Evangelium Vitae Del Sumo Pontífice - Juan Pablo Ii, Está Encíclica
Evangelium Vitae Del Sumo Pontífice - Juan Pablo Ii, Está Encíclica
Evangelium Vitae Del Sumo Pontífice - Juan Pablo Ii, Está Encíclica
En la sociedad actual muchos individuos luchan Con la falta de amor propio y la dificultad para
aceptarse a sí mismos esto puede llevar a problemas de autoestima ansiedad depresión y
dificultades en las relaciones interpersonales por ello nuestro grupo ha decidido abordar esta
problemática para promover el valor y la auto aceptación de cada uno de nosotras
El documento para borrar esta problemática es "Fides et Ratio" de el papa Juan Pablo II está
encíclica se destaca la importancia de reconocer la dignidad humana la búsqueda de la verdad
y el desarrollo integral de la persona estos aspectos están estrechamente relacionados con el
tema del amor propio y la aceptación.
INTRODUCCIÓN
1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día
por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas
las épocas y culturas.
Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que
tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y «
eterna », que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado
gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida
» donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.
2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su
existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de
esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su
fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte
integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e
inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que
alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada
sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la
mujer. En verdad, esa no es realidad « última », sino « penúltima »; es realidad sagrada, que se
nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección
en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.
La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor1, tiene un eco profundo y
persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando
infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto
sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la
razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en
su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su
término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien
primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y
la misma comunidad política.
Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho,
conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios,
con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este
acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto
amó al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada
persona humana.
3. Cada persona, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne (cf. Jn 1,
14), es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza a la dignidad y a la
vida del hombre repercute en el corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la
encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio
de la vida por todo el mundo y a cada criatura (cf. Mc 16, 15).
Ya el Concilio Vaticano II, en una página de dramática actualidad, denunció con fuerza los
numerosos delitos y atentados contra la vida humana. A treinta años de distancia, haciendo
mías las palabras de la asamblea conciliar, una vez más y con idéntica firmeza los deploro en
nombre de la Iglesia entera, con la certeza de interpretar el sentimiento auténtico de cada
conciencia recta: « Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género,
los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la
integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales,
incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como
las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la
esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones
ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de
lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son
ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los
practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al
Creador ».5
4. Por desgracia, este alarmante panorama, en vez de disminuir, se va más bien agrandando.
Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas
formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y
consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un
aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves
preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la
vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden
no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de
practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras
sanitarias.
En la actualidad, todo esto provoca un cambio profundo en el modo de entender la vida y las
relaciones entre los hombres. El hecho de que las legislaciones de muchos países, alejándose
tal vez de los mismos principios fundamentales de sus Constituciones, hayan consentido no
penar o incluso reconocer la plena legitimidad de estas prácticas contra la vida es, al mismo
tiempo, un síntoma preocupante y causa no marginal de un grave deterioro moral. Opciones,
antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido moral,
llegan a ser poco a poco socialmente respetables. La misma medicina, que por su vocación está
ordenada a la defensa y cuidado de la vida humana, se presta cada vez más en algunos de sus
sectores a realizar estos actos contra la persona, deformando así su rostro, contradiciéndose a
sí misma y degradando la dignidad de quienes la ejercen. En este contexto cultural y legal,
incluso los graves problemas demográficos, sociales y familiares, que pesan sobre numerosos
pueblos del mundo y exigen una atención responsable y activa por parte de las comunidades
nacionales y de las internacionales, se encuentran expuestos a soluciones falsas e ilusorias, en
contraste con la verdad y el bien de las personas y de las naciones.
Acogiendo esta petición, escribí en Pentecostés de 1991 una carta personal a cada Hermano
en el Episcopado para que, en el espíritu de colegialidad episcopal, me ofreciera su
colaboración para redactar un documento al respecto. 6 Estoy profundamente agradecido a
todos los Obispos que contestaron, enviándome valiosas informaciones, sugerencias y
propuestas. Ellos testimoniaron así su unánime y convencida participación en la misión
doctrinal y pastoral de la Iglesia sobre el Evangelio de la vida.
La presente Encíclica, fruto de la colaboración del Episcopado de todos los Países del mundo,
quiere ser pues una confirmación precisa y firme del valor de la vida humana y de su carácter
inviolable, y, al mismo tiempo, una acuciante llamada a todos y a cada uno, en nombre de
Dios: ¡respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este
camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!
¡Que estas palabras lleguen a todos los hijos e hijas de la Iglesia! ¡Que lleguen a todas las
personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y mujer y por el destino
de toda la sociedad!
6. En comunión profunda con cada uno de los hermanos y hermanas en la fe, y animado por
una amistad sincera hacia todos, quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida,
esplendor de la verdad que ilumina las conciencias, luz diáfana que sana la mirada oscurecida,
fuente inagotable de constancia y valor para afrontar los desafíos siempre nuevos que
encontramos en nuestro camino.
cualquier región de la tierra »,8 miro con confianza renovada a todas las comunidades
domésticas, y deseo que resurja o se refuerce a cada nivel el compromiso de todos por
sostener la familia, para que también hoy —aun en medio de numerosas dificultades y de
graves amenazas— ella se mantenga siempre, según el designio de Dios, como « santuario de
la vida ».9
A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante
invitación para que, juntos, podamos ofrecer a este mundo nuestro nuevos signos de
esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva
cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del
amor.