Cuentos
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Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los
días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La
mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes
que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que
guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería.
Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo
sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se
vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero
con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana
siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble
sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un
diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina,
buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.
Cuando llegó la niña la invité a entrar al dormitorio donde estaba yo acostado, vestido
con la ropa de la abuelita. La niña llegó, sonrojada, y me dijo algo desagradable
acerca de mis grandes orejas. He sido insultado antes, así que traté de ser amable y le
dije que mis grandes orejas eran para oírla mejor. Ahora bien, me agradaba la niña y
traté de prestarle atención, pero ella hizo otra observación insultante acerca de mis
ojos saltones. Ustedes comprenderán que empecé a sentirme enojado. La niña tenía
bonita apariencia, pero empezaba a serme antipática.
Sin embargo, pensé que debía poner la otra mejilla y le dije que mis ojos me ayudaban
a verla mejor. Pero su siguiente insulto sí me encolerizó. Siempre he tenido problemas
con mis grandes y feos dientes y esa niña hizo un comentario realmente grosero. Sé
que debí haberme controlado, pero salté de la cama y le gruñí, enseñándole toda mi
dentadura y diciéndole que eran así de grandes para comerla mejor. Ahora, piensen
ustedes: ningún lobo puede comerse a una niña. Todo el mundo lo sabe. Pero esa
niña empezó a correr por toda la habitación gritando y yo corría detrás de ella tratando
de calmarla. Como tenía puesta la ropa de la abuelita y me molestaba para correr, me
la quité, pero fue mucho peor. La niña gritó aún más. De repente, la puerta se abrió y
apareció un leñador con un hacha enorme y afilada. Yo lo miré y comprendí que corría
peligro, así que salté por la ventana y escapé.