sandan anatólico; este dios y Armazi serían de origen hitita asiático.
Armaz es el dios-luna luvita. Ambos nombres se leen en la epigrafía de Sardes.

193
Santuarios y rituales

Estrabón (XV, 4. 7) ha conservado una descripción de un ritual georgiano, al re-


ferirse a los albaneses del Caúcaso, cuyo santuario estaba cercano a Iberia, del que el
sacerdote es el hombre de mayor prestigio, después del rey. Gobierna un territorio
sagrado, extenso y bien poblado, y manda en los esclavos sagrados, muchos de los
cuales están inspirados y vaticinan. El sacerdote escoge entre los esclavos sagrados al
más cualificado, que vagabundea por el bosque, le encadena con una cadena sagrada
y le alimenta magníficamente durante un año. Después el prisionero es conducido
al sacrificio del dios e inmolado, cubierto de mirra, en compañía de las otras víc-
timas.
El rito de inmolación es el siguiente. Un hombre armado con una lanza, dedica-
do a los sacrificios humanos, sale de la multitud y mata hábilmente a la víctima en el
corazón. Se obtienen presagios del modo de caer la víctima, que se comunican a los
presentes. Después se coloca el cuerpo en un lugar y todo el mundo marcha encima
en un rito purificatorio. Este rito se celebraba el 14 de agosto. Helios, Zeus y Selene
del texto de Estrabón se han interpretado como Mitra, Ahura Mazda y Anahita, y el
templo se coloca en la antigua Xalxala, en la orilla derecha del Kura, donde según
Plutarco (Pomp., 34) Pompeyo, en el invierno del año 66/65 a.C., sacrificó cuarenta
mil víctimas en las fiestas de Cronos. Según Dion Casio (XXXVI, 7.5), Pompeyo
pasó el invierno en As pis. En otro pasaje Dion Casio (XXXVII, 48. 1) identifica Aci-
licene con la región de Armenia consagrada a Anahita, y asimilada a la luna. Anahita
contaba con un templo en Hierocesárea de Lidia, cerca de Esmirna, y otro en Zela,
en la Capadocia póntica. En Komana se tributaba también culto a Anahita, recorda-
do por Estrabón (XII, 3.31) entre los albanenses.
Un santuario famoso existió en Vani, dedicado a Leucotea, es decir a Ino, hija de
Cadmo, donde se han descubierto huellas de un culto a Dioniso.

El mito de Prometeo

El mito de Amirani es típicamente georgiano. Cuenta con variantes. Amirani es


un cazador que garantiza la prosperidad entre los hombres y dirige el combate contra
los malos espíritus. Amirani fue encadenado en la tierra o en las montañas.
En la religión de la antigua Georgia se entrecruzan influjos de las grandes religio-
nes de los territorios vecinos con las tradiciones propias.

La religión de los osetas

Los osetas descienden de los iranios del norte del país. Los escritores antiguos los
llaman escitas, sármatas, alanos y roxolanos. Estaban muy influidos por la cultura de
la Cólquida, y sus dioses se diferencian un poco de los de esta región.

194
El panteón oseta

Los teónimos del panteón oseta son indoeuropeos. El dios supremo, dios de dio-
ses, es Hutsau, que no participa directamente en los asuntos de los hombres y delega
su poder en divinidades menores, subdivididas en dos clases : los ZJJed y los dauaeg,
ambas palabras de origen iranio. Los primeros tienen un carácter más universal.
Uacilla es el dios de la tormenta y protector de la agricultura. Antes de comenzar
la siega, se sacrificaba en su honor un buey cebón. Los presentes al sacrificio consu-
mían la carne de la cabeza, de las patas y de las entrañas, consagrada la carne de mejor
calidad al dios.
El dios Vastyrdzhi es la versión oseta de san Jorge. Era el patrono de los hombres
y de los viajeros, de los caballos y de los potros. En el mes de noviembre se le sacrifi-
caba un ternero de un año.
El dios Kurdalaegon es un dios herrero, que aparece en los mitos de época narte.
Fabricaba excelentes armaduras para los héroes.
Tutyr y Faelvaera son dos dioses complementarios. El primero es el patrono de
los lobos y el segundo de los corderos. Son ya de época cristiana y no remontan posi-
blemente a época oseta.
El dios de las aguas se llamaba Donbettyr. Habitaba en el mar y ~n los ríos. Favo-
recía a los hombres asegurándoles el agua, lo mismo que la agricultura. Engendró
numerosos hijos, que proporcionaba la fertilidad y el agua a las fuentes. Las hijas re-
cibían culto de las muchachas el sábado siguiente a la fiesta de la Pascua.
Safa es el dios protector del hogar. Desempeñaba un papel importante en el ma-
trimonio.
La religión oseta conocía la existencia de genios menores. Gydyrty-Kom es el se-
ñor del granizo. Su quijada superior alcanzaba el cielo y la inferior la tierra.
Sau-dzuar residía en el interior de los bosques, que protegía contra los incen-
dios.
Barastyr era el juez y rey de los muertos. Asistido por Aminon, guardián de la
puerta del infierno.
Apsat era el genio de la caza.

La mitología oseta

La mitología oseta se conoce a través del ciclo épico de los Nartes, en el que se
conservan trozos enteros de una mitología desaparecida.
Los N artes son héroes de tiempos pasados, que llevaban el mismo género de vida
que los guerreros del Caucaso. Eran a la vez hombres terrestres y sobrenaturales. Se
dedicaban a la guerra, a los saqueos y a los festines. La epopeya narte es una contami-
nación de las epopeyas de los Tcherkesses, los Abkhazes y de los osetas, con un ori-
gen de estos últimos. Los N artes habitaban en tres grupos de aldeas asentadas a lo lar-
go de una cadena montañosa.
Los Baratae cuidaban ganados, los Alaegatae eran inteligentes y los Aehsaertaeg-
gatae eran valientes, subdivisión que responde al viejo esquema de la sociedad ideal

195
indoeuropea distribuida en tres funciones. Los Baratae y los Aehsaertaeggatea lucha-
ban continuamente entre sí, sin ninguno de los dos obtener la victoria final. Las fi-
guras importantes del ciclo épico de los Nartes son de origen mítico.
Los primeros pasos de Batraz son de carácter mitológico. Su padre Haemyts es
uno de los grandes héroes nartes, su esposa es una rana. Batraz después de una infan-
cia accidentada llega al cielo donde permanece algún tiempo. Cae después una tor-
menta sobre la tierra para salvar a los nartes, amenazados por el gigante Mukara, o
para diezmados. El gigante huye. En la persecución el cuerpo de Batraz, que era de
acero, se recalienta y es necesario que se zambulla en la mar. Después se repone en la
cima de una montaña apoyando su cabeza sobre un glaciar.
A continuación, preso de un furor satánico se dedicó a matar a sus hermanos
nartes o a torturarlos ferozmente. Finalmente decide morir, y ordena a los nartes edi-
ficar una gigantesca hoguera. Se sube a ella, pero permanece vivo, pues no podía mo-
rir hasta que su espalda haya caído a la mar, lo que hicieron los nartes y de este modo
pereció Batraz en medio de una gran tempestad.
Soslan es el guerrero narte más famoso. Estaba dotado de cierto carácter solar.
Nació de una piedra, del semen de un pastor. De mayor exigió ser remojado en la le-
che de una loba para volverse invulnerable, lo que hizo el herrero divino Kurdalae-
gon. Sólo las rodillas permanecieron vulnerables, pues no se pudieron mojar en la le-
che, al ser la artesa pequeña.
Soslan dedicó mucho tiempo de su vida a la guerra. Un día insultó a la hija de
Balsaeg, un genio celeste, que le arrojó una rueda de acero, que recorrió todo el cuer-
po de Soslan, sin producirle daño, hasta que aconsejado por Syrdon la rueda le frac-
turó las rodillas.
Mientras Soslan se desangraba, todos los animales y plantas salvo Syrdon, le llo-
raban, pero Soslan debía morir. Se le inhumó en una tumba que tenía tres ventanas.
Este recital es una lejana versión oseta del mito indoeuropeo equivalente al de la
muerte de Baldr, de la epopeya escandinava.
Syrdon hace el mal a su alrededor. Está dotado de poderes mágicos. Así, organizó
la mutilación de Soslan, de la que murió. Syrdon inventó un instrumento musical fa-
bricado con las venas de sus hijos. También fue el inventor del canto. Agradecidos
los nartes a estos inventos, le perdonaron todos sus crímenes.

196
CAPÍTULO VIII

La religión egipcia

Los DIOSES EGIPCIOS

En Egipto no existía una clara línea de separación entre los dioses y los hombres.
U na vez iniciada la creación, ésta continuaba bien se tratase de los hombres, de los
dioses o de los espíritus. Los egipcios creían que existían muchos dioses, pero en de-
finitiva una sola naturaleza, que parecía comprender tanto a la divinidad como al gé-
nero humano.
Más aceptable parece ser la interpretación según la cual la especulación teológica
egipcia no estableció una especial relación entre dios y el hombre, la planta o el ani-
mal. El devoto egipcio sólo mantenía relaciones de temor, piedad y esperanza con
sus dioses. La clase sacerdotal se desatendió del hombre. La especulación religiosa
egipcia sólo se interesó en el origen de la estructura del mundo, del universo. A par-
tir de esta creencia se derivó un optimismo y una alegría de vivir. Sin duda, esta con-
cepción obedecía a la especial situación que disfrutaba Egipto, por tener el Nilo que
aseguraba las cosechas y la cría del ganado.
Una de las características principales de los dioses egipcios era su antropomorfis-
mo, así como su comportamiento humano, pues amaban, odiaban, mentían o se en-
furecían. No son divinidades reveladas, sino que se imponen como necesidades ema-
nadas de la experiencia: son concebidos como motores de fenómenos naturales. Al-
gunos animales sagrados son llamados alma ( ba) de los dioses, como el carnero de
Mende, que reunía las almas de Ra, Shu, Geb y Osiris, o el buey Apis de Pta y de Osi-
ris. El ba se interpreta como la facultad del individuo para asumir una forma, una
apariencia visible, que tienen sólo los difuntos y los dioses. Ba es la relación entre dos
mundos, lo terrible y lo imaginario, el símbolo de su interacción recíproca.
El aspecto de los dioses egipcios no es siempre el mismo. Así, Tot puede ser cino-
céfalo, un ibis o un hombre con la cabeza de este último animal. Shu se presenta con
forma humana y en ocasiones con cabeza de mono. Los tres aspectos del sol, la salí-

197
da, el mediodía y el ocaso, pueden encarnarse en tres divinidades distintas, llamadas
respectivamente Ra, Atum y Kepri, mientras que Osiris era el sol de la noche. Para
reunir en un único símbolo los tres aspectos del sol durante el día y la noche, se
acudía a una estatua de momia cinocéfala que une en una sola figura la cabeza de car-
nero de Ra y la momia de Osiris. Estas combinaciones responden a un gran sincre-
tismo.
El egipcio tributaba culto a estos dioses y no a las fuerzas de la naturaleza. Una
excepción es el culto al sol durante el reinado de Amenofis IV (1372-1354 a.C.).
Con el tiempo, la potencia del sol se reconoce en cada una de las formas, y numero-
sas deidades se convierten en dioses del sol bajo la forma de Sebek-Ra, Chnum-Ra y
Amón-Ra.
No se produjo un culto directo a la luna, aunque existía la luz divina como astro,
lo h. Se adoraban en cambio divinidades antropomorfas, como Osiris, T ot y otras,
cuyo comportamiento se vincula con la luna.
Algunos dioses expresan bien los meses, que unen la divinidad con el fenómeno
que representan, como Hator, Osiris y Set. Los tres dioses están vinculados con mu-
chos mitos, relacionados con la agricultura o con la metereología y con la astrono-
mía, e incluso con aspectos sociales. Así, Osiris unas veces es el grano que germina,
el Nilo, la luna que vuelve después de desaparecer o el sol que se oculta ante la no-
che. El elemento común a todo esto es que son dioses cíclicos, al igual que el destino
humano. El hombre, después de pasar por la muerte, crece y cumplido el ciclo com-
pleto, mediante una serie de ritos y fórmulas, se asimila al dios. El egipcio creía,
pues, en la idea del etorno retorno. La luna Hator-Tefnet será unas veces una bella
muchacha y en otras un peligroso león, a tenor de los aspectos de la luna llena y de la
luna nueva.
Set, matador de Osiris, podía ser el sol cuando su rito se refiere a los aspectos so-
lares vinculados con su temperamento, el desorden y la violencia. Set aparece en
contraposoción con el orden y la fuerza disciplinada. El mito de Set hace de él el ene-
migo del derecho patriarcal, el jefe de los asesinos de Osiris, un homosexual.
La mayoría de los nombres de los dioses egipcios son epítetos. Nebtu significa «la
señora del terror>>, Mut «la madre», etc. Es difícil precisar los atributos exactos de los
dioses, entre los cuales el principal es la vida. En el caso de Osiris, el paso por la
muerte es el tránsito más seguro para la vida. En el Libro de los muertos se acepta la
muerte, incluso para los dioses.
Los dioses han sido creados por el demiurgo y tienen un poder inferior al suyo.
Las diversas teologías procuran demostrar la preeminencia del dios local y es imposi-
ble precisar la esfera de influencia de las divinidades, pues es una imagen del todo,
que rige el universo físico y las fuerzas. En realidad los dioses son menos potentes de
lo que aparentan. Pueden cambiar el destino del individuo, pero no los aconteci-
mientos del cosmos.
Los dioses egipcios son omniscientes. Sólo el demiurgo, Atum, parece tener la
omnisciencia y revelar el destino universal. Atum es el creador y destructor del mun-
do. No pueden disponer libremente del orden que han establecido. Los sacerdotes
han adornado a su dios local con el mayor número posible de atributos, lo que lleva a
especulaciones de tendencias monoteístas. Sin embargo, la mitología egipcia enseña-
ba que en el mundo el orden había aparecido a través de la multiplicidad de los dio-
ses y las tendencias a la unidad significaban el caos.

198
TEOGONÍAS, COSMOGONÍAS Y TEOLOGÍA

Los egipcios elaboraron una serie importante de cosmogonías y mitos, que des-
pués fueron objeto de grandes estudios. Cada mito cosmogónico exaltaba a un dios
distinto o localizaba la creación en un lugar diferente.
Entre los temas más arcaicos se encuentran: el del huevo o loto, que brota de las
aguas primordiales y el del montículo. Cuando se cambiaba la capital con la dinastía,
este hecho obligaba a los teólogos a integrar diversas tradiciones cosmológicas para
convertir al dios local en el demiurgo. Los teólogos unieron sistemas religiosos muy
diversos y asociaron figuras contradictorias. Los mitos se reconstruyen a través de las
alusiones a los mismos que se encuentran en los Textos de las pirámides (h. 2500-2300
a.C.), en los Textos de los sarcófagos (h. 2300-2000 a.C.), y en el Libro de los muertos (desde
el año 1500 a.C.); algunas narraciones populares, como Eljuicio de Horusy Seth, son de
contenido mitológico, y lo mismo sucede con ciertos papiros mágicos; también pue-
den encontrarse noticias válidas en las síntesis de Plutarco y de Diodoro. Otros mi-
tos egipcios son breves declaraciones.
La cosmología egipcia, como el surgimiento de un montículo sobre las aguas pri-
mordiales, lleva consigo la aparición de la tierra, de la vida y de la conciencia. Los
habitantes de Hermópolis creían que en su lago crecía el loto cosmogónico, y los de
Hierápolis que la colina primordial era la Colina de Arena del templo del sol. Los
principales santuarios habían sido los centros del mundo, donde comenzó la crea-
ción.
Los Textos de los sarcófagos hablan del huevo primordial, que contenía el pájaro de
la luz, o sobre el que reposa el sol niño, o la serpiente primitiva, imagen de Atum.
Las etapas de la creación varían de una teología a otra. En la teología solar de Helió-
polis, el dios Ra-Atum-Kepri creó la primera pareja divina, Shu (la atmósfera) y Tef-
net, padres del dios Geb (la tierra) y de la diosa Nut (el cielo). La creación de un nue-
vo disco solar decora la tumba de Ramsés VI, fechada hacia el año 1140 a.C., en el
Valle de los Reyes en Tebas. La creación es obra del demiurgo, pues es una manera
de expresar que los dioses nacen de la misma sustancia del dios supremo. Al parecer,
el demiurgo no se reservó el poder creador. En un pasaje de los Textos de los sarcófagos,
el demiurg'J afirmó: «Yo soy Atum el creador. Yo he creado a Shu, el que ha traído al
mundo a Tefnet.»
Según la teología de Hermópolis, el loto brotó en el lago primordial de esta ciu-
dad, del que salió el niño heredero engendrado por la Ogdóada, que era un grupo de
ocho dioses a los que se les unió Pta, que juntó los gérmenes de los dioses y de los
hombres. Egipto era, pues, el centro del mundo, ya que fueron sus habitantes los pri-
meros en ser formados. En el sistema hermopolitano, la creación deriva de la dife-
renciación del caos a partir del mismo caos. Este toma conciencia de sus componen-
tes, cuatro pares de serpientes llamadas abismo, tinieblas, invisible y aguas primor-
diales.
La teología más sistemática procede de Menfis. El texto por el que se la conoce
está fechado en torno al año 700 a.C., pero se remonta a un original de unos dos mil
años antes. Esta cosmogonía tiene por protagonista a Pta, que crea su espíritu y su
verbo. Pta, el que hace existir a los dioses, es el más grande entre todos ellos y Atum
es el creador de la primera pareja divina. Los dioses después penetraron en las plan-

199
tas, en las piedras y en la arcilla. En esta última teogonía y cosmogonía, la potencia
creadora pertenece a un solo dios, a través del pensamiento y de la palabra. Es la más
alta expresión de las especulaciones metafísicas egipcias, que se sitúa en los mismos
comienzos de la historia de este pueblo.
Los mitos egipcios referentes a la creación del hombre son un tanto opacos. Los
hombres nacieron de las lágrimas del dios solar, Ra. Egipto conoció varios mitos so-
bre el origen del hombre. Según uno, Pta modeló el cuerpo de arcilla en un torno.
En cambio, no se conoce ningún mito sobre el origen de la muerte. Según un texto
fechado en torno al año 2000 a.C., el dios hizo el cielo y la tierra para los hombres,
así como la vegetación y todos los animales. Ra decide destruir a los hombres cuando
descubre que se han conjurado contra él y Hator se encargó de su muerte, aunque Ra
finalmente lo evita embriagándole.
En Egipto se conoce un mito, que describe la reinterpretación de los teólogos, en
el que un dios solar, creador y dueño del universo, se convierte en dios ocioso. Una
vez que Ra impidió que Hator aniquilase a la humanidad, se avejentó y determinó
abandonar la soberanía del mundo. Reconoció ante los otros dioses que su cuerpo se
había debilitado y pidió que Nut, su hija, lo levantase hasta el cielo, según narra el
Libro de la vaca; Shu o Geb le sucedieron.
Una preocupación de los mitos egipcios desarrollada por la teología, es la conti-
nuidad del tránsito y la renovación de las generaciones. Por este motivo un gran nú-
mero de santuarios veneran una tríada compuesta de un dios padre, de una diosa ma-
dre y de un dios hijo, este último con una débil personalidad respecto a su padre, pues
es su doble.
En Egipto los teólogos no elaboraron un sistema racional. Floreció mucho la re-
flexión sobre la divinidad. No se puede separar en Egipto la mitología de la teología.
Esta última intentó organizar el material mítico y religioso. Agrupó los dioses y fue
la fuente de la decoración de los edificios sagrados. Manifestó una tendencia a asimi-
lar conceptos semejantes para definir la competencia y el significado de cada dios,
aunque también tendió al sincretismo. Atum era el dios creador y se le atribuía el so-
plo vital en el embrión del vientre materno; era, por tanto, un dios del viento, Shu.
Por esta razón, fue llamado Atum-Shu. Un, dios puede llegar a ser todos los otros dio-
ses. La teología tomó aparentemente un camino, que podía conducir a reconocer la
unidad de lo divino, pero no se llegó a esta conclusión, pues los teólogos nunca lo
pretendieron. Se intentó considerar el mayor número de aspectos posibles al mismo
tiempo, sin unificarlos o simplificarlos.
Al clasificar y organizar los mitos, la teología sistematizó los dioses en grupos.
Una fórmula fue la Enneada, nueve divinidades, que apareció en Heliópolis. Esta
fórmula fue aceptada por muchísimos sacerdotes. En Tebas se agruparon en la En-
neada catorce dioses. Se añadía a la Enneada Heliopolitana, el dios local.
La síntesis más brillante es la de Osiris y Ra. Osiris aparece impregnado del dios
Ra. Y a en la teología del Imperio Nuevo se produjo el doble proceso de osirización
de Ra y de solarización de Osiris, lo que por otra parte revela la doble condición de la
existencia humana: la complementaridad de la vida y de la muerte. La identificación
de los dioses se consuma en la persona del faraón difunto; completado el proceso de
osirización, el faraón resucita como joven Ra. El descenso de Ra al mundo subterrá-
neo presupone su muerte y su resurrección. El faraón difunto es el trascente de Osi-
ris-Ra. Ra como dios trascendente, y Osiris como dios que emerge constituyen las

200
r
'

manifestaciones complementarias de la divinidad, según se ha afirmado. Se trata de


la multiplicidad de las formas emanadas por el único dios. La divinidad es a la vez
múltiple y una, según defiende la teología de Atum.
1 Bajo el influjo de las teorías solares de procedencia heliopolitana, la mayoría de
los dioses tendieron a asimilarse aRa, Amón-Ra, Chnum-Ra, Sebek-Ra, etc. Estas
síntesis estaban ya cumplidas al final del Imperio Nuevo.
Durante el Imperio Nuevo, Egipto disfrutó de una época de gran prosperidad in-
1 terna y de prestigio internacional. En este tiempo alcanzó el puesto supremo uno de
los ocho dioses venerados en Hermópolis, bajo el nombre de Amón-Ra. Amón se
convirtió en el dios de todo el Imperio. Durante el Imperio Nuevo se asimilaron
muchos dioses extranjeros a los egipcios y estos últimos recibieron asimismo culto

~
1
fuera de su país. Se produjo un proceso de solarización con Amón, resultado de las
tendencias sincretistas y la restauración del dios solar. Los templos de Amón-Ra fue-
ron ampliados y sus ingresos crecieron enormemente. Los dioses comenzaron a par-
ticipar en los asuntos del Estado, como resultado de la invasión de los hicsos. Los sa-
1 cerdotes aconsejaban al faraón. El único sacerdote de Amón ocupaba el segundo
puesto después del faraón. Egipto caminaba lentamente a una teocracia, lo que no
impedían las tensiones entre el faraón y el clero, así como entre las diferentes teo-
logías.
1 El genio sincrético de los egipcios llegó a concebir un solo dios, de la combina-
ción de Osiris y Ra. La síntesis está muy bien expresada en la momia con cabaza de
carnero.
Al final del paganismo se representó en una sola persona el mayor número de
1 potencias utilizadas contra los maleficios. Ahora se agrupan los dioses o los animales
superponiéndolos. Estas asociaciones sugieren la contraposición de dios y del mun-
do, de dios y de los infiernos.
Una de las reformas más interesantes de toda la religión egipcia fue la promoción
de Atón, el disco solar, a la categoría de única divinidad suprema, interpretada como
el deseo de Amenhotep IV de liberarse de la tutela del sumo sacerdote de Amón el
faraón, poco después de subir al trono, quitó la administración de los bienes del dios.
Un relieve de Tell-el-Amarna, fechado hacia el año 1355 a.C., representa magnífica-
mente al faraón Akhenatón y a la familia real bajo el disco solar. El faraón cambió su
nombre por el de Akht-en-Atón, abandonó la ciudad de Tebas, la ciudad de Amón, y
se construyó otra a la que llamó Akhetatón (Tell-el-Amarna). Los templos en la nue-
va ciudad carecían de cubierta, y así se podía adorar al sol más fácilmente. Atón se
convirtió en el dios supremo identificado con el disco solar y la fuente de la vida,
crea el germen en el vientre de la mujer y cuida el parto y la crianza del niño. Atón
creó los hombres y las mujeres, todos los países , y les proporcionó todo lo necesario
para la vida. Los dos himnos dedicados a Atón son la cumbre de la religiosidad egip-
cia. Se ha pensado que la reforma de Akhenatón era de tendencia monoteísta. En el
himno de Akhenatón se leen expresiones como esta: «el dios único, a parte del cual
ninguna cosa existe», frase ya empleada más de mil años antes pero aplicadas a otros
dioses, como a Atum, a Ra, a Amón, etc. Esta reforma duró poco, pues el faraón mu-
rió joven y su sucesor Tutankhamón (1357-1344 a.C.) volvió a Tebas y a las buenas
relaciones con el sumo sacerdote de Amón. La reforma desapareció sin dejar huellas
profundas, ya que se trataba de una religiosidad de la familia real y de la corte.

201
Tell-el-Amarna (?) Akhenaton y la familia real bajo los rayos del disco solar Aton. Hacia 1355 a.C.
Berlín. Staat. Museum.

Los TEMPLOS

Los templos eran la casa del dios y propiedad suya. El dios podía ser propietario
del templo cuando era el dios local, o huésped, cuando el santuario pertenecía al
círculo del dios local. Podía ser temporalmente huésped en otros santuarios.
Los lugares de culto más primitivos fueron simples cabañas. Los egipcios cons-
truyen los templos de piedra y así han podido sobrevivir muchos de ellos hasta nues-
tros días. La estructura de los templos antiguos se mantuvo en los posteriores. Los
templos debían estar dotados de todo lo necesario para el dios, comidas, bebidas, ves-
tidos, perfumes, etc. Los templos representaban la imagen del mundo. Eran un sím-
bolo cósmico, como el de Karnak. Simbolizaba la carrera diaria del sol. El Osireion
de Abidos se ha pensado que representaba la colina primordial sobre la que nació la
vida. Las columnas de las grandes salas tomaban la forma de manojos de flores, y
simbolizan la vegetación de Egipto. Los zócalos de las paredes decorados con papiros
y con otras plantas, aluden al Nilo, y también a las procesiones de ofrendas al dios lo-
cal. Igualmente se esculpían genios de la fecundidad.
El sofito iba decorado con estrellas de oro sobre fondo azul, o con representacio-
nes astronómicas o constelaciones, los planetas o esquemas míticos del sol y de la

202
luna. Escenas rituales, como los ritos de fundación, la presentación del faraón ante el
dios, cubrían las paredes, y las prescripciones, conocidas por las inscripciones, que
había que cumplir en los templos. El que penetrase en la cella del dios debía haber
hecho ciertos rituales de pureza. En Esna las mujeres no podían traspasar determina-
da zona alrededor del templo.
Los santuarios egipcios estaban rodeados de muros, que los protegían. Se defen-
dían igualmente con conjuros, como bajo la puerta en Edfu, o en las torres del pilón
de Philae. Se representaba al faraón atacando los animales maléficos, que eran la en-
carnación del caos, como hipopótamos, tortugas, cocodrilos, etc.
Y a se ha indicado que el dios necesitaba de alimentos y de perfumes. Las imáge-
nes de los dioses se colocaban de manera que recibieran el influjo del sol, como en
Edfu y en Dendera, debido a la importancia cada vez mayor que el sol alcanzaba en
la teología.
La decoración de los templos es una mezcla de escenas, de ritos y mitos. Las ins-
cripciones de las puertas aluden a los ritos, y las de las paredes a las escenas de ofren-
das. Los sacerdotes disponían de papiros con indicaciones necesarias para cumplir
los ritos. Las inscripciones y las escenas son los ritos y mitos y representan el mundo
que es el templo. En los muros de algunas capillas se representaban ritos, que se cele-

Abu Simbel. Templo rupestre de Ramsés II.

203
braban en el interior, para mantener la luna en su ritmo. Otras inscripciones descri-
ben minuciosamente la preparación de los ungüentos y de los perfumes. Se represen-
tan escenas de ofrendas a los dioses de las materias primas que entran en la composi-
ción de los ungüentos y de los perfumes.
También había en Egipto templos consagrados al sol, al aire libre, con un gran
obelisco, símbolo del sol.
Los templos eran inmensamente ricos. Al templo de Amón de Tebas donó Ram-
sés III 421.362 cabezas de ganado mayor y menor, 240.000 hectáreas de terreno cul-
tivable y 65 ciudades, lo que explica el antagonismo entre el poder sacerdotal y el re-
gio. Con esta fabulosa riqueza, el templo de Amón podía mentener un número gran-
de de sacerdotes, cifrados en 81.322 personas, mientras que los templos de Heliópo-
lis y de Menfis tenían respectivamente 12.963 y 3.077.

EL RITUAL

Los ritos expresaban la dinámica del mundo, los dramas sagrados y las ofrendas.
Se deseaba conservar lo que existe, por eso se cumplían los ritos. La periodicidad del
rito evocaba la idea cíclica del mundo. Los ritos impedían su destrucción, mantenían
la conservación del universo. Los ritos eran innumerables y obligatorios. A veces
consistían en ofrendas esculpidas en los muros. Estas ofrendas eran muy variadas, de
pan, cerveza, vino, leche, plantas, flores, perfumes, ungüentos, objetos variados, etc.
También se celebraban danzas y escenas de música, que eran parte importante de los
rituales. Igualmente había dramas sagrados, que repetían los ritos. Partes de estos
dramas se representaban en el interior de los santuarios y otros en presencia de toda
la multitud de fieles. Los ritos diarios eran las ofrendas, la quema de incienso, las li-
baciones, el lavado y el vestido de la imagen del dios, cantar himnos, algunos gestos
rituales y abrir las puertas.
Todas estas acciones se interpretaban míticamente. De igual forma se celebraban
ritos de fundación del templo, que eran los primeros pasos que se daban en su fabri-
cación.
El legítimo oficiante era el rey, pero normalmente el sacerdote le representaba.
Lo primero que hacía este último, después de abrir la celia del dios y recitar el canto
de la mañana, era tocar la imagen divina y la miraba fijamente. En Edfu se hacía
todo esto al salir el sol. El templo, imagen del mundo, era un centro que irradiaba
energía y el poder de los dioses.
Igualmente había ritos apotropaicos. Todo sacrificio, que proporcionaba carne 1
para la comida del dios, era un rito apotropaico. Se sacrificaban bajo formas simbóli-
cas animales como el hipopótamo, el toro salvaje y el cocodrilo. Otros ritos tenían fi-
nes cósmicos, políticos o individuales, celebrados con la intención de destruir a los 1
adversarios. Se fabricaban imágenes de cera con la figura de las personas o animales
contra las que iba dirigido el maleficio. Se escribían los nombres en trozos de papiros ._
y se pronunciaban terribles imprecaciones antes de echarlos al fuego. Los ritos de fi-
nalidad cósmica se celebraban todos los días en los templos. En los ritos con fines
políticos se utilizaban unas varas, que se rompían, figuras de cera o de barro.
1"
En los dramas sagrados los dioses desempeñaban un papel activo. Se celebraban
fuera del templo para influir en toda la naturaleza. En el rito se representaba un mito

204
Medinet Habu. El faraón Ramsés III coronado por Horus y Set, dioses del bajo y alto Egipto.
Hacia 1480 a.C. El Caíro. Museo Egipcio.

para reproducir en realidad los efectos que describían este último, que acaecían en el
tiempo primordial. El más famoso de estos dramas era los misterios de Osiris, que se
celebraban en locales especiales de los templos.
La versión más exacta de este mito se debe a Plutarco, en su tratado De lside et Osi-
ride. Osiris fue un rey legendario egipcio, célebre por su justicia. Su hermano Set le
asesinó. Su esposa lsis logró quedar en estado de su esposo Osiris muerto. Isis enterró
a su marido. Se refugió en el delta del Nilo y dio a luz a Horus. Cuando el niño cre-
ció, atacó a su tío. Set le arrancó un ojo, pero al final triunfó. Recuperó el ojo, que
ofreció a Osiris, que volvió a la vida. Set descuartizó el cadáver de Osiris en catorce

205
partes y las dispersó. lsis las recuperó, salvo los testículos, que se los tragó un pez. Isis
enterró cada parte en el lugar donde los había encontrado y por esta razón muchos
santuarios afirman tener la tumba de Osiris. Los dioses condenan a Set a cargar con
su propia víctima. Es convertido en barca para transportar a Osiris por el Nilo. Set
no podía ser destruido por el poder que tenía. Horus desciende a los infiernos y es co-
ronado rey y nombrado sucesor de su padre. Horus encuentra a Osiris sumido en un
sopor y tiene que reanimarlo. Después de la coronación le resucita por ser energía vi-
tal. Debía asegurar la fertilidad. Se le compara con el océano y se le descubre como la
tierra. Osiris muerto asegura la prosperidad del reino de Horus. Osiris era el funda-
mento de toda la creación según un texto del Imperio Medio. La muerte es asumida
como una especie de transmutación de la existencia. La transfiguración del hombre
tiene lugar en la tumba. Osiris se convierte en el modelo de los soberanos y de los in-
dividuos. Su culto era ya popular desde el Imperio Antiguo.
En Philae se celebraba el drama de la vuelta de Hator-Tefnet, huida a Nubia, a la
que Tot y Onuris-Shu convencieron para que volviera a Egípto. Su regreso se cele-
braba con cantos y danzas. La fiesta coincidía con la aparición de la luna.
Las procesiones eran otro de los rituales más frecuentes. Algunos se celebraban
sólo en el interior de los templos, otros en el campo o en la ciudad. Los dioses pere-
grinaban de un santuario a otro en procesión, como sucedía en Tebas, donde Amón
visitaba muchos templos. Las procesiones de Heka, de Esna o de Nebtu recorrían los
campos. En la fiesta del dios Min de Tebas, los sacerdotes llevaban en procesión la
imagen detrás de un toro blanco, entre músicos, cantantes y danzarines. Esta fiesta
en época posterior se vinculó con el culto real. En origen era la fiesta de la siega. El
rey y la reina participaban en ella. Hator de Dendera visitaba en Edfu a Horus. La
procesión recorrían 150 km en total. En Menfis, en la fiesta jubilar del faraón parti-
cipaban muchos dioses.

LA SOBERANÍA REGIA

Los egipcios creían que la realeza siempre había existido. El primer faraón fue
igualmente creador y transmitió esta función a su hijo. La realeza era una institución
divina. Las gestas de los faraones se describían como las de los dioses. El faraón era la
encarnación del recto orden, de la justicia y del derecho. Era el modelo para todos
los súbditos. Aseguraba la estabilidad del cosmos y la continuidad de la vida. Era el
único protagonista de las victorias militares.
Así, en el templo de Amón-Ra de Karnak se representa, hacia el año 1450 a.C., a
Thutmosis Ill de pie, agarrando a un graupo de asiáticos por los cabellos. En la tum-
ba de Thutmosis IV en el Valle de los Reyes, fechada en torno al año 1405 a.C., el fa-
raón combate contra los asiáticos. En un cofrecillo de la tumba de Tutankhamón, en
el lugar ya mencionado, el faraón está en su carro, al igual que en el relieve anterior,
luchando contra los asiáticos. En el citado templo de Amón-Ra de Karnak, Sethi I
(en torno al año 1300 a.C.) ataca desde su carro a la fortaleza de Cadés. En el templo
funerario de Ramsés 111, hacia el año 1170 a.C., se representa al farón de pie dispa-
rando su arco contra los enemigos. Este tipo de escena era muy antigua. Baste recor-
dar la tablilla del rey Narmer golpeando a un enemigo arrodillado, del período tinita
(h. 3000-2738 a.C.), o al rey Mentuhotep en una escena parecida.

206
Tenía obligación de celebrar el culto, pero delegaba en sus sacerdotes. Cada Año
Nuevo se repetía la cosmogonía. La entronización del faraón repetía la unificación
del Alto y Bajo Egipto. En la fiesta de Set se renovaba cada treinta años, las ceremo-
nias de la consagración para revitalizar la energía del faraón. Los faraones presidían
las fiestas de la fundación y de la inauguración de los templos. La muerte del faraón
era la partida de su viaje celeste. El faraón cumplía ciertos ritos de purificación al en-
trar en el templo, el día de la coronación o del entierro.
En Edfu el dios encarnado en un animal sagrado era tratado como el faraón. Mu-
chos de estos ritos eran las acciones normales elevadas a ritos. Los papiros y las ins-
cripciones proporcionan datos muy precisos sobre los rituales seguidos por los farao-
nes. Otras veces las ceremonias se desarrollaban sin la presencia del faraón. Un papi-
ro describe la liturgia completa. Un sacerdote lleva puesta la máscara de Shu y da
vida a una figura compuesta de Osiris y de Ra. Las ceremonias de este papiro, com-
parándolas con las representadas en el templo de Edfu, prueban que las decoraciones
de los templos exaltaban la participación del faraón más de lo que sucedía en reali-
dad. El faraón era sustituido por un sacerdote en los dramas sagrados relativos a la
conservación y a la transmisión del poder regio. El faraón tenía la obligación de exi-
gir que se hicieran los ritos relativos al funcionamiento del universo. Los ritos para
los egipcios actualizaban la representación del mundo.

VIDA DE ULTRATUMBA

Un ritual análogo al de las tumbas de Ur se repite en Egipto durante las dos pri-
meras dinastías, entre los años 2850-2650 a.C. aproximadamente. En Egipto los sir-
vientes seguían no sólo al faraón en la ultratumba, sino a los más altos dignatarios de
la corte. Sus cadáveres eran enterrados individualmente, acompañados de alimentos
y de objetos de su oficio. Los egipcios creían que los difuntos llevaban en la ultratum-
ba una vida semejante a la de la tierra y necesitaban trabajar. Esta creencia explica
que en las tumbas se representen escenas de la vida cotidiana, como la vuelta del ga-
nado o a Ti con su esposa Nerferhotpes, en escenas campestres, o a Ti cargando hi-
popótamos en unos relieves de su tumba en Sakara, fechada durante la V dinastía
(2563-2423 a.C.). En la tumba del visir Rechmere se pintaron escenas de festivales, e
idéntico tema aparece en la tumba de Meona de Tebas, o del sacerdote de Amón, lla-
mado Nakht, en la misma ciudad. La procesión fúnebre con el cadáver metido den-
tro del sarcófago acompañado de las plañideras decoran las paredes de la tumba del
visir Ramose en Tebas, datada durante la XVIII dinastía (1580-1314 a.C.). En los pi-
lares se esculpieron festivales.
Al principio, se sacrificaban los siervos del faraón, después se sustituyeron por
imágenes. En los Textos de las pirámides se manifiesta un gran sincretismo religioso y
una diversidad de concepciones escatológicas. La concepción más antigua fue que si
el faraón vivo se identificaba con el dios del cielo, muerto se identificaba con el cielo
y con las estrellas. Otra segunda creencia se desarrolló en la segunda parte del Impe-
rio Antiguo. El faraón seguía al sol. Arcaica fue la creencia de que la inmortalidad es
el resultado de poderes mágicos. La última concepción es la de que el faraón difunto
se identifica con Osiris. La práctica de la momificación, que comenzó con el Impe-
rio Antiguo, responde a la idea de que al morir el cuerpo viene separado del espíritu,

207
Abidos. El faraón Ramsés IV (?) sentado entre Isis, Osiris y Horus. Hacia 1146. El Cairo.
Museo Egipcio.

pero que lleva una especie de vida, ya que necesita de alimentos. El destino del alma
se vincula a la suerte seguida por el cuerpo.
Una evolución sobre las ideas de ultratumba se dio pronto en Egipto, al difundir-
se la ideología funeraria propia de los faraones. Al final del Imperio Antiguo, esta
creencia pasó a la clase media y parte del contenido de los Textos de las pirámtdes se in-
corporó a los Textos de los sarcófagos. Con la llegada del Imperio Nuevo el ritual todavía
se propagó más. El muerto se identifica ahora con Osiris. El Dual, el reino de los
muertos, es subterráneo. El sol le visita durante la noche, pero no tiene carácter ce-
leste. El difunto habita en el campo de los juncos, /aru, tierra fertilísima donde puede
desarrollar su vida diaria. A pesar de esta concepción, el egipcio se imaginaba la ul-

208
tratumba llena de monstruos demoníacos, de los que el difunto se defendía con fór-
mulas mágicas. Un párrafo del Libro de los muertos expresa la idea de una visión dramá-
tica de la ultratumba, junto a una concepción escatológica referente al fin del mundo
que vuelve al caos acuático primordial.
Las dos creencias que se generalizaron más en el mundo antiguo fueron la pervi-
vencia de los difuntos en los infiernos o en los astros. Se creía que el cielo era la Dio-
sa Madre y la muerte era un nuevo nacimiento. Desde fecha muy antigua se elabora-
ron unas doctrinas religiosas y mágicas para asegurar la supervivencia, pues se creía
que el rey muerto continuaba salvaguardando al pueblo.
Los Textos de las pirámides tratan casi solamente del destino de los faraones después
de la muerte. Se repite la fórmula según la cual el faraón, hijo de Atum, engendrado
como dios antes de la creación del mundo no podía morir. Otros textos mencionan
que el rey no conocerá la corrupción.
Muchas fórmulas se refieren al viaje celeste del faraón, en forma de oca salvaje,
de garza real y de halcón, de escarabeo o de langosta. Los dioses y los vientos deben
ayudarle en su viaje. A veces el faraón ascendía al cielo por una escalera. Durante el
viaje el faraón era ya un dios. Antes de llegar al reposo celeste llamado Campo de las
ofrendas, el faraón debía pasar determinadas pruebas, como un lago en el que el bar-
quero hacía de juez. Antes de subir a la barca tenía que cumplir todas las purificacio-
nes rituales y responder con unas fórmulas estereotipadas que servían de consignas.
Podía recurrir en su defensa a la amenaza y a la magia, implorar aRa, a Tot y a Ha-
rus. El sol recibía al dios triunfante y se enviaban mensajeros para que anunciasen su
victoria sobre la muerte. Los familiares y los altos dignatarios, identificados con
las estrellas, le rodeaban, pues el faraón llevaba en el cielo la misma existencia te-
rrena.
Los rituales y las creencias fúnebres están bien representadas en las tumbas. Parte
importante del ritual funerario eran los llantos y gestos de las plañideras, tema fre-
cuentemente representado en las tumbas, como en la de Horemheb, de la XVIII di-
nastía, hacia el año 1450 a.C. En la tumba de Pairy, fechada alrededor del año 1390
a.C., se representa al difunto y a su mujer en adoración ante Osiris, el cortejo, los ri-
' tos fúnebres y la peregrinación a Abydos. En la tumba de los escultores Nebamón e
( Ipuki de Tebas se pintó la ceremonia fúnebre delante de la tumba, con las plañideras
delante de la capilla funeraria; también aparecen mujeres con instrumentos musica-
les y danzarinas en banquete fúnebre, y a la viuda lamentándose delante del ataúd.
Jóvenes en un banquete asimismo funerario, con música de laúd, flauta y arpa, se re-
presentaron en la tumba de Nakht en torno al año 1410 a.C.
En la teología solar, el faraón tenía una situación privilegiada, pues no se hallaba
bajo el poder de Osiris, rey de los muertos. Otros pasajes identifican al faraón con
Osiris. Durante el Imperio Nuevo se introdujo una novedad en las creencias de ul-
tratumba. Se pinta en las paredes de las tumbas el viaje subterráneo del sol que realiza
el faraón a través de las doce regiones, que corresponden a las doce horas de recorri-
do nocturno del sol. Cada hora estaba separada de la siguiente por aterradoras ser-
pientes. Los muertos que no viajaban en la barca solar, esperaban el paso del dios
para que les diese un momento de luz.
Los dos actos fundamentales en la ultratumba eran el juicio y el peso del corazón,
que se hacía delante de Osiris. Una escena de este acto se representa en el papiro de
Hunefer, en el que Anubis conduce al difunto a la balanza, Tot escribe el resultado

209
del juicio y Horus presenta al muerto ante la capilla de Osiris. Estos dos actos en los
Textos de los sarcijagos están diferenciados, pero en el Libro de los muertos tienden a con-
fundirse. Y a a partir de la IX dinastía, durante el 1 Período Intermedio, está claro
que el juicio de los muertos tenía lugar después de la muerte de todos los hombres y
de los faraones. El Libro de los muertos es una guía del alma en la ultratumba. Dos
creencias muy arcaicas de estos textos son el peligro de una segunda muerte y la im-
portancia de no perder la memoria y, por tanto, recordar el nombre.
Otros textos, como el Libro de las puertas y el Libro de lo que hqy más allá, describen el
reino de los muertos que Ra recorre con su barca. El egipcio quería identificarse con
Osiris, con Ra, con Horus, con Pta, con Anubis, etc.
Durante el llamado 1 Período Intermedio, que coincidió con una gran anarquía,
las ideas sobre la ultratumba se democratizaron, y los nobles copiaron en sus sarcófa-
gos los Textos de las pirámides. Los textos más importantes, como la Disputa de un hombre
abatido con su alma, el Canto del arpista, las Amonestaciones lpu-wer, descubren bien la situa-
ción caótica por la que atravesaba Egipto, la falta de autoridad y los crímenes; las
provincias y los templos no pagaban; las tumbas de las pirámides habían sido saquea-
das y profanadas; los muertos se arrojaban al río. En el Canto del arpista se leen frases
como ésta:

Nadie retorna del más allá para describirnos su estado o manifestarnos sus nece-
sidades, para aquietar nuestro corazón hasta el momento en que nosotros también
emprendamos el camino hacia el lugar para el que ellos partieron.

Esta crisis motivó un gran pesimismo y desesperación, bien manifestada en el


consejo que da el arpista: «Cumple tu deseo mientras vivas.» Se duda de la existencia
después de la muerte. La disputa sobre el suicidio es aún más pesimista y el cuadro
que describe todavía más desolador.
Se recurría a conjuros y a amenazas contra los saqueadores de tumbas y contra las
serpientes y gusanos. Se echaba mano para ello de la magia, creada por los dioses
para la defensa de los mortales.
El egipcio no tuvo una idea clara del destino de los muertos. Se representaban
como estrellas en el firmamento, como prisioneros de su tumba. Se transformaban
en pájaros. En la tumba de Arinefer, en Deir-el-Medineh, hacia el año 1150 a.C., el
difunto aparece ante la puerta y su alma vuela sobre la tumba. El alma llevaba en la
tumba la misma vida que había tenido en la tierra. Por esta creencia durante los fu-
nerales se hacían determinadas prácticas mágicas con el cadáver, como el mito lla-
mado la apertura de la boca. Se ofrecían al difunto alimentos y libaciones. En la tum-
ba de Seunedjem, en la misma localidad, hacia el año 1250 a.C., el difunto y su mujer
son alimentados por la diosa de los árboles. En la citad tumba de Arinefer, el difunto
arrodillado bebe agua a la sombra de una palmera. En un cofre funerario de la dinas-
tía XVIII se pintó una escena de ofrendas al difunto. Se invitaba al difunto a partici-
par al año en banquetes de familia, con la intervención de danzarinas y de músicos,
representados en la tumba de Nebamon, fechada hacia el año 1390 a.C.
Los sacerdotes de los difuntos se ocupaban de las ofrendas. En las fosas próximas
a las tumbas se colocaban las ofrendas que a veces eran ficticias. Se depositaban esta-
tuillas de mujeres desnudas, atadas para que no huyeran.

210
r

Las momias eran consideradas el cadáver recompuesto de Osiris, pues el difunto


se identificaba con este dios.
En el Libro de los muertos se describe el juicio del alma ante los cuarenta y dos muer-
tos que forman el tribunal. El corazón del difunto se situaba sobre un platillo de la
balanza y en el otro una pluma y un ojo. El muerto recitaba una plegaria, pronuncia-
ba una declaración de inocencia y a continuación se dirigía a los cuarenta y dos jue-
ces y pronunciaba su elogio: «He agradado al dios en lo que él quería, he dado pan al
hambriento, agua al sediento, vestido al desnudo y una barca al que carecía de ella.
Salvadme, pues, y protegedme ... » El difunto era sometido a un interrogatorio de ca-
rácter iniciático. Tenía que demostrar que conocía los nombres secretos del «portero
de la sala>>, de las distintas partes de la puerta y del umbral.

211
SEGUNDA PARTE

GRECIA
CAPÍTULO PRIMERO

Religiones egeas
JoRGE MARTíNEZ-PINNA

Bajo este nombre podemos denominar aquellas actitudes y fenómenos religiosos


que se desarrollaron en Grecia durante la Edad del Bronce, periodo asimismo cono-
cido como el de las civilizaciones egeas. En términos de cronología absoluta, nos
movemos en los mismos albores de la historia griega, cuando, siguiendo los pasos de
sus más avanzados vecinos del Mediterráneo oriental, los primitivos habitantes del
mar Egeo lograron moldear su primera civilización urbana. Por comodidad exposi-
tiva, la Edad del Bronce en Grecia ha sido objeto de una periodización arqueológica
que, por razones de método y orden, ha acabado por imponerse en cualquier trata-
miento historiográfico sobre esta época. Tal sistematización combina los criterios de
tiempo y espacio, distinguiendo tres periodos (Bronce Antiguo, Medio y Reciente)
que se desarrollan casi simultáneamente sobre tres ámbitos geográficos (Creta, las is-
las y el continente). Surgen así tres horizontes culturales, el Minoico referido a Creta,
el Cicládico a las islas Cícladas y el Heládico al continente, dividido cada uno de ellos
en los tres periodos mencionados antiguo, medio y reciente. El cuadro resultante es
el siguiente, en el cual se han suprimido los subperiodos en que se divide cada fase y
con el yacimiento de Troya como punto de referencia para el Egeo oriental.
Esta sistematización arqueológica puede ser revisada con la ayuda de parámetros
más propiamente históricos, de manera que sin perder su esencia y conservando su
validez como esquema cronológico, sea más accesible al lector no iniciado. Y así, a la
sucesión de la cultura minoica se le aplica también una terminología basada en su
elemento más representativo, el palacio, de forma que el Minoico Antiguo corres-
ponde con la época prepalacial, el Medio con la paleopalacial y el Nuevo con la neo-
y pospalacial. De la misma manera, el Heládico Reciente coincide con llamada cul-
tura micénica, época de apogeo en la Edad del Bronce continental y que supone, a

215
CRETA CÍCLADAS CONTINENTE TROYA
2600 1
Minoico Cicládico Heládico
Antiguo Antiguo Antiguo 11

2000 III-V

Min. Medio Cicládico Heládico


Medio Medio VI

Minoico Cicládico Heládico VIIA


1500 Reciente Reciente Reciente
[Micénico] VIIB

1000 Subminoico Submicénico

partir del año 1375 aproximadamente, su extensión a las restantes regiones del Egeo,
imponiéndose en las Cícladas y en la misma Creta (época pospalacial).
Para el historiador revisten especial importancia aquellos periodos cuya vida gira
en torno al palacio, elemento aglutinador y auténtico protagonista de las civilizacio-
nes egeas. Al llevar este principio al cuadro anterior se destacan dos ámbitos, el mi-
noico palacial y el micénico. Se trata de dos mundos muy parecidos, únicos represen-
tantes -al margen naturalmente del Oriente- de la llamada «civilización del escri-
ba», en la que el palacio se alza como centro del sistema, y a través de sus minuciosos
archivos administrativos lleva a cabo un estricto control sobre todos los aspectos que
afectan al individuo. Pero al mismo tiempo, se observan también significativas dife-
rencias, derivadas en última instancia del distinto origen étnico de sus pueblos res-
pectivos. En efecto, los micénicos eran indoeuropeos y, por tanto, ascendientes en
parte de los griegos históricos, que hicieron su aparición en la Hélade en los inicios
del bronce medio, mientras que los minoicos representan un estadio étnico anterior,
pre-griego, que hiende sus raíces en las poblaciones de la época neolítica. Tan distin-
tas procedencias lógicamente tenían que marcar su impronta y así se explican las di-
ferencias existentes en importantes manifestaciones de su civilización, como se ob-
serva en la lengua y, más cerca del tema que aquí interesa, en determinados elemen-
tos de la vida religiosa.
Antes de entrar en el análisis de las actitudes y fenómenos religiosos de estos pue-
blos, conviene detenerse siquiera sea momentáneamente en las características de la
documentación, donde a pesar de la reseñada diferencia entre lo minoico y lo micé-
nico, la problemática se presenta sustancialmente común. Tres son a priori las fuentes
principales para el estudio de las religiones egeas: los testimonios escritos, los mitos
de época histórica y los restos de la cultura material.
El conocimiento de la escritura había sido ya adquirido en Creta en la época pa-
leopalacial, durante el bronce medio. Los minoicos utilizaron dos sistemas de escri-
tura, uno jeroglífico, más antiguo, y otro silábico-pictográfico, llamado «lineal A»,

216
derivado del anterior. Mientras que este último se aplicaba sobre todo a las tablillas
administrativas, la escritura jeroglífica se adaptaba mejor al lenguaje religioso, utili-
zándose por consiguiente en textos sagrados y sobre objetos rituales, como el disco de
Festos, el betilo de Mallia y la doble hacha de Arkalochori. El más conocido de estos
documentos es el primero, un disco de arcilla del siglo xvn a.C. con un texto impre-
so sobre las dos caras, realizado a partir de caracteres móviles y siguiendo una direc-
ción en espiral desde la circunferencia hacia el centro, con los signos agrupados en
registros. Aunque son varias las interpretaciones propuestas, la más aceptada sigue
siendo aquella que defendía A. Evans, el descubridor de la civilización minoica, se-
gún el cual el texto ofrece un aspecto rítmico y una frase del mismo se repite como
un estribillo, dando la impresión de que se trata de un himno religioso. Sin embargo,
aun reconociendo la importancia que para el estudio de la religión minoica tienen
estos documentos, la información que se obtiene de ellos es mínima, pues como de
sobra es sabido las escrituras cretenses continúan siendo un enigma, de forma que su
desciframiento se presenta como una necesidad de primer orden para el historiador
de la religión.
Respecto al mundo micénico, la situación es radicalmente inversa, pero paradóji-
camente el resultado no dista mucho de lo anterior. Los griegos del continente desa-
rrollaron un sistema propio de escritura, la «lineal B», que introdujeron en Creta
cuando la isla cayó bajo su dominio. Al contrario de las escrituras minoicas, la lineal
B ha sido descifrada y, aunque con las lógicas dificultades, las inscripciones redacta-
das con este sistema pueden leerse y comprenderse, descubriendo una primitiva len-
gua griega. No obstante tan espectacular hallazgo, debido en última instancia a los
esfuerzos de M. Ven tris y J. Chadwick, su aplicación al estudio de la religión no por-
porciona los resultados que en principio cabría esperar. Los textos micénicos cono-
cidos son casi en su totalidad registros e inventarios burocráticos, reflejo de la admi-
nistración del palacio, y aunque ciertamente debió existir una literatura micénica,
como proponía T.B.L. Webster a partir de la comparación con similares estructuras
palaciegas de Oriente, lo cierto es que hasta el momento nada ha llegado hasta noso-
tros. El historiador se enfrenta, pues, a una total ausencia de himnos o de cualquier
otro texto de carácter religioso, careciendo incluso de pequeñas inscripciones voti-
vas que, sin embargo, sí se reconocen en la Creta minoica. Los dioses son menciona-
dos en las tablillas como un elemento más de la maquinaria administrativa, esto es
como receptores de productos inventariables. Estas divinidades son reconocidas en
ocasiones por ser las mismas de la época clásica, otras veces por el propio contexto,
pero como los nombres de los dioses no llevan un determinativo que especifique tal
cualidad divina, ocurre que con frecuencia no se puede distinguir sin dificultad al
dios del simple mortal. ¡Curioso despropósito que nos depara la suerte: una civiliza-
ción dispone de textos religiosos, pero se desconoce su lengua, mientras que en la
otra su lengua es conocida, pero no existen textos religiosos!
Ante tales circunstancias, el estudio de la religión de estos primitivos griegos si-
gue siendo mayoritariamente un dominio de los arqueólogos. Pero aun así, las difi-
cultades no se superan con facilidad. Los restos materiales proporcionan abundantes
indicios sobre el mundo religioso de las civilizaciones egeas. Los lugares de culto son
muchas veces denunciados por la presencia de material votivo o bien por otros obje-
tos de clara utilización cultual; y así se puede descubrir la existencia de santuarios pú-
blicos y en ocasiones domésticos, y también cómo algunas cuevas y cumbres monta-

217
ñosas servían de escenario a determinadas prácticas rituales. Más importancia pare-
cen tener las representaciones del rico universo figurativo, en las que con frecuencia
se plasman escenas cultuales o míticas. Algunas, que utilizan como soporte anillos de
oro, gemas y sellos, revelan un valor individual, manifestación de la interioridad re-
ligiosa del propietaro del objeto; otras por el contrario parecen hacer referencia a la
religiosidad pública y prefieren representarse en la gran pintura mural, o en los sar-
cófagos (Hagia Triada), o en figuras en relieve sobre vasos de carácter ritual. Pero sin
el apoyo de las fuentes literarias, la documentación arqueológica es siempre de difícil
interpretación: sirva como ejemplo las figuras antropomórficas, sobre las cuales fre-
cuentemente se duda si de trata de representaciones de dioses, de sacerdotes o de sim-
ples devotos.
Estos inmensos vacíos documentales son llenados en ocasiones acudiendo a un
método comparativo no siempre idóneo, con lo que el resultado no pocas veces es
completamente vano. Por esta vía se intentan dos opciones, una remontar la prehis-
toria de la religión clásica, para lo que se acude a menudo a una interpretación de los
mitos, y otras estableciendo un paralelismo entre estas civilizaciones y las culturas
orientales. La primera se basa en una supuesta continuidad entre las etapas micénica
y griega histórica, de forma que entre ambas existía una sustancial identidad cultual
según la cual las religiones micénica y griega no debían ser muy diferentes. Sin em-
bargo, aunque entre estas dos fases de la historia griega perviven algunos vínculos, la
mencionada continuidad es algo que se encuentra muy lejos de probarse como cierto,
y la coincidencia en los nombres de algunos dioses no es suficiente para admitir la
identidad del concepto. Y lo mismo sucede con los mitos, cuya interpretación como
resto de una situación religiosa primitiva dista mucho de ser firme y sobre todo uni-
versalmente válida. Así se observa, por ejemplo, respecto a Creta, que si bien desem-
peña un papel muy sobresaliente en referencia a algunos dioses y a antiguas configu-
raciones del mito, el material arqueológico disponible no confirma tales expectativas
y el recurso al argumentum e silentio no siempre resulta convincente, por lo que sigue
siendo muy insegura la posibilidad de relacionar ambos tipos de información.
Gran importancia se le concede asimismo al paralelismo con determinadas civi-
lizaciones orientales, tendencia que se apoya fundamentalmente en la supuesta exis-
tencia de una koiné de la Edad del Bronce, esto es, una comunidad cultural y econó-
mica que abrazaría a todos los pueblos del Mediterráneo oriental. De esta forma las
lagunas constatadas en el estudio de las religiones egeas podrían colmarse acudiendo
a los datos bien conocidos proporcionados por los pueblos cananeos, hititas, egip-
cios, etc., donde la situación no sería sustancialmente distinta. Sin embargo, la solu-
ción no es tan sencilla, pues la presencia en el Egeo de símbolos y otros elementos
iconográficos de segura procedencia oriental no quiere decir que se deba aceptar for-
zosamente la carga ideológica o ritual que éstos tenían en origen. Ciertamente exis-
ten muchos aspectos comunes, pero al desconocer las claves de la religión minoica
no se puede asegurar con exactitud cuáles son los puntos de semejanza y cuáles los de
discrepancia, por lo que sería muy aventurado acudir continuamente a este método.
Así las cosas, el medio más acertado, aunque también más difícil, de acercarse a las
religiones egeas es a través de sus propios documentos, por escaso que sea lo que és-
tos pueden enseñarnos. En mi opinión, siempre será preferible conocer poco pero
cierto, que no lanzarse a reconstrucciones apoyadas en cimientos inseguros, muy es-
peculativas y siempre a merced de modas cambiantes.

218
LA RELIGIÓN MINOICA

El panteón

Un primer e importante problema que se plantea hace referencia a una cuestión


esencial, es decir, si estamos o no en presencia de una religión politeísta. Las opinio-
nes han ido variando con el transcurso del tiempo, pero verdaderamente todavía no
se ha llegado a una solución definitiva, si bien la tendencia politeísta parece apuntar
con mayor fuerza. Hace años, un grupo de autores desarrolló con firmeza la teoría
del monoteísmo, alcanzando altos niveles de aceptación. Se basaba en esencia en la
analogía con otras culturas de la Edad del Bronce y en un análisis de los propios tes-
timonios cretenses, que parecen indicar la existencia de una gran divinidad femeni-
na de la naturaleza, acompañada de un paredro masculino de inferior categoría, he-
redera de la Diosa Madre del Neolítico y que asumía diversos aspectos según las cir-
cunstancias; a sus diferentes manifestaciones locales pertenecerían todos aquellos
nombres de origen pregriego que posteriormente adquirirían personalidad, bien
conservando el rango divino (Britomartis, Eilithya), bien descendiendo a la catego-
ría de heroínas (Ariadna, Pasifae). Esta visión provocó una reacción en contra que sí
apreciaba ciertas diferencias entre las representaciones de los dioses, proponiendo
una especie de dualismo divino que comprendía dos tipos principales: por un lado,
las divinidades del ámbito doméstico, vinculadas al círculo de la serpiente, y, por
otro, las diosas de la naturaleza. Por último se encuentra la visión politeísta, que cree
distinguir en el repertorio figurativo indicios suficientes sobre la existencia de varias
divinidades diferenciadas, aunque todavía esté lejos de reconocer todas sus caracte-
rísticas y establecer la organización interna del panteón minoico.
Ciertamente parece que inclinarse por cualquiera de estas interpretaciones puede
tener algo de arbitrario. En honor a la verdad, los datos disponibles no hablan deci-
didamente en favor del politeísmo: la iconografía no ofrece figuras bien diferencia-
das, con unos atributos concretos para cada caso, y la presumible ausencia de imáge-
nes de culto y la frecuencia de los símbolos, que se repiten casi sistemáticamente, ali-
menta tal suposición. Pero todo ello no parece suficiente, pues lo mismo se pensaba
sobre la religión micénica y el desciframiento de la lineal B vino a demostrar la exis-
tencia de un politeísmo bastante organizado. Por tanto, la postura más prudente re-
comienda abstenerse de emitir un juicio hasta que la disponibilidad de una docu-
mentación literaria, con el desciframiento de la escritura cretense, permita conocer
mejor este mundo.
Un hecho que parece firmemente adquirido es que el panteón minoico estaba
dominado por divinidades femeninas, mientras que, por el contrario, las masculinas
ocupaban una posición subalterna. Estas últimas son además difícilmente reconoci-
bles en la iconografía, pues se prestan a confusión con el rey, un sacerdote o simple-
mente un devoto. Especial importancia en este grupo parece tener el llamado «Señor
de los animales», figura masculina representada en posición dominante entre dos
animales enfrentados. También aparecen con cierta frecuencia en pinturas murales e
improntas de sellos algunas figuras monstruosas, que en ocasiones denuncian una in-
fluencia iconográfica egipcia. Aunque consideradas, por lo general, como genios o

219
demonios ( daimones), en la actualidad la opinión prevaleciente no parece reconocer
en ellas ninguna connotación divina: ocupadas en la mayoría de los casos en funcio-
nes rituales, donde suplantan a los devotos humanos, tales figuras no presentan apa-
riencia terrorífica, sino que sirven a la divinidad, por lo que cada vez más se prefiere
ver en ellas a sacerdotes con máscaras o disfrazados de animales, cumpliendo ciertos
ritos, cuyo exacto significado se nos escapa.
El universo divino minoico aparece, pues, dominado por elementos femeninos.
Son diosas las que se muestran con mayor frecuencia en el material figurativo llega-
do hasta nosotros, y su presencia se documenta, o cuando menos se intuye, en la ma-
yoría de los lugares de culto conocidos. Faltos de textos literarios, sus nombres son
para nosotros un completo misterio, y si bien en ocasiones se invocan antiquísimos
nombres de origen pregriego que se conservaron en el bagage mitográfico, como
Ariadna o Britomartis, lo cierto es que normalmente se las denomina a partir de los
elementos más característicos de su iconografía, según aparecen en improntas de se-
llos, anillos y otros objetos generalmente de arte menor y uso individual. Y así, se se-
ñala la existencia de una «Diosa de la montaña», representada en un sello de Cnosos
encaramada a una cima rocosa, en clara relación a los santuarios de montaña que,
como enseguida veremos, constituyen un rasgo muy particular de la religiosidad cre-
tense. En una religión como ésta, muy imbuida de principios naturalistas, no podía
faltar la «Señora de los animales» ( Potnia theron ), mucho más importante que su pare-
dro masculino y motivo asimismo muy frecuente en la iconografía sacra, en la que se
presenta adoptando muy diversas formas. De igual manera es de destacar otra figura
divina que se ha dado en llamar la «Dama del árbol» por su vinculación a este último
y en general a la naturaleza; a este respecto resulta también oportuno señalar la im-
portancia del árbol como lugar de culto, no tanto representación divina en sí misma,
según defendía A. Evans -quien asimismo extendía tal cualidad a la columna-,
sino fundamentalmente en su sentido de símbolo de santuario. Otra forma que asu-
me con mucha frecuencia la divinidad femenina es la denominada «Diosa de las ser-
pientes», cuya imagen más conocida es la célebre estatuilla de loza, procedente de
Cnosos, que representa a una figura femenina con una serpiente en cada una de sus
manos; también en Gournia han aparecido representaciones similares. Sin embargo,
es también posible que tales estatuillas no sean propiamente representaciones divi-
nas, sino quizá sacerdotisas, y que la divinidad esté simbolizada en la serpiente, adop-
tando la forma de este animal para manifestarse a los hombres. La serpiente se en-
marcaba en la esfera religiosa doméstica y su imagen aparece ella sola en diversos ob-
jetos de culto, dando así muestra de su propia personalidad divina.
Basándose en el mencionado carácter naturalista de la religión minoica y en el
hecho que la importancia de la divinidad femenina derive quizá de las primitivas es-
tructuras religiosas del Neolítico, que situaban a la gran Diosa Madre en el centro del
sistema, una tendencia de la investigación moderna insiste con fuerza en la existen-
cia de ritos agrarios, destinados a impulsar la revitalización de la naturaleza. Toman-
do como ejemplo las contemporáneas religiones orientales, se admite con cierta
facilidad que en Creta existía asimismo una gran diosa de la naturaleza que periódi-
camente se unía en una hierogamia o matrimonio sagrado a un dios masculino de si-
milares características con la finalidad de propiciar la fertilidad de los campos. Esta
referencia al ciclo de la vegetación, que tras permanecer oculta durante el invierno
renace con la primavera, se completaría con el mito del dios masculino que muere y

220
Karfi. Diosa con palomas, 1200-1000 a.C.
Museo de Heracleion.

luego resucita, cuya representación se incluiría en el ritual agrario mencionado. Esta


gran diosa de la naturaleza, cuyo nombre se desconoce, tendría como paredro a una
divinidad masculina -según algunos se trataría del antiquísimo Velkhanos- pos-
teriormente identificada con Zeus, nacido según la tradición en Creta y que se pre-
sentaba bajo forma de un dios joven; Zeus disponía de una cofradía sacerdotal de
danzantes, los Curetes, cuyos gestos y saltos irían dirigidos a propiciar la fertilidad en
todas sus manifestaciones (tierra, ganado, hombre); todavía en época histórica se en-
señaba en Creta la tumba de este Zeus, muestra de su antiquísima personalidad como
dios que muere y renace. Sin embargo, justo es reconocer que de tales rituales nada se
documenta en el material arqueológico disponible, por lo que si bien esta recons-
trucción es perfectamente posible dentro de lo que se conoce del ambiente religioso
cretense, no deja de constituir un ejemplo más de las graves dificultades existentes
para el estudio de esta civilización.

221
Los símbolos sacros

La simbología religiosa minoica es muy abundante, consecuencia según algunos


de la carencia o, en todo caso, de la poca significación de las imágenes de culto.
A través de los símbolos, el hombre se comunicaba más directamente con la divini-
dad, sentía más próxima su presencia, y ésta a su vez se manifestaba a los mortales
también en forma simbólica, como veremos inmediatamente a propósito de las epi-
fanías. Dado el carácter de la documentación, no estamos naturalmente en condicio-
nes de elaborar una lista completa de símbolos y especificar el contenido de cada uno
de ellos. Tan sólo los más importantes han permitido descubrir su significado y en
ellos centraremos nuestra atención.
El toro tiene un papel central en la religión minoica. Su función es tan destacada,
que ya desde los primeros pasos en el estudio de esta civilización se creyó errónea-
mente que en Creta había existido un culto al toro, pero no hay evidencia sobre un
dios-toro. Sin embargo, los cuernos, el bucráneo, sí poseían un significado religioso
muy profundo, siendo uno de los principales símbolos de lo divino. Según parece, el
origen de este elemento sacro se remonta al Neolítico de Anatolia, pues los ejempla-
res más antiguos conocidos proceden de la excavaciones practicadas en el pobla-
miento de C::atal Hoyük, desde donde a través de Chipre se introduciría en Creta.
Aquí se convierte en un modelo fijo con la civilización palacial, en el minoico me-
dio, y poco a poco experimenta un proceso de estilización geométrica que concentra
todo el simbolismo en los cuernos; éstos adoptan la forma de dos delgadas puntas, si-
tuadas verticalmente y unidas por su base, con la línea exterior recta y la interior cur-
va, formando en la parte inferior casi un semicírculo. Así dibujado, este símbolo se
encuentra por doquier, indicando la presencia de un lugar sacralizado y apto en con-
secuencia para la epifanía de la divinidad. La importancia de la cornamenta como
símbolo divino deriva del valor que el toro incorporaba como expresión de la fuerza
generadora, de manera que los cuernos vienen a representar el carácter itifálico que
universalmente se reconoce en este animal. Luego volveremos sobre este punto.
Muy vinculado al toro aparece otro importante símbolo religioso, la doble ha-
cha. Se trata asimismo de un elemento de probable origen oriental, pues ejemplares
similares se documentan ya en el IV milenio en las culturas del norte de Mesopota-
mia, en Arpachiyah, introduciéndose en Creta a comienzos de la Edad del Bronce.
En el mundo anatólico la doble hacha se representa frecuentemente en la mano de
una divinidad masculina, por lo general asimilada al dios indoeuropeo del tiempo,
por lo que este objeto suele ser interpretado como el rayo, manifestación más palpa-
ble de esta divinidad. Sin embargo, en Creta la doble hacha no tiene exactamente este
significado, pues se encuentra asociada a una figura femenina, aunque también ad-
quiere ciertas connotaciones relativas al poder político, estrechamente vinculado al
ámbito religioso. La mayor parte de los ejemplares conocidos de doble hacha presen-
tan un carácter votivo, suelen estar fabricados con materiales de precio (oro, plata) y,
por tanto, no parecen tener una utilización práctica, como si fuesen símbolo de la di-
vinidad más que instrumento del culto a la misma. No obstante, ciertas representa-
ciones nos enseñan que la doble hacha tenía también una función ritual, siendo utili-
zada entre otras actividades en el sacrificio del toro. Doble hacha y cuernos del toro,

222
inmersos ambos en ese proceso de estilización geométrica, aparecen relacionados
con mucha frecuencia, portadores de un mismo simbolismo en clara referencia al
ámbito de lo divino.

Elementos del culto

La iconografía minoica denuncia dos actividades principales en el ámbito cul-


tual: las procesiones y la danza. Las primeras constituyen un motivo común en los
frescos de los palacios, siendo también muy frecuentes en objetos de arte menor. En
tales representaciones se puede observar con facilidad el papel predominante que te-
nía la mujer en la religión cretense, en consonancia con la mayor importancia de las
divinidades femeninas, según comprobábamos hace un momento. Así en una pintu-
ra mural del palacio de Cnosos, el llamado significativamente «fresco de la proce-
sión», se ve que todo el conjunto gira en torno a un personaje femenino que encabeza
una procesión formada por doncellas y muchachos en la que estos últimos interpre-
tan la función de servidores y portadores de los objetos de culto. Esta escena, desta-
cando casi siempre el protagonismo de la mujer, se repite con variantes iconográficas
en improntas de sellos y en anillos de oro.
Pero sin duda alguna es la danza la que ocupa un lugar de excepción en los ritua-
les minoicos. La tradición ha conservado abundantes recuerdos del señalado papel
de la danza en la religión de la antigua Creta. Entre ellos cabe mencionar cuando en
la famosa descripción del escudo que el dios-herrero Hefesto confeccionó para
Aquiles, Homero se detiene en exponer uno de estos bailes cretenses, que se celebra-
ban en un lugar especialmente dispuesto para ello por el mítico ingeniero Dédalo en
honor de Ariadna (IIíada, XVIII,590-605). Asimismo es bastante significativo que
dos de las más antiguas asociaciones sacerdotales cuyos rituales comprendían una
danza fuesen originarios de Creta: los Curetes, ya mencionados a propósito de Zeus y
cuya vida protegieron mediante el ruido estridente del entrechocar de sus armas, y
los Dáctilos, de quienes se decía que fueron los maestros de Orfeo en el arte de la mú-
sica (Diodoro V, 64.4). Estas dos cofradías estaban compuestas por hombres y reali-
zaban una danza armada, pero si bien las representaciones de hombres bailando no
son desconocidas, el material figurativo muestra una sustancial mayoría de persona-
jes femeninos, demostrándose también aquí la indiscutible superioridad de la mujer
en los cultos minoicos.
Un grupo bastante numeroso de escenas de danza presenta una estrecha relación
con el fenómeno de la epifanía. Así se aprecia, por ejemplo, en algunos anillos de
oro, como el de la necrópolis de Isopata, en las proximidades de Cnosos, en los que
se representa a un grupo de mujeres danzando y en una posición central, y como sus-
pendida en el aire, a una figura igualmente femenina pero adornada con diferentes
prendas. La interpretación general de este tipo de documentos se encamina en el sen-
tido de ver en la figura central la encarnación de la divinidad, que acudiría «flotan-
do» a la invocación de sus devotas, las cuales posiblemente danzaban poseídas por un
estado de éxtasis. Esta epifanía de la divinidad constituye quizá uno de los rasgos más
peculiares y característicos de la religión minoica, en la que la experiencia con lo di-
vino se manifiesta casi como algo cotidiano. Los dioses no parecen, pues, presentarse
como entes muy superiores e inaccesibles, sino que más bien al contrario no tienen

223
incoveniente en mezclarse con los mortales cuando éstos, mediante el cumplimiento
de los ritos adecuados, requieren su presencia. La divinidad no sólo se materializaba
bajo forma humana, sino también adoptando la naturaleza animal, y es en este senti-
do como se interpreta generalmente la aparición de pájaros en escenas de carácter
ritual.
En nuestro recorrido por la documentación iconográfica, ésta nos muestra ahora
otras dos acciones rituales de gran importancia, como son la ofrenda y la libación. La
primera de ellas es indicativa de la relación que el hombre mantiene con la divini-
dad, a la cual pretende atraerse o bien aplacar su enojo concediéndole diversos dones.
Las ofrendas que aparecen en las escenas rituales son de muy diferente tipo, aunque
en general predominan los frutos de la tierra y los animales, no siendo tampoco in-
frecuentes objetos de carácter suntuario. En numerosas ocasiones la ofrenda tiene un
valor simbólico y, por tanto, puede ser sustituida por una imagen, utilizándose para
ello una pequeña representación en terracota, y así en vez de un buey o de un altar tal
cuales son, el devoto ofrece a la divinidad una imagen de los mismos. El destacado
papel de la libación en el rito se encuentra también ampliamente atestiguado en la
documentación arqueológica. A tal fin se destinaban unos curiosos vasos que tenían
la forma de una cabeza de animal, llamados rf!Jta, muy corrientes asimismo en la ve-
cina Anatolia, por lo que se supone que el ritual en el que eran utilizados podría pro-
ceder también de este mismo ámbito geográfico. Pero quizá sean más significativas
las denominadas mesas de libación, hechas en piedra o arcilla y con una concavidad
circular en su centro para recibir el líquido; estas mesas son un hallazgo bastante fre-
cuente en las excavaciones de lugares de culto, pudiendo adoptar tipos muy compli-
cados, como el ejemplar encontrado en el palacio de Mallia.
En cuanto al sacrificio, su existencia está ampliamente documentada por los
fragmentos de huesos de animales y otros restos sacrificiales encontrados en los luga-
res de culto, así como por algunas manifestaciones artísticas. Si posteriormente las
víctimas inmoladas eran objeto de una comida ritual entre los participantes en le
acto, como sucederá en época histórica, es algo que se desconoce por completo. La
representación más detallada del sacrificio minoico se encuentra quizá en el sarcófa-
go de Hagia Triada, ofreciendo unos elementos que preludian la situación griega his-
tórica. La escena se desarrolla naturalmente en un lugar sacro señalado por el árbol y
la doble hacha, sobre la que se posa un pájaro, manifestación de la epifanía divina;
allí aparece, frente a un altar, una sacerdotisa con un vestido ritual en presencia del
animal sacrificado, cuya sangre es recogida, y de frutos que sirven como ofrendas; el
cuadro se completa con una procesión de mujeres y la intervención de un flautista.
Inmerso en este contexto, un tema muy discutido es el de los sacrificios huma-
nos, acto que no dejaría de repugnar en una sociedad tan avanzada como la cretense y
donde los símbolos desempeñaban un papel muy señalado, como acabamos de ver a
propósito de las ofrendas. En algunos santuarios de montaña se hallaron réplicas en
arcilla de miembros del cuerpo humano, así como figurillas perfectamente biseccio-
nadas. La interpretación de estos materiales no es unánime. Para unos se trataría de
ofrendas votivas dedicadas a una divinidad terapéutica en agradecimiento por la cu-
ración de una enfermedad que afectaba a aquella parte del cuerpo cuyo simulacro se
ofrece, según una costumbre ampliamente atestiguada en todo el mundo antiguo.
Otros, por el contrario, piensan que nos encontramos ante un ritual de desmembra-
miento, con una finalidad regenerativa, pero en el que las originarias víctimas hu-

224
r
1

manas han sido ya suplantadas por imágenes de terracota. Sin embargo, descubri-
mientos más recientes han replanteado la cuestión sobre nuevas bases. Se trata del
hallazgo, en Cnosos, de un depósito de huesos de niños con señales realizadas con cu-
chillos, lo que al decir de algunos indicaría un festín de tipo caníbal; asimismo en el
santuario de Archanes aparecieron los esqueletos de tres individuos muertos acci-
dentalmente en un terremoto, que con bastante ligereza han sido interpretados como
el sacerdote, la sacerdotisa y la víctima sacrificial. Como se puede apreciar, la eviden-
cia es muy escasa y las posibilidades de emitir un dictamen seguro bastante lejanas.
Uno de los rituales más representativos en la religión minoica era sin duda algu-
na el relativo al toro, a juzgar por la gran cantidad de ocasiones que el motivo figura
en el repertorio iconográfico cretense. Según veíamos hace un momento, el toro re-
presenta la fuerza reproductora, es universalmente considerado una reserva de ener-
1 gía generadora, y es precisamente con esta finalidad como se desarrollaban los juegos

~
vinculados al mismo, las llamadas «corridas» cretenses. Es muy probable que se tra-
tase de un antiguo rito de fertilidad, que con el paso del tiempo fue adquiriendo algu-
nos elementos lúdicos, que son los que más se destacan en las representaciones figu-
rativas, pero sin perder su originario carácter mágico. Así se explican algunos de los
elementos iconográficos, como la frecuencia con que se resaltan los atributos sexua-
1
les del animal y las características de los personajes que intervienen en la fiesta, pre-
1 dominando de manera clara las muchachas sobre los personajes masculinos, pues in-
tentarían propiciar su fecundidad poniéndose en contacto directo con el toro. De
todo ello es posible deducir que al igual que ocurría con los primitivos festejos tauri-
nos españoles, estos juegos cretenses fuesen en origen ritos de nupcialidad, destina-
dos a proporcionar a la pareja que se unía la energía necesaria que asegurase su des-
cendencia.

Santuarios

Hasta hace relativamente poco se había generalizado la idea de que en la Creta


minoica no habían existido templos en el sentido común del término, sino que el
culto utilizaba como escenarios bien lugares naturales, tales las cumbres de las mon-
tañas y las cuevas, o bien algunas dependencias del palacio y de las casas, manifesta-
ción los primeros de la religiosidad colectiva y los segundos de la doméstica. Cierta-
mente no faltaban razones para los defensores de esta opinión, pues a la pobreza do-
cumental se añade la propia concepción religiosa minoica, según la cual el templo no
se define probablemente como morada de los dioses, sino más bien como el lugar
donde la divinidad podía manifestarse, habida cuenta de la importancia de la epifa-
nía y de la posible carencia de imágenes de culto. Sin embargo, investigaciones más
recientes están imponiendo un cambio en esta visión, y aunque los hallazgos arqueo-
lógicos no son todavía abundantes, sí existe una tendencia a considerar el problema
de forma más diversificada.
Un lugar de culto muy característico de la religión minoica está constituido por
los llamados santuarios de montaña, situados en cumbres por lo general de mediana
altura y muchas veces en relación a un poblamiento relativamente próximo. En un
principio no disponían de estructura arquitectónica, sino que el culto se desarrollaba
en contacto directo con la naturaleza; su existencia se comprueba arqueológicamente

225
por la presencia de objetos votivos, normalmente mezclados con restos de ceniza. En
un segundo momento, algunos de estos lugares sacros experimentaron una remode-
lación, que se tradujo en la construcción de un edificio. Así se puede comprobar en el
monte Yuktas, cuyo santuario constaba de tres ambientes, aunque conservando los
espacios exteriores con fines rituales; una representación bastante detallada de estos
santuarios de montaña se puede observar en un rython procedente del palacio de Kato
Zakro, donde el edificio se representa coronado con los cuernos de toro y la doble
hacha. Se desconoce a qué divinidad estaban consagrados los santuarios de montaña.
Por el ambiente en que se sitúan, algunos autores piensan que estarían dedicados a
una diosa de la naturaleza, pero donde quizá no serían extraños ciertos elementos de
carácter terapéutico. Las representaciones en improntas de sellos y sobre anillos pa-
recen hacer referencia a las antes mencionadas «Diosa de la montaña» y «Señora de
los animales». Un aspecto muy destacado es la presencia del fuego, denunciado por
los lugares donde se encendían hogueras a efectos rituales y por los niveles de ceni-
zas. El material votivo se caracteriza por la ausencia de dobles hachas, así como de
mesas de libación, mientras que son muy abundantes los simulacros en terracota de
animales y de miembros del cuerpo humano, cuyos posibles significados ya hemos
considerado con anterioridad.
Otra peculiaridad de la Creta minoica está representada por las cuevas como lu-
gar de culto. El ambiente de oscuridad y misterio que ofrecen las grutas, unido en
ocasiones a las caprichosas formas que adoptan las estalagmitas, ha hecho pensar que
allí se celebraban rituales de iniciación y que, por tanto, estaban reservadas a deter-
minadas cofradías. Sin embargo, la arqueología se muestra por el momento impo-
tente para confirmar tal interpretación, aunque no cabe tampoco despreciarla por
completo. La investigación arqueológica ha puesto al descubierto algunas de estas
cuevas destinadas al culto, que inmediatamente han sido puestas en relación con las
noticias transmitidas por la tradición posterior. Así ocurre con la de Amnisos, situa-
da cerca de Cnosos, y que ya Homero recordaba como dedicada a Eilithya (Odi-
sea XIX, 188), dato corroborado por una tablilla en lineal B procedente de Cnosos y
que se refiere a una ofrenda destinada a Eilithya de Amnisos; esta última era una di-
vinidad perteneciente a la esfera del nacimiento, por lo que quizá se celebrasen en la
cueva ciertos misterios relacionados con la maternidad; la documentación arqueoló-
gica encontrada en el lugar indica una continuidad de culto desde el Neolítico hasta
la ttpoca romana, con una mayor concentración de material, y en consecuencia posi-
blemente también de actividad cultual, a finales del minoico reciente. Otro lugar de
gran importancia es la cueva de Psychro, por algunos identificada con la Dictea,
donde según la tradición transcurrió la infancia de Zeus. Los restos recuperados de-
nuncian el renombre de que gozaba la cueva en la vida religiosa de la isla, pues era vi-
sitada por devotos procedentes de casi todas las partes de Creta; asimismo proporcio-
na ciertas particularidades del culto, que incluía libaciones, sacrificios y danzas, sin
duda destinadas a propiciar la epifanía divina. Un panorama similar se documenta
en otras grutas, como la de Kamares, donde quizá se celebrase un ritual de primave-
ra, y la de Arkalochori, que ha proporcionado objetos de cierta riqueza.
Un tercer tipo de santuario en la primitiva religión cretense está definido por el
árbol. No se trata de reconocer en este último un objeto de adoración, como vimos
en su momento, pero sí constituye un elemento apropiado para la manifestación de
la divinidad y para convertirse, por tanto, en lugar de culto. Este tipo de santuario es

226
r
1

muy difícil de reconocer en la investigación arqueológica, por lo que para su descrip-


ción tenemos que guiarnos por sus representaciones, particularmente las que apare-
cen en anillos de oro. Según parece, se trataba de pequeños recintos, situados en me-
dio rural pero no en la montaña, limitados por un muro que podía estar coronado
con la representación de los cuernos; en su interior se alzaba, dominante, un árbol,
por lo general la higuera o el olivo, y junto a él se situaba un altar. El repertorio figu-
rativo nos muestra también algunos aspectos del culto que se realizaba en estos san-
tuarios: a veces se escenificaba una danza que asumía rasgos extáticos, posiblemente
para invocar a la divinidad, documentándose también otras manifestaciones como la
procesión y la libación.
Una destacada esfera del culto es aquella que tiene lugar dentro de la casa, y que
por tanto alcanza su máxima expresión en los palacios. Éstos disponían de salas des-
tinadas al culto, que en general repiten la disposición de los santuarios autónomos.
Así ha sido reconocido en Festos, Hagia Triada, Mallia y sobre todo en Cnosos, don-
de se han podido identificar varias capillas. A pesar de la escasa superficie de estas úl-
timas, la religión desempeñaba un papel muy sobresaliente en la vida del palacio,
pues como se ha llegado a decir, todo el complejo palatino está fuertemente empapa-
do de lo divino. Con mucha frecuencia se habla del carácter teocrático de la monar-
quía minoica, de cómo el rey no es sino el representante de la divinidad, en cuyo
nombre gobierna, y probablemente tal opinión se encuentre muy próxima a la ver-
dad. En su favor se destaca, por ejemplo, la propia organización arquitectónica de los
palacios, donde las salas dedicadas al culto no sólo ocupan lugares principales, sino
que además se sitúan en comunicación directa con los almacenes, uno de los pilares
fundamentales del sistema económico del Estado y puesto bajo la protección de la di-
vinidad. En algunas representaciones sobre anillos de oro se observa a una diosa en-
tronizada, en ocasiones acompañada por símbolos astrales (sol, luna, estrellas), ex-
presando su condición esencial de garante del orden establecido, reflejo en definitiva
del propio concepto del universo, y que el monarca debe conservar.
Por último, entre los lugares de culto hay que señalar también los santuarios
construidos al margen de los palacios, cuya existencia está cada día mejor comproba-
da. El más conocido es sin duda el de Gournia, una pequeña construcción dotada de
un único ambiente; un elemento arquitectónico muy característico, y que asimismo
se documenta en algunos santuarios palaciales, es un banco que corría todo a lo largo
de los muros de la habitación y en el cual se depositaban los instrumentos del culto.
Además de éste, conocido hace mucho tiempo, otros santuarios han sido puestos a la
luz en fechas más recientes, como el de Archanes, cerca de Cnosos y donde se pensa-
ba que pudieran haber existido sacrificios humanos, y el de Khondros, en la parte
meridional de la isla. Estos edificios vienen, pues, a corroborar una impresión que
previamente se sospechaba gracias a la iconografía, pues no resulta infrecuente en-
contrarse con representaciones de templos caracterizados por una fachada simétrica
y tripartita.

LA RELIGIÓN MICÉNICA

Durante mucho tiempo se daba por buena una casi total identificación entre lo
minoico y lo micénico, como perteneciente todo a una misma cultura, de forma que,

227
por lo que se refiere al campo que aquí interesa, se hablaba de una religión única,
puesto que las actitudes y creencias de los habitantes del continente no distarían sen-
siblemente de las de los cretenses. El desciframiento de la escritura micénica, la li-
neal B, ha permitido descubrir un mundo en muchos aspectos diferente al minoico,
ha denunciado la falsedad de la asimilación de sus repectivos sistemas religiosos y en
algunos casos ha confirmado visiones premonitorias. Entre lo micénico y lo minoi-
co existe un estrecho paralelismo arqueológico, hasta el punto que las representacio-
nes de los dioses en el continente siguen en general la iconografía cretense. Sin em-
bargo, ello no implica necesariamente que asimismo exista una coincidencia cultual.
Tomemos, como ejemplo, las representaciones en las que figura el toro, realizadas a
partir de los criterios artísticos minoicos, sobre pequeños objetos de uso personal en-
contrados en el continente, lo que ha llevado a algunos a extender a este último lugar
el papel central que el toro gozaba en la religión cretense; sin embargo, es más posi-
ble que para el micénico tal imagen no sea sino un simple motivo de repertorio,
completamente al margen de la carga ideológica que tenía en su lugar de origen. Por
otra parte, tampoco es conveniente dejarse arrastrar por otra visión que asimismo
obtuvo cierto predicamento, a saber aquella que identificaba las divinidades ctonias
y los cultos de fertilidad con un estrato étnico y religioso más antiguo, prehelénico y
minoico, mientras que por el contrario las divinidades masculinas y celestes fueron
aportadas por el invasor indoeuropeo. Se trata de una visión un tanto simplista, a la
que no puede concedérsele un valor universal, sino que más bien al contrario, el tes-
timonio de las tablillas proporciona indicios de un mundo extraordinariamente vivo
y complejo.

El panteón micénico

Según veíamos con anterioridad, las dudas que existen sobre le politeísmo mi-
noico se disipan en el mundo micénico. Pese a la oscuridad de los textos y las dificul-
tades interpretativas, los datos que emanan de las tablillas redactadas en lineal B in-
dican la presencia de un politeísmo perfectamente organizado, pudiéndose intuir
agrupaciones de dioses y la existencia de una jerarquía entre los mismos. Aunque sin
posibilidades de avanzar mucho, estos datos son sumamente interesantes, pues de-
nuncian una estructura del universo divino bastante diferente a la de la religión grie-
ga clásica, mientras que, por el contrario, acerca las creencias micénicas a las que
contemporáneamente existían en el Oriente Próximo. Esta impresión se reforzaría
al descubrir el sistema de ofrendas, donde de nuevo se observa un distanciamiento
respecto a la época clásica: aquí cada divinidad se inclina hacia unos dones determi-
nados y en momentos también precisos, aspectos que no parecen ser tenidos en
cuenta por la religión micénica, en la cual los dioses reciben todo tipo de ofrendas y
en todo momento, como si se tratase de una contribución tributaria, situación muy
próxima a la oriental.
Además de ésta, del contenido de las tablillas se pueden obtener otras caracterís-
ticas del panteón micénico. Así, y al contrario de la situación que previamente exis-
tía en Creta, en el mundo micénico se asiste a un cierto predominio de las divinida-
des masculinas, tanto en el continente como en Creta, según se aprecia a través de la
documentación de Pilos y de Cnosos respectivamente. También se comprueba que

228
las mismas divinidades no gozan de idéntico favor en Pilos y en Cnosos, los dos pala-
cios donde se dispone de una documentación administrativa consistente, por lo que
se puede suponer que cada ciudad o cada palacio, pues el mundo micénico descono-
cía el concepto de Estado-nación, tenía su propio panteón, con unos dioses principa-
les y otros secundarios.
Como ya se dijo antes, las tablillas micénicas tienen un contenido administrati-
vo, por lo que la información religiosa que proporcionan prácticamente se limita a
listas de dioses y a las ofrendas que éstos reciben. Los nombres de los dioses coinci-
den en ocasiones con algunas de las divinidades olímpicas de la época clásica, como
Zeus, Hera, Artemis y Poseidón, y probablemente también Ares y Apolo; asimismo
parece documentarse la presencia de Dionysos. Otras veces, por el contrario, aunque
existe una proximidad fonética entre los nombres micénico y griego de una divini-
dad, la identificación no es segura, como sucede respecto a Hermes y Atenea. Pero
aun en el mejor de los casos, debe asumirse como punto de partida obligatorio que la
coincidencia en el nombre no implica que la divinidad en cuestión contenga las mis-
mas características en una y otra época, y que, por tanto, no debe tomarse sistemáti-
camente la situación religiosa de la Grecia clásica como referencia para la interpreta-
ción del mundo religioso micénico. Pero las dificultades no terminan aquí, pues la
manejabilidad del léxico micénico no permite grandes alegrías, como sucede respec-
to a algunos nombres aplicados a la misma divinidad, no pudiéndose siempre preci-
sar si se trata de dioses diferentes o simplemente epíclesis o manifestaciones de un
mismo dios. Otras veces las tablillas proporcionan nombres de dioses que son por
completo desconocidos, por lo que establecer su situación en el panteón es una tarea
prácticamente imposible de cumplir.
Uno de los documentos más importantes sobre los dioses de Pilos es la tablilla
PY Tn316, la cual relaciona la composición de los dioses del santuario de Pakijana,
situado no lejos del palacio, y aunque no deja de ser una información meramente lo-
cal, se puede suponer que representa también un indicio de la situación general en el
reino de Pilos. Según esta tablilla, una divinidad principal era Potnia, que quiere de-
cir «Señora». Aquí el término está solo, pero normalmente aparece acompañado de
otro nombre, referido unas veces a un lugar geográfico y otras a una particularidad
de la diosa, no faltando naturalmente ocasiones en que es por completo imposible
interpretar este segundo término. Algunos autores identifican la Potnia con la Diosa
Madre y en consecuencia ven en ella un claro ascendiente de Deméter. Otra tablilla
de Pilos (PY An 1281) menciona a una Potnia equina (po-ti-ni-ja i-qe-ja) y la tradición
posterior habla de una Démeter equina en Mesenia que se unía con Poseidón, como
veremos inmediatamente una de las principales divinidades pilias. La tablilla rela-
ciona otras divinidades, siendo algunas pequeños dioses locales completamente des-
conocidos y otras con continuidad en época clásica, como Zeus y Hera. Una ausencia
notable es Poseidón, quien, sin embargo, debía ser también protagonista del santua-
rio, pues se menciona una forma femenina del nombre (po-si-da-e-ja) y en otro mo-
mento parece referirse al lugar como perteneciente a Poseidón (po-si-da-i-jo). De to-
das formas, es este último quien con mayor frecuencia figura como receptor de con-
tribuciones y destinatario de largas listas de ofrendas y en algunas tablillas se le deno-
mina wa-na-lea, «el rey», lo que induce a suponer que era el dios más importante de
Pilos, y a este respecto se puede recordar de nuevo a Homero, quien presenta al rey
pilio Néstor sacrificando a Poseidón (Odisea 111, 4-66). Ahora bien, este Poseidón

229
micénico dista mucho del de la religión clásica, pues ningún documento le relaciona
con el mar, sino que se presenta vinculado al caballo y como divinidad de las fuerzas
subterráneas (es el dios de los terremotos) y en ciertas medida también de la ferti-
lidad.
Las tablillas de Cnosos no proporcionan un cuadro tan sistemático como el de
Pilos. En la religión micénica de Creta se encuentran muchas reminiscencias de la
anterior etapa minoica, sobre todo en lo que se refiere a la continuidad de algunos lu-
gares sacros y posiblemente de las divinidades objeto de culto en ellos. Pero al mismo
tiempo, desaparecen importantes símbolos y rituales de gran tradición, como la ser-
piente, los toros y sus cuernos, las dobles hachas, etc. Algunas tablillas proporcionan
listas incompletas de dioses, que nos informan en líneas generales sobre el panteón
cretense. Así una de las más conocidas (KN V52) menciona a Poseidón y quizá a
Ares y a Apolo, si verdaderamente los términows e-nu-wa-ri-jo y pa-ja-wo-[ne] equiva-
len a Enyalos y Paieon, epítetos clásicos de estos dioses. La tablilla se refiere también
a una tal Atana Potnia, que ha sido interpretada de diversas formas, pues para unos
se trataría de la diosa Atenea, mientras que según otros -quizá con mayor razón-
no sería sino la «Señora de Atana», una desconocida localidad de la isla. Otros docu-
mentos de Cnosos amplían el repertorio de divinidades. Uno de ellos, relativo a las
ofrendas de miel, menciona a Eilithya de Amnisos (KN Gg705), posible pervivencia
de una diosa minoica, como veíamos en su momento, y otra tablilla de la misma se-
rie (KN Gg 702) menciona a una «Señora del laberinto» ( da-pu-ri-to-jo po-ti-ni-ja ), sin
duda otra herencia del pasado y que algunos autores, aunque no con grandes funda-
mentos, intentan asimilar con la posterior Afrodita. De señalada importancia es la
tablilla KN Fp1, donde se cita en primer lugar a Zeus Dicteo (di-ki-ta-jo di-we), que
generalmente se interpreta como la identificación del Zeus griego con una divinidad
minoica, aquella que tendría su culto en la cueva Dictea, que como sabemos es un lu-
gar decisivo en la infancia de Zeus según la tradición posterior. A continuación lata-
blilla menciona un Dedaleion, es decir, un lugar construido por Dédalo, lo que para
algunos significa una referencia al laberinto, pero que en todo caso nos retrotrae asi-
mismo al pasado minoico. La relación termina con una mención a e-ri-nu, nombre
similar al de Erirrys o Furias infernales y vengadoras de la mitología clásica, pero que
previamente había sido un apelativo de Deméter. Un aspecto muy significativo del
panteón micénico cretense es el papel que desempeña Zeus. Este dios apenas es men-
cionado en Pilos, mientras que en Cnosos, aunque sin poder afirmar que ocupaba el
puesto más elevado, aparece con mucha frecuencia y siempre en una posición desta-
cada, hasta el punto que un mes del calendario le estaba dedicado (KN FpS).
Un ejemplo muy particular lo representa Dionysos. Salvo casos excepcionales,
era tradicional considerar a este dios como una de las incorporaciones tardías al pan-
teón griego clásico. Sin embargo, su nombre ha sido identificado en dos tablillas de
Pilos (di-wo-nu-so-jo: PY Xa 102 y Xa 1419) e incluso se ha creído leer en una de ellas
una referencia al vino, con lo cual se confirmaría no sólo la gran antigüedad del dios,
sino también uno de los principales elementos de su culto. No obstante, otros inves-
tigadores invocan una mayor prudencia en las conclusiones. Los documentos de re-
ferencia están muy incompletos, de manera que incluso resulta difícil establecer con
seguridad el carácter divino del personaje, esto es, no se sabe si es un dios o un hom-
bre. Hay que esperar, por tanto, a que nuevos hallazgos iluminen con mayor certeza
sobre este punto.

230
La organi~ón del culto

La parcialidad de la información proporcionada por las tablillas en lineal B a


propósito de la religión queda totalmente confirmada cuando nos introducimos en
las características del culto, situación que empeora desde el momento en que no se
dispone para la civilización micénica de un repertorio figurativo tan rico como el
minoico. Por ello sobre algunos aspectos del culto no se puede avanzar más allá del
simple planteamiento de la cuestión. Así sucede, por ejemplo, respecto a la plegaria.
El carácter administrativo de la literatura micénica conocida impide profundizar en
las características y detalles de la oración, pero su existencia se comprueba arqueoló-
gicamente gracias a las representaciones de oran tes. Se trata de unas estatuillas antro-
pomorfas en las que el individuo se encuentra en actitud de levantar los brazos, ico-
nografía asimismo muy común en la Creta minoica. Frente a la opinión que ve en ta-
les imágenes representaciones de dioses, es quizá más probable aquella otra que de-
fiende su caracterización como devotos, ya que tal posición de brazos levantados y
palmas abiertas era adoptada por los orantes en época clásica griega y contemporá-
neamente en algunas civilizaciones orientales.
Mayor información se dispone sobre las ofrendas y los sacrificios, ya que los dio-
ses son siempre mencionados en las tablillas como receptores de productos, como un
eslabón más en el mecanismo burocrático. Desde un punto de vista estadístico, pre-
dominan claramente las ofrendas incruentas sobre aquéllas susceptibles de derrama-
miento de sangre. El aceite -en ocasiones perfumado (serie Fr de Pilos)-, el vino,
la miel, los higos, la cebada, la harina, junto a metales y objetos preciosos, ocupan la
mayor parte de los registros destinados a los dioses; incluso dos series completas de
tablillas de Cnosos, la Gg y la Fp, recogen respectivamente las ofrendas de miel y de
aceite. Los animales, por el contrario, aparecen tan sólo en contadas ocasiones, tra-
tándose siempre de especies domésticas y comestibles, principalmente el toro, desti-
nados al sacrificio ritual. Una divinidad de difícil interpretación, Pe-re-[?], recibe en
una ocasión una vaca, una oveja, un jabalí y un cerdo en lo que parece ser una repeti-
ción del sacrificio romano de los suovetaurilia. Esta descompensación entre ofrendas
vegetales y animales se ejemplifica perfectamente en el documento PY Un718, don-
de se refleja que Poseidón recibe vino, miel, trigo, queso y un toro. Un aspecto inte-
resante de la ofrenda micénica viene dado por la fórmula pa-si-te-o-i, que en numero-
sas ocasiones se sitúa al final de la sucesión de ofrendas que se hacen a uno o varios
dioses. La fórmula se traduce «a todos los dioses» y expresa quizá el miedo del devoto
por la ofensa que pueda causar a un dios al silenciar su nombre, evitando así invo-
luntarios olvidos. Este elemento no es exclusivo de la religión micénica, sino que si-
glos más tarde se repite en boca de los héroes homéricos.
Al igual que sucedía respecto a la religión minoica, también aquí se ha planteado
la cuestión de los sacrificios humanos. En el centro del debate se encuentra la ya
mencionada tablilla de Pilos Tn316, que especifica las ofrendas destinadas a los dio-
ses del santuario de Pakijana. Tales ofrendas consisten en recipientes de oro, que se
reparten por igual entre todas las divinidades mencionadas, y en personas de ambos
sexos distribuidos de manera más discriminada. El problema radica en la interpreta-
ción de estos últimos personajes, introducidos según parece por el enigmático térmi-

231
no po-re-na. Aunque con la prudencia que se impone en aquellos casos en que los tes-
timonios no son definitivos, algunos micenólogos se muestran favorables en ver en
tales individuos víctimas sacrificiales dedicadas a los dioses, relacionando este hecho
con el hallazgo de huesos humanos en el exterior de algunas tumbas. Ciertamente los
sacrificios humanos, aun no siendo una práctica corriente, tampoco son por comple-
to extraños a diversas religiones antiguas en sus fases más primitivas, y la tradición
homérica posterior todavía recuerda tales usos en ocasiones excepcionales, como
aquella en que Agamenón intentó inmolar a su hija Ifigenia o el sacrificio de los pri-
sioneros troyanos por Aquiles en honor de Patroclo muerto. De todas maneras, los
datos no son completamente seguros y de ahí que otros especialistas se inclinen por
interpretar esta ofrenda en el sentido no de proporcionar víctimas a los dioses, sino
en la entrega por parte del palacio de nuevos servidores para las necesidades del
culto.
En las tablillas existen no pocos testimonios sobre la existencia de un calendario,
puesto que algunas de ellas comienzan con un nombre en genitivo seguido del térmi-
no me-no, indicación del mes en que se realizaba la ofrenda. A partir de aquí se han
podido identificar los nombres de algunos meses, que se pueden dividir en dos gru-
pos principales. Por un lado, se encuentran aquellos en relación a la naturaleza y que
hacen referencia a determinadas actividades agrícolas (la recogida, la siembra de la
cebada) y también a la navegación, residuo en consecuencia de una concepción reli-
giosa más primitiva. El segundo grupo puede caracterizarse como el de los meses sa-
crales, entre los que se situarían en Cnosos uno dedicado a Zeus y quizá otro a Apolo
y en Pilos uno en referencia al santuario ya conocido de Pakijana. Este calendario
serviría no sólo para regular las relaciones civiles, sino también aquellas que el indi-
viduo mantenía con la divinidad, y en este sentido se han llegado a identificar dos
fiestas que se celebrarían en unos días señalados. La primera estaba dedicada a Posei-
dón, tenía lugar en el santuario de Pakijana y recibía el nombre de re-ke-to-ro-te-ri-jo
(PY Fr343, 1217), que significa «la disposición de los lechos». Generalmente esta
festividad se interpreta como un ritual de hierogamia, en el que Poseidón y quizá
Potnia, en su papel de principales divinidades del santuario y quizá del reino de Pi-
los, se unirían en un matrimonio sacro con el fin de garantizar la prosperidad a sus
fieles y en definitiva a todo el Estado, aunque también pudiera tratarse de un ban-
quete ritual, acción que, por otra, parte no excluye a la anterior. La segunda fiesta co-
nocida se denominaba to-no-e-ke-te-ri-jo (PY Fr1222) y su significado es más compli-
cado. La traducción del nombre de la fiesta es algo así como «la presentación del tro-
no» y estaba dedicada a los dioses wa-na-so-i, término que se suele traducir como «las
dos reinas». Para algunos este título divino escondería a Deméter y Persephone o
Despoina, y como Poseidón es calificado como «el rey», según hemos visto, el festi-
val se enmarcaría en el círculo de los rituales agrarios. Pero otros investigadores, más
fieles al sentido estricto del nombre de la fiesta, piensan que se trataría de un ceremo-
nial de entronización o en todo caso en referencia al trono real, situado bajo la pro-
tección de la divinidad.
Por último hay que considerar las manifestaciones rituales de carácter funerario.
Los micénicos practicaban la inhumación, depositando el cadáver en tumbas que
abarcan una tipología desde las más sencillas de fosa hasta las más complejas de cá-
mara. El difunto era vestido y adornado con sus objetos personales y puesto en con-
tacto directo con la tierra, siendo muy rara la utilización del sarcófago. La incinera-

232
ción no era desconocida, pero al ser una costumbre extraña a los micénicos, introdu-
cida probablemente desde el Oriente, alcanzó poca difusión, localizándose con ma-
yor intensidad en lugares que mantenían frecuentes contactos con el extranjero,
como se documenta en las necrópolis de Ialysos, en la isla de Rodas, y en Perati, en el
Ática.
El cadáver era conducido sobre un carro, según lo muestran las rodadas, y natu-
ralmente era la parte principal en la procesión fúnebre. El ajuar que acompañaba al
muerto en la tumba consistía en diferentes utensilios de mesa, que quizá contuvieran
vino o aceite, las armas o las herramientas de su profesión y otros objetos como lám-
paras y balanzas. Tocios estos utensilios y ofrendas iban destinados a satisfacer las ne-
cesidades materiales del muerto, y son, por tanto, indicativos de la creencia en una
vida de ultratumba. Es significativa la presencia de la lámpara, para introducir la luz
en la lúgubre oscuridad del Más Allá, y de la balanza. Esta última no es frecuente y
aparece solamente en las tumbas más ricas, por lo que se ha interpretado como un
símbolo de autoridad, del alto rango alcanzado en vida por el difunto, aunque tam-
bién pudiera estar relacionada con la idea de la prychostasia, el acto de pesar las almas.
Otro objeto característico del mundo funerario micénico son las máscaras de oro,
cuya función es desconocida, aunque quizá no sean ajenas a la costumbre del embal-
samamiento, con la finalidad de conservar el cuerpo en la vida futura. El ritual fune-
rario se completa con los actos de despedida y celebración del muerto, que compren-
dían un banquete ritual y probablemente la celebración de unos juegos. Es curiosa la
costumbre de disparar andanadas de flechas hacia el interior de la tumba, a modo de
saludo final, y arrojar la copa del último sorbo contra la puerta. Se trata indudable-
mente de medidas destinadas a atraerse el favor del difunto y no enemistarse con su
espíritu, pues es posible que entre los micénicos existiese la creencia del «muerto vi-
viente», al menos hasta que se cumpliese la total descomposición del cadáver.

Los santuarios y el sacerdocio

Los santuarios en la religión micénica no eran tan variados como en la minoica,


pues aquí las cuevas y las cumbres montañosas no se convirtieron en lugares de culto
habituales. De igual forma, aunque en los palacios se cumpliesen ciertos rituales, ta-
les prácticas no debieron sobrepasar la esfera doméstica, como inducen a suponer el
hogar circular hallado en el megaron del palacio de Pilos, así como un altar móvil; en
Micenas la situación no es muy diferente, con el hallazgo de un altar y mesas de
ofrendas en el porche del megaron. En el mundo micénico los principales santuarios
estaban localizados fuera de los palacios, según el testimonio inequívoco de las tabli-
llas, lo que es confirmado por los hallazgos arqueológicos, aunque aquí, lo mismo
que en Creta, los ejemplos conocidos no son muy abundantes.
En Mesenia se conoce un pequeño santuario en la localidad de Malthi, cuyos ras-
gos más sobresalientes son una columna central y un amplio hogar de forma semicir-
cular, que contenía fragmentos de huesos y de vasos y otros objetos votivos. Tam-
bién en Micenas has podido identificarse diversos edificios destinados al culto, algu-
nos con frescos que representan a dioses y a sacerdotes en actos rituales e ídolos de
arcilla de ambos sexos. Muy importante es el santuario de Hagia Eirene, en la isla de
Ceos, un edificio de grandes dimensiones, dotado de varios ambientes, y que ha pro-

233
porcionado numerosas estatuas en terracotas, algunas de tamaño natural. No muy
diferente es le panorama que se observa en Asine, en la costa de Argólida, que al
igual que el anterior permaneció en activo después de las grandes destrucciones que
pusieron fin a la civilización micénica. Este santuario es de menor tamaño que el de
Hagia Eirene, pero también contenía estatuas en terracota, destacando una cabeza
denominada el <<Señor (Zeus) de Asine».
Al frente de estos santuarios se encontraba una auténtica muchedumbre de sacer-
dotes y personal de servicio. En general son más numerosas en las tablillas las men-
ciones i-je-re-u (sacerdote) que i-je-re-ja (sacerdotisa), pero tal superioridad del ele-
mento masculino está tan sólo constatada en Pilos, lo que se intepreta como reflejo
en el campo del culto de la sociedad patriarcal indoeuropea, pero en Cnosos signifi-
cativamente la relación se invierte, y son las sacerdotisas las que alcanzan mayoría.
En uno y otro caso, son siempre mencionados en relación al santuario o a la divini-
dad a la que sirven y poseen a su vez esclavos o servidores que les ayudaban en sus
funciones. El grado de especialización de los sacerdotes era muy preciso, disponién-
dose al respecto de un léxico bastante consistente: así, y a título de ejemplo, se distin-
guían el sacrificador, el encargado de las ofrendas de miel, el del vino, el ostiario, el
encargado del fuego, el cuidador del agua, etc. Otra categoría sacerdotal estaba defi-
nida por los esclavos y esclavas del dios (te-o-jo do-e-ro/ra), a los que no se puede con-
siderar siervos propiamente dichos, sino personas libres y dotadas de personalidad
jurídica propia, pues se les menciona como posesores y ocupantes de tierras.
Además del personal religioso, los templos disponían también de un servicio ad-
ministrativo y técnico propio. Hay que tener en cuenta que el santuario en cuanto tal
poseía bienes propios y recibía gran cantidad de ofrendas que era necesario adminis-
trar, y que algunos de ellos, como el de Pakijana, debieron acumular enormes fortu-
nas, convirtiéndose, por tanto, en centros de gran importancia económica. En rela-
ción al culto son mencionados en las tablillas algunos personajes que pertenecen más
bien a la esfera burocrática del palacio, lo que parece indicar hasta qué punto la orga-
nización religiosa estaba vinculada a la administración palaciega y cómo esta última
trataba de controlar a la primera. En esta relación entre el palacio y el santuario, en-
tre la política y la religión, destaca lógicamente la figura del rey, jefe absoluto de la
comunidad, incluyendo el ámbito religioso. Sin embargo, su posición no era tan ra-
dical como la del monarca minoico y su papel en las actividades del culto debía ser
secundario.

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11

t
1

1 CAPÍTULO 11

El panteón griego clásico


joRGE MARTíNEZ-PINNA

Las catástrofes que afectaron al conjunto del mundo egeo a partir de finales del
siglo XIII a.C. provocaron la desaparición inmediata, de manera todavía inexplica-
ble, de la brillante civilización micénica. En las postrimerías del siglo XII, cuando los
desastres parecen haber cedido, los restos materiales que pueden recuperarse son sus-
tancialmente de tradición micénica, pero se trata de una cultura muy degradada, y de
ahí el nombre de submicénico (subminoico en la isla de Creta) con el que se conoce
esta fase terminal. El elemento que mejor había caracterizado a las civilizaciones
egeas, el palacio, ha desaparecido por completo y ha arrastrado en su caída todo
aquello que le estaba íntimamente vinculado. Un descenso demográfico de enormes
proporciones, una considerable pérdida en el nivel de vida, la sensación continua de
inseguridad, una degradación de las técnicas y de las artes y, quizá el aspecto más gra-
ve, la pérdida del conocimiento de la escritura, son las consecuencias más sobresa-
lientes provocadas por el hundimiento del mundo micénico. La Hélade penetra,
pues, en una larga etapa de crisis, con razón denominada «edad oscura» o «edad me-
dia» griega, caracterizada entre otras cosas por una gravísima pobreza documental.
La recuperación es muy lenta, comienza con el protogeométrico a mediados del
siglo XI y no culmina sino hasta la segunda mitad del periodo geométrico, en los ini-
cios del siglo VIII a.C., cuando se produce un gran renacimiento cultural, económico
y político que proporciona al mundo griego unas nuevas bases sobre las que asentar
su desarrollo histórico. Sin embargo, esta nueva civilización griega nada tiene que
ver con la de la Edad del Bronce. El palacio ha sido sustituido por la ciudad, la pólis,
que se erige como el auténtico centro de la vida, de manera que allí donde destacaban
el escriba y los registros administrativos, ahora predomina la palabra y se convierte
en la esfera de acción del ciudadano, no del súbdito. Se inicia así, a lo largo de este si-

235
glo VIII, la historia de Grecia propiamente dicha, aquella que tiene su núcleo y razón
de ser en la ciudad, quizá la contribución más importante de la cultura griega a la his-
toria de la humanidad. Esta sobresaliente etapa histórica se suele dividir en dos pe-
riodos, separados aproximadamente por las guerras médicas: el primero es la edad
arcaica, momento en que se modelaron todos esos elementos que mejor definen a la
civilización griega; el segundo lo forman los siglos clásicos, cuando se perfeccio-
naron, alcanzando su culminación, todos los logros materializados en la etapa
previa.
Si ahora nos ceñimos al terreno de la religión, inmediatamente se plantea la cues-
tión relativa a las relaciones entre la Grecia histórica y aquélla más antigua definida
por la civilización micénica. ¿Existe un vínculo entre una y otra o las destrucciones
de los siglos XIII-XII imposibilitaron cualquier conexión? En caso afirmativo, ¿cuál
es el alcance de esta herencia? ¿deriva la religión griega clásica de la creta-micénica?
Responder con precisión a estas y otras preguntas similares es sumamente difícil.
Como veíamos en el capítulo anterior, sí existe una relación entre las dos épocas: al-
gunos dioses olímpicos y otras divinidades del panteón griego clásico eran ya conoci-
das en el 11 milenio, puesto que sus nombres aparecen registrados en tablillas redac-
tadas en lineal B; incluso algunos aspectos del culto pudieron haber tenido continui-
dad, al menos hasta la tradición épica. Ahora bien, el problema radica siempre en
que efectivamente conocemos las características y personalidad de los dioses griegos
durante la época histórica, pero no así en la más antigua minoico-micénica, por lo
que resulta prácticamente imposible determinar qué elementos se han conservado y
cuáles otros se han perdido.
U na vía a la que se acude con cierta frecuencia es el estudio pormenorizado de los
lugares de culto, tratando de establecer por medios arqueológicos una continuidad
en la frecuencia del santuario a lo largo de estos siglos, con lo cual al mismo tiempo
se podría medir la pervivencia del culto celebrado en el lugar. A este respecto se han
señalado varios ejemplos, incluso a propósito de célebres santuarios, que podrían in-
dicar una posible continuidad en las creencias religiosas desde la Edad del Bronce
hasta la época clásica. Tal sucede, por ejemplo, con el ya conocido templo de Hagia
Eirene, en Ceos, y con dos de los más famosos lugares sacros de la antigua Grecia,
Eleusis y Delos. Bajo el Telesterion eleusino, donde se celebraban los célebres miste-
rios dedicados a Deméter, se descubrieron restos de un pequeño megaron micénico, lo
que indicaría la presencia de un culto ya en estas fechas, situación que con ligeras va-
riantes se repite en la isla de Delos, sede de un importante culto a los hermanos Arte-
mis y Apolo, donde en estratos prearcaicos del Artemision se han identificado es-
tructuras arquitectónicas de la Edad del Bronce. La evidencia de una continuidad de
culto sería más tenue en otros lugares asimismo muy frecuentados en época históri-
ca, como Amyklai, en las proximidades de Esparta y sede de un culto al héroe local
Hyakinthos, Delfos, Epidauro, Samas, Egina, etc. Sin embargo, hay que ser más cau-
tos en la interpretación de estos datos arqueológicos. Que haya existido una supervi-
vencia del culto en algunas cuevas de Creta, como la de Amnisos, o incluso en la isla
de Ceos -aunque aquí se produjo la reinterpretación de una estatua femenina mi-
noica como imagen de Dionysos-, se puede aceptar sin grandes esfuerzos, pues se
trata de centros de carácter local y en áreas relativamente periféricas, al margen de
los grandes acontecimientos que marcaron las directrices de la historia griega.
Pero éste ya no es el caso de los otros lugares mencionados y de otros más donde

236
asimismo el santuario arcaico se superpone a restos arqueológicos de la Edad del
Bronce. Ante todo se percibe un hiato cronológico excesivamente amplio para ad-
mitir una supervivencia del culto desde épocas tan antiguas, ya que tales emplaza-
mientos fueron abandonados tras las catástrofes que marcaron el fin del mundo mi-
cénico (siglos XIII-XII a.C.) y no se recuperaron sino hasta el periodo geométrico en
sus fases media y reciente (siglos Ix-vm). Por otra parte, la gran mayoría de estos lu-
gares del 11 milenio no han proporcionado restos de culto, mientras que su reutiliza-
ción fue religiosa. En Delfos y en Delos, la construcción de un templo en el siglo vm
está acompañada por un depósito fundacional, y aunque éste contenga gran cantidad
de objetos micénicos, todo parece indicar que nos encontramos ante un punto de co-
mienzo, y no una continuidad. No muy diferente es la situación que se observa en
Tirinto y en Atenas, donde los primitivos santuarios de Hera y Atenea respectiva-
mente se sitúan sobre los restos de los antiguos palacios micénicos, pero no mantie-
nen con ellos ningún vínculo religioso. En definitiva, todos los datos disponibles pa-
recen señalar más bien un redescubrimiento que no una continuidad. En la mayor
parte de los casos, serían los griegos del siglo vm quienes al descubrir estos restos ar-
queológicos o votivos de la Edad del Bronce, para ellos la época de los héroes, les
proporcionaron un nuevo valor sagrado para legitimar religiosamente, según sus
propios criterios, la construcción en el lugar de un santuario. Como veremos en ca-
pítulos sucesivos, algo similar sucedera también con las tumbas.
A la vista de todos estos hechos, sería inútil negar cualquier relación de la Grecia
histórica con su pasado micénico, pero valorar correctamente la importancia de tal
continuidad no es tarea sencilla. Además no hay que considerar tan sólo esta compo-
nente en la formación de la religión griega, sino que otras influencias también inter-
pretaron un papel destacado. Así, por ejemplo, un elemento de procedencia oriental
no es en.absoluto despreciable, bien sea llegado directamente o a través del interme-
diario chipriota, de gran importancia en la modelación de la cultura griega, sobre
todo cuando en la segunda mitad del siglo VIII Grecia se vio invadida por el espíritu
orientalizante, portador de unas nuevas inquietudes que desplazaron a las antiguas
tradiciones geométricas. Por último, es necesario mencionar la propia contribución
helénica, bien aportada por los hipotéticos invasores indoeuropeos que pusieron fin
a la civilización micénica, los legendarios dorios, o bien desarrollada en el contexto
griego durante los siglos oscuros. En virtud de todo ello, y sin duda por otras razones
más, se hace coincidir la historia de la religión griega con la propia historia de la ciu-
dad, de la pólis, con la cual se vincula de manera indisoluble.
La religión griega se presenta en consecuencia como un fenómeno unitario y al
mismo tiempo plural. El fraccionamiento político característico de la historia griega
se corresponde con una multiplicidad en el esquema religioso: cada ciudad tiene su
dios principal, sus rituales, sus festividades, en definitiva su propio universo religio-
so, según comprobaremos en otro capítulo. Pero esta diversidad no implica necesa-
riamente la existencia de una variedad correspondiente de creencias, sino que estas
últimas se encontraban unificadas, con un único panteón y una estructura suprana-
cional que permitía no sólo las diferenciaciones locales, vinculadas a la mencionada
fractura política, sino también la presencia de corrientes espirituales socialmente
marginadas.

237
EL ORIGEN DE LOS DIOSES

Esta relación desconocida con el pasado más remoto también era sentida por los
griegos a propósito del origen de sus dioses, según puede deducirse de un pasaje de
Herodoto. Inicia éste su disertación sobre los dioses elevándose a los pelasgos, pue-
blo mítico que los griegos situaban en los comienzos de su historia; pero el ambiente
que describe Herodoto, haciéndose eco de una tradición muy antigua originaria del
santuario de Dodona, es sumamente primitivo, puesto que los dioses ni siquiera te-
nían nombre, hasta que pudieron adaptar aquellos con que eran conocidos en los
países bárbaros. A continuación Herodoto establece una clara cesura, y olvidándose
de los antecedentes pelásgicos, expone su opinión, que era la general entre los grie-
gos, sobre el origen inmediato de los dioses:

En cuanto a las opiniones de los griegos sobre la procedencia de cada uno de sus
dioses, sobre su forma y condición y el principio de su existencia, datan de ayer, por
así decirlo, o de pocos años atrás. Cuatrocientos y no más de antigüedad pueden lle-
varme de ventaja Hesíodo y Homero, los cuales fijaron una teogonía para los griegos,
dieron nombres a sus dioses, mostraron sus figuras y semblantes, les atribuyeron y
repartieron honores, artes y habilidades (II, 53).

Así pues, Herodoto reconoce que sus dioses eran ya aquellos que reinaban en la
Hélade en los tiempos más antiguos, pero también que la religión de su época, es de-
cir la de la Grecia histórica, arranca de un pasado mucho más reciente, de Homero y
Hesíodo, para nosotros la segunda mitad del siglo vm a.C. En efecto, estos dos poe-
tas, cada uno a su manera, tuvieron una influencia decisiva en la formación de la re-
ligión griega y en la definición de sus dioses.
Si Homero existió o no es algo en estos momentos secundario. Lo que esencial-
mente nos interesa son los poemas que se le atribuyen, la Ilíada y la Odisea, que sin
duda alguna constituyen la quintaesencia de la tradición épica. Pero además, tam-
bién tiene para nosotros mucha importancia el hecho que los antiguos no dudaban
en la existencia de Homero, a quien reconocían una autoridad indiscutible. Homero
fue con mucho el autor más leído en toda la Antigüedad (más de la mitad de los frag-
mentos literarios sobre papiro encontrados en Egipto en sus épocas helenística y ro-
mana pertenecen a los poemas homéricos), era el poeta por antonomasia y gozó de
una enorme influencia que alcanzaba incluso a los niños, ya que sus poemas eran los
primeros libros de texto que se utilizaban en las escuelas. A la vista de estas conside-
raciones, se puede fácilmente suponer que todo aquello que Homero decía sobre los
dioses quedaba firmemente anclado en el pensamiento colectivo, y de nada sirvieron
las críticas que desde Jenófanes a Platón se alzaron contra tal estado de cosas. Quizá
la contribución más señalada de Homero a la concepción de los dioses griegos sea el
antropomorfismo, entendido no sólo como concesión de una apariencia física hu-
mana, sino que va mucho más allá. Los dioses son concebidos exactamente igual que
los hombres, pero naturalmente dotados de una areté, de una excelencia, muy supe-
rior. En los poemas homéricos, los dioses se mezclan con los hombres y tienen un
comportamiento similar al de estos últimos: aman, sienten pasiones (en ocasiones de

238
r
lo más abyecto), se insultan, se engañan, tienen hambre (pero se alimentan de néctar
y ambrosía) e incluso son heridos (aunque su sangre, llamada icor, no es como la de
los hombres). Esta presentación de los dioses, tan humana y al mismo tiempo tan in-
moral, provocó la crítica de Jenófanes, claro antecedente de la postura que siglos
1 más tarde adoptaría el cristianismo en su oposición a la religión pagana:

Tanto Homero como Hesíodo han atribuido a los dioses lo que es vergüenza y
oprobio para la humanidad: el robo, el adulterio y el mutuo engaño (fr. 11
Diels).

Algunos de los aspectos que Homero concedió a los dioses sí cambiaron con el

1 paso del tiempo, como esa familiariedad con los hombres, pero otros perduraron
para siempre. Así la concepción jerárquica del Olimpo, morada de las divinidades, se
modeló a partir de la estructura política en que se desenvolvían los héroes de los poe-
mas, esto es, una monarquía, encarnada en Zeus, dios supremo, que se asesora de los

1
1
otros dioses reunidos en asamblea, exactamente igual como actuaba Agamenón al
frente de los aqueos frente a Troya; sin embargo, cuando la monarquía desaparece
como la forma política normal en Grecia, no se produjo en el Olimpo una revolu-
ción similar, sino que aquí se conservó al figura dominante del rey. Por otra parte,
Homero no presta atención a todos los dioses, sino fundamentalmente a aquellos
que mejor se integraban en la ideología de la clase aristocrática, que formaba el audi-
torio de sus poemas. En consecuencia, si la mayor parte de las divinidades olímpicas
ya figuran perfectamente jerarquizadas y establecida la relación parental entre todas
ellas, Deméter y Dionysos por el contrario son mencionados tan sólo en muy conta-
das ocasiones, mientras que los dioses menores y otras entidades del universo mito-
lógico apenas si tienen cabida.
Todos estos aspectos no contemplados por Homero sí fueron sometidos por He-
síodo a la disciplina de su método. Nacido en una aldea de Beocia, Hesíodo desarro-
lló su actividad literaria en las postrimerías del siglo VIII. Al contrario de Homero,
cuya finalidad en el fondo no era otra que entretener, el poeta beocio se compromete
a enseñar, y desde sus primeros versos proclama que su objetivo no es otro que la ver-
dad. Fruto de este compromiso con la sociedad de su tiempo, en su afán por defender
ideales auténticamente revolucionarios como la justicia o el trabajo, ambos por com-
pleto al margen de la moral aristocrática dirigente, es un delicioso poema, de poco
más de ochocientos versos, titulado Trabajos y Días, obra de singular importancia en
la historia de la literatura griega. Pero no es aquí donde Hesíodo trata especialmente
sobre los dioses, sino en otra composición poco más extensa que lleva como título
aceptado Teogonía. Si Homero presenta a los dioses en acción, señalando su personali-
dad, tendencias y atributos, Hesíodo los trata en la Teogonía de una manera más asép-
tica, como elementos de complejos cuadros genealógicos, de manera que los olímpi-
cos, con Zeus a su cabeza, aun reconociéndoles esa posición de superioridad que uni-
versalmente se les concedía, no representan sino una generación, un eslabón más en
la sucesión genealógica. La Teogonía es en primer lugar una cosmogonía, donde pue-
den encontrarse elementos de procedencia oriental, una exposición sobre el origen
del universo a partir de una entidad primordial, una realidad indefinida y originaria
denominada Caos. De él emergen, mediante un proceso de partenogénesis, primero
Gea (la Tierra), y a continuación el Tártaro (las profundidades del infierno), Eros (la

239
fuerza generativa), Erebo (las tinieblas) y Nyx (la noche); de estos dos últimos, y en
virtud de la primera unión heterosexual, surge a su vez la pareja simétrica y necesa-
ria, el Eter y Hémera (el día). Por su parte, y sin participación de elemento masculi-
no alguno, Gea dio a luz primero a Urano (el cielo), su simétrico y opuesto, y después
a las Montañas y al Mar (Ponto). A partir de aquí la pareja Gea-Urano se convierte
en protagonista y, salvo excepcionales uniones de Gea con Ponto y con Tártaro,
también en el origen de la inmensa mayoría de personalidades divinas. El punto cul-
minante en la Teogonía de Hesíodo es el momento de la afirmación de la supremacía
de Zeus, tras desbancar del trono a su padre Cronos, hijo de Gea y de Urano, y vencer
a los Titanes.
El mito sobre el origen del mundo que encontramos en Hesíodo no fue el único
que circuló en Grecia, aunque sí puede afirmarse que fue el más admitido y que aca-
bó por convertirse en canónico. Al margen de algunas versiones diferentes sobre los
mitos de Urano y Cronos, existían cosmogonías independientes, como la que predi-
caban los órficos, que veremos en su momento, o la atribuida a Ferécides de Siro, au-
tor del siglo VI a.C. Según este último (fr. 1 Diels), existía una tríada primordial for-
mada por Cronos, Zas (nombre enmascarado de Zeus) y Ctonia; a través de una espe-
cie de mutación partenogénica, extrayéndolos de su propio semen, Cronos crea los
diferentes elementos que componen el universo (fuego, viento, agua), descubriendo
un proceso que encuentra paralelos en diversas culturas orientales. Pero en ésta, al
igual que en la cosmogonía de Hesíodo, los dioses participan del cosmos como una
componente más del mismo, pues en los sistemas helénicos falta la figura del creador
autónomo que trasciende a su propia obra, al contrario de la mayor parte de las cos-
mogonías orientales.
Respecto al origen del hombre, no existía en Grecia una versión canónica, sino
que en general los mitos conocidos hablan de la aparición del hombre en ese mismo
contexto cosmogónico. El primer hombre, término que hay que entender en su sen-
tido sexual, masculino, era autóctono, esto es, nacido del suelo, y sobre el particular
se contaban numerosas variantes míticas que modificaban el nombre del protagonis-
ta y su localización geográfica y étnica: Lélex en Laconia, Pelasgos en Arcadia, Cé-
crope en el Ática, Ogigos en Beocia, Macedón en Macedonia, etc. Otras veces se ex-
plicaba el nacimiento de un pueblo por un proceso zoogénico, como los habitantes
de la isla de Egina, antiguas hormigas transformadas por Zeus en hombres. Así pues,
los dioses y los hombres participan de un origen similar, pues unos y otros son ele-
mentos del cosmos, pero entre ambos existe una diferencia fundamental, a saber: la
inmortalidad de los dioses. En esta línea entronca el mito de la creación de la prime-
ra mujer, Pandora, hecha con tierra y agua por Hefesto o por Prometeo, según las
versiones, y que trae consigo al mundo todos los males, incluida la muerte. Hasta ese
momento los hombres habían gozado de una existencia próxima a la divina, que la
presencia de la mujer vino a frustrar. El mito de Pandora es entonces muy próximo
al de la Eva bíblica, pero con una diferencia muy notable. Eva actúa por propia ini-
ciativa y voluntariamente transgrede el orden establecido, introduciendo una nueva
relación con la divinidad que implica una expiación histórica a la que está condena-
da toda la humanidad. El mito griego desconoce esta situación. Pandora se conduce
de manera un tanto mecánica, exenta, pues, de responsabilidad, puesto que son los
dioses los que dirigen todo el proceso; además Pandora no sólo introduce los males,
sino que como su mismo nombre indica, también es portadora de todos los dones.

240
Los DIOSES oLíMPicos

Zeus

Zeus se sitúa a la cabeza del panteón griego: es el padre de los dioses y de los hom-
bres. Su nombre es indoeuropeo y tiene una raíz que se repite en el Dyaus pitar védico
y en elluppiter romano. Hesíodo le presenta como hijo de Cronos y de Rea y sucesor
de su padre en el gobierno del mundo. Su acceso al poder se produjo utilizando la
violencia, como veíamos hace un momento. Según el mito hesiódico, Rea estaba
harta de que Cronos se comiese a todos sus hijos, por lo que tras el último parto, en
lugar de la criatura, entregó a su esposo una piedra y ocultó a Zeus en Creta, donde
los Curetes bailaban entrechocando sus armas para apagar los llantos del niño y ocul-
tar su existencia a Cronos. Posteriormente Zeus se enfrentó a su padre, le destronó y
derrotó a los Titanes que le disputaban el poder.
Zeus es ante todo una divinidad celeste, el dios de la tempestad, del tiempo at-
mosférico, y por ello su símbolo más antiguo es el rayo (Zeus Keraunios), que al mis-
mo tiempo constituía su arma más terrorífica. Esta misma cualidad atmosférica
hacía de él una divinidad de las montañas, lugar donde se fraguaban las tormentas,
habitando en consecuencia en las cumbres. El Olimpo, monte de mayor altitud de
Grecia, era su residencia habitual, donde en su compañía moraban asimismo los res-
tantes dioses llamados por ello olímpicos; pero Zeus disponía también de otras resi-
dencias secundarias situadas en lugares elevados, como el monte Ida cerca de Troya,
el Liceo en Arcadia, el Oros en Egina, etc.
U no de los aspectos más destacados de la personalidad de este dios es el político,
tanto en la esfera divina como en la humana, y entonces sus símbolos son el cetro y el
águila. Zeus rige los destinos del mundo, es el rey, y, por tanto, Homero le presta el
título de anax, término derivado del wa-na-ka micénico y que significa el reconoci-
miento de un poder absoluto. Y efectivamente Zeus gobierna en el Olimpo como un
auténtico déspota, y aunque los otros dioses protesten o incluso lleguen a conspirar o
a amenazar con una guerra divina, en el fondo nada pueden contra su manifiesta su-
perioridad. Sus únicos adversarios son siempre figuras monstruosas, que interpretan
desde su origen un papel negativo, como Tifón, hijo de Gea y del Tártaro, mitad
hombre mitad serpiente, que aspiró infructuosamente a suplantar a Zeus. Más peli-
grosa fue la revuelta de los Gigantes, hijos de Gea y de la sangre de Urano, que junto
a otras entidades mitológicas se alzaron contra los dioses olímpicos. La Gigantoma-
quia, con la victoria final de estos últimos, se convirtió en un motivo muy utilizado
por los artistas griegos en la decoración de los templos, como símbolo del triunfo de
la civilización sobre la barbarie, en el que Zeus salvador y libertador asume una fun-
ción de gran importancia (Zeus Eleutherios ). En la vida política humana, Zeus desem-
peña asimismo una función muy sobresaliente. Sin ser divinidad tutelar de ninguna
ciudad en concreto, pues su posición de superioridad le obliga a mantener una exqui-
sita neutralidad, sin manifestar favoritismo alguno, Zeus protege las instituciones de
la comunidad, que le invocan con los epítetos Polieus y Boulaios. Situándose por enci-
ma de cualquier facción, se convierte en garante de la justicia (Dike es según Hesíodo
hija de Zeus), en protección de los suplicantes (Zeus Hikesios) y de los extranjeros

241
(Zeus Xénios ). En cuanto a los individuos en particular, Zeus es además protector de
la casa y de la propiedad bajo las formas Ktésios y Herkeios. Zeus es, pues, el dios de to-
dos los griegos, convirtiéndose en la divinidad pan helénica por excelencia: así se ma-
nifiesta por ejemplo en Egina, donde recibe el epíteto Hellanios, aunque es el santua-
rio de O limpia el que mejor recoge esta cáracterística, con sus juegos y rituales abier-
tos a la participación de todos los griegos.
Otra importante función de Zeus está relacionada con la fecundidad, y en este
sentido el toro se presenta como uno de sus animales más próximos. Adoptando la
forma de un toro, raptó a Europa y la relación toro-vaca se muestra continuamente
en el mito de Zeus y de su amante lo. El cuerno de la abundancia no es otro que el de
la cabra Amaltea, que le amamantó cuando era niño. Zeus es exponente de la poten-
cia sexual y los antiguos mitógrafos le reconocían un número muy elevado de hijos,
algunos tenidos de uniones con diosas y, por tanto, dioses ellos mismos, pero la in-
mensa mayoría eran producto de sus relaciones con mujeres y, por tanto, mortales, lo
que continuamente provocaba los celos e irritación de Hera. Pero al mismo tiempo,
Zeus tenía también ciertos devaneos homosexuales, como se refleja en el mito de Ga-
nimedes, muestra en definitiva de la ambigüedad que en cuanto a la sexualidad man-
tenían los griegos. En resumen, Zeus interviene en todos los aspectos de la vida,
como se refleja en el adjetivo totalizador po!Jotrymos, «el de los muchos nombres», que
le concede Cleanto.

Hera

Hermana mayor y esposa de Zeus, Hera era una divinidad dotada de una podero-
sa personalidad. Homero la presenta como una figura antipática, objeto de burla,
como la mujer continuamente engañada por los escarceos amorosos de su marido.
Pero a pesar de ello, Hera sigue siendo la esposa de Zeus y actúa como tal. Es, por
tanto, la reina del mundo, como se refleja en su epíteto Basileia, y goza de un enorme
poder que utiliza de forma maliciosa y vengativa. Su principal caracterización es la
de diosa del matrimonio, que le viene precisamente a partir de su asociación conyu-
gal con Zeus, y en este sentido se le aplican los epítetos de Teleia y Camelias. Olimpia
era también sede del culto a Hera, quien tuvo templo en ese lugar antes que Zeus.
Cada cuatro años, se celebraba en Olimpia una festividad en su honor, en el que in-
cluso se realizaban carreras, con la participación exclusiva de las mujeres, instituida
según el mito por Hipodamia en agradecimiento por su matrimonio con Pélope. Sin
embargo, Hera apenas ofrece en época clásica elementos maternales, es decir, repre-
senta a la esposa, no a la madre, lo que no deja de ser algo extraño.
La personalidad de Hera no se agota en su cualidad de protectora del matrimo-
nio, sino que esta última se impuso a otras funciones más antiguas de la diosa. Entre
ellas cabe destacar la fecundidad, según puede observarse en la pervivencia de deter-
minados rituales. El matrimonio mítico entre Zeus y Hera se representaba en varias
festividades de distintas ciudades griegas, con el propósito que tal hierogamia trajese
la prosperidad. Estas uniones solían celebrarse en medios rurales, como en las mon-
tañas y a orillas de los ríos. Entre las primeras se cuenta la fiesta de las Dedala, en
Beocia, antiquísimo ritual que utilizaba estatuas de madera y que culminaba en el
monte Citerón, donde se producía la unión a través del fuego. En Nauplia, después

242
del matrimonio ritual, Hera se bañaba en la fuente Canathos para recobrar la virgini-
dad. A orillas del río Theren, en Cnosos, se celebraba una hierogamia que imitaba el
matrimonio divino, y algo similar debía ocurrir durante las Tonaia de Samas, junto
al río lmbraros, mientras que en Corinto, en el santuario de Perachora, se celebraban
ritos de carácter matrimonial y con algunos rasgos curotróficos.
Hera disponía de dos centros de culto principales, localizados en Argos y Samas,
aunque su importancia rebasó estos aspectos locales para convertirse en una gran di-
vinidad griega. El más destacado de ellos era probablemente el de Argos, del cual
procede su epíteto más conocido, At;geia, y donde se encontraba una imagen de culto
realizada por Policleto en crisoelefentina. En la festividad de las Heraia se conmemo-
raba el carácter de la diosa como propiciadora de la fertilidad de los campos y de la
fecundidad de los ganados, aspecto recordado por el mencionado mito de lo, sacer-
dotisa de Hera que se unió a Zeus. Pero en Argos además, Hera se presentaba tam-
bién como diosa guerrera: el escudo en forma de «8», llamado argivo, era su símbolo
y durante las Heraia se celebraban carreras armadas cuyo premio era precisamente un
escudo. Esta faceta guerrera no es exclusiva de Argos, sino que se repite en otras ciu-
dades donde recibía culto (Sicione, Thera, Samas) e incluso fue «exportada» fuera de
Grecia, ejerciendo cierto influjo sobre la Juno latina. El santuario de Argos presenta
además otra característica que aparece con frecuencia en lugares consagrados a Hera,
esto es, su carácter extraurbano. Si bien algunos de sus templos estaban situados den-
tro de la ciudad, como en Tirinto o en la itálica Paestum, justo es reconocer que los
más importantes se localizan en el territorio, como es el caso en Argos, Samas, Co-
rinto y en el mundo colonial itálico, el de Crotona y el situado en la desembocadura
del río Sele. Esta localización no es sino el reflejo topográfico de las naturalezas de
Hera mencionadas en último lugar, la agraria, por un lado, y la guerrera, por otro.
En efecto, situado en el extremo del territorio, el santuario fija los límites de lo que
hay que fecundar y proteger, de ahí que en ocasiones fuese objeto de disputa por par-
te de varias ciudades, deseosas de monopolizar en su favor los beneficios que otorga-
ba la diosa.

Poseidón

En la mitologia clásica, Poseidón es hijo de Cronos y de Rea y, por tanto, herma-


no, entre otros, de Zeus y de Hera. Sin embargo, Poseidón es una divinidad muy an-
tigua y de gran importancia. En el capítulo anterior le hemos encontrado en un lugar
preeminente en el panteón de Pilos, por encima incluso de Zeus, quien ocupaba una
posición secundaria en las tablillas en lineal B. Esto ha llevado a algunos autores a
pensar que Poseidón fue un antiguo dios supremo que perdió su dominio universal
en beneficio de Zeus. Desde luego comparte con este último algunas características,
como no ser divinidad tutelar o paliada de ninguna ciudad y gozar de un gran reco-
nocimiento en todo el mundo griego, asumiendo rasgos panhelénicos; en este senti-
do no deja de ser significativo que Poseidón fuese el único dios que se enfrentaba
abiertamente a Zeus cuando éste tomaba decisiones sin consultar a los demás. Posei-
dón estaba considerado el antepasado de algunos pueblos, como los eolios y los beo-
cios, y presidía alianzas y anfictionías. A él estaban dedicados el Panionion del cabo
.\licala, núcleo principal de la confederación de los jonios de Asia Menor; el santua-

243
rio del promontorio de Samikon, en la Elide, que sirvió de centro a las aldeas de la
Trifilia, y el de Onchestos, en Beocia, asimismo lugar de reunión federal. También le
pertenecía el santuario de la isla de Calauria, junto a la Argólida, capital de una anti-
gua anfictionía de ciudades comerciales en torno al golfo Sarónico.
La personalidad de Poseidón aparece vinculada sobre todo al mar, parte del uni-
verso que le tocó en suerte cuando el reparto que siguió al destronamiento de su pa-
dre. En esta misma línea, su símbolo era el tridente, que sustituyó al rayo que había
poseído en origen. Algunos de sus principales santuarios se situaban entonces en re-
lación directa con el mar, como los ya mencionados y también el del istmo de Corin-
to y el del cabo Sunion, en el Ática. Se le concedían ofrendas marinas y se le invoca-
ba para calmar las tormentas. Pero por la misma razón, recibió el epíteto de Soter, sal-
vador, cuando en el año 480 a.C. una tempestad destruyó parcialmente la flota persa,
favoreciendo con ello la inmediata victoria griega en el cabo Artemision.
Pero además del dios del mar, Poseidón era también una divinidad de carácter
ctónico, y así se le conocía en la época micénica, como ya hemos visto. A él se atri-
buía la paternidad de los movimientos telúricos y se decía que con el tridente había
separado la tierra del mar, formando los valles y las islas. Por esta razón, Poseidón
era objeto de culto también en regiones del interior, pero afectadas por los terremo-
tos, y era especialmente invocado cuando se producía un temblor de tierra (véase,
por ejemplo, Jenofonte, Helénicas IV, 7.4); de la misma forma, castigaba a los que le
ofendían con una tempestad si era en el mar y con un terremoto si en tierra firme,
como el que sacudió a Esparta en el año 464 a.C. (Tucídides l, 128). Quizá en rela-
ción a esta cualidad ctónica de Poseidón se encuentre su estrecha vinculación con el
caballo, lo que dio lugar a un culto dedicado a Poseidón Hippios. Éste se extendió por
toda Grecia, aunque donde quizá tuvo una mayor implantación fue en Arcadia, don-
de tenía santuarios en Mantinea y en Pallantion, así como un altar en el hipódromo
de Olimpia. También habría sido en Arcadia donde según el mito se produjo una
unión entre este dios y Deméter, asumiendo ambos la forma equina. En Tesalia, Po-
seidón gozó asimismo de cierto predicamento bajo la epíclesis de Petraios, derivada
del hecho de habe dado vida al primer caballo tras fecundar a una roca. Todos estos
elementos no autorizan a situar a este dios entre las divinidades infernales, pero sí se
le puede calificar como «señor de las profundidades» y como tal divinidad oracular: a
él estaba dedicado un oráculo situado en el cabo Tenaron y según algunos llegó a
disputar a Apolo la supremacía sobre Delfos.

Atenea

Hija de Zeus y de Metis, Atenea tuvo un nacimiento bastante irregular, pues su


padre engulló a Metis cuando ésta ya estaba embarazada y Atenea vio la luz a través
de la cabeza de Zeus, actuando como partero en tan singular acontecimiento el divi-
no herrero Hefesto. El peculiar nacimiento de Atenea se convirtió en un motivo
muy extendido en el arte arcaico y determinó uno de los aspectos principales de la
diosa, esto es, su relación con las actividades intelectuales (Metis, su madre, es la in-
teligencia) y al mismo tiempo con la técnica, asumiendo una función de diosa «civi-
lizadora» que enseña a los hombres sistemas e instrumentos con los cuales mejorar su
existencia.

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Atenea aparece muy vinculada a la ciudad de Atenas, cuyo dominio le disputó a
su tío Poseidón, discutiéndose sobre cuál de las dos proporcionó el nombre a la otra.
Algunos piensan que fue la diosa la que formó su nombre a partir del de la ciudad,
puesto que en origen se trataría de Pailas Atbenaie, es decir, la Pallas de Atenas. Por
otra parte, el nombre de Pallas es bastante enigmático. Según el mito, así se llamaba
un gigante que fue vencido y muerto por Atenea, quien a continuación tomó este
nombre. En tiempos recientes se ha interpretado este término en el sentido de «mu-
chacha», en relación con el epíteto de Parthenos, virgen, con que era conocida la esta-
tua que Fidias le esculpió en Atenas. En realidad no son más que hipótesis, lo mismo
que la tendencia a concederle un origen micénico. Lo cierto es que Atenea tenía en-
tre los atenienses, quienes se referían a ella simplemente como «la diosa», a sus prin-
cipales seguidores y que éstos erigieron en su honor un santuario, el Partenón, que se
convirtió en el símbolo de la civilización griega.
En el panteón clásico, Atenea se presenta como una divinidad ciudadana, pro-
tectora y tutelar de la pólis, y de ahí los epítetos de Polias y Poliouchos con que era cono-
cida. Su función era entonces defender a la ciudad y por ello su templo se situaba pre-
ferentemente en la acrópolis, situación que se comprueba no sólo en Atenas, sino
también en otras muchas ciudades, como en Argos, Larisa, Lindos, Gortina, etc.
Como consecuencia, Atenea adquiere un aspecto guerrero, se la representa como
una diosa armada y le conceden epítetos en referencia a esta función, tales como Pro-
machos («defensora»), Sthenias («poderosa»), Areia («belicosa»), etc. Sin embargo, Ate-
nea no es una divinidad guerrera propiamente hablando, papel reservado sobre todo
a Ares, por quien la diosa siente una total aversión, sino que utiliza las armas en de-
fensa de sus protegidos, rechazando la crueldad y la muerte innecesaria. Uno de los
símbolos de Atenea es la égida, la piel de lagm;gona, monstruo en forma de cabra a la
.
;
que la propia diosa dio muerte y despellejó; la vista de la égida causaba pánico entre
sus enemigos, por lo que constituía el arma principal de Atenea. Esta función apo-

lt tropaica se manifiesta incluso en Troya, ciudad que no goza de las simpatías de la


diosa: sin embargo, en el relato épico, ésta disponía de un templo en la acrópolis y
una pequeña estatua de madera que representaba su imagen, el Palladion, era garan-
tía de la supervivencia troyana hasta que Odiseo y Diomedes, robándola, permitie-
ron la conquista de la ciudad.
Además de ésta, Atenea personalizaba otras funciones. Así, mantenía cierta rela-
ción con la música, como se refleja en el mito de Marsias y en el epíteto Salpingé
(«trompetera») con que recibía culto en Argos. Sin embargo, Atenea es más conocida
por su cualidad de patrona de las actividades artesanales (Atenea Ergane ). En este
sentido ejerce una especial protección sobre el trabajo en el telar, en el que la mujer
desempeñaba un papel de gran importancia, incluso aquellas mujeres pertenecientes
a familias nobles, según se comprueba en Atenas, donde algunas doncellas de la aris-
tocracia tejían todos los años un manto que era ofrecido a la diosa durante la celebra-
ción de las Panateneas. Pero Atenea no sólo tutelaba los oficios femeninos por exce-
lencia, sino que era inspiradora y maestra de todos los artesanos y menestriles:
inventó el bocado de los caballos y la técnica del carro, es invocada por herreros y
alfareros, constuyó el primer barco y enseñó a navegar, etc.
Atenea nunca conoció el contacto sexual, pero su virginidad no le llevaba a
menospreciar a los hombres, sino más bien al contrario, pues se vanagloriaba de
desarrollar actividades más propias del sexo masculino. Se sentía atraída por algunos

245
Nacimiento de Atenea. 570 a.C. Museo del Louvre.

héroes, como Heracles, a quien introdujo en el Olimpo; Tideo, hasta que éste dio
pruebas de canibalismo y le rechazó; Odiseo, a quien admiraba por su astucia. Sin
embargo, el mito sí le hacía partícipe indirecta de una maternidad: Atenea era acosa-
da por Hefesto, quien finalmente expulsó su semen sobre el muslo de la diosa; ésta se
limpió asqueada con un trozo de lana que arrojó a la tierra, de donde nació Erecteo-
Erictonio, a quien Atenea recogió y llevó a Atenas, convirtiéndose en el primer rey
de la ciudad y morador de otro de los edificios emblemáticos de la acrópolis, el Erec-
teion.

A polo

Se trata de uno de los más destacados dioses del panteón helénico, quizá el segun-
do en importancia inmediatamente detrás de Zeus. Con razón se le ha considerado
como el más griego entre todos los dioses, pues llegó a encarnar los valores más re-
presentativos de la cultura helénica, sobre todo en la época arcaica. Sin embargo, y
de forma un tanto paradójica, A polo no parece tener un origen estrictamente griego.
Como veíamos en el capítulo anterior, la presencia de este dios en los documentos
micénicos no es ni mucho menos clara, mientras que en la épica arcaica si bien su
culto parece ya completamente consolidado, no deja de percibirse la impresión que
se trata de una divinidad reciente. En repetidas ocasiones se ha señalado el Asia Me-
nor como posible procedencia de A polo, pero en la actualidad esta idea no se admite

246
como explicación única, al igual que cuando con menos fundamentos, se pretende
buscar su origen en el corazón de Europa. En este contexto, se han llegado a propo-
ner diversas componentes en la prehistoria del culto de Apolo. Una de ellas sería dó-
rica y se apoya en la forma más antigua del nombre del dios, Apellon, término en rela-
ción directa con las asambleas y reuniones de la primitiva organización política de
los dorios, como todavía se reflejaba en el término que designaba a la asamblea popu-
lar espartana, la apella; Apolo actúa también aquí como protagonista de los rituales
de efebía en la admisión de nuevos miembros al grupo (ApoloEphebos). Otra compo-
nente sería la minoica, que habría proporcionado la íntima relación del himno con
el dios, pero en este caso hay que reconocer que los argumentos no son muy firmes.
Por último se destaca un tronco oriental, que vincularía a Apolo con el Reshef semí-
tico a través del mundo chipriota, relación que le proporcionó su condición de dios-
arquero y su ocasional relación con el león; por otra parte, no deja de ser cierto que
ya en época arcaica se le relacionaba con el Asia Menor, en concreto con Licia,
mientras que en época clásica su culto oracular alcanzó una gran implantación en
toda la costa microasiática.
Apolo es una figura muy compleja, dotada de una multiplicidad de aspectos en
consonancia con la posición tan sobresaliente que ocupó en el panteón griego. Era
hijo de Zeus y de Leto y hermano gemelo de Artemis. Las condiciones de su naci-
miento fueron muy difíciles, pues su madre se veía constantemente perseguida por
los celos de Hera y nadie quería acogerla, hasta que por fin pudo dar a luz en la isla de
Delos. Este continuo peregrinar de Leto marcó una de las características de Apolo,
esto es, su relación con la lejanía, sus desapariciones a regiones remotas y sus repenti-
nas epifanías. Apolo se desplazaba con frecuencia al norte brumoso, abandonando
sus santuarios y las importantes funciones que cumplía desde ellos; en Delfos,
Dionysos le sustituía durante los meses de invierno y su retorno se producía de for-
ma repentina, al llegar la primavera, tras una invocación de sus devotos. El lejano
septentrión desempeña un papel destacado en la mitología apolínea. El país de los
hiperbóreos era una especie de paraíso, cuyos habitantes desconocían la guerra y las
enfermedades y pasaban el tiempo, libres del trabajo, danzando y creando música.
Apolo se dirigía con frecuencia a estas regiones, donde podía desarrollar libremente
toda su personalidad. En algunas representaciones, este dios aparece sobre un carro
tirado por caballos alados y en compañía de dos muchachas identificadas como hi-
perbóreas; también como pertenecientes a doncellas de tan lejanas regiones eran
consideradas unas tumbas de la Edad del Bronce encontradas en Delos. Consecuen-
cia de todo ello es asimismo la caracterización de Apolo como divinidad solar (A po-
lo Phoibos), identificación que se produjo no antes del siglo v a.C.
En muchos aspectos la figura de Apolo es contradictoria y ambigua, mostrando
actitudes diametralmente opuestas. Sus dos símbolos más representativos son el arco
y la lira, como él mismo manifiesta en los primeros versos de su Himno. Apolo pre-
senta rasgos de dios civilizador, pero al mismo tiempo es vengativo y portador de la
muerte. Se le reconoce como un dios músico, que con su arte entretiene a los dioses
en el Olimpo; es el que preside la actividad de las Musas, el Mousagetes, no tiene rival
en la música y castiga duramente a todos aquellos que se atreven a competir con él,
como revela el mito de Marsias. Es, por tanto, el dios de los poetas y protector de la
poesía, lo que ya hace de él una divinidad del entorno de la sabiduría, desde el mo-
mento en que el poeta es por definición un sabio. Pero además de la lira, Apolo es el

247
dios del arco y con sus flechas siembra la muerte y la destrucción. Además de termi-
nar con la vida de sus enemigos y de los que le ofenden, como en el célebre mito de
Niobe, las flechas de A polo significan la epidemia, la introducción de plagas que ma-
tan a los hombres. Con tan terrible apariencia, hace su presentación en los primeros
versos de la llíada (1, 44 ss.). Pero por esta misma razón, Apolo se convierte también
en una divinidad terapéutica, como se descubre en los relatos sobre la fundación de
sus templos en Didima (Calímaco, fr. 194.28-31) y en Bassai (Pausanias VIII, 41.7-
9), erigidos para hacer cesar la epidemia que se extendía sobre estas ciudades. Será
también este Apolo médico quien en el siglo v a.C. se introducirá en Roma por las
mismas causas. Sin embargo, Apolo abandonará esta faceta terapéutica en manos de
su hijo Asclepios, convertido en dios de la medicina.
El culto de A polo gozó de una amplísima difusión en todo el mundo griego, a lo
que contribuyeron diversos factores. Por una parte, a Apolo pertenecían dos de los
principales santuarios panhelénicos, Delos y Delfos, que se constituyeron en fuente
de irradación de la ideologia apolínea. En segundo lugar, su condición de divinidad
oracular de gran influencia, lo que propició el surgimiento de numerosos oráculos
presididos por él, sobre todo en la costa meridional y occidental de Asia Menor
(Dafne, Mopsuestia, Patara, Telmesos, Claros, Grineion, Didima, Zeleia). Por últi-
mo, un factor decisivo en la expansión de su culto fue su cualidad de dios dirigente
de la colonización, provocando la instalación de sus santuarios en todas las orillas
del Mediterráneo donde se establecieron colonias. Pero de todos los lugares de culto
apolíneos, uno de ellos ocupó sin duda una posición de privilegio, Delfos. Según el
mito, Apolo desalojó a divinidades más antiguas que le disputaban la posesión del
oráculo, como Gea y Poseidón, y dio muerte a la serpiente Pitón, cuyo nombre pasó
a ser uno de los epítetos del dios. Desde Delfos, Apolo se convirtió en la divinidad
rectora de los destinos de Grecia, fuente de una nueva moral basada en la célebre má-
xima «conócete a ti mismo» y que ejerció una enorme influencia en la vida política y
privada de los griegos. Más adelante volveremos sobre estos puntos.
Una última manifestación de la importancia de Apolo se manifiesta en su madre.
Como consecuencia de haber dado vida a los gemelos divinos, Leto vio extender
considerablemente su culto. En Festos, en la isla de Creta, aparece vinculada a ritos
iniciáticos, pero fue sobre todo en Licia donde Leto alcanzó mayor fama. Su santua-
rio en Janto se convirtió en el centro de la confederación licia, siendo elevada a la
posición de principal diosa del país.

Deméter

Convertida por la mitologia en hija de Cronos y de Rea, y, por tanto, hermana de


Zeus, Deméter era una de las más antiguas divinidades del panteón griego. Su nom-
bre indica claramente que se trata de una «madre», y a pesar de las dudas interpuestas,
sobre todo desde el campo filológico, parece acertado identificarla a la Madre Tierra.
En efecto, en esa dirección se dirigen los dos elementos principales que caracterizan
a la diosa, el trigo y el infierno. El grano, y el alimento en general, era considerado
un don de Deméter y, por tanto, los hombres dependían de ella para su superviven-
cia. Sus epítetos se centran sobre todo en este aspecto, remarcando su vinculación al
cereal -Homero, que apenas la menciona, se refiere a ella como «la rubia» en clara

248
alusión al trigo-, y sus fiestas, muy antiguas, se extendían por todo el mundo grie-
go. Entre ellas se cuentan las Haloa, que en algunos aspectos compartía con Dionysos
y en las que la honraban como descubridora de la agricultura, y las Talisia o fiesta de
ofrecimiento de las primicias. En Arcadia, Deméter tenía especial importancia,
como se deduce del rico material mítico que remarca su vinculación a la tierra y de la
unión con Poseidón. El carácter de diosa de la fecundidad vegetal, que procura el na-
cimiento y crecimiento de la vegetación, se extendió inevitablemente al ámbito hu-
mano, de manera que Deméter pasó a representar también, aunque en un lugar se-
cundario, la fecundidad de la mujer. Materialización de esta función fue la institu-
ción de una de sus principales festividades, las Tesmophoriai, celebradas únicamente
por mujeres y en las que se cumplían rituales relacionados con la fertilidad, como
más adelante comprobaremos.
El texto que mejor descubre las características de la diosa es sin duda el Himno a
Deméter, donde se narra el mito de Persephone y la institución de los misterios de
Eleusis. Persephone, llamada también Kore, era hija de Deméter y de Zeus, pero apa-
rece tan íntimamente unida a su madre que en conjunto reciben el nombre de las
«Dos Diosas». El mito narra cómo Persephone fue raptada por Hades, señor de los
infiernos, lo que provocó en Deméter tal irritación que ordenó a la tierra no produ-
cir más frutos; aterrados los hombres ante la perspectiva de no alimentarse, acudie-
ron a Zeus y éste intervino propiciando un arreglo, en virtud del cual Persephone re-
sidiría cuatro meses en el infierno y el resto del año regresaría a la tierra junto a su
madre. Sin duda alguna, el mito refleja el ciclo de la vegetación, cómo la semilla es
enterrada y al cabo del tiempo, con la primavera, aflora en la superficie y da fruto.
Pero también tiene otra lectura no menos importante, que trata de explicar la estre-
cha interrelación que existe entre la vida y la muerte y los misterios que engendraba.
Por ello los cultos de Deméter tienen en ocasiones un carácter iniciático, siendo los
más famosos los celebrados en Eleusis, mientras que otros de menor importancia se
localizaban en Licosura (Arcadia) y en Andania (Mesenia).

Artemis

Aunque el mito hizo de Artemis la hermana gemela de Apolo, esta diosa perso-
naliza aspectos mucho más antiguos. Generalmente se le reconoce un origen asiáni-
co, o en todo caso una componente próximo-oriental de gran consistencia, como lo
muestra la presencia de leones en su cortejo y sobre todo su identificación a las Gran-
des Diosas de Asia Menor, en concreto a la frigia Cibeles y a la capadocia Ma. Ya
Homero la calificaba como Potnia Theron ( Ilíada XXI, 4 70) y ésta es precisamente la
faceta más característica de su figura, aquella que delata su gran antigüedad. Artemis
es la diosa de la vida salvaje, de los bosques y de los montes, de los espacios libres si-
tuados más allá de las ciudades y de los campos cultivados; su cortejo está compuesto
por ninfas y entre los animales que la simbolizan se encuentra el oso, como se puede
observar en el mito de Calisto y en el culto que se le rendía en su santuario de Brau-
rón, en el Ática. Tal vinculación con la vida salvaje se refleja perfectamente en su ca-
racterización como diosa de la caza (es representada a menudo junto a un ciervo) y en
algunos epítetos como Agrotera, documentado ya en Homero.
Artemis se caracteriza también por ser una diosa virgen, pero al contrario de

249
Atenea, que manifiesta una actitud más bien asexuada, su virginidad es enormemen-
te ambigua. Artemis apenas tiene contacto con los hombres e incluso llega a despre-
ciar a Afrodita, muestra de su gran indiferencia por las relaciones eróticas. Sin em-
bargo, se trata de una divinidad que presenta fuertes vínculos con la fecundidad, así
como algunos rasgos maternales. En Éfeso, donde se localizaba uno de sus principa-
les santuarios, tenía una imagen cultual muy característica, representando a una figu-
ra femenina dotada de numerosos pechos que recuerda prototipos orientales. Algu-
nos de sus epítetos apuntan en la misma dirección, como el de Kourotrophos, es decir,
nodriza y educadora de jóvenes, y el de Locheia, en relación al parto. Artemis es, pues,
una divinidad del nacimiento y en ocasiones se le identifica a Eilithya, pero al mis-
mo tiempo representa la cara opuesta y se consideraba que aquellas mujeres que mo-
rían de sobreparto eran sus víctimas, por lo que en su templo ático de Braurón se le
ofrecían los vestidos de tales mujeres. Pertenecientes al círculo de Artemis son las
doncellas que han alcanzado ya la edad nupcial y que tienen que prepararse para la
siguiente etapa de su vida, la de la madre. En tal sentido se interpretan unas danzas
que las jóvenes realizaban en honor de la diosa, probablemente un ritual de inicia-
ción femenino en el que no estaría ausente cierto carácter orgiástico, es decir, como
introducción a los misterios de la fertilidad. Otro elemento que se enmarca asimis-
mo en este aspecto curotrófico viene dado por el ritual que se celebraba en Atenas en
honor de Artemis Brauronia, en el que unas niñas que no llegaban a los diez años de
edad, vestidas como osas, se dirigían en procesión al santuario, donde se dedicaban
durante cinco años al servicio de la diosa, en un claro rito de iniciación. También en
Atenas, las muchachas consagraban a Artemis un paño con la sangre de su primera
menstruación.
Pero al igual que su hermano, también Artemis es una divinidad cruel, que en
ocasiones demanda sacrificios humanos. A ella iba dirigida la sangre de Ifigenia, a
punto de ser sacrificada por su padre Agamenón. En Atenas se celebraba la festivi-
dad de Artemis Tauropolos, cuya imagen según el mito había sido llevada allí desde la
Tauride, donde presidía sacrificios humanos; esta costumbre no tuvo continuación
en el Ática, pero sí se mantuvo la crueldad del rito y la presencia de sangre. De igual
forma sucedía en Esparta, donde junto al altar de Artemis Orthia eran azotados los
efebos hasta que los más fuertes eran coronados.
Una última transformación de Artemis se produce a partir del siglo v a.C. con su
asimilación a Hécate, lo que la convirtió en una divinidad lunar con la antorcha
como símbolo, proceso en el que probablemente se vio arrastrada por la considera-
ción de su hermano Apolo como una divinidad solar.

Afrodita

El aspecto por el que universalmente se conoce a esta diosa es el de la sexualidad,


sobre todo desde el momento en que Homero fijó esta caracterización de Afrodita
como diosa del amor, de la voluptuosidad y de los encantos femeninos, rasgos que
posteriormente aparecen reflejados con total claridad en los poemas de Safo de Les-
bos y en la iconografía más conocida de la estatua que Praxiteles esculpió para su
templo en Cnido, donde se la representa en completa desnudez. Pero la personalidad
de Afrodita es mucho más rica. Entre todas las divinidades olímpicas ésta es quizá la

250
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Roma_ Museos Capitalinos.

251
que presenta mayores influencias orientales. Su asimilación con la Astarté fenicia,
heredera a su vez de otras figuras mesopotámicas como la Inanna sumeria y la Ishtar
semítica, es muy antigua, sirviendo probablemente Chipre como crisol donde se fun-
dieron los diversos componentes. Según Homero, Afrodita era hija de Zeus y de Dio-
ne, pero un mito más antiguo, recogido ya por Hesíodo, y maravillosamente plasma-
do en un relieve del trono Ludovisi, narraba cómo la diosa nació de la espuma surgi-
da por el contacto del agua con los genitales de Urano, cortados por Cronos y arroja-
dos al mar. Afrodita pasó primero a la isla de Citera para dirigirse a continuación a
Chipre, donde tuvo un recibimiento clamoroso y se construyó un templo en Pafos,
uno de sus santuarios más antiguos. Aquí, donde también se produjo una intensa
presencia colonial fenicia, habría tenido lugar la asimilación entre la Mrodita griega
y la Astarté semítica. Una y otra son diosas de la fecundidad y ambas presentan ras-
gos celestes (Afrodita Urania), y si el carácter guerrero no fue directamente conser-
vado por la divinidad griega, pues rara vez se la representa como diosa armada, lo re-
cuerda en sus frecuentes relaciones amorosas con Ares, pese a ser oficialmente la es-
posa de Hefesto. La vinculación con Oriente, aunque esta vez con el Asia Menor, es
delatada en el Himno a Afrodita, que narra los amores de la diosa con Anquises, fruto
de los cuales sería Eneas. Aquí Afrodita asume características de la Gran Diosa mi-
croasiática, de Cibeles, se presenta como una Potnia Theron, señora de los animales a
los que excita los instintos de apareamiento, exponiéndose una auténtica justifica-
ción religiosa de la sexualidad. Estos rasgos se reflejan asimismo en su santuario de
Aphrodisias, en la región microasiática de Caria.
Al mismo tiempo, Afrodita representa la estrella de la mañana, guía de navegan-
tes, aspecto que refuerza sus connotaciones marítimas (Anadiomene, «surgida del
man>). En consecuencia, Afrodita se convierte en una de las principales divinidades
portuarias, recibe epítetos en relación a este aspecto (Euploia, «la de la buena navega-
ción»; Limenia, «la del puerto») y su culto se extiende ampliamente jalonando las
principales rutas comerciales. Un elemento peculiar de sus santuarios marítimos es
la prostitución sagrada, costumbre ritual de procedencia oriental que se localiza no
sólo en aquellos puntos donde su asimilación con Astarté es más manifiesta, como
Chipre y Erice, en Sicilia, sino también en el corazón del mundo griego (Corinto) e
incluso en Occidente.

Hermes

Se trata de una figura divina muy contradictoria, sumamente ambigua, lo que


por otra parte no es infrecuente entre las divinidades griegas, por lo que algunos au-
tores le consideran el menos olímpico entre los dioses. Su nombre significa «mojón»,
piedra de demarcación que fija los límites y que señala también la línea de los cami-
nos, y es precisamente en esta esfera donde se desenvuelve la mayor parte de su acti-
vidad. Hermes es el dios de los límites, pero al mismo tiempo lo es también de la
transgresión de esos mismos límites. En el Himno a Hermes se describe perfectamente
su personalidad: roba el ganado a Apolo y de noche lo conduce a una cueva en Arca-
dia, negando sistemáticamente que fuese el autor de tal fechoría. Es un dios ladrón y
embustero, pero al mismo tiempo es aquel que proporciona a los hombres todo don
y las ganancias inesperadas. Se le dibuja siempre como un personaje astuto, inteligen-

252
te, artero y, por tanto, proclive a ser considerado como una divinidad civilizadora, y
en tal sentido se le tenía como músico, protector de la gimnasia y de las pruebas atlé-
ticas e inventor del fuego, cuyo descubrimiento transmitió a los humanos en compe-
tencia con Prometeo. De la misma forma, era también una divinidad del ganado,
cuya existencia protegía y aseguraba su reproducción, por lo que era especialmente
adorado entre los pastores.
Hermes es el patrón de los ladrones y de todos aquellos que tratan negocios oscu-
ros, pero paradójicamente también protegía a los viajeros, pues los caminos se
encontraban bajo su amparo. En su papel de atravesar los límites, su función más
destacada es la de pasar de la vida a la muerte. Así, Hermes se convirtió en un dios
psicopompo, que conducía a las almas hacia los infiernos por caminos que sólo él co-
nocía, y como tal se le representa frecuentemente en los vasos funerarios, lelgthoi, áti-
cos. Pero ello no le llevó en ningún momento a convertirse en una divinidad de los
muertos, sino que al contrario, también estaba capacitado para devolver a la tierra a
algunos que yacían en el infierno, como hizo con la mencionada Perséfone y tam-
bién con Eurídice, la esposa de Orfeo. Debido a su gran capacidad para desplazarse,
Hermes se convirtió en mensajero de los dioses y podía circular libremente por los
tres niveles cósmicos, esto es: el cielo, la tierra y el infierno. Sus símbolos divinos
confirman esta cualidad: llevaba el kerykeion, un bastón con una serpiente enrollada
que en ocasiones se convertía en un arma terrible, como cuando dio muerte al gigan-
te Argos; en segundo lugar, Hermes llevaba también un sombrero, el petaso, que le
hacía invisible y le permitía introducirse en cualquier lugar, y por último unas san-
dalias de oro con las que podía desplazarse velozmente.
A pesar de algunos aspectos de su personalidad en principio poco atractivos,
Hermes gozó de una enorme popularidad, si bien es cierto que no tuteló grandes san-
tuarios. Sus lugares de culto eran esos mojones a los cuales se refiere su nombre, si-
tuados por doquier tanto en medio rural como urbano: en Atenas tenían forma itifá-
lica y su castración fue lo que provocó el célebre proceso contra Alcibíades. Según el
mito, Hermes era hijo de Zeus y de Maia y nació en el monte Cilene, en Arcadia, por
lo que su fiesta más destacada se celebraba en una localidad de esta región, en Feneo.
Sin embargo, Hermes estaba llamado a tener un gran porvenir, pues su íntima rela-
ción con el mundo subterráneo llegará a convertirle en el patrón de las ciencias ocul-
tas, de la magia, que ya en época helenística son consideradas el dominio de Hermes,
que las utilizará contra los poderes del mal. Este dios será incluso acogido en parte
por el cristianismo, que modeló el ideal del Buen Pastor a partir del Hermes Criófo-
ro, el que lleva un cordero sobre sus hombros.

Ares

La tradición mítica hacía de Ares hijo de Zeus y de Hera, pero a pesar de tan dis-
tinguido nacimiento, no ocupó un lugar destacado en el panteón clásico, puesto que
ni siquiera llegó a ser bien considerado por su padre, mientras que los otros dioses,
salvo Afrodita, le aborrecían. Ares es tenido tradicionalmente como el dios de la
guerra, no conociéndosele ningún otro aspecto. Su principal epíteto es Erryalos, nom-
bre ya conocido en las tablillas micénicas y que quizá represente a una antigua divi-
nidad guerrera asumida posteriormente por Ares. Se cree que este dios tenía un ori-

253
gen tracio. Herodoto describe su culto, con rasgos muy crueles, entre los escitas
(IV, 62) y en Grecia nunca contó con un número muy elevado de adeptos: se le hon-
raba más por temor que por devoción.
Ares es el dios del combate violento, furioso, aquel que practicaba el guerrero
homérico, un modo de lucha aristocrático, individual, en el que el combatiente se
encuentra poseído por un estado de furor, la !Jsa, en un afán incontenible por alcan-
zar la victoria y la gloria que ésta lleva consigo. La crueldad y gusto por la sangre que
demuestra este guerrero es la propia esencia de Ares, aquellos que los mismos dioses
le reprochan. Aquí es donde se encuentra la diferencia respecto a Atenea, diosa tam-
bién guerrera, pero que actúa con moderación. En consecuencia, conforme van
avanzando las técnicas bélicas y se instaura la táctica hoplítica, caracterizada por la
sophro!Jne, es decir, la templanza, la disciplina, Ares va perdiendo influencia, pues el
sistema de combate que él personaliza ha desaparecido, mientras que por el contrario
Atenea se adapta a la perfección.
Este dios de la guerra tiene escaso papel en el bagage mitológico y su culto no ob-
tuvo la misma difusión que respecto a sus compañeros del Olimpo. Ni siquiera es se-
guro que poseyera un templo en Atenas, pues el que menciona Pausanias como situa-
do en el ágora (1, 8.4) es de época romana, sin duda fundado por la mayor fama de
que gozaba su correspondiente latino, Marte. Parece ser que la ciudad que más le
honró fue Tebas, concediéndole un papel en su leyenda fundacional. También en el
Peloponeso el culto a Ares llegó a alcanzar cierta implantación: junto a Afrodita te-
nía un templo en la camino de Argos a Mantinea; en Tegea su culto estaba curiosa-
mente reservado a las mujeres, mientras que en Geronthrai, en Laconia, sólo los
hombres podían entrar en el bosque que le estaba dedicado.

Hefesto

Hefesto es una figura muy singular, bastante alejado del tipo ideal que los griegos
concebían para sus dioses. Homero le hacía hijo de Zeus y de Hera (IIíada 1, 578),
pero una versión más antigua del mito decía que Hefesto nació de Hera mediante un
proceso de partenogénesis, es decir que fue engendrado sin participación masculina
(Hesíodo, Teogonía 927). Pero de todas formas, su destino no era muy halagüeño, pues
Zeus, según unas versiones, o Hera, si hacemos caso de otras, le precipitaron violen-
tamente desde el Olimpo y el golpe que se produjo al chocar con la tierra le provocó
graves malformaciones físicas. Hefesto era cojo de ambas piernas, jorobado y pati-
zambo, según la cómica descripción que de su figura hace Homero ( 1/íada XVIII,
41 O ss. ), lo cual le valía las burlas de los otros dioses; sin embargo, su esposa era
Afrodita, extraña unión que no encuentra fácil explicación. Hefesto era el dios del
fuego, pero su actividad sobrepasaba ampliamente este elemento hasta convertirse
en una divinidad de la técnica. Es el divino metalúrgico, que conoce los secretos de
la tecnología del metal y cuyas obras son auténticos primores: a él se debe la resplan-
deciente morada de los dioses, las armas de algunos héroes (Aquiles, Diomedes), de-
terminados objetos con los que causaba la irritación de los dioses (el trono de Hera,
la red con la que atrapó en adúltera unión a Ares y Afrodita) e incluso fabricó lo que
se puede considerar los primeros autómatas; él fue quien asistió a Zeus cuando el na-
cimiento de Atenea y quien fabricó a la primera mujer, Pandora. Esta especial y casi

254
única vocación de Hefesto por la metalurgia ha servido para interpretar el mito de su
mutilación, que escondería un rito iniciático para acceder a los secretos conocimien-
tos de la transformación del metal.
Hefesto era el patrono en particular de los herreros y en general de todos los arte-
sanos, y por ello se encontraba en estrecha relación, a veces enfrentada, con Atenea.
Con esta última compartía un templo en Atenas y también la festividad de las Chal-
leeia, celebrada por los artesanos; su vinculación con Atenea y con el Ática se remar-
ca mediante el mito del nacimiento de Erecteo, que ya hemos visto, considerado
como el ascendiente de los reyes atenienses. Sin embargo, su principal centro de cul-
to estaba en la isla de Lemnos, lugar donde según el mito cayó al ser precipitado des-
de el Olimpo. Allí se celebraba en su honor una gran ceremonia de purificación,
que culminaba con el encendido de un nuevo fuego que a continuación era distri-
buido entre los artesanos. Precisamente la isla de Lemnos estaba habitada hasta el si-
glo VI a.C. por una población no griega, cuyas inscripciones delatan cierto parentes-
co con el etrusco, lo que da pie para especular sobre el origen pregriego de Hefesto, a
quien se tiene como reflejo divino de la importancia del metalúrgico en las socieda-
des prehistóricas, personaje mitad artesano y mitad mago que guarda celosamente
sus conocimientos, envolviéndolos en un aura de misterio y de ciencia oculta.

Diotrysos

El origen de Dionysos sigue siendo motivo de discusión, en la que continuamen-


te se repiten los mismos argumentos sin que parezca que se llegue a una conclusión
válida. La antigua teoría, surgida en la escuela alemana de principios de siglo, según
la cual Dionysos era un dios relativamente joven en el panteón griego, que se habría
introducido desde Tracia, se quebró con el desciframiento de la escritura lineal By la
lectura de su nombre en dos tablillas de Pilos, lo que indicaría la gran antigüedad de
este dios. Sin embargo, en un capítulo anterior hacíamos referencia a lo inseguro de
tales pruebas, no pudiéndose aceptar sin más la procedencia micénica de Dionysos e
incluso de los aspectos centrales de su culto. Estas dudas e incertidumbres que inva-
den a los modernos a propósito de su origen también afectaban a los antiguos. Como
ya se ha dicho, este dios tiene una escasísima presencia en Homero y en general en
toda la tradición épica. En la 1/íada (VI, 128-140) se narra el mito de Dionysos y el
héroe tracio Licurgo, dando a entender que esta divinidad ya estaba integrada en la
familia olímpica. Sin embargo, tanto Herodoto (11, 49) como Eurípides (Bacantes
219) se refieren a él como un dios aceptado en el panteón helénico en fechas tardías.
Por otra parte, la tradición griega asocia a Dionysos con las regiones de Frigia y de
Lidia, y quizá deban relacionarse con el Asia Menor algunos nombres propios y tér-
minos vinculados a este dios, como Semele, Bacchus, thyrsos, etc.
El mito del nacimiento de Dionysos es en parte similar al de Atenea. Es presen-
tado como hijo de Zeus y de Semele, hija del héroe tebano Cadmo, por tanto, una
mortal. Una vez fecundada, Semele pidió a Zeus que se manifestara con todo supo-
der, por lo que fue fulminada por el rayo y dio a luz antes de tiempo; Zeus se injerta
en su muslo a Dionysos, quien pasados algunos meses nace de nuevo y definitiva-
mente. Pero a diferencia de Atenea, la madre de Dionysos no es una diosa, pero él sin
embargo, fue admitido en el Olimpo, siendo el único que lo consiguió nacido de dios

255
y de humana, lo que probablemente se explique por su doble nacimiento y el haber
surgido en última instancia del mismísimo Zeus.
Dionysos es considerado tradicionalmente como el dios del vino, y, en efecto,
éste es el elemento más destacado de su culto. Sus fiestas se caracterizan por la alegría
de los participantes, un uso abusivo de la bebida y en general cierto estado de disolu-
ción y de licencia; además paralelamente se celebraban por parte de pequeños grupos
y asociaciones cultual es fiestas similares ( orgia) que repetían las mismas característi-
cas de las públicas. Tal ambiente de disipación se documenta tanto en sus festivida-
des del área jónico-ática (Antesterias, Dionisiacas), como en la doria (Agrionia). Sin
embargo, no todo lo relacionado con Dionysos lleva consigo un estado de alegría
continua. Los mitos concernientes al descubrimiento del vino tienen un lado oscuro,
relacionado con la muerte, como el del campesino ático Icario, y lo mismo sucede
con algunas de sus festividades. Así ocurría en Naxos, donde se celebraban dos fies-
tas en honor de Ariadna que reproducían su unión con Dionysos, de las cuales una se
caracterizaba por la alegría y la otra por las lamentaciones. En este sentido, el caso
más significativo es el de las Antesterias atenienses, festividad directamente relacio-
nada con el vino, que incluía también una hierogamia entre Dionysos y la basilinna, la
esposa del arconte basileo, y cuyo tercer día de celebración estaba consagrado a los
muertos. Por último, una clara manifestación de este aspecto cruel de Dionysos es el
sacrificio humano que le rindieron los atenienses, como veremos en el próximo ca-
pítulo.
Esta relación entre la vida esplendorosa y la muerte es una singularidad de
Dionysos, lo mismo que sus epifanías y desapariciones repentinas. Los muertos y las
potencias infernales rigen la fertilidad, y por ello Dionysos, al igual que Deméter, es
un dios de la fecundidad y al mi_smo tiempo de la muerte. Pero su culto estaba dotado
de una fuerza inmensa, arrastraba multitudes e inspiraba ideales que chocaban fron-
talmente con el orden establecido. En ocasiones el poder de Dionysos se manifestaba
salvaje y duro, como muestran todos aquellos mitos que hablan sobre la inutilidad de
resistirse a sus doctrinas, pues acarreaba crueles castigos. Por todo ello Dionysos re-
presenta un espíritu de rebeldía, no sólo en el entorno político, pues sus creencias y
cultos extáticos serán tomados como bandera de oposición a la clase dirigente aristo-
crática, sino también en el ámbito divino, donde este dios supone una amenaza a la
supremacía olímpica. Todos estos hechos inducen a pensar que la entrada de Diony-
sos en el Olimpo fue más tardía, donde habría sustituido a Hestia, cuya imagen ya no
se reconoce en le friso del Partenón entre los doce dioses. Más adelante tendremos
ocasión de volver sobre este conflicto.

LAS DIVINIDADES MENORES

El panteón griego no se circunscribe a los dioses superiores, a los llamados dioses


olímpicos. Junto a ellos se desenvuelve una multitud de divinidades cuya importan-
cia varía considerablemente. Unos se sitúan inmediatamente por debajo de los prin-
cipales, bien porque la función que representaban no era considerada de rango supe-
rior, bien porque la tradición épica, auténtica creadora de la cultura religiosa griega,
no se fijó en ellos, condenándoles a una situación de inferioridad. Pero la inmensa
mayoría de estas divinidades, cuya lista completa es una tarea de imposible realiza-

256
ción, apenas si rebasaron el ámbito local, encasilladas por su función en un lugar
muy determinado del universo mitológico. Para los griegos todo aquello que tuviera
vida o que fuera indispensable para la existencia humana era susceptible de conver-
tirse en algo divino en mayor o menor grado; de igual forma, algunos conceptos y
abstracciones podían asimismo gozar de la esencia de la divinidad. El panteón griego
es, pues, ilimitado.
Entre estas divinidades menores hay dos que ocupan un lugar de privilegio, ínti-
mamente relacionadas con los dioses superiores, hasta el punto que algunos las ali-
nean con los olímpicos: se trata de Hestia y de Hades. Hestia es la diosa del hogar y su
símbolo es en consecuencia el fuego sagrado, que debe arder permanentemente
como garantía de pervivencia para el grupo que se coloca bajo su protección. Por ello
el culto del hogar se desarrolla en tres niveles, de acuerdo con los tres grados de aso-
ciación humana que existen entre los griegos, a saber: la casa, la ciudad y la nación
helena, representado este último por el fuego que ardía en el santuario de Delfos. En
el ámbito ciudadano, la llama permanente se situaba bien en el templo de Hestia o
bien en el Pritaneo, el principal edificio político de la ciudad, y los epítetos de la dio-
sa hablan claramente de esta función: Prytaneia, Boulaia (en relación a la Boulé, sede
del consejo), Tamia (como protectora del tesoro público). La mitología hacía de Hes-
tia una hija de Cronos y de Rea y, por tanto, hermana de Zeus, aunque no llegó a ocu-
par un lugar fijo en el orden de nacimiento. En su honor se hacían libaciones y reci-
bía pequeñas ofrendas, pero su culto no llegó a alcanzar gran importancia, carecien-
do incluso de fiestas propias. Su paralelo romano, Vesta, ocupó una posición mucho
más sobresaliente.
Hades es también hijo de Cronos, pero en el reparto del universo tras el destrona-
miento de su padre le correspondió la parte más sombría y detestable, el mundo sub-
terráneo, convirtiéndose en rey de los muertos y en encarnación del mismo infierno.
En consecuencia, Hades es una divinidad pobre en mitos y en cultos. Solamente en
Elide es nombrado con su propio nombre, alcanzando mayor popularidad gracias a
su inclusión en el mito de Deméter y Perséfone y en los misterios eleusinos. Hades
era naturalmente un dios temido, puesto que la muerte es en sí misma temible, pero
no representa la maldad, y los griegos le concedieron epítetos que son auténticos eu-
femismos, como Po!Jxenos («hospitalario») y Eubouleus («buen consejero»; bajo este
nombre se le identificó a Zeus). Su reino se situaba en el lejano Occidente, donde ter-
minaba el Océnao, y estaba señalado por unas puertas por donde todos tenían que
pasar y ninguno retornar. Aquí residían las almas de los muertos, que vivían en un
permanente estado de languidez, así como otros personajes que auxiliaban a Hades
en sus funciones, como Cerbero, el perro de tres cabezas que guardaba las puertas, y
el barquero Caronte, que cruzaba las almas de los difuntos a través de los pantanos
del Aqueronte hasta la orilla opuesta del río de los muertos.
Otra divinidad que asimismo gozó de cierto renombre fue Hécate. Era originaria
de Caria, en el Asia Menor, donde tenía un gran santuario en Lagina de característi-
cas orientales, como lo muestra la presencia de eunucos. Desconocida por Homero,
Hécate fue, sin embargo, muy considerada por Hesíodo, cuya familia procedía de la
Cumas microasiática; el poeta beocio le dedicó un himno incluido en la Teogonía, que
algunos autores consideran como un añadido posterior, en el que la presenta como
diosa dominadora sobre el cielo, la tierra y el mar. Hécate protegía las puertas ( Propy-
laia) y era también la diosa de las encrucijadas de caminos ( Enodia ), asumiendo la for-

257
ma un tanto grotesca mediante una triple figura. Pertenece a la esfera nocturna, pues
es entonces cuando sobre todo ejerce sus funciones apotropaicas y su símbolo es la
antorcha, y, por tanto, se la identificó a la luna y asumió asimismo rasgos ctónicos.
Fue igualmente asimilada a Artemis, como ya hemos visto.
Poseidón es el rey del mar, pero sus dominios están poblados por otras divinida-
des de rango inferior. Al igual que en la tierra existe una Señora de los Animales, en
el mar hay también un Despotes Tberon, pero referido a las criaturas marinas, cuyo
nombre varía: Proteo, Nereo, Glauco, etc. Suele ser un personaje con virtudes adivi-
natorias, que es capturado para arrancarle sus conocimientos y para evitarlo tiene el
don de la metamorfosis. Más importantes parecen ser, sin embargo, algunas divini-
dades femeninas. Entre ellas se encuentra Tetis, hija de Nereo, que tuvo gran im-
plantación en la costa de Tesalia con un importante santuario en Farsalas, aunque
también recibió culto en zonas del interior, como en Esparta, donde un poema de
Alemán le concede extrañas funciones cosmogónicas. Tetis era una de las principa-
les divinidades marítimas, iba rodeada por un cortejo formado por sus hermanas, las
Nereidas, e incluso extendió parte de su divinidad a su hijo Aquiles, quien por in-
fluencia suya recibió culto en el Ponto Euxino como guía de navegantes ( Pontarcbes ).
También merece especial mención Leucotea, quien según el mito era una mortal,
hija de Cadmo, que crió a Dionysos, por lo que fue castigada por Hera con un ataque
de locura que le precipitó en el mar llevando consigo a su hijo Melikertes. Leucotea,
también llamada loo, fue relacionada con otras diosas similares, como la siria Atar-
gatis, y su culto de protección a los marineros se extendió por todo el Mediterráneo,
asentándose incluso en regiones no griegas, como Etruria.
La naturaleza silvestre tiene también un universo divino propio, que gira en tor-
no a los grandes dioses que poseen aquí parte de sus dominios, como Artemis, Her-
mes y Dionysos. Una figura destacada en este mundo es Pan, el dios-cabra, hijo de
Hermes, que presenta una apariencia semihumana (la cabeza y las piernas eran de
chivo y el resto del cuerpo de hombre). Pan es sobre todo un dios de la fecundidad,
pero situado fuera del ámbito donde rigen las leyes de la ciudad. El centro de su culto
se localizaba en Arcadia y desde comienzos del siglo v a.C. también en el Ática, don-
de tenía dedicada una gruta cerca de Maratón. Muy relacionadas con Pan estaban las
ninfas, pequeñas deidades que por lo general habitaban en las fuentes (náyades) y en
los árboles (dríadas). En ocasiones uno y otras recibían culto conjuntamente, sobre
todo en las cuevas, y todos ellos sufrían un exagerado apetito sexual, consecuencia de
su condición de dioses de la fecundidad. Al igual que cada fuente tenía su ninfa, cada
río tenía su dios, manifestación de la elevada preciosidad del agua en un país tan seco
como Grecia, lo que concuerda con el célebre verso de Aristófanes según el cual «tan
sólo las nubes son diosas; todo lo demás no es otra cosa que tontería» (Nubes 365).
Los ríos eran objeto de culto por parte de las ciudades y algunas veces incluso se les
dedicaba un templo, como el del río Pamisos en Mesenia; eran honrados con sacrifi-
cios y ofrendas y los jóvenes de ambos sexos les dedicaban sus cabellos. Así como las
ninfas formaban el cortejo de Artemisa, también Dionysos encontraba sus seguido-
res en otros personajes del bosque, como los sátiros, cuya imagen se modelaba en
parte sobre la de Pan.
Otro grupo de dioses se circunscribe al ámbito celeste. Se trata de aquellas divini-
dades identificadas a los principales astros, como el sol y la luna, o a determinados
fenómenos atmosféricos. El sol es Helios, quien con su carro describe diariamente

258
un circuito alrededor de la tierra proporcionando luz y calor. Helios no tuvo un cul-
to muy extendido, aunque en todas partes le reconocían como dios, según declaró
Sócrates durante su juicio (Platón, Apología 26d); incluso podría pensarse que se trata
de una divinidad muy antigua, puesto que en la Iiíada (111, 277; XIX, 259) es invoca-
do junto a la tierra, Gea. Pero de todas formas, puede decirse que tan sólo en Rodas, y
en menor medida en Corinto, fue objeto de un culto importante, como lo muestra la
famosísima estatua del Coloso, un gigantesco Helios; allí se le honraba con un sacri-
ficio que consistía en arrojar al mar una cuadriga con sus caballos. Menos importan-
cia tuvieron Selene, personificación divina de la luna que sufrió la competencia de
Artemis y de Hécate, y Eos, la aurora, quien, sin embargo, alcanzó cierto éxito vin-
culándose a la navegación. Por último Iris, la mensajera de los dioses que se mani-
fiesta con su característico arco, es una figura más relacionada con la mitología que
con la religión propiamente hablando. En este grupo también deben incluirse los
vientos, que en virtud de los efectos bienhechores que producían sobre la ciudad y
sobre algunas de sus actividades, recibieron bastante atención. Ya en época micéni-
ca, una tablilla procedente de Cnosos menciona a una sacerdotisa de los Vientos, cla-
ro antecedente de la situación en los tiempos históricos, cuando en Atenas se honra-
ba al Bóreas, que destruyó a la flota persa, y en Esparta al Euro.
Los griegos también incluyeron en la esfera de lo divino ciertas abstracciones,
conceptos e ideas, consecuencia en última instancia del fenómeno de antropomorfis-
mo que con tanta fuerza se instituyó desde Homero. Esta personificación de lo abs-
tracto ha sido considerado en numerosas ocasiones com algo tardío y artificial, pro-
ducto de una especulación filosófica imposible de concebir en una mentalidad más
primitiva. Sin embargo, la realidad es muy diferente y el culto a algunos dioses desig-
nados por conceptos abstractos ha demostrado ser bastante antiguo. Los primeros
ejemplos aparecen en la tradición épica, en Homero y en Hesíodo, y en ningún mo-
mento se debe pensar que se trata de una alegoría poética. Así, Ares iba acompañado
por el Terror y el Pánico, Deimos y Phobos, a quien los espartanos hacían sacrificios,
aunque la Victoria, Nike, seguía a Atenea. Al círculo de Afrodita pertenecían Eros, el
Amor, quien tenía culto en Tespias y en Parion, y también Rimeros, la Pasión, y Pei-
tho, la Persuasión, que quizá se derivó a partir de un epíteto de la propia Afrodita.
También existen la Inteligencia, Metis, y la Ley, Themis, que fueron esposas de Zeus:
en la primera fue engendarda Atenea, como ya vimos, y según Hesíodo (Teogonía,
901) de la segunda necieron el Buen Orden (Eunomia), la Justicia (Dike) y la Paz (Eí-
rene ), llamadas conjuntamente las Horai y a las que se dedicó un templo en la locali-
dad ática de Rhamnonte, situado junto al de Némesis, la Venganza. La Fortuna, Tyche,
alcanzó cierto renombre y llegó a ser identificada con la Gran Diosa, con Cibeles. La
vida política de las ciudades determinó en cierta medida esta profusión, de tal forma
que se divinizaron aquellos conceptos sobre los que podía descansar la paz interna y
poner fin a los conflictos sociales, como la mencionada Eunomía, Homonoia (Con-
cordia) e incluso Demokratia (Democracia), clara manifestación sobre cómo la reli-
gión intervenía tan directamente en la vida ciudadana.
Como se puede observar por este rápido esbozo, el mundo de los dioses menores
era muy complejo. No sólo se trata de un número elevadísimo de divinidades, sino
que además también en ellas se produce en muchas ocasiones una diversidad de fun-
ciones. Así las Erinys son diosas de la venganza, las llamadas Furias, pero por otra
parte el mismo nombre, que se convirtió en un epíteto de Deméter, se aplica a divi-

259
nidades que favorecen la fertilidad y la fecundidad, por lo que Pausanias se vio tenta-
do en distinguirlas como dos grupos por completo independientes (VIII, 34.2-3),
aunque no así Esquilo en su trilogía La Orestiada. Las Charities son las Gracias y en
Homero y Hesíodo adquieren esta connotación en el atractivo y trato humano; pero
también son diosas de la vegetación y como tales reciben un culto en Orcómenos.
Las Horai son las estaciones agrícolas y forman parte del círculo dionisíaco, siendo
adoradas como propiciadoras del crecimiento vegetal; sin embargo, para Hesíodo las
Horai son las mencionadas hijas de Zeus y de Themis, como acabamos de ver, abs-
tracciones divinas de conceptos sociopolíticos. Naturalmente los ejemplos se pueden
multiplicar.
Esta complejidad de las pequeñas divinidades se refleja perfectamente en los dai-
mones, los demonios. Se trata de un concepto muy escurridizo, de muy difícil defini-
ción en cuanto a su esencia espiritual. Su interpretación estaba muy determinada por
las doctrinas de Platón, quien establece una jerarquía entre los seres sobrenaturales
distinguiendo dioses, daimones, héroes y difuntos, de forma que los daimones son
presentados como seres intermedios entre la divinidad y los hombres. Ahora bien,
esta noción aparece especificada fundamentalmente en el terreno filosófico y no pa-
rece que sea anterior a Platón, pues en Homero y en Hesíodo la situación no es la
misma. Según este último poeta, cuando desapareció la Edad de Oro, sus hombres
fueron convertidos por Zeus en daimones, guardianes de los mortales, seres benéfi-
cos que proporcionaban riqueza y felicidad; se trataba de seres invisibles, cuya exis-
tencia sólo se percibía a través de su actuación. En la tradición épica, los daimones
son seres indiferenciados, no tienen la personalidad de los dioses, actúan como po-
tencias impersonales. Sin embargo, la distinción entre daimon y dios, theos, no es per-
fecta, sino que entre ambos existe una línea de separación fácilmente franqueable.
Así, los olímpicos son en ocasiones llamados daimones, y un héroe puede ser califi-
cado como daimon y como dios. Los espíritus de la destrucción, las keres, son a veces
denominadas theoi: se trata de un conjunto de seres indiferenciados que representan
los males que afligen a los hombres, esto es: la Fiebre, la Enfermedad, la Pesadilla, la
Vejez, la Muerte. En líneas generales, se puede aceptar que los daimones, aun tenien-
do cierta apariencia divina, no son dioses porpiamente dichos, sino que representan
a los poderes ocultos, a las fuerzas que determinan las condiciones de la existencia
humana, por lo que en ocasiones se les confunde con la noción de destino. Carecen
de imagen y no sienten la necesidad de ser objeto de culto, aunque este principio no
siempre se cumple. Estas potencias pueden ser benignas o malignas, cada hombre al
nacer se ve acompañado por un daimon, y si es feliz se lo debe a la bondad de su espí-
ritu (eudaimon), caso contrario es que se trata de un ser maligno (kakodaimon o c!Jsdai-
mon ): así se explica la frase de Heráclito que «para el hombre su carácter es su dai-
mom> (fr.119 Diels).

Los HÉROES

El verdadero escalón intermedio entre los grados de divinidad y humanidad está


ocupado por los héroes, que sin ser dioses propiamente dichos, participan en alguna
manera del concepto de lo divino. Pero al mismo tiempo, han tenido también una
vida humana, de la cual se han desprendido. Son, por tanto, semidioses, situación

260
que se ajusta perfectamente al juicio de Píndaro, quien en el primer verso de su se· ·
gunda Olímpica, distinguía las tres categorías de dioses, héroes y hombres. Aunque
otras civilizaciones poseen también estas figuras semidivinas, quizá ninguna como la
griega ha perfeccionado tanto su contenido, convirtiendo al héroe en uno de los per-
sonajes más peculiares de su universo religioso.
Mucho se ha discutido sobre el origen de los héroes en Grecia. El debate tradi-
cional se centraba en dos posturas tenidas por irreconciliables. La primera identifi-
caba a los héroes con los difuntos, quienes desde sus tumbas habrían adquirido pode-
res próximos a los de los dioses y con ellos influían en la vida humana, La segunda
intepretación defendía un originario carácter divino de los héroes, es decir, serían
dioses especializados y venidos a menos, perdiendo su antigua esencia divina. Entre
una y otra no faltaron opiniones intermedias, las cuales intentaban aprovechar lo
que de útil podían tener ambas y salvar así el dilema que habían provocado. Puede
decirse que en la actualidad son estas opiniones de compromiso las que han triunfa-
do, pues, en efecto, acudiendo a los ejemplos concretos se puede comprobar que al-
gunos héroes representan a antiquísimos dioses caídos (caso de Helena y de Menelao
en Esparta), que entre los cultos heroicos unos suplantaron a otros más antiguos de
carácter ctónico, no faltando tampoco los que se desarrollaron en torno a una tum-
ba, por lo general de la Edad del Bronce y que siendo descubierta de forma casual,
fue inmediatamente atribuida al héroe local, como luego veremos con más detalle.
La poesía épica también intepretó al respecto un papel de gran importancia, de la
misma forma como había actuado a la hora de fijar las características de los dioses:
conservó temas míticos de gran antigüedad, definió las figuras de los héroes comu-
nes a todos los griegos, influyó asimismo en los héroes locales a los que proporcionó
una nueva personalidad, en definitiva sentó las bases del aspecto social y político del
culto heroico.
El antropomorfismo tuvo en los héroes una mayor repercusión que en los dioses,
pues al fin y al cabo los primeros tenían una historia humana. Sin embargo, todo ello
no impide que en ocasiones algunos pudieran adoptar un aspecto teriomórfico, fun-
damentalmente el de la serpiente, consecuencia lógica de su estrecha vinculación
con la tierra, de su carácter ctónico. No obstante, la historia de los héroes, aun sien-
do humana, no deja por otra parte de ser maravillosa: se caracteriza por las fantásti-
cas aventuras que protagonizan, su frecuente trato con los dioses (gran parte de los
héroes son hijos de divinidad y de mortal y algunos incluso mantienen relaciones se-
xuales con diosas), suelen ser figuras civilizadoras, en suma representan todo aquello
que el hombre normal considera inalcanzable y que justifica su posición suprahuma-
na. En este mismo sentido, los héroes presentan una apariencia física modélica, aun-
que en ocasiones pueden tener rasgos monstruosos o anormales. Pero al mismo
tiempo, poseen atributos muy contradictorios y ello les conduce a sufrir algunos as-
pectos «negativos» del hombre, como las enfermedades, fundamentalmente la locu-
ra, aunque es sobre todo en su comportamiento donde mejor se denuncia esta situa-
ción: los héroes gozan de un excesivo apetito sexual que les conduce a cometer nu-
merosas violaciones e incluso incesto; se muestran en ocasiones sumamente violen-
tos y crueles, hasta el punto de acabar con la vida de sus progenitores. También en su
propia muerte los héroes siguen el camino de los hombres. Algunos pueden ser tras-
ladados por los dioses a lugares paradisíacos, pero en la mayor parte de los casos los
héroes tienen un fin violento, a veces excepcionalmente dramático.

261
La muerte tiene no obstante en el héroe una significación muy especial, pues es a
través de ella como proclama su condición suprahumana. Los héroes continúan ac-
tuando después de la muerte y es entonces cuando asumen sus connotaciones divi-
nas. Por ello el culto heroico se desarrolla en torno a una tumba: se trata del Heroon,
donde se encuentran depositados los huesos del héroe -no importa si es un cenota-
fio-, un recinto cerrado con áreas para los sacrificios y las ofrendas y que en ocasio-
nes recibe una estructura arquitectónica. El culto que se celebra en tales lugares tiene
características ctónicas y está muy relacionado con el que se practica a los difuntos.
Consiste en la realización de sacrificios sangrientos -aunque de forma ritual dife-
rente a los cumplidos en honor de los dioses olímpicos-, de ofrendas de alimentos
y de libaciones, todo ello acompañado de lamentaciones y de otras manifestaciones
rituales de duelo. Pero al mismo tiempo, este culto heroico se incluye en el calenda-
rio de la ciudad, como una forma más de religiosidad pública y además de las más
importantes.
Una característica del culto heroico es su vinculación a una localidad determina-
da. Existen algunos héroes que no pertenecían a ninguna ciudad en concreto, sino
que eran considerados en todo el ámbito griego, como era el caso de Heracles y en
mucha menor medida el de Perseo. Pero éstos no dejan de ser casos excepcionales,
pues en su inmensa mayoría los héroes estaban confinados en un lugar geográfico es-
pecífico, constituyéndose en el centro de identidad de un grupo social. No sólo cada
ciudad tenía sus propios héroes, que se convierten en divinidades tutelares de la mis-
ma, sino también sus circunscripciones internas, como sucedía con los demoi áticos.
En ocasiones los grandes grupos gentilicios tenían su héroe, del cual creían descen-
der y al que tributaban culto, y desde luego en época arcaica el culto heroico está ínti-
mamente vinculado a la ideología aristocrática, como más adelante tendremos oca-
sión de comprobar.
Por lo general, el héroe de una ciudad se identifica a su legendario fundador, y
cuando éste es conocido como persona viva por tratarse de un establecimiento colo-
nial, a su muerte es objeto de un culto heroico, desempeñando la misma función que
en la metrópoli realiza el mítico fundador. Este hecho indica claramente que el
mundo de los héroes no es cerrado, sino que por extensión tal cualidad se puede
otorgar a todos aquellos individuos que han realizado una hazaña de enorme signifi-
cación para la ciudad (los combatientes muertos en la batalla de Maratón y los tirani-
cidas en Atenas, Lisandro en Samas, Timoleón en Siracusa) o también a personali-
dades de especial relevancia (los reyes de Esparta, Sófocles, Píndaro). La heroiciza-
ción un tanto indiscriminada conducirá a una situación ciertamente perturbadora,
antecedente de lo que ocurrirá en la época helenística, cuando el número de héroes
de nuevo cuño se incrementará notablemente. Esta politización del mundo de los
héroes produce ejemplos de auténtico abuso, que si bien incrementan el prestigio de
los individuos afectados, degrada su valoración religiosa. Tal fue el caso, y no el úni-
co, de Brásidas, militar espartano a quien en el año 424 a.C. se le instituyó un culto
heroico en Anfípolis suplantando a Hagnón, el fundador de la ciudad, obedeciendo
al deseo de los anfipolitanos de deshacerse de todo lo que les recordase a Atenas, in-
cluida su propia historia.
Pese a estar determinados por naturalezas tan dispares, la línea que separa a los
héroes de los dioses no está tan clara, especialmente en lo que hace referencia al cul-
to. Pero en el conjunto de los héroes se destacan algunos que lograron participar con

262
cierta intensidad de ambas categorías, aunque en el fondo siempre fueron considera-
dos como héroes. Dos de ellos ocuparon un lugar de excepción, Heracles y Ascle-
ptos.
Heracles es el más importante de todos los héroes griegos. El mito le consideraba
hijo de Zeus y de la mortal Alcmena y pasó a la mentalidad colectiva como paradig-
ma de la fuerza física. Su leyenda es muy compleja y según parece se formó a partir de
un conjunto bastante consistente de cuentos populares, lo que proporciona un indi-
cio muy clarificador de lo atípico de su figura. Al contrario de los otros héroes, Hera-
cles no está vinculado a ninguna localidad en particular, sino que pertenece al patri-
monio mítico del mundo griego. En consecuencia, tampoco tiene tumba, pero sí
murió, por lo que la leyenda narra que cuando se consumía por las llamas en el mon-
te Eta, se produjo una apoteosis que elevó su ser hasta el Olimpo, donde fue presen-
tado por Atenea ante los restantes dioses. Heracles representa entonces un magnífico
ejemplo de héroe que se convirtió en dios, aunque sin perder su esencia originaria, y
así Píndaro le llama heros theos, «héroe-dios», (Nemeas 111.22) y en algunas festividades
se le ofrecían sacrificios primero como héroe y luego como dios.
Al igual que otros muchos héroes, la figura de Heracles no está exenta de contra-
dicciones. Su principal enemigo es Hera, quien le persigue insistentemente con más
odio que a ningún otro de los hijos ilegítimos de Zeus, y, sin embargo, su nombre sig-
nifica «la fama de Hera»; el mito intentó salvar este contrasentido y atribuía el nom-
bre de Heracles a una designación de Apolo desde el momento en que se convirtió en
servidor de Hera al tener que cumplir los doce trabajos, mientras que su nombre an-
terior era Alcides, que evoca la fuerza física. Por otra parte, Heracles representa la
potencia sexual, como queda patente en el mito de las cincuenta hijas de Tespies, con
las que gozó sucesivamente; pero otra leyenda presenta al héroe travestido, al servi-
cio de la reina Onfale de Lidia, en lo que parece ser residuo de un antiguo rito iniciá-
tico de adolescencia, situación que asimismo se refleja en la leyenda de Aquiles. Tal
peculiaridad quedó, sin embargo, anclada en el rito, puesto que en la isla de Cos el sa-
cerdote que sacrificaba a Heracles se vestía con ropas de mujer.
El culto a Heracles se extendió por todo el mundo griego, no existiendo ciudad
alguna que invocase cierta preeminencia al respecto, aunque en Tasos estaba dedica-
do al héroe un antiguo e importante santuario. En virtud de su gran fuerza y su con-
dición de invencible, Heracles gozaba de especial favor en medios gimnásticos y en-
tre los jóvenes, los epheboi, pero al mismo tiempo estas cualidades le sirvieron para de-
sarrollar un notable valor apotropaico, de defensa contra todo mal, y por ello su fi-
gura y su nombre se utilizaban frecuentemente como amuleto.
La figura de Heracles es griega y bastante antigua, pero eso no impide que ya des-
de fechas muy tempranas adoptara elementos de procedencia oriental. Su asociación
con el león y sobre todo sus atributos más característicos, como son la piel del león
( konté), el arco y la clava o maza están perfectamente asentados en la iconografía en
los últimos decenios del siglo vn a.C., conduciendo todo ello a un ambiente chiprio-
ta.. Aquí debió producirse quizá su asimilación con el Melqart fenicio, identificación
que tuvo gran éxito y que contribuyó a extender la figura de Heracles por todo el Me-
diterráneo.
Asclepios alcanzó asimismo una gran popularidad gracias a la función que repre-
sentaba. El mito le hacía hijo de Apolo y de Coronis, y recibió de su padre las dotes
curativas que posteriormente fueron desarrolladas como discípulo del centauro Qui-

263
E

o soo m

Santuario de Asdepios en Cos

A.-Antiguo altar, orientado hacia el este. B.-Pequeño templo para la estatua cultual datado en el
siglo 111. C.-Esplanada rectangular en la terraza inferior, rodeada en tres de sus lados de un pórtico con
habitaciones. D.-En medio del muro norte se abre una entrada para los visitantes. E.-Terraza superior,
rodeada en tres de sus lados por un pórtico. F.-Nuevo templo de Asclepios, más grande y rico que el A,
con peristilo, orientado hacia el norte. G.-Tercer templo levantado al dios, al este del altar primitivo.

264
rón, convirtiéndose en el médico cuyas artes alejaban el fantasma de la muerte, por
lo que fue víctima del rayo de Zeus. Sus templos, presididos por la imagen del héroe-
dios que lleva un bastón con una serpiente enrollada, se extendieron por toda Gre-
cia, aunque dos de ellos alcanzaron un mayor renombre: Cos, cuyos médicos se lla-
maban Asclepíadas reconociendo su vincilación con el dios, y Epidauro, el más anti-
guo y que acabó asumiendo un papel central en el mito y en el culto de Asclepios. En
estos templos se practicaba la curación por sueño, la llamada incubatio, consistente en
que el enfermo recibía mientras dormía la visita de Asclepios, quien le indicaba
cómo tenía que curarse.

265
CAPÍTULO III

La organización del culto


joRGE MARTíNEZ-PINNA

EL SANTUARIO

Si bien cualquier lugar puede servir en principio para rendir culto a los dioses,
por lo general una operación religiosa, fuese cual fuese su naturaleza, exigía ser cele-
brada en un punto determinado por ciertas condiciones. En el mundo griego el culto
estaba localmente definido, pues respondía a la idea que las potencias divinas ejer-
cían su acción desde unos lugares fijos, cuya localización había sido establecida por
una antigua y firme tradición. Tales lugares estaban muy frecuentemente dedicados a
una divinidad concreta, pero no era necesario que así ocurriera, y así no resulta ex-
traño observar que algunos ritos celebrados en tales centros tenían un carácter im-
personal, prueba de que su condición sagrada no se la proporcionaba tal o cual divi-
nidad, sino que era una tradición inmemorial la que les confería esa naturaleza. Será
precisamente en estos lugares donde se levantarán los templos, de manera que el ca-
rácter sagrado de estos últimos les viene por el sitio donde han sido construidos y no
al contrario. Según se ha señalado en repetidas ocasiones, para los antiguos griegos la
localización de un santuario no es consecuencia de una decisión arbitraria del hom-
bre, sino el resultado de la voluntad divina a la que este último se somete.
Existen numerosos lugares sagrados de este tipo, que gozan, pues, de tal cualidad
por sí mismos. Su ubicación está indicada por la propia naturaleza. Las cuevas tienen
en la religión griega muy escaso papel; aquellas pocas que servían de escenario al cul-
to, éste se dirigía sobre todo a divinidades ctónicas, en ocasiones con connotaciones
iniciáticas o mánticas, como el dedicado a Trofonio en Lebadea. Los lugares altos
también pueden ser indicativos de la presencia de la divinidad, como lo manifiesta el
adjetivo hieros, sagrado, con el que frecuentemente son designados. Pero sin duda al-
guna es el árbol el elemento que más importancia tiene como señal de lugar sacro.

266
En un capítulo anterior veíamos cómo los bosques son residencia de diversas divini-
dades y su carácter sagrado se percibe incluso en su propio nombre, alsos, término
adoptado por el léxico religioso como sinónimo de área sacra. En los poemas homé-
ricos, es éste el lugar sagrado más común. Algunos árboles en concreto tenían por sí
mismos tal cualidad, como el olivo de la acrópolis de Atenas que recordaba la dispu-
ta entre Poseidón y Atenea por la posesión del Ática, la palmera de Delos donde
Leto dio a luz a los gemelos divinos, el laurel del santuario de Apolo en Didima, etc.
A este respecto es de señalar cómo las primitivas estatuas cultuales eran de madera,
las xoana, evolución de las más antiguas imágenes anicónicas de los dioses. También
las aguas eran portadoras de idéntico significado: muchísimas fuentes se convirtie-
ron en lugar de culto y no es infrecuente encontraase a estas últimas incluidas en el
recinto de un santuario, donde se utilizaban además con fines rituales como instru-
mento de purificación.
Los lugares sagrados están siempre delimitados, estableciéndose claramente una
diferencia entre el espacio sacro y el profano. El límite entre uno y otro está señalado
bien por un muro o bien por unos mojones, que portan una inscripción alusiva a la
función que cumplen. El recinto así delimitado recibe el nombre de témenos y la en-
trada al mismo exige un estado de pureza, estando en consecuencia prohibidas todas
aquellas acciones, como las relaciones sexuales, que traen consigo un efecto de con-
taminación (miasma): la realización de un acto de tales características, aunque fuese
tan involuntario como la muerte, implica la necesidad de una ceremonia de purifica-
ción que restituya al lugar su condición de pureza previa. Sin embargo, todos aque-
llos rituales que contienen acciones de esta naturaleza, como una hierogamia o el sa-
crificio de la víctima, sí son legítimas, como en su caso la presencia de la tumba per-
teneciente a1 héroe. El término témenos aparece ya en algunas tablillas micénicas
para designar la tierra que pertenece a las más elevadas personalidades de la jerarquía
social del reino de Pilos, significado que se mantiene en los poemas de Homero en
referencia a las propiedades que el pueblo dona a sus reyes, a los héroes. Aunque tras-
ladado ahora a la esfera divina, el término sigue conservando ese significadoo de per-
tenencia, pues todo lugar sagrado se concibe como propiedad del dios que allí habita,
desde el momento en que previamente a su definición como santuario fue en ese
punto donde se manifestó la divinidad.
La materialización más perfecta del concepto de lugar sagrado en el mundo helé-
nico es el templo, en cuya construcción los griegos desplegaron gran parte de su ta-
lento hasta convertirse en consumados maestros de la arquitectura religiosa, creando
modelos que exportaron a otros pueblos del Mediterráneo. Al contrario de lo que su-
cede en las religiones cristiana y musulmana, en Grecia el templo no se concibe
como un centro de reunión, donde los fieles se congregan para una liturgia colectiva,
sino que más bien al contrario es un lugar de acceso restringido. El templo es la casa
del dios, su morada, y alberga su imagen de culto y demás objetos sagrados, los hiera.
Su propia estructura arquitectónica así lo delata: derivada quizá del antiguo megaron
de los palacios micénicos, reproduce en todo caso la arquitectura doméstica de los
áhimos tiempos de la edad oscura, como se observa en los ejemplos más antiguos,
pertenecientes al periodo geométrico, conocidos en Argos y en Samas, donde las edi-
iiaciones religiosas parecen copiar las casas de los reyes. En su desarrollo, consiste
ca una amplia habitación, llamada naos, que en ocasiones posee una cámara interior
más pequeña, el adyton, cuyo acceso queda reservado a determinadas personas.

267
Pero el templo en sí mismo no es exactamente un lugar de culto. La actividad re-
ligiosa: necesita un centro visible y el altar ocupa en este sentido una posición funda-
mental. Todo templo implica la existencia de un altar, que se suele situar fuera del
mismo, generalmente ante la entrada al edificio. Sin embargo, la proposición no es
recíproca, pues puede darse un santuario que carezca de estructura arquitectónica,
pero siempre tendrá un altar situado en el interior del recinto sacro. La función espe-
cífica del altar es el sacrificio, al que los participantes asisten formando un círculo a
su alrededor. En un principio las formas y características externas del altar eran muy
variadas, aunque paulatinamente se tendió hacia un modelo más uniforme que des-
terró antiguas formas, como aquel de Delos confeccionado con cuernos, el keraton.
Se crea así el estilo un tanto impersonal del altar clásico, el bomos, un macizo cuadran-
gular de ladrillos recubiertos de estuco o de piedra, y adornado en ocasiones con vo-
lutas. Sin embargo, para las divinidades subterráneas, ctónicas, el altar, llamado es-
chara, era mucho más bajo y se situaba a nivel del suelo, para que la sangre de la vícti-
ma fuera absorbida directamente por la tierra.
Inmersos en la organización cívica como una pieza fundamental de la misma, los
santuarios en Grecia pueden catalogarse siguiendo criterios topográficos, puesto que
el significado de tal división va mucho más allá de la simple localización geográfica.
Desde este punto de vista se distinguen tres tipos esenciales: urbanos, suburbanos y
extraurbanos. Los primeros son aquellos situados dentro del recinto de la ciudad,
distinguiéndose a su vez dos situaciones, una que comprende los santuarios de acró-
polis y otra los que se encuentran en la propia aglomeración urbana, con una espe-
cial significación si se sitúan en torno al ágora. Aunque no existe una identificación
estricta entre divinidad y localización de su santuario, Atenea suele ser una diosa de
acrópolis, como ya hemos visto, y tiene un especial protagonismo en el primer gru-
po. Los santuarios suburbanos están situados fuera de la ciudad, pero en estrecha
proximidad a la misma, y llegan a conservar sus características originarias si en un
momento más avanzado son incluidos en el interior del área urbana. Más propios de
esta situación son aquellos dedicados a cultos agrarios, como los de Deméter, y tam-
bién los de las divinidades de carácter marítimo. Por último hay que considerar los
santuarios extraurbanos, aquellos que se localizan en puntos alejados de la ciudad, a
varios kilómetros de la misma. Pese a su situación periférica, estos santuarios tienen
una importancia muy destacada, como lo muestra la inclusión en este grupo de im-
portantísimos lugares de culto; además interpretan un papel muy señalado en la for-
mación de la pólis, siendo su cronologia no posterior a la de los templos urbanos. Su
alta significación procede del hecho de ocupar una posición límite entre la civiliza-
ción, representada por la ciudad, y la barbarie, actuando como una especie de mura-
lla simbólica que protege a la pólis y a su territorio cultivado y sometido a las mismas
leyes. Como veíamos en el capítulo anterior, éste es el dominio privilegiado de Hera,
que sitúa aquí sus principales centros de culto, aunque otras divinidades encuentran
también aquí un lugar donde asentarse. Un caso especial dentro de los santuarios ex-
traurbanos lo representan aquellos que se localizan en el corazón del universo salva-
je, en el extremo del territorio controlado por la ciudad, por lo que en ocasiones su
culto es compartido por los estados limítrofes. Se trata por lo general de templos de
arquitectura más modesta, dedicados a divinidades potencialmente hostiles pero que
son incluidas en la vida cultual de la comunidad cívica: Artemis y en menor medida
Apolo son los principales ocupantes de estos santuarios.

268
EL SACERDOCIO

En el mundo griego la religión es un asunto de todos, como cualquier otro aspec-


to incluido en la propia definición de pólis. En consecuencia, todo ciudadano que se
encuentre religiosamente preparado puede tratar con la divinidad y llevar a cabo un
acto religioso sin necesidad de recurrir a un intermediario. Pero ello es así no sólo en
rituales propios de la religión privada o familiar, sino que también en algunas festi-
vidades públicas existen ritos que se realizan al margen de un sacerdote, directamen-
te por los ciudadanos. Incluso la operación religiosa por excelencia, el sacrificio,
puede en ocasiones ser cumplido por un privado, si hacemos caso del reglamento del
santuario de Anfiarao en Oropos y previamente de la Odisea (111, 429). Es siempre el
cabeza visible del grupo el principal encargado de dirigir los ritos: si se trata del culto
doméstico, es el padre de familia, el jefe de la casa, quien asume funciones sacerdota-
les, y si nos referimos al ámbito ciudadano, tal papel lo interpreta el magistrado o el
dirigente político de la comunidad. Así, en Esparta los reyes cumplían una impor-
tante función como jefes religiosos de la ciudad y lo mismo sucedía en Olimpia con
los magistrados de Elide. Pero el ejemplo mejor conocido es como siempre el de Ate-
nas, donde existían dos magistrados que realizaban funciones religiosas, uno el ar-
conte, como cabeza representativa de la ciudad, y el otro el basileo, especializado en
la religión pública, dirigiendo este último las festividades más arcaicas (Lenaia,
Antesteria) y el primero las de mayor trascendencia pública (Panateneas, Dionisia-
cas). La importanc~a de las funciones religiosas del magistrado es, pues, una prueba
manifiesta de cómo la religión era en la ciudad un asunto público, de toda la comu-
nidad.
Todos los datos anteriores claramente indican que la griega puede ser calificada
como una religión sin sacerdotes, en el sentido que no existe una casta sacerdotal, ni
tampoco grupos cerrados de sacerdotes dotados de una jerarquía y cuya pertenencia
exigiera determinadas prácticas iniciáticas y educativas. Pero naturalmente sí existía
el sacerdote, hiereus, y la sacerdotisa, hiereia, pero su diferencia respecto al elemento
laico no es ni mucho menos absoluta. En el mundo griego no existe un estatuto gene-
ral del sacerdocio, sino que éste se define en referencia a un lugar determinado y a
una divinidad también específica: es decir, se es sacerdote o sacerdotisa de tal dios en
cual lugar, lo que conlleva que en ocasiones una misma persona pudiera acumular
más de un sacerdocio. El santuario, como acabamos de comprobar, es la propiedad
del dios y para asegurar que dentro del mismo todo se lleva a cabo conforme a dere-
cho, debe existir un responsable, que no es otro que el sacerdote, quien se encuentra
auxiliado por diversos cargos, unos de carácter ritual y otros administrativo, pues al
fin y al cabo el santuario posee también sus propios recursos, que además son vigila-
dos por el Estado a través de unos magistrados especializados, los hierotamiai. Pero las
obligaciones del sacerdote, como era de esperar, no son simplemente administrati-
vas. Sus funciones son sobre todo de carácter ritual y es en el sacrificio donde su pre-
sencia reviste una mayor importancia. Aquí el sacerdote desempeña un papel inter-
mediario entre la divinidad y los hombres, pero paradójicamente su función es algo
que no está regulado de forma precisa. A través de testimonios aislados. como las
mencionadas ordenanzas del Amphiaraion de Oropos o unas palabras de Esquines

269
~:aij.rú 111, 18), se supone que actos propiamente sacerdotales son la operación de
depositar sobre el altar las partes de la víctima dedicadas a los dioses y pronunciar la
plegaria; también se cree que sería competencia del sacerdote cortar los pelos de la
frente de la víctima, acto previo a la inmolación ritual.
En principio cualquier ciudadano puede ser sacerdote, al igual que tiene abiertas
las puertas a otro cargo público. Sólo se le exigen ciertas condiciones de pureza, entre
ellas la integridad física. Además puede ocurrir que el acceso a determinados sacer-
docios implique algunos requisitos complementarios, como pueden ser los de sexo,
la virginidad, algunas restricciones alimenticias, etc. Una vez designado para la fun-
ción, el sacerdote y la sacerdotisa deben mantenerse en un estado permanente de pu-
reza, por lo que las exigencias relativas a la castidad suelen ser rigurosas en extremo;
de igual manera debe eludir todo contacto con la muerte y con las mujeres embaraza-
das. Existen diversas formas de alcanzar el sacerdocio, pero las más corrientes eran
en la práctica las mismas que regulaban el acceso a las magistraturas, esto es: la elec-
ción y el sorteo. Por esta razón, la permanencia en el cargo no era comúnmente vita-
licia, sino que solía ser anual o por ciclos festivos, y de esta forma en algunas ciuda-
des el eponimato era ocupado por un sacerdocio de gran prestigio, como sucedía en
Argos con las sacerdotisas de Hera. Determinados sacerdocios eran hereditarios en
el seno de una misma familia, aunque ello no debe entenderse como manifestación
de un culto privado, pues su actividad se integraba perfectamente en la religión pú-
blica. Así, en Atenas los Eteobutadas proporcionaban el sacerdote de Erecteo-
Poseidón y la sacerdotisa de Atenea Palias, mientras los Taulónidas sacrificaban a
Zeus durante las Bouphonia; los misterios de Eleusis estaban confiados a dos clanes
gentilicios, los Eumólpidas y los Kerykes, y lo mismo cabe decir de los Branquidas
respecto al culto de Apolo en Didima. Por lo general, tal situación se aplica también
a los fundadores de santuarios, como sucedió con los tiranos sicilianos Gelón e Hie-
rón, que instituyeron en Siracusa un culto con su templo a Deméter y reservaron
para su familia el privilegio sacerdotal.
Dentro de la multiplicidad característica de la civilización griega, existían tam-
bién sacerdotes especializados, dedicados de por vida a una función religiosa para la
que previamente se habían preparado. La mayor parte de los mismos centraban su
actividad en las prácticas adivinatorias, en la mántica, cuyos secretos y conocimien-
tos no estaban al alcance del común de los mortales. Éstos podían tener un domicilio
fijo e incluso ser miembros de la nobleza, como los que aparecen en los poemas ho-
méricos; algunos alquilaban sus conocimientos a personajes de importancia, como
aquellos que Nicias llevó consigo a la expedición de Sicilia durante la guerra del Pe-
loponeso y que tan funestamente le aconsejaron (Tucídides VII, 50; Plutarco, Nicias
XIII, 1). Estos últimos eran principalmente expertos en la interpretación de los sig-
nos que enviaban los dioses, pero existían también otros que practicaban una adivi-
nación intuitiva, profetas inspirados por la divinidad que, al margen de los santua-
rios oraculares, ofrecían sus virtudes de forma privada. Platón los recuerda con fre-
cuencia, como algo cotidiano en la Grecia contemporánea (por ejemplo, Ion 534c;
Menan 99c). Un tipo muy curioso dentro de este grupo estaba definido por los deno-
minados engastrimythoi, «habladores del vientre», no ventrílocuos en el sentido mo-
derno del término y, por tanto, falsos profetas, sino unos personajes dotados de cier-
tas facultades que, al caer en un estado de éxtasis, hablaban a través de una segunda
voz, más ronca, que se suponía pertenecía a un daimon, que utilizaba al vidente para

270
revelar lo desconocido. También circulaban sacerdotes purificadores, auténticos es-
pecialistas cuyos servicios podían ser requeridos por las ciudades, como el célebre
caso del cretense Epiménides, encargado por los atenienses de limpiar de miasma su
ciudad como consecuencia del sacrilegio cometido por los Alcmeónidas (Plutarco,
Solón 12). En este capítulo hay que comprender también algunos sacerdocios de clara
influencia oriental, dedicados generalmente a cultos de origen extranjero pero ya in-
tegrados en la ciudad, como los eunucos que dirigían el culto a Cibeles. Ahora bien,
sacerdotes emasculados es posible encontrarlos asimismo en santuarios de tradición
griega, aunq~e con evidentes influjos orientales, como el de Hécate en Lagina y el de
Artemis en Efeso.
Los sacerdotes tenían derecho a percibir ciertas rentas en premio al trabajo que
realizaban, en la mayoría de los casos en especie, aunque más adelante se introdujo la
remuneración también en moneda. Por ejemplo, solía recibir la piel de la víctima sa-
crificada y una porción destacada de la carne; igualmente sucede con las donaciones
de alimentos, de las que sólo una parte era destinada al sacrificio, quedándose el per-
sonal del templo con el resto. Sin embargo, el sacerdocio no era por regla general un
medio de vida, sino que se trataba de un cargo honorífico que en ocasiones incluso
implicaba gastos. Lo único que proporcionaba era un enorme prestigio y aquí radi-
caba su principal atractivo: el sacerdote gozaba de la proedría, es decir, el derecho a
ocupar una posición de honor en todos los actos públicos, privilegio que compartía
entre otros con los vencedores en los juegos Olímpicos; en algunos lugares tenían el
eponimato, como ya hemos visto. El sacerdote era una persona consagrada a la divi-
nidad, se distinguía externamente por unas vestimentas y símbolos propios de su car-
go y era muy respetado, incluso por los enemigos de su ciudad en una situación de
guerra.

ASPECTOS DEL CULTO

El sacrificio

El sacrificio significa el momento fundamental del culto, es la esencia de la ope-


ración sagrada mediante la cual el hombre se comunica con la divinidad. Si bien
existen sacrificios incruentos, no es menos cierto que la sangre, con la cual se rocía el
altar, es un elemento muy destacado en el rito sacrificial, hasta el punto de que los
antiguos reconocían que las víctimas que más agradaban a los dioses eran aquellas
que expulsaban mayor cantidad de sangre. La muerte ritual del animal, a la que nor-
malmente seguía la ingestión de su carne por parte de los participantes, constituye el
núcleo fundamental del sacrificio, que se repite sistemáticamente por encima de las
costumbres locales o de ciertas prescripciones rituales, salvo en algún tipo de sacrifi-
cio que luego consideraremos.
Los animales adaptados al sacrificio casi siempre pertenecen a especies domésti-
cas -tan sólo el jabalí, entre los animales salvajes, aparece esporádicamente-, aun-
que no todas gozan del mismo favor. Los bóvidos (toro, buey y vaca) son los princi-
pales, los más nobles, y en los poemas homéricos aparecen con mucha frecuencia
como elemento sacrificial más característico en las hecatombes dirigidas a las divini-
dades olímpicas. Sin embargo, debido quizá al alto precio del ganado vacuno o a los

271
propios cambios que se producen en la economía agraria griega, los animales más co-
rrientes pasan a ser el carnero y la oveja, la cabra y el cerdo. Los sacrificios de aves de
corral no son infrecuentes, mientras que otras especies ya se hacen raras, lo mismo
que aquellos otros animales que, aun siendo domésticos, no son comestibles, como
el caballo, el perro o el asno, dedicados por lo general a divinidades de carácter infer-
nal. Los animales puros, jóvenes, de color blanco y no sometidos al yugo son los pre-
feridos por los dioses olímpicos, y algo similar cabe decir respecto al sexo de la vícti-
ma, sacrificándose las hembras a las diosas y los machos a los dioses, aunque esta me-
dida no se siempre se cumple.
El rito del sacrificio, considerando lógicamente pequeñas variaciones según la
costumbre o la divinidad a quien se dirige, se ajusta a un proceso que bascula sobre el
siguiente esquema, ya conocido por Homero (Odisea 111,430 ss.). El sacrificio es
siempre ocasión de fiesta para la comunidad, que participa activamente en el mismo
ya desde el principio de la ceremonia, formando una procesión que acompaña a la
víctima hasta el altar. Una vez que el cortejo ha llegado al lugar donde se celebrará el
acto, se traza una circunferencia que delimita el espacio sagrado del profano, situán-
dose todos los participantes alrededor del altar. La primera operación es el lavatorio
de las manos ( chemiptesthai) por parte de los fieles y del propio oficiante, que de esta
manera se purifican para realizar el acto sacro; también la víctima es rociada con
agua. A continuación los participantes toman de la cesta sacrificial un puñado de
granos de cebada ( oulochytai), cuyo exacto significado se nos escapa, mientras el sacri-
ficante recita la plegaria invocando a la divinidad; ésta acepta las palabras del sacer-
dote y los fieles lanzan los granos de cebada sobre el altar y la víctima. A este respecto
conviene señalar que el consentimiento de la divinidad sobre el sacrificio que se le
iba a ofrecer ya se había manifestado previamente con la elección de la víctima, en
ocasiones con meses de antelación, aceptación que se llevaba a cabo mediante un
proceso próximo a la ordalía. Los rituales preparatorios, conocidos genéricamente
con el nombre de katarchesthai, todavía no dan por concluidos, pues el oficiente debía
cortar un mechón de pelos de la frente de la víctima y arrojarlo al fuego. Inmediata-
mente sigue el sacrificio propiamente dicho, cuyo acto central no es otro que el de-
güello de la víctima utilizando un instrumento religiosamente adecuado, momento
en que las mujeres que asisten al sacrificio lanzan un grito ritual ( olo!Jgmos): es enton-
ces cuando se produce la comunicación con el mundo sagrado, con la divinidad. La
sangre de la víctima es recogida en un cuenco y se esparce por el altar ( haimassein) y a
continuación el animal es despellejado y descuartizado.
Las operaciones siguientes forman parte del banquete ritual, en el que se produce
un nuevo vínculo con la divinidad a través de la comensalidad. Los huesos de la víc-
tima se depositaban sobre el altar acompañados por lo general de unos trocitos de
carne, como si se quisiera reconstruir simbólicamente el cuerpo del animal. Éstas
son las partes destinadas al consumo de los dioses, quienes asimismo participarían en
el banquete a través del humo que se eleva hacia el cielo producido por la combus-
tión de la carne; de una manera igualmente protocolaria y simbólica, los dioses reci-
birían algunas partes comestibles especialmente preciosas, como la lengua, pero que
de hecho las consume el sacerdote en su condición de intermediario entre los partici-
pantes y la divinidad. La mayor parte de la carne era consumida por el sacrifican te y
por los fieles que habían participado en la ceremonia. A este respecto, conviene con-
siderar aparte los splanchna, esto es, las vísceras, especialmente el hígado, el bazo, los

272
riñones, los pulmones y el corazón. Representan las partes vitales del animal, porta-
doras de una energía especial, y debían ser ingeridas inmediatamente, en el mismo
lugar del sacrificio, donde se tostaban en el fuego sagrado y se comían sin ningún
aderezo, incluso sin sal. El resto de la carne se consumía más tarde, no necesariamen-
te donde se había celebrado el sacrificio, podían ser guisadas y aderezadas y todo ello
realizado en el seno de un ambiente más profano. Por último, la piel de la víctima
pasaba normalmente a ser propiedad del sacerdote que había oficiado el rito.
Este esquema se ajusta sobre todo a lo que se conoce con el nombre de sacrificio
olímpico, es decir aquél dirigido no sólo a las divinidades etiquetadas con esta deno-
minación, sino también a otros dioses de carácter positivo. Pero opuesto a éste exis-
tía otro tipo de sacrificio, llamado ctónico, con el que mantiene señaladas diferen-
cias ya a partir de la terminología, pues el verbo thyein con que se designa el olímpico,
ya no se emplea en el otro caso, que conoce una mayor variedad terminológica. El
sacrificio ctónico se dirige a las divinidades subterráneas e infernales, a los héroes, a
los muertos, a algunos dioses marinos, así como en los rituales de expiación y en los
que acompañan al juramento. Su momento es el atardecer o la noche, no el día, y el

Odiseo sacrifica en los infiernos. Siglo IV a.C. París. Biblioteca Nacional.

273
lugar también es diferente, pues no usa el altar tradicional, el bomos, sino otro deno-
minado eschara, como ya hemos visto, y a veces un simple agujero realizado en el sue-
lo, el bothros, disposición que obedece a la necesidad de que la tierra absorba cuanto
antes la sangre de la víctima y pueda conducirla hasta la divinidad que la reclama.
Por tanto, el procedimiento de inmolación es también diferente y está de acuerdo
con este dispositivo. En el sacrifico olímpico la cabeza de la víctima se echa hacia
atrás, para que mire hacia arriba, y el cuchillo corta la garganta de manera que el
chorro de sangre, que sale con fuerza, se dirija hacia el cielo. En este otro sacrificio
las condiciones son las opuestas: las víctimas, llamadas aquí sphagia ( hieraia en el
olímpico) y que además han de ser de color negro, son situadas con la cabeza agacha-
da, de forma que el tajo que le propina el sacrificante expulse la sangre en dirección a
la tierra. El sacrificio ctónico no es seguido por el banquete ritual, sino que la carne
se quema en un holocausto o bien se arroja al mar o por un precipicio.
Una variante del sacrificio cruento es aquel que exige el derramamiento de san-
gre humana. Se trata de una práctica religiosa ampliamente en desuso en la Grecia
histórica, pero cuya existencia en épocas más primitivas no parece que deba descar-
tarse. Puede decirse que todas las sociedades han conocido el sacrificio humano,
pero que conforme avanzaban en su desarrollo civilizador se produjo una sustitución
del hombre como víctima sacrificial por animales o por simulacros. El caso griego
no es una excepción, aunque nunca se llegara al nivel de otras sociedades antiguas,
especialmente algunas de Oriente, pero de tales costumbres han permanecido ciertos
reductos en el mito e incluso en determinadas operaciones rituales. En el capítulo
anterior comprobábamos cómo Artemis demandaba en algunas ocasiones sangre hu-
mana, según se observa en el ritual espartano de efebía realizado ante el altar de Arte-
mis Orthia, si bien no se llegaba a producir la muerte del individuo. En Atenas, por
su parte, el mito recuerda el sacrificio de un niño por Licaón en honor de Zeus (Pau-
sanias VIII, 2.3).
Dos parecen ser los momentos en que el sacrificio humano parece tener una es-
pecial significación, uno a propósito de rituales funerarios y el segundo como opera-
ción previa al combate. De los primeros no existen ejemplos conocidos en la histo-
ria, pero sí en el mito, como se descubre en el relato de Homero sobre los funerales
de Patroclo:

Al punto y delante de la pira, mataron y desollaron muchas ovejas y bueyes y el


afligido Aquiles, tomando las grasas de unas y otros, cubrió enteramente el cadáver
y luego puso a su alrededor los desollados cuerpos. Llevó también a la pira dos ánfo-
ras llenas de miel y de aceite y las puso una a cada lado del muerto; luego, sin dejar de
exhalar profundos suspiros, arrojó aún cuatro magníficos caballos. Tenía el Eácida
para guardar su campo nueve perros, que se alimentaban de su propia mesa, de los
que asimismo degolló dos y los arrojó a la pira. Por fin, para acabar de apaciguar el
alma de su amigo, inmoló doce jóvenes troyanos, hijos de familias ilustres, pues su
alma dolida estaba llena de instintos crueles (1/íada XXIII, 166 ss.).

Aunque esta actitud de Aquiles pudiera estar motivada por un arrebato de dolor
y de ira, como reconoce el poeta, no deja por otra parte de representar una actuación
legitima a los ojos de sus compañeros, aunque ciertamente extraña. El segundo mo-
mento en el que se puede introducir el sacrificio humano es con ocasión de la guerra
y ahora la documentación, sin ser abundante puesto que el hecho no es frecuente, sí

274
se muestra más diversificada. Por un lado se conservó el recuerdo en el mito, como
se observa, por ejemplo, en el frustrado sacrificio de lfigenia previamente a la salida
de la expedición aquea contra Troya. Pero también se conocen ejemplos históricos:
en el año 480 a.C., inmediatamente antes de producirse la batalla de Salamina y en
medio de un estado de fervor y misticismo, tres prisioneros persas fueron sacrifica-
dos a Dionysos Omestes como acción propiciatoria de la victoria griega (Plutarco, Te-
místocles 13). Más dudoso es sin duda el caso que relata Herodoto (VII, 197) sobre sa-
crificios humanos realizados en Tesalia en honor de Zeus Laphystios, en los que la víc-
tima pertenecía siempre a la misma familia, al linaje de Frixos, castigado a tan severa
pena por una sentencia oracular.
Si bien el sacrificio animal representa la esencia de esta operación religiosa, exis-
ten también otras formas que prohíben expresamente el derramamiento de sangre.
Se trata de los sacrificios incruentos, que adoptan como elemento sacrificial normal-
mente los frutos de la tierra, aunque también pueden usarse productos de origen ani-
mal pero sin implicar la muerte de este último, como el queso, la leche, la lana, etc.
El sacrificio animal está acompañado por lo general de ofrendas de alimentos, que
son quemadas en el altar integrándose como un elemento más del rito. Las ofrendas
de alimentos que aportaban los fieles al sacrificio aumentaron de tal forma, que se
hizo necesario situar junto al altar las llamadas mesas de ofrendas ( trap~i), en las
cuales se depositaban estos productos, una parte de los cuales iba destinada al sacrifi-
cio y el resto, en cantidad mayor, se reservaba para el sacerdote y demás personal del
santuario. Pero también existen sacrificios vegetales al margen del animal, completa-
mente incompatibles de este último. Así, en Olimpia se quemaba incienso con unas
tortas hechas de trigo y miel, derramándose libaciones de vino (Pausanias V, 15.10);
en la ciudad arcadia de Figalia, el mismo Pausanias dice que sacrificó a Deméter se-
gún el antiguo rito racimos de uvas, tortas de miel y lana sin cardar, todo ello rociado
con aceite (VIII, 42.11); tortas de harina (pe/anos) eran también preceptivas en el al-
tar délico de A polo Genetor y en el de Zeus lfypalos, en Atenas, con prohibición tajan-
te de sacrificio animal (Macrobio, Saturnalia 111, 6.2; Pausanias VIII, 2.3).

La ofrenda

En estos últimos casos de sacrifico, y lógicamente en otros muchos más, se pro-


duce una destrucción del elemento sacrificial, bien sea a través del fuego, por el con-
sumo por parte de los participantes o al ser arrojado a las aguas cuando se trata de di-
vinidades marinas o fluviales. Sin embargo, existen también sacrificios que en las
fuentes literarias son calificados como tales pero que tienen prohibida la utilización
del fuego, no teniendo efecto la destrucción del producto ofrecido. Se trata en conse-
cuencia de casos límite entre la ofrenda propiamente dicha y el sacrificio. Lo mismo
sucede con las oblaciones de cabello, realizadas normalmente por los jóvenes de am-
bos sexos cuando llegan a la edad núbil y que dedican a una divinidad, a un río, a un
héroe, etc.; estas ofrendas pueden ser depositadas en el templo, pero en ocasiones son
arrojadas a las aguas o incluso quemadas, con lo que entran perfectamente en la cate-
goría del sacrificio. Un último ejemplo donde se aprecia con claridad la próxima re-
lación existente entre la ofrenda y el sacrificio nos lo proporciona Homero, quien
cuando narra el ofrecimiento de un peplo que las mujeres troyanas hacen a Atenea,

275
en el momento en que la sacerdotisa deposita la ofrenda sobre las rodillas de la diosa,
las mujeres participantes en el acto lanzan el mismo grito ritual, el olo!Jgmos, que
cuando se realiza el degüello de la víctima en el sacrificio animal ( Ilíada VI, 301 ).
Entre el sacrificio y la ofrenda existen, pues, estrechos puntos de contacto, ya
que en el fondo ambas operaciones persiguen idéntico objetivo. La ofrenda se define
también como una forma ritual de comunicación con la divinidad, una manera reli-
giosamente apta para intensificar las relaciones entre las esferas divina y humana. El
don constituye un medio muy común, sobre todo en épocas primitivas, para estable-
cer y afianzar las relaciones personales, por lo que su culminación natural no es otra
que hacer extensivo tal mecanismo a los dioses. La ofrenda, lo mismo que el sacrifi-
cio, responde al principio del do ut des, y así es como actúan los héroes homéricos en
sus relaciones con los dioses: de acuerdo con las normas que regulan el comporta-
miento social, el oferente espera de los dioses una contrapartida equivalente a la ge-
nerosidad de su don. Tal significación de la ofrenda se mantuvo en épocas sucesivas,
aunque las relaciones sociales se rigieran por criterios completamente diferentes.
Existen dos tipos fundamentales de ofrenda, la de agradecimiento y la de peti-
ción o votiva. En el primero la acción se realiza en contraprestación a un don conce-
dido por la divinidad sin previa petición expresa, mientras que en el segundo los tér-
minos se invierten, es decir, el individuo acude a la divinidad en solicitud de un ser-
vicio y presenta la ofrenda para forzar la respuesta divina. Una especial importancia
dentro del primer grupo tienen las ofrendas de las primicias, probable residuo cul-
tual de una primitiva sociedad agraria pero que mantuvo con mucha fuerza a lo largo
del tiempo, pues era tradicional que el campesino piadoso ofreciese en el santuario
una pequeña cantidad de sus productos estacionales ( horaia) en agradecimiento por
la renovada fructificación de los campos. Estas ofrendas se realizaban lógicamente
en los grandes templos dedicados a divinidades de la fertilidad con ocasión de sus
fiestas, pero sin duda eran más corrientes en las capillas rurales, donde los campesi-
nos desarrollaban más libremente su peculiar religiosidad de raíces populares. Las
divinidades preferidas para este tipo de ofrendas son, como era de esperar, las vincu-
ladas al círculo de la fecundidad agrícola, principalmente Deméter y Dionysos y en
menor medida Pan, Hermes, las ninfas y algunos héroes. Las ofrendas votivas difie-
ren de las anteriores no sólo en la ocasión en que se realizan, sino también en el pro-
pio contenido, pues en este caso cualquier don puede ser objeto de la acción. Se pue-
de prometer un sacrificio animal o la propia dedicación de las primicias, la construc-
ción de un templo o la consagración de una estatua, la parte proporcional del botín
-normalmente la décima ( dekate ) - en una operación bélica o de piratería o sus
utensilios profesionales por parte de un artesano, etc.

La libación

Se trata de una de las operaciones sagradas más corrientes en todo el mundo anti-
guo, Grecia incluida. Consiste en la efusión de líquidos en honor de una divinidad,
por lo que en cierto modo puede considerarse como una ofrenda aunque de caracte-
rísticas muy especiales, ya que al contrario de las otras ofrendas alimenticias, el pro-
ducto objeto del don se caracteriza en este caso por ser irrecuperable una vez derra-
mado. Ahora bien, el hecho destacado, aquel que quizá en mayor grado diferencia a

276
la ofrenda de la libación, es que en este último caso el oferente, mediante la renuncia
completa al bien que consagra, reconoce su sometimiento a un poder superior.
El léxico relativo a la libación es muy variado, aunque sobresalen muy por enci-
ma dos términos principales: sponde y choe. El primero tiene una utilización más gené-
rica y se aplica a libaciones con el vino, aunque en ocasiones también aparece asocia-
do a la miel, al aceite o al agua; la operación se realiza con un jarro o un cuenco, de
forma que el derramamiento del líquido se hace de manera controlada. Este tipo tie-
ne su lugar también en ocasión del banquete, en las libaciones que preceden a la ac-
ción de beber el vino y que constituye la esencia del symposion. El término choe indica
por lo general una operación más especializada, que utiliza un recipiente de mayor
tamaño que se vacía volcándolo de forma incontrolada; normalmente se aplica a las
libaciones hechas en honor de las divinidades ctónicas y de los muertos.
El campo de actuación de la libación es asimismo muy amplio. Se emplea como
rito propiciatorio en numerosas ocasiones, y en estos casos siempre va acompañada
de la plegaria, en la que el oferente ruega a la divinidad que le otorgue el éxito en la
acción que va a emprender: tal ocurre, por ejemplo, en los viajes marítimos, en los
que antes de partir, la crátera llena de vino se vaciaba al mar por la popa del barco
haciendo votos por una buena navegación; también los momentos previos al comba-
te constituyen una buena ocasión para este ritual, como cuando Aquiles ofreció una
libación de vino a Zeus para que protegiera a Patroclo y concediera la victoria a sus
armas:

Allí tenía una copa maravillosamente cincelada, que no se usaba para beber vino
ni para ofrecer libaciones a otro dios que a Zeus. La sacó del arca y la purificó prime-
ro con azufre, limpiándola enseguida con agua; a continuación se lavó las manos,
llenó la copa y situándose en medio, con los ojos levantados hacia el cielo, libó el ne-
gro vino y oró a Zeus, que se complace en lanzar rayos, sin que al dios le pasara inad-
vertida su súplica (Homero, !Jíada XVI, 220 ss.).

Otras veces la libación aparece asociada al sacrificio animal, cuando a la conclu-


sión de este último, el vino se esparce sobre el fuego del altar. Esta relación se mani-
fiesta también en unos versos de Las Coéforas, del trágico Esquilo, cuando Electra va a
honrar la tumba de su padre Agamenón con una libación, cuyo proceso se desarrolla
en un lempo similar al del sacrificio: la procesión hasta la tumba portando las vasijas
rituales, el silencio de los participantes y la plegaria que Electra dirige a Hermes y a
Agamenón, el derramamiento del agua sobre la tumba y por último el grito de las
mujeres asistentes (vv. 64 ss.).
Las divinidades subterráneas, las criaturas que pueblan el mundo de ultratumba,
reciben asimismo libaciones, como la que realizó Odiseo en su descenso a los infier-
nos para conjurar los espíritus de los muertos (Homero, Odisea XI, 26 ss. ). El ejemplo
más claro de este tipo de libaciones probablemente es el que aparece en la tragedia de
Sófocles Edipo en Colono, cuando el protagonista, que se ha introducido en el bosque
de las Erynias-Euménides, debe cumplir un ritual de expiación:

Empieza por purificarte ante estas deidades...


Ante todo, haz libaciones de agua sagrada tomándola, en manos purificadas, de
un manantial perenne... Verás unas cráteras... cubre el reborde de sus labios y de las
asas de ambos lados...

277
Con copos recién cortados de una tierna oveja...
Vuelto de frente hacia el Levante, derrama las líquidas ofrendas ...
... de tres golpes; y la tercera vasija vacíala del todo ...
De agua y de miel, sin añadir gota de vino.
¿Y cuando quede empapada con ellas la tierra ... ?
Entonces, poniendo con ambas manos sobre ella tres veces nueve ramitas de oli-
vo, recita esta plegaria...
«Ya que las llamamos Euménides, que acojan con benévolo corazón a un supli-
cante». Haz esta plegaria tú o algún otro en tu nombre; hazla en silencio y no alces la
voz; luego retírate sin volver la cabeza ... (vv. 466 ss.).

La plegaria

En la religión griega la plegaria presenta muchos rasgos de un rito propiciatorio.


Puede bastarse a sí misma, pues se basa en la propia eficacia de la palabra, pero por
regla general acompaña a otras operaciones religiosas, detectándose su presencia en
todos los actos del culto, es decir, los sacrificios, las ofrendas y las libaciones. La ter-
minología referente a la plegaria es muy rica, tanto como variada es la significación
que encierra. La plegaria es denominada con los términos euche, lite y ara. El primero
de ellos significa también voto, tanto en el sentido de la cosa dedicada como de la
promesa, puesto que la virtud de la fórmula pronunciada en la plegaria va en defini-
tiva asociada a la eficacia del don que se promete, y de ahí también el que la invoca-
ción a la divinidad con que comienza la plegaria es en sí misma una incitación al co-
mercio. Por su parte, la palabra ara quiere decir fundamentalmente maldición, y con
tal nombre se divinizó el concepto, pero ya en Homero el término se aplica a la ple-
garia y areter es el título del sacerdote que conoce cómo manipular las palabras de la
oración. Por tanto la plegaria está estrechamente emparentada con la imprecación, y
así se puede observar, por ejemplo en los siguientes versos de la Ilíada, protagoniza-
dos por las mujeres troyanas:

¡Venerable Atenea, protectora de la ciudad, divina entre las diosas! Rompe la


lanza de Diomedes y concédenos que caiga de bruces en el suelo, ante las puertas Es-
ceas, y aquí mismo te sacrificaremos doce vacas de un año, no sujetas aún al yugo, si
de este modo te apiadas de la ciudad y de las mujeres e hijos de los troyanos (vv. 304
y ss.).

La plegaria está íntimamente asociada con otros actos cultuales, como el grito y
el canto que acompaña a la danza. Precisamente el grito representa el estrato más ele-
mental de la invocación a los dioses, como es el caso del euhoi de los rituales dionisia-
cos o del ie ie paian con que se apelaba a Apolo.El esquema de la plegaria se ajusta a los
siguientes puntos. En primer lugar se encuentra la invocación a la divinidad, que
comprende diversas partes. No sólo se ha de mencionar el nombre del dios o del hé-
roe a quien expresamente se dirige la plegaria, sino también es conveniente citar el
de los otros dioses que forman parte del mismo círculo, para evitar conflictos inne-
cesarios; además es recomendable buscar también los epítetos más apropiados, y si se
desconoce o se quiere evitar riesgos, se puede utilizar una fórmula ambigua, como la
que menciona en una ocasión Esquilo:

278
Zeus, quienquiera que sea, si le place ser llamado así, con este nombre le invoco
(Agamenón 160 s.).

La segunda parte es la justificación de la llamada a la divinidad. En este momen-


to el fiel hace un elogio de la divinidad y de los beneficios que ésta reporta al hom-
bre, así como los servicios que siempre le ha tributado en prueba de reconocimiento
a su superior voluntad. Una vez que se ha establecido el contacto, se presenta el nú-
cleo central de la plegaria, la súplica o ruego, que se hace de forma sucinta y clara. En
último lugar se ofrece la promesa de un voto si la divinidad, escuchando la plegaria,
cumple los deseos del fiel.
Para proporcionar mayor fuerza a esta acción sacra, la plegaria suele estar acom-
pañada de gestos, que varían según el destinatario o las características de la oración.
En general el arrodillarse o la postración son actitudes bastante raras en la plegaria
griega, aunque no faltan casos que se conozcan. La postura más característica es
aquella en la que el fiel se encuentra en posición erecta, de cara a la divinidad, con la
cabeza descubierta y mirando hacia el cielo con las manos levantadas y las palmas
abiertas; si se trata de divinidades marinas, entonces los brazos se extienden hacia el
mar, y si son ctónicas, entonces se golpea el suelo con las manos.

La purificación

La limpieza es el estado natural del individuo, por lo que toda situación de impu-
reza debe ser eliminada inmediatamente para regresar a la normalidad. Éste es en-
tonces el objetivo de la purificación, que no sólo hay que entender en un plano ri-
tual, sino que adquiere al mismo tiempo una vertiente social muy clara, puesto que el
estado de pureza se convierte en exigencia para la pertenencia a un grupo, mientras
que la situación contraria puede llevar consigo la expulsión de la comunidad para
evitar un efecto de contaminación general. La purificación es necesaria para entablar
cualquier relación con los dioses y, por tanto, es un requisito imprescindible en el
perfecto cumplimiento de todos los rituales (de sacrificio, de libación, iniciáticos,
etc.). Así lo expresa claramente Homero poniendo en boca de Héctor las siguientes
palabras:

No puedo además libar el negro vino en honor de Zeus sin lavarme las manos y
tanpoco es lícito rogar al Cronida, que amontona las nubes, cuando como yo se está
manchado de sangre y polvo (llíada VI, 265 ss.).

Por la misma razón, en la puerta de los santuarios se situaban unos recipientes


con agua (perirranteria ), el principal instrumento de purificación, de forma que todo
aquel que penetrara en el templo se rociaba con el líquido adquiriendo un estado de
pureza.
La vida de los antiguos griegos se desenvuelve en el seno de un conflicto entre
dos conceptos antitéticos, hagneia y miasma, pureza e impureza, representantes respec~
tivamente de lo sacro y de lo profano. El estado de impureza lo adquiere el individuo
no sólo al cometer acciones prohibidas de forma más o menos consciente, sino que
también llega a él involuntaria e ineludiblemente, ya que tal situación se produce

279
cuando tiene lugar una ruptura del orden normal de los acontecimientos. El naci-
miento, la muerte, el asesinato, las relaciones sexuales, la enfermedad, la locura, la
menstruación en la mujer, etc., son circunstancias que alteran el normal desarrollo
de la existencia y chocan en consecuencia con lo sacro. Las purificaciones alcanza-
ron en la civilización griega un gran desarrollo, impulsadas tanto por la ideología
conservadora de Apolo, como por algunos movimientos de cierto carácter «revolu-
cionario» como el orfismo, según veremos con más detalle.
Puesto que su contacto con la divinidad era más intenso, los sacerdotes y los
otros servidores del templo eran los que se veían más constreñidos a conservar un
estado de pureza, sobre todo en relación a las grandes festividades. Con las lógicas
variaciones según el momento y la localidad, tales personajes debían mantener la
abstinencia sexual, no tener contacto con parturientas ni entrar en casas donde se
observase luto, así como cumplir ciertas prohibiciones alimenticias. Las necesidades
impuestas por la hagneia llegaron incluso a condicionar algunos sacerdocios, princi-
palmente femeninos, sobre todo por lo que hace referencia a la virginidad, a la
menstruación, etc.
La muerte es una de las principales ocasiones en que se altera el ritmo de la vida,
puesto que constituye un acto que no puede ser evitado. Además, el afectado por el
estado de impureza subsiguiente no es sólo el protagonista del acontecimiento, es de-
cir, el muerto, que tiene que ser lavado y purificado, sino también los parientes y la
propia casa se ven contaminados por tal acontecimiento. Durante el tiempo que
dura el duelo, los afectados son excluidos de la vida normal, llevan vestiduras rotas y
sucias, se abstienen de lavarse y se echan ceniza sobre la cabeza: se trata de elementos
impuros que deben mantenerse al margen de la comunidad. Una vez cumplido el
plazo, se debe regresar al estado normal, para lo cual están prescritas las purificacio-
nes de rigor tanto para las personas, que se bañan derramando agua sobre sus cabe-
zas, como para la casa, donde se realiza un sacrificio en el hogar que mientras tanto
había sido apagado.
Un caso particular lo representa el asesinato y la purificación que debe seguir el
que ha cometido el crimen. Con su acción, el asesino irrumpe en el ámbito de lo pro-
fano y, por tanto, debe abandonar la ciudad y buscar en el extranjero a alguien que le
purifique: se convierte en un marginado social, y no sólo porque sea un perseguido
de la justicia y reo de un delito, sino sobre todo porque todo aquel que entre en con-
tacto con él quedará religiosamente contaminado. El ejemplo más célebre de este
tipo de purificación es el de Orestes, convertido en paradigmático ya en la antigüe-
dad, quien fue purificado por Apolo mediante la sangre de una víctima sacrificada.
Que el asesino se purifique por la sangre, en vez de utilizar otro elemento, no deja de
ser un hecho peradójico, como ya descubrió Heráclito:

Pero ellos tratan de purificarse de sus faltas manchándose con otra sangre, como
si alguien despues de haber andado en el fango quisiera lavarse con él (fr. 5
Diels).

La explicación, sin embargo, no es complicada, pues en el fondo se trata de un


rito de paso, mediante el cual el asesino es readmitido en la comunidad. Nos encon-
tramos entonces ante una operación similar a un ritual iniciático, en el que el sacrifi-
cio adquiere rasgos purificatorios. Pero además, recurrir a la sangre para expiar una

280
acción cruenta no pretende sino repetir, aunque de manera por completo inofensiva,
el mismo hecho del derramamiento de la sangre y superar así la violación anterior
del orden establecido.
La sangre se utiliza en otros contextos purificatorios que ya no se refieren a un
individuo en concreto, sino a un lugar o a una comunidad. Se trata, por ejemplo, de
rituales de lustración de un espacio determinado, como el que se realizaba en Atenas
a propósito del teatro y de la asamblea, purificadas con la sangre de un cerdo que pre-
viamente había descrito un circuito. El historiador Polibio recuerda un rito no muy
diferente que cumplían los mantineos, en Arcadia, alrededor de la ciudad y del terri-
torio (IV 21.9); en Metana se purificaban los viñedos con la sangre de un gallo, que
partido en dos mitades, cada una de ellas era llevada por un hombre alrededor del
campo en cuestión y donde se producía el encuentro de ambos, se enterraba el gallo
(Pausanias 111, 34.2). En otros lugares, es una mujer con el periodo mentrualla que
con su sangre paradójicamente purifica un territorio recorriendo en procesión un
circuito.
Muy relacionado con todo lo anterior es un curioso ritual que consistía en la ex-
pulsión de la comunidad de un individuo, a quien luego se daba muerte. No se trata
de un sacrificio, sino de un rito de purificación, aunque lleve consigo la muerte de
un hombre, hecho este último que según algunos autores se abandonaría con el tiem-
po. El rito recuerda de cerca la figura del chivo expiatorio de algunas culturas orien-
tales, sobre el que se acumulaban los pecados de los hombres y con tal carga era en-
viado al desierto, donde se supone que moría y con él desaparecían también las fal-
tas. En Grecia esta operación purificatoria podía ser cumplida también por un ani-
mal, pero lo más frecuente es que se tratase de un hombre, que recibe el nombre de
pharmakos y que representa la propia impureza, miasma, que sufre la ciudad y de la que
es necesario desembarazarse. En Atenas, durante la celebración de las Thargelias en
honor de Apolo, un hombre y una mujer eran flagelados en los genitales, paseados
por la ciudad y luego expulsados, ritual que se repite en Jonia según los versos de Hi-
ponacte (fr. 5-1 O Adrados), de quien parece deducirse que en Efeso el pharmakos era
finalmente lapidado. La muerte de este último se documenta asimismo en otras ciu-
dades, como en Leucade, donde un condenado era arrojado al mar durante las fiestas
en honor de A polo (Estrabón X, 2. 9). También en Abdera y en Massalia el pharmakos
era alimentado a expensas de la ciudad durante un año y luego era expulsado, lapida-
do y arrojado al mar (Calímaco, fr. 90; Servio, Comentario a la Eneida 3, 57).

EL CULTO FUNERARIO

La religión griega en su vertiente canónica, oficial, no se preocupó en exceso por


desarrollar una compleja escatología. Las ideas sobre la vida de ultratumba que fue-
ron expuestas por Homero, sobre todo en los célebres pasajes de la visita del fantas-
ma de Patroclo a Aquiles ( 1/íada XXIII, 54 ss.) y del descenso de Odisea a los infier-
nos (Odisea XI), tuvieron una influencia definitiva entre los griegos de épocas poste-
riores, convirtiéndose en una auténtica doctrina oficial sobre este tema, aceptada de
manera prácticamente universal. Según defienden tales creencias, cuando el hombre
muere se produce una separación entre el cuerpo, que es depositado en la tumba, y la
p!]che, término que aunque se traduce normalmente por alma, más bien designa un

281
principio vital. Esta última es llevada a los infiernos, donde reina Hades. Allí con-
serva la imagen del cuerpo en el que se integraba, pero no su sustancia: es un eidolon,
una imagen fantasmagórica que se ve pero que no se puede tocar, que se manifiesta
tal cual cuando el muerto es conjurado o bien a través del sueño de un vivo, como en
la mencionada aparición de Patroclo ante Aquiles. En los infiernos, las almas viven
eternamente en un permanente estado de languidez y de monotonía, sin fuerza ni
conciencia para actuar en el sentido que sea. Se trata en definitiva de una existencia
sin esperanza, puesto que la verdadera vida es la que previamente se ha desarrollado
en la tierra, como confiesa el espectro de Aquiles:

No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo: preferiría ser un pobre


hombre [thes]) y servir a otro, aunque fuese un indigente y de pocos de recursos, que
reinar sobre los muertos (Odisea XI, 48 ss.).

Todas estas ideas, frustrantes para el individuo, no hacen sino abonar el campo
para el surgimiento de nuevas doctrinas, que capitaneadas por las religiones de salva-
ción y por alguna doctrina filosófica como el platonismo, cambiaron por completo
el concepto del Más Allá, ofreciendo a sus seguidores una auténtica vida después de
la muerte en una eterna contemplación de la divinidad.
En el año 406 a.C., los estrategos atenienses vencedores en la batalla de las Argi-
nusas fueron, sin embargo, condenados a muerte por sus propios conciudadanos,
bajo la acusación de no haber recogido del mar los cadáveres de los atenienes muer-
tos en el combate Oenofonte, Helénicas 1, 7). Aunque este proceso se inscribe en un
marco político de agria lucha entre facciones, no puede existir duda sobre la signifi-
cación del hecho en sí, ya que privar de sepultura a un conciudadano constituye un
grave delito. De la misma forma se justifica la actuación de Antígona en la tragedia
de Sófocles, cuando desoyendo la orden dictada por el rey Creonte, cubre con polvo
el cuerpo de su hermano Polinices, en una especie de entierro simbólico, y hace tres
libaciones ante el cadáver, dando a entender claramente que el mandato religioso,
aunque no está escrito, se encuentra por encima de la ley humana (Antígona 407 ss.).
En efecto, desde Homero se tenía por cierto que el alma de los que no reciben sepul-
tura no encontraba descanso, sino que erraba como un fantasma causando males en
la tierra que les retenía contra su voluntad. A los ajusticiados se les arrojaba en una
fosa y a los condenados por traición se les negaba la sepultura en la ciudad, por lo que
tenían que ser enterrados en un país extranjero, con la consiguiente privación del
culto funerario: el castigo a los delincuentes podía continuar incluso después de su
muerte.
El ritual funerario se ajusta a un esquema general que consta de las siguientes
partes: exposición del cadáver, transporte del mismo y funeral propiamente dicho.
La primera fase recibe el nombre de prothesis y es conocida ya por representaciones
del micénico tardío. El cuerpo del difunto es lavado y vestido y a continuación se ex-
pone durante un día entero. Esta operación tiene por objeto dar lugar al lamento fú-
nebre, es decir, a expresiones de dolor realizadas por las mujeres pertenecientes no
sólo a la casa, sino que según la dignidad del muerto y los recursos de la familia, se
podía contratar a otras mujeres -como las lloronas de Caria, auténticas especialistas
en este arte, que todavía recuerda Platón (Leyes 800e)- o incluso obligarlas, como
es el caso de las prisioneras troyanas en los funerales de Patroclo o mujeres de clase

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inferior en otras localidades. Las lamentaciones iban acompañadas de gestos que re-
marcaban el dolor, actitudes que se corresponden con la creencia de que el alma del
muerto, presente aunque invisible, recibía con agrado tales manifestaciones. De
acuerdo con tal idea, las lloronas se mesaban los cabellos, se golpeaban el pecho y se
arañaban las mejillas. Los parientes del muerto también hacían público su dolor con
expresiones externas, como cortarse el cabello, vestirse con harapos y echarse ceniza
sobre la cabeza, como ya hemos visto.
Al amanecer del tercer día después de la muerte, el cadáver era sacado fuera de la
casa, utilizando el mismo catafalco en el que había sido expuesto, e inmediatamente
trasladado al lugar de enterramiento. Esta segunda fase se conocía con el nombre de
ekphora. Las familias aristocráticas utilizaban un carro tirado por caballos para trasla-
dar al muerto, formando una procesión fúnebre en la que participaban los hombres
armados y las lloronas, que seguían entonando lamentaciones con expresiones de
dolor. La tumba estaba situada fuera de la ciudad, pues en la antigüedad se distinguía
claramente entre las áreas de poblamiento y las necrópolis. Por lo general, las tumbas
se situaban a lo largo de los principales caminos, como ocurrirá también en el mun-
do romano. El enterramiento dentro de la ciudad era algo excepcional, pero no im-
posible, como lo demuestra la presencia de tumbas infantiles. También podía conce-
derse tal privilegio a un miembro destacado de la comunidad y en ese caso su sepul-
tura se localizaba en un área pública, en el ágora o debajo del Pritaneo. Se trata en-
tonces de excepciones honoríficas, como la de Eufrón en Tebas Qenofonte Helénicas
VII, 3.12), la de Brásidas en Anfípolis (Tucídides V, 11) o la de Timoleón en Siracu-
sa (Plutarco, Timo/eón 39), cuyas tumbas se transforman en sedes de un culto heroico.
La tercera fase del ritual dirigido a los muertos está definido por el funeral pro-
piamente dicho, en el que a su vez se pueden distinguir tres partes. En primer lugar
hay que considerar el ajuar funerario, esto es: los objetos que recibe el muerto y que
se depositan en su tumba. Algunos de tales objetos tienen un carácter ritual, como los
recipientes que contenían alimentos y bebida o la moneda que se ponía debajo de la
lengua del muerto y que era el precio que tenían que pagar al barquero Caronte. Pero
otros no representaban más que una idea de continuidad, de forma que el difunto si-
gue poseyendo los mismos instrumentos que le habían acompañado en vida, y así las
tumbas masculinas se caracterizan por la presencia de armas y las femeninas sobre
todo por objetos de adorno personal. Por otra parte se celebraban sacrificios en ho-
nor del muerto, que siguiendo la línea del sentido del ajuar, podía incluir también
todo aquello que había utilizado en vida, de forma que era posible sacrificar perros y
caballos, animales por otra parte propios del mundo subterráneo, pero también seres
humanos, siendo estos últimos como ya sabemos muy infrecuentes. De todas formas
se realizaban sacrificios animales y libaciones, estas últimas directamente sobre la
tumba, y los vasos que se utilizaban se rompían y abandonaban allí mismo. La terce-
ra parte del ritual está definida por el banquete funerario (peridepnon ), que en cierto
sentido presupone el sacrificio de animales domésticos, cuya carne era consumida en
honor del difunto. En un principio el banquete se celebraba en el lugar de enterra-
miento, en presencia del muerto, pero posteriormente se hizo común desplazar este
ritual hacia la casa, donde si bien el difunto no estaba de cuerpo presente, sí era re-
cordado para que el banquete conservara intacto su significado.
En tiempos más antiguos, el funeral de un noble era seguido de competiciones
~éticas y también literarias, los llamados agones. Aquiles celebró unos juegos en el

283
campamento, en los que participaron los héroes aqueos, como culminación de los
funerales de su íntimo amigo Patroclo (1/íada XXIII, 260 ss.) y el poeta Hesíodo re-
cuerda cómo ganó un trípode en los concursos convocados con ocasión de los fune-
rales de Anfidamante, un noble de Calcis (Trabajos 654 ss.). Estas celebraciones iban
dirigidas sobre todo a exaltar la nobleza del difunto y el poder económico de su fami-
lia, constituyendo en consecuencia una forma muy característica de los llamados gas-
tos de prestigio. Ahora bien, estas manifestaciones no sólo se observan en los agones,
sino que en general todo el ritual funerario constituía una ocasión muy propicia para
ello.
La muerte de un miembro destacado de la comunidad y los funerales que seguían
eran motivo de exaltación y glorificación del difunto, y al mismo tiempo de la fami-
lia, que no desperdiciaba la ocasión para manifestar su superioridad económica y so-
cial. Con estos fines, se incrementaba la complejidad de los rituales funerarios, las ca-
racterísticas de exposición y traslado del cadáver y sobre todo la destrucción de bie-
nes mediante el enriquecimiento del ajuar. A lo largo del siglo VII a.C. se observan
ciertas restricciones en los funerales aristocráticos, debido, por un lado, a la desapa-
rición de los agones, coincidiendo con el desarrollo de los festivales ciudadanos y pan-
helénicos que institucionalizan a un nivel público las competiciones atléticas y lite-
rarias, y, por otro, a la intervención de los legisladores. En todo el mundo griego, es-
tos últimos actuaron contra las costumbres aristocráticas, intentando privar a los ri-
tuales funerarios de toda expresión pública y relegarlos al interior de la casa, y para
ello limitaron las manifestaciones de riqueza y en general todo el aparato y pomposi-
dad (las plañideras, las expresiones de dolor, los trenos o composiciones líricas en
honor de los muertos, los sacrificas, el ajuar, etc.) que singularizaba los funerales de
la aristocracia, como puede observarse por las leyes de Salón en Atenas y de otros le-
gisladores griegos. Estas medidas tienen, por una parte, un carácter suntuario, pues
tratan de limar las asperezas sociales que se desataban con tales manifestaciones, pero
al mismo tiempo se encuadran en un ambiente de definición de los valores ciudada-
nos opuestos a los tradicionales de la aristocracia, que pretenden convertir en héroes
a sus muertos. Constituyen, pues, una expresión del ideal de la sophroryne, del sentido
de la medida, que se opone a la f(ybris, la excesiva soberbia de los elementos oligárqui-
cos, aspectos que posteriormente serán interpretados en su favor por el pensamiento
aristocrático.
El culto funerario continúa después del enterramiento del difunto. Algunos días
después del sepelio, cuya localización exacta variaba según las ciudades, se celebra-
ban sacrificios y banquetes en el mismo lugar de la tumba, hasta que finalmente se
decretaba el fin del duelo (la duración de este último no era la misma en todos los lu-
gares, siendo de once días en Esparta y treinta en Atenas). Los descendientes del
muerto se encargaban del cuidado de la tumba y de la celebración periódica de los sa-
crificios y ofrendas. Estas últimas consistían en libaciones (choai) a base de una sopa
de cebada, leche, miel, vino y aceite, así como la sangre de los animales sacrificados,
líquidos que en ocasiones se derramaban sobre unos tubos clavados en la tierra para
alimentar directamente al muerto. Las fiestas dedicadas a este último no ocupaban
un lugar de excepción en el calendario cívico, si nos guiamos por el caso ateniense
que es el mejor conocido. Por lo general, el día treinta de cada mes estaba dedicado a
los difuntos y además el cumpleaños de cada muerto era celebrado también por los
miembros de su familia, fiesta que recibía el nombre de Genesia. En Atenas, sin cm-

284
bargo, las Genesia se convirtieron en una festividad fija, localizada el día S del mes de
Boedromion, cuando todos los ciudadanos honraban colectivamente a sus muertos.
:\demás se conoce también las Nemesia, fiesta ateniense en la que se conjuraba la cóle-
ra de los espíritus infernales. Pero el gran día de la muerte en el calendario público
ateniense estaba encuadrado en las Antesterias, gran fiesta celebrada en honor de
Dionysos. De los tres días que se componían estas últimas, el tercero, llamado
Chytroi, estaba dedicado a los muertos, y Dionysos compartía el protagonismo con
Hermes psicopompo. Entonces se preparaba un compuesto de frutos y cereales her-
..,·idos, la panspermia, que debía consumirse antes de llegar la noche. Cuando caía la os-
curidad, se pronunciaba la frase «Afuera, Keres, las Antesterias han terminado», con
la cual se increpaba a los espíritus para que abandonasen la tierra y retornasen al
mundo subterráneo.

LA ADIVINACIÓN

Las prácticas adivinatorias constituyen una de las operaciones religiosas más im-
portantes no sólo en el mundo griego, sino que puede decirse que es característica
común a todas las civilizaciones antiguas. Pero ante todo conviene hacer una consi-
deración previa a propósito del significado de este fenómeno. En el lenguaje corrien-
te, e incluso en algunas obras de contenido más específicamente religioso, se entien-
de por adivinación el intento por conocer el futuro -aunque en ocasiones la com-
ponente temporal se extiende al pasado o al presente- y también las cosas ocultas,
utilizando para ello medios sobrenaturales. Sin decir que este concepto sea falso, no
puede dejar de reconocerse que cuanto menos es parcial o incompleto, pues no com-
prende el fenómeno en toda su amplitud. En líneas generales, la adivinación puede
definirse como una comunicación con la divinidad, con las fuerzas sobrenaturales
que supuestamente intervienen en la vida del hombre y de la comunidad. Como tan
acertadamente se ha afirmado, la adivinación responde a la nostalgia de un conoci-
miento, pero no del conocimiento del mañana, sino del conocimiento de dios. Este
fenómeno implica la creencia en que existe una divinidad inteligente con la que el
hombre puede establecer relaciones. Quizá no se trata tanto de una Providencia divi-
na, que se preocupa por el hombre y le ayuda revelándole lo que ignora, sino sobre
todo de la idea de que existe una interpretación constante de lo profano y lo sagrado,
de que el mundo y el hombre, en virtud de ser creaciones de la divinidad, constitu-
yen un reflejo, un microcosmos del universo divino. La adivinación es, pues, el ca-
mino más directo para entablar una relación con la divinidad, siempre y cuando ésta
así lo quiera.
La comunicación con el orden sagrado se establece de dos maneras, según de
dónde proceda la iniciativa. Por una parte, la divinidad puede manifestarse espontá-
neamente, sin que su voluntad haya sido requerida con antelación, como puede ser el
caso de los prodigios, de la cledonomancia o de algunas profecías, en las que la pala-
bra divina fluye espontánea y en muchos casos involuntariamente por boca del pro-
feta. La mayor parte de las veces, sin embargo, es el hombre quien acude a la divini-
dad, empleando para ello los medios habituales. Ya en Platón (Fedro 244c) se en-
cuentra una división que llegará a hacerse clásica, admitida en siglos sucesivos por
Cicerón, Plutarco y otros autores que mostraron interés por el tema. Según esta clasi-

285

'
l
ficación, se diferencian dos tipos fundamentales en las prácticas adivinatorias: la in-
ductiva o artificial ( entecbnos, technilee) y la intuitiva o natural ( atechnos, adidaktos). La
primera se funda en la observación de los fenómenos y signos que percibe el adivino;
se trata de una actividad racional en su método, y de ahí el calificativo de arte o téc-
nica que se aplica y el aprendizaje que tiene que seguir el que lo practica, pero que se
apoya evidentemente en presupuestos irracionales. Por su parte, la adivinación in-
tuitiva consiste en una especie de locura ( mania ), en una posesión divina ( enthousias-
mos ); el adivino está considerado en este caso como directamente inspirado por la di-
vinidad y este estado le provoca una situación de éxtasis, siendo así que en Grecia los
enfermos mentales eran tenidos como vinculados al mundo sobrenatural. Aunque
los griegos conocieron ambos tipos, fue la adivinación intuitiva la que alcanzó un
mayor desarrollo, gracias sobre todo a la enorme importancia que adquirieron los
oráculos panhelénicos. Tanto es así, que el término griego que designaba la adivina-
ción, mantiki, deriva de mania, definiendo el todo por la parte. Pero esto no debe lle-
varnos a menospreciar el prestigio de la adivinación inductiva, pues aun en las épo-
cas del mayor triunfo del racionalismo, mientras que la inspiración divina seguía go-
zando del favor general, el desprecio que sufría la primera por parte de filósofos y
otros espíritus críticos no logró desterrarla de las preferencias populares, como que-
da patente en la siguiente anécdota a propósito del conflicto entre el adivino Lam-
pón y el filósofo Anaxágoras:

Se dice que un día llevaron ante Pericles la cabeza de un carnero que tenía un
solo cuerno. El adivino Lampón, viendo que este cuerno había crecido fuerte y sóli-
do en el centro de la frente del animal, declaró que el poder de las dos facciones que
se dividían la ciudad, la de Tucídides y la de Pericles, se reunirían en la de uno sólo,
en la de aquel en cuya casa se había producido el prodigio. Pero Anaxágoras, habien-
do cortado el cráneo en dos partes, mostró que el cerebro no se había desarrollado
con normalidad, sino que, puntiagudo como un huevo, se había desplazado hacia el
centro de la bóveda craneana, allí donde estaba la raíz del cuerno. Entonces la admi-
ración de los presentes se dirigió hacia Anaxágoras, pero poco más tarde se volvió
sobre Lampón cuando Tucídides decayó y toda la política de la ciudad pasó a manos
de Pericles (Plutarco, Pendes 6).

Años más tarde Anaxágoras sería acusado de asebeia, de impiedad, precisamente


por otro adivino, Diopites, viéndose obligado a abandonar Atenas.

Adivinación inductiva

Este tipo de adivinación es más rico por el mayor número de técnicas que utiliza,
aunque ya los propios antiguos reconocían su mayor artificialidad, y de ahí la menor
fama que cosechó frente a los oráculos. Se basa, como acabamos de ver, en el análisis
de los signos que de forma espontánea o a instancias directas de la divinidad, son en-
viados a los hombres para procurarles una cierta guía para determinadas acciones.
Pero tales signos no se manifiestan de forma inteligible, sino envueltos en cierta au-
reola críptica, por lo que se hace necesario la presencia de un intérprete altamente
cualificado. Surge así la figura del sacerdote adivino, del mantis, prototipo de hombre
sabio. Se trata de auténticos profesionales que requieren largos periodos de aprendí-

286
zaje, formando agrupaciones para conservar y transmitir su saber especializado.
También puede ocurrir que este don se transmita dentro de una misma familia, de
generación en generación, tratándose siempre de personajes de la nobleza. Así apare-
ce, por ejemplo, en los relatos míticos, cuando se hace de Mopso hijo de la profetisa
Manto y nieto del adivino Tiresias; pero también se conocen casos históricos, como
el de la familia de los lamidas, en Olimpia (Píndaro, Olímpicas VI).
Cualquier signo es en principio susceptible de ser interpretado como manifesta-
ción de la voluntad divina, siempre que se produzca en el momento preciso: un tem-
blor repentino del cuerpo o un tropezón podían ser considerados como tales, e inclu-
so el estornudo era tenido por expresión de los dioses (Homero, Odisea XVII, 541 ss.;
Jenofonte, Anábasis 111, 2. 9). En este grupo se pueden incluir los prodigios, terata, fe-
nómenos, monstruosos o anormales, que dieron lugar a la técnica conocida con el
nombre de teratomancia; se basa en que siendo el universo un todo coherente, cual-
quier anomalía en el orden universal constituye una manifestación de la divinidad.
Pero de todas las técnicas adivinatorias, hubo quizá tres que alcanzaron una ma-
yor resonancia: la ornitomancia, la extispicina y la cledonomancia. La ornitomancia
es la forma más importante de adivinación a través de los actos instintivos de los ani-
males. Carentes de voluntad, estos últimos eran, según la creencia de los antiguos,
susceptibles de recibir el impulso divino, pues sus movimientos, caracterizados siem-
pre por la seguridad y precisión con que se realizan, no podían ser sino expresión de
la voluntad de los dioses. Sin embargo, no todos los animales gozaban del mismo fa-
vor adivinatorio, sino que se establecían diferencias muy rígidas: las aves voladoras,
y entre éstas las de rapiña, por su facultad para tocar el cielo, son por excelencia las
mensajeras de la respuesta divina.
La ornitomancia era en todas partes una ciencia compleja y muy especializada, en
la que a la hora de la interpretación se tenían en cuenta gran cantidad de factores. Sin
embargo, aunque esta técnica alcanzó en Grecia no escasa importancia, nunca llegó
a desarrollarse una auténtica sistemática, al estilo de la disciplina etrusca; además a
partir de la época clásica, la ornitomancia pasó a un segundo plano por detrás de
otras técnicas adivinatorias. Unos pájaros eran favorables por naturaleza y otros des-
favorables, pero teniendo en cuenta que esta diferenciación no era universal, y así la
lechuza, ave de Atenea, constituía un buen presagio para los atenienses y malo para
los restantes griegos. Se prestaba especial atención al vuelo y así si el ave procedía del
este, llevaba un vuelo elevado y las alas desplegadas, por lo general eran signos favo-
rables, mientras que una procedencia occidental y un vuelo bajo y desordenado indi-
caba malos augurios. También contaban otros aspectos, como los chillidos que emi-
tían las aves, el revoloteo, si había enfrentamiento entre ellas, etc. En cuanto a los
animales terrestres, en líneas generales no gozaron de gran predicamento adivinato-
rio, sobre todo en Grecia: la serpiente y el lagarto, animales de Apolo, el principal
dios de la adivinación, fueron prácticamente los únicos que atrajeron la atención de
los griegos, aunque más tarde algunas especies acuáticas, por influencia de Oriente,
se vincularon asimismo a santuarios apolíneos de la Grecia oriental.
La extispicina, llamada también hieroscopia y aruspicina, era quizá la técnica
más compleja de todas las que conformaban la adivinación inductiva. Este método
presuponía la creencia que la divinidad intervenía de forma muy acusada en la vida
de los animales, ya no sólo en su comportamiento, sino también en su anatomía, que
utilizaba para transmitir al hombre sus designios. La extispicina alcanzó una enorme

287
importancia en otros pueblos como el babilónico y el etrusco, pero también fue muy
utilizada en Grecia según se cree por influencia oriental. En el mundo griego la extis-
picina formaba parte del sacrificio, pues eran las vísceras del animal inmolado, sobre
todo el hígado -técnica que en este caso recibía el nombre específico de hepatosco-
pia- lo que constituía el objeto de la manipulación adivinatoria. Por ello esta técni-
ca aparece muy unida a la empiromancia, o adivinación mediante el fuego, pues las
víctimas sacrificadas eran como sabemos quemadas para su consumo, de forma que a
través de diferentes signos proporcionados por la combustión o las evoluciones del
humo, los especialistas podían interpretar la voluntad divina. Muy singular es el caso
de los pitagóricos, quienes al tener prohibidos los sacrificios animales, pues eran
hostiles a todo derramamiento de sangre, utilizaban la empiromancia vegetal.
Toda palabra, frase aislada o exclamación oídas por una persona preocupada por
una idea extraña a quien habla, puede convertirse, para quien la oye, en signo profé-
tico. En efecto, a pesar de ser libre e inteligente, en ocasiones el hombre habla o ac-
túa de manera involuntaria e inconsciente, por lo que puede considerarse que así lo
hace por impulso divino. Esto es lo que los griegos llamaban un clédon y la técnica de
adivinación derivada, cledonomancia, principio que se plasmó en el célebre adagio
griego sobre que «la verdad sale por boca del niño». Un caso ejemplar sobre este mé-
todo es el que narra Herodoto a propósito de la batalla de Micala, cuando unos em-
bajadores samios se presentaron a Leotíquidas, rey de Esparta y comandante en jefe
de los griegos, para pedirles alianza contra los persas:

Estando el enviado samio en el momento principal de su discurso, Leotíquidas


le interrumpió con una pregunta, bien fuese por el deseo de oír un cledon, bien por
inspiración de algún dios: «Amigo samio, ¿cuál es tu nombre?» «Hegesístrato», le
respondió [el término significa «conductor del ejército»]. Al punto Leotíquidas, te-
meroso de que pudiera añadir otra palabra, le replicó: «Acepto el presagio, y te ruego
que navegues con nosotros ... » (IX, 91)

La cledonomancia llegó incluso a aplicarse en santuarios oraculares, como el que


menciona Pausanias que se practicaba en la ciudad aquea de Farai: el devoto deposi-
taba una moneda junto a la estatua de Hermes, situada en el centro del ágora, y trans-
mitía al dios su consulta, a continuación se tapaba los oídos y abandonaba la plaza;
las primeras palabras que oía cuando abandonaba el lugar eran consideradas como la
respuesta del dios (VII, 22.3).
La religión griega conoció otras muchas formas de adivinación inductiva, pero
en ningún momento alcanzaron la importancia de las anteriores. Entre ellas se cuen-
ta la interpretación de los fenómenos atmosféricos, los meteora, signos evidentes de
comunicación divina, y sobre todo de Zeus, dios del tiempo y posesor del rayo. Este
último elemento, junto con el trueno, eran los presagios más señalados. También se
utilizaba con bastante frecuencia la cleromancia o adivinación por las suertes, pues
estas últimas no eran sólo cuestión de azar, sino también se consideraban manifesta-
ción de los dioses. Este sistema tenía una amplia vertiente política, sobre todo en la
designación de algunas magistraturas y sacerdocios menores o de los miembros de
los tribunales de justicia, que en vez de ser elegidos directamente por el pueblo, eran
nombrados mediante sorteo, de forma que se descargaba sobre la divinidad parte de
la responsabilidad de la elección. Dentro de esta categoría existían diferentes varíe-

288
dades en función del instrumento que se utilizaba, como las flechas (belomancia), las
varitas (rabdomancia) o los dados (psefomancia); estos últimos se usaban en el san-
tuario ático de Atenea Skiras. Otros métodos como la hidromancia (adivinación por
el agua) o la catoptromancia (adivinación mediante los espejos), basadas en la virtud
mágica que poseen los objetos resplandeciemtes, eran ya menos corrientes aunque no
desconocidos, como el que menciona Pausanias en el santuario de Deméter en Patras
(VII, 22. 12).

Los oráculos

Según se ha dicho con anterioridad, la adivinación a través del oráculo es la que


mayor desarrollo alcanzó en el mundo griego. Si hacemos caso de Platón, Sócrates
afirmaba que «la locura es el manantial de los mejores bienes, siempre que proceda
del favor divino», y a continuación exponía los cuatro tipos de «demencia» que en su
opinión gozaban de esta cualidad: la profética, que procede de Apolo; la ritual, pro-
porcionada por Dionysos; la poética, que deriva de las musas, y la erótica, que tiene
su fuente en Afrodita (Platón, Fedro 244a ss.).
Como toda clasificación, tampoco ésta es exacta con total precisión, de manera
que pueden señalarse algunas formas de adivinación que en cierto sentido participan
de uno y otro tipo. Tal es, por ejemplo, el caso del oráculo de Dodona, considerado
como el más antiguo de todos los griegos. Situado en el Épiro, en el país de los molo-
sos, el santuario de Dodona estaba dedicado a Zeus, que probablemente sustituyó a
una divinidad más antigua. Es el único centro oracular específicamente mencionado
en la llíada, donde se habla de las curiosas costumbres de sus sacerdotes, los selloi,
quienes dormían en el suelo y no podían lavarse los pies. Fuentes posteriores hablan,
sin embargo, de tres sacerdotisas que actuaban como medium, las Peleiai («palomas»),
por lo que cabe la posibilidad que al igual que sucedía en Delfos, el servicio del tem-
plo fuese desempeñado por dos colegios, uno masculino y otro femenino. El proce-
dimiento adivinatorio consistía en lo siguiente: el consultante escribía la pregunta
sobre una tablilla de plomo y Zeus respondía mediante el susurro que provocaba el
Yiento al mover las hojas de la encina sagrada y, en un segundo momento, también a
través del ruido que hacían unos calderos de bronce al chocar con ellos unas cadeni-
llas movidas por idéntica causa. Las sacerdotisas se sumían en un estado de éxtasis,
.munciaban lo que les había comunicado la divinidad y cuando recobraban la nor-
malidad, no recordaban nada de lo que habían dicho. Probablemente los sacerdotes
ponían después por escrito, y utilizando un lenguaje un tanto críptico, la interpreta-
ción final del oráculo.
También la oniromancia, o adivinación por los sueños, participa de los dos tipos
reseñados. Esta práctica se basa en la creencia de que los sueños no son causados por
el sujeto, ni tampoco por impresiones externas, sino que obedecen a la influencia di-
'rina. De esta manera, los sueños se convertían en comunicaciones sobrenaturales,
hechas con un lenguaje simbólico, que se hacían inteligibles después de haber sido
mrerpretadas de acuerdo con determinadas reglas. Por ello la oniromancia compren-
de dos operaciones sucesivas, primero la oniroscopia u observación de los signos,
~ aunque sustraída a la voluntad, puede ser facilitada por medios artificiales, y a
continuación la onirocrítica o intepretación de dichos signos. El carácter mágico y

289
adivinatorio de los sueños era ya conocido por Homero (Odisea XIX, 560 ss.) y pos-
teriormente aparecieron diversos santuarios donde se practicaba la oniromancia.
Uno de los más famosos era el del héroe Anfiarao en Oropos (Pausanias 1, 34.5),
donde el devoto, una vez que se purificaba y cumplía los sacrificios de precepto, dor-
mía en el santuario y los sacerdotes interpretaban su sueño. La técnica que se desa-
rrolló a partir de este concepto fue perfeccionándose con el transcurrir del tiempo,
alcanzando un punto culminante con la obra de Artemidoro de Éfeso, quien redactó
un completo tratado en el siglo 11 d.C.
Una variante muy importante de la oniromancia era la adivinación terapéutica o
curación a través del sueño. En el mundo griego esta actividad estaba especialmente
vinculada a Asclepios, convertido como ya veíamos en su momento en dios de la
medicina, y se desarrollaba en sus santuarios, que disponían de unos ambientes muy
particulares: así sucede en Epidauro, donde se conservan las ruinas de un enigmático
edificio redondo y de un amplio pórtico en dos plantas, donde los enfermos dormían
y designado en la epigrafía con los nombres de enkoimeterion y abaton. Los enfermos te-
nían que cumplir unos complejos rituales preparatorios, consistentes en sacrificios y
purificaciones, todo ello con la finalidad de fomentar en el individuo un ambiente
de misticismo y sobrecogimiento propicio al milagro. A continuación pasaban a la
fase de la incubación, en la que tendidos sobre pieles de animales en el pórtico antes
mencionado, dormían con la esperanza de recibir del dios una comunicación que
bien les curara instantáneamente, o bien les transmitiera la terapia adecuada sus ma-
les, para lo cual disponían de la inestimable ayuda de los sacerdotes, verdaderos mé-
dicos dotados de gran experiencia y conocimientos. Los enfermos sanados mostra-
ban su reconocimiento, además de con las ofrendas destinadas al mantenimiento del
culto, con exvotos que representaban el órgano o la parte de su cuerpo donde radica-
ba el mal.
La necromancia es la adivinación a través del espíritu de los muertos. Está muy
vinculada con la oniromancia, pues en muchas ocasiones la respuesta se recibe en
sueños, y de ahí la costumbre de dormir sobre las tumbas para recibir el espíritu del
difunto cuya asistencia se invoca. La necromancia está también muy relacionada con
la magia, pues a veces se requiere la preparación de sustancias y la pronunciación de
sortilegios para que el espíritu se manifieste. La necromancia presupone una creen-
cia en la vida de ultratumba, en la que los difuntos siguen una existencia fantasmagó-
rica, como la que se imaginaban los griegos y así aparece en la Odisea. Aunque este
método adivinatorio no llamó especialmente la atención de los griegos, existían al-
gunos oráculos necrománticos, como el de Ephyra, situado en la Tesprótida, donde
el tirano corintio Periandro conjuró el alma de su esposa muerta (Herodoto V, 92).
Las excavaciones llevadas a cabo en el lugar han puesto al descubierto una estructura
arquitectónica del siglo IV a.C., en la que se han podido identificar baños para las pu-
rificaciones, salas dedicadas a la incubatio y una cripta abovedada que representaba el
mundo de los muertos.
Un oráculo que pertenece asimismo a esta esfera «oscura» de la adivinación es el
que: presidía Trofonio en Lebadea, Beocia. Según el relato de Pausanias (IX, 39), el
jn·oto realizaba un verdadero viaje al mundo subterráneo. Después de experimentar
complejas preparaciones rituales, el consultante era conducido por la noche a una
amara, donde un torbellino de aire le arrastraba por una abertura del tamaño de un
~bre que había en el suelo, conduciéndole a la parte más profunda de la caverna
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Exvoto terapéutico. Atenas. Museo de Historia y Etnología.

291
donde estaba el oráculo. Allí, en el adyton, en medio de visiones y de extrañas voces,
recibía la revelación de Trofonio. Aturdido y bastante indispuesto, el consultante re-
gresaba a la superficie, donde era interrogado por los sacerdotes que redactaban defi-
nitivamente el oráculo.
Las cuevas constituían un lugar muy apropiado para acoger prácticas adivinato-
rias, pues las propias condiciones naturales creaban un ambiente muy propicio, aun-
que no necesariamente tenían que vincularse a la oniromancia o a la invocación a los
difuntos. Especial significación tienen en este contexto los oráculos de Gea, la Tie-
rra, que se retrotraen a una época muy primitiva. En O limpia esta antiquísima divi-
nidad fue sustituida por Zeus, pero la toponimia sacra y la propia tradición mantu-
vieron vivo el recuerdo de la actividad oracular de Gea en esta localidad, como se de-
duce de un texto de Pausanias:

En el llamado Gaion hay un altar de la Tierra; también éste es de ceniza. Según


se dice, en tiempos más antiguos había también aquí un oráculo de la Tierra. En lo
que se llama el Stomion [«la boca (de la cueva)»] se ha levantado el altar de Temis
(V, 14.10).

De igual manera, Gea y su hija Temis fueron expulsadas de Delfos por una divi-
nidad más reciente, en esta ocasión Apolo, quien sustituyó el oráculo de carácter
oniromántico que allí se practicaba. Sin embargo, no sucedió así en todas partes. En
las proximidades de Aigira, en Acaya, existía un santuario a Gea pegado a una cueva;
la sacerdotisa sólo debía haber tenido un marido y se le imponía la abstinencia se-
xual, controlada mediante una ordalía consistente en beber sangre de toro, que se su-
ponía fatal para las que no guardaran la castidad. El método de adivinación consistía·
en que la sacerdotisa penetraba en la cueva, allí era poseída por la divinidad y salía
con la respuesta a la cuestión planteada por el consultante (Pausanias VII, 25.13; Pli-
nio, Historia Natural 28, 14 7).
Pero entre todos los dioses griegos, el que asume un papel más sobresaliente en la
adivinación intuitiva fue indudablemente Apolo, cuyo santuario de Delfos se con-
virtió ya a partir del siglo VIII en el principal centro de culto y de profecía de todo el
mundo griego, incluso con atracción suficiente para convocar en su oráculo a políti-
cos y ciudades extranjeras. Como se acaba de decir, Apolo no fue el primero en insta-
larse en Delfos. Según Esquilo, Apolo llegó pacíficamente a Delfos, donde recibió
como regalo la posesión del oráculo de manos de Febe, quien a su vez la había here-
dado de Temis y ésta de Gea (Euménides 1 ss.). Pero se trata de una versión un tanto
edulcorada, claramente de inspiración proateniense, pues presenta a Apolo reco-
rriendo un itinerario que desde Delos le conduce hasta Delfos pasando por Atenas,
cuyas jóvenes le van abriendo el canüno y civilizando esos territorios. Más antigua es
la versión que aparece de forma sintética en el Himno a Apolo (214 ss.) y más desarro-
llada en Eurípides ( lfigenia en Tauride 124 7 ss. ). En esta última obra, A polo da muerte
a la serpiente monstruosa, Python, que vigilaba el oráculo de Gea, y expulsa a Temis;
Gea se venga enviando sueños proféticos a los hombres, con lo que crea una situa-
ción de angustia que obliga a la intervención de Zeus; éste destierra la oniromancia y
concede la propiedad del santuario a Apolo. Evidentemente la serpiente Python,
uno de los elementos más arcaicos de la leyenda, representa a la Tierra y su muerte
por parte de Apolo la apropiación de un centro oracular.

292
r

La intérprete de Apolo era la Pythia, mujer de edad madura que una vez recluta-
da, se dedicaba de por vida al servicio en el templo. Con anterioridad al rito estricta-
mente oracular, tanto el consultante como la profetisa debían cumplir los ritos pre-
ceptivos. El día fijado, los consultantes se concentraban a la entrada del recinto sa-
cro, entregaban a los sacerdotes el pe/anos, o torta ritual, y sacrificaban una cabra en
honor de Apolo, con lo cual ya estaban listos para, de uno en uno, penetrar en el
templo y plantear directamente su pregunta. Por su parte, la Pythia se purificaba
probablemente mediante un baño en la fuente Castalia, mientras que el templo era
fumigado mediante el humo de las hojas de laurel quemadas sobre el hogar. El acto
adivinatorio tenía lugar en el interior del templo de Apolo, en el adyton, donde se en-
contraba el omphalos, piedra ovoide que simbolizaba el centro del mundo, y junto a él
el laurel sagrado, árbol de Apolo. El suelo tenía en este lugar una abertura que comu-
nicaba con el mundo subterráneo y sobre ella se situaba el trípode con un caldero ta-
pado, que servía de asiento a la Pythia, la cual se presentaba vestida de doncella, sím-
bolo de la pureza con la que tenía que desempeñar su función. La Pythia era asimis-
mo purificada con el humo del laurel, planta que cumplía un papel muy destacado,
pues la sacerdotisa a la vez que masticaba hojas de esta misma planta sostenía en la
mano una rama del árbol; todo ello, unido al agua de la fuente Casotis que bebía,
provocaba el trance.
La Pythia actuaba como medium, de manera que no era ella la que hablaba, sino
el propio Apolo: la sacerdotisa era poseída por la divinidad, se convertía en entheos,
llena de dios, quien se servía de su boca como si fuera la suya propia, y de ahí que sus
palabras, no simpre inteligibles, fuesen dichas en primera persona, nunca en la terce-
ra, cambiando además la voz a un tono ronco característico, si hacemos caso de Plu-
tarco (Cuestiones sobre el banquete 1, 5.2), del enthousiasmos. Mucho se ha discutido sobre
las causas que originaban el éxtasis de la Pythia, pero los resultados no han sido muy
satisfactorios. Las excavaciones arqueológicas han demostrado que la oquedad situa-
da bajo el trípode no buscaba otro efecto que el puramente efectista, puesto que los
estudios geológicos no han encontrado la menor huella de unas emanaciones gaseo-
sas que supuestamente embriagarían a la profetisa. Lo mismo sucede con las hojas de
laurel, de las que se ha demostrado que carecen de cualquier sustancia alucinógena.
Por tanto, y a la vista de estas consideraciones, se cree que la Pythia entraba en trance
por propia sugestión, lo cual es perfectamente explicable desde el terreno de la psico-
logía, aunque no puede descartarse que estas mujeres sufriesen cierto grado de esqui-
zofrenia que les facilitaba ese cambio de personalidad con el cual realizaban su fun-
ción oracular.
Es inevitable plantearse la cuestión, a la vista del inmenso éxito que alcanzó el
oráculo, sobre la veracidad el procedimiento utilizado. En la mayoría de los casos,
como la Pythia hablaba un lenguaje confuso y muchas veces ininteligible, la respues-
ta se entregaba posteriormente, redactada en verso por los sacerdotes del templo, los
llamados prophetes, quienes solían utilizar además un estilo arcaico y con una redac-
ción voluntariamente ambigua. Por tanto, todo sería el producto de una gran mani-
pulación y el éxito del oráculo se debería, por una parte, a una formidable red de in-
formación y, por otra, a la publicación masiva de profecías post eventum, actividad en
la que los sacerdotes más que la Pythia serían los auténticos protagonistas. Cierta-
mente la situación podía prestarse a ello, pero no conviene ser excesivamente radica-
les. Por algunos testimonios se sabe que la Pythia no siempre entraba en trance y que

293
en ocasiones fingía, pero ello no significa que hubiese un engaño generalizado. Tam-
bién se conocen varios casos de soborno, pues dada la importancia del oráculo en la
vida política griega, sus decisiones podían influir decisivamente en la historia inter-
na de las ciudades. Así ocurrió con los reyes de Esparta Cleómenes 1 (Herodoto VI,
66; Pausanias 111, 4.3) y Plistoanax (Tucídides V, 16), quienes indujeron con dinero
a la Pythia para que respondiera en su favor. Sin embargo, el dato significativo está
en que fue la Pythia la directamente afectada, lo que quiere decir que sus palabras po-
dían ser entendidas, con lo que las posibilidades de manipulación por parte de los sa-
cerdotes no eran tan amplias como en principio pudiera creerse, aparte de que tam-
poco existía un interés especial en engañar.
El oráculo de Delfos era, pues, el principal centro profético de todo el mundo
griego y en consecuencia a él acudían gentes procedentes de todas partes, incluso de
países extranjeros. Fue tal la avalancha de devotos que pretendía consultar al dios,
que los sacerdotes trataron de desarrollar un sistema alternativo de adivinación, en-
contrándolo en la cleromancia, recurso al que posteriormente también se vio aboca-
do el santuario de Dodona. La cleromancia está perfectamente atestiguada en Delfos
a comienzos del siglo IV a.C., como lo prueba una inscripción en la que se fijaba lata-
rifa para el pueblo de Skiathos; pero otros indicios conducen a suponer que ya estaba
activa en el siglo VI. Hay que tener en cuenta que en un principio la Pythia sólo esta-
ba preparada para entrar en contacto con la divinidad una vez al año, el día siete del
mes de Bysios, aniversario del nacimiento del dios, coincidiendo con el inicio de sus
fiestas de primavera y la celebración de la epifanía de Apolo. Pero conforme iba cre-
ciendo la importancia del oráculo y el número de sus solicitantes, se amplió el perio-
do de consulta fijándose en una vez al mes, el día 7, a excepción de los tres meses de
invierno, cuando Apolo abandona el santuario; además podían celebrarse consultas
extraordinarias, excepto en aquellos días que el calendario religioso consideraba ne-
fastos. Por el contrario, las consultas clerománticas, que también eran respondidas
por la Pythia, no tenían fechas precisas, sino que debían llevarse a cabo con mucha
frecuencia, salvo naturalmente en los antedichos días nefastos.
Sin duda alguna, la edad arcaica asiste a los momentos más sobresalientes en la
historia del santuario de Delfos. Como veremos en un capítulo sucesivo, Delfos se
convierte en el punto de referencia vital del mundo griego, tanto desde un punto de
vista privado como público. Desde su sitial y con el oráculo como arma invencible,
Apolo dirigía la vida de los griegos, imponiendo sus doctrinas y manteniendo el or-
den establecido. Sin embargo, en la época clásica la situación evolucionó desfavora-
blemente para el santuario, pues si bien su autoridad en cuestiones de moralidad per-
maneció más o menos incólume, respecto a la vida política las circunstancias no
eran las mejores. Primero hay que tener en cuenta la política favorable a los persas
del oráculo en los difíciles tiempos de la revuelta jonia, como perfectamente se com-
prueba en el episodio de los cnidios (Herodoto 1, 174), errores que posteriormente
consiguió enmendar una vez producida la victoria helena frente a Jerjes. Después la
actitud respecto a Atenas, a la que el sacerdocio délfico relegó a un segundo plano,
procurando defender con mayor fuerza las posiciones de su enemiga Esparta. Esta si-
tuación provocó que los atenienses, arrastrando con ellos a otros griegos, dejaran de
consultar a Delfos y, por el contrario, beneficiaran a otros centros oraculares, como
los de Dodona y el de Amón en el oasis egipcio de Siwa, que a partir de estos mo-
mentos experimentan un auge bastante notable, con lo que la primacía délfica atra-

294
vesó periodos de dificultad. Esta pérdida de la independencia política no hizo en de-
finitiva sino vincular a Delfos a la esfera de la potencia dominante, que utilizaba su
enorme pero cada vez menor prestigio con unos fines partidistas.
Es un hecho aceptado que A polo era en Grecia el padre de la adivinación intuiti-
va, de la inspiración profética. La antigua opinión según la cual habría sido Diony-
sos quien proporcionó a Apolo esta cualidad introduciéndola en el santuario de Del-
fos, hace tiempo que se encuentra con graves dificultades. En efecto, Dionysos,
como ya sabemos, ocupaba el templo de Delfos durante los tres meses de invierno en
que Apolo, en una de sus tradicionales desapariciones, se retiraba al país de los Hi-
perbóreos; Dionysos tenía en Delfos su propio servicio sacerdotal, compuesto por
las t~iades y los hosioi, que en algunas fuentes aparecen también colaborando en el
culto de Apolo. Se conoce un templo dedicado a Dionysos, donde se practicaba una
rara mezcla de adivinación terapéutica y profecía inspirada, según lo transmite Pau-
sanias:

Ellos celebran orgías, muy dignas de verse, en honor de Dionysos, pero no hay
ninguna entrada a la capilla ni poseen imagen que pueda verse. Las gentes de Anfi-
clea dicen que este dios es su profeta y el que les socorre en sus enfermedades. Las
enfermedades de los anficleenses y de sus vecinos son curadas por medio del sueño.
Los oráculos del dios son dados por medio del sacerdote, que los formula cuando se
halla bajo la inspiración divina (X, 33.11)

Sin embargo, no parece que en Delfos existiese la menor relación entre el éxtasis
de la Pythia y la locura dionisíaca, como sí sucedía en Anficlea, y además durante los
tres meses de dominio dionisíaco en Delfos, el oráculo no funcionaba. Por el contra-
rio, Apolo aparece siempre vinculado a la profecía y a los profetas inspirados, y sus
santuarios oraculares se extendieron considerablemente por todo el mundo griego.
Al círculo apolíneo pertenecían esos adivinos extáticos que pululaban por todas
las ciudades. La leyenda ha magnificado esta situación, encontrando en la troyana
Casandra, hija de Príamo, a su ejemplo más representativo. Según el mito, Casandra
adquirió sus virtudes proféticas como un regalo de Apolo, quien se las concedió a
cambio de sus favores; pero una vez instruida, Casandra se negó a otorgar su parte
del pacto, por lo que Apolo la condenó a que sus profecías nunca serían creídas, y así
se la representa en la tragedia de Esquilo Agamenón, experimentando el sufrimiento
de tener que profetizar su propia muerte. También las Sibilas se relacionan estrecha-
mente con Apolo, mencionadas ya por Heráclito (fr. 92 Diels) como figuras de un
pasado muy lejano, cuya obra sobrevivía en la forma de oráculos tradicionales, reco-
gidos posteriormente en colecciones.
La fama de Apolo se extendió a la par que sus santuarios oraculares. Se conocen
muchos de ellos, pero de algunos como el de Abae en Focidia o el de Tegira en Beo-
cia, tan sólo el nombre; en Tebas también había uno, llamado de Apolo Ismenio, don-
de según Herodoto (VIII, 134) se consultaba a través del sacrificio. También en te-
rritorio beocio, en el monte Ptoion, junto al lago de Copais y cerca de la ciudad de
.-\crefia, había un oráculo de Apolo, quien suplantó a una divinidad local vinculada
a la Tierra; a tenor del relato de Herodoto (VIII, 135), existía una cueva a la que se
.accedía desde el interior del santuario, allí se encerraba por la noche el sacerdote, be-
bía agua de una fuente y se inspiraba para dar la respuesta a la consulta previa. Otro

295
santuario de estas características se localizaba en Argos y estaba dedicado a Apolo
Pythiaios, término que refleja la influencia délfica. El oráculo funcionaba de la si-
guiente manera: una vez al mes, se ofrece por la noche el sacrificio de un cordero,
cuya sangre es bebida por la sacerdotisa, que por este medio resulta inspirada por la
divinidad.
Al margen de Delfos, los santuarios más famosos de Apolo eran quizá los que se
encontraban en el Asia Menor, aunque en época clásica sufrieron una fase de decan-
dencia para resurgir con gran fuerza en el periodo helenístico. El de Patara, en Licia,
conservaba ciertos rasgos orientales: allí la sacerdotisa dormía en el santuario y era
visitada por la divinidad, que utilizaba su boca para expresarse. Más importantes fue-
ron el de Didima y el de Claros. Este último se decía que había sido fundado por el
mítico adivino Mopso y al igual que el de Delfos, poseía también un omphaios; el me-
dium era aquí un hombre, quien para entrar en contacto con la divinidad, se ence-
rraba en una oscura cueva situada dentro del recinto sacro y bebía el agua de una
fuente subterránea; los restantes sacerdotes recogían entonces las respuestas y se las
entregaban a los devotos. En Didima el culto estaba dirigido por la familia de los
Branquidas. Los consultantes se dirigían primero al llamdo chresmographion, esto es,
una oficina de oráculos donde planteaban su pregunta, y no podían asistir al acto pu-
ramente oracular. Éste se desarrollaba en un pequeño patio situado en el interior del
santuario, donde se encontraban la estatua de Apolo, un laurel y una fuente; en este
ambiente la profetisa, después de estar recluida varios días, respondía a las consultas.

296
CAPÍTULO IV

La religión y la ciudad
joRGE MARTÍNEZ-PINNA

LA RELIGIÓN EN EL ORIGEN DE LA «PÓLIS»

Los antiguos griegos definían la pólis como una comunidad política de hombres
libremente asociados. El sentimiento de pertenencia a un grupo así definido no sólo
se comprendía desde un punto de vista político, como si el ciudadano fuese solamen-
te aquel individuo dotado de unos derechos, con la obligación de cumplir ciertos
deberes y sometido a la misma ley que el conjunto de sus iguales. La solidaridad del gru-
po se manifestaba también desde la perspectiva de la religión, pues entre los mencio-
nados deberes del ciudadano, además de observar el cumplimiento de la ley y obede-
cer las decisiones de sus magistrados, se encontraba asimismo la obligatoriedad de
respetar y participar de la religión de su ciudad. Esta última puede definirse enton-
ces, sin menoscabo de lo anterior, también como una comunidad religiosa, y, en
efecto, es lícito considerar que la comunidad de culto constituyó uno de los criterios
de cohesión más señalado en la unidad interna de la pólis griega ya desde el mismo
momento de su nacimiento.
Estudios recientes sobre el origen de la ciudad en Grecia recuerdan continua-
mente la importancia del factor religioso en el proceso de formación urbana. Con-
temporáneamente a la obra de Homero y de Hesíodo, es decir, al mismo tiempo en
que se están definiendo a través de la tradición épica los puntos cardinales de la reli-
gión griega, la arqueología nos descubre, dentro de sus limitaciones, el surgimiento
de un nuevo concepto en la relación del hombre con lo sagrado. Mientras que en los
siglos x y IX a.C., el número de lugares de culto conocidos es extraordinariamente re-
ducido, el siglo vm asiste a una multiplicación muy notable de los mismos, que aho-
ra se distribuyen por todas las áreas de la civilización griega clásica. En la gran mayo-

297
ría de los casos no se documentan restos de culto anterior y su existencia viene de-
nunciada por los depósitos votivos, esto es, unas fosas donde se acumulaban las
ofrendas que depositaban los fieles. La evolución que experimentan es muy signifi-
cativa, pues en un principio estas últimas consistían sobre todo en cerámicas y pe-
queñas figuras en terracota, pero inmediatamente su riqueza se incrementa con la
aportación de objetos metálicos. Este hecho en sí mismo no indicaría gran cosa si no
fuera porque se presenta acompañado de otro fenómeno bastante singular, a saber, el
empobrecimiento paralelo de las tumbas en lo que se refiere a la presencia del metal.
Se trata por lo general de objetos de adorno personal, como ciertos tipos de fíbulas o
prendedores, y calderones y cuencos de bronce, que aparecen con mucha frecuencia
en los enterramientos aristocráticos de finales del siglo IX y comienzos del siguiente,
pero que ahora pierden su originario carácter funcional para convertirse estricta-
mente en votivos, por lo que su utilización queda limitada a los depósitos sacros en
los lugares de culto. Un detalle muy significativo al respecto es el notable tamaño de
tales objetos (algunas fíbulas alcanzan los 80 centímetros de longitud) y su compleji-
dad decorativa, aspectos que denotan claramente su ausencia de funcionalidad y que
por el contrario se han convertido en magníficos dones de ofrenda a los dioses. No
muy diferente es la situación con respecto a las armas, uno de los elementos más re-
presentativos en las tumbas aristocráticas, que mejor expresan el prestigio y el papel
que el noble desempeña en la sociedad, y que a finales del siglo VIII a.C. comienzan a
ausentarse en el ajuar funerario y a convertirse en objeto votivo.
Este desplazamiento de la riqueza desde la tumba hacia el santuario es un fenó-
meno altamente representativo de los nuevos tiempos. No se trata de admitir, como
es lógico, que la aristocracia renuncie a manifestar su superioridad en el campo fune-
rario, pues esta última continúa haciéndose patente a través de la expresión arquitec-
tónica de la tumba y sobre todo de la complejidad que va adquiriendo el culto a los
muertos, como veíamos en un capítulo anterior. Lo que sucede es que parte de la ri-
queza se sustrae al entorno individual o familiar y se destina a una utilización pública
a través del santuario, lo que indica un cambio muy significativo en la mentalidad de
la aristocracia, integrada ahora en el seno de una comunidad muy alejada de lo que
representaba el oikos homérico, y en definitiva en la relación del hombre con lo sa-
grado y en su propio comportamiento religioso. El santuario no es expresión de una
religiosidad familiar y muchísimo menos individual, como era lo común en los si-
glos oscuros, sino que por el contrario refleja un sentimiento colectivo. Con otras
palabras, en estos momentos avanzados el siglo VIII a.C. asistimos al surgimiento de
una comunidad religiosa que gira alrededor del santuario, manifestación en el cam-
po religioso de la propia definición de la pólis como comunidad política.
En consecuencia con todo lo anterior, lógicamente se plantea la cuestión de los
primeros santuarios, también una creación del siglo VIII. Aunque Homero es con-
temporáneo de todos estos acontecimientos, y su papel como uno de los <<fundado-
res» de la religión oficial griega es fundamental, como ya hemos comprobado, en sus
poemas se trasluce, de acuerdo con la composición épica, una clara manifestación de
arcaísmo, una tendencia a reflejar un tiempo pasado, heroico, y, por tanto, algunas
escenas rituales que describe hacen referencia a la etapa «oscura» inmediatamente
anterior. Así sucede, por ejemplo, respecto a los lugares de culto. Si bien en alguna
ocasión Homero parece conocer la existencia del templo, como en la descripción de
la ciudad de los feacios que Nausicaa transmite a Odiseo (Odisea VI, 162 ss.) o en al-

298
gunos pasajes sobre la ciudad de Troya, el universo ritual en que se mueven sus per-
sonajes se caracteriza por una cierta indeterminación espacial, sin una separación
neta entre espacio sagrado y espacio profano. Los lugares sacros más corrientes en el
mundo homérico son los bosques ( alsos), y en general aquellas otras áreas donde pue-
de manifestarse la divinidad, según hemos tenido ocasión de comprobar en un capí-
tulo anterior. Pero no nos encontramos ante un espacio sagrado perfectamente defi-
nido, institucionalizado como tal. Así se observa con total claridad en el famoso sa-
crificio en honor de Poseidón celebrado a instancias de Néstor, rey de Pilos, donde
todo el ritual se desarrolla en la playa, sin realizar previamente ninguna operación de
delimitación espacial, donde sólo la inmediata vecindad del mar, dominio de la divi-
nidad a la que se dirige el sacrificio, confiere cierta validez religiosa (Odisea III, 1 ss. ).
Muchos de estos emplazamientos sacros permanecieron tal cual a lo largo de
toda la Antigüedad, con su carácter «salvaje» y poco diferenciado respecto a su entor-
no, reducto de una religiosidad generalmente local. Pero los lugares dedicados a los
grandes dioses y con manifestaciones de culto colectivo experimentan a lo largo del
siglo VIII una notable evolución, definiéndose entonces el santuario dotado de esos
tres elementos fundamentales que destacábamos en el capítulo anterior: témenos, al-
tar y templo. El primer testimonio disponible que anuncia estas novedades es un si-
mulacro en terracota, datado a comienzos del siglo VIII y procedente del recinto sa-
cro de Hera en Perachora, cerca de Corinto. El modelo reproduce un pequeño edifi-
cio de madera y adobe, cuya presencia se documenta asimismo en otros lugares, hasta
que en el último tercio de ese mismo siglo se impuso la estructura canónica del tem-
plo griego, de planta rectangular, heredera de la arquitectura doméstica.
La aparición del santuario significa entonces una modificación sensible en la
percepción del espacio, definiendo por vez primera unos ámbitos estrictamente sa-
grados con una clara separación respecto al universo profano. Pero al mismo tiem-
po, y retomando las ideas expresadas hace un momento, el hecho es también indica-
tivo de un profundo cambio de mentalidad, así como de la existencia de un nuevo
concepto de comunidad, dotada de la suficiente organización interna para movilizar
los recursos económicos necesarios y con la capacidad para materializar el senti-
miento de religiosidad colectivo que subyace en todo este fenómeno. Como se ha lle-
gado a decir, la aparición de estos santuarios se identifica al «acta de nacimiento» de
la pólis. La religión ciudadana que surge entonces se refleja por una parte, y en lo que
se: refiere a este mismo ámbito de los santuarios, en la institución de una divinidad
poliada, es decir, aquella que se convierte en protectora de toda la comunidad y cuyo
templo se alza en un lugar destacado, por lo general la acrópolis, en el interior del re-
cinto urbano. Este elemento posee una enorme importancia, pues significa el reco-
nocimiento por parte de una comunidad organizada de una religiosidad que se sitúa
por encima de las creencias y prácticas cultuales de naturaleza restrictiva, propias de
un grupo reducido o de una familia, que sin dejar de existir, pasan a un segundo pla-
no por detrás del interés religioso colectivo. Pero no sólo hay que considerar la divi-
mdad poliada, sino que asimismo otros dioses son integrados en la estructura ciuda-
cbna, porque la función que representan es imprescindible para la supervivencia de
esta última. De acuerdo con este principio, los santuarios suburbanos y extraurba-
aos, con su condición de escenario de cultos agrarios, curotróficos o apotropaicos,
forman desde sus mismos orígenes parte integrante del universo religioso de la pólis.
Por ello no debe sorprender que la arqueologia demuestre la contemporaneidad ori-

299
ginaria de los templos situados fuera y dentro de la ciudad, pues tanto unos como
otros participan de un mismo sistema. Atenea en su papel de principal ocupante de
la acrópolis, y Hera, Apolo y Artemis como señores del entorno rural -aunque
como ya sabemos las localizaciones no siempre son precisas-, son las divinidades
más favorecidas en los primeros pasos de la arquitectura religiosa.
La importancia de la religión en el nacimiento de la póiis se extiende a otro ámbi-
to también de gran significación, el culto a los héroes, donde se manifiesta a varios
niveles. La institución del culto heroico, siempre en torno a una tumba, tiene lugar
tanto en ambientes urbanos como en rurales. Los primeros se identifican por lo ge-
neral a aquellos que se celebran en honor del fundador de la ciudad, bien fuese un
personaje mítico o real, aunque también a determinados individuos cuya actuación
se considera de gran trascendencia para el bienestar de la comunidad, según tuvimos
ocasión de ver en su momento. Estos cultos heroicos constituyen una expresión reli-
giosa del espíritu aristocrático y tratan de establecer un vínculo entre el presente de
la ciudad recién creada y el pasado dominado por los héroes. Estos últimos son con-
siderados como los antepasados de los nobles, quienes, por tanto, se convierten en
imprescindibles intermediarios de tal relación y justifican de esta forma su privile-
giada situación de poder. Así se expone con total claridad en una antigua tradición
recogida por Pausanias a propósito de la ciudad de Mégara:

Los megarenses tienen sepulcros en su ciudad: uno se construyó para los que
murieron cuando la invasión de los medos y el otro, llamado Esimnio, era también
una tumba de los héroes. Muerto Hiperión, hijo de Agamenón y el último que reinó
en Mégara, a manos de Sandión a causa de su avaricia y soberbia, los megarenses de-
cidieron no ser gobernados durante más tiempo por un solo rey, sino tener arcontes
elegibles y obedecer alternativamente unos a otros. Entonces Esimnio, considerado
el de mayor dignidad entre los megarenses, se dirigió al dios de Delfos y le consultó
sohre cómo vivirían mejor. Entre otras cosas, el dios le respondió que los megaren-
ses irían hien siempre que decidieran con la mayoría. Creyendo que este oráculo se
dirigía a los muertos, construyeron el bouleuterion allí donde el sepulcro de sus héroes
pudiera estar dentro de este edificio (I, 43.3)

El bouieuterion es el edificio sede del consejo de la ciudad, órgano político que re-
presenta a la clase dirigente y, por tanto, eminentemente aristocrático en la póiis ar-
caica. Lo que se pretende entonces es justificar las decisiones del gobierno, ocupado
por los nobles, desde una perspectiva religiosa y mítica, puesto que los héroes actúan
como protectores de la ciudad, estableciéndose una continuidad entre estos últimos y
los actuales gobernantes. El mismo Homero no desconocía este principio, según se
observa en unos versos de la llíada cuando Héctor reúne al consejo de la ciudad junto
a la tumba de llo, el fundador de Troya (X, 414 s.).
La mayoría de estos héroes son personajes míticos de ámbito local, dotados de
cierto carácter «civilizadon> que es lo que les otorga su eficacia. Tal es el caso del
mencionado Ilo, de Teseo respecto a Atenas, Acteón en Platea, Aras en Fliunte, Da-
naos en Argos, Adrasto en Sicione, etc. Sin embargo, algunos fueron figuras históri-
cas. El caso más representativo entre estas últimas lo constituye el fundador de una
colonia, el oileistes. Se trata de un noble a quien la ciudad designa como guía de la ex-
pedición colonial, con la misión de fundar un nuevo establecimiento que desde un
primer momento adquiere rango de pófis. La función del fundador es muy completa,

300
pues no sólo se limita a una fundación urbanística sino que ésta se amplía a todos los
ámbitos posibles: debe delimitar los espacios, distribuir la tierra entre los colonos,
proporcionarles leyes para que puedan gobernarse e instituir los primeros cultos pú-
blicos, normalmente a imitación de los de la metrópoli. Casi como regla general, el
fundador experimentaba después de su muerte un proceso de heroicización, de ma-
nera que en torno a su tumba se creaba un culto heroico. Con este hecho, los colonos
reconocían la acción trascendente que el difunto había realizado y su interés para
que siempre residiera entre ellos, actuando continuamente desde su tumba como
guía y protector de la ciudad. La colonia no es sino una repetición de la metrópoli y,
por tanto, necesita también estos espíritus protectores. Por su condición de creación
ex nihilo, la colonia carece de tradiciones y de un pasado mítico y heroico, por lo que
el fundador viene a cubrir este vacío, habida cuenta además que él representa tam-
bién un eslabón con los héroes de la metrópoli.
También la arqueología nos enseña la existencia de cultos heroicos rendidos a
personajes históricos en el mundo griego propiamente dicho. El ejemplo mejor co-
nocido se localiza en Eretria, en la isla de Eubea. Según los datos proporcionados
por las excavaciones, esta ciudad parece que se formó a lo largo de la segunda mitad
del siglo VIII a partir de tres núcleos de población, cuya unión definitiva se selló con
la construcción de una muralla hacia el año 680 a.C. En las proximidades de uno de
estos núcleos, en torno al año 720, se inicia el desarrollo de una pequeña necrópolis,
quizá de carácter familiar, que gira alrededor de una tumba principesca, cuyo ritual
de enterramiento recuerda muy de cerca el empleado en los poemas homéricos. La
fijación definitiva de los límites de la ciudad con la construcción de los muros, afectó
directamente a la necrópolis, que quedó englobada en el interior del circuito amura-
llado, en vecindad a una de sus puertas, y a partir de entonces cesan los enterramien-
tos. El área funeraria es remodelada y monumentalizada, proceso que culmina a fi-
nales el siglo VIl con la edificación de un templete: el lugar se ha convertido entonces
en un centro de culto, en un heróon, donde se honraba la memoria de ese gran perso-
naje enterrado en la tumba principesca y que ahora se ha convertido en un héroe. Al-
gunos autores modernos lo identifican con el último rey eretrio; quizá no sea necesa-
rio ir tan lejos en esta interpretación, pero en todo caso se trataría con absoluta segu-
ridad de un personaje importante a quien sus conciudadanos reconocerían un desta-
cado protagonismo en el nacimiento de Eretria.
El culto a los héroes en el siglo VIII a.C. presenta todavía algunas otras facetas de
enorme interés, siempre en relación al origen de la pólis. Según se ha observado re-
cientemente, a partir de los años centrales de este siglo VIII numerosas tumbas micé-
nicas o incluso anteriores, descubiertas entonces por casualidad o que simplemente
habían pasado inadvertidas, reciben ofrendas y se convierten en centros de culto.
Los griegos del momento desconocían como es lógico la identidad real de los ocu-
pantes de dichas tumbas, y tampoco hubo una preocupación excesiva por identifi-
carlos con los grandes héroes de la mitología, pues en líneas generales el fenómeno
no rebasó el ámbito local. Lo que sí se produjo fue una concesión de identidad heroi-
ca, pero acudiendo al limitado patrimonio mítico de la localidad o incluso de grupos
sociales más restringidos. Además se ha podido comprobar que este culto heroico se
desconoce en tres importantes regiones de Grecia, a saber: Laconia, Creta y Tesalia,
donde ya a finales del siglo VIII la tierra no estaba repartida entre el campesinado li-
bre, sino que mayoritariamente era trabajada por siervos u otro tipo de dependientes

301
(ilotas, penestes, etc.). El hecho sólo tiene una interpretación posible, esto es, se tra-
taría de justificar la ocupación del suelo mediante el establecimiento de un vínculo
sagrado con sus antiguos habitantes, los posesores de las tumbas. Este fenómeno se
encuentra íntimamente vinculado con los cambios económicos que acompañan al
nacimiento de la ciudad, consistentes en una revalorización de las actividades agra-
rias en detrimento de la ganadería, dominante en el mundo homérico inmediata-
mente anterior. El predominio de la agricultura exige un nuevo concepto de la ocu-
pación de la tierra, cuya propiedad pasa a ser mayoritariamente privada, proceso en
el que la invocación la héroe local, con el cual se establece un vínculo, se convierte
en inmejorable garantía. La transformación de una sepultura en lugar de culto es
símbolo de apropiación religiosa del suelo, y, por tanto, también civil e incluso polí-
tica. En este sentido, no deja de ser representativo el que este principio se elevase con
posterioridad a rango público, sirviendo de excusa para la conquista y ocupación de
un territorio por parte de una ciudad. Así se desprende, entre otros ejemplos, de la
actuación del ateniense Cimón, quien invocando la tradición según la cual Teeo mu-
rió en Skyros, invadió estas islas para buscar los restos del héroe fundador de Atenas,
lo que creyó conseguir al encontrarse una sepultura con un esqueleto de grandes por-
porciones que inmediatamente fue identificado como perteneciente a Teseo (Plutar-
co, Cimón VIII, 3-6).

LA RELIGIOSIDAD CIUDADANA

A partir de los elementos anteriores, de la definición de una divinidad paliada,


de la integración de antiguos rituales agrarios y curotróficos, de la acuñación del cul-
to heroico, la ciudad va creando poco a poco un sistema religioso propio, que utiliza
como instrumento aglutinador frente a las tendencias centrífugas heredadas de las
condiciones históricas anteriores. La religión de la ciudad se constituye tomando
como punto de partida las experiencias religiosas de los grupos parentales aristocrá-
ticos y de los cultos locales, que se vieron privados de sus limitadas características
originarias elevándose al rango ciudadano. En el mejor de los casos, la familia pudo
conservar tan sólo la dirección de determinados aspectos del culto, según veíamos en
su momento a propósito de los sacerdocios hereditarios. Al final del proceso, reli-
gión y Estado se funden en un mismo cuerpo, y, por tanto, la vida religiosa pasa a ser
una de las diferentes expresiones que pueden definir la pólis, como comprobábamos
hace unos instantes.
Así pues, la religión es en la ciudad un asunto de todos, de la comunidad como
tal grupo organizado, deduciéndose de aquí importantes consecuencias para una per-
fecta comprensión de la civilización griega. Todas las cuestiones relativas a la vida
religiosa de la pólis eran discutidas y decididas en la asamblea popular, o en todo caso
en aquel órgano que se cree depositario de la soberanía, como pudiera ser el consejo
de la ciudad. En ninguna forma tales cuestiones se pueden tratar al margen de la pólis,
por una institución completamente autónoma y con facultad decisoria sobre este
ámbito, como sucede en otras muchas religiones incluidas el cristianismo y el isla-
mismo. Y por idéntica razón, también es impensable la existencia en la ciudad griega
de una casta sacerdotal. El encargado supremo de los asuntos religiosos no es otro
que aquel que asimismo tiene a su cuidado los asuntos civiles, cuyo poder procede no

302
¡
de la divinidad, sino por delegación del órgano soberano que le ha designado, al

l
igual que cualquier otro magistrado, principio que se aplica de la misma manera a los
sacerdocios hereditarios. Por tanto, a la larga resulta inevitable que la religión se
convierta en un instrumento de poder, observación que frecuentemente se plantea
en los espíritus más críticos de la época clásica: una obra satírica, perteneciente a un
autor desconocido del siglo v a.C., llegaba a afirmar que los dioses fueron inventados
por un hábil político con el objetivo de hacer cumplir unas leyes que de otra manera
serían ineficaces. Y en efecto, el recurso de la religión constituye una continua ma-
niobra política en los conflictos interestatales, en las luchas civiles entre facciones,
en el mantenimiento de un determinado orden, etc.
Como partícipe de una comunidad ciudadana, el individuo se encuentra también
indisolublemente unido a la religión de su ciudad. No existe una libertad individual
para la elección de los dioses, sino que se nace con estos últimos, de forma que por el
simple hecho de haber visto la luz en una pólis en concreto, el ciudadano está obliga-
do a celebrar los cultos de esa ciudad. Hay que tener en cuenta que la religión consi-
guió imponer en la ciudad un orden moral, por lo que su práctica se convierte en
norma de actuación para los ciudadanos. Este principio se encontraba profunda-
mente enraizado en el concepto mismo de pólis, y por ello el Estado, la comunidad,
podía mostrarse sorprendentemente duro e intransigente cuando un acontecimiento
era susceptible de alterar el normal desarrollo de la vida religiosa y de las relaciones
con la divinidad. Un pecado de impiedad para con los dioses (asebeia) tenía la cualifi-
cación de crimen cívico, pues en virtud del principio de solidaridad que existe entre
los ciudadanos, podía comprometer a toda la comunidad. El ejemplo más conocido
al respecto es quizá el episodio protagonizado directamente por Megacles, quien ha-
cia el año 631 a.C., siendo arconte de Atenas, fue responsable de la muerte de los par-
tidarios de su enemigo político Cilón, que se habían refugiado en el lugar sacro del
recinto de Atenea sobre la acrópolis. La responsabilidad del sacrilegio no sólo fue
achacada a Megacles, sino también a toda su familia, los Alcmeónidas, que colectiva-
mente fueron castigados con el exilio según la sentencia de un tribunal compue.sto
por trescientos nobles. Pero también la ciudad se vio afectada y como medida de ex-
piación se decretó la construcción del Kyloneion, así como la intervención del sacer-
dote purificador Epiménides (Herodoto V, 71; Tucídides 1, 126; Plutarco, Solón 12).
Los crímenes de impiedad eran considerados entre los delitos más terribles y su re-
presión daba lugar a graves muestras de intolerancia, aplicándose sobre los culpables
una legislación de extraordinaria severidad. Demóstenes hizo condenar a una mujer,
.arrastrando en el castigo a toda su familia, por prácticas de magia y brujería, aunque
sin duda el caso más sorprendente fue el del filósofo ateniense Sócrates, quien en el
mo 399 a.C., ciertamente en momentos de difícil restauración democrática tras la
derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, fue condenado a la pena máxima bajo
b acusación de impiedad hacia los dioses de la ciudad y promover, por el contrario,
d culto a nuevas divinidades.
La religiosidad ciudadana es colectiva, no individual, y, por tanto, una de las
rondiciones fundamentales de pertenencia al grupo se identifica con la participación
en sus cultos. Esta obligación se manifiesta a tres niveles, precisamente en todos
aquellos a través de los cuales se produce la integración social del individuo (familia,
iratría, ciudad). Las prácticas religiosas acompañaban la vida del ciudadano práctica-
mente desde el mismo momento de su nacimiento. En el quinto día de su vida, el

303
niño era llevado en brazos por su padre en una carrera alrededor del hogar de su casa,
donde a continuación se celebraba un sacrificio: se trata de la fiesta familiar de las
Amphidromia, en la cual se aceptaba plenamente en el grupo al recién nacido.
A partir de entonces era obligatorio participar en los rituales de la casa, dirigidos siem-
pre por el padre como jefe del grupo familiar, y en su caso también en los del génos,
asociación parental de carácter superior limitada a la aristocracia. Tales operaciones
sacras comprendían, entre otras cosas, pequeñas ofrendas de las primicias antes de
las comidas y diversos sacrificios y libaciones sobre el hogar cumplidos por el padre
de familia. En todas estas acciones el mencionado hogar ( hestia) es el centro princi-
pal, cuyo fuego debe mantenerse continuamente vivo; sólo una grave crisis familiar
provocada por la muerte de uno de sus miembros justifica la extinción del fuego.
Pero además, también la tumba de los antepasados muertos se alza como centro de
culto de la familia, donde sus componentes se reunían para celebrar en días señala-
dos los ritos pertinentes al culto funerario, según veíamos en su momento. Zeus, en
sus epíclesis Ktésios y Herkeios, es la divinidad más importante protectora de la casa y
de sus habitantes. Zeus Herkeios tenía en origen un altar en el patio de la casa, a la que
defendía contra las fieras y los ladrones; su importancia se mantuvo en épocas poste-
riores y cada ciudadano debía demostrar que le rendía culto, prueba de su considera-
ción como símbolo de la familia. Zeus Ktésios aparece como el guardián de la riqueza
y presenta diferentes rasgos ctónicos, como estar representado por una serpiente y te-
ner un altar bajo, propio de las divinidades infernales. Junto a Zeus, también son
mencionados Apolo Agieos, Hécate y Heracles, cuyo nombre se inscribía sobre la
puerta para evitar la entrada de cualquier ser maligno.
En cierto sentido, la ciudad era considerada como una gran familia, de manera
que los cultos que esta última celebraba a título privado, se reproducían a nivel gene-
ral dentro del ámbito ciudadano. Así, existía un culto público dirigido a Hestia, divi-
nidad que encarnaba el hogar comunal, como se recordará de un capítulo anterior, y,
por tanto, su fuego debía arder permanentemente, bien en el templo de la diosa o
bien en el pritaneo, como sucedía en Atenas: de esta forma se vinculaba directamen-
te la función política que albergaba este edificio con la protección religiosa dispensa-
da por Hestia. También el Zeus doméstico tenía su correspondiente entre las divini-
dades cívicas. En este círculo existía asimismo un Zeus Herkeios, cuyo altar en Atenas
se levantaba en la acrópolis, junto al olivo sagrado, mientras que el Zeus Ktésios se pa-
rangona al Zeus Melichios, que de igual manera estaba representado por una serpiente
y era divinidad ctónica, aunque inmediatamente se convirtió en dispensador de ri-
quezas. Por último se destaca también el protagonismo de Apolo, que en su epíclesis
de Patroos llegó a representar a los dioses ancestrales y en cuyo honor se levantó un
templo en el ágora ateniense.
El segundo nivel de importancia en la vida del ciudadano está constituido por la
fratría. Institución de antiquísimo y no bien conocido origen, la fratría se convirtió
en el seno de la estructura ciudadana en el órgano que controlaba el acceso a la pleni-
tud de los derechos cívicos, de manera que el disfrute de estos últimos estaba insepa-
rablemente unido a la pertenencia a una fratría. En un principio esta institución apa-
rece reservada a los miembros de la clase aristocrática, quienes la utilizaban para
reafirmar su monopolio de poder utilizando asimismo el argumento religioso. La evo-
lución socio-política de la ciudad griega, impulsada por una tendencia isonómica ha-
cia formas más igualitarias propició la creación, al menos en Atenas, de unas asocia-

304
ciones de culto cuyos integrantes, llamados orgeones, no pertenecían a la nobleza, pero
que utilizaron esta vía como medio de alcanzar la igualdad jurídica, hasta llegado el
momento, posiblemente a comienzos del siglo VI a.C., en que tales asociaciones prác-
ticamente se identificaron con las fratrías. Cuando el niño cumplía un año de edad,
era obligación del padre inscribirle en el registro de la fratría correspondiente, mo-
mento que debía ir acompañado de un sacrificio llamado «menon>. Esta ceremonia
se repetía dos años más tarde, durante el tercer día de la festividad de las Apatouria,
en la que un sacrificio de mayor rango sancionaba la admisión oficial en la fratría del
nuevo miembro. Las Apatouria era una fiesta que se celebraba en todas las ciudades
jónicas, dedicadas a Zeus Fratrios y a Atenea Apatouria y con la participación conjunta
de todas las fratrías, auténticas protagonistas del acontecimiento. En ambientes dóri-
cos, las Apellai cumplían idéntica función. Las fratrías desempeñaban también una
destacada función en algunas ceremonias de paso, y así cuando el niño dejaba de ser-
lo y entraba en la pubertad (dieciséis años en Atenas), ofrecía su cabellera a los dioses
durante ese tercer día de las Apatouria, que en razón de este hecho recibía el nombre
de Coureotis (la ofrenda del cabello se llamaba coureion ); de igual forma, el recién casa-
do debía ofrecer un sacrificio (gamela) a los dioses de la fratría y presentar en ella a su
esposa.
Los rituales de iniciación interpretan un papel muy señalado en la religión ciuda-
dana. Su objetivo no es otro que sancionar, tras un adoctrinamiento previo, el paso
de un individuo de una situación a otra o bien su entrada en el seno de un grupo de-
terminado. Este tipo de ritual es muy antiguo, sobre todo aquellas modalidades con-
cretas que hacen referencia a las clases de edad, esto es, a las diferentes fases que a lo
largo de la vida atraviesan tanto el hombre como la mujer, cambios que vienen san-
cionados mediante el cumplimiento de los antedichos ritos. En algunas regiones de
Grecia, especialmente en las más retrasadas, los ritos de iniciación conservaban cier-
tos elementos «salvajes», más propios de una época prehistórica: en Arcadia, por
ejemplo, todavía en el siglo IV a.C. se celebraba un ritual que implicaba sacrificios
humanos y fenómenos de licantropía. Sin embargo, la ciudad eliminó por lo general
tales aspectos primitivos, relegándolos a la esfera del mito, y conservó la esencia del
ritual, pero adaptándolo a sus criterios institucionales básicos. Quizá la característica
más destacada de estos ritos sea la marginación temporal a que se ve sometido el neó-
tlto, esto es, una separación de su entorno social cotidiano y su inclusión en un am-
biente más apropiado para la instrucción, donde se le darán a conocer los secretos de
la etapa en la que se va a introducir.
La iniciación masculina alcanza su punto culminante en los llamados rituales de
eiebía, cuando el muchacho se convierte en hombre mediante la capacitación para la
función militar, y con ella consigue asimismo la plena integración civil y religiosa.
En Esparta el ritual de efebía más importante se transformó en la agoge, el sistema de
educación estatal cuya institución era atribuida por la tradición al legislador Licur-
go, legendario creador de la constitución lacedemonia. La educación ciudadana
comprendía desde los siete hasta los veinte años, distribuyéndose los afectados en
t:cs grupos según la edad; su objetivo era sobre todo de naturaleza militar, por lo que
~geradamente se la ha comparado con ciertas organizaciones contemporáneas de
corte totalitario, como la «Hitlerjugend». Aunque conservaba algunos rasgos de épo-
as primitivas, como la krypteia, momento en el cual se produce la marginación del
neótlto, la agoge perdió la mayor parte de su sentido religioso y se institucionalizó,

305
convirtiéndose en un instrumento de control social dirigido por los éforos. Pero
otros rituales sí conservaron mejor su primitivo significado, permaneciendo más en-
raizados en la vida religiosa. Así, los que se realizaban en honor de Artemis Orthia,
que comprendían un periodo de reclusión en el campo y un combate ritual entre dos
grupos de jóvenes en el que no estaba ausente cierta manifestación de crueldad. En-
frentamientos similares, pero sin derramamiento de sangre, tenían lugar con ocasión
de las Gymnopaidaia, englobadas en la gran festividad de las Karneia dedicadas a
A polo, y también en el bosque llamado Platanistai, ceremonia en la que participaban
Heracles y Ares Etryalios (Pausanias III, 14.8-10).
En Atenas el panorama es muy parecido, según se puede observar por la institu-
ción de la ephebeia, en muchos aspectos no muy diferente a la agoge espartana. Como
acabamos de comprobar, la iniciación ateniense se inicia con la entrada en la fratría
y la ofrenda del cabello. A continuación se desarrolla una etapa en la que durante dos
años, el joven se convierte en un peripolos, esto es, que separado de su familia y margi-
nado de la ciudad, vive en las regiones fronterizas recibiendo un entrenamiento mili-
tar, a cuyo término pasa a ser un hoplita, es decir: un combatiente regular. También
en Atenas se conservaron otros rituales sobre este mismo concepto. En la festividad
de las Oscoforias se conmemoraba el regreso de Teseo tras haber dado muerte al Mi-
notauro, en otras palabras, después de haber superado con éxito su propio rito iniciá-
tico. Entre otras operaciones rituales, se celebraba una procesión hasta el santuario
de Atenea Scira en Falero, uno de los puertos de Atenas, cuyo protagonismo corres-
pondía a dos muchachos vestidos con ropas femeninas; también tenía lugar una ca-
rrera entre efebos, que competían por grupos pertenecientes a las distintas tribus.
Todos estos rituales griegos de efebía descansaban en una serie de antítesis, siendo la
principal la definida por los conceptos opuestos de virilidad y feminidad, razón por
la cual las manifestaciones de travestismo son tan frecuentes, situación que se repite
en las ceremonias matrimoniales, otro de los ritos de paso más importantes en la
vida del individuo. Como se recordará, una fase de apariencia femenina era también
característica en la leyenda de algunos héroes.
Las mujeres experimentaban asimismo a lo largo de su vida diversos rituales ini-
ciáticos, cuya esencia religiosa se conservó con los tiempos. Si nos ceñimos a la situa-
ción ateniense, por otra parte la mejor conocida, un buen resumen de este universo
lo proporcionan los siguientes versos de Aristófanes, que el poeta pone en boca del
coro:

A los siete años yo era arréfora, a los diez molía el grano para nuestra patrona;
después, vestida con la túnica de azafrán, fui osa en las Brauronia. Por último, al
convertirme en mayor fui canéfora y llevaba un collar de higos secos ( Lisístrata 641
y ss.).

El primero de estos ritos hace referencia a una de las más singulares festividades
atenienses, las Arrephoria, cuando unas niñas de edad comprendida entre los siete y
los once años, tras haber pasado un año entero recluidas en el templo de Atenea so-
bre la acrópolis tejiendo el peplo que había de ofrecerse a la diosa durante las Panate-
neas, tenían que superar una prueba que sin duda alguna les causaría no poco temor.
Según Pausanias (I, 27.3), habiendo caído ya la noche, la sacerdotisa de Atenea les
entregaba unas cestas, cuyo contenido no debían mirar, para que a través de un con-

306
dueto subterráneo, las llevasen hasta el santuario de Afrodita, llamado de los Jardi-
nes, situado a los pies de la acrópolis; allí les cambiaban las cestas y de la misma for-
ma tan misteriosa, las niñas andaban de nuevo el camino pero esta vez en sentido
contrario. Las investigaciones arqueológicas han descubierto en la vertiente septen-
trional de la acrópolis una escalera excavada en la roca que, construida en la época
micénica, conducía a una fuente subterránea que suministraba agua a la fortaleza, lo
que se ha identificado con el recorrido que debían realizar las arréforas. Se desconoce
por completo lo que contenían las cestas, aunque quizá el hecho más destacado estu-
viera en contener la curiosidad de las niñas, como parece deducirse del mito de Ate-
nea y Aglauro con el cual se relaciona esta festividad. Lo que sí está claro es que se
trata de un rito de paso, cumplido por algunas niñas atenienses en un momento cru-
cial de su vida representando a toda su generación. Otro momento al que se refiere
Aristófanes es el ritual celebrado en honor de Artemis Brauronia. La diosa exigía
que algunas jóvenes, que asimismo actuaban en representación de todo el grupo de
edad, se recluyeran durante cierto tiempo para dedicarse a su servicio, conmemoran-
do el mito de Calisto, ninfa que perdió su virginidad y en castigo fue convertida en
osa por Artemis. El rito tiene aquí un claro significado de iniciación a la maternidad,
como veíamos al hablar de la personalidad de esta diosa. Las doncellas se disfrazaban
como si fueran osas o simplemente danzaban el «paso de la osa» y, tras la asistencia a
los sacrificios pertinentes, se consideraban religiosamente preparadas para el matri-
momo.

LA FIESTA

La fiesta constituye la expresión más elevada de la religiosidad ciudadana. Se tra-


ta de aquel momento culminante en el que todos los miembros de la comunidad se
reúnen para celebrar un homenaje colectivo a sus dioses, a quienes deben reconocer
las importantes funciones que cumplen en aras de la supervivencia de la ciudad. To-
dos aquellos religiosamente preparados para asistir a esta convocatoria participan in-
tensamente en la misma, e incluso disputan por ocupar un puesto destacado. Esta
competencia por alcanzar un mayor prestigio se extiende también a la propia ciudad
en referencia a otras poleis, de manera que, rompiendo la exclusividad que subyace en
su propio concepto, acepta e incluso promueve la participación de elementos extran-
jeros con la secreta intención de convertir un acto, que en principio es meramente
local, en una festividad de rago pan helénico. Con vistas a estos fines, la clase dirigen-
te de las ciudades, fuese cual fuera su ideología política, se esforzaba por incrementar
la espectacularidad y riqueza de sus fiestas, las cuales llegan a sobrepasar ampliamen-
te el marco religioso en el que nacieron, aunque manteniendo sus elementos origi-
narios.
Todas las ciudades participaban en este afán de superación. Esparta, uno de los
polos sobre los que bascula gran parte de la historia de Grecia, a pesar de su volunta-
rio retraimiento cultural y ausencia de manifestaciones artísticas, procuró no obstan-
te enriquecer sus festividades aunque conservando la pureza arcaica. En el otro ex-
tremo, la esplendorosa y rica Atenas desarrolló hasta límites nunca conocidos en
Grecia la pomposidad y el aparato de sus actividades religiosas. Primero los tiranos,
los Pisistrátidas, con la introducción de nuevas fiestas, y a continuación los dirigen-

307
tes del régimen democrático dedicaron gran parte de los recursos públicos a exaltar a
sus dioses y magnificar sus cultos, como queda continuamente patente en la amplia
documentación literaria y arqueológica disponible. Pero de todas maneras, la pro-
yección internacional de estos fastos, y sobre todo por lo que se refiere a Atenas y a la
propaganda emanada de ella, no debe llamarnos a engaño, pues sólo la coacción im-
perialista empujaba a sus «socios» de la confederación marítima a participar en las
grandes ceremonias de Atenas. El Partenón se construyó con el dinero de los aliados,
y por más que Pericles pretendiese que el templo se convirtiera en el centro religioso
de la alianza ateniense, sustituyendo a Oelos, los miembros de la liga nunca lo reco-
nocieron así y las ofrendas que depositaban en el santuario ateniense de Atenea no
eran sino la expresión del superior poder político de la ciudad hegemónica, y en nin-
gún momento el homenaje voluntario de los aliados, pues ello era por completo in-
compatible con el principio de independencia y libertad que anidaba en cualquier pó-
lis griega, por débil e insignifiante que fuese.
El conjunto de las fiestas de la ciudad se articula armoniosamente a través del ca-
lendario, al que no hay que considerar como un simple instrumento de cómputo de
tiempo, sino que es algo que va mucho más allá, pudiendo definirse perfectamente
como la organización cívica del tiempo. Por tanto, la vida religiosa de la ciudad está
regulada por su propio calendario y de ahí que en Grecia cada Estado tuviese el suyo,
de forma que si bien todos los calendarios coinciden en su estructura astronómica,
son completamente diferentes en la denominación de los meses y en el significado de
cada cual. El calendario es, pues, un documento de singular importancia para el estu-
dio de la religión ciudadana, aquel que mejor refleja la organización de esta última.
El más conocido es el de Atenas, ciudad para la que se dispone siempre de mejor y
más abundante documentación. Su redacción se eleva a la época de Salón, a comien-
zos del siglo VI a.C., y sufrió una importante remodelación en las postrimerías del si-
glo v, cuando se encargó a un tal Nicómaco la sistematización y publicación del ca-
lendario sacrificial, que se materializó en una larga inscripción colocada en la Stoa
del Rey, en el ágora, de forma que todos los ciudadanos tuvieran acceso a su conoci-
miento.

Un grupo de festividades de gran importancia en el calendario de la ciudad, y que


sus dirigentes siempre se preocuparon por engrandecer, está constituido por las dedi-
cadas a las divinidades cívicas, a la paliada y a aquellas que mejor encarnan el espíri-
tu comunitario de la pólis. En Atenas estas festividades eran las que se celebraban en
honor de Atenea Polias y de Zeus Polieus, centradas respectivamente en las Panateneas
( Panathenaia) y en las Oipolias (Dipolieia).
Las fiestas dedicadas a Atenea se distribuían en dos ciclos principales, uno en el
mes de Thargelion y otro en el de Hekatombaion. El primero era menos importante des-
de un punto de vista cívico y se encuadraba en el contexto de las celebraciones de fi-
nal de año. Comprendía dos fiestas de purificación, una en referencia al templo y
otra a la estatua, denominadas respectivamente Kai!Jnteria y P!Jnteria. Durante esta úl-
tima, la antigua imagen de madera de la diosa, que se encontraba en el Erecteion, era
privada de sus vestidos y adornos, tarea encomendada a las mujeres de la familia de
los Praxiergidas. A continuación todo era llevado en solemne procesión hasta el Fa-
lera, donde se procedía al lavado ritual, y por la noche, escoltada por un cortejo de
efebos y de mujeres, la estatua era devuelta a su residencia habitual en un estado de

308
r

nueva pureza. Durante ese día Atenea abandonaba, pues, la ciudad, que quedaba in-
defensa frente a cualquier contaminación religiosa; se trataba por tanto de un día ne-
fasto, en el que todos los templos debían permanecer cerrados (Plutarco, Alcibíades
XXXIV, 1-2).
Pero las grandes celebraciones en honor de la diosaa eran indudablemente las Pa-
nateneas, que tenían lugar dos meses después de las P!Jnteria, el día 28 del mes de He-
katombaion, fiesta que asimismo ocupaba el primer puesto en importancia en el calen-
dario religioso ateniense. A partir del año 566/565, esta festividad experimentó una
remodelación, decretándose que cada cuatro años se celebrarían con gran fasto, dan-
do lugar así a las llamadas Grandes Panateneas, cuya procesión fue magníficamente
plasmada en los relieves del friso del Partenón, mientras que en los tres años inter-
medios la fiesta era conocida como Pequeñas Panateneas. Las diferencias entre una y
otra son más de forma que de fondo, ya que los elementos fundamentales de la fiesta
se repiten en ambas; la primera, celebrada con mayor pompa, tenía ciertas aspiracio-
nes panhelénicas, mientras que la segunda se reservaba a un ambiente más local. La
festividad propiamente dicha estaba precedida por ocho días de celebraciones, que
culminaban la noche de la víspera, la llamada pamrychis. Los actos que se realizaban
en esos días consistían principalmente en agones o competiciones de todas clases, atlé-
ticos, musicales, literarios, de danza, cuyos vencedores recibían escudos y coronas,
así como aceite de los olivos sacros de Atenea contenido en las ánforas llamadas «pa-
natenaicas», fabricadas y decoradas especialmente para estas fiestas.
Las ceremonias religiosas comenzaban al amanecer del día 28 y comprendían dos
actos principales, la procesión con el sacrificio y la ofrenda del peplo. La primera
operación religiosa era el encendido de un nuevo fuego, que se llevaba en una antor-
cha desde el bosque de Academos, donde se realizaba un sacrificio en honor de Ate-
nea y Eros conjuntamente, hasta el altar de la diosa en la acrópolis. La procesión se
iniciaba en la puerta del Dypilon y en ella participaban todos los miembros de la co-
munidad, encabezados por los magistrados y con representación de las colonias y de
las ciudades que formaban parte del imperio ateniense, los aliados; un elemento pro-
tagonista en la procesión lo constituían las kanephorai, jóvenes pertenecientes a la
aristocracia de la ciudad que llevaban unas cestas con los objetos rituales e instru-
mentos del sacrificio; la procesión se completaba lógicamente con la presencia de las
víctimas sacrificiales. El recorrido terminaba en la acrópolis, donde ante el altar de
la diosa se realizaban los sacrificios, auténticas hecatombes por el elevado número de
animales inmolados. Los sacrificios se hacían sucesivamente en honor de Atenea Po-
lios, Atenea Nike y Atenea Hygieia, en referencia a la triple protección que la diosa
dispensaba a la ciudad como soberana, propiciadora de la victoria sobre los enemi-
gos y dadora de salud y riqueza. El sacrificio era seguido del banquete correspon-
diente, en el que los magistrados ocupaban un puesto de honor, mientras que al pue-
blo, reunido en el ágora, se le repartía igualmente carne del sacrificio. La segunda
parte de la festividad de las Panateneas era la ofrenda del peplo. Durante nueve me-
ses, dos colegios femeninos de sacerdotisas, las arréforas y las ergastinas, tejían un
gran peplo para la diosa, decorado con el motivo del combate entre Atenea y los Gi-
gantes. El trabajo se iniciaba coincidiendo con la festividad de las Chalkeia, celebrada
el último día del mes de Pyanopsion en honor de Atenea Ergane, fiesta que en época
clásica no interesaba más que a los artesanos, que incluían en la misma a Hefesto,
pero que con anterioridad era coparticipada por todo el pueblo. El peplo se deposita-

309
ba solemnemente sobre la estatua de la diosa que se encontraba en el Erecteion. La
ofrenda del peplo a Atenea Poiias no era privativa de Atenas, pues Homero la men-
ciona a propósito de Troya (/iíada VI, 75, 270 y 297).
La fiesta de las Panateneas, que se decía había sido instituida por Erecteo, con-
memoraba el nacimiento de la diosa y también su victoria lograda sobre los Gigan-
tes, motivo preferido entre los atenienses que también se representaba en los relieves
del primitivo templo a la diosa elevado por los Pisistrátidas y quemado durante la ex-
pedición de Jerjes. Para entender el significado de esta festividad hay que compren-
derla en el conjunto de las celebraciones que tenían lugar durante ese mismo mes de
Hekatombaion, con el que comenzaba el año ateniense. Se iniciaba el día 7 con una fes-
tividad en honor de Apolo, las Hekatombai, que daba nombre al mes, a la que inme-
diatamente seguía (día 8) la conmemoración del regreso de Teseo a Atenas (Plutarco,
Teseo XII, 2). El día 12 estaba dedicado a Cronos y se festejaban las Kronaia (con ante-
rioridad el mes se había denominado Kronion ), en la que se rememoraba la edad de
oro, época perdida en la que el hombre gozaba de completa felicidad; el orden nor-
mal de la ciudad quedaba suspendido, puesto que durante ese día los esclavos partici-
paban junto a sus amos en rango de igualdad en celebraciones de tono licencioso.
Cuatro días más tarde, el 16, el calendario señala la fiesta de las Synoikia, en la que se
conmemoraba el sinecismo de Atenas, es decir, la unificación de las primitivas co-
munidades del Ática para dar lugar a la póiis de los atenienses, acción cumplida por
Teseo como legendario fundador de la ciudad. Y por último se encuentran las Pana-
teneas como culminación de todo el ciclo. En su conjunto, estas fiestas presentan
muchos rasgos coincidentes con las celebraciones del Año Nuevo, que en las religio-
nes orientales hacían revivir el drama de la creación del mundo. En el caso atenien-
se, todo ello va dirigido a conmemorar el nacimiento de la ciudad y de su diosa, una
completa renovación de los tiempos que periódicamente se aseguraba con la entrada
del nuevo año. De esta forma, la ciudad se presenta dotada de una nueva energía, re-
nueva sus vínculos de alianza con la divinidad y reafirma la unidad de sus ciudada-
nos y su posición central en la Historia.
Aunque sin alcanzar la importancia de las Panateneas, Zeus también tenía sus
fiestas como patrono de la ciudad, las Dipolias, celebradas el día 14 del mes de Ski-
rophorion y cuyo momento culminante estaba representado por las Bouphonia, el sacri-
ficio del buey. El ritual, de características ciertamente extrañas, es descrito de forma
somera por Pausanias (I, 24.4) y más completo por Porfirio (Sobre la abstinencia,
II, 29-30), cuyo texto dice lo siguiente:

Escogieron a unas muchachas como portadoras del agua; llevaron el agua para
afilar el hacha y el cuchillo. Cuando afilaron las herramientas, una persona entregó
el hacha, otra golpeó al buey y otra lo degolló; a continuación otros lo desollaron y
todos se lo comieron. Realizados estos actos, cosieron la piel del buey, la rellenaron
de hierba y lo pusieron en pie, conservando la misma forma que tuvo cuando vivía;
además lo uncieron a un arado, como si estuviera trabajando. Se celebró el juicio por
asesinato y fueron citados, para defenderse, todos los que habían participado en el
delito. Del mismo grupo de participantes, las muchachas portadoras de agua acusa-
ban con insistencia a los que habían afilado los instrumentos, y éstos a quien les en-
tregó el hacha; éste a su vez al que había degollado al buey y quien realizó este acto al
cuchillo, al cual, no pudiendo hablar, le acusaron del crimen. Desde aquel día, en las
Dipolias, en la acrópolis de Atenas, las personas mencionadas realizan el sacrificio

310
del buey de la misma manera. En efecto, tras colocar en una mesa de bronce la torta
y la pasta del sacrificio, a su alrededor pasan los bueyes elegidos y el que de ellos
come es sacrificado... Después le llenaron la piel y cuando se cumplieron las compa-
recencias al juicio, arrojaron el cuchillo al mar.

El relato de Pausanias presenta ligeras variantes, y así dice que en el altar se depo-
sitaba cebada y trigo y que el sacerdote sacrificador, el bouphonos, tras al matar al buey,
arrojaba el hacha -que al final era la única acusada del crimen- y salía huyendo;
pero en el fondo las coincidencias son mayores que las discrepancias. Uno y otro se-
ñalan cómo la víctima es elegida por la divinidad mediante una ordalía y que tras
realizarse el sacrificio, tiene lugar un juicio en el que resulta condenado el instru-
mento sacrificador.
Se trata evidentemente de un ritual muy arcaico, en principio perteneciente qui-
zá a la familia de los Taulónidas, que posteriormente siguieron proporcionando el
bouphonos. Ya a finales del siglo v a.C., la fiesta no era bien comprendida, si nos fia-
mos de las palabras que le dedica Aristófanes: «¡Ropa vieja, como las Dipolias, re-
cuerdo de los tiempos de las cigarras y de las Buphoniab> (Nubes 948-949). El sacrificio
del buey mediante tan singular rito parace hacer referencia a la prohibición que des-
de tiempos antiguos protegía a los animales de labor, como si se pretendiera dismi-
nuir lo más posible el hecho de la muerte del buey, algo considerado como un cri-
men según se manifiesta en el propio mito etiológico de la fiesta narrado por Porfi-
rio. Sin embargo, la festividad tal como la conocemos no tiene carácter agrario, sino
que se trata de una celebración política, ciudadana, como lo denuncian entre otros
aspectos las divinidades protagonistas (no sólo Zeus Polieus, sino también Atenea Po-
lillS), el lugar del sacrificio (la acrópolis de la ciudad) y la participación del conjunto
de la comunidad.
En otras ciudades griegas existían ritos similares y también con el mismo nom-
bre: la existencia de un mes llamado Bouphonion en algunos puntos o Boucation en otros
indica claramente la extensión de la tiesta. En Cos la divinidad principal era asimis-
mo Zeus Polieus, pero con él participaban Atenea Polias y Hestia, dioses todos del en-
torno político-ciudadano, y el toro se escogía también a través de una ordalía. En
Magnesia la fiesta estaba dedicada a Zeus Sosipolis y en ella participaba toda la comu-
nidad dirigida por sus representantes políticos. Según el material epigráfico recogi-
do, las plegarias públicas se hacían «por la salud de la ciudad, del país, de los ciudada-
DOS, las mujeres, los niños y los restantes habitantes de la ciudad y del país, por la paz,
b riqueza, la cosecha de trigo, por todas las otras cosechas, por el ganado)).
También las festividades de carácter agrario tienen su importancia, pues muchas
de ellas, las más importantes, rebasaron el ámbito campesino y se convirtieron en
ciudadanas, de forma que la fecundidad que en origen solicitaban para el campo y el
pnado, pasó a comprenderse como prosperidad y riqueza para la ciudad. Estas festi-
ridades se concentran sobre todo en el invierno, pues la actividad humana sufría en
estos meses una bajada en su ritmo, ya que la guerra se detenía, nadie se atrevía a na-
~r y las faenas agrícolas eran entonces menos intensas. El invierno es en conse-
cuencia un periodo muy propicio para que las relaciones que se entablan con el mun-
do sobrenatural sean más estrechas, más íntimas. Dos divinidades ocupan una posi-
ción destacada en este contexto, Deméter y Dionysos.
:\1 margen de los misterios de Eleusis, de los que se hablará en otro capítulo, la

311
fiesta principal del culto a Deméter eran las Tesmoforias ( Thesmophoriai). Era una fes-
tividad que gozaba de gran aceptación en todo el mundo griego, celebrada en la prác-
tica totalidad de las ciudades y con una duración normal de tres días, como sucedía
en Atenas y Esparta, entre otros casos, aunque no faltaban ejemplos en los que la
fiesta se alargaba considerablemente, como los diez días que duraba en Siracusa. Dos
rasgos peculiares caracterizan la festividad de las Tesmoforias, por un lado el sacrifi-
cio del cerdo, único animal participante en el culto, y por otro la exclusividad de las
mujeres. Ahora bien, dentro de estas últimas no todas estaban admitidas, pues las vír-
genes eran excluidas, mientras que se desconoce qué sucedía exactamente con las es-
clavas y las cortesanas, las hetairai. Para el cumplimiento de estos cultos, las mujeres
constituían una especie de asociación, que en Atenas estaba dirigida por dos archousai.
Los hombres tenían completamente prohibido asistir a las Tesmoforias o contem-
plar lo que las mujeres realizaban, y la violación de este precepto podía acarrearles
gravísimos castigos. Algunos relatos narran el atrevimiento de algunos hombres y la
reacción airada y violenta de las mujeres, quienes no dudaron en castrar o incluso dar
muerte a tan indeseables visitantes, utilizando para ello los mismos instrumentos del
sacrificio. Este exclusivismo y la consiguiente obligatoriedad de mantener oculta la
fiesta, proporcionó al culto cierto carácter misterioso y secreto, aunque en ningún
momento puede hablarse de rituales mistéricos, si bien podían imponerse algunos ri-
tos de iniciación, como ocurría en Mikonos para la admisión de las mujeres extran-
Jeras.
Las Tesmoforias conmemoraban el retorno de Persephone a la superficie de la
tierra tras pasar unos meses en compañía de Hades en los infiernos, según el acuerdo
establecido con su madre Deméter. Esta última diosa pasaba por haber instituido la
festividad, que aunque no trataba de reproducir el mito, como harán los misterios de
Eleusis, sí se desarrollaba hasta cierto punto en estrecha vinculación con el mismo.
En Atenas los tres días de la fiesta recibían respectivamente los nombres de anodos,
nesteia y kalligeneia. El primer día asistía ante todo a la procesión de las mujeres en di-
rección al santuario de Deméter, llevando consigo los objetos del culto, alimentos
para los días que tenían que pasar en su interior y naturalmente los cerdos para el sa-
crificio. Este último se celebraba al atardecer o por la noche.
El santuario o Thesmophorion disponía de una especie de pozo o concavidad
llamada megara, donde se depositaban restos del sacrificio y otras ofrendas votivas:
las excavaciones practicadas en algunos de estos templos (Cnido, Priene, Agrigento)
han encontrado restos de huesos de cerdo y pequeñas terracotas representando a este
animal. En estos lugares se habían echado también, durante la fiesta de las Skirofo-
rias celebradas cuatro meses antes, algunas ofrendas como lechones y tortas, cuyos
restos eran recogidos por unas mujeres llamadas antletriai en este el primer día de las
Tesmoforias. Tales restos es lo que se conocía con el término de thesmos, que daba
nombre a la fiesta, y por eso Deméter y Persephone eran también conocidas como
Thesmophoros; precisamente en los relieves del calendario, esta festividad está repre-
sentada por mujeres que llevan unas cestas sobre la cabeza, alusión a este curioso y
fundamental rito de fertilidad. Estos restos se habían cargado de un poder vivifican-
te y mezclados con las semillas, se dispersaban por los campos para asegurar su vitali-
dad reproductora. Este aspecto de las Tesmoforias indica que las mujeres entraban
en contacto con el mundo subterráneo, en el que se relacionaban elementos de ferti-
lidad y de la sexualidad con otros puramente infernales, y de ahí que las divinidades

312
en presencia no solamente fuesen Deméter y Persephone, sino también Zeus Eubou-
leus, quien como veíamos en su momento se identificaba con Hades.
Las mujeres pernoctaban en el interior del santuario, pero sin utilizar ningún
tipo de muebles, sino que dormían sobre unos lechos confeccionados con plantas. El
segundo día era de ayuno y retiro. Las mujeres estaban recluidas en el templo acom-
pañando a Deméter, presa de melancolía por el rapto de su hija. Por fin, el tercer y
último día es el momento del gran banquete y la tristeza de la víspera se torna en ale-
gría, pues se celebra el regreso de Persephone. Este día abundan los ritos de fecundi-
dad, liberando todo tipo de manifestaciones de carácter obsceno y probablemente
orgiástico: las mujeres se entregan a un lenguaje indecente ( aischrologia ), se dividen en
grupos y abusan unas de otras y utilizan en sus ritos los órganos sexuales de los cerdos
sacrificados y simulacros fálicos en terracota.
La participación exclusiva de las mujeres en los cultos de Deméter se repite en
otra festividad invernal, las Haloa, donde de nuevo las celebrantes se entregan a todo
tipo de excesos: se llevan en procesión símbolos sexuales, se repiten las burlas obsce-
nas y en definitiva todo parece permitido en aras de la fertilidad. En esta ocasión, las
prostitutas sí son aceptadas a participar en los ritos. La finalidad de estas festividades
en honor de Deméter es doble, pues, por un lado, se intenta propiciar la fecundidad
no sólo de la tierra sino también de los humanos, pero, por otro, se manifiesta la soli-
daridad ciudadana aunque limitada a una categoría específica, la de la mujer.
Por su parte, Dionysos tenía un programa festivo asimismo muy intenso. Si nos
guiamos por el calendario ateniense, éste comprendía cuatro festividades en honor
del dios: las Pequeñas y las Grandes Dionisiacas, las Leneas y las Antesterias. Las pri-
meras son más conocidas con el nombre de Dionisiacas de los campos, puesto que se
trataba de una fiesta de aldeanos que se celebraba en medio rural durante pleno in-
vierno. La celebración consistía en sacrificios de cabras y en una procesión de carác-
ter fálico que se acompañaba de canciones y danzas, todo ello en un ambiente de
completa alegría; los festejos incluían mascaradas y desfiles de disfraces, así como un
curioso concurso, llamado ascoliasmos, que consistía en danzar sobre un odre hincha-
do y previamente untado de grasa. La fiesta, propiciatoria de la fertilidad de los cam-
pos, era muy arcaica y aquí seguramente Dionysos se impuso a diferentes divinidades
locales. Sobre el modelo de estas, se crearon las llamadas Grandes Dionisiacas, insti-
tuidas en la Atenas del siglo VI por el tirano Pisístrato y celebradas en primavera, los
días 8 al 13 del mes de Elaphebolion, en honor de Dionysos Eleutheros. Elemento
destacado de estas fiestas son los concursos y representaciones que se celebraban. La
fiesta se iniciaba con una procesión, a cuyo término tenían lugar los agones musicales
y teatrales, siendo ésta una de las ocasiones a través de la cual la tragedia alcanzó tan
enorme desarrollo en Atenas. Sobre las Leneas, celebradas también en invierno, es
muy poca la información disponible, pero según parece se caracterizaban asimismo
por el orgiasmo y los concursos preliterarios.
Las más antiguas fiestas en honor de Dionysos eran las Antesterias, a las que asi-
mismo hay que considerar las principales desde un punto de vista religioso. Junto a
las Grandes Dionisiacas, son, por otra parte, las que mejor se integraron en el marco
de la religiosidad cívica, aunque manteniendo su originario carácter agrario. Las An-
testerias se celebraban a finales del invierno, a lo largo de los días 11 y 13 del mes de
:\nthesterion, y eran comunes a todas las ciudades jonias. El primer día recibía el
nombre de pithoigia y en él se procedía a la apertura de las tinajas (pithoi) que conte-

313

'

l
nían el vino de la última cosecha; estas tinajas eran llevadas al santuario de Dionysos
«en los pantanos», Limnaion, extraño nombre que no se justifica con la topografía ate-
niense, donde se hacían libaciones y se probaba el vino nuevo. El segundo día era lla-
mado choes, «cuencos», y era el principal, cuando la fiesta alcanzaba su punto culmi-
nante. Las celebraciones de este día eran de dos tipos, los concursos, por un lado, y la
procesión, por otro. Los primeros, corrientes como vemos en las festividades dioni-
siacas, comprendían además de los desafíos de todo tipo, una competición de bebe-
dores, aspecto que refuerza el carácter enológico de la fiesta. Gran importancia te-
nían los otros rituales, en los que se representaba la llegada de Dionysos a la ciudad.
Se formaba un cortejo en el que Dionysos aparecía sobre una carroza que tenía la for-
ma de una barca, puesto que se suponía que la llegada del dios se había producido por
el mar. La procesión se dirigia hacia el Limnaion, único templo abierto ese día, donde
se celebraban diversas ceremonias en las que ya tomaba parte la basilinna, es decir, la
esposa del arconte basileo, como ya sabemos el magistrado ateniense encargado de
asuntos religiosos. La basilinna se convierte en la esposa de Dionysos y sube con él a la
carroza, formándose una nueva procesión, aunque ahora de carácter nupcial, que en-
caminaba sus pasos a la antigua residencia real, el boukoleion, ahora ocupada por el ar-
conte basileo, donde se producía la hierogamia o unión sacra entre el dios, personifi-
cado en este magistrado, y la basilinna (Aristóteles, Constitución de Atenas 3, 5). La terce-
ra y última jornada de las Antesterias, el C~troi, «las marmitas>>, estaba dedicado a los
difuntos y Dionysos compartía protagonismo con Hermes Psicopompo, según hemos
visto ya en un capítulo anterior.
Estas fiestas dionisiacas tienen, pues, unas características muy similares a las de
las festividades de Deméter. En relación con el mundo subterráneo y propiciadoras
de la fertilidad de los campos, unas y otras mantienen en su respectivo ámbito un ca-
rácter festivo en el que no están ausentes ciertas manifestaciones de procacidad se-
xual, incitadoras a la fecundidad no sólo de la tierra sino también del género huma-
no. Y por último una coincidencia muy significativa en el objetivo final de estas ce-
lebraciones, que no es otro que garantizar la prosperidad a la comunidad ciudadana,
como se expresa muy claramente en la hierogamia de las Antesterias.

No quisiera terminar este brevísimo recorrido por las fiestas ciudadanas sin dete-
nernos en aquellas dedicadas a Apolo, como ya sabemos uno de los dioses más signi-
ficativos del panteón griego clásico. Las principales de estas festividades apolíneas,
tanto en ambientes dóricos como jónicos, no dejan de presentar ciertos puntos de si-
militud con las anteriores, desde el momento en que contienen profundas raíces
agrarias, pero se encuentran asimismo perfectamente integradas en el marco de la re-
ligiosidad cívica. Cuatro son las fiestas que más llaman la atención, las Pyanopsias y
las Thargelias en territorio jónico y las Karneia y las Hyakinthias en Esparta y ciuda-
des de los dorios.
Las dos primeras tienen muchos aspectos en común, hasta el punto que parece
que una se ha calcado sobre la otra. Las Thargelias se celebraban los días 6 y 7 del
mes de Thargelion, en primavera, y comprendían dos ritos bien diferenciados. El
primer día se procedía a la expulsión del pharmakos, cruel ritual de purificación cuyas
características y significado ya tuvimos ocasión de ver en el capítulo anterior. El se-
gundo día tenía lugar una procesión, en la que los niños transportaban a través de la
ciudad las primicias de la tierra y la eiresione, que según Plutarco es «una rama de olivo

314
recubierta de lana, igual que la que llevan los suplicantes, guarnecida con las primi-
cias de todo tipo de frutos para propiciar el fin de la esterilidad» (Teseo XXII, 6). Este
mismo objeto se mostraba también en la procesión de las Pyanopsias, fiesta que se ce-
lebraba el 7 del mes de Pyanopsion, en otoño, siendo asimismo niños sus protagonis-
tas, al igual que sucedía en Samos; este día además la eiresione se colgaba en la puerta
del templo de Apolo, donde permanecía todo el año, y también adornaba la casa de
los privados. Se trata de rituales que pretenden propiciar la fecundidad y extenderla
al conjunto de la comunidad, que previamente se ve purificada de toda contamina-
ción. Este último aspecto, que en las Thargelias se identifica al pharmakos, en las Pya-
nopsias se incorpora a la eiresione, cuya asimilación al ramo del suplicante hace de ella
un instrumento de purificación. No en vano nos encontramos en fiestas dedicadas a
Apolo, el gran dios purificador.
La festividad más importante entre los dorios eran las Karneia, que normalmen-
te daban nombre al último mes del verano. En Esparta duraban nueve días y eran fi-
nanciadas por los llamados karneatai, un grupo de personas solteras elegidas por sor-
teo a razón de cinco por cada tribu. La fiesta, en la que Apolo habría sustituido a una
divinidad más antigua, Carnos, probablemente comenzaba con una singular carrera,
llamada staphylodromoi, que consistía en que un muchacho, después de recitar una ple-
garia por le prosperidad de la ciudad, se adelantaba llevando en las manos racimos de
uvas; en su persecución salían otros jóvenes y la acción se consideraba de buen o mal
presagio si conseguían o no atraparle. Las fiestas comprendían también sacrificios y
banquetes que se realizaban en un ambiente de carácter militar, para lo cual se cons-
truían nueve chamizos, ocupados cada uno de ellos por un grupo de hombres bajo el
mando de un comandante, como si se tratara de un destacamento de soldados. Otra
parte importante de las Karneia estaba constituida por los agones, competiciones de
todo tipo entre las cuales hay que encuadrar las ya mencionadas Gymnopaidaia.
Las Hyakinthia se celebraban originariamente honor de Hyakinthos, héroe local
de Amyklai, una de las aldeas que componían la pólis espartana, aunque situada a
cierta distancia el núcleo principal por ser la última de las komai incorporadas a la
ciudad. La festividad conmemoraba la muerte y resurrección del héroe, de manera
que el primer día era de luto y los dos siguientes de regocijo. Apolo interfirió en la
fiesta, pero no desplazó totalmente a Hiakynthos, sino qu~ dejó a este último como
protagonista del primer día y se reservó para sí los dos siguientes. En estos últimos se
celebraban competiciones y cánticos en honor de Apolo, así como banquetes a base
de carne de cabra, queso fresco, higos secos y habas. El último día de la festividad se
ru:orría en procesión el camino entre Esparta y Amiklai, llevando una túnica nueva
tciida por las mujeres espartanas que se entregaba a Apolo, réplica del peplo atenien-
se dedicado a Atenea.

)(.-\.5 ALLÁ DE LA CIUDAD

Con anterioridad hemos dicho que en la ciudad griega la religión es cosa de todos
b ciudadanos, y que, por tanto, las cuestiones religiosas eran tratadas de similar for-
. . a cualquier otro problema que afectase a la comunidad. Desde luego no existe ra-

315
zón para que ahora haya que desdecirse, pero sí es oportuno tener en cuenta algunas
precisiones. El trato con los dioses no dejaba de ser una función delicada, donde los
errores cometidos podían acarrear consecuencias muy graves, por lo que se hacía ne-
cesario buscar una autoridad en el ámbito de lo divino que indicase cuál debía ser la
actuación correcta. En la tradición épica reflejada en Homero, la incertidumbre en la
relación con los dioses prácticamente no se producía, pues el noble mantiene una
gran familiaridad con lo divino. Ello no le impide, sin embargo, reconocer la supe-
rioridad de los dioses y en consecuencia les rinde el culto debido, no descuidando la
celebración de los sacrificios y la entrega de las ofrendas para procurar tenerles de su
lado, aunque no es menos cierto que en numerosas ocasiones actúan por completo al
margen e incluso se enfrentan a ellos. Ahora bien, con la llegada de la ciudad y el de-
sarrollo de la civilización griega arcaica, la situación cambia de forma radical, pues
por una parte la divinidad tiende claramente hacia la omnisciencia y la omnipoten-
cia, mientras que lo humano por el contrario se va desvalorizando, con lo cual la dis-
tancia entre los dioses y los hombres se incrementa considerablemente.
Quizá el medio más a propósito para salvar esta situación era acudir a adivinos y
en general a las prácticas adivinatorias, y no deja de ser significativo al respecto com-
probar cómo en el mundo homérico la adivinación no había alcanzado todavía su
pleno desarrollo, sobre todo la inspirada. En efecto, la mántica era una actividad de
primer orden en el mundo religioso de la ciudad, como ya veíamos en un capítulo
anterior, donde prácticamente no se tomaba decisión alguna sin consultar antes a los
dioses. En principio cualquier persona dotada de las facultades o de los conocimien-
tos necesarios para entrar en contacto con lo divino, podía ser reclamada a su servi-
cio por la ciudad. Y, en efecto, los adivinos formaban un grupo muy numeroso e in-
fluyente, al menos en Atenas. Platón los menciona como un elemento cotidiano en
el paisaje urbano, como veíamos en su momento, señalando que eran consultados
frecuentemente tanto por particulares como por el propio Estado (República 364b-e),
y por otras fuentes se conocen los nombres de algunos de ellos, como Lampón y Dio-
petes, de no escaso poder en ambientes políticos. Pero ya en fecha muy antigua, con
total certeza a partir del siglo VII a.C., el oráculo de Delfos se alzó a un lugar muy des-
tacado, no sólo en las preferencias de los privados, sino sobre todo, y éste es el aspec-
to que más nos interesa ahora, en un nivel público.
No se sabe a ciencia cierta cómo Apolo Délfico llegó a desempeñar tan señalada
función. Sin duda alguna a ello contribuyó su enorme prestigio, conseguido como ya
veíamos gracias a la precisión de sus vaticinios. Pero además de éste, otros factores
debieron también participar en su engrandecimiento, y quizá haya que contar entre
ellos alguna influencia de la aristocracia, dirigente por doquier en las ciudades grie-
gas, sobre el sacerdocio que redactaba los oráculos e incluso sobre la misma Pythia.
Respecto a esto último punto, valga a título de ejemplo los ya mencionados sobornos
que con que algunos monarcas espartanos corrompieron a la profetisa, así como las
fructíferas relaciones que a título personal estableció el ateniense Alcmeón, tras su
participación en la primera guerra sagrada (594 a.C.), con el sacerdocio de Delfos y
que tan decisivas fueron para otros miembros de su familia y para la propia ciudad de
Atenas. Sea como fuere, el caso es que en la edad arcaica A polo se convierte, desde su
sitial de Delfos, en el gran dirigente espiritual de Grecia, lo que hay que entender no
tanto como creador de una nueva ideología, pues su sacerdocio no estaba ciertamen-
te a la altura a la que llegaron los grandes santuarios orientales, sino fundamental-

316
mente como garante para la conservación del orden aristocrático establecido: «según
la ley de la ciudad» y «según la costumbre de los antepasados» eran respuestas muy
frecuentes concedidas por el oráculo.
Las relaciones entre el santuario de Delfos y las ciudades se establecían lógica-
mente a través de las consultas dirigidas al oráculo. Pero existía también otro vínculo
de no escasa importancia, representado por los exegetai. Se trataba de los intérpretes
del derecho sagrado, depositarios de los patria, es decir, las tradiciones religiosas de
los gene, de los grandes grupos gentilicios, que se incorporaron a la ciudad como un
elemento más de la religiosidad gentilicia transformada en pública. En Atenas, y po-
demos suponer que también en las restantes ciudades griegas, los exégetas eran
miembros de la aristocracia y su opinión contaba con un gran peso, hasta el punto
que la ciudad apenas se permitía iniciativas religiosas sin escucharles previamente.
Algunos eran elegidos por el pueblo, pero más importancia tenían aquellos designa-
dos por el oráculo, probablemente a partir de una lista que le presentaba la ciudad.
Unos y otros eran los representantes de Delfos, santuario con el que mantenían una
estrecha relación personal: Apolo era considerado el exégeta nacional e inspirador
de los exégetas locales.
Así pues, el santuario de Apolo en Delfos se convirtió en la autoridad religiosa
del mundo griego, que ejercía a través de diversos resortes. Uno de los más importan-
tes le viene por ser Apolo el dios por antonomasia de las purificaciones, aquel que
devolvía a un estado religiosamente puro, y éste es uno de los factores que contribu-
yeron de forma decisiva a enaltecer su prestigio. En consecuencia con ello, ésta era
también una de las tareas fundamentales que cumplían los exégetas en sus respecti-
vas ciudades. Individuos a título particular y en representación de sus Estados acu-
den a Delfos y es este mismo dios a quien están dedicados las principales festividades
de lustración como veíamos en su momento a propósito de los pharmakoi. Un aspecto
importante es el relativo a la purificación del asesinato, donde la influencia de Apolo
alcanzó destacadas cotas. En relación al mundo homérico, donde el derramamiento
de sangre humana no producía en el que la había causado un especial sentimiento de
culpabilidad, y, por tanto, tampoco veía la necesidad de purificarse, la edad arcaica
introduce el principio contrario, en virtud del cual nada hay más grave que producir
la muerte de un hombre, acción que trae consigo la mayor de las impurezas. Apolo es
el portavoz de esta nueva idea, defensor de la vida humana, y quien exige el cumpli-
miento de purificaciones rituales. Si seguimos el testimonio de Platón, su ley se con-
virtió en modélica, distinguiendo diferentes situaciones según el grado de responsa-
bilidad del homicida:
Si alguien sin su voluntad, en certamen o juegos públicos, ... , mata a algún ami-
go, o bien le da muerte en la guerra o en ejercicios de guerra, ... , ha de purificarse
conforme a la ley traída de Delfos para estos casos y quede puro con ello... Y si algu-
no mata a otro por sí mismo, pero involuntariamente... Las purificaciones por las
que deben pasar estos reos han de ser mayores en importancia y número que las de
los que matan en los certámenes; y serán árbitros en la materia los intérpretes ( exege-
tai) que escoja el oráculo del dios (Leyes 865a-d).

Este importantísimo papel desempeñado por A polo en la purificación por homi-


cidio le condujo indirectamente a intervenir en el derecho penal. En Atenas, uno de
los tribunales que juzgaba delitos de sangre celebraba sus sesiones en el Delfinion, un

317
santuario de Apolo relacionado con Delfos, lo que parece indicar que este dios se ha
convertido para la ciudad en un símbolo de la justicia criminal. Pero el fenómeno no
se detiene aquí, en una simple simbología. Si nos elevamos en el tiempo, a aquellos
momentos de profunda crisis en los que se está acrisolando la institución cívica y de-
finiendo sus funciones, esta faceta «justiciera» de Apolo interpreta un papel muy des-
tacado. En la ciudad naciente seguían imperando las antiguas costumbres de los cla-
nes gentilicios, que practicaban una justicia privada caracterizada por la ley del talión
y la venganza de sangre, hechos que con frecuencia degeneraban en auténticas luchas
internas que amenazaban la propia existencia de la ciudad. Era entonces obligación
de esta última sustituir tales prácticas por una justicia pública, emanada directamente
de la ciudad, de forma que contra el homicida no actuaba sólo la parte directamente
agraviada, sino también toda la comunidad, puesto que como ya sabemos existía la
creencia que era el pueblo entero el que sufría la ira de los dioses si el crimen no era
expiado. La ley de Apolo acude entonces en ayuda del legislador, procurándole una
justificación religiosa, nuevos y poderosos instrumentos con que enfrentarse a las
ten~encias disgregadoras y reafirmar la unidad de la pólis.
lntimamente vinculado con todo lo anterior se encuentra otro poderoso instru-
mento que utilizó Apolo, ellegalismo. Se trata del interés del individuo por atraerse
el favor de los dioses mediante el cumplimiento de sus normas, lo que conlleva en su
desarrollo una estricta observancia de los ritos. Si exceptuamos algunas corrientes
religiosas, por lo demás minoritarias, como la órfica, los griegos no alcanzaron los
niveles de ritualismo que pueden encontrarse en algunas civilizaciones orientales,
como, por ejemplo, la judía, pero ello no impide que avanzaran por este camino.
El principio del ritualismo ya aparece formulado en Hesíodo, quien continuamente re-
comendaba mantener la paz con los dioses sometiéndose a su superior autoridad, y
nada mejor para ello que el cumplimiento de los rituales de precepto. Así se observa,
por ejemplo, en los siguientes versos:

Con pureza y santidad, en la medida de tus posibilidades, haz sacrificios a los


dioses inmortales y quema en su honor espléndidos muslos; otras veces concíliate!os
con libaciones y ofrendas, cuando te vayas a la cama y cuando salga la sagrada luz del
día, para que te conserven propicio su corazón y su espíritu (Trabajos y días 336
y ss.)

Sin embargo, fue Apolo quien a partir del siglo VII capitalizó con mayor fuerza
esta corriente, cuya expresión más conocida se encuentra en las máximas inscritas en
su santuario de Delfos. La más famosa es quizá «Conócete a ti mismo» (gnothi seautón ),
que no hay que entender como una incitación a un conocimiento más perfecto de
uno mismo, como conscientemente predicará más tarde Sócrates, sino en el sentido
que el hombre sólo es hombre y que en ningún momento puede pretender parango-
narse a la divinidad. Los designios de esta última siempre se cumplen y todo aquello
que intente hacer el hombre para evitarlo no es más que una vana ilusión, como ex-
plicaban todo aquellos mitos urdidos en ambiente délfico sobre la inutilidad del que-
hacer humano. En el mismo contexto ideológico se sitúa otra máxima de Delfos,
«Nada en exceso» ( medén agan ), concepto unido al ideal de la sophrosyne, es decir, la
moderación, la templanza, la prudencia que ha de guiar el comportamiento de los
hombres y, por tanto, opuesto a la hybris como expresión de la soberbia, del orgullo

318
<<Conócete a ti mismo». Roma. Museo Nacional.

excesivo que cree conducir a una imposible igualdad con los dioses. Desde Delfos,
.\polo inculca la idea de la impotencia humana frente al superior poder de los dioses.
Esta ideología, la cual no era auténtica creación délfica, sino tan sólo Apolo se
alzó como su principal portavoz, tuvo una gran influencia en la vida interna de las
ciudades. Como ya se ha dicho, la organización de la religión ciudadana entraba en
ia.s competencias de A polo, quien podía utilizar como mediadores a los mencionados
exégetas. Desde Delfos se concedía la licencia para la modificación de los cultos exis-
tentes o la introducción de otros nuevos; también el reconocimiento de dioses ex-
tranjeros y de héroes nacionales procedía de Apolo, quien asimismo se encargaba de
s..1ncionar el calendario. En definitiva, todo asunto religioso concerniente a la ciu-
d.ld pasaba, pues, por sus manos.
Pero su int1uencia fue mucho más lejos. Nos encontramos en una época, a partir
de mediados del siglo VII a.C., en que el mundo griego atraviesa por momentos de
cambio muy profundo, lo que se conoce como la gran crisis arcaica. Las ciudades tra-
~n de adaptarse a las nuevas condiciones existentes, provocadas por las transforma-
ciOnes económicas y sociales, con la promulgación de constituciones que, aun per-
mitiendo que la aristocracia tradicional conserve de hecho el poder, concede a otros
estratos de población algunas de sus reivindicaciones para evitar el surgimiento de
movimientos revolucionarios. En líneas generales, estas constituciones arcaicas res-
ponden al concepto de eunomia, es decir, el buen orden, pero respetando una jerarqui-
Z2ción de las clases, cuya rigidez varía según los casos; asimismo se encuentran ínti-
mamente vinculadas al ideal de la sophroljlne, de manera que todos y cada uno de los
ciUdadanos admita su situación en el orden social y respete la jerarquía. Estas leyes
responden en definitiva al mismo espíritu que impregna el oráculo de Delfos, uno y
ouo participan de la misma esencia, y por ello los legisladores acudían a Apolo para

319
obtener la confirmación de su obra: según la tradición, de tal forma actuó Licurgo, el
legendario legislador espartano creador de la célebre rhetra (Tirteo, fr. 3 Adrados;
Plutarco, Licurgo VI, 2), y lo mismo hizo Demonacte de Mantinea, quien proporcio-
nó a la ciudad de Cirene una nueva constitución (Herodoto IV, 161), y desde luego
no se trata de dos casos aislados. Pero por la misma razón, también Apolo manifiesta
una sensible oposición a todos aquellos movimientos políticos que no responden a
esta ideología, particularmente a los encabezados por los tiranos, a ojos de la aristo-
cracia y del propio dios expresión palpable de la 0'bris que era necesario combatir.
Otro ámbito de aplicación de la autoridad apolínea fue el de la colonización. En
principio sería función de A polo la confirmación de los cultos coloniales, puesto que
la colonia, como ciudad recién fundada, necesitaba una organización religiosa creada
para la ocasión. Pero Apolo iba más allá al bendecir la propia expedición colonial, de
forma que si bien no puede afirmarse que él fuese el impulsor de la colonización, sí
llegó a ser uno de sus rectores, desde el momento en que se estableció casi como nor-
ma que previamente a la organización de la empresa, se obtuviese la sanción favora-
ble del oráculo. Al respecto es muy significativa la historia que cuenta Herodoto so-
bre cómo el espartano Dorieo. que se resistió a cumplir este requisito previo de con-
sultar a la Pythia, fracasó estrepitosamente en su intento por fundar una colonia
(V, 42). Ciertamente Delfos desempeñó en este aspecto un papel fundamental, pero no
fue el único oráculo en dispensar la sanción religiosa. El santuario también apolíneo
de Didima, con su oráculo dirigido por los Branquidas, fue en cierta medida el que
patrocinó la colonización milesia, que a lo largo del siglo VI pobló de asentamientos
griegos gran parte de la costa del mar Negro.

Otras manifestaciones panhelénicas


Ciertamente Delfos interpretó en el concierto griego un papel fundamental, pero
es justo reconocer que no fue el único santuario en ejercer una influencia más allá de
su entorno inmediato. En este apartado, y sin ánimo de exhaustividad, podemos en-
tonces considerar otros dos tipos de expresión religiosa internacional, las anfictio-
nías, por un lado, y los grandes juegos, por otro.
Los juegos son la expresión panhelénica de la fiesta, de manera que interpretan a
este nivel internacional la misma función que la fiesta tiene en el ámbito ciudadano.
Es decir, se trata de la manifestación más importante de la religiosidad supranacio-
nal. Aunque algunas ciudades pretendieron conceder a sus festividades un rango
panhelénico, como sucede con las Panateneas atenienses, lo cierto es que tan sólo
cuatro de estos juegos alcanzaron a disfrutar este privilegio. Se trata de los olímpicos,
los nemeos, los ístmicos y los píticos, celebrados respectivamente en Olimpia, Ne-
mea, Corinto y Delfos y en honor de Zeus los dos primeros, de Poseidón el siguiente
y de Apolo el último. En origen estaban imbuidos de un fuerte espíritu religioso,
pero que lógicamente fueron perdiendo con el paso del tiempo, de la misma forma
que las festividades ciudadanas se secularizaban, hasta convertirse en exhibiciones
atléticas y sobre todo en instrumento de prestigio personal, aunque se mantenían
ciertos rasgos de la religiosidad primitiva, como la tregua sagrada que se decretaba
cuando se celebraban los juegos Olímpicos.
Con el término de anfictionía se designan ciertas asociaciones de carácter políti-
co-religioso que comprendían a todas aquellas ciudades ~ entidades políticas meno-

320
res que reconocían en un santuario un centro común. Este se constituye entonces
como hogar de la federación, en su punto de referencia ideológico, cuyos cultos y
fiestas vienen a expresar el sentimiento de comunidad que existe entre los miembros
de la asociación. Ahora bien, si en la ciudad el elemento religioso sirvió como un im-
portantísimo factor de unificación, ahogando las tendencias centrífugas, en cuanto
rebasó este marco su eficacia política fue más bien limitada. Los participantes de la
anfictionía no dejaban ciertamente de renacer la existencia de ciertos vínculos, de un
lejano parentesco que se manifestaba en una comunidad cultural y en algunos puntos
también religiosa, pero entre ellos había una total independencia, y fue esta autono-
mía lo que terminó imponiéndose. Algunas de estas federaciones nacieron quizá con
el intento de constituir un gran Estado, como primer paso hacia una especie de sine-
cisma como el que había realizado Atenas unificando todo el Ática por manos del le-
gendario T eseo; pero sus propósitos iniciales se vieron a la larga truncados. Otras
por el contrario tienen su origen en una cuestión puntual, en un peligro común que
amenaza la supervivencia de un grupo de ciudades y que les obliga a reunirse, pero
una vez superado el mismo se retorna a las condiciones previas.
Las principales divinidades que presidían las anfictionías eran dos: Poseidón y
Deméter, a las que en un segundo momento se añadió Apolo. Poseidón presidía una
de las más antiguas de estas asociaciones, la de Calauria, pequeño islote frente a la
costa de la Argólida donde este dios tenía un santuario; la anfictionía reunía a las ciu-
dades que se asomaban al golfo Sarónico. Poseidón era también el dios principal de
la confederación beocia desde su santuario en Onchestos, aunque en Coronea había
también otro santuario federal beocio dedicado a Atenea ltonia; en el primero, que
fue sede de anfictionía, se celebraba un curioso ritual que consistía en lanzar un carro
a gran velocidad y si se estrellaba contra los árboles del bosque sagrado, era señal de
que el dios agradecía la ofrenda, con lo que los restos del carro se colocaban junto al
muro del templo. Por último Poseidón era el patrono del Panionion, es decir, la confe-
deración de todos los Estados jónicos del Egeo oriental. El templo estaba situado en
el cabo Micala, donde se sacrificaba un toro que era paseado alrededor del altar y de
cuyos mugidos se obtenían presagios. Este Poseidón jónico lleva el epíteto de Heliko-
'lios y se suponía que procedía de Helice, en el Peloponeso, donde los jonios solicita-
ron, sin conseguirlo, la estatua del dios. Otro lugar común presidido por Poseidón
estaba en la Elide, en el promontorio de Samikon, donde un santuario de este dios
sirvió de hogar común a la T rifilia.
Por su parte, Deméter también sirvió a estos mismos fines, aunque su protago-
nismo le fue discutido por otros dioses, que acabaron compartiendo con ella la presi-
dencia de la anfictionía. Así sucedió con la de los aqueos en Aegion, donde Deméter
Panaquea tuvo culto junto a Zeus Homagyrios, o también con la de los dorios del Asia
~lenor, en la que el santuario federal de Triopion, cerca de Cnido, fue compartido
con Apolo. Pero el caso más célebre es el de Delfos. En origen la anfictionía se cons-
utuyó en torno al santuario de Deméter Pylaia en Anthela, localidad situada cerca de
~ Termópilas, y agrupaba a un conjunto de entidades étnicas, no ciudades, de la
Grecia central y de Tesalia. A comienzos del siglo VI, tras el fin de la primera guerra
sagrada, Delfos adquirió un mayor protagonismo dentro de la anfictionía, y aunque
~ reuniones se celebraron durante algún tiempo alternativamente en uno y otro
santuario, al final fue el de Apolo Pítico el que logró convertirse en el auténtico cen-
tro de la anfictionía.

321
CAPÍTULO V

Los movimientos místicos


JoRGE MARTíNEZ-PINNA

LA CRISIS DE LA RELIGIOSIDAD CIUDADANA

Según veíamos en el capítulo anterior, la religión cívica se reveló como un mag-


nífico factor de cohesión, como un instrumento capaz de aglutinar con eficacia las
energías dispersas que pudieran manifestarse en el seno de la pólis. La solidaridad ciu-
dadana se expresa, pues, perfectamente en el terreno religioso, evitándose con ello
posibles rupturas ideológicas que a la larga pudieran resultar peligrosas. Pero en es-
tos mismos principios que definen su esencia, se encuentran también las causas de su
decadencia. La religión ciudadana es una manifestación de piedad colectiva, de ma-
nera que las inquietudes personales, el ansia del individuo por encontrar un camino
directo de contacto con la divinidad, son aspectos cuyas posibilidades de realización
se muestran bastante limitadas. La vida religiosa del ciudadano se encauzaba de la
misma forma que sus otras necesidades, hasta el punto que la individualidad concre-
ta pasaba a un segundo plano por detrás del espíritu colectivo como expresión de la
solidaridad de grupo característica de la institución ciudadana.
La edad arcaica asistió ya a una primera crisis religiosa. La excesiva opresión que
sobre el individuo ejercía la religión ciudadana le forzó, aunque sin abandonar lógi-
camente la práctica de esta última, a buscar nuevas vías que dieran satisfacción a sus
ansias espirituales más íntimas, y las encontró en los movimientos extáticos, en los
cultos mistéricos, que a partir de mediados del siglo VII a.C. experimentaron un no-
table auge, como veremos inmediatamente. Pero la religión cívica no era tan endeble
como pudiera parecer. Más bien al contrario, sus cimientos estaban firmemente
asentados y resistió con relativa facilidad esta primera acometida. La crisis en que se
vio sumido el mundo griego como consecuencia de la amenaza de los persas y el

322
triunfo final de los primeros significó un reforzamiento de la religión tradicional.
Fueron los dioses de la ciudad los que en definitiva habían proporcionado la victo-
ria, como era reconocido unánimemente, de manera que a partir de ahora religión y
pólis se muestran aparentemente más unidos que nunca.
Los años siguientes a las guerras médicas asisten a una enfervorizada actividad de
construcción de templos dedicados a los dioses olímpicos, siendo sin duda los más
sobresalientes el de Zeus en Olimpia y el de Atenea en Atenas, el célebre Partenón,
magníficos ejemplos del lujo y derroche de medios con que los griegos celebraban a
sus dioses. En esta misma línea se sitúan las fiestas, máxima expresión de la religiosi-
dad ciudadana, según hemos visto ya, en las que su primitivo carácter de ceremonia
religiosa ha dado paso a una auténtica exaltación nacionalista, en la que el culto a los
dioses se transforma en cómodo motivo de celebraciones patrióticas: baste recordar
las festividades de Atenas, sobre todo las Panateneas, donde en honor de la diosa po-
liada se sacrificaban tantos animales que era posible ofrecer un banquete para todo el
pueblo. No se escatimaban recursos para honrar a los dioses si con ello se glorificaba
a la propia ciudad. Los atenienses pasaban por ser los más piadosos entre los griegos,
pero también eran los más ricos, sobre todo cuando utilizaban la contribución de los
aliados con fines egoístas, como era lo corriente en el llamado siglo de Pericles, y por
ello sus celebraciones religiosas eran las más fastuosas de todo el mundo griego. Era,
por tanto, natural que el ateniense común no tolerase ninguna ofensa grave hacia los
dioses, pues en su nombre se oficiaban magníficas fiestas de las que él mismo obtenía
un provecho material y un motivo de orgullo. Dioses y ciudad parecen identificarse
por completo, y en el colmo del paroxismo, hasta la democracia fue divinizada y
convertida en objeto de culto.
Pero tan espléndidas manifestaciones tenían también su lado oscuro, ya que en
muchas ocasiones, habiendo privado a la operación religiosa de su verdadero signifi-
culo, todo se quedaba en pura parafernalia; otras veces, no eran sino expresiones del
poder político, tal como Atenas se vanagloriaba delante lo mismo de sus aliados y
que de sus enemigos. Una víctima destacada de esta situación fue el propio santuario
de Delfos. Durante las guerras médicas, influido por la mayoría tesalia en el consejo
de la anfictionía, el oráculo se manifestó en parte favorable a los persas; pero a pesar
de tan ambigua actitud, Apolo logró reponerse y recuperar su sobresaliente posición
como guía espiritual de los griegos: el monumento nacional que al término de la gue-
rra se erigió en Delfos para conmemorar la victoria así parece indicarlo. De todas
formas, la autoridad del oráculo quedó en entredicho y en los decenios sucesivos ya
oo estuvo en condiciones de situarse por encima de las ciudades, sirviendo de árbitro
en las disputas internas y en los conflictos entre Estados, como había actuado en los
"Rglos arcaicos. Más bien al contrario, sucumbió a los intereses políticos que en la lu-
c:h~ por la hegemonía destaparon los Estados griegos. Durante la guerra del Pelopo-
::.oc:so, Delfos apoyó decididamente a los espartanos y a sus aliados, como veíamos en
;;.: momento, y a lo largo del siglo IV se convirtió ya de manera clara en instrumento
:X poder para aquel que pretendía alcanzar una posición hegemónica entre los grie-
~· De ahí la sucesión de guerras sagradas, en las que la anfictionía se situaba en el
:lf.J del huracán y que terminaron con la definitiva imposición de Filipo 11 de Mace-
XlO.Ja.
Paralelamente al encumbramiento de la religión ciudadana, nacional, se van de-
YU!ldo las críticas contra ella. Ya en el siglo VI a.C. se había alzado la temprana voz

323
de Jenófanes de Colofón para arremeter contra la concepción tradicional de los dio-
ses. Basada en ese antropomorfismo plasmado por Homero que en nada se corres-
pondía con la realidad de la esencia divina. Sirva como ejemplo de su crítica estos
dos fragmentos, complemento de otro mencionado en un capítulo anterior:

Si los bueyes, los caballos y los leones tuviesen manos y pudiesen pintar y produ-
cir obras de arte como los hombres, los caballos reproducirían la forma de sus dioses
como su propia figura, los bueyes según la suya y cada uno haría los cuerpos de
acuerdo con su especie (fr. 15 Diels).

Los etíopes creen que sus dioses son negros y con nariz aplastada; para los tracias
son rubios y con ojos azules (fr. 16 Diels).

Jenófanes no era ateo, aunque en algún momento pudiera llegar a afirmar que los
dioses no existen (Aristóteles, Retórica, 1399b), sino que su concepto de dios coinci-
día con el del universo, y la divinidad, por tanto, «no se asemeja a los mortales ni por
su figura ni por sus pensamientos» (fr. 23 Diels). Jenófanes era uno de los más enar-
decidos heraldos de la filosofía naturalista, de la física, que originaria de Jonia se ex-
tendió por todo el mundo griego proponiendo interpretaciones más racionales, inge-
nuamente científicas en ocasiones, a los fenómenos de la naturaleza, y entre los obje-
tivos de sus críticas no estaba ausente la religión tradicional. En la Atenas del siglo v,
fue Anaxágoras el portavoz más sobresaliente de esta filosofía y su oposición a deter-
minados aspectos de la vida religiosa de la ciudad ya hemos tenido ocasión de com-
probar a propósito del enfrentamiento que mantuvo con el adivino Lampón. Ane-
xágoras continúa en muchos aspectos las opiniones de Jenófanes y al igual que éste se
acerca a una concepción monoteísta al identificar a dios con el Nous, es decir, el Es-
píritu, principio totalizador creador del universo y primer impulso vital, eterno, in-
finito y dotado de fuerza propia. Pero tales ideas permanecieron prácticamente aisla-
das en un reducto filosófico, sin descender al mundo de las creencias religiosas de la
vida cotidiana.
A los ataques de los naturalistas continuaron los de los sofistas, seguidores de una
corriente de pensamiento que situaba al hombre en el centro del universo, como per-
fectamente expone Protágoras en su celebre sentencia:

El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las
que no son en cuanto no son (fr. 1 Diels).

Según la filosofía sofista, todo aquello que existe por naturaleza es inamovible y
debe ser considerado como un hecho indiscutido, mientras que la ley, creación de los
hombres, no tiene necesaria y universalmente por qué ser aceptada. Partiendo de
esta base y amparándose en la total libertad de palabra que existía en Atenas, los so-
fistas dirigieron su discurso absolutamente contra todo, no librándose de sus ataques
ni siquiera los dos pilares fundamentales de la civilización ateniense, como eran la
democracia y la religión cívica. Los dioses y la práctica de la religión no son sino el
invento de un hombre astuto, que los ideó como instrumento de control de la socie-
dad, según llegó a exponer Critias:

324
... Cuando las leyes prohibieron cometer abiertamente actos de violencia y éstos
comenzaron a perpetuarse en secreto, alguien muy sabio e inteligente descubrió el
temor [a los dioses] para contener la perversidad; así pues, se disponía de un medio
para amedrentar a los malvados, aunque ellos hiciesen o pensasen mal en secreto.
De este modo se introdujo la religión, afirmando que hay un dios que florece con
vida eterna, que oye y ve con su mente, piensa en todo, posee naturaleza extrahuma-
na que le pemite conocer cuanto se dice entre los hombres y es capaz de advertir de
antemano toda intención de los mortales... Así, creo yo, alguien por vez rimera
predispuso a los hombres a aceptar que existe la raza de los dioses (fr. 25 Diels).

Ahora bien, la religión nacional no podía asistir impávida a estos ataques, puesto
que su supervivencia estaba ligada a la de la ciudad. Sustituir esta religiosidad impli-
caba eliminar también a la pólis como forma política dominante, y eso era por el mo-
mento completamente impensable. Una idea de este tipo sólo existía en el pensa-
miento de algunos sofistas radicales y ateos, como Critias, Calicles o Trasímaco, par-
tidarios de la supremacía de la ley natural sobre la positiva, entendiendo la primera
como expresión de la ley del más fuerte y de la total libertad del hombre superior.
.\sí pues, a pesar de todas las críticas, las formas tradicionales de la religión, dirigida
por los elementos más conservadores y sobre todo por el propio Estado, seguían
contando con un gran peso, y a veces podían incluso provocar situaciones de histeria
religiosa, como sucedió en algunos momentos de la guerra del Peloponeso, etapas
criticas en las que siempre era conveniente acordarse de los dioses. Uno de los defen-
sores más firmes de la tradición religiosa ciudadana fue Sófocles, auténtica roca con-
tra los embates de la tempestad atea. El poeta no discute sobre los dioses, puesto que
su poder está fuera de toda duda, incluso cuando sus decisiones chocan frontalmente
con la moral o el derecho:

Sólo es sabio aquel que honra a los dioses. A ellos hay que mirar, incluso cuando
te dicen que abandones el derecho; sigue ese camino pues nada es malo y que los dio-
ses manden (fr. 226 Pearson).

Pero la religión nacional se defendía de sus enemigos también en el terreno polí-


tico. Así, por ejemplo, la célebre ley que en el año 432 se aprobó a propuesta del adi-
,·ino Diopites, según la cual se perseguiría por delito de asebeia «a todos aquellos que
no creyesen en los dioses y que enseñasen doctrinas relativas a los fenómenos celes-
r~ (Plutarco, Pericles XXXII, 2): aquí Diopites no sólo protege a la religión cívica,
sino que también defiende sus intereses particulares, puesto que la segunda parte del
decreto va dirigida expresamente contra la astronomía, cuyo conocimiento podía
perjudicar la credibilidad de determinadas prácticas adivinatorias. Pero la respuesta
del Estado se centró sobre todo en el recurso a los procesos religiosos, que sin duda
responden en sus fundamentos reales a causas políticas, pero que en todo caso se in-
nx:aba como gravísimo delito la impiedad de los reos y su negativa a practicar la re-
ligión ciudadana: los juicios contra Aspasia y los filósofos Anaxágoras y Protágoras,
el célebre escándalo de la mutilación de los «hermes» y de la profanación de los mis-
terios de Eleusis, en el que se vio envuelto un «hombre superion>, Alcibíades, y el
más célebre de todos, que supuso la condena y muerte de Sócrates, son claros ejem-
plos de esta situación de conflicto.
Aunque las grandes discusiones ideológicas se reservaban, como es lógico, a las

325
capas más cultas de la sociedad, el pueblo llano no era completamente ajeno a las
mismas. En líneas generales, se puede admitir que el ciudadano corriente conservaba
un grado aceptable de fe en sus dioses, participaba activamente en las festividades y
rituales de su ciudad y cumplía al detalle sus deberes religiosos. Pero en cierta medida
actuaba de tal forma por obligación más que por devoción. No de otra forma se pue-
de entender la general diversión que causaban aquellas comedias de Aristófanes en la
que los dioses eran ferozmente ridiculizados, o que se concedieran a Eurípides los
más preciados laureles cuando en sus obras, retomando las antiguas ideas de Jenófa-
nes, critica con dureza el incomprensible comportamiento de los dioses:

Pero he de reprender a Apolo por lo que hace. Se une con violencia a las vírge-
nes y luego las abandona; engendra hijos ocultamente y no le importa si mueren. No
obres tú así. Puesto que estás en el poder, persigue la virtud, que a aquel de los mor-
tales que es remiso castíganlo los dioses (Ion 437 ss.)

Los aplausos que el pueblo dispensaba a estos autores es un claro exponente de


cómo su fe en los dioses tradicionales había mermado. Su verdadero sentimiento mi-
raba en otras direcciones, hacia los dioses menores y los cultos locales, sobre todo de
carácter agrario, donde la comunicación con la esfera de lo divino era más llana y ac-
cesible. Ésta es la época de gran explosión del culto a Asclepios. Pero fueron sin duda
los cultos mistéricos, y en general los movimientos místicos, los que constituyeron el
refugio de mayor importancia donde colmar las necesidades espirituales del indivi-
duo, sin duda muy encorsetadas por el excesivo ritualismo de la religión ciudadana.

CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LOS CULTOS MISTÉRICOS

El concepto de cultos mistéricos puede aprehenderse a primera vista a través de


la terminología que los antiguos griegos utilizaban para designarlos. La palabra mo-
derna «misterio» tiene un origen griego, procede del verbo myo, que tiene el valor de
«cerrar» pero con especial referencia a los ojos; de aquí se derivan mystes, el sujeto que
realiza la acción, y nrysterion, es decir, «lo que no se ve, lo secreto, lo oculto»; mysteria,
en plural, se refiere en consecuencia a estos cultos concretos. Otro grupo lexical gira
en torno al verbo teleo, término que presenta un campo semántico muy amplio, pero
que aquí, cuando se aplica a la esfera de la religión, tiene el significado de «cumplin>,
«celebran>, «inician>; derivados de este verbo son entre otros los sustantivos telele, «Ce-
remonia», «iniciacióm>, telestes, o sacerdote que dirige este acto, y telesterion, o lugar
donde se realiza el ritual. También es frecuente entre los cultos mistéricos el uso del
término orgia, en plural, para designar las ceremonias religiosas; la palabra deriva de
orge, que significa «agitación», «excitación», con lo que claramente se da a entender
que los rituales denominados de tal forma se caracterizan por ser extáticos; asimismo
el verbo orgiazein es utilizado para expresar este tipo de celebraciones.
A partir de estos presupuestos terminológicos, ya se pueden determinar algunas
características fundamentales de los cultos mistéricos. Un primer aspecto que llama
la atención es su carácter secreto, implícito en la palabra misterio. Una de las obliga-
ciones más rigurosas del participante en estos cultos era la de observar un estricto si-
lencio sobre todo cuanto había visto y oído en su asistencia a los rituales, en ningún
momento debía revelar el secreto de las ceremonia y objetos sagrados cuyo significa-

326
do estaba reservado a los iniciados. Se han propuesto diversas interpretaciones para
este hecho, pero en definitiva no parece ser sino una consecuencia lógica de otro as-
pecto esencial de estos cultos, esto es, su carácter iniciático. Efectivamente, quizá la
mejor definición sobre los cultos mistéricos es la que toma como referencia este as-
pecto, de manera que como tales se entenderían todos aquellos en los que la admi-
sión y participación del individuo depende del cumplimiento previo de ciertos ritua-
les de iniciación. Significativamente el término griego mysteria era traducido en latín
por initia, que era como los romanos designaban a los cultos mistéricos. Ahora bien,
el concepto de iniciación, cuando se aplica a este contexto, debe ser precisado, pues
sabemos que rituales de este tipo existían en la ciudad para señalar el paso de una si-
tuación a otra. La iniciación mistérica no se realiza cuando llega un cambio de edad,
ni tampoco implica pasar a formar parte de una sociedad secreta dotada de fuertes
vínculos entre sus miembros; tampoco conduce a una modificación de las condicio-
nes externas del iniciado. El único cambio se refiere a la relación del individuo con
la divinidad, a una nueva condición espiritual adquirida a través de la experiencia di-
recta con lo sagrado. Este y no otro es el significado de la iniciación en los cultos
misté ricos.
Otro elemento prácticamente común a todos los misterios es su carácter agrario,
ya denunciado por las principales divinidades protagonistas de los mismos, Deméter
y Dionysos, cuyos cultos ciudadanos, como las Tesmoforias y las Antesterias, contie-
nen elementos que se repiten en los misterios. Es probable que en estos rituales se re-
presentara el secreto de la vida agrícola, de la simiente y de la renovación de la vege-
tación, que en ocasiones podía completarse con la idea del dios que muere y resucita
transportando consigo una savia vivificadora. Desde luego, casi todos estos cultos
poseen entre sus símbolos elementos relacionados con la naturaleza y muchas veces
su mito de fundación es de carácter agrario. Inmerso en este contexto se encuentra la
presencia de aspectos sexuales, entre los que se cuentan manifestaciones fálicas, ex-
posiciones y lenguajes obscenos e incluso verdaderas orgías, elementos todos ellos
que nos conducen al ámbito de la fertilidad. Toda decencia ha de quedar en suspen-
so, puesto que se trata de algo más que el respeto a unas normas morales. Lo que pre-
tende es asegurar la continuidad de la vida, la supervivencia, y por ello el desenfreno
sexual, las manifestaciones orgiásticas que a más de uno escandalizaban, adquieren
w connotaciones de una hierogamia, cuya finalidad no es otra que proporcionar ri-
queza estimulando las fuerzas de la reproducción.
Aunque su existencia no está comprobada en todos los cultos mistéricos griegos,
un aspecto importante de los mismos es su carácter soteriológico, es decir, respon-
den al concepto de religiones de salvación. Consiste en el ofrecimiento que se hace a
los iniciados de una vida eterna en el Más Allá, de manera que la existencia terrena
no es sino una etapa de tránsito hacia la verdadera vida que se desarrolla después de
la muerte, en la que el individuo alcanza la más completa felicidad mediante la eter-
na contemplación de la divinidad. Sin duda alguna, se trata de uno de los elementos
que más se oponen a la religión tradicional, cuya escatologia, según veíamos en su
momento, no resultaba en absoluto atractiva para el individuo, pues no ofrecía más
que una vida lánguida y sin esperanza alguna. Pero por la misma razón, este ofreci-
miento constituye uno de los aspectos más atractivos de los cultos mistéricos y de ahí
que los más populares entre ellos no carezcan del mismo, como era el caso de los de
Ekusis y los dionisiacos.

327
Los cultos mistéricos tienen un origen muy antiguo, pues descansan sobre unas
creencias que ya preocupaban al hombre primitivo. Sus raíces se pierden en la noche
de los tiempos, elevándose quizá al chamanismo extático de los pueblos cazadores
del Paleolítico, que a través de prácticas de magia simpatética pretendía asegurar la
caza y con ello la supervivencia de la comunidad. El sustancial cambio económico
que se produjo con la llegada del Neolítico no suprimió estas formas religiosas, sino
que las transformó desviando hacia la tierra la fuerza que antes se dirigía a la caza.
Los primitivos habitantes de Grecia no eran ajenos al éxtasis y sin duda conocían y
practicaban cultos de estas características. Por lo que sabemos de las condiciones du-
rante la edad oscura griega, al no existir más que una religiosidad de grupo restringi-
do, fundamentalmente limitado al entorno familiar, los cultos mistéricos no rebasa-
ban estos ámbitos, y ni siquiera tenían por qué estar vinculados a una localidad
concreta, como lo prueban los rituales dionisiacos. Fue en el siglo VII a.C. cuando expe-
rimentaron un auge muy notable, coincidiendo con el descubrimiento de la indivi-
dualidad del ser humano, quien como hemos visto pretende desarrollar su propia ca-
pacidad de decisión personal también en la esfera de la religión.
Los cultos mistéricos se adaptaban perfectamente a estas exigencias y por ello se
situaban en un punto opuesto al de la religión ciudadana. La iniciación mistérica era
producto de una decisión individual, no algo obligatorio e inevitable, como sucedía
con los cultos oficiales. En ellos se admitían gentes de todo tipo, pues junto a los ciu-
dadanos de la pólis en cuestión se iniciaban también las mujeres, los extranjeros e in-
cluso los esclavos. Ninguna requisito de sexo, condición jurídica o social, nacionali-
dad, etc., era exigido para participar en los cultos. Mientras la religión ciudadana se
identicaba con el ideal délfico de la sophro!Jne, como ya hemos visto, los cultos misté-
ricos propugnaban por el contrario el éxtasis, la locura divina, dar rienda suelta a los
propios sentimientos. Se trata en definitiva de una oposición entre lo colectivo y lo
individual, entre lo apolíneo y lo dionisiaco, según la feliz expresión de F. Nietzsche.
Sin embargo, no llegó a producirse un conflicto abierto entre estas dos tendencias.
Y a hemos visto al hablar de Delfos cómo la religión olímpica no es extraña a las ma-
nifestaciones extáticas, siempre y cuando puedan ser controladas y ejercidas a través
de unos cauces «reglamentarios», y éste fue también el objetivo de la ciudad frente a
los cultos mistéricos. Tal era la fuerza que estos últimos habían alcanzado, que resul-
taba completamente imposible tratar de suprimirlos, por lo que la ciudad optó por
incluirlos dentro de su propia estructura religiosa, y así en ningún momento se pro-
hibió su práctica, siempre y cuando ello no condujera al desinterés por los cultos ciu-
dadanos. En Atenas tanto los misterios de Eleusis como los de Dionysos fueron inte-
grados como festividades públicas, su ceremonial se complicó y se introdujeron cier-
tos elementos de control, con la participación de los sacerdocios oficiales. Pero al
mismo tiempo, de los cultos mantuvieron su esencia y su significado más íntimo,
como veremos inmediatamente, en una especie de simbiosis que constituye una de
las características más singulares de la civilización griega.

Los MISTERios DE ELEUSis

Se trata sin duda alguna del culto mistérico más importante de la religión griega,
pues al vincularse ya en fecha muy temprana a Atenas, su fama pudo extenderse con

328
gran rapidez. Con mayor o menor auge según las épocas, los misterios de Eleusis se
mantuvieron vivos hasta las postrimerías del siglo IV d.C., cuando la proscripción
del culto por el emperador Teodosio primero y la destrucción del santuario debida a
una incursión de los godos a continuación, terminaron de manera definitiva con una
manifestación religiosa milenaria. Probablemente los cultos eleusinos, si bien hien-
den sus raíces en creencias muy primitivas, no se elevan en el tiempo más allá del pe-
riodo geométrico, pues aunque se han encontrado en el lugar restos arqueológicos
correspondientes a la civilización micénica, no parece que entre éstos y el culto tal
como lo conocemos en época histórica haya una directa vinculación religiosa. Como
hemos visto, no muy diferente es la situación en otros lugares sacros asimismo ar-
caicos.
En un principio los misterios tendrían un carácter meramente local. Gestiona-
dos por la familia eleusina de los Eumólpidas, los cultos no servían sino a un número
muy limitado de iniciados, como demuestra la reducida superficie del santuario en
sus fases más antiguas. Por la misma razón, los rituales tenían que ser entonces más
sencillos, sobre todo por lo que hace referencia a las ceremonias de preparación.
:\comienzos del siglo vn a.C., Eleusis fue incorporada al territorio ateniense y sus
cultos comenzaron a adquirir cada vez mayor fama, de forma que un siglo más tarde
hubo que proceder a una remodelación del santuario para dar cabida al creciente nú-
mero de adeptos. Fue, sin embargo, Pisístrato, el tirano de Atenas, quien en la segun-
da mitad de este mismo siglo proporcionó a los misterios de Eleusis su más alta repu-
tación y un carácter de gran festividad con aspiraciones panhelénicas, datando de en-
ronces la complejidad que alcanzaron las ceremonias, puestas bajo control ateniense,
y la monumentalización del santuario. Este último era muy diferente al modelo co-
mun de los templos griegos. Recibía el nombre de Telesterion y consistía en una es-
tructura de planta circular, con una gran sala en forma de anfiteatro para permitir la
presencia de un número muy elevado de individuos; en el centro se encontraba el lla-
mado anaktoron, un pequeña construcción dotada de una única entrada donde se si-
ruaba el trono del sacerdote, el hierofante, y sobre el mismo se encendía el gran fue-
~· para lo cual la cubierta del edificio tenía en su parte más elevada una especie de
tragaluz, el opaion, por donde salía el humo.
La influencia ateniense puede considerarse decisiva en la historia de los miste-
nos eleusinos. Su antiguo carácter local desaparece por completo y se integran en el
alendario cívico de Atenas como una festividad más, aunque manteniendo su anti-
gua naturaleza al margen del culto ciudadano propiamente dicho. Pero las modifica-
aones que se introdujeron en el siglo VI indican claramente la subordinación de
Ekusis a Atenas y el orgullo de esta última. Los pequeños misterios que probable-
mente en honor de Dionysos se celebraban en Agras, un barrio de la periferia de
.\tenas junto al río Iliso, fueron incorporados a los de Eleusis como preparación
obligatoria para todos los aspirantes. El traslado de los objetos sagrados, los hiera,
desde Eleusis a Atenas y su retorno a su lugar de origen, ceremonia que se incorporó
Al ritual definitivo, expresa solemnemente el vínculo especial que Atenas mantenía
con esta localidad sacra. También el personal sacerdotal se vio afectado por la in-
tluencia ateniense. El monopolio que habían ejercido los Eumólpidas desapareció y
algunas de sus funciones fueron confiadas a la familia ateniense de los Kerykes,
auentras que también se dio entrada en el ceremonial a otros sacerdotes asimismo
.-rn1enses.

329
En su. esquema clásico, el sacerdocio eleusino constaba de los siguientes miem-
bros. En el punto culminante de la jerarquía se encontraba el hierofante, gran sacer-
dote del culto a Deméter en Eleusis, cargo vitalicio que era proporcionado por los
Eumólpidas. A esta misma familia pertenecían tres sacerdotisas, dos que actuaban
como asistentes del hierofante y una tercera que no era otra que la gran sacerdotisa,
función igualmente vitalicia y con residencia permanente en el santuario. El segun-
do cargo masculino en importancia era el dadouchos, «el portador de la antorcha)), que
participaba en los rituales de iniciación. Este sacerdote pertenecía a la familia de los
Kerykes, lo mismo que el siguiente en la jerarquía, el llamado hierokeryx, «el heraldo
sagrado)), que actuaba como introductor general (mystagogos) de los neófitos. Junto a
éstos se conocen otros sacerdotes con funciones menos importantes, como las me/is-
sai, vírgenes administradoras del culto; el phaet~ntes, encargado de las estatuas de las
diosas; el neokoros, que estaba al frente de la limpieza del santuario; el ~dranos, que di-
rigía la purificación de los aspirantes mediante el agua; el iakchagogos, que acompaña-
ba a la imagen de lakchos-Dionysos en la procesión principal. En la ceremonias ini-
ciales también participaba el basileo, magistrado ateniense encargado de los asuntos
religiosos, como ya sabemos, lo que demuestra el interés del Estado por intervenir en
estos rituales e identificarlos lo más posible a la vida religiosa de la ciudad. El basileo
era asistido por un paredros y por cuatro epime/etai, pertenecientes uno a la familia de
los Eumólpidas, otro a la de los Kerykes y los dos restantes designados entre todos
los ciudadanos.
Tras su incorporación al calendario oficial ateniense, los cultos eleusinos se desa-
rrollaban,en dos fases, conocidas respectivamente como pequeños y grandes miste-
rios. Los primeros se celebraban en primavera, durante el mes de Antesterion, y te-
nían como escenario el mencionado suburbio de Atenas. Según parece, las ceremo-
nias consistían fundamentalmente en rituales de purificación, cumplidos a base de
ayunos, baños y sacrificios, aunque también se escenificaban pantomimas en torno a
la vida y milagros de Dionysos. Estas ceremonias tenían que ser realizadas por todos
aquellos que querían ser iniciados en los misterios, como una especie de preparación
ritual para el gran momento. El aspirante cumplía todos los actos bajo la dirección
de un mistagogo y toda la operación era directamente supervisada por el hierofante.
Los misterios propiamente dichos se celebraban a comienzos del otoño, en el
mes de Boedromion, y se conocían también con el nombre de grandes Eleusinas. Las
ceremonais oficiales comenzaban el día 15 y terminaban el 23. Previamente al inicio
de la fiesta, el día 14, se transportaban en procesión los hiera desde Eleusis hasta Ate-
nas: tras realizar los sacrificios preliminares (prot~mata ), los sacerdotes de Deméter
junto a los efebos atenienses se dirigían a Atenas, donde eran recibidos por la sacer-
dotisa de Atenea, quien se unía a la procesión hasta llegar al Eleusinion, santuario
ateniense de Deméter y afiliado al de Eleusis, donde se depositaban los objetos sa-
cros. El día 15 comenzaban las fiestas propiamente dichas con la invitación del hie-
rofante al pueblo, que previamente había sido convocado a asamblea por el basileo.
El gran sacerdote de Deméter, y en épocas posteriores el heraldo, pronunciaba la fra-
se ritual (prorrhesis) que excluía de los misterios a los que no tuvieran las manos lim-
pias o hablasen una lengua incomprensible, esto es, a los asesinos y a los bárbaros, ra-
zón por la cual el emperador Nerón no quiso iniciarse durante un viaje a Grecia por
ser responsable de la muerte de su madre (Suetonio, Nerón XXXIV, 4).
El segundo día de celebración era conocido con el nombre de e/asis por la proce-

330
sión que se organizaba en dirección al mar. Todos los aspirantes, acompañado cada
uno por su mistagogo o tutor y con un lechón en los brazos, se dirigían al Falero,
donde se purificaban mediante el baño y a su regreso a Atenas cada uno sacrificaba
su lechón. La presencia de este animal se explica asimismo a efectos de lustración y
se justifica por la asociación que en el mito tiene con Persephone, situación que se re-
fleja igualmente en la festividad de las Tesmoforias. A continuación, el día 17, las ce-
lebraciones tienen un carácter ciudadano en vez de mistérico: el basileo y su esposa,
en presencia de los magistrados y de los theoroi o embajadores religiosos de otras ciu-
dades, realizan un sacrificio en el Eleusinion del ágora ateniense, haciendo votos por
el consejo y el pueblo de Atenas, así como por los niños y mujeres de toda la Hélade.
Como se puede observar, se trata de una manifestación del carácter panhelénico que
presenta la festividad, pero expresada para mayor gloria de Atenas, que aparece en
posición dominante. El día siguiente era de descanso, y los aspirantes permanecían
en sus casas ayunando y mejorando su preparación ante los emocionantes aconteci-
mientos que iban a experimentar.
El día 19 suponía el punto culminante de las ceremonias públicas, antes de la ce-
lebración de los misterios propiamente dichos. Al amanecer salía de Atenas una pro-
cesión que devolvía los hiera a Eleusis, acompañados en esta ocasión por un verdade-
ro gentío. En ella participaban como era de esperar los miembros del clero eleusino,
encargados de transportar los objetos sagrados, y los "!)Stai o aspirantes junto a sus tu-
tores; pero también se incluían en el cortejo los magistrados atenienses, los represen-
tantes de otras ciudades y en general todos aquellos que quisieran acompañar a los
dioses, juntándose normalmente un número bastante elevado de personas. La proce-
sión, que recorría los 21 km que a través de la llamada vía sagrada seperaban Atenas
de Eleusis, estaba encabezada por una estatua de madera que representaba a lakchos.
Pero no era éste el único aspecto dionisiaco de la procesión, sino que todo estaba im-
pregnado de una alegría desbordante, con danzas extáticas y la continua invocación a
Dionysos a través del grito ritual iakche: también los aspirantes participaban de este
dios portando bakchoi, esto es, ramas de mirto con hebras de lana, elemento caracte-
rístico del entorno dionisiaco. Esta presencia de Dionysos en los rituales eleusinos
no debe sorprendernos, pues su asociación con Deméter no es infrecuente: en Lerna
se celebraban unos misterios que estaban consagrados a esta pareja de dioses y según
Píndaro (Ístmicas VII, S) la misma asociación se encontraba en Delfos; por otra parte,
en la misma Atenas durante la festividad de las Haloa dedicada a Deméter intervenía
umbién Dionysos.
Las ocasiones de alegría y de chanza culminaban cuando la procesión cruzaba
por un puente el río Cefiso. Entonces tenían lugar los llamadosgep0'rismoi, en los que
personajes con máscaras se burlaban de los mystai y de los magistrados con gestos obs-
cenos, mientras que las mujeres se mostraban desnudas, acciones que generalmente
se interpretan con un significado apotropaico, de defensa contra cualquier amenaza,
mnque también tienen una vertiente relativa a la fertilidad, como recuerdan las
llisrhrologiai agrarias y las de las Tesmoforias. Para los antiguos, por el contrario, estas
bufonadas representaban una repetición de las bromas que según el mito, Iambe o
Baubo habían escenificado para consolar a Deméter, presa de tristeza por la desapa-
rición de su hija. Al caer la tarde, ya con la aparición de las primeras estrellas, la pro-
asión llegaba al santuario a la luz de las antorchas, y los mystai podían por fin romper
d ~yuno mediante la ingestión del ~keon, una bebida ritual que según el mito tam-

331
bién había tomado Deméter después de un día de ayuno; consistía en una especie de
agua de cebada. El resto de la noche, hasta el amanecer, se pasaba entre cantos y dan-
zas en honor de las dos diosas.
El sexto día, el 20, era el gran momento, cuando se producía la iniciación de los
neófitos en los misterios. Éstos no se celebraban al aire libre, como los rituales ante-
riores, sino en el interior del Telesterion. Las ceremonias tenían lugar por la noche y
hasta su comienzo se sucedían los sacrificios, realizados por el basileo, en honor de
las divinidades eleusinas, mientras los aspirantes descansaban y se purificaban. Una
vez que estos últimos penetraban en el santuario, nuestros conocimientos sobre los
ritos que se celebraban a continuación son muy limitados, pues como ya sabemos,
los iniciados tenían completamente prohibido revelar los secretos que allí se mani-
festaban. Algunos autores griegos, como Aristófanes, Esquilo, Sófocles o Platón,
proporcionan leves indicios sobre cómo se practicaba la iniciación, pues los verda-
deros secretos nunca fueron divulgados. Los apologistas cristianos mantuvieron una
actitud diferente, menos discreta, pero su testimonio ha de manejarse con cautela,
pues no se caracterizan por la exactitud de la información que transmiten, casi siem-
pre parcial, contradictoria e intencionada; sin embargo, tampoco deben ser ignora-
dos por completo. En síntesis los datos disponibles son muy escasos, de manera que
resulta prácticamente imposible ofrecer una visión medianamente completa de la
esencia de estos rituales.
Según la tradición, los misterios de Eleusis fueron instituidos por Deméter. Las
condiciones en que se produjo este acontecimiento están reflejadas en el Himno a De-
méter, composición poética falsamente atribuida a Homero, pues fue creada en am-
biente ático-eleusino probablemente en el siglo VI a.C., pero que refleja como ningu-
na otra el origen mítico y el significado de los misterios. El mito se centra en la figu-
ra de Deméter y en el rapto de su hija Persephone por Hades, su angustiosa búsqueda
por parte de la madre y el encuentro final de ambas diosas en Eleusis, seguido del re-
nacer de la vegetación como muestra de la reconciliación de Deméter con los dioses
y los hombres. La diosa ordenó la construcción de un templo y más adelante el anó-
nimo poeta narra la fundación de los misterios:

Y no desobedeció la bien coronada Deméter. Enseguida hizo surgir el fruto de


los labrantíos de glebas fecundas. La ancha tierra se cargó toda de frondas y flores.
Y ella se puso en marcha y enseñó a los reyes que dictan sentencias, a Triptólemo, a
Diocles, fustigador de corceles, al vigor de Eumolpo y a Celeo, caudillo de huestes,
el ceremonial de los ritos y les reveló los hermosos misterios[ ... ], misterios venera-
bles que no es posible en modo alguno transgredir, ni averiguar ni divulgar, pues
una gran veneración por las diosas contiene la voz (vv. 470 ss.).

Parece ser que los misterios se componían de tres partes, llamadas respectiva-
mente dromena (»las cosas cumplidas»), legomena («las cosas dichas») y deiknymena («las
cosas mostradas»), pero lo difícil es determinar en qué consistía cada una de ellas.
Otros distinguen por el contrario dos fases en los rituales eleusinos, la de la telele o
iniciación, que comprendería las dos primeras partes anteriores, y la de la epopteia o
revelación, momento culminante de los misterios y reservado exclusivamente a los
que llevaban ya un año como iniciados. Según se cree, los mystai tenían que hacer una
especie de confesión previa, sin la cual su admisión en las ceremonias iniciáticas de

332
Urna Lovatelli. Roma. Museo Nacional.

esa noche era imposible. Se trata del denominado ~nthema, una fórmula secreta o
consigna cuyo texto ha sido transmitido por el escritor cristiano Clemente de Alejan-
dría y que dice lo siguiente:

He ayunado, he bebido el kykeon, he tomado de la cesta (kiste), y después de ma-


nipularlo lo he colocado en el canasto ( kalathos ), y luego volviendo a tomarlo del ca-
nasto, lo he puesto de nuevo en el cestillo (Protréptico II, 21.2).

Los dos primeros elementos de la fórmula se refieren a episodios ya conocidos,


pero no así los restantes, por lo que algunos autores piensan que probablemente nos
encontremos ante una innovación muy tardía. De todas maneras, tampoco se sabe
qué eran los objetos manipulados y qué se hacía con ellos; es opinión generalizada
que podría tratarse de simulacros fálicos o de la vagina de Deméter, con los que el as-
pirante realizaría una hierogamia ficticia, pero verdaderamente no existen datos de
peso para defender tal hipótesis. Desde luego no eran los hiera, puesto que éstos sólo
se enseñaban en la fase final de la ceremonia.
Los dromena era pequeñas representaciones de carácter litúrgico, pero se descono-
ce por completo su argumento. Las opiniones mayoritarias se dirigen hacia una esce-
nificación del mito fundacional de los misterios, aunque sin poder especificar sus
particularidades. Se sabe tan sólo que los nrystai, con antorchas en la mano, imitaban
las idas y venidas de Deméter cuando ésta buscaba a su hija. También es posible que
se representaran escenas relativas al mundo de ultratumba, sobre todo en cómo lle-
gar hasta él, puesto que en ello consistía una de las enseñanzas fundamentales de los
misterios, como parece desprenderse de los siguientes versos de Aristófanes, cuando
con su peculiar lenguaje cómico, pone en boca de Dionysos las siguientes preguntas
dirigidas a Heracles:

Dime cuáles fueron los anfitriones que te acogieron cuando fuiste en busca de
Cerbero; muéstrame las puertas, las panaderías, los burdeles, las paradas, los atajos,
las fuentes, las rutas, las ciudades, las posadas y los albergues donde hay menos chin-
ches (Las ranas 112 ss.).

333
Los legomena eran frases rituales o invocaciones litúrgicas de las que no se tienen
grandes noticias. Algunos las identifican con contraseñas de paso, fórmulas que de-
bían pronunciar los difuntos para llegar al Más Allá y atraerse la benevolencia de las
divinidades infernales, entre ellas Persephone, tal como se documenta en algunas ta-
blillas órficas. Tampoco hay que descartar otros aspectos, y así dos autores tardíos, el
cristiano Hipólito (Philosophumena V, 7.34) y el pagano Proclo (Comentario al Timeo
239c), mencionan una fórmula ritual que pronunciaban los mystai, quienes miraban
hacia arriba y decían «¡llueve!» y a continuación hacia la tierra exclamando «¡conci-
be!>>. Se trata de una invocación relativa a los cultos agrarios, pero cuyo secreto no lo
es tanto, ya que las mismas palabras figuraban en una inscripción expuesta a la vista
de todos junto a la puerta del Dipylon, en Atenas.
La última parte de los misterios estaba constituida por los deiknymena. Era el mo-
mento de la revelación, de la visión sobrenatural con que culminaban los rituales de
iniciación, tras lo cual los mystai se transformaban en epoptai, es decir, «los que han
visto». Pero, ¿qué han visto verdaderamente? Un papiro del siglo 11 d. C., que hace re-
ferencia a la iniciación de Heracles, termina diciendo: «He visto el fuego ... y he visto
a Kore [Persephone]». Otros autores antiguos mencionan una hierogamia, que sería
celebrada por el hierofante y la sacerdotisa de Deméter de forma simbólica. La noti-
cia es muy tardía, procede del obispo Asterio, que vivió a mediados del siglo v d. C., y
probablemente se refería a los misterios que se celebraban en Alejandría, donde en
época helenística se había abierto, al igual que en otras ciudades, una sucursal de los
cultos eleusinos. Ciertamente la noticia no presenta todas las exigencias de credibili-
dad, y de ahí que muchos autores modernos no acepten la presencia de este rito para
los misterios de época griega clásica. Sin embargo, el mismo Hipólito (V, 8.40) afir-
ma que tras haber mostrado una espiga de trigo, elemento muy frecuente en las re-
presentaciones iconográficas eleusinas, y en medio de un fuego deslumbrante, el hie-
rofante exclamaba: «¡A un sagrado niño ha parido la Señora, Brimo [«la Fuerte»] a
Brimos [«el Fuerte»]!», lo que parece implicar que previamente se ha producido una
unión sacra. No se conoce con exactitud la identificación de estos personajes. El
niño pudiera tratarse de lakchos-Dionysos, hijo de Persephone, o bien Plutos, la per-
sonificación de la riqueza, hijo de Deméter. Este alumbramiento ritual parece ser un
elemento antiguo en los misterios, pues hay vasos del siglo IV a.C. que muestran a un
niño con el cuerno de la abundancia situado entre las dos diosas; otro documento
importante al respecto es la urna Lovatelli, donde se representan escenas de la inicia-
ción de Heracles, y tras el sacrificio preliminar del lechón y un ritual de purificación,
figuran las dos diosas con un personaje joven que no puede ser Heracles, por lo que es
probable que se trate de lakchos. Lo mismo cabe decir del gran fuego que ardía en el
anaktoron, cuyo resplandor podía verse desde muy lejos (Plutarco, Temístocles XV, 1).
En síntesis, los cultos de Eleusis debían revelar ciertos secretos vinculados al ci-
clo de la vida y de la vegetación, a los misterios del nacimiento y de la muerte, y so-
bre todo cómo al final de la existencia el hombre puede alcanzar una inmensa espe-
ranza en el Más Allá. Éste era precisamente el gran beneficio para los iniciados,
como se expresa con total claridad en algunos pasajes de Píndaro (fr. 121 Bowra) y de
Sófocles (fr. 837 Pearson), y sobre todo en el mencionado Himno a Deméter:
¡Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra viven que llegó a contem-
plarlos! Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participa, nunca tendrá un
destino semejante, al menos una vez muerto, bajo la sombría tinieba (vv. 480 ss.).

334
ÜTROS MISTERIOS GRIEGOS

Dentro de la general laguna informativa que existe sobre los cultos mistéricos
griegos, los de Eleusis se sitúan en una posición privilegiada por ser aquellos de los
que se tienen un menor desconocimiento. Como ya se ha dicho, la vinculación con
Atenas hizo de los misterios eleusinos los más importantes y famosos de todo el
mundo griego. Pero evidentemente no fueron los únicos. La información disponible
nos enseña que los cultos mistéricos eran un fenómeno religioso de amplia exten-
sión, puesto que responde a inquietudes muy elementales, pero desgraciadamente de
la mayor parte de los mismos no se conoce apenas más que el nombre.
Una posición ciertamente destacada alcanzaron los cultos dirigidos a los Cabiros,
aunque aquí el enigma general que invade todos los misterios se complica con la in-
tervención de antiquísimos elementos pregriegos. En efecto, los Cabiros eran unas
divinidades bastante extrañas, mal conocidas incluso por los mismos griegos y cuyo
origen se remonta a un lejanísimo pasado. Las tradiciones más antiguas, recogidas
por Ferécides de Siros y por Acusilao de Argos, hacen de los Cabiros hijos o nietos de
Hefesto y de su unión con la ninfa Cabiro, hija de Proteo, y sitúan su origen en la isla
de Lemnos, que hasta su conquista por Atenas en el siglo VI a.C. conservaba una cul-
tura no griega. Posteriormente, una vez que su culto alcanzó gran extensión y fama,
los Cabiros fueron asimilados a importantes divinidades clásicas con connotaciones
mistéricas, como Deméter, Persephone, Dionysos, Hermes, etc. Los principales cen-
tros donde se celebraban misterios en honor de los Cabiros se encontraban en Lem-
nos, en T ebas y en Samotracia.
Como veíamos en un capítulo anterior, Lemnos era también el más importante
lugar de culto tributado a Hefesto y quizá los misterios que se celebraban en la isla
tienen aquí su origen, aunque la divinidad protagonista no fuese esta última. Desde
luego los cultos eran muy antiguos y no se vieron transformados por la entrada de
Lemnos en la órbita ateniense. Los misterios pudieron haber surgido en el seno de
las corporaciones religiosas de artesanos, principalmente las de los herreros, que
mantenían vínculos muy estrechos con Hefesto, aunque estaban dirigidos a los Cabi-
ros, como lo prueba el material epigráfico encontrado en el santuario. El grupo de
hallazgos más consistente procedente del templo lo constituyen vasijas para el vino,
lo que indica que este producto interpretaba un papel muy destacado en el ritual, lo
mismo que ciertos elementos burlescos, a juzgar por una dedicación hallada en el
mismo lugar. Todo ello nos conduce a una intervención de Dionysos en los miste-
rios, divinidad estrechamente asociada en el mito con Hefesto.
Los cultos que se desarrollaban en Tebas presentan muchos puntos de contacto
con los de Lemnos. Tienen su origen en el siglo VI a.C. y según se cree fueron intro-
ducidos desde el Ática, aunque quizá esta última actuase sobre todo como interme-
diaria a partir del núcleo originario de Lemnos. Según la tradición transmitida por
Pausanias, quien voluntariamente reinicide en callar sobre los rituales secretos, los
misterios fueron instituidos por Deméter Kabeiraia, quien llego a la región para cono-
cer a Prometeo (IX, 25.5-9). La mención de este personaje, considerado como uno
de los patronos de la técnica y que entregó el conocimiento del fuego a los hombres,
ha hecho pensar a algún investigador moderno en la presencia de cofradías de herre-

335
ros análogas a los de Lemnos. Las excavaciones arqueológicas practicadas en el san-
tuario han proporcionado interesantes elementos sobre el culto. Las dedicatorias en-
contradas se centran principalmente en dos personajes, en Cabiro, mencionado
siempre en singular y que adopta la imagen de un Dionysos barbudo, en posición re-
costada y normalmente en actitud de beber, y en Pais, es decir, un niño, a quien se
dedican todo tipo de juguetes. Un fragmento cerámico del siglo IV a.C. representa a
estos dos personajes y junto a ellos a un tercero, de apariencia un tanto grotesca, que
lleva el nombre de Protolaos, imagen del «primer hombre», lo que de nuevo nos con-
duce al ambiente lemnio, respecto al cual un poeta anónimo de época arcaica men-
ciona a un tal Cabiro, engendrado por Lemnos, en una relación de estos «primeros
hombres» (fr. 136b Adrados). Se trata, en consecuencia, de una alusión a un mito an-
tropogónico, es decir, sobre el origen del hombre, lo que lleva implícito el sentido de
un nuevo comienzo, de una regeneración, característica propia de los cultos mistéri-
cos. No se conoce con exactitud en qué consistían los ritos de este santuario tebano,
pero debían incluir baños purificatorios y el sacrificio el toro, así como una inter-
vención destacada del vino, según atestigua el material arqueológico. Las representa-
ciones sobre cerámica a partir de la segunda mitad del siglo v a.C. nos muestran cari-
caturas grotescas y exageración de los órganos sexuales, lo que parece ser indicativo
de la presencia de manifestaciones orgiásticas. La participación de Dionysos debía
ser, pues, muy significativa, así como la de Deméter, fundadora legendaria de los
misterios y cuyo bosque, situado en las proximidades del santuario, servía de escena-
rio al desarrollo de parte de los ritos. Gracias a la epigrafía del lugar se conoce la exis-
tencia de algunos sacerdotes, como los kabiriarchoi, que dirigían los rituales de inicia-
ción, y los paragogeis, que actuaban como mistagogos, es decir, introductores de los as-
pirantes.
Mayor importancia que los anteriores alcanzaron los misterios de Samotracia,
cuyo origen parece elevarse al siglo VII a.C., aunque conoció los momentos de mayor
auge a partir de la segunda mitad del siglo IV, cuando se inició la familia real mace-
dónica, continuando su prestigio a lo largo de la época romana. Ya en el siglo v a.C.
eran conocidos en Atenas y el historiador Herodoto, quien con toda probabilidad es-
taba iniciado en los mismos si hacemos caso de sus palabras, planteaba incluso un
origen ático de los misterios (11, 51). Las características de estos cultos son muy se-
mejantes a las de los misterios anteriores, según se puede comprobar por los escasos
datos llegados hasta nosotros. Se trataba de una fiesta anual y en ella el falo parece
que tenía un papel destacado; quizá tenía lugar también una hierogamia. Los aspi-
rantes debían someterse a una especie de confesión, en la cual el sacerdote pregunta-
ba al neófito cuál había sido el peor hecho que había cometido en su vida, encuesta
dirigida probablemente a establecer un vínculo irrompible entre el santuario y sus
adeptos. Se sabe también que los iniciados se ceñían una faja de púrpura alrededor de
su cuerpo, lo que quizá presuponga un baño como acto de purificación y la desnudez
ritual. Por último los iniciados, una vez que cumplían los rituales y eran admitidos
en el seno de esta corporación, se ponían un anillo de hierro, cuyo simbolismo se
desconoce (¿quizá reducto simbólico de una antigua cofradía de herreros?).
Si hacemos caso de las dedicaciones transmitidas por la epigrafía, debía existir
cierta precaución para mantener en secreto el nombre de los dioses, puesto que las
inscripciones se refieren a ellos con el término aséptico de Theoi Megaloi, «Grandes
Dioses». Sin embargo, Herodoto, quien como ya se ha dicho estaba iniciado en los

336
Santuario dt Samotracia

1.-Anaktoron. 2.-Sacristía. 3.-Arsinoeion. 4.-Témenos. 5.-Hierón. 6.-Sala de ofrendas.


-.-Altar. 8.-Teatro. 9-10.-Construcciones sin identificar. 11.-Heroon. 12.-Comedor. 13.-Do-
nación milesia. 14-17.-C..onstrucciones helenísticas. 18.-Stoa. 19.-Fuente. 20.-Necrópolis meridio-
nal. 21.-Ptolemaion. 22.-Piaza cultual. 23.-Fundación Filipo III y Alejandro IV.

misterios, habla de los Cabiros. Otros autores más tardíos, como Mnaseas de Patara,
que vivió en el siglo II a.C., revela el nombre de estos enigmáticos dioses, a los que
llama Axieros, Axiokersos y Axiokersa, que él identifica con Deméter, Hades y Per-
sephone, a los que se añade Kadmilos, que sería idéntico a Hermes. Por su parte, el
polígrafo latino Varrón (siglo 1 a.C.), quien muy probablemente también estaba ini-
ciado, asimila a los Grandes Dioses de Samotracia con la tríada romana del Capito-
lio, es decir: Júpiter, Juno y Minerva, mientras que la iconografía de las monedas de
la isla representan a una Gran Diosa que puede ser identificada con Meter, esto es,
con Cibeles y una divinidad parecida anatólica. Sin embargo, todas estas asimilacio-
nes parecen más bien producto de especulaciones tardías y en muchos casos más filo-

337
sóficas que religiosas, pertenecientes a esa época en que los cultos de Samotracia ad-
quirieron un rango marcadamente internacional. En origen se debe pensar exclusi-
vamente en los Cabiros, que aquí estarían considerados como pequeñas divinidades
benévolas, dadoras de frutos, y por tanto, englobadas en el círculo agrario. Un aspec-
to interesante se centra en la posible intervención de Dionysos y de Deméter, de los
cuales no existen testimonios cultuales, aunque su presencia se puede quizá entrever
a través del mito. En efecto, el entorno cultual de Samotracia desarrolló una propia
mitología centrada en la figura de Electra, hija de Atlas y considerada señora de Sa-
motracia. Ésta tuvo tres hijos de su unión con Zeus: Dárdano, antepasado de los tro-
yanos; Eetion, que fue identificado con Iasón, casado con Deméter y muerto por
Zeus, y Harmonia, esposa del héroe tebano Cadmo y madre de Semele, quien a su vez
dio a luz a Dionysos. Sobre Harmonia existía además un mito que la asimilaba con
Persephone, pues al igual que esta última fue víctima de un rapto. Como puede ob-
servarse, los motivos míticos, y hemos de pensar que también simbólicos, se repiten
en casi todos los misterios.
En la localidad arcadia de Feneos se celebraban unos misterios estrechamente
emparentados con los de Eleusis. Según el testimonio de Pausanias (VIII, 15. 1-3),
estos cultos estaban dedicados a Deméter, quien significativamente llevaba aquí el
epíteto de Eleusina, y además se decían fundados por un tal Naos, nieto de Eumolpo.
Según parece, en Feneos se habían conjugado dos rituales iniciáticos, llamados res-
pectivamente «pequeñas eleusinas» y Kidaria, que representaba la gran iniciación,
que se celebraban en años alternativos. Durante estos últimos, que Pausanias llama
«Grandes Ritos», el sacerdote tomaba unos libros sagrados (hieros logos) que se guarda-
ban entre unas piedras sacras, llamadas Petroma, y por la noche los leía en voz alta en-
tre los iniciados. También cuenta que el sacerdote se ponía una máscara de Deméter
y azotaba con varas a los llamados Seres Subterráneos. El mito vinculado a estos mis-
terios se relaciona también, al igual que los de Eleusis, con el rapto de Persephone y
la búsqueda incansable de su hija por parte de Deméter, quien encontró aquí un
lugar de refugio y en premio concedió a estas gentes toda clase de plantas comes-
tibles.
El culto mistérico más importante de Arcadia era el que se celebraba en Licosu-
ra, ciudad tenida como la ciudad más antigua del mundo y desde luego situada en el
corazón de la geografía sagrada arcadia. Los misterios de Licosura se conocen sobre
todo gracias a una inscripción del siglo III a.C. y al testimonio de Pausanias (VIII,
37), quien da una detallada descripción del santuario pero después de la gran remo-
delación que experimentó en época helenística; de todas maneras los rituales son
muy antiguos y las primeras fases conocidas del culto se elevan al siglo VI a.C. Estos
misterios giraban también en torno a Deméter y a Persephone, aquí llamada Despoi-
na, la Señora, cuya imagen cultual la representa llevando una cesta, la kiste, con los
objetos sacros, mientras que Deméter porta la antorcha, elemento que ya conocemos
en Eleusis. Según Pausanias, los arcadios llevaban a las diosas ofrendas de todos los
frutos excepto la granada, lo que nos lleva al mito del rapto de Persephone. Los ri-
tuales se celebraban en el interior de un megaron, donde había un amplio altar donde
se llevaban a cabo sacrificios de desmembramiento. Junto a estas dos diosas semen-
cionan a otras divinidades que habitaban en el santuario, como Artemis y Poseidón
Hippios, quien según la tradición local era el padre de Persephone.
En el Peloponeso eran también famosos los misterios de Andania, en Mesenia,

338
de origen muy antiguo -el santuario se consideraba depositario de las tradiciones
mesenias-, pero que debieron sufrir una larga etapa de crisis coincidiendo con la
conquista y ocupación espartana, hasta que en el año 370 a.C. Mesenia pudo recupe-
rar su independencia. Entonces los misterios fueron reinstaurados con la aprobación
del oráculo y su fama fue creciendo con el tiempo. Pausanias los menciona como
muy antiguos (IV, 1.6-8), pero la mejor fuente para su conocimiento es una inscrip-
ción muy tardía, del año 92/91 a.C., donde se reglamenta con cierta rigidez sobre al-
gunos aspectos del ritual externo. En ella se menciona la purificación a que se some-
ten los neófitos (protomystai) mediante el sacrificio de un carnero que ellos mismos
pagaban, como sucedía con los lechones de Eleusis, y determinados elementos de la
vestimenta ritual, incidiendo con especial importancia en el atavío de las mujeres.
También se hace referencia a la procesión, en la que se paseaban las estatuas de De-
méter y Hagna, que sin duda ocuparían una posición destacada, junto a las de Her-
mes, Apolo y los Grandes Dioses, término que probablemente se refiera a los Diós-
curos.
Por último, es obligado detenerse, siquiera sea momentáneamente, en los cultos
de Flia, pequeña localidad del Ática donde se celebraban unos misterios de carácter
familiar. Estaban personalizados en la familia de los Licómedas, a la cual pertenecía
Temístocles, quien restauró el santuario destruido por la invasión de los persas (Plu-
tarco, Temístocles 1, 4). Eran considerados rituales muy antiguos, anteriores incluso a
los de Eleusis, y hacían también referencia a la fertilidad, como según parece denun-
ciaban las pinturas que adornaban el santuario. Pausanias habla de himnos compues-
tos por legendarios poetas, como Orfeo, Museo y Pamfos, que se interpretaban en los
misterios de Flia. La principal divinidad receptora de estos ritos era una Gran Diosa,
Identificada a la Tierra (Pausanias 1, 31.4), pero también se conocen otras muchas
divinidades que en mayor o menor medida podían haber participado, como Demé-
ter y su hija Persephone, también Apolo Diotrysodotos y el propio Dionysos, así como
.-\rtemis, Zeus y Atenea. Muy significativos son los epítetos con los que estas divini-
dades están aquí representadas, como Anesidora, «que proporciona dones», que lleva
Deméter, Anthios, «el que florece)), que caracteriza a Dionysos, o Protogone, «la primera
nacida», que singulariza a Persephone, todos ellos como puede observarse en clara
referencia al significado íntimo de los misterios.

& DIONISISMO

La comunicación con la divinidad como característica fundamental de los cultos


mistéricos encuentra en el dionisismo su representación más violenta, más cruda.
En capítulos anteriores ha aparecido con cierta frecuencia el dios Dionysos como
.oa divinidad de la vegetación, agraria, vinculada especialmente al vino, pero que
acede con facilidad tan limitado horizonte. Dionysos es una divinidad vitalista y al
mismo tiempo muy vinculado a los muertos, en su personalidad abundan las contra-
dicciones y es por ello mismo representante de un continuo proceso de cambio. Con
csu.s características fue incluido en los cultos ciudadanos, donde, como ya veíamos,
IOdos estos elementos se manifestaban de una manera bastante atemperada. Resulta
cridente que la ciudad no logró asimilar por completo a Dionysos, pues personaliza-
la una fuerza que se oponía frontalmente al espíritu equilibrado y racionalista de la

339
estructura cívica, de manera que al mismo tiempo que sus festividades eran oficial-
mente conmemoradas siguiendo el ritmo del calendario, otros rituales por completo
independientes se realizaban de forma más libre y espontánea al margen de la ciudad.
Estos últimos son los que ahora nos interesan.
Si bien el más antiguo testimonio conocido sobre los bakchoi, es decir, los bacan-
tes o adoradores de Dionysos poseídos por el dios, se encuentra en un fragmento del
filósofo Heráclito (fr. 14 Diels), lo cierto es que el dionisismo es muy antiguo. Aun-
que a Homero no le interesaban estos cultos, pues su universo religioso se mueve
como veíamos por otras directrices, en sus poemas se pueden encontrar breves pero
muy claras referencias a los mismos: así en el mito del héroe tracia Licurgo tal como
lo narra Homero (1/íada VI, 132 ss.) se dibuja una escena de furor báquico, y en otra
ocasión Andrómaca es comparada con una ménade por sus manifestaciones de dolor
ante la muerte de Héctor (1/íada XXII, 460). Fue a mediados del siglo VII a.C. cuando
los ritos extáticos de Dionysos comenzaron a introducirse con fuerza en la sociedad
griega, arrastrando desde el primer momento tal cantidad de energía que no tardó en
ser utilizado como bandera política contra la conservadora aristocracia dirigente. Y a
en la primera mitad de este mismo siglo, el poeta Arquíloco, uno de los primeros re-
presentantes de las corrientes innovadoras contra la ideología aristocrática, se decla-
ra adorador de Dionysos y capaz de entornar el ditirambo (fr. 219 Adrados), tipo de
composición hímnica en la que se invocaba la epifanía de este dios. Pero fueron los
tiranos, destructores del sistema político aristocrático y condenados por la moral de
Apolo Délfico, los que mejor supieron capitalizar esta fuerza: Periandro en Corinto,
Clístenes en Sicione y Pisístrato en Atenas son fieles exponentes del impulso propor-
cionado a Dionysos. Los cultos dionisiacos se extendieron rápidamente y conocie-
ron también el éxito fuera de Grecia, donde fueron trasladados por marineros y co-
merciantes. Herodoto cuenta el célebre episodio de la adopción en estos ritos por
parte del rey escita Esciles, decisión que le costó el trono y la vida (IV, 78-80). En
este mismo siglo v se conoce en la colonia occidental de Cumas una necrópolis ocu-
pada por devotos de Dionysos.
El documento más importante sobre los cultos dionisiacos, donde mejor se re-
presentan los ritos y el significado profundo que estos contenían, es sin duda alguna
la tragedia de Eurípides titulada las Bacantes. En ella se escenifica cómo Dionysos lle-
ga a T ebas, patria de su madre, donde sus tías se niegan a reconocer su esencia divina,
por lo que Dionysos las castiga con la locura, a ellas y a las restantes mujeres de la
ciudad, quienes se dirigen al monte Citerón y se entregan a los ritos orgiásticos. El
rey Penteo quiere restablecer el orden y encadena a Dionysos, pero el dios se escapa.
Inmediatamente se extienden las noticias sobre los milagros que se producen en el
monte, donde las tebanas, convertidas en ménades, amamantan crías de animales,
hacen brotar fuentes de leche, vino y miel, despedazan a los toros sin necesidad de
utilizar cuchillos, hieren a los soldados con sus tirsos y, sin embargo, son inmunes a
las espadas. Convencido por Dionysos, Penteo va a contemplar los ritos, pero descu-
bierto por las mujeres es despedazado vivo y su propia madre enseña triunfante su ca-
beza creyendo que es la de un león.
Esta tragedia de Eurípides nos muestra las características fundamentales del cul-
to y del mito. Se trata de rituales exotéricos, que se realizan en los meses de invierno,
por la noche y sin un lugar fijo de celebración, sino que su escenario más adecuado es
la propia naturaleza, lejos de las ciudades, en el monte o en el bosque. Los devotos es-

340
tán poseídos por un estado de locura, y de ahí el nombre de ménades, término deri-
vado de manía, que reciben las mujeres que participan en los ritos, aunque se trata de
una de las formas divinas de la locura, reconocidas como sobrenaturales por Platón,
según veíamos en su momento. Este estado mental les es proporcionado por la pro-
pia divinidad, que siempre actúa así cuando su cualidad divina no era reconocida,
como sucedió también a propósito de las mujeres de Argos (Apolodoro 11, 2.2) y de
Orcómenos (Plutarco, Moralia 299e). También la sorprendente aparición de fuentes
de leche, vino o miel es una constante en la fenomenología dionisíaca, y así se decía
que en Teos una de ellas manaba chorros de vino durante la celebración de sus fiestas
(Diodoro 111, 66.2), o que en Elide tres recipientes que por la noche se dejaban en
una habitación cerrada y sellada, aparecían a la mañana siguiente llenos de vino, se-
gún le contaron a Pausanias (VI, 26.1-2), autor que dice lo mismo de los andrios.
Otro célebre «milagro» que acompañaba las epifanías de Dionysos eran las llamadas
«vides de un día», ramas de sarmiento que en pocas horas florecían y maduraban.
Son tres las partes fundamentales de que consta un ritual dionisíaco. La primera
de ellas recibe el nombre de oreibasia y consiste en el retiro que hacen los fieles al lugar
donde se celebran los rituales. Se forma una procesión con todos los elementos ca-
racterísticos de Dionysos y que mencionan sistemáticamente los antiguos, esto es, el
vino, el tirso (sarmiento rodeado de hiedra), el macho cabrío, la cesta de higos y el
falo; los devotos llevan además máscaras teriomorfas. En un momento determinado
las ménades se lanzan a una danza frenética, animada por una música estridente eje-
cutada por flautas y timbales, instrumentos que ya los griegos consideraban propios
de las manifestaciones orgiásticas (Aristótesles, Política, 1341a). Los participantes en-
tran entonces en un estado de éxtasis, de histeria religiosa, en el cual se produce la
unión mística con el dios: es el momento del enthousiasmos, es decir, cuando Dionysos
se apodera del cuerpo y del espíritu de sus seguidores. En esta situación de delirio co-
lectivo se entra en la segunda fase del ritual, el sparagmos o desgarramiento de la vícti-
ma, en la que los celebrantes se avalanzan sobre los animales sacrificiales y los despe-
dazan vivos, pasando a continuación al momento culminante de todo el ritual, la
omophagia o ingestión de la víctima en estado crudo. Esta última fase supone la identi-
ficación del individuo con la divinidad: la víctima representa a Dionysos y mediante
su ingestión el hombre alcanza momentáneamente condiciones divinas. Es entonces
cuando propiamente hablando los fieles se transforman en bahhoi, en bacantes.
El éxtasis dionisiaco presenta rasgos de una experiencia excepcional. Es la supe-
ración de la condición humana, el descubrimiento de la libertad total, en la que los
convencionalismos sociales, las imposiciones de carácter ético, las normas que regu-
lan el comportamiento del individuo para sí y para los demás dejan de tener sentido,
y ello es lo que explicaría la adhesión masiva de mujeres a estos rituales, pero tam-
bién de esclavos, de extranjeros, en definitiva de todos aquellos que de una manera u
otra se sintieran marginados en la ciudad. Pero la experiencia dionisiaca va mucho
más allá. El hecho fundamental es sin duda alguna la identificación con la divinidad.
El dionisismo desconoce una distinción estricta entre dios y hombre, puesto que este
último puede fundirse con la divinidad y al mismo tiempo Dionysos está más cerca
de la humanidad que el resto de los dioses, ya que es el único entre los olímpicos que
nene por madre a una mortal y que incluso llega a morir, pues según algunas tradi-
ciones su tumba se encontraba en Delfos y como veremos inmediatamente los órfi-
cos hicieron de este mito el punto de partida de su concepción filosófica. Ahora

341
Ménade con los despojos de un cordero. Siglo 11 a.C. Roma. Museo dei Conservatori.

342
bien, la comunión con el dios rompía durante cierto tiempo la condición humana
del individuo, pero no llegaba en ningún momento a convertirle en dios: no existen
en el dionisismo alusiones claras a la inmortalidad.
Una cuestión de no fácil respuesta se plantea a propósito de si los cultos dionisia-
cos eran o no verdaderamente mistéricos. En otras palabras, ¿se puede hablar de mis-
terios dionisiacos? Recientemente se ha vuelto ha insistir con fuerza en una respuesta
negativa. Tomando como referencia los cultos de Eleusis, auténtico paradigma de
misterios griegos, existirían dos elementos imprescindibles para conceder esta cuali-
dad mistérica, por una parte la iniciación caracterizada por el secreto y por otra la es-
peranza en un Más Allá reservada a los iniciados, aspectos que no se encuentran en
los rituales orgiásticos de Dionysos. Ciertamente estos últimos carecen de cualquier
infraestructura, no tienen templo, ni sacerdocio especializado y conocedor de los se-
cretos que han de transmitir a los iniciados. El culto aparece allí donde hay quienes
lo puedan practicar, son manifestaciones espontáneas que admiten a todos aquellos
que deseen participar y que se desarrollan en lugares apartados, en contacto directo
con la naturaleza. En el dionisismo no existe según parece una ceremonia iniciática
en sentido estricto, aunque sí se impone la obligatoriedad de mantener el secreto de
los rituales, como se desprende de unos versos de Eurípides (Bacantes 4 70 ss. ). En
cuanto al carácter soteriológico del culto dionisiaco, las dificultades en inclinarse
por una respuesta en un sentido o en otro son mayores. Ciertamente no puede en-
contrarse aquí el mismo concepto de salvación que se observa en Eleusis, ya que en
estos últimos misterios el núcleo central, aquello que más atraía a los devotos era
precisamente la alegría que esperaba al iniciado después de la muerte, mientras que
en el dionisismo el momento culminante está representado por la identificación mo-
mentánea con la divinidad. Sin embargo, ciertos aspectos de la figura de Dionysos
parecen conducir en un sentido opuesto, como los ocultamientos y epifanías del
dios, su muerte y resurrección, el culto de Dionysos niño, que indicarían la esperan-
za en una renovación espiritual con ciertas implicaciones escatológicas. Por otra par-
te, recientes hallazgos de textos funerarios en unas tumbas griegas del sur de Italia
mencionan esperanzas en el Más Allá reservadas a mystai y bacchoi, pero estos textos
parecen vincularse más directamente a ambientes órficos, y, como veremos inmedia-
tamente, el orfismo aunque partió del dionisismo, sí desarrolló una escatología
propia.
En determinadas ocasiones, el fenómeno dionisíaco sí pudo tomar formas de un
culto mistérico, pero siempre conservando ciertas peculiaridades que le diferencia-
ban de los misterios propiamente dichos. Tal es el caso, por ejemplo, de los cultos
que a título privado se celebraban en honor de Dionysos por parte de algunas asocia-
ciones, y cuya participación exigía un ritual iniciático. Asimismo en época helenísti-
ca se organizaron colegios de ménades que practicaban, con una periodicidad bia-
nual, los cultos tradicionales de la oreibasia, situación que pervivió hasta la época im-
perial romana. Sin embargo, entre estos cultos y los eleusinos siempre existió una di-
ferencia fundamental, a saber: que frente a la espontaneidad y creatividad mística del
culto dionisiaco, los misterios de Eleusis presentan un culto fuertemente institucio-
nalizado, severo, donde ciertamente se creaba una conmoción entre los asistentes y
sentimientos de profunda devoción, pero contando con la inestimable ayuda de los
efectos escénicos. No en vano unos pudieron hasta cierto punto ser introducidos en
la estructura ciudadana, pero los otros fueron completamente rechazados.

343
EL ORFISMO

El orfismo constituye una nueva manifestación de rebeldía contra la religiosidad


tradicional. Se trata de un movimiento difícil de comprender, sobre el cual existen
numerosos problemas a los que es prácticamente imposible, dado el actual estado de
nuestros conocimientos, dar una solución satisfactoria. Para algunos no existe pro-
piamente hablando una religión órfica, sino que este movimiento se limita al campo
de la filosofía o de la literatura, sobre todo desde el momento en que el orfismo se
vinculó de forma tan estrecha al pitagorismo, que resulta difícil deslindar una cosa
de la otra. Pero por otra parte, es innegable que las doctrinas órficas no se quedaron
en mera especulación filosófica, sino que impusieron a todos sus seguidores un siste-
ma de vida propio, un modo completamente nuevo de comprender al hombre y sus
relaciones con el mundo y con los dioses. Los órficos desarrollaron unas práctica que
están estrechamente unidas a la religión, aunque no a la oficial, y su punto de partida
es quizá también religioso.
El origen del orfismo no se puede precisar con demasiada exactitud. Como está
implícito en su nombre, Orfeo era considerado el patrono e inspirador de este movi-
miento. Según el mito, Orfeo era hijo de Eagro, un dios-río tracio, y de la musa Ca-
líope, aunque otras versiones dicen que su padre era Apolo. A los ojos de los griegos
se presenta como un héroe civilizador: enseñó a los hombres la agricultura y logró
que abandonasen la práctica de la antropofagia; era también músico y descubrió la
escritura. En su figura existe una fuerte componente apolínea, que se manifiesta so-
bre todo en el don del canto y la poesía, razón por la cual fue admitido en la expedi-
ción de los Argonautas y se le consideraba antepasado de los principales poetas de
Grecia, como Homero y Hesíodo. Sin embargo, los dos relatos principales de su le-
yenda no tienen nada de apolíneos, como son el descenso a los infiernos y su muerte
violenta. El primero de ellos narra cómo Orfeo, sumido en profunda tristeza por la
repentina muerte de su esposa Eurídice, decidió ir a buscarla al Más Allá, logrando
sus propósitos gracias a su música, cuyos sones encandilaron a los vigilantes y a los
propios señores del infierno; sin embargo, Orfeo no disfrutó de su éxito, pues su pro-
pia desconfianza provocó la segunda y definitiva muerte de Eurídice. De aquí surgi-
rán importantes consideraciones sobre las creencias órficas, que luego veremos. El
segundo mito es el de su muerte, que presenta diversas variantes, aunque en la mayo-
ría de los casos girando sobre el mismo tema: Orfeo murió a manos de las mujeres
presas del furor báquico, tema igualmente de gran importancia para este movimien-
to religioso.
La muerte de Orfeo parece establecer una oposición de principio entre el dioni-
sismo y el orfismo, pero realmente sucede lo contrario. El despedazamiento de Or-
feo reproduce el motivo del Dionysos niño devorado por los Titanes, como veremos
más adelante, produciéndose de este forma una identificación con la esfera divina
que se haría extensiva a todos los participantes del culto. En cierto sentido, el orfis-
mo, cuyo dios es precisamente Dionysos, representa la continuidad lógica del dioni-
sismo. Este último podía desarrollarse no tanto a través de los cultos mistéricos,
como los hechos demostrarían, sino principalmente en el seno de la llamada «miste-
riosofía», es decir, una tendencia que representa la culminación del misticismo y al

344
r mismo tiempo define una filosofía del conocimiento, pero en la cual el alma humana
se sitúa en el centro de todo el sistema. El orfismo es la principal representante de
esta corriente de pensamiento, y por ello supo absorber la fuerza que contenía el dio-
nisismo y transformarla en una nueva y revolucionaria filosofía. Dentro del desper-
tar de la individualidad del hombre frente al sentido colectivo de la religión tradicio-
nal, el orfismo es quizá el movimiento que más lejos llegó moviéndose en esa direc-
ción.
La primera mención de Orfeo procede del poeta lbico, natural de la colonia occi-
dental de Region, quien a mediados del siglo VI a.C. califica a este personaje como
«Ürfeo de nombre glorioso» (fr. 21 Adrados), lo que parece indicar que ya entonces
no era una figura desconocida. A su nombre aparece vinculada una rica literatura,
compuesta por libros sagrados y otras composiciones poéticas, al menos ya en el si-
glo v a.C., puesto que a todo ello es a lo que parece referirse Herodoto con el término
de Orphika. Siguiendo la autoridad de Aristóteles (fr. 3 Rose), ya en determinados
ambientes antiguos se admitía como válido que el inciador de esta colección órfica
habría sido Onomácrito, un piadoso falsario que vivió en Atenas gracias al mecenaz-
go del tirano Pisístrato. Sin embargo, no mucho tiempo después el corpus doctrinal
órfico era ya bastante consistente, como lo demuestra el papiro Derveni, que contie-
ne un comentario presocrático a la teogonía órfica. Sea lo que fuere, se puede con-
cluir que ya en el siglo v, si no con anterioridad, existía una rica literatura sacra que
giraba en torno a unos mismos temas, lo suficientemente compacta como para poder
ser interpretada como obra de un mismo autor, o en todo caso inspirada directamen-
te por él, y cuya influencia, aunque limitada a ciertos niveles culturales, no puede de-
cirse que fuese escasa.
El orfismo creó una cosmogonía, de la que se conocen varias versiones, en parte
similar a la de Hesíodo. Su principal innovación al respecto es la introducción del
Huevo, elemento ya conocido en las teogonías orientales, del cual surgiría el mundo
~· los dioses. Más original es el mito sobre el origen del hombre, que se sitúa además
en el centro neurálgico de todo el sistema órfico. Zeus quiso poner el gobierno del
mundo en manos de su hijo Dionysos, habido de su unión con Persephone, pero los
Titanes, instigados por Hera, lo evitaron descuartizándole y comiéndoselo; Atenea
pudo salvar el corazón y se lo entregó a Zeus, quien creó a un nuevo Dionysos, y a
continuación castigó a los rebeldes fulminándoles con su rayo. De las cenizas de los
Titanes surgieron los hombres. A causa de su origen, el hombre tiene una doble na-
turaleza, benigna por una parte, que es la proporcionada por Dionysos, y por otra
maligna, que es la titánica.
A partir de este mito antropogónico, se explicaba que el hombre nace con una es-
pecie de pecado original que a lo largo de su vida debe superar. Por tanto, es obliga-
ción del individuo evadirse de la naturaleza titánica y desarrollar la dionisiaca, para
que de esta forma pueda unirse con la divinidad. El concepto antropológico del or-
iismo se opone entonces a la concepción tradicional, homérica, para la que el cuerpo
es la parte principal del hombre mientras que el alma no es más que una pálida som-
bra, como se refleja en el Aquiles de la Odisea. Los órficos, por el contrario, conside-
ran al cuerpo como la prisión del alma, que es la parte divina, pero que debe purgar
sus pecados encerrada en esta sepultura, como nos enseña Platón (Cratilo 400c). El
cuerpo muere, pero el alma permanece, ya que procede de los dioses. El hombre
debe entonces liberarse de las ataduras que le unen al cuerpo, lo que se consigue lle-

345
vando a cabo una vida órfica, sistema que tiene mucho de ascetismo. Los órficos
eran vegetarianos, tenían prohibido no sólo matar a un animal, sino que además
tampoco podían utilizar vestidos de procedencia animal, llevando este principio al
extremo de no usar la lana. Gran importancia tenían las purificaciones, en lo que los
órficos llegaron también a situaciones extremas, pues para ellos la verdadera pureza
ritual no era la externa, sino sobre todo la moral.
El hombre ha de someterse a las penas debidas a sus errores, si no lo hace durante
la vida terrena, adaptándose a los preceptos rituales del orfismo, tiene que sufrirlo
después de la muerte. Los órficos desarrollaron una compleja escatología. Su profeta
Orfeo poseía los secretos del infierno, a donde había acudido en búsqueda de Eurídi-
ce. Él podía indicar a sus seguidores cuál era el destino de las almas y cómo debían
conducirse cuando llegaran a los infiernos, atrayéndose el favor de los terribles dio-
ses que allí residían. Es en este contexto donde se sitúan unos interesantísimos docu-
mentos encontrados en ambiente funerario: se trata de unas pequeñas láminas de oro
que contienen indicaciones para facilitar al difunto su viaje al Más Allá. Sirva a título
de ejemplo el texto siguiente, perteneciente a una de estas láminas, encontrada en Pe-
tilia, en el sur de Italia:

A la izquierda de la residencia de Hades encontrarás una fuente y junto a ella un


ciprés blanco. No te acerques mucho a esta fuente. Encontrarás otra, con agua fresca
que corre desde el lago de la Memoria; unos guardianes están ante ella. Has de decir-
les: «Y o soy hijo de la Tierra y del Cielo estrellado, pero mi raza es celeste; vosotros
lo sabéis también. Pero estoy consumido por la sed y me siento morir. ¡Dadme ense-
guida el agua fresca que corre desde el lago de la Memoria!» Y ellos te darán a beber
de la fuente divina y tú reinarás entonces junto a los otros héroes (fr. 17 Diels).

El alma del injusto recibe tras su muerte un castigo en el infierno. Pero los órfi-
cos no amenazabn con la condena eterna, sino que seguidores de la doctrina de la
transmigración de las almas, ofrecían una segunda oportunidad. Platón (Menon 81c)
recuerda cómo Persephone devolvía las almas a la tierra, una vez que habían pagado
durante nueve años por su antiguo pecado, y de nuevo vivían una existencia terrena.
Píndaro (Olímpicas 11, 72 ss.) parece exponer una escatología más compleja, según la
cual el alma ha de ir sucesivamente al infierno y a la tierra para purgar sus errores, de
forma que hasta cumplidos tres ciclos de estas características, no alcanza definitiva-
mente el mundo de los bienaventurados. De esta forma se logra la coronación natu-
ral del orfismo, esto es, la liberación del cuerpo y la estancia para siempre en los
Campos Elíseos, parte del infierno que en la mitología tradicional estaba resevada
sólo para los escogidos de los dioses, pero que para los órficos se transforma en la
morada de los justos. Por lo que se refiere a los «incurables», aquellos que una y otra
vez arrastraban una vida injusta, eran por último castigados a una eterna confinación
en el Tártaro.
A diferencia de los cultos anteriores, el orfismo resultaba excesivamente compli-
cado para la mentalidad común, y de ahí que no alcanzara a obtener una clientela nu-
merosa. Es más, su oposición a la religiosidad tradicional, a la que atacaba en sus for-
mas más palpables, como el sacrificio cruento, le valió no pocas críticas y un general
desprecio. Sin embargo, ofrecía algo más que un sistema de vida extraño y mortifica-
dor. Si a nivel popular su éxito fue más bien escaso, salvo quizá en los ambientes co-
loniales del sur de Italia, donde se unió al pitagorismo, entre las minorías intelectua-

346
1

Orfeo y las fieras. Nápoles. Museo Nacional.

les, el orfismo encontró un amplio eco. El platonismo no hizo oídos sordos a estas
doctrinas y con él se mantuvo semioculto con el paso del tiempo, pero sin llegar a
perder su esencia, de forma que cuando a partir del siglo m d.C. el neoplatonismo
mnde los ambientes filosóficos de la antigüedad clásica, el orfismo se destaca con-
nrtiéndose en el último reducto del paganismo frente al triunfo ya imparable del
cnstianismo.

347
CAPÍTULO VI

La religión helenística
SANTIAGO MoNTERO

INTRODUCCIÓN

Desde la muerte de Alejandro en el año 323 a.C. hasta la batalla de Actium


(31 a.C.), se extiende el periodo llamado helenismo o civilización helenística en el
ámbito religioso, caracterizado, esencialmente, por una fecunda simbiosis, por un
sincretismo, fruto del encuentro de la población griega con las antiguas civilizacio-
nes orientales, que se revelará decisivo para la historia del hombre.
A este proceso contribuyó en no poca medida la situación del Oriente. La dinas-
tía aqueménida, a la que Alejandro puso fin, favoreció -con su política de deporta-
ciones- una circulación de dioses y de cultos. Autores como H. Jonas han detecta-
do un cierto sincretismo religioso que se manifestaría en los inicios de la abstracción
teológica en las religiones babilónica, persa y hebrea. Emancipadas de las funciones
políticas tras las respectivas deportaciones, estas religiones sobrevivieron mante-
niendo su base espiritual y dando contemporáneamente lugar a un conjunto doc-
trinal susceptible de ser acogido por otras poblaciones; esto explicaría, a su vez, la
difusión de la astrología babilónica, del dualismo iranio y de la idea monoteísta, ele-
mentos todos ellos que contribuyeron a configurar la estructura del pensamiento re-
ligioso helenístico.
Roma no será ajena a dicho proceso cuando en el siglo n a.C., a partir de las pri-
meras conquistas de Oriente, entre en contacto con los grandes centros helenísticos.
Algunos autores han recordado, en este sentido, que el Imperio Romano fundado
por Augusto fue el gran difusor del patrimonio helenístico ya en los primeros siglos
de nuestra era.
Pero este nuevo periodo cronológico también se caracterizó por otras muchas

348
-y profundas- transformaciones. La conquista de nuevos territorios junto a la
aparición de reinos e imperios como formas de organización política, nuevas expe-
riencias filosóficas y científicas, la creciente importancia de la mujer en la sociedad
de su tiempo son sólo algunas de ellas.
A la luz de tantas novedades, se han exagerado las diferencias entre la religión
griega de época clásica y la del mundo helenístico cuando, probablemente, el cambio
de la situación política más que crear nuevos procesos religiosos aceleró o acentuó
tendencias ya existentes. A. J. Festugiere intentó demostrar cómo, frente a la época
clásica, en que la ciudad griega dominaba la existencia y el pensamiento del hombre,
en el helenismo los ciudadanos griegos perdieron la fe en las divinidades poliadas.
Ello fue, en su opinión, consecuencia de los acontecimientos políticos y militares de
la época, ya que la mayor parte de las ciudades griegas (ya desde el año 338 a.C.) se
vieron privadas de su autonomía quedando a merced del hegemón macedonio primero
y de sus sucesores, después. La decadencia de la religión cívica vino -según este es-
tudioso- acompañada de la búsqueda de un dios de carácter salvador más próximo
y personal a cada cual.
Sin embargo, otros autores han señalado precisamente a la ciudad griega como
uno de los factores de continuidad entre ambos periodos cronológicos haciendo ob-
servar que, pese a las transformaciones políticas e institucionales, el hombre griego
siguió considerándose durante la época helenística un ciudadano y no un súbdito.
Incluso, más tarde, en Egipto y en Asia, muchos de los habitantes de las ciudades se
sentían parte integrante de la propia entidad municipal y no súbditos de una dinastía
real. El proceso de continuidad y de transformación sufrido por la religión griega
durante este periodo merece, pues, ser examinado en primer lugar.

Los DIOSES GRIEGOS

e()fl/inuidad y transformación

Uno de los argumentos que suele emplearse en favor de la pérdida de credibili-


dad entre los griegos de las viejas divinidades poliadas y de la transición de una reli-
gión cívica y colectiva a otra más individual a comienzos de la época helenística, es
d de las asociaciones privadas, cofradías donde grupos reducidos de fieles, en ocasio-
nes griegos y bárbaros, hombres y mujeres, participaban conjuntamente en la liturgia
del dios. Grecia conocía al menos desde el siglo v a.C., los thiasoi, pero las nuevas aso-
ciaciones religiosas ( éranoi) poseían características especiales. Su organización, más
compleja, es bien conocida gracias a las inscripciones: sus miembros - a los que se
ies exigía una cuota- son hermanos que se reunían para orar al dios, cumplir con la
liturgia o participar en un banquete; en muchas ocasiones tenían sus propios cemen-
tuios.
El fenómeno religioso se percibe bien en Atenas donde se multiplicaron las aso-
ciaciones de culto en las primeras décadas del siglo 111. Así, encontramos los orgeó-
or::s de Asclepio y, poco después, los de Cibeles y Dioniso. Los residentes extranjeros,
sobre todo marinos y comerciantes, también crearon sus propias asociaciones cul-
tua.les, centradas en torno a lsis y Afrodita.
Se advierte igualmente una actitud de escepticismo cultivada no sólo por las es-

349
cuelas filosóficas, sino por ciertos sectores de la sociedad, que Menandro refleja muy
bien en sus comedias. El culto de Tyché, como luego veremos, constituye quizá su
mejor exponente, al negar la providencia divina y poner el gobierno del mundo en
manos del azar y de lo fortuito.
Pero con ser ciertas estas ideas, resulta difícil elevarlas a la categoría de caracte-
rísticas generales de la religiosidad del hombre helenístico. Hay razones para pensar
que la mayor parte de la población greco-macedónica -dentro y fuera de Grecia-
siguió apegada a las creencias religiosas tradicionales apuntaladas por el estoicismo,
que trató de sostener la vieja fe religiosa, como testimonia, por ejemplo, el Himno a
Zeus de Cleantes de Assos. No hay motivos suficientes para creer que la mentalidad
popular haya mostrado en esta época una mayor incredulidad hacia los dioses, si
bien es cierto que éstos sufrieron notables transformaciones.
Algunas de las más antiguas divinidades del panteón griego siguieron vinculadas
a la ciudad, quizá en un intento de las autoridades por mantener la unidad de sus ha-
bitantes; su objetivo dependió, sin embargo, de la paz y prosperidad general. Basta
con asomarnos a la literatura o a la epigrafía de la época para darnos cuenta de la vi-
talidad con que muchas ciudades helenísticas celebraban las fiestas, las procesiones y
plegarias públicas o los sacrificios. En algunos casos, hubo incluso una recuperación
de ciertos ritos que habían sido abandonados durante la época clásica; es el caso, por
ejemplo, de Atenas que, en la segunda mitad del siglo 11 a.C., restauró el rito de la
Pythaida, olvidado desde el siglo IV. Una delegación así llamada, compuesta por ma-
gistrados, sacerdotes y fieles, partía en procesión desde el santuario de Apolo Pitio al
pie de la acrópolis hasta Delfos, pasando por Eleusis y Beocia. La ceremonia no se
celebraba de forma periódica sino sólo cuando era visto un signo celeste, casi siem-
pre un rayo, sobre la cumbre del monte Parnaso. Una vez en el santuario délfico, los
miembros de la comitiva honraban al dios cantando peanes, o composiciones musi-
cales y realizando ofrendas. La llama sagrada que había alumbrado en el templo dél-
fico, sobre el altar de Hestia, era transportada a Atenas. Algunas inscripciones epi-
gráficas ponen de manifiesto el gran prestigio que suponía participar en la Pythaida.
Z. Stewart ha sido quien de forma más rotunda ha insistido en el despertar de
una fuerte corriente tradicionalista y conservadora en las ciudades griegas pese a los
daños causados por las guerras y a las transformaciones políticas de la época, que en
modo alguno causó conflictos con los cultos no griegos. Recuerda este e~tudioso, por
ejemplo, que en Panamara se restablecieron los antiguos privilegios ~- honores del
templo de Zeus y se instituyeron ceremonias aún más solemnes, entre los años 196
y 166 a. C. y, en Magnesia de Meandro, el nuevo templo dedicado a Artemis Leuctifrie-
ne, cuya santidad debía ser periódicamente evocada. De la misma forma cabría citar
la celebración de misterios abandonados (como los de Andania y Licosura) o el res-
tablecimiento de cultos oraculares (Corepe de Tesalia).
En este punto quizá sea oportuno recordar también uno de los Himnos compues-
tos por Calímaco para la fiesta de las Thesmophorias en honor de Deméter, cuyo fi-
nal dice:

Doncellas, madres, exclamad: «Salud, salud a ti, Deméter, dispensadora de ali-


mentos, la de las numerosas fanegas de trigo.» Así como cuatro caballos de crin res-
plandeciente llevan el Cesto, así la gran diosa que reina sobre anchos dominios ven-
drá a traernos primavera brillante, brillante estío, invierno y otoño, y nos protegerá

350
año tras año. Así como, descalzas y sin cinta en el pelo recorreremos la ciudad, así
tendremos siempre sanos los pies y las cabezas. Y como las licnóforas llevan las sa-
gradas bandejas de oro, así obtendremos el oro en abundancia. Que las no iniciadas
acompañen el cesto hasta el Pritaneo de la ciudad, y que las iniciadas lo sigan hasta
el templo de la diosa, siempre que tengan menos de sesenta años; las que tienen pesa-
do el cuerpo, ya porque tienden los brazos a Ilitía o porque sienten algún dolor, que
lo acompañen hasta donde se lo permitan sus rodillas: a éstas Deo les dará todo en
abundancia y les facilitará que vengan a su templo.
Salud, diosa, y conserva a esta ciudad en la prosperidad y en la concordia; haz
que la tierra toda sea fértil; alimenta a los bueyes, danos frutos, danos espigas y cose-
chas. Alimenta también la paz, para que pueda segar aquel que aró. Séme propicia,
oh tú, la invocada tres veces, omnipotente entre las diosas (Calímaco, Himnos VI,
119-139).

Resulta imposible saber, como dice Festugiere, si Calímaco creía realmente o no


en los dioses que celebraba, pero no cabe ninguna duda de que sus Himnos recrean
fielmente la atmósfera de las antiguas festividades religiosas y los sentimientos que
despertaban entre los griegos cuando participaban en ellas. El vigor de las fiestas tra-
dicionales queda también puesto de manifiesto por Calímaco en el Himno IV (com-
puesto para una fiesta en Delos), el II (para la fiesta de Apolo en Cirene) o el I (para
la fiesta de Zeus).
En casi todos ellos uno de los sentimientos dominantes es la «presencia» o «apa-
rición» del dios, lo que en griego se llamaba la épiphanéia. Ésta obedecía no sólo a la
aparición de la divinidad en los sueños nocturnos (pensemos, por ejemplo, en la
práctica de la incubatio de los Asclepieia): también su fuerza, su benevolencia se hacía
sentir entre sus fieles. De aquí que los himnos cultuales sean «himnos de llamada»
(kJétikoi); se le llama -generalmente mediante imperativos verbales- para que
haga sentir su presencia.
Pocos textos expresan tan fielmente ese sentimiento de proximidad de la presen-
cia divina como el comienzo del Himno a Apolo de Calímaco:

¡Cómo se agita la rama de laurel de Apolo! ¡Cómo se agita su morada entera! Le-
jos, lejos de aquí todo malvado. Ya golpea Febo las puertas con su bello pie. De
pronto la palmera Delia se inclina dulcemente -¿no lo ves?- y el hermoso canto
del cisne se esparce por el aire. ¡Abríos vosotros mismos, cerrojos de las puertas! ¡Gi-
rad, llaves! El dios no está lejos. Y vosotros, jóvenes, preparaos para el canto y para
la danza. A polo no se muestra a todos, sino solamente al que es bueno. Quien lo ve,
ése es feliz, y quien no Jo ve, desgraciado. Te veremos, oh Flechador, y no seremos
nunca desgraciados (Calímaco, Himnos II, 1-12).

La arqueología, por su parte, confirma la intensa actividad constructora de alta-


res, templos o santuarios oraculares durante estos tres siglos. F. Chamoux ha recor-
dado algunas de las nuevas construcciones, como las que se efectuaron en el recinto
sagrado de Dodona, las instalaciones religiosas levantadas en los santuarios panhelé-
nicos de Delfos y Olimpia, el nuevo templo de Apolo en Delos o el monumento lla-
mado «de los Toros», levantado en este mismo edificio por Antígono Gonatas en ho-
nor del dios y cuyo interior contenía un barco que el diádoco ofreció como exvoto.
Podrían citarse, naturalmente, otros muchos más; no olvidemos que el altar de

351
Pérgamo fue dedicado a dos divinidades tradicionales, Zeus y Atenea, protectora del
reino y que en uno de sus frisos se representa el mito de la gigantomaquia (el comba-
te de los dioses contra los gigantes), tema que gozaba de una larga tradición en el arte
griego. Algunos de los templos jónicos minorasiáticos fueron reconstruidos en esta
época; así, los de Artemis en Éfeso y Cibeles en Sardes. Puede que muchos monarcas
y generales se valieran de las construcciones religiosas para consolidar sus aspiracio-
nes políticas, pero su mecenazgo hubiera carecido de todo sentido si aquéllas no fue-
ran realmente populares.
En el ámbito de la arquitectura religiosa hubo pocas innovaciones. Los trabajos
del Olimpieion de Atenas, abandonados tras la caída de los Pisistrátidas, fueron reem-
prendidos gracias a la financiación de Antíoco IV, adoptándose entonces el estilo
corintio pero, más tarde, los trabajos volvieron a interrumpirse siendo finalmente
Adriano quien concluyera este colosal edificio. El orden dórico fue cada vez menos
empleado; Pérgamo ofrece, sin embargo, algunos ejemplos en los templos de Hera
Basileia y Atenea Polias. Es, por lo tanto, el orden jónico la norma arquitectónica
por excelencia, especialmente en Asia Menor. También puede afirmarse que la ten-
dencia hacia la arquitectura colosal fue una de las características del periodo helenís-
tico, como se reconoce no sólo en el mencionado altar de Zeus y Atenea en Pérgamo,
sino también en el de Hierón 11 de Siracusa o en el de Atenea en Priene.
Y a desde los tiempos de Pythéos, en el siglo IV, se observa una preocupación por
la búsqueda, mediante cálculos matemáticos, de proporciones armónicas entre sus
elementos; Hermógenes construye en el siglo 11 un templo a Dioniso en Teos y otro a
Artemis en Magnesia bajo ese intento.
La continuidad religiosa entre la época clásica y el mundo helenístico halló en
los misterios otra de sus vías. No parece que los iniciados en los cultos de Eleusis
-interesados en las purificaciones rituales y la salvación en el más allá- hayan de-
jado de aumentar durante este periodo ni que sus procesiones y fiestas hayan perdido

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Planta del Altar de Zeus en Pérgamo.

352
su solemnidad. Su influencia fue en continuo aumento como parecen demostrar los
misterios cabíricos de Samotracia y Lemnos; ambas islas fueron sedes de periódicas
celebraciones de ritos orgiásticos en relación quizá con el ciclo vegetativo e intensa-
mente visitadas por embajadas procedentes de diversas ciudades griegas e incluso de
Occidente.
Es más se infiltran en Grecia nuevos cultos mistéricos como el de Zeus Sa!Nr.Qos,
cuyas prácticas son por primera vez atestiguadas en las comedias de Aristófanes. De-
móstenes describe también, en uno de sus discursos dirigidos a Esquines, la liturgia
del nuevo dios, con rasgos muy semejantes a la de los misterios dionisiacos:

Hecho hombre, cuando tu madre celebraba sus iniciaciones, leías en los libros y
le ayudabas en todo lo demás; por la noche revestías a los asistentes con la piel de
cervato, les escanciabas, purificabas a los iniciados, les frotabas con arcilla y salvado
y, haciéndoles levantarse después de la purificación, les invitabas a repetir: «Huí del
mal, encontré el bien.» Te jactabas también de que nadie había lanzado jamás alari-
dos tan potentes... Durante el día, guiabas por las calles aquellas lucidas comitivas de
coronados con hinojo y álamo blanco, oprimiendo entre tus manos y alzando sobre
la cabeza las serpientes carrilludas y gritando «euhoí saboí» o danzando al son del
«hyés áttes, áttes hyés» (Demóstenes, De cor., 259-260).

Es verdad que los cultos y ritos tradicionales se vieron notablemente alterados


por la aparición del culto real. Pero aciertan quienes consideran que, lejos de debili-
tar o de anular a las divinidades griegas, la asimilación del soberano a un dios vino
precisamente a renovar y reforzar la religión tradicional. Lo prueba el hecho -que
analizaremos más adelante- de que fueron precisamente las ciudades griegas, anti-
cipándose a las monarquías, las que tomaron tal iniciativa.

Diotrysos y los misterios dionisiacos

El enunciado de este apartado responde al hecho de que, tras la muerte de Ale-


jandro, y particularmente en el Oriente helenístico, el dionisismo asume la forma de
una religión mistérica, con las estructuras de un auténtico ritual iniciático. El culto
báquico no tardó en difundirse por los diferentes reinos, identificándose fácilmente
con divinidades autóctonas como Osiris, Atargatis o Dusares. Como consecuencia
de ello, las asociaciones mistéricas se difundieron desde Asia Menor hasta las pro-
l"Íncias orientales del reino seléucida.
Pero es en el Egipto de los primeros Ptolomeos donde mejor podemos constatar
c:l arraigo del dios. Es difícil saber cuáles fueron las razones que llevaron a los lágidas
.a escoger a Dionysos como antepasado y protector de la dinastía. Algunos autores
han supuesto que la asimilación de Dionysos con Osiris pudo haber facilitado esa
adopción pero otros, como Dunand, creen que el motivo de la implantación del cul-
to hay que buscarlo en la corte real de Alejandría y, más concretamente, en el deseo
de los lágidas de conformarse al modelo de Alejandro. Sin embargo, las pruebas de
una asimilación de Alejandro Magno con Dionysos antes de su muerte son muy esca-
sas y eso obligaría a pensar que fueron los primeros Ptolomeos quienes tomaron la
miciativa de favorecer la implantación de la leyenda de Alejandro Neos Dionysos.
En cualquier caso el culto al dios se consolidó con los primeros monarcas. En las

353
ceremonias celebradas en Alejandría, bajo Ptolomeo 11 Filadelfo (271-270 a.C.), con
ocasión de la institución de los juegos isolímpicos y la divinización del primero de
los Ptolomeos como dios Salvador (Sóter), los ritos báquicos, quizá por influencia de
los technitai o «artistas» del dios, tuvieron un destacadísimo papel. La procesión triun-
fal (pompe), como sabemos por Ateneo, fue ante todo, una procesión dionisiaca de
marcado carácter helénico: junto a hombres, mujeres y niños vestidos como silenos,
sátiros, bacantes o Victorias con alas de oro, figuraba la cofradía de artistas dionisia-
cos y su sacerdote, el poeta Philistos. La estatua del dios, de diez codos de altura, so-
bre un carro, vestida con una larga túnica de púrpura cubierta a su vez por un velo de
color azafrán y un manto presidía el cortejo báquico; Dioniso bebía el vino de una
gran crátera de oro. Un baldaquino, decorado con hojas de laurel, frutos y atributos
báquicos (coronas, bandeletas, tirsos, tamborines, máscaras) precedía a su efigie que
iba acompañada de la otras figuras de su ciclo mitológico.
Sabemos que la devoción dionisiaca de Ptolomeo IV Philopator (221-223 a.C.)
llegó hasta el punto de hacerse "?}Stes del dios y llevar como tatuaje, marcado sobre su
piel, la hoja de laurel. Un edicto de este monarca ordena a los sacerdotes responsables
de las iniciaciones dionisiacas, trasladarse a Alejandría con el objeto de declarar en el
catalogeion («oficina de censo») de Aristóbulo, «que habían recibido los hiera» (es decir,
los objetos sagrados) al menos tres generaciones antes y «depositar su biéros logos sellado».
El papiro Gouroub ha conservado uno de estos «escritos sagrados», donde se
consignaban las invocaciones y fórmulas que el candidato debía pronunciar y los
gestos que debía ejecutar. En opinión de Turcan este tipo de documento que conte-
nía la liturgia seguida en las celebraciones iniciáticas, supone la existencia de cofra-
días organizadas y estructuradas que desarrollaban un tipo de iniciación cuyo cere-
monial mistérico era mucho más sofisticado que el de las fiestas orgiásticas que cele-
braban los tbiasos femeninos de la época clásica.
Pero no son claros los motivos de este edicto. ¿Pretendía conocer el monarca,
como se pregunta Will, la doctrina profesada por los tbiasos dionisiacos dispersados
por Egipto para unificarlos en función de su doctrina personal? ¿Trataba de contro-
lar unos ritos que podían provocar desórdenes públicos? Interpretaciones recientes,
como las de Zuntz, Dunand o el propio Turcan, se inclinan por esta segunda hipóte-
sis, especialmente teniendo el cuenta el episodio de las célebres Bacanales romanas
del año 186 a.C. El rey lágida, personalmente tan entregado al culto dionisiaco, trató
con este decreto de mantener una práctica institucionalizada, vigilada, del culto de
Dionysos en Egipto.
Al tiempo que, a partir del siglo m a.C., se multiplica la práctica de los misterios
dionisiacos, comienza a extenderse también la idea de que fue Orfeo el fundador de
los mismos. Damageto, un poeta que vive en la segunda mitad de este siglo se refiere
al dios tracio como «aquel que inventara los místicos ritos de Baco» (AP, 560). Los
misterios báquicos del Egipto lágida pudieron, pues, haber estado impregnados de
orfismo, y algunos autores, como R. Turcan, han creído reconocer también un cierto
eleusinismo cultual.
Otra de las monarquías helenísticas, la atálida, adoptó también a Dionysos como
protector de la dinastía. Bajo la invocación de Catbégemón («el Guía»), epíclesis que
compartía con la diosa Mrodita, Dionysos fue reivindicado por Atalo 1 (241-197
a.C.) cuando éste, de origen modesto, proclamó su ascendencia divina. Su sucesor,
Eumenes 11 (197-159 a.C.), hizo levantar un templo aDionysos Catbégemón, muy próxi-

354
mo al teatro. Tampoco faltan fuertes conexiones del culto dionisiaco y de sus devo-
tos con la dinastía de los atálidas. D. Musti, que ha estudiado recientemente el tema,
cree que existieron asociaciones místicas de Dionysos de carácter muy estable como
se desprende, sobre todo, de una dedicación a Eumenes 11 consagrada por los inicia-
dos báquicos. Pero nuestra documentación es, por el momento, escasa y obliga a ser
muy prudentes.
Dionysos también ocupa un destacado lugar en el célebre altar de Pérgamo le-
vantado por Eumenes donde aparece rodeado de ninfas (una de ellas es Nysa), sáti-
ros y de una pantera. Pero tampoco podríamos olvidar las célebres tetradracmas de
plata emitidas por la dinastía, los «cistóforos», que difundieron la cista mística del
culto báquico.

Asclepio: Cos

Asclepio conoce un importante auge durante la época helenística, si bien su fun-


ción de dios terapéutico fue compartida con otras divinidades, como Serapis. El
prestigio de su más importante centro cultual, Epidauro, fue tal, que Roma decidió
«importaD> el culto del dios a comienzos del siglo m a.C. Asclepio había asegurado al
consejo de Epidauro que el traslado era de su agrado, y así lo confirmó una serpiente
sagrada que subiendo al barco que transportaba la estatua de Asclepio, descendió en
la isla Tiberina dando a indicar dónde debía construirse el nuevo santuario.
Epidauro mantuvo, sin embargo, su actividad durante los siglos siguientes, irra-
diando el culto del dios fuera de las fronteras griegas. Calímaco compuso un epigra-
ma para un cuadro o tableta de carácter votivo (pínax) que recordaba al dios, en el
santuario de Balagrai, en Libia, el cumplimiento del voto de un personaje llamado
Acesón:

Asclepio, lo que te debía Acesón como exvoto por su mujer Demódice, lo has re-
cibido, sábelo. Pero si es que lo olvidas y reclamas el pago, este cuadro asegura que
presentará testimonio (Calímaco, Epigramas 54).

Pero el más brillante santuario de Asclepio en esta nueva época fue el de Cos.
A finales del siglo IV, la isla, liberada de la tutela ateniense, se independizó, estable-
ciendo alianzas con el Egipto ptolemaico, lo que la obligó a enfrentarse a Antígono
en el año 315. Los Ptolomeos se sintieron atraídos siempre por la isla, visitando el
santuario en varias ocasiones, que debió beneficiarse de sus donativos y ofrendas. En
el siglo m pasó a dominio radio participando en la guerra contra Antíoco III ya en
el año 190 a.C. Desde esta fecha las relaciones de la isla con Roma fueron exce-
lentes.
De época helenística subsisten en la isla varias construcciones de carácter religio-
so, como el santuario de Mrodita Pandemos o el templo de Heracles anejo a él. Pero
sin duda fue el AskJepeion el que se benefició en mayor medida de nuevas edificacio-
nes y mejoras siendo reorganizado sobre tres terrazas superpuestas desde las que se
dominaba la costa
La más antigua, la intermedia, acogió un altar (A) orientado -según los cáno-

355
nes tradicionales- hacia el este. Entre el año 300 y el año 270 fue levantado un
templo (B), en el que se depositaron la estatua de culto del dios y los tesoros del san-
tuario. En la celia del templo se abría una fosa rectangular donde los peregrinos depo-
sitaban una ofrenda votiva, el pélanos, antes de comenzar la terapia; algunas fuentes
señalan que dicho templo estaba decorado con pinturas de Apeles.
En el siglo 11 a.C., fueron habilitadas las otras dos terrazas. Sobre la inferior (C),
se abría una vasta explanada rectangular rodeada por tres lados de un pórtico con ha-
bitaciones. En la mitad del muro norte, un acceso (D) permitía la entrada a los visi-
tantes.
Al sur se alzaba la terraza superior (E) que también estaba delimitada en tres de
sus lados por un pórtico que comunicaba con las habitaciones. En medio de esta ex-
planada fue edificado un nuevo templo de Asclepio (F), períptero, orientado al norte
y a la escalera monumental que daba acceso a la terraza. Sobre este mismo lugar sería
construido un templo más en honor del dios (G). Algunos autores han señalado que
este conjunto monumental preludia construcciones romanas del tipo del santuario
de Fortuna en Praeneste.
Otro Asklepieion, el de Pérgamo, conoció igualmente su auge en el siglo 11 a.C. El
santuario existía ya desde el siglo IV, como demuestran las excavaciones alemanas,
pero el culto parece haber tenido inicialmente un carácter privado, adquiriendo en
época de Atalo 1 o de Eumenes 11 un rango oficial. Dos fiestas celebradas en época
romana, pero que remontan sin duda a ésta, los Asklepieia (concursos gimnásticos y
musicales) y los Pantheia (culto a «todos los dioses» agrupados en torno a Asclepios),
contribuyeron a aumentar la fama del santuario, que será el más prestigioso de todos
los Asklepieia durante el imperio.

l}ché

Tarn escribió que el culto de Tyché fue el culto característico del siglo m a.C. En
efecto, fue a comienzos de la época helenística cuando de ninfa o de simple abstrac-
ción personificada fue elevada a la condición de divinidad de primer rango, en detri-
mento incluso de muchos de los dioses olímpicos. Para entonces se constituye defi-
nitivamente un culto que venía elaborándose ya desde la época arcaica y a lo largo de
los siglos v y IV.
Tyché es la diosa de la Suerte o del Azar que gobierna el universo y los destinos
humanos, la que proporciona a los individuos o a los Estados la riqueza, el éxito y la
felicidad. Pero también es una diosa que trae las desgracias a los hombres; por cada
bien, dice Difilo, trae tres males. Es, por lo tanto, envidiosa, cruel y malvada. Su
comportamiento no se caracteriza, en suma, por otra cosa que por su inconstancia,
lo cual se explica sólo por ser a la vez la diosa del Azar y del Destino que no conoce
reglas ni leyes, la «dueña de todas las cosas» ( hé pánton esti A:Jria) como con frecuencia
es denominada.
Tyché ignora los valores morales, favoreciendo con frecuencia a los hombres in-
dignos e ignorando a los de bien, de donde la creencia en el reino amoral de la kyria
del mundo. Su acción es considerada como «capricho», «azan> o, más exactamente,
como simple «vicisitud».
La nueva diosa fue pronto relacionada con las conquistas militares greco-

356
macedónicas que transformaron el mundo a finales del siglo m. La idea del imperio,
del estado universal creado por Alejandro, se acoplaba bien, además, con una divini-
dad llamada a reemplazar a los dioses de la pólis. El filósofo Demetrios, que compuso
hacia el año 280 a.C. su tratado Peri JYches, reflexionaba sobre la destrucción del im-
perio persa de la siguiente forma:

Pues si se considera no un tiempo ilimitado ni muchas generaciones, sino sólo


los cincuenta años anteriores a nosotros, se puede conocer bien lo dura que es la
Fortuna. ¿Creeríais que cincuenta años atrás los persas, los macedonios o el rey de
los macedonios, si algún dios les hubiera profetizado el futuro, hubieran podido
creer que actualmente, de los persas, que dominaron casi todo el mundo, no queda-
ría ni el nombre, y que iban a someterlo todo los mecedonios, de quienes antes ni el
nombre era conocido? Así la Fortuna en nuestra vida resulta inescrutable, lo innova
todo contra nuestros cálculos y me parece que demuestra su fuerza en lo inesperado,
incluso ahora, a todos los hombres, cuando sitúa a los macedonios como coloniza-
dores en medio de la prosperidad de Persia. Pero también a los macedonios les con-
cederá disfrutar de ella hasta que decida cualquier otra cosa (Polibio XXIX, 21,
3-6).

Ante Tyche, fuerza suprema y universal, Suerte y Destino, Azar y Providencia


abdican, como bien dice J. Champeaux, todos los poderes de la inteligencia y de la re-
ligión. Esa actitud de abandono inexorable a lo irracional e imprevisible supuso para
el individuo -frente aquella otra que caracterizaba la piedad tradicional y los cultos
mistéricos emergentes- un vacío espiritual y una carencia de apoyo moral.
El culto de Tyché aparece, ya desde el siglo IV a.C., bajo tres formas esenciales:
Agathé JYché, la Tyché paliada y la Tyché de los soberanos. La primera es la forma
que más habitualmente reviste la diosa: encarna a la «Buena Fortuna», a la diosa de la
suerte feliz. Frecuentemente invocada, sobre todo en los banquetes y en la vida fami-
liar, pero también en los documentos oficiales de la vida pública, todos, ricos y po-
bres, aspiran a tenerla de su parte.
Desde los comienzos de su historia, Tyché contó con un tipo iconográfico cuyo
crador fue Búpalo, quien hacia el año 540 a.C. esculpió para la ciudad de Esmirna la
primera estatua conocida de Tyché, que Pausanias describe así:

Búpalo, hábil constructor de templos y escultor, hizo para los de Esmirna la pri-
mera imagen de Tyché que sepamos, llevando un pólos sobre la cabeza y en una mano
el que los griegos llaman cuerno de Amaltea (Pausanias IV, 30.6).

Pero si en aquella fecha Tyché era una diosa secundaria, eclipsada en la ciudad de
Esmirna por Cibeles, a finales del siglo IV su iconografía y su culto habían iniciado
ya un imparable proceso de difusión que culminará cuando, en la Roma de comien-
ws del siglo 11 a.C., P. Sempronio Tuditano levante un templo a la primera Fortuna
oficialmente helenizada. Los dos atributos que Búpolos consignó a la estatua de la
diosa, el pólos y la cornucopia, simbolizan claramente la prosperidad y la riqueza que
aquélla dispensaba a los hombres.
En torno al significado de pólos viene existiendo una considerable polémica por
parte de los estudiosos. Para unos, este alto peinado cilíndrico es una forma de mani-
festar su majestad; para otros, símbolo de su pujanza cósmica. Pero, en realidad,

357
como apunta J. Champeaux, el pólos vendría a ser sinónimo del kálatbos o del modius,
atributos de las divinidades de la fecundidad agraria y telúrica. Por esa razón corona
la cabeza de divinidades como Cibeles, Deméter, Artemis o Serapis, conocidas todas
ellas por procurar la fertilidad y la abundancia.
En cuanto a la cornucopia, el cuerno de la abundancia que desborda generosa-
mente los productos de la tierra, es atributo también de Plutón y de Dionysos e in-
cluso de Agathos Daimon, genio de la abundancia y prosperidad con el que Agathé
Tyché acabará formando pareja.
La diosa sostiene con frecuencia otros dos atributos, la pátera y el timón; el tipo
obedece probablemente a la estatua cultual que Praxíteles esculpió para el templo de
la diosa en Mégara o de algún otro artista desconocido. El timón es aquí el símbolo
de la dominación o del gobierno del mundo y nada tiene inicialmente que ver -en
contra de lo que más tarde se creyó- con el atributo de una diosa de la navegación;
fue, junto a la esfera, imagen del universo gobernado por la pánton leyria, el principal
elemento simbólico que caracterizó a la Fortuna-Tyché de época romana.
Pero Tyché también se fragmenta en múltiples diosas particulares, como protec-
tora individual de los hombres, acudiendo así a la llamada de éstos. Asume los rasgos
de una divinidad tutelar, muy próxima al daimon griego o al genius latino, pero que
acaba confundiéndose con el destino, bueno o malo, de cada cual. Esas Tychés indi-
viduales son conocidas ya desde el siglo IV cuando también los destinos de las póleis se
consideraban en muchos casos regidos por ella. Naturalmente tal idea abocó en un
enfrentamiento entre Tychés, como se desprende del siguiente texto de Demóstenes
sobre la situación de los atenienses tras la batalla de Queronea:

Yo considero feliz el destino de la ciudad, y sé que así os lo ha dicho en un orácu-


lo el Zeus de Dodona, pero desfavorable y funesto el que ahora pesa sobre los hom-
bres todos... El haber adoptado el partido más honroso, y el que nuestra situación
sea mejor que la de los Helenos que creyeron asegurarse la prosperidad si nos aban-
donaban, yo lo atribuyo a la buena fortuna de la ciudad ... Y en lo que atañe a mi for-
tuna particular y a la de cada uno de nosotros, creo que es justo que se examine a la
luz de nuestras circunstancias personales. Esta es mi opinión sobre la fortuna, sen-
cilla y razonable, según creo yo y me imagino que también vosotros (Demóstenes,
Cor. 254-255).

Demóstenes no sólo establece en sus discursos una jerarquía de Tychés -las de


los individuos, las de las ciudades y la de la humanidad-, sino también en cada una
de ellas, y la que protegía a Filipo y Alejandro era superior a la que amparaba a los
atenienses en el año 338 en Queronea.
La Tyché de las ciudades, como demuestran con frecuencia las acuñaciones mo-
netarias, se propaga desde finales del siglo IV. Una de las más conocidas es la de
Antioquía, cuyo culto nace poco después de la fundación de Seleuco (300 a.C.). Su
estatua colosal de bronce, obra de Eutychides de Sicione, representaba a la Ciudad
sentada sobre una roca, apoyándose con la mano izquierda mientras sostenía con la
derecha una gavilla de espigas. Su cabeza, velada por un himation, estaba cubierta por
la corona torreada, atributo principal de las Tychés poliadas.
Pronto, gracias a la representación de la estatua en las monedas, otras muchas
ciudades como Tarsos, Mallos, Aspendos, Mrodisia, imitándola, hicieron también

358
de Tyché su protectora. No obstante, como es lógico, la iconografía de la diosa sufrió
algunas variantes y fue asociada a diferentes dioses.
Algo más tardíamente, ya en pleno siglo m a.C., Tyché asume su función de pro-
tectora de los monarcas. A medida que la realeza se consolida en los diferentes reinos
helenísticos fue propagándose la imagen de la Tyché real (JYché basilios), genio tutelar
que, a través del soberano, al que concede los triunfos, proporciona prosperidad y fe-
licidad a su pueblo.
Así, se extendió la costumbre de jurar por la Tyché del monarca. Los colonos de
Magnesia de Sipylo prestan juramento, en un tratado firmado bajo el reinado de Se-
leuco 11, en nombre de Zeus, Gea, Helios y la Tyché del rey Seleuco. En una moneda
de Demetrio 1 de Siria (162-150) figura la Tyché real, sentada sobre un trono soste-
niendo al tiempo un cetro y el cuerno de la abundancia
También las reinas llegaron a identificarse con la diosa. Arsinoé 11 fue represen-
tada tras su muerte en el año 270 a.C. con el atributo principal de Tyché: el cuerno
de la abundancia; Berenice 11, esposa de Ptolomeo 111, fue también identificada con
Agathé l)ché tras su muerte. Ambas aparecen representadas en los anversos de las mo-
nedas con el velo que cubría a la diosa (por ejemplo en la estatua cultual de Antia-
quía), mientras la cornucopia figura en los reversos.

La devoción privada: Pan

Por último, y al margen de la religión pública o de los himnos oficiales que cele-
braban a los dioses del Olimpo en las grandes fiestas, existió también una religiosi-
dad privada, sencilla como en tiempos pasados, caracterizada materialmente por ex-
votos y dedicaciones hechas a ciertos dioses menores con la esperanza de verse re-
compensados.
De esas divinidades una de las más populares en época helenística fue Pan, el
dios de los montes y los bosques. La Antología Palatina encierra numerosas composicio-
nes poéticas en su honor, como la que le dedica Terímaco: al irse a la guerra y aban-
donar la caza, deja en el santuario del dios Pan en el monte Liceo (Arcadia) unas va-
ras arrojadizas que venía utilizando, con el ruego de que aquél le proteja en su nueva
etapa:

Terímaco el cretense estas varas captoras de liebres en las arcadias rocas ofrenda
a Pan Liceo. Ahora, pues, el dios silvestre, dirige en la guerra su mano, que el arco
ha de empuñar, en gracia a estos dones y, su diestra en el valle teniéndote, obtenga
en la caza los mejores éxitos como ante el enemigo (AP 88).

Festugiere hace dos breves observaciones del epigrama: la continuidad con la re-
ligión homérica, cuando Terímaco tiene a su derecha al dios que guía los pasos del
~rrero, y el sentimiento de presencia del dios cuya asistencia se pide.
Cazadores, pescadores y también pastores se dirigen con frecuencia a Pan y a las
ninfas en su deseo de no verse solos ante la naturaleza, sino acompañados por un
dios familiar, al que creen escuchar e incluso atender a los hombres:

A Pan el hirsuto y las ninfas rupestres dedica


Teódoto el pastor esta ofrenda en el monte,

359
porque, estando rendido del seco calor del estío,
le refrescaron dándole dulce agua con sus manos (AP 30).

DIVINIDADES Y TEMPLOS INDÍGENAS

Los dioses

Los dioses del Oriente ejercieron siempre una fuerte fascinación sobre los grie-
gos, pero la época helenística supuso su triunfo definitivo si consideramos la gran
atención prestada por los gobernantes macedonios a su culto, especialmente en Siria
y Egipto. No obstante eso no impidió que la población greco-macedonia, siguiendo
una larga tradición, identificara -de forma más o menos espontánea- las princi-
pales divinidades indígenas con las de su propio panteón.

Cibeles y Attis

Cibeles, la gran diosa frigia, llamada con frecuencia Madre de los dioses o, sim-
plemente, Gran Madre, extendía su poder sobre la naturaleza, cuya potencia vegeta-
tiva personificaba. De todos sus santuarios de Asia Menor, sin duda el de Pesinunte
fue el más célebre, si bien el culto metróaco estuvo también arraigado en la región
del Ida y en ciudades marítimas como Cícico y Esmirna. Ya desde el siglo VI a.C. era
conocida en Grecia (Beocia, Olimpia, Ática y gracias a la expansión colonial tam-
bién en Massalia y otros puntos de Occidente) donde fue inmediatamente heleniza-
da, identificándose, sobre todo, con Deméter. Más difícil y lenta fue la introducción
del culto de su paredro, Attis, circunscrito por lo general al ambiente cosmopolita de
algunos puertos; probablemente es en el primer siglo de la época helenística cuando
comienza a ser más conocido: de esta fecha es, por ejemplo, un relieve del Pireo en el
que aparece junto a Agdistis. Para entonces la fiesta consagrada a la pareja divina, así
como los misterios frigios -también contaminados por otros ritos griegos- esta-
ban consolidados en muchas ciudades.
En el siglo 111 a.C., el sacerdote Eumolpido Timoteo y el poeta Hermesianax di-
vulgaron, en diferentes escritos, el mito frigio de Attis y Agdistis, en el que Cibeles
ocupa un lugar secundario.
En la versión más extendida, Attis era considerado como hijo de Nana, ninfa del
río Sangario y de Agdistis, ser hermafrodita que se enamoró de él. Bajo su influencia
Attis se castró durante una escena orgiástica, muriendo a consecuencia de ello. Ag-
distis logró que el cuerpo de su amado quedase incorruptible conservando una espe-
cie de vida latente.
La tradición literaria refleja hasta qué punto repugnaba a los griegos la idea de la
castración de Attis; desde Dioscórides, a finales del siglo 111 a.C. (AP VI, 220) hasta
Diodoro Sículo (Ill, 58-59), los autores omiten los detalles de la eviración y la vio-
lencia sexual del mito original del dios. R. Turcan observa, por su parte, que losgalii,
los sacerdotes frigios castrados, fueron sustituidos, en los orgéones atenienses, por
sacerdotisas.
No obstante el hecho más trascendente de este periodo, en relación con el culto

360
de Cibeles, fue su introdución en Roma hacia el año 205 a.C., es decir, durante la se-
gunda guerra púnica. Según la versión oficial, el Senado romano, por prescripción
de los libros sibilinos, hiw venir a la diosa para poner fin a la guerra. Pero, en reali-
dad, la adopción parece haber sido fruto de la diplomacia romana, que, por una par-
~ lograba la ayuda de una nueva diosa frente a Cartago, al mismo tiempo que estre-
chaba lazos políticos con el rey de Pérgamo, A talo, (de quien dependía el santuario
de Pesinunte), cuya alianza era indispensable para su política exterior.

:\targatis

El Asia seléucida ofrece algunos ejemplos de síntesis entre los dioses locales y las
.Jivinidades griegas, siendo el más representativo el de Atargatis (llamada genérica-
:nente Dea .fyria), señora del agua y de la fertilidad, que tenía en su santuario de Hie-
rápolis-Bambiké su más prestigioso centro cultual. Dos veces al año era transportada
1 su templo el agua extraída del mar. También allí se encontraba el estanque donde
:os peces de la diosa eran alimentados: una leyenda pretendía que Atargatis, caída a
d, había sido salvada por los peces; como agradecimiento la diosa prohibió que fue-
!'an consumidos. El cómico Menandro, a finales del siglo IV, cita ya a sus fieles y alu-
de al ritual de la diosa del que la abstinencia de comer peces formaba parte:

Toma a los sirios por ejemplo cuando comen un péz por alguna intemperancia
suya, se les hinchan los pies y el vientre. Cogen un saco. Luego, en la calle, se posan
sobre el estiércol y aplacan a la diosa por esa intensa humillación (Menand,fr. 544).

Al prestigio de Hierápolis contribuyó sin duda su sacerdocio que, al menos en


epoca romana, estaba compuesto por más de 300 individuos (además degaliiy músi-
cos) encargados de antender el culto de Atargatis y de su paredro, Hadad. En el inte-
!ior del santuario bueyes, águilas leones y otros animales vivían cautivos o en liber-
ud, lo cual, unido a su tesoro, atraía a gran cantidad de visitantes.
La helenización de la diosa partió, sin duda, de la isla de Delos donde Dea .fyria
'i contaba con un templo levantado probablemente por los hieropolitanos, próximo al
~rapeion C; numerosas inscripciones, datadas en el siglo II a.C., testimonian la ve-
neración de los fieles griegos y sirios. Allí se levantó también una tribuna, en forma
de teatro, aislado por un pórtico que impedía a los no-iniciados contemplar los mis-
terios que se celebraban en honor de la diosa siria, así como salas para la celebración
de banquetes.
El culto de Dea .fyria, identificada en el mundo griego con Afrodita, fue inicial-
mente atendido en Delos por un sacerdocio de origen sirio, sustituido después por
otro ateniense. Precisamente a finales del siglo II a.C. fue dedicada una estatua a la
c.Santa Afrodita» ( Hagne Aphrodite) en favor del pueblo ateniense y del pueblo roma-
no. Por entonces también un importante grupo de ciudadanos romanos, que comer-
ciaba con las ciudades orientales, se agrupó en torno al santuario sirio de Delos,
como sabemos por el testimonio epigráfico.
Sin llegar a alcanzar los límites que conoció el culto de Isis, Atargatis fue venera-
da desde comienws de la época helenística en puntos tan distantes como Atenas
,·Afrodita Urania) y las islas del Egeo, Macedonia, Etolia e incluso en una colonia

361
griega establecida en El Fayun donde fue asociada con Mrodita Berenice (esposa del
rey Ptolomeo Evérgetes). En Esmirna una ley que protegía los peces amenazaba a
quienes la infringieran con ser ejecutados. También el culto de Atargatis llegó a Sici-
lia, donde debió ser confundido con el de la Astarté fenicia; poco después su influen-
cia se dejaría sentir incluso sobre Roma.
Otra divinidad que se consolida en el mundo helénico es Adonis («señor»), el
Dumuzi de los sumerios o el dios Tammuz amante de Ishtar del poema de Gilga-
mesh, cuyo mito era conocido por los griegos desde la época de Hesíodo. Las fiestas
en honor del dios, las célebres Adonías (Adoneia), parecen haber gozado de gran po-
pularidad en la Grecia del siglo v y IV a.C. Platón menciona los llamados <<jardines de
Adonis», es decir, las semillas de germinación rápida plantadas hacia el mes de julio
en vasos o pequeñas macetas, que regadas con agua caliente, morían poco después de
haber salido de la tierra simbolizando la suerte del joven amado de Mrodita.
Herido de muerte por un jabalí, durante una cacería, Adonis sobrevivirá gracias
al amor de Afrodita que permanecerá en su compañía seis meses al año, reservándo-
se la otra mitad la diosa de los Infiernos. De aquí que tras los funerales por el dios se
inicie el retorno cíclico de su regreso.
A comienzos de la época helenística, Teócrito compone su obra Las Siracusanas,
valiosa fuente de información sobre la celebración de las Adonías en la ciudad de
Alejandría; el argumento del poema trata de dos mujeres originarias de Siracusa (Pra-
xínoa y Gorgo), pero residentes en la capital egipcia, que asisten a la fiesta de Ado-
nis, celebrada con gran pompa por Arsinoé, esposa de Ptolomeo Filadelfo. El poeta
recoge al final de la obra la canción entonada ante el simulacro de Adonis por la can-
tatriz más célebre de la época en la que tampoco faltan alusiones elogiosas a la reina:

Señora que amas Golgos e Idalio y el Erice elevado, Afrodita, que por oro amas,
cómo a Adonis desde el Aqueronte de perenne fluir, a los doce meses te lo han traí-
do las Horas de blandas pisadas: más llegan deseadas siempre a todos los hombres
algo portándoles. Tú, Cipris Dionea, de mortal a Berenice hiciste inmortal, según
cuentan las gentes, destilando ambrosía en un pecho de mujer. Y a ti, la de múltiples
advocaciones y templos, agradecida, Arsínoe, hija de Berenice y a Helena compara-
ble, a Adonis regala con todos los dones hermosos. Junto a él están depositados, bien
en sazón, cuantos frutos producen los árboles; junto a él están los delicados jardines,
guiardados en cestillos de plata, y pomos dorados de perfume de Siria y cuantos dul-
ces elaboran en batea las mujeres, flores de todas las especies mezclando a la blanca
harina de trigo, cuantos hechos de la dulce miel y en el líquido aceite (Idilios XV,
100-117).

El texto alude al gran lecho de plata de Adonis, emplazado quizá en una de las es-
tancias del palacio real, ante el que se levantaba un baldaquino vegetal. Su imagen
era, tras su exhibición, trasladada hasta el mar en procesión donde se lloraba su
muerte anual; las mujeres asumían un especial protagonismo en este duelo fúnebre:
«Más al alba, con el rocío, todas lo sacaremos portándolo hasta las olas que escupen
espuma en la ribera y, suelto el cabello y sobre los tobillos caídos los pliegues de la tú-
nica dejando el seno al aire, daremos principio al canto sonorO>) (íd. 132-136).
El mito helenizado de Adonis, que para unos simboliza el misterio de la vegeta-
ción, mientras para otros la colecta de los frutos que han alcanzado la madurez, co-
noció una fuerte expansión por el Mediterráneo durante la época helenística. A par-

362
tir de finales del siglo IV a.C., los artistas etruscos representan al dios en los espejos y
en los sarcófagos, como sucederá también, en el siglo 11 a.C., en las pinturas parieta-
les romanas.

lsis-Osiris-Serapis

Es en Egipto donde se reconoce con especial claridad el proceso -ya atestiguado


por Herodoto-- de identificación o asimilación de las divinidades indígenas con las
griegas. Quizá las más importantes sean Amón=Zeus, Isis=Deméter, Osiris=Diony-
sos, Hator=Mrodita, Tot=Hermes, lmhotep=Asclepios, Khonsu=Heracles, etc.
Aunque divinidades como Amón, Horus, Tot o Anubis fueron muy populares
en esta época, la devoción fue casi unánime en torno a lsis (a la que se consagran
magníficos santuarios como el lseion de Philae) y Osiris, cuyos mitos sufren también
durante la época helenística una reinterpretación griega.
La estructura del mito es conocida y no insistiremos en él, pero sí interesa poner
aquí de manifiesto la identificación -en el Egipto de los Ptolomeos- de Isis con
Deméter y la de Osiris con Dionysos. La diosa en busca del cadáver de su marido re-
cordaba a los griegos a Deméter tras su hija Kore, mientras que el despedazamiento
del cadáver de Osiris hacía forzosamente pensar en Dionysos destrozado por los Ti-
tanes. Según R. Turcan, en la reinterpretación helénica del mito egipcio, el sacerdote
Timoteo y el clero de Alejandría debieron desempeñar un papel muy destacado.
Dicha reinterpretación teológica explica la rápida difusión de estas divinidades
egipcias fuera de Egipto, favorecida por la hegemonía ptolemaica en ciertas zonas
del Mediterráneo Oriental y la intensa actividad comercial.

Serapis es una divinidad difícilmente clasificable en razón de sus orígenes greco-


egipcios que, presentados en relatos muy contradictorios, siguen siendo hoy discuti-
dos. Parece, sin embargo, que su culto surgió en la ciudad egipcia de Menfis. El teó-
nimo encierra, con certeza, los de dos divinidades de cuya fusión pudo haber nacido:
Osiris y Apis, el toro sagrado.
Inicialmente fue adorado, pues, como Osor-Hapi, siendo representado como
hombre momificado con cabeza de toro (con el disco solar entre sus cuernos). El Se-
rapis de Alejandría sería una versión helenizada del Osor-Hapi de Menfis.
Más difícil es determinar la fecha de aparición del dios. La mayor parte de las
fuentes consideran que éste fue una creación espiritual de Ptolomeo 1; si creemos a
Plutarco su culto fue establecido durante este reinado por consejo de Manetón, sacer-
dote egipcio, y Timoteo, sacerdote ateniense.
Recientemente, sin embargo, del análisis de algunos papiros parece desprenderse
que su culto era ya conocido en época de Alejandro, poco después de fundar la ciu-
dad que lleva su nombre. En cualquier caso, Serapis se convirtió en una divinidad
protectora para sus habitantes si bien contó siempre con mayor devoción entre grie-
gos y extranjeros que entre la población egipcia.
El dios fue asociado al mundo subterráneo (en tanto que Osiris), dispensando la
fecundidad y la vida, pero también la salud, siendo por ello conocido como un dios
«curadon> o «terapeuta» que operaba milagros. Bajo Ptolomeo 111 se construyó un so-
berbio templo en su honor, el Serapdon, que se elevaba sobre la colina Rhacotis, en

363
el barrio occidental de Alejandría, y al que se accedía por una escalera de cien pelda-
ños tallados en la roca cuyos restos han quedado al descubierto en las excavaciones
efectuadas en el siglo XIX.
El templo ptolemaico es hoy mal conocido ya que, destruido durante la revuelta
judía de los años 115-116, el emperador Adriano construyó uno nuevo sobre él. Pero
por las campañas de los arqueólogos ingleses (1943-1949), publicadas por Rowe, sa-
bemos que habitaciones rectangulares, corredores y pórticos estaban dispuestos en
torno a un gran patio central. En el interior del templo tenía lugar la práctica de la
incubatio por la que los pacientes recibían en sueño los remedios para su curación. Sin
duda uno de los elementos más llamativos era su estatua, fabricada en toda clase de
maderas y metales, tan colosal que, según dicen las fuentes tardías, su cuerpo rozaba
los muros opuestos de la cámara. El dios estaba sentado sobre un trono y tocado con
un calathos o modius (medida de capacidad para áridos), lo que explica que muchas ve-
ces fuera invocado como el «donador de trigo». Algunas fuentes identificaban la es-
tatua de Serapis con una de Plutón que llegó a Egipto en tiempos de Ptolomeo 1 des-
de Sinope, en el Ponto:

Cuando, una vez trasladada (la estatua) fue expuesta a la vista, Timoteo, el intér-
prete de leyes sagradas, y Manetón el Sebenita, y sus asociados, conjeturaron, por el
Cerbero y por la sepiente, que era la estatua de Plutón, y persuaden a Ptolomeo de
que no era la estatua de ningún otro de los dioses, sino la de Sera pis. De donde llegó
no llevaba este nombre, pero una vez trasladada a Alejandría, adquirió el nombre de
Sarapis, apelación de Plutón entre los egipcios (Plutarco, De Isis 28, 361F).

Pero esta tradición es una antigua leyenda etiológica basada probablemente en la


confusión entre Sinope (en el Ponto) y Sinopion (de Menfis), que trata a su vez de
explicar el estilo griego de la iconografía de Serapis. R. Turcan cree que el equívoco
puede venir dado por la analogía fonética entre Sen-Hapi («morada del dios»), en
alusión a la tumba de Apis, y Sinópion.
La célebre estatua fue quemada por los cristianos en el año 391 d.C., pero proba-
blemente no difería mucho de la que hoy se conserva en el Museo de Nápoles: el dios
de majestuoso semblante aparece sentado sobre el trono con el cetro en la mano iz-
quierda, vestido con el himation, tendiendo la mano derecha sobre la cabeza de Cerbe-
ro tricéfalo.
A la época helenística parecen remontar la mayor parte de los trucos mecánicos
( mechanemata) del Serapeion que -revelados por Rufino de Aquileya en su Historia
Eclesiástica- asombraban a los devotos durante el imperio romano, como, por ejem-
plo, las célebres puertas hidráulicas (inventadas por Hierón de Alejandría en el siglo
u a.C.) que se abrían automáticamente al encenderse fuego en los altares. Pero de
ellos, el principal ponía en escena un ritual de unión de Serapis y el Sol; mediante la
atracción magnética la estatua del Sol, de hierro, era suspendida «milagrosamente».
Por una estrecha ventana, abierta del lado del sol naciente, penetraba el rayo solar
que iluminaba la boca y los labios de Sera pis como si el dios fuera besado por el astro.
Rituales análogos de unión con el Sol tenían lugar en los santuarios egipcios, como
ponen de manifiesto los himnos de Edfu y Dendera o las representaciones figuradas.
Por tanto, podemos afirmar que el santuario y la estatua cultual del dios eran de esti-
lo griego pero el ritual era egipcio. A esta misma dualidad obedecía la creación de un

364
sacerdocio -griego y egipcio- por Ptolomeo l. Otros Serapieia, también de carácter
oracular, fueron levantados en época helenística en Canopo y Menfis, pero la popu-
laridad del dios obligó a construir muchos más; Elio Arístides, en el siglo u d. C., lle-
ga a contabilizar más de cuarenta distribuidos por el territorio egipcio.
Pero la talasocracia lágida no fue el único factor que propició la expansión de los
cultos egipcios: los propios soberanos intervinieron directamente favoreciendo la
introducción de su religión en el mundo griego, sin que olvidemos tampoco que di-
chas divinidades, si bien helenizadas, venían ejerciendo tradicionalmente una gran
atracción sobre la población griega.
Isis, que ya era venerada en el Pireo por los comerciantes atenienses, recibió en el
siglo m un templo al pie de la acrópolis de Atenas. Para entonces su presencia se in-
tensifica, constatándose en otras poleis griegas como Delfos, Corinto, Argos, Sicione,
Mantinea o Eritrea. Ni Macedonia ni Tracia fueron tampoco una excepción y, como
las ciudades a orillas del Mar Negro o de la costa jónica (Esmirna, Efeso, Priene),
contaron con templos y santuarios donde Isis podía ser venerada por sus fieles sola o
en compañía de Osiris, Serapis y Anubis.
De los numerosos vestigios de los cultos egipcios en territorio extra-egipcio, pro-
bablemente Delos es el más espectacular. En la llamada «terraza de los dioses extran-
jeros» se eleva un conjunto de templos egipcios - Serapeion C, Iseion, Anubeion- le-
vantado a partir del siglo m respetando las pequeñas capillas primitivas (Serapeion A
y B). Los devotos, venidos desde todos los puntos del Mediterráneo, veían en ellos
-según consta en la epigrafía- a los protectores de los peligros de la navegación,
pero también a divinidades terapéuticas y oraculares.

Los templos

Las construcciones realizadas conforme a la tradición griega coexistieron en el


mundo helenístico con los templos indígenas que los soberanos edificaron o restau-
raron, en su deseo de atraerse a la población y al sacerdocio. Éstos son particular-
mente bien conocidos en Egipto donde los Ptolomeos realizaron un considerable es-
fuerzo en favor de los antiguos dioses del país.
Las profundas transformaciones producidas en la religión egipcia durante el 111
periodo intermedio y las sucesivas dominaciones de libios, etíopes, asirios, persas y
griegos privaron a los antiguos dioses nacionales (Horus, Ra, Amón) de su soporte
político arrastrándolas hacia su decadencia; salvo Isis y Osiris, que conservaron un
t~prestigio nacional», durante la época grecorromana asistimos a una multiplicación
y un fortalecimiento de los cultos locales.
Entre los principales templos ptolemaicos merecen citarse: el de Isis en Philae
(Ptolomeo 11), el de Horus en Edfu (Ptolomeo 111), el de Khnoum Ra en Esna (Pto-
lomeo VI), el del dios-cocodrilo Sobek y el dios halcón Harveris en Kom Ombo
(Ptolomeo VI) y el de Hator en Dendera (últimos Ptolomeos).
La disposición es típicamente egipcia (pilono, patio porticada, pronaos, sala hi-
póstila, santuario rodeado de capillas), pero se constata una cierta influencia de la ar-
quitectura griega en la búsqueda armónica de las proporciones y el uso del orden
compuesto que, derivado del corintio, ordena los motivos vegetales en pisos super-
puestos. En Egipto los templos y su sacerdocio desempeñaron siempre un papel fun-

365
damental en el mantenimiento del orden social y del orden cósmico, tan estrecha-
mente ligados. Los sacerdotes egipcios, además de mantener el servicio del dios para
que su presencia permanezca viva y perpetua y asegure la estabilidad del mundo,
eran auténticos intermediarios entre los hombres y los dioses y depositarios de una
ideología religiosa, fuente, a su vez, de legitimación y justificación del poder real.
Durante la baja época los templos egipcios mantuvieron gran parte de la riqueza
que ya desde las últimas dinastías del imperio nuevo hacía de ellos los principales la-
tifundistas del país. No olvidemos que los faraones siguieron, como en el pasado,
ofreciendo tierras (hiera chora) a los templos, trabajada por los hierodouioi («esclavos sa-
grados»), con objeto de que sus ingresos sirvieran para sufragar el culto real al tiempo
que el de los dioses. Pero a comienzos de la época helenística, la administración lági-
da, en su intento de controlar las tierras y la producción, arrancó a los sacerdotes la
administración de sus dominios o, al menos, recortó la independencia política y eco-
nómica de los templos al intervenir en sus actividades económicas que sometieron al
control estatal. Así, Ptolomeo Filadelfo, decidió traspasar a la gestión real parte de
los impuestos destinados al culto; en el año 259 a.C. transfirió al culto de Arsinoe 11
los ingresos obtenidos por la recaudación de la sexta parte del producto de viñedos y
huertos que los templos venían gestionando directamente.
Pero en el siglo 11, Ptolomeo Evérgetes 11 restituyó nuevamente al clero el dere-
cho de propiedad de sus dominios, de forma que poco tiempo después, según Diodo-
ro (1, 73.2), un tercio del suelo de Egipto estaba en manos de los sacerdotes. La pro-
ducción de sus dominios, los talleres para la transformación de productos y los me-
dios de transporte para asegurar el traslado hacia los centros comerciales, escapaba al
control real. Los últimos lágidas renunciaron incluso a la recaudación de los impues-
tos de los templos. Sólo en época de la dominación romana, cuando el Senado orde-
ne confiscar las propiedades de los templos egipcios, la situación volverá a cambiar.
Hasta entonces - e incluso bajo el imperio- el sacerdocio egipcio gozó de un
extraordinario prestigio que descansaba, sobre todo, en el hecho de ser depositario
de las tradiciones nacionales; lo tradicional -que cada vez cobraba un carácter más
nacionalista- fue recluido durante la dominación lágida en los templos. En su inte-
rior, los sacerdotes seguían manteniendo viva no sól6 la lengua y la escritura jeroglí-
fica, sino los viejos cultos y los ritos egipcios.
Este rasgo del sacerdocio acabó transformándose en una oposición al poder lági-
da ya en los primeros años del siglo 11 a.C. El protagonismo asumido por la pobla-
ción indígena en la batalla de Rafia (217 a.C.), frente a los seléucidas, cristalizó en
una rápida toma de conciencia de este estamento que, a partir de entonces, llevó a
cabo numerosas sublevaciones contra los Ptolomeos. En esta afirmación del senti-
miento nacionalista egipcio frente a los greco-macedonios dominantes, el papel
desempeñado por el sacerdocio egipcio no debió de ser nada despreciable.
El clero comenzó a elaborar, sobre todo en los templos del alto Egipto, una lite-
ratura apocalíptica (la «Crónica demótica», el «Oráculo del alfarero») en respuesta a
la política real contraria a sus intereses. Heracleópolis fue, en este sentido, uno de los
focos más activos de dicha propaganda anti-helénica al anunciar la desaparición de
los «griegos impíos» y la llegada de una nueva era en la que se restaurarán los templos
y cultos egipcios. No sabemos hasta qué punto fue efectiva esta literatura como arma
de combate, pero lo cierto es que desde Ptolomeo IV los gobernantes se vieron forza-
dos a hacer concesiones fiscales a los santuarios indígenas para atraerse la colabora-

366
ción de los sacerdotes. En el siglo 1 a.C., los templos egipcios disponían del derecho
de asilo que permitía acoger en su interior a los fugitivos de las tierras reales.

EL CULTO REAL

Sin duda una de las principales características de la realeza helenística es que su


representante fue, durante siglos, objeto de un culto oficial; este fenómeno -políti-
co y religioso a la vez- fue conocido en todos los reinos, a excepción de Macedonia
y el Epiro.
La figura de Alejandro fue, también en este aspecto, decisiva. Sabemos que hacia
el año 324 a.C., a su regreso de Asia Central, exigió de las ciudades de la Liga de Co-
rinto un culto público en cada ciudad en tanto que Tbéos anikétos («Dios Invicto»). Sin
embargo, autores como C. Preaux han señalado que la solicitud de un culto y la pre-
tensión de ser considerado como un dios no son una misma cosa. Aristóteles, por
ejemplo, considera en su Retórica los honores como simples signos de reconocimiento
y no como indicios de divinización:
Los honores son signo de reputación de beneficiencia, pues reciben honores jus-
ta y especialmente los que han hecho beneficios... Parte de los honores son: sacrifi-
cios, conmemoraciones en verso o en prosa, privilegios, recintos sagrados, presiden-
cias, tumbas, estatuas, alimentos públicos; y, en estilo bárbaro, las reverencias y el
ceder el sitio; y los regalos que en cada país se estiman (Aristóteles, Retórica 1161a,
28-38).

Dichos honores (muchos de ellos dedicados también a los dioses) no estaban, por
otra parte, reservados a los reyes, sino que podían ser recibidos en las ciudades por
los hombres más influyentes, por los salvadores o liberadores de la ciudad o, incluso
por simples benefactores. N. G. L. Hammond, en la misma línea, observa que con-
ceder «honores divinos>> a un individuo aún vivo no era considerarle como un dios
en la tierra, sino un medio de reconocer que sus servicios eran comparables a aque-
llos que un dios podía otorgar a una comunidad; era la forma más elevada de agrade-
cimiento. Otros autores, como F. Chamoux, creen, por el contrario, que la apoteosis
de un mortal no tenía nada de extraño para los griegos; sabemos, en efecto, que ya en
el siglo v a.C. los griegos erigieron altares y ofrecieron sacrificios en honor del espar-
tano Lisandro, y que en el año 357 a.C. los siracusanos dirigieron a Dion votos y ple-
garias como si se tratase de un dios. No obstante tampoco faltaron actitudes escépti-
cas o más escrupulosas hacia este tipo de honores.
En general el deseo de Alejandro fue cumplido, y así en Atenas, por ejemplo,
pese a las discusiones iniciales, se dedicó un templo, un altar y una imagen de culto
en su honor. En la primavera del año 323 a.C., Alejandro recibió en Babilonia emba-
jadas procedentes de Grecia cuyos miembros iban cubiertos de guirnaldas, a la mane-
ra -dice Arriano- de los enviados sacros que llegaban a honrar a algún dios.
En cualquier caso, hemos de recordar que ya mucho antes, hacia el año 334 a.C.,
las ciudades griegas de Asia Menor habían tomado la iniciativa de fundar un culto
público en honor de Alejandro -con templos, juegos y sacrificios- como agrade-
cimiento por haber sido liberadas del yugo persa. De esta forma la idea de un culto
real no habría partido del propio Alejandro, sino de las ciudades griegas.

367
Tras la muerte de Alejandro, los cultos cívicos en su honor se perpetuaron; se
discute, sin embargo, si en todos los lugares. En muchas ciudades de la Grecia conti-
nental es probable que desapareciera. Poco después del año 311 a.C., Ptolomeo 1 ins-
tituyó un culto en honor del héroe, cuyo sacerdocio estaba integrado por las familias
macedonias más ilustres. De esta forma, Alejandro se convirtió en un dios del nuevo
reino y protector de la dinastía lágida.
Las ciudades griegas fueron las que tomaron nuevamente la iniciativa de honrar
con honores divinos a los diádocos aunque, como sucede con la figura de Alejandro,
se discute de qué naturaleza. Los griegos de Skeptis, en la Troade, dieron culto a An-
tígono (311 a.C.) y los rodios, tras consultar el oráculo de Amón, otorgaron a Ptolo-
meo 1 el título de Sóter («Salvadon>) y le dedicaron un recinto, el Pto/emaion, en el inte-
rior de la ciudad, como agradecimiento por la ayuda prestada durante el ataque de
los Antigónidas en el año 305 a.C.
Pero el caso más interesante, sin duda, es el de Atenas. Los atenienses aclamaron
a Antígono el Tuerto y a su hijo Demetrio Poliorcetes como «dioses salvadores»,
según nos dice Plutarco, cuando ambos entraron triunfalmente en la ciudad en el
año 307. El biógrafo griego enumera otros detalles más, como la creación de un cul-
to y un sacerdocio, la erección de un altar consagrado a Demetrio Kataibates («el que
desciende») en el lugar en que el monarca había bajado de su carro, la institución de
una fiesta llamada las Demetria, etc. Quizá una de las disposiciones más innovadoras
de las autoridades de la ciudad fue la de tejer los retratos de ambos en el gran peplo de
Atenea ofrecido a la diosa con ocasión de las Grandes Panateneas.
En el año 291-290, durante la fiesta principal de Deméter, los atenienses compu-
sieron para Demetrio un himno (conservado en Ateneo VI, p. 253 D) en el que es
saludado como compañero de la diosa e hijo de Poseidón y Afrodita. También la ciu-
dad de Sicione, liberada por Demetrio en el año 303-302 de la guarnición ptolemai-
ca, le otorgó honores divinos. A finales del siglo IV a.C., los cultos en honor de los
reyes se multiplicaban por todas las ciudades griegas, casi siempre con arreglo a un
mismo esquema: témenos, altar, sacrificios, procesiones, juegos, himnos, ofrendas de
coronas de oro, estatuas, etc.
Es evidente que las diversas formas de asociación del rey a un dios -por medio
de la erección de estatuas en los templos, añadiendo al nombre del dios el nombre
del monarca o mediante la incorporación de los rasgos del dios a la efigie del rey-
no tardaron en conducir a su divinización.
Algo más tarde comenzó a ser organizado, en cada uno de los reinos, y por inicia-
tiva de los propios monarcas, un culto de Estado. Así, en Egipto, Ptolomeo 11 co-
menzó por divinizar a su padre, Ptolomeo 1 Soter, tras su muerte en el año 283 a.C;
cuando murió su viuda (279 a.C.) estableció un culto para los dos, venerados como
Théoi Sóteres, es decir, como «Dioses Salvadores», instituyéndose una fiesta dinástica,
las Ptofemaieia. A la muerte de su esposa Arsinoe 11, en el año 270, Ptolomeo 11 hizo
de ella una diosa a la que se rindió culto en los principales templos egipcios como
«Diosa Amante del Hermano». Esposo de una diosa, el monarca instituyó poco des-
pués su propio culto, formando con Arsinoe la pareja de los Théoi Adelphoi («Los Dio-
ses Hermanos»); sin embargo, dicho culto no se asoció -como cabría esperar- al
de los «Dioses Salvadores», yendo más allá que Alejandro; se trata de una medida de
gran trascendencia, pues suponía la veneración de soberanos vivientes. El culto de
Arsinoe sirvió también para estrechar los vínculos entre la religión griega y la egip-

368
cía, pues el monarca exigió que fuera adorada en todos los santuarios egipcios, con-
virtiéndose así en la synnaos theos («divinidad que comparte el templo))) de las divini-
dades egipcias.
En el futuro todas las parejas reales lágidas fueron divinizadas en vida, partici-
pando en la celebración del culto dinástico. Así, Ptolomeo 111, divinizado con su es-
posa Berenice bajo la denominación de Théoi Evtrgetai «Dioses Benefactores)) siguió
asociando al culto real, el de Alejandro. De esta forma la monarquía entraba en una
esfera superior estableciendo los fundamentos de una soberanía absoluta muy alejada
de sus súbditos.
E. Will ha sabido advertir cómo a partir del siglo 11 se producen algunas transfor-
maciones provocadas por el declive político de la monarquía lágida; dicha decaden-
cia vendría probada por la inflación de títulos cultuales que tratan de compensar la
debilidad manifiesta del poder temporal. Por otra parte, la necesidad de hacer im-
portantes concesiones al clero indígena explica la existencia de no pocas contamina-
ciones de carácter faraónico.
En Asia, el proceso fue muy semejante, si bien es peor conocido. Al morir Seleu-
co 1, su hijo Antíoco 1 le divinizó como Zeus Nicátor y le consagró un templo. No sa-
bemos en qué momento fue instituido el culto al soberano en vida, pero éste ya exis-
tía en época de Antíoco 111 quien, hacia el año 193 a.C., era objeto de culto en unión
de su esposa, como sabemos por una carta escrita por el monarca al sátrapa de Caria,
Anaximbroto. En este reino el culto al soberano helenístico fue un excelente medio
de vinculación entre las diferentes satrapías que lo configuraban; a diferencia de lo
que ocurría en Egipto, donde el culto oficial real estaba centralizado en Alejandría,
en el reino seléucida cada satrapía elegía su propio sacerdocio.
Entre los Atálidas de Asia Menor sólo se conoció la divinización del monarca
muerto. Pérgamo, la capital, no instituyó ningún culto dinástico oficial, pero es pro-
bable que en otras ciudades no haya sido así. F. W. Walbank recuerda en este sentido
los honores concedidos a Apolinis, la esposa de Atalo 1, que recibió en vida el título
oficial de Eusebés «piadosa» y la mención -en la ciudad de Teos- de un «sacerdote
del Rey Eumenes y de la diosa Apolinis Eusebés».
Resulta, pues, difícil establecer unas características generales sobre el culto al so-
berano en época helenística, pero convendrá tener presente algunas consideraciones.
Se puede afirmar, en primer lugar, que el límite entre lo divino y lo humano nunca
llegó a estar durante estos siglos bien definido. Cree E. Will, en este sentido, que la
divinidad real helenística acusó algunos rasgos híbridos e imperfectos; dicho en
otros términos: que los reyes eran dioses, pero menos que otros dioses. El hecho mis-
mo de que se califique a los soberanos de théoi marca el límite de su naturaleza divina
y pone de manifiesto -paradójicamente- su condición humana.
Un factor que, desde luego, contribuyó a fortalecer el culto al soberano -al me-
nos en las ciudades griegas- fue el militar. Hemos visto cómo muchas de las poleis
concedieron todo tipo de honores, próximos a la divinización, a aquellos generales
que las protegieran de otra potencia enemiga o incluso que ejercieran un control so-
bre ellas. En una época de guerras continuas en la que muchos griegos creían que los
dioses no se preocupaban de los asuntos de los hombres la figura de un monarca pro-
tector y benefactor aparecía con muchos de los rasgos divinos.
Un tercer aspecto lo constituye sin duda la diferente sensibilidad entre los distin-
tos pueblos: no solamente entre las ciudades griegas y la población indígena, sino en-

369
tre egipcios, babilonios, sirios, etc. Egipto, por su tradición faraónica, fue un terreno
abonado para la consolidación del culto al gobernante, mientras que en el imperio
seléucida su desarrollo fue lento y no sistemático.
Por último, es preciso señalar también en este apartado las notables aportacio-
nes de la filosofía helenística (particularmente las doctrinas de cínicos y estoicos), para
la legitimación de la nueva monarquía. Desde los comienzos de este periodo se pu-
blican, por esta razón, numerosos tratados «Sobre la realeza>> ( Peri Basileas), en su ma-
yor parte perdidos. Sin embargo, las dos grandes escuelas que habían dominado el
pensamiento filosófico durante el siglo IV -la platónica y la aristotélica- queda-
ron al margen de la elaboración de una teoría política nueva.
Bengston observó cómo, partiendo de la idea griega del derecho de la personali-
dad individual sobresaliente, los filósofos fundamentaron el derecho monárquico de
los diádocos en la inteligencia y en su capacidad como generales y políticos.
La idea monárquica se adaptaba muy bien a la concepción del mundo de los es-
toicos: el rey debía gobernar sobre sus súbditos de la misma forma que Zeus lo hacía
en el cielo. Por todo ello no puede sorprender la presencia de destacados pensadores
estoicos -como Zenón- en el círculo de amigos y consejeros de Antígono Gona-
tas. La labor de estos sabios, como aclara Bengston, era consolidar la idea de que el
principio racional del acontecer del mundo se manifestaba en la monarquía.

La muerte y el Más Allá

Afortunadamente contamos con numerosos textos de carácter funerario recopi-


lados tanto en la epigrafía como en la literatura. Muchos de ellos dejan entrever la
fuerza de las creencias mágicas sin que falten actitudes escepticas. Así, Calímaco en
uno de sus epigramas, viene a señalar que la única ventaja del Hades sobre el mundo
de los vivos es que todo allí está más barato:

¿Es aquí donde Cáridas yace? «Aquí yace, si te refieres al hijo de Arimas el Cire-
neo». Cáridas, ¿qué hay abajo? «Numerosa tiniebla» ¿Y los regresos? «Un embuste»
¿Plutón? <<Fábula pura» ¡Estoy perdido! <<Éstas son mis palabras verdaderas. Si quie-
res otras que te agraden más, sábete que en el Hades un buey grande cuesta un óbolo
de Pela» (Calímaco, Epigramas XIII).

Pero la mayor parte de los epigramas pone de manifiesto la creencia en la vida


del Mas Allá si bien concebida de diversas formas: una estancia en el Hades (el mun-
do subterráneo de los muertos) o en la Isla de los Bienaventurados, la ascensión del
alma al espacio cósmico, etc. De igual forma se constata epigráficamente la tenden-
cia a conferir una condición heroica a los muertos. El término heros deja así, poco a
poco, de ser privativo de los monarcas o de destacadas figuras históricas para genera-
lizarse entre todos los estratos de la población. Las gentes comunes aspiraban a al-
canzar la condición de héroe o heroína después de la muerte y a recibir las ofrendas que
correspondían a tal estatuto; incluso la tumba acabó denominándose heróon.
Es posible que, como sugiere Z. Stewart, esta continua búsqueda de honores y
status por parte de la gente común constituya una de las premisas que explican el tri-
buto de honores divinos a los soberanos.

370
Tampoco podemos olvidar las ideas que tanto los órficos como los pitagóricos
transmitieron a las gentes en dos campos principales: la primera, la divulgación de la
fe en la inmortalidad del alma unida en ocasiones a la creencia en la transmigración
o metempsícosis; las almas, separadas del cuerpo, vagaban por el mundo aéreo en es-
pera de poder habitar en otro receptáculo temporal. La segunda idea es la convicción
de la existencia de lugares donde se premia o se castiga a los hombres tras la muerte;
así, el Hades era reservado, tras el juicio divino, para el castigo de los malvados dicta-
do por la diosa Adrasteia (que tanto en los órficos como en Platón aparece ya como
diosa fatal), o por divinidades como Pena, Justicia o las Erinnas. A ellas confía esa
labor Zeus, que permanece por encima de dicho cometido.
Dicha concepción fue aceptada por los judíos de época helenística para quienes
el Hades -lugar de absoluta oscuridad, tormentos diversos, etc.- era el lugar de
condena eterna de los malvados.
Sin embargo, a pesar de este tipo de influencias, conviene tener presente la dife-
rencia entre la mentalidad religiosa griega y la indígena. En Egipto, por ejemplo,
continúa durante este periodo la preocupación del individuo por la muerte y la vida
en el Más Allá, pero el <<juicio de los muertos» pierde credibilidad y se desvanece len-
tamente la idea de la vida de las almas purificadas, de la misma forma que se abando-
nan las teologías escatológicas.
Otra característica de este periodo es la aparición de lo que en Roma se conoce
con el nombre de Consolationes, escritos de carácter filosófico y moral, que reflexionan
sobre la muerte. El iniciador de este género fue Crantor (muerto hacia el año 275
a.C.), cuyo Peri Penthous será un modelo clásico que influirá directamente sobre obras
tan conocidas como las Tusculanas de Cicerón o la Consolatio ad Apollonium del Ps. Plu-
tarco.

Lo\ ADIVINACIÓN

ÚJs oráculos de A polo: De/jos, Dodona, Dit!Jma y Claros

La suerte de los diferentes centros oraculares fue, durante la época helenística,


muy desigual. Sería arriesgado afirmar en términos generales que todos ellos atrave-
saron un periodo de decadencia. El emplazamiento de los santuarios y los aconteci-
mientos políticos y militares de este periodo fueron dos factores que condicionaron
en buena parte su mayor o menor actividad. Como ejemplo de lo primero puede ci-
tarse el necromanteion («oráculo de los muertos») de Héphyra, en el Épiro, cerca de la
desembocadura del río Acheron donde los consultantes interrogaban a las almas de
los difuntos ante una fosa con sangre de víctimas. El oráculo era muy antiguo, como
lo prueba el hecho de que, según Heródoto, había sido visitado por Periandro, el ti-
rano de Corinto, pero sabemos que en el siglo m a.C. fue levantado un nuevo edifi-
cio como fruto de su renacimiento.
Respecto a la incidencia de los acontecimientos históricos de época helenística
sobre los santuarios oraculares, puede afirmarse que los más prestigiosos centros ora-
rulares del pasado fueron los que mejor resistieron las transformaciones de los nue-
..-os tiempos, como viene a confirmar un rápido recorrido por la historia de Delfos,
Dodona, Didyma y Claros durante estos tres siglos.

371
Delfos

Con la dominación macedónica se abre para Delfos un nuevo periodo marcado


también por la reorganización del cuerpo sacerdotal. Tanto Filipo como su hijo con-
sultaron a la Pythia de Delfos sobre la suerte de la expedición asiática, sin duda con el
propósito de animar a sus soldados. Todo parece indicar que el oráculo mantuvo,
con sus respuestas, una actitud de sumisión a los reyes macedónicos; al mismo tiem-
po, permaneció bastante alejado de la política activa despachando fundamentalmen-
te -al menos durante el primer siglo de la época helenística- consultas privadas.
Sólo Atalo 1, deseoso de legitimar su dinastía, llevó a cabo alguna consulta.
Quizá lo más relevante sea la ocupación de Delfos, en el año 290 a.C., por los
etolios y la invasión y posterior saqueo del santuario por los galos diez años después,
inútilmente defendido por etolios, locrios y focidios. Las fuentes pretenden, sin em-
bargo, que el templo de Apolo fue milagrosamente preservado, instituyéndose en-
tonces, como conmemoración, la fiesta de las Sotería que será celebrada periódica-
mente -como los juegos píticos- con gran éxito.
La recuperación de Delfos llegó a finales del siglo m, como parece probar la pre-
sencia romana. Roma, que había consultado esporádicamente en el pasado el orácu-
lo, intensificó sus consultas durante la 11 guerra púnica. El Senado envió a Delfos a
Q. Fabio Máximo en el año 216 para averiguar cómo aplacar a los dioses y cuándo
concluirían tantas calamidades. No obstante, a pesar del testimonio de LivÍo (XXII,
57.5) todo parece indicar que los propósitos de Roma en esta consulta eran otros:
buscar el respaldo religioso del más prestigioso de los oráculos a las novedades litúr-
gicas y rituales que se introducían en la Ciudad en una época de crisis y, sobre todo,
reforzar las relaciones con los etolios. No es, en este sentido, una causalidad que,
poco después, Etolia aparezca como aliada de Roma en la lucha contra Aníbal y Fili-
po V de Macedonia.
Las consultas romanas se repitieron en el año 207 y en el año 205 a.C. En esta úl-
tima fecha los legados romanos, que se dirigían a Pérgamo para traer la imagen de la
diosa Cibeles (siguiendo el precepto de los Libros Sibilinos), consultaron a la Pythia
en Delfos:
Al dirigirse a Asia los legados, desembarcaron en Delfos y consultaron el orácu-
lo para saber si podían, tanto ellos como el pueblo romano, esperar feliz resultado de
la misión de la que estaban encargados. Dícese que les contestó: «Que el rey AtaJo
les haría conseguir lo que iban a buscar; que después de haber trasladado la diosa a
Roma, debían atender a que le diese hospitalidad el romano más virtuoso». Los lega-
dos llegaron a Pérgarno y se presentaron al rey, que les recibió con benevolencia, les
llevó a Pessinunte, en Frigia; les entregó una piedra sagrada, que los habitantes
decían ser la madre de los dioses, y les aconsejó trasladarla a Roma (Livio XXIX,
11.5-6).
El oráculo de Delfos apoyó el plan romano de trasladar a la Ciudad el simbolo de
la diosa, recomendando hacerlo a través de Atalo de Pérgamo que mantenía, como
hemos visto, estrechas relaciones con Delfos. Las razones políticas de la consulta son
nuevamente evidentes si recordamos la estrecha alianza entre Roma y Pérgamo a co-
mienzos del siglo II.

372
Pero tras el final de las guerras púnicas, Roma no necesita ya los servicios de Del-
fos; capaz de entrar en contacto directamente con los estados griegos y fortalecida
por la derrota de la liga etolia (191 a.C.), el Senado romano suspendió las consultas a
la Pythia y las embajadas oficiales a su santuario. En lo sucesivo se producirán visitas
o consultas -como las de Sila o Cicerón- de carácter particular.
La política romana se caracterizó, en lo sucesivo, por tratar de preservar la auto-
nomía de Delfos de las presiones de sus vecinos etolios, locrios y tesalios. Los delfios
manifestaron su gratitud a Roma instituyendo en el año 189 a.C. certámenes gimnás-
ticos y sacrificios conocidos como Romaia; dicha festividad ha sido considerada
como la primera manifestación de adulación religiosa a Roma, pronto emulada por
otros estados helenísticos. Al cónsul Manio Acilio Glabrio fue dedicada en la ciudad
una estatua ecuestre (191/190), y poco después T. Quincto Flaminino recibió otra.
Esta nueva. fase del santuario, que se corresponde con el poder creciente de
Roma, se caracteriza por la disminución del número de consultas políticas por parte
de otros Estados. El rey Perseo de Macedonia fue -si creemos a Livio (XLI, 22.
4-6)- el último monarca helenístico que (en el año 174 a.C.) interrogó a la Pythia.
Sin duda Roma fue poniendo públicamente de manifiesto su desagrado por este tipo
de consultas oraculares que podían amenzar sus intereses en la zona. Así se despren-
de, en el año 189 a.C., del brutal saqueo del Épiro que sumió al oráculo de Zeus en
Dodona en una profunda decadencia.
El último siglo helenístico fue el más dañino para Delfos. En el año 87 el santua-
rio fue saqueado por Sila para poder sostener económicamente la guerra contra Mi-
trídates, si bien un año después trató de compensar aquella acción entregándole la
mitad del territorio tebano. Poco después, quizá en torno al año 84, el templo de
Apolo fue nuevamente saqueado, en esta ocasión por los tracios o los ilirios, daños
materiales que la arqueología ha podido reconocer. Algunas fuentes griegas, como
Estrabón y Plutarco, coinciden en afirmar que en la segunda mitad del siglo 1 a.C. el
santuario délfico, empobrecido y olvidado, se encontraba en mal estado de conser-
vación.

Dodona

El matrimonio de Filipo de Macedonia con Arybbas, sobrina del rey de los mo-
losos, presagiaba una actitud poco imparcial del oráculo de Dodona en las siguientes
décadas. Los atenienses, que ya acusaban a la Pythia de Delfos de «filipizan>, no du-
daron en mostrar también su desconfianza hacia Dodona. Pero tal suspicacia pronto
se demostró infundada: Demóstenes cita en algunos de sus discursos, como el Contra
Midias, algunos oráculos de Zeus Dodoneo, y Plutarco señala (Phoc. 28) que cuando
los atenienses, después de la batalla de Cranon, fueron obligados a entregar el puerto
de Munichya a una guarnición macedónica, fue recordado que, años antes, las sacer-
dotisas de Dodona habían entregado a la ciudad un oráculo en el que se advertía la
necesidad de guardar el promontorio de Artemis para que otros no se adueñasen de él.
Ambos testimonios ponen, pues, de manifiesto que, en general, los oráculos de
Dodona merecían crédito a los atenienses. De hecho, sabemos que éstos hicieron
prueba de su piedad enviando numerosas ofrendas y exvotos algunos de los cuales
han sido hallados en excavaciones arqueológicas. Junto a los atenienses sabemos por

373
escalera. Las dimensiones de esta naos eran tales que nunca fue cubierto. Al fondo
del patio un pequeño templo jónico próstilo tetrástilo, situado junto a la fuente sa-
grada, custodiaba la estatua de Apolo. Restos de la rica decoración arquitectónica
pueden admirarse aún hoy en sus alrededores.
Según Calístenes (Estrabón XVII, 1. 43) la actividad oracular se reanudó con las
conquistas de Alejandro; cuando el rey macedonio se encontraba en Egipto, los sa-
cerdotes del templo le enviaban ya respuestas oraculares. El periodo de inactividad
pudo, pues, haberse prolongado a lo largo de siglo y medio.
En cualquier caso el Apolo de Didyma no dejó de ser consultado durante la épo-
ca helenística. Inscripciones griegas del siglo II a.C. mencionan con frecuencia el
kresmográphion, es decir, el lugar donde los oráculos eran escritos antes de proceder a
su entrega.
Con la derrota de Antíoco III en Magnesia en el año 190 a.C., los seléucidas tu-
vieron que retirarse de parte de sus territorios de Asia Menor perdiendo el Dit!Jmeion
así a sus más generosos protectores. Los reyes de Bitinia pudieron haber sido a partir
de entonces los más ricos benefactores; sabemos que al menos uno de ellos, Nicome-
des II, consultó el oráculo poco antes de morir hacia el año 127 a.C.. De hecho el
templo era lo suficientemente rico como para ser asaltado por los piratas en época de
Mitrídates; desde entonces el oráculo entró en un periodo de decadencia del que ya
no saldría hasta la época de apogeo del imperio romano.

Claros

La historia del oráculo de Apolo en Claros (cerca de Colofón, en Asia Menor)


comienza sólo a partir del siglo IV a.C. Su pasado anterior es un enigma que los rela-
tos de Estrabón (XIV, 1.27) y Pausanias (VII, 3.1-2) difícilmente resuelven. La pri-
mera consulta conocida -sobre la reconstrucción de Esmirna- tuvo lugar en épo-
ca de Alejandro; la decadencia del oráculo de Didyma pudo haber favorecido una ac-
tividad oracular más intensa.
El templo de Apolo de Claros fue construido en el siglo m, si bien tras los traba-
jos arqueologicos de L. y J. Robert, poco después de la segunda guerra mundial, no
han venido realizándose excavaciones sistemáticas. Una de las sorpresas que depara-
ron las primeras campañas fue sin duda el hecho de que el templo no era de orden jó-
nico -como cabría esperar-, sino dórico, lo que vendría explicado por la escasa
simpatía que el oráculo despertó entre los jonios.
Los clientes más distinguindos del oráculo fueron, sin duda, los reyes de Pérga-
mo que recurrieron a Claros quizá como contrapartida de las consultas que los Seléu-
cidas y los reyes de Bitinia efectuaban periódicamente en Didyma; Ateneo, uno de
los hijos de Atalo I era honrado hacia el año 200 a.C. con una estatua emplazada en el
interior del templo, así como con sacrificios anuales y competiciones atléticas según
recuerda una inscripción.
Se cree que, en general, los consultantes más asiduos fueron los extranjeros hele-
nizados. Adler consideró, en este sentido, que la ausencia de inscripciones antes del
siglo IV a.C. se debió al hecho de que el santuario no fue helenizado hasta que el grie-
go pasó a ser la lengua hablada en Asia Menor hacia esta época.
Cuando Roma obtuvo en herencia, en el año 133 a.C., el reino de Pérgamo, tam-

375
bién recibió en propiedad Colofón y su territorio. Las buenas relaciones mantenidas
con Roma ayudaron a Claros a consolidar su prestigio frente a otros santuarios. Uno
de los más destacados personajes romanos que consultó el oráculo fue Germánico en
el año 18 d.C., pero sobre esta nueva etapa volveremos más adelante.

ÜTROS ORÁCULOS: ZEUS-AMóN

La actividad oracular no fue, durante la época helenística, privativa del mundo


griego. También fuera de él y, particularmente, en los reinos ptolemaico y seléucida
se recurrió a las divinidades locales (helenizadas en mayor o menor grado) para que
éstas revelasen el futuro, ya que, como señaló Bouché-Leclercq, en el siglo III a.C. la
conciencia religiosa no quería dioses mudos, aislados en su grandeza y desdeñosos
del trato con los hombres.
En Egipto existía una larga tradición oracular, de forma que ya Heródoto enu-
mera (11, 83) hasta siete divinidades egipcias que daban a conocer el futuro mediante
diversos procedimientos. Los sacerdotes egipcios eran expertos en la animación de
estatuas y en la interpretación de los sueños, tradiciones que supieron mantener du-
rante la época helenística. El oráculo de Zeus-Amón, en un oasis del desierto de Li-
bia, es, sin duda, tanto por el carácter híbrido de su divinidad como por su emplaza-
miento, uno de los más interesantes. El santuario oracular del dios egipcio Amón era
visitado por los griegos ya desde la época en que los colonos de Cirene creyeron reco-
nocer en él a Zeus, quizá por su condición de dios solar y dios supremo del panteón.
Amón era representado con una cabeza de cordero, pero los griegos -tan ligados
siempre al antropomorfismo- tomaron de ella solamente los cuernos, que añadie-
ron al rostro humano de Zeus. Al nombre griego de su dios supremo se sumó, a
modo de epiclesis, el de Amón, término que los griegos creyeron relacionado con el
griego ammos («arena»). Salvo la cornamenta, las imágenes de Zeus-Ammon no dife-
rían de otras representaciones de Zeus en el mundo griego.
La visita que efectuó Alejandro Magno al santuario en el año 334 a.C. en busca
de la aureola divina que iba a transformarle de hijo de Filipo en hijo de Zeus, sacó sin
duda al Ammonion del letargo en que vivía ya desde los tiempos de Heródoto. El sa-
cerdote del dios le saludó como «Hijo de Amón» anticipándose así a las respuestas
oraculares de Didima y Eritras que le proclamaron más tarde como «Hijo de Zeus».
La versión que Diodoro nos ofrece de aquella consulta es la siguiente:

Al ser conducido Alejandro al interior del templo por los sacerdotes y haber ob-
servado al dios por un momento, un anciano que por su edad hacía de profeta le
dijo: «Salud, hijo. Acepta este saludo del dios.» Alejandro replicó y le dijo: «Lo acep-
to, sí, oh padre. De ahora en adelante me llamarán hijo tuyo, pero ¿me concedes el
gobierno del mundo?» El sacerdote avanzó hacia el recinto sagrado, y los hombres
que portaban la imagen del dios hicieron un movimiento; por medio de ciertos sig-
nos convenidos de antemano el profeta aseguró que el dios había accedido a su sú-
plica ... (Diodoro XVII, 51.1-3).

Aunque existen en él elementos difícilmente históricos, el texto del historiador


griego pone de manifiesto la complacencia del sacerdocio de Zeus-Amón en las aspi-
raciones y proyectos de Alejandro. Como compensación, el héroe macedonio, antes

376
de partir como «Hijo de Zeus» hizo magníficas ofrendas al santuario. Algunas fuen-
tes pretenden incluso que, desde entonces, Alejandro solía sentarse a la mesa con la
túnica de púrpura, el calzado y los cuernos de Amón.
El nombre del dios iba a permanecer, en el futuro, ligado inseparablemente al de
Alejandro. Cuando los arcadios construyeron un edificio en honor de Alejandro, tu-
vieron cuidado de situar a la entrada una estatua de Amón. Tras su muerte, ladinas-
tía antigónida estableció la costumbre, cuando uno de sus miembros asumía el poder,
de acuñar en las monedas la efigie del monarca con los cuernos de Amón, sin duda
en un intento de afirmar sus derechos.
Es posible, sin embargo, que los Ptolomeos no vieran dicha costumbre con agra-
do desde el momento en que ejercían sobre el oráculo una estrecha tutela. Cuando
Ptolomeo Soter acudió en ayuda de los rodios, asediados por Poliorcetes (305-304),
el oráculo permitió a los habitantes de la isla, según dice Diodoro (XX, 100), venerar
a su salvador como a un dios. El dominio ejercido por los lágidas y la proximidad del
oráculo a Alejandría fueron factores que propiciaron la actividad oracular del san-
tuario durante los siglos siguientes. Pausanias (VIII, 11.11) recuerda el oráculo pro-
nunciado por Zeus-Amón a Aníbal; y algunos estudiosos modernos han observado
la difusión, en esta época, del nombre Ammonios entre la población.
Una vez más la dominación romana dio un golpe mortal a la actividad oracular
del Ammonion, reduciéndolo a un estado tan degradado que ni siquiera pudo recupe-
rarse bajo la floreciente dinastía de los Antoninos.
Los griegos incorporaron durante su dominación en Egipto las viejas técnicas
adivinatorias del sacerdocio egipcio a los nuevos cultos. Y a nos hemos referido al cé-
lebre Serapeion de Alejandría; pero en sus proximidades existía otro no menos popu-
lar: el de Menfis. En este santuario vivían, al servicio de las divinidades del lugar, los
kátochoi o «reclusos» voluntarios, de ambos sexos. Conservamos la correspondencia
de uno de ellos, un griego llamado Ptolomeo, hijo de Glaucias, que trabajaba proba-
blemente al servicio del oráculo hacia el año 164 a.C. En ella Ptolomeo anotaba con
gran meticulosidad los sueños narrados por otras personas que luego eran clasifica-
dos por el mes en que se produjeron; el objeto de este método, fundado sobre la in-
fluencia de los signos del zodiaco, era llegar con el paso del tiempo a establecer una
relación entre el sueño y el momento en el que se había producido. Todo parece in-
dicar, pues, que se trataba de un oráculo oniromántico característico de los templos
de Serapis y de Asclepio.
Amón, lsis, Serapis fueron algunas de las divinidades oraculares que los egipcios
cedieron a los griegos durante este periodo de innovaciones religiosas; pero otras,
como Apis o Bes, tuvieron oráculos preservados del sincretismo de la época, activos
aún en época del emperador Constancio 11.
El imperio seléucida también conoció la actividad de los oráculos, algunos de los
cuales llegaron a fundarse entonces, como el de Apolo de Dafne, en los alrededores
de Antioquía, que sin duda compartía apreciables afinidades con los viejos dioses so-
lares sirios. Seleuco Nicator construyó el templo en su honor, completado en época
de Antíoco Epífanes; en su interior podía contemplarse la estatua colosal del dios, en
madera dorada, obra de Bryaxis el escultor ateniense al que algunas fuentes atribuyen
la estatua del dios del Serapeion de Alejandría.
Es probable que la actividad adivinatoria del santuario no fuera, inicialmente, la
prioritaria o, al menos, no debió ser respaldada por las autoridades oficiales seléuci-

377
das, pero, en cualquier caso, gozó de una creciente popularidad, si bien entre la po-
blación local. Su nuevo cuño se percibe claramente en la escasa originalidad de sus
elementos oraculares como la fuente -que se llamaba Castalia- y el laurel sagrado.
Sobre el Éufrates, en la ciudad de Niképhorion, construida por Alejandro y aca-
bada por Seleuco Nicator, tuvo su sede el oráculo de Zeus Niképhorios quizá asocia-
do a cultos indígenas. Pero como también ocurre con el oráculo de Heliópolis, con el
del monte Carmelo o con el de Zeus Casio, nuestra documentación pertenece en su
mayor parte a la época romana.

Las sibilas

Las transformaciones producidas en las ciudades griegas desde las conquistas de


Alejandro influyeron también en la creación y difusión de profecías atribuidas a las
sibilas. De la misma forma que el oráculo de Didima anunció a Alejandro sus con-
quistas, en Eritrea una profetisa llamada Atenaida, que se hacía pasar por sucesora
de la legendaria Sibila, proclamó que Alejandro era hijo de Zeus. H. W. Parke cree,
en este sentido, que quizá a comienzos de la época helenística la zona nor occidental
de Asia Menor conoció un resurgimiento de los oráculos sibilinos.
Las sibilas no fueron ajenas, desde luego, a las guerras entre los diádocos. Pausa-
nías menciona al final de su lista de sibilas a Faénide (si bien advierte, que tanto ésta
como las Peleai de Dodona fueron profetisas de Apolo pero no Sibilas), hija del rey
de los Caones, uno de los tres pueblos que habitaban el Epiro; nació, según dice Pau-
sanias, cuando Antíoco capturó a Demetrio y se apoderó del poder, es decir, hacia el
año 281 a.C.
El historiador griego cita unas líneas del libro de Faénide en las que presenta
como previsión -una generación antes de que sucediese- la derrota de los galos
en Asia Menor por parte de Atalo 1, hacia el año 238-237 a.C.:

Entonces atravesando el estrecho paso del Helesponto se enorgullecerá el terri-


ble ejército de los gálatas que sin ley destruirá Asia, pues un dios tramará desgracias
para todos los que habitan del mar en la orilla. Pero, pronto el Crónida les suscitará
un valedor, hijo querido de un toro divino, que procurará a todos los gálatas un fu-
nesto día (Pausanias X 15.3).

El «hijo del toro» era, obviamente, A talo, vencedor de los gálatas; pero resulta di-
fícil creer -salvo espíritus ingenuos como el de Pausanias- que el texto fuese ver-
daderamente «profético». No obstante, este personaje femenino debió ser muy popu-
lar, así como los escritos que se le atribuyeron, citados aún por Zósimo a comienzos
del siglo v d.C.
Durante esta época muchos centros oraculares establecieron la costumbre de
crear leyendas sobre sibilas locales, quizá a imitación de Delfos. Así, es probable que
el santuario de Dodona contara con una de ellas, pues Clemente de Alejandría cita a
Tesprótide en su lista de Sibilas, siendo la Tesprotia el distrito en el que estaba encla-
vado dicho oráculo. Este mismo autor atribuye a la Sibila de Colofon (donde estaba
situado el oráculo de Apolo de Claros) profecías y oráculos en hexámetros.
Pero el hecho más destacado es sin duda que este tipo de literatura sibilina co-

378
menzó a difundirse fuera del ámbito griego; de aquí que la Sibila babilónica, hebrea y
egipcia deban ser consideradas como creación helenística.
H. W. Parke, analizando los fragmentos conservados de los oráculos sibilinos de
esta época, ha observado también que, en su mayor parte, se centran en un argumen-
to nuevo: los fenómenos naturales. La guerra, tan habitual en los siglos m y u a.C. y
encomendada a ejércitos profesionales, deja de ser tema de interés para este tipo de li-
teratura. Plutarco se hace eco de las nuevas tendencias cuando en el De Pythiae Oracu-
lis pone en boca de Sarapion, poeta de tendencia estoica, el oráculo en el que la
Pythia anuncia el triunfo de Roma sobre Filipo V de Macedonia:

Pero cuando el linaje de los Troyanos llegue a estar por encima, de los Fenicios
en la guerra, entonces se darán hechos increíbles: el mar brillará con un fuego inex-
tinguible, y con los rayos ráfagas se lanzarán hacia arriba a través de las olas junta-
mente con rocas, y una se mantendrá firme allí, creando una isla no nombrada por
los hombres; y los varones más débiles por la fuerza de sus brazos vencerán al más
fuerte (Plutarco, Moralia 399C).

Parke cree -por razones que no expondremos aquí- que se trata no tanto de
una respuesta délfica, como de un oráculo sibilino de origen griego que incluso pudo
formar parte de los Libros Sibilinos romanos; además su contenido coincide con el
de los Oracula Sibyllina donde se registran numerosas predicciones de desastres natu-
rales.
En este caso, según Parke, el oráculo describe con gran detalle la erupción de un
volcán submarino entre Tera y Terasia que se produciría entre dos acontecimientos
políticos: el final de la segunda guerra púnica (201 a.C.) (a la que aludiría la victoria
de la estirpe troyana sobre los fenicios) y el triunfo de Flaminio sobre Filipo V en la
batalla de Cinoscéfalos (197 a.C.).
Otras profecías sibilinas «anuncian)) nuevos desastres naturales. Pausanias dice,
refiriéndose a los efectos de un terremoto:

Al mismo tiempo hizo daño a las ciudades de Caria y Licia y sacudió la isla de
Rodas hasta que así quedó cumplida la profecía de la Sibila referente a esta isla (II, 7.1 ).

Pausanias no menciona la fecha del desastre (que pudo producirse bajo Demetrio
o incluso en época del autor), pero la alusión de los Oracula Sibyllina (IV, 99-101) a
otro aún más grave, confirma tanto la atención prestada a los terremotos por las pro-
fecías de las sibilas como la frecuencia con que éstos sacudían entonces a las islas.
No obstante, es evidente que los oráculos y profecías de las sibilas estuvieron en
muchas ocasiones al servicio de los intereses políticos; pocos textos sibilinos debie-
ron ser indiferentes, por ejemplo, al avance de la dominación romana. Además del
que ya hemos citado, existe aún otro oráculo sibilino, transmitido con algunas va-
riantes por Pausanias y Apiano, que se refiere de manera muy clara a la segunda gue-
rra macedónica y al triunfo romano. En la versión de Pausanias figura de la siguiente
forma:

Macedonios que os gloriáis de vuestros reyes Argéadas, Filipo será entre vues-
tros reyes bien y castigo: el primero, reyes a los pueblos y las ciudades dará; el último

379
perderá toda su honra dominado por los hombres de occidente y oriente (Pausanías,
VII, 8. 9).

El oráculo pretende haber sido revelado a los macedonios antes del ascenso de
Filipo 11 al poder, ya que alude a la creación del imperio macedónico que otro Filipo
(Filipo V) perderá. Los «hombres de occidente y oriente» son los romanos y los súb-
ditos de Atalo 1 de Pérgamo, alianza que la versión de Apiano silencia. Como otros
tantos se trata de un oráculo creado post eventum, es decir, inmediatamente después de
la victoria romana en Cinoscéfalos, sin duda con fines propagandísticos.

LA ASTROLOGÍA

Algunos autores consideran que la época helenística supuso para la espirituali-


dad de aquel tiempo el triunfo de la irracionalidad y del temor supersticioso. El me-
jor retrato del hombre supersticioso nos lo dejó Teofrasto (muerto hacia el 287 a.C.)
en sus Caracteres; es sin duda exagerado, pero se funda en la experiencia cotidiana y
tiene el valor de la contemporaneidad:

La superstición (deisidaimonía) parece algo así como una cobardía ante lo sobre-
natural y el supersticioso, un hombre tal como para, despues de haberse lavado las
manos y asperjado en la fuente de los nueve caños, tomar del templo una hoja de lau-
rel, ponérsela en la boca y pasearse con ella todo el día; y sí una comadreja atraviesa
la calle, no seguir andando mientras no pase otra persona o hasta que él no haya lan-
zado tres piedras a través del arroyo ... Y si un ratón ha roído un saco de cebada, pre-
sentarse al intérprete y preguntarle qué debe hacer, y si le responde que lo dé al sa-
quero para que lo remiende, no atender a esto sino sacrificar para liberarse del male-
ficio ... Y cuando tiene un ensueño ir a los explicadores de visiones y a los adivinos y
a los augures para preguntarles a cuál de los dioses o a qué diosa hay que orar... (Teo-
fasto, Caracteres 16).

Del amplio y variado espectro de la superstición sin duda la astrología y la magia


fueron dos de sus principales pilares. Pero nos equivocaríamos si no tuviéramos pre-
sente diferentes niveles cualitativos, tanto en una como en otra, en función no sólo
de quienes las practicaban y recurrían a ellas, sino también de las diferentes doctrinas
de conocimiento.
Babilonia fue el primer pueblo en estudiar los astros; los sacerdotes, quizá como
supone Diodoro desde los ziggurats, observaban y anotaban los movimientos de las
estrellas y, sobre todo, de los planetas. Fue basándose en cálculos astronómicos babi-
lónicos como el filósofo Tales de Mileto pudo predecir un eclipse de sol en el año
585 a.C.
Algo más tarde, a partir del siglo VI, cuando el estudio de los planetas había pro-
gresado considerablemente, las constelaciones comenzaron a ser aplicadas a los te-
mas de genitura individual. El círculo de los doce signos del zodiaco fue elaborado a
partir de ciertas constelaciones que los babilonios conocían ya en el siglo v. En este
sentido, conviene recordar que el primer horóscopo conservado sobre una tablilla
cuneiforme data solo del año 41 O a. C.
Pero fue en época helenística y gracias a la astronomía matemática de los griegos

380
r
cuando comienzan a ser perfeccionadas las previsiones astrológicas de los sacerdotes
babilonios, los célebres «caldeas».
Es en este nuevo periodo cuando encontramos los primeros textos astrológicos
propiamente dichos. El sacerdote caldeo Berosio, según las fuentes, había fundado
en la isla de Cos (famosa por su escuela de medicina), en época de Antíoco 1, una es-
cuela astrológica donde se formaron figuras tan destacadas como Antipater de Tarso
o Atenodoro. Evidentemente no podemos considerar a Berosio como el único sabio
que transmitió al mundo helénico esta parcela de la ciencia babilónica. También
Epigenes, Apolonio de Myndos o Critodemo fueron celebrados por haber impulsa-
do estas enseñanzas.
Pero a este triunfo contribuyeron, en no poca medida, las escuelas astrológicas
egipcias. Procedente del Oriente, la astrologia asumió en este país algunas formas
muy peculiares, como los 36 decanos (el decano era un tercio de signo, equivalente a
diez grados del zodiaco) o la Sphaera Barbarica. No faltaron filósofos griegos que, lle-
gados a Egipto, se interesaron por la ciencia astrológica, como Eudoxo de Cnido o,
en época helenística, Hecateo de Abdera. En el siglo m Alejandría, capital de las
ciencias, era ya foco de atención de los astrólogos de la época.
En el siglo 11 a.C. circulaba por Egipto una compilación atribuida popularmente
al sacerdote Pétosiris y al rey Néchepso y que contenía elementos de una astrología
«hermética», así llamada pues Hermes-Tot, el Trismegisto, reclamaba para sí el ho-
nor de haber revelado a los hombres la matemática sideral.
Sin embargo, debemos de considerar también algunos factores que propiciaron
el triunfo de la astrologia en época helenística como, por ejemplo, la teosofía astral
elaborada desde los tiempos de Platón. En el Timeo se califica a los astros de «dioses
visibles» dotados por el demiurgo de alma; en el Fedro el «ejército de los doce dioses»
no es sino una alusión al zodiaco, lo mismo que, en Las Lryes, la división de la ciudad
en doce partes. El interés de la Academia por la astrología no decayó después de Pla-
tón; Filipo de Oponto, autor de Epinomis, o Hermodoros con su obra Peri mathemáton
así lo ponen de manifiesto.
Uno de los ámbitos donde la astrología fue aplicada con mayor frecuencia fue el
político y militar. Las fuentes tardías pretenden que Filipo y Olimpia, los padres de
Alejandro, recurrieron a los servicios de un astrólogo egipcio, Nectanebo, quien in-
dicó el momento preciso en el que debía producirse el nacimiento para que el recién
nacido tuviera un espléndido futuro. También relatan cómo tras la invasión de Per-
sia, los caldeas mostraron su buena disposición hacia Alejandro a cuyo servicio pu-
sieron sus poderes adivinatorios. Sin embargo, esas mismas fuentes también ponen
de manifiesto el conflicto entre el racionalismo griego, representado entre otros por
el filósofo Anaxarco, y el sacerdocio babilónico. Diodoro (XVII, 112 ss.) describe la
polémica de la siguiente forma:
Cuando Alejandro oyó de Nearco la profecía de los caldeos, se asustó, y cuanto
más reflexionaba sobre la sagacidad y la reputación de estos hombres, más se acon-
gojaba su alma. Terminó por enviar a la mayor parte de sus amigos a la ciudad,
mientras él evitaba alcanzar Babilonia, tomando un camino a través, y acampó sus
fuerzas a unos doscientos estadios, y se mantuvo allí quieto. Todos se extrañaban
y muchos griegos acudieron a visitarle, y entre otros el filósofo Anaxarco y sus
amigos.
Al conocer éstos el motivo de esta acción, recurrieron a sus razonamientos filo-

381
sóficos y lograron hacerle cambiar de opinión totalmente, de suerte que despreciaba
toda arte adivinatoria y en especial la que gozaba de mayor estima por parte de los
caldeos (Diodoro XVII, 112. 4-5).

No obstante es difícil saber con seguridad hasta qué punto merece crédito este
tipo de relatos. Desde luego no debieron ser pocas la leyendas de contenido mágico y
astrológico que rodearon a Alejandro y sabernos que, quizá por ello, el emperador
Septirnio Severo (193-211 d. C.) ordenó depositar una importante colección de escri-
tos mágicos en la tumba de Alejandro, que fue abierta a tal efecto.
Durante la época de los diádocos, la influencia de los astrólogos fue en continuo
aumento. Antígono y Seleuco recurrieron a ellos en sus enfrentamientos, según nos
dice Diodoro. Seleuco les consultó también durante la fundación de la ciudad de Se-
leuceia, no lejos de Babilonia, lo que debió ser considerado por los astrólogos corno
una amenaza para su ciudad y trataron por ello de impedir. Sólo cuando el monarca
les garantizó su inmunidad, le respondieron:

La suerte fijada por el destino, rey, sea para mal o para bien, no es posible que
hombre o ciudad alguna la cambie. Existe un destino para las ciudades igual que
para los hombres. Y los dioses decidieron que esta ciudad perdure durante largo
tiempo, ya que fue empezada a la hora en que empezó (Apiano, -!Jr., 58).

En el relato de Apiano no es difícil reconocer algunos rasgos legendarios e inclu-


so novelescos destinados quizá a poner de manifiesto el respeto de los seléucidas por
el clero babilonio. Pero estas palabras reflejan muy bien el fatalismo astrológico que
regía no sólo la vida del hombre, sino también la existencia de las ciudades. Estos
«horóscopos de la ciudad» circularon de forma particularmente intensa a finales del
periodo helenístico. Cabría citar, por ejemplo, el estudio astrológico de Lucio Taru-
cio (amigo de Cicerón), Chaidaeicis rationibus eruditus, según el cual la fundación de la
ciudad de Roma por Rórnulo se había producido mientras la Luna se encontraba en
la constelación de Libra.
El interés de los gobernantes de la época por la astrología queda puesto de mani-
fiesto en las acuñaciones rnonetales (especialmente en Alejandría y en las cecas de Si-
ria), donde con frecuencia aparecen símbolos zodiacales o planetarios. También la
arquitectura y la pintura lo reflejan; los Ptolorneos ordenaron reproducir en los mu-
ros de los templos de Esna y Dendera las constelaciones zodiacales.
En otros estados helenísticos se percibe esa misma influencia. Uno de los más es-
trechos colaboradores de A talo 1, el «adivino caldem) Sudines, cuyos tratados astroló-
gicos eran consultados aún cuatrocientos años después por Vettius Valens, participó
junto al monarca en la guerra contra los gálatas (240 a.C.). En Nernrud-Dagh, en el
pequeño reino de Cornrnagene, fue hallado en un monumento sepulcral un ba-
jorrelieve (de 1,70 de alto x 2,40 de largo) que representa a un león constelado que
muestra el creciente lunar y tres planetas. Unos han considerado que se refiere al ho-
róscopo del rey Antíoco 1 de Cornrnagene (muerto en el año 34 a.C.), mientras otros
creen que se refiere a la fecha de su coronación. En opinión de O. Neugebauer y
H. B. van Hoesen (en su obra Greek Horoscopes), se trataría en cualquier caso del pri-
mer horóscopo griego conservado, que ellos datan en el año 61 a.C.
La irrupción de la astrología en el pensamiento griego se manifiesta en los deba-

382
tes de que fue objeto por parte de las principales escuelas filosóficas de época helenís-
tica. Hemos de tener presente que la astrología no era solamente un método adivina-
torio, sino que implicaba una concepción religiosa del universo y así, los libros her-
méticos a los que antes aludíamos constituían una completa teología revelada por los
dioses.
Todo parece indicar que fue Zenón, fundador de la doctrina estoica, uno de los
primeros defensores de la astrología. Dicha escuela acabaría siendo la que en mayor
medida justificó la validez de esta ciencia, como se puso particularmente de relieve
en los numerosos tratados del estoico Posidonio de Apamea (130-50 a.C.).
Por su parte, la literatura helenística nos ha dejado los Fenómenos de Arato (31 0-
240 a.C.), un poema astrológico de extraordinaria popularidad y poderosa influencia
aún en época romana, como se desprende de las numerosas traducciones y comenta-
rios realizados hasta la época árabe. Merecen recordarse, en este sentido, las traduc-
ciones latinas de Varrón, Cicerón y Germánico (sobrino e hijo adoptivo del empera-
dor Tiberio) o el de astris de Julio César, inspirado en él. También el célebre poema de
.Manilio (Astronomica) es deudora de la obra de Arato.
Arato fue discípulo de Beroso en la isla de Cos, estableciéndose hacia el año 291 a.C.
en Atenas, donde frecuentó la escuela peripatética de los discípulos de Aristóte-
les y, sobre todo, el círculo de Zenón; sin duda Arato encontró en el Destino del cre-
do estoico un excelente apoyo filosófico para el fatalismo astrológico en el que ya se
había formado. Desde Atenas se dirigió a la corte del monarca macedónio Antígono
Gonatas, siendo bajo su mecenazgo (276 a.C.) cuando compuso sus Phaenomena a par-
tir del tratado del mismo título de Eudoxo.
La obra de Arato no está desprovista, por su enfoque estoico, de un contenido re-
ligioso: un Zeus benovolente y compasivo está, desde el proemio, continuamente
presente en ella:

Comencemos por Zeus, a quien jamás los humanos dejemos sin nombrar. Llenos
están de Zeus todos los caminos, todas las sambleas de los hombres, lleno está el mar
y los puertos. En todas las circunstancias, pues, estamos todos necesitados de Zeus.
Pues también somos descendencia suya. Él, bondadoso con los hombres, les envía
señales favorables; estimula a los pueblos al trabajo recordándoles que hay que ga-
narse el sustento; les dice cuándo el labrantío está en mejores condiciones para los
bueyes y para el arado, y cuándo tienen lugar las estaciones propicias para plantar las
plantas así como para sembrar toda clase de semillas. Pues él mismo estableció las se-
ñales en el cielo tras distinguir las constelaciones, y se ha previsto para el curso del
año estrellas que señalen con exactitud a los humanos la sucesión de las estaciones,
para que todo crezca a un ritmo continuo. A él siempre lo adoran al principio y al fi-
nal. ¡Salud, padre, prodigio infinito, inagotable recurso para los hombres, salud a ti y
a la primera generación! (Arato, Phaenomma. 1-17).

No faltaron, fuera de los círculos estoicos, otros apoyos a la astrología científica.


Un astrónomo tan destacado como Hiparco de Nicea (siglo 11 a.C.), comentarista,
por cierto, de la obra de Ara tos, consideraba que los astros no eran sólo objeto de co-
nocimiento racional, sino también medio de conocimiento irracional y creía -en
una línea de pensamiento aparentemente platónica- que las almas humanas eran
partículas de fuego celeste.

383
LA MAGIA

Muchos autores modernos consideran que durante la época helenística, la magia


asume un papel creciente, consolidándose como disciplina autónoma. Tal proceso se
advierte ya en Platón:

Y a cuantos, además de no creer en los dioses o creer que son negligentes o so-
bornables, se hayan convertido en fieras y con desprecio de los demás hombres se
dediquen a seducir a las almas de muchos de los mortales, o pretendiendo ser capa-
ces de atraer a los difuntos y prometiendo persuadir a los dioses embrujándolos,
como aquel que dice, con sacrificios, plegarias y conjuros, se lancen por dinero a
aniquilar de raíz no ya sólo a particulares, sino a casas enteras y aún a ciudades, a
todo aquel de ellos que parezca ser culpable, impóngale legalmente el tribunal que
permanezca encarcelado en la prisión de la región central, y que ningún hombre li-
bre se le acerque jamás... (Platón De legibus 909 b).

Los amuletos para proteger el interior de las casas de la mala suerte se multipli-
can; son, frecuentemente, falos, gorros, la estrella de los Dióscuros, la maza de Hera-
cles, etc. En Delos, en el vestíbulo de la «Casa de los delfines», fue hallado un mosai-
co con el llamado «signo de Tanit» que podría hacer las veces de apotropaion; en opi-
nión de Chamoux, el contacto con otras civilizaciones bárbaras pudo conducir a una
veneración de determinados aspectos considerados cargados de poder misterioso.
No sólo los signos, también las palabras o las fórmulas mágicas, grabadas general-
mente sobre piedras preciosas o semipreciosas, podían alejar las malas influencias.
Las tablillas griegas de imprecación, en mármol o en metal, han sido bien documen-
tadas por los hallazgos arqueológicos y son fielmente reproducidas en uno de los
poemas de Teócrito, en el que Simeta, olvidada por su amante Delfis, recurre a este
rito mágico para recuperarlo nuevamente:

Delfis me ha lastimado. Y yo por causa de Delfis quemo el laurel. Que, lo mismo


que éste crepita abrasándose y tan presto prendió y ni cenizas vimos de él, así se con-
suma en la llama de la carne de Delfis... Tal como yo derrito esta cera con ayuda de
la diosa, así derrita de pasión al momento Delfis el mindio [una figurilla de cera que
representa al amado?). Y tal como gira, por Afrodita movido, este disco de bronce,
que así aquél venga a girar mi puerta... (Teócrito, Idilios II, 23-32).

Es sobre todo la mujer, la maga, la que en el mundo griego helenístico lleva a


cabo las prácticas que caracterizan esta disciplina: hacer descender las divinidades
sobre la tierra, evocarlas mediante símbolos, atraer el amor de una persona, revelar
el futuro interrogando a los muertos, etc.
Hécate confirma durante el periodo helenístico su condición de diosa de la ma-
gia y de la hechicería. A comienzos de la época arcaica, Hesíodo la presentaba como
hija de Perses y de Asteria, hermana de Leto; se la conocía por sus favores como pro-
tectora de guerreros y marinos y también del ganado, siendo venerada en numerosos
santuarios griegos de los cuales los más celebres eran los de Egina (donde se celebra-
ban sus misterios) y Lagina en Caria, cerca de Estratonicea. En éste era invocada con

384
epítetos como Soteira, Epiphaneste o Epiphane, es decir, como diosa «salvadora» y pro-
tectora de la ciudad, pero también se la consideraba una divinidad ctónica y por ello
porta una antorcha y una lámpara, siendo frecuentemente confundida con Perséfo-
ne. Poco a poco fue asumiendo, pues, la función de maga, patrona de las magas y he-
chiceras, diosa nocturna de las sombras y de los cementerios; epítetos como «la sobe-
rana del fuego», «la subterránea», «la negra», aparecen con frecuencia en las tablillas
de defixión abandonadas sobre las tumbas. Para propiciada se le sacrifican perros y
ella misma recibía el sobrenombre de «perra». Teócrito, en el poema citado, recoge la
siguiente invocación:

Pues a ti, diosa, te cantaré con voz queda, y a Hécate soterraña, que incluso a
los perros hace temblar cuando sobre sepulcros de muertos y negra sangre transita.
¡Salve, Hécate terrible! y hasta el fin préstame asistencia haciendo estas pócimas
no menos eficaces que Circe ni que Medea ni que la rubia Perimeda (Teócrito, Idi-
lios II, 11-16).

La diosa viene compañada muchas veces del Hermes ctónico que guía las almas
hacia los infierno y que, asimilado al dios Tot, ejercerá en la magia un papel cada vez
más destacado.
El poeta Apolonio, natural de Alejandría (de cuya biblioteca fue director entre
los años 265 y 245) y preceptor de Ptolomeo 111, presenta a Medea en su poema El
viaje de los Argonautas, como hechicera de enormes poderes mágicos; maestra en filtros
y poseedora de un potente don hipnótico fue capaz de adormecer al dragón y al gi-
gante Talos y dio a Jasón el ungüento hervido en su caldera mágica con una fórmula
herbácea secreta, que le hacía invulnerable a las llamas y a los golpes y rejuveneció a
su padre Esón.
Ella, entre tanto, sacó de la cóncava caja un filtro que se llama, dicen, «prometei-
co». Si uno, después de propiciar a Hécate Daíra, la unigénita, se unge con él su cuer-
po ya no es ni frágil a los golpes del bronce ni ante el fuego en llamas tiene que retro-
ceder. Y a la vez resulta invensible en ese día a la vez en valor y en vigor... Su zumo,
cual el oscuro zumo del roble de las montañas, lo exprimió Medea para convertirlo
en fármaco, en una concha del mar Caspio, después de haberse lavado siete veces en
aguas perennes, de haber invocado siete veces a Brimo criadora de jóvenes, a Brimo
la noctámbula, la subterránea señora de los infiernos, en la noche tenebrosa con sus
mantos negros. Con un mugido, por debajo, se agitó la sombría tierra al cortarse la
raíz titánica. Y gimió él, el hijo de Jápeto, a la vez que enloquecía de dolor en suco-
razón (Apolonio Argonáuticas 111, 845 ss.).

Quizá, dentro de las múltiples doctrinas y prácticas mágicas conocidas en el


mundo helenístico, fue Egipto el país que alcanzó mayor prestigio como parece pro-
bar la difusión de su magia por otras culturas mediterráneas. Este fenómeno es im-
portante si tenemos presente que la magia fue, a su vez, durante la época greco-
romana, uno de los elementos más decisivos para la penetración de los cultos egip-
cios en Occidente, habida cuenta del escaso papel que para entonces desempeñaban
las especulaciones teológicas egipcias.
Conviene, sin embargo, distinguir entre una magia vulgar, muy ligada al amule-
to, es decir, a la imagen, y una magia erudita y hermética, que descansa especialmen-
te en la palabra, es decir, en el texto sagrado.

385
La magia popular iba ligada a la creencia en la eficacia de talismanes o amuletos
cuya fabricación, como advierte Sainte Fare-Garnot, pasa entonces a la categoría de
industria («ojo de Horus», plumas, dedos unidos ... ). Con mucha frecuencia recurre a
los atributos externos de lsis -trozos de tela de su «hábito», el <<nudo de lsis» de co-
lor rojo que contenía «sangre de la diosa»- que asume gran protagonismo en la ma-
gia apotropaica.
El segundo ámbito de la magia egipcia era mucho más erudito, formaba parte de
las ciencias sacerdotales y estaba enraizado con otras actividades; la aplicación de de-
terminadas fórmulas secretas (como cantos o exorcismos) proporcionó a ciertos sa-
cerdotes un poder ilimitado sobre los seres vivos, los muertos, los dioses o las fuerzas
del universo.
Los sacerdotes egipcios de época helenística conservaron y actualizaron los tex-
tos mágicos de épocas anteriores en un ambiente hermético que hacía difícilmente
comprensible su significado para quien no perteneciera al templo. Por eso, tanto du-
rante aquella época como durante la dominación romana, el mago egipcio aparece
como un sacerdote-lector. Ya en el papiro Westcar uno de los magos protagonistas
que protege al faraón del peligro es llamado «jefe lecton> (hrj-hbt), y los griegos lo de-
nominarán hierogrammateus («escriba sagrado»). Su función es la de hallar animales sa-
grados, interpretar sueños, pero sobre todo cultivar el conocimiento de los escritos
egipcios. Así como para la época imperial romana conocemos nombres de magos
egipcios célebres, como Chairemon, preceptor de Neron, Zatchlas, Pancrates o Ar-
nufis son pocos los nombres de época helenística transmitidos por las fuentes.
Pertenecen a una élite que adquiría constantes conocimientos religiosos, filosófi-
cos, científicos con una especial atención al estudio y práctica de escrituras, incluso
de aquellas en desuso, como la jeroglífica; de aquí la creencia en la eficacia mágica
del jeroglífico, equiparable al de los amuletos. Ese largo aprendizaje tenía lugar en
cámaras y galerías secretas, que la arqueología ha puesto al descubierto en el Serapeion
de Alejandría o en los templos de Dendera y Edf.
El estrecho contacto entre la sabiduría y lo sagrado y, especialmente, entre la es-
critura y la magia tiene en Egipto su expresión en la figura del dios Tot, al que se atri-
buía la invención de la escritura y de la magia, sin duda porque el conocimiento de la
escritura proporcionaba, a su vez, el conocimiento de las fórmulas secretas y los en-
cantamientos. En esta doble faceta aparece, por ejemplo, en las «Historias del setne
Khamwas»; el texto, escrito en época helenística, presenta la historia de un hijo de
Ramsés 11 (escriba y mago en la ciudad de Menfis), si bien el verdadero protagonista
es, el libro mágico escrito por el dios Tot. El cuento de Satni, ya del siglo 1 d. C., pre-
senta análogamente a un mago egipcio que llega a Hermópolis, ciudad del dios Tot,
para pedirle ayuda y poder proteger al faraón de los daños que un mago meroitico le
inflinge con sus artes; Tot le revela en sueños dónde hallar y copiar las fórmulas má-
. .
g1cas necesanas:
La figura del gran dios T ot le habla, diciendo: Mañana por la mañana, entra en
la sala de los libros del templo de Hermópolis; descubrirás una sala cerrada y sellada;
la abrirás y encontrarás una caja que encierra un libro, el mismo que yo he escrito
con mi propia mano. Sácalo, cópialo; después, ponlo de nuevo en su lugar, pues es el
formulario [de magia] que me protege contra los malos y es el que protegerá al fa-
raón, el que le salvará de los magos meroiticos (en S. Sauneron, Les pritrrs de l'ancienne
Égypte, París, 1967, pág. 132).

386
Sería difícil, por último, desligar del ambiente sacerdotal egipcio a la alquimia,
que hunde también sus raíces en esta época. Organizada hacia el año 200 a.C por Bo-
los de Mendes presumía poder transformar los metales comunes en oro y en plata
mediante técnicas como el tinte, la aplicación de un barniz o la producción de alea-
ciones. Es una pseudo-ciencia que irá, a partir de entonces, en continuo desarrollo,
culminando en el bajo imperio romano.

U EXÉGESIS FILOSÓFICA DE LA RELIGIÓN

Bajo las distintas monarquías helenísticas existió una completa libertad de expre-
sión (puesta de manifiesto, por ejemplo, en las actividades intelectuales de los tem-
plos), así como una libre circulación de ideas. No sorprende, por tanto, que la filoso-
fía, que durante la época helenística sigue siendo una de las ramas más activas del
pensamiento griego, haya abordado con frecuencia el problema de la religión. Las
escuelas tradicionales, particularmente el platonismo y el aristotelismo, continuaron
activas durante este nuevo periodo.
El influjo de Platón no cesa durante estos siglos. Muchas de sus ideas, el ideal del
sabio y el conocimiento de la divinidad, lo sagrado en la naturaleza y en la vida se
consolidaron. El platonismo creía en la existencia de un Dios cósmico, trascendente
y promovía el despertar del deseo religioso en el hombre.
Quienes consideran que la religión cívica entró, con la época helenística, en un
periodo de profunda decadencia, atribuyen a la filosofía de Platón una cierta respon-
sabilidad. El Dios cósmico de los platónicos, principio de un orden visible, abrazaba
a todos los hombres iluminados por el mismo sol, abriendo así el camino hacia una
religión universal.
La Academia conoció un notable desarrollo gracias, sobre todo, a la figura de
Teofrasto (de cuyos Caracteres ya hemos citado algunos pasajes), discípulo directo de
Aristóteles, quien prefirió centrar su atención en la botánica y en la meteorología,
abandonando la metafísica. Arcesilao de Pitanea, primero, y Carnéades, después, da-
rán un nuevo impulso a esta escuela.
Pero durante la época helenística no fue el platonismo ni tampoco la tradición
peripatética fundada por Aristóteles lo que ocupó la mayor atención en la filosofía
helenística, sino el estoicismo y, en menor medida el epicureísmo y el escepticismo.

El estoicismo, como es sabido, toma su nombre de la Stoa Poikile o pórtico donde


sus seguidores se reunían en Atenas. Su fundador, el chipriota Zenón (332-264), im-
pulsó de tal forma este nuevo movimiento filosófico que Antígono trató -inútil-
mente- de atraerlo a la corte macedonia. Sus discípulos Cleantes de Assos (de 264-
232) y, posteriormente, Crisipo de Soloi (232-204) dirigieron la escuela a su muerte
y reorganizaron el pensamiento de su maestro.
En el siglo II el estoicismo sufrió una renovación, especialmente ante los ataques
que le dirigió Carnéades. Entre los representantes de este «estoicismo medio», como
es llamado, figuran Diógenes, Crates de Mallos y Blossio de Cumas; pero ya a finales
de este mismo siglo serán Panecio de Rodas (180-110) y Posidonio (135-51) quienes
los sustituyan al frente de la escuela. Aquél permaneció en Roma durante muchos
años (146-129), vinculado al círculo de los Escipiones, antes de regresar nuevamente

387
a Atenas, donde murió. Posidonio, fundador de una escuela estoica en Rodas, man-
tuvo también relaciones con Roma: formó parte, primero, de una embajada para so-
licitar ayuda en la guerra contra Mitrídates y mantuvo posteriormente amistad con
Pompeyo y Cicerón. Al estilo de Aristóteles, fue un sabio en toda su dimensión: au-
tor de un tratado sobre las mareas, construyó un planetario, escribió sobre la geome-
tría como parte de la física y aún pudo continuar la Historia de Polibio.
Desde los tiempos de Zenón, el estoicismo identificó la Divinidad con el princi-
pio creador que, a su vez, era un elemento -el fuego- y por consiguiente una parte
de la naturaleza. Ese fuego creador, al que en razón de su origen, se identificaba con
la Divinidad (Zeus) con la Razón del Universo, con el alma del mundo, con la natu-
raleza, domina todo cuanto acontece, tanto el mundo vivo como el inanimado, sien-
do, por tanto, idéntico al destino. El fuego creador es la simiente de la cual se origi-
nan todas las cosas.
La unidad de esta Divinidad no fue establecida unánimemente por la escuela an-
tigua ya que tanto Zenón como Cleantes -pero no así los demás- enseñaron que
hay dioses y no sólo que hay un Dios; dicha contradicción es más aparente que real,
pues ambos interpretaban alegóricamente el conjunto de los dioses del panteón: por
Hera había que entender el aire, por Zeus el cielo, por Poseidón el mar, por Hefestos
el fuego, etc; todas las divinidades que el pueblo veneraba eran, en realidad, fuerzas
de la naturaleza. Zenón rechazaba también el culto de los templos por considerarlo
indigno de los dioses
No podemos olvidar -en estrecha relación con el estoicismo antiguo- tampo-
co la figura de Evémero que vivió cierto tiempo en Atenas a finales del siglo IV a.C.
Lo esencial de su Historia Sagrada es que los dioses no son, originariamente, sino
hombres divinizados en recompensa por sus hazañas o beneficios. Probablemente la
idea no era enteramente nueva, pues ya Perseo, uno de los oyentes de Zenón, la pro-
fesaba y en Grecia existió como hemos visto la costumbre de heroizar a los ciudada-
nos más destacados. Lo cierto es que la doctrina obtuvo un notable éxito; no obstan-
te fue Evémero quien logró difundirla. Algunos autores, como Jacoby, han pensado
que quizá el evemerismo derive del culto a los monarcas helenísticos ya que, al me-
nos cronológicamente, existió una contemporaneidad.
El estoicismo medio mantuvo, sin embargo, un concepto de Dios distinto del de
la escuela antigua. Panecio, quizá llevado de su platonismo, abandonó la materiali-
dad del Dios supremo admitiendo un Dios único, eterno, omnipotente, junto al que
sólo existen los astros. Los demás dioses son, según su doctrina, producto fabuloso
de poetas o de políticos. Tampoco los espíritus que llenan el espacio aéreo son dio-
ses, sino las almas de los muertos.
Un aspecto muy ligado a la filosofía estoica fue la creencia en la adivinación y
particularmente en los signos que los dioses enviaban a los hombres para revelarles
el porvenir. Zenón, que escribió un tratado sobre este tema, rompe con la tradición
platónica y aristotélica, cuando trató de probar dicha creencia sólo por la realización
de muchos de los anuncios divinos. En esa misma línea trabajó Crisipo quien, ade-
más de reunir una gran colección de profecías cumplidas elaboró un sistema filosófi-
co con el que trató de justificar la mántica. Dintingue, como más tarde hará Cicerón,
entre una mántica artificial y otra natural. Aquélla es la que deduce el porvenir del
vuelo de los pájaros, la observación de los rayos, la configuración de las entrañas de
los animales sacrificados, etc. y descansa en un sacerdocio especializado; ésta, por el

388
contrario, es la que utiliza el sueño, las palabras del enfermo o del loco y el éxtasis de
las Pythias y Sibilas. Dado que el mundo visible es, en cierta medida, el mundo de
Dios, los sucesos observados en un confín extremo del mundo están en conexión con
los que acontezcan en el otro; sólo será necesario hallar las leyes especiales de esa co-
nexión, para lo cual la experiencia de los adivinos resulta fundamental.
Panecio, quizá influido por los ataques de Carnéades, de los epicúreos y de los pe-
ripatéticos (que sólo reconocían la adivinación natural), rechazó abiertamente esa
creencia. Sin embargo Posidonio volvió nuevamente a ella, esforzándose, además,
por explicar, con mayor exactitud la adivinación extática.
Por último, profesando el estoicismo una fe tan firme en la providencia, sintió la
' necesidad de explicar los fenómenos que aparentemente contradicen la providencia
! divina. La teodicea estoica utilizó para este fin la teoría de la evolución como ley del
Jf universo, en virtud de la cual, todo lo imperfecto es sólo el primer grado inferior de
lo perfecto que pronto ha de superarse; de esta forma debemos consolarnos de nues-
tro dolor personal con la cooperación que como colaboradores de la evolución pode-
1
mos prestar a la futura perfección del Universo. Ese argumento de la regularidad del
1
'
universo y su «evolución» está presente en el célebre Himno a Zeus de Cleantes:

Cabeza de todos los inmortales, rnultinornbrado, omnipotente Zeus, autor de la


creación, rector del universo según la ley,
¡Salve! Pues te deben saludar los mortales.
Pues somos de tu linaje, y parecidos a ti por la razón y la lengua
Sólo nosotros, entre los muchos vivientes que andan por la tierra.
Por eso te glorifico y canto eternamente tu reinado.
A ti obedece el universo, que gira en torno a la tierra,
corno tú le conduces; y sólo por ti se deja regir de grado.
Sólo a ti sirve, sostenido por manos incoercibles,
por fuerza incansable, el ígneo rayo de los filos.
La naturaleza entera está sometida a sus poocntes golpes.
Mediante él das poder a la razón, que, común a todos,
carnina hacia todas partes, penetrando los astros grandes y pequeños.
Nada sucede en la tierra, ¡oh Dios!, sin tu consentimiento,
ni en la bóveda etérea, celeste, ni en el seno del mar,
salvo lo que los malos cometen por insensatez.
Sabes dirigir lo recto y lo desigual: desembrollas
lo embrollado y también haces amable lo hostil.
Así has regido en unidad las cosas malas con las cosas buenas,
que una eterna ley racional rige al Todo,
la cual no es respetada por la multitud pecadora de la humanidad.
Los desdichados que, clamando constantemente por el bien,
persisten contra el orden divino corno ciergos y sordos,
en lugar de llevar obedientes una vida noble y reflexiva!

Tú, Zeus, sin embargo, que concedes las gracias; tú, nuboso agitador del rayo
salva al género humano de su corrupta demencia,
irnpúlsale desde el alma y concédele que encuentre el orden
a que tú mismo obedeces, guiando a cada cual con justicia,
para que así corno tu honras a los hombres, nosotros te honremos,
glorificando continuamente tus obras, corno corresponde a los mortales.

389

'
~
Pues no hay privilegio mayor para los hombres y los dioses
que apreciar debidamente la ley común a ambos.
(Cleantes, ap. Stob. Pearso, pág. 274).

Epicuro, nacido en la isla de Samos hacia el año 341 a.C., fundó su propio círcu-
lo filosófico, tras haberse formado en Atenas, primero en Mitilene y luego en Lámp-
saco. En el año 307-306 regresó a Atenas donde permanecería el resto de sus días. El
tema que aquí nos interesa, la actitud de esta escuela ante la religión, era también
uno de los problemas que requirieron una mayor atención del filósofo.
Epicuro, en contra de lo que en ocasiones se ha sostenido, no negaba la existen-
cia de los dioses, pero se resistía a creer que seres sobrenaturales pudieran controlar
fenómenos como los astronómicos o interferir en los asuntos humanos:

Además, no debemos suponer que el movimiento y el giro de los cuerpos celes-


tes, sus eclipses y salidas y ocasos, y movimientos similares, sean causados por algún
ser que los toma a su cargo y los maneja, o quiere seguirlos manejando mientras se
halla, en tanto, gozando de plena bienaventuranza e inmortalidad. Porque ocupa-
ción y preocupación, ira o favor, no son congruentes con la bienaventuranza... Ni
debemos tampoco suponer que aquellas cosas que son puro agrado de fuego gocen
de la suprema felicidad y dirijan esos movimientos (celestes) deliberadamente y a
voluntad (Epicuro Hdt., 76-77).

Los dioses existen porque las creencias universales de la humanidad establecían


el hecho de que existen dioses ¿Qué pueblo o raza hay, se preguntaba, que carezca de
una concepción autóctona de los dioses? Aquello en que todos convienen, añade,
tiene que ser verdadero. También Epicuro defendía la apariencia antropomórfica de
los dioses con el argumento de que ésta era la más bella entre todas las formas y, por
consiguiente, la que pertenece a seres cuya naturaleza es óptima.
Pero insistimos, los dioses no tienen ocupaciones ni pueden ser alcanzados por
el dolor. No viven en un mundo, sino en los intermundia de los que habla Cicerón,
es decir, en los espacios que separan un mundo de otro, donde son plenamente
felices.
Al mismo tiempo, Epicuro niega también la supervivencia de la personalidad
tras la muerte, dejando así de lado una de las principales preocupaciones teológicas
de la época como era el temor de un juicio divino y la salvación eterna que prome-
tían las religiones mistéricas:

Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros. Pues todo bien y
todo mal residen en la sensación y en la privación de ella. El conocimiento de esta
verdad, que la muerte no nos supone nada, nos hace capaces de disfrutar de esta vida
mortal, no porque le proporcione una duración infinita, sino porque nos quita el de-
seo de inmortalidad. No hay nada temible en la vida para aquel que ha comprendido
que nada temible hay en el hecho de no vivir (Carta a Meneceo 124).

Los dioses permanecen ajenos a los asuntos humanos que no son de su incum-
bencia: ni favorecían ni tampoco perjudicaban a los hombres como creía la religión
popular griega cuando, por ejemplo, denominaba kakodaimon -literalmente «el que
tiene una divinidad desfavorable»- a la persona desgraciada.

390
Pero, por el contrario, el filósofo admite que ciertas formas del ritual y de la de-
voción privada son apropiadas para los hombres porque, si bien los dioses no pue-
den ser alcanzados con plegarias ni sacrificios, proporcionan a los hombres un mo-
delo de felicidad.
Conocemos muchos de los nombres de los discípulos y seguidores de Epicuro,
como Hermaco, Polístrato, Dionisyo, Basílides, Apolodoro, en fin, un número tan
grande que, como dice Diógenes Laercio, no se podían contar ni por ciudades ente-
ras. La biografía de Filónides de Laodicea (200-130), que atrajo al rey Demetrio So-
ter al epicureísmo, es bien conocida gracias a un papiro hallado en Herculano. Pero
de sus obras, por el contrario, no se han conservado y habrá que esperar al De Rerum
Natura de Lucrecio para tener una nueva exposición completa de la doctrina.

391
TERCERA PARTE

ROMA
CAPíTULO PRIMERO

La religión romana arcaica


JoRGE MARTíNEZ PINNA

Al contrario de lo que sucede en las religiones orientales e incluso en la griega, en


principio más próxima en su concepción a la romana, esta última no sintió una espe-
cial preocupación por el origen del universo y de los dioses. La religión romana care-
ce de una teogonía, como tampoco tiene un mito específico sobre el origen del hom-
bre. Por regla general, los dioses están aislados unos de otros, no existe entre ellos un
lazo de parentesco, aspectos tan queridos por la mentalidad griega. En definitiva, el
mundo romano no conoce en los albores de su civilización unos poetas como Home-
ro y Hesíodo, que crearon las genealogias divinas y dieron forma a las figuras de los
dioses helenos. Quizá ello no sea consecuencia de una falta de imaginación, como se
ha llegado a sostener, sino simplemente responde al hecho de que los primitivos lati-
nos no disponían de una gran tradición mitológica que ordenar. Esto no quiere decir
que en el Lacio antiguo no hubiese mitos, sino tan sólo que éstos no dejaban de ser
meras expresiones locales que en ningún momento interesaban al conjunto de la na-
ción latina. Roma no tiene detrás un pasado heroico de la categoría del griego, como
tampoco un pasado histórico con una civilización perdida al estilo de la minoico-
micénica.
La religión romana es esencialmente ciudadana, y en esto coincide del todo con
la situación griega. Pero en muchos aspectos, el caso romano va más lejos, como su-
cede respecto a los dioses. En las ciudades griegas, por estrecha que fuese la vincula-
ción que éstas mantenían con determinadas divinidades, el panteón es común al
conjunto del pueblo griego, y si hubiese el menor conflicto, siempre es posible acudir
a los grandes dioses panhelénicos, como el Zeus de O limpia y sobre todo el Apolo de
Delfos. Nada parecido se encuentra en el mundo latino, y aunque aquí también exis-
tieran antiguas confederaciones en torno a un santuario, una autoridad supranacio-

395
nal como la de Apolo en Grecia es impensable. En Roma los dioses participan de la
ciudadanía, son ciudadanos. Su entrada en la comunidad se produce de la mano de
un magistrado y ello supone la celebración de un acto público. Para los romanos to-
dos los dioses y sus cultos oficiales tienen un introductor y cuando éste no se conoce
debido al tiempo transcurrido desde que se produjo el hecho, entonces se atribuye el
protagonismo al propio fundador de la ciudad, Rómulo, o bien a su inmediato suce-
sor Numa Pompilio, que como veremos en seguida era considerado el fundador de la
religión pública. Sin embargo, puede ocurrir que los romanos fuesen conscientes de
que una determinada divinidad, o bien un ritual en concreto, eran más antiguos que
la misma Roma, puesto que si bien sólo con la fundación de la ciudad comienza la
verdadera historia, admitían la existencia de una prehistoria que se elevaba a los pri-
meros habitantes del Lacio, los aborígenes. Pues bien, en estos casos se atribuía nor-
malmente a un personaje griego, primitivo colonizador de Italia, la innovación reli-
giosa de referencia. Este hecho es sumamente interesante, pues indica que cuando se
produjeron estas falsas atribuciones, nunca antes del siglo Iv-m a.C., los romanos ya
no tenían el menor recuerdo de tan lejano pasado, hasta el punto que tuvieron que
aceptar lo que los griegos, rebosantes de fantasía por un lado y por otro debido a su
sentido helenocéntrico de la historia, les proponían: ni siquiera para aquello que más
hondamente les pertenecía, los romanos se preocuparon en buscar el origen.
La investigación moderna no acepta naturalmente estos presupuestos, pero a de-
cir verdad tampoco ha sido capaz de presentar un cuadro coherente sobre el origen
de los dioses latinos y el culto que se les rendía. Acudiendo a todo tipo de informa-
ción, aplicando los análisis más variados según las diferentes escuelas, se dice que tal
o cual divinidad fue aportada por el invasor indoeuropeo, que aquélla pertenece a un
fondo más antiguo, que otros dioses son préstamos de los griegos o de los etruscos,
etc., pero sin llegar en ningún momento a una opinión universalmente válida. En
los últimos años la visión sobre la religión romana arcaica aparece muy influida por
los hallazgos arqueológicos, sobre todo por los sensacionales descubrimientos saca-
dos a la luz en Lavinium, una pequeña localidad latina situada pocos kilómetros al
sur de Roma y tenida como uno de los principales centros sagrados del Lacio anti-
guo. Como veremos, estos hallazgos consisten sobre todo en unas esculturas en terra-
cota que representan a Minerva según prototipos griegos, lo que ha inducido a inter-
pretar el contexto religioso en el cual se encuentran también desde una perspectiva
griega. Un exceso en esta tendencia, como ya está sucediendo en algunos ambientes
historiográficos, puede resultar tan peligroso como querer renunciar a la presencia
de una influencia griega, pero lo que resulta inadmisible es considerar el fenómeno
religioso latino, y con él el de Roma, casi como un provincia cultural helénica. La
prudencia ha de imponerse tanto en el manejo de las fuentes como sobre todo en las
conclusiones que de ellas puedan derivarse.

EvoLUCióN HISTÓRICA

La fase arcaica de la religión romana es aquella que abarca desde los orígenes has-
ta la expulsión de los reyes, en términos de cronología absoluta desde el siglo x hasta
el año 509 a.C., si hacemos caso de la cronología tradicional. Se trata de la época más
antigua de la historia de Roma, pero por ello mismo también de la más abrupta en

396
cuanto a las dificultades que presenta para su estudio. Las tradiciones relativas a es-
tos tiempos primitivos no se redactaron sino hasta una fecha muy tardía, pues el pri-
mer historiador romano, Fabio Pictor, escribió a finales del siglo m a.C., y además su
obra se ha perdido, lo que da una idea muy clara de los problemas documentales con
que se enfrenta el historiador. La arqueología, cuyos avances en los últimos años han
sido considerables, aparece entonces como la guía más adecuada para introducirse en
este mundo, pero los datos que ofrece están todavía lejos de una interpretación segu-
ra. Afortunadamente el conservadurismo de los romanos permite que, en materia de
religíón, las dificultades sean menores gracias a una tradición persistente y en gene-
ral más fiable, aunque siempre queda el problema de su inserción en un ambiente
histórico más amplio.
Para mayor comodidad expositiva, vamos a distinguir tres periodos dentro de
esta fase arcaica, que se ajustan tanto a la visión histórica que de su pasado más remo-
to se hacían los romanos, como al panorama que presenta la documentación arqueo-
lógica. El más antiguo es el llamado preurbano, en el que los primitivos latinos habi-
taban en cabañas formando pequeñas aldeas, con una estructura social muy simple,
basada en criterios parentales, y una economía de supervivencia; para los antiguos
esta fase correspondería con los tiempos anteriores a la fundación de Roma, cuando
el Lacio estaba dominado por la dinastía Albana, descendiente de Eneas. A conti-
nuación viene el periodo protourbano, que comprende desde la segunda mitad del

19. Ara maxlma


20. Vlcus Tuscus
21. Aedes Matrls Marutae et
5 Fonunae
22. Pons Subliclus
Cursus trlumphalls
23. Aedes cererlS
24. Aedes Dtanae

Roma arcaica.

397
siglo vm a.C. hasta finales del siguiente; recibe este nombre por haberse producido
una coagulación del poblamiento en aquellos lugares donde luego surgirán las ciuda-
des, dotados de una sociedad más compleja y mayores relaciones con el exterior; si
hablamos en términos tradicionales, corresponde al reinado de los cuatro primeros
reyes de Roma, es decir Rómulo, Numa Pompilio, Tulo Hostilio y Anco Marcia. El
último período se caracteriza como urbano, puesto que supone el nacimiento de la
ciudad en el Lacio a partir del desarrollo de los asentamientos anteriores; en Roma se
asiste a la entronización de un monarca de origen etrusco, Tarquinio Prisco, y de ahí
el término erróneo de «monarquía etrusca» con el que se conoce a este período; los
otros reyes de este siglo VI a.C. son Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio, cuya expul-
sión cierra la etapa monárquica romana.

Las fases primitivas

El universo religioso de los primitivos latinos estaba muy vinculado a la natura-


leza, de manera que ofrece rasgos animales y vegetales, se fija en los fenómenos
atmosféricos y no desprecia un carácter divino en el agua. Naturalmente esto no quie-
re decir que haya que volver a aquellas teorías que veían en el totemismo o en el ani-
mismo los orígenes de la religión romana, hace años desechadas, pero tampoco si-
tuarse en el extremo opuesto que defiende la existencia de una estructura religiosa
perfectamente organizada, que habría sido aportada por los indoeuropeos cuando se
asentaron en la península Itálica, ya desde los comienzos de la edad del hierro. Los
latinos de estos siglos no adoraban a los animales, a los árboles o a las fuentes, pero sí
veían en algunos de ellos una representación o manifestación de lo divino. Aunque
no todos los autores están de acuerdo, el término latino que quizá debe aplicarse a
esta idea es el de numen. Hasta época muy avanzada, aproximadamente a finales de la
República, esta palabra no se identificaba de manera exacta a la divinidad: numen no
era sinónimo de deus. Su significado originario designaba la «actividad» de los dioses,
y por ello el término numen aparece acompañado en ocasiones del nombre de un dios,
pero también se emplea en el sentido de «actividad divina» no personalizada. El con-
cepto se aplica entonces a los campos más variados, pero que se encuentran siempre
en estrecho contacto con el hombre: una fuente, un bosque, algunos objetos e incluso
determinadas operaciones, como el estercolado de los campos, pueden tener su numen
respectivo, al cual se invoca.
En este mismo contexto pueden situarse otro tipo de entes divinos, los indigetes,
una especie de numina que se preocupan sobre todo de las actividades del hombre des-
de su nacimiento y también de cuestiones agrarias. Estos indigetes fueron agrupados
por los pontífices en unas largas listas, llamadas indigitamenta, de las que se conoce
una referida a los protectores del nacimiento humano y primeros años del niño, que
· Agustín de Hipona menciona no sin cierta ironía (La ciudad de Dios IV, 11; VII, 3), y
otra que recitaba el sacerdote cuando sacrificaba a Tellus y aCeres y que se centra en
las faenas agrícolas (Servio, Comentario a las Geórgicas 1, 21). Por último es obligado
mencionar también la indeterminación sexual que los romanos aplicaban a algunas
divinidades, y que salvaban con la fórmula sive deus sive dea [<<ya (seas) dios, ya (seas)
diosa»], en definitiva una reliquia de aquella época en que los dioses no estaban en su
totalidad completamente definidos.

398
Ahora bien, no todos los seres divinos se ajustaban a estas características, sino ·
que hemos de pensar que algunos de ellos, los más importantes, eran ya auténticos
dioses, aunque todavía no se había ejercido sobre ellos la influencia del antropomor-
fismo. Éste sería el caso de Júpiter, la divinidad suprema de los latinos, equivalente
al Zeus griego, en origen considerado como un dios del cielo y del tiempo atmosféri-
co, como lo denuncian sus epítetos más antiguos (Eiicius, Tonans, Fulgur, etc.), y cuyo
centro principal de culto, donde se le adoraba como Júpiter Latiaris, epíteto que indi-
ca que era reconocido por todo el pueblo latino, estaba en la cima del monte Cavo, el
Mons Albanus, el más elevado del Lacio. También el dios Marte gozaría de la misma
cualidad como divinidad vinculada sobre todo a la tierra.
En este mismo ambiente primitivo se sitúan los reyes míticos del Lacio: Jan o, Sa-
turno, Pico, Fauno y Latino. Excepto este último, convertido en epónimo de los lati-
nos, los cuatro primeros presentan algunos aspectos de héroes civilizadores, es decir,
gobernaban sobre una población todavía semi salvaje, introdujeron la agricultura,
fundaron ciudades, promulgaron leyes, instituyeron cultos, en definitiva, proporcio-
naron todos aquellos elementos indispensables para que un pueblo pudiera verdade-
ramente considerarse civilizado. Sin embargo, si nos atenemos a los elementos más
antiguos de la leyenda, estos personajes representan precisamente todo lo contrario,
es decir, son portadores de todas las connotaciones propias de una situación anterior
al establecimiento del orden, de la civilización: viven en un ambiente salvaje, agres-
te, en el monte, en el bosque, en cuevas; están relacionados con población marginal
(ladrones, esclavos) o con elementos preagrícolas, como los pastores; se comportan
con violencia y con engaño; su apariencia puede ser teriomorfa, como ocurre con
Pico y Fauno, o monstruosa, como la de Jano. Tres de ellos alcanzaron la esfera divi-
na y recibieron culto público, que fueron Jano, Saturno y Fauno, asimilado a Silva-
no, mientras que el cuarto, Pico, quedó reducido a una personalidad mitológica, vin-
culada a Marte, aunque muy probablemente en tiempos antiguos sí fuese objeto de
culto, del cual no ha quedado resto ritual. Precisamente a uno de estos personajes,
Fauno, estaba dedicada una fiesta de antiquísimo origen, que se celebró ininterrum-
pidamente hasta que en el año 494 d. C. el papa Gelasio 1 la transformó en la festivi-
dad de la purificación de la Virgen María. Me refiero a las Lupercalia.
Las Lupercalia se celebraban el día 15 de febrero y eran oficiadas por dos asociacio-
nes de sacerdotes que se creían fundadas por Rómulo y por Remo, los llamados Lu-
perci Fabiani y los Luperci Quinctiales, personalizados en las familias aristocráticas de los
Fabios y de los Quinctios respectivamente; en el año 45 a.C. se introdujo un tercer
grupo, los Luperci lulii, creados en honor de Julio César. En tal día estos sacerdotes se
reunían en el Lupercal, una cueva situada a los pies del Palatino, donde se decía que
la loba había amamantado a los gemelos Rómulo y Remo, junto a la higuera Rumi-
nal, un árbol sagrado de Roma también vinculado a la leyenda de los gemelos y que a
comienzos del siglo VI a.C. fue trasladado al Comicio, en el Foro. La ceremonia co-
menzaba con el sacrificio de unas cabras y de un perro, y la ofrenda de unas tortas
preparadas por las vestales. Algunos de los lupercos manchaban la frente de dos jóve-
nes con la sangre de las víctimas y otros las limpiaban con lana empapada en leche,
tras lo cual los jóvenes rompían a reír. A continuación se cortaba en tiras la piel de
las cabras, y los lupercos, desnudos, ceñían su cuerpo con ellas. Entonces, divididos
en esos dos grupos, los lupercos corrían golpeando con unas correas a los espectado-
res que se les acercaban, y especialmente a las mujeres.

399
Se trata en efecto de un ritual de gran antigüedad, propio de una sociedad de pas-
tores, cuyo significado ya no comprendían los romanos de época histórica, que equi-
vocadamente atribuían su introducción al griego Evandro. Además, con el paso del
tiempo, la ceremonia experimentó algunas modificaciones, adaptándose asimismo a
la leyenda de la fundación de Roma. La etimología de la palabra l11percus es muy in-
cierta, habiéndose propuesto diversas interpretaciones no del todo satisfactorias: lo
único claro es que está relacionada con l11p11S, «lobo)). Es muy probable que la fiesta
tuviese en origen una doble finalidad, lustratoria por un lado y de fertilidad por otro.
La primera estaría señalada por el circuito que recorrían los lupercos en su carrera,
que originariamente se realizaba alrededor del Palatino, con lo cual se protegía,
mediante este círculo mágico descrito por los sacerdotes, el poblamiento de aldeas si-
tuadas en la cumbre de esta colina romana, naturalmente antes de la aparición de la
ciudad. La protección iría dirigida contra cualquier tipo de adversidad, pero espe-
cialmente contra el lobo, animal que en una sociedad de pastores encarna la repre-
sentación de lo maligno. En segundo lugar, la fertilidad que pretendía propiciar esta
ceremonia la delata la acción de golpear a las mujeres con las correas, puesto que
aquellas que estaban en edad de concebir se acercaban a los lupercos en la creencia de
_. que ello las haría fecundas.
La arqueología proporciona también algunas enseñanzas sobre la vida religiosa
de los primitivos latinos, aunque dada la naturaleza de la documentación disponible,
en su inmensa mayoría obtenida de las necrópolis, la información se reduce a las
creencias funerarias. Las tumbas más antiguas pertenecientes a la cultura lacial eran
de incineración, de forma que las cenizas del difunto se depositaban en una urna. Un
hecho bastante singular, que los latinos deben a la influencia de sus vecinos protovi-
llanovianos de la otra orilla del Tíber, viene dado por la urna, que fabricada en arci-
lla reproduce, hasta en sus mínimos detalles, la forma de una cabaña. Con ello se in-
dica claramente que se pretende proporcionar al muerto una vivienda en el Más Allá
igual a la que había poseído en vida. El ajuar funerario descubre además otros intere-
santes elementos sobre estas mismas creencias. Así, era frecuente introducir en la
tumba una pequeña estatuilla de arcilla, representada en una actitud que en muchos
casos recuerda gestos rituales como el de la libación. La interpretación más probable
es que se trate de una imagen intencionada del difunto, a través de la cual se quiere
restituir al muerto la integridad física destruida mediante la cremación. Pero este úl-
timo se dirige al Más Allá no sólo con un soporte para su cuerpo y la reproducción de
su vivienda, sino que este componente mágico se extiende a los objetos de su uso per-
sonal. En este sentido se explica la presencia de vasos miniaturizados y, en el caso de
las sepulturas masculinas, también de armas hechas en bronce y reproducidas igual-
mente en miniatura. En la tumba se depositaban además alimentos como ofrendas
funerarias, que consistían fundamentalmente en carne de cerdo y de otras especies,
pescado y algunos productos vegetales. Parte de estos alimentos eran restos de la co-
mida funeraria (silicernium) que se ofrecía en honor del difunto. Cuando en un mo-
mento más avanzado la inhumación sustituye a la incineración, desaparecen de las
tumbas algunos de estos elementos, como la urna, que es sustituida por el sarcófago,
y la estatuilla representación del muerto, pues este último conserva su integridad,
pero se mantienen los objetos de uso personal, aunque no miniaturizados, y las
ofrendas alimenticias. Todo ello denota la existencia, ya en fecha muy antigua, de
unas ideas muy desarrolladas relativas a la vida de ultratumba, aunque su exacto sig-

400
r
1 nificado sea para nosotros en gran parte un misterio; pero sí se puede afirmar que de
aquí parten los rituales funerarios que todavía se conservaban en época histórica,
manteniendo incluso el valor funerario de algunos productos concretos, como la
carne de cerdo.
1 El segundo periodo está representado por los primeros reyes romanos, fase tam-
bién denominada de la monarquía «latino-sabina». En estos momentos un papel
fundamental lo interpretan Rómulo y Numa Pompilio, considerados los fundadores
del Estado romano. Si Numa pudo haber sido una figura histórica, Rómulo es por el
1 contrario un personaje completamente ficticio. Aunque tomando como base proto-
tipos indígenas, latinos, Rómulo fue modelado según parámetros griegos, encarnan-
do la figura del fundador de ciudades, del oikistés, de tal manera que a él se atribuía no
sólo la fundación física de Roma, para lo que actuó siguiendo los preceptos religiosos
1 etruscos, sino además fue Rómulo también quien proporcionó a la ciudad sus insti-
tuciones políticas, quien configuró el ordenamiento social con la división en patri-
ciado y plebe, y quien concedió a los primeros romanos un medio de vida a través del
reparto de tierras. Según el relato tradicional, Rómulo se comportó, pues, como el
1 fundador de una colonia griega, e incluso habría recibido culto después de su muerte
identificándose con Quirino. Pero hay un aspecto en el que el primer rey de Roma se
separa del oikistés griego, el de la religión, pues si bien la tradición le atribuye la insti-
tución de algunos cultos, esta función estaba sobre todo reservada a su sucesor,
Numa, a quien los antiguos presentan como el verdadero fundador de la religión pú-
blica. De un castrum de guerreros que era bajo Rómulo, Numa convirtió Roma en una
urbs, sede de una auténtica civitas y organizada en todo de acuerdo con la divinidad.
El papel fundacional de Numa no se circunscribe a la introducción de un mayor
1 o menor número de cultos, en lo que sería una mera continuidad de su predecesor,
sino que se centra en cuestiones organizativas, de manera que a partir de su reinado,
la religión aparece ya perfectamente estructurada, limitándose sus sucesores a adap-
tar su obra a las nuevas condiciones que sucesivamente imponían los tiempos. Tal es
l en pocas palabras la visión que los antiguos transmitieron sobre Numa, repitiendo
en el plano religioso lo que Rómulo había conseguido en el ámbito civil. Ahora bien,
como casi todo en la historia antigua, esto es también una verdad a medias. Efectiva-
'
1 mente a Numa estaban vinculadas destacadas reformas que sin ninguna duda se ele-
van a un período muy antiguo de la historia de la ciudad, pero su obra no es más que
un paso, aunque de enorme significación, en la evolución de la religión pública. Dos
son las reformas en cuestión, la organización de los sacerdocios por un lado y la in-
troducción del calendario por otro, aspectos de gran importancia que de hecho pue-
1 den suponer la fundación de la religión pública. Sobre ellos se tratará más amplia-
mente en páginas sucesivas, por lo que ahora sólo nos detendremos en una visión de
conjunto.

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El calendario es una institución de enorme importancia en la vida de la ciudad,
el instrumento que regula el tiempo cívico. En él se reseñan los días que son aptos
para los negocios públicos o jurídicos y los que no lo son, es decir, los días fastos y los
nefastos, así como aquellos otros en los que se celebra mercado, para que los ciuda-
danos que viven en el campo, que son la gran mayoría, puedan desplazarse a la ciu-
dad con el fin de resolver sus asuntos y comerciar con sus productos. Pero además de
estos aspectos políticos y privados, el calendario es también el armazón sobre el que
descansa la religión pública, pues en él se indican las fiestas y los cultos, señalando en

401
\
definitiva al ciudadano cuáles son sus obligaciones para con los dioses. Si bien Numa
ocupa una posición de privilegio en la historia del calendario, un sector de la tradi-
ción atribuye a Rómulo una parte del protagonismo al concederle la creación de un
primer calendario de diez meses, visión acorde con la cualidad de fundador de la ciu-
dad que representa este monarca. Sin embargo, los antiguos mayoritariamente hacen
de Numa el introductor del verdadero calendario, el de doce meses, llamado por él
numaico, que con mínimas correcciones estaría en vigor hasta la reforma acometida
por Julio César. Más adelante comprobaremos lo desacertado de tal reconstrucción.
La segunda medida religiosa que puso en práctica Numa ya tiene más visos de
historicidad. Se trata de una amplia reorganización de los principales colegios sacer-
dotales, que según el historiador Dionisia de Halicarnaso (11, 63-73) comprendía los
ocho siguientes: curiones, jlamines, tribuni ceierum, augures, vestales, salii, fttiales y pontifices
(también Livio 1, 20; Cicerón, República 11, 12.26; Plutarco, Numa VII-XIII). En esta
lista figuran sacerdocios de gran prestigio junto a otros cuya función religiosa parece
bastante secundaria, como es el caso de los curiones y de los tribuni cele111m, ambos
en franca decadencia en época republicana: los primeros eran los jefes de las curias y
desempeñaban cometidos muy variados, incluidos los militares y los civiles, mien-
tras que los segundos eran los comandantes de las centurias de caballería, lo cual sin
embargo no quita validez a la lista. Salvando estos dos, los seis restantes representan
destacadas funciones sacerdotales que, junto a la desempeñada por el propio monar-
ca, se mantuvieron con posterioridad a lo largo de toda la República. Algunos de es-
tos sacerdocios son muy antiguos, como los augures, pero otros son producto de la
reforma numaica, cual es el caso de los flamines. En su conjunto, la lista proporciona
iluminadores indicios en' el sentido de que algo había cambiado, es decir, que Roma,
aun sin alcanzar la fase urbana, había logrado ya una cierta unidad superando con
creces la situación anterior de dispersión de las aldeas. El reinado de Numa es situa-
do por la tradición entre los años 715-673 a.C., según la cronología varroniana, fe-
chas que coinciden casi exactamente con el llamado período orientalizante antiguo,
para el que la arqueología demuestra un cambio sustancial en las características del
poblamiento, no sólo en Roma sino también en los restantes centros laciales.
La unidad que alcanza Roma en estas fechas a finales del siglo VIII a.C. se refleja
en el plano religioso, no sólo en la reorganización sacerdotal de Numa, sino también
a través de algunas festividades de probado arcaísmo. Entre ellas se encuentra el Sep-
timontium, que se celebraba el día 11 de diciembre, aunque no intervenía todo el
pueblo sino sólo los habitantes de los montes, es decir los montani. Consistía en una
procesión que pasaba por ocho lugares (Palatium, V elia, Fagutal, Subura, Germal,
Celia, Oppio y Cispio) de Roma, y en cada uno de ellos se realizaba un sacrificio en
honor de su numen respectivo. La procesión tenía un carácter de lustración, esto es,
delimitaba un circuito que purificaba el área interna del mismo, lo que parece de-
nunciar que los poblamientos localizados en estos lugares habían llegado a conseguir
un principio de unidad entre ellos.
Esta ceremonia de lustración recordada por la festividad del Septimontium pue-
de ponerse en correspondencia con otra celebración religiosa que, con el mismo ca-
rácter purificatorio, señala asimismo la existencia de una comunidad unida. Se trata
de las Ambarvalia, ceremonia de purificación de los campos que consistía en una
procesión que recorría los límites del área afectada y a cuyo término se ofrecía un sa-
crificio, de forma que dentro de este círculo mágico la tierra quedaba a seguro de

402
r

todo mal. Las Ambarvalia eran tanto públicas como privadas, es decir, se referían
tal!!o a los límites del Estado como a los de las tierras privadas. Se trataba de una fes-
tividad en principio móvil, esto es, no tenía una fecha concreta de celebración, aun-
que con el paso del tiempo la costumbre acabó fijándola el 29 de mayo. Sobre la cele-
bración privada proporciona amplia información Catón (Agrict~ltura, 141 ), quien ha-
bla del sacrificio del suovetaurilia (cerdo, oveja y toro) y del papel destacado del dios
Marte. Estrabón (V.3.2) transmite alguna información sobre la faceta pública, y
aunque se refiere a la época de Augusto, los rituales que describe eran de gran anti-
güedad. Según este autor, los pontífices realizaban sacrificios en diferentes puntos si-
tuados en general entre los miliarios V y VI de las vías que salían de Roma; la cere-
monia tenía que completarse con una procesión que iba recorriendo estos lugares,
purificando la región así delimitada. Este territorio es considerado como el ager Ro-
manus más antiguo, y su existencia es confirmada por otras festividades religiosas
muy antiguas y de similar carácter, es decir protección del terrritorio y fertilidad
agrícola.

La Roma arcaica

Los años finales del siglo VII a.C. asisten a un cambio trascendental en la cultura
del Lacio primitivo. En esas fechas la arqueología demuestra que los principales
asentamientos latinos, que durante este siglo habían continuado un desarrollo cons-
tante, alcanzan el estadio urbano, es decir, se convierten en ciudades, en civitates, tal y
como los antiguos entendían este concepto. En el plano religioso tales transforma-
ciones tienen un reflejo paralelo, experimentándose en consecuencia importantes in-
novaciones que avanzan en el camino de la definición de religión pública. Si acudi-
mos ante todo al testimonio arqueológico, el panorama que nos encontramos en
Roma desde los mismos inicios del siglo vi a.C., coincidiendo con el reinado de Tar-
quinio Prisco, no merece otro calificativo que excepcional, caracterizado por una
gran riqueza arquitectónica y monumental, y desde luego el caso romano no es úni-
co, pues la fiebre constructora se extendió a las demás ciudades del Lacio. Todas ellas
se pueblan en mayor o menor medida, según sus posibilidades, de edificios levanta-
dos mediante las nuevas técnicas arquitectónicas que poco antes se habían iniciado
en la vecina Etruria, que suponen desterrar las antiguas cabañas y su sustitución por
casas con cimientos de piedra, paredes de ladrillo y cubierta de tejas y, en ocasiones,
cuando el edificio lo merece, se decora con elementos de terracota. Estas construc-
ciones no se disponen de manera arbitraria, sino que su localización obedece a un
plan urbanístico previamente concebido, que determinado lógicamente por las con-
diciones físicas del lugar, intenta racionalizar los espacios, destinándolos para usos
concretos, y al mismo tiempo plasmar sobre el terreno la nueva ideología cívica. De
r esta forma se constata por vez primera una auténtica topografía religiosa, que en
1
Roma, el ejemplo mejor conocido, gira en torno no tanto a los cultos tradicionales,
que naturalmente son integrados en la nueva organización, sino sobre todo a aque-
llos otros que reflejan las nuevas condiciones, es decir, los propiamente ciudadanos.
Si en la Roma anterior la colina del Palatino ocupaba una posición destacada,
ahora esta situación de privilegio pasa al conjunto formado por el Capitolio y el valle
del Foro, que solidariamente encarnan las principales funciones que desempeña la

403
ciudad, incluida, claro está, la religiosa. El Capitolio, que con anterioridad estaba en
una situación de marginalidad, se convierte ahora en sede del templo consagrado a la
divinidad poliada, Júpiter Optimus Maximus, cuya primera fase se detecta a comienzos
del siglo VI a.C. y que a finales del mismo se transformó en un magnífico santuario;
éste se mantuvo hasta el incendio del año 83 a.C., que obligó a su completa recons-
trucción. El templo albergaba principalmente a tres divinidades, que constituyen la
llamada tríada capitolina formada por el mencionado Júpiter, Juno y Minerva. Sin
embargo, el verdadero propietario era Júpiter, a quien estaban dedicados la mayor
parte de los rituales que allí se celebraban, mientras que las dos diosas no eran más
que sus huéspedes. Mucho se ha discutido sobre el origen de la tríada, para la que ge-
neralmente, y a falta de algo mejor, se ha invocado una procedencia etrusca, aunque
en verdad sin argumentos de peso, por lo que sería más aceptable pensar en una crea-
ción genuinamente romana, ya que no se conoce parangón en ninguna otra civiliza-
ción contemporánea, bien sea la griega o la etrusca. Este Júpiter Capitolino era una
divinidad eminentemente política, bajo cuyo amparo se sitúa Roma, y por ello su
templo se levantaba majestuoso sobre la colina dominando la ciudad. Como padre de
los dioses y de los hombres y garantía de la supervivencia de Roma, todos los asuntos
públicos y privados de cierta importancia se resuelven en su santuario: es en el Capi-
tolio donde en el momento de tomar la toga virilis, es decir, de su bautizo como ciuda-
dano, todo muchacho romano ofrece un sacrificio; donde el cónsul como magistra-
do supremo es investido de su poder; donde se organizan las levas militares; donde el
Senado delibera sobre la paz o la guerra; donde por fin se recibe el triunfo del general
victorioso, que en esta ceremonia, como veremos inmediatamente, se asimila al pro-
pio Júpiter.
Vinculadas a Júpiter Capitolino existían dos ceremonias que remarcan su carác-
ter de divinidad poliada y en las cuales el rey, que a partir de estos momentos adquie-
re nuevas características constitucionales, interpreta un papel muy destacado. Estas
dos ceremonias son los ludi Romani por un lado y el triunfo por otro, ambas introdu-
cidas en Roma por Tarquinio Prisco. Llamados también ludi magni o maximi, se cele-
braban en el mes de septiembre y eran los juegos más importantes de todo el calenda-
rio romano, de forma que su duración, que en origen debió ser bastante breve, se fue
alargando hasta alcanzar dieciséis días en época de César. Sin duda alguna fueron
instituidos como juegos votivos en estrecha relación con el triunfo, y por ello tenían
lugar en un mes que coincidía con el fin de la campaña militar. Por esta misma ra-
zón, los ludi Romani no se celebraban en principio con una periodicidad exacta, pero
ya a partir del año 366 a.C. se convirtieron en anuales. Su vinculación con lacere-
monia triunfal está reforzada por otros elementos: así ambos están dedicados a Júpi-
ter Capitolino, tienen un itinerario en parte coincidente y el presidente de los juegos
lleva la misma vestimenta que el triunfador, los ornamenta triumphalia; además, el cor-
tejo triunfal presenta muchos puntos de contacto con la procesión que inauguraba
los juegos, la pompa circensis, en la que los jóvenes desfilaban según una disposición mi-
litar. La procesión partía del templo de Júpiter en el Capitolio y finalizaba en la va/lis
Murcia, donde mucho más tarde se construiría el Circo Máximo, lugar de celebración
de los juegos y residencia de antiquísimas divinidades agrarias, entre las que destaca
Consus, a quien estaba dedicada la festividad de las Consualia, de la que se hablará
más adelante. Esta coincidencia topográfica no es casual, sino que obedece a la fina-
lidad última de los juegos, que no es otra que propiciar la riqueza agrícola y con ello

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la supervivencia de la comunidad, pero para lo cual se trasladan a Júpiter, como nue-


vo soberano divino de Roma, los beneficios tradicionalmente otorgados a estas pe-
queñas divinidades. Esta función de Júpiter Capitolino como dador de bienes, que
concede la abundancia, se manifiesta en este mismo contexto a través del epulum lovis,
un banquete que en la noche del 13 de septiembre, probablemente como culmina-
ción de los ludi Romani, se celebraba en el Capitolio en presencia de las estatuas de las
tres divinidades que conformaban la tríada.
La segunda ceremonia a tener en cuenta es el triunfo, ritual que encierra dos sig-
nificados fundamentales, de purificación por un lado y de exaltación por otro. El
triunfo tenía lugar cuando el magistrado regresaba de una campaña militar victorio-
sa y en la República su concesión era privilegio del Senado, que podía optar por de-
negarlo o simplemente otorgar un premio menor, la ovatio; durante la monarquía era
naturalmente el rey el único con derecho al triunfo y para ello muy probablemente
no requiriese la venia senatorial. Todos aquellos que habían participado en la guerra,
actividad que conllevaba muerte y destrucción, habían de purificarse por la sangre
derramada para no contaminar al resto de la comunidad, para lo cual el calendario
contenía unas festividades específicas de lustración. El triunfo asumió esta caracte-
rística de purificación, como lo muestra el laurel que llevaban tanto el triunfador
como los soldados que participaban en el cortejo y la misma existencia de la porta
Triumphalis. Junto a la purificación, el triunfo exalta también a su protagonista, y de

405
ahí los recelos del Senado a conceder su licencia de forma indiscriminada. El triun-
fador se viste y adorna como la imagen cultual de Júpiter, se pinta con minio las par-
tes visibles de su cuerpo (esta estatua seguía los cánones artísticos etruscos y por tan-
to las partes que simulaban la carne estaban pintadas de rojo) y utiliza el ornatiiS IOI!is,
es decir, todos los símbolos que expresaban la soberanía de Júpiter. A todo aquel que
contemplaba la ceremonia, con el triunfador montado en una cuadriga -nuevo
símbolo jupiteriano- y portando las insignias del dios supremo, le sorprendía la
evidente identificación que se producía entre ambos, que sin alcanzar en ningún mo-
mento la divinización, algo que siempre repugnó a los romanos, sí se llegaba a una
asimilación entre el dios y el hombre. Esta proximidad entre Júpiter y el rey consti-
tuye probablemente la base ideológica de la nueva monarquía romana.
Júpiter era la principal divinidad del Capitolio, pero no la única. Junto a él ocu-
paban el santuario Juno y Minerva, como miembros de la tríada, y además Terminus
y Juventas. Juno era una antigua divin4dad itálica del ámbito de la luz y de la mater-
nidad Ouno Lucina), así como del crecimiento, de la renovación, del vigor vital, de la
fertilidad. En la ciudad de Lanuvium se practicaba un extraño ritual que consistía en
que algunas jóvenes, con los ojos vendados, se introducían en un bosque y una gruta
dedicados a la diosa y donde se creía que habitaba una gran serpiente; su misión era
depositar unas tortas como ofrenda, y si el monstruo las recibía con agrado significa-
ba que las muchachas eran vírgenes y que ese año sería fecundo; caso contrario, las
jóvenes eran severamente castigadas (Propercio, IV, 8.3 ss.). A partir de esta función
maternal y de fertilidad, se desarrolla en la figura de Juno un carácter de protección a
aquellos que ha engendrado. Así se expresa por una parte frente a los iuvenes, refleján-
dose en la naturaleza guerrera que adopta en algunas de sus representaciones, como
en la Juno Curitis de Falerii y en la Juno Sospita de Lanuvium, donde aparece como
diosa armada, y por otra como Juno Sororia en su calidad de benefactora de la puber-
tad femenina. La importancia que Juno adquirió en toda la cuenca baja del Tíber fue
muy notable, transformándose en un aspecto político de protección a la comunidad,
y de ahí que varias ciudades (la etrusca Veyes, la falisca Falerii y las latinas Gabii, Ti-
bur, Lanuvium y Ardea) la adoptasen como divinidad paliada o en todo caso la tu-
viesen en los primerísimos puestos de su panteón cívico Ouno Regina). En Roma, sin
embargo, Juno no llegó tan lejos, pues su fuerza fue absorbida por Júpiter. En época
arcaica sus funciones quedan prácticamente reducidas a la maternal y a la curotrófi-
ca, mientras que la política se difumina ante la superior autoridad de Júpiter.
La presencia de Minerva en la tríada del Capitolio es bastante sorprendente. Ge-
neralmente se ha considerado la cuestión desde una perspectiva política y griega, de
forma que la Minerva Capitalina no sería otra que la Atenea Polias, identificación
que ya se habría producido en Etruria y desde donde pasó a Roma utilizando como
intermediario a la ciudad de Falerii, donde Minerva gozaba de gran predicamento
público. Aquellos otros que prefieren seguir la ideología trifuncional indoeuropea,
consideran a la Minerva del Capitolio como protectora de los artesanos, aspecto que
por otra parte ya poseía en el mundo griego Atenea Ergáne. Los recientes hallazgos
arqueológicos de Lavinium, ya mencionados, han proporcionado interesantes da-
tos sobre la Minerva arcaica, pues si bien las estatuas de la diosa, fechadas en el si-
glo v a.C., reflejan una clara influencia de la iconografía griega, el ambiente religioso
del santuario nos retrotrae a un pasado latino, destacándose dos aspectos fundamen-
tales de la diosa, uno guerrero y otro maternal y curotrófico. Como puede observar-

406
se, son facetas que también presentaba Juno y que, al igual que sucedió con ésta, Júpi-
ter también la anuló, aunque en un grado todavía mayor, y prueba de ello son las es-
casas y tardías dedicaciones de templos en su honor que se hicieron en Roma.
Según la tradición, cuando Tarquinio decidió construir el templo de Júpiter Ca-
pitalino, fue necesario como operación previa exaugurar las capillas y altares que ya
existían en el lugar, dedicados a diversos dioses. Todos aceptaron ser movidos excep-
todos, Terminus y Juventas, que tuvieron que ser admitidos en el nuevo santuario,
pasando el primero de ellos a la celia de Júpiter y la segunda a la de Minerva. La inclu-
sión de Juventas en el templo capitalino se explica perfectamente por las característi-
cas de Minerva que acabamos de ver. Juventas es la diosa de los iuvenes, es decir, de los
jóvenes que inician su vida adulta, y por ello una disposición de Servio Tulio habría
ordenado a los reclutas bisoños, a los tirones, pagar un tributo a esta divinidad. El cul-
to de Juventas se adapta prefectamente a la nueva definición del ciudadano, en espe-
cial a su papel militar como partícipe del sistema hoplítico, cuya introducción com-
portó una nueva organización de las clases de edad. En definitiva, Juventas es una
de las divinidades que, como Minerva, preside el paso al estado adulto mediante
la aptitud para el servicio de las armas. La diosa convivió en el Capitolio hasta el
año 191 a.C., cuando le fue consagrado un templo propio, dedicado durante la se-
gunda guerra púnica cuando Roma se enfrentaba a graves problemas de recluta-
miento.
Terminus es una divinidad muy antigua, probablemente un antiguo numen vincu-
lado a los límites. Su culto se celebraba allí donde existiese un mojón, piedra o cual-
quier otro objeto de separación, bien fuese público o privado. A esta naturaleza espa-
cial se le añadió otra temporal y por ello su festividad, llamada Terminalia, se situaba
en el ciclo de fin de año del calendario primitivo, el 23 de febrero. La tradición atri-
buye a Numa la sistematización del culto a Terminus, a quien habría elevado un tem-
plo, dictando además una ley sacra que prohibía mover los mojones. Sin duda la tra-
dición se refiere a esa fase más antigua del culto, que Ovidio todavía recordaba que
era celebrada en el campo junto a los mojones que delimitaban las propiedades priva-
das (Fastos 11,635 ss.). Sobre el culto público no se tiene apenas información. Se sabe
que durante las Terminalia se sacrificaba en el VI miliario de la Vía Laurentina,
donde en época numaica debió fijarse el límite territorial de la comunidad romana.
La presencia de Terminus en el Capitolio se justifica como símbolo de firmeza y esta-
bilidad del Estado; es al mismo tiempo centro y fin del territorio romano, pero tam-
bién del tiempo, por lo que se transforma en garantía de la eternidad de Roma, razón
por la cual se asocia a Júpiter.
A los pies del Capitolio se extiende el valle del Foro, atravesado de un extremo a
otro por la vía Sacra, auténtica arteria no sólo del sistema viario de la ciudad sino
también escenario de importantes ceremonias, como el ya reseñado triunfo. La edad
arcaica ve levantarse en el Foro varios edificios, de los cuales uno alcanza una mayor
significación, la Regia. Los antiguos definían a la Regia como la casa donde vivía el
rey, y en efecto su plano arquitectónico se asemeja más a un palacio que a un santua-
rio. Sin embargo, parece difícil que así fuera ya que se trataba de una pequeña cons-
trucción que albergaba además dos capillas (sacraria) dedicadas a Ops y a Marte. La
contradicción se salva admitiendo que durante la época monárquica la Regia forma-
ba un conjunto con la domll.f publica o residencia real y el complejo de Vesta (atrium o
casa de las vestales y el aedes o templo), que posteriormente la República rompería en

407
tres partes independientes. Así las cosas, la Regia puede entonces entenderse como el
lugar donde solamente el rey, que en época republicana será sustituido por el pontífi-
ce máximo, cumplía ciertas obligaciones sacras. Algunas están en relación directa
con el calendario, como veremos en su momento. También aquí se celebraban las
Agonalia o <<dies agonaies, en los cuales el rey inmola en la Regia un cordero)), según
palabras de Varrón (Sobre la lengua latina VI, 12), festividad bastante enigmática
que tenía lugar cuatro veces al año (9 de enero, 17 de marzo, 21 de mayo y 11 de di-
ciembre).
Más importancia tienen los rituales que el rey cumplía en los sacraria de Ops y de
Marte. Ops representa la abundancia agrícola y con sus dones asegura la alimenta-
ción de los romanos y la supervivencia de la ciudad, función que se materializó en la
Regia en un silo subterráneo excavado en el patio del edificio. Aquí se celebraba la
festividad de las Opiconsivia, de la que se hablará más adelante. En la capilla de
Marte se conservaban objetos sacros de gran antigüedad, como una lanza que repre-
sentaba al dios (basta Martis) y los ancilia o escudos que utilizaban los salios. Hasta
donde sabemos, que ciertamente es muy poco, allí se celebraban tres ceremonias. La
primera consistía en que el rey, y durante la República el magistrado, antes de salir al
frente del ejército, entraba en la capilla, movía los ancilia y pronunciaba la frase:
<<Mars vigilaJJ (Servio, Comentario a la Eneida VIII, 3), extraño rito mediante el cual se
encomienda a esta divinidad la protección de la ciudad. Evidentemente se trata de
una costumbre muy antigua, que fue integrada en la Regia para reafirmar la función
militar del monarca. A esta misma esfera pertenece el segundo ritual, celebrado en
ocasión del Equus October, festividad encuadrada en el ciclo del fin de la campaña
militar (Festo, 190L), y donde se dejan sentir también las originarias connotaciones
agrarias de Marte. El mismo gramático Festo (439L) nos proporciona la informa-
ción sobre la tercera ceremonia, en la que el pontífice máximo -en época más anti-
gua el rey- realizaba un sacrificio en compañía de las saliae virgines, que probable-
mente serían las vestales pero adornadas con los atributos de los salios. Un aspecto
destacado en estos rituales celebrados en la Regia es la exclusividad del monarca, tan-
to en la capilla de Ops como en la de Marte, lo que parece señalar que este último se
presenta como garante de la supervivencia y de la defensa de la ciudad, y de ahí que
la Regia, monumento nacido con la nueva monarquía y representante genuino de
esta última, mantuviese intactas sus funciones durante la República.
Estrechamente vinculado a la Regia se encuentra el complejo de Vesta, como ya
se ha dicho, reflejo desde el punto de vista topográfico de la proximidad ideológica y
ritual que existía entre el rey y las vestales. Vesta es una antigua divinidad represen-
tante del hogar, similar a la Hestia griega, aunque en Roma desarrolló mucho más
esta función. El templo de V esta es considerado el hogar comunal y en él debe arder
permanentemente el fuego sagrado, uno de los símbolos -junto al templo de Júpier
Capitalino y los escudos de los salios- de la supervivencia de Roma. El edificio pre-
senta una planta circular, lo que indica claramente que no responde al concepto de
templum, pues éste tenía que estar orientado según los puntos cardinales, por lo que se
trata de un aedes, es decir, no fue inauguratus y no podía servir para fines políticos. Se-
gún parece, en el interior del templo no había en un principio estatua de la diosa,
sino simplemente el fuegO, señal de que V esta era un antiguo numen vinculado al ho-
gar. El edificio disponía de una especie de almacén sagrado, el penus, donde se guar-
daban objetos de gran valor sacro y un tanto misteriosos, entre los que se contaba el

408
r
llamado fascinus, un símbolo fálico. La entrada al templo estaba reservada a las sacer-
dotisas de la diosa, las vestales, y al pontífice máximo, sucesor republicano del rey en
todos los asuntos referentes a las vestales. Las mujeres podían entrar del 7 al15 de ju-
nio, coincidiendo con la festividad de las Vestalia que se celebraba el día 9, mientras
que los hombres tenían completamente prohibido el acceso.
En otro lugar del Foro, junto al Comicio, a los pies del Capitolio, se creó en estas
mismas fechas de comienws del siglo VI a.C., el Volcanal, un lugar de culto en honor
de Vulcano, que presenta ciertas connotaciones que le aproximan al de Vesta. En la
imaginación popular, Vulcano se ha identificado al griego Hefesto, pero conviene
señalar que tal asimilación es muy tardía, aunque algunos pretendan últimamente
elevarla a época arcaica basándose en un fragmento cerámico. En origen, Vulcano se
presenta ante todo como un dios del fuego, pero no del fuego destructivo, razón por
la cual su templo se construyó extramuros de acuerdo con los preceptos etruscos (Vi-
truvio, I, 7. 1), pues se trata igualmente de una faceta más tardía. El fuego que se en-
carna en Vulcano es como el de Vesta, representa el hogar. Pero este dios va más
allá, puesto que en tiempos antiguos debió poseer ciertas connotaciones de dios su-
premo, bastante próximo a Júpiter, y su fuego es, en las tradiciones más antiguas, fe-
cundador de los héroes fundadores latinos, como Caeculus de Praeneste, y en algu-
nas versiones también de Rómulo y de Servio Tulio. El Volcanal era un centro cul-
tual al aire libre y constaba de un altar junto a una representación de Rómulo triun-
fando sobre la cuadriga y una columna en cuya cúspide había una estatua de Horacio
Cocles, probablemente un simulacro del propio dios; en esta área se encontraba tam-
bién el célebre Lapis Niger, una de las inscripciones más antiguas de Roma. En este
lugar se celebraba un extraño sacrificio que consistía en quemar las armas del enemi-
go vencido, ceremonia que se realizó en muy contadas ocasiones, datando la primera
de los comienzos del siglo vi a.C., por lo que es probable que estuviese en relación
con el triunfo. Antes de la construcción del templo a Vulcano, era también en este
punto donde el 23 de agosto se celebraba las Volcanalia, la festividad en honor del
dios, que contenía asimismo arcaicos rituales como el sacrificio de peces y otros de
carácter agrario.
No lejos del Volcanal, también a los pies del Capitolio, se encontraba uno de los
monumentos más arcaicos de Roma, el mundus. En origen se trataba de una fosa que
estaba cubierta, pero con el paso del tiempo se incluyó en el interior de un pequeño
sacellum, de un templete. Sobre el mundus no existe un completo acuerdo entre los mo-
dernos a propósito de aspectos fundamentales del mismo, y así mientras unos afir-
man su origen etrusco, otros lo niegan, contraste que también existe sobre su perte-
nencia o no al ritual de fundación urbana; de igual manera, tampoco hay una
opinión común sobre si el mundus era único o si existía también un mundus Cereris inde-
pendiente, y que en su caso estaría situado en el templo de Ceres. Las fuentes se refie-
ren a este monumento bajo tres puntos de vista, fundacional, infernal y agrícola. El
primero está situado en el contexto del ritual etrusco empleado en la fundación de
Roma, y a él se acercaban los pobladores de la nueva ciudad para arrojar las primicias
agrarias y terrones de tierra procedentes de su lugar de origen (Plutarco, Rómulo XI,
1-4; Ovidio, Fastos IV, 821 ss.), rito fuertemente vinculado al sinecismo. El mundus se
ajusta al simbolismo del centro, es la vía a través de la cual se ponen en comunica-
ción los tres niveles cósmicos representados por el cielo, la tierra y los infiernos. Ma-
nifestación de ello fue su identificación con el Umbilicus Vrbis, denominación más

409
corriente de este monumento del Foro e impuesta a partir de la introducción del si-
nónimo concepto griego del omphalos. El mtmdus permanecía cerrado todo el año ex-
cepto tres días. La ceremonia de apertura era conocida con la expresión mundus patet y
tenía lugar el 24 de agosto, el S de octubre y el 8 de noviembre. Estos días eran temi-
bles y se prohibía todo asunto público, pues los espíritus de los difuntos, los manes, sa-
lían por la boca del pozo y se desplazaban a través de la ciudad; no en vano el lugar
estaba también dedicado a los dioses infernales, a Dis Pater y a Proserpina. El carác-
ter agrario del mtmdus lo delata su estrecha relación con Saturno, cuyo altar estaba si-
tuado en íntima proximidad, y con Ops, cuya festividad está inmediatamente prece-
dida por la primera fecha de la apertura del pozo. Además, en uno de esos días un
niño descendía al interior del mundus para conocer, según dice un comentarista pos-
terior a Virgilio, anni proventus (Scholia Bernensia, Bucólicas 111, 104), es decir la cose-
cha agrícola del siguiente año, teniendo en cuenta que por esos días comenzaban las
labores de simiente.
Una de las áreas más interesantes en la topografía religiosa de la Roma arcaica es
el Foro Boario, a orillas del Tíber, donde recientes investigaciones arqueológicas
han obligado a replantear toda la problemática referente al área sacra y a toda la his-
toria política de la Roma arcaica. El Foro Boario era la zona portuaria de Roma ya
desde la época de los primeros contactos regulares con el exterior, a finales del si-
glo vm a.C., y esta cualidad tuvo un reflejo inmediato en los cultos que se asentara-
ron en la zona, que presentan un fuerte carácter empórico, esto es, vinculado a la na-
vegación y al comercio y con una intensa presencia de elementos extranjeros. El más
antiguo de estos cultos es quizá el de Hércules, ubicado en la llamada ara Maxima,
cuyo origen los romanos hacían remontar a la estancia del héroe griego Heracles en
el lugar, antes de que existiera la propia Roma. Según la tradición, desde un princi-
pio el culto, instituido por el griego Evandro, estuvo dirigido por dos familias, los
Potitios y los Pinarios, de las que esta última está perfectamente documentada como
gens patricia, mientras que la primera parece ser más bien un grupo sacerdotal y no
una familia propiamente hablando, aunque nada cierto puede asegurarse al respecto.
El culto fue definitivamente incorporado a la religión pública en el año 312 a. C. por
el censor Apio Claudia, pero ello no quiere decir que con anterioridad fuese por
completo privado, como se ha llegado a afirmar.
Dado su carácter portuario y cosmopolita, en el culto de Hércules se entremez-
clan elementos de la más variada procedencia. Los rituales que comprendía eran di-
ferentes en su estructura y modo de los otros cultos oficiales romanos, y así se decía
que se aplicaba un ritual griego, puesto que el sacerdote sacrificador actuaba con la
cabeza descubierta y con una corona de laurel; de igual manera, también era original
la división temporal de los ritos entre la mañana y la tarde. Junto a elementos griegos
aparecen otros de origen fenicio, como la asimilación de Hércules al Melqart chi-
priota y la exclusión de las mujeres del recinto sacro. Un aspecto de procedencia
oriental que la tradición ha tratado de ocultar es la posible existencia de prostitución
sagrada, conocida no a través de menciones explícitas sino por el mito, en concreto
el de Acca Larentia, cuya forma más antigua la presenta como una «nobilísima pros-
tituta» que se unió a Hércules, obteniendo como premio el matrimonio con el pri-
mer hombre que encontrase al salir del santuario, que resultó ser un rico etrusco
llamado Tarutio: el mito conserva pues el recuerdo de la prostitución sagrada y los
beneficios que la comunidad obtenía de ella, puesto que Larentia legó sus bienes al

410
Santuario de Fortuna Primigema
. en Praeneste: reconstrucción

411
pueblo romano. Finalmente se detecta un tercer componente en la personalidad de
Hércules, la itálica, como protector del paso del río y de los ganados, función que
también cumplía en otros templos latinos, como el de Tibur y el de Praeneste. Por
último, no puede olvidarse otra costumbre del santuario que remarca su carácter em-
pórico, como era la entrega del diezmo de su beneficio por parte de los comerciantes,
lo que incrementó la fama del culto. A pesar de todos estos elementos de proceden-
cia extranjera, el Hércules del ara Maxima gozó de gran importancia en la vida de la
ciudad ya en época arcaica, y así se le ve participando en el triunfo con una estatua,
encargada según la tradición por el rey Tarquinio Prisco al coroplasta veyense Vul-
ca, que era adornada con el omatus triumphalis.
En el extremo opuesto dentro del Foro Boario se encontraba el área sacra de For-
tuna y Mater Matuta, que dio lugar a la construcción de dos templos gemelos, ele-
vándose la fase más antigua del culto a comienzos del siglo VI a.C. Ahora bien, la pri-
mera divinidad en establecerse en ese lugar parece que fue Carmenta, una diosa en
origen profética y asimismo vinculada al nacimiento, por lo que sus adoradoras eran
las mujeres, pero su personalidad se enriquece con otros aspectos como el acuático y
el astral; en el calendario su festividad, las Carmentalia, se celebraba en dos días,
el 11 y el 15 de enero. Muy próximo se encontraba el templo de Mater Matuta, una
antiquísima divinidad itálica cuyos rasgos más definitorios son muy similares a los
de Carmenta. Mater Matuta es ante todo la diosa de la aurora y este carácter astral se
refleja perfectamente en su santuario de Satricum, una ciudad del Lacio donde la dio-
sa alcanzó una posición muy destacada: allí se han encontrado estatuillas de bronce
con el disco solar en la cabeza, según una iconografía muy próxima a la Astarté chi-
priota. Al mismo tiempo, Mater Matuta es protectora de los nacimientos y, como tal,
se le dedicaban fetos de animales, según han puesto en relieve las excavaciones ar-
queológicas: su fiesta romana, las Matralia, se encauzan en esta dirección, como
comprobaremos más adelante. Y a desde la época arcaica, Mater Matuta sufrió fuer-
tes influencias griegas y orientales que incrementaron su aspecto astral y le propor-
cionaron un carácter protector de la navegación y del comercio, identificándose con
divinidades mediterráneas de signo parecido, como la fenicia Astarté y la griega Leu-
cotea. Similar fenómeno se observa en el ya mencionado santuario de Satricum y so-
bre todo en Pyrgi, el puerto de la ciudad etrusca de Caere.
La presencia de la diosa Fortuna en el Foro Boario es un poco más reciente, pues
su introducción se debe, según el testimonio unánime de las fuentes, al rey Servio
Tulio, quien reinó en los años centrales del siglo VI a.C. Hasta entonces, Fortuna no
tenía culto en Roma y tampoco figura en el calendario con una festividad específica-
mente dedicada a ella. En sus comienzos, Fortuna se presenta como una divinidad
estrechamente ligada a Servio, quien elaboró toda una ideología política tomando
como punto de apoyo a esta diosa: Servio Tulio aparece pues como el «favorito de la
Fortuna». Pero si no en Roma, Fortuna sí era conocida en el Lacio, especialmente en
dos ciudades, Praeneste y Antium. En la primera era la divinidad principal y tenía
un santuario en lo alto de la acrópolis, que en el siglo I a.C. sufriría una profunda re-
modelación que le proporcionó características monumentales. Aquí recibía el epíte-
to de Primigenia, dando a entender su carácter de diosa primordial, y en efecto Fortu-
na aparece como cabeza de una pseudotríada con Júpiter y Juno lactantes; por la mis-
ma razón Fortuna desempeña en Praeneste funciones adivinatorias y en su santuario
se encontraba un pozo similar al mundus romano. En Roma, Fortuna no asumió to-

412
das estas características. La Fortuna del Foro Boario ofrece una apariencia próxima a
la Astarté fenicia, sobre todo en sus aspectos sexual -aunque con una total ausencia
de carácter matronal-, marítimo y guerrero, función esta última que también se
aprecia en sus parientes latinas, pero en Roma se presenta sobre todo como una divi-
nidad política, próxima al poder, de ahí las vicisitudes que experimentó en su histo-
ria republicana. Destruido su santuario con la llegada de la República, no fue recons-
truido sino hasta comienzos del siglo IV a.C., coincidiendo con el «principado» de
Marco Furio Camilo, otro dux Jatalis favorecido por la diosa.
Si comparamos las dos mitades del Foro Boario, separadas por el arroyo V elabro,
la septentrional con los cultos «gemelos» de Mater Matuta-Fortuna y de Carmenta, y
la meridional con el de Hércules en al ara Maxima, la impresión que se obtiene es que
hasta cierto punto se trata de dos mundos simétricos. En efecto, ambos presentan
rasgos muy semejantes, coinciden en algunas de sus funciones y al mismo tiempo
aparentan situarse en puntos diametralmente opuestos. En primer lugar se produce
una relación mítica que tiene su centro en Evandro, fundador del ara Maxima y teni-
do por hijo de Carmenta, con quien procedente de Arcadia se estableció en el Palati-
no. Los cultos de Hércules y de Mater Matuta se ven determinados por similares y a
la vez opuestas prohibiciones: así en el primero no pueden entrar mujeres, esclavos y
libertos, mientras que de las Matralia, gran festividad en honor de Mater Matuta, es-
taban excluidas las esclavas y los hombres; aquí eran protagonistas las matronas,
mientras que en el santuario de Hércules se practicaba la prostitución sagrada, esto
es, una hierogamia cuya finalidad no era otra que asegurar la prosperidad, el mismo
objetivo que pretendía el ritual matrona! de Mater Matuta. En el templo de Carmen-
ta se prohibía la entrada de scort(e)um, esto es, piel de animal, ya que se consideraba
algo sin vida y por tanto opuesto a la idea del nacimiento que representaba la divini-
dad; sin embargo, scortum significa también prostituta y quizá fuera éste el significado
originario de la prohibición. También Hércules ofrece puntos de contacto con For-
tuna, y como manifestación de ello la diosa se ve acompañada por Hércules en las es-
culturas acroteriales que coronaban el templo.
Un último santuario a tener en cuenta en este recorrido por la Roma arcaica es el
de Diana sobre el A ven tino, asimismo levantado según la tradición por el rey Servio
Tulio. Fue éste el primer centro de culto público que Diana tuvo en Roma, aunque a
un nivel privado es muy posible que la diosa ya fuese adorada con anterioridad. En la
ciudad existían numerosas capillas dedicadas a esta divinidad, las llamadas diania,
surgidas por iniciativa privada, donde se celebraban rituales de carácter familiar o
gentilicio vinculados a la natalidad: por ejemplo, en una de estas capillas, la situada
en el vicus Patricius, sólo podían entrar las mujeres. El culto público de Diana fue
creado a partir de influencias externas a la propia ciudad, aunque no completamente
extrañas. La diosa pertenecía al fondo religioso más antiguo del Lacio y era adorada
en ambientes boscosos. Su centro de culto más importante estaba localizado en el
bosque de Nemi, junto a la ciudad latina de Aricia. El sacerdocio de Diana en Nemi
estaba dirigido por un hombre que llevaba el título de rex nemorensis y cuya sucesión se
realizaba según un extrañísimo ritual, puesto que el cargo estaba reservado exclusiva-
mente a esclavos fugitivos y se accedía a él después de haber dado muerte en combate
singular al sacerdote anterior. Este santuario aricino era un centro de culto matro-
na!, y en su festividad del 13 de agosto hacia allí se dirigían las mujeres en una proce-
sión nocturna para agradecer a la diosa sus beneficios. Un depósito votivo encontra-

413
do en el lugar confirma esta función, ya que proporciona modelos en arcilla de
órganos sexuales e imágenes de mujeres con niños; entre el material recuperado se
encuentran también estatuillas de ciervos y animales domésticos, que indican la ca-
racterización de Diana como diosa de la caza, pero también propiciadora de la fertili-
dad en general. Junto a estos aspectos, la Diana de Nemi adquirió asimismo una im-
portante función política, pues su santuario se convirtió en centro de reunión federal
de los latinos. La construcción en Roma del templo de Diana sobre el A ven tino qui-
zá responda fundamentalmente a esta misma causa, es decir al intento de Roma por
presentarse ante los latinos como una ciudad con pretensiones de hegemonía, y para
lo cual crea un culto, cuya festividad coincidía en el calendario con el de Nemi, en
clara competencia con este último. Sin abandonar sus funciones matronales y curo-
tróficas, la Diana aventina adquiere, pues, desde el mismo momento de su creación
un carácter fuertemente político, que incluso le lleva más allá al vincularse a la Arte-
mis griega de Efeso, cuya extensión por Occidente alcanza en estos momentos una
gran intensidad de la mano de la colonización focense. Precisamente la principal de
estas colonias, Massalia, mantenía desde su fundación unas relaciones muy intensas
con Roma y en su templo principal, dedicado a Artemis, se encontraba una repro-
ducción de la estatua efesia, iconografía que pasó a la imagen cultual de la Diana ro-
mana (Estrabón, IV, 1.5). Por último, esta diosa tenía un vínculo muy estrecho con
los esclavos, que hicieron de su festividad su propio día (dies seroorum), y su templo se
convirtió en un lugar de asilo, aunque probablemente se trate de una caracterización
más tardía, derivada del pretendido origen servil del rey Servio Tulio. Además, en
época arcaica la esclavitud apenas tenía importancia.

Los SACERDOCIOS

Como su mismo nombre indica, el sacerdos (palabra formada por sacer, «sagrado»,
y el verbo dare, «dan>) es aquel que «proporciona lo sagrado». Es en consecuencia el
único competente para comunicar con el orden divino, fenómeno que hay que en-
tender exclusivamente en un sentido unívoco, pero no recíproco. Cuando los dioses
desean dirigirse a los hombres, no lo hacen a través de sus representantes oficiales,
sino que eligen a cualquier individuo sin ninguna relación directa con ellos, como el
mismo Cicerón reconoce no sin cierta sorpresa (Sobre la natura/ez¡¡ de los dioses 111, 5),
aunque en un segundo momento intervengan sacerdotes especializados para inter-
pretar esos signos enviados por la divinidad.
También en la esfera sacerdotal se manifiesta esa concepción pública que presen-
ta la religión romana. El sacerdote es el representante religioso de la comunidad, el
encargado por el Estado para cumplir personalmente los ritos pertinentes o vigilar
por su estricto cumplimiento, habida cuenta además del alto grado de ritualismo que
alcanzó a tener la religión romana. Esta capacitación, demostrada en cada uno de sus
gestos y de sus palabras, le permitía garantizar que la atención y la eficacia de los po-
deres divinos se concentraban sobre la ciudad para guiar sus destinos y asegurar su
perennidad.
Pero a pesar de tan altas funciones, los sacerdotes, salvo algunos casos muy espe-
ciales, vivían por completo en el mundo, no constituían castas cerradas y margina-
das. Como cualquier otro ciudadano, el sacerdote debe cumplir asimismo con sus

414
obligaciones cívicas. Tan sólo en contadas ocasiones se le imponen ciertas trabas
para que las ambiciones mundanas no interfieran muy directamente en su comporta-
miento religioso, pero no dejan de ser excepcionales. Sacerdocio y magistratura son
dos situaciones perfectamente compatibles en una misma persona, incluso en los es-
calones más elevados de una y otra esfera, como eran durante la República el pontifi-
cado máximo y el consulado. En cuanto a su vida privada, el sacerdote actúa por re-
gla general como un ciudadano normal, incluso debe pagar impuestos, pues tan sólo
se les eximía de ellos en los años de prosperidad financiera por parte del Estado, que
concedía tal privilegio en virtud del prestigio del sacerdote, pero no por una norma
legal. El sacerdote puede y debe casarse. Ciertamente las vestales debían mantenerse
vírgenes, como en seguida veremos, pero en el extremo opuesto nos encontramos
con algunos sacerdocios que requieren la participación de la pareja, como el caso del
flamen Dialis y la flaminica y, ya en época republicana, el del rex sacrorum y la regina,
aunque estos últimos verdaderamente repetían operaciones que durante la monar-
quía competían al rey político y a la reina. Hasta tal punto puede llegar esta conjun-
ción litúrgica entre el sacerdote y su esposa, que si moría la flaminica, el flamen tenía
que renunciar al sacerdocio y convertirse en un privado. Además los hijos de este
matrimonio servían asimismo en actos cultuales como asistentes.
A continuación, vamos a fijarnos en las características de los principales sacerdo-
cios, pero no de todos sino tan sólo de aquellos que nacieron en época arcaica. Res-
pecto al rey, las importantes funciones de culto que desempeñaba, fueron en gran
parte asumidas por el rex sacrorum cuando se introdujo la República, por lo que de él
se hablará más adelante. Nosotros nos limitaremos aquí a los llamados sacerdocios
numaicos (pontífices, augures, feciales, flamines, salios y vestales) y a otras corpora-
ciones menos importantes pero de gran antigüedad, como la de los arvales.

Pontífices

Se trata sin duda del sacerdocio de mayor importancia, sobre todo a partir de la
instauración del régimen republicano. Los pontífices constituían un colegio sacer-
dotal, formado en origen quizá por tres miembros, aunque las informaciones al res-
pecto son bastante contradictorias, número que con posterioridad fue incrementado
hasta alcanzar a finales de la República un total de quince, ayudados por otros tres de
inferior categoría denominados pontífices minores. Uno de ellos gozaba de una posición
superior, el pontifex maximus, hasta el punto que puede pensarse que los demás eran
como una prolongación de su propia figura. Esta superioridad de los pontífices vie-
ne ante todo denunciada por el significado de la palabra pontifex, ya discutido desde la
antigüedad. Entre todas las etimologías propuestas, la crítica moderna parece en ge-
neral admitir una derivación a partir de pons y Jacere, siguiendo una tendencia ya co-
nocida por los antiguos que lo ponían en relación con la construcción y conserva-
ción de los primitivos puentes de madera (Varrón, Sobre la lengua latina V, 83); sin em-
bargo, el significado del término pons no parece que deba referirse a ningún hecho
material, pese a las relaciones que existían entre el puente Sublicio de Roma, cons-
truido sin elementos de hierro, y los pontífices, pues en otras ciudades del Lacio hay
constancia de estos sacerdotes pero no de puentes de tales características. Probable-
mente la palabra contiene el antiguo valor indoeuropeo de «camino», «VÍa», etimolo-

415
gía que concuerda con la de rex, término que deriva de la raíz indoeuropea reg- y cuyo
significado indica una operación de fuerte carácter mágico-religioso, tratándose en
definitiva de marcar la línea, la vía a seguir. Por esta razón, algunos piensan que con
anterioridad a la institución de la monarquía, los primitivos latinos estaban regidos
por el pontífice, lo cual sin embargo parece muy poco probable, puesto que la realeza
se sitúa en los mismos orígenes de la civilización latina.
En la época arcaica, el pontífice máximo aparece sobre todo como el segundo
por detrás del rey para todas las cuestiones relativas a la organización de la religión
pública. Ahora bien, fue con la llegada del régimen republicano cuando el pontífice
alcanzó una posición de privilegio, pues si bien la realeza se mantuvo relegada al or-
den sacerdotal, fue el pontífice el que heredó la mayor parte de las funciones sagra-
das que previamente había desempeñado el rey. Los pontífices tienen como obliga-
ción principal la supervisión de la religión pública en cualquiera de sus manifesta-
ciones: son ellos los que asisten técnicamente al magistrado cuando éste actúa como
representante de la comunidad ante los dioses, también los que se encargan del cum-
plimiento del culto en aquellos templos o festividades que no tienen unos sacerdotes
propios. Son depositarios e intérpretes de las tradiciones y del derecho divino, con-
servando las fórmulas y los rituales y velando por su pureza. Sus funciones van más
allá del ámbito meramente religioso, convirtiéndose en guías de la comunidad. Así,
poseen el conocimiento de las fórmulas que permiten iniciar una acción judicial, ha-
bida cuenta que el derecho se encuentra fuertemente imbuido de principios sacros,
pues el proceso de laicización no comenzó verdaderamente sino con la Ley de las XII
tablas a mediados del siglo v a.C. Aun así, eran ellos los que sancionaban solemne-
mente importantes attos jurídicos, como la forma principal de matrimonio (confo-
rreatio), la adopción, el testamento, etc. Disponían de archivos donde guardar todos
sus documentos, que incluían entre otras cosas notas de jurisprudencia e incluso los
primeros registros históricos que conoció Roma, los Annales Maximi, redactados en
forma telegráfica con los acontecimientos más importantes de cada año.
El pontífice máximo gozaba de las mayores facultades específicas de su cargo.
Heredero religioso del monarca, asumió competencias sobre el calendario, así como
la disciplina sacerdotal y el nombramiento de algunos cargos sacerdotales, como el
flameo Dialis. Gran importancia tiene la tutela que ejerce sobre las vestales, siendo el
pontífice máximo el que tenía capacidad para elegirlas y el que podía castigarlas, lo
mismo que antes había sido competencia del rey. Por ello mismo, la Regia pasa en la
República a ser patrimonio religioso del pontífice y el único que podía sacrificar en
su interior. La faceta profana de estos sacerdotes alcanza en el pontífice máximo su
expresión culminante, hasta el punto de que llega a representar un caso límite entre
magistratura y sacerdocio. Disponía de algunos de los poderes fundamentales del
magistrado, como el auspicium, o facultad para consultar a los dioses en relación con
un acto público, y quizá también el imperium, o autoridad suprema de mando; tenía
derecho a algunos de los símbolos externos del poder civil, como la toga praetexta, y el
ser acompañado por lictores. Su insignia más representativa era la do/abra, una espe-
cie de hacha de origen muy antiguo que refuerza esta faceta de poder civil que deten-
ta el pontífice.

416
Augures

Es el otro gran colegio sacerdotal de importancia pública, al tener como misión


fundamental la consulta de los auspicios en nombre de la ciudad, y de ahí el nombre
oficial que tenía la corporación, augures publici populi Romani quiritium. Su número ori-
ginario era tres y se elegían por cooptación, igual que los pontífices; los miembros
del colegio estaban siempre en relación con las tres tribus «romúleas» de los Ramnes,
los Tities y los Luceres, y por tanto su incremento era proporcional a las mismas
(6, 9, 15), hasta que en época de César se estabilizó en 16.
Los augures eran expertos en la ciencia que interpretaba la voluntad divina, pero
también poseían la facultad para atraer sobre personas y cosas una fuerza sobrenatu-
ral. El término augur procede de la raíz auc- que tiene el valor de «aumentar», «incre-
mentan>, y de donde derivan también otras palabras de la terminología política ro-
mana, como auctoritas y augustus. En este caso, el augur es entonces aquel que procura
el aumento, es decir, que mediante una acción ritual confiere a la persona o cosa ob-
jeto del rito un poder místico que predispone a la divinidad a su favor. Este acto ri-
tual recibe el nombre de inauguratio y se aplicaba a campos muy diversos, como la in-
vestidura de determinados sacerdocios y la legitimación religiosa y política de tem-
plos y algunos locales; también la ciudad era sometida a una inauguración ritual.
.\hora bien, quizá la aplicación más importante de este rito, durante la época arcaica
que ahora más nos interesa, fuese a propósito de la investidura del rey. Una vez que
éste había obtenido la aprobación popular (/ex curiata de imperio) y la confirmación
(auctoritas) del Senado, se procedía a la investidura, que comprendía dos ritos prota-
gonizados ambos por el augur. El primero era la auspicatio, es decir, la observación del
vuelo de las aves y otros signos que enviaba la divinidad, la cual manifestaba su con-
formidad con el acto que se iba a realizar; el segundo rito era una operación augural,
la inauguratio, mediante la cual el augur concentraba en sí y transmitía al rey la fuerza
sobrenatural que le permitiría gobernar de acuerdo con la divinidad.
La técnica empleada era la siguiente. El augur se situaba por lo general en un lu-
gar elevado, desde donde se obtenía una buena visión. En Roma existían varios de
estos centros augurales, como el Auguratorium del Palatino, vinculado a la leyenda de
la fundación de Roma, pues fue allí donde Rómulo observó los signos divinos, y so-
bre todo el Auguraculum del Arx, en el Capitolio, que a partir del siglo VI a.C. se con-
"\""irtió en el principal lugar de observación para los augures. La primera operación
consistía en la delimitación del espacio sagrado, para lo cual el augur trazaba con su
bastón ritual, el lituus, un rectángulo imaginario en la bóveda celeste, llamado tem-
piam, cuyo centro geométrico coincidía con la situación del sacerdote, quien miraba
normalmente al sur (en ocasiones también al este). Entonces se procedía a la obser-
~ión de los signos, por lo general el vuelo de las aves, y se tenían por favorables to-
dos aquellos que procedían de la izquierda. Pero también se tenían en cuenta otros
factores, como las especies de aves que observaba, las características de su vuelo, los
!IOilidos que emitían, su número, y todo ello servía al augur para determinar cuál era
b "\""Oluntad divina a propósito de la cuestión que se consultaba.
Los augures constituían un collegium en el sentido estricto del término, es decir to-
dos sus miembros eran iguales y cada uno de ellos poseía todo el valor de su conocí-

417
miento, al contrario de lo que ocurría en el colegio pontifical. Sin embargo, convie-
ne hacer una salvedad, pues en la primera etapa de la monarquía los reyes gozaban de
la cualidad de los augures pero sin pertenecer al colegio. En efecto, los más antiguos
reyes latinos poseían el conocimiento de la ciencia augural e incluso Rómulo y Remo
actuaron como augures en su disputa cuando la fundación de Roma. El rey de la pri-
mera etapa de la monarquía romana era augur y se le califica como optimus augur, esto
es, el más capacitado entre todos los augures, y prueba de ello es el símbolo de su po-
der, que no es otro que un lituus. A partir de Tarquinio Prisco la concepción de la
monarquía cambia y el rey pierde sus facultades augurales, situación que heredarán
los magistrados republicanos. El colegio de los augures adquiere entonces un prota-
gonismo muy destacado en la vida política, pues sus componentes gozan de una posi-
ción autónoma frente al rey y a los magistrados, con los cuales se enfrenta alcanzan-
do siempre el éxito, pues uno y otros tienen que someterse a sus dictámenes.

Flamines
Los flamines son sacerdotes especializados en el culto a una divinidad concreta,
es decir no constituyen un colegio ni ningún otro tipo de asociación o cofradía sacer-
dotal. Cada uno de ellos es completamente autónomo respecto a los demás, actúa en
solitario y dedica sus actos a un dios particular, y ésta es precisamente su característi-
ca más sobresaliente. Existían quince jlamonia, tres mayores y doce menores. Aunque
la creación de todos ellos es atribuida por la tradición a Numa Pompilio, tan sólo la
de los mayores puede ser aceptada, pues los menores debieron aparecer en épocas
posteriores. Naturalmente son los primeros los que tuvieron una mayor importancia
y de los que se posee mayor cantidad de información: sus denominaciones oficiales
eran Dialis, por estar dedicado a Júpiter, Martialis a Marte y Quirinalis a Quirino.
Según Tito Livio (120.2), Numa creó los flamines para que los deberes religiosos
del rey no fuesen nunca abandonados por el cumplimiento de sus otras obligaciones.
De esta manera, estos sacerdotes asumieron sobre sus personas los tabúes e incompa-
tibilidades que presentaba la institución monárquica, derivadas de la necesidad de
atender simultáneamente las funciones política, militar y religiosa. Ahora bien, de
los tres flamines fue el Dialis el que cargó con la mayor parte de las mismas, hasta el
punto que aparece como un verdadero «doble» del rey. Así se aprecia en sus deberes
rituales, que en general difieren poco de los del monarca, y prueba de la estrecha re-
lación entre ambos está en la coincidencia en determinados símbolos. Sin embargo,
es en sus prohibiciones, en sus caerimoniae, donde reside la personalidad de este sacer-
docio y le diferencia del rey.
Si con anterioridad se ha dicho que el sacerdote romano es más un ciudadano
que una persona dedicada a la divinidad, en el caso del flameo Dialis se rompe por
completo esta afirmación, puesto que en él se puede entrever un estadio muy antiguo
del pensamiento religioso, cuando el sacerdote se presenta como un concentrado de
fuerzas sagradas. Estas características se reflejan en los tabúes a que estaba sometido,
de los cuales da cuenta Aulo Gelio en un texto, que pese a su longitud, conviene re-
cordar:

Para el flameo Dialis es un sacrilegio montar a caballo, así como ver... el ejército
bajo las armas. Así se explica que muy raramente un flamen Dialis fuese cónsul, pues

418
r

las guerras eran dirigidas por los cónsules. No tiene derecho a pronunciar un jura-
mento, ni a llevar un anillo, a no ser que esté partido y sin piedras. No puede llevar
el fuego fuera de su casa, salvo para un uso religioso. Si un hombre encadenado entra
en su casa hay que soltarle y sacar sus ataduras por el impiuvium, hacia el tejado, y des-
de ahí arrojarlas a la calle. El flamen no lleva nudo alguno en su apex [gorro ritual
terminado en punta], ni en su cinturón, ni en ninguna parte de sus vestiduras. Si al-
guien es conducido para ser azotado y se echa a sus pies como un suplicante, será una
impiedad golpearle ese día. Los cabellos del flamen no pueden ser cortados más que
por un hombre libre. No puede tocar una cabra, ni carne cruda, ni hiedra, ni haba, y
ni siquiera pronunciar su nombre. No puede pasar bajo una parra. Las patas de su
cama deben estar embadurnadas con una fina capa de barro. No debe pasar más de
tres noches seguidas fuera de esta cama y ningún otro tiene derecho a acostarse en
ella. A sus pies debe haber una caja con dulces y tortas rituales. Sus uñas y cabellos
cortados deben enterrarse bajo un arborftiix. Para él cada día es de fiesta religiosa. No
pueden salir al aire libre sin la cabeza cubierta con su gorro y no hace mucho tiempo
que los pontífices les han permitido estar en lugar cubierto con la cabeza desnuda...
No puede tocar la harina mezclada con levadura. No se quita la ropa interior más
que en lugares cubiertos para no estar desnudo al aire libre, bajo las miradas de Júpi-
ter. En los banquetes sólo el rtx sacrorum está por delante de él. Cuando pierde a su
mujer, tiene que abandonar su sacerdocio, y su matrimonio no puede ser roto más
que por la muerte. Jamás entra en un lugar donde se quema a los muertos y nunca
toca un cadáver, pero puede participar en un funeral (Noches áticas X, 15).

También la flaminica, la esposa del flamen Dialis, se ve sometida a similares


prescripciones, debiendo además observar algunas que le son particulares. Muchas
de estas prohibiciones pueden tener una interpretación coherente con el sistema reli-
gioso romano, pero otras eran inexplicables ya para los antiguos, reducto en definiti-
va de unas costumbres de gran antigüedad y cuyo recuerdo se perdió para siempre.
Pese al prestigio que poseían los titulares de este sacerdocio, no deja de ser cierto que
cada vez eran menos los candidatos a ocuparlo, pues conforme se olvidaba el sentido
de las prohibiciones, menos disposición había para soportarlas. Además se exigía
como requisito que el sacerdote y su esposa fuesen hijos nacidos de un matrimonio
unido por la confarreatio, y que ellos mismos también estuviesen unidos por un matri-
monio de estas características, lo que todavía complicaba más la sucesión del sacer-
docio. Muchas veces el pontífice máximo, encargado del nombramiento, designaba
en contra del deseo del afectado, y a finales de la República era casi imposible encon-
trar a quien ocupara el puesto, como recuerda Tácito (Anales IV, 16).
Respecto a los otros flamines mayores, la información disponible es muy escasa.
Sin duda alguna, en origen también debieron estar muy próximos al rey, aunque en
una posición secundaria por detrás del Dialis; de la misma manera, el Martialis y el
Quirinalis se veían también sometidos a determinadas prescripciones, pero que en
ningún momento llegaban al ritualismo del Dialis. Todos ellos utilizaban la misma
vestimenta, se veían determinados por la confarreatio y no debían abandonar Roma
durante más de una noche. Se sabe que el flamen Martialis sacrificaba en el ritual del
Equus October, mientras que el Quirinalis participaba activamente en algunas festi-
vidades de carácter agrario y aparece asimismo estrechamente vinculado a las vesta-
les. Los tres flamines mayores oficiaban conjuntamente sólo en ocasión del sacrificio
a Fides.
Sobre los flamines menores las informaciones son escasísimas, comenzando por

419
el desconocimiento que se tiene de algunos. Las fuentes mencionan a la mayoría
(Volturnalis, Palatualis, Furrinalis, Floralis, Falacer, Pomonalis, Carmentalis, Por-
tunalis, Volcanalis), pero pronto cayeron en el olvido. De algunos se sabe tan sólo
que participaban en determinadas fiestas y que cada uno de ellos estaba vinculado a
una divinidad específica. Con este mismo título se conoce al sacerdote sacrificador
de cada una de las curias, el jlamen curialis.

Fetiales

Son los sacerdotes encargados de las relaciones de Roma con el exterior, sobre
todo por lo que hace referencia a la declaración de guerra y al tratado de paz. Son los
depositarios del ius fttiale, es decir, un conjunto de normas de derecho sacro que ase-
guran el consentimiento de los dioses en las actuaciones del Estado romano más allá
de sus fronteras. De aquí surge el concepto de «guerra justa y santa)), iustum piumque be-
1/um, en virtud de la cual las campañas romanas de conquista eran consideradas como
acciones de legítima defensa y por tanto sancionadas por la divinidad. Los feciales
eran por consiguiente quienes mediante el cumplimiento de determinados rituales,
certificaban estos objetivos.
Los feciales eran veinte, pero esta cantidad necesariamente corresponde a una
época bastante avanzada. Es probable que en origen fuesen solamente tres, pues tal
era el número de las comisiones senatoriales formadas por legati que durante la Repú-
blica fueron poco a poco sustituyendo a los feciales en algunas de sus competencias
tradicionales. De todas maneras tan sólo se conocen dos, que parecen haber desem-
peñado un papel más destacado: se trata del verbenarius, así llamado por una hierba
que recogía, y del pater patratus, llamado también en ocasiones princeps fttialium por la
función dirigente que desempeñaba en el seno de esta corporación sacerdotal.
La tradición atribuye la creación de los feciales a Numa, pero uno de las funcio-
nes más importantes que cumplían, el ritual de declaración de guerra y en general
todo la fttialis religio, se dice que fue introducida en Roma por el rey Anco Marcio,
quien la tomó prestada del pueblo itálico de los equícolas. El ritual consistía en lo si-
guiente. La primera operación era la recogida, con el consentimiento del rey, de las
hierbas sagradas (sagmen, verbena) en el Capitolio, que eran custodiadas por el verbena-
rius. Estas hierbas, que debían ser arrancadas con la raíz e incluso con terrones pega-
dos, simbolizan el suelo romano que los feciales llevan consigo al país enemigo,
como dando a entender que no llegan a salir del territorio romano. Cuando alcanzan
las fronteras de este último y antes de penetrar en el de la ciudad enemiga, los feciales
pronuncian las siguientes invocaciones, cuyo texto nos ha conservado Tito Livio:

Una vez que llega a las fronteras del país al cual dirige la reclamación, el enviado
se cubre la cabeza con elfilum (un velo de lana) y dice: «Escucha, Júpiter; escuchad,
fronteras de tal o cual pueblo (aquí lo nombra), y que también me escuche el Fas (de-
recho sagrado). Yo soy el representante oficial del pueblo romano; vengo encargado
de una misión justa y santa; que se tenga fe en mis palabras». Expone sus quejas y
toma a Júpiter por testigo: «Si reclamo que me sean confiadas como propiedad del
pueblo romano aquellas personas y cosas contrariamente al derecho humano y divi-
nos, no permitas que vuelva a ver mi patria.» Recita esta fórmula franqueando las
fronteras, se la repite al primer hombre que encuentra, la repite entrando en la ciu-

420
r
'

dad, la repite penetrando en el foro, con algunas ligeras modificaciones en la invo-


cación y en la fórmula del juramento (I, 32, 6-8).

A continuación, el fecial expone sus reclamaciones ante los representantes polí-


ticos de la ciudad enemiga, concediéndoles un plazo de treinta días. Si al cabo de este
tiempo las quejas no son satisfechas, entonces se procede a la declaración formal de
la guerra, en la que el feciallanza sobre el territorio enemigo la llamada hasta sanguinea
praeusta, esto es, una lanza de madera, sin inclusión de metal, con la punta endurecida
al fuego.
La conclusión de los tratados de paz estaba acompañada de rituales asimismo
muy precisos y detallados. Estos tratados requerían una sanción divina, y era por
tanto obligación de los feciales procurar que así se cumpliera. Una vez que los diplo-
máticos habían llegado a un acuerdo sobre las cláusulas del tratado, se procedía a la
sanción religiosa, en la que el pater patratus ocupaba de nuevo una posición de prota-
gonista. Tito Livio proporciona una vez más la fórmula utilizada, esta vez aplicada a
la paz que siguió a la victoria de Roma sobre Alba Langa durante el reinado de Tulo
Hostilio:

[El pater patratus] recita a este efecto una texto complicado, una larga fórmula ju-
rídica que es inútil reproducir aquí. A continuación da lectura a las cláusulas del tra-
tado y añade: «Escucha, Júpiter; escucha, pater patratus de Alba; escucha también,
pueblo albano. Estas cláusulas, tales como han sido leídas en alta voz, de principio a
final, según estas tablillas de cera, sin mala fe, y tales como en este lugar y en este día
han sido claramente comprendidas, el pueblo romano jamás será el primero en sepa-
rarse de ellas. Si así fuese por una decisión oficial o por mala fe, entonces ese día, tú,
Júpiter, golpea al pueblo romano como yo voy a golpear a este cerdo en este lugar y
en este día, y que el golpe sea tanto más violento conforme a tu mayor fuerza y poder
(1, 24, 6-8).

El cerdo era sacrificado con un cuchillo de sílex que se guardaba en el templo de


Júpiter Feretrio, quien como vemos era invocado como garantía del tratado. Según
otra fórmula, transmitida por Polibio (III, 25, 6-9), el feciallanzaba una piedra acep-
tando que si faltaba al juramento, aceptaba caer como ella.

Vestales

Era el único sacerdocio estrictamente femenino de Roma, si excluimos a aquellas


otras sacerdotisas que lo son en virtud de su matrimonio, bien con el rex sacrorum o
bien con el flamen Dialis. Su existencia es por otra parte algo muy peculiar de la civi-
lización religiosa latina, no encontrándose nada parecido en otras culturas del mun-
do clásico. El nombre oficial de estas sacerdotisas era el de virgines Vestales, y estaban
presididas por la virgo maxima. Eran seis en número desde comienzos el siglo VI a.C.,
pero es probable que originariamente fuesen tres, reclutadas en relación a las tres tribus
«romúleas», según parece desprenderse de un paso del gramático Festo (468L).

¡ Las vest~les y su actividad religiosa representan el hogar comunal, surgiendo de


la transposición de elementos que originariamente eran exclusivos del ámbito do-
méstico a un nivel que ya afecta a toda la comunidad. Así, la forma redonda del pro-

421
pio templo de V esta no parece sino un reflejo de la antigua cabaña como morada fa-
miliar; la elaboración de ciertas sustancias rituales, como en seguida veremos, y el
mantenimiento del fuego, no son sino la sacralización de funciones que realizaban
las mujeres en sus casas; de la misma manera hay que comprender su participación
en rituales de fertilidad, pese a ser vírgenes, y sobre todo su estrecha vinculación con
el rey, considerado como padre de toda la comunidad romana: a este respecto con-
viene recordar la ya mencionada proximidad topográfica entre la Regia y el complejo
religioso de V esta.
Las vestales eran reclutadas por el monarca, y en época republicana por el pontí-
fice máximo, entre las niñas con una edad comprendida entre los seis y los diez años
y permanecían consagradas durante treinta años, al cabo de los cuales regresaban a la
vida laica. Esta captatio implicaba que la nueva vestal salía del entorno familiar, esca-
paba a la patria potestas, y al mismo tiempo adquiría plena capacidad para testar, ac-
ciones ambas que estaban negadas a la mujer; pero no se trataba de una total libertad
jurídica, pues entraban en la tutela del rey o del pontífice máximo.
Las vestales debían permanecer vírgenes durante todo el tiempo que estaban al
servicio de la diosa. La violación de este sagrado principio traía consigo la muerte.
La pena que se imponía a las vestales impuras debió variar con el paso del tiempo.
En un principio es probable que el castigo fuese la flagelación, que luego quedaría
reservada para las faltas menores, o la inmersión en el Tíber, pero a partir del rey
Tarquinio Prisco, cuando se llevó a cabo una reorganización en este sacerdocio, se
introdujo el castigo que ya permaneció inalterable: el enterramiento en vida. Se trata
sin duda de uno de los espectáculos más macabros de todo cuanto se conoce de la an-

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Casa de las Vestales: 1.• fase (A: republicana y protoimperial) y 2.• fase (neroniana).

422
tigua Roma. Una vez confirmada la sentencia de incestum, la vestal condenada era
conducida en el interior de una litera, cerrada a la vista exterior, en una triste proce-
sión desde la Regia, donde se había celebrado el proceso, a través del Foro hasta la
puerta Collina, en cuyas inmediaciones se encontraba el Campus Sceleratus. En tan
siniestro lugar, en el agger situado junto a los muros de la ciudad, se abría una cavidad
en la que se depositaban algunos muebles, una lámpara y alimentos; allí se introducía
a la vestal y a continuación se cerraba y se cubría con tierra, muriendo la desgraciada
por axfisia o por hambre. Por su parte, aquel que tanto había contribuido a que la
vestal perdiera su virginidad, era azotado en el Comicio hasta producir su muerte.
La principal función de las vestales era el mantenimiento del fuego sagrado, y si
éste se apagaba había que encenderlo de nuevo pero de forma ritual, es decir, frotan-
do dos trozos de madera procedentes de un arbor felix. Además, las vestales todos los
días invocaban a los dioses por la salud de Roma, oraciones sin las cuales la ciudad
no podría subsistir, si hacemos caso de Cicerón (Pro Fonteyo, 17); en el mismo sentido
hay que considerar una misteriosa y antigua frase que las vestales dirigían frecuente-
mente al rey: << Vigilasne, rex? Vigilab> (Servio, Comentario a la Eneida X, 228). Las vesta-
les preparaban también sustancias que se utilizaban en los sacrificios, como el muries
y la mola salsa, y el suffimen empleado en la festividad de las Parilia. Estas sacerdotisas
representan pues la pureza en su más alto grado al tener que mantener intacta su vir-
ginidad, pero ello y en clara evidencia de ambigüedad, lo que por otra parte no es ex-
traño en la concepción religiosa romana, no les impedía participar en celebraciones
de carácter agrario y de fecundidad, como las Parilia y las Opiconsivia y sobre todo
en el ritual de Bona Dea, donde probablemente se desarrollaban escenas orgiásticas;
en similar sentido cabe entonces explicarse que entre los objetos celosamente guarda-
dos en el templo de V esta se encontraba el fascinus, un símbolo fálico que se exponía
en ocasión del triunfo acoplado al carro del triunfador.

Salii

Los salios era una cofradía sacerdotal constituida por doce miembros, creada se-
gún se decía por Numa en honor de Marte. Años más tarde, durante el reinado de
Tulo Hostilio, fue instituida una segunda cofradía saliar, esta vez para el servicio del
Quirino, cuyos miembros recibieron el nombre de Salii Agonales o Collini, nombre este
último en razón a la zona de Roma donde se localizaba su sede, mientras que los pri-
meros, con el fin de diferenciarse de estos últimos, fueron llamados Salii Palatini, ya
que tenían su centro en el Palatino. Aquí, en la Curia Saliorum, se guardaban algu-
nos objetos sacros de gran valor, como ellituus que se supone había utilizado Rómulo
y una estatua de Marte armado de una lanza; por su parte, los Collini disponían tam-
bién de una sede donde conservaban unos libros rituales.
Se trata de un sacerdocio de carácter militar, distinguiéndose entre ellos dos cate-
gorías de seniores y de iuniores, idéntica estructura que desde la reforma serviana existía
en el ejército romano. Estaba presidido por un magister, quien a su vez se veía auxilia-
do por un praesul, que dirigía la danza, y por un vates, que entonaba el canto, activida-
das ambas fundamentales en los rituales de los salios. Su atuendo era el típico de un
soldado: una túnica corta de color rojo, una coraza metálica sobre ella y un yelmo,
también de metal, con un ápex; el armamento estaba constituido por un escudo hilo-

423
bulado en forma de «8» llamado ancile, una lanza y una espada. Según la tradición, un
día cayó del cielo un escudo de estas características y Numa encargó al herrero Ma-
murio Veturio la fabricación de otros once, para que de esta forma no se conociera el
auténtico y evitar que fuese robado, ya que inmediatamente se convirtió en uno de
los talismanes que garantizaban la potencia de Roma.
La actividad religiosa de los salios ocupaba principalmente el mes de marzo,
como preparación ritual a la campaña militar. Era entonces cuando se movían los
escudos (ancilia movere) de su sitio y se paseaban por toda la ciudad en procesión, en la
cual los salios danzaban y cantaban sus himnos. Este rito lo hacían los días 1, 9, 14,
19 y 23 de marzo y el 24 asistían a un sacrificio realizado por el rex en el Comicio. En
el otoño volvían a aparecer los salios participando en la celebración del Armilus-
trium en el Aventino: estos ritos se conocían también como ancilia condere, es decir,
los escudos se guardaban, señalando con ello de forma simbólica el fin de la campaña
militar.
Un elemento característico de los rituales de los salios está definido por la danza.
Dos términos se emplean para designarla, saltatio y tripudium. Este último indica que
las evoluciones que hacían estos sacerdotes seguían un ritmo ternario, cadencia se-
mejante a la que llevaban los sonidos rítmicos que producían al golpear sobre el escu-
do y a la de los himnos que cantaban. Estos últimos recibían el nombre de carmen sa-
liare y consistían en unas invocaciones, en un latín muy arcaico, dirigidas a distintos
dioses, sobre todo a Marte,Jano y Júpiter, así como a Mamurio Veturio, nombre que
por otra parte parece esconder una reduplicación del de Marte. La saltatio debía ser,
por el contrario, una danza más brusca en cuanto a sus movimientos, en la que estos
sacerdotes efectuaban saltos rápidos quizá al estilo de una danza armada. Los salios
no ejecutaban sus movimientos libremente, sino que repetían los que realizaba el
praesul, y de ahí los términos de amptruare y redemptruare con los que se designaba res-
pectivamente los movimientos de uno y de los otros.

Las sodalitates. Los fratres arvales

Los salios, y según algunos también los feciales, responden al concepto de soda/i-
tas, esto es, un sacerdocio para el que se invoca un antiquísimo origen y cuyos ritua-
les se enmarcan en un contexto muy primitivo. En su origen solían ajustarse a una
organización de tipo gentilicio y por tanto sus miembros no eran elegidos sino que
pertenecían a un clan en concreto. El número de doce se repite casi sistemáticamen-
te en la composición de estas cofradías. Su intervención en el culto es muy puntual y
tenía lugar en momentos muy concretos del año, pero alcanzaban tal consideración
debido a su enorme antigüedad, que sus técnicas no podían desaparecer sin que toda
la comunidad sufriera duramente sus consecuencias.
Entre estas sodalitates se encontraban los lupercos, ya mencionados, que cumplían
ese ritual purificatorio en el mes de febrero y cuyos efectos se extendieron también al
ámbito calendarial, ya que su acción purificaba el año que comenzaba en el inmedia-
to mes de marzo, fecha de inicio del calendario en la Roma arcaica. Los salios, como
acabamos de ver, también tenían un papel muy concreto, limitado a la función mili-
tar, con una intervención centrada mayoritariamente en los rituales de apertura de la
campaña militar durante el mes de marzo. Otra cofradía de estas características esta-

424
ba formada por los Soda/es Titii, instituidos según la tradición por Tito Tacio, efímero
colega de Rómulo en el trono romano, para encargarse de los cultos sabinos que él
había introducido en Roma. Se desconoce por completo cuál era la actividad de estos
sacerdotes, pero su existencia está documentada hasta la época imperial, una vez que
Augusto se preocupó por restaurarlo según los criterios de su política religiosa.
Más información se dispone sobre los .fratres arvales, cuya acción se enmarca en el
ámbito de los rituales agrarios. Se trata de un sacerdocio de gran antigüedad, pero
nosotros lo conocemos a partir de la forma que adoptó tras la restauración de Augus-
to gracias a las excavaciones practicadas en el santuario de Dea Dia, cerca de la loca-
lidad moderna de Magliana, donde se ha recogido una gran cantidad de documenta-
ción epigráfica relativa a la organización y actividad religiosa de este sacerdocio, con
una cronología comprendida entre los años 14 y 241 d.C. Sin embargo, los rituales
de los arvales conservaron elementos de probada antigüedad, como el himno que en-
tonaban, conocido a través de una inscripión del año 218 d.C. y redactado en un la-
tín muy arcaico. Según una variante del mito, Acca Larentia era la mujer de Faustulo
y nodriza de Rómulo y Remo; tenía doce hijos propios y cuando murió uno de ellos,
situó a Rómulo en su lugar y fundó el sacerdocio de los arvales. Se trata sin embargo
de una tradición muy reciente, producto de la propaganda política de Augusto,
quien al restaurar la soda/itas de los arvales, él mismo se incluyó como miembro de la
cofradía ocupando precisamente el puesto doce, esto es, el de Rómulo, identificación
a la que acudía con bastante frecuencia. De todas formas, no puede existir duda algu-
na sobre el antiguo origen de este sacerdocio.
Los ritos de los arvales estaban dedicados a Dea Dia, una antigua divinidad de
carácter agrario y relacionada con Saturno, de la cual sin embargo no se tienen gran-
des noticias al margen de esta relación con los .fratres. Su santuario estaba situado en
el quinto miliario de la Vía Campana, que enlazaba Roma con la desembocadura del
Tíber pero siguiendo la orilla derecha del río, la ripa Veiens. Era aquí donde tenían lu-
gar los rituales en su honor, festividad que no figuraba en el calendario. Ésta se cele-
braba a lo largo de tres días, pero que no eran consecutivos, pues tenían que ser dos
días impares seguidos y el día par que venía inmediatamente, pudiéndose entonces
elegir entre las dos series siguientes, 17, 19 y 20 de mayo o bien 27, 29 y 30 del mis-
mo mes; la decisión era comunicada al pueblo durante los idus de enero por parte del
magister del colegio. Pero antes de esta celebración, a comienzos de la primavera los
arvales se reunían en el bosque sagrado de la diosa para realizar trabajos de limpieza,
labores de desbrozo, retirar los árboles secos y caídos, plantar sus sustitutos, etc. Es-
tas labores se acompañaban de invocaciones que incluían indigitamenta relativas a las
m1smas.
El primer día los sacerdotes, con su vestidura ritual formada por la toga praetexta
y con la cabeza cubierta, se reunían en casa del magister y ofrecían a la diosa incienso y
,·ino; a continuación se bendecían espigas secas y frescas, símbolo respectivamente
del grano viejo y del nuevo todavía sin madurar, cerrándose la jornada con un ban-
quete sagrado y la ofrenda de primicias. Después del día de descanso, la siguiente fase
de la festividad se celebraba en el bosque de la Vía Campana, y comprendía diversos
ntos expiatorios, una comida sacra, una procesión de todos los miembros de la cofra-
día adornados con coronas de espigas, una especie de siega ritual de las primicias, etc.
Entre las operaciones rituales que cumplían se encontraban unas danzas bastante si-
milares al tripudium de los salios, que ejecutaban al mismo tiempo que cantaban sus

425
himnos, en los cuales se invocaba a los Lares, a Marte, a los Semones, a Flora, a ]ano,
a Vesta y a divinidades indeterminadas (sive deus sive dea). El tercer y último día la ce-
lebración retornaba a Roma, a la casa del magister, y con unas operaciones similares a
las del comienzo.
Los rituales de los .fratres aroales tienen como finalidad propiciar el crecimiento es-
tacional de la vegetación, como lo indica la misma denominación de estos sacerdotes
(aroa significa «campos cultivados»). Pero al mismo tiempo pudiera también com-
prender un significado de purificación, o en todo caso de protección del territorio
frente al enemigo exterior. Esta segunda interpretación, que naturalmente no anula
a la primera, se basa en la localización del templo y del bosque consagrados a la Dea
Dia, situados como hemos visto en el quinto miliario de una de las vías que salían de
Roma, por tanto, en una posición coincidente con las otras estaciones que interve-
nían en el ritual purificatorio de las Ambarvalia, cuya fecha de celebración terminó
por ser también contemporánea con la fiesta de los arvales. Sin embargo, justo es
reconocer que se trata de un aspecto muy discutido, lejos todavía de una solución
segura.

EL CALENDARIO

Con anterioridad ya se ha hecho referencia a la importancia del calendario, pero


también a las dudas que suscita la reconstrucción que casi unánimemente propone la
tradición. En efecto, lo que en términos generales se conoce como calendario «pre-
juliano» o <<numaico», es uno de los aspectos más confusos que puede encontrarse en
la historia de las instituciones religiosas romanas. Los antiguos sintetizaban la histo-
ria del calendario en dos grandes hitos, el reinado de Numa y la reforma de César;
previamente al primero y entre uno y otro, la tradición tan sólo conoce intervencio-
nes puntuales que se sitúan durante el reinado de Rómulo, bajo los llamados monar-
cas «etruscos» (Tarquinio Prisco o Servio Tulio) y en diferentes momentos de la Re-
pública (el decénvirato, las leyes Hortensias del año 287, el año 153, etc.). Sin em-
bargo, por lo que a las primeras fases se refiere, nos encontramos ante una recons-
trucción artificial, llena de contradicciones.
El calendario es una institución de singular importancia, el armazón que regula y
armoniza la vida de la comunidad, tanto en las relaciones entre los ciudadanos,
como entre estos y las instancias políticas y por último con la divinidad. Por tanto su
creación necesariamente ha de elevarse a los orígenes mismos de la ciudad, pues ésta
es inconcebible sin un soporte de tales características, y así lo interpretaron los anti-
guos cuando concedieron a Rómulo y sobre todo a Numa un protagonismo indiscu-
tible en la historia del calendario. Un sector de la tradición, tras el año decamensual
existente en época de Rómulo, atribuía a los reyes del siglo VI a.C. la introducción de
un nuevo calendario de doce meses y trescientos cincuenta y cinco días, y la crítica
moderna parece darle la razón: en efecto, este calendario con calendas, nonas e idus y
con su punto de referencia topográfico en el Capitolio, no puede elevarse a una épo-
ca tan antigua, mientras que por el contrario se adapta perfectamente a la Roma de
comienzos del siglo VI a.C.
En el panorama religioso arcaico figura una serie de ceremonias que podríamos
denominar calendariales, que se celebran periódicamente y en las que el rey, o su sus-

426
tituto natural el flamen Dialis, desempeñan el papel de protagonistas: se trata de los
rituales que tenían lugar en las calendas, las nonas, los idus y las nundinas. El día pri-
mero de cada mes, llamado calendas, un pontiftx minor -que en origen sería un cala-
tor- comunicaba al rey la aparición de la luna nueva y éste, reunido el pueblo en la
curia Calabra sobre el Capitolio, anunciaba cuándo serían las nonas, si el quinto o el
séptimo día del mes, para que de esta manera todos los ciudadanos, y especialmente
aquellos que residían en el campo, acudieran a su nueva convocatoria; al mismo
tiempo, la regina sacrificaba en la Regia en honor de Juno. Consecuentemente en las
nonas se celebraba los llamados sacra nonalia, ocasión en la que el rey, situado en el
Arx, comunicaba a todo el pueblo, reunido probablemente a los pies del Capitolio,
las fiestas de ese mes. En los idus (día decimotercero o decimoquinto según el mes)
se celebraba el denominado ovis idulis, esto es el sacrificio de una oveja a Júpiter por
parte del flamen Dialis; el acto final de este ritual tenía lugar en el templo de Júpiter
sobre el Capitolio, pero se iniciaba con una procesión a través de la vía Sacra que
probablemente partía de la Regia. Por último, durante las nundinas, días de mercado
1 que se celebraban de forma periódica, la flaminica sacrificaba en la Regia, mientras
que el rey trataba directamente con los ciudadanos según la costumbre etrusca.
Según se puede observar, en todas estas ceremonias el monarca, así como su en-
torno topográfico más inmediato (Regia, vía Sacra, templo de Júpiter Capitalino),
adquiere una significación de enorme importancia. El rey se convierte en el auténti-
co protagonista del calendario, quien con su actuación asegura el decurso normal del
tiempo. Se presenta por tanto como garante de la estabilidad de la comunidad roma-
na, eslabón imprescindible en la cadena que les vincula a la divinidad. Pero esta fun-
ción no es quizá exclusiva de la monarquía arcaica, sino que probablemente ya la re-
presentaba el rey más antiguo, aquél anterior a la ciudad, cuyo entorno natural eran
las primitivas cabañas, tal como podría deducirse a partir de la festividad del Regifu-
gmm.
Según cuenta Plutarco (Moralia, 279 c-d), el día 24 de febrero y en presencia de
los salios, el rey celebraba un sacrificio en el Comicio e inmediatamente huía del
Foro tan rápido como podía. Éste es el núcleo de la festividad del Regifugium, es de-
cir, «la huida del rey», cuyo significado originario es bastante misterioso. Los roma-
nos de época republicana conmemoraban en este día la supresión de la monarquía,
pero ellos ya habían perdido el recuerdo del valor de la fiesta. En Atenas existía un
ritual hasta cierto punto parecido, pues durante las Buphonia el sacerdote sacrifica-
dor, tras haber dado muerte al toro, salía huyendo. En este caso la huida se explica
por el juicio que a continuación se celebraba para determinar la responsabilidad en la
muerte violenta de la víctima, como ya se ha visto en un capítulo anterior, por lo que
algunos suponen que en Roma el sacrificio que cumplía el rey también debía com-
portar algún sentimiento de culpabilidad. Sin embargo, no parece que sea ésta la di-
rección correcta y la mayor parte de los investigadores se inclinan por ver en el Regi-
fugium una festividad de tipo calendarial. Con anterioridad al siglo n a.C., el año ci-
Yil en Roma comenzaba con el mes de marzo, de manera que el Regifugium, al igual
que los Terminalia del 23 de febrero, eran fiestas celebrativas del final de año. Desde
este punto de vista, la huida del rey simbolizaría entonces el año que termina: como
se ha llegado a decir, el rey no sólo anunciaba el calendario, sino que también lo
\"IVÍa.
Mayores problemas levanta otra festividad paralela a la anterior, las Poplifugia,

427
celebrada el día 5 de julio. Esta última presenta la singularidad de ser la única fiesta
que se celebraba entre las calendas y las nonas del mes. Nuestro desconocimiento so-
bre las Poplifugia es prácticamente total. El término con que se denomina esta fiesta
significa la «huida del pueblo», pero no se sabe en absoluto lo que quiere decir. Los
antiguos daban dos tipos de interpretación, una histórica, según la cual los romanos
habrían abandonado la ciudad ante la presencia de enemigos que varían según las
versiones, y otra mitológica, que explicaba la huida del pueblo como consecuencia
de la misteriosa desaparición de Rómulo.
El calendario se organiza de acuerdo con determinados criterios de eficacia ri-
tual, de forma que, aunque no de una manera rígida, se destaca la aparición de ciclos
que comprenden aquellas festividades dirigidas a un mismo objetivo. Aquí no vamos
a considerar todas estas agrupaciones festivas, pues a algunas de ellas ya se ha hecho
alusión en páginas anteriores y otras serán tratadas en capítulos sucesivos. Por tanto
nos ocuparemos solamente de las fiestas relativas a la agricultura, a la guerra y a la
maternidad.

Los ciclos agrarios

Ciertamente las festividades relativas al campo ocupan en la práctica todo el año,


ya que las faenas agrícolas y en definitiva las preocupaciones del hombre por el ren-
dimiento de la tierra, base de la subsistencia económica de la comunidad, no cesan
en ningún momento. Sin embargo, tales fiestas se agrupan con una mayor intensidad
en dos ciclos, uno en abril y otro en agosto que se duplica en diciembre.
Previamente a las de abril, el calendario agrícola romano comprende otras festi-
vidades en los meses de invierno y en febrero. Las primeras se centran en las Pagana-
lía de enero y las Fornacalia de febrero. Se trata en ambos casos de dos ftriae concepti-
vae, esto es que en origen no tenían un día fijo de celebración, sino que la situación de
éste dependía probablemente de las fases de la luna. Estas festividades no figuraban
en el calendario arcaico, hasta que en época avanzada se atribuyeron a una fecha
concreta. Las Paganalia se incluían entre las ftriae sementivae, es decir, aquellas que se
relacionaban con la siembra, y se celebraban a finales del mes de enero en los pagi o
aldeas que formaban el territorio romano. El ritual consistía en el sacrificio de una
cerda preñada en honor de las diosas Ceres y Tellus, con la finalidad de promover el
crecimiento del grano, cuyos síntomas se notaban con la aparición en las plantas de
los primeros retoños en estos días finales de enero.
Las Fornacalia eran una festividad de febrero cuya celebración tenía que ser ne-
cesariamente anterior al día 17. Era la fiesta de la torrefacción del grano. Consistía
en que el pueblo reunido por curias, que era la más antigua división de la sociedad
romana, procedía en los hornos comunales al tueste del farro procedente de la cose-
cha del año anterior; la fiesta se completaba con sacrificios y libaciones realizadas
con cierta modestia, recuerdo de la antiquísima época a la que se eleva la celebra-
ción. El farro era una variedad de cereal de gran importancia en el Lacio primitivo,
pues hasta el siglo v a.C. constituía la principal especie alimenticia cultivable. Sin
embargo, el farro no podía consumirse inmediatamente a su recolección, por lo que
era almacenado y luego se tostaba para ser utilizado. Desde esta perspectiva, las For-
nacalia se interpretan entonces como una festividad de las primicias y por ello se ce-

428
lebraban en febrero. Por otra parte, su importancia ritual era también muy señalada,
pues con el farro las vestales confeccionaban la mola salsa, sustancia imprescindible
en todos los sacrificios (el verbo immolare, sinónimo de sacrificar, significa precisa-
mente rociar con la mola). En época primitiva esta fiesta tenía gran importancia,
pero con el paso del tiempo, aunque siguió celebrándose con regularidad, su signifi-
cado fue perdiéndose conforme decaía el propio sistema de las curias, y por ello se es-
tableció que el día 17 de febrero, en ocasión de la festividad de las Quirinalia, todos
aquellos que no habían sacrificado en las Fo_rnacalia cumpliesen entonces con su
obligación en la asamblea de todas las curias. Esta es la razón por la que las Quirina-
lia eran también llamadas la «fiesta de los tontos)), porque muchos no sacrificaban
durante las Fornacalia porque desconocían a qué curia pertenecían, prueba palpable
de la decadencia de la organización curiada.
El mes de marzo estaba especialmente consagrado a las festividades guerreras,
como veremos inmediatamente, pero también albergaba alguna fiesta relativa a la
agricultura, en concreto las Liberalia, celebrada el día 17. Estaba dedicada a Líber,
antigua divinidad itálica de la fertilidad que luego sería vinculada aCeres, formando
con ésta y con su paredra Libera lo que se denomina la tríada plebeya. Liber fue tam-
bién asociado al vino, y por tanto identificado con Dionysos. Esta divinidad preten-
día propiciar la fertilidad agrícola y también la humana, y de ahí la presencia del falo
en sus cortejos rústicos. Esta íntima relación con la fecundidad humana convirtió a
Liber en una divinidad con rasgos curotróficos, de forma que era este día cuando el
muchacho tomaba la toga vinlis, es decir, se convertía en un hombre y también en re-
cluta (tiro), capacitado para el servicio de las armas, razón por la cual la fiesta se in-
cluía asimismo en el contexto perteneciente al ciclo de la guerra.
El grupo de abril era el más importante, como ya se ha dicho, y comprendía seis
festividades situadas todas ellas en la segunda quincena del mes: Fordicidia (día 15),
Cerialia (día 19), Parilia (día 21), Vinalia (día 23), Robigalia (día 25) y Floralia
(día 27).
Las Fordicidia eran también una fiesta curial, pues cada curia sacrificaba por se-
parado, mientras que el pontífice lo hacía en el Capitolio por toda la comunidad. El
nombre de la fiesta deriva de farda, que significa vaca preñada, puesto que tal era la
víctima que se sacrificaba en honor de Tellus. En el ritual participaban las vestales,
cuya presidenta recogía las cenizas del feto que era quemado después del sacrificio.
Se trata evidentemente de un ritual de fertilidad, en el que la esperanza de nueva vida
que contiene la vaca se traslada a la tierra para que proporcione sus frutos.
Las Cerialia se celebraban en honor de Ceres, a quien en el año 493 a.C. se le de-
dicó un templo como divinidad principal de la ya mencionada tríada que formaba
con Liber y Libera, y cuya manifestación ritual más destacada fueron unos juegos, los
ludi Cerialis, que duraban una semana. Pero el culto a Ceres es muy anterior, pues se
trata de una diosa itálica perteneciente a la esfera agraria y estrechamente relaciona-
da con Tellus, con la que compartía el protagonismo en lasftriae sementivae de las Pa-
ganalia: por ello no debe sorprender si las fiestas de estas dos diosas son consecutivas.
El poeta Ovidio (Fastos, IV, 407 ss.) proporciona alguna información sobre la cele-
bración que privadamente hacían los campesinos, quienes ofrecían a la diosa harina
de escanda y sal, así como unos granos de incienso o en su defecto teas resinosas;
como sacrificio debían inmolar una cerda. Respecto a la vertiente pública de la fies-
ta, apenas se tienen noticias.

,
,.;
429
Las Parilia ocupan una posición central en este ciclo agrícola de abril y estaban
consagradas a Pales, por lo que la fiesta también es conocida como Palilia. Pales era
una antigua divinidad de la naturaleza, de la que los mismos romanos no tenían un
concepto muy claro, y así el calendario de Antium menciona las nonas de julio como
dedicadas Palibus duobus, esto es, a las dos Pales. De todas formas, está claro que era
una divinidad propiciadora de la reproducción animal, y por ello era muy venerada
entre los pastores, y de la fertilidad agrícola. Al igual que las Cerealia, también las
Parilia tenían una celebración privada y otra pública. Sobre la primera, de nuevo es
Ovidio el principal informador (Fastos IV, 735 ss.), quien dice que los pastores ofre-
cían leche, pastelillos de mijo y otras ofrendas de alimentos, purificaban a sus anima-
les con agua y encendían un fuego, en el que se quemaba azufre y suffimen, que ellos
mismos saltaban después de haber recitado la plegaria ritual rogando por la protec-
ción de sus ganados. La celebración pública era oficiada por el rey y en ella participa-
ban las vestales, que para esta ceremonia habían preparado el suffimen, sustancia puri-
ficatoria compuesta de la sangre de caballo de la festividad del Equus October, de las
cenizas del feto de las Fordicidia y de tallo de haba. En las Parilia también se conme-
moraba el dies natalis de Roma, es decir, el aniversario de la fundación de la ciudad.
La elección de esta fecha se justifica en el simbolismo de las Parilia como momento
central en el que brotan los retoños primaverales, pues de la misma manera la funda-
ción de Roma significa el fin de una etapa oscura y subterránea y el nacimiento de
una nueva época.
Dos días más tarde se celebraba las Vinalia, festividad que tenía otra versión en
agosto, por lo que las de abril recibían el sobrenombre de priora y las segundas el de
rustica. La divinidad protagonista de la fiesta era Júpiter, a la que muy posteriormente
se añadió Venus. Según la leyenda, las Vinalia fueron instituidas durante la guerra
que enfrentó a Eneas con Turno, quien solicitó la ayuda de Mecencio, rey etrusco de
Caere, a cambio de un tributo consistente en la cosecha de vino, por lo que los lati-
nos se lo ofrecieron a Júpiter si les concedía la victoria, como así resultó. Las Vinalia
eran una festividad de las primicias en las que el vino nuevo, llamado calpar, elabora-
do con la cosecha de uva del año anterior, era ofrecido a Júpiter mediante una liba-
ción. Tan sólo a partir de esos momentos, el vino se convertía religiosamente en
apto para el consumo, y como prueba de ello se decía que era ese día cuando el vino
nuevo podía ser introducido en Roma (Festo, 323L), norma que según Varrón (Sobre
la lengua latina VI, 16) también existía en la ciudad latina de Tusculum.
Al igual que de las Fordicidia y las Cerealia, también se decía que las Robigalia
habían sido instituidas por Numa. La divinidad a quien estaba dedicada la fiesta era
Robigo, de origen tan antiguo que los propios romanos desconocían su sexo. El
nombre de esta divinidad hace referencia al añublo o verduguillo que padece el ce-
real, por lo que su presencia en el ciclo de abril iba encaminada sobre todo a evitar
esta enfermedad y garantizar la maduración del fruto. El culto se celebraba en un
bosque- consagrado a Robigo y situado en el quinto miliario de la vía Claudia, según
el testimonio de Ovidio (Fastos IV, 905 ss.). El ritual era dirigido por el flameo Qui-
rinalis y la asistencia al mismo exigía una vestidura blanca. El flameo comenzaba re-
citando una oración para pedir a Robigo que protegiera el grano y favoreciera su ma-
duración; a continuación echaba sobre el fuego vino, incienso y las vísceras (exta) de
las dos víctimas sacrificadas, una cordera y una perra. Por otra parte, la localización
del ritual en ese punto de la vía Claudia lleva a establecer una relación de las Robiga-

430
lia con las Ambarvalia, de manera que podría incluirse entre las festividades purifi-
catorias de los campos y del primitivo territorio romano.
El ciclo agrario de abril se cierra con las Floralia, fiesta en honor de Flora. Este
día no figura en el calendario arcaico por lo que es probable que en origen pertene-
ciera al grupo de las firiae sementivae y por tanto careciera de día fijo de celebración.
Flora en una antigua divinidad itálica de la vegetación y se decía que había sido in-
troducida en Roma por el monarca sabino Tito Tacio, instituyéndose para su culto
un flameo propio durante el reinado de Numa. Las Floralia adquirieron importancia
en fechas más tardías, cuando a mediados del siglo m a.C., tras consultar a los Libros
Sibilinos, se ordenó la construcción de un templo y la institución de unos juegos en
su honor, que a partir del año 173 a.C. se convirtieron en anuales. Esta fiesta fue
muy atacada en determinados círculos sociales por los excesos en que se incurría,
pues las prostitutas hicieron de Flora su patrona y celebraban su fiesta como propia
en un ambiente muy licencioso. Sin embargo, todo ello no era sino la expresión,
aunque a algunos pudiera parecer muy cruda, de la sexualidad femenina, imprescin-
dible en rituales propiciadores de la fecundidad.
El vino tenía un ciclo propio en el calendario romano, articulado en tres fiestas
correspondientes a la vendimia, la fermentación del vino y el recibimiento del vino
nuevo. Esta última acción era recordada en las V inalia priora, como ya hemos visto,
mientras que las otras dos tenían su lugar en las Vinalia rustica y en las Meditrinalia
respectivamente. La primera era una fiesta que se celebraba el 19 de agosto, un mes
de fuerte presencia agraria en el calendario. Al igual que las de abril, también estas
Vinalia estaban dedicadas a Júpiter y en ellas oficiaba el flameo Dialis. Este sacerdo-
te consultaba los auspicios a propósito de la vendimia, esto es, pedía permiso a la di-
vinidad para iniciar la recogida de la uva, y apenas lo obtenía mediante una señal di-
vina, sacrificaba una cordera a Júpiter (Varrón, Sobre la lengua latina VI, 16). Las Me-
ditrinalia tenían lugar el 11 de octubre y nuevamente era Júpiter el protagonista,
aunque en fecha más tardía se inventó una desconocida diosa Meditrina como patro-
na de la fiesta. Según Varrón (Sobre la lengua latina VI, 21 ), en esta festividad participa-
ba el flameo Martialis, quien hacía una libación con el vino nuevo y viejo a efectos
medicinales, con lo que sin duda se trataba de asegurar la transformación del mosto en
vino uniendo en una libación sacra los dos extremos del proceso de vinificación.
El ciclo agrario del mes de agosto comenzaba prácticamente dos días antes de las
Vinalia, cuando en el día 17 se honraba al dios Portunus en la festividad de las Portu-
nalia, aunque de cuya celebración muy poco en realidad es lo que se conoce. Portu-
nus, era una divinidad de las puertas y se le representaba con una llave. Su templo es-
taba situado en el Foro Boario, junto al Tíber, es decir, en la zona portuaria de Roma,
y ya en fecha muy antigua se le identificaba con el griego Palaimón/Melikertes y por
tanto se encuadraba en el ámbito de la navegación bajo la presidencia de Mater Ma-
tuta. Sin embargo, Portunus tenía también otras facetas, y así su sacerdote, el flameo
Portunalis, tenía como misión ungir las armas de Quirino con una sustancia llamada
persillum, y también era invocado cuando una vez recogido el cereal, se guardaba en
los graneros, convirtiéndose por tanto en una divinidad que protegía el grano alma-
cenado.
Este mismo carácter se encuentra en la festividad del21 de agosto, las Consualia,
dedicadas a Consus y a quien el pontífice máximo ya había sacrificado el 7 de julio.
Consus es una antiquísima divinidad fundamentalmente de origen agrario, pero su

431
actividad no se limita a los granos almacenados, aunque ésta es la función que cum-
ple en su fiesta estival, sino también a la siembra, faceta que representa en las Con-
sualia del mes de diciembre. Por esta razón su altar, situado en el extremo oriental
del valle del Circo, en una zona donde residían antiguas divinidades agrarias (Seia,
Segetia, Tutilina), ocupaba el mismo lugar que un silo, es decir, estaba enterrado y
sólo se descubría en ocasión de sus festividades. Pero además de su primitiva natura-
leza agrícola, Consus adquirió ya en época arcaica ciertas connotaciones ctonias,
como lo demuestra su identificación con Poseidón Hippios/Neptuno Equestris. Du-
rante las Consualia se celebraban unos juegos que, a partir de la influencia etrusca in-
troducida por los Tarquinios, incluyeron carreras de caballos. Según la tradición, fue
durante estos juegos cuando se produjo el rapto de las mujeres sabinas por parte de los
compañeros de Rómulo, puesto que la Roma recién fundada necesitaba el elemento
femenino para asegurar su supervivencia. No es ésta la única vez que se pone en rela-
ción los juegos y el crecimiento demográfico de la ciudad, pues un episodio muy si-
milar se contaba del héroe Caeculus, fundador de la ciudad latina de Praeneste. En-
tre los etruscos, los juegos ecuestres y los dioses infernales estaban muy vinculados a
la fertilidad de la mujer, y por ello Tarquinio el Soberbio instituyó los llamados ludi
taurei o tauri, con el fin de superar el maleficio de los muchos abortos que por aquel
tiempo sufrían las mujeres romanas. Como puede observarse, Consus interpreta un
papel muy destacado en el ámbito de la fertilidad agrícola y humana, siendo además
incluido en el mito fundacional de Roma: por todo ello, quizá se trate de una de las
divinidades más importantes de la religión romana arcaica.
Las Consualia de agosto eran seguidas el día 23 por las Volcanalia, de las que ya
se ha hablado, aunque ahora conviene señalar su faceta agraria, reflejada en el sacrifi-
cio en honor de Ops Opifera que se realizaba junto al Volcanal. El día 24 era uno en
que se producía la apertura del mundus, acto que ha sido puesto en relación con el al-
macenamiento de los granos, habida cuenta de esa vertiente agraria que, como veía-
mos, también ofrecía el mundus. Pero es el 25 de agosto cuando de nuevo entra en es-
cena una gran divinidad del mundo agrícola, Ops, cuya vinculación con Consus es
muy estrecha, hasta el punto de que se ha llegado a considerar a esta diosa como ma-
nifestación femenina de Consus. Así se refleja ante todo en el calendario, donde las
fiestas de estas dos divinidades forman agrupaciones muy características: en agosto,
el 21 las Consualia y el 25 las Opiconsivia, y en diciembre, el 15 las Consualia y el 19
las Opalia, mientras que la Ops de verano recibe significativamente el epíteto de
Consiva, lo que remarca aún más su vinculación con Consus. En las Opiconsivia el ri-
tual se celebraba en la Regia, en la capilla cor:.>agrada a esta diosa, que fue durante si-
glos su único lugar de culto, y donde sólo podían entrar el pontífice máximo y las
vestales. En las Opalia de diciembre la diosa se desplazaba hacia el extremo del Foro,
junto al altar de Saturno y al mundus. Precisamente dos días antes, el 17 de diciembre,
se habían celebrado las Saturnalia, la gran fiesta de Saturno, divinidad en origen vin-
culada también al ámbito agrario y en concreto al de la siembra, cumpliendo una
función igualmente representada por Consus dos día antes (Consualia del 15 de di-
ciembre); posteriormente Saturno adquirirá otras connotaciones y su festividad una
mayor importancia política, siendo algunos de sus elementos más destacados el tono
bastante licencioso de la fiesta, la libertad con la que viven los esclavos durante ese
día, en el que de hecho se igualan a sus amos, y la costumbre de hacer regalos, luego
heredada por la Navidad cristiana.

432
r1 Consus y Ops son, pues, dos divinidades muy próximas, pues ambas aseguran
con su acción la alimentación y supervivencia de Roma. Pero entre ellas existe una
1 coincidencia más, a saber, que tanto una como otra eran tenidas como la divinidad
secreta que protegía los destinos de Roma, y cuyo nombre había que mantener ocul-
to para evitar que los enemigos de la ciudad pudieran, a través del ritual de la evocatio,
quitársela a los romanos y dejarles así completamente indefensos. Consus y Ops no
eran sin embargo los únicos en identificarse con la divinidad secreta. En este mismo
contexto ofrece un panorama muy singular Diva Angerona, cuya festividad, las Di-
valía, se celebraba inmediatamente después de las Opalia, el 21 de diciembre. Ange-
rona era representada con la boca vendada o llevándose el dedo a los labios en gesto
de silencio, pues de su boca no podía salir el nombre secreto. Angerona no tenía ade-
más templo propio, sino que se le rendía culto en el sace/Jum de Volupia, a los pies del
Palatino, en una situación como si guardara uno de los accesos a esta colina.

~
Las festividades matrona/es

Si las festividades agrarias ocupan un lugar de excepción en el calendario arcaico,


1 pues la tierra constituía el principal medio de vida de los primitivos latinos, aquellas

~
otras de carácter matrona! alcanzaron también un lugar muy destacado, ya que su
cumplimiento significaba la garantía de la continuidad demográfica de la ciudad.

.
'
1
Cuatro son las celebraciones que merecen ser señaladas dentro de este ámbito: las
Carmentalia, las Matronalia, la festividad de Bona Dea y las Matralia.

~
Las Carmentalia se celebraban en honor de Carmenta, a quien ya nos hemos en-
contrado a propósito de la topografía religiosa del Foro Boario. La personalidad di-
1 vina de Carmenta no estaba perfectamente certificada en los autores antiguos, pues
! según la tradición su presencia en Roma obedece a la mítica «colonización» arcadia
conducida por Evandro, hijo de Carmenta, que era presentada como una mortal,
mientras que en otras fuentes se la consideraba una ninfa. Pero se trata de reelabora-
ciones más tardías a partir de la influencia griega, pues Carmenta era en origen una
1 figura latina, como lo demuestra su nombre, derivado de carmen, que significa profe-
cía, poema y en general todo aquello que se recita mediante fórmulas. Las Carmenta-
lia se celebraban en dos días, el 11 y el 15 de enero, separados por los idus del 13.
El segundo día fue introducido según Ovidio (Fastos 1, 619 ss.) en el año 215 a.C.,
cuando las matronas fueron privadas del derecho a usar un vehículo llamado carpen-
tum y en protesta se negaron a parir provocando abortos; el Senado anuló el decreto y
creó el segundo día de las Carmentalia como fiesta propiciatoria de los nacimientos.
Aunque esta tradición no resulte del todo creíble, proporciona un elemento esencial
de Carmenta, su vinculación a la maternidad, que junto a la función profética consti-
tuían los dos elementos principales de su personalidad. Un aspecto singular de Car-
menta son sus epítetos claramente encontrados: Prorsa, Porrima o Antevorta y, en opo-
sición, Postvorta o Pos/verla. Esta dualidad, que la acerca a Jano, dios bifronte por exce-
lencia, era explicada por los antiguos, bien en razón de sus dotes proféticas, como
anunciadora del pasado o del futuro (Ovidio, Fastos 1, 633 ss.), o bien en referencia a
las dos posiciones que podía adoptar el niño al salir del seno materno (V arrón, en
Gelio, Noches Aticas XVI, 16, 4). El culto estaba muy vinculado a las mujeres, quienes
en época muy antigua consultarían a Carmenta sobre el resultado de su embarazo.

433
El primer día de cada mes, las calendas, estaba dedicado a Juno, divinidad como
comprobamos en su momento de profundas connotaciones matronales. Pero de to-
dos estos días, el más señalado era el primero de marzo, que recibía extraoficialmente
la denominación de Matronalia. En él se veneraba especialmente a Juno Lucina, dio-
sa del nacimiento, y los maridos rogaban por la salud de sus esposas y les hacían rega-
los. En una época más avanzada la festividad se desarrolló al margen de su originario
carácter matronal y se incluyeron elementos similares a las Saturnalia, y así las ma-
tronas servían la comida a sus esclavas. Marzo era un mes especialmente dedicado a
la guerra y este mismo día estaba también consagrado a Marte. Pero no se trata de
una coincidencia casual, sino que refleja la necesidad que la mujer tiene del elemento
masculino, cuya virilidad se manifiesta principalmente en la capacitación para las
armas, con el fin de convertirse en matrona, para los romanos el objetivo último de
la condición femenina.
Pero las calendas de marzo no eran las únicas en que las matronas celebraban sus
cultos, sino que ello ocurría también en las de abril y en las de mayo, aunque en estos
casos Juno se ve desplazada por otras divinidades. El primer día de abril estaba dedi-
cado a Venus Verticordia, y por ello la festividad recibía el nombre de Veneralia, y a
Fortuna Virilis. La primera de estas diosas fue introducida en una época relativa-
mente avanzada, cuando en el año 216 a.C. así lo ordenaron los Libros Sibilinos. Sin
embargo, la presencia de Fortuna parece sugerir unas fechas más arcaicas. La festivi-
dad estaba protagonizada por las mujeres, que se bañaban desnudas exponiendo
aquella parte del cuerpo donde se requiere el favor de la diosa. En estos rituales se re-
marcaba la sexualidad femenina, tanto desde el punto de vista de la fecundidad, que
se manifestaba en el matrimonio, como del erótico, es decir, del propio placer se-
xual, y por ello participaban las matronas y las meretrices.
En las calendas de mayo la protagonista era Bona Dea, cuyos cultos se repetían
en los primeros días de diciembre. Se trataba de una antigua divinidad con una ver-
tiente de carácter naturalista, identificada por tanto con otras diosas del mismo en-
torno como Maia, Ops, Fauna y Fatua, y en su culto se conservan algunos elementos
agrarios. En este mismo sentido se explica la influencia griega que sufrió más tarde y
que la identificó con Damia, una divinidad egineta con culto parecido al de Deméter
y Persefone. Sin embargo, la faceta más sobresaliente de Bona Dea es aquella que la
define como diosa de la fertilidad femenina. Sus ritos eran celebrados sólo por muje-
res, estando expresamente prohibida la presencia del hombre: según el mito, Hércu-
les se presentó en esta fecha y, al ser rechazado, instituyó su propio culto con exclu-
sión de las mujeres. En ellos se sacrificaba una cerda y se bebía vino, que sin embargo
era llamado leche (Jac) y se tomaba en un recipiente especial para la miel (mellarium),
elementos destinados a ocultar la presencia del vino, puesto que su consumo estaba
prohibido a las mujeres. La música y la danza eran también aspectos importantes del
ritual, de manera que la conjunción de todos estos elementos conducía probable-
mente a una situación orgiástica y bastante licenciosa. Así debía ser en la festividad
de diciembre, cuando los cultos no se celebraban en el templo de la diosa sino en la
casa de un magistrado, que originariamente debió ser en el propio palacio real, en los
que participaban las vestales. Por último, la fiesta se hizo célebre por el escándalo
que en el año 62 a.C. provocó la intromisión de Clodio, disfrazado de mujer, en los
rituales que se celebraban en la casa de César, entonces pretor y cuya esposa se con-
virtió en la principal víctima del suceso.

434
Quizá la principal festividad de naturaleza matronal fuese las Matralia, celebra-
das el 11 de junio en honor de Mater Matuta, de la que ya se ha hablado con cierta
amplitud en páginas anteriores. Su culto presentaba ciertos rasgos peculiares. Las
protagonistas eran las matronas y expresamente se prohibía la participación de las
esclavas, excepto una: se trataba de una sierva joven que era azotada en un rito clara-
mente de fecundidad, como simbólicamente se hacía en las Lupercalia; por otra par-
te, algunos piensan que la flagelación no estaba tampoco ausente en los rituales de la
Bona Dea. La estatua de la diosa, a la que se ofrecían tortas, sólo podía ser adornada
por esposa de primer matrimonio (univira). Un dato singular es que las mujeres pare-
cían rogar en primer lugar por sus sobrinos,pueri sororii, «los hijos de la hermana»; sin
embargo, aunque algunas fuentes así lo interpretaban, probablemente se trate de una
equivocación y que esté en lo cierto el gramático Festo (380L) al decir que sororii no
deriva de soror, «hermana>>, sino de sororiae, con lo que la expresión se referiría a «los
niños que crecen del pecho de la mujen>, en clara alusión a la función curotrófica de
la diosa.

El ciclo de la guerra

Siendo una de las actividades principales en toda sociedad antigua, la guerra no


podía permanecer al margen del calendario. Sus festividades se reparten en dos mo-
mentos del año, que son los que señalan por una parte el inicio de la campaña militar
y por otra el cierre de la misma. Con ellas se pretendía preparar ritualmente al ejérci-
to para la función que debía cumplir, pero como se trata de una acción impura y con-
taminante, pues lleva consigo la muerte y la destrucción, era asimismo necesario es-
tablecer unos rituales de purificación para que su reingreso en la ciudad no trajese la
desgracia. Los meses de marzo y de octubre son en consecuencia los elegidos para es-
tos fines, mientras que el resto del año permanece al margen de tal actividad. Marte
era la divinidad guerrera por antonomasia y a ella se dirigían las festividades del mes
de marzo, aunque de hecho la primera que le estaba dedicada se fechaba el 27 de fe-
brero, pero después de las fiestas celebrativas del fin de año. El día primero de marzo
se iniciaban los festejos en honor de Marte con la procesión de los salios, que por vez
primera en el año sacaban los ancilia de su sede en la Regia para pasearlos en proce-
sión por toda la ciudad, en medio de sus danzas y entonando unos himnos en los que
Marte ocupaba lógicamente una posición de protagonismo. Con ello se pretendía
que las guerras de ese año fuesen favorables a los romanos, pero al mismo tiempo
también se propiciaba la fecundidad agraria habida cuenta que Marte representaba
asimismo esta función. La procesión se repetía con las mismas características el si-
guiente día 9.
La primera fiesta de carácter militar que aparece en el calendario son las Equi-
rria, celebradas como preparación a las festividades del mes siguiente el 27 de febre-
ro y de nuevo el 14 de marzo. Instituida por Rómulo en honor de Marte, la fiesta
consistía en una carrera de caballos, transformada con posterioridad en carrera de

~
carros, en un lugar denominado Trigarium que estaba situado en el Campo de Marte.
Las Equirria de marzo recibían también el nombre de Mamuralia por Mamurius Ve-
turius, el legendario herrero que forjó los ancilia de los salios, quienes en esta ocasión
'
1
también participaban en la fiesta. Sin embargo, no se trataba ahora de honrar a Ma-

435
murio, sino todo lo contrario. Un hombre vestido con pieles corría por las calles y a
su paso los ciudadanos le azotaban hasta que conseguían arrojarle de la ciudad. Esta
ceremonia ha sido considerada como reflejo del final de año, de forma que Mamurio
representaría el año viejo, que es expulsado violentamente al encarnar todos los pe-
cados de la comunidad. Actuaría pues como un chivo expiatorio, al estilo del pharma-
kos ateniense.
El día 19 se celebraba el Quinquatrus, fiesta en origen dedicada a Marte aunque
más tarde Minerva ocuparía en ella un lugar destacado. En este día se procedía a la
purificación de las armas, no sólo de los ancilia de los salios, como figura en las anota-
ciones a los calendarios, sino en general de todo el ejército, como un ritual de prepa-
ración para la campaña que entonces comenzaba. En el calendario de Praeneste se
especifica que una parte del rito consistía en la danza de los salios, que realizaban en
el Comicio delante del pontífice y de los tribunos de los ce/eres.
La última ceremonia preparatoria de carácter militar era el Tubilustrium, que se
celebraba en dos ocasiones, la primera el 23 de marzo y la segunda el mismo día del
mes de mayo. Marte tiene el protagonismo en la festividad de marzo, aunque no es la
única divinidad que figura en ella, sino más tarde también se añadió Minerva; ade-
más, algunas fuentes mencionan a una enigmática diosa sabina, Nerio o Nerine,
cuyo nombre nos lleva sin embargo también a la esfera militar. Los salios interve-
nían de nuevo paseando los ancilia e interpretando sus danzas e himnos. A tenor de su
denominación oficial, la festividad consistía en la purificación de las trompetas, las
tubae, que no hay que interpretar restrictivamente como instrumentos rituales, sino
que también comprendía las trompetas militares, puesto que a partir de la reforma
serviana, con la introducción del sistema hoplítico, la música era un elemento fun-
damental en la organización del ejército, hasta el punto que se crearon las centurias
de tubicines y de cornicines. En la fiesta de mayo el titular es Vulcano, que quizá desplazó
a Marte como protagonista originario.
El final de la campaña militar era también celebrado con los rituales apropiados,
en los cuales los soldados se purificaban de la sangre derramada durante la guerra
que habían llevado a cabo durante los meses de verano. En este contexto se sitúan
dos ceremonias, una la festividad denominada del Equus October y la otra el Armi-
lustrium. La primera se celebraba el día 15 del mes de octubre y consistía en una ca-
rrera de bigas que tenía lugar en el Campo de Marte. El caballo de la derecha del ca-
rro vencedor era sacrificado por el flamen Martialis y su cola era llevada rápidamen-
te a la Regia, para que antes que la sangre se coagulara, diese tiempo a que unas gotas
cayesen sobre el hogar. Esta sangre era uno de los componentes del suflimen, sustancia
que como vimos elaboraban las vestales con fines purificatorios para la festividad de
las Parilia. Por otra parte, la cabeza del caballo era objeto de disputa entre los habi-
tantes de dos barrios de Roma, los de la Subura y los de la vía Sacra, de forma que si
la conseguían los primeros la exponían en la turris Mamilia, y si los vencedores eran
los sacravienses, hacían lo propio pero en la Regia. Este enfrentamiento no era un
combate simulado, sino que por los textos conocidos se observa que había una autén-
tica pelea no exenta de violencia, quizá un residuo a nivel ritual de un antiguo en-
frentamiento entre diversas partes de Roma antes de producirse la unificación defi-
nitiva del poblamiento. El ritual del Equus October tiene dos interpretaciones que
en ningún momento se oponen, sino que al contrario se complementan. Por un lado
se trata de una festividad agraria, en la que se pretende propiciar una buena cosecha

436
de grano, pero al mismo tiempo se incluye también entre los rituales purificatorios
del ejército. De nuevo los mundos agrario y guerrero se identifican en un mismo
rito.
La segunda festividad ya presenta rasgos más exclusivamente militares. Es el Ar-
milustrium del día 19 de octubre, dedicado como el anterior en honor de Marte. En
este día los salios realizaban por última vez en el año sus peculiares ritos; las trompe-
tas y las armas eran purificadas, mientras que los ancilia eran guardados hasta nueva
utilización. Para evitar que la contaminación religiosa de las armas afectase a la co-
munidad, el ritual se llevaba a cabo fuera del pomerium, en un lugar situado en el
Aventino y llamado precisamente Armilustrium.

437
CAPÍTULO 11

La religión romana durante la República


SANTIAGo MoNTERo

EVOLUCIÓN DE LA RELIGIÓN ROMANA DURANTE LA REPÚBLICA:


LAS INFLUENCIAS EXTERNAS

La religión y el dualismo patricio-plebeyo

La transición de la monarquía a la libera civitas no supuso una ruptura en la reli-


gión romana. Así parecen probarlo dos hechos: la dedicación de los edificios religio-
sos cuya construcción había sido iniciada durante el periodo monárquico y la crea-
ción del rex sacrorum.
El más conocido es el templo tripartito de Júpiter Capitolino, cuya apertura al
culto público tuvo lugar, según la propia tradición, tras la expulsión de los reyes.
También el templo de Saturno fue comenzado por el último de los reyes etruscos
para sustituir un antiguo altar, cuya fundación se atribuía a los compañeros de
Hércules, en la parte occidental del Foro. Pero, como en el caso del Capitolio, el so-
berano etrusco no pudo ver concluidas las obras del santuario que fue dedicado
el 497 a.C. por el dictador T. Larcio. El dios, que se confundirá pronto con el griego
Kronos, hijo de Urano y de Gea, dueño del mundo antes de ser destronado por Zeus,
asumió una gran importancia durante la República por conservarse en su templo,
proximo a la Curia, los archivos y el tesoro público (aerarium) y por la popularidad de
sus fiestas de fin de año, las Saturnales.
La destrucción, a finales del siglo VI a.C., del santuario de Fortuna (en el área de
S. Omobono), levantado por Servio Tulio y reformado por Tarquinio el Soberbio,
cabría, en principio, ser considerada como un elemento de discontinuidad; sin em-
bargo, las causas de dicha destrucción -el asedio de Porsenna, el recuerdo de Servio
Tulio- podrían ser muchas y por el momento permanecen oscuras.

438
Templo de Saturno (reconstrucción).

Por otra parte es la figura del rex sacrorum (también llamado rex sacrificulus) una de
las que mejor definen la continuidad -en materia religiosa- entre la monarquía y
la república. Este sacerdocio fue creado tras la caída de la monarquía ante la necesi-
dad de sustituir al monarca en sus deberes religiosos. Fueron sin duda las gentes aristo-
cráticas que gobernaban en los últimos años del siglo VI y primeros del v a.C. y que
monopolizaban todos los sacerdocios, quienes lo crearon, tratando de someterlo,
además, bajo su control.
Estos patres tenían, sin embargo, varios modelos en los que inspirarse, ya que la
figura del rex sacrorum está registrada en ciudades como Lanuvium, Tusculum o V di-
trae, donde la monarquía fue expulsada con anterioridad. Por otra parte, la práctica
de atribuir funciones sacrales a un rex o basileus estaba ya difundida en el mundo grie-
go, según sabemos por Herodoto (IV, 161) y Aristóteles (Política III, 14, 1265b), e in-
cluso -desde el siglo VI a.C.- en la Magna Grecia. Algunos autores han propuesto
que el modelo pudo llegar a Roma por mediación de la ciudad de Cumas.
Una vez creada la figura se planteaban varios problemas, especialmente en orden
a evitar toda analogía con el antiguo rex. El primero de ellos, por tanto, impedir que
quienes revistiesen este sacerdocio intervinieran en la vida política y tuvieran autori-
dad sobre otros cargos sacerdotales; sabemos, en este sentido, que el cargo sacerdotal
de rex sacrorum fue siempre incompatible con cualquier magistratura, a pesar de algu-
nos intentos en sentido contrario:

El reemplazo de Cneo Cornelio Dolabella, rex sacrorum, dio ocasión a debates


entre el pontífice máximo C. Servilio y el duunviro naval L. Cornelio Dolabela.
Exigía el pontífice antes de investirle, que renunciara a su magistratura, y como el
duunviro se negaba a ello, Servilio le castigó con una multa; apeló éste al pueblo y
comenzaron de nuevo los debates. Habían entrado ya en el recinto la mayor parte de
los tribunos, y habían declarado que el duunviro se sometería a las órdenes del pon-
tífice, levantándose la multa, si renunciaba a su magistratura, cuando interrumpió
un trueno la sesión (Livio, XL, 42, 8 ss.).

Los patricios siempre monopolizaron este sacerdocio; sólo sabemos de un perso-


naje de origen plebeyo (M. Marcius, en el siglo m a.C. y quizá L. Aquillius en el si-
glo 1 a.C.) que llegara a revestirlo.
Otro problema afrontado por las familias patricias fue el modo de su elección.
Según A. Momigliano desde el siglo 11 a.C. fue elegido por el pontifex maximus de una

439
lista (con nombres en orden de preferencia) preparada por los demás pontífices; des-
conocemos si el nuevo rex sacrorum elegido podía rehusar y cuál era el nombre técnico
de dicha elección. Tras ella tenía lugar la inauguratio, ante los comitia ca/ata.
En general el procedimiento usado por el pontifex maximus recuerda la captio
-quizá más atenuada- de los flamines y las vestales y da la impresión de que la
elección fue sustraída a los comicios centuriados, la verdadera asamblea popular. La
subordinación del rex sacrorum al colegio pontifical, la llamada «revolución pontifi-
cal» debió producirse, pues, como sostiene A. Momigliano, coincidiendo con la fun-
dación de la República y no en el siglo IV a.C. como pretende K. Latte.
Dos autores, Festo y Servio, han transmitido el orden de rango de los sacerdocios
romanos; en dicha relación el rex sacrorum aparece ocupando el primer puesto, mien-
tras el pontifex maximus tiene el quinto. En opinión de Momigliano dicha jerarquía re-
fleja la situación del periodo real (el rex sacrorum aparece en el mismo lugar que ante-
riormente tenía el rey), y no la del republicano.
La actividad del rex sacrorum tendió a disminuir con el paso del tiempo. Las cere-
monias por él protagonizadas eran las mismas que en el pasado cumplía el rey, en su
mayor parte incomprensibles ya en la República. Se trata, como ya hemos visto, de:
a) Agonalia (9 enero, 17 de marzo, 21 de mayo y 11 de diciembre); b) del Regifugium
(24 de marzo y 24 de mayo); e) la visita de la vestal maxima en la que ésta preguntaba
«Vigilasne rex? vigila!» y d) la ceremonia de febrero en que los pontífices pedían lana
(jebrua) al rex sacrorum y a los flamines.
La estrecha vinculación de este sacerdote con el calendario (cuya vigilancia esta-
ba a su cargb) se manifiesta también en su obligación de anunciar en las nonas las
festividades de cada mes; sin embargo, cuando en el siglo IV a.C., mediante un proce-
so de «laicización», el calendario comienza a hacerse de conocimiento público, el
protagonismo del rex sacrorum en este ámbito inicia su declive.
La Regia no fue ocupada como vivienda durante el periodo republicano, siendo
-esencialmente- un lugar de culto administrado, según F. Coarelli, tanto por el
rex sacrorum como por el pontifex maximus y las vestales. Dicha transformación debió
de producirse a comienzos de la República, coincidiendo con una reestructuración
del edificio y su entorno (subdivisión de la antigua Regia en una serie de cuerpos dis-
tintos: Regia propiamente dicha, Atrium Vestae y templo de Vesta, muy relaciona-
dos entre sí). Al este del Atrium Vestae son aún visibles los restos de otro edificio
identificado con la domus regis sacrorum que, en fecha que desconocemos, pasó a ser la
domus publica del pontífice máximo.
Durante la República se mantuvo la costumbre de datar ciertas decisiones sacer-
dotales con el nombre epónimo del rex sacrorum; Plinio (Historia Natural XI, 186)
atestigua dicha costumbre -propia de la época monárquica, en la cual los aconteci-
mientos se databan por años de reinado- aún en el 270 a.C.
No podemos olvidar, junto a la figura del rex sacrorum, la de su mujer, la regina sa-
crorum, cuyo papel no debió de ser muy diferente del desempeñado por la antigua rei-
na. De sus funciones religiosas sólo sabemos, por Macrobio (Sátiras 111, 10, 3), que
todas las calendas del año sacrificaba en la Regia en honor a Juno una cerda y una
cordera; tenía, pues, derecho al cuchillo sacrificial. Sin embargo, ignoramos si acom-
pañaba a su marido, el rex sacrorum, en todas las ceremonias protagonizadas por
éste.
Consolidado el nuevo régimen republicano, la religión romana se vio notable-

440
mente influida por la rivalidad entre patricios y plebeyos. La desigualdad de los ple-
beyos en el ámbito político, económico y social se hizo sentir también en el de los de-
rechos religiosos. Dicha desigualdad se manifiesta, ante todo, en la imposibilidad
del ordo para acceder a los sacerdocios; sólo con la promulgación de la /ex Ogulnia
(300 a.C.) les fue reconocido a los plebeyos el derecho a revestir los maxima sacerdotia.
Hasta entonces los dioses y ceremonias del Estado tendrán, como dice J. Bayet, tanto
color patricio como color plebeyo.
Las familias patricias no dudaron en valerse de sus privilegios sacerdotales tam-
bién en la lucha política contra los plebeyos. Así, por ejemplo, la pretensión plebeya
de alcanzar el consulado era neutralizada por los patricios con el argumento de
que sólo ellos estaban cualificados para comunicarse con los dioses a través de los
auspiCIOS.

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Calendario republicano.

Al mismo tiempo fueron surgiendo dioses y cultos ligados -quizá no de forma


exclusiva, pero sí preferentemente- tanto a los patricios como a los plebeyos. Fren-
te al templo de Júpiter Capitalino y al de Saturno, realización ésta que podemos atri-
buir a la aristocracia republicana, en el495 a.C. fue dedicado, al pie del Aventino (y
por tanto fuera del pomerium), el templo a Mercurio, el dios de la merx («mercan-
cía»).
La dedicación del templo es inseparable de un periodo de crisis, como queda re-
flejado por la tradición historiográfica. En torno al año 495 a.C., tras la caída de la
monarquía, la guerra latina, la escasez agrícola, la agitación plebeya previa a la insti-
tución del tribunado de la plebe, perturbaron gravemente las corrientes de cambios y
transacciones provocando un fuerte declive comercial. La disminución de las activi-
dades económicas agravó el problema del endeudamiento de artesanos y comercian-
tes. Esta profunda crisis explica la fundación de la aedes Mercurii, dios protector de las
actividades mercantiles notablemente influido entonces por el Hermes griego.
Dos años después (493 a.C.) era abierto al culto el templo de la tríada agraria Ce-
res, Líber y Libera. Si el de Mercurio fue levantado a la altura de la curva del circo, el

441
de Ceres lo fue en las proximidades de las carceres, es decir, cerca del Foro Boario y de
la zona comercial.
Ceres fue la divinidad agraria más importante de Roma y su culto quedó inme-
diatamente ligado a los intereses económicos plebeyos. Con Líber y Libera (una vieja
pareja itálica que, uniendo el elemento masculino y femenino, favorecía la fecundi-
dad animal y humana), formó una tríada constituida, según una polémica expresión
de J. Heurgon, a imagen y semejanza de la tríada capitalina.
En el interior del santuario se guardaron los archivos y el tesoro de la plebe que-
dando especialmente ligado a él la figura del edil (aedilis) cuya etimología parece su-
gerir una relación directa y estrecha con la aedes de la diosa. Sus funciones no fueron,
sin embargo, de carácter religioso (para lo cual ya existía unjlamen Cerialis), sino polí-
ticas y administrativas como defensores de los plebeyos.
Interrumpiendo las tradicionales relaciones con los talleres etruscos, la decora-
ción del templo de Ceres fue confiada a dos artistas griegos, Damófilo y Gorgaso.
Recientemente ha sido propuesta la posibilidad de que la estatua de Marsias en el
Foro (con la diadema real y los pies encadenados), realizada en torno al año 300 a.C.
como símbolo de la libertas, pudo haber sido una versión popular de alguna de las
pinturas griegas del templo.
A la decoración arquitectónica de la aedes Cereris pertenece, en opinión de
F. Zevi, un fragmento de terracota (hallado en el Esquilino) que representa a un gue-
rrero herido, de claro estilo griego. En su interior se custodiaba el primer simulacrum
de bronce construido en la ciudad; dicha estatua (quizá una estatua cultual de la dio-
sa) fue erigida en el 485 a.C. gracias a la confiscación de los bienes de Sp. Cassio,
arrojado desde la roca Tarpeya tras haber sido hallado culpable de perduellio.
Bien diferente significado político supuso la dedicación en el Foro de la aedes Cas-
toris por de la caballería patricia vencedora, con el apoyo de los gemelos divinos, en
la batalla del Lago Regilo. Son éstos (484 a.C.) los años de interrumpida presencia de
los Fabii en las listas consulares, los de la secessio del Aventino y, en definitiva, de la
hegemonía política de las familias patricias.
La introducción de los Dióscuros en Roma plantea problemas aún no plenamen-
te resueltos. Dionisia de Halicarnaso describe así la intervención divina en la batalla
del Lago Regilo (499) en ayuda del ejército romano mandado por el dictador Pos-
turnio:

Se dice que en esta batalla dos jinetes de barba incipiente y muy superiores en be-
lleza y estatura a lo que presenta la naturaleza humana se aparecieron a Postumio, el
dictador, y a los que con él estaban y, poniéndose al mando de la caballería romana,
hirieron con sus lanzas a los latinos que les salieron al encuentro y los rechazaron en
desorden. Cuando, hacia la tarde, después de la huida de los latinos y de la toma de
su campamento, terminó la batalla, cuentan que fueron vistos del mismo modo en el
Foro de Roma dos jóvenes vestidos con atuendo militar, altísimos, bellísimos y de la
misma edad. Conservaban en sus rostros las señales del combate, como si vinieran
de una batalla, y traían los caballos empapados de sudor (VI, 13, 1).

Esta teofanía es comparable a la otra de la que se hace eco la tradición griega con
motivo de la batalla de la Sagra, poco antes del año 500 a.C., que enfrentó a Crotona
con la ciudad de Lacres. Según la tradición griega, los gemelos combatieron junto a
los locrios contribuyendo decisivamente a la derrota de sus enemigos. La noticia de

442
la batalla sabemos que llegó también a Esparta, Atenas y Corinto Qust., Ep. XX, 3).
Que el templo votado por Postumio lo fuera sólo a Cástor (aedes Castoris), como
también confirma la epigrafía, se explica por su condición de campeón de los con-
cursos hípicos. La caballería patricia encontró, pues, en él a un excelente patrón en
cuyo honor se celebraba cada 15 de julio la tranwectio equitum. La preeminencia de
Cástor sobre su hermano Póllux explica que los gemelos fueran conocidos en Roma
como los Castores.
Pero es la arqueología la que ha contribuido en mayor medida a esclarecer los
orígenes de los Dióscuros en Roma, al hallar en Pratica di Mare (la antigua Lavi-
1 nium), cerca del altar VIII, una lámina de bronce datada a finales del siglo VI a.C.

~ con la inscripción Castorei Podlouqueique / qurois. Se trata de la más antigua mención de


los Dióscuros y una de las primeras pruebas de la asimilación de influencias religio-
sas helénicas por las ciudades laciales.
La presencia de comerciantes o artesanos griegos en este importante centro reli-
gioso del Lacio no puede sorprendernos, ya que desde el siglo VII a.C. trabajaban
1 también en los talleres cerámicos de Roma o Vulci. Desde Lavinium los dioses grie-
gos ganaron el conjunto del Lacio, donde sus nombres y sus atribuciones religiosas

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La Regia a comienzos de la República.

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fueron rápidamente asimiladas. Es posible, no obstante, que durante las guerras por
establecer su hegemonía en d Lacio, Roma arrancase el culto a los latinos para intro-
ducirlo en el interior del pomerium.
Desde este momento y hasta la época de Camilo, a comienzos del siglo IV a.C.,
declina notablemente el ritmo de construcción de nuevos santuarios tanto en el inte-
rior como fuera del pomerium, ya que sólo fueron levantados los de Semo Sancus
(466) y A polo Médico (431 ).
La invasión gala del 390 o 386 a.C. constituyó, por su especial gravedad, una
ocasión para que la plebe demostrara a los patricios su pietas. El plebeyo L. Albinio
distinguiendo, dice Livio (V, 40, 9), las cosas divinas de las humanas, acogió en su
carro a las vírgenes vestales con los objetos sagrados para transportarlas a la ciudad
etrusca de Caere. De esta forma, la integridad de los sacra quedó garantizada y perpe-
tuado fuera de la ciudad el ritus patrius.
Combet-Farnoux ha observado que la celebración del ritual de las lectisternias,
conforme quedó establecida por vez primera en el 399 a.C., se sucede -desde en-
tonces- hasta el año 326. La serie de las cinco lectisternias del siglo IV a.C. seco-
rresponde, pues, con la fase más aguda del conflicto entre patricios y plebeyos. Des-
pués del 326, constituida la nobilitas patricio-plebeya, la tradición historiográfica no
hace mención de ninguna otra celebración hasta el 217, tras la derrota de Trasi-
meno.
Sólo las leyes Liciniae Sextiae (367 a.C.) primero y la /ex Ogulnia (300 a.C.) después,
cerraron esta larga crisis política que tanto repercutió en la religión. Las fuentes se-
ñalan que el dictador, poco después del 367, formuló el votum de levantar un templo
a Concordia que simbolizaba el término del conflicto entre los dos órdenes. Concor-
dia debió ser conocida en Roma coincidiendo con la difusión del ideal griego de ho-
monóia, encarnando dentro de la lucha política, como observa Dumezil, la voluntad
activa de entendimiento y no el respeto estático de los acuerdos, como la antigua Pi-
des latina.
A Licinio y Sextio atribuye la tradición la propuesta -favorablemente acogida
en el 367 a.C.- de elegir nuevos viri sacrisfaciundi, mitad patricios y mitad plebeyos,
aumentando su número de dos a diez. El ingreso de los plebeyos en este colegio sa-
cerdotal, coincidiendo con el reparto del consulado, fue un logro importante si tene-
mos presente que ello les permitó acceder a la interpretación de los libros sibilinos
ante la aparición de prodigios cada vez de mayor significación política.
En los últimos años del siglo IV a.C., los plebeyos alcanzaron nuevas conquistas
en materia religiosa. En el año 304 a.C., Cn. Flavio publicó las formas de acción ju-
dicial para abrir los procesos (legis actiones), divulgando los formularios hasta entonces
celosamente guardados por los pontífices. También este censor dio a conocer la tabla
de los días fastos, es decir, de aquellos en que se podía recurrir al pretor, igualmente
custodiada hasta entonces por los sacerdotes patricios. Una /ex Papiria, aprobada qui-
zá en aquel mismo año, estableció la prohibición de levantar un templo o altar sin la
autorización de la mayoría de los tribunos de la plebe, impidiéndose así que la inau-
guración de un monumento religioso fuese utilizada propagandísticamente por una
determinada facción política.
Pero fue en el año 300 a.C., cuando la /ex Ogulnia autorizó el acceso de los plebe-
yos a los más poderosos colegios sacerdotales -el de los pontífices y el de los augu-
res- cuando la plebe obtuvo su victoria definitiva. El nuevo clima de entendimien-

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r

to político y la formación de una nobilitas patricio-plebeya favoreció la aprobación de


esta ley presentada por los hermanos Cn. y Q. Ogulnii de la que nos habla Livio siem-
pre desde su peculiar visión de los hechos:
Sin embargo, para que la paz no reinase en todas las partes a la vez, arrojaron la
tea de la discordia entre los principales de la ciudad, patricios y plebeyos, los tribu-
nos del pueblo Q. y Cn. Ogulnio. Estos, después de buscar mil pretextos para acusar
a los patricios ante el pueblo, imaginaron, tras muchas tentativas inútiles, un pro-
yecto de ley a propósito para excitar, no a la plebe, sino a los principales del pueblo y
a los consulares y triunfadores plebeyos, a cuyos honores solamente faltaban los sa-
cerdocios, que todavía no eran accesibles a todos. Como entonces no había más que
cuatro augures y cuatro pontífices y debía de aumentarse el número de sacerdotes,
pidieron que los cuatro pontífices y cinco augures que se querían aumentar fuesen
nombrados de los plebeyos... Por lo demás este aumento de sacerdotes, tomados to-
dos del pueblo no ofendía a los patricios más de lo que les ofendió el reparto del con-
sulado entre los dos órdenes pero tomaban por pretexto «que esta innovación se re-
fería a los dioses más que a los hombres; que los dioses impedirían la profanación de
su culto; que en cuanto a ellos se limitaban a desear que no sobreviniese ningún
daño a la República» (Livio, X, 6).

Si los maxima sacerdotia no se abrieron hasta el año 300 a.C., es decir, dos siglos
después de la fundación de la República, fue sin duda por la poderosa influencia po-
lítica y el gran prestigio social que aquéllos encerraban. Aun así, el cargo sacerdotal
de pontiftx maximus fue ocupado por un plebeyo sólo en el 254 a.C. y algunos otros
como el de rex sacrorum o los flamines maiores quedaron reservados siempre para las
viejas familias patricias.

Progresión de la influencia griega

G. Dumézil consideró que los dos primeros siglos de la República significaron


una larga pausa en ·la pacífica invasión de los dioses griegos, ya que durante este pe-
riodo Roma trató de apropiarse exclusivamente de las divinidades del Lacio y de
Etruria. Sin embargo tal afirmación conviene ser matizada. A lo largo de los siglos v
y IV a.C. se produjeron innovaciones helenizantes no de manera sistemática y regu-
lar, sino como señaló J. Bayet, al azar de las circunstancias y de las necesidades; las
prescripciones de los libros sibilinos se mostrarán, en este sentido, determinantes. La
rapidez y difusión de este proceso será mayor, no obstante, a partir del siglo III a.C.
Las influencias de la religión griega sobre la romana, ejercidas directamente o a
través de las ciudades de la Magna Grecia, alteraron los conceptos y los ritos primiti-
vos, organizaron y enriquecieron el sistema religioso, pero nunca destruyeron su
fondo latino. Pese a los largos -y cada vez más intensos- contactos con el helenis-
mo, la estructura de la religión romana, como advirtió Bayet, siguió siendo latina y el
espíritu del culto, romano.
Son varios los indicios de esta helenización durante el siglo v; ya nos hemos refe-
rido al templo de un Mercurio muy asimilado al Hermes empoláios (comerciante), a
una Ceres pronto identificada con la griega Deméter o al culto de los Dióscuros.
Pero el más evidente de dichos testimonios fue sin duda la introducción del culto de
Apolo, materializada por la construcción de un templo dedicado en el año 431 a.C.

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Es muy posible que ya a finales del siglo VI y comienzos del v a.C., dicho culto, pro-
veniente de la colonia euboica de Cumas, hubiese sido introducido en Roma, en un
área llamada Apollinar, fuera del pomerium, en las inmediaciones de una zona destina-
da a carreras de caballos en la cual surgirá siglos después el Circo Flaminio.
En este mismo lugar, tras una grave pestilentia, el cónsul Cn. Iulius dedicó un tem-
plo al dios. Su epíclesis de medicus (por ejemplo, en las invocaciones que le dirigian las
vestales), pone de manifiesto las funciones terapéuticas por las que inicialmente fue
conocido. El propio Livio dice que el templo fue levantado pro vaietudine populi. Las
esculturas del frontón del templo de Apolo Medicus (llamado después Sosiano) que
representaba la lucha de Hércules contra las Amazonas en presencia de Atenea y el
rapto de Antiope (hermana de Hipólita, reina de las amazonas) por Teseo, datada en-
tre los años 447 y 438 a.C., fueron transportadas directamente desde Grecia, quizá
desde el templo de Apolo Daphnephoros en Eretria.
Durante el siglo IV a.C., los duunviri (decemviri desde el 367 a.C.) fueron asumien-
do cada vez mayores responsabilidades como reguladores del graecus ritus al que con
frecuencia remitían los Libros Sibilinos; recordemos, por ejemplo, las citadas fectis-
ternia celebradas por primera vez en el 399 a.C. ante la gravedad y persistencia de
una epidemia por prescripción de los libros sagrados.
Pero el hecho más destacado fue, sin duda, la «nacionalización» del culto de Hér-
cules. Cerca del Foro Boario, en el Ara Máxima, la gens de los Pinarii y la de los Potitii
venía manteniendo el culto al héroe griego a título meramente privado (gentilicio);
aquéllos eran encargados de dirigir las ceremonias, tomando las primicias de las víc-
timas sacrificadas mientras éstos, castigados por Hércules por haber llegado tarde a
la celebración del primer rito, eran simplemente guardianes y asistentes de los Pinarii
en el ceremonial.
El culto era celebrado a la manera griega con la cabeza descubierta y ceñida con
una corona de laurel. Las mujeres estaban excluidas de él, pero Plutarco menciona
otros dos tabúes más: la obligación de silenciar cualquier referencia a otros dioses
y la de mantener alejados a los perros. La popularidad del héroe a comienzos del
siglo IV a.C. vendría probada por el fectisternium del 399 a.C., en el que la imagen del
dios fue emplazada junto a la de la diosa Diana.
En el año 312 a.C. el censor Apio Claudia acometió la reforma de situar el culto
del Ara Máxima bajo el control del Estado romano. Las funciones que venían de-
sempeñando los Pinarii fueron encomendadas a los esclavos públicos, mientras el
pretor urbano sustituía al frente del culto a los miembros de la gens Pinaria. Las fuen-
tes tardías señalan que el erario romano pagó una considerable cifra de dinero a los
Pinarii por dicho traspaso.
Hércules, según la tradición, se enfureció descargando su cólera sobre las fami-
lias de una y otra gens; tampoco el censor Apio Claudia se salvó de ella, perdiendo la
vista pocos años después. Sin embargo ya desde Mommsen se cree que la estataliza-
ción del culto fue debida a la extinción de la gens Pinaria en un intento de las autori-
dades religiosas de que un culto tan antiguo no desapareciera. Otros autores, por el
contrario, sostienen que dicha gens lo cedió voluntariamente al Senado ante lascar-
gas económicas que suponía su mantenimiento, ya que el diezmo que establecía su
culto sólo revertía en el dios.
Como ya se ha dicho, durante la transición del siglo IV al III a.C. se acentuó el
proceso de helenización haciéndose mucho más ricas y perceptibles las aportaciones

446
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Pedestal de Valencia (ciL II 3726) dedicado
a Asclepio por un servir augusta!. AVGVSTAl~§

cultuales y rituales griegas de lo que habían sido en el pasado. Ello fue en parte debi-
do a que Roma, en calidad de conquistadora unas veces, de protectora otras, entró en
contacto con las ciudades griegas meridionales durante las guerras samnitas (343-
290 a.C.). No faltó en la urbe una poderosa facción de la nobilitas que, estrechando
(hacia el 326) una alianza con Nápoles, en condiciones tan privilegiadas que ésta
pudo conservar sus instituciones tradicionales, inaugurase así una política filohelé-
nica. La ciudad griega aportó a Roma, ya en el siglo m a.C., el culto griego de los sa-
cra Cereris, cuyas sacerdotisas eran escogidas entre las principales familias aristocráti-
cas locales. Pronto otras ciudades de la Magna Grecia, como Capua, Cumas o Taren-
to, trabaron relaciones con Roma sobre la que dejaron sentir también su influencia
religiosa.
En los primeros años del siglo m a.C. se advierte con claridad la apertura roma-
na a los dioses y a las ideas griegas. En el293 a.C. tuvo lugar la introducción del culto
de Asklepios que, ante una grave epidemia, los Libros Sibilinos recomendaron traer
de Epidauro. Una comisión (en la que figuraba Q. Ogulnio), desplazada al santuario
griego regresó con la serpiente sagrada, símbolo del dios, que se arrojó espontánea-
mente de la embarcación que la traía a la isla Tiberina, cesando al momento la epide-
mia. El 1 de enero del291 a.C. fue dedicado al dios, conocido comoAesc(u)lapius, un
templo en dicha isla que adoptaba la disposición de los Asklepieia griegos: el edificio
sagrado estaba rodeado de pórticos donde los enfermos esperaban que el dios les re-
velara en sueños la curación (incubatio) y los sacerdotes que lo atendían eran, proba-
blemente, griegos. En el siglo 1 a.C. los muros que delimitaban el templo fueron
construidos en forma de barco, conmemorando así la llegada de la serpiente.
De esta forma Apolo se vió liberado de sus funciones médicas. La «sanidad pú-
blica» se vio completada un siglo después (en el año 180 a.C.) cuando los Libros Sibi-
linos, tras una nueva epidemia, ordenaron por vez primera levantar una estatua do-
rada a la diosa Salus, que no era otra que la Hygeia de los griegos.

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Aunque la introducción del culto de Asklepios parece obedecer a una reorgani-
zación de la vertiente «médica» o «higiénica» de la religión romana, no pueden ex-
cluirse, como observó J. Gagé, motivos de orden político. Como otros cultos, el de
Esculapio pudo haber desarrollado un papel integrativo y federativo de cara a las
ciudades griegas meridionales donde el dios era muy popular. No es, en cualquier
caso, mera casualidad que el mismo año en que Roma acogia el culto de Asklepios,
los ciudadanos romanos asistiesen por vez primera a los ludi Romani con coronas so-
bre sus cabezas y se entregasen palmas a los vencedores, costumbres ambas secular-
mente arraigadas en los espectáculos deportivos griegos.
La guerra contra Pirro y la primera guerra púnica abrieron aún más a Roma el
campo de las ideas y los cultos griegos. Casi medio siglo después de la introducción
del culto de Asklepios, tuvo lugar la adopción de los ludi Tarentini por indicación
-una vez más- de los Libros Sibilinos. En el año 249 a.C., en un momento crucial
de la lucha de Roma contra Cartago, el oráculo sibilino profetizó que las dificultades
cesarían si se sacrificaba a Dis Pater y Proserpina. Se eligieron víctimas negras -co-
mo convenía al carácter infernal de ambas divinidades- y se celebraron en su ho-
nor juegos en el Campo de Marte durante tres noches consecutivas. Los Libros orde-
naron la repetición pasados otros cien años.
Según Ross Taylor, dichos juegos habían sido celebrados en Roma ya en
el 348 a.C.; se trataba de unos juegos escénicos, instituidos con motivo de una pesti-
lencia, durante los cuales se recitó una plegaria (conservada en actas epigráficas de
época imperial) para pedir la sumisión de los latinos.
Ahora -un siglo después- se retoma aquella celebración introduciéndose en
ella elementos cultuales procedentes probablemente de las ciudades griegas del sur de
Italia (como Tarento). G. Dumézil señaló, con gran acierto, la importancia de este
culto para el futuro de la escatología romana. El Más Allá, que venía siendo algo
confusamente concebido, pasó a contar con un rey y una reina, como señores de los
infiernos. Pero dichos juegos responden también a motivos políticos. Por una parte,
co~o en el pasado, se crean lazos religiosos que refuerzan las relaciones de Roma con
las ciudades itálicas griegas en un momento de especial importancia de la guerra con-
tra Cartago. Por otra parte, los rituales celebrados debieron de contribuir a la cohe-
sión de la población romana y a infundir confianza en la victoria final en un mo-
mento de especiales dificultades para la ciudad.
Apenas unos meses después de aquella celebración, los romanos, siempre en el
transcurso de la primera guerra púnica, tomaban la ciudadela-santuario de Eryx en
Sicilia (248 a.C.). El cónsul L. Junio ocupó dicho santuario, sede del culto de Afrodi-
ta, desde donde resistió a los ataques de Amílcar Barca. Roma no tardaría por ello en
reconocer en la diosa a Venus, madre de Eneas, siendo su culto oficialmente intro-
ducido en Roma en el año 215 a.C. Algunos años después (184-181 a.C.) le fue dedi-
cado un templo, construido a semejanza del santuario sículo, fuera de la Porta Colli-
na (entre el Pincio y el Quirinal). En su interior fue, probablemente, colocado el cé-
lebre trono Ludovisi que debió ser llevado a Roma bien desde el santuario de Eryx,
bien desde Locris Epizefiria.
Roma concedió a Venus Erycina el estatuto no de una diosa extranjera, sino de
una divinidad nacional; el aniversario de su templo, un 23 de abril, se hizo coincidir
con la vieja fiesta de las Vinalia. Los ritos se ajustaron a las costumbres romanas, re-
chazándose aquellos otros de origen semita como la prostitución sagrada.

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La influencia griega no se detuvo en la introducción de nuevos cultos; a través de
la literatura invadió la teología romana, de forma que ya en el siglo m a.C. había sido
completado el gran «diccionario» de las equivalencias. Livio Andrónico, capturado
en Tarento en el272 a.C., logró establecer en Roma una escuela para la educación de
los hijos de la nobilitas, alternando la actividad docente con la traducción de la Odisea
de Homero en versos saturnios. Esta Odusia, que facilitó interpretaciones latinas de
los mitos griegos, se mantuvo largo tiempo como texto escolar. En el año 240 los
ediles recurrieron a Livio para representar una comedia griega en versión latina du-
rante la celebración de los ludi Romani.
Pocos años después, del 235 al 204, se presentaban en escena las obras de Cn. N e-
vio, nacido probablemente en Capua. Su interés se centró, sobre todo, en el ciclo tro-
yano publicando obras como Equos Troianus o Hector proftciscens; su obra cumbre fue,
sin embargo, el Bellum Punicum, una crónica en verso de la primera guerra púnica
donde también se recogían las leyendas de la fundación de Roma y la de Eneas y
Oído como origen de la ancestral enemistad entre Roma y Cartago.

El impacto de la segunda guerra púnica

La segunda guerra púnica (218-201 a.C.) fue sin duda uno de los periodos más
críticos de la historia de Roma. La presencia del ejército de Aníbal en Italia, que por
sí misma constituía una amenaza directa, se hizo aún más peligrosa tras las derrotas
romanas de Tesina, Trebia y Trasimeno. La secesión de algunas comunidades alia-
das y los contactos entre Cartago y Oriente, contribuyeron también a agravar la si-
tuación.
Tales acontecimientos, acompañados de prodigios y presagios (fenómenos inu-
suales, desórdenes de la naturaleza) se consideraron pronto una manifestación de la
cólera de los dioses y, consiguientemente, un aviso de la ruptura de la pax deorum.
Livio (XXI, 62, 6-11) señala que, durante el invierno del218 a.C., fueron vistos
diversos prodigios en Roma y en sus inmediaciones: imágenes que brillaban en el
cielo, el movimiento de la lanza de Juno en su templo de Lanuvio, lluvia de piedras
en el Picentino, etc. La reacción del Estado no se hizo esperar: por encargo del Sena-
do los decemviri, asumiendo un protagonismo que en realidad venían ejerciendo ya,
recomendaron la celebración de supplicationes y lustra/iones que, según reconoce el pro-
pio Livio, calmaron mucho los terrores religiosos de la población.
Pero la cólera divina se recrudeció ante la célebre impiedad del cónsul Flaminio,
un hombre enemistado con la oligarquía senatorial, acusado por ésta de no haber
cumplido los rituales previos a la investidura de su cargo:

Nombrado antes cónsul sin haber tomado los auspicios, no había obedecido a
los dioses y a los hombres que le reclamaban desde el campo de batalla; ahora había
esquivado el Capitolio y la toma solemne de los votos por la conciencia de haber
despreciado a los dioses para no presentarse en el templo de Júpiter Óptimo Máximo
el día de comenzar la magistratura, para no ver ni consultar al senado, pues era odio-
so al senado que solamente le era hostil a él, para no decretar las fiestas Latinas ni ce-
lebrar el solemne sacrificio a Júpiter Laciar en el monte Albano, para no marchar al
Capitolio, una vez tomados los auspicios, a ofrecer sus votos y partir luego de allí
con la capa de general hacia la provincia con los lictores (Livio, 7, XXI, 63, 7-9).

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Su ofensa a Júpiter y a las divinidades capitalinas al no cumplir con las ceremo-
nias de la toma de posesión como cónsul-la solemne procesión al Capitolio, donde
se celebraba un sacrificio y se formulaban los votos y la presidencia de la primera se-
sión del Senado en la que debía señalar la fecha de celebración de las ftriae latinae-
fue el argumento utilizado por la oposición para cargar la culpa del desastre militar al
líder popular.
Tras esta nueva derrota, que culminaría con la muerte del propio Flaminio, se
desencadenó en Roma, en un clima de profundo pesimismo y angustia, lo que Schi-
lling denominó una «movilización religiosa» en favor de la causa romana. La elec-
ción del dictador Fabio Máximo fue acertada no sólo por su prudencia militar sino
también por su autoridad en materia religiosa: el nuevo jefe militar multiplicó el nú-
mero de ritos necesarios y se valió de ellos para restablecer la autoridad de la facción
más conservadora. Fabio expuso en un discurso al Senado su política religiosa ha-
ciendo ver a sus miembros que las derrotas sufridas en los años anteriores se debie-
ron a la imprudencia y temeridad del cónsul Flaminio -temeritatem atque inscientiam
ducum- y que se hacía necesaria, una vez más, la consulta de los libri fatales que per-
mitieran calmar la ira deorum:

Q. Fabio Máximo, dictador por segunda vez, convocó al senado el día en que
tomó posesión de su magistratura. Empezó por las cuestiones religiosas e informó a
los senadores que el cónsul G. Flaminio había fracasado más por descuidar las cere-
monias y los auspicios que por temeridad o impericia y que se debía consultar a los
mismos dioses sobre las expiaciones que aplacarían su ira. Logró que se ordenara a
los decénviros que consultaran los Libros Sibilinos, medida que casi no se decretaba
a no ser que se hubieran anunciado horribles presagios. Examinados los libros del
destino, los decénviros informaron a los senadores que, dado que el voto hecho a
Marte con motivo de aquella guerra no se había cumplido ritualmente, debía repe-
tirse y ampliarse, se debían ofrecer unos Grandes Juegos a Júpiter... (XXII, 10, 7-9).

Los decemviri aconsejaron también levantar dos templos: uno a Mens, abstracción
personificada de la reflexión, del juicio contrario a la temeridad (lo que se ajustaba
perfectamente a la política de Fabio como Cunctator, «prudente») y otro a Venus
Erycina, a la que ya nos hemos referido. Ambas divinidades fueron acogidas en
el Capitolio y, con rapidez inusual, sus templos fueron abiertos al público en el
año 215 a.C.
Los Libros Sibilinos prescribieron en aquel mismo año la promesa solemne de
un ver sacrum a Júpiter, sometida previamente a la aprobación del pueblo mediante
una consulta. Era ésta una vieja práctica itálica por la cual los niños nacidos durante
una situación difícil para la comunidad la abandonaban, llegados a la edad adulta, en
busca de nuevas tierras. En origen el rito sirvió para aliviar el problema de la sobre-
población de los pueblos itálicos destacando a los elementos más jóvenes. Pero esta
costumbre, practicada en las últimas fases de la Edad del Bronce, había perdido en el
siglo m a.C. su sentido originario, perviviendo sólo su contenido ritual: una ley pres-
cribió el votum a Júpiter, en un plazo de cinco años, del ganado nacido durante la pri-
mavera.
Sin embargo, junto a estos viejos ritos de origen itálico reaparecieron -en un
meditado equilibrio- nuevas formas religiosas de helenización. La crisis del Estado
obligaba a utilizar todos los tipos de expiación posibles y, entre estos remedia, se recu-

450
rrió nuevamente al lectistemium. El modelo de los doce grandes dioses del Olimpo, re-
partidos por parejas sobre sus pulvinaria pertenece al graecus ritus, si bien el orden y la
disposición en que éstas son presentadas reflejan el espíritu romano y las circunstan-
cias históricas del momento.
Así, la pareja Júpiter-Juno es homóloga de la de Zeus-Hera, siendo a un tiempo
los dos grandes dioses del Estado romano y los dos primeros elementos constitutivos
de la tríada capitolina. También Marte-Venus y Apolo-Diana se emparejan confor-
me a la mitología griega. Pero hay otras cuya asociación es inhabitual en el ritual he-
lénico: llama especialmente la atención la constituida por Mercurio y Ceres, que se-
gún Combet-Farnoux, debemos entenderla en un contexto político: Ceres simboliza
los intereses agrarios itálicos ligados a objetivos peninsulares, mientras Mercurio re-
presenta los intereses propios de la economía mercantil, la riqueza mobiliaria, cuyo
progreso dependía de los cambios y del alcance del imperialismo romano. La pareja
Mercurio-Ceres simboliza pues, en el lectistemium del 217 a.C., las fuerzas socio-
económicas antagonistas que rivalizaron a lo largo del siglo m a.C., en la orientación
y definición de la política realizada por la nobilitas patricio-plebeya.
El viaje de Q. Fabio Pictor al santuario de Delfos, en el216, debemos entender-
lo, igualmente, a la luz de dicho proceso de helenización. Este personaje, pertene-
ciente probablemente al colegio de los decemviri fue enviado a consultar el oráculo de
A polo sobre las plegarias y sacrificios necesarios para aplacar a los dioses y poner fin
a tanta calamidad. En poco tiempo regresó con la respuesta escrita del oráculo (cuyo
contenido nos transmite Livio XXII, 11, 2-3), considerada por G. Dumézil como un
verdadero tratado de alianza entre Roma y Delfos.
Los años posteriores a la batalla de Cannas fueron intensos para el apolinismo
romano que asumía bajo su protección la victoria militar al tiempo que abandonaba
su función de dios de la salud pública. Los Libros Sibilinos y los oráculos atribuidos
al vates Marcio prescribieron en el212 a.C. juegos en honor de Apolo (los ludi Apolli-
nares). Cuatro años más tarde una plaga persuadió a los romanos de la conveniencia
de hacerlos permanentes, cada 13 de julio, siempre conforme al graecus ritus.
Es evidente que uno de los objetivos de la celebración de juegos y ceremonias pú-
blicas era proporcionar al pueblo una ocasión para permanecer unido y transmitir
un sentimiento de unidad; los rituales -latinos, itálicos y griegos- funcionaban
también como parte de la resistencia contra Aníbal. Pero de igual forma, como ad-
vierte A. Wardman, se lograba ofrecer entretenimiento y distracción en un periodo
de fuertes tensiones emocionales. En este sentido debemos considerar, también, la
transformación sufrida por las Saturnalias que, según Livio, fueron creadas como ta-
les en el 217 a.C.
Por último, dada la ausencia de hombres, buena parte de los rituales públicos
quedó, durante estos años, en manos de las mujeres. Sabemos, sobre todo por el rela-
to de Livio, que las matronas romanas jugaron un papel determinante en la partici-
pación de supplicationes, coros y ofrendas hasta el punto de llegar a ser divididas en
grupos de edades (vírgenes, matronas, ancianas) para el cumplimiento de cada una
de las ceremonias. J. Gagé puso al descubierto en una monografía la capacidad
de convocatoria, designación y cooptación de las matronas para ejecutar dichos ri-
tuales.
En el año 207 éstas asumieron un especial protagonismo. Los ediles curules con-
vocaron a todas las matronas que habitaban en Roma y en diez millas alrededor y,

451
tras designar a veinticinco de ellas, tomando dinero de su propia dote, hicieron fa-
bricar un vaso de oro que llevaron al templo de Juno en el Aventino, donde ofrecie-
ron conjuntamente un sacrificio. Los decemviri, por su parte, ordenaron que matronas
y vírgenes recorrieran la ciudad, precedidas por la estatua de Juno Regina, mientras
cantaban un carmen compuesto por Livio Andrónico.
No es por lo tanto una casualidad la gran atención prestada por las autoridades y
la población romana a la diosa Juno. Durante estos años la diosa, por una singular in-
terpretatio, fue identificada con la divinidad protectora de Cartago (Tanit). Esta Hera-
Juno cartaginesa era conocida por su aspecto guerrero; la de Roma, diosa de las ma-
tronas, no lo tuvo nunca pero sí la de Lanuvium. Precisamente en el templo de Juno
de esta ciudad tuvieron lugar graves prodigios en el año 218 a.C.: la lanza de la diosa
se agitó y un cuervo se posó sobre su pulvinar. Este doble prodigio debió tener, por las
especiales características de la divinidad tutelar del templo, una especial significa-
ción como parecen demostrar las supplicationes celebradas en él.
Una de las reacciones lógicas del pueblo romano ante tanta incertidumbre como
encerraba la guerra fue el recurso a nuevas formas de adivinación con el consiguien-
te peligroso abandono de la religión romana:

Debido a que la guerra se iba alargando cada vez más y los éxitos o los fracasos
iban alterando no tanto la situación general como las mentes de las personas, se ex-
tendió por la ciudad tal cantidad de supercherías religiosas -en su mayor parte ve-
nidas de fuera- que de repente pareció que o bien los hombres o bien los dioses ha-
bían cambiado. Y ya no era sólo en secreto y en el interior de las casas donde se
abandonaban los ritos romanos sino que incluso en público y en la plaza y en el Ca-
pitolio se concentraban un tropel de mujeres que ni en sus sacrificios ni en sus súpli-
cas a los dioses seguían el ritual patrio. Sacerdotes y adivinos se habían adueñado de
las mentes de los hombres cuyo número acrecentó una masa de campesinos que ... se
había visto empujada a la ciudad por la pobreza y el miedo (Livio, XXV, 1,6-8).

Frente a los numerosos vates, harioli y adivinos de todo tipo que, aprovechándo-
se del clima de incertidumbre, habían usurpado uno de los principales ámbitos de la
religión romana, la oligarquía senatorial actuó como garante de las formas tradicio-
nales del culto. El pretor Marco Emilio ordenó por un edicto confiscar todos los li-
bros de profecías y las fórmulas de plegarias que circulaban entonces, prohibiendo la
celebración de nuevos ritos.
El Senado seleccionó, sin embargo, de esta abundante literatura profética requi-
sada, dos oráculos atribuidos a un adivino llamado Marcia, escritos en un latín arcai-
co sobre una corteza de árbol. Uno de ellos anunciaba -evidentemente post even-
tum- el desastre de Cannas a los romanos, mientras el otro recomendaba instituir
los mencionados juegos en honor de A polo. Los carmina marciana fueron introducidos
en la colección sibilina o, al menos, se conservaron con ella. La crítica moderna ha
denunciado la falsificación de estos escritos; en las iniciales de los versos saturnios
conservados, Lean Hermano reconoció el acróstico A neo Marcia. La gens Marcia era
conocida a través de algunas fuentes por su competencia adivinatoria y no hay duda
sobre su pertenencia al Senado; el propio Cicerón (De div., 1, 89) menciona que el
vate de la familia redactora del texto profético era nobili loco natos.
La contundencia con que los prodigios fueron expiados desde los primeros años
de las guerras, se manifiesta también en el enterramiento de una pareja viva de galos

452
r

y otra de griegos en el Foro Boario en el año 216 a.C. Se trata de un sacrificio ex-
traordinario, prescrito según las fuentes por los Libros Sibilinos pero que quizá obe-
dezca, como sugirió R. Bloch, a la inclusión de reglas etruscas en dicha colec-
ción.
No menos implacable fue la ejecución de la vestal (una segunda se suicidó), tam-
bién en el 216 a.C., acusada de crimen incesti, es decir, de haber roto su voto de casti-
dad, si bien éste no fue el primer caso registrado (anteriormente en el483, 472, 337,
275, 266 a.C.). Dionisia de Halicarnaso (II, 67 ss.) describe con detalle el ritual: la
vestal acusada era primero juzgada por el colegio pontifical y, en caso de demostrarse
su culpabilidad, era llevada al Campus Sceleratus, cerca de la Porta Collina, donde
era enterrada viva. El amante, por su parte, era generalmente ejecutado en el Foro.
La suerte de la vestal recuerda mucho, como luego veremos, a la del andrógino. El
enterramiento de la vestal era acompañado de plegarias y sacrificios piaculares.
El Senado romano no dudó, pues, durante estos años críticos en recurrir a las su-
pervivencias arcaicas con tal de sacar a Roma del peligro y mantener la unidad de su
población. Pero poco a poco fue manifestando también una mayor disposición a las
sugerencias exteriores, siempre bajo el estrecho control del colegio pontifical, como
fue el caso de la introducción del culto de Cibeles. Hemos tratado ya, anteriormente,
este tema y no insistiremos nuevamente en él. Señalaremos sólo que la diosa conser-
vó en su templo del Palatino su culto y clero primitivos (los galli eunucos), pero se
prohibió a los ciudadanos romanos participar en dichas ceremonias, limitándose el
contacto de la población con el culto metróaco a la celebración de las Megalensia del
mes de abril. La represión de toda espontánea devoción popular se justificó, pues,
por el deseo de mantener el culto romano a salvo de toda contaminación.

Crítica y racionalismo: el siglo 11 a. C.

Durante las primeras décadas del siglo 11 a.C., superada ya la amenaza cartagine-
sa, el Senado romano llevó a cabo serios esfuerzos por preservar la religión oficial de
nuevas influencias extranjeras.
La primera ocasión que tuvo para demostrarlo vino dada por el célebre episodio
de las Bacanales del año 186 a.C. El dionisismo, muy arraigado en Italia, había
irrumpido con fuerza durante la segunda guerra púnica. Una de sus principales ma-
nifestaciones era la celebración de las orgías que permitía al iniciado (bacante) salir
de «SÍ» para reunirse con el dios en la exaltación extática de la homofagia, de la danza
y del vino. Esta práctica de extraversión colectiva se repetía, en origen, cada dos
años. La orgía era, pues, el medio para acceder al estado de Baco, es decir, para iden-
tificarse con el nuevo dios, lo que sólo sucedía con carácter definitivo después de la
muerte.
La liturgia de las orgías dionisíacas comprendía muchos rasgos del menadismo
clásico: danzas con ritmos bruscos del cuerpo, música, vestidos de piel de animal y
vaticina/iones. Los iniciados se repartían en grupos (thiasor), distribuidos por diversos
puntos de Roma (en especial en el lucus Similae, cerca del Tíber). Livio señala que, en
principio, el santuario sólo fue abierto a las mujeres no admitiéndose a ningún hom-
bre; las mujeres fueron quienes, en una primera fase, participaron de forma exclusiva
en las Bacanales atraídas no tanto por su exotismo como por los nuevos valores espi-

453
rituales que éstas encerraban. Dicha participación pudo ser entendida, pues, como
una reacción contra la religión oficial de cuyo ritual estaban excluidas. No obstante,
Pacula Ania, una matrona de la Campania que, según Livio, introdujo importantes
reformas en el culto báquico inspirada por los dioses, comenzó a iniciar también a
los hombres en estos ritos.
El Estado romano creyó ver en las reuniones de estos adeptos un principio peli-
groso para la seguridad de la nación, considerándolas como gérmenes de insurrec-
ciones o complots y, desde luego, como un movimiento antitradicional. Los perse-
guidos fueron acusados de malas intenciones, de nocturnidad y de una licenciosa in-
moralidad. Otros motivos para declarar ilegales los cultos orgiásticos dionisíacos,
como la adivinación en estado extático o el consumo del vino puro entre las mujeres,
tan ajenos al mos maiorum, eran no menos importantes. En suma, dichas reuniones
- a juzgar por el elevado número de fieles que participaban en ellas- suponía más
un peligro para la religión oficial del Estado que para el Estado mismo.
El enfrentamiento entre el Senado y los baccbai se percibe claramente en el discur-
so del cónsul Postumio Albino ante la asamblea del pueblo, en el que las reuniones
nocturnas de las bacantes en el bosque sagrado son contrapuestas a las diurnas asam-
bleas del pueblo romano y el carácter orgiástico del culto báquico al ordenado culto
tradicional:

En cuanto al número, cuando os diga que asciende a muchos miles, os aterraréis


si os lo doy a conocer. En primer lugar considerable parte lo forman mujeres, y este
fue el origen del mal, y en seguida hombres afeminados, corrompidos o corruptores,
fanáticos embrutecidos por las vigilias, la embriaguez, el ruido de los instrumentos y
gritos nocturnos. Hasta ahora es una asociación sin fuerza pero que amenaza hacerse
muy temible, porque diariamente recibe nuevos adeptos... Poco sería aún si sus de-
sórdenes no tuviesen otro efecto que enervarles y deshonrarles personalmente, si sus
brazos no se empleasen en el crimen y sus ánimos en la perfidia. Pero jamás atacó a
la República azote más terrible y contagioso. Todos los excesos del libertinaje, todos
los atentados cometidos en estos últimos años, sabedlo bien, proceden de este nefan-
do grupo y todavía no han brotado a la luz los crímenes cuya realización se ha jurado
(Livio, XXXIX, 15-16).

El resultado de la represión concluyó con un trágico balance: de los siete mil


«conjurados», la mayor parte fueron ajusticiados sin que los condenados pudiesen re-
currir a la provocatio y ningún tribuno osara defenderles; los lugares de culto fueron
arrasados y se permitió que los cultos báquicos fueran celebrados sólo bajo rígidas
condiciones, previa solicitud al pretor, y en grupos muy reducidos.
Pocos años después se produjo el no menos célebre asunto de los libros de Numa.
En el 181 a.C. fueron descubiertos en el Janículo unos libros escritos en griego y la-
tín depositados dentro de un sarcófago cuya autoría pronto se atribuyó al rey
Numa.

En este mismo año, ahondando mucho los cultivadores al pie del Janículo, en
un campo que pertenecía al escriba L. Petilio, encontraron dos arcas de piedra, de
cerca de ocho pies de largo por cuatro de ancho y cuyas tapas estaban selladas con
plomo. En las dos arcas había inscripciones griegas y latinas, indicando que conte-
nían, la una el cuerpo de Numa Pompilio, hijo de Pompo, rey de los romanos, y la

454
otra los libros de Numa Pompilio. El propietario del campo mandó abrirlas después
de consultar a sus amigos. Lo que, según la inscripción, debía de contener el cuerpo
de Numa, estaba vacío, sin señal alguna de restos humanos, ni de ninguna otra sus-
tancia, habiendo quedado destruido sin duda todo lo que contenía por el considera-
ble tiempo transcurrido. En la otra había dos paquetes atados y revestidos de pez,
conteniendo cada uno siete volúmenes, que no sólo estaban bien conservados, sino
que hasta parecían completamente nuevos. Siete volúmenes estaban en latín y trata-
ban del derecho de los pontífices; los otros siete, escritos en griego, tenían por objeto
la filosofía, tal como podía encontrarse entonces (Livio, XL, 29, 3-4).

El Senado -por medio del pretor urbano- ordenó comprarlos y, como si se


tratase de un prodigio, quemarlos públicamente para que no dieran lugar a especula-
ciones religiosas.
Las doctrinas que contenían estos libros eran, casi con entera probabilidad, de
inspiración pitagórica; existía una tradición que hacía de Numa -pese a los siglos
que les separaba- un discípulo de Pitágoras. Los pitagóricos, deseosos de renovar
las tradiciones nacionales mediante la aportación del misticismo griego, eran nume-
rosos, ya desde finales del siglo m a.C., entre los miembros de la aristocracia romana:
Appio Claudia, Escipión el Africano y Catón el Censor fueron en los últimos años
de su vida adeptos a esta secta que pretendía explicar el mundo mediante las mate-
máticas y que había cristalizado en una especie de monoteísmo filosófico.
Le Gall consideró el «hallazgo» como una torpe tentativa de los círculos pitagóri-
cos -algunos autores apuntan particularmente al de Escipión- para que fuese re-
conocido un valor oficial a su doctrina como había sucedido, por ejemplo, con los
Carmina Marciana en el212. Pero evidentemente ni las circunstancias ni el contenido
-que chocaba frontalmente con la escatología y las interpretaciones cosmológicas
de la religión romana- eran las mismas.
Finalmente, la vigilancia y la lucha contra la superstitio constituyó otro medio de
proteger la credibilidad de los dioses y cultos nacionales. Un decreto, emitido por el
praetor peregrinus en el 139 a.C., expulsó de Roma a los astrólogos y hebreos.
Pero también el celo en la ejecución de las expiaciones de prodigios y portentos
se consideró un valioso medio para asegurar la pax deorum y, consiguientemente, para
fortalecer la religión tradicional. Las últimas décadas del siglo II a.C. fueron extre-
madamente difíciles para Roma, particularmente fuera de sus fronteras, y propicias
por lo tanto para la aparición de prodigios. La derrota, en el año 119 a.C., del gober-
nador romano de Macedonia ante la tribu gala de los escordiscos (simile prodigio, dice
Floro) y la de Cneo Carbón en Noreia ante las bandas de cimbrios, desataron una ola
de terror popular en Roma e Italia. Posteriormente se produjeron nuevas agitaciones
y mayores temores cuando, a partir del año 11 O, Jugurta obtuvo resonantes triunfos
frente a los ejércitos romanos y Q. Servilio Cepión, junto a Manlio Máximo, sufría
en los alrededores de Arausio, un grave revés frente a los germanos que dejaba a la
Galia y a la propia Italia a merced del enemigo.
En la península itálica las continuas rebeliones de esclavos de Sicilia, Apulia o
Etruria agravaban el clima de temor general. Desastres como el incendio del templo
de Cibeles (111 a.C.), o las graves inundaciones del 108 a.C. repercutieron en no me-
nor medida que los desastres militares.
En tales circunstancias se explica que las victorias de Mario sobre los teutones
( 102 a.C.) y cimbrios (101 a.C.), alejando el peligro de las invasiones, le valieran ho-

455
nares próximos a los de una divinidad o que se le autorizase a viajar acompañado
de Martha, una profetisa siria, y de Bataces, un sacerdote de Cibeles venido de Pesi-
nunte.
El Senado y los sacerdotes romanos, con la colaboración de los harúspices, extre-
maron las medidas expiatorias tras la aparición de prodigios. En el 114-113 a. C., se
sentenció nuevamente a muerte a tres vestales acusadas de haber roto su voto de cas-
tidad. Fue talla angustia religiosa provocada por dicha ejecución que pareció necesa-
ria una purificación; los Libros Sibilinos prescribieron un sacrificio humano (dos
griegos y dos galos) al que no se recurría desde la segunda época púnica.
La manipulación que la política hizo en Roma de la vida religiosa se acentúa en
los dos últimos siglos de la República. Casos como el de C. V alerio Flacco no fueron
excepcionales. Este personaje tuvo que aceptar a la fuerza el cargo de flameo Dialis
en el 209 a.C., en circunstancias muy especiales, según nos dice Livio: «La ociosa ju-
ventud y el desarreglo de C. Valerio Flacco, sus vicios... habían determinado al pon-
tífice máximo P. Licinio a elegirle como flameo» (XXVII,8,4). A los derechos tradi-
cionales del titular del jlammonium diale, la toga praetexta y la silla curul, C. V alerio lo-
gró añadir al año siguiente un privilegio más que había caído en desuso: un asiento
en el Senado. En el 199 pudo superar las dificultades legales para su elección como
edil curul: privado por su calidad de sacerdote de Júpiter del derecho de iurare in leges
(prestar juramento era una de las muchas prohibiciones que pesaban sobre el flameo)
fue autorizado a que su hermano L. Valerio lo tomase en su nombre; de nada valie-
ron los intentos de P. Licinio para contener las ambiciones políticas del joven fla-
meo Dialis quien, no satisfecho, fue elegido también como pretor en el 183 a.C.
Otro caso similar se produjo al cubrirse la vacante del rex sacrorum, en el 180 a.C.
El pontífice máximo, entonces C. Servilio Gémino, designó como sucesor a L. Cor-
nelio Dolabella, obligándole a abandonar -como prescribía la tradición- el cargo
de duunviri navalis antes de proceder a su investidura, a lo que él se negó.
De ambos casos se deduce que el interés individual, las ambiciones políticas, pre-
valecían con mucha frecuencia sobre la pietas. Pero este proceso, de desgaste de la re-
ligión pública, vino favorecido también por la producción literaria de aquella época.
Si el teatro de Plauto y Terencio presentaba a un Júpiter amoroso o a un Mercurio
entrometido, las obras de Ennio (239-169 a.C.) -tales como Epicharmus o Evheme-
rus- suponían un frontal ataque a las ideas religiosas tradicionales.
De igual forma, la retórica y la filosofía contribuyeron no poco a un mayor racio-
nalismo. Ambas comenzaban a formar parte de la cultura de entonces: la retórica
respondía perfectamente a las necesidades de la vida política romana, aunque existía
un cierto recelo de que fuese explicada por los griegos. De los sistemas filosóficos
griegos, la doctrina de la Academia, el estoicismo y el epicureísmo irrumpieron en
Roma con mayor fuerza. Eran sistemas monoteístas o panteístas pero no politeístas
considerados, por las autoridades romanas, contrarios al mos maiorum. No sorprende,
por tanto, que en el 173 a.C. fueran expulsados por orden del Senado dos filósofos
estoicos, hecho que se repitió en el año 161 con otros filósofos y rétores griegos.
En el año 155 se produjo un incidente bien conocido: los atenienses enviaron en
embajada a Roma a tres miembros de las escuelas filosóficas más representativas: el
académico Carnéades, el estoico Diógenes y el peripatético Critolaos, que pronun-
ciaron discursos muy bien acogidos por el público romano. Carnéades hizo un bri-
llante elogio de la justicia como fundamento de las ciudades y de las leyes, conclu-

456
yendo que en Roma aquélla era una quimera pues, para ser justos, los romanos de-
bían detener sus conquistas. Al éxito de sus ideas siguió el escándalo y una dura reac-
ción senatorial.
Sin embargo, esta lucha del Estado romano contra los rétores y filósofos griegos
estaba llamada al fracaso. Muchas familias romanas siguieron la costumbre, a lo lar-
go del siglo 11 a.C., de contratar los servicios de estos pensadores, empleados en unas
ocasiones como preceptores de los jóvenes y, en otras, como consejeros políticos; así,
uno de los maestros de Tiberio Graco era el célebre estoico Blossio de Cumas. A fi-
nales de este siglo eran muchas las familias aristocráticas romanas que enviaban a sus
hijos a Grecia (particularmente a Atenas) para que siguieran las enseñanzas filosófi-
cas del momento.
De las doctrinas filosóficas conocidas en Roma tan sólo una, el epicureísmo, fue
duramente castigada; al aconsejar la búsqueda de la felicidad individual y sustraer al
hombre y al universo de la acción de los dioses, aparecía como un peligroso elemen-
to destructor de la religión pública.
No obstante, tampoco podemos sobreestimar el racionalismo del siglo 11 a.C.,
que atrajo especialmente, como venimos viendo, a las altas capas sociales, muy inte-
resadas en la búsqueda de nuevos valores espirituales. El pueblo romano permane-
ció, en su mayor parte, apegado a las viejas ideas y creencias religiosas.

Religión y política: el siglo 1 a. C

El siglo 1 a.C. nos introduce en una última fase de la religión romana republica-
na, caracterizada por su profundo desorden, como consecuencia no sólo de la utiliza-
ción partidista que de ella hacían las distintas facciones políticas, sino también de la
inseguridad social y la angustia de las guerras civiles. Este clima de deterioro religio-
so, agravado por el progreso del racionalismo, estuvo a punto de arruinar los funda-
mentos de una religión de por sí demasiado ligada a los mecanismos del Estado.
Sería largo enumerar los síntomas de este aparente debilitamiento religioso; qui-
zá sea suficiente centrarnos en los templos y los sacerdocios, dos de los fundamentos
de la religión pública.
Fue característico de este siglo que los políticos o jefes militares utilizaran la de-
dicación de un templo para realzar su propia gloria individual: Lutacio Catulo votó
un santuario a Fortuna Huiusce Diei para conmemorar su éxito en la batalla de Ver-
cellae; Mario levantó otro a Honos y Virtus, y Pompeyo ordenó construir un teatro-
templo a Venus Víctrix.
El repetido expolio de los bienes de los templos para mantener económicamente
las guerras, así como el paulatino abandono de ciertos cultos, explica la situación de
abandono material e incluso de ruina en que se encontraban numerosos templos;
:\ugusto presume en su testamento de haber restaurado ochenta y dos templos.
Respecto a los sacerdocios es preciso señalar la desaparición progresiva, ante la
mdiferencia y el abandono, de muchos de ellos, especialmente de las sodalitates y el
tlaminado, es decir, de aquellos colegios que no contaban con prestigio o influencia
en la vida política. Sabemos gracias a las actas epigráficas que los Jratres aroales siguie-
ron cumpliendo sus obligaciones en ellucu.r de Dea Dia, pero sus ceremonias -co-
mo también sucedía con las de los salios- carecían en este siglo de todo sentido; el

457
carmen arcaico cantado en honor de la diosa apenas era comprensible para un hombre
culto como V arrón.
Tras el suicidio de L. Cornelio Merula en el87 a.C., el flaminado de Júpiter que-
dó vacante durante setenta y cinco años; lo mismo debió ocurrir con el cargo sacer-
dotal del rex sacrorum a juzgar por el silencio de las fuentes. La mayor parte de los fla-
mines minores no se ocuparon o desaparecieron porque la divinidad a la que estaban
consagrados carecía de la menor veneración. De la diosa Furrina, que desde sus orí-
genes había contado con un flamen, un santuario y una fiesta, dice Varrón (Leng~~a
Latina VI, 19): «hoy día su nombre apenas es conocido por unas poes personas».
Sólo aquellos cargos sacerdotales que conferían un cierto prestigio o permitían
ejercer una considerable influencia en la vida política, como los pontífices (que se
sentaban en el Senado) o los augures (que tomaban los auspicios) interesaron a los
más destacados políticos que lucharon abiertamente por ellos. Prueba de ello fue la
abolición en época de Sila de la /ex Domitia, que otorgaba a 17 tribus el derecho a ele-
gir los miembros de los cuatro colegios sacerdotales, si bien los candidatos eran pre-
viamente escogidos por ellos; el dictador abolió aquella ley de tendencia democrática
restableciendo en su lugar la cooptación.
Las elecciones de los sacerdotes o la composición de los colegios se transforma-
ron en verdaderas batallas políticas, fiel reflejo de los que sucedía entre populares y
optimates en el ámbito de la vida política e institucional.
La religión y, particularmente, las formas oficiales de adivinación, fueron utili-
zadas sobre todo para obstaculizar las asambleas electorales y legislativas. El calenda-
rio, controlado por los pontífices, se prestaba especialmente a ello pues los días aptos
para la reunión de tribus y centurias -marcados como C(omitiales)- eran sólo 192
para todo el año y aun dicho número tendió siempre a restringirse más. El mes inter-
calar necesario para totalizar los 355 días del año lunar fue utilizado igualmente por
los pontífices (al menos desde el siglo II a. C.) para alargar o reducir a conveniencia
los días comiciales, la duración de las magistraturas o el desarrollo de un proceso.
También, siendo incompatible la celebración de comicios con las festividades re-
ligiosas, fue frecuente trasladar a los dies comitiales las fiestas móviles (jeriae conceptivae);
éste fue el procedimiento empleado contra Sulpicio Rufo, el tribuno del año 88 a.C.
Tampoco fue infrecuente obligar a repetir las fiestas bajo el pretexto de que los ritua-
les no habían sido correctamente ejecutados. De igual forma, se recurrió a la prolon-
gación de las supplicationes (plegarias y sacrificios solemnes en agradecimiento a los
dioses por una victoria). No obstante, fueron los auspicios -como más adelante ve-
remos- el medio más frecuentemente empleado por magistrados y augures para pa-
ralizar una elección o una ley determinada.
No cabe duda de que la totalidad de los políticos era perfectamente consciente de
la manipulación de la religión, puesta al servicio no -como en el pasado- de un
ordo, sino de los grupos políticos enfrentados. Cicerón, por ejemplo, escribe: «Léntu-
lo es un excelente cónsul... ha encontrado el medio de suprimir todos los días comi-
ciales: se repiten las feriae latinae y las supplicationes no faltan. Así se obstaculizan leyes
funestas» (ad Q. Fr. Il, 4, 4-5). .
Paradójicamente la impiedad fue un arma arrojadiza de unos adversarios políti-
cos contra otros. Así Clodio fue acusado de haber violado ceremonias religiosas prohi-
bidas a los hombres; Emilio Escauro, atacado por haber cometido un error ritual en las
ceremonias de Lavinio; Antonio, por ignorar el derecho sagrado de los augures, etc.

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No obstante, actualmente se tiende a abandonar términos tales como «declive» o
«decadencia» de la religión romana republicana, y a emplearse el de «transforma-
ción». La religión romana, dadas sus especiales características, se resintió, a lo largo
de su historia, de la situación general de la vida pública. Si en el pasado se reflejaba en
ella la ideología republicana, en el último siglo republicano es lógico que se reflejara
su disolución. Por otra parte, North cree que la propaganda augústea, en la necesidad
de destacar el reviva/ de aquella época, tendió a exagerar la idea del declive religioso
republicano.
Las líneas generales de la religión romana en el último siglo de la República que-
darían incompletas si no se tuvieran en cuenta dos importantes novedades. La pri-
mera de ellas fue la consolidación, ya en el siglo 1 a.C., de los honores divinos a los je-
fes militares lo que, en expresión de M. Jaczynowska, podríamos llamar la «génesis
del culto imperial».
Escipión el Africano, vencedor de Aníbal, fue el primer comandante romano
que recibió la consideración si no de un dios, sí de un favorito de los dioses, inaugu-
rando una ideología religiosa por la que los dioses manifestaban su benevolencia a
los ciudadanos a través de individuos que ellos mismos elegían; los jefes militares
eran, pues, imperatores a diis electis. Escipión, favorecido por la credulidad popular,
aparecía en su tiempo como un hombre inspirado y protegido por Júpiter para lograr
sus empresas. Pero Roma no estuvo preparada para aceptar este tipo de culto hasta
finales del siglo 11 a.C. Mario fue el primer romano que, como hemos visto, recibió
honores divinos en Roma inaugurando la nueva teología de los imperatores: recibió li-
baciones en su honor, tras la batalla de Vercellae, y renovó la ideología del triunfo,
hecho decisivo para la teología de la victoria y la génesis del culto imperial.

No obstante el mérito entero fue atribuido a Mario en consideración tanto de la


precedente victoria como de su superioridad en graduación [respecto a Catulo]. Más
todavía hizo la multitud que le nombró «tercer fundador de Roma» porque había
alejado de la ciudad un peligro no inferior al de los galos; y cada uno hacía fiestas en
casa con los hijos y la mujer, haciendo además de a los dioses, ofrendas de alimentos
y libaciones también a Mario (Plutarco, Mar. 27, 8).

Su enemigo, Sila, fue artífice de una verdadera política religiosa. Desde el


año 87 a.C., difundió entre sus tropas la opinión de que era un hombre providencial,
protegido por Júpiter, Apolo y Venus, e inspirado y guiado en sueños por los dioses,
especialmente por Fortuna. La diosa capadocia Ma fue quien, en el año 88 a.C., le
dió la orden de marchar sobre Roma:

Se narra que a Si la se le apareció en sueños una diosa venerada por los romanos,
los cuales la conocieron de los capadocios, y que podría ser la Luna o Atenea e Enio.
A Si la le pareció que se pusiera a su lado y le entregara en la mano un rayo, ordenán-
dole castigar a sus enemigos; después les nombró uno por uno y de mano en mano,
castigados por Sila, caían a tierra, desapareciendo. La visión dio valor al general.
La narró al colega y al despuntar el día se puso en marcha hacia Roma (Plutarco,
Sy/1. 9, 5-7).

Sin embargo, tampoc~lvidó la adivinación oficial y, en alusión a su calidad de


augur, hizo acuñar en el 86 a.C., durante la guerra contra Mitrídates, el bastón augu-

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ral (lituus). Más tarde, en el 82, monopolizó el derecho de los auspicios; la /ex Valeria
le dio la posibilidad de ampliar el p{J1flerium, cosa que no sucedía desde los tiempos de
la monarquía. Es bien conocido el hecho de que, después de la caída de Praeneste, en
el 82 a.C., Sila se otorgó el cognomen de Felix, queriendo proclamar así que era una
persona con fortuna gracias a la protección divina; en efecto, la suerte parece haber
sonreído a Sila desde el inicio de su carrera cuando siendo todavía cuestor a las órde-
nes de Mario en Africa logró, mediante una hábil negociación, librarse de Jugurta.
Plutarco escribió al respecto que el dictador, ejecutando muchos hechos insignes y
dignos de memoria, «Se acreditó como gran general entre los suyos, más grande toda-
vía entre los aliados y de muy afortunado entre los enemigos» (,ry/1., 6, 3). Este mis-
mo historiador nos dice que en sus relaciones epistolares con los griegos se daba a sí
mismo el título de Epaphróditos, tratando así de demostrar que la suerte estaría siem-
pre de su lado gracias a la protección de la diosa Afrodita, es decir, de Venus.
Pompeyo continuó la política religiosa del imperator favorecido por los dioses,
presentándose como un hombre providencial, al estilo de Alejandro. En Roma reci-
bió el privilegio de una ceromonia triunfal durante los juegos del circo, pero fueron
fundamentalmente las ciudades griegas de Oriente las que más asiduamente le ofre-
cieron honores divinos que su prudencia política le obligó a aceptar con cautela.
Inicialmente, sobre todo tras su victoria sobre Mitrídates, Pompeyo se puso bajo
la protección de Venus Víctrix a la que dedicó en el 55 a.C. un magnífico teatro.
Pero en vísperas de la batalla de Farsalia (48 a.C.), quizá por un sueño como preten-
den las fuentes, quizá viendo que César se había proclamado descendiente de Eneas,
abandonó su devoción por la diosa:

Tales maniobras preparaban unos contra otros y recorrieron ambos [César y


Pompeyo] sus respectivas tropas, atendiendo a lo que era necesario y exhortándoles
a tener valor, al tiempo que les daban las contraseñas: por parte de César era «Venus
victoriosa» y por parte de Pompeyo «Hércules invencible» (App. BC 11, 76).

El carácter y la audacia de César, su espíritu innovador, crearon las bases de una


nueva política religiosa y prepararon la divinización imperial. Según S. Weinstock,
César introdujo, en los últimos años de su vida, el culto divino a su persona, antici-
pando todas las reformas de Augusto que fue, en este sentido también, un continua-
dor de su obra.
En la política religiosa de César suele distinguirse dos periodos. El primero co-
menzó en el año 68 a.C. cuando en los funerales de su tía Julia pronunció el elogio
fúnebre, afirmando:

El linaje de mi tía Julia por el lado materno desciende de reyes y por el paterno
está vinculado a los dioses inmortales; pues de Anco Marcio proceden los Marcii Re-
ges cuyo nombre llevaba su madre, y de Venus, los Julios de cuya estirpe forma parte
nuestra familia (Suetonio, César, 6, 1).

César creó así el culto a Venus Genitrix, a quien dedicó un templo en el46 a.C.,
culto que no tardaría en asimilarse al de Venus Víctrix, venerada ya por Sila y Pom-
peyo; ya hemos visto cómo antes de dar inicio la batalla de Farsalia dicho teónimo
era la consigna dada a las tropas.
La segunda fase de la política de César se desarrolló tras la batalla de Munda, a

460
r

partir del45 a.C. Recibió durante estos últimos meses de su vida muchos honores re-
servados hasta entonces a los dioses: su carro y sus insignias fueron colocadas sobre
el Capitolio donde Dion Casio, siglos más tarde, pudo leer aún la inscripción dedica-
da por el Senado: DIVO CAESARI. La silla y la corona de oro eran llevadas en los juegos
y en el teatro como la de otras divinidades; el mes Quinctilis fue llamado Iulius y se
creó en su honor el colegio de los luperci Iulii. También fue dándose forma a un siste-
ma de cultos formados por una personificación divina ligada a su nombre como, por
ejemplo, Clementia Caesaris, Fortuna Caesaris o Victoria Caesaris.
Se discute, pues, si César era ya en vida considerado como un dios. Suetonio y Ci-
cerón señalan que el dictador recibió antes de su muerte un flameo (cargo sacerdotal
que fue ocupado por Marco Antonio); el propio Cicerón compara a César con un
dios (simillimum deo: Pro Marcello, 8) y el Senado llega a atribuirle el nombre de Iuppi-
ter Iulius. La apoteosis de César abre la serie de las consagraciones póstumas que tanta
importancia tendrán durante el imperio. Sobre un lecho de marfil, púrpura y oro, el
cuerpo de César, presentado primero en una capilla que recordaba por su forma al
templo de Venus, fue quemado en medio del Foro, en el lugar donde poco más tarde
fue edificado el templo de César. Las matronas arrojaron a la pira sus joyas, los músi-
cos los instrumentos que habían tocado durante el cortejo fúnebre y los soldados sus
armas y coronas.
Tras los grandiosos funerales fue espontáneamente erigida una columna de már-
mol de Numidia dedicada a los Parenti Patriae y un altar sobre el cual se celebraron sa-
crificios y se prestaron juramentos en nombre del Divino Julio. El cónsul Dolabella
hizo demoler el ara y la columna pero la presión popular era irresistible; Suetonio
dice que César fue elevado al rango de los dioses «no sólo por acuerdo de las autori-
dades sino también por convicción populan>.
El culto de César, después de su muerte, fue instituido oficialmente en el42 a.C.
por los triunviros, aunque ya tras los idus de marzo la plebe le adoraba como a un
dios. Si fue su deseo instituir en vida un culto divino a su persona, como sostiene
Weinstock, es algo discutible, pero lo cierto es que su política religiosa preparó el
culto imperial, empresa prudentemente completada por Augusto, como tendremos
ocasión de comprobar.
La otra gran novedad de este mismo siglo, la introducción de los primeros cultos
orientales, será tratada en la última parte de la presente obra, una vez hayamos exa-
minado las principales características del ritual romano.

CuLTO Y RITUAL
La plegaria

Los pueblos antiguos -y el romano no fue una excepción- atribuyeron siem-


pre grandes poderes a los nombres y, por ello, la invocación constituyó siempre un
hecho fundamental de la plegaria y de la magia. El hombre romano debía escoger a
la divinidad apropiada para la que se la requería e invocarla por su nombre correcta-
mente. Algunos dioses eran tan poderosos y valiosos para el Estado que tenían nom-
bres secretos; Júpiter Optimus Maximus tenía uno que sólo conocían los pontífices. Se
evitaba así que los enemigos de Roma pudieran proceder a su evocatio y la ciudad que-
dara abandonada a su suerte.

461
La necesidad de invocar a la divinidad precisa fue de tal orden en el ritual roma-
no, que Varrón (utilizando quizá la literatura pontifical) elaboró una larga lista de las
divinidades que debían adorarse asignando a cada una de ellas su función específica:
«De este modo», decía V arrón, «podremos saber por qué causa y a qué dios debemos
invocar para nuestra ayuda o nuestra defensa» (Apud Ag. CD IV, 22). Esta infinidad
de divinidades que presidían cada momento de la vida del hombre eran llamadas in-
digitamenta, palabra relacionada con el verbo indigitare, «invocar con insistencia», casi
«señalar con el dedo» (digito indicare). A dicha categoría pertenecían, pues, los di minu-
ti, es decir, los dioses de los momentos particulares. San Agustín ha transmitido va-
rios ejemplos de estos /ndigitamenta:

Por ejemplo, las labores del campo no las han encomendado a un dios sólo: han
puesto al frente de las áreas rurales a la diosa Rurina; de las cumbres montañosas, al
dios Yugatino; de los collados, a Colatina y de los valles, a Valonia. Y no fueron ca-
paces de encontrar a una diosa -por ejemplo Segetia- para que se hiciese cargo
ella sola de las cosechas. Quisieron tener, como encargada de la simiente sembrada,
mientras permanece bajo tierra, a la diosa Seya; cuando ha brotado y forma la mies, a
la diosa Segetia, y una vez recogido el grano y guardado, encargaron a la diosa Tutia
para asegurar su tutela... Y fue así como encargaron a Proserpina del trigo en ger-
men, al dios Nodoto de los brotes y nudos del tallo, a Volutina de la envoltura foli-
cular. Y cuando ya los folículos empiezan a abrirse, para dejar paso a la espiga, está la
diosa Patelana... La diosa Flora está para la floración del trigo, el dios Lacturno para
el periodo en que está lechoso; la diosa Matuta para la maduración ... (San Agustín
CD IV, 8).

Pero la mayor parte de estas divinidades, que probablemente remontan a co-


mienzos de la época arcaica, eran conocidas e invocadas casi exclusivamente por los
pontífices; Servio (Ad Geórgicas 1, 21) identifica, de hecho, los Indigitamenta con los li-
bri pontificales. Eso no quiere decir, sin embargo, que los fieles romanos no debiesen
tomar precauciones a fin no sólo de escoger al dios o a la diosa adecuados sino de in-
vocarlos correctamente. Para evitar este tipo de peligros, los romanos empleaban en
sus plegarias dos técnicas. La primera consistía en pronunciar todas las formas con
que la divinidad era conocida. Una diosa popular como Diana tenía multiples invo-
caciones, según cada una de sus propias funciones:

Oh hija de Latona, alta progenie del supremo Júpiter, tú a quien tu madre dio a
luz junto al olivo de DeJos, para que reinaras sobre los montes, sobre los verdes bos-
ques, sobre los sotos misteriosos y los sonoros ríos, tú eres invocada como Juno Lu-
cina por las parturientas en sus dolores, tú eres denominada Trivia poderosa y, por
i:u luz prestada, Luna... (Catulo, 34, 5-17).

La segunda posibilidad era añadir al final de la invocación fórmulas como ((0


cualquier nombre con que puedas ser llamado», ((bajo el nombre que prefieras» (sis
quocumque tibi place/ nomine), etc. Servio (AdA en 11, 351) conserva la fórmula pontifical
sive quo alio nomine te appellari volueris. Con este tipo de fórmulas, usuales en las plegarias,
los romanos trataban, además, de no provocar la ira de la divinidad por haber olvi-
dado algunas de sus atribuciones.
No obstante era bastante frecuente que el individuo o, incluso, el Estado no su-

462
pieran a quién dirigirse. «¿A quién de los dioses -se pregunta Horacio (Odas 1, 2,
25-26)- debe apelar el pueblo en socorro del imperio ruinoso?»
Cuando no existía seguridad acerca del dios que protegía una actividad o un lu-
gar, era frecuente invocar a un «dios desconocido»; la epigrafía, por ejemplo, men-
ciona con frecuencia la fórmula «al dios que habita este lugan>. Más tarde aparecerá
otra, más estereotipada, si deus, si dea, que encontramos, por ejemplo, en Catón (Sobre
la Agricultura, 139), quien recomienda emplearla antes de cortar un árbol, acompaña-
da de un sacrificio expiatorio. Gelio señala que este tipo de fórmulas era prescrito
por los pontífices cuando se producía un terremoto, ya que se ignoraba a qué divini-
dad concreta había que dirigir los sacrificios expiatorios:

Por esta razón, los antiguos romanos, tan escrupulosos en la observación de sus
deberes, especialmente de los que concernían a la religión, tan atentos para honrar a
los dioses, no dejaban, siempre que habían sido testigos o que habían oído hablar de
un terremoto, de ordenar por un edicto, ceremonias públicas; pero, contra la cos-
tumbre, omitían nombrar al dios en cuyo honor habían de celebrarse las ceremonias
porque podían tomar una divinidad por otra y temían imponer al pueblo un culto
fundado en un error... Y como nos dice Varrón, el decreto de los pontífices que or-
denaba este sacrificio, decía que se ofrecería al dios o a la diosa, porque no se sabía
qué divinidad agitaba la tierra, ni a qué sexo pertenecía aquella a la que debía hon-
rarse (Gelio, Noches Aticas II, 28, 2).

Incluso algunas divinidades secundarias conocidas no tenían un sexo preciso. Se-


gún Servio (AdA en. 11, 351) en el Capitolio se conservaba un escudo consagrado al
Genio de Roma con la siguiente inscripción: Genio urbis Romae siue mas siue femina.
Como precaución final, especialmente en momentos de peligro público, fue
usual invocar -después de los dioses especiales- a todos los demás colectivamen-
te. Cuando la guerra era declarada se usaba, por ejemplo, la siguiente fórmula: «Escu-
cha Júpiter; y tú Quirino, y vosotros todos los dioses del cielo, de la tierra y del in-
fierno ... » (Livio, 1, 32). Y, de forma análoga, Cicerón, en un momento de dificultad
se dirige a Júpiter Óptimus Máxitnus «y todos los demás dioses y diosas» (Pro Rab., 5).
Dicha fórmula aparece en la oda compuesta por Horacio para los Juegos Secula-
res del 17 a.C., que concluye proclamando su confianza de que Júpiter «y todos los
demás dioses» hayan escuchado sus plegarias.
Tras haberse asegurado que el dios escucha, el siguiente paso de la plegaria era
convencerle de que la petición era razonable; rara vez el devoto romano presumía en
su plegaria un inmediato efecto favorable. En este sentido solía argumentarse que la
súplica había sido atendida en el pasado («Como en el pasado protege con tu graciosa
ayuda la raza de Rómulo», dice Catulo dirigiéndose a Diana) o que era de su compe-
tencia atenderla:

Padre [Baco] concédeme a mí, ya sereno, prósperos vientos 1 Tu puedes mode-


rar la altivez de la insensata Venus, implora (Propercio III, 17).

La plegaria romana revistió diversas formas en función de las necesidades y las


circunstancias. Dos ejemplos bastarán para ilustrarla. En primer lugar, la célebre
plegaria, transmitida por Catón, que los agricultores dirigen a Marte en el transcurso
de una lustratio; compleja y minuciosa, tiene el valor de ser uno de los más antiguos

463
testimonios conservados y, en opinión de algunos autores, de obedecer a un cierto
«prototipo», ya que conocemos -de ambientes rurales- otras muy similares:

Padre Marte, yo te imploro y suplico que seas benévolo y te muestres propicio,


con mi casa y con nuestra familia; para ello yo he llevado en torno de mis tierras, mi
campo y mi heredad los suovetaurilia, a fin de que tú alejes, impidas entrar y aniqui-
les las enfermedades visibles e invisibles, las epidemias, las devastaciones, las cala-
midades y los malos temporales, y de que hagas crecer y lleves a plena sazón las plan-
tas, los trigos, los viñedos y los plantíos, y conserves en buen estado a mis pastores y
rebaños y nos concedas buena salud y vigor a mí, a mi gente y a nuestra familia. Con
este fin y el de purificar mi heredad, mi tierra y mi campo, como he dicho, recibe es-
tas víctimas lactantes, Marte padre, recíbelas y queda honrado y renovado con ellas
(Catón, Sobre la Agricultura, 142).

El segundo ejemplo lo constituye la mencionada plegaria compuesta por Horacio


para los ludi Saeculares del 17 a.C.; pensada para ser elevada a los dioses por una socie-
dad urbana, no está exenta de una ideología política afín al nuevo principado:

¡Oh, Febo y Diana que los bosques rige,


luces del cielo, siempre venerables
y venerados, dadnos lo pedido
en esta sacra
fecha en que, según versos sibilinos,
selectas mozas y muchachos puros
cantan para los dioses que en los siete
montes se gozan!

Y tu Ilitia, la del parto suave,


a las madres protege ya prefieras
que Genital te llamen o Lucina;
haz que germinen
en hijos los decretos de los padres
y la ley sobre el yugo marital
que a la mujer aporte feraz prole
porque, pasados
once veces diez años, nuevo ciclo
tres veces traiga en el brillante día,
con otras tantas en la calma noche,
cantos y juego (Carm. Saec., 1-25).

Sin embargo, frente a estas plegarias que piden beneficios o favores a los dioses,
existen otras que responden a diferentes intenciones. Aquella que no pide concesio-
nes a la divinidad sino que ésta evite un mal o que el mal recaiga sobre el enemigo.
Livio (V, 18, 12) dice que, durante la guerra contra Veyes, los romanos rogaron a los
dioses «que librasen de la ruina las casas, los templos de la ciudad y las murallas de
Roma, y que hiciesen caer aquel terror sobre los veyentinos». Horacio pide a los jó-
venes que se dirijan a los dioses:

Harán vuestras preces que al pueblo y al príncipe


César de la triste guerra y el hambre él salve

464
1

y con ellas azote


a los Persas y Britanos (Odas 1, 21, 13-16)

Otras, en fin, ni piden favores ni son vengativas; sólo poder continuar gozando
de lo que se tiene, sin ser molestado. Valerio Máximo narra, en este sentido, el cam-
bio que se operó hacia mediados del siglo n a.C. en la plegaria dirigida a los dioses
con ocasión de la elaboración del censo:

Ocupaba éste [Escipión Africano el Menor] el cargo de censor y, al terminar su


censura, tenía que celebrar el acostumbrado rito expiatorio; el escriba, durante el sa-
crificio, le iba diciendo por delante la fórmula solemne de la plegaria, contenida en
las tablas públicas, por la que se pedía a los dioses inmortales que mejoraran y en-
grandecieran el poder del pueblo romano, pero él dijo: «Y a es bastante extenso y po-
deroso. Así pues, ruego a los dioses que lo conserven así para siempre» e inmediata-
mente ordenó que las tablas públicas fueran corregidas conforme al sentido de sus
palabras. Los censores, pues, que le sucedieron, en la celebración del rito expiatorio,
utilizaron esta fórmula llena de moderación (IV, 1, 10).

El contenido de las plegarias -individuales o públicas- era pues, muy diverso,


pero todas tenían en común la obligada meticulosidad de su formulación. Se ha di-
cho que la plegaria romana era semejante a un documento legal, con repeticiones, si-
nónimos y puntualizaciones que trataban de evitar toda ambigüedad; cualquier error
invalidaba la plegaria y obligaba a comenzarla de nuevo e incluso a repetir el cere-
monial expiatorio.
En el año 176 a.C. el magistrado de la ciudad de Lanuvium, olvidó, durante la
celebración de las Jeriae latinae, una parte de la plegaria; puesta dicha omisión en co-
nocimiento de los pontífices, éstos ordenaron repetir el festival estableciendo la obli-
gación de que fuera la ciudad de Lanuvium la única que aportase las víctimas:

Tres días antes de las nonas de mayo se celebraron las ferias latinas y, como el
magistrado de Lanuvio inmoló una de las víctimas sin hacer súplicas «por el pueblo
romano de los Quirites», surgió escrúpulo religioso. Escuchado por el Senado el re-
lato de lo sucedido, remitió el asunto al colegio de los pontífices y éstos, atendiendo
a que quedaban frustradas las ferias latinas, mandaron renovarlas, pero disponien-
do que Lanuvio suministrase las víctimas, que era causa de la repetición (Livio,
41, 16).

En el texto de Valerio Máximo que citábamos anteriormente podemos compro-


bar cómo, con frecuencia, los magistrados contaban con la ayuda de un sacerdote o
de un escriba que le iba anticipando las palabras que debía pronunciar; este procedi-
miento se llamaba praeire verba y trataba de prevenir las consecuencias de una equivo-
cación.
Con ocasión de ceremonias o festividades públicas, el sonido de la flauta solía
acompañar a la plegaria para evitar que algún ruido extraño pudiera distraer la aten-
ción del dios.
La plegaria estuvo estrechamente relacionada con el sacrificio. En unas ocasio-
nes, éste era acompañado de una sencilla petición (como en la plegaria de Catón); en
otras (como en una relación contractual) se formulaba la promesa de realizar un sa-
crificio cuando el dios cumpliese la petición; así, Propercio pide a Baco libertad en la

465
servidumbre del amor, comprometiéndose en caso de obtenerla a ser su seguidor y
cumplir los ritos báquicos:

Por lo cual, Baco, si durante las horas febriles, por tus dones fuera traído el sue-
ño a mis huesos, yo mismo sembraré vides y plantaré en filas colinas que no acome-
terán los animales porque yo vigilaré (Propercio, III, 17, 14-17).

Dicha promesa podía ser escrita sobre una tabla de cera (tabula sacer) que era de-
positada ante la estatua del dios. Si éste no atendía las súplicas de la plegaria, todo se
olvidaba, pero si cumplía, debía ser inmediatemente pagado, como atestigua la fór-
mula epigráfica v(otum) s( olvit) 1(ibens) m(erito ).

El sacrificio

La etimología de «sacrificio» (de sacery facere) pone de manifiesto que fue ésta una
de las características esenciales del ritual romano. Lo que le diferencia de una simple
ofrenda es el principio de la vida: los dioses son esencialmente dioses activos cuya vi-
talidad necesita ser renovada; de no ser así, difícilmente la divinidad podía cumplir
de forma eficiente sus funciones. El verbo latino macto, «inmolar», «sacrifican), está
relacionado con magnus y, por tanto, con la idea de acrecentar y revitalizar al dios
para que pueda cumplir lo que se le pide.
El sacrificio romano, intensamente combatido por el cristianismo, es hoy una
idea que repugna; sin embargo, es necesario recordar que fue el hombre su primera
víctima pagando probablemente -en sus orígenes- con su propia vida y, más tar-
de, deshaciéndose de una parte de su propiedad (por ejemplo, un animal). En Roma
no faltan noticias de todo tipo que hacen mención de la sustitución de la víctima hu-
mana por una víctima animal. Así, las leyendas sobre los sacrificios de Metela y Va-
leria Luperca, reemplazadas por una ternera en honor de Vesta y Juno respectiva-
mente; el sacrificio a Veiovis de una cabra ritu humano; los maniquíes (argea) arrojados
al Tíber en sustitución de víctimas humanas, etc.
Muchos autores, griegos y latinos, reproducen el siguiente diálogo entre Numa y
Júpiter:

«Dame un remedio seguro para conjurar el rayo, ¡rey y padre de los dioses celes-
tiales!, si es que me he acercado a los altares con las manos puras y si esto que te pido
te lo está rogando una lengua piadosa.» El dios aceptó la plegaria pero enmascaró la
verdad con un extraño enigma y aterrorizó a Numa con sus ambiguas palabras.
«Corta una cabeza», le dice. «Te obedeceré, -le contesta el rey-. Se cortará una ca-
beza de cebolla arrancada de mi huerto». «La de un hombre» -añade Júpiter. «Ten-
drás los cabellos» -dice el rey. El dios exige una vida. «La de un pescado» -le res-
ponde Numa. Se echó a reír Júpiter, y le dijo: «Empleando estos recursos, conjurarás
mis dardos ... » (Ovidio, Fastos III, 339 ss.).

En el sacrificio, como ocurre también en la plegaria, existía una minuciosa regla-


mentación, recogida en los manuales de los pontífices y harúspices, que velaba por
su eficacia. El primer aspecto lo constituía, sin duda, la elección de la víctima que
debía de adecuarse a la divinidad en cuyo honor se realizaba el sacrificio. Cicerón
dice al respecto:

466
Además no hay por qué alterar el orden instituido por los pontífices y los harús-
pices, relativo a la clase de víctimas que hay que inmolar a cada dios; a cuál víctimas
adultas o lechales y a cuál, machos o hembras (Cic., De leg. II, 29).

Cuando se procedía a la fundación de una colonia, uno de los primeros actos de


las nuevas autoridades era reglamentar la organización de la vida religiosa. La ley de
Urso (44 a.C.) establecía que los duoviros remitieran en un plazo de diez días a los
decuriones un proyecto detallado sobre los elementos de culto y, en particular, sobre
los sacrificios y la elección de las víctimas (CIL 11, 5439, 64).
La elección de la víctima sacrificial dependía de muchos factores. Servio (Ad
Georg. 11, 380) dice que podía ser elegida aut per similitudinem aut per contrarietatem. En el
segundo caso, este erudito cita como ejemplo el sacrificio de la cerda a Ceres porque
destruye las cosechas y el del macho cabrío a Baco porque trisca la viña; de esta for-
ma el sacrificio se presentaba como un castigo de estos animales.
Sin embargo, se aceptaba un principio invariable: víctimas masculinas (mares) a
dioses y femeninas ifeminas) a diosas. Pero también el color del animal se tomaba en
consideración: el blanco era reservado para las divinidades superiores (como Juno o
Júpiter) y el negro para las infernales. Así, Eneas

sacrifica según la costumbre dos ovejas


y otros tantos cerdos y los mismos novillos de negro lomo,
y vino derramaba con las páteras y el alma invocaba
de Anquises el grande y sus Manes devueltos del Aqueronte
(Virgilio, Eneida V, 96-99).

Incluso la edad (lacten/es o maiores) y el tamaño variaban según la naturaleza del sa-
crificio y la ocasión. Para los bovinos, la longitud de la cola era de gran importancia.
Las víctimas debían estar bien alimentadas y los animales cojos no podían ser sacrifi-
cados.
Estos reglamentos, cuya antigüedad se hacía remontar a la época numaica, no de-
ben ser considerados como meramente orientativos; toda infracción de los mismos
suponía una falta religiosa muy grave que debía ser reparada mediante una ceremo-
nia expiatoria. No obstante, estudios publicados en los últimos años, como los de
G. Capdeville, demuestran que los romanos supieron encontrar los subterfugios ne-
cesarios para huir de la incómoda observancia literal de estos ritos.
Los sacrificios podían ser ofrecidos tanto por los magistrados y sacerdotes en el
transcurso de las ceremonias oficiales, como por el pateifamilias en el culto privado.
Entre unos y otros no tenían por qué existir grandes diferencias cualitativas, pero en
la práctica en los cultos familiares se recurría -quizás por razones económicas-
más a las ofrendas de cereales, fruta, queso, miel y libaciones de vino o leche que al
sacrificio cruento.
Éste era, por el contrario, utilizado preferentemente en los ritos públicos, sobre
todo en las festividades en las cuales se sacrificaban periódicamente animales muy
diferentes: el macho cabrío en las Lupercalia, la vaca preñada en las Fordicidia, el ca-
ballo en el Equus October, peces en los ludi Piscatorii, etc.
Los templos asumían un gran protagonismo tanto en el caso de sacrificios públi-
cos como privados. Muchos de ellos disponían de una lista con los sacrificios gratos
a la divinidad tutelar. Ni los extranjeros ni los esclavos podían asistir a la ceremonia

467
sacrificial, así corno, al menos inicialmente, la mujer. Catón (Sobre fa Agricultura, 143)
dice claramente: «que ninguna mujer asista a este sacrificio ni vea cómo se hace» y
Festo, por su parte, recuerda la costumbre que exigía al lictor gritar en ciertas cere-
monias sagradas (in quibusdam sacris): Exesto [quiere decir] «fuera de aquí». En algunos
sacrificios, en efecto, el lictor gritaba: Exesto el extranjero (hostiis), el prisionero enca-
denado, la mujer, la muchacha. Es decir que les estaba prohibido asistir>> (Fest. 72 L).
Ignorarnos a qué ceremonias se refiere Festo así corno la antigüedad de esta pro-
hibición que, desde luego, no parece haber sido observada ya (al menos severamente)
durante el Imperio. Es más, sabernos que dos sacerdocios femeninos, la regina sacro-
mm y la flarninica Dialis participaban activamente en los sacrificios.
Pero esta incapacidad de la mujer en materia sacrificial no es sino un aspecto par-
ticular de su inferior condición en la sociedad romana de su tiempo; si el sacrificio
formaba parte, en cierta forma, de un «contrato» con la divinidad y el derecho prohi-
bía a las mujeres establecer relaciones contractuales, no puede sorprendernos que
tampoco se la dejase sacrificar.
Por otra parte, dicho tabú estuvo directamente relacionado con otros, corno la
prohibición de beber vino. Hoy, gracias a los trabajos de Piccaluga y Gras, sabernos
que la mujer accedía sólo a ciertos vinos, los dulces (dulcia), pero no al vino puro (te-
metum) utilizado precisamente en el sacrificio.
Plutarco se pregunta: «¿Por qué antiguamente no permitían (los romanos] a sus
esposas ni moler grano ni preparar la carne?» (QR, 85). La primera de las prohibicio-
nes, la de moler el cereal, afecta alfar, elemento imprescindible en la preparación de
la harina ritual (la mola salsa), que se utilizaba durante el sacrificio. La segunda parece
referirse al trabajo de matar, desollar y trinchar la carne y las vísceras de los animales
sacrificiales cosa que sólo el paterfamilias, el magistrado o el sacerdote estaban autori-
zados a realizar, asistidos por el personal del templo.
La ceremonia sacrificial era generalmente ejecutada por un personal especializa-
do (popae, victimarii, tibicines) que contaba con el instrumental necesario: cuchillos (cul-
ter y secespita) para la inmolación de cerdos y ovejas, el martillo (malleus) y el hacha (do-
labra, securis) para la inmolación de los toros, la acerra (pequeña caja con incienso), el
praeficulum o elgutteus (vasos para líquidos que eran derramados mediante la patera) y
la pila (labrum) que contenía el agua para las purificaciones.
Quienes participaban o asistían a ella debían lavar previamente sus manos con
agua y secárselas con tela de lino: «Venid con telas limpias», escribe Tibulo 11, 1,
13-14, «y tornad el agua de la primavera en manos limpias». También se exigía
llevar la cabeza velada (capite ve/ato) y un absoluto silencio, roto sólo por el sonido de
la tibia.
La víctima, adornada con guirnaldas y sujetada por el dorsuale, era conducida al
altar con la precaución de que la cuerda a la que estaba atada no se tensase y no fuera
llevada a la fuerza, ya que este hecho hubiera sido considerado de mal augurio.
Un momento especial de la ceremonia lo constituía la acción de verter con una
pátera la citada mola salsa (mezcla de harina, sal y agua) sobre la testuz del animal y el
cuchillo sacrificial; la denominación de dicha acción (immolare) pasó más tarde a de-
signar el sacrificio mismo, ya que el animal entraba a través de ella en la esfera de lo
sagrado.
Era frecuente hacer luego una libación de vino sobre la víctima, corno -por su
condición de extranjera- hace Dido en la Eneida, IV, 60-61: «La propia Di do, bellí-

468
sima, con la pátera en la diestra 1 vierte sus libaciones entre los cuernos de una blan-
ca vaca». Finalmente, tras una plegaria del oficiante, el popa golpeaba con un martillo
la cabeza del animal que caía aturdido al suelo; un victimarius o cultrarius cogía la cabe-
za hacia arriba (si estaba consagrado a los dioses superiores) o hacia abajo (si lo estaba
a los inferiores), cortándole el cuello con una securis si se trataba de un bovino, o con
un cuchillo si era suino u ovino.
La muerte de la víctima debía sobrevenir de forma rápida y limpia; un animal
medio muerto o que lograse huir, invalidaba el sacrificio y constituía un signo de
mal augurio. De aquí que Suetonio narre la actitud de César ante una situación de
este tipo:

Ningún escrúpulo religioso le hizo nunca diferir o retrasar sus proyectos. A pe-
sar de que la víctima había escapado al sacerdote que la inmolaba no por eso aplazó
su expedición contra Escipión y Juba (César, 59).

Inmediatamente después, sobre la anclabris mensa, tenía lugar la extracción de los


órganos internos (exta) de la víctima que eran ofrecidos a los dioses: la vesícula biliar
(fe!), el hígado (iecur), el corazón (cor) y el pulmón (pulmo). El sacerdote o el harúspice
inspeccionaba antes el buen estado interno del animal (litatio), lo que era signo de
que los dioses aceptaban el sacrificio; de no ser así, se consideraba un mal presagio,
haciéndose necesario recurrir a nuevas víctimas de sustitución (hostiae succidaneae)
hasta tener éxito ( usque ad litationem ).
La creciente influencia de la Disciplina etrusca explica que los harúspices examina-
ran los exta antes o después de ser arrancados con el propósito de averiguar el futuro.
Con frecuencia el hígado de los animales más grandes era hervido por ellos en una
olla extaris para verificar si, durante la cocción, sufría alguna alteración.
Las vísceras eran finalmente cortadas en pequeños trozos (prosecta o prosicum)
para, cocidos o asados, ofrecerlos a la divinidad (exta porricere o exta reddere). Es pro-
bable, como atestiguan las fuentes, que hayan existido diversos procedimientos en la
ofrenda de los exta. Arnobio (Adv. Nat. II, 68) señala que durante los reinados de Ró-
mulo y Numa se quemaban en honor de los dioses sólo exta completamente cocidos,
comenzándose bajo el de Tulo Hostilio a ofrecerse medio cocidos o apenas tocados
por el fuego. Esta segunda práctica pudo haberse mantenido aún en época augústea,
ya que sabemos por Suetonio (Augusto, 1) que Octavio, ofreciendo un día un sacrifi-
cio a Marte, al llegar la noticia de que los enemigos se adentraban en su territorio «re-
tiró al punto del fuego las entrañas medio crudas (semicruda exta) todavía, las cortó se-
gún el ritual y lanzándose al combate de esta manera regresó vencedon>.
En cualquier caso, el momento existente entre la partición de los exta y su ofren-
da al dios era de gran trascendencia. El calendario romano conocía los dies intercisi
(«entrecortados») que Varrón (LL VI, 31) definía de la siguiente manera: «Son aque-
llos durante los cuales la mañana y la tarde son nejas (religiosamente prohibidos); en
cambio es fas (admitido religiosamente) el tiempo que media entre el momento
en que se parte los exta y aquel otro en que se ofrecen a los dioses (inter caesa et po-
rrecta)».
La carne, por el contrario, era consumida por los hombres; el término técnico
que se usaba para designar este rito es el de epulum. En los sacrificios públicos, los se-
nadores y sacerdotes, y en ocasiones también los caballeros, comían separadamente

469
del pueblo, beneficiándose del ius epulandi pub/ice. El pueblo recibía una cantidad de
carne menor que la de sus dirigentes, si bien en ocasiones ésta era gratuita. Dionisia
de Halicarnaso menciona el sacrificio federal del monte Cavo, durante las jmae lati-
nae, en el que participaban en el siglo VI a.C. hasta cuarenta y siete ciudades:

Estableció por ley que allí, todos los años, se celebraran fiestas, hicieran una tre-
gua, ofrecieran sacrificios comunitarios al llamado Júpiter Lacial y celebraran ban-
quetes en común. Fijó también lo que cada ciudad debía aportar para los sacrificios y
la parte que cada una debería recibir... y las ciudades participantes llevan unas, cor-
deros, otras, quesos; otras, una determinada cantidad de leche, y otras, alguna ofren-
da del mismo tipo; y de un toro que todas sacrifican en común, cada ciudad toma la
parte que le está fijada. Los sacrificios se realizan en nombre de todos y son los roma-
nos los que los dirigen (IV, 49, 2-3).

Las raciones de carne distribuidas no eran iguales, siendo determinadas -como


sucede en los sacrificios públicos romanos- por el rango o el estatuto de cada ciu-
dad. Es, pues, a través de la participación en el sacrificio como se establece y se defi-
ne el estatuto en relación con el resto de los miembros de la federación. Pero ese mis-
mo principio parece haber regido toda la vida social en general.
No obstante la carne sacrificial podía también ser vendida en los mercados,
como sabemos por Pablo(/ Cor., 8). Incluso en algunos casos el cadáver del animal
era quemado en el altar, siguiendo el llamado «rito aqueo».
Como en el caso de la plegaria, un error en la ejecución del sacrificio suponía,
como hemos visto, su repetición más la ofrenda de una víctima adicional, lo cual, en
el caso de sacrificios públicos, podía llegar a ser verdaderamente costoso; por esta ra-
zón existía la posibilidad de realizar un sacrificio preliminar (con una hostia praecida-
nea), a veces en vísperas del sacrificio solemne, con el fin de expiar anticipadamente
los posibles errores que se iban a cometer.

EL ESPACIO SAGRADO: EL TEMPLO

Terminología y características generales

Así como durante la época primitiva y arcaica los cultos se realizaban en lugares
naturales (bosques, montes, grutas, fuentes, etc.), desde las últimas fases de la época
arcaica romana y durante la República, aquéllos se desarrollaron, sobre todo, en el
interior del templo.
Es necesario, ante todo, distinguir, dentro de la rica terminología latina, los dife-
rentes edificios y lugares de culto. Con mucha frecuencia los términos aedes y templum
eran empleados en latín como sinónimos; aedes indica el lugar donde habita la divini-
dad, mientras templum es un espacio definido por un ritual augurii aut auspicii causa,
como dice Varrón (LL VII, 8). Pero como la aedes era constituido también con este
ritual, se consideraba igualmente templa. Las preferencias personales por uno u otro
término eran, en este sentido, determinantes; Augusto utiliza en sus Res Gestae sólo
en dos ocasiones el término templum (para el de Apolo Palatino y el de Mars Ultor),
mientras el de aedes aparece en 18 ocasiones.
Los autores modernos se han dividido en el intento de hallar una solución a esta

470
cuestión. H. Jordan, al que también siguió Wisowa, pensó que los templa eran cons-
truidos sobre suelo privado y los aedes en suelo público, pero se trata, según F. Castag-
noli, de una interpretación poco convincente y de imposible verificación; J. Gagé
sugiere que el término aedes era empleado para designar al edificio elevado sobre un
lugar inaugurado y el de templum cuando el lugar y el edificio eran consagrados a un
mismo tiempo. Finalmente el propio Castagnoli apunta, con base en el testimonio
de Livio, que el templum era un área grande delimitada por pórticos y la aedes un edifi-
cio sagrado encerrado en ella.
El término delubrum, contrapuesto a veces al de aedes, parece designar un área
abierta, quizá pavimentada, en conexión con el edificio templar. Fanum también pa-
rece designar un área, no un edificio; no obstante es empleado por las fuentes en po-
cas ocasiones, concretamente para referirse al santuario de Hércules Víctor en Tibur
y al de Diana Tifatina en Capua. El de sacellum es definido por los antiguos como lu-
gar consagrado sine tecto y se refiere también a las capillas con imágenes del dios. Sa-
crarium aparece como perteneciente a la propiedad privada, pero -como en el caso
de los sacraria de la Regia- no siempre se ajusta a lo conocido. Finalmente el lucus
designa -incluso ya en Las XII Tablas- un lugar de culto extraurbano, si bien
existieron algunos luci en el interior de la ciudad.
El tipo característico del templo etrusco-itálico (cuyo ejemplo más ilustre lo
ofrece el de Júpiter Capitolino) era de tres cellae, planta períptera sine postico (es decir,
sin columnas en el lado posterior como sucede en el templo griego). Ello obedecía al
principio de la frontalidad: la entrada al templo tenía lugar sólo por el frente tras su-
birse una escalinata que se alzaba sobre un alto podium sobre el que surgía el edificio
sagrado. Generalmente estaba orientado hacia el sur (o hacia el sur-este o sur-oeste).
Casi toda la decoración del templo estaba constituida por lastras o esculturas de te-
rracota. Algunos arqueólogos consideran que el llamado templo «C» del Largo Ar-
gentina, datado a mediados del siglo IV a.C., es el primer ejemplo de un templo cons-
truido enteramente de piedra.

VIA DI TORRE ARGENTINA

..
o
...
a:
.J

Templos de «Largo Argentina» (Roma).

471
Las influencias arquitectónicas griegas se hicieron sentir, sobre todo a partir del
siglo u a.C., con la introducción de los órdenes arquitectónicos griegos (en especial
el corintio) y con la adopción de la planta períptera, si bien no se perdieron muchas
de las características itálicas como la frontalidad y el alto podium. Tampoco fue raro
el uso de la planta circular, como sucede en la antigua aedes Vestae, en el templo de
Hércules del Foro Boario o en el llamado templo «B» del Largo Argentina.
Con Augusto se acentúan las influencias griegas, como se advertie en el uso del
mármol, en el equilibro de las proporciones arquitectónicas o en las decoraciones de
mármol o bronce (recordemos, por ejemplo, el templo de los Castores en el Foro ro-
mano reconstruido en el año 7 a.C., el de Mars Ultor en el Foro de Augusto, levanta-
do en el 2 a.C.; el templo de Apolo Sosiano o el de Apolo Palatino).
El templo era considerado la morada del dios, cuya estatua era albergada en una
pequeña edícula. Sin llegar a ser inaccesible, la mayor parte de ellos autorizaba sólo
una restringida entrada pese a la inexistencia de términos latinos equivalentes a las
voces griegas de ábaton o át!Jton. F. Cissola distingue varios niveles en el ámbito de las
limitaciones a la accesibilidad de los lugares sagrados: a) la entrada no está expresa-
mente prohibida, pero es necesario el cumplimiento de precisas normas rituales;
b) la entrada está prohibida a determinadas categorías de personas; y e) la prohibi-
ción es general y sólo se autoriza el acceso a los sacerdotes; en este último caso se pue-
de propiamente hablar de at!Jta.
En el primer caso cabe recordar, por ejemplo, la exigencia de la castidad para en-
trar en el interior del penus doméstico (donde están los Penates) o, después de una re-
lación sexual, quien se ha purificado. A él acceden, pues, preferentemente pueri y
vtrgrnes.
Al segundo tipo de limitación pertenece la exclusión de las mujeres del recinto
del Ara Máxima y la de los hombres del templo de Bona Dea Fauna y del de Diana
en el Vicus Patricius.
El tercer y último tipo, el de la prohibición de acceso a todos los profanos, estuvo
menos extendido: el interior del templo de Vesta (en el penus interior), donde se en-
contraba el Paladio y otros pignora imperii, era sólo accesible a las vestales (algunos au-
tores, como Lucano, dicen que únicamente a la vestal máxima). Ovidio narra que
cuando en el241 a.C. se produjo un incendio en el templo de Vesta, el pontífice má-
ximo, L. Cecilia Metelo, tomó agua y levantando las manos al cielo, exclamó:

Perdonadme, objetos sagrados. Yo, un hombre, voy a entrar en el lugar al que los
hombres tienen prohibido el acceso. Si ello es un crimen, que el castigo por come-
terlo caiga sobre mí. Que al precio de mi vida Roma conserve su libertad (Ovidio,
Farsas VI, 446 ss. ).

No obstante, otras fuentes parecen contradecir al poeta, al considerar que los


pontífices tenían derecho a dicho acceso. En cualquier caso sólo otros tres lugares sa-
grados estaban sujetos al mismo tipo de prohibición que el penus Vestae: el mundus Ce-
reris, el sacrarium de Ops Consiva y el magmentarium Telluris. Pero no podemos olvidar
tampoco el at!Jton del templo de Cibeles en el Palatino, donde se conservaba el famo-
so meteorito traído de Pérgamo en el 204 a.C. Marquardt llevó a cabo en su tiempo
una relación de los espacios donde se custodiaban los objetos sagrados que no podían
ser expuestos a la vista de los profanos o lo eran sólo en determinadas ocasiones so-

472
lemnes. Así, por ejemplo, el lituus de Rómulo se encontraba en el sacrarium Marti del
Palatino, quizá junto a los célebres ancilia (escudos) y las hastae (lanzas) del dios. Tam-
bién el templo de Mars Ultor, construido en el año 20 a.C. sobre el Capitolio, acogió
en un lugar de acceso prohibido las enseñas romanas que Craso (53 a.C.), Decidio
Saxa (40 a.C.) y Antonio (36 a.C.) habían perdido ante los partos y que Augusto lo-
gró recuperar.

Principales templos de Roma y el Lacio

Un estudio de los principales templos romanos y laciales pone claramente de ma-


nifiesto cuáles eran las divinidades que gozaron de mayor popularidad durante el pe-
riodo republicano.
La primera de ellas es, sin duda, Júpiter. Ya nos hemos referido a su templo en el
Capitolio, dedicado en el año 509 a.C., fecha tradicional de la fundación de la Repú-
blica. El mayor templo de Roma e Italia fue destruido por el fuego en tres ocasiones:
la primera, en el 83 a.C., siendo reconstruido por Lutacio Catulo en el 69 a.C. como
curator restituendi Capitolii; la segunda, en el 69 d.C. y, la tercera, en el 80 d.C.
Sobre el Quirinal existía otro Capitolio llamado el Capitolium Vetus, que, cons-
truido al norte del templo de Quirino, tuvo gran importancia pública como demues-
tran las inscripciones de época silana. Dedicados a Júpiter fueron también otros tres
templos: el de Júpiter Feretrius, construido en el Clivus Capitolinus y fundado según la
tradición por el propio Rómulo; el de Júpiter Tonante, en la parte superior del Clivus
Capitolinus, levantado bajo Augusto; y el de Júpiter Stator, entre la Vía Sacra y la Por-
ta Mugonia, atribuido a Rómulo como voto de la guerra contra los sabinos. Este últi-
mo, reconstruido tras las guerras samnitas, sabemos por Vitrubio que era hexástilo,
períptero con once columnas en los lados. Sobre el Aventino se levantaba también
un templo a Júpiter Libero restaurado por Augusto.
Otra divinidad a la que se consagraron numerosos templos fue Marte, cuyo nom-
bre aparece ya en el campo que, tras la expulsión de los Tarquinios, fue declarado pú-
blico (Campus Martius). En esta área, fuera de la Porta Fontinalis, bajo el Capitolio,
fue levantada un ara en su honor. El 14 de marzo tenía lugar ante ella una carrera
de caballos y se celebraban los Mamuralia. Marte tenía también un santuario más
allá de la Porta Capena, entre el primer y el segundo miliario de la Vía Apia, levan-
tado tras un voto hecho durante la guerra gálica (la dedicatio tuvo lugar el 1 de junio
del 338 a.C.). Tenemos también noticia de otro templo a esta divinidad construido
cerca del Circo Flaminio por Junio Bruto Galaico en el 132 a.C. Un tercer templo, el
famoso de Mars Ultor, fue construido más tarde en el Foro de Augusto.
Quirino, otra destacada divinidad del Estado romano y miembro de la antigua
tríada, tenía un templo sobre el Quirinal cuya fundación atribuía la tradición a
Numa Pompilio. De dicho templo podemos hacernos una idea gracias a su represen-
tación sobre un relieve conservado en el Museo de las Termas; en el frontón, Rómu-
lo y Remo aparecen observando los auspicios fundacionales de la ciudad. Augusto lo
restauró en el año 16 a.C., cambiando considerablemente su estructura. Juno, quízá
más por su condición de esposa de Júpiter que como protectora de la fecundidad fe-
menina y de los partos, fue objeto de numerosos templos en la ciudad. El de Juno Re-
gina, dedicado en el 179 a.C. por el censor Marco Emilio Lépido; en el Foro Olito-

473

l
rio, el de Juno Sóspita, construido entre 197 y 194 a.C.; el de Juno Lucina, levantado
en el 375 a.C. en el Clivus Patricius, próximo a un bosque sagrado. En la cima septen-
trional del Capitolio (Arx) se construyó el templo de Juno Moneta, votado en el 345
por Furio Camilo; anejo a él se levantó un edificio, en torno al año 269 a.C., destina-
do a la acuñación de la moneda, lo que acabará por darle el epíteto a la diosa. Final-
mente, sobre el A ven tino, el propio Camilo dedicó, en el 396 a.C., tras la destrucción
de la ciudad etrusca de Veyes, el templo de Juno Regina, muy frecuentado por las
matronas romanas quienes levantaron una estatua en su honor en el 217 a.C.
Otras dos divinidades femeninas, Minerva y Diana, gozaron también de gran po-
pularidad en Roma. La primera, miembro de la tríada capitalina, tuvo un santuario
en el Aventino, próximo al de Diana, cuya localización precisa ha sido posible gra-
cias a un fragmento de la Forma Urbis; fue a finales del siglo m a.C. sede de corpora-
ciones profesionales, en particular de escritores y actores. Algunas fuentes mencio-
nan un templo a Minerva Médica sobre el Esquilino. El santuario más famoso de
Diana era, sin duda, el del A ven tino, cuya construcción es atribuida a Servio sobre el
modelo del Artemision de Efeso. Posteriores son los del Esquilino y los levantados
en el 179 a.C. cerca del Circo Flaminio, por Marco Emilio Lépido, en el 58 a.C., en
la parte oriental del Celio por Lucio Calpurnio Pison, y en el 55 a.C., en honor de
Diana Planciana en los comienzos del Vicus Longus. Mater Matuta tuvo su templo en
el Foro Boario, construido por Servio Tulio al pie del Capitolio (reconstruido en
el 396 y 213 a.C.).
Los cultos griegos, tempranamente adoptados por Roma y las ciudades laciales,
contaron también con templos dedicados en honor de sus más destacadas divinida-
des. Así, a Hércules, después del Ara Máxima, fue levantado, ya en el siglo m a.C.,
cerca del Circo Flaminio, un templo a Hércules Custodio; otro, un siglo después
en el Foro Boario (un templo de planta circular encargado por M. Octavio He-
rennio) y un tercero, dedicado conjuntamente a Hércules y las Musas, construido en
el 187 a.C. por Marco Fulvio Nobilior tras la conquista de Ambracia.
Otra divinidad típicamente griega, Apolo, que penetró en Roma como dios de la
medicina (Apolo Médicus) tuvo su primer templo en el443 a.C., quizá precedido de
un antiguo altar dedicado al mismo dios (Apollinar). Sufrió restauraciones diversas
en el 179 a.C. y en el 34 a.C. y se encontraba en la parte meridional del Campo de
Marte, donde más tarde fueron construidos el Circo Flaminio y el teatro Marcelo,
sede ambos lugares de los ludi apollinares. Augusto levantará, tras la batalla de Actium,
el templo de Apolo Palatino.
Los primeros años de la República fueron muy prolíficos en la construcción de
templos en honor de divinidades griegas. El dictador Aulo Postumio dedicó intra po-
merium, en el499, el templo a los Dióscuros; años después, tras una grave carestía, fue
construido por iniciativa suya el templo dedicado a la tríada Deméter, Dioniso y
Perséfone (que se identificaron con Ceres-Liber-Libera); dicho culto procedía quizá
de Sicilia y, particularmente de Enna, donde existía un famoso templo a Deméter y
su hija, si bien otros autores creen que obedece a la influencia de las colonias griegas
de la costa tirrénica. En recuerdo de sus orígenes Ceres fue venerada siempre en Ita-
lia con un rito griego.
Mercurio, dios latino de la mercancía (merx) y de los comerciantes, no parece ha-
ber recibido culto en Roma antes de su asimilación con Hermes al que fue dedicado
un sacrarium en el495 a.C. En el 258 se le edificó un templo cerca del Circo Máximo.

474
Neptuno tuvo un templo levantado en el extremo occidental del Circo Flaminio,
obra del arquitecto griego Hermodoros de Salamina (autor también del templo de
Júpiter Stator), en la segunda mitad del siglo u a.C. Particularmente importante fue
la introducción en Roma del culto de Asclepio, al que se dedicó un templo en la isla
Tiberina en el 293 a.C. A finales de este mismo siglo, en el205 a.C., Roma acogió a
la diosa Cibeles, cuyo templo, en el interior del pomerium, fue edificado sobre el Pala-
tino en el 191 a.C.
Pocos años antes de la llegada de Cibeles, la Venus Ericina de Sicilia contaba con
un santuario en Roma, fuera de Porta Colina, levantado en el215 a.C. No fue éste el
único dedicado a la diosa, ya que conocemos otros a Venus Murcia, Venus Obse-
quens, Venus Verticordia, Venus Genitrix y Venus Víctrix.
Esta relación pone de relieve la estrecha correspondencia entre los aconteci-
mientos históricos y la construcción de templos y santuarios. Cabe señalar la intensa
actividad llevada a cabo en este ámbito entre finales del siglo IV a.C. y los primeros
decenios del siglo m, tras una pausa que se remonta al final de la época monárquica e
inicios de la República. Dicho periodo viene a coincidir con la tranquilidad social y
política que se conoce en Roma (a partir de la promulgación de las leyes licinio-
sextias), así como con la expansión militar, ya que Roma se impone por entonces no
sólo sobre el Lacio, sino también sobre parte de la Etruria meridional y la Campania,
lo que debió suponer para la capital un cierto aflujo de riquezas. Recordemos que,
siempre a estos años, corresponde la fundación de los templos en honor de Salus
(302), Bellona (296), Júpiter Víctor (295), Venus Obsequens (295), Victoria (294),
Júpiter Stator (294), Quirino (293), Esculapio (291), Summanus (272), Tellus (268),
Pales (267) y Vortumnus (264).
Al siglo u a.C., un periodo que en Roma se caracteriza por su interés por el orien-
te helenístico, remontan: el citado templo de Cibeles (191 a.C.), el de Hércules y las
Musas (187), el de Pietas (181 ), Juno Regina (179), Diana (179), Júpiter Stator (146)
y Marte (132); a ellos debe añadirse la restauración del templo de Apolo por Marco
Fulvio Nobilior (179).
Fuera de Roma, en el Lacio e Italia, existieron durante la época republicana tem-
plos y santuarios muy notables, la mayor parte de los cuales existía ya antes de que
Roma anexionara los territorios en los que estaban enclavados. Gracias a las fuentes
y a los trabajos arqueológicos, hoy son bien conocidos los de Esculapio en Fregellae,
el de Júpiter Anxur en Terracina, el de Juno Sóspita en Lanuvium, el de Juno en Ga-
bii, o el Nemus de Diana en Aricia.
Pero la particularidad más relevante es que otros muchos funcionaban como
centros oraculares. El más prestigioso era el santuario oracular de Fortuna Primige-
nia en Praeneste que formaba un conjunto inmenso y multiforme, con edificios de
épocas y funciones diversas, llamado por ello la «Delfos del Lacio». Pero otros goza-
ron también de gran popularidad, al menos hasta el siglo u a.C.: así, los de Hércules
en Tibur y en Ostia, el de Clitumno, en la Umbría, el de Júpiter Appenninus, cerca
de Iguvium, o el de Gerión, cerca de Padua.

475
Área del Santuario de Hércules, en Tívoli (Fasolo-Gullini).

El personal

Los ediles (plebeyos y curules) fueron durante el periodo republicano los princi-
pales responsables del mantenimiento de los templos públicos con fondos proceden-
tes de los mismos templos o, en ocasiones, de multas y sanciones:

En este mismo año Cn. y Q. Ogulnio, ediles curules, persiguieron a algunos usu-
reros y con el producto de la confiscación de sus bienes se construyeron la puerta de
bronce del Capitolio, vasos de plata para decorar tres mesas colocadas en el santua-
rio de Júpiter, la estatua de este dios con la cuadriga que adorna el coronamiento del
edificio, y cerca de la higuera Ruminal, la representación de los dos niños fundado-
res de Roma, amamantados por la loba. Además se hizo pavimentar con losas cua-
dradas el camino que conducía desde la puerta Capen a hasta el templo de Marte...
(Livio X, 23, 11-13).

Eran los magistrados públicos los responsables de la remoción de los ex-votos

476
del templo y de su venta, del alquiler de los bosques sagrados o de la adjudicación a
los publicanos de la manutención del templo a cambio de ex-votos que eran ya inser-
vibles. -,
Los gastos extraordinarios y las mejoras corrían, en ocasiones, también a cargo
de los censores o de comisiones especiales.
La responsabilidad diaria del templo correspondía al aedituus (o aeditumus) quepo-
día ser libre o esclavo (público); era él el encargado de cerrar de noche los templos en
Roma. Sin embargo, en los santuarios rurales o con posesiones de tierras, viene men-
cionado un vilicus (como en el caso del templo de Diana Tifatina) o un saltuarius (tem-
plo de Virtus en Ferrara). En Larinum existía, según Cicerón, una familia Martis
formada por esclavos, similar a los Venerii seroi del templo de Venus Erucina de Sici-
lia. En ningún caso, sin embargo, los templos latinos o itálicos dispusieron del nu-
meroso personal que tuvieron a su servicio los templos helenísticos de Egipto o
Asia.

Funciones de los templos

a) Religiosas

La función principal del templo era cumplir en él los deberes religiosos. Gene-
ralmente éstos podían ser: públicos (ejecutados por magistrados y sacerdotes) o pri-
vados (particulares que oraban o sacrificaban por sus propias intenciones).
En el primer caso, la ocasión más solemne la ofrecía el llamado dies natalis del
templo, es decir, el aniversario de su construcción, que generalmente se hacía coinci-
dir con el festival en honor de la divinidad tutelar del mismo. Así, el templo de
l. O.M. en el Capitolio celebraba, en origen, el natalis el 13 de septiembre, si bien la
fiesta fue trasladada posteriormente al 1 de enero. Se realizaba aquel día una solemne
procesión desde la Vía Sacra hasta el Clivus Capitolinus, en la que participaban sena-
dores, magistrados y ciudadanos.
En el caso de las devotiones privadas era frecuente que el fiel, tras purificarse, orara
de pie, con las manos levantadas mirando a la imagen del dios; después de sus plega-
rias solía sentarse para hablar con la divinidad o, simplemente, para reflexionar
como sabemos que hacía Escipión el Africano en el templo de Júpiter Capitolino.

b) Económicas

Los templos romanos dispusieron, en muchos casos, de terrenos que formaban


parte del ager publicus y que el Estado consagraba a una divinidad. En buena parte es-
taban constituidos por luci, bosques sagrados; el dinero que se obtenía de la venta o
del alquiler de dichos bosques era llamado lucar. Juvenal recuerda el alquiler a los
judíos del bosque consagrado a la Ninfa Egeria en Roma, cerca de la Porta
Capen a:

Aquí, en donde Numa citaba de noche a su amiga, ahora el bosque de la fuente


sagrada y los templos están alquilados a los judíos, cuyo menaje se reduce a un cuéva-

477
no y una yacija de heno. Pues todo árbol está sujeto a pagar un tributo al fisco, y la
selva ha arrojado a las Musas y se ha hecho mendiga Quvenal, III, 17 ss.).

La tradición historiográfica sostiene que fueron ya los primeros reyes de Roma


los que concedieron a los templos y a los colegios sacerdotales los medios económi-
cos necesarios para su mantenimiento. Pero, en el caso de las tierras, las grandes su-
perficies parecen haber correspondido más a los colegios sacerdotales de los pontífi-
ces, las vestales o los augures en detrimento de los templos.

Luego nombró pontífice a Numa Marcio, hijo de Marcio, uno de los senadores,
y le entregó una copia bien detallada de todos las ceremonias religiosas en las que se
especificaba con qué clases de víctimas, en qué días y en qué templos se harían los
sacrificios y al mismo tiempo de dónde se sacaría el dinero para atender a estos gas-
tos (Livio, 1, 20, 5).

En época histórica el templo de Juno Lacinia en Cretona disponía de un bosque


sagrado donde pacía toda clase de animales, de cuya venta se sacaban grandes benefi-
cios que eran destinados al templo. También sabemos que, con los ingresos de las tie-
rras de la diosa Parténope, se celebraban en Neápolis, anualmente, las célebres carre-
ras de antorchas.
Pero debemos tener presente -si bien falta un estudio sobre el tema, ya que el
soberbio trabajo de G. Bodei no lo cubre- las diferencias entre las propiedades de
los templos griegos y romanos de la península itálica, ya que éstos distaban mucho de
igualar en riqueza rústica a los templos egipcios que, segun Diodoro, eran propieta-
rios entonces de un tercio de las tierras del país.
Tampoco los templos itálicos de la República alcanzaron nunca la autonomía de
la que disfrutaron los templos griegos o egipcios durante la época helenística. El Es-
tado -quizá por esa continuidad que existía entre la vida pública y la religiosa- re-
curría en tiempos de crisis a expoliaciones de los bienes religiosos, y sabemos que en
la época imperial se estableció la prohibición de que los templos pudiesen heredar si
no era con la autorización del emperador o del Senado. A partir de este periodo se
marcarán, pues, profundas diferencias entre los templos paganos y la Iglesia que, por
el contrario, se enriqueció notablemente con donaciones públicas y privadas.
El sacerdocio de cada templo disponía de un arca, es decir, de una caja donde se
depositaban las rentas provenientes del santuario; se trata de una caja sucursal de la
que el municipio o la colonia disponían para el mantenimiento del culto. En ella se
ingresaban también los emolumentos pagados por el Estado a los sacerdotes por en-
trar a formar parte del colegio (pro introitu), que solían alcanzar cifras considerables, o
el dinero recaudado de las multas (por robo sacrílego, por ensuciar las inmediaciones
del templo, etc.). Los apparitores, funcionarios de los municipios y las colonias, ejer-
cían una vigilancia sobre dichos bienes sagrados mediante inventarios.
Pero la mayor parte de los bienes del templo (superior incluso a los que se ingre-
saba por las tierras), procedía de las ofrendas voluntarias (ex-votos, dinero, etc.) de
los fieles, diferentes de las cuotas que debían pagar por acceder al interior del santua-
rio o sacrificar en él. Algunos autores cO{lsideran que el progreso del cristianismo
mermó la afluencia de los fieles a los templos paganos, provocando así su ruina eco-
nómica.
Los dones votivos, públicos o privados, constituían, pues, la principal riqueza de

478
los templos. P. Pensabene clasificó aquéllos en cuatro categorías: a) votos relativos a
la salud de la persona (tanto de la que hace el voto como de sus familiares); b) votos
por el feliz regreso de un viaje o de una expedición militar; e) votos por el acceso a
una magistratura o cargo público; y d) votos de los esclavos aspirantes a la li-
bertad.
Una vez consagrados al dios, los dones votivos le pertenecían y, por lo tanto, ade-
más de ser inalienables no se podían destruir. Por esta razón, cuando los templos es-
taban sobrecargados de ofrendas, para hacer sitio a las nuevas, se procedía a amonto-
nar aquéllas en depósitos votivos llamados Javissae. Varrón dice lo siguiente sobre las
javissae Capitolinae:

... [Varrón] le contestó que recordaba que, encargado C. Catulo de las reparacio-
nes del Capitolio, quiso rebajar el terreno delante del edificio para aumentar la esca-
linata y elevar la base para ponerla en proporción con la altura del techo; pero que
no pudo realizar su propósito a causa de lasfavissae, especie de cuevas o fosos subte-
rráneos abiertos en el suelo lindante con el templo donde se depositaban las imáge-
nes de los dioses maltratadas por el tiempo, y diferentes objetos sagrados que proce-
dían de ofrendas (Gel. NA II, 10).

La arqueología descubrió hace años, en la cara oriental del antiguo Capitolio,


bajo una plataforma de bloques de tufo que se encontraba a escasa distancia de la par-
te frontal del templo de Júpiter Capitolino, una de estas favissae; en el interior de la
fosa fueron hallados numerosos vasos de pequeño tamaño de impasto o de bucchero,
algunos de imitación corintia, figurillas fálicas de bronce, etc. siendo datados entre
finales del vn y comienzos del VI a.C. De esta misma época es otro depósito ha-
llado sobre el Quirinal cuya continuidad, sin embargo, se documenta hasta el siglo IV
o m a.C. como documentan los vasos de barniz negro.
Generalmente, sobre todo a partir de finales del siglo IV a.C., los ex-votos mas
abundantes fueron los de terracota (estatuillas, cabezas, parte anatómicas, etc. fabri-
cados casi siempre por el mismo templo), pero tampoco eran infrecuentes los fabri-
cados con metales preciosos. En torno al santuario de la diosa Feronia en el Lucus Fe-
roniae se celebraba periódicamente una feria a la que asistían los fieles para adquirir
los productos. Los ex-votos del santuario, depositados no sólo por simples privados,
sino también por generales victoriosos, eran muy abundantes en época de la segunda
guerra púnica:
Impulsado [Aníbal] al fin por todas estas cosas, llevó su campamento a las orillas
del río Tucia, a seis millas de Roma, dirigiéndose enseguida al bosque sagrado de Fe-
ronia, donde se encontraba un templo célebre entonces por su riqueza. Los capena-
tos, antiguos habitantes de aquellos lugares, llevando como ofrendas las primicias de
los frutos de la tierra y otros presentes, habían acumulado allí mucho oro y plata.
Aníbal despojó el templo de sus tesoros; y después de su marcha se encontraron tro-
zos de bronce, restos que, por temor religioso, abandonaron los soldados (Livio,
XXVI, 11, 8-9).

Por aquellos mismos años (en el 218 a.C.), tras la observación de algunos prodi-
gios, fueron depositadas cuarenta libras de oro en el templo de Juno Sóspita de Lanu-
vium, cuyos sacra sabemos que eran custodiados conjuntamente por romanos y lanu-
vmos.

479
Las ofrendas en dinero eran más infrecuentes; son donativos a la divinidad de la
décima parte (diezmo) de la fortuna personal del devoto o de la décima parte de sus
ganancias en un negocio. De aquí que esta segunda modalidad fuera frecuente -so-
bre todo en honor de Hércules- entre negotiatores y mercatores. La costumbre del diez-
mo es, con casi total probabilidad, de origen griego, siendo inicialmente entregada a
la divinidad en natura y, sólo mucho después, en dinero. Con él se organizaban fre-
cuentemente banquetes; fueron especialmente famosos, por ejemplo, los celebrados
con la décima parte ofrecida a Hércules por Craso: diez mil mesas, además de reparto
gratuito de trigo durante tres meses.
Un tercer tipo de ofrenda lo constituía el botín capturado por el ejército al ene-
migo que, al menos en los últimos siglos de la República, podía tratarse de verdade-
ras obras de arte. La costumbre de trasladar a los templos de Roma estatuas y tesoros
artísticos de países extranjeros, particularmente de Grecia, a partir del siglo 11 a.C.,
transformó a muchos de ellos en verdaderos museos, como recuerda la obra de Pli-
nio. Merece citarse, por ejemplo, las estatuas de bronce dedicadas en el santuario de
Fortuna y Mater Matuta (en el área de S. Omobono), que formaban parte de las dos
mil estatuas (signa) que fueron saqueadas de los templos de Volsinii y llevadas a
Roma en el274 a.C. por Marco Fulvio Flacco (Plinio, Historia Natural, XXXIV, 34).
También fue famosa la colección de arte que el cónsul Mummio depositó en el tem-
plo de Ceres tras el saqueo de Corinto, o la que Augusto entregó al templo de Apolo
Palatino.
En algunas ocasiones la ofrenda de estatuas no procedía del botín de guerra pero
éstas podían ser fabricadas con dichos spolia. Así, la colosal estatua de Júpiter Capita-
lino que Sp. Carvilio Máximo entregó al templo de Roma en el293 a.C. fue fabrica-
da con los spolia obtenidos en la guerra contra los samnitas; dicha estatua alcanzaba
una altura tal, que era visible desde el santuario de Júpiter en el monte Cavo.
Estas ofrendas constituían en muchos casos - a imitación de los monarcas hele-
nísticos- una excelente propaganda política de exaltación de los grandes jefes mili-
tares o de la gens a la que pertenecían sus donantes. La estatua de Júpiter Capitalino
ofrecida por Servilio Máximo sabemos que iba acompañada de otra, que le reprodu-
cía a tamaño natural. También a la estatua colosal de Hércules, del escultor Lisipo,
que en el 209 a.C. fue sustraída de la ciudad de Tarento y llevada al Capitolio, hizo
añadir Fabio Máximo una estatua suya a caballo. En ambos casos se trata, pues, de es-
tatuas votivas, pero aprovechadas como propaganda personal.
También los templos, además de custodiar su propio tesoro, custodiaban el dine-
ro o los depósitos de los ciudadanos, transformándose así en verdaderos bancos. Se
consideraba que, al menos en teoría, eran los más seguros ya que, además de las pre-
cauciones habituales, recaía sobre el hipotético ladrón el anatema del sacrilegio:
Pena de sacrilegio (sacrilegio poma) se establece para el que sustraiga, no sólo algo
sagrado, sino también algo depositado en el templo. Esto se hace todavía en muchos
santuarios y se cuenta que Alejandro, en Cilicia, también depositó en el templo de
Soloi una cantidad de dinero, y el ateniense Clístenes, ciudadano egregio, confió la
dote de sus hijas a Juno de Samos, porque temía por la suerte de su patrimonio (Cice-
rón, Leg. ll, 16, 40-41 ).

Otras culturas antiguas, sobre todo en el Oriente, conocieron esta misma cos-
tumbre. Pero la diferencia entre los templos griegos o egipcios y los romanos era

480
fundamental, ya que éstos aceptaban depósitos pero no concedían préstamos ni efec-
tuaban operaciones bancarias, lo cual pudo ser debido, en opinión de G. Bodei, al
deseo de evitar conflictos entre lo sagrado y lo profano o al de no entrar en compe-
tencia con los argentarii y nummularii.
En Roma algunos templos eran especialmente conocidos por esta función de de-
pósito, como el templo de la Pax, el de Cástor, Mars Ultor, Ops, Concordia y Vesta.
El de Cástor tenía una cámara de tesoro subterránea cerrada por una puerta de bron-
ce, y el de Concordia disponía de cajas encastradas en uno de sus muros. El incendio
del templo de Pax en el 191 a.C. arruinó a muchos ciudadanos. También fuera de la
capital aceptaban depósitos algunos templos de Pompeya, Ostia, Lambaesis, etc.
Por último, es conveniente recordar que las inmediaciones de los templos eran,
con mucha frecuencia, centro de concurrencia de determinadas actividades econó-
micas: los vendedores de flores en el templo de Portunus, los de perfumes en el tem-
plo de Diana y Ceres en el Aventino, los libreros en el templo de Pax, etc. La epigra-
fía de la época imperial menciona a los negotiatores ex area Satumi.

e) Políticas, sociales y culturales

La vieja exigencia de que el Senado romano se reuniera en un espacio cerrado y


1 en un templum inaugurado, explica que, durante la República, el templo de Júpiter
Capitalino, el de Cástor o el de Concordia fueran también los lugares (además de la
curia) donde se celebraran las sesiones senatoriales.
1
Las embajadas y los generales en armas eran recibidos también en templos situa-
1
1
dos fuera del pomerium, como el de Apolo Médicus o el de Bellona.
Muchas veces, las reuniones públicas tenían lugar en las proximidades de los
templos. Así los ciudadanos escuchaban a los magistrados en las gradas del templo
de Cástor o en las del Divus lulius, siendo frecuentes las reuniones en el área capi-
talina.
Los templos tenían en ocasiones asignadas funciones civiles. Los cónsules dispo-
nían de una verdadera oficina en el templo de Cástor en el Foro -lleno de litigantes
y políticos- desde donde convocaban la Asamblea; así se explica que Clodio tomara
a la fuerza el templo, según nos dice Cicerón (Pro. Mil. 18). El templo consagrado a
Libertas era utilizado por los censores de la misma forma que el de Ceres, en el
Aventino, era sede de los ediles plebeyos que custodiaban en él sus archivos y lasco-
pias de los senatusconsulta. No olvidemos tampoco que el templo de Saturno encerra-
ba, además del tesoro público, leyes y documentos oficiales.
En general, muchos de ellos, sobre todo a finales de la República, desarrollaron
importantes actividades culturales. Asinio Pollion estableció la primera biblioteca
de Roma en el Atrium Libertatis, y más tarde la biblioteca de Augusto fue depositada
en el área del templo de Apolo Palatino. El templo de Hércules Musarum fue la sede
escogida por los poetas de la época augústea para leer sus trabajos.

481
EL TIEMPO SAGRADO

Durante la época republicana el calendario religioso mantuvo las antiguas fiestas


de «época numaica» pero incorporó otras nuevas. Uno de los episodios históricos de
este nuevo periodo que más repercutió en el calendario fue el asedio de Roma por los
galos. Los calendarios anteriores a César recuerdan el 18 de julio como el Alliensis dies
(«el día del Allia») del que Varrón dice (Lengua latina VI, 32): «Es llamado así del río
Allia, ya que aquí los galos pusieron en fuga al ejército [romano] y asediaron Roma.»
Dicha derrota tuvo lugar, efectivamente, en el año 390 a.C., y por ello el día en que
se celebró pasó a ser un dies religiosus (en el que era nefasto hacer todo aquello que no
fuera estrictamente necesario). El carácter «funesto» del 18 de julio se explicaba tam-
bién por otras circunstancias históricas ya que fue también un 18 de julio (del año
4 79 a. C.) cuando tuvo lugar la derrota de los Fabios en la batalla del Cremera.
De las fuentes antiguas se desprende que la religio y, particularmente el calenda-
rio, podían ser objeto de debate en las sesiones del Senado, como sucedió, por ejem-
plo, cuando hacia el 389 a.C. se estableció el carácter de dies religiosi también para
aquellos que seguían a las calendas, las nonas y los idus de cada mes:

Como al día siguiente de los idus de julio el tribuno militar Sulpicio sacrificó sin
resultado y sin cuidar de aplacar a los dioses, y tres días después entregó el ejército
romano a los golpes del enemigo, se dice que por esta razón se dispuso la abstención
de todo acto sagrado en el día siguiente de los idus; y en lo sucesivo, según algunas
tradiciones, esta piadosa prohibición se extendió al día siguiente de las calendas y las
nonas (Livio, VI, 1, 9 ss.).

De igual forma la festividad conocida como Supplicia canum (celebrada el 3 de


agosto), se explicaba también con un episodio de la invasión gala del 390 a.C. Cuan-
do los galos asediaron el Capitolio, donde se había refugiado la población, intenta-
ron un asalto nocturno escalando la roca Tarpeya. Según Livio (V, 47, 3) lo hicieron
con tanto silencio que no sólo eludieron a los centinelas sino que lograron no des-
pertar a los perros. Pero las ocas consagradas a la diosa Juno dieron la alarma desper-
tando a los asediados quienes reaccionaron contra los galos al mando de Marco
Manlio.
Como conmemoración de aquel episodio los perros eran crucificados, mientras
las ocas, adornadas de oro y púrpura, eran llevadas en procesión. No puede descar-
tarse que dicho ritual haya tenido un origen anterior al episodio gálico, pero los ro-
manos siempre lo entendieron como consecuencia de aquel hecho histórico.
La célebre transvectio equitum, un espectacular desfile de la caballería, que desde el
templo de Marte en la Porta Capena llegaba, recorriendo la Vía Appia, hasta el tem-
plo de los Dióscuros en el Foro, celebrada el 15 de julio, fue instituida para conme-
morar la batalla del Lago Regilo (15 de julio del496 a.C.); según otras tradiciones fue
el censor Q. Fabio Máximo quien la creó en el año 304 a.C. También el Quinquatrus
minusculae (13-15 de junio), una festividad protagonizada por los tibicines, fue acogi-
da en el calendario a finales del siglo IV a.C., después de la retirada en masa de los
músicos a la ciudad de Tibur (311 a.C.).

482
Otras fiestas insertadas en el calendario republicano obedecen a la introducción
de nuevos dioses. Así, las conocidas Megalensia, celebradas del4 al 10 de abril en ho-
nor de Cibeles, fueron instituidas tras la llegada de la diosa a Roma el 4 de abril
del 204 a.C. Dicha festividad arraigó pronto en la religiosidad popular: el santuario
de la diosa, abierto durante aquellos días, acogía las ofrendas de los fieles (especial-
mente el moretum, a base de queso y hierbas que le era particularmente grato), mien-
tras los ediles curules ofrecían representaciones teatrales en sus inmediaciones y ca-
rreras de carros en el Circo Máximo.
Las Floralia (27 de abril), fiesta en honor de la antigua diosa itálica Flora, sólo
fueron instituidas años después de que los ediles plebeyos levantaran el primer tem-
plo en su honor en el año 241 o 238 a. C. sobre las laderas del A ven tino; comenzaban
con representaciones teatrales seguidas de juegos en el circo donde se soltaban liebres
y cabras.
En otros casos, sabemos que algunas de las festividades arcaicas fueron reinter-
pretadas a la luz de los acontecimientos históricos producidos durante la República.
Así, una fiesta arcaica como eran las Poplifugia (S de julio), fue considerada por Va-
rrón como conmemoración de la fuga del pueblo romano atemorizado, tras la retira-
da de los galos, ante el asalto de los pueblos vecinos:

Poplifugia trae su nombre del hecho de que en este día el pueblo romano de im-
proviso huyó tumultuosamente: tal día, en efecto, cae no mucho después de que los
galos se retirasen de la ciudad y los pueblos que estaban sometidos a Roma, como los
jicuieati y los jidenati y otros limítrofes, se unieron contra nosotros. Algunas huellas
de la huida recordada este día sobrevivieron en los ritos sagrados sobre las que nos
informan los Libros de las Antigüedades (Varrón, LL VI, 18).

Macrobio (Sal., 1, 31-33) señala que el mes de junio (cuyo nombre deriva del de la
diosa Juno) fue así llamado en honor de Junio Bruto, el primer cónsul de Roma. El
dies natalis del templo de la diosa Cama fue instituido en las calendas de este mes ya
que fue entonces cuando, tras expulsar a Tarquinio, celebró un sacrificio en honor
de la diosa Cama en el monte Celio.
En el calendario religioso quedaron también registrados, durante la República,
l los natalis de los nuevos templos levantados a lo largo de este periodo. Dicho aniver-
sario constituyó una ocasión para rendir un homenaje -si bien de modestas propor-
ciones- a la divinidad tutelar.
Así, el dies natalis del templo de Fortuna Muliebris (6 de julio) conmemoraba
aquel día del año 486 a.C., en que la madre y la mujer de Coriolano, ayudadas por las
matronas romanas, lograron que el jefe militar retirara sus tropas de Roma. El del
templo de la diosa Salus (S de agosto), en el Quirinal, recordaba el voto hecho por el
cónsul C. Junio Bubulco (311 a.C.) y su posterior dedicación, en calidad de dictador,
en el 302 a.C. El del templo de Belona, cerca de Circo Máximo, votado por el cónsul
Appio Claudio durante la guerra contra etruscos y samnitas en el 296 a.C., se cele-
braba el 3 de junio. El dies natalis del templo de Hércules Víctor (12 de agosto), con-
memoraba la dedicación hecha por L. Mummio en el 142; en esta fecha el pretor ur-
bano sacrificaba una vaquilla a Hércules y ofrecía una libación en un sÁV'phos. El 1 de
abril del 114 a.C. se dedicó el templo a Venus Verticordia (no localizado), tras cono-
cerse un nuevo caso de incestum cometido por una de las vestales.

483
Pero, sin duda, la principal novedad que ofrece el calendario religioso durante la
República fue la multiplicación de los juegos (ludr), y su inclusión en el calendario.
Hemos visto en capítulos precedentes cómo los ludí, sobre todo las carreras de ca-
ballos y mulas, caracterizaban muchas de las más antiguas festividades romanas,
como las Consualia, Equirria o el Equus October. Otras festividades, acogieron los
ludi algo más tarde: en el 202 a.C. las Cerialia o en el 178 las Floralia.
Al mismo tiempo a estos juegos primitivos, se añadieron otros: los ludi Romani
(instituidos por Tarquinio Prisco en honor de Júpiter pero de carácter anual sólo a
partir del 366 a.C., siendo celebrados del S al 19 de septiembre); los ludi plebeii (men-
cionados por primera vez en el216 a.C. y celebrados también en honor de Júpiter del
4 al 17 de noviembre); los ludi Apollinares (prescritos por los Libros Sibilinos e insti-
tuidos en honor de Apolo en el 212 a.C., fueron anuales desde el 208 a.C. y se cele-
braban del 6-13 de julio); los ludi Megalenses (en honor de Cibeles, en el204 a.C. se ce-
lebraban del 4 al 10 de abril). Por último, como caso aparte, merecen ser citados los
ludi saeculares (celebrados por Augusto en el 17 a.C.) y, en general, todos aquellos con-
vocados en honor de generales victoriosos. Estos últimos cambiaron de carácter
cuando Sil a creó los ludi Victoriae Sullanae que, fijados en el calendario, fueron celebra-
dos todos los años para perpetuar su memoria; este último tipo de juegos se multipli-
có considerablemente durante el Imperio.
Es necesario distinguir los ludí de los munera. De aquéllos forman parte las carre-
ras de carros (ludí circenses) y las representaciones teatrales (ludi scaenicr), mientras a la
segunda categoría pertenecen los combates de gladiadores y las vena/iones. Los juegos
atléticos griegos constituyeron un caso aparte, si bien, ocasionalmente, entraron a
formar parte del programa de los ludi: penetraron en Roma muy tardíamente y no lo-
graron nunca la popularidad que habían alcanzado en las ciudades griegas. Oficial-
mente fueron introducidos por M. Fulvio Nobilior en el año 186 a.C. como resulta-
do del proceso de helenización que atraviesa la sociedad romana de aquellos años. El
apoyo dado a estos juegos por las grandes familias filohelénicas romanas, como la de
los Escipiones, fue decisivo para vencer las reticencias de los grupos más tradiciona-
les que representaba Marco Porcio Catón. Pese a que durante el siglo 1 a.C., muchos
de los más destacados generales, Sila, Pompeyo, César, Octavio, hicieron celebrar
juegos atléticos griegos, éstos no dejaron de tener un carácter marginal durante la Re-
pública; es significativo, en este sentido, que el primer estadio construido en estruc-
tura firme se levante sólo en época de Domiciano. Fueron, por tanto, mejor acogidos
en las ciudades griegas de Italia, como Neápolis, donde anualmente se celebraban
certámenes atléticos ( Sebasta).
En cualquier caso es esencial destacar el origen religioso de los ludi; como tam-
bién sucede en Grecia, resultaría imposible desligar las competiciones deportivas y
-no lo olvidemos- las representaciones teatrales de su contexto religioso y cul-
tual. Los ludi formaron parte de las principales festividades del calendario litúrgico.
Sabemos, sobre todo gracias al testimonio del historiador Dionisio de Halicarna-
so, que, aún en época augústea, los juegos comenzaban con una solemne pompa reli-
gwsa:

Antes de empezar los juegos, las máximas autoridades conducían una procesión
a los dioses desde el Capitolio hasta el Circo .\fáximo a través del Foro. Encabezaban
la procesión, en primer lugar, los hijos de las autoridades, tanto los adolescentes

484
como los que tenían edad de ir en ella ... Seguían a éstos unos aurigas que llevaban,
unos, cuatro caballos uncidos; otros, dos, y otros, caballos sin uncir. Detrás de ellos
marchaban los participantes en las competiciones, tanto en las de poca importancia
como en las más solemnes, con todo el cuerpo desnudo, excepto los genitales que
iban cubiertos ... Seguían a los participantes numerosos coros de danzarines, reparti-
dos en tres grupos... Después de estos grupos marchaban numerosos citaristas y flau-
tistas; y tras ellos, los portadores de incensarios, en los que se quemaban perfumes e
incienso a lo largo de todo el recorrido, y los que transportaban los vasos hechos de
plata y oro, tanto los sagrados como los del Estado. Al final de todo iban, llevadas
sobre las espaldas de los hombres, las imágenes de los dioses, que presentaban figu-
ras iguales a las realizadas entre los griegos... Estas imágenes no sólo eran de Júpiter,
Juno, Minerva, Neptuno y de los otros que los griegos cuentan entre los doce dioses,
sino también de los más antiguos, de los que la tradición cuenta que nacieron los
doce dioses, a saber, Saturno, Rea, Temis, Latona, las Parcas, Mnemósine y todos los
demás de quienes hay templos y recintos sagrados entre los griegos; y también de los
que la leyenda dice que nacieron más tarde ... Proserpina, Lucina, las Ninfas, las Mu-
sas, las Horas, las Gracias, Líber y de aquellos semidioses cuyas almas después de de-
jar sus cuerpos mortales, se dice que ascienden al cielo y obtienen los mismos hono-
res que los dioses, como Hércules, Esculapio, los Dióscuros, llelena, Pan y muchísi-
mos otros (V 11, 72).

Concluida la procesión, los cónsules y los sacerdotes realizaban un sacrificio pro-


piciatorio antes de que dieran comienzo los espectáculos circenses.
Respecto a la otra modalidad de ludi, los ludi scaenici, sólo teniendo presente sus
orígenes religiosos se comprende la estrecha relación entre la cávea del teatro y el
templo, lo que dio origen a una particular forma arquitectónica, la del teatro-
templo; éste, inspirado en modelos helenísticos, conoció en Italia un extraordinario
éxito. Durante los ludi Megalenses, en honor de Cibeles, las representaciones teatrales
tenían lugar precisamente en las proximidades del templo de la diosa como si estu-
vieran bajo su supervisión. El teatro de Pompeyo fue también concebido a modo de
una grandiosa escalinata de acceso al templo de Venus Victrix, situado en la summa
cavea.
A finales de la República se contaban 55 días al año de ludi scaenici y 77 días de es-
pectáculos. Como consecuencia de la multiplicación de juegos durante la República
y la prolongación de los ludi romani, surgió la necesidad de disponer de un nuevo sa-
cerdocio que auxiliara a los pontífices en su organización: los epulones.
De los quattor amplissima collegia, el de los septemviri epulones era sin duda el me-
nos importante y también el de más reciente creación, ya que fue instituido en el
año 196 a.C., a propuesta del tribuno de la plebe C. Licinio Lúculo. Inicialmente el
colegio estaba compuesto por tres miembros ( tnunviri epulones), aumentando su nú-
mero -quizá en época de Sila- a siete (septemviri epulones). Algunos autores (Dión
Casio, XLIII, 51) señalan que César (en el 46 a.C.) añadió tres más, siendo él mismo
uno de ellos, pero ni los textos ni la epigrafía de la época imperial mencionan a los
decemviri epulones. El colegio fue ocupado, al menos inicialmente, por plebeyos; según
Livio (33, 42), sus miembros tenían derecho a la toga praetexta y su emblema religio-
so era la pátera de los sacrificios.
Las atribuciones de los epulones son claramente enumeradas por las fuentes. De-
bían anunciar la comida ofrecida en honor de Júpiter, fijando el día señalado (índice-
re), así como preparar y organizar dicho banquete sagrado (epulum) que, tradicional-

485
mente venía siendo presidido por el colegio de los pontífices. De hecho los pontífi-
ces, pese a la creación del nuevo colegio, nunca se desentendieron totalmente de los
epula, siendo incluso consultados -en caso de duda- por los epulones. Las compe-
tencias de los epulones eran pues muy limitadas ya que los lectistemia (elemento ordi-
nario de las expiaciones) eran organizados por los decemviri. Todo ello parece explicar
el bajo lugar que los epulones ocuparon en la jerarquía sacerdotal.
La celebración del primer epulum louis tuvo lugar durante los ludi plebeii celebrados
en el año 213 a.C. (13 de noviembre), en honor de Júpiter. Más tarde fueron ofreci-
dos también durante otros juegos, los ludí romani (13 de septiembre), contribuyendo
de esta forma a que no fuera olvidado el carácter religioso de los juegos.
El epulum era diferente del daps, carne asada y vino ofrecidos -según nos dice
Catón, Sobre la Agricultura 132- también a Júpiter antes de la siembra (de ahí su epí-
teto de Dapalis). El dios supremo del panteón romano se recostaba sobre un lecho,
mientras Minerva y Juno tenían derecho sólo a un asiento. Epulum y lectistemium te-
nían orígenes y características diferentes, pero es evidente que aquél fue, con el tiem-
po, influido por éste.
El banquete se celebraba en el Capitolio, ante la celia de Júpiter; a él asistían los
sacerdotes y senadores y, en un lugar aparte (en el Foro), el pueblo. Durante la comi-
da era costumbre entonar canciones o himnos en honor de los dioses, cuya pérdida,
sin embargo, deplora ya Cicerón:

No es de extrañar que para descargar de trabajo a los pontífices, los epulones


hayan ido asumiendo otras funciones relacionadas con la celebración de los ludi
como recuerda Cicerón: «Te llamo a ti, Léntulo [Léntulo Marcelino, epulón antes
del 56 a.C.]; de tu sacerdocio dependen los carros (tensae) y las carrozas, el preludio
musical, los juegos, las libaciones y el epulum lovis (Cicerón, De har. resp. X, 20)

LA COMUNICACIÓN CON LOS DIOSES

Desde los orígenes de la cultura lacial, las gentes, preocupadas por reconocer e
invocar a las fuerzas misteriosas que presidían los actos de su vida, creyeron recono-
cer las voces de aquéllas en el rumor del viento cuando movía las hojas de los árbo-
les, en el crepitar del fuego y, desde luego, en el movimiento de los animales, capaces
no sólo de advertir o anunciar algo a los hombres, sino también de guiarles en sus
empresas.
Desde muy temprano la tradición latina - e itálica- fue decantándose, pues,
como sucedió en otras culturas antiguas, por una revelación directa que descansaba
en la transmisión de voces y sonidos. Fueron muchas las divinidades (o los numina)
que dejaban escuchar su voz pero, poco a poco, algunas de ellas, como Carmenta,
Fauno y Fauna o las ninfas, fueron haciéndose verdaderas especialistas en esta
función.
Dionisia de Halicarnaso recuerda, por ejemplo, el oráculo del picus (pájaro sagra-
do) de Marte (Picus Martius), en territorio sabino, desaparecido en época clásica:

En esta ciudad [Tiora o Matiene] se dice que hubo un oráculo muy antiguo de
Marte. Y el tipo de oráculo era parecido al que según cuenta la leyenda existió una
vez en Dodona, pero con una diferencia, pues allí se decía que una paloma hacía las

486
predicciones sentada sobre una encina sagrada; mientras que entre los aborígenes,
un pájaro enviado por la divinidad, al que ellos llaman picus y los griegos driocolaptés,
hacía lo mismo apareciéndose sobre un pilar de madera (1, 14, 5).

La historiografía latina recuerda débilmente los episodios, legendarios o históri-


cos, en los que se creían oír voces sobrenaturales; así, la «voz vibrante» que ordenaba
a los albanos, durante el reinado de Tulo Hostilio, hacer sacrificios según sus propios
ritos (Livio, I, 31) o, más tarde, aquella otra «voz temible» que salió del templo de
Matuta en Satricum, cuando los latinos se disponían a incendiarlo (Livio, VI, 33).
Naturalmente no eran pocas las dificultades para interpretar la voluntad divina y
ya, desde muy antiguo, debieron surgir hombres y mujeres (vates, casmenae o carmentae)
capaces de traducir el lenguaje divino que surge de los arroyos, del viento, de las aves
o de los animales terrestres. Consultados, frecuentemente el lenguaje de sus respues-
tas era revestido de una cadencia rítmica (carmen o casmen); los romanos conocían un
tipo de verso llamado saturnius que consideraban como el más antiguo y con el que
aún a finales de la República daban forma a invocaciones y fórmulas mágicas.
Sin embargo, con el paso del tiempo y a medida que se consolidaba la influencia
griega, Roma -o, mejor, deberíamos decir la religión oficial romana- fue relegan-
do en el olvido a los más antiguos dioses oraculares del Lacio. La civilización roma-
na de la época monárquica y, sobre todo, republicana, reaccionó con fuerza contra
aquellos dioses a los que, mediante un largo proceso, anuló o redujo a la condición
humana como se advierte bien, por ejemplo, en el caso de Carmenta.
Carmenta era una antigua divinidad conocida, quizá ya desde la época arcaica,
por sus dos epítetos de Antevorta (o prorsa, porrima) y Postverta o Postvorta. Su pri-
mera función lo era como diosa de las parturientas, protectora de los partos y naci-
mientos; de aquí que los calendarios epigráficos de finales de la República recorda-
ran aún la prohibición de introducir en su capilla, scroteum, piel o cuero de animal, in-
compatible con la mujer que da a luz. En un pasaje de Varrón, reproducido por Ge-
lio, se establece una relación directa entre los epítetos de la diosa y la postura del feto
en el útero de la madre:

Cuando, en contra de lo natural, los niños tienen los pies hacia abajo, los brazos
se abren y los detienen; en este caso las mujeres dan a luz con más dolor. Para conju-
rar este peligro, se han levantado en Roma altares a dos diosas, llamándose una Post-
verta y otra Prorsa. La primera preside el nacimiento de los niños invertidos en el
1 seno de la madre, la otra, el de los niños colacados naturalmente (Gelio, Noches Áticas
XVI, 16, 4).

Pero, al mismo tiempo, Carmenta era una diosa vinculada también a la adivina-
ción y a la profecía, hasta el punto de que Servio (Ad Aen. VIII, 336) la consideraba
una profetisa anterior a la existencia de las sibilas. Su mántica, sus profecías, pertene-
cían a la adivinación natural e inspirada y sus vaticinios ( carmina) anunciaban el des-
tino del recién nacido.
El epíteto de Porrima-Antevorta se explicó en consonancia con esta otra función
de la diosa, en cuanto Carmenta daba a conocer el pasado y el de Postverta o Post-
vorta en cuanto revelaba el futuro. Así pues, Carmenta fue tempranamente conocida
como una diosa que predecía el futuro a los niños en el momento de su nacimiento,
quizá a instancias de la madre.

487
Su popularidad vendría confirmada en primer lugar por la existencia de un flamen
Carmentalis, es decir, de un sacerdocio que atendía exclusivamente su culto; pero tam-
bién por la inclusión de dos fiestas, las Carmentalia, (elll y 15 de enero), en el viejo
calendario religioso romano.
Sin embargo lentamente, en un proceso que se acentúa a medida que avanza el
periodo republicano, Carmenta va perdiendo su condición de diosa hasta quedar re-
legada a un rango inferior próximo a la condición humana. El resultado final de ese
proceso se refleja en la literatura de época augústea (Virgilio, Ovidio), donde Car-
menta aparece como una simple mujer, madre del héroe arcadio Evandro, conocida
por sus dotes proféticas:

Ésta [Carmenta], tan pronto como su espíritu se había inflamado en el fuego di-
vino de la inspiración, había empezado a cantar con voz sonora vaticinios verídicos
de la divinidad. Había predicho que a ella y a su hijo les amenazaban desventuras;
había pronunciado, además, muchos otros oráculos, cuya certeza fue corroborada
por el tiempo (Dionisia de Halicarnaso, I, 1).

Servio (Ad Aen., VIII, 336) recuerda incluso que el cuerpo de Carmenta fue ente-
rrado en el lugar donde se levanta su altar, al pie del Capitolio.
El caso de Carmenta se repite con otras divinidades más, lo que sólo puede venir
explicado por la persecución que el Estado romano desencadenó contra la adivina-
ción natural o inspirada (el enthousiasmos de los griegos) y, en general, contra todas
aquellas formas que no estuvieran contenidas en los libros de los augures o en los Li-
bros Sibilinos. En un estudio, D. Grodzynski concluye que el término superstitio tuvo
inicialmente (desde el siglo III a.C.) el sentido de «adivinación», y que sólo a partir
del siglo 1 a.C. pasó a designar una «desviación de la religión nacional». Plutarco, re-
cogiendo una opinión muy extendida, explica el nombre de Carmenta como deriva-
do de carens mens («carente de juicio»). También los profetas y videntes que practica-
ban este tipo de adivinación (vates, carmentas, hariolos), considerada como dementia
o privación de mens, fueron igualmente perseguidos; esa desconfianza hacia el delirio
profético explica que el término vates reciba en latín un claro sentido peyorativo, de

Cara A Cara B
Sorr de piedra de Arezzo.

488
la misma forma que el verbo vaticinar sea sinónimo (por ejemplo, en Cicerón) de «di-
vagan>, «tener propósitos incoherentes».
Esta actitud de hostilidad hacia la adivinación natural se percibe bien en las rela-
ciones de Roma con los centros oraculares itálicos. Como ya hemos visto, cuando
Roma llevó a cabo la anexión territorial del Lacio e Italia, entró en contacto con nu-
merosos templos de carácter oracular. En todos ellos venían practicándose, quizá ya
desde la época arcaica, los oráculos per sortem, es decir, mediante la extracción al azar
de una pequeña tablilla (sors) donde venía escrita la respuesta de la divinidad; ningu-
no de ellos practicaba, pues, ese otro tipo de adivinación que descansaba en el delirio
inspirado de la sacerdotisa que parece haber sido desconocido.
Uno de los que gozaban de mayor antigüedad y prestigio era, como ya se ha di-
cho, el de Fortuna en Praeneste. Sabemos, sobre todo después del excelente trabajo
de J. Champeaux, que el oráculo, en origen, era abierto sólo en uno de los dos días
que duraba la fiesta en honor de la diosa (9 y 10 de abril); quizá, al menos durante el
Imperio, el oráculo era abierto también en ciertos días del año. El origen de dichas
sortes es descrito por Cicerón en su De diuinatione (ll, 85-86):

Los anales de los prenestinos dicen que Numerio Sufucio, varón respetable y de
noble linaje, fue advertido muchas veces en sueños, hasta con amenazas, para que
fuese a cierto paraje y partiese una piedra; que asustado por aquellas visiones se pro-
puso obedecer, a pesar de las burlas de los conciudadanos, y que de la piedra partida
salieron las sortes grabadas en encina, con caracteres antiguos. Aquel paraje, rodea-
do hoy por una barrera sagrada, está cercano al templo de Júpiter Puer, sentado con
Juno sobre las rodillas de Fortuna, amamantado por ella y con tanta piedad reveren-
ciado por las madres de familia. Al mismo tiempo, en el mismo sitio, en el mismo si-
tio donde se encuentra el templo de Fortuna, brotó miel, según dicen, de un olivo;
consultados los harúspices, contestaron que algún día llegarían a ser célebres aque-
llas suertes y que, por su mandato, se hizo de aquel olivo un arca en la que se ence-
rraron las suertes que todavía hoy se sacan cuando lo aconseja Fortuna (II, 41 ).

Era un niño (puer, como el Júpiter representado junto a la diosa) quien mezclaba
y sacaba las sortes (miscentur atque ducuntur o tulluntur) siempre bajo la inspiración de la
diosa (Fortunae monitu). Después de ser extraídas, un especialista, el sortilegus Fortunae
(equivalente a los prophetai de Delfos), las leía. En tiempos de Cicerón, las sortes eran
pequeñas tablillas de madera de encina con fórmulas, en caracteres arcaicos, muy
ambiguas, que permitían adaptarse a todo tipo de consultas planteadas a la diosa.
Eran depositadas en un arca custodiada, como sabemos por la epigrafía, por Júpiter
Arcanus.
Otro antiguo oráculo, también transmitido por la diosa Fortuna, era el de la ciu-
dad de Antium; su rasgo más peculiar es que se trataba de una pareja de diosas (díada)
mencionadas por las fuentes como las vericae sorores, Fortunae Antiatae, Fortunas Antiatis,
etc. y a cuya dualidad respondían también las estatuas cultuales. Como en Praeneste,
ambas ejercían al tiempo funciones oraculares, fecundantes y políadas.
El procedimiento adivinatorio usado en Antium no es muy conocido, pero Ma-
crobio lo cita de pasada para ilustrar el de Baal de Heliópolis:

La estatua del dios de Heliópolis es llevada en una litera (ferculum), como las imá-
genes de los dioses son llevadas en la procesión de los juegos circenses y los que la

489
transportan son generalmente los hombres más destacados de la provincia. Estos
hombres, con sus cabezas afeitadas y purificados por un largo periodo de abstinen-
cia, van como el espíritu del dios (divino spiritu) les mueve y llevan la estatua no por
su propio deseo (non suo arbitrio), sino adonde el dios les dirige, como en Antium ve-
mos las imágenes de las diosas movidas para dar sus oráculos (Macrob., Sat. I, 23, 13).

Este tipo de adivinación, a base de movimientos espontáneos es extraño a las re-


ligiones itálicas y característico, por el contrario, de los santuarios orientales (Zeus
en Heliópolis o en Siwah, Apolo en Siria y en Egipto, etc.), lo cual ha hecho pensar
que pudo ser adoptado por Antiurn, quizá a través de Cartago, en los siglos VI
o v a.C.
Conocernos otros más: el de Hércules Víctor de Tibur, el de Falerii y otras ciuda-
des etruscas (Caere, Viterbo, Arezzo), el de Júpiter Apenninus de lguviurn, el de la
fuente Cliturnna descrito por Plinio, el de Forurn Novurn cerca de Parrna, el de Ge-
rión en territorio véneto o, el más tardío de Hércules en Ostia. De este último esta-
rnos informados gracias a un tríptico votivo publicado por G. Becatti en 1939, que
representa a unos pescadores sacando con sus redes de las aguas las sortes del dios;
todo parece indicar que su antigüedad no se remonta más allá del siglo 11 a.C. y que
imitaron en gran medida a las de Praeneste. Todos ellos, a pesar de la diversidad de
dioses que los dispensan (Fortuna, Hércules, Minerva, Gerión, etc.), tienen un deno-
minador común: su naturaleza cleronornántica. La arqueología ha proporcionado
algunos ejemplares de estas sortes de los que dos son particularmente célebres: el disco
de bronce de Curnas (con el nombre de Hera) y el guijarro del Museo de Fiésole con
los nombres de Fortuna y Servio Tulio.
En general, las sortes conservadas adoptan una gran diversidad de formas y de ma-
terias. Muchas son tablillas de bronce o de madera pero otras están fabricadas con
bronces o plomos. En cualquier caso, atestiguan el recurso casi exclusivo de la adivi-
nación itálica a la escritura frente a una adivinación inspirada que en época histórica
era rehusada.
Roma mantuvo desde los comienzos de la República un enorme distanciamiento
hacia todos estos santuarios oraculares ya en clara decadencia a finales de la Repúbli-
ca; dicha desconfianza viene primeramente explicada por el tipo de adivinación que
se practicaba en ellos. El propio Cicerón dice que la adivinación per sortem es un gé-
nero muy desacreditado que el sentido común rechaza y que en todos los lugares ha
perdido ya la fama; finalmente termina preguntándose (De div. II, 41 ): «¿Qué fe me-
recen unas sortes que se sacan a una señal dada por Fortuna y que un niño escoge al
azar después de mezclarlas?»
Es significativo que siendo Fortuna una diosa que gozó de gran popularidad en
Roma y que era conocida por infinidad de epítetos (Fors Fortuna, Fortuna del Foro
Boario, Fortuna Muliebris, Fortuna Virilis, Fortuna Viscata, etc.), no existan noti-
cias sobre la actividad oracular de sus santuarios.
Pero esa hostilidad viene explicada también por el temor a que sus oráculos fue-
ran puestos al servicio de una peligrosa política anti-rornana, especialmente cuando,
por ejemplo, Roma y Praeneste se enfrentaron en numerosas ocasiones durante el si-
glo IV a.C., hasta que la ciudad fue tornada en el 338 a.C. Aún en el año 241 a.C.,
concluida la primera guerra púnica, el Senado romano prohibió al cónsul Q. Lutacio
Cerco consultar las sortes de Praeneste, argumentando que se trataba de auspiciis alieni-

490
El santuario de Delfos en época romana (según J. Pouilloux-G. Roux).

491
gmis; era conveniente, pues, como dice Valerio Máximo, que la República se rigiera
por los auspicios patrios y no por los extranjeros.
Una política similar - o quizá aún más hostil- adoptó Roma frente a los más
prestigiosos santuarios oraculares del mundo griego, como Delfos. Según la historio-
grafía antigua, desde la fundación de la República hasta la instauración del Principa-
do, Roma consultó oficialmente el oráculo de Apolo en Delfos, emitido a través del
trance de la Pitia, en siete ocasiones. Sin embargo, como sabemos gracias a los traba-
jos de H. W. Parke y J. Fontenrose, en su mayor parte éstas no son históricas, de for-
ma que las respuestas de Delfos a las embajadas romanas quedan, en realidad, reduci-
das a tres (en 216 a.C., 207 a.C. y 205 a.C.).

FonJ.m. Nov.um.
a

An-11hum.
a
0 ¡ gv.uium.

Vitnb'b
Tiora Mat\af\41 ?
Fatmi

o
= Pu.nta d6tta v~aare
aTibur
o
O:rti4~Jlrrurn6sta
Lav.iniu
Antiv.m.
- . .....
a Oráculos por sortts
e Otros oráculos
o 20 40 ao 120 Km

Santuarios oraculares de Italia.

492
Dichas consultas se efectúan durante la segunda guerra púnica, un periodo de
crisis política y militar, así como de profundas transformaciones religiosas. Pero lo
más destacable es, sin duda, que el motivo de la consulta fue en todos los casos de
tipo ritual; Roma no pretende tanto conocer su destino como los remedia necesarios
para restablecer la pax deorum, y es en esta línea (al margen de la oportunidad política
del momento) en la que hemos de entender la introducción del culto de Cibeles.
Cuando, transcurridas las guerras púnicas, los romanos no necesitan ya ningún
apoyo espiritual y Roma es capaz de entrar directamente en contacto con otros esta-
dos, sin la mediación de Delfos, el santuario deja de ser oficialmente consultado por
el Senado, quedando sometido a su control a partir del 191 a.C.
La frialdad de las relaciones entre Roma y Delfos durante el periodo republica-
no, se explica, pues, por esa hostilidad del Senado hacia la adivinación inspirada a la
que se suma la desconfianza por todo lo extranjero. La distorsionada imagen que los
romanos tuvieron de la Pitia délfica queda bien plasmada tanto en los tratados filo-
sóficos de Cicerón como en la literatura del siglo 1 a.C.
En lugar, pues, de esta adivinación natural o intuitiva, Roma conoció una adivi-
nación representada por los augures y decemviri a la que, más tarde, vino a sumarse la
de los harúspices de origen etrusco. Se trata -en los tres casos- de una mántica in-
ductiva, basada en la observación de los fenómenos percibidos por el hombre. Di-
chos signos pasaban por ser expresión de la voluntad de los dioses y necesitaban ser
convenientemente indagados e interpretados por los miembros de los respectivos
colegios sacerdotales.
Los signos enviados por los dioses obedecen a diferentes categorías, pero todos
ellos -al menos hasta el final de las guerras púnicas- servían sólo para saber si los
dioses aprobaban o no una determinada acción que se deseaba emprender bajo sus
auspicios: en el ámbito público, una guerra, por ejemplo; en el privado, emprender
un viaje o contraer matrimonio. Toda empresa proyectada tenía una parte de desco-
nocido y, antes de pasar a la acción, era necesario asegurar su éxito consultando a la
divinidad. La adivinación romana se caracteriza, pues, por circunscribir extraordi-
nariamente su campo de aplicación, lo cual no autoriza de ningún modo a negar su
existencia.
La primera de las categorías mencionadas la proporcionan los signos escucha-
dos, omina. Una frase o una palabra pronunciadas inintencionadamente podía ser
considerada anuncio del futuro inmediato que confirmaba o apartaba al hombre de
su empresa. Al escuchar la palabra cabían dos posibilidades: aceptar el omen ( omen ac-
cipere) o rechazarlo ( omen execrari) transformando su sentido, por ejemplo, mediante
la adición de otras palabras. De esta forma el hombre romano se preservaba de un
destino inexorable.
Una segunda categoría de signos era ofrecida por los auspicia; se trata de signos
percibidos por la vista y mostrados generalmente por las aves. La trayectoria del vue-
lo -dentro de un límite espacial imaginariamente delimitado, llamado templum-
así como el graznido o el tipo de ave eran minuciosamente interpretados por los au-
gures. Los magistrados romanos tenía también el derecho de auspicio pero de distin-
to valor (auspicia maiora o minora) en función de su rango. Pero tanto unos como otros,
augures y magistrados, se ocupaban más de asegurar el presente conociendo los sig-
nos, que de interrogar el porvenir.
La tercera categoría de signos, los prodigios, fenómenos que contravenían las le-

493
yes de la naturaleza, tampoco anunciaban el futuro, ni siquiera el más inmediato,
sino sólo que la paz entre los dioses y la comunidad había sido rota. Por su compleji-
dad e importancia la estudiaremos en el siguiente apartado.

El prodigio y s11 expiación

a) Causas de la aparición de prodigios

Las faltas graves de impiedad eran castigadas por los dioses con el envío de pro-
digios que, a su vez, advertían a los hombres la ruptura de la pax entre los dioses y los
hombres.
Ese delito religioso, estudiado primero por Mommsen y últimamente por
J. Scheid, podía obedecer a causas muy diversas. El caso más frecuente consistía en
algún tipo de transgresión cometida durante la celebración del culto público, como
un error ritual, un olvido o, simplemente, una interrupción. El sacrificio se prestaba,
por la complejidad de su ejecución, a numerosas infracciones, como una mala elec-
ción de la víctima, la impureza del sacrificante, la interrupción del rito o la equivo-
cación en la formulación de la plegaria. En general era durante la celebración de las
festividades públicas, de los juegos y las lustra/iones o en la consagración de un templo,
cuando con más frecuencia se cometían errores o infracciones que los dioses castiga-
ban con el envío de prodigios. No obstante, otros crímenes religiosos, como la expo-
liación de un santuario, la violación de los auspicios o el incest11m de las vestales, de-
sencadenaban la ira deorum y podían suponer también graves castigos para la comuni-
dad ciudadana.

b) El prodigio: tipos y evolución

Si muchas podían ser las causas que desencadenaban la cólera divina bajo la ma-
nifestación de prodigios, también éstos podían asumir diversas formas. Conocemos
por Livio, que a su vez consultó la Tab11la Pontijis y los Annales Maximi, los prodigios
más importantes registrados año a año. En el ámbito celeste, eclipses de sol o de
luna, rayos que alcanzan lugares públicos, lluvias de materias insólitas (piedras, tie-
rra, sangre, carne); en la tierra, terremotos, agua (de lagos, fuentes y ríos) teñida de
sangre, etc; en el mundo de hombres, animales y plantas, nacimientos con malfor-
maciones físicas, aparición de animales y plantas en lugares insólitos, animales que
hablan, epidemias y pestes, etc.
Generalmente la observación de prodigios se multiplicaba en épocas de graves
crisis políticas y militares. Así, en el año 218 a.C., cuando comienza la II guerra pú-
nica dice Livio:

Muchos prodigios ocurrieron en Roma y sus inmediaciones durante el invierno.


Un niño de seis meses, nacido de condición libre, había gritado triunfo en el Foro
Olitorio; en el Foro Boario, un buey había subido espontáneamente hasta un tercer
piso, desde donde se precipitó enseguida asustado por los gritos de los habitantes de
la casa; en el cielo habían brillado imágenes de naves. En el templo de la Esperanza,

494
que está en el Foro Olitorio, había caído un rayo. En Lanuvio se había agitado la
lanza de Juno. Un cuervo había bajado al templo de la diosa, posándose sobre el mis-
mo altar. En Amiterno habíanse visto desde lejos en diferentes puntos fantasmas
humanos vestidos de blanco, a los que nadie había podido acercarse. Habían llovido
piedras en el Picentino... (XXI, 62).

Es preciso observar que el prodigio romano sufrió una evolución. En pricipio,


como estamos viendo, advertía a los habitantes de la ciudad la comisión de una falta
o de un delito religioso y, consiguientemente, la ruptura del entendimiento entre
aquéllos y los dioses; para los romanos no existía, pues, el prodigio bueno. Sin em-
bargo, en los dos últimos siglos de la República y bajo la influencia de la adivinación
etrusca, el prodigio se transforma en un signo capaz de prefigurar el porvenir -bue-
no o malo- para la comunidad. El interés se irá centrando, en lo sucesivo, no tanto
en la expiación del prodigio cuanto en su significado: quid portendat prodigium? (¿qué
anuncia el prodigio?).
Eso explica también que los harúspices etruscos, expertos en técnicas adivinato-
rias, fueran cobrando cada vez un mayor protagonismo en la vida religiosa romana.
Al mismo tiempo, ya en el siglo II a.C., comienza a observarse la explotación política
del prodigio, es decir, su entrada en la esfera de las rivalidades políticas.

e) La expiación del prodigio

La grave amenaza que la aparición de prodigios suponía para la supervivencia de


la comunidad, obligaba a ésta a un inmediato restablecimiento del entendimiento
con los dioses para lo cual era imprescindible proceder a la expiación de la falta reli-
giosa cometida, lo que en términos latinos se llamaba la procuratio prodigiorum.
Como bien observa Scheid, la infracción religiosa no existía más que en el ámbi-
to de la comunidad; el individuo, un magistrado o sacerdote, responsable directo del
error -voluntario o no- era la «mancha» o la «impiedad», y como tal nadie le acu-
saba, haciéndose, por el contrario, obsesiva la inmediata reparación del daño causa-
do. De lo contrario, si se tardaba en poner remedio, la imprudencia podía transfor-
marse en impiedad.
Para ello existía un riguroso procedimiento que comenzaba con la comunicación
(nuntatio) a los cónsules de la observación del prodigio, haciéndose generalmente ne-
cesaria la existencia de varios testimonios fiables. Posteriormente, uno de los cónsu-
les leía ante el Senado un informe (relatio) que iba acompañado de la presentación de
los testigos. La cámara, tras escuchar y deliberar, votaba un decreto por el cual encar-
gaba -si lo había considerado oportuno- la expiación de los prodigios.
Generalmente la expiación del prodigio era encomendada a dos sacerdocios es-
pecializados: los (quin) decemviri y los mencionados harúspices. Entre unos y otros
existían notables diferencias no sólo por el tipo de prodigio del que se hacían cargo
sino, sobre todo, por las ceremonias expiatorias que recomendaban.
La expiación (procuratio, remedium) era por lo tanto, muy variada, pero, en térmi-
nos generales, su ejecución debía de cumplir dos fases distintas. En la primera -en
la que los harúspices asumían un especial protagonismo- se procedía a «enterraD>
ifulmen condere) las huellas del rayo que había alcanzado un lugar público, a quemar
vivo al ser que había nacido con malformaciones físicas o a ahogar en el agua al her-

495
mafrodita. En una segunda fase, se desarrollaban ceremonias purificatorias o lustra-
torias tales como el amburbium o las supplicationes.
El amburbium o lustratio urbis consistía en una procesión que recorría las murallas
de la ciudad para, de esta forma, purificar mágicamente su interior. En él participa-
ban todos los sacerdotes, con las víctimas sacrificiales, seguidos de la población:

Manda luego [el harúspice Arrunte] que los atemorizados ciudadanos den una
vuelta completa a la ciudad y que los pontífices que tienen encomendada la direc-
ción de los ritos, purificando las murallas en procesión solemne den la vuelta al vas-
to recinto por sus límites extremos. Les sigue la multitud de los pontífices menores,
ataviados al estilo gabino y, coronada de ínfulas, la sacerdotisa abre la marcha del
coro de las Vestales... Luego, los que custodian los oráculos de los dioses y los poe-
mas mistéricos y retiran la imagen de Cibeles después de su baño en el insignificante
Almón, y el augur, perito en la observación de aves de mal agüero, el septénviro
epulón, los cofrades ticios y el salio que lleva, colgados de su robusta nuca, los sagra-
dos escudos y el flamen, tocado en su noble frente con el ápice. Y mientras ellos dan
la vuelta a la ciudad que se extiende en amplios recovecos... (Lucano, Farsalias I,
592-606).

La supplicatio consistía, en origen, en plegarias y sacrificios ante los templos y alta-


res de la ciudad; hombres y, sobre todo, mujeres, coronados de laurel suplicaban a los
dioses con gestos patéticos el cese de los males. La primera de las supplicationes conoci-
das se celebró en el año 463 a.C.:

Desprovisto el Senado de todo socorro humano, dirigió a los dioses sus votos y
los del pueblo, invitando a los ciudadanos a que fuesen con sus esposas e hijos a su-
plicar a los dioses y a implorar su protección. Invitados a hacerlo por sus propios su-
frimientos, invitados a lo mismo por la autoridad pública, llenaron todos los tem-
plos. Arrodilladas las madres, barrían con sus cabellos el suelo de los recintos sagra-
dos, pidiendo clemencia a los dioses y el término de tanta calamidad (Livio, III, 7, 8).

No obstante, existían otros muchos remedia: la instauratio (es decir, la repetición de


las ceremonias fallidas), los coros de jóvenes, sacrificios y ofrendas, erección de esta-
tuas, etc. Muchas de esas expiaciones eran prescritas por los Libros Sibilinos y perte-
necían, por lo tanto, al graecus ritus. Éste era el caso, por ejemplo, dellectistemium que
aparece como innovación cultual a comienzos del siglo IV a.C. En el año 399 a.C.,
Roma, al tiempo que mantenía una dura guerra contra la ciudad etrusca de Veyes,
conocía graves disensiones internas y era asolada por una pestilentia. Los Libros Sibi-
linos prescribieron celebrar, por primera vez, un lectistemium en honor de seis divini-
dades (Apolo-Letona; Diana-Hércules; Mercurio-Neptuno) durante ocho días. Di-
cho ritual consistía en un banquete ofrecido a estos dioses, sin duda con el objeto de
aplacarles. Pero la novedad dellectistemium no residía en alimentarles -objetivo del
sacrificio romano- sino en la co-participación en él de dioses y hombres; las imáge-
nes de aquéllos, recostadas sobre lechos, eran agasajadas en el festín ritual por los ma-
gistrados y sacerdotes. Por un principio de reciprocidad -como en el caso del don y
del contra-don homérico-, los dioses estaban obligados a corresponder a los hom-
bres, en este caso alejando los efectos de la pestilentia y restableciendo la pax deorum.
La complejidad y variedad de ritos expiatorios obliga a estudiar separadamente a

496
los dos principales sacerdocios a los que se les encomendó: los (quin) decemviri y los
harúspices, así como sus principales doctrinas escritas.

1) Los Quindecemviri Sacris Faciundis y los Libros Sibilinos

El origen de este colegio sacerdotal va indisolublemente unido a la figura de la


Sibila. Como ya hemos visto, las sibilas eran adivinas que, por lo general, emitían sus
oráculos en estado de trance o éxtasis. Estas mujeres, que según la creencia popular
podían llegar a vivir más de mil años, recorrían libremente el mundo impartiendo
sus profecías; sin embargo, algunas ciudades como Delfos, Samos, Eretria, Marpeso,
etc. presumieron ser sedes de una sibila.
La Magna Grecia no fue una excepción y Cumas contaba con una sibila sobre
cuyo nombre existían diferentes versiones (Amaltea, Hemófila, Herófila) pero a la
que se creía originaria de Eretria. Roma y las poblaciones itálicas no tardaron en en-
trar en contacto directo con la colonia griega y en conocer a la sibila. En los últimos
siglos, al menos, ésta es presentada como una anciana; Virgilio, que dedica a la sibila
la mayor parte del libro VI, la califica de horrenda y uirgo, y dice de ella que era una /on-
gaeva sacerdos. Propercio y Ovidio desarrollaron notablemente esa característica en su
poesía y, aun en el Satiricón de Petronio, interrogada por unos niños acerca de lo que
quería, ella responde: «¡Quiero morir!» (Satiricón, 48, 8).
Otra de sus características es sin duda su inspiración profética. Algunos testimo-
nios (como el oráculo transmitido por Flegonte de Tralles) autorizan a pensar que,
inicialmente, la sibila de Cumas (como otras) podía anunciar el futuro espontánea-
mente, sin necesidad de ser poseída por Apolo. En cualquier caso, cuando Augusto
hizo transportar los Libros Sibilinos del templo de Júpiter al de A polo Palatino en el
año 28 a.C., se consolidó la creencia de que la sibila hablaba bajo la influencia de este
dios. De esta forma acabó asumiendo muchos de los rasgos de la Pitia délfica; en la
Eneida de Virgilio, la Cjmaea Sibylla, consultada por Eneas, cae en un trance extático,
resultado del «entusiasmo» o posesión por el dios Apolo: se le muda el color y el ros-
tro, se descompone su cabellera, su pecho anhelante y su corazón enfurecido se hin-
chan a causa del furor para, finalmente, hablar inspirada por el numen del dios. Sólo
cuando, concluida la respuesta oracular, Apolo «deja de tirar la brida a la enloqueci-
da» y de clavar una y otra vez «el aguijón dentro de su pecho», su furor cesa y se
caquieta su boca rabiosa», volviendo así a su estado de lucidez mental.
La sibila de Cumas despertó, pues, escasas simpatías en las medios oficiales ro-
manos; a ello pudo contribuir también la actividad profética de las sibilas griegas y
orientales cuyos oráculos, de claro contenido político anti-romano, circulaban en el
\[editerráneo oriental durante los siglos III y II a.C. Pero, en el fondo, es -una vez
más- la aversión romana hacia la adivinación natural o extática lo que subyace en
ese distanciamiento.
No sorprende, pues, que Roma se guardara tempranamente de este tipo de adivi-
nación, poniéndola bajo la forma de libros escritos custodiados, para mayor precau-
ción, por un colegio sacerdotal masculino: los decemviri. La tradición historiográfica,
.¡un no siendo unánime, atribuye el origen de la introducción de los Libros Sibilinos
en Roma al reinado del último de los monarcas etruscos, Tarquinio el Soberbio. Se-
gún la versión más extendida, la sibila, bajo el aspecto de una vieja extranjera, propu-

497
so al rey venderle sus nueve libros de oráculos, pero éste rehusó a comprarlos por en-
contrar excesivo el precio. A cada una de las negativas de Tarquinio, la sibila quema-
ba tres de los libros. Al fin, el rey etrusco compró los tres últimos por la suma que la
anciana había pedido inicialmente; ésta desapareció para siempre y la colección ora-
cular (los Libros Sibilinos) quedó depositada en el templo de Júpiter Capitalino.
Naturalmente sobre esta versión, donde se mezclan elementos latinos, etruscos y
griegos, ha existido una considerable polémica; sin que se haya alcanzado un criterio
unánime entre los estudiosos, muchos la han considerado privada de todo funda-
mento y fruto de una reelaboración posterior de la analística romana de finales del
siglo IV a.C. No obstante, dos hechos podemos considerarlos como seguros: por una
parte, parece indiscutible que es en el siglo VI a.C. cuando tiene lugar el origen de la
colección; en segundo lugar, hemos de admitir -ante los orígenes de la dinastía en
el poder- la posibilidad de que la colección de oráculos en hexámetros griegos haya
recibido algún tipo de contaminación etrusca.
H. W. Parke ha señalado recientemente la posibilidad de que Tarquinio recogie-
ra oráculos griegos que -quizá con centro en Cumas- circulaban libremente por
Italia central y que los guardara, por motivos de seguridad, en el Capitolio; algo pare-
cido hacían por entonces en Atenas los Pisistrátidas. Pero este autor ignora la posible
influencia etrusca sobre los libros que R. Bloch ha reconocido en numerosos traba-
jos. Sería conveniente desligar, pues, el oráculo de la sibila en Cumas, de la colección
sagrada.
La influencia de Cumas sobre la Roma de los Tarquinios es más que probable.
Tanto los testimonios historiográficos como las excavaciones efectuadas en 1932 en
la acrópolis de Cumas por A. Maiuri, parecen probar suficientemente la existencia
de una sibila en época arcaica. Parke sostiene que fueron los colonos samiotas quie-
nes introdujeron en Cumas a la sibila, quizá como sacerdotisa de Hera; sólo algo más
tarde, hacia el 4 76 a.C. pudieron estrecharse los lazos de la vidente con el templo de
Apolo. Por último, Parke supone, con bastante fundamento, que el oráculo de la si-
bila cesó cuando, en el año 421 a.C., la ciudad de Cumas cayó bajo el control roma-
no. Así pues, aunque históricamente es posible que los Libros Sibilinos procedieran
de la colonia griega, tampoco hay por qué establecer una forzosa procedencia cuma-
na de los mismos, si bien en Roma así se creyó siempre.
De cualquier forma, los Libros Sibilinos fueron consultados con bastante fre-
cuencia durante la República; según Parke, entre los años 496 y 100 a.C., la consulta
de los Libros es recordada por la tradición unas cincuenta veces. No sabemos mucho
sobre su aspecto formal; según Varrón inicialmente estaban escritos sobre hojas de
palmera y sólo en época posterior fueron copiados sobre lino. También sabemos que
los hexámetros griegos formaban acrósticos (garantía de su autenticidad) y que quizá
eran abiertos al azar como si la voluntad divina guiase a los consultantes; en cual-
quier caso, nunca podían ser abiertos sin la autorización previa del Senado.
Hemos de tener presente que sólo en muy contadas ocasiones los libri sii?JIIini
anunciaban o profetizaban algo; generalmente eran abiertos con ocasión de graves
calamidades públicas o prodigios, y por ello se limitaban a proporcionar los remedia
necesarios para ponerles fin (sacrificios expiatorios, lustraciones, introducción de un
nuevo culto, etc), sin aludir a ningún tipo de anuncio:

Un pájaro de fuego y un búho fueron vistos en la ciudad. En las canteras un

498
hombre fue devorado por otro. De acuerdo con los Libros Sibilinos, en la isla de Ci-
molos, se ofreció un sacrificio a cargo de treinta muchachos libres, con padres y ma-
dres vivos, y otras tantas muchachas. (Obs., 40: año 106 a.C.).

V arios factores debieron haber sido considerados para que los senadores decidie-
ran entregar los libros sagrados a un colegio masculino compuesto inicialmente por
dos (duunviri), después (367 a.C.) por diez (decemvirr) y finalmente (bajo Sila) por quin-
ce (quindecemvirr) miembros. Además d.e la precaución política que siempre suponía
dicha custodia, los libros se consideraban resultado del trance o de la visión de una
mujer de origen extranjero; se hacía necesaria, por tanto, una interpretación de los
versos sibilinos por los decénviros.
Sabbatucci lo ha formulado en los siguientes términos: los Libros Sibilinos, si
bien escritos por una mujer, eran leídos e interpretados por una comisión de hom-
bres y, por tanto, bajo una mediación y un control masculinos. De igual forma acier-
ta este estudioso cuando interpreta el depósito de los Libros Sibilinos, de proceden-
cia femenina, en los subterráneos del templo Capitalino, en oposición a lo que está
«arriba», el orden masculino y su adivinación de tipo augural.
Los decemviri parecen haber ido asumiendo un mayor protagonismo especialmen-
te a partir del año 367 a.C., cuando su número -como ya se ha dicho- fue elevado
a diez. Las leyes liciniae-sextiae de aquel año, que establecían la igualdad de patricios y
plebeyos ante el consulado, fue determinante para que este sacerdocio se abriera tam-
bién a la plebe repartiéndose los puestos entre cinco patricios y cinco plebeyos bajo la
autoridad de un magíster. Dicha importancia vino dada, sobre todo, por la introduc-
ción y organización de los nuevos cultos de origen griego. Es preciso recordar, en
este sentido que, entre las innovaciones litúrgicas del colegio, figuraron el culto a
Apolo, aCeres, a Proserpina y, sobre todo, el culto a Cibeles (204 a.C.); pero también
ceremonias expiatorias como las supplicationes, los lectisternia y los juegos (especialmen-
te los llamado ludi saeculares). Los decénviros celebraban el ritual según elgraecus ritus,
es decir, con la cabeza al descubierto, siendo el delfín y el trípode las insignias del co-
legio.
Pero en el último siglo de la República, concretamente bajo la dictadura de Sila
Gulio del año 83 a.C.), se produjo un incendio en el templo de Júpiter Capitalino que
destruyó los Libros Sibilinos. Iniciados los trabajos de reconstrucción en el año 76
a.C., fue nombrada una comisión de tres miembros para recoger los oráculos perdi-
dos de la sibila y recomponer, de esta forma, los libros sagrados. Publio Gabinio,
Marco Otacilio y Lucio V alerio, encargados por el Senado, trajeron a Roma cerca de
mil versos transmitidos por supuestas sibilas.
La mayor parte de los versos debió recogerse de la sibila de Eretria, por cuanto se
consideraba que ésta era la patria de la sibila cumana. Sin embargo los autores anti-
guos mencionan también otras ciudades ~isitadas por los miembros de la comisión,
tanto en el sur de Italia como en Sicilia, Africa y Grecia. En esta nueva colección se
infiltraron muchos oráculos «falsos», es decir, dictados por particulares que Augusto
expurgó previamente antes de depositarla en el zócalo de la estatua de Apolo Palati-
no, encerrada con dos cerrojos de oro. Pero la iniciativa de consultar a las sibilas
-desde Italia hasta Troya- para reconstruir nuevamente la colección, trajo como
consecuencia un proceso de desnaturalización de los Libros, mucho más permeables

499
a las influencias extranjeras que transformó su contenido al acentuar su carácter pro-
fético u oracular.
El tono de las respuestas de los Libros varió notablemente durante los siguientes
años. En el año 57 a.C. hicieron saber la conveniencia de reintegrar a Ptolomeo
Auletes en el trono, y en el año 44 a.C., cuando César aspiraba a la dictadura per-
petua, anunciaron que los romanos debían de tener un rey si querían vencer a los
partos.

2. Los harúspices y la etrusca Disciplina

La presencia de los harúspices en Roma, requerida por el Senado a comienzos del


siglo II a.C. para colaborar en la expiación (y más tarde en la interpretación) de los
prodigios es, ciertamente, como afirma Mac Bain, un caso único. Pocas culturas an-
tiguas permitieron a un sacerdocio de origen extranjero participar en la vida religiosa
y política; Roma hizo esa excepción con los adivinos etruscos.
Es necesario, sin embargo, admitir que debieron ser varios los motivos para
que eso sucediera. En primer lugar, no podemos olvidar el clima de profundo pesi-
mismo y de angustia que se respira durante los años de la segunda guerra púnica
(218-201 a.C.); la necesidad de conocer el desenlace de la guerra desarrolló un ex-
traordinario interés por el culto de las divinidades extranjeras (recordemos la intro-
ducción del culto de Cibeles) e hizo que el pueblo depositara su confianza en nuevas
formas de adivinación como los harioli o los Carmina Marciana, pero también en la ma-
gia y la astrología. Todo ello vino acompañado además, como advierte Livio (XXV,
1), de un peligroso abandono de los sacrificios y de los antiguos rituales ro-
manos.
La débil posición del Senado, incapaz de contrarrestar las innovaciones en el ám-
bito de la adivinación, queda retlejada por el viaje emprendido por Q. Fabio Máximo
a Delfos en el año 216 a.C.; dicho personaje, perteneciente probablemente al colegio
de los decemviri, fue enviado a consultar el oráculo de Apolo sobre las plegarias y sa-
crificios necesarios para aplacar a los dioses y poner fin a tanta calamidad. Es un sín-
toma de que los medios oficiales de pontífices, augures y decénviros resultaban ya in-
suficientes.
Tampoco fueron especialmente favorables los primeros decenios del siglo II a.C.,
ya que muchos de los movimientos sociales y de las revueltas de esclavos encontra-
ron en esas nuevas formas de adivinación -sobre todo de procedencia oriental-
uno de los soportes de su lucha y de sus reivindicaciones. Los jefes de las revueltas de
esclavos en Sicilia reforzaban su carisma actuando como adivinos, astrólogos o intér-
pretes de sueños. La adivinación privada era considerada, bajo sus más diversas for-
mas, un peligroso instrumento contra el orden social establecido, y la nobilitas roma-
na no dudó en perseguirla reforzando aquella otra que formaba parte de la religión
pública, lo que fue posible estrechando la ya existente colaboración con los harúspi-
ces etruscos.
Desde luego estos adivinos no eran totalmente desconocidos en Roma; algu-
nas fuentes remontan incluso su presencia a la época de los Tarquinios, pero todo
parece indicar que dicha presencia lo era a título individual (no como corporación
sacerdotal) y que se produjo esporádicamente. Sólo, según Mac Bain, a partir

500
de los años 280-270 a.C., cuando los foedera abren unas relaciones más pacíficas
con las ciudades etruscas, comienzan a hacerse más frecuentes sus intervenciones.
Conviene recordar, en este sentido, el entendimiento de la clase senatorial romana
con las familias dirigentes etruscas. El ejército romano intervino en favor de las oli-
garquías locales, acosadas por las revueltas sociales, en ciudades etruscas como Arre-
tium (302 a.C.), Volsinii (265), y en varias de ellas nuevamente en el año 196 a.C.
No obstante, fue a partir de la segunda guerra púnica cuando, como recuerda Ci-
cerón, se institucionalizan las relaciones del Senado romano con los harúspices. El
cónsul Postumio, con motivo de las célebres Bacanales del año 186 a.C., pronunció
un vibrante discurso contra estas ilícitas reuniones en el que los responsa de los harús-
pices son, por primera vez, equiparados con los decretos de los pontífices y de los se-
natusconsulta con el fin de garantizar las buenas costumbres.
El arte adivinatorio de los harúspices permitía no sólo expiar los prodigios, cosa
que ya venían haciendo los decemviri, sino también interpretar aquellos signos que se
manifestaban en tres ámbitos diversos: en ciertas anomalías de las vísceras (particu-
larmente el hígado) de los animales sacrificados; en la aparición de los rayos y en la
observación de los prodigios. A diferencia de la adivinacion oficial romana, la técni-
ca haruspicinal era capaz de conocer en todos ellos el porvenir anunciado por los
dioses.
Su arte adivinatorio se fundamentaba en el principio de correspondencia entre el
macrocosmos y el microcosmos, es decir, entre el ámbito celeste y el terrestre, regi-
dos por las mismas divinidades. Con base en dicho principio, el hígado de las vícti-
mas sacrificiales era imaginado como reflejo de la bóveda celeste; la observación de
malformaciones o anormalidades de este órgano podían ser convenientemente inter-
pretadas con la ayuda de modelos de bronce o terracota (como el célebre hígado de
Piacenza), donde las casillas que lo dividen vienen marcadas con los nombres de las

«Hígado de Piacenza» (siglo 11 a.C.).

501
divinidades (deorum sedes), de la misma forma que se imaginaba para el cielo. La ha-
ruspicina o extispicina era, pues, diferente de la litatio romana: no se limitaba sólo a
examinar el buen estado de los exta antes de ofrecer la víctima a la divinidad, sino
que «consultaban» (consulere) el interior de las vísceras para leer en ellas indicaciones
precisas sobre el porvenir.
Los harúspices, partiendo de la división de la bóveda celeste en regiones, no tenían
tampoco dificultad en reconocer qué divinidad había lanzado el rayo (considerado
como un auspicium maximum), si éste era de buen o mal presagio y cuál era su significa-
do. Pero, además, los harúspices estaban en disposición no sólo de expiar, observar e
interpretar los rayos, sino también de rechazarlos o de atraerlos (los llamados ful-
mina auxiliaria) mediante el uso de ciertos ritos y ciertas plegarias. La historiografía
latina se hace eco de varios episodios en los que el ejército romano fue alcanzado du-
rante la conquista de Etruria por el rayo desviado por los harúspices; todavía en el
año 408 d. C., cuando las tropas de Alarico asediaban la ciudad de Roma, los harúspi-
ces etruscos fueron convocados por el prefecto para que defendieran la ciudad va-
liéndose de esta ciencia.
Por último, también el prodigio, como ya hemos visto, podía en la ciencia harus-
picinal etrusca prefigurar el porvenir al atribuírsele no sólo un sentido funesto
(como hacían los romanos) sino también la posibilidad de un valor favorable para el
hombre o la ciudad. Imaginemos si no la conmoción, al menos sí la sorpresa que se
produjo entre la población romana cuando en el año 172 a.C., tras haber sido alcan-
zada por un rayo la columna rostral erigida en el Capitolio (lo que, con arreglo a las
costumbres tradicionales, era considerado uno de los peores prodigios posibles), los
harúspices interpretaron el prodigio como anuncio de felices acontecimientos:

Respondieron [los harúspices J que este prodigio resultaría bien y que anunciaba
una extensión de las fronteras y la aniquilación de los enemigos. En efecto, los rostro,
abatidos por la tempestad, provenían de los despojos arrebatados a los enemigos (Li-
vio XLII, 20, 1).

El complicado ritual que seguían los harúspices etruscos para examinar las entra-
ñas de las víctimas o reconocer a la divinidad que había enviado el rayo, confería a
este tipo de adivinación un carácter técnico que lo hacía aún más atrayente y que, sin
duda, debió de impresionar a las familias dirigentes romanas.
No sorprende, pues, que a partir del siglo 11 a.C., los harúspices lucharan de parte
del Senado en defensa de los intereses oligárquicos. Dicha colaboración se puso de
manifiesto, por ejemplo, en el año 121 a.C. cuando los harúspices difundieron entre
el pueblo la noticia de graves prodigios coincidiendo con el momento en que Cayo
Graco establecía sobre la antigua Cartago la colonia de Junonia, proyecto al que por
su popularidad se había opuesto repetidamente el partido senatorial.
La multiplicación de signos divinos desfavorables coincidió nuevamente cuando
Mario, otro político popular, trataba de adueñarse del poder o cuando Catilina lo
disputaba con Cicerón en el año 65 a.C.:

Recordaréis, en efecto, que durante el consulado de Cota y Torquato, varias co-


sas en el Capitolio fueron fulminadas por el rayo, y que entonces las imágenes de los
dioses fueron removidas y derribadas las estatuas de nuestros viejos prohombres, li-
cuados los bronces de las leyes y alcanzado también el fundador de esta ciudad, Ró-

502
mulo, que recordareis, pequeñuelo, sus labios a los pechos de una loba, según la re-
presentaba una estatua dorada en el templo capitalino. En aquel tiempo, harúspices
llegados de toda Etruria predijeron la inminencia de muertes e incendios, la extin-
ción de las leyes, la guerra civil y doméstica y el ocaso de la ciudad y el Imperio si los
dioses inmortales, aplacados por todos los medios, no torcían con su poder casi el
curso de los hados (Cicerón, Catilina III, 18-19).

Pero existía -en relación con la práctica haruspicinal- otro elemento no me-
nos interesante: sus libros sagrados, conocidos en latín como la Disciplina etrusca. Se
trata de libros de origen divino cuyo contenido había sido revelado por profetas.
Unos eran atribuidos a Tages, el fundador de la haruspicina, otros a la ninfa Vegoia,
la lasa Vecu etrusca. Pero en conjunto todos trataban de los tres aspectos que abarcaba
la ciencia adivinatoria etrusca y estaban por ello divididos en libri harnspicini, libri ful-
gura/es y libri rituales. Augusto, según nos dice Servio, los depositó, junto con los Li-
bros Sibilinos, en el interior del templo de Apolo Palatino. Para entonces, gracias a
la labor de eruditos de origen etrusco como Tarquitius Priscus o Caecina, los libros
etruscos habían sido traducidos ya al latín.
Este hecho quizá favoreciera la apertura del sacerdocio a los latinos. En el si-
glo 1 a.C. muchos de ellos se habían integrado ya como harúspices en colonias y mu-
nicipios (la /ex Coloniae Genitivae, del año 44 a.C., los cita en el penúltimo lugar entre
los appariton) y algunos llegaron incluso a acompañar a los magistrados y jefes milita-
res. No parece, sin embargo, que este proceso haya puesto en peligro el prestigio de
los harúspices etruscos, cada vez más reducidos en número, algunos de los cuales pa-
saron a integrar el célebre y cualificado Ordo LX haruspicum cuyos orígenes se remon-
tan, quizá, a los tiempos de la reorganización senatorial.

Adivinación y política

La clase política veló, a lo largo de la República, por conservar la ciencia augural,


las consultas de los Libros Sibilinos o, más tardíamente, los responsa de los harúspices
ya que garantizaban los intereses supremos de la República y suponían uno de los pi-
lares básicos de la religión y del mos maiornm.
Pero esta adivinación se encuentra, como hemos visto, al servicio de la autoridad
de la nobilitas que se sirvió de ella sobre todo para controlar las asambleas populares.
Los augures, por ejemplo, podían observar si existían signos desfavorables solicitán-
dolos antes (auspicia impetrativa) o durante el transcurso de una asamblea (auspicia obla-
tiva); mediante el derecho de obnuntatio, podían pronunciar la fórmula alio die
que suspendía la sesión. Así, una elección o el voto de una ley que se preveían contra-
rios a los intereses de los grupos dominantes podían ser fácilmente evitados por los
augures.
Algunos casos fueron famosos; Pompeyo, cónsul y augur, oyó un trueno durante
las elecciones a la pretura del año 55 a.C.; la asamblea fue disuelta y reunida sólo
cuando los partidarios de Catón habían sido alejados.
Pero también la auguratio llegó a ser utilizada como arma política de unos grupos
contra otros:

503
Léntulo es un excelente cónsul... ha encontrado el medio de suprimir todos los
días comiciales; se repiten incluso las feriae latinae y las supplicationes no faltan. Así se
obstaculizan leyes funestas (Cicerón Ad Q. Fr. 2, 4, 4-5).

Un caso de este tipo de manipulación se manifestó durante el consulado de Cé-


sar, en el año 59 a.C.; Bíbulo, su colega y enemigo político, dedicó gran parte de su
magistratura a observar el cielo para descubrir los auspicios desfavorables que le per-
mitieran anular las acciones de César. También los decemviri y, sobre todo, los harús-
pices participaron activamente en este tipo de obstrucciones.
El ejército fue otro ámbito en el que también se extendió la adivinación, y ya des-
de el siglo 1 a.C. se observa un progresivo triunfo de las prácticas haruspicinales so-
bre las augurales. Este hecho obedece a un doble fenómeno: el primero es que los
auspicios no podían ser consultados por promagistrados sine auspicio, en tanto que la
haruspicina no exigía ningun requisito o rango al consultante al no tener relación al-
guna con el imperium; frente al auge creciente de las técnicas haruspicinales, el arte
augural, quizá desgastado por el paso del tiempo, tendió a reducirse a una simple for-
malidad. Por otra parte, la haruspicina no tenía el carácter vinculante de los auspicia,
sometidos al control de los augures y cuya violación podía ser castigada con la pena
de muerte. No es, pues, de extrañar que desde la época de Mario, los generales roma-
nos, cada vez más deseosos de verse libres de los vínculos religiosos, se hayan incli-
nado por aquellas técnicas que, además de vaticinar la suerte del combate (infun-
diendo moral a la tropa), no condicionaban sus planes militares.

EJÉRCITO y RELIGIÓN

Bayet acuñó la bella expresión del «ritmo sacra! de la guerra» para referirse a
aquellos ritos de sacralización y desacralización, practicados anualmente, que tenían
su reflejo en el calendario. Y a nos hemos referido a las principales festividades de ca-
rácter militar y sólo las recordaremos aquí: Equirria ( 14 de marzo), Quinquatrus ( 19
de marzo), Tubilustrium (23 de marzo), Equus October (15 de octubre) y Armilus-
trium (19 de ocubre). También hemos visto cómo muchos sacerdocios, tales como
los salios, los tribuni ce/eres, los curiones y, sobre todo, los feciales estuvieron muy liga-
dos al mundo militar.
Durante la República, se acentúa la ritualización de la campaña militar y, más
concretamente, de la declaración de guerra. Ésta, como hemos visto, corría a cargo,
de los feciales o de una delegación del colegio fecial encabezada por el pater patratus
responsable de pedir al enemigo la reparación (darigatio); si antes de 33 días no se ha-
bía producido una respuesta satisfactoria, el pater patratus lanzaba una hasta praecista
sobre el territorio enemigo. Paralelamente corría otro célebre ritual, el de la apertura
de las puertas de Jano, que Livio (1, 19) remontaba a la época numaica y Ovidio ex-
plicaba así:
Pero, ¿por qué estás oculto en tiempos de paz, y en cambio abres tus puertas
cuando se declara una guerra? Sin tardanza alguna dio contestación a mi pregunta:
Mi puerta, quitando el cerrojo, se abre de par en par para que el pueblo, que ha parti-
do a la guerra, tenga también abierta la vía del retorno. En tiempos de paz mantengo
cerradas las puertas para que la Paz no pueda escaparse (Fastos l, 277).

504
El templo de Jano constituía, en efecto, un lazo mágico que unía la ciudad y sus
habitantes con el ejército en acción. Antes de la época augústea desconocemos cuán-
tas veces permaneció cerrado; Augusto lo hizo por primera vez el 11 de enero del
año 29 a.C.
Cuando el reclutamiento militar había concluido, los soldados debían jurar fide-
lidad a su general en una ceremonia conocida como sacramentum. Su finalidad no era
otra que la de crear un pleno entendimiento entre la voluntad inapelable del jefe y la
de sus oficiales y soldados, que permitiera una mayor efectividad en las operaciones y
redujera el riesgo de deserciones o insurrecciones militares. Era tal su importancia
que en el caso de que el general fuese reemplazado, el juramento debía repetirse ante
el nuevo sucesor.
El sacramentum hacía del ciudadano un soldado y le daba derecho a combatir al
enemigo en una guerra regularmente declarada. Algunos autores, como Altheim, ba-
sándose en el el célebre episodio de la legio linteata samnita del año 293 a.C., transmiti-
do por Livio, han rechazado la voluntariedad de los reclutas en el llamamiento a las
armas:

Estos [los samnitas] con los mismos esfuerzos y aparato que otras veces habían
adornado a sus tropas con todo el lujo de sus magníficas armas; habían hecho inter-
venir a los dioses, sometiendo a los soldados a una manera de iniciación, por medio
de un juramento tomado de un rito antiguo, y haciendo levas en todo el Samnio, se-
gún una nueva ley que decía: «Si algún joven no se presenta al llamamiento del gene-
ral o abandona las enseñas sin su permiso, su cabeza quedara votada a Júpiter». De-
signóse Aquilonia para punto de reunión del ejército, y acudieron allí cuarenta mil
combatientes, que constituían todas las fuerzas del Samnio. En medio del campa-
mento formaron un recinto que tenía doscientos pies en todos los sentidos, cerrán-
dolo con celosías y tabiques y cubriéndolo con lienzo de hilo. En su interior se cele-
bró un sacrificio en la forma prescrita por un ritual antiguo escrito en lienzo... El
aparato de aquella ceremonia era a propósito, no sólo para infundir en el ánimo reli-
gioso terror, sino que en medio de aquel recinto, completamente cubierto, habían
levantado altares, rodeados de víctimas inmoladas y guardadas por centuriones, que
permanecían de pie, con la espada en la mano. A estos altares hacían acercarse a
cada soldado, más como víctima que como participante del sacrificio, y tenía que
obligarse por juramento a no revelar nada de lo que viese u oyese en aquel paraje.
Obligábanle enseguida a proferir terribles imprecaciones, cuya fórmula le dictaban,
contra él mismo, contra su familia y toda su raza, si no marchaba al combate porto-
das partes donde le llevasen sus jefes, si huía en el campo de batalla o si no mataba en
el acto al primero que viese huir (Livio, X, 38).

Nos encontramos, sin duda, ante la forma más primitiva del sacramentum militiae
en la cual se tomaba como garantía de su efectividad a la propia divinidad. El sacra-
mentum se ajusta, en definitiva, a las normas de una /ex sacrata que garantizaba también
la inviolabilidad de los tribunos de la plebe, declarando sacer a quien atentara contra
ella. Las palabras de Livio son claras: la cabeza de quienes no querían someterse al ju-
ramento o lo transgredían era votada a Júpiter ( caput Iovi sacraretur). En otro libro, Li-
vio (IV, 26, 3) dice también que la /ex sacra/a era «el más poderoso medio entre estos
pueblos para convocar a las tropas, había asegurado la leva». El término de sacramen-
tum, derivado de sacrare, pone claramente de manifiesto el ambiente religioso en que
se desenvuelve la leva militar.

505
La historiografía latina exalta con frecuencia la religión del juramento que debía
ser respetado incluso con el enemigo:

El ejemplo más elocuente de lealtad con el enemigo fue dado por nuestros ante-
pasados, cuando un desertor de Pirro ofreció al Senado envenenar al rey. La respues-
ta del Senado y de Cayo Fabricio fue entregar el desertor a Pirro. No se aprobó la
muerte de un enemigo agresivo y poderoso porque el causarla constituía delito (Cic.,
De off 1, 13, 39-40).

Antes de partir en campaña, el ejército debía someterse a ritos de lustración.


Esencialmente consistía en disponer víctimas en círculo, antes de inmolarlas, alrede-
dor de los efectivos militares; dicha lustratio exercitus se practicaba aún en tiempos de
Cicerón, si bien algunos autores consideraban que era ya una ceremonia rutinaria.
Apiano, por su parte, nos ha transmitido una descripción de la purificación a la que
debía proceder la flota antes de zarpar (lustratio classis):

Cuando la flota estuvo preparada, Octavio llevó a cabo su purificación que se ce-
lebra de la siguiente manera. Se levantan altares al borde del mar y la multitud se co-
loca en torno a ellos, a bordo de las naves, en el más profundo silencio. Los sacerdo-
tes realizan los sacrificios de pie junto al mar y por tres veces llevan las víctimas sa-
crificiales a bordo de lanchas en torno a la flota, acompañados en su navegación por
los generales e imprecando a los dioses que se tornen los malos augurios contra esas
víctimas expiatorias en vez de contra la flota. Y, troceándolas a continuación, arro-
jan una parte al mar y otra la colocan sobre los altares y la queman, mientras el pue-
blo acompaña con su canto (App. BC V, 96).

También cuando el ejército de tierra establecía un nuevo campamento debía de


cumplir un rito que recordaba el de la fundación de colonias y ciudades, quizá por-
que el campamento era considerado como templum o espacio consagrado. En su inte-
rior existían siempre altares para la realización de sacrificios.
Comenzadas ya las operaciones militares, el jefe del ejército debía tomar todo
tipo de precauciones para garantizar que la empresa estaba bajo la protección divina,
como era, por ejemplo, la toma de los auspicios. También debía observar la suspen-
sión del combate durante la celebración de las ftriae latinae, un periodo de tregua así
como durante los llamados dies religiosi. Éstos, marcados en el calendario, eran: los
que tenían lugar en la apertura del mundus (25 de agosto, S de octubre y 8 de noviem-
bre); los siguientes a las calendas, las nonas y los idus; y el dies Alliensis (18 de julio).
No obstante, es conveniente tener presente las precisiones de Macrobio:

[... ]los romanos no tenían posibilidad de escoger el día del combate mas que si ellos
atacaban, pero si la guerra les era impuesta ninguna consideración del día les impe-
día defender su vida en honor del Estado ¿Cómo, en efecto, observar tal o cual pres-
cripción cuando no cabía la posibilidad de escoger? (Macrob., Sal. 1, 15, 20).

También durante el transcurso de las operaciones podían recurrirse a dos rituales


que, sin embargo, se llevaron a cabo de manera muy excepcional: la devotio y la evocatio.

506
La devotio

Aunque los orígenes de la devotio deben ser muy antiguos, conocemos este ritual
por haber sido practicado con alguna frecuencia durante la época republicana. Con-
sistía en el ofrecimiento de una vida humana a los dioses, generalmente la que el pro-
pio jefe entregaba voluntariamente, para salvar al ejército de una situación de grave
peligro. Para unos autores se trata de un sacrificio de sustitución, para otros, de una
ordalía mientras que, por ejemplo, Durkheim lo consideró como un «suicidio al-
truista». Como luego veremos, fue el único acto de muerte voluntaria justificado en
Roma.
Livio nos ha transmitido los tres casos conocidos, todos ellos protagonizados por
una misma familia, la de los Decii. El primer caso fue el del cónsul P. Decio Mus, que
en la batalla del Vesubio contra los latinos (en el año 340 a.C.), se sacrificó por la sal-
vación de su ejército (Livio, VIII, 9). Su hijo repetiría este mismo gesto en la batalla
de Sentinum, en el año 295 a.C. (Livio, X, 28, 12-18; Poi. 11, 19) y aun el nieto, se-
gún Cicerón (Tusc. 1, 89), nuevamente en el año 279 a.C. Aunque de estos tres casos
sólo el primero se considera hoy auténtico, los romanos no lo creían así: el tragedió-
grafo latino Lucio Acio escribió una praetexta (Aeneadae siue Decius) centrada en la ba-
talla de los romanos contra los galos y samnitas, en la citada batalla de Sentino, y
particularmente en la pretendida devotio cumplida por Publio Decio Mus en aras de la
victoria romana.
No obstante, Livio (V, 41) menciona otro caso que algunos autores han interpre-
tado como una devotio de características más históricas: el suicidio de los magistrados
romanos ante la invasión gala. Todavía en el siglo Ili d. C., fuentes como la Historia
Augusta o Aurelio Víctor pretenden que el emperador Claudio el Gótico cumplió
este mismo ritual, lo que parece poco probable.
El ritual comenzaba con una fórmula de consagración (votum) dictada por un
pontífice en la que se invocaba solemnemente a varias divinidades: Jano (dios de los
initia), la tríada protectora del pueblo romano Oúpiter, Juno y Quirino), Bellona, los
:\Ianes y los Lares, Tellus, etc.
La indumentaria era la propia del sacrificante: la toga praetexta (manto de lana
blanca bordado en rojo, ceñida al modo gabino) y la cabeza iba cubierta. Pero tam-
bién ciertos gestos recordaban que él era, a un tiempo, sacrificante y víctima a sacri-
ficar: mientras con una mano sostenía la lanza, la otra, envuelta en el manto para
permanecer ritualmente pura, agarraba el mentón:

En aquel momento de desorden, el cónsul Decio llamó a gritos a M. Valerio:


«Necesitamos el auxilio de los dioses. ¡Adelante, pontífice máximo del pueblo roma-
no! Díctame las palabras que debo pronunciar al sacrificarme por las legiones.» El
pontífice le mandó tomar la toga praetexta y, con la cabeza velada, una mano levanta-
da debajo de la toga hasta la barba, de pie sobre una jabalina tendida en el suelo, pro-
nunciar estas palabras: <<)ano, Júpiter, Marte, padre de los romanos; Quirino, Belo-
na, Lares, dioses novensiles, dioses indigetas, dioses que tenéis en vuestras manos
nuestra suerte y la de los enemigos y a vosotros también dioses Manes. Y o os invoco
y os suplico, para que dispenséis al pueblo romano de los caballeros la merced de
darle fuerza y victoria y enviéis a los enemigos del pueblo romano de los caballeros

507
el terror, el espanto y la muerte. Corno ya he declarado por mis palabras, me sacrifi-
co por la república de los caballeros, por el ejército, las legiones, los auxiliares del
pueblo romano y ofrezco conmigo a los dioses Manes y a la Tierra las legiones y los
auxiliares de los enemigos.» Pronunciadas estas palabras, envió sus lictores a Manlio
para que le dijesen que se sacrificaba por el ejército, y él, ceñido lanzóse completa-
mente armado sobre su caballo y se precipitó en medio de los enemigos (Livio VIII, 9).

Podía suceder que, lanzado de esta forma sobre las filas enemigas, el cónsul no
muriese. Como con su votum había sido consagrado a los Manes infernales y a Tellus,
se hacía necesario proceder entonces a rituales de expiación que le permitiesen ser
aceptado nuevamente entre los vivos. Dichas ceremonias consistían en enterrar su
imagen, realizar un sacrificio purificatorio y señalar el recinto con cipos que declara-
ban el lugar como sacer (maldito).
En los momentos más críticos del combate, cuando la amenaza del enemigo era
mayor, los jefes militares hacían uso con frecuencia del votum por el cual, a cambio de
la salvación del ejército y del Imperio, se comprometían a construir un nuevo tem-
plo en Roma. La guerra repercutió de esta forma sobre el espacio de la ciudad ya que.
a lo largo de la República, fueron muchos los templos construidos tras el voto o la
promesa hecha por los cónsules sobre el campo de batalla, y muchos también los que
fueron construidos con el botín arrebatado al enemigo. No obstante, el compromiso
de votum podía traducirse también en la organización de juegos, ofrendas y sacrifi-
cios, etc.

La evocatio

La evocatio era una plegaria que el cónsul dirigía a la divinidad protectora de la


ciudad enemiga para que la abandonase y aceptase, a cambio, un culto en Roma. En
opinión de Meslin, se presenta como un verdadero contrato, entre el representante
de Roma y los dioses de los enemigos, por el que se ofrecen mejores condiciones de
estancia y culto a cambio de abandonar el suelo enemigo. Generalmente, la evocatio se
producía tras el asedio, en el momento en que se iba a entrar en la ciudad.
La plegaria se ajustaba a una minuciosa redacción (cerio carmine) que ha conserva-
do Macrobio (Sat. III, 9, 7). En ella se promete a la divinidad tutelar de los enemigos
tributarle honores iguales o superiores a los que venía recibiendo. Una consulta de
los ex/a del animal sacrificado, revelaba si la propuesta romana era aceptada o recha-
zada por el dios o la diosa.
Las razones por las que el ejército romano recurrió a este ritual debieron ser mu-
chas. En primer lugar, el deseo de privar al enemigo de la protección de sus dioses,
aumentando al tiempo la fuerza sagrada de Roma. Quizá también porque pensaban
que no lograrían la victoria definitiva sin esa «conversión» previa de las divinidades
enemigas. Y desde luego para evitar un sacrilegio, ya que, como recuerda Servio (Ad
A en. Il, 351) se consideraba nejas deos habere cativos.
El origen de la evocatio es muy discutido. Bassanoff, su máximo estudioso, señaló
la analogía de la evocatio romana con ciertos rituales hititas, lo que haría pensar en
una antigua institución indoeuropea, pero dicha semejanza no es total.
Roma trató de evocar sólo ciertas divinidades comunes o identificables con las
de su panteón. De hecho, los casos conocidos de evocatio no son muchos. El más anti-

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guo es el de la diosa etrusca Uni de Veyes, evocada por el dictador Camilo en el
año 396 a.C.:

Una enorme multitud se puso en marcha y llenó el campamento. Entonces el


dictador, volviendo de consultar los auspicios, dio orden de que los soldados toma-
sen las armas y dijo «... También a ti, Juno Regina, que ahora moras en Veyes, te pido
que nos sigas, victoriosos a nuestra ciudad, que pronto será la tuya, donde te acogerá
un templo digno de tu majestad». Después de esta plegaria, como contaba con efecti-
vos sobrados, ataca la ciudad desde todos los puntos para que fuese menos percepti-
ble el peligro ... (Livio, V, 21, 1-4).

La diosa Uni, tras haber respondido afirmativamente a la evocatio, fue trasladada al


Aventino identificándose en Roma con la Juno Regina establecida ya en el Capi-
tolio.
La segunda evocatio conocida tuvo lugar durante la llamada tercera guerra púnica,
siendo dirigida por Escipión Emiliano a la divinidad tutelar de Cartago (146 a.C.).
A esta fecha pertenece la fórmula conservada por Macrobio:

Seas un dios o una diosa, tú que acuerdas protección al pueblo y al estado de Car-
tago, que has asumido la obligación de defender esta ciudad y este pueblo, yo te rue-
go, te suplico y te conjuro que dejes perder la población y el estado de los cartagine-
1 ses, de abandonar los lugares sagrados y su ciudad, de salir de allí echándoles con tu
olvido en el miedo y en el terror y después de haberles abandonado venir a Roma
con nosotros, encontrar agradables y más deseables el lugar, los templos, los rituales
y la ciudad nuestra, así como que sepamos con certeza que serás propicia a mí, al
1 pueblo romano, a mis soldados. Si actúas en tal modo prometo construirte templos e
instituir juegos en tu honor (Macrob., Sat. Ill, 9, 2 ss).

Hace algunos años fue descubierta una inscripción en lsauria (Asia Menor) que
conmemora una campaña victoriosa de Servilio Vatia contra los piratas y la toma de
la ciudad de lsauria Vetus (75 a.C.). Al final de la misma se lee: «seas un dios o una
diosa bajo la protección de quien estaba la fortaleza de Isauria Vetus [... ] ha cumplido
su voto». Algunos autores han interpretado estas palabras como una evocatio realizada
por Servilio antes de tomar la fortaleza.
No sabemos, pues, cuántas veces se hizo uso de este ritual. Para unos autores, de
manera excepcional, para otros, como Le Gall, en muchas ocasiones. Lo que parece
cierto, en cualquier caso, es que no todas las divinidades evocadas fueron tratadas
como la Uni etrusca, a la que se construyó en el Aventino un templo en su honor;
el santuario prometido pudo, en opinión de algunos, haber sido dedicado sobre el
lugar.
Ovidio hace mención incluso de la imagen de Minerva, traída a Roma desde Fa-
lerii, cuando esta ciudad cayó en manos romanas en el año 241 a.C., con estas pala-
bras: «¿0 acaso se llama [Minerva] Capta ... porque vino a nuestra ciudad como cau-
tiva ( captiva) después de la sumisión de los faliscos? Precisamente esto es lo que atesti-
gua una antigua inscripción grabada en su propia estatua» (Fastos 111, 843-846).
La clausura de la campaña estaba igualmente sometida a complejos rituales reli-
giosos. Uno de los problemas que se presentaba al término del combate era qué hacer
con las armas tomadas al enemigo. Mientras algunos pueblos (celtas, germanos) las

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guardaban como botín, los romanos las quemaban en honor de V ulcano, el fuego
destructor.
Un caso particular lo constituían los spolia opima; si el cónsul había matado perso-
nalmente al general enemigo, dichos spolia no eran destruidos sino ofrecidos a Júpiter
Feretrio. Si el jefe militar no tenía el derecho de auspicium, los spolia eran votados a
Marte. Aun la religión reconocía un tercer tipo: los ofrecidos por un simple soldado
a Jano o a Quirino.
De la primera clase la tradición recuerda tres casos: los de Rómulo, Aulo Corne-
lio Cosso (Livio IV, 20: 437 a.C.) y Claudia Marcelo (222 a.C., tras matar al rey de
los insubres Viridomar).
Pero, sin duda, de las ceremonias militares, de cuño religioso, el triunfo era la
más importante. Todo parece indicar que se trata de una ceremonia de origen etrus-
co cuya introducción en Roma remonta precisamente a la dinastía de los Tarquinios.
No parece que hayan existido muchas diferencias entre el monarca y el cónsul
triumphator: ambos, precedidos por doce lictores, subían al Capitolio en una cuadriga
tirada por caballos blancos vestidos con la tunica picta, el cetro y la corona de oro. Li-
vio lo resume diciendo que el triunfador es lovis Optimi Maximi omatus. En relación
con el triunfo fue celebrada a finales de la República otra ceremonia: la supplicatio.
Hemos visto ya, en capítulos precedentes, cómo los sacerdotes decretaron con fre-
cuencia supplicationes como medio de neutralizar el prodigio; sin embargo, en el últi-
mo siglo de la República, fue frecuente que el Senado decretase estas plegarias y sa-
crificios solemnes como agradecimiento a los dioses por la obtención de una victoria
pero de la que, naturalmente, se beneficiaba también el imperator.
No existían normas fijas en la supplicatio, si bien ésta se caracterizaba fundamen-
talmente por las visitas que hombres y mujeres realizaban a los templos y altares,
donde ofrecían libaciones e incienso. Si inicialmente duraban entre uno y tres días,
en época de César y para conmemorar sus victorias en la Galia aumentaron a quince
(57 a.C.) y más tarde a veinte días (55 y 52 a.C.); en el año 45, poco antes de morir,
César obtuvo una supplicatio de cincuenta días.
Cicerón fue, sin embargo, el primer civil que se benefició del decreto de una sup-
plicatio cuando, en el año 63 a.C., el Senado puso fin a la conjuración de Catilina:

Como no ha sido todavía transcrito el decreto senatorial, os voy a exponer, qui-


rites, de memoria, lo que el Sen_ado ha decidido. En primer lugar me agradece con
palabras encomiásticas el haber salvado a la República, por mi esfuerw, prudencia y
vigilancia, de peligrosísimas situaciones ... Decretóse asimismo, en mi nombre, una
acción de gracias (supplicatio) a los dioses inmortales por su singular beneficio, honor
por primera vez desde nuestros orígenes otorgado a un hombre de paz, y se decretó
con estas palabras: por haber preservado a Roma del incendio, de la muerte a sus
ciudadanos, a Italia de la guerra (Catiiina III, 6, 15).

Parece lógico suponer que si el incumplimiento de los deberes religiosos por par-
te de los jefes militares o del ejército eran considerados como causa de las derrotas,
por el contrario, la fidelidad y la exactitud con que se observaba el culto divino les
llevaba a aumentar sus conquistas. La fuerza de Roma, la grandeza del Imperio, eran
atribuidas a la gracia que los dioses protectores dispensaban como respuesta a la pietas
de los hombres. Precisamente, la mayor religiosidad del pueblo romano respecto a

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otros pueblos vecinos es lo que explicaba para Cicerón el triunfo de Roma sobre los
latinos, los galos o los cartagineses. En esta misma línea, escribe también Valerio
~láximo:

No hay, por ende, que admirarse de que los dioses con perseverante bondad ha-
yan velado siempre por conservar y engrandecer un imperio en el que, segun parece,
se prestaba tan escrupulosa atención incluso a los más insignificantes formalismos
de la religión. Hemos, pues, de tener en cuenta que nuestra ciudad jamás perdió de
vista el más exacto cumplimiento del ceremonial relativo a los cultos divinos (Vale-
rio Máximo, 1, 1, 8).

No olvidemos que en el interior del templo de Vesta estaban depositados diver-


sos objetos cultuales (el Paladio, los Penates, etc.) considerados como pignora imperii,
es decir, como garantía divina de la dominación romana, y que de su conservación
dependía la suerte de la República.
En consonancia con todo ello, los romanos conocieron, como otros pueblos, di-
vinidades que aseguraban al guerrero una protección permanente, como eran Júpiter
y Marte; pero otras muchas eran invocadas también con frecuencia con fines milita-
res Quno, Minerva, Cástor y Pólux, Hércules, Apolo, Venus, Fortuna) y no faltaron
incluso abstracciones divinizadas (Bellona, Honos, Virtus, Mens, Felicitas, Salus, Se-
curitas, Victoria) que llegaron a gozar de considerable popularidad en los medios
castrenses.

EL CULTO PRIVADO

Los dioses: Lares y Penates

La religión doméstica no tuvo otros lugares de culto que el hogar de la casa y la


encrucijada donde el dominio familiar entraba en contacto con el de los vecinos.
Usado en singular, el término lar se refiere propiamente al Lar familiaris, numen
protector de la familia (en su sentido más amplío, es decir, comprendiendo también
a los esclavos). Se sacrificaba a los Lares en el hogar coincidiendo con los días más
importantes del mes (calendas, nonas e idus) así como en las ceremonias fami-
liares.
Pero también otros Lares, los Lares Viales, dioses protectores de las encrucijadas
(compitum), eran objeto de ofrendas y sacrificios por parte de las familias vecinas en la
festividad de los Compitalia, que se celebraba el mes de enero.
De la antigüedad de estas divinidades tenemos constancia por su mención en el
célebre Carmen Arval, dirigida a los Lares (antigua forma del teónimo) como protec-
tores de las propiedades contra la pestilencia y la ruina. También hemos visto cómo
los Lares son mencionados en la fórmula de la devotio.
Por todo ello puede decirse que los Lares eran venerados ante el fuego doméstico
como divinidades benéficas que custodiaban la «tierra de los padres», protectores de
los campos pero que, convenientemente evocados, actuaban también contra los ene-
mtgos.
En los lararios domésticos, los Lares familiares eran representados como jóvenes
danzantes que sostienen con una de sus manos una páteú o una sítula sobre la que

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derraman el vino que sale de un r~ton agarrado con la otra. Visten la túnica praetexta
de los niños y llevan, también, como ellos la bulla.
Pero de igual forma que existían Lares del hogar doméstico, identificados a veces
con las almas divinas de los antepasados, y Lares familiares (el Lar familiaris recibía
especiales honores del paterfamilias), también la colectividad pública, es decir, el Esta-
do, tenía sus Publici Lares y veneraba de forma particular a los Lares Praestites («protec-
tores») por ser custodios de la ciudad y del hogar público. Su sede estaba en un viejo
altar, en lo alto de la Vía Sacra, sobre la ladera del Palatino.
Tanto los autores antiguos como los modernos han confundido con frecuencia a
los Lares con los Penates, considerando ambos grupos como «divinidades del bogan>
y, genéricamente, como «antepasados». El término penates deriva de penus; serían, por
tanto, los dioses (protectores) del penus. Pero el penus no puede ser identificado sólo
con la despensa o el lugar donde se almacenan los alimentos sino, como advirtió Du-
mézil, con «la parte más íntima», el «centro teórico» de un edificio.
Una buena ilustración de este «centro» de la casa nos la ofrece Virgilio en los si-
guientes versos de la Eneida:

Había un altar al aire libre en medio del recinto sagrado,


enorme, y a su lado un laurel muy antiguo
que caía sobre el ara y abrazaba con su sombra los Penates (II, 51 1-51 3).

El lugar más sagrado del palacio de Príamo es el altar de los Penates, divinidades
cuyo número no estaba bien determinado pero de naturaleza esencialmente celeste.
Su culto, transmitido de padres a hijos, era hereditario, por lo que Plauto se refiere a
los «dioses Penates de mis padres» o Cicerón a los «Patrios Penates».
De la misma forma que en el caso de los Lares, también el Estado tenía unos Pe-
nates públicos (los Penates Populi Romanr), cuyas estatuas eran custodiadas en el penus
del templo de Vesta. Quizá ya antes que en Roma, los Penates, asociados a Vesta,
eran objeto de culto en Lavinio, antiguo santuario federal de los latinos. La leyenda
pretendía que, tras la muerte de Eneas, Ascanio transportó los Penates de Lavinio a
Alba Longa y, tras su destrucción, finalmente fueron llevados a Roma.
Los Lares -quizá por la influencia iconográfica de los Dióscuros- son repre-
sentados como jóvenes cubiertos con una piel (de perro o de cabra, según las inter-
pretaciones de los autores), armados con una lanza y acompañados de un perro; así
aparecen no sólo en frescos y estatuillas sino en los denarios acuñados por L. Cesio
en el año 104 a.C.

El nacimiento
Las diferentes fases de la vida del hombre, el nacimiento, la pubertad, el matri-
monio y la muerte, estaban sometidos a verdaderos «ritos de paso» o de «tránsito•
considerablemente laicizados, donde el sustrato religioso, pese a existir, no siempre
resulta reconocible.
Al nacer los niños eran depositados sobre la tierra, a los pies del paterfamilias
quien decidía tomarlo en sus brazos (to/lere, suscipere /iberos) o abandonarlos a su suerte.
La diferencia de sexo era determinante; si era una niña, el padre debía ordenar explí-
citamente alimentarla (alert iubere ). El abandono del niño era, por el contrario, algo

512
bían llevado durante la infancia; este amuleto se ataba alrededor del cuello y tenía
forma de una pequeña bola (de cuero o de metal) en cuyo interior se guardaba algo
que traía buena suerte.
También la tunica praetexta (de borde purpúreo, la misma que llevaban los sacer-
dotes), vestida durante la infancia, era depuesta para ser sustituida por la toga viril
(toga pura), totalmente blanca. El joven, tras un sacrificio a !uventas en el Capitolio,
era acompañado entonces por sus familiares y amigos hasta el Tabularium del Foro
(deductio in Forum) donde inscribía su nombre en la lista de los ciudadanos siendo in-
troducido así en la vida pública romana.
Generalmente este ritual solía hacerse coincidir con las Liberalia (17 de marzo).
Líber era una vieja divinidad itálica de la fertilidad y especialmente del vino, asocia-
da a Dioniso que compartía con Libera y Ceres un templo en el Aventino. Su festival
tenía, pues, un marcado carácter rústico. Por fuentes tardías sabemos que su imagen,
sobre un carro, acompañada de falos (Liber presidía viroum seminibus), se desplazaba
del campo a la ciudad entre canciones obscenas, con el fin de favorecer las cosechas y
protegerlas de la fascinatio.
El motivo por el que ceremonias aparentemente tan diversas coincidían en el
mismo día, interesó ya a los propios antiguos, como Ovidio:

Me resta por descubrir el motivo por el que el día de tu fiesta, resplandeciente


Baco [=Liber], se les entrega a los niños la toga viril. ¿Se debe acaso a que tú te mues-
tras siempre como niño y joven a la vez, estando tu edad a medio camino entre am-
bas? ¿O porque al ser tú mismo padre de los padres confían sus prendas más queri-
das, sus propios hijos, a tu cuidado y divino desvelo? ¿O quizá por llamarte Liber se
toma ese día la toga calificada de «libre» en tu honor y se emprende el camino de una
vida más «libre»? ¿O tal vez porque en los tiempos en que nuestros antepasados cul-
tivaban los campos con un afán mayor que el actual, en que el cónsul abandonaba el
curvo arado para tomar las fasces y no era una deshonra tener callos en las manos, la
gente aldeana acostumbraba a acudir a Roma a los juegos y, en consecuencia, pareció
oportuno que fuese este día y no otro en el que se impusiera la toga para que el recién
investido se viese acompañado por esta numerosa concurrencia de personas? (Fastos
III, 771 ss.).

Todo parece indicar, pues, que era la relación de Líber Pater con los patres roma-
nos y la asonancia entre Liber y liberi (como se llamaba a los hijos varones) lo que ex-
plicaba la elección de aquella festividad para el cumplimiento de este «rito de paso».
Pero dicho paso, el día 17 de marzo, de liberi a cives, suponía también adquirir una li-
bertas (como la que caracteriza a Líber) que antes, sometido a la tutela del pateifamilias,
el joven no tenía. Esa idea está presente no sólo en el texto citado de Ovidio sino
también en otros muchos autores, como Persio:
Apenas la púrpura, salvaguarda de la niñez, me dejó todavía tímido, y la bulla in-
fantil colgué como exvoto a Jos Lares ceñidos, cuando los camaradas complacientes
y el blanco pliegue de la toga me permitió ya esparcir los ojos impunemente por toda
la Suburra ... (Sátiras V, 30).

El ritual equivalente a la solemnitas togae purae, es decir, el abandono de la toga prae-


texta era, para la mujer, el matrimonio. En los últimos años han sido publicados nu-
merosos trabajos sobre la edad en la que la mujer contraía matrimonio; así, los de

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Durry, Hopkins y, más recientemente, Shaw y Morizot. Las conclusiones de este úl-
nmo permiten pensar que dicho momento varió ligeramente según las provincias:
entre 11 y 13 años para Roma; entre 11 y 16 para Italia y entre 15 y 18 para África,
donde la alimentación y la altitud retrasarían la aparición de la regla. No obstante sa-
bemos que los matrimonios precoces (11 o 12 años e incluso menos) fueron frecuen-
tes, al menos ya en el Imperio, entre los libertos ricos, quizá a imitación de la aristo-
craeta romana.
En vísperas de la boda, las puellae asumían el ornatus de la matrona cumpliendo un
rigido ceremonial de consagración y protección mágica, regido por el riguroso mos
~~~aiorum. La muchacha comenzaba consagrando la toga praetexta de la infancia a For-
tuna Virgo (en el Foro Boario) y sus muñecos (pupae) a Venus. En su lugar pasaba a
vestir la tunica recta o regilla y el reticulum (o rectum ). El apelativo de rectus de ambas pie-
zas hace alusión al telar vertical (tela stans), el más antiguo conocido por los romanos
que se creía introducido por la reina Tanaquil; estaba construido sobre dos palos de
madera verticales unidos en su extremidad superior por otro horizontal del que col-
gaban los hilos y las pesas de terracota. Se tejía, pues, de abajo arriba, de ahí este ape-
lativo de rectus. Tanto el huso como la rueca, símbolos de virtudes domésticas, eran
exhibidos en el cortejo nupcial que acompañaba a la esposa a casa del marido.
La túnica recta era ceñida o ajustada con una cinta de lana atada con el nodus her-
ndeus o herculaneus, difícil de deshacer; era considerado como un amuletum o un Jascinum
y constituía un augurio de fecundidad, en la creencia de que Hércules tuvo 70 hijos.
El esposo debía deshacerlo en el lecho nupcial valiéndose de la ayuda de Juno (diosa
que asistía a las iustae nuptiae) bajo la invocación de Cinxia o Cinctia. Catulo atestigua,
sin embargo, otra costumbre, cuando dirigiéndose a Himeneo dice: «por ti las vírge-
nes desatan los pliegues de su cintura» (61, 52-53); era ella y no el marido quien pro-
cedía a desatar el nudo, lo que, en opinión de Delia Corte, debe interpretarse como
una conquista de la mujer que, a comienzos del Imperio, abandona una actitud pasi-
va para participar en los preámbulos del acto sexual.
Asimismo, en la víspera de la boda, la novia cubría sus cabellos con el reticulum,
una especie de cofia o redecilla fabricada también en el telar vertical en el color nup-
cial, elluteus. Ellutum era una hierba palustre de cuyo jugo se extraía un tinte de color
entre amarillo y rojizo, próximo al azafrán, utilizado en las telas y en la pintura. Pre-
cisamente el azafrán (color mu/iebris dice Frontón) estaba muy ligado a las nupcias y su
t1or se esparcía sobre el lecho nupcial por considerarse que favorecía la fecundidad
de los novios.
Sin embargo, el día de la boda, el ornatus de la esposa comprendía un peinado es-
pecial ( sex crines) muy antiguo, utilizado sólo por las matronas y las vírgenes vestales,
símbolo de pureza y castidad, sobre cuya disposición en los últimos años se ha creado
una polémica (¿trenza?, ¿separaciones del cabello?, ¿rizos?). Carla Fayer cree que se
trata de seis trenzas (tres a cada lado) que cubrían la cabeza. Cada una de ellas iba ce-
ñida con cintas (vittae), sencillas en el caso de las vestales, doble en el de las matronas;
la vitta era s~ocial de castidad y pudicitia, y sólo podía ser llevada por mujeres
casadas.
Para obtener las sex crines se usaba la hasta cae/ibaris como nos recuerda Ovidio:
«Y a ti, a quien tu madre, ansiosa por casarte, considera ya madura para el matrimo-
nio, la curvada punta de la lanceta (hasta recuroa comas) no peine tu virginal cabellera»
(Fastos 11, 559). Las interpretaciones de Plutarco y Pesto sobre el origen de este ins-

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trumento son poco verosímiles: aquél cre~unta de lanza representa el recuer-
do de las primeras bodas que se hicieron en Roma~en medio de la guerra y la hostili-
dad provocadas por el rapto de las sabinas; éste sostiene que se trata de una lanza
hundida en el cuerpo de un gladiador muerto caído en combate.
Lo más probable es que la hasta caelibaris tenga una vinculación con Juno Curitis
(diosa de los ritos nupciales) ya que curis designa en lengua sabina la lanza. No obs-
tante, se trata probablemente de una pieza curvada que apartaba los cabellos de la
novia sin hacerle daño, ya que las fuentes hablan de «dividin>, «acarician> los
cabellos.
La cabeza de la esposa era cubierta con eljlammeum, el velo nupcial, ligero y trans-
parente también de color luteus; la expresión velare copita era sinónimo de casarse. Du-
rante la ceremonia nupcial el velo descendía por el rostro para esconder el pudor vir-
ginal. También lo llevaba la flaminica Dialis y, ya que no podía divorciarse, eljlam-
meum se consideraba ominis boni causa.
Bajo el jlammeum la esposa llevaba sobre los cabellos una guirnalda de flores (verbe-
nae herbaeque) que ella misma solía recoger. Se consideraba un amuletum para alejar la
envidia y las malas influencias, por lo cual solía estar hecha a base de hojas como el
laurel, el olivo o el mirto que se creía tenían dicha virtud. Por último, la esposa calza-
ba también los socii (de origen griego) que dejaba libre el talón y no tenía lazos. Como
la túnica recta y el jlammeum, también eran de color luteus.
De las tres formas conocidas de matrimonio durante la República, coemptio, per
usum y confarreatio, esta última, a la que ya hemos aludido, era sin duda la más sacrali-
zada. Fue exigida sólo a los titulares de ciertos sacerdocios (flamines y rex sacrorum) si
bien debió de permanecer largo tiempo en uso entre las familias patricias; como for-
ma mas aristocrática del matrimonio revela el ideal arcaico de la endogamia de estos
privilegiados grupos sociales.
Las otras dos ceremonias matrimoniales también conocieron sus ritos religiosos
si bien dentro del culto privado y familiar. Para su celebración se debían rechazar
ciertos días del año considerados como nefastos: además de los dies religiosi, los com-
prendidos entre el 13 y el 21 de febrero, del 1 al 15 de marzo, del 1 de mayo al 15 de
junio y en las calendas, idus y nonas. Cicerón señala también que un temblor de tie-
rra suspendía la celebración de matrimonios. No obstante, para mayor seguridad, el
día de la boda, al alba, se realizaba una toma de los auspicios.
Los ritos matrimoniales eran protagonizados por los propios esposos y familiares
sin la intervención de los pontífices; no era, pues, un ritual garantizado por las auto-
ridades religiosas de la ciudad. La ceremonia matrimonial estaba bajo la protección
de Juno Pronuba, la misma diosa que, bajo la invocación de Lucina, protegerá el par-
to y el nacimiento de los hijos.
No obstante, otras fuentes mencionan también un sacrificio a la diosa Tellus;
Servio dice que «entre los antiguos, la mujer no podía ser conducida ante su marido
ni el campo trabajado sin que un sacrificio fuese cumplido», dando a entender una
relación entre la propiedad agrícola y la familiar.
Finalmente tenía lugar la ceremonia propiamente dicha. Tras suscribir el coiltra-
to nupcial (tabulae nuptiales) en presencia de diez testigos, la matrona que asistía a la
esposa (pronuba) tomaba las manos derechas de los esposos (a veces bajo un velo), y
las unía (dextrarum iunctio); seguían invocaciones aCeres y Juno, y una circunvalación
del altar por la derecha. El vínculo de Ceres con la institución matrimonial perma-

516
necerá en vigor después de la boda ya que, según dice Plutarco (Rom., 22, 5), si el ma-
rido abandonaba a la mujer por otros motivos de los que no contemplase la ley, debía
de entregarle la mitad de sus bienes y la otra mitad consagrarla a Ceres (Deméter).
Por la noche, después del banquete (cena nuptialis), la esposa era conducida, en una
ceremonia de acompañamiento, a la casa de su marido (deductio in domum); se simula-
ba entonces, según un rito muy antiguo, la escena del rapto, en la que el esposo fingía
raptar a la fuerza a la mujer de los brazos de la madre.
Llegados al umbral, ella debía ungir y adornar con lana las jambas de la puerta,
mientras el marido le entregaba el fuego y el agua. Después oraba ante el lectus genialis
y compraba el favor de los dioses para ser reconocida como componente de la nueva
casa, entregando una moneda a los Lares familiares. Al día siguiente los esposos cele-
braban un banquete ( repotia) al que asistían algunos familiares.
La procreación y la continuidad de la familia era el fin del matrimonio, palabra
de la misma raíz de mater; los ritos nupciales son precisamente los que transforman a
la puella o virgo en mater. Así se refleja en la fórmula anual de los censores («el matri-
monio es concluido para que sean engendrados los hijos») y en los epitalamios de la
literatura latina. La esterilidad era, precisamente, una de las causas principales del di-
vorcio, según sabemos por el siguiente texto:

El divorcio entre esposa y marido no se dio en Roma hasta el año 520 de su fun-
dación [=233 a.C.J. Espurio Carvilio fue el primero que repudió a su mujer a causa
de su esterilidad. Este, aunque parecía obrar por un motivo respetable, fue duramen-
te criticado porque se tenía la idea de que ni siquiera el deseo de tener hijos debía an-
teponerse a la fidelidad conyugal (Valerio Máximo, 11, 1, 4).

La importancia concedida a la institución matrimonial, así como la minuciosi-


dad ritual de la religión romana explican que cuando surgían discusiones conyugales
el marido y la mujer se dirigieran al templo de la diosa Viriplaca situado en el Palati-
no; allí, después de decirse mutuamente lo que cada uno pensaba, deponían su enco-
no interior y volvían a casa reconciliados.
La religiosidad privada también estuvo sometida a los dictados de la adivinación.
En este ámbito se producía, además, el caso de que los adivinos no eran públicos,
sino augures y harúspices privados, dispuestos, por tanto, a tratar de sacar de sus pre-
visiones sobre el futuro el mayor rendimiento económico posible. Catón (Sobre la
Agricultura, 5) prohíbe al villicus consultar a los intérpretes de signos.
No obstante, a los harúspices no debieron de faltarles clientes. Además de Catón,
Plauto cita al harúspice que ofrecía sus servicios en las proximidades del Velabro. El
éxito de sus prácticas pudo venir dado también por la gran atención que sus doctri-
nas prestaban a la familia. Una glosa de Festo (389L) señala, por ejemplo, que los re-
galia exta anunciaban una herencia «a los privados y a las personas de condición mo-
desta» y el rango de jefe de familia a los hijos. Por esa razón la religión romana cono-
cía también una procuratio de los prodigios privados. En este sentido, si creemos a Li-
vio (1, 20, 7), el pontífice máximo debió de desempeñar un destacado papel, ya que el
pueblo podía consultarle no sólo sobre las ceremonias privadas, sino también sobre
las honras fúnebres, los medios de aplacar a los manes y la expiación a seguir en el
caso de prodigios fulgurales. Naturalmente a los augures y harúspices privados he-
mos de añadir la larga lista de harioli, coniectores (intérpretes de sueños), magos, caldeas

517
(astrólogos), etc. que, en competencia con los anteriores, recorrían las ciudades y el
campo en busca de gentes angustiadas.

Festividades familiares

La mayor parte de las festividades religiosas eran celebradas tanto pública como
privadamente. Sin duda las que mejor conocemos son las que conmemoraban el paso
del viejo al nuevo año. Las Saturnalias, celebradas el día 17 de diciembre (si bien ya
en el siglo 1 a.C. duraban siete días), evocaban, con una comida en la que los dueños
(con el pileum) servían la comida a los esclavos, la ruptura del orden establecido; tam-
bién en las Matronalia del 1 de marzo (fecha en la que daba comienzo el año nuevo
en el antiguo calendario), las matronas servían a sus esclavos. Ambas festividades se
caracterizaban, pues, además de por el intercambio de regalos, por ritos de transgre-
sión del orden establecido y su consiguiente restauración el primer día del nuevo
año.
En las calendas de enero eran característicos los ritos de confraternidad y saludo
bajo la forma de visitas en las que se formulaban votos entre parientes, amigos, pa-
tronos y clientes, etc. Esos lazos eran estrechados después mediante el intercambio
de regalos (strenae) que inicialmente consistían en ramas de árboles (sobre todo de
laurel, por su buen augurio), sustituidas luego por figuras secas de miel, nueces, mo-
nedas de bronce, lucernas, etc.
En el calendario festivo debemos tener presente, pues, no sólo la oposición entre
público y privado, sino también entre lo urbano y lo rural. Las Parilias del 21 de
abril, celebradas en Roma con gran fastuosidad por coincidir con el aniversario de la
fundación de la ciudad, tenían un carácter mucho más familiar en el campo. El pro-
pio Varrón dice que era una fiesta tam privata quam publica. Frente a las celebraciones
lúdicas de la ciudad, no exentas de cierto carácter político, en los ambientes rurales
los pastores y sus familias, tras cumplir sus sencillos ritos, concluían el día en un
tono festivo que evoca Tibulo:

Y embriagado de Baco el pastor sus festivas Parilias celebrará: de los establos en-
tonces estad lejos, lobos. Él, bebido, las anuales pilas de ligera paja prenderá y saltará
a través de hogueras sagradas y la mujer dará un hijo y el pequeño a su padre le arre-
batará sus besos, cogiéndole de sus orejas, y no se fatigará el abuelo de velar por su
nietecito y entremezclar sus balbucientes palabras, anciano, con las del niño ... (II, 5,
87 ss.).

Lo mismo cabría decir también de las Terminalia del 23 de febrero: mientras en


Roma se celebraban solemnes ritos públicos en la sexta piedra miliar de la Vía Lau-
rentina, en el campo los campesinos que compartían una propiedad limítrofe ador-
naban el lado de la piedra o del cipo terminal que les correspondía, realizaban ofren-
das y libaciones con la ayuda de sus familias y derramaban sobre los termini la sangre
de una víctima sacrificial. Finalmente concluían el día con una fiesta y cantos en ho-
nor de sanctus Terminus:

Dos propietarios, cada uno por el lado que poseen, te coronan de flores; te
ofrendan dos guirnaldas y dos pasteles sagrados. Se te levanta un altar. En él, la rús-

518
tica campesina deposita, en un desportillado tiesto, el fuego que ella misma ha toma-
do de su tibio hogar. Un viejo corta zoquetes de leña y mañosamente va apilando las
astillas... A su lado se encuentra un muchacho que sostiene en sus manos una ancha
canasta. Cuando tomándolos de ella, haya, por tres veces, arrojado granos de cerea-
les en medio de las llamas, una muchachita le ofrece panales de miel cortados por la
mitad. Otros sostienen en sus manos vasijas de vino: de cada una de ellas se hace una
libación en las llamas. Los asistentes, vestidos de blanco, contemplan la escena y
guardan silencio (Ovidio, Fastos I, 639 ss.).

En las citadas Matronalia sabemos por innumerables fuentes que el marido pedía
por la salud de su esposa, a la que hacía un regalo, y durante las Matralia (11 de ju-
nio), las matronas oraban ante Mater Matuta por sus sobrinos y, después, por sus
hijos.
G. Dumézil advirtió cómo ciertos grupos intermedios entre la domus y el Estado,
como los vici y los pagi, las gentes y las curias e, incluso, asociaciones aún más especiali-
zadas como los colegios de artesanos, celebraron también sus propios cultos que
compartían rasgos comunes con la religión pública y la privada.
Así, las Sementivae, celebradas a finales del mes de enero (llamadas más tarde
Paganalia) era una festividad agrícola de los pagi; los Fornacalia y los Fordicidia, fies-
tas de las curias.
Las grandes gentes patricias tenían sus propios cultos y ritos tradicionales. La gens
Claudia, según recuerda el estudioso francés, tenía un tipo especial de víctima, lla-
mada propudialis porcus, utilizada en las expiaciones. Tampoco podemos olvidar que el
culto de Hércules en el Ara Máxima, era mantenido por dos gentes, los Pinarii y los
Potitii. La gens de los Aurelii, de origen sabino, disponía de un lugar cedido por el pue-
blo romano para la realización de sacrificios en honor al Sol. De igual forma, la soda-
litas de los lupercos estuvo, al menos en origen, compuesta por miembros de dos co-
nocidas gentes: los Quinctii y los Fabii.
Generalmente uno de los más destacados miembros de la gens era elegido para
presidir y ejecutar los sacra gentilicia (sacrificios, banquetes). Como es sabido, cuando
un individuo abandonaba su gens para formar parte de otra, debía cumplir una cere-
monia, la detestatio sacrorum (que tenía lugar en los comitia ca/ata), por la que renunciaba
públicamente a sus sacra.

LA MUERTE Y EL MÁS ALLÁ

Desde el momento en que el hombre agonizaba, la religión romana preveía la


realización de los primeros ritos destinados no sólo a procurar al muerto el descanso
eterno sino a librar a la familia de la mácula de la muerte.

El funus

El Junus, que comenzaba con la muerte de uno de los miembros de la familia y


concluía con el enterramiento o la cremación del cadáver, debía ser rigurosamente
cumplido por los familiares y herederos (junus privatum) y, en el caso de personajes
públicos, también por el Estado ifunus publicum).

519
La creencia generalizada de que el alma se escapaba por la boca en el momento
de la muerte, explica la costumbre de captar el último aliento del moribundo con un
beso: «Dejadme -dice Ana en la Eneida (IV, 682-684)-, lavaré sus heridas 1 con
agua y si anda errante aún su último aliento 1 con mi boca lo he de recogen>.
A partir de entonces comenzaba la ceremonia del lamento fúnebre; los familiares
llamaban en voz alta al difunto tres veces por su nombre (conclamatio), en señal del úl-
timo saludo. Dicha llamada se confundía ya con los sollozos, gritos y escenas de do-
lor. Las familias ricas pagaban a mujeres que lloraban al muerto (praeficae); éstas so-
lían llevar colgados bajo los ojos unos pequeños recipientes que servían para recoger
las lágrimas y probar así la autenticidad de su actuación. Algunos autores han inter-
pretado este momento como una manifestación del dolor causado por la separación,
mientras otros consideran que se trataba así de retener temporalmente el alma hasta
dar sepultura al cuerpo.
Posteriormente tenía lugar la toilette fúnebre del cadáver: la familia o el personal
de pompas fúnebres (los iibitinarir) lo lavaba y untaba de ungüentos que facilitaran su
conservación. El cuerpo quedaba expuesto en el atrium o en el vestibuium de la casa
con los pies dirigidos hacia la entrada. Gran parte del ritual funerario dependía de la
condición social del difunto: si pertenecía a las clases superiores, era vestido con su
toga (y acompañado de sus insignias en el caso de los magistrados), mientras los más
pobres eran cubiertos con simples telas; la exposición de aquéllos podía durar varios
días, pero quienes carecían de recursos eran enterrados pocas horas después.
El traslado del cuerpo hasta la sepultura o la pira (la trasiatio cadaveris) se efectuaba
sobre unas parihuelas (sandapiia) y tenía lugar de noche, a la luz de antorchas; dicha
costumbre, mantenida durante la República para el enterramiento de niños, fue
pronto abandonada para el resto de los casos.
La pompa del cortejo fúnebre alcanzaba su máximo esplendor cuando se trataba
de los magistrados públicos. La iaudatio Junebris tenía lugar en el Foro y era pronuncia-
da por un pariente o familiar próximo. Polibio la describe de la siguiente forma:

Cuando entre los romanos muere un hombre ilustre, a la hora de llevarse de su


residencia el cadáver, lo conducen al ágora con gran pompa y lo colocan en el llama-
do foro; casi siempre lo ponen de pie, a la vista de todos, aunque alguna vez lo colo-
can reclinado. El pueblo entero se aglomera en torno del difunto y, entonces, si a
éste le queda algún hijo adulto y residente en Roma, éste, o en su defecto, algún otro
pariente, sube a la tribuna y diserta acerca de las virtudes del que ha muerto, de las
gestas que en vida llevó a cabo. El resultado es que, con la evocación y la memoria
de estos hechos, que se ponen a la vista del pueblo -no sólo a la de los que tomaron
parte en ellos, sino a la de los demás-, todo el mundo experimenta una emoción
tal, que el duelo deja de parecer limitado a la familia y pasa a ser del pueblo entero
(VI, 53, 1-3).

La costumbre de transcribir el eiogium tuvo hondas repercusiones en la historio-


grafía si tenemos presente que, conservados en los archivos de las familias patricias,
fueron con frecuencia consultados por biógrafos e historiadores.
Las mujeres fueron objeto de iaudatio sólo muy tardíamente. Uno de los primeros
casos que conocemos fue la pronunciada por el cónsul Q. Lutacio Catulo, en honor
de su madre Popilia, en el año 102 a.C. César hizo también, desde la tribuna de los
oradores, la de su tía Julia, en el año 68 a.C. La epigrafía ha conservado, entre otros,

520
d llamado «Elogio fúnebre de una matrona romana», datado entre los años 8 y 2 a.C.
Siempre entre las familias ilustres fue costumbre sacar del rostro del difunto una
máscara de cera (imago) que, conservada en el atrio de la casa, se sacaba -con
(){ras- durante los funerales de los parientes; a finales de la República surgieron
~mbién bustos funerarios de cera o terracota. Dicho privilegio (ius imaginum), priva-
tivo de las gentes aristócratas estaba regulado por normas jurídicas muy precisas y era
de gran importancia política:

Cuando fallece otro miembro de la familia, estas imágenes son conducidas tam-
bién al acto del sepelio, portadas por hombres que, por su talla y su aspecto, se pare-
cen más al que reproduce la estatua. Estos, llamémosles representantes, lucen vesti-
dos con franjas rojas si el difunto había sido cónsul o general, vestidos rojos si el
muerto había sido censor, y si había entrado en Roma en triunfo o, al menos, lo ha-
bía merecido, el atuendo es dorado. La conducción se efectúa con carros precedidos
de haces, de hachas y de las otras insignias que acostumbran a acompañar a los dis-
tintos magistrados, de acuerdo con la dignidad inherente al cargo que cada uno de-
sempeñó en la República. Cuando llegan al Foro se sientan todos en sillas de marfil;
no es fácil que los que aprecian la gloria y el bien contemplen un espectáculo más
hermoso (Polibio VI, 53, 7-1 0).

Tras el discurso fúnebre, el cortejo proseguía hasta el lugar del sepelio. En mu-
chos casos (Sila, César) aquél recordaba al cortejo triunfal; durante los funerales de
.\ugusto, el Senado decretó que el cortejo pasara bajo la Puerta Triunfal y que fuera
encabezado por la estatua de la Victoria seguida de pancartas con los nombres de las
naciones que el príncipe había sometido.
La cremación del cuerpo -práctica funeraria más generalizada- tenía lugar en
un sitio especialmente reservado para ello ( ustrina o ustrinum ). La pira (rogus) tenía
forma rectangular; era de madera mezclada con papiro para facilitar una rápida com-
bustión. Los ojos del difunto eran abiertos en el momento de ser situado sobre la
pira, rodeado de algunas de sus pertenencias y de ofrendas; algunas veces los anima-
les domésticos eran sacrificados alrededor de la pira para acompañar al alma en el
\lás Allá. Los parientes y amigos llamaban al difunto por su nombre por última vez.
Tras ser consumido el cuerpo por las llamas, las cenizas eran regadas con vino, aun-
que Ovidio dice que también absorbían las lágrimas y los perfumes. Los huesos calci-
nados y las cenizas eran después recogidas por los parientes y depositadas en recep-
táculos de varios tipos: urnas cinerarias en forma de altar, cistas de mármol, piedra o
terracota en forma de cesta o de caja redonda o rectangular, vasos o urnas de alabas-
tro, oro, plata o bronce. Conforme al estatus social del difunto, dichos receptáculos
podían ser guardados en el interior de las casas, en cámaras funerarias, en columba-
rios, etc.; las gentes más humildes solían, sin embargo, depositar la urna en una fosa
abierta en la tierra.
El cuerpo o las cenizas del difunto eran habitualmente acompañados de un ajuar
funerario donde los vasos, las lámparas o los clavos se hacen especialmente presen-
tes; la práctica fue muy frecuente en su origen, ya que se pensaba que la vida de ultra-
tumba era muy parecida a la terrestre y por lo tanto se hacía necesario dotar al muer-
to de los medios necesarios para su nueva existencia. No obstante, el ajuar funerario
varió no sólo en función de la condición social del difunto, sino de las regiones y la
epoca.

521
Los arqueólogos han llamado la atención sobre el hecho de que en el Lacio de los
primeros decenios del siglo VI a.C. se abandona la costumbre de depositar el ajuar fu-
nerario en las tumbas; el fenómeno, que reflejaría importantes transformaciones so-
ciales ligadas sobre todo a influencias externas de procedencia helénica, perdurará
hasta el siglo IV a.C.
En este punto es forzoso mencionar la conocida costumbre de introducir en la
mano o en la boca del difunto una moneda (el «óbolo de Caronte>>) como medio para
pagar el paso al Más Allá. Se trata de una práctica muy extendida, atestiguada en las
necrópolis de Grecia, Roma y las provincias, si bien durante el Imperio -al menos
en éstas- su depósito ya no es tan constante como en el pasado.
Por último, la sepultura era seguida de un banquete fúnebre (silicernium) durante
el cual se servían alimentos especiales a los participantes en el cortejo fúnebre. Tenía
el carácter tanto de una comida celebrada en honor del difunto (parte de los alimen-
tos eran depositados sobre la tumba) como de purificación por la impureza a la que la
familia del muerto se había expuesto.

Las denicales feriae

Cuando se producía la muerte de uno de sus miembros, la familia entraba en con-


tacto con el mundo de los muertos y era necesario proceder a su purificación. Se
abría entonces un periodo, las denicales feriae, en el que además de procurse un lugar de
reposo para el muerto, se procedía también a proteger a los miembros de la familia,
mediante ciertos ritos piaculares, del contacto nefasto con la muerte. Sus miembros
guardaban fiesta y no trabajaban para cumplir así adecuadamente los ritos necesarios
que neutralizasen la mancha. La familia funesta, como así se la llamaba, estaba autori-
zada a no comparecer ante la justicia y sus jóvenes a retrasar su incorporación a la
unidad militar.
El primero de los ritos a ejecutar era barrer la casa tras la partida del cortejo fúne-
bre, procediéndose a la purificación con fuego y agua de quienes habían participado
en él; después se ofrecía un cordero a los Lares familiares y una porca praesentanea en
honor de Ceres. Transcurridos los nueve primeros días se celebraba el sacrificium no-
vendiale, durante el cual tenía lugar un segundo banquete ante la sepultura con ofren-
das de libaciones (vino, agua, leche) y sangre de las víctimas sacrificiales.
El luto familiar, que duraba un año para los familiares adultos y unos meses para
los niños, consistía en abstenerse de participar en las festividades y no vestir trajes
blancos y purpúreos.

La sepultura

Los autores antiguos coinciden en señalar que el rito funerario primitivo fue la
inhumación y no la cremación. Sin embargo, las excavaciones arqueológicas efec-
tuadas en la necrópolis del Foro (cuyo estrato más antiguo es de la segunda mitad del
siglo IX a.C.) ponen de manifiesto que ambos coexistieron ya que han sido halladas
tumbas de fosa (inhumación) y tumbas de poro (cremación). La Ley de las XII Ta-
blas que prohíbe tanto el enterramiento como la incineración de los cuerpos den-

522
o 5 10
m

Sepulcro de los Escipiones: reconstrucción de la fachada.

tro del hábitat demuestra que ambos sistemas seguían en vigor a mediados del si-
glo v a.C. Las necrópolis vilanovianas ponen en evidencia la extensión del fenóme-
no por buena parte de la península itálica.
Es posible que cada gens tuviese su propia preferencia; las fuentes mencionan en-
tre las inhumantes a la Cornelia, Aemilia, Valeria y Postumia y entre las incinerantes
a la Caecilia, Claudia, Pompeia y Iulia. Sila fue el primer miembro de la gens Cornelia
en ser incinerado; en las proximidades de Roma, sobre la Vía Appia, el mausoleo de
los Cornelii Scipiones conserva aún en su interior sarcófagos de los miembros que vivie-
ron en el siglo III y II a.C.
No obstante puede decirse que a partir del siglo IV a.C. la práctica de la incinera-
ción se extendió hasta el punto de ser considerada por Tácito como propia del mos ro-
manus. Los columbarios y las urnas cinerarias se documentan arqueológicamente de
forma masiva hasta finales del siglo 1 o comienzos del II d.C., fecha en la que el uso
del sarcófago experimenta un notable crecimiento. Es difícil conocer cuáles fueron
los motivos de dicho predominio que quizá vayan ligados a las exigencias del desa-
rrollo urbanístico republicano o a razones de higiene.
El derecho pontifical romano, pese al predominio de la incineración, tendió a
afirmar la superioridad de la inhumación por medio de los rituales sustitutivos. El
primero era la práctica del os resectum: la regla pontifical imponía, incluso en caso de
incineración, cortar previamente un dedo del cadáver que, como parte del todo,
constitutía objeto de ceremonias fúnebres y era inhumado. Otro ritual sustitutivo era
el que Cicerón denomina glebam in os inicere, es decir, cubrir con tierra el rostro del
muerto antes de proceder a su incineración. A esta primacía del rito de la inhuma-
ción en la doctrina pontifical -y no en la práctica- es a la que parecen aludir las
fuentes.
En cualquier caso la legislación romana prohibía realizar inhumaciones o inci-
neraciones dentro de la ciudad. La Ley de las XII Tablas establecía: «No se entierre
ni se encinere a un muerto dentro de la ciudad» (Hominem mortuum ... in urbe ne sepelito
neve urito: X, 1). A juicio de algunos autores antiguos, como Cicerón, la ley obedecía
al peligro de incendio, mientras otros consideraban que respondía a motivos de hi-

523
giene y salubridad. No obstante, dicha prohibición no siempre debió cumplirse ya
que el Senado la renovó hacia el año 260 a.C. A finales de la República, la ley toleró
también algunas excepciones para destacados personajes públicos; el Senado acordó
conceder a César el derecho a una sepultura en el interior del pomerium, como sucedió
más tarde con el mausoleo de Augusto.
Esta antigua disposición favoreció la costumbre de emplazar las tumbas a ambos
lados de las vías de acceso a la ciudad; se evitaba de esta forma que quienes quisieran
visitarlas tuvieran que atravesar propiedades privadas. Surgieron así en todos los
puntos de Italia -y más tarde de las provincias- verdaderas necrópolis extraurba-
nas, algunas de las cuales aún se mantienen en pie (Roma, Ostia, Pompeya).
Eran muchos los factores que incidían en el precio de las tumbas, como por
ejemplo, su distancia respecto a la ciudad, sus características arquitectónicas y su de-
coración, etc. A ello debemos sumar el gasto que suponía su mantenimient"o y la ce-
lebración de ofrendas periódicas durante varios años; con mucha frecuencia el titu-
lar de la tumba legaba en el testamento a sus herederos una cantidad destinada a sub-
vencionar dichos gastos.
De aquí la temprana existencia de colegios funerarios que reunían a gentes de es-
casos recursos económicos quienes, cotizando durante toda su vida, podían sufragar-
se así una sepultura digna. También las corporaciones profesionales trataban de ase-
gurar a sus socios una parte de sus gastos funerarios.
Violar una sepultura, es decir, abrir su interior, mutilarla, habitar encima de ella
o en sus proximidades era un grave delito. Incluso cuando los familiares o la ciudad
decidían trasladar el cuerpo a otra tumba, o restaurarla si había sido dañada, era ne-
cesario contar con la autorización del colegio pontifical. La /ex coloniae Genitivae (que
castigaba con una multa de 5000 sestercios a quien enterrara en el interior del pome-
rium ), establecía la obligación de demoler las tumbas levantadas ilegalmente y obliga-
ba al pago de una multa para expiar el traslado del cuerpo.

Mausoleo de Augusto (Roma). Planta y reconstrucción.

524
]~os fúnebres

La costumbre de sacrificar prisioneros en honor de los manes de los guerreros


muertos parece haber sido heredada en Italia de los griegos, como ya testimonia el
célebre pasaje de Homero (IIíada, XXI, 26-29) sobre los funerales de Patroclo. Cono-
cemos algunos casos: según cuenta Herodoto (1, 167), a finales del siglo VI a.C., los
etruscos de Caere lapidaron a prisioneros focenses capturados en la batalla de Alalia;
eti el año 358 a.C., durante la guerra entre Roma y Tarquinia, 307 soldados romanos
fueron inmolados en el foro de la ciudad etrusca. Estos rituales eran ludi funebres que
trataban de asegurar, en opinión de G. Ville, el alimento del alma con sangre huma-
na y servían además para satisfacer moralmente al muerto ya que sacrificaba a los
enemigos prisioneros.
Roma debió de heredar de los etruscos los juegos gladiatorios pero, según
J. Heurgon, su forma clásica se desarrolló en la Campania y Lucania, como atesti-
guan las representaciones de Capua y Paestum (comienzos del siglo IV a.C.). En ellas
los juegos gladiatorios formaban parte de los ludi funebres, por lo cual aparecen junto a
combates de boxeo y carreras de carros. La fecha exacta de su introducción en Roma
es difícil de precisar, si bien Livio y Valerio Máximo dicen que aparecieron por pri-
mera vez hacia el año 264 a.C. cuando los hijos de Bruto celebraron juegos gladiato-
rios durante los funerales de su padre:

El primer espectáculo de gladiadores se dio en Roma en el foro boario, bajo el


consulado de Apio Claudio y Quinto Fulvio. Lo organizaron los hijos de Bruto Pera,
Marco y Décimo, para conmemorar la memoria de su padre con un espectáculo fú-
nebre (Valerio Máximo, II, 4, 7).

Livio ha conservado el recuerdo de otros munera celebrados en los siglos m


y II a.C.: en 216 a.C., durante los funerales de M. Emilio Lépido; en 200 a.C., duran-
te los de Valerio Laevino; en 183 a.C., durante los de P. Licinio; y en 174 a.C., du-
rante los de T. Flaminino. Dichos munera son, sin duda, citados por Livio por ser
muy excepcionales tanto por el número de combatientes como por su duración (has-
ta cuatro días).
Todo parece indicar que con la celebración de estos combates, se pretendía hon-
rar a los manes del difunto con sangre humana y, al mismo tiempo, reanimar las
energías vitales de la gens. Muy pronto los funerales fueron un pretexto utilizado por
el heredero para hacerse más popular.
Por tanto, fue en este ámbito de las grandes familias, en un ámbito privado, don-
de los combates gladiatorios comenzaron a ser conocidos, si bien su popularidad fue
en continuo crecimiento. En el año 160 a.C., el pueblo romano abandonó la repre-
sentación de una de las obras teatrales de Terencio para asistir al combate gladiatorio
ofrecido por los hijos de Paulo Emilio en honor de los manes de su padre. Dicha po-
pularidad es lo que explica la rápida desacralización de los munera que dejan de for-
mar parte de un dgon funerario para ser un simple espectáculo al tiempo que los gla-
diadores que combatían en ellos se transforman en profesionales. Se admite, en este
sentido, que dicho espectáculo no fue oficializado sino hasta el año 105 a.C., cuando
el Estado comenzó a integrarlos lentamente en el programa de los ludi publici.

525
Los insepulti y el suicidio

Privar a un muerto de su sepultura o de las honras fúnebres que le correspondían


constituía un grave delito religioso que era necesario expiar. Tras la muerte de Mise-
no, así le dice la sibila a Eneas:

Otra cosa: yace sin vida el cuerpo de uno de tus amigos


(lo ignoras, ¡ay!) que con su muerte mancilla a la flota entera,
mientras tú consejo demandas y te demoras en mis umbrales.
Ponlo primero en su lugar y dale sepultura.
Toma unas ovejas negras, que sean la expiación primera.
(Virgilio, Eneida VI, 149-153).

J. Scheid recuerda que dicho escrúpulo era de tal orden, que incluso el flamen
dialis y los pontífices, que bajo ningún pretexto podían ver un cadáver, tenían la
obligación de enterrar al insepulto.
Si el cuerpo de una persona no podía ser enterrado por haber desaparecido bajo
las aguas o haberse quedado en algún lejano campo de batalla, los familiares podían
levantar un cenotaphium (también llamado honorarius sepulcrum u honorarius tumulus) al
que se invitaba a habitar al alma del muerto llamándolo por su nombre tres veces:
((Entonces yo mismo en la costa retea un túmulo inane 1 te levanté y con gran voz
invoqué tres veces a tus Manes» (Eneida VI, 725-726).
En relación con todo ello figuran las consecuencias religiosas del suicidio. Los
romanos desconocieron un nombre preciso que designara la acción de quitarse vo-
luntariamente la vida y empleaban, por el contrario, varias expresiones (por ejem-
plo, mortem sibi consciscere). En origen, como sucede en todas las sociedades arcaicas, el
suicidio estuvo mal considerado creyéndose que las almas de los suicidas se conver-
tían en espíritus malévolos condenados a errar en el mundo de los vivos. De aquí que
el suicidio fuera con frecuencia utilizado como un medio sutil de venganza. La histo-
riografía latina guarda el recuerdo de los ciudadanos romanos que se suicidaron para
vengarse del rey etrusco Tarquinio el Soberbio por haberles obligado a trabajar como
esclavos en la construcción de la Cloaca Máxima.
No obstante, las diferentes formas de suicidio recibieron también una distinta
consideración. La forma más ignominiosa de quitarse la vida era el ahorcamiento
(también la crucifixión), quizá porque se consideraba necesario morir en contacto
con la Terra Mater; el derecho pontifical preveía la privación de la sepultura para
quienes optaran por este procedimiento y establecía la necesidad de cumplir ritos ex-
piatorios. Todo lo relacionado con el ahorcamiento era odioso: el árbol era conside-
rado sacer (maldito) y la cuerda afanosamente disputada por magos y hechiceros para
sus prácticas maléficas.
En un estudio reciente, Voisin señala que de 41 O suicidios transmitidos por la
historiografía y literatura antiguas, sólo 6 son ahorcamientos. Existían, por lo tanto,
otras formas más <mobles» de quitarse la vida como la muerte por la espada, el estran-
gulamiento, etc. En el Infierno que nos presenta la Eneida de Virgilio, los suicidas
permanecen en una región <meutra», a la entrada del reino de Plutón, que recuerda al
(dimbo» cristiano:

526
El lugar inmediato lo ocupan esos desgraciados inocentes
que con su mano se dieron muerte y de luz hastiados
se quitaron la vida. ¡Cómo desearían en el alto éter
ahora soportar su pobreza y las duras fatigas!
La ley se interpone y la odiosa laguna de triste onda
les ata y la Éstige les retiene nueve veces derramada
(Virgilio, Eneida, VI, 434-449).

Grisé, en su magnífico estudio sobre el suicidio en Roma, considera que en el


cambio de era se produjo una transformación en la consideración del suicidio al asi-
milarse entonces jurídicamente a la muerte natural. La influencia de los filósofos es-
toicos y epicúreos sobre los juristas y el aumento del número de suicidios entre las
clases superiores de la sociedad fueron, en su opinión, determinantes. Séneca elaboró
una teoría sobre el suicidio como expresión suprema de la libertad humana; él mis-
mo algunos años después se suicidó, siguiendo los pasos de otros predecesores de la
escuela estoica como Zenón, Cleantes y Antípater:

Aguárdame un poco y te pagaré con caudal mío; mientras tanto nos lo prestará
Epicuro, que dice: «Medita la muerte>>. O si te parece mejor esta expresión: <<Medita
el tránsito a los dioses». El sentido es obvio: es cosa egregia aprender un arte que
sólo ha de practicarse una vez. Precisamente por esto hemos de meditarlo, porque
siempre hemos de aprender aquello que no podemos experimentar ni sabemos. ¡Me-
dita la muerte! Quien esto nos dice, nos dice que meditemos la libertad ... Una sola es
la cadena que nos tiene atados, el amor a la vida, el cual aunque no tenga que echar-
se, se ha de rebajar a tal punto que si alguna vez se impone la exigencia, no nos de-
tenga nada ni nada nos impida estar dispuestos a hacer en el acto lo que habría que
hacer más pronto o más tarde (Sen., Ep., 26).

No obstante, el derecho romano hizo significativas excepciones en su actitud to-


lerante hacia el suicidio, prohibiéndolo al soldado (ya que desde su juramento su
vida no le pertenece) y, sobre todo, al esclavo, cuya muerte suponía una pérdida ma-
terial para el amo; en los colegios funerarios (CIL: XIV, 2112) hay cláusulas -pro-
bablemente elaboradas por los ricos patroni de la asociación- que privan al esclavo
suicida del derecho de los funerales en un intento de no verse privados de él.

La ideología funeraria: el Más Allá

En Roma, al menos durante el periodo republicano, siempre prevaleció la idea


de que tras la muerte daba comienzo para el alma una nueva vida. Se superaba así
una fase más antigua en la que se imaginaba el alma ligada a la tumba y, por tanto, se
creía necesario alimentar al cadáver. Las influencias griegas y etruscas pudieron ha-
ber sido determinantes para que se produjera tal transformación.
Aunque en lo que respecta a la localización del Más Allá, pronto existieron dife-
rencias, la mayor parte de los antiguos romanos creía que éste se encontraba en las
profundidades de la tierra. El mundus, en el foro de las ciudades, era una fosa subte-
rránea que ponía en contacto con los infiernos y los manes. Virgilio, si bien posible-
mente influido por el pitagorismo, hace de la catábasis (o «descenso a los infiernos»)
de Eneas uno de los momentos culminantes de su poema. En el Averno se encontra-

527
ban hasta cinco tipos diferentes de residencias para las almas de los muertos. A este
lado de la laguna Estigia, permanecían durante cien años los insepulti y los suicidas en
espera de que Caronte les pasara en barca:

Toda esta muchedumbre que ves, es una pobre gente sin sepultura;
aquél, el barquero Caronte; éstos, a los que lleva el agua los sepultados.
Que no se permite cruzar las orillas horrendas y las roncas
corrientes sino a aquel cuyos huesos descansan debidamente.
Vagan cien años y dan vueltas alrededor de estas playas;
sólo entonces se les admite y llegan a ver las ansiadas aguas
(Virgilio, Eneida VI, 325-330).

Al otro lado de la laguna, custodiado por el gigante Cerbero, existe una especie
de «limbo» donde permanecen aquellos cuya vida se ha interrumpido prematura-
mente:

De pronto se escucharon voces y un gran gemido


y ánimas de niños llorando, en el umbral justo,
a quines, sin gozar de la dulce vida y arrancados del seno
los robó el negro día y los sepultó en amarga muerte;
junto a ellos los condenados a muerte sin motivo (VI, 426-430).

Posteriormente, el camino se bifurca hacia el Tártaro y hacia los Campos Elí-


seos:

Éste es el lugar donde el camino se parte en dos direcciones:


la derecha lleva al pie de las murallas del gran Dite,
ésta será nuestra ruta al Elisio; la izquierda, sin embargo,
castigo procura a las culpas y manda al Tártaro impío (VI, 540-543).

Es probable que también inicialmente no haya existido en la escatología romana


un concepto de sanción (es decir, de recompensa o de castigo) en el Más Allá; pero
con la influencia del orfismo comenzó a producirse una distinción entre buenos y
malos y, consiguientemente, entre premios y suplicios en el Hades para unos y
otros:

Aquí los que odiaron a sus hermanos mientras vivían, o. pegaron a su padre y en-
gaños urdieron a sus clientes, o quienes tras encontrar un tesoro lo guardaron para
ellos y no dieron parte a los suyos (éste es el grupo mayor), y los muertos por adulte-
rio, y quienes armas siguieron impías sin miedo a engañar a las diestras de sus seño-
res, aquí, encerrados aguardan su castigo. No trates de saber qué castigo o qué forma
o fortuna sepultó a estos hombres. Unos hacen rodar un enorme peñasco y de los ra-
dios de las ruedas cuelgan encadenados... (VI, 608-616).

Esta creencia -predominante entre la población- en la vida de los Infiernos


fue apagándose lentamente. Polibio (VI, 56, 12) dice que en el pasado los antiguos
inculcaron a las masas (das narraciones de las cosas del Hades», considerando una te-
meridad irracional que en su tiempo se pretenda suprimir ese elemento. Por su parte,
Juvenal, ya a finales del siglo 1 d.C., escribe:

528
Cierto que ya ni los niños creen en los reinos subterráneos, ni en la barca de Ca-
ronte, ni en las ranas negras de la laguna Estigia. Pero imaginemos que todo esto
fuera verdad (Sátira.r II, 149-152).

Paralelamente, a finales de la República, comenzó a extenderse la creencia, por


influencia de otra doctrina filosófica, el pitagorismo, de que el alma se elevaba hacia
el cielo llegando a transformase en astro o habitando en sus proximidades. La litera-
tura latina insiste en que ése es, al menos, el destino de los grandes hombres, como
Pompeyo (Lucano, Farsalia IX, 1-15) o César:

.. .la buena Venus se para en medio del palacio del Senado [donde César fue asesi-
nado en 44 a.C.]; invisible para todos, ella toma del cuerpo de su querido César el
alma que se separa y para impedir que se disipe en el aire, ella lo lleva en medio de
los astros del cielo; sin embargo ella se da cuenta de que esta alma se ilumina y se en-
ciende; ella la deja escapar; el alma se eleva por encima de la luna y atrayendo a tra-
vés del espacio una cabellera de llama, toma la forma de una estrella brillante...
(Ovidio, Metamorfosis, XV, 843-851).

La actitud escéptica ante la vida del Más Allá debió de quedar reservada, sobre
todo, para los espíritus más cultivados. Pero aún no siendo muchas las inscripciones
conservadas de este periodo, algunas de ellas ni afirman ni rechazan la inmortalidad
e incluso llegan a expresar abiertamente la duda (si sunt Manes). Con el tiempo, sobre
todo ya en el Imperio, irá ganando terreno la idea de la inmortalidad terrestre, como
con frecuencia atestiguan varias fórmulas epigráficas (memoriae etemae, etc). El muer-
to sobrevive, pues, en la memoria o en el recuerdo de los vivos y por ello se le repre-
senta sobre la tumba en sus quehaceres cotidianos.

Fiestas en recuerdo de los muertos

Los romanos recordaban a sus antepasados desaparecidos en dos festividades


anuales -de muy distinto carácter- registradas en el calendario oficial.
La primera de ellas se celebraba en el mes de febrero y constituía en realidad un
ciclo, pues comprendía las Parentalia (del 13 al 21), las Feralia (21) y las Caristia o
Cara Cognatio (22). Hasta el día 21 de febrero todos los templos permanecían cerra-
dos, no se encendía fuego sobre los altares, ni se celebraban matrimonios. Era un pe-
riodo consagrado a aplacar a los muertos (placandis Manibus), recordándoles y cum-
pliendo con los rituales religiosos que les asegura su bienestar. Los familiares visitan
las tumbas -siempre fuera de la ciudad- sobre las que depositan sencillas ofren-
das. Es posible que, inicialmente, la fiesta lo hubiera sido más en honor de los padres
muertos que de los familiares en general.
Las Parentalia culminaban el día 21, llamado Feralia. V arrón dice que su nom-
bre deriva de los poderes infernales (inferi) y del verboferre (llevar) porque las ofren-
das eran llevadas a las tumbas, mientras Festo lo deriva de ferire (herir), en alusión al
sacrificio de animales. En cualquier caso los Fastos de Ovidio refieren para este día la
celebración de prácticas mágicas en honor de Tácita, madre de los Lares, sin que se-
pamos si éstas eran habituales.
Finalmente, el día 22 se celebraban las Caristia o Cara Cognatio; era una fiesta

529
«del día después» ( Nachtag), en la que los vivos, una vez cumplidas sus obligaciones
para con los muertos, se reunían en una comida familiar, a la que cada cual aportaba
algo, y donde no había lugar, como advierte Ovidio, para la gente impía, resentida y
malvada. La reunión constituía por lo demás una magnífica ocasión para que los fa-
miliares (cognatio: «consanguíneo», «pariente de sangre») estrecharan sus vínculos.
En el mes de mayo tenía lugar otra festividad de características completamente
diferentes: las Lemuria. Se celebraban entre las nonas y los idus: el 9, 11 y 13. Era
una fiesta de los espectros o sombras errantes de los muertos ( lemures) que en aquellos
días invadían con sus apariciones nocturnas el mundo de los vivos. Se hacía necesa-
rio, pues, expulsarlos fuera de las casas lo cual hacía el paterfamilias siguiendo un pre-
ciso ritual que describe Ovidio:

Cuando la noche se halla en la mitad de su curso y ha traído el silencio requerido


por el sueño, cuando los perros y vosotras, multicolores aves, permanecéis callados,
el hombre cumplidor del ancestral rito y temeroso de los dioses se levanta -ningu-
na ligadura presentan sus pies- y hace un gesto introduciendo su pulgar entre los
demás dedos juntos, para que ninguna sombra vana le salga al encuentro de su silen-
ciosa marcha. Una vez que haya purificado sus manos en agua corriente, se da la
vuelta después de haber cogido previamente habas negras que va arrojando con la
cabeza vuelta; al tiempo que las arroja va diciendo: «Lanzo estas habas y con ellas me
redimo a mí y a los míos». Esto lo dice nueve veces sin mirar a sus espaldas. Se tiene
la creencia de que la sombra recoge las habas y sigue tras él sin que nadie lo vea.
Toca nuevamente el agua, hace resonar el bronce de Temesa y eleva una súplica para
que los espíritus abandonen la casa. Cuando ha dicho nueve veces: «Salid de aquí,
manes de mi familia», vuelve la mirada y piensa que ha cumplido punto por punto el
ritual (Fastos V, 430 ss).

El contraste entre los dos tipos de fiesta -Parentalia y Lemuria- es inevitable:


aquélla constituía una dulce ocasión para recordar a los muertos en familia, mientras
en ésta los muertos son expulsados mediante ritos apotropaicos; mientras en febrero
se iba a la «casa de los muertos», en mayo son los muertos quienes vienen a la casa de
los vivos.
Sin embargo, para algunos autores antiguos el término de lemur tiene un sentido
muy restringido, al designar a aquellos hombres que mueren (por lo general violen-
tamente) antes de tiempo, sin haber podido formar una familia y, consiguientemen-
te, sin haber podido adquirir la condición de parentes. Es el propio Ovidio quien ilus-
tra el concepto de lemur tomando como ejemplo a Remo, muerto violentamente a
manos de su hermano Rómulo y transformado después en lemur. Fue Rémulo quien,
en su opinión, instituyó las Lemuria (llamadas en origen Remuria) para aplacar el es-
pectro de su hermano. Remo es pues, el prototipo de iemur como Rémulo lo es de los
paren/es.
Es difícil conocer cuáles fueron las diferentes reacciones psicológicas y las actitu-
des particulares ante la muerte. De la literatura latina parece desprenderse que, pese
al dolor, la actitud que esperaba de los patricios era de distanciamiento e incluso de
frialdad. Generalmente prevalece entre éstos un sentimiento de pudor e incluso de
rechazo ante cualquier manifestación de dolor; de aquí la costumbre de delegar ésta
en plañideras profesionales. Las gentes más cultas recomiendan llorar de noche y se-
car las lágrimas de día, manteniendo un rostro sereno: «El hombre debe ser sensible

530
amorosa, como refleja casi toda la poesía augústea, era el campo de acción preferido
de estas viejas hechiceras itálicas.
Incluso la célebre maga griega Circe es presentada, conforme a una tradición del
siglo III o 11 a.C., como una maga originaria de las montañas de Italia central. Hasta
tal punto la magia y la hechicería estaban en manos de mujeres que Columela usa el
femenino cuando advierte contra los peligros de trabar conocimientos con harúspi-
ces y sagae, ya que ambos pervierten las almas de los ignorantes con una vana supers-
tición. Esta magia de tradición local tuvo que competir, sin embargo, con la que, a
partir del siglo 1 a.C., practicaron en suelo romano las tesalias y tracias; éstas acaba-
rían imponiéndose sobre las nugae itálicas. Así, cuando Lucano presenta en su Farsalta
una consulta necromántica del hijo de Pompeyo para conocer la suerte de la batalla
final, es la hechicera tesalia Ericto -y no una saga itálica- quien «escrutando las
médulas heladas por la muerte encuentra las fibras de un pulmón rígido y trata de
hallar voz en este cuerpo inanimado» (VI, 629-631 ).

Prácticas mágicas

Las comunidades itálicas conocieron, desde sus orígenes, una magia autóctona o
popular, que tuvo una especial aplicación en la vida rural. El testimonio más antiguo
de su práctica lo constituye la Ley de las XII Tablas. Los legisladores de mediados del
siglo v a.C. se vieron obligados, en efecto, a perseguir determinadas prácticas mági-
cas, especialmente aquellas que atentaban contra la salud, los bienes o la reputación
de un individuo, especialmente del campesino.
U na de las prácticas mágicas más frecuentes, también penada por la legislación
decenviral, fue el malum carmen, el encatamiento mágico. Los autores antiguos dieron
distintas versiones del mismo; para Cicerón se trataba de un poema injurioso, mien-
tras para Plinio de fórmulas mágicas:

A propósito de los remedios sacados del hombre, se plantea una cuestión muy
grave y siempre pendiente: ¿las fórmulas mágicas y los encantamientos tienen po-
der? Si este poder es real, es necesario atribuírselo al hombre. Los más sabios, toma-
dos individualmente, rechazan esta creencia, pero en conjunto ella domina todos los
momentos de la vida (Historia Natural XXVIII, 10).

Los testimonios de estas fórmulas son, para la época republicana, raros. Uno de
ellos es el que nos transmite Catón que conserva unas fórmulas no para perjudicar o
dañar, sino para curar un esguince:

Si hay luxación, será curada por este encantamiento: toma una caña verde, de
cuatro a cinco pies, córtala por la mitad y que dos hombres sostengan las dos partes
en sus muslos. Comienza a decir la fórmula «Moetas vaeta daries dardaries asiadari-
des una petes» hasta que ellas se junten, o «Motas vaeta daries dardares astataries dis-
sunapiter». Blande un hierro por debajo. Cuando ellas se hayan juntado y se toquen,
toma esta parte con la mano y corta a derecha e izquierda; liga el todo sobre el miem-
bro luxado o fracturado, él sanará. Pero sin embargo, repite cada día: «Huat, hauat
ista pista sista dannabo damnaustra»; o bien: «Huat, haut, haut istaris tarsis ardanna-
bou dannaustra>> (Catón, Sobre la Agricultura, 160).

532
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Tablilla de defixión de Hadrumetum (Túnez). Jun- ~\ NO("l'IVA~S
\
to al daimon aparecen las siguientes palabras miste-
riosas: CUIGEU, CENSEU, CINBEU, PERFLEU, DIARUN-
'~~B~RI5 O(t:JVJVf
CO, DIASTA, BESCU, BEREBESCU, ARURA, BA AGRA. En
el pecho del daimon: ARITMO ARAITTO. En la barca:
NOCTIVAGUS, TIBERIS, OCEANUS.
~-----~7-----------~/

Los autores modernos han ofrecido diversas interpretaciones de dichas fórmulas


mágicas. P. Huvelin considera que se trata de una fórmula del tipo de los Ephesia
grammata, término dado a toda fórmula mágica incomprensible. A. M. Tupet, la gran
estudiosa de la magia romana, creyó, por el contrario, que este tipo de textos tuvo en
origen un significado (por ejemplo, en una lengua desconocida) o era tomado de va-
rias lenguas, pero que, a medida que su sentido se hacía más incomprensible su valor
más se reforzaba.
Las tabellae defixionum también gozaron de gran popularidad. Si bien, a juzgar por
el catálogo de A. Audollent, son raras antes del siglo 1 a.C. y proceden sólo de la
Campania, se multiplican desde época silana ampliándose también su procedencia
geográfica (Capua, Cumas, Puzzoli y Roma). Todas las categorías sociales se interesa-
ron por sus efectos.
Se trata de láminas de plomo, a veces en forma de figura humana, sobre las que se
grababan palabras o expresiones de maldición. Eran empleadas ya en la Grecia del
siglo v a.C. y en la Italia del IV a.C. para maldecir a individuos (o también a familias
y grupos sociales) sobre los que se deseaban que cayera todo tipo de desgracias (como
enfermedades, la imposibilidad de hablar u oír o incluso la muerte). Con mucha fre-
cuencia se ansiaba, particularmente, inmovilizar al adversario; la intención era sim-
bolizada por un clavo que atravesaba la lámina de plomo y lo fijaba en sepulcros (ésta
era una de las causas más frecuentes de violaciones), pozos y, en general, en lugares
profundos, considerados como acceso al mundo subterráneo. Por ello las defixiones
eran consagradas a divinidades infernales como Hécate, Plutón, Proserpina, etc.
Quienes las escribían o mandaban escribir daban todo género de detalles (nom-
bre, filiación, domicilio) sobre el enemigo (así como las partes del cuerpo que debían
ser afectadas), con el fin -como ocurre en el ritual religioso- de evitar cual-

533
quier error de las potencias maléficas encargadas de ejecutar la maldición. Así, por
ejemplo:

Buena y bella Proserpina, esposa de Plutón, o Salvia, si es necesario llamarte así,


destruye la salud, el cuerpo, el color, las fuerzas, las facultades de Avonia. Entrégala
a Plutón, a tu esposo. Que ella no pueda, por sus pensamientos, evitar el maleficio...
Y o te doy la cabeza de Avonia, Proserpina Salvia. Yo te doy la frente de Avonia, yo
te doy las cejas de Avonia, yo te doy los párpados de Avonia, yo te doy las pupilas de
A vonia, Proserpina Salvia, yo te doy las orejas, los labios, la nariz, los dientes, la len-
gua de Avonia para que Avonia no pueda decir de dónde sufre; su cuello, sus espal-
das, sus brazos, sus dedos, para que ella no pueda ayudarse de nada; su pecho, su hí-
gado, su corazón, sus pulmones para que ella no pueda sentir dónde sufre; sus intes-
tinos, su vientre, su ombligo, su dorso, sus flancos, para que ella no pueda dormir; su
vejiga para que ella no pueda orinar; sus nalgas, sus muslos, sus piernas, sus tibias,
sus rodillas, sus pies -talones, planta, dedos- para que ella no pueda por sus pro-
pias fuerzas sostenerse en pie (CIL I, 2, 2520).

El deseo de que la persona enemiga permanezca muda o no pueda decir dónde le


duele, era casi una constante en este tipo de imprecaciones mágicas que pedían a las
potencias infernales que el adversario no pueda responder ni hablar ( neque respondere
neque dicere posssuit). Cicerón recuerda el caso de C. Escribonio Curio un orador que
sufría continuas pérdidas de memoria llegando a quedar mudo. La causa no era otra
que los sortilegios y las fórmulas mágicas de la hechicera Titinia.
Algunas tabellae, contienen palabras escritas al revés. Así, por ejemplo una, redac-
tada para maldecir a un ladrón de toallas en los baños, dice en la versión original y en
la restituida por A. Audollent (Defixionum Tabellae, París, 1904, 104):

qihim mateliu tiualo Qui mihi ma(n)telium in(u)olauit,


ni cistauqilc mocauqa sic liquat com aqua
lle at. minq mae tiua ell(a)m(u?)ta, ni q(u)i eam saluauit
u l...

Es decir: «Aquel que me ha robado mi toalla se licuefique como esta agua muda,
a menos que me la haya puesto al lado». El propósito de ocultar el significado de las
palabras no es otro que el hacerlas comprensibles sólo al mago y a las fuerzas inferna-
les cuya intervención se invoca para castigar al ladrón. En otras ocasiones junto al
texto aparecen signos, letras, serpientes entrelazadas, flechas, triángulos, etc ..
La poesía latina menciona con frecuencia otra categoría de encantamiento mági-
co, la nenia, generalmente atribuida al pueblo marso. El término es, aún hoy, de sig-
nificado oscuro pero parece identificarse con fórmulas vulgares, de escaso prestigio,
utilizadas tanto en cantos fúnebres como quizá también en la magia amorosa. La he-
chicera Ca nidia, dirigiéndose a V aro, le dice:

¡Pues no, no serán usuales pociones


las que a mí te traigan, Varo
que has de llorar tanto, ni fórmulas marsas
te harán entrar en razón! (Horacio, Epodos, V, 73-76).

534
Otra finalidad -dado su carácter apotropaico- tenía el célebre fascinum o mal
de ojo. Dicho mal residía en una mirada anómala (por tener un solo ojo o dos de co-
lores diferentes, sufrir estrabismo, etc.). Esa mirada penetrante y aguda era peligrosa,
sobre todo cuando se hacía insistente. Quienes eran felices o tenían fortuna, se consi-
deraba que estaban particularmente expuestos al fascinum y podían, por tanto, ver
cambiar su suerte.
Es difícil conocer el origen de esta superstición, muy extendida por otras culturas
mediterráneas, que parece venir parcialmente explicada por el poder sobrenatural
que se atribuía en la Antigüedad al misterio fisiológico del ojo.
Contra dicho peligro cabía valerse de la representación de ciertos animales (ge-
neralmente con cuernos), falos, manos abiertas, etc. que eran expuestos en toda di-
versidad de objetos (mosaicos, copas, ánforas, navíos). La arqueología ha puesto al
descubierto una gran variedad de amuletos (el término amuletum aparece por primera
vez en la obra de Plinio el Viejo), utilizados para conjurar, además de la fascinatio,
otras amenazas: manos de bronce, lunulae (ornamentos en forma de media luna), osci-
/Ja (discos decorados), piedras (ámbar), dientes o piel de león, ojos de rana, etc.
Por último, la Ley de Las XII Tablas preveía un severo castigo para aquella per-
sona que robase las cosechas de su vecino mediante procedimientos mágicos. La dis-
posición ha llegado a nosotros fragmentariamente, si bien existen otros testimonios
que confirman su inclusión en dicha legislación: Qui fruges excantassit... neve alienam se-
getem pellexeris («Quien se proponga encantar las mieses ... y no se ejerza ningún encan-
tamiento sobre las mieses ajenas»: VIII, 8 a y b).
La ley, como da a indicar el verbo excantare («hacer desaparecer por un encanta-
miento»), castigaba, pues, a quien valiéndose de encantamientos hacía pasar la cose-
cha del vecino a su propio dominio. El «procedimiento» utilizado por los magos o
hechiceros para robar la cosecha es desconocido; los antiguos creían que éstos eran
capaces de transportar en masa y verticalmente, de una tierra a otra, los vegetales ya
plantados pero son pocos los que precisan la técnica empleada.
Para Virgilio este robo obedecía al consumo de ciertas hierbas; según Tupet, del
texto podría desprenderse que, por un fenómeno de alucinación, el dueño del campo
creía ver desaparecer su cosecha y prosperar la del vecino:

Estas hierbas y estos venenos cogidos en el Ponto me los dio Meris mismo (na-
cen muy abundantes en el Ponto). Con éstas he visto muchas veces a Meris conver-
tirse en lobo y esconderse en los bosques, sacar muchas veces las almas de los sepul-
cros profundos y cambiar a otro sitio las mieses sembradas (Virgilio, Bucólicas VIII, 9 5).

Plinio ofrece, en este sentido, otro dato de interés:

Según una ley del campo, en la mayor parte de los dominios itálicos, se toman
medidas para que las mujeres no vayan por los caminos haciendo girar los husos o
que no los lleven completamente descubiertos porque ello se opone a la esperanza de
todo y principalmente de las cosechas (Historia Natural XVIII, S, 1).

El fusus puede referirse tanto al instrumento utilizado para hilar la lana (huso)
como a un rombo u objeto parecido, utilizado muy habitualmente en prácticas mági-
cas. El propio Plinio (Historia Natural XVIII, 6, 41-4 2) recoge el caso del liberto
C. Furia Crésimo quien, sospechoso de practicar la magia de las mieses, tuvo que

535
mostrar su utillaje y mano de obra para justificar unos mayores beneficios que sus
vecinos.
Uno de los principales elementos utilizados en la hechicería era el venenum, térmi-
no que, como phármakon en griego, tenía el trivalente significado de remedio curati-
vo, veneno y droga mágica o abortiva. El término ueneficium designaba tanto el enve-
nenamiento como las prácticas mágicas. Sólo el progreso de la botánica, conocido en
el mundo helenístico, permitió una lenta distinción entre las plantas medicinales y
las venenosas.
Las mujeres, en cuyas manos estaba su preparación, se vieron envueltas en nume-
rosos procesos de veneficium. Ya en el año 361 a.C., según nos dice Tito Livio, una
enorme mortandad fue atribuida al venenum, siendo condenadas 170 matronas. Tam-
bién en 186 a.C., durante el proceso de las Bacanales, se acusó a los iniciados de utili-
zarlo. En 180 fueron condenadas más de tres mil personas en Italia por los mismos
cargos. Aún en el año 154 a.C., la muerte de dos consulares fue atribuida al uso de ve-
nena por sus mujeres. En el año 81, Sila promulgó la /ex Cornelia de sicariis et veneficiis
que servirá de modelo a otras disposiciones de la época imperial.

536
CAPÍTULO III

La religión romana del Imperio


SANTIAGO MoNTERO

LA RELIGIÓN ROMANA DEL IMPERIO: PERSISTENCIA Y RENOVACIÓN

La política religiosa de Augusto

Con Augusto, como observó J. Bayet, se produce en la religión romana un punto


de inflexión. Su obra en materia religiosa ha sido considerada de muy diversas mane-
ras: «reforma», «nueva orientación», «restauración» o «innovación». Pero en cual-
quier caso se caracterizó por un intento de volver a las antiguas tradiciones romanas,
adaptándolas -eso sí- a la nueva ideología política facilitando, durante más de
dos siglos, una coherencia a la religión oficial de Roma.
Las iniciativas religiosas del fundador del Imperio fueron estrechamente ligadas
a su progresiva ascensión política y por ello debemos distinguir dentro de ella, como
hace R. Schilling, tres periodos:

a) Del año 44 al 31 a.C. Octavio se comporta como fiel hijo adoptivo de César,
costeando personalmente los juegos que conmemoraban el nuevo templo de Venus
Genítrix. Tras el reparto del Imperio entre los triunviros y el distanciamiento de Lé-
pido en el año 36 a.C., Antonio en el Oriente y Octavio en el Occidente protagoniza-
rán un largo enfrentamiento al que la batalla de Actium puso fin en el año 31 a.C.
Virgilio, Propercio y, en general, la poesía de la época augústea no dudaron aun en
presentar la evolución de la batalla naval y el triunfo final de Octavio sobre Antonio
y Cleopatra bajo la atenta mirada de Venus y de César:

Así habló, y gasta la carga de la aljaba en su arco: la lanza de César vino muy cer-
ca detrás del arco de Febo. Vence Roma con la promesa de Febo: la mujer sufre el

537
generosos donativos aportando, por ejemplo, al templo de Júpiter Capitalino dieci-
séis mil libras de oro, así como perlas y piedras preciosas por valor de cincuenta mi-
llones de sestercios. Dichos donativos eran considerados como afirmación de su pie-
las y explican la concesión de tantos títulos sacerdotales.
Pero también presumió de haber restaurado ritos y ceremonias, como el augurium
salutis, que habían caído en desuso y de haber aumentado el número, la dignidad y las
prerrogativas de los sacerdotes, especialmente de las vestales. Suetonio narra al res-
pecto lo siguiente:

... así, en una ocasión en que debía de procederse a la elección de una de estas sacer-
dotisas para cubrir una vacante resultado de una defunción, al ver que eran muchos
los que hacían gestiones para evitar que sus hijas entraran en el sorteo, aseguró bajo
juramento <<que si la edad de alguna de sus nietas lo consintiera, él mismo la hubiera
ofrecido espontáneamente» (Augusto, 31, 3).

En esta misma línea hizo ocupar el Jlamonium Dialis, vacante desde que en el
año 87 a.C. su último titular, L. Cornelius Merula, huyendo de sus enemigos, se
había suicidado en el templo de Júpiter, tras deponer sus insignias sacerdotales. En
general, tanto los grandes collegia sacerdotales como las viejas sodalitates cobraron un
notable impulso adoptando sus funciones religiosas a las nuevas circunstancias po-
líticas.
Un reciente estudio de J. Scheid ha puesto al descubierto los verdaderos propósi-
tos de Augusto en la reforma del colegio de los fratres arvales. Sus deberes religiosos es-
taban centrados en la ejecución de ciertos ritos para proteger el campo (arva) y favo-
recer las buenas cosechas pero también, a comienzos de cada año, rogaban a los dio-
ses por la prosperidad del Imperio y la salud del César y su familia. Augusto puso un
especial cuidado en que el colegio fuese reclutado de un amplio espectro social:
miembros de la antigua aristocracia republicana, partidarios de Pompeyo o de Anto-
nio, seguidores suyos, todos en calidad de fratres al servicio de una misma causa. Es
precisamente esa conciliación entre la tradición y el espíritu de reforma e innova-
ción lo que caracteriza la política religiosa de Augusto.
En sus Res Gestae no duda en recurrir a un antiguo ritual religioso, como era el
cierre de las puertas del templo de Jano, para dar a conocer el nuevo mensaje político
de la pax augusta:

El templo de )ano Quirino, que nuestros antepasados mandaron que se cerrara


siempre que hubiera paz, una paz garantizada por una victoria, en todos los domi-
nios del Imperio romano en tierra y mar, y que, antes de mi nacimiento se recuerda
haber sido cerrado solamente por dos veces en total desde la fundación de la ciudad,
el Senado lo mandó cerrar tres veces durante mi principado (Res Gestae, 13).

Este mismo equilibrio, entre tradición e innovación, se puso de manifiesto en el


delicado problema de la elección de su morada. Rechazando la posibilidad de vivir
en la Regia del Foro, como correspondía a su condición de pontifex maximus, y cons-
truyendo su casa en el Palatino, entre el templo de Cibeles, el tugurium Romuli y el san-
tuario de Apolo, Augusto buscaba apoyar su poder personal en el de los dioses. El
propio Augusto dedicó a Vesta (el28 de abril del año 12 a.C.) una capilla en su pala-
cio, según recuerda Ovidio:

539
Vesta ha sido recibida en la morada de un pariente. Así lo decretaron los justos
senadores. Febo ocupa una parte del edificio; otra parte ha sido cedida a Vesta;
el resto lo ocupa el propio César... Él solo acoge a tres dioses eternos (Fastos IV,
949-954)

Augusto se valió también de dos viejas divinidades romanas, Marte y Venus, para
impulsar su programa político. Aquél, como Mars Ultor, el dios vengador del asesi-
nato de César, se transformará en protector de la dinastía, mientras Venus es puesta
al servicio de la ascendencia enéada de la misma. Ambos dioses aparecen con fre-
cuencia en la literatura y el arte de la época. Tanto en el Panteón, inaugurado por
Agripa en el año 25 a.C. como en el templo de Mars Ultor, dedicado en el Foro de
Augusto en el año 2 a.C., sus estatuas se encuentran juntas.
De igual forma, como observa R. Schilling, también los elementos helénicos y
las tradiciones romanas fueron hábilmente combinados. Dio prueba de ello Augusto
(iniciado en Atenas en los misterios de Deméter) cuando instituyó los /udi saecu/ares
del 17 a.C.; pocos años después, en el 12 a.C., ordenó transferir los Libros Sibilinos,
hasta entonces depositados en el templo Capitalino, al templo de Apolo en el Palati-
no (construido en el 28 a.C.). La antiquísima tradición romana de consultar ios li-
bros sagrados fue mantenida pero, a partir de entonces, bajo la protección de un
Apolo que reunía muchas de las características con que era conocido en Grecia.
Lo que no dejó lugar a dudas fue su oposición a los cultos religiosos extranjeros y,
en particular, a las influencias orientales. En el año 28 a.C. prohibió la implantación
del culto de lsis en el interior del pomerium, pese a que pocos años antes se había auto-
rizado la erección de un templo a Isis y Sera pis. Su actitud fue la misma cuando visitó
Egipto:

En cambio, en otra ocasión, cuando recorría Egípto, no sólo consideró que no


valía la pena desviarse un poco de su ruta para ver al buey Apis, sino que incluso fe-
licitó efusivamente a su nieto Cayo por haber atravesado Judea sin practicar ningún
rito religíoso en Jerusalén (Suetonio, Augusto, 93).

Pero donde puso mayor interés en aparecer como hombre prudente y comedido
fue en la cuestión de los honores a sus familiares y en los que le ofrecían las ciudades
y pueblos del Imperio.
Augustó no descuidó la promoción personal de su padre adoptivo, César, cuya
divinización hacía automáticamente de él, el hijo de un divus. Poco después de llegar
de Apolonia ofreció al pueblo juegos para conmemorar la dedicación del templo de
Venus Genitrix durante los cuales tuvo lugar la célebre aparición del Sidus Iu-
lium:

En efecto, durante los primeros juegos que su heredero Augusto ofreció en ho-
nor de César divinizado, un cometa, que surgía a la hora undécima, brilló durante
siete días consecutivos y se divulgó la creencia de que era el alma de César a quien se
le habían abierto las puertas del cielo. Éste es el motivo por el que en su efigíe se le
añade una estrella sobre su cabeza (Suetonio, César, 88).

Al año siguiente, en el año 43 a.C., el Senado ordenó, además de la celebración


de su natalis «bajo pena de ser condenados a la cólera de Júpiter y del propio Césan>

540
(Dión Casio, 47, 18, 5), la consagración de un templo en el lugar donde César fue in-
cinerado ( templum divi lulii). El culto al Divus lulius se extendió de tal modo por el Im-
perio que hasta Cleopatra sabemos que ofreció sacrificios en su honor. Durante las
guerras civiles mientras Marco Antonio se hacía pasar por Dioniso y Sexto Pompeyo
proclamaba a Neptuno como su padre, Octavio hacía valer su condición de divi filius;
dicha filiación divina le confirió desde los primeros años una legitimidad sacra! de la
que sus rivales carecían.
El culto a su padre adoptivo y la paz establecida en el Imperio fueron los dos fun-
damentos sobre los que se apoyará la sacralización de su autoridad personal. Augusto
favoreció desde el poder, tanto en Roma como en Italia y siempre bajo una política
aparentemente prudente, las formas directas de su culto y así, cada cuatro años, se
hacían votos por la salud del princeps seguidos de juegos como recuerda su propio tes-
tamento:

El Senado decretó que, cada cuatro años, los cónsules y los sacerdotes hicieran
votos por mi salud (vota pro valetudine mea). En cumplimiento de estos votos se cele-
braron con frecuencia juegos, mientras yo vivía, unas veces a cargo de los cuatro co-
legios de sacerdotes más importantes, y otras veces a cargo de los cónsules. Además
de esto, todos los ciudadanos de común acuerdo, tanto individualmente como por
municipios, realizaron continuos sacrificios por mi salud en todos los pulvinaria de
los dioses (Res Gestae, 9).

En el año 19 a.C. se conmemoró el feliz retorno de Augusto de sus campañas por


el Oriente, elevando un altar a Fortuna Redux sobre el cual los pontífices y las vesta-
les depositaban anualmente ofrendas en la festividad de las Augustalia. (Res Gestae,
11). En el año 7 a.C., coincidiendo con la reforma administrativa de Roma, dividida
en regiones y vici, se llevó a cabo también la reorganización de la institución de los
Compitalia. Inspirándose en la antigua costumbre de honrar al genius del patetjamilias
permitió que su genius recibiera culto junto a los lares de las encrucijadas (Lares compi-
ta/es, que pasaron a ser Lares Augusti). De esta forma, en el cambio de era, las imáge-

M
o 1 2 3 4 5 6 7 8 9 lO

Templo de Fortuna Augusta (Pompeya), según Mau-Kelsey. A, altar; B, pórtico; C, celia; D, estatua de la
divinidad.

541
nes de los lares podían ser vistas en las encrucijadas de los caminos flanqueando la fi-
gura del Genius Augusti. En el año 7 a.C. fueron creados 265 collegia compitalicia encar-
gados del mantenimiento de dicho culto.
Los augusta/es y seviri augusta/es hicieron una intensa propaganda por las ciudades
itálicas y provinciales de las nuevas formas del incipiente culto imperial. La idea de
la divinización de la persona del emperador quedaba así cimentada y no tardaría en
ir consolidándose.
Pero las formas más abiertas de este nuevo culto, es decir, la proclamación de
Augusto como dios, fue reservada sólo a las provincias, sobre todo de Oriente, que,
al menos desde el siglo u a.C. conocían ya el culto a la diosa Roma. Augusto hizo
unir este culto al suyo cuando en el año 29 a.C. permitió a la asamblea de la provin-
cia de Asia la construcción de un templo a Roma y Augusto en Pérgamo. Pronto sur-
gieron otros centros cultuales de características similares en Nicomedia de Bitinia y
en Ancyra. Las fiestas (Romaia Sebasta), el calendario y las dedicaciones oficiales re-
cordaron también esta asociación.
El sacerdote supremo del culto imperial era, al mismo tiempo, presidente del koi-
non («asamblea») de la provincia. Su destacado prestigio social explica que sirviera de
modelo, pocos años después, a las asambleas provinciales de Occidente, llamadas
concilia.
Existe no obstante una gran discusión, centrada en los últimos años, sobre la na-
turaleza del culto imperial en la parte oriental del Imperio. L. R. Taylor consideró
que Augusto fue venerado en el Oriente griego como un dios encarnado, pero más
recientemente S. R. T. Price, en su estudio sobre el culto imperial en estas provincias
del Imperio, ha tratado de demostrar que la naturaleza de Augusto estaba «entre la
del dios y la del hombre» si bien nunca llegó a ser considerado de condición divina.
En Occidente la situación fue, en cualquier caso, muy diferente. M. Jaczynows-
ka, estudiosa del tema, considera que los romanos tenían otro sentido de la divinidad
del poder, distinguiendo, en tanto que objetos de culto, entre el retrato del empera-
dor (imago) y las estatuas de los dioses ( simulacra deomm ). Por esta razón los ciudadanos
romanos no dirigían sus plegarias al emperador, al menos en vida de éste, conscien-
tes de que no podía influir, por ejemplo, sobre los fenómenos de la naturaleza para
que se obtuvieran mejores cosechas. La «divinidad>> del princeps, según concluye la es-
tudiosa polaca, estaba lejos de la imagen de Júpiter o de otros grandes dioses del pan-
teón romano.
El culto imperial organizado y propagado por iniciativa del propio Augusto,
carecía en Roma e Italia de la infraestructura necesaria con la que ya contaban las
ciudades griegas. Druso, yerno de Augusto, llevó a cabo una destacada labor en la
organización del culto imperial, convocando en Lugdunum (Lyon), en agosto del
año 12 a.C., a los representantes de más de 60 tribus galas; la constitución de la asam-
blea provincial ( concilium), establecía así los fundamentos del nuevo culto de Roma y
Augusto. En la confluencia ( ad conjluentem) de los ríos Ródano y Saona, fue levantado
un altar, dedicado en el año 10 a.C., que lo conmemoraba.
El primer sacerdote del nuevo culto ( sacerdos Romae et Augusti) fue C. lulius Vere-
condandubnus, delegado de la tribu de los eduos, aliada de Roma. El altar de Roma y
Augusto se constituyó en centro del culto provincial de las Tres Gallias celebrándose
anualmente en el lugar una fiesta anual.
El propio Druso creó pocos años después otro centro de culto imperial en la

542
Germanía: el ara Ubiorum, sobre el Rin (más tarde Colonia Claudia Ara Agrippi-
nensis). Su dedicación, discutida (entre el año 8 a.C. y el 5 d.C.), pudo hacerse coin-
cidir con los éxitos militares obtenidos en dicha provincia por Tiberio.
En el año 9 d. C. el cargo de sacerdos apud aram Ubiorum era ejercido por un noble
querusco, Segismundus, quien, según dice Tácito (Anales, I, 57), rompiendo las
cintas sacerdotales (y sus relaciones con Roma) se unió más tarde a los rebeldes
germanos.
Augusto proyectaba, según M. Jaczynowska, hacer del ara Ubiorum un centro reli-
gioso de la nueva provincia de Germanía; pero la derrota de los romanos en el bos-
que de Teutoburgo limitó su importancia a actividades locales. Idéntico carácter tu-
vieron también, en su opinión, los templos de Augusto en Andemantunum (en la
Galia) y las arae Sestianae (en Hispania), dedicadas en el año 9 a.C.
Jaczynowska, que ha acuñado recientemente la bella expresión de «religión de la
lealtad», cree que ésta aglutinaba varios elementos (el culto imperial en las provin-
cias, la devoción a Roma y Augusto, el reforzamiento de los dioses protectores de la
Gens Julia y de los que protegían personalmente al emperador), con el único fin de
consolidar la unificación ideológica del nuevo Imperio romano.
Dicha política culminó con la apoteosis póstuma de Augusto, siguiendo quizá el
modelo de la ascensión de Rómulo: «No faltó tampoco en esta ocasión un ex pretor
que declaró bajo juramento que había visto que la sombra de Augusto, después de la
incineración, subía a los cielos» (Suetonio, Augusto, 100, 4). El mismo año de su
muerte el simulacrum divi Augusti fue puesto, por orden del Senado, en el templo de
.\[ars Ultor. Su mujer, Livia, fue nombrada sacerdotisa del culto (jlaminica Augustz) y
Germánico su flamen. Entre los parientes y amigos de Augusto fueron nombrados
21 miembros del colegio de los soda/es Augusta/es. No faltaron juegos instituidos en su
honor ( ludi Augusta/es) y un templo a él consagrado que, construido bajo Tiberio, fue
dedicado por Calígula. De esta forma, sólo después de su muerte, Augusto se trans-
forma en una verdadera divinidad.

Evolución de la religión romana imperial

Durante el Alto Imperio y gran parte de los siglos m y IV d. C., la religión romana
siguió siendo sustancialmente la misma que el pueblo había practicado durante la
República y que Augusto renovó bajo nuevos presupuestos.
Sin duda un nuevo factor que condicionó, en cierta medida, la religión durante
d Imperio fue la política religiosa de los emperadores, difícil, por otra parte, de des-
bgar de sus devociónes personales. El emperador, como pontifex maximus, era el pri-
mer responsable de la religión romana, de las relaciones entre el Estado y los dioses.
Pero dicha autoridad no era, en este campo, absoluta. En las ciudades del Imperio las
ctoridades locales e incluso sus más destacados habitantes tuvieron libertad e inicia-
un en el ámbito religioso. El control ejercido por el emperador se circunscribía, so-
~ todo, a los cultos públicos de la capital.
Los sucesores de Augusto adoptaron, respecto a la religión nacional, una política
CDOServadora, tratando, en líneas generales, de preservarla de influencias que pudie-
an considerarse nocivas. Examinemos algunos momentos significativos de esa polí-
-=a de conservación. Claudia, por ejemplo, dio múltiples muestras de respeto al mos
543
maiorum celebrando en el año 4 7 d. C. los ludi saeculares, y en el 49 d. C. el Augurium Saiu-
tis; en este mismo año extendió el pomerium de la ciudad siguiendo un viejo ritual al
que no se recurría desde la época monárquica. También reguló el Ordo LX haruspicum
para hacer frente a las externae superstitiones. Sus decretos de expulsión de judíos, neo-
pitagóricos, magos y astrólogos hemos de entenderlos en esa misma línea.
Vespasiano puso especial atención en la reconstrucción del Capitolio, centro de
la vida religiosa del Imperio, y restableció el orden tradicional de los sacra publica. Sa-
bemos por una inscripción (CIL VI, 934) que otorgó al colegio de los soda/es Titii el
título de «conservador de los edificios sagrados». Su hijo Domiciano también se mos-
tró como defensor de los valores religiosos tradicionales cuando condenó a las vesta-
les culpables de incestum a ser enterradas vivas en el Foro Boario, o cuando celebró los
iudi saeculares en el año 88 d. C. Su interés por la tríada capitolina quedó puesto de ma-
nifiesto con la institución de juegos quinquenales (los iudi capitoiinr).
Ya entre los miembros de la dinastía antonina, Adriano ( 11 7-138 d. C.) se pre-
sentó como verdadero sucesor de Augusto en materia religiosa. Hizo restaurar mu-
chos edificios cultuales en Roma, entre los que figuró el Panteón que, construido en
el 27 a.C. por Agripa, había sido destruido por un fuego en el año 110 d.C. Entre los
nuevos santuarios levantados bajo su gobierno sobresale el de Roma y Venus; su de-
dicación (en el año 127 d.C.) va estrechamente ligada al aniversario de la fundación
de la ciudad; el edificio constaba de dos ceilae, una consagrada a Venus, antepasada de
los romanos, la otra a Roma. Era la primera vez que la deificación de la ciudad reci-
bía culto en la propia capital.
No menores fueron los esfuerzos de Antonino Pío (138-161 d.C.) por mantener
las antiguas tradiciones religiosas romanas e, incluso, por rescatar algunas de ellas
perdidas. El emperador puso especial énfasis en evocar los orígenes troyanos de
Roma, como recuerdan los reversos monetarios donde se representa a Eneas huyen-
do de Troya con los sacra, la loba romúlea, los anciiia de Numa, el rapto de las sabinas,
etc. Su tradicionalismo no estuvo reñido con el fortalecimiento del culto de Cibeles y
Attis, divinidades que, por otra parte, gozaban ya de una antigüedad en Roma de más
de trescientos años.
Por su parte Marco Aurelio ( 161-180 d. C.), que en sus Meditaciones rinde homena-
je a los ritos de los antepasados, puso públicamente de manifiesto su celo religioso
durante la peste del 165 d.C. celebrando todo tipo de ritos expiatorios: lectisternios,
vota públicos, iustrationes, etc.
Como indicábamos anteriormente también las preferencias o las devociones per-
sonales influyeron notablemente en el desarollo de la religión romana imperial. Ya
hemos hecho alusión, por ejemplo, a la especial devoción de Augusto por Apolo; el
palacio imperial comunicaba directamente con el atrio de su templo en el Palatino.
Nerón ordenó levantar una estatua suya en el templo de Mars Ultor pero fue, sobre
todo, su política solar la que le animó a hacerse representar bajo el aspecto de Apolo
o de Helios con la corona radiada. Domiciano, por su parte, llegó a manifestar tal
grado de veneración por Minerva que Suetonio no duda en calificarla de «supersti-
ción»; el propio emperador presidía la fiesta del Quinquatrus, en honor de la diosa,
en el Monte Albano con la celebración de concursos cinegéticos, representaciones
teatrales, concursos poéticos, etc. Incluso momentos antes de morir soñó, segun nos
dice Suetonio (Domiciano, 15, 7), «que Minerva, por la que sentía una gran devoción,
abandonaba su sacrarium y le decía que no podía brindarle por más tiempo su protec-

544
ción, pues Júpiter la había desarmado». Esa piedad no fue obstáculo para que Domi-
ciano, como anteriormente su padre, favoreciera los cultos egipcios de lsis y Serapis,
verdaderos dioses protectores de la dinastía.
Trajano no ocultó sus preferencias personales por Hércules; sin duda su naci-
miento en Itálica, a poca distancia del célebre Herakleión gaditano, contribuye en
buena medida a explicar una veneración que remonta a la infancia. Su sucesor,
Adriano -siguiendo probablemente los pasos de Augusto y Claudio-, se hizo
iniciar en los misterios de Elusis durante su estancia en Atenas, siendo nombrado
époptes.
La historiografía antigua, y las biografías en particular, tienden a presentar las
locuras o excentricidades de algunos emperadores unidas a un culto específico:
Cómodo es fanático de Hércules (cuyos atributos llega a asumir) y Caracalla del dios
Serapis o Heliogábalo de Elagabal, el dios de la ciudad siria de Emesa. Carece, no
obstante, de fundamento establecer, como en su tiempo hiciera F. Cumont, una co-
rrespondencia entre el absolutismo de un monarca y el favor dispensado a los cultos
orientales; el propio Cómodo, por ejemplo, fue más devoto de Hércules que de las di-
vinidades orientales. También la devoción personal de los emperadores por algunas
de las divinidades orientales sirvió, como luego veremos, para que éstas se asentaran
más rápidamente en el Imperio.
La figura del emperador provocó también importantes alteraciones en el calen-
dario romano que conmemorará a partir de César y Augusto, tanto los aconteci-
mientos -sobre todo los triunfos- protagonizados por los emperadores en vida,
como las fiestas que recordaban su condición de divus. A las fiestas en honor de los
dioses, del periodo anterior, vienen a sumarse ahora las de los emperadores.
Podemos tomar como ejemplo las anotaciones (notae dierum) de los Fasti Antiates
Maiores (anterioresa la reforma del calendario por César) y las de los Fasti Praenestini
(un calendario redactado en época augústea por el gramático Verrio Placeo), corres-
pondientes al mes de enero. En el primero encontramos las anotaciones siguientes,
siempre «a causa de los dioses»:

1 de enero: Aescu]lapio, Vediovi in Insula (en referencia al aniversario de la dedica-


ción de dichos templos en la isla Tiberina).
9 de enero: Agon ]afia.
11 de enero: Carmentalia.
15 de enero: Carmentalia.

En los Fasti de Praeneste:

7 de enero: asunción (por primera vez) de las fasces de Octavio (43 a.C.) en rela-
ción con la concesión del imperium propretorio votado el 1 de enero de aquel año por
el Senado. Nombramiento de Tiberio como miembro del colegio de los septemviri
epulones
8 de enero: dedicación de la estatua de la Iustitia Augusta en el 13 d.C.
10 de enero: anotación mutilada relativa a Tiberio
11 de enero: cierre del templo de Jano por parte de Octavio en el 29 a.C. Anota-
ción mutilada relativa a Augusto y a Tiberio.
13 de enero: concesión al príncipe de la corona de encina (en el27 a.C.) por ha-
ber restituido «la república al pueblo romano»

545
14 de enero: vitiosus ex s(enatu.r) e(onsulto) por ser el día del nacimiento de Marco
Antonio.
16 de enero: concesión a Octavio del nombre de Augustus. Dedicación del tem-
plo de la Concordia Augusta (10 d. C.). Anotación relativa al regreso de Tiberio de la
Panonia (9 d.C.)
17 de enero: sacrificio de los quattor amplissima collegia en el altar dedicado por Ti-
berio al numen de Augusto (9 d.C.).
27 de enero: reconstrucción del templo de Cástor y Póllux por Tiberio (6 d.C.)
29 de enero: .ftriae ex s(enatu.r) (consulto) en conmemoración de algún aconteci-
miento (que ignoramos) protagonizado por Augusto, entonces ya pontífice má-
XImo.
30 de enero: dedicación del Ara Pacis Augu.rtae (9 d.C.).

No puede presentarse, pues, la religión de este periodo como un conjunto de ves-


tigios anémicos y moribundos, como un culto que lucha, desde sus inicios, por no
desaparecer. Como señala J. Scheid, hay cambios y evoluciones, pero no una disolu-
ción. Debemos rechazar definitivamente la visión muchas veces ofrecida por la his-
toriografía moderna de una religión decadente en tanto que politizada.
Pero que la religión romana no sufriera graves alteraciones internas durante el
periodo imperial no quiere decir que no recibiera la impronta de las nuevas ideolo-
gías y de los rituales extranjeros (el culto imperial o las religiones orientales). Si teóri-
camente la religión romana era, como dice Liebeschütz, atávica e inmutable, en la
práctica disponía de un mecanismo constitucional que le permitía incluir nuevos ob-
jetivos y cultos no tanto para que sus fieles asimilaran a la religión oficial divinidades
y cultos extranjeros como, especialmente, para permitirle adaptarse a las circunstan-
cias sociales de los nuevos tiempos
Pero antes de pasar a analizarlas, conoceremos cuál es la situación de la religión
en las provincias del Imperio.

LA RELIGIÓN EN LAS PROVINCIAS: CULTOS LOCALES Y SINCRETISMO

Consideraciones previas

Desde que en época augústea se procediera a la reorganización provincial del Im-


perio, una infinidad de dioses de distinto origen, quedaron bajo la autoridad romana:
latinos, celtas, iberos, germanos, africanos, hebreos, griegos y semitas. Roma fue to-
lerante con esta gran diversidad de cultos y ritos, y nunca trató de imponer su reli-
gión a los habitantes del Imperio.
Hubo sin embargo algunos casos, que debemos calificar de excepcionales, en los
que Roma intervino en el dominio religioso de los pueblos sometidos a su autoridad.
Uno de ellos fue, en el siglo I d.C., el de los cultos druídicos de la Galia y Britania.
Augusto, en una primera fase, prohibió que los ciudadanos romanos (y los galos con
ciudadanía romana) participasen en ellos. Tras la rebelión del año 21 d.C., Tiberio
intervino contra los druidas reprimiendo especialmente sus prácticas mágicas y adi-
vinatorias. Por último, Claudia abolió mediante una brutal actuación «la religión
atroz y bárbara de los druidas», según dice Suetonio. Dicha intervención vino proba-
blemente motivada por la existencia en Britania de un núcleo de druidas refugiados

546
del continente. Algo después, el Senado romano dictó también medidas contra el ju-
daísmo y el cristianismo.
Entre la pluralidad de religiones del Imperio existían grandes diferencias pero
también algunos elementos comunes. A excepción del judaísmo (y, posteriormente,
del cristianismo), todas las religiones eran politeístas, tenían estrechas relaciones con
los fenómenos naturales (el sol, la luna, las aguas, el rayo) y, en general, se preocupa-
ban más de los problemas terrenos que de garantizar una vida en el Más Allá.
Ésta es la razón por la que Roma, siguiendo una vieja tradición religiosa, nunca
se opusiera al sincretismo entre las diferentes divinidades del Imperio, lo cual fue ex-
traordinariamente ventajoso desde el punto de vista político, ya que las poblaciones
sometidas acababan, con el paso del tiempo, por reconocer en el panteón romano
muchas de sus principales divinidades.
En las provincias occidentales este proceso fue particularmente evidente, ya que
la romanización equivalía a un ascenso cultural, social y político, sobre todo para
aquellos individuos pertenecientes a las oligarquías locales que adoptaron sin difi-
cultad los dioses y cultos romanos.
Los estatutos de las colonias romanas aportan una prueba decisiva sobre la auto-
ridad municipal en materia religiosa y su independencia respecto a Roma. En la
Colonia Genitiva Julia, fundada en la Hispania Ulterior por decisión de César en
el4 7 a.C. fue hallada una lámina de bronce que contiene parte de su /ex data, es decir,
de la constitución que le fue dada en el momento de su fundación. Los artículos
LXII-LXXXIV y CXXVIII se refieren a la organización religiosa de la ciudad. El

j O""'
~~
Id!.~... . -·
.fO R V 1.1
L=:ln'
I'Cil 1
Capitolio de Baelo (Cádiz)
con altar y fuente
(A. García Bellido) .

547
papel religioso es protagonizado, sobre todo, por los magistrados de la colonia con la
ayuda de un harúspice y de un tibicen que figuran entre los apparitores. Eran ellos los
encargados de organizar los juegos en honor de los dioses y, especialmente, de la tría-
da capitalina; al margen de éstos, sólo Venus y los dioses Penates son mencionados
expresamente.
El calendario de las fiestas a celebrar era preparado por los decuriones de la colonia,
siendo los duoviri los encargados de darla a conocer al inicio de su magistratura. Parece
lógico suponer que dicho calendario se inspiraba en el de Roma, pero es necesario ad-
mitir que muchas de lasferiae publicae difícilmente fueron celebradas fuera de la urbe.
Los pontífices y augures de la colonia constituían, como en Roma, dos colegios
cuyos miembros tenían también las mismas obligaciones y prerrogativas. Los augu-
res podían «decir el derecho» (pronunciar las fórmulas técnicas) e intervenir en ma-
teria de auspicios. Eran elegidos de por vida por los comicios de la colonia en pre-
sencia de, al menos, tres miembros del colegio en cuestión. La /ex menciona unos ma-
gistri de los santuarios, nombrados por un año; se trata quizá más de un administra-
dor del templo (aedituus) que de un verdadero cargo sacerdotal pero, en cualquier
caso, sin paralelo en Roma.
El resto de los artículos de la /ex se refiere a la administración financiera de los
juegos. Eran los propios duoviri los encargados de costear la mayor parte de los gastos
que generaba la representación de ludi scaenici o de munera. Por último tampoco faltan
disposiciones sobre los enterramientos.
No obstante, la religion romana provincial exigió también, como advierte
J. Scheid, un espacio social: para practicarla -en el seno de la familia, de las asocia-
ciones cultuales o de la ciudad- era necesario ser ciudadano romano. Ni el esclavo
ni el extranjero -ni tampoco en cierta medida la mujer- podían participar en el
culto dada su condición de no-ciudadanos. Cuando los provinciales, colectiva o in-
dividualmente, accedían a la ciudadanía romana, podían participar en los cultos y ri-
tos públicos como uno más de los privilegios propios de su nueva condición jurídica.
De aquí que expresiones tales como «libertad de culto» o «respeto a las religiones in-
dígenas» se expliquen mejor teniendo presente la ausencia de la condición de ciuda-
danía romana.
La ciudad (colonias y municipios) fue el lugar donde se produjo ese contacto. La
religión romana existía sólo en Roma e Italia o allí donde fueran los romanos; ese es-
pacio geográfico necesario para el desarrollo del culto público lo proporcionó la civi-
tas y, particularmente, el interior del pomerium, donde se concentraban el capitolio y
los principales templos y altares.
La tríada capitalina Oúpiter, Juno y Minerva), instalada en las colonias de las
provincias romanas, llegó a simbolizar el dominio político romano. A imagen de
Roma, la tríada era acogida en el Capitolium de la ciudad, en pleno centro urbano. El
templo constaba también de tres cellae y solía ser uno de los edificios mas grandiosos
de la ciudad. Fuera quedaban los santuarios suburbanos, los bosques sagrados y las
capillas emplazadas en el interior de los campamentos legionarios.
Sin embargo, los capitolios estuvieron desigualmente repartidos por el Imperio,
ya que siendo frecuentes en las ciudades africanas o en aquellas que querían dar testi-
monio de su romanización, fueron raras en las orientales donde por lo común se
honraba sólo a Júpiter Capitolio (Zeus Capitolios) sin que -además- su culto su-
pusiera una sumisa aceptación de la religión romana.

548
La religión en las provincias romanas: oriente y occidente

En este punto conviene tener muy presente las diferentes formas de la vida reli-
giosa en las provincias orientales (de habla griega) y las occidentales (de habla lati-
na). Roma no llegó a unificar religiosamente el Imperio -ni lo pretendió-, respe-
tando los cultos que en una y otra parte existían.
Las ciudades griegas del Imperio mantuvieron con sus modos de vida sus propias
peculiaridades religiosas. Las llamadas «leyes sagradas» de los centros cultuales; las
aretalogias o narraciónes de los efectos de poderes sobrenaturales como la que fue
hallada en un templo de Estratonicea; los himnos a los dioses y, sobre todo, las fies-
tas y procesiones públicas son algunos elementos cultuales propios del mundo greco-
oriental prácticamente ignorados en el Occidente. Como luego veremos, también en
la parte oriental del Imperio se concentra la mayor parte de los centros oraculares y
de los AskJepieia, con las prácticas adivinatorias que unos y otros conllevaban.
Aún más peculiar a efectos religiosos son determinadas áreas del próximo orien-
te. Los templos de Siria, Fenicia o Nabatea presentan igualmente algunas novedades
no sólo respecto a Italia sino incluso frente al mundo griego: la celia comporta un
área restringida (adyton) a la que no podían acceder ni los fieles ni todos los sacerdo-
tes; el centro de la celia es ocupado por un estrado, en torno al cual se instalan los be-
tilos de los dioses; los patios y pórticos asumen un importante papel arquitectónico,
etc. Hubo dioses locales como es el caso del dios anatólico Men, de la diosa siria
Atargatis o del dios nabateo Dusares, que nunca llegaron a sufrir el proceso de sin-
cretismo que conocieron muchas otras divinidades.
Los dioses que integraban la tríada capitalina oficial fueron evocados individual-
mente, pero también de forma diferente en Oriente y Occidente. En la pars orientis,
Júpiter viene identificado siempre con Zeus siendo la divinidad principal en las ciu-
dades de Grecia (recordemos el templo de Zeus Olímpico inaugurado por Adriano
en Atenas o los que se levantaron en Delos, Efeso y Pérgamo) y Asia Menor, pero
también en muchas de las de Siria. En Antioquía, en Tralles y, sobre todo, en Da-
masco, contaba con importantes templos en cuyo interior se practicaba la prostitu-
ción sagrada. Uno de los testimonios más importantes del poder de Zeus en las ciu-
dades greco-orientales lo constituye el discurso pronunciado en Olimpia por Dión
de Prosa durante los juegos del 97 d.C. frente a la estatua de Fidias:
Considera, pues, si no vas a encontrar mi estatua de acuerdo con todas las deno-
minaciones del dios. Pues Zeus es el único de los dioses a quien se le da el nombre de
Padre y de Rey, Protector de la ciudad, Dios de la amistad y de la buena compañía,
Protector de los suplicantes, Dios de la hospitalidad y de las cosechas. Recibe, ade-
más otros innumerables apelativos como expresión de los distintos aspectos de su
bondad. Se le invoca como rey, por su autoridad y poder; como Padre -pienso
yo- por su solicitud y mansedumbre; como Protector de la ciudad por su cuidado
de la ley y del bien común ... (0/impia, 75).

El conjunto ritual romano fue más poderoso en Occidente donde contaba con la
difusión de la lengua latina. En las provincias occidentales, Júpiter aparece como
Óptimus Máximus, Capitolinus, Stator, Conservator, Víctor, Custos, etc. Como Óp-

549
timus Máximus es especialmente invocado en la Germanía Superior, en la Retia, el
Noricum y Britania. Es sobre todo en los ambientes militares (oficiales y soldados) y
administrativos (magistrados locales, funcionarios y administradores imperiales) ro-
manos donde encontramos el mayor número de seguidores, tanto de forma colectiva
como individual. Su culto estuvo, pues, especialmente arraigado en medios sociales
muy romanizados, aunque también hubo fieles entre entre los indígenas de modesta
condición. La documentación relativa a las otras dos divinidades de la tríada, Juno
(Regina) y Minerva es considerablemente menor.
En las provincias occidentales está presente la casi totalidad de los dioses del
panteón romano, si bien de forma desigual: Marte (evocado como Augustus, Pater,
Dóminus, lnvictus, Víctor, etc.), Mercurio, Apolo, Diana, Silvano, Neptuno, Vul-
cano y, en menor medida Hércules, Esculapio, Líber Pater, Venus, Saturno, Plutón,
Ce res, J ano y Vesta. También en las provincias hallamos arraigado el culto a las abs-
tracciones divinizadas con Fortuna a la cabeza de todas ellas (sobre todo en Germa-
nía, Britania y la península ibérica), acompañada de epítetos como Redux o Saluta-
ris. Victoria, Honos, Virtus y Concordia fueron objeto de dedicaciones, especial-
mente en los medios militares.
Si comparamos las divinidades propiamente romanas con las indígenas podemos
concluir que aquéllas ocuparon un importante lugar en la vida religiosa de las pro-
vincias pero, de ninguna forma preponderante. Son, sobre todo, los medios romanos
o fuertemente romanizados, al servicio del ejército y de la administración, sus más
fervientes devotos, pero éstos no dejaron de constituir una minoría en el conjunto de
la población. La devoción de los indígenas hacia un dios puramente romano fue
consecuencia de circunstancias particulares y tuvo lugar en regiones muy delimita-
das del Imperio.
Por otra parte, no podemos olvidar las fuertes diferencias regionales o provincia-
les, debidas a causas muy diversas como, por ejemplo, el grado de romanización del
territorio o las características del panteón indígena que facilitó o impidió la implan-
tación de los cultos romanos.
La religión romana provincial asumió, pues, en el Occidente, unas característi-
cas especiales. Fue generalmente una religión más tradicional y anquilosada que la
que se practicaba en Italia, ya que las transformaciones religiosas llegaron a las pro-
vincias (especialmente al ámbito rural) mucho más debilitadas que a Roma. Ello
pudo venir favorecido por la diversidad jurídica de los provinciales (ciudadanos ro-
manos, ciudadanos de derecho latino, peregrinos, etc.) y, sobre todo, por un mayor
control de las oligarquías locales sobre el aparato religioso.

Los cultos locales y el problema de la interpretatio

Desde finales de la República la religión romana entró en contacto con los nu-
merosos cultos locales que, lejos de debilitarse o perder su fisionomía original, cobra-
ron fuerza a lo largo del Imperio. En el mundo celta conocemos más de 500 nombres
de divinidades, si bien en su mayor parte aparecen mencionados una sola vez y, gene-
ralmente, ligados a un determinado lugar. El número de teónimos hispanos conoci-
dos en los últimos años supera al de la Galia o Britania.
Pero en las provincias fue produciéndose progresivamente, con grandes diferen-

550
B

Representaciones del dios Suullus: A, Almería (Museo Arqueológico de Madrid); B, La Puebla de Alcacer
(Badajoz).

Algunos autores han adscrito ciertos monumentos a esta primera etapa de la evo-
lución sincrética, como el pilar de los nautas de Lutecia, en la Galia, el pilar de Ma-
villy o la columna de Mogontiacum.
En una segunda fase del proceso de la interpretatio, al nombre latinizado de la divi-
nidad indígena se añade el de una divinidad romana. Los dioses locales protectores
de ciudades o lugares, muy populares entre los provinciales, encuentran sus equiva-
lentes en las divinidades romanas cuyo teónimo vendrá seguido de un adjetivo que
designa a la tribu o a la localidad protegida. Así, para el caso de los Lares, tenemos en
el noroeste de la península ibérica los Lares Tarmuccenbaci Ceccacci, Lares Ceccaigi, Lares
Erredici, Lares Turolici. Las ninfas, protectoras de ríos y fuentes, aparecen en este mis-
ma wna geográfica como /l{ymphae Castaecae, /l{ymphae Varcileanae, /l{ymphae Lupianae,
etc. Lo mismo cabría decir para el Genius o para las Matres de la Galia y Germanía.
Pero la interpretatio más interesante corresponde, sin duda, a la de los principales
dioses del panteón indígena. La epigrafía permite reconocer así cuáles fueron los
más importantes y a qué divinidades romanas se asimilaron: Cosus Mars y Júpiter
Eaecus en Hispania; Mercurio Aroemus, Mars Albiorix o Rigisamus y Apolo Grannus o

552
Belenus en la Galia; Júpiter Uxellimus o Arubianus en el Noricum, Mars Lenus o Aiator en
Britania, etc. Detrás de las formas latinizadas de los teónimos se percibe bien los ras-
gos indígenas de las divinidades locales. Dioses como Saturno, pese a su nombre e
identidad romanas, encubre en África con dificultad al Baal púnico; tal es el caso
también, en esta misma provincia, de la Dea Caelestis bajo la que se oculta la diosa
Tanit.
Los fieles de estos cultos sincréticos proceden en su inmensa mayoría de los me-
dios indígenas. Se trata de gentes de modesta condición social a juzgar por la men-
ción del praenomen seguido de la filiación o del nomen y gentilicio. Esta masa de fieles
manifiesta hacia estas divinidades su piedad sin ningún tipo de intervención por par-
te romana.
Estas divinidades locales (habiendo sufrido o no el proceso de interpretatio) eran
veneradas en santuarios generalmente modestos construidos bajo formas muy diver-
sas. Los santuarios a cielo abierto, como el célebre de Panoias en Portugal o el de
Prosnes en Francia, no eran infrecuentes. Otros se levantaban cerca de fuentes ter-
males cuyas aguas eran curativas, como los de Bliesbruck (Mosela) o Saint-Germain-
Source (Sena). Pero el monumento más frecuente en las provincias occidentales era
el fanum formado por un edificio central (cuadrado o rectangular) en torno al cual se
levantaba una galería, limitada por los muros que la cerraban al exterior. Uno de los
fana más espectaculares es, sin duda, el llamado «templo de Jano» de Autun, datado
en el siglo 1 d.C.; el edificio (de 16x16 metros) tenía 24m de altura y sus muros más
de 2 m de espesor.

EL CULTO IMPERIAL

Introducción: la consecratio

Como hemos venido viendo, el culto imperial es aquél rendido a los emperado-
res y a los miembros de la familia imperial muertos y divinizados oficialmente por
un decreto del Senado romano. Unos y otros calificados de divus (divino), en el caso
de los hombres, o de diva (divina), en el de las mujeres; como dioses, cada uno
de ellos contaba con su propio sacerdocio (que atendía el culto) así como con ce-
remonias celebradas regularmente (por lo general coincidiendo con el día de su naci-
miento).
Para adquirir esta nueva naturaleza divina, era necesario que el Senado decretase
la consecratio, !o que venía dado en función de los méritos y de la obra del emperador o
de los miembros de la familia imperial.
Una vez que el decreto senatorial confería la apoteosis al emperador difunto, la
liturgia de las exequias hacía del funus imperatorium una especie de triunfo final en el
cual participaba el Senado, el pueblo y el ejército. Una parada de caballería (la decur-
sio) rendía homenajes militares al nuevo divus en torno a la hoguera, como recuerdan
los relieves del pedestal de la columna antonina. La pira fúnebre (rogus) de cuatro pi-
sos, en forma de pirámide, en la cual se quemaba el cadáver, deriva muy probable-
mente del rogus de Efestión, el compañero heroizado de Alejandro Magno cuya des-
cripción nos ofrece Diodoro Siculo (XVII, 115). En el siglo 11 d.C. el interior, com-
pletamente lleno de leña, era cubierto con tapices tejidos en oro, estatuillas de marfil

553
Apoteosis del emperador Tito (Arco de Tito, Roma).

y pinturas diversas. El féretro era colocado en el segundo de los pisos, esparciéndose


sobre él costosos inciensos y perfumes, además de frutos, hierbas y jugos aromá-
ticos.
Si la iconografía de la pira es conocida sobre todo por las monedas de la consecra-
tio, de los detalles del ritual sabemos gracias a un pasaje del historiador griego Hero-
diano:

Es costumbre entre los romanos deificar a los emperadores que han muerto de-
jando a sus hijos corno sucesores. Esta ceremonia recibe el nombre de apoteosis. Por
toda la ciudad aparecen muestras de luto en combinación con fiestas y ceremonias
religiosas. Entierran el cuerpo del emperador muerto al modo del resto de los hom-
bres, aunque con un funeral fastuoso. Pero luego modelan una imagen de cera, ente-
ramente igual al muerto, y la colocan sobre un enorme lecho de marfil cubierto con
ropas doradas, que es expuesto en alto en el atrio de palacio. La imagen refleja la pa-
lidez de un hombre enfermo. El lecho está rodeado de gente la mayor parte del día.
El senado en pleno se sitúa en el lado izquierdo, vestidos con mantos negros; en el
derecho están todas las mujeres a quienes la dignidad de sus maridos o padres hace
partícipes de este alto honor. Ninguna de ellas lleva oro ni luce collares, sino que,
vestidas de blanco y sin adornos, ofrecen una imagen de dolor. Esta ceremonia se
cumple cada siete días ... Cada día los médicos acuden y se acercan al lecho simulan-
do donde examinan al enfermo, y cada día anuncian que va peor. Luego, cuando
ven que ha muerto, los miembros más jóvenes del orden senatorial levantan el le-
cho, lo llevan por la Vía Sacra, y lo exponen en el foro antiguo, en el sitio donde los
magistrados romanos renuncian a sus cargos (IV, 2, 1-4).

554
El momento culminante de esta compleja y rica ceremonia era el vuelo ascen-
dente de un águila, soltada desde la cúspide del rogus. Si el águila simbolizaba a Júpiter
o a la victoria sobre la muerte o era un águila solar que llevaba el alma junto a los as-
tros, es algo que probablemente dependió del diverso grado de formación o de pen-
samiento del pueblo romano. En cualquier caso, un testigo (generalmente un sena-
dor o magistrado) debía confirmar haber visto con sus propios ojos al emperador
abandonar la pira y subir hacia el cielo.

El fuego prende fácilmente y todo arde sin dificultad por la gran cantidad de
leña y de productos aromáticos acumulados. Luego, desde el más pequeño y último
de los pisos, como desde una almena, un águila es soltada para que se remonte hacia
el cielo con el fuego. Los romanos creen que lleva el alma del emperador desde la
tierra hacia el cielo. Y a partir de esta ceremonia es venerado con el resto de los dio-
ses (Herodiano, IV, 2, 10-11).

Los inicios del culto imperial: la dinastía julio-claudia

Los emperadores romanos siempre fueron vistos como hombres situados por en-
cima de sus contemporáneos, protegidos por los dioses y próximos a ellos, especial-
mente tras haberles sido decretada la apoteosis. Pero en vida el aura particular del
emperador dependió de la actitud que éste adoptase rechazando o favoreciendo las
manifestaciones de culto a su persona.
Y a nos hemos referido extensamente a las medidas dictadas por Augusto para
potenciar el culto imperial. Tras su muerte, Tiberio se caracterizó, en este sentido,
por una política en buena medida contraria, o al menos más prudente, que la de su
predecesor. Prohibió que tanto a él como a su madre, Livia, se le tributaran honores
en vida. Así, rechazó la propuesta de que el mes de septiembre fuera llamado Tiberius
y limitó el uso del título de Augustus. Excepcionalmente autorizó que en la ciudad de
Esmirna fuese levantado un templo para él, su madre y el Senado en una concesión
que respondía a la vieja tradición helenística del culto a los soberanos.
Tácito (Anales IV, 37) nos dice que, en el año 25 d.C., una legación de la Hispa-
nía Ulterior enviada al Senado, pidió permiso para, siguiendo el ejemplo de Asia, eri-
gir un templo a Tiberio y a su madre. Pero Tiberio rehusó justificando ante los sena-
dores que si no se opuso a la petición de las ciudades de Asia fue por seguir el ejemplo
de Augusto. El historiador latino transcribe el discurso que el emperador dirigió con
este motivo al Senado:

[... ] Por lo demás, si el admitirlo por una vez podía perdonárseme, el que porto-
das las provincias se me consagraran imágenes como a un dios suponía una actitud
de vanagloria, de soberbia; además, se desvanecerá el honor atribuido a Augusto si
se prodiga con adulaciones indiscriminadas. Y o, senadores, quiero ser mortal, de-
sempeñar cargos propios de hombres, y darme por satisfecho con ocupar el lugar
primero; os pongo a vosotros por testigos de ello, y deseo que lo recuerde la posteri-
dad, que bastante tributo, y aún de sobra, rendirá a mi memoria con juzgarme digno
de mis mayores, vigilante de vuestros intereses, firme en los peligros e impávido
ante los resentimientos por el bien público. Éstos son mis templos, los edificados en
vuestros corazones; éstas las más bellas estatuas y las duraderas (Anales IV, 37, 3-38, 1).

555
La prudente actitud de Tiberio, puesta también de manifiesto en su oposición a
que tanto Livia como Germánico, ya muertos, recibiesen la apoteosis, no pudo evi-
tar, sin embargo, muchas de las manifestaciones espontáneas de sus contemporá-
neos, particularmente la erección de estatuas o la dedicación de inscripciones, deseo-
sos de manifestar así su lealtad al poder.
Al mismo tiempo el culto al divino Augusto no cesó de progresar. Tácito señala
que, en el año 15 d.C., «se accedió a la solicitud de los hispanos para erigir un templo
a Augusto en la colonia de Tarraco y con ello se dio a todas las provincias un ejem-
plo)) (Anales 1, 78, 1).
El exemplum al que el historiador alude ha sido objeto de una larga controversia
entre los estudiosos. Recientemente R. Mellar ha propuesto entenderlo en el sentido
de que Tiberio estableció el culto provincial en Tarraco y en su concilium a solicitud de
los hispanos (que necesitaban para ello el permiso imperial), favoreciendo así el de-
sarrollo del culto a Augusto. Sabemos de la existencia de un templo al divino Augus-
to en Emérita y del establecimiento del culto provincial en la Lusitania.
M. Jaczinowska ha destacado también la importancia que la personificación de
las virtudes imperiales tuvo en la «religión de la lealtad)). Favorecida primero por los
jefes militares republicanos y después por los emperadores, la divinización de los
conceptos abstractos se tradujo en la difusión de nociones tales como Concordia, Fors,
Fortuna, Salus, Victoria, Spes, Fides, Libertas, Mens, Honos, Virtus y Pietas.
Augusto recurrió a estas divinidades abstractas, como base de las virtudes propias
del princeps, como recuerdan sus Res Gestae:

Por haber prestado este servicio, me decretó el Senado el título de Augusto... y se


colocó un escudo de oro en la Curia Julia cuya inscripción daba fe de que el Senado y
el pueblo romano me lo daban en reconocimiento de mi valor ( Virtus ), mi clemen-
cia (Ciementia)), mi justicia (lustitia) y mi piedad (Pietas) (Res Gestae, 34).

Pero el mensaje más insistente de la propaganda de Augusto fue, sin duda, el de


Pax Augusta como reflejan no sólo el arte o la literatura, sino también las inscripcio-
nes y las monedas. El propio Tiberio (que ordenó levantar un templo en honor de la
Providentia Augusta) no se sustrajo a la utilización de este instrumento propagandístico
añadiendo a las virtudes tradicionales utilizadas por su predecesor, la de la Moderatio,
lo que, como hemos visto, convenía bien a su particular concepción del poder.
En los últimos años del reinado de Calígula, a partir del año 40 d. C., el culto im-
perial fue nuevamente impulsado, esta vez bajo nuevos presupuestos, al favorecer su
propia deificación en vida tanto en Roma como en las provincias. En Roma no esca-
timó honores a su persona, si hemos de creer a Suetonio:

Muchos fueron los títulos que se arrogó, pues se hacía llamar Pius, Castrorum ft-
iius, Pater exercituum y Optimus Maximus Caesar... Pero como todos le aseguraron que
había rebasado la magnificencia de los reyes y príncipes, comenzó, a partir de aquel
momento, a arrogarse la majestad de los dioses; y, en consecuencia, encargó que
transportaran de Grecia las estatuas de los dioses que inspiraban mayor devoción y
tenían un mayor valor artístico, entre ellas las de Júpiter Olímpico, para quitarles las
cabezas y sustituirlas por la suya; prolongó un ala de palacio hasta el foro y después
que hubo transformado el templo de Cástor y Pólux en el vestíbulo de su palacio, se

556
colocaba con frecuencia entre los dioses, sus hermanos, y se ofrecía en medio de
ellos a la adoración de los fieles que concurrían al templo e incluso algunos lo invo-
caban llamándole Júpiter Laciar. Instituyó también en honor de su propio numen
un templo, así como sacerdotes y víctimas muy escogidas. Se erguía en el templo una
estatua de oro, modelada a imagen y semejanza suya, a la cual cada día vestían con el
mismo atuendo que él se ponía (Suetonio, Caiígula, 22, 2-3).

Se consolidaba así una política que tímidamente venía advirtiéndose y que será
seguida por muchos de sus sucesores (como Nerón, Domiciano o Cómodo): hasta
entonces, la apoteosis, decidida por el Senado, era la única forma oficial de deifica-
ción pública; a partir de Calígula surgió también el culto al emperador en vida, resul-
tado de la espontánea iniciativa de individuos, ciudades, asambleas provinciales,
pero también de las iniciativas personales del emperador. Contaba dicha manifesta-
ción con el precedente del culto helenístico al monarca, si bien, ya desde los últimos
siglos de la República, era conocida la veneración de las ciudades greco-orientales
hacia los gobernadores y militares romanos.
Pero en Judea la política de Calígula fue protestada. En el año 40 d. C. el empera-
dor tuvo noticia de que los judíos había derribado un altar a su persona en la ciudad
de Jamnia; irritado con esta actitud, ordenó que su estatua (o una de Zeus con sus ras-
gos) fuese emplazada en el templo de Jerusalén. La reacción de la población judía fue
tal, que Petronio, legado de Siria, tuvo que intervenir personalmente para que el em-
perador revocase la orden. Las circunstancias posteriores no son claras pero quizá
sólo el asesinato de Calígula -motivado precisamente por la cuestión del culto a su
persona- puso fin a la amenaza del templo de Jerusalén.
Los estudiosos modernos han creído reconocer en la teología del culto imperial
divulgada por Calígula una «inspiración>> egipcia; sabemos, en efecto, que hizo cons-
truir un Iseum en el Campo de Marte y que mandó transportar un gigantesco obelisco
a Roma. La importancia que durante su reinado asumen sus hermanas recuerda tam-
bién el protagonismo asumido por las reinas lágidas, de la misma forma que el inces-
to que, según las fuentes, cometió Calígula con Drusila no es sino una evocación de
la práctica matrimonial de los antiguos faraones.
Claudia imprimió un nuevo giro en el culto imperial, volviendo en buena me-
dida a la política de Augusto y, en general, a la tradición religiosa romana. En el
año 4 7 d. C. organizó los ludi saeculares, renovando después el Augurium Salutis y am-
pliando el pomerium de Roma. Unos años antes, en el42 d. C., hizo deificar a su abuela
Livia cuidando que su culto fuera atendido tanto en el templo de Augusto del Palati-
no como en los de Lusitania y la Hispania Citerior; en el 43 d.C., fue levantado el
Ara Pietatis Augustae que simboliza su piedad y respeto hacia aquella mujer.
En este sentido hay que advertir el notable impulso dado por Claudia al culto
imperial provincial. D. Fishwick considera que el templo de Camulodonum (Col-
chester), en la nueva provincia de Britania, fue votado al divus Claudius en vida de
éste. En el 61 d. C. dicho santuario fue saqueado durante varios días por las tribus lo-
cales (como los icenos o los trinovantes) que lo consideraban, según nos dice Tácito
(Anales XIV, 31, 4), «fortaleza de la eterna dominación».
No obstante, no sabemos si el templo fue construido en vida de Claudia -como
pretende Fishwick- o, por el contrario, tras su muerte, en la línea, por lo tanto, de
la política establecida por Augusto y Tiberio. La falta de documentación epigráfica

557
impide por el momento conocer la fecha exacta de dedicación del templo y, consi-
guientemente, la definitiva resolución de esta cuestión.
Por lo demás, la historiografía presenta a Claudia como un emperador fiel a la
tradición y moderado en lo religioso. Sus acuñaciones, como las de sus predecesores,
recogen también las abstracciones deificadas y las virtudes imperiales tales como
Victoria, Spes Augusta, Libertas Augustay Ceres Augusta. M. Jaczinowska observa, sin em-
bargo, la inclusión de una nueva virtus, adorada por Claudia, Constantia Augusti, equi-
valente en su opinión a la Moderatio de Tiberio.
El último de los emperadores Julio-Claudias, Nerón, llevó a cabo una política
bien diferente de la de su padre adoptivo. Desde los primeros meses en el poder, no
ahorró honores divinos a los miembros de su familia, ni siquiera en vida de éstos: de-
cretó la apoteosis de Claudia en el año 54 d. C. (sobre la que Séneca algo después es-
cribiría una sangrienta sátira conocida como la Apocolorynthosis Divi Claudi o «conver-
sión en calabaza del Divino Claudia»), y probablemente también la de su pequeña
hija Claudia Augusta y su madre, la emperatriz Sabina Papea.
El mismo tampoco rechazó ninguno de los honores que se le ofrecieron. Gustaba
de identificarse con Hércules, Apolo o Helios (como testimonian sus acuñaciones)
autorizando a que el mes de abril pasará a llamarse Neroneus en su honor. Durante la
ceremonia de coronación de Tirídates como rey de Armenia (66 d.C.), en un acto de
afirmación del orientalismo que venía favoreciendo, Nerón difundió la imagen del
emperador como dispensador de paz.
Pero la turbulenta política exterior de su reinado, especialmente en Britania y Ju-
dea, así como la revuelta de Vindex, impidió que tanto dicho mensaje como su ideo-
logía del poder imperial calasen entre la población del Imperio.

Evolución del culto imperial durante el Imperio

El llamado «año de los cuatro emperadores» (69 d.C.), marcado no sólo por las
guerras civiles, sino por la aparición de constantes prodigios y por el incendio del
templo capitalino, no aportó novedades a la concepción del culto imperial. Los ge-
nerales que se disputaban el poder entre sí se valieron de las acuñaciones de monedas
para propagar sus virtudes entre la población.
Sólo con la paz que los Flavios llevaron dentro y fuera de Italia, favoreciendo la
consolidación del régimen, la restauración de la administración, las finanzas y la
economía, los emperadores Vespasiano y sus dos hijos volvieron a centrar su aten-
ción sobre el culto imperial que fue notablemente impulsado tanto en Roma como
en las provincias.
La figura del último de estos emperadores, Domiciano, fue de capital importan-
cia ya que pronto manifestó su deseo de ser llamado dominus et deus en la documenta-
ción oficial. La construcción del templo de la gens Flavia o la celebración, en el año
88 d. C., de los juegos en honor del Siglo de Oro de los Flavios marcaron en este sen-
tido una nueva pauta pese a la crispación senatorial. Domiciano adoptó a Júpiter
como una de sus divinidades tutelares; en la obra de Marcial aparece frecuentemente
identificado con él o como representante suyo. Pero también fue un gran devoto de
Minerva, a la que algunos han considerado como la contrapartida de Venus para la
dinastía Julio-Claudia; a ella levantó varios templos e incluso un sacrarium en su pro-

558
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Planta de la Domus Flavia en Roma (MacDonald).

pio dormitorio. Por otra parte, su mujer, Domitia, aparece tanto en las monedas
como en las composiciones literarias frecuentemente identificada con Juno, Venus o
Concordia.
En el año 92 d. C., después de muchos años de trabajos, fue finalmente inaugura-
da la célebre Domus Flavia, en el Palatino, residencia privada y palacio oficial a un
tiempo. Una de las principales estancias que la constituía era, sin duda, el Aula regia,
la sala de audiencias donde el emperador, deus praesens, despachaba sentado sobre un
majestuoso trono en un ábside concebido para que toda la atención quedara centrada
sobre él, exaltado así el carácter excepcional de la figura imperial. Se trata, pues, de
una representación arquitectónica del absolutismo monárquico y de la primera ex-
presión romana del palacio dinástico.
Trajano, a comienzos de la dinastía antonina, es presentado por Plinio como pro-
tegido por Júpiter:
¡Tarea muy digna de un príncipe y hasta de un dios esa de reconciliar a ciudades
rivales y de apaciguar pueblos inquietos, y no más con el poder que con la razón; ve-
tas las injusticias de los magistrados y anulas todo lo que no debía haberse hecho; en
fin a modo de un astro muy veloz, verlo todo, oírlo todo, y acudir y socorrer, como
un numen, súbitamente, allí donde te invocan! Así es como yo creería que el padre
del mundo gobierna con su ceño, si es que quiere dirigir su mirada a la tierra y se dig-

559
na contar los destinos de los mortales entre los quehaceres divinos; ahora, libre y
despreocupado de eso, no se cuida más que del cielo, ya que te creó a ti para que hi-
cieras sus veces respecto a todo el género humano (Panegírico de Trajano, 80, 4-5).

De Trajano a Marco Aurelio, cada uno de los emperadores sucedió al anterior


mediante la adopción y cada uno de ellos legitimó su propia sucesión divinizando al
padre adoptivo. Adriano recibió honores divinos, particularmente en Hispania, y se
preocupó de que su favorito, Antonino, muerto, fuese divinizado. Antonino rehusó,
según la Historia Augusta, todos los honores que se le propusieron, pero la diviniza-
ción de su esposa Faustina, muerta en el 141 d. C., a la que fueron dedicadas estatuas,
sacerdotisas y un templo, contribuyó a consolidar la domus divina. Cómodo intensifica
aún más esa política al hacer de Hércules su compañero (la leyenda Herculi comiti ape-
rece en sus monedas) con el que acabará identificándose: en el 192 d. C., las monedas
representan al emperador con los atributos del héroe y la leyenda Hercules romanus,
mientras el Senado, por su parte, crea el cargo sacerdotal del Flamen Herculaneus Com-
modianus.
Pero es en el siglo III d. C. cuando la identificación del emperador viviente con el
dios se hace más frecuente y cuando, consiguientemente, se acentúa el carácter sacra!
de la función imperial. La domus de Septimio Severo -retornando a la tradición fla-
via- es calificada de sacra, calificativo que comienza a aplicarse a todo lo que afecta
al emperador, que es habitualmente designado como dominus y dominus noster. El arte
representa al emperador cada vez con mayor frecuencia en su calidad de dios vivien-
te; Septimio Severo aparece retratado unas veces bajo los rasgos de Júpiter Capitali-
no, Sera pis o Hércules, y su biógrafo de la Historia Augusta dice que en África, su pro-
vincia natal, era considerado como un dios. Su esposa, Julia Domna es, a su vez,
identificada como Juno, Ceres, Cibeles, Tanit-Caelestis, Artemis-Diana o Venus.
Algunos autores han observado, no obstante, notables diferencias entre el arte de
Roma y el de las provincias. El arco de los plateros de Roma muestra a Septimio Se-
vero y Julia Domna como sacerdotes, velados, sacrificando ante un altar, mientras
en África y en las provincias orientales la pareja imperial es retratada con rasgos di-
vmos.
Con el final de la dinastía severiana, el culto imperial, si no se extingue sí cierra
una etapa; en Asia Menor, Caracalla fue el último emperador que recibió un sacerdo-
cio personal y un templo. De esta forma, recapitulando, en el primer siglo del Impe-
rio sólo Augusto, Claudia, Vespasiano y Tito reciben la apoteosis mientras que, ya
en el siglo 11, todos los miembros de la dinastía antonina (incluido Cómodo por vo-
. !untad de Septimio Severo) se beneficiaron de ella.
En el año 1931 fue descubierto en Dura-Europos (Siria) un papiro que contenía
el calendario oficial de las festividades; dicho calendario, conservado parcialmente,
data del reinado del último de los emperadores de la dinastía severiana, Alejandro
Severo, entre el 223 y el 227 d.C. Las fiestas, un factor que vinculaba al ejército (le-
giones y auxilia) dispersado por las fronteras del Imperio con Roma, pueden ser
agrupadas en tres categorías: a) fiestas oficiales imperiales; b) fiestas nacionales pú-
blicas; y e) fiestas de carácter militar.
Es necesario tener presente que las divinidades oficiales romanas poseían sus
imágenes en el sacellum del campo militar junto a las insignias y a las estatuas o a las
imagines de los emperadores. Entre los dioses del panteón oficial, Júpiter era el más

560
popular, como confirman las inscripciones. En opinión de M. Jaczynowska, los pre-
fectos de las cohortes estaban obligados a construir cada año un nuevo altar en ho-
nor de Júpiter y otras divinidades oficiales, coincidiendo con la nuncupatio votorum
(3 de enero); el altar antiguo, como los datos arqueológicos sugieren, era entonces
enterrado.
Junto a Júpiter, el ejército veneraba especialmente a los otros dos miembros de la
tríada capitalina, Juno y Minerva. Esta última tenía incluso su propia festividad, el
Quinquatrus (19 marzo). Marte era frecuentemente acompañado de epítetos como
Ultor, Pater, Víctor, Militans, que le distinguían de divinidades guerreras de carácter
local. A partir del siglo m d.C., su popularidad disminuirá en favor de Hércules.
Tampoco faltan en las dedicaciones epigráficas abstracciones de las virtudes milita-
res tales como Honos, Virtus, Pietas, Bonus Eventus, Disciplina, etc. Además, los soldados
y oficiales solían levantar pequeños templos o altares en honor a las divinidades
orientales o locales.
Las fiestas en honor de los emperadores y miembros de la familia imperial divi-
nizados, así como las del soberano reinante, ocupan un importante lugar en el Feria/e
Duranum, ya que existían clases muy diversas de ellas: las que conmemoran el naci-
miento del emperador (dies natalis) y las que conmemoran la toma del poder (dies im-
perir), ambos tipos tanto para el caso de los divi como del emperador reinante.
El culto imperial propagado por las unidades militares iba ligado a otro de carác-
ter estrictamente militar: el culto a las insignias (signa); dicho culto servía para refor-
zar la conciencia de solidaridad entre los efectivos de cada unidad. Tertuliano dice,
de forma quizá algo exagerada, que aquellas eran más importantes que los propios
dioses. Ninguno de los símbolos militares era -desde los tiempos de Mario- tan
significado como el águila, por su estrecha vinculación con Júpiter.
Por último, el Feria/e consigna dos fiestas militares: el día de la honesta missio (7 de
enero) y las Rosalia signorum (10 y 31 de mayo) a las que debe añadirse el dies natalis
aquilae, es decir, el aniversario de la creación de la legión. El ejército romano jugó,
pues, un importante papel mediador entre el emperador y los provinciales sometidos
a la autoridad política de Roma, favoreciendo la coexistencia de los cultos oficiales
con las creencias locales, necesaria, por otra parte, para propiciar el clima de lealtad
de los pueblos del Imperio hacia su César.

La diviniz¡¡ción de las emperatrices

Una de las muchas razones por las que no debemos olvidar el culto dispensado a
las emperatrices romanas es, sin duda, porque éste permitió acceder al poder religio-
so a una gran cantidad de mujeres en las ciudades greco-romanas.
Livia, la primera de las Augustae, procuró siempre de forma velada, acentuar el
carácter religioso de su persona. En el año 35 a.C. había recibido (en compañía de
Octavia) la sacrosantitas (Dión Casio, XLIX, 38, 1) presentándose, en expresión de
P. Lambrechts, como una «Cibeles rediviva». Dicha política tuvo una especial acogida
en las provincias orientales donde Livia aparece como Sebasté (Asia), Thd. Everge-
tes (Taso), Hera (monedas de Pérgamo) o Thd. Livia (Lesbos).
En Occidente este proceso no fue tan rápido pero, a partir de Calígula y Claudia,
fue poco a poco consolidándose. Claudia hizo asociar a Livia a la apoteosis de Au-

561
gusto, transformándose así en diva. Durante el gobierno de Calígula, el Senado hizo
emitir un sestercio en cuyo reverso figuraban las efigies de las tres hermanas del em-
perador (Agripina, Drusila y Julia), con sus respectivos nombres, representadas
como diosas (quizá bajo el modelo de Livia): las tres sostienen el cuerno de la abun-
dancia, y una de ellas se apoya sobre el timón, símbolo de la diosa Fortuna. Es la pri-
mera vez que mujeres de la familia imperial aparecen, en vida, representadas en las
acuñaciones como diosas. Según Dión Casio, los cónsules -y más tarde el propio
Senado- se vieron obligados a incluir a las tres hermanas en la fórmula de los votos
públicos pronunciados el 1 de enero.
Una de ellas, Drusila, muerta en el año 38 d.C., fue la primera mujer que recibió
la apoteosis. El prodigio ayudó mucho, también en esta ocasión, a impulsar una
práctica tan ajena a la tradición romana. Un senador testificó haber visto a Drusila
ascender hacia el cielo, incluso en compañía de otros dioses. Pocos años después, Sé-
neca, en su Apocolorynthosis, se hará eco del escepticismo que cundió en Roma respecto
a la consecratio de las mujeres y en particular de Drusila
Con la dinastía Flavia la casa imperial pasa a llamarse domus divina. Flavia Domi-
tilla, la mujer de Vespasiano, no fue divinizada porque murió antes de que se marido
accediese al trono, pero su hija -muerta joven- fue proclamada diva Domitilla y
recibió culto.
Durante el siglo II d. C., se observa un uso más comedido de la consecratio y, consi-
guientemente, de la divinización. Todas las mujeres que fueron objeto de la apoteosis
fueron destacados miembros de la familia imperial: Plotina (mujer de Trajano), Mar-
ciana (su hermana), Sabina (mujer de Adriano) y las dos Faustinas (mujeres de Anto-
nino Pío y de Marco Aurelio). Algunas de ellas, como Faustina, mujer de Antonino
Pío, llegaron a recibir un templo para atender su culto.
De igual forma que el águila estaba asociado a la consecratio del emperador, el pavo
real -como demuestran los reversos monetarios de Faustina o Marciana-lo estu-
vo a la de las divae. Recordaremos también el relieve de la apoteosis de Sabina
(136 d.C.) perteneciente al llamado «arco di Portogallo» en Roma, en el que aparece
la pira que quizá se utilizó en la cremación del cadáver de la emperatriz. En la base de
la columna de Antonino, se representa la apoteosis conjunta del emperador y su mu-
jer, Faustina, llevados al cielo por un genio alado.
No obstante, la ceremonia en uno y otro caso no tuvo idéntico significado. La di-
vinización de los emperadores era resultado de una decisión tomada por el Senado
tras analizar los méritos (sobre todo de carácter político) contraídos para tal honor;
en el caso de las mujeres dicho juicio se limitaba al examen del comportamiento mo-
ral, de su pietas y, sobre todo, de su fidelidad como esposa.
El modelo que Rómulo-Quirino representó en la apoteosis del emperador tuvo
su correspondencia femenina en el de Hersilia, su esposa, que herida por el fuego ce-
leste y elevada a la mansión de los dioses, recibió el nombre de Hora-Quirini. Ennio
alude ya en sus Anales (l, 58) a dicha apoteosis cuando dice: «Yo te venero a ti, Quiri-
no, y a ti, Hora, esposa de Quirino.»

562
r
1

La Ofl,ani~ión del culto imperial

1 Desgraciadamente nuestra información sobre la organización del culto imperial


es muy irregular. La documentación epigráfica y arqueológica es abundante para la
Tarraconense, la Bética o la Narbonense mientras, por el contrario, escasea para el
Noricum, la Retia, la Germanía inferior o Britania. No obstante, en principio las
ciudades eran libres para establecer o no la institución del culto imperial y por tanto
pudo haber existido una cierta desigualdad en su implantación.
El culto imperial se desarrolló a dos niveles: a) a nivel provincial (o interprovin-
cial, como fue el caso de las Tres Galias reunidas) y b) en las ciudades (culto imperial
municipal).
El máximo honor al que podían aspirar los provinciales era participar en el culto
imperial provincial como jlamen (sacerdos en las Tres Galias). Este cargo sacerdotal
era elegido por los delegados de las ciudades de la provincia en una reunión anual del
concilium. Siempre se trataba de un ciudadano romano, generalmente de origen local,
que había desempeñado las magistraturas en su ciudad de origen. El prestigio social
que reportaba haber revestido el cargo era enorme, si tenemos presente, por ejemplo,
que con frecuencia permitía el acceso al ordo ecuestre. El flameo debía residir en la
capital provincial donde presidía las fiestas y ceremonias en honor de los emperado-
res divinizados. Éstas comenzaban con un solemne sacrificio de toros ante el altar fe-
deral o provincial, al que seguían banquetes y espectáculos Quegos, competiciones).
El culto a los divi constituía una excelente ocasión para que los delegados de la
provincia recordasen la existencia y los problemas de ésta al gobernador o al propio
emperador; en este sentido dichas asambleas llegaron a jugar en ocasiones el papel de
órganos representativos con los cuales Roma solía contar. Es significativo, en este
sentido, que en el santuario interprovincial de las Tres Galias en el área dominada
por el altar de Roma y Augusto, fueran levantadas también las estatuas de las sesenta
ciudades del concilium que, a su vez, representaban el componente étnico de la región.
En el templo de Adriano, en Roma, también se podían ver las personificaciones de
las provincias a las que el emperador había asegurado paz y prosperidad.
Respecto al culto municipal, la epigrafía nos revela la existencia de sacerdotes
municipales del culto imperial que, en su mayor parte, llevan también el título de jla-
men, seguido del nombre de la ciudad o del emperador divinizado. Más raro es el uso
del título de sacerdos o de pontifox. Las sacerdotisas que participaban en el culto de las
mujeres de la familia imperial suelen llevar casi siempre el título de jlaminica.
Cuando el nombre del sacerdote viene seguido del de la ciudad, hemos de enten-
der que aquél reagrupa bajo su dirección el conjunto de los cultos de todos los divi. Lo
mismo ocurre cuando aparecen expresiones tales como flamen divorum o flaminica diva-
rum. Pero si al cargo sacerdotal le sigue el nombre de un divus, hemos de entender que
el flameo sacerdote atiende exclusivamente dicho culto. Esta posibilidad es, sin em-
bargo, rara ya que una ciudad difícilmente podía poseer un sacerdote por cada empe-
rador divinizado; conocemos no obstante un flamen divi Vespasiani y un flamen divi
Traiani en Tarraco.
Hispania es una de las provincias donde los cargos sacerdotales son mejor cono-
cidos. En la Hispania Citerior existía una fuerte concentración de ellos en ciudades

563
como Tarraco, Barcino, Sagunto, etc. También la Bética ha proporcionado muchos
nombres, sobre todo en lugares como Corduba, Obulco, etc. La mayor parte de estos
flámines de Tarraco pertenecen al reinado de Tiberio, mientras que los de la Bética
datan casi todos de época de Vespasiano. La Narbonense conoció también una fuerte
expansión del culto a juzgar por las abundantes inscripciones que mencionan a estos
sacerdotes.
Todo ello hace pensar que el fenómeno estuvo especialmente arraigado en las
ciudades más profundamente romanizadas o cuya vida urbana era más rica. Los fla-
mines gozaron, localmente, de un rango social elevado; casi todos ellos eran ciudada-
nos romanos y generalmente descendían de indígenas romanizados que recibieron la
ciudadanía. En su mayoría son duunviros o duunviros quinquenales elegidos como fla-
mines por los decuriones de la ciudad.
El flaminado constituyó pronto la culminación de la carrera municipal pese a no
ser una magistratura. De hecho, en la práctica, los flamines procedieron de la aristo-
cracia local, rica y dominante.
Al desempeñar este cargo sacerdotal, su titular manifestaba a un tiempo, cívica y
religiosamente, su lealtad al poder imperial romano actuando en la ciudad como un
excelente agente romanizador. Además, el flaminado local permitía el acceso, des-
pués de haber sido desempeñado, al ordo ecuestre y constituía por tanto un elemento
fundamental de la movilidad social.
El flaminado duraba un año, si bien sus titulares podían llevar el título honorífi-
co de flamen perpetuus manteniendo de por vida los privilegios inherentes a él. Dife-
rentes de los anteriores, pero igualmente ligados al culto imperial aparecen los augus-
talis. Bajo este término existe cerca de cuarente títulos diferentes de los que dos son
los más frecuentes: los seviri augusta/es y los augusta/es. Ambos títulos están particular-
mente atestiguados en Occidente durante los primeros años del Imperio. En algunas
provincias, como la Galia, sólo se conocieron seviri augusta/es, mientras en Hispania
seviri y augusta/es (si bien éstos en menor proporción) coexistieron.
Los seviri augusta/es, como su nombre indica, formaban un colegio de seis miem-
bros. Eran nombrados por los decuriones bajo cuya tutela estaban y permanecían en
el cargo sólo un año pero no podían acceder antes de los 25. Existían ciertas semejan-
zas entre el sevirato y los decuriones, ya que -como éstos- los seviri debían de in-
gresar al llegar al cargo una cantidad de dinero (summa honoraria) en las arcas munici-
pales. La exención de dicha suma era un raro privilegio. Como los magistrados tam-
bién los seviri estaban obligados a hacer gastos ( ob honorem seviratus) que podían ser de
muy distinto tipo (inscripciones en honor de divinidades, banquetes, juegos, esta-
tuas, restauraciones de templos y edificios públicos, etc.).
El origen social de los seviri es bien conocido: se trata, en su mayor parte, de liber-
tos ricos que dada su condición jurídica no podían acceder al decurionado pese a dis-
frutar una riqueza similar; sus fuentes de enriquecimiento eran más variadas que las
de los decuriones, ya que entre ellos se cuentan comerciantes, artesanos o banqueros.
Se calcula, no obstante, que entre ellos existía entre un 10-15% de hombres de naci-
miento libre (ingenur) si bien ignoramos por qué.
Sabemos que no era necesario ser originario de la ciudad en la que vivían como
sevir, e incluso conocemos casos de individuos que lo eran a un tiempo en varias de
ellas.
En algunas ciudades las inscripciones atestiguan que los antiguos seviri augusta/es

564
formaban grupos sociales intermedios, entre los decuriones y la plebe, a los que alu-
den expresiones como ordo sevirum augustalium. En el siglo 11 d. C., los antiguos seviri au-
gusta/es adoptaron la estructura de las corporaciones profesionales ( corporati, sociz), en
su deseo siempre de verse reconocidos oficialmente por las autoridades munici-
pales.
Los augusta/es son menos conocidos. Algunos estudiosos han visto en ellos una
asociación cuyos miembros son nombrados de por vida, comparable a las asociacio-
nes de cultores, pero otros piensan que se trata de un colegio, de vigencia anual, que no
diferiría sustancialmente de los seviri augusta/es; el número de augusta/es rara vez supera-
ría los diez individuos por ciudad.
Tampoco sabemos cuáles eran sus deberes o funciones religiosas específicas den-
tro del culto imperial, si bien hay razones para pensar que, al menos en una primera
etapa, estuvieron encargados del culto al genius o al numen Augusti. Quizá después se
encargaron de atender también el culto de los miembros divinizados de la familia
imperial. No tenemos noticias sobre qué tipo de rituales ejecutaban pero parece lógi-
co pensar que intervinieran en las ceremonias cultuales dirigidas por los flámines lo-
cales.
El culto imperial, financiado por las élites urbanas (decuriones y seviri augusta/es) co-
menzó a declinar al mismo ritmo que lo hizo la economía. El empobrecimiento de la
mayor parte de la población en el último cuarto del siglo 11 d. C., la crisis del reinado
de Marco Aurelio y las guerras civiles por la sucesión tuvieron entre estos grupos
consecuencias económicas inmediatas como refleja la epigrafía. Es cierto que la ins-
titución sobrevivió formalmente, pero las manifestaciones de piedad -públicas o
privadas- hacia el numen del emperador, comenzaron a hacerse -desde la dinas-
tía severiana- más raras y, en todo caso, menos espontáneas.
A finales de la época antonina los seviri augusta/es comenzaron a esforzarse por re-
huir de las pesadas cargas litúrgicas. Con la crisis del siglo m y las invasiones bárba-
ras, esa tendencia se agudizó aún más. La asamblea de las Tres Galias sabemos que no
se reunió después del 260, aproximadamente veinte años después de haber desapare-
cido los seviri augusta/es (no conocemos ninguna inscripción que los mencione des-
pués del 270). Fue sin duda la crisis económica la que arruinó a estos grupos privile-
giados que venían manteniendo el culto imperial, desapareciendo con ellos la insti-
tución misma.

El culto imperial en el paisaje urbano

Las ciudades romanas, como consecuencia de la extensión del culto imperial, se


vieron pronto en la obligación de acoger numerosos monumentos arquitectónicos
en memoria de los emperadores divinizados, enclavados generalmente en los lugares
más céntricos del núcleo urbano.
En Pompeya el ara de Augusto se encontraba en el eje del templo de Júpiter que
dominaba el Foro, entre el templo de Apolo y el de Vespasiano. En Terracina el
templo de Augusto fue igualmente emplazado en el corazón de la antigua colonia.
También en Ostia el templo de Roma y Augusto fue acogido frente al Foro, en línea
con el Capitolio.
En las provincias, los santuarios del culto provincial fueron levantados sobre po-

565
Templo de Roma y Augusto (Ankara).

siciones elevadas pero próximos siempre al centro urbano. Así, el citado ara de
Roma y Augusto de las Tres Galias, en la confluencia de los dos ríos, dominaba tanto
las Tres Galias como la Galia Narbonense. Los viajeros que, procedentes de Italia, se
aproximasen al monumento, podían verlo a gran distancia, flanqueado por dos altas
columnas (10,5 m de altura y 1,10 de diámetro en su base), rematadas cada una de
ellas por una Victoria decorada en bronce (de 3,5 m de altura) sosteniendo una coro-
na de laurel. El altar, adornado con una corona de encina, soportaba trípodes cubier-
tos con coronas de laurel. Algunos arqueólogos han creído ver en él una influencia
del santuario del dios galo Lug que precedió al santuario federal de Roma y Augusto.
El fenómeno se repite también en las ciudades greco-orientales. En Mileto un
gran altar de Augusto se levantaba frente a la curia local; en Efeso también el templo
de Roma y Julio César ocupaba una posición topográfica privilegiada. Pérgamo era
dominada por el templo de Trajano y Zeus Philios, y en Atenas, junto a la estatua de
Adriano, se levantaba el templo de Zeus Olimpo.
En los puertos era frecuente ver la estatua de Augusto o de algún otro emperador
divinizado, también en posiciones elevadas de forma que los marineros pudieran di-
visarla a lo lejos. El emperador deificado era, pues, como un «faro», que servía como
referencia y representaba la protección del emperador sobre la navegación y la bené-
fica tutela del poder romano.
Sin embargo, no faltaron otros santuarios imperiales levantados en lugares más
apartados pero no menos privilegiados que los anteriores. El templo del divino
Claudia, en el Celia, alejado del centro político era, con sus zonas arboladas y sus
ninfeas, un lugar de esparcimiento y descanso de la población romana. Lo mismo
cabría decir del Augusteum de Nimes, ligado al culto terapéutico de Nemausus o del
Sebasteion de Alejandría, que tenía, según sabemos por Filón, pórticos, bibliotecas,
galerías, salas de reunión, etc.; todo ello hace pensar que muchos edificios de culto
imperial no estuvieron desprovistos de funciones prácticas.

566
La crisis del régimen imperial

Los periodos de mayor auge y popularidad del culto al emperador coincidieron


con las dinastías imperiales más consolidadas y con periodos de prosperidad econó-
mica. Pero cuando una dinastía se extingue (como sucedió en el 68, en el 19 3 o en
el235) y comienzan tiempos de crisis y guerras civiles, el culto a la persona del empera-
dor fue inmediatamente cuestionado.
De esta forma, la época de mayor arraigo del culto imperial fueron las dinastías
julio-claudia, flavia, antonina y severiana. Los hijos que sustituyen a sus padres en el
poder son hijos de divi (y futuros dioses ellos también) y las mujeres de los emperado-
res vienen asimiladas a Cibeles, madre de los dioses. Incluso cuando se recurre a la
adopción, como sucedió durante la dinastía de los Antoninos, es el propio Júpiter
quien designa al imperator y quien le inviste; a esa investidura divina se recurrirá con
insistencia en el siglo m para justificar la legitimidad dinástica.
Pero en época de guerras y enfrentamientos civiles, de ruina económica, difícil-
mente podía sostenerse la vieja teología imperial, al menos tal y como venía siendo
concebida. La mejor prueba lo constituye el interés de los emperadores por la Pax
Augusta como mensaje político; se trata de una gracia divina que contribuyó de forma
decisiva a sobrehumanizar a Octavio, y luego a muchos de sus sucesores. Recorde-
mos el célebre ara Pacis Augustae, fiel expresión del arte y de la religión de la época au-
gústea. Lejos del atormentado arte del altar de Pérgamo, este monumento se caracte-
riza por la participación conjunta de vestales y sacerdotes (acompañados de las vícti-
mas sacrificales), magistrados, senadores y pueblo en una solemne procesión, en la
que el propio Augusto, capite ve/ato, aparece representado rodeado de los tres jlamines

Ara Pacis (Roma). Reconstrucción de G. Gatti.

567
maiores. Tampoco falta la evocación de los orígenes de Roma -el Lupercal, Eneas en
disposición de sacrificar a los Penates- ni las imágenes de Roma y Tellus, personifi-
cadas. Pero es, en realidad, la Pax -la nueva Pax augusta- a la que se debía la felici-
dad de los nuevos tiempos tras años de guerras dentro y fuera de las fronteras roma-
nas la verdadera protagonista del monumento.
Vespasiano y muchos de los Antoninos y de los Severos mantuvieron este interés
propagandístico. Recientemente ha sido descubierta en Musti (Túnez) una inscrip-
ción que glorifica a Septimio Severo como pacatordeus. Un poder incapaz de encarnar
la paz difícilmente podía inspirar la devoción profunda de sus súbditos. Es evidente
que ningún tipo de culto imperial podía articularse, por ejemplo, en torno a la figura
de Valeriano, derrotado y capturado en el 259 o 260 d.C. por el rey persa Sapor.
Por otra parte, como ha señalado R. Turcan, la Tetrarquía, dividiendo el poder
entre los dos Augustos y los dos Césares, resolvió teóricamente el problema de la su-
cesión pero privó -de otra- al imperator del prestigio del monarca universal; anu-
laba la razón de ser de un culto que sacralizaba los vínculos morales de un Imperio
supranacional, ya que era la unicidad del soberano la que lo garantizaba. Por otra
parte, Diocleciano y Maximino, desde el287 d.C., aparecen no como Júpiter y Hér-
cules, sino como protegidos o elegidos por ellos: Jovius y Herculius.
De esta forma, como señala el estudioso francés, el ceremonial de la adoratio, la
sacralización del vestuario de los tetrarcas cubiertos de gemas y de oro, sus genealo-
gías divinas serán inútiles. Ni siquiera los panegiristas de la época fueron capaces de
infundir confianza en el papel de los Augustos y de los Césares como alma unificado-
ra del Estado romano.
El culto imperial, tal como fue concebido en el siglo IV, tenía un profundo signi-
ficado social como expresión de homenaje o sumisión a la incontestable autoridad
del emperador que obligaba a todo el cuerpo ciudadano. El nuevo régimen implicó
una relación aún más distante entre súbditos y emperador que el principado. Es posi-
ble que a esta época remonte la introducción de la prosk:Jnesis o genuflexión ante la
majestad imperial, que acompañará a la adoratio purpurae, consistente en besar el ex-
tremo inferior de la túnica del emperador. Pero esta sacralización del poder imperial,
de origen divino, fue en casi todos los casos compartida entre Augustos y Césares
provocando así su debilitamiento.
A dicha decadencia contribuyó también el cristianismo que -como el judaísmo
desde los tiempos de Calígula- se enfrentó abiertamente al culto imperial. Tertulia-
no (Apología, 10, 1) recuerda que los cristianos eran acusados de no honrar a los dio-
ses y no ofrecer sacrificios a los emperadores incurriendo en un crimen de lesa majes-
tad. El culto imperial exigía un sacrificio por la salud del emperador (pro salute) que
repugnaba a los cristianos (que tampoco juraban por él ni por sugenius o su l)ché); és-
tos estaban dispuestos a elevar sus plegarias por el emperador y la seguridad del Im-
perio, pero no a sacrificar por él. Como los paganos, reconocían en el Imperio una
monarquía de derecho divino: todo poder emana de Dios y el príncipe tiene derecho
al homenaje de sus súbditos porque era el elegido del Señor. Pero consideraban que
era Dios y no el emperador quien podía garantizar la salvación a los hombres y, so-
bre todo, no aceptaban que fuera reconocido como «dios» o «señor»:

Lo que no puedo hacer es llamar «dios11 al emperador, ya porque no sé mentir, ya


porque no me atrevo a burlarme de él, ya porque ni siquiera él mismo quiere ser lla-

568
1
mado «dios». Si es hombre, le interesa como hombre estar debajo de Dios. Ya tiene
bastante con ser llamado emperador: éste es ya un gran título por cuanto es un título
concedido por Dios. Decir del emperador que es un «dios» equivale a negarle el pro-
pio título de emperador, ya que no puede ser emperador si no es hombre (Tertulia-
no, Apología, 33, 3).

1 El cristianismo modificó la concepción del poder con su exigencia de que los


emperadores fueran considerados «protegidos de Dios» y nos «dioses» o descendien-
tes de ellos. Constantino autorizó la construcción de un templo en Hispellum (Italia)
para la gens Flavia, a la que él pertenecía, pero a condición de que no se realizaran en
1 él prácticas supersticiosas. Es significativo al respecto que la consecratio deje de ser re-
presentada en las monedas con el último de los miembros de la dinastía constantinia-
na. Con razón algunos autores modernos, como G. Bravo, han interpretado la super-
vivencia del flaminado (atestiguado en África hasta el siglo v d.C.) no como un car-

'
go religioso sino como una función pública ejercida en la forma de un munus decuria-
na! ante la progresiva desacralización del culto imperial.

LA ADIVINACIÓN

Los oráculos

El Imperio supuso un cambio radical en la actitud de Roma hacia las nuevas


prácticas adivinatorias y, especialmente, hacia los oráculos, favorecida por la libre
circulación de personas (soldados, funcionarios, comerciantes) y de ideas que seco-
noció durante el principado. La autoridad imperial y senatorial no tardó en darse
cuenta de la imposibilidad de reprimir la práctica adivinatoria de numerosos indivi-
duos y centros oraculares a base de medidas legislativas. De esta forma, a comienzos
del siglo m, las barreras levantadas contra dichas prácticas habían caído ya; incluso
los druidas, perseguidos bajo Tiberio y Claudio, recobraron su influencia. Sólo las
consultas de salute principis siguieron siendo perseguidas.
Sin embargo, dicha apertura no se entendería sin tener presente también la deca-
dencia de la vieja adivinación romana. De los tres sacerdocios que ejercieron funcio-
nes adivinatorias (tan limitadas, como ya hemos visto) solo los harúspices, en estre-
cha comunicación con el Senado, pero colaboradores de muchos emperadores, asu-
mieron un cierto protagonismo -sobre todo en calidad de interpretes prodigiorum-
especia!mente desde que Claudio procediera a la reorganización del Ordo, en el
año 4 7 d. C. como sabemos por la Tabla de Lyon.
La actividad de los augures prácticamente pasó desapercibida y la de los decénvi-
ros no fue mucho más intensa. Según Suetonio cuando Augusto fue nombrado ponti-
fex maximus, reunió todos los libros, griegos y latinos, de carácter profético (en total
más de dos mil volúmenes) y los hizo quemar, conservando sólo los Libros Sibilinos,
una vez expurgados, en el interior del templo de A polo Palatino. La escasa confianza
que le suscitaba la consulta de dichos Libros por los decénviros fue compartida por
la casi totalidad de sus sucesores.
En este clima de decadencia de las antiguas formas de divinatio, las conquistas ro-
manas pusieron a la población en contacto con los santuarios oraculares greco-

569
orientales. Serán, durante este nuevo periodo los viejos santuarios oraculares griegos,
renacidos, los que gocen de mayor prestigio. En el siglo 11 d.C. Plutarco cita el de
Apolo en Delfos, el de Zeus Ammon en el oasis de Siwah, el de Mopsos y Anfíloco
en Mallos y el de Trofonio en Lebadea; Luciano, por su parte, los de Apolo en Claros
y Didyma, el de Nyx en Mégara y el de Apolo Deidadiotes en Argos. Sabemos, no
obstante, de la existencia de otros más, e incluso del nacimiento de algunos, como el
de Glykon-Asklepio en la ciudad de Abonuteichos. En cualquier caso, la casi totali-
dad se concentraba en las provincias orientales del Imperio.
En general todos ellos comparten, además de la antigüedad, unos rasgos comu-
nes: suelen estar emplazados en lugares visitados por los dioses (Apolo, Zeus, Dioni-
sos) o los héroes (Anfíloco, Trofonio, Anfiarao) y contar con leyendas locales que
explican el descubrimiento del lugar o la institución del culto. Casi todos ellos dispo-
nen también de elementos naturales (fuentes, grutas, árboles) asociados al funciona-
miento del oráculo.
Pero el hecho de que conozcamos la actividad de cierto número de santuarios
oraculares no es garantía ni de prestigio ni de influencia. Los propios antiguos, como
Plutarco, se interesaron ya por el controvertido problema de la decadencia de los
oráculos durante el Imperio, y así, el polígrafo de Queronea escribió una obra titula-
da Sobre el declive de los oráculos. Como hemos visto en capítulos precedentes, el periodo
de mayor decadencia de los oráculos fue, sin duda, el siglo 1 a.C. A partir de la época
augústea se produce un lento despertar en su actividad marcado por una cierta nos-
talgia del pasado, como se pone de manifiesto en la recuperación de antiguas res-
puestas o en viejas formas de expresión. Pero fue la época de Adriano la que verdade-
ramente supuso un florecimiento para muchos de los que se mantuvieron muy acti-
vos a lo largo del siglo 11 y, en menor medida, del m d.C.
Dicha cuestión no pueder ser planteada sólo en términos numéricos (número o
frecuencia de consultas). Parece más conveniente examinar las posibles transforma-
ciones que han ido produciéndose, a lo largo del tiempo, en el ámbito, por ejemplo,
de las consultas y respuestas.
Conservamos cientos de oráculos (y de fragmentos) pero pocas preguntas. La
mayor parte de las respuestas oraculares corresponde a embajadas y delegaciones ofi-
ciales o a consultas de personajes famosos; para los santuarios este tipo de visitas pro-
porcionaba prestigio y era, en general, de mayor interés que las que efectuaban los
simples privados (cuyas consultas son conservadas por los papiros e inscripciones).
Además, los oráculos suelen ser, en aquellos casos, mucho más largos y de estilo más
cuidado que los oráculos ordinarios.
La mayor parte de las respuestas oraculares son breves; constan de una o dos lí-
neas. Si en el pasado solían ser redactadas en hexámetros u otras formas versificadas,
a partir del siglo 1 y 11 d. C. se recurre, sobre todo, a la prosa. Plutarco, en su tratado
Sobre el oráculo de la Pitia, estudia el porqué en su tiempo no se dan ya oráculos en
verso.
El contenido de los oráculos puede ser clasificado en: a) oráculos que predicen o
revelan el futuro, sobre todo el curso de los próximos acontecimientos; b) oráculos
que proporcionan información desconocida sobre el pasado o el presente; y e) orácu-
los prescriptivos que indican el ritual que debe seguir el consultante. Eran muchos
los que se acercaban al oráculo para saber a qué dios o héroe era necesario sacrificar
bien para evitar una falta religiosa, bien para alcanzar un determinado fin. Menos

570
El oráculo de Apolo en Claros, considerado en época augústea como el más pres-
tigioso después de Delfos, resurgió a comienzos del siglo 1 d.C. Augusto, al hacer de
Efeso la capital de la provincia de Asia y reconstruir la ciudad de Esmirna, lo favore-
ció indirectamente. Germánico, siendo cónsul, lo visitó en el año 18 d.C. cuando un
sacerdote milesio, profeta del templo, le predijo su muerte próxima. Es posible que al
cumplirse la profecía un año después, el prestigio del oráculo se reforzara.
Sabemos que Claros, como otros centros oraculares, admitía además de las emba-
jadas o visitas personales, otros procedimientos de consulta como el envío de cartas;
en el palacio imperial, Agripina acusó a Lolia Paulina de haber consultado una efigie
del dios de Claros sobre el futuro matrimonio del emperador Claudio.
Pero es nuevamente a partir del siglo n d. C. cuando, coincidiendo con la prospe-
ridad del manteion, las inscripciones (prosrynemas), algunas de ellas grabadas sobre los
muros de los propíleos del santuario, se hacen más abundantes. Entre las provincias
que en este siglo envían embajadas a Claros figuran Asia, Macedonia, Mesia y Siria.
Un personaje de prestigio político e intelectual como Elio Arístides lo visita hacia
el 167 d.C. Textos e inscripciones atestiguan que la vida del santuario se prolonga a
lo largo del siglo III.
El templo de A polo en Didyma fue restaurado por Calígula, interesado en forta-
lecer Mileto como centro de su culto imperial. Sin embargo, las grandes construccio-
nes realizadas fueron paralizadas a su muerte. Trajano reanudó los trabajos restauran-
do y completando los 18 kilómetros de la vía sagrada que unía el santuario con la
ciudad de Mileto. En agradecimiento fue nombrado prophetes en el año 101 y stepha-
nephoros en el 116-117 d. C.. Su sucesor, Adriano, visitó Didyma en el 129 realizando
generosas donaciones tanto al templo como a la ciudad; poco después se levanta-
ron 30 pequeños altares dedicados al emperador (como salvador, fundador y bene-
factor) y para conmemorar el día de su visita, se declaró un festival anual. Tras la
guerra contra los judíos (136-137 d.C.) los milesios le ofrecieron el cargo de «profe-
ta» por un año.
H. W. G. Parke ha puesto de relieve que del periodo comprendido entre los
años 100 y 225 d.C. se conservan en Didyma más respuestas oraculares que de todo

••• • • • • •• •• •• • • ••
•• ••• • • • • •• •••

•••••••••••••
• • •• •• • • ••• ••
Templo de Apolo en Didyma.

572
el periodo anterior. También la literatura, como la Historia de Cupido y Psiché (conser-
vada en las Metamorfosis de Apuleyo ), evoca la frecuencia de estas consultas oraculares
que sólo después de la crisis del siglo m comenzarían a disminuir.
Otro oráculo griego que gozó de gran popularidad fue el de Alejandro de Abonu-
teichos, también en Asia Menor. Sabemos de él por la arqueología, las monedas, al-
gunas inscripciones (CIL III 1021-1022; IGR IV, 1498), pero sobre todo por el tra-
tado que le dedica Luciano de Samosata: «Alejandro o el falso profeta» Alejandro,
fundador del oráculo a mediados del siglo II d. C., se valía de una nueva divinidad, la
serpiente Glykon, cuya boca se articulaba para pronunciar las respuestas oraculares;
quienes pagaban menos debían de conformarse con recibir la respuesta por escrito.
La fama del oráculo -que también celebraba sus propios misterios- llegó a Roma
donde hombres como Severianus (tetrarca de Galatia), Rutilius (procónsul de Asia)
y el propio Marco Aurelio siguieron sus consejos. Durante la lucha de Roma contra
los marcomanos, el emperador arrojó al Danubio dos leones vivos obedeciendo, se-
gún Luciano, al oráculo de Abonuteichos; algunos autores han creído incluso reco-
nocer a los animales en la célebre columna que lleva su nombre.
Fuera de Grecia y de Asia Menor son muchos los oráculos que conocen vientos
de prosperidad durante los siglos del Alto Imperio. El de Afrodita en Pafos (Chipre)
cuya importancia está atestiguada ya por los Hechos de los Apóstoles (13, 6-8) con moti-
vo de la visita de Pablo a la isla fue visitado por el emperador Tito, hacia el 69 d. C.;
Suetonio dice que consultó su oráculo para conocer la suerte de la navegación, pero
Tácito añade que el futuro emperador trataba también de conocer su futuro per-
sonal:

Tito ... consultó primero de su navegación; y siéndole prometido próspero viaje,


sacrificadas muchas víctimas, preguntó encubiertamente y con rodeo de palabras de
sí mismo. Sóstrato (así se llamaba el sacerdote), como vio las entrañas de los anima-
les, que conformes y propicias mostraban felicidad, y que la diosa se inclinaba a
aquellos grandes designios ... le descubre los futuros sucesos. Vuelto Tito con mayo-
res esperanzas, fue de gran momento para confirmar los ánimos sospechosos de las
provincias y de los ejércitos (Tácito, Historias II, 4).

El oráculo se desarrollaba en las proximidades del templo, cuya extraña disposi-


ción conocemos por monedas del siglo II d. C.; el culto de Afrodita estaba representa-
do por una enorme piedra. En el bosque sagrado se celebraban las Floralia, que las
Actas apócrifas de Bernabé mencionan así como la prostitución sagrada.
En Siria también muchos oráculos conocieron un extraordinario auge durante
los siglos 1 y II d.C. Así, el oráculo del monte Carmelo, visitado por Vespasiano poco
antes de llegar al poder, o el oráculo del monte Kassios, en la desembocadura del
Orontes. Pero el más famoso fue el de Zeus en Heliópolis (Baalbek), entre Biblos y
Damasco y a cuyos ritos adivinatorios, descritos por Macrobio, nos hemos referido
ya. En el año 114 el oráculo fue visitado por el emperador Trajano antes de comen-
zar la campaña parta. Más tarde Antonino ordenó construir un magnífico templo a
la divinidad solar.
En Occidente, como ya se ha dicho, la presencia de los centros oráculares fue
mucho menor, quizá como consecuencia de la vieja hostilidad romana hacia este
tipo de adivinación. Merece recordarse nuevamente el santuario de Fortuna en Prae-

573
neste que parece salir de su letargo a partir de época augústea. Tiberio, según nos dice
Suetonio, intentó trasladar a Roma el arca que contenía las sortes:
Intentó suprimir los oráculos inmediatos a Roma; pero renunció a ello aterrado
por un prodigio que protegió las sortes de Praeneste que, a pesar de haberlas llevado
selladas a Roma, no las encontraron en el cofre en que las encerraron y no reapare-
cieron hasta que el cofre quedó colocado en el templo (Suetonio, Tiberio, 63, 1).

La medida se explica desde su inquietud hacia todo tipo de prácticas adivinato-


rias; según el propio Suetonio, Tiberio prohibió también las consultas privadas a los
harúspices. Pero debemos recordar que la delicada salud del emperador favorecía las
consultas a Fortuna sobre el momento de su muerte y su sucesión.
La historiografía menciona también la costumbre del emperador Domiciano de
consultar el oráculo de Fortuna a comienzos de cada año. Existen dudas sobre la his-
toricidad de otra consulta oracular por parte de Severo Alejandro, pero sí sabemos
que el oráculo mantuvo su actividad hasta el siglo IV.
La familia julio-claudia mostró un especial interés por el oráculo de la Fortuna
de Antium, como el anterior, muy próximo a Roma. Todo parece indicar que Au-
gusto consultó a las veridicae sorores, como las llama Marcial, antes de emprender sus
expediciones contra los bretones y los árabes en el 26 a.C. Calígula lo hizo también
llevado de los temores que anunciaban su muerte; el oráculo -según cuenta Sueto-
nio, Calígula, S7, 3- le aconsejó que se guardara de Casio. Pero el emperador se
equivocó al ordenar la muerte de Cassio Longino (procónsul de Asia) y no la de Ca-
sio Querea, su asesino. Por último, la hija de Nerón y Papea nació en la villa imperial
de Antium; aunque las fuentes no mencionan ningún tipo de consulta oracular sí sa-
bemos que, por decreto del Senado, se colocaron imágenes de oro de las Fortunas en
el solio de Júpiter Capitalino, lo que probaría la piedad de la familia imperial hacia
las Fortunae Antiatae.
Las conquistas del siglo 1 multiplicaron en general las consultas de los jefes mili-
tares, deseosos de contar con un respaldo divino a sus empresas. Merece recordarse,
por ejemplo, la visita efectuada por Tiberio al oráculo de Gerión antes de partir ha-
cia Iliria:
Y algo más tarde, cuando camino de Iliria consultó cerca de Padua el oráculo de
Gerión, sacó en suerte una cédula (sorte tracta) que le aconsejó que debía echar dados
de oro en la fuente de Apolo para saber lo que quería; sucedió entonces que los da-
dos arrojados por él mostraron el número más alto; y todavía hoy en día los visitan-
tes pueden ver estos dados ... (Suetonio, Tiberio, 14, 3).

Las guerras civiles del68/69 y las frecuentes usurpaciones favorecieron aún más
este clima de continuas consultas oraculares. Galba, que permanecía en la Hispania
Tarraconense a la espera de unirse a Vindex contra Nerón, decidió interrogar en la
ciudad de Clunia un oráculo que le contestó: «Día vendrá en que surgirá de Hispania
el señor y dueño del mundo» (Plutarco, Galba 6, 4). La importancia concedida a di-
cha consulta queda reflejada en más de cinco variedades de sestercios acuñados en
Roma. De otro de los aspirantes al poder, Vespasiano, dice Suetonio que los secretos
del destino, manifestados por los prodigios y los oráculos, revelaban que el imperio
le estaba destinado a él y a sus hijos pero que sólo después de su elevación al trono di-
chos anuncios fueron creídos.

574
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Tmrplo de Dea Caelestis ( Dougga, Túnez)

a,a': entradas laterales; b: pila de abluciones; e: celia; d: dependencias; e: ábside de época bajoimperial;
p: períbolo semicircular.

En época de los Antoninos comienza a dar síntomas de recuperación otro desta-


cado oráculo de Occidente: el de Tanit-Dea Día. Antonino Pío favoreció -en detri-
mento del culto de Baal- el auge de Dea Caelestis a la que levantó varios templos en
África, reedificando su templo de Cartago (153 d.C.), que había sido dañado en un
incendio. La Historia Augusta (Vida de Macrino, 3, 1-4) recoge un largo oráculo emiti-
do -pero no entendido- bajo su gobierno, que fue posteriormente rescatado y
reinterpretado por los emperadores africanos del siglo m.
Este conjunto de biografías recoge también el oráculo de la diosa al futuro empe-
rador Pertinax, entonces procónsul de la provincia (188/9):

Durante este proconsulado [de África] sofocó muchas revueltas gracias a los va-
ticinios en verso procedentes del templo de Caelestis (Historia Augusta, Vida de Perti-
t
nax, 4).

[- 575
El pasaje es oscuro ya que no sabemos a quién sostenían las profecías de Caelestis
y de qué parte se mantuvo su clero. Será no obstante con Heliogábalo cuando Dea
Caelestis asuma -por poco tiempo- el papel de divinidad principal del Imperio,
fruto de su hierosgámos con Baal. Una última noticia de la Historia Augusta nos informa
que durante la crisis del siglo m, Celso, uno de los usurpadores, quiso legitimar su
poder adornándose con los atributos de la diosa africana, el peplus y el thorax.
Entre los santuarios greco-orientales existieron relaciones muy fluidas. Alejan-
dro de Abonuteichos enviaba clientes a otros santuarios oraculares como Didma,
Claros y Malos. Según nos dice Luciano, su propósito no era otro que mantener bue-
nas relaciones con éstos, ante los que quizá además no podía competir. Se trata, en
cualquier caso, de una práctica corriente hasta el punto que algunos autores han lle-
gado a hablar de la existencia de un cierto sentimiento de solidaridad o de comuni-
dad oracular.
Sabemos que Elio Arístides, según cuenta él mismo en uno de sus Discursos Sagra-
dos, envió a su ayudante a consultar el oráculo de Claros para saber si podría curarse
de una larga enfermedad; Apolo remitió al consultante a otro dios, concretamente a
Asclepio de Pérgamo, para obtener la solución al problema. Estas buenas relaciones
entre Claros y Pérgamo vendrían confirmada por otras noticias que mencionan dos
consultas de Pérgamo al Apolo Clario sobre la forma de superar una epidemia de
peste.
El oráculo de Glykon-Asclepio recomienda con mucha frecuencia visitar otros
centros oraculares siendo frecuentes respuestas como «Ve a Claros para que oigas a
mi padre», «Acércate al santuario de los Bránquidas», «En Malo el porvenir te dirá
Anfíloco».
La epigrafía ofrece casos parecidos en los que unos oráculos remiten a otros, lo
cual obliga a pensar en el alto grado de especialización alcanzado a mediados del Im-
perio por muchos santuarios oraculares. Apolo Clario cobró fama como dios capaz
de resolver problemas como la peste, la sequía y la esterilidad de la tierra, mientras
en Didyma, el dios resolvía consultas privadas muy personales y, sobre todo, relati-
vas al culto y al ritual. El propio santuario oracular de Pérgamo no duda en enviar
una embajada a Didyma para averiguar el lugar más conveniente desde el punto de
vista religioso para enterrar a dos destacados miembros de la ciudad.
Desde luego los oráculos griegos despertaron una gran oposición, especialmente
en algunos círculos filosóficos. Oenomaos de Gadara, filósofo cínico, escribió hacia
el año 125 d. C. una obra contra las consultas de Claros. Pero la oposición más resuel-
ta fue la de los epicúreos que centraron sus esfuerzos en desenmascarar las falsedades
del oráculo de Alejandro quien, a su vez, desencadenó contra ellos el fanatismo de
los fieles e hizo quemar públicamente los escritos de Epicuro:

Muchos hombres discretos, como despertando de profunda embriaguez, empe-


zaron a prostestar contra el impostor, distinguiéndose entre ellos los seguidores de
Epicuro que abundaban allí, e iban descubriendo poco a poco, en las ciudades, todas
las supercherías y tramoyas, lo cual obligó a Alejandro a lanzar contra sus enemigos
un oráculo aterrador... De Epicuro dio también el oráculo siguiente. Habiéndose
hecho uno esta pregunta «¿Qué hace Epicuro en los infiernos?», respondió: «Con ca-
denas de plomo sujetado 1 está sentado sobre el inmundo cieno.» Había declarado a
Epicuro una guerra señuda e implacable ... (Luciano Alex., 33).

576
También los cristianos fueron objeto de las iras de Alejandro. Pero el propio Lu-
ciano de Samosata, bien informado, señala que filósofos platónicos, estoicos y pita-
góricos figuraban entre los amigos de Alejandro.

Los Asklepieia y la práctica de la incubatio

Hasta aquí nos hemos referido a los oráculos de inspiración y de suerte. Sin em-
bargo fueron los santuarios oraculares entregados a la práctica de la incubatio, los que,
por su popularidad, se impusieron durante los primeros siglos del Imperio.
La incubatio o enkoimesis, exigía que el enfermo pasara la noche en el ábaton del
santuario en espera de un sueño (onar) o de una visión (hypar) que le revelara el medio
de su curación (régimen a seguir, tratamientos, ritual religíoso que debía cumplir).
Existían varios métodos para favorecer el sueño del enfer'mo, como la abstinencia y
el cansancio del viaje, los perfumes e incienso respirados durante la noche, la asisten-
cia a ceremonias y rituales durante el día y, probablemente, ciertos trucos empleados
por los sacerdotes.
Filóstrato recoge el caso de un joven sirio, enfermo de hidropesía, que se quejaba
porque el dios Asclepio no le visitaba en sueños. Apolonio de Tiana le dio el siguien-
te consejo:

¿Deseas, pues, una buena salud?... ¡Guarda un piadoso silencio! -dijo-. Por-
que se la concede a quienes la quieren, pero tú haces lo contrario de lo conveniente
para tu enfermedad, pues, entregado al placer, acumulas bocados exquisitos en tus
empapadas y estropeadas entrañas y enfanegas el agua con barro (Filóstrato VA., 9).

De igual forma los ritos purificatorios, como la abstinencia sexual, la privación o


de ciertos alimentos (vinos, carne, habas) o los baños de mar o de río, se considera-
ban que favorecían la aparición de sueños. También se exigía que el enfermo llegara
preparado moralmente. De cualquier forma, los enfermos más graves rara vez eran
acogidos por los sacerdotes de Asclepio; prueba de ello es que estaba prohibido nacer
o morir en el interior del templo sagrado, medida que el emperador Antonino suavi-
zó construyendo en Epidauro un edificio donde estaba permitido morir y que las
mujeres diesen a luz (Pausanias 11, 27, 6).
En el interior del santuario los enfermos debían cumplir unas ceremonias que si
bien variaban de unos centros a otros, consistían en ofrendas y sacrificios de vícti-
mas ante la estatua de Asclepio o de otros dioses menores (Epioné, su mujer, y sus hi-
jas Machaon e Hygieia). Al llegar la noche tenía lugar la «hora de las lámparas sagra-
das», una ceremonia en la que los devotos de Asclepio pedían al dios que les otorgara
el sueño esperado.
Disponemos de un valioso testimonio para conocer la práctica de la incubatio en el
siglo n d. C. Se trata de los Discursos Sagrados de Elio Arístides (118-180 d. C.), un dia-
rio que registra tanto los sueños (casi ciento treinta) como los remedios y tratamien-
tos dictados por el dios para curarle de su enfermedad. Buena parte de los clientes de
los Asklepieia eran -como el propio Elio Arístides-, hombres de acomodada
1 condición social (senadores, magistrados, filósofos, literatos) que pasaban largas
temporadas sometidos a prácticas terapéuticas:

577
Pero ahora quiero haceros saber cuál es el estado de mi vientre. Contaré las cosas
punto por punto y día por día. Era el mes de Poseidón [24 diciembre-23 enero], ¡y de
qué invierno! Por las noches tenía molestias de estómago y los insomnios eran extre-
mados, de modo que no podía digerir ni lo más insignificante. No era la causa me-
nor la pertinacia de los fríos, que no los aguantaban ni las tejas, según se decía. Ade-
más la sudoración era continua todo el tiempo, excepto cuando me bañaba. El día
doce del mes el dios [Asclepio] me ordenó suspender el baño, y lo mismo al día si-
guiente y al otro. Estos tres días seguidos los pasé enteramente sin sudoración, día y
noche, de modo que no necesité cambio de túnica interior, y nunca antes me había
sentido mejor... (Elio Arístides, Discursos Sagrados 1, 5-6).

Durante el Imperio, los neócoros del templo asumen un especial protagonismo


al ayudar a interpretar el sueño e incluso, con la colaboración de médicos, en la cura-
ción; no obstante, por encima de ellos solía existir un sacerdote que vigilaba el cum-
plimiento de ceremonias y administraba el santuario.
Se calcula que en el siglo 11 d. C. existían unos 320 Asklepieia en actividad, concen-
trados en su mayor parte en el Oriente (Atenas, Corinto, Ergas, DeJos, Cos). Pero de
todos ellos el santuario de Asclepio en Pérgamo era el más prestigioso, por encima
incluso de los de Cos o Epidauro. El santuario fue embellecido primero por Domi-
ciano y después por Trajano. Pero fue Adriano quien más hizo por él, confiriendo en
el año 123 a Pérgamo el título y los privilegios de metrópolis y ordenando construir
nuevas y suntuosas instalaciones dentro del recinto sagrado.
Se llegaba al santuario por una vía sagrada de 820 m de longitud que, flanqueda
por columnas, llegaba a los propileos. De aquí se accedía a un patio de enormes pro-
porciones (110 x 130 m) rodeado por tres de sus lados de pórticos corintios. Final-
mente desde uno de ellos se podía pasar al santuario propiamente dicho que constaba
de tres partes: a) al norte, una gran sala rectangular que hacía las veces de biblioteca
pero también de lugar destinado al culto imperial (en ella estaba emplazada una esta-
tua de Adriano deificado, hoy en el museo de Bergama); b) al sur, los propileos co-
municaban con el templo de Zeus Asklepios, levantado en el año 150 d.C. por el
cónsul L. Curpius Pactumeius Rufinus; dicho edificio constaba de un propileo /eirás-
tilo y un templo circular de 23 m de diámetro con siete nichos, suelo y paredes de
mármol polícromos, quizá arquitectónicamente relacionado con el Panteón de
Roma.
Alrededor del patio central existían salas de reunión, letrinas y un teatro con ca-
pacidad para 3500 personas. En su interior, un «jardín sagrado», obra de Rufinus, ba-
ños y fuentes y salas de incubación (que remontan a la época helenística); un túnel
de 80 m de longitud comunicaba el ábaton con la sala de las seis exedras.
Durante la época romana, Pérgamo no perdió la costumbre de celebrar en su
Asklepeion, ceremonias litúrgicas en honor del dios: los Asklepieia (concursos gimnás-
ticos y musicales) y los Pantheia (culto a «todos los dioses» agrupados en torno a As-
clepio).
Una divinidad de características muy similares a Asclepio -especialmente por
su función curadora- es Serapis, cuya presencia en muchos Asklepieia (Epidauro,
Pérgamo) fue habitual. Ambos dioses eran incluso representados de forma muy pa-
recida: Serapi~es un dios de la salud que salva de los peligros a los hombres, los pro-
tege y ayuda en sus aspiraciones; como Asclepio, también se manifiesta a sus fieles en

578
1

CD Asclepio de Pérgamo

l.-Vía sagrada. 2.-Patio. 3.-Propileos. 4.-Altar de Artemis. S.-Biblioteca. 6.-Galería norte.


7.-Galería oeste. S.-Galería sur. 9.-Teatro. 10.-Letrinas. 11.-Sala grande. 12.-Habitación.
13.-Cimientos antiguos. 14.-Sala de diagnósticos. 15.-Primer Templo. 16.-Rocas. 17.-Pilón la-
brado en la roca. 18. -Fuente. 19.-Estanque en mármol blanco. 20. -Fuente sagrada. 21.-Templo de
Asclepio. 22.-Corredor sagrado. 23.-Templo de Telesforo.

sueños y oráculos. El propio Arístides entró por primera vez en contacto con el dios
en Egipto, en el año 142.
Y a nos hemos referido a su más importante santuario, el Serapeion de Alejan-
dría. Adriano llevó a cabo intensos trabajos de reconstrucción del edificio anterior
levantado por Ptolomeo III, que había sido seriamente dañado durante la revuelta
judía (115-116). El templo sufrió, de nuevo, un incendio en el año 181, bajo Có-
modo, y fue reconstruido parcialmente por el emperador Caracalla, que «enfer-
mo de cuerpo y alma», según dice uno de sus biógrafos, lo visitó personalmente en
el 215 d. C.; la devoción de este emperador por el dios explica también sus frecuentes
visitas al templo de Serapis en el Quirinal. La destrucción del Serapeion por los cris-
tianos en el 391 d.C. tuvo hondas repercusiones por su valor simbólico como reduc-
to del paganismo.

579
De igual forma también el santuario de Serapis en Canopo, a escasa distancia de
Alejandría, era, según nos dice Estrabón, frecuentado por la alta sociedad romana:

Hay allí un santuario de Serapis, rodeado de una gran vegetación que produce
curaciones, hasta el punto de que los hombres de alto rango le tienen confianza y
practican la incubación por su cuenta o por la de otros (XVII 1 17).

El texto de Estrabón es interesante porque alude a la existencia de «intercesores)),


generalmente adscritos al templo, que soñaban en lugar del enfermo. El mtsmo
Apolonio de Tiana era uno de los más renombrados.

Los adivinos

Al margen de los sacerdotes romanos con funciones adivinatorias (augures, de-


cénviros y harúspices) y del personal de los grandes santuarios oraculares, durante el
Imperio -particularmente en las provincias greco-orientales- circularon libre-
mente otros profesionales, adivinos inspirados, que al igual que los profetas del ju-
daísmo, no tenían una especial vinculación con los lugares sagrados y ofrecían sus
servicios de forma itinerante.
Durante el Imperio, la menor vigilancia o represión de la adivinación en las pro-
vincias latinas de Occidente (sobre todo de la Germanía y la Galia) explica una ma-
yor presencia del profetismo femenino que fue aprovechado por los jefes militares e,
incluso, por los emperadores romanos, para reforzar sus proyectos con apoyos di-
vmos.
Desde los comienzos de la dinastía julio-claudia muchos de sus más ilustres
miembros, como Druso, se sirvieron de las dotes de las profetisas germanas durante
la conquista del limes septentrional. El emperador Vitelio también obedecía las pres-
cripciones de una mujer de la tribu de los catos para que su reinado fuese duradero.
Pero uno de los casos más renombrados fue, a finales del siglo 1 d. C., el de la adi-
vina germana V éleda, perteneciente a la tribu de los brúcteros. Su figura debemos si-
tuarla entre los años 69 y 70 d.C., dentro de la revuelta galo-germánica encabezada
por el bátavo Julio Civil, ciudadano romano y prefecto de las tropas auxiliares. V éle-
da fue una auténtica inspiradora religiosa y consejera política del jefe bátavo; su pres-
tigio vino dado precisamente por el cumplimiento de sus predicciones durante estos
primeros años: los éxitos de los germanos y el exterminio de las legiones roma-
nas.
Pronto V éleda, respetada por las tribus germanas e incluso por el propio Civil,
fue reclamada como árbitro, ante la que se sancionaban los pactos, recibiendo todo
tipo de muestras de reconocimiento: prisioneros (como el propio legado de la legión
Manio Luperco) o regalos tan asombrosos como la trirreme pretoriana capturada
por los germanos.
La santidad de este personaje femenino, considerado por muchos, según observa
Tácito, como una diosa, explica las medidas adoptadas para mantenerla aislada. Tá-
cito dice que los legados enviados por los tencteros no pudieron hablar personal-
mente con ella pues «estaba en una alta torre y un elegido entre sus allegados llevaba
las consultas y las respuestas como si fuera el intermediario de una divinidad)) (Histo-
rias IV, 65, 4).

580
Pero en el año 78 d.C. Véleda fue capturada durante la victoriosa expedición de
Rutilio Gálico en el Bajo Rhin y trasladada posteriormente a Roma. Es probable que
la adivina germana fuese exhibida en el triunfo de Gálico, pero después fue recluida
en algún templo próximo a Roma donde pasó sus últimos años.
En una época -como la flavia- en que Roma se abría a nuevas formas de adi-
vinación, las dotes oraculares de V éleda no debieron ser desaprovechadas. Algunos
autores, con mucho fundamento, han considerado que su carisma fue puesto al ser-
vicio de Roma en la mediación entre los pueblos gérmani..:os hostiles. Algunas de es-
tas hipótesis han sido felizmente corroboradas por el hallazgo en 1926 de una ins-
cripción en la localidad latina de Ardea, estudiada por M. Guarducci. En ella V él e-
da, calificada como parthénos (virgen), se aproxima mucho a las sibilas griegas.
i' Dión Casio nos ofrece una noticia suplementaria: Domiciano honró también a

~ una virgen de nombre Ganna, sucesora en cierta forma de V éleda, conocida como
ésta entre las tribus celtas por sus dotes oraculares.
l
¡
Hace algunos años fue dado a conocer un óstrakon hallado en Elefantina (en el
Alto Egipto), datado en el siglo II d. C., en el que junto a nombres de militares y civi-
les romanos aparece el de Baloyboyrg Sénoni sibylla; se trata de una profetisa, llamada
Walaburg, perteneciente al pueblo germano de los semnones, que debía de formar
parte del séquito oficial romano en la zona.
A partir del siglo IJI, las profetisas germanas fueron poco a poco siendo sustitui-
das por las druidas o druidesas celtas, emparentadas en cualquier caso con aquéllas.
La Historia Augusta las menciona por primera vez bajo el gobierno de Alejandro Seve-
ro, a quien una de ellas anunció su muerte (Aiqandro Severo, 60, 6). Posteriormente
otros emperadores como Aureliano o Diocleciano tuvieron también encuentros con
estas adivinas celtas.
De las provincias greco-orientales surgieron, como en el pasado, una variedad
aún mayor de adivinos. Merece citarse, ante todo, la figura del intérprete de sueños
( oneiropólos), conocido en Roma como interpres somniorum. Éstos generalmente ofrecían
sus servicios de forma itinerante, valiéndose de unas tablillas que contenían el signi-
ficado simbólico de los sueños; solían tener fama de charlatanes y embaucadores y su
clientela era de modesta condición social. Su práctica nunca tuvo un reconocimien-
to por parte de la mántica oficial, siendo considerada como una actividad mar-
ginal.
No obstante, algunos de ellos escribieron tratados que alcanzaron gran difusión.
Tal fue el caso, en el siglo 11 d. C., de Artemidoro de Daldos, cuya obra, La interpreta-
ción de los sueños, tuvo una favorable acogida incluso en Roma e Italia. Son los sueños
de valor profético ( óneiroi) y no los que carecen de mensaje premonitorio ( enypnia) los
que son tratados y clasificados en este tratado. Sin embargo, su obra descansa sobre
una rica tradición oniromántica que remonta a la época clásica griega.
Pero fue en el ámbito de la adivinación natural o inspirada donde el Oriente se
impuso en mayor medida. Las sibilas, de las que Pausanias cita más de cuarenta en
todos los puntos del Imperio, no perdieron protagonismo respecto a épocas pasadas.
Como sucedió en la época helenística, también durante el periodo romano circula-
ron colecciones escrita.s atribuidas a ellas, sumamente populares, que gozaron de ex-
celente reputación; así se desprende el interés que esta literatura suscitó entre los au-
tores judíos y cristianos. Junto a ellas también existían los bakides, si bien en menor
número; Clemente de Alejandría cita sólo los del Ática, Beocia y Arcadia.

581
Los cresmologoi, que coleccionaban e interpretaban oráculos de sibilas o de baki-
des, también son conocidos a comienzos del Imperio siendo citados por Filón de
Alejandría. Están muy relacionados con los exegetai que aclaraban los orácilos
más ambiguos u oscuros dictados por los santuarios, por lo que solían vivir cerca
de ellos.
Aún más populares eran los engastrimythoi, citados por autores como Luciano y
Plutarco (que también los llama pythones). Suelen ser equiparados a los ventrílocuos,
si bien algunos autores los consideran más próximos a un médium en estado de pose-
sión; sus voces extrañas, bajo los efectos del espíritu de la adivinación, reproducían
las palabras del dios que los poseía. Los cristianos no dudaron en considerarlos po-
seídos por un daimon. En los Hechos de los Apóstoles se cita a una muchacha, probable-
mente esclava, poseída por el pneuma pythóna:

Se dio el caso de que, yendo nosotros al rezo, nos salió al encuentro una mucha-
cha que tenía un espíritu de adivinación y proporcionaba a sus amos muchas ganan-
cias adivinando. Yendo ella detrás de Pablo y de nosotros, gritaba: «¡Estos hombres
son esclavos del Dios Altísimo, que os anuncian el camino de salvación!». Esto lo
venía haciendo muchos días. Pablo, indignado se volvió y dijo al espíritu: «En el
nombre de Jesucristo te mando salir de ella!» Y en aquel mismo instante salió (He-
chos de los Apóstoles, 16, 16-18).

Los sirios eran especialmente conocidos por sus cualidades proféticas. Recorde-
mos a la mujer siria que, poseída por el espíritu divino, seguía a Alejandro; al esclavo
sirio Euno, que incitaba a la revuelta bajo el pretexto de recibir una revelación divi-
na; o a Martha, la vidente siria que acompañaba aSila. Aún en el siglo II d. C. Lucia-
no describe también técnicas adivinatorias de los sacerdotes de Dea Syria, mientras
danzan al son de la flauta:

Dejando atrás varias chozas, llegan a la casa de campo de un rico propietario, y


ya a la entrada se anuncian con estrepitosos y discordantes alaridos; luego, irrumpen
dentro como fanáticos, hacen largas reverencias entre lúbricas contorsiones, for-
mando círculos con sus cabellos sueltos; a veces concentran en sí mismos su furor,
mordiéndose la carne y acabando cada cual por clavarse en el brazo el puñal de do-
ble filo que llevaba. Entretanto, uno de la cofradía se distingue por su acentuado fre-
nesí: arrancaba del fondo de su corazón frecuentes suspiros y, como sí en su persona
rebosara el espíritu divino, fingía sucumbir a un delirio irresistible: como si ante la
presencia de la divinidad no debieran superarse a sí mismos, sino, al contrario, em-
pequeñecerse y enfermar (Apuleyo, Metamorfosis VIII, 27, 4-6).

No debemos olvidar que también las religiones mistéricas, como la religión me-
tróaca o el dionisismo, se sirvieron de prácticas proféticas. Plutarco, en su Diálogo so-
bre la Pitia, considera dichas técnicas proféticas propias de los sacerdotes y devotos de
Cibeles, Serapis o Dea Syria.

582
LA ASTROLOGÍA

La astrología llegó a Roma ya en época helenística favorecida por el creciente in-


terés que despertaba la ciencia griega. Ennio cita en una de sus obras a los astrólogos
Gunto a otros adivinos), pocos años antes de que el pretor peregrino Cn. Cornelio
Hispalo ordenara, mediante un edicto, expulsarlos de Roma e Italia en un plazo de
diez días (139 a.C.).
Pero hubo dos factores que contribuyeron en Roma a su rápida propagación. El
primero de ellos fue el apoyo prestado por la filosofía estoica a esta disciplina; cada
individuo es, a pequeña escala, un modelo del universo y los fenómenos celestes se
dirigen al hombre para que éste pueda leer su futuro. La obra -ya citada- de Posi-
dinio de Apamea (135-51 a.C.), autor de cinco libros sobre astrología, parece haber
sido determinante en esa colaboración. Sabemos por el fr. 85 que el sabio griego visi-
tó Gadir para estudiar el fenómeno de las mareas interesado por la influencia de los
cuerpos celestes sobre la tierra. No se tardó, pues, en contar con un respaldo científi-
co a la teoría de que el ciclo humano estaba, de la misma forma, sometido a la in-
fluencia astral.
Pero también la aristocracia romana se interesó a finales de la República por la
astrología. Sila no dudó en incluir en sus Memorias las predicciones de los caldeas, y
Cicerón recuerda en el De divinatione (11, 4 7) las falsas profecías de los astrólogos so-
bre la muerte de Pompeyo, Craso y César. No obstante la influencia de esta disciplina
era, en el último siglo republicano, pese al interés de Varrón o Nigídio Fígulo, bas-
tante limitada; el término mathematicus está ausente aún de la correspondencia de Ci-
cerón que sólo cita el de astrologus en una ocasión. Es probable, pues, que ese interés
por la astrología se haya centrado, inicialmente, más en su vertiente académica que
práctica.

Los emperadores y la astrología

La situación comenzó a cambiar considerablemente a partir de la época augústea.


Muchos de los familiares y amigos del círculo de Augusto estuvieron interesados por
esta materia; algunos de ellos creían firmemente que su destino estaba determinado
por las estrellas que dominaban en la hora del nacimiento. Si analizamos la poesía de
Horacio, Propercio u Ovidio encontraremos gran cantidad de alusiones a términos o
conceptos astrológicos. En una de sus Odas, Horacio hace mención de la similitud
entre su horóscopo y el de su amigo Mecenas; los dos, en distintas ocasiones, escapa-
ron al peligro de la muerte y sabemos que, pocos meses después de morir Mecenas,
en el año 8 a.C., moría también Horacio.

Me mire Libra o bien el formidable


Escorpión como signo dominante
de mi hora natal o el tirano
de la onda esperia que es Capricornio
nuestros astros conciértanse de modo

583
increíble: a ti Jove el refulgente
te tuteló contra Saturno
el cruel y tardas hizo las alas
de Hado cuando el teatro llenó el pueblo
tres veces con su aplauso crepitante (Odas II, 18, 17-24).

Propercio, utilizando tecnicismos difícilmente inteligibles para los profanos,


presenta en una de sus Elegías al astrólogo babilonio Horo:

Cosas ciertas te diré, con firmes pruebas, y si no, soy astrólogo que no sabe hacer
girar las estrellas en la esfera broncínea. A mí, que soy Hora, me ha engendrado
Orope babilonio, descendiente de Arquitas, linaje que se remonta a nuestro antepa-
sado Conón ... Ahora han hecho de los dioses medio de lucro y la órbita oblicua, y
del jovial astro del padre de los dioses y del violento Marte, y del de Saturno que
amenaza cualquier cabeza; de lo que provocan los Peces y la constelación animosa
del León, y el Capricornio, bañado en el agua Hesperia (IV, 1, 75-85).

No tardarán en ir surgiendo, en las primeras décadas del siglo 1 d. C. los primeros


tratados latinos de astrología, como las Astronómicas de Manilio, ni faltarán traduccio-
nes de la obra de Aratos, como la de Germánico. Pero quizá fue la creciente colabo-
ración de los astrólogos con Augusto lo que mejor explique el impulso de esta disci-
plina. Algo antes de llegar al poder, cuenta Suetonio:

Durante el periodo de su reclusión en Apolonia, subió [Augusto] un día con


Agripa al observatorio del astrólogo Teágenes, el cual prometió a este último -ha-
bía sido el primero en consultarle- grandes bienaventuranzas casi increíbles; Au-
gusto, temeroso de verse humillado si su horóscopo resultaba menos brillante, guar-
daba silencio obstinadamente sobre la hora de su nacimiento y se negaba a darla a
conocer. A la postre, después de muchos ruegos, facilitó a desgana y vacilando los
datos que le pedían y, al punto, Teógenes se levantó de un salto y se postró a sus pies.
A partir de este momento tuvo Augusto tanta confianza en su destino que hizo pu-
blicar su horóscopo y acuñar monedas de plata con la efigie de la constelación de Ca-
pricornio, bajo la cual había nacido (Suetonio, Augusto, 94, 12).

Augusto, al margen de sus convicciones personales, no dejó desde entonces de


hacer uso de su horóscopo con fines partidistas o políticos. Aún en el año 11 d.C.,
cuando todos pensaban que su muerte era inminente, hizo publicar una predicción
astrológica que anunciaba que aún viviría muchos años más (Dión Casio LVI, 25, 5).
Sus sucesores mantuvieron la costumbre de las consultas astrológicas, haciéndo-
las cada vez más regulares. Bajo el gobierno de Tiberio, el astrólogo Trasilo, amigo
personal del emperador, asume una influencia creciente. Nacido en Alejandría, se es-
tableció en Rodas (donde conoció a Tiberio) antes de llegar a la corte imperial. Casa-
do con una princesa de Commagene, su hijo, Balbilo, astrólogo también, fue fre-
cuentemente consultado por Claudio y Nerón, siendo recompensado con el rango
ecuestre por los servicios prestados. Una de las nietas de Trasilo, Ennia, llegó a casar-
se con Maqo, prefecto del pretorio y uno de sus nietos alcanzó el consulado en el
año 109.
La activa presencia de los astrólogos en la corte imperial alimentó las ambiciones
de poder de las principales familias de la aristocracia romana y pronto los emperado-

584
res fueron objeto de todo tipo de especulaciones, especialmente en torno a su muerte.
Tácito dice del retiro de Tiberio:

Decían los entendidos en astrología que Tiberio había salido de Roma en una
fase de las estrellas tal que le impediría el regreso; ello fue la causa de la perdición de
muchos, que se dedicaron a conjeturarle un rápido final de su vida y a divulgarlo
(Tácito, Anales IV, 56).

De igual forma, Calígula recibió del astrólogo Sulla el anuncio de su muerte.


Tanto Nerón, como su madre Agripina, recurrieron tempranamente a la colabora-
ción de los astrólogos. Sabemos que cuando agonizaba el emperador Claudia
(54 d. C.), Agripina esperaba, según Tácito (Anales, XII, 68, 3) que llegara el momen-
to indicado «por la prescripción de los adivinos caldeas». La muerte del emperador
fue dada oficialmente a conocer varias horas después de que ésta se hubiera produci-
do con el fin de que la proclamación del nuevo emperador tuviera lugar en el mo-
mento más propicio de la conjunción planetaria, lo que tuvo lugar al mediodía del
13 de octubre del 54. La confianza depositada en el hijo de Trasilo llegó hasta el si-
guiente extremo, según Suetonio:

Durante varias noches consecutivas se había dejado ver un cometa, astro que se-
gún la opinión del vulgo anuncia un fin cercano a la suprema jerarquía. Inquietado
por esta aparición, tan pronto como el astrólogo Balbilo le informó que los reyes
acostumbraban a conjurar tales presagíos con alguna muerte muy sonada y a desviar-
los de su persona para que vayan a dar sobre la cabeza de los próceres, destinó a la
muerte a los ciudadanos más conspicuos (Suetonio, Nerón, 36).

Tiempo después, los astrólogos informaron al emperador que llegaría un día en


que sería destituido del poder, y a su madre, Agripina, de que su hijo la mataría. Las
consultas astrológicas de la familia imperial y de destacados miembros de la adminis-
tración y del ejército para conocer su futuro y el del emperador, eran continuas. Tá-
cito (Historias 1, 22) dice que «la intimidad de Popea había acogido a muchos astrólo-
gos, pésimo ajuar del matrimonio de un príncipe», y señala también que uno de ellos,
llamado Tolomeo, compañero de Otón en Hispania, le había asegurado que sobrevi-
viría a Nerón. Más adelante, al ver cumplida la predicción, le convenció de que esta-
ba llamado al Imperio y que debía marchar contra Galba.
Los Flavios mantuvieron la costumbre de los emperadores julio-claudias de ro-
dearse de astrólogos; Vespasiano mantuvo a su lado a Balbilo, el consejero de Nerón.
Suetonio (Tito, 9, 2-3), dice de Tito que cuando los astrólogos le presentaron los ho-
róscopos de dos patricios que conspiraban contra él, el propio emperador dedujo de
su examen el peligro que se cernía sobre ellos. Por último, Domiciano que, como Ti-
berio, examinaba los días y las horas del nacimiento de los principales ciudadanos en
un ridículo intento de eliminar a sus sucesores, ordenó ejecutar a Mettius Pompusia-
nus del que se conocía en Roma su genitura imperial. Tambien mandó matar al as-
trólogo Ascletarión, acusado probablemente de haber anunciado la muerte del em-
perador; las circunstancias son narradas por Suetonio ( Domiciano, 15).
Siendo joven, los astrólogos habían pronosticado a Domiciano el año y el día úl-
timo de su vida así como la forma en que debía morir. Pero es probable que él mismo
no careciera de conocimientos sobre la disciplina astrológica. La víspera del día en

585
que fue asesinado, durante un banquete, afirmó que a la mañana siguiente la luna se
cubriría de sangre al pasar por el signo de Acuario y que se produciría un hecho de
tal magnitud que todos los hombres hablarían de él.
En realidad, la astrología fue una materia común en la formación de los futuros
emperadores. La Historia Augusta (Adriano, 16) dice de Adriano que se creyó tan en-
tendido en astrología que el día 1 de enero por la noche había escrito ya aquello que
podía ocurrirle a lo largo del año. R. Turcan demostró en un trabajo que la funda-
ción del templo de Venus y Roma por Adriano (21 de abril del 128 d.C.) tuvo lugar
conforme a cálculos astrológicos.
Lo mismo cabe decir para los emperadores de la dinastía severiana. Su fundador,
Septimio Severo, era, según la Historia Augusta, un experto en astrología. Siendo to-
davía legado de legión y deseando contraer matrimonio en segundas nupcias, inves-
tigó los horóscopos de las posibles candidatas. Cuando oyó que en Siria había una
mujer -Julia Domna- cuyo horóscopo predecía que se casaría con un soberano la
pidió por esposa.
Como en el pasado, también Caracalla ordenó varias ejecuciones tras consultar
-dice Dión Casio LXXVIII, 2- los diagramas de las posiciones siderales. Alejan-
dro Severo fundó cátedras de astrología, retribuidas por el Estado en un intento de
impulsar dicha práctica al tiempo, quizá, de someterla bajo el control oficial.

La persecución de los astrólogos

Los peligros que para la estabilidad política o la continuidad dinástica suponían


las consultas astrológicas (especialmente aquéllas sobre la salud o el futuro del empe-
rador), explican que muy tempranamente el Estado romano las haya equiparado al
crimen de maiestas. Ya en el año 33 a.C., según sabemos por Dión Casio (XL VI, 25, 5),
Agripa ordenó expulsar de la ciudad a los astrólogos y magos y, algunos años des-
pués (11 d.C.) el propio Augusto prohibió las consultas a puerta cerrada a cualquier
clase de adivino, sobre la muerte de una persona y, desde luego, sobre el futuro del
princeps. En el año 15 d.C. como consecuencia de la represión de la conspiración de
Escribonio Libon, Tiberio dio orden de expulsar de Italia a todos los astrólogos y
magos; uno de ellos, L. Pituanius, fue arrojado desde la roca Tarpeya.
Pero dicho senatusconsultum no debió ser totalmente efectivo, pues incluso aquellos
que habían sido expulsados fueron con frecuencia consultados por correspondencia;
Tácito menciona los nombres de algunos ilustres astrólogos en el exilio, como Pam-
menes, Anteyo, Ostorio y Escápula, estos dos últimos denunciados ante Nerón por
escrutar el destino del príncipe. De hecho sabemos que, a partir del principado de
Tiberio, miembros de la familia julio-claudia y, en general, de la aristocracia romana
consultaron más asiduamente aún a los astrólogos. Cramer cree que dichas consultas
formaban parte de la «conversión» de la nobleza romana a la fe en la astrología fata-
lista. Es evidente que los motivos de dichas consultas podían ser muy variados. Las
decisiones políticas más importantes eran tomadas en secreto por el emperador
aconsejado por su consilium y los astrólogos podían suplir esa falta de información.
Pero en general, más que la curiositas, fueron las ambiciones y los intereses personales
los que primaron en ellas.
Emilia Lépida fue la primera mujer conocida de la aristocracia romana que,

586
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PALACIO IMPERIAL

Templo de Venus y Roma.

587
al consultar a los astrólogos, se vio involucrada -quizá por violar el edicto del
año 11 d. C.- en un juicio de maiestas; en el año 20 d. C., fue acusada de «especulacio-
nes por medio de adivinos caldeas contra la casa del Césan> (Tácito, Anales, 111, 22)
siendo declarada culpable y enviada al exilio. El interés de dicha consulta era eviden-
temente de carácter político; de aquí que algunos autores hayan creído que Emilia
consultara a los caldeas pensando en su hermano Mario Lépido al que Augusto llegó
a considerar un firme candidato al Imperio.
A este juicio siguió, bajo el gobierno de Claudia, el de Lolia Paulina, otra mujer
de gran fortuna, perteneciente a la nobleza romana y casada en el año 38 d.C. con
Calígula. En el año 48 d. C. fue acusada por Agripina (que según Tácito había sido su
rival en el matrimonio del emperador Claudia) de haber tenido tratos con caldeas y
magos y haber consultado el oráculo de Apolo Clario acerca de las nupcias imperia-
les. Dado que el matrimonio del emperador Claudia afectaba, como es evidente, a su
propio futuro, fue hallada culpable siendo desterrada de Italia tras habérsele confis-
cado sus bienes. Lo más sorprendente es que Agripina (hermana de Calígula, esposa
de Claudia y madre de Nerón) denunciara a Paulina por llevar a cabo dichas prácti-
cas, cuando sabemos por las mismas fuentes que ella recurría con frecuencia a las
consultas astrológicas sobre el futuro de los miembros de la casa imperial.
Fue ella, probablemente -como sugirió J. P. Martín-, la que mostró a su hijo
las ventajas de servirse políticamente de la astrología y, desde luego, quien le dio
maestros y pedagogos de origen griego y oriental impregnados de conocimientos as-
trológicos; merece recordarse, por ejemplo, los nombres de Chaeremon, uno de los
más reputados astrólogos de la época y del mencionado Balbilo. Éste, según J. Gagé,
fue quien en el año 41 d.C. profetizó a Agripina el destino político de su hijo, reci-
biendo por sus servicios la prefectura de Egipto. Por lo demás, Séneca asegura que
los astrólogos predecían a cada instante la muerte de Claudia.
En el año 52 d. C. Furia Camilo Escriboniano fue desterrado por haber consulta-
do a los caldeas sobre el fin de Nerón. La tradicional enemistad entre la familia
Julio-Claudia y la de los Camilos Escribonianos explica quizá la consulta de Furio
Camilo y de su madre, Vibia, desterrada con anterioridad tras la ejecución de su
marido.
Del peligro de estas consultas y la proliferación de los astrólogos en Roma es sig-
nificativo el hecho de que en aquel mismo año el Senado ordenara una nueva expul-
sión de los astrólogos mediante un decreto que Tácito, cargado de razón, califica de
«tan riguroso como inútil» (Anales XII, 52). El apoyo prestado por los astrólogos a
Otón durante las guerras civiles del 68/69 explica el enfrentamiento entre su suce-
. sor, Vitelio y estos adivinos:
Sin embargo no se mostró [Vitelio) con nadie tan inexorable como con los bufo-
nes y los astrólogos; bastaba una simple denuncia para que en seguida los sancionara
con la última pena sin permitirles defenderse, exacerbado porque, a raíz de un edicto
por el que disponía que los astrólogos debían abandonar Roma e Italia antes de las
calendas de octubre, apareció fijado en las paredes el siguiente pasquín: «También
los astrólogos decretan en bien del Estado que Vitelio Germánico no se halle en
ninguna parte en el citado día de las calendas (Suetonio, Vitelio 14, 4).

Las expulsiones continuaron bajo los emperadores flavios. Vespasiano, que tenía
sus propios astrólogos, no permitió que los demás les consultasen y su hijo Domicia-

588
no los desterró de Roma en compañía de los filósofos. En suma, desde el año 33 a.C.
hasta el 93 d. C. se produjeron más de diez expulsiones, y de los 14 juicios celebrados
durante el Alto Imperio por consultas a los adivinos sobre el futuro del emperador,
seis de ellos implicaban a los astrólogos.
J. P. Martin demostró que la estabilidad y continuidad dinástica de los Antoni-
nos pudo haber sido decisiva para que disminuyeran sensiblemente el número de
consultas sobre el futuro o la sucesión del emperador. De aquí que muchos autores
consideren que el clima de inestabilidad política favorecida por los astrólogos con-
cluye con Domiciano.

La astrología popular

Nos hemos referido hasta aquí a la astrología y los astrólogos a los que recurría la
alta sociedad romana. Juvenal describe con gran acierto a qué tipo de astrólogo con-
sultaban las mujeres aristócratas o ricas:

El principal de ellos es el que ha sufrido más destierros... La fidelidad de su arte


depende de si sus manos estuvieran atadas y haya permanecido largo tiempo en la
cárcel de los campamentos. Ningún astrólogo que no haya sufrido condena tendrá
talento... Ouvenal, Sátiras VI, 33 ss.).

Quedan excluidos, pues, los muchos «caldeos» o «matemáticos» que, presumien-


do de conocimientos astrológicos, ofrecían sus servicios de forma itinerante a la ple-
be. Los motivos por los que la gente común interrogaba a estos astrólogos eran bien
diferentes de los que hasta ahora hemos examinado:

A éste pregunta tú Tanaquil, sobre la lenta muerte de su madre enferma de icte-


ricia; pero ante todo de ti [del marido] y cuándo enterrará a su hermana y a sus tíos, y
si le sobrevivirá su adúltero amante. ¿Pueden los dioses darle algo más?
Éstas, sin embargo, ignoran la amenaza que les manifiesta el siniestro planeta
Saturno, y en qué conjunción se muestra Venus propicia, en qué nos resulta perjudi-
cial, y en qué tiempo hay mayor oportunidad para el lucro. Acuérdate de evitar el
encuentro con aquella en cuyas manos ves un calendario ya muy ajado, como pin-
gües bolas de ámbar que ya no consulta a nadie, sino que empieza a ser consultada,
que cuando su marido se dirige a los campamentos o a la patria no irá junto a él, en-
tretenida por los cálculos de Trasilo (Sátiras, VI, 553 ss.).

Tras la sátira de los versos de Juvenal se esconden los principales motivos de las
consultas astrológicas populares: el matrimonio y, sobre todo, el futuro de la familia,
las enfermedades y la muerte. Pero Bouche-Leclercq está en lo cierto cuando consi-
dera que en muchas ocasiones la divinandi curiositas respondía también a motivos eco-
1 nómicos (como, por ejemplo, al deseo de conocer el momento de recibir una heren-
cia). Ammiano Marcelino, en un retrato que recuerda mucho al de Juvenal, describe
a un rico matrimonio que decide hacer testamento no sin antes recurrir previamente
a los astrólogos para que les revelasen lo que esperaba a ambos antes de morir (Am-
1 miano Marcelino XXVIII, 4, 26).
Un lugar especialmente proclive para las consultas astrológicas, al menos ya en el

589
1
.
Bajo Imperio, fue el circo. Desde el estudio de P. Wuilleumier conocemos las rela-
ciones simbólicas que los romanos establecieron entre las cuatro facciones (identifi-
cadas por sus colores) y las estaciones del año, los elementos y los dioses. Así, el ver-
de evocaba la primavera, la tierra, y sus flores, la diosa Venus; el rojo el verano, el
fuego, el dios Marte; el azul el otoño, el aire del cielo o el agua del mar, Saturno o
Neptuno; el blanco el invierno, el aire y los vientos céfiros, Júpiter. El hipódromo
era concebido como un mundo en miniatura: la arena simbolizaba la tierra, como el
euripus (fosa cubierta de agua que rodeaba el Circo Máximo), el mar; el obelisco, si-
tuado en el centro, estaba consagrado al sol; el circo mismo forma un círculo como el
año; las doce puertas de las carceres, los doce meses del año; cada carrera se compone
de siete vueltas como los siete días de la semana; las veinticuatro carreras de cada
fiesta se corresponden con el mismo número de horas del día.
Ello explica las continuas menciones -desde Cicerón- de astrólogos en las in-
mediaciones del circo, siendo los aurigas y los espectadores, deseosos de conocer la
suerte de la carrera, sus mejores clientes. De igual forma que, al nacer un niño, los as-
trólogos se tomaban cierto tiempo para hacer sus cálculos antes de revelar a los pa-
dres su futuro, cuando los aurigas subían a los carros realizaban en breves minutos el
horóscopo que descubría al equipo ganador.

La literatura astrológica

Teniendo presente la distinción entre quienes cultivaron la «ciencia» de la astro-


logía y quienes la explotaron económicamente, conviene señalar que los astrólogos
romanos nunca llegaron a destacar, eclipsados por su colegas orientales. Incluso los
tratados sobre astrología que se divulgaron en el Imperio eran casi todos ellos de ori-
. . .
gen griego, egipcio o smo.
Merece subrayarse el auge que en el siglo II d.C. tuvieron ciertas compilaciones
como los Apotelesmata de Pseudo-Manetón, las Antologías de Vettius Valens y, sobre
todo, los Tetrabiblos de Claudio Ptolomeo. Esta última fue decisiva como demuestra el
hecho de que siendo escrita en la Alejandría de finales del siglo 11 d. C., el sistema as-
trológico propuesto en ella por Ptolomeo tuviera vigencia hasta el siglo XVI.
La obra apoya la astrología sobre un sistema de precisas correspondencias geo-
métricas, derivándola de una serie de deducciones lógícas. Lo más destacado es el es-
fuerzo de los Tetrabiblos por distinguir la astrología de la astronomía: Ptolomeo recha-
za la astrología de su tiempo, esotérica y ocultista, impartida por charlatanes incom-
petentes y la rehabilita esclareciendo la naturaleza de sus sincronías, rectificando y
sistematizándola bajo nuevos presupuestos. En su planteamiento general divide la
astrología en <<Universal» y «genetliaca» o «individual»; nada hay que no sea determi-
nable en la vida de los hombres (sexo, salud, carácter, duración de la vida, etc.) a
condición de establecer con precisión y exactitud el momento del nacimiento.
En este sentido Ptolomeo reconoce que la influencia astral se ejerce sobre el se-
men, sobre el embrión y sobre el feto; pero será definitivamente la naturaleza la que
dará impulso al parto sólo cuando las condiciones celestes sean parcialmente simila-
res a las de la concepción. La importancia del momento del parto es claramente pues-
ta de manifiesto en el siguiente pasaje:

590
Si bien se puede definir un origen [del hombre] primario y otro secundario, sólo
en relación al tiempo la importancia del nacimiento es secundario, pero en sustancia
éste es igual e incluso mayor respecto a la concepción ... La criatura, en el momento
del nacimiento, adquiere muchos elementos que antes, en el vientre de la madre, no
tenía, los caracteres típicos de la naturaleza humana, como la posición erecta del
cuerpo (Tetrabiblos III, 2, 20 ss.).

Aún en el siglo IV d. C., antes de convertirse al cristianismo, Fírmico Materno de-


fendía en su .Mathesis la «simpatía» profunda entre el microcosmos humano y el ma-
crocosmos en torno a él.
No obstante, también existieron durante el Imperio firmes detractores de la as-
trología, como los epicúreos (por considerar que se trataba de un duelo entre razón e
ilusión) o los propios cristianos (que aun creyendo en el poder de los astros afirma-
ban que Cristo era incluso más poderoso). Fuera de esos grupos, un autor como el
médico Sexto Empírico, cuyo acmé podemos situar entre los años 180-190 d.C., de-
nunció en su tratado Contra la astrología, la imposibilidad de determinar el horóscopo
en el momento de la concepción o del nacimiento, tal y como pretendían, según he-
mos visto, las distintas escuelas astrológicas. La medicina, dice en él, ignora el ins-
tante preciso de la concepción del hombre tanto por el comportamiento diverso del
semen como por la diversidad de las funciones fisiológicas femeninas y, por consi-
guiente, resulta imposible determinar cualquier previsión de futuro basada en ese
instante. De igual forma critica la posibilidad de que pueda establecerse el horóscopo
tomando como base el parto, bien porque no existe acuerdo sobre el hecho que lo
marca, bien porque tal acontecimiento está sujeto a una multiplicidad imponderable
de circunstancias que él enumera.
La obra de W. Gundel,Astrologumena, encargada para el Handbuch der Altertumswis-
senschaft y continuada por su hijo H. G. Gundel, da una idea de la rica y abundante li-
teratura astrológica, de origen griego o greco-oriental, que fue conocida durante el
Imperio.

HECHICERÍA, MAGIA Y TEÚRGIA

Bajo el nombre genérico de magia se agrupan tal diversidad de prácticas, que pa-
rece conveniente distinguir dentro de ella tres niveles de menor a mayor cualifica-
ción: la hechicería, la magia y la teúrgia. Disponemos afortunadamente para esta
época de una abundante documentación (papiros, tablillas de imprecación, amu-
letos).
En su conjunto las técnicas mágicas aumentan, respecto al periodo anterior, su
radio de acción: curar las enfermedades o proteger de ellas, hacer sufrir a los enemi-
gos, crear o destruir relaciones sexuales, interferir en los resultados de las carreras
circenses, establecer relaciones místicas con una divinidad o conocer el futuro.
En casi todos los casos la magia descansaba en dos principios: la homeopatía (o
magia simpática), según la cual una determinada acción produce efectos de resulta-
dos idénticos (quemar una imagen de cera quemará de fiebre al enemigo; la asper-
sión de una estatua provocará la lluvia, etc.) y el contagio, basado en el concepto
de extensión de la personalidad: se tiene poder sobre una persona si se dispone algo

591
que pertenezca a ella (un objeto, la impronta del cuerpo en el lecho, incluso su
nombre).

La hechicería

A la hechicería ya nos hemos referido en el capítulo anterior. Las hechiceras Ca-


nidia, Sagana, Dipsias, Tácita representan, en la poesía augústea, a la hechicería mar-
ginal, cuyas prácticas actúan en ámbitos tan diversos como el amor, los maleficios o
la necromancia.
Estas sagae tienen su continuidad en el siglo n, con figuras como Meroe, la hechi-
cera tesalia de las Metamorfosis de Apuleyo, capaz de actuar sobre las fuerzas de la natu-
raleza, transformar personas en animales, controlar la fuerza del amor o predecir el
futuro. El propio Apuleyo fue acusado de haberse casado con una rica viuda recu-
rriendo a prácticas mágicas; se conserva de él un discurso, escrito entre los años 156
y 159, en el que se defendía de tal acusación.
La hechicería recurre al uso de las tinieblas, de la noche, de los bosques, de las
víctimas negras y del plenilunio. Destaca también en ella el poder de los nudos (usa-
dos en los sortilegios) y de las efigies que se identifican con las personas a las que
identifican. Plinio y otros autores confirman el uso de cabellos, uñas, objetos de
bronce y, sobre todo, de hierbas, siempre acompañados de fórmulas mágicas y en-
cantamientos en forma de plegaria.
La hechicería facilitaba también a los clientes los amuletos mágicos así como los
encantamientos y fórmulas mágicas necesarios para protegerse de las enfermedades.
Hechiceras y magos fueron objeto -como sucedió con los astrólogos- de una
persecución oficial cuando sus prácticas ponían en peligro la estabilidad del princi-
pado. En general todas las prácticas mágicas fueron consideradas por la legislación
imperial como superstitio, siendo por tanto ilícitas. Pero la verdadera persecución y
represión se produjo cuando existió conocimiento de que eran utilizadas en conjuras
e intrigas de corte o en la lucha por el poder.
En el año 33 a.C. los magos fueron expulsados de Italia Gunto a los astrólogos)
por Agripa, lo que se repitió de nuevo en el29 a.C. y en el8 a.C. También muchos de
los juicios de maiestas celebrados durante la dinastía julio-claudia tuvieron como causa
las consultas a los magos sobre el futuro del emperador (de salute principis) o de la fa-
milia imperial (por ejemplo, los juicios de Pisón, Lépida, Claudia Pulcra, Escauro,
Lollia Paulina, Domicia Lépida, Pomponia Graecina, Barea Sorano, etc).

La magia

En el Imperio magia y teúrgia eran consideradas -al igual que la astrología-


como ciencias basadas en la observación (aunque ésta sea superficial y rudimenta-
ria). La magia parte del postulado básico de que existe un orden en la naturaleza y
unas leyes que la rigen. Pero como «hermana bastarda» de la religión, la magia es ca-
paz de actuar sobre demonios (celestes e infernales) e incluso sobre los mismos dioses
mediante el uso de conjuros, talismanes y encantos.
Es probablemente bajo Tiberio cuando aparece -en la legislación imperial-

592
el término de magus por primera vez, aplicado sobre todo a quienes hacían uso del
venenum.
Para este nuevo periodo contamos con una fuente valiosa, los papiros griegos
mágicos que proceden de Egipto (Tebas y El Fayun) y que en su mayor parte están
datados en los siglos m y IV d.C. El contenido de estos papiros, publicados por pri-
mera vez por K. Preisedanz, es muy variado: unos pertenecen a la magia protectora y
apotropaica, otros a la magia maléfica, otros a la magia amorosa y un nutrido grupo
de ellos a la magia adivinatoria.
La magia adivinatoria conoció un extraordinario auge durante el Imperio. El
mago (llamado en ocasiones prophétes) busca, ante todo, obtener el nombre del verda-
dero dios para utilizarlo en sus fines (Hermes, Helios, Eros, Phoibos-Apolo y Hécate
son los dioses mencionados con mayor frecuencia en los papiros), especialmente
para dar a conocer el porvenir.
Para ello se vale de diversas prácticas. La primera de ellas, la licnomancia (jychno-
manteia) o comunicación mántica con la divinidad a través de una lámpara, hace que
el mago crea ver a la divinidad para pedirle la revelación:

Pon una lámpara de hierro en la parte que mira al viento del Este de una habita-
ción pura; pon también una lámpara no pintada de rojo y enciéndela. Que la mecha
sea de lino nuevo; enciende el incensiario y después pon a arder incienso sobre leña
de vides. Que el muchacho no tenga defecto y sea puro. Fórmula: <<Fisio: lao: ageanou-
ma: skabaro skasabrosou asabro, porque yo os pido que en este día, en esta hora justamen-
te, se manifiesten a este muchacho la luz y el sol, Mane-Osiris, Mane-lsis, Anubis, el
servidor de todos los dioses, y haz que este muchacho quede en éxtasis y vea a los
dioses, a todos los que se presenten a la adivinación. Muéstrate a mí en el acto de la
adivinación tú, el dios de grande pensamiento, Hermes Trismegistos... » (PGM VII,
540-577).

La hidromancia (lekanomanteia) hace uso -con este mismo fin- de un plato o


vaso, generalmente de bronce que, en ocasiones, suele estar escrito con determina-
dos signos en el fondo o llevar líquidos (agua o aceite):

Cuando quieras tomar oráculo sobre algún asunto, toma un recipiente de bron-
ce, un plato o una taza del tipo que quieras y échale agua: si vas a invocar a los dioses
celestes, agua de lluvia, si a los de tierra, agua de mar; si es a Osiris o a Serapis, agua
de río; si a los muertos, de una fuente -y coloca el recipiente sobre tus rodillas;
vierte aceite de olivas verdes e inclinándote sobre el recipiente, recita la fórmula
acostumbrada e invoca al dios que quieras y te contestará y dará explicaciones sobre
todo ... (PGM IV, 221 ss.).

Una variante de la anterior es la phialomanteia, que requiere la utilización de un


plato (de Afrodita) lleno de agua y de aceite de oliva y en cuyo fondo se escriben de-
terminadas fórmulas mágicas. Por último, el mago puede suplicar al dios que envíe
un sueño profético -para él o para otra persona- durante el que le revelará el pa-
sado o el futuro:

Di ... en dos partes ... y frota tu cabeza y baja; luego vete a dormir sin dar respuesta
a nadie. «Te invoco a ti, Sabaot y Miguel y Rafael y a ti, poderoso arcángel Gabriel;
no vengáis simplemente trayendo visiones falsas, sino que uno de vosotros venga

593
personalmente y me haga una predicción sobre este asunto aiai achene !ao.» Escribe
esto sobre hojas ... de laurel y ponlo sobre tu cabeza (PG M VII, 1009-1 O16).

El mago solía con frecuencia adquirir a un daimon o a una divinidad asistente (pá-
redros daimon) para tenerlo temporal o permanentemente a su servicio. El papiro 1 en-
seña cómo capturar al páredros y muestra las ventajas de tenerlo a su lado:

Si le encargas algo, inmediatamente lo hará. Envía sueños, conduce a las mujeres


y a hombres sin entidad, destruye, resuelve, levanta vientos de la tierra, transporta
oro, plata, cobre y te lo da cuando lo necesitas; él libra de ataduras al encadenado,
abre puertas, te envuelve en sombras para que no pueda verte de ningún modo; por-
ta fuego, proporciona agua, vino, pan y los alimentos que quieras, aceite, vinagre,
escepto únicamente pescados... (PGM I, 99 ss.).

La magia egipcia ejerció durante el Imperio una fuerte influencia sobre la vida y
la religiosidad romanas. Es conveniente volver a recordar, en este sentido, la figura
del mago Queremón, preceptor estoico de Nerón y maestro del filósofo Dionisia de
Alejandría, al que se le califica de hierogrammateus o de philosophos. Sus obras se perdie-
ron pero conservarnos fragmentos de ellas en autores corno Josefa u Orígenes; sabe-
mos por fuentes tardías que uno de sus trabajos, Hierog!Jphica, ofrecía la interpreta-
ción de jeroglíficos egipcios para lectores griegos. Otros trabajos conocidos son
Aigyptiaká (una historia egipcia citada por Josefa) y Peri kometon (citado por Orí-
genes).
Querernón era un sacerdote egipcio helenizado, director del Museion de Alejan-
dría, llamado a Roma como maestro y tutor de Nerón antes de que Séneca asumiese
ese papel. En el año 40 d.C. formó parte de la embajada alejandrina desplazada a
Roma (y encabezada por A pión) para ser escuchada en la disputa entre alejandrinos y
judíos (encabezados por Filón).
Porfirio nos ha transmitido un cuadro idealizado suyo en el que aparece, corno
otros sacerdotes egipcios, ocupado en el estudio de todas las ciencias y entregado a
una vida ascética y de meditación.
Otro célebre mago egipcio fue Zatchlas, sacerdote de Tebas, que en la novela de
Apuleyo propone conversar con el espíritu de un muerto:

Remitámonos a la divina providencia para conocer la verdad. Aquí está un egip-


cio llamado Zatchlas, profeta de primer orden. Hace tiempo hemos llegado a un
acuerdo él y yo (buenos dineros me ha costado) para sacar del infierno un instante al
espíritu del difunto y dar vida a este cadáver, con permiso de la muerte ... El profeta,
atendiendo propicio la plegaria, aplica cierta hierba a la boca del cadáver y otra a su
pecho. Luego, mirando a oriente, invoca en silencio al sol en su majestuosa carrera;
con este venerable ritual, hizo subir al máximo la expectación de los asistentes ante
el prodigioso milagro que se iba a operar. El cadáver cobra vida, pero pierde paz y
no desea hablar... pero el profeta, con mayor calor le dice: «¡No! Has de hablar; has
de poner en claro ante el pueblo todo el misterio de tu muerte. ¿Crees acaso que nis
encantamientos carecen de virtud para invocar las Furias y atormentar tus miem-
bros agotados?» (Apuleyo, Metamoifosis II, 29).

La práctica de la necromancia era habitual en Egipto donde eran conocidos ya


nigromantes famosos como Nectabios (o Nectanebo), cuya reputación no era menor

594
que la del mago persa Ostanes. Algunos autores romanos como Lucano hacen por
ello de Egipto la patria de la necromancia, lo que viene confirmado también por nu-
merosos papiros mágicos. No obstante no siempre los cadáveres eran buscados para
obligarles a revelar secretos del pasado o del futuro; también eran utilizados en la
magia de execración o para extraer de ellos las entrañas (hígado) y el feto, con los que
poder predecir el porvenir.
Pancrates de Menfis fue, hacia el año 170 d.C., tan famoso como los anteriores.
Las fuentes se refieren a él como hierogrammateus («escriba sagrado») y sabemos que
era admirado por el emperador Adriano a quien acompañó en su viaje por Egipto.
Un papiro mágico egipcio (PGM IV, 2445-2470) menciona un sahumerio mostrado
por Pancrates a Adriano en el que manifestaba su fuerza divina pues «sedujo en una
hora, hizo enfermar en dos horas, mató en siete horas y envió sueños al propio rey
demostrando toda la verdad de su magia; y lleno de admiración hacia el profeta man-
dó que le duplicaran los honorarios».
Luciano de Samosata dice de él que permaneció 23 años de semi-clausura en los
subterráneos del templo de Isis, patrona de las artes mágicas, perfeccionando su cien-
cia. Este mismo autor (Phi/, 34-35) nos ofrece deliciosos ejemplos de sus terástia como
el paseo a lomos de un cocodrilo.
Contemporáneo del anterior es Arnufis, al que se atribuyó el célebre «milagro de
la lluvia» del año 172 d.C., durante el gobierno de Marco Aurelio. Las legiones ro-
manas, aisladas en las montañas de Panonia y cercadas por los cuados, sin provisio-
nes de agua, vieron cómo, de repente, se desencadenó una tormenta acompañada de
abundantes lluvias que permitió a los romanos reponerse y rechazar a los bárbaros.
Arnufis pertenecía al cortejo imperial del emperador como synonta to Marco (consejero
de culto), logrando con sus encantamientos en aquel episodio la intervención de
Hermes Aérios (Thot). En el pretorio de Aquileya fue hallada una inscripción, dedi-
cada por Arnufis a la diosa lsis, Dea Epiphane, (de la cual el mago era hierogrammateus)
que se ha fechado en torno al año 168/169, es decir, pocos años antes de aquel céle-
bre suceso.
Sin embargo, de otras provincias romanas también surgieron magos o taumatur-
gos como fue el caso del célebre Apolonio de Tiana (en la Capadocia), muerto bajo el
reinado de Nerva (entre el 96 y el 98 d.C.) y del que sabemos, sobre todo, por una
biografía novelada de Filóstrato (170-249 d.C.). Su prestigio alcanzó tal punto que
Severo Alejandro le rendía culto en un santuario privado, junto a las imágenes de
Cristo, Abraham y Orfeo. Filóstrato trata -inútilmente- de distanciarle de la fi-
gura de un góes (brujo) y de convertirle en un filósofo. Pero los hechos biográficos
presentados por el propio Filóstrato demuestran todo lo contrario: Apolonio hace
milagros, resucita muertos, profetiza, expulsa demones, aleja las epidemias de peste,
realiza prácticas necrománticas, aparece o desaparece súbitamente, etc. El ideal filo-
sófico-ascético de Apolonio, basado fundamentalmente en el neopitagorismo, ocupa
un lugar sensiblemente menos importante frente a sus poderes milagrosos.
Según Filóstrato, una aldea de Etiopía, frecuentada por el fantasma de un sátiro,
loco por las mujeres (a dos de las cuales había matado ya, desencadenando el terror
entre la población), recurrió a los servicios de Apolonio quien ordenó escanciar cua-
tro ánforas de vino en el abrevadero en el que bebía el ganado:

Apolonio llamó al sátiro, invocándolo por medio de un conjuro secreto, y éste

595
no se dejó ver aún, pero el vino bajó de nivel, como si fuera bebido. Y cuando el sáti-
ro hubo acabado de beber, dijo Apolonio: «Hagamos la paz con el sátiro, pues está
dormidO>> y dicho esto, llevó a los aldeanos a una gruta de las Ninfas que distaba ape-
nas un pletro de la aldea, les mostró al sátiro que estaba durmiendo y dijo que se li-
braran de golpearlo o injuriado. Ahora han cesado sus insensateces (Filóstrato, VA,
VI, 27).

La figura de Apolonio se ajusta bien a lo que los griegos llamaban un tbéos aner
(hombre divino), término apropiado para otros personajes como el citado Alejandro
de Abonuteichos o Peregrino Proteo, pero que también se hubiese aplicado en su
tiempo a Cristo. Las semejanzas entre Apolonio y Cristo eran percibidas hasta tal
punto que un tal Hierocles, gobernador provincial en época de Diocleciano, trató de
demostrar en su tratado Los amantes de la verdad la superioridad del de Tiana sobre
Cristo.
Algunos emperadores también fueron presentados por la propaganda política o
sacerdotal como auténticos tbeioi andres. Es el caso, especialmente, de Vespasiano
quien durante su estancia en Egipto cumplió diversos milagros como el del devoto
de Serapis, ciego y tullido, al que Vespasiano humedeciéndole, con su propia saliva,
sus ojos y mejillas, le devolvió la vista (Tácito, Historias IV, 81).

La teúrgia

La historiografía moderna reconoce a Juliano como el fundador de la teúrgia.


Este personaje, hijo de un filósofo caldeo, escribió en época de Marco Aurelio una
obra en hexámetros griegos titulada Oracu/a Chaldaica, en la que se incluían prescrip-
ciones para el culto del fuego y del sol e invocaciones mágicas. Su hijo, Juliano el Jo-
ven (o Juliano el teúrgo), es mencionado también como un reputado mago.
La obra de Juliano fue redescubierta muchos años después por Porfirio (232-
303), quien escribió un comentario sobre ella y a la que cita continuamente en su De
regressu animae. Con Jámblico, discípulo de Porfirio, culminará el interés de los neo-
platónicos por la teúrgia; su tratado De nrysteriis utiliza los oracula como punto de par-
tida. Posteriormente también el emperador Juliano o el filósofo Máximo de Efeso
(discípulo de Jámblico), mantuvieron vivo ese mismo interés. No obstante, hubo
neoplatónicos como Eusebio de Mindo que no aceptaron la teúrgia.
Debemos considerar la teúrgia como una magia aplicada a un fin religioso que
busca su apoyo en la revelación divina. Las diferencias entre la teúrgia y la magia co-
mún son notables: ésta hace uso de nombres y fórmulas de origen religioso para fines
profanos, mientras aquélla se sirve de procedimientos propios de la magia vulgar
con un fin puramente religioso.
Uno de los recursos más frecuentes de la teúrgia fue la adivinación, distinguién-
dose en ella -como hizo Dodds- dos ramas. La primera es la telestiki teúrgica, es
decir, la consagración y animación de estatuas mágicas para procurar oráculos; se
apoya en una simpatía natural que comunica las estatuas con los dioses. Aunque Ju-
liano escribió ya una obra titulada Telestiká, y su práctica estuvo en auge sobre todo
en los siglos m y IV, su origen remonta al Egipto faraónico. El filósofo Máximo de
Éfeso, según narra Eunapio, hizo reír a una estatua de Hécate y logró que las antor-

596
chas de la diosa se encendieran solas, todo ello antes de que ésta comenzara a profe-
tizar.
La otra rama de la teúrgia, empleaba el trance de un médium. Mientras la telestiki
inducía la presencia de un dios en un receptáculo inanimado, como era la estatua,
esta otra rama se proponía encarnarla temporalmente en un ser humano. Sabemos
por Proclo que el consultante y el médium se revestían de túnicas y cinturones espe-
ciales, apropiados a la divinidad que se deseaba invocar. No todas las personas po-
dían alcanzar la condición de médium; Jámblico habla de personas jóvenes y más
bien simples, mencionando particularmente a niños y campesinos.
Los síntomas del trance variaban de unas personas a otras: insensibilidad al fue-
go, inmovilidad absoluta, convulsiones corporales, alteraciones de la voz, etc. Los
dioses no solían suministrar pruebas de su identidad, de forma que era difícil distin-
guir al dios de un daimon o de un alma humana. Jámblico, según Eunapio, desenmas-
caró a un supuesto Apolo bajo el que se ocultaba el espíritu de un gladiador.
Durante el siglo IV, la Iglesia mantuvo una doble actitud frente a la magia y a la
teúrgia: por una parte creía en su efectividad, considerándola obra de demonios hos-
tiles al reino de Dios y a la salvación de los hombres; pero por otra, prohibía su prác-
tica a los fieles cristianos y recomendaba luchar contra ella por medio de la ascesis.
Constantino promulgó un edicto (CTh IX, 16, 3) por el que castigaba con severas
sanciones la magia que atentara contra la salud de otras personas o que fuera capaz de
seducir amorosamente, pero no consideraba punible aquella otra que mantenía los
cuerpos alejados de enfermedades o que protegía los trabajos agrícolas de las incle-
mencias atmosféricas.
Por otra parte, la Iglesia ofreció alternativas en materia de prodigios y milagros
operados por los magos y teúrgos. En Peneas, a los pies de una estatua de Cristo, cre-
cía una palmera utilizada como remedio para todo tipo de enfermedades; los clérigos
fabricaron sus propios amuletos hasta que el canon XXXVI del concilio de Laodicea
lo prohibió. La mayor parte de los santos, como Antonio -según sabemos por la
biografía escrita por Atanasia- realizaban todo tipo de prodigios y milagros. El cul-
to a los mártires (ya desde el siglo u) se asoció a las prácticas mágicas, especialmente
cuando sus cuerpos seccionados fueron utilizados como reliquias.

Los CULTOS ORIENTALES

Consideraciones preliminares

Fue F. Cumont, a comienzos de siglo, quien con su obra Les religions orientales dans
le paganisme romain (París, 1906-1929) inició los estudios sobre la penetración de los
cultos egipcios, sirios y anatólicos en Roma y en el Imperio. A partir de 19 50 una co-
lección moderna -los Etudes Preliminaires aux Religions Orientales dans I'Empire
Romain- publicada en Leiden bajo la dirección de M. J. Vermaseren (hasta 1986),
viene recogiendo por regiones o provincias los testimonios y documentos de dicha
difusión.
En los últimos años los estudiosos vienen haciéndose varias reflexiones, en parti-
cular sobre la diversidad del fenómeno. La arqueología y la epigrafía, así como las
fuentes escritas, atestiguan la devoción popular por lsis y Serapis, Cibeles y Atis,

597
Adonis, Atargatis, Baal o Mitra, pero dichos cultos distan mucho de caracterizarse
por la homogeneidad y uniformidad que a veces se ha atribuido a sus liturgias y a sus
doctrinas. Es ciertamente difícil agrupar bajo un mismo concepto realidades de natu-
raleza tan diversa. En primer lugar, porque las religiones orientales no fueron co-
nocidas a un tiempo en Roma: mientras Cibeles llegó a la Urbs a finales del si-
glo m a.C., otros dioses como Elagabal o Júpiter Dolichenus no recibieron culto de
la población romana hasta entrado el siglo m d.C.
También debemos tener presente que algunas divinidades orientales sufrieron
-antes de darse a conocer en Roma- una «filtration hellénique», en expresión de
R. Turcan, influencia que se manifiesta no sólo en su representación iconográfica o
en el formalismo de su liturgia, sino en la estructura misma de las ceremonias iniciá-
ticas. De aquí que este gran historiador prefiera hablar de religiones de origen orien-
tal o de religiones greco-orientales.
Igualmente la naturaleza y el transfondo mítico de las distintas religiones englo-
badas bajo el término de ((orientales» no es común a todas ellas. Autores como J. Ba-
yet dintinguieron, dentro de las religiones orientales, las que se basan en resurreccio-
nes vegetales y se sitúan, por lo tanto, en un plano biológico (como los cultos de De-
méter y Dioniso, Isis y Osiris), de aquellas otras que se fundan en una visión cósmica
del mundo y adjudican a los ciclos de renovación de los astros un valor esencial
(como los cultos solares sirios o la religión mitraica). Eso explica que ni las iniciacio-
nes de los fieles ni las promesas de salvación isíaca y mitraica, por ejemplo, tuviesen
apenas algo que ver entre sí.
J. M. Pailler se pregunta, en un reciente trabajo, lo que tienen en común la lsis
egipcia de los itálicos y de los griegos de Delos con el Mitra de los campamentos ger-
manos, o el Júpiter Dolichenus del ejército con la Isis de las Metamorfosis de Apuleyo.
Incluso una misma divinidad fue concebida de formas muy diferentes, según el tiem-
po y el espacio: la lsis lactans tiene ciertamente poco en común con la lsis contamina-
da de neoplatonismo y magia que nos presenta Apuleyo.
Otra reflexión en torno a esta misma cuestión se centra en medir o valorar la im-
portancia de las religiones orientales frente a otras formas de religiosidad conocidas
en el Imperio romano. En este sentido han sido J. Toutain y, más recientemente,
R. Me Mullen (Paganism in the Roman Empire, Y ale, 1981 ), quienes han ofrecido una
respuesta más contundente. El estudio estadístico de McMullen, con base en los ín-
dices del C.I.L., muestra con absoluta claridad que las divinidades orientales (lsis y
Serapis, Cibeles y Júpiter Dolichenus) ocupan los últimos lugares entre los quince
grandes dioses venerados en las provincias latinas del Imperio. Son, pues, las grandes
divinidades tradicionales Qúpiter, Mercurio, Hércules, Fortuna, Liber, Marte, Dia-
na, Silvano, Sol-Mitra, Venus, Esculapio y Apolo) las que reciben el mayor número
de testimonios de veneración. Si, como propuso G. H. Halsberghe (E. P. R.O. 23), los
cultos del Sol y de Mitra deben ser disociados (culto solar y religión mitraica no tie-
nen por qué ser identificados), el dios iranio ocuparía también los escalones inferio-
res de esta relación.
Parece, pues, un hecho incontestable que las religiones orientales, incluso en el
siglo m, representaron en el Imperio a una población minoritaria frente al resto de
la población apegada al viejo paganismo romano. Muchos de los esclavos (particu-
larmente de origen oriental) y ciertos profesionales (como comerciantes, marinos,
soldados) se caracterizaron por su devoción hacia estas divinidades venidas del ((ex-

598
terior»; pero un amplísimo sector de la población del Imperio -el campesinado es-
pecialmente- nunca llegó a conocer -al menos en profundidad- los ritos y cul-
tos orientales.
Partiendo de esta debilidad, en términos «cuantitativos», de los cultos orientales,
otra cuestión bien distinta es el interés «cualitativo» de sus manifestaciones, como,
por ejemplo, la influencia iconográfica de cada una de esas divinidades.
Por último, el citado Pailler, propone abrir una nueva vía de investigación: la del
«destinée historique» de estas religiones desde su origen oriental hasta su absorción
-y posterior desaparición- por la sociedad romana en vías de cristianización. Di-
cho investigador ofrece como ejemplo el culto de Cibeles y Attis en la Galia de los si-
glos 11 y m, en el que aprecia que las características llamadas «orientales» (cofradías,
misterios, aspiración a la inmortalidad) son mucho menos importantes que las «ma-
nifestaciones oficiales»; así parecen probarlo, al menos, dos hechos: la participación
en los cultos mistéricos de sacerdotes, magistrados y sevires augustales, y la estrecha
relación entre el culto metróaco y el culto al emperador. En este sentido es sobrada-
mente conocido el recurso al taurobolio cuando la salud del emperador (o de algún
miembro de la domus divina) atravesaba periodos de crisis. El primer taurobolio impe-
rial está atestiguado en Lyon en diciembre del año 160 y, desde entonces, su celebra-
ción se multiplicó, sobre todo entre los años 198 y 209, interrumpiéndose definitiva-
mente en el 249. La diversidad de cultos orientales conocidos en el Imperio a lo lar-
go de un dilatado periodo de tiempo nos obliga a realizar, siguiendo un criterio de
procedencia geográfica, un rápido recorrido por los principales.
De las antiguas divinidades griegas fue Dioniso, sobre todo, quien gozó durante
el imperio de mayor popularidad, como demuestran las numerosas asociaciones dio-
nisíacas existentes, en cuyo seno seguían realizándose ceremonias iniciáticas. Esce-
nas relacionadas con el dios aparecen frecuentemente esculpidas en los sarcófagos, si
bien no es fácil saber si aquéllas simbolizaban la esperanza en una vida de ultratum-
ba. Una inscripción de Tusculum (Italia) pone al descubierto la organización de una

Taurobolio (reconstrucción de
M.J. Vermaseren).

599
asociación dionisiaca integrada por cerca de cincuenta miembros, parientes, escla-
vos, amigos y clientes de una familia senatorial de origen griego.
De la antigua Frigia cabe destacar -para esta época- a dos divinidades: Saba-
zio y Cibeles. Sabazio, que aparece ya en la Atenas del siglo v a.C. como dios orgiásti-
co, fue tempranamente conocido en Roma, cuyas autoridades prohibieron en el año
139 a.C. su culto; algunos autores han sugerido la posibilidad de que Sabazio hubiera
sido entonces confundido con Yahwe. En el siglo 11 d.C. alcanzó gran popularidad
en las provincias danubianas. En Roma su culto dejó una huella particularmente in-
teresante en la tumba de Vicentius (quizá del siglo 111 d.C.) en la que existen escenas
de banquetes y de juicio de ultratumba, que algunos autores han interpretado como
ceremonias de influencia cristiana.
De la «Gran-Madre de los dioses)), Cibeles, cabe recordar, para la época imperial,
la atención prestada a su culto por el emperador Claudia, quien se preocupó de forta-
lecer y prolongar sus fiestas, las Megalensia (del 15 al27 del mes de marzo); éstas de-
bieron poner también un especial acento en la resurrección de Attis. Probablemente
bajo su mandato los ciudadanos romanos tuvieron acceso a algunas funciones sacer-
dotales reservadas exclusivamente -hasta entonces- a losgalli de origen frigio; no
obstante, se mantuvo a este sacerdocio la prohibición de castrarse, por lo cual se re-
currió frecuentemente a un sacrificio de sustitución (los testículos eran cortados a un
animal).
También es preciso señalar la asociación a dicho culto del ritual del taurobolium,

Santuario sirio del Janículo (según R. Meneghini).

600
que Prudencio (Peristephanon, 1O, 1006-1 050), interpretó como un bautismo de san-
gre, lo que recientemente ha sido cuestionado por algunos autores. El sacrificio del
toro podía ser celebrado tanto a beneficio de la salud del emperador como a la del sa-
crificante y tenía una validez de veinte años. Dicho «bautismo» era recibido por el
fiel dentro de una fosa, sobre la cual era degollado un toro.
El más antiguo altar taurobólico conocido es el de Lyon (CIL XIII, 1751) que
conmemora, a su vez, un taurobolio celebrado en el año 160 en el Phrygianum del V a-
ticano, para consagrar -probablemente- al primer archigallus de aquella ciudad.
Otra diosa anatólica acogida en Roma también en época republicana era Ma-
Bellona, cuyos sacerdotes, como hemos visto, se automutilaban los brazos al son de
los tamborines al tiempo que derramaban su sangre sobre las estatuas cultuales y los
espectadores y profetizaban bajo el entusiasmo de la diosa.

Los cultos sirios

Los dioses del antiguo panteón sirio gozaron también de gran popularidad en
Roma e Italia; Juvenal, a finales del siglo 1 d. C., afirmaba ya que «el Orontes desem-
boca en el Tíber». Su principal divinidad femenina, Atargatis (también llamada la
Dea Syria e identificada con Afrodita Urania o Astarté), dispuso de un templo en el
Janículo en el cual su culto era asociado con el de Hadad y el de Júpiter Heliopolita-
no. Restos craneales descubiertos en este santuario ha hecho pensar en la posibilidad
de sacrificios humanos realizados con motivo de su fundación. Atargatis, como Ci-
beles, es frecuentemente representada flanqueada por leones e invocada por sus fie-
les como omnipotente y fecundadora del mundo.
La De a Caelestis de Cartago (Tanit, asociada a Juno) tiene también idéntico ori-
gen geográfico. Es una diosa lunar y del cielo nocturno, frecuentemente representa-
da a lomos de un león. Introducida en Roma por Escipión Emiliano, tras su triunfo
en la tercera guerra púnica, tuvo un templo en el Capitolio; pero su auge llegó a par-
tir de la época de Septimio Severo, como demuestran los reversos de sus monedas.
Tampoco faltaron dioses masculinos sirios, como el Baal de Damasco o el Júpiter
Heliopolitano (Hadad). Las fiestas en honor de Adonis llegaron a alcanzar la popula-
ridad de las de Attis. Pero, por encima de ellos, aún fue mejor acogido otro Baal, Jú-
piter Dolichenus, originario de la Doliquea (Commagene), en el siglo 1 d.C.; así lo
demuestran los abundantes testimonios sobre el dios que, sin embargo, debió de de-
saparecer muy tempranamente, a inicios del siglo m d.C. En el arte es representado
con el gorro frigio, sosteniendo el rayo y el hacha bipenne y, generalmente, de pie,
sobre un toro. Junto a él aparecen otras divinidades: una diosa Quno Dolichena,
transportada por una cierva mientras sostiene un espejo) y unos gemelos (probable-
mente demonios pero identificados con los Dióscuros). El culto de Júpiter Doliche-
nus fue particularmente popular entre los comerciantes y militares de los valles del
Rin y del Danubio que, como los demás fieles (llamados entre sí «hermanos»), de-
bían de superar pruebas iniciáticas o, al menos, someterse a un periodo de instruc-
ción. No obstante, en Roma el dios contó con dos templos, uno sobre el Esquilino
(que remontaba a la época de los Antoninos) y que era casi exclusivamente frecuen-
tado por militares, y otro sobre el A ven tino, cuyos restos han sido descubiertos cerca
de la iglesia de Santa Sabina. Este dolocenum se caracterizaba por ser más abierto que el

601
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Santuario de Baal en Palmira.

anterior siendo visitado no sólo por gentes de origen sirio sino también militares y
civiles de todas las categorías sociales. Su culto conoció un acusado carácter sincre-
tista ya que, junto a la imagen de Júpiter Dolichenus figuraban las de lsis y Serapis,
Mitra y Diana.
En el Trastévere, barrio cosmopolita donde los sirios cohabitaban con anatolios
y judíos, se concentraba la mayor parte de los templos originarios del Próximo
Oriente. Sus fieles eran obreros y trabajadores de las ftgiinae, pero también pequeños
comerciantes venidos de las provincias orientales e instalados a lo largo de la Vía
Portuensis.

602
Así, conocemos los templos en honor de Malakhbel (dios solar) y de Aglibol
(dios lunar), ambos originarios de Palmira. De aquél se conserva una representación
en el Museo Capitalino en la que podemos verle, vestido con la túnica indígena, lle-
vado por un águila o (sobre los lados) transportado por una cuadriga de grifos; el ci-
prés, árbol que en Siria simbolizaba al sol, aparece representado también en este
altar.
A finales del siglo 11 d. C. el dios solar Elagabal, originario de Emesa (Siria), tenía
también en Roma un sacerdote y algunos fieles; el sacerdote romano de Sol lnvictus
alagabalus se llamaba Tito Julio Balbilo, nombre que le vincula con la célebre familia
de astrólogos; sabemos que este personaje, que mantenía contactos con Claudia Ju-
liano prefecto de la Annona, dedicó a Sol Alagabalus un águila que debió ser colocada
en una capilla del Trastévere. Pocos años después, el emperador Heliogábalo (218-
222 d. C.), en colaboración con el clero de la ciudad de Emesa, trató de hacer de él la
principal divinidad oficial del panteón romano, transformando los dioses tradicio-
nales en compañeros y servidores de este Baal sirio; el propio emperador antepuso su
condición de sacerdos amplissimus invicti Solis Elagabal a la de pontifex maximus. En el Pala-
tino (en el lugar donde hoy se encuentra la iglesia de San Sebastiano), fue levantado
un santuario (el Elagabalium), próximo al palacio, que albergaba un betilo, traído de
Emesa, representación del dios. Las monedas y medallones romanos lo reproducen
como un magnífico templo, en el centro de un gran patio aislado, a su vez, del exte-
rior. Un segundo templo fue levantado sobre el Esquilino.
Heliogábalo no tardó en acentuar el carácter religioso de su principado impo-
niendo en el palacio los ritos y ceremonias solemnes del culto sirio, y obligando a los
senadores y caballeros a asistir a ellas. Aún más doloroso fue para los romanos con-
templar cómo los símbolos cultuales más importantes de Roma, como eran el fuego
de Vesta, los ancilia de Marte o el Palladium eran dispuestos en el Elagabalium en tor-
no al betilo de Emesa. La superioridad del culto de Elagabal sobre el mos maiorum ro-
mano quedaba así claramente puesta de manifiesto.
Es evidente, sin embargo, que el gran sacerdote de Emesa trataba, con tales me-
didas, de establecer una religión unitaria e integradora que abarcara todos los cultos
-greco-romanos, orientales, judíos, cristianos- bajo un solo ritual. Esta política
de sincretismo solar, todavía muy rudimentaria y equivocadamente no despojada de
su boato oriental, no hacía sino adelantarse a las reformas religiosas de Aureliano o a
la teología solar de Constantino. Pero la historiografía greco-latina, como la mayor
parte del pueblo romano, nunca llegó a comprender el verdadero sentido de las cere-
monias presididas por Heliogábalo, presentándolas como simples actos de extrava-
gancia. De hecho, una de las primeras medidas dictadas por su sucesor, Alejandro Se-
vero, fue devolver a la ciudad de Emesa el betilo del dios Elagabal y reconsagrar su
templo en el Palatino a Júpiter Vengador.

lsis

Los dioses sirios, venerados sobre todo por sus compatriotas, nunca llegaron a al-
canzar en la sociedad romana la popularidad de la diosa egipcia Isis. La regina caeli,
como la denomina Apuleyo, fue una diosa madre caracterizada, pese a sus orígenes
egipcios, por su universalidad, identificándose con Cibeles, Venus, Artemis de Efe-

603
so, Juno, Hécate, Minerva, Bellona, etc. y siendo por ello llamada myrionyma («la de
los diez mil nombres»). La temprana presencia en Roma de los cultos egipcios viene
probada (en algunos casos, arqueológicamente) por la existencia de varios templos.
El primero de ellos es el Iseum Metellinum, en el Celia, fundado quizá por P. Caeci-
lius Metellus Pius a comienzos del siglo 1 a.C.; sabemos que la gens Metella tenía
vínculos clientelares e intereses económicos en África y no sorprendería que la diosa
hubiera ejercido funciones tutelares sobre dicha familia o, al menos, sobre algunos de
sus miembros. Distinto de él es el santuario de lsis Capitalina, compuesto por altares
levantados al aire libre sobre esta colina y que el Senado ordenó destruir a mediados
del siglo 1 a.C.; su culto era atendido por un sacerdos lsidis Capitolinae que la epigrafía
menciona entre los años 90 y 60 a.C., lo que haría remontar su fundación a finales
del siglo 11 o comienzos del 1 a.C. Según F. Flambard, en su introducción parece ha-
ber jugado un importante papel el collegium Capitolinorum, una asociación de comer-
ciantes de esclavos.
Diferente de los anteriores es el Iseum Campense (en el Campo de Marte, cerca
de la actual iglesia de Santa Maria sopra Minerva); no se trata de un edificio de
culto «públicO>), sino oficial, ya que fue construido tras el voto de los triunviros en
el año 43 a.C. Las razones de dicha promesa parecen ser más de tipo político que reli-
gioso; se ha pensado, por ejemplo, en el deseo de Marco Antonio y Octavio, de conti-
nuar la política egipcia de César. M. Le Glay observa que, en contra de lo que a
menudo se cree, Augusto estuvo hasta el año 27 a.C. muy sometido a las influencias ale-
jandrinas: el templo del divus lulius construido sobre el Foro romano recuerda al Kai-
sareion de la capital egipcia; la entrada del Mausoleo del Campo de Marte estaba flan-
queada por dos obeliscos; en el Panteón de Agripa, la estatua de Venus era adornada
con una perla célebre de Cleopatra. Será, pues, sólo a partir del año 28/27 a.C. cuan-
do Augusto, presentándose como restaurador de la República y de sus tradiciones re-
ligiosas, lleve a cabo una persecución del culto isíaco, acentuada en aquel mismo año
y, de nuevo, en el 21 a.C. Aun así es preciso recordar que la Aula lsiaca, con decora-
ciones de inspiración alejandrina, datada en torno al año 20 a.C. formaba parte del
palacio de Augusto; temas análogos tampoco faltan en la llamada Casa de Livia o en
el templo de Apolo Palatino.
Tiberio, fiel continuador de la política de Augusto, renovó la orden de expulsión
de los ritos isíacos de la ciudad, pero Calígula, quizá bajo la influencia del egipcio He-
licón, rompió definitivamente con esa política hostil hacia los cultos nilóticos, orde-
nando la reconstrucción del Iseum Campense donde Vespasiano y Tito pasaron la
noche antes de celebrar su triunfo sobre los judíos en el año 71.
Aún mayor devoción por la diosa demostró la gens Flavia en cuya domus probable-
mente existía una capilla de cultos egipcios. Domiciano, que en el año 69 d. C. había
escapado disfrazado de sacerdote isíaco de los seguidores de Vitelio, ordenó una nue-
va reconstrucción del Iseum Campense. Se accedía a él por una avenida flan-
queada por esfinges, cocodrilos y otras estatuas del culto nilótico. Sobre el frontón a
media luna del templo, se podía ver a lsis llevada por el can Sirio en un cielo estrellado.
Entre los Antoninos es Adriano quien sobresale en su interés por los dioses egip-
cios, reconstruyendo en su villa de Tibur el Canopo alejandrino, adornado con nu-
merosas estatuas Isis, Osiris, Harpócrates, Apis, etc. que han sido puestas al descu-
bierto.
Por último, tampoco los orígenes africanos y sirios de la dinastía severiana fue-

604
ron obstáculo para que sus miembros manifestaran públicamente su fervor por los
cultos egipcios.
Caracalla, calificado en una inscripción de philoserapis, consagró sobre el Quirinal
-quizá a imitación del Serapeum de Alejandría- un templo de gigantescas propor-
ciones sostenido por columnas de 20 m de altura y más de 2 m de diámetro que, al
sur, comunicaba con el Iseum Campense; el Serapeum de Caracalla, con una superfi-
cie de 3.000 metros cuadrados, superaba por sus dimensiones al templo de Júpiter
Capitalino.
El culto isíaco era, además, muy rico. Diariamente se celebraban en sus templos
las ceremonias de apertura y clausura, la reanimación del fuego sagrado, la presenta-
ción del agua ritual y, finalmente, el despertar de la estatua cultual mediante cánticos
acompañados por los instrumentos musicales específicos del culto egipcio. Dos
grandes fiestas, pronto integradas en el calendario litúrgico romano, conmemoraban
la «pasión» de Isis: el Navigium lsidis (5 de marzo), coincidiendo con la apertura del
mar a la navegación, y la lnventio Osiridis (26 octubre al 3 de noviembre), en la que
se conmemoraba la muerte del dios y su posterior despedazamiento a manos de Seth
y su resurrección gracias a la intervención de Isis.
Un sacerdocio especializado asistido por numeroso personal sagrado atendía el
culto cotidiano e incluso hacía las veces de consejeros espirituales. Sometidos a fre-
cuentes abstinencias y pruebas penitenciales, eran fácilmente identificables por sus
hábitos de lino blanco y la cabeza rapada.
Eran ellos también los encargados de dirigir las ceremonias de iniciación reser-
vadas a los fieles escogidos por la diosa. En el último libro de sus Metamorfosis, Apule-
yo describe dos ceremonias de iniciación. Aunque mal conocidas, es probable que al
iniciado se le mostrasen los dioses de los infiernos y de los cielos y que, consiguiente-
mente, el ritual siguiese el modelo de la muerte y resurrección (Metamoifosis 11, 23).
No obstante, la vida después de la muerte no era el único fin de la iniciación, que te-
nía también otros objetivos terrenales: la diosa liberaba al iniciado del destino y de
los astros y le ofrecía un nuevo inicio capaz de hacerle gozar de una mejor existencia
sobre la tierra.
En los últimos años se ha creado una polémica sobre la procedencia y el sexo de
los fieles del culto isíaco. Para S. K. Heyob, lsis era en el mundo greco-romano mo-
delo de los vínculos familiares y modelo de esposa, dada su conocida devoción por
Osiris. Pero más recientemente, F. Mora, ha insistido en que la diosa egipcia prote-
gió una amplia esfera de actividades humanas entendidas, además, de forma global y
no sectorialmente, como sucede en el politeísmo clásico. La relación de Isis con el
amor, el nacimiento o la sexualidad no pueden ser, en su opinión, consideradas
como funciones exclusivamente femeninas y, por tanto, la diosa amparó a todos los
fieles y no a las mujeres en particular.
El estudio prosopográfico de Mora, con base en la documentación epigráfica,
analiza dicha participación femenina atendiendo a las diversas zonas geográficas de
procedencia. El autor italiano llama la atención sobre el contraste entre la elevada
presencia femenina en los ambientes isíacos de Roma (27, 1 %) y la del resto de Italia
(17, 1 %) señalando, no obstante, el aumento regular y constante de dicha participa-
ción desde el siglo 1 al III, sobre todo en Roma y en el norte de Italia. En las regiones
del centro de la península es donde Isis alcanza las cotas más bajas de devoción entre
mujeres (en la Campania solo el 5,1 %).

605
En las provincias la situación es muy desigual. La participación femenina más
elevada corresponde a las áreas occidentales (29,5 %) si bien dentro de ella es mayor
en la península ibérica que en Germanía, Britania o la Galia. Tampoco es en África
más intensa la presencia de la mujer en el culto isíaco (22,2 %) (ligeramente inferior,
incluso, al que se desarrollaba en Roma), mientras que en las provincias danubianas
alcanza sólo un 16,5 %.
En cualquier caso la religión isíaca abrió a muchas mujeres romanas la posibili-
dad -cerrada en los cultos oficiales- de desempeñar un sacerdocio, participar en
los ritos mistéricos o realizar sacrificios. Dentro del conjunto de las religiones orien-
tales fue quizá la que más diferentes formas de salvación ofreció a sus seguidores, ga-
rantizando una seguridad total del alma en el cuerpo y fuera de él y poniendo así de
manifiesto una especial sensibilidad soteriológica que quizá explique su éxito.

Mitra

Los orígenes de los misterios mitraicos son conocidos sólo a partir del si-
glo 1 a.C.: según Plutarco los piratas cilicios practicaban ritos mitraicos hacia el
año 67 a.C. Pronto ganaron los países danubianos e Italia (Roma y Ostia, sobre
todo), alcanzando su cenit en el siglo m d.C.
Los fieles del dios eran principalmente soldados, funcionarios de la administra-
ción y comerciantes. Un estudio de la distribución de los mitreos (mithraea) en Roma
ha puesto de manifiesto, en la mayor parte de los casos, su relación con los cuarteles
e instalaciones militares y, en menor medida, con las termas, el circo y los edificios
annonarios, sedes de corporaciones. M. Meslin señaló recientemente que el mitraís-
mo estaba, por sus exigencias, en perfecto acuerdo con los principales valores de la
sociedad romana, tales como la disciplina, el respeto a la jerarquía o la esperanza de
promoción individual.
Por ello, y a diferencia de lo que ocurrió en el culto isíaco, el de Mitra quedó re-
servado a los hombres. Sólo quienes habían superado las pruebas iniciáticas eran ad-
mitidos en la secta. Sabemos, pese al carácter secreto de dichas asociaciones, que el
mitraísmo estaba organizado en torno a siete grados distintos de iniciación bajo la
forma de una estructura jerárquica que los iniciados debían de recorrer: 1) Corax
(cuervo); 2) Cryphius (oculto); Miles (soldado); 4) Leo (león); S) Perses (persa); 6) Helio-
dromus (emisario solar); y 7) Pater (padre).
Desgraciadamente carecemos de documentación escrita sobre el contenido y sig-
nificado de las doctrinas mitraicas; debemos, por tanto, conformarnos con las apor-
taciones de la iconografía que decoraba los mitreos y que, de forma monótona, re-
presenta la escena sacrificial del taurobolio en el que Mitra, acompañado por otros
personajes, aparece en el acto de dar muerte a un toro. Dicha imagen, que no faltaba
en ninguno de los mitreos, constituye, sin duda, la esencia del misterio mitraico.
Pero las interpretaciones sobre la tauroctonía mitraica, desde los trabajos de F. Cu-
mont hasta los del propio Vermaseren, han venido siendo muy dispares y, en ocasio-
nes, enfrentadas. Cumont, por ejemplo, consideraba la escena en relación con el
mito iranio de la creación, en el que Arimán, la personificación del mal, da muerte a
un toro, de cuyos sangrientos restos nacen después todos los seres de la tierra. Más
tarde, según su opinión, Arimán fue sustituido por el dios Mitra.

606
Las teorías de Cumont fueron puestas en entredicho en el 1 Congreso Internacio-
nal de Estudios Mitraicos (Manchester, 1971 ), donde varios especialistas sugirieron
que, por el contrario, el mitraísmo se había originado como una religión enteramen-
te nueva en el mundo grecorromano. Tal hipótesis exigió nuevas interpretaciones
sobre el significado de la tauroctonía, a la que se le dio un sentido cósmico; la ten-
dencia moderna es la de considerar, efectivamente, la tauroctonía como un símbolo
astral: en la iconografía mitraica (e incluso en la tauroctonía) es, en efecto, suma-
mente frecuente la inclusión de símbolos astrales, como los doce signos del zodiaco,
el sol y la luna o los planetas.
En la escena de la tauroctonía, junto a Mitra y el toro, se recogen las figuras de un
perro, una serpiente, un cuervo y un escorpión; a veces también un león y una copa.
Cada una de ellas tiene su paralelo en las constelaciones: Can, Hidra, Cuervo, Escor-
pión, Leo, Crátera y Tauro.
En esta línea, D. Ulansey ha ofrecido recientemente la siguiente explicación sim-
bólica de la tauroctonía: la muerte del toro simbolizaba el final del reinado de Tauro
como constelación del equinoccio de primavera y el comienzo de la era más reciente,
mientras las figuras restantes representan constelaciones cuya especial posición en el
firmamento llegó a su fin por efecto de la precesión. Matando al toro -es decir,
causando la precesión de los equinoccios-, Mitra estaba moviendo, en realidad, el
universo entero; sólo un dios capaz de llevar a cabo tan extraordinaria hazaña (y
otras muchas más, como dominar las fuerzas del destino que residían en las estrellas
y garantizar al alma su paso a través de las esferas planetarias) sería merecedor del
culto supremo.
Este autor concluye afirmando que, si todas las figuras que aparecen en la tauroc-
tonía representan constelaciones, Mitra vendría a identificarse con la constelación
de Perseo que, justo encima de Tauro, era también representado con su daga y el go-
rro frigio. La afinidad de su nombre con el de «persa» (Persia pasaba por ser funda-
ción suya), facilitó su identificación con Mitra, dios iranio de la luz y de la verdad.
Dicha vinculación entre el héroe griego y el dios pudo partir de los círculos intelec-
tuales próximos al rey Mitrídates, rey del Ponto (y aliado de los piratas cilicios), cuyo
nombre dinástico derivaba precisamente del teónimo iranio.
Naturalmente llegar a comprender esta compleja estructura astronómica exigia a
los iniciados en el culto de Mitra un largo periodo de aprendizaje. En cualquier caso,
el simbólico sacrificio del toro por el dios era recordado o rememorado por sus fieles
que compartían las partes del animal en un banquete celebrado en común.
El mitraísmo comienza a desaparecer a comienzos del siglo IV. Según R. Turcan,
en Roma sobrevive (al menos epigráficamente) hasta la época de Valentiniano 11,
mientras que fuera de ella las dos últimas dedicaciones conservadas pertenecen a los
años 325 (consagración de unfanum en Gimmeldingen, en la Germanía superior) y
364-367 (consagración de un spalaeum en Cirta). Cuando el obispo de Alejandría qui-
so construir, en el año 361, una iglesia donde hasta entonces había existido un mith-
raeum, éste estaba en ruinas; en opinión del sabio francés, los mitbraea fueron objeto de
una sistemática destrucción que la arqueologia ha puesto con frecuencia al descu-
bierto.
Los motivos de ese rápido declive del mitraísmo, coincidiendo con el triunfo del
cristianismo, pudieron ser de muy variado orden. Autores como el propio Turcan
han considerado que el sacrificio, característico de la liturgia mitraica, pudo ser uno

607
de ellos. Pero debemos tener presente que mientras el cristianismo procuró, desde
los tiempos de su fundador, extender su mensaje y -llevado de un celo proselitis-
ta- lograr el mayor número posible de convertidos, el mitraísmo, por el contrario,
se basaba en el secreto de un reducido número de iniciados que, reunidos en peque-
ñas grutas subterráneas, cumplían complicados ritos iniciáticos de los que, además,
estaban excluidas las mujeres.
No obstante, no son las causas de la decadencia del mitraísmo las que constitu-
yen la clave del roblem El cristianismo logró eliminar casi por completo a otras
religiones orie tales y también a la vieja religión romana. Y aunque ha sido mucha
-y sigue sién~olo- la discusión en torno a este problema, existe cierto acuerdo en
considerar qu~uno de los factores más importantes de su éxito final fue su exclusi-
vismo: quienes abrazaban la religión cristiana debían abandonar todas las demás.
Nunca el mitraísmo ni ningún otro culto oriental mantuvo tal exigencia; por el con-
trario, la epigrafía corrobora abrumadoramente la posibilidad de que quien se hubie-
se iniciado en el mitraísmo podía participar no sólo en los ritos oficiales o en el culto
al emperador, sino también iniciarse en los de lsis o Hécate.
Tampoco faltaron puntos comunes entre mitraísmo y cristianismo; Tertuliano,
por ejemplo, consideró aquella religión como una imitación diabólica del cristianis-
mo. Ambos sistemas expresaron su deseo de identificar una fuerza capaz, como dice
D. Ulansey, de romper las barreras del cosmos y proporcionar acceso a unos reinos
que estuvieran allende los límites de la experiencia ordinaria.

IMPLANTACIÓN Y PROGRESIÓN DEL CRISTIANISMO DURANTE EL IMPERIO

Los orígenes del cristianismo son inseparables -geográfica y culturalmente-


del medio judío en que surgió. Cuando Jesús predicaba su mensaje en época de Tibe-
rio, el pueblo judío y las autoridades romanas (el procurador Poncio Pilatos) consi-
deraba que había nacido una secta más de las muchas existentes, caracterizadas por
su división en puntos dogmáticos de derecho y de ritual (fariseos, saduceos, zelotas,
etcétera). Con razón Roma no distinguió sino hasta muy tarde la comunidad judía de
la cristiana.
La difusión de la nueva doctrina tuvo lugar, primeramente, en los medios judíos
de Siria y Palestina. La conversión de los primeros paganos provocó un conflicto en-
tre los discípulos de Jesús y un judío de la diáspora, Pablo, nacido en Tarso de Cilicia.
Aquéllos consideraban que los paganos convertidos debían someterse al conjunto de
las prescripciones judías, incluida la circuncisión, lo cual era tanto como afirmar que
la nueva secta debía permanecer dentro del judaísmo, aunque su mensaje fuese más
amplio. Pablo, por el contrario, creía que la Torá no debía aplicarse a los cristianos
procedentes del paganismo; bastaba con que éstos respetaran las reglas básicas. Pablo
sabía que la imposición a los paganos de un código de pureza, como lo era la ley ju-
día, suponía aislarlos del medio en que vivían. En el año 49 se alcanzó un acuerdo
entre ambas partes enfrentadas: se daba la razón a Pablo pero se mantenían las reglas
de la Torá para aquellos convertidos venidos del judaísmo, lo que suponía dar paso a
dos comunidades regidas por normas diferentes.
Las revueltas judías del año 66 pusieron al cristianismo en una delicada situa-
ción: los cristianos surgidos de los medios judíos se sentían identificados con el mo-

608
vimiento, mientras los paganos convertidos no entendían ni consideraban justifica-
das las aspiraciones nacionalistas de Judea. Al comenzar la guerra, la comunidad
cristiana de Jerusalén emigró a la ciudad de Pella, en la Transjordania, afirmando así
su autonomía respecto al resto de las sectas judías.
Fue Pablo de Tarso quien realizó un mayor esfuerzo en la difusión del mensaje
cristiano. Primero, durante su estancia en Antioquía (44-45), donde por primera vez
fue empleado el término «cristiano»; después, durante sus tres largos viajes por el
Mediterráneo oriental: del 45 al 49 (Chipre, Pisidia, Licaonia), del 50 al 53 (Asia,
Macedonia, Acaya) y del 53 al 58 (Efeso, Corinto). Otros discípulos predicaron en
Alejandría, Chipre, Siria o Arabia donde existían importantes comunidades judías
establecidas.
Los cristianos eran conocidos en Roma desde los tiempos de Claudia, quien ex-
pulsó a los judíos instigado -dice Suetonio- por un cierto Chrestos. Es probable
que por aquellos años se estableciese en Italia una comunidad cristiana -siempre
con un reducido número de integrantes- ya que es mencionada en la epístola de Pa-
blo a los romanos (57 d.C.) y fue en ella donde, tanto Pablo como Pedro, buscaron
refugio.
La primera crisis de importancia surge en el año 64, cuando tras el incendio de
Roma, Nerón acusa a los cristianos como responsables de la catástrofe e inicia una
persecución contra ellos. El historiador Tácito nos dice que los cristianos fueron
acusados por su odium humani generis, lo que pone al descubierto las profundas diferen-
cias entre las costumbres cristianas y las tradiciones religiosas paganas.
Durante la segunda mitad del siglo 1 d. C., el cristianismo hizo, no obstante, algu-
nos progresos alcanzando, bajo la dinastía Flavia, a algunos de los miembros de la
corte imperial; así parecen indicarlo el exilio de Flavia Domitila y las ejecuciones
de Flavio Clemente y M. Acilio Glabrio. El obispo de Roma, Clemente, escribe ha-
cia el año 100 una Carta a los corintios en la que hace alusión a la organización de la
Iglesia.
Sin embargo, las comunidades cristianas no aparecen en el Imperio sólidamente
constituidas sino hasta finales del siglo 11 y comienzos del m. En Oriente, la presen-
cia de cristianos está atestiguada en Bitinia (109-113), Asia Menor (Filadelfia, Es-
mima, Magnesia), Siria, Arabia y Alejandría. En las provincias occidentales los pro-
gresos de dicha secta son más difíciles de seguir; las primeras iglesias hispanas no
aparecen hasta el siglo m y, en la Galia, el martirio de los cristianos de Lyon, en el
año 177, es la primera noticia segura de que disponemos al respecto.
Para África del norte, el primer testimonio conocido es el martirio de los cristia-
nos de Scillium, en Numidia, en el 180; en esta provincia el cristianismo se difundió
con gran rapidez ya que a mediados del siglo III se contabilizaban más de cien obis-
pos en África. Algo similar debió ocurrir en Italia, ya que si en el siglo 11 sólo existían
los obispados de Roma, Rávena y Milán, a mediados del siglo m, el número asciende
a sesenta.
Prueba de la rápida propagación del cristianismo en esta época son los decretos
imperiales dictados en la primera mitad del siglo m, que trataron de debilitar y de-
sorganizar a la Iglesia. Septimio Severo dictó uno de ellos en el año 202 que prohibía
el proselitismo, fuera judío o cristiano; la medida trajo como consecuencia la desor-
ganización de la escuela de Alejandría y los martirios de catecúmenos en Eg~,
Africa y la Galia. La Iglesia fue objeto de nuevas medidas represivas bajo Maxünino,
que intentó ~ilitarla atacando a su jerarquía, si bien tales medidas no parecen ha-
ber causado los efectos esperados.
Desde Maximino hasta los tiempos de Decio, la Iglesia vivió un periodo de paz,
llegando a gozar de los favores de Filipo el Árabe, al que ciertos autores cristianos
presentan como el primer emperador de esta religión.
En la segunda mitad del siglo m, se desencadenaron persecuciones generales
contra los cristianos. Decio, en el año 250, promulgó un edicto ordenando que todos
los ciudadanos hicieran sacrificios a los dioses; se forzaba así a los cristianos a abjurar
de su fe en un intento de eliminar - o al menos de debilitar- al cristianismo. Los
edictos anteriores se habían mostrado ineficaces y la grave situación que atravesaba
el Imperio exigía -desde la mentalidad pagana- un retorno a las antiguas tradicio-
nes religiosas del pasado, que tanto habían contribuido a la prosperidad de Roma y a
la grandeza del Imperio. Las persecuciones de Decio provocaron un gran número de
defecciones o apostasías, especialmente en África, pero a comienzos del 251 se vol-
vió poco a poco a la normalidad y los obispos volvieron a ocupar el gobierno de sus
iglesias. La paz lograda tras la muerte del emperador se vio nuevamente rota tras los
años 257-258, en que Valeriana desencadenó otra violenta persecución. Finalizada
ésta, en el año 260, Galeno publicó un edicto de tolerancia y el restablecimiento de la
paz duró hasta el año 303, fecha del inicio de la Gran Persecución de Diocle-
ctano.
Las persecuciones puede decirse, pues, que comenzaron verdaderamente en el si-
glo Ill. Durante los dos primeros siglos -con las excepciones que ya conocemos-
la tolerancia de Roma en materia religiosa favoreció la difusión de la nueva doctrina
por las provincias del Imperio.
Ello no impidió que el cristianismo, difundido sobre todo en las grandes ciuda-
des mediterráneas, encontrara la oposición en ellas de muchos paganos que conside-
raban que sus mensajes eran contrarios a los fundamentos religiosos y morales sobre
los que descansaba el mos maiorum. Fue, pues, en muchos casos la presión de la masa
popular y no la iniciativa de las autoridades imperiales o municipales las que provo-
caron medidas de expulsión o de persecución.
En este sentido hay que recordar que los cristianos oponían el reino prometido
por Jesús al imperio romano, aquél gobernado por la Justicia y el Bien, éste por el
Mal y la Corrupción. Pero, además, los cristianos rechazaban todos los cultos paga-
nos, los espectáculos (el circo, juegos gladiatorios), los deberes municipales, etc. De
aquí que, poco a poco, fueran siendo acusados de graves delitos como realizar accio-
nes impuras, no participar en el culto imperial o sustraerse al servicio militar, cosa
que defiende, por ejemplo, Tertuliano:

Sobre el tema de la milicia la cuestión se cifra en si un fiel puede entrar en la mi-


licia o si un militar puede entrar en la fe; y nos estamos refiriendo incluso al rango
más oscuro y bajo de la milicia, en el que no es necesario hacer inmolaciones ni eje-
cuciones. No hay acuerdo entre un juramento divino y uno humano, entre el signo
de Cristo y el signo del diablo, entre el campamento de la luz y el campamento cie las
tinieblas~ una misma persona no puede servir a dos señores. Sin embargo se dirá,
Moisés llevó la vara, Aarón la fíbula, Juan se ciñó la correa, Jesús Yavé condujo
al ejército, el pueblo guerreó... Pero ¿cómo guerrearon? Lo hicieron incluso en
tiempos de paz, pero sin espada, espada que les fue arrebatada por el Señor (Tert.,
De idoJ., 19).

610
La incomprensión de la liturgia cristiana para los paganos explica otras acusacio-
nes como infanticidio, muertes rituales, incesto, banquetes de sangre y reuniones
clandestinas:

En lo que se refiere a la iniciación de vuestros nuevos prosélitos corre por ahí


una historia tan detestable como conocida. Un niño cubierto de harina, para enga-
ñar así a los incautos, es puesto delante de aquel que debe ser iniciado en el culto. El
neófito, incitado a lanzar golpes, que él cree inofensivos, contra la superficie de ha-
rina, mata con golpes ciegos y oculta al niño. Y ¡oh impiedad!, beben con ansia la
sangre del niño y se disputan acaloradamente los miembros del mismo: con esta
ofrenda firman su alianza, con esta complicidad en el crimen se comprometen a un
silencio mutuo. Estos sacrificios son mucho más tétricos que todos los demás sacri-
ficios (Minucio Félix, 9, 5 ss.).

Igualmente sorprendía a los paganos la realización de prácticas ascéticas y, sobre


todo, la actitud impasible adoptada por los cristianos ante la muerte:

¡Oh extraña estulticia e increíble audacia! Desprecian los tormentos presentes y


temen el futuro incierto y, mientras por una parte tienen miedo de morir tras la
muerte, por otra no tienen miedo de morir: la falsa esperanza de una vida renovada
aminora en ellos el pavor a la muerte presente (Minucio Félix, 8, 5).

Muchos de los intelectuales de los primeros siglos del Imperio, como Luciano y
Celso, haciéndose eco de la indignación de los medios populares contra los cristia-
nos, dirigen en sus obras duros ataques de los que ni siquiera Cristo quedaba al
margen:

Comenzaste por fabricar una filiación fabulosa, pretendiendo que debías tu naci-
miento a una virgen. En realidad, eres originario de un lugarejo de Judea, hijo de una
pobre campesina que vivía de su trabajo. Ésta, culpada de adulterio con un soldado
llamado Pantero, fue rechazada por su marido, carpintero de profesión. Expulsada
así y errando de acá para allá ignominiosamente, ella dio a luz en secreto. Más tarde,
impelida por la miseria de emigrar, fuese a Egipto, allí alquiló sus brazos por un sala-
rio; mientras tanto tú aprendiste algunos de esos poderes mágicos de los que se ufa-
nan los egipcios; volviste después a tu país, e, inflado por los defectos que sabías pro-
vocar, te proclamaste dios (Celso, Alethés Logos, 7).

Las autoridades romanas fueron, inicialmente, indulgentes con una secta que, in-
conciliable en muchos aspectos con la sociedad pagana, ponía la ley divina por enci-
ma de las leyes de los hombres. Pero cuando a mediados del siglo m, la crisis econó-
mica y la peligrosa situación de las fronteras pusieron al Imperio en una delicada si-
tuación, el Estado acentuó su hostilidad hacia la comunidad cristiana, acusada por
los paganos de insolidaria: daban comienzo así las violentas persecuciones a las que
sólo el gobierno de Constantino pondría fin.
LA EVOLUCIÓN DEL PAGANISMO HACIA EL MONOTEÍSMO ~\
1

A comienzos del siglo IV d.C., especialmente desde el llamado «eqkto de Milán))


(313), el monoteísmo cristiano comienza a asumir una posición de igtíaldad respecto
al paganismo tradicional. Gran parte de la población romana fue....pbco a poco, aban-
donando la vieja religión politeísta (enriquecida además por1as aportaciones de los
cultos orientales) por una nueva religión que sólo admitía la existencia de un Dios
único.
Es evidente que, al margen del innegable progreso del cristianismo, un cambio
de estas características sólo puede explicarse mediante la evolución interna del pro-
pio paganismo, cada vez más orientado hacia posiciones moneteístas.
Existen, en este sentido, múltiples factores que contribuyen a entender mejor ese
proceso. Algunos autores han señalado, por ejemplo, la existencia -ya desde fines
de la República- de una jerarquía divina que distinguía entre divinidades principa-
les y subordinadas. El propio Varrón considera que diosas como Ops, Magna Mater,
Proserpina o Venus tuvieron funciones subordinadas respecto a la diosa Tellus. Por
otra parte, grandes dioses como Júpiter o Marte no cesaron de acaparar funciones
que estaban alejadas de su naturaleza original. También el fenómeno de la interpretatio
contribuyó al sincretismo entre diversas divinidades del Imperio: Dea Caelestis es
identificada e invocada habitualmente como Juno, Tanit, Cibeles, Ceres o Dea Syria.
Por último, no podemos olvidar que en el Bajo Imperio muchos cargos sacerdotales
atendían diversos cultos a la vez, lo que -evidentemente- contribuyó a una cierta
unificación. Es especialmente célebre el caso de Vettius Agorius Praetextatus (muer-
to en el384 d. C.) augur, pontífice de Vesta y del Sol, sacerdote de Hércules, de Héca-
te, de Ceres, de Mitra y quizá de Cibeles.
Entre los círculos más cultivados la influencia del monoteísmo judío, una de cu-
yas primeras manifestaciones fue la traducción griega de la Biblia, compuesta entre
los siglos III y 11 a.C., fue notoria. Además de los judíos de la diáspora muchos paga-
nos tuvieron ocasión de entrar en contacto con sus ideas produciéndose un fructífe-
ro encuentro entre la revelación bíblica y las aportaciones de la filosofía pagana (so-
bre todo del platonismo) del que las obras de Filón de Alejandría (30 a.C.-50 d.C.)
son resultado.
Sobre el paganismo romano incidió también de forma notable el estoicismo, que
tuvo durante el Imperio excelentes representantes en figuras como Séneca, Epícteto
o Marco Aurelio. Los estoicos habían llegado a un monoteísmo casi total rechazando
la tradicional pluralidad de divinidades y la compleja mitologia griega. Una sola
fuerza, a menudo identificada con Júpiter, gobernaba el Universo; a él debían los
hombres la creación de la naturaleza. El resto de las divinidades no eran más que
atributos del Dios supremo, «accidentes)) de esta sustancia eterna que de ninguna for-
ma podían cambiar el curso del destino. La escuela estoica no desaprobaba la realiza-
ción de sacrificios y otros rituales, pero a condición de que fueran dirigidas a esa di-
vinidad suprema.
El platonismo medio, ya desde los tiempos de Antíoco de Ascalón (maestro de
Varrón), fue también decisivo en esta orientación monoteísta del paganismo roma-
no. De forma análoga a los estoicos creían en la existencia de divinidades interme-

612
dias entre Dios y los hombres. Uno de sus representantes, Plutarco de Queronea
( 50-127 d. C.), elaboró una teoría del sincretismo monoteísta.
Por último, la gnosis favoreció también, a partir del siglo 11 d. C., esa misma evo-
lución; una de sus variantes, el hermetismo (que cobró fuerza especial entre la pobla-
1 ción alejandrina), concede incuestionable protagonismo al Dios Único.
En relación con los sistemas filosóficos hallamos también nuevas tendencias,
como la teología solar, que incidirán poderosamente a partir del siglo m sobre la re-
ligión oficial. Este culto al Sol hunde sus raíces en el platonismo, pero también en el
estoicismo y en el pitagorismo. Los misterios de Mitra concedieron un destacado pa-
pel al Sol, impulsado igualmente por el culto oficial de Deus Sol /nvictus instituido por
Aureliano en el 274. Pese a que en origen el culto (anicónico) fue importado de Pal-
mira (Siria), tanto la construcción del templo en su honor como la institución de un
colegio sacerdotal, se mantuvieron en consonancia con la tradición, lo que, como vi-
mos, no sucedió bajo Heliogábalo. El Sol Invicto de Aureliano no trató de suplantar
a ningún dios romano ni fue impuesto a las poblaciones provinciales, pero su culto
como dominador del mundo quedó definitivamente consolidado.
1 Para entonces dicho culto constituía un «puente» tendido entre el paganismo y el
cristianismo. Constantino hizo del Sol Invicto (que figuró en sus monedas al menos
hasta el año 318) su divinidad suprema; el propio emperador aparece representado
en el arte con la cabeza radiada, identificándose con él. Su conversión del politeísmo
1 al cristianismo no se produjo bruscamente, sino descubriendo que ese dios supremo
(el Sol o Apolo Solar) era el dios de los cristianos.
Por su parte, su enemigo Licinio compartía esa misma creencia, aunque en su
caso no identificara al Dios Supremo con el de la comunidad cristiana sino quizá con
el Júpiter Óptimus Máximus de sus monedas. He aquí la plegaria que, según Lactan-
cío, dirigió a su dios:

Dios supremo, a ti rogamos, Dios santo: a ti encomendamos toda la justicia, a ti


encomendamos nuestra salvación, a ti encomendamos nuestro Imperio. Gracias
a ti vivimos, gracias a ti alcanzamos la victoria y la felicidad. Dios supremo, Dios
santo, escucha nuestras plegarias. A ti extendemos nuestros brazos: escúchanos
Dios santo supremo (Lactancia, De mort. persec., 4 7).

El punto común entre ambas figuras (y, en general, entre ambas religiones) es,
pues, el Sol. Para los paganos se trata de un concepto intelectual, objeto de culto re-
forzado por el papel que tanto la astrología como la magia le concedían. Cultualmen-
te podía ser adorado bajo diversas formas (Mitra, era una de ellas) pero, desde los
tiempos de Aureliano, contaba con templos y un colegio de sacerdotal. Los cristia-
nos, por su parte, no dejaban de tener presente las numerosas alusiones del Nuevo
Testamento al sol como símbolo de Cristo, como en Lucas 1, 78 («el sol del Levante
nos ha visitado en lo alto»), Juan 1, 5 («la luz luce en las tinieblas») o el Apocalipsis
XXI, 23 («y aquella ciudad no tiene necesidad del sol ni de la luna para que la alum-
bren, pues el esplendor de Dios la ilumina, y el Cordero es su lámpara»).
Para concluir no podemos olvidar el empuje dado a este largo proceso por el neo-
platonismo (con numerosos seguidores en una u otra religión), que ya desde la época
de Plotino (205-270) hacía derivar del Uno, trascendente e incomprensible tanto la
Inteligencia o el Pensamiento múltiple y activo como el Alma eterna e intemporal

613
del mundo. Sin embargo, este sistema no excluía ni la divinidad de los astros ni la
existencia de demones intermediarios. Su discípulo, Porfirio de Tiro (233-305) contes-
taba a los ataques de los cristianos reuniendo bajo la divinidad visible del Sol el con-
junto de divinidades que tanta oposición suscitaban entre aquella comunidad.
Incluso en un tema como el sacrificio, que aparentemente se prestaba a la discre-
pancia, hubo buena parte de acuerdo. La legislación de los emperadores cristianos
(que algunos han considerado de inspiración porfiriana) puso, sin duda, su acento en
esta lucha desde que, en el 341, se prohibieron por primera vez los sacrificios públi-
cos; así lo demuestran las continuas renovaciones de dicha prohibición en 346 (CTh
XVI, 10, 4), en 353 (CTh XVI, 10, 5), en 356 (CTh XVI, 10, 6), en 364 (CTh IX,
16, 7), en 370 o 373 (CTh IX, 16, 8), en 381 (CTh XVI, 10, 7), en 385 (CTh XVI,
10, 9) en 391 y 392 (CTh XVI, 10, 10-12). Pero no menos rotunda era, en este mis-
mo sentido, la opinión de los círculos intelectuales paganos. Porfirio, en su De absti-
nentia, señala que la costumbre se sacrificar víctimas y de llenar de sangre los altares
se introdujo como consecuencia de las guerras, los periodos de hambre y también a
causa de la ignorancia y la cólera de los hombres, y cree, citando a Teofrastro, que los
dioses castigaron a los hombres por estas prácticas sangrientas. El hombre delinque
al matar a los animales para el sacrificio porque les priva de su alma (12, 3). La divi-
nidad se alegra más con las ofrendas sencillas de plantas y frutos silvestres que con
los suntuosos sacrificios cruentos. Así pues, si la ley antigua no permitía el sacrificio
de animales tampoco ahora deben hacerse, sobre todo teniendo en cuenta que son
muchos los que ayudan al hombre. Es necesario, pues, abstenerse de animales y no
ofrecérselos a los hombres:

[... J Pero ya que las leyes nos han concedido honrar a la divinidad por medio de
ofrendas frugales e inanimadas, optando por lo más sencillo, haremos nuestros sa-
crificios de acuerdo con la ley de la ciudad y nosotros mismos nos esforzaremos por
que se haga el sacrificio adecuado, presentándonos a los dioses puros desde cualquier
punto de vista. Pero si, enteramente, el hecho de un sacrificio conlleva la condición
de ofrenda y de agradecimiento por los bienes que tenemos de los dioses para nues-
tras necesidades, sería del todo irracional que nosotros mismos, absteniéndonos de
los seres animados, los ofrendáramos, en cambio, a los dioses. Porque ni los dioses
son inferiores a nosotros en el sentido de que, si no tenemos necesidad de aquellos
alimentos, la tengan ellos, ni se ajusta a la ley divina el ofrecerles la primicia de un
alimento que nosotros rehusamos (De abstinentia II, 33).

La política conciliadora de Constantino le llevó a emplear un estilo neutral mo-


noteístico, enfatizando los puntos comunes entre ambas religiones y evitando expre-
siones que pudieran ofender a una de las partes. Tanto la inscripción del arco como
los discursos de los panegiristas del313 y 321 reflejan esa política religiosa con fideli-
dad. Cosa distinta fue su lucha, sobre todo mediante la promulgación de ~~cr~en­
tre los años 318 y 320, contra la práctica de la superstitio, es decir, lo~os noc-
turnos, la magia maléfica, las consultas a los adivinos de salute principis, etc. Pero no
cabe duda de que muchos círculos paganos suscribieron también tales medidas.
Tras su muerte, sus hijos se mostraron menos conciliadores, dictando disposicio-
nes claramente desfavorables para el paganismo: prohibición de los sacrificios (341 ),
cierre de los templos (346), etc. Conviene tener presente, una vez más, la diferente
situación de ambas partes del Imperio: en el Oriente estas medidas fueron aplicadas

614
con mucho mayor rigor que en las provincias occidentales, como se puso de mani-
fiesto cuando, durante la visita de Constancia a Roma en el357, el emperador en ca-
lidad de pontifex maximus designó como titulares de varios sacerdotes a diversos
miembros de la aristocracia.
Resulta difícil saber cuándo se convierte la mayor parte de la aristocracia pagana
al cristianismo, si bien todo parece indicar que esa mayoría pagana se mantuvo hasta
época de Teodosio. Pero hemos de advertir que las ideas religiosas de las últimas fa-
milias senatoriales y aristocráticas -como las del propio Juliano- se adscriben a
un paganismo místico muy teñido de neoplatonismo y sometido a la influencia de la
liturgia de los cultos orientales. Por otra parte, la cultura literaria pagana es aún un
fuerte reducto de las viejas creencias religiosas a la que no se sustraen cristianos como
Ausonio (310-395), preceptor de Graciano, S. Basilio, Gregario de Nacianzo o San
Juan Crisóstomo.
Es más, durante los años comprendidos entre Constancia II y Teodosio, la reli-
gión romana dio múltiples muestras de un cierto vigor. En el358 d. C. los ricos sena-
dores paganos acuñan medallones ( contomiatos) con temas que exaltan la religión tra-
dicional romana. Pero tal pervivencia no hubiese sido posible sin la política religiosa
pagana de Juliano (361-363), él mismo uno de los últimos filósofos neoplatónicos,
discípulo de Prisco y amigo de Máximo de Éfeso. Juliano venera, como tantos inte-
lectuales de su tiempo, a Mitra y a Sol, redactando un tratado sobre Helios-Rey. Pero
pensando en sus súbditos llevó a cabo una reanimación de las viejas formas del paga-
nismo restableciendo los viejos símbolos desde que, en el 362, abolió en un edicto to-
das las medidas de Constante y de Constancia: los nuevos gobernadores, vicarios y
prefectos fueron reclutados de las filas del paganismo, especialmente entre los profe-
sores de retórica. Juliano llegó incluso a intentar organizar una «Iglesia pagana» cuya
cúspide estaba representada por grandes sacerdotes, encargados de los sacrificios y de
las ceremonias públicas, a imitación quizá de los obispos cristianos.
Contra los cristianos escribió una obra en tres libros (Contra los Galileos), de la que
tenemos noticia por una refutación cristiana posterior. Su política contra estos fieles
culminaría con una disposición (CTh XIII, 3, 5) por la que prohibía ejercer la ense-
ñanza a los cristianos bajo el pretexto de que los autores clásicos sólo podían ser ex-
plicados por quienes compartiesen su fe. No obstante, algunas fuentes apuntan a que
el emperador proyectaba poco antes de morir una política de reconciliación entre
paganos y cristianos.
Pero dicha reconciliación era ya imposible. El llamado altar de la Victoria, ex-
puesto en la Curia y símbolo del paganismo, que había sido derribado por Constan-
cío y repuesto por Juliano, fue de nuevo retirado en el 382 por Graciano (375-383)
(quizá instigado por San Ambrosio), quien coinciendo con este episodio ordenó la
supresión de las inmunidades y privilegios del colegio de las Vestales y de los sacer-
dotes romanos. La visita que Graciano hizo en el 376 al papa Dámaso (366-384) de-
bió de endurecer las medidas anti-paganas tomadas a partir de entonces. En el 379 el
Estado se separó oficialmente del paganismo y, poco después, por el edicto de Tesa-
lónica (380), se obligó a los súbditos del Imperio a someterse a la fe cristiana. Según
algunas fuentes, el propio Graciano renunció en el375 al cargo sacerdotal de pontifex
maximus rechazando el manto azul que le distinguía como tal; sabemos por la epigra-
fía que dicho cargo desaparece de la titulatura imperial a partir del 382.
Aun bajo el régimen del usurpador Eugenio (393-394) y organizada por el pre-

615
fecto de Italia, Nicómaco Flaviano, tuvo lugar una última reacción pagana caracteri-
zada por el resurgimiento de cultos y ceremonias religiosas: lustración de la ciudad,
reconstrucción del templo de Venus en Roma y de Hércules en Ostia, contactos con
los harúspices. Dichas exaltaciones fueron denunciadas por el célebre Carmen Contra
Paganos, escrito por un senador cristiano anónimo; San Agustín dice que Flaviano
hizo circular oráculos sibilinos que anunciaban la desaparición del cristianismo 365
años después de la crucifixión de Cristo. Las celebraciones públicas desoyeron, pues,
el llamado «edicto de muerte del paganismo» (392 d.C.), promulgado por Teodosio,
que prohibía todas las formas -públicas y privadas- de culto pagano. La posterior
victoria de Teodosio sobre Eugenio, en los Alpes (en el 394), aquél bajo la protec-
ción de la cruz, grabada sobre los estandartes, y éste bajo la de la imagen de Hércules,
restableció definitivamente el régimen cristiano anterior endurecido por sus hijos,
Arcadio y Honorio: prohibición de entrada a los templos paganos para adorar a los
dioses u ofrecer sacrificios (392); supresión de los juegos olímpicos (394) y de los sa-
cerdocios (395); destrucción sistemática de los santuarios (399).
Toda vía las Saturnales de Macrobio, escritas después del año 400, hacen intervenir
a tres destacados representantes del nuevo paganismo: Pretextato, Símmaco y Nicó-
maco Flaviano. Pero para entonces la religión romana agonizaba; los viejos cultos y
ritos encontraron su reducto, sobre todo, en el campo: el término paganus, que apare-
ce hacia el 370, designa en origen al «campesino» y pondría de manifiesto cómo los
ambientes rurales constituyeron hasta el final de la Antigüedad tardía el refugio de
los cultos y ritos romanos.

616
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Índice
PRóLOGO 7
PRIMERA PARTE:
ORIENTE
CAPiTULO PRIMERO.-La religión sumeria 11
El panteón sumerio ................................................ . 11
Los mitos ......................................................... . 14
Arquitectura religiosa ............................................... . 17
El culto y el sacerdocio ............................................. . 18
Ritual funerario .................................................... . 19
Aportaciones del arte a la religión sumeria ............................. . 19
Pervivencia de la religión sumeria .................................... . 24
CAPiTuLO II.-La religión asirio-babilónica ................................ . 25
Caracteres generales de la religión entre las poblaciones del Próximo Oriente .. 25
La religión babilónica ............................................... . 26
El panteón ..................................................... . 26
Los mitos ...................................................... . 28
Culto y rito .................................................... . 33
La fiesta del Año Nuevo ......................................... . 33
Templos ....................................................... . 34
La plegaria. Conjuros. Salmos penitenciales .......................... . 35
La adivinación ................................................. . 36
La magia ...................................................... . 37
La sacralidad del monarca ........................................ . 37
Influjo de la religión babilónica .................................... . 37
La religión del Elam ............................................... . 38
Aportaciones del arte a la religión elamita ........................... . 38
La religión asiria ................................................... . 40
El panteón asirio ............................................... . 40
Culto ......................................................... . 42
Arquitectura religiosa ............................................ . 42
Magia. Adivinación. Oráculos e interpretación de los sueños ............ . 44
Aportación del arte al conocimiento de la religión asiria ............... . 44
CAPiTULO III.-La religión de los pueblos de Siria y de Arabia ............... . 47
El panteón sirio 47

631
El panteón de Palmira y de Dura-Europos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
La tríada de Bel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48
Baal Samin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
Allat y los dioses árabes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52
Santuarios y culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Dioses de Hatra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
Aportaciones del arte a la religión siria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54
Religión de Ebla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
Originalidad del panteón de Ebla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
El panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . S7
Características de la religión eblaíta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . S7
El panteón de Mari . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
Arquitectura religiosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
Aportaciones del arte a la religión Mari . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
El panteón nabateo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Dushara . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Diosas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62
Otros dioses nabateos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 62
El culto nabateo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
El panteón del sur de Arabia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63
Santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
El culto y el ritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 65
Magia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
Creencias sobre la ultratumba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
CAPÍTULO IV.-La religión hitita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
El panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
Mitos hititas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
Teogonía hurrita-hitita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 72
Templos y culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73
Ritos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
Adivinación y magia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
El monarca hitita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
La plegaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
La religión de los reinos neohititas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
La religión de Mitanni . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .• . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
La religión de Urartu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
CAPiTULO IV.-La religión de Israel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
La religión de los patriarcas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83
Culto y rituales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84
La religión de Moisés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
La salida de Egipto de los hebreos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
La estancia en el Sinaí y la alianza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86
Jahveh y El . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88
El monoteísmo y Moisés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Santuario. Sacrificio. Sábado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
Los santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
·· Los santuarios israelitas en época de los patriarcas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
La tienda del desierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 92
El arca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
Santuarios israelitas en Palestina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
El templo de Jerusalén . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
El culto centralizado en Jerusalén . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96
Santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 96
El sacerdocio israelita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Los levitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98
Los sacerdotes de Jerusalén y su jerarquía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 100

632
El sacerdocio después del destierro de Babilonia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
Los profetas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 102
Aspectos del culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
El altar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103
Los sacrificios israelitas. Sus clases . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 104
La oración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1OS
Ritos y fiestas sagradas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
Ritual funerario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106
Soberanía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106
Literatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107
Concepto de Dios en Israel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 108
Literatura apócrifa y apocalíptica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Las facciones. Los saduceos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Los esenios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
Los fariseos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Teología apocalíptica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Trascendencia divina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
La salvación de los gentiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Antropocentrismo y teocentrismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112
Angeología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112
Origen de la creencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112
Creación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112
Número de ángeles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112
Demonios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
()rigen del mal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Pesimismo y dualismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114
Reino de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 114
El Hijo del Hombre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
Viajes por el cielo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116
Seol . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . 116
La inmortalidad del alma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116
Pervivencia del pensamiento apocalíptico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 116
Qumrán y el cristianismo primitivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
CAPiTULO VI.-La religión cananea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
El panteón cananeo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
Imágenes de dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120
Mitos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120
Culto y sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123
La religión de Ugarit . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124
El panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124
Santuarios .................................. · . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 126
Ritual de los sacrificios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
La liturgia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129
Liturgia funeraria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130
El culto funerario a los monarcas difuntos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
Realeza y mito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
Nombres divinos de los reyes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
La divinización del monarca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132
La entronización del nuevo rey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132
El culto palatino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132
Ritual a los dioses tutelares de palacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 132
Rituales regios de plenilunio y novilunio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
Procesiones regias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
Plegaria y oráculos regios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
Rituales regios de oráculo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
Magia y adivinación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133
La religión fenicia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134

633
Dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134
Imágenes de dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137
Nombres teóforos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138
Teogonía y cosmogonía fenicias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Los santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139
Sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142
Sacrificios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143
Amuletos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
La adivinación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145
Creencias y ritos fúnebres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 146
Máscaras fúnebres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14 7
CAPíTULO VII.-La religión del Irán antiguo ............................... 148
La religión anterior a Zaratustra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 148
El panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 148
Cosmogonía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
Mitos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150
Antropología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
La comunidad religiosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 152
El sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 152
El culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
La vida de ultratumba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
Las fiestas del Año Nuevo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 154
Zaratustra. Vida y doctrina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 156
Fuentes y familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 156
Enemigos y seguidores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 156
La religión de Zaratustra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157
La comunidad religiosa de Zaratustra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158
La leyenda de Zaratustra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159
Escatología de Zaratustra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159
Culto y sincretismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
La religión de los medos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16 1
Los magos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
Ritual funerario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162
El sacrificio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162
El panteón medo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
La religión persa antigua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
El panteón persa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
Culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165
Santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167
Ritual funerario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168
Política religiosa de los monarcas aqueménidas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 168
El zervanismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
La religión de los pueblos del norte de Irán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170
Mitología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170
El panteón escita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
El culto y santuario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171
Es~a.t?logía ..................................................... 172
La rehg~on parta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
El sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
El culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
Santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 174
Hatra, ciudad santa de los partos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175
Rituales funerarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 176
Literatura religiosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 176
Escatología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 176
El redentor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177
El zervanismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177

634
La realeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 178
La religión bajo los Sasánidas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
Política religiosa de la monarquía sasánida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 179
El avesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 180
Sacerdocio, liturgia y santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181
La iglesia estatal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
El zervanismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
Manteísmo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 184
El maniqueísmo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 184
La ideología real ...............................................· . . 186
Influencia de la religión irania . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187
La religión de los sogdianos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
El panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Sacerdocio, culto y santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Escatología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 190
La religión de los saces y otros pueblos del este de Irán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 190
El panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 190
Imágenes de dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
Lugares sagrados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
Ritos funerarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191
La realeza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192
La religión de Armenia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192
La religión de la Georgia antigua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 3
Época arcaica l. Los Visaps . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Santuarios y rituales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194
El mito de Prometeo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194
La religión de los osetas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194
El pameón oseta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195
La mitología oseta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195
CAPiTULO VIII.-La religión egipcia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
Los dioses egipcios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
Teogonías, cosmogonías y teología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 199
Los templos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 202
El ritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 204
La soberanía regia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 206
Vida de ultratumba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207
SEGUNDA PARTE:
GRECIA
CAPiTULO PRIMERO.-Religiones egeas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215
La religión minoica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219
El panteón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 219
Los símbolos sacros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 222
Elementos del culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223
Santuarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 225
La religión micénica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227
El panteón micénico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 228
La organización del culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231
Los santuarios y el sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233
CAPÍTULO Il.-El panteón griego clásico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235
El origen de los dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 238
Los dioses olímpicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241
Zeus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241
Hera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 242

635
Poseidón ...................................................... . 243
Atenea ........................................................ . 244
Apolo ......................................................... . 246
Deméter ....................................................... . 248
Artemis ....................................................... . 249
Mrodita ....................................................... . 250
Hermes ....................................................... . 252
Ares .................................... · · .... · · · · · · · · · · · · · · · · · 253
Hefesto ........................................................ . 254
Dionysos ...................................................... . 255
Las divinidades menores ............................................ . 256
Los héroes ........................................................ . 260
Capítulo III.-La organización del culto .................................. . 266
El santuario ....................................................... . 266
El sacerdocio ...................................................... . 269
Aspectos del culto .................................................. . 271
El sacrificio .................................................... . 271
La ofrenda ..................................................... . 275
La libación .................................................... . 276
La ple~ria :: ................................................... . 278
La punficacmn ................................................. . 279
El culto funerario .................................................. . 281
La adivinación .................................................... . 285
Adivinación inductiva ........................................... . 286
Los oráculos ................................................... . 289
CAPÍTULO IV.-La religión y la ciudad ................................... . 297
La religión en el origen de la «pólis» .................................. . 297
La religiosidad ciudadana ............................................ . 302
La fiesta .......................................................... . 307
Más allá de la ciudad ............................................... . 315
Delfos ........................................................ . 315
Otras manifestaciones panhelénicas 320
CAPÍTULO V.-Los movimientos místicos ................................. . 322
La crisis de la religiosidad ciudadana .................................. . 322
Características generales de los cultos mistéricos ......................... . 326
Los misterios de Eleusis ............................................. . 328
Otros misterios griegos .............................................. . 335
El dionisismo ..................................................... . 339
El orfismo ........................................................ . 344
CAPÍTULO VI.-La religión helenística .................................... . 348
Introducción ...................................................... . 348
Los dioses griegos .................................................. . 349
Continuidad y transformación ..................................... . 349
Dionysos y los misterios dionisiacos ................................ . 353
Asclepio: Cos ................................................... . 355
Tyché ......................................................... . 356
La devoción privada: Pan ........................................ . 359
Divinidades y templos indígenas ...................................... . 360
Los dioses ..................................................... . 360
Cibeles y Attis ............................................... . 360
Atargatis ................................................... . 361
lsis-Osiris-Serapis ............................................ . 363
Los templos .................................................... . 365
El culto real ...................................................... . 367
La muerte y el Más Allá ......................................... . 370

636
La adivinación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371
Los oráculos de Apolo: Delfos, Dodona, Didyma y Claros . . . . . . . . . . . . . . 371
Delfos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 372
Dodona . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 373
Didyma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 374
Claros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 375
Otros oráculos: Zeus-Amón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 376
Las sibilas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 378
La astrología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 380
La magia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 384
La exégesis filosófica de la religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 387
TERCERA PARTE:
ROMA
CAPÍTULO P~IME~o ..-:-La religión romana arcaica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 395
Evolucmn h1stonca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 396
Las fases primitivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 398
La Roma arcaica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 403
Los sacerdocios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 414
Pontífices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 415
Augures . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 417
Flamines . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 418
Fetiales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 420
Vestales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 421
Salii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 423
Las Sodalitates. Los Fratres arvales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 424
El calendario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 426
Los ciclos agrarios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 428
Las festividades matronales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 433
El ciclo de la guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 435
CAPÍTULO II.-La religión romana durante la República . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 438
Evolución de la religión romana durante la República: Las influencias externas 438
La religión y el dualismo patricio-plebeyo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 438
Progresión de la influencia griega . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 445
El impacto de la segunda guerra púnica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 449
Crítica y racionalismo: el siglo 11 a.C. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 453
Religión y política: el siglo 1 a.C. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 457
Culto y ritual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 461
La plegaria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 461
El sacrificio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 466
El espacio sagrado: El templo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 70
Terminología y característica generales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 70
Principales templos de Roma y el Lacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 73
El personal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 476
Funciones de los templos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 77
a) Religiosos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 477
b) Económicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 477
e) Políticos, sociales y culturales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 481
El tiempo sagrado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 482
La comunicación con los dioses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 486
El prodigio y su expiación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 494
a) Causas de la aparición de prodigios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 494
b) El prodigio: tipos y evolución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 494
e) La expiación del prodigio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 495
Adivinación y política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 503
Ejército y religión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 504
La drvotio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50 7

637
La evocatio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 508
El culto privado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 511
Los dioses: Lares y Penates . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 511
El nacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 512
La solmmitas togae purae y el matrimonio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 513
Festividades familiares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 518
La muerte y el Más Allá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 519
El Funus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 519
Las denicalts .ftriae . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 22
La sepultura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 522
Juegos fúnebres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 525
Los insepulti y el suicidio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 526
La ideología funeraria: el Más Allá . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 527
Fiestas en recuerdo de los muertos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 529
La magia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 531
Prácticas mágicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 532
CAPÍTULO III.-La religión romana del Imperio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 537
La religión romana del Imperio: persistencia y renovación . . . . . . . . . . . . . . . . . 537
La política religiosa de Augusto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 537
Evolución de la religíón romana imperial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 543
La religión en las provincias: cultos locales y sincretismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 546
La religión en las provincias romanas: oriente y occidente . . . . . . . . . . . . . . 549
Los cultos locales y el problema de la inttrpretatio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 550
El culto imperial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 553
Introducción: La consecratio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 553
Los inicios del culto imperial: la dinastía julio-claudia . . . . . . . . . . . . . . . . . . 555
Evolución del culto imperial durante el Imperio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 558
La divinización de las emperatrices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 561
La organización del culto imperial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 563
El culto imperial en el paisaje urbano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 565
La crisis del régimen imperial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 567
La adivinación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 569
Los oráculos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 569
Roma y los santuarios oculares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 571
Los AskJepieia y la práctica de la incubatio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 577
Los adivinos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 580
La astrología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 583
Los emperadores y la astrología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 583
La persecución de los astrólogos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 586
La astrología popular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 589
La literatura astrológica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 590
Hechicería, magia y teúrgia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 591
La hechicería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 592
La magia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 592
La teúrgia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 596
Los cultos orientales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 597
Consideraciones preliminares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 597
Los cultos sirios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60 1
Isis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 603
Mitra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 606
Implantación y progresión del cristianismo durante el Imperio . . . . . . . . . . . . . . 608
La evolución del paganismo hacia el monoteísmo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 612
BIBLIOGRAFÍA . . • ••. •• •••. . •• •. . . •• •. . . . . . . . . . •• •. • • . . . . . . •• • • . • • • •. •. . . 617

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