Benyakar - Cap II y VII
Benyakar - Cap II y VII
Benyakar - Cap II y VII
ENTORNOS DISRUPTIVOS
Moty Benyakar
No hay tregua para el ser humano. La locura y el caos adueñados del mundo,
que inspiraran a Jean-Paul Sartre su celebérrima frase “el infierno es los otros”,
no sólo no terminó en 1945 sino que continuó, diseminándose, multiplicándose,
asumiendo nuevos rostros cada vez más terribles y destructivos a la vez que
subrepticios e insidiosos. El conspicuo existencialista francés puso la frase en
boca de uno de los personajes de su obra A puerta cerrada, escrita en 1944, el
mismo año en que los aliados desembarcaban en Provenza y Normandía y
liberaban París. Había imaginado como escenario para la obra -a la que primero
había llamado Los otros- un sótano que servía de refugio antiaéreo, un espacio
circular sin ventanas ni puertas. Luego desechó la idea del refugio y conservó,
como el título lo indica, la del encierro pero por toda la eternidad. A puertas
cerradas, sin salida para ninguno de los tres personajes, cada uno se convierte en
el “verdugo” del otro. Y aunque para Sartre ésta sea la condena por haber
resignado cada uno su libertad, por haberse rendido a la alienación, el contexto
en el que produjo la obra invita a otra lectura.
Eran tiempos de campos de concentración y de desarrollo de una ingeniería
de la muerte para el exterminio de poblaciones civiles inermes, cuidadosamente
organizado, con el objeto de obtener un máximo de eficiencia con un mínimo de
costo. El infierno sartreano expresa el desconcierto, el miedo, la desconfianza y
41
una suma de estados psicológicos diversos asolando el alma de muchos europeos
ante el espectáculo de sus países devastados por imperio de la “trivialidad del
mal” (Arendt, 1999). La angustia sartreana se aleja de la de su maestro, para
quien el origen de este sentimiento era la confrontación del individuo con la
nada y con la imposibilidad de encontrar una justificación última para las
elecciones que deba hacer. Sartre, en cambio, “puebla” la nada de rostros
humanos y reserva la palabra ‘náusea’ para la confrontación del individuo con la
contingencia del universo, y la palabra ‘angustia’ para el reconocimiento de la
libertad total de elección, a la que el hombre hace frente, en cada momento.
“Condenado a la libertad” y a la responsabilidad, en un mundo sin sentido, sin
finalidad, otorga al futuro la condición de indefinido y amenazante. Para Sartre
no hay garantías y el conocimiento no alcanza para asegurar el soporte adecuado
y necesario. Sólo queda asumir, plenamente, el yugo de la libertad, que obliga a
cada uno a “construirse a sí mismo a cada instante”. Luego, el presente, los
demás, uno mismo, el medio, resultan tan peligrosos e inciertos como el futuro
que, con su falta de sentido, niega al hombre toda posibilidad de proyección.
Las dos guerras mundiales, la crisis de 1929, Hiroshima, Vietnam, las
hambrunas en África, el exterminio nazi, los gulags soviéticos, nos enseñaron
que la incertidumbre y la angustia son sentimientos que nos acompañan desde y
para siempre. Y, que los caminos posibles para lograr dominarlos pueden
conducirnos a lo mejor y a lo peor de lo que los humanos somos capaces. La
humanidad aprendió, de una vez y para siempre, que el infierno le es
consustancial y convive, con y en nosotros, unas veces agazapado y otras,
mostrando sin pudor alguno toda su ferocidad. Pero también aprendimos que
forma parte de nuestra condición humana la búsqueda obstinada de
trascendencia, de valores superiores sobre los cuales erigir certezas pacificadoras
aunque sepamos que el intento sólo habrá de conducirnos ante nuevas
incertidumbres (Viñar, 2001; Benyakar, 2001c).
La necesidad y el afán por comprender la capacidad de mal que tenemos los
seres humanos así como la vocación de aliviar el sufrimiento de los individuos
tiene en Freud su exponente más admirable. Su compromiso con la época, el
impacto de lo social en él, se trasuntan en muchas de sus obras en las que enlaza
aportes teóricos con reflexiones acerca de la realidad política y social de su
tempo. Así, en “La transitoriedad”, un artículo de noviembre de 1915, el maestro
asocia su teoría del duelo con los sentimientos que le produce la guerra. Y en
Más allá del principio del placer, de 1920, vincula la idea de trauma -
inicialmente definida como “la consecuencia de una extensa herida en la barrera
protectora de estímulos”, con la ferocidad de los eventos sociales acaecidos
durante su vida. Estos eventos y los que se sucedieron alentaron innumerables
aportes que se agregaron a este concepto que, sin embargo, en nuestros tiempos
resulta insuficiente, tanto en relación con los propósitos de comprender la
capacidad de mal como de aliviar el sufrimiento.
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efectos que contribuyen con la producción de nuevas distorsiones y el
reforzamiento y la difusión del entorno disruptivo. Veamos algunos ejemplos.
1) Infierno en la torre se llamó la película que anticipó increíblemente las
imágenes que herirían de muerte la nunca hasta entonces cuestionada e
incuestionable sensación de seguridad del pueblo estadounidense. El
secuestro de dos aviones comerciales con todos sus pasajeros a bordo para ser
convertidos en verdaderos “misiles humanos” que impactaron sobre las
Torres Gemelas de Nueva York, instaló un antes y un después en la vida de la
mayor potencia mundial. No sólo transformó los diversos sentimientos
despertados por la ficción en un miedo concreto y maligno sino que también
convirtió a un medio de transporte masivo y cotidiano y a los edificios donde
trabaja la gente en fuentes de peligros mortales. El ataque irrumpió en la
representación que los ciudadanos de Estados Unidos tenían de sí mismos,
desbaratándola. La herida resultante hizo “saber” al pueblo estadounidense
que el “demonio del terrorismo” se había trasladado desde unas lejanas
comarcas al corazón mismo de las tierras norteamericanas (Stern, 2001). Los
impactos sobre las Torres Gemelas y el Pentágono y un tercer episodio, el
“fallido” intento de ataque, supuestamente a Camp David, cuyo real
acontecer nunca quedó claramente esclarecido, desataron una cantidad de
fantasías persecutorias a las que, en virtud de su contenido, un columnista de
The New York Times Magazine no dudó en calificar de “morbosas”.1 La
población confirmó, entonces, que su cuerpo social había sido “infectado”
por gérmenes potencialmente mortíferos y este conocimiento fue lo
suficientemente efectivo como para hacer que el pueblo más poderoso de la
tierra comenzara a sentirse vulnerable, a merced de lo desconocido, sumido
en la incertidumbre y el terror (Susser, Herman y Aaron, 2002; Corradi,
2002).
2) Un ser humano se autoinmola, convertido en “bomba humana”, y hace “volar
por los aires” un centro comercial con cientos de personas en su interior. No
sólo siega vidas inocentes y causa daños materiales sino que modifica la
relación de las personas con su medio y, de este modo, la percepción que
tienen de la vida misma. ¿Cómo distinguir, entre los cientos de personas que
transitan a nuestro lado, por la puerta de nuestra casa, a la que -en cualquier
1
Véase Bill Keller, “Nuclear Nightmares”, en The New York Times Magazine,
26 de mayo de 2002.
momento- podrá hacer explotar una bomba matando indiscriminadamente?,
¿qué mueve a inmolarse a alguien como ese individuo que esta mañana viajó
conmigo en el mismo ómnibus?, ¿qué pasión lo llevó a cometer un acto tan
tremendo?, ¿hasta dónde podríamos llegar los hombres una vez atravesadas
las barreras psíquicas y morales que nos autolimitan para matarnos los unos a
los otros, a quiénes y por qué?, ¿cómo se forja esa ideología, a través de la
cual algunos seres humanos logran concebir estos hechos, justificarlos y
hasta convertirlos en un recurso posible?
Acicateadas por el miedo y el desconcierto, empujadas a buscar nuevas
formas de protegerse, las personas que se saben posibles “blancos” de la
locura terrorista renuncian a ciertos hábitos primero y a valores después,
iniciando una cadena de cambios individuales, de los cuales algunos ni
siquiera les resultan conscientes. Si el paso del tiempo permite un relativo
aflojamiento de la tensión, cada tanto ocurrirá algún suceso bestial que le
recuerde a la población que la amenaza es inexorable y que reinstale en ella
el miedo de ir a un cine, de enviar a un hijo a una guardería, de subirse a un
transporte colectivo, ya que cualquiera de esos actos triviales e
imprescindibles puede costarles la vida. Convivir con la posibilidad de sufrir
un ataque terrorista mina las certezas más básicas de las personas y genera en
ellas una tensión constante, que confisca la atención que debería prestarse a
las rutinas y los problemas cotidianos. Las restricciones que la población se
autoimpone, sin embargo, no logran el efecto apaciguador buscado y la
intranquilidad toma la forma de una duda que no puede responderse: la
pregunta que se impone no es si se hace lo suficiente para proteger la vida
propia y la de los hijos sino si existe alguna precaución que resulte
“suficiente”.
3) “Corralito” o “corralón” designó el huis clos, la puerta cerrada, el encierro
económico que convirtió la vida cotidiana de los argentinos en un infierno de
características absolutamente inéditas. De un día para otro, el propio Estado
transgredía la ley y violaba un derecho humano considerado sagrado por la
declaración universal de 1789: la propiedad privada. Nadie que tuviera su
dinero depositado en algún banco pudo disponer libremente de él ni confiar
en que, alguna vez, lo habría de recuperar. De un minuto para el otro, ir al
supermercado, pagar los impuestos, cobrar el sueldo, se convirtieron en
empresas casi imposibles (Garzarelli, 2002). Hubo “bancarización”2
2
La novedad de la situación se tradujo en la cantidad de neologismos y metáforas que la
gente y el propio gobierno acuñaron para hacer referencia a hechos desconocidos hasta
45
obligatoria para todo el mundo. Aun para quien, sin saber leer ni escribir,
comenzaría a recibir su paga a través de un cajero automático. Ese viernes 2
de diciembre de 2001 por la noche millones de argentinos sintieron estallar
sus cabezas. A partir de allí, los cambios institucionales y de reglas se
sucedieron vertiginosa y dramáticamente. Pasó más de un año y la población
aún no puede salir totalmente del estupor. Hubo caída dramática del consumo
y de los puestos de trabajo, y desmantelamiento de hospitales y escuelas. Las
condiciones de marginalidad crecientes, que ya venían manifestándose en el
conjunto de la población, se hicieron cuerpo en los mendigos atestando las
calles, revolviendo la basura en busca de comida para llevar a sus familias,
transportando desechos recuperados en carretillas movidas por tracción
humana. Cambió el paisaje social en un país cuya identidad tuvo como uno
de sus rasgos más distintivos el de disponer de “fuentes inagotables de
riquezas”, ser el “granero del mundo” y tener un “destino de grandeza”. Las
restricciones al tradicional acceso generalizado y gratuito a la educación y a
la salud, sumadas a la falta de empleo, comenzaron a tocar entonces a la clase
media misma, muchos de cuyos miembros debieron abandonar sus casas por
la imposibilidad de seguir pagando las cuotas o simplemente los gastos de
expensas. El descenso social del sector más extenso y representativo de la
sociedad argentina hace decir a sus miembros: “Ya no soy el que fui ni podré
ser el que quise ser. Más aún, me pregunto, ¿qué será de mí? ¿Qué será de
este país?”.
Los dos primeros ejemplos revelan que el efecto devastador de las
situaciones disruptivas se debe menos a la destrucción física que suele
acompañarlos que al estado subjetivo que imponen en las poblaciones en las que
inculcan el sentimiento de vivir bajo intimidaciones generalizadas y crónicas que
atentan contra la existencia misma. Tanto es el valor simbólico del
acontecimiento en sí que instala las amenazas, y éstas no necesitan hacerse
realidad para tener consecuencias desastrosas sobre las representaciones
sociales, el psiquismo de las personas y las relaciones interpersonales. En efecto,
las amenazas que socavan las certezas primeras -esos cimientos mudos sobre los
que se erige la vida cotidiana- desbaratan nuestra capacidad de pensar y tornan
ineptas a las instituciones sociales que deben brindarnos protección.
Al poder desorganizador de las amenazas sobre los directamente afectados se
suma el hecho de que, en virtud de los medios masivos de comunicación, sus
efectos se diseminan y multiplican ampliando el número de comunidades
expuestas al temor, al desconcierto, a las vivencias de frustración y desamparo.
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Argentina-, da por tierra con algunas de las reglas básicas que hasta ese
momento pautaban las actividades, las expectativas, los intercambios y los
pactos sociales. Como consecuencia de estas rupturas, los comportamientos
habituales pierden su vigencia y su posibilidad de aplicación y/o utilidad y las
personas afectadas se ven ante situaciones desconocidas para las cuales ni ellos
ni las instituciones tienen previstas respuestas. Cunde, entonces, el estado de
incertidumbre y desorientación que provoca en los miembros de la comunidad el
impacto del desastre.
La palabra ‘desastre’ expresa nítidamente el pasaje de un mundo ordenado -el
cosmos- al desorden -el caos-. ‘Desastre’ proviene del latín des-astrum y acarrea
el sentido de ruptura de la constelación (astrum), el quiebre del mito iniciador
del tiempo, cuando el Caos se convirtió en Cosmos. Desastre, por lo tanto,
implica la caída de un elemento fundacional e identitario.
Quedarse sin los parámetros sobre los cuales se organizan y orientan
valorativamente los comportamientos de las personas, por ejemplo el parámetro
del tiempo, tiene varias consecuencias perniciosas. Entre ellas:
- Las decisiones y acciones que toman las personas pierden su carácter
necesario y su racionalidad volviéndose aleatorias, discrecionales,
imprevisibles, inadecuadas, lo que genera más distorsión del entorno.3
- La desorganización del presente hace casi imposible a los individuos y a los
grupos anticipar el futuro, incluso el más inmediato, con lo que se desvanece
la posibilidad de imaginar proyectos individuales y forjar un proyecto común.
- Las tradiciones sobre las que se asienta la identidad colectiva pierden su
significado y fuerza identitaria y de cohesión.
- El debilitamiento de la identidad colectiva corroe los sentimientos de
seguridad, pertenencia y solidaridad y alimenta la disgregación social (Allen,
1999).
3
Por ejemplo, en la Argentina, a partir del establecimiento del “corralito”, nombre
otorgado a la normativa que restringió brutalmente el acceso al dinero depositado en
los bancos, se desencadenaron una cantidad de acontecimientos imprevistos e
imprevisibles que demandaron nuevas normas. Como el proceso fue vertiginoso y la
necesidad de respuestas era urgente, las medidas se adoptaban sin prever sus
consecuencias. Improvisadas, la mayoría de ellas resultaron inútiles, cuando no
ahondaron los perjuicios, obligando a desandar lo andado y acrecentando de ese
modo tanto la confusión como la incertidumbre general y el carácter amenazante del
entorno.
2) La incertidumbre patológica, la desconfianza y la imposibilidad de
cuestionar.
La búsqueda permanente de certezas es una parte esencial de nuestra
condición humana. El movimiento del saber se despliega en esa búsqueda que,
para ser fructífera, debe conducir siempre a nuevas preguntas y
cuestionamientos. Cuando de la búsqueda del conocimiento resulta una “certeza
absoluta” estamos, muy probablemente, en presencia de una psicosis.
Para los escolásticos, la “certidumbre” consistía en un estado firme de la
mente cuya solidez dependía del grado de correspondencia que hubiera entre la
realidad y la percepción que los hombres tuvieran de ella. Sin embargo, sujeta a
los vaivenes que afectan la vida individual y social, la “certidumbre” es
esencialmente inestable y requiere, para mantenerse en el tiempo, un
fundamento exterior al sujeto, una garantía que provenga de una autoridad
válida, tanto para él como para los otros, en la que todos puedan confiar. La
capacidad de cuestionamiento y de crítica, que conducen a los sujetos a renovar
y ampliar sus vínculos con la realidad a través de las nuevas preguntas que se
plantean a sí mismos y le plantean al mundo, sólo son posibles si la
“certidumbre” puede ser cuestionada y trocar en “incertidumbre” (Benyakar,
2002).
A diferencia de la “certeza absoluta”, la “incertidumbre” surgida de la
capacidad de crítica, del cuestionamiento de las certidumbres, es una condición
positiva que expande el mundo de la percepción y el entendimiento. Pero resulta
negativa y patogénica cuando es producto del desbaratamiento de los principios
y criterios acendrados y comunes a los cuales y desde los cuales es posible
cuestionar.
Éste es el sentido del sistema “teórico” al cual, según el psicoanálisis, adhiere
el yo: un conjunto de parámetros bien establecidos y consensuados que el yo
necesita cuestionar, al mismo tiempo que necesita apoyarse en ellos
confiadamente para sostenerse en una referencia cierta y estable. Este postulado
freudiano se aplica también a las comunidades.
En efecto, como ocurre con los individuos, también las comunidades
necesitan de referentes firmes, incuestionables, absolutamente confiables, que se
impongan al conjunto de los hablantes por encima de sus diferencias y aseguren
así la posibilidad del discurso y de los intercambios y pactos sociales. La
confianza -que consiste en prestar fe a los otros y en confiarse en los otros
(Cotta, 1970)- es un requisito sine qua non de la coordinación de las acciones
que sostienen la existencia humana. Más aún, es la materia misma con la que se
construyen las instituciones.
49
En los entornos disruptivos, sin embargo, poblados de amenazas -como sufrir
la contaminación del medio a causa de un ataque con armas químicas o
bacteriológicas, padecer un daño físico y hasta incluso morir en un cine al
explotar una bomba, perder el entorno afectivo, la red social de sostén, las
posesiones materiales y espirituales en razón de vivir en un Estado que margina
y aun expulsa a sus habitantes-, los referentes pierden su valor de sostén mudo y
por lo tanto su credibilidad. Las instituciones, los usos y las costumbres, los
escenarios cotidianos que constituyen el hábitat normal y cuyo cometido es
resguardar a los individuos y a los valores de la comunidad, invierten su sentido
y desprotegen, reforzando la condición amenazante del medio e inoculando en
las personas temores y suspicacias diversas hacia los otros, hacia los lugares
conocidos hasta entonces y, en general, hacia el conjunto de las interacciones
sociales otrora confiables. La resultante distorsión del medio mina la confianza
porque va invadiendo todos los aspectos de la vida, corroyendo todas las
certezas y generando incertidumbres excesivas, patológicas.
3) La percepción distorsionada
En nuestra época, la ausencia de parámetros compartidos de certeza perturba
profundamente la relación que mantenemos con la realidad. A poco de observar
lo que sucede, advertimos que los desajustes no se deben sólo a fallas en los
sujetos sino a una realidad que distorsiona y que ya no puede ofrecerse como el
referente sólido que el yo requiere para mantener su estabilidad. ¿Qué significa
esto?
Para quienes sufren los impactos provenientes de un entorno disruptivo
consolidado, el hecho más terrible y desquiciante es que las distorsiones y las
amenazas son el producto incuestionable de voluntades humanas expresadas en
decisiones cuyo asiento y objetivos no son dables de ubicar. Por un lado, resulta
casi imposible saber de qué sector de intereses sociales, económicos, políticos,
religiosos, provienen las acciones que generan la distorsión e imaginar cómo se
encadenarán los sucesos y qué consecuencias tendrán tales encadenamientos.
Por el otro, también es arduo ubicar quiénes serán los destinatarios de las
acciones violentas ya que, en tanto éstas valen más por sus efectos indirectos y
expansivos que por sus impactos locales y específicos, cualquiera puede ser el
“blanco” o sufrir las consecuencias.
Las amenazas que afectan indiscriminada y globalmente a toda una
población no pueden ser afrontadas individual y aisladamente. Porque la
dificultad para identificar quién o qué puede provocar los daños, al mismo
tiempo que genera una reacción de sospecha igualmente indiscriminada y global,
coarta la capacidad de los sujetos para representar y pensar lo que ocurre,
impidiéndoles desarrollar defensas psicológicas, físicas y/o conductuales.
Todo conspira para que los entornos disruptivos tiendan a perpetuarse en el
tiempo protegidos, paradójicamente, por la capacidad humana para resistir aun
en las situaciones más hostiles y caóticas. Todos sabemos -ya que la historia de
la humanidad y nuestra propia existencia individual así lo demuestran- que los
seres humanos casi siempre logramos forjar algún orden en el caos y que,
paulatinamente, ese mismo orden nos va proporcionando las formas de atenuar
las vivencias de desamparo y de desvalimiento que sufrimos.4 Este rasgo
humano facilita la permanencia de los entornos disruptivos al hacer de ellos el
telón de fondo más o menos invisible de la vida cotidiana.
Integradas a las escenas cotidianas, las amenazas dejan de ser reconocidas
como provenientes del mundo externo y se internalizan. Una vez incorporadas
como parte de la propia subjetividad, inundan y modelan la vida entera. Por
ejemplo, a fin de evitar probables aunque inesperadas desgracias y sofocar el
miedo que produce la posibilidad cierta de que efectivamente ocurran, las
“respuestas adaptativas de alarma” que se desencadenan en los sujetos los
conducen a rediseñar sus vidas en función de controlar la mayor cantidad de
situaciones consideradas peligrosas. Los seudo “equilibrios” así alcanzados,
precarios y cuestionables, caducan rápidamente, desafiados sea por los continuos
cambios en las reglas de juego, sea porque periódicamente ocurren nuevos
hechos disruptivos cuyo objetivo es actualizar y fortalecer el valor de las
amenazas. Generalmente, los esfuerzos adaptativos, desgastantes y sabidamente
inútiles conducen al encierro gradual de las personas en sus propias casas, al
aislamiento social, a conductas de auto y heteroagresión o, incluso, a nuevas
violencias.
Un contexto social que presenta un grado tan alto de disgregación inhibe la
posibilidad de los individuos y grupos sociales para proyectarse hacia el futuro,
para enfrentarse al estimulante desafío, propio de la incertidumbre cuando ésta
4
En su obra El corazón bien informado, Bruno Bettelheim (1973) ofrece un ejemplo
extremo de esta capacidad cuando relata cómo a muchos de los prisioneros que
sobrevivieron en los campos de concentración nazi les bastó para ello “tener algunas
experiencias simbólicas de permanecer activo y pasivo, por voluntad propia, mental y
corporalmente” agregando seguidamente, entre paréntesis, el sugestivo comentario
“mucho más que la utilidad propia de cada una de estas actividades”.
51
se encuentra contenida dentro de parámetros estables. Y entonces sólo hay
capacidad de generar soledad, frustración, resentimiento y desesperación. A
menudo, estos sentimientos llevan a las personas a buscar amparo en ciertas
certezas, ofrecidas por los pensamientos totalitarios -sean de tipo místico-
religioso, sean ideologías seculares extremistas-.
Aferrados a tal tipo de certezas -que restituyen una identidad y una
pertenencia grupal-, quienes sucumben a esta tentación superan la incertidumbre
erigiendo a otros en los enemigos a quienes corresponde responsabilizar por
todos los padecimientos y sobre los cuales “creen” justo descargar su odio y su
deseo de destrucción. Otra forma de manejar la incertidumbre (sobre la que a
continuación entraré en detalles) es hacer de los miembros del propio grupo que
sufren daño, “víctimas” cuya “reivindicación” servirá para justificar la descarga
de hostilidad y también para movilizar los sentimientos reparatorios y altruistas.
53
que actuó como hacedor del daño. O sea, hay un hacedor del daño, un dañado o
damnificado y el grupo de pertenencia que adjudica a este último el carácter de
“víctima”.
El proceso mediante el cual una persona, grupo o comunidad queda erigido
en víctima es, por lo tanto, un complejo mecanismo social de elaboración de
procesos sociales e individuales cuyo funcionamiento y efectos no sólo son
extremadamente difíciles de identificar sino que, cuando se los reconoce y
expone a la luz, son rápidamente rechazados. La razón por la cual estos
mecanismos son resistidos como explicaciones es que destruyen las versiones
apaciguadoras de la violencia propia de la condición humana. Entre estos
mecanismos veamos los que operan en el nivel psicológico.
Los mecanismos psicológicos más frecuentes que se ponen en juego en el
proceso de “victimización” son la proyección en y la sobreidentificación con los
sujetos que han sufrido la clase de daño que el grupo no acepta dejar pasar
impunemente.
Mediante estos mecanismos de proyección y sobreidentificación, los
miembros del grupo buscan inconscientemente neutralizar o desembarazarse de
la culpa que, tomando lo postulado por Freud en Inhibición, síntoma y angustia,
podemos deducir que surge cuando un ser humano, enfrentado al desvalimiento
propio o al ajeno, ubica en sí mismo la causa de lo acontecido, más allá de que
haya o no participado efectivamente de los hechos. El accionar terrorista apunta
a activar esta tendencia inherente al ser humano, dado que su objetivo es menos
el daño material y concreto que el impacto psíquico que ese daño produce sobre
la totalidad de los miembros del grupo agredido, o sea, la activación de la culpa
imaginaria, entre otros efectos.
Asimismo, los mecanismos de proyección y sobreidentificación enfatizan el
hecho de que quien ha sido dañado es otro que no soy yo. Pero, como al mismo
tiempo promueve la idea de que muy bien podría haberlo sido, por esta vía se
realimenta y refuerza la producción de culpa imaginaria: algo que hice o no hice
explica el daño ocurrido, por lo cual termino sintiéndome culpable y buscando
nuevas formas de expiación.
Para entender un poco mejor estos procesos, que nada tienen que ver con la
voluntad ni con la intencionalidad, veamos un poco cómo se despliegan los
mecanismos inconscientes sobre los que se basan. Ya dije antes que los
mecanismos más frecuentes que se ponen en juego en cada uno de nosotros ante
un damnificado son la proyección y la sobreidentificación. Ambos son activados
por motivaciones narcisistas, propias del género humano, según las cuales
tendemos a sentirnos involucrados y protagonistas de cuanto sucede a nuestro
alrededor. Permanecer indiferentes no es más que la contracara defensiva de esta
tendencia.
Los mecanismos en cuestión nos permiten, por un lado, ubicar el daño en el
afuera y, por el otro, relacionarlo directamente con nuestra persona. De este modo,
estar frente a un damnificado acentúa la evidencia de que quien ha sido dañado es
otro que no soy yo. Y ver perdurar en otro el daño nos ayuda a creer que estamos a
salvo. Sin embargo, al mismo tiempo, promueve la idea de que muy bien podría
haber sido uno mismo el dañado. Igualmente, quedar frente al daño activa la
sensación de que hay algo que yo podría haber hecho y no hice o algo que hice y
no debería haber hecho o que, por más que me esfuerce, no podré hacer que no
pase lo que ya pasó, lo cual nos pone, una vez más, de cara a la limitación
humana. En la medida en que estos mecanismos no sean suficientemente
elaborados se refuerza la producción de culpa imaginaria. En fin, como
mecanismo para la expiación de las culpas, la “victimización” resulta fallida. Y,
como la producción de sentimientos de culpa, a diferencia de la culpa real,
transcurre en un plano en el que este sentimiento nunca puede ser desmentido por
los hechos, se regenera a sí mismo y regenera la “victimización” a modo de
círculo vicioso.
¿“Víctimas” o damnificados?
5
Comprender el modo en que interactúan estos niveles requiere un abordaje que incluya
diferentes perspectivas y niveles de análisis.
55
bien en planteamientos ideológicos. En uno y otro caso, la “victimización” se
presenta como un imperativo que exime de pensar en su naturaleza y
consecuencias. La tarea de soslayar el pensamiento queda disimulada y, a veces,
también justificada tras el altruismo -un indiscutido valor social- que acompaña
al proceso y que surge como respuesta a los sentimientos de culpa.
Aunque la compasión, la solidaridad, el altruismo, alivian la culpa, no la
redimen. Por ello el germen que da lugar al proceso de “victimización” sigue
activo, buscando perpetuarlo. Igual que como sucede con los “testimonios
vivientes”, ello ocurre con los damnificados que son los destinatarios de las
actividades de asistencia y ayuda y de reparación de los daños. Estas actividades
suelen confinar al dañado a la condición de “víctima”, un rol rígidamente
definido del cual es muy difícil salir. Esto ocurre porque, una vez erigido en
“víctima”, el sujeto pierde su condición de tal en la medida en que desaparece
como el producto de su historia singular y comienza a quedar reducido a ser el
objeto del daño y de las necesidades sociales, al mismo tiempo que su historia
pasa a ser leída casi exclusivamente a la luz de ambos condicionantes
(Kovadloff, 1996; Hercovich, 2000, 2002).
Destinada a nombrar al sufriente que mueve nuestra compasión y deseo de
ayuda, la palabra ‘víctima’ es, sin embargo, un modo de ejercer violencia e
invisibilizarla en el mismo acto. En el imaginario dominante, la víctima es
alguien que tiene, por ejemplo, su capacidad perceptiva, emocional, intelectual,
disminuida por el sufrimiento. Se le adjudica impotencia, debilidad, incluso
parálisis, y escasa o nula posibilidad de soportar y reponerse de las adversidades.
La definición menosprecia y desconoce la subjetividad de la persona y la
presiona a adaptarse a la imagen dominante quedando, de este modo, atrapada en
un rol estereotipado que resulta funcional para la sociedad pero del cual también
podrá obtener ciertos beneficios, puesto que, al mismo tiempo, esas
características le permiten ser reconocida y que la sociedad acuda en su ayuda.
Ésta es tal vez la razón principal que, como psicoterapeuta, me empuja a usar
la palabra ‘damnificado’ en lugar de ‘víctima’, ya que la primera no acarrea
ningún otro significado que deforme la percepción o genere expectativas en
quien así llama al afectado. Del damnificado sólo sabemos que sufrió un daño, y
aun cuando sepamos en qué consistió el hecho infausto que vivió ignoramos qué
efecto produjo en él, o sea, no sabemos si hubo o no daño subjetivo y, si lo hubo,
en qué consistió. En tanto se mantiene como interrogante, el damnificado
conserva a priori su subjetividad, su movilidad psíquica, su capacidad de
respuesta.
En resumen, a diferencia de los damnificados, las “víctimas” son una penosa
“necesidad” de las sociedades porque: 1) sirven de soporte para mantener la
memoria social respecto de ciertos hechos; 2) expían las culpas individuales y
sociales; 3) alivian la angustia que provoca la presencia del sufrimiento en tanto
permiten objetivar y depositar el “mal” en el “hacedor del daño” y confinar sus
efectos en algún sector de la sociedad que es erigido en “víctima” o “chivo
expiatorio”, y 4) sostienen las identidades grupales, muchas veces aglutinando a
los individuos tras una “causa común” o “bandera política”.
Veamos ahora qué pasa del lado del “victimizado”. El proceso de quien
sufrió un daño suele ser como sigue: hasta el momento de sufrirlo se veía a sí
mismo como una persona normal que podía trabajar, amar, divertirse, tener
amigos. A partir de que le causan un daño psíquico, estas capacidades se
malogran y comienza a sufrir. Desde su comprensión de lo que le sucedió, el
sufrimiento le fue ocasionado por el mundo externo: algo vino de afuera y le
produjo un daño. Esto no es lo que ocurre en otras dolencias psíquicas en las que
los individuos sienten que el origen del sufrimiento está en ellos mismos, en algo
que no pudieron elaborar, a pesar de que en los desórdenes de personalidad se
tienda a ubicar el problema en el medio. La gran diferencia con otras
condiciones es que en las patologías disruptivas tanto individuo como sociedad
reconocen que el daño fue provocado por el afuera. Sentir que el daño provino
del mundo externo habilita al damnificado a reclamar que o bien aquel que le
infligió el daño o bien quien debió haberlo evitado (el grupo o la sociedad en
general) deberán repararlo, compensarlo o, por lo menos, aliviarle de algún
modo su sufrimiento. En principio, esta reacción pone en funcionamiento la
responsabilidad de la sociedad a la que se asocia la culpa imaginaria de quienes
son testigos del daño (nuevamente el grupo o la sociedad en general). Así se
establece el sistema, por ejemplo, de las indemnizaciones, mecanismo mediante
el cual la sociedad se hace responsable de los daños que sufren sus miembros, en
tanto sean daños reconocidos como tales y les hayan sido infligidos a quienes la
sociedad decidió proteger.
¿Cómo debemos actuar los terapeutas siendo que nosotros mismos formamos
parte de los mecanismos que producen la “victimización”? Antes que nada, debo
señalar que los tratamientos psicoterapéuticos transcurren en la tensión real y
57
nunca resuelta que se genera entre la necesidad social de sostener la memoria y
afirmar identidades, por un lado, y la necesidad de preservar la subjetividad del
individuo, por el otro. Y que es dentro de esa tensión irresoluble que nos
postulamos como representantes del afuera frente a nuestros pacientes que así
nos ven y que esperan de nosotros que les reparemos el daño que sufrieron
(Benyakar, 1994, 1996). Para mantenernos en un lugar “neutral” y no pasar a ser
agentes de los procesos “victimizadores” los terapeutas debemos estar atentos a
no sucumbir a los mecanismos de proyección y sobreidentificación con el
paciente y, a través de él, con el grupo de pertenencia, lo cual muy
probablemente nos llevaría a actuar paternalísticamente y a producir iatrogenia,
fenómeno que Charles Figley (1995) describió como un mecanismo entre los
que componen lo que él denominó “compassion fatigue”, o sea, la fatiga que
resulta del esfuerzo de contener y ayudar a una persona traumatizada (Cazabat,
2001).
Los mecanismos y procesos de los que hablo son inherentes a la condición
humana y, por lo tanto, también nos afectan a nosotros, los terapeutas. Respecto
de ellos, todo lo que podemos hacer es mantenernos conscientes para no
incentivar más sus efectos negativos. Algo que debemos considerar en cuanto a
nuestro propio funcionamiento profesional es que, por ejemplo, tratar a personas
que se transforman en símbolos de los avatares sociales eleva nuestro
narcisismo, lo cual complica los tratamientos. Atender damnificados, sobre todo
si son célebres, da prestigio, pero no siempre porque el trabajo terapéutico
realizado haya sido verdaderamente destacado o importante sino porque nos
involucra en causas que son valoradas socialmente.
Otro aspecto que considero relevante señalar es que cuando se confieren
ventajas, prebendas, facilidades o compensaciones especiales a quien sufrió
daño, se le está facilitando la posibilidad de usufructuar del beneficio secundario
que significa ser considerado “víctima”. Es posible que de esa forma empujemos
al damnificado a quedarse en ese lugar por el resto de su vida, lo cual le
significará ajustarse a la definición y sacrificar, por ejemplo, la posibilidad de
vivir mejor. Esto es lo que hace que las decisiones y el proceso de otorgar y
aceptar indemnizaciones sea tan complejo.
Reconozco la dificultad que existe para admitir la paradoja de reconocernos a
nosotros, lo mismo que a la sociedad que sufre el daño, como quienes
“victimizan”. Para ayudar al lector a aceptar esta proposición urticante quiero
señalar que diferenciar al “victimizador” del “hacedor del daño” (o “victimario”)
deja bien en claro que este último es quien efectivamente debe ser
responsabilizado por el daño ocasionado. Él transformó a la persona dañada en
damnificada al provocarle el mal. También quiero señalar que, al descartar la
palabra ‘víctima’ para referirnos a las personas que sufrieron daño psíquico y
reemplazarla por ‘damnificado’, lejos de minimizar el sufrimiento, lo rescatamos
de las garras de un concepto que desconoce la singularidad de cada experiencia
de daño y la subsume en una definición a priori y general.
Una reflexión final: la particular conjunción de lo social con lo individual que
se opera en los entornos disruptivos extremando el mecanismo de la
“victimización” hasta convertirlo muchas veces en el sustento de actitudes
fundamentalistas interpela nuestra condición tanto de ciudadanos como de
profesionales de la salud mental. No sólo porque esta conjunción genera cuotas
enormes de sufrimiento humano al que debemos respuestas sino porque nos
sume en el peligro de transformarnos en cómplices (aun involuntarios) de la
instalación y/o el reforzamiento de sociedades caracterizadas tanto por estados
de parálisis generalizada como por revueltas permanentes. Recordemos que estas
sociedades son las que ofrecen las condiciones más propicias para que algún
sector “iluminado” asuma una actitud mesiánica y resuelva imponer un orden, el
propio, por medios violentos y agresivos.
59
Capítulo VII
DECIR LO MUDO - EL DISCURSO EN LO
TRAUMÁTICO
Moty Benyakar y Álvaro Lezica
Afecto y relato
1
En psicoanálisis, el clínico puede diferenciar entre lo preconsciente (inconsciente en un
momento dado, en un sentido simplemente descriptivo) y lo inconsciente propiamente
dicho, por la facilidad con que el primero puede advenir consciente. Basta con un viraje
de la atención para que los contenidos estén a disposición del sujeto. En cambio, lo
inconsciente propiamente dicho se hace consciente solamente luego de un importante
esfuerzo por vencer ciertas resistencias psíquicas a reconocer el contenido en cuestión
como propio (inconsciente en un sentido dinámico) o, incluso, pueden nunca advenir
conscientes aún si analista y paciente adquieren la convicción de su existencia por la
constante presencia de sus efectos (inconsciente en sentido tópico)
157
En el contexto del complejo traumático, palabras fundamentales serán -
extremando la propuesta de Aulagnier- aquellas palabras que remitan al afecto
en su adecuado estado elaborativo, o sea que pueden remitir a sensaciones,
emociones o sentimientos. Una palabra fundamental es que resultado del proceso
de desarrollo de los afectos en su forma más acabada, la que va desde su estadio
más primitivo -el de las sensaciones- hacia el más desarrollado -el de los
sentimientos-. La dificultad en acceder a éstas es una de las manifestaciones de
una disfunción en el porceso elaborativo, disfunción que puede presentar dos
modalidades características: puede circunscribirse a un evento o una situación
determinada o puede ser un modo de expresión reflejo de su relación con el
mundo circundante.
Un breve relato: Rubén cuenta sus experiencias en el campo de batalla: debía
mantener un estricto control sobre sus afectos para poder actuar, debía funcionar
con el cálculo y la precisión de una máquina computarizada. Rubén relata estos
sucesos con fría calma, puede describir detalles de su funcionamiento. También
relata que, a pesar que ya habían pasado algunos años de su participación en esos
eventos, no entendía qué había cambiado en el mundo circundante: funcionaba
en él, podía tener expresiones de afecto -regalar una flor, dar un beso, decir
buenos días- pero únicamente movido por el saber de qué "eso se hace así", sin
experimentar ninguno de los afectos que expresaba. Rubén tenía bien claro que
"antes" no era así. Al decirlo, sus palabras denotaban una especial incomodidad,
pero ninguna carga efectiva, ni por lo que había vivido en el campo de batalla ni
por relatar esto en sesión.
En esta mínima viñeta vemos cómo un evento disruptivo circunscripto -que
seguramente evocó un complejo traumático- provocó una disfunción procesual
que se expandió a diferentes campos de su vida, perpetuándose en el tiempo.
Otro ejemplo es el de María, una mujer de mediana edad, que transmite
placidez y simpatía. Su vida cotidiana es armoniosa con su medio, ella establece
vínculos afectivos relevantes, profundos y placenteros. Sin embargo, acude a
tratamiento por una tendencia compulsiva a rascarse en diferentes partes del
cuerpo. Cuando relata la generalidad de su vida, lo hace con un tono afectivo
adecuado, tono que domina en el contacto con su terapeuta. En algún momento
del tratamiento, menciona un accidente en el que muere su madre y ella sufre
laceraciones que provocan insensibilidad en algunas zonas de su cuerpo. Durante
su convalecencia, acostumbraba a rascarlas, y el rascado se expandía, luego, a
otras partes del cuerpo. El estilo que dominó el relato de esto último fue
enormemente contrastante con el que siempre había dominado su discurso, como
si al entrar en esa zona de especial laceración, ella se transformara y su afecto
quedara congelado, insensibilizado, despojando al relato de singular densidad
afectiva, como si fuera una nueva manera de rascar lo insensibilizado.
Pero en este punto debemos destacar que cualquier comparación respecto de
la conservación de la capacidad de elaborar se refiere al paciente con respecto a
sí mismo, es decir, la comparación relaciona la capacidad narrativa previa al
desencadenamiento del proceso traumático con la actual.
Este es uno de los tantos factores clínicos difíciles de abordar. Para
sobreponernos a esta dificultad, a veces puede ser de utilidad la información que
nos brinden los allegados al paciente o a su entorno. En todos los casos, ante un
paciente que atravesado un evento disruptivo y se ve imposibilitado de
comunicar sus afectos, debemos considerar como referencia su capacidad
narrativa anterior al suceso en vez de poner las dificultades a cuenta del
desencadenamiento de la vivencia traumática.
Sin embargo -y paradójicamente- puede ocurrir que ciertos pacientes que han
experimentado un evento disruptivo, en etapas avanzadas -elaborativas- de su
tratamiento, descubran en sí mismos una capacidad especial -ya presente pero
desconocida- de relatar afectos tanto en lo relacionado al evento disruptivo,
como así también - en especial- a la vida cotidiana. Tal el caso de Rodolfo quien,
a lo largo del tratamiento posterior a su secuestro, llega a decir que nunca podía
haber imaginado que encontraría el modo de relatar no sólo que le había
sucedido sino también lo que estaba sintiendo.
159
algunas de sus características llamarán nuestra atención. Y no podremos menos
que notar que, a veces, parece como si el relato llegara a poseer al sujeto,
obligándolo a contarlo una y otra vez, en detrimento de cualquier otro suceso de
su vida.
¿De dónde proviene este encierro en la trama? ¿Por qué el relato no mitiga el
dolor, no torna más tolerable lo acaecido?
Todo parece indicar que este tipo de relatos posee las características de los
fenómenos traumáticos. Y ésta es otra de las claras señales clínicas de que no
son palabras lo que le falta al sujeto. Por el contrario, éstas son infinitas pero, de
alguna manera, siempre las mismas; porque son palabras vacías, no palabras
fundamentales. Palabras que hablan pero no dicen, si entendemos decir como
compartir una vivencia con la intensidad de su sentido personal, de
procesamiento y elaboración2.
Esta distinción nos ayudará a entender las particulares características de la
narración en juego. Agobiado por el peso de lo no articulado entre
representaciones y afectos, el sujeto narra lo sucedido a partir de una especie de
memoria fáctica. La tendencia psíquica reparadora se apropiará de este
entretejido, que habrá de adquirir la misma función que los sueños repetitivos
del período postraumático, las actuaciones y la 'evocación repetitiva' (recordar
compulsivo): un intento de reinstalarse en la dinámica articuladora y reparar, a
través de la repetición del relato, la falla de la función articuladora. A veces, el
relato servirá, además, para apaciguar el dolor psíquico que genera una falla
repentina en un psiquismo maduro con un normal desarrollo de su capacidad
articuladora.
En el mejor de los casos, este relato activará un proceso que favorecerá la
estructuración de la vivencia y, por ende, de la continuidad psíquica. Es el caso -
poco habitual pero posible- en que a través de los diferentes mecanismos de
repetición, se logra restablecer conexiones especiales que permitan lo que se
suele llamar una cura espontánea. Por eso sostenemos que la función de este tipo
de relato excede el alivio momentáneo ligado a una labor de descarga, a una
mera catarsis.
2
No en vano el texto bíblico, texto de la cultura que pone por escrito verdades de
estructura, diferencia entre hablar y decir.
El dolor en juego no es simplemente aquello que precisa un discurso
adecuado porque no es algo que se pueda transferir al otro. Este dolor no
delibera con el semejante; es pura certeza de sí y, vía la vinculación con la
vivencia traumática, se anuda al desamparo más absoluto. De allí que se vuelva
preciso diferenciar entre este dolor y lo que llamamos sufrimiento que ya supone
otro, al menos como su testigo. La diferencia entre el relato del dolor y el relato
del sufrimiento estriba en que este último dice, es decir, constituye un relato
compartido.
Detenernos en estos relatos -en especial los más claros de entre ellos-
permitirá, en principio, anotar una diferencia referida a la relación de sus
contenidos con el contexto social al que el individuo pertenece. En algunos, el
sujeto presenta una trama constituida más que nada por los hechos, lo fáctico.
Aquí la estructura preconsciente se conforma con predominio de lo acontecido
externo y la insistencia en el relato repite una y otra vez este contenido, que,
además, puede ser fascinante para el interlocutor, lo que supone para el terapeuta
el riesgo de un error en su posicionamiento como escucha.
Tomemos un relato: Un paciente se refiere de manera reiterada al mes y
medio que permaneció secuestrado y encadenado. Su discurso vuelve sobre los
hechos con la característica intensidad asociada a éstos y, en un principio sin
elaboración alguna.
Pero, en algún momento, el relato ya no se limita sólo a lo fáctico, sino que
va incluyendo el despliegue de las particulares técnicas de supervivencia que lo
asistieron al sujeto en sus horas de forzada reclusión. Y así da en contar cómo
imaginaba día a día su rutina familiar, cómo fantaseaba encuentros con su
esposa, sus hijos, sus amigos, cómo practicaba in mente sus deportes favoritos,
describiendo, incluso, la vívida trama de una competencia deportiva imaginaria.
De a poco, va percibiendo en esto un recurso apaciguante, que contribuye a
calmarlo y que le había permitido soportar el suplicio. Es notable que adjudique
su salvación psíquica a esta estrategia
No es difícil reconocer aquí ese "mito del héroe", que tanto éxito y dinero ha
reportado a Hollywood: un sujeto indefenso que en sí mismo los recursos para su
salvación. Aquí la trama -en la que lo propio se entreteje con algo de lo que
podemos llamar "mitos sociales"- es diferente de del tipo de relato anteriormente
mencionado. Pero no en cuanto a su función reparadora sino por la estructura de
sus contenidos. Llamamos relato propio al primer tipo de relato reparador; y
relato mítico al segundo.
161
Aquí nos encontramos con una nueva dimensión de lo traumático: la que
hace al punto de encuentro entre un sujeto afectado por la experiencia
traumatogénica y el entorno social en su gravitación subjetiva3, dimensión
reconocible en aquellos pacientes que acceden al tratamiento bajo el rótulo de
víctima de4 y que centra la trama en las reacciones sociales a la secuencia de
eventos, elevando a categoría esencial el lugar que estos ocupan en su entorno.
El relato pro-articulador
Los relatos más habituales en al campo de lo traumático: son los que remiten
a un evento traumatogénico seguido por la sintomatología más clásica que
acompaña al complejo traumático, presentan ciertas características relativamente
constantes.
3
Desarrollaremos este punto con más detalle en el capítulo dedicado a lo mítico y las
estructuras míticas transicionales
4
Secuestros, sucesos bélicos, negligencias profesionales u otras manifestaciones de
violencia que impliquen una dimensión social
Sea que la situación disruptiva traumatogénica haya sido un accidente con
riesgo para la vida del sujeto, una catástrofe natural, un atentado o algún otro
evento generado por el hombre, lo más común es que el sujeto, al hablar del
acontecimiento, describa lo que recuerda del evento. Así, comenzará un relato de
los afectos y pensamientos que lo precedieron, acompañaron y sucedieron. En la
medida en que lo repita el relato irá tomando coherencia. Muchos de estos
relatos son fascinantes y despiertan en quien lo escucha -terapeuta incluido-
intensos afectos y deseos de ayudar al sufriente.
El relato presenta algunas características típicas, reflejo de las
particularidades de la disfunción que le subyace: su actualidad, su intensidad, la
relativa inmutabilidad del acontecimiento desagradable, y su insistencia, sea
espontánea o frente al estímulo externo (una pregunta, el interés del otro, un
evento semejante, etc.)
Al decir actualidad nos referimos a cierta cualidad del relato, que produce el
efecto de "estar pasando ahora", independientemente del tiempo transcurrido. La
"intensidad" con que se presenta puede relacionarse con este efecto de
actualidad, y se refiere al monto de emotividad, como si el suceso fuera
eternamente reciente. Su insistencia refiere a su capacidad de presentificarse
reiteradamente en la vida del sujeto, característica de toda expresión subjetiva
motivada por un complejo y una vivencia traumática. Esta reiteración del relato
puede ser tanto espontánea como estimulada por algún disparador circunstancial;
así mismo, puede contraponerse con el hecho de que el sujeto realice intentos
activos de evitar el tema, experiencias que se le parezcan o lugares que se lo
recuerden, etc. Vemos en estas actitudes también un efecto de la fuerza de
retorno de lo no articulado, de su insistencia. ¿Por qué alguien habría de tomarse
tantas molestias para bloquear un recuerdo si porque le subyace una fuerza en
pugna por reinstalarlo, por presentificar la experiencia disruptiva
traumatogénica?
Para terminar mencionemos la inmutabilidad, característica que hemos
dejado al final para subrayar su importancia. No es propio de un procesar
normalmente elaborador la inmutabilidad de lo que procesa. Precisamente
procesar, como metabolización, supone el cambio de las cualidades, el lugar e y
la importancia psíquicos de los contenidos de la experiencia.
Esta inmutabilidad vinculada a la eternización de lo displacentero, no es
propio de procesos elaboradores, transformadores, que habitualmente se rigen
por el principio del placer: siguen la tendencia elemental de evitar el displacer y
163
buscar activamente el placer. Esto llevó a Freud a hablar de lo más allá del
principio del placer y es una característica a la que le hemos dado un lugar
importante a lo largo de este libro, como propia del campo de lo traumático.
Dijimos más arriba que este tipo de relatos era más comúnmente descrito
respecto de las consecuencias psíquicas de una situación disruptiva por evento
de efecto traumatogénico. Sin embargo, con los cambios propios de cada caso,
son detectables también en todo procesar de tipo traumático, sea derivado de la
persistencia de un complejo traumático o de un vivenciar traumático.
A modo de ejemplo, cabe aquí una observación. Si en estos casos deseáramos
aplicar el concepto psicoanalítico de recuerdos encubridores, a estos fragmentos
que retornan eternamente con las cualidades mencionadas (aunque lo hagan
disfrazados en su contenido), nos veríamos frustrados. Ese tipo de recuerdo se
caracteriza por ser una formación psíquica significativa porque que representan,
al tiempo que encubren, experiencias referidas a deseos posteriormente
rechazados por el sujeto. El relato derivado del funcionamiento traumático no
parece pretender ocultar nada, es tributario de la pulsación de un deseo.
Entonces ¿por qué emerge con tanta insistencia?; ¿qué significa su presencia?
Intentar una respuesta nos aleja de lo descriptivo rumbo a uno más
inferencial, metapsicológico. La respuesta que obtengamos va a influir
directamente en lo que lo brindemos al nuestros pacientes. Por dar un ejemplo
extremo, hoy en día hay quien propone, lisa y llanamente, eludir el relato en el
tratamiento.
165
Pensamos que el sujeto, a través de la repetición de lo mismo a nivel del
discurso, intenta (re)establecer un circuito co-metabolizador. Y esto no es
sencillo debido a la lucha entre dos aspectos o funcionamientos de la
personalidad que se contraponen en sus fines. El "yo actual", intenta lograr el
vínculo co-metabolizador, que le permita elaborar al fin la experiencia
traumática. En contraposición a esto, el "yo-objeto del funcionamiento
traumático" duda o se niega a restaurar la confianza en estos vínculos, dado que
ya le han fallado y en consecuencia se encuentra preso de lo experimentado, sin
poder transformarlo psíquicamente.
En una terapia, según el resultado de esta lucha entre la fuerza que tiende a
restaurar el vínculo co-metabolizador y la que pretende retirarse con
desconfianza de éste, se establecerá o no un adecuado proceso de cura.
Hilando un poco más fino y utilizando conceptos vertidos en otros capítulos,
podríamos definir al relato que emerge de lo psíquico traumático, como producto
de la relación entre dos vertientes. Por un lado, lo que llega a la conciencia y por
ende se integra al relato, compuesto por elementos fácticos externos
característicos del evento, y por percepciones de representaciones y afectos
vinculados con la experiencia traumatogénica; es decir por elementos
provenientes de la percepción intrapsíquica.
Por otro lado, lo que proviene del complejo traumático y en especial de la
vivencia traumática. Son contenidos que portan una fuerza que motoriza su
expresión repetitiva.
Vivenciar Traumático
Relato pro-articulador
Hemos mencionado la existencia de una fuerza que motoriza la persistencia
del relato y la nombramos explícitamente en este esquema como relato pro-
articulador, aspecto al que dedicaremos el apartado que sigue dado que merece
un examen más atento.
167
En conclusión: el motor del relato en lo traumático será aportado por la
fuerza intrapsíquica que pretende restaurar la capacidad de elaboración o
metabolización psíquica, de ahí que lo denominemos "relato pro-articulador",
aunque sepamos que en forma espontánea casi nunca logra su objetivo. Si a
través del "relato pro-articulador" se logra establecer un vínculo co-
metabolizador eficaz, se establecerá un "diálogo reparador" de la función y el
proceso articulador.
La terapia será exitosa toda vez que logre el pasaje desde el reverberante e
idiosincrásico "relato pro-articulador", siempre fallido en cumplir su propósito,
al "diálogo reparador", creativo y neogenético, el cuál poseerá la capacidad de
lograr que la articulación se realice y, con ésta, se activen los procesos
metabolizadores. Esto se logrará si se logra dar forma articulada a los elementos
idiosincrásicos no articulados contenidos en el relato inicial, mediante la
utilización de la triada interpretación vivencial, contención y holding.
169