El Credo Comentado Por Santo Tomas de Aquino

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SANTO TOMÁS DE AQUINO

EL CREDO

Traducción de
SALVADOR ABASCAL

2
NOTA DEL TRADUCTOR

Este Credo es el Símbolo de los Apóstoles y su explicitación, o sea,


el Símbolo de Nicea-Constantinopla, que compusieron los Padres de la
Iglesia en lucha contra las herejías de aquellos tiempos, tan aciagos como
los actuales, y quizá aún más que los actuales en materia de doctrina, pues
con el apoyo del poder imperial pudo el arrianismo arrastrar formalmente a
la mayoría de los obispos.
Es tal la campaña de la herejía progresista contra Santo Tomás de
Aquino y a favor de su antípoda, el hereje Pierre Teilhard de Chardin, que
conviene recordar por qué ha sido y seguirá siendo el aquinatense el prín-
cipe de los doctores de la Iglesia.
A los pocos años de muerto Santo Tomás, Roma defiende su doctrina
contra el Obispo de París, Esteban Tempier, y la Orden Dominicana hace
enmudecer a Roberto Kilwardby, dominico, Arzobispo de Canterbury, que
en Oxford había condenado algunas proposiciones del aquinatense.
Juan XXII canoniza a Santo Tomas el 18 de julio de 1323 y dice que
su doctrina es tan perfecta “que no se concibe sin un milagro especial del
cielo”.
San Ignacio de Loyola adopta a Santo Tomás, en filosofía y en teolo-
gía, “como a propio Doctor” para la Compañía de Jesús.
San Pío V le da a Santo Tomás de Aquino, en 1567, el título de Doc-
tor Angélico.
El principal doctor de consulta constante en el Concilio de Trento fue
el mismo Santo Tomás.
En la Encíclica Aeterni Patris, del 4 de agosto de 1879, León XIII re-
comienda al aquinatense sobre toda ponderación y lo declara “auxilio y
honor” de la Iglesia”. Y en 1880 lo nombra patrono universal de escuelas y
universidades católicas.
San Pío X, en su Motu proprio Sacrorum Antistitum, del I de sep-
tiembre de 1910, ordena “que se establezca la filosofía escolástica como

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fundamento de los estudios sagrados”, refiriéndose “singularmente a la que
dejó en herencia Santo Tomás de Aquino”.
Benedicto XV en el Código de Derecho Canónico establece que “Los
profesores han de exponer la filosofía racional y la teología e informar á
los alumnos en estas disciplinas ateniéndose por completo al método, a la
doctrina y a los principios del Doctor Angélico, y siguiéndolos con toda
fidelidad”. (Canon 1366, § 2).
Pío XI, en la encíclica Studiorum ducem, del 29 de ¡unió de 1923, pi-
de que los maestros de teología amen a Santo Tomás “intensamente” y “a
sus alumnos les comuniquen el mismo ardiente amor y los hagan aptos pa-
ra que ellos, a su vez, exciten en otros el mismo aprecio”.
Pío XII confirma el 24 de junio de 1939 las instrucciones de sus pre-
decesores acerca de Santo Tomás y en su famosa encíclica Humani Gene-
ris, del 12 de agosto de 1950, dice que “la Iglesia exige que sus futuros sa-
cerdotes sean instruidos en las disciplinas filosóficas según el método, la
doctrina y los principios del Doctor Angélico” y que “su doctrina suena al
unísono con la divina revelación y es eficacísima para asegurar los funda-
mentos de la fe y para recoger de modo útil y seguro los frutos del sano
progreso”.
Finalmente el calumniado Concilio Vaticano II —que no debe con-
fundirse con lo que allí, dijeron los progresistas— ordena que “para ilus-
trar de la forma más completa posible los misterios de la salvación, apren-
dan los alumnos a profundizar en ellos y a descubrir su conexión, por me-
dio de la especulación, bajo el magisterio de Santo Tomás...”. (Decreto
Optatam totius, núm. 16). Y el aún más calumniado Paulo VI, ampliando
el pensamiento de León XIII, sentencia así: “Santo Tomás no es un hom-
bre de la Edad Media ni de una nación particular: es el hombre de cada ho-
ra, siempre actual; trasciende el tiempo y el espacio, y no es menos válido
para toda la humanidad de nuestra época” (Analecta Fratrum Predicato-
rum, Enero-Marzo, 1964, vol. XXXVI).
El lector atento gozará intensamente con la lectura de esta magistral y
sencilla explicación del Credo, porque no hay nada que llene tanto nuestras
ilimitadas ansias de saber y el abismo de nuestros deseos como la divina
Revelación, contenida en los artículos de nuestra Fe.
Y poseyendo una Fe ilustrada y viva, nuestra voluntad, robustecida y
aun transformada por la Gracia, podrá salvarnos de los engañosos lazos

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que mundo, demonio y carne están multiplicando a nuestro paso como ja-
más lo habían logrado, pues no en balde se acercan los últimos tiempos.
Dios mismo permite esa prueba suprema y a la vez nos brinda todos
sus auxilios. Y el primero de sus divinos auxilios es la verdadera Fe.

SALVADOR ABASCAL
MÉXICO, 1972

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ÍNDICE

Prólogo ................................................................................................................ 7
Artículo 1 .......................................................................................................... 11
Creo en un sólo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra
........................................................................................................................... 11
Artículo 2 .......................................................................................................... 19
Y en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro .............................................. 19
Artículo 3 .......................................................................................................... 23
Que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María............. 23
Artículo 4 .......................................................................................................... 27
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y
sepultado ........................................................................................................... 27
Artículo 5 .......................................................................................................... 32
Descendió a los infiernos, y al tercer día resucito de entre los muertos..... 32
Artículo 6 .......................................................................................................... 39
Ascendió a los cielos, y se sentó a la diestra de Dios Padre omnipotente . 39
Artículo 7 .......................................................................................................... 42
Y de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos............................ 42
Artículo 8 .......................................................................................................... 46
Creo en el Espíritu Santo ................................................................................ 46
Artículo 9 .......................................................................................................... 49
En la Santa Iglesia Católica ............................................................................ 49
Artículo 10 ........................................................................................................ 53
La comunión de los santos, la remisión de los pecados............................... 53
Artículo 11 ........................................................................................................ 57
La resurrección de la carne ............................................................................. 57
Artículo 12 ........................................................................................................ 60
Y en la vida eterna. Amén............................................................................... 60

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Exposición del Símbolo de los Apóstoles o
del “Credo in Deum”
Prólogo

1. — Lo primero que le es necesario al cristiano es la fe, sin la cual


nadie se llama fiel cristiano. Pues bien, la fe produce 4 bienes.

2. — Primeramente por la fe se une el alma a Dios. En efecto, por la fe


el alma cristiana realiza una especie de matrimonio con Dios: “Te desposa-
ré conmigo en la Fe” (Oseas, 2, 20).
Por lo cual al ser bautizado el hombre, desde luego confiesa la fe, cuando
se le pregunta: “¿Crees en Dios?”, porque el bautismo es el primer sacra-
mento de la fe. Lo dice el Señor: “El que crea y sea bautizado será salvo”
(Mc 16, 16). Porque el bautismo sin la fe es inútil, por lo cual es de saberse
que nadie es acepto a Dios sin la fe: “Sin la fe es imposible agradar a
Dios” (Heb II, 6). Por esta razón San Agustín, comentando a Romanos 14,
23: “Todo lo que no proceda de la fe es pecado”, escribe: “Donde falta el
conocimiento de la eterna e inmutable verdad, falsa es la virtud aun con las
mejores costumbres”.

3. — El segundo bien es que por la fe comienza en nosotros la vida


eterna. Porque la vida eterna no es otra cosa que conocer a Dios, por lo
cual dice el Señor: “La vida eterna es que te conozcan a ti el solo Dios
verdadero” (Jn 17, 3). Pues bien, este conocimiento de Dios empieza aquí
por la fe, para perfeccionarse en la vida futura, en la cual lo conoceremos
tal cual es. Por lo cual se dice en Hebreos II, I: “La fe es la substancia de
las realidades que se esperan”. Así es que nadie puede alcanzar la biena-
venturanza, que es el verdadero conocimiento de Dios, si primero no lo
conoce por la fe: “Bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Juan 20,
29).

4. — El tercer bien es que la fe dirige la vida presente. En efecto, para


vivir bien es menester que el hombre sepa qué cosas son necesarias para
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bien vivir, y si tuviera que aprender por el estudio todas las cosas necesa-
rias para bien vivir, o no podría alcanzar tal cosa, o la alcanzaría después
de mucho tiempo. En cambio la fe enseña todo lo necesario para vivir sa-
biamente. En efecto, ella nos enseña la existencia del Dios único, que re-
compensa a los buenos y castiga a los malos, y que hay otra vida y otras
cosas semejantes, que nos incitan suficientemente a hacer el bien y a evitar
el mal: “Mi Justo vive de la fe” (Habac 2, 4). Lo cual es manifiesto, porque
ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos
los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vi-
da eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita
mediante la fe. Por lo cual Isaías dice: “Colmada está la tierra con la cien-
cia del Señor” (Is II, 9).

5. — El cuarto bien es que por la fe vencemos las tentaciones: “Por la


fe los santos vencieron reinos” (Hebr 11, 33). Y esto es patente, porque toda
tentación viene o del diablo, o del mundo, o de la carne. En efecto, el dia-
blo tienta para que no obedezcas a Dios ni te sujetes a El. Y esto lo recha-
zamos por la fe. Porque por la fe sabemos que El es el Señor de todas las
cosas, y por lo tanto que se le debe obedecer: “Vuestro adversario el diablo
ronda buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe” (1 Pe 5, 8).
El mundo, por su parte, tienta o seduciendo con lo próspero o aterrándonos
con lo adverso. Pero todo lo vencemos por la fe, que nos hace creer en otra
vida mejor que ésta, y así despreciamos las cosas prósperas de este mundo
y no tememos las adversas: “La victoria que vence al mundo es nuestra fe”
(1 Jn 5, 4), y a la vez nos enseña a creer que hay males mayores, los del in-
fierno.
La carne, en fin, nos tienta induciéndonos a las delectaciones momentá-
neas de la vida presente. Pero la fe nos muestra que por ellas, si indebida-
mente las consentimos, perdemos las delectaciones eternas:: “Embrazad
siempre el escudo de la fe” (Ef 6, 16).
Con todo esto queda patente que es grandemente útil tener fe.

6. — Pero puede alguno decir: es una tontería creer en lo que no se ve;


así es que no se puede creer en lo que no vemos.

7. —Respondo. En primer lugar, la imperfección de nuestro entendi-


miento resuelve esta dificultad: porque si el hombre pudiese perfectamente
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conocer por sí mismo todas las realidades visibles e invisibles, necio sería
creer en lo que no vemos. Pero nuestro conocimiento es tan débil que
ningún filósofo pudo jamás descubrir a la perfección la naturaleza de un
solo insecto. En efecto, leemos que un filósofo vivió treinta años en sole-
dad para conocer la naturaleza de la abeja. Por lo tanto, si nuestro enten-
dimiento es tan débil, ¿acaso no es insensato no creerle a Dios sino lo que
el hombre puede conocer por sí mismo? Por lo cual sobre esto se dice en
Job: “¡Qué grande es Dios, y cuánto excede nuestra ciencia!” (Job 36, 26).

8. — En segundo lugar se puede responder que si un maestro enseñase


algo de su ciencia y cualquier ignorante dijese que eso no es tal como el
maestro lo afirma por no entenderlo él, por gran necio tendríamos a ese ig-
norante. Pues bien, es un hecho que el entendimiento de los ángeles excede
al entendimiento del mejor filósofo más que el entendimiento de éste al del
iletrado. Por lo cual necio es el filósofo si no quiere creer lo que dicen los
ángeles, y con mayor razón si no quiere creer lo que Dios enseña. Sobre
esto se dice en Eclesiastés: “Muchas cosas que sobrepujan la humana
inteligencia se te han enseñado” (Eccli 3, 25).

9. — En tercer lugar se puede responder que si el hombre no quisiera


creer sino lo que conoce, ciertamente no podría vivir en este mundo.
En efecto, ¿cómo se podría vivir sin creerle a nadie? ¿Cómo creer ni si-
quiera que tal persona es su padre? Por lo cual es necesario que el hombre
le crea a alguien sobre las cosas que él no puede conocer perfectamente
por sí mismo. Pero a nadie hay que creerle como a Dios, de modo que
aquellos que no creen las enseñanzas de la fe, no son sabios sino necios y
soberbios, como dice el Apóstol: “Soberbio es, y no sabe nada” (1 Tim, 6,
4). Por lo cual dice San Pablo: “Yo sé bien en quién creí y estoy cierto” (2
Tim 1, 12).

10. — Se puede todavía responder que Dios prueba la verdad de las


enseñanzas de la fe. En efecto, si un rey enviase cartas selladas con su se-
llo, nadie osaría decir que esas cartas no proceden de la voluntad del rey.
Pues bien, consta que todo aquello que los santos creyeron y nos transmi-
tieron acerca de la fe de Cristo marcadas están con el sello de Dios: ese se-
llo lo muestran aquellas obras que ninguna pura criatura puede hacer: son
los milagros con los que Cristo confirmó las enseñanzas de los Apóstoles
y de los santos.
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11. — Si me dices que nadie ha visto hacer un milagro, respondo: consta
que todo el mundo adoraba los ídolos y perseguía a la fe de Cristo, como
lo atestiguan aun las historias de los paganos; y sin embargo todos se han
convertido a Cristo: sabios y nobles, y ricos y poderosos y los grandes,
por la predicación de unos cuantos pobres y simples que predicaron a
Cristo. Y esto ha sido obrado o milagrosamente, o no. Si milagrosamente,
ya está la demostración. Si no, yo digo que no puede haber mayor milagro
que la conversión del mundo entero sin milagros. No hay para qué investi-
gar más.

12. —Así es que nadie debe dudar de la fe, sino creer en lo que es de fe
más que en las cosas que ve; porque la vista del hombre puede engañarse,
mientras que la ciencia de Dios es siempre infalible.

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ARTÍCULO 1

Creo en un sólo Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y


de la tierra

13. — Entre todas las cosas que los fieles deben creer, lo primero
es que existe un solo Dios. Pues bien, debemos considerar qué significa
esta palabra: “Dios”, que no es otra cosa que Aquel que gobierna y provee
al bien de todas las cosas. Así es que cree que Dios existe aquel que cree
que El gobierna todas las cosas de este mundo y provee a su bien.
Al contrario, el que crea que todas las cosas ocurren al acaso no cree
en la existencia de Dios. Sin embargo, nadie hay tan insensato que no crea
que las cosas de la naturaleza son gobernadas, están sometidas a una pro-
videncia y ordenadas, de modo que ocurren conforme a cierto orden y a su
tiempo. En efecto, vemos que el sol y la luna y las estrellas y todos los
otros seres de la naturaleza guardan un curso determinado, lo cual no ocu-
rriría si fuesen efecto del azar. En consecuencia, si hubiere alguien que no
creyese en la existencia de Dios, sería un insensato: “Dijo el necio en su
corazón: no hay Dios” (Salmo 13, I).
14. — Sin embargo, hay algunos que creen que Dios gobierna y
dispone las realidades naturales, pero no creen que Dios sea providente
respecto de los actos humanos, así que no creen que los actos humanos es-
tén gobernados por Dios. Y la razón de ello es que ven que en este mundo
los buenos son afligidos y los malos prosperan, por lo cual parece que no
hay una providencia divina respecto a los hombres, por lo cual hablando
por ellos dice Job: “Dios se pasea por los caminos del cielo y se desintere-
sa de nuestros asuntos” (22, 14).
Pero esto es demasiado estúpido. Pues a éstos les ocurre como si al-
gún ignorante en medicina viere al médico recetar a un enfermo agua, a
otro vino, conforme lo piden las reglas de la medicina, y creyere que eso lo
hace al acaso, por su ignorancia de esas reglas, siendo que por un justo
motivo lo hace, o sea, el darle a uno vino, y al otro agua.

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15. — Lo mismo debemos decir de Dios. Pues por justo motivo y
por su providencia Dios dispone las cosas que les son necesarias a los
hombres, por lo cual a algunos buenos los aflige y a algunos malos los deja
en prosperidad. Así es que quien crea que esto ocurre por azar es un insen-
sato y se le tiene por tal, porque esto no proviene sino de que ignora la sa-
biduría y las razones del gobierno divino: “Ojalá que Dios te revelara los
arcanos de su sabiduría y la multiplicidad de sus designios” (Job 11,6). Por
lo cual es de creer firmemente que Dios gobierna y dispone no sólo las
realidades naturales sino también los actos humanos: “Y dicen: ‘No lo verá
el Señor, no se da cuenta el Dios de Jacob’. Comprended, estúpidos del
pueblo; insensatos ¿cuándo vais a ser cuerdos? El que plantó la oreja ¿no
oirá? El que formó los ojos ¿no va a ver?... El Señor conoce los pensa-
mientos de los hombres” (Salmo 93, 7-10).
Dios ve, pues, todas las cosas, y los pensamientos y los secretos de la
voluntad. De aquí que se les imponga especialmente a los hombres la ne-
cesidad de obrar bien, porque todo lo que piensan y hacen manifiesto está
a la mirada divina. El Apóstol dice en la carta a los Hebreos: “Todo está
desnudo y patente a sus ojos” (4, 13).
16. — Pues bien, debemos creer que este Dios que todo lo dispone
y gobierna es un Dios único. La razón es que la disposición de las cosas
humanas está bien ordenada cuando la multitud se halla regida y gober-
nada por uno solo. En efecto, una multitud de jefes provoca generalmente
disensiones entre los subordinados. Y como el gobierno divino es superior
al gobierno humano, es evidente que el mundo no está regido por muchos
dioses sino por uno solo.
17. — Sin embargo, hay cuatro razones por las que los hombres
son inducidos a tener muchos dioses.
La primera es la flaqueza (1) del entendimiento humano. Porque
hombres de flaco entendimiento, incapaces de elevarse por encima de los
seres corporales, no creyeron que hubiese algo más allá de la naturaleza de
los cuerpos sensibles, y en consecuencia, entre los cuerpos tuvieron por
preeminentes y gobernantes del mundo a los que les parecieron más bellos
y dignos de todos, y les atribuían y consagraban un culto divino: y de éstos
son los cuerpos celestes, a saber el sol, la luna y las estrellas. Pero a éstos

1 Literalmente imbecillitas: imbecilidad, flaqueza, debilidad del entendimiento.


(S.A.).
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les ocurrió lo que a uno que fue a la corte de un rey: queriendo ver al rey,
se imaginaba que cualquiera bien vestido o cualquier funcionario era el
rey. De estas gentes dice el libro de la Sabiduría: “Al sol y la luna y la
«bóveda estrellada los consideraron como dioses que rigen el mundo” (13,
2). E Isaías dice: “Alzad a los cielos vuestros ojos, y contemplad abajo la
tierra, pues los cielos como humareda se disiparán, la tierra como un vesti-
do se gastará, y sus moradores perecerán igualmente: pero mi salvación
por siempre será, y mi justicia no tendrá fin” (Is 51, 6).
18. — En segundo lugar proviene de la adulación de los hombres.
En efecto, algunos, queriendo adular a los poderosos y a los reyes, a ellos
les tributaron el honor debido a Dios, obedeciéndolos y sujetándoseles; y
por eso a algunos ya muertos los hicieron dioses, y a otros aun en vida los
declararon dioses: “Sepan todas las naciones que Nabucodonosor es el dios
de la tierra y que no hay otro fuera de él” (Judit 5, 29).
19. — La tercera causa proviene del afecto carnal a hijos y consan-
guíneos. En efecto, algunos, por el excesivo amor a los suyos, les hacían
estatuas después de muertos, y de esto se siguió que a esas estatuas les rin-
dieran culto divino. De éstos dice la Sabiduría: “O por afecto o por servi-
lismo con los reyes, los hombres impusieron a piedras y maderos el nom-
bre incomunicable” (Sab 14, 21).
20. —En cuarto lugar por la malicia del diablo. Pues éste desde el
principio quiso igualarse a Dios, por lo cual dijo Isaías: “Pondré mi sede
hacia el Aquilón, escalaré los cielos y seré semejante al Altísimo” (14, 13).
Y tal decisión nunca la ha revocado, por lo cual todo su esfuerzo consiste
en hacerse adorar por los hombres y en que le ofrezcan sacrificios: no es
que se deleite en un perro o en un gato que le sean ofrecidos, sino que se
deleita en que a él se le rinda reverencia como a Dios, por lo cual dijo al
mismo Cristo: “Todo esto te daré sí postrándote me adoras” (Mt 4, 9). Por
esta misma razón entraban los demonios en los ídolos y daban las respues-
tas para ser venerados como dioses: “Todos los dioses de las naciones son
demonios” (Salmo 95, 5). Y el Apóstol dice: “¡Pero si lo que inmolan los
gentiles, lo inmolan a los demonios, y no a Dios!” (1 Cor 10, 20).
21. — Verdaderamente son horribles estas cosas, y sin embargo
son muchos los que con frecuencia incurren en estas cuatro causas. Y cier-
tamente, si no de palabra o con la boca, con sus hechos demuestran que
creen en muchos dioses.

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En efecto, aquellos que creen que los cuerpos celestes pueden cons-
treñir la voluntad del hombre y que para obrar escogen tiempos determina-
dos, consideran a los cuerpos celestes como dioses y que dominan a los
otros seres, y hacen predicciones: “De los signos celestes no os espantéis
como los temen los gentiles, porque las costumbres de las naciones son
vanas” (Jer 10, 2).
Asimismo, todos aquellos que obedecen a los reyes más que a Dios o
en aquellas cosas en que no deben obedecer, los constituyen dioses suyos.:
“Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 29).
Asimismo aquellos que aman a sus hijos o a sus parientes más que a
Dios, con sus obras manifiestan que para ellos hay muchos dioses. Así
como los que aman la comida más que a Dios. De éstos dice el Apóstol:
“Su dios es su vientre” (Fil 3, 19).
También todos aquellos que se entregan a la adivinación y a los sorti-
legios creen que los demonios son dioses, puesto que piden a los demonios
lo que sólo Dios puede dar, a saber, la revelación de alguna cosa oculta o
el conocimiento de las cosas futuras.
En consecuencia, lo primero que se debe creer es que Dios es tan sólo
uno.
22. — Como ya lo dijimos, lo que primeramente debemos creer es
que hay un solo Dios; en segundo lugar, que este Dios es el creador que ha
hecho el cielo y la tierra, las cosas visibles y las invisibles.
Y dejando a un lado por el momento razonamientos sutiles, con un
ejemplo sencillo demostremos nuestra proposición: todas las cosas han si-
do creadas y hechas por Dios.
Es claro que si alguien entra a una casa, y al penetrar en ella siente
calor, y conforme va avanzando siente mayor calor, y más y más, pensará
que hay fuego adentro, aun cuando no vea el fuego que produce dicho ca-
lor: esto mismo le ocurre al que considera las cosas de este mundo. Porque
encuentra que todas las cosas están dispuestas según diversos grados de
belleza y de nobleza, y cuanto más se acercan a Dios, más bellas y mejores
las halla. He aquí por qué los cuerpos celestes son más bellos y nobles que
los cuerpos inferiores, y las cosas invisibles más que las visibles. Por lo
cual debemos creer que todas estas realidades vienen del Dios uno, que da
a cada cosa su existencia y su excelencia: “Vanos son todos los hombres
que ignoraron a Dios y no fueron capaces de conocer por los bienes visi-
bles a Aquel que es, ni, atendiendo a las obras, reconocieron al Artífice”
14
(Sab 13, 1); “pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se puede, por
analogía, contemplar a su Creador” (Sab 12, 5).
Así es que como cosa cierta debemos tener que todas las cosas que
existen en el mundo, de Dios vienen.
23. — Sin embargo, en esta materia debemos evitar tres errores.
El primer error es el de los Maniqueos, que dicen que todas las cosas
visibles han sido creadas por el diablo, y por lo mismo a Dios no le atribu-
yen sino la creación de las cosas invisibles. Y la causa de este error es que
afirman, conforme a la verdad, que Dios es el sumo bien y que todas las
cosas que provienen del Bien son buenas; pero no sabiendo discernir qué
cosa sea mala y qué cosa sea buena, creyeron que todas aquellas cosas que
de cierta manera son malas son pura y simplemente malas; y así, según
ellos, el fuego, porque quema, es totalmente malo; y lo es el agua, porque
ahoga, y así por el estilo. En consecuencia, por no ser enteramente buena
ninguna de las realidades sensibles, sino en cierto modo malas y deficien-
tes, dijeron que todas las realidades visibles no son hechas por el Dios
bueno, sino por el dios malo.
Contra ellos propone San Agustín el siguiente ejemplo. Si alguien en-
tra a la casa de un artesano y allí encuentra instrumentos con los que tro-
pieza, y que lo hieren, y por ello juzgare que dicho artesano es malo, por
tener esos instrumentos, sería un estulto, pues el artesano los tiene para su
trabajo. Asimismo es estulto decir que las criaturas son malas por ser noci-
vas en algo, pues lo que es nocivo para el uno es útil para el otro.
Este error es contrario a la fe de la Iglesia, y para descartarlo se dice:
“De todas las cosas visibles e invisibles”: “En el principio creó Dios el cie-
lo y la tierra” (Gen 1,1). “Todas las cosas son hechas por El” (Jn I, 3).
24. — El segundo error es de los que afirman que el mundo es
eterno, según este modo de hablar que Pedro consigna: “Desde que murie-
ron los padres (2), todo sigue como al principio de la criatura” (2 Ped 3, 4).
Estos son inducidos a tal postura porque no supieron considerar el
principio del mundo. Por lo cual, como dice Maimónides, a éstos les pasa
lo que a un niño que desde su nacimiento fuese puesto en una isla, y que
nunca viese a una mujer encinta ni nacer a un niño: si a este niño se le dije-
ra, siendo ya grande, cómo es concebido el hombre y llevado en el seno y
cómo nace, no creería nada de lo que se le dijera, porque le parecería im-

2 La primera generación cristiana.


15
posible que el hombre pudiese existir en el seno materno. De la misma
manera, estos hombres, considerando el estado del mundo presente, no
creen que haya tenido comienzo.
También esto es contra la fe de la Iglesia, por lo cual para descartarlo
se dice: “Creador del cielo y de la tierra”. Y si fueron hechos es claro que
no siempre existieron, por lo cual se dice en el Salmo: “Dios mandó y ellas
fueron creadas” (148, 5). Dixit et facta sunt.
25. — El tercer error es de los que afirman que Dios hizo el mundo
de una materia preexistente. Y a esto fueron llevados porque quisieron
medir el poder de Dios conforme a nuestra capacidad, y como el hombre
nada puede hacer sino de alguna materia preexistente, creyeron que tam-
bién así es Dios, por lo cual dijeron que para la producción de los seres
contó El con una materia preexistente.
Pero esto no es la verdad. En efecto, nada puede hacer el hombre sin
una materia preexistente, porque él es una causa parcial y no puede dar
sino tal o cual forma a una materia determinada, por algún otro pro-
porcionada. Y la razón es que su poder no abarca sino la forma, y en con-
secuencia no puede ser causa sino de ella sola. Dios, en cambio, es la cau-
sa universal de todas las cosas, y no crea sólo la forma sino también la ma-
teria; así es que de la nada lo hizo todo. Por lo cual para descartar este
error se dice: “Creador del cielo y de la tierra”.
Así es que crear y hacer difieren en que crear es hacer algo de la na-
da, y hacer es producir algo de cierta cosa. Por lo tanto, si de la nada creó
Dios, debemos creer que podría crear todas las cosas de nuevo si fuesen
destruidas: así es que puede darle la vista a un ciego, resucitar a un muerto,
y hacer las demás obras milagrosas: “Con sólo quererlo lo puedes todo”
(Sab 12, 18).
26. — Por la consideración de esta doctrina el hombre es llevado a
cinco consecuencias.
Primeramente al conocimiento de la divina Majestad. Porque el arte-
sano es superior a sus obras, y como Dios es el creador de todas las cosas,
es evidente que está por encima de todas las cosas: “Si seducidos por su
belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor de to-
dos ellos; y si fue su poder y eficiencia lo que les dejó sobrecogidos, de-
duzcan de ahí cuánto más poderoso es Aquel que los hizo” (Sab 13, 3-4).
Por lo cual cuanto podamos entender y pensar es inferior a Dios mismo:
“¡Qué grande es Dios! Excede nuestra ciencia” (Job 36, 26).
16
27. — En segundo lugar, esto lleva al hombre a la acción de gra-
cias. Porque si Dios es el creador de todas las cosas, resulta evidente que
cuanto somos y tenemos, de Dios procede. Dice San Pablo en I Cor: “¿Qué
cosa tienes que no la hayas recibido?” (4, 7). “Del Señor es la tierra y cuan-
to hay en ella, el orbe de la tierra y cuantos en él habitan” (Salmo 23, 1). Y
por lo mismo debemos rendirle acciones de gracias: “¿Qué podré yo darle
al Señor por todo lo que El me ha dado?” (Salmo 115, 12).
28. — En tercer lugar es llevado a la paciencia en las adversidades.
En efecto, si toda criatura viene de Dios, y por esto mismo es buena según
su naturaleza, empero, si en algo nos daría una de ellas y nos produce un
sufrimiento, debemos creer que éste viene de Dios; mas no el pecado, por-
que ningún mal viene de Dios sino en cuanto está ordenado al bien. Por lo
cual, como cualquier pena que el hombre sufra viene de Dios, pa-
cientemente debe soportarlas. En efecto, las penas purgan los pecados,
humillan a los culpables, inducen a los buenos a amar a Dios. Job 2, 10:
“Si los bienes los hemos recibido de la mano de Dios, ¿por qué no hemos
de aceptar igualmente los males?”.
29. — En cuarto lugar somos llevados a usar rectamente de las co-
sas creadas: en efecto, de las criaturas debemos usar para aquello para lo
que fueron creadas por Dios. Ahora bien, fueron hechas con un doble obje-
to: para la gloria de Dios, porque “el Señor ha hecho todas las cosas en
atención a El mismo” (Prov 16, 4), esto es, para su gloria y para nuestro pro-
vecho: “El Señor tu Dios las hizo para el provecho de todas las gentes”
(Deut 4, 19). Por lo tanto, debemos usar de las cosas para la gloria de Dios,
o sea, para que al usarlas agrademos a Dios; y para nuestro provecho, o
sea, de modo que al usarlas no cometamos pecado: “Tuyas son todas las
cosas y te damos lo que de tu mano hemos recibido” (1 Paralip 29, 14). Así
es que cuanto tengas, o ciencia, o belleza, todo debes referirlo y usarlo pa-
ra la gloria de Dios.
30. — Todo ello nos lleva, en quinto lugar, al conocimiento de la
dignidad humana. En efecto, Dios todo lo hizo para el hombre, según se
dice en el Salmo: “Todo lo pusiste bajo sus pies” (8, 8). Y entre todas las
criaturas, el hombre es, después de los ángeles, la más semejante a Dios,
por lo cual dice el Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y seme-
janza” (1, 26). Y esto no lo dijo ni del cielo ni de las estrellas, sino del
hombre. Pero no en cuanto al cuerpo, sino en cuanto al alma, que goza de
una voluntad libre y que es incorruptible, que es en lo que se asemeja a

17
Dios más que las otras criaturas. Por lo tanto, hemos de considerar que
después de los ángeles el hombre tiene mayor dignidad que las demás cria-
turas y de ninguna manera disminuir nuestra dignidad por el pecado y por
el desordenado apetito de las cosas corporales, que son inferiores a noso-
tros y fueron hechas para nuestro servicio, sino que debemos portarnos tal
como Dios nos hizo.
Pues bien, Dios hizo al hombre para que domine todas las cosas que
existen en la tierra y para que se sujete a Dios. Por lo tanto, debemos do-
minar y someter las cosas; pero sujetarnos a Dios, obedecerlo y servirlo; y
de esto pasaremos a la fruición de Dios. Que El se digne concedérnoslo,
etc.

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ARTÍCULO 2

Y en Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro

31. — No sólo les es necesario a los cristianos creer en un Dios


único, y en que El es creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas,
sino que también les es necesario creer que Dios es Padre y que Cristo es
verdadero Hijo de Dios.
Lo cual, como lo dice el bienaventurado Pedro en su Segunda Epísto-
la Canónica, cap. I, no es una fábula, sino algo cierto y probado por la pa-
labra de Dios en la montaría. En efecto, dice él allí: “Os hemos dado a co-
nocer el poder y la Venida de Nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábu-
las ingeniosas, sino después de haber visto con nuestros propios ojos su
majestad. Porque recibió de Dios Padre honor y gloría cuando de la subli-
me Gloria le vino esta voz: Este es mi hijo muy amado en quien me com-
plazco. Oídle. Nosotros mismos escuchamos esta voz venida del cielo, es-
tando con El en el monte santo” (16-18).
El mismo Jesucristo en muchas ocasiones llama Padre suyo a Dios y
se dice Hijo de Dios. Por lo cual los Apóstoles y los Santos Padres pusie-
ron entre los artículos de Fe que Cristo es Hijo de Dios, al decir: “Y en Je-
sucristo su Hijo”, esto es, Hijo de Dios.
32. — Pero hubo algunos herejes que creyeron en esto de manera
perversa.
En efecto, Fotino dice que Cristo no es Hijo de Dios sino tal como lo
son los varones virtuosos que, por vivir honestamente y por cumplir con la
voluntad de Dios, merecen ser llamados hijos de Dios por adopción; y que
de esta manera Cristo, que vivió honestamente e hizo la voluntad de Dios,
mereció ser llamado Hijo de Dios; y pretendió que Cristo no existió antes
de la Bienaventurada Virgen, sino que empezó a existir cuando fue conce-
bido por Ella.
Y así erró doblemente. Primero, por no decir que Cristo es verdadero
Hijo de Dios según la naturaleza; y en segundo lugar al decir que Cristo
empezó a existir en el tiempo en cuanto a todo su ser, mientras que nuestra
19
fe afirma que El es Hijo de Dios por naturaleza y que lo es ab aeterno. Y
en todo esto tenemos testimonios expresos contra Fotino en la Sagrada Es-
critura.
En efecto, contra lo primero la Escritura dice no sólo que Cristo es
Hijo sino que es Hijo único: “El Hijo único, que está en el seno del Padre,
El lo ha contado” (Jn 1, 18). Y contra lo segundo: “Antes de que Abraham
fuese, Yo soy” (Jn 8, 58). Ahora bien, es claro que Abraham existió antes
que la Santísima Virgen, por lo cual los Santos Padres agregaron, en otro
Símbolo, contra lo primero: “Su único Hijo”; y contra lo segundo: “Y na-
cido del Padre antes de todos los siglos”.
33. — Sabelio ciertamente dijo que Cristo fue anterior a la Biena-
venturada Virgen, pero también dijo que no es una la persona del Padre y
otra la del Hijo, sino que el mismo Padre se encarnó, por lo cual una mis-
ma es la persona del Padre y la del Hijo. Pero esto es erróneo porque des-
truye la trinidad de las personas. Y en contra de esto tenemos la autoridad
de Juan 8, 16: “No estoy yo solo, sino yo y el que me ha enviado, el Pa-
dre”. Y es claro que nadie se envía a sí mismo. En esto, pues, yerra Sabe-
lio. Por lo cual se añade en el Símbolo de los Padres: “Dios de Dios, Luz
de Luz”, o sea: debemos creer en Dios Hijo procedente de Dios Padre, en
el Hijo que es Luz, que procede del Padre, que es Luz.
34. — Arrío dijo que Cristo es anterior a la Bienaventurada Virgen,
y que una es la persona del Padre y otra la del Hijo; pero le atribuyó a
Cristo estas tres cosas: primera, que el Hijo de Dios fue una criatura; se-
gunda, que no ab aeterno sino en el tiempo fue creado por Dios como la
más noble de las criaturas; tercera, que Dios Hijo no es de una misma na-
turaleza con Dios Padre, y por lo tanto que no es verdadero Dios.
Pero todo esto es igualmente erróneo y contra la autoridad de la Sa-
grada Escritura. Pues dice Juan: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (10,
30), es evidente que en cuanto a la naturaleza; y por lo tanto, como el Padre
siempre ha existido, también el Hijo, y así como el Padre es verdadero
Dios, lo es también el Hijo.
Por lo cual, donde se dice por Arrio que Cristo fue una criatura, en
contra se dice por los Padres en el Símbolo: “Dios verdadero de Dios ver-
dadero”; donde se dice que Cristo no existe ab aeterno, sino que fue creado
en el tiempo, en contra se dice en el Símbolo: “Engendrado, no creado”, y
contra la afirmación de que El no es de la misma sustancia con el Padre, se
agrega en el Símbolo: “Consubstancial al Padre”.
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35. — Es evidente, por Io tanto, que debemos creer que Cristo es el
Unigénito de Dios, y verdadero Hijo de Dios, y que siempre ha sido con el
Padre, y que una es la persona del Hijo y otra la del Padre, y que es de una
misma naturaleza con el Padre. Pero todo esto que creemos aquí abajo por
la fe, lo conoceremos en la vida eterna por una visión perfecta. Por lo cual
para nuestro consuelo diremos algo de estas cosas.
36. — Es de saber que los diversos seres tienen diversos modos de
generación. En efecto, la generación en Dios es distinta de la de los demás
seres; por lo cual no podemos llegar a conocer la generación en Dios sino
por la generación de aquello que en las criaturas alcance a ser más seme-
jante a Dios. Pues bien, nada es tan semejante a Dios, según ya lo dijimos,
como el alma del hombre. Y he aquí el modo de la generación en e! alma:
el hombre piensa por su alma alguna cosa, que se llama concepción de la
inteligencia; y tal concepción proviene del alma como de un padre, y se le
llama verbo de la inteligencia, o del hombre. Así es que, pensando, el alma
engendra su Verbo.
De la misma manera, el Hijo de Dios no es otra cosa que el Verbo de
Dios; no como un verbo proferido afuera, porque tal verbo pasa, sino como
un verbo concebido interiormente: por lo cual ese Verbo de Dios es de una
misma naturaleza con Dios e igual a Dios. De aquí que hablando San Juan
acerca del Verbo de Dios, a los tres herejes destruyó. Primero la herejía de
Fotino, que es aniquilada con estas palabras: “En el principio era el Verbo”
(Jn 1, I); en segundo lugar la de Sabelio, cuando dice: “Y el Verbo estaba
en Dios”; y en tercer lugar la de Arrio, cuando dice: “Y el Verbo era
Dios”.
37. — Pero el verbo es una cosa en nosotros y otra en Dios. En
efecto, en nosotros nuestro verbo es un accidente; y en Dios el Verbo de
Dios es lo mismo que el propio Dios, por no haber nada en Dios que no
sea la esencia de Dios. Ahora bien, nadie puede decir que Dios no tenga
Verbo, porque ocurriría que Dios sería ignorantísimo; pero como Dios
siempre ha existido, también su Verbo.
38. — Y como el artesano lo hace todo conforme a la forma que
preconcibió en su inteligencia, lo cual es su verbo, de la misma manera
Dios lo hace todo por su Verbo, como por su arte: “Todas las cosas fueron
hechas por El” (Jn 1, 3).
39. — Pues bien, si el Verbo de Dios es Hijo de Dios, y si todas las
palabras de Dios son cierta semejanza de ese Verbo, en primer lugar de-
21
bemos oír con gusto las palabras de Dios, pues la señal de que amamos a
Dios es que con agrado escuchemos sus palabras.
40. — En segundo lugar, debemos creer en las palabras de Dios,
porque gracias a esto habita en nosotros el Verbo de Dios, esto es, Cristo,
que es el Verbo de Dios, conforme al Apóstol: “Que Cristo habite por la fe
en vuestros corazones” (Ef 3, 17). Y lo contrario: “El Verbo de Dios no ha-
bita en vosotros porque no creéis al que él ha enviado” (Jn 5, 38).
41. — En tercer lugar, es menester que continuamente meditemos
en el Verbo de Dios que habita en nosotros; porque debemos no sólo creer
sino también meditar; pues de otra manera lo primero no nos aprovecha, y
tal meditación sirve de mucho contra el pecado: “Dentro del corazón he
guardado tus palabras, para no pecar contra ti” (Salmo 118, 11); y otra vez
acerca del varón justo se dice en el salmo: “En la ley de Yahvé medita de
día y de noche” (1, 2). Por lo cual se dice de la Santísima Virgen que “con-
servaba todas estas palabras meditándolas en su corazón” (Lc 2, 51).
42. — En cuarto lugar, es menester que el hombre comunique la
palabra de Dios a los demás, advirtiendo, predicando e inflamando. Dice el
Apóstol en la carta a los Efesios: “No salga de vuestra boca palabra daño-
sa, sino la que sea buena para edificar” (4, 29). Y en Colos 3, 16: “La pala-
bra de Dios habite en vosotros en abundancia, con toda sabiduría, ense-
ñándoos y amonestándoos unos a otros”. Y asimismo en Tim 4, 2: “Predi-
ca la palabra, insiste oportuna e inoportunamente, reprende, exhorta, ame-
naza con toda paciencia y doctrina”.
43. — Por último, debemos llevar a la práctica la palabra de Dios:
“Sed ejecutores de la palabra, y no tan sólo sus oyentes, engañándoos a
vosotros mismos” (Stgo 1, 22).
44. — Estas cinco cosas las observó por su orden la Santísima Vir-
gen al engendrar al Verbo de Dios. En efecto, primero escuchó: “El Espíri-
tu Santo descenderá sobre ti” (Lc 1, 35); en segundo lugar, consintió gracias
a la fe: “He aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38); en tercer lugar, le tuvo y
llevó en su seno; en cuarto lugar, lo dio a luz; en quinto lugar, lo nutrió y
amamantó, por lo cual canta la Iglesia: “Al mismo rey de los Angeles la
sola Virgen lo amamantaba con su pecho lleno de cielo”.

22
ARTÍCULO 3

Que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María

45. — No solamente es necesario creer en el Hijo de Dios, como


está demostrado, sino que es menester creer también en su encarnación.
Por lo cual San Juan, después de haber dicho muchas cosas sutiles y difíci-
les (sobre el Verbo), en seguida nos habla de su encarnación en estos tér-
minos: Y el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14).
Y para que podamos captar algo de esto, propondré dos ejemplos.
Es claro que nada es tan semejante al Hijo de Dios como el verbo
concebido en nuestra mente y no proferido. Ahora bien, nadie conoce el
verbo mientras permanece en la mente del hombre, si no es aquel que lo
concibe; pero es conocido al ser proferido. Y así, el Verbo de Dios, mien-
tras permanecía en la mente del Padre no era conocido sino por el Padre;
pero ya revestido de carne, como el verbo se reviste con la voz, entonces
por primera vez se manifestó y fue conocido: “Después apareció en la tie-
rra, y conversó con los hombres” (Baruc 3, 38).
El segundo ejemplo es éste: por el oído se conoce el verbo proferido,
y sin embargo no se le ve ni se le toca; pero si se le escribe en un papel,
entonces sí se le ve y se le toca. Así, el Verbo de Dios se hizo visible y
tangible cuando en nuestra carne fue como inscrito; y así como al papel en
que está escrita la palabra del rey se le llama palabra del rey, así también el
hombre al cual se unió el Verbo de Dios en una sola hipóstasis, se llama
Hijo de Dios, Isaías 8, I: “Toma un gran libro, y escribe en él con un pun-
zón de hombre”; por lo cual los santos apóstoles dijeron (acerca de Jesús):
“Que fue concebido del Espíritu Santo, y nació de la Virgen María”.
46. — En esto erraron muchos. Por lo cual los Santos Padres, en
otro símbolo, en el Concilio de Nicea, añadieron muchas precisiones, en
virtud de las cuales son destruidos ahora todos los errores.
47. — En efecto, Orígenes dijo que Cristo nació y vino al mundo
para salvar también a los demonios. Por lo cual dijo que todos los demo-
nios serían salvos al fin del mundo. Pero esto es en contra de la Sagrada
23
Escritura. En efecto, dice San Mateo: “Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno, preparado para el diablo y sus ángeles” (25, 41). Por lo cual, para
rechazar esto se agrega: “Que por nosotros los hombres (no por los demo-
nios) y por nuestra salvación”. En lo cual aparece mejor el amor que Dios
nos tiene.
48. — Fotino ciertamente consintió en que Cristo nació de la Bie-
naventurada Virgen; pero agregó que El era un simple hombre, que vi-
viendo bien y haciendo la voluntad de Dios mereció venir a ser hijo de
Dios, como los demás santos. Pero contra esto Jesús dice en Juan: “Yo he
bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me
envió” (6, 38). Es claro que del cielo no habría descendido si allí no hubiese
estado; y que si fuese un simple hombre, no habría estado en el cielo. Por
lo cual, para rechazar ese error se añade: “Descendió del cielo”.
49. — Maniqueo, por su parte, dijo que ciertamente el Hijo de Dios
existió siempre y que descendió del cielo; pero que no tuvo carne verdade-
ra, sino aparente. Pero esto es falso. En efecto, no convenía que el doctor
de la verdad tuviese alguna falsedad. Y por lo mismo, puesto que ostentó
verdadera carne, verdaderamente la tuvo. Por lo cual dijo en San Lucas:
“Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo
tengo” (24, 39). Por lo cual, para rechazar dicho error, agregaron (los San-
tos Padres): “Y se encarnó”.
50. — Por su parte, Ebión, que fue de origen judío, dijo que Cristo
nació de la Santísima Virgen, pero por la unión de un varón y del semen
viril. Pero esto es falso, porque el Ángel dijo: “Lo concebido en ella viene
del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). Por lo cual los Santos Padres, para rechazar
dicho error, añadieron: “del Espíritu Santo”.
51.— Valentino, por su parte, confesó que Cristo fue concebido del
Espíritu Santo; pero pretendió que el Espíritu Santo llevó un cuerpo celes-
te, y que lo puso en la Santísima Virgen, y que ése fue el cuerpo de Cristo:
de modo que ninguna otra cosa hizo la Santísima Virgen, sino que fue su
receptáculo. Por lo cual aseguró que dicho cuerpo pasó por la Bienaventu-
rada Virgen como por un acueducto. Pero esto es falso, pues el Ángel le
dijo a Ella: “El Santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios” (Lc I, 35).
Y el Apóstol dice: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer” (Gal 4, 4). Por lo cual añadieron: “Y nació de la
Virgen María”.

24
52. — Arrio y Apolinar dijeron que ciertamente Cristo es el Verbo
de Dios y que nació de la Virgen María; pero que no tuvo alma, sino que
en el lugar del alma estuvo allí la divinidad. Pero esto es contra la Escritu -
ra, porque Cristo dijo: “Ahora mi alma está turbada” (Jn 12, 27), y también:
“Triste está mi alma hasta la muerte” (Mateo 26, 38). Por lo cual, para re-
chazar dicho error añadieron: “Y se hizo hombre”. Pues bien, el hombre
está constituido de alma y cuerpo. Así es que muy verdaderamente Jesús
tuvo todo lo que el hombre puede tener, con excepción del pecado.
53. — Al asentar que Cristo se hizo hombre, se destruyen todos los
errores arriba enunciados y cuantos puedan decirse, y principalmente el
error de Eutiques, que enseñaba que hecha la mezcla de la naturaleza di-
vina con la humana, resultaba una sola naturaleza de Cristo, la cual no se-
ría ni puramente divina ni puramente humana. Lo cual es falso, porque así
Cristo no sería hombre, y también contra esto se dice que “se hizo hom-
bre”.
Se destruye también el error de Nestorio, el cual enseñó que el Hijo
de Dios está unido a un hombre sólo porque habita en él. Pero esto es fal-
so, porque en tal caso no sería hombre, sino que estaría en un hombre. Y
que Cristo es hombre lo dice claramente el Apóstol: “Y por su presencia
fue reconocido como hombre” (Filip 2, 7). Y Juan dice: “¿Por qué tratáis de
matarme a mí, que soy hombre, que os he dicho la verdad que he oído de
Dios?” (8, 40).
54. — De todo esto podemos concluir algunas cosas para nuestra
instrucción.
En primer lugar, se confirma nuestra fe. En efecto, si alguien dijera
algunas cosas de una tierra remota a la que no hubiese ido, no se le creería
igual que si allí hubiese estado. Ahora bien, antes de la venida de Cristo al
mundo, los Patriarcas y los Profetas y Juan Bautista dijeron algunas cosas
acerca de Dios, y sin embargo no les creyeron a ellos los hombres como a
Cristo, el cual estuvo con Dios, y que además es uno con El. De aquí que
nuestra fe, que nos transmitió el mismo Cristo, sea más firme: “Nadie ha
visto jamás a Dios: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él mismo
lo ha revelado” (Jn 1, 18). De aquí resulta que muchos secretos de la fe se
nos han manifestado después de la venida de Cristo, los cuales estaban an-
tes ocultos.
55. — En segundo lugar, por todo ello se eleva nuestra esperanza.
En efecto, es claro que el Hijo de Dios no vino, asumiendo nuestra carne,
25
por negocio de poca monta, sino para una gran utilidad nuestra; por lo cual
efectuó cierto canje, o sea, que tomó un cuerpo con una alma, y se dignó
nacer de la Virgen, para hacernos el don de su divinidad; y así, El se hizo
hombre para que el hombre se hiciera Dios: “Por quien hemos obtenido,
mediante la fe, el acceso a esta gracia, en la cual nos hallamos y nos glo-
riamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 5, 2).
56. — En tercer lugar, con todo ello se inflama la caridad. En efec-
to, ninguna prueba de la divina caridad es tan evidente como la de que
Dios creador de todas las cosas se haya hecho criatura, que nuestro Dios se
haya hecho nuestro hermano, que el Hijo de Dios se haya hecho hijo del
hombre: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Juan 3,
16). Por lo tanto, por esta consideración el amor a Dios debe reencenderse
e inflamarse.
57. — En cuarto lugar, somos llevados a guardar pura el alma. En
efecto, de tal manera ha sido ennoblecida y exaltada nuestra naturaleza por
la unión con Dios, que ha sido elevada a la unidad con una divina persona.
Por lo cual el Ángel, después de la encarnación, no quiso permitir que el
bienaventurado apóstol Juan lo adorase, cosa que anteriormente les había
permitido a los más grandes de los Patriarcas. Por lo cual, recordando su
exaltación y meditando sobre ella, debe el hombre guardarse de mancharse
y de manchar su naturaleza con el pecado. Por eso dice San Pedro: “Por
quien nos han sido dadas las magníficas y preciosas promesas, para que
por ellas nos hagamos partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la co-
rrupción de la concupiscencia que hay en el mundo” (2 Ped 1, 4).
58. — En quinto lugar, con todo ello se nos inflama el deseo de al-
canzar a Cristo. En efecto, si algún rey fuese hermano de alguien y estu-
viese lejos de él, ese cuyo hermano fuese el rey desearía llegar a él, y con
él estar y permanecer. Por lo cual, como Cristo es nuestro hermano, debe-
mos desear estar con él y unírnosle: “Donde esté el cuerpo, allí se ¡untarán
las águilas” (Mt 24, 28). Y el Apóstol deseaba morir y estar con Cristo. Y
este deseo crece en nosotros si meditamos sobre su encarnación.

26
ARTÍCULO 4

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muer-


to y sepultado

59. — Así como le es necesario al cristiano creer en la encarnación


del Hijo de Dios, así también le es necesario creer en su pasión y en su
muerte, porque, como dice San Gregorio, “de nada nos aprovecharía el ha-
ber nacido si no nos aprovecha el haber sido redimidos”. Pues bien, que
Cristo haya muerto por nosotros es algo tan elevado, que apenas puede
nuestra inteligencia captarlo; no sólo, sino que no le cuadra a nuestro espí-
ritu. Y esto es lo que dice el Apóstol: “En vuestros días yo voy a realizar
una obra, una obra que no creeréis si alguien os la cuenta” (Hechos 13, 41).
Y el libro de Habacuc: “En vuestros días se cumplirá una obra que nadie
creerá cuando se narre” (1, 5). Pues tan grandes son la gracia de Dios y su
amor a nosotros, que hizo por nosotros más de lo que podemos entender.
60. — Sin embargo, no debemos creer que de tal manera haya su-
frido Cristo la muerte que muriera la Divinidad, sino que la humana natu-
raleza fue lo que murió en El. Pues no murió en cuanto Dios, sino en cuan-
to hombre. Y esto es patente mediante tres ejemplos.
El primero está en nosotros. En efecto, es claro que al morir el hom-
bre, al separarse el alma del cuerpo, no muere el alma, sino el mismo cuer-
po, o sea, la carne.
Así también, en la muerte de Cristo, no muere la Divinidad sino la
naturaleza humana.
61. — Pero si los judíos no mataron a la Divinidad, es claro que no
pecaron más que si hubiesen matado a cualquier otro hombre.
62. — A esto debemos responder que suponiendo a un rey revesti-
do con determinada vestidura, si alguien se la manchase incurriría en la
misma falta que si manchase al propio rey. De la misma manera los judíos:
no pudieron matar a Dios, pero al matar la humana naturaleza asumida por
Cristo, fueron castigados como si hubiesen matado a la Divinidad misma.

27
63. — Además, como dijimos arriba, el Hijo de Dios es el Verbo de
Dios, y el Verbo de Dios encarnado es como el verbo del rey escrito en
una carta. Pues bien, si alguien rompiese la carta del rey, se le consideraría
igual que si hubiere desgarrado el verbo del rey. Por lo mismo, se conside-
ra el pecado de los judíos de igual manera que si hubiesen matado al Verbo
de Dios.
64. — Pero ¿qué necesidad había de que el Verbo de Dios padecie-
se por nosotros? Muy grande. Y se puede deducir una doble necesidad.
Una, como remedio de los pecados, y la otra como modelo de nuestros ac-
tos.
65. — Para remedio, ciertamente, porque contra todos los males en
que incurrimos por el pecado, encontramos el remedio en la pasión de
Cristo. Ahora bien, incurrimos en cinco males.
66. — En primer lugar, una mancha: el hombre, en efecto, cuando
peca, mancha su alma, porque así como la virtud del alma es su belleza, así
también el pecado es su mancha: “¿Por qué, Israel, por qué estás en país de
enemigos... te has contaminado con los cadáveres?” (Baruc 3, 10). Pero esto
lo hace desaparecer la Pasión de Cristo: en efecto, con su Pasión Cristo hi-
zo un baño con su sangre, para lavar allí a los pecadores: “Nos lavó de
nuestros pecados con su sangre” (Apoc 1, 5). En efecto, se lava el alma con
la sangre de Cristo en el bautismo, pues por la sangre de Cristo tiene el
bautismo virtud regenerativa. Por lo cual cuando alguien se mancha por el
pecado, le hace una injuria a Cristo y peca más que antes (del bautismo):
“Si alguno viola la ley de Moisés es condenado a muerte sin compasión,
por la declaración de dos o tres testigos. ¿Cuánto más grave castigo pen-
sáis que merecerá el que pisoteó al Hijo de Dios y tuvo por impura la san-
gre de la Alianza?” (Hebreos 10, 28-29).
67. — En segundo lugar, caemos en desgracia respecto a Dios.
Porque así como el hombre carnal ama la belleza carnal, así Dios ama la
espiritual, que es la belleza del alma. Así es que cuando el alma se mancha
por el pecado, Dios se ofende y le tiene odio al pecador: “Dios odia al im-
pío y su impiedad” (Sabiduría 14, 9). Pero esto lo borra la Pasión de Cristo,
el cual satisfizo a Dios Padre por el pecado, por el que no podía satisfacer
el propio hombre, porque la caridad y la obediencia de Cristo fueron ma-
yores que el pecado del primer hombre y su desobediencia: “Cuando éra-
mos enemigos (de Dios), fuimos reconciliados con Dios por la muerte de
su Hijo” (Rom 5, 10).
28
68. — En tercer lugar, caemos en debilidad. Porque el hombre tan
pronto como peca cree poder en seguida preservarse del pecado; pero ocu-
rre todo lo contrario; porque por el primer pecado se debilita y se hace más
inclinado al pecado; y así domina más el pecado al hombre, y el hombre,
en cuanto de sí depende, se pone en tal situación que sin el poder divino no
se puede levantar, como quien se arrojara a un pozo. Por lo cual después
de haber pecado el hombre, nuestra naturaleza se debilitó y corrompió, y
entonces el hombre se encontró más inclinado a pecar. Pero Cristo dismi-
nuyó esta flaqueza y esta debilidad, aunque no la suprimió enteramente.
Sin embargo, de tal manera ha sido confortado el hombre por la Pasión de
Cristo, y debilitado el pecado, que ya no estamos tan dominados por él; y
puede el hombre, ayudado por la gracia de Dios, que nos confiere con los
sacramentos, que tienen eficacia por la Pasión de Cristo, esforzarse de tal
manera que puede apartarse de los pecados. Dice el Apóstol en Rom 6, 6:
“Nuestro hombre viejo fue crucificado con El, a fin de que fuera destruido
el cuerpo de pecado”. En efecto, antes de la Pasión de Cristo se halló que
eran pocos los hombres que vivieran sin pecado mortal; pero después son
muchos los que vivieron y viven sin pecado mortal.
69. — En cuarto lugar, incurrimos en el reato de una pena. Pues la
justicia de Dios exige que todo el que peque sea castigado. Y la pena se
mide por la culpa. De modo que como la culpa del pecado mortal es in-
finita, puesto que es contra el bien infinito, o sea, Dios, cuyos preceptos
menosprecia el pecador, la pena debida al pecado mortal es infinita. Pero
Cristo por su Pasión nos levantó esa pena, y El mismo la padeció: “El
mismo llevó nuestros pecados (esto es, la pena del pecado) en su cuerpo”
(1 Pedro 2, 24). Porque la virtud de la Pasión de Cristo fue tan grande que
bastó para expiar todos los pecados de todo el mundo, aun cuando fuesen
sin cuento. Por eso los bautizados son aliviados de todos sus pecados. Por
eso también el sacerdote perdona los pecados. Por eso también el que me-
jor se conforme a la Pasión de Cristo, mayor perdón obtendrá y más gracia
merece.
70. — En quinto lugar, incurrimos en el destierro del reino. Porque
quienes ofenden a los reyes son obligados a dejar el reino. Y así el hombre
por el pecado es echado del paraíso. Por eso, inmediatamente después de
su pecado Adán es arrojado del paraíso, y es cerrada la puerta del paraíso.
Pero Cristo por su Pasión abrió esa puerta, y llamó al reino a los desterra-
dos. En efecto, abierto el costado de Cristo, fue abierta la puerta del paraí-
so; y derramada su sangre, se limpió la mancha, Dios fue aplacado, supri-
29
mida fue la debilidad, fue expiada la pena, los desterrados fueron llamados
al reino. Y por eso se le dijo al ladrón inmediatamente: “Hoy estarás con-
migo en el paraíso” (Lc 23, 43). Esto no fue dicho en otro tiempo: no se le
dijo a nadie, ni a Adán, ni a Abraham, ni a David; sino hoy, o sea, cuando
es abierta la puerta, el ladrón pide y obtiene el perdón: “Teniendo... la se-
guridad de entrar en el santuario por la sangre de Cristo” (Hebr 10, 19).
De esta manera, pues, queda patente la utilidad (de la Pasión de Cris-
to) en calidad de remedio.
Pero no es menor su utilidad en calidad de ejemplo.
71. — En efecto, como dice San Agustín, la Pasión de Cristo basta
totalmente como instrucción para nuestra vida. Pues quien anhele vivir de
manera perfecta, que no haga otra cosa que despreciar lo que Cristo des-
preció en la cruz y que desee lo que Cristo deseó.
72. — Porque ningún ejemplo de virtud falta en la cruz. Pues si
buscas un ejemplo de caridad, “nadie tiene mayor caridad que el que da su
vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y esto fue lo que hizo Cristo en la cruz.
Por lo tanto, si El dio su vida por nosotros, no se nos debe hacer pesado
soportar por El cualquier mal: “¿Qué le daré al Señor por todo lo que El
me ha dado?” (Salmo 115, 12).
73. — Si buscas un ejemplo de paciencia, excelentísimo lo encuen-
tras en la cruz. En efecto, de dos grandes maneras se manifiesta la pacien-
cia: o bien padeciendo pacientemente grandes males, o bien padeciendo
algo que podría evitarse y que no se evita.
Pues bien, Cristo soportó en la cruz grandes males: “Oh, vosotros to-
dos, los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi
dolor” (Lament 1, 12); y pacientemente, porque, “al padecer, no amenazaba”
(1 Pedro 2, 23); “Como cordero llevado al matadero, y como oveja muda an-
te los trasquiladores” (Isaías 53, 7).
Además, Cristo pudo evitarlos, y no los evitó: “¿O piensas que no
puedo yo rogar a mi Padre, que me enviaría luego más de doce legiones de
ángeles?” (Mt 26, 53).
Grande es, pues, la paciencia de Cristo en la cruz: “Por la paciencia
corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y con-
sumador de la fe, Jesús, el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó
la cruz, despreciando la ignominia” (Hebr 12, 1-2).

30
74. — Si buscas un ejemplo de humildad, ve el crucifijo: en efecto,
Dios quiso ser juzgado bajo Poncio Pilato y morir: “Tu causa ha sido juz-
gada como la de un impío” (Job 36, 17). En verdad como la de un impío:
“Condenémosle a una muerte afrentosa” (Sabiduría 2, 20). El Señor quiso
morir por su siervo, y el que es la vida de los Angeles por el hombre: “He-
cho obediente hasta la muerte” (Filip 2, 8).
75. — Si buscas un ejemplo de obediencia, síguelo a El. que se hi-
zo obediente al Padre hasta la muerte: “Como por la desobediencia de un
solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así también, por la
obediencia de uno solo muchos fueron hechos justos” (Rom 5, 19).
76. — Si quieres un ejemplo de desprecio de las cosas terrenas, sí-
guelo a El, que es el Rey de Reyes y el Señor de los señores, en quien se
hallan los tesoros de la sabiduría, y que sin embargo en la cruz estuvo des-
nudo, objeto de burla, fue escupido, golpeado, coronado de espinas, y
abrevado con hiel y vinagre, y murió. Por lo tanto, no os impresionéis por
las vestiduras, ni por las riquezas, porque “se repartieron mis vestiduras”
(Salmo 21, 19); ni por los honores, porque a mí me cubrieron de burlas y de
golpes; no por las dignidades, porque tejieron una corona de espinas y la
colocaron sobre mi cabeza; no por las delicias, porque “en mi sed me abre-
varon con vinagre” (Salmo 68, 22).
Sobre Hebr 12, 2: “El cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó
la cruz, despreciando la ignominia”, dice San Agustín: “El hombre Jesu-
cristo despreció todos los bienes terrenos para enseñarnos que deben ser
despreciados”.

31
ARTÍCULO 5

Descendió a los infiernos, y al tercer día resucito de


entre los muertos

77. — Como ya dijimos, la muerte de Cristo consistió, como en los


demás hombres, en que su alma se separó de su cuerpo; pero de manera
tan indisoluble está unida la Divinidad a Cristo hombre, que aun cuando el
alma y el cuerpo se separaron entre sí, la misma Deidad estuvo siempre
perfectísimamente unida al alma y al cuerpo, por lo cual en el sepulcro es-
tuvo el Hijo de Dios con el cuerpo, y descendió a los infiernos 3 con el al-
ma.
78. — Por cuatro razones descendió Cristo con su alma a los infier-
nos.
La primera fue soportar toda la pena del pecado, para expiar así toda
la culpa. Porque la pena del pecado del hombre no era sólo la muerte del
cuerpo, sino que también era un sufrimiento del alma. Porque como el pe-
cado era también por parte del alma, también la misma alma era castigada
por la privación de la visión divina. De modo que sin esa pena, de ninguna
manera se satisfacía. Por ello, después de muertos, todos descendían, aun
los santos Padres, antes de la venida de Cristo, a los infiernos. Así es que
para soportar toda la pena debida a los pecadores, Cristo quiso no sólo mo-
rir, sino también bajar con el alma a los infiernos. De aquí que diga el
Salmo: “Contado entre los que bajan a la fosa, soy como un hombre aca-
bado, libre entre los muertos” (87, 5-6). Pues los demás estaban allí como
esclavos, pero Cristo como libre.
79. — La segunda fue el socorrer perfectamente a todos sus ami-
gos. En efecto, El tenía amigos no sólo en el mundo sino también en los
infiernos. Pues se es amigo de Cristo en la medida en que se tiene caridad,
y en los infiernos había muchos que habían muerto con la caridad y la fe

3 Los diferentes “lugares” de las almas separadas de sus cuerpos indican una rela-
ción del alma con Dios, “según esté el alma más o menos alejada de El”, enseña el
mismo Santo Tomás. (S.A.).
32
en El que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y
otros justos y varones perfectos. Y como Cristo había visitado a los suyos
en el mundo y los había socorrido por su propia muerte, quiso también vi-
sitar a los suyos que estaban en los infiernos y socorrerlos bajando hasta
donde se hallaban ellos: “Penetraré a todas las profundidades de la tierra, y
visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a cuantos esperan en el Se-
ñor” (Eccli 24, 45).
80. — La tercera razón fue el triunfar perfectamente sobre el dia-
blo. En efecto, se triunfa de manera perfecta sobre otro, cuando no sólo se
le vence en el campo de batalla, sino que se le acomete hasta en su propia
casa y se le arrebata la sede de su imperio y su casa misma. Pues bien,
Cristo había triunfado del diablo, pues en la cruz lo había vencido. Por lo
cual dice Juan: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este
mundo (o sea el diablo) será echado fuera” (12, 31). Por lo cual para triun-
far perfectamente, quiso arrebatarle la sede de su imperio y encadenarlo en
su casa, que es el infierno. Por eso descendió hasta allí, y le arrebató todos
sus bienes, y lo encadenó, y le quitó su presa: “Y una vez despojados los
Principados y las Potestades, los exhibió con gran despliegue, triunfando
de ellos públicamente por sí mismo” (Col. 2, 15).
Y así como había recibido Cristo el poder y la posesión del cielo y de
la tierra, quiso también recibir la posesión de los infiernos, para que así,
según el Apóstol a los Filipenses: “Al nombre de Jesús se doble toda rodi-
lla, en los cielos, en la tierra y en los infiernos” (2, 10). Y Marcos: “En mi
nombre expulsarán a los demonios” (16, 17).
81. — La cuarta y última razón era librar a los santos que estaban
en los infiernos. Porque así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar
de la muerte a los vivos, así también quiso descender a los infiernos para
librar a los que allí estaban: “Tú, Señor, por la sangre de tu alianza, soltas-
te a tus cautivos de la fosa, en la cual no hay agua” (Zac 9, 11). “Oh muerte,
yo seré tu muerte; infierno, yo seré tu mordedura” (Oseas 13, 14).
En efecto, aunque Cristo haya destruido totalmente la muerte, no des-
truyó del todo los infiernos, sino que los mordió; porque ciertamente no
liberó a todos del infierno, sino tan sólo a los que estaban sin pecado mor-
tal, e igualmente sin el pecado original, del cual en cuanto a su persona es-
taban libres por la circuncisión: o antes de la circuncisión, los que eran
salvos por la fe de los padres fieles, si no tenían uso de razón; o por los sa-
crificios, y con la fe en el Cristo que había de venir, si eran adultos; pero
33
que permanecían allí por el pecado original de Adán, del cual no podían
librarse, en cuanto a la naturaleza, sino por Cristo. Por lo cual Cristo dejó
allí a los que habían descendido con pecado mortal y a los niños incircun-
cisos4. Por lo cual dijo: “Infierno, seré tu mordedura”.
Así pues, queda claro que Cristo bajó a los infiernos y por qué razo-
nes.
82. — De todo esto podemos recibir para nuestra instrucción cuatro
cosas.
En primer lugar, una firme esperanza en Dios. Porque por más que
esté el hombre en aflicción, siempre debe esperar en la ayuda de Dios, y en
El confiar. No puede haber, en efecto, cosa tan penosa como estar en los
infiernos. Si pues Cristo libró a los que estaban en los infiernos, todo aquel
que sea amigo de Dios debe tener gran confianza en ser librado por El de
cualquier angustia: “Ella (la Sabiduría) no desamparó al justo vendido...
descendió con él a la mazmorra, y no lo abandonó en las cadenas” (Sabidu-
ría 10, 13-14). Y porque Dios ayuda especialmente a sus siervos, aquel que
sirve a Dios debe sentirse con gran seguridad: “El que teme al Señor de
nada teme porque El mismo es su esperanza” (Eccli 34, 16).
83. — En segundo lugar, debemos concebir el temor (de Dios) y
apartar la presunción. Porque aun cuando Cristo haya padecido por los pe-
cadores y descendido a los infiernos, sin embargo no liberó a todos, sino
tan sólo a los que estaban sin pecado mortal, como ya se dijo. Y allí dejó a
los que habían muerto en pecado mortal. Por lo tanto, que nadie de los que
allí bajen en pecado mortal espere el perdón. Porque en el infierno estará
cuanto los santos padres en el paraíso, esto es, eternamente: “Irán éstos al
suplicio eterno, y los justos a la vida eterna” (Mt 25, 46).
84. — En tercer lugar, debemos estar alertas. Precisamente porque
Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, nosotros debemos
preocuparnos por descender allí frecuentemente considerando ciertamente
las penas aquellas, como lo hacía el santo Ezequías, que decía: “Yo dije: a
la mitad de mis días me voy a las puertas del Infierno” (Is 38, 10). Porque
quien baje allí frecuentemente en vida con el pensamiento, no descenderá
allá fácilmente al morir: porque tal consideración lo aparta del pecado. En
efecto, vemos que los mundanos se guardan de las malas acciones por te-
mor al castigo: en consecuencia, ¿cuánto más deben guardarse (del mal)

4 A los niños incircuncisos los dejó en lo que la Teología llama limbo.


34
ante la pena del infierno, la cual es mayor por razón de la duración, de la
acritud y de la multiplicidad? “Ten presentes tus novísimos, y jamás peca-
rás” (Eclesiástico 7, 36).
85. — En cuarto lugar, de esto resulta para nosotros un ejemplo de
amor. En efecto, Cristo bajó a los infiernos para liberar a los suyos, y por
lo tanto nosotros debemos descender allí (en espíritu) para ayudar a los
nuestros. Pues ellos nada pueden, por lo cual debemos ayudar a los que es-
tán en el purgatorio. Demasiado cruel sería quien no ayudara a un ser que-
rido que estuviese en una cárcel terrena. Así es que no habiendo ninguna
comparación de las penas de este mundo con aquéllas, mucho más cruel es
el que no le ayuda al amigo que está en el purgatorio: “Tened piedad de
mí, tened piedad de mí, siquiera vosotros, mis amigos, que es la mano de
Dios la que me ha herido” (Job 19, 21). “Obra santa y saludable es orar por
los muertos para que sean librados de sus pecados” (2 Macab 12, 46).
86. — Como dice San Agustín, se les ayuda principalmente de tres
maneras, a saber, con misas, con oraciones y con limosnas. San Gregorio
agrega una cuarta manera: el ayuno. Ni hay de qué admirarse, porque aun
en este mundo, el amigo puede satisfacer por el amigo. Sin embargo, esto
debe entenderse respecto a quienes están en el purgatorio.
87. — Al hombre le es necesario conocer dos cosas, a saber, la glo-
ria de Dios y el castigo del infierno. Atraídos, en efecto, por la gloria, y
atemorizados por los castigos, los hombres se guardan y se apartan de los
pecados. Pero muy difícilmente conoce el hombre estas cosas. Por lo cual
acerca de la gloria se dice en el libro de la Sabiduría: “¿Quién rastreará lo
que hay en los cielos?” (9, 16). Lo cual es ciertamente difícil para los terre-
nos, porqué, como se dice en el evangelio de San Juan: “El que es de la tie-
rra habla de la tierra”; pero no les es difícil a los espirituales, porque “el
que viene de lo alto está por encima de todos” (3, 31), como se dice allí
mismo. Y por eso, para enseñamos las cosas celestiales, Dios bajó del cie
lo y se encarnó.
Era también difícil conocer las penas del infierno: “Ni se sabe de na-
die que haya vuelto de los infiernos” (Sabiduría 2, 1). Y esto se pone en boca
de los impíos. Pero esto de ninguna manera se puede decir, porque así co-
mo bajó del cielo para enseñar las cosas celestiales, así también resucitó de
los infiernos para instruirnos acerca de las cosas de los infiernos. Por lo
cual es necesario que creamos no sólo que Cristo se hizo hombre y que

35
murió, sino también que resucitó de entre los muertos. Por lo cual se dice:
“Y al tercer día resucitó de entre los muertos”.
88. — Sabemos que muchos resucitaron de entre los muertos, como
Lázaro, y el hijo de la viuda y la hija del ¡efe de la sinagoga. Pero la resu-
rrección de Cristo difiere de la resurrección de éstos y de otros en cuatro
cosas.
Primero en cuanto a la causa de la resurrección, porque los otros re-
sucitados no resucitaron por su propia virtud sino por la de Cristo o por las
oraciones de algún santo, y en cambio Cristo resucitó por su propia virtud,
porque no sólo era hombre, sino que también era Dios, y la Divinidad del
Verbo jamás fue separada ni de su alma ni de su cuerpo, por lo cual el
cuerpo recobró el alma, y el alma recobró el cuerpo cuando El lo quiso:
“Tengo poder de dar mi alma y poder para recobrarla de nuevo” (Juan 10,
18). Y aunque Cristo haya muerto, esto no fue por debilidad ni por necesi-
dad, sino por su propio poder, porque fue voluntariamente. Y esto es pa-
tente porque cuando exhaló su espíritu, gritó con fuerte voz, cosa que no
pueden hacer los demás moribundos, porque mueren por debilidad. Por lo
cual dijo el Centurión: “Verdaderamente este era el Hijo de Dios” (Mt 27,
54). Y por eso, así como por su propio poder entregó su alma, así también
por su propio poder la recobró. Por lo cual se dice que “resucitó”, y no que
haya sido resucitado, como si lo hubiera sido por otro: “Me acosté, y me
dormí, y me levanté” (Salmo 3, 6). Ni esto es contrario a lo que se dice en
los Hechos de los Apóstoles: “A este Jesús lo resucitó Dios” (2, 32), porque
en efecto el Padre lo resucitó, y a la vez el Hijo: porque el mismo poder es
el del Padre y el del Hijo.
89. — En segundo lugar, difiere en cuanto a la vida a la cual resuci-
tó, porque Cristo resucitó a una vida gloriosa e incorruptible. Dice el
Apóstol: “Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre”
(Rom 6, 4); y los demás, ciertamente, a la misma vida que primero tenían,
como consta en cuanto a Lázaro y otros.
90. — En tercer lugar, difiere en cuanto al fruto y la eficacia, por-
que todos resucitan por el poder de la resurrección de Cristo: “Muchos
cuerpos de santos difuntos resucitaron” (Mt 27, 52). Dice el Apóstol: “Cris-
to resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron” (1
Cor 15, 20).
Pero notad que por la pasión Cristo llegó a la gloria: “¿No era necesa-
rio que Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” (Lc 24, 2ó). Así nos
36
enseña cómo podemos nosotros llegar a la gloria: “Es necesario que pase-
mos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Hechos 14,
21).
91. — En cuarto lugar, difiere en cuanto al tiempo: porque la resu-
rrección de los otros hombres es diferida hasta el fin del mundo, si no es
que a algunos por privilegio se les concede antes, como a la Santísima Vir-
gen, y, como piadosamente se cree, a San Juan Evangelista; pero Cristo
resucitó al tercer día. Y la razón de ello es que la resurrección y la muerte
y la natividad de Cristo fueron por nuestra salvación, por lo cual El quiso
resucitar cuando nuestra salvación se cumpliera. Por lo cual, si hubiese re-
sucitado al instante, no se habría creído que hubiese muerto. De la misma
manera, si hubiese tardado mucho, los discípulos no habrían permanecido
en la fe, y así ninguna utilidad habría en su pasión: “¿Qué utilidad hay en
mi sangre si desciendo a la corrupción?” (Salmo 29, 10). Por lo cual resucitó
al tercer día, para que se creyera que había muerto y para que los discípu-
los no perdieran la fe.
92. — Pues bien, de todo lo anterior podemos sacar cuatro conse-
cuencias para nuestra ilustración.
En primer lugar, que hemos de aplicarnos a resucitar espiritualmente
de la muerte del alma, en la que incurrimos por el pecado, a la vida de jus-
ticia, que se adquiere por la penitencia. Dice el Apóstol: “Despierta, tú que
duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará” (Ef 5, 14).
Y esta es la primera resurrección: “Bienaventurado el que tiene parte en la
primera resurrección” (Apoc 20, 6).
93. — En segundo lugar, que no hemos de diferir para la hora de la
muerte el resucitar (del pecado), sino rápidamente, porque Cristo resucitó
al tercer día: “No te tardes en convertirte al Señor, y no lo difieras de un
día para otro” (Eccli 5, 8), porque agobiado por la debilidad no podrás pen-
sar en las cosas que pertenecen a la salvación, y también porque pierdes
parte de todos los bienes que se hacen en la Iglesia, e incurres en muchos
males por la perseverancia en el pecado. Además, el diablo, dice San Beda,
cuanto por más tiempo posee, tanto más difícilmente deja.
94. — En tercer lugar, que hemos de resucitar a una vida incorrup-
tible, de tal suerte que no volvamos a morir, o sea, con tal propósito, que
no pequemos más: “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no
muere más; la muerte no tiene ya señorío sobre él” (Rom 6, 9). Y más aba-
jo: “Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos
37
para Dios en Cristo Jesús. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo
mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias. Ni ofrezcáis vues-
tros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino más bien ofreceos
a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida” (1 1-13).
95. — En cuarto lugar, que hemos de resucitar a una vida nueva y
gloriosa, de tal suerte que desde luego evitemos todo aquello que antes ha-
ya sido ocasión y causa de muerte y de pecado. Rom 6, 4: “Así como Cris-
to resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también noso-
tros caminemos en una vida nueva”. Y esta vida nueva es la vida de justi-
cia, que renueva el alma y la. conduce a la vida de la gloria. Así sea.

38
ARTÍCULO 6

Ascendió a los cielos, y se sentó a la diestra de Dios Padre om-


nipotente

96. — Tras de creer en la resurrección de Cristo es necesario creer


en su ascensión, por la cual ascendió al Cielo a los cuarenta días. Y por eso
se dice: “Ascendió a los cielos”.
Acerca de su ascensión debes notar tres cosas.
Primeramente fue a) sublime, b) racional y c) útil.
97. — a) Fue sublime porque ascendió a los cielos. Y esto se expli-
ca de tres maneras.
Primero, por encima de todos los cielos materiales. 5 Dice el Apóstol
en Ef 4, 10: “Subió por encima de todos los cielos”. Cristo fue el primero
en realizar tal cosa. Antes, en efecto, el cuerpo terreno no existía sino en la
tierra, tanto que aun Adán estuvo en un paraíso terrenal.
En segundo lugar, ascendió por encima de todos los cielos espiritua-
les: “Sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado,
Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en
este mundo sino también en el venidero; y bajo sus pies sometió todas las
cosas” (Ef 1, 20-22).
En tercer lugar, ascendió hasta el trono del Padre: “Y he aquí que en
las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre, y llegó hasta el An-
ciano de los días” (Dan 7, 13); “Y el Señor Jesús, después de hablarles, fue
elevado al cielo, y se sentó a la diestra de Dios” (Marc 16, 19).
98. — Pero no debemos entender lo de “diestra de Dios” de una
manera corporal, sino metafóricamente: porque se dice que se sentó a la
derecha del Padre, en cuanto Dios, esto es, por su igualdad con el Padre; y
en cuanto hombre se sentó a la derecha del Padre, esto es, con los bienes
más excelentes. Pero esto afectó al diablo: “Al cielo voy a subir, por enci-
ma de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el monte de la

5 O sea, por encima del cosmos.


39
Alianza, en el extremo norte. Subiré por encima de la altura de las nubes,
me asemejaré al Altísimo” (Is 14, 13). Pero no llegó allí sino Cristo, por lo
cual se dice: “Subió a los cielos, y está sentado a la diestra del Padre”. “Di-
jo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra” (Salmo 109, 1).
99. — b) En segundo lugar, la ascensión de Cristo fue conforme a
razón, porque fue hasta los cielos; y esto por tres motivos:
Primeramente porque el cielo se le debía a Cristo a causa de su natu-
raleza. En efecto, lo natural es que cada ser vuelva al lugar de donde es
originario. Pues bien, el principio del origen de Cristo está en Dios, que es
por encima de todo: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el
mundo y voy al Padre” (Juan 16, 28). “Nadie ha subido al cielo sino el que
bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (Juan 3, 13). Y aun-
que los santos suben al cielo, sin embargo esto no es como sube Cristo;
porque Cristo sube por su propio poder, y los santos, atraídos por Cristo.
“Llévame en pos de ti” (Cant 1,3). Pero puede decirse que nadie sube al cie-
lo sino Cristo, porque los santos no ascienden sino en cuanto son miem-
bros de Cristo, que es la cabeza de la Iglesia: “Donde esté el cadáver, allí
se juntarán las águilas” (Mat 24, 28).
En segundo lugar, se le debía a Cristo el cielo por razón de su victo-
ria. Porque Cristo fue enviado al mundo para luchar contra el diablo, y lo
venció, y por lo mismo mereció ser exaltado por encima de todo: “Yo ven-
cí, y me senté con mi Padre en su trono” (Apoc 3,21).
En tercer lugar, a causa de su humildad. En efecto, ninguna humildad
es tan grande como la de Cristo, que siendo Dios quiso hacerse hombre, y
siendo Señor quiso tomar la condición de siervo, haciéndose obediente
hasta la muerte, como se dice en Filip 2, y descendió hasta los infiernos,
por lo cual mereció ser exaltado hasta el cielo, al trono de Dios. Porque la
humildad es el camino de la exaltación: “El que se humilla será exaltado”
(Luc 14, 11); “Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los
cielos” (Ef 4, 10).
100. — c) En tercer lugar, la ascensión de Cristo fue útil, por tres
motivos.
Primeramente por razón de conducción, porque ascendió para condu-
cirnos. Pues nosotros ignorábamos el camino, pero El mismo nos lo mos-
tró: “Ascendió, abriendo camino adelante de ellos” (Miqueas 2, 13). Y para
darnos la seguridad de la posesión del reino celestial: “Voy a prepararos un
lugar” (Juan 14, 2).
40
En segundo lugar, por razón de la seguridad que nos da. Pues subió al
cielo para interceder por nosotros: “Ya que está siempre vivo para interce-
der por nosotros” (Hebr 7, 25). “Tenemos a uno que abogue ante el Padre, a
Jesucristo” (I Juan 2).
En tercer lugar, para atraer nuestros corazones hacia El: “Donde está
tu tesoro, allí está también tu corazón” (Mt 6, 21); y para que despreciemos
las cosas temporales: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; gustad de las cosas
de arriba, no de las de la tierra” (Colos 3, 1).

41
ARTÍCULO 7

Y de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos

101. — El juzgar corresponde al oficio de rey y de Señor: “El Rey


sentado sobre el trono de la justicia disipa con la mirada todo mal” (Prov
20, 8). Y como Cristo ascendió al Cielo, y está sentado a la derecha de
Dios como Señor de todos, es claro que a él le toca el juzgar. Por lo cual
en la regla de la Fe católica confesamos que “ha de venir a juzgar a los vi-
vos y a los muertos”.
Esto mismo lo dijeron también los Angeles (Hechos I, II): “Ese Jesús
que ha sido llevado de entre vosotros al cielo, vendrá así como le habéis
visto ir al cielo”.
102. — Debemos considerar tres cosas acerca de este juicio. Prime-
ro, su forma; segundo, lo que se le debe temer; tercero, cómo hemos de
prepararnos para ese juicio.
103. — Tres cosas concurren a la forma de un juicio: quién sea el
juez, quiénes serán juzgados y acerca de qué.
104. — Pues bien, Cristo es el juez: “Es El quien ha sido constituido
por Dios juez de vivos y muertos” (Hechos 10, 42); ya sea que tomemos por
muertos a los pecadores, y por vivos a los justos; o literalmente por vivos a
los que aún vivan a la sazón, y por muertos a cuantos hayan muerto. El es
el juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. Y esto por
tres razones.
Primeramente porque es necesario que los que son juzgados vean al
juez. Ahora bien, tan deleitable es la Divinidad, que nadie puede verla sin
gozo; por lo cual ningún condenado podrá verla, porque de lo contrario
gozaría. Por lo tanto es necesario que aparezca bajo la forma de hombre,
para que sea visto por todos: “Le ha dado poder para juzgar, porque es el
Hijo del hombre” (Juan 5, 27).
En segundo lugar, porque en cuanto hombre mereció tal oficio. Pues
en cuanto hombre fue injustamente juzgado El mismo, por lo cual Dios lo

42
hizo juez de todo el mundo: “Tu causa ha sido juzgada como la de un im-
pío: recibirás la culpa y la pena” (Job 36, 17).
En tercer lugar, para que, siendo juzgados por un hombre, los hom-
bres cesen de desesperar. Pues si sólo Dios fuese el juez, los hombres, ate-
rrados, desesperarían: “Verán venir al Hijo del hombre en una nube” (Luc
21, 27). Ciertamente serán juzgados cuantos son, fueron y serán. Dice el
Apóstol: “Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo, para que
cada quien reciba lo que es debido a su cuerpo, según el bien o el mal que
haya hecho” (2 Cor 5, 10).
105. — Según dice San Gregorio, hay una cuádruple diferencia entre
los que son juzgados. Desde luego, o son buenos o son malos. Pero entre
los malos, algunos, que serán condenados, no serán juzgados, como los
que han rechazado la Fe: sus acciones no serán examinadas, porque, según
Juan 3, 18: “el que no cree ya está juzgado”. Otros, ciertamente, serán
condenados y juzgados, como los fieles que mueren en pecado mortal. Di-
ce el Apóstol en la carta a los Romanos: “El salario del pecado es la muer-
te” (6, 23). Estos, en efecto, no serán excluidos del juicio, a causa de la fe
que tuvieron.
En cuanto a los buenos, algunos, que serán salvos, no serán juzgados:
serán los pobres de espíritu por (amor a) Dios; más bien ellos juzgarán a
otros: “Vosotros que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo
del hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en
doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19, 28): lo cual no
se entiende sólo de los discípulos, sino también de todos los pobres. De
otra manera San Pablo, que trabajó más que los otros, no sería del número
de ellos. Por lo cual debe entenderse también de cuantos siguieron a los
Apóstoles y de los varones apostólicos. Por lo cual dice el Apóstol: “¿Aca-
so no sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?”. Isaías 3, 14: “El Señor
vendrá al juicio con los ancianos y los jefes de su pueblo” (1 Cor 6, 3).
Otros, empero, que mueren en la justicia, serán salvos pero serán juz-
gados. En efecto, aunque murieron justificados, sin embargo en algo falta-
ron en sus ocupaciones temporales, por lo cual serán juzgados pero se sal-
varán.
106. — 3º. Los hombres serán juzgados por todas sus acciones, bue-
nas y malas: “Sigue los impulsos de tu corazón... pero a sabiendas de que
por todo ello te hará venir Dios a juicio” (Eclesiastés 11,9). “Todo cuanto se
hace Dios lo llevará a juicio, por cualquier falta, sea bueno o sea malo”
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(Eclesiastés 12, 14). Aun por las palabras ociosas: “De toda palabra ociosa
que hablen los hombres darán cuenta en el día del juicio” (Mt 12, 36). De
los pensamientos: “Los pensamientos del impío serán examinados” (Sab I,
9).
Y así queda en claro la forma del juicio.
107. — Por cuatro razones debemos temer ese juicio.
En primer lugar por la sabiduría del Juez. Pues lo sabe todo: pensa-
mientos, palabras y obras, porque “todo está patente y descubierto ante sus
ojos”, como se dice en Hebr 4, 13 y en Prov 16, 2: “Todos los caminos del
hombre están patentes a los ojos del Señor”. Y conoce también nuestras
palabras: “Un oído celoso lo escucha todo” (Sab I, 10). Y asimismo nues-
tros pensamientos: “El corazón del hombre es retorcido e inescrutable:
¿quién lo conoce? Yo, el Señor, exploro el corazón, pruebo los riñones pa-
ra dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras” (Jer 17, 9).
Habrá allí testigos infalibles: la propia conciencia de los hombres. Dice el
Apóstol: “...atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que
les acusan y también les defienden en el día en que Dios juzgará las accio-
nes secretas de los hombres” (Rom 2, 15-16).
108. — En segundo lugar, por el poder del Juez, porque por sí mis-
mo es omnipotente: “He aquí que viene el Señor Dios con poder” (Is 40,
10). Es también todopoderoso sobre los otros, porque el conjunto de la
creación estará con El: “Peleará con El el Universo contra los insensatos”
(Sab 5,21); por lo cual decía Job: “Nadie hay que pueda librarse de tus ma-
nos” (10, 7). Y el Salmista dice: “Si hasta los cielos subo, allí estás tú; si
desciendo al infierno, allí te encuentras” (138, 8).
109. — En tercer lugar, a causa de la inflexible justicia del juez. En
efecto, ahora es el tiempo de la misericordia; pero para entonces será so-
lamente el tiempo de la justicia. Por lo cual este tiempo es nuestro, pero
para entonces será sólo la hora de Dios: “En el momento que yo fije, haré
perfecta justicia” (Salmo 74, 3). “El día de la venganza, el celo y furor del
esposo no tendrá miramientos, no escuchará petición alguna, no recibirá en
rescate ni grandes regalos” (Prov 6, 34).
110. — En cuarto lugar, a causa de la cólera del juez. En efecto, de
un modo se les aparece a los justos, porque es dulce y encantador: “Con-
templarán al rey en su belleza” (Is 33, 17); y de otro modo a los malos, tan
airado y cruel, que dirán a las montañas: “Caed sobre nosotros, y escon-
dednos de la ira del Cordero”, como dice el Apocalipsis (6, 16). Pero esta
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ira no quiere decir pasión del ánimo en Dios, sino un efecto de la ira, o sea,
la pena infligida a los pecadores, la cual es eterna: “¡Cuan estrechas serán
las vías de los pecadores el día del juicio! De arriba vendrá el juez airado,
etc.” (Orígenes).
111. — Pues bien, contra ese temor debemos tener cuatro remedios.
El primero consiste en las buenas obras. Dice el Apóstol: “¿Quieres
no temer a la autoridad?” Obra el bien, y obtendrás elogios de ella” (Rom
13, 3).
El segundo es la confesión y la penitencia de los pecados cometidos,
en las cuales debe haber tres cosas, que expían la pena eterna: dolor en el
pensamiento, vergüenza en la confesión y rigor en la satisfacción.
El tercero es la limosna, que todo lo limpia: “Haceos amigos con las
riquezas injustas, para que cuando lleguen a faltar, os reciban en las eter-
nas moradas” (Lucas XVI, 9).
El cuarto es la caridad, esto es, el amor a Dios y al prójimo, porque la
caridad cubre la multitud de los pecados, como se dice en I Pedro 4, 8 y en
Prov 10, 12.

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ARTÍCULO 8

Creo en el Espíritu Santo

112. — Como ya se dijo, el Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así


como el verbo del hombre es una concepción de su inteligencia. Pero a ve-
ces el hombre tiene un verbo muerto: así es cuando el hombre piensa lo
que debe hacer, pero no hay en él la voluntad de hacerlo; como cuando el
hombre cree y no obra, se dice que su fe está muerta (Santiago 2, 26). Pero el
Verbo de Dios está vivo: “Ciertamente es viva la palabra de Dios” (Hebr 4,
12); por lo cual necesariamente Dios tiene en sí voluntad y amor. Por lo
cual dice San Agustín en el libro sobre la Trinidad: “El Verbo del que tra-
tamos de dar una idea es un conocimiento con amor”. Ahora bien, como el
Verbo de Dios es el Hijo de Dios, así el amor de Dios es el Espíritu Santo.
De aquí que el hombre posee al Espíritu Santo cuando ama e Dios: “El
Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5, 5).
113. — Pero hubo algunos que opinando erróneamente acerca del
Espíritu Santo, dijeron que es una crea-tura, que es inferior al Padre y al
Hijo y que era el esclavo y el servidor de Dios. Por lo cual, para rechazar
esos errores, se agregaron cinco palabras en otro símbolo (6) sobre el Espí-
ritu Santo.
114. — Primeramente, que aun cuando hay otros espíritus, los Ange-
les, que sí son servidores de Dios, según aquello del Apóstol: “Todos ellos
son espíritus servidores” (Hebr 1, 14); en cambio, el Espíritu Santo es Se-
ñor: “El Espíritu es Dios” (Juan 4, 24); “El Señor es el Espíritu” (2 Cor 3, 17);
por lo cual donde esté el Espíritu del Señor, allí hay libertad, como se dice
en II Cor 3. Y la razón de ello es que hace amar a Dios y quita el amor al
mundo. Por lo cual se dice: Creo “En el Espíritu Santo, que es Señor”.
115. — En segundo lugar, que la vida del alma consiste en unirse a
Dios, porque Dios mismo es la vida del alma, así como el alma es la vida
del cuerpo. Pues bien, el Espíritu Santo une a Dios por amor, porque El

6 El símbolo de Nicea-Constantinopla.
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mismo es el amor de Dios, y por eso vivifica: “El Espíritu es el que vivifi-
ca” (Juan 6, 64). Por lo cual se dice: “Y vivificante”.
116. — En tercer lugar, que el Espíritu Santo es de la misma subs-
tancia con el Padre y el Hijo; porque como el Hijo es el Verbo del Padre,
así el Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, y por lo mismo pro-
cede del uno y del otro; y así como el Verbo de Dios es de una misma sus-
tancia con el Padre, así también el Amor con el Padre y con el Hijo. Por lo
cual se dice: “Que procede del Padre y del Hijo”. Luego también por esto
consta que no es una criatura.
117. — En cuarto lugar, que es igual al Padre y al Hijo en cuanto al
culto: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en ver-
dad” (Juan 4, 23). “Enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Por lo cual se dice:
“Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración”.
118. — En quinto lugar, lo que prueba que el Espíritu Santo es igual
a Dios es que los Santos Profetas hablaron por Dios. En efecto, es claro
que si el Espíritu no fuese Dios, no se diría que los Profetas hablaran por
Dios. Pero San Pedro dice que “santos hombres de Dios han hablado inspi-
rados por el Espíritu Santo” ( 2 Ped 1, 21). “Me envió el Señor Dios y su
Espíritu” (Isaías 48, 16). Por lo cual aquí se dice: “Que habló por los Profe-
tas”.
119. — Con esto se destruyen dos errores: el error de los Maniqueos,
que dijeron que el Antiguo Testamento no es de Dios, lo cual es falso, por-
que por los Profetas habló el Espíritu Santo. Y también el error de Priscila
y de Montano, que dijeron que los Profetas no hablaron por el Espíritu
Santo, sino como dementes.
120. — Pues bien, del Espíritu Santo provienen para nosotros varia-
dos frutos.
En primer lugar, nos purifica de los pecados. La razón es que a quien
hace una cosa le corresponde rehacerla. Pues bien, el alma es creada por el
Espíritu Santo, porque Dios hace todas las cosas por El. En efecto, amando
su propia bondad es como Dios produce todas las cosas: “Amas todo lo
que existe, y nada de lo que hiciste aborreces” (Sab 2, 25). Dice Dionisio en
el cap. 4 de Los Nombres divinos: “El amor de Dios no le permitió perma-
necer sin vástago”. Es forzoso, pues, que el corazón del hombre destruido
por el pecado sea rehecho por el Espíritu Santo: “Envía tu Espíritu y los
seres serán creados, y renovarás la faz de la tierra” (Salmo 103, 30). Ni es de
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admirar que el Espíritu purifique, porque todos los pecados se perdonan
por el amor: “Sus muchos pecados le son perdonados porque amó mucho”
(Luc 7, 47). “La caridad cubre todos los delitos” (Prov 10, 12). “La caridad
cubre la multitud de los pecados” (1 Pedro 4, 8).
121. — En segundo lugar, ilumina el entendimiento, porque todo lo
que sabemos, lo hemos aprendido del Espíritu Santo: “Pero el Paráclito, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo, y
os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14, 26). “La Unción os ense-
ñará acerca de todas las cosas” (1 Jn 2, 27).
122. — En tercer lugar, el Espíritu Santo nos ayuda y de cierta ma-
nera nos obliga a guardar los mandamientos. En efecto, nadie puede guar-
dar los mandamientos de Dios si no ama a Dios: “Si alguno me ama guar-
dará mi palabra” (Juan 14, 23). Pues bien, el Espíritu Santo nos hace amar a
Dios, por lo cual nos ayuda: “Os daré un corazón nuevo, y en medio de
vosotros pondré un espíritu nuevo; y quitaré de vuestra carne el corazón de
piedra; y os daré un corazón de carne; y pondré mi espíritu en medio de
vosotros; y haré que marchéis según mis preceptos, y observaréis mis leyes
y las practicaréis” (Ezeq 36, 26).
123. — En cuarto lugar, confirma la esperanza de la vida eterna,
porque El es como la prenda de su herencia: “Fuisteis sellados con el Espí-
ritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia” (Efes 1, 13-14).
El es, pues, como las arras de la vida eterna. Y la razón de ello es que la
vida eterna le es debida al hombre en cuanto es hecho hijo de Dios, y viene
a serlo haciéndose semejante a Cristo. Ahora bien, se asemeja uno a Cristo
por poseer al Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo: “No recibisteis
un espíritu de esclavitud para recaer en el temor, sino que recibisteis el Es-
píritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: Abba, Padre. El Espíritu
mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios” (Rom
8, 15-16). “Porque sois hijos de Dios, Dios ha enviado a vuestros corazones
el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre” (Gal 4, 6).
124. — En quinto lugar, nos aconseja en nuestras dudas y nos ense-
ña cuál sea la voluntad de Dios: “El que tenga oídos, oiga lo que el Espíri-
tu dice a las Iglesias” (Apoc 2, 7). “Lo escucharé como a Maestro” (Isaías 50,
4).

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ARTÍCULO 9

En la Santa Iglesia Católica

125. — Así como vemos que en un hombre hay una alma y un cuer-
po, y sin embargo son diversos sus miembros, así la Iglesia Católica es un
cuerpo y tiene diversos miembros. Ahora bien, el alma que vivifica este
cuerpo es el Espíritu Santo. Por lo cual, tras de creer en el Espíritu Santo,
se nos manda creer en la santa Iglesia Católica. Por lo cual, se añade en el
Símbolo: “en la Santa Iglesia Católica”.
Acerca de esto es de saber que la Iglesia es lo mismo que congrega-
ción. Por lo cual la Santa Iglesia es lo mismo que la asamblea de los fieles,
y cada cristiano es como un miembro de esta Iglesia, de la que dice el
Eclesiástico: “Acercaos a mí, ignorantes, y congregaos en la casa de la ins-
trucción” (51, 31).
Pues bien, esta Santa Iglesia posee cuatro cualidades: porque es una,
porque es santa, porque es católica, esto es, universal, y porqué es fuerte y
firme.
126. — En cuanto a lo primero, es de saberse que aunque diversos
herejes han inventado diversas sectas, sin embargo no pertenecen a la Igle-
sia, porque están divididas en partes; pero la Iglesia es una. Cant 6, 8:
“Única es mi paloma, única mi perfecta”.
Ahora bien, de tres cosas proviene la unidad de la Iglesia.
127. — Primero, de la unidad de la fe. En efecto, todos los cristianos
que pertenecen al cuerpo de la Iglesia, creen lo mismo: “Tened todos un
mismo lenguaje, y que no haya escisiones entre vosotros” (1 Cor I, 10). “Un
solo Dios, una fe, un bautismo” (Ef 4, 5).
128. — En segundo lugar, de la unidad de la esperanza, porque todos
han sido afirmados en la misma esperanza de llegar a la vida eterna: “Un
solo cuerpo y un sólo espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido
llamados” (Ef 4, 4).
129. — En tercer lugar, de la unidad de la caridad, porque todos (los
cristianos) se unen en el amor de Dios y entre sí en el amor mutuo: “Yo les
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he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos
uno” (Juan 17, 22). Tal amor, si es verdadero, se manifestará en la mutua
solicitud y en la mutua compasión: “Por la caridad, crezcamos en todo por
aquel que es la cabeza, Cristo: de quien todo el cuerpo recibe trabazón y
cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según
la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento
del cuerpo para su edificación en el amor” (Ef 4, 15-16). Porque cada uno
debe servir al prójimo con la gracia que le ha sido dada por Dios.
130. — Por lo cual nadie debe menospreciar ni sufrir el ser arrojado
y apartado de esta Iglesia; porque no hay más que una Iglesia en la que los
hombres se salven, así como fuera del arca de Noé nadie pudo salvarse.
131. — Acerca de lo segundo es de saberse que hay también otra
congregación, pero es la de los perversos: “Odio la Iglesia de los perver-
sos” (Salmo 25, 5).
Esta es mala. Pero la Iglesia de Cristo es santa: “El templo de Dios es
santo, y vosotros sois ese templo” (1 Cor 3, 17). Por lo cual se dice: (Creo)
“en la Iglesia Santa”.
Los fieles de esta congregación son santificados por tres realidades:
132. — Primeramente, así como una iglesia, al ser consagrada, mate-
rialmente es lavada, así también los fieles han sido lavados en la sangre de
Cristo: “Nos amó, y nos lavó de nuestros pecados en su sangre” (Apoc I, 5).
“Jesús, para santificar con su sangre al pueblo, padeció fuera de la puerta”
(Hebr 13, 12).
133. — En segundo lugar, por la unción: así como una iglesia se un-
ge con aceite, así también los fieles son ungidos con una unción espiritual
para ser santificados: de otra manera no serían cristianos: Cristo, en efecto,
es lo mismo que el Ungido. Pues bien, esta unción es la gracia del Espíritu
Santo: “El que nos ha ungido es Dios” (2 Cor 1,21); “Habéis sido santifica-
dos en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 6, 11).
134. — En tercer lugar por la inhabitación de la Trinidad. Porque
cualquiera que sea, el lugar en que Dios habite es santo: “Verdaderamente
este lugar es santo” (Génesis, 28, 16). “La santidad conviene a tu casa, Se-
ñor” (Salmo 92, 5).
135. — En cuarto lugar por la invocación de Dios: “Tú, Señor, estás
entre nosotros, y por tu Nombre se nos llama” (Jer 14, 9).

50
136. — Por lo tanto, debemos guardarnos de manchar nuestra alma,
que es templo de Dios, por el pecado, después de semejante santificación:
“Si alguno profana el templo de Dios, Dios lo aniquilará” (1 Cor 3, 17).
137. —Acerca de lo tercero es de saber que la Iglesia es católica, o
sea universal: primeramente en cuanto al lugar, porque existe en todo el
mundo, contra lo que dicen los Donatistas: “Vuestra fe es celebrada en el
mundo entero” (Rom I, 8). “Id por todo el mundo, predicad el Evangelio a
todas las creaturas” (Marcos 16, 15). Por lo cual antiguamente Dios era co-
nocido solamente en Judea, y ahora lo es en todo el mundo.
Ahora bien, esta Iglesia tiene tres partes. Una existe en la tierra, otra
en el cielo, y la tercera en el purgatorio.
138. — En segundo lugar, es universal en cuanto a la condición de
los hombres, porque nadie es rechazado, ni señor, ni esclavo, ni hombre, ni
mujer: “Ya no hay ni hombre ni mujer” (Gal 3, 28).
139. — En tercer lugar, es universal en cuanto al tiempo. En efecto,
algunos dijeron que la Iglesia debe durar hasta cierto tiempo. Pero esto es
falso. Porque esta Iglesia empezó en el tiempo de Abel y durará hasta el
final de los siglos: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo” (Mt 28, 20). Pero después de la consumación de los siglos
(la Iglesia) permanecerá en el cielo.
140. — Acerca de lo cuarto debemos saber que la Iglesia es firme.
Se dice que una casa está firme si primeramente tiene buenos cimientos.
Pues bien, el principal fundamento de la Iglesia es Cristo: “Nadie puede
poner otro cimiento que el ya puesto, el cual es Jesucristo” (1 Cor 3, 11).
Fundamento secundario son ciertamente los Apóstoles y su doctrina. Por
eso la Iglesia es firme. Por lo cual, en Apoc XXI se dice que la ciudad te-
nía doce fundamentos, y que estaban escritos en ella los nombres de los
doce Apóstoles. Y por esto se dice que la Iglesia es apostólica. De allí
también que para significar la firmeza de esta Iglesia, Pedro ha sido nom-
brado su cabeza.
141. — En segundo lugar es patente la solidez de la casa, si sacudida
no puede ser destruida. Ahora bien, la Iglesia nunca puede ser destruida:
— Ni por los perseguidores; al contrario, en el tiempo de las persecu-
ciones más creció, y perecieron los que la perseguían y los que ella misma
combatía: “Aquel que cayere sobre esta piedra se estrellará y aquel sobre
el cual ella cayera, será aplastado” (Mt 2 1, 44);

51
— Ni por los errores, pues cuantos más errores sobrevengan, tanto
mejor se manifiesta la verdad: “Hombres de mente corrompida; réprobos
en cuanto a la fe; pero no progresarán más” (2 Tim 3, 8);
— Ni por las tentaciones de los demonios. En efecto, la Iglesia es
como una torre, en la cual se refugia cual quiera que lucha contra el diablo:
“El nombre del Señor es una torre fortísima” (Prov 18, 10). Por lo cual el
diablo se esfuerza principalmente por destruirla; pero no prevalece, porque
el Señor dijo: “Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Ma-
teo16, 18), como diciendo: te harán la guerra, pero no te vencerán.
De aquí que solamente la Iglesia de Pedro (de la que vino a formar
parte toda Italia, cuando los discípulos fueron enviados a predicar) siempre
fue firme en la fe. Y mientras en otras partes o es nula la fe, o está mezcla-
da con muchos errores, la Iglesia de Pedro, en cambio, se robustece en la
fe y limpia está de los errores. Y no es de admirar, porque el Señor dijo a
Pedro: “Yo he rogado por ti, Pedro, para que no desfallezca tu fe” (Lucas
22, 32).

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ARTÍCULO 10

La comunión de los santos, la remisión de los pecados

142. — Así como en el cuerpo natural la acción de un miembro re-


dunda en beneficio de todo el cuerpo, así también en el cuerpo espiritual, o
sea, en la Iglesia. Y como todos los fieles son un solo cuerpo, el bien de
uno es comunicado al otro: “Todos somos miembros los unos de los otros”
(Rom 12, 5). De aquí que entre otros artículos de fe que los Apóstoles nos
transmitieron está el de que hay en la Iglesia comunión de bienes, lo cual
es lo que se llama “La comunión de los santos”.
143. — Pero entre los miembros de la Iglesia, el miembro principal
es Cristo, porque El es la cabeza: “Dios lo dio por cabeza a toda la Iglesia,
que es su Cuerpo” (Ef 1, 22-23). En consecuencia, los bienes de Cristo son
comunicados a todos los cristianos, como la virtud de la cabeza lo es a to-
dos los miembros. Y tal comunicación se efectúa mediante los Sacramen-
tos de la Iglesia, en los cuales obra la virtud de la pasión de Cristo, la cual
obra para conferir la gracia para la remisión de los pecados.
144. — Pues bien, estos Sacramentos de la Iglesia son siete. El pri-
mero es el bautismo, que es cierta regeneración espiritual. En efecto, así
como el hombre no puede tener la vida carnal si no nace carnalmente, de la
misma manera, no puede poseer la vida espiritual, o de la gracia, si no re-
nace espiritualmente. Pues bien, este nacimiento se opera por el bautismo.
Juan 3, 5: “El que no renazca del agua y del Espíritu Santo no puede entrar
en el reino de Dios”.
Y es de saberse que así como el hombre no nace sino una sola vez,
así también sólo una vez es bautizado, por lo cual los santos (Padres) agre-
garon: “Confieso que hay un solo bautismo”.
La virtud del bautismo, en efecto, consiste en que limpia de todos los
pecados, tanto en cuanto a la falta como en cuanto a la pena. Y por eso no
se impone penitencia alguna a los bautizados, por grandes pecadores que
hayan sido; y si muriesen inmediatamente después del bautismo, al instan-
te volarían a la vida eterna. De aquí que aunque solamente los sacerdotes

53
bautizan en virtud de su cargo, sin embargo, en caso de necesidad, cual-
quier persona puede bautizar, aunque guardando la forma del bautismo, la
cual es ésta: “Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Es-
píritu Santo”.
Pues bien, este Sacramento toma su virtud de la pasión de Cristo:
“Todos nosotros que hemos sido bautizados en Jesucristo, en su muerte
fuimos bautizados”. Por lo cual, así como Cristo estuvo tres días en el se-
pulcro, así también se hace una triple inmersión en el agua.
145. — El segundo Sacramento, es la Confirmación. Así como en
los que nacen corporalmente, las fuerzas son necesarias para obrar, así
también, a los que renacen espiritualmente les es necesario el vigor del Es-
píritu Santo. Por lo cual a fin de que fueran fuertes, los Apóstoles recibie-
ron el Espíritu Santo después de la Ascensión de Cristo: “Vosotros perma-
neced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lucas
24, 49).
Pues bien, este vigor se confiere en el Sacramento de la Confirma-
ción. Por lo cual aquellos que tienen niños a su cargo deben ser muy solíci-
tos en que sean confirmados, porque con ¡a Confirmación se confiere una
gran gracia. Y en caso de muerte, tiene mayor gloria el confirmado que el
no confirmado, porque aquél posee más gracia.
146. — El tercer Sacramento es la Eucaristía. Así como en la vida
corporal, después de nacer y de adquirir fuerzas el hombre, le es necesario
el alimento, para conservarse y sustentarse, así en la vida espiritual, des-
pués de haber recibido el vigor le es necesario el alimento espiritual, el
cual es el Cuerpo de Cristo: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y
no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan 6, 54). Por lo cual,
conforme al mandato de la Iglesia cada cristiano cuando menos una vez al
año debe recibir el Cuerpo de Cristo, pero dignamente y con pureza, por-
que “el que come y bebe indignamente”, o sea, con conciencia de pecado
mortal del que no se ha confesado, o sin proponerse no abstenerse de él,
“come y bebe su propia condenación” (1 Cor I 1, 29).
147. — El cuarto Sacramento es la Penitencia. En efecto, en la vida
corporal ocurre que si alguien enferma y no se medicina, muere, y lo mis-
mo el que en la vida espiritual enferma por el pecado. Por lo cual es nece-
saria la medicina para recuperar la salud. Y esa medicina es la gracia que
se confiere en el Sacramento de la Penitencia: “El que todas tus ini-
quidades perdona, el que sana todas tus dolencias” (Salmo 102, 3).
54
Ahora bien, en la penitencia debe haber tres actos: contrición, que es
el dolor del pecado con el propósito de abstenerse de él: la confesión ínte-
gra de los pecados; y la satisfacción, mediante buenas obras.
148. — El Quinto Sacramento es la Extrema Unción. En efecto, en
esta vida hay muchos impedimentos para que el hombre pueda conseguir
perfectamente la purificación de los pecados. Y como no puede entrar a la
vida eterna nadie que no esté bien purificado, se hizo necesario otro Sa-
cramento por el que el hombre le purificara de sus pecados, se librara de su
debilidad y se preparara a entrar al reino de los cielos. Y este es el Sacra-
mento de la Extrema Unción. Y el que no siempre cure corporalmente se
debe a que quizá no convenga para la salvación del alma: “¿Se enferma
alguien entre vosotros? Que llame a los presbíteros de la Iglesia, y que és-
tos oren sobre él, ungiéndole con óleo en nombre del Señor. Y la oración
de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará; y si estuviere con peca-
dos, le serán perdonados” (Santiago 5, 14-15).
149. — Queda en claro, pues, que por los cinco Sacramentos ya di-
chos, se tiene perfección de vida. Pero como es necesario que esos Sacra-
mentos sean conferidos por determinados ministros, fue igualmente nece-
sario el Sacramento del Orden, por cuyo ministerio se dispensan esos Sa-
cramentos. Y no hay qué considerar la vida de ellos si a veces caen en el
mal, sino el poder de Cristo, por el cual tienen su eficacia esos Sacra-
mentos, de los que ellos mismos son los dispensadores: “Que los hombres
nos miren como los ministros de Cristo, y como los dispensadores de los
misterios de Dios” (1 Cor 4, I). Y este es el Sexto Sacramento, o sea, el del
Orden.
150. — El Séptimo Sacramento es el Matrimonio, en el que si lim-
piamente viven, los hombres se salvan, y pueden vivir sin pecado mortal.
A veces los esposos incurren en pecados veniales cuando su concu-
piscencia no cae fuera de los bienes del matrimonio; porque si cae fuera de
esos bienes, incurren en pecado mortal.
151. — Pues bien, por estos siete Sacramentos, conseguimos el per-
dón de los pecados. Por lo cual aquí se agrega: “Creo en la remisión de los
pecados”.
152. — También por esto les ha sido dado a los Apóstoles el perdo-
nar los pecados. Por lo cual se debe creer que los ministros de la Iglesia a
los cuales les ha sido transmitida tal potestad por los Apóstoles, y a los
Apóstoles por Cristo, tienen en la Iglesia la potestad de ligar y de desligar,
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y que en la Iglesia es plena la potestad de perdonar los pecados, pero por
grados, o sea, por el Papa para los otros prelados.
153. — Pero es de saberse también que no sólo la virtud de la pasión
de Cristo se nos comunica, sino también el mérito de la vida de Cristo. Y
cuantos bienes hicieron todos los santos se comunican a los que viven en
la caridad, porque todos son uno: “Yo tengo participación con todos los
que te temen” (Salmo 118, 63). Por lo cual el que vive en la caridad es partí-
cipe de todo el bien que se hace en el mundo entero; pero más especial-
mente aquellos por los que especialmente se hace algo bueno. Porque uno
puede satisfacer por otro, como consta por los bienes espirituales a los que
numerosas congregaciones admiten a algunos.
154. — Así pues, por esta comunión conseguimos dos cosas: la pri-
mera, que el mérito de Cristo se comunique a todos; la otra, que el bien de
uno se comunique al otro. De aquí que los excomulgados, por estar fuera
de la Iglesia, no participan de ninguno de los bienes que se hacen, lo cual
es una pérdida mayor que la pérdida de cualquier cosa temporal. Pero hay
además otro peligro: porque consta que por los dichos derechos (a partici-
par de los bienes espirituales), se impide que el diablo nos pueda tentar.
Por lo cual cuando alguien queda excluido de esos derechos el diablo más
fácilmente lo vence. Por eso en la primitiva Iglesia, cuando era excomul-
gado, al instante el diablo lo vejaba corporalmente.

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ARTÍCULO 11

La resurrección de la carne

155. — No sólo santifica el Espíritu Santo la Iglesia en cuanto a las


almas, sino que por su virtud resucitarán nuestros cuerpos: “Creemos en
Aquel que resucitó de entre los muertos, Jesucristo Señor Nuestro” (Rom 4,
24). “Porque habiendo venido por un hombre la muerte, también por un
hombre viene la resurrección de los muertos” (Cor 15, 21). Por lo cual
creemos, conforme a nuestra fe, en la futura resurrección de los muertos.
156. — Cuatro cosas se pueden considerar acerca de esto.
La primera es la utilidad que proviene de la fe en la resurrección. La
segunda son las cualidades de los resucitados, en cuanto a todos en gene-
ral. La tercera, cuáles serán las cualidades de los buenos. La cuarta, en
cuanto a los malos en especial.
157. — Acerca de lo primero debe saberse que de cuatro maneras
nos son útiles la fe y la esperanza de la resurrección.
En primer lugar, para que desaparezca la tristeza que abrigamos por
los muertos. Es ciertamente imposible que el hombre no se duela por la
muerte de un ser querido; pero por esperar su resurrección, mucho se mo-
dera el dolor de su muerte: “Hermanos, no queremos que estéis en la igno-
rancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los de-
más, que no tienen esperanza” (1 Tes 4, 13).
158. — En segundo lugar, se suprime el temor a la muerte. Porque si
el hombre no espera otra vida mejor después de la muerte, indudablemente
debe ser muy temida la muerte, y el hombre debería hacer cualquier mal
con tal de no tropezar con la muerte. Pero como creemos que hay otra vida
mejor, a la cual llegaremos después de la muerte, es claro que nadie debe
temer la muerte, ni por temor a la muerte hacer algún mal: “para aniquilar
por la muerte al señor de la muerte, esto es, al diablo, y libertar a cuantos,
por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hebr 2,
14-15).

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159. — En tercer lugar, nos hace solícitos y atentos en hacer el bien.
Pues si la vida del hombre fuese tan sólo esta en que vivimos, no habría en
los hombres gran aplicación en obrar bien, porque cualquier cosa que hi-
ciesen sería poca cosa por no ser su anhelo por un bien limitado conforme
a un tiempo determinado sino por la eternidad. Pero como creemos que,
por lo que aquí hacemos, recibiremos los bienes eternos en la resurrección,
tratamos de obrar bien: “Si solamente para esta vida tenemos puesta nues-
tra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres”
(1 Cor 15, 19).
160. — En cuarto lugar, nos aparta del mal. En efecto, así como la
esperanza del premio incita a obrar bien, así también el temor a la pena,
que creemos se reserva para los malos, nos aparta del mal: “Y los que ha-
yan hecho el bien resucitarán para la vida; pero los que hayan hecho el
mal, para la resurrección de condenación” (Juan 5, 29).
161. — Acerca de lo segundo debemos saber que en cuanto a todos
habrá una cuádruple condición.
La primera es en cuanto a la identidad de los cuerpos que resucitarán.
Porque el mismo cuerpo que ahora es, con su carne y sus huesos resucita-
rá, aunque algunos dijeron que este cuerpo que ahora se corrompe no resu-
citará, lo cual es contra lo que dice el Apóstol: “En efecto, es necesario que
este ser corruptible se revista de incorruptibilidad” (1 Cor 15, 53). Y la Sa-
grada Escritura dice que por el poder de Dios el mismo cuerpo resurgirá a
la vida: “De nuevo seré recubierto con mi piel, y con mi carne veré a Dios”
(Job 19, 26).
162. — La segunda condición será en cuanto a la cualidad, porque
los cuerpos de los resucitados serán de cualidad distinta de la que ahora
son: porque lo mismo en cuanto a los bienaventurados que en cuanto a los
malos, los cuerpos serán incorruptibles, porque los buenos estarán siempre
en la gloria, y los malos siempre en sus tormentos: “Es necesario que este
ser corruptible se revista de incorruptibilidad, y que este ser mortal se re-
vista de inmortalidad” (1 Cor 15, 53). Y como el cuerpo será incorruptible e
inmortal, no habrá uso de alimentos ni de unión sexual: “En la resurrec-
ción no se tomará ni mujer ni marido, sino que serán como los ángeles de
Dios en el cielo” (Mt 22, 30). Y esto es contra lo que dicen judíos y sarrace-
nos: “No volverá más a su casa” (Job 7, 10).
163. — La tercera condición es en cuanto a la integridad, porque to-
dos, buenos y malos, resucitarán con toda la integridad que pertenece a la
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perfección del hombre; así es que no habrá allí ni ciego ni cojo, ni defecto
alguno: “Los muertos resucitarán incorruptibles” (1 Cor 15, 52), esto es, sin
que puedan padecer las actuales corrupciones.
164. — La cuarta condición es en cuanto a la edad, porque todos re-
sucitarán en la edad perfecta, o sea, de treinta y tres o treinta y dos años.
La razón de ello es que los que no llegaron a ella no tienen la edad per-
fecta, y los ancianos la pasaron ya, por lo cual a los jóvenes y a los niños
se les agrega los que les falta, y a los ancianos se les restituye: “Hasta que
lleguemos todos al estado de hombre perfecto, a la medida de la edad de la
plenitud de Cristo” (Ef 4, 13).
165. — Acerca de lo tercero debemos saber que en cuanto a los bue-
nos será una gloria especial, porque los santos tendrán cuerpos glorificados
en los que habrá una cuádruple condición.
La primera es la claridad: “Los justos brillarán como el sol en el
Reino de su Padre” (Mt 13, 43). La segunda es la impasibilidad: “Se siem-
bra (el cuerpo) en la vileza, y resucitará en la gloria” (1 Cor 15, 43); “Enju-
gará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte ni habrá
llanto, ni gemidos, ni dolor porque el primer estado habrá pasado” (Apoc
21,4). La tercera es la agilidad: “Los justos resplandecerán, se propagarán
como chispas en rastrojo” (Sab 3,7). La cuarta es la sutileza: “Se siembra un
cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” (I Cor 15, 44); no que sea
completamente espíritu, sino que estará totalmente sujeto al espíritu.
166. — Acerca de lo cuarto debemos saber que la condición de los
condenados será contraria a la condición de los bienaventurados, porque
en ellos habrá un castigo eterno, en el cual se dará una cuádruple mala
condición. En efecto, sus cuerpos serán oscuros: “Son los suyos rostros
calcinados” (Isaías 13, 8). Además, serán pasibles, aunque nunca se corrom-
perán, porque arderán eternamente en el fuego y nunca serán consumidos:
“Su gusano no morirá, su fuego no se apagará” (Isaías 66, 24). Además, se-
rán pesados, pues sus almas estarán allí como encadenadas: “Para trabar
con grillos a sus reyes” (Salmo 149, 8). Además, sus almas y sus cuerpos se-
rán de cierta manera carnales: “Se pudrirán las bestias de carga en sus in-
mundicias” (Joel 1, 17).

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ARTÍCULO 12

Y en la vida eterna. Amén.

167. — Conviene que como término de todos nuestros deseos, esto


es, la vida eterna, se nos proponga ese final, en el Símbolo, a los creyentes,
diciendo: “Y en la vida eterna. Amén”. Contra lo cual están los que asien-
tan que el alma muere con el cuerpo. Si esto fuese verdadero, el hombre
sería de la misma condición de los brutos. “El hombre opulento no entien-
de; a las bestias irracionales se parece” (Salmo 48, 21). En efecto el alma
humana se asemeja a Dios por la inmortalidad; pero por parte de la sensua-
lidad se asemeja a las bestias. Por lo tanto el que crea que el alma muere
con el cuerpo, se aparta de la semejanza con Dios y se equipara a las bes-
tias: “No esperan recompensa para la justicia, ni creen en el premio de las
almas santas. Porque Dios creó al hombre inmortal, y le hizo a imagen de
su misma naturaleza” (Sabiduría 2, 22-23).
168. — Lo primero que se debe considerar en este artículo es qué
clase de vida sea la vida eterna. Acerca de esto debemos saber: a) que en la
vida eterna lo primero es que el hombre se une a Dios. Porque Dios es el
premio y el fin de todos nuestros trabajos: “Yo soy tu protector, y tu pre-
mio será muy grande” (Sen 15, 1).
Pues bien, esa unión consiste en la visión perfecta: “Ahora vemos
como en un espejo, y en enigma; pero entonces veremos a Dios cara a ca-
ra” (1 Cor 13, 12).
También consiste en la suma alabanza. Dice San Agustín en La Ciu-
dad de Dios: “Veremos, amaremos y alabaremos” (cap. 22). E Isaías: “Re-
gocijo y alegría se encontrarán en ella, acción de gracias y voces de ala-
banza” (51,3).
169. — Consiste también en la perfecta satisfacción del deseo. En
efecto, allí poseerá cada bienaventurado más de lo deseado y esperado.
Y la razón de ello es que en esta vida nadie puede satisfacer su deseo,
ni jamás nada creado sacia el anhelo del hombre. Porque sólo Dios lo sacia
y lo excede de manera infinita, por lo cual el hombre no descansa sino en
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Dios, como dice San Agustín en sus Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para
ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti” (libro I). Y
como los santos poseerán en la patria a Dios perfectamente, es claro que
será saciado el deseo de ellos, y aun su gloria lo excederá Por lo cual dice
el Señor: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mateo 25, 21). Y San Agustín:
“Todo el gozo no cabrá en los gozosos, pero todos los gozosos entrarán en
el gozo”. “Me saciaré cuando aparezca vuestra gloria” (Salmo 16, 15). “El
que harta de bienes tu deseo” (Salmo 102, 5).
170. — Cuanto es deleitable se halla allí superabundantemente. En
efecto, si se antojan gozos, allí habrá el sumo y perfectísimo gozo, porque
será del sumo bien, esto es, de Dios: “Pondrás entonces totalmente en el
Omnipotente tus delicias” (Job 22, 26). “A tu derecha delicias para siempre”
(Salmo 15, 11).
Además, si se apetecen los honores, allí los habrá todos. Los hombres
desean principalmente ser reyes, los seglares, y obispos, los clérigos. Y
una y otra cosa serán allí: “Has hecho de nosotros reyes y sacerdotes para
nuestro Dios” (Apoc 5, 10). “He aquí que son contados entre los hijos de
Dios” (Sab 5, 5).
Además, si se apetece ciencia, allí la habrá perfectísima, porque todas
las naturalezas de las cosas y toda verdad, y cuanto queramos conocere-
mos, y cuanto queramos poseer lo poseeremos allí con esa vida eterna:
“Con ella me vinieron a la vez todos los bienes” (Sab 7, 2). “Al justo se le
dará lo que desee” (Prov 10, 24).
171. — En tercer lugar (la vida eterna) consiste en una seguridad
perfecta. En efecto, en este mundo no hay seguridad perfecta, porque cuan-
to más posee alguien y más sobresale, más cosas teme y de más cosas ca-
rece; pero en la vida eterna no hay ni tristeza, ni trabajo, ni temor: “Gozará
de la abundancia, sin temer mal alguno” (Prov 1, 33).
172. — En cuarto lugar, consiste en la gozosa sociedad de todos los
bienaventurados, sociedad que será sumamente deleitable, porque cada
quien tendrá todos los bienes con todos los bienaventurados. Porque amara
a cada uno como a sí mismo, por lo cual gozará por el bien del otro como
de su propio bien. Lo cual hace que aumente tanto la alegría y el gozo de
cada uno cuanto es el gozo de todos: “Es un gran gozo para todos el habi-
tar en ti” (Salmo 86, 7).

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173. — Todo lo que se ha dicho y otras muchas cosas inefables po-
seerán los santos en la patria. En cambio los malos, que estarán en la muer-
te eterna, no tendrán menos dolor y daño que los buenos gozo y gloria.
174. — En efecto, aumenta la pena de ellos, en primer lugar por la
separación de Dios y de todos los buenos. Y esta pena es la de daño, que
corresponde a su aversión (a Dios), y tal pena es mayor que la pena del
sentido: “A ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores” (Mt 25, 30).
En efecto, en esta vida los malos viven en tinieblas interiores, las del peca-
do; pero para entonces estarán también en tinieblas exteriores.
En segundo lugar, por el remordimiento de la conciencia: “Te re-
prenderé y te pondré ante tu rostro” (Salmo 49, 21). “Gimiendo con la an-
gustia en el alma” (Sab 5, 3). Y sin embargo, esos sufrimientos y gemidos
serán inútiles, porque no serán por odio al mal sino por el dolor del casti-
go.
En tercer lugar, por la inmensidad del castigo sensible, esto es, del
fuego del infierno, que torturará alma y cuerpo, el más terrible de los cas-
tigos, como dicen los santos; y estarán como si siempre murieran, y nunca
muertos ni podrán morir, por lo cual se llama muerte eterna, porque como
el que muere se halla en la amargura del sufrimiento, así también los que
estén en el infierno: “Como ovejas son colocados en el infierno: la muerte
los devora” (Salmo 48, 15).
En cuarto lugar, por no tener esperanzas de salvación. En efecto, si se
les diera esperanza de la liberación de sus penas, se mitigaría su castigo;
pero como se les priva de toda esperanza, su castigo se vuelve gravísimo:
“Su gusano no morirá, su fuego no se apagará” (Isaías 66, 24).
175. — De esta manera es clara la diferencia entre bien y mal obrar,
porque las buenas obras conducen a la vida, y en cambio las malas arras-
tran a la muerte. Por lo cual los hombres deberían hacer volver estas cosas
a la memoria con frecuencia, porque así serán excitados al bien y se apar-
tarán del mal. Por lo cual expresamente se dice al final de todo: “En la vida
eterna”, para que siempre se grabe mejor en nuestra memoria. Que a esa
vida nos conduzca Nuestro Señor Jesucristo, Dios bendito por los siglos de
los siglos.
Amén.

FIN
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